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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • 280. Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • 281. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 282. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 285. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 286. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 287. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 288. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 289. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 290. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 291. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 292. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 293. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 295. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 297. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 298. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 299. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 306. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 308. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 309. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 310. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 311. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 312. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 313. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      1.5  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.3  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

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    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

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    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

    H
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    Reloj #

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    Prog.R.3

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    X
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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ▪1 ▪2 ▪3

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
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    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


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    EL ENIGMA DEL GATO GRANDE (Elizabeth Peters)

    Publicado en junio 27, 2010
    Al M.C. y a su principal lugarteniente,
    donde quiera que ellos (o él) estén.

    ARGUMENTO
    El Cairo, 1903. Amelia Peabody y su familia se disponen a iniciar una excavación en El Valle de los Reyes. Amelia ha soñado con un gato grande, señal egipcia de buena suerte, por eso no se alarma cuando recibe un misterioso mensaje: «Manténganse alejados de la tumba Veinte-A». Todo se complica en una fascinante aventura. Su hijo adolescente, Ramsés, y su pupila, Nefret, ayudan a una mujer americana que asegura estar siendo perseguida. En la tumba Veinte-A aparece una momia vestida de seda. Y, de pronto, la egiptóloga se topa con un laberinto de asesinatos macabros....

    Agradecimientos
    Aquellos lectores que están planeando visitar el Valle de los Reyes en un futuro cercano no deberían molestarse en buscar la tumba Veinte-A. Su ubicación se ha perdido, y no he podido convencer a ninguno de mis colegas egiptólogos de que la busquen. Hasta el Dr. Donald Ryan, quien recientemente volvió a excavar las tumbas Veintiuno y Sesenta, entre otras del Valle, mostró una extraña resistencia a mi idea. Sin embargo, me gustaría expresar mi agradecimiento por sus consejos y colaboración en otros muchos temas.
    Denis Forbes, editor de KMT, me permitió generosamente leer las galeradas de su próximo libro, Tumbas, Tesoros, Momias, que trata de los siete descubrimientos más impactantes realizados en el Valle de los Reyes. George Johnson me proporcionó innumerables fotografías y libros de referencia difíciles de encontrar. Estoy en deuda con la biblioteca Wilbour del museo de Brooklyn que me facilitó copias de libros descatalogados, y con el Dr. Raymond Johnson, director del Centro de Epigrafía del Instituto Oriental, quien me sugirió la manera de cometer un ataque mortal en el Templo de Luxor. Tuve que desechar todos sus excelentes consejos cuando no se adaptaban a la trama.

    Prefacio
    La editora tiene el placer de anunciar al mundo de los estudiosos de la literatura que recientemente ha salido a la luz una nueva colección de los escritos de Emerson. A diferencia de los diarios de la señora Emerson, no presentan una narrativa lineal, sino que son un conjunto variado que incluye cartas, fragmentos de diarios de personas todavía no identificadas y de manuscritos de origen igualmente desconocido.
    Se tiene la esperanza (algunos la tienen) de que una investigación más exhaustiva de la antigua mansión donde se encontró esta colección pueda proporcionar mate-rial adicional, incluyendo los volúmenes perdidos de los diarios de la señora Emerson. Sea como sea, la editora supone que en los años venideros estará volcada en la clasificación, cotejo, atribución y elaboración de la edición definitiva de todos estos curiosos fragmentos. Se cuestiona en la actualidad la importancia que muchos de ellos tienen en los diarios de la señora Emerson; determinar su lugar cronológico en la sucesión de los acontecimientos requerirá un intensivo análisis de los textos y el desplazamiento a lugares lejanos. Sin embargo, ciertas secciones de lo que la editora ha designado como «Manuscrito H» parecen encajar en la secuencia del presente volumen. La editora se complace en ofrecerlos en este momento.


    Capítulo 1
    A los maridos no les importa que les contradigan.
    De hecho, no conozco a ninguno a quien le moleste.

    —En verdad —dije— en estos días El Cairo está saturado de turistas, ¡y muchos de ellos no son precisamente muy educados! Me da pena ver cómo en un hotel de la categoría del Shepheard se permite que todos esos hombres se queden en la entrada, lanzando miradas insinuantes a las damas que ahí se hospedan. Es una conducta absolutamente escandalosa.
    Mi marido se quitó la pipa de la boca.
    —¿Te refieres a la conducta de los dragomanes o a la de las damas hospedadas? Después de todo, Amelia, estamos en el siglo XX y a menudo te he oído criticar el rígido código moral impuesto por Su difunta Majestad.
    —El siglo sólo tiene tres años, Emerson. Siempre he sostenido una firme creencia en la igualdad de derechos, pero algunos, por su condición, sólo deben ejercitarse en la intimidad.
    Estábamos tomando el té en la famosa terraza del Hotel Shepheard. El brillante sol de noviembre se veía levemente opacado por nubes de polvo formadas por las ruedas de los vehículos y los cascos de los burros y los camellos que pasaban a lo largo de Shari'a Kamel. Un par de corpulentos porteros montenegrinos, uniformados en escarlata y blanco, con pistolas sujetas en sus fajas, conseguían con discreto éxito proteger a los huéspedes del acoso de los vendedores de espanta-moscas, falsos escarabeos, postales, flores e higos, y de los dragomanes.
    Los turistas independientes a menudo contrataban a estos individuos para organizar sus viajes y supervisar a los sirvientes. Todos hablaban, a su manera, una o más lenguas europeas y se sentían muy orgullosos de su apariencia. Con sus elegantes galabiyyas y turbantes enrollados con esmero, o pañuelos del tipo que usaban los beduinos, tenían un aire romántico que resultaba muy atractivo para los visitantes extranjeros; en especial, por lo que había oído, para las señoras.
    Me fijé en una pareja que descendía de su carruaje y se aproximaba a la escalinata. Por su aspecto, sólo podían ser ingleses: el caballero lucía un monóculo y un bastón con empuñadura de oro, con el que ahuyentaba, irritado, a los vendedores harapientos que se apiñaban a su alrededor. La señora apretaba los labios y su nariz se elevaba en el aire, pero al pasar al lado de uno de los dragomanes, le lanzó una rápida mirada por debajo de su sombrero adornado con flores, y movió la cabeza, como asintiendo enfáticamente. El hombre se llevó los dedos a los labios, rodeados por la barba, y sonrió a la mujer. Me quedó claro, no así al distraído marido, que se había hecho o confirmado una cita.
    —Resulta difícil culpar a una señora por preferir a un tipo musculoso y bien formado como ése frente al típico marido inglés —dijo Emerson, que había observado el intercambio—. Ese hombre tiene la vitalidad de un obelisco andante. Imagina cómo es en la...
    —¡Emerson! —exclamé.
    Emerson me ofreció su sonrisa abierta e impertinente, y una mirada que me hizo recordar —si es que necesitaba algo para hacerlo— que no es un marido inglés convencional, ni en ese aspecto ni en ningún otro. Emerson descuella en la profesión que ha elegido, la Egiptología, así como en su papel de marido abnegado. Ante mis amantes ojos, tenía el mismo aspecto que aquel lejano día en el que lo conocí en una tumba en Amarna: espeso cabello negro, brillantes ojos azules, un cuerpo tan musculoso e imponente como el del dragomán, excepto por la barba, que se había afeitado a petición mía. La eliminación de la barba dejó al descubierto su pronunciado mentón y el hoyuelo que lo adornaba: un rasgo que proporcionaba una distinción adicional a su atractivo rostro. Como siempre, la sonrisa y su intensa mirada azul me tranquilizaron; pero aquel asunto no era el más apropiado para discutir en presencia de nuestra hija adoptiva (aunque yo lo hubiera iniciado).
    —Esa señora tiene buen gusto, tía Amelia —dijo Nefret—. Es el más guapo del grupo, ¿no crees?
    Me volví hacia ella, pensando con cierta benevolencia en la terrible costumbre musulmana de envolver a las jóvenes con velos negros de la cabeza a los pies. Ne-fret era una muchacha notablemente hermosa, con una cabellera rubio rojizo y ojos color del no-me-olvides. Yo podría haber afrontado las consecuencias de su belleza si se hubiera tratado de una joven inglesa con una educación apropiada a su clase, pero Nefret había pasado los primeros trece años de su vida en un oasis remoto del desierto de Nubia, donde había adquirido algunas opiniones más bien peculiares, lo que no es de sorprender. La habíamos rescatado y devuelto su herencia, la queríamos como a una hija. ¡No hubiera puesto tantas objeciones a semejantes opiniones si no
    * Véase The last Camel died at Noon, de la misma autora.
    las hubiera expresado en público!
    —Sí —continuó, pensativa —se puede comprender el atractivo de esos muchachos, tan elegantes y románticos con sus chilabas y turbantes; en especial para estas damas honestas y educadas que llevan una vida decente y aburrida.
    Emerson pocas veces presta atención a lo que no esté relacionado con la Egiptología, su profesión y pasión absorbente. Sin embargo, en los últimos años ciertas experiencias le habían enseñado a tener en cuenta lo que decía Nefret.
    —Románticos, ¡qué va! —gruñó, quitándose la pipa de la boca—. Sólo están interesados en el dinero y... ejem, en los otros favores que les ofrecen esas hembras tontas. Tú tienes demasiado sentido común como para interesarte por esa gente, Nefret. ¿Acaso también te parece decente y aburrida tu vida?
    —¿Con usted y la tía Amelia? —rió la joven alzando los brazos y la cara hacia el sol en una explosión de euforia—. ¡Ha sido maravillosa! Hacemos excavaciones en Egipto todos los inviernos y aprendo cosas nuevas, siempre en compañía de los seres a quienes más quiero: usted y la tía Amelia, Ramsés y David, la gata Bastet y...
    —¿Dónde diablos está? —Emerson sacó su reloj, lo examinó y frunciendo el entrecejo continuó—. Debería haber llegado hace dos horas.
    No se refería a la gata Bastet sino a nuestro hijo, Ramsés, al que no habíamos visto desde hacía seis meses. El año pasado, al terminar la temporada de las excavaciones, me había rendido finalmente a los ruegos de nuestro amigo, el jeque Mohammed.
    —Déjelo que venga conmigo —había insistido el inocente anciano—. Le enseñaré a montar, a disparar y a convertirse en un líder.
    Aquel programa me pareció algo poco habitual y en el caso de Ramsés, alarmante. Mi hijo cumpliría dieciséis años ese verano, y según las normas musulmanas, sería ya un hombre adulto. Esas normas, huelga decirlo, no eran las mías. La crianza de Ramsés me había llevado a creer en los ángeles de la guarda; sólo una intervención sobrenatural podía explicar cómo había llegado a su actual edad sin matarse ni ser asesinado por alguna de las innumerables personas a las que había ofendido. En mi opinión, lo que necesitaba era que lo civilizaran, no que le fomentaran el desarrollo de habilidades primitivas a las cuales ya se había aficionado demasiado. En cuanto a la idea de que Ramsés condujera a otros hombres a seguir sus pasos... me hacía estremecer.
    No obstante, Ramsés y su padre vencieron mis objeciones. El único consuelo que tuve fue que el amigo de Ramsés, David, le acompañaría. Me animó la esperanza de que este muchacho egipcio, que había sido prácticamente adoptado por el hermano menor de Emerson y su mujer, sería capaz de evitar que Ramsés se matara o que destruyera el campamento.
    Lo más sorprendente fue que llegué a echar de menos a mi hijo. Al principio disfruté de la paz y la tranquilidad, pero después de un tiempo se hizo aburrido. No hubo explosiones ahogadas provenientes del cuarto de Ramsés, ni alaridos por parte de las criadas nuevas que descubrían uno de sus ratones momificados, ni visi-tas de coléricos vecinos que se quejaban porque Ramsés había arruinado su día de caza al escaparse con el zorro, ni disputas con Nefret...
    Dos hombres se abrieron camino a través de la multitud y se acercaron a la terraza. Ambos eran altos y de espaldas anchas, pero ahí terminaba el parecido. Uno era un joven caballero de apariencia agradable, vestido con un traje de tweed de buen corte, que llevaba un bastón. Obviamente había vivido algún tiempo en Egipto, ya que su rostro estaba bronceado, con un atractivo color avellana. Su compañero llevaba una túnica blanca como la nieve y un tocado beduino que ensombrecía unos rasgos árabes típicos; espesas cejas negras, prominente nariz aguileña y finos labios enmarcados por un elegante bigote negro.
    Uno de los enormes guardias se adelantó como para interrogarlos. Un gesto del árabe le hizo retroceder y mirarlo atentamente. Los dos hombres comenzaron a subir las escaleras.
    —¡Bueno! —exclamé—. No sé adónde va a llegar el Shepheard. No deberían dejar que los dragomanes...
    Pero nunca llegué a completar la frase. Con un grito de júbilo Nefret saltó de su silla y echó a correr. En el trayecto perdió el sombrero. Se tiró encima del beduino. Durante unos instantes la única parte visible de su persona fue su cabeza rubia, el árabe había envuelto su delgado cuerpo con las mangas flotantes de su atuendo.
    Emerson, que seguía a Nefret de cerca, la apartó del beduino y comenzó a estrechar vigorosamente su mano. Nefret se volvió hacia el otro joven, quien alargó la mano. Riendo, la joven la ignoró y lo abrazó, como había hecho con Ramsés.
    ¿Ramsés? ¿Un joven? Nunca había sido un niño normal, pero hubo ocasiones (generalmente cuando estaba dormido) en que había parecido normal. El dormido querubín, con su melena de negros rizos y los pequeños pies desnudos que sobresalían inocentemente por el ruedo de su camisón blanco, se había convertido en esto, ¡en este hombre con bigote! Supuse que la transformación no había ocurrido de la noche a la mañana. En realidad, cuando pensé en ello, recordé que había ido creciendo y ganando altura año tras año, como es normal. En aquel momento era casi tan alto como su padre, alcanzaba el metro ochenta. Podría acostumbrarme a su altura. Pero al bigote...
    Confiada en que mi parálisis sería interpretada como una conducta digna, permanecí en mi silla. Emerson había olvidado de tal manera su habitual reserva británica que puso un brazo alrededor de los hombros de su hijo, con el fin de conducirle a donde yo estaba. La tez de Ramsés, de un moreno natural, se había oscurecido por la acción del sol y el viento, adquiriendo un tono más oscuro que el de su joven amigo egipcio. Su rostro era tan inexpresivo como siempre. Se inclinó y me dio el debido beso en la mejilla.
    —Buenas tardes, madre. Se la ve bien.
    —No puedo decir lo mismo de ti —repliqué—. Ese bigote...
    —Ahora no, Peabody —interrumpió Emerson—. Por Dios, se supone que estamos de celebración. Lo importante es que ambos han regresado sanos y salvos.
    —Y se han hecho esperar —dijo Nefret, que se sentó en la silla que David le ofrecía. Uno de los camareros le devolvió el sombrero; se lo puso descuidadamente en la cabeza y continuó—. ¿Habéis perdido el primer tren?
    —No, de ninguna manera —replicó David. Su inglés entonces era casi tan puro como el mío; sólo cuando estaba excitado aparecía algún vestigio de su árabe nativo—. Sin embargo, puede que el profesor y la tía Amelia reciban quejas de algunos de los pasajeros, pues la tribu nos hizo una despedida aparatosa: galoparon a los costados del tren disparando sus rifles. La gente que estaba en nuestro compartimento se tiró al suelo y una señora se puso histérica.
    Los ojos de Nefret brillaban de alegría.
    —Me gustaría haber estado allí. ¡Es una maldición, perdone, tía Amelia, es una injusticia! Si hubiera sido un muchacho podría haber ido con vosotros. Sin embargo, supongo que no me habría gustado mucho haber vivido seis meses como una mujer beduina.
    —No lo habrías encontrado tan sofocante como piensas —dijo David—. Me sorprendió la libertad de que gozan las mujeres de la tribu; en su propio campamento no llevan velo, y expresan sus opiniones con un candor que la tía Amelia aprobaría. Aunque puede que no aprobara la forma en que las jóvenes solteras expresan su interés en... —Se interrumpió bruscamente, lanzando una mirada avergonzada a Ramsés. El rostro de este último estaba tan imperturbable como siempre, pero no resultaba difícil deducir que le había hecho una señal a David, quizá dándole una patada bajo la mesa, para que se abstuviera de completar la frase.
    —Bueno, bueno —dijo Emerson—. ¿Entonces por qué llegasteis tarde?
    —Nos detuvimos en Meyer y Compañía, en el Muski —explicó Ramsés—. David quería un traje nuevo.
    David sonrió con timidez.
    —La verdad, tía Amelia, ninguno de los dos tenía ropa adecuada. No quise avergonzarla al aparecer con una vestimenta poco decente.
    —Uf—dije, mirando a mi hijo, quien impasible me devolvió la mirada.
    —¡Cómo si a nosotros nos importara! —exclamó Nefret—. ¡Dejarnos esperando durante horas, nerviosos y preocupados, por una razón tan tonta!
    —¿Estabas preocupada? —preguntó Ramsés.
    —¿Nerviosa y preocupada? ¡Yo no! Lo estaban el profesor y la tía Amelia... —Pero el ceño fruncido desapareció, al iluminarse su rostro con una deslumbrante sonrisa, y con su graciosa e impulsiva cordialidad, ofreció sus manos, una a cada muchacho—. Si queréis saberlo, os he echado desesperadamente de menos. Y ahora tendré que hacer de carabina; como habéis crecido tanto y estáis tan apuestos, todas las jovencitas os coquetearán.
    Ramsés, que había cogido su mano en la de él, la dejó caer como si quemara.
    —¿Jovencitas?
    ¡Cuán a menudo, querido lector, un pequeño incidente, aparentemente insignificante, es el comienzo de una cadena de sucesos que llega inexorablemente a un final trágico! Si a Ramsés no se le hubiera ocurrido aparecer con esa vestimenta llamativa; si la impulsiva bienvenida de Nefret no hubiera atraído todas las miradas; si Ramsés no hubiera levantado su voz de barítono en una respuesta indignada. .. Las consecuencias de estos pequeños sucesos nos conducirían a investigar uno de los casos criminales más desconcertantes y extraños en los que hemos intervenido.
    Por otra parte, es posible que de todas maneras hubiera sucedido lo mismo.

    * * *

    Ramsés recobró la compostura y Nefret, prudentemente, evitó más provocaciones. Los dos eran buenos amigos, cuando no se peleaban como niños mimados. Una petición de la joven terminó por suavizar las cosas.
    —¿Podrías convencer al señor Maspero de que me permita examinar algunas de las momias del museo? —preguntó—. Me evita desde hace días. Se podría pensar que le he propuesto algo ilegal o inmoral.
    —Probablemente se sintió escandalizado —dijo David, sonriente—. No puedes culparlo, Nefret; piensa que las mujeres son delicadas y aprensivas.
    —Le echaré la culpa si quiero. Le permite a tía Amelia hacer todo lo que desea.
    —Está acostumbrado a ella —dijo Ramsés-—. Iremos juntos a verlo, tú, yo y David. No podrá resistirse a los tres. ¿Qué momias en especial quieres ver?
    —La que más me interesa es la que encontramos en la tumba de Tetisheri, hace tres años.
    —Dios mío —dijo David, que pareció también levemente escandalizado—. Puedo entender por qué Maspero... Quiero decir, Nefret, que debes admitir que se trata de una momia especialmente repugnante. Sin vendas, sin nombre, atada de pies y manos...
    —Enterrada viva —completó Nefret. Apoyó ambos codos sobre la mesa y se inclinó hacia delante. Un mechón de cabello dorado rojizo escapó de su peinado y se enroscó de forma atrayente sobre la frente; tenía las mejillas rojas por la excitación y sus ojos azules brillaban. Alguien que la estuviera observando podría imaginar que hablaba de moda o de chicos.
    —Es lo que pensamos. Quiero echarle otra ojeada. Sabed que cuando estabais dando vueltas por el desierto, yo estaba mejorando mi educación. El verano pasado hice un curso de anatomía.
    —¿En la Escuela de Medicina para Mujeres de Londres? —preguntó Ramsés con interés.
    —¿En qué otro lugar? —los azules ojos de Nefret relampaguearon—. Es la única institución de nuestra progresista nación donde una mujer puede recibir formación médica.
    —¿Pero eso es totalmente cierto? —insistió Ramsés—. Tenía la impresión de que en Edimburgo, Glasgow y hasta en la Universidad de Londres...
    —¡Demonios, Ramsés, siempre estás destruyendo mi retórica combatiente con tu pedante detallismo!
    —Te pido disculpas —contestó Ramsés, dócil—. Tu argumento, la injusta discriminación contra las mujeres en todos los campos de la educación superior, no se ve alterado por las pocas excepciones que he mencionado, y las dificultades para llegar a licenciarse y practicar la medicina son tan grandes, creo, como hace cin-cuenta años. Te admiro, Nefret, por persistir bajo condiciones tan adversas. Déjame decirte que estoy de tu parte y de las demás mujeres al cien por cien.
    Nefret rió y le apretó la mano.
    —Querido Ramsés, sé que lo estás. Estaba bromeando. ¡La misma doctora Aldrich-Blake me permitió asistir a sus clases! Ella piensa que tengo aptitudes...
    Complacida al verlos llevarse bien, yo seguía la conversación tan atentamente que no me di cuenta de que una joven se acercaba, hasta que habló. Pero no lo hacía con ninguno de nosotros, sino con su acompañante. Era imposible evitar oírla, se habían detenido cerca de nuestra mesa, y su voz era chillona.
    —¡Te dije que me dejaras en paz!
    Yo no me había fijado que se acercaba, pero Ramsés sí debió hacerlo. Se puso de pie al instante. Se quitó la Kahafiya, en demostración de cortesía, algo que no había hecho ante los miembros femeninos de su familia, y dijo:
    —¿Puedo ayudarla?
    La joven se volvió hacia él, suplicando con las manos.
    —Oh, gracias —musitó—. Por favor, ¿puede hacer que se retire?
    Su acompañante la miró con asombro. Una mandíbula prominente y una nariz torcida estropeaban su cara, que por lo demás era agradable. Estaba bien afeitado, tenía los ojos grises y el pelo color castaño no muy oscuro.
    —Mira, Dolly... —comenzó, y alargó la mano.
    No creo que tuviera intenciones de agarrarla, pero no lo pude averiguar. Ramsés lo atrapó por la muñeca. El movimiento pareció no requerir esfuerzo, aparentemente lo agarraba sin fuerza, pero el muchacho gimió y dobló las rodillas.
    —Dios mío, Ramsés —exclamé—. Suéltalo de inmediato.
    —Muy bien —dijo Ramsés. Aflojó su mano, pero debió hacer otro movimiento que no llegué a ver, pues el muchacho se sentó en el suelo de golpe.
    La humillación ejercida contra los jóvenes es un arma más efectiva que el dolor físico. El muchacho se puso de pie y retrocedió, pero no antes de lanzar a Ramsés una mirada amenazante.
    Suponía que Ramsés era el responsable, por supuesto. Al ser un hombre, era demasiado ingenuo como para darse cuenta, como lo hice yo, de que la joven había provocado deliberadamente el incidente. Ella posó sus delicadas manos sobre el brazo de Ramsés, y echó la cabeza hacia atrás para poder mirar con admiración a su salvador. Una masa de rizos tan rubios que casi parecían blancos enmarcaba su rostro. Iba vestida según los últimos dictados de la moda. Pensé que tendría veinte años, quizá menos. Las jovencitas americanas (por su acento revelaba su nacionalidad) son mucho más sofisticadas y consentidas que las inglesas. Tampoco dudé de que aquella señorita tuviera padres adinerados. Iba cubierta de diamantes, lo que era muy poco apropiado para su edad y para ese momento del día.
    —Permítame que le presente a mi hijo, señorita Bellingham —dije—. Ramsés, puede que la señorita Bellingham se sienta indispuesta después de su terrible experiencia, sugiero que le ofrezcas una silla.
    —Gracias, señora, me encuentro bien —respondió y me dirigió su sonrisa de hoyuelos. Tenía un rostro agraciado, sin rasgos particulares a no ser por unos ojos muy grandes, marrones y tiernos, que contrastaban llamativamente con su pelo rubio platino.
    —La conozco, naturalmente, señora Emerson. Usted y su marido están en boca de todo el mundo en El Cairo. Pero, ¿cómo sabe el nombre de una personilla insignificante como yo?
    —Conocimos a su padre la semana pasada —respondí. Emerson gruñó, pero no hizo ningún comentario—. Mencionó a su hija y se refirió a ella como «Dolly». Un apodo, según creo.
    —Como «Ramsés» —dijo la insignificante personilla, y le ofreció su mano enguantada—. Es un placer conocerlo, señor Emerson. También había oído hablar de usted, pero no tenía idea de que fuera tan... Gracias. Le aseguro que valoro su caballerosidad.
    —¿No se sienta con nosotros? —pregunté, como lo establecía la cortesía—. Y permítame que le presente a la señorita Forth y al señor Todros.
    Su mirada pasó por encima de David como si éste fuera invisible y se fijó, brevemente, en el rostro serio de Nefret.
    —¿Cómo están? Lo lamento pero no puedo quedarme. Aquí llega papá, tarde como siempre. ¡El hombre terrible! Me armará un escándalo si lo hago esperar.
    Después de dedicarle a Ramsés una última mirada lánguida, se retiró.
    El hombre que la esperaba en lo alto de la escalinata vestía una levita anticuada y un fular blanco. Puesto que su rango militar, como se me había informado, procedía de sus años de servicio en las fuerzas del Sur durante la Guerra de Secesión americana, debería tener al menos sesenta años, pero su apariencia era la de un hombre más joven. De porte firme, tenía piernas delgadas de jinete y su pelo blanco, más largo de lo que estaba de moda, brillaba como un yelmo de plata. Su cuidada barba y su bigote me recordaban a unas fotografías del general Lee que había visto, y supuse que cultivaba deliberadamente el parecido.
    Sin embargo, la benevolencia que emanaba del rostro de aquel héroe de la Confederación no se apreciaba en la cara del Coronel. Debía haber observado el en-cuentro, o parte de él; nos dirigió una larga mirada antes de ofrecer el brazo a su hija y alejarse.
    —Interesante —dijo Ramsés, al volver a sentarse—. Por su reacción al mencionar su nombre, me parece que su primer encuentro con el coronel Bellingham no fue muy amistoso, padre. Exactamente, ¿qué provocó su enfado?
    —El hombre tuvo la audacia de ofrecerme un puesto como lacayo. Es otro aficionado con dinero que se divierte simulando ser arqueólogo —respondió Emerson de forma contundente.
    —Bueno, Emerson, sabes que no era ése su objetivo verdadero —comenté. Su ofrecimiento de financiar nuestro trabajo (un error por su parte, lo confieso) parecía más bien un soborno. Lo que le preocupaba realmente era...
    —Amelia —dijo Emerson, respirando afanosamente a través de la nariz—. Te dije que me niego a discutir el tema. Mucho menos delante de los niños, por cierto.
    —¿Pos devant les enfants? —preguntó Nefret con ironía—. Querido profesor, ya no somos «enfants», y apuesto a que puedo adivinar lo que quería el Coronel. ¡Una acompañante, o gobernanta, o niñera para esa muchacha con cara de muñeca! Seguro que la necesita.
    —Según el Coronel, lo que necesita es un guardaespaldas —dije.
    —¡Peabody! —rugió Emerson.
    Uno de los camareros dejó caer la bandeja que llevaba y todos los que estaban cerca cesaron de hablar y se dieron la vuelta para mirar.
    —No tiene sentido, Emerson —dije con calma—. Nefret dice la verdad; sabe lo que buscaba el Coronel, si bien cómo lo ha adivinado es algo en lo que no deseo indagar. Escuchar a escondidas...
    —Es tremendamente útil a veces —afirmó Nefret, brindándole a Ramsés una sonrisa de camaradería, a la que él respondió curvando levemente sus labios, su manera de sonreír—. No me regañe, tía Amelia, no estaba escuchando a escondidas. Se me ocurrió pasar por el salón cuando usted estaba hablando con el Coronel y no pude evitar oír los comentarios del profesor. No fue difícil deducir cuál podía ser el tema de la conversación. Pero no puedo creer que esa boba esté en peligro.
    —¿Por causa de quién? —preguntó Ramsés—. ¿Del muchacho que estaba con ella? No lo creo.
    —No creo que sea por él —respondió Nefret—. El coronel Bellingham dijo que no podía conservar una asistente femenina para su hija; tres de ellas cayeron enfermas o se lesionaron en circunstancias misteriosas. En el último caso, afirmó, el conductor de un carruaje trató de atrapar a Dolly, y la hubiera introducido en el vehículo si su criada no lo hubiese impedido. Negó conocer quién podría ser el responsable, o explicar por qué querrían secuestrar a la querida Dolly.
    —¿Para pedir rescate? —sugirió David—. Deben ser muy ricos; ella llevaba una fortuna en diamantes.
    —Por venganza —dijo Ramsés—. Puede que el Coronel tenga enemigos.
    —Por un amor frustrado —murmuró Nefret, con voz dulzona.
    El puño de Emerson se estrelló contra la mesa; como esperaba que esto sucediera, tuve tiempo de coger la tetera en el momento en que se tambaleó.
    —Ya es suficiente —exclamó mi marido—. Éste es exactamente el tipo de conversación vana e irrelevante con la que se solaza esta familia, ¡con mi única excepción! Me importa un pepino que toda la población criminal de Charleston, Carolina del Sur, y de El Cairo, Egipto, ande tras la muchacha. Aun en el caso de que no todas fueran suposiciones insensatas, ¡no es nuestro problema! ¡Guardaespaldas, por favor! Cambiemos de tema.
    —Por supuesto —dijo Nefret—. Ramsés, ¿cómo lo hiciste?
    —¿El qué? —Miró la mano delgada que había extendido la chica—. Oh. Eso.
    —Enséñame.
    —¡Nefret! —exclamé—. Una señorita no debería...
    —Me sorprende que tome esta actitud, madre —continuó Ramsés—. También se lo enseñaré a usted, si lo desea; es un truco que puede resultarle útil, en vista de su costumbre de precipitarse... Ejem, hum... Bueno, se trata simplemente de presionar ciertos nervios.
    Cogió la muñeca de Nefret y la levantó para que pudiéramos ver dónde ponía los dedos.
    —Tu muñeca es muy delgada para que yo pueda asirla bien, como haría con la de un hombre —dijo Ramsés—. El pulgar aprieta aquí, el índice aquí; y...
    Un pequeño gemido escapó de los labios de Nefret e inmediatamente Ramsés la soltó y le cogió la mano.
    —Te pido perdón, Nefret. Me esforcé por ejercer la menor presión posible.
    —Ja —dijo Nefret—. Déjame probar contigo.
    Casi de inmediato la muchacha se estaba riendo y, lamento decirlo, soltando maldiciones mientras intentaba sin éxito, duplicar la fuerza de su presión.
    —Tus manos, como me temía, son demasiado pequeñas —dijo Ramsés, mientras se sometía con docilidad a los apretones—. Yo sería el último en negar que una mujer puede igualar a un hombre en todo excepto en tamaño físico y fuerza, pero debes admitir... ¡Maldita sea!
    Nefret tomó su mano entre las suyas y la acercó a los labios.
    —Vale, le di un beso y ya pasó.
    David soltó una carcajada.
    —Bravo, Nefret. ¿Qué hiciste?
    —Se trata simplemente de presionar ciertos nervios —dijo Nefret con coqueta timidez, mientras Ramsés examinaba su muñeca, dolorido. Hasta desde donde yo estaba sentada se podía ver la marca de las uñas de Nefret.
    —Ya es suficiente —dije con severidad; y apunté mentalmente que más tarde debía pedirle a Nefret que me enseñara cómo había localizado los puntos vulnerables. Se necesitaba algo más que un casual apretón de uñas para provocar un grito de dolor en Ramsés—. Debemos regresar a la dahabiyya.
    —Sí, volvamos a casa, donde podremos estar juntos y cómodos —dijo Nefret, poniéndose en pie—. ¡Qué descorteses son estas personas! Todos tienen sus miradas fijas en nosotros. Quiero quitarme este vestido ridículo y ponerme mis pantalones.
    —Te queda muy bien —dijo David, galante.
    —Es muy incómodo —gruñó Nefret e insertó uno de sus finos dedos en el alto cuello de encaje.
    —No llevas corsé —-comentó Ramsés, mirándola de arriba abajo.
    —Ramsés —dije con cansancio.
    —Sí, madre. Nos adelantaremos y cogeremos un coche, ¿de acuerdo?
    Se fueron cogidos del brazo; Nefret estaba entre los dos muchachos. No podía culpar a la gente por mirarlos con atención; formaban un trío apuesto e inusual. Los muchachos tenían casi la misma altura; sus melenas de pelo negro rizado podían hacerles pasar por hermanos. Ambos se habían vuelto para observar a Nefret, cuya dorada cabellera apenas les llegaba a las orejas. Mientras sacudía la cabeza y sonreía, recogí el sombrero del suelo, donde Nefret lo había tirado, y cogí el brazo que Emerson me ofrecía.
    Cuando los alcanzamos, observé cierto ajetreo. Un coche nos esperaba; Nefret y David ya ocupaban sus asientos, pero Ramsés había entablado conversación con el conductor, que resultó ser un conocido. Tanto él como su padre tenían extraños conocidos por todo Egipto, y muchos de ellos eran la clase de individuos que una persona respetable no se molestaría en tratar. El conductor alababa, con la exageración propia de los árabes al hablar, el cambio de aspecto de Ramsés.
    —¡Alto, apuesto y valiente, como tu admirado padre! ¡Con fuertes brazos cuando golpeas con los puños! Complaces a las mujeres con tu...
    En este punto, Emerson, cuya cara estaba algo roja, cortó los cumplidos con una frase descortés. Se había reunido una pequeña multitud; tuvo que alejar a una cantidad de viejos conocidos para poder conducirme al coche. Apenas había colocado el pie en el estribo cuando Emerson repentinamente me soltó el brazo y se dio la vuelta, llevándose la mano al bolsillo.
    —¿Quién hizo eso? —ladró y repitió la pregunta en árabe.
    La mano de David me contuvo y me hizo entrar al carruaje, dejándome con cuidado en el asiento entre él y Nefret. Al mirar hacia atrás, vi que el público de mendigos, vendedores y admirados turistas se había retirado muy rápidamente. El poder de la voz de Emerson, así como su dominio de las invectivas, le habían valido el título de «Padre de las Maldiciones» y su iracunda pregunta podría haberse oído a cuarenta metros.
    Sin embargo, nadie respondió. Después de un momento, Emerson dijo:
    —¡Al diablo con eso! —y subió al coche.
    Ramsés lo siguió, pues se había quedado atrás para completar una transacción financiera, o eso creí, con uno de los vendedores de flores. Al sentarse al lado de su padre, nos ofreció un hermoso ramillete de flores a mí y a Nefret, y luego se dedicó a destruir el efecto de aquel bello gesto ignorando nuestros agradecimientos.
    —¿Qué hizo ese hombre? —preguntó a su padre.
    Emerson sacó de su bolsillo un papel arrugado. Lo escudriñó un momento, exclamó: «¡Bah!» y lo hubiera tirado si no llego a quitárselo de las manos.
    El mensaje estaba escrito con letra temblorosa, obviamente para disimular. Decía: «Manténgase alejado de la tumba Veinte-A».
    —¿Qué significa esto, Emerson? —pregunté.
    Él ignoró la pregunta.
    —Ramsés, ¿vio Yussuf al hombre que metió el papel en mi bolsillo? Supongo que la razón principal por la que le compraste flores fue para interrogarlo.
    —No, señor —espetó Ramsés con un tono de superioridad moral—. La razón principal fue complacer a mi madre y a mi hermana. Sin embargo, durante la transacción hice algunas preguntas a Yussuf, ya que fue él quien estuvo más cerca de usted; por su exclamación y el gesto de asombro pensé que quizá algún individuo había intentado robarle la cartera o...
    Durante los últimos años, Ramsés había estado tratando de superar su desgraciada tendencia a la verborrea, pero tenía recaídas ocasionales.
    —Cállate, Ramsés —dije automáticamente.
    —Sí, madre. ¿Puedo ver la nota?
    Se la pasé.
    —Qué extraño —murmuró Nefret—. ¿Qué significa, señor?
    —Que me cuelguen si lo sé —respondió Emerson.
    Sacó la pipa y comenzó a llenarla. Me incliné hacia delante.
    —Emerson, te comportas deliberadamente de forma enigmática y provocativa, por no decir misteriosa. Estás exagerando tu costumbre de ocultarnos cosas, en especial a mí. Sabes perfectamente bien...
    —Es una amenaza —exclamó Nefret—. O una advertencia. Oh, te ruego que me disculpes por la interrupción, tía Amelia; me dejé llevar por el entusiasmo. ¿A qué tumba se refiere, profesor? ¿Es una de las que se proponía excavar este año?
    Todos esperamos la respuesta de Emerson conteniendo la respiración. Uno de sus hábitos más irritantes consistía en mantener en secreto, hasta el último instante, el sitio de nuestras futuras excavaciones.
    No me lo había confiado siquiera a mí. En ese momento tampoco lo hizo.
    —Esperemos hasta la noche para conversar sobre el tema —dijo con frialdad—. No quiero embarcarme en público en una discusión embarazosa y altisonante.
    La indignación me dejó momentáneamente sin aliento. La voz de Emerson es más grave que la de todos nosotros, y él es el primero en embarcarse en una discusión. Sus palabras hipócritas me sacaron de quicio.
    David, siempre conciliador, me escuchó contener el aliento y, afectuoso, me puso un brazo alrededor de los hombros.
    —Sí, dejemos ese asunto para más tarde. Cuénteme qué tal la tía Evelyn, el tío Walter y los niños; ha pasado mucho tiempo desde que supe algo de ellos.
    —Te envían saludos cariñosos, por supuesto—repliqué—. Evelyn te escribió todas las semanas, pero no creo que hayas recibido muchas de sus cartas.
    —El correo no llega con regularidad en el desierto —dijo David con una sonrisa—. Los he echado mucho de menos. ¿No han cambiado de parecer en cuanto a viajar esta temporada?
    —Alguien tenía que quedarse en Londres para supervisar la preparación del volumen final de la publicación sobre la tumba Tetisheri —expliqué—. Es el volu-men de las láminas, sabes, y ya que Evelyn ha sido la responsable de las ilustraciones, quería estar segura de que fueran reproducidas adecuadamente. Walter está trabajando en el índice de objetos e inscripciones.
    David solicitó más información acerca de su familia adoptiva. Era el nieto de nuestro Rais, Abdullah, pero había sido prácticamente adoptado por el hermano de Emerson, Walter, y pasaba los veranos con sus hermanastros, aprendiendo inglés y egiptología, y el cielo sabe qué más; se trataba de un joven extremadamente inteligente que absorbía los conocimientos como una esponja absorbe el agua. Era también un artista de talento; cuando lo conocimos estaba fabricando antigüedades falsas para uno de los villanos más importantes de Luxor, de cuya desafortunada influencia pudimos rescatarlo*. Sus padres habían muerto, y sus sentimientos hacia Evelyn y Walter eran los de un hijo abnegado y agradecido.
    Tal como David había supuesto, el tema nos mantuvo entretenidos el resto del trayecto, si bien Ramsés permaneció en silencio, lo cual no era usual en él; Nefret intervino menos de lo que le hubiera gustado y Emerson se movió nerviosamente, jugueteando con irritación con la corbata que yo había insistido que usara. Cuando la dahabiyya apareció ante nosotros, emitió un profundo suspiro, se quitó el molesto adminículo y se desabrochó el primer botón de la camisa.
    —Hace demasiado calor para ser noviembre —declaró—. Estoy totalmente de acuerdo con Nefret; quiero quitarme esta incómoda vestimenta. Date prisa, Peabody.
    Deduje, por el uso afectuoso de mi apellido de soltera, y la mirada reveladora que me dedicó, que también podría querer algo más. Pero me demoré un momento después de que él me ayudara a bajar del carruaje, para echar un vistazo orgulloso y tierno a la barca, nuestro hogar flotante, como yo lo llamaba.
    Emerson había comprado la dahabiyya unos cuantos años atrás. Fue una de sus demostraciones de afecto más romántica y conmovedora, pues no le gusta navegar; había hecho la adquisición por mí, y yo, cada vez que veía la Amelia, como había bautizado a la barca, sentía que mi corazón se henchía. Los airosos navíos, que en la antigüedad habían constituido el método preferido para viajar por el Nilo, hacía ya tiempo que habían sido reemplazados por los vapores y el ferrocarril, pero nunca dejaré a un lado mi lealtad hacia ellos como tampoco olvidaré ese maravilloso primer viaje, durante el cual Emerson me pidió que fuera suya.
    La tripulación y el servicio, liderados por el capitán Hassan, nos esperaban en lo alto de la escalerilla. Después de saludar a los muchachos, que volvían, y de que David y Ramsés devolvieran las atenciones, este último recorrió la cubierta con la vista.
    —¿Dónde está la gata Bastet? —preguntó.
    Miré a Nefret. Ella se mordió el labio e inclinó la cabeza. Ninguno de nosotros había deseado que llegara este momento. Nefret había mantenido una íntima relación con la matriarca de nuestro amplio clan de felinos, pero no tan íntima como la de Ramsés; Bastet había sido su compañera, y de acuerdo con los egipcios más supersticiosos, también y durante muchos años, su pariente felino. Sin duda, habría estado entre los primeros en venir a saludarlo.
    * Véase The Hippopotamus Pool, de la misma autora.
    Al darme cuenta de que Nefret no tenía valor suficiente como para darle la noticia, me aclaré la garganta.
    —Lo lamento, Ramsés —dije—. Lo lamento mucho, de veras. Nefret te escribió, pero es evidente que la carta nunca llegó a tus manos.
    —No —dijo Ramsés con una voz fría y sin expresión—. ¿Cuándo ocurrió?
    —El mes pasado. Había vivido muchos años para ser una gata, Ramsés; ya era adulta cuando la encontramos, lo sabes, y eso fue hace mucho tiempo.
    Ramsés asintió. No se le había movido ni un músculo de la cara.
    —Soñé con ella una noche del mes pasado. No sé la fecha exacta.
    Yo empecé a hablar y él me interrumpió con un movimiento de cabeza.
    —En un campamento beduino no se lleva una cuenta exacta del tiempo. Qué extraño. Para los antiguos egipcios, soñar con un gato grande significaba buena suerte.
    —La muerte fue rápida y sin dolor. —Nefret puso cariñosamente una mano sobre su brazo—. La encontramos acurrucada, como si estuviera durmiendo, al pie de tu cama.
    Ramsés se dio la vuelta abruptamente.
    —Estoy seguro de que mi madre preferirá verme con ropa civilizada. Me cambiaré enseguida. Discúlpenme.
    Se alejó con la amplia túnica ondeando tras él.
    —Te dije que no haría un drama, Nefret —dije—. No es una persona sentimental. Creo, sin embargo, que justo antes que se diera la vuelta vi un destello de lágrimas en sus ojos.
    —Te lo imaginaste —respondió Emerson con voz ronca—. Vosotras las mujeres sois las más sentimentales. Los hombres no lloran por un gato.
    Buscó en su bolsillo, sacó un pañuelo, lo miró con alguna sorpresa (su pañuelo casi nunca está donde se supone que debe estar) y se sonó vigorosamente la nariz.
    —Sabes, era sólo una gata.
    Emerson debía tener razón, porque cuando Ramsés se nos unió poco después en el salón saludó con perfecta compostura a nuestro otro gato egipcio, Anubis.
    Anubis devolvió el saludo con una compostura parecida; más grande y de color más oscuro que la lamentada Bastet, no tenía un carácter amigable. Al resto nos toleraba, pero guardaba su afecto, poco o mucho, para Emerson.
    —La ropa me está pequeña, madre —comenzó Ramsés.
    —Eso que llevas te queda bastante bien —dije. Llevaba pantalones de franela y una camisa sin cuello como las que usaba su padre en las excavaciones, un conjunto que, en mi opinión, no era en absoluto conveniente para un arqueólogo famoso. Ninguno de mis razonamientos logró convencer a Emerson de adoptar un atuendo más decente, y como es natural, ambos muchachos insistían en imitarlo.
    —Estas prendas son de David —dijo Ramsés.
    —No necesitas darme las gracias —dijo David con una sonrisa. Cuando encontramos al muchacho, los malos tratos y la falta de alimentos lo hacían parecer más joven que Ramsés, pero en realidad era dos años mayor; luego, una alimentación adecuada, junto a cuidados afectuosos, le hicieron crecer como la mala hierba. El invierno anterior medía varios centímetros más que Ramsés; en ese momento me di cuenta, con una mezcla de emociones dispares, que la ropa del año pasado resultaba un poco pequeña para mi hijo.
    —Ese bigote —comencé.
    —¡Maldición, Peabody! —gritó Emerson—. ¿A qué se debe esa obsesión con el vello facial? ¡Primero mi barba, y ahora el bigote de Ramsés! Toma tu whisky como una dama y deja de importunar al niño... eh... chico... eh... muchacho.
    Ramsés aprovechó al instante aquel noble intento de defender su bigote.
    —Ya que he dejado de ser un niño... —comenzó a decir, mirando mi whisky con soda.
    —De ninguna manera —dije con firmeza—. El alcohol no conviene a los jóvenes. El whisky impedirá... hum... tu crecimiento.
    Ramsés me miró, desde su altura. Las comisuras de su boca apenas si se curvaron hacia arriba. Tenía la suficiente sensatez como para no proseguir con el tema, y estaba a punto de sentarse en una silla cuando Nefret entró. Yo había pensado que se pondría sus ropas de trabajo, parecidas a las mías: pantalones y una blusa, con una chaqueta larga y holgada; pero llevaba un reluciente vestido de seda verde claro bordado en oro y pedrería. Era el regalo de un admirador, pero nunca se lo había puesto, como tampoco aquellos pendientes de piedras preciosas. Se acurrucó en el diván, puso los pies, calzados con escarpines, debajo de su cuerpo y colocó en su regazo al gato que llevaba.
    —Me he vestido en vuestro honor —anunció, sonriendo a los muchachos.
    Visiblemente deslumbrado, David la miró con la boca abierta. La mirada de Ramsés pasó por encima de ella y se clavó en el gato.
    —¿Cuál es éste? —preguntó.
    A través de los años, Bastet había tenido muchos gatitos, pero dado que los padres eran felinos locales, sus crías habían lucido una asombrosa variedad de colo-res y formas. Su última camada, producida con la cooperación de Anubis, se pareció a sus padres de forma notable: eran gatos largos, con buenos músculos, de pelo corto manchado de marrón y pardo claro. Tenían orejas grandes.
    —Ésta es Sekhmet —replicó Nefret—. Era sólo una pequeña gatita cuando la visteis por última vez, pero ahora...
    —Suficiente —dijo Ramsés—. Padre, ¿nos contará ahora cuáles son sus planes? Creo que usted quería en su próximo proyecto investigar las tumbas menos conocidas del Valle de los Reyes, las que no están inscriptas y no son reales. Algunos podrían considerar que se trata de una opción inusual para un científico de su categoría, pero como estoy familiarizado con sus opiniones acerca de las excavaciones, no me sorprende que emprenda ese rumbo.
    Emerson le dirigió una mirada recelosa.
    —¿Cómo has llegado a esta conclusión?
    Ramsés abrió la boca. Me apresuré a intervenir.
    —No se lo preguntes, Emerson, o nos lo dirá. Explícalo tú. Confieso que soy incapaz de comprender por qué quieres concentrar tu formidable talento en una tarea que no puede producir resultados significativos, ni en términos históricos ni en volumen de objetos valiosos...
    Mi voz se apagó. Emerson había vuelto su mirada hacia mí.
    Las únicas personas que no sentían un temor reverencial a la voz poderosa y a la fortaleza casi sobrehumana de Emerson eran los miembros de su propia familia. Él lo sabía, y a menudo se quejaba por ello; de manera que de tiempo en tiempo me gustaba simular que me sentía intimidada.
    —Sigue, cariño —le rogué, como pidiendo disculpas.
    —Ejem —empezó Emerson—. No sé por qué te sorprendes, Peabody. Conoces mis opiniones acerca de las excavaciones científicas. Desde un comienzo, la arqueo-logía en Egipto ha sido un asunto azaroso y descuidado.
    En los años recientes se han visto algunas mejoras; sin embargo, gran parte del trabajo que se realiza resulta todavía escandalosamente inadecuado, y en ningún lugar esta situación es más evidente que en el Valle de los Reyes. Todo el mundo quiere encontrar tumbas reales. Corren de sitio en sitio, hurgando y cavando, abandonando una excavación tan pronto como se cansan de ella, ignorando los fragmentos rotos a menos que encuentren un cartucho real. Ninguna de las tumbas más pequeñas y que no están inscriptas han sido estudiadas, medidas y registradas adecuadamente. Es lo que me propongo hacer. Será un trabajo duro y tedioso, poco excitante y posiblemente improductivo. Pero nunca se sabe: en el peor de los casos tendremos un registro definitivo.
    El cielo se teñía de carmesí y púrpura, y desde una mezquita ubicada en un distrito cercano nos llegaba la alta y pura voz del muecín que llamaba a la oración: «¡Dios es grande! ¡Dios es grande! No hay otro Dios más que Dios». Como si respondiera, el gato se levantó, se estiró y abandonó el regazo de Nefret por el de David, que comenzó a acariciarlo.
    —¿Así que Maspero no le dio permiso para buscar tumbas desconocidas en el Valle? —preguntó Ramsés.
    Supuse que Emerson se enfadaría ante esta pregunta cínica y acertada, según mi impresión. Pero en lugar de hacerlo, rió y se sirvió más whisky.
    —Has dado en el blanco, muchacho. Después de que Vandergelt decidió abandonar su concesión en el Valle, Maspero se la entregó a esa arrogante nulidad de Nueva York, Theodore Davis. Nuestro distinguido director de antigüedades encandilado con los aficionados ricos. En ningún caso hubiera considerado mi solicitud; está algo molesto conmigo en estos días.
    —No me sorprende —dije, alargando mi vaso—. Sobre todo después de que cerraste la tumba de Tetísheri, demoliste los escalones de la entrada y rehusaste darle la llave.
    —La perdí —dijo Emerson.
    —No, no lo hiciste.
    —No, no lo hice —dijo Emerson, enseñando los dientes—. Pero que me condene si permito al Service des Antiquités que abra la tumba a una horda de turistas. El humo de las velas y el magnesio de los flashes, los idiotas que rozan las pinturas y toquetean el yeso con las uñas...
    Un estremecimiento de verdadero horror recorrió su cuerpo.
    —Trabajamos demasiado para conservar y restaurar las pinturas. Qué diablos, ¡entregamos todo el contenido de la tumba al museo! ¿Por qué Maspero no se contenta con eso?
    —Estoy de acuerdo con usted, señor, por supuesto —dijo David—. Existe otro peligro, además; ya que si abren la tumba, no pasará mucho tiempo hasta que los hombres de Gurneh lleguen al lugar y comiencen a cortar trozos del yeso de los muros para venderlos a los turistas.
    —No sucederá mientras me quede aliento —murmuró Emerson—. Es una de las razones por la cual he decidido trabajar en Tebas en el futuro, así podré vigilar mi tumba. Nos pondremos en camino mañana.
    Un clamor general recibió este anuncio. Hasta el gato emitió un gemido lúgubre.
    —Imposible, querido —dije con calma.
    —¿Por qué? —preguntó Emerson—. Estamos aquí, listos para...
    —No estamos listos, Emerson. Dios santo, los muchachos acaban de llegar después de pasar seis meses en el desierto; a Ramsés le hace falta ropa nueva pues la vieja no le sirve, y sin duda a los dos hay que comprarles artículos de tocador, botas y algunas otras cosas. Si quieres quedarte en Luxor durante un tiempo indefinido, deberemos agrandar la casa que compramos hace dos años, y eso significa más muebles, más provisiones, más de todo. Y además...
    Me quedé sin aliento y Emerson dijo: —Y además, has planeado uno de tus malditos acontecimientos sociales. ¡Maldición, Peabody, sabes que los odio! ¿Cuándo?
    Era cierto que yo había planeado unas de mis famosas cenas, durante las cuales renovábamos viejas amistades con arqueólogos y nos poníamos al día con las noticias. Se habían convertido en un acontecimiento anual y me habían asegurado que todos los que asistían disfrutaban mucho. Emerson también disfrutaba; se quejaba sólo por costumbre.
    Sin embargo, las principales razones para postergar nuestra partida eran precisamente las que había aducido. El día siguiente lo pasamos atareados en la compra de provisiones y de ropa nueva para los chicos. Al menos yo estuve atareada. Ramsés consintió de mala gana que los fabricantes de botas y los sastres tomaran sus medidas; después, él y David salieron juntos, según dijeron, para terminar las compras. Cuando volvieron a la dahabiyya esa noche, el estado polvoriento y arrugado de su vestimenta sugería con fundamento que habían estado vagabundeando por las estrechas callejuelas de la ciudad vieja. Los dos olían a tabaco.
    Se escabulleron antes de que pudiera darles el sermón que les tenía preparado, con la tonta excusa de que era tarde y querían lavarse y cambiarse antes de la cena. Exasperada, recurrí a Emerson, que estaba bebiendo plácidamente su whisky y acariciando al gato. El felino era Sekhmet, que había desalojado fríamente a su pa-dre, Anubis, de la rodilla de Emerson para ocupar su lugar. Anubis, gruñendo levemente, se había ido a un rincón, malhumorado.
    —Emerson, debes hablar con ellos. Sólo Dios sabe dónde han ido hoy, y sospecho que fumaron cigarrillos.
    —Nos podemos considerar afortunados si es todo lo que han estado fumando —dijo Emerson—. A mí tampoco me gusta que los jóvenes fumen. —Hizo una pausa para llenar su pipa—. Pero los cigarrillos no son tan nocivos como el hachís.
    —No olí a hachís en su ropa —admití.
    —¿O alguna otra cosa... ? —preguntó Emerson.
    —No sé a qué te refieres, Emerson. Es decir... ¡Dios santo! No estarás sugiriendo que hayan ido a... A estar con... Sólo son unos niños, no tienen edad para...
    —Bueno, Peabody, cálmate y escucha. Sé que es difícil para una madre afectuosa admitir que su bebé crece, pero no puedes seguir tratando a Ramsés como si fuera un niño. Ha llevado una vida muy poco corriente. Se podría decir que ha vivido entre dos mundos. En uno de ellos todavía es un estudiante; pero déjame decirte, Peabody, que chicos de su edad, aun en Inglaterra son bastante mayores como para... bueno, tú me entiendes. En Egipto, donde Ramsés ha pasado casi toda su vida, algunos de sus contemporáneos ya son esposos y padres. Las experiencias vividas el pasado verano seguramente afianzaron la influencia de este segundo mundo. Puedes estar segura de que el jeque le otorgó todas las responsabilidades y privilegios de un adulto.
    —¡Cielos! —exclamé—. No puedo creer que quieras decir... ¿Qué quieres decir?
    Emerson me palmeó la mano.
    —Quiero decir que Ramsés y David tienen ahora una edad en la que es más posible que escuchen mis consejos que los tuyos. Estoy convencido de que no carecen del suficiente sentido común o de la suficiente fortaleza moral como para alternar con esas pobres, desgraciadas mujeres de el Was'a, pero puedes estar tranquila porque hablaré de este asunto con ellos. ¿Qué tal si me dejas los sermones a mí, eh? Eso va también para ti, Nefret.
    —¡Oh, Dios mío! —exclamé. La muchacha había permanecido tan quieta que me olvidé de que estaba allí acurrucada en su lugar favorito del diván, leyendo; sino jamás hubiera permitido que Emerson se refiriera, aunque de manera sesgada, a un tema tan escandaloso.
    —Si creyera que alguno de los dos puede degradarse de tal manera, le daría algo más que sermones —dijo Nefret, fríamente.
    —No lo harán —dijo Emerson, mostrándose algo nervioso—. De manera que no os preocupéis. Ya es suficiente. No puedo creer que estemos hablando de tales asuntos.
    La llegada del mayordomo con el correo del día puso fin a la discusión, aunque no impidió que siguiera pensando en ella. Emerson clasificó las cartas y mensajes y me pasó las que estaban dirigidas a mí. Hizo lo mismo con Nefret.
    —Dos para ti, Ramsés —dijo cuando entraron los jóvenes—. Y una para David.
    La fragancia de aceite esencial de rosas, que no había detectado en las ropas de Ramsés, a Dios gracias, llegó en aquel momento hasta mí desde el coqueto sobre rosado que el muchacho tenía en la mano.
    —¿De quién es? —pregunté.
    —Toma otro whisky, Peabody —dijo Emerson en voz alta.
    Cogí la indirecta, y el whisky, y eché un vistazo a mis mensajes. Algunos eran invitaciones. Informé de ellas a Emerson, que me dijo que las rechazara todas, inclusive la última, la del coronel Bellingham.
    —No tengo intenciones de perder toda una velada con él y la tonta de su hija —gruñó Emerson.
    —Esta nota es de ella —dijo Ramsés—. Repite la invitación de su padre.
    En lugar de entregarme el papel, lo dobló y se lo guardó en el bolsillo. Sekhmet, que iba de regazo en regazo, había saltado del de Emerson al de David; luego se acomodó en la rodilla de Ramsés, quien la ignoró y abrió su segunda carta.
    —Nada de interés —anunció Nefret, dejando a un lado su correo—. Invitaciones que no aceptaré y una efusiva nota de Monsieur le Comte de la Roche que no contestaré.
    —¿Otra de las víctimas? —inquirió David; ya que así llamaban Ramsés y él a los admiradores de Nefret.
    —Desde que se conocieron en una fiesta la semana pasada le ha estado enviando flores y regalos —dije, frunciendo el entrecejo—. ¿No le has dado esperanzas, verdad, Nefret?
    —Por Dios, no, tía Amelia. Con esa barbilla huidiza que tiene.
    —Quizá deberías escribirle una nota formal, Emerson. Dile que sus atenciones no son bien recibidas.
    —Mmmm —dijo Emerson, quien estaba leyendo una carta de Evelyn que David le había pasado.
    —Iré al museo mañana —anunció Nefret—. Ramsés, dijiste que me... ¿Ramsés? ¿Qué pasa?
    —No pasa nada —dijo Ramsés lentamente. Sus ojos estaban fijos en la carta—. Sólo algo inesperado. Madre, ¿recuerda a la señora Fraser, que antes de casarse era la señorita Debenham?
    —Claro que sí, aunque han pasado años desde que nos vimos. ¿Esa carta... ?
    —Es de ella, sí. Está en Egipto, en El Cairo, para ser preciso.
    —¿Por qué te escribe a ti y no a mí?
    —No lo sé. Dice... Quizá sea mejor que lo leas tú misma.
    —¿Quién es la señora Fraser? —preguntó Nefret.
    Ramsés me entregó la carta y contestó a su hermana.
    —Una joven a quien nosotros, o mejor dicho, madre, salvamos de una acusación de asesinato hace unos años.* Se casó con uno de los otros sospechosos, un hombre llamado Donald Fraser.
    —¿Y vivieron felices y comieron perdices?
    —Aparentemente no —dije. Emerson me miraba con curiosidad; como es natural, el nombre había suscitado su interés—. ¡Qué carta tan extraña! Divaga mucho, es casi incoherente. Dice que nos vio ayer, en la terraza del Shepheard, pero no explica por qué no nos saludó en ese momento, o por qué solicita vernos con cierta urgencia.
    —¿A nosotros? —dijo Ramsés con suavidad.
    —Pues sí. Dice... —Leí en voz alta las frases significativas—. «El verlos nuevamente me trajo recuerdos de días pasados, y de una promesa que me hicieran entonces. Me pregunto si ustedes también la recuerdan. Por favor, ¿puedo verlos y hablar con ustedes? Mi esposo y yo nos alojamos en el Hotel Continental...»
    —Suficiente —dijo Ramsés—. Se puede referir a todos nosotros, pero, ¿no sugiere el contexto que se refiere a mí?
    —Así es —aceptó Emerson—. ¿Le hiciste alguna promesa, Ramsés?
    Ramsés dejó escapar una exclamación y apartó la mano del gato, que había cerrado sus garras alrededor de la muñeca del muchacho y lamía con entusiasmo sus dedos.
    —Repugnante —murmuró Ramsés y se limpió la mano en los pantalones.
    —Es una señal de afecto —dijo Nefret—. Muchas veces Bastet...
    —Esta criatura no lame, babea.
    Sekhmet se hizo una bola y miró con una admiración idiota a Ramsés, que siguió, irritado.
    —¿Qué hizo que le pusieras el mismo nombre que la diosa de la guerra? El animal demuestra un afecto sin matices y no discrimina en absoluto.
    Cogió al gato y lo puso en el suelo.
    * Véase Lion in the Valley, de la misma autora.
    —¿Es ya la hora de la cena? Tengo hambre.
    Ocupamos nuestros lugares en la mesa, ya que en verdad la cena estaba lista, y Mahmud esperaba para servir. Mi mirada se cruzó con la de Nefret, que se encogió de hombros y sacudió la cabeza. Nuestra pequeña estratagema para encontrar un nuevo compañero felino a Ramsés no había tenido éxito, como era obvio. Por otra parte, al quejarse de Sekhmet, había evitado contestar a la pregunta de Emerson.
    Yo no podía recordar que mi hijo hubiera hecho promesa alguna a Enid. Me sorprendía que ella lo hubiera recordado. Ramsés tenía sólo siete u ocho años en aquel momento. Ella le había demostrado un cariño ilimitado y el chico la había tomado mucho afecto, probablemente porque ella escuchaba con un interés, fruto de la buena educación, sus interminables conferencias sobre egiptología.
    Las cosas se estaban poniendo interesantes. Amenazas, o advertencias de alguien desconocido, un peligro abstracto que nos esperaba en la tumba Veinte-A, y una vieja amiga en apuros. Como correspondía, tenía la intención de solucionar yo misma el problema de Enid. La promesa de un niño, aunque fuera bienintencionada, no tenía mayor importancia. No había nada que Ramsés pudiera hacer por Enid que yo no fuera a hacer mejor.


    Capítulo 2
    No hay nada como una larga convivencia
    para rasgar el velo del romanticismo.

    A la mañana siguiente, durante el desayuno, informé a Ramsés de que había escrito una carta a Enid para invitarla a ella y a su marido, naturalmente, a tomar el té con nosotros en el Shepheard ese mismo día.
    Ramsés frunció sus oscuras cejas.
    —Por qué no aquí? Había pensado...
    —Ésa es la razón por la cual me tomé el trabajo de responderle —le expliqué con paciencia—. Tienes mucho que aprender acerca de las sutilezas de los contactos sociales, Ramsés. Una invitación para que vengan aquí indicaría un grado de intimidad que no deseamos alentar.
    —Pero...
    —No los hemos visto durante años, Ramsés, y nuestro primer encuentro se produjo en circunstancias de una naturaleza extraordinaria que posiblemente no vuelvan a presentarse.
    —Espero que no —gruñó Emerson—. Oye, Amelia, si permites que esa mujer te arrastre a otra investigación criminal, o lo que es peor, a un enredo amoroso...
    —Cariño, eso es precisamente lo que trato de evitar —dije tranquila, para calmarlo—. Tampoco tengo razones para suponer que hayan surgido tales dificultades.
    —Ejem... —masculló Emerson.
    —Sin duda tienes razón, madre —dijo Ramsés—. Siempre la tienes.
    Después de cruzar el Kasr por el puente Nil nos separamos para hacer nuestros respectivos recados. A mí me tocaron las compras, por supuesto. Después de que les tomaran las medidas para la confección de las distintas prendas de vestir, ninguno de los muchachos consideró que había razones para volver a los establecimientos en cuestión, y cuando les mencioné artículos tales como pañuelos o medias, me informaron de que tenían todo lo que necesitaban, y que si yo creía que era menester alguna otra cosa, estaba en libertad para proveerla. Emerson asintió con entusiasmo e indicó, de esa manera, que estaba totalmente de acuerdo.
    Lo acordado resultó de mi agrado, pues no me gusta especialmente ir de compras acompañada de hombres aburridos, que no paran de mirar sus relojes y preguntar cuánto tiempo más voy a tardar. Emerson y los chicos fueron al museo, donde todos nos reuniríamos después, Nefret y yo nos dirigimos a Shari'a Kamel y el Muski, donde se hallan muchas de las tiendas que ofrecen productos europeos. Había encontrado una que fabricaba sombrillas de acuerdo a mis especificaciones, con un largo eje de acero y una punta afilada, y había encargado dos. Fuertes como eran, mis sombrillas tendían, sin embargo, a estropearse con cierta rapidez; al menos una por año.
    Me alegré al encontrar listas las sombrillas, y después de abrirlas con el fin de comprobar su peso, le dije al encargado (cuando salió de debajo del mostrador) que las enviara a la dahabiyya. Nefret había rechazado que le comprara una sombrilla; si bien admitía su utilidad en muchos casos, prefería llevarse un cuchillo. Elegimos uno de buen acero Sheffield, y después de completar el resto de compras, nos dirigimos hacia el museo.
    El año anterior, las colecciones de antigüedades habían sido trasladadas desde el antiguo palacio de Gizeh a un nuevo edificio en el distrito de Isma'iliyeh. Era una hermosa estructura de estuco amarillo de estilo grecorromano, con un pórtico de columnas al frente, que daba a un espacio vacío, que algún día sería un jardín. De momento estaba adornado con unas pocas palmeras altas y delgadas y un gran sarcófago de mármol, que no era una reliquia antigua sino un monumento moderno en el cual descansaban los restos de Auguste Mariette, el respetado fundador del Service des Antiquités.
    Los jóvenes nos estaban esperando cerca de la estatua de bronce de Mariette. David se había quitado el sombrero; Ramsés se llevó una mano a la frente e hizo un gesto de sorpresa al descubrir que el suyo no estaba en su lugar. Lo tenía puesto cuando dejamos el barco. No me molesté en preguntarle qué había hecho con él. Los sombreros y Ramsés no son compatibles. Yo había llegado a pensar que se trataba de un rasgo hereditario.
    —¿Dónde está tu padre? —pregunté.
    —Se fue a hacer un recado —replicó Ramsés. Desde que optó por no darnos información concreta de su destino o de sus intenciones, no le preguntaba nada—. Dijo que se reuniría con nosotros aquí a la hora acordada.
    Me puse contenta al oírlo. Emerson siempre pierde los estribos cuando visita el museo y es necesario que esté con él para evitar que irrumpa en el despacho del director y le cubra de improperios.
    —¿Habéis presentado vuestros respetos al señor Maspero? —inquirí.
    —No estaba en su despacho —dijo Ramsés—. Hablamos con Herr Brugsch. Le dije que mi padre estaba a punto de llegar.
    Emerson no se lleva bien con muchos egiptólogos, pero tenía reservado un conjunto de maldiciones especiales para Emile Brugsch, el asistente de Maspero, a quien consideraba incompetente y deshonesto.
    —Ah —comenté—. De manera que Brugsch se cuidará muy mucho de quedarse en su despacho. Bien hecho, Ramsés.
    —¿Bien hecho? —exclamó Nefret—. Si no están ni Brugsch ni Maspero, ¿cómo voy a conseguir el permiso para ver mi momia? Maldición, Ramsés, tú prometiste...
    —Pregunté por ella —dijo Ramsés—. Desgraciadamente, la momia en cuestión parece que no está en su lugar.
    —¿Qué? —me tocaba a mí sentirme ofendida—. ¿Nuestra momia? ¿Quieres decir que se ha perdido?
    —Brugsch me aseguró que no se ha perdido, sólo que temporalmente está extraviada. Todavía están trasladando objetos del museo viejo. Está seguro de que va a aparecer.
    —Aparecer, ¡de verdad! Emerson está absolutamente en lo cierto cuando critica los métodos de Maspero; ahora que han construido el museo nuevo no hay excusas para proceder de forma tan descuidada. Pero estoy viendo que llega Emerson; por Dios os pido que no se lo mencionéis o explotará.
    Después de un afectuoso intercambio de saludos, entramos al museo y subimos la hermosa escalinata que lleva a la Galerie d'Honneur, en la primera planta, donde los objetos de la tumba de Tetisheri estaban expuestos a simple vista. Como Maspero había admitido generosamente, constituían uno de los tesoros del museo, aun cuando no incluían la momia y los ataúdes de la reina. Nadie sabía qué había sido de ellos, ni siquiera nosotros; pero quedaban suficientes objetos funerarios de la reina como para que la exposición fuera espectacular: ushabtis y estatuas, cofres de marquetería, jarros de alabastro, un trono totalmente cubierto de pan de oro y cincelado con delicados dibujos, y la piéce de resístame, un carro. Cuando lo encontramos en la tumba de la reina estaba hecho pedazos, pero todas las piezas estaban allí, incluso las ruedas con sus rayos. La estructura de madera, cubierta de yeso y lino, había sido tallada y dorada, así que nos dio mucho trabajo estabilizar materiales tan frágiles y colocarlos de manera que no se deterioraran aún más. Emerson en persona había supervisado el traslado del carro a El Cairo y también vigiló cómo lo armaban en una gran urna de cristal. Cada vez que visitábamos el museo daba vueltas a su alrededor una y otra vez, examinando cada centímetro del precioso hallazgo, para asegurarse de que no se había perdido ni un solo trozo.
    Por desgracia, casi siempre verificaba un desperfecto, lo que le ponía de mal humor, y comenzaba a quejarse de todo lo que se le podía ocurrir.
    —Maspero debió dejar todo junto, el maldito. Las joyas...
    —Están en el lugar apropiado, en la Sala de las Joyas —repliqué—, allí se las puede proteger mejor.
    —Hmm... —dijo Ramsés. Estaba estudiando los candados de las cajas de madera con tal interés que me hizo sentir algo incómoda. Me tranquilicé pensando que Ramsés había crecido y que ya era más responsable, y que ni siquiera en su infancia hubiera tratado de robar en el museo de El Cairo. De todas formas, no lo hubiera hecho sin una excelente razón.
    De manera que nos dirigimos a la Sala de las Joyas donde Ramsés se aproximó a las vitrinas que contenían el Tesoro de Dashur, como se lo llamaba en las guía las joyas de las princesas de la Dinastía XII, descubiertas entre 1894 y 1895. Las etiquetas de las vitrinas atribuían el descubrimiento a M. de Morgan, que había sido director del Service des Antiquités. Yo tenía mis dudas acerca de la exactitud de este dato, y a juzgar por su expresión, lo mismo le pasaba a Ramsés. Nunca había admitido realmente que había descubierto las joyas antes que Monsieur de Morgan, lo que habría sido lo mismo que admitir que había sido culpable de escavar ilegalmente. Nunca se lo pregunté.
    Nefret y Emerson estaban ante la vitrina que contenía los cetros reales de la dinastía kuchita. En aquel caso tampoco la etiqueta oficial era por completo inexacta Los cetros, magníficos ejemplares de su especie, habían sido encontrados en un remoto wadi cerca del Valle de los Reyes, por el profesor Radcliffe Emerson y su esposa; pero los habían encontrado en ese lugar porque nosotros los pusimos allí, Nefret los había traído consigo del Oasis Perdido, y puesto que no debía desvelarse ante el mundo la existencia de aquel lugar, nos vimos obligados a incurrir en una pequeña inexactitud para hacer accesibles los cetros al mundo erudito.
    El Baedeker había otorgado dos estrellas al tesoro de Dashur. Las joyas de Tetisheri esperaban una nueva edición de aquel valioso libro para conocer su tasación pero no dudé que obtendrían al menos una cantidad similar de estrellas. Los adornos de la reina incluían brazaletes de oro macizo, más hermosos aún que los que habían pertenecido a su hija, la reina Aahhotep y que descansaban en una vitrina cercana.
    Mis piezas favoritas eran los collares y brazaletes de cuentas, de múltiples vueltas de cornalina y turquesa, lapislázuli y oro. No eran más que una mezcla de color cuando los vi por primera vez, sobre el suelo de la cámara mortuoria, donde cayeron al romperse la caja de madera.
    De pie a mi lado, David los estudiaba con el mismo orgullo e interés que yo. Gracias a nuestro esfuerzo conjunto las exquisitas joyas habían sobrevivido en su estado actual. Pasamos horas estudiando el dibujo de los fragmentos que no se habían roto y tuvimos que volver a enfilar cientos de pequeñas cuentas en el mismo orden. Yo tenía bastante experiencia en esa tarea, pero me atrevo a decir que no la hubiera llevado a cabo tan bien sin David. Se había entrenado con uno de los mejores falsificadores de antigüedades de Luxor, y tenía ojo de artista.
    Le di un leve apretón en el brazo y me miró con una sonrisa de reminiscencia.
    —Nunca habrá nada igual —dijo en voz baja—. ¡Fue toda una experiencia!
    —Aún no has llegado a la cima de tu carrera, sólo tienes dieciocho años —lo tranquilicé—. Te aseguro que lo mejor está por llegar, David.
    —Totalmente cierto —dijo Emerson. Las joyas no constituían uno de sus intereses principales, y se estaba aburriendo—. Bueno, queridos, ¿qué veremos ahora?
    —Las momias reales —dijo enseguida Nefret.
    Emerson estuvo de acuerdo. Las momias eran uno de sus intereses preferidos, y estaba seguro de que encontraría en la exposición algo de lo que quejarse.
    Las momias reales provenían en su mayoría de dos escondrijos, uno en los acantilados que estaban sobre Deir el Bahri, el otro en la tumba de Amenofis II. En el museo viejo se hallaban dispersas en diferentes salas. Maspero las había reunido al final del mismo vestíbulo junto al cual se ubicaba la Sala de las Joyas. Era una sala muy frecuentada, y cuando nos acercábamos, Emerson explotó.
    —¡Mirad a esos morbosos! ¡Todo este asunto es tan indecoroso que me vuelve loco de rabia! Le dije a Maspero que no tenía derecho de exhibir esos pobres cadáveres, como si fueran objetos; ¿le gustaría, le pregunté, que lo expusieran desnudo ante las miradas del vulgo?
    —Sería horroroso —dijo Ramsés.
    Nefret se llevó una mano a la boca para ocultar una sonrisa y yo miré con cierto reproche a Ramsés, que hizo como que no me veía. Monsieur Maspero era bastante grueso, pero ésa no era razón para hacerle burla.
    David no había escuchado la vulgar referencia al pobre Monsieur Maspero. Era un joven serio y sensible, y que probablemente podía reivindicar una relación más cercana con aquellos restos que cualquiera de los turistas que acudían a observarlos. Pareció conmovido y dijo de manera vehemente:
    —Tiene razón, profesor. Quizá debiéramos expresar nuestro disgusto dejando de visitar momias.
    —Eso es algo totalmente distinto —declaró Emerson—. Nosotros somos científicos. No nos mueve una curiosidad vana.
    Ramsés, a la cabeza como siempre, recibió de improviso un fuerte empujón que le echó a un lado por parte de una mujer que se abría paso precipitadamente entre la multitud. Se abalanzó de lleno contra Emerson, a quien no era fácil mover; como era una mujer, mi galante marido no la apartó. La sostuvo mientras ella retrocedía, ya que chocar contra Emerson es como chocar contra un enorme peñasco, y le dijo suavemente:
    —Tenga cuidado por dónde camina, señora. Ahora mismo me está pisando un pie.
    La dama lo miró mientras se frotaba la frente. Apenas había comenzado a expresar sus incoherentes disculpas, cuando se interrumpió para exclamar:
    —¿Es usted, profesor Emerson? Creo que tenemos un compromiso dentro de una hora para tomar el té. ¡Qué coincidencia tan extraña!
    —En absoluto —dije—. Visitamos con frecuencia el museo, como hacen los que vienen a El Cairo con intenciones serias. Me alegro de verla de nuevo, señora Fraser. ¿Qué le parece si nos hacemos a un lado, a fin de dejar libre el camino para la gente que espera?
    Emerson, que la había estado mirando fijamente, se acordó de sus buenas maneras y la presentó al resto del grupo. Creo que estaba tan impresionado como yo por cómo había cambiado. Había sido una joven muy hermosa, tan vigorosa y ágil como una tigresa. En ese momento su espeso cabello oscuro estaba matizado de gris y sus hombros se inclinaban como los de una anciana. El cambio de sus rasgos era más difícil de definir; no se trataba tanto de un asunto de palidez o de arrugas, como de expresión: una mirada de acoso en los hermosos ojos oscuros, cierta rigidez en sus labios. Es cierto que tenía ocho años más que cuando la conocimos, pero ese lapso no debería haber producido un efecto tan devastador.
    Después de controlar mi asombro, inquirí:
    —¿Dónde está el señor Fraser? ¿Se encontrará con nosotros en el hotel?
    Enid pareció no escuchar la pregunta. Después de presentarse a Nefret y a David, había vuelto su mirada hacia Ramsés. Le ofreció su mano y exclamó:
    —¡Ramsés! Perdona la familiaridad, pero me resulta difícil pensar en ti con otro nombre. Apenas si te habría reconocido. ¡Has crecido mucho!
    —El paso del tiempo produce este efecto —dije Ramsés—. ¿Ocurrió algo desagradable en la Sala de la Momias, que la hizo salir precipitadamente?
    Enid lanzó una carcajada hueca y se llevó la mano a la frente.
    —No has cambiado mucho, después de todo. ¡Directo como siempre! No, no te disculpes...
    No pude imaginar por qué pensó que Ramsés estaba a punto de hacerlo.
    —No ha pasado nada en absoluto —prosiguió Enid—. Era sólo... ¿Sabes?, son tan horribles. Una cara espantosa y sonriente tras otra... de repente no lo pude soportar más.
    Según lo que había oído, no sería la primera vez que una mujer tonta se hubiese desmayado o salido dando gritos de la sala; no podía imaginar por qué las muy lelas visitaban el lugar si eran tan aprensivas. Sin embargo, Enid nunca me había dado la impresión de poseer un temperamento nervioso y al menos debería de saber que las momias no son tan bellas como las describían poéticamente las obras de ficción.
    —De manera que estás aquí —dijo una voz tras de mí—. Me preguntaba dónde te habías metido. ¡Y veo que te has encontrado con amigos!
    Conocía la voz y reconocí a quien hablaba. El cabello de Donald Fraser estaba tan lustroso y su rostro tan juvenil como siempre. Con exclamaciones de placer estrechó las manos de todos.
    —Sólo falta un cuarto de hora para nuestra cita en el Shepheard —continuó—. ¡Qué suerte que nos hayamos encontrado en este lugar! Me ofrece la oportunidad de presentarles a una querida amiga. Había rehusado tomar el té con nosotros, pues no se hallaba incluida en la invitación, pero yo había decidido presentársela más tarde o más temprano, porque también es una egiptóloga distinguida. Señora Whitney-Jones, el profesor Emerson y señora.
    La dama se había quedado modestamente a un lado. Ante las señas de Donald se acercó a nosotros.
    Me han acusado de ser superficial cuando juzgo a la gente por su vestimenta, en especial a las mujeres. Es una apreciación tan inexacta que resulta cómica. No hay ninguna característica tan importante como el vestir; indica los gustos artísticos y los medios económicos, entre otros rasgos significativos.
    Esta persona demostraba una buena posición económica. Su traje era nuevo y a la última moda. Llevaba una falda de amplio vuelo y una chaqueta corta sobre una blusa de chiffon y (a juzgar por su postura rígida) un corsé ajustado. Aquel año los sombreros se llevaban más pequeños; y el de ella era de paja fina adornado con plumas de avestruz. Yo había visto el mismo modelo en Harrod's el verano pasado. La señora tenía aproximadamente mi estatura, si bien era algo más robusta (a pesar del corsé).
    —Es un placer —dijo Emerson—. ¿Es egiptóloga, verdad? Nunca he oído hablar de usted. ¿Qué yacimientos ha excavado?
    Hacía mucho tiempo que yo había dejado de pedir disculpas por los modales de Emerson. En este caso no era necesario. La señora rió de la forma más amistosa que uno se pueda imaginar y sacudió juguetonamente un dedo señalando a mi marido.
    —Yo sí he oído hablar de usted, profesor, y de su carácter franco. ¡Cómo aprecio la sinceridad y la franqueza! Son tan raros en este triste mundo.
    No había respondido a la pregunta de Emerson, y tampoco tuvo la oportunidad de repetirla.
    —Bueno, ¿por qué nos quedamos aquí? —preguntó Donald—. Vayamos al hotel.
    —Una excelente sugerencia —dije—. Vendrá con nosotros, por supuesto, señora Whitney-Jones. Naturalmente que la hubiera incluido en la invitación si hubiera sabido que no sólo era una amiga de Enid y Donald, sino también una colega.
    En realidad, dudaba de que alguna de las dos afirmaciones fuera correcta. Mientras los demás se alejaban, y Donald ofrecía su brazo a la señora, la rígida sonrisa de compromiso de Enid se desvaneció. La expresión que distorsionó su cara no era de simple disgusto. Sería más exacto decir que era de odio, y, mezclado con él, algo extrañamente parecido al miedo.

    * * *

    Sin embargo, nadie podría haber parecido menos proclive a inspirar alguna de estas emociones que la señora Whitney-Jones. Tuve la oportunidad de conocerla mejor mientras tomábamos el té; en realidad, ciertas personas poco caritativas podrían haber dicho que de alguna forma se dedicó a monopolizar la conversación.
    El señor Fraser había exagerado sus méritos, explicó con una modestia encantadora. Había estudiado jeroglíficos e historia egipcia en el University College de Londres, pero era sólo la más humilde de las estudiantes, y aquél era su primer viaje a Egipto. ¡Cómo había soñado con hacerlo! ¡Estaba tan encantada al conocer en persona a los científicos por cuyo trabajo sentía tanta admiración! De hecho, parecía bastante familiarizada con nuestras investigaciones: no con las historias sensacionalistas, que con demasiada frecuencia aparecían en los periódicos ingleses, sino con nuestras producciones científicas. Se mostró particularmente efusiva en su elogio de la monumental Historia de Egipto de Emerson.
    Emerson, que había anticipado «una hora tediosa de vano parloteo con esos jóvenes aburridos», se vio por el contrario dando una conferencia sobre egiptología, y en su entusiasmo no dejó que nadie pudiera intercalar una palabra.
    Me pregunté si la señora Whitney-Jones se iba a enamorar de Emerson, como solían hacerlo otras mujeres. Si se la comparaba con esas otras, no presentaba mucho riesgo, pensé. Era difícil estimar su edad. Su rostro era suave y sin arrugas, pero su abundante cabello estaba rayado con mechones grises, dispuestos de una forma extrañamente regular, como el pelo de un gato atigrado. En realidad, me hacía pensar en un gato, en especial cuando sonreía; sus labios se curvaban con exageración hacia arriba y sus ojos mostraban un raro matiz verde dorado. Pero su expresión era lo que la hacía más parecida a un felino. Nadie parece tan satisfecho como un gato contento.
    En ese momento, al mirar más de cerca a Donald Fraser, noté que había cambiado, y para peor. Había ganado peso, parecía flácido y no estaba en forma. Sin embargo, se mostraba de buen ánimo y seguía la conversación entre Emerson y su admiradora con considerable interés: otro cambio, pues Donald nunca había mostrado inclinaciones intelectuales.
    Los jóvenes tenían la mirada inexpresiva y paciente de los niños obligados a asistir a un evento social de adultos y que cuentan los segundos para que termine. Ramsés miraba continuamente a Enid. Su semblante imperturbable no me dejaba adivinar sus pensamientos, pero me pregunté si estaría tan impresionado como yo por lo cambiada que estaba.
    Nada extraño sucedió hasta que estábamos a punto de despedirnos. Fue Donald quien sacó el tema.
    —¿Buscará tumbas en el Valle de los Reyes esta temporada, profesor?
    —No exactamente —dijo Emerson.
    —¿El Valle de las Reinas, entonces?
    Su insistencia me resultó inusual. Más extraña todavía era la forma en que Enid lo miraba, como un gato a una ratonera.
    —No sé por qué le importa tanto —dijo Emerson, bastante amable tratándose de él—. Estaremos trabajando en el Valle, pero si usted espera asistir al instante en que se haga un descubrimiento sensacional, tendrá que seguir a otro egiptólogo. Las tumbas que pretendo investigar son conocidas, y ninguna presenta interés, salvo para los científicos.
    —¿Entonces por qué ocuparse de ellas? —preguntó Donald—. Seguro que emplearía mejor su tiempo en la búsqueda de una tumba nueva y desconocida, la tumba de una reina o una princesa.
    —Bueno, Donald, no debes agobiar al profesor —exclamó la señora Whitney-Jones—. Es una autoridad en su campo.
    —Sí, por supuesto. Pero...
    —Jesús, qué tarde es —dijo la señora Whitney-Jones—. No debemos retenerlos más. ¡Ha sido una ocasión extraordinaria!
    Enid había hablado muy poco. En ese momento murmuró:
    —Pero éste no es un adiós, ¿verdad? Seguramente nos encontraremos de nuevo, en Luxor, si no es en El Cairo...
    Sin demasiada convicción, dije que esperaba que así fuera, y después de un nuevo intercambio de cortesías la señora Whitney-Jones tomó firmemente del brazo a Donald y se alejó.
    Enid se demoró un instante poniéndose los guantes.
    —En unos días nos vamos a Luxor —dijo en voz baja—. ¿Habrá alguna oportunidad de vernos, de que podamos hablar a solas, antes de...?
    Emerson me tomó del brazo.
    —Nos vamos mañana —declaró.
    Era la primera vez que oía la noticia, y la ignoré, pues la tomé no como una afirmación verdadera sino como uno de los inútiles intentos de Emerson por evitar que me «entrometiera en los asuntos de otras personas» como solía decir.
    —¿Vienes, Enid? —La voz de Donald la llamaba. Él se había detenido y miraba hacia atrás; pero mi intuición, que pocas veces me falla, me decía que la llamada no provenía de él, sino de la mujer agradable y de apariencia inofensiva que se apoyaba con recato en su brazo.
    Nuevamente una mirada de repugnancia y desesperación oscureció el rostro de Enid.
    —En Luxor, entonces —murmuró—. ¡Por favor! Por favor, Amelia.
    —¡Enid! —llamó Donald.
    —Váyase —le dije en voz baja—. La veremos en Luxor.
    —No, no lo haremos —dijo Emerson, cuando Enid se alejó de mala gana para unirse a sus acompañantes.
    —Está sufriendo mucho, Emerson. Le debemos a una vieja amiga...
    —No, no le debemos nada. —Sacó el reloj de bolsillo—. ¿A qué hora es esa maldita cena tuya? Vamos a llegar tarde si no dejas de discutir y te das prisa.
    No hubiéramos tenido que darnos tanta prisa si Emerson hubiera aceptado mi propuesta de alojarme unos días en un hotel. Odiaba los hoteles elegantes y había comprado la dahabiyya, como me recordaba a menudo, con el fin de evitar tener que alojarse en el Shepheard o el Continental. Para nuestra cena de esa noche yo había elegido este último hotel. Aunque el Shepheard será siempre mi favorito, por razones tanto sentimentales como prácticas, el Continental era más nuevo y había contratado recientemente a un chef suizo de altísima reputación.
    Nefret también había votado a favor de la dahabiyya.
    —Siempre me haces llevar sombrero y zapatos ajustados cuando estamos en el hotel —había declarado—. Y el lugar está lleno de gente aburrida que quiere hablar conmigo de cosas más aburridas aún, y tú no me dejas ser descortés.
    —Por supuesto que no —dije, simulando estar escandalizada.
    A decir verdad, me sentía secretamente complacida de que Nefret encontrara aburridos a la mayoría de los jóvenes que conocía. Era una jovencita muy rica, y también muy hermosa, de manera que no resultaba sorprendente que siempre tuviera una corte de admiradores detrás. Muchos eran jóvenes ociosos y bien educados, interesados sólo en los deportes y demás frivolidades y atraídos hacia Nefret por razones incorrectas: su fortuna o su belleza. Ella podía ofrecer mucho más que eso, y yo estaba decidida a que no se casara hasta que encontrara a un hombre que la mereciera; un hombre que compartiera sus intereses y respetara su carácter, que la amara por su ingenio e independencia, su naturaleza sensible y su inteligencia rápida; un hombre de honor y con inquietudes intelectuales, pero que al mismo tiempo no estuviera desprovisto de las características que atraen a una joven bonita. ¡En resumen, un hombre como Emerson!
    Gracias a la terquedad de ese hombre, admirable pero irritante, tuvimos que volver al Amelia a vestirnos. Cuando nuestro grupo se reunió en cubierta, Emerson parecía bastante afable, ya que yo había suavizado mi norma sobre el uso de trajes de etiqueta. Después de que Ramsés se esforzara todo lo posible por ponerse el traje del año pasado (refunfuñando indignado todo el tiempo), yo me había visto obligada a admitir que verdaderamente le quedaba muy pequeño. Se le había encargado un nuevo guardarropa, que ya se estaba confeccionando, pero lo único que habíamos encontrado en condiciones de usar de inmediato era un traje de tweed similar al de David. La piel dorada de Nefret resaltaba con su vestido blanco de chiffon, adornado con abundantes encajes de Cluny y perlas de cristal, y creo que mi vestido de satén carmesí no desentonaba con la apariencia impresionante del grupo.
    También las miradas de admiración de nuestros amigos apoyaban esta suposición, y cuando ocupé mi lugar en la mesa del comedor, vi que Howard Carter, a mi derecha, apenas si podía apartar los ojos de Nefret. Deseé con toda mi alma que no se enamorara de ella. Nadie, me parece, puede acusarme de esnobismo, y sentía una sincera simpatía por Howard; pero sus orígenes humildes, el no poseer bienes propios y su falta de educación formal evitarían que progresara en su profe-sión más allá del puesto de inspector de antigüedades del Alto Egipto que ocupaba en aquel momento.
    Mis ojos examinaron las caras de los hombres presentes. El señor Reisner, el joven y brillante arqueólogo americano; nuestro viejo amigo Percy Newberry; el señor Quibell, colega de Howard como inspector del Bajo Egipto; el señor Lucas, químico; Monsieur Lacau, que estaba copiando los textos de los ataúdes en el museo de El Cairo... No, ninguno de ellos serviría. Los que estaban casados, eran o demasiado viejos o demasiado pobres o demasiado aburridos. No obstante, sería una pena que no se casara con un arqueólogo; todos los intereses y los gustos de Nefret la inclinaban a esa profesión.
    Howard me tocó el brazo.
    —Discúlpeme, señora Emerson, pero parece absorta en sus pensamientos. ¿En qué está pensando? ¿En otro villano que la persigue, en otro tesoro perdido que encontrar?
    —Qué bromista es usted, Howard —dije, lanzando una leve carcajada—. Estaba pensando en algo completamente distinto; en un tema tan frívolo que rehúso confesarlo. Pero ahora que usted lo menciona... —Hice que se inclinara hacia mí y bajé la voz. En un susurro emocionado pregunté:
    —¿Qué hay en la tumba Veinte-A?
    Howard me miró fijamente.
    —No tengo ni la maldita... ¡Oh, cielos, señora Emerson, perdóneme! No se cómo se me ha escapado esa palabra.
    Emerson no había dejado de observar nuestros susurros y exclamaciones. Mi pobre marido sufre la falsa impresión (halagadora, debo confesarlo) de que cada hombre que conozco tiene fantasías románticas conmigo. Interrumpió su conversación con el señor Quibell y preguntó en voz alta:
    —¿Qué es lo que tú y Cárter encontráis tan interesante, Peabody? Compártelo con nosotros, a menos que sea de naturaleza privada.
    El pobre Howard se sobresaltó. Tiempo atrás había sido víctima de las sospechas de Emerson (víctima inocente, huelga decir) y todavía se sentía nervioso por ello.
    —De ninguna manera, señor —exclamó—. Quiero decir que la señora Emerson me estaba preguntando sobre una de las tumbas y yo iba a decirle que no hay una mal... ni una sola cosa que merezca la atención de un investigador de su habilidad. Es decir...
    —Ejem... —dijo Emerson—. De manera que, ¿cuáles son sus planes para esta temporada, Cárter? ¿Seguirá abriéndose camino en esa tumba alargada perteneciente a Hatshepsut?
    La conversación se hizo general, para evidente alivio de Howard. Cuando al fin nos fuimos, lo hicimos con la expectativa de ver a muchos de nuestros amigos, incluyendo a Howard, en poco tiempo. Estaba charlando con el señor Reisner, que me había invitado cortésmente a visitarlo en Gizeh («La tercera pirámide es parte de nuestra concesión, señora Emerson, y estará siempre a su disposición») cuando otro caballero se unió a nosotros.
    —Disculpe la interrupción —dijo con una inclinación cortés—. ¿Puedo pedirle el favor de cambiar unas palabras con usted, señora Emerson, cuando haya terminado su conversación con el señor Reisner?
    Este incidente puede estar descrito en alguno de los diarios perdidos de la señora Emerson. O no.
    Era el coronel Bellingham. El señor Reisner se disculpó y no me sorprendió encontrar de repente a Emerson a mi lado. A pesar de ser un hombre tan grande, cuando quiere puede desplazarse rápido y silencioso como un gato.
    —Vamos, Amelia —dijo bruscamente—. El coche espera.
    —Si me concede un momento... —empezó a decir el Coronel.
    —Es tarde. Nos vamos de El Cairo a primera hora de mañana.
    —¿De veras? Entonces —dijo el Coronel con perfecto aplomo— es más necesario que nunca que hable con usted esta noche. ¿No se sienta, señora Emerson? Le prometo que no la entretendré mucho tiempo —añadió con una sonrisa—, eso proporcionará a los jóvenes la oportunidad de profundizar su relación.
    Uno de ellos al menos ya estaba profundizando. Dolly, vestida de seda rosa y encaje bordado de perlas, había tomado con firmeza el brazo de Ramsés.
    —Buenas noches, señor —dijo la muchacha—. Buenas noches, señora Emerson. Me alegra tanto que papá pudiera encontrarla. Creo que quiere hablar con usted de aburridas tumbas antiguas, de manera que esperaremos en la terraza.
    —¿Sin un acompañante?
    Dolly movió la cabeza y miró sobre su hombro a Nefret y David.
    —Bueno, seguramente la señorita Forth será una perfecta carabina. Y... ¿David? Dese prisa, señor Emerson.
    Ramsés permitió que la joven le llevara. Nefret cogió el brazo de David.
    —¿Puedo apoyarme en ti, David? —preguntó con una sonrisa deslumbrante y unos ojos tan duros como cuentas de lapislázuli—. A mi edad una se cansa con facilidad.
    —Hacen una buena pareja, ¿no lo cree? —dijo Bellingham. No estaba hablando de Nefret y David, aunque la descripción hubiera sido adecuada.
    —¿Qué quiere? —preguntó Emerson.
    —Bueno, señor, en primer lugar agradecer a su hijo por venir en ayuda de Dolly el otro día. Pero supongo que ella lo está haciendo ahora, y mucho mejor que yo.
    Yo no había encontrado especialmente agradables los modales de la joven. A pesar de su aparente dulzura, había sido descortés con Nefret, y al usar su nombre de pila, había relegado a David al status de un sirviente.
    Emerson no había dejado de notar el desaire hecho a su protegido.
    —La señorita Bellingham no necesitaba ayuda. El joven que la acompañaba pudo haberla irritado, pero no corría ningún peligro, ni de parte de él ni de ninguna otra persona en ese lugar público. Si ése es su único motivo para demorarnos...
    —Todavía no he dicho la razón principal por la cual quiero hablar con usted.
    —Hágalo, entonces.
    —Desde luego. Hoy escuché, de labios de Monsieur Maspero, que esta temporada sus excavaciones quedarán limitadas a las tumbas más desconocidas y menos interesantes del Valle de los Reyes —miró interrogativamente a Emerson, quien asintió con brusquedad—. Me atreví a decirle a Monsieur Maspero que sería una pena entregar la parte más importante del Valle a arqueólogos menos competentes, cuando tiene a su disposición al investigador más prestigioso de Egipto.
    —¿Hizo usted eso? —Emerson, que alternativamente cambiaba su peso de una pierna a la otra con nerviosismo, se sentó de repente y miró al hombre con fijeza—. ¿Y qué dijo Maspero?
    —No se comprometió a nada —fue la sosegada respuesta—. Pero tengo razones para pensar que daría una buena acogida a su solicitud si usted la presentara de nuevo.
    —¿De veras? Bueno, le estoy agradecido por su interés.
    El coronel Bellingham tuvo la suficiente sensatez como para dejar las cosas en ese punto. Nos deseó las buenas noches y observamos como se alejaba.
    —¿Y bien? —dije.
    —Bien. ¿No pensarás que voy a seguir semejante sugerencia, verdad?
    —Te conozco demasiado bien para suponer algo así —repliqué—. Le has tomado ojeriza al coronel Bellingham, a pesar de que no puedo imaginar por qué.
    —No necesito una razón para que no me guste un hombre —declaró Emerson.
    —Eso es cierto —admití.
    Emerson me dirigió una mirada risueña. Después de vaciar su pipa, la guardó en el bolsillo y se puso de pie.
    —No sé qué trama Bellingham, pero su promesa implícita era pura tontería. Davis tiene el permiso para el Valle de los Reyes, y Maspero no tiene razones para revocarlo. Ven, cariño, los chicos nos esperan.
    Sólo Nefret lo hacía. Estaba en la entrada del hotel, mirando hacia la calle.
    —¿Dónde están los demás? —pregunté.
    —David fue a alquilar un coche. Ramsés... —Giró para ponerse frente a mí y continuó—. Se fueron a los jardines. Estaban juntos en lo alto de la escalinata (la señorita Dolly me había dejado claro que nuestra compañía no era de su agrado), cuando, de repente corrió y cruzó la calle. Ramsés fue tras ella.
    Los jardines Ezbekieh cubren un área de más de ocho hectáreas. Constituyen un paseo muy popular en todos los momentos del día; sus atracciones incluyen cafés y restaurantes, así como una variedad importante de plantas y árboles exóticos. Cuando cae el día, con la limitada luz de gas son todavía más románticos que el Salón Morisco de el Shepheard, pero en absoluto es la clase de lugar en el cual se aventuraría una señorita soltera, aun con una acompañante.
    El coronel Bellingham, que supuse la había buscado en vano dentro del hotel, se acercó a nosotros corriendo.
    —¿En los jardines, le oí decir? —exclamó—. ¡Cielo santo! ¿Por qué no les detuvo?
    Sin esperar respuesta corrió escaleras abajo.
    —No era tu responsabilidad —dije para tranquilizar a Nefret—. Estoy segura de que no existe la menor causa de alarma, pero quizá sea mejor que los busquemos.
    Emerson retuvo a Nefret cuando comenzó a bajar impulsivamente las escaleras.
    —Ramsés la traerá de vuelta —dijo—. Veo que David nos espera con un coche; venid, queridas.
    Nefret no quería entrar en el vehículo.
    —Por favor, señor, suélteme el brazo —rogó—. Me está haciendo daño.
    —Te estás haciendo daño tú misma —dijo Emerson con exasperación creciente—. Deja de tratar de soltarte. ¿Crees que voy a permitir que entres sola en ese oscuro antro de vicio y perversión? Oh, muy bien, iremos hasta la entrada, pero ni un paso más allá. ¡Maldita sea!
    —¿Qué pasa? —preguntó David, alarmado.
    —No pasa nada —dije—. La señorita Bellingham entró en los jardines y Ramsés la siguió, eso es todo. No sé qué mosca le ha picado a Nefret. Habitualmente es más sensata.
    —Quizá deberíamos ir con ellos. —David me ofreció su brazo.
    Nos abrimos camino a través de la abigarrada avenida, apartando a mendigos y vendedores de dudosas mercancías, evitando coches, camellos y turistas que paseaban. Había una pequeña multitud reunida alrededor de la entrada a los jardines; mientras nos acercábamos deprisa, oí la voz de Nefret que reclamaba ayuda y la estentórea respuesta de Emerson. Era, lamento decirlo, un juramento.
    Tuve que usar mi sombrilla para abrirme paso entre el corro de espectadores, y creo que nuestra llegada salvó a Emerson de un ataque de los caballeros presentes. Había pasado ambos brazos alrededor de Nefret, que le golpeaba en el pecho y le pedía que la dejara entrar en los jardines.
    —¡Es vergonzoso! —exclamaba uno de los mirones—. Que alguien llame a la policía.
    —Me parece que no la necesitamos, señor —dijo otro hombre, que apretaba los puños—. Suelte a la señorita, señor.
    —Que me condene si lo hago —dijo Emerson—. Oh, aquí estás, Peabody. A ver si puedes convencer... ¡Nefret! Dios mío, muchacha, no te desmayes.
    La joven había dejado de luchar y sus manos descansaban quietas sobre el pecho de Emerson.
    —No tengo la menor intención de desmayarme —dijo Nefret y se dio la vuelta para lanzar una feroz mirada a sus defensores—. ¿Qué diablos están mirando? —preguntó.
    El inglés y el americano intercambiaron miradas.
    —Parece que es una disputa familiar —dijo el último.
    —Así es. No es cosa nuestra, ¿eh?
    —Puede soltarme, señor —dijo Nefret a Emerson—. No me escaparé.
    —¿Me das tu palabra?
    —Sí, señor.
    Con cautela, Emerson aflojó su abrazo. Nefret se arregló el cabello y cogió un espejo de su bolsito de noche.
    Yo levanté mi sombrilla y me dirigí a los boquiabiertos mirones.
    —Lamento comprobar que algunas personas se toman un interés impertinente en los asuntos de los demás. Dispérsense, por favor. El espectáculo ha terminado.
    Sin embargo, no era así.
    Ciertos movimientos, a lo largo del sendero cubierto de sombras que conducía a los jardines, suscitaron la atención de los espectadores, que retrocedieron cuando emergió una silueta que avanzó hasta el resplandor de la luz de gas.
    Ramsés había perdido el sombrero, lo que no era extraño en él. Lo que sí era inusual, aun tratándose de Ramsés, era la sangre que cubría una parte de su rostro y que manchaba la falda de seda rosa de la muchacha que llevaba en sus brazos. Parecía estar inconsciente, aunque yo había comenzado a sospechar que la señorita Bellingham no siempre era lo que parecía. Su cabeza descansaba sobre un hombro de Ramsés, y su pelo suelto caía como una lluvia de plata sobre un brazo del joven.
    —Les pido disculpas por demorarme tanto —dijo Ramsés—. Les aseguro que la tardanza fue inevitable.
    —Al parecer, la preocupación del Coronel por su hija no carecía de fundamento —comenté.
    Había transcurrido más de una hora y nos encontrábamos todos juntos en el salón del Amelia. Llevamos a la joven hasta su padre, que había sido convocado a los jardines por los gritos estentóreos de Emerson. Luego nos metimos en el coche a la carrera, llevando con nosotros a Ramsés, que rehusaba tercamente responder a mis preguntas. Había simulado, de manera menos convincente que la señorita Bellingham, estaba semiinconsciente. La joven no estaba herida; la sangre del vestido provenía de un corte en el brazo de Ramsés, cuyo traje nuevo se había estropeado sin remedio.
    Tan pronto como llegamos a la dahabiyya, Ramsés declaró que se encontraba perfectamente bien y que no iría conmigo para que le curara las heridas. De manera que llevé mi botiquín al salón y tuve la satisfacción de ver al muchacho quedarse momentáneamente mudo de vergüenza y furia cuando le dominamos y le obligamos a quitarse la chaqueta y la camisa.
    Debió de haber andado medio desnudo todo el verano, ya que la parte superior de su cuerpo estaba tan bronceada como su cara. Después de calmarse, me permitió que le vendara el brazo, pero se negó a que le diera unos cuantos puntos de sutura en el corte, comentando, en lo que yo supuse que era un intento de bromear, que los beduinos consideran que las cicatrices son demostraciones de virilidad. Durante el verano había adquirido unas cuantas, junto a una bella colección de descoloridos moretones. Ramsés siempre se caía o se chocaba contra las cosas, pero algunas de las marcas sugerían a la mente suspicaz de una madre que había estado luchando. Otra demostración de virilidad, supuse (y no sólo entre los beduinos). En ese momento me abstuve de hacer comentarios y me concentré en limpiarle los arañazos de la cara, que tenían restos de grava y arena.
    —¿Te caíste en el sendero, verdad? —pregunté, examinando uno de los cortes más profundos.
    —¿Esto le divierte? —inquirió Ramsés.
    —No hables de esa forma a tu querida madre —le advirtió Emerson, quien le sostenía la cabeza para que no la moviera.
    El sonido que emitió Ramsés podría haber sido tanto un gruñido como una carcajada; excepto que casi nunca reía.
    —Te pido perdón, madre.
    —Sé que no quisiste ofenderme —le tranquilicé, sacando con un movimiento rápido un trozo algo más grande de grava.
    No sé cómo lo había logrado, pero la piel que rodeaba el bigote estaba casi intacta. Tuve la tentación de recortárselo un poquito, porque estaba muy largo y colgaba en los extremos, pero Emerson me estaba observando con una expresión que indicaba que no había olvidado el momento en que lo privé de su amada barba, después de que recibiera una herida en la mejilla. Había sido absolutamente necesario afeitar la mejilla, pero Emerson todavía no me lo había perdonado.
    —Ahí tienes, ya está listo —dije—. Nefret, por favor alcánzame... No importa, querida, siéntate y toma un poco de vino, todavía estás muy pálida.
    —Por la furia —dijo Nefret. Había estado inspeccionando a Ramsés con la fría mirada de un cirujano que trata de decidir dónde insertará el escalpelo. Ahora dirigió la misma mirada helada hacia David.
    —¿Tú también tienes esa apariencia?
    David se cogió el cuello, como si temiera que le faltara la camisa.
    —¿De qué? —preguntó, cansado.
    —No importa. Probablemente la tienes. ¡Hombres! —Nefret cogió el vaso que le di y se lo pasó a Ramsés.
    —Supongo que no... —empezó.
    —Nada de whisky —dije.
    Ramsés se encogió de hombros y bebió el vino de un trago. Se trataba de un agradable Spátlese que merecía un poco más de respeto, pero no hice ningún comentario, ni puse objeción alguna cuando Emerson, después de lanzarme una mirada interrogativa, le volvió a llenar el vaso.
    Cuando terminé de limpiar mis instrumentos médicos y asearme, acepté el whisky con soda que Emerson me había preparado y me senté.
    —Parece —repetí— que la preocupación del coronel Bellingham por su hija no carecía de fundamento. Ramsés, será mejor que nos cuentes todo lo que pasó, así podremos evaluar con exactitud la situación.
    —¡Oh, maldita sea! —dijo Emerson—. Me niego a evaluar la situación o a meterme.
    —Por favor, Emerson. Permite que Ramsés haga su relato.
    Sekhmet se acomodó en el regazo de Ramsés y comenzó a ronronear.
    —Este animal suelta baba como una babosa peluda —dijo Ramsés, mirándola con poca simpatía—. Muy bien, madre. Mi relato será muy breve.
    No le creí, ya que la brevedad no era uno de sus puntos fuertes. Para mi sorpresa, cumplió con su palabra.
    —La señorita Bellingham y yo estábamos en la mitad de la escalinata, conversando —comenzó diciendo—. De repente, se dio la vuelta y señaló los jardines. «Mira», gritó, «¡Qué bonitos son!» o algo parecido. No vi nada ni a nadie que se ajustara a esa descripción, pero como es natural, cuando salió corriendo fui tras ella. Es muy rápida. No la alcancé hasta que se había adentrado un trecho en los jardines. Estaba oscuro. Las luces de gas de esa zona se hallaban apagadas...
    —O alguien las había roto —le interrumpí—. Había trozos de cristal en tus cortes.
    Ramsés me miró de soslayo.
    —Pensé que lo notaría. En resumen: ella estaba quieta, escudriñando las sombras bajo un gran ejemplar de Euphorbia pulcherrima, cuando la encontré. Comenzó a contarme que alguien la estaba siguiendo, pero la interrumpí bruscamente; me sentía algo exasperado por su conducta imprudente. Estaba tratando de convencerla de que regresásemos, cuando alguien salió corriendo de los matorrales y me puso la zancadilla. No, madre, no pude verlo bien, ni entonces ni más tarde; llevaba una máscara, y como he dicho, estaba muy oscuro. Caí al suelo y me di un fuerte golpe, pero no tanto como supuse, pues en seguida me puse de pie. Logré parar el primer ataque, con un daño mínimo para mi persona. Mi oponente retrocedió uno o dos pasos, y entonces la señorita Bellingham comenzó a gritar, algo tarde, en mi opinión. El hombre corrió. Ella se desmayó. La levanté y regresé.
    Ramsés terminó su vino y yo dije con incredulidad:
    —¿Eso es todo?
    —Sí.

    * * *

    NOTA DE LA EDITORA: El lector puede encontrar ilustrativo comparar la versión del incidente dada por Ramsés con otro relato que aparece en uno de los manuscritos de la colección de documentos familiares de los Emerson, recientemente descubierta. Todavía no se ha podido determinar quién es el autor del escrito, pero se podría deducir que fue redactado, por el mismo señor Ramsés Emerson, a guisa de ficción (en imitación de su madre), o bien por alguien de su confianza, que en estos casos no suelen ser los padres. Los extractos del manuscrito se de-signarán de ahora en adelante como «pertenecientes al Manuscrito H».

    DEL MANUSCRITO H:

    Estaban en lo alto de la escalinata que llevaba a la terraza, mirando al Shari'a Kamel, a esa hora lleno de coches y carros, burros y camellos, y algún que otro automóvil. Al otro lado de la concurrida calle brillaban las luces de gas de los jardines Ezbekieh como estrellas caídas entre el follaje. Dolly Bellingham parloteaba sin ton ni son; él prestaba poca atención a lo que decía, pero de alguna manera disfrutaba del sonido de su voz suave con su extraño acento extranjero. La conversación inteligente no era uno de los puntos fuertes de Dolly, pero si lo eran su voz, sus grandes ojos marrones y sus suaves manos...
    Entonces él se dio cuenta de que las pequeñas manos de la muchacha le tiraban de la manga y su suave voz estaba diciendo algo que lo sobresaltó y le hizo prestar atención.
    —Corramos a escondernos y hagamos que nos busquen. ¿No sería divertido?
    —¿Escondernos? ¿Dónde?
    —Podríamos dar un paseo por esos bonitos jardines. Deben ser extraordinarios de noche.
    —Bueno, sí, pero no es lugar para...
    —Estaré perfectamente a salvo contigo —murmuró Dolly, colgándose de su brazo y mirándole a la cara.
    —Ejem,... sí, por supuesto —dijo Ramsés, algo confundido—. Pero tu padre...
    —Oh, me regañará. No le hago caso, siempre le convenzo de lo que quiero. ¿No le tendrás miedo, verdad?
    —No, pero mi madre tampoco lo aprobará y yo le tengo auténtico terror.
    —¡Miedica!
    —¿Qué has dicho?
    Ramsés había esperado que ella siguiera tratando de convencerlo, y estaba empezando a disfrutar del juego. (Deben recordar que para él era algo nuevo.) Dolly le pilló completamente de sorpresa cuando exclamó: «Oh, ¡mira!», y echó a correr escaleras abajo, riéndose de él por encima del hombro. Para cuando se recuperó de la sorpresa, ella se abría camino peligrosamente entre el tráfico que llenaba la calle.
    Ramsés pensó que la tenía a su alcance, pero la muchacha se soltó con gracia de la mano que le había puesto en el hombro y corrió en línea recta hacia la entrada en sombras. El vigilante le interceptó cuando intentó seguirla; maldiciendo con tanta elocuencia como su padre, buscó en sus bolsillos una moneda. La demora le había proporcionado a la muchacha mucho tiempo para eludirlo, aunque no era eso lo que ella quería; de vez en cuando mostraba un aleteo de seda rosa y dejaba oír una fresca carcajada. Al principio, los senderos estaban llenos de gente, pero todo el mundo les abría paso, con sonrisas y comentarios jocosos. Una mujer, americana a juzgar por su acento, exclamó: «¿No son monos?».
    Ramsés no se sentía mono en absoluto, al menos no en el sentido que daba la mujer a esa palabra. Lo único que deseaba era volver al hotel con la consentida jovencita antes de que alguien notara su ausencia, y rezaba para que ninguno de los divertidos espectadores fuera amigo del padre de ella o del suyo. En aquel momento no había tantos paseantes. Dolly se alejaba de los cafés y del restaurante y se dirigía a las zonas más oscuras y menos concurridas.
    Durante unos largos segundos la perdió. Luego el resplandor de una lámpara al frente iluminó la seda rosa, y Ramsés tomó un sendero lateral, maldiciendo con alivio y renovada cólera. Dolly estaba allí, apenas a unos metros; ahora no corría, sino que caminaba lentamente y miraba a ambos lados. No se veía a nadie más. Echando a correr, el muchacho la alcanzó, la tomó por los hombros y la obligó a que se diera la vuelta para mirarle la cara.
    —De todas las cosas tontas y estúpidas... —comenzó.
    Ella le agarró por las solapas y se apoyó contra él.
    —Hay alguien allí—susurró— en los arbustos. Me ha estado siguiendo.
    —Oh, bien —dijo Ramsés.
    —Estoy asustada. Abrázame.
    Acercó la trémula boca rosada a la de Ramsés. Debe estar en puntillas, pensó el muchacho.
    Ese fue su último pensamiento coherente durante un tiempo. Dolly se había acurrucado, rígida, entre sus brazos (él no había tenido nunca un contacto tan íntimo con una muchacha que usara corsé) y su tierna boca rosada era mucho más experimentada de lo que parecía.
    El intervalo hubiera durado más tiempo aún si no lo hubiera distraído el estrépito de unos cristales que se rompían. La llama de la lámpara más cercana, la única en aquel tramo del sendero, estalló, silbó y se apagó.
    A pesar de que Ramsés no podía ver nada, oyó unos sonidos provenientes de los matorrales y supo lo que significaban. Trató de liberarse de los brazos de Dolly, pero ella se aferró con más fuerza a su cuello y hundió la cabeza en el pecho del muchacho que levantó las manos para tratar de soltarse de las de la muchacha, justo cuando una silueta poco definida emergió de los matorrales, le quitó a Dolly y le hizo la zancadilla. La joven lanzó un gemido ahogado y él logró darse la vuelta en el aire, de tal manera que fue un costado de su cara y no su nariz ni su frente el que tomó contacto con el suelo arenoso. Cuando logró ponerse de pie, sus ojos habían comenzado a acostumbrarse a la oscuridad. Podía ver el brillo del vestido claro de Dolly y el pálido óvalo de su cara. Se preguntó por qué no gritaba.
    El hombre la soltó y corrió hacia Ramsés, que pudo parar el golpe aunque se quedó algo desconcertado al sentir un dolor agudo que recorría su brazo. No había visto el cuchillo. Simultáneamente asestó un golpe a su oponente, un fuerte swing de revés que le dio al hombre en un lado de la cabeza y lo hizo retroceder tambaleándose.
    Entonces Dolly gritó. El sonido sobresaltó a los dos hombres; era, según comentó después Ramsés, como si una granada les hubiera explotado cerca del oído. El atacante se dio la vuelta y se perdió entre los arbustos.
    Instintivamente, Ramsés se lanzó en su persecución. Quizá fue algo positivo que Dolly lo detuviera, cruzándose en su camino y cayendo desmayada en sus brazos.
    Sus alaridos habían resultado efectivos. Unos cuantos paseantes rezagados se acercaron y preguntaron al oír los gritos qué pasaba. No había posibilidad alguna de atrapar al atacante, ni siquiera en el caso de no tener que cargar con la joven desvanecida.
    Ramsés levantó sin ceremonias a la muchacha y comenzó a volver sobre sus pasos. Rehusó cortésmente los ofrecimientos de ayuda por parte de la gente curiosa que encontró en el camino: «Gracias, nuestros amigos nos esperan, no está herida, se asustó por la oscuridad, ya saben como son las mujeres...».
    Gracias a Dios, pensó con devoción, su madre no había oído esta última afirmación. No se atrevía a pensar en lo que ella le diría («¿Otra camisa arruinada?»), por no hablar del traje nuevo, que había estado en su poder menos de cuarenta y ocho horas. También había manchado con sangre el vestido de Dolly, que parecía muy caro.
    Su familia estaba esperando en la entrada a los jardines. No le sorprendió; su madre tenía un instinto sobrenatural para estar en el lugar inadecuado en el momento adecuado. Todos le miraban fijamente, todos excepto Nefret, que se examinaba la cara en un pequeño espejo de mano. Echó una mirada en su dirección y sacudió la cabeza, sonriendo, como si presenciara las gracias de un niñito travieso.
    Que era, precisamente, la opinión que tenía de él.
    Puesto que estaba claro que Dios no le haría el favor de dejarlo caer muerto allí mismo, trató desesperadamente de pensar algo que decir que no lo hiciera parecer más idiota de lo que ya se sentía: «Les pido disculpas por demorarme tanto. Les aseguro que la tardanza fue inevitable».

    * * *

    —El presunto secuestrador debió hacer algo para atraer su atención y alejarla hacia los jardines —dije, pensativa—. Esa es la causa de su exclamación. ¿No te dijo qué fue lo que vio?
    —No hubo tiempo —respondió Ramsés, mirando atentamente el vaso vacío.
    —¿Cómo iba vestido?
    —Amelia —dijo mi marido—. ¿Puedo interrumpirte un momento?
    —Claro que sí, querido. ¿Quieres preguntarle a Ramsés?
    —No quiero preguntarle nada. Quiero que tú no le preguntes nada. Quiero que nadie le pregunte nada.
    —Pero, Emerson...
    —No me importa quién va tras la hija de Bellingham, Peabody, si es que hay alguien que la persigue. No es nuestra responsabilidad. Tampoco —siguió diciendo Emerson, con una sonrisa que hubiera hecho salir corriendo del cuarto a más de una mujer— es nuestra responsabilidad la señora Fraser. ¡Nuestra responsabilidad, Peabody, son nuestros hijos, incluyendo a David, por supuesto, y nosotros mismos y nuestro trabajo! Estoy tan convencido de esta verdad que he decidido que nos marchemos de El Cairo enseguida. Partiremos mañana.
    No me sorprendió en absoluto, pues había esperado algo parecido de Emerson. Siempre se está quejando de las interrupciones en nuestro trabajo y de que nos involucremos en los asuntos de otros, y de cosas así. Sabía perfectamente que terminaríamos por implicarnos, sin importar lo que Emerson dijera o hiciera para impedirlo, de manera que me limité a decir:
    —No podemos partir tan pronto, Emerson. El sastre no ha terminado la ropa de Ramsés que, si sigue como ha comenzado, necesitará todavía más. La chaqueta está arruinada, y la ha usado menos de...
    —Muy bien, querida —dijo Emerson, con la misma voz suave—. Iremos a ver al sastre mañana por la mañana, tú y yo juntos, Peabody, no quiero perderte de vista hasta que estemos en camino. Recogeremos las prendas terminadas, y haremos que nos envíen el resto.
    —Creo que es una idea muy sensata —dijo Nefret—. Que nos vayamos tan pronto como podamos, quiero decir. También sería sensato que nos fuéramos a la cama. Buenas noches.
    Salió del cuarto a la carrera.
    —¿Por qué está tan enfadada? —preguntó David.
    —Con quién está tan enfadada, querrás decir —Ramsés se quitó el gato del regazo y lo dejó en una silla—. Creo que conmigo. Buenas noches, madre. Buenas noches, padre. ¿Vienes, David?
    David así lo hizo. Había hablado muy poco; cuando estamos todos juntos apenas tiene alguna oportunidad de abrir la boca; pero yo sabía que se sentía culpable por no haber estado al lado de Ramsés cuando un peligro lo acechaba. Eran amigos íntimos y David tomaba con mucha seriedad las responsabilidades que se había autoimpuesto. Sin embargo, como yo sabía muy bien, nadie podía evitar por mucho tiempo que Ramsés se metiera en problemas.
    —Hay algo muy extraño en todo esto —comenté después de que se hubieran ido.
    —¿Qué es?
    —Esperaba que Ramsés se quedara, haciendo especulaciones y teorías, hablando y discutiendo. Se debe sentir peor de lo que admite. Mejor voy y...
    —No vas a ninguna parte —Emerson me rodeó con sus brazos y me retuvo.
    —Bueno, Emerson, no lo hagas. Al menos no lo hagas aquí en el salón donde la gente puede...
    —En otra parte, entonces.
    —Con mucho gusto, querido.
    Mientras caminábamos, o para ser más exacta, nos apresurábamos hacia nuestro cuarto, dije:
    —Estoy completamente de acuerdo con tu decisión de irnos mañana, Emerson. Me gustará estar de nuevo trabajando. Comenzarás, supongo, con la tumba Veinte-A, ¿no?
    Emerson me introdujo en la habitación, cerró la puerta de un puntapié y se dio la vuelta para mirarme.
    —¿Por qué supones eso?
    —Parece evidente que hay bastante gente que quiere que la investigues.
    —¿De qué diablos estás hablando, Peabody? —preguntó Emerson. Sacudió la cabeza—. Uno podría pensar que después de todos estos años me habría acostumbrado a tus elucubraciones mentales, pero es endiabladamente difícil seguirte el hilo. Los mensajes exigían que me mantuviera alejado del lugar. Y además...
    —Emerson, sabes perfectamente bien que la forma más segura de empujarte a hacer algo es prohibiéndotelo. El ofrecimiento del coronel Bellingham esta noche ha sido una variante más sutil del mismo método. Te ofreció la oportunidad de investigar tumbas desconocidas, sabiendo bien que la mera sugerencia de mecenaz-go por su parte te mantendría en tu determinación de seguir con lo que habías planeado en un principio; es decir, investigar las tumbas conocidas, incluyendo a la Veinte-A.
    Emerson abrió la boca como si fuera a hablar.
    —Además —continué— Donald Fraser también trató, debo admitir que groseramente, pues no es una persona capaz, de distraer tu atención de las tumbas menos conocidas del Valle, las que incluyen, como es innecesario decir, ¡la Veinte-A! ¿Pueden todos estos incidentes, aparentemente no relacionados entre sí, ser parte de un siniestro plan? No tengo duda de ello, Emerson. Alguien trata de que entres en esa tumba. La única incógnita es: ¿por qué?
    Emerson, todavía con la boca abierta, empezó a mascullar:
    —Cada vez es peor. ¿O será que mi cabeza me falla? Solía ser capaz de... Bueno, más o menos... Pero esto es...
    Me pareció conveniente cambiar de tema. Me di la vuelta y dije: «¿Puedo pedirte que me ayudes con los botones, cariño?».


    Capítulo 3
    No se puede hacer a los gatos responsables de sus acciones
    porque carecen de moral.

    Emerson cumplió con su palabra. A la mañana siguiente anduvo pegado a mis talones, mientras visitaba a zapateros, sastres y camiseros. Ni siquiera la hora que pasé comprando ropa de cama se alejó de mi lado, si bien nunca había entrado voluntariamente en esa tienda; con los brazos cruzados y el ceño fruncido, permaneció a mi lado mientras yo seleccionaba pañuelos, servilletas y sábanas. Terminé cuando ya era mediodía, y cuando regresamos al coche de alquiler (Emerson me tenía cogida del brazo todo el tiempo), sugerí que ya que se nos había hecho tarde era preferible postergar la partida hasta la mañana siguiente.
    —No —dijo Emerson.
    De manera que partimos ese mismo día, y debo confesar que no me disgustaba la idea de disfrutar nuevamente de un viaje por el Nilo: sentarme en la cubierta superior bajo la sombra de un toldo, observar los campos cubiertos por la brillante capa de agua de las inundaciones, los pueblos de casas de adobe, a la sombra de palmeras y tamarindos, con niños desnudos que jugaban en los charcos. Escenas que no habían cambiado en miles de años; las formas majestuosas de las pirámides de Giza y Sakkara, con sus deteriorados costados matizados por la distancia, podrían haber sido construidas por los mismos hombres semidesnudos que araban los campos.
    Emerson enseguida se retiró al salón que usábamos de sala de estar y biblioteca. Por experiencia sabía que no debía molestarlo; estaba acostumbrado a utilizar ese tiempo en la elaboración de sus planes para el invierno, y no le agradaba que le formularan preguntas sobre ellos hasta no tenerlos claros en su mente. Al menos eso era lo que siempre decía. La verdad era que sentía un placer infantil al mantenernos en vilo.
    Hasta muy entrada la tarde no pude hablar con Ramsés a solas. Él y David estaban con Nefret en la cubierta superior, enzarzados en una animada discusión sobre momias y examinando unas fotos bastante repugnantes. Aparté la vista del rostro de una desgraciada reina cuyas mejillas habían explotado a causa de un exceso de relleno bajo la piel, y le pedí que se probara su ropa nueva. Se negó, por supuesto, pero sólo por principio, pues sabía que tendría que hacerlo.
    Los paquetes que recogí esa mañana estaban apilados sobre la cama y el suelo sin abrir y sin inspeccionar. Quité un montón de camisas de una silla y me senté. Ramsés me observó con cautela.
    —Quiero estar segura de que los pantalones y las camisas te van bien —expliqué—. Ponte tras el biombo para cambiarte, si quieres.
    Ramsés así lo hizo. Cuando apareció, tenía un aspecto bastante respetable, excepto por los bajos de los pantalones que estaban vueltos. Me senté en el suelo y saqué del bolsillo mi kit de costura.
    —¿Qué estás haciendo? —preguntó Ramsés, sorprendido.
    —Estoy midiendo los pantalones. Les tendré que subir el bajo.
    —¡Pero, madre! Nunca en toda tu vida has estado dispuesta a...
    —Tu padre no me ha dejado otra opción —repliqué, poniendo los alfileres—. El sastre lo podría haber hecho muy bien si hubieras regresado para la prueba final. Oh, cariño, lo lamento. ¿Te he pinchado?
    —Sí. ¿Por qué no te evitas esta molestia y me dices de qué quieres hablarme?
    Alcé la mirada. Como los egipcios, a quienes se parece en tantas cosas, Ramsés tiene unas pestañas muy largas y espesas que dan a sus ojos oscuros una expresión penetrante, pero yo conocía bien ese semblante impasible y detecté un nerviosismo subyacente.
    —Supongo que podremos encontrar un sastre en Luxor —admití, tomando la mano que me ofrecía para ayudarme a levantar—. Hasta entonces puedes meter los bajos de los pantalones dentro de las botas.
    —Esa solución ya se me había ocurrido. ¿Nos llevará mucho tiempo esta charla? Le había prometido a mi padre...
    —Deja que espere. Es culpa suya, por no permitirme hablar antes del asunto. —Me senté y me acomodé la falda.
    Ramsés permaneció de pie, con los brazos cruzados y las piernas abiertas. Gracias a mis estudios de psicología, reconocí que era una postura defensiva, como un intento de dominación, pero como es natural no permití que me afectara. Había decidido seguir los consejos de Emerson y tratar a Ramsés como un adulto responsable, confiar en él y pedir su opinión. Me costaba bastante, pero me sentía obligada a hacerlo así.
    —¿Qué supones que preocupa a Enid? —pregunté.
    Ramsés se sentó con cierta precipitación sobre la cama. Tal vez fue la sorpresa lo que hizo que relajara su postura agresiva; sin embargo, creí detectar un asomo de alivio en sus ojos. Se había temido que lo interrogara sobre otra cosa.
    Después de un instante, sacudió la cabeza.
    —No tengo más información del asunto que tú, madre. Si me permites que exponga alguna teoría...
    —Hazlo, por favor —dije, con una sonrisa alentadora.
    —Humm... Bien, entonces, te diré que intuyo que la señora con la que nos encontramos ayer está involucrada de alguna manera en el asunto. Parece que viaja con ellos, pero ¿en calidad de qué? Me pareció extraño, como seguro también te lo pareció a ti, que nunca explicara o definiera su relación con los Fraser de forma precisa, como es normal en una presentación. No es una egiptóloga, pues conoceríamos su nombre; si fuera de la familia, aunque fuera una pariente distante, se hubiera mencionado de alguna manera. Una relación posible que me viene a la mente...
    Vaciló y me miró con los ojos semicerrados, y recordé nuevamente lo que me había dicho Emerson. Me sirvió de pequeño consuelo pensar que Ramsés conocía esa relación sólo de oídas. Fraser no tenía los medios para mantener a una amante.
    Adoptando una expresión neutral, dije:
    —Muy poco probable. No sólo esa señora es demasiado mayor y poco agraciada, sino que Donald no sería tan poco caballero como para obligar a su esposa a aceptar su... a aceptarla como compañera de viaje.
    Con asombro, vi que Ramsés se ruborizaba. Nunca supuse que podría hacerlo.
    —No es eso lo que yo suponía, madre.
    —¿Qué otras relaciones posibles existen? —pregunté, deseando no ruborizarme—. Si no es una guía contratada, ni una pariente, ni una vieja amiga...
    —Una acompañante —respondió Ramsés. El rubor no había sido más que un leve oscurecimiento de sus mejillas tostadas; se desvaneció y su expresión se tornó seria— La señora Fraser no parecía estar bien de salud. La gente viene a menudo a Egipto a curarse; sin embargo, si hubiera estado enferma y necesitara los servicios de una enfermera, ¿por qué no se mencionó un dato tan inocente? Enid parecía nerviosa y es obvio que teme a la señora Whitney-Jones y que su presencia le disgusta.
    —Un trastorno nervioso -—murmuré—. Cielo santo.
    —Ya habías pensado en ello, por supuesto —dijo Ramsés, observándome.
    —Por supuesto —repetí, automáticamente.
    En realidad, no había pensado en ello, y la idea era tan perturbadora que cuando Ramsés me hizo notar que ya era casi la hora del té y que Emerson me estaría buscando, no continué con el tema. Después de introducir la parte inferior de los pantalones en las botas, Ramsés me escoltó cortésmente hasta el salón, en donde, como había predicho, encontramos a Emerson, quien colérico exigía su té.
    En los días sucesivos pensé bastante en la teoría de Ramsés y la encontré terriblemente convincente. Explicaba el extraño comportamiento de Enid y la posición anómala de la señora Whitney-Jones. La gente ignorante consideraba que los trastornos mentales eran algo vergonzoso; Donald tendría reparos en confesar el verdadero estado de su mujer, aun a viejos amigos como nosotros.
    Después de una cuidadosa reflexión, decidí no hablar con Ramsés del otro asunto sobre el que deseaba interrogarlo. No creí ni por un instante en su relato del incidente en los jardines Ezbekieh. Mis desarrollados instintos maternales me indicaban que había contado la verdad, pero no toda la verdad. Sin embargo, Emerson tenía razón en dos puntos: los Bellingham no tenían nada que ver con nosotros, y las relaciones de Ramsés con personas del sexo femenino eran algo que el muchacho debía tratar con su padre, al menos por el momento.
    Durante el resto del viaje, mi mente estuvo ocupada en cosas diversas: las habituales crisis domésticas, ciertas conversaciones de mujer a mujer con Nefret, los debates sobre nuestros planes para el invierno y, cuando Emerson no estaba en el salón, aproveché para refrescar mis conocimientos sobre la topografía del Valle de los Reyes. Emerson había admitido que nuestras suposiciones eran correctas; esa temporada quería investigar las tumbas más pequeñas y menos conocidas. La perspectiva me hubiera resultado deprimente de no ser por el misterio de la tumba Veinte-A. Me irritó no encontrar ninguna referencia a este enterramiento, que ni siquiera estaba señalado en el único mapa que había podido localizar, que era antiguo y había aparecido publicado en la monumental obra de Lepsius, editada alrededor de 1850; de manera que decidí que el autor probablemente la habría olvidado.
    Ramsés tenía tan poco entusiasmo como yo por las pequeñas tumbas sin inscripciones. Siendo como era, encontró una excusa perfecta para evitar la tarea.
    —Si las tumbas no están inscriptas, no habrá nada que yo pueda hacer, padre. Tienes a Nefret para que tome fotografías, y a David para que haga planos y bocetos, y a los hombres, en especial a Abdullah, para que te ayuden en las excavaciones. Y—añadió con rapidez— a mi madre, que puede hacer de todo. ¿Tienes alguna ob-jeción a que continúe con el proyecto que empecé el año pasado? He elaborado un nuevo sistema de copiado que estoy ansioso por probar.
    En realidad, ese proyecto había surgido varios años antes, pero nuestro descubrimiento de la tumba de Tetisheri no le había dejado a Ramsés demasiado tiempo para trabajar en él antes del invierno anterior. Si bien el joven era un excavador y topógrafo de bastante habilidad, poseía extraordinario talento para los idiomas, y era en este campo donde residían sus principales intereses. Un comentario de su padre le había inspirado su último proyecto: copiar las inscripciones que cubrían las paredes de los templos y monumentos de Tebas.
    Cada año, cada mes (dijo Emerson, en un apasionado comentario) se perdían más textos irreemplazables. Las tormentas, poco frecuentes pero violentas, y los lentos e insidiosos ataques del sol y la arena, habían provocado que durante siglos las piedras se fueran desgastando, y en ese momento, el nuevo dique de Asuán había elevado la cota de las aguas de manera que los monumentos se estaban deteriorando por los cimientos. Algunos de los textos habían sido copiados por visi-tantes anteriores, pero Ramsés tenía un método que combinaba la fotografía con las copias a mano, y con el que esperaba obtener reproducciones más exactas que las realizadas hasta entonces. Su conocimiento de las lenguas le proporcionaba una ventaja adicional. Cuando los signos jeroglíficos estaban demasiado borrosos, sólo un lingüista experimentado podía descifrarlos.
    En realidad, soy un poco injusta con Ramsés cuando afirmo que su única motivación era evitar una tarea que consideraba tediosa. Su proyecto era muy valioso y, puesto que requería pasar horas subido a escaleras endebles, examinando las marcas en paredes calcinadas por el sol, no era un trabajo para quienes carecieran de valor.
    La navegación produce un efecto sedante hasta en las personalidades más inquietas. Hicimos uno de los viajes más idílicos que puedo recordar. El río tenía mucha agua y el viento del norte hinchaba las blancas velas. Atracamos una noche en mi querido El Amarna, donde en los días de nuestra juventud Emerson y yo comenzamos a conocernos. Ya sea por designio o por accidente, los chicos se fueron temprano a la cama, y Emerson y yo nos quedamos largo rato en la barandilla, cogidos de la mano como si fuéramos jóvenes amantes observando la luna nueva, que en forma de delgada hoz de plata, se apoyaba sobre los acantilados. Parecía que hubiese sido ayer; y cuando Emerson me llevó a nuestro camarote me sentí nuevamente como una novia.
    Disfrutar de estos placeres hizo disminuir mi preocupación por Enid. El doctor Willoughby, de Luxor, era un especialista en trastornos nerviosos; podría ayudarla. El único y pequeño fallo en nuestros planes consistió en el firme rechazo de Ramsés a adoptar a Sekhmet. No se trataba de que no fuera afectuoso; una de las pocas virtudes de Ramsés era su cariño hacia los animales; y nunca hubiera tratado mal a ninguna criatura. Con firmeza, cortesía y en silencio, apartaba a la gata cuando ésta trataba de subir a sus rodillas. Pensé que Sekhmet lo percibía y sufría, pero cuando se lo reproché, Ramsés me obsequió con una de sus extrañas medias sonrisas, y me preguntó cómo sabía yo lo que podía sentir un gato.
    Ramsés y yo nos estábamos llevando bastante bien; reflexioné con perdonable complacencia que había manejado con mucho tacto la conversación sobre Enid y que el joven respondió a mi cortesía con agradecimiento.
    Lo que sólo sirve para demostrar que hasta yo puedo ser engañada, y que Ramsés había madurado, sin duda alguna. Tenía más dobleces, pero las ocultaba mejor que antes.

    * * *

    Aunque soy británica hasta el tuétano y me siento orgullosa de serlo, Egipto tiene un lugar en mi corazón que no ocupan siquiera las praderas de Kent. Me sería muy difícil decir cuál de sus muchos yacimientos arqueológicos me es más querido: tengo especial debilidad por las pirámides, pero El Amarna me trae recuerdos tanto sentimentales como profesionales y Tebas ha sido nuestro hogar en los últimos años. Cuando el Amelia maniobró para acercarse a la costa, mi corazón latió aceleradamente con expectación y una sensación de regreso al hogar. Siempre sucedía lo mismo, pero siempre era diferente: la suave luz dorada en las colinas y las sombras de un malva difuso. Estaba cayendo el crepúsculo. Durante los últimos kilómetros nos deslizamos sobre aguas matizadas de carmesí y oro que reflejaban la puesta del sol. A través del río, las ruinas de los templos de Karnak y Luxor brillaban débilmente en el ocaso, y entre ellas destellaban las luces de la ciudad moderna.
    Cuando pusieron la escalerilla, retuve a los demás para que David fuera el primero en desembarcar. Entre el grupo de amigos que nos esperaban sobresalía la silueta alta y digna de Abdullah, nuestro Rais, y yo sabía que anhelaba tener a su nieto entre sus brazos.
    —¿Qué demonios estás haciendo, Peabody? —preguntó Emerson, tratando de liberarse de mí.
    —Abdullah está deseando abrazar a David —le expliqué—. Permitámosle que puedan estar a solas unos minutos para disfrutar de la alegría del reencuentro.
    —Ejem... —murmuró Emerson.
    Otros brazos estaban esperando para acoger a David y a Ramsés: Daoud, el sobrino de Abdullah y segundo en el mando; Selim, el hijo menor de Abdullah; Yussuf, Ibrahim, Alí y los demás hombres que habían sido amigos y fieles trabajadores durante muchos años. Abdullah se aproximó enseguida para ofrecerme su mano cuando descendía al muelle. Su rostro oscuro y majestuoso estaba serio, y no sonreía, pero sus ojos brillaban afectuosos.
    Emerson interrumpió los abrazos y los gritos de bienvenida. Saludó a Abdullah de manera formal, con un fuerte apretón de manos y una queja estentórea.
    —Maldición, Abdullah, ¿dónde están los caballos?
    —¿Caballos? —Abdullah miró a su alrededor.
    —Unos animales grandes y con cuatro patas. La gente los suele montar —dijo Emerson con un sarcasmo cruel—. Los caballos que alquilamos cada temporada. ¿Cómo crees que llegaremos a casa?
    —Oh. Esos caballos.
    —La casa estará lista, supongo —inquirió Emerson—. Te telegrafié diciendo cuando llegaríamos.
    —¿Lista? Oh, sí, Emerson.
    Me compadecí de Abdullah... y de mí misma. Emerson debería haber reconocido las habituales maniobras evasivas que indicaban que el individuo interrogado no había realizado la tarea solicitada.
    La dificultad no residía en que Abdullah fuese haragán o ineficiente. La dificultad residía en que era un hombre. Él no podía entender por qué yo armaba tanto escándalo por el polvo, las telas de araña, los insectos y las sábanas que no habían sido oreadas desde la primavera anterior. Preveía una bronca y trataba, como todos los hombres, de posponerla tanto como pudiera.
    —Es demasiado tarde para trasladar todas nuestras pertenencias ahora, Emerson —dije, y escuché un suspiro de alivio de Abdullah, suspiro tan suave que me lo habría perdido si no lo hubiese estado esperando—. Nos quedaremos a bordo esta noche.
    De manera que tuvimos una pequeña y agradable celebración en el salón con nuestros amigos. Al principio fue muy animada, todos hablaban al mismo tiempo. Daoud quería saber cómo estaban Evelyn y Walter, por quienes sentía gran admiración; Selim se vanagloriaba de la salud, belleza e inteligencia de sus hijos (en mi opinión, tenía demasiados, para ser un hombre que no había cumplido todavía los veinte años, pero así son las costumbres árabes); David hizo a su abuelo un relato (expurgado, sin duda) de sus experiencias de ese verano con el jeque Mohammed; Emerson preguntó sobre la tumba y las últimas actividades de los esforzados ladrones de tumbas de Gurneh.
    Después, los primeros grupos se dispersaron y se formaron otros. Observé que Selim se retiraba a un rincón con David y Ramsés, y deduje, por sus risas ahogadas y sus voces apagadas, que estaba recibiendo otra versión, sin censurar, de las aventuras del último verano.
    Abdullah se sentó junto a mí en el diván. Permanecimos un rato en amistoso silencio. Mientras la oscuridad se hacía más profunda, la luz tenue de una lámpara cercana suavizaba sus severas facciones, y pensé que era muy extraño que me sintiera tan cómoda con un individuo tan diferente a mí en tantas cosas: género, edad, religión, nacionalidad y cultura. Recordaba muy bien su despectiva pregunta en la primera temporada que pasamos en Egipto: «¿Qué es una mujer, para que nos dé tantos problemas?». En los años siguientes, se había tomado muchas molestias por mí, y había arriesgado su vida, no una vez, sino varias; mi recelo inicial se había convertido en respeto y en un profundo afecto.
    No sabía cuántos años tendría Abdullah. La barba, que era gris cuando lo conocimos, tenía ahora una blancura de nieve, y su cuerpo, de elevada estatura, no estaba tan erguido como antes. Emerson había tratado de convencerlo, en varias ocasiones, de que se retirara, pero no lo había logrado y no quería insistir. Abdullah estaba orgulloso de su puesto, y con razón. Era el Rais más experimentado de todo Egipto y yo no dudaba de que podría dirigir una excavación arqueológica con más tino que muchos de los autoproclamados egiptólogos que pululaban por los yacimientos.
    Abdullah estaba observando a los jóvenes. Nefret los había reunido y su cabeza de oro cobrizo era el centro del grupo.
    —Se ha convertido en un hombre apuesto —dijo el Rais en voz baja—. Él y Nur Misur harán una buena pareja,
    «Luz de Egipto» era el nombre que los hombres habían dado a Nefret. Por un terrible momento pensé que el pronombre masculino se refería a David. Me escandalicé, al darme cuenta en quien pensaba.
    —¿Ramsés y Nefret? ¿De dónde has sacado esa idea, Abdullah?
    El Rais me echó una mirada de soslayo.
    —¿No estaba en su cabeza, sitt hakim, o en la del Padre de las Maldiciones? Bueno, bueno, será como diga Alá.
    —Sin duda —dije, secamente—. David es un hombre apuesto también. Todos estamos muy orgullosos de él.
    —Sí. Me consuela saber que ocupará mi lugar cuando sea demasiado viejo para trabajar para el Padre de las Maldiciones.
    ¡Otra sorpresa! Queríamos educar a David para que fuera egiptólogo; era un artista de talento y poseía una gran inteligencia, demasiado buena para que la dilapidara en el puesto de capataz. ¿Habría discutido Emerson nuestros planes con Abdullah? Seguramente sí. Sin embargo, mi marido tenía la costumbre de suponer que no había necesidad de decir a la gente lo que pretendía hacer, ya que de todos modos tendrían que hacerlo.
    —Pero —objeté— eso no sería justo con Daoud, Selim y los otros; darles un jefe que es un muchacho mucho más joven, sin su experiencia...
    —Obedecerán mis órdenes. David ha aprendido cosas que ellos no saben. Será... —Abdullah hizo una pausa y luego continuó, a regañadientes— un día será tan bueno como yo.
    La reunión se prolongó durante algún tiempo. Supe desde un principio que no dormiríamos en tierra esa noche, de manera que había ordenado a la cocinera que preparara comida para un grupo grande. Después de que los hombres volvieron a Gurneh y nos retiramos a nuestras habitaciones, le conté a Emerson lo que Abdullah había dicho de David.
    —Maldición —dijo mi marido, y arrojó contra la pared la bota que se acababa de quitar.
    —Decir palabrotas no sirve de nada, Emerson. Debes hablar con él. Creo que estará contento cuando sepa que su nieto progresa en el mundo.
    —No lo comprendes —Emerson arrojó la otra bota—. En el mundo de Abdullah, su puesto es el mejor que un hombre puede conseguir. ¿Cómo podrá admitir que un joven imberbe, su propio nieto, consiga una posición superior?
    —Es una observación muy inteligente, Emerson —dije con sorpresa—. En términos psicológicos...
    —No digas esa palabra, Amelia. ¡Sabes cómo la odio! No se trata de psicología sino de sentido común. Hablaré de nuevo con él, te lo prometo.
    Se levantó, se estiró y bostezó. La luz dorada de la lámpara acarició los músculos ondulantes de su pecho.
    —¿Necesitas que te ayude con los... ?
    —No quiero molestarte, querido.
    —No es ninguna molestia, Peabody.
    Ni siquiera mencioné la otra sorprendente suposición de Abdullah, pero yo seguía pensando en ella, de tal manera que me encontré cada vez más y más enfada-da. No con el querido y viejo Abdullah, por supuesto; los matrimonios de conveniencia son una costumbre en Egipto, y los factores financieros tienen mayor importancia que los sentimientos de la gente joven. Un cínico afirmaría que consideraciones parecidas prevalecen en nuestra propia sociedad, y probablemente tendría razón. Pocas madres de las que adoran a sus hijos rechazarían algún subterfugio inmoral si sirviera para que sus retoños hicieran «buenos» matrimonios. ¿Era eso lo que el mundo pensaba de mí, que guardaba a Nefret, la heredera de Lord Blacktower, para mi hijo?
    Por fortuna, mi conocido sentido del humor me rescató antes de que perdiera por completo los estribos. «Dicen... ¿quiénes? ¡Déjalos hablar!» ¡Un plan tan despreciable nunca encontraría lugar en el corazón de Amelia P. Emerson! También estaba segura de que tal idea no existía en la mente de los chicos. Habían sido criados como hermanos, y no hay nada tan destructivo para el romanticismo como la proximidad, como dijo alguien, quizá yo misma.
    Además, eran demasiado jóvenes. Un muchacho responsable no considera la posibilidad de casarse hasta no haber cumplido veinticinco años.
    No sé qué especial impulso psicológico me hizo preguntar: «Emerson, ¿cómo llaman los hombres a Ramsés?».
    —De muchas maneras, Peabody —respondió tras lanzar una carcajada.
    —Sabes qué quiero decir. Nefret es Nur Misur, yo soy la Sitt Hakim, y tú Abu Shita'im. ¿No tienen un apodo similar para Ramsés?
    Pero esta vez no me respondió; su mente estaba ocupada en otra cosa.

    * * *

    Nos levantamos antes del alba, ansiosos por llegar a la casa y comenzar a trabajar. Como era nuestra costumbre, tomamos el desayuno en la cubierta superior y observamos cómo desaparecían las estrellas y los riscos se iluminaban y pasaban por el espectro de los colores de la aurora, del gris humo al amatista, del rosa al oro y plata pálidos.
    Como de costumbre, el día comenzó con una discusión.
    Ramsés y David (es decir, Ramsés) decidieron que preferían vivir a bordo de la dahabiyya durante la temporada. Presentaron una serie de razonados argumentos (estaba segura de que Ramsés había adoctrinado a David): la casa era algo pequeña para cuatro personas viviendo y trabajando; no habría necesidad de más sirvientes, ya que podrían hacer sus comidas con nosotros y limpiar ellos mismos sus habitaciones, y Hassan y la tripulación estarían gran parte del tiempo en la dahabiyya, y...
    Y así sucesivamente. Todo era cierto y no tenía nada que ver con sus verdaderas razones para proponer este plan.
    Como era de prever, Emerson se puso de su parte. Los hombres siempre se ayudan. Nefret complicó aún más la situación al proclamar que si se permitía que Ramsés y David durmieran a bordo, se le debería otorgar a ella el mismo privilegio. Huelga decir que aquella idea me pareció completamente inaceptable.
    —¡Vaya por Dios! —exclamé, después de que Nefret se retirara a su cuarto hecha una furia para terminar de guardar sus cosas y los muchachos hubieran desapa-recido discretamente—. Empiezo a preguntarme si esa chica aprenderá alguna vez lo que es una conducta decente y civilizada. ¿Puedes imaginar el chismorreo que se formaría si le permito quedarse allí con los chicos y sin acompañante? ¿Por la noche?
    —A menudo están juntos, en horas de trabajo, y sin acompañante —dijo Emerson con suavidad—. Nunca he comprendido la obsesión de los puritanos por las horas nocturnas. Como tú bien sabes, Peabody, la actividad que desaprueban no sólo es posible realizarla a plena luz del día, sino que puede ser más interesante cuando...
    —Sí, cariño, lo sé muy bien —interrumpí, riendo—. No necesitas demostrármelo.
    Emerson retiró el brazo y volvió a su asiento.
    —En cuanto a que Nefret se convierta en una muchacha civilizada, espero que no lo haga nunca, si por civilizada quieres decir que se comporte como una jovencita inglesa formal. Es otra de las personas que viven en dos mundos distintos —dijo Emerson, a todas luces complacido con esa poética metáfora—. Sus años de formación los pasó en una sociedad con normas de conducta distintas y, en muchos sentidos, más sensatas. Además, querida, tu propia conducta no es para nada convencional. Nefret necesariamente te imita porque te admira mucho.
    —Hum... —respondí.
    El día anterior habíamos terminado de hacer casi todo nuestro equipaje. Estuvimos esperando algún tiempo hasta que vimos que se acercaba la pequeña caravana de burros, caballos y carros que Emerson había alquilado. Los hombres comenzaron a cargar cajas y bultos en los carros, y Abdullah se me acercó corriendo.
    —Todo está listo, como puede ver, Sitt.
    —Bien —dije—. Selim, asegúrate de que esa caja con artículos de limpieza vaya arriba de todo.
    —No la necesitará, Sitt —me tranquilizó Abdullah.
    Todos los años teníamos la misma discusión intrascendente, de manera que me limité a sonreír y asentir... y me aseguré de que los materiales de limpieza estuvie-ran a mano. Luego fui a reunirme con Emerson, que estaba inspeccionando los caballos.
    —Los hemos lavado, Sitt Hakim —dijo Selim con una sonrisa—. A los burros también.
    Sonreí y di mi aprobación. Quería examinar a los animales por mí misma en un momento más conveniente. En Egipto no se cuida bien a los burros ni a los camellos, ni siquiera a los apreciados caballos; cuando comencé a lavar y tratar a los animales a mi cargo, me consideraron una excéntrica. Todavía lo seguían pensando, pero me obedecían.
    —Un lote muy bueno de animales —dijo Emerson con aprobación—. En especial esos dos. ¿Dónde los encontraste, Abdullah?
    Los caballos que señaló merecían una descripción más entusiasta. Uno era una yegua baya, el otro un semental gris plata. Los dos eran obviamente de pura raza árabe, ya que tenían las patas duras y esbeltas y los cascos pequeños y bien formados, propios de esa raza espléndida. Sin embargo, eran inusualmente grandes, medían más de quince palmos, y sus monturas, de fino cuero repujado en plata, no habían sido alquiladas nunca en Luxor.
    Tuve una de mis famosas premoniciones. Quizá provocada porque Abdullah no le contestó a Emerson, o por la visión de Ramsés que acariciaba el cuello del caballo gris, murmurando algo en la oreja levantada del animal.
    —¡Ramsés! —exclamé.
    —¿Sí, madre?
    —¿De quién es ese caballo? —pregunté, bajando la voz.
    Ramsés se acercó. El semental lo siguió, con pasos tan delicados como los de un gato.
    —Su nombre es Risha. Él y Asfur —señaló a la yegua— son regalos que nos hizo el jeque Mohammed. Naturalmente están a su disposición, madre, o a la de padre.
    —No sirven para mi peso —dijo Emerson con tacto—. Y son un poco grandes para ti, Peabody, ¿no crees? ¡Los dos son unas criaturas magníficas! Confío en que hayáis agradecido adecuadamente su regalo al jeque.
    —Sí, señor.
    Ramsés no lo miraba.
    —¿Nefret?
    —¿Me lo estás ofreciendo? —La muchacha alargó la mano; la espléndida yegua la acarició con el hocico y luego inclinó la cabeza cuando Nefret le pasó los dedos por la quijada y la crin.
    —Es tuyo si lo quieres —Ramsés habló sin vacilar. Sin embargo, lo vi tragar saliva.
    La sonrisa que Nefret le dirigió hubiera recompensado a muchos jóvenes por un regalo tan generoso.
    —¿Me lo darías de verdad? Gracias, Ramsés, pero no puedes disponer de un animal como éste como si fuera un mueble.
    Muy seria, y con mucha más cortesía de la que a menudo utilizaba con algunos seres humanos, la joven acarició a Asfur como lo había hecho con Risha.
    —Pruébala —le urgió David.
    —Tú no eres tan galante como Ramsés —dijo Nefret, riendo—. ¿No vas a ofrecérmela de regalo?
    —Oh, sí, por supuesto —exclamó David, avergonzado—. Creí que dijiste...
    —No te burles de él, Nefret —dije—. Te está tomando el pelo, David.
    Nefret le dio una palmada en el hombro.
    —Ayúdame a montar.
    El estribo estaba demasiado alto para que lo pudiera alcanzar. David entrelazó sus manos bajo la pequeña bota y la levantó hasta la montura. Los animales tenían unas proporciones tan espléndidas que uno no se daba cuenta de inmediato de lo grandes que eran. Nefret parecía una niña subida en la alta silla. Lanzó una carcaja-da y juntó las riendas en sus manos.
    —¡Quiere correr! Apuraos o seré la primera en llegar a la casa. ¿No te importa, verdad, David?
    —No... sí, ¡espera! —David cogió la brida.
    Emerson comenzó a murmurar, nervioso. Cree en la igualdad de los sexos, excepto en lo que se refiere a su hija.
    —Mira, Nefret... no creo... Peabody, dile...
    Me cogió de la cintura y me colocó sobre un caballo seleccionado al azar.
    —Espera al menos a que David haya acortado los estribos —dijo Ramsés. Estaba de pie al lado de Risha y su mano se apoyaba levemente en la silla... Enseguida estuvo sobre el caballo.
    Puede que lo hiciera para distraer a Nefret, aunque también influyeron las ganas de presumir. Pero a quien distrajo fue a mí. No había visto que su pie tocara el estribo; fue como si hubiera llegado en un solo movimiento del suelo al lomo del caballo.
    Nefret se quedó boquiabierta.
    —¿Cómo lo has hecho?
    —Estuvo practicando todo el verano —dijo David con inocencia.
    Ramsés lanzó a su mejor amigo una no tan amistosa mirada.
    —No es tan difícil.
    —Entonces, enséñame —dijo Nefret.
    —Bueno, sí. No la dejes correr, Nefret. Hay demasiados canales de riego y tierras blandas por aquí. ¿Puedes dominarla?
    —¡Ja!
    —Hum... —dije, viendo que los dos se alejaban, uno al lado del otro—. Lo hizo bastante bien. Espero...
    Pero estaba hablando conmigo misma. Emerson salió detrás de ellos y David montó uno de los animales alquilados. Dejé que Abdullah terminara de cargar y seguí a los demás; atravesé los verdes campos de cultivo y me interné en el desierto.
    Habíamos hecho construir la casa un año después de nuestro descubrimiento de la tumba de Tetisheri, cuando se hizo evidente que trabajaríamos varias temporadas al oeste de Tebas. Emerson siempre había tenido la intención de construir una casa permanente para las expediciones, y el Amelia sirvió como residencia hasta que decidimos dónde nos queríamos instalar. Si bien la barca era muy agradable, no era lo bastante cómoda para cinco personas, con libros y papeles, y una gran cantidad de antigüedades. En mi opinión, la casa tampoco era suficientemente cómoda, y tenía la intención de añadirle, en esa temporada, un ala. Siempre había soñado con una casa que tuviera un amplio espacio para trabajar y almacenar cosas.
    En un futuro cercano, no era probable que necesitáramos mucho espacio para almacén. Yo no había planteado abiertamente objeciones a los planes de trabajo de Emerson, porque no tenía sentido. La persuasión sutil era el único método de convencerlo para que viera las cosas a mi manera.
    Las pequeñas tumbas que Emerson quería investigar no presentaban interés para mí. La mayoría ya habían sido visitadas con anterioridad por arqueólogos, y se sabía que no contenían nada interesante. Gracias a la mezquindad de Monsieur Maspero, el resto del Valle de los Reyes estaba cerrado para nosotros, pero existían otros yacimientos al oeste de Tebas, como Drah Abu'l Naga, donde habíamos descubierto la tumba de Tetisheri, el cementerio de los nobles en Gurneh, y una cantidad de templos importantes, que darían mayores oportunidades al talento de mi marido. Una vez que hubiéramos resuelto el misterio de la tumba Veinte-A, lo que no nos llevaría mucho tiempo, persuadiría con tacto a Emerson para que trabajara en otro lado.
    Pasamos el resto de la mañana desempaquetando el equipaje y limpiando la casa. El fuerte olor del ácido fénico y del polvo limpiador nos hizo huir del salón, y nos congregamos en la galería a esperar que la comida estuviera servida.
    La galería ocupaba la fachada de la casa, orientada hacia el este; tenía una hermosa vista, que se desplegaba sin obstáculos desde las lomas del desierto hasta los campos verdes y, más allá, el río. Amueblada con sillas y cómodos sofás, y con algunas mesitas y alfombras de colores diseminadas por el piso embaldosado, resultaba muy acogedora. El muro bajo que rodeaba la terraza soportaba columnas entre las cuales hice que se construyera un enrejado, con la esperanza de cultivar bellas plantas trepadoras que sirvieran de marco a los arcos abiertos. En la época en que nos fuimos de Egipto, al final de la temporada, las plantas crecían muy bien, pero cuando volvimos, a comienzos de la temporada siguiente, se habían convertido en tallos marchitos. La horticultura no se contaba entre los intereses de Abdullah.
    —Espero que no hayas dejado algo de arsénico por ahí —dijo Emerson, cargando de tabaco su pipa.
    —Bueno, Emerson, sabes que no uso arsénico para matar ratas cuando traemos a los gatos, por miedo a que puedan envenenarse. Serán ellos los que nos libren de los roedores locales.
    Anubis se había encargado de dos desafortunados ratones y todavía debía estar entretenido en esta tarea, ya que no se nos había unido en la galería. Estirada sobre el murete cercano a Nefret, y con la cabeza en el regazo de la muchacha, Sekhmet parecía sonreír de satisfacción en su sueño.
    —Esa gata no... —dijo Ramsés—. No hace nada más que dormir, comer y llenarnos de pelos.
    Abdullah, que había aparecido en el umbral, comentó:
    —Esperemos que no haya muchos como ella. Con una gata demonio es suficiente. ¿Hago que sirvan la comida aquí, Sitt Hakim?
    Le dije que sí y le invité a comer con nosotros. Abdullah me miró desde lo alto de su nariz.
    —Debo vigilar que los hombres terminen de barrer el desierto, Sitt —dijo—. ¿Hasta qué distancia de la casa deben hacerlo?
    —Bueno, Abdullah, no te enfurruñes —dije—. Y trata de no ser sarcástico.
    —Es una pérdida de tiempo —convino Emerson—. Has trabajado bien, Abdullah. Anoche me olvidé de preguntarte si teníamos mensajes.
    —Selim los trajo de Luxor —dijo Abdullah—. Le preguntaré dónde los puso.
    Buscó entre su túnica.
    —También estaba esto, Emerson. Esta mañana lo encontré pinchado en la puerta, cuando vine a limpiar... a terminar de limpiar la casa.
    Lo sostuvo de tal manera que todos lo pudimos leer. Las letras eran grandes y claras.
    «LA MALDICIÓN DE LOS DIOSES OS ESPERA EN LA TUMBA VEINTE-A. ¡ENTRAD EN ELLA A VUESTRO RIESGO!»
    Emerson entrecerró los ojos.
    —¡Infierno y maldición! —exclamó—. ¡El muy bastardo nos ha seguido hasta Luxor!

    * * *

    Casi he renunciado a impedir que Emerson utilice palabrotas. No he desistido del todo en el caso de los chicos, pero hay momentos en que temo estar perdiendo la batalla. Es natural que intenten imitar a alguien a quien admiran, y como creo firmemente en los derechos de las mujeres, no puedo discriminar a Nefret y reprenderla. Lo que se permite a un hombre debería permitirse también a las mujeres, hasta las malas palabras.
    Nuestra casa estaba cerca del pequeño pueblo de Gurneh, convenientemente cerca de la vivienda de Abdullah y de las de los otros hombres, apenas a veinte minutos andando del Valle de los Reyes. Esa ubicación tenía la ventaja adicional de que nos permitía vigilar las idas y venidas de los Gurnawts. Algunos de ellos se encontraban entre los ladrones de tumbas más expertos de Egipto.
    Cuando Emerson anunció que nos dirigiríamos al Valle inmediatamente después de comer, no puse reparos. Todavía había mucho que hacer en la casa, ¿pero cómo podía contentarme con las monótonas tareas domésticas cuando la fiebre arqueológica ardía en mí con tanto entusiasmo, después de seis meses de ausencia?
    El sendero que conducía en línea recta al Valle pasa por encima de los acantilados y detrás del templo de Deir el Bahri. Cuando subimos la pronunciada cuesta estábamos de muy buen humor; el apuesto rostro de Emerson mostraba una abierta sonrisa, e incluso moderó sus pasos, con mucha consideración, para adaptarlos a los míos, mientras los jóvenes nos precedían. Más abajo se encontraba el hermoso templo de la reina Hatshepsut con los pórticos que brillaban al sol. El aire era muy cálido y no corría brisa alguna; el único color era el del cielo azul sobre nuestras cabezas, por delante se extendía el polvo blanco y las rocas descoloridas por el sol.
    Cuando llegamos a lo alto de la meseta, Emerson se detuvo y me llevó a su lado. No lamenté descansar un instante; después de pasar un verano en la Inglaterra húmeda y lluviosa, siempre me cuesta unos días acostumbrarme al seco clima egipcio.
    Después de un rato, Emerson me miró y sonrió.
    —¿Bien, Peabody?
    No me fue difícil encontrar una manera de resumir mis sentimientos.
    —Soy la más afortunada de las mujeres, Emerson —dije con considerable emoción.
    —Gran verdad —dijo él—. Ahora date prisa porque estamos perdiendo el tiempo. Oh, y de paso, Peabody...
    -¿Sí?
    —Eres la luz de mi vida y la alegría de mi existencia.
    —Gran verdad —respondí.
    Emerson lanzó una carcajada y me cogió del brazo.
    El sendero que recorríamos atravesaba la meseta y tenía muchas curvas, pues bordeaba el extremo sudoccidental del profundo cañón, o wadi, en el cual estaban enterrados los monarcas del imperio. Hay dos Valles de los Reyes, pero el oriental contiene el mayor número de tumbas reales, y los turistas y las guías se refieren a él cuando lo nombran sin un adjetivo calificativo. Desde arriba, el Valle se parece a una hoja compleja, como las de un roble o arce, con ramificaciones que se extienden en todas direcciones. Las escarpas que lo circundan son casi verticales; ni siquiera los egipcios con sus pies ligeros pueden escalarlas, excepto en contadísimas zonas donde senderos tan antiguos como las mismas tumbas descienden en curvas sinuosas hacia el Valle.
    Los jóvenes nos estaban esperando en lo alto de uno de estos senderos, e hicimos una pausa para admirar el panorama. Algunas personas lo podrían haber en-contrado inhóspito e imponente; ni un arroyuelo refrescaba la vista, no había árboles, ni flores, ni una brizna de hierba. Grupos de turistas, que desde lo alto se reducían a bultos informes, se movían aletargados por el suelo del Valle. La mayoría ya había partido hacia la orilla oriental en busca de la comodidad de sus hoteles, pero quedaban suficientes como para hacer que Emerson susurrara: «¡Malditos turistas!».
    —¿Dónde vamos primero? —preguntó Nefret.
    Con los brazos en jarra, Emerson estudió la escena. Yo sospechaba que tramaba algo, y mis sospechas se confirmaron cuando dijo con aire despreocupado: «Cárter todavía trabaja en la tumba Hatshepsut, ¿verdad?».
    —Eso dijo en la cena de la otra noche —replicó Ramsés—. La galería parece no tener fin; había cavado casi doscientos metros la temporada pasada, y el final aún no se veía. Espera llegar a la cámara mortuoria este mes, pero dudo que lo haga; el relleno es tan duro como el cemento. Los hombres utilizaban piquetas y el calor era intenso.
    No le pregunté cómo lo sabía. Puede que hubiera obtenido esa información de Howard, pero era más probable que hubiera ido al maldito lugar por sí mismo. Me descuidé y no le prohibí que lo hiciera, ya que no se me había ocurrido que tuviera esa intención.
    —¿Qué tal si le echamos un vistazo? —dijo Emerson—. La tumba está tan lejos y es tan poco distinguida que ninguno de los malditos turistas estará allí.
    Fue el primero en comenzar el ascenso, pero Nefret lo siguió pisándole los talones. Ramsés había aprendido por su propia y dolorosa experiencia que Nefret rechazaría con altivez cualquier ofrecimiento de ayuda, de manera que la dejó continuar y me ofreció su mano. Yo no la necesitaba, pero de todas manera la cogí.
    —¿Cuál es el número de la tumba de Hatshepsut? —pregunté.
    —Veinte.
    —Aja —exclamé—. ¡Lo sabía! A tu padre no le interesa la tumba de Hatshepsut; busca la tumba Veinte-A, que debe estar en la misma zona. Por Dios santo, Ramsés, fíjate en lo que haces.
    Su pie debió resbalar; se enderezó al instante y me cogió con una mano casi tan firme como la de su padre.
    —Perdone, madre. Me has pillado por sorpresa. Creí que lo sabías. Esa tumba no existe.
    —¿Qué? Pero las tumbas están numeradas.
    —Sí, en una secuencia numérica. El señor Wilkinson, que más tarde fue Sir Gardiner, numeró las tumbas conocidas hace ochenta años; las últimas fueron las número Veinte y Veintiuno. Monsieur Lefeburo añadió a la lista...
    —Ramsés —interrumpí, tratando de no hacer rechinar los dientes— ve al grano.
    —Estoy tratando de hacerlo, madre. En resumen, desde entonces se han localizado y numerado otras tumbas, por orden de su descubrimiento. Creo que la última es la Cuarenta y Cinco, que fue encontrada el año pasado por Cárter. No existen las A ni las B ni ninguna otra sub-categoría.
    Me detuve en seco.
    —Un momento. ¿Me estás diciendo que no hay una tumba con el número Veinte-A?
    —No, madre. Ejem... Sí, madre, es lo que le estoy diciendo. Supuse que usted y mi padre habrían discutido el tema. Seguro que el profesor conoce este hecho.
    —¿De verdad? —Reflexioné sobre la conducta turbia y poco limpia de Emerson. ¿Había evitado deliberadamente revelarme la verdad, de tal manera que yo me hundiera cada vez más en el pozo de la ignorancia? ¡Bueno! Gracias a Ramsés podría escapar de esa vergüenza..., si es que no se me ocurría otra manera de salir airosa. Me pregunté por qué no me había corregido Howard Cárter cuando le mencioné el número.
    Una pregunta más urgente escapó de mis labios.
    —¿Por qué querría alguien alejarnos de una tumba imaginaria? Si no existe, no la podemos investigar.
    —Cierto —dijo Ramsés—. Sin embargo, es posible que el individuo en cuestión quisiera indicar...
    —¡Peabody! —Emerson estaba más abajo, pero su voz hubiera podido oírse desde el otro lado del Valle—. ¿Por qué te detienes?
    —Ya voy, querido —grité y me apresuré. Ramsés intentó alcanzarme una y otra vez cuando comencé a descender la cuesta, pero logré eludirlo. En realidad, en ese momento me sentía muy agradecida: no sólo me había advertido del peligro que me aguardaba, sino que me había dado la clave para evitarlo.
    Cuando llegué al fondo del Valle, encontré a Emerson conversando con Ahmed Girigar, el Rais de los vigilantes egipcios, o gaffirs. En teoría, su trabajo consistía en cuidar las tumbas de los vándalos, ladrones y visitantes no autorizados. En la práctica, su actividad principal se limitaba a sacarle propinas a los turistas que dejaban pasar a las tumbas. Desde que Howard había asumido el cargo de inspector del Alto Egipto, había hecho mucho para mejorar las condiciones del Valle: levantó vallas de hierro delante de las tumbas más importantes, construyó algunos senderos, a través de las piedras afiladas y los pesados peñascos que salpican el fondo del Valle y contrató a vigilantes. La utilidad de los gaffirs era cuestionable; eran hombres de la zona, y como tales, muy pobres. Supuse que poquísimos hubieran prohibido algo a un visitante si el dinero que recibían era lo suficiente-mente cuantioso, y algunos hasta vendían, bajo cuerda, antigüedades robadas.
    Sin embargo, tanto Howard como Emerson apreciaban al Rais Ahmed.
    —Es honrado si ve que la cosa lo merece —fue la evaluación de Emerson, no más cínica que la que hacía de la mayoría de las personas.
    Ramsés se quedó atrás para intercambiar cumplidos con el Rais Ahmed («Alto y apuesto como tu honorable padre, agradable a las mujeres...»), y el resto seguimos nuestro camino. Estaba contenta con mis botas reforzadas, pero envidié, tanto como lo deploraba, el atuendo cómodo y nada profesional de Emerson. El calor nos agobiaba desde lo alto y se levantaba desde abajo, reflejado en una superficie que brillaba con una deslumbrante blancura. Por mi rostro corrían enormes gotas de sudor y mi mano, que desde la muñeca hasta la punta de los dedos estaba encerrada en el puño amplio y caluroso de Emerson, parecía un ajado guante de lana. En la escarpada pared rocosa que estaba a nuestra derecha vi uno de los números del señor Wilkinson. Era el Diecinueve; como recordé por mis lecturas, marcaba la tumba de un príncipe ramésida con un nombre polisilábico. Belzoni había descubierto la tumba en 1817, pero la entrada estaba casi enteramente bloqueada por escombros.
    —Deteneos —ordené, llevando a Emerson hacia un costado, donde había sombra—. Quiero hablar contigo.
    —¿Sobre qué?
    —Por un lado, de tu falta de confianza en mí, pues no me has contado cuál es tu verdadero propósito. No tienes ninguna intención de ir a visitar a Howard. No estará allí; como todo excavador sensato, deja de trabajar durante el momento más caluroso del día, y es de muy mala educación explorar las tumbas de otras personas sin su...
    —Sí, sí —dijo Emerson, mientras me estudiaba con leve curiosidad—. ¿Estás un poco acalorada, verdad? Quién lo diría. ¿Por qué insistes en ponerte una chaqueta y en abotonarte la blusa hasta el cuello? Nefret tiene más sentido común; se ha quitado la suya.
    Me di la vuelta con un grito ahogado y sentí un gran alivio al ver que le había comprendido mal. Nefret no se había quitado la blusa, sino la chaqueta, que llevaba David.
    Su uniforme de trabajo, como el mío, consistía en botas y pantalones para abajo, y en blusa y chaqueta para arriba. En ese momento su vestimenta se parecía a la de Ramsés y David, porque se había remangado y desabrochado los botones superiores de su blusa y caminaba con la desenvoltura de un muchacho. No obstante, nadie la hubiera confundido con un varón, ni siquiera con el cabello oculto por el casco. No era sólo su cara delicada y bonita lo que definía su sexo. Los pantalones debieron encoger con el lavado.
    —Ponte la chaqueta enseguida, Nefret —exclamé.
    —Oh, tía Amelia ¿debo hacerlo? ¡Hace un maldito calor!
    —Y no digas palabrotas.
    —Eso no es decir palabrotas —dijo Ramsés—. Deberías oírla cuando está enfadada de verdad. —Eludió el golpe juguetón que ella le amagó y continuó diciendo—: La tumba de Hatshepsut está justo enfrente. No oigo señales de actividad; quizá el señor Cárter ha dejado de trabajar por hoy.
    —Ejem... —murmuró Emerson, indicando así su desdén por los excavadores que limitan sus actividades a causa de unos simples cien grados de calor.
    —De todas formas me gustaría echar un vistazo —dijo Nefret.
    Ramsés y David manifestaron inmediatamente su intención de hacer lo mismo, y el trío partió. El sendero era empinado y bastante escabroso; esta parte del Valle no recibía con frecuencia la visita de turistas, de manera que el Service des Antiquités no se había tomado el trabajo de facilitar el acceso.
    Como en todas las zonas de las montañas tebanas, la pared opuesta del wadi estaba acribillada de agujeros y hendiduras. El lugar se hallaba desierto, excepto por un inmóvil montón de ropa que se veía en la base del acantilado: era uno de los guardias, que dormía la siesta. Su túnica polvorienta se confundía tan bien con la roca que no me di cuenta de su presencia hasta entonces. Las únicas partes visibles de su persona eran las plantas de sus pies desnudos, y parecía dormir tan profundamente como lo haría un inglés en una cama de suaves plumas. No obstante, bajé la voz cuando me dirigí a mi marido.
    —Como te estaba diciendo, Emerson, conozco la verdadera razón de que hayas venido hasta aquí. Esperas localizar la misteriosa tumba mencionada por nuestro anónimo corresponsal.
    Emerson se apoyó en una piedra y comenzó a llenar la pipa.
    —Tu hábito de sacar rápidas conclusiones te ha jugado una mala pasada esta vez, Peabody. Lamento informarte...
    —Que no hay una tumba con el número Veinte-A. Lo sabía, por supuesto.
    —¿Lo sabías? ¿Entonces, por qué diablos no lo dijiste?
    —Por la misma razón que tú —le sonreí bondadosa y tuvo la gentileza de parecer avergonzado—. Nuestras mentes siguen la misma pista: el número indica una tumba que no ha sido descubierta aún, excepto por nuestro misterioso informante. Al designarla de ese modo, nos ha proporcionado una pista sobre su localización. Se ubica en algún lugar entre la Veinte y la Veintiuno. La tumba de Hatshepsut, la número Veinte, está al final de ese pequeño meandro del wadi, de manera que el señor Wilkinson debió haber retornado al Valle principal después de numerarla. Si empezamos en la tumba de Hatshepsut, y seguimos la escarpa hasta la tumba Veintiuno...
    Emerson emitió un suspiro tan profundo que casi se le saltaron los botones de la camisa.
    —No pienso perder el tiempo en esa tontería, Peabody.
    De manera que fuimos a reunimos con los jóvenes, que, tal como lo había previsto, discutían. Nefret se estaba burlando de Ramsés porque se había negado a entrar en la tumba de Hatshepsut o a permitir que ella lo hiciera, y David trataba sin éxito de que hicieran las paces.
    La perspectiva no era muy alentadora. Por encima de la entrada, que descendía en forma de túnel, se elevaban las escarpas en línea recta hacia el cielo. A cada lado se levantaban montículos de piedras que las tormentas y la erosión habían llevado al fondo del Valle. Algunos de esos montículos estaban formados por escombros sacados de la tumba; eran de un color más oscuro que la pálida piedra caliza que estaba por todas partes, y los demás trozos tenían el aspecto dentado del esquisto o de otro tipo de roca blanda.
    Era un lugar impactante. Me bastó una mirada hacia el interior del oscuro agujero cavado bajo la escarpa para convencerme de que no quería entrar ahí, al menos esa tarde. Si no hay una pirámide a mano, suelo conformarme con entrar en una tumba bonita y profunda, pero por lo que había oído, aquélla no tenía nada más que ofrecer que estiércol de murciélagos, una temperatura de horno de fundición y la posibilidad de que un trozo de roca se cayera y me partiera la cabeza. Además, estaba ansiosa por comenzar la búsqueda de la tumba perdida.
    Esta sugerencia encantó a Nefret, y le hizo olvidar el enfado con su hermano. Se giró hacia él con una sonrisa deslumbrante y le dijo:
    —Démonos la mano, Ramsés, y seamos amigos. Estoy segura de que tus intenciones eran buenas, y yo no quise insinuar que tuvieras miedo.
    —Me agrada escuchar eso —dijo Ramsés, cruzando los brazos y frunciendo el ceño ante la pequeña mano que ella le ofrecía—. Por lo general, la palabra «cobarde» tiene ese significado, en especial cuando alguien la grita a todo pulmón.
    Nefret se limitó a reír y le echó los brazos alrededor del cuello, en un abrazo afectuoso. En lugar de ablandarse, el rostro del joven se puso más sombrío.
    La distancia a recorrer era menor de ciento cincuenta metros, en línea recta. Pero no había líneas rectas en esa hondonada: los bordes de la escarpa eran muy abruptos y la base estaba cubierta de esquisto suelto y rocas caídas, con montones de escombros a cada costado. Comenzamos a andar desde la abertura que marcaba la entrada a la tumba de Hatshepsut y seguimos la base de la escarpa hacia el wadi principal; nos arrastramos, subimos y bajamos, investigamos las depresiones interesantes; todos excepto Emerson, que había rechazado de plano participar. Caminaba en paralelo a nuestro errático sendero con la nariz en el aire. Estaba obligado a caminar con marcada lentitud a fin de mantenerse al mismo nivel que nosotros, y su marcha se parecía en algo a la de un funeral militar, pues hacía pausas a cada paso. Le grité un comentario jocoso al respecto; Emerson respondió con un gruñido y una mueca, y David, que había permanecido a mi lado, se mostró ansioso.
    —¿Está enfadado? ¿He hecho algo?
    Me detuve para secarme la frente sudorosa y le tranquilicé con una sonrisa. David se tomaba la vida muy en serio. No era de extrañar, podrían decir algunos, después de la angustiosa etapa que pasó antes de unirse a nuestra familia; pero a veces me preguntaba si carecía de sentido del humor. Ciertas personas son así. Es necesario admitir las diferencias culturales, por supuesto; Abdullah había tardado varios años para comprender algunas de mis pequeñas bromas.
    —El profesor finge que está enfadado conmigo —le expliqué—. No le prestes atención, David.
    Sin embargo, no hubo más remedio que prestarle atención, pues emitió un rugido.
    —¡Nefret! ¿Cuántas veces te he dicho que no pongas la mano desnuda en una hendidura como ésa? ¿Ramsés, en qué estás pensando que le permites hacer algo así?
    —Yo sólo... —comenzó Nefret.
    —Ven aquí —Emerson se había detenido a la entrada de la tumba Diecinueve. Con el entrecejo fruncido, esperó a que todos estuviéramos reunidos a su alrededor para hablar—. Las víboras y los escorpiones viven en los agujeros de las rocas. No son criaturas agresivas, pero no se las puede culpar si atacan cuando les invaden los nidos.
    Lanzó una mirada furiosa a Ramsés, que trasladaba su peso de un pie al otro, y preguntó amablemente:
    —¿Te aburro, Ramsés?
    —Sí, señor —respondió Ramsés—. Todos nosotros, creo, estamos advertidos de los hechos que menciona. Nefret sólo...
    —Se supone que tú la tienes que cuidar.
    Los labios de Ramsés se abrieron para emitir una protesta indignada, pero Nefret, igualmente ofendida, se anticipó.
    —¡No le culpe! No es responsable de mí. Yo sabía lo peligroso que es pero me olvidé. No volverá a suceder.
    Emerson miró a su hijo. Creí detectar el asomo de una pequeña luz en sus penetrantes ojos azules.
    —Hum... sí. He sido injusto. La culpa fue de Nefret, que debería haberse comportado mejor, y si la pillo haciendo una cosa tan tonta otra vez, la dejaré encerrada en la casa. Dicho lo cual —continuó— regresaremos ahora. Es tarde y nos espera una larga caminata.
    Nadie se sintió dispuesto a discutir con él, y ante mi insistencia todos tomamos un poco de agua antes de emprender el retorno. Excepto Emerson, cuya capacidad para prescindir del agua se parece a la de un camello, todos llevábamos cantimploras.
    —¿Dónde está el gaffir? —preguntó Emerson de improviso.
    —¿Cuál gaffir? Oh, ese individuo. —Eché una mirada alrededor. El bulto polvoriento no se veía por ningún lado—. Se fue a atender sus asuntos, supongo, sean los que sean.
    —No veo a nadie —afirmó Nefret.
    Como era de suponer, Ramsés dijo que lo había visto.
    —¿Estaba haciendo algo que lo hizo sospechar, padre? Porque cuando yo lo observé estaba, o aparentaba estar, profundamente dormido.
    —Así es —convino Emerson.
    No había contestado a la pregunta de Ramsés. Saqué en conclusión que se mostraba deliberadamente ambiguo y misterioso para ponerme sobre una pista fal-sa. Hace ese tipo de cosas cuando nos vemos involucrados en una competencia amistosa con algo relacionado con un crimen.
    Ciertamente, todavía no había señales de que se hubiera cometido un crimen. Quizá Emerson conocía algo que yo no sabía. Alegre ante este pensamiento, permití que me condujera de regreso.


    Capítulo 4
    Sí alguien se tumba en el suelo e invita a otro a que le pase por encima,
    será una persona notable la que rechace la invitación.

    Cuando llegamos a la casa, yo ya no pensaba tanto en crímenes como en mi necesidad de agua, no para beber, sino para sumergirme por completo en ella. Por lo general, nuestra forma de tomar un baño consistía en que un sirviente vertiera jarras de agua sobre la persona que deseaba higienizarse. Como es obvio, este método no es apropiado cuando se trata de una persona de sexo femenino, de manera que hice construir un cuarto de baño y lo equipé con una elegante bañera de metal, que debía llenarse a mano, por supuesto. Una tubería llevaba el agua sucia hasta mi pequeño jardín, a fin de que no se perdiera este precioso elemento. (La bañera no se había usado en todo el invierno, de manera que el jardín, como las plantas trepadoras, sólo sobrevivía en nuestro recuerdo.)
    Cuando salí del baño, fresca de cuerpo y espíritu, descubrí que Emerson había hecho uso del primitivo método que he mencionado antes. Estaba en nuestro cuarto, secándose vigorosamente con una toalla el cuerpo y su pelo negro. Cuando nos acomodamos en la galería, el sol había caído detrás de las montañas occidentales y las estrellas brillaban en el cielo que se oscurecía por el Este.
    Nefret había encendido una lámpara y leía, con Sekhmet acurrucada en su regazo. Una suave brisa se colaba por los arcos abiertos y movía su pelo suelto, haciéndolo brillar a la luz como si estuviera compuesto de hilos dorados. Pregunté por los muchachos y me informaron de que habían decidido cenar a bordo de la dahabiyya.
    —¿Cenar? ¿Qué van a comer? —pregunté.
    —Lo que vaya a comer la tripulación, supongo. —Emerson se había acercado a la mesa; me alargó un vaso lleno de whisky con soda—. Pon los pies hacia arriba y descansa, Peabody, pareces estar un poco... ejem... entumecida. Espero que el esfuerzo que te he obligado a hacer hoy no haya sido excesivo, ¿verdad?
    Era obvio que Emerson estaba de buen humor, de manera que me pareció adecuado ignorar su pregunta. Comencé a examinar la pila de cartas y mensajes que habían llegado por la mañana, ya que no había tenido ocasión de hacerlo antes. La comunidad europea de Luxor estaba creciendo, gracias en parte a los viajes organizados por la agencia Cook y en parte a la creciente reputación de la zona como balneario. Los visitantes y los residentes intercambiaban llamadas e invitaciones, organizaban cenas en los hoteles y en sus dahabiyya, jugaban al tenis y chismorreaban acerca de unos y otros. Como el lector puede suponer, Emerson detestaba a esta comunidad, a la que se refería con desdén como la «sociedad de los que cenan en dahabiyya».
    Entre los mensajes había uno de nuestro adinerado amigo americano, Cyrus Vandergelt, quien había llegado varias semanas antes que nosotros y residía en su magnífica casa, «el Castillo», cerca de la entrada al Valle de los Reyes. Cyrus había financiado expediciones en el Valle durante años antes de ceder finalmente su concesión y dedicarse a lo que, esperaba, sería una zona más productiva: las escarpas de Drah Abu'l Naga, donde habíamos encontrado la tumba de Tetisheri. El pobre Cyrus no tuvo nada de suerte en el Valle, y el éxito inmediato del señor Theodore Davis, que se había hecho cargo de su concesión, le molestó mucho. Durante el invierno anterior, se había encontrado una nueva tumba real, la de Thutmose IV a pesar de que la habían robado y saqueado, todavía contenía fragmentos del ajuar funerario, incluyendo un carro espléndido. (El nuestro había sido el primero, naturalmente.)
    El señor Davis era una persona a la que no le profesaba gran admiración, y me pareció injusto que tuviera la suerte que no tuvo Cyrus. Davis contaba con algo más que Cyrus: a saber, la colaboración activa de Howard Carter. Howard hizo el trabajo, Davis lo financió; Howard realizó la tarea dura y difícil de la excavación, Davis lo visitaba siempre que le apetecía, acompañado de una horda de amigos y parientes. También recibió una generosa porción de los objetos que encontró Howard.
    —Cyrus nos invita a cenar —le dije a Emerson.
    —Demasiado tarde —señaló Emerson, con satisfacción.
    —Esta noche, no. Cuando nos venga mejor, el día que elijamos.
    —Maldición —exclamó Emerson.
    —No gruñas. Sabes que Cyrus te cae bien.
    —Tiene sus buenas cualidades —admitió mi marido—, pero le gusta demasiado la vida social. ¿Quién más quiere hacernos perder el tiempo?
    Eché un vistazo a los mensajes.
    —El señor Davis organiza una soirée en su dahabiyya...
    —No.
    —Admito que puede resultar irritante, pero es el patrocinador de Howard y un colega entusiasta.
    —Me sorprende que lo defiendas, Peabody —Emerson me miró con severidad—. Ese hombre es una nulidad pomposa y arrogante, y esa tal señora Andrews que viaja con él...
    —Se trata de cotilleos sin fundamento, Emerson. Es su prima.
    —Ja... —dijo Emerson—. ¿Quién más?
    Escondí el mensaje de Enid Fraser detrás de los otros. Decía que se alojaban en el hotel Luxor y que esperaba vernos pronto.
    —Los restantes son sólo saludos y mensajes de bienvenida, Emerson. El doctor Willoughby, Monsieur Legrain, el señor De Peyster Tytus... está excavando en Malkata con Newberry...
    —Un yacimiento interesante —dijo Emerson, divertido—. Debemos darnos una vuelta por ahí un día de éstos y... ¡Demonios! No hemos estado aquí ni veinticuatro horas y ya tenemos visitas. Oh, es usted, Carter. ¿Se trata de una visita social o llega en misión oficial?
    —Una visita social, por supuesto. —Howard aceptó la silla que le indiqué—. Ninguna de sus actividades, profesor, podría suscitar una visita del inspector del Alto Egipto... a menos que haya decidido involucrarse en excavaciones ilícitas o en la venta de antigüedades robadas.
    Acepté esta pequeña broma con una sonrisa y Emerson con un gruñido. Howard continuó:
    —Me dijeron que me hizo una visita esta tarde. Lamento no haber estado en la tumba para saludarlo.
    —¿Ha encontrado alguna señal de cámara funeraria? —inquirió Emerson.
    —El pasadizo parece no tener fin —comentó Howard con un suspiro.
    —Es la tumba de Hatshepsut, ¿verdad? —preguntó Nefret con ansiedad.
    Howard se volvió hacia ella.
    —El depósito fundacional que descubrimos la temporada pasada confirma la identificación.
    —¡La gran reina Hatshepsut! —exclamó Nefret, soñadora—. ¡Qué sorprendente es pensar que se conoce esa tumba desde la época de los griegos y sin embargo nadie pensó antes en excavarla! ¡Muy inteligente de su parte, señor Carter!
    Sinceramente, no creo que Nefret se diera cuenta del efecto devastador que sus ojos azules, grandes y llenos de admiración, causaban en las personas del sexo opuesto. Howard se ruborizó, tosió y trató de parecer modesto.
    —Bueno, algunos de mis antecesores lo intentaron. Sin embargo, difícilmente se les pueda culpar por haberlo dejado. Se trata de un trabajo muy arduo, pues el pasillo está lleno, casi por entero, de escombros.
    —Eso hace más importante su logro —declaró Nefret—. ¿Piensa que encontrará la momia de Hatshepsut?
    Como le sucedería a cualquier mujer, Nefret estaba fascinada por aquella notable princesa que había asumido el título de faraón y gobernado Egipto en paz y prosperidad durante más de veinte años. Deslumbrado por sus ojos azules y su dulce sonrisa, Howard le hubiera prometido Hatshepsut y veinte faraones más si Emerson no hubiera echado un jarro de agua fría sobre la idea.
    —Pocas momias reales han sido encontradas en sus tumbas. Es mucho más probable que la de Hatshepsut fuera trasladada y escondida por los sacerdotes, como las momias encontradas en el Escondrijo Real. Quizá la de la reina sea una de ellas; hay varias mujeres no identificadas en ese grupo.
    Los tres estaban disfrutando con su discusión arqueológica, y yo estaba ansiosa por escuchar las últimas novedades, de manera que invité a Howard a cenar. Al terminar la velada, cuando Nefret se había retirado a su cuarto y Emerson fue a su despacho a buscar algo que quería mostrarle a Howard, tuve oportunidad de hacerle a nuestro invitado la pregunta que me perseguía hacía días.
    —¿Por qué no me dijo la otra noche cuando pregunté por la tumba Veinte-A, que ese lugar no existe?
    —¿Qué? —Howard me miró fijamente—. La tumba Veinte... ¡Oh! Sí, me acuerdo. Creí que usted había dicho «Veintiocho». Es sólo un pozo, señora Emerson, sin inscribir y lleno de fragmentos insignificantes.
    —Tan simple como eso, entonces —dije con una triste sonrisa—. Le debo una disculpa, Howard. Me había parecido... Maldita sea, Emerson, ¿cuánto hace que estás en la puerta?
    —No mucho —dijo mi marido—. De manera que usted alega que entendió mal lo que le dijo la señora Emerson, Cárter. Dudo que esté diciendo la verdad.
    El largo mentón de Howard tembló nerviosamente.
    —¡Señor, créame! Nunca se me ocurriría mentirle a usted, ni a la señora Emerson, jamás.
    —Por supuesto que no —exclamé—. Emerson, deja de intimidarlo.
    Se reinició la discusión arqueológica, para alivio de Howard, y la velada terminó con una invitación para que a la mañana siguiente fuéramos a verlo a la tumba.
    —Si están cerca, quiero decir —añadió.
    —Dudo que lo estemos —respondió Emerson con un gruñido—. Todavía no tengo decidido por dónde quiero comenzar. La lógica sugeriría que fuera por la número Cinco, que es la primera tumba de las anónimas, pero está cerca de la entrada al Valle y preferiría trabajar en una zona donde los malditos turistas no me molesten. Quiero echar otro vistazo antes de decidirme.
    Después de que Howard se hubiera ido, me dirigí con cierta exasperación a mi esposo.
    —Te estás volviendo demasiado hermético, Emerson. ¿Qué querías dar a entender cuando acusaste a Howard de mentiroso?
    —Yo no dije que mintiera. Dije que no había dicho la verdad.
    —Maldita sea, Emerson...
    Él sonrió.
    —Peabody, si tú le dijeras a Howard Carter, con esa voz firme y decidida que tienes, que estabas buscando las tumbas de los gobernantes de la Atlántida perdida, él no tendría valor para decirte que no existen. La verdad es, querida mía, que soy el único hombre que se atreve a estar en desacuerdo contigo. Por eso has permanecido a mi lado durante tantos años y me quieres con tanta pasión.
    —Esa es una de las razones —dije, incapaz de resistir su sonrisa o la mano que había tomado la mía en un apretón firme y cálido.
    —Así es —dijo Emerson, y apagó la lámpara de un soplido.

    * * *

    Los jóvenes volvieron a la casa temprano por la mañana. Sabían que Emerson pondría fin a sus ansias de independencia si retrasaban su tarea, y los dos preferían un buen desayuno inglés a los extraños alimentos que los egipcios consumen por la mañana.
    Pregunté cómo les había ido la noche anterior y me aseguraron que el arreglo había resultado estupendo. Estas tranquilizadoras palabras provenían de Ramsés, como es innecesario puntualizar. Generalmente David dejaba que fuera Ramsés quien hablara, ya que hubiera sido muy difícil mantenerlo callado, pero mi instinto infalible me hizo saber que la interminable descripción de Ramsés de sus actividades era incompleta. Estaba segura de que habían hecho algo que yo no aprobaría.
    En aquel momento no quise tocar el tema. Emerson estaba impaciente por partir hacia el Valle. Cuando le pregunté dónde tenía intención de trabajar ese día, cambió de conversación.
    La temperatura era fresca y agradable, y a pesar de que algunos de mis músculos estaban todavía agarrotados, me esforcé por ocultar mi incomodidad, entre otras razones, porque nos acompañaba Abdullah, junto a varios de sus hombres. El Rais no era tan ágil como antes, aunque hubiera preferido morir a admitirlo. En mi caso, con unos pocos días de ejercicio recuperaría la buena forma. En el de Abdullah, el paso del tiempo sólo empeoraría su estado. De manera que dejé que me ayudara en las partes más abruptas del sendero e insistí en que nos detuviéramos de tanto en tanto para recuperar el aliento.
    Durante una de esas pausas comentó:
    —Es bueno estar trabajando otra vez, Sitt. Pero no comprendo por qué el Padre de las Maldiciones no busca otra tumba real.
    —Tú conoces sus métodos, Abdullah —repliqué—. Le interesan más la verdad y el conocimiento que los tesoros.
    —Ejem... —balbuceó Abdullah.
    Le sonreí con afecto.
    —Estoy completamente de acuerdo contigo, viejo amigo. Temo que sea una temporada aburrida.
    Los labios de Abdullah se estremecieron bajo el bigote.
    —No lo creo, Sitt. No lo será mientras usted esté aquí.
    Me sentí conmovida y halagada, y se lo dije.
    —En realidad, Abdullah, ha sucedido algo que ofrece la oportunidad de que aparezca algo interesante. ¿Recuerdas el mensaje acerca de la tumba Veinte-A?
    —Esa tumba no existe, Sitt.
    Le informé que estaba al tanto de ese dato y le conté lo de los mensajes o amenazas anteriores, que habíamos recibido en El Cairo.
    —Te debe resultar tan evidente como a mí —concluí— que este misterioso individuo trata de hacer que Emerson busque esa tumba, que debe quedar entre la número Veinte y la Veintiuno.
    —¿Debe? —repitió Abdullah, desconcertado.
    —No estás prestando atención, Abdullah. Escucha y te expondré de nuevo mi razonamiento.
    —No, Sitt, no tiene que hacerlo. He escuchado sus palabras, pero me pillaron de sorpresa. Entonces, ¿usted también quiere buscar esa tumba?
    —Confío en que nos ayudes, Abdullah. Conoces los signos de las tumbas escondidas.
    —Ayuda. Sí, Sitt. La buscaremos —su rostro se iluminó—. Será mejor que cavar pozos vacíos.
    Si bien era muy temprano, ya habían llegado algunos grupos de Cook's. Nuestro descenso, que no podíamos evitar que fuera lento a causa de lo escarpado del sendero, fue observado por un diligente guía turístico, y cuando llegamos al fondo del Valle se había formado un grupo de viajeros que nos miraba boquiabierto. El joven ya nos había identificado ante sus seguidores y se hallaba a mitad de un relato exagerado de nuestra historia. Emerson le puso fin con su brusquedad característica y los turistas se dispersaron, entre graznidos y maldiciones. El guía no parecía haberse herido, ya que sólo cojeaba un poco.
    —Creo que recibiremos otra queja del señor Cook —comenté.
    —Él recibirá otra queja mía —gruñó Emerson—. ¡Cómo se atreven a hablar de nosotros como si fuéramos un monumento antiguo!
    El incidente lo había puesto de mal humor, de manera que ninguno de nosotros osó preguntarle dónde iba. Mis esperanzas comenzaron a crecer cuando se dirigió al pequeño valle lateral que habíamos visitado el día anterior, con la tumba de Hatshepsut (la número Veinte, como recordará el lector) al fondo. En lugar de entrar en él, mi exasperante marido se volvió hacia otra dirección, estudiando su lista y hablando consigo mismo.
    Intercambié miradas con Nefret, que caminaba a mi lado. Sonrió y levantó las cejas inquisitivamente. Sacudí la cabeza y me encogí de hombros.
    Descubrimos que la tumba que Emerson buscaba aquella mañana era la Veintiuno. Mientras Nefret y David colocaban las cámaras fotográficas, traté de recordar lo que sabía de ella. No había mucho que recordar. La tumba había sido visitada una o dos veces, en los primeros días de las excavaciones. Belzoni, ese italiano ubicuo, había mencionado que vio un par de momias anónimas. Desde entonces, los escombros provocados por las inundaciones habían cubierto parte de la entrada, pero la parte superior todavía se podía ver. Emerson hizo que los hombres se pusieran a trabajar retirando los escombros. Fue Selim el que encontró el primer artefacto, si se me permite usar este término vago; sonriendo, se lo entregó a Emerson.
    —Un corcho de champán —dijo mi marido—. ¡Maldición!
    Me había tomado el trabajo, como siempre en esos casos, de preparar un lugar resguardado y a la sombra, donde pudiéramos descansar de nuestras tareas. Nefret se me acercó y compartimos la manta.
    —¿Un corcho de champán? —repitió—. Eso significa, con total seguridad, que alguien estuvo en la tumba recientemente.
    —Significa que un grupo de turistas frívolos estuvo dando vueltas por aquí —repliqué—. Esperemos que no hayan hecho demasiados destrozos.
    Emerson llamó a la joven. Yo me quedé donde estaba. Debería haber ayudado a tamizar los escombros, pero para ser sincera, confieso que estaba un poco malhumorada. Nos encontrábamos muy cerca de la zona donde creía que estaba la tumba Veinte-A. ¡Tan cerca, y sin embargo tan lejos! Estaba segura de que Emerson lo hacía a propósito para martirizarme.
    De tiempo en tiempo, pasaban algunos turistas, en parejas o en grupos. Pocos tenían la osadía de detenerse, y comencé a pensar en abrir la cesta de la comida y llamar a la familia, cuando reconocí una silueta familiar. A decir verdad, tuve que mirar dos veces antes de reconocerla. El Coronel había cambiado su atuendo negro por un traje de tweed y duras botas; su cara lucía una benévola sonrisa. La hija, que se agarraba con firmeza de su brazo, tenía la cara roja por el ejercicio y el calor. A diferencia de su padre, no había tenido el suficiente sentido común como para elegir una vestimenta adecuada; sus largas faldas estaban blancas de polvo y era evidente que el corsé le apretaba.
    —Buenos días, señora Emerson —dijo el Coronel, y se quitó el sombrero—. Uno de los gaffirs nos dijo que estaban ustedes aquí; espero no molestarla.
    La cortesía exigía que respondiera con una mentira.
    —En absoluto. Siéntense y descansen un momento.
    —Íbamos a hacer una pausa para comer algo —dijo el Coronel—. Quizá quiera compartir nuestras vituallas.
    Se dio la vuelta y llamó al sirviente que los seguía. El pobre hombre estaba agobiado, pues no sólo llevaba una pesada cesta, sino también un taburete plegable y varios cojines, Después de que los hubo colocado, se retiró de inmediato, y Dolly se sentó sobre los cojines en una pose elegante.
    —¿Dónde están los demás? —preguntó.
    —Trabajando —dije.
    El Coronel había permanecido de pie.
    —Iré y echaré un vistazo, si puedo. Como le comenté a su marido en El Cairo, tengo interés en el tema. Había pensado en financiar algunas excavaciones.
    —Hay otras zonas, además del Valle de los Reyes, que merecen ser investigadas —dije.
    —Ése es uno de los temas sobre el que esperaba poder consultar al profesor Emerson —fue la cortés respuesta—. ¿Tengo su permiso, señoras?
    No me molesté en tratar de entablar una conversación con Dolly. No era mi compañía la que ella quería. Su cara se ensombreció al ver que la primera persona que se nos acercaba era Nefret.
    —¿Ya vienen los demás? —pregunté, antes de que lo hiciera Dolly.
    —Dentro de un instante —contestó Nefret—. El coronel Bellingham comenzó a hacer preguntas y ya sabes cómo es el profesor cuando alguien le concede la ocasión de soltar una perorata.
    El sonido de unas piedras al caer provocaron un chillido de Dolly.
    —¿Caerá la escarpa encima de nosotros? Oh, cielos, ¡qué lugar tan horrible es éste!
    —Nada se te va a caer encima —dijo Nefret, con una mueca desdeñosa. Se dio la vuelta y miró hacia arriba, protegiéndose del sol con la mano—. Hay algo en el sendero.
    Había una especie de sendero, si bien sólo las cabras se hubieran aventurado por él. El camino por el que habíamos llegado esa mañana, sobre el gebel que salía de Deir el Bahri, se utilizaba con frecuencia; era casi una carretera comparado con este paso abrupto y peligroso. Estaba a punto de hacer un comentario cuando escuché un débil sonido que provenía de la parte superior. Nefret se puso rígida.
    —Es una cabra, un cabrito, más bien. Debe estar en apuros, no se mueve.
    Se oyó de nuevo el sonido. Ya no había duda, el animal estaba dolorido y asustado, y era pequeño, a juzgar por el tono de su quejido.
    —Nefret —exclamé—. Espera. Llamaré.
    Sabía que era en vano. Su tierno corazón no podía resistir el grito de una criatura necesitada de ayuda. Para cuando me puse de pie, ya había comenzado a subir.
    —Maldita sea —exclamé y me lancé, no hacia ella, sino hacia la entrada de la tumba—. ¡Ramsés! ¡Emerson! ¡David!
    La nota perentoria de mi voz hizo que los hombres se acercaran corriendo. Nefret ya había subido unos seis metros cuando llegaron, pues ascendía con cuidado pero con rapidez, apoyándose en las manos y las rodillas.
    Emerson soltó una maldición y echó a correr.
    —Espera, padre —dijo Ramsés—. Va en busca de algo, creo que de un cabrito. Ya conoces a Nefret, no bajará sin el animal. Necesitaremos una cuerda.
    Su voz tranquila detuvo a Emerson.
    —Cuerda —repitió, con agitación extrema—. Sí. ¡Maldita muchacha! ¡No! No quise decir que...
    —Cielo santo —exclamó Bellingham—. Deténganla. ¡Vayan a buscarla!
    —Es lo que quiero hacer —replicó Ramsés—. No, padre, por favor, permanezca aquí. La roca es frágil y puede desprenderse con su peso.
    Observé que se había quitado las botas y los calcetines. Cogió el rollo de cuerda que David le entregaba y lo lanzó por encima del hombro.
    Ramsés siempre había sido capaz de trepar como un mono. En esta ocasión ascendió con tanta rapidez como si fuera andando, asiéndose de las aristas que se lo permitían. Nefret, peligrosamente de pie encima de una escarpa lisa, se detuvo y miró hacia atrás. Luego, (sí, yo también estuve tentada de gritar «¡Maldita muchacha!») siguió trepando. El saliente sobre el que estaba el cabrito era de difícil acceso desde el sendero, Nefret tenía que salvar un tramo vertical para alcanzarlo. Su proximidad debió asustar al cabrito, que comenzó a balar y trató de subir. Llovieron piedrecillas.
    Ramsés había llegado a un punto justo debajo de las botas de Nefret, aunque debería decir bota, pues la otra estaba en el aire, buscando un apoyo invisible. Hasta aquel momento me había limitado a rezar para que Ramsés llegara antes que ella cayera. Entonces, empecé a preguntarme cómo demonios haría Ramsés para volver con ella.
    Ramsés no se detuvo. En lugar de tratar de cogerla, se fue a un lado, la adelantó y se detuvo un poco por encima y a la izquierda de la muchacha. Después de desenrollar la cuerda, pasó una lazada sobre algo que sobresalía, según pude deducir, pues desde abajo no lo podía ver, y asió el extremo que se balanceaba y se columpió hacia abajo hasta que estuvo a medio metro de Nefret y al mismo nivel. Al encontrar un apoyo para sus pies desnudos, se inclinó y cogió a la muchacha por la cintura.
    Emerson lanzó un suspiro estridente. Antes no se había atrevido a hablar, pero en ese instante rugió a todo pulmón:
    —¡Descended ya mismo!
    Ninguno de los dos se movió. Estaban discutiendo. Yo podía oír sus gritos, pero no entendía las palabras, lo que quizá fuera mejor.
    —Me parece que iré a buscar la cabra —dijo alegremente David—. Nefret no bajará sin ella y Ramsés no puede solo con las dos.
    Con una sonrisa para Emerson y una palmada para mí, comenzó la ascensión. El también estaba descalzo. Era la manera más segura de andar, naturalmente. Los egipcios suben descalzos cuando el sendero es muy abrupto, pero sus pies están más curtidos que los de los muchachos. Al menos yo ya tenía asumido que era así. Resultaba obvio que tanto David como Ramsés habían subido y/o bajado por ese lugar con anterioridad, sin que yo lo supiera.
    La cabra había decidido que prefería permanecer donde estaba. Ramsés tuvo que soltar a Nefret y arrastrar al animal, que pateaba y balaba, hasta que lo sacó del saliente y lo dejó caer en las manos extendidas de David. Por fortuna no era una cabra muy grande. Poniéndosela bajo un brazo, David comenzó a bajar, y Nefret permitió que Ramsés la condujera de vuelta al sendero escarpado. Seguían discutiendo, probablemente porque él la había cogido de nuevo. Al menos Nefret tuvo el suficiente sentido común como para no intentar soltarse. A pesar de que Ramsés todavía se sujetaba a la cuerda con una mano, su posición no era en absoluto segura.
    Habían llegado a un punto a menos de seis metros del suelo cuando sucedió lo inevitable: una de las botas de Nefret resbaló, la otra perdió su frágil apoyo y por un segundo terrible la muchacha colgó suspendida de sus manos antes de que Ramsés la cogiera con tal fuerza que la hizo gritar de dolor. Completó el descenso a la carrera y se deslizó desde un metro y medio sobre la ladera de pedregal que estaba en la base de la escarpa, aferrado a la cuerda para no caerse.
    Emerson, maldiciendo en voz baja, se limpió la cara sudorosa con la manga. Dejó de decir palabrotas y exclamó con acritud:
    —Ponla en el suelo.
    Nefret lanzó una mirada a su rostro enfurecido y se aferró más fuerte a Ramsés, que la sostenía mientras los pies de la muchacha oscilaban a varios centímetros del suelo. Le faltaba el aliento, y su voz entrecortada se debía más que nada a la risa.
    —¡No, por favor! ¡No mientras esté tan enfadado! ¡Protégeme!
    Hubiera jurado que una parte de esta actuación conmovedora estaba dirigida a Dolly Bellingham, que se había puesto de pie y miraba a Ramsés con adoración. Se llevó las manos al cuello y me pregunté si tendría idea de lo tonta que parecía.
    —Estuviste maravilloso —murmuró.
    Ramsés devolvió a Nefret a la tierra firme con un porrazo que le hizo doblar las rodillas.
    —Haz lo peor que puedas, padre. En conciencia no puedo interponerme entre ella y tu cólera justiciera. —Volviéndose hacia Dolly, añadió:
    —No sabía que le gustaran los animales, señorita Bellingham. Es muy caritativo por su parte compartir la comida con una cabra.
    Era cierto. El inteligente animal había aprovechado nuestra distracción para asaltar la cesta con los alimentos. Fue probablemente la mejor comida que había disfrutado nunca y vaya si aprovechó bien su oportunidad. Dolly gritó y ahuyentó al animal con su sombrilla, y Emerson hizo lo peor que pudo hacer con su hija, es decir, le dio un fuerte abrazo y la besó en la coronilla de su dorada cabeza.
    Después de que los Bellingham se fueran y Nefret hubiera examinado la cabrita, que tenía una pata rota, por lo que hizo falta que la muchacha la entablillara, atamos al animal, que protestaba, ante una enorme roca y abrimos nuestra propia cesta de comida.
    —Qué lástima que los Bellingham perdieran su almuerzo —comentó Nefret, moviendo los ojos.
    —El Coronel se lo tomó con más humor de lo que se podía haber esperado —dije—. Hasta soltó una carcajada.
    —Parece tener un interés genuino por la egiptología —admitió Emerson, de mala gana—. Me hizo algunas preguntas interesantes. Le dije que podía venir otra vez, si le apetecía.
    —¿Aquí? —inquirí.
    —¿Dónde si no? —replicó Emerson—-. Estaremos en este lugar uno o dos días más. Quizá más tiempo, si nos demoramos. Venid, queridos.
    Ramsés se quedó atrás.
    —Podríamos darle el resto de la comida a la cabra —sugirió, cuando comencé a recoger las cosas—. ¿Cómo la llamaremos?
    —¿Por qué tendríamos que llamarla de alguna manera?
    —Sabes que Nefret querrá adoptarla —le tiró al animal un gran trozo de queso—. Tendremos suerte si no insiste en que uno de nosotros la cuide hasta que se le cure la pata.
    —Lo has hecho bien, Ramsés —admití.
    -¿Qué?
    Se dio la vuelta, se limpió las migas que tenía en la mano y me miró sorprendido.
    —No digas «¿qué?», es de mala educación. Estoy segura de que has entendido lo que quería decir. Espera un momento, quiero hablar contigo.
    —Padre espera que...
    —No tardaré mucho tiempo. ¿Cómo encontraste a la señora Fraser la noche pasada?
    El leve sobresalto que manifestó hubiera sido imperceptible para cualquiera menos para mí.
    —¿Quién se lo dijo? —preguntó resignadamente.
    —Nadie. El que te fueras de la casa tan temprano, ayer por la tarde, me hizo pensar que tenías planes para la noche. El hecho de que no hayas creído conveniente mencionármelos sugiere además que eran de una naturaleza que yo no aprobaría. Inmediatamente me vinieron a la mente las diversiones de que disponen los jóvenes en Luxor. Reconozco en tu favor y asumo que tus motivos no eran totalmente frivolos, o indecentes, de manera que saco en conclusión que fuiste a visitar a un conocido. Sabías que la señora Fraser estaba en Luxor...
    —Sus razonamientos son irrefutables, como siempre —dijo Ramsés.
    —Entonces la viste.
    —Sí. Tenía intención de contárselo.
    —Por supuesto —dije secamente.
    —Es difícil encontrar la ocasión de hablar en privado con usted. Ya conoce las opiniones de mi padre sobre los asuntos que interfieren con sus excavaciones.
    —Mejor que tú, me imagino. No te preocupes por ta padre, yo arreglaré las cosas con él. No te vayas por las ramas, Ramsés.
    —En pocas palabras —dijo el muchacho—, parece que mi teoría original era totalmente errónea. No es la señora Fraser la que sufre un trastorno mental. Su marido ha recibido mensajes de una antigua princesa egipcia llamada Tasherit. Quiere que él encuentre su tumba y... —Colocó su mano respetuosa pero firme sobre mi boca—. Le pido que no grite, madre, tome asiento en esta roca. Contrólese antes de hablar.
    Me senté sobre la roca. No hubiera podido dejar de hacerlo, ya que Ramsés me cogió de los hombros y me colocó sobre ella.
    Después de quitarme la mano con la que me cubría la boca, comenté:
    —Si hubieras querido evitar que lanzara una exclamación involuntaria, Ramsés, deberías haber escogido tus palabras con más cuidado. En el pasado me ha tocado sugerirte varias veces que en el curso de un relato hay que cultivar la brevedad, pero no tenía la intención de que te lo tomaras tan al pie de la letra. Sigamos. Su-pongo que los mensajes le llegaron al señor Fraser a través de la señora Whitney-Jones... —Asintió, y yo continué—. La princesa, la joven y hermosa princesa, ¿murió prematuramente? ¿Asesinada por su cruel padre, quizá, porque se había atrevido a amar a un plebeyo? ¿O se consumió después de ver el asesinato de su amante a manos del mencionado padre cruel?
    Los extremos del bigote de Ramsés se estremecieron, por lo que deduje que ello era una expresión de regocijo.
    —La princesa y su amante fueron asesinados por el padre de ella, enterrados vivos, para morir uno en brazos del otro.
    —Santo Dios, esa mujer no tiene ninguna imaginación —dije con desagrado—. Ni siquiera es capaz de inventar una historia original. Supongo que le ha estado sacando a Donald fuertes sumas de dinero. No me sorprende su credulidad, hombres más inteligentes que él han caído en manos de charlatanes, pero no hubiera imaginado que fuese susceptible de un romanticismo tan flagrante. ¡De manera que por eso trataba de convencer a Emerson de excavar en el Valle de las Reinas!
    —Usted se dio cuenta de con qué rapidez la señora Whitney-Jones le hizo cambiar de tema —dijo Ramsés—. El escepticismo, en especial el que expresa mi padre, podría debilitar la credulidad del señor Fraser. Cuanto más tiempo lo tenga esa señora bajo su influencia, más dinero le podrá sacar.
    —El dinero es, o era, de Enid —dije—. No me sorprende que esté tan alterada. ¡Y sin embargo, mi intuición me dice que hay algo más, algo más sombrío y más peligroso que la simple extorsión! Me pregunto qué...
    Hice una pausa incitadora, pero esta vez Ramsés no se aprovechó de mi tolerancia para proponer otra teoría. Supuse que se sentía avergonzado por haber estado tan lejos de la verdad la primera vez.
    —Después de todo, se trata de una historia bastante común —dijo, encogiéndose de hombros—. Cualquier extraño que pide dinero se vuelve sospechoso de inmediato, y no obstante la gente sigue contribuyendo a causas tan cuestionables como corruptos son sus patrocinadores.
    —Debemos pensar en desenmascarar de alguna manera a esa mujer.
    —Será difícil. El señor Fraser es testarudo y estúpido por demás. —Su afirmación era probablemente correcta, pero poco bondadosa. Después de un instante añadió, como hablando consigo mismo—. La señora Fraser no merece tanta mala suerte. Me gustaría ayudarla si es posible.
    —Espero que no sigas enamorado de ella todavía.
    Ramsés frunció las cejas, espesas y negras como las de su padre. Aunque en su caso, se inclinan hacia arriba en los extremos exteriores, por lo que daban una imagen idéntica a la forma de su ridículo bigote, y por alguna razón que no pude explicar, noté que me estaba enfadando.
    —No me mires así—dije con aspereza—. No recuerdo que le hicieras ninguna promesa a la señora Fraser, pero la promesa de un niñito atrapado en la redes de un amor infantil no tiene importancia. Ya no eres un niño...
    —Gracias —dijo Ramsés.
    —Y no me interrumpas. Ya no eres un niño, y espero que tengas el suficiente sentido común como para evitar un gesto infantil y romántico que haga más daño que bien. Si se te ocurre alguna idea, discútela conmigo antes de actuar.
    —Padre nos llama —dijo Ramsés, y se alejó.
    Emerson nos llamaba, pero a Ramsés esto le sirvió de excusa. Estaba segura de que no me lo había contado todo.

    * * *

    Ramsés no se lo había contado todo a su madre, como lo demuestra el siguiente fragmento DEL MANUSCRITO H:
    La dahabiyya se mecía suavemente en el muelle. Desde donde estaba la tripulación, que descansaba tras la cena de pan y alubias, cordero y lentejas, llegaba el sonido de risas y conversaciones vanas. Los hombres que trabajaban para el Padre de las Maldiciones eran la envidia de los demás porque se los alimentaba extraordinariamente bien, ¡carne al menos una vez al día!, y se les pagaba el salario aun cuando el barco estuviera en puerto. Las charlas de la Sitt Hakim acerca de la dieta, la higiene y demás supersticiones eran el pequeño precio a pagar. Se decían entre ellos que la señora tenía buenas intenciones.
    —¿Deberíamos hacerlo? —preguntó David, mirando con aprensión la ventana del cuarto de Ramsés, como si esperara ver a su tía adoptiva vigilándoles—. No tenemos permiso.
    Ramsés se hizo una inspección final en el pequeño espejo y guardó los cepillos en el cajón. Tratar de alisar su cabello era tarea imposible; no tenía tantos rizos como cuando era más joven, pero el cabello seguía siendo ondulado a pesar de los esfuerzos del muchacho.
    —No somos niños —dijo con firmeza—. Un hombre no le pide permiso a su madre cada vez que da un paso. ¿Qué mal hay en cruzar a Luxor por unas horas?
    David se encogió de hombros.
    —¿Llevamos a la gata? —preguntó, tratando de desprender a Sekhmet de la pierna de su pantalón.
    —¿A ese monstruo peludo? Santo Dios, no. ¿Por qué la has traído?
    —Quería venir —dijo David.
    —Quieres decir que se te pegó, y no pudiste librarte de ella.
    —Le gusta andar a caballo —David acarició el cuello de la gata—. ¿Por qué no llevarla? Nunca aprenderá, a menos que le enseñes.
    —No se puede enseñar a los gatos.
    —La gata Baste...
    —Deja tranquilo a ese animal y ven —ordenó Ramsés.
    Esa noche los colores del crepúsculo eran particularmente brillantes; jirones de rosa fuerte y de púrpura resplandecían tras la estela del pequeño bote. Cuando llegó a la ribera occidental, los remeros se acomodaron para fumar y fahddle (chismorrear), y Ramsés y David subieron los escalones hasta la calle. El hotel quedaba cerca de la orilla. Su caminata se demoró por los encuentros con amigos y conocidos, que querían detenerse a charlar. Cuando llegaron a Luxor ya estaba oscuro. Ramsés se dirigió al mostrador y habló con el empleado, y los dos muchachos se sentaron en el vestíbulo a esperar la respuesta al mensaje que habían enviado.
    —Todavía no puedo entender por qué no le dijiste a tu madre que querías ver a la señora Fraser —dijo David—. Es una amiga de la familia, ¿verdad?
    Los labios de Ramsés adoptaron una expresión que su amigo había llegado a conocer bien.
    —En esa primera carta la señora Fraser se dirigía a mí. Me recordaba una promesa que le hice una vez. Un caballero responde en persona al ruego de una dama; no permite que su «mamá» lo haga por él.
    —Ah —murmuró David.
    Ramsés relajó su pose altiva y siguió hablando en el ágil árabe coloquial, que conocía tan bien como David, para quien era su lengua materna.
    —De todas las personas, tú eres quien debería comprenderme mejor. ¿Cómo te sientes, tratado como un niño por mi madre y mi tía, tú, que has hecho el trabajo de un hombre y cargado con responsabilidades de adulto?
    —Me quieren —dijo simplemente David—. Nunca nadie lo había hecho antes.
    Ramsés estaba conmovido, pero pudo más la exasperación que el sentimentalismo.
    —Yo las quiero también. Quiero a mi madre, pero si ella hubiera sabido mis intenciones, hubiera insistido en que la dejara a ella solucionar el asunto. Sabes cómo es, David; no hay mujer en la tierra a quien yo admire más, pero puede ser extremadamente...
    La palabra árabe que siguió hizo que David se pusiera rígido, manifestando un escandalizado reproche, hasta que se dio cuenta de que Ramsés no se refería a su madre.
    Ramsés hizo el amago de esconderse detrás de una gran planta que estaba en un tiesto, pero se detuvo. Era demasiado tarde. Los Bellingham, en su camino hacia el ascensor del salón comedor, los habían visto.
    Dolly estaba vestida como para un baile de gala, con un vestido de satén azul pálido y adornos de zafiros y diamantes. La plateada masa de sus cabellos estaba cuajada de lazos azules. Apoyaba una mano enguantada en el brazo de su padre, que vestía traje de etiqueta y llevaba un bastón con puño de oro. El tercer miembro del grupo era alguien desconocido: una mujer, de cabellos grises, vestida con sencillez. Tenía, pensó Ramsés compasivamente, el aspecto de una persona acosada.
    Dejando a la mujer desconocida sola en medio del vestíbulo, el Coronel condujo a su hija hasta donde estaban Ramsés y David.
    —Buenas noches —saludó, inclinándose ante el primero.
    —Buenas noches —respondió Ramsés, frunciendo el ceño.
    Bellingham miró a la muchacha que se aferraba a su brazo.
    —Dolly me contó lo que sucedió esa noche en El Cairo. Confieso que estaba enfadado con usted por haberla convencido para entrar en los jardines, pero Dolly me hizo notar que su inusual educación es en gran medida la responsable de que no comprenda la delicadeza con la que se debe tratar a una flor sureña como mi niña.
    Ramsés dirigió a Dolly una mirada ultrajada. Ella había abierto su abanico de encaje; lo levantó para ocultar su boca y le devolvió la mirada con ojos muy abiertos e inocentes.
    —Además —siguió el Coronel— el valor con el cual luchó para defenderla compensa totalmente su involuntaria ofensa.
    —Gracias —dijo Ramsés con voz estrangulada.
    —De nada. Íbamos a cenar. ¿Nos haría el honor de acompañarnos?
    —Temo que me lo impida un compromiso anterior —dijo Ramsés.
    El Coronel asintió y retiró su brazo del de su hija.
    —Ve con la señora Mapplethorpe, niña. Me reuniré contigo en un momento.
    —Sí, papá. Buenas noches, señor Emerson. Espero tener la oportunidad de expresarle mi agradecimiento con más elocuencia en una futura ocasión.
    Le ofreció su mano enguantada, Ramsés supuso que para que se la besara, a juzgar por su posición. No tuvo necesidad de hacerlo pues el abanico se cayó al suelo y se inclinó para recogerlo. Cuando se lo entregó, obtuvo algo a cambio. Automáticamente sus dedos se cerraron alrededor del pequeño trozo de papel doblado; y Dolly se alejó.
    La mujer se dirigió con timidez a su encuentro. Dolly no se detuvo ni reconoció su existencia con una palabra o una mirada; con la cabeza erguida, se deslizó con elegancia hacia el salón comedor, mientras la mujer la seguía como un perro bien adiestrado.
    —¿Es una gobernanta o una acompañante? —inquirió Ramsés—. ¿O una esclava?
    El coronel Bellingham ignoró la ironía.
    —No es una auténtica señorita de compañía, pero es lo mejor que pude encontrar: una inglesa que enseña en una escuela para niñas de El Cairo. Es una dama, al menos; y sabe que no debe perder nunca de vista a Dolly. Su padre, Ramsés, no me creyó cuando le dije que Dolly estaba en peligro. Quizá ahora tenga motivos para cambiar de opinión.
    —Sin duda los tiene. —Ramsés se acarició la mejilla. La mayoría de los raspones se habían curado, pero todavía eran visibles las marcas—. No obstante, señor, la opinión de mi padre en cuanto a su responsabilidad en el asunto sigue siendo la misma. Para decirlo con total franqueza como lo haría él: ¿qué demonios tiene que ver su hija con nosotros?
    —Se podría suponer que la seguridad de una señorita concierne a cualquier caballero.
    —Si ocurre que yo esté cerca la próxima vez que alguien la ataque, haré lo adecuado —dijo Ramsés—. Espero que usted no esté sugiriendo que yo deba aceptar el papel de guardaespaldas. Hasta alguien con una educación tan inusual como la mía lo consideraría incorrecto.
    La mano enguantada del Coronel apretó con fuerza el bastón.
    —¡Es usted un impertinente, señor!
    —Mi madre se afligiría mucho si lo oyera —dijo Ramsés—. Ahora, si nos disculpa, tenemos esa cita que le mencioné.
    Bellingham giró sobre sus talones y se alejó.
    —Estuviste muy grosero —dijo David con admiración.
    —Así lo espero —Ramsés lanzó un suspiro—. ¡Te ignoró como si fueras un mueble y encima tuvo el descaro de criticar a mi madre por darme, según él, una mala educación! En cuanto a su hija...
    —Es muy bonita.
    —Como una flor venenosa. ¡La pequeña bruja mintió a su padre, me echó la culpa, y encima esperaba que yo la apoyara!
    Desplegó el trozo de papel.
    —¿Qué es eso? —preguntó David.
    —Supongo que podrías llamarlo una petición: «Reúnete conmigo en el jardín a medianoche». Tiene debilidad por los jardines oscuros, ¿no crees?
    —¿ Vas a ir?
    —¡Cielos, no! —Arrugó la nota y se la metió en el bolsillo—. Ya me ha metido en bastantes problemas. Me pregunto cómo se las arreglará para eludir a su perro guardián. Sin embargo, no dudo de que lo hará.
    —¿Qué me dices de lo de la nota? —preguntó David con interés—. No pudo haber previsto que estarías aquí.
    —Es indudable que la lleva consigo todo el tiempo, pensando que puede encontrar una víctima. Cualquier víctima. —Ramsés sacó el reloj—. Me pregunto por qué se retrasa la señora Fraser. Quiero salir de aquí antes de que...
    Ella llegó tan rápido y silenciosamente que el joven no la vio hasta que le puso una mano sobre la suya.
    —¿Es el mismo reloj que te regalé hace tantos años? —preguntó en voz baja—. Me halaga, querido Ramsés, que lo prefieras a cualquier otro.
    Ramsés había preparado un pequeño discurso solemne en respuesta al saludo que esperaba de ella, pero no salió como tenía previsto. Tampoco la apariencia de la mujer era la que esperaba. Su vestido rosa enmarcaba sus blancos hombros y caía en suaves pliegues hasta el suelo, y su rostro lucía un atractivo rubor.
    —Este... sí. Quiero decir, el regalo de un amigo, aunque inmerecido, es por supuesto... —Renunció al intento de pronunciar un cumplido elegante y volvió al discurso preparado—. Espero no haberme equivocado cuando pensé que querría hablar conmigo.
    —No estabas equivocado. —Hizo un gesto hacia una mesa, casi escondida detrás de unas plantas—. Siéntate, por favor. Tengo mucho que contarte.
    —¿No le importa que David esté presente, verdad? —dijo Ramsés, apartando una silla para ella—. Es mi mejor amigo y de mi absoluta confianza.
    Le pareció que a ella sí le importaba pero tenía mejores modales que Bellingham; con una sonrisa forzada, estrechó la mano de David y le hizo un gesto para que se sentara con ellos. Mirando con frecuencia hacia atrás, como si temiera que los interrumpieran, contó la historia que Ramsés repitió más tarde a su madre.
    —¿Qué puedo hacer? —preguntó, desesperada—. Donald está completamente en su poder: sólo la escucha a ella y obedece cada uno de sus caprichos. Temo por su salud mental, Ramsés. Lo hacen todas las noches...
    Su voz se quebró. Se llevó un pañuelo a la cara.
    —¿Lo hacen? —repitió Ramsés involuntariamente.
    —Sesiones de espiritismo —respondió Enid—. Se comunican con esa... ¡esa maldita mujer muerta!
    Ramsés parpadeó.
    —Pero, señora Fraser...
    —Por favor, llámame Enid. Es imposible para mí llamarte señor Emerson, y no puedo llamarte Ramsés a menos que tú uses mi nombre de pila.
    —Bueno... gracias. Lo que iba a decir es que... perdóname, pero parece que usted ha llegado a creer en ella.
    —Supongo que doy esa impresión —admitió Enid—. Uno no maldice a una fantasía, ¿no? Sin embargo, para Donald es muy real, tan real que esa arpía me lo ha robado, le ha entregado su corazón, su alma y...
    Se cubrió el rostro con las manos, pero no antes de que Ramsés pudiera ver como se coloreaban sus mejillas.
    Tuvo la horrible sensación de que él también se ruborizaba. Tal vez ella quisiera dar a entender... Seguro que no. Ninguna dama mencionaría un tema tan delicado. Muy avergonzado por semejantes pensamientos, que de un tiempo a esa parte le asaltaban con frecuencia, se aclaró la garganta.
    —Señora Fraser, Enid si me lo permite, debe hablar de este asunto con mis padres. Mi madre tiene poca paciencia con los espiritistas y mi padre ninguna en absoluto; han tenido una considerable experiencia con casos similares y pueden influir sobre el señor Fraser con más eficacia que yo. Aunque, por supuesto, me gustaría ayudarla de todas formas...
    Enid inclinó la cabeza y buscó en su bolso de noche.
    —Es un consejo excelente, Ramsés. Es lo que yo quería hacer. Ahora tengo que irme antes de que me echen de menos. Muchas gracias.
    Se levantó y le ofreció su mano.
    —No he hecho nada —comenzó a decir Ramsés.
    —Me has escuchado —murmuró Enid—. El alivio de confiar las penas a un amigo que las comprende es más grande de lo que puedes imaginar. Nos volveremos a ver pronto, espero.
    Se alejó, dejando a Ramsés con la vista fija en el papel doblado que le había puesto en la mano.
    David tenía sentido del humor, aunque no del tipo que aprobaría su tía adoptiva. Ramsés le lanzó una mirada furiosa.
    —¿De qué te estás riendo?
    —No me estoy riendo protestó David—. Al menos, estoy tratando de no hacerlo. ¿Cómo lo consigues? ¡Dos en una noche!
    Ramsés se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta. Cuando llegaron al muelle donde estaba el bote, David pensó que podía hablar sin temer ser escuchado.
    —Te pido perdón —dijo en inglés—. No debí hacer una broma sobre la señora.
    —No es un asunto para bromas —dijo Ramsés, represivamente—. Esa maldita fabuladora está consumiendo al señor Fraser, a su fortuna, quiero decir. ¡Maldición! No creí que el inglés fuera tan susceptible al doble sentido. La señora Fraser está sola y atemorizada, y piensa que yo soy el niño que hace tiempo la admiraba. Resulta más fácil contar los problemas a un niño, supongo, pero mi madre sabrá mejor que yo cómo ayudarla.
    Subieron al bote. La noche estaba tranquila; los hombres se inclinaron sobre los remos.
    —i Vas a decírselo a tu madre? —inquirió David.
    —Debo hacerlo. —Leyó la nota otra vez, sacudió la cabeza y se la volvió a meter en el bolsillo—. Me temo que tendremos que revisar el relato.
    —Sé que no debo preguntar, pero... ¿Qué dice?
    Ramsés suspiró.
    —Me pide que me reúna con ella en el jardín a medianoche.
    David trató de controlarse, pero era un ser humano. Por suerte, estaba demasiado oscuro para poder ver la cara de Ramsés.

    * * *

    Emerson pasó el día entero en la horrible tumba. Al final de la tarde tenía un taco de notas ilegibles y yo un tremendo dolor de cabeza.
    Polvorientos y (al menos en mi caso) malhumorados, volvimos a la casa. Me complací en informarle a Emerson que había invitado a Cyrus a cenar, pero no respondió con la acritud que había supuesto.
    —Supongo que será una cena temprana. Éste es mi castillo y seré tan informal como desee.
    —¿Quieres decir que no te cambiarás?
    —No me pondré de etiqueta. Es un gesto hacia Ramsés —añadió con una sonrisa exasperante—. Su ropa nueva aún no ha llegado de El Cairo.
    —Gracias, padre —dijo Ramsés—. Con su permiso, madre, David y yo sacaremos a los caballos antes de la cena. Han pasado todo el día en el establo y necesitan ejercicio.
    Nefret fue con ellos. Supuse que pediría a Ramsés que le enseñara esa forma espectacular de montar que nos había mostrado, y sólo esperaba que los muchachos no le dejaran hacer algo peligroso.
    Cuando Cyrus llegó montaba su corcel favorito, una yegua mansa a la que llamaba Queenie. Al desmontar, lanzó las riendas al sonriente criado que ya debía imaginar la generosa propina que recibiría, nos estrechó las manos y nos aseguró que le complacía vernos de regreso en Luxor.
    —Cuando venía hacia aquí me encontré con los chicos —dijo, aceptando una silla y un vaso de whisky— aunque me parece que ahora no les debo llamar así. Su hijo ha pegado un gran estirón este verano, y monta como un centauro. ¿Dónde encontraron esos caballos magníficos?
    Intercambiamos nuestras novedades de los últimos meses y nos dijimos que no habíamos envejecido ni un poquito. A decir verdad, Cyrus tenía muy buen aspecto. Los inviernos pasados en Egipto habían curtido su tez clara, pero las arrugas del rostro le proporcionaban carácter, y tenía el cabello de ese color arena que cambia muy poco cuando se vuelve plateado. No pasó mucho tiempo antes de que Emerson, que tiene poca paciencia con las conversaciones amables e inconsecuentes (y que no valoraba los cumplidos exagerados dirigidos a su mujer), trató de cambiar de tema y hablar de arqueología. El intento resultó un fracaso, ya que yo quería sa-ber algo acerca de nuestros amigos; Cyrus conocía a todo el mundo en Luxor, y gustaba de la vida social, como había sugerido Emerson.
    —El grupo de Davis está aquí —dijo— pero supongo que ustedes no quieren oír hablar de él. Están los turistas habituales, incluyendo algunos lores, damas y aristócratas de su país, de los cuales ustedes tampoco desean saber nada —agregó, con una mirada de complicidad hacia Emerson—. Oh, y hoy me crucé con alguien que me pidió que les trasmitiera sus respetos. Un individuo de apellido Bellingham.
    En silencio, Emerson se levantó y volvió a llenar nuestros vasos.
    —Vino a vernos esta tarde —dije—. ¿Conoció a su hija?
    —¿La señorita Dolly? —Cyrus sonrió y sacudió la cabeza—. Esa chica es preciosa, pero mala como una víbora.
    —Pero bueno, Cyrus, que cínico es usted —exclamé.
    —Conozco a esa clase de mujeres, señora Amelia. Yo mismo me he enamorado de algunas parecidas, cuando era más joven y menos suspicaz. Hay ciertas miradas... —se interrumpió y tosió, incómodo. Se puso de pie cuando aparecieron Nefret y los muchachos. Se habían lavado y cambiado. Nefret llevaba una de las largas túnicas egipcias que prefería para estar en casa; se acurrucó en el sofá y los jóvenes se sentaron en el murete.
    —¿Les contó Bellingham acerca de su búsqueda de una sirvienta o dama de compañía para la señorita Dolly? —preguntó Cyrus—. Prefiere una inglesa o una americana, yo le dije que no conozco a nadie para recomendarle.
    —¿Qué le pasó a la...? —David se interrumpió con un gruñido.
    —¿Decías algo, David? —pregunté.
    —No, señora. Sí, señora. Estaba pensando en otra cosa.
    —Oh. —Me volví a concentrar en el tema de Dolly Bellingham—. No, hoy no mencionó el asunto. Sin embargo, hubo unas cuantas... digamos, interrupciones. ¿La chica ha viajado todo este tiempo sin una acompañante?
    —Imposible —dijo Nefret con desdén—. No sería capaz ni de atarse las botas sola.
    —Nunca ha tenido que hacerlo —dijo Cyrus—. En la vieja plantación todavía trabajan antiguos esclavos con sus hijos. Una de ellos viajó con los Bellingham, pero enfermó en El Cairo y tuvieron que mandarla de vuelta a casa, en tercera clase, supongo. La joven ha tenido muy mala suerte con sus sirvientes; ya perdió a tres, por accidentes o enfermedades. La última enfermó anoche, con tanta gravedad que tuvieron que llevarla al hospital. Es la razón por la que su padre quiere... ¡Bueno, quién está aquí!
    El saludo repentino estaba dirigido a Sekhmet, que había saltado del suelo a sus rodillas. Cyrus acarició a la gata en la cabeza, y el animal gimió y comenzó a ronronear.
    —Puede quitársela de encima, Cyrus —dije—. Amablemente, por supuesto.
    —No, está bien. A decir verdad, me siento halagado. Antes no le gustaba; siempre anda detrás de Ramsés.
    Se hizo una pausa algo embarazosa. La oscuridad ocultó los rostros de los demás, incluyendo el de Ramsés. Estaba sentado en el murete, con la espalda contra uno de los pilares. La luz que provenía de la puerta iluminaba sus rodillas levantadas y las manos morenas, delgadas y firmes que las rodeaban.
    Nefret rompió el silencio.
    —Esa no es la gata Bastet, sino Sekhmet, una de sus crías. Bastet murió el mes pasado.
    —Bueno, lo lamento —dijo Cyrus con cortesía—. ¿Eres Sekhmet, entonces?
    Rió mientras la gata se refregaba contra su camisa en un éxtasis de ronroneos.
    —Deberías haberla llamado Hathor. Es una damita muy cariñosa. Quizá podría pedirles uno de sus gatitos. Siempre me gustaron los gatos; no sé por qué no he pensado antes en tener uno.
    Tuvimos que encerrar a Sekhmet en el cuarto de Nefret cuando entramos a cenar. Hasta a la persona más amante de los gatos le desagrada que una cola larga y peluda se meta en su plato de sopa mientras come. Durante la cena, Emerson consiguió mantener una conversación sobre temas profesionales, pero cuando se sirvió el café, Cyrus retomó el tema de la acompañante de Dolly.
    —¿De manera que no se les ocurre nadie adecuado? —me preguntó.
    —Puedo pensar en varias señoras egipcias —repliqué—. La tía de David, Fátima, me cuidó de forma excelente un invierno, cuando tuve un accidente poco im-portante, y...
    —Ni pensarlo —dijo Emerson—. El puesto de sirvienta o dama de compañía, o como quieras llamarlo, parece traer mala suerte. No me sorprendería en absoluto enterarme de que las otras fingieron estar enfermas; esa jovencita está demasiado consentida y se comporta de forma tiránica con las sirvientas, probablemente las trata como a las esclavas que tenía su padre. No me molesta relacionarme con Bellingham a nivel profesional, el Departamento de Antigüedades necesita todos los fondos que pueda obtener, pero no permitiré que nuestros hijos o nuestros amigos intimen con él. Ha tenido demasiadas esposas para mi gusto.
    —¡Pero, Emerson, qué afirmación tan extraordinaria! —exclamé—. ¿Estás insinuando que las asesinó?
    Puesto que había permitido que su cólera creciente lo llevara a cometer una indiscreción, Emerson se enfadó todavía más, esta vez conmigo.
    —Maldita sea, Peabody, no he insinuado nada por el estilo. Esa imaginación tuya se ha vuelto incontrolable.
    —Bueno, amigos, tengamos calma —dijo Cyrus, sin intentar ocultar su regocijo—. El Coronel no es ningún Barba Azul. Ha sufrido algunas trágicas pérdidas, pero se hallaban... dentro de lo natural, por decirlo así. Excepto...
    Miró a Nefret tímidamente. La muchacha estaba inclinada hacia delante, con los codos sobre la mesa y los ojos azules fijos en él.
    —¿Quiere decir que sus esposas murieron de parto? —preguntó—. ¿Cuántas?
    —Dos. Sólo dos —Cyrus sacó un pañuelo y se secó la frente—. Miren, yo no quería sacar un tema como éste delante de ustedes, señoras.
    —Las mujeres no son nada frágiles a la hora de afrontar un parto —dije, secamente—. ¿Por qué no deberían hablar de ello? Nefret fue criada con métodos modernos, Cyrus, y me atrevo a decir que sabe más del tema que usted. De todas maneras, no nos puede dejar con esa evocativa palabra colgando, «excepto»... ¿Excepto qué?
    —Bueno, si usted me asegura que hago bien. —Lanzó otra mirada vacilante hacia Nefret. Ella le sonrió alegremente—. Pensé que ustedes lo habrían oído —siguió diciendo Cyrus—. Fue la comidilla de El Cairo durante semanas. Pero quizá... sí, es cierto; ustedes estaban en Sudán el año pasado. Para cuando regresaron, ya había algo nuevo de lo que hablar. Casi siempre lo hay.
    —Siga —le animé.
    Cyrus se encogió de hombros y se abandonó al chismorreo con el que tanto disfrutaba.
    —Vinieron aquí en su viaje de bodas, el Coronel y su nueva esposa. Era la cuarta, y bastante más joven que él. Bien, la señora, ¡va y se fuga con el secretario de su marido! Al menos eso es lo que ese individuo aseguraba ser; aunque nadie lo vio escribir carta alguna, estaba todo el día al servicio del Coronel, para todo aquello que se le ordenara.
    —¿Era egipcio? —pregunté.
    —Americano, a juzgar por su acento. Se llamaba... déjeme pensar un minuto... ya me acuerdo, se llamaba Dutton Scudder. No sé dónde lo había encontrado Bellingham. No llevaba con ellos mucho tiempo, creo. Era un joven algo tímido, y no parecía ser de los que enamoran perdidamente a una mujer.
    —Una pasión repentina e inexplicable —murmuré.
    —No tan inexplicable, quizá —Ramsés rompió el largo silencio (largo para él, quiero decir).
    —No —Nefret había estado contando con los dedos—. Eso pasó hace cinco años, pero ya entonces el Coronel era un anciano. ¿Cuántos años tenía la mujer?
    —¡Basta! —Emerson estrelló el puño contra la mesa—. Amelia, me asombra que permitas que una conversación de esta índole tenga lugar en mi mesa, ¡y con Nefret presente! ¡Por Dios, debo insistir en que respetes la costumbre de que las damas se retiren al salón después de cenar!
    —¿De manera que los caballeros puedan fumar, beber oporto y contar chistes verdes? —me levanté—. Vamos, Nefret, nos han echado.
    David se apresuró a retirarle la silla a Nefret. Una al lado de la otra, con mucha dignidad, salimos del cuarto seguidas por los hombres, avergonzados. La risa contenida inflaba las mejillas de Nefret.
    —Bien hecho, tía Amelia —susurró.
    Sin embargo, aceptó con rapidez el ruego de Emerson de que cantara para nosotros, recibiendo de su padre, cuando pasó cerca de su silla, una palmadita en la mejilla a modo de disculpa. El año pasado hicimos que nos trajeran el piano a la dahabiyya; a todos nos gusta la música y era muy agradable, después de un día de duro trabajo, sentarnos cómodamente y escuchar la voz dulce y espontánea de Nefret, que me parecía aún más dulce, porque era natural.
    —Bien, esto se acerca a la perfección —declaró Cyrus, con un puro en una mano y una copa de brandy en la otra, las largas piernas extendidas y la gata en el regazo. Yo había apagado todas las lámparas, excepto las que estaban sobre el piano, y la noche suave y oscura de Egipto nos envolvió.
    —¿Qué tal si tocas algunas de las canciones favoritas de antaño, querida Nefret?
    Fue así como ella interpretó Drink to Me Only y Londonderry Air, que cantó con la naturalidad de un pájaro. El semblante de Emerson reflejaba la ternura que le embargaba, y hasta Ramsés dejó a un lado su libro para escucharla.
    Mi hijo había aprendido a leer música porque era «una forma interesante de notación», pero Nefret rechazaba que le pasara las páginas porque según decía, él no prestaba atención. Ese honorable cometido le correspondió a David, que se sentó a su lado en el banco del piano. No sabía seguir las notas, pero sus ojos no se apartaban del rostro de Nefret, actuando al instante cuando ella asentía.
    —Cuan hermosa es —dijo Cyrus en voz baja—. Es tan buena, sincera y distinguida como hermosa, creo.
    —Y tan inteligente, creo —añadí.
    La sonrisa tierna y sentimental de Cyrus se convirtió en una carcajada.
    —Tiene mucha razón, mi querida Amelia. La envidia es una emoción que trato de evitar, pero ahora mismo me siento un poco celoso de usted y de su marido. El ver esas caras jóvenes y bien parecidas y esos ojos brillantes me hace desear no ser un pobre solterón. ¿No conoce por casualidad alguna buena mujer, no demasiado joven pero... todavía en edad de merecer, que me acepte por compañero?
    —No la anime —gruñó Emerson, con la pipa en la boca—. Las mujeres son unas casamenteras inveteradas, Vandergelt, y Amelia es la peor de todas. Antes de que pueda decir «pío» se verá atado y entregado a alguien como la señora Whitney-Jones.
    —Bien, Emerson, nunca se sabe, quizá sea la persona adecuada para mí. ¿Quién es?
    Vacilé, pero sólo un momento. Nefret estaba tratando de enseñarle a David la letra de Annie Laurie y los dos se reían de la imitación del acento escocés que hacía el chico. Yo tenía la mayor de las confianzas en la discreción de Cyrus y el mayor de los respetos por su inusual inteligencia. (Y la presencia de Cyrus evitaría posible-mente que Emerson rugiera cuando le contara la historia de Enid.)
    No rugió. Farfulló, maldijo y bufó, pero cuando terminé mi relato, a pesar de estos obstáculos, habló con resignación:
    —Supongo que debemos hacer algo. No podemos dejar que los charlatanes engañen a la gente. Iré a verlos mañana y me libraré de esa mujer.
    —¡Emerson, no tienes remedio! —exclamé—. ¿Qué intentas hacer: cogerla del cuello, arrastrarla a la estación del ferrocarril y meterla en un compartimento del tren?
    —Creo que la situación es demasiado complicada para arreglarla de ese modo —dijo Cyrus pensativo—.
    Podríamos librarnos de la mujer, pero eso no curaría a su infortunado amigo. Me parece que está demasiado trastornado para que lo mejore una charla con sentido común.
    —Yo tengo intención de hablar con él, por supuesto —dije—. Pero es muy testarudo y no muy...
    Me interrumpí. Aunque hablábamos en voz baja, Ramsés estaba sentado no muy lejos y tiene un oído como el de un gato. Sabía que estaba escuchando. Yo no había decidido todavía si deseaba que los chicos se vieran involucrados en el problema de Enid; Ramsés ya estaba metido, sin que fuera culpa mía, pero no quería que se hiciera cargo del asunto.
    —Me limitaré a acercarme a ellos —ofreció Cyrus—. Les diré que tenemos amigos en común, y todo eso. Quizá se me ocurra algo cuando haya conocido a ese hombre.
    Se lo agradecí; y la velada terminó con todos alrededor del piano, uniendo nuestras voces en el canto. Nefret había aprendido Dixie para complacer a Cyrus, aunque para mi sorpresa, él pareció no conocer la letra.
    Los chicos decidieron quedarse en la casa porque ya era muy tarde. Después de que Cyrus nos diera las buenas noches y ellos se retiraran a sus habitaciones, dejé a Emerson en su escritorio y salí a la terraza. El aire fresco y claro resultaba reconfortante tras la pesada atmósfera del salón, llena del humo de la pipa de Emerson y de los cigarros de Cyrus; las estrellas, que en Egipto brillan como en ningún otro lugar, iluminaban el cielo oscuro. El único elemento romántico que faltaba era el aroma de jazmines, que hubiera estado presente si Abdullah hubiera regado mis plantas.
    Quería estar a solas para reflexionar seriamente. Algo ocupaba mi mente, no sólo ese día, sino los días pasados. No pensaba en los Bellingham, ni en la pobre Enid. Pensaba en la tumba Veinte-A.
    Emerson creía que alguien le estaba gastando una broma. Algunos de sus rivales podrían muy bien disfrutar con la idea de que mi marido excavaba infructuosa y eternamente en busca de una tumba que no existía, pero yo no creía que ninguno de los arqueólogos que conocíamos se rebajara a hacer una travesura tan infantil. (Excepto el señor Budge, del Museo Británico. Ciertamente era muy mal intencionado, pero dudaba que tuviera la imaginación suficiente para pensar algo así.)
    No, no era una travesura. Esa tumba existía y debía contener algo que nuestro misterioso corresponsal quería que encontráramos. ¿Quién, qué y por qué? El por-qué y el qué deberían esperar; había demasiadas posibilidades. En cuanto al quién... Un nombre, más bien un apodo, me vino inmediatamente a la mente.
    Un brazo, muy musculoso, rodeó mi cintura.
    —Maldito seas, Emerson, desearía que no me asustaras de esa manera —dije.
    —No, no lo deseas. ¿En qué estás pensando?
    Me quedé en silencio. Después de un momento, Emerson dijo:
    —¿Quieres que te diga en qué piensas?
    —¿Lo adivinarás?
    —No, te conozco demasiado bien. El misterio es tu sustento cotidiano —siguió diciendo—. No puedes resistirte a un indicio de una tumba oculta, como otra mujer no se resistiría ante un sombrero nuevo. Esos mensajes iban dirigidos a mí, pero quien los envió debía saber que tú los leerías, ya que nunca he conseguido ocultarte nada. Un nombre me viene inmediatamente a la mente o, para ser más exacto, unos cuantos condenados motes. El Maestro del Crimen, el Genio del Crimen...
    —Sethos está muerto.
    —No está muerto —Emerson me obligó a darme la vuelta y me cogió por los hombros—. Sabes que no está muerto. ¿Hace cuánto que lo sabes, Peabody?
    Sostuve su mirada con firmeza.
    —¡Emerson, prometiste que no volverías a mencionar a ese hombre!
    —¡Nunca lo prometí! Lo que prometí fue... —Gruñó y me cogió en sus brazos—. Querida mía, prometí que nunca dudaría de tu amor. ¡Y nunca dudaré! ¡Pero no dejaré de estar celoso de ese bastardo hasta que lo vea enterrado varios metros bajo tierra! No, hasta que yo mismo lo entierre. Peabody, di algo. Dime que me perdonas.
    Dejé escapar un quejido. De inmediato, Emerson aflojó su abrazo.
    —Te pido perdón, tesoro. ¿Te he hecho daño?
    —Sí. Pero no me importa. —Apoyé mi cabeza en su pecho y él me apretó contra su cuerpo, con cuidado para no lastimar mis magulladas costillas.
    —Me congraciaré contigo —murmuró y sus labios acariciaron mi sien.
    —Emerson, si crees que tus atenciones románticas son compensación suficiente por...
    —Mis atenciones románticas, Peabody, son tu derecho y mi placer. Suponiendo que encontrara para ti la maldita tumba, ¿te compensaría eso por mis sospechas insensatas y las costillas magulladas?
    Si usted, querido lector, pertenece al género femenino, conocerá plenamente el motivo de esta generosa oferta. (Si pertenece al otro género, también lo sabrá, pero no lo admitirá.) Emerson estaba terriblemente aburrido de sus tediosas tumbas, pero era demasiado terco como para admitir que anhelaba responder a los misteriosos mensajes. Fingía hacerlo para complacerme, pero en realidad así tenía una excusa para hacer lo que él quería.
    —Eres tan bueno conmigo, Emerson —murmuré y me acurruqué en sus brazos.


    Capítulo 5
    Hay un elemento de salvajismo primitivo en la mayoría de nosotros.

    En realidad, yo no creía que nuestro antiguo adversario, el Maestro del Crimen, estuviera detrás del misterio de la tumba Veinte-A, pues éste carecía de su ele-gancia, su osadía imaginativa, su estilo. Conocía bien a Sethos. Demasiado bien, diría Emerson; mi extraña relación con ese hombre brillante y atormentado era el origen de los celos de mi marido. El amor no tenía nada que ver, al menos por mi parte. Mi corazón ha sido, es y será siempre de Emerson. Sin embargo, por mucho que se lo repitiera, no le tranquilizaría, y no me sentía dispuesta a discutir el paradero ni las supuestas actividades de Sethos ni con él ni con nadie.
    A la mañana siguiente mi marido estaba de muy buen humor. No era para menos, pues estaba a punto de hacer lo que quería y de ganarse mi crédito aparentando que cumplía mis deseos.
    No había anunciado sus intenciones durante el desayuno, pero dio la casualidad de que le oí conversar confidencialmente con Ramsés mientras esperaban en la galería a que Nefret fuera a buscar su sombrero: «Tu mamá no podrá concentrarse en el trabajo importante hasta que no hayamos comprobado que la suya es una fantasía sin fundamento, de manera que pasaremos el día buscando su imaginaria tumba Veinte-A».
    —Me parece una buena decisión —dijo Ramsés con su voz todavía sin modular.
    —Bueno, hijo, es la forma de llevarse bien con las señoras. Una pequeña concesión a sus caprichos de vez en cuando no viene mal y fomenta los buenos sentimientos. Es lo menos que un hombre puede hacer.
    —¡Monsieur Maspero no se molestará sí usted busca esta... tumba imaginaria, padre? —preguntó Ramsés—. Los términos de su concesión limitan su actividad a las tumbas conocidas.
    —Esa tumba, si existe, alguien la conoce.
    El sofisma, que bien podría provenir de mi propio hijo, suscitó un murmullo de aprobación admirativa por parte de Ramsés, y Emerson, que de todas formas nunca había tenido intenciones de conformarse con los términos de su concesión, continuó diciendo:
    —La cosa más importante es complacer a tu querida madre. El respeto mutuo es la única base posible para un matrimonio exitoso.
    —Lo recordaré, padre.
    Anuncié mi presencia con una tosecita. Emerson cogió de prisa su cuaderno de notas y se alejó. Ramsés me miró y esperó cortésmente a que le dirigiera la palabra. No lo hice. Como Emerson había dicho, el respeto mutuo es la única base posible para un matrimonio exitoso. Un grupo de hombres había llegado de Gurneh para unirse a nosotros, y cuando atravesábamos la meseta camino del Valle, Emerson dio instrucciones a Abdullah. Nuestro Rais sabía callar y no expresó sorpresa cuando Emerson le pidió que enviara a Selim y a otros más a cerrar la tumba Veintiuno, pero me lanzó una mirada rápida y enarcó las cejas cuando Emerson miraba a otro lado. Yo asentí. Abdullah también. Parecía estar disfrutando.
    Anduvimos obedientemente tras Emerson, que conducía el grupo hacia el valle lateral que visitamos el primer día. Esta vez no estuvimos solos: desde el otro extremo, donde estaba la tumba de Hatshepsut, llegaban voces y signos de actividad, y a medida que proseguíamos nuestro camino encontramos a uno de los trabajadores que llevaba a hombros un cesto cargado. Emerson, que trata a los egipcios con mayor cortesía que a sus compatriotas, lo saludó con un grito estentóreo de «Asalamu Alaikum»; el individuo masculló algo como respuesta y se apresuró delante de nosotros, en dirección a la boca del wadi.
    —El señor Carter debe estar haciendo trabajar mucho a sus hombres hoy —comentó Nefret—. Generalmente están siempre dispuestos a detenerse y charlar.
    Emerson se detuvo en seco.
    —Ejem... —dijo.
    —¿Qué pasa? —pregunté.
    —Nefret tiene razón. El individuo tenía demasiada prisa. ¿Y por qué iría tan lejos a vaciar el cesto?
    Prosiguió con más lentitud, mirando con atención a ambos lados del camino, pero fue Ramsés el primero en ver el objeto que sobresalía de los escombros al pie del acantilado.
    —Es sólo un palo o una rama rota —dije.
    —¿Una rama rota, aquí? —inquirió Emerson.
    Pero eso es lo que era, plantada formando un ángulo sobre el esquisto suelto. Le habían quitado las ramas y las hojas, de manera que parecía un grueso bastón. Nos quedamos mirando al inofensivo objeto con tanta cautela como si fuera una víbora enroscada.
    Emerson fue el primero en hablar.
    —Esto es demasiado. ¡Maldita sea! ¿Ese individuo trata de insultarme?
    —¿Crees que es una señal, entonces? —pregunté.
    —¿Qué otra cosa puede ser? Por todos los infiernos —añadió Emerson con mucho énfasis.
    La cara de Nefret se había puesto roja de excitación.
    —¡Comencemos a cavar!
    —Que me condene si lo hago —dijo Emerson.
    —Bueno, Emerson, no seas infantil —razoné—. ¿Tú qué piensas, Abdullah?
    El anciano estudió el terreno. Luego dijo lentamente:
    —Hay algo. La piedra es diferente en este lugar; ha sido removida.
    —Adelante, entonces —dije, mirando a Emerson. Nos dio la espalda y se cruzó de brazos, pero no revocó la orden.
    Los hombres comenzaron a cavar en el lugar indicado por Abdullah. Pronto se hizo evidente que la zona había sido removida hacía poco; el relleno de rocas estaba suelto y era fácil de trasladar. Antes de que pasara mucho tiempo, vi la parte superior de una entrada.
    —¡Buenos días! —exclamó una voz alegre. Me di la vuelta y vi que Howard Carter se acercaba.
    —Uno de los hombres me informó de que ustedes estaban aquí —siguió diciendo—. Debería haber supuesto que encontrarían algo que yo no vi la temporada pasada cuando estaba investigando este wadi. Pero... —se inclinó sobre la excavación y miró hacia abajo— me temo que se trate sólo de otra tumba subterránea sin inscripciones. ¿No han encontrado escalones?
    —Todavía no —contestó Ramsés—. Sin embargo...
    Descendió al pozo, que en esos instantes ya tenía una profundidad igual a la altura del chico.
    —Sin embargo, hay un elemento interesante: una puerta de madera.
    —Imposible —exclamó Howard—. Los egipcios usaron puertas de madera en algunas tumbas, pero ésta...
    —No es antigua —le interrumpió Ramsés—. Parece que está hecha con distintas maderas. Creo que puedo sacar una si usted, señor, me alcanza ese escoplo que está al lado de su pie.
    —Un momento —interrumpió Emerson—. ¿Estás seguro que la puerta es moderna?
    Ramsés se irguió.
    —Sí, señor. Se han empleado herramientas modernas. Las marcas son muy claras.
    —En cualquier caso, ten cuidado —Emerson le alcanzó el escoplo con una mano y colocó la otra firmemente en el hombro de Nefret—. No cabes allí abajo, Nefret. Tendrás que esperar, como todos nosotros.
    La espera no fue larga. El trozo de madera se desgajó con un quejido y con un comentario de Ramsés: «Clavos de hierro, padre», y después de encender una vela que llevaba en el bolsillo, el joven la introdujo, junto con su cabeza, por el agujero.
    —¿Y bien? —inquirió Nefret.
    Ramsés no contestó enseguida. Después de una larga pausa, comentó:
    —Curioso. Verdaderamente muy curioso.
    —¿Qué es curioso? —le urgió Nefret—. ¡Maldito seas, Ramsés!
    Ramsés sacó la cabeza por la abertura.
    —Hay una momia.
    —¿Y qué tiene eso de curioso? —pregunté—. En las tumbas suelen encontrarse momias. Ésa es la función de una tumba, contener una o más momias.
    —Tiene toda la razón —dijo Howard con una carcajada—. Encontré dos de ellas la temporada pasada, en esa tumba subterránea que está por el camino.
    —¿Tenían un pelo largo y dorado? —preguntó Ramsés.
    Si esperaba causar sensación, no lo logró esta vez. Howard rió de nuevo.
    —A decir verdad, sí. El tono dorado era, por supuesto, el resultado de la mezcla de sustancias de embalsamar con pelos canosos por la edad.
    Ramsés tomó la mano que le ofrecía Emerson y subió la cuesta rocosa. Tenía un aire muy enigmático.
    —Temo, señor Carter, que los dos casos no sean análogos. Esta mujer no era muy mayor. Ni las vendas son antiguas.
    Emerson le lanzó una larga mirada, pero no dijo nada. Howard le sonrió como a un niño.
    —Vamos, Ramsés. ¿Cómo puedes determinar la edad de las vendas a la luz de una vela?
    —Porque —respondió Ramsés— están recubiertas con flores de seda bordadas.

    * * *

    Howard lanzó una estruendosa carcajada.
    —¡Muy bueno, joven! Tienes un gran sentido del humor.
    —Es ridículo —exclamé—. Tus ojos te han engañado, Ramsés.
    Nefret, que se debatía en los brazos de Emerson, dijo:
    —¿Cómo podría un hombre reconocer la seda bordada? Déjame ver.
    —No sin mi permiso, jovencita.
    Los ojos de Ramsés se clavaron en los de su padre.
    —Querrá que le hagamos fotos antes de sacarla, señor. Es un espectáculo bastante... extraordinario.
    —Ah —exclamó Emerson—. ¿Recomiendas que excavemos, entonces?
    —Creo —dijo Ramsés con extraño énfasis— que no tenemos más remedio que hacerlo.
    Se negó a contar lo que había visto, insistiendo en que de todas maneras, nadie le creería. Pese a que esta afirmación estaba dirigida a provocar a Nefret (y a mí), era correcta; todos queríamos verlo por nosotros mismos. De manera que Emerson descendió por el agujero y después me ayudó a bajar.
    La vela irradiaba una luz limitada, pero suficiente. La silueta amortajada estaba cerca de la entrada, con los pies hacia la puerta. Emerson contuvo el aliento y lo soltó con una invocación en voz baja.
    Ramsés estaba en lo cierto acerca de las flores bordadas. La tela cubría el cuerpo como las vendas de lino que utilizaban los embalsamadores de la antigüedad para la envoltura final y más externa. Los antiguos utilizaban tiras de tela para sujetar el sudario en los tobillos, rodillas, hombros y cuello. En el caso que nos ocupababa, las ataduras parecían ser lazos de satén descolorido: en un tiempo azules, y en aquel momento de un gris pálido. El rostro estaba cubierto por una gasa tan fina que se podía apreciar el contorno de los rasgos, el pelo estaba arreglado con tanto esmero que enmarcaba la cabeza con largos rizos de un dorado desteñido.
    Mientras observaba, hipnotizada, me sobrecogió una sensación de deja vu. No tardé mucho tiempo en identificar el recuerdo que la provocaba. Nunca había visto una momia como ésa, excepto en obras de ficción. Los héroes de novelas románticas siempre se encontraban con cuerpos perfectamente conservados de antiguos egipcios o, en algunos casos, de personas de una civilización perdida. Dichos restos siempre eran femeninos, sorprendentemente hermosos, envueltos en tela de gasa que apenas ocultaba sus encantos. El infortunado joven que la encontraba sucumbía instantáneamente a una pasión sin esperanzas.
    —Oh, Dios mío—murmuré.
    —Siempre la palabra adecuada, Peabody.
    Emerson retiró su brazo y me alargó la vela. Cogió el trozo de madera que Ramsés había quitado, lo colocó en el agujero y a puñetazos lo fijó en su lugar, lo que hizo que Nefret protestara indignada, pues estaba al borde de la excavación y miraba desde arriba.
    —La vas a ver muy pronto —dijo Emerson, sacándome del pozo y escalando el borde para llegar hasta mí—. Abdullah, haz que los hombres comiencen... No. No mováis ni una piedrecilla hasta que yo vuelva. Peabody, quédate con él y asegúrate de que nadie toque nada. El resto de vosotros, venid conmigo.
    Estaba ya en camino mientras terminaba de hablar. Sus grandes zancadas cubrían con tanta rapidez el abrupto terreno como un hombre a la carrera. Los otros trotaron tras él. Nefret había cogido a Ramsés de un brazo y lo acribillaba a preguntas.
    Quité el polvo a una piedra y me senté sobre ella.
    —No quiere que usted lo siga —expliqué a Howard, que había dado unos pasos inseguros tras Emerson—. ¿Quiere tomar un poco de té?
    —No, gracias.
    Howard pasó su mirada de mí a Abdullah, quien sentado en el suelo, con las rodillas levantadas y los brazos cruzados, me observaba sin parpadear.
    —¿Dónde fue? ¿Qué hay ahí dentro? ¿Por qué...?
    —Será mejor que tome un poco de té —dije, mientras revolvía el cesto de comida que había hecho llevar—. ¿Una naranja? ¿Un bocadillo? ¿Un huevo duro?
    Le lancé un huevo y pasé el cesto a Abdullah, que lo cogió, sin apartar los ojos de mi rostro. Yo miré a otro lado, temiendo el momento de decepción que estaba a punto de llegar. ¡Pobre hombre! Sabía que Emerson no hubiera reaccionado como lo hizo si el descubrimiento no hubiera sido verdaderamente extraordinario, pero para Abdullah esa palabra quería decir descubrimiento arqueológico. Había ignorado la descripción que Ramsés hizo de las envolturas de seda bordada, eso no significaba nada para él; esperaba encontrar una sepultura intacta mejor aún que la de Tetisheri, una momia resplandeciente de oro, una tumba llena de cosas maravillosas.
    —Emerson ha ido a buscar unos materiales —expliqué, mientras me preguntaba cuál sería la mejor forma de dar la mala noticia a Abdullah—. También debería dar parte a la policía, pero como conozco a Emerson...
    Abdullah emitió un gruñido, como el de un hombre que ha recibido un golpe en el estómago. Howard exclamó:
    —¿Por qué demo...? ¿Por qué debería notificarlo a la policía?
    —Prolongará mi narración innecesariamente si sigue interrumpiéndome, Howard. Las autoridades deberán ser advertidas porque... —No podía soportar mi-rar a Abdullah—. Porque la descripción de Ramsés del pelo largo y dorado y de las envolturas de seda resultó exacta, por desgracia. La momia de esa tumba no es de una egipcia de la antigüedad. Pertenece a una persona que llegó al fin de sus días hace pocos años; podríamos decir que en la última década.
    En silencio y con solemne lentitud, como una musa trágica, Abdullah inclinó la cabeza sobre sus brazos cruzados.
    —Pero... pero... —farfulló Howard—. No puede tratarse de una momia si es tan... moderna como usted dice. ¿Se refiere a un cadáver, un cuerpo, un esqueleto?
    —Bueno, a ese respecto no puedo decirle nada sin un examen más exhaustivo —repliqué, mientras estrellaba un huevo contra la roca y comenzaba a quitarle la cascara—. Sin embargo, los restos parecen estar en un estado de conservación que descarta la última palabra que ha utilizado. Vi claramente el contorno de una nariz bajo la gasa que escondía el rostro. Usted sabe que los esqueletos carecen de apéndice nasal, que es un cartílago que...
    —¡Señora Emerson! —gritó Howard. Dejé de hablar y le lancé una mirada de reproche—. Le pido perdón —siguió diciendo en voz más baja—. No debí haber gritado, pero ésta es la cosa más extraña que haya oído nunca.
    —No —dijo una voz apagada—. No es extraño. Ella las encuentra a menudo. Personas recién muertas.
    —No lo hago a propósito, Abdullah. De todas maneras, yo no encontré ésta. Fue Ramsés. Come un huevo duro, te hará bien. A decir verdad, éste es uno de los cadáveres más inusuales que he visto. A excepción del cabello, que dejaron suelto, está envuelto al estilo antiguo. .. más o menos —me corregí e hice una pausa para dar un bocado a mi huevo—. La cubierta más externa está confeccionada en brocado de seda y atada con lazos de satén. Como ustedes saben bien, la seda era desco-nocida para los antiguos egipcios. La tela está algo desteñida, pero los colores originales todavía se disciernen, y resulta obvio que su fabricación es moderna.
    Mis acompañantes se habían recuperado. Abdullah pelaba una naranja con parsimonia y un brillo de interés en sus ojos reemplazó el asombro inicial de Howard.
    —¿Fue el estado de la tela lo que le llevó a sugerir una fecha de menos de diez años? —preguntó respetuosamente.
    —No. Reconocí el dibujo. El señor Worth, el famoso modisto, lo utilizó en un vestido de baile que diseñó para... creo que fue la señora Burton-Leigh... hace ocho años. Fue, pues ya ha fallecido, un referente en el mundo de la moda, de manera que no sería posible conseguir esa tela antes de esa fecha.
    —¡Increíble! —exclamó Carter.
    —Mi querido Howard, ésa es sólo una de las deducciones que un observador entrenado podría hacer. Y, por ejemplo, que la propietaria de ese vestido tenía una buena situación económica. Aun cuando no hubiera sido comprado en la casa Worth, sino tiempo después, en la casa de alguno de esos diseñadores menores que lo imitaban, la tela en sí misma es costosa. Eso no significa necesariamente que el cuerpo pertenezca a la propietaria del vestido. Se lo podrían haber robado. Sin embargo, los restos pertenecen a una mujer rubia y ya que el color del vestido es azul, al menos provisionalmente podríamos sacar en claro que le pertenecía. —Al observar su expresión desconcertada, le expliqué—: El azul es el color preferido de las mujeres de pelo claro.
    —¡Me deja admirado, señora Emerson!
    La larga marcha y la excitación del descubrimiento habían abierto mi apetito. Desenvolví un bocadillo de tomate.
    —El problema de ustedes los hombres es que rechazan «las cosas de mujeres» por considerarlas frívolas y sin importancia. ¡Si hubiera una mujer en la dirección de Scotland Yard, muchos menos crímenes quedarían sin resolver!

    * * *

    Cuando Emerson volvió, lo hizo acompañado por algunos más de nuestros hombres leales y por un número de individuos extraños, varios de los cuales parecían ser turistas. Las elocuentes maldiciones de Emerson les hicieron retroceder, y algunos se alejaron, aunque la mayoría se acomodó a cierta distancia preparándose para observar. Se sacaron cestas de comida, y uno de los dragomanes comenzó a vociferar en un alemán atroz. «Meine Dame und Herrén, hter sind die Archaeologer sehr ausgezeichnet, Herr Professor Emerson, sogennant Vaterdes Finchen, und ihre Frau...»
    —No les hagas caso, Emerson —le pedí a mi furibundo marido—. Cuanto más te irrites, más convencidos estarán de qué hemos hecho un descubrimiento importante. Comamos algo; si lo único que hacemos es comer, los malditos turistas se aburrirán y se irán.
    Los demás se habían reunido y esperaban órdenes. Después de un momento de reflexión, Emerson asintió, de mala gana.
    —Tienes razón como siempre, Peabody. Pararemos veinte minutos. Pero haremos que se lleven hoy a esa maldita… esa pobre mujer. Al anochecer, falsos rumores sobre un rico descubrimiento habrán llegado a todo ladrón de tumbas de la orilla occidental. —Se volvió para mirar a uno de los ladrones, un joven miembro de la famosa familia de Abd er Rassul, quien le dirigió una candorosa sonrisa, antes de dirigir su mirada a Howard Carter.
    —¿Por qué anda por aquí? ¿No tiene una excavación propia?
    —Sólo desea ayudar —expliqué—. Después de todo, Emerson, es el inspector jefe del Alto Egipto. Tiene la responsabilidad de estar en este lugar, en especial si consideramos las extrañas circunstancias que se han producido.
    —Ejem —dijo Emerson y aceptó una taza de té.
    Howard me lanzó una mirada de gratitud.
    —Extrañas no es la palabra adecuada. La señora Emerson me dice que los restos son actuales, según lo que me explicó, hace menos de diez años del fallecimiento.
    —Baje la voz —gruñó Emerson.
    —¿Cómo llegó a esa conclusión, madre? —preguntó Ramsés.
    Me quedé modestamente en silencio mientras Howard repetía lo que le había dicho. Me produjo una gran satisfacción ver la expresión de la cara de Emerson. Siempre se estaba burlando de mi interés por la moda. Naturalmente, se sintió obligado a expresar dudas acerca de mi teoría.
    —De nuevo sacas conclusiones apresuradas, Peabody. La tela puede ser moderna, pero...
    —Creo, padre, que debemos aceptar sus conclusiones —dijo Ramsés—. Al menos provisionalmente.
    —Agradezco tu condescendencia, Ramsés —dije.
    —¿Cómo pueden discutir estos detalles con tanta frialdad? —preguntó Nefret, y se puso impetuosamente de pie. Sus mejillas habían perdido algo de color y sus ojos destellaban—. ¡Es horrible! Saquémosla enseguida de ese lugar.
    —Si ha estado aquí durante diez años, unas pocas horas más no tienen importancia —dijo Emerson—. Debes esforzarte por permanecer impasible, Nefret, o nunca serás una buena arqueóloga.
    —Debería imitar a Ramsés, supongo —dijo la muchacha con desdén—. Es impermeable a los sentimientos.
    Se podía creer con seguridad que lo era. Sentado en el suelo con las piernas cruzadas, devorando pan con queso, Ramsés se limitó a enarcar una ceja y siguió comiendo.
    El público no se retiraba. En todo caso, el número de boquiabiertos curiosos había aumentado, y Emerson declaró que no tenía sentido esperar más. Ibrahim, el carpintero, comenzó a unir con clavos las planchas de madera que había traído con él, y los hombres volvieron a retirar los escombros.
    Había escalones bajo las piedras sueltas, doce en total, cortados en la roca y del mismo tamaño. Los hombres podrían haberlos limpiado en un santiamén, de no ser por la insistencia de Emerson en que examináramos cada centímetro cuadrado del relleno para buscar objetos raros. Era su norma invariable, pero en aquel caso tenía un motivo adicional. El asesino podría haber dejado una pista.
    —¿Qué asesino? —preguntó Emerson después de que yo elogiara su acción—. No tenemos pruebas de que se haya cometido un crimen.
    —Ah, entonces ésa es tu excusa para no notificar inmediatamente a las autoridades.
    —¡Malditas excusas! —dijo Emerson—. En este momento sólo sabemos que en ese pozo hay algo que parece ser un cuerpo momificado. Puede o no ser antiguo; puede o no ser humano. Hasta podría ser una broma perversa perpetrada por un turista o por uno de mis colegas enemigos. A alguna de estas personas, y no digo nombres, Peabody, pero tú sabes a quiénes me refiero, les agradaría mucho ver que hago el tonto por un montón de trozos de madera o una oveja muerta. Wallis Budge...
    —Sí, querido —dije, para calmarlo. Cuando Emerson se embarca en el asunto de sus rivales profesionales, en especial Wallis Budge, el cuidador de las antigüedades egipcias del Museo Británico, es necesario interrumpirlo—. Tienes razón. No debemos sacar conclusiones apresuradas.
    —Ja... —dijo Emerson.
    Parecía estar en un estado de cierta exasperación, de manera que fui a unirme a Nefret, que estaba inspeccionando los objetos encontrados entre los escombros. Era un conjunto poco impresionante: huesos frágiles y fragmentos de tosca cerámica.
    —¿Animal? —pregunté, cogiendo un trozo de hueso.
    Nefret arrugó su hermosa frente para mirar al hueso y lo puso a un lado.
    —No es humano, eso seguro. De cabra, quizá.
    Era el momento más cálido y soporífero del día. El aire seco estaba perfectamente inmóvil. El cielo tenía un desteñido tono azul. Me resultaba muy difícil mantener abiertos los ojos, en especial porque no había ni un solo objeto de interés en el conjunto, ni siquiera un botón de camisa.
    Después de un rato, Emerson me despertó de mi cabezada. Se sentó a mi lado, se pasó la manga por su frente sudorosa y preguntó si había té. No le dije que utilizara el pañuelo, ni le pregunté qué había pasado con su sombrero. Siempre me aseguro de que Emerson comience el día con el casco sobre la cabeza y un pañuelo blanco y limpio en el bolsillo. Por la tarde, ya ha perdido ambas cosas.
    —¿Detendrás el trabajo, entonces? —pregunté, pues Ramsés se nos había unido y los hombres habían dejado de lado las palas y las cestas.
    —Sólo por el momento —dijo Emerson—. Está sucediendo algo extraño.
    Cuando miré en la dirección que señalaba, comprendí lo que quería decir. A media tarde, la mayoría de los turistas se retiraban a sus hoteles, y hasta los arqueólogos y los egipcios dejaban de trabajar. Sin embargo, la multitud de curiosos, mantenidos a distancia por nuestros hombres, parecía ir en aumento, y en ese momento competían con sus sermones no un guía, sino dos.
    —... el afamado profesor Emerson y su familia... un sépulcre nouveau... que será descubierto cuando se abra la puerta... trésor d'or magnifique...
    Esta última frase fue demasiado para Emerson, que se puso de pie de un salto, con los puños apretados. Lo agarré del tobillo.
    —Siéntate, Emerson, por el amor de Dios. Es culpa de tu reputación —añadí, mientras Emerson, tronando como una tormenta eléctrica, volvía a sentarse. Le acerqué un té.
    —Nuestro último descubrimiento saltó a las primeras páginas de todos los periódicos del mundo occidental. Estas pobres e ingenuas criaturas están esperando algo igualmente sensacional. Pero me pregunto, ¿cómo se habrá difundido tan rápidamente la noticia?
    —Daoud, con toda probabilidad —dijo Ramsés—. Usted sabe cómo le gusta contar historias. Pero podría ser cualquiera de los demás, o uno de los hombres de Carter. Sólo espero... —se controló, pero la mirada que me lanzó dejó en claro lo que quería decir.
    Un involuntario grito de consternación escapó de mis labios. Sabía (¿quién mejor que yo?) cómo el chismorreo puede distorsionar y adornar los hechos, y no dudé de que nuestros hombres habían escuchado la descripción de Ramsés de lo que había dentro de la tumba. ¡No era de extrañar que la multitud curiosa se quedara! Largo cabello dorado, envolturas de seda... para entonces la descripción incluiría probablemente diademas de oro y ornamentos de piedras preciosas. Si Donald Fraser se había enterado de semejantes pormenores, estaría convencido de que habíamos encontrado a su imaginaria princesa. Debía hablar con él y con Enid antes de que oyeran algo.
    —Emerson —dije—, ¿no sería mejor demorar el traslado de la momia de manera que podamos aclarar los rumores y reducir el interés público? La sola visión, tal como está ahora...
    Emerson sacudió su cabeza despeinada.
    —La demora sólo aumentará la curiosidad, y los rumores desbocados incrementarán las expectativas de nuestros vecinos de Gurneh, malditos cerdos ladrones de tumbas.
    —Manos a la obra, entonces —asentí.
    Nefret, ayudada por David, tomaba fotografías de la puerta cerrada y sus alrededores. Eran necesarias exposiciones largas ya que Emerson se negaba a que usaran flashes de magnesio o pólvora negra para la iluminación. En el pasado, nos habían resultado útiles los reflectores de metal pulido, y lo seguirían siendo hasta que todo el Valle estuviera electrificado. El generador que había instalado Howard iluminaba tan sólo algunas de las tumbas.
    Mientras Nefret y David completaban su trabajo, yo me dediqué a estudiar la puerta de madera, que en ese momento se podía ver en su totalidad. Es difícil encontrar grandes trozos de madera en Egipto, ya que los árboles autóctonos son pequeños y delgados. La puerta estaba confeccionada con pequeños fragmentos unidos entre sí, pero constituía un buen trabajo de carpintería y encajaba perfectamente en la abertura. No se veían ni cerrojos ni trancas, y las juntas desiguales entre la madera y la piedra estaban rellenas con yeso.
    Emerson insertó el extremo de una barra de metal. Abdullah se aclaró la garganta.
    —Emerson.
    —¿Qué pasa? —Emerson empujó la barra.
    —La maldición.
    —¿La qué? —Emerson se dio la vuelta para lanzar una mirada feroz a su capataz.
    —Sé que no existe algo así —dijo Abdullah con timidez—. Pero Daoud y los demás tontos...
    —Aja. Abdullah, estamos algo escasos de tiempo. ¿Qué tal si realizo el exorcismo a primera hora de mañana?
    Abdullah pareció dudar. Ramsés se aclaró la garganta.
    —Me gustaría decir algo, padre.
    —¿Tú? —Emerson lanzó una mirada feroz a Ramsés. Le encanta realizar exorcismos, cosa que le ha hecho famoso en Egipto, y no le agradaba que lo suplantaran.
    Nefret, que hasta entonces mostraba un aspecto muy solemne, no pudo contener la risa.
    —Le llaman Akhu el-Afareet, como saben. Hazlo, Ramsés, y yo añadiré unas palabras de mi cosecha.
    Siempre me había preguntado cuál sería el apodo afectuoso que los egipcios daban a Ramsés. Comencé a protestar, pero Emerson habló primero.
    —Hazlo rápido —gruñó, y se volvió hacia la puerta.
    De manera que mi hijo, también conocido como Hermano de Demonios, comenzó a mover los brazos y salmodiar en una mezcla de idiomas que iba del francés medieval al árabe clásico. Sin embargo, tenía puesto un ojo en Emerson y cuando la puerta dio señales de ceder, terminó abruptamente su conjuro. Volviéndose hacia Nefret, le tomó las manos y las levantó.
    —Escuchad la bendición de la hija del Padre de las Maldiciones, la hermana del Hermano de Demonios, la Luz de Egipto —entonó, y agregó en inglés, entre dientes—: Habla, muchacha, no te quedes con la boca abierta.
    La primera palabra de Nefret apenas si fue un barboteo, pero se recuperó con rapidez y recitó el sonoro testimonio de la llamada a la oración y May the Lord bless thee and keep thee. Su actuación hubiera sido más impresionante si no hubiera concluido diciendo:
    —¿Qué te ha parecido, muchacho?
    —Quizás padre y yo deleguemos en ti esta tarea de ahora en adelante —fue su respuesta.
    No obstante, nos pusimos serios y dejamos de sonreír cuando nos congregamos alrededor de la puerta abierta. En ese mismo momento, como si el cielo quisiera darnos una lección de dramaturgia, un rayo de luz se reflejó en la lámina de metal que llevaba uno de los hombres y cayó de lleno sobre la cabeza de la silueta amortajada.
    No suscitó ningún destello en las largas hebras de pelo rizado.
    En el pasado reciente habían estado de moda las joyas hechas con pelo humano, trenzado con primor. Más común todavía era la costumbre de colocar un mechón del pelo de la persona amada bajo cristal o vidrio, en un broche o brazalete. Mi padre me había dado un broche que encerraba un rizo negro de mi madre. Yo lo había conservado como una reliquia sagrada, pero nunca lo había usado. El pelo estaba seco, opaco y muerto.
    Como lo estaba el de aquella mujer. La cara tapada también era muy inquietante. En ese momento pude observar detalles que habían estado ocultos por las sombras creadas por la luz de la vela: los pómulos redondeados, la forma de los labios gruesos. Imposible, pensé. La tela de seda se había desteñido y comenzaba a abrirse; durante años había cubierto el pecho inmóvil y los miembros esbeltos. La blanda carne del rostro no podía haberse conservado sin marchitarse.
    Escuché que Nefret ahogaba un sollozo. Emerson, cuya imponente apariencia esconde un corazón muy tierno, aspiró profundamente. A pesar de que no estaba terminado del todo, de que se hallaba vacío y solitario, ninguno de nosotros quiso dar el primer paso para entrar a aquel lugar de descanso final de una muerta.
    Excepto, como era de prever, Ramsés. Se deslizó por un costado de su padre y se aproximó al cuerpo recostado.
    —Observe los brazos, padre. Parecen estar colocados en forma vertical, a los lados de las... caderas.
    —Ejem —dijo Emerson, que dejó de lado los sentimientos a favor de la erudición—. Esa postura se generalizó durante la Dinastía XXI. Sin embargo, este individuo es de una época posterior. Vuelve aquí, Ramsés, puedes estar borrando algunas pistas importantes, o pisando otros objetos interesantes. David, ¿cuánto tiempo tardarás en hacer un boceto?
    —Seré todo lo rápido que pueda, señor —fue la escueta respuesta.
    Cuando el dibujo estuvo terminado, y Nefret ya había hecho varias fotografías, Emerson y yo habíamos explorado el pequeño cuarto. Se trataba de un lugar extraño, de apenas dos metros de ancho y cuatro de largo. El suelo no era de piedra lisa, sino una capa de guijarros aglomerados para formar una superficie llana. El techo caía desde la entrada hasta encontrarse con el suelo. Las paredes laterales eran de piedra acabada, sin huellas, tallas o inscripciones.
    —Ya es suficiente —dijo Emerson por fin, con un ademán hacia David para que guardara los lápices—. Puedes pintar una acuarela detallada esta noche, en la casa, antes de que desenvuelva... —vaciló un instante y luego dijo bruscamente— esa cosa.
    —¿Cómo la vas a trasladar?—pregunté.
    —La llevaremos a hombros, por supuesto —respondió—. El traqueteo de un coche o un carro la podría estropear.
    —¿A la vista de todos esos turistas? .
    —Si tienes alguna alternativa, me complacerá evaluarla.
    Me quedé en silencio, y Emerson dijo:
    —No verán nada excepto una caja de madera, Peabody. Traje unas mantas para protegerla y cubrirla.
    Yo había visto la pila de mantas y me pregunté qué usaríamos esa noche nosotros para taparnos. Si Emerson pensaba que las volvería a colocar sin más en las camas, estaba muy equivocado.
    Sin embargo, la decisión estaba tomada, y era cierto que no existía otra opción. No había manera de saber cuan frágiles eran los restos hasta que intentáramos levantarlos.
    Observándome, Emerson dijo:
    —Sube y haz lo que puedas para dispersar la turba, Peabody. Nefret, ve con tu tía Amelia y dile a Ibrahim que traiga el ataúd, la caja, debería haber dicho.
    Yo sabía por qué me apartaba de la tumba, y no envidié la tarea que le esperaba: recoger el pelo opaco y muerto en sus manos y levantar el cuerpo liviano, con la esperanza de que no se deshiciera. Hasta entonces ninguno de nosotros se había atrevido a tocar aquella forma inmóvil; por lo que deducíamos, el más leve roce podría desmenuzarla. Moverla también podía ser muy peligroso, pero no se la podía examinar adecuadamente en esas condiciones y era imposible dejarla allí. Emerson había tomado todas las precauciones posibles.
    Nefret me siguió sin comentarios, si bien en otras circunstancias hubiera protestado. Estaba acostumbrada a las momias y a los cadáveres, nuestra familia parece condenada a encontrarlos a su paso, pero había algo en aquellos restos que la afectaba dolorosamente, como a mí. Estaba un poco pálida, pero el color volvió a sus mejillas cuando vio a la gente reunida detrás de la precaria barrera que los hombres habían construido con maderas y cuerdas.
    —Qué macabros —murmuró.
    —Sé justa —repliqué—. No saben lo que hay ahí, y esta zona no es propiedad privada. Voy a decirles que se vayan, pero lo haré con amabilidad y...
    —¡Por todos los infiernos, maldita sea! —exclamó Nefret.
    No podía reprenderla por utilizar palabrotas cuando yo misma había estado a punto de hacerlo. La noticia se había difundido más rápidamente de lo que pensaba, o se trataba de pura mala suerte, al menos así lo supuse, que los Fraser se encontraran entre los curiosos. ¿Por qué demonios no podían haber ido ese día de visita a un templo lejano?
    Donald se había quitado el sombrero. Era un hombre alto y su llameante cabello rojo sobresalía entre la multitud. Enid y la señora Whitney-Jones lo cogían cada una de un brazo como carceleras. El elegante sombrero color bronce de la señora Whitney-Jones le caía de un lado tapándole un ojo, y parecía que Enid estuviera tirando de Donald, quien, con la cara roja y la mirada fija en el vacío, no prestaba atención a ninguna de las dos.
    Debería saber que la exclamación de Nefret no había sido suscitada por los Fraser, a quienes apenas conocía y de cuya extraña situación todavía no estaba informada. Yo aún no había decidido qué hacer con Donald cuando otra voz llamó mi atención, distrayéndome de la escena anterior.
    —¿Tendría la amabilidad, señora Emerson, de decirle a este nativo que me deje pasar?
    El Coronel mantenía a Dolly dentro del círculo protector de su brazo, como si la joven hubiera sido amenazada por el nativo en, cuestión, el sobrino de Abdullah, Daoud, que me miró con ojos que imploraban ayuda.
    —Sitt Hakim —empezó a decir.
    Lo tranquilicé con unas pocas frases en árabe y me dirigí a Bellingham.
    —Daoud está obedeciendo órdenes, Coronel, mis órdenes. ¿Qué está haciendo usted aquí?
    —Respondo a su invitación, señora Emerson.
    —¿Invitación? —repetí con asombro—. Yo no le he enviado ninguna invitación.
    El Coronel miró a los turistas que se agolpaban a su alrededor como un mastín a un grupo de gatos callejeros, y apretó el brazo de Dolly.
    —Quizá podamos discutir el asunto en privado. Mi hija, señora Emerson, no está acostumbrada a que la empujen.
    No sentía la misma condescendencia hacia el Coronel que el día anterior, pero su sorprendente afirmación había provocado mi curiosidad.
    —Daoud, puedes dejarlos pasar.
    Dolly se desasió de su padre. Levantando su sombrilla, una frívola fruslería cubierta de encaje, me hizo una pequeña reverencia y luego se acercó a Nefret.
    —Buenas tardes, señorita Forth. ¡Qué atuendo tan atractivo!
    «Que arpía», pensé. En mi opinión, había cometido un error estratégico al enfatizar el contraste en sus apariencias. Su atuendo recargado, desde el sombrero adornado con flores hasta la falda que arrastraba por el suelo, le hacía parecer una muñeca de cera. La vestimenta masculina de Nefret estaba polvorienta y húmeda por el sudor, pero se adaptaba de forma muy favorecedora a su cuerpo esbelto; la irritación coloreaba sus mejillas.
    —Buenas tardes —dijo secamente—. Perdóneme, también debo obedecer órdenes.
    Puso una mano amistosa sobre el hombro de Daoud y le habló en árabe. Una amplia sonrisa iluminó la cara del egipcio. Con un movimiento de cabeza levantó el palo que llevaba y asumió una postura de boxeador, al lado de Nefret. Con una mezcla mordaz de árabe e inglés, la muchacha se dirigió al público y pidió que se ocuparan de sus asuntos.
    No todos los observadores se alejaron, de manera que me sentí obligada a añadir unos comentarios de mi propia cosecha. Mi voz resonó con énfasis, ya que em-pezaba a sentirme un poco nerviosa. Había mucho por hacer y nos quedaba poco tiempo. Emerson tardó en mover el cuerpo más de lo que yo había previsto (espe-raba que, al tocarlo, no se hubiera desintegrado) pero pronto saldría de la tumba, y no quería ni pensar en lo que diría cuando viera a los Bellingham, y no digamos ya a los Fraser.
    El Coronel, con el sombrero en la mano, esperaba que yo lo atendiera, pero primero tenía que despachar a los Fraser y a la señora Whitney-Jones. La dama, que vestía un elegante traje de franela amarilla, parecía menos serena que durante nuestro primer encuentro. Seguía tirando de Donald, pero sin resultado; el hombre estaba tan inmóvil como la estatua faraónica a la que se parecía, miraba fijamente al frente con los brazos pegados al cuerpo. Enid observaba desesperada a su alrede-dor, como buscando algo o a alguien. Deduje, naturalmente, que me buscaba a mí, de manera que me acerqué a ella deprisa.
    —Lo lamento, Amelia —dijo Enid con voz trémula—. No puedo hacer que se vaya.
    —No hace falta que te disculpes. Conozco toda la historia, estoy preparada y soy capaz de manejar la situación.
    El color volvió a sus mejillas, hasta entonces muy pálidas, supuse que por el alivio que le provocó verme dispuesta a ayudarla.
    —Usted... ¿Usted sabe?
    —Sí, querida, Ramsés me contó esta tarde lo del delirio de Donald. Supongo que escuchó rumores acerca de nuestro descubrimiento. Pero no importa eso, el tiempo es lo esencial. Debe sacarlo de aquí enseguida. ¿Donald? ¡Donald!
    No pareció escucharme, aun cuando lo rocé con mi sombrilla. Le lancé a la señora Whitney-Jones una dura mirada.
    —Usted es la culpable. Convénzalo de volver al hotel.
    La mujer no se dejó intimidar tan fácilmente. Alzó la barbilla y clavó sus ojos, impávidos, en los míos.
    —Hacer acusaciones infundadas puede ser causa de una acción judicial, señora Emerson. La perdono porque está preocupada por su amigo, pero déjeme asegu-rarle que yo no lo traje aquí; traté de persuadirlo de que no viniera; me gustaría mucho llevármelo. Si usted me puede decir cómo hacerlo, cooperaré al máximo.
    —Realmente trató de convencerlo —dijo Enid, a regañadientes—. ¿Amelia, qué vamos a hacer?
    Miré por encima de mi hombro. El Coronel caminaba de acá para allá, Nefret y Dolly mantenían una sonrisa inamovible, y había señales de movimiento alrededor de la entrada de la tumba. Era imperativo realizar una acción inmediata. Cogí a Donald del cuello y lo sacudí vigorosamente.
    Conseguí el efecto deseado.
    —Señora Emerson —farfulló (porque yo lo tenía cogido del cuello con mucha fuerza)—. ¿Qué... qué ha pasado? ¿He hecho algo para que se enfade?
    —Sí —repliqué—. Váyase, Donald. Váyase ya mismo.
    Pero me había demorado demasiado. Emerson salió de la tumba, seguido por Ramsés y David.
    La larga caja de madera estaba apoyada sobre un lecho de cuerdas que pendían de unas varas de transporte. Algunas de las mantas debieron usarse para forrar el interior de la caja, otras estaban extendidas sobre ella para ocultar el contenido. Sin embargo, la forma de la caja era sugerente, y del público llegó un murmullo de interés morboso.
    Emerson se detuvo. Los muchachos, que iban atrás, hicieron lo propio. Esta vez, la visión de la majestuosidad de mi marido, que dominaba la escena como siempre, no produjo en mí el acostumbrado estremecimiento de admiración. Sabía lo que iba a suceder y sólo podía limitarme a maldecir inútilmente (en voz baja, por supuesto). Empujé a Donald que tenía la mirada fija en la caja de madera, pálido como un muerto.
    Entonces un grito estentóreo atravesó el aire.
    —¡Peabody!
    Abandoné mi intento inútil de mover a Donald y me acerqué a mi marido.
    —¿Qué diablos está pasando aquí? —preguntó. Sus ojos, que centelleaban con furia azulada, iban de Bellingham a Donald, y al público, que se había adelantado—. ¿De dónde ha salido esta... gente? ¿Has enviado invitaciones?
    —No, querido. Al menos no lo creo. Emerson, por favor, cálmate. La situación se nos ha ido un poco de las manos.
    —Ya lo veo.
    —Hice todo lo que pude, Emerson.
    Sus duros ojos azules se suavizaron y cogió mis hombros en un abrazo fugaz, de camarada.
    —Está bien, Peabody. Resulta un cambio agradable oír que por una vez admites tu incompetencia. Limítate a mantenerlos a raya. ¿Lo harás? Cuanto antes salgamos de aquí, mejor será. Vamos, chicos.
    Siempre digo que nadie puede abrirse camino mejor que Emerson. Sus ademanes enfáticos y sus expresiones aún más enfáticas hacen que los mirones corran en busca de salvación. Los muchachos cogieron con mayor firmeza los palos que soportaban la caja y emprendieron su camino seguidos por cuatro hombres.
    Me volví hacia el coronel Bellingham.
    —No puedo hablar con usted en este momento, Coronel, debo irme. Hay un misterio en todo este asunto que necesita aclaración, pero por ahora tendrá que esperar. A su debido momento recibirá noticias mías.
    En lugar de responderme, emitió un horrible grito ahogado. Al darme la vuelta, vi que Donald había dado un salto hacia delante. Emerson lo atrapó con rapidez, reteniéndolo en su lugar, pero no antes de que Donald arrancara la tapa del ataúd y lo hiciera balancearse entre las cuerdas que lo sostenían. Los turistas, obligados a mantenerse alejados, no podían haber visto lo que había dentro, pero el resto de nosotros obtuvimos una excelente visión de una envoltura de seda azul y de unos ri-zos rubios.
    Aferrado por mi marido, furioso y maldicente, Donald elevó al cielo su rostro estático.
    —¡Al fin! —gritó—. ¡Al fin! ¡Es ella!
    Otra voz más profunda le hizo eco. Blanco hasta los labios, Bellingham repitió:
    —¡Es ella! ¡Oh, Dios mío... es ella!
    Jadeando, se llevó las manos al pecho, se tambaleó hacia delante y cayó al suelo.

    * * *
    Fue un placer observar la rauda eficacia con la que mi familia respondió a esta última emergencia. La reacción de Emerson fue, como es natural, la más rápida y la más efectiva. Asestó un fuerte puñetazo en la mandíbula a Donald, sostuvo el cuerpo que caía y lo entregó a dos de nuestros hombres.
    —Mahmud, Hassan, llevadlo a su carruaje —ordenó—. A cualquier carruaje. Confiscad uno, si fuera necesario. Señora Fraser, llévese a su marido. Ramsés, David...
    Los jóvenes ya habían reanudado su camino, escoltados por Abdullah y Selim, y Nefret estaba arrodillada al lado del Coronel, con un cuchillo en la mano. Dolly permanecía al lado de su padre, mirándolo fijamente; cuando la hoja reluciente tocó la garganta de su padre, emitió un aullido penetrante.
    El cuchillo cortó limpiamente la camisa del Coronel, el cuello duro y la corbata de seda, y Nefret, sin levantar la vista, dijo:
    —Haga que la chica se quede quieta, tía Amelia, por favor. Por poco degüello al pobre hombre cuando soltó ese chillido.
    —Claro que sí —dije-—. Dolly, si vuelves a gritar, te daré una bofetada. ¿Es un ataque, Nefret?
    Nefret había descubierto el pecho del Coronel y apretaba su oído contra él.
    —Está pálido, no rojo. Quizá se trate del corazón.
    Emerson estaba a mi lado, con los brazos en jarra y el ceño fruncido.
    —¡Maldita sea! —dijo—. ¿Por qué siempre me pasan a mí estas cosas? A uno le gustaría suponer que la gente tiene la decencia de morirse en otra parte.
    Yo conocía demasiado bien el bondadoso corazón de mi marido para tomar en serio aquel comentario cruel. Lo mismo que yo, él había visto que el color volvía a las mejillas de Coronel y que abría los ojos. No nos miraba a nosotros, sino a la cabeza dorada que se apoyaba sobre su pecho.
    —El pulso es más firme —dijo Nefret.
    La muchacha se puso de cuclillas. La mano del Coronel se movió en un débil intento de arreglarse las ropas. Nefret le ayudó y sonrió.
    —Se encuentra mejor, señor, ¿verdad? Lamento haber estropeado su bonita corbata, pero fue necesario.
    —¿Usted es... médico? —preguntó débilmente.
    —Oh, no. Deberíamos llevarlo al hospital tan pronto como sea posible, ¿no lo crees así, tía Amelia?
    Yo empezaba a compartir la irritación de Emerson con aquellos que constantemente se desmayaban en el lugar de las excavaciones. Sin embargo, las normas de convivencia, así como los deberes de una mujer cristiana, hicieron que me reservara esta opinión.
    Administré al Coronel un sorbo medicinal de brandy de la petaca que llevo conmigo, y se puso de pie, con las piernas temblorosas y apoyado en los fornidos brazos de Emerson.
    —¿Dónde está su carruaje? —preguntó mi marido—. ¿Y su dragomán? -
    Se adelantó un hombre que había permanecido entre los mirones. Tenía la tez oscura de los nubios y la prominente nariz aquilina de los árabes. El resto de sus rasgos estaban ocultos por la barba y el bigote entrecanos.
    —Soy el sirviente del Howadji, Padre de las Maldiciones.
    —Entonces, ¿por qué demonios no lo cuidas? —preguntó Emerson.
    —Me dijo que me mantuviera a cierta distancia de él y de la joven Sitt, a menos que me llamara.
    —Ejem... —dijo Emerson—. Bueno... ¿cuál es tu nombre?
    —Mohammed.
    —No te he visto antes. ¿Eres de Luxor?
    —No, Padre de las Maldiciones. Vengo de Asuán.
    —Bueno, Mohammed, lleva al Howadji a su carruaje.
    —Espere —dijo el Coronel con voz trémula—. Dolly...
    Nefret me llevó a un lado. Su rostro expresaba preocupación.
    —Tía Amelia, no podemos dejar que vuelvan solos al hotel —murmuró—. A menos que desde la noche pasada hayan encontrado a alguien, Dolly ni siquiera tiene una criada que la ayude. Ella no está preparada para cuidar de su padre, y si está en lo cierto cuando afirma que la chica está en peligro, tampoco está en condiciones de cuidar de ella. Yo podría acompañarlos...
    —¡No, de ninguna de las maneras! —exclamé.
    Su pequeño mentón se puso rígido.
    —Hay que hacer algo.
    —Estoy de acuerdo. —Me volví hacia Emerson, que estaba poniéndose nervioso. Afirma despreciar todas las religiones, pero sus normas morales son superiores a las de mucha gente que se llama cristiana... siempre y cuando se tome su tiempo para pensar en ellas. En este caso lo había hecho; parpadeó pero no maldijo en voz baja cuando ordené al dragomán que llevara a su patrón a nuestra casa.
    —Ibrahim irá contigo para mostrarte el camino —concluí—. Y mandaré a alguien directamente a Luxor para buscar al doctor Willoughby.
    Dolly no había dicho una palabra ni se había movido un centímetro, ni siquiera cuando su padre la llamó. Parecía más que nunca una muñeca de cera; sus ojos marrones tenían tan poca expresión como el cristal. La toqué con mi sombrilla.
    —Ve con tu padre.
    —Sí, señora —dijo Dolly con voz lejana—. ¿A su casa, señora?
    —Llegaremos antes que tú —la tranquilicé—. Ahora, date prisa, ¿no ves que te está esperando? Cuanto antes reciba atención médica, mejor.
    Emerson los acompañó al carruaje. Me gustaría creer que lo impulsaba la caridad cristiana y su caballerosidad, pero pienso más bien que estaba ansioso por liberarse de ellos lo más rápido posible. Nefret y yo iniciamos nuestro camino de regreso a través de la meseta. A pesar de que subíamos con paso enérgico, no pasó mucho tiempo antes de que Emerson nos alcanzara. Estaba maldiciendo, por supuesto.
    —No malgastes el aliento, Emerson —dije—. A mí me gusta la situación tan poco como a ti, pero no había opción.
    —Así es. Sin embargo —dijo a regañadientes—, nuestro maldito sentido del deber nos forzó a tomar esa decisión. El mío tiene un límite, Amelia. Confío en que los sacarás de nuestra casa tan pronto como sea posible.
    —Quizá el doctor Willoughby quiera llevarse al Coronel a su clínica —sugirió Nefret.
    —Precisamente es lo que iba a sugerir —dije—. Obviamente, es el mejor lugar para el Coronel, y hay enfermeras y asistentes que cuidarán de la chica. No temas, Emerson, estarán fuera de tu casa al caer la noche.
    —Espero que así sea, para bien de todos. Todavía tenemos una momia que investigar, Peabody... ¿o te has olvidado? Quiero examinarla esta noche.
    Lo tranquilicé cuanto pude. Yo también estaba ansiosa por examinar la momia, si bien ya no tenía ninguna duda en cuanto a su identidad.



    Capítulo 6
    Nunca me han gustado demasiado las momias.

    Cuando me encontré delante de los familiares muros de nuestra casa, sentí que, en lugar de horas, había estado ausente durante días. Hubiera sido muy placentero relajarme a la sombra de la galería, con una bebida fresca en la mano, pero sabía que tal descanso no llegaría hasta horas más tarde. Me apresté al esfuerzo, me enderecé y me puse en acción. El carruaje llegó poco después, y ordené que pusieran al Coronel en cama, en el cuarto de Ramsés, que el dragomán y el cochero comieran y bebieran algo en la cocina y que le proporcionaran a Dolly los medios para refrescarse.
    Nefret tenía razón: la muchacha era una completa inútil; no podía cuidar de sí misma, y mucho menos de su padre. Se sentó ante mi tocador con las manos cruzadas sobre el regazo, observando su imagen en el espejo; fui yo quien le quitó las horquillas, luego el sombrero y la que le alisó el pelo, sudado y enmarañado. Cuando le ofrecí un paño húmedo se limitó a mirarlo sin comprender, de manera que comencé a quitarle el polvo y el sudor del rostro, y me di cuenta de que no había señales de lágrimas.
    El agua fría la reanimó, o quizá fue mi agresión a su tez de porcelana. Me quitó el paño de las manos y se enjugó delicadamente los labios. (Yo sospechaba que su hermoso color rosado no era por entero natural.) Después, me pidió el bolso. Mientras se cubría las mejillas con polvos de arroz, preguntó:
    —¿Cómo está el pobre querido papá?
    —Me alegra decirte que descansa tranquilo. La señorita Forth lo acompaña.
    —¿La señorita Forth?
    Observé el bonito y dulce rostro reflejado en el espejo y vi que sus ojos se entrecerraron.
    —¿Por qué está con él?
    —Porque es una persona buena y compasiva. Ha recibido algún entrenamiento médico. Como yo me ocupo de ti, no había nadie más a quien encomendarle la tarea.
    —¿Dónde está el señor Emerson?
    Iba a responder cuando me di cuenta de que no se refería a mi marido. Supuse que me tendría que acostumbrar también a eso.
    —Si te refieres a mi hijo, él y David sacaron a los caballos para que hagan ejercicio. ¿Te sientes mejor ahora? Supongo que quieres ir a ver a tu padre.
    Dolly se tapó los ojos con una mano y sacudió la cabeza.
    —No puedo, señora Emerson. Se me rompe el corazón al verle con tan mal aspecto.
    Entonces me la llevé a la galería y le dije a Alí que sirviera el té. Dolly respondió con murmullos incoherentes a todos mis esfuerzos para entablar una conversación amable. Se había sentado en una de las sillas que estaban cerca de las arcadas, que ofrecían una vista excelente del sendero arenoso que conducía a la orilla del río; sus ojos estaban fijos en el paisaje. Deduje que estaba esperando al doctor, y mi enfado disminuyó un poco.
    El doctor Willoughby se dio tanta prisa como pudo. No había pasado mucho tiempo cuando llegó en su carruaje. El rostro tranquilo del médico, su voz sosegada y relajante, su sola presencia, me hicieron sentir que una carga pesada desaparecía de mis hombros. Le conocíamos desde hacía muchos años y teníamos una confianza total en él.
    Estaba a punto de conducirlo hacia la habitación en que yacía el enfermo, cuando Emerson salió de la casa. Yo había supuesto que estaría en su despacho, enfurruña-do y tratando de evitar a Dolly y a su padre, pero sus primeras palabras me hicieron ver que lo había juzgado mal. ¡Qué hombre tan admirable! No había descuidado sus deberes de padre ni sus obligaciones de caballero inglés.
    —Nefret y yo hemos estado con el Coronel —explicó—. Creo que ahora descansa más tranquilo. Venga usted, Willoughby.
    Cuando Emerson volvió, Nefret estaba con él. La muchacha llevaba todavía las botas y los pantalones llenos de polvo; con los brazos desnudos hasta los codos, y la camisa abierta en el cuello, se apartó los rizos dorados de la cara y se dejó caer pesadamente sobre una silla. La gata Sekhmet de inmediato dejó mi regazo por el de Nefret.
    —Pido disculpas por mi apariencia —dijo educadamente, acariciando a la gata—. Me apetecería de verdad una taza de té antes de ir a cambiarme.
    No hubo respuesta por parte de Dolly, que siguió escudriñando la lejanía. Estaría admirando las últimas luces de la tarde sobre la arena dorada. Sin embargo, yo había comenzado a sospechar que no era así. Apenas si había hablado con el doctor.
    Dolly fue la primera en ver a los jinetes que se aproximaban. No imaginé por qué no habían ido directamente al establo, pero supuse que era porque Ramsés quería presumir delante de nosotros. Debo decir que lo hizo muy bien, pues la hermosa y obediente bestia que montaba se detuvo de forma espectacular delante de la galería. Hasta yo contuve el aliento con admiración. Conocía a mi hijo demasiado bien como para saber que no había utilizado la fuerza; sus manos sujetaban las riendas con suavidad y cuando se inclinó hacia delante para palmear el cuello del caballo, éste movió la cabeza como una niña bonita que ha recibido un cumplido.
    Dolly aplaudió y corrió a la entrada.
    —¡Oh, es estupendo! —gritó—. ¡Qué animal más hermoso! ¡Qué bien monta usted!
    Ramsés dirigió una mirada inexpresiva a la delicada y elegante figura de la muchacha, y yo corregí mi opinión anterior. Si Ramsés había llegado con intención de presumir, no había sido a Dolly a quien había querido impresionar. Me di cuenta entonces de que él ni siquiera sabía que la joven estaba en casa; la decisión de traer al Coronel no se había tomado hasta después de que él partiera con David.
    Los muchachos desmontaron y yo les expliqué la situación.
    —La señorita Bellingham está esperando las novedades del doctor Willoughby, que en estos momentos examina a su padre. Pensamos que era mejor traer al Coronel aquí.
    —Llevaré los caballos al establo —comenzó a decir David.
    —No, espera. —Dolly se recogió las faldas con una mano grácil y se acercó a Risha, que la estudió con amable desinterés—. ¡Qué belleza! ¿Es suya señor Emerson?
    Ramsés, tan poco familiarizado a ese trato como yo, miró involuntariamente a su padre antes de responder.
    —Este... sí.
    —¿Me dejará probarla, verdad?
    —¿Ahora?
    Dolly lanzó una carcajada cantarina.
    —¡Bobo! ¿Cómo podría montar con esta ropa?
    A Ramsés, que obviamente no sabía qué hacer, le salvó el regreso del doctor Willoughby, quien rechazó mi ofrecimiento de una taza de té:
    —Quiero llevar al Coronel a la clínica de inmediato. No es que haya motivos de preocupación —agregó, con una mirada tranquilizadora hacia Dolly, que estaba a sus espaldas, pues ni se había molestado en darse la vuelta—, pero me gustaría tenerlo en observación unos días. Se sentirá muy cómoda con nosotros, señorita Bellingham, y más tranquila respecto a su padre.
    Sus palabras atrajeron la atención de Dolly. Frunció el entrecejo y una arruga apareció en la superficie de porcelana de su frente.
    —¿Quiere que me quede en el hospital con él? Usted dijo que no había motivos de preocupación. ¿Por qué debo ir?
    Yo sabía lo que estaba pensando aquella egoísta muchacha. El ambiente tranquilo de una clínica, y la presencia de personas responsables que la controlaran, no eran en absoluto de su agrado. Esperaba que yo propusiera que se quedara con nosotros, y si no lo hacía, estaba segura de que lo propondría ella misma.
    —No puede quedarse sola en el hotel —dije con una voz que hacía inútil cualquier discusión—. Es una solución muy razonable. Gracias, doctor Willoughby.
    Dolly me lanzó una mirada fría y calculadora. Cuando se dio cuenta de que había encontrado la horma de su zapato, inclinó la cabeza y dijo, sumisa:
    —Sí, gracias, doctor.
    Debía haber estado vigilando a Ramsés por el rabillo del ojo; en cuanto el muchacho comenzó a alejarse, Dolly saltó como un gatito juguetón.
    —Gracias por su amabilidad, señor Emerson. ¿No olvidará su promesa?
    —Yo no he hecho nada —dijo Ramsés—. Este... ¿qué promesa?
    —Dejarme montar su magnífico caballo.
    Empezaba a sentirme muy cansada de la señorita Dolly.
    —¡Ni hablar! Risha no está acostumbrada a la silla para montar de amazona, señorita Bellingham. No debería pensar en diversiones estando su padre enfermo. Emerson, llévala al coche del doctor Willoughby y acomódala en él.
    Dolly tampoco estaba acostumbrada a recibir órdenes, pero pocas personas me desobedecen cuando hablo en ese tono, y mi querido Emerson se dio prisa en seguir mis instrucciones. Mientras se alejaba con Dolly, fui con el doctor Willoughby a ver al Coronel, que estaba sentado y tenía buen aspecto. Después de manifestarme su gratitud, añadió, de manera significativa:
    —Tenemos mucho de que hablar, señora Emerson. ¿Puedo solicitarle el favor de una entrevista lo más pronto...?
    —De usted depende, Coronel —le interrumpí—. Mantendremos esa conversación, que me interesa tanto como a usted, cuando el doctor Willoughby crea que se ha recuperado.
    —¿Teme que sufra otra conmoción? No tenga miedo, señora Emerson. Nada podría afectarme tanto como lo que he visto en el día de hoy. Pase lo que pase...
    —Lo comprendo —dije, pues el doctor Willoughby, que estaba a sus espaldas, sacudía la cabeza y hacía señales hacia la puerta—. Me atrevo a decir que todo saldrá bien.
    Sin embargo, no fue tan fácil librarse de él; insistió en estrechar mi mano y la de Emerson y nos dio las gracias de nuevo. Los jóvenes ya habían escapado con los caballos. No aparecieron hasta que el coche hubo partido.
    Sintiendo mi mirada crítica sobre él, Ramsés dijo:
    —¿Le importa si no nos cambiamos para la cena, madre? Es tarde y padre quiere que trabajemos en la... que trabajemos esta noche.
    —Sí, muy bien —dijo Emerson—. Siéntate, mi querida Peabody. Levanta los pies, y yo te traeré tu whisky con soda. Has tenido un día duro, pero debo decirte, querida, que, excepto por uno o dos errores sin importancia, nunca te he visto actuar mejor. Te libraste de los Bellingham con mucho estilo.
    Acepté el whisky, pero sacudí la cabeza ante su rasgo de ingenuidad. No nos habíamos librado de los Bellingham, ¡nada de eso! Dolly parecía haberse enamorado inexplicablemente de Ramsés, y no me gustaba para nada la manera en que el Coronel había mirado a Nefret cuando se despidió. Había intentado besar su mano. El Coronel tenía edad suficiente como para ser su abuelo, pero en su vanidad (la mayoría de los hombres son vanidosos), quizá considerara que ése era un dato sin importancia. Y ahora era viudo.
    —Es la señora Bellingham —dije.
    Las palabras cayeron en un solemne silencio. No dudé de que todos estarían pensando lo mismo, ya que nadie me preguntó qué había querido decir. Ramsés, sentado en su postura favorita en lo alto del murete, fue el primero en hablar.
    —Si lo es, y todavía nos falta hacer una identificación positiva, ¿cómo llegó desde El Cairo a una tumba en las colinas tebanas?
    —Ésa es una de las muchas preguntas aún sin respuesta —repliqué.
    Nefret levantó los pies y se cogió las manos alrededor de las rodillas.
    —No pudo haber sido el Coronel quien la puso allí.
    —Una deducción que habrá que comprobar —dijo Ramsés con frialdad.
    —Sin embargo, es una deducción razonable —dije—. Éste es el primer viaje del Coronel a Egipto desde que desapareció su mujer. En su visita anterior, sus movimientos debieron constituir un asunto de interés público. La preparación del cuerpo, el traslado, la ubicación y excavación de una tumba apropiada y el ocultamiento de la misma son actividades que requieren semanas, quizá meses.
    —De todas maneras, ¿por qué haría alguien una cosa así? —preguntó David, con labios trémulos.
    —Bueno —empecé a decir.
    —¡No lo digas, Peabody! —gritó Emerson.
    —Entiendo que no hay necesidad de que lo haga. Todos habéis pensado lo mismo. Pero en este punto las especulaciones son infructuosas; un examen del cuerpo nos dirá cómo murió. —Al observar con cierta preocupación el semblante congestionado de Emerson, añadí—: O puede que no. Toma un poco más de whisky, Emerson, te lo ruego. Existe otra explicación posible de la presencia de esos restos. En una investigación criminal siempre se debe hacer la pregunta «¿cui bono?» —la traduje para David, cuyo latín no era muy bueno—: «¿Quién se beneficia?». Os aseguro que hay una persona que se beneficiaría con el descubrimiento del cuerpo de una mujer, joven y bella, envuelta en ropas de seda...
    Me detuvo un sonido sibilante e intermitente, seguido de un improperio emitido por Emerson. Estaba al lado de la mesa echando más soda en su vaso. Se dio la vuelta, le goteaban el mentón y la punta de la nariz.
    —Ten cuidado, querido —exclamé—. ¿No funciona bien el sifón?
    —No —dijo Emerson—. No, Peabody. Hay algo que funciona mal en mí, quizá mi oído, o mi cerebro. ¿Estás sugiriendo en serio que la señora Whitney-Jones puso ese cuerpo en una tumba de tal manera que lo pudiera presentar en el momento adecuado para convencer a Donald Fraser? —su voz se quebró— ...para convencerlo... —No pudo continuar. Se inclinó sobre la mesa, y sin poder reprimirse, rió hasta ahogarse.
    Me acerqué y le di unas palmadas en la espalda.
    —Me alegra tanto haberte hecho reír, querido. Vamos a cenar y luego... estaremos un paso más cerca de la verdad.
    Era una manera saludable de recordar la infeliz tarea que nos aguardaba. En la cena, nadie manifestó el apetito habitual; Nefret se limitó a picotear. Yo casi me había convencido de que después de todo la momia podría ser una broma sin gracia, un montón de varas y relleno, sin más fin que engañarnos, pero en el fondo sabía que había pocas probabilidades de que así fuera. El Coronel había reconocido algo en el cuerpo: el pelo, o más probablemente la tela. En el papel de amante quizá escogiera ese vestido como parte del ajuar.
    Después de la cena nos reunimos alrededor de la larga mesa del cuarto que Nefret utilizaba para revelar sus fotografías. Las ventanas se podían cerrar herméti-camente, como lo estaban en ese momento. Emerson no quería correr el riesgo de que nuestras actividades pudieran ser observadas.
    La temperatura era alta y los rostros de los presentes brillaban por el sudor. Además de nosotros, estaban presentes Howard Carter y Cyrus Vandergelt. Fui yo quien sugirió a Emerson que deberíamos contar con testigos imparciales, pero la prontitud con la que estuvo de acuerdo me hizo pensar que él había tenido la misma y sensata intención. Yo le había explicado la situación a Cyrus y Howard mientras tomaban una copa de brandy en la sobremesa. No hay nada como el brandy (excepto el whisky con soda) para suavizar el impacto de unas noticias perturbadoras.
    ¿Por qué, me pregunté, nos afectan más los cadáveres contemporáneos que los restos de alguien que murió hace mucho tiempo? No existe una verdadera diferencia; la envoltura física ha sido abandonada, es sólo un recipiente, una crisálida arrugada. Todos estábamos familiarizados con las momias. Pero las mejillas redondeadas de Nefret estaban más pálidas que de costumbre, y las caras de los hombres manifestaban preocupación y seriedad. (A excepción, por supuesto, de Ramsés, quien rara vez manifestaba algún tipo de emoción.)
    El bulto anónimo yacía sobre la mesa, frente a nosotros. El pelo, seco y descolorido, enmarcaba la cara amortajada. Mis ojos se dirigieron involuntariamente al boceto en acuarela de David, que estaba apoyado contra una balda para terminar de secarse.
    Había reproducido con mucha fidelidad el azul desteñido de las envolturas y el pelo color paja, pero había hecho algo más. Todos los buenos copistas, Howard Carter y mi querida hermana Evelyn, por ejemplo, tenían la habilidad de capturar el espíritu tanto como la forma de un objeto. El dibujo de David podría haber servido como ilustración a una novela romántica del Egipto antiguo. A menos que Ramsés lo hubiera introducido en esa deplorable variedad de la ficción, David no podía conocerla; sin embargo, sin alejarse de una representación precisa, había captado el mismo aspecto que yo había percibido antes.
    Creo que Emerson era el único de todos nosotros que previo lo que íbamos a ver. Era el único que había manipulado el cuerpo, quien había estado, se podría decir, cara a cara con él. Escogió unas tijeras afiladas entre los instrumentos que había preparado y con mano firme insertó uno de los extremos bajo el borde de la gasa que cubría el rostro.
    —Observen —dijo con el tono desapasionado de un profesor de anatomía— que la máscara se sostiene con tiras de tela que pasan alrededor de la cabeza y se anudan detrás. Vamos a conservar los nudos; pueden ser significativos. Ahora...
    Había recortado todo el óvalo de la cara. Dejó a un lado las tijeras y tomó la tela con la punta de los dedos, poniendo una mano a cada lado de la cara. Con sumo cuidado, la levantó.
    Era una máscara rígida y moldeada. Las facciones delicadas eran de tela, no de carne.
    Si hubiera visto una cara como ésa en un ataúd pintado o en un sarcófago de piedra, hubiera pensado que estaba muy bien conservada, más agradable para la vista que la de muchas momias que he visto. La nariz no estaba achatada por vendajes apretados, las mejillas estaban hundidas pero no deformadas, el color de la piel era amarillo, no marrón. Los párpados marchitos estaban cerrados. Pero la seca piel había formado miles de pequeñas arrugas, los labios se habían encogido y mostraban los dientes delanteros. Esa cabeza, seca y muerta en su nido de pelo rubio, era una de las imágenes más horribles que había visto nunca.
    —Me pregunto qué diría el señor Fraser si la viera.
    La fría voz de Ramsés rompió el hechizo. Aspiré hondo y oculté mis sensaciones poco profesionales con una respuesta igualmente desapasionada.
    —¿Sugieres que lo invitemos para que la vea?
    —¡Por todos los santos, no! —exclamó Emerson—. ¿Cómo podéis pensar en Fraser en este momento? Tenemos un problema mucho más serio que resolver. ¿Qué dice, Vandergelt? ¿La reconoce?
    Cyrus, que estaba observando el espantoso rostro, levantó la vista horrorizado.
    —Por Dios santo, Emerson, ¿cómo podría alguien reconocer eso! Sólo estuve con la señora en un par de ocasiones. ¡Cielo santo, ni su propio marido la reconocería!
    —Esperemos no tener que llegar a ese extremo —dijo Howard, ansioso. Se hallaba al lado de Nefret, y debió haber puesto un brazo alrededor de la cintura de la muchacha para que no perdiera el equilibrio, como haría un caballero, pues ella lo miró con una débil sonrisa.
    —Gracias, señor Carter, pero no me encuentro en absoluto en peligro de desmayarme.
    Howard se ruborizó y Ramsés, con los brazos cruzados y las cejas enarcadas, dijo:
    —Hay otros métodos, más precisos, de identificación. ¿Qué piensas de los dientes, Nefret?
    —Estoy tratando de no pensar en ellos.
    Pero el interés profesional prevaleció ante sus escrúpulos de niña; Nefret se acercó a la mesa y se inclinó hacia delante.
    —Parece que los incisivos no se hubieran gastado, no presentan signos de descomposición, pero como tú sabes perfectamente bien, Ramsés, sólo un examen dental completo podría darnos alguna indicio sobre su edad.
    —No hay cicatrices ni heridas visibles, tampoco huesos rotos —dije—. No en la cara. A menos que el cráneo...
    —Lamento informarles —dijo Emerson— que el cráneo está intacto. Me aseguré de ello cuando la levanté.
    —Entonces eso es todo lo que podemos saber acerca de la cabeza —sostuve enérgicamente—. Adelante, Emerson.
    Emerson cogió las tijeras. Cyrus dijo, nervioso:
    —No me parece bien que los hombres veamos a la pobre criatura.
    —Dese la vuelta, entonces —respondió Emerson, cortando la gasa con delicadeza—. Pero piense que la envoltura exterior es sólo una de varias. En deferencia a su sensibilidad, Vandergelt, y de acuerdo con la metodología apropiada, trataré de quitarlas una a una. Ah, sí. Como sospechaba...
    Cuando las circunstancias así lo requieren, las manos grandes y tostadas de Emerson pueden hacer gala de una delicadeza igual o mayor que la mía. Ni una grieta ni un rasgón dañaban la seda azul pálido cuando la dobló. Por debajo no se hallaba la capa de vendajes que se encuentran en una momia antigua, sino una envoltura como si fuera un sudario, amarillenta y con manchas de un feo color marrón.
    —Orín —dije.
    —¿No es sangre? —preguntó mi hijo.
    —No. Estas manchas salen cuando la tela húmeda está en contacto prolongado con un metal, corchetes y otros medios de sujeción, por ejemplo. Esta envoltura, caballeros, es una enagua femenina.
    —Pero cubre todo el cuerpo, del cuello a los talones —objetó Cyrus.
    —Puede haber hasta ocho metros de tela en una enagua —expliqué—. Unida en una cinturilla que en este caso ha sido cortada. Todavía se pueden ver los hilos —los señalé— por aquí, y aquí. —Descosieron la enagua y la envolvieron alrededor del cuerpo como un sudario—. La tela es la más fina batista, algodón, para que ustedes lo entiendan, caballeros, y no muestra signos de uso.
    —Utilizó la propia ropa de la mujer —musitó Howard. Se pasó el pañuelo por la frente mojada—. No sé por qué eso me parece tan horrible, pero...
    —Vamos, vamos, Carter, contrólese —dijo Emerson con una mirada de desprecio hacia el joven—. Peabody, ¿no es costumbre que las damas cosan una etiqueta o inscriban sus iniciales en una prenda antes de mandarla a la lavandería?
    —No sé cómo puedes saber esas cosas, ya que soy yo la que me ocupo de hacer lo propio con tus camisas y ropa interior —repliqué—. Sin embargo, tienes razón. En este caso el nombre debía estar probablemente en la cinturilla. ¿La habrán quitado con el fin de ocultar su identidad?
    —Lo veremos —dijo Emerson.
    Cortó y dobló la tela capa tras capa. Había diez en total, cada una más fina que la anterior, adornadas con encajes vaporosos y brodene anglaise. La envoltura final era de muselina, casi tan fina como la seda; que era la última. Nos resultó evidente a todos porque velaba pero no escondía las formas angulares que se hallaban debajo. Emerson cogió nuevamente las tijeras. Sus dedos grandes y largos, pero sensibles descansaron un momento en el hombro huesudo.
    —Si cree que debe taparse los ojos, Vandergelt, éste es el momento —dijo, y comenzó a cortar.
    No era un cadáver desnudo lo que quedó expuesto cuando Emerson apartó la última envoltura. Era algo peor, una caricatura de coquetería y belleza, un maligno comentario sobre la vanidad femenina. Esas ropas habían sido confeccionadas no para ocultar, sino para sugerir e invitar. De la más pura seda color rosa nacarado, mostraban en toda su fealdad el contorno de los huesos y de unos músculos delgados como cuerdas. Volantes de encaje transparente enmarcaban los hombros, que una vez fueron blancos y de una dulce morbidez, pero ahora estaban rígidos como cuero viejo. Los brazos estaban colocados en una posición familiar para mí, por los antiguos ejemplos que había visto: estirados hacia abajo y cruzados sobre el abdomen, las manos cubrían púdicamente la unión entre los muslos y el tronco.
    Cyrus se apartó con un juramento ahogado, y los ojos de Nefret se agrandaron con piedad y horror. Hasta Emerson vaciló, inmóvil sobre el cuerpo y con las tijeras en la mano.
    Fue la mano de Ramsés la que apartó la tela vaporosa, con mucho cuidado. Entre los pechos marchitos, la piel estaba marcada por una cicatriz profunda y oscura.
    —Así es como murió —dijo—. Una hoja afilada hizo esta incisión; debe haber penetrado hasta el corazón. La herida ha sido cosida con hilo común. ¿Podrían haberlo sacado de su propio costurero?
    Su voz impasible me desafió a imitarle. Me incliné sobre el cuerpo para examinarlo más de cerca.
    —Una señora adinerada no remienda sus propias ropas. Este hilo parece ser de algodón blanco, demasiado vulgar para telas delicadas como la seda y la muselina.
    —Suficiente —interrumpió Emerson. Cubrió el cuerpo con una sábana—. Hemos averiguado todo lo que necesitamos saber. Tenías razón, Peabody, maldita seas. Ningún accidente podría haber causado esta herida. Fue hecha por un cuchillo grande y pesado en la mano de un hombre familiarizado con las armas. ¿Ahora qué diablos hacemos?

    * * *

    Devolvimos las fuerzas a Cyrus con varios vasos grandes de whisky cargados, que bebió de un trago, al estilo americano. Nos habíamos retirado a la galería, tan lejos de aquellos pobres restos como pudimos; sentía que tenía que tomar aire puro. Las estrellas brillantes de Egipto, serenas y remotas, constituían un conveniente recordatorio de la brevedad de la vida humana y de la promesa de inmortalidad.
    Mientras bebía mi whisky, comenté:
    —Ahora está en sus manos, Howard. Como inspector del Alto Egipto...
    —No, señora Emerson —protestó Howard—. Esto está fuera de mi jurisdicción, y también de la jurisdicción de la policía local. Es un asunto para las autoridades británicas. La pobre mujer no era egipcia, por lo que sabemos.
    —Oh, es la señora Bellingham —dije—. No puede haber duda de ello. No conozco su nombre, pero las iniciales bordadas en el ruedo de su... ropa interior eran LB.
    David se aclaró la garganta.
    —¿Esas prendas... eran las usuales...? ¿Son la clase de ropa que las damas...? Pero quizá no debería preguntar.
    —Eso está muy bien, David —dije, complacida al comprobar que el muchacho ignoraba esas cosas—. Sin entrar en detalles indecentes e irrelevantes, te diré que las damas bien educadas generalmente prefieren usar ropa interior que... ofrece más protección contra los elementos de la naturaleza y requieren menos esfuerzo en su lavado.
    —Oh —dijo David con una voz que indicaba más desconcierto que comprensión.
    —Lo que madre quiere decir —acotó Ramsés, que era una silueta oscura contra la arena iluminada por la luna— es que esas prendas de vestir son especialmente más finas y menos prácticas que la ropa interior de algodón o de lana; también mucho más caras. Pertenecían a una mujer joven y rica que vestía a la última moda. Las señoras mayores son más conservadoras.
    —¿Y tú cómo lo sabes? —pregunté.
    —Es un análisis exacto, ¿verdad, madre?
    —Sí, pero ¿cómo...?
    Ramsés, sin hacer una pausa, siguió diciendo:
    —La cuestión, David, es que el asesino, sea quien sea, debió quitarle la ropa y luego vestirla otra vez cuando se completó el proceso de desecación. Los líquidos que salen del cuerpo durante el proceso de momificación podrían haber dejado manchas...
    Nefret lo interrumpió con un sonido que sólo se puede reproducir como «puf», sin que sea exactamente el adecuado.
    —Todos conocemos el proceso, hijo —dijo Emerson.
    —Sí, ¿pero, cómo lo hicieron? —preguntó Howard—. Sabemos cómo momificaban los egipcios a sus muertos, pero en este caso no observo una incisión.
    —Yo tampoco —dijo Emerson—. No se han seguido los procedimientos antiguos. El cuerpo fue envuelto, pero no vendado, y aparentemente no se sacaron los órganos internos ni el cerebro. Es cierto que un examen más exhaustivo nos diría más cosas, pero aun en el caso de querer efectuar un examen de ese tipo, no lo puedo hacer a conciencia. Por la mañana telegrafiaré a El Cairo. Buenas noches, Vandergelt. Buenas noches, Carter.
    Nuestros amigos están acostumbrados a los modales de Emerson. Cyrus apuró su vaso y se puso de pie.
    —Iré con usted a Luxor. ¿A qué hora?
    Se pusieron de acuerdo en la hora y nuestros amigos se despidieron. Howard se disculpó por no poder tomar parte en los trámites. Había habido una ola de robos de tumbas en Kom Ombo, que estaba dentro de su jurisdicción, y se veía obligado a partir al alba.
    —No te irás a la dahabiyya esta noche, supongo —le dije a Ramsés—. Es muy tarde y debes acostarte.
    —No me voy a ir a la dahabiyya esta noche —dijo Ramsés—. Pero de momento, tampoco me voy a la cama.
    —¿Qué vas a...? —empecé a decir.
    Emerson me cogió del brazo.
    —Ven, Peabody.
    De manera que todos nos retiramos, excepto Ramsés que se quedó sentado en el borde del murete como un ave rapaz.
    A la mañana siguiente, Emerson trató de escabullirse de la casa sin mí, pero como había adivinado que lo haría, ya estaba lista para encararlo. Tropieza varias veces con las cosas cuando no está despierto del todo.
    —Es viernes —le recordé, cuando me informó de que no podía ir a Luxor con él—. Los hombres no trabajan hoy, entonces, ¿por qué tendría que ir al Valle?
    —Hay mucho que hacer en casa —gruñó mi marido, atándose los cordones de las botas.
    —¿Cómo qué?
    —Esto... limpiar. Tú siempre quieres limpiar cosas. —Mi expresión le hizo ver que ese argumento no tendría ningún peso—. Fotos —dijo sin pensarlo mucho—. Las placas que tomamos ayer...
    —El revelado de las placas fotográficas es tarea de Nefret, como sabes muy bien. No obstante, no lo puede hacer hoy, con ese cuerpo en el cuarto oscuro.
    —¡Oh, maldita sea! —dijo Emerson—. Supongo que no se puede hacer nada, ¿verdad? ¿Cómo me meto en estas situaciones? Siempre me he considerado un tipo razonable, en general, inofensivo, hasta bondadoso. ¿Qué he hecho yo para merecer esto? ¿Por qué, en nombre del cielo, no se me permite que una temporada, una sola temporada, haga mi trabajo sin interrupciones?
    Lo dejé refunfuñando y fui a organizar el desayuno. Anubis estaba en la cocina y amenazaba al cocinero. El gato no arañaba ni mordía. No había necesidad de ha-cerlo. Tenía una mirada que se podía sentir desde lejos, y también fama de comunicarse con los malos espíritus. Lo quité de la mesa donde estaba sentado, con los ojos verdes fijos en Mahmud y convencí a este último para que saliera de detrás del armario. Mientras llevaba a Anubis al vestíbulo, escuché el sonido alentador de los cacharros y las maldiciones ahogadas de Mahmud.
    —Se te ve muy poco últimamente —comenté, poniendo al gato sobre el sofá y sentándome cerca. Por regla general, no le interesa sentarse en el regazo de nadie. Ramsés, que ya estaba levantado, alzó la vista del cuaderno en el que estaba escribiendo.
    —Estaba hablando con Anubis —le expliqué.
    —No quiere estar cerca de Sekhmet —dijo Ramsés—. La encuentra tan irritante como yo.
    —¿Cómo lo sabes?
    Ramsés se encogió de hombros y siguió escribiendo.
    Probé con otra pregunta.
    —¿Qué escribes?
    —Mis observaciones sobre el estado de la momia de la señora Bellingham. Nunca me encontraré tan cerca de conocer qué aspecto tiene un cuerpo preservado hace tan poco tiempo. Sabemos la fecha precisa en que murió, y una vez que se haga la autopsia...
    —Ramsés, eres verdaderamente repugnante.
    Los sentimientos eran los míos, pero la voz la de Nefret, que entró con Sekhmet alrededor de los hombros como si fuera una estola de piel. David la seguía.
    —Muchos pensarían que es un asunto repugnante —admitió Ramsés—. Pero si tienes planeado dedicarte al estudio de cadáveres, deberías ser más objetiva.
    —Eso es muy distinto —dijo Nefret. Puso a la gata en el suelo. Sekhmet se dirigió hacia Anubis, que le lanzó un bufido y se fue del cuarto a través de la ventana abierta.
    —Estaré de vuelta enseguida, tía Amelia —prosiguió Nefret—. Quiero echarle un vistazo a Tetisheri.
    —Supongo que te refieres a la cabra —dije, con una mirada involuntaria hacia Ramsés—. Si me disculpas, el nombre no me parece particularmente adecuado.
    —Ya he ido antes —dijo mi hijo sin levantar la vista—. Si el apetito constituye un indicador de una convalecencia exitosa, está muy bien.
    Apareció el desayuno, seguido por Emerson, quien explicó que había estado buscando su sombrero.
    —Está allí sobre la mesa —dije—. Donde lo puse ayer después de traerlo del Valle donde lo habías dejado. Nefret, ¿quieres ir a Luxor con nosotros?
    Todos querían venir a Luxor, algo que no fue del agrado de Emerson.
    —Podríamos también invitar a Abdullah y a Carter, junto a una docena de hombres, y hacer un desfile —gruñó—. ¿Quién cuidará la tumba?
    —¿Quién la cuidará? —le pasé las tostadas—. No queda nada por cuidar, Emerson. Nunca he visto una tumba más vacía.
    —Es viernes —señaló David—. El día de...
    —Sí, sí, lo sé. Maldita religión —añadió Emerson, cerrando sus grandes dientes blancos sobre un trozo de tostada.
    Por necesidad, nuestras prácticas religiosas eran eclécticas. El padre de David había sido copto y su madre musulmana. Nefret había sido sacerdotisa de Isis en una sociedad que todavía adoraba a los antiguos dioses egipcios. Los intentos de su padre de enseñarle los fundamentos de la fe cristiana no habían sido muy entusiastas. Emerson despreciaba la religión organizada en todas sus formas, y Ramsés, por un contacto permanente con la fe del islam, conocía mejor el Corán que la Biblia, si bien era difícil descubrir en qué creía el muchacho, si es que creía en algo.
    Creo que puedo decir que hice todo lo posible. Cuando estábamos en Inglaterra, siempre asistía a los servicios religiosos con los chicos. En Egipto, esas cosas no eran tan fáciles. Había iglesias cristianas en El Cairo, incluyendo la anglicana de Todos los Santos, y en ciertas ocasiones pude convencer a mis renuentes hijos (ni hablar de Emerson) de que me acompañaran. En Luxor, hacer que los chicos se pusieran la ropa adecuada y cruzaran el río a tiempo para asistir a unos servicios algo impuntuales me hubiera costado un gran esfuerzo, sin contar con las estentóreas objeciones de Emerson.
    Por lo tanto, nos habíamos acostumbrado a trabajar los domingos junto a los hombres. Siempre digo que las prácticas formales son menos importantes que lo que se siente en el corazón.
    Nefret insistió en ver por sí misma como seguía «Teti».
    —No es que desconfíe de tu criterio, Ramsés, cariño, pero yo soy la médico encargada.
    Regresó para informar que la paciente se encontraba bien y que comía todo lo que tenía cerca.
    —Este lugar se está convirtiendo en un condenado zoológico —gruñó Emerson—. Espero que no se te ocurra llevarla contigo a Inglaterra, Nefret, pues no acepto cabras. Gatos, un león o dos, sí; cabras, no.
    —Selim la cuidará cuando estemos afuera —dijo Nefret.
    Llevaba una falda pantalón y un sombrero de ala ancha atado bajo el mentón por un pañuelo de gasa y estaba muy guapa. Los chicos... Bueno, al menos estaban limpios. Cuando Cyrus llegó, estábamos listos para partir. A pesar de que nadie, por muy bien vestido que vaya, puede competir con el impactante aspecto de Emerson, Cyrus estaba muy elegante con una chaqueta de tweed, unos pantalones de montar de buen corte y botas lustradas. Dejamos los caballos en la dahabiyya y subimos a uno de los botes más pequeños. Los hombres empezaron a remar.
    Sentada entre Cyrus y Emerson, dije con entusiasmo:
    —Bien, caballeros, ¿cuáles son sus planes? No debemos perder el tiempo. Hay mucho que hacer.
    Cyrus asintió.
    —He estado pensando en esa pobre criatura que yace ahí abandonada como un trasto viejo. Me sentiría mejor si le pudiera proporcionar un ataúd decente.
    —Eso es responsabilidad de su marido —dijo Emerson—. Y su derecho.
    —No se le puede hablar del tema —comencé a decir.
    —Se le debe hablar —Emerson me lanzó una mirada severa—. Peabody, te conmino a que dejes de querer manejar el universo y a todos los que lo habitan. Estoy dispuesto a perder un día de mi valioso tiempo en estas distracciones, pero quiero que todo quede solucionado esta noche para que pueda volver al trabajo.
    Enumeró con los dedos las acciones previstas.
    —En primer lugar, voy a telegrafiar a El Cairo. Este no es un asunto para la policía local ni para el agente consular americano.
    No tuve nada que objetar. Alí Murad, el agente en cuestión, era un turco con el que habíamos tenido varios encuentros poco amistosos. Su ocupación principal consistía en comerciar con antigüedades, legalmente o no.
    —En segundo lugar —prosiguió Emerson— hablaré con Willoughby acerca del estado de salud de Bellingham. Creo que estará de acuerdo conmigo en que el Coronel está preparado para conocer la noticia y para decidir la forma en que dispondrá de los restos de su mujer. De vez en cuando, Willoughby pierde un paciente; debe tener acceso a una morgue y a una funeraria.
    —Muy bien, Emerson —dije cuando hizo una pausa para respirar—. Veo que lo has planeado todo. Excepto...
    —En tercer lugar —dijo Emerson, con voz muy alta—visitaré a los Fraser y me ocuparé de esa señora Whitney-Lo-que-sea. ¡Aja, Peabody! Pensaste que me había olvidado de ellos, ¿verdad? Ya te lo dije, quiero resolver todos los problemas externos hoy. Eso es todo, creo.
    —Todo no, Emerson.
    —¿Qué falta, entonces?
    —Aun suponiendo que puedas solucionar las dificultades de los Fraser en una sola entrevista, lo que temo sea poco probable, está el asunto de Dolly Bellingham.
    Los ojos de Emerson se achicaron, con el efecto de concentrar todo el azul brillante de sus pupilas en dos líneas de fuego de zafiro.
    —Dolly Bellingham —dijo, articulando sus palabras entre dientes como un villano teatral— es la mujer más tonta, más vana, más egoísta y más aburrida que haya conocido nunca, con la posible excepción de tu sobrina Violeta. No soy la carabina de jóvenes señoritas, Peabody, ni tampoco, a Dios gracias, un tío u otro familiar. ¿Por qué te da por pensar...?
    Nunca se me había ocurrido que Emerson pudiera ser tan elocuente en el tema de las señoritas jóvenes y vanas. No me esforcé por hacerlo callar, y Cyrus tampoco, ya que lo escuchó con una sonrisa y algún que otro ocasional asentimiento de cabeza. Como Cyrus, estaba de acuerdo con la valoración que hacía Emerson de la joven, pero tenía la impresión de que no nos libraríamos de ella demasiado fácilmente.
    Mis premoniciones son generalmente correctas. Casi la primera persona que encontramos tras desembarcar fue Dolly. Llena de volantes y rizos, metida en un corsé tan apretado que me pregunté si podía respirar, andaba de paseo de un lado a otro del muelle, del brazo del joven que Ramsés había tratado tan groseramente en la terraza del Shepheard. Este último estaba vestido a la que supuse sería la última moda en vestimenta masculina: un traje de franela color crema con finas rayas azules y un canotier de paja con una banda negra. Guantes color crema, bastón y corbata rosada de nudo flojo completaban el conjunto. A una cierta distancia seguía a la pareja uno de los dragomanes locales, un individuo incompetente pero amable llamado Saiyid.
    No se podía evitar el encuentro. Después de saludarnos, Dolly presentó a su acompañante como el señor Booghis Tucker Tollington. Mientras yo trataba de asimilar este notable apelativo, el joven se inclinó ante mí y Nefret y estrechó la mano de Cyrus, el único caballero presente que se la ofreció.
    —Me alegro de ver que habéis hecho las paces —dije.
    El joven parecía avergonzado. Dolly, tímida y coqueta.
    —No tenía la menor idea de que el señor Tollington vendría a Luxor. Pueden imaginar mi sorpresa cuando lo vimos esta mañana en el salón del desayuno.
    El señor Tollington sonrió como un idiota y masculló algo en lo cual distinguí las palabras «placer» y «coincidencia». Luego miró a Emerson con curiosidad. Mi marido permanecía alejado, con las manos a la espalda y la nariz levantada.
    —Voy a la oficina de telégrafos —anuncie—. ¿Viene, Vandergelt?
    Cyrus me ofreció su brazo y yo dije:
    —Debemos proseguir nuestro camino. Había esperado verla en la clínica, señorita Bellingham. Imagino que su padre está mucho mejor...
    No era tan estúpida como para no captar la reprimenda implícita.
    —Oh, sí, señora, está tan recuperado que directamente me ordenó que saliera a tomar un poco de aire fresco. No le gusta verme pálida y débil.
    Seguimos nuestro camino. Nefret se dio prisa para alcanzar a Emerson y caminar a su lado.
    —¡Qué nombres tan raros tienen los americanos! —le comenté a Cyrus.
    —Bueno, señora Amelia, ustedes los ingleses tampoco se quedan mancos en inventar nombres impronunciables. Ese infortunado muchacho probablemente recibió el apellido de su madre como nombre de pila; nuestros vecinos del sur son aficionados a estas cosas. Supongo que los Booghis son una antigua y distinguida familia de Charleston.
    Los muchachos se habían mezclado con el paisaje tan pronto como vieron a Dolly y a su acompañante. Me detuve y los esperé. Venían andando lentamente y me di cuenta de que estaban enzarzados en una animada discusión. Como siempre, Ramsés era el que más hablaba. Cuando vio que yo estaba esperando, apuró el paso.
    —¿Qué estabais haciendo? —pregunté, recelosa.
    —Estábamos hablando con Saiyid —replicó Ramsés.
    —¿Acerca de qué?
    —Le pregunté —dijo Ramsés con lentitud y precisión— si el coronel Bellingham lo había contratado y, si era así, por qué había despedido a Mohammed, a quien vimos ayer con su grupo.
    —¿Y qué contestó?
    —Sí, a la primera pregunta, «Sólo Alá lo sabe» a la segunda.
    —Debe saber algo —insistí—. ¿Mohammed ha sido insolente o ha dejado de cumplir con sus deberes?
    Ramsés reflexionó sobre la pregunta y consintió en dar detalles.
    —Mohammed afirmó que no había hecho nada malo. Como es natural, es lo que uno esperaría que dijera. Quizá la señorita Bellingham le cogió manía. Tiene la costumbre de despedir a los sirvientes sin una razón especial.
    —No puedo imaginar por qué prefiere a Saiyid —dije con una sonrisa—. Mohammed es un hombre alto e imponente, y Saiyid... Bueno, no se puede culpar al pobre hombre por su estrabismo y sus verrugas, pero no creo que corra a rescatar a Dolly si alguien la ataca.
    —Es uno de los cobardes más conocidos de Luxor —convino Ramsés—. Pero, ¿por qué cualquier guía o dragomán se arriesgaría a morir o quedar malparado por un magnífico salario de veinticinco piastras al día?
    Cyrus quiso saber de qué estábamos hablando, de manera que le conté sobre los temores de Bellingham acerca de su hija.
    —Emerson niega que haya motivo alguno de preocupación, por supuesto —le expliqué—. Pero nosotros tenemos motivos para pensar lo contrario.
    —Sin embargo, Ramsés tiene razón —dijo Cyrus, mirando con curiosidad a mi hijo, que caminaba con las manos en los bolsillos y parecía aburrido—. Es una historia, con todo, bastante rara. Nunca oí que un extranjero fuera atacado en los jardines Ezbekieh, o, ahora que lo pienso, en ningún otro lugar de Egipto.
    —Me alegro que esté de acuerdo conmigo sobre la gravedad del asunto, Cyrus —dije—. Pero le ruego que no se lo mencione a Emerson; ya se encuentra en un estado de irritación considerable.
    —Con bastante razón, querida señora Amelia. Ustedes siempre se meten en líos, pero no puedo recordar uno tan complicado como éste.
    Llegamos a la oficina de telégrafos en el momento en que Emerson y Nefret salían.
    —¿Qué os ha retrasado? —preguntó mi marido, con el ceño muy fruncido.
    —¿Ya han terminado? —preguntó Cyrus, sorprendido.
    Emerson es la única persona que conozco que puede intimidar a los empleados de una oficina de telégrafos y obligarlos a que se den prisa. Mi marido no puede comprender por qué los demás tardan tanto.
    Lo convencimos de que alquilara un coche para llevarnos a la clínica que se encontraba en las afueras del pueblo, en un tranquilo lugar en el campo. A la sombra de palmeras y tamarindos, rodeada de jardines cubiertos de flores, la casa, encalada y con constantes aditamentos, tenía un aire sosegado con el fin de calmar los nervios de los pacientes del doctor Willoughby, quien sostenía, lo mismo que yo, que un entorno agradable, una buena alimentación y un cuidado constante son esenciales para lograr una buena salud, tanto mental como física.
    Emerson prescindió de las amabilidades. «Soy un hombre atareado, Willoughby, lo mismo que usted» y se puso de inmediato a contar lo sucedido. El buen doctor había oído muchas historias extrañas, pero ésta le conmovió.
    —¿Está seguro? —exclamó.
    —¿De su identidad? Temo que no haya muchas dudas. Su marido es el único que puede confirmarla.
    —El Coronel ha sufrido lo que parece ser sólo un desvanecimiento —dijo Willoughby—. Su corazón es fuerte. Pero dudo si asumir la responsabilidad. Una impresión como ésta...
    —La impresión la sufrió ayer —dije—. La verdad no puede ser peor de lo que sospecha.
    Así fue. Dejamos a los demás esperando en el despacho y el doctor nos acompañó a Emerson y a mí al cuarto del Coronel. Cantidad de sillas y mesitas bajas, jarrones con flores frescas y bonitas láminas de gatitos y perritos le daban un aire de cuarto de huéspedes antes que de habitación de hospital. Bellingham estaba sentado al lado de la ventana. Nos saludó sin dejar traslucir sorpresa y se levantó para besar mi mano.
    —De manera que es verdad —dijo con tristeza.
    —Lo lamento mucho —afirmé apenada, apretándole la mano.
    Willoughby cogió la otra mano del Coronel y puso los dedos encima de su muñeca. Bellingham sacudió la cabeza.
    —Encontrará que mi pulso es perfectamente regular, doctor. Ayer no hubiera manifestado una debilidad tan despreciable si la visión no hubiera sido tan súbita e inesperada. Soy un soldado, señor, no volveré a decaer. Ahora, profesor y señora Emerson, si son tan amables de contarme...
    Emerson me lo dejó a mí, sabiendo que suavizaría los datos más terribles tanto como fuera posible. La cara de Bellingham palideció cuando le pregunté sobre la ropa interior con iniciales, pero confirmó mis deducciones con una voz firme y clara.
    —Su nombre era Lucinda. Tenía una docena de prendas de ese tipo; las elegimos juntos en París. Entonces sólo queda trasladarla a un lugar más adecuado para su descanso definitivo.
    —Temo —dijo Emerson— que hay mucho más por hacer. Willoughby ha ofrecido su capilla privada y su salón mortuorio, y espero que los arreglos puedan completarse en el día de hoy. Sin embargo, tienen mucha importancia las cuestiones de cómo murió y de cómo llegó hasta ese lugar.
    —Él la mató —dijo el Coronel.
    —¿Quién?
    —Ese cerdo asesino de Dutton Scudder. —Por primera vez, la emoción desfiguró la cara solemne del Coronel—. Conocen la historia, por supuesto. Todos la conocían en El Cairo, o creían conocerla. Estaban equivocados. ¡Le dije a la policía que esos rumores indignos eran falsos! Les dije que ella no me había abandonado, que Scudder la había secuestrado contra su voluntad.
    —¿Él era su secretario? —preguntó Emerson.
    —Realizaba los mismos servicios que un dragomán nativo —dijo Bellingham con desprecio—. Lo encontré a través de una agencia de empleo en Nueva York; había vivido en Egipto y hablaba árabe. Si hubiera sabido... —Las torturadas arrugas se desvanecieron de su rostro—. Ahora descansa en paz. Se rehabilitará su reputación y mi fe en ella quedará justificada.
    —Esto... bien —dijo Emerson bruscamente—. Ella desapareció en El Cairo, según creo, ¿tiene alguna idea de por qué la momificó y llevó el cuerpo a Luxor?
    —Es un loco —dijo Bellingham.
    Emerson se pasó la mano por la barbilla.
    —Ejem... Sin duda él... ¿Dijo usted «es»?
    —Está vivo —los dedos de Bellingham se apretaron contra la palma de sus manos—. Está vivo hasta que yo lo encuentre. Usted dudó de mí, profesor Emerson, cuando le dije que alguien trataba de hacer daño a Dolly. ¿Todavía duda?
    —¿Usted cree que se trata de Scudder? —pregunté.
    —¿Quién otro puede ser? Los ataques contra mi pequeña comenzaron después de que llegáramos a Egipto. Después de que secuestrara y asesinara a Lucinda, Scudder ha debido permanecer oculto todos estos años; cuando vio a Dolly conmigo se reavivó su manía homicida. Nos siguió a Luxor y se aseguró de que yo sería uno de los primeros en conocer lo que había hecho a mi pobre mujer. Le dije, señora Emerson, que había recibido una invitación ayer. Debería haber imaginado que no fue usted quien la envió, a pesar de que tenía su firma.
    —¡Dios santo! —exclamé—. También debe haber estado observándonos. Sabía que entraríamos a la tumba ayer. ¡Qué plan más diabólico!
    —Ese hombre está loco —repitió Bellingham—. Ustedes tienen la prueba.
    —La demencia es una explicación razonable de un comportamiento que de otra forma resulta inexplicable —dijo Emerson, secamente—. Pero su propia conducta, Coronel, requiere una explicación. ¿Por qué demonios regresó a Egipto?
    Bellingham se inclinó hacia atrás en su silla y estudió a Emerson con una sonrisa débil y apreciativa.
    —Usted es un hombre astuto, profesor. Debe conocer la respuesta. Hay una sola cosa que me podía hacer regresar a la escena de mi trágica pérdida.
    —Scudder le escribió.
    —Sí, hace unos meses. La carta fue enviada desde El Cairo. Decía... —Bellingham vaciló, como si tratara de recordar las palabras exactas— que si yo volvía a Egipto, me restituiría a mi esposa. Como han visto, acaba de hacerlo.
    Estábamos llegando a Luxor cuando Emerson terminó de contar a los demás nuestra entrevista con Bellingham.
    —Me avergüenzo de mi mente perversa —dijo Cyrus, arrepentido—. En su momento, Bellingham afirmó que su mujer no lo había dejado por voluntad propia, pero es lo que todo hombre diría para salvar su honor, ¿verdad?
    —La policía debe tener otras razones para dudar de él —dije—. ¿Habían discutido? ¿Ella había mostrado sus preferencias por el joven?
    —No, que yo supiera. Pero mire usted, Amelia, no es tan fácil como los novelistas creen secuestrar a una dama contra su voluntad. En especial cuando dicha dama desaparece de un gran hotel, en una gran ciudad, sin señales de lucha.
    —Es extraño —dijo Nefret, pensativa—. ¿Dónde estaba su criada cuando sucedió?
    —En su habitación, esperando que su señora la llamara. Se había sentido un poco indispuesta, con el malestar común que afecta a los viajeros, y la señora Bellingham, que era, a decir de todos, un ama buena y considerada, le había dicho a la muchacha que descansara mientras ella asistía a un té en la casa del cónsul americano. Se la vio entrar al hotel alrededor de las seis, pero nadie la vio salir, ni la volvió a ver. —Cyrus sacudió la cabeza—.Todavía es un misterio para mí cómo se las arregló Scudder para secuestrarla.
    —Mi querido Cyrus, usted exhibe una notable falta de imaginación —dije—. Se me ocurren varias maneras en que pudo haberlo hecho.
    —Estoy seguro de ello —gruñó Emerson—. Ahórrame tus historias melodramáticas, Peabody.
    —Pobre hombre —dijo Nefret, en voz baja—. Después de todos estos años de incertidumbre, sin saber qué había sido de ella, temiendo lo peor ¡volver a tener esperanzas nuevamente para que sean destruidas de una manera tan tremenda! ¿Qué clase de demonio es ese tal Scudder?
    Decidí no contarle que el Coronel había insistido en preguntar por ella y que le había enviado sus respetuosos saludos.
    —Está fuera de nuestras manos —Emerson irguió sus anchos hombros—. ¡Y ahora a por los Fraser, malditos sean!
    Convencí a Emerson de hacer primero un alto para comer. Todavía era temprano, pero necesitaba tiempo para preparar mi estrategia.
    No tenía intenciones de permitir que Emerson se entrevistara con la señora Whitney-Jones. No porque tuviera miedo de que la intimidara, sino al revés. Emerson ladra muy fuerte, pero en lo que a las damas se refiere, tiene tan pocos dientes como un viejo mastín. Siempre lo engatusan.
    El hotel Karnak, donde estábamos comiendo, está frente al río y ofrece una vista espléndida de la ribera occidental. El día era fresco y agradable; la brisa que venía del río jugaba con los rizos negros de Emerson, dándole un atractivo aspecto desaliñado.
    —Es un día perfecto para trabajar —gruñó, con una mirada nostálgica hacia las escarpas de plata y oro de su amada Tebas.
    Reconozco una buena indirecta cuando la escucho.
    —Vuelve al Valle, entonces, si no aguantas estar lejos ni un día —dije, con la misma voz quejosa—. Yo hablaré con los Fraser. No, Emerson, no me importa en lo más mínimo. Estoy demasiado acostumbrada a hacer las tareas desagradables que tú quieres evitar.
    Emerson me miró, receloso.
    —¿Qué te traes entre manos, Peabody? No te voy a dejar sola en Luxor; siempre te metes en líos.
    —Me aseguraré de que se porte bien —dijo Cyrus, sonriendo—. Sólo mantendremos una pequeña charla con la señora Whitney-Jones, y volveremos enseguida. Admito que me hace mucha ilusión conocer a esa dama. Parece ser una farsante experimentada.
    Emerson dijo que a él no le hacía ninguna ilusión conocer a esa señora y que se sentía feliz de dejársela a Cyrus, a quien recompensé con una sonrisa de agradecimiento.
    De regreso, nos detuvimos en la oficina de telégrafos, y encontramos, como habíamos imaginado, una respuesta de El Cairo. Emerson frunció el ceño mientras la leía.
    —Cromer parece estar algo senil. Quiere más información.
    —¿Telegrafiaste a Lord Cromer? —exclamé—. ¡Emerson, es el hombre más importante de Egipto!
    —Precisamente —dijo Emerson—. Es una pérdida de tiempo tratar con subordinados. No puedo imaginar qué más quiere de mí; le envié toda la información relevante.
    Pedí ver el telegrama original, y después de rebuscar en los bolsillos, Emerson sacó de uno de ellos un pedazo de papel arrugado. Sin duda alguna, era sucinto. «Descubierto cuerpo que se cree sea de la señora Bellingham, ciudadana americana, desaparecida en El Cairo en 1897. Solicito asesoramiento.»
    —Podrías haber dado más detalles —dije, mientras Cyrus sonreía al leer el mensaje.
    —¿Para qué gastar dinero? —Emerson sacó su reloj—. Te lo dejaré a ti, Peabody, ya que eres tan crítica. ¿Alguien más viene conmigo...? Entonces los veré a la hora del té.
    Después de despachar otro telegrama que proporcionaría al desconcertado Lord Cromer más información, encabecé la procesión hacia el hotel Luxor.
    —¿Cuáles son tus planes? —le pregunté a mi hijo.
    —Creía que íbamos a visitar a los Fraser —replicó Ramsés.
    —La nuestra no es una visita social, Ramsés. Creo que sería mejor que el señor Vandergelt y yo veamos a esa señora a solas. Me parece que intimidamos más que el resto de vosotros.
    —Estos dos jóvenes me intimidarían si tuvieran intenciones de hacerlo —dijo Cyrus con una sonrisa—. Pero pienso que no conviene recurrir a las amenazas ni a la violencia. ¿Qué le hace estar tan segura de que encontraremos a la señora en casa y dispuesta a recibirnos, señora Amelia?
    —Tengo mis métodos, Cyrus. Vosotros, iros y... haced algo inofensivo. Nos encontraremos en el vestíbulo del hotel dentro de una hora y media.
    —Podríamos ir a echar un vistazo a algunas tiendas de antika —sugirió David, y añadió con una carcajada— quién sabe, podríamos encontrar en venta algunas de las piezas que fabriqué para Abd el Hamed cuando era aprendiz.
    —No os separéis —grité cuando se alejaban. David, que había cogido del brazo a Nefret, me echó una mirada tranquilizadora por encima del hombro. Ramsés los precedía, con las manos en los bolsillos.
    El conserje nos informó que la señora Whitney-Jones estaba en el hotel, y cuando le hicimos llegar nuestra tarjeta, nos invitó a reunimos con ella en su salón. Ocupaba una de las suites más elegantes del hotel, no dudé que pagada por Donald. La señora Whitney-Jones vino a saludarnos y aceptó la presentación de Cyrus con perfecta compostura, pero no se ofreció a estrechar nuestras manos. Llevaba un vestido de tarde color gris perla, con canesú y un cuello de ballenas confeccionados en tul blanco de lunares. Sus únicos adornos eran un relicario y un anillo de oro en la mano izquierda.
    —Supuse que vendría hoy, señora Emerson, de manera que envié al señor Fraser a Karnak con su esposa. No quería ir, pero le prometí que le compensaría.
    —Espero que no le prometiera ver la momia que encontramos ayer. Destruiría completamente su hechizo.
    La sonrisa de la señora Whitney-Jones la hizo parecer más que nunca un gato grande y amistoso.
    —Usted no tiene pelos en la lengua, señora Emerson. Yo también soy realista. Sé cuando un juego ha terminado.
    —¿De manera —dije— que admite que es una charlatana? ¿Qué está explotando la debilidad del señor Fraser para obtener una ganancia monetaria?
    —¿Por qué negarlo? —Levantó los hombros en un gesto femenino—. Conozco su reputación, señora Emerson. Si hubiera sabido que los Fraser eran amigos de ustedes, nunca hubiera llevado tan lejos este asunto. No necesitaba haber traído al señor Vandergelt como elemento disuasivo adicional, aunque me agrada mucho conocerlo. Sin embargo, sugeriría que antes de que actúe contra mí discutamos el efecto que esa revelación tendría sobre el señor Fraser.
    —Si es una amenaza —comencé a decir, enfadada.
    —Considérelo mejor como la base para una negociación —fue la suave respuesta.
    Cyrus no había hablado ni había quitado los ojos de la mujer. Sentado en el borde de la silla recta que había escogido, con el sombrero en la mano, parecía tan incómodo como un joven que realiza su primera visita social. De repente, su rostro rígido se relajó y se apoyó en el respaldo.
    —Por casualidad, ¿usted juega al póquer, señora Whitney-Jones? ¿O debería llamarla... señora Jones?
    Ella lo miró por el rabillo del ojo, y me pareció ver sus labios temblar ligeramente.
    —Está claro que usted sí, señor Vandergelt. Gana esta mano.
    —Me lo figuraba —Cyrus tiró el sombrero sobre el sofá y cruzó las piernas—. Me parece que nosotros tenemos todas las cartas, señora. Usted ha sacado a los Fraser una buena cantidad de dinero con engaños. No me asombraría nada enterarme de que no es una desconocida para Scotland Yard. ¿Con qué quiere negociar?
    Ella se giró apenas para enfrentarlo y cruzó las manos sobre su regazo.
    —Con la salud mental del señor Fraser, señor Vandergelt —tras un abrupto cambio de comportamiento, se cogió las manos con fuerza—. En cierta medida soy culpable, lo admito. Pero él no es el primero. ¡Oh, sí, señor Vandergelt, usted tenía toda la razón! Él no es mi primer cliente, ni mucho menos. La credulidad de la raza humana no tiene límites; si la gente es bastante estúpida como para creer en mí, ¿por qué no sacar ventaja de ello? El señor Fraser es otra cosa. No es la clase de persona que buscaría a alguien como yo. No se trata de que tenga sentido común para ver las trampas detrás del engaño; no tiene sentido crítico, pero carece de... el romanticismo, la imaginación... para desear el engaño en primer lugar. ¿Comprenden lo que estoy diciendo?
    —Me parece que sí —dijo Cyrus lentamente.
    —Conocí al señor y a la señora Fraser en casa de unos amigos. Allí había una gran cantidad de personas; yo trabajaba como artista profesional, hacía sesiones de espiritismo y convocaba a los muertos, para diversión de los huéspedes. —Torció la boca, y continuó—: Mujeres tontas y hombres estúpidos que buscan respuestas que no existen. Pero no queda bien que me burle de mis víctimas, dirán ustedes. Déjenme continuar. A menudo consigo clientes privados en esas sesiones. El señor Fraser me vino a ver al día siguiente. Uno de mis aparecidos, ¿saben lo que quiero decir, no?, es una princesa egipcia. No muy original, ¿verdad, señora Emerson?
    Pero son muy populares entre los creyentes, y fue con la princesa Tasherit con la que el señor Fraser deseaba comunicarse, no con su abuela ni con su difunto padre. Desde entonces hasta hoy... —se encogió de hombros otra vez—. No lo creerán, pero es cierto. Él me dirigió. No pidió, sino que exigió, y cuando le di lo que quería, exigió más aún. Fue él quien insistió en viajar a Egipto. Qué lo impulsó a hacerlo, no lo sé, pero todavía no ha encontrado lo que busca, y no dejará de buscarlo. En resumen, señora Emerson, su amigo está al borde de la demencia y yo... me he metido en problemas. Díganme qué debo hacer y lo haré. Denme sus órdenes y las obedeceré. La necesidad me ha obligado a abandonar muchos de los principios que tuve, pero no quiero que la muerte de un hombre pese sobre mi conciencia.


    Capítulo 7
    El amor tiene un efecto corrosivo sobre el cerebro y los órganos de la responsabilidad moral.

    Después de dejar a la señora Jones, permanecimos en el pasillo esperando el ascensor, y Cyrus expresó solemnemente:
    —Amelia, le quedo eternamente agradecido por esta experiencia.
    —No habrá creído en sus afirmaciones, espero.
    —Bueno, no sé si creo o no en ellas —dijo Cyrus, acariciándose la perilla—. Y le aseguro, Amelia, que no es algo que me suceda todos los días. Por lo general, soy muy bueno para detectar mentirosos, pero esa dama... Demonios, no es como yo esperaba. ¿Usted cree que nos ha mentido?
    —No nos ha dejado otra alternativa más que creerla hasta que podamos demostrar que miente —respondí con amargura—. Si dice la verdad, la salud mental de Donald está en peligro. ¡Qué rabia me da! Nunca pensé que nos encontraríamos confabulados con una estafadora. Tiemblo al pensar lo que dirá Emerson. ¿Dónde está ese maldito ascensor?
    —Probablemente el botones está durmiendo una siestecilla. Ella nos dijo la verdad respecto a su verdadero nombre, y se mostró brutalmente sincera en lo que a sus métodos se refiere.
    —Mi querido Cyrus, ésa es la forma en que se comporta un hábil mentiroso. Nos dijo todas las verdades que podríamos haber descubierto por nosotros mismos, y poco más.
    El ascensor no llegó, se estropeaba siempre, de manera que al final bajamos por la escalera. La entrevista nos había llevado más tiempo del que había previsto, ya que discutimos varios métodos para convencer a Donald de que su princesa soñada no existía. Cyrus había prolongado todavía más la visita al entablar un simpático duelo verbal con aquella señora; quizá él lo hubiera descrito como una partida verbal de póquer. Para terminar, Cyrus declaró que un asunto tan delicado requería más discusión. Quería conocer a Donald y hacer una evaluación por sí mismo de su estado mental.
    —He aquí su oportunidad —dije cuando entrábamos al vestíbulo.
    —¿Cómo dice? —Cyrus estaba enfrascado en sus pensamientos.
    —Ahí está Donald, con Enid, y también David y Nefret. Supongo que estarían esperándonos cuando entraron los Fraser. Maldita sea, espero que no le hayan dicho... ¿Dónde se ha metido Ramsés?
    Donald me había visto. Se puso de pie, nos sonrió, y nos invitó con un gesto a compartir su mesa. Mientras los dos hombres se estrechaban la mano, pude ver que Cyrus encontraba que este caballero radiante, cordial y joven era muy diferente al lánguido neurasténico que había imaginado. La que parecía enferma era Enid. Su ancho cinturón le quedaba flojo aunque estuviera abrochado en el último agujero, y tenía los ojos nublados.
    Rechacé la invitación a tomar el té con ellos, explicando que estábamos citados con Emerson, pero permití que Donald me ofreciera una silla.
    —Supongo que tendremos que esperar a Ramsés —dije—. ¿Por qué no está aquí?
    David parecía sentirse culpable de algo, pero siempre lo parece, pobre muchacho. Antes de que pudiera contestar, en el caso de que ésa hubiera sido su intención, Nefret comentó:
    —Lo hemos perdido. Ya conocen a Ramsés, siempre anda dando vueltas por ahí para chismorrear con algún ladrón de tumbas o algún falsificador.
    —Siempre fue un chico travieso —añadió Donald alegremente—. ¿Sabe, señorita Forth, que hace tiempo, cuando Ramsés era niño, fui su tutor? No puedo decir que le haya enseñado mucho; en realidad fue al revés. Nunca conocí a alguien que hablara tanto como ese chico.
    Cyrus me dirigió una mirada inquisitiva, a la que respondí encogiéndome de hombros. Los locos, como todos sabemos, son impredecibles. Algunas personas dementes que he conocido se comportaban con mucha sensatez en todos los aspectos excepto el relacionado con su enfermedad. Cyrus no había presenciado cómo Donald dirigía la vista al cielo en un éxtasis de adoración ni tampoco había escuchado su grito salvaje al reconocer a la princesa. Yo sabía que era sólo cuestión de tiempo que se desequilibrara otra vez.
    Aun así, me desconcertó que Donald siguiera diciendo, sin la más mínima alteración de tono o expresión:
    —La señorita Forth me acaba de decir, señora Emerson, que la momia que encontraron ayer no es la de la princesa Tasherit. Podría haber jurado que la había reconocido.
    —Eh... no, señor Fraser, se equivocó —dije.
    —¿Está segura? —parecía preguntar por un conocido de ambos—. Tendremos que seguir buscando, entonces. A ella no le fue posible darnos indicaciones precisas, ya que el terreno ha cambiado mucho en tres mil años, pero una vez que la señora Whitney-Jones se haya familiarizado con la topografía...
    Con un misterioso rubor en el rostro, Enid empujó su silla hacia atrás y se levantó.
    —¡Donald, por el amor de Dios, cállate! Pareces un...
    Por fortuna, en ese momento le falló la voz y no acabó la frase. Yo estaba segura de que aquel método, entre todos los que podían intentarse, no sería el que mejoraría el estado mental de Donald. Me tocó a mí ponerme de pie. Cogí a Enid por los hombros y estaba dispuesta a sacudirla un poco cuando sus ojos se agran-daron y sentí que se relajaba.
    —Oh —exclamó.
    —Les pido disculpas por mi tardanza —dijo Ramsés—. Espero que no hayan esperado demasiado.
    Dolly venía con él, colgada de su brazo. No dudé de que la muchacha era consciente de la bella imagen que daban: el ala de su florido sombrero rozaba el hombro de Ramsés y su pequeña mano enguantada se apoyaba en el brazo del chico. Ramsés se separó de ella con alguna dificultad, según me pareció, y le ofreció asiento.
    —¿Dónde está el señor Tollington? —pregunté—. ¡Ramsés! No habrás...
    —Lo despaché —dijo Dolly, alisando los guantes—. Fue grosero con el señor Emerson.
    Miré a Ramsés, que permanecía de pie, con las manos a la espalda y los ojos bajos, evitando los míos. No dudaba de que también había tratado con grosería al señor Tollington.
    —Es hora de irnos —dijo Nefret—. ¿Tía Amelia?
    —Sí, se nos ha hecho tarde —afirmé, algo distraída, pues me encontraba de nuevo con Dolly entre manos, sin asistente, sin acompañante y sin disciplina alguna. Mi conciencia me impedía dejarla sola, después de las revelaciones de su padre.
    —Señorita Bellingham, ¿conoce a nuestros amigos? Señora Fraser, la señorita...
    —Ya nos conocemos —dijo Enid, asintiendo con brusquedad—. Buenas tardes, señorita Bellingham. Espero que no haya cogido un constipado.
    Tuve la extraña impresión de que varias personas habían dejado de respirar. Dolly no era una de ellas. Con la sonrisa más dulce que se puede imaginar, replicó:
    —Usted era la que no llevaba chal, señora Fraser. Una dama de su edad debería ser más cuidadosa; en el jardín refresca mucho hacia la medianoche.
    David se tapó la boca con una mano y se dio la vuelta.
    —¿Te has atragantado con algo? —inquirí—. Ramsés, podrías darle una palmadita en la espalda.
    —Con mucho gusto —dijo Ramsés, y lo hizo con tal entusiasmo que David tropezó.
    Hice las presentaciones entre los caballeros y Dolly; y Cyrus, demostrando la aguda perspicacia que caracteriza a los americanos, solucionó una de mis dificultades.
    —Me parece que me uniré a mis nuevos amigos para tomar una taza de té —declaró, lanzándome una mirada de complicidad—. Y me aseguraré después de que esta jovencita llegue a su casa sana y salva. Conozco a su padre, señorita Bellingham, y como la señora Emerson puede atestiguar, conmigo estará en buenas manos.
    —De eso estoy segura —dijo Dolly, con poco entusiasmo.
    Enid me llevó a un lado.
    —¿Y bien? —preguntó—. ¿La han visto?
    —Sí. Debo hablar con usted en privado, Enid; éste no es el lugar ni el momento para mantener una larga conversación. ¿Puede venir a casa mañana por la tarde, sin Donald?
    Enid retorció sus manos.
    —¿Por qué no esta noche? No puedo aguantar mucho más, Amelia.
    —Le prometo que tengo el problema bajo control —dije, esperando que así fuera—. Un consejo, Enid. No lo desafíe ni lo regañe. Manténgase tranquila, no haga nada que lo excite, y todo saldrá bien.
    Volvió la vista hacia los jóvenes que me estaban esperando en la puerta.
    —¿Estará... el profesor?
    —Sí, y Cyrus, y si usted no tiene objeciones, los chicos. Son muy sensatos para su edad. Organizaremos un pequeño consejo de guerra.
    —No tengo objeciones. Gracias, Amelia. Allí estaré.
    Cuando llegamos a la casa encontramos a Emerson en la galería, con los pies sobre un escabel y Sekhmet acurrucada sobre sus rodillas.
    —Por fin —dijo—. ¿Por qué os habéis demorado tanto? No importa, no lo quiero saber. Ramsés, me tomé la libertad de tomar prestada a Risha esta tarde, de manera que no necesitará ejercicio. Nefret, es menester revelar esas fotografías. David...
    —Por favor, ve y dile a Alí que estamos esperando el té —le interrumpí, haciendo un gesto con la cabeza a David.
    —No quiero ningún maldito té —dijo Emerson.
    —Sí, lo quieres. —Me senté y me quité el sombrero.
    —¿De manera que el cuarto oscuro ya está... libre?
    Emerson dejó su libro.
    —La gente de Willoughby se la llevó esta tarde. Cromer enviará a alguien de El Cairo para hacerse cargo, pero no puede estar aquí antes de mañana por la noche.
    —Al menos en este caso no hay necesidad de darse prisa.
    —No. Se conservará indefinidamente.
    Ramsés y Nefret habían entrado detrás de David, de manera que no protesté por la manera indecorosa con la que Emerson había enunciado este hecho innegable. Mi marido es el más sensible de los hombres, pero a veces oculta sus sentimientos bajo un caparazón de crueldad.
    —Cyrus y yo mantuvimos una conversación muy interesante con la señora Jones —dije—. ¿Quieres que...?
    —No —interrumpió Emerson—. ¿Dónde están los chicos? ¿Dónde está mi té?
    Sus preguntas irritadas y claramente audibles suscitaron una pronta respuesta por parte de los aludidos. Nos sentamos cómodamente, y Sekhmet se arrastró del regazo de Emerson al de Ramsés, que inmediatamente se la entregó a David.
    —¿Qué ha estado haciendo toda la tarde? —preguntó Nefret, sentándose en el reposabrazos del sillón de Emerson y dándole un beso en la coronilla. Se había dado cuenta de que mi marido estaba un poco malhumorado, y sus maneras afectuosas casi siempre mejoraban la situación.
    —Por fin una pregunta sensata —gruñó—. ¿Hay alguien en esta familia que se interese por la egiptología?
    —A todos nos interesa, señor —le tranquilizó David—. Lo lamento si yo...
    —No importa, David —dijo Emerson en un tono más afable—. Te disculpas con demasiada frecuencia, muchacho. Mis actividades de esta tarde, a diferencia evidente con las de otros individuos, han dado resultados importantes. No hemos terminado con la tumba Veinte-A. Apenas si hemos comenzado —añadió, feliz.
    —Vaya, Emerson, ¿qué quieres decir? —pregunté, pues sabía que la indirecta se dirigía a mí.
    Emerson sacó la pipa y la petaca.
    —La cámara que vimos no es todo lo que hay en la tumba. Tiene una continuación subterránea.
    —¡Qué! —grité—. Vamos, Emerson, ¿cómo lo descubriste?
    Emerson me dirigió una mirada crítica.
    —Estás exagerando, Peabody.
    —Y tú, mi querido Emerson, estás prolongando deliberadamente la intriga. ¿Cómo supiste que había una continuación en la tumba?
    —Tú tendrías que haberte dado cuenta también, Peabody. Si no hubieras estado tan ocupada con el cuerpo, una distracción justificada, lo admito, podrías haber observado que las dimensiones y la forma de la estancia no se parecían a las de una cámara mortuoria. Tenía apenas dos metros de ancho y el techo descendía abruptamente. Sospeché enseguida que el suelo había sido nivelado artificialmente, y que el lecho primitivo de roca descendía en el mismo ángulo que el techo; en resumen, que lo que vimos no era una cámara, sino la primera sección de un pasillo descendente.
    —¡Qué excitante! —exclamó Nefret.
    A ella Emerson no la acusó de exagerar; muy al contrario, le dirigió una sonrisa cariñosa y le palmeó la mano. Luego miró inquisitivamente a Ramsés.
    El chico no había emitido ninguna exclamación ni había dado muestras de sorpresa. Unos pocos años antes hubiera afirmado, con verdad o sin ella, que había visto las mismas pistas. Lo que dijo en aquella ocasión fue:
    —Bien hecho, padre.
    —Ayer quité bastantes escombros del suelo como para demostrar que mi teoría era correcta —dijo Emerson, con voz complacida—. No puedo decir que extensión tiene el pasaje, pero la tumba es mucho más grande de lo que pensábamos.
    —Una tumba real —exclamó Nefret, y sus ojos brillaron.
    —La tuya es una deducción injustificada —dijo Ramsés, pasando el dedo índice por su bigote—. Varias de las tumbas privadas tienen corredores y múltiples cámaras. No creo que encontremos otra tumba tan rica como la de Tetisheri. Dos descubrimientos tan importantes...
    —Oh, tú siempre nos echas un jarro de agua fría —dijo Nefret, exasperada—. ¿Nada te excita? ¡Y deja de juguetear con ese ridículo bigote!
    David y yo hablamos al mismo tiempo. Yo dije: «Vamos, chicos», y David, en un débil intento de cambiar de tema: «¿Alguien quiere otra taza de té?».
    La voz potente de Emerson prevaleció sobre las nuestras.
    —Cualquier tipo de especulación es una pérdida de tiempo. Ya veremos qué pasa mañana.
    Ignorada por todos, incluyendo a Ramsés, Sekhmet se había deslizado del regazo del joven, quien volvió a cogerla y se la devolvió a David, sin dejarse enternecer por sus quejas.
    —Si mañana no me necesita, padre, seguiré con mi tarea de copiado. El señor Carter me ha dado permiso para trabajar en Deir el Bahri.
    —No te enfades, Ramsés —dijo Nefret, con una sonrisa—. Lamento haber sido grosera al referirme a tu bigote.
    —Nunca me enfado —dijo Ramsés—. ¿Entonces, padre?
    —Sí, por supuesto, hijo. Como quieras.
    Nos pusimos de acuerdo en irnos a la cama temprano. Ramsés y David volvieron a la dahabiyya, Nefret declaró que tenía mil cosas que hacer: lavarse la cabeza, adelantar sus lecturas y remendar sus medias. Era tan poco aficionada a la costura como yo y sus medias estaban siempre llenas de agujeros, de manera que alabé su diligencia y le deseé las buenas noches con premura, pues estaba ansiosa por mantener una conversación larga y privada con Emerson.
    Para mi agradable sorpresa, él estaba igualmente ansioso por charlar conmigo de asuntos que hasta entonces se había negado abordar.
    —Te lo ruego, Peabody, hazme el favor de dejar de regodearte —comentó, después que nos hubiéramos puestos cómodos en nuestra habitación—. Porque no lo toleraré, ¿sabes?
    —Por supuesto que no, cariño. ¿Qué suceso en particular ha hecho que cambiaras de opinión?
    —No fue un suceso en particular sino una serie de acontecimientos que se fueron acumulando. Las revelaciones de Bellingham de hoy fueron el colmo —admitió Emerson, frunciendo el ceño—. Nos han provocado para que encontráramos esa tumba, con su horrible contenido. El bastardo asesino hasta llegó a señalarnos el lugar... ¡Maldito sea! Debe de haber sido él quien atacó a la muchacha en el parque Ezbekieh; por supuesto, Peabody, me niego a hablar de dos criminales, con uno ya es suficiente. Le envió al Coronel un mensaje que le trajo ayer al Valle justo a tiempo para ver cómo nos llevábamos el cuerpo.
    —Tiene mucho sentido, Emerson.
    —¡No, por Dios, no lo tiene! —explotó—. Hay demasiadas preguntas sin respuesta. ¿Por qué este individuo sigue guardando tanto rencor a Bellingham? ¿Por qué no enterró el cuerpo en el desierto y lo dejó allí? ¿Por qué nos eligió como instrumento de su revelación? Y ni se te ocurra mencionar la palabra «loco», Peabody. Este sujeto no puede ser un loco furioso: existe un propósito y un método detrás de sus acciones.
    —Estoy completamente de acuerdo, Emerson. Sólo queda descubrir cuál.
    —¿Sólo? —mi marido rió y dándose la vuelta, me cogió en sus brazos—. Una de las cosas que amo de ti, Peabody, es tu franqueza. No será tan fácil como sugieres, pero, ¡maldita sea!, supongo que, después de todo, tendremos que tomar cartas en este asunto. No dejaré que un asesino me use de instrumento. Dejemos a los chicos. En especial a Nefret.
    —Podemos probar —dije, dudosa.
    —Oh, vamos, Peabody, no tendría que ser tan difícil. Tienen su propio trabajo. Si te reprimes y no discutes con ellos tus excéntricas teorías, pronto se olvidará todo lo concerniente al asunto de los Bellingham.

    DEL MANUSCRITO H:
    A David le parecía que había estado discutiendo durante horas, sin resultado, pero siguió probando.
    —Es una idea muy mala, Ramsés. Preferiría que no lo hicieras.
    Ramsés continuó juntando las cosas que iba a necesitar. Las envolvió con cuidado y miró por la ventana, donde las primeras estrellas de la noche brillaban en el cielo que se iba oscureciendo.
    —¿Has oído algo?
    —«Sólo el aire de la noche, que sopla a través de las ramas.» —David había estado leyendo poesía lírica inglesa—. ¿Tratas de cambiar de tema? Más bien cambia de idea. ¡Por favor!
    Ramsés hurgó en un cajón y sacó una cajetilla de cigarrillos. David gimió expresivamente.
    —Si tía Amelia descubre que tienes cigarrillos, va a...
    Se quedó sin palabras, pero aceptó uno. Ramsés encendió los dos.
    —A mi madre no le gustaría nada de esto —dijo, colocando las manos alrededor del cigarrillo a la manera árabe—. David, no te estoy pidiendo que vengas conmigo, o que le mientas si te hace una pregunta directa. Limítate a no salir corriendo a la casa a descargar tu conciencia.
    —¡Sabes que no lo haré! Me preocupo por tu seguridad, hermano —añadió en árabe—. El hombre lleva un cuchillo. Ya te hirió una vez.
    —Me pilló desprevenido —dijo Ramsés secamente.
    David se sentó en el borde de la cama.
    —Nadie se defiende mejor que tú en una pelea con cuchillos, pero si ataca, no se tratará de una pelea limpia. Te atacará por atrás y en la oscuridad. ¿Por qué debes correr tanto riesgo por una extraña?¿La amas?
    —¿La amas? —repitió una voz desde la ventana.
    Ramsés le había puesto las manos alrededor de la garganta antes de que ella terminara aquella breve frase. La muchacha se quedó totalmente inmóvil y le sonrió al ver su cara horrorizada.
    —Muy bien hecho, cariño. ¡Se nota que entrenaste bien el verano pasado!
    Ramsés retiró sus manos, dedo a dedo.
    —¿Te he hecho daño?
    —Un poco. Me lo merezco —añadió, acariciándose el cuello.
    —¡Maldita sea, Nefret!
    Por una vez, la emoción le dejó sin habla. Metió a la muchacha en el salón y la dejó sobre la cama con tanta fuerza que ella y David rebotaron.
    Nefret rió.
    —No me oíste hasta que hablé —dijo con satisfacción—. Deberías haber probado también la vida en la naturaleza, además de practicar la lucha con cuchillos. ¡Realmente, Ramsés! ¡Luchar a cuchillo! ¡Y fumar! ¿Qué dirá la tía Amelia?
    Se había puesto pantalones y una camisa de franela, y el pelo le caía sobre la espalda. Los rizos brillantes estaban cogidos por un pañuelo suelto. Ramsés tragó saliva.
    —¿Se lo vas a decir?
    —¡Sabes que no lo haré! ¿Me das un cigarrillo, por favor?
    David se echó a reír y pasó su brazo alrededor de Nefret.
    —Dale uno. Por Sitt Miriam y todos los santos, ésta mujer es maravillosa.
    —Uno para todos y todos para uno —dijo Nefret, devolviendo el abrazo—. Excepto que vosotros siempre hacéis trampas. Ahora dadme un cigarrillo y celebraremos un consejo de guerra, como antes.
    Sin decir nada, Ramsés le ofreció la cajetilla. Ella sacó un cigarrillo y levantó la mirada, esperando que él lo encendiera.
    —Vaya, Ramsés, estás un poco pálido. ¿Te has asustado, cielo?
    —Hay varias maneras de tratar a un visitante inesperado —dijo Ramsés—. Sólo la buena suerte me hizo elegir la menos letal. Por Dios, Nefret, prométeme que no lo volverás a hacer.
    —Al menos, no te lo haré a ti.
    Cogió la mano de Ramsés y la guió hasta el extremo del cigarrillo.
    —¿Cómo te escapaste de la tía Amelia? —preguntó David.
    Nefret expulsó una gran nube de humo.
    —Tiene un sabor bastante asqueroso —dijo—, pero supongo que uno se acostumbra a todo. ¿Cómo me escapé? No dije mentiras. Me zurcí dos medias y me lavé el pelo como dije que haría. Luego salí por la ventana y ensillé uno de los caballos que alquiló el profesor. Debo llevarlo pronto de vuelta, así que cantadme. ¿Estás enamorado de esa pequeña tonta, Ramsés?
    —No.
    —Pensé que no podía ser, pero me alivia oírlo de tus labios —Nefret asintió con la cabeza en muestra de aprobación—. Comprendo tus motivos y te honran, pero no creo que puedas llevar adelante tu plan durante mucho tiempo, aunque David y yo te respaldemos.
    —No me llevará mucho —dijo Ramsés—. Sólo un día o dos.
    —Es lo que pensé. No te contentarás con vigilar a la chica. También quieres obligar al acosador a que salga de su escondite y forzarlo a una confrontación abierta.
    Ramsés se mordió el labio con el fin de acallar una respuesta airada. Se trataba de algo que Nefret no podía haber escuchado; él no se lo había admitido ni a David. A veces la muchacha parecía leer sus pensamientos.
    Sólo a veces, deseó esperanzado.
    —Es el plan de acción más sensato —insistió—. Como dices, no puedo seguir a Dolly por todo Luxor durante mucho tiempo, y este individuo es peligroso e impredecible. Le puede dar por atacar a alguno de nosotros a continuación, en especial si madre sigue hablando como acostumbra.
    No tuvo que dar más detalles. David pareció serio y Nefret asintió, sin sonreír.
    —Es cierto que tiene la costumbre de ponerse en el camino de los asesinos, bendita sea. Lo que intentas, en una palabra, es utilizar a la señorita Dolly de señuelo. Es un poco cruel por tu parte, Ramsés —dijo y dirigió una mirada de aprobación. Ramsés decidió que nunca entendería a las mujeres.
    Le costó un poco disuadirla cuando quiso acompañarles, y sólo después de que le hubo prometido que la mantendría al tanto de los últimos acontecimientos, y de que le hubiera entregado el resto de los cigarrillos, Nefret consintió en volver a la casa. Ramsés la sentó en el caballo y se quedó mirando hasta que desapareció en la oscuridad.
    —Si vas a ir, debemos partir ahora —dijo David a su lado.
    —Oh. Sí, por supuesto.
    Cuando estaban en camino, David dijo en voz baja:
    —Nunca he visto una mujer como ella. Tiene un corazón de hombre.
    —Más vale que ella no te oiga decirlo.
    David lanzó una carcajada.
    —Y tú, amigo, más vale que no le permitas descubrir la otra cosa. Tiemblo sólo al pensar en lo que podría hacer.
    —¿Qué otra cosa? Oh, el desafío de Tollington. Se trata sólo de una fanfarronada juvenil.
    —Le estaría bien empleado que lo aceptaras —dijo David de buena gana.
    —¿Pistolas a cuarenta pasos? —Ramsés emitió un suave sonido que en él era lo más parecido a una carcajada, un sonido que pocos habían oído, aparte de David—. Ya no se hacen esas cosas, ni siquiera en el estado de Virginia. ¿Se llama así? No acabo de tener claro cuáles son los condados americanos. Ese individuo sólo trataba de impresionar a Dolly.
    —¿Y lo consiguió?
    —Oh, sí. Nada le gustaría más que ver a dos hombres luchando por ella. Se trata —dijo Ramsés, sentencioso— de una criatura sedienta de sangre. Casi como un gatito: suave y ronroneante, pero desalmada y cruel.

    * * *

    La mañana siguiente, cuando nos reunimos para desayunar, Nefret se remangó hasta la rodilla la pernera de sus pantalones y exhibió con orgullo una media que había zurcido en dos sitios. Los zurcidos eran muy burdos, pero decidí no decir nada, como tampoco quise señalar que ciertas personas considerarían poco decente mostrar un miembro inferior, aunque oculto por una media, a tres personas del sexo opuesto. Ninguno pareció particularmente interesado, excepto Emerson, que dijo con aprobación:
    —Muy pulcro, cariño.
    Le di mi enhorabuena y le sugerí que se calzara las botas; ella obedeció. Ramsés anunció que iría a echar un vistazo rápido a la tumba antes de comenzar con su plan de excavación. Cuando partimos, el sol acaba de asomar sobre las escarpas de la orilla occidental; el aire era fresco y las largas sombras tenían un color gris.
    Una docena de nuestros hombres había llegado antes que nosotros y quitaban las rocas que Emerson había colocado contra la puerta para que no se pudiera abrir.
    —No hay señales de intrusos —informó Abdullah.
    Emerson asintió.
    —Hasta nuestros ambiciosos vecinos de Gurneh se demorarían en quitar los escombros del pasillo. Si hoy o mañana nos encontramos con algo interesante, tomaremos precauciones adicionales.
    Bajamos los escalones tras él. Abdullah parecía mucho más alegre. Para él, el objeto de la arqueología era la exploración de una tumba desconocida. Era una opinión compartida por la mayoría de los arqueólogos, incluyéndome a mí, lo confieso.
    Aunque la fuerza y la energía de Emerson eran sobrehumanas, no había podido quitar más que una pequeña parte de escombros. Sin embargo, resultaba suficiente para comprobar que tenía razón. Se podía ver una sección estrecha del suelo primitivo de piedra más allá del umbral, y descendía en el mismo ángulo que el techo. No se podía ver mucho más; la oscuridad invadía el fondo de la estancia, donde el techo se unía a los escombros del suelo.
    Con una vela en la mano y la cabeza inclinada, Ramsés pasó a mi lado.
    —Aja —dijo.
    Como este comentario no proporcionaba demasiada información, volví a subir los escalones. Abdullah me había precedido; sólo le hizo falta un rápido vistazo para dar las instrucciones a los hombres.
    —¿Qué piensas, Abdullah? —le pregunté.
    —Aja —dijo Abdullah.
    Creí adivinar por qué estaba tan seco conmigo; no tenía nada que ver con la dificultad de la tarea que le esperaba. No, era la extraña momia que habíamos encontrado lo que le preocupaba. Reflexioné sobre si debería decir lo que habíamos descubierto y luego me di cuenta de que, de una forma u otra, probablemente él sabría al menos parte de la verdad, y que era ridículo y poco amable no confiarme totalmente.
    —No tenías noticias de esta tumba —dije, como si afirmara una verdad.
    —Si las hubiera tenido lo hubiera dicho, Sitt.
    —Na'am, por supuesto. Pero alguien la conocía, Abdullah. No hace mucho tiempo que fue colocada aquí la pobre señora cuyo cuerpo encontramos ayer.
    —Hace tres temporadas.
    —¿Cómo lo sabes? —le pregunté con respeto.
    El rostro severo del anciano se relajó. Abdullah y yo habíamos sido socios con anterioridad; ningún hombre me había servido mejor. Mi reticencia en pedirle consejo le había herido.
    —El agua ha penetrado en la tumba —dijo—. Dejó una línea a lo largo de las paredes. La última lluvia abundante fue hace tres años. El agua no tocó las envolturas ni el relleno suelto del suelo.
    —No me había dado cuenta —admití—. Eres un agudo observador y un hombre inteligente, Abdullah. ¿Puedes preguntarle a los gurnawis si alguno de ellos conocía esta tumba?
    —¿Piensa que es un hombre de Gurneh el que mató a esa dama y la puso aquí?
    Abdullah tenía muchos amigos y parientes en el pueblo. Reprobaba, pero comprendía, el inveterado hábito de robar las tumbas. Sin embargo, un asesinato era algo diferente: un pecado contra Dios y un crimen que provocaría la cólera de las autoridades sobre unos hombres que preferían pasar inadvertidos.
    —Lo dudo —dije sinceramente—. Parece más probable que el asesino fuera un extranjero. Pero los hombres de Gurneh conocen estas escarpas como otros conocen el salón de su casa. Un extranjero, un visitante en Egipto, no podría encontrar este lugar sin ayuda. Le podrían haber dado esa ayuda con toda inocencia, Abdullah.
    —Aywa. —Visiblemente aliviado, Abdullah asintió—. Lo descubriré, Sitt. ¿Se lo diré a usted, y no al Padre de las Maldiciones?
    Le sonreí.
    —Mejor no se lo digas, Abdullah. Por supuesto, no debes mentirle si te hace una pregunta directa.
    —No se puede mentir al Padre de las Maldiciones —dijo Abdullah, como si recitara. Su párpado izquierdo tembló, y me di cuenta de que el viejo trataba de hacer un guiño—. Pero lo intentaré, Sitt Hakim.
    Le respondí con otro guiño.
    Poco tiempo después, Ramsés se fue y comenzó el trabajo en serio. Deseé haber tenido, como mi hijo, una excusa para ausentarme, pues los progresos eran muy lentos y muy aburridos. Era una tarea de pura fuerza bruta, que consistía en llenar los canastos con piedras sueltas y llevarlos escaleras arriba hacia el montículo de escombros que Emerson había fijado a unos metros de la entrada. Yo no tenía mucho que hacer, excepto mirar. El relleno que los hombres sacaban estaba limpio, y no tenía restos de cerámica ni tampoco trozos de huesos.
    Sin embargo, una mente activa como la mía no se aburre nunca. Privada de la actividad arqueológica, comencé a pensar en el crimen. El lunático Scudder debía haber limpiado esa sección del pasillo y luego lo debía haber nivelado para hacer la plataforma donde descansaría el cuerpo. ¿Por qué se había tomado este trabajo tan enorme? Sin duda alguna, el hombre estaba loco, pero, como había señalado Emerson, hasta la locura tiene sus métodos. ¿Y cómo había descubierto una tumba desconocida hasta entonces?
    Me felicité por haber tenido la idea de consultar a Abdullah. Me ha servido para demostrar lo que nos dicen las Escrituras, que la bondad hacia los demás nos beneficia. Al complacer a mi viejo amigo, me había acercado a mis propósitos, o más bien a los propósitos de la justicia, ya que es deber de todo ciudadano investigar los delitos. Hasta Emerson se vio obligado a admitir que esta vez teníamos que involucrarnos.
    ¿Cuál era la mejor manera de actuar según las líneas que yo (y Abdullah) nos habíamos propuesto? El hombre que buscábamos debía haber pasado algún tiempo en Luxor. No podría haber descubierto la tumba sin la cooperación pasiva de, al menos, uno o más gurnawis. No lo debían conocer como Dutton Scudder, sino con otra identidad, la que habría asumido después de secuestrar y asesinar a la señora Bellingham. Cuando las autoridades de El Cairo conocieran los últimos acontecimientos, seguramente reanudarían la caza de Scudder, pero era poco probable que se enteraran de algo a través de la gente de Gurneh, que no tenía la costumbre de cooperar con la policía.
    Una tierna sonrisa curvó mis labios cuando recordé a Abdullah tratando de guiñarme un ojo. De nuevo éramos cómplices conspiradores; ¿por qué no me di cuenta antes de que el Rais disfrutaba mucho de su papel? No había necesidad de aguar su inocente placer contándole que Emerson estaba al tanto del asunto.
    A la una y media saqué a Emerson del interior de la tumba, lo senté sobre una roca y le serví una taza de té frío.
    —Es hora de terminar, Emerson. Salvo una breve pausa a mediodía, los hombres han estado trabajando duro desde las siete de la mañana.
    —El relleno del fondo de la primera sección está tan duro como el cemento, a causa de las continuas inundaciones. Tendremos que utilizar piquetas y... —me res-pondió.
    —¡Emerson!
    Mi marido se sobresaltó.
    —No tienes que gritar, Peabody, puedo oírte muy bien. El ángulo de descenso parece ser el mismo. Nos llevará...
    —Me vuelvo a casa, Emerson.
    Me miró sin comprender.
    —¿Por qué?
    —Toma el té, Emerson —le cogí una mano y se la acerqué a los labios, con la taza que sostenía. Mientras bebía, continué hablando—. Nefret y David también pueden venir conmigo, pues no necesitas fotografías de paredes desnudas, y ya que no avanzas rápido, el plano de la tumba que hará David puede esperar.
    —¿Estás aburrida, Peabody?
    —Sí, cariño. Muy aburrida.
    La frente bronceada de Emerson se arrugó cuando frunció el entrecejo, sin irritación pero con desconcierto.
    He afirmado con anterioridad que la mayoría de los excavadores anhelan encontrar tesoros y objetos. Emerson es una de las pocas excepciones. No es que le resulte indiferente encontrar una tumba como la de Tetisheri, pero su pasión es la excavación por sí misma. Estaba realmente subyugado por su aburrido túnel, cegado por un relleno duro como el cemento. Al ver sus manos lastimadas, me di cuenta de que había estado utilizando la piqueta junto con los demás hombres.
    —Bueno, querida, haz lo que quieras —dijo, distraído, levantándose de la roca.
    —Por favor, Emerson, no trabajes más. Hace calor y hay mucho polvo ahí dentro, y debe faltar el aire.
    —Sí, sí, Peabody. —Ya estaba a mitad camino, escaleras abajo—. Pronto iré a casa yo también. Sólo quiero ver...
    No oí nada más.
    En otras circunstancias nunca habría abandonado a mi querido y tozudo esposo, pero como esperaba a Enid a las cuatro, era menester partir enseguida. Expliqué la situación a Nefret y a David mientras cruzábamos el gebel camino a casa.
    —¿Quiere que nos quedemos con usted? —preguntó David.
    —No es necesario si no queréis, pero no veo ninguna razón para que no participéis en el debate. Tampoco Ramsés, si tiene a bien llegar a tiempo para el té. Podríais hacer algunas sugerencias útiles.
    —Valoro su confianza, tía Amelia —dijo David, con seriedad.
    Nefret, que había dado por sentado que se le permitiría participar, se limitó a asentir.
    Tuve tiempo de bañarme y cambiarme antes de que llegara Enid. Venía a caballo y su aspecto era mucho mejor que el del día anterior. A pesar de que considero que cabalgar a la amazona es tan incómodo como peligroso, debo confesar que el traje es muy tentador en una dama de figura esbelta y porte elegante. Enid era una excelente amazona; su traje de montar verde oscuro le quedaba bien y sus mejillas estaban coloreadas por el aire fresco y el saludable ejercicio.
    Indiqué a su criado, un viejo conocido, como la mayoría de los guías y que, casi como la mitad de ellos, se llamaba Mohammed, que llevara los caballos al establo y ofrecí a Enid asiento en la galería. Cyrus fue el segundo en aparecer. Apenas había terminado de saludarnos cuando Nefret y David se nos unieron.
    —Bueno —dije— creo que ya podemos ir al grano. Cyrus, usted puede comenzar contándole a Enid y a los chicos su entrevista con la señora Jones.
    —¿No deberíamos esperar a Ramsés? —preguntó Enid—. ¿Y al profesor?
    —Es poco probable que las sugerencias de Emerson sean muy útiles —dije—. Es demasiado... directo para comprender la complejidad de la cuestión. En cuanto a Ramsés, se fue a Deir el Bahri esta mañana, y supongo que ha perdido la noción del tiempo, como le suele suceder. No los esperaremos. Adelante, Cyrus.
    Cyrus se aclaró la garganta. Antes de que pudiera emitir la primera palabra, Enid, cuya mirada se había perdido en el sendero del desierto, exclamó:
    —¡Aquí está! Ya viene.
    Era Ramsés, montado en Risha. Tenía un aspecto notablemente atildado y limpio. Me percaté de que debía haberse demorado para refrescarse, pues todo un día a pleno sol, subido a una escalera contra el muro de un templo, no hace que un individuo luzca su mejor aspecto. Después de desmontar sin la espectacularidad que acostumbraba, entregó las riendas al mozo de cuadra y se unió a nosotros en la galería.
    —Suprimiremos los saludos por esta vez, Ramsés —sostuve, antes de que comenzara la letanía formal de «buenas tardes»—. El señor Vandergelt iba a abrir la reunión.
    Pero Enid le ofreció su mano a Ramsés, y los buenos modales le obligaban a cogerla. Todavía la sostenía, o tal vez era al revés, cuando hice una seña a Cyrus para que comenzara.
    Su pintoresco vocabulario americano otorgó a la narración un extraño encanto, pero fue tan sucinta y exacta como si fuera un producto mío. No obstante, el rostro de Enid mostró signos de impaciencia creciente, y cuando Cyrus mencionó el ofrecimiento de la señora Jones de devolver el buen sentido a Donald, explotó.
    —¡Mentiras! Ella lo hizo caer en la trampa; ¿acaso la araña libera a la mosca que cayó en su red?
    Nefret se abrazó las rodillas y dijo:
    —Parece que usted creyó en ella, señor Vandergelt. ¿Por qué?
    Ramsés habló primero.
    —El egoísmo puro podría explicar su ofrecimiento. Puede que haya tenido problemas con la ley tiempo atrás, pero si es tan inteligente como parece, ha logrado evitar que se presentaran cargos en su contra. En el caso de que el señor Fraser sufra un daño mental o físico severo, podrían arrestarla. En el mejor de los casos, la publicidad adversa tendría un efecto destructivo para su carrera.
    —Justo lo que estaba a punto de decir, mi joven amigo —señaló Cyrus, lanzando a Ramsés una mirada poco amistosa—. Ahora bien, señores, soy un hombre práctico y lo que se requiere aquí es una solución práctica y no un montón de teorías fantasiosas. Podríamos acusar a la señora Jones y quizá encontrar motivos para conseguir su arresto. Pero eso no haría ningún bien al señor Fraser. ¿Qué es más importante, ayudarlo a recuperar su equilibrio mental o encerrar a esa dama?
    Enid se puso rígida.
    —No acierto a comprender lo que quiere decir, señor Vandergelt. ¡Quiero que se castigue a esa mujer por lo que ha hecho! Todo es culpa suya; Donald nunca hubiera creído en esta fantasía si ella no le hubiera envenenado la mente.
    Cyrus no era un hombre que contradijera a una dama, si bien vi que su mandíbula se tensaba. Con su suave acento americano, la tranquilizó:
    —Pienso que es decisión suya, señora Fraser.
    Enid posó su mano sobre aquella cosa peluda que se había subido a su regazo, pero no miró a Sekhmet hasta que ésta no comenzó a ronronear; con una débil sonrisa siguió acariciando a la gata y cuando respondió, su voz nuevamente sonó calma y bien educada.
    —Quizá, señor Vandergelt; pero ya que lo consulté, que consulté a todos ustedes —sus ojos recorrieron el círculo de caras atentas— y ya que ha sido usted tan bueno como para dedicar su tiempo a mis asuntos, al menos debo escuchar sus consejos. ¿Qué propone?
    Excepto David, que mantuvo su acostumbrado modesto silencio, todos tenían una sugerencia.
    —Obligar a la señora Jones a confesar todo al señor Fraser —fue la idea de Nefret.
    —Delante de todos nosotros —añadí—. Seguro que nuestros racionales argumentos, expuestos conjuntamente, le harán corregir su modo de pensar.
    Ramsés frunció los labios y sacudió la cabeza.
    —Seguramente resultará inútil, si no peligroso, montar un ataque directo contra el señor Fraser. Temo que ni siquiera padre podría convencerlo de su error.
    Enid pareció tener objeciones a estas palabras, pero no dijo nada; y Ramsés siguió hablando, en su estilo más pedante:
    —Si usted está en lo correcto en su evaluación de esa señora, señor Vandergelt, lo que no dudo en absoluto, la clave del problema está en ella. Ahora es la única persona a la que Donald escuchará. Es una experta en inventar fantasías inverosímiles; ahora tendrá que inventar una historia que destruya la anterior. ¿Le sería posible, señor, pasar algún tiempo con la señora Jones, estudiando distintas posibilidades?
    La cara arrugada de Cyrus se iluminó con una amplia sonrisa.
    —Ésa es una idea muy astuta, joven. Creo que lo puedo hacer.
    El tiempo pasaba y yo no quería que mi querido Emerson encontrara a Enid en casa. Con el tono que utiliza una anfitriona para indicar que es hora que sus huéspedes se vayan, dije:
    —En el ínterin, Enid, debe tratar con cortesía a la señora Jones y a Donald con mayor comprensión. Sé que no será fácil, pero haga un esfuerzo, querida. Sobre todo, no trate de refutar las creencias de Donald. Ramsés tiene razón; no se le puede convencer con argumentos racionales, no le podemos ayudar de esa forma.
    Enid pilló la indirecta. Se puso de pie, me dio a Sekhmet y dijo, con una sonrisa:
    —Tiene razón, como siempre, Amelia. Haré todo lo posible. Gracias a todos.
    —Acompañaré a la señora Fraser al ferry, madre —Ramsés se puso en pie—. De todas maneras tengo que ir a la dahabiyya; quiero repasar las correcciones que hice esta tarde mientras las tengo en la cabeza, de manera que no vendré a cenar.
    Cuando se fueron, Cyrus cogió uno de sus cigarros, y tras pedir permiso para fumar, se reclinó en la silla y cruzó las piernas.
    —Ese hijo suyo llegará a ser tan astuto e ingenioso como usted, señora Amelia —dijo, con una sonrisa que convirtió sus palabras en un cumplido—. Me hubiera sentido obligado a escoltar yo mismo a la dama si él no se hubiera ofrecido, pero se dio cuenta de que queríamos hablar más tiempo.
    En mi interior dudaba de que ese hubiera sido el verdadero motivo de la caballerosidad de Ramsés. No imaginaba cuál podría haber sido el verdadero motivo, pero Nefret tenía el ceño fruncido y David un aspecto más culpable de lo habitual.
    —¿Qué pensáis de la conducta de Enid? —pregunté.
    —Lo mismo que usted, me parece. La señora protestó demasiado. Pero, ¿por qué?
    En realidad, yo estaba comenzando a pensar que sabía por qué, pero aun si hubiera estado segura, era un asunto que no podía discutir abiertamente con Cyrus.
    —Las mujeres son criaturas demasiado estrictas —dije—. No me incluyo a mí, por supuesto, pero hemos sido educadas para aceptar la culpa por todo lo que no funciona en un matrimonio.
    —Le dejaré a la señora Fraser a usted, entonces —dijo Cyrus, apagando el cigarro—. Si alguien puede convencer a la señora de que no es culpable, ésa es us-ted, Amelia. Sin embargo, el joven Ramsés tiene razón. La señora Jones es la persona con mayores probabilidades de encontrar una solución. Creo que me daré el placer de mantener una conversación con esa dama.
    —¿Cómo lo conseguirá? —pregunté.
    —Iré a Luxor esta noche y la invitaré a cenar —dijo Cyrus, afable—. No tiene sentido encontrarme con ella a escondidas de Fraser; ¿qué hay de malo en que un soltero de buenas maneras invite a una señora viuda a cenar con él en un lugar público?
    —Bien pensado, Cyrus —respondí—. Es muy amable por su parte dedicar tanto tiempo a este asunto.
    —En absoluto —Cyrus se puso de pie y cogió su sombrero—. Le haré saber lo que ocurra. Espero que no se haya olvidado de mi pequeña velada de mañana.
    Me había olvidado, a pesar de que la invitación estaba entre los mensajes que nos esperaban. Los residentes y visitantes extranjeros guardaban el sábado cristiano como día de descanso y para las prácticas religiosas, pero no tan estrictamente como en mi juventud; ahora no se ponían objeciones a los acontecimientos sociales respetables y los de Cyrus siempre lo eran. Le aseguré que estaríamos allí. Emerson protestaría, por supuesto, pero no dudaba de poder convencerlo.
    Habíamos terminado de tomar el té cuando apareció Emerson. Emití una exclamación de consternación.
    —¡Cielo santo, cariño, qué sucio estás!
    —El lugar se vuelve más sucio y más caluroso a medida que avanzamos —dijo Emerson, feliz.
    —¿Habéis encontrado algo?
    —Fragmentos de momias varias y sus envolturas respectivas. —Comenzó a desabrocharse la camisa mientras se dirigía a casa—. Estaré con vosotros en un momento; no te preocupes por el té, Peabody, tomaré contigo un whisky con soda cuando me haya bañado.
    Estaba tan excitado con su aburrida tumba que, por un rato, no pudo hablar de otra cosa.
    —El pasillo no está completamente obturado en todas las secciones. Selim pudo arrastrarse por encima del relleno unos diez metros; no pudo seguir más allá, pero el pasillo continúa...
    Hasta que no se relajó no se dio cuenta de que Ramsés no estaba. En respuesta a su pregunta, le expliqué que el muchacho quería pasar la noche trabajando en sus textos. Emerson manifestó su aprobación.
    —Fue una decisión sensata la de quedarse en la dahabiyya, donde hay menos distracciones. La tarea que ha emprendido significará una contribución importante en su campo, y me alegra ver que se toma su trabajo tan en serio, te dije que sentaría la cabeza, Peabody.
    —¿De veras?
    Una sonrisa evocadora curvó los bellos labios de Emerson.
    —Bueno, hubo momentos en que pensé que eso nunca ocurriría. ¿Recuerdas la noche en que robó el león? ¿Y esa vez en Londres cuando se disfrazó de mendigo y mordió al policía que le ordenó que circulara?
    —Preferiría no recordarlo, Emerson.
    —Te volvía loca, cariño —dijo mi marido afectuosamente—. Pero puedes sentirte orgullosa de los resultados de tus incesantes esfuerzos. Ramsés se ha convertido en un joven responsable y serio y en un egiptólogo de primera categoría.
    David se levantó de un salto.
    —Discúlpenme. Le prometí a Ramsés que iría...
    —No, no, muchacho —dijo Emerson, con amabilidad y firmeza a la vez—. Ramsés adelantará más si está solo. Quiero que ayudes a Nefret a revelar unas placas esta noche.
    —Sí, señor.
    David miró a Nefret que se inclinó hacia delante, con los ojos brillantes.
    —Cuéntenme lo del león.
    Se suele decir que el tiempo cura todas las heridas y hace más llevaderos los recuerdos dolorosos. Así sucedió con mis recuerdos de la infancia de Ramsés. Nefret había oído algunas de sus aventuras, pero no todas; Emerson se las contó con entusiasmo y la hizo reír durante toda la cena. Ahora pienso en que algunas de esas travesuras eran bastante cómicas, pero en su momento, naturalmente, no me lo parecieron.
    Después de que los jóvenes se fueran al cuarto oscuro, nos acomodamos en el salón y Emerson sacó la pipa.
    —Ahora podemos hablar con libertad —dije.
    —¿Sobre qué?
    —Oh, Emerson, no seas tan irritante. Tú dijiste anoche que teníamos el deber de investigar la muerte de la señora Bellingham.
    —Y tú —dijo mi marido, con una mirada severa— prometiste que dejarías a los chicos al margen del problema. ¿Qué es eso que he oído de que Enid Fraser estuvo aquí esta tarde?
    —Eso es algo totalmente distinto.
    —¿Lo es? —Emerson prendió una cerilla.
    Parece que es muy difícil manejar una pipa. Siempre lleva un tiempo que comience a funcionar. Cuando la encendió, yo había considerado rápidamente las implicaciones de su enigmática pregunta y elegido una respuesta.
    —¿De manera que se te ocurrió a ti también, verdad?
    —Podría afirmar —dijo Emerson, echando bocanadas de humo— que no se te había ocurrido a ti hasta este momento, si no conociera la fertilidad de tu imaginación. Es una idea estrafalaria y fantasiosa, Peabody.
    —Una vez que se han eliminado las probables, las que quedan, aunque imposibles...
    —Sí, sí, lo sé —dijo Emerson con impaciencia—. Pero ésta es en verdad imposible. La señora Jones no ha tenido nada que ver en la momificación y el traslado del cuerpo de la señora Bellingham. Es la primera vez que viene a Egipto.
    —Sólo tenemos su palabra.
    —La comunidad europea, en especial en Luxor, es pequeña y sus miembros se conocen bien. Alguien la recordaría.
    —No he estudiado ese aspecto tan exhaustivamente como debería —dije, pensativa—. Lo haré. La mayoría de los miembros de esa comunidad estarán en la velada de Cyrus de mañana.
    Las protestas de Emerson, que no quería asistir, fueron menos ruidosas que de costumbre; admitió la necesidad de investigar y reconoció que sería una buena oportunidad para hacerlo.
    —Sin embargo, se trata de una cuestión formal —dijo—. Considera las otras dificultades. La preparación del cuerpo y su colocación en la tumba requieren conocimientos especializados; tampoco la señora Jones podía haber previsto hace cinco años que necesitaría una momia en este momento.
    —No seas tan exageradamente pedante y metódico, Emerson. No creo ni por un segundo que la señora Jones haya tenido algo que ver con la muerte de la señora Bellingham. El descubrimiento del cuerpo es un asunto totalmente diferente. Supongamos...
    —¡Claro que sí! —dijo Emerson, serio—. Las suposiciones son la base de la investigación criminal.
    —Hagamos teoría, entonces. La señora Jones se dedica al tema del espiritismo desde hace algún tiempo, y uno de sus aparecidos es una princesa egipcia. A diferencia de otros de sus colegas, se ha tomado el trabajo de aprender algo de egiptología, su conversación con nosotros en El Cairo lo demostró. Suponiendo que se encontrara con el verdadero asesino...
    Emerson, por favor, deja de sonreír de esa forma tan irritante. Las coincidencias se suelen dar y la gente suele hacer confesiones imprudentes, en especial bajo condiciones de tensión emocional, como las que se dan en una séance. Sólo permíteme, por un momento, formular la hipótesis de que la señora Jones tenía una momia a su disposición. Si apareciera, sería la prueba final para Donald de que sus poderes eran genuinos. Te das cuenta de lo que significa, ¿verdad? Si las pistas que recibimos y que nos dirigieron a la tumba provienen de la señora Jones, el asesino quizá no esté en Egipto. Puede que haya huido a la Antártida profunda o a los bosques de las Montañas Rocosas.
    Emerson se quitó la pipa de la boca.
    —Has pasado del «supongo» al «puede ser», para llegar a una afirmación de los hechos, Peabody. Todavía creo que se trata de una idea descabellada. Pese a ello, hay un punto interesante. El asesino no tiene por qué ser necesariamente la misma persona que nos dirigió a la tumba.
    —Sin embargo, has pasado algo por alto. Yo también —admití—. Los ataques contra Dolly Bellingham.
    —Sólo tenemos seguridad de que se cometió uno —señaló Emerson—. Admito que es algo inusual, casi sin precedentes, que se ataque a un turista extranjero, pero podría suceder. El abandono de sus sirvientes se podría deber a causas puramente naturales.
    —Tenemos que averiguar más acerca de esos abandonos.
    —Lo dejaré en tus manos, Peabody. No puedo soportar a esa muchacha. Es una tonta de risa falsa y ya sabes lo que siento por ese tipo de personas.
    —Muy bien. También interrogaré al coronel Bellingham. Necesitamos una descripción de Scudder: su educación, su apariencia física, sus hábitos. Y Abdullah...
    Me contuve. Emerson dibujó otra de esas sonrisas irritantes.
    —Sí, Abdullah. Tuviste una buena idea, Peabody. La misma que yo.
    —Siempre dices lo mismo.
    —Como tú.
    —De manera que Abdullah lo confesó todo.
    —Claro que sí. Sin duda te confesará mañana que yo lo induje a que traicionara tu confianza. Creo que el viejo pillo disfruta al ponernos el uno contra el otro.
    —Dejémoslo que disfrute de su juego entonces. Puede sernos de mucha ayuda.
    —Con toda certeza —Emerson se levantó y se estiró—. Saquemos a los chicos del cuarto oscuro y mandémoslos a la cama. Somos unos padres afortunados, Peabody; David y Nefret trabajan en el cuarto oscuro, y Ramsés en la dahabiyya. Espero que el pobre no se quede hasta muy tarde forzando la vista sobre esos textos.


    Capítulo 8
    No era una acción muy caballerosa, pero la alternativa hubiera resultado menos aceptable.

    Mi sugerencia de que al día siguiente asistiéramos a los servicios religiosos fue recibida con un rotundo rechazo. Con su franqueza habitual, Emerson resumió el sentir general cuando comentó:
    —No seas absurda, Peabody —y pidió otro huevo.
    Sus manos, morenas y callosas, tenían marcas de innumerables rasguños y moratones. Me acordé de que debía hacerle una cura con esparadrapo, aunque sabía que no tardaría en caerse.
    Ramsés tenía ojeras por la falta de sueño, y cuando le acusé de quedarse hasta muy tarde leyendo sus textos admitió que se había ido a la cama a las dos de la mañana. La aparición de Nefret interrumpió mi regañina maternal. También ella presentaba señales de cansancio en su conducta y su aspecto. En lugar de saludarnos con sonrisas frescas y abrazos afectuosos, cayó pesadamente sobre la silla y estiró el brazo hacia las tostadas.
    —Tú tampoco pareces haber dormido bien —comenté—. ¿Tuviste otra de tus pesadillas?
    —Sí —dijo Nefret, lacónica.
    No tenía ese tipo de sueños con mucha frecuencia, pero cuando aparecían eran tan perturbadores que le resultaba difícil volver a dormirse. Yo suponía que los causaban recuerdos infantiles; las experiencias de la pobre muchacha en el oasis de Nubia habían sido lo suficientemente dolorosas como para proporcionar material para una vida entera de pesadillas. Nefret afirmaba que, al despertar, nunca podía recordarlas, a pesar de que yo había intentado, con paciencia y tacto, hacer que me las contara. Tenía la seguridad de que si lo hacía, dejaría de tener pesadillas.
    —Oh, querida —dije cariñosamente—. Tenía la esperanza de que fueran desapareciendo.
    —Dudo que eso ocurra —dijo Nefret, y añadió—. Ramsés, ven a la galería conmigo.
    El muchacho se levantó, obediente. Nefret tomó el trozo de pan que él había dejado en su plato y se lo tiró.
    —Cómetelo —le espetó, y ambos salieron.
    David se levantó inmediatamente y los siguió. No pregunté en qué andaban metidos, pues creo que los chicos tienen derecho a mantener sus secretos. Los tres eran muy buenos camaradas, siempre estaban comentando una cosa u otra entre ellos.
    Emerson estaba impaciente por ir al Valle, ya que, como comentó agriamente, se vería obligado a suspender temprano el trabajo para asistir a una maldita fiesta. En realidad, como creo haber dicho ya, muchos arqueólogos dejan de trabajar poco después del mediodía, no sólo a causa del calor, sino porque otras tareas exigen su atención. Según las normas del mismo Emerson, hacer unas buenas anotaciones diarias era tan importante como la propia excavación. Además, las «malditas» fiestas no eran, en mi opinión, una frivolidad innecesaria. Es menester que las mentes brillantes disfruten de períodos de descanso, y las conversaciones profesionales que se mantenían en tales eventos sociales podían resultar muy esclarecedoras. Se lo había dicho a Emerson miles de veces, de manera que no me molesté en repetirlo en esa ocasión.
    Partimos poco después de las seis.
    El trabajo se desarrolló con más lentitud que el día anterior. Los hombres estaban obligados a usar piquetas para sacar los escombros, y en algunas secciones sólo un ojo experimentado podría distinguir entre el relleno endurecido y la pared de roca. Ramsés descendió a echar un vistazo. Lo que vio obviamente no le animó a que-darse. Se fue, y yo aproveché para charlar con Abdullah.
    Todavía no tenía nada que informar.
    —En estos asuntos hay que ir lentamente, Sitt. Se sabe que gozo de su confianza y de la del Padre de las Maldiciones; un ladrón no confiesa su robo al Mudir. Pero he pensado en otra cosa.
    —¿Sí, Abdullah?
    —La temporada pasada, el inspector (como llamaba a Howard Carter) exploró este wadi en busca de tumbas para los ricos americanos. Sus hombres limpiaron esa zona a nivel del suelo. —Con un gesto indicó el acantilado opuesto y la entrada abierta de la tumba Diecinueve—. Allí, en el patio de la tumba del príncipe encontró otra pequeña tumba con dos momias. Quizá uno de los hombres que trabajaron para él descubrió nuestra tumba.
    De repente recordé al trabajador con el que nos habíamos cruzado al salir del wadi el día en que localizamos la tumba, gracias en gran medida a la señal que alguien había dejado para nosotros. Llevaba una cesta con la que ocultaba su rostro, y Nefret había hecho un comentario inocente sobre su prisa un poco extraña.
    —¡Santo Dios! —exclamé—. ¡Abdullah, amigo mío, creo que has acertado! El asesino de la señora Bellingham debe haber vivido todos estos años disfrazado de egipcio. Necesitaría trabajar para ganarse la vida; lo más probable es que buscara empleo con uno de los arqueólogos de Luxor. El descubrimiento de la tumba podría haberlo hecho solo, y los hombres de Gurneh no tendrían por qué saber nada.
    —Puede ser así, Sitt —Emerson lo llamó con un grito. Se puso de pie con alguna dificultad—. Seguiré preguntando en Gurneh.
    Cuanto más pensaba en ello, más convencida estaba de que Abdullah había dado con una productiva línea de investigación, y me reprendí a mí misma por haber menospreciado la presencia de aquel tímido trabajador. Pero, para ser del todo objetiva, había tenido muchas otras cosas en las que pensar... y todavía las tenía.
    Con rapidez repasé la lista de cosas pendientes.
    La delegación de tareas es la característica del buen administrador. Yo había supuesto que podía confiar la señora Jones a Cyrus, pero empezaba a cuestionármelo. Bajo los rasgos duros y el cuerpo fornido de Cyrus se escondía el corazón de un muchacho romántico, al menos en lo que a las mujeres se refiere. Parecía estar fascinado por la señora Jones. ¿Podía confiar en que se resistiría a sus maquinaciones femeninas?
    No tenía ninguna seguridad de que lo hiciera.
    A todas luces, Emerson era la persona adecuada para tratar con las autoridades todo lo concerniente a la señora Bellingham, con su reputación y su magnífica presencia podría obtener la colaboración hasta del más pretencioso funcionario inglés. Pero, ¿sería capaz de hacer las preguntas correctas? ¿Se aburriría? ¿Se impacientaría con la investigación y la abandonaría? Y lo que era más importante: ¿me contaría lo que había averiguado, lo discutiría conmigo, aceptaría mis sugerencias sobre los futuros pasos a seguir?
    Estaba casi segura de que no sería así.
    De manera que, como siempre, me hice cargo de todo.
    Siguiendo mi costumbre, había hecho levantar un pequeño refugio de lona para tener un lugar con sombra donde descansar y beber un refresco. Siempre me aseguraba de contar con té frío y agua para lavarnos; el consumo abundante de agua no es un lujo en este clima, sino una necesidad. Sentada, con las piernas cruzadas sobre una manta, Nefret escribía afanosamente en su cuaderno. Sospechaba que llevaba un diario íntimo, como yo, pero nunca se lo había preguntado ni tampoco había fisgoneado en el cuaderno (tenía un forro de cuero rojo oscuro inconfundible, de modo que seguramente lo hubiese reconocido si ella lo hubiera dejado por ahí). Por supuesto que no tenía ninguna intención de leerlo, ni siquiera en el caso de encontrarlo accidentalmente,
    Al verla felizmente ocupada, saqué mi diario de excavación y comencé una lista detallada de «Preguntas a contestar» y «Qué hacer con ellas». He probado varios métodos de organizar mis ideas en los casos de investigaciones criminales y he comprobado que éste es el más útil. La lista era muy larga, lo que me descorazonaba, pero había un aspecto alentador. Muchos de los individuos a los que quería interrogar estarían en la velada de Cyrus.
    Esa mañana la suerte estaba de mi parte. Apenas había terminado mi lista, cuando oí pasos que se acercaban y levanté la vista al ver que se aproximaban unas personas. Dos eran egipcios, con los turbantes y las usuales galabiyyas. El tercero vestía un traje de franela y un sombrero de paja, que se quitó al verme.
    —¿Señora Emerson? Mi nombre es Gordon, del consulado americano de El Cairo. Me dijeron que su marido estaría aquí.
    —Encantada —le presenté a Nefret, que hizo un cortés movimiento con la cabeza y siguió escribiendo—. Supongo, señor Gordon, que ha venido por lo de la señora Bellingham.
    —Sí, señora. Si pudiera hablar con el profesor Emerson...
    —Enviaré a alguien a decirle que usted está aquí. Siéntese, señor Gordon, y tome una taza de té.
    —Gracias, señora, pero tengo algo de prisa, y el profesor...
    —Será mejor que se siente. Emerson vendrá cuando le parezca.
    —¿Está allí abajo? —El señor Gordon sacó un pañuelo y se limpió de sudor el rostro enrojecido. Tenía un cierto sobrepeso y ya no estaba en la flor de la juventud; un flequillo color arena enmarcaba su incipiente calva.
    —Sí. Póngase el sombrero, señor Gordon, o se quemará. La coronilla es un lugar muy sensible.
    El señor Gordon volvió a ponerse el sombrero y tomó asiento en el lugar que le indiqué.
    —Soy nuevo en esta ciudad, señora Emerson, pero he oído hablar de usted. ¿Puedo decirle que está a la altura de su reputación? Se lo digo como un cumplido, señora.
    —Gracias —respondí—. ¿Por qué Lord Cromer le envió a usted en lugar de a un oficial de policía?
    —Supongo que el profesor me hará las mismas preguntas, señora. ¿Por qué no esperamos que llegue para no tener que repetirme?
    El rostro redondo y rosado del señor Gordon parecía el de un amistoso cochinillo. Los cerdos son animales famosos por su tozudez, y los ojos pequeños y hundidos del caballero mostraban un destello que me indicaba que discutir con él sería perder el tiempo.
    —Muy sensato —admití—. Le llamaré.
    Descendí los escalones y lancé un grito hacia el túnel.
    —Un caballero de El Cairo que quiere verte, Emerson.
    La respuesta retumbó en las paredes de piedra.
    —Hazlo bajar.
    —No seas absurdo, Emerson. Sal enseguida.
    La única respuesta fue una palabrota altisonante. Me volví hacia el señor Gordon.
    —Le pido disculpas en nombre de mi marido, señor Gordon. No le gusta que le interrumpan cuando está trabajando.
    —Es lo que me dijeron en Luxor. Es la razón por la que he venido hasta aquí, en lugar de pedirle que me visitara en mi hotel, pero nunca imaginé que tendría que entrevistarlo dentro de una tumba. ¿Tengo que ir ahí abajo?
    —No se lo aconsejaría —dije, observando el elegante traje de franela y la cara congestionada del señor Gordon. Estará aquí en un momento.
    Unos minutos después, Emerson vino subiendo a saltos los escalones. El señor Gordon retrocedió cuando la extraña figura se dirigió hacia él; Emerson se había desnudado hasta la cintura, y su piel al descubierto tenía el mismo color de sus botas y pantalones: el color del barro, para ser exacta. Su pelo, gris de polvo, se pe-gaba a su cabeza en húmedas ondas. Traía con él un desagradable olor, que identifiqué como olor de murciélago. El señor Gordon probablemente no lo identifi-có, pero no le gustó nada. Cuando frunció la nariz, se incrementó su parecido con un porcino.
    Tomando la jarra de agua que le ofrecía, Emerson se la echó en la cabeza, se sacudió como un perro enorme, se sentó en el suelo y miró fijamente al señor Gordon.
    —La primera vez que la tumba atrajo mi atención fue cuando... Vamos, hombre, saque su cuaderno de notas y escriba. No lo diré más que una vez. Tengo trabajo que hacer.
    —Cuida tus modales, Emerson —dije—. Éste es el señor Gordon, el vicecónsul americano. Ha hecho todo este camino en deferencia hacia ti y... ¡No! ¡No se den la mano!
    El señor Gordon sacó papel y útiles de escritura, y Emerson prosiguió con su relato, que terminó con una descripción de la tétrica ceremonia de la desenvoltura de la momia.
    —Nos detuvimos tan pronto como estuvimos seguros de la identificación —dijo virtuosamente—. Ya conoce el resto. ¿Quiere hacerme alguna pregunta?
    El señor Gordon había recuperado su aplomo, considerablemente minado por la aparición de Emerson.
    —Creo que no, señor —dijo con lentitud—. He hablado con el afligido esposo y con el doctor Willoughby.
    —Si eso es todo, vuelvo al trabajo —dijo Emerson, y se puso en pie.
    —Desde luego, profesor. Tengo que agradecerle su relato tan bien hilado. Señora Emerson, ¿tiene algo que añadir?
    —Sólo unas pocas preguntas, si me permite.
    Abruptamente, Emerson se sentó de nuevo.
    Repetí la pregunta que había hecho en un principio, y el señor Gordon explicó que, ya que las personas involucradas eran todas de nacionalidad americana, Lord Cromer había pensado que era mejor que fuera un funcionario americano quien se hiciera cargo del caso. Mi siguiente pregunta, «¿Qué pasos ha tomado con el fin de atrapar al asesino?», recibió una respuesta menos satisfactoria.
    —La investigación está en curso, señora Emerson.
    Reconocí la típica actitud de un funcionario de mente estrecha. Casi todos los oficiales de policía y los investigadores con los que me he encontrado asumen la postura de que no se debe alentar a las mujeres para que presten ayuda.
    —Le vendría bien consultarme, señor Gordon —dije.
    —No, de ninguna manera —intervino Emerson, saliendo de su abstracción.
    —¿Ha visto el cuerpo? —inquirí.
    Un estremecimiento recorrió los carrillos del señor Gordon.
    —Sí, señora. Me he encontrado con espectáculos desagradables en el curso de mis tareas, pero ninguno me ha afectado tanto como ése. Me sentí obligado a echarle un vistazo, ya que esta noche debo regresar a El Cairo, y el coronel Bellingham quiere celebrar el funeral el martes.
    —¡Qué! —grité—. ¿Tan pronto? No habrá tiempo para hacerle la autopsia.
    —El Coronel se ha negado. Dijo que la pobre señora ya había sido suficientemente... violada, es la palabra que utilizó. Quiere darle el descanso definitivo tan pronto como sea posible.
    Miré a Emerson. Había dejado de farfullar y de observarme indignado:
    —¿Piensa que es sensato —preguntó, acariciándose la barbilla—, señor Gorgon?
    —Gordon —dijo el americano, muy tieso—. No veo ninguna razón para exacerbar la pena del Coronel con una demora innecesaria, profesor. Hemos obtenido de los restos de la pobre señora todos los datos posibles.
    —Tonterías —exclamé—. ¿Pasaron una sonda por la herida para conocer la profundidad y el ángulo de entrada? ¿Extrajeron un trozo de piel con el fin de hacer pruebas que determinen qué sustancia se utilizó para preservar el cuerpo?
    —¡Señora Emerson, por favor! —El señor Gordon se puso de pie. Su rostro había pasado del rosa a un castaño pálido—. Me parece que no debe asombrarme escuchar de usted preguntas de ese tipo, ¿pero es que no tiene ninguna consideración hacia esa joven?
    Hizo un ademán hacia Nefret, quien le sonrió con sus enormes e inocentes ojos azules.
    —Yo estuve presente cuando examinaron el cuerpo, señor Gordon. También debería inspeccionar las uñas de los dedos. Están un poco sueltas, pero...
    El señor Gordon no se entretuvo, ni siquiera para darnos las gracias como convenía. Huyó mascullando incoherencias.
    —Aja —murmuró Emerson.
    —Aja de verdad —acepté—. Su negativa a seguir correctamente los procedimientos es inadmisible. Tenemos que echarle otro vistazo al cuerpo, Emerson.
    Emerson lanzó un gruñido.
    —Peabody, no puedo discutir ese asunto ahora. La galería ha dado una vuelta hacia el norte, todavía desciende y el aire se está poniendo insoportable. Cómo diablos entraron ahí los malditos murciélagos es algo que no acabo de entender, ya que nosotros tuvimos que horadar tres metros de roca, pero ellos obviamente entraron en algún momento, porque no sólo dejaron una espesa capa de murcielaguina, sino también cientos de esqueletos.
    Después de comer, Emerson condescendió a prescindir de mí y de los chicos, ya que de todos modos no estábamos haciendo nada útil. Conseguí que se pusiera los guantes, aun sabiendo que se los quitaría tan pronto como estuviera fuera de mi vista. Luego le pregunté a Abdullah si llevaba con él su reloj; asintió y lo sacó de entre los pliegues de su túnica. Era un gran reloj de oro con su nombre grabado en inglés y en árabe. Se lo habíamos regalado el año anterior, y estaba muy orgulloso de él.
    —Bien —dije—. Encárgate de que Emerson deje de trabajar a las tres y tráelo de vuelta a casa.
    Abdullah pareció vacilar.
    —Haré lo que pueda, Sitt Hakim.
    —Sé que lo harás —le di una palmada en el hombro. En realidad, yo no estaba muy segura de que Abdullah pudiera decirme la hora que marcaba su reloj; y nunca quise herir su dignidad preguntándoselo. Sin embargo, podía interpretar el paso del sol casi con la misma exactitud.
    Cuando llegamos a casa, David preguntó (siempre preguntaba en lugar de anunciar sus intenciones, como lo hubiera hecho Ramsés) si podía dar un paseo a caballo. Nefret declaró que si el muchacho esperaba hasta que le hiciera una visita a Teti, ella le acompañaría. Puesto que me venía bien para mis planes, estuve de acuerdo y les advertí que volvieran con tiempo para cambiarse para la velada.
    —Podríais ir hasta Deir el Bahri y traer con vosotros a Ramsés —añadí—. Si no, seguirá trabajando hasta la noche.
    Nefret dijo que eso era precisamente lo que pensaban hacer.
    En cuanto partieron, me dirigí al cuarto de los chicos a juntar la ropa sucia. El lunes era el día de la colada, y si les dejaba aquella tarea a ellos, no la harían hasta el último minuto.
    Admitiré, en las páginas de este diario íntimo, que puede que mi motivación no fuera tan inocente y legítima como sugiere esa afirmación. Había estado de acuerdo en dejar que Emerson se ocupara de Ramsés y David, aun cuando sospechaba que sus conceptos sobre lo que era una conducta apropiada en los jóvenes no coincidían con los míos. Sin embargo, no fue una violación consciente de ese acuerdo lo que me llevó a inspeccionar las habitaciones de los chicos. Creo firmemente en el subconsciente, y no dudo de que una intranquilidad subyacente me impulsó a esa acción; no era tan fuerte como una sospecha, sólo la sensación de que alguien estaba tramando algo.
    El espectáculo del cuarto de David provocó una sonrisa en mis labios. Uno podría haber esperado que fuera el más ordenado de los dos, pero tenía el cómodo hábito masculino de dejar todo tirado: ropas, libros y periódicos. Sus materiales de dibujo cubrían todas las superficies planas, excepto la parte superior de su escritorio. En él, desplegadas con esmero, se veían varias fotografías, algunas enmarcadas, otras sujetas con chinchetas al marco del espejo; eran caras de personas que yo conocía y amaba, y me permití unos minutos de tierna contemplación.
    La foto de Evelyn estaba en un marco que había hecho el propio David. A su alrededor se enroscaban flores y hojas de vid, talladas con infinita delicadeza. Evelyn lucía adorable, pero un poco tiesa, como sucede en esas fotos de poses. Las imágenes tomadas por Nefret el verano anterior con su pequeña Kodak eran más de mi gusto. Raddie, el hijo mayor de Evelyn, que se llamaba igual que mi marido, era un joven muy apuesto, con los rasgos suaves de su padre y la sonrisa dulce de su madre. Aquel año había ido a Oxford. Los mellizos, Johnny y Davie, eran unos payasos natos y se sentían tan unidos como por lo general sucede con los mellizos. Cuando los fotografiaban, siempre buscaban una pose cómica, en este caso, un ídolo hindú viviente, con un cuerpo, ocho extremidades y dos cabezas, ambas sonrientes.
    Había una fotografía especialmente bonita de la hija mayor de Evelyn, que llevaba mi nombre. Amelia tenía..., tuve que detenerme a calcular, catorce años. ¡Por suerte para ella, no se parecía a mí en absoluto! (Naturalmente, no había razones por las que tuviera que parecerse; era una de mis pequeñas bromas que siempre hacían reír a Amelia; decía que estaría encantada de cambiar sus rizos rubios y ojos azules por mi espeso pelo negro y mi barbilla algo prominente. Era una mentira, pero piadosa.)
    La visión de estos rostros queridos, tan queridos también para David, me hizo sentir, sólo ligeramente, avergonzada por mi intrusión. Dejando las prendas arrugadas sobre el suelo, la cama y la mesa, salí y cerré la puerta con cuidado.
    El cuarto de Ramsés estaba tan desnudo como la celda de un monje e igualmente desprovista de información. Había dejado la mayoría de sus posesiones personales a bordo del barco. La única carpeta que estaba sobre su escritorio contenía fotografías de un manuscrito hierático, junto con su transliteración y traducción parcial. Parecía que tenía algo que ver con los sueños, y recordé lo que había dicho sobre el significado de soñar con un gato. Sin embargo, no me detuve a leer la traducción, ya que no quería modificar el orden de las páginas.
    Los libros que Ramsés había traído, formaban una colección interesante y ecléctica, que iba desde un sesudo estudio de las formas verbales egipcias a un thriller recientemente publicado. Sabía que tenía debilidad por este género, pero me desconcertó un poco encontrar escondidos varios delgados volúmenes de poesía, que estaban detrás de Manners and Customs of the Ancient Egyptíans de Wilkinson.
    Siempre he considerado que la poesía resulta demasiado excitante para las mentes jóvenes. Aquellos poemas eran todavía peores, porque estaban en francés, un idioma que Ramsés leía con tanta fluidez como la mayoría de las lenguas. Después de considerar el asunto, los volví a poner en su escondite. Quise pensar que habría escritores más perturbadores que Baudelaire y Rostand.
    Esos estarían bajo el colchón. No los busqué, ni abrí los cajones de su tocador. No había fotografías en la parte superior.

    * * *

    Los chicos estuvieron fuera bastante tiempo. Emerson se estaba bañando y yo había salido a la galería, donde caminaba de un lado a otro con impaciencia, cuando los vi llegar.
    —¿Por qué habéis tardado tanto? —pregunté.
    —Le pido disculpas, madre —dijo Ramsés, que ayudaba a Nefret a desmontar—. El retraso ha sido culpa mía.
    —Es lo que suponía. Bueno, daos prisa y cambiaos. Vamos a cenar con Cyrus, para que pueda contarnos su conversación con la señora Jones antes de que lleguen los demás.
    Cyrus mandó su birlocho a buscarnos, de manera que Nefret y yo nos pudimos engalanar para el acontecimiento. Como yo comprendía el rechazo de Nefret hacia las prendas femeninas rígidas y apretadas, había permitido que la mayoría de sus vestidos se confeccionaran sin ballenas ni canesús ajustados al cuerpo, si bien me llevó mucho tiempo encontrar una modista que tuviera suficiente imaginación como para alejarse de los modelos en boga. La silueta delgada y atlética de Nefret no requería ni apreciaba la limitación de los corsés, y después de haber desgarrado las costuras de las mangas de dos blusas, por sus gestos enfáticos, se hizo evidente que también necesitaba más tela en los brazos. Su traje de noche, que ocupaba la segunda posición en importancia entre los que poseía, estaba confeccionado en muselina de seda amarillo pálido, con un escote recatado. Yo iba de carmesí, como más me gusta, pues es el color favorito de Emerson, que se dignó decirme que me sentaba bien. Ramsés insistió en sentarse al lado del cochero, y partimos por todo lo alto, detrás del par de caballos grises de Cyrus.
    Estaba tan familiarizada con el Castillo como con las habitaciones de mi propia casa, ya que habíamos pernoctado allí en incontables ocasiones. Era una mansión mucho más lujosa que nuestro humilde hogar, amurallada como una fortaleza y provista de todos los inconvenientes modernos, como los llamaba Emerson. Es cierto que la electricidad que Cyrus había instalado el año anterior fallaba de vez en cuando, pero había lámparas de aceite en cada cuarto, y de todas formas Cyrus prefería la luz de las velas para cenar.
    Cuando estábamos sentados a la mesa y el suave resplandor de las velas se reflejaba en el cristal y la plata, Cyrus comenzó su relato.
    —El señor Fraser no se sintió muy complacido con la idea de raptar a la dama. Quiso saber por qué no cenábamos con él y con su mujer; me preguntó dónde íbamos y a qué hora estaríamos de regreso. Suponía que, en cualquier momento, me preguntaría si mis intenciones eran honradas.
    —Estoy segura de que usted no quiere dar una falsa impresión, Cyrus —dije— desde luego no sugiere que el señor Fraser estaba... bueno... celoso.
    —No, señora —respondió rápidamente Cyrus—. Al menos..., no en ese sentido. Pero es cierto que quiere reservarse los poderes de esa dama para él solo. Piensa que nadie más que ella puede llevarlo hasta su princesa.
    —¿Qué diablos cree que va a hacer con ella una vez que la encuentre? —preguntó Emerson.
    —Emerson, tienes una manera tan... grosera de decir las cosas —protesté.
    —La pregunta es completamente inocente, querida. Si quieres interpretarla...
    —¡No importa, Emerson! —Sonriente, mi marido siguió tomando la sopa y yo continué—: Dudo que Donald haya hecho planes con tanta anticipación.
    —Sin embargo, así es —dijo Cyrus, muy serio—. La va a revivir.
    —¿Qué? —exclamé.
    —Sólo el Señor sabe de dónde ha sacado esa idea, Amelia. Katherine... la señora Jones, quiero decir, jura que nunca le sugirió tal cosa. Ahora, amigos, dejen de hacerme preguntas y permítanme que les cuente lo que me dijo, a la larga nos ahorrará tiempo.
    Habló con franqueza y naturalidad acerca de sus métodos, y créanme, damas y caballeros, están cuidadosamente planeados para que no le den problemas con la justicia. No cobra por sus servicios; en su salón hay un hermoso cuenco de cobre sobre una mesa, y si la gente quiere dejar dinero allí, es cosa suya. No es tan estúpida como para hacer promesas que no pueda cumplir. Se trata de la vaga charlatanería habitual acerca de cuan feliz es el tío Henry en el otro mundo, y de cómo espera la abuelita que todos se amen y se traten bien.
    La conexión egipcia es su caballo de batalla. Como es de suponer, se ha tomado la molestia de estudiar el tema, de manera que sus clientes no la pillen cometiendo errores estúpidos, como inventar nombres que no fueran egipcios, o embrollarse con las dinastías. El asunto de la reencarnación es muy popular. ¿A qué mujer no le gusta saber que fue la favorita del faraón en otra vida? ¿O, en el caso de un hombre, que fue un faraón? Una vez que las víctimas han escuchado alguna historia fantasiosa acerca de su belleza fatal o de su valor en la guerra, se van a casa sintiéndose más conformes con sus aburridas vidas. La señora Jones tiene un gran talento para la invención. Le dije que debería escribir novelas para ganarse la vida.
    Los camareros, bien entrenados y silenciosos, se habían llevado los platos de la sopa y servido el plato principal. Cyrus hizo una pausa para beber un trago de vino y yo dije:
    —¿De manera que fue así cómo empezó todo en el caso de Donald? ¿Quién le dijo que había sido en otra vida?
    —Ramsés el Grande, por supuesto —Cyrus sacudió la cabeza—. Todos quieren ser Ramsés el Grande. Ella le soltó la historia de que había sido un gran guerrero y había tenido muchas esposas y entonces, ella no pudo recordar exactamente cómo surgió el tema. Donald, empezó a contar de la princesa que había amado y perdido. Por su aspecto ustedes no lo pensarían, pero el pobre diablo es un romántico. Se le metió en la cabeza que la princesa de la señora Jones es su amor perdido; que espera que él la encuentre. Lo de la reanimación ha surgido hace poco. La señora Jones dice que nunca hubiera accedido a hacer este viaje si él hubiera dado; muestras de estar tan tocado.
    —¿El viaje a Egipto fue idea de Donald? —pregunté escéptica.
    —Así es. Ella sostiene que podemos preguntárselo a la señora Fraser si no le creemos. Accedió porque se imaginó que podría controlarle y mantenerlo a salvo hasta que perdiera interés. De todos modos, siempre quiso conocer Egipto.
    Bueno, en lugar de perder interés, Donald se puso peor. Ahora la señora Jones no sabe qué inventar para deshacerse de él, y está harta de arrastrarse por todas las escarpas de la orilla occidental en busca de la tumba de Tasherit. Me mostró su...
    Cyrus se interrumpió, parecía algo nervioso. Cogió su copa de vino.
    —Cómprele un billete en el vapor y envíela de vuelta a Inglaterra —gruñó Emerson.
    —Ya tiene billete —dijo Cyrus—. ¿Acaso piensa que una mujer tan astuta como ésa va a correr el riesgo de encontrarse abandonada a miles de millas de su hogar? Dice que no abandonará a Fraser mientras siga en ese estado.
    —Cyrus, pienso que está perdiendo objetividad —declaré—. Usted habla de... de esa mujer casi con admiración.
    —Bueno, es cierto que la admiro. Es inteligente y se ha abierto camino en el mundo sin ayuda de nadie. También tiene sentido del humor. —Los finos labios de Cyrus se relajaron en una sonrisa evocadora—. Alguna de las historias que me contó acerca de sus clientes harían reír hasta a un gato. También se sabe reír de ella misma, lo que es muy poco común. Cuando me mostró...
    —Cyrus, lo relevo del caso —dije, sólo a medias en broma.
    —Es demasiado tarde, querida señora Amelia. Me quedo en él. Pienso que quizá Katherine, me dijo que podía llamarla así, tiene una buena idea. Lo que tenemos que hacer es convencer a Fraser de que su antigua amiga no quiere volver a la vida. Necesita su bendición para volver a Amenti y esperarlo allí.
    —¡Maldita insensatez! —gruñó Emerson.
    —No, querido profesor, creo que es una idea brillante —exclamó Nefret—. Yo puedo ser la princesa Tasherit. Una peluca negra y el maquillaje adecuado, envuelta en metros de estopilla...
    —Te estás pasando, Nefret —dijo Ramsés. Con los codos sobre la mesa y la barbilla apoyada en las manos, observaba a Nefret de cerca, y las luces de las velas, reflejadas en sus ojos negros, los hacían brillar con risa contenida—. Nadie mencionó que la princesa hiciera una aparición en persona. Sin embargo, no es una mala idea. Tendrías que recordarle a Donald que el suicidio es un pecado mortal y que debe esperar que su vida siga su rumbo, haciendo buenas obras y comportándose como un caballero, antes de que pueda unirse a ella.
    —¡Santo Dios! —exclamé—. ¿En qué estás pensando, Ramsés? Nefret no hará tal cosa. Es demasiado peligroso. ¿Qué pasaría si Donald, llevado por la pasión, intenta tomarla en sus brazos?
    —No lo lograría —dijo Ramsés. David, que no había hablado, asintió vigorosamente.
    —Sin embargo, está usted en lo cierto, Amelia —declaró Cyrus—. No podemos dejar que una jovencita tan estupenda como Nefret forme parte de un plan tan turbio. Podríamos encontrar fácilmente una bonita muchacha egipcia que representara el papel. ¿Piensan que funcionaría?
    —Podría ser —admití—. Tenemos que pensarlo bien. Primero tengo que consultarlo con Enid.
    La discusión terminó ahí; pronto llegarían los primeros huéspedes, y como Cyrus no tenía ni esposa, ni hermana ni hija, me agradaba actuar como su anfitriona. Sin embargo, pude captar en la cara expresiva de Nefret que ella no tenía intención de ceder el papel principal a ninguna «bonita muchacha egipcia». No sin pelea.
    Las veladas de Cyrus destacaban por su elegancia y buen gusto. Las luces eléctricas brillaban esa noche, reflejando las superficies de los recipientes de bronce pulido y los jarrones de plata. A través de las puertaventanas abiertas, entraba el aroma de rosas y jazmines a las principales salas de recepción. La luz de los faroles iluminaba los famosos jardines de Cyrus.
    Estaban presentes todas las personalidades de Luxor. La única excepción era el grupo de los Fraser. Supuse que Enid no estaba dispuesta a que Donald hiciera el ridículo, si le daba por enganchar arqueólogos y pedir datos sobre la princesa.
    El doctor Willoughby, que había entablado conversación con un barón alemán que estaba de visita y su Frau (esposa), me hizo un ademán con la cabeza a través del salón. El señor Theodore Davis, que tenía todo el aspecto de un pequeño pingüino con bigotes, pajarita blanca y frac, me miró a través de sus gafas, con el ceño fruncido y me presentó a su «prima», la señora Andrews, vestida, con mucho gusto, de satén púrpura y diamantes. La señora me cayó bien. Era una persona vi-vaz, con un interés genuino, aunque superficial, en la egiptología. Pronto se nos unió Howard Carter, que acababa de llegar de Kom Ombo y se moría por pre-guntarnos acerca de la momia.
    Constituyó el tema principal de conversación, como era de suponer. La señora Andrews quedó encantada con obtener información de primera mano, y puesto que no vi ninguna razón para negarme, respondí con prontitud a sus ansiosas preguntas. Al cabo de un rato, nos convertimos en el centro de un fascinado grupo. Logré hacer tantas preguntas como las que respondí, y archivé la información recibida en mi enorme memoria para futuras consideraciones.
    Fue la señora Andrews la que vio primero a los recién llegados.
    —¡Cielo santo! —exclamó—. Los Bellingham acaban de entrar. Quién se hubiera imaginado que asistirían a un acontecimiento social tan pronto después de...
    En realidad, yo no estaba segura de las reglas sociales que debían aplicarse al tardío descubrimiento del cuerpo momificado de la esposa de alguien. El Coronel vestía convenientemente ataviado de negro, color que siempre llevaba. El vendaje blanco que rodeaba su frente era un aditamento nuevo.
    —¿Qué le ha pasado? —pregunté, demasiado sorprendida como para formular la pregunta con más tacto.
    —¡Querida mía! ¿No se ha enterado? —la señora Andrews bajó la voz—. Lo atacaron violentamente la noche pasada en Luxor. Nos ha puesto a todos muy nerviosos. Por supuesto, ni soñaría en salir sola de noche, pero Theo es tan valiente y osado...
    No quería oír sus alabanzas sobre la valentía de Theo, de manera que me tomé la libertad de interrumpirla.
    —¿A qué hora de la noche sucedió?
    —Muy tarde, me parece. No puedo imaginar por qué estaría en la calle a esa hora, y con su hija; pero quizá encuentre difícil en estos días conciliar el sueño. Y la muchacha hace lo que quiere con él. ¡Mire ese vestido!
    Dolly no iba de luto. Como antes, me resultó difícil definir las convenciones sociales al uso: la mujer muerta había sido, por un breve lapso, su madrastra. Sin embargo, podría haber elegido un vestido más decoroso que aquel de seda azul celeste, adornado con capullos de rosa, y con un escote escalofriante. Intercambié miradas significativas con la señora Andrews.
    Al recordar mis deberes, anduve por el salón, encargándome de que las copas se mantuvieran llenas y se sirvieran los hors d'oeuvres. Como no había saludado al Coronel, me apresuré a hacerlo. Supuse que él estaba igualmente ansioso por hablar conmigo, pues pidió disculpas a su acompañante y se hizo a un lado.
    —Puesto que usted sabe que no es una curiosidad vana la que impulsa mi investigación, no vacilaré en seguir con ella —dije—. Espero que no haya sido tan imprudente como para abandonar la seguridad de su hotel con la esperanza de que su enemigo tratara de matarlo.
    —No tiene esas intenciones —fue su sombría respuesta—. Quiere que siga con vida y sufra. Es a Dolly a quien persigue. Ella... —Vaciló, pero sólo un instante—. Ella es joven y fogosa, señora Emerson; esta última es una cualidad que nosotros los sureños admiramos en nuestras mujeres. No excuso su conducta, pero la comprendo. Lo que la hizo salir fue una nota que supuestamente provenía de su hijo.
    —¿Ramsés? —dije con voz entrecortada.
    —Dolly se ha encaprichado como una niña con él —dijo el Coronel con una tolerancia que de seguro yo no habría manifestado—. Después de haberlo visto aquel día en la terraza, con ese atuendo tan pintoresco... Por favor, señora Emerson, no se preocupe. Le pregunté a su hijo hace unos minutos si le había escrito a Dolly. Lo negó, y le creo.
    —Ramsés no miente —dije, con cierta seguridad.
    —A todas luces el mensaje fue enviado por mi enemigo. Por fortuna, no estaba dormido cuando ella se escabulló de su cuarto, y el dragomán que contraté la vio.
    —¿Saiyid? ¿Qué hacía vigilando a esa hora?
    —Realizaba la tarea para la cual lo contraté. Sorprendente, tratándose de un egipcio —añadió el Coronel—. La mayoría no son tan leales o tan valientes. Había seguido a Dolly y estaba tratando de convencerla de que regresara cuando los alcancé, y si no hubiera sido por él, podría haber sufrido algo más que un golpe en la cabeza. Saltó hacia el villano y lo contuvo hasta que pude sacar mi cuchillo —viendo mi expresión, sonrió con tristeza—. Sí, señora Emerson, yo también me he acostumbrado a llevar un cuchillo. Scudder siempre ha sido un cobarde; siempre que nos encontremos en igualdad de condiciones no dudo de que podré con él.
    —Entonces, es una pena que no haya podido apresarlo.
    Bellingham se tomó mi comentario como una crítica. Replicó con frialdad:
    —Me sentí momentáneamente desorientado por el golpe en la cabeza.
    —¿Saiyid no lo persiguió?
    —El instinto de protección es más fuerte que el valor en las razas inferiores, señora Emerson. Saiyid sufrió un pequeño corte en las costillas, nada serio.
    —¿Usted examinó la herida? —inquirí con sarcasmo. Me estaba empezando a disgustar el Coronel.
    —¿Yo? Le mandé a las dependencias de los sirvientes para que lo atendieran. Con una generosa pourboire, por supuesto. —Miró a su alrededor—. ¿Dónde está Dolly?
    —En el jardín, me parece —dije, siguiendo su mirada y sin alcanzar a ver a la joven—. Aquí no hay motivo de preocupación. El jardín está rodeado de un muro, y mis hijos deben estar con ella, ya que tampoco los veo.
    No obstante, sentí una leve inquietud: mi afilado sexto sentido estaba funcionando. Decidí que convenía salir a tomar un poco de aire fresco.
    Cyrus sentía un justificado orgullo por su pequeño jardín, donde había plantado las malvalocas, petunias y rosas que le recordaban su tierra natal, así como otras especies más exóticas, que se dan en aquel salubre clima. En un rincón del recinto, había construido una especie de cenador rodeado de plantas trepadoras y de hibiscos, con un bonito banco de piedra labrado como un sarcófago antiguo. Al escuchar voces, me dirigí hacia allí, y llegué a tiempo para ver al señor Booghis Tucker Tollington quitarse los guantes y golpear con ellos la cara de mi hijo.
    Antes de que yo pudiera reaccionar, una mano enorme me cubrió la boca y un brazo musculoso me rodeó la cintura y me arrastró detrás de un hibisco.
    —Chitón, Peabody —susurró Emerson en mi oído; casi me deja sorda—. Quédate quieta y callada. No quiero perderme ni un instante de este melodrama.
    El joven señor Tollington se esmeraba en representar uno de esos melodramas, pero la única dispuesta a desempeñar su papel era Dolly. No podía ver claramente su rostro, pues la única luz que provenía de un bonito farol colgante iluminaba a los muchachos y dejaba a los demás en una sombra parcial; pero con su forma de llevarse las manos al pecho, y sus pequeños chillidos de miedo se hallaba en la mejor tradición de las heroínas teatrales.
    Nefret, sentada en el banco, parecía indiferente, igual David, qué estaba detrás de ella.
    Ramsés no se había movido, excepto por un espasmo muscular de su cabeza. En ese momento dijo con un tono de profunda indignación:
    —¡Oh, por Dios!
    —¿Es todo lo que puede decir? —preguntó Tollington.
    —Podría decir mucho más. Lo que usted propone no sólo es infantil y estúpido, sino que va contra la ley.
    —El código de un caballero suplanta a la ley —dijo el señor Tollington, tratando de hablar con desprecio—. Es obvio que usted no sabe nada de eso. No respondió a mi primer desafío, de manera que decidí darle una segunda oportunidad. Si tiene miedo de luchar conmigo...
    —Tengo miedo de comportarme como un maldito imbécil —dijo Ramsés. Su alterado tono me resultó familiar; a pesar de que no era en absoluto como el suave ronroneo que manifiesta los estados más coléricos de Emerson, tenía la misma cualidad—. Lo que sucederá si usted continúa por este camino. Discúlpeme.
    Se dirigió hacia la entrada del pequeño cenador, evitando el encuentro con el otro joven. Tollington se le puso al frente, obstruyendo su camino, después de lo cual, Ramsés lo derribó de un golpe.
    Emerson, distraído, había olvidado sacar su mano de mi boca. Se reía silenciosamente; su aliento me hacía cosquillas en la oreja. Me hizo adentrarme en los matorrales cuando Ramsés salió del cenador. El muchacho nos vio, sin embargo, se detuvo un instante, y luego prosiguió hasta llegar a la terraza, donde se quedó esperándonos. Su expresión mostraba una mezcla de vergüenza y fanfarronería.
    —Diga lo que tenga que decir, madre —exclamó.
    Me acerqué a él y le coloqué la corbata.
    —Vaya, cariño, no sé por qué supones que voy a reprenderte. Te comportaste muy bien dadas las circunstancias; para ser un hombre, quiero decir. Los hombres, según he observado con frecuencia, reaccionan de una manera irracional cuando oyen palabras como «miedo» y «cobarde», y tú eres demasiado joven todavía para ser susceptible a tonterías de ese tipo. Te felicito por haber rehusado a un desafío que era, como tú dijiste muy bien, ilegal y estúpido. ¿Llegó a proponer un arma en particular?
    —Pistolas —dijo Ramsés, que me miraba con ojos muy abiertos—. Madre, aprecio tu aprobación y tu interés, pero de todos modos mi acción fue un error. No debí contrariar a ese tipo.
    —Es cierto —dijo Emerson. Estudió a Ramsés pensativamente y prosiguió—, sin embargo, él parece decidido a pelear contigo. Bueno, bueno, no es el momento ni el lugar de discutirlo. Aquí vienen Nefret y David. Supongo que la señorita Bellingham está atendiendo al guerrero caído.
    —Nada de eso —dijo Nefret—. Fue la primera en seguir a Ramsés, dejando que el guerrero caído se cuidara solo. Le sugerí que volviera a la casa por otra puerta.
    Ramsés desapareció en el interior. Nefret se sacudió las manos y me miró.
    —Lo que esa muchacha necesita —dijo— es una buena bofetada.
    —No se la has dado, espero —dije.
    —David me contuvo.
    Emerson rió.
    —Bien hecho, David. Controla lo que hace Nefret, llévala a la casa y dile al señor Vandergelt que nos iremos enseguida.
    En lugar de irse con los chicos, Emerson me dijo:
    —Sabes, Ramsés tiene razón. Tollington estará más decidido que nunca a obligarlo a pelear.
    —Te tomas todo esto muy en serio, Emerson —dije—. Ramsés no es tan tonto como para permitir algo así. Confieso que me sorprendió que perdiera los estribos. Siempre se ha mostrado tan calculador, frío e indiferente como un viejo filósofo.
    —Bueno, sí, es un signo esperanzador —dijo Emerson—. Siempre sospeché que Ramsés posee sentimientos más profundos de lo que tú supones. Ya va siendo hora de que comience a manifestarlos.

    * * *

    Las despedidas y agradecimientos me llevaron un tiempo. Cuando terminé, busqué a mi familia por el salón. Emerson me esperaba al lado de la puerta, impaciente. El coronel Bellingham hablaba con Nefret e inclinaba con atención su apuesta cabeza; cuando me dirigí hacia ellos, Ramsés apareció, tomó a la muchacha del brazo y se la llevó.
    Un buen número de coches de alquiler esperaban fuera; los cocheros y sirvientes se habían reunido en un círculo amistoso. Fumaban y chismorreaban mientras esperaban el regreso de sus señores. Entre otros rostros familiares reconocí el de Saiyid, y un impulso que entonces no pude explicar me llevó a hablarle.
    —Asalamu Alaikum, Saiyid. Me han contado lo de tu lealtad hacia tu amo. Bien hecho.
    Se puso de pie de un salto y me devolvió el saludo.
    —Fui muy valiente, Sitt Hakim. El hombre trató de matarme. Si no hubiera luchado como un león...
    —Sí, eres un héroe —interrumpió Emerson. Sabía que Saiyid seguiría jactándose indefinidamente si nadie lo interrumpía. La modestia no es una virtud muy admirada por los egipcios. (Hay veces que pienso que este punto de vista es bastante acertado.)
    —Me alegra comprobar que tu herida no te molesta —prosiguió Emerson.
    Saiyid se agachó y se agarró un costado.
    —Me quema como el fuego, Padre de las Maldiciones. Perdí mucha sangre; corrió por mi cuerpo y arruinó mi mejor galabiyya...
    —Estoy segura de que el Howadji te compensó por ello —dije con una sonrisa, puesto que era imposible tomar en serio la actuación de Saiyid. La herida debía ser tan leve como había dicho Bellingham.

    DEL MANUSCRITO H:
    —Quítate la camisa enseguida —ordenó Nefret— o la cortaré.
    Lo tenía acorralado contra la pared y blandía un par de tijeras de hoja larga. Él no dudó de que las usaría exactamente cómo había dicho. A todas luces, no recibiría ninguna ayuda por parte de David, que lo miraba con los brazos cruzados y una amplia sonrisa. Ramsés empezó a desabrocharse los botones con desgana.
    —No hay necesidad de hacer esto —insistió—. No deberías estar aquí. Madre sospechará si te vas a la cama temprano noche tras noche, y yo debo estar en Luxor... ¡Ay!
    Le había cortado la camisa por un hombro y una manga y examinaba la tela que rodeaba sus costillas.
    —Me lo temía —dijo oliendo la tela—. ¿Qué, usasteis, una galabiyya vieja? También imagino que ninguno de los dos se preocupó por desinfectar la herida. Siéntate en esa silla.
    Ramsés aceptó la derrota, se despojó de la otra manga y tiró la camisa sobre la cama. Si la rasgaba o ensuciaba, su madre seguro que lo notaría.
    —¿Le robaste a madre esas cosas? —preguntó, cuando vio que Nefret sacaba un pequeño envoltorio con instrumentos médicos.
    —Tengo los míos. Algo me dijo —comentó Nefret, que avanzaba con las tijeras— que los necesitaría. ¿Por qué diablos no acudisteis a mí anoche?
    —Yo... intenté... —comenzó a decir David.
    —Está muy bien, David. Sé que te esforzaste. Hum... Bueno, no es muy profunda, pero hay que hacer una cura. Di todas las palabrotas que quieras —añadió con generosidad, destapando la botella de alcohol.
    Como ella se lo había permitido, Ramsés logró abstenerse de blasfemar, pero el sudor corría por su cara cuando Nefret finalizó.
    —Aparta los brazos —ordenó, y comenzó a vendarle las costillas.
    —Eres tan mala como madre —dijo Ramsés con resignación—. Las dos sois unas sádicas. Esto me aprieta.
    —Tiene que apretar para que la compresa no se caiga. ¿Quieres manchar con sangre otra camisa y que la tía Amelia te regañe? Deja de respirar tan fuerte.
    Sus dos brazos rodeaban al muchacho y su suave mejilla se apoyaba en el pecho de Ramsés. Ató los extremos del vendaje con un nudo, se sentó sobre los talones y sonrió.
    —Hemos terminado. Aguantaste como un héroe.
    —J'ai fait mieux depuis —dijo Ramsés, antes de que pudiera contenerse.
    —¿Qué has dicho? —preguntó Nefret.
    —Es una cita sin sentido. Gracias, niña. Ahora vete a casa antes de que te echen de menos.
    —Oh, no —Nefret sacudió la cabeza—. Voy contigo. Evidentemente, no sabes cuidarte.
    —Yo estaré con él esta noche, Nefret —dijo David—. Espero que confíes en mí. Nada de esto hubiera sucedido si el profesor no me hubiera prohibido dejar la casa anoche.
    —No hubiera sucedido si Bellingham no se hubiera metido —exclamó Ramsés—. Tenía a Scudder en el suelo, sin su cuchillo, cuando el valeroso Coronel me quitó del medio y...
    —Aja —dijo Nefret—. De manera que fue el Coronel quien te hirió.
    —Afirmó que no podía distinguir uno de otro.
    —En verdad os parecíais, los dos con galabiyyas y turbantes —señaló Nefret—. Y era de noche.
    —Para un hombre como Bellingham todos los nativos se parecen —dijo Ramsés—. Hasta a plena luz del día. En este caso debo otorgarle el beneficio de la duda, porque hizo todo lo posible por matarme, o a Scudder, por quien me tomó. Está en una forma excelente para un hombre de su edad, y sabe usar el cuchillo: por debajo del hombro y hacia arriba de...
    —Cállate —dijo Nefret con una mueca.
    Ramsés se encogió de hombros.
    —No lo esperaba, al menos de su parte. Logré apartarme, pero para cuando recuperé el equilibrio, Scudder había desaparecido. La próxima vez me aseguraré de que Bellingham no me sigue.
    —Una cosa está clara: no habrá una próxima vez —dijo Nefret—. Hasta esa pequeña estúpida se dará cuenta, si recibe otro mensaje, que no procede de ti.
    —Esta noche se lo expliqué bien —dijo Ramsés, y su rostro se endureció—. No, la próxima vez Scudder tendrá que pensar en algo distinto.
    —Esta noche no, no volverá a ocurrir tan pronto después de lo sucedido. Esta noche el Coronel la controlará de cerca —Nefret puso una mano sobre el brazo del muchacho—. Necesitas descansar. No vayas. Por favor.
    Ramsés bajó la vista y miró la pequeña mano que se apoyaba con tanta confianza sobre su antebrazo. La piel de Nefret, dorada por el sol, era varios tonos más clara que la suya.
    —Termina ya, Nefret, la ternura femenina no es tu estilo. Eres más convincente cuando amenazas. Excepto por la fuerza física, no veo otra forma de evitar que me sigas, de manera que tú ganas. Me quedaré aquí.
    —¿Me das tu palabra?
    —La tienes.
    —Procura cumplirla —dijo Nefret con frialdad—. Sí alguna vez faltas a tu palabra, nunca volveré a confiar en ti.
    —No te preocupes, Nefret —dijo David—. No le dejaré salir solo de nuevo. Debería haber estado con él anoche. Un hermano no deja de cuidar las espaldas de su hermano.
    —Te necesito aquí para que seas mis ojos y oídos —dijo Ramsés, hablando rápidamente en árabe—. ¿De qué otra forma sabré lo que ha sucedido en mi ausencia?
    —Nefret te lo dirá —dijo la joven en el mismo idioma—. Si la admites en tus reuniones. En otras palabras —siguió diciendo en inglés—, te mantendré al tanto de lo que traman el profesor y la tía Amelia, si tú cumples con tu parte del trato.
    —¿Qué trato? —preguntó Ramsés—. Maldita sea, Nefret...
    —Contármelo todo —Nefret se sentó sobre la cama con las piernas cruzadas y sacó la cajetilla de cigarrillos—. Y no te molestes en recitar en árabe con la esperanza de confundirme, lo he hablado durante todo el verano con el profesor. Ahora bien, ¿quieres saber lo que nos dijo esta tarde el hombre del consulado americano?

    * * *

    —Estás haciendo trabajar demasiado a esta muchacha, Emerson —dije, después que Nefret se fuera a la cama, ocultando sus bostezos con elegancia.


    Capítulo 9
    Las personas altruistas son más peligrosas que los criminales.
    Siempre encuentran excusas hipócritas para sus actos de violencia.

    —Soñé con la gata Bastet anoche —dije.
    Ramsés levantó la vista de su plato de huevos con tocino pero no respondió. Fue Nefret la que preguntó con interés:
    —¿Qué estaba haciendo?
    —Cazaba ratones, o al menos es lo que me pareció —pensativa, seguí diciendo—: Yo estaba en casa, en la mansión Antarna, y buscaba algo, algo que deseaba con desesperación, a pesar de que no puedo decir qué era. Sabéis cuan vagos pueden ser los sueños. Iba de cuarto en cuarto, miraba debajo de los cojines del sofá y detrás de los muebles, con una sensación creciente de urgencia; y allí donde iba, estaba Bastet enzarzada en alguna búsqueda igual de urgente. No me prestaba atención, ni yo a ella, sin embargo sentía que estábamos buscando lo mismo, una cosa indefinida pero tremendamente importante.
    —¿La encontró? —preguntó David.
    —No; pero Bastet encontró su ratón. No era un ratón verdadero, porque relucía y brillaba, y estaba atado a una larga cadena rutilante. Bastet me lo traía cuando desperté.
    Emerson me observaba con una expresión singularmente agria. No cree en la naturaleza prodigiosa de los sueños, pero al menos en una ocasión se vio obligado a admitir la terrible exactitud de uno de los míos. El sueño que les acababa de contar no era de ese tipo premonitorio; su explicación era ridículamente simple para una estudiante de psicología como yo. Era la verdad lo que yo buscaba, tanto en sueños como despierta: la verdad sobre la trágica muerte de la señora Bellingham, todavía oculta para mí tras metafóricos cojines de sofá. No le hice partícipe de mis conclusiones, porque Emerson tampoco cree en la psicología.
    —Quizá sea una señal de buena suerte —dije alegremente—. ¿No eras tú, Ramsés, quien dijo que soñar con un gato grande trae buena suerte?
    —No exactamente —respondió mi hijo con su tono más reprimido.
    —Citaba el libro de los sueños —explicó David—. Es un texto curioso; algunas de sus interpretaciones son sensatas, pero otras carecen absolutamente de sentido.
    —¡No me digas! —exclamé—. Me gustaría echarle un vistazo. ¿Tenemos una copia?
    Pudo haber sido mi conciencia culpable la que me hizo ver cierta sospecha en la mirada fija y oscura de Ramsés; si bien no puedo imaginar por qué me sentía culpable. Había ido a su cuarto sólo para recoger la ropa de la colada y volví a poner todo exactamente donde lo encontré.
    —Por una extraña coincidencia —dijo— yo tengo una. Se la puedo prestar cuando quiera, madre, pero no es un cuento de hadas de los suyos, como supondrá.
    —Lo sé. No he tenido tiempo este año de comenzar a traducir un nuevo texto. Al principio estaba ocupada ayudando a Evelyn con los volúmenes de Tetisheri y después apareció mi artículo para el PSBA... —me callé. Las explicaciones excesivas e innecesarias demuestran, con toda certeza, la existencia de una conciencia intranquila, como bien lo sabía Shakespeare, nuestro gran bardo nacional.
    —Está en el escritorio de mi cuarto —dijo Ramsés— a su disposición. Discúlpeme, madre, por mencionarlo, pero usted y padre parecen algo cansados esta mañana. Deberían saber que un descanso adecuado es importante.
    Estaba desarrollando un gran talento para el sarcasmo. No le permití que me provocara.
    —Estuvimos discutiendo el caso —expliqué con calma—. Después de las revelaciones que ayer por la tarde nos hizo el vicecónsul americano...
    —Peabody... —me advirtió Emerson.
    Nefret rió.
    —Querido profesor, si trata de protegerme, no se tome la molestia. Escuché todo lo que ese caballero dijo ayer.
    —Y le pasaste la información a los muchachos, supongo —deduje.
    —Por supuesto. Confiamos ciegamente los unos en los otros. ¿No es cierto, Ramsés?
    La silla de Ramsés crujió cuando el muchacho se movió, incómodo.
    —Señor, comprendo su interés paternal por mi querida... hermana, pero créame que es imposible mantenerla alejada de este asunto. Nosotros también lo discutimos. ¿Qué tal si aunamos nuestras ideas y nuestros datos, con el objetivo de hacer que el caso llegue a una rápida conclusión?
    —Bien dicho, Ramsés —Nefret le sonrió—. ¿Qué decidieron anoche usted y el profesor, tía Amelia?
    Al ser interpelada, me aclaré la garganta y comencé a decir:
    —Sabemos dónde ha estado Scudder todos estos años... vivió en Luxor, disfrazado de egipcio.
    —Ya estás con lo mismo, Peabody —dijo Emerson, descortés—. No lo sabemos. Es una presunción razonable, pero no una verdad.
    —Entonces, supongamos —dijo Nefret—. Al menos es un punto de partida lógico. ¿Qué sabemos de este hombre que pueda ayudarnos a identificarlo?
    Con una tímida mirada hacia mí, Emerson admitió que había telegrafiado a El Cairo para obtener una descripción de Dutton Scudder. La había proporcionado el coronel Bellingham cinco años atrás y todavía permanecía en el archivo, pues el caso nunca se había cerrado oficialmente.
    —No es demasiado útil, ¿verdad? —comenté, mientras fruncía el ceño ante el papel que me entregó Emerson con desgana—. «De estatura y complexión media-nas, cabello castaño, tez clara.» Todos esos rasgos se pueden alterar con facilidad. ¿Cuál es su color de ojos?
    —El Coronel no lo sabía —dijo Emerson.
    —El Coronel probablemente no se hubiera fijado si Scudder tenía orejas de burro —dijo Ramsés—. Después de todo, el hombre era sólo un sirviente. Supongo que es la única descripción que tiene la policía.
    —Sí. También me proporcionaron alguna información acerca de los antecedentes de Scudder. Efectivamente había vivido en Egipto, su padre fue un empleado del consulado americano en El Cairo entre 1887 y 1893. Un compañero lo recordó, pero no pudo añadir nada a la descripción de Bellingham.
    —Esto hace más posible nuestra conjetura de que se ha disfrazado de egipcio —alegué-—. Los funcionarios intentan mantener a sus hijos estrictamente aislados de los «nativos», pero un joven curioso, como lo era Scudder, bien podría haber aprendido algo del lenguaje y las costumbres.
    —¿Incluyendo el antiguo arte de la momificación? —inquirió Ramsés.
    —Como tú —Ramsés admitió la réplica con una sonrisa, y yo proseguí—, hemos llegado tan lejos como podemos con este enfoque; el resto es pura especulación. Es poco probable que alguien de Luxor recuerde la llegada de un extranjero en los últimos cinco años. Tendremos que descubrir su identidad actual.
    —¿Y cómo te propones hacerlo? —preguntó Emerson con suavidad.
    —Debe ser un dragomán, un guía o nafellah.
    —¡Oh, bien hecho, Peabody! Eso limita el número de sospechosos a seis o siete mil.
    —¿Tienes algo constructivo que aportar, Emerson, o te limitarás a quedarte sentado fumando y haciendo comentarios sarcásticos?
    —Nada de eso —dijo Emerson—. Voy a trabajar. Creo que irás a Luxor, Peabody.
    —Es absolutamente necesario que uno de nosotros vuelva a examinar el cuerpo —dije—. Deja de fruncir el entrecejo, Emerson, sabes que anoche estuvimos de acuerdo en que había que hacerlo. El funeral es mañana por la mañana, y después no tendremos acceso al cadáver.
    —Aja —dijo Emerson—. Muy bien, Peabody. Quizás puedas obligar a Willoughby a que te permita echar otro vistazo, pero no estaría seguro de ello. No tiene autoridad para hacerlo. ¿Quién vendrá conmigo al Valle?
    Ramsés se sobresaltó y miró a Nefret, que estaba sentada a su lado.
    —Este... padre... pensé en pedírselo antes... ¿Puedo llevarme conmigo a Nefret y a David durante unos días? Quiero sacar unas fotografías de ciertos relieves del Templo de Luxor para comenzar a trabajar en esos textos. Dada la rapidez en que se deterioran los monumentos y la importancia de...
    —Pensé que planeabas concentrarte en Deir el Bahri —le interrumpió Emerson.
    —Sí, así era. He estado trabajando allí. Pero Monsieur Naville comenzará a excavar en breve, y como usted y él no se llevan bien... y he terminado con las fotos que tomamos el año pasado, y el Templo de Luxor...
    —Sí, sí —dijo Emerson—. No hay motivos para que no pueda prestarte a Nefret y David por uno o dos días. Sería el último en cuestionar tu sinceridad, Ramsés, pero ¿realmente quieres fotografiar el Templo de Luxor o es una excusa para escaparte a la clínica con tu madre?
    —Realmente quiero hacer las fotografías —dijo Ramsés con firmeza—. Pero, ahora que lo dice, padre, quizá alguien tendría que acompañarla.
    Todavía seguíamos discutiendo el tema cuando uno de los sirvientes entró con una nota que acababan de entregar. Como estaba perdiendo la discusión, ya que todos estaban en contra mío, no me desagradó cambiar de tema. Sin embargo, la nota no era para mí. Poniendo una expresión de cortés curiosidad se la pasé a Nefret.
    Como yo, Nefret identificó inmediatamente al remitente. Arrugando la nariz, comentó:
    —Debe comprar esencia de rosas por litros. ¿Qué diablos piensan que tiene que decirme?
    —Ábrela —le sugerí—. Y no digas palabrotas.
    —Le pido disculpas, tía Amelia —murmuró Nefret—. Bueno, ¿qué piensan de esto? Es una invitación para ir a comer con ella y su padre.
    —La rechazarás, por supuesto —dijo Ramsés enseguida.
    Nefret levantó delicadamente una ceja.
    —¿Por qué habría de hacerlo?
    Emerson tiró la servilleta sobre la mesa y se levantó.
    —Porque yo lo digo. No, no discutas conmigo, jovencita. Confío en ti, Peabody, para que los chicos se comporten como deben, y en ellos para que tú te comportes. ¡Santo Dios!, debería haber alguna seguridad en la cantidad, pero con esta familia no se puede confiar en nadie. ¡Haced lo que os he dicho, todos vosotros!
    Nefret salió a buscar su equipo fotográfico y el resto nos dispersamos en otras tareas. Fue imposible seguir con la conversación hasta que llegamos a la dahabiyya; es difícil conversar cuando se va al trote. Tan pronto como estuvimos a bordo de la faluca, reinicia-mos la discusión. Una de las discusiones, debería decir.
    —No puedo comprender por qué el profesor armó todo ese lío por mi salida con los Bellingham —gruñó Nefret—. Es una magnífica oportunidad para hacerles algunas preguntas importantes. Si tú me dieras permiso, tía Amelia, él no podría oponerse, ¿verdad?
    —Bueno —comencé a decir.
    —¡Ni hablar! —exclamó Ramsés, ceñudo—. Madre no te dará permiso.
    —Ramsés, por favor, permíteme... —empecé.
    —¿Por qué no? —preguntó Nefret, también ceñuda, pero no tanto como Ramsés, ya que sus cejas no se lo permitían.
    —Porque él está...
    —¡Ramsés! —grité.
    Se hizo silencio, pero no desaparecieron las caras ceñudas.
    —Yo tomaré la decisión —sostuve—. Y todavía no lo he hecho. La conoceréis cuando lleguemos a la clínica. Puedes enviar tu respuesta desde ahí Nefret.
    Me permití unos momentos de reflexión. No estaba completamente segura de los motivos que impulsaban las objeciones de Ramsés, pero tenía algunos. ¿Era pura fantasía lo que deducía de las miradas admirativas y las palabras galantes del Coronel? Resultaba poco probable que Dolly buscara la compañía de Nefret por propia iniciativa. La nota había sido despachada a una hora demasiado temprana para ser escrita por la consentida muchacha.
    Sin embargo, Nefret aducía buenas razones para ir. No había que desperdiciar una oportunidad de interrogar a los Bellingham.
    Como había prometido, llegué a una decisión cuando el carruaje se detuvo en la puerta de la clínica, y la anuncié con un tono que eliminaba todo debate.
    —Puedes escribir a la señorita Bellingham aceptando su invitación, Nefret. Iremos contigo al hotel. El Coronel seguro que nos invitará a nosotros también. Si la señorita Dolly tiene algo que desea discutir contigo en privado, encontrará la manera de hacerlo, sin duda.
    —Sin duda —musitó Ramsés.
    Una vez que tuvo en sus manos papel, pluma y tinta, Nefret escribió la aceptación y uno de los sirvientes la despachó. Luego se nos unió el doctor Willoughby.
    Tuve más dificultades de las previstas para convencerle de que me permitiera inspeccionar el cadáver. De hecho, lo rechazó de plano, con el argumento de que el coronel Bellingham había prohibido que se hiciera una autopsia, y que la dama descansaba en un ataúd cerrado en su pequeña capilla. Señalé que no me proponía realizar una autopsia y que un ataúd cerrado se podía abrir. Willoughby consideraba que...
    Pero no tendría sentido reproducir los argumentos absurdos que presentó o mis respuestas abrumadoramente lógicas. Al final cedió, por supuesto.
    —Debo informar al Coronel de que estuvieron aquí —dijo.
    —Desde luego. Vamos a comer con él. Yo misma le diré que vinimos a presentar nuestros respetos.
    Willoughby me miró con una mezcla de consternación y admiración.
    —Señora Emerson, hay veces en que me deja sin habla. No le puedo negar nada.
    —Pocas personas pueden —repliqué.
    La capilla era un pequeño edificio que se abría a un patio interior. Willoughby había evitado con tacto los símbolos religiosos de una orientación determinada; la estancia estaba amueblada con unas pocas sillas y una mesa adecuadamente cubierta sobre la cual reposaba una gran Biblia encuadernada en piel. Las pesadas cortinas de terciopelo y las luces difusas proporcionaban una atmósfera de respeto y reverencia, pero hacían caluroso y pesado el aire de la estancia. El ataúd, cubierto con un paño mortuorio de lino, reposaba sobre una baja plataforma que había detrás de la mesa. Era una simple caja de madera, adornada apenas con los accesorios necesarios de metal, pero el trabajo de ebanistería estaba bien hecho y habían pulido el cobre, que brillaba como el oro.
    La atmósfera solemne del lugar nos afectó a todos, y a Nefret más que a nadie, aunque ella rechazara con decisión mi ofrecimiento de que se sentara en una silla y nos dejara hacer a mí y a los muchachos.
    —Lo hacemos con buena intención, ¿verdad? susurró— ¿Por su bien?
    La tranquilicé con un murmullo. No sería una tarea fácil, en cualquier caso. El rostro estaba cubierto y una gasa decente envolvía el cuerpo. Cuando la aparté, me conmovió descubrir que todavía llevaba la ropa interior vaporosa. Parecía horriblemente inapropiada, pero, después de todo, no me correspondía determinar lo que un amante marido consideraría adecuado. Me armé de valor, desnudé el pecho hundido y saqué de mi bolso la sonda que había llevado.
    —Espere un momento, madre —dijo Ramsés—. Puede que haya una forma más sencilla.
    No nos llevó mucho tiempo llevar a cabo lo que habíamos ido a hacer. Cuando arreglamos todo nuevamente, hice una pausa para rezar una oración. Los chicos estaban al lado del ataúd en silencio, con sus cabezas inclinadas, pero no puedo comprometerme a decir si oraban o no.
    Salir de esa oscuridad polvorienta y opresiva era como subir a la barca de Amón-Ra desde las negras aguas del submundo egipcio. Nos dirigimos apresuradamente al coche que nos aguardaba. El sol brillaba en lo alto, pero el follaje de las altas palmeras datileras proporcionaba una agradable sombra sobre el camino polvoriento. Dejamos atrás el cementerio inglés y nos acercábamos al hotel cuando dije:
    —Le diremos al Coronel que visitamos la capilla esta mañana.
    Empujando el sombrero hacia atrás, Ramsés me lanzó una mirada inquisitiva.
    —¿Madre, usted cree que el Coronel nos invitará a comer con él?
    —No veo que pueda hacer otra cosa, Ramsés. Sería muy poco cortés...
    Ramsés apretó los labios.
    —Propondría una pequeña apuesta si no fuera porque ganarla le haría sentirse incómodo a David.
    —¿Qué quieres decir? —pregunté, totalmente desconcertada.
    —No importa —dijo David rápidamente.
    —Sí que importa —siguió diciendo Ramsés—. ¿Madre, no ha notado que el Coronel no invitó a David a sentarse a la mesa con él?
    Nefret dijo con voz entrecortada:
    —No puedes hablar en serio, Ramsés.
    —Te aseguro que hablo totalmente en serio. Desde el principio ha ignorado a David, como si fuera un sirviente; nunca se ha dirigido a él directamente, ni ha estrechado su mano. Ha evitado ser abiertamente descortés, a pesar de que no consideraría su conducta de tal modo, ya que hasta ahora nos hemos encontrado según nuestras condiciones y en nuestro territorio, pero no lo invitará.
    —No puedo creer que sea tan grosero.
    —Puedo estar equivocado. ¿Quiere correr el riesgo?
    —No —dije lentamente, recordando la historia del Coronel—. Será un gran placer ponerlo en su lugar, pero no si ello significa herir a David.
    —¿Por qué no lo habéis dicho antes? —preguntó Nefret, con las mejillas arreboladas—. ¿Suponéis que iría a un lugar donde David no sea bien recibido?
    Pensé por un momento que David iba a echarse a llorar. Los egipcios no consideran que las lágrimas sean cosa de mujeres. Su educación inglesa ganó la partida, pero su sonrisa resultó algo trémula.
    —Por favor, no se sientan mal. ¿Qué importan las opiniones de hombres como el Coronel, cuando se tienen amigos como ustedes?
    Nefret también parecía estar al borde de las lágrimas, lágrimas de rabia, en su caso.
    —No iré.
    —Eso sería una tontería —dijo David, fervorosamente—. Lo estás condenando sin nada parecido a un juicio, y de todos modos, no afecta a la razón que te hizo aceptar la invitación. He aquí la ocasión de vencerlo, ¿no?
    —David tiene razón —dije—. No tengas escrúpulos en volver contra él sus conceptos erróneos, Nefret; no dudo de que también tiene una pobre opinión de las mujeres. La galantería a veces oculta el desprecio. Tú puedes sonsacarle confidencias que un hombre no podría.
    Una sonrisa calculadora reemplazó la furiosa mirada de Nefret.
    —¿Qué quiere que descubra?
    Discutimos el asunto. Cuando salimos del carruaje se produjo una pequeña refriega pues todos queríamos tomar el brazo de David. Eso le divirtió mucho, y cuando entramos al hotel éramos todo sonrisas.
    El coronel Bellingham esperaba en el vestíbulo. Ramsés no quería correr ningún riesgo de que su amigo tuviera que soportar un insulto. Ignorando al Coronel, llevó a David directamente al mostrador del conserje, donde querían dejar el equipo fotográfico que llevaban con ellos. Bellingham se adelantó y besó mi mano y la de Nefret, mientras ella le sonreía con afectación, de una manera que hubiera suscitado las sospechas más alarmantes en un hombre más inteligente.
    El Coronel no hizo caso de los chicos, aunque debía haberlos visto, ni me invitó a unirme a su grupo. Le ofreció el brazo a Nefret. Yo dije:
    —Nos reuniremos contigo aquí dentro de dos horas.
    El Coronel me hizo una señal de aprobación. Pensé que había comprendido que una señorita formal no anda por las calles sin compañía. No podía imaginarme cómo este hombre se aferraba a la ilusión de que Nefret era una joven formal cuando la había visto con botas y pantalones; pero las convenciones sociales son tan intrínsecamente idiotas que una incoherencia o dos no tienen importancia.
    Los chicos y yo nos dirigimos al salón comedor, donde Nefret y el Coronel se habían sentado con Dolly, en una mesa al lado de los grandes ventanales. Antes de que el maître nos atendiera, un individuo se nos acercó.
    —¡Señora Emerson! —Donald Fraser tomó mi mano y la estrechó con entusiasmo—. ¿Va a comer? ¿Nos dará el placer de unirse a nosotros, o tiene otro compromiso?
    —Sólo con Ramsés y David —repliqué, observando que Enid se había levantado de su silla y me hacía señas para que me acercara.
    —Están incluidos en la invitación, por supuesto —dijo Donald con una efusiva carcajada—. No queda claro en nuestra lengua materna, ¿verdad? Es un lenguaje endiabladamente difícil en cierto sentido, pero el alemán y el francés...
    Siguió parloteando con entusiasmo e ignorancia acerca de la lingüística mientras nos acompañaba a su mesa. Resultaba halagador ser recibida con un aprecio tan generalizado. La cara de Enid brillaba, y hasta la señora Jones parecía complacida al verme. A pesar de estar vestida con la elegante pulcritud de siempre, lucía una falda gris de sarga y una chaqueta con galones, su rostro estaba bronceado y tenía una mano vendada.
    Donald insistió en que compartiéramos una botella de vino. Monopolizó la conversación y recordó a Ramsés, entre risas, aventuras que vivieron juntos. Era difícil creer que este hombre amable y poco imaginativo era presa de una extraña obsesión. Traté de captar la mirada de Enid, pero ella no me miraba. Inclinándome sobre David, que estaba entre las dos, le hice un comentario cuidadosamente inocuo a la señora Jones.
    —Espero que no olvide ponerse sombrero. El sol es muy fuerte para una tez tan blanca como la suya.
    La señora puso expresivamente los ojos en blanco.
    —Mi querida señora Emerson, me he acostumbrado a salir con velos, como una mujer musulmana, pero hasta eso resulta insuficiente. En cuanto a mis pobres manos... He arruinado tres pares de guantes y perdí gran parte de la piel de las palmas. ¿Tiene alguna sugerencia?
    —Una o dos —respondí de manera significativa.
    La señora Jones mostró su sonrisa felina.
    —Sus consejos, señora Emerson, serán bien recibidos.
    Habíamos avanzado tan lejos como podíamos con significativas miradas y sutiles indirectas, y me estaba preguntando cómo podía hacer para mantener con la señora una charla a solas menos sutil y más provechosa, cuando Donald se desató.
    Fue Ramsés quien precipitó la explosión. Puede que sólo hubiese querido cambiar de tema. A un hombre joven, que empieza a ser consciente de su dignidad, no le gusta que le recuerden sus travesuras infantiles. Sin embargo, conociendo a Ramsés como lo conozco, creo que tenía otro motivo. La pregunta parecía bastante inocente: se trataba de saber dónde habían estado aquella mañana.
    —En el Valle de las Reinas —dijo Donald— la señora Jones insistió en que exploráramos primero el Valle de los Reyes, y, naturalmente, ella es la experta, pero siempre me ha parecido que la tumba de una princesa debía estar en el Valle de las Reinas. Quiero decir que es lo lógico, ¿verdad?
    —Así es —asintió Ramsés. Miró a Enid, cuyos grandes ojos le observaban, suplicantes, y me pareció ver que le hizo una señal casi imperceptible con la cabe-za—El terreno es abrupto, en especial para las damas.
    —Es lo que le dije a Enid —dijo Donald—. Pero le dio lo mismo.
    Nuevamente la señora Jones hizo un gesto expresivo, que pasó desapercibido, excepto para mí. En ese momento la mujer casi me agradaba, pero mi comprensión hacia sus sufrimientos estaba matizada por el recuerdo de que ella se los había buscado.
    Ramsés continuó con la conversación, con tanta compostura como si se tratara de un asunto razonable.
    —El Signor Schiaparelli y sus hombres han descubierto recientemente algunas tumbas interesantes en el Valle de las Reinas, pero no hay caminos, ni senderos, ni mapas útiles. Ubicar una tumba en particular en ese desierto...
    —¡Ah, pero ahí es donde jugamos con ventaja! Hasta ahora, es cierto que la descripción de la ubicación, hecha por la princesa, resulta vaga. Como ella dice, los terremotos, las inundaciones y el paso del tiempo han cambiado el paisaje de tal forma que es difícil reconocerlo. Tengo confianza, sin embargo, en que... —Donald se interrumpió mientas el camarero, después de servir a las damas, colocaba frente a él un plato de carne asada poco hecha. Cuando la atacó con cuchillo y tenedor, la sangre inundó el plato—. ¡Ya lo creo! —exclamó como si se le acabara de ocurrir la idea—. Podrías sernos de gran ayuda, Ramsés, tú y tus padres. Eras un niño muy estudioso, siempre enfrascado en momias y tumbas y cosas parecidas; supongo que conoces bastante bien la zona...
    —No puedes esperar que él y sus padres empleen el tiempo que dedican a sus tareas a ser nuestros guías, Donald —dijo Enid.
    Me alegró observar que Enid había tomado muy en serio mi consejo. En lugar de regañarlo, había expresado una suave objeción, con una sonrisa que distendía sus rasgos.
    —No, no —Donald hizo una seña al camarero para que volviera a llenar su vaso—A pesar de que me sentiría encantado si lo hicieran. Lo que quería proponer era que se nos unieran esta noche. No sé por qué la idea no se me ha ocurrido antes. Ni siquiera los excavadores más fanáticos trabajan de noche, ¿no es cierto, señora Emerson? ¡Podría hablar directamente con la princesa y preguntarle sobre sus instrucciones!
    La señora Jones se atragantó con un trozo de pescado.

    * * *

    Después de que los Fraser se retiraran a sus habitaciones para el descanso de la tarde, como es costumbre en Egipto, los muchachos y yo nos instalamos en un rincón del vestíbulo. Habíamos dejado a Nefret y a los Bellingham sentados aún a la mesa. Nefret sonreía y mostraba sus hoyuelos, mientras escuchaba lo que parecía ser un monólogo recitado por el Coronel. Aparentemente, Dolly se había dormido sentada.
    —No pude hacer otra cosa más que aceptar —dije, a la defensiva.
    —Exactamente —dijo Ramsés. Aquel maldito bigote hacía sombra sobre su boca, pero si esperaba que éste me hiciera más difícil captar su expresión, había fracasado. Los extremos del bigote temblaban al moverse los músculos de las comisuras de sus labios. Esta expresión, sin duda alguna, manifestaba su engreimiento.
    —Eso era lo que querías —exclamé—. Ramsés, te estás volviendo muy taimado.
    —¿Más que antes? Si queremos llevar a cabo el plan que discutimos con el señor Vandergelt la otra noche, es esencial realizar un reconocimiento preliminar. Seguro que a usted ya se le ocurrió.
    —A mí no se me había ocurrido —admitió David—. Pero es razonable. Admito que no siento curiosidad. Nunca he asistido a ese tipo de actos. ¿Piensa que podrá persuadir al profesor para que asista él también?
    Ramsés sacudió la cabeza.
    —Más bien debemos persuadirlo para que no asista. Conocéis a padre; si su genio no se manifiesta, su sentido del humor sí lo hará. Bastante difícil lo tiene ya la señora Jones, aun si todos cooperamos de la mejor manera. El señor Fraser tiene grandes expectativas de oír revelaciones maravillosas.
    Yo pensaba lo mismo, y cuando miré hacia el ascensor no me sorprendió ver a la señora Jones que se nos acercaba a toda prisa.
    —Tenía la esperanza de encontrarlos —exclamó—. Por el amor de Dios, adelántenme cómo piensan enfocar el asunto, para poder prepararme. A menos que... a menos que, después de todo, hayan decidido denunciarme.
    Me apresuré a explicarle el plan. Su expresión decidida no cambió, pero emitió un leve suspiro. Cuando llegué a contarle lo de la epifanía de la princesa (sin es-pecificar la identidad de la actriz que desempeñaría ese papel), una sonrisa de genuina diversión curvó sus labios. Se parecía más que nunca a un gato complacido.
    —Debo decir que se trata de una idea ingeniosa. Creo que puedo arreglar un decorado adecuado. Denme un día o dos para encontrar los accesorios necesarios. Esta noche dejaré caer algunas indirectas para preparar a Donald. Déjenmelo a mí; me puedo arreglar bastante bien, siempre que ustedes sigan mis indicaciones. —Mirando el ascensor, añadió con ironía—, hoy están muy solicitados. Aquí viene la señora Fraser, resuelta a realizar un recado similar al mío. Será mejor que me vaya.
    Enid la había visto. Se detuvo y nos miró, vacilante.
    —¡Oh, Santo Cielo! —dije con irritación—. No hemos terminado de hacer los arreglos para esta noche. Acércate a Enid, Ramsés, y trata de distraerla unos mi-nutos.
    —Sí, madre —dijo Ramsés.
    David también se levantó. Nunca pude comprender cómo se comunicaban ellos dos; parecían entenderse sin necesidad de palabras.
    La señora Jones poseía una mente casi tan bien organizada y lógica como la mía. No nos llevó mucho tiempo ponernos de acuerdo en un guión aproximado para esa noche, sujeto, como ambas sabíamos, a derivaciones inesperadas.
    —La improvisación —comenté—, es un talento esencial para la gente de su... profesión. No tema, le seguiré el ritmo.
    —No dudo que lo hará. —Otra sonrisa gatuna curvó sus labios—. Si alguna vez se cansa de la arqueología, señora Emerson, tendría mucho éxito en mi... profesión.
    Se despidió de mí y caminó hacia la entrada principal y los jardines con el fin de evitar a Enid, que seguía sumida en una tensa conversación con Ramsés. David no estaba con ellos; miré por el vestíbulo pero no había señales del muchacho.
    Dos horas habían transcurrido desde que entramos en el hotel. Decidí que Nefret ya había sufrido demasiado y me disponía a ir a buscarla cuando vi que abandonaba el salón-comedor del brazo del coronel Bellingham. Dolly los seguía uno o dos pasos atrás; cuando Bellingham se acercó a mí con Nefret, la joven se escabulló con la suavidad de un gato al acecho. Con una graciosa inclinación, el Coronel expresó su agradecimiento por el placer de la compañía de mi pupila.
    —Me siento como una finca que se acaba de repartir —dijo Nefret cuando el Coronel se retiró—. ¿Dónde están Ramsés y David?
    —No sé dónde ha ido David, pero a Ramsés se le acaba de echar encima una persona —repliqué—. ¿Vamos a rescatarlo o lo dejamos que escape sin nuestra ayuda?
    —No ha hecho nada para merecer a Dolly —dijo Nefret—. ¡Adelante!
    Las apariencias a veces engañan. Si no supiera de qué iba la cosa, hubiera supuesto que Ramsés era la manzana de la discordia entre dos mujeres tontas. Una a cada lado del muchacho, intercambiaban sonrisas falsas y amabilidades huecas, mientras Ramsés miraba hacia delante con una expresión petrificada. Al vernos, encontró la excusa que necesitaba; se liberó con más celeridad que buenos modales y vino a nuestro encuentro.
    —Vamos, corre —le urgió Nefret—. Te cubriremos la retaguardia.
    —Muy divertido —dijo Ramsés. Sin embargo, no aminoró la marcha.
    —¿Le explicaste las cosas a Enid? —pregunté, al trote para mantenerme a su lado.
    —Sí.
    —Espera, olvidamos las cámaras fotográficas —dijo Nefret, tratando de coger su brazo.
    —David las tiene. Se unirá a nosotros en el templo.
    Hizo señas a uno de los carruajes que aguardaban y nos hizo pasar. En cuanto el vehículo estuvo en marcha se dirigió a Nefret.
    —¿Qué le sacaste a Bellingham?
    —Que es el tipo más pomposo y aburrido de la creación —Nefret se quitó el sombrero y se pasó las dos manos por la cabeza—. Habla como un libro de etiqueta. Sin embargo, no se puede evitar compadecerlo. Le mencioné que nos detuvimos en la capilla esta mañana para presentar nuestros respetos y estaba tan contento y agradecido que me sentí culpable.
    —Aja —dijo Ramsés—. ¿Qué dijo de…?
    —Primero —replicó Nefret con firmeza—, dime qué sucedió durante la comida. Os he visto con los Fraser y esa mujer, y me moría de la curiosidad. ¿Habéis puesto fecha a mi actuación como princesa Tasherit?
    —No —dije, dando un codazo a Ramsés para que no discutiera el papel de Nefret, lo que estaba a punto de hacer—. Pero estamos comprometidos con ellos esta noche, con el fin de ser presentados a la princesa.
    —¡Excelente! —exclamó Nefret—. Tenemos que saber cómo se hace antes de completar nuestros planes. Fue muy inteligente de tu parte haberlo pensado así, tía Amelia.
    —Fue idea de Ramsés —dije.
    —Entonces fuiste muy inteligente, muchacho —cogió la mano de Ramsés y la apretó.
    El carruaje se había detenido frente al templo. Bajo la firme dirección de Monsieur Maspero, el Departamento de Antigüedades había eliminado el conjunto de edificios medievales y modernos, que antes desfiguraban las magníficas ruinas, dejando sólo la pequeña y pintoresca mezquita de Abu'l Haggag. Ante nosotros se erguía la columnata del patio de Amenofis, con sus columnas papiriformes y arquitrabes casi intactos; los sesgados rayos del sol de la tarde calentaban la arenisca, le daban un matiz dorado y resaltaban los jeroglíficos, elegantemente esculpidos, que se hallaban a la sombra. Ramsés soltó su mano y descendió de un salto, indicando en árabe al conductor que condujera a las damas hasta el embarcadero.
    —¡Ukaf, cochero! —exclamó Nefret-—. ¿Qué estás tramando, Ramsés? Pensé que querías que sacara algunas fotos.
    —David se puede encargar de las fotos —dijo Ramsés—. Tú y madre podéis ir...
    —David no ha llegado todavía.
    Levantándose las faldas, salió con agilidad del coche y se detuvo a su lado.
    —Por cierto, Ramsés, te estás volviendo muy despótico —dije—. Nefret y yo te ayudaremos con lo de la fotografía. La luz es perfecta en este momento del día. Pero, ¿dónde está David? pensé que se nos había adelantado.
    Ramsés admitió su derrota con un encogimiento de hombros y una mano extendida para ayudarme a bajar del coche.
    —Debe estar esperándonos dentro.
    La entrada principal del templo, al lado del gran pilono, estaba cerrada, de manera que entramos desde la carretera y fuimos directamente al patio de Amenofis. Esta parte del templo era la más antigua, pues databa de la Dinastía XVIII. Las construcciones posteriores fueron realizadas por ese faraón omnipresente, Ramsés II. Supuse que su moderno tocayo quería comenzar por los relieves y textos jeroglíficos más antiguos (en mi opinión y la de otros expertos, más hermosos), y el muchacho así lo admitió.
    —La columnata ubicada en el lado sur del patio tiene unos relieves particularmente interesantes, que muestran la procesión de las barcas sagradas de los dioses desde Karnak al Templo de Luxor —explicó con su manera pedante—. Deben ser copiados tan pronto como sea posible, la parte superior ya ha desaparecido y el resto se deteriora día a día. Será necesario hacer fotografías en varios momentos del día, ya que las distintas partes de la pared tienen sombra en horas diferentes.
    Con la cabeza echada hacia atrás, Nefret caminaba lentamente entre la fila de robustas columnas. Había catorce en total, cada una de más de doce metros de al-tura. Estábamos solos, excepto por unos pocos «guías», descalzos y con turbantes, de los que infestan las ruinas; el Templo de Luxor es menos popular entre los turistas que las monumentales ruinas de Karnak, si bien para mí es mucho más bello y armonioso. Salvo por los murmullos de salutación y unos movimientos de cabeza, los hombres no se nos acercaron. Sabían quiénes éramos.
    Pasó un tiempo hasta que David apareció, cruzando a toda prisa la columnata desde el patio. Era obvio que no esperaba vernos ni a mí ni a Nefret, ya que se detuvo un momento antes de seguir su camino y disculparse.
    —Me entretuve hablando con... uno de mis primos —explicó, quitando la correa del bolso que llevaba.
    No me hubiera parecido sospechoso si hubiera mencionado un nombre. David tenía parientes por toda la zona, desde Gurneh hasta Karnak. Los que no estaban empleados a nuestro servicio trabajaban en varios oficios, algunos como dragomanes o guías, otros en ocupaciones menos aceptables socialmente. La reti-cencia de David y la prisa con la que, tanto él como Ramsés, comenzaron a preparar el equipo fotográfico provocaron mis sospechas, y esta vez observé el intercambio silencioso de miradas y movimientos de cabeza que ponían en evidencia que se había hecho una pregunta y recibido una respuesta.
    Las sombras se iban alargando, de manera que nos apresuramos en hacer tantas exposiciones como fue posible. Las mismas tomas volverían a hacerse en otros momentos del día, ya que cada cambio de luz destacaba diferentes detalles. Con una cinta métrica se medía y registraba la ubicación exacta de la cámara, de manera que se pudiera repetir en otra ocasión. Se trataba de un proceso largo y concienzudo, y también algo tedioso. Habíamos trabajado menos de dos horas cuando me torcí el tobillo al saltar de la base de una estatua. No me molestaba en lo más mínimo, pero me sentí obligada a señalar que el tiempo pasaba y que debíamos estar en Luxor a las ocho y media.
    Pensé que Ramsés no tendría escrúpulos en aprovecharse de mi inminente partida para sus propios fines.
    —Vaya, madre, parece un poco fatigada —dijo solícito—. Nefret, ayúdala a volver al carruaje. Le dije al conductor que esperara. David y yo recogeremos todo y nos reuniremos con ustedes en un momento.
    Nefret me lanzó una larga mirada y me ofreció solemnemente el apoyo de su brazo. Lo acepté y me alejé cojeando. Una vez que desaparecimos de la vista de los muchachos, en el patio adyacente, nos volvimos una hacia la otra con una sospecha compartida.
    —Espere aquí —dijo Nefret en voz baja.
    —Exageré la cojera —dije en el mismo tono—. Adelántate. Te seguiré.
    El lugar parecía hecho para espías. Cada columna redondeada era lo suficientemente grande como para ocultar no a uno, sino a varios individuos de complexión delgada, y las sombras bajo los arquitrabes se hacían más profundas. Cuando nos asomamos por la entrada del pilono, vimos que los bolsos con las cámaras, cerrados con más prisa que cuidado, yacían abandonados detrás de un pilar. No había nadie a la vista, ni siquiera un guardián en cuclillas.
    —¡Maldita sea! —dijo Nefret—. ¿Dónde se han ido?
    —Por el otro lado, obviamente, al patio de Ramsés II. Quizás sólo querían echar un vistazo. Hay una capillita interesante construida por Thutmose III...
    —Ja —dijo Nefret.
    Se adelantaba en silencio, pasando del refugio de un pilar al del siguiente. Pero antes de que llegáramos al final de la columnata, un grito y el sonido de algo que caía nos hizo dejar de lado la cautela, imposible para unos corazones ansiosos. Nefret empezó a correr. Era más veloz que yo, por causa de la torcedura de mi tobillo, y en el momento en que la alcancé estaba de rodillas al lado de David, que estaba sentado en el suelo, frotándose un hombro con aspecto de aturdido. A su lado había varios fragmentos de granito rojo de buen tamaño. El más grande medía unos cuarenta centímetros. Formaba parte de la cabeza de una estatua; un ojo esculpido parecía mirar de forma acusadora a Ramsés, que estaba de pie al lado de David.
    —¡Maldita sea! —exclamó Ramsés—. ¡La ha roto!
    La cabeza de piedra no había alcanzado a David; el muchacho había caído pesadamente, aterrizando con su hombro izquierdo, cuando Ramsés lo apartó de un empujón. Repetía que sólo estaba magullado, y la agilidad con la cual se movía daba credibilidad a sus palabras. Sin embargo, Ramsés insistió en llevar los estuches de las cámaras. Nos hizo salir del templo y subir al carruaje a toda prisa, sin darnos oportunidad de hacerle preguntas.
    Era obvio que Nefret esperaba el momento oportuno para intervenir. Con los labios fruncidos y la frente arrugada, esperó hasta que estuvimos a bordo de la faluca antes de exclamar:
    —Ramsés, tú...
    —Por favor. No delante de madre —dijo Ramsés.
    —¡Me mentiste! Prometiste...
    —No delante de madre —repitió Ramsés con más énfasis. Se dirigió a mí—. Mire, yo tenía la intención de contarles todo, a padre también, pero las cosas no salieron como yo había planeado.
    —Vamos, chicos, no os peleéis —dije—. Creo entender, Ramsés, que tenías una cita con alguien, a través de David. Por esa razón llegó tan tarde: estaba transmitiendo tu mensaje. ¿Era el coronel Bellingham a quien querías ver, o a ese joven de nombre tan desafortunado?
    —Te dije que era una pérdida de tiempo tratar de engañar a tía Amelia —dijo David—. Siempre lo adivina todo.
    —No se trata de adivinar sino de deducir con lógica —le corregí—. Es una pena que se haya roto la cabeza de granito, la recuerdo como un acabado ejemplo de la escultura de la Dinastía XVIII. Cayó o fue lanzada desde lo alto, posiblemente de la cima de la capillita. Ninguna de las mujeres que conocemos podría haberlo hecho, de manera que el atacante debe ser un hombre. Tendríais que tener alguna razón para creer que el encuentro no sería cordial, pues de lo contrario no hubierais estado lo suficientemente alerta como para ver la cabeza a tiempo de evitarla. Las únicas personas...
    —Sí, madre —dijo Ramsés con el mismo tono que a veces usa Emerson cuando le gano una discusión. Prosiguió: No necesita darle más vueltas, sigo su razonamiento, que es, por supuesto, absolutamente correcto... hasta aquí. Es cierto que le envié un mensaje al señor Tollington, donde le sugería que nos encontráramos para tratar de zanjar nuestras diferencias. Propuse un lugar aislado, ya que no quería correr el riesgo de ser interrumpido por la señorita Bellingham; su presencia parece eliminar el poco sentido común que posee el pobre tipo. Pero... —Al ver que yo iba a decir algo, elevó la voz—. Pero eso no significa que Tollington sea nuestro atacante. Quizá ni siquiera recibió mi carta; no estaba en el hotel cuando David la dejó.
    —Tirar objetos pesados sobre la cabeza de la gente no es lo que se espera de un caballero —comenté—. El sospechoso más obvio, supongo, es Dutton Scudder. Puede estar resentido porque no le permitiste llevarse a Dolly esa noche en El Cairo. Verdaderamente, Ramsés, te estás rodeando de enemigos casi tan rápido como tu padre. ¿Se te ocurre alguna otra persona que quiera perjudicarte?
    —A mí sí se me ocurre —dijo Nefret.
    Con ello se puso fin a la conversación. Nadie volvió a hablar hasta que el bote llegó al desembarcadero, donde Ahmet nos esperaba con los caballos. Nefret se acercó de inmediato a saludarlos, y yo le di un pequeño empujón a Ramsés.
    —Ve a hacer las paces con tu hermana. Te estás haciendo demasiado mayor para esta clase de tonterías y —añadí con una mirada severa—, para esa costumbre de andarte con secretos.
    —Sí, madre —dijo Ramsés.
    Como su padre, Ramsés tiene la costumbre de dejar parte de su ropa desparramada por ahí. Se había quitado la chaqueta y la corbata tan pronto como abandonamos el hotel. Cuando empezó a caminar, del bolsillo de su chaqueta, que se había echado al hombro, se cayó la corbata. La cogí.
    —¿Cómo está su tobillo? —preguntó David.
    —Me duele un poco. Creo que a los dos nos vendría bien un poco de árnica.
    El sol había comenzado su descenso final, y su agradable y viva luz, que sólo he visto en Egipto, proyectaba una nota de belleza en la escena y en los rostros de mis hijos.
    Se trataba casi de un juego de mímica, pues se hallaban tan distantes que no podía oír lo que decían. Estaban muy juntos. Ramsés era el que hablaba; con los brazos cruzados y la cara hacia otro lado, Nefret taconeaba con su pequeño pie y no respondió en un primer momento. Luego levantó la mirada, la dirigió hacia él y habló con rapidez, moviendo las manos con gráciles gestos. Él quiso decir algo y ella lo interrumpió.
    No parecía que se estuvieran poniendo de acuerdo en absoluto. Me dirigía hacia ellos cuando otro actor apareció en escena. Risha se había puesto impaciente; había estado esperando algunas horas y debió pensar que no estaría fuera de lugar recordarles su presencia.
    Se acercó con su paso felino y delicado y puso la cabeza entre los dos.
    Nefret lanzó una carcajada. Pasó su brazo sobre el cuello arqueado del corcel y la escuché decir:
    —¡Tiene mejores modales que ninguno de los dos! ¿Pax, Ramsés?
    El muchacho no contestó con palabras. Cogió a Nefret y la levantó hasta la silla y luego se volvió hacia mí; pero David ya me había ayudado a montar. Formábamos un grupo alegre y feliz cuando nos alejamos juntos, ya que por naturaleza Nefret podía pasar rápidamente de la alegría al enfado.
    Me alegró no tener que aguantar el malhumor de los chicos. El de Emerson era peor que el de ellos juntos, y sabía que no iba a gustarle lo que le tenía que contar. ¡En absoluto!

    * * *

    Emerson me sorprende constantemente, lo que constituye una excelente cualidad en un marido, si se me permite una ligera digresión. Un hombre completamente predecible es muy aburrido.
    La primera sorpresa de la tarde es que él ya estaba en la casa cuando llegamos, bañado, cambiado y esperándonos. No nos regañó por llegar tarde, no nos reprochó que no lo ayudáramos en sus excavaciones; ni siquiera nos dio los tediosos detalles de su día de trabajo. Tan extraordinaria resultaba esta contención por su parte, que una vez sentados cómodamente nadie supo qué decir.
    Un destello de gozo iluminó los ojos azules y brillantes de Emerson mientras nos estudiaba uno por uno.
    —Debe ser peor de lo que pensaba —dijo con suavidad—. Es mejor que comiences, Peabody; de todas las cosas que tienes que contarme, ¿cuál es la que me gustará menos?
    —La séance, me parece —dije.
    Emerson sacó la pipa.
    —¿Cuándo?
    —Esta noche.
    —Ah. —Emerson procedió a llenar y encender la pipa. Luego dijo—: ¿Y después?
    —Muy bien, Emerson —dije, incapaz de reprimir una sonrisa—, ganas este punto. Pensé que aullarías.
    —Me había preparado para esta clase de noticias, ya que esperaba que quisieras presenciar el acto con anticipación, cuanto antes, mejor. ¿Qué más?
    —El examen del cuerpo, supongo.
    —Oh, llegaste a convencer a Willoughby, ¿verdad? ¿Bien?
    —El cuchillo pasó limpiamente a través del pecho —dije—. El orificio de salida es casi tan grande como el de entrada, debe haber sido un cuchillo muy largo y pesa-do, Emerson.
    —En la mano de un hombre fuera de sí por la rabia y la pasión —murmuró Emerson—. Poder herir con tanta fuerza... Los cuchillos de los beduinos son de ese tipo. ¿Observasteis algo más que sea importante?
    Vacilé un instante, buscando la mejor manera de decirlo.
    —Hubo algo que no vi que tiene la mayor importancia.
    El rojo riñó las delgadas mejillas de Emerson.
    —¡Maldita sea, Peabody! —gritó—. ¡Has estado leyendo esas detestables novelas de detectives otra vez!
    —Tú tampoco lo viste —dije, contenta por haberlo enfadado. Emerson es un hombre especialmente apuesto cuando tiene un acceso de furia, muestra los dientes y le brillan los ojos—. O para decirlo de otra forma, deberías haber observado que no estaba allí.
    —¿No me vas a decir de qué se trata, verdad? ¡Maldición! —exclamó Emerson—. Muy bien, Peabody, acepto el desafío. ¿Te gustaría hacer una pequeña apuesta?
    —Lo discutiremos más tarde, cariño —dije, con una mirada significativa—. Ahora, en cuanto al otro tema...
    —¿Mi comida con los Bellingham? —sugirió Nefret
    —Todavía no, Nefret —dijo Emerson—. Tu tía Amelia me ha hecho perder el hilo con sus condenadas digresiones detectivescas. Terminemos con los Fraser antes de pasar a otros fastidios.
    De manera que le describí la conversación con Enid y Donald, y mi trato con la señora Jones.
    —Debemos esforzarnos por evitar un enfrentamiento. El objetivo principal de la función de esta noche es preparar el escenario para el acto final, cuando Donald se convencerá de que tiene que abandonar su fantasía.
    —¿Lo habéis arreglado todo bien? —inquirió Emerson.
    —La señora Jones cree que puede preparar un escenario convincente. No dudo de que tiene mucha práctica; le podemos dejar a ella el ectoplasma, las voces de las ánimas y el fondo musical. ¿Sabe, por cierto, que los egipcios no tocaban panderetas ni banjos? El único asunto que queda...
    Debería haberlo impedido. La discusión estalló con tanta rapidez y se volvió tan acalorada, que no pude decir ni una palabra. A todas luces ambos estaban preparados y listos.
    —¡No hay nadie que pueda desempeñar ese papel! —insistía Nefret.
    —Estás equivocada —dijo Ramsés.
    —¡Ninguna «bonita muchacha egipcia» podría hacerlo! Se reiría, u olvidaría su parte o...
    —No me refiero a ninguna bonita muchacha...
    —Tampoco lo puede hacer la tía Amelia. Debe ser uno de los participantes; se notaría su ausencia. Pueden decirles que estoy indispuesta o...
    —No, madre no. Yo.
    En ese momento me podría haber hecho oír, pero era tan incapaz de hablar como Nefret. Al menos Ramsés había logrado callarla; su boca permanecía abierta, pero durante algunos segundos los únicos sonidos que emitió fueron una serie de borboteos. Temí que se fuera a reír, la tentación de hacerlo era muy fuerte, pero eligió otra forma de burla, más devastadora. Después de mirarlo de arriba abajo, dijo:
    —Tendrás que afeitarte el bigote.
    —No te lo creerás, pero ya lo había pensado —dijo Ramsés.
    —¿Y estarías dispuesto a hacer ese sacrificio? ¡Qué conmovedor! No, querido Ramsés, no debes hacerlo. Es un bonito bigote y te ha debido costar mucho hacerlo crecer.
    —Vaya, Nefret —comencé a decir.
    —¡Pero, tía Amelia! —Nefret se volvió hacia mí—. No hay forma humana de hacer pasar a Ramsés por una chica, ni siquiera con un pesado velo, sin bigote y en sombra. Tiene... —emitió una risita ahogada—. ¡Tiene una figura que no va!
    Las sombras de la noche se habían deslizado a través del cielo del este, y unas pocas estrellas tímidas brillaban en el firmamento azul. Ramsés estaba sentado en el parapeto, en su posición favorita, con la espalda contra una de las columnas y sus largas piernas estiradas. El crepúsculo difuminaba su silueta, pero era evidente que Nefret tenía razón. Hasta que...
    No sé lo que hizo, pero yo había aprendido a costa de muchos disgustos que Ramsés no limitaba el arte del disfraz a barbas falsas y demás elementos obvios. El cambio era tan leve como para no poder definirlo, pero de repente su silueta se suavizó y sus extremidades, largas y rígidas, adoptaron una forma curvilínea.
    —Quiero que me veáis recostado —dijo Ramsés—. Voluptuosamente.
    Nefret exclamó con una admiración reticente:
    —Lo podrías conseguir. Pero para qué tomarte todo ese trabajo cuando yo...
    —Basta ya —interrumpí—. Ninguno de vosotros hará de princesa. He encontrado la persona perfecta para representarla.
    Me había venido como un flash, como siempre aparece la inspiración, aun cuando supongo que un estudiante de psicología diría que es el resultado de pensamientos inconscientes que emergen de repente a la superficie de la mente. Puesto que necesitaba tiempo para pensarlo antes de comprometerme, me negué a contestar las preguntas curiosas que me llovieron.
    —Os lo explicaré en otra ocasión —les tranquilicé—. Se hace tarde y Nefret no ha tenido ocasión de contarnos su conversación con el Coronel.
    Alí apareció para anunciarnos la cena. Un hermoso ramo de rosas, reseda y otras flores adornaba la mesa. Supuse que uno de nuestros amigos lo habría enviado; a menudo me ofrecen estas atenciones.
    Después de todo, como admitió Nefret, tenía poco que contarnos. La noticia más interesante era que los Bellingham ya no se hospedaban en el hotel. Cyrus les había ofrecido el uso de su dahabiyya, la Valle de los Reyes.
    No había nada raro en ello. Era el tipo de gesto generoso y cordial que Cyrus hacía con frecuencia. Siempre recibía invitados en el Castillo, ya que era el más hospitalario de los hombres y disfrutaba de la compañía. La dahabiyya estaba vacía gran parte del tiempo, aunque la tripulación y el personal estaban permanentemente y recibían la generosa paga de Cyrus.
    Sin embargo, no era la noticia que yo deseaba oír. El Valle de los Reyes estaba amarrado en la orilla occidental. La ubicación no era tan segura como Luxor, con sus luces brillantes y grupos de turistas.
    Nefret se vio obligada a admitir que había descubierto muy poco de los trágicos acontecimientos de cinco años atrás.
    —Resulta muy difícil interrogar a un marido afligido acerca de la muerte de su mujer, en especial cuando está ocupado en la tarea de conseguir otra.
    Emerson dejó caer el cuchillo.
    —¿Qué has dicho?
    —Conozco las señales —dijo Nefret con frialdad—. No creáis que soy vanidosa; el Coronel estaba más interesado en conocer quiénes eran mis antepasados y antecedentes que en hacerme cumplidos, a pesar de que también me los hizo. Me preguntó sobre mi abuelo, y sobre mi madre, y tenía miles de preguntas acerca de esos misioneros imaginarios que él cree que se hicieron cargo de mi educación en mi niñez.
    Hizo una pausa para tomar un bocado de pollo. Ramsés dijo:
    —Parece como si ya hubiera investigado tu historia.
    Nefret tragó.
    —Claro que sí. En Luxor todos conocen lo sucedido, de manera que no le debe haber resultado difícil averiguarlo.
    —Nadie cuestionó nunca la historia que inventamos sobre los bondadosos misioneros —dije, nerviosa, pues me había esforzado en ocultar la verdadera histo-ria de los primeros trece años de Nefret.
    —No la cuestionó. Sólo quería estar seguro de que todavía soy virgen.
    A David se le cortó la respiración. Ramsés parpadeó. Se me cayó el vaso de la mano y se derramó su contenido sobre la mesa. Nefret me sonrió, arrepentida.
    —Oh, querida tía, he olvidado que es una palabra que se supone que no tengo que emplear, excepto en la iglesia. El Coronel lo expresó con más delicadeza, se lo aseguro.
    La única persona cuyo rostro no se había alterado en lo más mínimo era Emerson. Desde que Nefret comenzara a hablar, se había puesto tan rígido como la máscara de una momia En ese momento sólo sus labios se movieron.
    —Con más delicadeza —repitió.
    —Emerson, contrólate —dije, alarmada—. Estoy segura de que el pobre hombre no ha hecho nada que justifique tu cólera paternal. Ese egocentrismo sin fundamento es bastante común en las personas de tu sexo. El Coronel no es el primero; recuerda al honorable señor Dillinghurst, a lord Sinclair, al conde de la Chiffonier y...
    —No puedo imaginar —me interrumpió Emerson—, por qué crees que estoy a punto de perder los estribos.
    Se puso de pie. Se inclinó hacia delante. Cogió las flores del jarrón y las llevó a la ventana abierta. Lenta y metódicamente arrancó los bellos capullos de sus tallos mojados y los fue arrojando hacia la noche.
    —Oh —exclamé.
    —Exacto —dijo Emerson—. Ahora, queridos míos, será mejor que nos preparemos para marcharnos. Supongo que tú y Nefret queréis cambiaros, Peabody.
    —Tú también.
    —Estoy totalmente vestido y bastante limpio —dijo Emerson, volviendo a tomar asiento—. Adelante, queridos. Si necesitas mi ayuda con los botones, llámame, Peabody. Ramsés, me gustaría hablar un momento contigo y con David.
    Cuando Emerson ruge todos los demás le ignoramos. Cuando habla en ese tono, lo más sensato es hacer lo que dice. Dócilmente y en silencio, Nefret salió del cuarto. Yo la seguí; y los muchachos, obedeciendo un ademán de Emerson, acercaron sus sillas.
    Habían dejado las servilletas en su sitio. Cuando pasé al lado, vi que una de ellas tenía una pequeña mancha roja. Ramsés había hecho algo más que parpadear. Se había hundido las uñas o un cubierto en la palma de la mano.


    Capítulo 10
    Espero que la paciencia se encuentre entre mis virtudes, pero los titubeos, cuando nada se puede ganar con la demora, no constituyen una virtud.

    Había terminado de abrocharme los botones cuando entró Emerson a nuestro cuarto, cerrando la puerta de un portazo. No me gustaba para nada el aspecto que tenía. Estaba demasiado tranquilo.
    —¿De qué hablaste con Ramsés? —le pregunté.
    —Quería saber por qué David se protege el brazo izquierdo.
    No esperaba que sacara ese tema.
    —Oh. Nadie quería ocultártelo, Emerson. Había tanto de qué hablar que no llegamos a mencionarlo.
    —Y sin embargo —dijo Emerson—, se podría suponer con cierta lógica que un ataque asesino contra nuestro hijo y su amigo debería tener cierto interés para mí.
    —Tienes razón —admití—. Tenía intención de darle a David una buena friega con árnica antes de que se fuera a la cama, pero quizá lo haga ahora.
    —El muchacho está bien —Emerson me cogió de los hombros—. Siéntate un instante, Peabody. Maldita sea, hay tantas cosas que suceden al mismo tiempo. Tenemos que hablar.
    Su lenguaje era el de siempre: profano y enfadado, lo que me produjo un considerable alivio.
    —¿Qué te molesta más, Emerson? ¿Las intenciones del coronel Bellingham respecto a Nefret?
    —Pueden esperar. En un principio la idea me enfadó un poco —admitió Emerson, en una de las muestras de moderación del año—. Pero supongo que de acuerdo con sus valores, el Coronel no ha hecho nada incorrecto. Si tiene la desvergüenza de venir a pedirme permiso para cortejar a Nefret, lo tiraré por la ventana como he tirado sus flores, y eso será todo.
    —Bien —asentí, sonriendo—. El asesinato de la señora Bellingham...
    —Eso puede esperar también. Solucionemos primero esa tontería de los Fraser para poder concentrarnos luego en asuntos más importantes. ¿Cuál es esa idea que has tenido, Peabody? Si quieres que desempeñe el papel de princesa, lo rechazo tajantemente.
    —Tu... silueta es menos convincente aún que la de Ramsés —dije, con una carcajada, y procedí a contarle lo que tenía en mente.
    Emerson asintió con la cabeza.
    —Humm, sí... Me parece algo muy inteligente, Peabody, ya que te debe resultar evidente, como a mí, que el problema se originó en ella.
    —¡Cómo se ve que eres hombre! Sin duda alguna, fue él quien en un principio tuvo la culpa.
    —Digamos que son los dos los que deben encontrar la solución adecuada —dijo Emerson e interrumpió la discusión el tiempo suficiente como para demostrar lo verosímil de su comentario—. ¿Lo hará ella?
    —Déjamelo a mí.
    —Lo prefiero así. —Me ayudó a ponerme el chal y me escoltó hasta la puerta. Antes de abrirla, dijo, serio—: y tú, cariño, puedes dejarme los chicos a mí. No sé qué tiene que ver el incidente de Luxor con los demás asuntos que interfieren en mi trabajo, pero quiero descubrirlo. Sería una pena perder a Ramsés ahora, después de todo el tiempo y el esfuerzo que hemos puesto en criarlo.
    Impelido por los fuertes brazos de nuestros fieles servidores, el pequeño bote se deslizó por el río. Las luces de los hoteles de la costa oriental ofrecían un brillante espectáculo. Más hermoso todavía era el reflejo de la luz de la luna sobre el oscuro río. La luna estaba casi llena; acompañada por su rutilante séquito de estrellas, se elevaba serenamente en el cielo. Nos sentamos en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos, pero los míos, al menos, nada tenían que ver con la belleza de la noche. Ni siquiera el cálido apretón de la mano de Emerson, que cogía la mía bajo mis amplias faldas, me reconfortaba.
    No se trataba de que me culpara por haber omitido la importancia del incidente en el Templo de Luxor. Me había acostumbrado a que la gente le arrojara cosas a Ramsés; por lo general tenían alguna razón para hacerlo y, sin embargo, yo no había pensado lo suficiente en el motivo. ¿En qué andaría metido Ramsés ahora? ¿Estaba permitiendo que mis obligaciones hacia una vieja amiga me distrajeran de mis deberes de madre? También tenía obligaciones hacia David, el muchacho siempre estaba al lado de Ramsés, ayudándolo y alentándolo en sus planes secretos y, por lo tanto, era tan vulnerable a un ataque como mi hijo.
    Después de una seria reflexión sobre el tema, saqué la conclusión de que yo no era culpable, todavía. El caso Fraser debía tener prioridad, y en este instante era imposible saber con certeza si estaba o no relacionado con los demás misterios que nos rodeaban. La señora Jones era un enigma. Podía ser exactamente lo que parecía: una mujer sin escrúpulos, practicante de artes dudosas, que se metió en un lío casi sin darse cuenta y ahora sólo deseaba salir de él sin sufrir desagradables consecuencias. Su demostración de interés por la salud mental y física de Donald había impresionado a Cyrus, quien era bien conocido por su susceptibilidad frente a los halagos femeninos. No me había convencido a mí.
    ¿Estaba secretamente implicada en el asunto Bellingham? Emerson se había burlado de mi teoría, pero no había presentado ningún argumento que demostrara mi error. Donald había estado en el lugar cuando sacamos la momia, era un hecho innegable. Puede que la señora Jones hubiera intentado disuadirlo, como alegaba, o puede que le hubiera insinuado sutilmente la idea de estar allí.
    Se me había ocurrido otro (posible) motivo de sus (hipotéticas) acciones. ¿Y si estuviera relacionada de alguna forma con Dutton Scudder? ¿Si fuera su madre, tía, hermana mayor, prima, amante?... Bueno, lo último era poco probable. Sin embargo, cosas más extrañas se han visto. No sabíamos nada de los antecedentes de la señora Jones, excepto lo que nos había contado.
    No me podía imaginar por qué querría hacer daño a Ramsés, pero todavía no estaba claro el motivo del incidente en el Templo de Luxor. ¿Por qué alguna de las personas involucradas querría dejarlo inválido? Yo había supuesto con demasiada rapidez que sólo un hombre podría haber movido la pesada cabeza de granito. La señora Jones era una mujer robusta y sana; si no lo fuera, no hubiera podido seguir los pasos de Donald durante su periplo por los valles occidentales. Una mujer astuta, con el fin de confundirme, se quejaría de las quemaduras del sol y de las manos llagadas.
    Tras estas meditaciones, estudié a la dama con renovado interés cuando nos recibió en su salón. Su apariencia inicial me había confundido. Era más joven de lo que sugería su pelo matizado de gris. (¿No sería la madre de Scudder entonces? Se podría haber casado joven, con un americano, por supuesto.)
    Con cierta dificultad dejé de prestar atención a estas fascinantes teorías para concentrarme en los arreglos para la séance. Eran perfectamente adecuados para sus propósitos y los míos. El cuarto era amplio, de techos altos, con grandes ventanales que se abrían a un pequeño balcón, y una puerta que conectaba con su dormitorio. Se había colocado una mesa en el medio del salón, rodeada de sillas. Las ventanas estaban cubiertas por pesados cortinajes oscuros, y las luces eléctricas, de brillo inconveniente, habían sido reemplazadas por el resplandor más suave de unas lámparas con pantallas.
    Agotaría mi paciencia, y la suya, querido lector, si describiera con detalle lo que pasó. Fue muy similar a otras actuaciones del mismo tipo: las luces tenues, las manos cogidas, el trance, las preguntas y las respuestas susurradas, salvo que la señora Jones desempeñaba su papel mejor que el resto de sus colegas. Era una mimo excelente. La voz de la princesa no se parecía en nada a la de ella, sonaba más joven y algo más leve y tenía un acento simpático, aunque improbable. (Si bien admito que sería difícil saber cómo hablaría inglés un antiguo egipcio.) Hasta pronunció unas pocas palabras en el lenguaje de su época. Aquí se encontraba en un terreno más seguro, ya que los antiguos no escribían las vocales y nadie sabe con exactitud cómo se pronunciaba su lenguaje. Las consonantes le salieron bien y vi que las cejas de Emerson se levantaron con sorpresa cuando ella pronunció una fórmula de bienvenida.
    Donald se puso un poco pesado. Nuestra presencia había estimulado sus expectativas; sus demandas de información se hicieron inoportunas y su frustración frente a las necesariamente indeterminadas respuestas, más aparente. Cogía mi mano izquierda y a veces la apretaba con tal fuerza que me daban ganas de malde-cir, tanto a él como a la señora Jones que demoraba el anuncio.
    La dama era una profesional del espectáculo que evaluaba las emociones de su público con una exactitud extrema. Donald estaba al borde de un estallido violento justo cuando a ella le pareció oportuno dar la noticia.
    —Vendré a ti —murmuró la voz dulce y suave—. No me busques en los valles secos, no estoy allí. Vendré a ti aquí y me verás con tus propios ojos. Te saludaré y te diré qué hacer.
    Bueno, tuvimos que terminar con la función. Donald rompió el círculo, se puso de pie de un salto y corrió hacia la señora Jones. Emerson, que había estado jadeando y resoplando por la risa contenida, lo interceptó a toda velocidad.
    —Sabes el peligro que supone para la médium que se la saque abruptamente del trance —dijo con seriedad y, cogiéndolo firmemente de un brazo, lo hizo sentar en su silla.
    —Peabody, ¿cómo está?
    —Está saliendo del trance —dije, y me incliné sobre la señora Jones, que estaba murmurando y quejándose. Sin que los demás la vieran, abrió los ojos y me hizo un guiño.
    Se encendieron las luces eléctricas y la gente comenzó a moverse por la estancia. Donald permaneció hundido en la silla, con la cabeza inclinada como si rezara en silencio. Cogí la mano de la señora Jones, con el pretexto de tomarle el pulso, y murmuré:
    —¿Cree que Donald está bien? Parece haberse quedado estupefacto.
    De repente, Donald se puso en pie de un salto. La señora Jones retrocedió cuando se le acercó, y yo me preparé para todo; pero nuestra preocupación fue innecesaria. Con el rostro radiante de júbilo, Donald se puso reverentemente de rodillas.
    —¿Es verdad? —exclamó con voz emocionada.
    —La señora Jones no recuerda lo que dijo la princesa —dije rápidamente—. Pero es cierto, Donald, yo también lo oí. Todos lo oímos.
    La señora Jones me lanzó una mirada de gratitud.
    —¿Qué? —murmuró y levantó una mano inerte hasta su frente—. ¿Qué pasó?
    —Ella vendrá hacia mí —Donald le cogió la otra mano y la llevó hasta sus labios— ¡Ella, ella misma, en carne y hueso! ¿Cuándo? No puedo esperar mucho más.
    —Déjela tranquila, Donald —ordené—. Necesita tiempo para recuperarse. ¿Le apetece un vaso de vino, señora Jones?
    Emerson escanció el vino y se quedó escuchando mientras yo le contaba a la señora Jones el último detalle refinado de nuestro plan. No existía el temor de que Donald nos estuviera escuchando; radiante de felicidad se había retirado hacia el aparador con Ramsés y David y hablaba extasiado con ellos, a gritos.
    —Oh, muy bien —murmuró la señora Jones cuando terminé de explicarle—. Su plan, si usted puede convencerla, creo que es la mejor solución. ¿Cuándo lo podremos hacer? Mis nervios no lo soportan más.
    —Sin embargo, me parece que es usted una persona bastante tranquila, como diría nuestro amigo Vandergelt —comentó Emerson.
    Le hice callar inmediatamente. Emerson cree que es capaz de bajar la voz, pero está equivocado.
    —Había esperado que se presentara hoy—murmuró la señora.
    —Creo que tenía otro compromiso —dije—. No contestó la nota que le envié. Estoy segura de que querrá venir... ¿mañana por la noche? ¿O es demasiado pronto?
    —Cuanto antes, mejor —fue la respuesta—. No estoy tan tranquila como usted piensa, profesor. ¿Qué debo hacer?
    Yo había elaborado todos los detalles durante la séance, ya que me resulta fácil pensar en dos cosas a la vez. Emerson escuchó en silencio. No tenía ni idea de lo que estaba pensando. En un momento dado parecía predominar el regocijo, en otro, algo que lindaba con el horror. Cuando le mostré a la señora Jones la botellita que había traído conmigo, exclamó:
    —¡Santo Dios, Amelia! No puedes...
    —¡Chitón! Es fundamental, Emerson. No pegará ojo si no lo bebe. Ven y ayúdame.
    No le gustó nada, pero distrajo a Donald mientras yo vertía el láudano en el vaso. Le dio al whisky un color horrible, pero me atrevo a decir que Donald no lo hubiera notado aunque hubiese sido de un azul brillante. Al ver su estado de excitación frenética, supe que había hecho lo correcto.
    Enid era la siguiente. Estuve tentada a administrarle también un somnífero, porque tenía muy mal aspecto. Nefret estaba con ella, tratando de convencerla de que tomara un trago de brandy. Cogí el vaso de manos de mi querida hija y la alejé con un ademán tranquilizador.
    —Bébalo —dije con firmeza—. Y anímese. Tengo todo bajo control.
    Enid hizo lo que le ordené, al menos en lo que se refería al brandy; un poco de color volvió a su rostro, pero su expresión horrorizada no cambió.
    —¿Qué ha hecho? —susurró—. ¡Es una locura! En nombre de Dios, Amelia...
    —Me sorprende que tenga tan poca confianza en mí, Enid. Escuche y se lo explicaré.
    La explicación resultó necesariamente breve. Demasiado breve, quizá; parecía más horrorizada todavía.
    —Imposible, Amelia. ¿Cómo espera que haga algo así?
    —Enid —dije, cogiendo su mano inerte—. Lo comprendo. Pero debe tomar una decisión. O abandona a Donald, o se convierte nuevamente en una esposa para él. Los hombres son criaturas dignas de compasión, querida, y Donald es... bueno...
    —Estúpido —añadió con amargura—. Torpe, poco imaginativo...
    —¿Poco romántico? Exactamente lo contrario, Enid. No dudo de que se haya equivocado en... una cantidad de cosas, pero es su anhelo de romanticismo lo que le ha arrastrado a esta situación. Usted, querida, puede enseñarle, animarlo, ¿necesito decir más?
    Una sonrisa extraña se dibujó en sus labios.
    —Es fácil para usted decirlo, Amelia. Usted nunca necesitará... animar a su marido.
    —¡Mi querida niña, lo hago todo el tiempo! En ello reside la felicidad de un matrimonio. Sin embargo, sería la primera en admitir que Emerson es un hombre extraordinario.
    —Lo es. —Había una luz melancólica en sus ojos mientras miraba a Emerson, que había acorralado a Ramsés y parecía estar soltándole un sermón.
    —¿Estamos de acuerdo, entonces?
    —Oh, Amelia, no lo sé. No veo cómo puedo...
    —Es la cosa más simple del mundo, querida. Le prepararé una vestimenta adecuada y le daré las instrucciones finales mañana. Oh... espere, tengo una idea mejor. Ramsés, ¿puedes venir un momento? —Se acercó a nosotras y expliqué—: Le he estado diciendo a la señora Fraser que es ella la que desempeñará el papel de la princesa. Necesitará un atuendo adecuado y ensayar un poco; tú eres la persona más indicada para adquirir lo primero y hacer lo segundo.
    —Sería muy amable de tu parte, Ramsés —dijo Enid.
    Ramsés contestó con una voz algo extraña:
    —Me sentiré complacido de aconsejar a la señora Fraser, pero quizá...
    —Nada de «peros», Ramsés. Nunca he aprobado tu interés por el arte del disfraz ni tu práctica del mismo; ahora se presenta una oportunidad de usarlos para un fin útil. Está arreglado, entonces. Enid, Ramsés vendrá... déjeme pensar... después de comer. Debemos asistir al funeral mañana por la mañana. ¿Puede librarse de Donald durante la tarde, Enid?
    —Sí, desde luego —dijo Enid—. Toda la tarde, si quiere.
    Parecía mucho más animada. Le había presentado el plan algo abruptamente; debería haberme dado cuenta de que le llevaría algún tiempo acostumbrarse a la idea. Le sonreí con aprobación.
    —Debo llevar a casa a mi pequeña familia. Donald ya está medio dormido.
    —Madre... —empezó a decir Ramsés.
    —Da las buenas noches a la señora Fraser, Ramsés.
    —Buenas noches, señora Fraser —se despidió Ramsés.
    —Buenas noches, Ramsés. Me hace mucha ilusión verte mañana.
    Dejamos a los chicos que iban a pasar la noche en la dahabiyya. Ninguno tuvo mucho que decir durante el viaje de vuelta a la orilla occidental. David nunca fue muy locuaz, pero resultaba casi inaudito que Ramsés se quedara callado tanto tiempo. Supuse que estaría cansado; por eso, antes de que todos montáramos en los burros, le dije que se fuera derecho a la cama y no se quedara hasta tarde trabajando en sus fotografías.
    —Muy bien, madre. No trabajaré en las fotografías.
    —Bien. Recuerda que mañana asistiremos al funeral de la señora Bellingham, de manera que ponte tu traje nuevo.
    Me había sorprendido un tanto que el doctor Willoughby me dijera que no se oficiaría lo que yo llamaba un funeral en toda regla. El Coronel le había dicho que temía que un servicio religioso atrajera a los curiosos; ya se había producido bastante alboroto y lo único que deseaba era que su mujer descansara en paz. Nos encontrábamos entre los pocos que habían sido invitados a asistir a la breve ceremonia que se oficiaría al lado de la tumba.
    Esperaba que Emerson se quejara. Todo lo que dijo fue:
    —Supongo que no se puede eludir. Pero no te hagas ilusiones, Peabody. Él no irá.
    —¿Quién? —pregunté.
    —El asesino. No lo niegues, Peabody, conozco la forma en que funciona tu mente; crees que estará al acecho por los alrededores y que lo reconocerás por su expresión satisfecha.
    —Oh, Emerson, cuántas tonterías. No pienso en nada por el estilo.
    Sin embargo, cuando dejamos la casa, escogí una de mis sombrillas más duras, en lugar de otra que hacía juego con mi vestido lavanda. Es conveniente estar pre-parado para cualquier eventualidad, y durante años mi fiel sombrilla había demostrado ser mi arma más efectiva. Por supuesto, también resulta muy útil para evitar el sol en la cara.
    El pequeño cementerio británico estaba en las afueras del poblado, en la ruta de Karnak, y albergaba los cuerpos no sólo de ingleses e inglesas, sino también de otros cristianos que habían echado su último suspiro en Luxor. Sentí cierta vergüenza cuando vi lo descuidado que estaba: las tumbas desarregladas, el suelo cubierto de hierbajos con restos de cabras y burros, chacales y perros vagabundos. Tomé nota mentalmente para hacer algo para remediarlo.
    Nos habían dicho que estuviéramos a las diez. Cuando llegamos, vimos que el grupo del Coronel había llegado antes que nosotros y esperaba al lado de la tumba abierta. Formaban un grupo sombrío, ya que Dolly llevaba un vestido negro y la vestimenta del Coronel tenía el mismo color fúnebre. Con ellos estaba el único doliente, aparte del doctor Willoughby y nosotros; el señor Booghis Tucker Tollington vestía su habitual traje de franela rayada y el sombrero de paja, pero había reemplazado la corbata rosa por una negra, y su expresión era seria, como convenía.
    Después del intercambio de saludos en voz baja, el Coronel indicó que todo estaba listo para empezar. El pastor, un caballero de pelo negro, de mediana edad, que sufría graves quemaduras del sol, me era desconocido; cuando abrió el libro y comenzó a leer el hermoso y antiguo servicio anglicano, me di cuenta de que el Coronel debía haber solicitado la presencia de un cura visitante. A todas luces, sus creencias religiosas eran demasiado estrictas como para permitir que un baptista o un católico presidiera la ceremonia.
    Puesto que estoy familiarizada con las palabras del servicio, no me resultó necesario prestar toda mi atención al desarrollo del acto. Un pequeño escalofrío me estremeció cuando mis ojos recorrieron (en los momentos en que mi cabeza no estaba inclinada en oración) el cementerio. ¡Qué lugar tan triste y descuidado! A pesar del sol brillante y del movimiento de las ramas de las palmeras, no me hubiera gustado que un ser querido yaciera en él, y la ceremonia fue dolorosamente breve. No podía culpar al clérigo de haber abreviado las oraciones, no conocía a la muerta y era difícil saber qué decir de las circunstancias que la habían llevado ahí.
    Al final, nuestro grupo prestó dignidad al acto. Mi vestido lavanda y el atuendo de Nefret, con su cuello alto de encaje y mangas largas, no podían haber sido más apropiados, y los hombres estaban, por esta vez, vestidos como los caballeros que eran. Emerson hasta llevaba una adecuada corbata oscura. Mis ojos distinguieron otros observadores con galabiyyas y turbantes, a una distancia prudencial de la tumba. Uno de ellos era Saiyid. Pensé que había hecho bien en venir, a pesar de que me pregunté cómo había sabido la hora y el lugar.
    Seguramente que el Coronel no habría invitado a su dragomán.
    Cuando llegó el momento de bajar el ataúd a la tumba me expliqué la presencia de los egipcios. A un gesto del doctor Willoughby, se acercaron y cogieron las cuerdas. Debieron haber sido ellos quienes cavaron la tumba y quienes la cubrirían cuando todo terminara. Cuando el sencillo ataúd de madera estuvo en el fondo de la tumba, el Coronel se inclinó, cogió un puñado de tierra y lo tiró al hoyo. De todos los sonidos del universo, creo que ése es el más terrible, un sonido débil y seco que indica el final de una vida.
    Todos repetimos el gesto, Dolly con la punta de los dedos, los labios fruncidos y la nariz arrugada, excepto Emerson, que se niega a participar activamente en cual-quier tipo de ceremonia religiosa. Enseguida terminó la ceremonia y nos alejamos del lugar donde esperaban dos hombres de turbante con palas en las manos.
    —En nuestro país —dijo el Coronel—, es costumbre invitar a unos pocos amigos a reunirse con nosotros después de las ceremonias tristes. ¿Tendría el placer de verlos en la dahabiyya que el señor Vandergelt ha tenido la amabilidad de poner a mi disposición?
    Su mirada nos incluía a todos, y no se detuvo en Nefret más tiempo de lo que sería decente en un hombre que acababa de enterrar a su mujer. Acepté agradecida, pero añadí:
    —No estoy segura de que mi marido pueda...
    —No podrá —dijo Emerson—. Excusas y todas esas cosas.
    —Y yo lamento decir que tengo un compromiso previo —dijo Ramsés—. ¿Recuerdas, madre?
    —Oh, sí —convine de inmediato. No estaba comprometido con Enid hasta después del mediodía, pero supuse que le llevaría tiempo reunir las ropas nece-sarias.
    —Entonces espero verlas, señoras, en un ratito —dijo el Coronel con una cortés inclinación. Dolly se nos quedó mirando, y se retrasó un poco cuando su padre se la llevaba, pero no tuvo ocasión de permanecer en el lugar.
    Los sepultureros habían comenzado su trabajo; me dio una mala impresión escuchar su conversación y alegres risas mezclarse con el sonido de la tierra que caía. Emerson me cogió del brazo y David cogió el de Nefret con la misma firmeza; cuando nos dirigíamos a nuestro carruaje de alquiler, vi que Ramsés había interceptado al señor Tollington y le hablaba.
    Me detuve.
    —Esperemos a Ramsés, Emerson. Si empieza a pelearse con el señor Tollington...
    —Él no empezó la última —dijo Emerson—. No exactamente.
    Sin embargo, se detuvo.
    La discusión no duró mucho. Terminó cuando Ramsés extendió su mano. El otro joven la tomó e intercambiaron un cordial apretón. Luego Tollington se apresuró para alcanzar a los Bellingham y Ramsés se unió a nosotros. Parecía pensativo.
    —¿De manera que hiciste las paces, verdad? —pregunté—. Muy bien hecho, Ramsés.
    —Gracias, madre —respondió.
    —¿Qué dijo Tollington? —preguntó Nefret con curiosidad.
    —Lo de siempre —Ramsés se encogió de hombros—. Los rituales de masculinidad en la cultura occidental son tan formales como en las tribus primitivas. Fue una ceremonia tonta pero necesaria.
    El coche comenzó a andar. Emerson se aflojó la corbata y sacó la pipa.
    —Supongo, Ramsés, que cuando le dijiste a Bellingham que tenías otro compromiso se trataba sólo de una excusa. ¿Tú y David vais a hacer fotografías esta mañana?
    —No exactamente. Madre me pidió que preparara una vestimenta para la señora Fraser y que la entrenara en su papel.
    —Iré contigo —dijo Nefret—. Un hombre no puede...
    —No, no irás —dijo Emerson con firmeza—. Me niego a que toda esta familia pierda tiempo lejos de la excavación. Te necesito esta tarde. Primero iremos a visitar a Bellingham. Oh, sí, Peabody, iré; puesto que ni Ramsés ni David estarán contigo, yo sí estaré. Nos quedaremos exactamente quince minutos y luego nos iremos. Juntos.
    —Sí, cariño —murmuré.
    Traté de hacer a Ramsés algunas sugerencias sobre la vestimenta, pero él me interrumpió.
    —Sé de qué se trata, madre. Puedes confiar en mí.
    Les dejamos a él y a David en el Grand Hotel, donde había varias tiendas que vendían artículos a los turistas. Ambos muchachos conocían Luxor al dedillo y me aseguraron que no necesitaban mi ayuda.
    Nuestros hombres nos hicieron cruzar nuevamente el río y nos dejaron en el muelle que había hecho construir Cyrus y que gentilmente compartía con nosotros. El Valle de los Reyes y la Amelia eran las únicas dahabiyyas amarradas en la orilla occidental; los otros adinerados propietarios o inquilinos de estos barcos preferían estar más cerca de las comodidades de Luxor.
    No sabía que los americanos hacían de los funerales una ocasión festiva. Los «pocos amigos» del Coronel incluían a Cyrus, a Howard Carter, a Monsieur Legrain, a varios arqueólogos y a algunas personas que debían ser turistas. Sin embargo, no eran los típicos clientes de los tours de Cook; vestían con una elegancia que denotaba riqueza. Las presentaciones del Coronel estaban salpicadas de «lord» y «sir». El señor Tollington se encontraba también allí, mirando con el ceño fruncido a un joven rubio, de espaldas estrechas que dedicaba sus atenciones a Dolly. Por su acento, atuendo y título —era uno de los «sir»— me di cuenta de que era inglés.
    Aceptamos una copa de jerez y un bizcocho, y mientras Emerson hablaba de tumbas con Howard, Cyrus me llevó hacia un rincón.
    —Recibí su mensaje anoche demasiado tarde para responder —dijo en voz baja—. ¿Qué sucedió?
    Le conté lo que había pasado y nuestros planes para esa noche.
    —Supongo que querrá estar presente —añadí—. La señora Jones preguntó por usted.
    —¿De veras? —la cara de Cyrus se iluminó con una sonrisa complacida—. Es una mujer estupenda.
    —Es inteligente —corregí—. Creo que funcionará, Cyrus, si Enid desempeña su papel.
    Cyrus asintió.
    —Fue una buena idea, Amelia. Lamento, sin embargo, no poder ver a Ramsés haciendo el papel de lánguida doncella egipcia.
    Emerson había perdido la noción del tiempo, como le sucede cuando habla de tumbas, pero noté que vigilaba a Nefret. La muchacha estaba sentada al lado de Dolly, en el diván. No sabía de quién fue la idea, pero supuse que había sido del Coronel. Qué tontos son los hombres, me dije a mí misma; su hija y la joven con la que esperaba (vanamente) contraer matrimonio tenían aproximadamente la misma edad, de manera que debe haber pensado que sería «agradable» que se conocieran mejor. Las dos muchachas ofrecían, por cierto, una bella imagen: una toda de negro, lo que resaltaba sus rizos platino, la otra toda de blanco, con el pelo de un dorado rojizo. La expresión de ambas no era tan bella. Me pregunté de qué estarían hablando para que hubiera una mirada tan agria en la cara de Dolly y los azules ojos de Nefret brillaran tanto.
    Por fin Emerson pudo escaquearse y anunció que debíamos irnos.
    —Carter comerá con nosotros —me informó—. Me ha prometido darse una vuelta y echar un vistazo a mi tumba después.
    —Oh, ¿y le permitirás que coma primero? —inquirí.
    —En todo caso debemos volver a la casa a cambiarnos —dijo Emerson, que ya no llevaba la corbata ni la chaqueta—. Nefret no puede escalar con esas faldas largas.
    Invité a Cyrus a unirse a nosotros y partimos en su carruaje. Dejamos a los caballeros fumando en la galería. Acompañé a Nefret a su cuarto para ayudarla con los corchetes y los botones, y para preguntarle cómo le había ido con Dolly.
    —Como una mangosta y una víbora —dijo Nefret—. Somos antagonistas naturales.
    —¿Y por qué? —pregunté.
    —Las únicas cosas de las que puede hablar son de chicos y de moda. No puedo determinar si nació estúpida o si de niña le ciñeron el cerebro, como los pies de las mujeres chinas.
    —Lo último, más bien —dije, desabrochando el cuello con ballenas—. Los hombres prefieren a las mujeres descerebradas.
    —No todos los hombres —dijo Nefret—. ¡Uf! Gracias, tía Amelia, así estoy mucho mejor.
    —No todos —asentí—. Pero los hombres como Emerson son escasos.
    —Eso hace que sean más valorados —dijo Nefret con una sonrisa cariñosa—. Sin embargo, cometo una injusticia con Dolly. También puede hablar de otras mujeres, siempre con desdén y malicia.
    —¿Incluyendo a la difunta señora Bellingham?
    —Pensé que podría intentar que me dijera algo —admitió Nefret—. No resultó gran cosa, y no dijo nada favorable. Todavía está furiosa porque su padre no la llevó con ellos en el viaje de novios. —Se puso más seria—. Fue bastante desagradable oír cómo hablaba de la pobre mujer muerta, tía Amelia; fue como si Lucinda todavía estuviera viva y fuera su rival.
    Puesto que sabía que Emerson estaría nervioso por la hora, no proseguí con el tema, pero Nefret me había dado mucho en qué pensar. Era demasiado inocente, ¡así lo esperaba!, como para comprender que una señora Bellingham en edad fértil constituía realmente una formidable rival para Dolly.
    La mayoría de los hombres prefiere los hijos a las hijas. Tiene algo que ver con su particular concepto de la masculinidad, me parece. La clase social a la que el Coronel pertenecía ponía gran énfasis en el linaje y en la transmisión del apellido de padres a hijos. No dudé de que el Coronel compartía esta absurda obsesión; era esa clase de hombre. Cuatro matrimonios no le habían dado hijos, sólo una hija que no llevaría su apellido. Nunca se le habría ocurrido que la culpa, de haber alguna, podría ser suya, y estaba segura de que todavía no había abandonado las esperanzas. Dolly era lo suficientemente astuta como para saber que un hermanito probablemente la reemplazaría en el corazón de su padre.
    Las muchachas jóvenes son excelentes asesinas. (Y, para ser justa, los muchachos jóvenes también.) La juventud es naturalmente egoísta. Los valores morales no son innatos, son inculcados a los niños, a menudo con grandes dificultades, y a veces sin éxito, como lo demuestra tan lamentablemente la historia del crimen.
    No obstante, Dolly no había estado con su padre y su novia en El Cairo, así que tuve que abandonar esta teoría a regañadientes.
    Durante el almuerzo, Cyrus y yo discutimos los arreglos para la séance de esa noche. Estaba muy intrigado por el asunto, y la discreción no era necesaria, ya que Howard, como la mayoría de los residentes de Luxor, había oído rumores sobre la búsqueda de Donald. Hubiera sido muy difícil mantenerla en secreto, el interesado hablaba sin tapujos del tema y había interrogado a cuanto egiptólogo se había puesto a tiro.
    Cuando hubimos comido todo lo que a Emerson le pareció suficiente, nos obligó a salir fuera de casa, sendero arriba. El sol golpeaba con fuerza y el aire era caliente y seco como un horno, pero para entonces yo había conseguido mi «viento egipcio» y no tuve dificultades. Cuando llegamos a la tumba, encontramos a Abdullah y a los demás hombres tirados por el suelo, con diferentes expresiones de fatiga. Comenzaron a ponerse de pie cuando nos vieron, pero Emerson les hizo una seña para que se quedaran donde estaban.
    —¿Va todo bien? — preguntó Emerson a Abdullah, quien, como viejo testarudo que era, se había puesto firme como un soldado.
    El Rais sacudió la cabeza. Su túnica y su turbante, antes inmaculados, ahora estaban grises.
    —Los escombros forman una roca sólida, Emerson, y llenan el pasaje de arriba abajo. Tuvimos que hacer un alto porque las velas se derretían.
    —No me extraña que estéis tan cansados —dije, comprensiva.
    Abdullah se puso rígido.
    —Estamos acostumbrados al calor, Sitt Hakim, pero no podemos ver. Porque las velas se derriten.
    —¿Hasta dónde habéis llegado? —preguntó Howard.
    —Cuarenta metros —respondió Abdullah, que estaba habituado a utilizar las medidas arqueológicas estándar—. Ya hemos descansado. Volveremos...
    —Siéntate, viejo tonto —dijo Emerson, irritado. Abdullah obedeció y me lanzó una mirada de reojo; conocía a Emerson lo suficiente como para interpretar su orden como una demostración de interés y aprobación. Emerson se acarició el hoyuelo de su mentón.
    —Voy a echar un vistazo. ¿Vienes, Peabody?
    —Por supuesto —contesté, poniendo a un lado la sombrilla.
    —Desearía que no lo hiciera —dijo Howard sinceramente.
    —Vaya, Howard, ya debería saber que no me detienen ni el calor ni las dificultades.
    —Lo sé perfectamente. Pero si usted va, yo tendré que hacer lo mismo y para ser sincero, no me gustaría. ¡Maldita sea, señora Emerson, el lugar está lleno de murcielaguina!
    Era una deducción razonable, a juzgar por la apariencia de nuestros hombres y el inconfundible olor que despedían. Sonreí a Howard y me ajusté el cinturón de herramientas.
    —No es necesario que demuestre su valor, Howard, pues es bien conocido. En cuanto a Cyrus...
    —Voy con ustedes —declaró Cyrus con calma—. Y no perderé el tiempo tratando de disuadirla, Amelia.
    —Al menos quítate la chaqueta, Peabody —ordenó Emerson, haciendo lo propio—. No puedo imaginarme por qué insistes en llevarla; los pantalones te quedan muy bien y estoy seguro de que ni Carter ni Vandergelt son tan maleducados como para reparar en ellos.
    Los caballeros se apresuraron a asegurarme que no tenían intenciones de mirar esa parte de mi anatomía. Se quitaron sus prendas superfluas, y lo mismo hizo Nefret., en silencio y con el mentón levantado en demostración de terquedad.
    Emerson suspiró.
    —No, cariño.
    —Pero, señor...
    —Esta vez no.
    A Nefret le tembló la barbilla.
    —Detente —gritó Emerson—. No puedes ir, y ésa es mi última palabra. Quédate aquí y cuida de Abdullah.
    Abdullah comenzó a protestar. Después su mirada se cruzó con la mía y se sentó con un gruñido estentóreo. Nefret se le acercó enseguida, y le ofreció té y bizcochos.
    Hacía varios días que no iba a la tumba. Si bien Abdullah había infravalorado la cantidad de trabajo realizado, yo conocía suficientemente sus dificultades como para apreciar el esfuerzo que había supuesto. Cada cesto lleno de escombros tenía que subirse y sacarse fuera de la tumba, y la cuesta era muy pronunciada, tenía cerca de treinta grados de inclinación. Se habían excavado escalones a lo largo de un lado de la galería, pero eran tan rudimentarios y estaban tan desgastados, que resultaban tan peligrosos como el pasaje. Howard y Cyrus no vacilaron en aferrase a la cuerda que Emerson había hecho atar a la entrada de la tumba, pero todo lo que yo necesitaba era la ayuda de los músculos de mi marido. Apoyé mi mano sobre su fuerte hombro, y cuando me resbalé, la fuerza inmediata de esos músculos formidables me sostuvo y me tranquilizó.
    En mi pecho resurgía la fiebre arqueológica, largo tiempo contenida. La mayoría de los individuos, me atrevería a decir, hubiera encontrado poco atractivo el lugar: oscuro, sucio, maloliente, sin una inscripción jeroglífica ni mi fragmento de relieve que lo distinguiera de una cueva común. Pero, entonces, comprendí el entusiasmo de Emerson. Las dimensiones de aquella tumba excedían en ese punto a las de las tumbas subterráneas destinadas a la gente del pueblo. Su diseño también era inusual, ya que la galería hacía una curva mientras descendía. ¿Se trataría de un sepulcro real? Algunos de los escombros que los hombres habían sacado podrían haber sido arrastrados por las inundaciones, pero seguramente no todos. Si la galería hubiera sido cegada deliberadamente, sería porque había algo en el fondo que necesitara protección.
    Tan absorta me hallaba en esas especulaciones teóricas, que apenas noté el calor ingente y la sofocante oscuridad. Las luces de las velas, que llevaban Cyrus y Emerson, apenas brillaban. Cuando mi marido se detuvo y nos hizo una advertencia en voz baja, a mí y a los hombres que me seguían, las velas daban tan poca luz que era difícil ver lo que había por delante. En realidad, no es que fuera mucho: sólo lo que parecía una pared de piedra que cerraba la galería como una puerta. Apenas si podía distinguir las marcas de las piquetas que los hombres habían usado.
    Cyrus no había emitido ni una sola palabra de queja, pese a que el descenso había sido más arduo para él que para los demás. Era de la misma estatura de Emerson, o quizá fuera un poco más alto; ambos tenían que andar con la cabeza inclinada, pues el pasillo tenía apenas dos metros de altura y el techo no era uniforme. Ahora, al dejar de caminar, pude oír su respiración jadeante.
    —Regrese, Cyrus —dije—. Nosotros lo seguiremos. ¿Emerson?
    —Aja —dijo Emerson. Se había dado la vuelta para examinar las paredes de los costados.
    —Emerson —insistí—. Quiero salir de aquí.
    —¿Oh? —Emerson miró la vela combada. La cera cubría sus dedos y chorreaba; la temperatura era tan alta, que ni siquiera esa capa tan fina se endurecía—. Oh. Sí. Supongo que debemos volver.
    Admitiré, sólo en las páginas de mi diario íntimo, que hubiera tenido alguna dificultad en escalar aquella cuesta endiablada si mi marido no hubiera mantenido una presión constante detrás de mí. Howard, más joven y en mejores condiciones físicas que Cyrus, daba a este último un empujón solidario de vez en cuando. Tuvimos que detenernos varias veces a recuperar el aliento.
    Cuando salimos al exterior, Abdullah y Selim nos estaban esperando. Los fuertes brazos del muchacho ayudaron a Cyrus, que respiraba con dificultad, a franquear los últimos escalones y lo sentaron solícitamente sobre una roca. Nefret se le acercó con agua y té frío. En cuanto a mí, no tuve el orgullo tonto de rechazar la mano extendida de Abdullah.
    Ofrecíamos un espectáculo deplorable, cubiertos del fango gris resultante de una mezcla de transpiración y polvo lleno de excrementos de murciélago. No había sido tan difícil para nosotros como para los trabajadores, y le hice un gesto amable a Abdullah.
    —¡Bueno! —dijo Howard, entre jadeos—. Tiene algo muy interesante en este lugar, profesor. Está comenzando a parecerse un poco a la tumba de Hatshepsut, aunque por supuesto, nosotros hemos llegado bastante más lejos. ¿Ha buscado los depósitos básales?
    —Todavía no —Emerson se limpió, con la manga, el rostro sudoroso—. ¿Tiene su tumba...?
    —Por el amor de Dios, Emerson, no te llenes los ojos con esa suciedad —lo interrumpí—. Deja que...
    —Límpiate tú la cara—dijo Emerson, retirando mi mano y alargando la suya hacia una de las jarras de agua—. ¿Carter, cuánto tuvo que excavar para...?
    Esta vez, fue él mismo el que se interrumpió para echarse agua sobre la cabeza despeinada y la cara sucia. Escupió un montón de barro.
    —Me fijé en una diferencia —dijo Howard, que todavía jadeaba pero estaba tan entusiasmado como Emerson—. Hay un tramo llano, posiblemente para deslizar un sarcófago, a lo largo de un costado de la galería de la tumba de Hatshepsut.
    —Ah —dijo Emerson—. Interesante. Quizá me convenga echarle un vistazo.
    Y lo hubiera hecho en aquel mismo momento, si Howard no hubiera logrado distraerlo.
    —Tuvimos la misma dificultad con las velas que se derretían, por lo que instalamos cables para poner unas bombillas. Puedo hacer lo mismo en su caso, si lo desea.
    Emerson asintió.
    —Sí, gracias. Creo que tendremos otro problema. La galería en estos momentos se encuentra debajo del estrato de piedra caliza y entrando al tell. Usted sabe que allí la roca es muy endeble; quizá necesitemos apuntalar las paredes y el techo a medida que sigamos excavando.
    Cyrus se había recuperado lo suficiente como para intervenir en la discusión. Fue él quien contestó a la pregunta de Nefret.
    —¿Tell? Es una capa de roca más blanda, como esquisto, que está debajo de la piedra caliza en la que se han excavado la mayoría de las tumbas. La piedra de este lugar no es tan buena como la piedra caliza de Giza y Sakkara...
    Siguieron hablando durante un tiempo; Howard y Emerson discutieron la posibilidad de instalar un sistema de escape para purificar el aire. Mientras, Nefret seguía haciendo preguntas a todos sin excepción. Finalmente pude interrumpir el tiempo suficiente como para señalar que podíamos seguir la conversación en un ambiente más cómodo. Era tarde, y yo estaba comenzando a sentir que exhalaba un aroma desagradable.
    Emerson asintió.
    —Sí, los hombres pueden irse a sus casas, Abdullah ha sido un día muy fatigoso y no quiero seguir hasta que hayamos apuntalado la pared izquierda.
    Emerson hace trabajar mucho a sus hombres, pero no más que a él mismo, y nunca les permite correr riesgos innecesarios.
    Apenas habíamos recogido nuestros bártulos cuando vimos a Ramsés y David venir hacia nosotros. Deduje que habrían hecho un alto en casa para cambiarse, puesto que llevaban trajes de montar.
    —Cielos, ¿es tan tarde? —exclamé—. Ramsés, confío en que estés satisfecho con la preparación de Enid para esta noche.
    —Ella parecía satisfecha —dijo Ramsés—. Hemos traído los caballos, madre. ¿Quieren usted y Nefret cabalgar de vuelta a la casa en lugar de ir andando?
    Nefret declinó el ofrecimiento. Supuse que se lo tomó como una concesión fuera de lugar a la fragilidad femenina, pero me instó a que yo lo aceptara.
    —Yo no participé en el agotador descenso a la tumba, tía Amelia, de manera que me siento bastante descansada, y usted todavía debe cuidar el tobillo que se torció ayer. Vaya con David, por favor.
    Yo estaba ansiosa por probar a Risha. Acepté, por lo tanto, y después de ajustar los estribos, Emerson me subió a la silla y los demás tomaron el sendero hacia la meseta. Ramsés comenzó a hacerle preguntas a Emerson acerca de la tumba, y antes de que me fuera imposible oír más, escuché que Nefret le pedía que le permitiera entrar en ella al día siguiente.
    Tan pronto como el hermoso animal se puso a andar, comprendí su nombre. Risha significa «pluma», y como tal se movía, con tanta ligereza como si estuviera en el aire. Le dejé que escogiera el camino a través del desigual suelo del Valle, y nuestra marcha fue seguida por muchos comentarios y miradas admirativas.
    —Es una maravilla, ¿verdad? —dijo David—. El estilo inglés de montar, con bocado y espuelas, se hace innecesario; el caballo parece percibir los deseos del jine-te y responde al instante.
    —Tu Asfur también es fantástica. Su nombre significa «ave voladora», me parece. Espero que tú y Ramsés sepáis apreciar cuan afortunados sois al gozar de la amistad del jeque. Debemos pensar en alguna forma de retribuirle su hospitalidad y sus regalos tan generosos.
    David me aseguró que él y Ramsés ya habían discutido el asunto.
    —¿Cómo te llevas con la señora Fraser? —fue mi siguiente pregunta.
    —Sólo me quedé un momento —replicó David—. Después de todo, tía Amelia, ella apenas me conoce; se hubiera sentido incómoda cuando...
    —Ensayaba —le ayudé—. Sí, por supuesto. Tienes la delicadeza de un caballero. Ella conoce a Ramsés desde que era niño, y se siente muy a gusto con él.
    Habíamos atravesado la entrada angosta al Valle y habíamos llegado al desierto.
    —¿Les damos rienda suelta? —sugirió David.
    Como regla general, prefiero no andar al galope a menos que esté persiguiendo criminales o siendo perseguida por ellos. Pero lo que experimenté en ese momento no lo había sentido nunca antes; tan suave era nuestra marcha, tan uniforme era el paso del bello animal, que sentí que volaba. Lancé una carcajada de puro gozo.
    Sin embargo, no habíamos andado mucho cuando David me pidió, o más bien a Risha, puesto que habló en árabe, que nos detuviéramos. Él también lo hizo y observó con una mirada penetrante a los jinetes que se acercaban, y a los que hasta entonces yo no había visto, llevada por mi entusiasmo. Uno era una mujer, las faldas de su largo vestido llegaban hasta los estribos, y montaba al estilo amazona.
    —Dolly —dije—. Aja. ¿Es por eso que Ramsés fue tan generoso y me prestó a Risha?
    David sonrió y frunció el ceño al mismo tiempo.
    —Los vimos cuando estábamos en camino, sí. Pero en ese momento...
    Se interrumpió, puesto que Dolly y su escolta nos habían alcanzado. La muchacha iba acompañada por el joven que yo había conocido en la reunión que siguió al funeral. Llevaba un casco ridículamente grande, con un velo que le caía por atrás para proteger el cuello. Se lo quitó y se inclinó.
    Yo había olvidado su nombre, pero antes de que pudiera pedirle que lo repitiera con el fin de poder presentarle a mi acompañante, David habló.
    —¿Dónde está Saiyid?
    Se había dirigido a Dolly. Creo que era la primera vez que le hablaba directamente, y lo repentino de la pregunta la sorprendió y le hizo contestar.
    —Lo envié de vuelta a la dahabiyya.
    —Hizo algo muy estúpido —dije—. Lo contrataron para que la cuidara.
    —Era una molestia —dijo la muchacha con un coqueto encogimiento de hombros—. Sir Arthur me cuida muy bien.
    Sir Arthur se sonrojó y resultó ridículo. El pobre señor Tollington había sido reemplazado. Nunca me había parecido un guardián muy efectivo, pero este individuo era más ineficaz aún.
    No obstante, era de día y había otras personas por los alrededores: turistas que iban o venían de los monumentos, labriegos que trabajaban los campos. Iba a decirle al joven que llevara a Dolly de vuelta con su padre, cuando David habló otra vez.
    —Quizá la señorita Bellingham y Sir Arthur debieran venir a casa con nosotros, tía Amelia. Uno de los hombres los puede escoltar de regreso al Valle de los Reyes.
    A todas luces David compartía mis presentimientos, pues de lo contrario no habría soportado la compañía de un individuo que lo trataba con tanta grosería. Por lo tanto repetí la invitación, y si mis modales fueron menos que amables, dudo que Dolly se diera cuenta. Se mostró encantada de aceptar, por supuesto. Las incoherentes protestas de Sir Arthur, en el sentido de que no necesitaban escolta, recibieron un frío rechazo.
    La demora y el ritmo más lento que nos vimos obligados a adoptar hizo que los demás llegaran antes que nosotros. Cyrus había regresado al Castillo y Howard había abandonado el grupo para dirigirse a su casa, cercana a Deir el Medina: los únicos que nos esperaban en la galería eran Nefret y Ramsés. Me informaron de que Emerson estaba cambiándose y anuncié que yo haría lo mismo.
    —Nos encontramos con la señorita Bellingham y Sir Arthur en el camino —expliqué—. Creo que usted no conoce a mi hijo, Sir Arthur, y le pido disculpas por no haberle presentado antes a mi... sobrino adoptivo, el señor Todros. Nefret, pídele a Alí que traiga el té, por favor.
    No me gustaba abandonar a Ramsés a merced de Dolly, pero supuse que ella no podría hacer otra cosa más que irritarlo mientras David y el otro joven estuvieran presentes. Nefret me siguió dentro de la casa.
    —¿Por qué la trajo aquí? —preguntó.
    —Andaba de picos pardos sin un acompañante —repliqué—. Dijo que había despedido a Saiyid porque era una molestia. El joven que la acompaña no servirá de nada si Scudder la ataca.
    —Ya veo. —La frente de Nefret recuperó su aspecto despreocupado—. Tómese todo el tiempo que quiera, tía Amelia, yo le garantizo que todos se comportarán. O mejor dicho, que ella lo hará.
    Mi querido y atento Emerson había ordenado que me prepararan la bañera. Nada me hubiera satisfecho tanto excepto un baño de inmersión; hasta mi ropa interior tenía un color gris pegajoso. Acabé mis abluciones todo lo deprisa que pude y me puse un vestido suelto, apropiado para la hora del té, puesto que Emerson no estaba en la habitación para ayudarme con los botones.
    El ambiente en la galería no resultaba en absoluto agradable, si bien sería difícil discernir si era por lo caluroso o por lo helador. Un poco de ambos, pensé. Dolly debía haber estado flirteando desvergonzadamente con Ramsés, ya que su nuevo admirador miraba a mi hijo con el ceño fruncido y las mejillas de Nefret presentaban un bonito color rojo... aunque no estoy segura de si era por la risa contenida o por la necesidad de suprimir un comentario cáustico. Ramsés se hallaba en su posición favorita, en lo alto del murete, con lo que evitaba que Dolly se sentara a su lado, y Emerson los miraba a todos con una sonrisa anodina.
    Mis intentos de promover una conversación amable fracasaron estrepitosamente. No creí que Dolly se quedara mucho tiempo; había venido con un único propósito, y al no haberlo logrado en ese ambiente, pensó en otro en el que tuviera más éxito.
    —No debemos hacerles perder más tiempo —anunció, poniéndose de pie—. Y papá debe estar preguntándose qué ha sido de su niñita. ¿No viene con nosotros, señor Emerson?
    Ramsés se puso en pie con menos desgana de la que yo había esperado.
    —David y yo cabalgaremos con ustedes —dijo, y mirándome, añadió, cortés—, si usted lo aprueba, madre, nos quedaremos en la Amelia y nos reuniremos más tarde allí con usted, padre y Nefret.
    Si la propuesta hubiera salido de alguien que no fuera Ramsés, no lo hubiera pensado dos veces. Teníamos que partir a las siete con el fin de llegar a tiempo a nuestra cita con la señora Jones, y no tenía sentido que regresaran a casa. Estudié en detalle el rostro indiferente de Ramsés, pero no encontré nada que confirmara mis sospechas instintivas. Por cierto, su objetivo no era coquetear con Dolly, y no tenían tiempo suficiente para que él y David se metieran en un lío.
    —Muy bien —dije.
    Dolly se las arregló para que Ramsés la ayudara a montar, dejando de lado al pobre Sir Arthur. De alguna manera su pie se soltó del estribo, y así logró aferrarse con ambos brazos al cuello de Ramsés cuando éste la sostuvo. Sin embargo, su sonrisa complacida se desvaneció cuando Ramsés la tomó con firmeza y la colocó sobre la silla sin contemplaciones.
    Cuando el grupo se alejó, Emerson lanzó una carcajada.
    —Es todo un ave de presa, ¿verdad? No recuerdo haber conocido nunca a una mujer tan terriblemente directa en sus métodos.
    —Esas tontas sillas para montar a la amazona son bastante incómodas —dije, ecuánime—. Quizá su pie resbaló realmente.
    —Ja! —dijo Nefret.
    —Ja, de veras —dijo Emerson, que seguía riendo—. No importa, será una experiencia útil para Ramsés. Recuerdo una vez en Atenas... —Se encontró con mi mirada, dejó de reír y buscó su pipa—. Esto... como estaba a punto de decir, hiciste bien en traerla aquí, Peabody. ¿Crees que su padre no le ha insistido lo suficiente sobre el peligro que corre? Qué demonios, esa chica parece que va pidiendo que la ataquen.
    —De manera —dijo Nefret—, que usted también se dio cuenta, profesor.
    —Yo también lo noté —dije.
    Emerson esbozó una amplia sonrisa.
    —Por supuesto que lo notaste, Peabody. ¿Tenemos tiempo de tomar un whisky con soda antes de la cena?
    Lo teníamos.



    Capítulo 11
    Los jóvenes tienen una cierta predisposición hacia el martirio, en especial el del tipo verbal.

    Donald nos había pedido que cenáramos con él y Enid, pero preferí rechazar la invitación. La señora Jones había explicado que ella «siempre ayunaba y meditaba en soledad antes de convocar a los espíritus»; ese interludio nos daría la oportunidad que necesitábamos para celebrar una reunión, definitiva y privada, con ella. Cenamos temprano, y tan pronto como llegó Cyrus, nos dirigimos a la dahabiyya, donde nos encontraríamos con los muchachos.
    Cyrus estaba vestido con una elegancia como nunca le había visto: su traje de lino era de una blancura inmaculada y sus guantes estaban impecables. El diamante de su alfiler de corbata, aunque de tamaño modesto y de buen gusto, era de primerísima calidad. Le felicité por su aspecto y añadí:
    —Temo que el resto de nosotros no estemos a su altura, amigo mío. Llevamos nuestras ropas de trabajo, como puede ver; pensé que sería conveniente que estuviéramos preparados para cualquier contingencia, ya que no podemos prever lo que sucederá.
    —Usted y Nefret lucen encantadoras con cualquier cosa que se pongan —dijo Cyrus, galante—. Y veo que lleva su sombrilla; debería resultar una defensa suficiente contra cualquier peligro. No obstante, usted debe tener alguna idea de lo que va a pasar.
    —Alguna, sí, pero necesito hablar con Ramsés. Se escabulló esta tarde antes de que pudiera averiguar los planes que había convenido con Enid.
    Tuvimos que esperarlo, como siempre. David nos saludó al llegar; cuando manifesté mi impaciencia, dijo que Ramsés casi estaba listo y se ofreció para meterle prisa. Le dije que yo me encargaría, pero tan pronto como llamé a la puerta, Ramsés salió, y enseguida estuvimos en camino, cruzando el río.
    —Muy bien —dije, acomodándome el chal—, dinos que pasó esta tarde.
    Con la cabeza ladeada, Ramsés pareció considerar la pregunta, aproveché para añadir con impaciencia:
    —No quiero una de tus descripciones detalladas e interminables de cada una de las palabras pronunciadas y de cada pensamiento que pasó por tu cabeza, Ramsés. Sólo dinos los datos pertinentes.
    —Ah —dijo Ramsés—. Muy bien, madre. Primero, el atuendo. Conseguí adquirir unas imitaciones bastante bonitas de joyas antiguas en la tienda de Mustafá Kamel: un collar de cuentas, brazaletes, aretes, y demás. La prenda básica, como sabe, es bien simple. Una sábana, adecuadamente drapeada, fue suficiente, y también compré un largo pañuelo a rayas para atárselo a la cintura. La principal dificultad fue su pelo, no su color, sino su peinado. En los suks no se obtienen copias de las complicadas pelucas egipcias antiguas.
    —¡Maldita sea!, sabía que tendría que haber ido contigo —exclamó Nefret—. Yo la podía haber arreglado para que pareciera auténtica.
    —Ése no fue el problema —dijo Ramsés—. Lo que necesitábamos era un peinado que se pudiera cambiar con rapidez.
    —Tienes razón —asentí—. Enid deberá ir del salón al pasillo, y llegar al dormitorio de la señora Jones, del cual emergerá como Tasherit. ¿Dime, puede ponerse el disfraz deprisa y sin ayuda?
    —Después de estudiar varias alternativas —continuó Ramsés—, convinimos en que sería mejor que llevara un vestido suelto; creo que Enid lo llamó un vestido para el té. Se lo pondrá después de la cena.
    —¿Y su cabello? —preguntó Nefret.
    —Se lo dejará suelto. Es muy espeso y largo —expresó Ramsés—. Le llega casi hasta la cintura.
    —Bien —dije—. Donald quedará satisfecho con esa imagen romántica; no conoce demasiado bien los peinados egipcios antiguos. Deberemos asegurarnos de que la habitación esté casi en la oscuridad, más que la otra noche, y crear algún tipo de distracción para que Enid pueda escabullirse sin ser vista por Donald.
    Emerson se ofreció para hacerlo. Después de un silencio breve y aprensivo al extremo, dije con tacto:
    —Lo discutiremos con la señora Jones. Posiblemente tenga alguna buena idea.
    El problema de cómo llegar hasta el salón de la señora Jones sin ser vistos se pudo resolver con facilidad. Siempre me familiarizo con las zonas de servicio de los hoteles y demás dependencias, ya que uno nunca sabe cuando deberá entrar en ellas subrepticiamente. Fui yo, por lo tanto, quien guió a nuestro grupo, evitando los bonitos jardines del Luxor y entrando por un camino estrecho que llevaba a un pequeño patio cercano a las cocinas. Me alegré de llevar zapatos reforzados en lugar de escarpines de noche. Monsieur Pagnon, el administrador del hotel, se esforzaba por mantener las normas de higiene, pero el suelo estaba cubierto de todo tipo de basura.
    Dos de los ayudantes de cocina estaban fumando al lado de la puerta de atrás. Nuestra aparición los sobresaltó; se quedaron mirándonos tan atónitos que ni siquiera respondieron a mi amistoso saludo. El mismo sobresalto experimentaron los ocupantes de la cocina cuando entramos. Uno de los camareros dejó caer una sopera, pero fue el único incidente digno de mención. Creo que era sopa de lentejas.
    Las escaleras de servicio no tenían alfombras y estaban muy sucias. No encontramos a nadie y cuando abrí la puerta que daba al pasillo del primer piso, lo encontré desierto. La mayoría de los huéspedes había bajado a cenar. Las habitaciones de los Fraser estaban en la fachada del hotel y daban a los jardines. Llamé con suavidad a la puerta del salón de la señora Jones. Se abrió enseguida, pero sólo lo suficiente para que se viera un ojo que me miró con recelo. Al reconocerme, la señora abrió la puerta.
    —Entren, rápido —murmuró—. El señor Fraser sufre un estado de excitación nerviosa, y no sé si su mujer lo podrá mantener entretenido hasta la hora prevista.
    Cyrus se empeñó en estrechar su mano, y mientras intercambiaban saludos yo examiné su vestido de crepé de seda color malva con considerable interés. Se trataba de uno de los nuevos vestidos estilo «Reforma», holgado y con reminiscencias del Medioevo. Un largo abrigo sin mangas de terciopelo bordado caía por sus hombros. El conjunto otorgaba solemnidad a su figura pequeña y robusta y sugería un exotismo que convenía a la ocasión. También parecía ser muy cómodo. Tomé nota mentalmente para preguntarle después dónde lo había comprado. ¿Quizá en Liberty? El establecimiento era conocido por vender tales atuendos.
    Después de que todos entráramos, la señora Jones echó el cerrojo a la puerta. No había hecho ayuno; sobre la mesa se veían un plato con dulces variados y una copa de vino. La dama vio mi reacción y devolvió mi mirada sardónica con una sonrisa divertida e impertérrita antes de llevar las vituallas a su dormitorio.
    —Bueno —dijo bruscamente—. La señora Fraser parece que sabe lo que debe hacer. Esta tarde hemos podido hablar un instante. Le prometí que pondríamos una pantalla delante de la puerta de manera que no se vea la luz del pasillo cuando salga sigilosamente de la habitación. ¿Puede alguno de ustedes, caballeros...?
    —Sería más sencillo eliminar las bombillas del pasillo —propuso Emerson, que se estaba tomando un interés algo alarmante por el proceso.
    Le disuadimos de realizar una acción tan poco práctica, y Ramsés explicó que había encontrado un medio para solucionar el problema. Sacó un martillo y un puñado de clavos de su bolsillo y solicitó que la señora Jones le prestara una sábana o una manta de su cama.
    —¿No le extrañará al señor Fraser que esta vez el cuarto esté mucho más oscuro? —preguntó Nefret.
    Ramsés, de pie sobre una silla, martilleaba con afán.
    —Debe estar oscuro si la señora Fraser quiere escabullirse sin que la vean —dijo—. Nuestra excusa consistirá en que, como lo saben todos los estudiosos de ocultismo, el gran esfuerzo que conlleva una materialización requiere oscuridad total.
    —Donald lo creerá, en cualquier caso —dijo la señora Jones cínicamente—. Ustedes deben mantenerle las manos bien cogidas, profesor y señor Vandergelt, y no dejar que se suelte por nada. El momento más peligroso llegará al final, cuando la princesa se despida para siempre. Quizá el señor Fraser no esté dispuesto a dejarla ir. La señora Fraser está preparada para esa posibilidad, ¿no es cierto?
    —Conoce su papel —dijo Ramsés, sin darse la vuelta.
    —Necesitará tiempo para volver a vestirse y regresar a la habitación —dijo Emerson—. Si tuviéramos una pequeña refriega, y yo tumbara a Fraser...
    —No, Emerson —dije.
    —No, a menos que fuera necesario - enmendó la señora Jones.
    Se había sentado en el sofá y bebía a sorbitos el vaso de agua mineral que Cyrus le había servido. Yo comenté:
    —Parece muy tranquila, señora Jones. Anoche mencionó que tenía los nervios desechos.
    La mujer levantó los pies, los apoyó en un escabel y se inclinó hacia atrás, ofreciendo la viva imagen de la confianza y la calma.
    —Estoy acostumbrada a trabajar sola, señora Emerson, cuando todo el peso descansa sobre mi espalda. Esta experiencia es nueva para mí, y la disfruto. Me atrevo a decir que ningún charlatán ha tenido nunca un grupo de colaboradores tan hábiles y dispuestos.
    Cyrus soltó una risita.
    —Nervios de acero —dijo con admiración.
    La señora Jones se volvió para mirarlo. Su voz y su cara expresaban una enorme seriedad.
    —No del todo, señor Vandergelt. Esta noche nos jugamos una carta desesperada. Si nuestra función no tiene éxito, podría dejar al señor Fraser peor que antes, o no hacerle cambiar de propósito. Y —añadió con una sonrisa— si continúa buscando la tumba, tendré que ir con él, subiendo escarpas y descendiendo a los wadis. Mis pies maltratados no lo soportarán más.
    Como había predicho la señora Jones, Donald llegó diez minutos antes. Un leve golpe en la puerta anunció su llegada, y cuando lo escuchó, la dama emitió un largo suspiro.
    —A sus puestos, damas y caballeros —dijo, y se tiró sobre el sofá, cerró los ojos y se apretó las manos contra el pecho. Yo me dirigí a la puerta.
    Donald estaba solo. Su cara no presentaba los colores de costumbre, y sus ojos me atravesaron como si yo fuera una camarera de piso. Con voz suave y trémula preguntó:
    —¿Está lista?
    —Todavía descansa —dije, dando un paso atrás para que pudiera entrar—. Quédese muy quieto. No debería haber llegado tan pronto, Donald.
    El hombre entró de puntillas. Lo hacía tan mal como Emerson. Con un dejo de su antigua sonrisa dijo:
    —Ustedes tampoco pudieron esperar.
    Este comentario ingenuo nos recordó nuestra mayor ventaja. Tan fuerte era su necesidad de creer, que aceptaría sin cuestionamientos cualquier cosa que con-viniera a su fe. Un hombre más receloso, viéndonos a todos reunidos, podría haberse preguntado qué diablos hacíamos ahí con tanta anticipación. Donald se limitó a saludar a los demás con voz ahogada y se sentó.
    La señora Jones salió de su «estado de meditación», y estaba sentada cuando Enid se nos unió. Su vestido para la hora del té, de crepé de china color rosa, parecía diseñado para el objetivo de esa noche; tenía mangas largas y amplias, un cuello alto, y se abotonaba convenientemente en la delantera. Había suficiente tela en sus voluminosos pliegues como para cubrir a dos mujeres de su talla, lo que en cierto sentido era verdad.
    Habíamos acordado de antemano dónde nos sentaríamos: Enid entre Ramsés y yo, al extremo de la mesa más cercano a la puerta; Donald entre Emerson y Cyrus, en el otro extremo. Donald no cuestionó este arreglo ni ninguna otra cosa, ni le llamó la atención la manta clavada sobre la puerta. Empecé a preguntarme por qué nos habíamos esforzado tanto por crear una ilusión; Donald probablemente no hubiera puesto objeciones si la señora Jones le hubiera pedido que se tumbara boca abajo debajo de la mesa mientras la princesa se tomaba su tiempo para materializarse.
    Sin embargo, la situación no era cómica en absoluto. Lo último que vi de Donald, antes de que se apagaran las luces, fue su cara hinchada y sus ojos, que se salían de las órbitas. Deseé, aunque era ya demasiado tarde, haberlo examinado para comprobar si su corazón funcionaba bien. Las fatigosas actividades físicas de las últimas semanas no habían tenido efectos negativos en él, lo que resultaba alentador. Sólo cabía esperar que todo saliera bien.
    La señora Jones se superó a sí misma. Gruñó, jadeó y balbuceó. Ramsés no había explicado al detalle las señales que Enid y él habían convenido (para ser justa, le había ordenado que no lo hiciera), de manera que me sobresalté tanto como Donald cuando la voz de mi hijo interrumpió los quejidos de la señora.
    —¡Mire! ¿Qué es eso que hay en la ventana?
    Tan contagiosa era la atmósfera esotérica, que por un momento imaginé que veía una figura pálida y amorfa contra los cortinajes. (Como supe después, en realidad la vi: una larga tela blanca mantenida a distancia por un brazo de David, cuya silla era la más cercana a la ventana.) Entonces, Enid retiró su mano de la mía y escuché el suave roce de una tela, cuando se deslizó detrás de la manta que cubría la puerta.
    —No es nada.
    La voz era de David. Sonaba como si estuviera recitando un discurso aprendido, tal como sucedía en realidad.
    La señora Jones reconoció la señal de su entrada y emitió un aullido penetrante, que le hizo recuperar la atención de Donald. Comenzó a hablar con frases entrecortadas, salpicadas de quejidos desgarradores y jadeos.
    —Demasiado fuerte... el dolor... Oh, dioses de ultratumba...
    Donald comenzó a forcejear para liberarse. Escuché que Emerson le reñía, en voz baja pero con violencia, recordándole los peligros que acechaban a la médium y a la princesa si se interrumpía la materialización.
    Enid debía tener problemas con los botones o las peinetas; las invocaciones de la señora Jones a los dioses de ultratumba se habían hecho algo repetitivas antes de que la puerta que estaba detrás de ella se abriera para mostrar a... Enid, envuelta en una sábana y adornada con joyas baratas, iluminada por una única lámpara ubicada a su espalda.
    Pero no fue eso lo que vio Donald, y por un breve instante yo vi lo mismo que él: la esbelta silueta de una mujer que se destacaba en el resplandor que se filtraba por su vestimenta traslúcida, el brillo del metal que ornaba su cuello y sus muñecas, el cabello negro que caía sobre sus blancos hombros.
    Por unos segundos el silencio se hizo tan profundo que se podía oír el silbar de la llama en la mecha de la lámpara. Retuve el aliento. Éste era el momento crucial. ¿Recordaría Enid su discurso y lo pronunciaría correctamente? ¿Aceptaría Donald semejante visión?
    La cara de Enid estaba oscurecida por la tenue luz de la lámpara y por un velo blanco (una buena idea; tomé nota mentalmente para felicitar a Ramsés). Sin embargo, ¿sería posible que un hombre no reconociera los rasgos de su propia mujer? Enid no debía permanecer mucho tiempo en el salón. ¿Cómo podría irse sin ser vista?
    Todos estos interrogantes pasaron por mi cabeza en un instante. Entonces, Donald liberó el aliento en un sollozo. Trató de decir su nombre, el nombre de Tasherit, pero sólo pudo pronunciar la primera sílaba.
    Enid se aclaró la garganta.
    —Te saludo, mi señor y mi amor largamente perdido —empezó a decir—. Ha sido un viaje muy agotador, a través de la oscuridad de Amenti...
    Oh, Dios mío, pensé. Sonaba como una colegiala que tratara de emular a una heroína trágica. Debía haber sido Ramsés el que había redactado un discurso tan espantoso. ¿Qué había estado leyendo?
    Resultaba cómico y embarazoso... y lamentable. Donald estaba llorando. La voz remilgada y tímida de Enid siguió divagando acerca de los dioses de ultratumba y el dolor de recobrar un cuerpo humano y tonterías por el estilo. Yo comencé a pensar que no podría aguantar las lágrimas de Donald ni la banalidad de la prosa de Ramsés mucho tiempo más. Ya era hora de que Enid dejara de hablar y se desmaterializara. ¿A qué estaba esperando?
    Puesto que no me atrevía a hablar en voz alta, busqué por encima de la mesa la mano de Ramsés, con la intención de apretarla rítmicamente para transmitirle un mensaje. Lo único que pude pensar fue un S.O.S., que parecía lo más apropiado. Encontré su mano, pero antes que pudiera hacerle la señal, sus dedos cogieron los míos y los apretaron con fuerza. Comprendí su mensaje. Me ordenaba que me quedara tranquila y en silencio.
    Entonces vi que Enid se deslizaba sigilosamente al interior del salón. Con un movimiento repentino retiró el velo de su cara y alargó los brazos.
    —Por la misericordia de Dios he vuelto a ti. Somos una otra vez, ella y yo, y estaremos contigo durante este ciclo de... ¡vaya!
    La pasión dio a Donald la fuerza para librarse de los hombres que lo retenían. Corrió hacia Enid y la cogió en un abrazo que la dejó sin aliento y, ¡gracias a Dios!, puso fin al discurso.
    Traté de liberar mi mano del apretón de Ramsés, pero no pude.
    —Luces —dijo.
    El candelabro, que estaba sobre nuestras cabezas, se encendió en un derroche de brillo, y todos parpadeamos, demasiado encandilados como para movernos, mientras Donald tomaba a Enid en sus brazos, tropezaba, recuperaba el equilibrio y caminaba hacia la puerta. La miraba a los ojos con tanta emoción, que hubiera tropezado de cabeza contra la manta y la puerta si Ramsés no hubiera llegado primero. Con la habilidad de un mayordomo bien entrenado, apartó la cortina y abrió la puerta.
    —¡Bien! —dije, y por esta vez no se me ocurrió nada más.
    Ramsés cerró la puerta. Cogió la manta y le dio un fuerte tirón, que desprendió los clavos de la madera, y tiró la tela sobre un sillón. Luego volvió a ocupar su lugar en la mesa.
    —Creo —dijo débilmente la señora Jones— que me tomaría una copita de vino.
    Todos bebimos. A continuación, comenzamos a hablar al mismo tiempo, todos excepto David, que obviamente conocía de antemano el plan de Ramsés.
    —¿Por qué no me advertisteis? —pregunté.
    Emerson dijo:
    —¡Maldita sorpresa! ¡Santo Cielo, Ramsés...!
    —Parece haber surtido efecto —dijo Nefret con desgana—. Pero podíais haber...
    Cyrus sacudió repetidamente la cabeza y pronunció varias exclamaciones americanas extrañas. La señora Jones comentó:
    —Joven, es usted uno de los más...
    Como la cortesía lo requería, Ramsés me contestó a mí primero.
    —Me dijo que no entrara en detalles, madre.
    —¡Oh, Dios mío! —exclamé.
    —Me dio la impresión —explicó mi hijo— de que este guión resolvía muchos de los dilemas a los que nos enfrentábamos: la posibilidad de que el señor Fraser reconociera a su esposa, la dificultad de que volviera al cuarto sin ser vista por él, y el mayor peligro de todos: que se descompusiera o le diera un ataque cuando la princesa lo dejara para siempre.
    —¿De manera que fue idea tuya? —inquirí.
    —La desarrollamos la señora Fraser y yo.
    —Aja —dijo Emerson, mirando a Ramsés con ojos penetrantes—. Bueno. Esperemos que el asunto haya terminado. Ahora dejaremos tranquila a la señora Jones con su vino y sus dulces.
    —¿Cuáles son sus planes? —le pregunté a la dama.
    Su mirada encaró la mía con helado desafío.
    —Más bien debo ser yo, señora Emerson, la que le pregunte cuáles son sus planes para mí. Partiré de Egipto tan pronto como pueda, sola o escoltada por la policía, como usted decida.
    —No hay ninguna prisa —dijo fríamente Cyrus—. ¿Por qué no se retiran, amigos? Después de esta experiencia, la señora Jones necesita algo más que unas galletas para reponerse; si ella lo acepta, tomaremos una cena tardía y luego conversaremos largamente.
    Después de esa experiencia, y de las demás actividades agotadoras del día, yo no me sentía en forma como para discutir con una mujer como la señora Jones, de manera que me alegré de dejarla con Cyrus. Cuando me retiraba con Emerson de la habitación, vi que Cyrus se había acomodado en un sillón, con las largas piernas extendidas, y que la señora Jones le miraba como un duelista en garde.
    —Apóyate en mí, cariño —dijo Emerson, mientras me rodeaba la cintura con un brazo—. ¿Te duele el tobillo?
    —En absoluto —dije con firmeza—. A decir verdad, Emerson, todavía estoy estupefacta por el desenlace inesperado. ¡Es tan propio de Ramsés sorprendernos de ese modo! ¿Superará alguna vez esa manía de mantener las cosas en secreto?
    Los jóvenes nos habían precedido y se habían distanciado bastante.
    —Hum —dijo ambiguamente Emerson—. Admite que fue una idea ingeniosa, Peabody.
    —Supongo que fue Enid quien la pensó. Sí, debe haber sido ella; le di una pequeña lección el otro día y se ve que la tomó muy en serio.
    Emerson me estrechó hacia él y dijo cariñosamente:
    —Bien por ti, Peabody. ¿Pero podrá Enid mantener la mística?
    —Vuelves a hablar como un hombre —repliqué—. No depende enteramente de ella; Donald deberá hacer su parte. Hum, sí. Creo que también tendré una charla con él.
    Emerson rió. Un gentil eco de risa argentina llegó hasta mí; Nefret se hallaba entre los dos muchachos, y cuando comenzaron a bajar las escaleras del brazo, vi que charlaban animadamente, aunque no pude escuchar lo que decían. Los tres juntos formaban un hermoso grupo y me agradó verlos tan amigos.

    DEL MANUSCRITO H:
    —Despreciable mentiroso —exclamó Nefret.
    Ramsés, que estaba extendido sobre su cama leyendo, levantó la vista. Enmarcada por la ventana abierta, Nefret parecía una diosa joven y ultrajada. La ventana daba al muelle y al cielo nocturno, la luz de la luna perfilaba su cuerpo esbelto y erguido y formaba una aureola alrededor de su cabeza. Una diosa nórdica o celta, pensó Ramsés, egipcia no, a pesar del gato que se acurrucaba en su brazo izquierdo. No podía serlo con ese pelo dorado rojizo.
    —¿Otra vez por la ventana? —dijo—. Podrías subir por la escalerilla y entrar por la puerta, como hacen todos. ¿Y por qué has traído a esa maldita gata?
    —Vino detrás de mí maullando. Tuve que traerla o hubiera despertado a toda la casa.
    Nefret empujó las piernas del joven para abrirse camino y se sentó sobre la cama. Sekhmet se colocó encima de Ramsés y Nefret añadió:
    —Creo que se ha enamorado de Risha; pasa casi todo el tiempo en el establo admirándolo.
    —De manera que montaste a Risha esta noche.
    —¿No te molesta, verdad?
    —¿Te importaría si así fuera? No, no me molesta. Si insistes en salir por el campo sola de noche, estás más segura con él que con cualquier otro caballo.
    —¿Dónde está David? —preguntó Nefret, ignorando la crítica implícita.
    —En la cubierta, vigilando al Valle de los Reyes. Si hubieras llegado por el otro camino lo habrías visto.
    —¿Crees que sucederá algo esta noche?
    —Si algo pasa, estaremos preparados —dijo Ramsés, evasivo.
    Los ojos de Nefret se achicaron.
    —Qué suerte que he venido. Yo también haré guardia, y tú y David podréis dormir un poco.
    —¡No puedes quedarte aquí toda la noche!
    —¿Por qué no? Hay sitio de sobra.
    Ramsés apoyó su mano sobre la gata. La acarició automáticamente, demasiado perturbado para darse cuenta de lo que hacía.
    —Porque madre nos desollará vivos si se entera.
    —No se enterará —Nefret hizo un gesto maternal—. Pobrecita, estaba completamente agotada esta noche, y le dolía mucho el tobillo. Sabes cómo es; no acepta la debilidad ni siquiera en ella misma. De manera que... me aseguré de que durmiera toda la noche.
    Ramsés se sentó de un salto.
    —¡Cielo santo! ¿La drogaste?
    —Puse sólo un poquito de láudano en su café. Lo hice por su bien.
    Ramsés se dejó caer sobre la pila de cojines apilados y Sekhmet aprovechó para acurrucarse sobre su pecho.
    —Estás empezando a parecerte a ella —murmuró el muchacho—. Supongo que era inevitable, pero la perspectiva resulta algo alarmante. Dos parecidas... sólo me cabe esperar que padre no haya tenido la misma idea.
    Si hubiera estado mirando a Nefret, podría haber observado la fugaz expresión que pasó por su cara, pero acababa de notar el peso que le aplastaba el diafragma y estaba tratando de librarse de Sekhmet.
    —Bueno —dijo la muchacha con firmeza—. Cuéntame la verdad, aunque sea por una vez.
    —No te he mentido.
    —Bueno, quizá no directamente, pero hay algo que se llama mentir por omisión. Tú y David sabéis algo que no me habéis dicho. ¿Qué esperas que suceda esta noche?
    Ramsés suspiró y abandonó el intento de alejar a la gata. Las veinte uñas del felino estaban clavadas en su camisa.
    —Quizá no pase esta noche, pero hay una gran probabilidad de que lo intente de nuevo, y pronto. No creo que abandone sus propósitos; y cuantas más veces fracase, más impaciente se pondrá.
    —¿Scudder? —preguntó Nefret. Ramsés asintió y ella siguió, cortante—: tú lo frustraste un poco, ¿no es cierto? ¿Se te ha ocurrido que ahora quizá va a ir tras de ti? Su tarea resultaría más fácil si te apartara de su camino.
    —Se me ha ocurrido, sí.
    —¿Él sabe que tú eras Saiyid?
    —Todavía soy Saiyid, cuando la ocasión lo requiere. Esta noche es una de esas ocasiones. Estaba a punto de transformarme cuando tú apareciste. ¿Te importaría desaparecer por un instante mientras me cambio?
    —Sí, me importaría. Quiero ver cómo lo haces.
    —Ni sé cómo ha hecho padre para mantener su cordura durante todos estos años —murmuró Ramsés—. Está bien, muchacha, no digas palabrotas. Puedes mirar si quieres, y también puedes escuchar, por esta vez, mientras te explico lo que David y yo vamos a hacer, y si te portas como una chica muy, muy buena, hasta te dejaré que nos ayudes.
    Se libró de Sekhmet haciéndole cosquillas en la tripa hasta que la gata se apartó y se dio la vuelta. Dejándola indignada y entristecida sobre la cama, el muchacho se sentó en una silla y comenzó a desatarse los cordones de las botas. Con las manos unidas, abrazada a sus rodillas levantadas, Nefret lo observó con interés mientras él se quitaba la camisa, las botas y las medias y se enrollaba los pantalones.
    —¿No te quitarás los pantalones? —inquirió la muchacha mientras Ramsés se ponía una vieja galabiyya.
    —No si tú estás mirando.
    Con rapidez y habilidad se envolvió la tela del turbante alrededor de la cabeza y luego se miró en el espejo.
    —Sólo hay tres hombres a bordo —explicó mientras se preparaba—. Los otros viven en Luxor o en la orilla occidental, y vuelven a sus casas por la noche. Los tres estarán roncando a medianoche; antes de esa hora no preveo ninguna actividad. Saiyid me espera en la orilla, donde Bellingham le dejó.
    —No es muy sensato —exclamó Nefret—. Scudder puede evitarlo con el simple recurso de acercarse por el río, o en un bote pequeño. ¿En qué estaba pensando el Coronel?
    —El Coronel sabe bien lo que hace, Nefret.
    Ramsés dejó de mirarse en el espejo y se dio la vuelta. La muchacha lanzó un grito de asombro.
    —¡Dios mío! Qué has... Quédate quieto, quiero verte.
    —Las arrugas están dibujadas —dijo Ramsés mientras ella examinaba su cara, tan de cerca como para que le resultara incómodo—. Sethos, el hombre de quien te hablé, había preparado varias clases de maquillaje; yo uso uno que se quita con agua, ya que el otro es muy difícil de quitar, y madre tiene la vista de un halcón. Las verrugas están hechas de otra sustancia que Sethos inventó; se pega como si fuera cola y sale después de una inmersión prolongada en agua.
    —¿Cómo haces, metes la cabeza en un cubo? —preguntó Nefret, mientras recorría con un dedo inquisitivo una de las cejas del muchacho.
    —O en un lavabo. Y no, no puedes ver cómo lo hago. Me he aclarado las cejas y el bigote con otra clase de pintura; Saiyid está comenzando a ponerse canoso, y un color más claro a lo largo de las cejas las hace parecer menos espesas. Mi cara es más larga y más delgada que la de Saiyid, de manera que uso compresas para redondear mis mejillas —abrió la boca con mucha amabilidad para que ella introdujera su dedo explorador—. Las manchas de los dientes se quitan con alcohol. Como ves, el parecido no es muy exacto; Bellingham nunca mira a un sirviente a la cara y el truco consiste más que nada en imitar la postura y los gestos de Saiyid.
    Dobló el codo y se rascó un costado con aquellos dedos como garras.
    —Así es como lo hace Saiyid—admitió Nefret—. ¿Puedes mostrarme cómo?
    —Sí quieres —dijo Ramsés. Se apartó rápidamente del rostro adorable y ansioso que lo miraba.
    Sin embargo, cuando estuvo a una distancia segura, le enseñó cómo caminaba imitando a Saiyid, arrastrando los pies como si tuviera las rodillas flojas.
    —Excelente —dijo Nefret—. Espérame; necesito buscar algo en mi cuarto.
    —¿Qué?
    —Mi otro cuchillo. Lo he dejado en un armario.
    —¿Tienes que hacerlo?
    —Por supuesto. Me reuniré contigo en un momento.
    —Conmigo no. Tengo que ver a Saiyid. Ve con David. Quizá puedas convencerlo de que duerma algunas horas., aunque lo dudo.
    —Gracias, cariño —le sonrió y se dirigió a su cuarto. Ramsés cerró la puerta de un golpe en la cara de Sekhmet y salió seguido por sus lastimeros maullidos.
    Cuando Nefret se asomó sigilosamente a la cubierta, vio a David, una silueta inmóvil y oscura a la luz de la luna. Tosió despacio para advertirle de su llegada; su grito de sobresalto hubiera resonado en la noche tranquila.
    —Ramsés me dijo que estabas aquí —dijo David sin darse la vuelta.
    —¿Tú también vas a regañarme? —habló con el mismo sigilo empleado por el muchacho y se puso a su lado.
    —¿Qué sentido tiene? Pero no me iré a la cama y te dejaré sola.
    —No estaría sola. Hassan y Mustafá y varios más están abajo. Mi vista es tan aguda como la tuya.
    —La luna da mucha luz. —Como era su costumbre, David evitaba la discusión—. Hasta la cabeza de alguien que se aproximara por el río sería visible desde aquí.
    Nefret asintió.
    —Cuando lo veas...,si lo ves, ¿qué harás?¿Gritar?
    David movió la cabeza para mirarla y Nefret vio el resplandor de sus dientes blancos.
    —Miau —dijo el muchacho.
    —¿Qué?
    —Miau. Todo el mundo en Luxor sabe que hay muchos gatos, un maullido alertará a Ramsés sin asustar a nuestro visitante.
    —Oh, Dios —dijo Nefret.
    —¿Qué pasa?
    —Vuelvo en un minuto.
    Podía escuchar muy claramente a Sekhmet a través de la puerta cerrada. Es una gata estúpida, pensó Nefret con un regocijo que le produjo remordimiento; la ventana está completamente abierta. Anubis o Bastet se habrían ido hacía mucho rato. Tampoco hubieran maullado de esa forma.
    El sonido cesó en cuanto abrió la puerta. Sekhmet se dejó caer cariñosamente a los pies de la muchacha, que se inclinó para cogerla.
    —¿Qué voy a hacer contigo? —preguntó—. Si te encierro en un armario, tus maullidos se oirán en varios kilómetros.
    Llevando a la gata, volvió donde estaba David, que no se mostró muy complacido al verlas.
    —Deberás llevarte a ese animal —insistió—. Ramsés la matará si echa a perder su plan.
    —Ramsés nunca haría una cosa así. La gata se quedará tranquila si uno de nosotros la tiene en brazos.
    —Inshaalá —dijo David, adusto.
    La noche fue pasando. No había señales de movimiento en la cubierta de la otra dahabiyya, y el reflejo plateado de la luna sobre el agua permanecía inmóvil. Lo único que interrumpía la quietud era una pisada o un bufido ocasional de Risha, que esperaba en la orilla, quieta y sin atar, y los aullidos distantes de los chacales y los perros salvajes. El ronroneo estridente de Sekhmet se diluyó en el silencio; David la tenía en el hueco de su brazo y se había quedado dormida. Nefret ahogó un bostezo. David le pasó el brazo que tenía libre alrededor, y ella se apoyó contra él, agradecida por la fuerza, calidez y sostén afectivo. Se le cerraban los ojos; el aire de la noche era fresco.
    Es mucho más expresivo que Ramsés, pensó adormilada. Supongo que Ramsés no puede evitar ser reservado, pobre chico; los ingleses no se abrazan y la tía Amelia pocas veces le da un abrazo o un beso. Ella tampoco es expresiva, excepto, supongo, con el profesor. Todos me son muy queridos, con sus diferencias. Quizá si fuera más cariñosa con Ramsés...
    Estaba medio dormida, con la cabeza en el hombro de David, cuando sintió que el muchacho se ponía rígido. No se veía nada en el oleaje manso de las aguas iluminadas por la luna. David miraba hacia la orilla. Algo se movía difuso entre las sombras. ¿Ramsés? Aunque la figura tenía un contorno indefinido, no parecía llevar faldas.
    —¿Ahora? —murmuró Nefret.
    —Espera —tenso y vigilante, David retiró el brazo.
    —El no lo ha visto —dijo Nefret, en voz bajá pero ansiosa—. ¿Dónde está?
    Sus palabras eran confusas, pero David comprendió.
    —No sé. Espera.
    Dejó a la gata en los brazos de Nefret y se dirigió a la escalerilla.
    La pálida silueta se deslizó a través de los árboles, evitando los espacios abiertos iluminados por la luna. No era Ramsés; Nefret no podía decir cómo lo sabía, pero estaba tan segura como si hubiera visto su cara. ¿David había olvidado la señal? ¿Debería avisarle ella?
    Sekhmet le evitó tomar una decisión. Irritada porque la despertaron sin miramientos e incómoda en los brazos de Nefret, abrió la boca y se quejó.
    Nefret no comprendió hasta más tarde la secuencia de los sucesos. Todo sucedió con tanta rapidez que no tuvo tiempo para pensar o reaccionar. El agudo sonido de un rifle rompió el silencio y un hombre apareció entre las sombras y corrió hacia el terreno iluminado. Al llegar a la orilla, se sumergió en el río.
    Ramsés lo seguía de cerca, pero no lo suficiente. Se había quitado la túnica y se zambulló en persecución del fugitivo. Sonaron otros disparos.
    —¡Maldita sea, maldita sea! —exclamó Nefret.
    Cuando alcanzó a David el muchacho estaba de pie en la orilla. Se había quitado la chaqueta. La muchacha quiso detenerle pero se dio cuenta de que todavía llevaba a Sekhmet. Con un «¡Maldita sea!» más enfático, dejó a la gata en el suelo y cogió el brazo de David.
    —¿Qué ha pasado? ¿Quién ha disparado?
    —Yo.
    Nefret se dio la vuelta y vio a Bellingham que se acercaba. Estaba vestido formalmente, y hasta llevaba su fular blanco. Todavía tenía el rifle en la mano. Sacó un puñado de balas de su bolsillo y recargó el arma.
    —Le pido disculpas por alarmarla, señorita Forth. No sabía que estuviera aquí.
    La luz de la luna era tan fuerte que podía ver hasta las arrugas de su rostro, que permanecía impasible. El Coronel paseó su mirada por ella de una forma que hizo que las mejillas de la muchacha enrojecieran. Nefret dijo con vehemencia:
    —Tengo buenas razones para estar alarmada. Podía haberle dado a Ramsés.
    —¿Ramsés? —las cejas del Coronel se levantaron—. ¿De qué está hablando? Disparé contra Dutton Scudder. Sólo podía tratarse de él. Sabía que venía por Dolly, lo esperé...
    —Oh, cállese —exclamó Nefret, dándole la espalda—. ¿Le ves, David?
    —No. Voy a buscarlo.
    La muchacha lo cogió otra vez y se mantuvo firme mientras él trataba de soltarse.
    —La corriente los habrá llevado río abajo. Podrán salir en otro lugar de la orilla.
    —Sí, es cierto.
    David comenzó a correr a lo largo de la costa. Nefret se tropezó con Sekhmet pero logró conservar el equilibrio. Mientras seguía a David, escuchó una exclamación sobresaltada, un golpe y un aullido de Sekhmet. Bellingham también debía haber tropezado con ella.
    Antes de que hubieran recorrido unos cuantos metros, vio dos figuras empapadas que se le acercaban. David se detuvo.
    —Gracias a Dios —exclamó sin aliento—. Pero, ¿quién, cómo es que, cómo pudo...?
    Uno de los hombres era Ramsés. El otro no era el fugitivo.
    —Se me olvidó deciros —dijo Nefret—. Le conté todo al profesor.
    —Hiciste muy bien —dijo Emerson—. ¿Puedes regresar a la dahabiyya, hijo?
    —Sí señor, desde luego.
    Pero se apoyó con gratitud contra el brazo fuerte que rodeaba sus hombros y no se soltó cuando emprendieron el regreso. Bellingham se había ido; una luz en una de las ventanas del Valle de los Reyes indicaba que se estaba llevando a cabo algún tipo de actividad. Probablemente esté limpiando el rifle, pensó Nefret, irritada.
    No lejos del lugar donde Scudder había saltado al agua, vio a la gata. Sekhmet estaba jugando con algo, lo golpeaba con sus zarpas, tratando de levantarlo en el aire. David se inclinó y se lo quitó. Era un sombrero de paja con una banda negra alrededor de la copa.
    —Aún no sé si fuiste descuidado o tuviste poca suerte —comentó Nefret, mientras pegaba un trozo de esparadrapo sobre el surco que atravesaba el cuero cabelludo de Ramsés.
    —Más bien temerario —gruñó Emerson. Miró con desconsuelo la pipa empapada y se la volvió a meter en el bolsillo—. Deberías haberte dado cuenta de que Bellingham está tan decidido a matar a Scudder que eliminaría a todo aquel que se pusiera en su camino.
    —Si no lo había pensado ya me ha quedado muy claro después de esta noche —dijo Ramsés.
    Retrocedió cuando Nefret acercó su rostro al suyo.
    —Las arrugas y las verrugas desaparecieron con el agua —dijo, inspeccionándolo—. Pero necesitas limpiarte los dientes. Mejor que lo hagas ahora antes de que te olvides. Aquí está el alcohol.
    Le habían devuelto el sombrero a Sekhmet. Sus garras lo cogían posesivamente y mordisqueaba el borde con aire pensativo.
    —¿No visteis rastro de Scudder? —preguntó David—. Puede que se haya ahogado.
    —Es poco probable —dijo Ramsés, que decidió no sacudir la cabeza. Todavía estaba un poco mareado—. Es un buen nadador. Sin embargo, yo lo habría alcanzado si no me lo hubieran impedido.
    —Yo no trataba de cogerlo —dijo Emerson plácidamente—. No después de darme cuenta de que estabas en dificultades.
    —Gracias a Dios que estaba ahí —dijo David—. No noté que Ramsés estuviera herido, sino...
    —No te minusvalores —interrumpió Nefret—. Yo te contuve. Te hubiera dejado ir... ¡y hasta hubiera ido contigo!, de no saber que el profesor estaba en el ajo.
    Le sonrió a Emerson con admiración y el profesor le devolvió la sonrisa.
    —Padre estaba en tu cuarto —dijo Ramsés—. Cuando fuiste allí, con el pretexto de coger tu cuchillo...
    —Le conté lo que estabais planeando —comentó con calma Nefret.
    —Y yo —dijo Emerson—fui a la cubierta superior, desde donde tenía una excelente visión de los acontecimientos. Me tiré al agua casi al mismo tiempo que Ramsés, pero como nos separaba una cierta distancia, tardé un tiempo en alcanzarlo.
    —Le estoy muy agradecido, padre —dijo Ramsés, solemne.
    —Aja —exclamó Emerson, lanzándole una aguda mirada—. Hemos adelantado algo, aunque Scudder se nos escapó. Sabemos quién era.
    —¿Era? —repitió Nefret—. ¿Entonces piensa que ha muerto?
    —No. No aparecerá nuevamente como Tollington; por eso usé el tiempo pasado. Pero también es obvio, por supuesto, que tiene otra identidad. No puede haberse pasado los últimos cinco años como un turista americano.
    —Y no estamos más cerca de conocer su otra identidad —murmuró David—. A menos que mi abuelo...
    —Sí, por cierto debemos discutirlo con Abdullah —asintió Emerson—. Pero esta noche no hablemos más. Iros a la cama enseguida, muchachos, y yo llevaré a casa a Nefret. Dormid todo lo que queráis.
    —Madre hará preguntas si no aparecemos para el desayuno —dijo Ramsés.
    Emerson se había puesto de pie. Lanzó a su hijo una mirada de sorprendido reproche.
    —Le voy a contar todo a tu madre, Ramsés. Un matrimonio feliz exige una completa sinceridad entre marido y mujer.
    —Pero, señor —dijo Nefret, alarmada.
    —Bueno, quizá no le cuente la parte del láudano —concedió Emerson—. Y supongo que nada se pierde si le dejo creer que fue tu primera visita no autorizada a la dahabiyya. Sin embargo, le debo contar todo lo demás. Reconoce una herida de bala cuando la ve, e insistirá en examinar a Ramsés, podéis estar seguros. Y —añadió— ¡sin duda afirmará que durante todo este tiempo sabía quién era Tollington!

    * * *

    —Comencé a sospechar del señor Tollington hace tiempo —dije.
    Nos habíamos levantado tarde y estábamos desayunando; generalmente no me quedo dormida, pero el relato de Emerson, junto con la taza de té fuerte que me había traído a la cama, disiparon los últimos vestigios de sueño. No se me pasaron por alto las miradas que intercambiaron mis interlocutores cuando hice esa afirmación, y para hacerme justicia, seguí dando detalles.
    —La pista fue lo que faltaba. ¿Recuerdas, Emerson? Faltaban las joyas de la señora.
    —Evidentemente —comenzó a decir Emerson, frunciendo el entrecejo—. Las llevó a...
    —Cariño, no es en absoluto evidente. Seguid mi razonamiento: Ya sea que la señora Bellingham se escapó con Scudder, o fue raptada por él, se llevó sus ropas más finas, incluyendo un vestido de baile. Ese tipo de toilette requiere unas joyas elegantes, y en cantidad. Recordando las joyas que Bellingham había regalado a su hija, podemos deducir que su joven esposa recibió presentes aún más regios. Los llevaba con ella cuando dejó a su marido, y no estaban en el cuerpo. Después de que Dutton la asesinara en un impulso pasional, se sintió lleno de remordimientos. La enterró con esos vestidos elegantes, y hasta reemplazó su... ropa interior, pero no sus joyas. Ni siquiera el anillo de boda.
    Si las hubiera vendido a través de canales ilegales, como tendría que haber sido, hasta por un collar de piedras preciosas le hubieran dado una suma relativamente modesta que no le hubiera permitido a Scudder vivir al estilo europeo durante cinco años, ni siquiera en Egipto. Nuestra teoría inicial se mantiene. Debió de haber pasado al menos parte de ese tiempo viviendo como un egipcio. Creo que reservó el dinero que obtuvo con las joyas, a la espera de que regresara su enemigo. Si bien no era suficiente para mantenerlo durante todo ese período, lo era para permitirle vivir durante unas semanas o meses como un turista adinerado: el tiempo suficiente para entablar una relación con los Bellingham y seguirlos por todas partes. Cuando conocí al señor «Tollington» pensé que era un viejo amigo de los Bellingham, pero ciertas afirmaciones casuales de la señorita Dolly dejaron en claro que no viajaba con ellos.
    No estaba segura de que fuera él —concluí modestamente—. Pero tan pronto como me di cuenta de que Scudder podía estar desempeñando el papel de turista, Tollington se convirtió en el primer sospechoso.
    —El nombre que eligió es una ocurrencia genial —dijo Ramsés—. ¿Quién sospecharía de un hombre que se llama Booghis Tucker Tollington?
    —Yo —dije—. Y me parece que a ti te pasó lo mismo, Ramsés, estoy muy enfadada contigo. Tengo la seguridad de que tú fuiste el cabecilla del asunto de anoche. Pero también Nefret y David deben compartir la culpa. Quiero que me des tu solemne palabra de honor de que nunca más...
    —Está bien, Peabody —dijo Emerson y se puso de pie—. Ya he regañado a los culpables, y estoy seguro de que podemos confiar que en el futuro se... comportarán razonablemente. Ejem... Quizá, cariño, no debieras acompañarnos al Valle. ¿Por qué no dejas descansar un día más a tu tobillo?
    Empujé mi silla hacia atrás. Los jóvenes ya estaban de pie, listos para partir.
    —Por supuesto que quiero acompañaros, Emerson. Me siento perfectamente bien. Nos iremos tan pronto como pueda examinar a Ramsés.
    El rostro del muchacho se oscureció.
    —Le aseguro, madre, que no hay necesidad de...
    Lo llevé a nuestro cuarto y le hice sentar cerca de la ventana. Nefret había hecho un buen trabajo, pero desinfecté de nuevo la herida y enrollé varias tiras de tela alrededor de la cabeza para sostener el algodón en su sitio. Protestó, como era de prever.
    —El esparadrapo no se puede pegar al pelo —le expliqué.
    —Se pega demasiado bien —dijo mi hijo, como pude observar cuando se quitó el que tenía puesto.
    —Ramsés —le puse mi mano en la mejilla y le obligué a que me mirara—. No es una herida seria, pero si la bala hubiera pasado unos centímetros más cerca... ¿Por qué te arriesgas así? Prométeme que serás más prudente.
    Después de un instante de silencio, Ramsés dijo:
    —La prudencia no parece ser una característica común en esta familia. Lamento haberle causado una preocupación. ¿Puedo irme?
    —Supongo que sí —dije con un suspiro. Sabía que era todo lo que podría obtener de él. Ni siquiera una promesa valdría; la definición de «prudencia» de Ramsés no coincidiría, desde luego, con la mía.
    —¿Fue el sueño, verdad? —dijo de repente.
    —¿Qué?
    —Soñó con un gato grande que llevaba un collar de diamantes —dijo Ramsés—. Eso es lo que le hizo pensar en las joyas de la señora Bellingham.
    —Quizá —dije con cautela. Abrió la puerta y me dejó pasar, y cuando abandonaba el cuarto me sentí obligada a añadir—: Esos sueños no son augurios ni presagios, como sabes, sino la manifestación del subconsciente.
    Ramsés se quedó pensativo.
    Los demás nos estaban esperando. Nefret inspeccionó a Ramsés y dijo con una carcajada:
    —¡Qué aspecto tan romántico tienes, cariño! Será mejor que evites la compañía de la señorita Dolly; el vendaje y el bigote son una combinación devastadora.
    —Deja de burlarte de él, Nefret—dije, al ver que el rubor cubría las mejillas de Ramsés—. El vendaje es necesario y el bigote... el bigote es bastante agradable.
    Ramsés se sorprendió.
    —¡Pero, madre! Pensé que a usted...
    —Al principio me sorprendió —admití—. Pero ya me he acostumbrado a él. Sólo debes esforzarte en mantenerlo limpio y prolijo, cariño. Creo que tienes unas migas...
    Se las quité y le sonreí bondadosamente.
    —Si queremos irnos —dijo Emerson en voz muy alta—, vayámonos.
    Cuando estábamos dejando la casa, un hombre que reconocí como uno de los sirvientes de Cyrus se acercó y me entregó una carta.
    —Cyrus nos invita a cenar —dije, después de leer la breve misiva.
    —Que me condene si voy —dijo Emerson.
    —Entonces le pediré que cene él con nosotros.
    Saqué un lapicero de mi bolsillo y garabateé una nota al dorso de la carta. Se la entregué al sirviente.
    —Hay unos cabos sueltos en el asunto Fraser que me gustaría discutir —continué, mientras Emerson me llevaba de la mano—. ¿No tienes curiosidad por saber que pasó anoche entre Cyrus y la señora Jones?
    —Me hago una idea bastante exacta —dijo Emerson.
    Comprendí lo que quería decir, más por el tono que por las propias palabras.
    —¡Emerson! No querrás insinuar que Cyrus... que la señora Jones... ¡No puedes hablar en serio!
    —Cyrus no intentó ocultar el interés que siente por la señora —dijo Emerson con calma—. Y ella se encuentra en una situación difícil. Necesita su apoyo.
    —Cyrus nunca se aprovecharía de una mujer de esa manera —insistí.
    —De nuevo esa fértil imaginación tuya, Peabody. ¿Te imaginas a Vandergelt atusándose el bigote, o mejor acariciándose la perilla, y musitando amenazas como un villano de teatro, mientras la señora Jones trata de convencerlo de que respete su honor? —Emerson rió—. Tienes razón, él no se rebajaría a usar amenazas o chantaje; pero son dos personas adultas y me parece que a ella no le es indiferente.
    —Tonterías, Emerson. Su mensaje decía... Hum. No decía nada excepto que espera vernos esta noche. Hum...
    —Guarda tus energías, Peabody, este tramo es un poco empinado. —Me ayudó a subir y luego siguió diciendo—; Yo también tengo algunos cabos sueltos que discutir. No creerás que permitiré que Bellingham use a mi hijo como blanco sin formular una queja, ¿verdad?
    Habíamos llegado a la cima del gebel. Los jóvenes nos precedían a una cierta distancia; se detuvieron y miraron hacia atrás, para ver si llegábamos. Observé que Ramsés se acariciaba el bigote.
    —Lo importante —continuó Emerson—, es encontrar a Scudder, ¡maldito sea!, para poner fin a toda esta tontería. Además, ese dichoso individuo está afectando mi trabajo.
    —¿Cómo piensas hacerlo? —inquirí.
    —Lo he estado pensando. Usar a la señorita Dolly de señuelo no parece haber tenido mucho éxito, y a pesar de que ella es una muchacha especialmente tonta, no me gustaría que le hiciera daño.
    —No nos gustaría que le hiciera daño a nadie —dije con un énfasis considerable—Incluyéndote a ti, cariño.
    —Si se me ocurriese cómo transferir hacia mí las atenciones de Scudder, sin que tú ni los muchachos corrierais ningún riesgo, lo haría —admitió Emerson—. De momento no puedo.
    —Doy gracias al cielo.
    Emprendimos el descenso hacia el Valle, y Emerson se quedó en silencio. Sabía lo que pensaba. Por mi cabeza pasaban las mismas ideas, pero tampoco tenía la solución. Si invitábamos a Dolly a quedarse con nosotros, podríamos atraer a Scudder y atraparlo, pero había peligro para todos en ese plan. También existía el peligro de que, exasperado por la presencia de la joven, alguien, probablemente yo, la matara antes de que lo hiciera Scudder.
    Como en otras ocasiones, mi esperanza residía en Abdullah. Le había pedido que hiciera averiguaciones sobre los extranjeros que vivían en Luxor, y también sobre la tumba Veinte-A, pero desde entonces no había tenido oportunidad de hablar con él. Un consejo de guerra era todo lo que necesitábamos. Era demasiado tarde para mantener alejados a los muchachos. Ya estaban involucrados en el asunto, y más de lo que yo hubiera querido.
    Pero cuando llegamos a la tumba encontramos a Abdullah que yacía inconsciente en el suelo, y a dos de los otros hombres atendidos por sus compañeros. El techo de la galería se había desplomado.

    Capítulo 12
    Estos matones de alquiler nunca son de fiar.

    —¿Hay alguien más allá abajo? —fue la primera pregunta de Emerson.
    —No, Padre de las Maldiciones —Selim, el hijo más joven y querido de Abdullah, estaba arrodillado al lado de su padre. Se había quitado la galabiyya y la había colocado, doblada, bajo la cabeza del anciano.
    —¿Cuánto hace que está inconsciente? —preguntó Nefret, cogiendo la mano de Abdullah.
    —Sucedió antes de que ustedes llegaran —Selim me lanzó una mirada solicitando mi ayuda. Adoraba a Nefret, como todos los trabajadores, pero yo era la Sitt Hakim y había curado sus heridas durante muchos años. Si bien sabía que Nefret era tan capaz como yo, sentí que debía responder a su llamada.
    Ella lo comprendió.
    —Su pulso es firme —me informó, y se hizo a un lado para que pudiera ocupar su lugar.
    —Se quedó inconsciente a causa de un golpe —dije con seguridad. Abdullah estaba comenzando a moverse y sé que la fe del paciente puede hacer más por él que cualquier médico—. Los turbantes son unas prendas de vestir muy útiles; el suyo le ha salvado de una lesión más seria.
    Emerson había ido a ver a Selim y a Yussuf. Volvió corriendo.
    —¿Cómo está? —preguntó, ansioso.
    —Es sólo un golpe en la cabeza —dije, aún con más firmeza.
    Abdullah abrió los ojos. Emitió un suspiro cuando me vio y luego levantó la vista hacia Emerson.
    —Mi cabeza —dijo débilmente—. Es sólo mi cabeza, Padre de las Maldiciones.
    La expresión preocupada de Emerson se serenó para volver a contraerse, frunciendo temiblemente el entrecejo.
    —Es tu parte más dura. Te dije que había que apuntalar el techo. ¿Qué diablos ha pasado?
    —Fue culpa mía —dijo Abdullah.
    —No —dijo Emerson—. Fue culpa mía. Debería haber estado aquí. —Su voz se hizo más ronca—. Quédate quieto, viejo testarudo o haré que Selim te sujete. ¿Peabody?
    En verdad, el daño no era mucho mayor de lo que yo había dicho. Le saldrían unos cuantos dolorosos moratones en la espalda y en los hombros, pero probablemente el turbante le había salvado de una conmoción cerebral severa. No obstante, tenía un gran bulto en el cráneo, de manera que dije:
    —Será mejor que no se mueva durante un rato. ¿David, podéis levantarlo tú y Selim, con mucho cuidado y llevarlo a la sombra?
    Lo acomodamos sobre una sábana y dejé que David y Nefret le hicieran compañía, ordené al muchacho que se sentara sobre la cabeza de Abdullah si desobedecía mis órdenes. Emerson y Ramsés ya habían bajado a la tumba con Selim; inspeccioné a los demás heridos con el oído alerta, por si escuchaba otro desmoronamiento.
    Alí y Yussuf no estaban muy heridos. Abdullah debió de ser el primero en internarse en la zona peligrosa, y el último en salir. Era lo que yo hubiera esperado de él.
    Al cabo de un rato, los tres volvieron. Yo los estaba esperando en la entrada.
    —¿Y bien? —dije—. ¿Es muy grave?
    —Podría ser peor —gruñó Emerson—. ¿Cómo está Abdullah?
    Nos acercamos a los demás. Nefret sostenía un paño mojado sobre la cabeza de Abdullah. Con las manos dobladas sobre el pecho, y en el rostro la familiar expre-sión que adopta un hombre cuando debe soportar por obligación las tonterías femeninas, Abdullah dijo, irritado:
    —Ahora volveré al trabajo, Padre de las Maldiciones. Dígale a Nur Misur que me deje levantar.
    —Nadie volverá al trabajo durante un tiempo —dijo Emerson, quien se sentó y cruzó las piernas—. Envié a Selim a buscar unas vigas para apuntalar el techo.
    —Pero después de un metro o algo más el tell termina —protestó Abdullah—. Me descuidé, sí, pero fue porque vi buenas piedras y un espacio abierto al frente. La galería está llena de escombros sólo hasta la mitad, hay suficiente espacio para pasar.
    —¿Oh? —Emerson se contuvo—. Bien, lo veremos mañana, después de que hayamos apuntalado la sección peligrosa. Deja de retorcerte, Abdullah, es inútil contradecir a las señoras.
    —Tienes toda la razón —dije—. No creo que tengas una conmoción cerebral, Abdullah, pero quiero estar segura, y estoy segura de que debes tener un dolor de cabeza infernal. De todos modos, hace tiempo que quiero hablar contigo. ¡Es el momento de celebrar un consejo de guerra!
    —Ah —dijo Abdullah. Dirigió su mirada a Ramsés, que se había sentado en el suelo cerca de David—. ¿Qué te pasó, hijo mío?
    Ramsés respondió, aceptando el afectuoso apelativo y dirigiéndose a él en la misma forma.
    —Es parte de la historia que prometí contarle, padre mío.
    —¿Cuándo lo prometiste? —inquirí, sorprendida.
    Ramsés me miró. Había hablado en árabe con Abdullah, y siguió en el mismo idioma.
    —Si bien fue demasiado cortés como para decirlo, Abdullah se había preguntado por qué había visto tan poco a David. Le dije que andábamos tras la pista del hombre que había matado a la mujer que encontramos y que necesitaba a David para que... me protegiera.
    —Así es como debe ser —dijo Abdullah.
    —Ejem —dije—. Bueno, Abdullah, ahora te necesitamos a ti. Hemos descubierto que el asesino pasó un tiempo haciéndose pasar por turista, pero ya no puede seguir desempeñando ese papel. Debe haber estado en Luxor unos años...
    —Sí, Sitt Hakim, ya hemos hablamos sobre eso —dijo Abdullah.
    —También lo hablaste con el Padre de las Maldiciones, creo.
    —Lo he discutido con muchas personas —dijo Abdullah. Si un anciano, arrugado y solemne, podía tener un aspecto tímido y recatado, ése era Abdullah.
    —¿Con Ramsés y David también? —exclamé.
    —Y con Nur Misur —los labios de Abdullah se abrieron en una amplia sonrisa—. Todos vinieron a mí. Todos me dijeron: «no se lo digas a los demás».
    —Oh, Dios mío —dije, incapaz de mantener mi expresión de seriedad—. ¡Cómo nos hemos portado!
    ¡Qué absurdamente! Bueno, Abdullah, ya no hay necesidad de tu famosa discreción. ¡Pongamos las cartas sobre la mesa, como diría el señor Vandergelt! ¿Qué has descubierto?
    Abdullah se estaba divirtiendo tanto que creo que se había olvidado del dolor de cabeza. Su relato resultó algo largo y literario, pero no tuve valor para interrumpirlo. Estaba en su derecho a tomarse su tiempo.
    Había reducido los sospechosos a cuatro. Todos habían llegado a Luxor hacía cinco años, aproximadamente; todos habían trabajado como guías o gaffirs o excavadores en el Valle; todos vivían en Gurneh o en alguna aldea cercana; y todos, dijo Abdullah con una mirada significativa hacia mí, vivían solos.
    No había pensado que ése podía ser un criterio. Sin embargo, resultaba muy válido; si Dutton se hubiera casado con una egipcia y criado una prole de niños egipcios, ocultar su identidad hubiera resultado virtualmente imposible.
    —Buen trabajo, Abdullah —declaré—. Ahora debemos entrevistar a esos hombres.
    —No es tan fácil, Sitt —replicó Abdullah—. No son personas asentadas. No se quedan mucho tiempo en un mismo lugar ni ejercen siempre el mismo empleo. No tienen amigos, ni esposa, ni...
    —Por supuesto —dijo Emerson, pensativo—. Ésa es precisamente la razón por la cual son sospechosos: porque son hombres de un cierto tipo. Demasiado haraganes o irresponsables para mantener un empleo, solitarios por naturaleza, incapaces de hacer amigos o poco dispuestos a ello.
    —Y —añadió Ramsés, acariciándose el bigote—, si bien los criterios de Abdullah son lógicos, no excluyen todas las demás posibilidades. Scudder pudo haberse alejado de la zona de Gurneh después del entierro de la señora Bellingham. No sabemos si habla árabe muy bien; si lo habla como un nativo, podría arriesgarse a hacer amigos o tener...
    —Ejem... —dije—. Es verdad, Ramsés, pero muy desalentador.
    —Me pidieron que averiguara otra cosa —dijo Abdullah—. Ninguno de los que interrogué admitió saber algo de esta tumba. No creo que mintieran.
    —No hay razones para que lo hicieran —dijo Emerson—. ¿Qué sabes de los hombres que trabajaron para Loret en el 98?
    —Ah —Abdullah asintió-—. Me preguntaba si había pensado en ello, Emerson.
    —¿El ex director del Servicio de Antigüedades? —preguntó Nefret—. ¿Por qué pensó en él?
    Ramsés se adelantó a su padre.
    —Sus métodos eran negligentes en extremo. Hacía que la gente cavara pozos al azar, buscando entradas a las tumbas, y a menudo se ausentaba de las excavaciones. En esa época corrieron rumores de que los trabajadores habían encontrado tumbas de las que nunca le informaron.
    —Las historias eran ciertas —dijo Abdullah—. Esas tumbas perdieron lo poco que contenían en manos de saqueadores, que las volvieron a rellenar mientras Loret Effendi estaba ausente del Valle. Pero no hay secretos entre los hombres de Gurneh acerca de esas tumbas; me habrían hablado de ésta si la hubieran conocido.
    —Sin embargo, uno de los hombres de Loret podría haberla encontrado —dije—, sin comunicárselo a los demás.
    —Sólo si ese trabajador hubiera sido Dutton Scudder —dijo Ramsés.
    —¿Por qué no? —inquirió Nefret—. Quedamos en que debe... oh, muy bien, profesor, debería, haber vivido como un egipcio durante todos esos años; ¿por qué no como uno de los trabajadores de Monsieur Loret?
    Emerson sacudió la cabeza.
    —No creo que esa línea de investigación sea muy productiva. Durante esos años en cuestión, Loret empleó a decenas de hombres, y si llevaba libros de nóminas, cosa que dudo, hace años que desaparecieron. Bueno, teníamos que hacernos estas preguntas. Abdullah, has hecho un buen trabajo. Vete a casa ahora y descansa. Voy a buscar un carruaje...
    Abdullah armó tal escándalo al oírlo que nos vimos obligados a dejarle hacer lo que él quería. Le convencimos de que volviera a Gurneh, sólo cuando Emerson señaló que podría seguir allí con sus investigaciones detectivescas, pero insistió, indignado, en que podía caminar y lo haría. No aparecieron ninguno de los síntomas que yo temía, de manera que lo dejamos ir, en compañía de Mustafá y Daoud. Este último, sobrino de Abdullah, era el más grande y más fuerte de los hombres. También tenía mucho respeto por mi persona y por mis poderes mágicos; confidencialmente le dije que tenía que enviarme un mensajero enseguida si había algún cambio en el estado de Abdullah; sabía que podía confiar en él para vigilar de cerca al anciano.
    —Entonces —dijo Emerson cuando el pequeño grupo se fue—, volvemos al trabajo, ¿eh?
    —¡Por Dios santo, Emerson! —exclamé—. Dijiste que nadie bajaría hasta que tú...
    —Me hubiera asegurado de que no había peligro —interrumpió Emerson—. Es lo que intento hacer ahora.
    Miró a Ibrahim, nuestro carpintero más experto, quien le respondió con una alegre sonrisa.
    —Quería que Abdullah se fuera antes de empezar —siguió diciendo Emerson—. Alguno de nosotros tendría que haberse sentado encima de su cabeza para evitar que volviera a entrar, y no estaba en condiciones. Deja de regañarme, Peabody, me cuidaré.
    —Al menos ponte el casco —insistí, y se lo di.
    —Ah, sí, desde luego —Emerson se lo encasquetó. Tuve que quitárselo, ajustárselo a la barbilla y volvérselo a poner.
    Naturalmente, estaba obligada a estudiar la situación por mí misma, y Emerson descartó mis objeciones cuando Nefret pidió ir también.
    —Preferiría que no vinierais ninguna de las dos —rezongó—. Pero lo que vale para una vale para la otra.
    El descenso confirmó mi primera impresión de que aquella no iba a ser una de mis tumbas favoritas. Nos habíamos visto obligados a apuntalar el techo en un tramo y al llegar al lugar en que la galería se nivelaba, ya estaba empapada de sudor. Las velas apenas ardían; estábamos a un metro aproximadamente del derrumbe cuando lo vi: un empinado montículo de piedra caliza gris, fragmentada y suelta. Una de las piquetas estaba en el suelo, donde Alí o Mustafá la había dejado caer cuando huyeron.
    —¡Qué lugar tan horrible! —dijo Nefret. Sin embargo, parecía contenta y la vela que llevaba iluminó un rostro brillante de satisfacción bajo el polvo que la en-suciaba. Ramsés, con los hombros y la cabeza encogidos como una tortuga, se le acercó. No lo había visto seguir a Nefret, aunque tendría que haber supuesto que no podría mantenerse alejado del lugar.
    Emerson estaba conversando con Ibrahim. Con una disculpa ahogada, Ramsés se deslizó a mis espaldas, y Emerson se volvió para incluirlo en la conversación, que acabó diciendo:
    —Sí, eso lo solucionará. Vuelve ahí, Ibrahim, y empieza a trabajar.
    Después, para mi horror y alarma, cogió la piqueta y comenzó a apalancar el trozo de roca que coronaba el montículo.
    —¡Emerson! —grité, aunque en voz baja pues no me gustaba el eco que resonaba en aquel lugar sombrío.
    Con lentitud y cautela, Emerson dejó caer el trozo de roca. Al salir, desalojó a un montón de piedras más pequeñas que cayeron al suelo rodando hasta las botas de mi marido y mi hijo, pero nada cayó del techo. Todavía.
    —Quédate quieta, Peabody —dijo Emerson con irritación. Empezó a quitar más piedras—. A menudo se produce un chasquido cuando la roca va a desmoronarse, y no puedo oír nada con tus lamentos.
    Nefret estaba a mi lado. Puso sobre mi hombro una mano caliente, pegajosa y sucia. En el polvoriento óvalo de su rostro, los ojos brillaban como estrellas.
    —Sabe lo que hace —susurró.
    Generalmente, Emerson sabe lo que hace, al menos en lo que a las excavaciones se refiere, y mi temor por él se apaciguó un poco cuando observé la delicadeza de sus maniobras y la cautela que demostraba; estaba haciendo lo que los trabajadores deberían hacer; asumió la peligrosa tarea por su concepto de noblesse oblige. También lo impulsaba la curiosidad. Cuando hubo despejado suficiente espacio entre el techo combado y la cima de los escombros, adelantó la vela y su cabeza.
    —Ejem... —dijo.
    Me mordí el labio hasta sacarme sangre. Quería gritarle, pero sabía que no sería prudente. Cuando retrocedió y le dio la vela a Ramsés, invitándolo con un gesto a ver por sí mismo, no quise gritar. Lo quería matar.
    Por fortuna no grité ni me lamenté. No sé lo que oyó Emerson; el sonido era demasiado débil para que lo captaran mis oídos. Con un grito de «¡Cuidado, Peabody!» cogió a Ramsés y de un empujón con sus fornidos brazos lo mandó hacia atrás, tambaleándose.
    Le respondí con otro grito que fue ahogado por el sonido de las rocas al caer, y me lancé hacia delante. La vela de Ramsés se había apagado. Yo había dejado caer la mía. No podía ver nada en la oscuridad. Tropecé con Ramsés, que trató de agarrarme; al soltarme, me encontré encima de una superficie familiar, firme y cálida.
    —Ah —dijo Emerson—. Pensé que podría encontrarte por aquí. Enciende otra vela, Nefret, por favor. ¿Ramsés... estás bien?
    —Maldito seas, Emerson —exclamé, acariciando todas las partes de su cuerpo que podía alcanzar.
    —Shss, shss, ¡qué lenguaje! Salgamos pronto de aquí. He averiguado lo que quería saber.
    Tuve que ahorrar aliento para la subida. Sin embargo, el discurso que compuse a lo largo del camino nunca fue pronunciado, pues la primera persona que vi cuando emergí en la soidisant «cámara mortuoria» fue al coronel Bellingham. Estaba al pie de la escalera, con el bastón en una mano y el sombrero en la otra, y su educado semblante se tiñó de asombro al vernos.
    Interrumpí su saludo.
    —Como verá, Coronel, no estamos en un estado adecuado para recibir visitas. ¿Nos disculpa?
    —Le pido perdón. —Se hizo a un lado cuando me dirigí a la escalera—. Quería hablar con usted. Y... ver este lugar.
    Si hubiera estado un poco menos exhausta, menos sucia y con más aliento, le hubiera compadecido. No contribuyó a mejorar mi humor encontrar a Dolly elegantemente sentada en una banqueta que alguien le habría traído. La expresión de su cara cuando vio a Ramsés, resultó una compensación. El aspecto del joven era muy desagradable, aunque no más que el del resto de nosotros.
    Cuando terminé de lavarme la cara y las manos, había recuperado el aliento y la compostura. No podía decir lo mismo de Emerson. Tirando a un lado su toalla mugrienta, se dio la vuelta y se enfrentó al Coronel.
    —Si bien su presencia aquí es inconveniente, me ha evitado la incomodidad de ir a verlo. ¿Qué diablos...? ¡No, maldita sea, Peabody, no pediré disculpas por mi lenguaje! ¿Qué diablos está tramando, Bellingham? Si usted es un tirador tan malo que no puede dar en el blanco, no debería utilizar un arma.
    El Coronel se puso rojo de ira, pero se contuvo.
    —Vine a expresar mi pesar por ese desafortunado incidente, profesor Emerson. No reconocí a su hijo. Le tomé por un nativo.
    —Ah, es completamente distinto, entonces —dijo Emerson.
    Dolly se había recuperado de la conmoción que le había producido el estado de suciedad y desaliño de Ramsés. Se puso de pie, se sacudió las faldas y caminó hacia él. Al ofrecerle un delicado pañuelo adornado con encajes, dijo, en un arrullo:
    —He estado llorando toda la noche después de que papá me dijera que estaba herido, señor Emerson. ¡Usted es tan galante! No sé qué hubiera sucedido si no me estuviera cuidando.
    Ramsés miró el minúsculo rectángulo de algodón y luego sus manos, que chorreaban agua y estaban cubiertas de rasguños ensangrentados.
    —Temo, señorita Bellingham, que su pañuelo sea poco apropiado para el propósito para el que lo necesito, si bien le agradezco que me lo haya ofrecido. Será mejor que no se acerque.
    —Siéntate, Dolly, o vuelve con Saiyid al carruaje —dijo su padre con brusquedad. Dolly miró a Saiyid, que permanecía a una distancia respetuosa, y encogió los hombros con desdén. Regresó a la banqueta y se arregló la falda.
    Ibrahim descendió por la escalera, acompañado de otros hombres que llevaban grandes maderos. Emerson les echó una mirada anhelante y Ramsés dijo:
    —Yo iré con ellos, padre.
    —Sí, sí —dijo Emerson—. Dile a Ibrahim que bajaré enseguida. No, Nefret, quédate aquí, no harás más que molestar. Coronel, sólo tengo una cosa más que decirle y es ésta: aparentemente, usted ha decidido tomarse la justicia por su mano en lugar de pedir la colaboración a la que tiene derecho por parte de su gobierno y el mío. Si su propia seguridad no significa nada para usted, piense en su hija, a quien pone en peligro con su imprudente conducta.
    Emerson se había dado la vuelta cuando el Coronel habló.
    —¿Me permitirá que le diga algo, señor?
    —¿Bien?
    —No dejo de agradecer su interés y el de su hijo, profesor. El hecho es, sin embargo, que si no hubiera interferido anoche, yo hubiera terminado con este asunto, y con la vida del señor Tollington —la reacción de asombro de Emerson dibujó una sonrisa sombría en sus labios—. Oh, sí, profesor, le vi claramente a la luz de la luna y le reconocí. Le hubiera dado si la brusca aparición de su hijo no me hubiera desviado el tiro. Ahora ha huido. Si sabe dónde puede estar, en conciencia debe decírmelo.
    —Está equivocado —dijo Emerson con calma—. Tiene todo el derecho a defenderse y defender a su hija, Coronel, pero no tiene ningún derecho a perseguir a Scudder para matarlo. Tiene otras opciones. Sabe cuáles son tan bien como yo.
    —Ya veo —los ojos fríos y grises del Coronel escrutaron a mi marido, desde su rostro resuelto a sus anchos hombros y a sus brazos cruzados—. Bien, profesor, admiro sus principios. Y lo admiro a usted, señor, es un hombre de los que me gustan, aunque no estemos de acuerdo. ¿Puedo pedirle otro favor?
    —Sí —fue la escueta respuesta.
    —Quiero ir allá abajo con usted. Sólo una vez —añadió rápidamente, al ver que Emerson estaba a punto de negarse—. Tengo que ver el lugar. He pensado tanto en él, he soñado con él... ¿Comprende por qué debo ir?
    —No del todo —dijo Emerson, seco—. Pero admito su derecho a hacerlo. Venga entonces, si está decidido. No lo encontrará fácil ni placentero.
    —No puede ser peor que Shiloh —replicó el Coronel con una sonrisa.
    —¿Alguna batalla de la guerra de Secesión? —le pregunté a Nefret después de que Bellingham fuera a la zaga de mi marido.
    —Quizá —bajó la voz hasta convertirla en un murmullo y señaló a Dolly—. Debo hablar con ella, supongo. Parece algo alicaída sentada allí sola.
    —Aburrida sería un término más exacto —dije—. Ve si quieres. Me pregunto si tu verdadero motivo es la cortesía o si es el deseo de ofender. Hueles demasiado a murciélago, cariño.
    Nefret rió y me dejó. Daban una imagen un tanto cómica: Nefret, sentada en el suelo con las piernas cruzadas y Dolly en el borde del taburete, tan lejos de Nefret como podía, sin llegar a levantarse.
    Todavía estaban hablando, al menos Nefret, cuando el Coronel volvió, acompañado por Ramsés. Le ofrecí al Coronel un paño mojado que aceptó con una inclinación, cuya formalidad contrastaba, de manera irónica, con su aspecto desaliñado.
    —Gracias, señora Emerson —dijo, devolviéndome el paño después de quitar de su rostro gran parte del polvo—. No nos quedaremos más. He visto lo que vine a ver.
    Se estremeció involuntariamente.
    —Ella nunca estuvo ahí abajo —dije con suavidad—. Ya vio dónde...
    —Sí, su marido me señaló el lugar y me describió cómo estaba antes. Ahora siento un mayor respeto por los arqueólogos —añadió mientras nos dirigíamos hacia las dos jóvenes—. No sabía que realizaran su trabajo en lugares tan desagradables y peligrosos.
    Había cambiado de tema, con habilidad y cortesía, y lo acepté.
    —No siempre es así —dije—. ¿Entonces ha cambiado de parecer sobre hacerse aficionado a la egiptología?
    —No volveré a Egipto. Bueno, Dolly, ¿estás lista para partir?
    Al darse cuenta de que no le quedaban esperanzas de acaparar la atención de Ramsés, que había regresado inmediatamente a la tumba, Dolly se puso en pie.
    —Sí, papá.
    —Vete con Saiyid, entonces. Pronto te alcanzaré; quiero decirle unas palabras a la señorita Forth.
    —¿Oh? —Dolly le dirigió a Nefret una mirada de pura y dura antipatía, pero obedeció.
    El Coronel fue tan breve como había prometido.
    —Temo haberla ofendido inadvertidamente anoche, señorita Forth. Si algo de lo que dije o hice le provocó una falsa impresión, le pido disculpas.
    —Ya está olvidado —dijo Nefret.
    Estaba desaliñada y empapada en sudor, pero se mantenía en una actitud que me recordó que una vez fue Gran Sacerdotisa de Isis. Lo miró con gran dignidad.
    El Coronel hizo una reverencia.
    —Se lo agradezco mucho. Buenos días tengan ustedes señoras.
    —¿A qué se refería? —pregunté, curiosa.
    —Ha decidido que mi fortuna es lo suficientemente cuantiosa como para compensar mi conducta tan poco conveniente para una dama. —Su voz era tan dura como la expresión de su cara. Vaciló un instante y luego se encogió de hombros—. Te lo contaré si me prometes no enfadarte ni decírselo al profesor. Todo lo que me llegó a decir anoche es que no sabía que yo estaba allí; pero fue su forma de mirar al decirlo, la mirada que me dirigió, luego hacia David y la Amelia, como si pensara que estábamos... La disculpa sólo sirvió para empeorar las cosas. ¿Cómo puede la gente tener una mente tan perversa?
    Supongo que debería haber señalado que la mayoría de la gente tiene una mente perversa, y que le quería evitar precisamente aquel tipo de situaciones desagradables, cuando le prohibí que se quedara con los muchachos en la dahabiyya. Sin embargo, no tuve las fuerzas para hacerlo. ¡Nefret presentaba una mezcla tan extraña de sabiduría mundana e inocencia! Tal como Emerson lo había expresado con tanta concisión, la muchacha caminaba entre dos mundos y siempre lo haría, pues nunca se eliminarían del todo las creencias y los valores de la extraña comunidad en la que había vivido tanto tiempo. La vi tan angustiada que deseé no haber sido tan amable con el coronel Bellingham. La cínica evaluación que había hecho Nefret era probablemente correcta, si bien pensé que el Coronel no ambicionaba sólo su fortuna. Recordé que había expresado su agrado por las «jóvenes llenas de vida».
    Decidí, en ese momento, que pondría fin a las expectativas descabelladas del Coronel. Puesto que era un caballero muy anticuado, probablemente le pediría permiso a Emerson antes de cortejar a Nefret, y entonces mi marido lo tiraría por la ventana, lo que sería muy agradable. Sin embargo, no había necesidad de que Emerson se tomara esa molestia, o de que Nefret se sintiera ofendida en otros encuentros. Hablaría yo misma con Bellingham.

    * * *

    Mi querido Emerson se hallaba de excelente humor cuando dejamos de trabajar. Nada lo alegra tanto como cavar en una tumba. Los resultados de ese día de trabajo fueron alentadores. Más allá de la zona del derrumbe, la galería entraba en un estrato de roca más sólida. Emerson no podía hablar de otra cosa durante la cami-nata de regreso.
    —Por una vez los antiguos excavadores han demostrado tener sentido común —declaró con entusiasmo—. En la tumba de Carter, la galería continúa el descenso a través del tell; deberían suponer que encontrarían más abajo otra capa de piedra caliza o tiza. Nuestros constructores decidieron ir hacia arriba, y con ello obtuvimos otro resultado satisfactorio. La mayoría de los escombros que sacamos con tanto esfuerzo fueron arrastrados hasta la tumba por las inundaciones, y solidificados por las lluvias que siguieron. ¡Pero, como todos sabemos, el agua siempre corre hacia abajo! La continuación de la galería es bastante limpia. El plan consiste en...
    Siguió hablando del tema hasta llegar a la casa.
    Después de cambiar nuestras inmundas ropas y de asearnos, los chicos decidieron ir a Gurneh a visitar a Abdullah. Debieron llegar a un acuerdo para turnarse con los caballos; esta vez Nefret montó a Asfur y David uno de los alquilados. Nos quedamos sólo Emerson y yo para tomar un té a deux; me produjo un raro placer tenerlo todo para mí.
    Lo primero que hice fue leer todos los mensajes que me esperaban. La mayoría era lo de siempre: tarjetas de recién llegados a Luxor, invitaciones a un partido de tenis, y a una cena a bordo de la dahabiyya del señor Davis, la Bedawin. No tuve más remedio que compartir la opinión de Emerson de que Luxor se estaba convirtiendo en un microcosmos donde se reproducían los aspectos más aburridos de la sociedad inglesa. El único mensaje de importancia procedía de Cyrus; solicitaba de nuevo nuestra presencia, pues había invitado a otra persona. Añadía que nos enviaría su carruaje, y que no necesitábamos ir de etiqueta, ya que se trataba de una «reunión de negocios».
    Emerson estuvo de acuerdo en acudir en esas condiciones, y yo a mi vez le permití que siguiera divagando sobre su tumba. Pasamos una hora agradable juntos antes de que llegaran los chicos con la buena noticia de que la recuperación de Abdullah se desarrollaba como yo había previsto.
    —Supongo que Daoud esparció toda esa salvia verde y tan desagradable de su cosecha sobre Abdullah —dije.
    Nefret soltó una carcajada.
    —¿Cómo sabe de esas cosas, tía Amelia? Daoud nos pidió que no le contáramos lo de la salvia. Ahora creerá que puede leer su mente a distancia.
    —Sospecha que tengo talentos más misteriosos que ése, cariño —respondí con una sonrisa—. Espero que esa hierba horrible no le haga a Abdullah ningún daño, a menos que se la coma. Ahora será mejor que corráis a cambiaros. Cyrus nos envía su carruaje.
    —Tenía la impresión... —empezó a decir Ramsés.
    —No necesitas pasar por la tortura de ponerte un traje —dije—. Limítate a asearte, estás muy sucio y sudoroso. Vamos a cenar con Cyrus porque tiene otro in-vitado.
    Ramsés levantó las cejas.
    —Ah —dijo, y entró a la casa.
    —Me pregunto qué habrá querido decir —le comenté a Emerson.
    —Ya deberías ser capaz de interpretar los enigmáticos comentarios de Ramsés —replicó mi marido—. Sospecha quién es el otro invitado. Yo también.
    Las indirectas de Emerson me habían preparado. El hecho de que Cyrus no nos recibiera en la puerta, como generalmente hacía, fue otra pista. Cuando entramos al salón lo encontramos enfrascado en una conversación con la señora Jones.
    La calidez del recibimiento de Cyrus compensó su anterior falta de hospitalidad. Se apresuró a pedirnos que tomáramos asiento y nos invitó a tomar un refresco. Todo resultó muy agradable y convencional, pero nunca he comprendido las ventajas de andarse con rodeos, de manera que cuando estuvimos sentados en los cómodos sillones de Cyrus, con un vaso en la mano, inicié la conversación.
    —Quizá usted pueda decirme, señora Jones, cómo les va a los Fraser. Había esperado que Enid me hiciera llegar algunas palabras, pero no he recibido ninguna comunicación suya.
    —Es porque me ha designado como su mensajera —fue la amable respuesta. Cogió su bolso, sacó de él un sobre y me lo entregó.
    No estaba dirigido a mí, sino a todos nosotros, incluyendo a la «señorita Forth» y al «señor Todros», de manera que no dudé en leer en voz alta.

    Queridos amigos:
    Creo que ha comenzado la cura. Todavía siente un amor reverencial por la «princesa Tasherit», ¡pero ninguna mujer, supongo, se queja de que la adoren! Tengo muy presentes sus palabras, querida Amelia, y espero, y creo, que en el futuro nos llevaremos bien.
    Nos vamos mañana para El Cairo, en nuestro camino de regreso a Inglaterra. Me pareció mejor no volver a verlos, pues la despedida sería más penosa de lo que puedo soportar. Tengan la seguridad de que, cuando los llamo «queridos», la palabra surge de mi corazón; han hecho por mí lo que nadie en el mundo podía haber hecho en esta encrucijada de mi vida. Nunca los olvidaré.
    Los quiero con todo mi corazón.
    Enid

    Un largo silencio siguió a la lectura de esta conmovedora carta (que puedo reproducir textualmente porque la he guardado desde entonces como un tesoro entre mis papeles). Todos estaban conmovidos. Emerson se aclaró ruidosamente la garganta, David miró para otro lado y los ojos de Nefret brillaron con más luz. Como siempre, resultó imposible saber lo que Ramsés estaba pensando.
    —Bueno, esto es magnífico —dijo Cyrus alegremente—. Me da pie a proponerles un pequeño plan que se me ha ocurrido.
    Yo también tuve que aclararme la garganta antes de hablar. El afectuoso agradecimiento de Enid me había emocionado profundamente.
    —¿Este plan tiene que ver con la señora Jones? —inquirí.
    —Siempre se adelanta usted, Amelia —declaró Cyrus—. Pues, sí, efectivamente. El caso es que se me ocurrió que la señora Jones se quedaría sin empleo si las cosas salían como esperábamos, y que podría estar dispuesta a hacernos un pequeño favor a cambio de...
    —No enviarme a prisión —dijo la señora Jones con calma—. El señor Vandergelt discutió el tema conmigo, señora Emerson. Es lo menos que puedo hacer a cambio de su ayuda para salir de una situación incómoda, pero la decisión final es suya y del profesor, por supuesto.
    —¿Cuál es el favor? —pregunté.
    —Hacerse cargo de la señorita Bellingham —dijo Cyrus—. Creo que el Coronel tiene problemas para conseguir una dama de compañía para esa jovencita. Le entusiasmará tener la oportunidad de contar con alguien como Kath... como la señora Jones.
    —¿Y ella conoce la situación? —pregunté.
    Cyrus pareció avergonzado.
    —Creo que se podría decir que la conoce tanto como yo. En Luxor, todo el mundo está hablando del asunto, como es natural, y si ustedes recuerdan, la señora Jones estaba presente cuando sacaron la momia de la tumba. Me preguntó qué había pasado, empezamos a charlar, y entonces, bueno...
    —Muy lógico —dijo Emerson, asintiendo. Parecía divertido, aunque no me podía imaginar por qué.
    —He visto a la señorita Bellingham en el hotel —dijo la señora Jones con su voz serena y educada—. Se trata de una muchacha muy consentida que necesita con toda certeza una mano firme.
    —¿Y es usted la mujer que podría hacerlo? —inquirió Emerson, cada vez más divertido.
    —He desempeñado muy distintos trabajos, profesor, incluyendo el de gobernanta. Creo que puedo manejar a la señorita Dolly. Lo que la muchacha realmente necesita es un marido.
    Aquel podría haber sido el comentario de una mujer poco ilustrada. No obstante, detecté otro significado, menos convencional; y cuando mis ojos se encontraron con los de la señora Jones, ella asintió con la cabeza como para decir: «Usted me comprende, señora Emerson».
    Por supuesto que la comprendía.
    —Sin embargo —siguió diciendo la señora Jones, como si entre nosotras no hubiera habido ningún mensaje no verbal—, si entiendo bien al señor Vandergelt, lo más importante en estos momentos es mantener a la joven fuera de todo riesgo. También estoy dispuesta a asumir esta tarea de vigilancia, pero para ser justa conmigo misma y con la señorita Dolly debo saber la índole del peligro y de qué dirección puede provenir.
    En ese instante se anunció que la cena estaba servida, y ocupamos nuestros sitios en la mesa. El intervalo me permitió considerar la sorprendente oferta de la señora Jones, y los motivos que la impulsaban, y admití que fueran los que fuesen, su petición de información estaba justificada.
    Por lo tanto, le hice un pequeño resumen del caso Bellingham. Algunas cosas que le conté eran también desconocidas para Cyrus. Nuestro amigo tenía la costumbre de acariciarse la perilla cuando estaba agitado o profundamente interesado en algo. En este caso, era una agitación creciente la que lo impulsaba a tironear el apéndice piloso, y cuando mencioné la infortunada aventura de Ramsés de la noche anterior, no se pudo controlar y me interrumpió en mitad de una frase.
    —¡Cielo santo! Miren, amigos míos, me niego de lleno a enviar a una dama a un tiroteo. Si hubiera sabido que ese trozo de esparadrapo cubría una herida de bala, nunca hubiera hecho esta propuesta. Supuse que el joven Ramsés había sufrido uno de sus accidentes habituales.
    El esparadrapo había reemplazado a mi vendaje. Yo me di cuenta de esta flagrante violación de mis órdenes, pero Ramsés no me había dado tiempo de decirle nada, puesto que demoró hasta último momento subir con nosotros al carruaje; y cuando lo miré bien, vi otra cosa que me distrajo del esparadrapo.
    El bigote había desaparecido.
    Un fuerte codazo de Emerson evitó que hiciera algún comentario. Por otra parte, la expresión de Ramsés no invitaba a hacer ninguno; con los brazos cruzados y el ceño fruncido, parecía un joven sultán a la espera de una excusa para poder ordenar que le cortaran la cabeza a alguien. Hasta Nefret se había abstenido de hablar, aunque hizo unos gorgoritos.
    —No es una herida de bala, señor Vandergelt —explicó Ramsés—, sólo un pequeño raspón. En mi opinión, no existe ningún peligro de que le disparen a la señora Jones.
    —En tu opinión —repitió Cyrus con sarcasmo—. ¿En qué basas tu opinión, si te lo puedo preguntar?
    —Me alegro de que me lo pregunte, señor.
    Me miró de manera inquisitiva y yo intervine con un suspiro:
    —Muy bien, Ramsés, puedes explicarlo. Sólo te pido que seas breve, si eso es posible.
    —Sí, madre. Baso mi suposición en el simple hecho de que el coronel Bellingham es el único de los dos que usó un arma de fuego. Quiere matar a Dutton y utilizará cualquier medio a su disposición. Las intenciones de Dutton, respecto al Coronel, pueden ser igualmente letales, pero su única arma parece ser un cuchillo. Podría adquirir fácilmente un rifle o una pistola, y ha tenido innumerables oportunidades de disparar contra el Coronel. Podemos deducir lógicamente, entonces, que Scudder quiere luchar cuerpo a cuerpo con Bellingham.
    —¡Santo Dios! —exclamé—. Con el fin de hacerle sufrir, de torturarle. ¡Qué diabólico!
    —Esa es una posibilidad —dijo Ramsés—. De ahí se deduce que Scudder no tiene intenciones de asesinar a Dolly. Su muerte no se adecúa a sus propósitos. Ha intentado utilizarla sólo como un medio para llegar al padre.
    —Estoy de acuerdo —dijo Nefret con su voz suave y dulce—. El mayor riesgo que correrá, señora Jones, proviene de la misma Dolly. Cuídese de lo que coma o beba, y asegúrese de no estar sola con ella en la cima de un acantilado o en una calle de mucho tránsito.
    El único de los hombres presentes cuyo rostro no manifestó una sorpresa escandalizada fue, por supuesto, Ramsés. Miró de soslayo a su hermana, y ella respondió con un destello divertido en sus ojos azules.
    —La mitad de los problemas que tiene esa señorita se los ha buscado ella misma —siguió diciendo Nefret—. No aguanta que la vigilen...
    —Obvio —dijo la señora Jones secamente—, ya que sabemos que se ha librado de manera drástica de sus damas de compañía.
    —En realidad, no ha matado a ninguna —admitió Nefret—. Se limitó a dejarlas gravemente enfermas o un poco inválidas.
    —Dios mío —dijo Emerson—. Mi querida muchacha, ¿de verdad piensas que haría semejantes cosas? No tienes pruebas.
    —Probablemente las conseguiría si me tomara el trabajo de buscarlas —dijo Nefret fríamente—. ¿Pero para qué molestarme? Querido profesor, tiene un corazón demasiado tierno como para comprender a las mujeres que son como la señorita Dolly. Quiere hacer lo que le plazca y lo logrará por cualquier medio. No digo que llegue al asesinato, pero es demasiado estúpida para prever las consecuencias de sus actos, y demasiado indiferente a los sentimientos de los demás como para que le importen esas consecuencias.
    El rostro de Emerson era un espectáculo. A nadie le gusta que lo acusen de naiveté, y menos a los hombres, que se consideran menos sentimentales y más experimentados que las mujeres. Sin embargo, Nefret estaba totalmente en lo cierto. Emerson manifiesta una ingenuidad sin remedio respecto a las mujeres. Comprendí con inquietud que Nefret, al igual que la señora Jones y yo misma, sabía exactamente por qué Dolly Bellingham estaba tan decidida a escapar de los guardianes que le impidieran... hacer lo que quería.
    Nefret se dirigió con brusquedad a su hermano.
    —Ramsés sabe de lo que estoy hablando.
    Ramsés se sobresaltó. Por una vez no pudo articular más que un incoherente «Eh... ¿qué?».
    —Me refiero al momento que se escapó de ti y entró en el Ezbekieh —explicó Nefret.
    Cyrus, que se había quedado aún más estupefacto que Emerson con las acusaciones de Nefret, se recuperó. Sacudiendo la cabeza, dijo:
    —Creo que puede estar en lo cierto, señorita Nefret. Ninguna joven bien educada haría una cosa tan tonta, aun cuando no supiera que estaba en peligro. ¡Demonios! Disculpen mi lenguaje, señoras, pero ahora me opongo más que nunca a este plan.
    —Y yo —dijo la señora Jones, que había escuchado con interés— estoy más intrigada por todos estos datos. No tengan miedo, ahora que estoy prevenida, podré manejar a la señorita Dolly. Creo entender que todo lo que ustedes esperan de mí es que evite que salga sola, de día o de noche.
    —Nuestras futuras actividades se harían más fáciles si pudiéramos contar con ello —dijo Ramsés—. Quizá les tranquilice saber que David y yo estaremos en la Amelia, a muy corta distancia. Podemos elaborar un sistema de señales de manera que nos pueda llamar en el caso improbable de que necesite ayuda.
    Se pusieron a discutir esta idea, mientras Nefret hacía sugerencias y Cyrus escuchaba en un silencio sombrío. No era de mi incumbencia determinar qué tipo de relación le unía a la señora Jones; lo que me quedaba claro es que tenía suficiente interés en ella como para que le preocupara su seguridad, pero no la suficiente autoridad sobre ella como para dirigir sus acciones. La señora Jones también me interesaba a mí. Era el tipo de mujer por la que podría haber sentido bastante simpatía si su pasado no hubiera sido tan turbio, puesto que teníamos muchas cosas en común. La modestia me impide enumerar cuáles, pero serán evidentes a los que estén familiarizados con mis actividades.
    Decidí buscar la oportunidad de mantener una conversación en privado con ella y llegó cuando nos retirábamos al salón para tomar café. Después de que hiciéramos traer nuestro pianoforte, Cyrus decidió que también quería tener uno, el más grande que pudiera conseguir. Había llegado desmontado junto con el experto alemán que debía ensamblar las diferentes partes. Cyrus le pidió a Nefret que tocara y convenció a los demás para cantar con él; mientras Emerson y él bramaban una canción marinera llena de vigor, cogí mi taza de café y llevé a la señora Jones a un rincón acogedor.
    —No llego a entender por qué está dispuesta a hacer esta tarea —comencé.
    Las mejillas de la dama se redondearon y adoptaron una expresión que la hacía parecer un gato.
    —Una de las cosas que admiro de usted, señora Emerson, es su franqueza. Por desgracia, yo no puedo responder de la misma manera. Ni siquiera yo misma conozco bien los motivos. Sin embargo, la curiosidad, desde luego, es uno de ellos. No podría partir tranquilamente sin descubrir cómo se resolverá este asunto... si es que se resuelve.
    —Oh, tengo muchas esperanzas en que se solucionará. Nos hemos encontrado con casos igualmente difíciles.
    —Eso me ha dicho el señor Vandergelt. ¿Le gustan los desafíos, verdad? A mí también. Ése es otro motivo, supongo; me he encontrado con varias chicas difíciles, pero a ninguna he tenido tantas ganas de abofetear como a Dolly Bellingham.
    No pude evitar la risa.
    —Tiene razón en lo que ha dicho de ella. No sólo quiere un marido, sino uno que le dé una paliza cuando haga falta.
    El repentino cambio de su semblante hizo que lamentara mi frívolo comentario.
    —No debería haberlo dicho —declaré—. La violencia contra las mujeres es demasiado común y demasiado terrible como para hablar de ella con ligereza. No interprete literalmente lo que he dicho..., sólo me refería a...
    —Comprendo —después de un instante continuó—. ¿Me he descubierto? Bueno, ¿por qué negarlo? Mi difunto marido, al que no echo de menos, solía pegarme, o lo intentaba. No lo tomé con ligereza, señora Emerson. Me defendí cuándo y cómo pude. Le podría haber abandonado, pero como tantas otras mujeres, no tenía dónde ir, ni medios para mantener a mis hijos ni a mí.
    —¿Tiene hijos?
    La señora Jones levantó el relicario dorado que lucía entre los encajes de su pecho y lo abrió.
    —Un niño y una niña. Bertie tiene doce años y Anna diez. Ambos están en un internado.
    Los retratos procedían de fotografías baratas y no era fácil apreciar los rasgos a la tenue luz de la lámpara. Me pareció encontrar un cierto parecido entre el chico y su madre; lo que me impactó con más fuerza fue la calidez de sus sonrisas.
    Antes de que se me ocurriera algo que decir algo, la señora Jones cerró el relicario.
    —Le resumiré mi historia, señora Emerson. Mi marido se cayó del caballo, volviendo una noche a casa. Había bebido en exceso, como hacía a menudo, y pasar una noche de diciembre en los páramos de Yorkshire lo liquidó... lo que me evitó la molestia de hacerlo por mi mano. Había perdido gran parte de su patrimonio por su mala administración y por su dejadez. Yo estaba decidida a conservar lo poco que quedaba para la educación de los niños, de manera que tuve que buscarme un empleo. Fui gobernanta, dama de compañía y maestra en una escuela para niñas. No tenía ni el tiempo ni el dinero para formarme a fin de obtener un trabajo más lucrativo, si es que hubiera alguno al que pueda acceder una mujer. Me embarqué por azar en mi actual forma de vida. Lo único que lamento es que no está muy bien pagado. Si pudiera encontrar algo que me diera más dinero, probablemente cambiaría de actividad.
    Hablé sin premeditación, irreflexivamente.
    —Por casualidad, ¿no tiene relación con una mujer llamada Bertha, señora Jones?
    —¿Bertha qué?
    No podía contestar esta pregunta y lamenté haberla hecho.
    —No importa —dije—. Esta señora estaría de acuerdo con su punto de vista.*
    Dejó su taza en una mesita cercana.
    —Le pido disculpas por aburrirla con la historia de mi vida, señora Emerson. No diré nada más; ya he hablado demasiado. ¿Nos acercamos a los músicos y
    * Los encuentros de la señora Emerson con la mujer llamada Bertha se describen en los volúmenes 7 y 8 de sus memorias: The Snake, the Crocodile and the Dog and the Hippopotamus Pool.
    terminamos la velada con una canción?
    Cyrus, que tenía una bella voz de tenor, estaba interpretando Kathleen Mavourneen, en un intento desafortunado de imitar el acento irlandés. Todos le aplaudimos cuando terminó y luego, a instancias de la señora Jones, cantamos juntos con entusiasmo Bonnie Dundee, mientras Ramsés, que había rehusado la invitación a participar, nos observaba con los ojos semicerrados como un búho viejo.
    —Estamos de acuerdo, entonces —dijo la señora Jones cuando nos preparábamos a partir—. Le ofreceré mis servicios al coronel Bellingham mañana por la mañana.
    —Pienso que será mejor si yo la acompañara —dije—. Si viene usted a desayunar con nosotros, señora Jones, iremos juntas a ver al Coronel.
    Aceptó el plan y les dejamos, a ella y a Cyrus, diciéndonos adiós desde la puerta, como cualquier pareja de anfitriones despiéndose de sus huéspedes. Al ver los labios fruncidos y las cejas enarcadas de Emerson, temí que se sintiera inspirado para realizar especulaciones irrelevantes sobre el asunto, por lo que juzgué conve-niente distraerlo sacando otro tema.
    —Ramsés, espero que tú y David os quedéis en casa esta noche.
    —Sí, madre.
    Le observé con recelo.
    —En casa. Toda la noche.
    —Sí, madre.
    —En vuestros cuartos. Hasta...
    —Basta, Peabody —dijo Emerson, cuya voz estaba un poco empañada por lo que podía ser una risa. O quizá no. Cuando siguió hablando, estaba completamente serio—. Scudder no irá esta noche al Valle de los Reyes. Sabe que Bellingham estará armado y al acecho. La próxima vez intentará algo distinto.
    —¿Qué harías tú si estuvieras en su lugar? —pregunté.
    —No estoy en su lugar, demonios —dijo Emerson irritado—. Es decir, no sé cuáles son sus fines. No le resultaría difícil adquirir un rifle a unos de los así llama-dos deportistas que cazan en las colinas y marjales de los alrededores de Luxor. Si yo odiara a un hombre tanto como Scudder odia a Bellingham, me gustaría ver su rostro cuando lo matara; le daría tiempo para darse cuenta de que va a morir y en mis manos.

    DEL MANUSCRITO H:
    Se encontraron, por invitación de ella, en la habitación de Nefret.
    —No sería decoroso que yo fuera a la vuestra —comentó la muchacha, sentada muy derecha en su silla y con los brazos cruzados.
    Ramsés la miró con curiosidad.
    —Según las convenciones sociales, tampoco es decoroso que nosotros estemos aquí. Espero que no pienses que madre y padre pondrían objeciones. Ninguno de los dos es tan convencional, o receloso.
    —Lo sé.
    Los ojos de Nefret estaban entrecerrados y los labios fruncidos.
    —Algo te preocupa —dijo Ramsés suavemente—. ¿Qué es?
    —Algo que el Coronel dijo anoche. ¡Luego empeoró las cosas al pedir disculpas! ¡Qué viejo tan desagradable! No le permitiré que lo estropee todo —añadió con irritación y cierta incoherencia.
    —Espero que no.
    Nefret no le miraba, lo que probablemente era algo bueno. El comentario podría ser incomprensible para otra persona, pero no para él, ya que concernía a Nefret. Siguió hablando con una voz más controlada.
    —De una forma u otra, el Coronel y su hija saldrán de nuestras vidas en poco tiempo. Necesito tu consejo, Nefret. Si hubiera tenido la sensatez de confiar plenamente en ti hace unos días, no nos hallaríamos en este dilema.
    —¿Qué quieres decir? —levantó la vista y su rostro se iluminó.
    —Sospechaba ya antes de anoche que Tollington era el hombre que buscábamos. Por supuesto —añadió con una de sus raras sonrisas—, no es que siguiera el mismo tipo de razonamiento que emplea madre, que es muy interesante pero no nos ayudó demasiado. Lo que me hizo sospechar de él fue una creciente sensación de familiaridad. Yo había peleado cuerpo a cuerpo con Dutton dos veces; si bien ocultaba su cara, pude observar la forma en que se mueve y otros gestos característicos: la manera de coger el cuchillo, por ejemplo. Cuando me atacó en el jardín de Vandergelt, la otra noche...
    —¿Se movía de la misma forma? —preguntó Nefret.
    —No exactamente. En realidad, hizo algo tremendamente estúpido, ¿verdad? Nadie, aparte de los estudiantes universitarios alemanes, se bate en duelo en estos días. Me pregunté qué sería lo que Scudder quería obtener con su acción. La explicación más inocente consiste en que trataba de impresionar a Dolly...
    —Estabas completamente equivocado —interrumpió Nefret—. Como deberías saber.
    Ramsés había tenido éxito en su propósito de distraerla. Los ojos azules de la muchacha brillaban y su cara se había iluminado.
    —¿ Qué quieres decir? —preguntó Ramsés.
    —¡Mi querido Ramsés! ¿No te das cuenta de que Dolly te persigue con tanto furor precisamente porque le demuestras indiferencia? Aunque seas alto, bien parecido y tremendamente atractivo para las mujeres —añadió amablemente—, es el desafío lo que la mueve. Si pudieras simular que te sientes atraído por ella...
    —No —dijo Ramsés sin vacilar.
    —Bueno, no importa. Nos libraremos de ella y en el ínterin David y yo te protegeremos.
    —Gracias. ¿Te importa que volvamos al tema de Tollington?
    —En absoluto, cariño mío. Desde que Tollington es Dutton, su objetivo dejó de ser impresionar a Dolly. Lo que quería —afirmó Nefret con aplomo— era encontrarse a solas contigo en un lugar aislado. Un duelo exige un lugar aislado, según creo.
    —Así es —dijo Ramsés.
    —No hubiera estado solo —David habló por primera vez.
    —Pobre David, apenas si puedes intercalar una palabra cuando nosotros estamos hablando —Nefret le sonrió—. Por supuesto, tú hubieras estado con él. Un duelo formal requiere padrinos. Me pregunto quiénes serían los de Scudder... ¡Qué tonta soy! Habría ido solo.
    —Ves, esa explicación tampoco tiene sentido —dijo Ramsés—. No nos vencería a los dos juntos ni en sueños, y nosotros estaríamos alerta ante una posible emboscada.
    —¿Como lo estabais en el Templo de Luxor?
    —Como lo estábamos en el Templo de Luxor. Le había escrito a Tollington pidiéndole esa cita. Al día siguiente, puse mucho empeño en estrecharle la mano, después de lo cual mis sospechas se incrementaron. La suya no era la mano de un simple turista: era fuerte y callosa.
    —Entonces, ¿por qué diablos no se lo dijiste a nadie? —preguntó Nefret.
    —Os lo estoy diciendo ahora —dijo Ramsés dócilmente—. Recuerda, Nefret, que entonces no tenía pruebas. Una vaga sensación de reconocimiento no vale como prueba, y le podían haber salido callos en la mano jugando al polo o practicando otro deporte de caballeros. Así y todo, la pregunta fundamental sigue sin respuesta. ¿ Qué quiere de mi?
    —Hum —Nefret se dirigió a la cama-y se acomodó sobre un montón de cojines—. La respuesta obvia es que quiere que te apartes de su camino para poder llegar a Dolly.
    —Tú crees en eso tan poco como yo —dijo Ramsés—. Excepto por el primer incidente en los jardines Ezbekieh, Scudder no sabe que fui yo quien se interpuso en su camino. La segunda y la tercera vez, yo era Saiyid, y si vosotros me decís que me reconoció a pesar del disfraz, me sentiré extremadamente dolido y ofendido.
    Nefret le sonrió.
    —Nunca querría herirte ni ofenderte, querido. Creo que tienes razón; y si es así, eso significa que Scudder no tiene motivos para querer hacerte daño.
    —Significa —la corrigió Ramsés—, que si tiene motivos para querer hacerme daño, todavía tenemos que descubrirlos. El incidente en el Templo de Luxor me sigue desconcertando. No puse nada en la carta que indicara que sospechaba de él; sólo sugerí una reunión en privado. Podría tratarse de un accidente. Ese maldito lugar se está derrumbando, como la mayoría de los templos de Egipto.
    —Si todavía quiere verte, tratará de ponerse en contacto contigo —dijo Nefret.
    —¿Cómo? Se lo hemos puesto muy difícil. No se arriesgaría a venir aquí, hay demasiada gente en la casa y sus alrededores. Acercarse a la dahabiyya sería igual de peligroso, pues Bellingham está al acecho.
    —Lo más positivo es que te hayas convencido de que me tenías que pedir consejo —dijo Nefret—. Me parece que has olvidado algo.
    —Yo creo que me he olvidado de muchas cosas.
    —¡Dios mío, la cara que pondría la tía Amelia si te oyera admitirlo! —Se inclinó hacia delante, su sonrisa se apagó y dijo más seria—: Lo que has olvidado es que Dutton se ha comunicado con nosotros en varias ocasiones a través de notas. Si desea verte, te mandará un mensaje escrito, y tú, querido, deberás esperarlo, puesto que no conoces su domicilio actual—. También te has olvidado de algo más, me parece. Su primer objetivo sigue siendo el coronel Bellingham. El Coronel también recibió mensajes escritos por Dutton, ¿recuerdas?
    —¡Cielo Santo! —Ramsés la miró fijamente—. ¿El que supuestamente provenía de madre, citándole en la tumba? Maldita sea, lo había olvidado. Puede que escriba otra vez. Si lo hace, y Bellingham responde... Maldición, tendría que estar vigilando al Coronel. ¡Debería ir ahora!
    —No puedes ir a vigilarle.
    —¿Por qué no?
    —Porque —dijo Nefret con suficiencia— le prometiste a tu madre que no te irías de casa esta noche.
    —Sí, por supuesto —dijo Ramsés. Se giró la silla, y se sentó con los brazos cruzados sobre el respaldo—. ¿Cómo pude haber pasado por alto este pequeño detalle?
    —Por otra parte, yo...
    Ramsés se puso rígido como una cobra que se prepara para atacar.
    —¿Crees que permitiré que lo hagas?
    —¿Permitir? —le contestó lanzándole una mirada heladora—. Trata de pedírmelo, Ramsés. Di «por favor».
    —Por favor. Por favor, Nefret, quédate en casa.
    —Está bien.
    El muchacho se relajó, exhalando un largo suspiro, y Nefret sonrió.
    —¿Ves qué fácil es? Ahora, escúchame, Ramsés, y tú también, David. Tengo varias ideas acerca del señor Dutton Scudder que creo que encontraréis interesantes, pero no voy a decir una maldita palabra más hasta que aceptéis dejar de tratarme como una niña estúpida e indefensa.
    —¡Nefret! —protestó David—. Yo nunca...
    —Tú no eres tan despreciativo como Ramsés —admitió Nefret—. Pero ambos me tratáis mal. Mirad —se inclinó hacia delante y su rostro se suavizó—. Comprendo que os preocupéis por mí y que no queráis que me haga daño. Bien, ¿cómo diablos creéis que me sienta? ¿Suponéis que me gusta sentarme de brazos cruzados, muerta de angustia, cuando estáis en peligro? La tía Amelia no soporta ese tipo de tonterías por parte del profesor. Yo tampoco las toleraré.
    —Suena como un ultimátum —dijo Ramsés—. ¿Qué ocurrirá si no estamos de acuerdo?
    —Haré que vuestra vida sea muy, pero que muy, desagradable —dijo Nefret.
    Ramsés apoyó la cabeza sobre sus brazos cruzados.
    —¿Cómo te atreves a reírte de mí? —preguntó Nefret—. Maldito seas, Ramsés...
    —Te pido perdón —el joven levantó la cabeza; tenía el rostro enrojecido—. No lo he podido evitar, sonabas tan feroz y tenías un aspecto tan... Muy bien, Nefret. Tus razones son irrebatibles y tus amenazas demasiado terribles como para ignorarlas. No puedo prometerte que tendré la fortaleza que manifiesta mi padre en relación con mi madre; tiene muchos años de práctica. Pero haré todo lo que pueda.
    —Estrechémonos las manos en señal de acuerdo —le ofreció una mano a cada uno de los muchachos.
    —Uno para todos y todos para uno —dijo David, sonriendo.
    —Ahora —dijo Ramsés—, ¿qué hay de Dutton Scudder?


    Capítulo 13
    Hay ocasiones en las cuales expresar cándidamente una opinión puede resultar no sólo grosero, sino también contraproducente.

    El carruaje de Cyrus dejó a la señora Jones en nuestra puerta a primera hora de la mañana siguiente. Observé que se había puesto un práctico traje de tweed y resistentes zapatos para caminar, en lugar del vestido de encaje de la noche anterior. No saqué conclusiones de este detalle. Cyrus podría haber dado órdenes de que la mandaran a buscar al transbordador del ferry de madrugada.
    Fui la primera en estar vestida, como casi siempre; y puesto que me agrada contemplar el ascenso del sol sobre los acantilados orientales, estaba sentada en la galería cuando la mujer llegó. Parecía un poco desanimada. Le pregunté si se había arrepentido del paso que iba a dar. Respondió sin vacilar que no; pero no dijo nada más y se sentó mirando el río mientras tomaba la taza de té que le trajo Ahmet.
    A medida que la luz se hacía más fuerte, el panorama pareció llenarse de vida renovada. El sol rojo brillaba sobre el agua. A través del río, los distantes acantilados del desierto se colorearon de gris, después de violeta y al final de rosa pálido. El sombrero de ala ancha de la señora Jones proyectaba una sombra sobre la parte superior de su rostro, de manera que se hacía más notoria la firmeza de sus labios cerrados y el mentón prominente. Al cabo de un rato, dijo con suavidad, como hablando consigo misma:
    —Nunca me cansaría de ver este espectáculo.
    —Eso depende del punto de vista de cada uno —repliqué.
    —Práctica como siempre, señora Emerson —se volvió para mirarme. El deje de melancolía que había visto en ella, o que había imaginado, fue reemplazado por su sonrisa felina.
    —No soy inmune a las fantasías poéticas, señora Jones, pero todo tiene su tiempo y su lugar. Oigo a los demás, y creo que el desayuno está servido. ¿Entramos?
    Las personas a las que había oído eran Nefret y Emerson. Él la estaba ayudando a sentarse cuando entramos en la habitación, y recibió a la señora Jones con un saludo afable pero banal.
    —Se ha levantado temprano, por lo que veo. Es muy loable.
    Habíamos terminado él porridge cuando los muchachos aparecieron, juntos como siempre. Miré a Ramsés con recelo. En mi opinión, afeitarse el bigote había me-jorado su aspecto, puesto que resaltaba el parecido con su padre, y Emerson es el más guapo de los hombres. El cambio no hacía que fuera más fácil descifrar su expresión, pero las señales de falta de sueño resultaban evidentes para los amantes ojos de una madre.
    —¿Saliste anoche? —pregunté.
    —Le prometí que no lo haría, madre.
    —No has respondido a mi pregunta.
    —No salí de casa anoche —puso un fajo de papeles sobre la mesa y se sentó—. Estuve trabajando.
    Usted me preguntó sobre el papiro de los sueños, ¿no es cierto? He aquí mi traducción, por si le apetece leerla.
    Cogí los folios y la señora Jones comentó con curiosidad:
    —¿Un papiro de sueños? No sabía que existiera algo así.
    —Se trata de un texto algo oscuro —dijo Ramsés, pasándole con cortesía la mermelada—. El tío Walter lo fotografió el año pasado en el Museo Británico, y tuvo la amabilidad de prestármelos.
    Yo estaba tratando de descifrar la caligrafía de Ramsés, que mostraba un perturbador parecido con los jeroglíficos del texto original. En el margen izquierdo de cada página se leían las palabras: «Si un hombre se ve en sueños». Esta frase introductoria iba seguida, en cada caso, por una breve descripción: «matando a un buey», «escribiendo en una paleta», «bebiendo sangre» y «capturando una esclava», eran algunas de ellas. La interpretación consistía en las palabras «bueno» o «malo», seguidas de una corta explicación.
    —Algunas de las interpretaciones son bastante evidentes —dije—. Capturar a una esclava es bueno. «Significa algo de lo que obtendrá satisfacción.» Es bastante razonable suponer que será así. ¿Pero, por qué es bueno «comer excrementos»...? Oh. «Significa comer sus posesiones en su casa.»
    —Fascinante —dijo la señora Jones—. Si me permite, señora Emerson, me gustaría tener una copia. Añadiría un cierto caché a mi trabajo si pudiera interpretar sueños de acuerdo a antiguos dogmas egipcios.
    —Tendrá que ser selectiva —dije secamente—. Hay algo acerca de destapar... ¡Dios mío! ¿Cómo se le puede ocurrir a alguien hacer eso con un cerdo?
    —¿Es bueno o malo? —preguntó con inocencia Nefret.
    —Malo. Significa verse privado de posesiones.
    Leí en voz alta algunas de las demás interpretaciones, evitando las groseras, para regocijo, o conocimiento, de mis acompañantes. Nefret parecía especialmente intrigada, y cuando leí la interpretación del sueño de verse con un velo, exclamó:
    —¡Qué extraño! Soñé anoche que desempeñaba el papel de la princesa Tasherit, envuelta en muselina y estopilla de algodón. ¿Qué significa, tía Amelia?
    —Obviamente —dijo Emerson, que había escuchado con la sonrisa tolerante de un hombre que está por encima de vanas fantasías—, te molesta todavía que alguien te haya quitado ese papel.
    En mi opinión, y en la del profesor Freud, cuyos trabajos había leído con interés, significaba que Nefret trataba de ocultar algo. Puesto que no deseaba avergonzarla, leí la interpretación egipcia.
    —Significa eliminar de tu presencia a tus enemigos.
    —Bien —respondió Nefret, riendo.
    —Basta de tonterías —dijo Emerson. Tiró su servilleta sobre la mesa—. Me voy a la tumba. ¿Viene alguien conmigo?
    —Iré más tarde, Emerson —repliqué—. Sabes que la señora Jones y yo queremos ver al coronel Bellingham esta mañana.
    Ramsés comentó que, con el permiso de su padre, llevaría a David y a Nefret al Templo de Luxor para seguir haciendo fotografías.
    —Siempre que ése sea tu verdadero propósito —dijo Emerson, con una mirada penetrante a su hijo—. Procura que nadie te deje caer una roca encima.
    —Me esforzaré, señor —dijo Ramsés.
    —O encima de Nefret.
    —Me esforzaré —repitió Ramsés, mirando a su hermana.
    Como exigían las normas de cortesía, envié un mensajero al Coronel, anunciándole nuestra intención de visitarlo a una hora tremendamente temprana para algunos. La justifiqué dando como excusa la urgencia del asunto, pero la verdad era que quería terminar cuanto antes. Aquella mañana tenía que hacer otro recado, y estaba deseando volver con Emerson a la tumba. Después de observar el peligroso estado de la galería, no me hacía ninguna gracia que estuviera trabajando ahí sin mí. Otro arqueólogo hubiera dejado esa tarea a los obreros, pero Emerson no era así.
    Me sentía intranquila. La sensación me era familiar; siempre he presagiado el peligro. Lo que lo hacía peor esta vez era que mis comodines de la suerte estaban desperdigados. ¿Cómo podría vigilar a todos si continuamente iban a lugares distintos, hacían cosas diferentes y, según sospechaba, no me decían lo que pen-saban ni lo que planeaban?
    Al menos los chicos estarían juntos. Pensé en que podía contar con Ramsés para cuidar de Nefret; su anticuado concepto de la caballerosidad enfadaba mucho a la muchacha, pero si servía para protegerla, yo estaba preparada para aceptarlo.
    Después de que Emerson hubiera partido, tuvimos que esperar una hora, ya que eran apenas las seis de la mañana. Aproveché el tiempo mostrándole la casa a la señora Jones y esperando que los chicos se fueran. Aquella mañana se comportaron con una fastidiosa amabilidad. Nefret nos acompañó, charlando alegremente de temas domésticos, y Ramsés se ofreció a presentarle los caballos a la señora Jones. Mientras estábamos en el establo, logré hacer un aparte con Ramsés.
    —Vigila a Nefret hoy —dije en voz baja—. Díselo a David.
    —¿Pasa algo? —sus ojos se entrecerraron.
    —No. Al menos eso espero.
    —Ah. Una de sus famosas premoniciones —me tocó la mano, que estaba apoyada en la verja. Se trató del más leve roce de sus dedos, pero viniendo de quien pro-venía, equivalía a una palmada de aliento—. Procure no preocuparse, madre. Nefret piensa que ella nos cuida a nosotros.
    —Quizá tenga razón.
    —Sin duda la tiene —dijo Ramsés y se alejó.
    Al fin partieron, y puesto que la señora Jones no estaba vestida para montar a caballo, ordené que me prepararan dos de los burritos. Mientras trotábamos una al lado de la otra, se me ocurrió que era el momento de proponerle otra idea. Había dudado en hacerlo, pero decidí que una mujer que se ganaba la vida comunicán-dose con los muertos no se resistiría a espiar un poco.
    —¿Leer sus cartas? —me miró sorprendida.
    —No todas. Sólo las sospechosas.
    —Pero mi querida señora Emerson... —una repentina sacudida (porque el paso de un burro es en extremo desigual, especialmente cuando no quiere que lo monten) le hizo agarrar su sombrero—. ¿Cómo voy a saber cuáles son las sospechosas y cuáles no? No supondrá que el Coronel irá dejando su correspondencia privada tirada por ahí, donde yo pueda leerla.
    —En especial los mensajes sospechosos —admití—. Quizá deba ser más específica.
    —Por favor —dijo la señora Jones, que parecía divertida.
    —Lo que espero es que Scudder se comunique con él por carta, como lo ha hecho antes. Puede que firme con su nombre o con uno falso. El objeto del mensaje, sin importar de quién diga que proviene, consistirá en llevar al Coronel a una emboscada. No creo que usted tenga realmente la oportunidad de leer uno de estos mensajes. Limítese a observar a Bellingham; fíjese en cualquier conducta inusual. Si, por ejemplo, le anuncia de repente que debe salir...
    —Veo dónde quiere llegar. Francamente, señora Emerson, creo que es una idea descabellada, pero aun suponiendo que vea algo como lo que me dice, ¿qué quiere que haga? ¿Qué le siga?
    —Dios mío, no. Sería tan poco práctico como peligroso. Algunos de nuestros marineros están siempre a bordo del Amelia; les advertiré que estén alerta a una se-ñal suya. Si ve algo que suscite sus sospechas, agite... —la miré de arriba abajo—. Aprecio su gusto en el vestir, señora Jones, pero me gustaría que usara colores más brillantes, tome mi chal.
    Tenía un color carmesí intenso, el favorito de Emerson. Me lo desaté de alrededor del cuello y se lo entregué.
    —Agítelo desde cubierta y uno de los hombres me avisará. Dudo que pase nada antes del anochecer. Dutton esperará la oscuridad para llevar a cabo sus malvados fines.
    —Por supuesto —sonrió. Casi se podían ver los bigotes gatunos.
    El Coronel nos esperaba. Estaba desayunando con su hija cuando el sirviente nos hizo entrar al salón. La luz del sol relucía en las copas de cristal y en la platería. El gusto de Cyrus en esos detalles era irreprochable, pero observé que el aparador de caoba necesitaba con urgencia que lo lustraran y que los cortinajes de damasco dorado requerían arreglos. El lugar pedía a gritos los cuidados de una mujer.
    Hacía poco que Dolly se había levantado de la cama; tenía los rizos deshechos y los ojos somnolientos. Vestía una vaporosa nube de chiffon azul pálido. El Coronel, impecablemente vestido de negro, como de costumbre, se levantó para saludarnos e invitarnos a desayunar.
    —Tomamos el desayuno hace algunas horas —repliqué—. Vuelvo a pedirle disculpas, Coronel, por molestarle, pero me pareció que usted querría estar informado de la situación lo antes posible. Creo que usted aún no ha encontrado una señora que acompañe a su hija. La señora Jones está libre y tiene, como le puedo asegurar con toda confianza, las mejores cualificaciones para el puesto.
    Como ya he especificado, esa mañana tenía mucha prisa, y nunca me ha gustado perder el tiempo. El Coronel se quedó visiblemente desconcertado. Muchas personas reaccionan de esa manera hacia mi persona, de forma que esperé amablemente que su mente se pusiera en funcionamiento, y acepté, con una sonrisa, la taza de café que me ofrecía el criado de Cyrus, murmurando «Shoukran».
    Después de un breve intervalo, el Coronel dijo:
    —Quedé momentáneamente mudo por su amabilidad, señora Emerson. Conozco a la señora Jones, pero tenía la impresión de que estaba de viaje con unos amigos.
    Sentada muy derecha en la silla, con las manos enguantadas dobladas en su regazo, la señora Jones le miraba con los ojos entrecerrados. Daba la impresión de necesitar gafas, que no usaba a causa de su coquetería, y su estricto traje de tweed y el sombrero pasado de moda le daban un aire de gran respetabilidad. Con voz suave explicó que sus compañeros de viaje habían decidido regresar a Inglaterra y que ella tenía deseos de quedarse en Egipto unas semanas más. Con una tosecilla de desaprobación, añadió:
    —El señor y la señora Fraser me ofrecieron ayuda financiera, por supuesto, pero no quiero aceptar favores de mis amigos. Siempre me he abierto camino en el mundo, coronel Bellingham, y mis creencias religiosas me impulsan a ser de utilidad a mis semejantes.
    Yo estaba a punto de estallar en carcajadas, pero naturalmente, no podía. El asunto estuvo arreglado enseguida. La señora Jones explicó que había sido maestra y gobernanta, pero que no llevaba referencias con ella por no haber previsto su necesidad; el Coronel replicó, como estaba obligado a hacer, que mi recomendación era suficiente. Tuve que contener otra carcajada cuando la señora Jones discutió, amable pero firme, sobre su salario, e hizo que el Coronel aceptara pagarle diez libras más de lo que le había ofrecido. Su actuación fue perfecta. El Coronel se veía completamente subyugado y aliviado.
    La señorita Dolly también se creyó todo pero no le agradó en absoluto. Estudió la pequeña figura de la señora Jones a través de sus ojos semicerrados, y yo casi pude leer sus pensamientos. No podría manejar a esta mujer como había hecho con las demás, y el aire de cierta respetabilidad de la señora Jones auguraba que sería muy difícil escapar de su vigilancia.
    Mi opinión de la señora Jones subió varios puntos cuando se puso a sonsacar información.
    —Entonces, ¿partirá de Egipto en dos semanas? —preguntó; una pregunta razonable, ya que ésa era la duración de su contrato.
    —Puede que antes —fue la respuesta—. Usted puede contar con que se le pagará la totalidad de su sueldo, en todo caso. ¿Cuándo puede empezar?
    —Ahora mismo, si usted lo desea. Con su permiso, enviaré a uno de sus sirvientes a buscar mi equipaje, y entonces, ¡la señorita Dolly y yo pensaremos en algo divertido para hacer hoy!
    Me apresuré a despedirme. La expresión del rostro de Dolly al imaginar un día de actividades divertidas con la señora Jones, era algo que me hacía muy difícil conservar la seriedad.
    Sin embargo, tuve que contener la risa un poco más, ya que el Coronel me escoltó hasta la escalerilla. Cuando me encontré a solas con él recordé la razón fundamental que me había llevado hasta allí. La actuación de la señora Jones había sido tan divertida que casi me había olvidado.
    Ahora tenía más prisa que nunca, de manera que abrevié las manifestaciones de gratitud del caballero.
    —Hay otra cosa que me veo obligada a decirle, Coronel, y espero que me disculpe si soy franca. Tengo mucha prisa, y el tema no puede abordarse con tacto. Tiene que ver con mi pupila, la señorita Forth. En el caso de que usted se proponga hacerla objeto de sus galanteos, le ruego que abandone inmediatamente la idea. Sus atenciones no serían bien recibidas.
    —No puedo creer lo que estoy oyendo, señora Emerson.
    El rostro del Coronel se quedó pálido y rígido como el mármol. Se enderezó, mostrando toda su altura. Como yo soy relativamente baja, estoy acostumbrada a que me miren desde lo alto, de manera que no me sentí intimidada en absoluto. Sin embargo, sentí que me estaba enfadando, no en respuesta a su enfado, sino por el engreimiento ciego y egoísta de aquel hombre. Nunca pierdo los estribos, pero en esta ocasión me permití expresar algo de lo que sentía.
    —Creo que me entiende muy bien, Coronel. ¡Por Dios! ¿Puede suponer sinceramente que una muchacha como Nefret consentiría en convertirse en la cuarta, o quinta esposa de un hombre que tiene una edad como para ser su abuelo? ¿En especial cuando varias de sus ex esposas tuvieron un fin prematuro?
    Su rostro ya no estaba pálido, sino lívido. El aire silbaba entre sus dientes; las manos apretaban con fuerza el puño del bastón. Mis palabras lo estaban afectando mucho. Traté de nuevo de hacerle ver la situación de una forma sensata.
    —Le digo esto por su propio bien, coronel Bellingham, para evitarle la vergüenza de que Nefret lo rechace o que mi marido lo tire por la ventana. A buen entendedor pocas palabras bastan, ¿eh? Gracias por el café.
    Me fui directamente al Amelia y hablé unas palabras con Rais Hassan. Estaba acostumbrado a mi modo de ser, de manera que no cuestionó las órdenes que le di. Dos de los hombres sacaron el pequeño bote de remos para cruzarme al otro lado, y cuando subía me sorprendió ver al Coronel, que permanecía en la misma posición en la que lo había dejado, en la cubierta del Valle de los Reyes. Parecía mirar en mi dirección, de manera que agité la sombrilla. No me respondió. Ah, bien, pensé, si me quiere guardar rencor, allá él. He cumplido con mi deber. Quizá no había sido de muy buen gusto mencionar las muertes de parto de dos de sus esposas, pero ahora era demasiado tarde para arrepentirme.
    Pronto cumplí mi misión en Luxor. Puesto que no tiene relevancia en este momento del relato, no la describiré aquí. Después de dejar el hotel, vacilé un momento y me pregunté si tendría tiempo para hacer un recado adicional. No vacilé mucho rato; la indecisión constituye un mal hábito en el cual no me permito caer. Después de comprar un ramo de flores a uno de los vendedores ambulantes, me metí en un carruaje y le pedí al conductor que me llevara al cementerio británico.
    Esa mañana tenía un aspecto más desolado y solitario que nunca. Los entierros no eran frecuentes, y sus residentes habituales habían vuelto a ocuparlo. Un gato flaco se ocultó en los arbustos cuando me acerqué, y unos cuantos perros salvajes me gruñeron desde la tumba cubierta de hierbajos donde habían establecido su residencia. Hice una pausa lo suficientemente larga como para ver una de las losas, y un escalofrío me recorrió la espalda cuando leí la inscripción. Era patéticamente breve: «Alan Armadale. Murió en Luxor en 1889. Requiescat in Pace».
    ¿Qué extraña coincidencia me había llevado a fijarme en aquella tumba en particular? Armadale había sido una de las víctimas de uno de los asesinos más crueles con los que había tropezado*. Yo no lo había conocido en vida, pero por lo que sabía, se trataba de un joven respetable que no mereció su triste suerte. Había sido yo quien descubrió el cuerpo e hizo los arreglos para que lo enterraran en este cementerio, y lo había olvidado. A pesar de que tenía prisa, pasé unos minutos quitando los hierbajos y el polvo que cubría la lápida. En mi cabeza comenzaron a surgir ideas. Un comité de damas, subscripciones de los visitantes, la consulta del doctor Willoughby.
    La tumba de la señora Bellingham resultó fácil de encontrar, aun si yo no hubiera estado allí el día anterior. El suelo arenoso y baldío estaba cubierto de flores.
    Eran flores sencillas y comunes, que se podían encontrar en los jardines y setos de Luxor: caléndulas y rosas, buganvillas, acianos, y geranios rojos. Las debían haber puesto temprano por la mañana o quizá la noche anterior; se estaban marchitando al sol del mediodía.
    Coloqué mi ramo entre ellas y recé una corta oración, de la misma forma en la que el Coronel debió hacerlo. No era el tipo de gesto, amable y sentimental que podría

    *The Curse of the Pharaohs, de la misma autora.
    haber esperado de aquel hombre. ¿Lo habría juzgado mal? Pocas veces cometo un error de este tipo, pero puede suceder alguna vez, con individuos que están habituados a ejercer un control malsano sobre sus sentimientos.
    Después de sacudirme la arena de la falda, volví sobre mis pasos, sin ver a nadie hasta que llegué al carruaje que me esperaba. Le pedí al conductor que me llevara al Templo de Luxor. No tenía que desviarme demasiado de mi camino. Sólo me llevaría unos minutos. Puesto que estaba en las cercanías, por así decirlo, sería una grosería no detenerme un momento para ver qué hacían los chicos.
    ¡Allí estaban! ¡Donde dijeron que estarían, en el patio de Amenhotep III, haciendo fotos!
    Yo no había tenido la menor duda de que así sería.
    Me alegré de haber ido cuando noté lo felices que estaban al verme.
    —No quiero interrumpiros —dije, cuando Nefret me dio un rápido abrazo y David, siempre el preux chavalier, me quitaba el pesado bolso de la mano.
    —En absoluto —dijo mi hijo, que no hizo ninguna de las dos cosas—. En todo caso, íbamos a dejarlo ya. Está lleno de malditos turistas en este momento del día.
    —¿Qué tal con el coronel Bellingham esta mañana? —preguntó Nefret—. ¿Aceptó emplear a la señora Jones?
    —Todo está arreglado —repliqué—. Se quedó con ellos.
    Nefret frunció el ceño.
    —Espero que esté bien. Esa condenada muchacha...
    —No te preocupes por la señora Jones —dije, sonriendo afectuosamente—. Si hubierais visto la actuación que hizo esta mañana, estaríais seguros de su capacidad para manejar a la señorita Dolly. La muchacha no se sintió para nada feliz de tenerla de perro guardián.
    —¿Qué más ha estado haciendo? —preguntó David—. No sabía que tenía intenciones de venir a Luxor esta mañana.
    No vi una razón para mencionar mi primer recado, de manera que les conté mi visita al cementerio.
    —Debe hacerse algo al respecto —declaré—. Un comité de damas....
    —Excelente idea —dijo Ramsés—. ¿De manera que alguien estuvo allí antes que usted? ¿Para dejar unas flores?
    —Sí. Fue una imagen emocionante.
    —Lo imagino —dijo Ramsés.
    Por un instante, nadie habló. David miró a Ramsés, Ramsés miró a Nefret, y Nefret miró fijamente la estatua sin cabeza de la diosa Mutt.
    —Tengo que regresar —dije—. ¿Venís conmigo o envío el bote para que os venga a buscar más tarde?
    —Más tarde, mejor —dijo Ramsés, después de otra breve pausa—. ¿Nefret?
    La muchacha se volvió hacia él con una sonrisa particularmente afectuosa.
    —Estoy de acuerdo. Terminaremos estas tomas, tía Amelia.
    Ofrecí mi ayuda, pero insistieron en que no me necesitaban; podían ver que estaba ansiosa por volver con Emerson. No había señales de vida en la dahabiyya de Cyrus cuando llegué al otro lado del río. Hassan me dijo que las damas y el caballero se habían ido hacía una hora, montados en burros. No habían condescendido a informarle de su destino, pero se habían alejado en dirección al Valle. Hasta ahora, todo bien, pensé. Después de montar mi propio burro, volví a la casa, me cambié, me puse unos pantalones y unas botas, y me dirigí al Valle por el camino acostumbrado, en compañía de Mahmud que llevaba un cesto con víveres. Emerson no pararía para comer a menos que lo obligara, y el sol ya estaba alto. Supuse que debería hacerle salir de las profundidades de la tumba, pero lo encontré fuera, en conversación con Howard Carter. El arqueólogo fumaba un cigarrillo y apuntaba con él hacia una especie de aparato de apariencia extraña que se hallaba entre él y Emerson. Los trabajadores se habían reunido alrededor para observar, y Abdullah (a quien le había ordenado que se quedara en casa hasta que le hiciera otra visita) les proporcionaba el beneficio de sus consejos. En varias ocasiones he podido observar que los hombres aman las máquinas. No parece importarles lo que hagan realmente, en tanto hagan mucho ruido y tengan partes que giren. Estaban tan concentrados que tuve que tocar a Emerson con mi sombrilla para que me saludara.
    —Hola, Peabody —dijo—. Creo que necesita otro pistón. Howard se rascó la cabeza.
    —Buenos días, señora Emerson. El pistón trabaja muy bien; en mi opinión la dificultad está en el motor.
    Los azules ojos de Emerson centellearon.
    —Será mejor que lo desmontemos.
    —¿Qué es? —pregunté—. ¡Emerson, no toques el aparato! Recuerda lo que pasó cuando trataste de arreglar el automóvil de Lady Carrington.
    Emerson se giró para encararme con la mirada.
    —Eso fue algo muy distinto —dijo con indignación—. Yo...
    De repente la máquina empezó a hacer mucho ruido y varias partes empezaron a girar.
    —¿Qué has hecho? —preguntó Emerson, mirando a Selim.
    El joven se puso firme.
    —Puse esto —señaló— en eso.
    —Ah —dijo Emerson—. Justo lo que iba a proponer.
    Con la entusiasta ayuda de Selim y de algunos otros, mi marido y Howard comenzaron a unir unos tubos al aparato. Me volví hacia Abdullah.
    —¿Qué haces aquí? Deberías estar en tu casa, descansando.
    —No necesito descansar, Sitt. Estoy bien.
    —Déjame ver tu cabeza.
    La pasta verde había dado un color de vegetación en descomposición a su pelo blanco. No olía muy bien. Sin embargo, la hinchazón había disminuido. Le dije que se podía poner de nuevo el turbante.
    —¿Qué es eso? —pregunté, señalando la máquina.
    —Saca el aire viciado de la tumba —explicó Abdullah en el tono condescendiente utilizado por los hombres cuando hablan de máquinas con las mujeres—. Emerson ordenó al señor Carter que se la proporcionara, junto a los cables que la hacen funcionar.
    Recordé haber escuchado que Emerson había hablado de algo llamado bomba de aire. ¿Quizá requería electricidad? Parecía que también teníamos fluido eléctrico, lo que significaba que sería posible usar bombillas en lugar de velas. Por esta vez, Emerson se mostraba sensato en lugar de obligar a los hombres, y a él mismo, a trabajar en condiciones que sólo se podían describir como insoportables. Esperé que no hubiera forzado a Howard a entregarle la bomba que había adquirido para su propia tumba. Quizá hubiera dos iguales.
    Después de llevar los tubos hasta la tumba y de ensamblarlos, Howard y Emerson volvieron a subir los escalones, la mar de complacidos con ellos mismos. Selim los seguía, con aspecto recatado. Era un joven bien parecido, apenas unos años mayor que Ramsés, que había pasado un verano horroroso haciendo de guardián y compañero de mi hijo antes de que yo me diera cuenta de que era incapaz de evitar que Ramsés hiciera algo malo. Todo fue culpa de Ramsés, por supuesto, pero se habían hecho íntimos, el resultado lógico de haber sido socios de travesuras. Selim era el hijo menor de Abdullah, y por lo tanto, era tío de David. Los dos jóvenes se parecían mucho físicamente, y yo estaba comenzando a creer que también tenían otro tipo de parecido.
    Al notar que lo miraba, Selim me sonrió como un ángel de Botticelli bronceado por el sol.
    —Entonces —dije cuando los hombres se acercaron—. ¿Cuánto tiempo tiene que funcionar esa cosa infernal hasta que quite todo el aire viciado?
    —No es tan sencillo —dijo Howard, con aires de superioridad.
    —Quiere decir que no lo sabe.
    —Hemos tenido algunos problemas —admitió Howard—. El motor, o quizá una de las cadenas...
    —Ves, Peabody —dijo Emerson—. La manera en que funciona es...
    —No quiero saber cómo funciona, Emerson, mientras lo haga. Come un bocadillo.
    Howard no quiso quedarse a comer con nosotros; sus hombres ya habían dejado de trabajar y estaba a punto de regresar a su casa para completar algunos de los interminables formularios que su puesto le exigía. Esperé hasta que emprendió el camino, antes de preguntarle a Emerson sobre lo que había pasado esa mañana.
    —Nada, maldita sea —dijo Emerson, con la boca llena de pan y queso de cabra—. Sólo tuve tiempo de echar un rápido vistazo al interior cuando Carter llegó con sus cables eléctricos. El generador está en la tumba de Ramsés XI, ¿sabes?, y nos costó un trabajo del demonio hacer que los malditos cables...
    —Howard fue muy generoso al proporcionártelos, Emerson. Y la bomba de aire.
    —Sí, sí. No había más opción que aprovechar su ofrecimiento, supongo. Pero hemos llegado a una cámara de aproximadamente cuatro metros por cuatro y medio, casi llena de escombros. Si, quizá en un principio, había pensado destinarla a cámara mortuoria, el arquitecto debe haber cambiado de opinión, pues la galería continúa...
    —Desde luego que hoy no puedes trabajar en el interior.
    —¿Por qué no? Oh —protestó Emerson—. Ésa es otra de tus diplomáticas sugerencias, ¿verdad? Muy bien, Peabody, se hace tarde. Dejaré la bomba de aire funcionando toda la noche y comprobaré su rendimiento.
    Terminó su pan con queso y entonces, con un esfuerzo visible, volvió su atención a asuntos que le importaban menos.
    —¿Cómo le ha ido a la señora Jones con el Coronel? —preguntó.
    Le conté lo que había sucedido. Mi descripción de la actuación de la señora Jones como gobernanta gazmoña y miope le divirtió mucho, pero cuando le relaté mi conversación privada con el Coronel su sonrisa desapareció.
    —Dios mío, Peabody, ¿realmente le dijiste eso? ¿Con esas mismas palabras?
    —Era la verdad pura y simple, Emerson.
    —Sí, pero... —sacudió la cabeza—. Me gustaría que no hubieras sido tan... sincera.
    —Hubiera podido usar algún eufemismo, Emerson. O hablar de personas que viven en casas de cristal.
    —No es lo mismo —su expresión era muy seria—. Le asestaste un golpe devastador a su amour propre, Peabody. Yo podría haber dicho lo mismo, con la misma franqueza; no le hubiera gustado, pero hubiera sido más fácil para él aceptarlo de otro hombre que de una mujer.
    —¿De veras? —comencé a guardar lo que había sobrado de la comida—. Bueno, debo aceptar tu palabra, Emerson, puesto que me impresiona como otro de esos conceptos masculinos incomprensibles que no tienen sentido para una mujer. En todo caso, la cosa está hecha.
    —Bellingham es un hombre peligroso.
    —Soy de la misma opinión, Emerson.
    —Oh, ¿sí? —Emerson levantó la voz—. Siempre dices lo mismo. Esta vez debo insistir en que me expliques, con detalles y sin medias tintas, lo que quieres decir.
    —Con mucho gusto, Emerson. Pero no aquí; hace mucho calor y esta roca es muy dura. ¿Volvemos a casa?
    Emerson se frotó la barbilla y miró pensativo al aparato, que estaba haciendo tal estruendo que teníamos que gritar para entendernos.
    —Pensaba quedarme aquí esta noche. Esta condenada cosa tiene la mala costumbre de pararse de repente sin razón aparente.
    Traté de pensar en una forma de plantearle la cuestión sin dañar su amour propre.
    —¿Hay electricidad por la noche, Emerson? Quizá la apagan después de que se vayan los turistas. Creo que su función primordial consiste en iluminar las tumbas más concurridas.
    Emerson pareció bastante impresionado por esta idea.
    —Aja. Quizá tengas razón, Peabody. Olvidé preguntarle a Carter sobre el asunto. Voy a ver si le alcanzo. O quizá lo sepa Rais Ahmed...
    La última palabra flotaba hacia mí cuando Emerson ya se alejaba a paso firme.
    Me acerqué a Selim, que estaba sentado en un saliente sobre las escaleras, balanceando los pies y comiendo su vianda de mediodía. Los otros hombres se alejaron diplomáticamente cuando me senté a su lado.
    Respondió a mi pregunta sin vacilar. El generador funcionaba sólo de día, cuando funcionaba. Pregunté con curiosidad:
    —¿Cómo es que sabes tanto de máquinas, Selim?
    Me miró de soslayo a través de sus largas pestañas.
    —Quería saber cómo funcionan, Sitt. Es algún tipo de magia, sin duda...
    —Lo mismo me ha parecido siempre a mí —coincidí con una sonrisa—. Pero es un tipo de magia de la que no sé nada. ¿Puedes hacer andar esta máquina tan bien como el Padre de las Maldiciones?
    —Con la ayuda de Dios —dijo Selim piadosamente, pero sus ojos negros brillaron.
    —Sí, naturalmente. Gracias, Selim.
    Lo dejé para que terminara su comida y fui en busca de Emerson, que había averiguado por el Rais que su amado aparato dejaría realmente de funcionar a la caída del sol, cuando el Valle se cierra oficialmente a los turistas. Estaba bastante enfadado por ello y se mostraba reacio a dejar la condenada máquina.
    —Explícale a Selim lo que debe hacer si se para entre este momento y el ocaso —sugerí.
    Emerson seguía teniendo sus dudas, de manera que apliqué presión.
    —¿Qué es más importante, Emerson, llevar a un asesino ante la justicia o jugar con... es decir, malgastar tu talento en una tarea de mecánico? Abdullah no debe estar al sol y no se irá a su casa mientras estés aquí. Lo llevaremos con nosotros con el pretexto de consultare sobre el caso.
    Este último argumento le convenció. Emerson no estaba especialmente interesado en llevar a un asesino ante la justicia, a menos que el asesino fuera tras alguno de nosotros, pero sentía mucho afecto por Abdullah.
    Después de que Emerson le soltara a Selim una larga perorata, que el muchacho simuló escuchar con atención, le dejamos cómodamente instalado, con dos primos que le harían compañía, y el resto de nosotros partimos camino a casa. Cuando entramos en la senda principal del Valle, reduje la marcha.
    —¿Qué estás mirando? —preguntó Emerson.
    —Rais Hassan me dijo que la señora Jones y los Bellingham habían ido hacia el Valle esta mañana. Pensé que querrían visitarnos.
    Emerson puso un brazo alrededor de mis hombros y me hizo apretar el paso.
    —Vinieron y se fueron.
    —¿Qué? ¿Por qué no me lo dijiste?
    —Porque no me lo preguntaste.
    —Maldito seas, Emerson...
    —Te pido disculpas, cariño. No puedo resistir burlarme un poco de ti cuando te pones tan seria. Guarda las fuerzas para la subida. En realidad —siguió diciendo Emerson, mientras me ayudaba a subir la cuesta—, no tengo ni idea de qué diablos quería el Coronel; nos mostró como se ensamblaban los tubos de zinc, pero no pudo explicar por qué la bomba no funcionaba en ese momento. Uno podría suponer que un hombre que dice ser ingeniero sabría...
    —Emerson, por favor, deja de hablar de la condenada bomba de aire. ¿El Coronel es ingeniero?
    —Sirvió en el Cuerpo de Ingenieros durante la guerra —replicó Emerson.
    —Aja. Hubiera supuesto que la caballería era más de su gusto.
    —Es mucho más romántica —coincidió Emerson, haciendo una mueca con sus hermosos labios—. Sin embargo, en la guerra moderna un hombre que sabe construir y reparar puentes es más útil que otro que quiere dirigirse a la batalla a caballo, blandiendo una espada. ¿Todo bien, Peabody?
    Habíamos hecho una pausa en la cima del acantilado para recuperar el aliento. Le indiqué que estaba lista para seguir.
    —¿Dolly estaba con él? —pregunté.
    —Sí. No hay duda sobre lo que ella buscaba. Tan pronto como le informé de que Ramsés estaba en Luxor comenzó a quejarse del calor, el polvo y las moscas, y el Coronel se la llevó —Emerson lanzó una carcajada—. Debo darle a Ramsés una lección sobre cómo evitar a las jovencitas rapaces.
    —¿Estás seguro de que él quiere evitarla?
    —Déjame decírtelo de este modo, Peabody. No creo que debas preocuparte por la idea de tener a Dolly Bellingham de nuera.

    * * *

    Había supuesto que los chicos habrían regresado de Luxor pero no fue así.
    —¿Dónde crees que habrán ido? —pregunté—. Dijeron que terminarían una tomas y que vendrían derechos a casa.
    —Deja de preocuparte como una gallina clueca, Peabody. Son perfectamente capaces de cuidarse a sí mismos.
    Dejé a Emerson y a Abdullah en la galería y me fui a que me diera el aire. Emerson me llamó con un grito, y me apresuré a volver, a tiempo de ver llegar a mis niños perdidos. Antes de que pudiera regañarlos, Nefret se deslizó por el lomo de Risha y se acercó corriendo.
    —Bien, están todos aquí —exclamó—. Asalamu Alatkum, Abdullah. ¡Miren! ¡Miren todos!
    Tuve la desagradable sensación de que sabía lo que iba a hacer. Creo que lo mismo le pasaba a Emerson. Se puso de pie de un salto con un juramento ahogado. Antes de que pudiera impedírselo, Nefret volvió hacia Risha y saltó...
    Se dio contra el costado del caballo. Sus pies golpearon el suelo y se pegó en la frente contra la montura.
    —Maldita sea —dijo Nefret alegremente.
    Los dos muchachos habían bajado del caballo y estaban observando, David con una sonrisa y Ramsés con una cara que podría haber sido tallada en granito. No obstante, se había estremecido ostensiblemente cuando Nefret resbaló.
    —Nefret —empezó a decir Emerson—, me gustaría que no...
    —¡Sé hacerlo, realmente lo sé! —se frotó la frente y le ofreció una amplia sonrisa— Lo he hecho antes. ¡Es lo que siempre pasa cuando uno trata de presumir! Vamos, Risha...
    Si un caballo pudiera encogerse de hombros, Risha lo hubiera hecho. Parecía prepararse. También Ramsés.
    Después de un momento, dije:
    —Ya puedes abrir los ojos, Ramsés.
    Subida al caballo, triunfante, Nefret se volvió para regañar a su hermano.
    —¿No me has visto? ¿Por qué no estabas mirando? ¡Lo he hecho! Abdullah, ¿me has visto? ¿Y usted, profesor?
    —Sí, cariño —dijo Emerson, desfallecido—. Estuviste espléndida. ¿Te importa no hacerlo de nuevo?
    —Hay que saltar —explicó Nefret, gesticulando— con una pierna. La mano y la otra pierna sirven para mantener el equilibrio, mientras Risha...
    —Lo hemos visto —dije—. ¿Así que estuviste practicando? Muy bien. Será mejor que dejes a Risha descansar un poco. Corre y lávate la cara y las manos, vamos a celebrar un consejo de guerra.
    Todos afirmaron que habían comido, pero sospeché que habría sido alguna que otra porquería que habrían comprado a algún vendedor ambulante en Luxor. De todas formas, los jóvenes siempre tienen hambre. Le dije a Alí que trajera tomates y pepinos, pan y queso, y todos dimos cuenta de ellos con buen apetito. Nefret tenía la frente algo hinchada; se le formaría una costra en el extremo de la nariz, pero a todas luces no le interesaban sus magulladuras ni sus chichones. Todavía es una niña, pensé afectuosamente. ¿Y por qué no? Nunca tuvo infancia, ni una vida normal, hasta que la trajimos a vivir con nosotros.
    Algunos individuos pomposos podrían decir que la vida con nosotros tampoco había sido muy normal. Sin embargo, escalar pirámides, excavar tumbas y perseguir criminales parecía convenirle y, ¿quién era yo para negarle los derechos que siempre había defendido y de los cuales la mayoría de las mujeres de nuestra sociedad se ven injustamente privadas? Incluso el derecho de caerse de un caballo cuando le apetezca.
    Me dejaron abrir la reunión, que era lo que correspondía. Escogí una aproximación indirecta al tema.
    —¿Supongo que todos habéis ido al cementerio británico después de que yo fuera?
    Los ojos de David centellearon.
    —Os dije que lo descubriría. Siempre lo hace.
    —Sí —coincidió Abdullah—. Siempre. ¿Qué pasa con eso del cementerio?
    —Había flores silvestres desparramadas sobre la tumba de la señora Bellingham —expliqué—. Sabemos que no fue el Coronel quien las puso.
    —¿Sabemos? —repitió Emerson.
    Nefret dejó a un lado su plato y se inclinó hacia adelante.
    —Pienso que la tía Amelia tiene razón. Pero dejemos eso. Hay otras cosas que sabemos. He hecho una lista.
    Sacó un papel doblado del bolsillo de su camisa.
    —Una práctica interesante —dije, con un ademán de asentimiento—. Yo también he hecho una lista, no de datos, sino de preguntas a contestar. Escuchemos primero la tuya, Nefret.
    —En realidad ha sido un trabajo en equipo —dijo Nefret, sonriendo a Ramsés y David—. Lo hemos hecho juntos.
    —Excelente—aprobó Emerson—. Adelante, querida.
    —Sí, señor —Nefret desdobló el papel—. Dato número uno. La señora Bellingham no fue secuestrada por Scudder. Ella huyó con él.
    —Oh, vamos —exclamó Emerson—. Puede ser que fuera así, pero ¿cómo puedes afirmarlo?
    —Demasiadas enaguas —dije. Nefret me sonrió. Emerson levantó las manos.
    —Cariño, es obvio —sostuve—. Tenía al menos una docena de enaguas. Las mujeres no usan más de tres o cuatro bajo las faldas, hoy en día; se tiene que ver una línea casi recta desde la cintura a... —Al ver la expresión de Emerson, deduje que no debía abundar en el tema de las faldas—. Otro punto decisivo es que también llevaba con ella un vestido de fiesta, el de damasco azul que le sirvió de mortaja externa. La última vez que la vieron llevaba un vestido de tarde. No podría haberse cambiado para ponerse un traje de noche sin la ayuda de su doncella o de su marido, ninguno de los cuales admitió haberla visto. Ergo, debió haber salido del hotel poco después de regresar de la merienda celebrada en el consulado con un baúl o una maleta. ¿Podéis imaginar a un secuestrador que la espera a que recoja su vestimenta, para luego llevársela junto con la dama, sin que ella colabore?
    —Aja —dijo Emerson.
    —Me alegra que estés de acuerdo, Emerson. Sigue, Nefret.
    —Punto dos. La herida que la mató fue hecha con una hoja de cuchillo, larga y afilada, que la traspasó. La víctima se hallaba frente al asesino, y de pie.
    —¡Bismild!—exclamó Abdullah—. ¿Cómo puedes...?
    —Ésa es la contribución de Ramsés —dijo Nefret, haciendo un gesto gracioso hacia mi hijo—. Confieso que no tuve tanta sangre fría como para examinar el cuerpo tan de cerca.
    —Resultaba evidente por las posiciones y tamaños relativos de las heridas de entrada y de salida —dijo Ramsés.
    —Exacto —dije—. Si hubiera estado de rodillas, la hoja hubiera penetrado con una inclinación.
    —Emerson comenzó a decir:
    —Y qué si ella... —luego se calló—. Me parece que veo adonde queréis llegar. Sigue, Nefret.
    —Punto tres. Había vestigios de natrón en el cuerpo.
    —¡Qué! —explotó Emerson— ¿Cuándo... cómo...?
    —Emerson, esto nos llevará todo el día si sigues interrumpiendo —protesté—. Le comenté al señor Gordon, del consulado americano, en tu presencia, si lo recuerdas, que se debían tomar muestras de la piel con el fin de determinar la sustancia empleada para conservar el cuerpo. Lo hicimos la otra mañana. ¿Tú las analizaste, Ramsés?
    Ramsés asintió.
    —Yo mismo he hecho experimentos con natrón como agente preservativo. Es mucho más efectivo que la arena común, por eso es que los antiguos lo usaban para...
    —¡Pero eso es extraordinario! —exclamó Emerson—. ¿Cómo hizo Scudder para traer esa sustancia a Luxor? Necesitaría cientos de kilos para cubrir... Hum.
    —Precisamente —dijo Ramsés—. La conclusión lógica es que no tuvo que transportar toda esa cantidad de natrón porque la tenía a mano. Debían estar en Wadi Natrun o cerca de allí cuando ella murió.
    —De manera que cuando huyeron de El Cairo fueron hacia el sur, en lugar de ir a Alejandría o Port Said —dije, pensativa—. Allí es donde el Coronel y la policía los buscarían en algún puerto. Scudder debía de tener amigos o parientes en una de las aldeas. ¡Excelente! Ése debe ser nuestro próximo...
    —Creo, madre, que emprender una investigación de ese tipo sería una pérdida de tiempo —me interrumpió Ramsés—. No nos daría ninguna pista sobre el paradero actual de Scudder. Nefret, me parece que tienes un ítem más en tu lista.
    —Número cuatro. Fue Scudder quien amortajó el cuerpo y lo trajo a Luxor...
    Emerson abrió los labios y yo dije rápidamente:
    —Bien, Emerson, no discutas. Habíamos supuesto que sería así, pero nunca sometimos nuestras conjeturas a un análisis lógico. Teniendo en cuenta lo que ahora sabemos, es la única conclusión posible.
    —Ja —dijo Emerson.
    —No he terminado todavía, tía Amelia —dijo Nefret—. Trajo el cuerpo a Luxor y encontró una tumba adecuada, no como una broma macabra sino como un acto de respeto y desagravio. La amaba y la ama todavía. Fue él quien puso las flores en la tumba.
    Abdullah, metiendo un dedo bajo el turbante, se rascó la cabeza delicadamente.
    —Aja —dijo, casi en el mismo tono que Emerson—. Un hombre puede matar a su mujer si le es infiel o si trataba de dejarlo. ¿Pero por qué no la enterró en la arena y la dejó allí?
    —Muy bueno, Abdullah —dije—. Ésa era una de mis preguntas. Sin embargo, creo que sabemos la respuesta. Scudder está loco.
    Abdullah pareció complacido.
    —Pero —dijo— si está loco, está bajo la protección de Dios.
    Ramsés clavó su mirada en el anciano como si hubiera dicho algo inteligente. Antes de que pudiera hacer algún comentario, suponiendo que hubiera querido hacerlo, yo saqué mi lista del bolsillo.
    —He aquí mis otras preguntas. Primero, ¿por qué volvió a Egipto el coronel Bellingham?
    —No —dijo Emerson—. Es una pregunta equivocada, Peabody. Sabemos por qué volvió.
    —¿Crees que nos ha dicho la verdad?
    —Sí —dijo Emerson.
    —Aja. Bueno, yo también. Entonces, ¿qué...?
    —Sería mejor que preguntaras por qué sigue en Egipto.
    —También lo sabemos —dije—. Quiere matar a Scudder. Maldita sea, Emerson, ¿me dejarás seguir con mis preguntas?
    —Por supuesto, cariño.
    Miré mi lista.
    —Dos, ¿por qué quería Scudder que encontráramos la momia?
    —Otra vez —dijo Emerson, antes de que nadie pudiera hablar— debo oponerme a la forma en que has formulado la pregunta, Peabody. ¿Qué quieres decir, por qué quería Scudder que se encontrara la momia o por qué nos eligió para encontrarla?
    —Pero, ¿a quién otro elegiría? —preguntó Abdullah—. ¿Quién es el más inteligente, el más famoso, el más experto del mundo?
    Sonreí ante el ingenuo cumplido, y luego, como Ramsés, miré fijamente al anciano.
    —Dios mío —murmuré.
    —Exacto —dijo Ramsés. Se dirigió a Abdullah en árabe—. Padre, tú eres el más inteligente de todos. Nos has mostrado el camino no una vez, ni dos veces, sino tres veces.
    —Entonces —dijo Abdullah, yendo directo al grano—, ¿no matarás al loco? Es inocente a los ojos de Dios.
    —No queremos hacerle daño, padre —dijo Ramsés—. Debemos encontrarlo para evitar que le hagan daño, o que haga daño a otros.
    —¿Cuál es tu próxima pregunta, Peabody? —inquirió Emerson.
    —Todas han sido respondidas, Emerson.
    Doblé mi lista y la puse en el bolsillo.

    * * *
    Estaba sentada en la galería, absorta en mis pensamientos; el sol se ponía, cuando vi que se acercaba un jinete. Los demás estaban con Emerson en su escritorio, o en el cuarto oscuro, puesto que, como mi marido había señalado mordazmente, no tenía sentido perder todo el día en discusiones innecesarias. Fui enseguida a avisarles, ya que estaba segura que querrían oír lo que nuestro visitante tendría que decirnos. Cyrus no cabalgaba a esa velocidad a menos que lo impulsara una urgencia.
    —¿Ha estado en la dahabiyya? —pregunté.
    —Sí, señora, así es —Cyrus empezó a tironearse la perilla de una forma que debía resultar bastante dolorosa. Aquello era un signo de extrema perturbación—. Maldita sea, después de todo es mi barco. De repente, me puse muy nervioso al pensar que Katherine estaba allí. Ahora estoy más inquieto aún.
    —Beba un poco de whisky, Cyrus, y cuéntenos lo que pasó —le urgí.
    —Gracias, señora Amelia, pero todavía no quiero beber nada. No quiero perder la cabeza. El Coronel me ha invitado a ir a cazar chacales con él. Como ustedes saben, no siento ningún placer en matar seres que no pueden defenderse en igualdad de condiciones, ni siquiera a las alimañas, como los chacales, pero decidí ir y ver qué se trae entre manos. Pensé que ustedes lo tenían que saber enseguida.
    —¿Se habrá citado con Scudder? —pregunté—. Pero, ¿cómo? ¿La señora Jones le dijo algo acerca de un mensaje?
    Cyrus negó con la cabeza.
    —No tuvimos muchas oportunidades de hablar. Sólo me dijo que durante todo el día había manifestado una conducta extraña. Algo que ha sucedido le ha tras-tornado, pero no mencionó ningún mensaje.
    Intercambiamos miradas con Emerson.
    —Quizá sólo busque un desahogo en el asesinato de animales indefensos —dijo Ramsés, cuyas opiniones sobre la caza eran por todos conocidas—. Pero si Scudder ha logrado comunicarse con él, no podemos permitir que el señor Vandergelt corra el riesgo de acompañar al Coronel. Uno de nosotros debería...
    Los cuatro hablamos al unísono.
    —¡Tu no!
    Cyrus era el único que no había dicho nada, pero tenía sus propias objeciones.
    —Puedo cuidar de mí mismo, jovencito. ¿Qué te hace pensar que estaré en peligro? Bellingham no me guarda ningún rencor.
    —Bellingham disparará contra cualquiera que se interponga entre él y Dutton Scudder —dijo Ramsés—. En estos momentos es tan peligroso como un perro ra-bioso e igual de impredecible.
    —Justo la razón por la cual tú no te moverás de esta casa —dije—. Ni David. Bellingham tendría menos escrúpulos todavía en herirlo.
    —Tiene toda la razón —me apoyó Nefret, fríamente—. Pero coincido en que alguien tiene que ir con el señor Vandergelt. Yo soy la persona indicada.
    Ramsés, que ya se había incorporado, se quedó totalmente rígido. Antes de que pudiera articular las palabras que bullían en su boca, Emerson habló.
    —Esta discusión se nos está escapando de las manos —dijo con la voz suave que le había convertido en una leyenda en las aldeas de Egipto. Los criminales más endurecidos se encogían de miedo cuando Emerson hablaba en ese tono susurrante—. Quédense todos tranquilos. Ramsés, siéntate.
    —Pero, padre...
    —Siéntate, he dicho. Tu hermana no irá a ninguna parte. Tú tampoco. Vandergelt, ¿dónde y a qué hora debe encontrarse con el Coronel?
    —Los lugares preferidos, como usted sabe, están cerca del Ramesseum y el Valle de los Reyes —replicó Cyrus—. El Coronel sugirió ir a este último. A la caída del sol.
    Emerson asintió.
    —Sí, ésa es la hora del día preferida por los cazadores, cuando los animales salen a buscar sus presas con poca luz. El momento perfecto para un asesinato o un desgraciado accidente. Constituye un deporte popular entre algunos turistas. Bellingham no ha ido de caza antes, ¿verdad?
    —No creo —contestó Cyrus—. Eso no significa...
    —En las investigaciones criminales, cualquier desviación de la rutina establecida por parte de un sospechoso es significativa—dije.
    —¿Está bien armado? —preguntó Emerson—. ¿Tiene un rifle y una escopeta?
    —Y un par de pistolas —-dijo Cyrus, sombrío—. Esta tarde me enseñó su arsenal.
    —Aja —dijo Emerson. Vació la pipa, se incorporó y se estiró. Los músculos se estremecieron a lo largo de sus brazos y hombros. Este impresionante espectáculo me advirtió de sus intenciones.
    —¡Emerson, te estás portando como un patán! —exclamé.
    —Es lo que espero —dijo mi marido, con una mirada penetrante.
    No me dejé distraer.
    —¡Tensas los músculos y das órdenes de forma despótica! En este caso, lo que se requiere no es fuerza muscular, sino astucia y sentido común. Nefret tiene razón. El Coronel quizá no tenga escrúpulos en poner en peligro a otro hombre, pero no disparará contra ella ni contra cualquier otra mujer.
    Ramsés se puso de pie de un salto.
    —Madre, si lo que quiere es permitir que Nefret...
    —No se refiere a Nefret —dijo Emerson—. Se refiere a sí misma. Peabody, pedazo de idiota, ¿no te das cuenta de que en este momento Bellingham te odia más que a nadie en el mundo, excepto a Scudder?
    Esta notable afirmación tuvo el efecto de atraer la atención de todos. Hasta Ramsés, que estaba vibrando como la condenada bomba de aire, se sentó y me miró.
    —De alguna manera no me sorprende —comentó Cyrus—. ¿Qué ha hecho ahora, Amelia?
    Emerson se lo contó.
    Los ojos de Ramsés se abrieron como platos.
    —¿Le dijo eso?
    —Querida tía Amelia —Nefret se giró para mirarme. Su voz era un poco temblorosa.
    —No comprendo a qué viene semejante escándalo —observé con irritación.
    Cyrus sacudió la cabeza.
    —Esto explica por qué Bellingham está tan excitado. Será mejor que mantenga a su mujer alejada de ese individuo, Emerson, hasta que haya tenido tiempo de calmarse.
    La opinión fue unánime, de manera que me vi obligada a ceder, pero no pude convencer a Emerson de que abandonara su plan. Permanecimos en la arcada abierta, viendo cómo se alejaban.
    —Venid y sentaos —ordené, ya que expresar mi ansiedad hubiera incrementado la de ellos—. No podéis quedaros allí como obeliscos durante las próximas dos horas. Ramsés, te agradecería que me trajeras un vaso de whisky con soda, si eres tan amable.
    Ramsés obedeció y se acercó a la mesa.
    —Supongo que no... —empezó a decir.
    —Whisky, no, Ramsés.
    —Bien, madre

    Capítulo 14
    Un hombre que solicita ayuda debería al menos proporcionar algunas indicaciones.

    La cerrada descarga vespertina, como la llamaba Emerson, no siempre se podía oír desde nuestra casa; dependía de la dirección del viento y del tipo de armas utilizadas por los cazadores. Esa noche sonó muy fuerte. Mientras el cielo se oscurecía por el este, y el ocaso desplegaba sus velos sobre el terreno, el eco distante de los disparos fue en aumento.
    —Debe haber docenas de cazadores esta noche —dijo David—. Es un milagro que no se disparen unos a otros.
    Puede que su intención fuera mantener una conversación amable, pero eligió mal el tema. La respuesta de Ramsés tampoco contribuyó a la tranquilidad general.
    —En ocasiones, se han producido accidentes.
    Gradualmente disminuyó la frecuencia de los disparos, mientras la oscuridad avanzaba. Las primeras estrellas brillantes de la noche aparecieron en el cielo sobre Luxor, y luego, al fin, los oímos volver. Corrí a la entrada.
    —Gracias a Dios has regresado sin ningún problema —exclamé—. ¿Qué ha pasado?
    —¿Qué esperabas que pasara? —Emerson le entregó las riendas a Ramsés—. ¡No puedo imaginarme por qué permití que todos vosotros me hipnotizarais de tal manera que supuse que algo iba a suceder! Pasamos la mayor parte del tiempo tumbados detrás de unas rocas, mientras una banda de imbéciles disparaba continuamente los unos contra los otros. Los chacales se debían estar muriendo de la risa.
    —¿Viste a Bellingham? —pregunté.
    —Sí —Emerson tropezó con una silla y soltó una palabrota—. ¿Por qué estás sentada en la oscuridad?
    —Te esperaba. No maldigas la oscuridad, Emerson, enciende una lámpara. No, déjame hacerlo a mí, a ti siempre se te caen.
    Procedí a encender la lámpara, mientras Emerson preparaba nuestro whisky. Cyrus levantó a Sekhmet y se acomodó en una silla con la gata en las rodillas. Los chicos se habían ido al establo con los caballos.
    —¿Y...?—dije.
    —Bueno, bah —dijo Emerson—. Si había algún propósito oculto detrás de la expedición de Bellingham de esta noche, no fui capaz de descubrirlo. Scudder quizá esté loco, pero no es tan estúpido como para acercarse a un tumulto como ése.
    —Sin embargo, algo curioso está pasando —dijo Cyrus lentamente—. El Coronel se puso muy contento de vernos, contento y solícito. Fue él quien insistió en que nos pusiéramos a cubierto.
    —¿Él no lo hizo? —pregunté.
    —No con nosotros. Se marchó solo. No escuché ningún grito, de manera que creo que no hubo heridos —Cyrus terminó el whisky y se incorporó, dejando a Sekhmet en la silla que acababa de abandonar—. Me parece que me iré a casa. ¿Los muchachos pasarán la noche en la Amelia, como prometió Ramsés?
    —¿Lo prometió? Sí, creo que lo hizo, ahora que usted lo dice. No debemos dejar a la señora Jones sin un salvador cerca, por si acaso, pero...
    —Bien. Puede que les haga una pequeña visita más tarde. Dígaselo, por favor, no me gustaría que esos chicos me tomaran por un ladrón —con el sombrero en la mano, se quedó un momento mirando el crepúsculo—. Se supone que esta noche hay luna llena —musitó, como para sí mismo—. Siempre me cuesta dormir cuando hay luna llena.

    * * *

    La luz de la luna siempre es brillante en Egipto; algunos afirman que cuando la luna está llena es posible leer un periódico con su luz. Yo nunca lo había hecho, puesto que por lo general tengo otras cosas de que ocuparme a esas horas; pero los muchachos se fueron a caballo hasta la dahabiyya, y el resplandor plateado nos permitió distinguir sus siluetas hasta que alcanzaron la plantación, a casi un kilómetro de distancia.
    Les había echado un buen sermón antes de despedirles, reiterando mis encarecidos ruegos de que se cuidaran, hasta David mostró signos de cansancio, y Emerson me pidió que me callara. Había sido una pérdida de tiempo. ¿Cómo podrían cuidarse de un peligro desconocido? Sin embargo, no podía prohibirles que fueran. Ramsés le había dicho a la señora Jones que estarían allí, y un caballero inglés siempre cumple su palabra.
    Le había hecho prometer a Nefret que no saldría; pero cuando me preparaba para ir a la cama, escuché suaves pisadas recorriendo la casa sin descanso. El aroma del tabaco de una pipa entró flotando por la ventana; Emerson estaba fuera, caminando de un lado al otro. Algo aterrizó en el alféizar de la ventana con un ruido sordo. Me sobresalté y dejé caer el cepillo. No había visto a Anubis desde algunos días. Tenía la costumbre de salir solo, para cazar o para que se le pasaran los enfados; ahora estaba sentado en la ventana, con los ojos centellantes a la luz de las velas y el pelo erizado.
    —Está afuera —dije. Mi voz sonó extraña en el silencio—. ¡Por Dios, no me mires como si me estuvieras acusando! ¿Qué te pasa esta noche?
    El gato desapareció más silenciosamente de lo que había llegado. Si yo hubiera tenido pelo, también lo tendría de punta. Había algo en el aire, una sensación de espera, de algo inminente, de...
    —¿Por qué diablos estás sentada mirando el espejo? —preguntó Emerson.
    Emití un gritito de exasperación y dejé caer el cepillo.
    —¡Me gustaría que no te acercaras tan sigilosamente, Emerson!
    —No lo he hecho —replicó indignado—. Estabas tan ensimismada que no me oíste. ¿Por qué no estás en la cama?
    —No estoy cansada.
    —Sí, lo estás —volvió la cabeza de golpe hacia la puerta—. Alguien camina sigilosamente alrededor de la casa. Oí...
    —Supongo que es Nefret —dije—. ¡Emerson, por Dios, no la asustes! Tú también estás nervioso esta noche.
    —Nervioso, ¡bah! —protestó Emerson. Abrió la puerta—. ¿Nefret, eres tú? Vete inmediatamente a la cama.
    —No podré dormir —dijo Nefret, enigmática.
    —Eso no lo puedo controlar —respondió Emerson—. Vete a tu cuarto.
    —Sí, señor —contestó la muchacha con aspereza. Se alejó, indignada, todavía vestida con pantalones, camisa y botas. Yo estaba segura de que no tenía la intención de ponerse el camisón.
    —Supongo que no hay manera de garantizar que se vaya a dormir —dijo Emerson. Me miró con una cierta esperanza en sus ojos.
    —No, Emerson, es demasiado inteligente como para aceptar una taza de chocolate caliente esta noche.
    Se tumbó sobre la cama, completamente vestido.
    —Ven a la cama, Peabody.
    No me molesté en pedirle que se quitara las botas. Después de un rato, comenzó a roncar estrepitosamente.
    Me tendí sobre la cama, pero tampoco me desvestí. Al cabo de un momento, caí en uno de esos abominables estados de conciencia en los que uno no está ni dormido del todo ni despierto por completo. Cada ruido me sobresaltaba. Por fin, después de un intervalo interminable, me rendí. Debía faltar poco para la salida del sol. Emerson había dejado de roncar, pero yo sabía que no estaba dormido. Cuando le llamé, respondió de inmediato.
    —¿Sí, Peabody?
    —No puedo dormir, Emerson.
    —Yo tampoco —se dio la vuelta y me abrazó—. ¿Estás preocupada por los chicos?
    —Siempre estoy preocupada por ellos. Sin embargo, no es eso. Ahora sabemos casi toda la verdad; deberíamos ser capaces de prever los próximos pasos de Scudder.
    —Nos escribió en otras ocasiones. Quizá lo haga de nuevo.
    —No le resultará entregarnos un mensaje. Estamos olvidando algo, Emerson. Sin duda alguna, Scudder es un loco, pero es un loco romántico.
    —No te entiendo, Peabody.
    —Todo lo que ha hecho ha sido impulsado por un romanticismo confuso, como algo sacado de una novela. La manera en que preparó el cuerpo, sin seguir el antiguo modelo egipcio sino de una forma que podría haber servido de ilustración a una novela de ese género; las pistas enigmáticas que nos envió; el fútil melodrama de traer a Bellingham a la escena para confrontarlo con el cuerpo de su mujer. En su encuentro final preparará un acto igualmente fútil y melodramático. ¿Podrías adivinar qué escenario elegirá?
    —La tumba, por supuesto —dijo Emerson, añadiendo una blasfemia altisonante —¿Por qué diablos no lo has dicho antes?
    —Se me acaba de ocurrir ahora. Estaba tratando de pensar en una razón que explicara el inusual comportamiento de Bellingham esta noche. Reúne todos los datos, Emerson: Bellingham andaba con una escopeta, y estaba cerca de la entrada al Valle.
    —¿Piensas que recibió un mensaje de Scudder?
    —¿Por qué otro motivo saldría esta noche?
    —Es posible —murmuró Emerson—. Pero no, Peabody, no puede ser. Si tu..., nuestra deducción de los motivos de Scudder es correcta, querrá tener público, ¿verdad? No habría organizado encontrarse con Bellingham solo al anochecer.
    —Público, testigos, árbitros —repliqué—. En resumen, nos querrá a nosotros. No creo que la cita estuviera prevista para esta noche. Bellingham sólo quería explorar el terreno. Scudder no necesita convocarnos para presenciar su función. Espera que mañana estemos trabajando en la tumba, como siempre.
    —Entonces esperará hasta que hayamos llegado —dijo Emerson, simulando un bostezo—. Podríamos tratar de dormir un poco lo que queda de...
    —Scudder esperará. ¿Lo hará Bellingham?
    Antes de que Emerson pudiera responder oímos la voz de Nefret.
    —¡Alguien viene! ¡Dense prisa!
    Ella tampoco podía dormir. Llegamos a la galería a tiempo de ver desmontar a los chicos.
    —¿Qué hacéis aquí tan temprano? —preguntó Emerson—. Todavía no...
    —Dentro de una hora comenzará a salir el sol —le interrumpió Ramsés—. Y temo que sea demasiado tarde.
    La luna se estaba ocultando, pero había luz suficiente como para que pudiera ver la ansiedad de su rostro. Me dirigí impetuosamente hacia delante. Emerson me cogió con su mano de hierro.
    —Si ya es demasiado tarde, cinco minutos más no cuentan —dijo con calma—. Explícate, Ramsés.
    —El Coronel Bellingham no regresó al Valle de los Reyes esta noche —dijo Ramsés—. Quiero decir, a la dahabiyya; ha debido ir directamente... —Tomó aliento y empezó de nuevo—. La señora Jones nos hizo una señal. Creo que agitaba un trozo de tela; no la podía ver con claridad, pero su presencia en cubierta a esa hora y la forma en que seguía agitando su brazo eran pruebas suficientes de su alarma. El Coronel le había dicho que no se presentaría para cenar, de manera que no empezó a preocuparse hasta que se despertó hace una hora y se dio cuenta de que no había regresado. ¿Es suficiente para usted, padre? Debemos irnos enseguida. A algunos cazadores les basta con la luz de la luna. O los primeros rayos de la aurora.
    Tomamos el sendero de arriba del gebel; hasta los caballos disminuían el paso por la oscuridad y la superficie desigual del Valle. La luna había descendido y los primeros rayos de la aurora aparecían en el cielo cuando comenzamos a descender la empinada cuesta. Nos dio la bienvenida el resplandor de un fuego a nuestros pies; los gaffirs que cuidaban el Valle estaban reunidos a su alrededor, preparando el café matinal. Nos saludaron con placer, pero sin sorpresa. Nada de lo que hiciera Emerson podía sorprenderles. Cuando mi marido les preguntó si habían visto gente extraña, intercambiaron miradas y se encogieron de hombros.
    —Dormíamos, Padre de las Maldiciones. Hubo cazadores en el gebel, pero ninguno vino por aquí.
    Seguimos nuestro camino a toda prisa. Ramsés y Emerson se nos adelantaron; estaban cerca de la entrada de la tumba cuando les alcanzamos. Miraban algo que yacía sobre el suelo.
    Ramsés lo levantó: un pesado bastón con puño de oro. Asiendo ambos extremos del mismo, lo hizo girar y tiró de la empuñadura. El acero brilló en la pálida luz.
    —Un bastón de estoque —dije—. Deberíamos haberlo sabido, ¿no es cierto? Estuvo aquí. ¿Cómo llegó sin que lo vieran?
    Ramsés hizo un gesto.
    —Por la senda de las cabras. ¡Nosotros se lo enseñamos! Posiblemente la cuerda todavía está allí. Se apostó aquí antes del amanecer, esperando. Quizá no esté muerto. Todavía...
    Entonces desapareció, descendiendo por los escalones a toda velocidad.
    —Quedaos aquí —exclamó Emerson y lo siguió.
    Debía haber supuesto que ninguno de nosotros cumpliría esta orden. Era el único lugar donde podían haber ido los dos hombres que buscábamos. Yo también había visto las huellas en el fino polvo de arena que cubría los escalones, como si hubieran arrastrado algo grande y pesado.
    Cuando entramos a la calurosa y oscura galería, me alegró ver que Emerson había tenido el suficiente sentido común como para detenerse un momento y encender una vela. Brillaba con luz trémula como un fuego fatuo, más adelante y más abajo de la galería. Tropecé con un tubo y caí contra Emerson.
    —¡Maldición, Peabody! —exclamó.
    —No te preocupes —pude decir—. ¿Dónde está Ramsés?
    —Traiga la luz —era la voz de mi hijo. Apenas si lo podía distinguir, de cuclillas sobre el suelo descendente. A sus espaldas había una abertura oscura: la entrada a la cámara que Emerson había encontrado el día anterior. Por encima, y a ambos lados, se encontraban las vigas que sostenían el techo; cerca del joven había un bulto, que parecía un montón de harapos.
    Emerson avanzó, sosteniendo en alto la vela. Ramsés no levantó la vista. Cogiendo el bulto amorfo que yacía a su lado, lo estiró hasta que quedó plano, tan plano como podía ponerse en esa superficie inclinada. La luz se reflejaba en los globos oculares, opacos como cristal esmerilado. Tenía la boca abierta, y la nariz torcida hacía una sombra grotesca en una mejilla. Dutton Scudder había llegado al lugar de su descanso final, en la tumba que había preparado para la mujer que amaba.
    Ramsés cogió la vela de la mano de su padre y apartó la galabiyya desgarrada. La débil luz dejó la parte inferior del torso en sombra; carne y tela, hueso y músculo, habían sido aplastados hasta formar una masa oscura y horrible. El dedo índice de Ramsés tocó una vieja cicatriz, de aproximadamente dos centímetros y medio, que se hallaba justo debajo de la clavícula.
    —Si hubiera apuntado unos centímetros más arriba, hubiera borrado esta cicatriz —dijo Ramsés—. Sin embargo, disparó bien, teniendo en cuenta la mala ilu-minación.
    —Gracias. —El Coronel se adelantó desde las sombras de la cámara. Su traje de caza, de tweed, estaba manchado y rasgado, pero su rostro presentaba la usual máscara de cortesía. Sostenía una escopeta de dos caños en el hueco de su brazo.
    Ramsés se enderezó, y Bellingham dijo con amabilidad:
    —Qué lástima que esta mañana hayan llegado tan temprano. Si lo hubieran hecho a la hora de siempre, yo ya me habría ido y la prueba física estaría enterrada bajo varias toneladas de piedras. No, profesor, quédese donde está. Ahora no tengo nada que perder, y siento pocos escrúpulos en hacer daño a los que me han traído a esta situación. Excepto... Retroceda, señorita Forth. No quiero lastimarla.
    Como era de prever, Nefret no retrocedió; sólo el brazo extendido de Emerson impidió que se adelantará aún más.
    —Por favor, Coronel. No hay necesidad de que nadie salga herido —dijo con voz afable y apaciguadora—. Salgamos todos, usted también. Venga conmigo. Coja mi mano.
    Bellingham rió.
    —Muy amable, señorita Forth, pero es demasiado tarde para sus artimañas femeninas. Supe ayer que la señora Emerson había logrado envenenar su mente en mi contra. En ese momento me acusó de haber asesinado a Lucinda...
    —Oh, Dios —dije—. Qué cierto es que los culpables huyen donde nadie les persigue. Malinterpretó mis palabras, Coronel.
    —Ahora ya no tiene ninguna duda, ¿verdad? Pero quizá haya algunos puntos que no han quedado demasiado claros. Deben estar intrigados. Vengan conmigo y contestaré a sus preguntas.
    —Peabody —exclamó Emerson—, si das un paso...
    —Bueno, Emerson, cálmate —dije. La escopeta le apuntaba al pecho, y Nefret estaba a su lado.
    —Venga aquí, señora Emerson —repitió el Coronel.
    Me di cuenta de que no tenía otra opción. Tan pronto como estuve lo suficientemente cerca, me cogió con su brazo izquierdo. Había supuesto que podría quitarle el arma, pero me di cuenta enseguida de que no tenía ninguna oportunidad de hacerlo. Su dedo estaba firme en el gatillo, y en ese espacio tan cerrado, hasta un tiro al aire podría herir a alguien. Mi única esperanza, bastante frágil por cierto, residía en alabar su ingenio. Nunca se sabe: ¡todavía podría surgir algo que nos ayudara!
    —Entonces —lo alenté—. ¿Cómo pudo seguir y encontrar a Scudder y a Lucinda, cuando la policía no lo pudo hacer?
    —Me aseguré de que la policía no los encontraría, señora Emerson. Se trataba de un asunto privado, de un asunto de honor. Sabía que su criada debía estar involucrada; sin su ayuda Lucinda no habría podido dejar el hotel sin ser vista. Cuando interrogué a la infeliz, confesó todo. Lucinda llevaba uno de sus vestidos y salió por la entrada de los sirvientes, donde se encontró con Scudder, que se había disfrazado de egipcio. Con esa información no resultó difícil seguirles el rastro, en especial cuando la negra me dijo que Scudder había mencionado una aldea cerca del Wadi Natrun.
    —Muy inteligente —dije. Mis ojos estaban fijos en su mano derecha. El dedo no se había movido.
    —Ustedes fueron muy inteligentes —dijo Bellingham, en una horrible parodia de cortesía— al notar, como supongo que hicieron, que la herida que la mató no fue hecha con un cuchillo, sino por algo más delgado y no tan pesado. Todavía uso ese bastón. Es un recuerdo, se podría decir.
    Pensé que también había matado a Scudder, pero no podía quedarme para cerciorarme; los gritos de Lucinda habían llamado la atención y oía que se acercaba gente. Unos pocos disparos de mi pistola dispersaron a la multitud, y huí en la oscuridad sin que me reconocieran.
    —Aun si lo hubieran visto con claridad, los campesinos no se hubieran atrevido a ir a la policía —dijo Ramsés—. Tienen más que temer que esperar de nuestra así llamada justicia.
    La boca de la escopeta se dirigió hacia él.
    —Una conjetura bastante acertada, joven —dijo Bellingham con aspereza—. Le he estado observando, no vuelva a moverse.
    —El mensaje de Scudder, que le trajo a Egipto, amenazaba con descubrirlo —atiné a decir, tratando de distraer su atención de Ramsés—. Temió...
    —¿Temer? —el apretón de Bellingham se hizo más fuerte, y me dolieron las costillas—. Fue la venganza, y no el miedo, lo que me trajo de regreso, señora Emerson. No temo a ningún hombre. Scudder me había informado que pensaba involucrarla a usted y a su marido, de manera que me esforcé por conocerles...
    —¿Y alentó a su hija para que se relacionara con Ramsés?
    —Eso no estaba en mis planes, señora Emerson, pero me hubiera servido si el destino no hubiera intervenido. Scudder esperaba obtener de mí una confesión amenazando a Dolly, y yo esperaba que si él la seguía, podría atraparlo.
    —¡Es despreciable! —exclamé—. Usar a su propia hija...
    —¡Basta! Me estoy cansando, señora Emerson. ¿He satisfecho su curiosidad? Se trata de un rasgo peligroso. Ya conoce el dicho: la curiosidad mata al gato.
    Retrocedió un paso, arrastrándome con él. Emerson dijo con calma:
    —¿Habla de honor, cuando usa a una mujer de escudo? Suéltela, Bellingham. Todavía tiene una salida, en tanto no haga daño a nadie más. Puede vivir...
    —¿Vivir? ¿Enfrentarme al escándalo, a la ignominia, y posiblemente ir a prisión? Lo conozco, señor, sé que haría todo lo posible para que me acusaran y me condenaran. En cuanto a su esposa, ¡no se debería permitir que vivieran mujeres como ella! Desafían a la autoridad, exigen hacer sus caprichos; más tarde o más temprano le traicionará, como Lucinda hizo conmigo. No deseo hacer ningún mal al resto de ustedes —siguió diciendo, mirando las caras pálidas que lo observaban con horror desde las sombras—. Retrocedan, antes de que sea demasiado tarde.
    Les dio poco tiempo para salvarse. Casi con negligencia, levantó el arma y disparó ambos cañones hacia la unión del techo con las paredes, donde se juntaban las vigas que lo apuntalaban. El techo se desplomó con un ruido atronador, mientras el Coronel me arrastraba entre la lluvia de piedras hacia la oscuridad de la cámara adyacente.

    * * *

    Tenía la seguridad de que pasarían alguna de estas dos cosas: o me aplastarían y/o mutilarían las rocas al caer, o me encontraría sepultada con un individuo que podría asesinarme cuando le viniera en gana, sin miedo a sufrir interrupciones. Antes de que pudiera proseguir con esta serie de razonamientos deprimentes, me sentí agobiada por la oscuridad y por un intenso dolor.
    La oscuridad provenía de la inconsciencia, pero no duró mucho tiempo; abrí los ojos para encontrarme con otro tipo de oscuridad: la total ausencia de luz. Cuando traté de moverme, una punzada de dolor me recorrió el cuerpo. Me había golpeado contra el suelo rocoso con bastante fuerza, pero el dolor más fuerte parecía provenir de una de mis piernas. Apretando los dientes, me arrastré hacia la derecha, donde, si mi memoria no me era infiel, había una pared. Siempre es una buena idea contar con una pared a tus espaldas.
    En especial en aquel momento. Algo extraño estaba sucediendo. No podía ver nada, pero sí podía oír, y los sonidos que escuchaba no eran los que esperaba. Sugerían que estaba teniendo lugar una lucha violenta: gruñidos, jadeos y el ruido de golpes. A pesar de que todavía estaba mareada por el dolor y la confusión, mi inteligencia dedujo la conclusión lógica: no estaba sola con mi asesino. Alguna persona, alguna cosa, estaba también ahí.
    Mi primer pensamiento, por supuesto, se centró en mi amado esposo. Pero no, imposible, me dije. Ni siquiera Emerson podría haber llegado a tiempo al lugar; se hallaba a una distancia de tres metros cuando el Coronel me arrastró a través de la lluvia de piedras. ¿Quién, o qué, acechaba, a la espera, en los sombríos recovecos de la tumba?
    La avidez de la curiosidad me proporcionó una energía renovada. Hurgué en mis bolsillos hasta que localicé un trozo de vela y una caja de cerillas. Encendí una cerilla. Me quedé mirando, sin habla y sin moverme a causa de la sorpresa, hasta que la llama chamuscó mis dedos y me vi obligada a dejar caer la cerilla.
    —¿Madre?
    Si no le hubiera visto, no le hubiera reconocido por la voz. (Si bien la lógica me hubiera recordado que nadie más me llama de esa manera.) Lo que había visto era tan sorprendente como el mero hecho de su presencia: mi hijo, a horcajadas sobre el cuerpo postrado de Bellingham, en el acto de estrellar la cabeza de este último contra el suelo.
    —Aquí —dije con voz ronca, y después emití un grito involuntario cuando Ramsés tropezó contra mis piernas extendidas.
    —Gracias a Dios —murmuró Ramsés—. Temí... ¿Está herida?
    —Creo que mi pierna..., está rota. ¿Qué... cómo...?
    Sin embargo, conocía la respuesta. Ramsés era el que había estado más cerca de mí. Debía de haberse movido al mismo tiempo que Bellingham, y pasado entre la lluvia de rocas que caían.
    —Podría ser peor —su voz había vuelto a la normalidad: fría, inexpresiva—. ¿Puede encender otra cerilla?
    —Desde luego, y creo que lo más conveniente es hacerlo enseguida. Quizá sería mejor que tú cogieras la vela.
    Nuestras manos se movieron a tientas en la oscuridad. Confieso, sin avergonzarme, que me llevó un tiempo poner la llama de la cerilla en contacto con la mecha de la vela. La mano de Ramsés estaba firme, pero ni siquiera la macabra y vacilante luz podía justificar la alteración de sus rasgos.
    —¿Estás herido? —le pregunté.
    —Sólo unas pocas magulladuras.
    Más allá del limitado círculo de luz distinguí una silueta oscura e inmóvil.
    —Sería mejor que lo ataras —dije—. Con mi cinturón y el tuyo...
    —No es necesario. Creo... estoy completamente seguro de que está muerto. —Después de una breve pausa, durante la cual no supe qué decir, volvió a hablar—. No parece sentirse bien, madre. ¿Puedo sugerirle que tome un traguito de ese brandy que siempre lleva consigo?
    Los dos bebimos un poco de brandy, con propósitos medicinales.
    —Ahora —dijo Ramsés, limpiándose la boca con el dorso de la mano—, dígame qué puedo hacer por usted. Si me va guiando, estoy seguro de que podría reducir su... pierna.
    —No, gracias —dije con firmeza—. De momento no me duele mucho, y no veo nada que pueda servir de tablilla. En mi opinión, emplearíamos mejor nuestras fuerzas si buscamos una forma de salir. ¿Es sangre lo que tienes en la boca?
    —¿Qué? ¡Oh! Un labio partido, nada más —extrajo un pañuelo sucio del bolsillo. Los pañuelos de Ramsés siempre están mugrientos; no creo que supere ese hábito deplorable, puesto que su padre lo hizo. Se lo quité y le di el mío, junto con mi cantimplora.
    —Con el tiempo tu padre logrará encontrarnos —continué—. Pero puede que tarde un buen rato y... ¡Ay! Dame el pañuelo, Ramsés, yo misma me puedo limpiar la cara. No creas que no agradezco el impulso caritativo de tu gesto, sin embargo. Esto... ¿estás seguro...?
    —Sí —vi que estaba temblando. El aire no era fresco, todo lo contrario, a decir verdad.
    Me apresuré a decir:
    —Como te estaba comentando, estoy completamente segura que tu padre llegará hasta nosotros, pero ya que no tenemos nada mejor que hacer, podríamos explorar la tumba. Debe haber otra salida, o Bellingham no hubiera retrocedido hasta aquí.
    Ramsés me miró con recelo.
    —Discúlpeme, madre, pero se trata de una posibilidad muy remota.
    Sentí alivio al comprobar que mi intento de distraerlo había tenido éxito. Un Emerson que es capaz de discutir ha vuelto a la normalidad.
    —Sea como sea... —comencé a decir.
    —Sí, está bien. No se pierde nada con echar un vistazo. Supongo que quiere que yo lo haga, ya que por su parte todo movimiento es desaconsejable, si no imposible. Sin embargo, no me gusta dejarla sola en la oscuridad.
    —Llevo otra vela, pero pienso que no debemos malgastarlas. Vete, no tengo miedo a la oscuridad.
    Le di mi vela. Vaciló durante un instante, asintió con la cabeza sin decir nada, y se alejó.
    Entonces me permití apoyarme en la pared. No quería que Ramsés viera lo mal que me sentía o que se diera cuenta del miedo que tenía, no por mí, ni siquiera por mi hijo. Nuestra posición no era en absoluto envidiable, pero estábamos vivos, y Emerson, con toda seguridad, cavaría hasta encontrarnos.
    Si es que él estaba vivo. Lo último que había visto de la avalancha no resultaba en absoluto tranquilizador. ¿Se mantendrían firmes los refuerzos que había colocado, o caerían como una hilera de fichas de dominó bajo el peso de toneladas de piedras? ¿Emerson había corrido impulsivamente hacia mí, en lugar de retroceder, como dictaba la prudencia? Emerson no era muy prudente que digamos, en lo que se refería a mi seguridad o la de Ramsés.
    Mi hijo lo sabía tan bien como yo. Sabía que podría haber perdido a los seres que más amaba: su padre, su hermana, su mejor amigo. También sabía, como yo, que no había otra salida. Las tumbas egipcias, excavadas en la roca, no solían construirse con puertas traseras. Pero la búsqueda le mantendría ocupado y alejado de la figura que yacía inmóvil en el suelo.
    Ya que por el momento no tenía nada mejor que hacer, traté de recordar a cuántas personas había matado. Después de reflexionar largamente, descubrí con cierta sorpresa, que el total era cero. Por alguna razón, había tenido la impresión de que había matado a unos cuantos. No es que no lo hubiera intentado: siempre, por supuesto, en defensa propia o en defensa de los míos. Me consolé al recordar que una sombrilla, si bien es muy útil, no es realmente un arma letal, y que mi pistolita tenía un alcance muy limitado.
    El ruido sordo de un derrumbe en lo profundo de los recovecos de la tumba me sobresaltó. Enseguida escuché la voz de Ramsés.
    —Estoy bien. No me ha pasado nada.
    —Ten cuidado —grité, como si eso fuera posible.
    Sin duda, reflexioné, el primer homicidio de una persona debía provocar cierta tensión y nerviosismo, en especial un homicidio tan brutal como aquél. Transcurriría mucho tiempo hasta que pudiera olvidar el sonido que había oído: el crujido de los huesos al romperse y una especie de chapoteo acuático.
    Estaba segura de que Ramsés no había tenido la intención de matar a ese hombre, sólo trataba de incapacitarlo con el fin de evitar que matara a uno de nosotros. Era joven e inexperto, y había luchado por su vida y la mía contra un oponente enloquecido por la furia y la desesperación. En esas condiciones es difícil calcular el grado exacto de fuerza que se requiere. Si bien soy una mujer cristiana, no podía lamentar lo sucedido. Nos encontrábamos en una situación demasiado terrible como para tener que controlar encima a un asesino malévolo.
    Al final nos encontrarían, aun en el caso de que Emerson... ¡Pero no! Ni un instante pensaría en esa posibilidad. Estaba vivo, y demolería todo el acantilado si fuera preciso con una docena de hombres fieles que trabajarían como leones a su lado. Tenía la esperanza de que no se retrasaran mucho. El aire estaba muy viciado. Sin embargo, nos faltaría el agua antes que el aire. El calor era intenso.
    El débil resplandor de la vela de Ramsés se había extinguido. Estaba sola en la oscuridad.

    DEL MANUSCRITO H:
    Sabía por qué ella le había obligado a alejarse. Hacer algo, aunque fuera inútil, y aquella búsqueda lo era a todas luces, era más fácil que esperar en la oscuridad. Quizá ella quisiera llorar un poco; no quería derrumbarse delante de él y estaba terriblemente preocupada por su marido. Por los demás también, por supuesto, pero sobre todo por su marido. El siempre había sabido que se amaban más que nada en el mundo.
    Dejó de arrastrarse por el suelo con el fin de recuperar el aliento y calmar sus manos temblorosas. Nefret tenía que estar bien, su padre se habría cuidado de ello. Debía haberse dado cuenta de que no había forma de llegar a su mujer. También amaba a Nefret. No la dejaría...
    Temía pensar en David, que había estado más cerca de los otros que de él, pero si la lealtad había prevalecido sobre el sentido común... No, no pensaría en David. Ni en Nefret.
    Se quitó el sudor que le caía sobre los ojos con el dorso de la mano y siguió adelante.
    La galería doblaba y ascendía. El suelo estaba casi limpió; trepó por un montón de rocas que habían caído del techo, pero no había escombros ni material de relleno. Era extraño, pensó, tratando de concentrarse en algo que no fuera la imagen de cuerpos rotos y enterrados, un brazo blanco y una masa de pelo dorado rojizo sobresaliendo entre un montón de piedras. Extraño, sí. Si había una cámara mortuoria, el relleno debería estar presente en toda la galería. No había visto ningún objeto, ni siquiera una pieza de cerámica rota, sólo las paredes lisas y el suelo desnudo. Eso indicaba que la tumba no estaba terminada o que no había sido utilizada para enterrar.
    Se preguntó por qué lo hacía. No debería haber dejado sola a su madre. Estaba herida, quizá inconsciente en aquellos momentos. Lo menos que él podía hacer era cogerle la mano y darle el poco consuelo que pudiera ofrecer.
    Quizá ella lo consolara a él. Dios sabía cómo lo necesitaba.
    Había estado arrastrándose con las manos y las rodillas, puesto que el techo era demasiado bajo para caminar erguido, y le resultaba difícil ver los obstáculos con esa luz tan tenue. Se puso de rodillas, preparándose para regresar.
    La galería terminaba un poco más adelante.
    Durante unos segundos se quedó inmóvil, mirando aturdido a la pared. No era capaz de pensar con claridad. El fin de la galería... bien. Hora de regresar. Cuanto antes. Pero era extraña esa pared. No era de escombros ni tampoco de piedra sin pulir. Estaba formada por bloques cuadrados, cuidadosamente unidos con argamasa.
    Al cabo de un momento, se dio cuenta de que un sonido extraño salía de su garganta: se reía a carcajadas. Después de todo, ella tenía razón. Debería haberlo sabido; su madre siempre tenía razón. Había una puerta trasera.
    Aunque iba perdiendo gradualmente la consciencia, la lucidez que conservaba le informó de que estaba perdiendo el juicio. «Demasiado calor, no hay oxígeno suficiente. No existen las puertas traseras en las tumbas egipcias, pedazo de idiota.» Una cámara mortuoria, quizá. Una puerta trasera, no.
    «Shock diferido», insistía lo que le quedaba de sentido común. «No fue agradable escuchar el crujido del hueso, sabiendo que había matado a un hombre.» Se preguntó si su padre se sintió tan angustiado la primera vez que...
    No, pensó, padre no. Padre es Zeus y Amón-Ra y todos los héroes de todas las leyendas encarnados en una persona. Puede hacer cualquier cosa. No teme nada. Olvida la cámara mortuoria. Regresa y coge la mano de tu madre, pobrecito co-barde.
    Pegó el cabo de la vela en el suelo y sacó el cuchillo de la vaina.
    No tardó mucho tiempo. La argamasa estaba seca. Cayó en una lluvia de partículas, y comenzó a hacer palanca para sacar uno de los bloques. En ese momento no pensaba en absoluto, sólo se movía por instinto. Sabía cómo hacerlo, había observado a su padre muchas veces. El bloque cayó limpiamente en sus manos. Lo apartó y metió la cabeza por el agujero.
    A través de una neblina de penumbra polvorienta, cuatro ojos aterrados le devolvían la mirada. La bombilla desnuda de la lámpara que llevaba uno de los hombres casi lo cegó.
    Aun en el caso de que hubiera estado completamente en su sano juicio, no hubiera podido resistirse.
    —Asalamu Alatkum, amigos. ¿Podrá alguno de vosotros avisarle a Carter Effendi de que estoy aquí?

    * * *

    —El señor Carter no estaba allí, por supuesto —dijo Ramsés, terminando así la descripción, sorprendentemente breve y escueta, de su descubrimiento—. Había ido a ayudar a padre y a los demás con las excavaciones para desenterrarnos. Hubiera regresado de inmediato a su lado, madre, de no saber que se habría enfadado conmigo si lo hacía sin averiguar primero qué había pasado con el resto de la familia. Cuando los encontré, descubrí que estaban a punto de salir al exterior, de manera que me quedé para ayudar.
    Estaba sentado sobre el murete en su posición favorita, y excepto por sus manos vendadas y los oscuros moratones de su rostro, parecía y sonaba perfectamente normal. Sin embargo, el instinto infalible de una madre me informó de que, como siempre, ocultaba algo.
    La cosa más difícil de creer era que yo había estado en ese lugar infernal sólo menos de una hora. Me había parecido mucho más tiempo, pese a que me había quedado dormida poco después de que Ramsés se alejara y no había oído los tranquilizantes sonidos, que indicaban actividad más allá del derrumbe. Lo que me despertó fue el aire relativamente más fresco. Lo primero que vieron mis ojos fue la cara de Emerson y cuando me cogió en sus brazos apenas si sentí el dolor de mi pierna herida.
    Nefret le obligó a dejarme enseguida en el suelo, y supervisó mi traslado en una camilla, todos estaban allí, David y Abdullah y Selim; Selim estaba llorando y Abdullah daba gracias a Dios con una voz trémula y estentórea, y David cogía mi mano, para tomar luego la de Ramsés y después la mía otra vez. Había visto a Ramsés, por supuesto, pero como todavía estaba un poco adormecida, no había comprendido bien cómo había llegado hasta allí, hasta que nos lo contó.
    Había esperado hasta que estuvimos de vuelta en casa y hubiéramos satisfecho nuestras necesidades más urgentes. Nefret y yo decidimos que probablemente mi pierna no se había roto, pero estaba muy magullada e hinchada, de manera que mi hija la vendó, siguiendo mis instrucciones, y me ayudó a tomar un baño. Después de ponerme un vestido suelto pero tentador, Emerson me llevó a la galería y me acomodó en el sofá. Howard y Cyrus estaban presentes, como Abdullah, Selim y Daoud, de manera que formábamos un alegre grupo. Yo le había indicado al cocinero que preparara una comida copiosa.
    —¿De manera que irrumpiste en la tumba de Hatshepsut? —pregunté—. ¡Sorprendente! ¿Sabes, Ramsés?, cuando te pedí que siguieras, realmente no espera-ba que encontraras una salida.
    —Yo tampoco lo esperaba —replicó mi hijo—. No obstante, supongo que inconscientemente había visto la dirección que tomaba el pasillo. ¿Usted no había observado la abertura, señor Carter?
    —No era una abertura —replicó Howard, con algo de brusquedad—. Era una pared cubierta de yeso y no usamos las bombillas eléctricas hasta que pasamos ese punto y la luz de las velas... Bueno, no importa. Su tumba indudablemente es posterior en el tiempo a la de Hatshepsut. Cuando los trabajadores dieron con ella por casualidad, disimularon cuidadosamente la abertura y...
    —Y Scudder la encontró —exclamó Nefret—. Mientras trabajaba con usted el año pasado, señor Carter.
    Howard dio la impresión de que quería echarse a reír, pero era demasiado cortés para hacerlo.
    —Vaya, señorita Nefret, eso es muy poco probable. Puede haber seguido el pasillo en un tramo, pero no podría haber llegado a la entrada primitiva. Sus hom-bres tardaron días en quitar el relleno solidificado.
    —Poco probable, pero no imposible —dijo Emerson, incapaz de soportar la expresión de decepción del rostro de Nefret—. Tuvo todo el verano, después de que usted terminara el trabajo de la temporada. Pudo haber deducido dónde estaba ubicada la entrada y llegó a ella por el otro extremo.
    —Dejemos ya la condenada tumba —exclamó Cyrus—. Quizá ustedes no quieran hablar de ello, pero tarde o temprano habrá que enfrentarse. Bellingham está muerto, un buen trabajo, en mi opinión. Asesinó a Scudder a sangre fría, ¿verdad?
    —Sí —dije—. El señor Scudder nunca quiso matar al Coronel; quería dejarlo al descubierto como el asesino de su propia esposa. Ésa es la razón por la cual Scudder nos eligió para que encontráramos el cuerpo de la pobre Lucinda. Sabía que habíamos estado trabajando en Tebas y que habíamos adquirido cierta reputación por nuestro talento detectivesco. Creía que podríamos adivinar sus mentiras y llegar a la verdad. Cosa que hicimos..., al final.
    —Demasiado tarde para Scudder —dijo Emerson, sombrío.
    —Todo sucedió así porque Scudder era un romántico sin remedio —expliqué—. Cuando el romanticismo no está atemperado por el sentido común, Nefret y caballeros, se convierte en una debilidad fatal. Todas las acciones del señor Scudder, la forma en que preparó el cuerpo, las misteriosas pistas que nos hizo llegar, estaban dictadas por un inmoderado romanticismo que lo condujo directamente a la tragedia. El ejemplo más triste de su debilidad fue la forma en que atrajo a Bellingham a la escena, cuando sacamos el cuerpo de Lucinda de la tumba. Supongo que creía realmente que Bellingham confesaría en el acto.
    —No —dijo Ramsés—. Lo más triste fueron sus intentos por hacer que nos reuniéramos en privado. Sólo quería hablar conmigo. Fui demasiado estúpido para entenderlo.
    Supuse que había sido Nefret quien vendó sus manos lastimadas y le obligó a lavarse. El muchacho debía de haber hecho algo para enfadarla, puesto que ella lo miraba fijamente, y cuando habló, lo hizo con voz dura y desagradable.
    —Si hay alguna culpa, todos la compartimos. Incluyendo a Scudder. Debería haber sido más directo.
    —Dudo que alguien hubiera creído un cuento tan descabellado —admití—. ¡No Emerson, ni siquiera yo! Le hubiéramos tomado por un loco, en especial después de ver lo que había hecho con el cuerpo de Lucinda.
    —Estaba loco —dijo Ramsés—. La mezcla de pena y culpa...
    —¿Por qué debería sentirse culpable? —preguntó Nefret. Parecía enfadada, aunque yo no sabía la razón—.
    Fue su marido quien la atravesó con ese bastón de estoque que tenía.
    —Cuando trataba de cubrir a Scudder con su propio cuerpo —dijo Ramsés—. Pero fue su amante quien la llevó a la muerte. Al menos ésa es la forma en que Scudder lo vería.
    —¿De manera que ahora puedes leer su pensamiento? —dijo Nefret, con odio—. Tú eres un maldito romántico, Ramsés, y te recomiendo que dejes de hablar así inmediatamente. No dudo de que fue Lucinda quien instigó la fuga. Ella no huyó con Scudder, ella huyó de Bellingham. Me repugna pensar en lo que ese hombre le hizo una vez casados y cuando ella estaba en su poder...
    Emerson y yo hablamos al unísono.
    —¡Nefret, por favor!
    —Oh, muy bien —dijo, cortante—. Supongo que se trata de otro de los temas de los que se supone que una mujer no debe hablar. Lo único que digo es que algunas personas asumen demasiadas cosas. Bellingham fue el único culpable, nadie más tiene la culpa, ni siquiera Scudder, quien como es natural, perdió el juicio cuando presenció su brutal asesinato. ¿Quién lo puede censurar?
    —Yo no —dijo Cyrus con gran pesar—. Ni ningún hombre que haya amado a una mujer.
    —¿Qué será de Dolly? —pregunté, ya que la atmósfera se estaba poniendo un poco densa.
    —Cat..., quiero decir, Katherine... está con ella —dijo Cyrus—. Dice que la llevará de vuelta a casa. Yo prefiero que ella decida. Ahora, si me disculpan...
    —No debe irse todavía, Cyrus —le interrumpí—. A riesgo de pasar por insensible, debo decir que tenemos mucho que agradecerle. El pobre señor Scudder ha sido reivindicado y su muerte vengada. La muerte fue sin duda el final más feliz para él; la única alternativa posible hubiera sido el manicomio. ¡Y hemos sobrevivido! Quédese a comer.
    —Creo que me quedaré un rato más —dijo Cyrus. Suspiró—. Me dijeron que me mantuviera al margen.
    Yo estaba empezando a comprender por qué parecía deprimido. Si estaba en lo cierto, y generalmente lo estoy, el tema no se podía discutir en presencia de todos. Me prometí a mí misma que lo sacaría en cuanto tuviera la oportunidad.
    Mi querido Emerson fue quien habló a continuación. Todo el tiempo había tenido mi mano cogida entre las suyas. En ese momento se volvió hacia mí. Incorporándose en toda su impresionante altura, se aclaró la garganta.
    —Ramsés.
    Ramsés se sobresaltó.
    —Esto... ¿sí, señor? ¿He hecho algo?
    —Sí—dijo Emerson. Acercándose al muchacho, le extendió su mano—. Hoy salvaste la vida de tu madre. Si no hubieras actuado con tanta presteza y sin consideración por tu propia seguridad, ella sería otra de las víctimas de Bellingham. Actuaste como yo lo hubiera hecho si hubiera podido. Yo... este... yo... te lo agradezco.
    —Oh —dijo Ramsés—. Gracias, señor.
    Se estrecharon las manos.
    —De nada —Emerson tosió—. ¡Bueno! ¿Tienes algo que añadir, Peabody?
    —No, cariño. Creo que no. Has resumido la situación con toda claridad —Emerson me lanzó una mirada extraña, y seguí diciendo, alegre—, es temprano, pero pienso que quizá podíamos disfrutar de un whisky con soda antes de comer. Después de todo, tenemos una justificación para hacer una celebración. Propondré un pequeño brindis.
    Se reunieron en torno a mi diván y Emerson nos sirvió: zumo de limón y agua para los demás, whisky sin soda para Cyrus, y para mí lo de siempre.
    —Otro whisky con soda, por favor, Emerson —dije, y le entregué el mío a Ramsés.
    Por un instante, ese rostro tan controlado se relajó y manifestó una expresión de placer y sorpresa infantiles. Sólo por un instante. Con una pequeña inclinación cogió el vaso de mi mano.
    —Gracias, madre.
    Con una amplia sonrisa, Emerson me entregó mi bebida. Miré a mi alrededor contemplando los rostros de mis amigos y de mi querida familia.
    —¡Salud! —dije.

    * * *

    Sin embargo, la vida nunca es tan simple. Todavía había un montón de cabos sueltos que atar. Le dejé algunos a Emerson, ya que yo estaba confinada en la casa a causa de mi condenada pierna, pero en realidad no me apetecía demasiado tratar con las autoridades británicas y americanas. Montaron un número innecesario y exagerado con los arreglos para disponer de los distintos cuerpos. Había un asunto que yo quería solventar por mí misma, y encontré la ocasión de hacerlo al día siguiente, cuando Emerson estaba en Luxor, telegrafiando a algunas personas y gritándoles a otras. Le había pedido a la señora Jones que viniera a verme, y tuvo la bondad de hacerlo. Tenía su aspecto de siempre, iba vestida con elegancia y manifestaba gran control sobre sí misma. Sólo un observador perspicaz, como yo, habría notado que sus ojos parecían cansados.
    —¿Cómo está Dolly? —inquirí, después de que Alí sirviera el té.
    —Como era de esperar. No hace nada y no dice nada.
    —Espero que usted le exprese mis condolencias y me disculpe por no haber ido a verla. No tendré tiempo de hacerlo, supongo, antes de que partan.
    —Nos vamos mañana. Pero no creo que ella desee verla, señora Emerson.
    —Es comprensible. ¿Es verdad que usted la acompañará durante todo el viaje de regreso a América?
    La señora Jones se encogió de hombros.
    —No puede viajar sola. ¿Quién más podría acompañarla?
    —La señora Gordon —dije.
    —¿Perdón?
    —La mujer del vicecónsul americano. O alguna otra dama de esa oficina. Después de todo es responsabilidad suya, y supongo que les alegraría tener una excusa para hacer una visita a su país. Pienso que usted también está buscando una excusa. ¿Por qué huye?
    Resultó muy interesante observar las distintas emociones que pasaron, en rápida sucesión, por su rostro. No respondió, de manera que seguí hablando.
    —No me gusta andarme por las ramas, señora Jones. Creí que a usted le pasaba lo mismo. ¿Cyrus le pidió... este... le propuso...?
    —Me ha propuesto matrimonio —dijo la señora Jones.
    —¿De veras? —exclamé.
    —Ah, le sorprende. ¿Qué pensaba que me había propuesto?
    Parecía que volvía a ser la que era, cínicamente divertida y vigilante.
    —Debería haberlo sabido —admití—. Cyrus es demasiado bien educado como para sugerir algo indecoroso. ¿Cuándo se celebrará la boda?
    —No se celebrará. Lo he rechazado.
    Eso me sorprendió todavía más.
    —¿Por qué, en nombre del cielo? ¡Es un hombre maravilloso, y rico, además! No se halla en plena juventud, quizá, pero usted no es una niña romántica.
    —No soy una niña, desde luego, pero el romanticismo, como usted sabe mejor que nadie, no desaparece necesariamente con la edad. No he perdido todo sentido del decoro. ¿Cómo podía aceptar, siendo lo que soy?
    —¿Se siente atraída por él?
    —Nunca he conocido a un hombre como Cyrus —dijo con suavidad—. Bueno, generoso, inteligente, comprensivo, valiente... Me hace reír, señora Emerson. No me suelo reír a menudo.
    —Entonces debe casarse con él.
    —¿Qué? —me miró fijamente—. No puede estar hablando en serio.
    —Hablo completamente en serio. Usted es algo peor que romántica, usted es una tonta sin remedio si deja pasar una ocasión de ser feliz, que se presenta a muy pocas mujeres en estas condiciones. Ha sido desdichada, pero eso pertenece al pasado. Sus pecados, si pueden considerarse como tales, son leves en comparación con los de muchos otros. ¿Seguirá mi consejo...?
    Respiró hondo y con dificultad.
    —La mayoría de las personas lo hace, ¿verdad?
    —Sí, y no vea lo bien que les va. Tengo mucha experiencia en cosas como éstas. Hace muchos años que conozco a Cyrus, y creo que sería feliz con usted. Por cierto, usted es la mujer más... interesante a quien ha propuesto matrimonio; le puede mantener entretenido. Supongo que no hay dificultades acerca... ninguna razón de índole personal por la cual... Usted me comprende, ¿verdad?
    Cada músculo de su cara se aflojó, y por un instante pensé que iba a llorar. Por el contrario, echó hacia atrás la cabeza y lanzó una estruendosa carcajada.
    —No —dijo con voz entrecortada—. Esto es... sí, señora Emerson, la comprendo. No hay dificultades en... Más bien lo contrario. ¡Oh, Dios mío! ¿Dónde está mi pañuelo?
    Le di el mío. Se cubrió la cara; cuando se quitó el pañuelo vi que sus ojos estaban húmedos. La risa prolongada produce este efecto.
    —¿Mejor ahora? —inquirí—. Bien. Lo que le propongo es que acompañe a Dolly hasta El Cairo y la deje en manos de una de las damas del consulado. Para cuando se hayan completado esos arreglos usted habrá podido reflexionar sobre sus sentimientos más fríamente. Tómese un día o dos más si lo desea; visite el museo y las pirámides, tómese un buen descanso. Puede telegrafiar a Cyrus cuando haya tomado una decisión.
    Al ver que por el momento no había nada más que decir, se incorporó.
    —Si necesitara otra razón para aceptar, señora Emerson, la posibilidad de cultivar mi amistad con usted sería, sin duda, un gran aliciente. Usted es la más...
    —Mucha gente ha tenido la bondad de decir lo mismo —le aseguré.
    Les conté todo a Emerson y a los chicos cuando nos encontramos para cenar. Emerson tuvo que beberse otro whisky con soda antes de estar lo suficientemente tranquilo como para entrar en la conversación.
    —¡Peabody, tu increíble descaro nunca deja de asombrarme! ¿Qué dirá Vandergelt cuando se entere de que te has metido en sus asuntos privados?
    —Si funciona, el señor Vandergelt se sentirá complacido y agradecido —dijo Ramsés. Creo que estaba un poco divertido—. La señora Jones es una mujer notable. Será una interesante adquisición para la sociedad de Luxor.
    —Así es —dijo Nefret, acariciando a Sekhmet. Se estaba divirtiendo (me refiero a Nefret). Bien hecho, tía Amelia. ¡Me gusta la señora Jones y espero que haga del señor Vandergelt el más feliz de los hombres!
    —Ejem —dijo Emerson—. Espero que tu intromisión en los asuntos de los Fraser tenga un resultado igualmente feliz. No pudiste hablar con Donald Fraser...
    —Estás equivocado, Emerson. No hubiera descuidado un asunto tan importante. Hablé con Donald hace dos días, la mañana que fui a Luxor.
    —¡Oh, Dios mío! —me miró casi con un temor reverencial. Con aire distraído, añadió—, daría cualquier cosa por haber escuchado a escondidas esa conversación.
    —Me expresé con la mayor de las delicadezas —lo tranquilicé—. Me limité a señalar que ya que el cielo le había proporcionado el extraordinario favor de unir a las dos mujeres que amaba en un solo cuerpo, esto… en una sola persona, lo menos que podía hacer era abandonar ciertos hábitos indecorosos que podrían ofender a una dama aristocrática: comer y beber en exceso, evitar los ejercicios físicos y... ese tipo de cosas.
    —Excelentes consejos —dijo Emerson—. ¿También le recomendaste un conjunto de lecturas selectas?
    —Por supuesto —pensé que sería más sensato simular que no comprendía lo que quería decir—. Es tan necesario ejercitar la mente como el cuerpo.
    Emerson asintió con seriedad, pero había un destello en sus ojos de zafiro que me advirtió que haría bien en cambiar de tema. Nefret estaba inclinada hacia delante, con los labios entreabiertos, David tenía los ojos muy abiertos, y Ramsés... ¡Bueno, sólo el cielo sabe lo que ocultaba su rostro inexpresivo!
    —Mens sana in corpore sano —resumí—. Mientras Donald se esfuerza en complacer a su mujer, ella hará lo mismo respecto a él. Al final, la fantasía se desvanecerá; encontrará en Enid todas las cualidades de su deseada princesa, y ella no tendrá que simular ser Tasherit. Si bien descubrirá que disfruta... Discúlpame, Ramsés. ¿Has dicho algo?
    Ramsés levantó su vaso en un saludo.
    —Sólo quería decirle: tiene razón como siempre, madre.

    DEL MANUSCRITO H:
    Tuvieron su propia celebración esa misma noche, en la dahabiyya, sentados en cubierta para que el olor de los cigarrillos prohibidos no persistiera en el cuarto de Ramsés. Habían enrollado el toldo: la luna y las estrellas iluminaban la noche como si fuera de día. Sentada al lado de Ramsés en el diván, Nefret alargó la mano para alcanzar el whisky que había «pedido prestado» y ceremoniosamente lo vertió en los tres vasos.
    —Tiene un gusto todavía más asqueroso que el de los cigarrillos —decidió después de un tímido sorbo.
    —A mí tampoco me gusta demasiado —admitió Ramsés.
    —Entonces, ¿por qué lo pedías con tanta insistencia? —preguntó David con curiosidad.
    —Sabes por qué. Madre también lo comprendió; por eso tuvo ese detalle tan conmovedor.
    David se recostó en la silla.
    —Quizá ahora admita que eres un hombre y te deje hacer lo que quieras, ¡hasta fumar cigarrillos!
    Ramsés sonrió.
    —Si no me hubiera dado tantas peroratas sobre los efectos nocivos del tabaco, probablemente no fumaría.
    Nefret puso su vaso sobre la mesa y se dispuso a hablar. Ramsés parecía estar bien y sus palabras lo demostraban, pero la muchacha sabía que no era así. Había que hacer algo al respecto. No podía soportar la idea de que Ramsés pasara todas las noches despierto, mirando la oscuridad.
    —¿Quieres hablar de ello? —le preguntó.
    —No.
    —Entonces lo haré yo. ¿Querías matarlo?
    —¡Nefret! —exclamó David.
    —Cállate, David. Sé lo que estoy haciendo —al menos, espero saberlo, pensó. Alargó la mano para coger la de Ramsés. Era como coger un manojo de varillas—. ¿Querías matarlo?
    —¡No! Yo sólo... —trató de retirar la mano, pero ella no le dejó. No tenía forma de liberarse sin hacerle daño—. No lo sé—dijo en un murmullo entrecortado—. ¡Oh, Dios! ¡No lo sé!
    En un impulso, se volvió hacia ella, que se le acercó y le abrazó. El muchacho escondió la cabeza en el pecho de Nefret.
    —Hiciste lo que debías —dijo la muchacha con suavidad—. ¿Piensas que yo no lo hubiera hecho, o David? Tienes amigos que te quieren, Ramsés. No nos dejes fuera de tu vida. No trates de cargar con todo tú solo. Tú harías lo mismo por nosotros, cielo.
    Sintió que el muchacho soltaba un largo suspiro. Ramsés levantó la cabeza y ella se echó hacia atrás, permitiendo que se alejara.
    —Gracias —dijo Ramsés, con formalidad.
    —Hay momentos en que te mataría con mucho gusto, Walter Peabody Emerson —dijo Nefret con una voz ahogada.
    —Lo sé. Lo siento. No soy muy bueno en este tipo de cosas —cogió la mano de la muchacha y la llevó a sus labios—. Algún día, quizá, me enseñarás cómo hacerlo.
    —¿Te sientes mejor? —preguntó David con ansiedad—. Quizá deberías beber otro vaso de whisky.
    Los tres lo hicieron, y después de hablar un rato más, acompañaron a Nefret donde esperaba Risha. La muchacha permitió que la ayudaran a montar. Cuando se fue, los muchachos fueron a la habitación de Ramsés, donde vieron que la cama ya estaba ocupada.
    —Supongo que fue Nefret quien la trajo —dijo Ramsés con resignación, tratando de quitar a Sekhmet de la almohada, donde con las zarpas extendidas y el cuerpo estirado, se adhería como una lapa. Ramsés se tumbó al lado de la gata y juntó las manos detrás de la cabeza.
    —¿Quieres dormir? —preguntó David, sentándose sobre el suelo con las piernas cruzadas—. Te dejo si estás cansado.
    —No estoy cansado. ¿Hay algo de lo que quieres hablarme?
    —Sólo... espero que estés bien ahora. Vi que te sentías angustiado, pero no supe qué decir.
    —Estoy bien.
    —Nefret siempre encuentra la palabra adecuada.
    —La encontró en ese momento. Todavía no conozco la respuesta a su pregunta, pero tenía que hacerla. Y ahora... ahora puedo hacerle frente, sea cual sea esa respuesta.
    —Es maravillosa. ¡Qué mujer!
    —Sí. Espero que no te enamores de ella, David.
    —Es mi hermana, mi camarada. De todas formas, tú te casarás con ella algún día...
    —¿Lo haré?
    —Es el mejor arreglo posible, de verdad —dijo David, confundido por la reacción de Ramsés—. Así es como se hacen las cosas, hasta en tu Inglaterra. Os gustáis el uno al otro, y ella es muy rica, además de ser muy hermosa. ¿Qué pasa, es que no quieres casarte con ella?
    Ni David, que conocía a Ramsés mejor que nadie, había visto una expresión tal en su amigo. Parecía que le habían quitado la piel de la cara, dejando al desnudo no sólo los músculos y los huesos, sino las emociones en estado puro. David retuvo el aliento.
    —Discúlpame. No te he comprendido.
    —Todavía no me comprendes completamente.
    —No —admitió David—. He leído los cuentos que me diste y los poemas; hay poemas en árabe también, acerca del deseo de un hombre por una mujer. Eso lo entiendo, pero vuestra cháchara occidental sobre el amor me confunde mucho. ¡Hacéis tanto escándalo por una cosa tan simple!
    —Realmente no se puede describir —dijo Ramsés, mirando distraídamente a la gata, que yacía atravesada sobre su estómago—. Es algo que debes experimentar, como el estar muy borracho.
    —Quizá no quieras hablar de ello.
    —¿Por qué no? Ya que esta noche me toca hablar de mis sentimientos, quizá sea mejor qué termine la tarea. Nefret tenía razón, bendita sea; resulta un alivio conversar con un amigo, pero no podía hablar de este tema con ella.
    David le animó para que siguiera. Ramsés iba a sentarse, pero Sekhmet se negó a moverse.
    —Maldita sea —dijo—. Bueno, déjame pensar cómo explicártelo. Mira a mi madre, por ejemplo. ¿Dirías que es hermosa?
    —Bueno...
    —No, David. Es una dama de buen ver, y tiene muchas cualidades admirables. Pero para mi padre es simplemente la más hermosa, deseable, inteligente, divertida, exasperante, irritante y maravillosa mujer sobre la tierra. La ama por todas esas cualidades, incluyendo las que le ponen furioso; y así es como me siento respecto a Nefret. Realmente tiene algunos rasgos exasperantes.
    —Pero es hermosa —dijo David, atónito.
    —Sí! Pero no es por eso por lo que yo... Te dije que era imposible de explicar.
    —Muy bien, entonces... —dijo David, como un hombre que trata de salir de un laberinto con los ojos tapados y en medio de una espesa niebla—. Tú experimentas este... sentimiento. ¿Por qué constituye una dificultad? Si la quieres, ¿por qué no has de tenerla? Tus padres se pondrían muy contentos, creo, y ella te quiere mucho...
    Ramsés gruñó.
    —¿Si te estuvieras muriendo de hambre, te quedarías satisfecho con una corteza de pan?
    —Sería mejor que nada. Oh —dijo David—. ¿Es una metáfora poética, verdad?
    —Evidentemente no es muy buena. Sé que me quiere. ¡También te quiere a ti, y a madre y a padre, y a los malditos gatos! —inconscientemente, había comenzado a acariciar a Sekhmet, quien tuvo la buena idea, por esta vez, de no reaccionar hundiéndole las uñas—. ¿Supones que me sentiría satisfecho con eso? Nefret no debe saber lo que siento por ella, David, no a menos que... hasta que... pueda demostrar que la merezco y le haga sentir lo mismo por mí. ¡Es una tarea ímproba! En cuanto a mis padres, pasarán años antes de que consideren que tengo edad para casarme.
    —¿Qué edad debes tener?
    Ramsés lanzó otro gruñido otra vez y levantó los brazos para ocultar su rostro.
    —Mi padre tenía casi treinta años. El tío Walter, veintiséis. ¡El señor Petrie tenía más de cuarenta!
    Esta enumeración metódica hubiera resultado cómica si Ramsés no se mostrara tan tremendamente serio. David también la encontraba muy desalentadora. Para quien tiene dieciocho años, los de treinta están al borde de la senilidad.
    —Tus sentimientos pueden cambiar —sugirió.
    —Me gustaría creerlo.
    David no sabía qué decir. Osó murmurar:
    —Debo decirte que me parece una situación muy incómoda.
    Ramsés rió con amargura y se sentó, acunando a la gata en un brazo.
    —La parte más difícil consiste en mantener ocultos mis sentimientos. Ella es tan dulce y tan afectuosa, y cuando me toca, yo... Qué diablos, puede que tenga suerte; quizá deba controlarme sólo diez u once años en lugar de quince o veinte. ¿Qué voy a hacer con esta maldita gata?
    —Quédatela —dijo David—. No la debes culpar porque no es Bastet. Ella no lo puede remediar.
    —Eres todo un filósofo, David. ¿Por qué no me pides que compadezca a otro ser que sufre las penas de un amor no correspondido? —Añadió con una voz más suave—. Gracias, hermano. Me ha ayudado hablar de ella.
    —Cuando quieras —dijo David—. Aun si no lo comprendo.
    Se abrazaron a la manera árabe, y Ramsés le dio una palmada en la espalda como hacen los ingleses.
    —Quizá lo comprendas algún día.
    —Dios me libre —dijo David sinceramente.

    * * *

    El sábado ya estábamos listos para seguir trabajando, aunque no en la tumba Veinte-A. Después de hacer un plano de su posición y sus dimensiones, Emerson había ordenado que se cegara la entrada. Había vuelto a su plan original, y ese día empezaríamos en la tumba Cuarenta y cuatro. Mi pierna todavía estaba un poco rígida, de manera que Emerson estuvo muy amable y adaptó su paso al mío, dejando que los chicos fueran delante. Ramsés tenía a Sekhmet encaramada en un hombro; le había cogido las patas traseras para evitar que se resbalara y yo podía ver en su cara una sonrisa de satisfacción.
    —Me alegra ver que al fin se ha encariñado con la gata —comenté—. El pobre animal languidecía.
    —Eres una sentimental sin remedio, Peabody —dijo Emerson—. A la gata le importa un pepino quién la lleva, mientras alguien lo haga.
    —Puede que ella no necesite a Ramsés, pero él sí la necesita —dije—. Y ahora el pobre Anubis puede volver. Estaba celoso, como sabes.
    —¿De mí? Tonterías —Pero aún así parecía complacido. Anubis le había traído una rata esa mañana, la primera vez en semanas que tuvo esa amabilidad.
    —Hemos estado rodeados de demasiados gatos, de una forma u otra —dije en broma—. La señora Jones se llama Katherine, y me hace pensar en un agradable gato atigrado. Creo que Cyrus la llama Cat* cuando están... cuando están a solas. Se le escapó una vez.
    —Tu observación es vulgar y casi insultante —se burló Emerson—. Los hombres que desprecian a las mujeres hablan de ellas llamándolas gatas; me sorprende que tú lo consientas.
    —Hay cosas peores con las cuales uno puede ser comparado —repliqué—. ¿Te recuerdo a...?
    —Nunca, cariño. A un tigre, quizá, pero nunca a algo tan inofensivo como un gato doméstico.
    El sonido de la risa de Nefret llegó hasta nosotros y Emerson sonrió.
    —Es bueno verlos tan afectuosos y amigos. Debes estar tan orgullosa de ellos como yo.
    —Ahora tú eres el sentimental, Emerson.
    —No hay nada malo en un poco de sentimiento —declaró Emerson, apretando mi brazo contra su costado—. Soy el más afortunado de los hombres, Peabody, y no me avergüenza decirlo. No puedo desear otra cosa para nuestros hijos, más que encuentren la misma felicidad que yo he encontrado contigo.
    Me recorrió un escalofrío.
    —Pero, ¿qué es lo que pasa? —preguntó Emerson—. Maldita sea, Peabody, pensé que me agradecerías este pequeño cumplido. Si tienes premoniciones o presentimientos, guárdalos para ti, ¡diablos!
    Volvía a ser el de siempre, y sus bellos ojos azules centelleaban de furia. Reí y me apoyé en su brazo, como le gusta, y recuperó el buen humor.
    No se requeriría una previsión fuera de lo común para ver que hasta los jóvenes más brillantes y seguros de sí mismos pueden sufrir penas y desengaños; pero no había sido una de mis famosas premoniciones la que había causado mi estremecimiento involuntario. Había olvidado el sueño hasta que Emerson habló.
    Había visto a los tres juntos, como estaban ahora, andando hacia la luz del sol, con el cielo azul sobre sus cabezas. Lenta e inexorablemente, el firmamento se os-curecía y pasaba del celeste al gris, luego a un gris más profundo, hasta que nubes de tormenta lo ennegrecían por completo. Desde el norte y el este venía el ruido sordo de los truenos, y el largo estilete de un relámpago atravesó las nubes. Se envolvió alrededor de los jóvenes como una cuerda de luz viva, atándolos como las serpientes vengadoras que habían entrelazado a Laocoonte y a sus hijos.

    * Cat: Gato en inglés (N. de la T.)
    No necesité del doctor Freud ni de un papiro de sueños para saber el significado de esa visión. No sabía cuándo, pero no dudé ni un instante de que se cumpliría.


    Fin

    Glosario
    Afrit: Demonio maligno.
    Asalamu Alatkum: La paz sea contigo.
    Aywa: Sí.
    Bacshish: Propina.
    Dahabiyya: Barca de recreo o vivienda, en forma de media luna, cuya popa y proa no se sumergen en el agua.
    Deir: Monastério o convento.
    Dilk: Espécie de abrigo.
    Effendi: Señor.
    Fahddle: Chismorrear.
    Fellah (Pl. fellahin): Campesino.
    Falúa: Barco de vela del Nilo.
    Galabiyya: Túnica suelta que usan los hombres.
    Gaffirs: Vigilantes egípcios.
    Gebel: Colina o montaña.
    Hakim: Doctor.
    Hagga: Una persona que visita La Meca.
    Inglizi: Ingleses.
    Inshaalá: Ojalá.
    Kahafiya: Pañuelo beduino.
    Lailah Ha Alá: No hay más dios que Dios.
    Lebbak: Tipo de árbol característico de Egipto.
    Yakni: Igual que la palabra anterior.
    Marhaban: Bienvenido.
    Mashrabiyya: Celosía.
    Misur: Nombre popular de Egipto, y El Cairo.
    Narguile: Pipa de agua.
    Nur Misur: Luz de Egipto.
    Pilaf: Plato oriental a base de arroz.
    Rais: Capitán, capataz.
    Sufrayi: Camarero.
    Sitt: Señora.
    Suk: Mercado.
    Tarbush: Fez o gorro similar.
    Tell: Montón de escombros y tierra que cubre un asentamiento antiguo.
    Ushabti: Estatuilla.
    Wadi: Valle o paso de agua (por lo general seco).

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