Publicado en
junio 27, 2010
A Nicole Aragi,
destructora de domonios,
exquisita paloma.
LIBRO PRIMERO
Alabado sea Dios, que ha dispuesto las cosas para que las anécdotas placenteras sirvan como instrumento para pulir la inteligencia y limpiar el óxido de nuestros corazones.
AHMAD AL-TIFASHI, Los deleites del corazón
Todo es contable. Basta con empezar una palabra tras otra.
JAVIER MARÍAS, Corazón tan blanco
¡Qué infiernos, purgatorios y paraísos tengo en mi interior! Pero ¿quién me ve hacer algo que esté en desacuerdo con la vida, a mí, alguien tan sereno y tan pacífico?
FERNANDO PESSOA, El libro del desasosiego
Capítulo 1
Escuchad. Dejad que sea vuestro dios. Dejad que os guíe en un viaje hacia los confines de la imaginación. Dejad que os cuente una historia.
Hace mucho, mucho tiempo, en una tierra remota, vivía un emir en una hermosa ciudad, una ciudad verde llena de árboles y de exquisitas fuentes burbujeantes cuyo susurro arrullaba a los ciudadanos por las noches. Puede decirse que el emir tenía todo cuanto un hombre puede desear, a excepción de lo que más anhelaba su corazón: un hijo varón. Gozaba de riquezas, heredadas y logradas. Gozaba de buena salud y una dentadura fuerte. Gozaba de estatus, encanto, respeto. Gozaba de la adoración de su preciosa esposa y de la admiración de su pueblo. Tenía un pedicuro experto. Llevaba veinte años de matrimonio y doce hijas, pero ningún varón. ¿Qué podía hacer?
Llamó a su visir.
—Sabio visir —le dijo—. Necesito tu ayuda. Como bien sabes, mi bella esposa ha sido incapaz de darme un hijo. Tengo doce hijas, a cuál más hermosa. Su piel lechosa es tan suave como la mejor seda china. Las perlas relucientes del golfo Pérsico palidecen si las comparamos con sus ojos. El brillo de sus cabellos eclipsa los tintes negros de la tierra de Sind. Diecisiete poetas alaban las cualidades de la primogénita. Mis hijas me han proporcionado mucho placer, mucho orgullo. Y sin embargo, anhelo ver a un descendiente mío dotado de un pequeño pene corriendo por el patio: un chico que sea depositario de mi nombre y de mi honor, un futuro líder para nuestro pueblo. Estoy en una encrucijada. Mi esposa insiste en que lo intentemos una vez más, pero no quiero Que pase por eso sólo para acabar dando a luz a otra niña. Dime, ¿Que puedo hacer para asegurarme de que nazca un chico?
Por millonésima vez el visir propuso a su señor que tomara una segunda esposa.
—Antes de que sea demasiado tarde, señor. Es evidente que vuestra esposa nunca os dará un hijo. Debemos encontrar a alguien que pueda hacerlo. Mi señor es el único hombre de estos parajes que se conforma con una única señora.
El emir había rechazado esa propuesta en un sinfín de ocasiones, y ese día no iba a ser menos. Su mirada serena se posó en el jardín.
—No puedo casarme con otra, querido visir. Amo a mi esposa con todo mi corazón. Sé que de vez en cuando puede mostrarse destemplada, arrogante sin duda, petulante e impetuosa, tonta a ratos, desagradecida hacia quienes la ayudan, e incluso maliciosa y despiadada cuando se enfada, pero a pesar de todo eso ella siempre ha sido la única mujer que existe para mí.
—En ese caso tened un hijo con una de vuestras esclavas. Fátima la egipcia podría ser una candidata excelente. Tiene buenas caderas y unos pechos incomparables. Si me permitís el comentario, es la aspirante ideal.
—Pero no siento deseo alguno de yacer con otra mujer.
—Sara ofreció una esclava egipcia a su marido para que éste tuviera descendencia. Si ésa fue una buena solución para el profeta, también lo será para nosotros.
Aquella noche, en su alcoba, el emir y su esposa discutieron el problema. Su esposa se mostró de acuerdo con el visir.
—Sé que deseáis un hijo —dijo ella—, pero creo que eso queda fuera de nuestras posibilidades. La situación es catastrófica. Corren rumores entre nuestros súbditos. Todos se preguntan qué sucederá cuando ascendáis a los cielos, quién dirigirá nuestras tribus. Creo que tal vez a alguien se le ocurrirá plantear esa pregunta antes de lo que imagináis.
—Los mataré —gritó el emir—. Los destruiré. ¿Quién se atreve a cuestionar la vida que he elegido?
—Calmaos y sed razonable. Podéis mantener relaciones con Fátima hasta que quede encinta. Es guapa, agradable y está disponible. Podemos tener un hijo a través de ella.
—Pues creo que no podré.
Su esposa se puso de pie con una sonrisa en los labios.
—No os preocupéis, esposo mío. Yo estaré presente y haré eso que tanto os complace. Llamaré a Fátima y le informaremos de nuestros deseos. Fijemos una cita para el miércoles por la noche; entonces habrá luna llena.
Cuando Fátima se enteró del plan, no vaciló.
—Siempre estaré a vuestro servicio —dijo la esclava—. Sin embargo, si el emir desea tener un hijo con su esposa existe otra forma de conseguirlo. Conozco a una mujer que vive en mi ciudad natal, Alejandría. Su nombre es Bast, y sus poderes no tienen parangón. Desciende directamente por la línea femenina de la propia Anjara, la curandera de Cleopatra y guardiana de los áspides. Si se le entrega un mechón del cabello de mi señora, sabrá por qué no ha tenido un hijo varón y os proporcionará el remedio adecuado. Nunca falla.
—¡Asombroso! —exclamó el emir—. ¡Os envía el cielo, querida Fátima! Debemos traer a esta curandera inmediatamente.
Fátima negó con la cabeza.
—Oh, no, mi señor. Una curandera nunca puede abandonar su hogar. De ahí procede su magia. Si la arrancáramos de su tierra no nos sería de utilidad alguna. Una curandera puede viajar, buscar, pero en última instancia, si desea hacer uso de todos sus poderes, no puede alejarse mucho de su casa. Yo podría viajar hasta ella con un mechón del cabello de mi señora y volver con el remedio.
—Entonces ve —dijo la esposa del emir.
Y él añadió:
—Y que Dios te guíe e ilumine tu camino.
Me sentía forastero en mi propia piel. La duda, ese topo ciego, socavaba mi columna vertebral. Apoyé la espalda en el asiento del coche, observé el barrio y sentí cómo la sangre me latía en las venas de los brazos. Oía un suave gorgoteo, pero no sabía si procedía de la fuente o de una tubería rota. Hace mucho tiempo hubo una fuente de mármol en el vestíbulo del edificio, pero ya había dejado de existir.
Era un turista en una tierra extraña. Estaba en casa.
No había mucha gente por los alrededores. Un anciano sentado con desgana en un taburete cuya superficie era de suave hilo trenzado. Su cabello blanco aparecía alborotado, casi como si hubiera apoyado las manos en una bola estática. Su figura encajaba en el entorno, uno de los escasos barrios de Beirut donde aún quedaban vestigios del desastre de la guerra.
—Ese edificio era nuestro —le comenté, porque necesitaba decir algo.
Con un leve movimiento de cabeza señalé la entrada, cavernosa y sin fuente, ahora totalmente descubierta. Me percaté de que no me miraba: sus ojos estaban fijos en mi coche, el sedán BMW negro de mi padre.
La calle se había convertido en un camino lodoso. El barrio quedaba alejado de las vías principales. Ya entonces el tráfico era escaso; al parecer ahora aún lo era más. Se oía el zumbido de una hormigonera. Había dos edificios en plena construcción; los viejos inmuebles se hundían con pocas esperanzas de resucitar.
Mi edificio parecía abandonado. Sabía que no era así —había albergado a ocupas y refugiados desde que nos marchamos, durante los primeros años de la guerra civil—, pero ahora mismo resultaba impensable que alguien viviera allí.
Escuchad. Viví aquí hace veintiséis años.
Al otro lado de la calle, frente a nuestra casa, había un inmenso jardín vallado con una verja de lanzas intrincadas. Ahora ya no era un jardín, y desde luego la verja ya no estaba. Diseminados entre montañas de basura se veían cascotes metálicos, pilas de escombros, pedazos de baldosas. Un gigantesco rododendro blanco crecía en mitad de aquel vertedero. Dos begonias, una blanca y otra roja, habían florecido delante de un edificio de tres pisos de nueva construcción, con un aspecto extraño: sin cráter, sin orificios de bala, sin ningún árbol creciendo en su interior. Las begonias, las gloriosas begonias, parecían estallar en cada rama: no quedaba ningún brote por abrir. Florecía la vida, pero con un color apagado. El rojo... el rojo no era el mismo. Era demasiado pálido para mi gusto. Los rojos de mi Beirut, la ciudad que yo recordaba, eran más salvajes, más primarios. Los colores eran mejores, más intensos, más vivos.
Un trabajador sirio pasó por allí: intentó esquivar los charcos de la calle y sus ojos evitaron mirarme. Estábamos en febrero de 2003, habían pasado más de doce años desde el final de la guerra civil, y sin embargo la construcción en el barrio seguía retrasada. La mayor parte de Beirut había sido reconstruida, pero esta zona aún parecía derruida y decrépita. Había una Virgen María en un altar.
En la fachada de nuestro edificio había una caja acristalada, un altar cerrado de cemento y ladrillo, coronado con losas de mármol italiano en forma de A, un Joseph Cornell católico. En su interior se hallaba una benevolente Virgen María, un inquisitivo san Antonio, un rosario de coral, tres velas finas, pétalos de dalias y rosas, y una foto de Santa Claus clavada en un fondo de espuma blanca.
¿Cuándo había surgido ese objeto extraño? ¿Estaba allí la Virgen cuando yo era niño?
No debería haber venido aquí. Se suponía que debía recoger a Fátima antes de ir al hospital a ver a mi padre, pero sin darme cuenta me encontré de camino hacia el viejo barrio como si viajara en un camión de juguete que se mueve a merced de un niño caprichoso. Mi viaje a Beirut tenía como fin pasar el Eid al-Adha con mi familia, y me sorprendió enterarme de que mi padre estaba ingresado en el hospital. Sin embargo, en lugar de estar con ellos había acabado allí: perplejo y asombrado ante mi antiguo hogar, inmerso en el pasado.
De nuestro edificio salió una joven con unos tejanos ceñidos y un suéter blanco muy corto. Llevaba apuntes y un libro de texto. Quise preguntarle en qué piso vivían ella y su familia. Saltaba a la vista que no residían en el segundo; una higuera había crecido en él. Ese tenía que ser el piso de tío Halim.
El inmueble era propiedad de mi familia, mi padre y sus hermanos, que ocupaban cinco de los doce pisos. Mi tía Samia y los suyos vivían en el ático de la sexta planta. Mi padre poseía uno de los pisos de la cuarta planta y el tío Yihad el otro. Uno de los pisos de la quinta planta pertenecía al tío Wayih, y el tío Halim tenía otro en la segunda, donde ahora asomaba la higuera, suponía. El piso de la planta baja pertenecía al portero, cuyo hijo Elie se convirtió en líder de la milicia en la adolescencia y mató a unas cuantas personas durante la guerra civil.
La fuente de la fortuna familiar estaba en nuestro concesionario de coches, al-Jarrat Corporation, que se hallaba bastante cerca de casa, en la calle principal. Los libaneses no saben qué es la ironía. Nadie prestaba atención a los detalles. Nadie veía raro que un concesionario de coches y la familia que lo regentaba tuvieran un nombre que significaba «exagerado», «marrullero», «mentiroso».
La joven pasó por delante de nosotros pavoneándose con indiferencia, los ojos ocultos detrás de unas gafas de sol baratas. El anciano se incorporó al verla.
—¿No crees que esos pantalones son demasiado ajustados? —preguntó él.
—Que te den, tío —replicó ella.
Él se inclinó hacia delante. Ella siguió andando.
—Ya nadie escucha —dijo él en voz baja.
No sabría deciros cuándo fue la última vez que vi el barrio, pero recuerdo a la perfección el último día que vivimos aquí, porque se trató de una partida precipitada, tumultuosa, y porque ese día mi padre se reveló como una especie de héroe. Febrero de 1977. La guerra que llevaba un par de años disputándose había llegado por fin a nuestro barrio. Antes, durante los violentos veintiún meses previos, el garaje subterráneo del edificio había resultado ser, al igual que sus homólogos del resto de la ciudad, un refugio de lo más adecuado. Pero luego las milicias habían empezado a asentarse demasiado cerca. La familia, aquellos que aún seguíamos allí, debía buscar refugio en las montañas.
Mi madre, que siempre llevaba la voz cantante en situaciones de emergencia, nos repartió entre cuatro coches: yo iba en el suyo, mi hermana en el de mi padre, el tío Halim y dos de sus hijas viajaban con el tío Yihad, y la esposa del tío Halim, la tía Nazek, iba en su propio coche con su tercera hija, May. En los maleteros se amontonaban los enseres de las tres casas. Nos fuimos por separado, dejando cinco minutos de intervalo entre coche y coche para no formar una comitiva que pudiera ser aniquilada por un misil perdido o una bomba deliberada. El punto de encuentro era una iglesia que se hallaba en la montaña, a diez minutos de Beirut.
Mi madre y yo fuimos los primeros en llegar. Aunque había conseguido inmunizarme al ruido de las bombas, cuando nos paramos mi asiento estaba empapado. A los pocos minutos, como si quisiera anunciar la llegada del tío Yihad, Beirut volvió a estallar en una cacofonía salvaje. Contemplamos la locura que se extendía a nuestros pies y aguardamos nerviosos a que llegaran los otros dos coches. Mi madre se aferraba con fuerza al volante. Mi padre fue el siguiente en llegar, y dado que se suponía que había sido el último en salir, eso significaba que a la tía Nazek le había pasado algo.
Mi padre no se apeó del coche, no nos dijo nada. Hizo bajar a mi hermana, dio media vuelta y regresó colina abajo, hacia la locura. Aterrada, con los ojos empañados, mi hermana se quedó en un rincón viendo cómo el coche de mi padre se sumergía en el fuego de Beirut. Mi madre quería seguirle, pero yo estaba en el coche.
—Baja —me gritó—. Tengo que ir tras él. Conduzco mejor.
Yo estaba demasiado asustado para moverme. Luego mi hermana se sentó a mi lado y ya fue demasiado tarde para seguirlo.
Tuvimos suerte. El coche de la tía Nazek se había estropeado al llegar a la primera pendiente. Como ciudadana cívica que era y a pesar de que no pasaba nadie más por la carretera, había aparcado en la cuneta. Mi padre no la había visto al pasar. Las encontró; mi prima May subió de un salto a su coche, pero ambos tuvieron que esperar a que la tía Nazek recordara dónde había guardado todos sus objetos de valor. Nos las devolvió sanas y salvas, pero en el camino de regreso una bomba cayó a unos cincuenta metros del coche: un trozo de metralla saltó hacia el parabrisas y se incrustó en él. Nadie resultó herido, aunque tanto la tía Nazek como May estuvieron sin habla durante un rato, pues se les había secado la garganta de tanto gritar.
Mi prima May dijo que mi padre también había gritado cuando la metralla chocó contra el parabrisas, que emitió un agudo de tenor. Pero tanto mi padre como la tía Nazek lo negaron.
—Ha sido un héroe —decía mi tía—. Un héroe de verdad.
—No fue heroísmo —decía mi padre—, sino más bien un acto de cobardía. Si no hubiera vuelto a buscar a su mujer, nunca podría haber mirado a mi hermano a la cara.
Habían pasado veintiséis años desde aquel día.
Fátima esperaba a las puertas del edificio, que estaba recubierto de pies a cabeza de mármol negro, una de las nuevas fachadas que han surgido en el Beirut moderno. Como si quisiera compensar a sus ciudadanos por los pocos barrios que no habían sido mejorados desde la guerra, Beirut se había revestido de negro. En cada esquina de la ciudad se alzaban solemnes rascacielos, nouveau riche y bétonné.
—Lamento el retraso —dije, sonriendo.
Solía ser capaz de predecir su reacción, ya que era una antigua amiga y confidente. Me iba a llevar una reprimenda dijera lo que dijese.
—Baja del puto coche. —No se dirigió al asiento del copiloto, sino que permaneció con los brazos en jarras. Su bolso verde azulado le colgaba de la muñeca hasta casi las rodillas. Iba vestida para llamar la atención: todo en ella brillaba, y el anillo de su mano izquierda atraía las miradas a distancia: una esmeralda madre de forma hexagonal rodeada de sus seis retoños—. ¿Hace cuatro meses que no me ves y me saludas así?
Bajé del coche y ella me abrazó, inundándome con su perfume y con sus besos.
—Mucho mejor —añadió—. Ahora, vamos.
En la primera señal de tráfico bajó el espejito de la visera y se examinó la cara.
—Tienes que ayudarme con Lina. —Sus palabras sonaban raras, su boca distorsionada por los intentos de repasar la línea de los labios—. Se pasa las noches en la butaca de la habitación del hospital. Como de costumbre tu hermana no atiende a razones. Quiero relevarla, pero no me deja.
No contesté. Dudaba que ella esperara respuesta. Ambos comprendíamos que mi padre nunca dejaría que le cuidara otra persona aparte de mi hermana y que le aterraba la idea de pasar una noche solo. Tenía pesadillas en las que moría solo y abandonado en una habitación de hospital.
—Cuando lleguemos —prosiguió—, besa a todo el mundo y vete directo a su habitación. No creo que haya mucha gente, pero no dejes que el resto de la familia te demore. Ya me ocuparé yo de las visitas en tu lugar. Se ofenderá si no entras enseguida a verle.
—No hace falta que me lo digas, querida —le dije—. Es mi padre, no el tuyo.
Fátima salió de la ciudad verde en una pequeña caravana, seguida de una comitiva formada por cinco de los soldados más valientes del emir y por Yawad, uno de los mozos de los establos. Entendía que Yawad era necesario —alguien tendría que cuidar de los caballos y los camellos—, pero se preguntaba para qué iban a servirle los soldados.
—¿No crees que necesitamos protección? —preguntó Yawad al iniciar el viaje.
—No —dijo ella—. Puedo enfrentarme sola con unos cuantos bandoleros, y si nos atacara una banda numerosa, cinco hombres tampoco servirán de mucho. Al contrario, su presencia puede atraer la atención de las bandas de maleantes. —Palpó los cincuenta dinares del emir que se había guardado en el busto—. Tú y yo solos pasaríamos mucho más desapercibidos. Pero bueno, ahora ya no hay nada que hacer. Estamos en manos de Dios.
Y tal y como había predicho Fátima, la cuarta tarde, cuando se hallaban en mitad del desierto del Sinaí, antes de que el sol se hubiera puesto por completo, el grupo fue asaltado. Veinte beduinos mataron a los soldados. Como encontraron pocas cosas de valor entre sus pertenencias, los captores decidieron repartir el botín humano de manera equitativa: diez dispondrían de Fátima, y diez podrían abusar de Yawad.
Fátima se rió.
—¿Qué sois: hombres o niños? —Dio un paso adelante, dejando atrás a un Yawad visiblemente azorado—. ¿Tenéis la oportunidad de recibir placer de mí y os conformáis con este mozalbete?
—Calla, mujer —ordenó el jefe—. El reparto debe ser equitativo. No podemos arriesgarnos a que se produzcan luchas entre nosotros. Da las gracias. Si tuvieras que tratar con los veinte no podrías resistirlo.
Fátima se rió y se volvió hacia Yawad.
—Estas ratas del desierto no me conocen. —Se quitó el turbante y una abundante cabellera negra enmarcó su cara—. Estos niños de las tierras yermas no se han enterado de mis hazañas. —Desprendió la diadema de monedas de oro que le rodeaba la frente—. Creen que veinte críos serían demasiados para mí. —Se despojó del abayeh y, exhibiendo su voluptuosa silueta, se plantó delante de los beduinos con su vestido de seda azul y oro—. Cuidado —dijo—. Soy Fátima, encantadora de hombres, hechicera de los cielos. Mirad cómo la luna llama a sus nubes; mirad cómo se oculta tras su cortina; ved cómo se esconde avergonzada, pues no se atreve a mostrarse cuando descubro mi cara. ¿Acaso creéis que unos simples peones vais a agotarme a mí, a Fátima? —Levantó las manos hacia la luna evanescente—. ¿Pensáis que siendo sólo veinte podréis satisfacer a Fátima, la domadora de Afreet-Yehanam? —Miró a los hombres—. Temblad.
—¿Afreet-Yehanam? —gritó el cabecilla—. ¿Conquistaste al poderoso yinni?
—Afreet-Yehanam es mi amante. No es más que mi juguete. Hace lo que le ordeno.
—La quiero a ella. Me niego a conformarme con el chico. Tenemos que redistribuir el botín. El reparto no es bueno.
—No —replicó el cabecilla—. No podemos permitir que todos consigan lo que quieren. Los árabes no hacemos las cosas así. Ya se ha tomado una decisión.
—También yo quiero a la mujer —exclamó otro hombre—. No puedes quedártela para ti y darnos a este crío desamparado.
Hubo una discusión. Todos querían a Fátima, a excepción de un hombre, Jayal, que seguía diciendo que prefería al chico a cualquiera que quisiera escucharle. Pero nadie le hacía caso. Los nueve hombres a quienes les habían asignado a Yawad pero querían a Fátima se pusieron lívidos. Con reglas o sin ellas, los habían engañado. No tenían ni idea de que Fátima poseyera tanto talento. Los habían timado y reclamaban la parte que les correspondía. Cualquier idiota podía ver que el reparto de bienes no se había realizado de forma equitativa. Se trazaron líneas de batalla, los hombres desenvainaron las espadas. En poco tiempo los diez mataron a los nueve.
—Creo que el chico es encantador —dijo Jayal.
Veinte ojos lujuriosos contemplaron a Fátima.
—Vale, vale, chicos —dijo ella con coquetería—. ¿Era necesario todo esto?
—Ha llegado la hora, Sitt Fátima —dijo el cabecilla—. Estamos listos.
—Vosotros sí, pero yo no. Debo decidir quién será el primero. El primer amante es muy importante. Marcará la pauta de lo que me espera. ¿Debería ir con el que tiene el pene más grande? Eso me gusta, pero a veces el poseedor del pene más grande es también el peor amante y eso me obligaría a esforzarme más. Y debería ser una diversión, no un trabajo. ¿Quién de vosotros tiene el pene más pequeño? Un hombre poco dotado se mostrará más ansioso por complacerme, pero por otro lado, por mucho que se empalme, no resulta tan satisfactorio. La elección del primer amante no es asunto baladí. Hay que tener en cuenta muchas cosas.
El cabecilla parecía a punto de echar humo.
—No hay nada que tener en cuenta. Yo voy primero. Soy el mejor amante, y el resto puede ir turnándose cuando yo esté saciado.
—No eres el mejor amante —replicó otro bandolero—. Si lo fueras, tu esposa no saldría de casa a altas horas de la noche.
Ésas fueron las últimas palabras que pronunció el hombre. El cabecilla desenvainó la espada y le cortó la cabeza.
—No deberías haberlo matado —gritó otro—. No es justo que seas el primero. Deberíamos dejar que decidiera Sitt Fátima. Ella es la experta, no tú. Ella debería decidir el orden. Puesto que soy quien tiene el pene más grande, creo que debería empezar por mí.
—El tuyo no es el más grande —arguyó otro—. Es el mío. Mira, Sitt Fátima. El mío es el más grande —dijo, levantándose la túnica—, y te prometo que no soy un mal amante. Elígeme.
—Quita esa cosita de mi vista —ordenó el cabecilla—. Yo mando aquí, y seré el primero.
—Lo que cuenta es el grosor, no la longitud.
—A mí dejadme al chico. Yo sólo quiero al chico.
—Tu miembro no es más grande que un dedal.
—Ya puedes ir retirando eso. Admite que el mío es más grande que el tuyo o prepárate a morir.
Y los hombres emprendieron una lucha a muerte. Al final sólo quedaban dos hombres en pie: el cabecilla y el que prefería al chico, que se había mantenido al margen de la reyerta.
—El mejor de entre los hombres la espera, señora. —El cabecilla zureaba como una paloma—. Empecemos.
—Empecemos —dijo ella—. Desnúdate y enséñame mi premio.
—Ven conmigo —dijo él, en cuanto estuvo desnudo—. Mira. De verdad que tengo el pene más grande.
—No —dijo Fátima—. El mío es más grande.
Y de debajo del vestido sacó un cuchillo con el que le cortó el pene y lo degolló.
—Recógelo todo y vuelve a guardarlo en la caravana —ordenó Fátima a Yawad—. Aún nos queda un trecho por recorrer hasta que se haga de noche. Coge los caballos de estos hombres muertos. Yo registraré sus cosas. Saldremos de este bosque árido más ricos de lo que llegamos.
—¿Y qué hacemos con este hombre? —Yawad señaló a su admirador.
—Con su permiso, me gustaría invitar al chico a mi tienda —dijo Jayal.
—El chico no es ni un cautivo ni un esclavo —dijo Fátima—. Dado que posee voluntad propia, deberás convencerle, persuadirle de que te acompañe a tu tienda. Disponemos de siete noches antes de llegar a Alejandría, mi ciudad natal. Tienes, por tanto, siete noches para seducirle. Puedes empezar mañana.
Fátima miró al cielo y a sus estrellas, y dio las gracias a la luna por su ayuda. Y Fátima, Yawad y Jayal partieron con sus numerosos caballos, camellos y mulas, al amparo de la noche.
—Ah, el aroma de sal y arena —comentó Fátima a sus compañeros—. No hay elixir igual en esta bendita tierra.
A lo largo del día nuestros tres viajeros habían llegado a las orillas del Mediterráneo, bañadas por lenguas azules. Aquella noche acamparon en la playa. Pese al descontento de Jayal, después de abrevar, alimentar y limpiar a los animales, Yawad montó su propia tienda. Tras una cena consistente en pan, carne seca y dátiles, Fátima se sirvió una copa de vino.
—¿Empezamos?
—¿Empezar? —se preguntó Jayal—. ¿Os referís a mi seducción? ¿Acaso debo realizarla en público? Preferiría hablar con Yawad a solas. —Inclinó la cabeza—. Soy, sobre todo, un hombre discreto. —Levantó la cabeza y posó la mirada en Yawad, que estaba sentado al lado de Fátima—. Estoy seguro de que apreciarás mi discreción.
Yawad se encogió de hombros.
—La discreción resulta aburrida —dijo Fátima.
—Mi señora —dijo Jayal—, nuestro acuerdo fijaba siete noches para seducir al muchacho, no que dicha seducción se llevara a cabo en público. Eso sería injusto y humillante.
—El amor es injusto y humillante.
Yawad asintió.
—No sé mucho del amor, pero sé que es humillante.
—Debo protestar —dijo Jayal—. El Profeta, que Dios lo bendiga, dijo: «Aquel que se enamora y oculta su pasión es un hombre de provecho».
—Ser aburrido resulta poco atractivo en sí mismo —replicó nuestra heroína—. Ser aburrido y además mentiroso convierte a un hombre en repelente, amén de deshonrado. ¿Usas las palabras del Profeta para mentir? Bien podrías quitarte el turbante y afeitarte la barba. El Profeta, que la paz esté con él, dijo: «Aquel que se enamora, oculta su pasión y si es casto muere como un mártir». Si deseas ser un mártir podemos arreglarlo fácilmente, pero me parece que ya es un poco tarde para que ocultes tu pasión.
—Y no creo que su objetivo sea precisamente la castidad —añadió Yawad.
—Las noches del desierto son largas y aburridas —dijo Fátima—. Distráenos o lárgate. Si deseas poseer a este chico, deberás convencerlo.
—Convénceme.
—Conmuévelo.
—Conmuéveme.
—Esperad. —Jayal se puso de pie. La luz del fuego dibujaba sombríos destellos en su larga túnica blanca. Era un hombre ancho de espaldas, con perfil de halcón y gruesas y espesas cejas—. Haré lo que me pedís si no queda más remedio, pero permitidme que intente por última vez convenceros de que la discreción es lo más aconsejable en los lances del corazón. Puedo contaros la historia de Bader, el hijo de Fateh.
—No estoy segura de desear que alguien me convenza. ¿Y tú, querido Yawad?
—Bueno, me gustan las historias.
—Ahí lo tienes. Al chico le gustan las historias. Cuéntanos la historia de Bader.
—Hubo una vez un cordobés de una importante familia que respondía al nombre de Bader ben Fateh. Era un hombre de fe, serio, y un anfitrión amable, educado, un ejemplo de buenas maneras. Me dirigía a Játiva cuando oí hablar de sus hazañas. Al parecer había perdido toda su dignidad al enamorarse de un músico llamado Moktadda. Yo conocía a ese chico y puedo afirmar que no merecía el amor de Bader; no merecía ni el amor de uno de sus esclavos. Bader se gastó una fortuna en este zoquete descastado: le abrió las puertas de su casa y las cerró a sus otros invitados, agasajando al chico con los vinos más caros. Oí que nuestro hombre se había quitado el keffiyeb, desliado el turbante, mostrado su rostro, subido sus mangas.
»Perdió todo sentido del decoro. Cayó víctima de esa bestia voraz, el deseo. Se convirtió en blanco de rumores: su historia se contaba en los harenes y se comentaba en los palacios. Su reputación pasó a ser objeto de chanza. Perdió el estatus, el honor, el respeto.
»El joven músico nunca deseó que sus indiscreciones se hicieran públicas, y la pérdida de estatus social de Bader le restó valor como pareja. El objeto de su pasión huyó de Bader y se negó a volver a verlo.
»Si Bader hubiera valorado la discreción, hubiera ocultado el secreto en los pliegues de su corazón, hubiera sofocado sus deseos, no lo habría perdido todo. Habría conservado la túnica del bienestar, y el atavío de la respetabilidad no se habría roído. Habría podido conservar tanto su honor como a su amante de haber optado por unos modos más circunspectos. Permitidme, pues, un enfoque más decoroso.
—El decoro sabe a poco —dijo Fátima.
—Igual que esta historia —dijo Yawad.
—Cierto. Los cuentos didácticos deberían reservarse para niños y piadosos.
—Compadezco a los pobres niños que deban escuchar cuentos así.
—¿Te sientes seducido, mi querido Yawad?
—Me siento adormilado.
—Ah, al menos nos ha ayudado a pasar la noche. Rezo para que mañana disfrutemos de un mejor ejemplo de seducción. Buenas noches a todos.
La cara de mi padre contradecía sus palabras. Se le veía pálido, demacrado y viejo... muy viejo. Y delgado. La alianza de boda le bailaba en el dedo como si fuera la anilla de una cortina de ducha. Se había pasado una hora repitiéndonos a Lina y a mí lo bien que se sentía. Se alegraba mucho de que yo hubiera viajado hasta allí para pasar con él el Eid al-Adha, pero insistía en que debíamos celebrarlo en casa. Ya no estaba enfermo. Tenía mejor voz. Se movía con más facilidad. Se reía más. Quería volver a casa.
La luz que alumbraba la habitación era inquietante, levemente repulsiva. Asépticas paredes blancas. Luces de fluorescente. Estábamos a media mañana, pero la cortina amarillenta proyectaba un brillo verde grisáceo. Lina salía al balcón cuando quería fumar, aunque siempre se aseguraba de correr la cortina para que mi padre no la viera y le pidiera un cigarrillo.
—Me encuentro mucho mejor —anunció mi padre—. Me siento fantástico.
Descorrí la cortina para disfrutar de un poco de luz de verdad y abrí la puerta corredera a fin de que entrara algo de aire. Hacía un tiempo perfecto: dos nubes manchaban la pátina azul celeste, una primavera temprana en febrero. Durante un momento permanecí de espaldas a la habitación, disfrutando de la caricia de la débil brisa en la cara. Por un instante me planteé la posibilidad de volver a la sala de espera a relevar a Fátima y a Salwa, la hija de mi hermana, que estaban atendiendo a las visitas.
—Crees que no sé lo que me digo —prosiguió mi padre—, pero me siento mejor, y no quiero pasar otra noche en este rincón olvidado.
Los chinos dicen que una enfermedad prolongada te convierte en médico. Mi madre solía decir que una enfermedad prolongada te convierte en un cascarrabias. Mi madre era más lista. Me volví y miré hacia la mesita de noche, me aseguré de que su foto enmarcada, tamaño pasaporte, seguía allí, cerca de la cajita de plata que según mi padre le traía buena suerte.
—Esperemos a ver qué dice Chapuzas.
Lina miraba a mi padre con dulzura. Cuando era más joven, mi hermana se parecía a mi madre, pero a medida que fue madurando los rasgos más suaves de mi padre se fueron apoderando de su cara. Lina se aovilló en la butaca y apoyó la espalda, como si imitara una escultura de Henry Moore. Hundió los talones en el revestimiento de plástico de la silla.
—Habla con él, cariño —masculló mi padre.
Se aferró a la baranda de la cama y se tumbó de lado para tenerla delante. Se rascó la pequeña protuberancia del pecho donde se hallaban el marcapasos y el desfibrilador. Volví a girarme y contemplé el cielo.
Mi padre podía permitirse la mejor atención médica del mundo. Lina le había llevado al Johns Hopkins, a la clínica Cleveland, a París, a Londres. Y sin embargo él siempre volvía al mediocre Chapuzas. No se hacía ilusiones a este respecto. Fue mi padre quien le puso el apodo de Chapuzas debido a su eficacia como médico. Pero era el hermano de la tía Nazek, el hermano de la esposa del hermano de mi padre, y eso para mi padre tenía más valor que las credenciales o los avales prestigiosos. En los últimos años se había negado a desplazarse en busca de atención experta y sólo se dejaba visitar por su médico de cabecera.
Oí que mi voz decía:
—Y el doctor dijo al pobre padre: «El único modo de sanar a vuestro hijo es arrancarle el corazón».
Sus voces corearon la mía.
—«Porque el malvado yinni ha hecho de él su hogar.»
Mi padre se rió.
—No me hagas esto. —Se llevó la mano al corazón, fingiendo dolor—. A mi malvado yinni no le gusta que le hagan reír.
—¡Sigues siendo un bicho raro! —comentó mi hermana—. ¿Cómo te ha dado por pensar en eso? ¿Cuánto hace que oíste esos versos? ¿Treinta años?
—Más de treinta —dijo mi padre—. Vuestro abuelo murió hace treinta años, y por entonces ya no contaba sus cuentos. Debe de hacer treinta y cinco, tal vez treinta y siete. —Su respiración se hizo ruidosa—. Dios, Osama, no eras más que un crío.
Lo cierto es que mi abuelo siguió contándome cuentos hasta el día de su muerte. Al fin y al cabo era un contador de historias, en espíritu y de profesión. Mi padre intentó muchas veces impedir que siguiera llenándome la cabeza de historias apasionantes pero nunca lo logró.
—¿Qué miras? —me preguntó Lina—. Date la vuelta y procura hacernos caso.
—Mira —dije—. Mira esto. Ha llegado marzo.
El cielo era de un perfecto color aguamarina. Como en la mayoría de ciudades mediterráneas, el final del invierno en Beirut puede traer cielos nublados y tempestuosos, o cielos nítidos impregnados del aroma de la colada tendida al sol.
—Aún estamos en febrero, bobo —dijo Lina—. Esto es pasajero. Las tormentas volverán.
—Una interrupción gloriosa.
Se me acercó.
—Tienes razón. Es magnífico.
Me rodeó con los brazos y noté su peso sobre los hombros.
—Quiero verlo —gimoteó mi padre desde la cama—. Ayudadme a levantarme. Quiero verlo.
Nos dirigimos a la cama, le ayudamos a que se incorporara, a que se volviera y a que se pusiera en pie. Se apoyó en mi hermana, la más alta de los tres. Yo arrastré el dispositivo intravenoso de bolsas flácidas mientras él daba los ocho pasos que le separaban del balcón. Las nalgas parecían moverse y descolgarse un poco más con cada paso. Ya en el balcón, los tres nos alineamos para admirar la falsa primavera y el sol que bañaba el interminable amasijo de tejados.
Mi padre dormitaba en la cama de hospital. Fuera, Lina inhalaba el humo como si cada calada del cigarrillo fuera la última. Fumaba con tanta avidez que el extremo del cigarrillo quedó reducido enseguida a una diminuta ascua roja. Se apoyó en la baranda del balcón y dirigió la vista al cielo. Yo miré hacia abajo. En la tercera planta del hospital, donde se hallaban los enfermos menos graves, dos mujeres hablaban en susurros en el balcón, como si fueran dos palomas zureando. Al otro lado de la calle, a lo lejos, se alzaba una casa que mostraba graves señales de envejecimiento. Desde mi perspectiva las persianas parecían podridas.
—Se está muriendo —dijo ella con voz inexpresiva.
Una densa masa de arbustos cubría el jardín de la casa. Había altas matas de cardos silvestres y en algunos apuntaba el brote de una flor amarilla.
—Todos nos estamos muriendo —dije—. Es sólo cuestión de tiempo.
—No me vengas con clichés americanos, por favor. Ahora no estoy de humor. —Negó con la cabeza y por un instante el cabello negro le ocultó la cara—. Se muere. ¿Me has oído?
—Te he oído. —Justo en ese momento un coche hizo sonar el claxon: fue un bocinazo sostenido y persistente. Mi hermana se apresuró a comprobar que la puerta corredera estuviera bien cerrada—. ¿Qué te hace pensar que esta vez será distinto? —pregunté—. Lleva mucho tiempo muriéndose. Siempre sale adelante.
—No se recuperará. Cada vez le cuesta más.
—Lo sé. Pero ¿por qué ahora?
Respiró hondo mientras me miraba a los ojos. Vi cómo su pecho se hinchaba y deshinchaba. Mi hermana era mucho más alta que yo. En altura había salido a mi madre, aunque Lina era aún más alta, más grande. Boucher instruyó a su discípulo Fragonard para que pintara a las mujeres como si no tuvieran huesos. Fragonard podría haber pintado a Lina. Era la antítesis de la línea y del ángulo recto. Grácil, como mi madre.
Por mi parte, yo heredé de mi madre los dientes en lugar de la altura. Ambos teníamos los dos dientes frontales torcidos. Ella nunca se los arregló, porque acentuaban su belleza: el defecto le confería un aire más accesible, más humano, más de Helena que de Afrodita. Y tampoco me arregló los míos, convencida de que en mi caso sucedería lo mismo. Pues no. Claro que, a diferencia de ella, ése no era mi único defecto.
—Chapuzas le da tres meses como mucho —dijo Lina.
—Chapuzas dijo lo mismo hace cuatro años.
—Tendrías que estar a su lado para advertir la diferencia. Esta vez no sobrevivirá, y él lo sabe. —Suspiró y arrojó la colilla por el balcón—. No sé qué hacer.
La casona vieja del otro lado de la calle posiblemente no estuviera abandonada. Junto a la puerta se apilaba una montaña de sillas de plástico. Un cable eléctrico aislado, largo y lacio, robaba energía de los principales cables de la ciudad. Una paloma se apoyó en el cable, que osciló y pareció a punto de partirse. No habían pasado más de dos segundos cuando la paloma emprendió el vuelo.
—¿Empezamos? —preguntó Fátima la segunda noche.
Bebió un sorbo de vino. Satisfechos, con el estómago repleto, los tres viajeros estaban sentados en torno a la pequeña hoguera.
—Sí —contestó Jayal—. ¿Tal vez a mi amado le apetezca una copa de vino que le ayude a suavizar los ásperos perfiles de la noche?
Fátima enarcó las cejas; con la mirada preguntó a Yawad si estaba interesado en aceptar. Éste asintió.
—Una única copa por esta noche —dijo ella—. Hasta que te acostumbres.
Y Jayal levantó su copa.
—Para que mi amado se acostumbre a mucho.
Apuró el vino, chasqueó los labios e hizo una pausa para crear un efecto dramático. Luego, con voz potente, empezó a recitar:
Una mujer me regañó una vez
por el amor que yo sentía
hacia un chico que resopla y se pavonea
como un joven toro bravo.
Pero ¿por qué iba yo a surcar el mar
cuando puedo tener un amor sublime en tierra?
¿Por qué ir a por peces, cuando puedo hallar
gacelas libres por todos lados?
Déjame en paz; no me culpes
por escoger en la vida
el camino que tú has rechazado
y que seguiré hasta el día de mi muerte.
¿Acaso ignoras que el Libro Sagrado
sentencia el asunto de una vez por todas?
Preferirás a tus hijos, dice,
antes que a tus hijas.
—¡Magnífico! —exclamó Fátima, mientras aplaudía con entusiasmo—. Siempre se puede confiar en la genialidad de Abu Nawas para entretenerse. ¿Quién habría pensado que un morador del desierto sabría citar al poeta de la ciudad? Estoy impresionada. ¿No lo estás tú también, mi querido Yawad?
—¿De verdad dice el Libro Sagrado que un hombre debería preferir a sus hijos antes que a sus hijas?
—En asuntos de herencia, hijo mío; pero el poeta se ha tomado algunas libertades. Vamos, trovador. Recítanos más.
Ya no deseo surcar el mar,
prefiero cruzar las llanuras
y buscar la comida que envía Dios
a todos los seres vivos.
—Una delicia —dijo Fátima—. ¡Qué maravilloso y procaz fue ese poeta de Bagdad! Me habría encantado disfrutar de la oportunidad de compartir una botella de vino con Abu Nawas y competir con su ingenio. ¿No te ha parecido una maravilla, Yawad?
—Desde luego que sí —repuso Yawad—. También yo estoy muy impresionado. Mi pretendiente es culto y sensible, pero su poesía sólo muestra su preferencia por una determinada clase de amor. El hecho de que le gusten los chicos no le hace más deseable a mis ojos. Sólo significa que tiene buen gusto. Su poesía es entretenida, pero no conmueve a este oyente. Esta noche tampoco me siento seducido, sino fatigado.
—Unas palabras ciertas y sabias. Esta noche nos han distraído, pero no seducido. Esperemos que la tentación aumente mañana. Buenas noches a todos.
La tercera noche Jayal llenó de vino la copa de Yawad y se puso en pie delante de su público.
—Soy un bajel cargado de arrepentimiento. Perdonadme, os lo ruego. Permitidme que empiece de nuevo.
—No hay nada que perdonar —dijo Yawad.
—Por favor —dijo Fátima—, regálanos otra muestra de seducción. Estamos aquí, cual tierra reseca que aguarda a la tormenta inminente. Mitiga nuestra sed, por favor. Te lo ruego. Empieza.
—Comparezco ante vosotros con toda mi humildad —comenzó Jayal—, un hombre antaño orgulloso y ahora degradado por el amor. —Hundió los hombros—. Tal vez en este momento no parezca gran cosa, pero las apariencias pueden engañar. —Su voz subió de tono—. La cubierta no se corresponde con el contenido del libro.
»En primer lugar soy un guerrero. He luchado en el ejército de Dios. Desde las costas del monte Líbano hasta las colinas de Tierra Santa, cientos de cabezas de infieles han sucumbido a la fuerza de mi espada. He matado a papistas en Occidente, a bizantinos en el norte y a mongoles en el este. Mi lanza no conoció la piedad a la hora de defender nuestras tierras. Soy temido en todos los rincones del mundo. Los europeos invocan mi nombre para atemorizar a los niños. El valor es mi compañero; el honor monta ante mí y la lealtad a mi lado. Mi espada es rápida; mi lanza, certera. Soy la respuesta a las plegarias de cualquier califa.
—Bien dicho —exclamó Fátima—. Se aprecia la influencia de al-Mutanabbi.
—¿Quién es? —preguntó Yawad.
—Te lo contaré dentro de un ratito, querido. Dejemos proseguir a nuestro seductor. Estoy segura de que todavía no ha terminado.
—Desde la cima de una colina observé cómo los barcos enemigos anclaban sus naves en nuestras costas. Quedaron empapados por dos veces: primero por nubes trenzadas de blanco que descargaron su agua sobre ellos anunciando mi llegada; luego llovieron cráneos. Cabalgué sobre mi corcel a toda velocidad, vi acercarse al enemigo como si montara sobre caballos cojos. No distinguía sus espadas, porque sus ropas y turbantes estaban hechos de acero. Los ataqué a pesar de que eso implicaba una muerte cierta, como si el infierno fuera el corazón que bombeara mi sangre. Héroes y guerreros cayeron a mis pies mientras yo seguía incólume, con la espada húmeda y desenvainada. Victorioso, me uní a mis hermanos, cuyos rostros resplandecían extasiados, iluminados por sonrisas de alegría. Los extranjeros no tenían experiencia en el color rojo. Yo lo pinté para ellos. Bendita sea la guerra, la gloria y la eminencia. Bendito sea mi público por concederme el honor de presentarme ante él.
—Y bendito seas tú por compartirlo —dijo Fátima.
—Me siento honrado —dijo Yawad— y agradecido de hallarme en tu presencia. Pero dime, ¿quién es este al-Mutanabbi?
Fátima apuró la copa de vino. Mantuvo la cabeza inclinada hacia atrás por un instante. Extendió la copa y Yawad la llenó. Luego recitó:
Soy aquel cuyas letras eran vistas por los ciegos
y cuyas palabras eran oídas por los sordos.
Se paró, sonrió a Yawad y dio otro sorbo.
—Al-Mutanabbi fue el mayor poeta en lengua árabe, pero, lo que es aún más importante, es mi favorito. Fue dotado con el inquietante don de una imaginación rebosante de asombrosas metáforas. Sufrió mucho en esta vida, ya que nació aquejado de dos graves enfermedades: ser pobre y árabe. Llegó al mundo a principios del siglo X, en Kufa, al sur de Bagdad. Empezó a recitar poesía de exquisita belleza, que nadie había oído antes ni ha vuelto a oír desde entonces. Afirmaba que era el propio Dios quien inspiraba sus poemas. De ahí su nombre, al-Mutanabbi: el que afirma ser profeta.
—Vanidad —dijo Yawad.
—Cierto —convino Fátima—. A los dieciocho años fue encarcelado y torturado por hereje. Cuando quedó en libertad, unos años después, se encontró de nuevo sin dinero, sin poder y sin hogar: el poeta del eterno exilio. Lo único que tenía para vender eran sus palabras, y estaba deseoso de hacerlo. Pero ¿quién querría comprarlas? La mayoría de las ciudades estaban gobernadas no por árabes sino por musulmanes, cuya lengua materna no era el árabe. Dichos príncipes, a quienes él quería alabar, no acababan de comprender sus palabras. Así pues, al-Mutanabbi, lleno de orgullo y de arrogancia, se unió al único gobernante árabe de la zona: Sayl al-Dawlah, el joven príncipe de Alepo, que se estaba labrando una gran reputación por proteger las fronteras del norte del malvado Imperio bizantino.
»Y al-Mutanabbi luchó al lado del príncipe y lo alabó, inmortalizándole en versos tan elocuentes que se dice que las rosas se marchitaban de vergüenza al no poder competir con su belleza.
»Pero entonces al-Mutanabbi descubrió que tenía un problema. Como tantos príncipes árabes a lo largo de la historia, el joven príncipe se creía también un poeta. Empezó a componer poemas pueriles alabándose a sí mismo y menospreciando los del gran poeta. Y al-Mutanabbi no podía replicar.
—En eso consiste exactamente ser un criado —apuntó Yawad.
—La situación no mejoró —prosiguió Fátima—. Al-Mutanabbi cambió Alepo por El Cairo y se unió a un gobernante distinto, un rey llamado Kafur. El rey prometió al poeta que le cedería una provincia si cantaba sus hazañas. Pero Kafur no cumplió su promesa. Su visir, un hombre listo que supo reconocer el genio del poeta, advirtió al rey que si se desdecía de su palabra pasaría a la historia como el hazmerreír de los gobernantes. Y es sabido que el rey replicó: «¿Quieres que ceda una provincia a este poeta ávido de poder? Un hombre que presume de que su inspiración proviene del profeta Mahoma, ¿no reclamará un reino cuando falte Kafur?».
»Y al-Mutanabbi abandonó la corte de Kafur y se burló de él, inmortalizándolo en versos tan mordaces que se dice que las serpientes se ocultaban bajo piedras ante el horror de no poder competir con su veneno.
»Deambuló hasta llegar a Shiraz, en Persia, donde se unió a Adud al-Dawlah; pero este gobernante también se mostró incapaz de satisfacer las necesidades del poeta. Así que el poeta intentó volver a Irak, pero fue asaltado y asesinado por unos bandoleros cuando iba de camino. Fue el hombre que en sus inicios comentó:
Me conocen los sementales, y la noche, y el desierto,
y la espada, y la lanza, y el papel, y el lápiz.
«Pero que antes de su muerte tuvo que decir:
No soy más que una flecha, disparada al aire,
que desciende de nuevo, sin dar en el blanco.
»Y fue asesinado justo al norte de Bagdad, donde todos los poetas van a morir.
Mi tía tenía el aspecto de quien espera un enema de bario. Su cuerpo frágil no acababa de encajar en la silla y sus ojos no se quedaban quietos ni un momento. Dada su edad y su mala salud, su inquietud se exhibía de forma errática, como a cámara lenta. Abrió el bolso y sus huesudos dedos sacaron un cigarrillo.
—¿Qué te pasa, Samia? —preguntó mi padre—. Sabes que aquí no se puede fumar. Cualquiera diría que es la primera vez que pisas un hospital.
—Sólo estoy preocupada por ti —hablaba despacio, tomando aire. Su forma de hablar había sufrido un cambio drástico desde el último ataque leve—. Temo que me estáis ocultando algo. Hablad claro, decidme lo peor. —Devolvió el cigarrillo a la cajetilla, aplastándolo contra el fondo—. Tengo el corazón débil, pero podrá resistir cualquier noticia si se trata del único hermano que me queda vivo. —Lina seguía intentando captar mi atención—. No me ocultéis nada.
Lina enarcó las cejas y esbozó una sonrisa de complicidad.
—Es como si ya no formara parte de esta familia sólo porque soy vieja. —Lina coreó con los labios la misma frase que dijo mi tía en voz alta—: Nadie me cuenta nada.
—No hay nada que contar —dijo mi padre—. Estoy bien.
Me levanté para que mi tía no me viera reírme.
—Creo que será mejor que vaya a la sala de espera. Me parece que no se admiten más de dos visitas a la vez en esta zona del hospital. Me sorprende que la enfermera de guardia no haya protestado.
—Quédate. —Mi hermana levantó la mano, cual guardia de frontera que detiene a un inmigrante resuelto a cruzar—. Tu tía está aquí para verte a ti tanto como a tu padre. Vuelve a sentarte y cuéntale en qué has andado metido desde la última vez que os visteis.
Mi tía parecía asombrada, por no decir hechizada.
—Estoy segura de que a tu tía le encantará que le cuentes tu vida. Dile cómo es trabajar de programador informático en la gran ciudad de Los Ángeles.
Cuando yo era pequeño mi tía solía decir que sería la primera de los cinco hermanos en morir. Había expresado ese convencimiento a sus hijos, a otros miembros de la familia y a simples extraños. «Limítate a hacer lo que te digo —me decía cuando yo tenía siete años—. Seré la primera en morir y te arrepentirás de haberme ofendido.» Era la mayor de los cinco, nacida en 1920, y ya en su juventud llevó la enfermedad como si fuera un chal áspero y hortera sobre los hombros. Dejó de decir que sería la primera hace treinta años, cuando murió el tío Wayih.
—¿Cuántos tranquilizantes te has tomado? —preguntó Lina a mi tía.
—Te veo un poco más gorda, ¿no? —replicó la tía Samia.
Los ojos de mi tía parecían a punto de salírsele de las órbitas. De repente sus labios y la piel que los rodeaba parecieron haber sufrido el embate de un ejército de mil arrugas. El ruido del vestíbulo recordaba al de un batallón del ejército, una brigada policial en plena persecución de un delincuente. El bey entró en la habitación, seguido por un rebaño de trajes. Cabe pensar que en el año 2003, en el Beirut posfeudal, los jefes de clan y los nobles con título no tenían demasiada utilidad, pero en nuestro mundo las tradiciones se resisten a desaparecer. El bey ya no recaudaba impuestos, tributos o derechos, pero seguía reclamando favores y lealtades. Aunque esta última encarnación del bey tenía treinta años, parecía un chico de diecisiete enfundado en el traje favorito de su padre. Deshaciéndose en sonrisas, intentaba mostrarse oficial e informal a la vez. Nos saludó a todos sin demasiado interés: sus ojos no se apartaban de mi padre; sin embargo fue mi primo Hafez, uno de los miembros del séquito del bey, quien llamó la atención de éste.
Fátima, furiosa y amenazadora, entró tras ellos como una víbora. El séquito debía de haber cruzado la sala de espera a toda prisa; si no, ella los habría detenido.
—¿Cómo te encuentras, querido tío? —dijo el bey.
Mi padre no contestó. Mi hermana sí, y en voz bien alta.
—¿Cómo habéis entrado todos aquí? No podemos tener tantas visitas. Hay reglas.
Todos dejaron de moverse. Incluso el aire parecía sudar. Un par de hombres carraspearon.
—No pasa nada, Lina —dijo Hafez. De sus labios escapó una risa nerviosa—. El guardia no nos denunciará. Estamos aquí porque nos preocupamos por mi tío.
Era pocas semanas mayor que yo, pero conservaba unos rasgos infantiles.
—Entonces preocupaos de él fuera, en la sala de espera. El guardia no debió dejaros entrar. Sólo se permiten dos visitas a la vez.
Todos los hombres la miraron. Las manos de Hafez se apartaron de sus costados y, temblorosas, subieron y bajaron. Sus ojos eran como los de una presa a punto de ser devorada.
—Estás exagerando, prima. No nos quedaremos mucho rato. Estoy seguro de que mi tío se alegra de tener al bey aquí. —Miró a mi padre en busca de apoyo.
—Sólo dos visitantes. El resto que me siga a la sala de espera.
Con la ayuda de Fátima, Lina dirigió a la azorada multitud hacia la puerta. Fátima llegó a sacar a uno de los hombres de un empujón.
—Ven conmigo —dijo mi hermana a mi tía—. Ayúdame a ser una buena anfitriona. Y tú también, Hafez. A menos que desees ser uno de los dos que se quede. Sólo dos. El resto tiene que salir.
—Pero yo no soy una simple visita —protestó Hafez con voz quejicosa—. Soy de la familia.
Lina se volvió hacia mí.
—Quédate. —Se me acercó, se agachó para coger el bolso y me habló en voz baja, para que nadie más la oyera—. Asegúrate de que no se emociona ni se pone nervioso. Y si el bey vuelve a pedir dinero, sal a buscarme.
Mi tía seguía sentada, sin acabar de entender qué estaba pasando. Lina la ayudó a levantarse.
—¿Por qué me voy? —preguntó mi tía.
—Necesito tu mala leche —replicó Lina.
La cuarta noche, una vez montadas las tiendas, Jayal empezó:
—Soy poeta. Con tres años, ya era capaz de asombrar a cuantos eran testigos de la elocuencia con que manejaba nuestro ilustre idioma. Aprendí a leer y a escribir. Memoricé a los grandes, a los mediocres y a los muy malos. He ganado más guerras de poesía en los países sirios que cualquier otro contendiente. Sé panegíricos, sé poemas de amor. Puedo recitar el Mu allaqat entero, las quasidas. Estoy familiarizado con los poemas ghazal y con las jamriyas, las canciones de Baco.
—Esta noche el poeta se nos ha puesto jactancioso —dijo Fátima—. ¡Qué encanto!
—Me inspira respeto. Pero aún no me ha seducido —dijo Yawad.
—Soy un gran amante. Desde Bagdad hasta Túnez los chicos me recuerdan en sus sueños. Soy aquel cuyas hazañas son recordadas con cariño por todos los chicos, sin que importe cuántos me hayan sucedido en sus lechos. Soy aquel que ha dejado a su paso un rastro de conquistas más largo que el propio río Nilo.
—Baladronadas y fuegos artificiales —aplaudió Fátima—. Todos los poetas necesitan un poco de exhibición.
—No encuentro lo que dice especialmente tentador —dijo Yawad—. Valoro la técnica, pero mi alma sigue fría.
Y en la quinta noche, Jayal dijo:
—Os ruego que me perdonéis. Lo he hecho todo mal. Os imploro que olvidéis lo sucedido hasta ahora y que me permitáis empezar de nuevo.
—Sigue, por favor —dijo Yawad.
—Tus disculpas no son necesarias —añadió Fátima—. Tal vez no hayas seducido al muchacho, pero no cabe duda de que nos has distraído en este largo viaje, y te estamos agradecidos por ello. Procede.
Y Jayal empezó:
Mi amor por ti, Yawad,
no provoca en mí salud ni alegría,
eres la luna que ha tomado
la forma de un chico.
—Vaya, qué maravilla —alabó Fátima—. Hemos vuelto a Abu Nawas. Vamos a disfrutar de una velada de poemas de amor. Te gustará, Yawad.
En tu rostro se aprecia un vello tan leve
que podría ser llevado por la brisa, o por un aliento;
suave como la flor del membrillo que
podría morir bajo el roce de un dedo.
Con cinco besos tu rostro queda limpio
mientras en el mío ha crecido la barba.
—Ah —suspiró Fátima—, eso debe de ser latín.
—Me ha gustado —dijo Yawad—, pero el hecho de que mi pretendiente me encuentre bello, ¿implica obligatoriamente que deba gustarme? Esta forma de poesía resulta halagadora, deliciosa, pero mi alma sigue intacta. Sólo sirve para aumentar mi añoranza por lo inefable.
—Tu nombre significa «caballo». El mío, «jinete». Estamos hechos para cabalgar juntos. ¿No lo ves?
—Lo que veo es que no me has seducido. Mi corazón no tiembla.
—Tu hija es una mujer fuerte —dijo el bey.
Al hablar se le movía el bigote, trazando una línea paralela a sus espesas cejas. Arrastró una silla hasta colocarla más cerca de la cama del enfermo.
Mi padre se negó a mirarlo y mantuvo la vista puesta en Hafez, que se esforzaba por permanecer inmóvil y parecía incapaz de controlar sus nervios: estaba como en medio de dos supervisores enfrentados. Mi padre seguía todos sus movimientos con la mirada teñida de disgusto. El padre de mí padre había trabajado para sucesivos beys, quienes lo habían tratado como a un criado más. Creo que mi padre nunca se lo perdonó, y por tanto iba a necesitar tiempo para perdonar a Hafez por haberse convertido en un lameculos por voluntad propia.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó mi padre—. ¿Por qué no viniste en cuanto te enteraste de que me habían ingresado?
—No ha sido culpa suya, tío —dijo el bey con voz afectada—. Yo quería venir a verlo y quería que él me acompañara. Pero he andado ocupado, como usted puede imaginar. No le eche la culpa a su sobrino. Y ahora, por favor, hábleme de su salud. ¿Se encuentra mejor?
—Así que no podías venir sin tu amo —dijo mi padre a Hafez.
—He llamado a Lina todos los días —dijo Hafez en voz baja, con la cabeza gacha, como si le estuviera hablando al suelo. Su corbata se dobló sobre sí misma, apenada.
—Pero ¿cómo se encuentra? —preguntó el bey.
Lina asomó la cabeza en el cuarto.
—Tu madre pregunta por ti, Hafez —dijo en tono seco, y obsequió al bey con una mirada dura. Mi padre la miró con ojos suplicantes—. Volvemos enseguida —le aclaró ella. Y, dirigiéndose a Hafez, añadió—: Ya.
Yo sabía que debía quedarme junto a mi padre, pero no podía soportarlo. Los seguí al exterior.
La tía Samia estaba nerviosa y le costaba respirar. Sus problemas respiratorios enmascaraban su verdadera preocupación.
—¿Mi hermano está ofendiendo al bey?
—Ah, el ilustre bey, el padre de todo —dije.
Hafez cogió la mano de su madre y me miró a la cara.
—Eres tan americano —dijo—. ¿Por qué será que te pasas la mayor parte del tiempo callado, pero en cuanto abres la boca lo único que consigues es irritar a la gente?
—Vete a la mierda, Hafez —susurró Lina—. Si hay alguien que no tiene derecho a usar la palabra «irritante», ése eres tú, mierdecilla.
—¿Por qué siempre recurrimos al insulto? —preguntó la tía Samia, sin dirigirse a nadie en particular—. Es culpa de mi padre. Menuda lengua tenía. Mierda, mierda... era lo único que sabía decir.
Hafez no le hizo el menor caso.
—Lo que quería decir es que siempre parece criticarlo todo. Mira, Osama, tú sabes que te quiero. Lo sabes. Pero siempre lo desapruebas todo. Da la impresión de que te sientes superior a nosotros.
Respiré hondo y traté de que mi voz sonara arrepentida y controlada.
—A partir de ahora pensaré dos veces las cosas antes de decirlas.
Lina me cogió del brazo y me apartó del grupo.
—Camina. —Pasamos delante del guardia y seguimos pasillo abajo—. Habla.
—Estoy bien. Lo que me saca de quicio es ese rollo de «te has convertido en americano». Es lo que dicen todos en lugar de «eres un cabrón». Podrían ser más sinceros y reconocer que me odian.
Mi hermana se echó a reír.
—Cariño, eres un cielo. Ellos no te odian. —Inició el regreso hacia la habitación, como una gallina clueca que supiera, por instinto, que había estado alejada de sus polluelos durante demasiado tiempo—. Es a mí a quien odian. Tú no eres tan importante. —Se rió—. Has vivido en América durante veinticinco años, ¿en qué se suponía que debías convertirte? ¿En un orangután? Lo único que dicen es que eres distinto.
—Ya era distinto antes de irme. Y tú también.
—Por supuesto. A mí me llaman loca. A mi madre la llamaban puta. Tú eres sólo el americano, no te quejes.
Y la sexta noche, Jayal dijo:
—Mi amor. Estamos a sólo un día de nuestro destino. Temo que me queda poco tiempo, y lamento todo el que he malgastado. Al parecer no poseo la habilidad de conquistarte, ni talento alguno para la seducción. Deja que intente convencerte a través de la historia del poeta y Aslam.
—Me encantan las historias.
—Se trata de un relato conocido, que he leído en el tratado sobre el amor de Ibn Hazm, El collar de la paloma. En las tierras árabes de Andalucía vivió un literato, Ahmad ben Kulaib al-Nahawi, un poeta de gran talla, famoso por su verso y sobre todo por sus poemas sobre Aslam, el chico cuyo nombre significa «rendición». Estudiantes de toda Córdoba iban a casa de al-Nahawi a estudiar con él. El chico era uno de sus alumnos. Era bello, refinado, culto, entusiasta y lleno de talento. El maestro se enamoró del pupilo, y la paciencia no tardó en desertar de aquel hombre antaño estoico. Empezó a recitarle poemas de amor. Se desataron los rumores. Sus ingeniosos versos de rendición a Aslam se repetían en las reuniones que tenían lugar en la ciudad roja.
«Cuando Aslam se enteró de los cotilleos, dejó de visitar a su mentor, desapareció de todas las clases. Se confinó en su casa y en su pórtico. El maestro dejó de enseñar; no hacía otra cosa que pasear por delante de la casa de Aslam, con la esperanza de entrever a su amado. Sus pasos levantaban polvo todos los días, polvo que sólo volvía a posarse en el suelo por la noche. Aslam dejó de asomarse a la puerta durante el día. Sólo después de las plegarias vespertinas, cuando la oscuridad se apoderaba de la luz de la tarde tiñéndola de negro, Aslam se aventuraba a llegar hasta la puerta para respirar un poco de aire fresco.
»Al comprender que sus ojos no podrían contemplar ya esa belleza, el poeta recurrió al engaño. Una tarde cogió la vestimenta de un campesino, se cubrió la cabeza como hacían ellos, y con unos pollos en una mano y una cesta con huevos en la otra se acercó a Aslam y le dijo:
»—He venido hasta vos, mi señor, para entregaros estos alimentos.
»—¿Y quién eres? —preguntó Aslam.
»—Soy vuestro criado, mi señor. Trabajo para vos en la granja.
»Aslam invitó al hombre a entrar en su casa, le ofreció una taza de té e hizo que sus esclavos se llevaran los pollos y los huevos a la cocina. Preguntó al poeta si la granja marchaba bien.
»El poeta replicó que sí. Pero cuando Aslam empezó a hacer preguntas sobre los granjeros y sus familias, el poeta no supo qué contestar.
»Y Aslam se percató del disfraz.
»—Oh, hermano —exclamó el joven—. ¿No tienes vergüenza? ¿No tienes compasión? Ya no puedo asistir a clase. Llevo mucho tiempo sin salir de casa. ¿No te basta con que no pueda sentarme en mi propio pórtico a la luz del día? Me has quitado todo lo que me complacía. Me has convertido en un prisionero en la cárcel de tu obsesión. Juro por Dios que nunca abandonaré el santuario de mi casa; ni de día ni de noche saldré al pórtico.
»El poeta convocó a sus amigos y les confesó todo lo que había pasado.
»Sus amigos preguntaron:
»—¿Has perdido los pollos y los huevos?
»La desesperación se abatió sobre el pobre poeta y lo postró en cama, enfermo. Un amigo, Mohamed ben al-Hassan, fue a visitarlo y lo halló débil y macilento.
»—¿Por qué no te trata un médico?
»—Mi cura no es ningún misterio, y ningún doctor puede sanarme.
»—¿Y cual es ese remedio?
«—Volver a ver a Aslam.
»En el corazón de Mohamed nació la compasión. Fue a ver Aslam, quien le recibió como haría cualquier anfitrión educado. Servido el té, el amigo del poeta dijo:
»—Debo pedirte un favor. Se trata de Ahmad ben Kulaib al-Nahawi.
»—Ese hombre me ha arrastrado por el lodo, me ha convertido en objeto de chistes procaces. Ha mancillado mi nombre, mi reputación y mi respeto.
»—Lo comprendo, pero permite que el Todopoderoso sea el juez definitivo. Le perdonarías si vieras el estado en que se encuentra. Ese hombre se está muriendo. Tu visita sería un acto de caridad.
»—Por Dios, no puedo hacerlo. No me lo pidas.
»—Debo pedírtelo. No temas por tu reputación. Lo único que harás será visitar a un enfermo.
»Aslam se negó una y otra vez, pero el amigo no cejó en su empeño, invocando su honor, hasta que Aslam consintió.
«—Vayamos, pues —dijo el amigo.
»—No. Me siento incapaz de hacerlo hoy. Mañana.
«Mohamed le arrancó la promesa y le dejó para volver a casa del poeta. Cuando le comunicó la visita que recibiría al día siguiente, la luz volvió a los ojos de su amigo.
»Al día siguiente Mohamed regresó a casa de Aslam.
«—Cumple con tu promesa —dijo cuando hubo saludado a su anfitrión.
Y ambos partieron en dirección a la casa del poeta. Pero cuando llegaron a la puerta, Aslam se paró, y con el rostro arrebolado balbuceó:
»—No puedo. Soy incapaz de dar un paso más. He llegado hasta la casa, pero no puedo entrar.
»Y, raudo como un caballo de carreras, huyó.
»El amigo corrió tras él y agarró a Aslam de la capa. Aslam siguió huyendo, y Mohamed se quedó con un trozo de tela en la mano.
»Uno de los criados del poeta había visto acercarse a los invitados y había informado de ello a su señor, de manera que cuando Mohamed entró en la casa solo, el poeta sufrió una gran decepción. Rasgó el trozo de tela. Insultó a Mohamed, maldijo al mundo, abjuró del destino, gritó de ira y lloró de pena. Su amigo se dispuso a marcharse, pero el poeta lo cogió de la muñeca.
»—Ve con él —dijo el poeta—. Y dile esto:
Rendición, oh mi amor,
de los enfermos, apiádate.
Mi corazón anhela tu visita
más que la propia compasión de Dios.
»—¡No te apartes de la fe! —le reprendió Mohamed—. ¿A qué viene esta blasfemia?
»Dejó al poeta sumido en el enojo, pero apenas había salido a la calle cuando oyó los gritos de duelo. El poeta, Ahmad ben Kulaib al-Nahawi, había muerto con los dedos aferrados al trozo de lana.
»Y esto es verdad: años después, en un día gris y lluvioso, cuando sólo los fantasmas y los yinns pueden andar sin protección, el guarda del cementerio reconoció a Aslam, que ya se había convertido en un gran poeta, sentado frente a la tumba de Ahmad ben Kulaib al-Nahawi: le presentaba sus respetos; visitaba al difunto, empapado hasta la médula. La lluvia surcaba su cara como si fueran lágrimas.
Fátima también tenía lágrimas en los ojos.
—Es una historia triste —dijo ella.
—Me dan pena los poetas —dijo Yawad—. Me duele el corazón. Estoy conmovido. —Yawad miró con tristeza a sus compañeros—. Pero no seducido.
El bey hablaba de temas intrascendentes, de trivialidades, y mi padre le respondía a base de monosílabos y gruñidos. La entrada de mi sobrina acompañada de una enfermera salvó la situación. Yo era consciente de que Salwa despreciaba al bey y todas las tradiciones que él representaba, pero a juzgar por la mirada que le brindó, el bey podría haberla tomado por una aliada. En su avanzado estado de gestación, con el cabello negro formando un halo en torno a su beatífica cara de madre en ciernes, Salwa anunció que debían extraerle sangre a mi padre. La enfermera asintió. Advertí que no llevaba jeringuilla, ni aguja ni tubo alguno. Mi padre cerró los ojos: o bien era incapaz de disimular su alivio, o le importaba un rábano hacerlo.
Acompañé al bey hasta el ascensor y cuando pasamos por delante de la sala de espera todos sus acólitos se apresuraron a seguirlo. Se abrieron las puertas del ascensor, pero él no entró. Por fin se decidió a hablar conmigo.
—Tu padre es un buen hombre. —Quería aparentar madurez, algo que le resultaba difícil porque parecía una marioneta—. Deberías estar orgulloso de él.
Lo miré. Uno de sus hombres mantenía abierta la puerta del ascensor. En él había al menos seis personas más, pero nadie se quejó.
—También deberías estar orgulloso de tu abuelo —prosiguió. Noté que los ojos de todos estaban puestos en mí. La puerta del ascensor seguía empeñada en cerrarse—. Siempre me has caído bien. Podrías venir a verme.
Subió al ascensor y desapareció detrás de las puertas. Contemplé el hueco que había dejado.
—¿Por qué tiene que ser tu padre tan grosero? —dijo Hafez. Sostenía a su madre, como si fuera su bastón—. ¿Acaso le haría algún daño mostrarse amable con el bey? El bey lo ama, siempre habla de él en términos elogiosos. Le debemos mucho. No se merece ese trato.
Hafez era el primo más próximo en edad a mí, y la familia había dado por sentado que teníamos tantas cosas en común que acabaríamos convirtiéndonos en almas gemelas. Lo cierto es que acabamos siendo diametralmente opuestos. Se suponía que debíamos ser buenos amigos, pero apenas nos soportábamos. Él era uno de ellos; yo, un extraño.
—No hables así de tu tío —le reprendió su madre.
—Es como el abuelo —dijo él—. Tozudo.
Hafez no sabía de qué estaba hablando. Mi abuelo poseía una obstinación totalmente distinta a la de mi padre: ésa era la razón por la que apenas se dirigían la palabra. Cada uno de ellos quería que el otro viera el mundo a su manera, pero ninguno de los dos estaba dispuesto a compartir las gafas. Mientras me daba la vuelta, oí que Hafez decía:
—¿Por qué el tío me trata con tan poco respeto? Cualquiera diría que sus hijos han llegado a algo en la vida.
Tras entrar en la habitación de mi padre, oí la misma comparación. Mi padre estaba furioso y mi hermana intentaba serenarlo.
—Es como su abuelo —rezongaba mi padre—. Un pelotillero, un lameculos imbécil. Como su abuelo. Un hijo de puta.
Ah, el abuelo, el progenitor de este desastre al que llamábamos familia.
Y en la séptima noche, a las puertas de Alejandría, un vencido Jayal se postró de rodillas ante su adorado.
—No tengo nada más que dar, nada excepto a mí mismo. Si quieres abandonarme, partiré antes de que amanezca, pero si tomas mi mano te ofreceré el mismo pacto que Ruth propuso a Noemí: donde tú vayas yo iré, y donde te quedes yo me quedaré. Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios mi Dios. Donde tú mueras moriré yo, y allí seré enterrado.
Y Yawad cogió la mano de Jayal.
Capítulo 2
—Mira aquí —dijo el abuelo, mientras señalaba el único punto sin colorear del mapa que tenía extendido sobre la mesa de madera. Yo estaba sentado a su lado, pero no conseguía acercar la cabeza lo bastante para ver. Me puse de pie en la silla, apoyé una rodilla en la desvencijada mesa y me sentí como si flotara sobre un mundo de color. Vi el Líbano. Pude reconocer mi país, pintado en un débil color violeta, pero su dedo apuntaba más al norte, por encima de Trípoli. Turquía aparecía en un ocre amarillo. El punto exacto estaba descolorido, desteñido—. Aquí nací yo. —No miraba el mapa, como si sus dedos pudieran encontrar su lugar de nacimiento sólo con el tacto—. Se llamaba Urfa. Ahora lo llaman Sanliurfa. Significa «glorioso Urfa». Maldito Urfa sería más adecuado.
Maldecía con facilidad, de forma espontánea, y ésa era una de las razones por las que mi madre no quería que pasara mucho tiempo con él. Pero la tía Samia siempre insistía en ello. Él era familia. Yo, un descendiente. Ella era obstinada. Ese día nos había llevado a sus tres hijos y a mí desde Beirut; nos dejó en casa del abuelo por la mañana y salió a realizar sus visitas mensuales a la gente del pueblo. Mis primos preferían jugar con los sobrinos del bey. Como tenían por costumbre, Hafez, Anwar y Muñir se encaminaron hacia la casa del bey en cuanto su madre se marchó. Mi abuelo no me permitió acompañarlos.
—En mi época los mapas tenían menos colores —contaba entonces.
Gruesos pelos blancos le brotaban de las orejas y las cejas en tanta abundancia como de la cabeza. No estaba de buen humor.
Aunque yo no siempre entendía lo que decía, eso nunca le detenía. Se levantó. Yo seguí sobre el mapa, como si éste fuera su cielo. Él hacía gestos frenéticos; las tablas del suelo crujían bajo sus pasos en una especie de código Morse desafinado.
—Dicen que Sanliurfa es una mezcla de las culturas turca y árabe. A veces incluso mencionan a los kurdos. Pero si miras los folletos de las agencias de viajes, nunca se hace mención alguna a los armenios. Como si nunca hubieran estado allí.
—¿Quiénes son, y quiénes somos? —pregunté.
Él se detuvo y su mirada atravesó la sucia ventana, hacia el horizonte, mientras las piñas chisporroteaban en la estufa de hierro.
Ah, Urfa, ciudad de profetas. Jethro, Job, Elías y Moisés pasaron allí parte de sus vidas, pero el nombre de Urfa siempre se asociará con el de Abraham, ya que fue su ciudad natal. La historia de Urfa es mucho más compleja que los simples mitos, los simples relatos. Es Orshoe, es Edessa. Aparece en la Biblia, en el Corán, en la Torah.
En los días del poderoso rey Nimrod vivía allí un joven llamado Abraham, hijo de Azar, un escultor de ídolos. Azar tallaba hermosos dioses de madera, que la gente veneraba y adoraba. Azar tenía por costumbre enviar a su hijo al mercado con los ídolos, pero Abraham nunca vendía ninguno.
—¿Quién compra mis ídolos? —voceaba Abraham—. Son baratos y no tienen valor alguno. ¿Quiere uno? No le hará ningún daño.
Cuando un transeúnte se paraba a admirar la belleza de las tallas, Abraham abofeteaba al ídolo.
—Habla —le decía—. Convence a este hombre honrado de que te compre. Haz algo.
La venta no se cerraba.
Como es lógico, su padre estaba disgustado. Perdía dinero y tenía un hijo descreído. Al final dijo a Abraham que o empezaba a creer en los dioses o se iba de casa. Abraham se fue.
Abraham entró en un templo mientras el resto de ciudadanos estaba en sus casas preparándose para una velada de adoración de sus venerados dioses. Abraham llevó comida a los dioses.
—Comed. ¿Acaso no tenéis hambre? ¿Por qué no me comunicáis nada?
Fue abofeteando sus caras, una por una. Bofetón, paso, bofetón. Pero luego cogió un hacha y redujo a los dioses a astillas, algunas tan finas como mondadientes. Los destrozó todos a excepción del más grande, y colocó el hacha en la mano de este ídolo.
Cuando llegó la gente a adorar a los dioses, los encontraron hechos trizas, diseminados a los pies del ídolo jefe. Lamentaron su destino y el de los dioses. «¿Quién haría algo así?», gritaban al unísono, un coro de gemidos.
—Alguien tuvo que hacerlo —dijo Abraham—. El hacha culpable está en manos del grandote. Quizá tuvo envidia del resto y los machacó. ¿Se lo preguntamos?
—Sabes que no hablan —dijo el sacerdote.
—Entonces, ¿por qué los adoramos?
—¡Herejía! —gritó el pueblo, y lo llevaron a presencia del rey.
Mi abuelo era el fruto de un romance indiscreto. Su padre era Simon Twining, como el té, un médico inglés alcohólico, un misionero que ayudaba a los armenios cristianos en el sur de Turquía. Su madre, Lucine, era una de las criadas armenias del doctor.
El nombre de pila de mi abuelo, Ismail, estaba predeterminado. ¿Cómo llamarías al hijo de tu doncella si vivieras en Urfa? Su apellido no era Twining. La esposa del doctor no lo permitió. Era Guiragossian, el apellido de su madre. El nombre completo, la plaga de nuestra familia, lo recibió en Líbano cuando ya era un hakawati hecho y derecho.
¿Qué es un hakawati, os preguntaréis? Ah, atended.
Un hakawati es un contador de historias, mitos y fábulas (hekayât). Un cuentista, un actor. Una especie de trovador, alguien que se gana la vida hechizando al público con relatos. Como la palabra hekayeh («historia», «fábula», «noticia»), hakawati se deriva de la palabra libanésa haki, que significa «charla» o «conversación», lo que sugiere que en libanés el mero acto de charlar ya supone narrar una historia.
Un gran hakawati se enriquece mientras que uno malo se muere de hambre o pierde la cabeza. En los viejos tiempos los pueblos tenían sus propios hakawatis, pero los grandes abandonaban sus casas en busca de fortuna. En las ciudades, los dominios del hakawati eran las fondas. Un hakawati puede contar una historia de una sentada o prolongar el mismo cuento durante meses, dejando a la audiencia en ascuas todas las noches.
Se dice que en el siglo XVIII, en una cafetería de Alepo, el gran hakawati Ahmad al-Saidawi contó una vez la historia del rey Baybars durante trescientas setenta y dos noches, lo que puede o no constituir un récord. También se dice que al-Saidawi abrevió el relato porque el gobernador otomano le rogó que lo terminara. El déspota de la ciudad llevaba noches extasiado, y desde Estambul le habían llamado al orden por descuidar los asuntos de Estado, incluido el cobro de tributos. El gobernador necesitaba saber cómo terminaba el cuento.
La primera vez que el bey vio a mi abuelo éste era un hakawati desamparado y hambriento de sólo trece años. El encuentro se produjo en un sórdido bar del distrito de Zeitouneh, en Beirut, antes de la Gran Guerra. Mi abuelo se ganaba las habichuelas entreteniendo a los clientes en los intermedios de los números pseudomusicales o picantes. El bey quedó gratamente impresionado por sus ingeniosas historias. Cuando se interesó por el pasado de mi padre, Ismail le proporcionó tres versiones, improbables y distintas, una tras otra. En ese mismo momento el bey contrató a mi padre como bufón, y a partir de entonces se refirió a él como al-jarrat, «el embustero», o hal-jarrat, «ese embustero». Un día en que se sentía generoso, el bey decidió dotar a aquel descastado de cierta dignidad. Dado que mi padre no poseía papeles, ni padre reconocido, el bey pidió favores, sobornó a quien hizo falta y regaló al chico una nueva partida de nacimiento, bautizándolo con un nombre nuevo: Ismail al-Jarrat.
El pequeño hakawati vio la luz al atardecer del 16 de enero de 1900. Simon Twining contaba el cuento de Abraham y Nimrod a un público absorto formado por su esposa, sus dos hijas, sus dos doncellas armenias y cuatro huérfanos armenios que estaban a su cuidado.
—Abraham se plantó, desafiante, ante su rey. —Idioma, inglés; tono, elevado; voz, suave—. El rey Nimrod se puso nervioso, ya éste era su primer encuentro con un alma libre. «Vos no sois mi dios», dijo Abraham a Nimrod.
Lucine sintió la primera punzada de dolor; una oleada de náuseas la embargó por completo. Respiró hondo y desechó el dolor como transitorio, porque sólo estaba de ocho meses. Se irguió en el taburete, dando gracias de que éste tuviera cuatro patas. El doctor creía que los muebles de tres patas eran obra de Satanás: eran inestables y suponían una burla a la Santísima Trinidad.
—El joven se creció en estatura cuando desafió al rey cazador Nimrod. «¿Quién es este Dios poderoso del que hablas?», preguntó el rey, asustado.
El doctor cogió la escoba de mango largo y la elevó por encima de su cabeza. El mango estuvo a punto de chocar contra una cajita que él mismo había colocado en un ángulo del techo para recoger los excrementos de un par de golondrinas que tenían allí su nido.
La segunda punzada de dolor le llegó a Lucine tres dedos por debajo del ombligo y cuatro a la derecha. Le costaba respirar, pero no emitió sonido alguno.
—Abraham estaba decidido. «Es quien da la vida o la muerte», respondió sin bajar la mirada. El rey repuso: «Pero yo también doy vidas y las quito. Puedo perdonar a un hombre condenado a muerte o ejecutar a un niño inocente».
Todos los niños presentes dieron un respingo. Lucine se sentía arrebolada y mareada.
—Abraham dijo: «Ésa no es la manera en que actúa Dios. ¿Podéis hacer lo siguiente? Cada mañana Dios hace que el sol salga por el este. ¿Podéis hacer que salga por el oeste?». Nimrod se enojó, ordenó a sus sirvientes que encendieran una gran hoguera y que arrojaran a Abraham a las llamas. Los hombres fueron a prender a Abraham, pero éste les dijo que podía andar.
Y justo en ese instante, mientras Abraham entraba en las abrasadoras llamas, el grito de Lucine resonó por todo el valle. Un charco de agua se formó debajo del taburete de cuatro patas, sobre las piedras limpias, y fluyó hasta las grietas, que hicieron las funciones de acueductos romanos en miniatura.
Un hakawati siempre debe escoger el momento oportuno.
Ah, partos, partos. Decidme cómo ha nacido un hombre y os contaré su futuro.
Un vidente había pronosticado al rey Nimrod que sería destronado por un bebé que estaba a punto de nacer. El rey decapitó al vidente por agorero. Luego convocó a sus visires en la sala del trono y ordenó la muerte de todos los recién nacidos.
¿Qué se podía hacer? Adna, embarazada del bebé Abraham, abandonó su hogar en Urfa sin tener tiempo para recoger sus cosas, cruzó la ciudad con cuidado y se dirigió a una de las cuevas que había en las colinas circundantes. Allí dio a luz. Abraham llegó con los ojos abiertos, curioso y vigilante. El bebé no lloró. Adna no tenía leche. El bebé buscó su mano, se metió dos de sus dedos en la boca y chupó. Un dedo le dio leche y el otro miel.
¿Queréis saber cómo fue concebido el hakawati? Escuchad.
Urfa, primavera anterior a su nacimiento. El sol descendía, había refrescado y los últimos pájaros se refugiaban en las ramas más altas. El doctor Twining se encaminaba hacia su casa cuando vio a su doncella, Lucine, subida a un tronco inestable mientras intentaba cubrir el retrete con ramas secas de palma. Se trataba de una tarea de carácter estacional: como un techo de verdad atraparía los olores, cubrían los retretes con ramas secas mezcladas con lavanda y jazmín. El falso techo protegía a los usuarios de los elementos, proporcionaba una fragancia natural y evitaba a Dios la visión directa de la familia mientras ésta hacía sus necesidades,
A esa hora del día los colores se hacían más intensos y al doctor Twining, la doncella, de espaldas a él, le pareció un espejismo: una imagen efímera, trémula, divina. Alrededor de la encaramada Lucine correteaban pavos, pollos, conejos, gansos, tres perros Y dos tortugas. Era ella quien les daba de comer todos los días, así que la esperaban. El doctor se enorgullecía de poder proporcionar ayuda desinteresada a todos los desgraciados, a los necesitados y a los sumisos. Una golondrina solitaria voló ante él, mostrando con claridad su cola en forma de horquilla. Él clavó la vista en Lucine y vio que no era ningún espejismo: su silueta oscilaba sobre el tronco inestable.
—Lucine —la llamó.
Los pollos se dispersaron al oír su grito. Lucine miró hacia atrás; sus ojos expresaban sorpresa, como si se plantearan a qué venía esto. Entonces perdió el equilibrio. Abrió la boca para pedir ayuda y se inclinó hacia delante; luego se irguió, rígida como una columna, y cayó. Pavos y gansos salieron huyendo en todas direcciones.
Cuando él llegó a su lado, ella no había emitido sonido alguno. Estaba apoyada contra la pared gris del retrete, palpando su tobillo desnudo. Se había subido un poco la falda para verlo. Él se agachó para examinarla.
—¿Estás bien? —le preguntó—. Déjame ver.
Ella retiró la mano y la de él ocupó su puesto, ejerciendo una leve presión. Ella se estremeció.
—¿Te duele? —susurró él.
Ella asintió. Los dedos del doctor apretaron justo por debajo de la articulación y rozaron la planta del pie. Ella permaneció inmóvil.
—Creo que es un esguince. —Su pulgar y su índice formaron un torno y dieron un suave masaje al gemelo—. ¿Te duele aquí?
Ella negó con la cabeza. Sus ojos eran algo nuevo para él. Le rodeó el tobillo con la mano derecha mientras la izquierda seguía acariciándole la pierna, casi hasta la rodilla.
—¿Y aquí? ¿Te duele aquí?
Os digo que fue el destino. El acto se consumó allí mismo: en un lugar incómodo, junto al retrete; el débil hedor actuó como afrodisíaco.
—¿Por qué Abraham quería matar a Ismael? —pregunté a mi madre mientras ella se desnudaba para ponerse el camisón.
Yo, ya en pijama, la esperaba en la cama, intentando que mi cuerpecillo encajara en la gran muesca que mi padre había horadado en el colchón.
—Dios le pidió que sacrificara a su hijo, pero luego le permitió que lo sustituyera por un cordero.
Ella se puso el camisón de algodón azul y, con un gesto que siempre me pareció el colmo de la acrobacia, se quitó el sujetador por debajo de éste.
—¿Era un cordero joven?
—Supongo que sí. —Por fin me sonrió, chasqueó los labios y negó con la cabeza—. Sólo mi pequeño Osama se preguntaría algo así.
Se sentó ante el tocador para quitarse el maquillaje, que todavía se veía maravilloso. La familia en pleno había ido al piso de la tía Samia para el Eid al-Adha, el sacrificio de Abraham, la única fiesta que celebraban los drusos. Me encantaba el Eid al-Adha. Los niños recibían dinero de manos de los adultos. Lo único que tenía que hacer para conseguir monedas que tintineaban en mis bolsillos era acercarme a un pariente y sonreírle.
—¿Por qué le pidió Dios que hiciera algo así?
Ella vertió desmaquillador en un algodón y fue pasándolo con delicadeza por su rostro, deslizando la mano de arriba abajo.
—Era una prueba —dijo ella, sin apartar la mirada del espejo—. No le habría dejado que matara a su hijo.
—¿Y él pasó la prueba?
—Por supuesto, cariño. Por eso hoy es fiesta y podemos comer mucho y engordar. Dos corderos enteros y no ha sobrado nada. Creo que es un récord.
Me apoyé en el codo para observarla mejor. Cuando me movía en la cama ella solía decirme que me estuviera quieto para dormirme antes, pero esa noche no dijo nada. Supongo que porque era fiesta.
—Pero ¿y si Dios no le hubiera detenido? ¿Habría matado a su hijo?
—¿Es eso lo que te preocupa? —Ya había terminado y se dirigió a su lado de la cama. Sin maquillaje se la veía distinta, mas juvenil—. Es sólo un cuento, Osama. No es real. —Despacio, se metió en la cama—. Los cuentos son para entretenerse. Nunca significan nada.
—El abuelo dijo que sucedió en una montaña y que Dios detuvo la mano de Abraham justo cuando éste iba a degollar a Ismael. Estaba en la cima de una montaña, y hacía un día despejado, así que Dios podía verlo todo.
—Tu abuelo dice muchas cosas que no son ciertas. Ya sabes cómo son sus historias. Sabes que no fue al colegio ni nada parecido. No es culpa suya. Pero no tienes por qué creer las mismas cosas que él. Si piensas que algo de lo que dice es demasiado absurdo para ser verdad, es que lo es. —Se desperezó y apretó el interruptor de la pared para apagar la luz—. No dejes que sus historias te turben. No dejes que ninguna historia te turbe. —Se volvió hacia mí y me abrazó. Estábamos juntos, como unas comillas—. Ahora, duérmete.
—No me gusta la historia de Abraham —dije en la oscuridad—. No es buena.
—A mí tampoco —admitió ella después de un instante de silencio.
Pensé en la historia.
—Si Dios te lo pidiera, ¿me matarías? —Noté cómo se estremecía.
—No seas tonto —dijo ella—. Claro que no haría algo así. Duérmete de una vez y no le des más vueltas.
—Pero ¿y si Dios te lo pidiera?
—Nunca me lo pediría.
—¿Y si se lo pidiera a papá? ¿Me mataría?
—No. Y no te pongas pesado. Yo no podía dejar de pensar.
—¿Y si Dios le pidiera a alguien que matara a otra persona? ¿Eso estaría bien? No podrías meter al asesino en la cárcel si obedecía órdenes de Dios. ¿Y si Dios pidiera a alguien que matara a mucha gente? ¿A los turcos o a los franceses? Dios le dice a un hombre que mate a todos los franceses y él se pone a disparar contra todo francés que ve. Bang, bang, bang. ¿Eso está bien? ¿Le culparían por ello? ¿Y si...?
Ella me hizo callar. Me tapó la boca con su mano izquierda. Olí a verbena, su crema hidratante.
—Dios no habla con la gente —me susurró al oído—. Dios no le dice a nadie que haga nada. Dios no hace nada.
—Pero la gente cree que Dios les habla.
—Los idiotas, sólo lo creen los idiotas.
Oí el zumbido de un mosquito. Me incorporé y denuncié su presencia en la habitación.
—Maldita sea —dijo ella—. Creía que habían echado insecticida en el cuarto.
Se levantó y se planteó la posibilidad de hacer sonar el timbre para que acudiera la doncella; luego abrió el cajón de la mesita de noche y sacó el Katol. Sin encender la luz, introdujo el insecticida, verde y en forma de espiral, en su sitio, y luego prendió una cerilla contra él. A la luz de la súbita llama parecía una estrella de cine, con la melena oscura enmarcándole la cara.
—Madre, tú no crees en Dios, ¿verdad? —pregunté.
Me miró como si yo fuera un desconocido; luego apagó la cerilla y la oscuridad ocultó su cara.
—No. No creo que haya un Dios. —Oí el ruido de la cerilla al caer en la papelera—. Pero no quiero que hables de esto con otras personas. No es algo de lo que se habla. ¿Me entiendes?
—Pero ¿cómo sabes que Dios no existe?
—Porque si existiera Dios, tu padre ya habría caído víctima de la peste. Y ahora, por última vez, o te duermes o te vas a tu cuarto.
El olor a insecticida, mezclado con verbena, impregnó por completo la habitación.
Aquella noche, en la acogedora salita, mientras todos dormían, el doctor se lo confesó todo a su esposa. De espaldas al débil fuego, se arrodilló ante ella y sollozó. Ella dejó la labor de punto y escuchó sus elaboradas explicaciones. Era un hombre débil, sólo un ser humano. No sabía qué le había poseído. No era culpa de Lucine, sino de él. Si pudiera castrarse, su vida seria mucho más sencilla: sería un ser humano mejor, el esposo que ella merecía. Ella permaneció en silencio. Él le prometió que no volvería a suceder. Había sido un accidente. Un hecho aislado.
Demostraría ser digno de su confianza una vez más. Ella era su ancla. Ella era su fe. ¿Podría perdonarle?
—¿Cómo está el tobillo? —preguntó su esposa.
Perplejo, el médico no supo qué decir.
—¿El tobillo está bien? —preguntó ella.
—Ha sufrido un esguince severo —contestó él—. Se recuperará del todo en un mes, más o menos, pero debería hacer tres o cuatro días de reposo.
Su esposa retomó la costura.
Con la vista fija en la labor, dijo:
—Eso nos va a costar. No será fácil conseguir que esa chica no se ponga de pie. Es tan hacendosa y leal. No sé si podrá estarse quieta durante tres días.
Su marido volvió a la silla. Cogió la pipa y la bolsa de tabaco. Empezó su ritual nocturno.
—Pues tendremos que obligarla. —Encendió la pipa, dio unas cuantas caladas y esperó a que las hebras de tabaco tomaran un color ambarino antes de apagar la cerilla—. Por su propio bien.
—Tienes razón. Tendré que asignarle algunas tareas que no requieran movimiento.
Entonces él abrió el libro, y el punto de lectura le cayó sobre el regazo.
—Sólo tienes que asegurarte de que tenga la pierna en alto.
—Sí. El tobillo dolorido siempre por encima del corazón, para asegurarnos de que no se le hinche demasiado.
Ella dejó de coser y le sonrió. Luego sus dedos reanudaron la tela de araña.
Una estufa de leña, hecha de hierro fundido, dominaba la salita de mi abuelo. La salida de humos, suficientemente grande para que por ella rodara una pelota de rugby, cruzaba toda la estancia hasta el otro lado del techo. Él sacaba la estufa cada primavera, pero cuando la traía de nuevo a finales de otoño la colocaba exactamente en el mismo sitio: al otro lado de la sala, en el rincón opuesto al agujero del techo. Durante la época de frío alimentaba la estufa con ramitas de roble, pino y piñas. La salita parecía siempre un horno a fuego lento. Y cuando el viento caprichoso cambiaba de dirección, un humo agresivo invadía la estancia, abrasándome los pulmones. Si me quejaba, mi abuelo me regañaba porque no me gustaba el aroma a pino quemado, por ser un niño mimado de ciudad acostumbrado a las gardenias y a la lavanda cortadas de los jardines.
En invierno la estufa se convertía en el centro de su universo. En ella cocinaba, elaboraba el mate, el té, el café. Trasladó la cama a su lado. Sólo salía de la salita para ir al cuarto de baño que estaba en la parte de atrás de la casa.
El día después de que el doctor hubiera consumado el acto, Lucine tenía el tobillo hinchado y la pierna morada hasta la rodilla. La esposa del doctor le llevó una adelfa de color rosa y la puso en un vaso desportillado al lado de su cama. Elevó los pies de la cama a base de ladrillos. Limpió la cuña de Lucine. Ésta murmuraba disculpas incoherentes, ya que era demasiado tímida para dirigirse a su señora directamente.
Dos semanas más tarde, desde el quicio de la puerta del cuarto de las doncellas, el doctor y su esposa vieron cómo Zovik, la segunda doncella, ayudaba a Lucine a vomitar en un oxidado cubo de metal.
—Asegúrate de que no mueve el tobillo —ordenó el doctor a Zovik.
—Es la voluntad de Dios —le susurró su esposa. El tobillo de Lucine seguiría hinchado durante el resto de su vida, durante los trece meses que le quedaban en este mundo.
—Toca algo para mí —dijo mi abuelo.
Se desplomó en el butacón; entre los dedos tenía un cigarrillo reducido a la colilla, del que se había olvidado por completo.
—Pero si lo que toco no te gusta —dije.
Mi abuelo ahogó un suspiro de impaciencia. El cigarrillo le quemó el dedo. Lo soltó sobre la butaca. Se miró la mano, asombrado. Aplastó el cigarrillo con la palma. La colilla saltó del cojín y fue a caer al suelo, ya apagada.
—Uf. Nunca he dicho que no me gustara lo que tocas. —Se peinó el rizado cabello blanco con ambas manos, pero éste siguió tan desordenado como siempre, tan desordenado como él—. Eres de mi carne y de mi sangre. —Llevaba la barba descuidada pero limpia. Su ropa estaba igual de desordenada.
—Dijiste que toco como un burro.
—Bueno, entonces ven aquí y toca algo distinto, y no toques como un burro. —Dio una palmada al cojín que estaba a su lado, sacó la bolsa de tabaco y empezó a liar un cigarrillo. Yo no me moví. Con los ojos fijos en el cigarrillo, dijo—: No hay nada peor que un músico reticente. Todos esos «no sé si puedo» o «la verdad es que no estoy del todo preparado» no son más que cuentos de mierda. Si alguien te pide que toques, tú toca. Disfruta del momento y no te quejes.
Cogí su oúd, un instrumento parecido al laúd, y fui a sentarme a su lado.
—Este oúd no me gusta. Las cuerdas están mal.
Me lanzó una mirada de exasperación.
—Uf. ¿A quién le importan esas bobadas? Limítate a tocar.
Empecé con una escala simple para calentar los dedos, tal y como me había enseñado Istez Camil. Mi abuelo se hundió aún más en el sofá: el cuello y los hombros de su chaqueta negra se elevaron por encima de las orejas hasta casi cubrirle la cabeza. Pasé despacio a un maqâm, pero no sonaba bien. El oúd no estaba afinado. Intenté compensarlo, pero de repente mi abuelo se levantó.
Fue hacia la estufa, abrió la parte superior y arrojó el cigarrillo dentro.
—Tocas como un burro. ¿Qué te ha estado enseñando ese músico imbécil? ¿Quién quiere escuchar esta basura iraquí?
—A la gente le encanta lo que toco. Todos dicen que toco como un ángel, como un ángel celestial.
—Tocas como un ángel burro. —Hizo una mueca. Se llevó las manos a las mejillas y fingió que las hacía hablar—. Plank, plank, plank. Sé hacer música. Mira. Tum, tum, tum. —Se sacó la dentadura y la sostuvo frente a su boca—. Sé tocar música que nadie quiere escuchar. ¿Y tú? ¿Y tú?
Le di la espalda.
—No pienso escucharte. No reconoces la buena música y tu oúd es horrible.
—¿Por qué no tocas algo interesante? —No tuve que mirarle para saber que había devuelto la dentadura al lugar que le correspondía—. Toca una canción en lugar de esa mierda. Las canciones son mejores. Cuéntame una historia. Cántame una historia.
—No quiero. Hazlo tú.
Con un suspiro cogió el oúd. Negó con la cabeza y dijo: —En Turkmenistán, Uzbekistán y el noreste de Irán, la palabra bajshi significa «intérprete de oúd, cantante y narrador de cuentos». Yo soy un bajshi, tú eres un bajshi. La palabra procede del chino y llegó a nosotros con el advenimiento de los apestosos mongoles. —Tocó dos notas antes de proseguir—. Por otro lado, los músicos y narradores de Jorasán, en Irán, creen que bajshi viene de bajshande, que significa «dador de regalos», debido al don de la música que Dios les ha concedido. Siempre me ha gustado pensar que el intérprete de oúd es un contador de historias además de un dador de regalos.
Él tocaba fatal, tenía una voz grave que desafinaba todo el rato. Cantó una canción sobre un chico que tenía más suerte que cerebro.
En verano, cuando Lucine andaba por el quinto mes de embarazo, todos sabían que en su vientre traía a un varón. Las señales eran obvias: había ganado doce kilos (ya se sabe que los chicos son más grandes); su barriga era totalmente redonda (las niñas son torpes, el útero nunca se llena de forma perfecta); se hallaba sometida a un dolor constante y se había pasado los primeros tres meses tumbada de espaldas (los chicos siempre dan más problemas); no se recuperaba con facilidad, el tobillo seguía hinchado (los chicos son egoístas y absorben todas las energías curativas de la madre); estaba radiante (los chicos hacen felices a sus madres).
Un día caluroso una cojeante Lucine se dedicaba a verter agua del pozo en el suelo para evitar que se levantara el polvo. Una tortuga se refugió en su concha al notar las gotas de agua. Lucine quiso asegurarse de que el lugar que ocupaba la tortuga no quedaba seco, así que hizo un gesto brusco: apartó a la tortuga con el pie y le falló el tobillo. Estuvo a punto de caerse.
Se tocó el tobillo y rezó a la Virgen. Se arrastró hasta la morera y se sentó a su sombra. Estiró las piernas y separó los dedos de los pies. Para poner a prueba la fuerza del tobillo empujó una piedra del tamaño de un melón y consiguió moverla un poco. Colocó los dedos debajo de la piedra y volvió a empujarla. Esta vez sintió un dolor penetrante, que la hizo desmayar.
—Es el tobillo —dijo la esposa.
—No estoy tan seguro —dijo el doctor. Al masajearle el tobillo a Lucine advirtió que tenía una marca roja en el empeine del pie derecho. Se la mostró a su esposa—. ¿Las niñas están dentro? —preguntó él.
No tardó mucho en encontrar al escorpión blanco. Debajo de la piedra, aplastado como una hoja de papel, su picadura había sido el acto de desafío final.
—No es una buena señal —se dijo.
Cuando le decía a mi abuelo que tenía hambre, él me daba un trozo de pan seco espolvoreado con sal marina.
—Su aperitivo de media mañana, señorito. Esto es lo que yo tomaba todas las mañanas cuando tenía tu edad. Todos los huérfanos lo esperaban ansiosos, entre el desayuno y la comida. Pruébalo. Te gustará. —Me negué a mirarlo. Él no paraba de moverse, como una de esas peonzas giratorias que nunca se detiene por completo—. Aquí me tienes, intentando infundirte cultura, a ti, mi sangre y mi carne, mi descendiente. No quieres esto, quieres lo otro. A tu edad, yo tenía que comer lo que me daban.
Me volví. Siempre me aseguraba de darle la espalda adondequiera que se moviera.
—No quieres comerte el pan. Hay niños que matarían por un trozo de pan. Tienes muchas cosas y sigues sin estar contento. A tu edad yo no tenía juguetes, pero me divertía. No necesitaba juguetes: me fabricaba tirachinas. Me subía al único árbol del patio, una morera negra, y usaba la fruta como munición contra los niños musulmanes. No usaba piedras, porque me habría metido en un lío, y además darle a un niño con una mora era mucho más divertido. La fruta dejaba una jugosa mancha violeta. Siempre que le daba a un chaval, levantaba los brazos como un campeón y casi perdía el equilibrio, pero nunca me caí. Esos niños solían insultarnos. Nos llamaban «descastados» y «sin historia». A mí me daba igual, la verdad, pero las hijas del doctor siempre lloraban. Barbara y Jane. Así se llamaban. Ves, aún me acuerdo, a pesar de los años que han pasado. Todavía recuerdo sus nombres. ¿O eran Barbara y Joan? Uno o lo otro. Ah, ¿a quién le importa?
—A mí no.
—Escucha —me dijo—. Escucha. Nuestra casa estaba justo al otro lado de las murallas de la ciudad. Y lo digo en sentido literal: los restos de la antigua muralla romana constituían la pared trasera de nuestra casa. La pared se extendía más allá de la casa y delimitaba la mitad del jardín. Por la noche me encaramaba a esa pared y gritaba sin hacer ruido alguno, le gritaba al mundo: «Estoy aquí. Estoy aquí, como Abraham». Desde la muralla podía ver el estanque de Abraham. Resplandecía bajo la luz de las estrellas. Burbujeaba a todas horas. Lleno de peces sagrados, vigilados y alimentados regularmente.
—¿Quién los alimentaba?
—Los musulmanes, por supuesto. Cuando Nimrod sentenció a Abraham al fuego, Dios intervino y manifestó su gloria ante el rey cazador. Los aduladores abrieron la puerta del horno esperando encontrarse sólo con restos chamuscados, pero en su lugar hallaron al profeta, tan glorioso como siempre; el joven Abraham cantaba, sentado en actitud indolente sobre un lecho de rosas rojas, rojas como el color de la sangre fresca. Miles y miles de pétalos de rosa de color carmesí. Los cortesanos huyeron despavoridos, como si hubieran visto un yinni o un ángel. Abraham, intacto y sin mácula, salió del horno, sonrió a Nimrod al pasar frente a él y se fue a su casa. El rey y poderoso guerrero, aterrado y furioso, convocó a su ejército. Construyó la mayor catapulta que se había visto en el mundo. Pero no, se dijo: una nunca es bastante. Así que construyó otra, una replica exacta. En las plataformas de las catapultas los hombres colocaron trozos y más trozos de madera ardiendo. Avivó el fuego con más aceite y añadió pinas para provocar efectos sonoros. Luego dio orden de desatar su furia contra el enemigo. Pero Dios transformó las catapultas en minaretes. Transformó el fuego en agua, y así se originó el estanque de Abraham. Convirtió los leños en carpas, y los peces dieron vida al estanque. Durante miles de años, ese estanque de agua fresca ha proporcionado sostén y alimento a la gente de Urfa. Los derviches musulmanes vigilan el estanque y adoran a Dios a través del cuidado de los peces sagrados. Una vez jugué allí cuando tenía tu edad. Nadé con los peces de Dios.
La luz del sol penetró por fin a través de las ventanas. El aire se llenó de una fragancia dulce y aromática.
—¿Eran como el resto de peces? —pregunté.
—No. Por supuesto que no. —Hizo un gesto desdeñoso con la mano; sus muñecas pálidas y huesudas salían de puños blancos y raídos—. Eran peces especiales. Por la noche brillaban como gemas, con destellos de color que nunca has visto. Si pudiera mostrártelos... Y los derviches parecían tan sagrados con sus atavíos tradicionales, túnicas blancas y sombreros rojos.
—¿No son éstos los que bailan? Los he visto. Son hermosos, imponentes.
—Giran. Es así como rezan. Y son hermosos.
—Quiero un Dios que me haga girar. —Bajé de un salto del sofá. Me saqué la camisa del pantalón y la desabotoné, para que cayera como una túnica—. Así. Puedo hacer esto por Dios. —Levanté las manos. Giré, giré y giré—. Mira. Mira.
El pintor holandés Adriaen van der Werff, un consumado maestro menor, bastante repetitivo y sentimental, pintó la escena bíblica en la que Sara ofrecía a su esclava egipcia, Agar, a su marido Abraham. Huelga decir que Agar no tiene el menor aspecto de egipcia. Su cabello es castaño, casi rubio; su piel es más clara que la de las otras dos figuras que componen el cuadro, y los rasgos nórdicos la representan demasiado joven y bella. Está en la parte de delante del cuadro; sólo se le ve el torso, desnudo desde la cintura. Una prenda (¿unas enaguas?) y el antebrazo derecho ocultan su pecho derecho. La mano derecha apoyada en el seno izquierdo sirve para acentuar el voluptuoso pezón. Está arrodillada junto a la cama, cabizbaja, con la vista puesta en su ombligo desnudo, recatada, sumisa, al margen de la discusión que mantienen Sara y Abraham.
Sara, una arpía, se halla de pie detrás de Agar, hablando con su marido. Aparece completamente arropada en una tela gris, y un velo cubre parte de sus cabellos blancos. Abraham está desnudo en la cama y una sábana azul marino oculta todo lo que queda por debajo del ombligo. Lleva una espesa barba castaña, pero su pecho musculoso aparece totalmente depilado y los abdominales bien definidos. Su mano reposa sobre el desnudo y sensual hombro de Agar. Se le ve contento con la oferta, casi presuntuoso.
—Como sabes —dice Sara—, el Señor no me ha concedido la gracia de tener hijos. Yace con mi esclava egipcia. Tal vez mi familia tenga que crecer a través de ella.
Abraham escuchó las palabras de su esposa Sara y yació con la esclava egipcia.
Meses más tarde, el cielo se tiñó de gloria y el valle empezó a florecer, rebosante de vivos colores. El rostro de Abraham había perdido su palidez invernal; su cabello permanecía negro, inmutable, con el pico de viuda. Sara tenía los ojos enrojecidos, llenos de lágrimas, la cara abotargada. Miraba a Abraham, con la esperanza de que éste le prestara atención. Ella le había instado a acostarse con la egipcia. Dios habló a través de ella. Agar le daría un hijo varón, y Sara se sentía elevada, si no a ojos de él, sí al menos a los suyos propios. Sara nunca imaginó que Abraham se enamorara de la esclava y la tratara como a una esposa. Él sentía un enorme cariño por Agar. Y ella se había crecido. Aún se comportaba, pero en su cara ya no lucía la mirada de una esclava. Era más elegante, más segura de sí misma, la mirada de alguien que tenía un lugar. La esclava había tardado poco en acostumbrarse a la salvación.
—Eres el culpable de la ofensa que estoy sufriendo —informó Sara a su marido—. Eché a mi esclava a tus brazos, y ahora que está embarazada me desprecia. Que el Señor juzgue entre tú y yo.
—La esclava es tuya —replicó Abraham—. Haz con ella lo que creas más conveniente.
—Deberíamos llamar a la comadrona —dijo la esposa del doctor—. Mejor evitar habladurías.
—Bien. Bien. Avisa a esa bruja. Me aseguraré de que no empeore las cosas. Dile que mantenga la boca cerrada. No quiero escuchar la aburrida historia de su vida una vez más.
Zovik se encontró a la comadrona a punto de dar cuenta de su cena, consistente en arroz hervido y lentejas con un toque de comino. La mujer dijo a Zovik que acudiría en cuanto terminara de cenar, pero entonces oyó el grito de Lucine. Se puso en pie de un salto y a punto estuvo de derribar la bandeja de latón y el plato de lentejas. Con una agilidad sorprendente para una mujer de su peso y edad salió corriendo por la puerta, seguida a distancia por una preocupada Zovik.
—¿Por qué habéis esperado tanto? —preguntó la comadrona—. ¿Por qué todo el mundo espera hasta última hora?
Una multitud se había congregado a la puerta de la casa del doctor. Algunos habían llegado desde dos o tres barrios de distancia para averiguar cuál era el origen de aquellos lamentos y para chismorrear. La comadrona se abrió paso entre el gentío, entró en la casa y se encontró a las niñas acurrucadas junto a la puerta del cuarto de las doncellas. A medida que se acercaba, el gemido, empezado como un rumor ronco, había ido avanzando como una planta movida por un vendaval hasta alcanzar un crescendo que a punto estuvo de derribarla de rodillas. Las caras de las niñas acusaron sorpresa, luego temor, y rompieron a llorar. La esposa del doctor salió del cuarto.
—No puedo soportarlo más —dijo, sin dirigirse a nadie en particular—. A vuestras habitaciones, niñas. Aquí no pintáis nada. No os olvidéis de las oraciones, lavaros los dientes y echaros las gotas en los ojos. A dormir.
Y desapareció por el pasillo.
Lucine yacía en la cama con los ojos clavados en el techo; sus labios rezaban, su frente y cejas anticipaban la siguiente contracción. El doctor parecía nervioso y levemente desconcertado. La comadrona preguntó si la parturienta había roto aguas y si el bebé había empezado a salir.
—No sé qué pasa —dijo él—. Nunca había visto nada parecido.
—No cabe duda de que es un varón. A los chicos no les gusta venir al mundo si hay otro macho en la habitación. A los chicos les gusta que se les tiente para salir. Quieren que se les haga sentir especiales.
—Eso son bobadas. Preferiría que no siguieras por ahí.
—Oh, Virgen Santa. Este niño parece tener problemas para encontrar la salida. —Palpó la barriga de Lucine. Una, dos, tres veces—. Escúchame, mi niño. Te queremos. Eres nuestro niño especial. Si sales te contaré un cuento. Ven.
Érase una vez un niño pequeño que vivía con su abuelo en una pequeña cabaña de una pequeña aldea. El niño era tan diminuto que todo el mundo lo llamaba Yardown, «rata». Yardown amaba a su abuelo, y éste a su vez amaba a Yardown más que a nada en el mundo. Su abuelo cuidaba de él, le hacía la comida y le contaba cuentos.
Un día de otoño, el abuelo dijo a los otros hombres de la aldea que se estaba haciendo viejo y que ya no podía llevar a casa tanta leña como antes, y que el chico, Yardown, era demasiado menudo para acarrear toda la que necesitarían cuando llegara el invierno. Los otros hombres calmaron sus temores. Enviarían a sus hijos al día siguiente; ellos podrían recoger leña suficiente para dos o tres inviernos.
Al día siguiente todos los niños de la aldea llegaron a la cabaña. El abuelo de Yardown dio a cada uno una rebanada de pan, un trozo de chocolate y dos gotas de leche condensada.
—Esto es en agradecimiento por vuestra ayuda. Id al bosque y traed toda la leña que podáis. Cuidad de Yardown mientras estéis allí. Es más joven y mucho más pequeño que vosotros.
Los chicos se internaron en el bosque, cada uno con su pan, su chocolate y sus dos gotas de leche condensada. Algunos empezaron a recoger ramas, mientras otros se dedicaban a cortar árboles muertos. Cada chico hacía su parte, a excepción de Yardown, que estaba sentado en una gran roca con los pies colgando sobre el suelo del bosque.
—Yardown —dijo uno de los chicos—, ¿por qué no estás cortando leña?
—Mi abuelo os dio un pedazo de pan para que cortarais leña por mí.
Así que los chicos cortaron más leña. Cuando creyeron que ya tenían bastante, la apilaron en haces para transportarla hasta la aldea. Cada chico cargaba con un haz; todos excepto Yardown, que seguía sentado en el mismo sitio.
—Yardown —le dijo otro chico—, ¿por qué no coges un haz?
—Mi abuelo os dio a todos un trozo de chocolate para que llevarais el que me toca a mí.
Los chicos cogieron el haz de Yardown y se dispusieron a partir, pero entonces advirtieron que éste seguía sin moverse.
—¿Por qué no vienes con nosotros, Yardown? Volvemos a casa.
—Mi abuelo os dio a todos dos gotas de leche condensada para que me llevarais cuando estuviera cansado.
Un chico mucho más grande que Yardown se lo subió a hombros. Iniciaron el largo camino de regreso. Sin embargo, enseguida se puso el sol y la oscuridad los rodeó. Los chicos anduvieron, anduvieron y anduvieron, pero no lograron encontrar el sendero que debía sacarlos del bosque.
—¿Cuál es el camino correcto? —preguntó uno de los chicos.
—Éste.
—Ése.
—No, aquél.
—No, es éste.
A lo lejos se oían los fieros ladridos de un perro. En la dirección opuesta a los ladridos distinguieron una luz. Se preguntaron hacia dónde debían encaminarse: hacia el ladrido o hacia la luz. Tras largas deliberaciones preguntaron a Yardown:
—¿Qué camino debemos seguir, Yardown? En una dirección tenemos a un perro que ladra. ¿Vamos hacia allí, o vamos hacia donde está la luz?
Yardown, el más listo de todos, meditó la respuesta.
—Si vamos hacia el perro —decidió por fin—, éste podría mordernos. Creo que será mejor dirigirse hacia la luz.
Los chicos fueron hacia la luz, que salía de una casita situada en lo más frondoso del bosque. Llamaron a la puerta, pero nadie respondió. Entraron y decidieron esperar allí hasta que amaneciera: entonces podrían encontrar el camino hacia la aldea.
Después de haberse instalado en la casa, los chicos percibieron un fuerte ruido, que parecía proceder de un animal grande y salvaje que rondaba la puerta. Los chicos se dispersaron, escondiéndose detrás de los muebles. Unos se refugiaron detrás de las cortinas, dos se acurrucaron debajo del sofá, uno incluso se metió por el tubo de la apagada chimenea. Se abrió la puerta y por ella entró un monstruo grande y peludo: grande, incluso algo mayor que un camello alzado sobre los cuartos traseros, pero no tanto como un elefante; peludo, incluso algo más peludo que un oso, con poblada barba y largos cabellos. Entró y el sonido de sus pasos retumbó en la casa. El monstruo respiró hondo.
—¿Qué es este olor? —preguntó—. Huele a humano. A carne joven y sabrosa. Me encanta el olor a niño. ¿Dónde están? ¿Dónde están esos apetitosos jovencitos?
Buscó detrás de las sillas y debajo del sofá. Fue encontrando a los chicos uno a uno. Incluso descubrió al que se escondía en la chimenea. Los chicos se agruparon en el centro de la sala.
—¿Qué hacen en mi casa unos chicos como vosotros? —preguntó el monstruo.
—Nos hemos perdido en el bosque —respondió uno de ellos en voz baja y temblorosa.
El monstruo contempló el festín de chicos que tenía ante los ojos y el aroma a carne tierna le hizo salivar. Recapacitó y llegó a la conclusión de que no podría comérselos a todos de una sentada: eran demasiados. Lo mejor sería acostarlos y luego comérselos uno a uno mientras dormían.
—Dejad que sea vuestro anfitrión —les dijo el monstruo—. Pasad la noche aquí. Sé cómo llegar a vuestra aldea, pero para encontrar el camino necesito que se haga de día. Por la mañana os acompañaré. En la oscuridad nos perdemos todos. Dormid aquí, estaréis a salvo.
Los chicos se relajaron, soltaron suspiros de alivio y se acostaron. Todos menos Yardown. Como era el más listo, se percató de lo que el monstruo se traía entre manos. Decidió permanecer despierto para que el monstruo no se los comiera. Éste se armó de paciencia y aguardó sin quejarse al otro lado de la puerta del cuarto de los chicos. Fue contando los minutos. Pasado un rato, atisbo desde la puerta y preguntó en voz baja:
—¿Quién duerme y quién está despierto?
—Todos duermen —contestó Yardown—, pero Yardown está despierto.
—¿Y por qué está despierto Yardown? ¿Qué es lo que quiere?
—Yardown no puede dormirse porque todas las noches, antes de acostarse, su abuelo le hornea una rebanada de pan.
Así pues, el monstruo entró en la cocina, encendió el fuego y empezó a hornear un trozo de pan. Cuando terminó llevó el pan a Yardown y volvió a salir de la habitación, a esperar a que el chico se durmiera. Despuntaba el sol cuando el monstruo preguntó quedamente desde la puerta:
—¿Quién duerme y quién está despierto?
—Todos duermen —contestó Yardown—, pero Yardown está despierto.
—¿Y por qué está despierto Yardown? ¿Qué es lo que quiere?
—Yardown no puede dormir porque todas las noches, antes de acostarse, su abuelo le trae agua del río en un cedazo.
El monstruo pensó que Yardown se dormiría en cuanto le llevara agua del río en un cedazo, así que se fue corriendo hacia el río. En cuanto hubo salido, Yardown despertó a todos los chicos.
—Deprisa —les dijo—. Tenemos que irnos. El monstruo se nos quiere comer. Debemos salir de aquí. Ya casi ha amanecido y podremos encontrar el camino de regreso. Rápido.
Los chicos huyeron de la casa. Llegaron al río y a lo lejos vieron al monstruo que intentaba llenar el cedazo de agua. Los chicos se apresuraron a cruzar el río a nado, los mayores ayudaron a los más pequeños. Cuando ya estaban al otro lado, el monstruo levantó la vista y vio a su banquete de chicos en la orilla opuesta. Fue tras ellos.
—Dejad que os acompañe. Conozco el camino. Puedo ayudaros. ¿Cómo habéis cruzado el río?
Yardown señaló las piedras que se hallaban a los pies del monstruo.
—La mejor forma de cruzar el río es colocarse una de esas piedras alrededor del cuello y caminar hacia el otro lado. Así lo hemos hecho.
El monstruo se colocó una piedra en torno al cuello. Se metió en el río y la pesada piedra le arrastró hacia el fondo. Los chicos corrieron hasta sus casas, y Yardown se reunió con su abuelo, que, tras haber pasado toda la noche preocupado, se alegró mucho de verlo.
Ésta es la historia de Yardown, el niño que venció al gran monstruo, y por eso en invierno, cuando el río baja lleno, si te acercas a las caudalosas aguas blancas oirás que dicen: «Todos duermen, pero Yardown está despierto», para después emitir un largo y profundo suspiro.
El hakawati, con su kilo y medio de peso, llegó al mundo en medio de un lago de sangre. Su madre había hecho ruido, pero el bebé estaba en silencio. Después de que le aseguraran que era un varón, con diez dedos en las manos y diez en los pies, y abundante cabello aplastado y despeinado, Lucine respiró hondo y tragó saliva. Preguntó a la comadrona si el bebé estaba vivo.
—Respira —dijo ésta—. Pero con debilidad. Es el bebé más pequeño que he visto nunca. No es mayor que una rata.
Lo levantó por la pierna izquierda, lo zarandeó y le dio un azote en el trasero.
—No llora —dijo su madre—. ¿Por qué no llora?
La comadrona sostenía al hakawati como si éste fuera un hurón muerto. Estaba a punto de zarandearlo con más fuerza cuando el doctor lo impidió.
—Dámelo —le dijo.
En cuanto Ismail se halló en brazos de su padre, rompió a llorar. El doctor se apresuró a devolvérselo a la comadrona.
Alguien le había echado un mal de ojo al bebé. No es sólo que fuera un hijo bastardo, pequeño y no muy sano: era un bebé feo, que crecería para convertirse en un niño feo, un adolescente feo y un hombre feo. No se podía evitar. Pero, como es lógico, su madre le quería igual.
—Dejad que lo vea —dijo Lucine. Tendió los brazos hacia el bebé lloroso. No reconoció a nadie en sus rasgos—. ¡Qué enfadado está!
Ah, y encima tenía un cólico.
—¿Debería probar a amamantarlo?
El doctor opinaba que era demasiado pronto, pero la comadrona disentía.
—Dale de comer. Dale de comer. Enséñale a mamar. Nunca es demasiado pronto. Aún no te ha subido la leche, pero la actividad acelerará la subida. Al principio es probable que sólo salga calostro, pero no pasa nada. Es tan pequeño que necesita hasta la última gota de comida. Si no tienes leche recurriremos a Anahid, pero creo que podrás amamantarlo tú.
Lucine se desabrochó la blusa y se sacó el pecho izquierdo. El doctor dio un respingo involuntario y su mirada poco delicada se posó en el seno. El hakawati se acercó al pecho como un colibrí buscando aire. Del pecho no salió ni una gota de leche, así que rompió de nuevo a llorar. Lloró durante una hora, dos, tres. La casa no dormía. La esposa del doctor entró a ver a la madre y al hijo, pero no pudo ofrecer alivio alguno. Envió a su marido.
—Creo que todavía no tengo leche —dijo Lucine. A la luz parpadeante de una vela, ella le mostró el seno, irguió el pecho hacia él y se estrujó el pezón—. Mira —dijo—. Mira. —Él miró—. No hay leche.
Él le acarició el seno, lo sostuvo en la palma de la mano.
—Lucine —susurró—, ahora comprendo por qué llevas ese nombre. —Pasó un dedo encallecido sobre el pezón—. Lucine, mi luna.
Se inclinó hacia el pezón y lo lamió. Brotó la leche. Ella le apartó la cabeza con geste cariñoso y acercó la boca de su bebé. El hakawati empezó a mamar.
¿Conocéis la historia de la madre de todos nosotros?
El vocablo agar procede de la palabra árabe que significa «emigrar», y eso es algo que Agar hizo en múltiples ocasiones. Fue una princesa en la corte del faraón. Como corresponde a una belleza prometida al faraón desde muy temprana edad, disponía de sus propios aposentos y de un grupo de esclavas a sus órdenes. El faraón había decidido reservarla para una noche de lluvia, y la sequía aún reinaba en Egipto. El que sería su señor, Abraham, se hallaba en Egipto con su esposa, Sara, a la que intentaba hacer pasar por su hermana. A sus sesenta y cinco años, Sara seguía siendo hermosa. Abraham temía que si el faraón descubría que era su esposa, lo mataría para apoderarse de ella. El faraón, hechizado por la belleza de Sara, la tomó de todas formas, y se preparó para una noche de placer. Tuvo a Sara esperando en la alcoba roja del palacio, que reservaba para las ocasiones especiales. Entró en la exquisita estancia y encontró a Sara, ya desnuda sobre satén rojo. Pero Dios hizo constar Su presencia una vez más. De repente los ojos del faraón sólo vieron a una vieja bruja de ojos marchitos, piel seca, alborotado pelo gris y senos como bolsas de yogur secas. Se cubrió los ojos enmarcados en kohl en un gesto de horror, disgusto y angustia.
—Tu cara tiene más arrugas que mi escroto —dijo él—. Ah. Sal de este cuarto y márchate de mi sagrado reino.
Agar, fascinada por la fe de Abraham, rogó al faraón que la cediera a aquella pareja temerosa de Dios antes de que éstos fueran obligados a partir. El faraón le preguntó por qué quería abandonar una vida tan lujosa. Ella se plantó ante él, sumisa, con los ojos bajos.
—Porque creo —le dijo.
El faraón se quedó horrorizado, perplejo ante este encuentro con una fe que no comprendía. Se preguntó si Agar se convertiría en una figura tan repulsiva como la otra.
—Ve —le ordenó en tono airado, para que le oyeran todos, incluido aquel extraño dios—. Sal de este mundo y sigue a tus nuevos amos fuera de Egipto.
Abraham la tomó como esclava, una ayuda para Sara. Agar abandonó Egipto para ser una persona desarraigada, rota, que vivía dondequiera que su amo montara la tienda. Una emigrante.
El hakawati no paraba de llorar.
—Esto le fortalecerá los pulmones —decía Zovik.
Lloraba, mamaba, cagaba, dormía, lloraba. Hacia el tercer día, después de que la emoción que había rodeado al recién nacido se hubo evaporado, Lucine notó la tensión que reinaba en la familia. Las hijas del doctor ya no querían ver al bebé. La esposa paseaba con firmeza por la casa. Los pulmones del bebé eran más fuertes. Su boca también ganó fuerza y le lastimaba los pezones. El bebé mamaba hasta vaciarle los pechos, y luego seguía chupando.
—Creo que debería llamar a la Pobre Anahid —dijo Zovik—. Ella también puede amamantarlo.
El hijo de Anahid, de diez días, había muerto la misma mañana en que nació el hakawati. El marido de Anahid, que no podía permitirse comprar mosquiteras, había ido a la llanura de Harrar en busca de trabajo. Aquella mañana Anahid se levantó más tarde de lo habitual. Tardó un momento en advertir que el bebé no la había despertado. Cuando se incorporó del suelo donde dormía y vio al bebé en su cesta, su primera reacción fue llorar. Todo el cuerpo del bebé aparecía cubierto por marcas de color carmesí, erupciones cutáneas y diminutos puntos sonrosados. Cogió en brazos a su único hijo, al que le costaba respirar, y salió de casa a pedir ayuda. Pero cuando los demás salieron a su encuentro, el niño ya había exhalado su último aliento.
La multitud congregada debatió sobre quién podría haber urdido una maldición tan poderosa. Sólo eso podía explicar las picaduras de tantos mosquitos, tantos como para dejar a un bebé seco de sangre. Tenía que haber algo más. Mirad, dijo alguien. Mirad esto. Algunas picaduras eran distintas de las demás. Alguien sacó la manta de la cesta del bebé. Al menos tres cabezas escudriñaron la paja de debajo. Piojos blancos. Anahid recordó que había ido a buscar la paja el día anterior. Se desmayó. Nadie había oído nunca que los mosquitos, ni los piojos, mataran a un bebé. ¿Acaso se trataba de una combinación letal? ¿Era posible perder tanta sangre? ¿Qué diría el marido de Anahid cuando volviera? ¿Tenía algún enemigo poderoso?
Su marido llegó a media tarde, se enteró de la noticia, entró en casa y golpeó a Anahid hasta dejarla inconsciente. No deshizo la bolsa. Se marchó y nunca se volvió a saber de él.
Más tarde, una aturdida Anahid salió de la casa. Cuando los residentes del barrio armenio de Urfa la vieron —sin hijo, con ambos ojos morados, los labios hinchados y menos cabello en el lado derecho de la cabeza que en el izquierdo— no pudieron volver a llamarla sólo por su nombre de pila. Se convirtió en la Pobre Anahid.
Y la Pobre Anahid se convirtió en la nodriza del bebé. Pero ni siquiera cuatro pechos llenos de leche bastaban. Ismail comía sin tregua, y cuando se quedaba sin leche lloraba.
—Ese niño no es humano —dijo la esposa del doctor a su marido.
Los días se hicieron más cálidos en Urfa. Los cielos se despejaron, la amenaza se esfumó. Se acercaba la primavera. Y sin embargo el hakawati no se saciaba. Sus llantos mantenían en vela a todo el barrio. Lloraba, mamaba, dormía, lloraba.
Embarazada, exhausta y aterrada, Agar deambulaba por el inhóspito desierto. Había huido. Aquella mañana Abraham la había besado con dulzura, provocando un hormigueo en su alma. Ella se sonrojó, le devolvió el beso y le vio marchar. Satisfecha y esperanzada, reanudó sus tareas.
Sara decidió afilar los cuchillos. Trajo los cuchillos y las piedras de afilar. Con cada golpe, levantaba la vista hacia Agar. Saltaban chispas. Agar no era idiota.
En el desierto no se cruzó con nadie. El sol maduro le secó la garganta. Se detuvo, se secó el sudor de los ojos. Cuando volvió a abrirlos, ¡oh, milagro!, Dios se hallaba ante ella.
—Agar, servidora de Sara —le dijo Dios—, ¿de dónde vienes y adónde vas?
—Huyo de Sara, mi señora.
—Vuelve a tu hogar, Agar —dijo Dios—. Vuelve con tu señora y sométete a ella. Yo te vigilaré. Yo te protegeré. No debes temer nada, ya que eres hija mía. Vuelve y anuncia al mundo tu hijo engendrará muchas naciones. Aumentaré tanto tu descendencia que ésta será incontable. Serás la madre del mundo.
—Mira —dijo mi abuelo, mientras se señalaba el tobillo con el dedo y con la punta de aquel pico de halcón que tenía por nariz—. ¿No ves la picadura del escorpión? Mira esta marca. Es de nacimiento.
Me arrodillé para ver la señal. Era un tobillo flaco, huesudo y sin vello, de piel pálida y azulada, cubierta por una fina pelusa.
—¿No es esto prueba suficiente? Tus ojos no te mienten. ¿Qué realidad es más real?
—Pero el escorpión picó a Lucine, no a ti —dije, alzando la vista.
—¿Es que nunca escuchas lo que te digo? —Se levantó de la silla y avanzó hacia la estufa. Apartó la tapa superior y avivó el fuego con una espátula de aluminio—. Te digo que fue una maldición. Alguien me maldijo antes de que naciera. A Lucine la picó un escorpión blanco, y como todo el mundo sabe, los escorpiones blancos son mágicos. La picadura iba dirigida a mí. Nací envenenado, y por eso no hacía más que llorar, pero nadie me comprendía. Nunca tenía suficiente comida. Necesitaba mucho alimento para contrarrestar el malvado veneno que llevaba dentro. Fue una ardua batalla, pero gané.
Levantó el puño derecho en el aire en gesto de victoria.
—Ven —dijo—. Únete a mí.
Con los brazos alzados en gesto de celebración y orgullo, dimos una vuelta victoriosa alrededor de la estufa, alentados por el rugido de una multitud invisible. Mi abuelo tuvo que agacharse para pasar por debajo de la salida de humos.
Hace mucho, mucho tiempo, del profeta Abraham y su esclava Agar nació un niño. Se le llamó Ismael, el primer hijo de Abraham, y con los años se convertiría en profeta y en patriarca de las tribus árabes. Abraham amaba a su hermoso bebé, que era como una versión en miniatura de sí mismo. A los ochenta y seis años, había renunciado ya a tener en brazos a un hijo suyo. Llevaba al niño a todas partes. Y a Sara la devoraban los celos más amargos. Una noche, después de cenar, Sara se encaró con Abraham.
—He tenido un sueño. Dios me ha hablado: me ha dicho que deberías enviar a Agar y a su hijo al desierto, y abandonarlos allí durante un mes.
A la luz del fuego el profeta vio a su esposa: una mujer envejecida.
—No entiendo por qué me pides semejante cosa. No podrán sobrevivir allí solos.
—¿Quiénes somos nosotros para cuestionar sus órdenes? Ah, y deben quedarse con poca comida y poca agua. También lo dijo.
Lucine se percató de que el caldo de pollo sabía raro, pero se lo comió de todos modos. Lo que le sorprendió fue ser la única que tuvo diarrea. Supuso que se debía a la debilidad de su estado. Al cabo de unas horas al bebé le sucedió lo mismo, y ya no se le permitió que lo amamantara. La Pobre Anahid fue ascendida a única fuente de alimentación desde aquel día. Ahora que los pechos habían quedado reducidos a dos, el hakawati, que ya no conseguía saciarse con cuatro, lloró con más fuerza que nunca, alcanzando tonos que pocos oídos pueden tolerar.
La interminable diarrea de Lucine la debilitó. No podía moverse, ni siquiera del lecho. Los orinales tenían que vaciarse cada hora. Al tercer día su piel pareció deslizarse sobre los huesos, a excepción del tobillo, que se hinchó aún más. Al cuarto día resultó evidente que no se recuperaría. Sus últimas palabras fueron para su hijo.
—Por favor, cállate. Cállate de una vez.
Lucine Guiragossian murió de disentería amébica aguda. Aún no había cumplido los diecisiete años.
Abraham guió a su esclava y al hijo de ambos por el desierto; viajaron durante muchos y peligrosos días y noches siguiendo las instrucciones de Sara. Se detuvieron en un lugar desolado. Abraham no lo sabía entonces, pero el enclave ya era sagrado. En ese lugar, el primer profeta, Adán, había construido un templo para adorar al único Dios. Del edificio no quedaba ni rastro. Agar sólo vio las arenas calientes, las montañas desnudas, el sol amarillo, el cielo de un azul letal. Abraham le dejó un poco de comida y de agua, y se dispuso a abandonarla allí.
—¿Cómo puedes abandonarnos a nuestra suerte? —suplicó Agar a su señor—. ¿Cómo vamos a sobrevivir casi sin agua en este paraje desolado? ¿Es decisión tuya o la voluntad de Dios?
—Son Sus órdenes.
Abraham cerró la bolsa. Evitaba mirarla.
—Oh, entonces las atacaremos.
Abraham los abandonó en el silencioso y solitario desierto. No había ni una brizna de hierba en ningún rincón del valle, ni un solo árbol, ni un pájaro en el cielo, ni un insecto. Agar contempló las dos montañas que cerraban el valle, pero en ellas no logró distinguir cobijo ni provisiones. Cuando se quedó sin agua, el bebé rompió a llorar; su llanto le hirió el corazón como un hierro candente. Subió una de las montañas hasta llegar a la cima, y desde allí miró a su alrededor en busca de un oasis: sus ojos sólo vieron arena hirviente. Subió la otra montaña: arena, la misma nada inhóspita y descorazonadora. Los llantos del bebé la seguían por muy alto que subiera. Descendió para consolarlo. El niño tenía la garganta seca. Volvió a dejarlo en el suelo, subió corriendo una montaña, la bajó, subió la otra... con la esperanza de que algo le hubiera pasado por alto. Rindiéndose por fin a la evidencia regresó con su hijo. Morirían juntos. Él yacía en el suelo, levantaba la arena con los pies. Y ¡oh, milagro!, a medida que sus piececillos escarbaban en la tierra, empezó a manar agua del suelo, empapando la arena y la piedra: nació un arroyo. Ismael se calmó en cuanto probó el agua y se durmió plácidamente en brazos de su madre. Agar elevó la vista al cielo para dar las gracias al Señor y vio bandadas de pájaros. Volaban en círculo antes de alinearse para bajar a beber del arroyo sagrado. Beduinos y viajeros vieron que los pájaros descendían hacia la tierra y supieron que habían encontrado agua. Las tribus alteraron sus rutas para encontrar la fuente. Llegados al valle, vieron lo tranquilo que era y quedaron asombrados ante su fascinante belleza. Buscaron el origen del agua y vieron a una preciosa egipcia vestida con una túnica azul, que descansaba con un niño dormido en su seno. La luz del sol los bañaba en una pátina dorada. A pesar de que las tribus aún eran infieles, se postraron ante madre e hijo, en silencio, para no despertarlos. Decidieron instalarse en el valle. Ése fue el origen de la ciudad sagrada de La Meca. Cuando Abraham regresó en busca de Agar e Ismael, se encontró con que el valle era un floreciente oasis, con cientos de palmeras rebosantes de jugosos dátiles, y dio las gracias a Dios por haber salvado a su familia.
Cada año, durante el hayi, multitud de peregrinos recuerdan la historia de Agar e Ismael. Llegan de todas partes para adorarlos, para correr entre las dos montañas, Safa y Marwa, y rezan para que Dios cuide de ellos de la misma forma que cuidó de Agar e Ismael.
El bebé no dejaba de llorar. La Pobre Anahid lo alimentaba y lo acunaba. Zovik lo acunaba. Incluso la esposa del doctor lo tomaba en brazos. Todo en vano. Por fin el doctor no pudo más. Se acercó a Zovik, que intentaba calmar al bebé.
—Dámelo —ordenó.
Vacilante, pero sin atreverse a desobedecer, Zovik puso al hakawati en brazos de su furioso padre. El hakawati dejó de llorar en cuanto notó el roce de las manos de su padre.
El silencio fue impactante. El niño se durmió en los brazos paternos. El doctor, incapaz de mirar nada que no fuera su hijo, se quedó plantado allí, boquiabierto, con las cejas como los arcos que sostienen los puentes romanos. Permaneció allí hasta que le llamó su esposa. Por primera vez el doctor narró la historia vespertina con el bebé en brazos.
—De piel a piel —susurró Zovik al oído de la Pobre Anahid—. De piel a piel.
Tres ángeles fueron a ver a Abraham el día en que éste cumplía noventa y nueve años. Sara los hizo pasar al interior de la tienda y salió, pero permaneció agachada muy cerca para no perderse ni una sola de sus palabras. Uno de los ángeles informó a Abraham de que Dios estaba muy satisfecho de él.
—Dios aumentará tu familia —anunciaron los ángeles—. En tu próximo cumpleaños tu esposa, Sara, dará a luz un hijo.
Todos los que se hallaban en la tienda oyeron la ronca risa de Sara. Ella intentó controlarse, pero la idea de estar embarazada con más de noventa años era hilarante. De repente, su boca se reía, su cuerpo se agitaba, pero de sus labios no salía sonido alguno. Se llevó las manos a la garganta. Se levantó y entró corriendo en la tienda.
—No tendrás voz hasta que nazca tu hijo —dijeron los ángeles.
Fuera, al otro lado de la tienda, Agar disimuló una sonrisa.
—El doctor construyó una cama para mí —me contó mi abuelo—. Había sido carpintero, luego diácono y luego médico. Se pasó horas haciendo la cama, talló cada una de sus patas a mano y le colocó barandas para que no me cayera. En cada una de las cuatro esquinas talló una cabeza de caballo. Pidió que le enviaran los goznes y los tornillos desde Inglaterra. La madera era de roble local, que él tiñó de marrón oscuro. Mi cama era la más hermosa de la casa. Dormí en ella incluso cuando ya era demasiado mayor: me acostaba con las piernas dobladas a un lado.
La Pobre Anahid observaba cómo el doctor trabajaba en la construcción de la cama. No podía estarse quieta. El bebé reposaba en la bolsa que el doctor llevaba cruzada al hombro. Siempre que permaneciera cerca de su padre, el niño estaba tranquilo como las aguas del Mediterráneo a principios de verano.
—¿Qué estás mirando, Anahid? —preguntó el doctor—. ¿Necesitas algo?
—Sería mejor que no usáramos paja —dijo la Pobre Anahid.
Las largas pestañas de mi madre temblaban mientras dormía. Era un error pensar que podías salirte con la tuya cuando ella acababa de dormirse: el más leve movimiento bastaba para despertarla. Cuando yo acercaba el dedo a sus pestañas para notar su tacto, ella abría los ojos. Yo cerraba los míos, fingiendo estar dormido.
—¿Duermes? —preguntaba ella.
—Todos duermen —decía yo con los ojos cerrados—, pero Yardown está despierto.
—Pues Yardown se ganará unos azotes y tendrá que irse a su cama si no se duerme enseguida.
—El doctor no era un gran narrador de cuentos —dijo mi abuelo—. Bueno, tampoco se le daba mal, pero desde luego no tenía el don. Y, al fin y al cabo, era inglés.
—¿Qué tenían de malo sus cuentos?
—Eran vulgares. Siempre narraba sus historias favoritas de la Biblia. Las historias que tienen moralejas obvias son como anguilas en un cajón de madera. Se deslizan por encima y por debajo unas de otras, pero nunca salen del cubo. En mi época conté algunas de sus historias, pero las mías tenían más fuerza. Su problema era que tenía fe. La fe es el enemigo de cualquier contador de historias.
—Pero contaba un cuento todas las noches después de cenar, y todos acudían a escucharlo.
—Bah. —Hizo un gesto desdeñoso y encendió otro cigarrillo—. No he dicho que fueran a escucharlo. Los extranjeros sí. En esa época Urfa no tenía hoteles, ni posadas ni nada parecido, así que los viajeros se alojaban en casa del doctor. Esos extranjeros siempre se quedaban impresionados por su capacidad de narrar. No conocían nada mejor. Si hubieran hablado turco, podrían haber ido al café del barrio de Eyyubiye y allí habrían escuchado a un buen hakawati. De haber hablado kurdo, podrían haberse dirigido hacia el sur, a una hora de camino, porque el mejor hakawati de la región estaba en un pueblo en la cima del monte Damlacik. Y los narradores armenios, ¡por Dios!, estaban por todas partes. Pero el doctor nunca escuchó a ninguno de ellos, ni lo hizo nadie que se alojara en la casa. Antes de conocer otras mejores yo disfrutaba con las historias del doctor. Pero luego empezó a repetirlas una y otra vez. Sin imaginación. Y, que el cielo no lo quiera, si se le olvidaba algo, siempre contaba con su esposa para corregirlo. ¿Quién necesita eso? Ojalá alguien me hubiera puesto al tanto de lo que sucedía más allá del limitado reino del doctor. Tuve que descubrirlo por mi cuenta. Los hakawatis, las guerras de palomas, las tradiciones... todo lo averigüé por casualidad. Si la esposa del doctor no hubiera sido tan malvada, tal vez yo nunca habría visto el mundo, y desde luego tú no habrías nacido, ¿no crees?
Cuando se levantó para orinar, yo volví a la mesa, me encaramé a la silla hasta rozar el tablero e intenté volver a localizar Urfa; intenté encontrar de nuevo la montaña donde vivía el mejor contador de historias.
—Eres muy feo —dijo Ismael a Isaac—, y está claro que tienes la nariz más grande que he visto en mi vida.
El joven de catorce años se rió y, en sus brazos, el bebé Isaac sonrió con él. Era la ceremonia de ablactación del bebé.
Sara llevó a su marido a un rincón.
—Mira. Se burla de mi hijo. No pienso tolerarlo. El hijo de la esclava se cree superior. Échalo, te lo pido. Échalos a ambos.
Abraham intentó razonar con su esposa. Ya habían abandonado a Agar y a Ismael en una ocasión. No estaba bien. No era justo.
—Échalos de nuevo, y esta vez no vuelvas a por ellos.
Y Abraham expulsó a su hijo, esta vez para siempre, y padre e hijo quedaron separados eternamente. Para amortiguar el dolor de su corazón, Abraham intentó olvidar a su primogénito distrayéndose con tareas suplementarias y asuntos triviales, pero el chico nunca olvidó a su padre.
Cuando murió Abraham, Ismael volvió para enterrarlo. Ismael e Isaac enterraron a su padre en la cueva de Machpelah, en el campo que Abraham había comprado a los hititas.
—Ésa es ahora la Tumba de los Patriarcas de Hebrón —dijo mi abuelo, mientras su dedo se posaba en el raído mapa que había extendido sobre la desvencijada mesa—, donde los hijos de Sara siguen empeñados en echar a los hijos de Agar.
—Cuéntame la historia de cuando Abraham fue a sacrificar a su hijo Ismael en la montaña.
—No. Ésa ya te la he contado. Es vulgar, demasiado vulgar. Incluso aburrida. Era la historia favorita del doctor y la contaba muy mal. Además es estereotipada y trillada. Una historia tiene que ser embrujadora.
Una vez, no hace mucho tiempo, había un niño de tu misma edad, que vivía con su familia en un pequeño pueblo, no muy distinto a éste, no muy lejos de aquí. La familia no tenía mucho dinero. El padre era albañil, la madre se ocupaba de las labores domésticas y era una gran cocinera. Todos los hijos tenían tareas asignadas: nuestro héroe era el pastor de la familia.
Todas las mañanas llevaba a las ovejas hasta los campos. Las veía pastar, se aseguraba de que no se alejaban y las protegía de zorros, lobos y hienas indeseables. Las ovejas apreciaban al niño, así que no se apartaban mucho de él. Su trabajo se convirtió en una tarea fácil que le dejaba tiempo para jugar. Al principio jugaba con palos y piedras; formó un cuadrado a base de ramas y construyó un corral, con piedrecitas como si fueran ovejas. Pero luego los corderitos se acercaron al falso corral, para llamar su atención. Así que dejó de jugar con piedras y palos y se convirtió en un cordero más: saltaba con ellos, se revolcaba como ellos y fingía mascar los arbustos silvestres de lavanda. Era uno más del rebaño.
Aquella noche al volver a casa pensó que se había divertido tanto jugando que desearía ser un cordero. Antes de acostarse oyó que sus padres discutían por temas de dinero.
—Tenemos tantas bocas que alimentar —se quejaba la madre—. ¿Cómo vamos a conseguir comida para todos?
—Tenemos las ovejas —la tranquilizó el padre—. Tenemos un poco de dinero. Yo trabajo. Sobreviviremos. Hemos sobrevivido durante generaciones.
Pero siguieron discutiendo, y el chico no pudo conciliar el sueño.
Al día siguiente él y los corderos volvieron a jugar con las ovejas como únicos testigos. El chico y los corderitos corrieron, retozaron y chocaron unos con otros. Volvió a casa muy contento, pero al abrir la puerta, ansioso por contarles a sus padres lo mucho que había disfrutado ese día, los encontró discutiendo de nuevo.
—¿Cómo has podido prometer algo así? —preguntaba la madre—. No tenemos suficiente comida para nuestros hijos, ¿y quieres dar un banquete? ¿Es que no tienes cabeza? ¿No comprendes la gravedad de nuestra situación?
—¿Cómo te atreves? —gritó el padre a la madre—. Estamos hablando del bey. Es un honor. Su presencia bendecirá esta casa. No comprendo cómo puedes pensar que no lo quieres en casa. La mayoría de la gente moriría por disfrutar de una oportunidad igual.
—¿Qué ha hecho el bey por mi familia? —susurró la madre.
El padre le propinó una bofetada.
El niño corrió a su cuarto.
Antes de dormirse, nuestro héroe rezó. Deseó ser un cordero y poder pasarse el día sin más preocupaciones que corretear por los pastos. Deseó que su familia fuera feliz. Deseó ser él quien les proporcionara esa felicidad. Al día siguiente despertó en el corral de las ovejas. Miró a su alrededor y vio a todos sus amigos, los demás corderos, y se sintió feliz por hallarse con ellos, por ser finalmente un cordero más. Balaban con alegría. Todos brincaban.
El padre y la madre salieron juntos de la casa y se encaminaron hacia el corral.
—Peligro, peligro —dijo la oveja de más edad—. Los malvados se acercan.
—No, no —dijo el chico—. No son malos. Son mi familia.
—Cuando esos dos vienen juntos —dijo otra oveja—, una de nosotras desaparece.
El padre y la madre entraron en el corral. Intentaron decidir qué cordero escoger.
—Miradme —gritaba el chico—. Miradme. Miradme.
—Este —dijo la madre—. Hace mucho ruido.
—Parece tierno y jugoso —añadió el padre.
Puso el lazo alrededor de la cabeza del niño y lo sacó del corral.
—¡Pobre cordero! —dijo la más vieja de las ovejas mientras todas veían cómo se lo llevaban.
—Papá, papá —decía el corderito—. Ahora soy un cordero. ¿No te parece un milagro?
Y su padre cogió el cuchillo y le rajó la garganta.
Y el corderito vio cómo brotaba su propia sangre.
Y el padre le cortó la cabeza.
Y el padre le colgó de los tobillos para que se desangrara.
Y la madre empezó a despellejarlo con sus propias manos. Levantaba un pedacito de piel y golpeaba entre piel y cuerpo, levantaba, golpeaba, levantaba, golpeaba, hasta que por fin llegó al último fragmento de piel, en sus tobillos. Y le amputó los pies y las manos. Y le sacó las entrañas. Y su madre lo asó a fuego lento.
Su padre esperaba. Su madre cocinaba. Sus hermanos ayudaron a poner la mesa bajo el roble gigantesco. Sus hermanas limpiaron la casa con esmero. Se vistieron con sus mejores galas. A la hora del almuerzo, se colocaron en fila y esperaron. La madre se preguntó dónde se habría metido nuestro héroe. Sus hermanos apuntaron que probablemente estaría soñando despierto, como siempre. Aquel crío escurridizo se había vuelto a librar de sus tareas. La familia esperó, esperó y esperó. Por fin llegó el alcalde y anunció que el bey había decidido no venir al pueblo.
El cordero estaba dispuesto en el centro de la mesa. Toda la familia salivaba.
—Hoy te has superado a ti misma —dijo el padre a la madre.
—Este cordero tenía una carne particularmente suculenta —dijo la madre.
Y el niño notó cómo su padre lo cortaba.
—Id pasando los platos, niños —dijo la madre—. Hoy comeremos bien para variar.
Y el niño sintió cómo sus hermanos le mordían la carne. Cómo sus hermanas masticaban jugosos trozos de él.
—Sabe tan bien —dijeron sus hermanos.
—La mejor comida de nuestras vidas —dijeron sus hermanas.
Y la madre le extrajo el estómago. Sus hermanos y hermanas se pelearon por sus intestinos.
—Toma esto, querida —dijo el padre—. Sé que te encanta.
—Y tú esto, querido —repuso la madre—. Sé que te encanta.
—Soy muy feliz —dijo el padre.
—Soy muy feliz —convino la madre.
Y el niño sintió cómo su madre le mordía los testículos.
Y el niño sintió cómo su padre se tragaba un pedazo de su corazón.
Y el niño fue feliz.
Capítulo 3
Fátima se vistió para efectuar su entrada en la ciudad. Se cubrió los cabellos con un pañuelo de pura seda roja, que sujetó en la frente con una diadema de oro. Del cuello le colgaban perlas de lapislázuli, sobre el pecho derecho prendió un pequeño broche de gemas, y siete pulseras de plata rodeaban su brazo izquierdo. Se ciñó el cinturón trenzado en la cintura y se cercioró de que sostenía la espada con firmeza. Entonces se puso la túnica gruesa, que ocultaba todo su cuerpo.
Ya había terminado de vestirse cuando Yawad salió de la tienda de Jayal. Avergonzado por haber quedado en evidencia, se sonrojó y fue a decir algo, pero sólo consiguió balbucear algo incomprensible.
—Veo que ya has elegido —dijo ella—. Me complace saberlo. Tu pretendiente empezaba a gustarme y me habría dolido tener que alejarlo de nosotros.
Y nuestros tres viajeros cruzaron las puertas de Alejandría. La casa de Bast se hallaba en el extremo norte de la ciudad, sobre un estuario. La curandera estaba fuera, arrojando comida al agua. Los peces salían a la superficie, con la boca abierta, y capturaban los trozos de pan antes de que éstos tocaran el agua.
—Os esperaba antes —dijo Bast, sin volverse, todavía enfrascada en dar de comer a los peces.
—Hemos sufrido un retraso —explicó Fátima.
—Un retraso que despachaste con eficacia. Reconozco que fue hábil, pero arriesgado. No te será tan fácil superar todos los obstáculos. Tendrás que dar más de ti.
Cuando se quedó sin pan, se sacudió las manos y se dio la vuelta.
—Eres más bella de lo que esperaba y es de suponer que tu belleza aún aumentará con el tiempo. Sigúeme, deja a los amantes fuera. No tardaréis en separaros y será mejor que no oigan mi consejo.
—¿Por qué? —preguntó Jayal, pero la desatenta curandera ya había iniciado el camino hacia su casa.
—¿Es de fiar? —preguntó Yawad.
Fátima alzó la mano izquierda para acallarlos y siguió a la curandera hacia sus dominios.
—¿Así que Afreet-Yehanam es un juguete en tus manos? —preguntó Bast—. Eso es todo un alarde. Siéntate. Siéntate.
Señaló una zona donde había varios lugares en los que sentarse. En la chimenea ardía un débil fuego, pero sin dar calor, ya que no hacía frío ni fuera ni dentro.
—Los hombres son unos crédulos.
—Cierto. Pero también es cierto que los alardes son peligrosos. Siempre se cobran su precio. Y ahora, querida, ¿qué me has traído?
—Un mechón del cabello de mi señora, a la que le gustaría dar a luz un hijo sano e inteligente.
Desconcertada, la curandera negó con la cabeza.
—¿Por qué me has traído un mechón del cabello de la mujer? Eso no me sirve de mucho. Es el padre quien determina el género de su descendencia, mientras que los rasgos son cosa de la madre. Necesitaría un mechón del cabello de él para comprender el problema, y el de ella habría proporcionado la solución. Deberías haberlo imaginado. Pero no pongas esa cara, querida. No voy a dejar que una mujer tan llena de recursos como tú vuelva con las manos vacías; también yo soy una mujer hábil.
Se puso de puntillas y rebuscó en los pequeños armarios que colgaban del techo.
—Tengo algo que no he usado desde hace mucho tiempo.
Se agachó detrás de la mesa y Fátima dejó de verla, aunque sí oyó que arrastraba objetos pesados y el agudo maullido de un gato que salió corriendo.
—Oh, Cleopatra, ¿cómo iba a saber que estabas por aquí? Estas cosas tienes que avisármelas. —La curandera reapareció, completamente erguida. Apoyó la barbilla en una mano y posó los ojos en el techo—. Tengo que recordar dónde lo guardé. Ah, claro, qué tonta soy. —Cogió un largo cucharón de madera y uno de los frasquitos de cristal que había en la mesa, y se dirigió hacia Fátima—. Levanta, querida, por favor.
Bast apartó el gastado cojín que cubría el barril donde Fátima se había sentado y quitó la tapa. Removió el contenido con el cucharón y sumergió el frasquito en el barril.
—Tu salvación —dijo la curandera, levantando el frasquito, que aparecía ahora lleno de un líquido ambarino—. Toda mujer que se beba esto antes de que hayan pasado siete horas de la coyunda concebirá un varón sano. Te advierto que no se garantizan otras cualidades, eso queda en manos de los padres.
Selló el frasquito con un tapón de corcho y extendió la mano. Fátima sacó un dinar de oro de su pecho y se lo dio.
—¿No hay regateo? —preguntó Bast.
Fátima enarcó las cejas en un gesto árabe de negación.
—¡Qué pena! ¿Y necesitas algún consejo más?
—No me hallo en condiciones de buscar marido, señora —replicó Fátima—, ya que sólo soy una esclava, y no deseo tenerlo por el momento.
—Ah, los maridos son lo más buscado entre las que vienen a verme. Me perdonarás, pero ahora debo apaciguar a mi gata Cleopatra o esta noche no me dejará dormir. —Bast se apartó y se detuvo—. Tu humildad revela arrogancia, Sitt Fátima, pero no importa: pronto aprenderás. Deberías haberme pedido consejo, pero te lo daré de todos modos. Levanta, Fátima, y márchate enseguida. El tiempo es esencial. A lo que debes enfrentarte, debes enfrentarte sola, u otros resultarán heridos. Abandona tu ciudad natal. No es momento para que vuelvas aquí. No seras esclava durante mucho tiempo si tomas las opciones acertadas, y las opciones acertadas siempre son las más difíciles.
Tomó aire, bajó la cabeza, miró al suelo y luego volvió a fijar sus ojos en Fátima, que ya no reconocía a la mujer que tenia delante. El cabello de la curandera empezó a soltarse, y destellos y chispas surcaron el aire que rodeaba su cabeza.
—Muéstrame la mano —ordenó Bast.
Fátima dio un paso hacia ella, pero la curandera la detuvo con un gesto.
—Detente. Muéstrame la palma de tu mano. —Fátima levantó la palma de su mano izquierda y Bast retrocedió—. La mano de Fátima. Vete ya, rápido... Y ten valor.
Y los tres viajeros salieron de Alejandría a toda prisa.
—¿No podríamos haber pasado el día para ver la ciudad? —preguntó Yawad—. Me parece una lástima. Nunca había estado en otra ciudad que no fuera la mía. Jayal dice que los chicos de Alejandría no usan calzones.
—Es cierto —dijo Fátima—. Pero no podía entretenerme. Debemos apresurarnos.
Cabalgaron casi sin descanso durante siete días, hasta haber cruzado la mayor parte del Sinaí. Durante siete días Fátima sintió que la maldición la seguía, pero no dijo nada al respecto. Oyó que la tierra latía al mismo ritmo que su corazón. Entraron en los desiertos de Palestina.
—No podemos seguir a este ritmo, Sitt Fátima —dijo Yawad—. Los caballos tienen que descansar. Debemos reducir un poco la marcha o ninguno sobrevivirá, ni nosotros tampoco.
Fátima accedió de mala gana. Acamparon antes de que se pusiera el sol. Y ella esperó.
Fátima oyó voces subterráneas que la llamaban. Oyó el rumor ronco antes de que lo hicieran los amantes, antes que las bestias de carga. Percibió el temblor bajo sus pies y, como si las plantas de sus pies tuvieran oídos, oyó hablar a la arena: «Vengo a por ti, Fátima. Fátima».
Relincharon los caballos. El ruido se hizo más fuerte; la tierra tembló. Huyeron los camellos. Dos yeguas sueltas los siguieron. Yawad parecía inmerso en una lucha interna. Su instinto le indicaba que debía intentar capturarlos, pero estaba petrificado. Las mulas se quedaron inmóviles. Aquella quietud —fue sólo un momento de inequívoca tranquilidad, sólo un instante— precedió a la explosión de la tierra. Entre Fátima y los dos amantes se abrió un agujero del que brotaba un cálido fuego amarillo. Las llamas centelleaban, pero no cambiaban de color. Eran poco naturales, como gigantescos matojos de anémonas. Apareció una inmensa cabeza azul, con cabellos de fuego. El yinni los miró con sus tres ojos rojos y gruñó, mostrando unos dientes afilados como dagas.
—Salvaros —gritó Fátima a Yawad y Jayal.
Pero ella se quedó inmóvil.
El fétido hedor que emanaba del yinni podría haber ahogado a un niño: olor a huevos podridos tiempo ha, a basura putrefacta y a carne descompuesta. Cientos de cuervos picoteaban entre sus dientes en busca de comida. Entraban y salían volando por su nariz, pero la cabeza era tan grande que parecían moscas. Los pellejos de siete rinocerontes le cubrían las vergüenzas. Un collar de cráneos humanos le colgaba hasta el ombligo, dándole dos vueltas al cuello, como si fuera una sarta de perlas. Por el hueco de entre sus piernas, ella pudo ver cómo huían Jayal y Yawad.
—Así que... ¿debo convertirme en un juguete para ti? —Su voz salía, lenta y sibilante, goteando como melaza amarga.
Ella aguardó a que Yawad hubiera desaparecido detrás del muslo del yinni antes de contestar.
—Le ofrezco mis más sinceras disculpas, señor. No pretendía faltarle al respeto. Eso se dijo para eludir una muerte segura. Estábamos entre la espada y la pared. No tuve otra opción.
—Fue un alarde —gritó él, con una fuerza que lo sacudió todo en kilómetros a la redonda.
—Fue una bobada. Cualquiera puede deciros que no sois el juguete de nadie. Miraros. Sois tan imponente y poderoso, mientras que yo no soy más que una doncella indefensa. ¿Quién creería mis palabras?
—Calla. —Su voz estuvo a punto de derribar a Fátima—. ¿Crees que tu ingenio te salvará también esta vez? —Abrió las manos, y de ellas saltaron diez uñas rojas, diez espadas, todas tan altas como la propia Fátima—. Quiero oler tu miedo, mujer. Soy Afreet-Yehanam. —Hinchó el pecho azul—. Tiembla.
—Se me ha olvidado cómo hacerlo.
Ella desenvainó la espada y la sujetó con firmeza.
Él se rió. El yinni sacudió las uñas del índice y del pulgar, y ella se alejó, se cambió la espada de la mano derecha a la izquierda y corrió hacia su atacante. Pero él era Afreet-Yehanam. Como quien no quiere la cosa, le dio un golpe con el pulgar y le cercenó la mano. Ella cayó de rodillas. Miró su mano izquierda, que yacía en el suelo aún aferrada a la espada. De su muñeca manaba sangre. La taponó con la mano derecha. «Levántala por encima del corazón —recordó—, levántala por encima del corazón.» ¿Serviría de algo?
—Tiembla —dijo él.
—Mátame.
Él se encogió de hombros. Levantó un dedo. Ella cerró los ojos. Oyó el ruido del metal chocando contra el metal. Abrió los ojos. Yawad estaba a la espalda del yinni, espada en mano.
—¿Acaso hoy es el día de los tontos? —preguntó el yinni—. ¿Debo sufrir el ataque de los insectos?
Jayal llegó corriendo y se interpuso entre Yawad y el yinni, que añadió:
—Sí, no cabe duda de que hoy es el día de los tontos moribundos.
Levantó el brazo, con sus cinco dedos-espada listos para atacar.
—Parad —gritó Fátima—. No tenéis nada contra ellos. Es a mí a quien queréis.
—Éste trató de atacarme por la espalda. Debe morir. Ambos deben morir.
—Dejadlos en paz. Mirad al chico. Acaba de encontrar el amor. Miradle a los ojos. No pongáis fin a su felicidad. Tened compasión, sire. Justo empieza a vivir. Matadme a mí, no a ellos.
El yinni reflexionó sobre la situación. Levantó un brazo hacia los cielos. Los cuervos volaron hasta posarse en sus uñas letales. Con un brusco movimiento se libró de los pájaros, que salieron disparados hacia el cielo vacío como jabalinas. Cuando hubo bajado el brazo, anunció:
—No mataré a los amantes.
Los cuervos iniciaron el descenso, volaron como si fueran una bandada de palomas negras.
—Ni tampoco pondré fin a tu vida, ya que no eres digna de que te mate.
Cogió la mano de Fátima del suelo polvoriento donde yacía y usó la espada como mondadientes, luego se pasó la lengua entre los dientes emitiendo un ruido atronador, degustando el sabor de su boca y chasqueando los labios.
—Habéis empezado a aburrirme. Esperaba una batalla mejor. Será mucho más divertido oír cómo intentas explicar que tu juguete te dejó sin mano. —Se encaminó hacia el cráter del suelo—. Será mucho más divertido ver cómo avanzas manca por tu indigna vida. —Entró en el agujero—. Si te consideras digna de morir a mis manos, ven a mi mundo y reclama la tuya. —Ahogó una carcajada mientras su cabeza descendía—. Estoy seguro de que hallarás el modo de abrirte camino hasta tu juguete.
Yawad, sudoroso por el ejercicio y los duros rayos del sol, corrió a ver el brazo de Fátima. Rasgó la manga de su propia camisa y la anudó en torno de la muñeca sangrante. Empezó a romper la otra manga, pero Fátima le detuvo. Se subió las pulseras más arriba del brazo. Cuando ya no pudo subirlas más, se encargó Jayal. Las pulseras sirvieron de torniquete.
—Tenemos que irnos —dijo Jayal—. Tal vez no te encuentres en condiciones de moverte, pero no hay otra opción.
—El yinni podría volver —añadió Yawad.
—Idos —dijo ella, con voz ronca y la respiración jadeante—. Yo debo tomar un camino distinto. Marcharos. No os demoréis.
—No puedes hacerlo sola —dijo Yawad—. Estás débil. ¿Y adónde quieres ir, de todos modos? Tenemos que huir de aquí.
Ella intentó levantarse, pero le fallaron las fuerzas; vaciló y volvió a sentarse.
—Debo recuperar la mano. Dejadme. —Apoyó su única mano en el hombro de Jayal y lo usó como palanca para incorporarse—. Decid al emir que he hallado la perdición. —No se tambaleó—. O decidle que volveré pronto. U optad por no volver. Encontrad vuestro lugar en este mundo. Cuidad el uno del otro. En cualquier caso, yo debo descender. —Miró el cráter—. Ahora, sé buen chico y tráeme un palo —dijo dirigiéndose a Yawad—. Esa yuca de ahí servirá.
—¿Cómo piensas recuperar la mano? —preguntó Jayal—. ¿Crees que Afreet-Yehanam estará dispuesto a devolvértela? ¿Y de qué te servirá de todos modos? No puedes volver a colocártela. No seas tonta, Sitt Fátima. Ven con nosotros.
—Debo recuperar la mano.
—Pero ahora es la mano del diablo, y está en su poder. Es un apéndice innecesario.
—Es la mano del diablo, y también es mía. Y debo recuperarla.
—¿Conoces lo que dijo el Profeta acerca de las manos izquierdas?
—No me agobiéis más. Conozco mi religión. Quiero la mano izquierda para poder limpiarme el culo.
Y Yawad le dio el palo de yuca.
—Que Dios, el misericordioso y el compasivo, sea la luz que te guíe.
Y Fátima se sumergió en el agujero.
Una enfermera estirada entró en la habitación del hospital, vestida con pantalones y zapatillas blancas.
—¿Quién se va a tomar un buen baño ahora mismo? —anunció en tono jovial.
Mi padre estaba taciturno, su cara llena de arrugas. Ver que su sobrino era uno de los lacayos del bey le había enfurecido y desconcertado. Miré la pizarra de la pared para ver el nombre de la enfermera. Con un bolígrafo rojo ella había escrito «Nancy» con letra hippy y había dibujado una cara sonriente, aunque se le había olvidado uno de los ojos. Rebosaba alegría e ineptitud. Su charla era pura agua, más un río que una corriente. Se dispuso a desnudar a mi padre y le desconectó los electrodos, los cables blancos y azules que retransmitían sus constantes vitales a la estación de enfermería. Con una sonrisa de postal que mostraba unos dientes más grandes de lo normal, manifestó:
—Necesitamos un poco de intimidad, ¿no creen?
Sólo tuve que mirar la cara de mi hermana para saber que pasaba algo. Mi padre estaba sentado en la cama, con la espalda doblada y las piernas colgando sobre el suelo brillante y esterilizado. Cuando se volvió hacia mí, vi la derrota en sus ojos. Hizo un esfuerzo por sonreír.
—¿No tenéis nada mejor que hacer que rondar por aquí? —preguntó, con voz frágil.
—Ven, Salwa. —Lina le entregó el estetoscopio a su hija—. A ti se te da mejor.
—¿Tú tampoco tienes nada mejor que hacer? —preguntó mi padre a mi sobrina.
Salwa, embarazada de casi nueve meses y con aspecto de estar a punto de explotar, se sentó en la cama, detrás de él. Le pasó el estetoscopio por la espalda, como si jugara una partida solitaria de damas. Cerró los ojos, y su cara acusó el golpe aunque mantuvo una extraña serenidad.
—Oigo agua —dijo ella.
Mi hermana suspiró. Hubo un instante de vacilación antes de que recuperara la máscara de aplomo.
—Muy bien —anunció a la habitación en pleno—. Tendremos que conseguir más Lasix.
El teléfono de Chapuzas figuraba entre los números de marcación rápida de su móvil. Habló como una ametralladora, con voz aguda.
—Ya está —dijo—. Llamará a las enfermeras. Nos libraremos del agua.
Dio una vuelta y luego, con brusquedad, salió del cuarto. Regresó acompañada de una enfermera, que procedió a inyectar el diurético en uno de los tubos intravenosos.
Y mi padre empezó a jadear. Una hora después aún no había orinado. Sus trabajosas respiraciones resonaban como un borboteo. Alientos roncos. Contó chistes malos con voz cascada. Intentó moverse, pero conseguir que el brazo le obedeciera ya era una tarea ardua. Inhalar. Exhalar. Resollar. Gorgotear. Languidecía en la cama, marchito ante nuestros ojos. Lina intentaba aparentar tranquilidad, pero no engañaba a nadie.
Salwa me cogió del codo y me sacó de la habitación.
—No quiere que le veas en este estado. —Fui a entrar de nuevo, pero ella me retuvo—. Relájate. Está sufriendo un ataque de rencor. No quiere que le vea sufrir nadie que no sea mi madre. A mí tampoco me quiere dentro. Cree que la visión puede afectar al bebé.
Desde la puerta distinguía la mitad inferior de su cuerpo, la tensión de sus piernas enfundadas en el pijama de hospital, el retorcimiento de los dedos de sus pies con cada respiración.
Fátima se sentía débil y se movía con cautela. No pasó mucho tiempo antes de que se disipara la luz. Se percató de que no tenía ni un plan, ni un arma, ni siquiera fuerzas suficientes, por así decirlo, pero lo que más echaba en falta, lo que más necesitaba, era una linterna. El terreno era desigual, aunque no peligroso, y descendía en un ángulo razonable. Avanzó en la oscuridad hasta que ya no pudo ver nada. Ciega, se volvió más cuidadosa. Un pasito seguido de otro. El bastón servía para prever dónde pondría el pie. El silencio era la regla del lugar. Silencio hasta que se oyó: «Diría que necesita esto, señora», y luego se hizo la luz.
—El suelo se vuelve más movedizo a partir de aquí —dijo el diablillo rojo. Se hallaba sentado en una protuberante roca de un color naranja oscuro cuatro o cinco veces más grande que él, que no era mayor que un crío de tres años: un yinni en miniatura, cuyas pezuñas colgaban casi rozando el suelo. En la mano sostenía una diminuta lámpara de aceite con forma de tetera—. Venga, cógela. —Sonrió—. No voy a hacerte daño.
—No sabría cómo llevarla. No puedo andar sin el bastón y sólo tengo una mano. Mira —dijo ella.
De un salto el diablillo se bajó de la roca y caminó hacia ella con paso enérgico. La mujer apartó el brazo sin mano.
—Sólo quiero verlo —repuso él.
Ella extendió el brazo.
—Mira, pero no lo toques.
El diablillo contempló la herida.
—Necesitas que alguien te cure. ¿Puedo cambiar el vendaje?
Ella negó con la cabeza.
—Lo que necesito es la mano.
—Recolocarla puede constituir un serio problema —dijo él, riéndose—. Pero vamos a ver si encontramos el modo de que puedas llevar la lámpara.
—Tú puedes ser mi luz —dijo ella.
—Oh, no. No al lugar adonde te diriges. Has recibido la llamada. —Fue dando la vuelta a su alrededor. La parte superior de su calva cabeza parecía subir y bajar con cada paso—. No podemos prenderla de tu ropa. Ah, pero puedo colgarte la manija del dedo y así podrás sostener tanto el bastón como la lámpara. A ver, pruébalo.
—¿Por qué me ayudas?
—Porque necesitas ayuda. Baja la mano. No alcanzo a tocarla. —Y deslizó la lámpara en su dedo índice—. Con este anillo, yo te desposo.
—Es el dedo equivocado, y tú eres de la especie equivocada.
—Y tú te estás muriendo.
—Aún no me he rendido. —Ella miró hacia delante.
—Espero que lo hagas —dijo el diablillo—. Ahora, ve. No dispones de mucho tiempo. Te aguardaré aquí. Y cuando mueras, recuérdame en tus plegarias. Llámame Ismael.
La lámpara alumbró su descenso mientras avanzaba hasta que paredes, suelo y techo convergieron en una puerta circular. La mujer se aproximó a ella, levantó el bastón para ver mejor la puerta y la palpó con el dorso de la mano. Era ágata negra. La empujó, pero la puerta no cedía.
—Ábrete, sésamo —dijo ella.
La puerta no reaccionó, pero algo se movió en la penumbra.
—No me llamo Sésamo. —El diablillo era del mismo tamaño que Ismael e igual de rojo. Ella advirtió que ambos tenían cuernos, pero no rabo, lo que interpretó como una buena señal—. Mi nombre es Isaac. Soy el hermano de Ismael.
—Busco la entrada —dijo ella.
—Y yo busco que me pagues —replicó Isaac.
—Puedo pagar.
—Ya lo sé. —Dio un golpecito a la puerta y ésta se abrió con un crujido—. No soy el bufón de nadie. Tú vienes cargada de dinero. Yo te aliviaré esa carga. Quiero cincuenta dinares de oro. —Andaba con los mismos pasos ridículos que Ismael.
—Te daré diez. —Ella cruzó la puerta—. Deberías habérmelos pedido cuando estabas en mejor posición para negociar, antes de que entrara. Ahora no pienso darte tanto dinero.
—Cincuenta. —Apretó los puños, tensó el estómago y saltó dos veces—. Ni un dinar menos. No voy a ceder. Todos se reirán de mí si lo hago. Me dijeron que llevabas cincuenta. Ese es mi precio.
—Quienquiera que te informase de que llevaba cincuenta dinares te mintió.
—¿Por qué me tocan todos los folloneros? Te estás muriendo, y aún regateas con tu último aliento. Seguro que eres egipcia.
—De Alejandría.
—Ah. Es un castigo. Dame tu dinero, señora. Esa es la ley. A donde vas no lo necesitas. Ponlo fácil para los dos.
—Tengo cuarenta y nueve, un dinar menos. Te los daré si me contestas a una pregunta.
—Adelante.
—¿Cuántos han salido de aquí vivos y humanos?
—Pregunta errónea. Siempre hacen la pregunta errónea. Ninguno. Nadie ha salido de aquí vivo y humano. Ahora dame el oro.
Se encaramó por su túnica, le metió la mano en el pecho y cogió las monedas. Fátima sintió la tentación de reprender al diablillo, pero se mordió la lengua.
—Te ayudaré —dijo Isaac mientras contaba el oro—, porque los liantes obstinados me caen bien. Cuando se te pida que entregues algo que te pertenezca, te conviene hacerlo sin regatear. La rendición es la clave.
Fátima prosiguió su descenso por el túnel. El aire se volvió húmedo, fatigándola más a cada paso. Levantó el bastón y la lámpara, vio el musgo color esmeralda que llenaba todas las grietas, Pero el camino seguía árido. Varios insectos nocturnos vagaban Por el musgo: se alimentaban, se deslizaban, creando una alfombra persa viva y cambiante. Deseó poder tocarla; deseó poder acariciar la superficie con la mano. Y así llegó hasta la segunda puerta circular, tallada de esmeraldas. La empujó, la golpeó.
—Abre, Isaac.
—Mi nombre es Ezra. —Un pequeño diablillo anaranjado saltó entre una nube de polvo naranja.
—Debo entrar.
—Y yo debo cobrarte. Dame la túnica.
—Pero es demasiado grande para ti. Podrías meter a diez como tú en esta túnica.
—Tengo una familia numerosa. Dámela.
Él se encaramó por la túnica, la desabrochó, se subió a su cabeza, se agarró de la parte trasera de su cuello y saltó. Fátima se tambaleó. Ezra se quedó colgado en el aire, agarrado al cuello.
—Suelta —dijo él—. Es mi túnica.
—Espera, estoy herida. He perdido una mano.
Ezra saltó al suelo y dio media vuelta corriendo.
—¿Puedo verlo? —preguntó—. Por favor.
—Antes tendrás que ayudarme con la túnica. —Se palpó el bolsillo del vestido para asegurarse de que el frasquito de la poción estaba allí y no en la túnica.
—Destapa la herida para que pueda verla —dijo el diablillo llamado Ezra.
—No puedo. No tengo otra mano libre.
—Necesitas que te curen. —Ezra hizo un bulto con la túnica y la levantó con ambos brazos: la túnica lo ocultaba casi por completo—. Prosigue tu viaje —parecía decirle la túnica—. Tu tiempo es limitado. Y, por haber sido amable conmigo, te daré un consejo. En este reino, si alguien te pide que te destapes la herida, hazlo.
Al otro lado de la puerta esmeralda el aire se hizo aún más denso, cargado de un olor a estofado de tierra. Se topó con las setas. Al principio eran pequeñas, de múltiples colores: rojos, sienas, ocres, marrones y verdes. A medida que se internaba más, aumentaban en número. Mecida y mimada por el aire húmedo una seta de color azul eléctrico había crecido hasta adoptar el tamaño de un cobertizo. A su lado había otra cuya piel de terciopelo tenía el color del aguacate. Fátima sintió una punzada de hambre. La tercera puerta era de lapislázuli.
—Deja que lo adivine —dijo dirigiéndose a la penumbra—. Tu nombre es Abraham.
—No —dijo el diablillo amarillo que surgió de la oscuridad—. Me llamo Jacob.
El precio para entrar era el collar de cuentas de lapislázuli, y ella lo pagó.
—Te ofreceré un consejo, apreciada señora —dijo Jacob—. Los senderos de la locura no siempre se distinguen de los caminos de la sabiduría. Apresúrate, por favor.
Al otro lado de la puerta de Jacob unas frutas irreconocibles y oscuras parecían brotar de entre las rocas. Era una fruta venosa, veteada, con la textura del mármol pulido. Ella se paró y fue a tocarla con el brazo herido; un murciélago descendió volando y cubrió la fruta con sus alas de satén negro. Su cara ciega contempló a Fátima. Había murciélagos por doquier: miles y miles de ellos colgaban de las frutas y de las rocas. Los murciélagos volaban por separado en todas direcciones, creando una sinfonía desconcertante aunque apenas audible. Y sin embargo el camino seguía despejado.
La puerta era de oro; su guardián era Job, el diablillo verde, y el precio para cruzarla fue el broche de gemas.
—Te ofreceré ayuda, señora, porque la necesitas —dijo el diablillo Job—. Recuerda que a veces la muerte es la opción más sensata.
La fatiga se apoderó de Fátima por completo; se enraizó en su alma, floreció y sus ramas crecieron por el interior de sus venas. Deseó tumbarse, pero la tierra que tenía bajo sus pies no era acogedora. Debería haberse detenido en el musgo, haber entregado su cuerpo a los insectos nocturnos. Debería haberse recostado en los lechos de setas gigantes. Ahora debía seguir adelante.
Se encontró con un pequeño rubí que había en medio del camino, y luego con un zafiro, un diamante, otro rubí, y luego una montaña de piedras preciosas, y luego más. Gemas de todos los tamaños, oro de todas las formas, cofres con tesoros que harían salivar de placer a reyes y reinas. Pero no le quedaban fuerzas para coger nada. Pasó frente a un espejo dorado que estaba apoyado en una de las paredes. Observó su imagen reflejada, pero no se parecía a nadie que hubiera conocido. Siguió andando.
La puerta era de caoba y estaba custodiada por un diablillo azul. Ella lloró mientras pagaba con el velo de seda roja que cubría su cabeza y la diadema de oro que llevaba en la frente.
—Diría que se te apaga la luz —dijo Noé—. Te ayudaré. Deshazte de la necesidad de comprender. En este mundo, así como en el de los cuentos, la necesidad no es más que un obstáculo.
La pena fue invadiéndola como si de una infección se tratara, embargándola de forma gradual e irrevocable. Avanzaba y lloraba. Una lágrima caía al suelo antes de cada uno de sus pasos, y sus pies borraban al arrastrarse todo rastro de las marcas de agua. En los dominios de Noé reinaban los cuervos, que se alimentaban de cadáveres. La mayoría pertenecía a cuerpos humanos que, despellejados, colgaban de ganchos oxidados y dejaban un interminable reguero de sangre. Los pájaros negros del suelo bebían de arroyos de sangre que circulaban a ambos lados del sendero. Los cuervos hambrientos se disputaban trozos de carne putrefacta. Allí no podía tumbarse a descansar. La puerta de Elías era de turquesa.
—Debo entrar —dijo ella—, pero no me queda nada por dar.
—Me quedaré con tu ropa —dijo el diablillo índigo—. El vestido harapiento, las enaguas, incluso los zapatos. Y te daré un consejo: aquí abajo siempre estás desnuda.
Pasada la puerta de Elías, la tierra sobre la que caminaban los muertos estaba formada por lodosas cenizas y humo, como si fueran los restos de una sopa puesta a cocer a fuego lento y luego olvidada. Los muertos andantes la imitaban, eran millares: una colonia de hormigas sin rumbo deambulante, chocando unas contra otras, sin ojos o con ojos ciegos. Hombres, mujeres y niños; caballos, perros y gatos; leones, tigres y monos; enanos, demonios y gigantes. Muertos. Todas las prendas de ropa con que se cubrían estaban ajadas, la carne, podrida. Ella se estremeció. Ninguno de aquellos seres se cruzó en su camino. Y así llegó a la séptima puerta.
—Sé quién eres —manifestó Fátima al guardián de la puerta de mármol.
El diablillo violeta pareció sorprendido.
—Y yo sé quién eres tú —dijo él.
—Ésta debe de ser la última puerta. He llegado al último dominio. Eres Adán.
—Si tú lo dices. Bienvenida, mi señora. Pero aun así exijo el pago. Tomaré las siete pulseras de plata que llevas en el brazo. Ya no las necesitarás.
El diablillo se encaramó hasta su hombro y empujó las pulseras. Ella sintió una oleada de dolor cuando éstas cayeron, arrastrando la manga ensangrentada de Yawad. La sangre se le acumuló en el brazo. Goteaba desde el muñón donde antes tenía la mano; se desangraba poco a poco. Ella contempló la herida y sintió cómo las fuerzas se le escapaban por ahí.
—Camina —dijo Adán—. Ya no te queda mucho. —Le apagó la lámpara—. Ya no necesitas esto. Muévete. Te ayudaré. Te ofrezco lo siguiente. En el inframundo, la muerte se despierta.
—¿Y a esto lo llamas ayuda?
Entró. Como había esperado, el lugar estaba lleno de serpientes que se deslizaban por todas partes pero sin tocarla. Boas, áspides y serpientes de cascabel. Serpientes del desierto, serpientes de los pantanos. Ella apenas percibía su presencia. Desnuda, indefensa, exhausta y desprotegida, avanzó con paso tambaleante. La torpeza era su única posesión y se aferró a ella.
Y el suelo cayó bajo sus pies.
Y el techo se desplazó hacia arriba.
Y las paredes se abrieron a su paso.
Y vio a Afreet-Yehanam sentado en su trono.
—Acércate, peregrina —dijo él.
Mi padre tenía los ojos cerrados; su respiración era ronca y débil. Una máscara de oxígeno anidaba en la piel de su cara. Abrió los ojos, un esfuerzo que a todas luces le resultó agotador, y volvió a cerrarlos. Mi sobrina y yo estábamos cada uno a un lado de la cama.
Chapuzas llegó con otros dos médicos. Como si todos fueran miembros de un club, los tres llevaban recortadas barbas negras y pelo corto y rizado: Chapuzas era el que tenía las cejas más pobladas. No reconocí a los otros dos, aunque era obvio que conocían a la familia.
—No tiene usted muy buen aspecto, señor al-Jarrat —dijo uno de los médicos. Bajo la bata blanca llevaba una camisa de color rojo Ticiano—. No podemos permitirlo. La fiesta del Adha es mañana y tiene a toda su familia aquí.
Mi padre esbozó una débil sonrisa por debajo de la mascarilla. Intentó quitársela, pero no pudo. Lina se inclinó y la bajó un poco. Él murmuró algo.
—Dice que quizás Alí y la Virgen puedan intervenir —dijo Lina.
Todos se rieron. Yo no entendí el chiste, con toda probabilidad el estribillo de alguna canción libanesa que yo aún no conocía.
El médico de la camisa roja dijo que quería comprobar las constantes vitales y se encaminó hacia la sala de enfermeras. El tercer médico, un especialista pulmonar con ojos de róbalo, auscultó los pulmones de mi padre. Chapuzas comentó a mi sobrina que no debía permanecer tanto rato de pie. El especialista en pulmones preguntó por qué los electrodos no estaban puestos. Mi hermana dio un respingo. El doctor Ticiano regresó y anunció dócilmente que no había constantes vitales, porque los monitores no habían estado grabando. Dos enfermeras irrumpieron en la habitación. Una arrastraba una máquina portátil y la otra se apresuró a colocar los electrodos en el pecho de mi padre. La enfermera de dientes grandes que había bañado a mi padre al mediodía había olvidado reponer los tubos, y los demás médicos y enfermeras no se habían dado cuenta en más de cinco horas. El doctor Ticiano presionó los botones de la máquina.
—Algo va mal —dijo. Se acercó a mi padre—. El marcapasos se ha detenido.
El doctor Ticiano miró la protuberancia que salía del pecho de mi padre. Le dio sendos golpecitos, volvió a su máquina; fue hacia mi padre, luego a la máquina.
Y el yinn regresó a los ojos de mi padre. Al instante. Los músculos de su cara se relajaron. Los huesudos dedos se soltaron de la barandilla. Respiró hondo.
—No vuelvas a darnos un susto como éste —bromeó Chapuzas.
—Ahora puede celebrar la fiesta —dijo el especialista.
—Con toda su familia —añadió el doctor Ticiano, el cirujano vascular de mi padre.
Cubrí los ojos de mi hermana con la palma de mi mano. La obligué a cerrarlos con gesto amable. Lucía una mirada asesina.
—Respira —susurré—. Respira.
Apoyó los brazos en mis hombros. Mi mano permaneció sobre su cara hasta que noté que se humedecía.
Fátima quería decirle al yinni que le devolviera la mano. Quería desafiarlo. Anhelaba venganza. Se arrodilló frente a Afreet-Yehanam.
—He venido a morir.
—Sí. —Su voz, profunda y sibilante, provocó un escalofrío en su alma—. Mi mundo es un lugar maravilloso para morir. —Abrió la mano y dieciséis escorpiones negros se deslizaron por sus dedos hacia ella—. Y, sin embargo, me parece detectar cierta resistencia.
—No, señor —repuso ella—. He visto la luz. Me rindo.
Una lengua bífida se desplegó desde la boca del yinni.
—Ah, el dulce aroma de la rendición me excita tanto.
Ella no se inmutó cuando los escorpiones se arrastraron por su cuerpo. Deseó que uno la picara. Cuando él se levantó su trono se disolvió en cientos de áspides.
—Tú serás mi juguete. —Ella tampoco se acobardó ante eso—. Nuestro juguete.
Y una boa joven se enredó en torno a su brazo manco.
Afreet-Yehanam la cogió, la acunó en la palma de su mano. La atrajo hacia su rostro, pero el hedor no la molestó.
—Me complace que por fin te sometas a mi deseo.
Ella sintió ganas de reír.
—No es que hagamos muy buena pareja, sexualmente hablando.
—Pues la hacemos, Sitt Fátima. El tamaño no lo es todo.
El primer escorpión la picó en la garganta y una cobra le mordió el muñón. Los escorpiones la picaron por todo el cuerpo. Afreet-Yehanam acostó a Fátima en un lecho de viscosas serpientes. Y el demonio empezó a transformarse: se redujo a la mitad de su tamaño en un parpadeo, y a otra mitad en otro parpadeo, hasta adoptar las dimensiones de un hombre grande y musculoso. Pero la transformación no se detuvo aquí. Se arrancó el tercer ojo de la frente y lo hizo desaparecer. Su piel palideció; el pelo en llamas se volvió negro, apareció una nariz humana. Y fue una mano humana la que la acarició.
Fátima vio al hombre más bello del mundo que acercaba su cara a la suya. La besó. Ella le devolvió el beso. Y la vida surcó sus venas. Hizo el amor con él. En algunos momentos lo vio como a un hombre, en otros como a un demonio. Y las mordeduras y picaduras no cesaban. Ella era el lecho de un río. Era un simple canal de vida y de sus historias. Recobró la fuerza.
Fátima despertó. Se sentía fresca y rejuvenecida, llena de vigor. Afreet-Yehanam, despojado ya de su forma humana, yacía a su lado apoyado en un codo.
—Eres hermosa —dijo él.
—Me falta una mano —replicó ella.
—Te faltan muchas cosas —dijo el demonio—, y por eso eres hermosa.
Ella se miró la herida, la contempló con ojos honestos por primera vez: las líneas de sangre, los coágulos, la costra que crecía, el tejido que intentaba curarse de la pena y la pérdida, la piel que intentaba olvidar lo que hubo antes allí. Pero el aire que rodeaba al muñón empezó a formar ondas asombrosas. Una masa le creció de la muñeca, burbujeando como lava hirviente. La vio hincharse, sintió cómo su sangre se vertía en ella. Salieron protuberancias, que empezaron a convertirse en dedos. Fátima los movió. Su mano había vuelto.
—Éste es un infierno distinto del que había imaginado —manifestó ella.
—¿Un infierno? Me siento insultado. ¿Cómo te ha dado por pensar que mi reino es el infierno?
—Bueno —explicó ella—, eres un demonio. Estamos en el inframundo. Fue sólo una deducción.
—Ah, humanos. Vuestras ideas del infierno no son más que los orines y las heces de vuestras mentes sin imaginación, muertas desde hace tiempo. Escucha. Deja que te cuente un cuento.
Érase una vez, o quizá no, un hombre devoto, temeroso de Dios, que vivió toda su vida en función de sus estoicos principios. Murió en su cuarenta cumpleaños y despertó flotando en la nada. Sin embargo, debes saber que flotar en la nada era cómodo, ligero, sin aire, como estar en el útero materno. El hombre se sintió agradecido.
Pero luego decidió que le gustaría pisar tierra firme, para sentirse más sólido. Y, por arte de magia, se halló de pie en la tierra. Sabía que era tierra porque reconocía la sensación.
Y sin embargo deseaba ver. Quiero luz, pensó, y la luz apareció. Quiero sol, no cualquier luz, y que por la noche alumbre la luna. Sus deseos le fueron concedidos. Que haya hierba. Adoro la sensación de pisar la hierba. Y así fue. Ya no deseo estar desnudo. Que sólo prendas de la más pura seda toquen mi piel. Y cobijo, necesito un gran palacio cuya entrada posea escaleras dobles, y cuyos suelos sean de mármol y las alfombras persas. Y comida, los mejores manjares. El desayuno era inglés; el refrigerio de media mañana, francés. El almuerzo era chino. El té de la tarde, indio. La cena era italiana, y lo último que tomaba antes de acostarse, libanés. ¿Libaciones? Tenía a su disposición los mejores vinos, por supuesto, y champán. Y compañía, la mejor compañía. Pidió poetas y escritores, pensadores y filósofos, hakawatis y músicos, bufones y payasos.
Y luego deseó sexo.
Pidió mujeres de piel clara y de piel tostada, rubias y morenas, chinas, asiáticas, africanas y nórdicas. Las pidió de una en una, y de dos en dos, y por las noches celebraba orgías. Pidió chicas más jóvenes y después mujeres mayores, sólo por probar. Luego se dedicó a los hombres, musculosos y delgados. Luego a los niños. Luego a niños y niñas juntos.
Después se aburrió. Intentó mezclar sexo y comida. Niños con comida china, niñas con india. Pelirrojas con helado. Luego pasó a probar el sexo con sus acompañantes. Se folló al poeta. Todo el mundo se folló al poeta.
Pero de nuevo se aburrió. Los días eran interminables. Pensar en nuevas ideas se convirtió en algo fatigoso y fatigado. Cualquier deseo que se le ocurría le era concedido.
Ya estaba harto. Salió de su casa, miró al cielo glorioso y declaró:
—Querido Dios. Te agradezco Tu generosidad, pero no puedo permanecer aquí más tiempo. Preferiría estar en cualquier otro lugar. Preferiría estar en el infierno.
Y una voz atronadora le replicó desde arriba:
—¿Y dónde te crees que estás?
Fátima se rió. Se llevó las manos a la barriga y de repente se preguntó si estaría embarazada. Sabía que era posible. La historia estaba llena de cuentos de semidemonios. ¿Su hijo se parecería a Afreet-Yehanam, el horrendo demonio, o a su amante, el hombre más bello del mundo? ¿Y si lo que llevaba dentro era una niña? Un hijo poco agraciado era una cosa, pero ¿una hija con aspecto de demonio? La poción.
—Necesito mis cosas.
—Necesidades, búsquedas, deseos —dijo Afreet-Yehanam—. Bien podría estar contando cuentos infantiles. —Hizo una pausa, miró a los ojos de su amada—. Puedo vestirte con ropas de reyes, con sedas y pieles, cubrirte de esmeraldas y de perlas. ¿Para qué quieres tus viejas prendas?
—Una nunca puede liberarse del pasado y de su atracción.
Afreet-Yehanam agitó la mano, y al instante apareció el diablillo rojo Ismael con sus ropas.
—Lo he recuperado todo —dijo él—, excepto la túnica. A Ezra le gusta mucho. Creyó que la quería para mí y se negó a dármela.
Fátima sacó el frasquito del bolsillo del vestido.
—¿Han transcurrido ya siete horas?
—No —dijo el gran demonio. Fátima se bebió el líquido—. Pero no había necesidad —añadió—. De no haberte dejado llevar por el pánico, te habrías percatado de que era un varón. Las pociones mágicas son una redundancia.
—Debo irme —dijo Fátima—. Debo finalizar mi misión.
—¿Por qué? —preguntó Afreet-Yehanam—. Has ingerido la poción que debías entregar.
—No soy libre. Volveré. Y en cuanto a la poción, tengo otro plan. Debo continuar. Aún estoy lejos de la ciudad verde. Cuanto antes me vaya, mejor. —Su amante abrió la palma de la mano y en ella Fátima vio su mano decapitada—. Ésa es mi tercera mano.
—Y en ella colocaré mi tercer ojo —dijo él—. Ésta será la prueba de nuestra unión. Llévalo encima y ningún demonio se atreverá a hacerte daño. Colócalo en la puerta de tu casa y ahuyentarás a todo mal.
Ella cogió el talismán y éste se transformó en sus manos. Se convirtió en piedra, turquesa, y el ojo de la palma adquirió un tono azul ligeramente más oscuro.
—Quédate a pasar la noche —dijo el demonio—. Estarás con tus señores por la mañana.
Capítulo 4
Según mi abuelo, yo debía mi existencia, el lugar especial que ocupaba en el mundo, a dos hechos distintos: el sacrificio de una paloma semental o al engullimiento de cerillas. En función de qué historia le apetecía contar, uno de esos dos acontecimientos le obligó a escapar de Urfa, o, como decía a veces, le proporcionó la oportunidad de tener vida propia.
En casa de los Twining siempre había huérfanos armenios, pero ninguno se quedaba allí durante mucho más de un año. Los Twining, que eran buenos misioneros, encontraban hogares para estos niños. Mi abuelo, sin embargo, era harina de otro costal. Desde que la Pobre Anahid se convirtió en la doncella de los Twining y lo tomó a su cargo, duró once años en la casa. Mi abuelo declaraba, y es probable que tuviera parte de razón, que el doctor misionero albergaba algún sentimiento hacia él, su hijo bastardo. Mi abuelo fue una anomalía tanto en la duración de su estancia en la casa como en el momento en que escapó al Líbano. Podría asumirse con seguridad que todos los huérfanos con los que creció, aquellos que no fueron masacrados durante la Gran Guerra, huyeron al Líbano durante la gran emigración de huérfanos armenios. Mi abuelo se adelantó a su tiempo. Sobrevivió a la esposa del doctor y no tuvo que lidiar con el genocidio y con sus consecuencias. Dios le bendijo, y, por tanto, a mí también.
Durante sus primeros años el padre de Ismail le llevaba a todas partes en brazos, incluso cuando el niño ya había aprendido a andar. Pero un día, después del segundo cumpleaños de mi padre, la esposa del doctor dijo a su marido:
—Debería darte vergüenza. Tratas a este huérfano mejor que a los de tu sangre. ¿Acaso no quieres a tus hijas? ¿No merecen ellas tu atención? —El doctor se quedó avergonzado—. Esta es Barbara —añadió su esposa—, y ésta es Joan. Por si te has olvidado de sus nombres.
Simon Twining dejó a mi abuelo en el suelo y se llevó a sus hijas a dar un paseo.
Cuando mi padre cumplió los cuatro años, el doctor intentó enseñarle a leer y escribir, pero su esposa dijo:
—No seas tonto, marido mío. El inglés le servirá de poco. Le enviaremos al colegio con los demás armenios. Aprenderá su idioma y podrá hablar con su gente.
Sin embargo, cuando mi abuelo se unía a los demás niños para estudiar la Biblia con el doctor, los domingos después de misa, ella no ponía objeción alguna.
—Vengo de una época en la que la tinta aún era líquida y lujosa. —Mi abuelo quebró el silencio mientras atizaba el fuego—. Nada de bolígrafos baratos. La esposa de mi padre creía que enseñarme a escribir era tirar el dinero y desperdiciar el tiempo.
Realizó el ritual del mate: vertió agua caliente de la tetera en el colador metálico, y después lo frotó con una piel de limón. Reemplazó el colador, ahora desinfectado, en la calabaza de mate y me lo pasó.
—Tal vez pienses que la esposa del doctor era mala, y lo era, pero estarías pasando por alto el quid de la historia. No se me permitía aprender a leer, pero estudiar la Biblia es más valioso para un hakawati. Fíjate en la más grande de todos ellos, Umm Jaltoum. Nació en el seno de una de las familias más pobres en una remota aldea del delta del Nilo, en el bajo Egipto. Umm Jaltoum debería haberse casado a los doce o trece años. No habría sido escolarizada y habría parido una docena de críos: en esa parte del mundo las niñas musulmanas no podían estudiar. Pero aquí viene el regalo, lo entenderás enseguida. Desde muy Pequeñas a las niñas se les enseña a leer el Corán y nada más. Se las machaca con él todos los días. Para una cantante, ése es el mayor de los regalos. Aprendió conceptos como el tono y el ritmo, a pronunciar perfectamente y a respirar, a proyectar la voz, las inflexiones: todo. Nunca murmura. Se entienden todas las palabras que salen de su boca. Dominó el hechizo de la voz. Cuando llegó el momento, abrió la boca, desató el alma, y nos ayudó a todos a acercarnos a Dios. Te repito que era un regalo. La esposa del doctor quizá fuera rencorosa, pero el destino era mi aliado.
Zovik y la Pobre Anahid se ocupaban del chico, lo trataban como si fuera hijo suyo, pero eran criadas en una casa que requería trabajo constante.
Mi abuelo las seguía por todas partes, y las doncellas se aseguraban de que no interfiriera en sus labores.
Desde edad muy temprana aprendió a entretenerse solo. Los palos se convirtieron en sus compañeros de juegos y las piedras en sus juguetes. Su mundo interior redecoraba el exterior. Sus amigos imaginarios demostraron ser más leales que los reales, aunque sólo fuera porque, a diferencia de estos últimos, existían. Comía, dormía, jugaba, aprendía un poco y esquivaba a los chicos musulmanes y sus insultos en turco. A los cinco años se esperaba de él que realizara tareas domésticas menores. A los seis, las tareas ya no eran menores. Dos años después la esposa del doctor decidió que el chico debía aprender un oficio.
—¿Quién sabe cuánto tiempo estaremos aquí para cuidarlo? —dijo ella—. Será mejor que empiece a buscarse la forma de ganar lo bastante como para llenar ese estómago insaciable que tiene.
Mi abuelo fue entregado a un criador de palomas para que aprendiera el oficio. Fue así como se vio envuelto en las grandes guerras de palomas de Urfa.
Mucho antes de que existiera un único Dios, mucho antes de Abraham, antes de que la ciudad fuera musulmana, antes de que fuera otomana o turca, las palomas eran las encargadas de llevar las almas de los muertos de Urfa a los cielos. Desde entonces las palomas habían ocupado un hueco en el corazón de Urfa.
—No es verdad lo que dicen los chilenos, que las palomas son ratas con alas —decía mi abuelo—. ¿Qué sabrán en Chile? Sabes que fue una paloma la que anunció a Noé la presencia de una nueva tierra cuando iba en el arca, una paloma europea, la que se ve en todas las ciudades del mundo. ¿Chile? Bah, que se dediquen a emborracharse con ese pisco intragable.
La mayoría de casas de Urfa poseían agujeros cubiertos y decorados para las palomas, pero algunas tenían palomares en los muros exteriores que constituían una réplica en miniatura de la casa original, un clon nacido de su frente. En algunos barrios los pájaros disponían de palacios diminutos, con minilunas crecientes coronando los pequeños minaretes; los diseños arquitectónicos de los palacios de las palomas superaban con creces los de las casas para humanos circundantes.
—Odio a las palomas —añadía mi abuelo—, pero no porque sean ratas.
El mentor de mi abuelo era un armenio, Hagop Sarkisyan, que a su vez trabajaba para un turco llamado Mehmet Effendioglu. Aunque este último no era un hombre rico, sí era un gran amante de las palomas, y poseía alrededor de trescientas aves. Hagop adiestraba a las palomas y tenía a cuatro chicos a sus órdenes. Como era el más pequeño, mi abuelo desempeñaba el peor trabajo: limpiar la mierda.
—Había mierda por doquier —explicaba—. Mierda en los palomares, en la terraza, en el tejado. ¿Tienes idea de lo que es tener que quitar tanta mierda? Claro que no. Tienes una doncella que va recogiendo lo que dejas tirado. Yo me pasaba el día entero limpiando mierda de paloma, y cuando llegaba a casa tenía que lavarme. Hoy tengo el pelo tan enmarañado por lo mucho que debía lavármelo cuando era niño.
Hagop, el palomero, era el adiestrador principal. El primer ayudante se ocupaba de alimentar a las palomas, de darles las mejores semillas y las vitaminas más fuertes. Las palomas debían tener buen aspecto y estar robustas. Cuando acababa la temporada, este ayudante dirigía una o dos de las bandadas, aunque nunca la principal, y no lo hacía nunca, nunca, mientas duraba la guerra. Mehmet, el dueño, se sentaba en el tejado a mirar.
—Sólo me libraba de limpiar durante las guerras —decía mi abuelo—. Se me permitía ver volar a los pájaros. Y tengo que admitir que formaban una bella estampa en el cielo, dando vueltas y más vueltas alrededor de un sumidero imaginario, para luego salir disparadas, cayendo como un jet israelí. En esos momentos les perdonaba toda su mierda.
Ah, las guerras, las guerras. Las guerras de palomas de Urfa se remontaban a mil años atrás. La guerra comenzaba en noviembre y terminaba en abril, coincidiendo, no de forma accidental, con el peor tiempo para que las palomas volaran: una prueba de resistencia aérea. Por la tarde, a las cuatro y media en punto, los contendientes de Urfa subían a los tejados, donde se hallaban las jaulas, y soltaban sus respectivas bandadas hacia el cielo. La ruidosa cacofonía de miles y miles de alas y los tintineantes sonidos de las joyas de las palomas alcanzaban todos los rincones de la ciudad. Sobre cada uno de los tejados el palomero dirigía a sus aves; su mirada fija nunca se separaba de la bandada en vuelo. Su instrumento era una vara larga con un lazo negro en el extremo. Con cada movimiento dirigía el vuelo de sus pájaros. Y cuando trazaba un gran arco en el aire, su bandada se hundía en medio de otra, rompiendo la simetría, confundiendo a las palomas del adversario.
—Hagop era bueno, pero no excepcional. Había otro criador, un armenio que respondía al nombre de Eshjan, que era el príncipe de todos. Era capaz de dirigir a sus palomas con sólo silbar. Silbaba, y la bandada dibujaba un círculo; silbaba, y volvían a casa. Eshjan solía ganar la guerra y no precisamente porque tuviera las mejores palomas. Podría haber vendido sus aves a cambio de una fortuna y haber comprado otras mejores para adiestrarlas, pero nunca lo hizo. Todos creen que es cuestión de dinero, ¿sabes?, pero no lo es. Tiene que ver más con la arrogancia. Es una cuestión de virilidad.
Ganaba la guerra quien hubiera perdido menos palomas, ya fuera por captura o muerte. El que se aseguraba de que sus palomas no se perdían o se agotaban era un adiestrador que valía su peso en oro, y no había muchos. Todos los días, mientras duraba la guerra, las palomas volaban hasta que el cansancio se posaba en sus alas; hasta que el oxígeno se rebelaba y escapaba de su sangre. Los pájaros caían del cielo como bombas soltadas por escuadrones de combate, dejando un reguero de cuerpos deformados en la tierra. Aturdidas, sorprendidas y perplejas, algunas aves seguían a bandadas que no eran la propia y acababan en tejados extraños, donde terminaban capturadas para ser servidas aquella misma tarde en la cafetería local, como botín de guerra, para deshonor de sus dueños y el descrédito de su virilidad.
—Hay guerras en muchas ciudades libanesas —decía mi abuelo—, pero ninguna como las que se dan en el norte. Aquí se celebran por diversión. En Beirut las cosas pueden ponerse feas, pero no se trata de una guerra real. Si uno de tus machos acaba mezclado con la bandada de otro, siempre puedes recuperarlo. La regla del caballero en Beirut es que la primera vez es gratis. Verás, en una zona sin guerra, la mayoría de machos están apareados, y una paloma siempre quiere volver a reunirse con su pareja, así que resulta muy difícil conservar a un macho capturado. Tendrías que matarlo. En una zona de guerra cada equipo tiene unos doscientos machos y cinco hembras. Los equipos voladores están formados sólo por machos, sobre todo de los de papada. Es una cuestión de guerra, no de afición a las palomas. Los palomeros de Beirut tienen equipos formados por toda clase de palomas: reales, volteadoras, monjiles, moñudas... todas.
Los adiestradores de allá que estaban muy apegados a sus palomas nunca se atrevían a hacerlas volar durante la guerra. Los colombófilos se reunían en el café Çardak, tal y como llevaban haciendo cientos de años. Establecían los marcadores de las batallas de la tarde mediante el recuento de las palomas capturadas. Todas las paredes de la cafetería estaban adornadas con jaulas, y los aficionados podían admirar o comprar las palomas cautivas. El dueño original de una paloma tenía derecho a ofertar primero, pero sólo si el nuevo propietario deseaba vender.
—Pero no se podía comprar el peşenk —explicaba mi abuelo—. El peşenk era el líder de un equipo de palomas. No se puede ganar la guerra sin tener uno bueno. Los demás machos le siguen. Si un peşenk cae en un tejado equivocado y es capturado, el propietario original se retira de la guerra. Jaque mate. Tiene que librarse del equipo y empezar otro nuevo. El peşenk no puede comprarse. Es el jefe del clan, el más poderoso de todos.
Mi abuelo bebió un sorbo de mate, dobló el cuello y habló hacia el techo.
—Se dice que el talento se salta una generación, lo que significa que mi padre o mi madre debieron de ser grandes palomeros, porque, a diferencia de mi hijo menor, tu tío Yihad, yo desde luego no lo era. No tengo ni idea de dónde habrá sacado el talento, y, gracias a Dios, también tuvo la inteligencia suficiente para parar a tiempo. No me escuchó, claro. Nadie lo hace. Pero un día comprendió por fin que ser palomero es una vocación humilde. Ahora escucha lo que voy a decirte. Sólo porque he admitido que no era un buen palomero no significa que no poseyera otras habilidades. La agenda del destino no es siempre algo desnudo y diáfano.
»Una noche me lamentaba de mi suerte. Estaba hambriento y cansado. Llevaba seis semanas limpiando mierda y no veía cómo salir de aquello. La maldita mujer del doctor decía que yo me quejaba a todas horas. Decía que un chico tan rebelde como yo no tenía muchas opciones. Pero se equivocaba, ¿sabes?, aunque en ese momento yo no lo sabía. No olvides que sólo tenía ocho años. Así que ahí me tienes, barriendo la jaula principal después de una batalla cuando me llama el imbécil de Mehmet. Me da una jaula que contiene una paloma plumosa, de reluciente color negro, para que la lleve al café Çardak y se la entregue a su dueño.
»Fui al café Çardak. Un sitio impresionante, si me permites que te lo diga, grande, amplio y bullicioso. Pero lleno de palomas. Palomas, palomas por todas partes. Jaulas en las paredes, en el mostrador, en las mesas, debajo de las mesas. Empecé a ponerme nervioso. Pensé que, tal vez, si me demoraba allí, el dueño me pediría que limpiara la mierda. Dejé la paloma y salí corriendo con tanta prisa como pude. Doblé la esquina y allí estaba. No sé qué me hizo parar. Corría a toda velocidad, y supongo que necesitaba recobrar el aliento. Quizá Dios me enviara una señal. Quizás estuviera escrito.
»Lo que tenía ante mis asombrados y jóvenes ojos era otro café, el Masal, viejo pero no histórico, bien iluminado pero decrépito, apestoso y lleno de humo. No tenía puertas, y las persianas metálicas estaban subidas. Había mesas fuera, pero los parroquianos silenciosos estaban sentados de espaldas a la calle. ¿Por qué ir a reunirse con gente si vas a estar callado? Y entonces vi qué era lo que captaba la atención de todos. Dentro, sentado en una silla subida a una pequeña tarima, estaba el hakawati.
»Se sentaba en su trono como un soberano frente a sus súbditos. Llevaba fez y ropa occidental. Un encerado bigote negro de dos manos de largo dominaba su cara. No podía ver cómo movía la boca. Tenía un libro en su regazo, pero apenas lo miraba. Me acerqué más y oí su voz sedosa. Magia.
»Era turco y, deja que te diga, no es que yo dominara mucho el turco en aquella época, pero le oí. Le escuché con las orejas, con el cuerpo y con el alma. Nos regaló con la historia de Antar, el gran poeta guerrero negro. Estaba en mitad de la narración, pero las suelas de mis zapatos echaron raíces que se clavaron en los adoquines del suelo. Estaba hechizado.
»¿Cómo puedo describir la primera vez que me topé con mi destino? Un fuego divino me ardió en el pecho, mi corazón brilló. En comparación mi vida hasta entonces había transcurrido a un ritmo triste e indolente. Ah, Osama, ojalá pudiera hacerte partícipe de lo que se siente cuando uno se alinea por fin con los deseos que Dios le tiene reservados. Había recibido la llamada.
A la luz de la lamparilla de la mesita de noche distinguí la silueta curva de la cabeza de tío Yihad y su réplica, una sombra más grande proyectada en la pared. Me arropó con cierta fuerza. Dado que era el hermano más pequeño de mi padre, mi canguro principal y mi cuentista favorito, le habían asignado la tarea de acostarme, ya que mis padres tenían una cena de gala. Mi madre le había dicho que me metiera en la cama y volviera enseguida, pero él parecía distraído, absorto en sus pensamientos. Aunque afirmó que quería asegurarse de que me durmiera contándome un gran cuento, su corazón no parecía estar muy por la labor.
—Érase una vez un principito feliz —empezó. Se quedó mirando el cabezal.
—Dijiste que me contarías cómo llegué a existir. —Rodé a un lado y luego al otro para soltar un poco las sábanas—. Me lo prometiste.
—Es lo que voy a hacer.
Tomó la bebida que había dejado en la mesita de noche, borrando con los dedos el trazado perfecto que el vapor había dibujado en el largo vaso.
—Yo no soy ningún príncipe.
—No empiezo la historia por ti. —Dio un sorbo de whisky, y sus ojos centellearon por primera vez—. ¿Por qué crees que eres el príncipe?
—Me lo dijiste. Dijiste que me contarías el cuento de cómo llegué a ser yo.
—Mi querido Osama. —Bebió otro sorbo y sonrió—. A estas alturas ya deberías saberlo. La historia de quién eres nunca trata de ti. Estoy empezando por el principio.
—Si haces eso, no llegarás ni al postre.
Se rió.
—Deja que yo me preocupe por eso. ¿Por dónde iba antes de ser tan burdamente interrumpido? Había una vez dos principitos.
—Era un principito feliz —dije.
—Bueno, pues ahora son hermanos, y no estoy seguro de lo felices que eran. Digamos que estaban satisfechos y que se querían. Un día los príncipes salieron a cazar al bosque, pero el hermano menor no era capaz de matar animales. Terminaron disparando flechas contra troncos de árboles. El príncipe más joven preguntó a su hermano: «¿Puedes darle a esa bandera de ahí?», y el príncipe mayor tensó el arco, disparó y dibujó un agujero en la bandera. Pero en realidad no era una bandera. Una mujer muy vieja y fea les reprendió. «¿Por qué le habéis disparado a mi ropa interior? Ya os enseñaré yo a respetar la colada ajena.» Dio dos palmadas y de repente los príncipes se encontraron en un bosque que no conocían. Caminaron en todas direcciones, pero no lograron encontrar el camino de regreso a casa. Cayó la noche. A la mañana siguiente se despertaron y se percataron de que seguían perdidos. «Tenemos que encontrar comida o nos moriremos de hambre», dijo el mayor. Encontraron una paloma en un árbol. El príncipe mayor fue a disparar el arco, pero la paloma dijo: «Te lo imploro, noble príncipe. No me mates. Tengo dos hijos en casa, y morirán si no les llevo comida».
»El príncipe mayor repuso: “También nosotros moriremos si no te comemos”. Pero el más joven replicó: “Podemos alimentarnos de bayas y raíces. Mira, aquí hay chirivías, y ruibarbo y rábanos”. El príncipe mayor se apiadó de la paloma y bajó el arco. “Te recompensaré este acto de compasión”, dijo la paloma, y salió volando. “¿Cómo va a saldar una deuda una paloma? —preguntó el príncipe mayor—. Podríamos haberla asado y habérnosla comido con una salsa de chirivías y bayas.”
—¡Qué asco de salsa! —dije.
—Cualquier salsa es buena si tienes hambre.
Los chicos anduvieron y anduvieron, y llegaron a unas corrientes que crecían junto a un lago, y allí vieron a un pato salvaje. Al príncipe mayor le encantaba la carne de pato, el confit con patatas, como a su hermano menor. El príncipe mayor tensó el arco, pero el pato exclamó: «Te lo imploro, noble príncipe. No me mates. Tengo dos hijos en casa, y morirán si no les llevo comida». El príncipe mayor bajó el arco, y el pato añadió: «Te recompensaré este acto de compasión, príncipe». Más adelante los príncipes vieron a una cigüeña que se sostenía sobre una pata y se limpiaba con su largo pico. El príncipe mayor apuntó con cautela, pero la cigüeña dijo: «Te lo imploro, noble príncipe. No me mates. Tengo dos hijos en casa», y el príncipe bajó el arco. «Esta noche dormiremos en ayunas», dijo, pero el más pequeño dijo que haría una magnífica ratatouille de verduras, y así lo hizo, y le salió suculenta.
»A la mañana siguiente los chicos caminaron y caminaron hasta llegar a un castillo donde un anciano rey los vigilaba desde la escalera. “Se diría que estáis buscando algo”, dijo el rey.
»El príncipe mayor contestó: “Buscamos nuestra casa, pero no parecemos capaces de encontrarla”.
»“¡Qué suerte! —dijo el rey—. He perdido a mis acompañantes. Si trabajáis para mí, os proporcionaré ropa y comida hasta que encontréis vuestra casa.” Los chicos se convirtieron en los compañeros del anciano rey, le contaron cuentos y le entretuvieron. Pero no todo era maravilloso: el rey tenía en su corte a un malvado visir.
—Siempre hay un visir malvado —le interrumpí.
—Alguien tiene que ser malo. Este visir, que sentía envidia de los príncipes, dijo al rey: «Considero mi deber informaros, majestad, de que estos chicos no hacen nada bueno. Se burlan de la corte. Fijaos, el otro día se jactaron de que si fueran los administradores de la despensa no se perdería ni un solo grano de arroz. Hay que ponerlos en su sitio. Mezclad un saco de arroz con uno de lentejas y pedidles que separen ambas cosas en una hora. Demostradles adonde conduce la arrogancia. Los alardes nunca deben quedar sin respuesta».
»Aunque el rey era un buen hombre, pecaba de crédulo. Dio la orden de que se mezclaran ambos sacos y dijo a los chicos: “Cuando salga de palacio, dentro de una hora, espero que las lentejas estén separadas del arroz. Si el trabajo está hecho, seréis mis administradores; y si no lo está, os cortaré la cabeza”. Los príncipes se esforzaron en vano por convencerle de que no habían alardeado de nada. Los criados del rey llevaron a los chicos a una estancia donde el arroz y las lentejas estaban diseminados por el suelo.
»Los chicos se estremecieron: ésa era una tarea para mil hombres e incluso así necesitarían al menos una semana. “Estamos condenados”, dijo el mayor. Se sentaron entre el arroz y las lentejas, y se fundieron en un abrazo. Pero entonces una paloma apareció en la ventana y dijo: “¿Por qué estáis tan tristes, príncipes míos?”, y el mayor le habló de la tarea que les había encargado el rey. “No os preocupéis —dijo la buena paloma—Soy el rey de las palomas, cuya vida salvasteis cuando teníais hambre. Tal y como prometí, hoy os devolveré el favor.” El rey de las palomas salió volando y volvió acompañado de un millón de palomas, que se dispusieron a separar el arroz de las lentejas. Un montón de alas revolotearon, y el aire resultante movió las pilas por la estancia, mientras miles de picos iban cogiendo arroz y lentejas. Trabajaron, trabajaron y trabajaron: en cuestión de minutos las palomas habían hecho dos grandes montañas. El rey no daba crédito a sus ojos. Pidió a sus criados que revisaran los montones, pero no se halló ni un solo grano de arroz entre las lentejas. Alabó, pues, la diligencia y el talento de los chicos, y los nombró administradores de la despensa.
»El visir se moría de celos. A la mañana siguiente fue a ver al rey. “Esos chicos jactanciosos han vuelto a las andadas. Afirman que si fueran vuestros tesoreros no se produciría ni el robo ni la pérdida de un simple anillo. Poned a prueba a esos presuntuosos, majestad. Lanzad el anillo de vuestra hija al río y ordenadles que lo encuentren.” El tonto del rey volvió a creerse al visir e hizo arrojar el anillo de su hija al río.
—¿Por qué la gente siempre se cree a los mentirosos? —pregunté.
—Todos necesitamos creer. Es la naturaleza humana. Así que el rey dijo a los príncipes: «Tengo entendido que os gusta alardear. He tirado el anillo de la princesa al río. Estaré en el palacio durante una hora, y cuando salga, espero que lo hayáis encontrado. Si cumplís el encargo, seréis mis tesoreros; y si no, os cortaré la cabeza». Los príncipes recorrieron el río. El más joven anduvo de un lado a otro de la orilla, y el mayor se sumergió en él, pero ninguno logró encontrarlo. Un pato que descendía por el río les preguntó: «¿Por qué estáis tan tristes, príncipes míos?», y el mayor le habló de la orden que habían recibido de boca del rey. «No os preocupéis —dijo el buen pato—. Soy el rey de los patos, cuya vida salvasteis. Ahora saldaré mi deuda.» El pato se fue volando y regresó acompañado de un millón de patos. Nadaron por todo el río, sumergiéndose en grupos, metiendo y sacando las cabezas hasta que dieron con el anillo. Cuando el rey volvió del palacio y vio el anillo, nombró a los chicos tesoreros reales.
»Al ver que sus esfuerzos habían sido frustrados de nuevo, el visir urdió un plan maestro. Sabía que el rey había intentado aprender brujería y nigromancia, pero que sus estudios habían resultado infructuosos. Así pues, el visir fue a ver al rey y dijo: “Esos chicos no han aprendido a tener la boca cerrada. Han dicho que esta noche nacerá en el palacio un bebé excepcional, el niño más brillante del universo, el más hermoso, el más encantador, pero no sólo eso. Esos chicos presumidos no se han conformado con un niño de cualidades tan excepcionales. Según ellos, pidieron al yinn que hiciera al chico aún más especial y éste aceptó. Han dicho que el niño será el mejor intérprete de oúd del mundo, y se jactaron de que si su majestad le oye tocar ese instrumento, sus ojos se llenarán de lágrimas. Esa fanfarronada nunca se hará realidad”. Como el rey nunca había conseguido comunicarse con el yinn, al enterarse de la noticia hirvió de rabia. “Si el milagro no sucede esta noche”, amenazó a los príncipes, “os cortaré la cabeza y enterraré vuestros cuerpos sin oraciones en suelo sucio. Así os encontraréis con esos demonios con los que comulgáis.”
»En sus aposentos, los príncipes se acurrucaron y se abrazaron. Al menos, con los dos primeros encargos sabían cómo empezar, aunque nunca hubieran podido completar la tarea sin ayuda. Pero ¿cómo iban a encontrar a un bebé?
—La cigüeña.
—Por supuesto.
«La cigüeña llamó al cristal de la ventana y los príncipes le abrieron. El mayor le habló del milagro. «No os preocupéis», dijo la buena cigüeña. Salió volando y regresó con un hatillo envuelto en algodón blanco. Con delicadeza la cigüeña depositó el hatillo en el suelo, y de él salió el bebé más hermoso del mundo; los príncipes se prendaron de él al instante y supieron que le querrían para siempre. El bebé gateó hasta el oúd que había junto a la cama y se puso a tocar una exquisita melodía.
—¿Un maqâm?
—¿Qué si no?
«La melodía era tan cautivadora que todos los residentes de palacio se despertaron y desearon saber de dónde procedía esa música. Todos se precipitaron en el interior de la estancia a contemplar con sus propios ojos el milagro de aquel bebé especial capaz de tocar el oúd. El rey oyó la canción: su corazón se ensanchó y las lágrimas acudieron a sus ojos. La hermosa princesa quedó prendada del bebé y dijo: «Este niño será mi hijo y este príncipe será mi marido». El príncipe mayor se casó con la princesa, y su hijo fue el niño más especial del mundo.
—¿Y qué fue del malvado visir?
—Se fue a Francia, donde viven todos los celosos.
—No es una buena historia. No nací sabiendo tocar el oúd. Aprendí luego.
—Lo único que haces es recordar cómo se toca, querido. —El tío Yihad apuró la bebida del todo—. Recuperar lo que siempre has sabido.
—¿Y qué hay de Lina?
—La suya es otra historia —replicó él.
—¿Cómo puede ser? Es mi hermana. No podemos tener historias distintas.
—¿Quién lo dice?
—No tiene sentido —dije—. Una familia tiene una sola historia.
Y mi abuelo dijo:
—A la tarde siguiente, cuando terminó la batalla de palomas, lo limpié todo tan deprisa como pude y volví corriendo al Masal. Pero llegué tarde. El hakawati ya había avanzado en la historia y había resuelto el punto de suspense que había dejado en el aire el día anterior.
»—Por favor —le interrumpí gritando desde fuera—. ¿Cómo escapó Antar de la trampa mortal? Parecía imposible. Debo saber cómo lo hizo —dije en un turco pobre. Creo que le confundí. Me miró sin parpadear. El dueño del café vino hacia mí: “Lárgate, sucio pillastre —gritó—. Vuelve por donde has venido, infiel”.
»Debo aclararte que los insultos rara vez hacían mella en mí. Rebotaban como rebota el acero de un imán. No, quiero decir como rebotan dos imanes o algo así. Al fin y al cabo, Barbara y Joan me insultaban todos los días, y los demás ayudantes del trabajo me decían cosas horribles. Me sentó mal que dijera que iba sucio, así que le respondí: “Voy sucio porque he estado limpiando mierda, y por eso he llegado tarde. Si hubiera ido a casa a lavarme todavía me habría perdido más parte de la historia”. Mis palabras no causaron la más mínima impresión en el dueño, quien blandió una vara amenazadora en dirección hacia mí. “Si no te largas, te voy a calentar el trasero”, a lo que protesté: “No es justo. No es culpa mía tener que trabajar. Quiero oír el cuento”. El dueño alzó la vara y yo me dispuse a escapar cuando oí un bufido equino. Un hombre gordo, de lo más respetable, vestido con un fez caro, traje y corbata, se reía desde una de las mesas de fuera. De su amplia boca salía el humo de la hookah. “¿Por qué insultas a un futuro cliente, hombre? Deja que el chico se quede a escuchar el cuento.” El dueño replicó: “Ése nunca será un cliente, effendi. Es un chico de la calle”. Antes de que pudiera llevarle la contraria, el effendi dijo: “Es un chico trabajador, no un golfillo. ¿Cómo puedes echar a un chico que quiere oír una historia? Ven, muchacho. Siéntate a mi mesa y abre los oídos. A mí no me molesta el olor a mierda. Trae a este chico una taza de té y algo de comer. Tenemos que escuchar una historia”.
»Y así fue como Serhat Effendi me tomó bajo sus alas.
»Entré en el paraíso. Casi dejé de pasar tiempo en casa. Todos los días, tan pronto como finalizaba la batalla, me apresuraba a ir al Masal a oír al hakawati. Me sentaba a la mesa de Serhat Effendi todas las tardes. Me servían una taza de té con mucho azúcar y un bocadillo barato, pero aun así era mejor comida que la que me daban en casa. El effendi era amable conmigo. Mi olor no le ofendía y me trataba con el mayor respeto. Un día, cuando le pregunté cómo podía pagarle ese refrigerio diario, me dijo que mi trabajo consistía en hacerle compañía, ya que no le gustaba estar solo en el café. Pero casi nunca hablábamos, a excepción de los días en que yo me retrasaba un poco y él me susurraba al oído lo que me había perdido. En mi noveno cumpleaños me trajo un delicioso lokum.
»Lo que sé es que el hakawati me tenía hechizado. Y sin embargo empecé a percatarme de que el effendi no estaba tan impresionado como yo. Una noche, después de que el contador de historias nos hubiera dejado en otro punto álgido, Serhat Effendi se disponía a marcharse y le pregunté si le gustaba la historia. No olvides que aparecía por allí seis noches por semana para escucharla. “La historia me gusta mucho —replicó. Por su tono deduje que aún no había terminado y esperé a que prosiguiera—. La he oído contada con más exquisitez. —Se percató de que yo no le comprendía, porque continuó—: La historia de Antar es un clásico. Este hombre la cuenta bien, y sin embargo da la sensación de que el romance no es su fuerte. Hace un trabajo magnífico con las pruebas y los triunfos del poeta, pero parece creer que Abla, su hechicera amada, no tiene importancia. Estamos oyendo la mitad de la historia. Pero no te preocupes. Está a punto de terminar y la semana que viene tendremos a alguien nuevo.”
»¿Sabes por qué te cuento esto, Osama? Es para que entiendas que, por buena que sea una historia, lo importante es cómo se cuenta.
»Y el effendi tenía razón. La semana siguiente llegó otro hakawati, un hombre más anciano. A la hora prevista subió a la tarima y saludó a su público. Anunció que le gustaría contarnos la historia de Antar, el gran poeta negro. Yo solté un “no” espontáneo, y no fui el único ni de lejos. El hakawati se disculpó y preguntó: “¿Acaso no les gusta esa historia, caballeros? Les aseguro que es el mejor cuento jamás contado. Antar fue el mayor héroe musulmán, el amante más apasionado y el devoto más fiel. Esta historia es una de las más bellas. Confíen en mí. Aunque sólo permaneceré aquí durante dos semanas, lo que me obliga a contarles una versión abreviada, ésta les encantará”. Los oyentes respondieron casi al unísono: “Pero justo acabamos de oírla. El hakawati que te precedió contó el cuento de Antar”.
»El hombre hizo una pausa y dedicó un momento a considerar la cuestión. “Lástima. Es una vergüenza que se hayan visto obligados a escuchar una versión patética de la gran historia contada por un memo incompetente.” Un hombre tomó la palabra. “Fue una versión exquisita.” “No importa —dijo el nuevo hakawati—. Les embrujaré con mi versión y olvidarán todo lo que han oído antes de mí.”
»El público seguía protestando. Algunos se mostraban enojados. Fue entonces cuando advertí que Serhat Effendi, en cuyo rostro se apreciaba una irónica sonrisa, no participaba de la discusión general. “No queremos volver a oír la misma historia”, gritaba la multitud, y por fin Serhat Effendi intervino. “Maestro hakawati. —Se hizo el silencio en la sala cuando el hakawati reconoció al effendi—. Vuestra reputación os precede —dijo el effendi—. La exquisitez de vuestro estilo es de sobras conocida por cualquier aficionado de nuestras tierras. Nos sentimos honrados de recibirle en nuestra humilde ciudad y le rogamos que nos deleite con su especialidad: el cuento de Majnoun y Layla. Se dice que vuestra narración tuvo a la graciosa princesa deshecha en llanto durante dos semanas.” “Diecisiete días”, corrigió el hakawati. “Y que los hombres cristianos de Estambul que oyeron su versión se convirtieron a la fe verdadera.” “Cierto es”, dijo el hakawati. Y Serhat Effendi culminó su intervención diciendo: “¿Se debe entonces a modestia por vuestra parte que tengamos que oír la historia de Antar en lugar de su pieza maestra?”. “Le ruego que me perdone, effendi —dijo el hakawati—. Me habría sentido muy honrado de contarles el cuento que me ha dado fama. Por desgracia se me informó de que bajo ninguna circunstancia podía dedicarle más de dos semanas a la historia. Dos semanas, effendi. La única historia que puedo contar en dos semanas es la de Antar. No puedo insultar al público con una versión abreviada de mi obra maestra. Pero, por favor, querido público, quítense esas máscaras de tristeza de la cara. Me duele mucho verlas. La buena noticia es que en dos semanas me reemplazará un joven hakawati, un niño, la verdad, que intenta labrarse una reputación. El dueño del café dice que es muy bueno... para ser circasiano, claro. —Y en este punto el hakawati hizo una pausa antes de añadir—: Y al parecer ese joven está dispuesto a trabajar a cambio de un plato de lentejas sin cocer.”
»El dueño estuvo a punto de sufrir un infarto; el café explotó. Los hombres protestaban a gritos y el dueño intentaba aplacar a su clientela. “Sí, claro que os merecéis lo mejor”, repetía, hasta que finalmente tuvo que disculparse y prometer al hakawati que podría quedarse todo el tiempo que le hiciera falta. El hakawati sonrió.
«Tras la primera sesión la ciudad entera estaba exultante. La fama del hakawati y de sus palabras se propagó por doquier. A la tarde siguiente el lugar estaba abarrotado. Muchos no encontraron asiento. Veinte mujeres con velo se hallaban fuera, se negaron a sentarse y no dirigieron ni una palabra a los parroquianos. Se limitaron a escuchar, inmóviles y conmovidas. La noche siguiente eran cuarenta las mujeres que había a un lado y mas de cien hombres al otro. Y cuando el maestro hakawati habló del exilio de Majnoun en el desierto para evitar ver el dulce rostro de su amada, todos los velos se humedecieron, así como todos los bigotes. Zeki, el maestro contador de historias de Estambul, tuvo hechizada a nuestra pequeña ciudad durante ocho meses ininterrumpidos.
»Cuando yo muera y la gente empiece a decirte que no fui un gran hakawati, diles que estudié con el mejor: Istez Zeki, de Estambul. Sólo Nazir de Damasco podía comparársele, y también estudié con él. Para dar con un hakawati mejor que esos dos habrías tenido que viajar a la tierra de las especias y Sheherezade, a Bagdad y a Persia. Zeki era el maestro. La única razón por la que se dignó venir a nuestra atrasada ciudad fue la necesidad de escapar de Estambul durante unos años. Verás, aunque superaba con creces los ochenta había logrado seducir a la esposa de un visir. Habían puesto precio a su cabeza. Pero era tan querido que otros oficiales otomanos le ayudaron a salir de la capital. Le dijeron que no volviera en un par de años, hasta que se calmaran las aguas. Nunca regresó. Un hombre influyente le pidió que trabajara en Bagdad, y allí le mataron.
«Bueno, tal vez no sea exacto decir que estudié con Zeki, pero desde luego le estudié a él. No se lo digas a nadie, porque a la gente le cuesta distinguir los matices. Le oí todas las tardes y no me perdí ni una sesión. Estudié su técnica, el uso de la voz, el tono y la inflexión. Cuando hacía una pausa, el público contenía el aliento. Era el rey de los silencios. Camino de casa yo practicaba repitiendo las mismas palabras, de su mismo modo. Movía las manos como lo hacía él. Cuando llegaba a un momento conmovedor de la historia solía extender su mano, con la palma abierta hacia Dios, como si Le ofreciera aquel bello momento, o mejor aún, ofreciéndole las almas de todos los que le escuchaban. Cuando Zeki nos habló de las aves del desierto que intentaron apartar a Majnoun del suicidio, usó un silbido distinto para cada pájaro. Camino de casa descubrí que sabía silbar tan bien como él, y me convertí en un experto en ello. Los silbidos de sus pájaros me atravesaban el corazón. “Oh, Majnoun —silbaba el troglodito del desierto—, no te mates. Piensa en todos los placeres que te ofrece la vida”; y la codorniz silbaba: “Reencuentra la satisfacción de comer. No mueras”. Fascinante.
«Estudiarle no era tan fácil como parece a simple vista, ya que me obligaba a desdoblarme en dos personas. La primera escuchaba la historia y se sumergía en su mundo, y la segunda estudiaba al contador de historias y se sumergía en él.
»Pero lo cierto es que no sólo aprendí de Zeki. Dios me sonrió y castigó a uno de los ayudantes del palomar. Aunque no vi lo que pasó, porque estaba en el corral principal limpiando, sí lo oí todo. Era época de paz. El ayudante, cuyo nombre era Emre, dirigía una bandada. Mehmet y Hagop estaban en el tejado con él, bebiendo té. Al parecer Emre era incapaz de conseguir que las palomas volaran más alto. No paraba de balancear el palo, trazando arcos más grandes, pero las palomas volaban en un círculo bajo. Hagop se burló del chico. Mis sentimientos eran contradictorios. Me alegraba, porque Emre siempre se burlaba de mí, pero al mismo tiempo era consciente de que luego yo acabaría pagando el pato.
»El perplejo Emre no entendía qué estaba pasando. Maldijo el cielo. Una de las palomas excretó y, con todos los lugares donde podía caer, la mierda fue a parar directamente al ojo de Emre. Mehmet soltó una carcajada y dijo que eso era señal de buena suerte. Temporalmente ciego y aturdido, Emre se tapó los ojos, maldijo una vez más, e intentó alejarse. Tropezó y cayó del tejado a la acera, de cabeza. Era un edificio de un solo piso y el suelo era de arena. Mehmet y Hagop lo encontraron divertido. Se partieron de risa antes de caer en la cuenta de que Emre podía estar herido. Cuando se asomaron y contemplaron el charco de sangre, dejaron de reír. Emre se quedó ciego y tonto, y a mí me ascendieron.
»Ya no tuve que limpiar más mierda. Me convertí en responsable de alimentar a las palomas. Cambié un agujero por otro. También me hacían encargos y cosas así. Tenía a mis órdenes a otro chico que se encargaba del tema de la mierda. No me subieron el sueldo, ya que no olvidemos que Mehmet era turco, pero terminaba mucho antes, lo que me permitía salir a echar un vistazo a los demás cafés de la ciudad. Al principio no pude oír a los demás hakawatis porque todos contaban sus historias por la tarde, y esa hora la tenía comprometida con Zeki. Pero entraba en un café y pedía a los clientes que me contaran historias. A la mayoría les encantaba hacerlo aunque estuvieran jugando a las cartas o al backgammon. Alguien empezaba una historia. “Érase o no una vez”, empezaba uno, y partía de allí. Sus amigos le ayudaban a contarla, le corregían si se saltaba algo y usurpaban su puesto si vacilaba sólo un segundo.
»Zeki terminó su historia cuando el público se quedó sin lágrimas. Cuando se marchó me sentí solo y abandonado, pero no fue algo que me sucediera a mí sólo, porque todo su público compartía ese sentimiento. Probé a todos los hakawatis de Urfa. Incluso fui a ver a un kurdo; aunque no comprendía ni una sola de sus palabras me gustaba su modo de decirlas. Pero no podía dedicarle mucho tiempo porque Serhat Effendi me esperaba en su mesa. Me dijo: “Puedes recorrer el mundo en busca de grandes historias, pero al final, las mejores vendrán a ti”.
«Ensayé. Practiqué con Zovik y la Pobre Anahid. Conté historias a palomas indiferentes mientras se apareaban. Hablé con árboles, flores, palos y piedras. Una mañana empecé a contarle un cuento a Hagop, y él me dio un cachete. “Me importa un comino lo que tengas que contarme”, me gritó.
»Probé a cantar como Zeki. Siempre que en la historia había una canción, Zeki la cantaba. Yo era feliz. Tenía un trabajo. Tenía una pasión. Pero no tenía familia, y ésa sería mi maldición. Verás, la familia de la que formaba parte empezaba a hacerse añicos, como si fuera un mohoso queso búlgaro.
La primera vez que vi en acción a un hakawati fue en la primavera de 1971, justo después de haber cumplido los diez años. Mi abuelo había bajado de la montaña sin avisar para visitar al tío Yihad. Lina y yo estábamos con los dos en el salón de la casa de mi tío. Lina había ido a hojear los catálogos de pinturas del tío Yihad, y yo estaba allí porque no tenía nada mejor que hacer. Diseminados por toda la estancia —por la mesita, por el suelo— había docenas de monografías y libros, pero yo estaba mucho más interesado en la conversación que mantenían mi tío y su padre.
—No quiero ir solo —decía mi abuelo, en un tono que expresaba a la vez súplica y sorpresa por tener que reafirmar su deseo. Sus dedos contaban las cuentas del rosario.
—No puedo acompañarle —repuso el tío Yihad—. Debo cuidar del chico.
Eso era mentira: yo no necesitaba que me cuidara nadie.
—Pues nos lo llevamos. —Los ademanes de mi abuelo se iban volviendo más expansivos—. Será mejor así. —Su cabello parecía dispararse hacia al menos once direcciones distintas—. Podemos llevar también a Lina.
El abuelo tenía un aspecto raro. Llevaba los pantalones tradicionales drusos: negros, con una bolsa colgando debajo de la bragueta que podía haber contenido una cabrita. Los religiosos drusos los usaban, pero él no practicaba ninguna religión. Era la primera vez que lo veía vestido así.
—No —declaró Lina, sin apartar los ojos de la mesita donde estaban las fotos que observaba. Tenía los brazos cruzados—. No pienso ir a un café barato de un barrio feo. Y tú —dijo dirigiéndose a mí—, deja de mirarme los pechos.
—No lo hago —repliqué con demasiada rapidez.
El tío Yihad sonrió.
—Esta niña es de las mías. Querida, no puedes controlar el mundo entero.
—No intento controlar el mundo —dijo ella, aún sin mover la cabeza—. Sólo a él. Ya aguanto bastantes miradas del resto de la gente. Sólo me falta tener que soportar las suyas. Y si sabe lo que le conviene dejará de hacerlo.
Contempló un cuadro de Brueghel en el que una mujer descendía al infierno y se llenaba la cesta de golosinas. Al tío Yihad le encantaba Brueghel.
—Eso es porque son recientes, cariño —dijo el tío Yihad—. En un par de meses todo el mundo se acostumbrará a verlos.
—¿Por qué estamos hablando de las tetas de la niña? —grito mi abuelo—. Hablábamos de mí. Bajo a la ciudad a ver a mis hijos, pero ellos no me prestan la menor atención.
Lina hacía tantos esfuerzos por sofocar una carcajada que parecía una estatuilla coloreada, inmóvil.
—Maldita sea, padre —dijo el tío Yihad—. Vigile esa boca. Dejemos de hablar del café. Sabe que Farid se pondrá furioso si se entera de que usted ha ido allí, y aún más si sabe que se ha llevado a sus hijos. ¿Por qué no hacemos otra cosa? Podemos visitar a sus consuegros. No va a verlos desde hace siglos.
—A la mierda mis consuegros —replicó mi abuelo. Los labios de Lina esbozaron una sonrisa completa—. Y a la mierda Farid también. ¿Quién es el padre de quién aquí? Es él quien debería preocuparse de que yo me enfadara y no al revés. Quiero ir. Tengo setenta y un años y moriré pronto. Ésta podría ser mi última oportunidad. ¿Acaso no tenéis ni una pizca de compasión?
—Pero ¿para qué ir, padre? Sabe que lo echarán con cajas destempladas en cuanto le vean. Siempre lo hacen.
—No, no. Esta vez no. Por eso tienes que venir conmigo. Creerán que somos una familia y no me reconocerán porque iré de incógnito. —Del chaleco sacó un solideo blanco típico de los drusos y unas enormes gafas que conferían a sus ojos un aspecto hinchado, como los de un pez en una pecera pequeña—. ¿Lo ves? Parezco un campesino de las montañas.
Lina y yo nos partíamos de risa. Cuando me dejé caer en el sofá, mi cabeza chocó con la suya. Mi abuelo miró a su histérico público y empezó a bailar y a girar a nuestro alrededor para que pudiéramos admirarlo en todo su esplendor. Con una mano me palpé el chichón de la cabeza mientras con la otra me enjugaba las lágrimas de risa de los ojos.
—Venga. Vamos —dijo mi abuelo—. Por favor, llévame.
—Yo quiero ir —dije. Me senté en el sofá. Lina me observó desde su sitio—. Quiero ver al contador de historias.
—Ése es mi chico. —Mi abuelo resplandecía de satisfacción.
—Mierda —dijo el tío Yihad—, Joder, joder, joder.
Y una clara mañana de abril en Beirut los cuatro —mi abuelo, el tío Yihad, Lina y yo— nos montamos en el coche y fuimos a oír al hakawati.
—El tiempo se hacía mucho más largo entonces —dijo mi abuelo—, en los viejos días.
Íbamos en el Oldsmobile descapotable de mi tío. Mi padre lo llamaba el coche problema, pero no conseguía convencer al tío Yihad de que se deshiciera de él. Desde que teníamos la exclusiva en Oriente Medio de Datsun y Toyota, mi padre esperaba que todos los miembros de la familia condujeran un vehículo de una de esas marcas. El negocio había empezado siendo un concesionario de Renault, pero la familia había vendido los derechos para ser los vendedores en exclusiva de los coches japoneses.
—En aquella época podías contar una historia que durara un mes, pero ahora, ¿quién la escucharía? La gente lo quiere todo rápido, como si la vida misma fuera rápida.
Mi madre conducía un Jaguar. Mi padre lo pasaba por alto, porque ella siempre había llevado Jaguars. Se quejaba de que los coches japoneses eran horribles, de que la parte trasera se deslizaba a ambos lados con una especie de protuberancias montañosas que recordaban al culo gordo de una bailarina de la danza del vientre. Conducía a una velocidad increíble y declaraba necesitar un coche que respondiera bien. Mi padre insistía en que los japoneses mejoraban constantemente sus vehículos, y que éstos pronto se convertirían en los más sólidos y no sólo los más baratos.
—Os advierto, no es que este hakawati no sea un idiota —dijo mi abuelo—. Es un memo incompetente que no podría persuadir a nadie ni aunque su vida estuviera en juego, pero tampoco podemos culparlo, ¿no? Ya os digo que estamos perdidos.
Mi padre convenció al tío Yihad de que no usara el Oldsmobile para ir al trabajo, y dado que el concesionario estaba a cuatro manzanas del bloque de pisos donde vivíamos eso no constituyó ningún problema. Lo que no pudo lograr fue que dejara de llamar al coche Hedy, en honor de una actriz americana que, en opinión de mi tío, era «la criatura más bella y divina de esta tierra».
—Y luego apareció la radio —soltó mi abuelo—. Una maldición.
—Y la televisión —añadió mi tío.
—Una maldición doble. Pero ¿quién ve esas horribles historias francesas e inglesas?
—Yo —dijo Lina.
La condición que había puesto para unirse a esta expedición fue viajar en el asiento delantero y que lleváramos la capota bajada. Mi abuelo le dijo que las princesas iban siempre en el asiento trasero, a lo que ella replicó que a las princesas que hacían eso las acababan asesinando.
Al abuelo no le hizo ninguna gracia verse relegado al asiento de atrás. Había probado la táctica de la edad, en oposición a la de la belleza, pero mi hermana era conocida por su obstinación. El abuelo acabó viendo la nuca de mi hermana durante todo el viaje, mientras yo hacía lo propio con la del tío Yihad. Lina puso la radio, y cambió de la emisora que retransmitía música árabe tradicional a otra que emitía un extraño ritmo. «Get up», gritaba el cantante. La segunda estrofa sonaba a francés. El bajo era atronador. El cantante quería ser una máquina sexual.
—Apaga eso —dijo mi abuelo.
Lina no lo hizo. El tío Yihad sí.
—¿Qué gracia tiene ir en un descapotable si no podemos poner la música a todo trapo? —dijo Lina. Llevaba un lazo rojo atado como si fuera una diadema, y se apartó del parabrisas para que el viento le hiciera volar la melena, pero a la velocidad que íbamos no había mucho viento—. Deberíamos ir por las autopistas de América.
—La autovía es mejor —declaró el tío Yihad.
—¿Por qué no vais por la pista de despegue del aeropuerto? —dijo mi abuelo, imitando su tono de voz—. Aceleráis y salís volando.
Estábamos en un barrio donde yo no había estado nunca. Las calles se estrechaban, al igual que los edificios, y los coches estaban aparcados sin orden ni concierto. Coladas de tonos chillones goteaban agua desde los balcones. Macetas de barro con geranios rojos y hierbas verdes cubrían los alféizares de las ventanas. Montones de carteles superpuestos profanaban todos los muros. Algunos presentaban rasgaduras parciales por donde asomaba el póster de abajo; aparecía el ojo izquierdo de un político bajo el brazo derecho de una pelirroja casi en cueros que fumaba un cigarrillo con un eslogan que proclamaba: «Experimenta la exuberancia».
Más adelante los carteles cambiaban y se volvían más limpios y menos coloristas. Fotos de Gamal Abd al-Nasser y de Yasser Arafat, así como de otros que no reconocí. Fotos de mártires palestinos. La frase «Esta generación verá el mar» cubría un mapa de los territorios ocupados. Delante, tres adolescentes de uniforme y con pañuelos palestinos colocados con estilo sobre los hombros, alzaron los rifles para que nos detuviéramos. Uno de los adolescentes contemplaba el coche boquiabierto. Otro repasaba con la mirada los pechos de mi hermana. Quise advertirle que ella estaba muy sensibilizada sobre ese tema. Mi abuelo se inclinó hacia delante y dijo con firmeza:
—Mira hacia otro lado, jovencito.
El chico murmuró una disculpa y fijó la vista en la rueda del Oldsmobile.
—Y bien, ¿por qué nos paran unos jóvenes tan eficaces como vosotros? —preguntó el tío Yihad—. No estamos en absoluto cerca de vuestro campamento.
El mayor de los tres, que no parecía tener más de quince años, se puso firme.
—Tenemos órdenes de registrar todos los coches sospechosos que circulen por el barrio. Los israelíes van a intentar alguna maniobra.
—Cierto —dijo mi tío—. Nunca se es lo bastante precavido. Y estoy seguro de que estáis realizando un trabajo ejemplar, chicos. Tenéis cara de listos. No os rindáis. ¿Sois acaso los jóvenes leones? Formáis parte del grupo de mi amigo, Hawatmeh Ashbal, ¿verdad?
Los tres chicos retrocedieron medio paso. El mayor preguntó en voz baja:
—¿Conoce a nuestro gran líder?
—Por supuesto. ¿No habéis reconocido el coche? ¿Quién sino nuestro gran líder puede presumir de poseer un gusto tan impecable y unas maneras tan exquisitas como para ofrecer un regalo tan maravilloso a un amigo indigno como yo? Cuando pienso en él me siento abrumado. Que Dios le muestre el camino hacia la victoria.
—Oh, señor, no se menosprecie de ese modo —dijo el cabecilla. Los otros dos chicos asintieron al unísono. Todos acariciaron el coche con las manos—. Nuestro esforzado líder nunca ofrecería un coche tan magnífico a alguien que no lo mereciera. Es usted un gran hombre, señor. Su humildad supone una lección para todos nosotros.
—Eres muy amable, hijo mío —dijo el tío Yihad. Su calva cabeza osciló, como si él estuviera bajo el hechizo de una subyugante melodía—. No merezco vuestra adulación. Pero, por favor, dad mis recuerdos al gran líder y decidle... Oh, no sé, decidle que el coche es un tesoro por el que nunca le estaré lo bastante agradecido.
Los chicos nos abrieron paso y, mientras avanzábamos ante ellos, el tío Yihad se despidió con el mismo gesto que haría la realeza británica.
—Hijo mío —dijo mi abuelo.
El tío Yihad inclinó ligeramente la cabeza en señal de reconocimiento.
—Compraste el coche en Teherán, ¿no? —dijo Lina—. Lo recuerdo. Hiciste que alguien te lo trajera hasta aquí. —Echó la cabeza hacia atrás y se rió, en un intento de imitar a nuestra madre—. ¿Conoces al menos al imbécil de su líder?
—Sí —dijo mi tío—, eso sí. Es un capullo. Cada año me compra unos cuantos coches para sus colegas. Le cobro el triple del precio real y él se cree que me está timando como a un ciego. Patético, la verdad. Me parte el corazón.
—Estás malgastando tu talento, hijo mío —dijo mi abuelo—. En una era distinta, podrías haber sido el más grande, probablemente incluso mejor que el tonto de tu padre.
—Es usted muy amable —dijo el tío Yihad.
—No te pongas condescendiente conmigo —replicó el abuelo.
—No, hablaba en serio. Pero no malgasto el talento. Soy vendedor de coches, el contador de historias de los nuevos tiempos. Nos va muy bien, padre. En el último año ganamos más dinero que en todos los anteriores juntos. Al parecer he nacido para este trabajo.
—Deja de engañarte —le espetó el abuelo—. La estupidez no te sienta bien.
A mi padre no le gustaban los viejos cafés árabes. Según él, sus únicos parroquianos eran jugadores, borrachos y timadores. Supuse que todos los que nos rodeaban encajaban con la descripción porque el café se parecía mucho a todos los que había visitado con el tío Yihad. Paredes desconchadas pintadas de blanco; el aire lleno de humo de cigarrillos y narguiles. Los clientes ocupaban sillas baratas de madera con asientos de bramante. Las mesas cuadradas eran o bien de formica o de plástico blanco. Manteles a prueba de grasa y bolas de papel de aluminio salpicaban algunas mesas. Dos críos rondaban por la sala: el chico del té llevaba vasos llenos de ese humeante líquido ambarino, y el chico del carbón llevaba un brasero para rellenar las ascuas del narguile. Sobre una pequeña tarima de madera había una silla solitaria apoyada en la pared sucia. Era allí donde se sentaría el hakawati. Era allí donde mi abuelo tenía puestos los ojos.
—Estoy seguro de que usará alzas —masculló el abuelo.
—Quiero ver lo rápido que te echan de aquí.
Lina le ofreció una sonrisa, y él se rió.
Yo no podía sostener el vaso, porque quemaba demasiado, así que acerqué los labios y sorbí un trago de té. Estaba demasiado dulce. Lina también se inclinó hacia delante: recostó la cabeza sobre los brazos cruzados, en la mesa, y miró al abuelo.
—¿Crees que se le darán bien los acentos? —preguntó.
—Eres una pesada —replicó él—. Es fatal con los acentos. Ya sabías que diría eso, porque es la verdad. Es egipcio. No reconocerían otro acento distinto al suyo ni que les pateara el culo. Pero lo terrible de éste es que no sabe lo penoso que es. Incluso su acento natal es atroz; la verdad es que ni siquiera creo que sea egipcio. Suena forastero en cualquier acento.
—Como Dalida. —Di otro sorbo.
—Pero debe de ser bueno —dijo Lina—. Al fin y al cabo le han traído desde lejos.
—Nadie le ha traído hasta aquí. Lo más probable es que le paguen con un par de tazas de té. Mira si es malo. Espera y verás. Ah, aquí viene ese lerdo.
El hakawati, un hombre de unos cincuenta o sesenta años, tocado con un fez y vestido con una chilaba que le quedaba corta y estaba deshilachada a la altura de los tobillos, salió de la bulliciosa cocina. En la mano derecha portaba una espada de plástico y en la izquierda un libro destrozado. Su bigote canoso estaba encerado formando anillos brillantes. Mi abuelo lo contemplaba con desprecio, agitando los agujeros de la nariz como alguien que huele a vómito. Chasqueó la lengua. Masculló algo para sus adentros, de lo que sólo entendí la palabra «libro».
El hakawati se levantó un poco la chilaba para subir a la tarima. Caminó hasta la parte frontal e hizo una reverencia, aunque nadie había aplaudido.
—Mira cómo se pavonea ese estúpido —susurró el abuelo.
—Padre, no —dijo el tío Yihad—. Se está poniendo nervioso.
—Buenas noches, damas y caballeros —anunció el hombre.
Lina y yo nos tapamos la boca para ahogar las risas. Cultivaba las vocales, las prolongaba y les confería una inflexión pretenciosa.
—Todo el bla-bla-bla —murmuró el abuelo—. Pura exhibición.
Se volvió, y a punto estuvo de derribar el vaso del té con el codo.
—En el nombre de Dios, el misericordioso, el compasivo —empezó el hakawati.
—Ahora se nos pone religioso —se rió el abuelo con sorna.
—Alabemos a Dios, el Señor de la justicia, el Benefactor, el Devoto. Afirmo que no existe más Dios que el Único y que Este no tiene compañeros, una afirmación que salva a cualquiera que la pronuncia en el día del Juicio Final, el Día de la Religión, y afirmo que nuestro señor, Mahoma, es Su esclavo y Su profeta y Su sincero amante, que Dios rece por su alma y por las almas de sus honorables, decentes y virtuosos parientes, y por las almas de sus distinguidos amigos.
—Buf —resopló el abuelo en dirección a la mesa.
—Y así —prosiguió el hakawati—, Dios en toda Su gloria creó las historias de los primeros héroes como modelo para los fieles, como guía para los ignorantes, aviso a los infieles, y yo sólo acato los deseos de Dios al escoger el relato que voy a contaros, ya que vi que contenía el triunfo del Islam y la humillación de los miserables infieles, y busqué otras historias pero no pude hallar una que fuera más auténtica u ofreciera mejor prueba o fuera más sabia que la historia de al-Zaher Baybars, el héroe de héroes, a quien Dios prometió victorias eternas como recompensa por su inquebrantable fe. Y los gloriosos y hechizadores detalles que os relataré me fueron contados por mis maestros: Sofian, el gran hakawati de Argelia; y Nazir, el hakawati damasquino de los Hamidieh, tal y como ellos los oyeron de sus ilustres maestros, que Dios se apiade de todos ellos.
Entonces mi abuelo se levantó y la silla se precipitó con estrépito contra el suelo. El tío Yihad se cubrió rápidamente la cara con las dos manos. El abuelo señaló con el dedo a su némesis.
—Tú —vociferó. Detrás de las gafas, las líneas rojas de sus ojos parecían los poderosos ríos de un mapa—. Eres un falsario. Nunca conociste a Nazir. No eres digno ni de comer su mierda.
El hakawati se quedó sin habla, y el fez se le ladeó.
Y el abuelo reanudó el relato de su familia:
—Al igual que el lucero del alba eclipsa a cualquier otra estrella, la belleza de Murat sobrepasaba a la de todos los habitantes de Urfa. Su esplendor era tal que hacía que los poetas se lamentaran de no ser capaces de describirlo con la exactitud o los honores que merecía. Y sin embargo sus rasgos más evidentes quedaban disimulados por su humildad. Era un chico aplicado, sincero, amable y devoto, cualidades que resultaban sorprendentes en cualquier hombre, pero más aún para alguien que... ¿Cuántos años tendría? No más de diecisiete. Era el hijo que todos deseaban, pero las chicas... las chicas lo querían por esposo. Rezaban todas las noches. Hacían promesas que nunca podrían cumplir, pero al final tampoco importaba porque eran pocas las chicas de Urfa que pudieran casarse con un derviche, y eso es lo que era él.
«Como todos los jóvenes derviches de su edad, Murat debía practicar sus ritos y rituales religiosos sin descanso. Pero, a diferencia de los otros, él se tomó en serio la tarea de observar el estanque de Abraham. No era ningún Narciso. Vestido con sus atavíos de derviche —el fez en la cabeza, la falda corta y blanca por encima de los calzones—, él hacía guardia con toda ceremonia: no se movía, ni jugaba, ni charlaba con los demás chicos o transeúntes. Cuando no los vigilaba un adulto, los otros chicos se distendían, se relajaban, y actuaban como todos los muchachos. Los derviches se volvían diabólicos. Pero Murat creía que Dios estaba siempre con él y actuaba en consecuencia. Cual estatua esculpida por un maestro, el chico permanecía firme frente al estanque, observado desde las alturas por Dios, y desde el otro lado de la calle por un puñado de chicas.
«Algunas llevaban velo, pero la mayoría no. Musulmanas, cristianas, turcas, árabes, armenias y kurdas... todas se morían por ver un pedacito de cielo. Pero había una que seguía acudiendo un día tras otro. Se sabía su horario. Como no le estaba permitido acercarse a él, empezó a hablarle desde el otro lado del estanque, al otro lado de la calle, poniéndose en ridículo. Ella no seguía las gastadas normas que marca la discreción. Llegaba temprano y aguardaba con ansia a que él apareciera, las rodillas le temblaban como si dudaran de poder sostener su peso. Y cuando veía a Murat, vestido con su glorioso atuendo de derviche, ella gritaba: “¡Mírame!”. El chico era tan devoto que ni la oía ni la veía. Esa es la mayor y más profunda de las heridas que puede sufrir una chica de quince años, y ésa era la edad que tenía mi hermanastra.
»Mi padre era el sha de su reino, y, como la mayoría de shas, no tenía ni la menor idea de los cambios que se cernían sobre sus dominios. ¿Se percató acaso de la densa atmósfera de guerra? ¿Notó la tensión en el mundo? ¿Oyó acaso los estertores agonizantes del imperio? ¿Se dio cuenta de que los turcos de la ciudad empezaban a mirarlos con recelo, a él y a su familia inglesa? Sin duda, él tenía una misión que cumplir. Dios le había enviado a atender a los cristianos pobres de Urfa, y eso es lo que hacía. ¿Advirtió tal vez que las personas a las que atendía se empobrecían cada día más? Ya nadie contrataba a los armenios de la zona. ¿Cayó en la cuenta de que los accidentes entre ellos eran cada día más frecuentes? Él propagaba la palabra de Dios. Atendía a las necesidades espirituales de un grupo de gente, pero sin reparar en cómo aumentaba el terror entre ellos. ¿Notó la tensión entre turcos y armenios?
»¿Notó las tensiones en su propio hogar? ¿Vio que sus hijas crecían? No cayó en la cuenta de que Joan, su hija mayor, había entrado en edad de casarse hasta que ésta cumplió los dieciséis años y su mujer tuvo que señalar que Urfa carecía de posibles pretendientes a la mano de su hija. Él propuso esperar otro año, y si no, enviarla con la hermana de su esposa, que vivía en Sussex. Su mujer no sabía qué camino tomar. Intentó destacar que el mundo donde vivían estaba al borde de la desaparición, que la ciudad de Urfa que conocían desaparecía, que las hijas que conocían desaparecían también. Pero el doctor tenía una tarea que llevar a cabo, una tarea que significaba mucho: una tarea que le definía como persona.
»Y no prestó la menor atención a la turbada Barbara. Barbara me odiaba, igual que su hermana y su madre. Éramos casi de la misma edad, sólo nos llevábamos cinco años, así que sus insultos resultaban aún más humillantes. Lo que me sigue molestando a día de hoy es que de vez en cuando algunos chicos musulmanes se metían con ella, llamándola infiel y hereje, y ella se entristecía, lloraba sin cesar durante días, pero luego se revolvía contra mí y me llamaba huérfano bastardo. No siempre estaba melancólica. A menudo se emocionaba por una u otra cosa: un juego, un vestido nuevo que deseaba tener. Saltaba como un conejito mientras hablaba. Hablaba más rápido que nadie que yo haya conocido.
»Un día me quedé atascado en la morera. Era pequeño, debía de tener cinco o seis años. Me había subido al árbol para coger las bayas y terminé atascado en una rama, con los cuartos traseros por encima de la cabeza. Mis pies colgaban a ambos lados de la rama. Me asusté y me quedé paralizado. Me alivió ver a Barbara porque pensé que iría a pedir ayuda, pero en lugar de eso cogió una vara. No sé por qué lo hizo. Me golpeó en los pies desnudos mientras se reía. Como yo tenía miedo de caerme, y eso me impedía levantar las piernas, ella siguió pegándome con saña en las plantas de los pies. Mis gritos eran tan fuertes que Zovik acudió corriendo. Intentó quitarle la vara, y Barbara la tomó con ella. Azotó a Zovik. La golpeó una y otra vez hasta cansarse. Tiró la vara a los pies de Zovik y se metió en casa.
»Como es natural a partir de ese momento evité a Barbara. Intentaba estar lejos de ella. Y cuando empecé a trabajar, dicho empeño me costó menos aún. Antes de que viniera a pedirme ayuda, debíamos de llevar dos años sin dirigirnos la palabra, y eso que vivíamos en el mismo piadoso hogar.
»Me dijo que estaba enamorada y que debía ayudarla. Dijo que su corazón ardía y que necesitaba un mensajero, un chico que informara de sus sentimientos al objeto de su amor. No estábamos en un bonito cuento de hadas. ¿Crees que estoy loco? En mitad de su confesión di media vuelta y me largué. Pero ¿adónde podía ir? Era mi hermanastra. El segundo día se me acercó otra vez. “Debes ayudarme. No tengo a nadie más. Moriré, y será por tu culpa.” Volví a marcharme. Pasé una noche en el Masal, y a la siguiente dormí en el tejado de Mehmet. La pobre Anahid estaba enferma de angustia. En cuanto me vio me recibió a gritos. Luego fue Barbara quien me gritó. Me escapé de nuevo y estuve ausente durante dos semanas. Pero Barbara se olvidó de mí con la misma facilidad con que había recordado mi existencia. De repente dejé de formar parte de su gran plan. No intenté averiguar en qué consistía, pero cuando volví a dormir en casa, Zovik y la Pobre Anahid estaban al tanto de la historia de Barbara y Murat. Ahora bien, no olvides que en ese momento lo único que hacía Barbara era acechar a Murat, y que el pobre chico aún ni se había percatado de su presencia. Creo que se acabó enterando porque se lo dijeron los otros chicos. Fuera como fuese, ni se dignó mirarla. Y los rumores empezaron a circular. Un día un chico turco se acercó a Barbara. Si estaba ansiosa por amar a Murat, ¿por qué no podía amarlo a él? Tal vez no fuera tan bello como Murat, pero le correspondería y se esforzaría por complacerla. Horrorizada, ella abofeteó al chico y huyó a casa. Al día siguiente la abordó otro chico, y otro. Al final ella optó por no escapar y por hacer caso omiso a sus nuevos pretendientes.
»El nombre de Barbara circulaba de boca en boca por todo Urfa. Mehmet me preguntó si me había acostado con la muchacha inglesa loca. Hagop se preguntaba si era cierto que deambulaba desnuda por casa. Los chicos querían saber si su padre se acostaba con ella todos los miércoles. Como suele suceder, los ingleses, su padre y su madre, fueron los últimos en enterarse.
»Y por fin Barbara hizo lo impensable. Esperó a que Murat terminara sus obligaciones y, delante de todos los otros chicos, se encaminó hacia él y le declaró su amor eterno. Y él la escuchó. Mira, Barbara no era la chica más guapa del mundo, pero tampoco era fea. Para el chico no era una cuestión de belleza.
Supongo que se sintió halagado: no muchos chicos son escogidos así. Pero, haciendo honor a su sinceridad, le informó de que no había la menor esperanza para aquel amor. Él era musulmán, ella una extranjera. Barbara le dijo que lo único que le pedía era que la dejara observarlo. Aunque no pudiera poseerlo, aunque su destino fuera caminar a su sombra, ella moriría satisfecha.
»Al día siguiente Barbara retomó su posición y su pasión. Pero entonces él sí le prestó atención. Pronto los vieron paseando juntos. Pronto pasearon sin ver a nadie. Sólo tenían ojos el uno para el otro. Las lenguas de Urfa pronto los siguieron, y en la ciudad estalló el escándalo. Y también lo hizo en casa. Su perplejo padre intentó hablar con ella. Cuando su madre lo descubrió, azotó a Barbara y la encerró en su cuarto. La madre dejó la vara de caña junto a la puerta para que toda la casa supiera que a Barbara le esperaba otra tanda de azotes. Pero Barbara, Barbara la loca, no se doblegó. Lloró y gritó en su habitación. Al parecer, eso no fue nada en comparación con lo que le pasó a Murat. Empezó a presentarse a las guardias con ojeras y era incapaz de mantenerse erguido durante el tiempo de guardia sagrada. Descuidó los estudios del Corán. Ya no tenía tiempo para amigos. Dejó de danzar.
»¿Qué tiene el amor no consumado que convierte sus llamas en infiernos? Ni las puertas, ni los muros, ni la lluvia, ni las tormentas de arena, ni los padres, ni desde luego la religión impidieron que el chico fuera visto en determinadas noches subido en la valla de piedra, a escasos metros de la ventana del cuarto de Barbara, declarándole su obsesivo amor en verso. A ella la vieron por la calle no muy lejos de casa, mientras su madre la arrastraba por cualquier medio que tuviera a mano. “¿Por qué?”, se dice que suplicaba Barbara. “¿Por qué se me prohíbe incluso disfrutar de la simple visión de mi amado?”
»Esto prosiguió durante meses y meses. La gente comentaba que habían visto a Barbara y a Murat cogidos de la mano en las ruinas del castillo de los cruzados. Mirándose con arrobo a los ojos detrás de la gran mezquita. Admito que en una ocasión llevé a Barbara una carta de Murat. Cuando salía de casa para lavarme después de haberme pasado el día dando de comer a las palomas, él me abordó y me lo suplicó. No pude negarme. Barbara me perdonó todos los pecados pasados.
»—No puedo tenerla encadenada —dijo su madre.
»—Haz las maletas —replicó su padre—. Nos marcharemos a finales de año.
»Las hojas de mi vida familiar habían empezado a amarillear.
—En aquel entonces yo tenía once años y resultó evidente para todos desde principios de temporada que iba a ser de nuevo el año del gran palomero Eshjan. Él dominaba la guerra. Su peşenk parecía invencible. Unas cortas plumas anaranjadas se alzaban en extraños ángulos desde el extremo de su cabeza, y de ahí su nombre, Bsag, que significa «corona». Los ataques que lideraba contra otras bandadas se saldaban con un caos digno del día del Juicio Final. Participantes veteranos en esas guerras perdieron aquel año más aves que en las diez últimas temporadas juntas. La bandada de Eshjan ascendía a los cielos y descendía con el doble de pájaros. En una batalla memorable, tres palomeros perdieron sus respectivos peşenk, lo que suponía una gesta inaudita en los anales de esas guerras. La envidia se apoderó de todos. ¿Cómo lo hacía? ¿En qué radicaba su secreto? En el café Çardak, los criadores de palomas se quejaban amargamente. No era justo. La mitad ya estaba fuera de la competición, y la otra mitad no albergaba la menor esperanza de ganar. Y el gran Eshjan se reía de todos ellos.
«Cuando llegó marzo, Mehmet había perdido a casi todo su equipo. Fingía no estar disgustado, pero arremetía contra sus ayudantes con la menor excusa. Si una de sus palomas caía del cielo me pegaba por no haberla alimentado bien. Si el palomar no estaba impoluto en todo momento, se la cargaba el limpiador. Una tarde el peşenk de Eshjan atacó al equipo de Mehmet, y éste montó en cólera. La emprendió a gritos desde el tejado. “¿Cómo has podido hacerme esto? Ya no tengo con qué luchar. Se acabó. ¿Qué sentido tiene si no es humillarme?” Y, por supuesto, ése era el sentido: ése es el sentido de toda guerra.
»Y Mehmet recordó entonces que nadie espera que las guerras se libren de forma justa. Al día siguiente, tras buscar por todas partes, compró la hembra más linda de aquellas tierras. Era un truco viejo, un truco muy viejo, y el peşenk de Eshjan cayó en él. Cuando el equipo de Eshjan sobrevoló el tejado de Mehmet, Hagop, con la hembra agarrada por sus diminutas patas, levantó las manos en el aire. La paloma agitó las alas. Bsag vio el señuelo. Se alejó de su grupo, voló en círculo por encima del tejado y bajó a la repisa a investigar. ¿Es una belleza lo que ven mis ojos? Claro que una cosa es conseguir que un palomo aterrice en tu tejado y otra capturarlo, sobre todo si se trata de un palomo tan astuto como un peşenk. No puedes dejar que vea la red que se cierne sobre él, y dado que Bsag se hallaba en la repisa, no podíamos sorprenderle por detrás. Sin embargo, el ayudante primero lo intentó. Saltó con torpeza y cayó de bruces, mientras el peşenk emprendía el vuelo. El chico recibió una paliza, por supuesto.
»Pero... antes de que Bsag escapara, yo vi su secreto. Descubrí la fuente de su poder. Del pecho blanco del ave colgaba el adorno más bello que yo había visto en mi vida: una diminuta mano de Fátima de turquesa que lo protegía de todo mal.
»En el café estalló una gran pelea. Eshjan llamó rastrero a Mehmet, entre otras cosas. Mehmet le devolvió el insulto. Eshjan propinó un puñetazo a Mehmet y le partió la nariz. Mehmet fue incapaz de devolverle el golpe, porque lo sujetaron. Eshjan gritó: “Vamos a ver si lo intentas de nuevo. ¿Crees que mi macho caerá en ese viejo truco una segunda vez?”.
»Pues lo hizo. Bsag se apoyó en la repisa, pero las cosas siguieron el mismo curso que en la ocasión anterior. Cuando el ayudante primero intentó apresarlo, el pájaro salió volando. En el café hubo otra reyerta. La tercera noche, tres veteranos provistos de sus propias redes se unieron a nosotros. Todos querían que perdiera Eshjan. Esperaron a que el peşenk bajara. Lo hizo, de nuevo sobre la repisa. Nadie se movió por miedo a asustarlo. Los veteranos lo acecharon. Silbé. Silbé del mismo modo en que silbaba Eshjan, exactamente igual como guiaba a su peşenk. Ignoraba cuáles eran las señales, pero mi silbido fue suficiente para confundir al pobre pájaro. Bsag me miró, aturdido, y una red cayó sobre él. El veterano que lo capturó emitió un grito de victoria que resonó en los cielos.
»Mehmet sacó a Bsag de la red, le cortó la cabeza con un cuchillo de sierra y arrojó el cuerpo, aún tembloroso, en medio de la calle.
—Barbara se había tranquilizado. Ya tenía dieciséis años, e imaginé que estaba madurando. Me pidió que le llevara cerillas del café Masal, con la excusa de que necesitaba más de las que había disponibles en casa. No pude negarme a una petición tan nimia. Al fin y al cabo, en la casa había suficientes cerillas como para prenderle fuego, de manera que deduje que las querría para algo sin importancia.
»La tarde en que Eshjan perdió la guerra de palomas y su peşenk fue degollado, robé cien cerillas del Masal y se las di a Barbara. Ella me besó. Era la primera vez que me besaba alguien aparte de Zovik y de la Pobre Anahid. Vi cómo partía el extremo que contenía el fósforo de cada cerilla y empezaba a tragárselos. Cuando llevaba cuatro o cinco le pregunté qué hacía. Me despidió con un gesto de desprecio. Se tragó los extremos uno por uno.
»La casa despertó alarmada por el ruido de sus arcadas y gritos. La Pobre Anahid, Zovik y yo nos acurrucamos junto a la puerta y contemplamos cómo su padre intentaba examinarla, cómo su hermana intentaba consolarla y su madre intentaba hablarle. La piel de Barbara era la más macilenta que yo había visto nunca.
»—No se puede burlar al destino —susurró Zovik—. El mal cerrará el círculo.
»Barbara vomitaba sin tregua. Su hermana la sostenía. Su madre rompió a llorar. Le gritó: “Barbara, Barbara. Dime algo. ¿Qué te pasa?”. Pero no tocaba a su hija. Cuando el doctor vio las cerillas rotas debajo de la cama y diseminadas por el suelo, gritó: “Oh, no”. Su madre las vio, y la primera palabra que salió de su boca fue un estridente: “Puta”.
«Barbara vomitó un poco más.
»—No tenías por qué tomar tantas —gimió su padre.
«Estaba derrotado. Sus ojos parecían fundirse. Los de su esposa echaban chispas.
»—¿Cómo has podido hacernos esto? ¿Cómo has podido ser tan desleal? ¿Cómo has podido traicionar a tu fe? —gritó ésta.
»—Si solamente me lo hubieras dicho —murmuró el doctor—. Eres mi hija. Por ti lo habría hecho. Por ti me habría librado del bebé.
»A Barbara le costaba respirar. Su vida se evaporó delante de nuestros ojos. Se aferró a la muñeca de su padre. “No supe complacerle”, musitó antes de exhalar su último suspiro.
—Como es de suponer ese día no fui a trabajar. La esposa del doctor se volvió loca. Se metió en su habitación y empezó a hacer las maletas. «Me voy del infierno», dijo. Gracias a Dios nadie preguntó de dónde había sacado Barbara las cerillas. Pero luego la esposa del doctor se dirigió a mí y me gritó: «Tú vives, aunque estarías mejor muerto. Te quiero fuera de esta casa». Se abalanzó hacia mí, pero la Pobre Anahid se interpuso entre ambos. La esposa del doctor abofeteó a la Pobre Anahid y se retiró a su cuarto.
»La Pobre Anahid me envió a nuestra habitación con instrucciones de no salir pasara lo que pasase. Estuve allí encerrado durante tres horas y oí toda clase de cosas que sucedían en la casa. Luego llegó uno de los ayudantes del palomero. Creí que venía a pedirme que fuera a trabajar, pero dijo a Zovik que Mehmet ya no necesitaría mis servicios. Mehmet también había sugerido que me marchara de la ciudad porque Eshjan había jurado matarme ante cuatro testigos. Le habían dicho que fui yo quien silbé, quien capturé a su peşenk y lo maté con mis propias manos.
»No era verdad, desde luego, pero ¿quién iba a creerme? No conseguiría convencer a Eshjan. Y si lo hacía, tal vez entonces quien me matara fuera Mehmet. Estaba en un lío. Zovik y la Pobre Anahid sollozaban en nuestra habitación. La esposa del doctor lloraba en la suya.
»Zovik y la Pobre Anahid decidieron que yo debía partir lo más pronto posible. Estaban desesperadas y no sabían adonde enviarme. Les dije que tal vez yo conociera a alguien que podía ayudarme. Salimos del cuarto en silencio, recorrimos de puntillas el pasillo con la esperanza de no ser vistos, y fuimos a ver a Serhat Effendi. El effendi dijo que yo debía marcharme lejos. Tenía un primo destinado en El Cairo. Hacía tiempo que no se escribían y no estaba seguro de su localización exacta, pero en cuestión de un mes podría averiguar su dirección. La Pobre Anahid le dijo que no disponíamos de un mes. Él replicó que debía irme a El Cairo de todos modos. No tendría muchos problemas para encontrar a su primo, ya que no podía haber muchos turcos viviendo allí. Me dio una carta y dinero para comprar los billetes de tren y de barco.
»Lo único que yo sabía de Egipto era que Abraham, Moisés y Agar se habían marchado de allí para no volver nunca. Ya en casa, la Pobre Anahid recogió mis escasas ropas. “No puedes ir a El Cairo —dijo ella—. ¿Cómo vas a encontrar a su primo? Es una locura.” “¿Y tú crees que un turco acogerá a un huérfano armenio sólo porque se lo ha pedido su primo?”, dijo Zovik. “Debes viajar a algún sitio seguro —dijo la Pobre Anahid—. Beirut. Ve a Beirut. Busca a los cristianos. Vete a un monasterio. Allí te darán cobijo y comida.” Yo sabía aún menos cosas sobre Beirut.
»Me despedí de Zovik y de la Pobre Anahid.
»—No me despedí de mi padre —me dijo el abuelo—. Vine a Beirut y creé nuestra historia.
El frío me estremeció y me acurruqué más cerca de la estufa. El abuelo apuró el té amargo, un remedio para sus problemas de estómago.
—Cuando ya no esté en este mundo —dijo el abuelo—, y te pregunten si me creíste, ¿qué les dirás?
Creo que no esperaba respuesta. Se sentó junto a la estufa, con aspecto derrotado. Las perneras del pantalón estaban vueltas de forma que podía ver sus espinillas pálidas, sin vello.
—Ahora tienes once años —dijo él—, como yo entonces... —Su voz se difuminó en la nada antes de susurrar—. Ahora sabes quién soy.
Quitó la tapa de metal de la estufa con ayuda de la espátula y arrojó la colilla. Se incorporó despacio, con un crujir de huesos, y se dirigió a su cuarto. Al salir me entregó un viejo pañuelo blanco.
—Eres sangre de mi sangre —dijo—. Esto es para ti.
Envuelta en el pañuelo había una joya, una diminuta mano de Fátima de turquesa con restos de sangre negra y parda incrustados en sus garras.
Capítulo 5
El palacio entero hervía con las historias de la llegada de Fátima. Algunos decían que la esclava había vuelto en una alfombra voladora, que ascendió de nuevo a los cielos después de dejar a la viajera. Fátima habría regresado con una manada de elefantes enjoyados. La acompañaba una banda de bandoleros o un millar de yinns. Llevaba una corona de rubíes. Vestía una túnica de oro.
El emir y su esposa interrumpieron su desayuno en la terraza y se apresuraron a entrar en palacio. El visir y los cortesanos estaban congregados en torno a Fátima en la sala del trono. Fátima saludó al emir y a su esposa con la cortesía debida. El emir no se percató del cambio, pero su esposa se dio cuenta, no sin cierta aprensión y desasosiego, de que la mujer que se hallaba ante ellos había dejado de ser una esclava. Sus reverencias eran demasiado perfectas. El emir insistió en que los regalara con el relato de sus aventuras, y eso hizo ella, aunque permitiéndose algunas omisiones: aventuras, sí; atribuciones, no.
—¿La curandera podrá echarnos una mano? —preguntó la esposa del emir.
—Por supuesto. Me dio el remedio.
—¿Y qué me cuentas del inframundo? ¿Penetraste en los dominios de Afreet-Yehanam y éste te devolvió la mano? —preguntó el emir.
—Creyó que me la había ganado.
—Eso es absurdo —se mofó el emir.
—Sucedió tal y como lo he contado —replicó Fátima.
—¿Estás segura? —insistió el emir—. Nadie pone en duda tu valor, Fátima. No hay necesidad de adornar la historia.
—Llegó en una alfombra mágica —dijo uno de los cortesanos—. Yo la vi. Descendió de los cielos.
—El inframundo no se encuentra en las alturas —dijo el visir—. Ningún hombre ha descendido nunca a la guarida del demonio y ha vivido para contarlo. Este cuento es una mentira. Propongo que la esclava nos ofrezca alguna prueba de su exótico viaje.
—¿Estáis dispuesto a aceptar una apuesta? —preguntó Fátima—. Si os proporcionara dicha prueba, ¿entregaríais todo lo que lleváis encima en este momento?
El visir accedió. Fátima se acercó la palma de la mano izquierda a la cara y sopló. Surgió un polvo rojo, que creció hasta formar una nube que flotaba sobre ella. El diablillo Ismael salió corriendo del polvo. Le siguió su hermano Isaac, y ambos fueron hacia el visir.
—Me pido todo el oro —dijo éste.
El aliento de Fátima se convirtió en polvo anaranjado antes de que rozara su mano, y de él saltó Ezra. Jacob salió gritando: «Las joyas son mías». Job no estaba de acuerdo. «Te digo que son para mí.» La polvareda siguió girando sobre la mano de Fátima; luego se volvió azul, y de ella salió Noé seguido de Elías. Violeta. Adán fue el último.
—Debo recobrar el aliento —dijo Fátima.
Los ocho diablillos se encaramaron sobre el visir, lo desnudaron y le quitaron todas sus pertenencias. Lo dejaron desnudo, pasmado del susto.
Fátima sopló de nuevo y apareció un polvo blanco. Los geniecillos se sumergieron en la nube y se desvanecieron.
—Creo que ha sido prueba suficiente —dijo ella.
Brindó una sonrisa perezosa al emir y se alisó las arrugas de la túnica con las palmas de las dos manos.
Cuando llegué al hospital por segundo día mi padre estaba sentado en la cama, con la espalda apoyada en unos almohadones y unos fabuladores blancos prendidos del pecho; sonreía, Poniendo todo su empeño en lucir una imagen jovial y despreocupada. Se había vuelto a evitar toda mención a lo impronunciable. Su rostro aparecía pálido y fatigado, pero sus ojos recorrían la habitación como si los manejara una fuerza distinta. Lina dejó a un lado su debilidad y sus recelos y adoptó con éxito el papel de tía Mame.
—Hoy será un día memorable —dijo en tono cantarín—. Deberíamos llamar al restaurante para pedir. Corremos el riesgo de que se queden sin cordero.
Eran las nueve y media. La luz del sol no tardaría en colarse por el suelo y llenar la habitación, recalcando la redundancia de los fluorescentes.
—Creo que no hará falta.
Aunque mi padre no había usado la mascarilla de oxígeno en toda la mañana, la sostenía en la mano.
—No podemos faltar a la tradición sólo porque estemos aquí. Pediré al restaurante que no echen sal, y, si no es posible, tendrás que comer sólo un poco. No vamos a celebrar el Eid al-Adha sin cordero.
—Creo que no sería adecuado encargar comida —dijo mi padre—. Estoy seguro de que Samia nos enviará parte de la suya cuando terminen. Se ofenderá si la encargamos fuera.
—No tiene por qué enterarse —repuso Lina—. Tal vez se olvide de nosotros, y, si no es así, ¿de verdad tenemos que comer lo que nos mande? ¿No podemos disfrutar de un buen cordero para variar?
—No seas mala. Si tenemos alguna tradición que conservar es precisamente que siempre lo hemos celebrado juntos, con la comida hecha por Samia.
Me dirigí a la puerta corredera de vidrio, vi una astilla de sol prendida de un edificio al otro lado de la calle. El inmueble más nuevo tenía un aspecto colosal si se lo comparaba con la casita de persianas podridas, como dos hermanos incompatibles con genes distintos.
El emir y su esposa arrastraron a Fátima a sus aposentos privados para conocer más detalles sobre el remedio.
—La curandera afirmó que el problema radica en las historias —dijo Fátima—, en los cuentos que elegís. A su majestad le complacen los relatos de amor, y por eso tenéis doce hijas. A las chicas les encantan las historias de amor, mientras que los chicos prefieren las de aventuras. La próxima vez que hagan el amor asegúrense de contar una historia de aventuras en lugar de una romántica.
—Pero yo adoro las historias de amor no correspondido —dijo el emir—, de sufrimientos exaltados. Amo el deseo y los obstáculos que los amantes deben superar. No me complacen las historias de matanzas, mutilaciones, donde los personajes se empeñan en demostrar quién es el más fuerte. Me resultan desesperadamente aburridas.
—Pero los relatos de aventuras son iguales que las historias de amor —arguyó su esposa—. Da lo mismo; esta noche debéis contarme una historia de aventuras. Nos lo han recetado. Es tan emocionante. Oiré un cuento nuevo. No os ofendáis, querido, pero vuestras historias se han vuelto un poco rancias últimamente: recuerdan más al zumbido de moscas inquietas que al aguijón de los mosquitos. Ardo en deseos de aventuras.
Aquella noche, después del coito, la esposa del emir exigió su cuento.
—Nada de romance —recordó ella—. Nada de amantes desventurados. Quiero una historia que haga vibrar un órgano que no sea el corazón.
—Una historia sexual, entonces —dijo el emir.
—No, quiero muerte y destrucción. Quiero héroes viriles que se impongan al mal. Al menos una ciudad debe quedar en ruinas. Quiero un hijo varón y vos también.
—¿Héroes viriles? ¿Qué me decís de héroes devotos? Esperad. Esperad. Ya sé qué historia contaros. Ahora lo sé. Escuchad.
Y el emir empezó así su historia:
En el nombre de Dios, el misericordioso, el compasivo.
Tiempo ha, mucho antes de nuestros días, el rey de Egipto, gobernante de las tierras del Islam, vivía abatido porque el desorden amenazaba a su reino. Los cruzados medraban por la costa, comportándose como si aquellas tierras fueran suyas. En los corazones de los administradores del reino predominaba la corrupción y la perfidia. Los forasteros podían sobornar, burlar y engañar a cualquier oficial de su elección. El rey Saleh lloraba de vergüenza, ya que sabía que si no gobernaba con más inteligencia, su bisabuelo Saladino, el gran héroe kurdo que aplastó a los cruzados y unificó las tierras, no lo admitiría en el paraíso. El rey Saleh veía cómo la corrupción desgajaba poco a poco sus dominios y los pudría.
Una noche el buen rey tuvo un sueño turbador. Convocó a los sabios de su reino, a filósofos, jueces y poetas.
—Escuchadme. Quiero saber si la de anoche fue una noche propicia para los sueños.
Los sabios replicaron:
—Desde luego, majestad. La última noche el cielo lució despejado. Era el decimoséptimo día del mes. La luna no estaba empañada.
—Me hallaba perdido en el desierto, indefenso, rodeado por un millar de hienas. Pero se alzó una nube de polvo y de ella surgieron setenta y cinco magníficos leones. Los leones atacaron a las hienas y, en un feroz combate, los grandes aniquilaron a sus enemigos y limpiaron el desierto de alimañas. ¿Qué significa este sueño?
Y los sabios dijeron:
—Señor, las hienas son los infieles y descreídos que os desean mal. Los leones son los valerosos guerreros que os protegerán. Es imprescindible que compréis setenta y cinco esclavos para salvar el reino.
El rey informó al tratante de esclavos más honesto de la ciudad de que necesitaba setenta y cinco jóvenes musulmanes dignos de un rey y de la vida palaciega: veinticinco debían ser circasianos, veinticinco georgianos y veinticinco azeríes. El tratante dijo:
—Pero majestad, no tenemos nada parecido en la ciudad. Habría que visitar los grandes mercados de esclavos cercanos a sus tierras para conseguir un pedido de este tamaño. Tengo buen ojo para los esclavos y un oído aún más hábil para las distintas lenguas, pero no soy ya el hombre adecuado para un encargo así. Los últimos años han sido difíciles para mi negocio, y he acumulado muchas deudas. Estoy casi seguro de que si emprendiera el viaje, mis deudores me detendrían y confiscarían mis pertenencias, ya fueran esclavos o dinero. Antaño fui célebre y próspero, pero mi fortuna se ahogó en el mar Rojo y se perdió en una tormenta de arena en el Sahara.
Y el astuto visir del rey preguntó:
—Maestro tratante de esclavos, ¿podría poner a prueba tu oído? Por mi forma de hablar, ¿serías capaz de adivinar mis orígenes?
—Seguro, mi señor. Vuestro padre es turco y vuestra madre es marroquí.
El rey supo que tenía al hombre adecuado para la empresa. Ordenó a sus ayudantes que redactaran un decreto diciendo que el tratante trabajaba para el rey y que nadie debía interferir en su camino, y añadió que todas sus deudas podían cobrarse del tesoro real. Ordenó al tesorero que entregara al hombre el precio de los esclavos y que apartara una cantidad para compensar la labor del tratante, que le sería abonada cuando entregase la mercancía. Ordenó a los sastres que confeccionaran un atavío mejor para el tratante, así como setenta y cinco bellos trajes para los esclavos.
—Pero tengo una petición más —dijo el rey—. Quiero un chico más.
La audiencia del rey estaba perpleja, ya que éste parecía hablar mecánicamente, como si recitara una lección divina.
—Un chico que sea inteligente, fuerte, precoz e ingenioso. Que se sepa el Corán de memoria. Que posea un bello rostro. Entre sus ojos deberán apreciarse las marcas de un león. En la mejilla izquierda deberá tener una peca de color rojo. Y debe responder al nombre de Mahmoud. Si le encuentras a lo largo del viaje, tráelo, porque él es el elegido.
—Mi querida Salwa —exclamó mi padre cuando mi sobrina entró en la habitación del hospital—, ¿qué haces aquí? Hoy es fiesta. ¿No deberías estar en casa, relajada, con tu marido?
—Por el amor de Dios, ¿dónde íbamos a estar en un día como hoy? —dijo Salwa, mientras su marido aparecía tras ella.
Mi padre se puso radiante al ver a Hovik. Me pregunté cuánto tardaría en mofarse de su condición armenia. No mucho. Hovik pertenecía a una familia que llevaba cuatro generaciones en Beirut, y de los cuatro idiomas que hablaba el armenio era el que menos dominaba, pero mi padre nunca pudo resistirse a la tentación de burlarse de sus orígenes. Mi padre siempre se dirigía a él en el dialecto libanés lleno de incorrecciones gramaticales por el que eran famosos los primeros inmigrantes. Y a Hovik le encantaba.
Después de acomodar a Salwa en la butaca, fue a darle un beso a mi padre y contestó a sus preguntas en un mal dialecto, mezclando el género de los sustantivos y sonriendo al hacerlo. Parecía muy joven en comparación con mi padre, cuyas arrugas cruzadas, las que no quedaban ensombrecidas por su enorme nariz, se multiplicaban cuando se reía.
—Vete a casa —le dijo mi padre, usando el femenino.
—Estoy en casa —contestó Hovik.
A oídos del emir de Bursa llegó la noticia de que un tratante de esclavos que venía con un decreto del rey Saleh había entrado en la ciudad. El emir preguntó al comerciante el motivo de su llegada, y éste le explicó el encargo del rey Saleh. El emir le dijo:
—Considérate mi huésped durante tres días, para que puedas descansar y recuperarte. Puedes probar en los mercados de esclavos de la ciudad, aunque no creo que posean todos los chicos que andas buscando. Cuando hayas recobrado las fuerzas, puedes viajar a los mercados que hay más al norte.
El comerciante agradeció al emir su generosidad.
El segundo día, tras terminar las oraciones de la mañana, el tratante oyó un ruido seductor. ¿Se trataba del zumbido de abejas madrugadoras o del zureo lastimoso de las palomas? Su corazón se inundó de aquel débil murmullo. Lo siguió hasta alcanzar uno de los patios de palacio. Alrededor de un resplandeciente estanque se hallaban chicos leyendo el Corán, y el sonido embrujó al tratante. Un chico azerí llamado Aydmur rompió el encanto diciendo:
—¿Qué podemos hacer por usted, señor?
Y el comerciante respondió que era huésped del emir y les preguntó quiénes eran.
—Somos esclavos del emir más poderoso. Circasianos, georgianos y azeríes. Todos musulmanes. Cada uno de los setenta y cinco que formamos el grupo es el vástago de un rey, de un famoso guerrero o de un emir, pero el destino ha decidido convertirnos en esclavos.
A la hora del almuerzo el tratante dijo al emir:
—Mi señor, cuando ayer os dije que el rey Saleh deseaba adquirir una partida de esclavos, vos contestasteis que me sería imposible hallarla en esta ciudad. Y sin embargo he encontrado exactamente lo que buscaba en el patio de vuestro propio palacio.
La luz abandonó el rostro del emir y sus facciones se ensombrecieron.
—Dije que no podías encontrar un grupo así que estuviera en venta. Esos chicos me pertenecen y no deseo separarme de ellos. Están destinados a convertirse en mi guardia personal.
Al tratante le dio un vuelco el corazón, ya que las palabras del emir no admitían discusión.
Aquella noche el emir se sobresaltó en mitad de un sueño. Sintió que una mano le tocaba el pecho, y ante él apareció el rostro del destino. La mano se transformó en una piedra, y el corazón se le tensó. Su respiración se hizo trabajosa. No conseguía hacer acopio de fuerza suficiente para mover un solo músculo y su alma pugnaba por escapar del cuerpo. Y el rostro le dijo:
—Deja que partan mis esclavos.
La piedra volvió a ser una mano y el emir recobró la respiración. El rostro se desintegró, y mientras desaparecía, dijo:
—No aceptes ningún precio inferior a setenta y cinco mil dinares. Exige primero ochenta y cinco mil, y confórmate luego con setenta y cinco.
Antes de vestirlos con la ropa nueva, los chicos fueron enviados a los baños. Mientras se lavaban, el esclavo Aydmur advirtió en un rincón la presencia de un chico enfermizo y solitario a quien el vapor de la sala le impedía respirar bien. Aydmur el azerí preguntó:
—¿Puedo ayudarte en algo?
Y el chico enfermizo dijo:
—Me siento débil. Mi señor está en esta sala y debo esperar aquí aunque el aire sea demasiado denso.
A Aydmur le dolía el corazón al ver el sufrimiento del muchacho y rompió a llorar. Cuando el tratante de esclavos preguntó a Aydmur por qué estaba triste, el esclavo dijo:
—La visión de ese chico sufriendo me hiere el alma.
El tratante preguntó al chico cómo se llamaba, y éste dijo:
—Mi nombre es Mahmoud.
—¿Conoces el Libro de Dios? —preguntó el comerciante.
—He memorizado el Corán —respondió el chico.
El muchacho tenía una marca de nacimiento en la mejilla izquierda, pero ésta era azul en lugar de roja. El tratante titubeó y luego dijo:
—Eres un chico débil que no debe de servir de mucho. Tu dueño debe de considerarte una carga sin valor.
La cara de Mahmoud se llenó de vida.
—No soy en absoluto un ser indigno —dijo. Las marcas del león aparecieron en el puente de la nariz—. Soy hijo de reyes. —La peca azul se volvió roja—. Valgo más de lo que un hombre grosero puede pagar.
—Entonces doy gracias a Dios, el misericordioso, de que mi rey no sea un hombre grosero —dijo el tratante, y suplicó a Mahmoud que le perdonara. Luego fue a ver al dueño de Mahmoud, un persa, y le pagó por el chico. Puso a Mahmoud en manos de Aydmur y le dijo—: Ocúpate de tu hermano y lávalo. Cuando esté limpio, vístele con este traje. Nuestra misión ha terminado. Iniciaremos el viaje de regreso en cuanto salgáis de los baños.
La tía Nazek y sus hijas fueron las siguientes en llegar. Mi padre preguntó por qué no estaban en casa, de celebración, pero no pudo disimular su alegría. La tía Nazek fingió sorprenderse ante su sorpresa.
—Estamos aquí para desearte un feliz Eid —dijo a mi padre—. Venimos todos. Creía que lo sabías.
—Yo no he venido a desearle un feliz día. —Su hija May se inclinó para besar a mi padre—. He venido a por mi moneda.
Mi padre se rió.
—Si tuviera una, no se la daría a nadie más que a ti.
—Bueno, en ese caso será mejor que tengas una. —May abrió el monedero, sacó unas monedas y se las dio a mi padre.
—¡Por Dios! ¿Dónde las has encontrado? Hace veinte años que no veía ninguna.
Fátima entró en la habitación envuelta en un halo de pompa y perfume, me abrazó y se sentó en la cama al lado de mi padre. Como había perdido al suyo a edad muy temprana, trataba al mío como si lo fuera, y él sentía por ella una adoración especial. Pasó un brazo por debajo del cuerpo del enfermo, lo abrazó y apoyó la cabeza en su almohada, aplastándose el delicado peinado. Mi hermana se unió a ellos por el otro lado. Cogió una de las monedas, la levantó hacia la luz y la examinó como si se tratara de un diamante perfecto en lugar de una pieza que había perdido cualquier valor después del cambio de moneda.
—Antes se podían comprar tantas cosas con esto —dijo a su hija—. No como hoy, que no se puede comprar nada ni con miles de libras.
—No hagas caso a tu madre —dijo Fátima—. Quizás hubo quien era capaz de comprar cosas con una moneda como ésa, pero desde luego no era tu madre. Sólo le gusta disimular.
—En mis tiempos me sentía orgulloso si ganaba esto en un día —añadió mi padre.
La tía Samia llamó a la puerta y entró acompañada de su hija, la pequeña Mona.
Lina le mostró la moneda.
—Mira.
—Oh, Dios mío. —Mona sonrió—. Feliz Eid al-Adha. Mira, madre, una cuarta. ¿Te acuerdas de ellas?
—Desde luego —contestó la tía Samia—. ¿Crees que estoy lela? ¿Dónde están los chicos? —Miró a derecha e izquierda, como si sus hijos pudieran estar agazapados en los rincones—. Escucha —dijo dirigiéndose a Lina—. Ya he hablado con el guardia, así que no me vengas ahora con problemas. Hoy es Eid al-Adha y vamos a celebrarlo aquí. Pero ¿dónde están todos?
Al principio no comprendí de qué hablaba. Pensé que estaba igual de rara que siempre. Incluso mi padre, que la entendía mejor que nadie, se perdió en su discurso.
—Tus hijos están en casa, como tiene que ser, esperando la comida —dijo mi padre—. Están con sus respectivas familias, querida.
—No seas idiota, hermano. No podemos traer aquí a los niños. Esto es un hospital. Los consuegros se encargan de ellos.
La esposa de Chapuzas entró y saludó a todo el mundo, y luego apareció el marido de Mona. Hafez, su esposa y su hijo mayor fueron los siguientes. La tía Samia dijo: «Tengo que sentarme. No pienso comer de pie», y entonces mi padre comprendió. Se sonrojó. Parecía extático.
El convoy entró en Damasco, donde su gobernante, Issa al-Nasser, dijo al tratante de esclavos al ver a los circasianos:
—Esos chicos tienen más aspecto de mujeres que de hombres —y cuando vio a los otros, añadió—: Estos están un poco mejor —y cuando vio a Mahmoud—: Este está demasiado enfermo. ¿Por qué no le abandonas por el camino y te ahorras un peso?
Por la mañana, cuando salían de Damasco, uno de los deudores del tratante le detuvo.
—Me debes cien dinares —dijo el hombre—, y no permitiré que te marches sin satisfacer la deuda.
El hombre le dijo:
—Hermano, déjame pasar sólo por esta vez. Me hallo cumpliendo una misión urgente para el rey. Poseo un decreto real. Cobrarás tu dinero, pero aprende a esperar.
—Entonces me quedaré con este chico hasta que reciba lo que se me debe.
El nuevo propietario de Mahmoud lo llevó con su esposa, llamada Wasila, que era la mujer más malvada del mundo, tan malvada como siete avisperos de abejas africanas. Ésta observó al chico enfermizo.
—No parece muy fuerte, pero servirá. —Y empezó a asignarle las tareas más difíciles: llevar el mortero de una habitación a otra, limpiar el exterior de la casa, curarle los callos y juanetes de los pies. El estado de salud de Mahmoud empeoró, pero Wasila no cedía—. Morirá pronto de todos modos —se le oía decir—así que ¿por qué no aprovecharme un poco de su breve paso por el mundo?
Y el muchacho escapó. Huyó al desierto. Aquella noche, la vigésimo séptima del Ramadán, el mes sagrado, Mahmoud se tendió sobre la arena listo para morir. Llevaba mucho tiempo enfermo. Estaba hambriento, sediento y solo. Pero pasaban las horas y ni se dormía ni moría. Cuando habían transcurrido dos tercios de la noche, el cielo abrió sus puertas por deseo de Dios y ante los ojos de Mahmoud apareció una bóveda de luz purísima. La luz alumbró la tierra desde los cielos. Pudo ver todo lo que lo rodeaba a leguas de distancia. No oyó sonido alguno: ni el canto de un gallo, ni el ladrido de un perro, ni el crujido de un árbol. Era la auténtica Noche del Destino. El chico se puso en pie con dificultad y proclamó hacia el cielo:
—Escuchadme, oh Señor. Ruego Vuestro perdón y suplico Vuestra compasión. Os suplico, a Vos, Todopoderoso, en honor de esta noche sagrada y propicia, que me concedáis este deseo. Hacedme rey. Dejad que gobierne Egipto y las tierras de Levante, y el resto de territorios del Islam. Bendecidme con victorias sobre Vuestros enemigos y los míos. Plantad entre mis hombros la resolución de cuarenta hombres y yo sembraré Vuestra voluntad en esta tierra. Nombradme Vuestro rey. Nombradme Vuestro servidor. Vos sois el cedente. Vos sois el poderoso. Vos sois el compasivo. No hay otro Dios aparte de Vos.
Y el chico se curó.
A la mañana siguiente Mahmoud regresó con su ama, Wasila, y le pidió perdón por haber huido.
—El perdón no habita en mí —dijo Wasila—, ni tampoco compasión, así que no me la pidas.
Agarró al muchacho de una oreja, lo arrastró hasta el patio y le ató a una estaca. Primero le abofeteó en la cara, luego le pegó. Pero decidió que no era castigo suficiente. Encendió una hoguera y de ella sacó un palo en llamas para azotarlo con él. Pero Dios envió a su cuñada, Latifah, a su puerta. Cuando entró Latifah, Mahmoud gritó:
—Estoy a vuestra merced, señora, porque soy vuestro vecino.
Latifah vio al chico y suplicó a Wasila:
—Perdona a este chico. Hazlo por mí.
—Ni le perdono ni deseo hacerlo —repuso Wasila—. ¿Quién eres tú para interferir en mis asuntos?
Sitt Latifah se enfadó. Desató al muchacho y le llevó a su casa. Y convocó a un notario y a dos jueces.
Cuando su hermano se presentó a reclamar al chico, Sitt Latifah le preguntó delante de testigos:
—¿Has comprado a este chico?
Y él respondió:
—No. Lo tengo como garantía. Su dueño me debe cien dinares y no le soltaré hasta que reciba lo que es mío.
Sitt Latifah pagó a su hermano los cien dinares.
—Ahora el chico me pertenece. —Se volvió al juez y a los notarios—. Preguntad a este hombre, que es mi hermano, si poseo algo suyo que hubiera pertenecido a nuestra madre o a nuestro padre.
Así lo hicieron, y el hermano repuso que nada de ella le pertenecía a él.
—Tomen nota de esto —dijo Sitt Latifah—, ya que no deseo que él o su mujer vengan a reclamarme nada en el futuro. Tomen nota de esto, y denle el carácter de vinculante. Todo mi dinero, todo lo que es mío, todo lo que poseo y lo que alcanza mi mano, pertenecerá a este chico cuando yo abandone este mundo. Si Dios me reclama, partiré con sólo una prenda de ropa, y el resto permanecerá en manos de este muchacho al que desde ahora acepto como hijo. Lo llamaré Baybars, el nombre de mi difunto hijo, porque se le parece. De todo lo que he dicho, ustedes son testigos.
Anwar, el hijo de Samia y Chapuzas arrastraron una camilla repleta de bandejas de comida al interior de la habitación, obligándonos a todos a apretarnos más. El aroma de cordero asado derrotó al instante los olores medicinales que flotaban en el ambiente. Lina iba a decir algo, pero se contuvo, abrumada y vencida.
—No, no —dijo la tía Samia—. Dejadla fuera. Aquí dentro no cabe. Estamos esperando a más familiares. Podemos servirnos solos.
—¡Cuánta comida! —dijo la tía Nazek.
—Somos muchos —replicó la tía Samia—. ¿Y qué pasa con los demás pacientes? ¿Quién les traerá cordero en el Eid al-Adha?
—Mi querida Samia —dijo mi padre—, ¿qué has hecho? ¿Piensas celebrar el Adha aquí? ¿En una habitación de hospital?
La tía Samia parecía confusa e insegura.
—Pues claro que sí —intervino Lina—. Como no podemos llevarte a su casa, ella te trae la casa hasta ti.
—Exactamente —dijo la tía Samia—. ¿Qué te habías creído? He traído incluso la vajilla de porcelana y la cubertería de plata. No pienso tomar la comida del Adha en platos baratos. ¿Sabes lo que han tardado los chicos en traerlo todo hasta aquí? Dos corderos cociné. Sin una pizca de sal. Eres mi hermano. Por ti, y sólo por ti, me abstengo de echar sal a la comida. Bueno, ¿dónde está el resto de la gente?
Baybars se convirtió en el bienaventurado hijo de Sitt Latifah y ella lo idolatraba. Un día, mientras madre e hijo paseaban por el zoco, Baybars se quedó prendado de un arco. El mercader le preguntó si le gustaba, a lo que el chico respondió que era magnífico. El mercader dijo que el artesano que hizo ese arco había sido un héroe famoso doscientos años antes; que el arco había pasado por las manos del gran Saladino, nada menos; y que ahora dicha obra maestra estaba a disposición de Baybars a cambio de la insignificante suma de dos dinares.
—Apreciado señor —dijo Baybars—, esto es una ganga. Es el instrumento más bello que he visto en mi vida.
Sitt Latifah se rió.
—¿Se ríe de mí, querida señora? —dijo Baybars, sonrojándose.
Y Sitt Latifah contestó:
—No, hijo mío, me río del destino.
Ella se retiró el velo y el mercader agachó la cabeza al verle el rostro.
—Mi señora —dijo éste—. Aceptad mis disculpas, por favor. No lo sabía.
Latifah hizo caso omiso al vendedor y habló a su hijo:
—Este arco no es digno de ti. Es barato, sus acabados son pésimos, y es difícil de dominar. Ningún guerrero lo ha tocado ni lo tocará nunca. Ven, permíteme que te muestre tu destino.
Cuando llegaron a casa, Sitt Latifah guió a Baybars a través del patio. Se detuvo frente a una puerta y la abrió con una llave que sacó del escote. Baybars vio una sala con cientos de arcos y miles de flechas, suficientes para armar a todo un ejército. Cogió el primer arco que vio y se percató de que había sido un ingenuo. El mercader había mentido. Y su madre dijo:
—Me llaman Latifah la arquera, porque mi padre fue arquero y antes lo fueron mi abuelo y el padre de éste. Todos los héroes de nuestro mundo venían a Damasco a comprar arcos fabricados en nuestro taller. Y tú, glorioso Baybars, te hallas ahora en su hogar. —Sitt Latifah abrió los brazos dándole la bienvenida a la sala—. Esto es tuyo ahora. Todo te pertenece, pero creo que deberías escoger un arma en concreto y hacerla tuya.
Al principio Baybars se fijó en los arcos, pero tras mirar a su alrededor vio dagas, lanzas y espadas que relucían con brillo y belleza celestiales. Había una espada damasquina de aspecto común, que no llamaba la atención. Al cogerla, él reparó en su exquisito acabado. Cuando se la prendió al cinturón, la espada irradió calor en su vientre.
Una mañana Baybars vio a otro chico que subía un cubo por una escalera que estaba apoyada contra el establo. El chico entró por una portezuela alta y Baybars le siguió. Vio cómo el chico ataba una cuerda al mango del cubo y le preguntó qué estaba haciendo.
—Tengo que dar de comer a al-Awwar —contestó el chico—. No permite que nadie entre en el establo, así que la única forma de alimentarlo es bajarle la comida desde aquí.
Baybars se asomó y vio un imponente caballo negro azulado que resoplaba y relinchaba mientras piafaba mirando el suelo
—¿De verdad tiene un solo ojo? —preguntó Baybars.
—No —respondió el chico—. Su vista es tan aguda como la de un halcón. Se llama al-Awwar porque tiene una marca blanca sobre un solo ojo. ¿La ves?
—Sí, y el bigote también es blanco.
—Cierto —dijo el chico—, pero no te rías de él o se enfadará mucho. Está muy orgulloso de su bigote. ¿Ves esas curvadas líneas blancas que le surcan el lomo? La señora dice que el trazado de esas líneas refleja exactamente el curso de los ríos Eufrates y Nilo.
—Entonces éste es mi caballo —dijo Baybars—. Yo lo montaré.
El chico informó a Baybars de que nadie podía montarlo, pero Baybars desató la cuerda del cubo y se la anudó alrededor de la cintura.
—Deja que baje y ya verás.
El chico sujetaba la cuerda mientras Baybars descendía despacio ante la atenta mirada de al-Awwar. El caballo emitió un gruñido ronco, retrocedió y luego atacó. Baybars se apresuró a encaramarse por la cuerda al verse en peligro. La cabeza de al-Awwar golpeó las nalgas de Baybars, que empezó a oscilar como el badajo de una campana. Pidió ayuda. Al-Awwar le contemplaba con cara de estar divirtiéndose. Cuando Baybars estuvo a salvo en lo alto del establo, asomó la cabeza y dijo estas palabras:
—Volveré.
Aquella misma tarde llegó a la casa un sargento del ejército que respondía al nombre de Louai, y que pedía hablar con Baybars.
—Mi señor —dijo el sargento—, tengo entendido que deseáis montar un gran caballo, y tengo uno que está en venta. Permitidme que os lo muestre, por favor. —Y allí, en la calle, había magnífico semental ruano—. Puede ser suyo sólo por cuarenta dinares. Está valorado en mucho más, pero no puedo mantenerlo. Aunque ha sido un fiel compañero, hace meses que no cobro. Si no puedo dar de comer a mis hijos, menos puedo alimentarlo a él. Merece un buen dueño.
Baybars advirtió que los ojos del caballo seguían todos los movimientos del sargento Louai.
—Este es tu caballo —dijo Baybars—. No deberíais separaros, ya que os habéis sido leales el uno al otro. —Pidió al sargento que le esperara. Entró en casa y volvió a salir con cincuenta dinares—. Te ofrezco este dinero por darme una lección de lealtad. Que tu caballo siga siendo tu fiel compañero durante muchos años.
—Vuestra generosidad no tiene límites —dijo el sargento—. Las puertas del paraíso estarán abiertas para vos.
El segundo día, de nuevo en el establo, el chico ayudó a descender a Baybars, que esta vez llevaba una manzana en la mano. Al-Awwar se acercó y olisqueó la manzana. Gruñó, retrocedió y atacó. Dio a Baybars justo en el mismo sitio que el día anterior, y Baybars volvió a oscilar. Pero esta vez no pidió ayuda. El tercer día Baybars bajó provisto de dos peras. Al-Awwar se acercó, olió las peras y se las comió. Baybars estaba satisfecho. Cuando el caballo terminó de comer, gruñó, retrocedió y atacó. Baybars osciló sonriente. El cuarto día Baybars se dejó caer con un racimo de uvas. Al-Awwar volvió a atacarlo después de comerse la fruta. El quinto día Baybars tenía cinco higos, y al-Awwar comió hasta saciarse y permitió al intruso que se quedara. Pero el caballo no dejó que Baybars se acercara a él. Cada vez que éste se movía, el caballo retrocedía de lado.
—Deja que te vea el lomo —suplicó Baybars—. Déjame ver los ríos y la tierra que lo surcan, porque algún día gobernaré estas tierras. Sé mi caballo, sé mi amigo.
El sexto día Baybars descendió con tres láminas de amaredina, la pasta de albaricoque seco. Y esta vez el caballo se quedó tan satisfecho con el festín que lamió hasta la cara de Baybars, pero en cuanto éste fue a ensillarlo, al-Awwar atacó de nuevo.
Aquella noche Baybars se lamentó ante Sitt Latifah, y ella le dijo:
—Nadie ha podido montar a al-Awwar, porque es un semental de guerra. Sólo un gran guerrero podrá montarlo.
—Pero yo seré un gran guerrero.
—Eso es lo que dicen todos los chicos —dijo Latifah—. No puedo ayudarte. Sí puedo, sin embargo, contarte una historia sobre nuestros grandes sementales. Escucha, préstame atención. Una vez, hace mucho tiempo, en una era pasada, en una época de héroes y guerras, había tres sementales. Los habían montado héroes en numerosas batallas, una guerra tras otra. Los tres caballos acabaron siendo animales viejos y fatigados. Los héroes que los habían heredado decidieron dejarlos libres como recompensa a sus años de leal servicio. Los caballos fueron desembridados y desensillados, y liberados en los campos. Los animales corrieron con los vientos de arena. Eran libres por fin. Los héroes los vieron galopar con un desenfreno que parecía pertenecer al pasado. Los caballos corrieron hacia un río para beber y lavarse. De repente se oyó el sonido de una corneta y los caballos se quedaron helados. El río fluía ante ellos, la corneta sonaba a sus espaldas, y los grandes corceles estaban perplejos. Los héroes contemplaron asombrados cómo sus sementales volvían a ellos a trote lento. Aquellos caballos eran los ancestros de todos los grandes corceles árabes, y por eso todos los guerreros, desde los de las lejanas islas de Europa a los de las grandes montañas chinas, poseen como monturas a descendientes de esos tres sementales.
Baybars besó a Latifah en la frente y le dio las gracias por su historia. Y el séptimo día Baybars descendió provisto de tres hojas de amaredina y una corneta. Cuando al-Awwar hubo terminado de comer, Baybars tocó el «al-Jayal»: «Yo soy el jinete, cabalguemos».
Y Baybars montó a al-Awwar hasta llegar al desierto. Cabalgó lejos de Damasco, cabalgó hasta que llegó a las montañas que se alzaban al oeste de la ciudad, hasta que tanto él como su montura quedaron envueltos por una capa de sudor. A su regreso, cuando se acercaban a la ciudad, la espada tembló. Baybars apoyó la mano en ella y notó cómo volvía a agitarse. Al-Awwar se detuvo. Cuatro hombres aguardaban a que Baybars se acercara. Éste encaminó a su caballo hacia ellos, y ambos avanzaron con paso lento y cauto.
—Saludos, viajero —dijo el cabecilla.
Era damasquino, pero sus tres esclavos tenían la piel tan oscura como la madera de roble. Eran enormes y musculosos; los caballos que montaban parecían ponis bajo su peso. Eran poderosos guerreros de la tierra de los ríos, situada en la costa más lejana del enigmático continente.
—Saludos, pero no soy ningún viajero —dijo Baybars—. Voy camino de mi casa.
—No importa —le interrumpió el hombre—. Para seguir por este sendero debéis pagar un peaje.
—Es una vía pública hacia Damasco. ¿Acaso el gobernante de la ciudad está al tanto de esto?
—El comandante Issa es primo mío. Me urgió a ganarme la vida, y he seguido su consejo. Considera que el pago es un impuesto de amabilidad. Gracias a mi generosidad te permito respirar. Paga tributo a mi benevolencia o mis esclavos africanos te cortarán en dos y liberarán tu alma cautiva.
Baybars inclinó la cabeza.
—Entonces me temo que debo recompensaros por vuestra consideración —dijo.
Cuando Baybars subió la cabeza, al-Awwar embistió a los hombres. La espada se desenvainó sola, y actuó con más celeridad de lo que pretendía su dueño. El cabecilla se apresuró a ocultarse detrás de sus esclavos, poniéndose a cubierto. Al-Awwar comprendió cuál de aquellos hombres era el objetivo. El semental se abrió paso entre los caballos de los esclavos y atacó al corcel del cabecilla, provocando que su dueño cayera al suelo. Al-Awwar lo aplastó hasta matarlo.
Y entonces la espada de Baybars tuvo que parar los ataques de los tres poderosos guerreros. Baybars sentía que los huesos le crujían con cada golpe, pero el arma no cedía ni se partía. Un guerrero le atacó por la derecha, otro por la izquierda, y el tercero intentó derribarlo por el frente. Al-Awwar esquivó al primer caballo y tiró al segundo al suelo. Asustó al tercero hasta tal punto que éste se encabritó; la espada de Baybars salió disparada hacia delante, eludió la armadura del guerrero y se detuvo justo frente a su corazón. Una gota de sangre tiñó la espada, pero ésta no insistió en la herida. El guerrero contempló la espada y vio que estaba condenado.
—Sólo un gato sin honor juega con su presa antes de matarla. Termina con esto.
—Prefiero no hacerlo —dijo Baybars—, ya que no tengo nada contra ti ni contra tus amigos. Deseo volver a casa. Dejadme en paz y quedaréis libres para hacer lo que deseéis.
—Si la situación fuera a la inversa, tú no estarías vivo.
—Entonces me alegro de que no sea así —replicó Baybars—. Si quieres morir, que así sea. Te proporciono una alternativa.
El guerrero hinchó el pecho; la espada de Baybars se apartó un poco pero siguió en guardia.
—Si no nos matas —dijo el africano—, nos convertiremos en tus esclavos.
Baybars devolvió la espada a su funda.
—No puedo poseeros, ya que alguien me posee a mí. Marchaos —dijo el futuro rey esclavo—. Que Dios guíe vuestros pasos.
—Ya lo ha hecho —dijo el poderoso guerrero—. Escogemos servirte hasta la muerte.
El gobernador de Damasco, Issa al-Nasser, convocó a Baybars y le pidió información sobre su primo.
—Anoche no regresó a casa —dijo el comandante—, y ayer tú entraste en la ciudad con sus esclavos.
—Ese hombre intentó robarme —contestó Baybars.
El comandante quedó horrorizado al oír la noticia. Llamó a su visir para que encarcelara a Baybars, acusado de asesinato. El visir le explicó que no se había cometido delito alguno: Baybars había actuado en defensa propia, y delante de testigos. No podían arrestar a Baybars en pleno día. La justicia siria tendría que moverse de forma subrepticia.
Aquella tarde, mientras Baybars paseaba por el patio en dirección a la caseta, seis soldados saltaron el muro y lo atacaron a traición. Le cubrieron con un gran saco de arpillera empapado en una poción anestésica. Lo sacaron por encima del muro y lo llevaron al otro lado de las puertas de la ciudad. Los soldados cabalgaron por el desierto hasta llegar a un campamento de beduinos. Uno de ellos dijo al jefe de la tribu:
—Aquí está el chico, y aquí tenéis la bolsa de oro prometida. El comandante no desea volver a ver la fea cara de este joven. Llevadlo con vosotros al desierto sagrado y vendedlo a un amo desalmado. O matadlo. Al comandante le da igual, siempre que se vea libre de este liante. El chico es listo. No dejéis que se os escape.
—¿Escapar? —preguntó el jefe—. Hemos matado a hombres por insultos menores. Llevamos generaciones transportando a chicos por el desierto. Marchaos. Volved a vuestra corrupta ciudad y decid a vuestro señor que el chico se ha desvanecido para toda la eternidad.
Los beduinos no comprendían del todo el concepto de tiempo. La eternidad no llegó a durar una noche. Cuando Baybars no apareció para cenar, Sitt Latifah llamó a sus criados y les preguntó si le habían visto. Nadie conocía el paradero de su señor. Los tres guerreros africanos anunciaron que irían a buscarlo.
Baybars se despertó al notar que una mano le tapaba la boca. No podía mover los brazos, atados con cuerdas. La cara de un hombre surgió ante él, y su boca dijo:
—Silencio. —El hombre desató a Baybars—. Ven conmigo —le dijo—. Sin hacer ruido.
Baybars siguió al hombre al exterior de la tienda. En la entrada, un beduino yacía en el suelo. Un corte de oreja a oreja explicaba la inmovilidad del beduino. Su rescatador lo sacó de allí. Poco después Baybars oyó los relinchos de al-Awwar y sintió que su corazón se llenaba de gozo. Los guerreros africanos sostenían las riendas del semental de Baybars.
—Creo que nunca debisteis separaros de esto —le dijo un guerrero, al tiempo que le tendía su espada.
Baybars le dio las gracias y montó sobre al-Awwar.
El salvador de Baybars se subió a su silla.
—Diría que no me habéis reconocido.
—Tal vez no lo haya hecho al principio —dijo Baybars—, pero incluso con tan poca luz, nadie podría confundir la belleza de tu glorioso ruano. Te doy las gracias, sargento.
—La gratitud es mía —dijo el sargento Louai—. Cuando vuestros guerreros preguntaron por vos, me sentí agradecido de que se me deparara la ocasión de serviros. Encontraros nunca fue un problema. Lo único que tuve que hacer fue preguntar a vuestro caballo.
Baybars propuso regresar a la ciudad, pero el sargento y los guerreros se opusieron.
—Estos beduinos son ahora vuestros enemigos mortales —dijo un guerrero—. No descansarán hasta que hayan vengado el deshonor que supone vuestra huida. No se deben dejar enemigos atrás. Son sólo treinta hombres.
—Pero no podemos matarlos mientras duermen —dijo Baybars—. ¿Tenemos que esperar hasta que se haga de día?
—No —dijo otro guerrero. Golpeó una piedra y encendió una tea. Luego disparó una flecha ardiente hacia el cielo nocturno. El guerrero exhaló un feroz grito de guerra—. Despertad, cobardes —gritó—. Levantaos, demonios, y plantadle cara a la muerte.
Baybars guió a los guerreros en la batalla. En cuanto su espada mató a su primera víctima, y la primera gota de sangre enemiga manchó su túnica, nuestro héroe suprimió al niño que había en él. Los guerreros masacraron a los beduinos.
A su llegada a la ciudad, Baybars repartió el botín de la contienda entre los cinco, pero entregó la bolsa de oro al sargento.
—¿Podrías informar al gobernador de Damasco de que creo que ha perdido esto?
Comimos en toda clase de posturas: de pie, sentados, de rodillas; haciendo chocar los cubiertos, codo con codo, espalda con espalda, amontonados en una habitación de hospital. Pero fue la mejor comida de Adha que la familia había disfrutado nunca. El tumulto dio paso a un silencio saciado. Mi hermana no apartaba la vista de mi padre para ver cómo se encontraba. Chapuzas, después de limpiarse los restos de cordero de su barba negra, anunció que debía volver al trabajo.
—Estoy demasiado lleno para andar, pero no me queda más remedio —dijo.
Todos se lo tomaron como una indirecta y la reunión se disgregó. Al final sólo Lina, Salwa, Hovik y yo seguíamos con mi padre. Éste apretaba la mascarilla de oxígeno que tenía en la mano con un poco más de fuerza.
—¿Estás bien? —le preguntó mi hermana.
Le quitó la mascarilla de la mano y se la colocó sobre la cara. Mi padre no estaba bien. El pánico que emanaba de sus ojos me sobresaltó.
Treinta minutos más tarde tuvimos que llamar a Chapuzas, porque a mi padre le costaba respirar y los pantanos de sus pulmones se habían vuelto a encharcar de agua.
Tumbado en el diván, el comandante Issa contemplaba la bolsa de oro que había sobre la mesita de bronce. Apuró el vino. Estaba recibiendo al emisario del rey, venido de Egipto para recoger los impuestos. Ante ellos se extendía un festín de platos deliciosos.
—No entiendo cómo dejas que un tema tan intrascendente como el de ese chico te perturbe —dijo el emisario.
—¿Intrascendente? —masculló el comandante—. Ese condenado chico mató a mi primo.
—Pero también tú ibas a matar a tu primo —murmuró el recaudador de impuestos con la boca llena—. Dijiste que era una vergüenza para todos los hombres de este reino. Ese chico te hizo un favor.
—Puedo matar a mi primo si me place, porque es de la familia. Este chico, Baybars, es un imprudente.
—¿Por qué no haces lo que hace todo el mundo con los chicos imprudentes? Envíale a El Cairo. Que el rey se ocupe de él. Invítale a comer, y yo le impresionaré con las glorias de El Cairo y su corte. Aún tengo que conocer a un chico que no anhele ser rey.
Todos los cocineros de palacio trabajaron en el almuerzo del día siguiente. Baybars no podía creerse lo que veían sus ojos, lo que olía su nariz o lo que probaba su lengua. El emisario del rey dijo que aquel banquete no era nada comparado con la grandeza de los ágapes del rey. Habló maravillas de la corte y regaló los oídos de Baybars con relatos de honor y de gloria.
—Las riquezas de El Cairo —dijo el emisario— están más allá de la imaginación de un muchacho. Todos los héroes de allende los mares navegan hacia la ciudad para probar su valor. Es el único hogar para los hombres de valía.
—Debo verlo —dijo Baybars.
—Así es.
—Antes tengo que pedir permiso a mi madre.
—Así es.
Sitt Latifah no recibió la noticia con alegría, pero se percató de que él estaba decidido a partir.
—Tienes una tía en El Cairo —le dijo—. Su marido es un visir importante. Escribiré a mi hermana para pedirle que cuide de ti. Pide a todos los que han creído en ti que te sigan en tu viaje; así no estarás solo. Yo prepararé para ti un equipaje tan completo que nada te faltará en Egipto. Y ruega a Dios, el misericordioso, que vigile tus pasos.
Y Baybars se preparó para enfrentarse a su destino.
LIBRO SEGUNDO
Por favor, cuenta mi historia. Seguro que es tan rara como la del cayado de Moisés, la de la resurrección de Jesús y la de la elección del marido de una lady bird como presidente de Estados Unidos.
EMILE HABIBI, Said el pesoptimista
... las historias no pertenecen sólo al que asiste a ellas o al que las inventa, una vez contadas ya son de cualquiera, se repiten de boca en boca y se tergiversan y tuercen, nada se cuenta dos veces de la misma forma ni con las mismas palabras, ni siquiera si el que cuenta dos veces es la misma persona, ni siquiera si el relator es único para todas las veces....
JAVIER MARÍAS, Mañana en la batalla piensa en mí
Todas las penas pueden soportarse si las introduces en una historia o cuentas una historia sobre ellas.
ISAK DINESEN, citada por Hannah Arendt en
La condición humana
Capítulo 6
—Y bien..., ¿qué opinas de la historia del emir? —preguntó Fátima a Afreet-Yehanam.
Estaba tendida en brazos de su amante, sobre el lecho de viscosas serpientes, relajada y tranquila. Aunque ya empezaba a notar cambios en su cuerpo, el embarazo todavía no era visible.
El yinni la acarició sensualmente y dijo:
—El emir es un buen narrador.
Ella se volvió, apoyando su cuerpo desnudo sobre un codo para poder mirarle a la cara. Las serpientes que quedaron liberadas por ese movimiento se reordenaron.
—¿Es una buena historia de aventuras?
Afreet-Yehanam se desperezó y bostezó.
—La historia de Baybars tiene muchas vidas de antigüedad. Existen numerosas versiones.
—A mí me encanta —dijo Ismael.
—A mí también —dijo Noé—. Es un cuento precioso.
—Es verdad —convino Fátima—, pero creo que se parece mucho a sus otras historias, aunque sin el romance sentimental. ¿Hay bastante aventura? ¿Conseguirá esta historia, a diferencia de las previas, producir el efecto deseado, es decir, un heredero para el trono?
—Esa regla la fijaste tú —dijo el yinni—. Creía que te la habías inventado.
—Y así fue, pero me consta que es verdad.
—Quizás el destino no desee depararles un varón.
—Ah, el destino —dijo ella—. ¿Acaso es otra cosa que lo que el hombre elige hacer? ¿El destino es algo más que las expectativas que tenemos de nosotros mismos?
—Si eso es cierto, tendrán un hijo varón —dijo Afreet-Yehanam—, pero dado que la historia que está narrando no es el más tradicional de entre los relatos de aventuras, y no posee los suficientes pasajes de matanzas y pillajes, este hijo no se convertirá en el mayor de los guerreros.
—Entonces será un hombre sabio —dijo ella—. Pero tanto el cuento del emir como su héroe son aún demasiado jóvenes. Seamos pacientes y veamos qué ocurre.
—Ocurra lo que ocurra, podemos asegurar que el hijo será distinto —insistió el yinni.
En ese instante todas las serpientes silbaron al unísono, y los escorpiones levantaron las colas y aguzaron los aguijones. Cuervos y murciélagos descendieron del techo en tropel. Afreet-Yehanam se irguió con el asombro dibujado en la cara. Pero la sorpresa se le congeló como si fuera la de un temido depredador que ha pasado por las manos de un taxidermista. De la nada se materializó un mago vestido de blanco y provisto de una larga barba blanca. De su mano emergió un rayo blanco que paralizó al yinni. Los cuervos fueron los primeros en atacar, pero chocaron contra un escudo invisible que protegía al mago y cayeron derrotados al suelo. Los murciélagos los siguieron. Las serpientes escupieron su veneno desde abajo, pero éste fue a dar contra el escudo y resbaló despacio hacia el suelo. Las marcas dejadas por los viscosos venenos revelaron la forma de huevo del escudo. Con la otra mano el mago proyectó varias fuerzas contra cada uno de los diablillos, que acabaron estampados contra las paredes. Entonces sus ojos se posaron en la desnuda Fátima. Agitó el brazo, una vez y otra. Fátima sintió cómo el talismán, la mano turquesa con el ojo incrustado, aumentaba de temperatura entre sus pechos. Cuando reaccionó, después de la sorpresa inicial, se agachó a recoger la espada y atacó al mago. Pero antes de que pudiera alcanzarle, éste empezó a desvanecerse.
—Puta —le gritó antes de desaparecer por completo.
Fátima dio media vuelta. Su amante no estaba allí.
Un lunes por la mañana del mes de junio de 1967, casi al final del curso, madame Shammas entró en el aula sin llamar y sin darnos tiempo a ponernos de pie en señal de respeto. Se dirigió con rapidez hacia Nabeel Ayoub y anunció:
—Por favor, recoge tus cosas, hijo. Tu padre ha venido a buscarte. —Su voz era amable, pero no admitía réplica.
Nabeel se levantó, al principio con cara de perplejidad, y luego miró con timidez a sus compañeros, que no eran muy amigos suyos y seguían sentados. Se apresuró a recoger sus cosas y salió del aula detrás de madame Shammas.
Nuestra profesora, madame Saleh, posó la vista en la puerta cerrada: al otro lado se oía el eco amortiguado de tacones que corrían.
—Portaros bien, chicos —dijo ella—. Volveré en unos minutos.
Se encaminó a la puerta, se detuvo, se dio la vuelta y casi me pilló metiéndome un pedazo de papel en la boca. Se dirigió entonces a la niña con gafas que estaba sentada dos pupitres a mi derecha.
—Te dejo encargada del aula, Mira.
La bola que disparé desde la boca contra la espalda de Mira falló por poco. Su cola de caballo de color caoba oscilaba como un péndulo mientras iba hacia la mesa de la maestra. La clase estaba tensa, nerviosa, con energía acumulada. Sabíamos que lo nuestro era hacer el gamberro porque madame Saleh no estaba, pero no se nos ocurría nada concreto. Nos conformamos con arrojarle bolas de papel a Mira y silbar cada vez que ella gritaba:
—Silencio.
Diez minutos más tarde la clase era un descontrol. Madame Shammas anunció por el intercomunicador que todos debíamos recoger nuestras cosas porque venían a buscarnos. Los israelíes habían declarado la guerra.
La avalancha de padres que venía al colegio a recoger a sus hijos paralizó el tráfico. Algunos adultos estaban nerviosos, otros enojados, unos pocos parecían despreocupados. Vi un choque leve, y otros dos que estuvieron a punto de producirse porque todos los coches iban con prisas. Esperé, pero nadie vino a por mí. La doncella había informado a madame Shammas que mi madre había acudido a su cita semanal con la peluquera.
Una de mis series favoritas era Perdidos en el espacio. Para mí los israelíes eran como extraterrestres venidos de otros mundos. No son como nosotros, decía la gente. Vienen de muchos lugares, sin parar. Son extranjeros, decía la gente. No tienen dios.
Por fin.
—Aquí estás, campeón —dijo el tío Yihad.
Había venido a pie desde su apartamento, que estaba justo al lado del nuestro, no muy lejos del colegio: a cinco calles, cuatro giros, tres jazmines, dos Jacarandas y una adelfa blanca de distancia.
—Ha estallado la guerra —dije, saltando arriba y abajo en la calle.
—No te preocupes. —La barriga del tío Yihad tembló por sus carcajadas, su cabeza calva relucía al sol—. Se halla muy lejos de aquí.
A mí ni se me había pasado por la cabeza preocuparme.
El tío Yihad caminaba con decisión, como si todo en el mundo siguiera su curso lógico. Troté detrás de él, sin poder apartar los ojos de la espalda de su chaqueta color turquesa. Lucía su ropa con el mismo aire en que un pavo real abría la cola.
—No te alejes de mí —dijo en tono alegre.
Agarré la mano que me tendía. Me encantaban esos dedos de uñas cuidadas y la leve fragancia a colonia que emanaba de ellos. Fuimos cogidos de la mano calle abajo, a buen paso.
Una emisora de radio que salía de una cafetería gritaba que debíamos excavar trincheras con las uñas.
—La resistencia palestina puede ser de un melodramático encantador —dijo el tío Yihad.
Las bestias del inframundo miraron a Fátima en busca de guía. Las serpientes se enroscaban en sí mismas, con las cabezas erguidas, a la espera. Parecían miles de minaretes en miniatura, diminutos faros en un mar infinito y sin orilla. Los murciélagos y los cuervos, demasiado atónitos para emprender el vuelo, se unieron en grupos con los de su especie. Fátima buscó a los diablillos. Los encontró uno a uno, aturdidos y mareados.
Adán lloraba. Ezra gemía.
—¡Hermano! —gritaba Job.
Las lágrimas de los diablillos iban a juego con el color de su piel.
—Nuestro hermano se ha ido —sollozaba Elías.
—Nunca volveremos a verlo —añadió Noé.
Y los escorpiones, las serpientes y las bestias del inframundo se unieron a su duelo.
—Basta —ordenó Fátima—. ¿Qué ha pasado? ¿Quién era ese hijo de puta vestido de blanco? ¿Adónde se ha llevado a Afreet-Yehanam?
—No pronuncies el nombre del desaparecido ante sus deudos —manifestó Isaac—. Nos hiere el corazón. —Negó con la cabeza, abatido.
—Ese mago es el rey Kade, el maestro de la luz —explicó Ismael.
—Detesta el inframundo y a sus habitantes —dijo Ezra.
—Nos considera unos parásitos —añadió Noé.
—Su misión es librar al mundo de las tinieblas —aclaró Jacob—. Lo prometió. Pero ¿acaso somos oscuros? Miradme. Soy amarillo.
—Está obsesionado con los yinns —dijo Ismael—, pero no pretende hacer uso de nuestros poderes. Secuestra a los yinns poderosos para torturarlos. Los encadena y los flagela, los obliga a trabajar en sus palacios antes de matarlos. Hizo que Mitras, el poderoso demonio, le pintara un mural gigante con escenas bucólicas. Mientras pintaba, los ángeles del rey Kade le lanzaban dardos que salpicaban el mural de manchas blancas. Y luego el rey Kade le succionó lo que le quedaba de vida a Mitras. Oh, Afreet-Yehanam, hermano mío, ¡qué tragedia se cierne sobre ti!
—Parad ya —gritó Fátima—. ¿A qué viene esto? ¿Por qué lloráis ya el destino de vuestro hermano? Primero encontraremos a ese idiota de blanco y le mataremos; lo aniquilaremos por haber entrado en nuestro reino sin invitación. Y después devolveremos a mi amante a su casa.
—No —dijeron los diablillos, los ocho con una sola voz—. No podemos.
—Pues iré sola —resolvió Fátima—. Quedaros aquí sentados acobardados si lo preferís. Me enfrentaré a ese cabrón sin ayuda de nadie.
—No hay esperanza —dijo Ismael—. Hace millones de años urdió un potente hechizo. Ninguna criatura del inframundo, viva o no, puede hacerle daño. Los más poderosos yinns lo han intentado sin éxito. Criaturas más poderosas que todos nosotros juntos le han declarado la guerra. El hechizo que tramó no puede deshacerse. Nadie del inframundo puede derrotarle.
—Pero yo no soy de aquí —declaró Fátima—. Lo venceré.
Una por una las expresiones de las caras de los diablillos fueron cambiando y su conducta se transformó. Ismael fue el primero en levantarse.
—Tal vez no te sea de mucha ayuda en el gran combate, pero me aseguraré de que llegues allí.
—Yo desorientaré a sus tropas —dijo Job.
—Iré a por la alfombra —se ofreció Noé.
—Trae unas cuantas —dijo Elías—. Es un viaje largo... ¿Por qué ir apretujados?
—Venid, bonitos —dijo Jacob.
Levantó los brazos y creó una bóveda de niebla amarilla sobre su cabeza. Los murciélagos volaron hacia ella y desaparecieron. Elías invitó a los cuervos a entrar en la esfera, y Adán guió a las serpientes, los escorpiones y las arañas.
—Partamos —ordenó Fátima, mientras se sentaba en una de las alfombras.
—Te declaramos la guerra, rey Kade —proclamó Isaac.
—Hacia el norte —dijo Ismael—. Vamos a la tierra de la niebla y la lluvia, la tierra del hielo y la nieve, la tierra de los cielos infinitos.
—No, aún no —dijo Fátima—. Antes debo ir a casa.
Hace mucho tiempo el oúd fue mi instrumento, mi compañero, mi amante. Lo toqué entre las dos guerras: empecé a tomar lecciones durante la guerra de los Seis Días y las dejé durante la guerra de Yom Kippur. En total fueron siete años.
Mi madre había querido que tomara clases de piano.
—Te irán bien —me dijo una noche. Yo estaba sentado en su regazo, en el balcón del apartamento. La baranda era un arabesco de rosas de metal que brotaban dondequiera que las líneas cambiaban de ángulo. Mi madre tenía los pies apoyados en uno de los escasos puntos sin rosas. Intentó peinarme mientras contemplaba las estrellas que centelleaban en el oscuro cielo de verano—. Creo que tienes talento. Te oigo cantar a todas horas. —Atrajo mi cabeza contra su pecho. Sentí la suavidad de la bata de seda en la mejilla mientras con la mirada enfocaba una de las caléndulas estampadas que se hinchaba y contraía con cada respiración. El aire iba saturado de inagotables cantos de cigarras—. No desafinas ni una sola nota. Eres mi niño dotado.
Me escurrí de su abrazo, y me aparté de su pecho empujándola con ambas manos.
—No me gusta el piano —dije.
Mi hermana Lina había estado tomando clases de piano durante los últimos cuatro años, desde que cumplió los seis, mi edad de entonces. Su profesora era mademoiselle Finkelstein, una solterona canosa, fea y con gafas, que olía a polillas y a vainilla. Siempre que Lina se equivocaba, siempre que cometía un error al tocar el Méthode Rose, mademoiselle Finkelstein le pegaba en los nudillos con una regla de madera que usaba para llevar el compás sobre la parte superior del piano. Pregunté a Lina por qué no se quejaba de esos golpes, y ella me dijo que la regla no hacía daño, que mademoiselle Finkelstein se limitaba a darle un toque suave y que quería mucho a su maestra. Sus nudillos rojos contaban una versión distinta. Cuando le pregunté a mi padre por qué mademoiselle Finkelstein era una mujer tan cruel, éste me dijo que la explicación radicaba en su soltería, algo que amargaba a las mujeres, las volvía duras y despiadadas antes de cumplir los treinta. Por supuesto, añadió, eso las convertía en profesoras fantásticas, porque les daba todo el tiempo del mundo para dedicarse a su profesión y les enseñaba a inculcar disciplina. Por otro lado, los hombres solteros, como su hermano Yihad, eran sólo excéntricos que no sufrían los mismos cambios. Él razonaba que la diferencia radicaba en que los hombres escogían no casarse, mientras que las mujeres tenían que vivir con la constatación de no haber sido nunca escogidas.
Para Fátima las brumas del delta del Nilo supusieron una visión acogedora, aunque los diablillos arrugaron la nariz. Ella ordenó a las alfombras que descendieran cuando se aproximaron a la casita de Bast.
—Te lo ruego —advirtió Bast en cuanto vio a Fátima—: no me hables del rey Kade. No tengo buen día. Cuando sangro, de lo último que me apetece hablar es de ese supuesto mago sagrado de la luz
La curandera dio media vuelta y entró en su casa.
Fátima y su séquito la siguieron.
—Deja de comportarte como una niña caprichosa. Te necesitamos.
—Dejadme en paz —protestó Bast, intentando rehuir la mirada acusadora de Fátima.
—No. —Fátima tomó asiento en uno de los toneles de la sala, como había hecho otras veces.
—Al menos di a tus acompañantes que se esfumen. Son tan coloridos que me duelen los ojos.
—Bruja egoísta —gruñó Elías, y desapareció, dejando en su lugar una nube apenas visible de color índigo que se disipó enseguida.
—¿Qué tiene de malo el color? —preguntó Ezra—. ¿Acaso eres una artista de la gran ciudad? Oh, da igual.
Y también él se desvaneció en una nube anaranjada, seguido por Jacob, Job, Noé y Adán.
Isaac miró a Ismael y se encogió de hombros. Éste sonrió. Se convirtieron en gatos. Isaac se transformó en un abisinio rojizo e Ismael en un mau egipcio de ojos oscuros. La curandera alejandrina se rió.
—Sigue siendo demasiado rojo —dijo Bast.
Isaac mitigó su color rojo y maulló.
Istez Camil, el profesor de oúd, era viudo. Lo conocí en el piso del portero, un pequeño espacio casi sin muebles de dos habitaciones que ocupaba la planta baja. Yo había ido a ver al hijo del conserje, Elie, que tenía trece años y era por tanto siete años mayor que yo. Todos estaban congregados en torno al transistor azul grisáceo, escuchando un duro parte de noticias. La pantalla encerada de beis de una lamparita que había sobre la radio vibraba cada vez que el locutor pronunciaba una ese. El conserje estaba sentado en la mejor silla del salón, su esposa había tomado asiento en el brazo de la silla; a su lado, Istez Camil ocupaba la otra silla, y los cinco hijos, Elie incluido, se hallaban acurrucados en el suelo, alrededor de la vieja radio.
El pérfido enemigo atacaba. El poderoso ejército árabe. Por la gracia de Dios. Venceremos. Las malvadas fuerzas imperialistas serán aplastadas, escupía la radio.
Vi un oúd apoyado en la pared. Me agaché, pasé los dedos por la fina madera, por los intrincados dibujos de las incrustaciones de madreperla, por los detalles de marfil delicadamente tallados. El instrumento parecía mayor que yo. Por un instante, me perdí en su magia.
—¿Te gusta? —preguntó Istez Camil.
Estaba a mi altura, de rodillas y con la mano apoyada en mi espalda.
—Es precioso —dije.
—Lo hizo mi padre hace mucho tiempo. —Istez Camil levantó el oúd con suavidad, colocando la parte frontal ante mis ojos—. ¿Te gustaría aprender a tocar?
—Hay una guerra en marcha —interrumpió el portero, mientras posaba la vista en el techo—. ¿Es demasiado pedir un poco de concentración? —Se inclinó para subir el volumen del transistor.
Nos libraremos de las fuerzas invasoras de una vez por todas, liberaremos todo Jerusalén.
—Pregunta a tus padres si están dispuestos a pagar las clases. —Istez Camil llevaba los botones de la camisa mal abrochados, lo que hacía que el cuello estuviera descompensado—. Y no le hagas caso —susurró, señalando discretamente al portero—. Sólo es un viejo cascarrabias que cree que la política es algo importante.
Elie se levantó, se estiró con languidez y me hizo una seña con la cabeza para que le siguiera. Oí que el portero rezongaba al vernos salir. Elie no hablaba, y yo intentaba mantener el ritmo de sus grandes zancadas. El mono de color naranja desvaído, que le iba un par de tallas grande, colgaba entre sus piernas con cada paso. Delgado y atlético, el chico se movía con un aplomo engreído. Bajó la escalera hasta llegar al garaje, entró en el cobertizo de su padre y me dio una caja de herramientas para que la llevara. Pesaba tanto que casi se me cayó y tuve que sostenerla con ambas manos. Me costaba caminar. Cuando se percató de que yo no iba detrás ya estaba en lo alto de la rampa, en la calle. Volvió a buscarme y cogió la caja de herramientas con una sola mano; libre del peso le seguí sin problemas. Entramos en el garaje del inmueble de la esquina. Se detuvo frente a una moto vieja y oxidada y dejó la caja de herramientas en el suelo. Rompí el silencio.
—¿Es tuya?
Elie asintió. Su cara, de una seriedad perenne, parecía estar concentrada en la máquina que tenía delante, su labio inferior quedaba oculto del todo por el prominente labio superior.
—¿Tu padre te deja tener moto? —pregunté.
—No lo sabe, ¿vale? Y no lo sabrá porque de esto no le dirás nada a nadie, ¿a que no?
Enarqué las cejas, pero Elie no me prestó la menor atención. Estaba de rodillas. Con sus grandes ojos, de blancos relucientes, contemplaba fijamente la máquina. En su brazo la marca de una vacuna parecía un viejo y raído botón. Abrió la caja de herramientas, me entregó dos destornilladores, una llave inglesa, otra llave más pequeña, y dos pares de alicates. Los sujeté contra el pecho para asegurarme de no perderlos.
—La conseguí gratis porque no funciona —dijo Elie—, pero voy a arreglarla. —Extendió su mano hacia mí; tenía los dedos largos y ahusados—. Destornillador.
Con cuidado puse uno en su mano.
—No, ése no. El otro. —Elie manoseó el motor—. Vamos a ganar la guerra —dijo él, con la vista puesta en su tarea, la nariz aquilina pegada al motor—. Aniquilaremos a los israelíes, los arrojaremos de vuelta al mar.
—¿Vas a combatir?
—Todavía no puedo alistarme en el ejército. Pero no me necesitan. Los humillaremos. Alicates.
—¿Quién los humillará? —pregunté.
—Nosotros —dijo Elie con desdén—. Nosotros, los árabes.
—¿Somos árabes?
—Claro que sí. ¿No te enteras de nada?
—Creía que éramos libaneses.
—Sí, eso también —dijo Elie—. Los libaneses aún no hemos empezado a combatir, pero lo haremos. Los israelíes no nos han atacado, pero no vamos a esperar a que lo hagan. Los aplastaremos. Y tenemos un arma secreta. Existen cinco superpotencias, ¿lo sabes? —Me miró y levantó los cinco dedos grasientos de la mano izquierda—. Nosotros contamos con dos y los israelíes cuentan con otras dos. China y Rusia están de nuestro lado, y ellos tienen a América e Inglaterra. —Su índice derecho hizo bajar cuatro de los dedos de la mano contraria, dejando el dedo anular extendido—. Así que estamos empatados. Pero todavía queda Francia. Los israelíes creen que Francia está de su lado, pero no es así. Francia va con nosotros, porque Francia ama el Líbano. Francia es nuestra arma secreta. Venceremos a los israelíes, no lo dudes. —Bajó el último dedo y cerró el puño.
Lo miré con renovada admiración.
—Llave inglesa.
—El rey Kade es un alborotador de cuidado —dijo Bast—, pero tiene su utilidad. Tiempo ha, cuando, por raro que parezca, yo tenía más mal genio que ahora, me planteé la posibilidad de luchar contra él, pero llegué a la conclusión de que el escudo de guerrero no era para mí. Lo mío siempre han sido las batallas internas, no externas. El rey Kade fue la prueba.
—¿Fracasaste? —preguntó Fátima.
—Para nada. Gané, si quieres decirlo así. Yo prefiero pensar en ello como un simple acto de superioridad. Ya no me molesta.
—Me molesta a mí.
—Entonces debes conquistarlo, o conquistarte a ti misma; no sé qué es peor.
—Le venceré —afirmó Fátima.
—De eso no me cabe duda.
—Enséñame cómo hacerlo.
—Primero debes encontrarle.
—Creo que ya es hora de que Osama empiece a tomar clases de música —dijo mi madre a mi padre, desde el taburete del tocador.
Se estaba maquillando: con un dedo aplicaba con cuidado la sombra de color sobre el párpado de su ojo cerrado. Me quedé a un lado y observé su imagen reflejada en el espejo. Sus espesas pestañas eran tan oscuras como una noche sin estrellas. Repasó su aspecto, cogió el lápiz de labios y aplicó una capa de rojo, la boca abierta en una «o» coqueta. Se secó los labios con un pañuelo de papel.
—No sé si es buena idea —comentó mi padre mientras observaba su figura en el espejo antiguo del armario—. Nuestro chico es demasiado listo para la música. —Guiñó un ojo, volvió la cabeza hacia el espejo y siguió haciéndose el nudo de la corbata—. Ya es un año más joven que el resto de su clase. No deberíamos malgastar su tiempo con la música. Debería concentrarse en las materias escolares. Si hay que hacer algo, es apuntarlo a algún deporte para fortalecerlo un poco. —Se pasó los dedos por las arrugas profundas que salían de su nariz hacia las comisuras de la boca.
—No creo que la música interfiera con sus estudios. —Mamá sujetó con horquillas los mechones de cabello que le sobresalían del moño y se echó tanta laca que me irritó los ojos—. Si fuera así, lo dejamos. La semana que viene hablaré con mademoiselle Finkelstein a ver qué opina.
—Quiero tocar el oúd —dije.
—¿El oúd? ¿Por qué? Es un instrumento muy limitado. Al piano puedes tocar lo que quieras. —El collar de diamantes centelleó cuando se volvió para mirarme—. Con el oúd sólo puedes interpretar música árabe. No verás a nadie tocando el oúd en las grandes orquestas.
—Es bonito —dije. Ella se encogió de hombros y volvió a mirar al espejo—. ¿Por qué no estamos escuchando las noticias? —pregunté—. ¿Cómo no estamos siguiendo la guerra?
—Porque tenemos que vestirnos para la cena —dijo mi madre—. No te preocupes, querido. La guerra está muy lejos.
—¿Vas a luchar? —pregunté a mi padre.
—¿Yo? —Se rió—. ¿Por qué iba a hacer algo semejante? Esta guerra no nos concierne, no tiene nada que ver con nosotros. Somos un país pacífico. —Se pasó una mano por el cabello, perfectamente cortado, y usó ambas palmas para comprobar que no hubiera el menor rastro de barba en su cara recién afeitada.
—¿No queremos aplastar al enemigo imperialista?
—Esta noche no, cariño. —Mi madre se levantó, descollando sobre mí. Se alisó el vestido, se observó en el espejo una vez más—. Y ahora, dime, ¿estoy guapa?
—Estás preciosa —dije, fascinado por su vestido de noche de lame azul.
—¿Y tu padre está de acuerdo? —Ella cogió el pequeño bolso de mano plateado y guardó el pintalabios en él.
—Lo está —dijo mi padre. La cogió de los brazos y la besó en la mejilla—. Estás fantástica.
—A ver si intentamos portarnos bien esta noche. ¿Podemos mantener las manos lejos de nuestra anfitriona? Ya sé que es difícil, pero puede intentarse, ¿no crees?
—Es un simple coqueteo, querida —dijo él, mientras se dirigía a la puerta de la alcoba—. Un simple coqueteo. A las mujeres les encanta. Es un cumplido.
Mi madre elevó la vista hacia las luces del techo y soltó un suspiro de exasperación. Me acarició la cabeza y salió; el sonido de sus tacones sobre el mármol resonó por el pasillo, más allá de la puerta, hasta que entró en el ascensor.
Al día siguiente el portero pintó los cristales de las ventanas de nuestro apartamento de azul para que los israelíes no pudieran ver luces por la noche.
—¿Por qué iban a querer bombardearnos los israelíes? —pregunté a mi madre.
—No quieren. Es sólo una medida de precaución. Todo el mundo lo hace.
—¿Cómo quitaremos la pintura?
—Con acetona para las uñas, creo.
—El ejército de la luz, el ejército blanco o comoquiera que se llamen hoy en día, te llevará hasta él —explicó Bast—. Pero ten cuidado. Como todo lo que brilla, es engañoso. Dudo que lo encuentres en su primera casa o en la segunda.
—En la tercera —dijo Fátima—, siempre es en la tercera.
—Ve a lo más alto, porque es allí donde radica su poder: en los cielos, en el aire, hacia el norte.
—¿Cómo lo derrotaré?
—Eso no puedo decírtelo. Cada guerrero debe hallar su camino.
—¿Cómo le derrotarías tú?
—Eso es fácil —se rió Bast—. Lo seduciría hasta que entrara en mi mundo. En el barro y la maleza de mi entorno estaría perdido. Pero tú no puedes hacerlo.
—No tengo cómo seducirlo.
—No seas obtusa —la amonestó la curandera—. Has seducido a varones más poderosos. Sedujiste al que ahora quieres rescatar, y por eso debes encontrarte con el rey Kade en su propio reino, no en el tuyo.
—Necesito tu sabiduría. Ayúdame a aplastarlo. ¿Cómo puedo hacerlo?
—Abriendo bien los ojos. Te ofreceré un último consejo. El rey Kade carece de equilibrio.
—Eso lo deduje ya de nuestro escueto encuentro. Me llamó puta.
—Ahí lo tienes —dijo Bast—, y aun así te niegas a verlo. Aunque no me refería a esa clase de desequilibrio. El rey Kade es muy fuerte, mucho más que tú y que yo. Y sin embargo la fuerza puede confundirte. Todo lo que es extremo está desequilibradado y debe girar hacia su opuesto. —Bast empezó a rebuscar en la despensa. De espaldas a la buscadora, dijo—: Veo que estas decepcionada. Esperabas algo más. Te daré esto.
Un estático Noé se materializó junto a Fátima con un leve chasquido.
—Éste brilla mucho. Es demasiado vistoso —dijo Bast—. Demasiado. ¿Puedes adoptar un tono de azul más oscuro? —Noé se convirtió en un gatito azul marino y saltó sobre el regazo de Fátima—. Mucho mejor —destacó Bast. Entregó a Fátima tres bolsitas de cuero—. Esto es barro: barro sagrado, barro sublime y barro profano. Tienes que decidir cuál es cuál y cuándo usarlo. Uno procede de Francia, otro sale de un arroyo que se halla entre las montañas Safa y Marwa, y el tercero proviene de una de las siete bocas del Nilo.
La mano de Istez Camil, plagada de manchas, temblaba al sostener el cigarrillo. No parecía saber cómo sentarse en el diván de color borgoña del salón, no sabía dónde poner los brazos. Desde su asiento veía perfectamente el gran piano elevado que teníamos en el comedor, y sus ojos iban de mi madre al instrumento musical. Mi madre se levantó y cogió una taza de café turco de la bandeja que había traído la doncella.
—¿Me ha dicho que le gustaba dulce? —preguntó mientras dejaba la taza en la mesita que él tenía delante y apartaba un jarro del que rebosaba un ramo de flores silvestres: lilas, azucenas y gardenias.
Él asintió, tartamudeó; en su rostro se dibujaba una sonrisa nerviosa. Mi madre le acercó el cenicero. Ella cogió la otra taza de la bandeja, despidió a la doncella y volvió a sentarse. Cruzó las piernas, la derecha sobre la izquierda, y se ajustó la falda para asegurarse de que caía igual por ambos lados. Esperó hasta que él hubo tomado un par de sorbos de café.
—¿Cuánto tiempo lleva enseñando a tocar el oúd, señor Halabi? —Sonrió—. ¿Debería llamarle Istez Halabi? ¿Es más respetuoso?
—No, madame, no hace falta —dijo Istez Camil—. Llevo veinticinco años enseñando. —Su pelo gris se veía recién cortado; en el cuello se apreciaban diminutas heridas del afeitado—. He respaldado a numerosos cantantes y he sido intérprete profesional desde los trece años. Últimamente no he tocado mucho. Estoy semijubilado, ¿sabe? Me concentro más en la enseñanza.
—Muy bien —dijo ella. Colocó un cigarrillo en una boquilla plateada y lo encendió—. La verdad es que nunca me había planteado que mi hijo aprendiera a tocar el oúd. Tenía en mente el piano. Es un instrumento tan elegante. Y si no, entonces el violín. Pero él parece fascinado por el oúd. —Me miró con ojos relucientes y luego volvió a centrar su atención en Istez Camil—. No lo entiendo, la verdad. ¿No cree que a su edad es mejor el piano? Si toca el piano, luego podrá pasar al oúd con facilidad si le apetece. Pero al revés resultaría difícil. ¿No está de acuerdo?
—El piano es un instrumento maravilloso. —Istez Camil apagó el cigarrillo en el cenicero; su mano ya no temblaba—. Aunque no creo que yo sea la persona indicada para contestar a sus preguntas, señora. Yo siempre escogería el oúd antes que el piano. Siempre.
—Yo también —salté.
—Ah, tú. —Mi madre se rió y dio un manotazo al aire, como si me lo diera a mí—. Dígame, Istez Camil, ¿por qué no elegiría el piano?
Istez Camil miró al suelo; su cara estaba arrebolada como una peonía.
—Es frío, señora. Es un instrumento frío. Distante, sin alma. Mientras que el oúd..., el oúd se convierte en parte de ti, de tu cuerpo. Te lo tragas y él se te traga. —Levantó la cabeza—. Y también tenemos que considerar la idea del tarab.
—¿Lo ve? Eso nunca lo he entendido. Siempre he pensado que la gente subestimaba esto del tarab.
—¿Qué es el tarab? —pregunté.
—Mmm, veamos —dijo mi madre. Frunció el ceño—. No estoy segura de poder explicarlo. Tiene algo que ver con la música árabe. ¿Cómo lo describiría?
—¿Es mi chico el que pregunta por el tarab? —El tío Yihad entró en la sala y su voz resonó en las paredes. Llevaba un traje oscuro y un abrigo verde tilo de cachemira. Me levantó en el aire y me sostuvo hasta que le di un beso en la calva—. El tarab es un hechizo musical. Se da cuando tanto el músico como el oyente quedan embrujados por la música.
El tío Yihad advirtió que Istez Camil se ponía de pie.
—Disculpa —dijo, mientras me bajaba—. Ignoraba que tuvieras invitados. Qué grosero soy. —Fue a estrecharle la mano a Istez Camil, pero se detuvo a medio camino—. Dios mío. Qué honor. —Movió los brazos como aspas y miró a mi madre—. Layla, ¿sabes quién es este hombre? Este hombre es un maestro.
—Exagera, señor —dijo Istez Camil, que seguía de pie.
—¿Exagerar? Deje que le estreche la mano, por favor. ¡Layla, este hombre ha tocado junto a Umm Kalthoum!
Las alfombras surcaban el cielo hacía lo más alto. Fátima notaba el viento en la cara, los diablillos viajaban a su lado: tres alfombras con tres pasajeros en cada una. Iban hacia el norte.
—¿La curandera ha servido de algo? —gritó Jacob, para que su voz pudiera oírse sobre el zumbido del aire—. Quién sabe...
—Siempre están con las adivinanzas —replicó Job—. Las odio. No se me dan bien.
—Fue muy útil —dijo Noé—. Nos dio barro.
Elías gruñó. El aire se hacía más fresco y más claro, el sol más suave.
—Estamos a punto de descubrir si ha sido útil o no —dijo Fátima—. Mirad al frente.
Ante ellos, a cierta distancia, una bandada de águilas blancas surgió de detrás de una cima nevada, y a éstas siguieron más águilas, y más.
—Son mil —dijo Ezra.
—Vienen a por nosotros —exclamó Elías.
—¡Maldito sea ese hijo de puta del rey Kade! —dijo Adán—. Esta es nuestra primera prueba.
—No digas eso —se lamentó Job—. Odio las pruebas aún más que las adivinanzas.
—¡Qué insultante! —dijo Isaac—. Hemos viajado hasta aquí para eso. Un mago de su altura, ¿y nos manda un puñado de bagatelas con plumas? Esperaba más de él. Estoy seriamente decepcionado.
—El mago intenta probarnos con símbolos —dijo Ismael—. ¡Qué infantil!
Job se llevó la mano a la frente y negó con la cabeza.
—Permitidme. —Aún con las piernas cruzadas sobre la alfombra, elevó los brazos al cielo y proclamó—. Probad esto. —Y entre los brazos de Job se formó una nube de la que salieron incontables mosquitos—. Un millar por cada uno de tus pajarracos —proclamó—. Mil por cada uno de tus mil. Un millón para ti.
—¿Mosquitos? —preguntó Fátima.
—Calla —contestó Job—. Me tomas por un principiante. Limítate a mirar.
A Fátima le pareció que los mosquitos viajaban a más velocidad que ningún insecto que hubiera visto antes, formando una zumbona y rauda nube de color beis. Las águilas blancas se lanzaron de cabeza a la nube de insectos.
Los mosquitos no consiguieron ralentizar el vuelo de las águilas al instante. Los depredadores tardaron un minuto en reducir la velocidad, después de lo cual empezaron a volar en círculos. Los picos mordían el aire, y las plumas se erizaban. Las águilas parecían nerviosas y desorientadas.
—No es suficiente —dijo Isaac—. Esas aves son demasiado prístinas. Que sufran.
Job apuntó hacia ellas con la mano: un millar de moscas salieron disparadas hacia las águilas. Luego envió jejenes, acatos y garrapatas. Dejó a los piojos para el final. El blanco de las águilas quedó salpicado de rojo.
—Un color mucho más bonito —dijo Isaac.
Las águilas estaban abrumadas y vencidas. Habían perdido algunas plumas y éstas caían flotando hacia el suelo. Al poco tiempo no quedaba en el aire ni una sola águila.
Fátima contempló la masacre que había a sus pies.
—Qué triste —dijo ella.
—¿Por qué? —preguntó Elías—. Eran demasiado bonitas.
—Odio el blanco —dijo Isaac—. Es insulso e incoloro.
Elie contemplaba las poderosas llamas de color amarillo y azul que despedía la hoguera que había encendido en un descampado, lejos de nuestra casa, con la esperanza de atraer a los israelíes para que desperdiciaran sus bombas allí. El chisporroteo de la madera al arder quebraba el extraño silencio. Mi hermana tenía una mejilla iluminada por el fuego y le temblaba un ojo al mirar a Elie. Vi los coches que pasaban, con los faros pintados de azul: una única rendija permitía que pasara la luz. Elie gritó hacia el cielo, era un grito de guerra. El agujero de la base de su garganta se hizo más grande. El borde del cuello de la camisa vibró. Lina abrió la boca, pero no chilló. Observaba a Elie, como hechizada.
Aquella noche el ejército egipcio abatió cuarenta y cuatro aviones israelíes sobre el Sinaí. Los chicos de Gamal Abd al-Nasser luchan por su patria, entonó la radio. Me senté junto a la ventana, iluminada por la tenue luz del sol matutino.
—Todo es mentira —dijo el tío Yihad. Puso la BBC: «Los israelíes avanzan con facilidad. Han tomado Jerusalén».
El portero, el padre de Elie, la emprendió a gritos con madame Daoud, la vecina del tercero.
—Habla con mi marido cuando vuelva —le gritó ella—. No voy a quedarme aquí a aguantar esto.
—Traidores —vociferó él—. Queréis que los israelíes destruyan nuestros hogares.
—Que te den. —Ella cerró de un portazo.
Mi padre se inclinó sobre la barandilla y preguntó:
—¿A qué vienen esas voces?
—No han pintado sus ventanas —respondió el portero; su tono era más tranquilo, más conciliador—. Quieren que nos maten los israelíes.
—No seas tonto —replicó mi padre—. ¿Acaso crees que quieren morir? Es probable que nadie se lo haya dicho hasta que has empezado a gritarle. No me gusta que agobies a los inquilinos. Vuelve abajo y habla con ellos para que pinten las ventanas. —Volvió a nuestra casa, rezongando—. Ya nadie tiene claro cuál es su sitio.
La rareza de los Daoud residía en que casi nunca abrían una ventana de su piso. Al principio pensé que lo hacían porque eran judíos, pero mi madre, que era amiga de madame Daoud, me dijo otra cosa. Me explicó que muchas familias judías abren las ventanas. Creía que los Daoud mantenían las suyas cerradas porque habían vivido mucho tiempo en Bolonia, y todo el mundo sabía que a los italianos les aterraban los reclutamientos.
—Son esos putos americanos —dijo Elie. Encendió un Marlboro y tiró la cerilla catapultándola con los dedos corazón y pulgar—. Podemos machacar a los israelíes, pero no luchar contra los americanos. Los que pilotan los aviones son americanos. —Dio una profunda calada y golpeó el gastado sillín de cuero de la motocicleta—. Que los jodan a todos. Condenados imperialistas americanos.
—¿Vamos perdiendo? —pregunté.
Se volvió hacia mí y me empujó. Retrocedí, en un intento frenético por mantener el equilibrio.
—No perderemos nunca. Ganaremos la guerra. Dios está con nosotros.
Elie se volvió hacia la moto. Salí del garaje y subí corriendo a casa con la esperanza de que no se diera cuenta de mi ausencia.
Detrás de la cima nevada se alzaba un palacio inmenso, majestuoso, espléndido y plateado. Tres altas torres hendían las nubes blancas. Desde arriba, el palacio despedía un brillo sobrenatural y su plata reflejaba la gloriosa luz del sol. En el centro del patio refulgía un gran estanque.
—Mira qué mujeres tan bellas —dijo Elías cuando aterrizaron en el patio—. Tienen unos pechos preciosos.
Setenta y dos vírgenes, bellezas de grandes ojos redondos y cabellos de una variedad de rubios distintos, parecían perplejas ante la visión de los coloridos diablillos. Al igual que veintiocho asombrosos adolescentes varones de un blanco inmaculado.
—Bienvenidos seáis, viajeros —dijo una de las chicas.
—Creo que esperaban a un solo guerrero —dijo Fátima. Un enorme diván estaba dispuesto frente a un centenar de sofás colocados en filas. El verdor del jardín circundante embriagaba los sentidos—. Ésta debe de ser la idea que alguien tiene del paraíso.
—Venid —dijo otra hurí. Tanto las mujeres como los chicos llevaban vestidos de pura seda plateada que revelaban más que si hubieran ido desnudos—. Uniros a nosotras. Dejad que os aliviemos del cansancio del viaje. Permitid que os rejuvenezcamos.
Diez chicos semidesnudos y sonrientes trajeron grandes jarras de vino. Cada uno de los habitantes del jardín tenía una copa llena del líquido de color borgoña.
—Venid —dijo un chico—. Relajaros. Podemos cantaros cuentos para entreteneros.
Una hurí acarició la cabeza de Isaac.
—¿Eres verdaderamente pura? —preguntó él.
—Somos tan castas como pollitos.
—Qué sosos —replicó Isaac—. Voy a dar una vuelta.
La atónita hurí entonó una melodía mágica, y sus hermanas la acompañaron. Una de las vírgenes cogió a Fátima de la mano, pero ésta la rechazó.
—No me acuesto con mujeres de pechos más pronunciados que los míos.
La canción empezó a debilitarse.
—Pero somos castas —dijo una.
—Somos tímidas —dijo otra.
—No nos ha tocado ni hombre ni yinn....
—Podéis acostaros con nosotras...
—Tenemos vino...
—Tenemos música...
—Una copa rebosante de verdad...
—¿No sentís deseo? —preguntaron todas.
—No —contestó Ismael.
—Aquí no hay nada de interés —dijo Isaac al volver de su ronda—. La canción está en una clave menor.
Y el grupo se precipitó hacia sus alfombras y emprendió el vuelo.
Al día siguiente se sentaban en nuestro salón, con aspecto de estar fuera de lugar: eran tres hombres venidos desde Siria. Mi madre tuvo que servirles café, ya que la doncella estaba haciendo el equipaje.
—¿Están seguros de que esto es necesario? —preguntó mi madre—. Cualquiera diría que aquí pasa algo. Líbano no se meterá en la guerra.
—Los israelíes se acercan, señora —dijo el padre de la doncella. Su vellosa muñeca sobresalía tres dedos de la raída manga de la camisa. No miraba a mi madre a los ojos. Parecía muy cansado: párpados caídos y la mandíbula floja—. Se les oye. La niña debe volver a casa.
—Bien. Bien. Iré a ver si ha terminado. —Lina y yo la seguimos fuera del salón—. Es la última vez que contrato a una chica árabe —murmuró mi madre antes de entrar en el cuarto de la criada.
La chica llevaba su mejor vestido, uno estampado en color clorofila, abotonado al frente y que le llegaba un centímetro por debajo de las rodillas, lo que dejaba al descubierto las pantorrillas blancas. Un pañuelo amarillo canario le cubría el cabello, su peor rasgo. Allí plantada, con la vista puesta en la maleta abierta, parecía mucho mayor de sus trece años.
—Deja que vea cómo lo has hecho —dijo mi madre. Sacó la capa superior de la maleta y miró debajo—. ¿Hay algo más que tenga que ir en esta maleta?
La chica negó con la cabeza. Mi madre reordenó la ropa.
Lina me miró con esa cara que decía: voy a contarte algo que no sabes porque no sabes nada.
—Mamá está comprobando que no nos robe nada —me dijo en francés.
—Tais-toi! —la regañó mi madre. Rebuscó en su bolsillo y de él sacó un billete de cien dólares—. Escucha —dijo a la chica—. Quiero que te lo quedes. Has sido muy buena con nosotros. Sé que es mucho dinero, pero quiero que me prometas una cosa. Vas a esconderlo. Es sólo para ti. No se lo mostrarás a tu padre ni a tus hermanos bajo ninguna circunstancia. Ni siquiera a tu marido si te casan. Es para ti. Sólo para ti. ¿Lo entiendes?
—Sí, señora, —Contestó ella, guardándose el billete en el sujetador—. Gracias, madame.
—Ahora lárgate de aquí.
La radio se lamentaba de traiciones con voz vencida. El aire parecía denso. Yo estaba en la salita del portero mirando a una familia de extraños. La esposa del portero se cernía sobre sus invitados, inquieta. Eran cuatro: una mujer sin marido —una especie de versión harapienta de la portera— y sus tres hijos. La mujer se mordía los labios y tenía los ojos llorosos. Daba la impresión de que no habitaba en su cara fantasmal. Un ventilador aletargado removía el aire.
—Tenían tantos aviones —dijo su hijo mayor, casi un hombre—. No paraban de llegar. Iluminaron el cielo por la noche y lo bombardearon todo. No tuvimos ninguna oportunidad. Todos huyeron.
Elie le miró fijamente.
—¿Tú luchaste, primo?
—¿Luchar? Si no podíamos ni respirar. Venían a tanta velocidad que apenas tuvimos tiempo de escapar. Usaron napalm. Te quema la piel hasta el hueso antes de matarte. ¿Cómo se puede combatir contra eso sólo con rifles?
—Estamos perdidos —dijo otro primo.
Elie salió hecho un basilisco. Fui tras él.
Yo intentaba pasar desapercibido. Mi madre evitaba mirar al tío Yihad y fijaba la vista en el techo. Ambos estaban sentados en el diván, con las piernas apoyadas en la mesita de cristal. La infusión que mi madre tomaba a media mañana permanecía intacta, aunque ya no humeaba.
—Se ha ido, Yihad —dijo ella en voz baja—. Se ha ido.
Mi madre había descubierto que madame Daoud se había marchado al amparo de la noche; según su marido, había vuelto a Italia, a visitar a su familia.
—Ni una palabra, ni una nota, nada.
Mi madre cerró los ojos y suspiró.
—¿Por qué piensas que no volverá? —preguntó el tío Yihad —Su marido sigue aquí.
Mi madre bajó la cabeza despacio, abrió los ojos y le lanzó una mirada que exigía seriedad.
—Él tiene que ocuparse de las cosas antes de poder reunirse con ella.
—Te estás poniendo hosca. —Mi tío apoyó la mano en su hombro—. Ella siempre será tu amiga.
—Nada permanece —dijo mi madre, negando con la cabeza—Todo se pierde.
—He perdido mi inocencia infantil —dijo Lina con un suspiro.
Estaba sentada en el taburete, de espaldas al piano, cuya tapa estaba abierta como si éste se dispusiera a exhalar un suspiro propio. Embargada por la tristeza me mostraba su perfil, cual actriz egipcia caída en el olvido. Seguía alisándose la falda sin bajar la mirada, en un gesto ensayado, mecánico.
—¿Qué significa eso? —pregunté.
—¿Cómo puedo ser testigo del sufrimiento de los niños palestinos y conservar mi inocencia infantil? —Exhaló con fuerza—. Sufro con ellos. Ya he dejado de ser una niña.
—Pero si tienes diez años, idiota.
—Ya no. Con lo que he visto, ya soy una mujer.
La empujé fuera del taburete y salí corriendo. Ella me persiguió.
—Se ha acabado —dijo mi madre— sin que nuestro ejército haya disparado ni una sola bala.
—El gobierno no tiene la culpa de que la guerra terminara tan pronto —dijo el tío Yihad—. Seguro que aún están reunidos, decidiendo qué medidas van a tomar.
Vimos las noticias por televisión en la sala: miles de refugiados palestinos llegaban a Líbano, como el ganado rodante, rodante, rodante de Rawhide.
—Este caos es desconcertante. Son tantos... —exclamó mi madre—. ¿Qué van a hacer?
—Esperar —respondió mi padre.
—¿Qué se supone que es Líbano? ¿Una especie de purgatorio?
—¿Qué es el purgatorio? —pregunté.
—Ven aquí y te lo explicaré —dijo el tío Yihad, mientras se daba una palmada en el muslo. Mis pies colgaban del borde de su regazo—. Según Dante, existe el paraíso arriba, el infierno abajo, y también el purgatorio, que es como una sala de espera de hospital o una estación de tren donde se queda la gente hasta que se decide adónde van.
—¿Y quién lo decide, Dios?
Su sonrisa se hizo más amplia. Movió la cabeza, en un asentimiento poco comprometido.
—Cualquiera salvo nosotros.
Y el rey Kade desató contra ellos los vientos traidores.
—Esto ya me parece más normal —dijo Isaac.
Unas nubes densas se acercaban. Los pasajeros se agarraron a los bordes de la alfombra a medida que los vientos se endurecían. Una ráfaga fría y turbulenta derribó a Jacob. Cayó unas cuantas leguas, desapareció y luego volvió a su sitio. Las alfombras se volvieron díscolas y empezaron a hacer travesuras.
El grupo se vio obligado a descender sobre un prado verde; la hierba les llegaba hasta las espinillas. Noé dobló las tres alfombras hasta reducirlas al tamaño de una cartera y luego se las tragó.
—Es un prado precioso —se admiró Job—. Y el color es perfecto.
Fátima y los diablillos fueron en dirección norte.
—Qué agotamiento —protestó Elías—. Cuando por fin lleguemos estaré demasiado cansado para hacer nada. Tengo las pezuñas irritadas. Creo que deberíamos volver a volar y arriesgarnos a luchar contra el viento.
A sus pies se extendía un hondo valle que debían cruzar para llegar a la segunda montaña.
—Se acerca otra ola —anunció Ismael, señalándola con su diminuta mano. Corceles blancos montados por blancos guerreros galopaban hacia los diablillos. Los jinetes blandían espadas de plata por encima de sus cabezas—. Diría que son cien, veinte filas de cinco.
—Mira detrás de la ola de atacantes —dijo Ezra—. Hay unos cien, y otros más todavía esperando. Deben de ser al menos un millar.
—¿Por qué se alinean así? —preguntó Fátima.
—Los fanáticos no tienen imaginación —respondió Isaac.
En el centro del valle había un gigantesco roble de hojas blancas del que brotaban tanto caballos como jinetes. Sus hojas caían al suelo y se transformaban en hombre o en bestia.
—¿Puedo? —dijo Adán.
—No —repuso Noé—. Dejadme a mí. Hermana, ¿puedes darme una de las tres bolsas?
—¿Cuál de ellas? —preguntó Fátima, cuya mano sostenía los tres regalos de Bast.
—Me da igual —contestó el diablillo azul—. Cogeré ésta. Huele al sagrado Nilo. —Abrió la bolsa y vació su contenido en el prado donde se hallaban—. Retroceded y admirad.
El barro cayó sobre la abundante hierba, despojándola de su pureza fastidiosa. El barro se extendió y burbujeó. Nació un pequeño riachuelo.
—Yo te ayudaré. —Noé unió las manos.
El riachuelo se convirtió en un río de aguas caudalosas que avanzaban hacia los jinetes.
—Más —le animó Isaac—. Enséñales lo que es sufrir.
Noé unió las manos una vez más y las aguas del río crecieron.
—Que así sea —dijo Noé, y provocó una riada.
El valle cóncavo se tiñó enseguida de azul. Entre los caballos se desató el pánico y los jinetes intentaron calmarlos. Cuando el agua cubrió la corteza del árbol gigante, los caballos tuvieron que nadar. Del riachuelo iba manando más y más agua, hasta que se formó un lago: un lago monstruosamente grande. Guerreros y monturas perecieron ahogados. El agua llegó a la copa del roble blanco. El azul se tragó al blanco.
—Plof..., pobre ejército blanco —dijo Isaac.
—¿Sobrevivirá el roble? —preguntó Jacob.
—Sí —dijo Adán—, pero necesita protección.
Con los brazos en alto formó una bóveda de polvo de la que asomó la cabeza de una inmensa serpiente de color violeta, provista de una cresta dorada y de una mirada feroz. La serpiente silbó, mostrando su lengua trífida.
—Venga, Tebas —dijo Adán—. Este será tu nuevo hogar.
La serpiente desenroscó su cuerpo, hinchado y rollizo. Rodó, rodó y rodó desde la bóveda hasta sumergirse en el lago; sus escamas brillaban bajo el agua. Tebas devoró a unos cuantos jinetes rezagados uno por uno. Una vez satisfecha, enroscó el cuerpo en torno al gran roble blanco, por debajo de la superficie del lago, y apoyó la cabeza en las ramas más altas.
—Una serpiente digna de tan impresionante árbol —comentó Adán.
En noviembre de 1968 los Farouk se mudaron a nuestro edificio, al piso que habían dejado vacío los Daoud, que habían marchado hacía un año.
Tenían un timbre estridente.
—Buon giorno, signora —dijo el tío Yihad a la señora Farouk cuando ésta abrió la puerta.
Fueron las únicas palabras que entendí, ya que siguió hablando en italiano. Tenía oportunidad de practicar bastante el italiano porque en el vecindario había una familia de Milán y un genovés soltero, que era piloto.
La señora Farouk se sonrojó y abrió la puerta de par en par. Su cabello era de un caoba rojizo y su piel tendía a arrebolarse con facilidad. Habló en italiano, con gestos expresivos, y nos invitó a entrar. La seguimos hacia el salón; mis zapatillas blancas de tenis levantaban crujidos en la pulida madera clara. Su marido estaba en el sillón, leyendo una novela árabe. De unos altavoces invisibles salía música de oúd. La señora Farouk nos presentó al tío Yihad, a Lina y a mí. Su marido, el señor Farouk, se levantó para saludarnos.
—Somos el comité de bienvenida —dijo el tío Yihad, con la cara radiante de satisfacción. Cuando se emocionaba, su voz tomaba un registro agudo—. He traído a los niños para que conozcan a los suyos.
Noté que Lina se ponía rígida antes de ver entrar a las chicas de los Farouk. Fátima tenía ocho años, uno más que yo, y era mona y delgada, pero no era la causa de la consternación que había embargado a mi hermana. A sus trece años, Mariella era la chica más guapa que yo había visto en mi vida. Cabello largo y de color castaño claro, ojos verdes, labios carnosos y boca grande. Entró en la sala despacio, consciente del efecto que provocaba a su alrededor.
—Che belle —exclamó el tío Yihad, mirando a su padre—. Ambas parecen haber heredado los mejores rasgos de ambos. Son una mezcla deliciosa de Irak e Italia. Maravillosas.
Mariella hizo caso omiso de Lina y me tendió su pálida mano.
—Hola, soy Mariella —dijo en una voz que no tenía nada de infantil—. Esta es mi hermana pequeña.
La señora Farouk carraspeó.
—Estamos tan contentos de haber encontrado este lugar —dijo. Su acento era curioso, una amalgama de numerosos dialectos árabes—. Teníamos muchas dudas sobre instalarnos en Beirut. Nos cansamos de Amán, y primero pensamos en Roma, pero luego decidimos que Beirut ofrece lo mejor de ambos mundos, ¿no cree? Y encontramos este apartamento. ¡Precioso, una señal del cielo! Estaba en tan buen estado. ¿Sabe quién vivía aquí? Me gustaría enviarles una nota de agradecimiento.
—Tendría que enviarla a Israel —salté yo.
—Los Daoud emigraron a Israel —explicó el tío Yihad—. Se jubilaron, cerraron la fábrica de chocolate y se marcharon.
—¿A Israel? —preguntó la señora Farouk—. ¿Cómo se les ocurriría algo así? Es un país de lo más soso. La gente es demasiado seria.
—Son judíos —aclaró el tío Yihad—. Creo que allí se sentían más seguros.
—Yo también soy judía y no me verá recogiendo mis cosas para instalarme en un kibutz.
Miré hacia las ventanas y vi que estaban abiertas: una brisa leve y fresca agitaba las cortinas de muselina. La música de oúd seguía sonando mientras empezábamos a conocernos. Incluso Lina formulaba preguntas; estaba animada, habladora.
—Les encantará el barrio. Está lleno de gente de todas las edades.
Me aislé de todos y me concentré en la exquisita melodía. No tenía ni idea de quién era el músico, pero era un fantástico intérprete de oúd. El tío Yihad se rió a carcajadas. Me esforcé por oír la suave música. Madame Farouk también se rió. Ruido. Les dije que se callaran.
La sala se quedó en silencio. Unas caras llenas de asombro me miraron y me percaté de lo que había hecho. Pasaron unos segundos tensos. El corazón me latía más deprisa; se me saltaban las lágrimas. El tío Yihad dejó escapar una risa nerviosa.
—Me disculpo en nombre del chico —dijo él—. A veces vive en un mundo propio.
Me miró con expresión preocupada. Todos parecían esperar que yo dijera algo.
El intérprete de oúd llevó el maqâm a otra clave.
—Lo siento —dije con voz mucho más queda de lo habitual—. Lo siento mucho. Estaba escuchando la música y me olvidé de dónde estaba. —Hice una pausa. Nadie dijo nada—. Me quedé perdido en la música y en mi falta de buenas maneras.
Todos prorrumpieron en risas. Todos menos Fátima. Me miraba con ojos inquisitivos, evaluadores. El tío Yihad pasó una mano por mis hombros y dijo:
—Este muchacho es un tesoro. Siempre dice las cosas más increíbles.
—Este chico es un idiota —replicó Lina.
—¡Qué encantador que un chico de su edad se sumerja tanto en la música! —dijo la señora Farouk—. Mi marido querrá adoptarlo.
El señor Farouk sonreía y me miraba atentamente.
—Es música de mi hogar.
—Es el Maqâm Râst —dije, y me senté sobre las palmas de las manos.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó el señor Farouk, con la sorpresa dibujada en la cara. Me encogí de hombros.
—Este chico tiene talento a raudales —intervino el tío Yihad—. Toca el oúd como un maestro, toca día y noche. Sabe tocar maqâms. Está estudiando con Camil Halabi.
—Sólo sé tocar un maqâm.
—Me encantaría oírte tocar —dijo el señor Farouk—. Tocaré para ti, y tú tocarás para mí. ¿Te gustaría? Tu maestro es un gran músico. Tenía entendido que había muerto. Le oí una vez, cuando vino a Bagdad hace mucho tiempo, en los tiempos en que la ciudad aún estaba viva, cuando aún nos importaba la belleza. —Posó la vista en el techo—. ¿Por qué no le prestas el disco, querida? —dijo a su esposa—. Así podrá escucharlo sin que nadie le moleste.
Fátima apareció en mi clase dos días después. Llevaba medias blancas y un vestido corto de color azul y con ribetes de encaje, estampado con margaritas blancas. Frágil y delgada, se dirigió hacia Nabeel, que ocupaba la silla contigua a la mía.
—Quiero sentarme aquí.
Nabeel se encogió de hombros y dejó libre el asiento que había sido suyo durante semanas. Ella se sentó, mantuvo la cabeza gacha, pero me miró con sus ojos castaños, con una mezcla de nerviosismo y aplomo.
—Tienes que ser mi amigo —dijo.
El palacio de cristal se alzaba sobre la cumbre de la segunda montaña. Su tamaño, estructura y brillo resultaban cegadores. Todo su interior —escalinatas, columnas, balaustradas, mesas, sillas y estantes— estaba hecho de un cristal diáfano en el que no se distinguía la menor impureza. La luz del sol se reflejaba en el gran vestíbulo, arrancando destellos de fieros colores. Era un espacio donde reinaba un extraño silencio, un lugar yermo de vida.
—Yo podría vivir aquí —dijo Jacob.
—Es demasiado aséptico —resopló Isaac. De un salto se subió a una de las butacas, se bajó los calzones y meó—. No puedes manchar los muebles. No podría vivir aquí.
—Pues quizá no nos quede más remedio —intervino Fátima—. La puerta acaba de cerrarse sola.
Los ocho diablillos se dispersaron por el vestíbulo en todas direcciones. Ismael intentó abrir la puerta, pero ésta estaba cerrada a cal y canto. Ezra y Elías comprobaron las ventanas.
—Las pruebas se vuelven más difíciles —dijo Job—. Lo odio.
—Incómodas —dijo Isaac—, pero no difíciles. —Soltó un hipido, eructó y vomitó una semilla por la boca—. Dulce —dijo—. Hermana, permíteme una de las bolsitas que quedan.
—Escoge —dijo Fátima.
—Ésta —decidió Isaac—. Huele a tierra fértil. —Vertió el barro en el centro del vestíbulo y en él plantó la semilla—. Observad —dijo, y dio un paso atrás para admirar su obra—. Crece —ordenó, y la hiedra empezó a reptar.
De cada mata salía una, y luego otra.
—¿Hiedra venenosa? —preguntó Fátima.
—Una variedad —explicó Isaac—. No te preocupes. Eres de los nuestros. Los venenos son la sangre que te da la vida.
La hiedra fue enroscándose en el suelo hasta cubrirlo y empezó a ascender por las paredes. Unas flores verdosas brotaban en las ramas a medida que la hiedra serpenteaba hasta llegar al techo.
—Qué flores más sosas —dijo Ismael.
Lanzó campanillas sobre la hiedra.
—Llega mi maldito turno —anunció Adán.
Cambió el verde del suelo por una hiedra moteada de flores de un azul violáceo. Noé le añadió jacintos. Ezra, cipreses.
—Pasemos a la raza amarilla —dijo Jacob, y, cual canario, floreció una parra y llenó el lugar de destellos amarillos.
—Algo dulce —ordenó Elías, y brotaron guisantes de olor—. Oh, no. Yo quería jazmines.
—Basta ya —dijo Isaac—. Si vas a hacerlo, hazlo bien. —Una densa buganvilla roja cubrió paredes, suelo y techo—. Ahora sí que podría vivir aquí. —Fue saltando alegremente por las parras hasta llegar a la puerta, que estaba forrada del todo. Empujó a través de la hiedra, hasta que la puerta cedió y se desplomó—. Deprisa —dijo al resto—. Este palacio se caerá en cualquier momento.
—La palabra maqâm significa «lugar» o «situación» —explicó Istez Camil—. También quiere decir «sepulcro». Es música, se refiere a la escala, pero también al humor. ¿Sabes qué es?
—No. —Mis dedos subían y bajaban mecánicamente por el cuello del oúd.
Llevaba cuarenta y cinco minutos tocando escalas.
—A través de su estructura y modalidad cada maqâm se relaciona con un humor específico. Cuando interpretas un maqâm la técnica debería resultar invisible, para que lo único que se aprecie sea la emoción pura. El objetivo es inducir cierto humor tanto en el oyente como en ti mismo. Ese humor determinará la selección del maqâm y la clase de improvisaciones. Por ejemplo, si quieres provocar tristeza, puedes escoger uno que sea microtonal, como el Maqâm Saba.
Asintió con la esperanza de suscitar alguna muestra de reconocimiento. Negué con la cabeza. Istez Camil se levantó y fue a decir algo, pero se contuvo y encendió un cigarrillo.
—Estás cansado —dijo—. Ya lo terminaremos la próxima vez.
Bajé el instrumento y estiré los dedos.
—¿Por qué cree la gente que estás muerto?
—¿Muerto? Quizá porque dejé de tocar en público. —Istez Camil miraba por la ventana, de espaldas a mí.
—¿Por qué lo dejaste?
—Toqué la nota equivocada —dijo él—. Desperté la emoción equivocada.
No dije nada, a la espera de que mi maestro prosiguiera con su explicación.
—Mi mujer había muerto. Aburrí al público. Yo sólo soportaba oír, o tocar, un único maqâm. El público no conseguía apreciar las variaciones del maqâm que yo tocaba. Se hartaron de oírlo una y otra vez.
—El Maqâm Saba —dije—. Me encanta lo despacio que se mueve, la infinita ternura que desprende, como lágrimas que descienden por las mejillas: una cascada de gracia.
—¿Lo ves? Tú lo entiendes. —Istez Camil no se volvía a mirarme—. Una cascada de gracia. Es maravilloso. Describe toda la grandeza de las interpretaciones de Shah-Kuli, o incluso las anteriores. Se dice que fue el músico más grande que ha existido.
—Háblame de él.
—Cuando los turcos derrotaron a los persas y reconquistaron Bagdad en 1638, ochocientos mil jenízaros murieron en una emboscada, de manera que los turcos orquestaron una matanza general. Cortaron las cabezas de treinta mil persas, pero el sultán seguía necesitando entretenimiento. Un músico persa, que aguardaba su ejecución, fue llevado a palacio. Mientras sus compatriotas, amigos y parientes eran decapitados uno a uno, el gran Shah-Kuli tocó un maqâm para el despiadado sultán Murat. Cantó con tanta dulzura, tocó el oúd con tanta sensibilidad... Terminó su actuación con un canto fúnebre que hizo brotar las lágrimas en los ojos de todos los oyentes. —Apartó la mirada de la ventana y me sonrió—. Las lágrimas descendieron por las mejillas del público al ritmo del maqâm. Una cascada de gracia. Y el lloroso sultán ordenó que cesaran las ejecuciones.
Detrás de la tercera cima no se distinguía palacio alguno. La comitiva voló de arriba abajo y de abajo arriba, escrutando todos los rincones del escarpado paisaje, pero no encontraron nada.
Elías soltó a los cuervos.
—Buscad con vuestros ojos agudos.
Job soltó a los murciélagos.
—Buscad con vuestros oídos agudos.
—¿Podría hallarse en el interior de la montaña? —preguntó Adán—. Puedo enviar a los escorpiones.
—¿Podría estar más lejos? —preguntó Noé.
—Esperad —ordenó Fátima.
Los murciélagos y los cuervos surcaron la zona. Fátima siguió a los que podía con la vista.
—Más arriba —dijo ella—. Tiene que estar más arriba.
Desató un lazo negro de su cabello y lo agitó con el brazo. Lo subió por encima de su cabeza. Un grupo de siete cuervos siguió la indicación y voló por encima de la cumbre nevada. Ella agitó el lazo de nuevo y los cuervos volaron aún más alto. Si subían más, alcanzarían las nubes. Antes de que ella pudiera sacudir el lazo una vez más, uno de los cuervos plegó las alas y empezó a caer en picado. A una orden de Elías, sus hermanos interrumpieron la caída y lo depositaron en sus manos. El diablillo índigo lo observó.
—El pájaro habla.
—Retirad a los cuervos y a los murciélagos —declaró Fátima—. Ya sé dónde está el rey Kade.
—¿Dónde? —preguntó Ismael.
Elías y Fátima respondieron al unísono:
—En las nubes.
El primer jueves de diciembre nos sorprendió al tío Yihad y a mí en un pequeño café de Msaitbeh. Habíamos pedido permiso a mis padres, ya que era tarde y al día siguiente había colegio. La pintura se resquebrajaba en unas paredes que no tenían ni un solo adorno, ni una foto, ni un simple cuadro. Nos sentamos a una mesa de fórmica que me quedaba demasiado alta. El tío Yihad saludó a todos los hombres aunque saltaba a la vista que no encajaba en este entorno. Era, con diferencia, el ser más colorido que había cruzado la puerta. No había mujeres. De todos los hombres del café ni uno solo se había afeitado en las últimas veinticuatro horas, mientras que la cara imberbe y la cabeza calva del tío Yihad relucían en un tono azulado, reflejo de los fluorescentes.
Cuando llegó mi té —fuerte, dulce y servido en vaso—, el silencio se había apoderado del café. Un chico, un par de años mayor que yo, encendió el transistor y empezó la música.
—Estás a punto de oír a la diosa —susurró el tío Yihad, y se llevó un dedo a los labios en señal de silencio.
La introducción empezó como una melodía sencilla interpretada por violines. La percusión, un derbakeh y dos daffs, le proporcionaban un ritmo sostenido. Los violines repitieron la melodía, una y otra vez, hasta lograr un efecto hipnótico. La mayoría de los hombres tenía los ojos cerrados. Pasaron diez minutos antes de que la melodía que tocaba la banda empezara a decaer. Por la radio sonaron los aplausos.
—Ha subido al escenario —murmuró el tío Yihad—. Ya ha llegado.
Silencio. Oí las respiraciones de algunos de los hombres. Un segundo. Dos segundos. Diez segundos.
Su voz llegó hasta nosotros, clara, fuerte y poderosa. La sala suspiró al unísono con la primera nota para luego sumirse de nuevo en el silencio. Un hombre que llevaba unas gafas oscuras sujetas con un trozo de cinta adhesiva de color gris se repantigó en la silla, como si estuviera a punto de recibir una lluvia de pétalos de rosa. Otro hombre dirigía una orquesta imaginaria con ambas manos, con una gracia impropia de su robusto corpachón. En su sien se apreciaban leves latidos, grandes venas que seguían el ritmo de su propio metrónomo. Umm Kalthoum seguía la melodía, una canción de amor en dialecto egipcio, y las palabras de añoranza tenían sentido. Yo había oído a la banda tocar esa melodía muchas veces, pero ahora parecía que la música había sido creada sólo para servir de acompañamiento a esa letra. Repetía cada frase una, dos, tres veces, y más, hasta que yo la sentía vibrar en mi interior. Escuché aguzando los oídos, boquiabierto y con los ojos como platos. Cuando terminó la melodía, un temblor recorrió la sala. Los hombres aplaudieron, puestos en pie, profiriendo gritos de admiración hacia la radio.
—¡Que vivas muchos años!
—¡Otra, otra!
—¡Que Dios te guarde!
—No ha sucedido —dijo un hombre, hablándole a la radio—. Tienes que empezar de nuevo.
Y ella así lo hizo. Empezó a cantar de nuevo la canción, desde el principio. Los hombres hablaban a la radio después de cada verso. Por la radio, se oían los gritos de aliento del público jaleando a la cantante. El director de la orquesta imaginaria repetía un prolongado «Ya Allah» después de cada verso, con la vista puesta en el techo, manchado de humo de tabaco, como si pidiera a Dios que bajara a escuchar. Cada verso se convertía en una adivinanza. ¿Lo repetiría? ¿Lo llevaría más lejos?
Cuando terminó la melodía por segunda vez, el público estalló en aplausos. Un aullido unánime se extendió por la sala. Un hombre bajito se subió a una mesa y gritó: «Allah-u-akbar». El tío Yihad estaba radiante de felicidad. Ella empezó a cantar la misma melodía por tercera vez. Yo estaba extasiado. La sala temblaba de contento.
Cuando terminó, esperó a que el público del café se tranquilizara de nuevo y entonó una melodía nueva. La misma canción, la misma clave, un registro levemente distinto, una elaboración más profunda de su añoranza. Repitió esta versión sólo dos veces, y a continuación volvió a la primera, para luego lanzarse a una tercera que cantó sólo una vez. Acto seguido pasó a la primera, tercera, primera, segunda, primera. En el momento final, después de una hora de variaciones sobre la misma canción, el público estaba exhausto y ronco.
Volvimos a casa rodeados de un denso tráfico. El tío Yihad, nervioso, no paraba de tamborilear sobre el volante.
—«Umm Kalthoum» es un nombre muy tonto para una persona —dije—. «¿Madre de Kalthoum?»... ¿Qué significa? ¿Y cómo podían llamarla así cuando era niña? Era demasiado joven para ser madre.
—Umm Kalthoum es la esencia del mundo árabe —dijo el tío Yihad—. Es probable que sea la única persona a quien todos los árabes aman de corazón. Desde que perdieron la última guerra, ella se ha lanzado a una gira interminable para levantar la moral de los árabes. No es que sirva de nada, pero su dedicación me parece maravillosa. Me encanta la gente que se apasiona con las causas perdidas.
—Descansa durante un minuto —dijo Isaac—. Lucharás contra él tú sola y necesitarás todas tus fuerzas. Mientras el rey Kade siga vivo no podremos romper el hechizo. No podemos acompañarte.
Los diablillos se habían sentado en torno a ella con las piernas cruzadas, hombro con hombro. Habían doblado dos de las alfombras y flotaban debajo de las nubes sobre la tercera.
—El arma más poderosa de que dispones es tu valor —dijo Ismael—. Pero la línea que separa el coraje de la temeridad es difusa, en el mejor de los casos.
—Ten paciencia —aconsejó Job.
—Ten cuidado —añadió Jacob.
—Ten imaginación —dijo Adán.
Los diablillos se incorporaron. Cada uno de ellos apoyó la mano izquierda en el hombro de su hermano y la derecha en el cuerpo de Fátima.
—Estamos contigo —declararon al unísono—. Ahora y para siempre.
Y se desvanecieron.
—Ven a sentarte a mi lado —dijo Mariella, acompañando sus palabras de una risita traviesa y coqueta.
Estaba sentada en el muro de cemento de color amarillo desvaído que cercaba el inmueble contiguo al nuestro. Sus piernas colgaban sobre las siete baldosas apiladas. Cruzó las piernas, lo que le subió un poco más la falda.
Lina se irritó.
—¿Vas a tirar contra esas malditas baldosas? —preguntó a Hafez, que tenía en la mano la pelota de tenis y contemplaba extasiado a Mariella.
—Es un juego estúpido —dijo Mariella—. Ven a sentarte conmigo y deja que los niños se entretengan.
Irguió la espalda, en un intento de parecer más adulta.
—¿No puedes sentarte en otro sitio? —pregunto Fátima—. Aquí estamos jugando. Estás justo encima de las baldosas.
—Me siento donde me apetece.
—Ve con ella —me dijo Fátima—. Si eso es lo que quieres, hazlo.
—No nos haces ninguna falta —añadió Lina—. Y eres demasiado lento de todos modos.
Me subí al muro con Mariella.
—¿Cuándo vas a venir a tocar el oúd para nosotros? —preguntó ella—. Mi padre no para de preguntar por ti. Deberías hacernos una visita.
La pelota chocó contra el muro seis veces seguidas, pero la montaña de baldosas siguió intacta. Mariella fingía no enterarse del juego que se desarrollaba a nuestro lado. Entonces, de repente, la pelota de tenis, saliendo de la nada, fue a dar contra su muslo izquierdo. Ella gritó de dolor.
—Lo siento —dijo Fátima—. No era mi intención.
—Buen tiro —exclamó Lina.
Los demás niños se reían.
—Eres una puta, Fátima —gritó Mariella—. Nada más que una puta.
Oí el rugido de la motocicleta de Elie antes de verla. Él apareció por la esquina de nuestra calle, con el sol reflejado en sus gafas oscuras. Todos los niños se detuvieron para mirarlo. Vestido con un mono militar, parecía mucho mayor de lo que era, pero seguía siendo demasiado joven para llevar una moto. Pasó frente a nosotros a toda velocidad, sin dignarse mirarnos, y se apeó del vehículo delante de nuestro bloque. Su madre salió corriendo de casa para recibirle. Titubeó, y luego despacio, sin decir palabra, acarició su cabello con la mano derecha y le cogió un mechón con suavidad, como si quisiera indicarle que lo llevaba demasiado largo.
Me deslicé sobre el muro para correr hacia Elie. Mariella me agarró del brazo y me clavó las uñas en la piel hasta casi hacerme sangre. Me volví hacia ella, pero sus ojos estaban puestos en Elie. El padre del muchacho salió, gritando:
—¿Dónde has estado, hijo de perra?
Elie pasó frente a él y entró en casa. Su madre se quedó fuera, viendo cómo ambos se alejaban.
Lo presentía. De eso, al menos, estaba segura. Fátima dirigió la alfombra hacia las espesas nubes. Envuelta en un blanco cegador, fue ascendiendo despacio a través de un cielo más viscoso que húmedo, más oleaginoso que mojado. A medida que se acercaba a la capa superior, a medida que el sol empezaba a filtrarse, tuvo la sensación de que se abría paso entre el barro. Le costaba avanzar, casi se arrastraba. Abriéndose paso, vio el castillo de niebla a lo lejos. A primera vista parecía sólido, pero cambiaba de forma poco a poco. Se hundía una torre, aparecía una ventana, se desvanecía una rampa: era un todo mutable con voluntad propia. Ella se apeó de la alfombra frente a la puerta. Como era de esperar, pudo andar sobre las nubes. La puerta se abrió para ella y penetró en los dominios del rey Kade. Una vez dentro del castillo vacío se sintió vulnerable, como si las fuerzas la hubieran abandonado por completo. El vestíbulo cambiaba con cada paso que daba. Con torpeza fue hacia la puerta, que desapareció en cuanto intentó abrirla.
—Rey Kade, rey Kade —gritó ella hacia el espacio cavernoso—. ¿No estás harto ya de juegos tontos?
Fátima desenvainó la espada y la estampó contra la pared que tenía delante. La hoja no halló resistencia alguna. Muros de nube. Ella los atravesó.
Frente al espejo del tocador de la señora Farouk, Fátima probaba unos pintalabios.
—Creo que el granate me sienta mejor, ¿verdad?
—¿Por qué te llamas Fátima? —pregunté.
—A mi nombre no le pasa nada. —Frunció el entrecejo, enfadada, y el gesto la hizo parecer una réplica más joven de su madre, sobre todo con aquellos extraños labios pintados.
—No he dicho que le pasara nada. Sólo he preguntado el porqué. No me grites.
Me levanté, pero ella me empujó y volví a caer sobre la cama.
—Entonces no hagas preguntas tontas.
—No es una pregunta tonta. No es lógico que haya dos hermanas y que una lleve un nombre italiano y la otra un nombre árabe.
—¿Y por qué no? Menuda bobada. Mi madre eligió el nombre de ella y mi padre escogió el mío.
Ella cogió el bote de perfume y lo puso boca abajo sobre su dedo índice. Olía a flores químicas. Se echó unas gotas detrás de las orejas, levantó los brazos en dirección al techo, y se aplicó perfume en las axilas.
—Pues mis padres escogieron los nombres de los dos —dije—. Es lo normal. Lo discutieron durante mucho rato. Osama es el nombre preferido de mi madre.
—Pero tu hermana es cristiana y tú eres druso, así que no me vengas a hablar de cosas raras. ¿Eso también lo discutieron tus padres?
—Claro. Mi madre se queda con la niña y mi padre con el niño.
—Eso sí que es raro —dijo ella, y luego se limpió el pintalabios y tiró el pañuelo de papel usado a la papelera.
No le dije que su madre sabría que Fátima había estado en su cuarto si veía el pañuelo usado. La seguí al pasillo. Al salir de su piso nos encontramos a mi primo Anwar sentado en la escalera, con aspecto avergonzado. Se levantó enseguida y preguntó si Mariella se hallaba en casa. Sin pararse, Fátima le propinó un puñetazo en el estómago. Vi cómo mi primo se doblaba. Fátima bajó la escalera. Sus labios conservaban una sombra de rojo. Los de Anwar brillaban por los mocos. Corrí detrás de Fátima. No quería que mi primo tuviera que preocuparse de que yo le viera llorar.
Al otro lado de la sala, el rey Kade ocupaba un inmenso y efímero trono, cuyo color se mezclaba con el del suelo, el de las paredes y el de sus ropajes. Su cara y sus manos parecían flotar en el aire.
—¿Has venido a quemar incienso en mi altar? —preguntó el rey Kade.
—He venido a destrozarlo. He derrotado a tus ejércitos. Ahora te toca a ti.
El rey Kade se rió: fue un sonido burbujeante y jovial.
—Me diviertes. Ya entiendo por qué te retuvo el demonio. Quizá también yo me decida a retenerte. Te meteré en una jaula dorada, cual loro simpático, y haré que me entretengas con tus ingeniosos comentarios. Acércate, guerrera.
—Prepárate a morir, idiota —replicó Fátima.
El rey Kade soltó otra carcajada.
—Prueba a decir esa frase en un tono más profundo, porque no suscita temor alguno en el alma de este oyente.
—Entonces, ¿por qué tiemblas?
El color de las mejillas del rey Kade pasó del ceniza al rosa brillante y una sombra oscureció su mirada. Alzó la mano y desató un rayo de luz feroz. El talismán que ella llevaba entre sus senos la absorbió. La mano de Fátima, su amuleto contra el mal, se volvió más cálida y más azul a medida que aumentaba la fuerza del rayo.
—¿Y eres tú quien me encuentra divertida?
—Ya no —respondió el rey Kade—. Me aburres.
Dirigió el rayo contra la espada de Fátima, que salió volando por la sala y, tras rebotar contra la pared, cayó en un rincón. Cuando ella fue a recuperarla, un impacto la derribó.
—Además de puta eres idiota —dijo el rey Kade—. Tal vez seas inmune a la magia, pero siempre serás frágil. No necesito hechizos para destruirte.
Dos enormes albinos de larga cabellera blanca y plateada, provistos de unas inmensas alas que nacían de sus espaldas, se cernieron sobre Fátima. El primero la emprendió a patadas con ella y la hizo rodar por el suelo. El otro la subió en brazos y la arrojó contra la pared, que pareció volverse sólida ante el impacto.
—Idiota, idiota, idiota —murmuró el rey Kade para sí mismo.
Fátima intentó arrastrarse hasta su espada, pero el albino volvió a agarrarla y la lanzó de nuevo contra la otra pared.
—¿Quién tendría que prepararse para morir? —preguntó el rey Kade.
—Quien juega con los ángeles —dijo Fátima— encuentra su destino.
Cuando el segundo albino la elevó por los aires, Fátima sacó una cerilla de su túnica.
—Fuego —susurró, y estalló una llama.
Prendió fuego a las alas del ángel, que ardieron al instante. Éste soltó a Fátima, y gimió de pena y dolor. Ella murmuró de nuevo: «Fuego», y quemó las alas del otro albino. Ambos se doblaron de agonía, ardieron y se fundieron hasta que de ellos no quedó ni rastro.
Entonces ella se volvió hacia el rey Kade y lanzó una llama en su dirección.
Él la apagó con un leve movimiento de la muñeca.
—No puedes hacerme daño con esa magia trivial —la amenazó—. He vencido a guerreros mucho más poderosos que tú.
—Pero ninguno era tan voluntarioso —dijo ella—. Y estoy segura de que ninguno era tan bello.
Y con esas palabras arrojó el barro restante sobre la túnica del mago.
Reconocí la cara ancha y carnosa del tío Yihad que asomaba por detrás de aquella estúpida barba blanca. Su risa era inconfundible. Se había metido al menos dos almohadas debajo del abrigo rojo. Me dirigí hacia él, señalé la barba y dije:
—Hablaste italiano con Mariella y luego con Fátima. No eres Santa Claus.
Él sacó pecho, y las comisuras de su boca desaparecieron detrás de la barba inerte al sonreír.
—Oigo hablar a alguien —dijo en inglés—, pero no sé de dónde procede la voz. ¿Es que existe algún niño pobre e indefenso que ignora que soy capaz de volar por el mundo y hablar con todos los niños en su lengua materna? ¿Dónde está ese crío que duda de mí? Que se acerque.
Me apresó rápidamente antes de que pudiera escabullirme.
—Entonces habla en congoleño —le desafié.
—Bla, bla, bla, bla, niños traviesos, bla, bla, bla, bla.
—Eso no es ningún idioma. Te lo estás inventando.
—¿Qué? ¿Acaso ahora hablas congoleño? He dominado ese idioma desde el principio de los tiempos. Es primitivo, sí, pero encantador, porque cada bla significa algo distinto en función de la entonación que se le dé. ¿Quieres que te cuente un cuento congoleño?
—No —dije—. Nada de cuentos. Ahora no. ¿Puedes darme el regalo, por favor?
La fiesta navideña se celebraba en el piso del tío Halim y la tía Nazek. Santa Claus había venido a nuestra casa el año anterior. La reunión había salido tan bien, y los niños nos habíamos divertido tanto, que la familia decidió repetirla en casa de la tía Nazek, aunque mi madre había sido la única en poner un árbol de Navidad hasta entonces. Para asegurarse de que la fiesta tuviera lugar en su casa, la tía Nazek había comprado un abeto colosal, que no cabía en su salón. Mi madre no podía apartar los ojos de él. Mientras hablaba con alguien su mirada se dirigía, casi sin querer, hacia el gigantesco árbol. El techo debería haber estado al menos un metro más alto. La copa del árbol se había partido en dos lugares: un fragmento quedaba aplastado en el techo y el extremo final se torcía hacia el suelo. La estrella plateada de la cumbre apuntaba hacia un reposapiés de madera que había en un rincón. A nuestra espalda oímos a una mujer que susurraba:
—¿Es que acaso el reposapiés se ha convertido en el establo o en la cuna?
Mi madre y yo nos volvimos hacia la señora Farouk, que estaba inclinada sobre el sofá. No entendí a qué se refería, pero a mi madre se le iluminaron los ojos de repente, su mano izquierda cayó encima de su corazón y prorrumpió en una carcajada tan sonora que la habitación en pleno se quedó en silencio. Su risa, un suspiro agudo y ruidoso, no era muy propia de una dama, pero ella no paró. Le di un codazo.
—¿Qué pasa? Cuéntamelo —dije.
—Ven a sentarte a mi lado, amiguito —respondió mi madre—, y permíteme que descubra la historia completa de tu vida. Sé que nos conocemos, pero no hemos sido debidamente presentados.
La señora Farouk ocupaba el brazo del sillón de mi madre y ambas iniciaron una discusión en voz baja sobre la decoración.
—Hábleme de la mesita de centro —dijo la señora Farouk—. ¿Dónde cree que la compró? ¿Un resto de algunos grandes almacenes baratos de Lahore?
—Ah, fantástica. No, no. Se la hicieron a mano. La había visto en una revista.
—En una revista de coches, sin duda.
De nuevo se oyó su risa, aquel suspiro agudo, ruidoso.
Lina vino a sentarse a mi lado. Llevaba sus regalos: un Monopoly y un Cluedo. Me preguntó a qué venía tanta carcajada. Yo no tenía ni idea. Mi madre guiñó un ojo al Santa Claus que había enfrente, cuyo cuerpo parecía vibrar de alegría y risas sofocadas.
—¿Y qué me dice del techo bajo? ¿Es bueno o malo para el árbol? —preguntó la señora Farouk—. Podría decirse que las curvas remitirían a los nuevos ángulos del árbol, pero no acaban de hacerlo. Sin embargo, hay que aplaudir a los que corren riesgos. Brava.
Y mi madre volvió a prorrumpir en carcajadas. Lina se encogió de hombros. Me sentí mejor al comprobar que había dejado de ser el único que no entendía sus chistes. Observé con envidia sus juegos de mesa y luego desvié la mirada hacia el comedor, donde había dejado mis regalos: dos pistolas de juguete, una caja de cochecitos exóticos provista de una pista de plástico con bucle incluido. Lina dejó su botín en mi regazo.
—Por cierto, he oído decir que era usted muy amiga de la señora Daoud —dijo la señora Farouk.
—Era mi mejor amiga —dijo mi madre—. La echo mucho de menos.
—Debía de ser maravillosa. El piso está perfecto. No he tenido que cambiar nada. Me parece increíble que de todos los pisos de Beirut hayamos dado con el suyo. —Estiró la espalda, y se alisó el cabello con la palma de la mano. Sus ojos lanzaron una mirada rápida a su alrededor—. El de una italiana, para que nos entendamos. Ella vivía en Bolonia. Yo soy romana. Increíble.
Mi madre suspiró y la tristeza invadió su semblante.
—No puedo perdonarla —murmuró—. No puedo perdonar a Israel por alejarla de mí.
Cuando desperté los israelíes nos habían dejado un regalo. Habían aterrizado en el aeropuerto de Beirut, habían volado catorce aviones y se habían ido.
—Los israelíes lo han llamado Operación Regalo —dijo Fátima.
Estábamos sentados debajo de nuestro arbusto del jardín cercado que había enfrente del bloque donde vivíamos. Fátima y yo compartíamos algunos escondrijos, no del todo ocultos, donde nos aislábamos del mundo. Debajo del arbusto, detrás del Rambler rojo que llevaba años sin moverse, debajo de la fuente de la entrada de nuestro bloque, todo nos protegía de los bombardeos israelíes o de la infernal compañía de mis primos.
—Mi papá dice que no sólo bombardearon aviones —añadió ella—. Irrumpieron en las oficinas y escribieron toda clase de insultos en las pizarras. Escribieron que los árabes son burros. Lo hicieron. Y luego alguien usó una mesa de retrete. Es asqueroso.
—Sí —asentí—. ¿Aguas mayores o menores?
—Mayores.
Elie salió de la escalera, con la vista al frente, sin ver nada en su camino. Maldijo al cielo al pasar, su mata de pelo negro parecía la cresta de un pájaro carpintero. Fátima le lanzó una mirada cargada de odio. Intenté no parpadear.
—Es malo —susurró Fátima.
La motocicleta rugió a nuestro lado. Mariella se abrazaba a un sonriente Elie, con las manos rodeando su cintura. Se la veía encantada. Él llevaba una gran pistola en una pistolera atada alrededor del muslo.
—¿Pretendes vencerme con una mancha de barro? —preguntó el rey Kade en tono sarcástico—. Puedo detener una inunciación y agitar un mar tranquilo. Echo y convoco a las nubes a mi voluntad. Hago temblar montañas y bosques. ¿Y piensas derrotarme con esto?
Se miró la mancha de la túnica. La señalaba y sus ojos centelleaban al tiempo que prorrumpía en carcajadas. Enarcó las cejas y se tapó la alegre boca. La señaló con el dedo, luego lo dirigió hacia la mancha, y estalló en otra carcajada histérica. El mago blanco ya no era del todo blanco, ya no estaba impoluto. Reía y reía, y su risa cambiaba poco a poco, de forma casi imperceptible, pasando de jovial a ronca y nasal, hasta que por fin él mismo advirtió la metamorfosis. La mancha de la túnica se extendía. Su larga barba se hacía más corta.
Horrorizado, el rey Kade dijo:
—Pero aún no se ha hecho la oscuridad. No ha caído la noche.
La túnica se iba convirtiendo en harapos y encogiéndose. La tela se deshilachó y se rasgó antes de desaparecer, dejando al mago desnudo. Su cuerpo perdió el vello; su piel se oscureció y se llenó de arrugas. El pene y el escroto se replegaron y en su lugar empezó a formarse una vagina. El estómago se le hundió y se le ensancharon las caderas. Un escaso pelo negro surgió en su cabeza calva. De su boca gruñona, uno de cada dos dientes fue cayendo al suelo y se carbonizó formando un pequeño círculo, y los que le quedaban se volvieron negros como el hollín. La respiración de la criatura se volvió apestosa. Le crecieron pechos debajo del esternón, y los pezones negros se alargaron y gotearon una bilis ponzoñosa y verde sobre la piel cuarteada. Los ocho diablillos aparecieron junto a Fátima.
—Envidia —gritó Ismael—. Te ha llegado tu hora.
—Demasiado tarde —escupió el monstruo. Se retiró a un rincón, intentando esconderse detrás del trono de nubes—. La venganza ha sido mía, ya que vuestro hermano ha abandonado este mundo.
—Y tú te irás con él —dijo Ismael.
Saltó sobre el monstruo y le mordió. Isaac se unió a él, y sus mordiscos provocaron gritos y gemidos, y el ruido de huesos que se partían. Los afilados dientes de Ezra se le clavaron en el muslo. Jacob y Job se comieron los dedos de la mano, Noé las rodillas. Elías le atacó los pechos. Y Adán... Adán se quedó con la carne del cuello. Rasgaron la carne, royeron los cartílagos y chuparon la médula. Trituraron los huesos y masticaron los nervudos músculos. Las mejillas y los labios de los diablillos se aplicaron a la tarea, tiñéndose de un rojo cerúleo. Los diablillos disfrutaron del festín hasta acabar con su presa.
Me escabullí por la puerta con el oúd en la mano y recorrí los veintitrés pasos que me separaban de casa del tío Yihad. Llamé a la puerta. En cuanto abrió entré a toda prisa y cerré la puerta. Siempre conseguía hacer reír al tío Yihad, incluso cuando no era mi intención.
—¿Y de qué malvada organización te escondes ahora? ¿Del gobierno americano? ¿Del Doctor No? ¿De Nixon? ¿Del Mossad? ¿De la OLP? Dime quién te persigue y lo aniquilaré sin piedad.
—No me escondo. —Fui hacia el salón para asegurarme de que no había ningún otro miembro de la familia—. Estoy siendo discreto.
—Ah, discreción —dijo él—. El privilegio de la juventud.
Me dejé caer en una silla, señalé el sofá que tenía delante y dije:
—Siéntate, siéntate. Tienes que ser mi público.
—¡Dios mío! —exclamó él. Se sentó, dobló una esquina de la página que estaba leyendo y dejó la novela a un lado—. Me siento halagado. Abrumado. No estoy acostumbrado a que los genios me escojan.
—Basta. Tienes que portarte bien. He aprendido un nuevo maqâm, e Istez Camil dijo que debía tocarlo con público para ensayar. Cree que toco demasiado para mí y que no involucro a los demás. Ensayaré contigo. Pórtate como si fueras público, ¿vale?
Él se puso a aplaudir y a animarme. Sonreí, feliz.
—Ha llegado el mejor. Hurra. Haz una reverencia.
Incliné la cabeza y él siguió aplaudiendo. Gritó y silbó hasta que cogí el oúd. Se calmó cuando probé las cuerdas para asegurarme de que estuviera afinado. Calenté los dedos.
—Ha sido fantástico —dijo él—. Más, más.
—¿Más qué? Era sólo una escala.
Empecé a tocar el maqâm, que yo consideraba la melodía más bella del mundo. Istez Camil decía que tenía cientos de años y que de él se derivaba toda la música. A mí me daba igual, porque no sentía el menor deseo de tocar ninguna otra cosa. Deseé ser iraquí y vivir en Bagdad, en una casa con un patio que tuviera una fuente y un estanque, y tener invitados de día y de noche que me oyeran tocar este maravilloso maqâm.
El tío Yihad se acercó a mí y me besó en la frente.
—Ha sido precioso —dijo. Dobló las rodillas para ponerse a mi altura—. No puedo creer lo bueno que te has vuelto.
—Istez Camil dice que me faltan cien años para tocar bien.
—Tiene razón. Pero puedo afirmar, y estoy seguro de que él estaría de acuerdo conmigo, que tocas de maravilla y con pasión. Sólo te faltan los cien años de madurez. —Le abracé. Él me acarició la nuca—. Deberías tocar para tu padre —añadió—. Tal vez dé la impresión de que no quiere, pero no es así. Nuestra abuela, tu bisabuela, tocaba el oúd. Apuesto a que no lo sabías. Pero dejó de tocar después de casarse con tu bisabuelo. Fue una gran historia de amor. Deja que te la cuente.
—No, no. Cuéntame una historia sobre el oúd.
—La historia del músico más grande que ha existido nunca —dijo el tío Yihad.
—¿Tocaba el oúd? —pregunté.
—Tocaba la lira, que fue el antecedente del oúd.
—¿Era libanés?
—No. Era italiano. Se llamaba Orfeo. Vivió hace mucho, mucho tiempo. Antes de que él existiera, el mejor músico era su padre, el dios Apolo. Tocaba mejor que cualquier mortal ya que era un dios, y eso es decir mucho. Pero un día Apolo y su musa mayor, Calíope, tuvieron un hijo llamado Orfeo. Su padre le dio su primera lira y le enseñó a tocarla. Y el hijo superó al padre, el alumno llegó a ser mejor que el maestro, ya que era hijo del dios de la música y de la musa de la poesía. Con cada nota era capaz de seducir a dioses, humanos y bestias. Incluso las plantas y los árboles se quedaban quietos al oírlo tocar. Su música era lo bastante poderosa como para acallar a las sirenas. Orfeo era humano, pero tocaba como un dios, y eso le hizo perder parte de su humanidad y convertirse en semidivino. Lo único que importaba era el tono perfecto, la nota última. Y entonces, como debe sucederles a todos los dioses, él... se enamoró y volvió a ser humano.
»Orfeo conoció a Eurídice y se casó con ella, pero Himeneo, el dios del matrimonio, no pudo bendecir el enlace: las antorchas del himeneo, en lugar de estallar en llamas, se apagaron, y su humo llenó los ojos de lágrimas. No mucho después de la boda Eurídice paseaba por los prados cuando fue vista por el pastor Aristeo. Embrujado por su belleza, él emitió un silbido de admiración: un silbido bajo, largo y lento.
—Eso no está bien —dije.
—No. No estuvo bien. Eurídice se asustó y huyó. Mientras corría, un escorpión blanco la picó en el tobillo. Eurídice murió y Orfeo se quedó destrozado. Cantó su dolor para que todos lo oyeran. Allá en los cielos, los dioses lloraron. Lloraron tanto que sus ropas quedaron empapadas y hundidas. Por eso en los grandes cuadros los dioses aparecen semidesnudos. Lloraron tanto que llovió durante cuarenta días y cuarenta noches. Mientras duró la canción de Orfeo, sus párpados, y los del mundo, no conocieron el sueño. La cuadragésima noche él comprendió que no podría recuperar a su esposa cantándole al cielo. Miraba en la dirección equivocada. Para recuperarla debía descender al inframundo.
»Su canción era su escudo contra los demonios del más allá. La lira encandiló a Cerbero, el gigantesco perro de tres cabezas que custodiaba la puerta del inframundo. Mientras Orfeo descendía, los espíritus oyeron su canción y vertieron lágrimas secas, y recordaron lo que era respirar. Sísifo se sentó en su piedra y escuchó. Las tres Furias detuvieron las torturas y se solidarizaron con sus víctimas como por ensalmo. Por un instante Tántalo se olvidó de la eterna sed que lo aquejaba.
»Y la canción despertó la compasión de Proserpina. “Llévatela”, dijo la diosa del inframundo. Convocó al dios Mercurio para que trajera a una Eurídice que cojeaba. “Sigue a Orfeo y a su esposa —ordenó Proserpina a Mercurio—. Devuélvelos a su mundo. Pero escucha, Orfeo, oye lo que tengo que decirte. Tu esposa volverá a vivir con una condición. Te la llevarás de mis dominios, pero no puedes mirar atrás. Si caes en esa tentación, me la quedaré para siempre.” Orfeo partió, salió del inframundo. Oyó tras él los pasos alados del dios, a veces débiles y a veces no. Confió en él y recorrió corredizos tenebrosos y escarpados, túneles oscuros y senderos tortuosos. Creía que su amor le seguía. Cambió la luz. Ante él tenía la puerta. Miró hacia atrás y vio cómo su esposa era arrastrada de regreso al inframundo. “Un último adiós”, le oyó decir, pero el sonido de su voz llegó cuando ella ya se había esfumado. Y la perdió.
—Esta historia no tiene un final feliz —dije—. Me prometiste que sólo me contarías historias que terminaran bien.
—Tienes razón, pero es fácil de arreglar. Orfeo murió, descendió al inframundo y pudo buscar a Eurídice todo el tiempo que quiso.
—Y vivieron felices y comieron perdices.
—Exactamente.
—¿Por qué siempre es malo mirar atrás? —pregunté—. ¿Y si algo va a golpearte por la espalda? ¿Qué me dices de los espejos retrovisores?
—La verdad es que no lo sé —dijo él.
Hice una pausa.
—¿Habrías intentado rescatar a la abuela del inframundo?
—Hum. —Vaciló, dirigió la vista al techo como si reflexionara—. Creo que ella no habría querido. Había partido en su hora. Eurídice murió antes de que fuera su hora, y por eso fue Orfeo a buscarla.
—Si muero —dije—, ¿vendrás a por mí?
—Pondré el mundo patas arriba si hace falta. Te encontraré dondequiera que estés. No sólo iré a por ti, llevaré conmigo a un ejército entero. Eres mi pequeño héroe. Eso eres.
¿Quién despertará ahora a los muertos? Fátima encontró a su amante, Afreet-Yehanam, con el tamaño de un ser humano y aspecto de demonio, postrado boca abajo e inerte en el altar blanco del rey Kade. Los diablillos se subieron al altar.
—Nuestro hermano ha muerto —dijo Ismael, entre sollozos.
Fátima acarició los cabellos del demonio, que ya no eran rubios y fieros, sino sólo simples cuerdas azules de aire. Besó sus labios muertos.
—Despierta —ordenó ella, pero él siguió muerto.
Le besó la mano, apoyó esa mano sobre su pecho. Usó su uña, afilada como una daga, para hacerse un corte en el labio. Le besó de nuevo.
—Despierta. Bebe mi sangre.
Pero él siguió muerto. Ella apartó el taparrabos de piel de rinoceronte y cogió el pene flácido. Se lo llevó a la boca y lo chupó.
—Despierta —le dijo—. Aún no he terminado contigo.
Y el pene se puso duro, pero el yinni no respiró. Ella se subió al altar.
—Despierta —gritó—. Soy Fátima, la domadora de Afreet-Yehanam, la conquistadora del rey Kade. Soy la señora de la luz y de la oscuridad. Despierta.
Se puso en jarras sobre su amante, descendió sobre él hasta que la penetró. Sintió la fuerza de la vida temblando en su interior. El cabello de su amante ardió en llamas. Ella le besó en la boca. Un hilo de sangre goteó de su labio al de él y resbaló por la curva convexa de su mejilla. Al rozar el altar, la gota de sangre se transformó en una joven serpiente de barro.
—Despierta —susurró ella.
Y él abrió los tres ojos rojos.
Elie estaba apoyado en la moto; parecía nervioso, malhumorado. No me vio hasta que me tuvo delante de sus narices. Tenía entonces dieciséis años, que, según mi madre, eran una edad horrible en la que la mayoría del tiempo uno se volvía ruin, desgraciado y poco compasivo y se dedicaba a escuchar música americana. Elie se había alistado en la milicia. Ya comandaba a un grupo de chicos que eran mayores que él, y, lo que era más importante, ahora poseía dos armas. Se miró los zapatos. Yo le miré a él hasta que con el rabillo distinguí una súbita sombra. Mariella salía del vestíbulo, con una sonrisa embriagada y un suéter tan ceñido que sus pechos parecían el estante superior de una alacena. Silbaba una tonada de los Beatles. Pasó por delante de nosotros, fingiendo no vernos. Era una actriz pésima, pero engañó a Elie.
—Estoy aquí —gritó él.
—Ah —suspiró ella—. No te había visto. —Siguió andando mientras emitía una risita coqueta—. Quiero algo de beber. —Entró en la tienda que había en la planta baja del edificio contiguo y luego asomó la cabeza—. Vuelvo enseguida.
—Debo encontrar un sitio —dijo él. Asentí, sin saber qué decir—. Está enfadada porque no puedo encontrar uno. Ya no quiere que vayamos a casa de alguno de mis amigos. Cree que eso la rebaja. —Hizo una pausa, clavó sus ojos en mí para asegurarse de que le seguía—. Eres mi amigo, ¿verdad? Siempre he cuidado de ti, así que eres mi amigo. —Asentí, aún en silencio—. Tengo que usar tu habitación. Tu madre va a clases de bridge los lunes y los jueves. Podemos aprovechar esos días.
—¿Para qué quieres venir a verme cuando ella no esté? —pregunté.
—No seas tonto. Quiero utilizar tu cuarto. Tú no te vas a quedar.
—¿Quieres estar a solas con Mariella?
—Claro. ¿De qué coño crees que hablo?
—¿Y qué pasa con Lina?
No creí que se alegrara si se enteraba de que él quería estar con Mariella. A Lina le gustaba Elie.
—Deshazte de ella.
Mariella salió de la tienda y me saludó con un movimiento de cadera.
—¿Cómo está mi noviete?
Sostenía la botella de Pepsi con las dos manos, y sus labios jugueteaban con la pajita.
—Vamos a usar su habitación —dijo Elie.
Ella no contestó, ni le miró. Se concentró en mis ojos. Me sonrojé.
—No entiendo por qué tocas el oúd para mi hermana, pero no para mí —dijo ella—. ¿No te gusto? Volví a sonrojarme.
El jueves por la tarde me aposté en el vestíbulo del bloque. Elie me había dicho que bajaría en cuanto hubiera terminado de estar a solas con Mariella. Esperé durante mucho rato. Por fin salió del ascensor, pasó por mi lado, sonrió y se agarró los testículos.
Mi cama era un desastre. La colcha estaba en el suelo, al igual que una de las dos almohadas. La otra estaba arrugada. Intenté recomponerla un poco. Estiré las húmedas sábanas, ahuequé las almohadas y lo tapé todo con la colcha. Me senté encima para que pareciera menos rara.
Istez Camil me pidió que repitiera el maqâm. Me dolían los dedos. Sudaba como la colada tendida. Pero estaba satisfecho. Aunque Istez Camil nunca lo admitiría abiertamente, yo sabía que estaba impresionado. Lo notaba en que estaba sentado muy tieso en la silla, en que sus ojos se habían convertido en dos finas grietas oscuras, inmóviles, imperturbables, concentradas en los hábiles dedos de mi mano izquierda.
—Otra vez.
Marcó el ritmo con las manos. Uno, plas, plas, uno, plas, plas. Terminé y quiso que volviera a empezar. Le dije que esperara un minuto. Me sequé la frente, bebí un sorbo de agua y me rasqué la cabeza, que me picaba.
—Déjame ver —dijo él.
Se puso de pie y me cogió la cabeza. Pasó los callosos dedos por mi fino cabello. Me dijo que me tomara un descanso y que saliera de la sala. Mi madre apareció corriendo unos segundos más tarde. La ansiedad me había paralizado la lengua. Me inclinó la cabeza y rebuscó en el pelo.
—Oh, Dios mío —exclamó—. No te muevas.
Salió de la sala. La oí hablar por teléfono pero no pude entender lo que decía.
Toda la familia tuvo que lavarse el pelo con champú antipiojos. Mi madre avisó a todos los habitantes del edificio y les exigió que usaran el remedio. La ropa de cama de casa fue hervida y desinfectada, así como toda mi ropa.
Mi hermana me miraba de reojo siempre que pasaba por mi lado. Me preocupaba que averiguara que Elie había estado en mi cuarto. Todos mis primos me esquivaban. Terminé sentado debajo del arbusto del jardín vallado, acurrucado contra Fátima. En un momento determinado mis primos Hafez y Anwar corrieron hacia mí y empezaron a toquetearse el pelo y a gritar:
—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!
Durante la cena, aquella noche, mientras daban las noticias en la tele, mi madre no paraba de hablar de los piojos. Yo no decía nada. El tío Yihad me dio un codazo.
—¿Ves? —Se pasó la mano por su suave cabeza—. A veces ser calvo tiene sus ventajas.
Me daba la impresión de que cada vez que veía al abuelo, éste estaba más débil y más viejo.
Me peinó y lloré.
—Sabía que me necesitarías. —Su voz era amable y suave, madura y frágil. Después de cada pase del peine, lo sumergía en un cuenco lleno de agua hirviendo con jabón—. Sabía que no lo entenderían. Tus padres son demasiado modernos. —Pasó la mano izquierda sobre mis ojos, hasta la frente, y recorrió con ella toda mi cabeza y el cuello—. Hoy en día nadie entiende de sentimientos, y cuando me marche de este mundo, para lo que no me falta mucho, ¿quién entenderá los tuyos?
Lloré. No podía controlar el temblor de mi cuerpo. Él siguió peinándome.
—Eres mi chico, sangre de mi sangre.
Capítulo 7
En El Cairo, Baybars y su séquito fueron acogidos amablemente por su tía.
—Eres el hijo de mi hermana —le dijo ésta—. Eres tan querido para mí como para ella. Este es ahora tu hogar.
Dispuso que su equipaje fuera trasladado a los aposentos privados. Le presentó a su marido, Nayem, uno de los visires del rey. Aquella noche sirvió un magnífico banquete.
—Háblame de mi hermana —dijo—. Me encantaría oír sus historias.
Y Baybars le contó que Sitt Latifah le había salvado la vida y le había adoptado, que le había enseñado a tirar con arco. La cara de su tía brillaba de afecto.
A la mañana siguiente Baybars quiso respirar el aire fresco de El Cairo. Él y sus guerreros cabalgaron por la ciudad. Al-Awwar no estaba de buen humor y se aseguró de que su jinete se enterase. Lo que debía ser un paseo placentero se convirtió en una batalla de voluntades entre caballo y jinete.
—Ninguno de los caballos está contento —dijeron los guerreros—. Los que trabajan en los establos del visir atienden a sus caballos y no a los nuestros. Contratamos a algunos ayudantes, pero al-Awwar tal vez necesite un establo para él solo.
Baybars se dio cuenta de que su semental no estaba bien cuidado, de que no le habían cepillado las crines. Baybars pidió disculpas al caballo; al-Awwar arqueó el cuello y resopló.
Aquella noche Baybars preguntó al tío Nayem si sabía dónde podía encontrar a un mozo de cuadra capaz y responsable.
—El taller de mozos de cuadra está en el barrio de Rumaillah. Allí seguro que encuentras a un buen hombre. Sin embargo no contrates a un joven llamado Othman, bajo ninguna circunstancia. Ese rufián debe de ser de tu edad, pero acumula a sus espaldas la experiencia criminal de un viejo. Es un ladrón y un delincuente que sólo responde al control de un hierro candente. El rey ha dictado órdenes de arresto contra él, pero sigue eludiendo el peso de la ley y encontrando a tipos ingenuos a quienes timar.
En el taller de mozos de cuadra Baybars se encontró con un anciano de barba tan blanca como las plumas de un cisne. Baybars dijo al encargado de los ayudantes de establo que buscaba un mozo, alguien que fuera fuerte y listo, honesto e inocente. El encargado le presentó a un mozo, pero a Baybars no le gustó. Ni ése, ni el segundo, ni el tercero, ni el cuarto.
Un joven ostentosamente vestido y con cara de roedor entró en la tienda. En cuanto le vieron todos se apartaron de su camino salvo Baybars y el encargado, que fue hacia el joven, se postró a sus pies y le besó la mano que éste le ofrecía.
—¿Has ganado dinero hoy? —preguntó Othman, a lo que el encargado respondió negativamente—. ¿Y ése, qué anda buscando?
—Busca a un mozo, pero los que le he mostrado no han sido de su agrado —dijo el encargado—. Debe de querer uno especial.
—¿Soy yo de tu agrado? —preguntó Othman.
Y Baybars respondió que sí.
Othman se dijo que aquel joven era una presa fácil; trabajaría para él durante ese día y le robaría aquella misma noche. Baybars pensó: «O bien el joven me sirve bien, o le mataré y libraré al mundo de un parásito». Baybars pagó cinco dinares al encargado, quien iba a guardarse las monedas en el bolsillo, pero, tras una mirada de Othman, entregó el dinero a éste.
Baybars y su mozo llegaron al establo de Nayem. Tan pronto como los otros trabajadores del establo posaron los ojos en Othman, salieron disparados en todas direcciones.
—Este es al-Awwar —dijo Baybars—. Veo que le gustas, lo que resulta una indicación excelente de tu bondad natural. Cuida de él, lávalo y dale de comer.
A solas en el establo, Othman dio gracias a Dios por el fantástico regalo que le había concedido. De los ganchos de la pared colgaban equipos ecuestres, más valiosos que cualquier otra cosa que hubiera robado antes; sobre un banco de madera se hallaban dispuestas en orden hermosas sillas de cuero con intrincados remaches. ¿Qué se llevaría primero? Se llenó los bolsillos con bridas doradas y pedazos de plata. Encontró un saco grande, donde guardó dos sillas y cinco riendas de plata. Montó en su caballo y salió del establo.
—¿Adónde vas? —preguntó Baybars, que estaba apoyado en la pared del establo.
—Voy a lavar el equipo —contestó Othman—. Es un trabajo que corresponde al mozo. No me fío de estos criados. Contrataré para ello los servicios de gente que ya conozco.
—No voy a consentir que gastes tu propio dinero en mi equipo —dijo Baybars—. Aquí tienes diez dinares; con esto podrás pagar a tu gente.
La avaricia llevó a Othman a desmontar del caballo y Baybars golpeó a su nuevo mozo con la empuñadura de la espada. Cogió al chico por el pelo y lo arrastró al interior del establo.
—Voy a darte una buena lección, ingrato mentiroso. —Baybars ató los brazos del chico y lo colgó de una viga. Se percató de que el ladrón usaba un látigo como cinturón—. Lo llevas para infligir dolor. Bien, ahora serás tú quien sufra las consecuencias de mi justa ira.
Y Baybars flageló a Othman hasta que el mozo se desmayó. Othman despertó y se encontró con una multitud de ojos puestos en él.
—Descolgadme, hermanos —suplicó—, porque estoy sufriendo.
Los mozos no se movían.
—Tú —gritó Othman dirigiéndose al más joven—. Ayúdame a bajar. Deja que descanse durante la noche. Por la mañana podrás volver al colgarme.
El mozo desató a Othman y le ayudó a bajar. Othman golpeó al chico, lo ató y lo colgó en su lugar. Los otros mozos se escondieron.
—Idiotas —exclamó Othman antes de montar en su caballo y escapar.
Por la mañana Baybars halló al mozo joven colgado en el lugar de Othman. Lo desató y ensilló a al-Awwar. Llamó a los mozos y les preguntó si sabían dónde vivía Othman.
—Vive en la zona de Rumaillah, en el barrio de Sharbeel, al lado del pozo largo. No sé qué casa es. Ha amenazado con matar a cualquiera que diga cuál es.
Baybars salió al galope seguido por los guerreros negros. Cuando llegó al barrio en cuestión, Baybars preguntó a un transeúnte si sabía dónde se hallaba la casa de Othman y el hombre salió corriendo en dirección contraria. Un segundo hombre gritó: «Protegeros del mal de ojo», y también puso pies en polvorosa. Un tercero se negó a contestar, y el cuarto se orinó en los pantalones y se desmayó. Baybars se dirigió entonces a la panadería del barrio. Entró y habló a gritos al panadero.
—Mi señor Othman afirma que le timaste una docena de hogazas de pan, y a menos que enmiendes tu error, prenderá fuego a tu negocio.
—Eso es imposible —repuso el panadero—. Ayer mismo envié al chico a su casa con una docena de hogazas.
—Pues será mejor que se lo expliques a mi señor, porque está furioso.
El panadero ordenó al chico que fuera a casa de Othman y averiguara qué había sucedido.
—Adelántate a caballo —dijo el chico a Baybars—. Yo caminaré hasta allí. Es una pena que el caballo tenga que ir a mi paso.
Pero Baybars dijo:
—Tengo una idea mejor. Como veo que te gusta mucho mi caballo, móntalo y te seguiremos.
El chico de la panadería no podía creerse su buena suerte. Al-Awwar permitió que lo montara y el chico guió a los hombres hasta la casa de Othman. Se disponía a llamar a la puerta cuando Baybars le detuvo. El chico se percató de que le habían engañado para que revelara la ubicación de la casa y el pánico se apoderó de él.
—No se lo diré a nadie —murmuró Baybars—. Ahora vete.
El chico volvió corriendo a la panadería. La madre de Othman abrió la puerta y preguntó a Baybars qué se le ofrecía. Este dijo que quería ver a Othman.
—¿Y quién le busca? —preguntó ella.
—Su señor —contestó Baybars—. Trabaja para mí. Pretendo convertirlo en un hombre honrado, llevarlo por el sendero de la virtud.
La madre de Othman miró a Baybars y dijo:
—Ya es hora. Hace mucho tiempo que espero algo así. Mi hijo está en una de las cuevas del imam. Está reunido con sus hombres, planeando vengarse de vuestra familia, supongo. Encontradle y devolvedle al buen camino.
—¿Dónde puedo encontrar esas cuevas?
—Están junto a la tumba del imam, por supuesto. Pregúntele a alguien. No puedo hacerlo todo por usted.
Nadie quiso informar a Baybars y a sus acompañantes de dónde se hallaban las cuevas del imam. Compró diez sandías a un vendedor ambulante y pidió que fueran entregadas en la tumba del imam. El vendedor llamó a un viejo porteador que disponía de un mulo. El porteador cargó las diez sandías a lomos del mulo y se dirigió hacia la tumba.
—¿Dónde está su casa exactamente? —preguntó el porteador.
—Debo ir a las cuevas. Te pagaré el doble si me llevas hasta allí.
El porteador temblaba de pies a cabeza. El mulo, su compañero desde hacía años, se paró y se acercó a su dueño para consolarlo.
—No puedo guiarle hasta allí —dijo el porteador—. Mi alma quedaría condenada. Por esas cuevas sólo rondan ladrones y asesinos.
—Si no me llevas a las cuevas —amenazó Baybars—, yo mismo me cobraré tu vida.
El anciano dio un par de pasos y luego susurró al oído de su mulo:
—Mi pene es más grande que el tuyo, amigo. —Y el burro se rió tanto que se le doblaron las rodillas del esfuerzo. Su panza alcanzó el suelo y sus rebuznos llenaron el aire—. Mirad, señor —exclamó el porteador—. Mi pobre mulo está enfermo. No puede avanzar más. Por favor, deje que lo descargue y le permita descansar un poco.
Señaló hacia el este y añadió:
—Las cuevas están allí. No tienen pérdida. Deje descansar a mi pobre mulo.
Baybars y sus acompañantes siguieron su camino dejando atrás al porteador y a su mulo.
—Se ha marchado ya, ¿verdad? —preguntó Baybars.
Uno de sus guerreros contestó, tras mirar atrás:
—Sí. Va montado en su mulo y corre hacia la ciudad como alma que lleva el diablo.
La montaña estaba llena de cuevas, y Baybars no quería registrarlas una por una. Uno de sus guerreros profirió un grito amenazador.
—Othman, mozo de Baybars el valiente —vociferó el guerrero—, tu señor reclama tu presencia.
Othman apareció en la boca de una cueva con una guardia formada por ochenta hombres.
—¿Por qué me habéis seguido hasta aquí? —preguntó.
—Eres mi mozo —expresó Baybars—, y yo tu señor. Sírveme o muere.
—Lárgate —gritó Othman—. Márchate, o haré que mis hombres te hagan pedazos y los cuezan en agua sucia a fuego lento.
Los guerreros cabalgaron despacio hacia los bribones, y, justo a esa misma velocidad, éstos empezaron a dispersarse.
—Quedaos y luchad —ordenó Othman—. Los superamos en una proporción de veinte a uno. No os dejéis intimidar por su aspecto aterrador. —Y Othman desenvainó la espada y fue hacia su enemigo al grito de—: ¡A por ellos!
—¿Me permitís? —preguntó uno de los guerreros.
Saltó del caballo y sin desenvainar la espada aguardó el embate de Othman y le propinó tal bofetón que resonó como un trueno y derribó al joven. Luego el guerrero le ató las manos y lo arrojó a lomos del semental.
Cuando llegaban a las puertas de El Cairo, Othman empezó a debatirse.
—Por favor —suplicó—, no me hagáis entrar en la ciudad maniatado y con la cabeza descubierta. No es decoroso.
—Tienes miedo a las burlas —dijo Baybars—, y yo temo que te escapes y faltes a tu promesa de obediencia.
Othman juró servir a su amo. El guerrero africano le desató y le ofreció un turbante. Entraron en El Cairo, y Othman dijo:
—Esperad, por favor. Rezo ante el Sepulcro de la Virgen de Zainab para pedirle buena suerte cada vez que entro en la ciudad.
Y Baybars se lo permitió.
Othman entró en el sepulcro, se arrodilló en el suelo y oró:
—Querida Señora, madre de todos nosotros. Me pongo en Vuestras manos. Salvadme de este hombre. —Othman notó la mano de Baybars en su hombro—. Castigadle, madre de la fe. Dadle una paliza.
Othman oyó que Baybars se arrodillaba a su lado.
—Me habéis seguido —se lamentó Othman.
—Te seguiré adondequiera que vayas —dijo Baybars—. Antes me abandonará mi alma que yo a ti.
—Machacadlo —gritó Othman—. Aplastadlo, Señora. Este loco nunca me dejará en paz. Ayudad a vuestro siervo.
Y ante ellos apareció la Virgen en todo su glorioso esplendor. De su figura emanaba un brillo azul y plateado. Y, con su hechizadora voz, dijo:
—Estoy contenta contigo, príncipe Baybars. Este mozo es de los míos, y le protegeré eternamente. —La Señora hizo una pausa y se rió—. El mozo lleva años sirviendo a Dios. Que ahora te sirva y obedezca a ti. —Apoyó la mano sobre la cabeza de Othman—. Me aseguraré de que siga el camino de la virtud y cumpla con su destino.
Y un gimoteante Othman dijo:
—Por mi honor, ahora me arrepiento. —Tomó la mano de su maestro—. Seré vuestro criado.
Baybars, entre lágrimas, contestó:
—Y yo el tuyo.
El visir Nayem se puso lívido al ver a Othman en sus propiedades. Desenvainó la espada.
—Mantén la mano quieta mientras me explico, tío —dijo Baybars—. Este hombre se ha arrepentido. Ha jurado obediencia a Dios. Le he enseñado las abluciones y oraciones adecuadas.
El visir escrutó el rostro de Othman y vio la fe en sus ojos. Felicitó a Othman por haber alcanzado la sabiduría y a Baybars por haber dado con un mozo de cuadra honesto. Luego dijo:
—El rey caza en Giza en primavera y todos los hombres honorables siguen sus pasos. La temporada se acerca. Nuestra casa empezará a hacer los preparativos. Eres bienvenido a alojarte en nuestra tienda o a llevar la tuya propia.
Baybars quería ir, y quería disponer de su propia tienda.
—Quiero una que sea grande —explicó a Othman—. Deseo un pabellón que sea digno de un rey. Ve a comprarme una.
Othman replicó que una tienda de ese tamaño tenía que ser encargada de antemano y que no había tiempo. Un decepcionado Baybars replicó:
—Bueno, entonces encuéntrame la mejor que haya disponible. No quiero ser objeto de burlas.
Othman decidió que el mejor lugar para encontrar un pabellón digno de un rey era en la corte del monarca, y hacia allí encaminó sus pasos. Dio con el criado que se ocupaba de las tiendas reales, se presentó y preguntó cuántas poseía el rey.
—El chambelán es el único que sabría algo así —dijo el criado—. Deben de ser cientos. Sólo hemos utilizado diez en todo el tiempo que llevo aquí.
—Bien —dijo Othman—, si llevan tanto tiempo guardadas, ¿cómo sabes que todavía están en buenas condiciones? ¿Cómo mantenéis la polilla a raya? ¿Están frescas o huelen a humedad? Nuestro glorioso rey no debería tener tiendas en mal estado. Las examinaré todas y me aseguraré de que sean dignas de él. Será un honor y un deber servir a mi rey.
—Pero son muchas —repuso el criado.
—Cierto —convino Othman—. Podría dedicar a esta tarea el resto de mi inofensiva vida, pero siento que he nacido para ello. Deja que empiece por la mayor de todas.
—La mayor es de proporciones inmensas. Ni siquiera podemos abrirla dentro de los límites del palacio.
—Pues entonces seguramente será mejor que empiece por ésta —dijo Othman.
Y Othman ordenó a veinte criados del rey que cargaran con el gran pabellón doblado, que sólo podía desplegarse por partes, y lo sacaran fuera de las inmediaciones del palacio.
—¡Te has superado a ti mismo, Othman! —exclamó Baybars—. Es digna de un rey.
—De un rey anticuado —dijo Othman—. Ese color tostado es insulso. Deberíamos cambiarlo.
No añadió que, a menos que se alterara el color, el chambelán del rey podría reconocer la tienda.
—Bueno —dijo Baybars—, haz con ella lo que te plazca. Llévala a Giza y móntala para cuando yo llegue. Me alegra disponer de tienda propia.
Y dejó a sus criados para que se ocuparan de ello. Othman se dirigió a los guerreros africanos.
—Vosotros tres deberíais pintar el lienzo. Vuestras tierras son célebres por sus ricos y brillantes colores. Haríais el trabajo mucho mejor que yo.
—Una mula lograría un resultado mejor que el tuyo —dijo el primer guerrero.
—Y un perro —añadió el segundo.
Y el tercero prosiguió:
—Pero eso no significa que debamos hacerlo. Es una tarea ordinaria.
—Me insultáis, hermanos —dijo Othman—, y no pienso defenderme. Pero jurasteis servir a Baybars, al igual que yo, y si su posición social mejora pintando la tienda, la tarea deja de ser ordinaria. Ya ordenaré a los criados de la casa que lo hagan. Podemos teñirla.
—¿Teñirla? —dijo el primer guerrero—. Será como poner un cartel que diga que el dueño de este pabellón es un chiflado tacaño.
—Necesitamos pigmento —prosiguió el primero.
—Necesitamos piedra caliza —dijo el segundo.
—Necesitamos goma arábiga —concluyó el tercero.
—Tenemos de todo —dijo Othman.
—Sí —convinieron ellos—, pero no tenemos excrementos de elefante.
—¿Los de caballo servirán? —preguntó Othman.
Othman y los guerreros tuvieron que reclutar a criados y a hombres de la calle para que les ayudaran a transportar la tienda plegada hasta el barco. El joven preguntó a su madre si quería acompañarlos.
—Pediré a Baybars que contrate tus servicios. Eres la mejor cocinera de El Cairo.
Llegados a Giza, Othman alistó a todos los hombres disponibles para alzar la tienda. Necesitó a un centenar. Una vez montada, se percató de que no tenían muebles ni lámparas para llenar una tienda de ese tamaño.
—En eso no habíamos caído —dijo uno de los guerreros.
—No importa —dijo Othman.
Fue hasta el río, donde vio a los criados del rey descargando las alfombras, cojines y candiles destinados a la tienda real.
—Queridos compañeros —les dijo—, el rey ha ordenado que transportéis todos los muebles a la tienda de Baybars, ya que desea cenar allí.
Y luego vio a los criados del juez del rey y les dijo lo mismo. Habló con los criados de todos los visires. Cuando todo estuvo entregado, la tienda de Baybars se alzaba tan llena y hermosa como la cola dorada de un pavo real.
Baybars se presentó al día siguiente y montó en cólera al enterarse de que Othman había requisado los muebles de todo el consejo.
—Me has hecho quedar como un tonto —le gritó—. Por Dios que te arrancaré la piel a tiras por esto.
Cogió un palo y Othman huyó, con Baybars pisándole los talones.
Othman llegó hasta el séquito del rey. Se postró ante el monarca y dijo:
—Me pongo bajo vuestra protección, majestad. Mi señor desea mi muerte, y dijo que no podría volver a servirle a menos que extendiera una invitación al rey Saleh.
—Pues tu entrega está garantizada —dijo el rey—. Llévanos hasta la tienda de tu señor.
Los miembros del séquito tuvieron que frotarse los ojos para asegurarse de que lo que veían no era un espejismo propio del desierto. Ante ellos, el pabellón de Baybars se alzaba grande como una ciudad. Sus colores y su diseño les resultaban totalmente nuevos. Líneas blancas dividían la tienda como si fuera una colcha. Algunas zonas aparecían estampadas con formas abstractas: triángulos de color verde oliva, cuadrados en pardo oscuro, conos en lila pálido, círculos en azul celeste, elipses en marrón, retazos en ocre amarillo. Otras partes mostraban imágenes de la gran cacería: leones rojizos abatidos por lanzas doradas, guerreros negros sobre corceles blancos rodeando a una manada de bestias. Los invitados lo observaron en un silencio pasmado. Se sentaron en el pabellón, que a pesar de su llegada se veía vacío. Baybars les dio la bienvenida y salió a llamar a Othman.
—¿Quién te dijo que invitaras a toda esta gente, y cómo podremos ofrecerles la comida que se merecen?
Othman prometió que se ocuparía de todo. Corrió hacia las cocinas reales.
—El rey está cenando en la tienda de Baybars, pero no está seguro de la calidad de sus cocineros. El rey no desea ofender a Baybars, así que os ordena que preparéis la comida en secreto. —Fue a ver a los cocineros de todos los visires y les repitió la misma historia. Y a su madre le dijo—: La corte entera viene a cenar. Haz mis platos preferidos, por favor. Estos nobles creerán que la comida que sus pobres sujetos comen es exquisita.
En una hora un festín de proporciones ingentes se servía al rey y a sus nobles.
—En el nombre de Dios, el misericordioso —dijo el rey, y dio el primer bocado.
—Uno de mis cocineros prepara un plato muy parecido a éste —dijo un visir—, salvo que éste es mucho mejor. Sus sabores son más sutiles.
—Y yo tengo una alfombra como ésta —comentó otro visir—, pero salta a la vista que la seda de ésta es más fina.
—Este plato a base de lentejas y arroz es sencillo, pero delicioso —alabó el rey—. ¿Podríais preguntar a vuestro cocinero cuál es el secreto de la receta?
Baybars fue a preguntárselo a Othman, quien a su vez transmitió la pregunta a su madre.
—Sal y pimienta —dijo ella.
Todos comieron hasta saciarse, y el rey dijo al final:
—Que Dios bendiga al anfitrión de este festín.
De regreso en El Cairo, Baybars se arrodilló frente a su rey, que no reconoció al chico a quien una vez se había aparecido en sueños, ya que Baybars ya no era Mahmoud. Y el rey anunció:
—Un anfitrión tan elegante y poseedor de un buen gusto tan exquisito debe ser recompensado. A partir de este momento ofrezco el cargo de príncipe y responsable de protocolo a Baybars. Será el responsable de todos los eventos e invitaciones que se produzcan en la corte.
Y así fue como Baybars se convirtió en príncipe.
El tamborileo de los dados sobre el tablero de backgammon resonaba en el comedor. Cuando mi padre y el tío Yihad jugaban, el ruido alcanzaba las proporciones de una batalla de demonios. Con cada tirada, las piezas de marfil del tablero saltaban de un golpe. Se tomaban el pelo mutuamente sin compasión, vociferaban y gritaban en broma. A ambos les gustaba jugar y se les daba bien. Si jugaban con otras personas se mostraban más serios porque había dinero de por medio, pero entre ellos se apostaban monedas de poco valor para así poder recurrir a las bromas y los gritos. Era la virilidad, y no el dinero, lo que estaba en juego. Siempre temí que acabaran rompiendo la mesita de vidrio que sostenía el tablero.
Yo leía tumbado en la cama, con la puerta cerrada, cuando sonó el teléfono. Descolgué el auricular y oí la voz de mi madre. Me preguntó si el tío Yihad estaba por allí. Sin un hola, sin un cómo estás. Dijo que llevaba un rato intentando dar con él y que se figuraba que debía de estar con mi padre.
—Dile que se ponga al teléfono, pero no le comentes ni a él ni a tu padre quién le llama.
—¿Por qué? —pregunté.
—Limítate a hacer lo que te pido por una vez.
El tío Yihad interrumpió la partida y atendió la llamada en el teléfono del vestíbulo. Lo único que dijo fue «Hola», y luego su cara pareció retorcerse y tensarse. Colgó el aparato sin decir nada. Antes de que yo tuviera ocasión de preguntar qué sucedía, se llevó un dedo a los labios y sonrió, pidiéndome en silencio que me uniera a su conspiración.
—Tengo que irme —anunció a mi padre—. Clientes.
—¿En domingo? —dijo mi padre desde el salón—. Ven a terminar la partida. Te estoy vapuleando. No puedes negarme ese placer. Mi suerte cambiará si paramos. No te vayas ahora. Malditos seáis tú y tus antepasados. Quédate.
Mi madre se presentó en casa con un cachorro de pastor alemán en los brazos. El cachorro era tan encantador que incluso mi padre sonrió al verlo.
—¿Qué es esto? —preguntó él, a lo que mi madre respondió que ya era el momento.
Me dio el cachorro. Miré de reojo a Lina para ver si sentía celos, pero ella ni siquiera le prestaba atención: no apartaba la vista de mi madre. Esta se despojó de los zapatos de tacón alto en la antesala, algo que nunca le había visto hacer antes.
—Tienes razón —dijo mi padre—. Ya es hora de que el chico asuma alguna responsabilidad.
—Voy a darme un baño —dijo mi madre—. Lo necesito.
Pasó por delante de mí, y en ese momento distinguí un moretón en su empeine.
Minutos después llegaba el tío Yihad. Entró en el salón para terminar la partida que había dejado a medias. Le seguí con el cachorro en brazos para que pudiera verlo. El tío Yihad preguntó qué nombre pensaba ponerle. Yo no había pensado en eso. El perrito me lamió toda la cara mientras lo llevaba hasta el cuarto de mi madre. Ella seguía en la bañera. Me quedé a la puerta del cuarto de baño, noté la humedad que impregnaba el aire. Le pregunté cómo se llamaba el perro.
—Ahora no, cariño. —Su voz siempre sonaba sepulcral cuando estaba en el cuarto de baño—. Estoy descansando.
—Pero el perro necesita un nombre —insistí.
—Llámalo Tulipán. Así se llama un alsaciano muy famoso.
No nos enteramos de lo del accidente hasta el día siguiente. Mi padre lo leyó en el periódico matutino, ya en el trabajo. En mi caso la noticia me llegó en el colegio. Fátima me contó lo poco que sabía: tenía una versión fragmentada. Mi madre se había visto envuelta en un accidente de automóvil, un siniestro con cuatro vehículos implicados. Había muertos, pero mi madre había salido indemne. Eso lo sabía porque la había visto. Otros chicos de clase empezaron a añadir detalles. Un grave accidente. Un camión procedente de Damasco había derrapado en las pronunciadas curvas de Araya mientras bajaba hacia Beirut. Se salió de la carretera y embistió a varios coches. El Jaguar de mi madre estaba entre ellos. Se salvó saltando por un precipicio.
—Como una alfombra voladora —dijo un chico—. El Jaguar despegó hacia los cielos.
—Quería contártelo —dijo mi madre en cuanto mi padre llegó a casa—, pero estaba demasiado cansada.
Cuando se tumbaba en el sofá borgoña daba la impresión de que todos los muebles de la estancia —el diván, el pequeño Léger que estaba colgado encima, los cuadritos de Moghul más pequeños aún de la pared lateral, la mesita de centro y las laterales— habían sido fabricados a su medida.
—No comprendo por qué no lo hiciste —se quejó mi padre—. Podrías haber muerto, ¿y no se te ocurrió que podía ser importante contármelo? ¿Por qué? ¿Por qué hiciste algo así?
Mi madre sostenía un cigarrillo y contemplaba las volutas de humo que ascendían hacia el techo.
—Iba a decírtelo. Estaba agotada, en estado de shock. Necesitaba un baño. Y se me pasó el tiempo.
—Pero tuviste tiempo de parar a comprar un perrito.
—Sí —dijo ella—. ¿A que es mono?
Todos los miembros de la familia sostenían que la casa Jaguar debería regalarle los coches a mi madre. Era su mejor publicidad. Elie afirmaba que conducía como una guerrera. La tía Samia decía que conducía como un hombre. El tío Halim, que conducía como un taxista. El tío Wayih afirmaba que conducía como un italiano. Y el tío Yihad decía que conducía con gracia. Era la forma en que manejaba el coche lo que llamaba la atención. Su mano izquierda apenas rozaba el volante. Se inclinaba a la izquierda, con el costado apoyado en la puerta y el codo asomando por la ventanilla. Conducía como si el mundo y sus carreteras le pertenecieran.
Mi padre suspiró. Dejó de dar vueltas.
—¿Por qué no os vais a vuestras habitaciones, niños? Tengo que hablar con mamá.
Tanto mi madre como mi hermana respondieron al unísono:
—No.
—No soy ninguna niña —añadió Lina.
—No me apetece hacer esto ahora —dijo mi madre—. Estoy bien. El coche ha quedado destrozado, pero yo estoy bien. Sucedió muy deprisa. Reaccioné. Al final hice lo más adecuado.
—¿A qué velocidad ibas? —preguntó mi padre.
—¿Qué tiene que ver eso? El camión perdió el control. Se coló en nuestro carril. De haber frenado, ese trasto me habría aplastado como a los demás coches.
—Corres demasiados riesgos cuando conduces —sentenció mi padre—. Te lo he dicho cien veces. Nunca me escuchas.
Mi madre tomó aire y siguió mirando al techo.
—Es el tercer accidente —prosiguió él en tono más suave—. Y da la impresión de que no te lo tomas en serio.
La miró, negó con la cabeza y salió del salón farfullando la palabra «marido».
La tía Samia se sirvió otra copa de arak. Estábamos reunidos en torno a la mesa de su comedor. La mayoría de la familia había salido a la terraza.
—¿Por qué no contratas a un chófer? —preguntó ella a mi padre—. Eso resolvería todos tus problemas.
Yo había comido demasiado. Mis tripas rugían dispuestas a la rebelión. Sin embargo no tenía intención de levantarme de la mesa, porque quería que mi tía dejara de hablar de mi madre, que se había quedado en casa.
—Déjalo, Samia —intervino el tío Yihad—. Ella nunca utilizará los servicios de un chófer.
—Podría haberse matado —insistió ella.
—Si hubiera conducido cualquier otra persona, todos los ocupantes del coche habrían muerto —rebatió el tío Yihad—. Es un milagro que sobreviviera, pero tener al volante a un chófer no habría servido de nada en este caso.
Su toallita estaba trabajando horas extra. Sudaba copiosamente y no paraba de secarse la calva.
—Siempre te pones de su lado —dijo mi tía—. Por alguna razón te niegas a ver la realidad.
—No se está poniendo del lado de nadie —atajó mi padre. Parecía débil y derrotado. Dirigiéndose a mí, dijo—: ¿Por qué no sales a jugar con los chicos?
Me encogí de hombros.
—Ve —ordenó la tía Samia—. No puedes quedarte aquí. Tu padre quiere que salgas.
Volví a encogerme de hombros.
—¿Lo ves? —preguntó ella a mi padre—. No eres nada severo con tu familia. Hacen su santa voluntad. ¿Cómo vas a controlarlos si pasas por alto cosas así?
—Samia. —El tío Yihad suspiró—. No empieces. Ha sido una comida fantástica. No la estropees.
—Sólo pienso en su familia.
—Pues deberías pensar un poco menos en su familia —dijo Lina, que había aparecido como por ensalmo. Estaba apoyada en el quicio de la puerta. Llevaba un vestido de verano, zapatos de tacón bajo y el pelo recogido en un moño, lo que le confería un aire de mujer adulta y sofisticada—. Al fin y al cabo —añadió—, pensar nunca ha sido tu fuerte.
Creí que los ojos se me salían de las órbitas. La tía Samia se aferró al vaso de arak con las dos manos.
Mi padre se puso de pie, lívido. Me dio la impresión de que iba a abofetear a Lina, pero se contuvo.
—¿Cómo te atreves? —gritó él—. No vuelvas a hablar a tus mayores en ese tono. —Sus dedos se abrían y cerraban. Los músculos de la mano le temblaban—. Es tu tía. ¿Cómo has podido hacerlo? Sé que te he enseñado mejores maneras.
Lina vaciló. En sus ojos leí cómo evaluaba todos los resultados posibles. En una voz átona, carente de inflexión alguna, dijo:
—Tienes razón, padre. No sé qué me ha dado. —Sonrió—. Lo siento mucho —dijo dirigiéndose a mi tía—. No sé por qué he dicho algo así. Por favor, perdóname.
Dio media vuelta y se dispuso a salir.
—Te castigaré por esto —vociferó mi padre, mientras ella se alejaba.
Ambos mentían.
Pero mi madre castigó a Lina. No tuvo otro remedio.
—Me has obligado a hacerlo —repetía—. No consentiré faltas de respeto en mi casa.
Mi padre intentó intervenir en favor de Lina, pero mi madre se mantuvo inflexible. Mi hermana estaba castigada durante una semana. Sólo podría salir de su cuarto para ir al colegio y tomaría todas las comidas encerrada allí. Yo le di a escondidas aquellos dulces de chocolate con coco rallado que tanto le gustaban. Luego vi que mi padre también le introducía golosinas. El tío Yihad le llevaba platos completos: toda clase de estofados y arroces. Creí que lo hacían a espaldas de mi madre, pero el tercer día vi cómo ella misma preparaba para Lina un plato completo de quesos de postre.
Al final el castigo de Lina se redujo a cuatro días, porque mi madre consideró que había ganado demasiado peso encerrada en su cuarto. Pasaba el tiempo escuchando un tipo de música de la que yo sabía poco: ruidos duros, acordes ásperos. No eran los Beatles. No eran los Monkees o la Partridge Family. Atisbé por la cerradura para ver cómo se escuchaba ese ruido tan disonante: saltos erráticos, movimientos espasmódicos de la mano y sacudidas de cabeza lo bastante fuertes como para asegurar que el pelo se alborotara por completo. Yo no comprendía el bum-bum del bajo.
El rey Saleh de Egipto tenía a su servicio a un juez que era tan malo como feo. Si se observaban sus rasgos de cerca, se apreciaba en él la marca de Satanás: le sobresalían las orejas y la izquierda tenía un corte en la parte superior, como si fuera la de un gato montes magullado en una pelea. Este hombre, uno de los miembros del consejo del rey, había acumulado poder a través del engaño y la traición. Hacer el mal era la golosina que deleitaba a su corazón y la perfidia era el aire que respiraba. Se le conocía por el nombre de Mustafá al-Kallay, pero ése no era el que le impusieron al nacer. Se llamaba Arbusto. Había nacido en Faro, Portugal, y era sobrino de un rey. Fue criado en la opulencia, educado por maestros, amado por sus padres, pero ni el suelo más fértil ni el pozo más profundo pueden hacer que una mala semilla llegue a convertirse en un árbol frutal.
Nació una hermana, dos años más joven que él. Desde su más tierna infancia fue sabia como una adivina, hermosa como una esmeralda perfecta. Sentada a los pies de sus maestros, saciaba su sed de conocimiento. Se la conocía como la Rosa de Portugal y se movía con la gracia de un ciprés.
Su pérfido hermano le robó el honor el día en que ella cumplió los catorce años. Irrumpió por la fuerza en sus aposentos. Al oír los gritos de la chica, sus doncellas acudieron al rescate, sólo para caer víctimas de su espada. Cuando el malvado Arbusto se marchó, su hermana se arrastró hacia los cuerpos masacrados de sus amigas y hundió las manos en su sangre, aún caliente.
—Los sacrificios que habéis ofrecido no serán en vano —exclamó ella—. Pasearemos juntas por el Jardín.
Y se atravesó el corazón con una daga.
Por la mañana, la madre de la joven sollozaba.
—He perdido a dos hijos en una noche.
El rey dictó una orden de arresto contra Arbusto, pero nadie pudo encontrarle. Zarpó hacia El Cairo, donde aprovechó su educación y su ingenio para asumir el papel de un culto musulmán.
Arbusto se convirtió en juez del rey Saleh y éste confiaba en sus consejos.
El corazón de Arbusto rezumaba odio cuando vio a Baybars, vestido con su mejor traje, junto a la puerta del salón del trono, haciendo gala de su nuevo cargo de responsable de protocolo. Escribió entonces una carta a un hombre llamado Azkoul, un alma maliciosa que se regocijaba con el asesinato, la masacre y la violencia.
«Tan pronto como termines de leer estas líneas —rezaba la nota—, quiero que montes en tu caballo y cabalgues hacia El Cairo. Dirígete al salón del rey; el hombre que salga a preguntarte qué deseas es aquel a quien no quiero ver respirar. Dile que traes una propuesta para el rey y entrégale un pedazo de papel doblado. Cuando te dé la espalda, mátalo. Me aseguraré de que eludas el castigo.» Azkoul se sintió embargado de gozo ante la perspectiva de cometer un asesinato.
En la corte, el príncipe Baybars recibió el papel de manos de Azkoul y le dio la espalda para abrir la puerta del salón del trono. Azkoul desenvainó la espada y la blandió, decidido a asestar el golpe. Cuando se abrieron las puertas, la cabeza ensangrentada de Azkoul rodó hacia el interior de la amplia sala mientras su cuerpo se desplomaba detrás del príncipe.
—¿Qué clase de asesinato es éste? —gritó el juez del rey—. ¿Cómo se atreve el príncipe de protocolo a matar a quien viene en busca de su majestad?
Dos hombres entraron en la regia estancia y se postraron a los pies del rey.
—Fuimos nosotros quienes matamos a ese viajero —confesaron los fieros uzbecos. Y ante el atónito consejo relataron la historia—. Ese hombre se llama Azkoul y es un infame criminal. Le vimos entrar en la ciudad y lo reconocimos. Seguimos sus pasos, a sabiendas de que adondequiera que vaya, le acompaña la traición. Le vimos levantar la espada para matar al príncipe por la espalda e intervinimos, amputando un brote podrido de este mundo devoto.
—La justicia ha prevalecido una vez más —dijo el rey.
Baybars agradeció a los uzbecos el haberle salvado la vida y los invitó a ser sus huéspedes. Los uzbecos salieron de palacio acompañados de Baybars. Al llegar a casa de Nayem, preguntaron si ésa era su casa, a lo que Baybars respondió que pertenecía a su tío. Baybars no podía poseer una casa, ya que él mismo pertenecía a otro.
—Pero eso no es cierto —dijo uno de los uzbecos—. Expondremos nuestros argumentos ante el rey mañana mismo.
Por la mañana el príncipe y los luchadores se postraron ante el rey.
—Majestad —dijeron los uzbecos—, el príncipe Baybars no es un esclavo. Es hijo de reyes. Tenemos pruebas de su pasado y de su árbol genealógico.
—Me gustaría saber más cosas del príncipe Baybars —dijo el rey—. ¿De dónde ha salido? ¿Quién es? ¿Qué pasó? Contadme su historia.
El abuelo murió en abril de 1973. Yo acababa de llegar del colegio cuando la aterrada doncella filipina de la tía Samia llamó a mi madre para decirle que el abuelo, que había ido de visita a casa de su hija, no se encontraba bien. Mi madre corrió al piso de arriba en bata y zuecos.
El abuelo yacía en el sofá, temblando; la tía Samia estaba de rodillas frente a él. Ella también temblaba, aunque el suyo era un temblor distinto.
—No lo entiendo —decía ella—. ¿Qué puedo hacer?
El abuelo tenía la mano derecha apoyada a la altura del corazón. Al ver a mi madre, la tía Samia rogó:
—¡Ayúdame, por favor!
Mi madre se arrodilló al lado de mi tía. Hombro con hombro, daban la impresión de rezarle al abuelo, el altar. Yo era el único testigo.
—Es su corazón —murmuró mi tía. Había llamado a una ambulancia—. Quiere saber su nombre. —Su voz sonaba a plástico barato—. ¿Acaso no sabe quién es?
Al abuelo le costaba respirar. Movió la mano.
—No —farfulló.
—Aguante, padre —expresó la tía Samia—. La ayuda está en camino.
—Su nombre es Ismail al-Jarrat —dijo mi madre.
—Le conocemos —le aseguró la tía Samia—. Se pondrá bien, padre. Sabemos quién es usted.
Él movía los párpados; los ojos parecían gritar de dolor.
—Él no sabe mi nombre.
—¿De quién habla? —preguntó mi madre—. ¿De Osama? Claro que sabe su nombre. Todos lo sabemos.
—No —dijo él—. Él no. —Los temblores aumentaban.
—Cálmese, padre —dijo la tía Samia—. Concéntrese en respirar. Inspire, espire... No se preocupe.
Pero él negó de nuevo, con un escalofrío sobrenatural.
—No. —Se le agarrotó la mano.
La tía Samia se estremeció. Los ojos de mi madre se llenaron de lágrimas.
—Sabe su nombre —susurró—. Siempre ha sabido su nombre.
—No —dijo él—. No sabe mi nombre.
—Dígame su nombre —le instó mi madre—. Susúrrelo al oído y Él lo oirá.
La tía Samia posó la mirada en mi madre. Se cogió de su brazo.
—Al oído —insistió mi madre—. Del mío al Suyo.
Acercó la cabeza a los labios del abuelo. Y el abuelo habló.
—El Salvador sabe su nombre —dijo mi madre—. Lo sabe.
Los enfermeros llegaron cinco minutos después. Le trasladaron en camilla hacia el ascensor.
—Conduce tú. —La tía Samia dio a mi madre las llaves del coche—. Así llegaremos antes que ellos.
Bajaron la escalera. El estruendo de los zuecos de mi madre contra la piedra resonó por las paredes. El abuelo murió de camino al hospital.
Yo sabía sus nombres. Yo sabía su historia.
Mi madre no quería que yo asistiera al entierro. Insistía en que yo era demasiado pequeño. En que me traumatizaría. Al principio mi padre se mostró de acuerdo con ella. Yo asistiría a los funerales, pero no al entierro.
Pero entonces tía Samia se puso como una furia. Y el tío Yihad. Y el tío Halim. Yo tenía doce años, era un hombre, y esto era un asunto de familia. Me convertí en el punto de corte: todos los primos mayores que yo (Anwar, Hafez) asistirían al entierro; los más pequeños (Muñir, etc.), no.
Mi madre lloraba sin cesar y no salía de su cuarto. A media tarde, cuando los demás parientes y amigos empezaron a aparecer, se reclamó su presencia. Iba de luto riguroso, lo que acentuaba la irritación de sus ojos hinchados. Al verla, la tía Nazek gritó:
—Mire. Mire y contemple el dolor que ha causado su partida. La tía Samia se daba golpes en el pecho y gritaba:
—¿Por qué, padre, por qué? ¿Por qué se nos ha ido?
Los primos de mi padre, los Arisseddine, se encargaron de la logística. Enviaron a sus hijos a todos los pueblos drusos, a que comunicaran la noticia del óbito. Parecían eficientes y meticulosos. Los hijos de Yalal Arisseddin se repartieron las familias importantes, los oficiales del gobierno y los parlamentarios. Los hijos del tío de mi padre, Maan, se dividieron los pueblos y las comunidades religiosas. Cada vez que mi padre se acercaba a sus primos, se le olvidaba lo que iba a decirles, y Lina, que no se apartaba de su lado, lo guiaba de nuevo hacia su silla. Parecía envuelto en una neblina. Las mujeres Arisseddine recibían a los que venían al velatorio y los acompañaban hasta la familia. Trasladaron sillas del piso del tío Yihad al nuestro. Las tazas de café estaban en rotación constante.
Mi madre parecía perdida, desorientada. Se dejó caer en la silla, con la espalda doblada y la cabeza gacha, la vista fija en los zapatos. Más damas lloraban, y la tía Samia no paraba de sollozar. Sus llantos hicieron que mi madre volviera en sí. Se incorporó y me miró, luego posó la mirada en Lina, que estaba al otro lado de la sala, al lado de mi padre. Enarcó las cejas al ver los ojos de Lina. Mi madre se secó la boca; Lina cogió un pañuelo de papel y se quitó el pintalabios de la suya. Mi madre se acercó a mi padre y empezó a susurrarle al oído. Él asintió una vez, dos veces. Negó luego con la cabeza. Asintió por tercera vez. Y su cara recuperó vida.
No fue un accidente que Aladino naciera en China.
—Una vez, hace mucho tiempo, en las tierras de China —solía decir el abuelo al empezar este cuento— vivía un chico travieso llamado Alaeddine.
—¿Por qué China? —preguntaba yo.
—Drusos y chinos son parientes —respondía él.
Yo no tenía pinta de chino. Una vez pregunté a mi padre si era verdad, y él desechó la idea como una de las manías del abuelo. Lo mismo hizo mi madre.
—Bueno, verás —había explicado el abuelo—, los drusos creen que cuando alguien muere, su alma salta al instante al cuerpo de un recién nacido. Es de suponer que así podemos averiguar quién se reencarna en quién. Pero no hay tantos drusos. Los sabios drusos, y sabes que no son tan sabios como pretenden ser, se percataron de la existencia de un problema. Moría un druso, pero no había nadie que naciera ahí en ese preciso momento. Eso quiere decir que tenían que nacer en alguna otra parte, ¿no? Los muertos a veces nacían en China, en la tierra de los mil crepúsculos. Los chinos creen en la reencarnación, lo que podría significar que guardan alguna relación con los drusos. Y, lo más importante, China está lo bastante lejos para que nadie pueda comprobarlo. Los chinos nacen aquí y nosotros renacemos en China.
Cuando repetí a mi madre lo que había dicho el abuelo a ella le pareció ridículo.
Sin embargo, mientras permanecíamos sentados en el salón el día de la muerte del abuelo, Ghassan Arisseddine, uno de los primos mayores de mi padre, anunció en voz baja a toda la estancia:
—Afortunadas sean las gentes de China por recibirte en su niebla a esta hora.
Ni mi madre ni mi padre manifestaron reacción alguna.
La familia se congregó a las ocho de la mañana para acompañar al ataúd del depósito hasta el pueblo, hasta la casa del bey donde se celebraba el funeral. El cortejo fúnebre se componía de treinta coches que avanzaban a una velocidad agónicamente lenta en dirección a la montaña.
Yo acompañé a mi madre, sentado en el asiento trasero, en ese lento, silencioso y escarpado trayecto. A paso de tortuga, los puntos estratégicos del viaje pasaban ante nuestros ojos como si los viéramos por vez primera: el huerto de naranjas, los tres plátanos en fila, la curva sin señalizar, la roca protuberante que parecía un elefante sin trompa. La orilla de azul lujurioso que debía de haber danzado se limitaba a temblar. El paso del verde de los pinos al de los robles se prolongó más de lo debido; las sombras de color ocre se mantenían, imprimiendo extraños matices en mis retinas.
Mi madre rompió el silencio con un único comentario.
—No me parece buena idea mantener el ataúd abierto.
Mi padre me condujo hasta el pabellón donde se congregaban los hombres. Cientos de sillas de plástico estaban dispuestas en filas de cara a otra hilera de sillas provistas de cojines de un rojizo desvaído. El bey, su hermano y sus dos hijos se acercaron hasta nuestra familia y se intercambiaron los besos y condolencias de rigor. Mi padre me había dicho que debía contestar a todo lo que se me dijera con la frase: «Que eso se te compense en tu salud». Se produjo una discusión llena de insinceras protestas alrededor de la disposición de los asientos. Como le correspondía por ser el mayor de los cinco hermanos, el tío Wayih ocupó la silla principal, y el bey se sentó a su lado. El tío Yihad se reservó la siguiente y yo la contigua. Mi padre se las arregló para situarse junto a mí. El hermano del bey se acercó hasta mi padre y se ofreció a cambiarle el asiento. Mi padre lo desestimó amablemente.
—Estoy seguro de que acabaremos reordenándonos cuando los demás empiecen a llegar.
Y permanecimos sentados y en silencio. Mi padre ni parpadeaba. Observaba las hileras de sillas vacías que tenía enfrente. El tío Yihad miraba hacia la derecha: sus ojos descendían por la montaña hasta llegar a los ondulantes viñedos de atrás. Una ráfaga de aire frío y húmedo me lamió la cara. El tío Yihad se echó la chaqueta por encima del pecho. Sollozaba en voz baja. Mi padre no.
—¿Tienes frío? —me preguntó el tío Yihad.
Como sí obedecieran a un plan organizado, los residentes de los tres pueblos llegaron al mismo tiempo. Los hombres y las mujeres se separaron en la puerta de la mansión del bey y ascendieron por la leve pendiente. Las mujeres nos saludaron con una inclinación de cabeza al pasar. Frente a nosotros los hombres se colocaron en fila, cuyo orden, quién se situaba dónde y al lado de quién, parecía preestablecido. Se cubrieron los respectivos corazones con las palmas de las manos y murmuraron al unísono algo que no pude entender. Mi padre, mi tío y todos los hombres de nuestra fila repitieron su mismo gesto y respondieron con una frase igual de incomprensible. Su fila se dirigió hacia la nuestra, sus manos estrecharon las nuestras. La mayoría de los hombres besó la mano del bey.
Las familias cristianas no realizaban el mismo ritual. Tampoco las musulmanas. Todos presentaron sus respetos. Los amigos se saludaron con besos. Cada vez que aparecía algún individuo de cierta importancia, se le cedía un asiento en la fila de la familia. Los hombres especiales aceptaban los pésames durante un par de rondas antes de perderse en el anonimato de los invitados. El Ayaweed, el religioso druso, se sentaba en primera fila de cara a nosotros ataviado con el traje tradicional.
El bey se trasladó al lado de mi padre. Era mucho más viejo que mi padre y lo parecía. Llevaba un corte de pelo a la inglesa y un fez de aspecto extraño.
—Mi padre amaba al vuestro —dijo mientras se retorcía el bigote blanco entre el índice y el pulgar.
Era un hombre de otra época.
—Y por ello —replicó mi padre— puede contar con nuestra eterna gratitud.
—Sí necesitáis algo en estos momentos difíciles, nuestra familia contribuirá en lo que haga falta.
—Vuestra generosidad es ilimitada —dijo mi padre al bey.
Ambos permanecieron en pie para saludar a los que llegaban y el ritual se inició de nuevo. Como por arte de magia el tío Yihad ocupaba ahora el asiento contiguo al del bey y mi padre se hallaba a mi otro lado.
—Nos alegramos tanto al enterarnos de la noticia —dijo el tío Yihad mientras se cubría los ojos con unas gafas oscuras—. Un digno nieto por fin. Nuestra familia se sintió encantada por la suya.
—Los nacimientos siempre son motivo de gozo —dijo el bey.
Se sonrojó, y sus pestañas aletearon espasmódicamente en dirección a mi tío.
—El nacimiento nos hizo felices —prosiguió mi tío—, pero no fue lo que llenó de alegría nuestros corazones. La noticia milagrosa es que el chico es idéntico a vos. Dios nos ha sonreído.
El bey no pudo reprimir una risita de satisfacción y se remojó, en un intento por sofocar su regocijo.
—Sí, el pequeño bey ha salido a mí.
—Y Dios ha aumentado el nivel de dificultad para las clamas de su generación. ¿Cómo van a poder resistirse a los encantos de ese pequeño sinvergüenza?
El bey se dio una palmada en el muslo y su redonda barriga tembló de alegría.
—Cierto, ¿cómo lo harán?
Nos levantamos para la siguiente ronda. Cuando volvimos a sentarnos, la silla de mi padre estaba vacía. Le vi entre sus dos hermanos mayores. Ya aburridos, Anwar y Hafez se propinaban codazos mutuamente. Yo me entretuve contando trajes, cazadoras y atavíos religiosos. Conté tres sombreros fez, veintitrés Anyaweed y un borsalino, amén de diecisiete cabezas calvas. El cielo se encapotó y se formó una niebla primaveral. Desde el valle la fina neblina se elevó con languidez hacia nosotros, ocultando a nuestros ojos la ciudad de Beirut. En condiciones normales podía verse la ciudad entera: los bloques de pisos diseminados por la costa, las viejas casas mediterráneas, el aeropuerto con sus zigzagueantes pistas cercanas al mar. Todo se volvió blanco. Me concentré en la niebla, ahora convertida en una capa traslúcida que cubría las viñas. Su ascensión iría ocultando, en orden, los nísperos japoneses, los limoneros, las zarzas y las higueras. La niebla confería al pueblo un aire inestable, como si estuviera suspendido sobre un precipicio.
Al ver a un hombre delgaducho vestido con un traje mal cortado que caminaba hacia una tarima chapucera, los rumores de charla se acallaron. Este empezó a recitar poemas con voz nasal: cantaba con una bella voz, como un jilguero levemente resfriado. El humor general sufrió un cambio. El poeta recordó a mi abuelo, habló de su familia y de aquellos que dejaba atrás. Cuando el poeta mencionó los años de servicio al bey, lo hizo llamando al abuelo amigo del bey, no su criado. La cara del bey se llenó de tristeza ante la mención del nombre de su padre, ya fallecido. A unas sillas de distancia el tío Wayih tosió y carraspeó en un obvio intento por disfrazar el llanto. Mi padre se mantuvo estoico.
El poeta hizo una pausa, tomó aire y bajó la vista. El aire crepitaba en un tenso silencio. El poeta entonó un verso nuevo, elevó la voz hacia los orgullosos cielos. Bajó de la tarima y todos los hombres se pusieron en pie. Noté la mano del tío Yihad en la espalda, que me guiaba. Los hombres de la familia desfilamos al ritmo de la canción y el resto de asistentes varones nos siguió. Nos dirigimos al interior de la casa, sin que la incandescente melodía efectuara pausa alguna.
Las mujeres, todas vestidas de negro con velos blancos, se hallaban sentadas en torno al ataúd abierto: eran filas y filas de mujeres. Mi abuelo parecía una estatua de cera esculpida por un artista incompetente. Su cabello iba bien peinado: por primera vez había cedido al control. Su rostro recordaba a un dibujo en el que el modelo no había posado para el artista.
Las mujeres sollozaban. La tía Samia instó a sus hermanos a que resucitaran a su padre, a que introdujeran el aliento de la vida en sus pulmones. Las pueblerinas lamentaban la desgracia del bey. Mi hermana no conseguía ocultar su asombro y su extrañeza. Mi madre miraba al suelo. Detrás de ella se hallaba una silenciosa señora Farouk. El poeta ensalzó el sentido de humor del abuelo. Los hombres acariciaron el ataúd. El tío Yihad cerró los ojos y balbuceó una piadosa oración. Apoyé la palma en la madera, y el ataúd tembló, como si estuviera enojado, rechazando el contacto. Crucé las manos a mi espalda. Mis primos parecían petrificados. Mi madre intentó advertirme con la mirada. Tranquilo, indicaron sus manos.
Las mujeres pronunciaron los lamentos finales. «¿Quién ocupará su lugar?» «¿Cómo viviremos con tanto dolor?» «¡Oh, Dios, sé amable con él en su viaje!» La tía Nazek se echó encima del ataúd, gritando: «¡No os lo llevéis!». La tía Samia se abrió paso apartando a dos de los hombres. Acarició la cara de su padre, pero apartó las manos al primer roce. «No puedes irte sin mí.» Levantó la pierna izquierda del suelo y elevó la rodilla, pero no llegaba al ataúd. Intentó izarse con brazos temblorosos.
—¡Iré contigo! —exclamó.
Los hombres levantaron el ataúd y se lo colocaron sobre los hombros. La caja flotó por el vestíbulo. Y, finalizadas las oraciones, fue trasladada hasta el cementerio. Vi cómo el ataúd se sumergía, se hundía en la neblina.
—¿Te encuentras mal? —preguntó el tío Yihad—. ¿Ha sido el entierro?
—¿Por qué tenían que gritar tanto todos? —repliqué. Tenía a Tulipán a mis pies, y lo usaba como reposapiés, tal y como le gustaba—. ¿No se supone que los drusos celebramos los entierros en silencio?
Bebió despacio de su vaso; parecía mantener una conversación con el techo en lugar de conmigo.
—En principio sí, pero no en la práctica. ¿Cómo sabrán los muertos que los amamos, si no? ¿Sabes, cariño? Cuando tenía tu edad los funerales solían ser mucho más dramáticos. Lo creas o no, ahora son más discretos, más reposados. —Tarareó y dio otro sorbo—. La verdad es que no me imagino cómo serán cuando llegues a mis años. Lo más probable es que no aparezca nadie. Pim, pam, y se acabó. Sólo vendrá gente al velatorio si se sirve alcohol, como sucede en los entierros irlandeses. —Se pasó una toallita por la cabeza—. No es más que el funeral, cariño. Sabes que hay gente que se flagela el primer día, el tercero, a la semana y cuando se cumplen cuarenta días. Es un proceso interminable. Tenemos funerales de locos, eso es todo. No te tragas nada de esto, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
—Bien, escucha. Esta historia empieza hace mucho, mucho tiempo, cuando las hordas de mongoles campaban por nuestro mundo, cuando Gengis Jan arrasaba los desiertos de China y saqueaba al resto del mundo, después de que el rey bárbaro hubiera quemado Bagdad hasta reducirlo a cenizas, después de que masacrara a cien mil personas en Damasco y contemplara el río de sangre que cubrió las calles de la ciudad, después de que el general mongol cayera sobre nuestras fértiles tierras. El hermano del general, Tu Jan, se aburría.
—¿Tu Jan? —pregunté—. ¡Qué juego de palabras más malo! No es bueno ni para un sirio.
—No me interrumpas, chico —replicó él. Sus ojos, aún alzados, estaban muy abiertos, oscuros, llenos de vida—. Me cortas el hilo. Tu Jan estaba aburrido.
—Podía haber salido volando.
—Uf, eso sí que es malo. Escucha. Tu Jan decidió dar un banquete. Trajo a los siete mejores cocineros de la región y les pidió que crearan el mejor ágape que se hubiera servido nunca. Los cocineros trabajaron como esclavos y presentaron siete platos distintos. El primero era exquisito: una ostra sobre un lecho de puré de limón. Tu Jan lo engulló de una sola vez y lloró, ya que el sabor era glorioso. Para asegurarse de que nadie más disfrutaría de ese sabor, de que su experiencia seguiría siendo única, Tu Jan hizo decapitar al cocinero. El segundo plato era una sopa, un consomé de cerdo y manzana. Tan fino, tan claro, tan sabroso... El segundo cocinero fue decapitado. El tercero eran lenguados de playa salteados, el cuarto era faisán a la parrilla, el quinto filet mignon. Todos perdieron sus cabezas. El sexto eran costillas de cordero, por supuesto. Tu Jan no podía creer lo que probaba su lengua. Sus mandíbulas crecían, iban hacia el plato. En cuestión de minutos la lengua le colgaba un palmo delante de la cara.
—Ah, Tu Jan —dije.
—Exactamente. —El tío Yihad prosiguió—. Matamos al penúltimo cocinero. Pero el séptimo era de Beirut. No era ningún tonto y no estaba de humor para perder la cabeza. Hizo una crème brûlée, usando para ello la leche de las vacas que habían bebido de las aguas del río Litani. Tu Jan probó una cucharada y volvió a llorar. Era cremosa, suave, impecable. Pero antes de que pudiera seguir comiendo, sintió un retortijón. Lamió la cuchara y el estómago le dio un vuelco. Antes del tercer bocado se le removieron los intestinos: los retortijones no cesaban. Plof, plof, disentería, diarrea. Tu Jan no tuvo ni tiempo de moverse; se ensució los calzones y el glorioso tejido de cachemira sobre el que se sentaba. «Estoy bien», dijo Tu Jan, pero no lo estaba. Perdió cinco kilos en la primera hora, tres más a lo largo de la segunda y otros tres en la tercera. Run, run, el estómago no paraba de evacuar. Se negó a dormir sentado e hizo que sus esclavos lo colocaran en el borde de la cama, con los tobillos prendidos de estribos, para así poder cagar sin trabas. Bum, bum: la diarrea duró toda la noche; fue tan explosiva que impactó contra la pared de enfrente, donde pintó un mural abstracto expresionista. Nada genial, la verdad, un cuadro mediocre según cuenta Lee Krasner. Por la mañana Tu Jan estaba muerto; su cuerpo estaba en los huesos.
»El despiadado Gengis se negó a enterrar a su hermano en el exilio, ya que eso condenaría a su alma a vagar por la tierra en una búsqueda eterna del hogar. Gengis deseaba enterrarlo con sus antepasados. Dolor, tristeza, pena. La comitiva fúnebre mongol partió. Pero el dolor, la tristeza y la pena no eran suficientes para conmemorar a un hombre tan grande como Tu Jan. —La voz de mi tío se hizo más profunda; su tono, más serio—. No, no bastaban. A lo largo del camino la procesión fue acabando con todo ser vivo que se cruzaba en su camino: pueblos completos, ciudades; hombres, mujeres, niños, generaciones de bebés aún no nacidos; animales, pájaros, árboles, arbustos, flores, bosques. Todo fue arrasado, desde Beirut a Ulan Bator: la comitiva dejó un rastro viscoso de muerte y devastación para señalar el paso del cortejo fúnebre.
Apuró el resto del whisky. Esperé a que dijera algo.
—Supongo que ahora lo tenemos mejor —dije por fin. Él sonrió y asintió con la cabeza. Solté una risita nerviosa—. ¿Y cuándo se casó con Rita Hayworth?
—Para —se rió mi tío—. Ésa es otra historia.
—¿Ahora me dices que Gengis Jan destruyó también Beirut? Creía que fue Hulagu quien conquistó el Oriente Medio. ¿Debo fiarme de ti?
—Nunca te fíes del narrador —dijo él—. Sólo del cuento.
Los uzbecos se dispusieron a contar al rey la historia de Baybars:
El abuelo de Baybars tenía tres hijos: Talak, Lamak y Yamak. Era viejo y quiso poner a prueba a sus hijos para evaluar quién era el más adecuado para sucederle como rey. Instaló a Talak en el trono y le dijo que gobernara durante un día. Aquella noche, el rey preguntó a su primogénito cómo resumiría su día de gobierno y el príncipe contestó:
—He sido un fiero leopardo, y mis súbditos han sido corderos.
El segundo día fue el turno de Lamak, y al ser preguntado por su padre, su respuesta fue:
—He sido un halcón feroz, y las personas han sido palomas.
Al final del tercer día el benjamín dijo:
—He arbitrado con justicia entre las partes. He ayudado a los perseguidos en contra de sus perseguidores. He puesto todo mi esfuerzo en gobernar de forma que, cuando me llegue la hora de reunirme con Dios, no me asalte ni un atisbo de culpa o remordimiento.
Y, para consternación de sus dos hijos mayores, el rey nombró a Yamak su heredero.
A la muerte del rey, el sha Yamak ocupó el trono, nombró visires a sus hermanos y anunció que gobernarían el país los tres juntos. Pero sus hermanos conspiraron para matarlo, ya que en sus corazones habían enraizado dos emociones gemelas, la maldad y la envidia. En mitad de la noche los hermanos ataron a Yamak mientras dormía y le metieron en un gran saco. Entregaron el saco a un esclavo guerrero con órdenes de que lo llevara al desierto y le asestara veintiuna puñaladas, hasta que quedara empapado en rojo.
El guerrero obedeció las órdenes. Una vez en el desierto, desenvainó la espada. Una voz procedente del saco preguntó:
—¿Quién eres?
A lo que el guerrero respondió:
—Soy tu muerte.
—Eso no puede ser —dijo Yamak—, ya que merezco una muerte honorable y eso requiere que ésta pueda ver la cara de su víctima.
El honesto guerrero se avergonzó de sí mismo. Sacó al rey del saco.
—Nunca he matado a un hombre desarmado —admitió.
—Y no deberías empezar ahora.
Yamak se dio media vuelta y se internó en el desierto.
Yamak caminó y caminó, cruzó llanuras y montañas, hasta que un día, no muy lejos de la ciudad de Samarcanda, vio a un león que atacaba a un anciano jinete. El anciano pedía ayuda a gritos, ya que no le quedaban fuerzas para enfrentarse a la bestia.
—Ven a reunirte con tu conquistador —dijo Yamak al león.
Desarmado, el hombre se mantuvo firme mientras el león iba hacia él. Justo cuando la bestia se disponía a saltar, el anciano, haciendo acopio de fuerzas, arrojó su espada al joven salvador. Con un solo movimiento Yamak cogió la espada, la sacó de su funda, golpeó la cabeza del león y lo mató. Yamak limpió la sangre de la espada en la melena rojiza del león, devolvió el arma a su dueño y dijo:
—Vivirá un día más, padre.
El anciano dio las gracias a Yamak y le rogó que le acompañara a su casa para que pudiera agasajarlo como se merecía. Los dos hombres cabalgaron hacia Samarcanda, donde fueron recibidos por una gran procesión. Yamak se percató de que compartía caballo con el rey de la ciudad.
—Mi señor —dijo Yamak—, ¿por qué ibais solo cuando podríais haber llevado a un ejército de escolta?
—Salí de caza con mis amigos —respondió el rey—, vi a una gacela y la seguí, pero no logré acercarme lo suficiente. La seguí hasta perderme, y allí apareciste tú, en el momento preciso.
El rey pidió a Yamak que le narrara su historia. El anciano admiró el valor, la nobleza y los recursos que había demostrado poseer el sha. Le nombró visir y le casó con su hija, Heather.
Murió el rey de Samarcanda, y Yamak ascendió al trono. Gobernó con justicia y honró a los héroes, que a su vez le amaban y obedecían. Dios le bendijo con cinco hijos varones, de los que el más joven, Mahmoud, era el favorito del rey. Un viernes el sha acudió a las oraciones y vio a sus hermanos, Talak y Lamak, que mendigaban junto a la puerta de la mezquita. Llamó a sus criados y dijo:
—Llevad a esos dos hombres a los baños, lavadlos, vestidlos con las mejores ropas y traedlos a mi presencia.
Al regresar a palacio Yamak abrazó a sus hermanos, que habían recuperado un aspecto reconocible. Los sentó a su mesa y se interesó por su salud.
—Estamos aquí porque te echábamos mucho de menos —explicaron los hermanos—. Abandonamos nuestras tierras, lo dejamos todo con tal de encontrarte. Damos gracias a Dios de que estés a salvo y viviendo en la opulencia.
Yamak les dio la bienvenida y los nombró visires. Y sin embargo no pasó mucho tiempo antes de que la envidia y la maldad aparecieran con más fuerza en sus corazones.
Los hermanos habían atravesado momentos difíciles. Tras quitarse a Yamak de en medio, habían gobernado sus tierras con despotismo y codicia. Después de soportar muchos abusos, el pueblo se había rebelado y apresó a los dos falsos reyes con la intención de ejecutarlos. Los hermanos suplicaron por sus vidas con desesperación y sin un ápice de honor. Al final su pueblo los condenó al exilio y encontró a un hombre honesto que gobernara.
En la corte de Yamak, los hermanos advirtieron lo mucho que éste amaba a Mahmoud, y eso les dio una idea. Secuestrarían a Mahmoud y exigirían el tesoro del rey como rescate. Durante la noche los hermanos ataron al pequeño príncipe y se lo llevaron mientras todos dormían. Cuando el sha descubrió que sus hermanos habían desaparecido junto con su hijo, los maldijo y se lamentó de su propia credulidad. La reina Heather lloró y se vistió de riguroso luto.
Los hermanos llevaron a su sobrino hasta una cueva donde le tuvieron atado; pretendían matarlo una vez hubieran cobrado la recompensa. Dejaron a Mahmoud solo mientras salían a cazar y robar comida. Cuando se fueron, el príncipe gritó pidiendo ayuda, y un derviche persa que pasaba por allí le rescató. El persa decidió llevar a Mahmoud a Bursa, donde podría conseguir un buen precio por él. El príncipe se puso muy enfermo, y el persa se lo llevó a los baños y lo vendió a un mercader de esclavos que pasaba por allí por una de esas casualidades del destino.
El rey dio las gracias a los uzbecos por la historia. Se volvió hacia el príncipe y dijo:
—Baybars, hijo mío, no eres un esclavo.
—Que el Todopoderoso sea loado.
Y así fue como el príncipe Baybars se convirtió en un hombre libre.
Era la primera vez que veía a Istez Camil desde el entierro del abuelo. Él había pasado el primer día para dar el pésame a la familia, pero yo me encontraba en el colegio, y durante el período de luto no se puso música en casa. Istez Camil parecía más inquieto que nunca, se le veía cansado y desaliñado. Llevaba una camisa blanca con manchas de sudor en forma de luna en las axilas, y unos pantalones de algodón fino de color gris, que le quedaban cortos y aparecían gastados en las rodillas.
Todo lo que tocaba me resultaba fácil. Las notas fluían de mis dedos con una habilidad nueva. Istez Camil negó con la cabeza. Tenía los labios lívidos, el blanco de sus ojos inusualmente apagados.
—No lo captas —masculló al final.
—¿Qué es lo que no capto? —Dejé de tocar y le miré a la cara—. Creo que estoy tocando bien, más que bien. Sin errores.
—Una cascada de gracia, ¿te acuerdas? Esto ya no es una cascada de gracia. —No me miraba—. Tocas las notas correctas, pero hay que ponerle algo más.
—Más, más y más... —salté—. Estoy tocando bien. —Entonces tampoco yo le miraba a los ojos. Asombrado por mi nueva audacia bajé la voz—. Dices que no toco bien pero sin decirme qué quieres exactamente, qué se supone que debo hacer. Más sentimiento, más sentimiento. Ahora estoy sintiendo. ¿Cómo puedes saber cuándo toco con sentimiento y cuándo no?
—Lo sé —dijo él, despacio—. Y tú también. —Se levantó, me dio de nuevo la espalda y se puso a mirar por la ventana—. Tienes que ser más sincero contigo mismo. Tienes que hacerlo.
—Estoy tocando bien —insistí. Murmuré a mis zapatos—: Así es como soy.
La reanudación de mis clases de oúd no fue suficiente para mi hermana. Lina esperó a que mi padre empezara a silbar otra vez mientras se afeitaba por la mañana. Aquella misma tarde, se encerró en su cuarto y reanudó el estruendo de «esa música insufrible que suena a todo trapo», como la llamaba mi padre. Este le pedía que bajara el volumen y ella obedecía, pero a los pocos minutos el ruido volvía a invadir el aire.
Excepto que para mí ya no era un ruido insufrible. Empecé a distinguir sus encantos simples. También empecé a distinguir los solos de Jimmy Page, a adivinar el peculiar estilo de Eric Clapton.
Una tarde abrí la puerta de su cuarto sin llamar y la encontré en plena prueba de lápices de ojos. Ella me miró desde el espejo del tocador. El espacio estaba lleno de tensión y de la fragancia acida de multitud de perfumes. Me tumbé en su cama con la vista clavada en el techo. Ella no dijo nada. El rumor de mi sangre fluyendo por las venas seguía el ritmo del bajo. Me zumbaban los oídos.
—Pon algo raro —le pedí en cuanto terminó la canción.
—Vete a la mierda, capullo —me dijo ella sin mirarme—. Sé como un mueble y cierra el pico.
Cuando se levantó vi que llevaba unos estrechos pantalones cortos de color malva que se le ajustaban a las curvas como si fueran un traje de baño.
—No creo que sea una buena idea. —Yo tenía la cabeza apoyada en su almohada y la seguía con los ojos—. Sabes que a tu padre no le van a gustar.
—No pienso llevarlos al colegio. No pasa nada.
No discutí. Ella fue hacia el armario. Me parecía que en los últimos años ella había crecido muy deprisa. Me incomodaba el tamaño y la forma de sus pantalones cortos, que le daban un aire poco natural y poco familiar. En el suelo, al lado de sus pies (que estaban enfundados en unas botas negras abrochadas hasta la rodilla), había un disco cuya portada mostraba a un hombre con una cara más maquillada aún que la de mi hermana.
—Pon ése —le dije.
—Cállate —replicó ella—. Si quieres quedarte, no hables.
A la tarde siguiente volví a su cama. Ella puso a David Bowie. Yo fui como un mueble.
La guerra de Octubre empezó unos meses más tarde. Íbamos ganando, aunque pocos parecían creerlo. Los sirios y los egipcios habían pillado a los israelíes por sorpresa. Una vez más las radios proclamaban la inequívoca victoria de los árabes.
—Espera —dijo mi padre—. Los americanos no dejarán que suceda.
En el colegio los chicos palestinos se mostraban radiantes, andaban con más aplomo. Se lo creían. El consejo estudiantil convocó una huelga en apoyo a la guerra. Se suponía que debía haber discursos, pero yo me fui a casa. Vi a Lina fumando un cigarrillo a las puertas del garaje. Elie estaba sentado en su vieja moto y hablaba con ella. Me pregunté si los pantalones cortos de color malva estaban pensados para impresionarlo.
Me tumbé en la cama de Lina y escuché a Deep Purple. Ella llegó enfadada y con una guitarra en las manos.
—Necesito que aprendas a tocar.
—Hay una guerra en marcha —respondí, porque algo tenía que decir.
—¿Y a quién le importa? —Me pasó la guitarra mientras se dirigía a toda prisa al mueble donde guardaba los discos—. Tienes que tocar, y tienes que hacerlo bien, y lograr que parezca fácil, y todo para el sábado por la noche. Disponemos de dos días. Dos días para decidir lo que vas a tocar y cómo lo harás de forma impecable.
Rebuscó en su colección y escogió Abbey Road. Rayó el disco de Deep Purple por la brusquedad con que lo sacó del tocadiscos y no se molestó en guardarlo en la funda.
—Esto es lo que debes aprender. Es impresionante.
Sonaron las primeros notas de Here Comes the Sun.
Tuve que llevarme la guitarra al colegio. Mientras diversos líderes estudiantiles pronunciaban discursos, yo tocaba en un rincón de la terraza de la cafetería. Ajeno a todo lo demás, no oí al avión israelí hasta que lo tuve justo sobre mi cabeza: volaba raso, con un ruido ensordecedor.
Dos alumnos mayores se sentaron en el suelo a mi lado y su llegada me sobresaltó.
—No nos hagas caso —dijo uno de ellos.
Era el hijo de una mujer libanesa y un príncipe kuwaití, aunque nadie lo hubiera dicho. Siempre se le veía vestido con camisetas sucias, sudaderas y tejanos. Sólo tenía unas zapatillas deportivas. Supongo que se esforzaba desesperadamente por tener más aspecto de americano que de príncipe árabe. Pero no olía tan mal como su amigo.
—Sigue —dijo el amigo—. Te escuchamos.
—Seguro que es mejor que esos discursos tontos —añadió el primero.
Repetí la obertura. El kuwaití se puso a cantar y su amigo se unió a él. Me sorprendió, ya que no me había planteado que me acompañara voz alguna. Había memorizado la canción, pero no se me había ocurrido que pudiera cantarla. No estaba seguro de querer oír la letra. Dejé de tocar. El kuwaití enarcó la ceja.
—Todavía no lo hago muy bien —dije—. Estoy aprendiendo.
—Ya se ve —dijo él. Hizo una pausa—. Eso no es una púa de guitarra.
—Es para el oúd. Es lo que suelo tocar.
—El oúd es para árabes pasados de moda, —dijo él. Yo no quería ser un árabe anticuado. Extendió la mano hacia mi guitarra moderna—. Trae, déjame tocar.
No usó púa y cantó una canción en un acento americano o australiano. Tocaba fatal, y su amigo movía la cabeza al compás de un ritmo incoherente. El príncipe kuwaití me preguntó si me gustaba la canción mientras me devolvía la guitarra. Le dije que sí, y su cara adoptó una relajada expresión de gratitud.
—Me pregunto si habrán acabado ya con los discursos —dijo su amigo mientras los dos se levantaban.
—¿Te imaginas qué sucedería si ganamos la guerra?
—Casi ganamos esta vez. A lo mejor la próxima.
Diría que no se lo creían. Seguí ensayando.
El sábado toqué Here Comes the Sun para Lina. Se quedó impresionada, aunque no tan asombrada como yo esperaba.
—¿No vas a cantar? —preguntó ella.
Le dije que para eso necesitaría ensayar más, ya que nunca había cantado. A ella no pareció importarle.
Aquella tarde salimos de casa sin la guitarra. Lina iba pintada como un cuadro y se había puesto los pantalones cortos de color malva. Habría encajado más en Carnaby Street que en Beirut. Bajamos en la cuarta parada del autobús y nos encontramos en un grupo de edificios parecidos al nuestro, pero mucho más lujosos: siete plantas decoradas a base de mármol y cristal. Me guió hacia uno de los bloques, cuyo vestíbulo era un espacio cerrado, provisto de aire acondicionado, poco acogedor. En el ascensor sugirió que sería mejor que yo no hablara demasiado.
Una chica de la edad de mi hermana abrió la puerta. Llevaba dos coletas que le nacían de la parte superior de la cabeza y descendían sin gracia alguna hasta los hombros.
—¿Has venido con tu hermanito? —La comisura izquierda de la boca se arrugó en dirección al ojo.
—Sí —contestó mi hermana, y entró en el piso.
La seguí a toda prisa. No hacía falta que nadie me dijera que la niña de las coletas era la razón por la que yo tenía que tocar la guitarra: habría hecho algo para ofender a Lina.
Una docena de chicos y chicas se hallaban diseminados por el gran balcón acristalado, hablando a gritos y sin prestar atención a la música rock que sonaba.
—Siéntate ahí —dijo Lina.
Señalaba un cojín de color naranja. Se unió a otras dos chicas.
Los adolescentes no me hacían el menor caso. Parecían preocupados por aparentar que eran modernos, enrollados, occidentales. Me concentré en la música después de agenciarme una botella de Pepsi. Mi hermana lanzaba miradas de soslayo a un chico rubio que estaba al otro lado de la sala. Él parecía demasiado seguro de sí mismo, acostumbrado a ser el centro de atracción, y encajó sus miradas con un leve gesto de desdén. Con Lina no había mínimos: su desprecio era absoluto, salvaje. Sus miradas pasaron de ser sutiles a preñarse de odio. Me pregunté qué papel desempeñaba él en el drama que se desarrollaba allí. No tuve que preguntármelo durante mucho rato.
La niña de las coletas entró en la habitación con una guitarra en la mano.
En cuanto el chico rubio la vio, levantó los brazos como si quisiera protegerse del mal.
—Tienes que tocar para nosotros —dijo ella.
Y apagó la música.
—No, no —protestó él—. No quiero arruinar la fiesta.
—Por favor —insistió la chica—. Hazlo por mí.
Mi hermana saltó, veloz como una cobra hambrienta. Le quitó la guitarra de la mano.
—No hace falta que lo haga si no quiere —dijo, mientras se encaminaba hacia mí—. El monito este puede tocar. No lo hace mal. —Me tendió el instrumento y se dejó caer a mi lado sobre el cojín—. Toca —ordenó, acompañando la orden de un codazo.
Toqué. Mi hermana se puso a cantar. Sus dos amigas se unieron a ella en la segunda estrofa. Yo estaba demasiado nervioso para levantar la vista de la guitarra. No es que afinaran demasiado, pero cuando llegamos a la última estrofa, la mitad del grupo las acompañaba.
—Ha sido genial —dijo una de las chicas—. Repitámoslo.
Mi hermana no habría podido contener su alegría aunque hubiera querido. Parecía que acabara de poner las manos en un tarro de miel recién cogida. No era la única; sus dos amigas se partían de la risa.
—Mejor no —dijo Coletas—. Volvamos a la música de verdad.
—¿Por qué no toca ahora tu novio? —dijo Lina.
—No —saltó él.
—Toca otra canción —me gritó una de las amigas de Lina—. Eres bueno.
—Estoy aprendiendo —dije en voz baja—. No me sé muchas canciones.
—Otra, por favor...
—Ya está bien —dijo mi hermana—. Por hoy con una basta.
—Puedo tocar otra si tú la cantas —le dije.
Ella me miró, desconcertada. Toqué las primeras notas de Something. Abrió mucho los ojos, estaba radiante. Se puso a cantar, pero su voz demasiado alta expresaba demasiada alegría.
Abandoné las clases de oúd.
Capítulo 8
Y todos creían en el destino. ¿Pensáis acaso que la abuela se habría casado con el abuelo de no haber sido por el destino? ¿No os preguntáis cómo la conquistó?
Estaba predestinado. El cuento ya estaba contado. Todo había sido escrito.
La vio por vez primera a finales de la Gran Guerra, en 1918, durante las plagas, los tiempos de vacas flacas, cuando la infantiloide ocupación francesa reemplazó a la malvada otomana. Mi abuela se dirigía al colegio acompañada de una prima. Nayla llevaba un mandeel, pero éste no le ocultaba el semblante. Lo llevaba echado sobre los delicados hombros. En esa época se hablaba mucho de los velos, transparentes u opacos, y de si las mujeres debían o no llevarlos, pero no creo que en su caso fuera una declaración de principios. A ella le gustaba enseñar la cara, su exuberante melena, y el abuelo tuvo la suerte de verla. Se quedó embelesado. Ella apenas tenía catorce años. Él, dieciocho; había visto a chicas guapas con anterioridad, pero ésta era elegante además de bella. Se preguntó cómo podía llamar su atención y se dijo: el inglés. Ella se dirigía a la escuela de misioneros del pueblo. El le dijo, y en inglés, no os lo perdáis:
—Hola, hermosa princesa.
Ella se rió y dijo que era una sultana, no una princesa, y que un chico tan caradura como él debería haberlo sabido. Le dejó mudo de la sorpresa en el empinado sendero. Ella había dicho cheeky caradura en inglés, y él no tenía ni idea de lo que significaba. No sabía a quién preguntar. Gracias a su padre, el doctor, hablaba un poco de inglés, pero gracias a la esposa de éste no era capaz de leer ese maldito idioma. Se planteó la posibilidad de preguntárselo al bey, pero el abuelo no podía arriesgarse a que éste se sintiera avergonzado por no saberlo. Tenía que encontrar a un inglés.
Había dos por allí intentando convertir al pueblo. El abuelo rondó por la escuela de la misión durante un par de horas antes de ver salir a un forastero. El abuelo era educado, pero insistente.
—Disculpe, señor —le dijo una y otra vez, pero el hombre no le hizo el menor caso: los ingleses nunca escuchaban.
Por fin le gritó y el misionero se paró. El abuelo le preguntó el significado de la palabra y el misionero lo echó de allí sin contemplaciones.
A la mañana siguiente se dispuso a esperar a Nayla; se sentó en un poyo de la calle porque no quería perder la dignidad. Cuando apareció la chica, él le confesó, en dialecto druso libanés:
—No sé qué significa cheeky. Creo que mi inglés no es muy bueno.
La prima de la abuela no paraba de tirar de la manga, urgiéndola a seguir andando. Pero mi abuela replicó, con la cabeza gacha:
—Yo tampoco lo hablo bien. No sé qué significa esa palabra. La semana pasada nos contaron un cuento sobre el problema de los chicos cheeky que interpelaban a las chicas guapas en las calles de Londres.
Y entonces supo que ella era la mujer de su vida.
Pensaréis que no había forma. Estoy seguro de que diréis: muy bien, este hombre era el hakawati del bey, éste le apreciaba mucho, pero no tenía familia. Sus orígenes eran turbios. La gente sabía que había nacido en algún pueblo del Matn, pero nadie había oído hablar de los Jarrat. El descubrimiento de que los Jarrat no existían no se produjo hasta mucho más tarde. ¿Cómo consiguió el abuelo casarse con una hermosa chica drusa? ¿Una sheija, nada menos? ¿Por qué una familia respetable iba a consentir ese matrimonio?
Bien, la abuela no era tan mona como aparentaba. Su familia también tenía sus cosas.
Sabéis que el padre de mi abuelo paterno era un médico inglés, un misionero, y su madre una criada albanesa. Pues por parte de los abuelos maternos de mi padre la historia es corno una copia al carbón: mi bisabuelo por parte de madre era un médico druso sobre quien corría la voz de que se había convertido en misionero inglés, y mi bisabuela era su criada albanesa. Sí, os lo juro.
Sentaros. Entre ambas historias hay diferencias, y eso es precisamente lo que conforma una buena historia.
Tres días después de mi llegada, a las cinco de la madrugada, recibí la temida llamada. Lina me informó de que mi padre estaba en estado crítico y que debía salir pitando hacia el hospital. La llamada me afectó y me puso nervioso, pero no me sorprendió. Mi padre había ido empeorando. Sin embargo, cuando descolgué aquel teléfono que sonaba en plena noche, la cama de repente se me hizo demasiado grande.
Mi hermana y su hija estaban en la puerta, llorando, con los brazos entrelazados. Una multitud de médicos, internos y enfermeras se cernían sobre la cama de mi padre. Parecían gaviotas revoloteando en busca de comida. Asomé la cabeza a ver si podía averiguar algo, pero una gaviota cerró la puerta. Mi hermana dio un respingo. Uno de los deslucidos fluorescentes del hospital tuvo un ataque de hipo. Salwa me propinó un codazo amable y señaló la camilla que había al final del pasillo. Acompañé a mi hermana hasta ella y la hice sentar. Lina contemplaba un punto imaginario de la pared de enfrente. Yo notaba los píes inquietos, como si el suelo fuera blando. Y sin embargo no podía moverme del lugar que ocupaba, apoyado en la camilla. Tenía que permanecer inmóvil, como si mi alma pudiera marearse.
—Creen que los pulmones le han fallado. —Lina no hablaba conmigo. Miraba hacia delante, y se expresaba en voz baja, como si se confesara. Su sacerdote, yo, tampoco la miré—. Le ha costado mucho respirar durante toda la noche. —Suspiró—. Cada vez era peor, hasta que al final ya no le entraba aire. Se le veía tan asustado. En este momento debe de estar aterrado.
Los gemidos de un paciente ingresado dos puertas más allá marcaban el paso del tiempo. Resultaban extrañamente reconfortantes; imaginé que su ritmo lento tal vez sosegara a los frenéticos doctores que había al otro lado de la puerta cerrada. Con cada respiración, el temor me oprimía los pulmones.
Alrededor del año 1880 el sultán pasha, siguiendo el consejo de sus visires, abandonó Estambul. El presuntuoso Imperio otomano boqueaba en busca de aire, y se creía que un viaje de buena voluntad por sus dominios serviría para recordar a sus ya no tan leales súbditos la obligación de pagar los impuestos cuanto antes. Durante su estancia en el Líbano pasó una noche en el pueblo de mi bisabuelo como invitado del bey. El sultán quedó tan impresionado por la generosidad del bey que decidió ofrecer a su anfitrión un regalo inolvidable: una de sus propias criadas.
—¿Qué se habrá creído ese hijo de puta? ¿Ofrecerme una doncella? —protestó el bey a gritos a la mañana siguiente—. ¿Acaso quiere decir que el servicio de mi casa presenta deficiencias? ¿Que mi mansión necesita limpieza? Y para colmo espera que envíe a alguien a Trípoli a buscarla.
Salió como una exhalación por la glorieta. Los visitantes diurnos y mendigos bebían café turco en silencio, excesivamente asustados para decir nada. Fue en ese inoportuno momento cuando mi bisabuelo, el joven sheij Mahdallah Arisseddine, llegó a casa del bey a presentar sus respetos. El bey le saludó con estas palabras:
—Y tú, hijo mío, recompensarás mi fe viajando a Trípoli y trayéndome a esa chica.
Mahdallah procedía de una familia noble de sheijs; no eran príncipes ni beys, ni siquiera sheijs importantes, pero pese a todo se trataba de una familia eminente, respetada, y de cierta alcurnia. Era el menor de siete hermanos, y el primero de su familia —y de todo el pueblo— en ir a la universidad. Su padre, que no es que estuviera muy bien de dinero ya de entrada, no podía costear los estudios universitarios de Mahdallah después de haber criado a siete hijos. Como deseaba contar con un médico druso en el pueblo, el bey intervino. En el momento en que mi bisabuelo era despachado de manera tan poco ceremoniosa a cumplir el encargo de traer a una criada, se hallaba a un año de licenciarse en el Syrian Protestant College. Vivía en un cuartucho inmundo de Beirut y siempre que le era posible volvía al pueblo de montaña a visitar a su familia y a presentar sus respetos al bey.
Había muchas otras razones que explicaban por qué el bey ayudaba a la familia Arisseddine. Los beys, a lo largo de su historia y de sus reencarnaciones, nunca se han distinguido por su altruismo. Mientras mi bisabuelo estudiaba en el colegio de misioneros, quedó patente que era más listo que los demás chicos. El bey quería que los hombres más inteligentes le fueran leales, así que costeó sus estudios de medicina. Al mismo tiempo el bey tampoco aguantaba que nadie fuera más listo que él, y por eso nunca se cansaba de utilizar al joven para realizar tareas menores.
Los beys eran todos tontos por igual, probablemente debido a su herencia: sólo podían casarse con mujeres de otras dos familias. Según mi abuelo, esa herencia afectaba de forma negativa a los varones, pero las mujeres de la familia eran de un ingenio inusual. Por tanto, insistía mi abuelo, la esposa del bey habría reconocido que se avecinaban aires de cambio. Los políticos de la zona no seguían igual, y, para mantener su poder, los beys no podían confiar únicamente en el apoyo ciego de los ignorantes. Necesitaban una nueva fuente de lealtad. Mahdallah Arisseddine y su familia, sobre todo su segundo hijo, Yalal, demostrarían ser la salvación del bey unos años más adelante. Pero ahora me estoy precipitando.
Mi padre se hallaba inconsciente por la medicación, con la cabeza levemente elevada. Estaba irreconocible: se le veía una nariz enorme, la única parte de él que no se había encogido. El grueso tubo de acordeón del ventilador le invadía la boca y avanzaba hasta sus pulmones, provocando las expansiones y contracciones del pecho. El pecho, apenas sin vello, terso, recordaba a los tambores medicinales hindúes. Tubos finos y traslúcidos, de color ocre, extraían sangre de su costado para depositarla en la máquina de diálisis, que se la devolvía limpia al organismo. Un catéter prendido de un aparato de succión le subía por el pene, a través de la uretra, y le succionaba la orina.
Raudales de sonido. Los sollozos de mi hermana en un rincón, inhalaciones agudas que estaban en disonancia con las del ventilador. El resoplido de la máquina de diálisis, cuyo rumor de líquidos agitados parecía hipnotizar al técnico que la controlaba. Los latidos rítmicos del monitor: en rojo, la línea dentada de Richter; otra línea curva, de color blanco; una ondulante en amarillo y otra verde en una pantalla situada sobre la cabeza de mi padre. ¿Pudo Mesmer visualizar alguna vez los sonidos y movimientos hipnóticos de estos aparatos modernos? Me dieron ganas de pellizcarme; recordarme que esto no era ningún sueño, ni la repetición de una escena previa. Años atrás nos habíamos congregado en torno a una cama de hospital por mi madre, y ahora por mi padre.
Me quedé a los pies de la cama, mirándolo; mi mano izquierda le rozaba el pie. Entró mi sobrina y avanzó hacia mí, con aspecto de romper aguas en cualquier momento. Se situó a mi lado y me acarició la espalda. Mi hermana se volvió, se secó las lágrimas con la punta de los índices.
—Uno de vosotros tiene que salir —dijo Salwa—. Necesito un descanso. Hay un montón de gente ahí fuera, y vuestra tía me está volviendo loca.
—Ya voy yo —dijo Lina. Se acercó a la cama de mi padre y le besó en la frente—. Todo saldrá bien —murmuró dirigiéndose a él, aunque la voz le falló de nuevo. Se tapó la boca, dio media vuelta y sacó unos pañuelos de papel del sujetador—. Habla con él. Chapuzas dice que aún puede oírnos. Consuélalo. Ya sabes lo mucho que se asusta.
Salwa tomó la mano de mi padre entre las suyas y la apretó.
—Soy yo, abuelo.
Me miró y con un gesto señaló la silla. Se la acerqué y se dejó caer en ella.
—¿Te duele algo? —le preguntó. Sonaba tan madura, con tanto aplomo—. ¿Me oyes? Si me oyes, aprieta la mano.
Él lo hizo. Mis dedos temblaron como movidos por una mente propia.
—¿Te duele algo? Aprieta la mano si la respuesta es sí. —Él volvió a apretarla—. ¿Son las almohadas?
Apretón. Salwa y yo, cada uno a un lado de la cama, le subimos un poco por los hombros. Ahuecamos las almohadas que tenía debajo.
—¿Así está mejor? ¿Quieres agua? —Salwa sumergió una gasa en el vaso y se la pasó por la boca, por encima y por debajo del tubo del ventilador. Él apretó los labios, reteniendo la gasa durante un breve instante—. Te veo los labios muy resecos. ¿Quieres que te ponga un poco de crema? —Él no apretó la mano—, ¿Todavía me oyes? —Le acarició la frente—. Duérmete. Ya sé que la diálisis duele, pero no durará mucho. Así se te renovará la sangre. Los riñones no te funcionan; por eso te encontrabas tan mal. No tengas miedo. Estamos todos aquí.
Ella me tendió la mano. Fui a su lado y se la cogí. Guió la mía hasta sus hombros y le di un masaje.
—El anestesista ha dicho que las drogas hacen que se olvide de todo —me dijo—. No creo que esté despierto de verdad, ¿y tú? Supongo que es mejor así.
La historia de cómo mi bisabuelo se enamoró es relativamente conocida, así que me la saltaré. Pensad en Tristán e Isolda viajando en un tren de Trípoli a Beirut, sin las muertes ni los pesares excesivos. Sin embargo sí hubo canciones, aunque de otra clase.
¿A quién quiero engañar? Debo contaros la historia, al menos los puntos más importantes. No puedo evitarlo. Además, tal vez seáis de los pocos que no la habéis oído.
El sultán otomano intentó impresionar al bey, ya que el regalo era remarcable, a pesar de que la persona que lo recibía no lo había apreciado. Mi bisabuela Mona era mucho más que una doncella, y no era tampoco una simple ama de llaves. Era una artista; tocaba el oúd, poseía una voz dulce y encantadora, y sabía más de un centenar de canciones, incluyendo varias melodías tradicionales de su nativa Albania. Dado su talento a la hora de entonar las canciones de halago, se había convertido en una de las favoritas del sultán, y por ello había conservado la virginidad dentro del harén.
Creo que perdió la virginidad en el viaje en tren.
Mi bisabuelo debió de pasarse todo el largo y penoso trayecto hacia el norte maldiciendo su suerte y a toda la familia del bey. Pero cuando llegó al barco del sultán a reclamarla y la vio bajar por la tabla, con el pequeño oúd en las manos y sus posesiones guardadas en un hatillo, dejó de maldecir. Y dio gracias a Dios cuando, cuatro horas más tarde, ya de noche y en el tren, ella entonó una historia de amor: acordes armoniosos, voz suave. Por lo que se refiere a mi bisabuela, ella nunca había conocido a un alma cuya mirada reflejara tanta adoración. La esperanza floreció en su corazón: esperanza de ser vista como alguien distinto, alguien mejor; esperanza de ser vista.
—No puedo permitir que limpies la casa del bey —le dijo él—. Simplemente no puedo.
—Haré lo que deba hacer.
—No toleraré que cantes para otro hombre.
Al llegar al pueblo, mi bisabuelo no se fue derecho a la mansión del bey. Pasó por casa de sus padres, dejó el oúd, y se encaminó hasta la mansión con mi bisabuela un paso por detrás. Hizo las presentaciones y dijo:
—Os suplico vuestra indulgencia, oh bey. Esta doncella me resultará de gran valor. Vivo solo sin nadie que me cuide. Mi cuarto necesita un toque femenino. No puedo recibir invitados, ya que no sé ni cómo hacer café. Si podéis prescindir de ella, me gustaría quedármela.
El bey se rió.
—¿Me tomas por tonto? Como si sólo te fuera a hacer café. No es que sea nada del otro mundo, pero servirá. No la necesito. Llévatela. No podemos consentir que el futuro médico del pueblo carezca de experiencia en los asuntos del mundo.
Mis bisabuelos salieron juntos de la mansión, con la bendición del bey.
—Deseo pasar mi vida contigo —dijo mi bisabuelo.
—Yo seré tu familia y tú serás mi hombre —dijo mi bisabuela.
Y mi bisabuela nunca volvió a tocar el oúd para ningún otro hombre.
Años atrás, cuando se casó el bey, veintiuna mujeres del pueblo estuvieron cocinando durante dos semanas enteras, y la boda duró seis días. Cuando se casó el hermano de Mahdallah, la boda duró tres días. La de mis bisabuelos no llegó a una hora.
Mahdallah tuvo que jurar la Shahada y convertirse al islam. Fue su primera conversión.
Mona hizo café para los invitados en el cuarto pequeño. Eran felices, se cuidaban mutuamente y empezaron a plantearse la idea de tener familia. Su primer hijo, mi tío abuelo Aref, nació en Beirut antes de que mi bisabuelo volviera a su pueblo natal a asumir sus obligaciones como médico.
Pero antes de que se me olvide quiero contaros por qué todos los hijos de Mahdallah, mis tíos abuelos, llevan nombres cortos (Aref, Yalal, Maan).
En su primer día de colegio, cuando mi bisabuelo —entonces un niño de ocho años no demasiado alto— conoció a su maestra, ella, haciendo gala de sus maneras refinadas típicamente británicas, le preguntó si sabía hablar inglés.
—Sí, señora.
Al parecer ella no se quedó convencida. Le preguntó si sabía leer y escribir en ese idioma.
—Sí, señora.
Con voz firme y relamida le pidió que escribiera su nombre en la pizarra. El así lo hizo:
MAHDALLAH ARISSEDDINE
—Querido hombrecito —dijo la maestra—, tu nombre es más largo que tú.
Y mi bisabuelo se quedó tan avergonzado que juró que ninguno de sus descendientes tendría que soportar una ignominia tal.
Mi sobrina lloraba. Mi padre había dejado de responderle. El técnico, situado al lado de la máquina de diálisis, movió la cabeza. La sangre de los tubos se veía más negra que roja, y la que entraba de nuevo en mi padre no era más roja. El ventilador inhalaba y mi padre exhalaba; tomaba aire cuando espiraba la máquina. ¿Era una relación inversa o directamente proporcional? Me fallaban las mates.
Aunque quería rezar, no sabía a quién elevar las plegarias. No había un mapa para ello. Mi mano izquierda acarició el pie de mi padre y palpó sus duricias resecas. La planta y el empeine estaban llenos de líneas que conformaban países irreales. Me encaminé hacia la mesita y me eché un poco de loción con fragancia a verbena en las manos. Pasé la crema por la árida piel de su pie. Me encantaba ese aroma, el preferido de mi madre. Tenía sentido que él siguiera usándolo. El marco en miniatura aún se hallaba junto a su cama. La foto de mamá. Conservaba el mismo aspecto atemporal en todas las fotos, una amalgama noble de severidad y benevolencia. Me pregunté si veía de verdad aquella foto pequeña o si era mi memoria la que rellenaba los huecos.
Ayúdame, madre. Era tu marido.
El técnico abrió los ojos. Por un instante pareció desorientado, estupefacto.
—Sólo faltan unos minutos —anunció en tono oficial.
Mi sobrina y yo veíamos con claridad cómo parpadeaba el indicador del tiempo: dos minutos, treinta y siete segundos, en grandes dígitos rojos. Treinta y seis. Treinta y cinco.
Salwa se aferró a la mano de mi padre.
—Todo irá bien, abuelo.
La máquina pitó: un pitido constante y agudo que resultaba sorprendentemente reconfortante. Satisfecho consigo mismo, el técnico reafirmó lo obvio:
—Ya está.
Apartó la sábana de algodón que tapaba a mi padre. Desenganchó unos tubos de otros, fue hacia la máquina, abrió una pequeña portezuela de la parte delantera y los guardó allí. Cerró los tubos solitarios que manaban de la piel manchada de sangre y de tintura de yodo del costado de mi padre. Olor a medicina.
—¿Vamos a quitarle los tubos? —pregunté.
Me miró con ojos confundidos y apagados. Yo quería liberar a mi padre de algún elemento intrusivo. Si pudiera quitarle sólo un tubo, uno sólo, todos nos sentiríamos mejor.
El técnico recogió la máquina más deprisa. Mi sobrina observaba toda la maniobra, ensimismada. Éramos extraños en una tierra donde los habitantes hablaban un idioma incomprensible.
Mahdallah llevaba un año trabajando de médico cuando se le acercó uno de sus antiguos maestros. El inglés hizo a mi bisabuelo una tentadora oferta. Los anglicanos le enviarían a Inglaterra para que estudiara más, para que practicara y aprendiera en hospitales de rango superior. La misión cubriría todos los gastos, se haría cargo de la estancia de toda su familia en Inglaterra. Sin embargo dicha oferta sólo podía hacerse a alguien de la congregación. Para aceptarla, Mahdallah debía ser bautizado.
No es que mi bisabuelo fuera un hombre religioso, pero uno no cambiaba de religión. Sin más ni más. Tal vez se hubiera convertido al islam, pero no era practicante, ni se lo tomaba en serio. Lo hizo para casarse. Siendo druso, no podía casarse con una musulmana, ni con ninguna mujer que no fuera drusa. Se limitó a jurar la Shahada, proclamando que no existía más dios que Dios ni más profeta que Mahoma. Eso fue todo. Nada del otro mundo. Un mero formalismo.
El bautismo, sin embargo, suponía un compromiso.
Los anglicanos llevaban años intentando bautizar a los drusos. Los dos grupos estaban atascados, como los cocodrilos y los tréboles del Nilo. La mayor parte de la infraestructura de Imperio otomano se hallaba en las ciudades y los pueblos musulmanes. Los católicos franceses y sus organizaciones caritativas dirigían su obra a los pueblos cristianos. Los ingleses y sus misioneros sólo podían montar el chiringuito en las áreas drusas. La tasa de conversiones no era muy elevada.
En 1843 una inglesa se estableció en el pueblo. Se llamaba Helen Kitchen. Provista de unos recursos económicos aparentemente inagotables, logró construir todo un complejo formado por tres impresionantes edificios, los primeros que tenían tejados de teja en todo el pueblo. Como ya existía un colegio para niños, ella fundó uno femenino. La conversión era una condición imprescindible para estudiar allí. Las niñas querían aprender. Se santiguaban, hacían los deberes, terminaban el colegio, se casaban, tenían hijos, y nadie recordaba que, en teoría, habían dejado de ser drusas.
Unos años después la señora Kitchen se percató de que las niñas estudiaban la Biblia y entonaban himnos con todo su entusiasmo, pero sin considerar que todo eso fuera una religión. Cuando intentó formalizar el ritual y darle mayor seriedad (¿pasando por el bautismo?), las niñas reaccionaron con sorpresa y embarazo. La señora Kitchen dejó de exigir la conversión como elemento indispensable para estudiar en su escuela. Las niñas seguían leyendo la Biblia y cantaban villancicos, pero ya nadie fingía nada. En una ocasión, cuando un misionero se enfrentó a ella y la acusó de que las niñas no eran cristianas, ella replicó:
—Tampoco lo era Jesús.
Educó a miles de niñas, muchas de pueblos vecinos. En realidad acabó siendo una habitante más. A su muerte fue enterrada en un cementerio druso. A día de hoy muchas libanesas, drusas y cristianas, visitan su tumba y la mantienen limpia.
Mahdallah se convirtió. Fue bautizado. En secreto, claro. Se negó a bautizar a su hijo, Aref. A nadie se le ocurrió que su esposa también debía convertirse. Él se pasaría el resto de su vida negando haberlo hecho. La familia pasó cuatro o cinco años en Londres. El clima gris no les sentaba bien. El frío les daba igual —en su pueblo hacía aún más frío—, pero la falta de sol los reafirmó en la idea de que nunca se quedarían en un sitio como ése.
Por el pueblo corrieron rumores: Ese clima gris ha vuelto estéril a la chica del harén.
Corrieron aún más rumores: Y Dios nunca volverá a bendecir a ese traidor.
Los rumores del pueblo se equivocaban en ambos puntos. Mis bisabuelos tuvieron más hijos, pero les llevó tiempo; no tanto como a Abraham y Sara, pero sí el suficiente como para dar pábulo a las malas lenguas.
Pero existen dos hechos probados a ciencia cierta:
Mis bisabuelos, el doctor Mahdallah Arisseddine y su esposa Mona, acompañados de su hijo Aref, que a la sazón tendría unos cinco años, embarcaron en un navío belga, el Leopold II, y viajaron de Inglaterra a la ciudad porteña de Beirut en junio de 1889.
Mis otros bisabuelos, el apreciado misionero doctor Simon Twining y su flamante esposa, el corazón de las tinieblas, zarparon de Inglaterra en dirección a Beirut en el mismo barco, el Leopold II, en junio de 1890.
De haber formado parte de la misma travesía, sin duda ambos médicos se habrían conocido. ¿De qué habrían hablado, en cubierta, apoyados en la barandilla, mientras contemplaban cómo el sol se hundía en las doradas aguas del Mediterráneo: Ambos vestían parecidos trajes de algodón, de corte occidental, camisas blancas y corbatas. Hasta los sombreros eran similares, ya que Mahdallah no volvió a ponerse el fez hasta que llegó al pueblo. Tenían multitud de cosas en común, o las tendrían en tiempos venideros, y la conversación no languidecería hasta que, por fin, llegaran a: ¿Ah, señor, qué le parecería si mezcláramos la semilla de mis calzones con la suya y produjéramos algunas personalidades raras hasta la desesperación: el brujo malvado de las montañas, el pueblerino altivo e ingenuo, el tontorrón frugal, el talentudo y frustrado homosexual, y el Sísifo sexual, que traicionaría a su familia una vez, y otra, y otra?
Entonces entró en escena la malévola Sitt Hawwar.
Tras decidir que volvía al pueblo que le vio nacer, Mahdallah, aún en Londres, encargó al constructor local, un hombre que respondía al nombre de Hawwar, que le hiciera una casa. Hawwar cobró al joven médico una cantidad exorbitante de dinero. Uno de los hermanos de Mahdallah debía supervisar la construcción y la financiación, pero supongo que se distrajo, ya que al regreso del joven doctor, éste se encontró con el armazón sin ventanas de una casa, con suelos de cemento y una sola capa de pintura.
Mahdallah se quejó. Hawwar prometió finalizar la obra enseguida, antes de que llegaran las nieves de invierno. Mahdallah y su familia podían esperar en casa de los padres de éste. Pero la esposa, la chica del harén, la albanesa, insistió en que aquel armazón desnudo era su hogar. Se instaló allí con su familia, obligando al constructor a trabajar con mayor ahínco.
Eso fue un error. Y ella terminó de adobarlo. No sabía hacerlo mejor: era una forastera. Mona Arisseddine relató la verdad a todos sus vecinos. Dijo que con lo que habían pagado podrían haber construido tres casas. Detalló cuánto había abonado su marido por cada material. Y la estufa no era ni siquiera nueva: se veía a la legua que era de segunda mano.
—Mirad —decía sin parar—, mirad.
Sitt Hawwar, la esposa, mucho más joven por cierto, del constructor, se convirtió en la enemiga acérrima de Mona Arisseddine.
Mona Arisseddine fue comentando entre los vecinos que el constructor era un estafador.
Sitt Hawwar contó a los cuatro vientos que el doctor era cristiano.
Una mañana tres drusos se plantaron en la consulta de Mahdallah dispuestos a matar al buen doctor. Lo único que le salvó aquel día fue el abundante alud de pacientes. Los hombres entraron en la consulta y pidieron verle. Les dijeron que serían los siguientes. Llegó un padre con un niño enfermo, y los hombres decidieron permitir que el médico visitara al crío antes de matarlo. Luego llegó una anciana, un hombre con un pie roto otro niño enfermo, y así sucesivamente. Al final del día, la cuñada de uno de los supuestos asesinos llegó con su hija enferma. Preguntó a su pariente qué hacía allí, y él contestó que esperaba para aniquilar al doctor.
—¿Estás loco? —gritó ella—. Este hombre está tratando a mi hija..., ¿y quieres matarlo? ¿Por qué no matáis a un agente del gobierno o a alguien así?
Los tres asesinos se fueron con las cabezas gachas, y de ahí nació una de las leyendas del pueblo. El bey advirtió que se encargaría de torturar y matar en persona a cualquiera que amenazara con hacer daño al doctor druso.
—Si esa mujer no hubiera acudido a la consulta —decía el abuelo—, vosotros no estaríais aquí, niños. Pensad en ello. Fue el destino. Mahdallah se había convertido, y por tanto había ofendido a su fe. Los vecinos se habían matado entre sí desde antes. ¿Por qué no lo asesinaron a él? Pues porque yo estaba predestinado a casarme con vuestra abuela, por supuesto. ¿Lo veis?
—No —dije.
Los demás chavales ni le oían. Anwar estaba muy ocupado zurrando a Hafez. Lina, que antes estaba sentada a mi lado, había desaparecido con mis otros primos. La pequeña Mona se movía inquieta en brazos de la tía Samia.
—Basta ya, Baba —dijo la tía Samia—. Es Eid al-Adha, no es momento para tus absurdas historias. No tienes ni idea del mal ejemplo que das. —Se levantó y puso a su hija en el suelo—. Y tú —me advirtió—, ¿qué haces aquí sentado, escuchando? ¿Por qué no vas a pelearte con tus primos? ¿Quieres que la gente crea que eres un cobarde? Sal ahí fuera y pégale a alguno.
Salté del sofá y salí corriendo de la sala, en busca de mi madre. No estaba en el comedor, donde el resto de la familia hablaba a gritos. Salí a la terraza. Todos los pisos del inmueble poseían un gran balcón, pero la azotea de la tía Samia constaba de una terraza circundante. Envidié a Anwar y a Hafez porque podían dar la vuelta corriendo siempre que les venía en gana.
Mi padre decía que la tía Samia se había quedado con el piso más grande porque era la mayor. Mi madre decía que la tía Samia lo consiguió después de quejarse durante diez días completos de que lo merecía porque estaba casada con el hombre más inútil del mundo.
Tuve que rodear casi toda la terraza antes de dar con mi madre, que estaba apoyada en una pared fumando un cigarrillo. Mi padre le hablaba, mientras la miraba con ojos débiles. Ella tenía la vista puesta en los tejados veteados de Beirut, como si estuviera contando los cuernos de cada antena de televisión de cada tejado de la ciudad.
—Has pasado demasiado tiempo sola —decía mi padre—, y por eso te cuesta más tolerar a otras personas. Es una reunión familiar, Layla. No puedes irte antes de comer.
Después de cada calada al cigarrillo mi madre movía la mano hasta rozar el moño que llevaba en la nuca, como si dudara de su existencia. El humo rodeaba al moño durante un instante, antes de desvanecerse.
—Si esos niños fueran míos —dijo ella— los cortocircuitaría. Puf. Clac. Todo tiembla. El motor renquea, zumba, zumba y muere. Se acabó el ruido.
La cara de mi padre se tensó por el disgusto.
—Ése es un comentario muy desagradable, incluso viniendo de ti. ¿Cómo puedes decir algo así?
Mi madre se percató de mi presencia. Sus labios esbozaron una sonrisa.
—Osama, no te quiero ver rondar demasiado con tus primos. Un exceso de malos hábitos.
Sabía que ella quería que hiciera esta pregunta, en ese momento.
—¿Es verdad que en el pueblo matan a los cristianos?
Mi padre me miró, horrorizado.
—Claro que no es verdad. ¿Quién te ha dicho algo así?
—El abuelo ha dicho que los hombres del pueblo casi mataron a tu abuelo porque era cristiano.
—¿Cuántas veces te he dicho que no te creas las historias que cuenta mi padre? Es un hakawati. Se inventa las cosas. Mi abuelo no era cristiano. Era druso. Ya lo sabes. Si alguien trató de matarlo, debió de ser por otra causa.
—Sí —dijo mi madre. El sol le daba en la cara y realzaba su brillo—. Es probable que fuera por lo del ascensor. Ya sabes cómo son los drusos. Son hospitalarios y se ocupan de los suyos. Preocúpate del vecino del séptimo y esas zarandajas.
—No hagas esto —replicó mi padre—. Con los cuentos de mi padre ya tiene de sobras. No confundamos al chico con más bobadas, te lo ruego.
Mi madre se enderezó.
—Tienes razón. —Su voz crispada se fundió con el sonido de pasos que se acercaban—. Nadie intentó matar a ningún cristiano en el pueblo. Tu abuelo se inventa cosas.
Lina dobló la esquina, seguida de cerca por Anwar, que siempre intentaba enredarla en algún juego complicado.
—¿En el pueblo matan a los cristianos? —preguntó ella.
—No —dijo mi padre—. No. —Se volvió y se colocó de cara a la barandilla.
—Si es verdad —dijo Anwar a Lina—, tendré que rajarte la garganta con un cuchillo.
—Pues antes de que lo hagas —repuso Lina sin el menor titubeo— te quitaré el cuchillo y te lo clavaré en un sitio que te va a sorprender.
Anwar dio un respingo. Mis padres gritaron el nombre de Lina al unísono.
—Voy a tener unas palabras con ese viejo chocho —dijo mi padre—. Las cosas no pueden seguir así. Es una amenaza.
—No. —Mi madre extendió la mano hacia él—. Sólo conseguirás disgustarte y luego te arrepentirás. Déjalo. No se puede hacer nada. Ahora no. Aquí no.
Él le cogió la mano.
—Familia —dijo ella, y lo atrajo hacia sí. Tiró la colilla al suelo.
—Oh, no —exclamó Anwar—. Madre se enfada si alguien deja las colillas en la terraza.
—No me cabe la menor duda.
Mi madre aplastó el cigarrillo con el tacón de aguja, la pantorrilla se le tensó al hacerlo. Giró el pie hacia la derecha, hacia la izquierda, y luego a la derecha. Se cogió del brazo de mi padre y ambos se marcharon, dejando en el suelo una minúscula mancha de ceniza y de hebras de tabaco.
Hablemos del ascensor. Cuando Mahdallah regresó de Londres los habitantes del pueblo le preguntaron por lo que había visto en aquellas grandes y lejanas tierras.
Muchas maravillas. Habitantes raros. En Londres había edificios en los que la gente no usaba escaleras. Una habitación se movía para transportar a los pasajeros de un piso a otro. Subía y bajaba. Los edificios tenían muchos pisos. Los visitantes no tenían por qué cansarse subiendo escaleras. Y, en la gran ciudad de Nueva York, los edificios eran aún más altos. Veinte pisos o más.
La gente del pueblo se marchó con la incredulidad dibujada en los rostros. ¿Debía permitirse a un chiflado como ése andar libremente por las calles del pueblo? ¿Era peligroso? ¿Debía dejarse que un loco se mezclara con los inocentes? Se envió un comité a que mantuviera una entrevista delicada con el doctor. Por suerte para nuestra familia, Mona estaba presente. El comité dijo que algunas personas del pueblo habían entendido que en el extranjero los edificios poseían cuartos móviles en su interior. ¿Cómo hacían exactamente los londinenses para ir de un piso a otro?
Antes de que el doctor pudiera contestar, intervino su esposa. ¿Qué? Pues subían y bajaban por la escalera, por supuesto. Subían cuando querían ir a un piso superior. La mayoría de escaleras estaban hechas de cemento y piedra; había algunas de madera, que por cierto a menudo resultaban inestables. El doctor miró a su esposa sin entender nada. El comité aguardó a que él añadiera algo. Había grandes barandillas, dijo él. Bellamente labradas. Algunas escaleras poseían adornos preciosos. Algunos edificios tenían imponentes escaleras a ambos lados, que se completaban con balaustradas y tallas de animales mitológicos.
El comité se disculpó delante del doctor. Dijeron que los del pueblo eran unos ignorantes. Que siempre malinterpretaban o tergiversaban lo que se les decía. El comité pidió perdón y dejó al sensato doctor en paz.
Por fin mis bisabuelos tuvieron a su segundo hijo. Yalal Arisseddine nació en 1891. Su hermano, Aref, tenía entonces ocho años. Mona esperaba que con la llegada de Yalal la gente dejara de referirse a ella como la chica del harén, puesto que ya era la madre de dos sheijs.
Yalal llegaría a ser un personaje muy importante en la historia del Líbano. Fue abogado y un gran erudito, el poseedor de una mente penetrante: un hombre, en fin, digno de admiración. Era respetado incluso por sus detractores, que eran muchos, ya que en sus escritos Yalal rechazaba el panarabismo. El gobierno colonial lo encarceló en tres ocasiones. Su último ingreso en prisión coincidió con el final del gobierno de Vichy en el Líbano. Fue puesto en libertad en noviembre de 1943, el día de la Independencia.
Durante todos los días que pasó en la cárcel su anciana madre le llevó comida, aunque ella ayunaba en señal de protesta. La mujer apenas podía andar, pero se negó a que nadie le llevara los alimentos en su lugar. El día de su liberación le esperaba a las puertas de la cárcel.
Él se convirtió en un héroe. Ella siguió siendo la chica del harén.
Mi tío abuelo Maan Arisseddine nació en 1894. Mi padre le profesaba un cariño enorme, ya que fue él quien le guió en sus primeros pasos. En el gran esquema de la historia, Maan no fue nada, alguien casi indigno de mención, ya que no poseía una personalidad singular o interesante. Era una hebra, una de tantas, sin las que el tapiz se desgajaría, el hilo se partiría, el cuento se atascaría.
Pero conozco otra de esas hebras.
Aunque la malvada Sitt Hawwar detestaba a mi bisabuela o a lo mejor precisamente por esa razón, pasó por su casa para felicitarla cuando nació Maan. Arrastraba consigo a su marido, el constructor, que llevaba una túnica de seda china. Hizo que su marido desfilara por el saloncito para despertar la admiración de los vecinos, que por vez primera veían seda extranjera, y de paso para que se olvidaran del recién nacido. Ahora bien, el proverbio afirma que uno debería ocuparse hasta del séptimo vecino, y Sitt Hawwar era la segunda vecina de Mona Arisseddine por la derecha, así que Mona debería haberla tratado mejor, o al menos haberse mostrado más prudente, como lo exige la leyenda. Así que Mona Arisseddine se esforzó en preguntarle a su vecina cuánto costaba esa túnica.
Esta historia de los vecinos llega desde muy lejos, así que escuchad. Es una parábola iraquí, que procede de la antigua ciudad de Bagdad; voló hasta aquí traída por el aire, acuciada por la necesidad de posarse en oídos cavernosos. Hace tiempo, en una época ya pasada, vivía un honorable beduino cuya hospitalidad y caridad eran tan célebres, que se había ganado el sobrenombre de Abou al-Karam, el Padre de la Generosidad. Un día un hombre pobre montó la tienda al lado de la del beduino, y como era habitual en él Abou al-Karam se aseguró de que no le faltara de nada; le ofreció comida, agua y ropa. Durante siete años, y a pesar de los constantes viajes de la tribu, sus tiendas siempre fueron contiguas. El vecino llegó a ser conocido como Bin al-Kareem, el Hijo del Generoso. Después de las incursiones de la tribu, Abou al-Karam compartía el botín con su vecino: caballos, yeguas, camellos, comida, esclavos, las pertenencias de la tribu enemiga.
Al final de esos siete años Bin al-Kareem y sus hijos eran ricos. Al final de esos siete años la hija menor de Abou al-Karam se había convertido en una belleza del desierto, alta y ligera como un junco, elegante como una gacela. Y el benjamín de Bin al-Kareem la deseaba. La cortejó. Le dedicó versos, la siguió cuando iba al pozo, se arrodilló en el exterior de su tienda mientras ella intentaba dormir, susurrándole requiebros. La hermosa chica le rechazó. La acechaba en todo momento, le impedía moverse con libertad. Y ella se lo contó a su padre, quien le dijo:
—Aguarda una noche más y ya no tendrás que volver a preocuparte de ese horrendo chico.
Aquella noche, cuando ella se acostó, el chico apareció al otro lado de la tienda y empezó con sus susurros.
—Espera una noche más —dijo ella—, y recibirás la recompensa que mereces.
Al amanecer Abou al-Karam dio la orden de levantar el campamento. A media mañana los camellos y animales de carga quedaron dispuestos y la tribu emprendió la marcha. Durante los siete años anteriores dondequiera que Abou al-Karam montara la tienda, Bin al-Kareem alzaba la suya justo al lado. Aquel día, al llegar a una llanura adecuada, Abou al-Karam buscó hasta encontrar un lugar junto a un atestado hormiguero. Allí montó su tienda. Cuando Bin al-Kareem se disponía a plantar la suya, exclamó:
—Oh, querido vecino, mi espacio está ocupado por un hormiguero.
—En efecto —replicó Abou al-Karam—, y ancha es la tierra de Dios.
Bin al-Kareem no añadió nada más. Cogió a su familia y sus posesiones y se alejó de la tribu, en dirección norte, lejos de su antaño apreciado vecino. Pero sentía una opresión en el corazón y su mente no le daba descanso. No podía dejar de revivir el insulto. ¿Por qué?, se preguntaba. ¿Por qué le había traicionado su más querido amigo? Una noche tuvo un sueño. Vio a la hija de Abou al-Karam caminando por el desierto, seguida por retazos de nubes, y adivinó lo que había sucedido. A la mañana siguiente mientras cazaba con su hijo mayor, le dijo:
—Qué pena que tuviéramos que alejarnos de nuestro buen vecino. Y de su hija. ¡Qué chica tan hermosa! Nuestra familia es inferior a la suya, y eso hacía imposible cualquier enlace entre ambas, pero aun así, ¡qué joven tan bella! Es una lástima que nos fuéramos antes de que tuvieras una oportunidad con ella.
—¿Una lástima? —gritó el hijo—. ¿A eso lo llamas una lástima; ¡Debería darte vergüenza pronunciar esas palabras! ¿Acaso no era mi hermana? ¿No compartimos la misma comida? ¿No compartimos el mismo honor durante siete años? Sólo los indignos y desvergonzados se plantearían lo que creo que estás pensando.
—Perdóname, hijo mío —dijo el padre—. El dolor de la partida debe de haberme nublado el juicio. Regresemos a la tienda y olvidemos esta conversación.
Al día siguiente, mientras cazaba, Bin al-Kareem dijo a su hijo menor:
—¡Qué pena que nos hallemos lejos de esa chica tan adorable!
—¿Pena? —dijo el chico con un suspiro—. Una noche más y habría sido mía, padre. Sólo habría necesitado una noche más.
Y el padre desenvainó la espada y decapitó a su hijo. Luego envolvió la cabeza amputada con hilo de lana; la envolvió y la envolvió hasta obtener una gran madeja. Esperó hasta hallar a un viajero que fuera hacia el sur y le pidió:
—¿Puedes llevar este regalo a mi amigo Abou al-Karam?
Cuando el viajero llegó al campamento de Abou al-Karam, encontró a éste en su tienda, departiendo con unos invitados. El viajero depositó el regalo a los pies de Abou al-Karam, quien preguntó:
—¿De quién procede este presente?
—De alguien que se llamó tu amigo y hermano —contestó el viajero.
Abou al-Karam ordenó a sus esclavos que devanaran la madeja. Al hacerlo, apareció la cabeza del joven. Y Abou al-Karam se golpeó el pecho llevado por el dolor, y derramó lágrimas de arrepentimiento. Comprendió que quien había sido su vecino durante siete años era un hermano tan fiel y tan celoso de su buen nombre como él mismo. Los invitados preguntaron a qué venía aquello, y Abou al-Karam se lo contó. Los invitados dijeron todos a la vez que lo adecuado sería casar a su hija con el hijo mayor del vecino: eso convertiría a Abou al-Karam y a Bin al-Kareem en auténticos hermanos.
Y así fue. Dos vecinos, uno de más rango y otro de menos, pero iguales en honor y orgullo, se convirtieron en una única familia, y vivieron muchos años de felicidad junto a sus hijos.
Y Mahdallah Arisseddine trabajó mucho. Llegó a ser un reputado médico en la región. Le visitaban pacientes procedentes de todas partes, y sin embargo el número de su prole no aumentaba tanto como habría querido.
Por fin, diez años después de que naciera su tercer hijo, Mona volvió a quedarse embarazada. En esta ocasión todo el mundo supo que sería una niña. Ya habían esperado suficiente tiempo. El mayor, Aref, tenía veintiún años. Cuando Mona se hallaba en su octavo mes de embarazo el doctor recibió la petición de trasladarse a Alepo para curar a un miembro de la familia al-Atrash, un príncipe de Yabal al-Druso de Siria que había caído enfermo de gravedad durante el viaje. Mona protestó, pero Mahdallah dijo que volvería antes de que ella se pusiera de parto. Ella contestó que no le creía. Él le recordó que nunca le había mentido, así que ella le dejó ir.
Las últimas palabras que dijo a su marido fueron:
—La llamaré Nayla, en honor a mi madre.
Porque, aunque el doctor consiguió curar al enfermo, él murió. Pasó sus últimos días alejado de la familia, agonizando en una cama extraña, intentando automedicarse, solo, en una ciudad al norte de Trípoli, donde había conocido a su esposa, y tras un viaje mucho más largo.
Al igual que mi bisabuela Lucine Guiragossian, mi bisabuelo Mahdallah Arisseddine murió de disentería amebiana. Su muerte, que se produjo en 1904, sucedió cuatro años después de la de ella; él murió en Alepo, una ciudad situada al sur de Urfa, el lugar donde ella murió.
Él murió como druso, pero fue enterrado en un cementerio cristiano, ya que en Alepo no había cementerios drusos. Descanse en paz.
Ésta no sería la única tragedia que Mona tendría que superar. Mi tío abuelo Aref fue un joven indomable. Mientras su padre siguió con vida consiguió mantener cierto autocontrol, o cuando menos aparentarlo. La influencia de su padre era tan grande que el chico fue el primero de su clase y se matriculó en la facultad de medicina en el mismo centro donde había estudiado su progenitor. Mahdallah alquiló para él un cuartito en Beirut. Aref estudiaba mucho, pero también se divertía mucho. Los rumores de sus salvajes conquistas llegaron hasta el pueblo.
—Cada mujer es distinta —decía a su impresionable hermano adolescente, Yalal—. Las drusas saben a cordero medio crudo estofado con romero y guindillas, las maronitas saben a ternera marinada en aceite de oliva, las suníes a hígado de ternera al vino blanco, las chutas a pollo con vinagre y piñones, las ortodoxas a pescado con salsa tahini, las judías a kibbeh horneado. Las melchites a estofado de sémola, las protestantes a caldo de pollo y las alawitas a ocra con carne de buey.
Y Aref las probó a todas, y a más. Anhelaba saborear a una representante de todas las sectas de su tierra, y el deseo se convirtió en una obsesión gastronómica. La suní (una universitaria), la maronita (un ama de casa de Sinn el-Fil), la ortodoxa (un ama de casa de Ain el-Rumaneh) y la drusa (una doncella de Beitedine) no fueron presas difíciles. La esposa judía del señor Salim Kuhin tampoco presentó dificultades: la conoció a la puerta de la sinagoga del centro de la ciudad. Para conseguir a una melchite tuvo que viajar hasta el valle de Bekaa, concretamente hasta Zahlé, donde se acostó con la señora Ballat, la patraña de la pensión donde se alojaba. La chuta fue más difícil. Se trasladó al sur y conoció a numerosas chicas, pero Sidón no le abrió las puertas. Tyria se le resistió al igual que a Alejandro Magno. Aref poseía el ingenio y el valor de Alejandro, pero le fallaban la paciencia y los recursos del gran conquistador. Tyria derrotó a Aref. Tuvo la suerte de encontrar a una prostituta chuta en uno de los clubes nocturnos del puerto de Beirut.
Tres días antes de que Aref cumpliera los veintiún años, su padre murió. Aref quedó liberado de cualquier limitación que le hubiera sido impuesta. La protestante fue su profesora de biología, una inglesa, pero luego él decidió que, al no ser una mujer de su misma nación, no era un ejemplo representativo del delicioso espectro sectario. Tuvo que buscar durante tres meses, suspender un examen y aprobar otro por los pelos, antes de encontrar una libanesa protestante que cumpliera con los requisitos. Viajó en tren hasta Trípoli para degustar a una alawita y tuvo que quedarse dos meses allí para completar la seducción. Hizo el amor a una armenia en Boury Hammoud, cuando regresaba a Beirut.
Cuando finalizó el menú completo, lo celebró con una noche de borrachera y juerga con sus amigos, y luego volvió al pueblo a pasar unos días: sus estudios de medicina habían quedado olvidados. En esos días se acostó con unas cuantas más, y con otras tantas en las semanas sucesivas, hasta que se encariñó con una mujer casada, Sitt Yasmine, cuyo marido era campesino de las tierras del bey.
Todas las mañanas Aref se escondía detrás del gran roble del pueblo, a la espera de que saliera el campesino. Luego mi tío abuelo montaba en su caballo y se dirigía a la casa, ataba las riendas a la persiana y se divertía con Sitt Yasmine. Al menos podía haberse molestado en atar el caballo a la ventana trasera. Los vecinos informaron al marido de que le estaban poniendo los cuernos, pero al principio éste no los creyó. Una mañana, un amigo cogió al campesino del brazo y le llevó a su casa.
—Mira —dijo el amigo—, ahí está el caballo.
El campesino gritó y chilló.
—Oh, sheij, sal de mi casa ahora mismo o cometeré un asesinato.
Aref escapó por detrás. El campesino y su amigo le persiguieron, intentaron atacarlo con una azada, una hoz y un cubo vacío. Aref se rió; intentando abrocharse el cinturón mientras corría. Llegó hasta una cascada de olivares, filas de árboles plateados que se extendían hasta el pie de la ladera de la montana. Saltó hacia el huerto más bajo, cayó sobre tierra blanda, corrió un poco más y volvió a saltar, pero esta vez el pie se le enganchó en una rama. Giró en pleno aire como una pelota atada en una cuerda y cayó de cabeza contra el suelo. La muerte fue instantánea.
El campesino devolvió el caballo a mi bisabuela. Ella debió de abrirle la puerta con mi abuela Nayla en brazos.
Milagrosamente, Sitt Yasmine salió indemne del asunto. Se dice que el campesino se quedó tan asombrado al presenciar el fallecimiento de un sheij que olvidó la traición de su esposa y no se acordó de pegarle.
Cuando el abuelo decidió que quería a la abuela por esposa, se lo comunicó al hermano de ésta, Yalal, ya entonces un hombre respetado de veintisiete años con familia propia. Yalal había cambiado los confines del pueblo por una vida más cosmopolita en Beirut. Como Ismail al-Jarrat no tenía familia que pudiera representarle, envió a uno de sus admiradores, un individua encantador pero no demasiado dotado, también sheij y primo hermano del bey por parte de madre. Mi tío abuelo le recibí como corresponde a un buen anfitrión, pero cuando el invitado le pidió la mano de su hermana para un hakawati, Yalal se limitó a decir que no. Mi tío abuelo se habría reído, pero, como todo buen intelectual árabe, no tenía sentido del humor.
—Y el muy cabrón dijo simplemente no —contaba el abuelo—. No lo argumentó, ni sintió la menor necesidad de dar más explicaciones. Yo había adiestrado a mi hombre con toda clase de cosas maravillosas que decir sobre mí y sobre las razones que me convertían en un buen marido para tu abuela, pero el cabrón no tuvo ni la cortesía de dejarlo hablar. Sólo dijo no.
—No le llames cabrón, Baba —dijo la tía Samia—. Es mi tío. El tío abuelo de los niños. No deberías insultarlo así.
—Ese hombre era un cabrón —insistió el tío Halim. Ya borracho, daba pequeños sorbos al arak. Bebió otro sorbito y apuró el resto de un trago—. No es que Baba añada nada nuevo a la ecuación.
—¿Te pones de su lado? —dijo la tía Samia. Se levantó y dejó a la pequeña Mona en brazos de su atónito marido—. De todos los que estamos aquí, ¿cómo puedes tener el valor de decir algo así? —El tío Akram sostenía a la niña con los brazos estirados y rígidos, como si sujetara un montón de prendas malolientes del cubo de la ropa sucia—. ¿En mi casa? —Mona movía las piernecitas en el aire. Su padre volvió la cabeza a derecha e izquierda con la esperanza de que alguien lo socorriera—. ¿Y escoges hacerlo delante de todos estos niños? ¿Te importa algo que cuando crezcan sean unos seres sin moral? ¿Tal vez quieras que acaben siendo kurdos? —Se encaminó hacia la cocina, dio media vuelta y volvió para coger a su hija—. Y tú —reprendió a su marido—, tú te limitas a quedarte aquí sentado y a escuchar cómo insultan a la familia sin hacer nada.
—Pero es que no es mi familia.
El tío Akram miró a mi padre en busca de apoyo.
—Siempre la misma excusa, ¿no? Siempre que te necesito, te escondes. —Tomó aire y alzó la voz—. Ha llamado cabrón al tío Yalal. ¿Qué piensas hacer al respecto?
—Pero si no es tío mío —masculló su marido.
—Y además es un cabrón —añadió el tío Halim, con una sonrisa maliciosa.
—No —dijo la tía Samia—. No, no, no.
Su hijita rompió a llorar, nerviosa.
Lina sonrió. Mi madre la miró y le guiñó un ojo. El tío Yihad, que estaba sentado en la esquina del sofá, se sumó al festival de guiños. Luego asintió, mientras miraba a mi madre, como si expresara su acuerdo sobre algo, y lanzó su contribución al cuadrilátero.
—Osama —dijo en voz alta—, ¿qué has hecho con el dinero que te presté?
No lo entendí.
—¿Te lo has gastado todo? —Su voz no encajaba con la expresión de su cara. Mi madre intentaba captar su atención e hizo un gesto en dirección a la pequeña Mona, con las cejas enarcadas—. Samia, querida —dijo él—, ¿por qué no me dejas coger a tu preciosa niña?
La tía Samia, con la vista aún puesta en el tío Halim, le pasó a la niña con aire distraído. Con la pequeña en brazos, el tío Yihad volvió a la carga.
—¿Creías que me olvidaría del dinero, Osama? —Aguardó unos instantes antes de añadir—. ¿Has malgastado el dinero? —Pausa—. ¿O lo has —pausa— escondido?
Mi madre sonrió y negó despacio con la cabeza como si no pudiera creer lo que acababa de oír, como si quisiera decir al tío Yihad que estaba atónita. Él se encogió de hombros, dando a entender que no tenía importancia.
Se pudo contar. Uno. Dos. Y el yinn del infierno rompió sus cadenas.
—Robaste mi dinero —gritó la tía Samia al tío Halim, que se encogió ante los ojos de todos.
La cara de la tía Samia parecía haber sido sumergida en salsa de tomate, y sus ojos eran tan grandes y blancos como cuencos.
—Samia, no —gritó mi padre, pero ella estaba sumida en su propio y airado mundo.
—Era mi dinero. Era mío. Mi madre quería dármelo. A mí. Mi dinero.
—Samia —le suplicó el abuelo—, déjalo ya.
—Los vecinos, Samia —añadió mi padre—. Te van a oír los vecinos.
Anwar y Hafez se abrieron paso a empujones hacia sus sillas. Lina se inclinó hacia delante. El tío Yihad parecía haber perdido el interés. Intentaba distraer a la pequeña Mona, que contemplaba atónita a su lívida madre.
—Odias a Yalal porque él quería que le devolvieras el dinero a mamá. Pero lo escondiste. El cabrón no es él, sino tú. Tú. Miserable.
—De no ser por los niños —le respondió a gritos el tío Halim—, te llevaría a bofetadas hasta el pueblo, imbécil descarada. —La tía Nazek se acercó a él e intentó tranquilizarlo, pero él se puso de pie—. Devolví el dinero. No lo escondí. Eres una gorda mentirosa. —La reprendió con el dedo índice alzado—. Tienes suerte de que estén los niños delante.
—Esto no puede estar pasando —dijo el abuelo.
—No miento. Lo escondiste. Escondiste el dinero.
Mi padre se puso de pie. Con sólo mirarle a la cara se veía que el asunto quedaba zanjado.
—A la mierda. Callaros todos —gritó. Silencio. Mi padre suspiró—: Samia, él tenía ocho años. ¿Tú tenías...? ¿Cuántos? ¿Doce? ¿Qué os pasa? Erais unos críos. ¿Qué diablos importa lo que hiciera entonces? ¿Cuánto dinero escondió? ¿Un cuarto o dos?
—Eso no importa —protestó ella, pero todos oímos la derrota en su voz—. Robó mi dinero. —Su respiración rápida se frenó un poco—. Volvió a robarme el dinero. Puedo probarlo.
—¿Ocho años? —preguntó mi madre al tío Yihad.
—Sí. —Éste asintió y acarició el cabello de la pequeña Mona—. Yo debía de tener la edad de esta niña. Te juro que me quedé traumatizado. —Parpadeó una, dos veces. Levantó la vista al techo en un gesto de fingido pesar—. Ese incidente marcó mi vida.
—Y en cuanto a ti —prosiguió mi padre dirigiéndose al suyo—, ¿por qué sigues contando estas historias a los niños?
—No son sólo hijos tuyos —replicó el abuelo—. No me eches la culpa de esto. Yo estaba contando cómo me casé con tu madre. Los viejos tenemos derecho a evocar el pasado, y los niños deben saber de dónde proceden. —Eludió mirar a mi padre.
—Cada vez que te metes en una de esas historias sucede algo horrible.
—La historia de cómo conocí a tu madre no tiene nada de condenable.
Mi madre se incorporó en la silla, se estiró como un gato y brindó una sonrisa bondadosa al abuelo.
—¿Sabes una cosa, tío Ismail? Tal vez esa historia no sea realmente adecuada para los niños. Si se la cuentas, van a crecer convencidos de que toda la familia, al menos todos los que están aquí presentes, no existirían si no fuera por el bey.
—Eso no es verdad —dijeron al unísono mi padre y mi abuelo.
—Y eso no nos gustaría, ¿verdad? —preguntó ella.
El hospital mantenía un horario mediterráneo: las horas de visita posteriores a la siesta eran de cuatro a ocho. El anochecer había teñido la habitación de un azul melancólico. Yo estaba cansado, y sin embargo un enfermero justo empezaba entonces la ronda de la cena. No entraría en la habitación de mi padre. Me acurruqué al lado de Fátima en la butaca reclinable; su brazo me engulló.
—Tengo miedo —susurré.
—Ya sabes que el dolor se parece mucho al miedo, son casi intercambiables —dijo ella—. Se diría que acabamos habituándonos a la pena, pero nunca lo conseguimos.
Me acarició el pelo con suavidad, lo rascó lentamente, sus uñas chocaron.
Solíamos llamar a eso «quitar piojos». La madre italiana de Fátima solía hacerlo. A mí me encantaba cuando era niño, y me seguía encantando ahora.
Lina entró en la habitación, con cara de estar a punto de desintegrarse: ojos hinchados, ojeras oscuras. Nos saludó con un gesto a Fátima y a mí, pero fue derecha a la cama de mi padre.
—¿Se han ido todos? —preguntó Fátima. Mi hermana asintió entre sollozos y lágrimas. Fátima esperó—: ¿Y Salwa? —Hovik se la ha llevado a casa —contestó Lina.
—Bien. Parecía agotada. No tan agotada como tú, la verdad. Vete a casa. Duerme en tu cama esta noche.
—No. Estoy bien. Me quedo.
—No, ya me quedo yo. Vete a casa. No puedes seguir durmiendo en la butaca. Ya me ocupo yo.
—No pienso irme a casa —insistió mi hermana—. Él me quiere aquí. Me he acostumbrado a la butaca. Si se despierta y no me ve, se asusta. Debo quedarme.
El ruido de la máquina —inhalación, exhalación— resonaba en mi cráneo. Aspiración, bip, bip, espiración. Tenía la impresión de que la cabeza se me fundía. Me oí decir:
—No. Idos a casa las dos. Me quedo yo. —Me miraron como si fuera un extraterrestre—. Necesito pasar un rato con él y vosotras necesitáis descansar.
Fátima me lanzó un par de besos y se apresuró a recoger las cosas de mi hermana.
Lina no apartaba los ojos de los míos. Parpadeé.
—¿Estás seguro? —preguntó ella.
Fátima cogió la bolsa de fin de semana de mi hermana, me dio un beso y arrastró a Lina hacia la puerta. Lina se desasió de ella y volvió hacia mí.
—Ve a la zona de enfermeras y pídeles una almohada y una manta. —Me abrazó—. Llámame si pasa algo. —Me apretó con fuerza contra sí—. Siempre hemos sido sólo tú y yo, idiota. Siempre ha sido así, siempre lo será.
Me dio un beso en la coronilla. El sonido del beso me resonó en el cráneo.
Cuando el abuelo se enteró de que había sido rechazado, elevó su petición al bey. Era la chica de su vida, le dijo. La amaba. Ninguna otra serviría. Si Nayla no se casaba con él, ¿quién lo haría? ¿Podía interceder el bey en su favor? Y el bey lo hizo. Llamó a Yalal Arisseddine y le pidió que reconsiderara su respuesta. El hakawati era su protegido, un hombre decente. El propio bey se aseguraría de que a la chica no le faltara de nada. Al fin y al cabo, la chica no iba a encontrar un partido mejor.
Era huérfana, fruto de un matrimonio impuro y tenía a un malogrado hermano de mala reputación: eran tres puntos en su contra.
El hermano de la chica accedió a casarla con el hakawati del bey. La madre de la chica, no.
Y el bey convocó a Mona Arisseddine. Ella se puso el velo y subió la montaña hasta su mansión. El bey le endosó el mismo discurso, y ella volvió a decir que no. Él repitió las mismas palabras, y ella le dio la misma respuesta. Él las repitió una vez más y ella rechazó la oferta por tercera vez. Dejó al bey contrariado y se fue a su casa.
El bey llamó a su propia madre.
—Me avergüenza haber criado a un hijo tan tonto como tú —le dijo ésta.
Y la madre del bey se puso el velo y bajó la montaña hasta llegar a casa de Mona Arisseddine. Ambas madres hablaron del hakawati. Mona dijo que el joven no tenía familia. La madre del bey le recordó que la propia Mona carecía de ella, y sin embargo había resultado ser una madre magnífica. Mona arguyó que el joven era un simple contador de historias. La madre del bey hizo una reflexión sobre el corto alcance de la memoria.
¿Podía hacerla feliz? La madre del bey dijo a Mona que se lo preguntara a su hija.
Las madres preguntaron a Nayla si creía que el hakawati podía hacerla feliz.
Nayla miró a las dos mujeres y les dijo que la hacía reír.
Se encendieron las antorchas del himeneo.
Las bodas de las montañas eran célebres por muchas razones: la fiesta y el opíparo banquete que la acompañaba; los bailes, el dabké libanés y las danzas de las espadas y los escudos; los rituales de ir a buscar a la novia a caballo; y, sobre todo, el zayal el duelo de poesía.
En las bodas los poetas componían versos para elogiar a la novia, al novio, a los invitados importantes que asistían a la ceremonia y a la institución matrimonial en general. También se batían en duelo y entretenían a la multitud atacándose a base de insultos y alardeos en versos improvisados. Los poetas tenían asegurada la invitación a todas las bodas. Los buenos incluso cobraban por asistir. Los poetas aficionados se presentaban en algunas bodas sólo para probar su suerte. La boda de mis abuelos pasó a la historia por un poema.
Fue un cuarteto que rezumaba mal gusto y mala idea que recitó nada menos que la malvada Sitt Hawwar.
Un novio de boca grande llena de palabras fútiles,
pero a la vez carente de incisivo y de molar,
casóse con una joven de boca aún más grande,
cuyos dientes entraban en una sala antes que ella.
Seguí el rastro de los aromas que emanaban de la cocina, pero no me atreví a entrar. Me paré en la despensa. La tía Samia expresaba sus quejas a alguien, probablemente a la tía Nazek.
—No la aguanto más —decía ella. Cogí un pedazo de pan de la mesa y le di un mordisco—. No entiendo por qué se cree tan superior —la oí decir—. Ni que hubiera parido un puñado de hijos, en lugar de ese sapo de niña y ese moscardón de niño.
Seguí mordiendo el pan.
El abuelo se me acercó por detrás y me tapó los ojos. Supe que era él por el olor, pero no podía decirle que lo sabía porque tenía la boca demasiado llena.
—Tranquilo, soy yo —dijo riéndose—. Y no comas pan solo con tanta comida alrededor.
Sin hacer ruido acercó una silla a la mesa y me hizo gestos para que me encaramara a ella. Destapó una fuente honda que había en el centro de la mesa y me la aproximó. Vi el estofado que había dentro.
—El secreto —susurró él. Inclinó la cabeza y le imité. Vi cómo el vapor se entrelazaba con sus propios efluvios, como si imaginara la tapa de porcelana que ya no estaba allí—. Esta fuente tiene labios, y puede contarte historias, si dejas que tus orejas oigan o que tu nariz huela.
—O que mis labios besen —dije en voz baja.
Me agaché; el vapor me acarició las pestañas y me lamió los labios. Saqué la lengua y me los relamí.
La tía Samia apareció en la puerta.
—Mete esa lengua sucia por donde ha salido.
Salté de la silla y puse pies en polvorosa. La oí preguntar:
—¿Cómo has podido dejar que haga eso, Baba?
Pero no oí la respuesta.
El abuelo me encontró en la terraza, apoyado en la baranda y con la vista fija en los rosales del jardín vallado de abajo.
—Ha sido divertido —dijo él—. Apuesto a que no sabes lo que había en la olla. Sé que crees que era estofado de pollo, pero te aseguro que no lo es. Es estofado de diablillo. Hay que cazar a esos pequeños demonios, no son más grandes que los pollos pero cuesta mucho atraparlos. Matar a los diablillos nunca es tarea fácil. Tienes que dar con ellos en la época adecuada del año y congelarlos. Así es como se hace. No es fácil.
—¡Anda ya!
—Es cierto. Y hay que blanquearlos para despojarlos del color rojo, a fin de que nadie pueda decir que es estofado de diablillo. No querrás que los invitados vomiten, ¿no?
—Pero notarán el sabor.
—Oh, no, los diablillos saben a pollo. Samia intenta engañarnos.
No dije nada. Le oí respirar.
—¿A tu padre aún le gusta su carne? —preguntó el abuelo.
—Pregúntaselo a él.
—No está aquí, ¿verdad? Así que... te lo pregunto a ti. ¿Aún entra en la cocina a escondidas y se come el aliyeh sin que nadie le vea?
—¿Qué es el aliyeh?
—Un sofrito de cordero a base de cebollas, ajo, sal y pimienta. Lo que hay que preparar para dar sabor al estofado. Tu abuela hacía el mejor aliyeh... Bueno, ella todo lo hacía como nadie. Era la mejor cocinera que ha pisado esta maldita tierra.
—Supongo que nuestra cocinera es mejor. Eso dice todo el mundo.
—No seas ridículo. Nadie podrá compararse nunca a tu abuela. Su cocina despertaba a muertos y dioses. ¿Por dónde iba? Tu padre. Bien, tu travieso padre se metía a gatas en la cocina, con un pedazo de pan entre los dientes para que no tocara el suelo. Se acercaba al caldero, se levantaba a toda prisa y hundía el pan en el aliyeh mientras aún se estaba friendo; rebañaba todo lo que podía con el pan y salía corriendo antes de que lo pillara su madre. Corría, soplando sobre la comida para enfriarla. Soplaba mientras se escondía para esquivar a tu abuela, que le perseguía. Era un juego para los dos, y él tenía que meterse el pan en la boca si no quería que ella se lo quitara. Debía de tener tu edad o quizá fuera algo mayor. Cuando era pequeño no podíamos permitirnos comer mucha carne. Ni siquiera de diablillo.
Capítulo 9
Abajo, en el inframundo, Fátima dijo:
—Debo subir.
—¿Por qué? —preguntó Afreet-Yehanam—. Deberías parir aquí.
—Mi hijo nacerá en el mundo de arriba. Será el señor del inframundo, pero debe ser ciudadano del otro.
—Me tratas como a un juguete —rezongó su amante—. Soy su padre. Creo que tengo derecho a opinar sobre el tema.
—Y lo tienes, querido, lo tienes. Ahora pásame una alfombra, por favor. Debo marcharme. No deseo romper aguas en el aire.
En el castillo, la esposa del emir notó la primera contracción en el mismo instante en que Fátima sentía la suya en el inframundo. Se abrazó el estómago y sonrió a su marido.
—¿Quieres que interrumpa la historia? —preguntó el emir—. ¿Llamo a alguien? ¿Pongo agua a hervir? ¿Dónde está la comadrona? ¿Qué...?
—No, marido, sigue. Este Othman empieza a divertirme. Sólo tráeme un par de almohadas más. —Tendida en la cama, se impulsó hacia arriba y se acomodó con un gemido—. Llega el sinvergüenza. Te lo ruego, marido mío, continúa. Distráeme.
El príncipe Baybars, Othman, los africanos y los uzbecos asistieron a las plegarias que se celebraban el viernes en la mezquita. Los fieles contemplaban a Othman con una mezcla de admiración, inquietud y temor.
—Dejad de mirarme —gritó Othman—. Me he arrepentido ante Dios, que perdona todos los pecados, y ahora rezo como vosotros.
Los fieles le acogieron en su seno. Cuando finalizaron las oraciones el grupo salió de la mezquita y oyeron a un voceador que proclamaba que la casa del príncipe Ahmad al-Sabaki, que dirigía la zona del mercado de productos agrícolas hasta los puestos de los tintes, estaba disponible. Baybars preguntó quién poseía la casa y el voceador contestó que era propiedad de las cuatro nietas del príncipe Ahmad.
El voceador guió al grupo hasta una de las cuatro puertas de la casa, donde dijo:
—Perdonadme, señor, pero las señoras han solicitado que cualquiera que desee interesarse por la casa debe entrar por la puerta verde, que nadie ha sido capaz de abrir desde hace generaciones.
Baybars giró la llave de la cerradura y la puerta se abrió. Los goznes se deslizaron en silencio, como si los hubieran engrasado aquella misma mañana. El interior de la casa rezumaba opulencia. A Othman le temblaban los dedos, y tuvo que agarrarse las manos. El voceador desapareció para volver a los pocos minutos con el anuncio de que las señoras estaban dispuestas a recibirlos.
Los hombres entraron en una gran sala donde las cuatro damas se hallaban tendidas en coloridos divanes. En una sola voz, las cuatro dijeron:
—¿Quién de vosotros abrió la puerta?
El príncipe se identificó.
—¿Cómo te llamas, joven? —preguntó la voz. El príncipe Baybars se lo dijo—. No, ¿qué nombre te impusieron al nacer?
—Nací con el nombre de Mahmoud.
—¿Y de dónde procedes?
—De Damasco.
—No —dijo la voz—. ¿Dónde naciste?
—Nací en Samarcanda.
—¿Y quién eres? —preguntaron las damas.
Y el príncipe Baybars les relató la historia de su abuelo y de su padre, la de su madre y la de sus tíos.
—Éste soy yo —concluyó.
Las mujeres preguntaron si podía satisfacer el precio de la casa y el príncipe Baybars les aseguró que sí.
—Afirmas ser rico, pero no se te ve la menor señal de ello —dijo la voz—. Eres un hipócrita.
Baybars se enojó; los pliegues del león aparecieron en el puente de su nariz y su marca de nacimiento se volvió roja.
—Eres el elegido —dijo la voz de las damas—. Llevamos demasiado tiempo esperándote. La casa es tuya si consigues superar una prueba y hacer una promesa.
Baybars preguntó por la prueba.
—Ese monolito debe moverse. —Las damas señalaron un menhir que había en un rincón—. Se construyó la casa a su alrededor porque nadie ha sido capaz de reubicarlo. Se sabe que sólo su señor puede levantarlo.
Los hombres de Baybars se colocaron alrededor del monolito.
—Esto no puede ser difícil —dijo uno de los africanos.
Los uzbecos y los africanos intentaron mover la piedra, pero ésta no cedía. Baybars se apresuró a ayudarlos y, ¡oh, milagro!, en cuanto rodeó el monolito con las manos consiguió levantarlo de su sitio.
—Es engorroso, pero no pesa —dijo a sus criados. Dio un par de pasos, y desde detrás del menhir preguntó a las damas—. ¿Dónde queréis que lo ponga?
—Bájalo —dijeron ellas—, para que puedas hacer la promesa. Debes construir una mezquita en nombre de cada una de nosotras. Promételo y la casa es tuya.
Y fue así como Baybars llegó a ser propietario de una casa.
Mi tía llegó la primera, en 1920, cuando mi abuela tenía dieciséis años. Nayla se puso de parto por la mañana. A las seis de la tarde, mientras ella aún tenía dolores, el bey envió a uno de sus ayudantes en busca de mi abuelo. El bey había empezado a beber temprano y quería distracción.
—Ve —dijo la bisabuela Mona—. Aquí no haces ninguna falta.
La comadrona, camino de su casa después del parto, informó al vigilante nocturno de la mansión del bey de que el hakawati había tenido una saludable niña. El vigilante se lo contó a un criado, que a su vez esperó a anunciarlo a que se realizara una pausa en el cuento de la noche. De haber sido un varón, el criado lo habría interrumpido.
—Ha ido bien que estés aquí —dijo el bey al abuelo—. Ninguna mujer quiere proclamar justo después del parto que ha tenido una niña. Las esposas son muy emotivas. Deberías llamarla Samira, en honor a mi querida madre.
Nayla la llamó Samia y decidió que quería meghli, el dulce de especias. Se suponía que sólo se servía cuando nacía un varón, pero Nayla dijo:
—Si es bueno para la leche, ¿no le irá bien también a una niña?
La comadrona convino en que las madres deberían comer meghli, pero advirtió a la nueva que no lo sirviera a los invitados.
—Tonterías —replicó Mona—. Mi hija no puede comer meghli sin ofrecerlo a sus invitados. Yo haré el primer lote.
—Quiero que mi hija sea la reina del pueblo —dijo Nayla a su madre, quien asintió de todo corazón. Casi lo logró. La tía Samia floreció hasta convertirse en una reina frustrada.
Un día el rey Saleh cabalgaba por la ciudad y llegó a la calle de la Virgen de Zainab. Unos tablones de madera cubrían un pequeño bache y su séquito tuvo dificultades para cruzar. Él se sintió avergonzado de que el maqâm de la Virgen de Zainab no se hallara en un barrio más próspero de la ciudad.
—Debe construirse un puente —dijo el rey—, y organizarse un barrio pequeño, con tiendas decentes y casas sólidas.
Colocó a Baybars al frente del proyecto y éste aceptó con honor la responsabilidad que había caído en sus manos.
El príncipe hizo que Othman convocara a ingenieros para la construcción del puente. Contrataron a carpinteros y a artesanos, y edificaron un barrio tan encantador que daba la impresión de que la propia Virgen de Zainab tuviera el ojo puesto en las obras. Una maravillosa puerta lo protegía, y las limpias calles invitaban a la gente a pasear por ellas.
—Tráeme a verduleros, carniceros, perfumistas, sastres, mercaderes de aceite, vendedores de café y a otros comerciantes decentes —ordenó el príncipe a Othman.
Othman trajo a los tenderos, y en un par de meses se instalaron en el barrio, transformándolo en el más popular de la ciudad.
El malvado Arbusto, el juez del rey, se enteró del milagro y su sangre hirvió de celos. Hizo venir a su mejor amigo, el alcalde de El Cairo. Éste le preguntó por qué parecía estar triste y el juez le respondió:
—Hay una vista en la ciudad que me parte el corazón. El esclavo Baybars ha construido un bullicioso barrio que yo querría ver reducido a cenizas y escombros.
—Sé de qué barrio hablas —dijo el alcalde—. Será un placer librarte de él. Ese malandrín de Othman me ha jugado varias malas pasadas y ahora le daré lo que se merece.
El alcalde hizo llamar a un esbirro llamado Harhash y le expuso su deseo de quemar el barrio. Harhash preguntó de qué barrio se trataba. El alcalde dijo:
—El que linda con el maqâm de la Virgen de Zainab.
Harhash miró al suelo.
—No puedo hacerlo. Prenderé fuego a cualquier otro barrio menos a ése. Eso sería una blasfemia.
—Esto no es ninguna blasfemia, imbécil —gritó el alcalde—. Ni siquiera sabes qué significa esa palabra. Tú y tus hombres quemaréis lo que yo os ordene, o te encarcelaré y no volverás a ver la luz del día en lo que te queda de vida.
Y Harhash accedió, ya que no tenía otra opción. Junto a dos de sus hombres fue a inspeccionar la zona.
—Este barrio sólo puede quemarse en mitad de la noche, cuando no haya testigos —le dijeron sus hombres.
La Virgen de Zainab, protectora del barrio, se había asegurado de que el tiempo fuera lo bastante cálido para que un sastre estuviera echando la siesta en el suelo de su tienda en lugar de en su casa, y así pudiera oír la conversación de los hombres. Cuando se marcharon, el sastre fue en busca de Othman y le puso al tanto de lo que había oído.
Othman, acompañado de los uzbecos y los guerreros africanos, recorrió el barrio montado a caballo. Dijo a los vigilantes de la puerta que la cerraran, pero manteniendo el portal abierto. Ordenó a los residentes no encender las lámparas cuando cayera la noche. Y los sirvientes del príncipe se apostaron hasta el anochecer.
Cuando Harhash y sus doce hombres llegaron provistos de barriles de aceite, se encontraron con la puerta cerrada y el barrio sumido en la oscuridad.
—Esto es una bendición —murmuró Harhash—. Podemos llevar a cabo el encargo sin que nadie nos vea.
Envió a uno de sus hombres a cruzar el portal. En cuanto el hombre entró en el barrio, un africano le golpeó en la cabeza con el puño cerrado, y el esbirro se desplomó inconsciente. Othman esperó un poco y luego silbó. Otro hombre entró y fue derribado de la misma forma. Othman volvió a silbar. Un tercer hombre cruzó el portal; esta vez fue Othman quien le golpeó en la cabeza, pero el hombre no cayó. Miró boquiabierto a los africanos, y uno de ellos le tumbó de un puñetazo. Othman se ofendió. Los guerreros fueron turnándose en los silbidos hasta que entró Harhash, que fue el último en caer inconsciente. Los pirómanos despertaron y se hallaron atados frente al pelotón de hombres más fieros que habían visto nunca. Harhash rompió a llorar.
—Oh, Harhash —dijo Othman—, ¿tan mal te van las cosas que has tenido que jugar con fuego?
—No seas cruel, amigo —respondió Harhash—. ¿Me crees tan impío como para cometer un crimen deleznable teniendo a la Virgen tan cerca si no me hubiera visto obligado a ello? El hecho de que estos guerreros estén aquí para proteger el barrio es la única prueba que necesito de que la Virgen sigue vigilando. Ahora nunca degustaré el sabor de los frutos del paraíso.
Y Othman se unió al llanto de Harhash. Se sentó en el suelo y dijo:
—Harhash, no estás condenado. Si te arrepientes ante la Virgen, como hice yo, Dios te escuchará y te perdonará.
Harhash y sus hombres renegaron de su vida delictiva y juraron fidelidad a Dios.
—Ahora tú y tus hombres trabajaréis para mí —dijo Othman.
—Pero si tú mismo eres un siervo —replicó un uzbeco.
—Cierto —convino Othman—, pero estoy ascendiendo. Pronto Harhash podrá tener también sus propios sirvientes. En este mundo las cosas cambian.
La estancia de Fátima se hallaba al otro lado de los aposentos reales, y la segunda contracción le hizo emitir un suspiro que encontró su eco en el de la esposa del emir. Fátima pidió a sus asistentes que la dejaran sola, pero en cuanto se quedó a solas se percató de que ya no quería estarlo.
—Ismael —dijo ella—, ven.
E Ismael se plantó de un salto en su cama.
—¡Qué cuarto más horroroso! —dijo él—. ¿Acaso quieres que tu hijo sea un erudito?
—Pues haz algo.
—Con mucho gusto —contestó Ismael alegremente.
—Espera —habló Isaac, que acababa de materializarse a su lado.
—Ya lo hago yo —dijo Elías—. Tú nunca has tenido buen gusto.
—Vete a casa —ordenó Ismael—. Ella me lo ha pedido a mí.
Sus siete hermanos no le prestaron atención alguna. Adán tiñó las cortinas de violeta y Noé las cambió a azul. Ezra y Elías se enzarzaron en un combate por la alfombra. La colcha de la cama de Fátima tenía cuatro estampados que competían entre sí.
Cuando por fin ella se hartó y gritó que pararan, la estancia era un desastre, un estallido de vulgaridad. Ella miró a su alrededor.
—Es verdaderamente espantoso. Me encanta.
La tía Samia adoraba e idolatraba a su madre. Según ella, no había nada que la abuela hiciera mal. Dios, con todo Su gran poder, creó el mundo en seis días y en el séptimo se concentró en Nayla. Era la mujer más virtuosa de la historia, la más devota, la más inteligente, la más pon-el-adjetivo-ideal-que-desees. Mi pobre, pobre abuela Nayla, huérfana de nacimiento, casada con un hakawati en constante bancarrota, se las apañó para criar a la familia perfecta y proporcionar a sus hijos un entorno lleno de amor. La tía Samia imitaba a su madre hasta en el menor movimiento, modelando la propia personalidad a su imagen y semejanza. Aprendió a preparar las mismas comidas, a tejer las mismas telas, a hacer los mismos patrones en punto de cruz. Siempre que se acordaba, la tía Samia pronunciaba las eses como lo hacía mi abuela, salpicando de gotas de saliva a su interlocutor. Por suerte rara vez se acordaba, y no volvió a hacerlo después del fallecimiento de su madre.
Y la tía Samia compartió con la abuela, y con la bisabuela, un mismo adversario: nada más y nada menos que la malvada Sitt Hawwar, la esposa del constructor, que cometería los actos más nefastos en su contra. La tía Samia había creído que terminaría sus días al lado de su madre, ya que permanecía soltera cuando ya había superado con creces la edad de merecer.
—Envejeceremos juntas —solía decirle a la abuela.
—No —replicaba Nayla—. Tú te casarás.
Por la mañana el alcalde y sus hombres cabalgaron hasta el barrio de la Virgen de Zainab. Sorprendido de hallarlo aún en pie, el hombre preguntó al primer comerciante que se cruzó en su camino si había visto u oído algo durante la noche. El comerciante contestó que no, ya que había apagado las luces y se había dormido.
—Apagar las lámparas va contra la ley —gritó el alcalde. Y ordenó a sus hombres que prendieran al comerciante y le azotaran.
Pasó entonces al siguiente establecimiento y preguntó a su dueño si aquella noche había apagado la lámpara. El hombre contestó que lo había hecho siguiendo las órdenes de Othman, lo que sólo sirvió para enfurecer al alcalde todavía más; ordenó a sus hombres que flagelaran al tendero. El alcalde fue a la tercera tienda, una perfumería, y dijo al dueño:
—Enséñame los claveles secos.
El perfumista abrió una caja y el alcalde dijo:
—Este clavel está torcido.
—Encuéntreme uno que no lo esté —replicó el perplejo tendero, ganándose una buena paliza por su insolencia.
El alcalde se dirigió entonces al lechero.
—¿Por qué la leche de vaca es blanca y sin embargo tu mantequilla es amarilla?
—Siempre ha sido así —dijo el lechero, y también él fue severamente azotado.
El alcalde fue pasando de una tienda a otra, y cada visita se saldaba con la orden de una paliza ejemplar.
Los tenderos acudieron a Othman, quien contestó:
—Resolveré vuestro problema, pero debéis pagarme.
Los hombres le preguntaron el precio y Othman contestó:
—Una porción de la mantequilla más amarilla, un clavel torcido, un bocadillo de cordero, una taza de café y un tarro de miel.
Los tenderos se rieron y dijeron:
—Si nos ayudas con el alcalde te daremos dos de cada.
—Ah, y también quiero postre —añadió Othman—. Hay que tomar dulces. Y mañana, si alguien ve al alcalde por el barrio, que grite: «Baklava, baklava», para recordarme mi dulce recompensa.
Al día siguiente, cuando el mercader de aceite vio llegar al alcalde a su establecimiento, gritó: «Baklava, baklava», y todos los chicos del barrio corearon sus gritos. Los demás tenderos siguieron su ejemplo.
—¿Quién quiere dulces en una tienda de aceite? —preguntó el alcalde, asombrado.
Y entonces oyó la voz de Othman.
—Un hombre como tú debería pensar sólo en amarguras, nunca en dulces.
Othman, Harhash y los guerreros rodearon al alcalde y a sus hombres, los desarmaron y los despojaron de sus ropas, dejándolos en cueros.
—Te arrestaré y tiraré la llave al mar —amenazó el alcalde.
Othman se rió.
—No puedes arrestarme. Ahora trabajo para un príncipe. Si el rey supiera lo que te traes entre manos serías tú quien daría con tus huesos en la cárcel.
Los guerreros llevaron al alcalde desnudo hasta la tienda del curtidor y lo sumergieron en un tanque de tinta negra.
—Ahora es más oscuro que yo —dijo uno de los africanos.
Subieron luego al hombre a la grupa de su caballo y lo sacaron de la ciudad. Los chicos del barrio los siguieron, entre risas y silbidos.
Y el alcalde juró vengarse de Othman y de Baybars. Hizo que sus hombres compraran un ataúd, lo llevaran al salón del trono metido en él e informaran al rey de que Othman le había dado muerte.
Al ver a su alcalde asesinado el rey hizo llamar a Baybars y a Othman para averiguar qué había sucedido.
—Ojalá le hubiera matado —admitió Othman—, pero no lo hice. De no haber jurado que seguiría el sendero de la virtud no dudéis de que habría acabado con él.
El rey le pidió que se explicara y Othman obedeció, con el testimonio de los tenderos, los guerreros y Harhash.
Pero intervino Arbusto:
—Golpeaste a un agente del gobierno que ahora yace en un ataúd frente a nosotros. Esto es asesinato y debe castigarse con la muerte.
—No, en absoluto. Y si debo ser ejecutado por matarle, al menos debería haber tenido el placer de cometer dicho acto. Ahora que lo pienso creo que a Dios no le importará que mate a un hombre muerto.
Othman desenvainó la espada y se la clavó al alcalde tendido en el ataúd. El alcalde se incorporó y volvió a morir.
—¿Lázaro? —exclamó Othman.
—Este hombre no estaba muerto —dijo el airado rey—. Ha sido un engaño. Mi propio alcalde ha intentado engañar a su rey. Congratulémonos todos de que esté muerto de verdad. Te proclamo, Baybars, sucesor del alcalde.
Y así fue como Baybars se convirtió en alcalde de la gran ciudad de El Cairo.
—Distraedme —dijo Fátima.
—Dejad que volvamos a redecorar el cuarto —dijo Job.
Los diablillos retozaban alrededor de la cama.
—No —dijo ella—. Contadme una historia, un cuento tan extraño, tan auténtico, tan maravilloso y tan intrigante que me seduzca por completo.
—Cuentos del diablo —gritó Ezra.
—No —dijo Fátima—. Ésos ya los conozco demasiado bien.
—Cuentos de loros —propuso Isaac—. Son los mejores.
—Yo los contaré —dijo Ismael.
—No, yo —protestó Elías.
—Yo, yo, yo.
Fátima decidió que empezara Ismael y que los diablillos se irían turnando.
—No obstante, si entra alguna criada se quedará atónita al veros. Adoptad una forma menos rara.
Ismael e Isaac se transformaron en loros rojos y el resto los imitó en sus respectivos colores.
Mi tío Wayih nació dos años después de Samia. Su llegada fue sin percances.
—Será un hombre sabio —dijo la comadrona.
Su nacimiento fue causa de muchas celebraciones. El bey en persona bendijo a mi tío.
—Será el cabeza de una familia industriosa, un guardián del honor, un amasador de riqueza y un hombre de carácter.
El abuelo ofreció puros a todos los hombres del pueblo. La abuela repartió dulces. La malvada Sitt Hawwar tuvo que cerrar el pico durante un tiempo.
El tío Halim apareció en este mundo en 1925. Fue un parto sin complicaciones; el cordón umbilical no le estranguló por accidente. Y sin embargo la abuela vio con claridad que algo pasaba en cuanto lo tuvo en brazos. Su cabeza parecía desprender demasiado calor, los ojos parecían parpadear nerviosos antes de cerrarse.
—Será un soñador —auguró la comadrona.
Mi padre fue el siguiente, en 1930, y dos años después llegó el tío Yihad. Fueron los favoritos de sus padres.
—Éramos demasiado jóvenes —me confesó el abuelo en una ocasión—. No es que no quisiéramos a todos nuestros hijos… Los queríamos. Pero entonces nació Farid, tu padre. Llevábamos once años casados. Éramos..., no sé cómo decirlo..., mas maduros. Hubo una diferencia, pero no fue intencionada.
Al cabo de un rato continuó:
—Tu abuela amaba a Farid. Era especial, mucho más listo que sus hermanos. Si colocabas a los tres otros niños en un lado de la balanza y a tu padre en el otro, la inteligencia de éste sobrepasaba a la de los otros tres juntos. Y Yihad... habló antes de cumplir los nueve meses. Era un genio. Me hizo sentir tan orgulloso. ¿Cómo se puede culpar a tu abuela por tratarlos de forma distinta? ¿Cómo puede culpársela de quererlos más? Eran los elegidos.
Al regresar a su casa, Baybars encontró a los asistentes e intendentes del alcalde esperándole. Preguntó qué podía hacer para ayudarles y éstos dijeron:
—Queremos daros el pésame por la muerte del alcalde, felicitaros por vuestro ascenso y ofreceros nuestros servicios.
Baybars preguntó a cada uno de ellos cuál era su puesto y su salario en la administración anterior.
—No había salarios, señor. El alcalde anterior se quedaba con todo el dinero del gobierno que pasaba por la caja. Nos ganábamos la vida con los servicios e impuestos recaudados de los grupos de ladrones de El Cairo, los jugadores, los mercaderes de vino y los criminales.
—¿Y cómo recogíais esos impuestos?
—Cada banda tiene un jefe, y el jefe de todos es el comandante Janjar, responsable de las puertas de la ciudad.
Baybars ordenó a su nuevo personal que abandonara su vida delictiva.
—Os pagaré un sueldo suficiente para alimentar y vestir a vuestras familias. No quiero que recaudéis dinero de ningún otro lugar. Renunciad a vuestras felonías pasadas, haced voto de honestidad, rezad y practicad el ayuno. Si me entero de que cualquiera de vosotros ha cometido un acto que ofende a Dios, yo, el alcalde de El Cairo, clamaré venganza.
El personal juró fidelidad a Dios y a Baybars.
—Traedme a Othman —ordenó Baybars.
Aquella noche Baybars y Othman fueron a visitar al comandante a su cuartel. Rodeado por sus hombres, se sentaba en su silla como un tigre orgulloso ataviado con ropas demasiado lujosas. Janjar no se levantó para saludar a sus visitantes, ni les preguntó por su salud, ya que se trataba de un hombre arrogante, convencido de su propia importancia.
—Que la paz esté contigo —saludó Baybars al comandante.
—No conozco la paz —replicó Janjar—. Di lo que quieres, muchacho. ¿Eres tú el que lleva ahora el traje del alcalde? ¿Eres tú quien engatusó a Othman y a Harhash para que siguieran el camino de la virtud? Sígueme, muchacho, y te recompensaré. Me ocuparé de todas tus necesidades, todos tus deseos y más.
—Hemos venido a pedir tu bendición —intervino Othman.
El comandante estaba encantado. Sus ojos rezumaban alegría y codicia.
—En ese caso sed bienvenidos. Si capturáis a uno de mis artesanos, liberadlo y yo os lo pagaré. Obedecedme y conseguiréis riqueza..., pero contrariadme y os arrepentiréis durante el resto de vuestras breves vidas.
—Sólo queremos complacerle, padre —dijo Othman—. Pero ¿cómo sabremos que es uno de los tuyos?
Janjar lo meditó.
—Tal vez si existiera una palabra secreta. Debéis castigar a los que no trabajen para mí, y librar del castigo a los que lo hacen.
—Ninguna palabra permanece en secreto durante mucho tiempo en el mundo del crimen —objetó Othman—. Sería mejor que nos presentaras a los miembros de las bandas. Informa a los clanes de que el nuevo alcalde desea conocerlos a todos.
Iniciemos los cuentos del loro sabio, dijo Ismael. Érase una vez un rico mercader que se casó con una joven de exquisita belleza. La noche de su boda él informó a su bella esposa de que tenía previsto partir para un largo viaje al día siguiente. Su esposa le pidió que no se marchara. Adujo que se quedaría sola.
—Los negocios me exigen viajar. Compro la seda en China, el algodón en Egipto. Adquiero especias en India y perfumes en Persia. Mis tiendas necesitan género.
—Pero yo te necesito a ti —dijo ella—. No necesito dinero si te tengo a mi lado.
Su marido estaba radiante de orgullo y dijo:
—Un hombre sin dinero es un hombre sin padre, y un hogar sin dinero está maldito. El sol nunca brilla sobre los indigentes.
Pero, como dice el refrán, el hombre que es propenso a muchos viajes no merece estar casado.
Al día siguiente el mercader fue al bazar y compró un loro magnífico y una urraca. Encargó a su esposa que confiara en ambos pájaros siempre que tuviera que tomar una decisión. Luego amenazó a las aves con una muerte atroz si permitían que su esposa le traicionara. Y partió de viaje. Pasaron semanas, meses, y el mercader prolongó su expedición durante más y más tiempo. Un día, mientras la atractiva esposa tendía la colada en la azotea, se percató de una procesión real que pasaba por la calle. Vio a un apuesto príncipe montando un corcel y su corazón latió de amor y deseo. El príncipe levantó la vista por casualidad y quedó prendado de la belleza de aquella dama rubia. Al regresar al castillo envió a una vieja a casa de la dama con una invitación a su palacio para aquella noche, que la dama aceptó de buena gana. Tras vestirse con sus mejores galas y ponerse sus más preciadas joyas, la dama se enfrentó a los pájaros.
—Querida urraca —dijo—. ¿Qué opináis vos acerca de mi propósito?
—No me gusta —dijo la urraca—. Os prohíbo que vayáis.
La hermosa dama abrió la puerta de la jaula y retorció el cuello de la urraca. Entonces se dirigió al loro.
—Mi querido loro, ¿qué opináis vos acerca de mis propósitos?
Y el loro, prudente, dijo:
—Mi señora. Esta noche estáis muy bella. Más encantadora que la luna nueva, que llora de vergüenza y tiembla de celos ante la mera mención de vuestro nombre. Sentaos, señora. Dejad que os distraiga durante un rato. Soy un hakawati y vuestra gloriosa presencia me inspira para contaros un hermoso cuento. Permitid que empiece.
Tres noches después de su encuentro con Janjar, Baybars le invitó a su casa; el responsable de las puertas debía presentarle a todos los ladrones y delincuentes de El Cairo.
—¿Empezamos con las presentaciones? —dijo Baybars—. Othman, haz pasar a la primera banda.
En la sala entraron treinta mujeres vestidas de negro, cada una acompañada por su sirviente. Todos se arrodillaron frente a Baybars.
—¿Quiénes son todas estas mujeres, comandante? —preguntó Baybars.
—Forman la banda de las palomas salvajes, bellas y letales. Viven diseminadas por todos los barrios de El Cairo. Abordan a los hombres y los convencen para que las acompañen a sus casas. La paloma salvaje embriaga a su víctima con vino hasta emborracharlo, y luego el criado le cubre la cara con una almohada y se sienta encima hasta que el hombre deja de respirar. Confiscan sus posesiones, entierran el cadáver en el patio y vuelven a empezar.
Othman llevó al grupo a otra sala e introdujo al siguiente: veinte mujeres vestidas de marrón.
—Esta es la banda de las palomas vagabundas —dijo el comandante—. Son dóciles y tímidas hasta que algún imbécil se traga el anzuelo y las invita a su casa. En ese momento la mujer le pide un vaso de vino, echa opio en la copa de él, le despoja de su riqueza y lo deja inconsciente.
El tercer grupo de mujeres iba vestido de rojo.
—Aquí están las palomas lujuriosas, las más hermosas de todas y las más eficaces; engañan a los hombres para que adopten posturas comprometidas y proceden a robarles las posesiones de la casa ante la mirada indefensa de la presa. Todos los hombres desean beber de la belleza de una paloma lujuriosa, aun cuando sepan que puede resultar letal.
El cuarto lo formaban diez mujeres de blanco.
—Las palomas arrulladoras —dijo el comandante—. Ladronas de carteras y de tiendas.
El quinto estaba compuesto por veinticinco chicos.
—Los bebés puerco espín son ladrones.
El sexto eran diez chicos de menor edad.
—Los erizos están especializados en vaciar bolsillos. Trabajan aliados con los puercoespines. Cuando ven a una posible víctima, el puercoespín pega al erizo, y éste corre hacia el hombre y le ruega que le salve. Mientras el hombre consuela al erizo, le vacían los bolsillos.
La séptima banda era la de las palomas viejas.
—Estas arpías fingen ser sabias, videntes y adivinadoras. Se las invita a las casas y pocas veces salen de ellas con las manos vacías.
La octava, novena, décima y undécima banda estaban formadas por erizos: asaltadores de casas, jugadores, salteadores de caminos y asesinos.
—¿Y la duodécima? —preguntó Baybars.
—Ni más ni menos que yo —dijo el comandante.
Baybars dejó a Janjar en la sala y se reunió con la horda de delincuentes. Se encaró con ellos al lado de Othman y les dijo:
—Os ordeno que abandonéis vuestras malas prácticas y busquéis el alivio en el amor de Dios. Haced voto de honestidad y jurad que no volveréis a pecar. Aquel que haga esa promesa quedará en libertad, pero quien no la haga será encarcelado.
Y las mujeres replicaron:
—Pero ¿cómo vamos a llevar una vida decente si debemos dinero al comandante? Nos obliga a trabajar para pagarle.
—Si hacéis el voto a Dios, se os perdonarán vuestras deudas. ¿Hay alguien que no quiera hacer el voto y dejar atrás la vida criminal?
No se alzó ninguna mano.
Othman encendió un fuego y con un hierro candente marcó la muñeca izquierda de todos los delincuentes reformados, ya fueran palomas, puerco espines o erizos. Justo después de que marcara a una de las palomas lujuriosas, ésta susurró:
—Conozco treinta y siete formas distintas y placenteras de usar ese hierro candente.
Othman enrojeció, nervioso, y pasó rápidamente a la siguiente.
—Si alguien con esta marca es capturado cometiendo un delito, se le impondrá la pena de muerte —dijo Baybars—. Que así sea.
Baybars regresó junto a Janjar y le dijo:
—Padre, he convertido a tus trabajadores en hombres y mujeres decentes. Ahora es tu turno. Ya tienes más de ochenta años. ¿No has adorado a Dios en todo este tiempo? ¿No has rezado ni ayunado?
—Nunca he pisado una mezquita —contestó Janjar—. Durante setenta años he robado, traicionado y asesinado. ¿Crees que seré tan fácil de convertir como mis peones? Eres un imbécil, corto de entendederas y crédulo.
Desenvainó la espada y fue a atacar, pero la espada de Baybars paró el golpe del comandante y la empuñadura le derribó al suelo. Othman le ató y le llevó a la cárcel donde el comandante pasó el resto de su vida.
—Ha llegado mi turno —dijo el loro Isaac—. Continuamos con la historia.
Y el loro hakawati se dispuso a distraer a la bella esposa:
Cuatro hombres, un sastre, un joyero, un carpintero y un derviche, emprendieron juntos un largo viaje. Acamparon por la noche y establecieron turnos para vigilar sus posesiones. Al carpintero le correspondió hacer el primer turno mientras los demás dormían. Vio un gran tronco tirado en el suelo y, para pasar el rato, talló en él la estatua de una bella mujer. El sastre despertó y, mientras el resto dormía, admiró aquella hermosa silueta y decidió coser un atavío para aquella dama. Con una tela divina creó un vestido digno de una reina. Luego fue el turno del joyero, quien con las gemas más preciosas creó unos adornos magníficos para la estatua. Y el derviche contempló la obra y se enamoró tanto de ella que rogó a Dios con todo su corazón que la hiciera real. Al amanecer, los cuatro hombres se hallaron frente a una dama viva de tal belleza que los fascinó a todos. Cada uno la reclamaba como esposa. Pelearon, discutieron, pero no consiguieron llegar a un acuerdo.
Por fin vieron a un beduino montado en un camello y le pidieron que fuera el juez del asunto.
—Yo la esculpí en la madera —dijo el carpintero.
—Yo la vestí.
—Yo le di brillo.
—Y yo le di la vida —dijo el derviche.
Y el beduino dijo:
—Los cuatro tenéis derecho a reclamarla, y no veo la forma de dividir a esta mujer. Por tanto la pido para mí. Fue creada en el desierto, y éstas son mis tierras. Será mi esposa.
Los cinco hombres discutieron un buen rato, pero no hallaron solución alguna al dilema. Cabalgaron hacia la ciudad y pidieron al primer policía que hallaron que se erigiera en árbitro. Después de que cada uno de ellos hubiera presentado sus alegaciones, el policía dijo:
—Todos tenéis vuestra razón, y no puedo decidir en favor de uno u otro, así que pido a esta bella mujer por esposa.
Los seis hombres fueron a ver a un juez y le pusieron al tanto de sus argumentos.
—Aquí tenemos un problema —repuso el juez—. En nombre de la justicia y la imparcialidad, reclamo a esta mujer para mí. Será mi esposa, y así terminarán vuestras cuitas.
Los hombres debatieron hasta la noche. Por fin el derviche comentó:
—No conseguimos llegar a solución alguna porque ningún hombre puede arbitrar este asunto. Nadie puede resistirse al encanto de nuestra amada. Debemos recurrir a un juez que no sea humano: el Árbol de la Sabiduría.
Los siete pretendientes y la mujer se encaminaron hasta el árbol sabio que se hallaba en el centro de la ciudad. En cuanto se aproximaron al roble gigantesco, la corteza se partió en dos y la mujer corrió hacia el interior del tronco antes de que éste volviera a cerrarse.
El Árbol de la Sabiduría dijo:
—Todo vuelve a sus orígenes.
Y los siete hombres se quedaron avergonzados.
La tía Samia tenía doce años cuando nació el tío Yihad. Asistía a la escuela de la misión inglesa por las mañanas y ayudaba a su madre por las tardes en las labores domésticas. Dado que mi abuela estaba ocupada con el recién nacido, la tía Samia iba cada día a la panadería del pueblo cristiano vecino, ya que la familia la consideraba mejor que la que había en el nuestro. La hija del panadero era de la edad de mi tía y se hicieron amigas. Mi tía empezó a ir por el pan un poco más temprano para así pasar un rato charlando con la hija del panadero. Mi tía le enseñó una canción que había aprendido en el colegio: «Existe una bella tierra muy, muy lejos», y su amiga le enseñó la «Marsellesa». Un día, tras pasarse una semana entregada a las canciones, a la tía Samia le subió la fiebre y tuvo problemas para orinar. La abuela la llevó a un médico en Beirut y la niña se pasó dos días en el hospital. Era una infección leve. Volvió al pueblo y estuvo en cama durante una semana. Perdió el rastro de la hija del panadero.
Sin que la familia lo supiera entonces, la malvada Sitt Hawwar extendió el rumor de que a mi tía le habían extirpado el útero y de que no podría tener hijos. La malvada Sitt Hawwar no llegó a decir que le habían practicado un aborto, pero dejó el tema en el aire. Así, cuando mi tía llegó a la edad de merecer, no se le acercó pretendiente alguno. A medida que pasaba el tiempo, cada vez que una familia o un hombre preguntaban por mi tía, el rumor volvía a surgir. Ella esperó y esperó a que alguien la eligiera, preguntándose qué tendría de malo para que nadie quisiera probar un anzuelo en sus aguas. No se casaría hasta mucho, mucho tiempo después: no hasta que tres de sus hermanos menores se hubieron casado, no hasta haber tenido que pasar por la vergüenza de ser una solterona, no hasta que ya había cumplido los treinta y ocho años y llevaba varios mintiendo sobre su edad, no hasta que por fin intervino el abuelo y le buscó el marido más inadecuado de la historia.
Mi tía no le contó a nadie la amistad que la había unido a la hija del panadero. Le daba la impresión de que, como la amistad y los rumores maliciosos habían coincidido en el tiempo, ambas cosas estaban íntimamente relacionadas. Creía que lo sucedido era un castigo por confraternizar fuera de los límites de la familia. Por fin se lo confesó todo a su hermano menor. Yihad, una noche de principios del año 1976, cuando la guerra aún seguía pero todavía no había obligado a la familia a dejar la casa. Se lo contó en el garaje, que actuaba como refugio cuando los misiles retumbaban en el cielo. El tío Yihad intentó decirle que no había cometido pecado alguno. Le dijo que lo único que había tenido era un problema médico común, y que era la víctima de la maldad y la ignorancia de la gente de las montañas.
—¿De verdad crees que estás siendo castigada por cantar con otra niña?
—No se trata de que cantáramos.
—¿Qué? ¿Hacíais algo más? ¿Algo indecente, tal vez?
—Por supuesto que no. ¿Por quién me tomas? Sólo era mi amiga. Charlábamos.
—¿Qué tiene eso de malo? ¿De qué hablabais?
—No me acuerdo. Hablábamos de nuestras familias, del pueblo. De los franceses y de cuándo se irían. La verdad es que no recuerdo nada concreto.
—¿Crees que te están castigando con una vida horrible porque charlaste con otra niña durante una semana? Eso es irracional e ingenuo. No tiene ni pies ni cabeza.
—Tú no lo entiendes.
El tío Yihad no lo entendía. Después de pasarse un mes intentando convencerla, recurrió a la caballería; es decir, a mi madre. Al principio la tía Samia estaba horrorizada de que su secreto hubiera salido a la luz. Mi madre le dijo que era tonta, algo que de hecho le repetía de forma periódica.
—¿Cómo puedes creer que hacerte amiga de alguien está mal? —le dijo mi madre—. Lo que te ha pasado ha sido obra de una mujer siniestra y no tiene nada que ver con tus pecados. Sitt Hawwar era una persona mala y despreciable. No fue culpa tuya. Y mírate: tu vida no tiene nada de desgraciada. Eres rica, eres la matriarca de una gran familia, y, lo más importante, tu madre estaría orgullosa de ti si viera lo que has triunfado. ¿Sabes quién fue castigada? ¿No te acuerdas de la horrible muerte de Sitt Hawwar? ¿Quién estaba a su lado cuando se fue de este mundo? Nadie. Sus hijos estaban en paradero desconocido. ¿No te acuerdas de los rumores? Estaba en el hospital, la gente iba a verla y no había ni un miembro de su familia por allí. ¿Puede existir una vida peor que ésa? Murió sola, sin que a nadie le importara. Samia... idiota, idiota Samia. Sitt Hawwar perdió. Su alma abandonó este mundo sin que nadie derramara ni una lágrima.
La tía Samia se sintió mejor. A partir de ese día empezó a llevar zapatos de tacón alto.
Cuando el loro hakawati hubo terminado su historia, dijo el loro Ezra, la esposa del mercader se retiró a sus aposentos para acostarse, ya que se había hecho demasiado tarde para la cita con el príncipe. A la noche siguiente ella volvió a vestirse con sus mejores galas y pidió al loro permiso para salir. Dejad que os cuente un cuento, dijo éste.
Érase una vez, en una tierra lejana, un anciano rey que tenía un miedo cerval a la muerte. Se encerró en su alcoba y se negó a recibir a sus visires, descuidando los asuntos de Estado. Sus súbditos se preocuparon. Sus ayudantes sollozaban en privado. Los visires habían agotado todas las opciones y todos los planes para que el rey se levantara de la cama. Entonces la cacatúa gloriosa del rey abrió sus alas de color esmeralda y voló hasta los cielos, subiendo cada vez más alto. Alcanzó el paraíso y descendió a su jardín. Tras recoger una fruta que había caído del Árbol de la Inmortalidad, se la llevó a su dueño y dijo:
—Tomad la semilla de esta fruta y plantadla en tierra fértil. Nutridla con amor y sabiduría y el esqueje se convertirá en un árbol frutal. A quienquiera que coma de los frutos de ese árbol, la vejez le abandonará y recuperará el vigor.
Los criados del rey se quedaron atónitos cuando éste les ordenó:
—Plantad esta semilla en el jardín. Deseo contemplar su cosecha antes de morir. El ave sagaz dijo:
—Recordad la leyenda del sabio rey Salomón y la Fuente de la Inmortalidad. Se negó a mitigar su sed, ya que no deseaba sobrevivir a sus seres queridos.
—¡Bah! —exclamó el rey. La vida corría por sus venas, la esperanza revivió y despertaba todas las mañanas con la ilusión de asistir al crecimiento del árbol—. Queredlo más —dijo a sus jardineros—. Debe crecer más deprisa, más rápido.
El árbol creció y los brotes sacaron flores de las que aparecieron unos pequeños frutos. Por fin llegó el día en que la fruta estaba madura.
—Coged ésa —dijo el animado rey—. Parece la más sabrosa.
El jardinero acercó una escalera al árbol. En ese mismo momento un águila que volaba entre las nubes vio a una serpiente viscosa que se hallaba no muy lejos de los jardines reales. El águila descendió y se abatió sobre la serpiente, izándola hacia el cielo. Con su último aliento, la serpiente escupió el veneno y una gota fue a caer sobre la fruta cuando ésta era entregada al rey.
—Traedme a un viejo faquir —exigió el rey.
Cuando los criados cumplieron su encargo, el rey ordenó al faquir que probara la fruta. Este dio un mordisco, cayó de rodillas y murió.
El rey montó en cólera.
—¿Ese horrible loro intenta acelerar mi partida?
Agarró al pájaro por las patas, lo levantó y lo arrojó contra el árbol. El loro se partió el cuello y pasó a mejor vida. En adelante el árbol fue conocido como el Árbol del Veneno, y nadie se le acercaba.
La falta de esperanza enfermó al rey. Volvió a enclaustrarse en sus aposentos y se pasaba el día maldiciendo al árbol desde la ventana. No tardó en ver acercarse al espectro de la muerte.
Así las cosas, una maliciosa joven esposa se peleó con su anciana suegra. La chica le levantó la voz y la insultó. Asombrada, la suegra informó de ello a su hijo y el ingrato se puso de lado de su esposa. La madre se quedó tan lívida y desazonada que decidió suicidarse para que los remordimientos cayeran sobre su hijo. Fue al jardín, arrancó una fruta del Árbol del Veneno y se transformó al instante en una joven belleza.
—¿Qué milagro es éste? —preguntó la preciosa chica.
El rey presenció la transformación desde la ventana de su cuarto.
—¿Hasta dónde llega mi culpa? —se dijo—. Maté a un amigo fiel.
Con voz débil llamó a sus criados.
—Traedme una fruta —susurró. Pero la traicionera muerte le sobrevino antes de que éstos tuvieran tiempo de cumplir su orden.
Las fotos de la boda de tío Wayih muestran a una joven tía Samia algo desazonada. No aprobaba especialmente la boda de su hermano con la tía Wasila. Llevaba un vestido ridículo e iba mal maquillada; el cabello le caía largo y liso hasta los hombros. En la boda del tío Halim se la veía mayor y bastante satisfecha. En la de mis padres tenía un aspecto miserable, consecuencia de la soltería libanesa. Un día el abuelo pareció despertar del estupor y percatarse de que su hija de treinta y ocho años seguía soltera. Mi padre negaba la veracidad de esta versión de la historia. Decía que el tema de la falta de pretendientes de mi tía se había abordado a todas horas en el seno de la familia. Mi abuela debió de comentárselo a su marido en más de una ocasión, pero decía que nunca le había hecho caso: andaba demasiado ocupado hasta que, un día, la venda por fin se le cayó de los ojos.
—Si ningún hombre ha llamado a nuestra puerta —dijo a mi abuela—, tendremos que encontrar a uno.
Desde ese momento de epifanía, el abuelo dividió a los hombres en dos categorías: posibles yernos y no posibles yernos. Pero para el primer grupo apenas halló a un solo hombre.
El tío Akram era otro músico contratado por el bey, un percusionista para ser exactos. Tocaba el derbakeh libanés y lo hacía bien. Pero no era su talento con el tambor lo que le había conseguido el empleo con el bey. Al fin y al cabo, los percusionistas eran como setas en el monte. El auténtico talento del tío Akram radicaba en su narcolepsia, que el bey encontraba cómica. Sonaba el takht —un oúd, un violín, quizás un tocadiscos, y el derbakeh—, alguien cantaba y en mitad de la canción, el tambor se detenía. Al tío Akram se le caía la cabeza y se sumergía en el mar de los sueños. La banda dejaba de tocar o seguía sin él, en función del humor del bey o de su estado de sobriedad. Pero pararan o no, cuando el tío Akram volvía en sí se enganchaba de nuevo a la melodía en la misma nota que había tocado antes de dormirse. Eso nunca dejaba de despertar una corriente de hilaridad en el bey. El tío Akram nunca se figuró que era objeto de chanza y el bey prohibió que nadie se lo contara.
Mi abuelo abordó al tío Akram y le pidió que se casara con la tía Samia, que era mucho mayor que él. El abuelo endulzó la oferta con la promesa de hablar con su hijo Farid de un posible empleo, ya que por aquel entonces mi padre acababa de abrir el concesionario de coches. El abuelo insinuó que el tambor no era una profesión en la que pudiera confiarse para el futuro.
La abuela no creía que el tío Akram fuera un buen partido para su hija. Tampoco lo pensaba ésta ni sus hermanos. Y sin embargo todos se mostraron de acuerdo en que el tío Akram era un hombre decente.
Cuando yo nací, el tío Akram llevaba años trabajando en el concesionario y la tía Samia no se parecía en nada a las austeras, prácticas y hacendosas amas de casa que yo asociaba con la gente de las montañas. Ninguna de mis tías lo era. Siempre me pregunté cuándo se produjo la transformación. ¿Cuándo perdieron mis tías la piel reseca de las campesinas y la cambiaron por una reluciente piel de ciudad, aun conservando cierta aspereza en los resquicios? Ninguna de ellas había completado la secundaria, y no leían libros, así que deduje que el dinero o el lugar de residencia habían sido los catalizadores de la metamorfosis, pero a veces me preguntaba si no era sólo fruto de sus propias y singulares personalidades.
En 1985 mi padre fue trasladado de urgencia a Londres para someterse a un triple bypass. Mi madre y mi hermana fueron con él, por supuesto, y yo volé hasta allí desde Los Ángeles, donde vivía. Mi madre alquiló un apartamento en South Street, cerca de Park Lane. Convencida de que ninguna de las mujeres de mi padre cuidaría de él —ni mucho menos yo—, la tía Samia insistió en venir para ocuparse de todos nosotros.
—¿Qué hará Layla sin doncellas? No sabe cocinar, no sabe limpiar. No distingue una sartén de una olla. Y su hija es aún peor. ¿Cómo piensa cuidar de mi hermano? ¿Llevándole la contabilidad?
No entendía más idioma que el libanés y se había olvidado de las escasas canciones y palabras en inglés que había aprendido en el colegio. Era su primer viaje fuera de los confines del mundo árabe. Sin embargo, a su llegada a Londres lo único que me pidió fue que le escribiera la dirección del apartamento en un pedazo de papel para poder mostrárselo al taxista.
En esa época la tía Samia era una mujer robusta, fuerte y rolliza de sesenta y cinco años. Durante las primeras cuarenta y ocho horas, mientras preparaban a mi padre para la operación, ella se dedicó a aprovisionar la despensa. Encontró un supermercado y ella sólita compró todo lo que nos haría falta.
—Había una carnicería en medio del mercado —dijo, mientras ponía al tanto a mi padre de su expedición de compras—, pero todo estaba empaquetado. No podía comprar carne de plástico. Silbé para llamar la atención del carnicero, pero no sabía cómo se decía cordero, así que me puse a balar. «Be, be», y me entendió. Levanté un dedo y dije: «Kilo». Entonces cortó un pedazo de carne y lo envolvió, como si yo fuera un perro dispuesto a masticarlo. Le dije que no, e hice gestos con ambas manos para indicarle que lo quería cortado a pequeños trozos. Me preguntó: «¿Cortado?», y me enseñó el cuchillo. Le sonreí y se puso a cortar el kilo de carne en trozos más pequeños, pero no entendió que eran para cocinar. Así que le llamo y le digo: «Corta, corta, corta, corta, corta, corta, corta, corta», y al fin se enteró y conseguí que lo cortara como es debido. Aquí no entienden nada de cocina.
Cuando mi padre entró en el quirófano, mi madre me pidió que me llevara a mi tía a comer ya que la operación iba a durar al menos cuatro horas. Regresamos tres horas después. Desde la ventanilla del taxi vi a mi madre llorando detrás de las puertas de vidrio del hospital: se tapaba la cara con las manos, le temblaba el cuerpo. Mi hermana la abrazaba. El corazón se me cayó hasta los testículos. La tía Samia se apeó del taxi antes de que éste parara: grasa y músculos flácidos en zapatos de tacón.
—Hermano —gritaba—. Te han matado, hermano mío.
Salí corriendo del taxi detrás de ella. Mi madre, con la cara aún empapada de lágrimas, intentaba serenar a mi tía, que estaba sentada en el suelo del vestíbulo del hospital, deshecha.
—Se pondrá bien, Samia —decía mi madre—. Lloro de alivio, no de pena. La operación ha sido un éxito. Los médicos acaban de salir. Podremos entrar a verle en una hora.
Tuvo que pasar un momento para que la tía Samia asimilara la información y cambiara la expresión de su cara por otra de furia descontrolada.
—Me has asustado —masculló—. Me has quitado diez años de vida.
Mi madre retrocedió como si la hubieran abofeteado. Era raro verla desorientada. Lina se puso entre ellas y miró a mi tía con ojos gélidos. La tía Samia parecía afectada.
—Lo siento —dijo, inclinando la cabeza para mirar a mi madre a la cara, con mi hermana en medio—. Perdóname. Perdóname, por favor. No debería haber dicho eso.
Intentó incorporarse sin que Lina la ayudara. Mi madre la cogió del codo con amabilidad.
—Ha sido imperdonable. —La tía Samia rompió a llorar—. Tenía tanto miedo.
La convalecencia de mi padre en Londres duró dos semanas. Mi tía cocinaba y se ocupaba de la casa. Mi padre se sentía culpable al verla trabajar tanto y me pidió que la llevara al casino de Playboy, con su carnet de socio. Como a la mayoría de los libaneses, a mi tía le encanta jugar y sus ojos centellearon al enterarse de la noticia. Mi padre creyó que yo podría hacerme pasar por él sin problemas, ya que nadie pedía nunca identificación alguna. Se equivocó. Entregué la tarjeta al recepcionista y éste me preguntó si yo era Farid al-Jarrat. Al darse cuenta de que algo pasaba, mi tía embistió las puertas como si fuera una tanqueta y entró en el casino. Cuando por fin me dejaron entrar, después de explicarles quién era, la encontré sentada en la mesa de blackjack con un gin-tonic en las manos y haciendo señas al encargado de mesa para que le diera cartas.
—Y así —empezó Jacob—, cuando el loro hubo terminado la historia, se había hecho tarde y la dama no pudo acudir a su cita con el príncipe.
Fátima sintió una contracción y oyó el grito de la esposa del emir en la habitación contigua. Levantó la mano e interrumpió el cuento. Una criada entró en el cuarto, nerviosa.
—El emir desea informaros de que su esposa está de parto —le dijo.
Se paró, maravillada al ver a las cacatúas de colores en la estancia.
—Ya es la hora —dijo el loro Ismael.
—Espera —dijo Fátima—. Espera. Aún hay tiempo. Cuéntame cómo acaba la historia.
—El señor vuelve —anunció el loro Isaac.
—Sí, sí, ya lo sé —dijo Fátima—. La historia. La historia.
—Yo quería contar el cuento del derviche y las tres monedas —dijo el loro Job—. Es el más exquisito.
—Si por mí fuera —dijo el loro Noé—, yo te habría contado mi favorito: Aladino y la lámpara. Es el más sublime.
—Yo te habría contado la historia de cómo Abraham entró en el maldito Egipto y cómo ocultó a su hermosa Sara en un baúl.
—Dejaos de cuentos —dijo el loro Elías—. Ya llega el señor.
—No —insistió Fátima—. Tengo tiempo. Terminad.
—El loro cuenta noventa cuentos —dijo Ismael.
—Uno más —añadió Isaac—, uno menos. Y al final el mercader vuelve a casa. Advierte que la urraca no está y pregunta al loro qué ha pasado. El loro le pone al tanto de lo del príncipe, su esposa y los cuentos.
—El mercader, en un ataque de furia —dijo Jacob—, degüella a su esposa por sus engaños, y le retuerce el pescuezo al loro por haber sido testigo de su desgracia.
—Uf —exclamó Fátima.
—Observad la maravilla —dijo el loro Job.
—Maravillaos del milagro —dijo el loro Elías.
—Llega el señor —dijo el loro Isaac.
—Temblad —dijo el loro Ismael.
—¡Ayyy! —gritó Fátima.
Parte 2