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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • 280. Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • 281. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 282. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 285. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 286. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 287. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 288. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 289. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 290. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 291. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 292. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 293. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 295. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 297. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 298. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 299. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 306. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 308. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 309. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 310. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 311. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 312. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 313. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      1.5  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.3  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

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    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

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    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

    H
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    Reloj #

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    Prog.R.3

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    X
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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ▪1 ▪2 ▪3

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
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    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


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    --------REVISTAS DINERS--------






















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    IMAGEN PERSONAL



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    SIDEBAR
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    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    CYCLOPS (Clive Cussler)

    Publicado en junio 27, 2010
    Diseño de cubierta: Ferran Canes Ilustración de cubierta: Ciruelo Cabral
    Título original: Cyclops
    Traducción: José Ferrer Aleu
    © 1986 by Clive Cussler Enterprises, Inc.
    The Author is grateful for permission to reprint lines from the songs:
    «Supercalifragilisticexpialidocious». Words and music by Richard H. Sherman
    and Robert B, Sherman, copyright © 1963 Wonderland Music Company, Inc.;
    and «Yankee Doodle Boy» (George M. Cohan). Used by permission of George
    M. Cohan Music Publishing Company.
    © EDICIONES VIDORAMA, S.A., 1989
    Castillejos, 294. 08025 Barcelona
    Para la presente versión y edición en lengua castellana
    ISBN: 84-7730-023-2
    Depósito legal: B. 39.919-88
    Sirven Grafic, S.A.
    Impreso en España - Printed in Spain

    Digitalización por Antiguo.
    Corrección por Álvaro el Histórico.


    A los ochocientos americanos
    que se perdieron con el Leopoldville
    en la víspera de Navidad de 1944
    cerca de Cherburgo, Francia.
    Olvidados por muchos, recordados por pocos.


    Prólogo

    9 de marzo de 1918 Mar Caribe

    Al Cyclops le quedaba menos de una hora de vida. Dentro de cuarenta y ocho minutos se convertiría en una tumba para sus 309 pasajeros y tripulantes; una tragedia imprevista y no anunciada por ominosas premoniciones, y de la que parecían burlarse un mar vacío y un cielo claro como el cristal. Incluso las gaviotas que habían seguido su estela durante la última semana volaban y se cernían con lánguida indiferencia, embotado su fino instinto por el buen tiempo.
    Soplaba una ligera brisa del sudeste que apenas hacía ondear la bandera americana en la popa. A las tres y media de la mañana, la mayoría de tripulantes que no estaban de servicio y de pasajeros estaban durmiendo. Unos pocos incapaces de conciliar el sueño bajo el calor opresivo de los vientos alisios, se hallaban en la cubierta superior, apoyados en la barandilla y observando cómo la proa del barco silbaba y se alzaba sobre las encrespadas olas. Parecía que había mar de fondo debajo de la suave superficie, y que se acumulaban fuerzas poderosas en lo profundo del mar.
    Dentro de la caseta del timón del Cyclops, el teniente John Church miraba ensimismado a través de una de las grandes portillas circulares. Tenía el turno desde la medianoche hasta las cuatro de la mañana y lo único que podía hacer era mantenerse despierto. Advirtió vagamente la altura creciente de las olas, pero mientras se mantuviesen separadas y no demasiado encrespadas, no veía razón para reducir la velocidad.
    Empujado por una corriente favorable, el sobrecargado barco carbonero navegaba a solamente nueve nudos. Sus máquinas necesitaban urgentemente ser reparadas y ahora sólo funcionaba la de babor. Poco después de zarpar de Río de Janeiro, la de estribor se había averiado y el jefe de máquinas había informado de que no podría repararse hasta que llegasen a puerto, en Baltimore.
    El teniente Church había ascendido a fuerza de trabajo hasta el grado que desempeñaba. Era un hombre delgado, de cabellos prematuramente grises, pues le faltaban unos meses para cumplir los treinta. Había sido destinado a muchos barcos diferentes y había dado cuatro veces la vuelta al mundo. Pero el Cyclops era la embarcación más extraña con que se había encontrado en sus doce años en la Marina. Éste era su primer viaje en este barco de ocho años y no habían dejado de ocurrirle accidentes desacostumbrados.
    Al salir del puerto de origen, un marinero que había caído por encima de la borda fue hecho trizas por la hélice de babor. Después se produjo una colisión con el crucero Raleigb, que causó pequeños daños a las dos naves. En el calabozo viajaban cinco presos. Uno de ellos, condenado por el brutal asesinato de un compañero, estaba siendo transportado a la prisión naval de Portsmouth, New Hampshire. Al salir del puerto de Río, el barco estuvo a punto de chocar con un arrecife, y cuando el segundo comandante acusó al capitán de poner en peligro la nave al alterar su rumbo, fue arrestado y confinado en su camarote. Por último, había una tripulación descontenta, una máquina de estribor con muchos problemas y un capitán que bebía hasta olvidarse de todo. Cuando Church sumó todos estos desgraciados incidentes, tuvo la impresión de que estaban montando guardia contra un desastre que no podía dejar de producirse.
    Sus tenebrosos pensamientos fueron interrumpidos por el ruido de unas fuertes pisadas a su espalda. Se volvió y se puso en tensión al entrar el capitán por la puerta de la caseta.
    El capitán de corbeta George Worley parecía un personaje salido de La isla del Tesoro. Lo único que le faltaba era un parche en un ojo y una pata de palo. Era un hombre como un toro. Casi no tenía cuello y su enorme cabeza parecía salir directamente de los hombros. Las manos que pendían junto a sus costados eran las más grandes que jamás había visto Church. Eran tan largas y gruesas como un volumen de una enciclopedia. Nunca había sido respetuoso con las ordenanzas de la Marina; el uniforme de Worley a bordo solía componerse de zapatillas, sombrero hongo y calzoncillos largos. Church no había visto nunca al capitán en uniforme de gala, salvo cuando el Cyclops estaba en algún puerto y Worley desembarcaba para asuntos oficiales.
    Con un gruñido como saludo, Worley se acercó y golpeó el barómetro con uno de sus gruesos nudillos. Observó la aguja y asintió con la cabeza.
    —No está mal —dijo, con ligero acento alemán—. Parece que hará buen tiempo durante las próximas veinticuatro horas. Con un poco de suerte será una navegación tranquila, al menos hasta que las pasemos moradas al cruzar por delante del cabo Hatteras.
    —Todos los barcos lo pasan mal en el cabo Hatteras —dijo secamente Church.
    Worley entró en el cuarto de mapas y miró la línea trazada a lápiz que mostraba el rumbo y la posición aproximada del Cyclops.
    —Altere el rumbo cinco grados al norte —dijo al volver a la caseta del timón—. Bordearemos el Great Bahama Bank.
    —Estamos ya a veinte millas al oeste del canal principal —dijo Church.
    —Tengo mis razones para evitar las rutas marítimas —dijo bruscamente Worley.
    Church hizo una seña con la cabeza al timonel, y el Cyclops viró. La ligera alteración hizo que las olas chocaran contra la amura de babor, y cambió el movimiento del barco. Empezó a balancearse pesadamente.
    —No me gusta el aspecto del mar —dijo Church—. El oleaje empieza a hacerse un poco fuerte.
    —No es extraño en estas aguas —replicó Worley—. Nos estamos acercando a la zona en que la corriente Ecuatorial del Norte se encuentra con la corriente del Golfo. A veces he visto la superficie tan lisa como un lago seco del desierto, y otras, con olas de siete metros de altura; pero son olas largas y suaves que se deslizan por debajo de la quilla.
    Church iba a decir algo, pero calló, escuchando. Un ruido de metal rozando contra metal resonó en la caseta del timón. Worley actuó como si no hubiese oído nada, pero Church se dirigió hacia el mamparo de atrás y miró la larga cubierta de carga del Cyclops.
    Éste había sido un barco grande en su época, con ciento ochenta metros de eslora y veinte de manga. Construido en Filadelfia en 1910, había operado en el Servicio Auxiliar Naval de la Flota del Atlántico. Sus siete cavernosas bodegas podían contener 10.500 toneladas de carbón, pero esta vez transportaba 11.000 de manganeso. El casco aparecía hundido en el agua a más de un pie por encima de la línea de máxima carga. En opinión de Church, iba peligrosamente sobrecargado.
    Al mirar hacia la popa, Church pudo ver las veinticuatro grúas para el carbón irguiéndose en la oscuridad, con sus gigantescos cubos asegurados contra el mal tiempo. Pero también vio algo más.

    La cubierta de en medio parecía subir y bajar al unísono con las olas cuando éstas pasaban por debajo de la quilla.
    —Dios mío —murmuró—, el casco se está doblando.
    Worley no se molestó en mirar.
    —No debe preocuparle, hijo mío. Está acostumbrado a un poco de tensión.
    —Nunca había visto combarse de esta manera un barco —insistió Church.
    Worley se dejó caer en un gran sillón de mimbre que tenía en el puente y apoyó los pies en la bitácora.
    —Hijo mío, no debe temer por el viejo Cyclops. Surcará los mares mucho después de que usted y yo nos hayamos ido.
    La aprensión de Church no menguó con la despreocupación del capitán Worley. Por el contrario, aumentaron sus malos presentimientos.
    Después de ser sustituido por un compañero oficial para el siguiente turno de guardia, abandonó el puente y se detuvo en el cuarto de la radio para tomar una taza de café con el operador de servicio. Sparks («Chispa»), como eran llamados todos los radiotelegrafistas a bordo de cualquier barco, levantó la mirada al oírle entrar.
    —Buenos días, teniente.
    — ¿Alguna noticia interesante de los barcos cercanos?
    Sparks levantó el auricular de una oreja.
    — ¿Perdón?
    Church repitió la pregunta.
    —Sólo un par de radiotelegrafistas de dos barcos mercantes cantando jugadas de ajedrez.
    —Debería usted intervenir en la partida para librarse de esta monotonía.
    —Yo sólo juego a las damas —dijo Sparks.
    — ¿A qué distancia están esos dos mercantes?
    —Sus señales son bastante débiles... Deben estar por lo menos a cien millas de aquí.
    Church se acercó a una silla y apoyó los brazos y el mentón en el respaldo.
    —Llámeles y pregunte el estado del mar en el lugar donde se encuentran.
    Sparks encogió tristemente los hombros.
    —No puedo hacerlo.
    — ¿No funciona su transmisor?
    —Tan bien como una puta de dieciséis años en La Habana.
    —No comprendo.
    —Orden del capitán Worley —respondió Sparks—. Cuando salimos de Río, me llamó a su camarote y me dijo que no transmitiese ningún mensaje sin orden directa suya antes de que atraquemos en Baltirnore.
    —¿Le dio alguna razón?
    —No, señor.
    — ¡Qué raro!
    —Yo sospecho que tiene algo que ver con aquel personaje que tomamos como pasajero en Río.
    — ¿El cónsul general?
    —Recibí la orden inmediatamente después de que él subiera a bordo...
    Sparks se interrumpió y apretó los auriculares a sus oídos. Entonces empezó a garrapatear un mensaje en un bloc. Al cabo de unos momentos se volvió, ceñudo el semblante.
    —Una señal de socorro.
    Church se levantó.
    — ¿Cuál es la posición?
    —Veinte millas al sudeste de Anguilla Cays.
    Church hizo un cálculo mental.
    —Esto les sitúa a unas cincuenta millas de nuestra proa. ¿Qué más?
    —Nombre del barco, Crogan Castle. Proa desfondada. La superestructura gravemente dañada. Está haciendo agua. Pide un auxilio inmediato.
    — ¿La proa desfondada? —repitió Church, en un tono de perplejidad—. ¿A causa de qué?
    —No lo han dicho, teniente.
    Church miró hacia la puerta.
    —Informaré al capitán. Diga al Crogan Castle que vamos allá a todo vapor.
    El semblante de Sparks tomó un aire afligido.
    —Por favor, señor, no puedo hacerlo.
    — ¡Hágalo! —ordenó el teniente Church—. Yo asumo toda la responsabilidad.
    Se volvió y corrió por el pasillo y subió la escalerilla de la caseta del timón. Worley estaba todavía sentado en el sillón de mimbre, meciéndose al compás del balanceo del barco. Tenía las gafas casi en la punta de la nariz y estaba leyendo una sobada revista Liberty.
    —Sparks ha recibido un SOS —anunció Church—. A menos de cincuenta millas. Le ordené que respondiese a la llamada y dijese que cambiamos de rumbo para ayudarles.
    Worley abrió mucho los ojos, se levantó de un salto del sillón y agarró de los brazos al sorprendido Church.
    — ¿Está usted loco? —rugió—. ¿Quién diablos le ha dado autoridad para contradecir mis órdenes?
    Church sintió un fuerte dolor en los brazos. La presión de aquellas manazas que apretaban como tenazas pareció que iba a convertir sus bíceps en pulpa.
    —Dios mío, capitán, no podemos abandonar a otro barco en peligro.
    — ¡Podemos hacerlo, si yo lo digo!
    Church se quedó pasmado ante el arrebato del capitán Worley. Podía ver sus ojos enrojecidos y desenfocados, y oler el aliento que apestaba a whisky.
    —Es una norma básica del mar —insistió Church—. Debemos auxiliarles.
    — ¿Se están hundiendo?
    —El mensaje decía «haciendo agua».
    Worley empujó a Church.
    —Y ahora lo dice usted. Dejemos que esos bastardos manejen las bombas hasta que cualquier barco que no sea el Cyclops les salve el pellejo.
    El timonel y el oficial de guardia les miraron en sorprendido silencio, mientras Church y Worley se enfrentaban sin pestañear, con la atmósfera de la caseta del timón cargada de tensión. Todas las desavenencias que había habido entre ellos en las últimas semanas se pusieron de pronto de manifiesto.
    El oficial de guardia hizo un movimiento como para intervenir. Worley volvió la cabeza y gruñó:
    —Aténgase a lo suyo y preste atención al timón.
    Church se frotó los magullados brazos y miró al capitán echando chispas por los ojos.
    —Protesto por su negativa a responder un SOS e insisto en que se haga constar en el cuaderno de bitácora.
    —Le advierto...
    —También deseo que conste que ordenó usted al radiotelegrafista que no transmitiese ningún mensaje.
    —Se ha pasado usted de la raya, caballero —Worley hablaba fríamente, comprimidos los labios en una fina línea, bañado el rostro en sudor—. Considérese arrestado y confinado en su camarote.
    —Arreste a unos cuantos oficiales más —saltó Church, perdiendo el control—, y tendrá que manejar usted solo este barco maldito.
    De pronto, antes de que Worley pudiese replicar, el Cyclops se hundió en un profundo seno entre dos olas. El instinto, agudizado por años en el mar, hizo que todos los que estaban en la caseta del timón se agarraran automáticamente al objeto seguro más próximo para mantener el equilibrio. Las planchas del casco crujieron bajo la tensión, y pudieron oír ruidos como de algo que se rompía.
    — ¡Dios mío! —murmuró el timonel, con la voz teñida por el pánico.
    — ¡Silencio! —gruñó Worley al enderezarse el Cyclops—. Este barco ha navegado en mares peores que éste.
    Una idea espantosa se abrió paso en la mente de Church.
    —El Crogan Castle, el barco que radió el SOS, dijo que tenía la proa desfondada, y maltrecha la superestructura.
    Worley le miró fijamente.
    — ¿Y qué?
    — ¿No se da cuenta? Debe haber sido golpeado por una ola gigantesca como ésta.
    —Está hablando como un loco. Vaya a su camarote, caballero. No quiero volver a verle la cara hasta que lleguemos a puerto.
    Church vaciló, apretando los puños. Después, lentamente, aflojó las manos al darse cuenta de que toda ulterior discusión con Worley sería una pérdida de tiempo. Se volvió sin añadir palabra y salió de la caseta del timón.
    Al pisar la cubierta, miró fijamente por encima de la proa. El mar parecía engañosamente tranquilo. Las olas era ahora de tres metros y no llegaba agua a la cubierta. Se dirigió a popa y vio que las tuberías de vapor que hacían funcionar los tornos y el equipo auxiliar estaban raspando los bordes mientras el barco subía y bajaba al impulso de las largas y lentas olas.
    Entonces bajó a las bodegas e inspeccionó dos de ellas, dirigiendo la luz de su linterna a los fuertes puntales instalados para que la carga de manganeso se mantuviese en su sitio. Chirriaban y crujían bajo la tensión, pero parecían firmes y seguros. No vio señales de que se escapasen granos de mineral a causa del movimiento del barco.
    Sin embargo, se sentía inquieto, y estaba cansado. Necesitó de toda su fuerza de voluntad para no encaminarse a su cómodo camarote y cerrar complacidamente los ojos a la triste serie de problemas con que se enfrentaba el barco. Iría a inspeccionar la sala de máquinas y vería si había entrado agua en la sentina. Una inspección que resultó negativa y pareció confirmar la fe de Worley en el Cyclops.
    Cuando se dirigía por un pasillo hacia el cuarto de oficiales para tomar una taza de café, se abrió la puerta de un camarote y el cónsul general americano en Brasil, Alfred Gottschalk, titubeó en el umbral mientras hablaba con alguien que permanecía en el interior de la habitación. Church miró por encima del hombro de Gottschalk y vio al médico del barco inclinado sobre un hombre que yacía en una litera. El rostro del paciente era de piel amarillenta y tenía aspecto de cansancio, un rostro bastante joven que se contradecía con la espesa melena blanca que poblaba su cabeza. El hombre mantenía los ojos abiertos, los cuales reflejaban una mezcla de miedo y sufrimiento y un círculo de penalidades; eran unos ojos que habían visto demasiado. La escena era una extraña circunstancia más para añadir a la travesía del Cyclops.
    Como oficial de cubierta antes de que el barco zarpase de Río de Janeiro, Church había observado la llegada al muelle de una caravana de automóviles. El cónsul general se había apeado del coche oficial conducido por un chófer y había dirigido la carga de sus baúles y maletas. Después había mirado hacia arriba, captando todos los detalles de Cyclops, desde la poco elegante proa recta hasta la graciosa curva de su popa en forma de copa de champaña. A pesar de su cuerpo bajo, redondo y casi cónico, irradiaba el aire indefinible de las personas acostumbradas a ejercer una gran autoridad. Llevaba los cabellos rubios y plateados excesivamente cortos, al estilo prusiano. Sus estrechas cejas eran casi iguales que el recortado bigote.
    El segundo vehículo de la caravana era una ambulancia. Church observó cómo una persona tendida en una camilla era sacada de aquélla y transportada a bordo, pero no pudo descubrir sus facciones debido a la gruesa mosquitera que le cubría la cara. Aunque la persona que iba en la camilla formaba evidentemente parte de su séquito, Gottschalk le prestó poca atención, dirigiéndola en cambio al camión Mack que iba en retaguardia.
    Miró ansiosamente mientras una gran caja oblonga era izada por una de las grúas del barco y depositada en el primer compartimiento de carga. Como a una señal convenida, Worley apareció y supervisó personalmente el cierre de la escotilla. Entonces saludó a Gottschalk y le acompañó a su camarote. Casi inmediatamente, soltaron amarras y el barco se dirigió hacia la entrada del puerto.
    Gottschalk se volvió y advirtió que Church estaba de pie en el pasillo. Salió del camarote y cerró la puerta a su espalda, entrecerrando recelosamente los párpados.
    — ¿Puedo ayudarle en algo, teniente...?
    —Church, señor. Estaba terminando una inspección del barco y me dirigía al cuarto de oficiales para tomar una taza de café. ¿Me haría el honor de acompañarme?
    Una débil expresión de alivio se pintó en el semblante del cónsul general, y éste sonrió.
    —Con mucho gusto. Nunca puedo dormir más de unas pocas horas seguidas. Esto vuelve loca a mi esposa.
    — ¿Se ha quedado ella en Río esta vez?
    —No; la envié anteriormente a nuestra casa de Maryland. Yo tenía que terminar mi misión en Brasil. Espero pasar el resto de mi servicio en el Departamento de Estado, en Washington.
    Church pensó que Gottschalk parecía excesivamente nervioso. No paraba de mirar arriba y abajo en el pasillo y se enjugaba constantemente la pequeña boca con un pañuelo de lino. Asió a Church de un brazo.
    —Antes de que tomemos café, ¿sería usted tan amable, teniente, de acompañarme a la bodega donde está el equipaje?
    Church le miró fijamente.
    —Sí, señor, si usted lo desea.
    —Gracias —dijo Gottschalk—. Necesito algo de uno de mis baúles.
    Si Church creyó que era una petición desacostumbrada, no lo dijo; se limitó a asentir con la cabeza y echó a andar hacia la proa del barco, con el pequeño y gordo cónsul general pisándole los talones. Caminaron sobre la cubierta a lo largo del pasadizo que llevaba de las camaretas de popa al castillo de proa, pasando por debajo de la superestructura del puente, suspendido sobre puntales de acero que parecían zancos. La luz colgada entre los dos mástiles de proa que constituían un soporte del esquelético enrejado que conectaba las grúas para la carga de carbón proyectaba un extraño resplandor que era reflejado por la misteriosa radiación de las olas que se acercaban.
    Deteniéndose junto a una escotilla, Church corrió los pestillos e hizo ademán a Gottschalk para que le siguiese por una escalerilla, iluminándola con su linterna. Cuando llegaron al fondo de la bodega de equipajes, Church encontró el interruptor y encendió las lámparas del techo, que iluminaron la zona con un resplandor amarillo irreal.
    Gottschalk pasó por el lado de Church y se encaminó directamente a la caja, asegurada por cadenas cuyos últimos eslabones estaban sujetos con candados a unas armellas fijas en el suelo. Estuvo allí durante unos momentos, contemplándola con una expresión reverente en el semblante y pensando en otro lugar, en otros tiempos.
    Church observó de cerca la caja por primera vez. No había ninguna señal en los lados de dura madera. Calculó que mediría unos tres metros de longitud por uno de profundidad y uno y medio de anchura. No podía calcular el peso, pero sabía que el contenido era pesado. Recordaba cómo se había tensado el cable al subirla a bordo. La curiosidad pudo más que su fingida indiferencia.
    — ¿Puedo preguntarle qué hay en el interior?
    Gottschalk siguió mirando la caja.
    —Una pieza arqueológica destinada a un museo —contestó vagamente.
    —Debe ser muy valiosa —insinuó Church.
    Gottschalk no respondió. Algo en el borde de la tapa le había llamado la atención. Se caló un par de gafas para leer y miró a través de los cristales. Le temblaron las manos y se puso rígido.
    — ¡Ha sido abierta! —jadeó.
    —No es posible —dijo Church—. La tapa está tan fuertemente asegurada con cadenas que los eslabones habrán mellado sus bordes.
    —Pero mire aquí —dijo el otro, señalando—. Puede ver las marcas de la palanca con que fue forzada la tapa.
    —Probablemente, estas señales se produjeron al ser cerrada la caja.
    —No estaban aquí cuando yo la comprobé hace dos días —dijo firmemente Gottschalk—. Alguien de su tripulación ha manipulado esto.
    —Su preocupación es vana. ¿Qué tripulante podría interesarse en un objeto viejo que al menos debe pesar dos toneladas? Además, ¿quién, aparte de usted, tiene la llave de los candados?
    Gottschalk se hincó de rodillas y tiró de uno de los candados. Éste se desprendió y le quedó en la mano. En vez de acero, había sido tallado en madera. Ahora pareció aterrorizado. Se levantó despacio, como hipnotizado, miró furiosamente a su alrededor y pronunció una palabra:
    —Zanona.
    Fue como el principio de una pesadilla. Los sesenta segundos siguientes fueron horribles. El asesinato del cónsul general se cometió con tanta rapidez que Church se quedó como petrificado, sin comprender lo que estaban viendo sus ojos.
    Una figura saltó desde la sombra sobre la caja. Vestía el uniforme de marinero de la Armada, pero las características raciales de sus cabellos negros, gruesos y lisos, de los pómulos salientes, de los ojos extremadamente oscuros e inexpresivos, eran innegables.
    Sin hacer el menor ruido, el indio sudamericano hundió algo parecido a una lanza en el pecho de Gottschalk, hasta que la punta sobresalió un palmo del cuerpo, por debajo del omóplato. El cónsul general no cayó inmediatamente. Volvió lentamente la cabeza y miró a Church, desorbitados los ojos que ya no veían. Trató de decir algo, pero no pudo articular una palabra; solamente se oyó una especie de tos horrible, gutural, que tiñó de rojo sus labios y su barbilla. Cuando empezaba a caer, el indio apoyó un pie en su pecho y arrancó la lanza.
    Church no había visto nunca al asesino. El indio no pertenecía a la tripulación del Cyclops y sólo podía ser un polizón. No había malignidad en el moreno semblante, ni cólera ni odio, sólo una expresión inescrutable de total indiferencia. Agarró la lanza casi negligentemente y saltó sin ruido de la caja.
    Church se apercibió del ataque. Esquivó hábilmente la lanzada y arrojó la linterna contra la cara del indio. Se oyó un ruido sordo cuando el tubo de metal chocó contra la mandíbula derecha y rompió el hueso, haciendo saltar varios dientes. Entonces descargó un puñetazo que alcanzó al indio en el cuello. La lanza cayó al suelo y Church agarró el asta de madera y la levantó sobre la cabeza.
    De pronto, todo lo que había dentro del compartimiento de equipajes pareció volverse loco, y Church tuvo que hacer un gran esfuerzo para conservar el equilibrio, puesto que el suelo se inclinó casi sesenta grados. De algún modo pudo mantenerse en pie y corrió, impulsado por la gravedad, hasta el inclinado mamparo de proa. El cuerpo inerte del indio rodó detrás de él y se paró a sus pies. Entonces observó aterrorizado e impotente cómo la caja, no retenida por los candados, se deslizaba sobre el suelo, aplastando al indio y sujetando las piernas de Church contra la pared de acero. El impacto hizo que la tapa se abriese a medias, revelando el contenido de la caja.
    Church miró aturdido a su interior. La increíble visión que captaron sus ojos a la luz vacilante de las lámparas de! techo fue la última imagen que se grabó en su mente durante los pocos segundos que lo separaban de la muerte.
    En la caseta del timón, el capitán Worley era testigo de algo aún más espantoso. Fue como si el Cyclops hubiese caído de pronto en un agujero insondable. La proa se hundió en un seno enorme entre dos olas y la popa se levantó en el aire hasta que las hélices salieron del agua. A través de la oscuridad, las luces vaporosas del Cyclops se reflejaron en una pared negra y movediza que se elevó tapando las estrellas.
    En el fondo de las bodegas de carga, sonó un terrible estruendo parecido al de un terremoto, haciendo que todo el barco se estremeciese desde la proa hasta la popa. Worley no tuvo tiempo de dar la voz de alarma que pasó un instante por su mente. Los puntales habían cedido y el manganeso suelto aumentaba el impulso hacia abajo del Cyclops.
    El timonel contempló a través del ojo de buey, con mudo asombro, cómo aquella enorme pared, de la altura de una casa de diez pisos, se abalanzaba rugiendo contra ellos con la rapidez de un alud. La cima estaba encrespada a medias, y había un hueco debajo de ella. Un millón de toneladas de agua chocó furiosamente contra la proa del buque, inundándola completamente y cubriendo también la superestructura. Las puertas del puente se rompieron y el agua penetró en la caseta del timón. Worley se agarró al pasamanos, paralizada la mente e incapaz de imaginar lo inevitable.
    La ola pasó por encima del barco. Toda la sección de proa se retorció al partirse los baos de acero y combarse la quilla. Las remachadas planchas del casco se desprendieron como si fuesen de papel. El Cyclops se hundió más bajo la enorme presión de la ola. Las hélices se sumergieron de nuevo en el agua y ayudaron a impulsar el barco hacia las profundidades que le esperaban. El Cyclops no podía volver atrás.
    Siguió bajando, bajando, hasta que el destrozado casco y las personas aprisionadas en él cayeron sobre la removida arena del fondo del mar, y sólo una bandada de asombradas gaviotas fueron testigos de su funesto destino.

    Primera parte
    El Prosperteer

    1
    10 de octubre de 1989
    Key West, Florida
    El dirigible pendía inmóvil en el aire tropical, equilibrado y tranquilo, como un pez suspendido en un acuario. Su proa golpeaba ligeramente el mástil amarillo de amarre al balancearse delicadamente sobre una sola rueda de aterrizaje. Era una vieja aeronave de aspecto cansado; su piel antaño de plata se había arrugado, había perdido el color y estaba salpicada de numerosos parches. La barquilla de mando que pendía debajo de su panza tenía aspecto de embarcación antigua, y sus ventanillas de cristal estaban amarillas por los años. Sólo sus motores Wright Whirlwind de 200 caballos parecían nuevos, al haber sido cuidadosamente restaurados y devueltos a sus primitivas condiciones.
    A diferencia de sus hermanos más jóvenes que sobrevolaban los estadios de fútbol, su cubierta impermeable al gas era de aluminio con junturas remachadas, en vez de poliéster revestido de caucho, y era sostenida por doce armazones circulares como el dorso de un pez. En forma de cigarro, tenía cincuenta metros de longitud y contenía siete mil quinientos metros cúbicos de helio y, si no soplaban vientos contrarios sobre su redondeada proa, podía navegar entre las nubes a sesenta y dos millas por hora. Su denominación original había sido ZMC-2, Zeppelin Metal Ciad Number Two, y había sido construido en Detroit y entregado a la Marina de los Estados Unidos en 1929- A diferencia de la mayoría de los dirigibles, que tenían cuatro grandes aletas estabili-zadoras, éste llevaba ocho aletas pequeñas en la afilada cola. Muy avanzado en su época, había prestado grandes y seguros servicios hasta 1942, en que había sido desmantelado y olvidado.
    Durante cuarenta y siete años, el ZMC-2 languideció en un hangar de una base aérea naval abandonada cerca de Key West, Florida. En 1988, la propiedad fue vendida por el Gobierno a un grupo financiero presidido por un acaudalado editor, Raymond LeBaron, que pretendía convertirla en un lugar de vacaciones.
    Recién llegado de la sede de su corporación en Chicago, para inspeccionar la nueva adquisición, LeBaron tropezó, en la base naval, con los polvorientos y deteriorados restos del ZMC-2 y aquello le intrigó. Cargándolo a los gastos de promoción, hizo montar de nuevo la vieja nave más ligera que el aire y reconstruir los motores, y la llamó Prosperteer, por el nombre de la revista comercial que era la base de su imperio financiero, pintando aquel nombre con grandes letras rojas en el lado de la cubierta.
    LeBaron aprendió a gobernar el Prosperteer, dominando el humor inconstante de la aeronave y los constantes reajustes requeridos para sostener un vuelo regular bajo la caprichosa naturaleza del viento. No había un piloto automático que le ahorrase el trabajo de bajar la proa contra una súbita ráfaga y levantarla cuando amainaba el viento. La fuerza de sustentación casi neutral variaba en gran manera con la atmósfera. Los residuos de una ligera lluvia podían añadir un peso de cientos de kilos a la vasta superficie del dirigible, reduciendo su capacidad de elevación, mientras que un viento seco que soplase desde el noroeste obligaba al piloto a luchar contra la insistencia de la aeronave por elevarse a una altura contraproducente.
    LeBaron disfrutaba con este desafío. El regocijo de adivinar el comportamiento de la antigua bolsa de gas y combatir sus antojos aerodinámicos superaba en mucho las satisfacciones que experimentaba al pilotar uno de los cinco aviones a reacción propiedad de su corporación. Aprovechaba todas las oportunidades que tenía de abandonar la sala de juntas para viajar a Key West y dar una vuelta sobre las islas del Caribe. El Prosperteer se convirtió muy pronto en un espectáculo familiar encima de las Bahamas. Un indígena que trabajaba en un campo de caña de azúcar contempló el dirigible y lo describió espontáneamente como «un cerdito que corría hacia atrás».
    Sin embargo, LeBaron, como la mayoría de los empresarios de la élite del poder, tenía una mente inquieta y sentía el impulso incoercible de buscar nuevos proyectos. Después de casi un año, su interés en el viejo dirigible empezó a desvanecerse.
    Entonces, una noche, conoció en un bar de la zona portuaria a una vieja rata de muelle llamado Buck Caesar, que dirigía una empresa de recuperación de objetos en el mar, con la grandilocuente denominación de «Exotic Artifact Ventures, Inc.».
    Durante una conversación, mientras tomaban varias rondas de ron con hielo, Buck Caesar pronunció la palabra mágica que ha enloquecido a la mente humana desde hace más de cinco mil años y que ha causado probablemente más daños que la mitad de las guerras: tesoro.
    Después de escuchar a Caesar contando historias sobre galeones españoles hundidos en las aguas del Caribe, con sus cargamentos de oro y plata mezclados con el coral, incluso un astuto financiero con el agudo sentido de los negocios como era LeBaron se dejó convencer. Con un apretón de manos, constituyeron una sociedad.
    Entonces renació el interés de LeBaron en el Prosperteer. El dirigible podía ser una plataforma perfecta para descubrir lugares de posibles naufragios desde el aire. Los aeroplanos volaban demasiado rápido para una observación aérea, mientras que los helicópteros tenían un tiempo limitado de vuelo y agitaban la superficie del agua con el viento de sus hélices. El dirigible podía permanecer dos días en el aire y volar a marcha lenta. Desde una altura de cien metros, el perfil de un objeto confeccionado por el hombre podía ser detectado por unos ojos agudos a treinta metros de profundidad en un mar claro y en calma.
    Estaba despuntando la aurora sobre los estrechos de Florida cuando el personal de tierra, compuesto de diez hombres, se reunió alrededor del Prosperteer y empezó una inspección previa al vuelo. El sol naciente iluminó la enorme cubierta revestida de rocío, dándole el iridiscente aspecto de una burbuja de jabón. El dirigible estaba en el centro de una pista de hormigón en cuyas grietas crecía la hierba. Una ligera brisa soplaba desde los estrechos y la aeronave giró alrededor del mástil de amarre hasta tocarlo con la redonda proa.
    Casi todos los miembros del personal de tierra eran jóvenes de piel tostada, e iban vestidos de cualquier manera, con shorts o trajes de baño o pantalones de algodón. Apenas si prestaron atención al largo Cadillac que rodó por la pista y se detuvo junto al gran camión que servía de taller de reparación del dirigible, de oficina del jefe de personal y de cuarto de comunicaciones.
    El chófer abrió la portezuela y LeBaron se apeó del asiento de atrás, seguido de Buck Caesar, que se dirigió inmediatamente a la barquilla del dirigible con un rollo de cartas marinas debajo del brazo. LeBaron, muy elegante y al parecer lleno de salud a sus sesenta y cinco años, dejaba a todos pequeños con su estatura cercana a los dos metros. Sus ojos tenían un color de roble claro; llevaba bien peinados los cabellos grises, y tenía la mirada lejana y preocupada del hombre cuyos pensamientos estaban a varias horas en el futuro.
    Se inclinó y dijo unas pocas palabras a una atractiva mujer que iba dentro del coche. La besó ligeramente en la mejilla, cerró la portezuela y echó a andar en dirección al Prosperteer,
    El jefe del personal de tierra, un hombre de aire competente y que llevaba una inmaculada chaqueta blanca, se acercó y estrechó la mano que le tendía LeBaron.
    —Los depósitos de carburante están llenos, señor LeBaron. Se han hecho todas las comprobaciones necesarias para emprender el vuelo.
    — ¿Cómo está la fuerza de sustentación?
    —Tendrá que calcular una carga adicional de doscientos cincuenta kilos debido a la humedad.
    LeBaron asintió reflexivamente con la cabeza.
    —Se aligerará con el calor del día.
    —Los controles deberían responder mejor. Los cables elevadores presentaban señales de herrumbre; por consiguiente, los hice cambiar.
    — ¿Cuál es la previsión del tiempo?
    —Nubes bajas dispersas durante la mayor parte del día. Pocas probabilidades de lluvia. Se encontrarán con un viento del sudeste que soplará de frente a cinco millas por hora en el trayecto de ida.
    —Y un viento de cola en el trayecto de vuelta. Prefiero esto.
    — ¿La misma frecuencia de radio que en el último viaje?
    —Sí, informaremos cada media hora de nuestra posición y condiciones, empleando los términos normales de comunicación. Si descubrimos algo prometedor, lo transmitiremos en clave.
    El jefe del personal de tierra asintió con la cabeza.
    —Comprendido.
    Sin añadir palabra, LeBaron subió la escalerilla de la góndola y ocupó el asiento del piloto. Su copiloto, Joe Cavilla, un individuo de sesenta años, agrio y de ojos tristes, que raras veces abría la boca salvo para bostezar o estornudar, se reunió con él. Su familia había inmigrado a los Estados Unidos desde el Brasil, cuando él tenía dieciséis años, y Joe se había incorporado a la Marina, pilotando dirigibles hasta que la última unidad de esta clase fue formalmente licenciada en 1964. Cavilla se había presentado un día e impresionado a LeBaron por su experiencia en aeronaves más ligeras que el aire, y éste le había contratado.
    El tercer miembro de la tripulación era Buck Caesar. Su cara de hombre maduro, de tez curtida, sonreía constantemente, pero su mirada era astuta y su cuerpo eran tan firme como el de un boxeador. Estaba sentado a una mesita, con el torso inclinado, contemplando sus cartas y trazando una serie de cuadrados cerca de un sector del canal de las Bahamas.
    Un humo azul brotó de los tubos de escape al poner LeBaron en marcha los motores. El personal de tierra desató cierto número de sacos de lona conteniendo lastre y que habían sido arrojados desde la barquilla. Uno de aquellos hombres, el «cazador de mariposas», levantó un largo palo con una manga de aire en su extremo, para que LeBaron pudiese observar la dirección exacta del viento.
    LeBaron hizo una señal con la mano al jefe del personal de tierra. Un calzo de madera fue retirado de la rueda de aterrizaje, se soltó la ligadura de la proa al mástil, y los hombres que sostenían las cuerdas de proa se echaron a un lado y las soltaron. Cuando la aeronave quedó libre y se hubo apartado del mástil, LeBaron aceleró e hizo girar la gran rueda del timón contigua a su asiento. El Prosperteer levantó su morro de ópera bufa en un ángulo de cincuenta grados y, lentamente, se elevó en el cielo.
    El personal de tierra observó hasta que la gran aeronave se perdió gradualmente de vista sobre las aguas verdeazules de los estrechos. Después volvieron brevemente su interés a la limusina y a la vaga forma femenina de detrás del cristal sombreado de la ventanilla.
    Jessie LeBaron compartía la pasión de su marido por las aventuras al aire libre, pero era una mujer metódica, que prefería organizar fiestas de caridad y sesiones para recaudar fondos en campañas políticas, en vez de perder el tiempo a la caza de un tesoro dudoso. Vibrante y llena de vitalidad, con una boca que tenía un repertorio de una docena de sonrisas diferentes, tenía cincuenta años y medio, pero parecía estar más cerca de los treinta y siete. Jessie era ligeramente entrada en carnes, pero firme; su tez tenía una
    suavidad cremosa, y había permitido que sus cabellos se volviesen naturalmente grisáceos. Los ojos eran grandes y oscuros, y no tenían la mirada vacía que suele dejar la cirugía plástica.
    Cuando ya no pudo ver el dirigible, Jessie habló por el intercomunicador del automóvil.
    —Angelo, tenga la bondad de volver al hotel.
    El chófer, un cubano moreno con la cara de facciones tan duras como las grabadas en los sellos de correos, se llevó dos dedos a la visera de la gorra y asintió con la cabeza.
    El personal de tierra del dirigible observó cómo daba la vuelta el largo Cadillac y pasaba por la desierta puerta de entrada de la antigua base naval. Entonces, alguien sacó una pelota de balonvolea. Rápidamente trazaron las líneas del campo y montaron una red. Después de formar los bandos, empezaron a golpear la pelota de un lado a otro para combatir el tedio de la espera.
    Dentro del camión con aire acondicionado, el jefe del personal y un radiotelegrafista recibían y anotaban los mensajes del dirigible. LeBaron transmitía religiosamente cada treinta minutos, sin variar nunca más de unos pocos segundos, describiendo su posición aproximada, todos los cambios del tiempo y los barcos que navegaban debajo de ellos.
    Entonces, a las dos y media de la tarde, cesaron los mensajes. El radiotelegrafista trató de comunicarse con el Prosperteer, pero no hubo respuesta. Llegaron y pasaron las cinco y continuó el silencio. Fuera, el personal de tierra dejó cansadamente de jugar y se agrupó alrededor de la puerta del compartimiento de radio, mientras crecía la inquietud en el interior. A las seis, sin ninguna señal del dirigible sobre el mar, el jefe del personal llamó a la Guardia de Costas.
    Lo que nadie sabía, ni posiblemente sospechaba, era que Raymond LeBaron y sus amigos a bordo del Prosperteer se habían desvanecido en un misterio que iba mucho más allá de la mera caza de un tesoro.


    2


    Diez días más tarde, el presidente de los Estados Unidos contemplaba pensativamente el paisaje a través de la ventanilla de su limusina y tamborileaba con los dedos sobre una rodilla. Sus ojos no veían las fincas pintorescas de las tierras de Potomac, Maryland. Apenas se daba cuenta de cómo brillaba el sol sobre la piel de los caballos de pura raza que vagaban por los ondulados pastizales. Las imágenes que se reflejaban en su mente giraban alrededor de los extraños acontecimientos que lo habían llevado literalmente a la Casa Blanca.
    Como vicepresidente, fue elevado al cargo más alto de la nación cuando su predecesor se vio obligado a dimitir después de confesar que padecía una enfermedad mental. Afortunadamente, los medios de comunicación no emprendieron una investigación a gran escala. Desde luego, hubo las entrevistas de rutina con ayudantes de la Casa Blanca, líderes del Congreso y famosos psiquiatras, pero no apareció nada que oliese a intriga o a conspiración. El ex presidente abandonó Washington y se retiró a su casa de campo en Nuevo México, todavía respetado y compadecido por el público, y la verdad quedó guardada en la mente de muy pocos.
    El nuevo jefe del ejecutivo era un hombre enérgico que medía un poco más de un metro ochenta y pesaba sus buenos cien kilos. Tenía cuadrada la mandíbula inferior, duras las facciones y una frente casi siempre arrugada en un fruncimiento reflexivo; pero sus ojos intensamente grises podían ser engañosamente límpidos. Los cabellos de plata estaban siempre perfectamente cortados, con raya en el lado derecho, al estilo tradicional de los banqueros de Kansas.
    No era guapo o llamativo a los ojos del público, pero tenía un estilo y un encanto que lo hacían atractivo. Aunque era político profesional, consideraba al Gobierno, tal vez ingenuamente, como un equipo, con él como entrenador que dirigía el juego. Muy apreciado como instigador y agitador, se rodeaba de un gabinete y un personal de hombres y mujeres que se esforzaban en trabajar en armonía con el Congreso, en vez de reclutar una pandilla de compinches más preocupados de fortalecer su base de poder personal.
    Sus pensamientos se centraron poco a poco en el paisaje cuando el conductor del Servicio Secreto redujo la marcha, salió de la River Road North y cruzó la gran puerta de piedra flanqueada de una verja pintada de blanco. Un guardia uniformado y un agente del Servicio Secreto que llevaba las gafas negras de ritual y traje de hombre de negocios salieron de la caseta del guarda. Miraron hacia el interior del coche y asintieron con la cabeza al reconocer a su ocupante. El agente habló por un pequeño transmisor de radio sujeto a su muñeca como un reloj.
    —El jefe está en camino.
    El automóvil rodó por el paseo circular bordeado de árboles del Congressional Country Club, dejando atrás las pistas de tenis a la izquierda, llenas de curiosas esposas de los socios, y se detuvo al pie del pórtico del club.
    Elmer Hoskins, el encargado de recibirle, se adelantó y abrió la portezuela de atrás.
    —Parece que hará un buen día para el golf, señor presidente.
    —Mi juego no podría ser peor si el campo estuviese cubierto de nieve —dijo sonriendo el presidente.
    —Ya quisiera yo poder llegar a poco más de ochenta golpes.
    —También yo —dijo el presidente, siguiendo a Hoskins por el lado de la casa del club y bajando a las dependencias del profesor—. He añadido cinco golpes a mi puntuación desde que me hice cargo del Salón Oval.
    —Sin embargo, no está mal para alguien que sólo juega una vez a la semana.
    —Esto y el hecho de que cada vez me resulta más difícil prestar atención al juego.
    El profesor del club apareció y le estrechó la mano.
    —Reggie tiene sus palos y le está esperando en el tee del primer hoyo.
    El presidente asintió con la cabeza y subieron a un pequeño vehículo que les llevó por un sendero que rodeaba un gran estanque y conducía a uno de los más largos campos de golf de la nación. Reggie Salazar, un hispano bajito y nervudo, estaba apoyado en una gran bolsa de cuero llena de palos de golf que le llegaban al pecho.
    El aspecto de Salazar era engañoso. Como un borriquito de las montañas andinas, podía cargar con una bolsa de veinticinco kilos de palos de golf a lo largo de dieciocho agujeros sin jadear ni verter una gota de sudor. Cuando tenía solamente trece años, había llevado en brazos a su madre enferma y a su hermanita de tres años colgada sobre la espalda, a través de la frontera de Baja California hasta San Diego, a treinta millas. Después de la amnistía otorgada a los inmigrantes ilegales en 1985, trabajó en los campos de golf, convirtiéndose en un buen caddy en las competiciones de profesionales. Era un genio en aprender el ritmo de un campo; afirmaba que era como si le hablase y escogía infaliblemente el palo adecuado para un golpe difícil. Reggie Salazar era también un hombre de gran agudeza y un filósofo, y prodigaba los proverbios de una manera que habría dado envidia a Casey Stengel. El presidente lo había llevado consigo en un torneo entre miembros del Congreso, hacía cinco años, y se habían hecho buenos amigos.
    Salazar vestía siempre como un trabajador del campo: pantalón vaquero, camisa a cuadros, botas de militar y sombrero de paja y ala ancha de ranchero. Era su marca de fábrica.
    —Saludos, señor presidente —lo saludó en inglés de la frontera, brillándole los ojos de color café—. ¿Prefiere caminar o ir en el cochecito?
    El presidente estrechó la mano que le tendía Salazar.
    —Me conviene hacer un poco de ejercicio; por lo tanto, caminaremos un rato y tal vez iremos en coche en los nueve últimos hoyos.
    Dio el primer golpe y lanzó una pelota alta y con ligero efecto que se detuvo a ciento ochenta metros cuesta arriba y cerca del borde de la calle. Mientras caminaba desde el tee, los problemas de gobernar el país se fueron apartando de su mente y empezó a pensar en el próximo golpe.
    Jugó en silencio hasta que, con un golpe corto, metió la pelota en el hoyo y consiguió un par. Después descansó y tendió el palo a Salazar.
    —Bueno, Reggie, ¿alguna sugerencia sobre mis tratos con el Capitolio?
    —Demasiadas hormigas negras —respondió Salazar, con una sonrisa elástica.
    — ¿Hormigas negras?
    —Todos visten trajes oscuros y corren como locos. Lo único que hacen es llevar papeles y darle a la lengua. Yo dictaría una ley disponiendo que los miembros del Congreso sólo pudiesen reunirse en años alternos. De esta manera, causarían menos problemas.
    El presidente se echó a reír.
    —Sé de al menos doscientos millones de votantes que aplaudirían tu idea.
    Siguieron caminando por el campo, seguidos a discreta distancia por dos agentes del Servicio Secreto en un cochecito de golf, mientras al menos otra docena rondaba por el campo. La conversación continuó animada, mientras el juego del presidente se desarrollaba bien. Después de recoger la pelota del hoyo del noveno green, su cuenta registraba treinta y nueve golpes. Lo consideró un pequeño triunfo.
    —Vamos a tomarnos un descanso antes de atacar los nueve últimos —dijo el presidente—. Voy a celebrarlo con una cerveza. ¿Quieres acompañarme?
    —No, gracias, señor. Emplearé el tiempo para limpiar de hierbas y de polvo sus palos.
    El presidente le tendió el butter.
    —Como quieras. Pero insisto en que bebas algo conmigo cuando terminemos con el hoyo decimoctavo.
    El rostro de Salazar resplandeció como un faro.
    —Será un honor, señor presidente —dijo, y trotó hacia la bolsa de caddy.
    Veinte minutos más tarde, después de responder a una llamada de su jefe de personal y beber una botella de Coors, el presidente salió de la casa del club y se reunió con Salazar, que estaba acurrucado en un cochecito de golf en el décimo tee, con el ala ancha de su sombrero de paja bajada sobre la frente. Sus manos, relajadas, agarraban el volante y llevaban ahora un par de guantes de cuero.
    —Bueno, veamos si puedo bajar de los ochenta —dijo el presidente, con los ojos brillantes por la esperanza de conseguir un buen resultado.
    Salazar no dijo nada y le dio simplemente un driver.
    El presidente tomó el palo y lo miró, perplejo.
    —Es un agujero corto. ¿No crees que sería suficiente un número tres?
    Mirando al suelo, con el sombrero ocultando su expresión, Salazar sacudió en silencio la cabeza.
    —Tú eres el maestro —dijo amablemente el presidente.
    Se acercó a la pelota, cerró los dedos sobre el palo, lo levantó hacia atrás y lo descargó hábilmente, pero la pelota siguió un trayecto bastante raro. Pasó por encima de la calle y aterrizó a considerable distancia, más allá del green.
    Una expresión de perplejidad se pintó en la cara del presidente al regresar al tee y subir al cochecito eléctrico.
    —Es la primera vez que me has dado un palo equivocado.
    El caddy no respondió. Apretó el pedal de la batería y dirigió el vehículo hacia el décimo green. Al llegar a la mitad de la calle, se inclinó hacia adelante y colocó un pequeño paquete en el tablero, precisamente delante del presidente.
    — ¿Has traído un bocadillo por si tienes hambre? —preguntó, campechano, el presidente.
    —No, señor; es una bomba.
    El presidente frunció un poco el entrecejo, con irritación.
    —La broma no tiene gracia, Reggie...
    Se interrumpió de pronto al ver que se levantaba el sombrero de paja y descubrir los ojos azules de un completo desconocido.

    3


    —-Tenga la bondad de mantener los brazos en su posición actual —dijo el desconocido con naturalidad—. Conozco la señal con la mano que le dijeron que hiciese a los del Servicio Secreto si creía que su vida estaba en peligro.
    El presidente permaneció sentado como un tronco, incrédulo, más curioso que asustado. No confiaba en encontrar las palabras adecuadas si era el primero en hablar. Sus ojos no se apartaban del paquete.
    —Es una estupidez —dijo al fin—. No vivirá para disfrutarlo.
    —Esto no es un asesinato. No sufrirá ningún daño si sigue mis instrucciones. ¿De acuerdo?
    —Tiene usted muchas agallas, míster.
    El desconocido hizo caso omiso de la observación y siguió hablando en el tono de un maestro de escuela que recitara las normas de conducta a sus alumnos.
    —La bomba es capaz de destrozar cualquier cuerpo que se encuentre dentro de un radio de veinte metros. Si intenta usted avisar a sus guardaespaldas, la haré estallar con un control electrónico que llevo sujeto a la muñeca. Por favor, continúe jugando al golf como si no ocurriese nada extraordinario.
    Detuvo el vehículo a varios metros de la pelota, se apeó sobre la hierba y miró con cautela a los agentes del Servicio Secreto, comprobando que parecían más interesados en escrutar los bosques de los alrededores. Entonces buscó en la bolsa y sacó un palo del seis.
    —Es evidente que no sabe nada de golf—dijo el presidente, ligeramente complacido por poder adquirir cierto control—. Esto requiere un chip. Déme un palo del nueve.
    El intruso obedeció y se quedó plantado a un lado mientras el presidente lanzaba la pelota al green y la empujaba después hasta el hoyo. Cuando arrancaron hacia el tee siguiente, estudió al hombre que se sentaba a su lado.
    Los pocos cabellos grises que podían verse debajo del sombrero de paja, y las patas de gallo, revelaban una edad próxima a los sesenta años. El cuerpo era delgado, casi frágil; las caderas, estrechas, y su aspecto parecido al de Reggie Salazar, salvo que era un poco más alto. Las facciones eran estrechas y vagamente escandinavas. La voz era educada; los modales fríos y los hombros cuadrados sugerían una persona acostumbrada a hacer uso de la autoridad; sin embargo, no había indicios de crueldad o de maldad.
    —Tengo la loca impresión —dijo tranquilamente el presidente— de que ha preparado esta intrusión para apuntarse un tanto.
    —No tan loca. Es usted muy astuto, pero no podía esperar menos de un hombre tan poderoso.
    — ¿Quién diablos es usted?
    —Mientras conversamos puede llamarme Joe. Y le ahorraré muchas preguntas sobre el objeto de todo esto cuando lleguemos al tee. Allí hay un cuarto de aseo. —Hizo una pausa y sacó una carpeta de debajo de la camisa, empujándola sobre el asiento hacia el presidente—. Entre en él y lea rápidamente el contenido. No tarde más de ocho minutos. Si pasara de este tiempo, podría despertar sospechas en sus guardaespaldas. No hace falta que le diga las consecuencias.
    El cochecito eléctrico redujo la marcha y se detuvo. Sin decir palabra, el presidente entró en el lavabo, se sentó en el water y empezó a leer. Exactamente ocho minutos más tarde, salió y su cara era una máscara de perplejidad.
    — ¿Qué broma insensata es ésta?
    —No es ninguna broma.
    —No comprendo por qué ha llevado las cosas a este extremo para obligarme a leer una historieta de ciencia-ficción.
    —No es ficción.
    —Entonces tiene que ser alguna clase de engaño.
    —La Jersey Colony existe —dijo pacientemente Joe.
    —Sí, y también la Atlántida.
    Joe sonrió irónicamente.
    —Acaba usted de ingresar en un club muy exclusivo. Es el segundo presidente que ha sido informado del proyecto. Ahora le sugiero que dé el primer golpe y le describiré el panorama mientras sigue usted jugando. No será una descripción completa porque tenemos poco tiempo. Además, no es necesario que conozca algunos detalles.
    —Ante todo, tengo que hacerle una pregunta. Lo menos que puede hacer es contestarla.
    —Está bien.
    — ¿Qué ha sido de Reggie Salazar?
    —Está durmiendo profundamente en la caseta de los caddies.
    —Que Dios lo ampare si miente.
    — ¿Qué palo? —preguntó tranquilamente Joe.
    —Para un golpe corto. Déme un cuatro.
    El presidente golpeó mecánicamente la pelota, pero ésta voló recta, dio en el suelo y rodó hasta tres metros del hoyo. Arrojó el palo a Joe y se sentó pesadamente en el vehículo, esperando.
    —Bien, veamos... —empezó a decir Joe, mientras aceleraba hacia el green—. En 1963, sólo dos meses antes de su muerte, el presidente Kennedy se reunió en su casa de Hyannis Port con un grupo de nueve hombres que le propusieron un proyecto secretísimo para ser desarrollado a la sombra del programa para colocar un hombre en el espacio. Formaban un «círculo privado» de brillantes y jóvenes científicos, grandes hombres de negocios, ingenieros y políticos, que habían logrado éxitos extraordinarios en sus respectivos campos. A Kennedy le gustó la idea y llegó al extremo de crear una agencia del Gobierno que actuaba como fachada para invertir dinero federal en la que había de llamarse en clave Jersey Colony. El capital fue completado por los hombres de negocios, que establecieron un fondo que igualó al del Gobierno hasta el último dólar. Para las investigaciones, se utilizaron edificios ya existentes, generalmente viejos almacenes, desparramados en todo el país. Así se ahorraron millones en el costo inicial y se evitaron preguntas de los curiosos sobre la nueva construcción de un gran centro de estudios.
    — ¿Cómo se mantuvo secreta la operación? —preguntó el presidente—. Tenía que haber filtraciones.
    Joe se encogió de hombros.
    —Una técnica sencilla. Los equipos de investigación tenían sus propios proyectos predilectos. Cada cual trabajaba en un lugar diferente. El antiguo sistema de hacer que una mano no sepa lo que hace la otra. La quincalla se encargaba a pequeños fabricantes. Algo elemental. Lo difícil era coordinar los esfuerzos ante las narices de la NASA sin que su gente no supiese lo que estaba pasando. Así, se enviaron falsos oficiales a los centros espaciales de Cabo Cañaveral y Houston, y también uno al Pentágono para impedir investigaciones enojosas.
    — ¿Me está usted diciendo que el Departamento de Defensa no sabe nada de esto?
    Joe sonrió.
    —Esto fue lo más fácil. Un miembro del «círculo privado» era un alto oficial de Estado Mayor, cuyo nombre no le interesa. No fue problema para él enterrar otra misión en el laberinto del Pentágono.
    Joe se interrumpió cuando echaron a andar detrás de la pelota. El presidente dio otro golpe como un sonámbulo. Volvió al cochecito y miró fijamente a Joe.
    —Parece imposible que pudiesen vendarse completamente los ojos a la NASA.
    —También uno de los directores clave de la Administración del Espacio pertenecía al «círculo privado». Preveía también que una base permanente con infinitas oportunidades era preferible a unos pocos viajes temporales de naves tripuladas a la superficie lunar. Pero se daba cuenta de que la NASA no podía realizar al mismo tiempo dos programas tan complicados y caros, por lo que se hizo miembro de la Jersey Colony. El proyecto se mantuvo en secreto para que no hubiese interferencias del Poder Ejecutivo, del Congreso o de los militares. Tal como se desarrollaron las cosas, fue una sabia decisión.
    —Y la conclusión es que los Estados Unidos tienen una sólida base en la Luna.
    Joe asintió solemnemente.
    —Sí, señor presidente, es exactamente esto.
    El presidente no acababa de comprender del todo la enormidad de la idea.
    —Es increíble que un proyecto tan vasto pudiese realizarse detrás de una cortina impenetrable de secreto, desconocido y no descubierto durante veintiséis años:
    Joe miró fijamente la calle.
    —Tardaría un mes en describir los problemas, los obstáculos y las tragedias que hubo que superar; los adelantos científicos y de ingeniería requeridos por un proceso de reducción de hidrógeno para hacer agua, para fabricar un aparato de extracción de oxígeno, y construir una planta de generación de energía cuya turbina es accionada por nitrógeno líquido; para la acumulación de materiales y equipos lanzados a una órbita determinada por una agencia espacial particular patrocinada por el «círculo privado»; para la construcción de un vehículo de transporte lunar que enlazara la órbita terrestre con la Jersey Colony.
    — ¿Y todo se hizo ante las narices de todos los encargados de nuestro programa espacial?
    —Los que se anunciaban como complicados satélites de comunicación eran piezas disfrazadas del vehículo de transferencia lunar y, en cada una de ellas, viajaba un hombre en una cápsula interna. No entraré en los diez años de planificación ni en la enorme complejidad de la cooperación para reunir aquellas piezas en uno de nuestros abandonados laboratorios espaciales, que fue empleado como base para el montaje del vehículo. Ni en la hazaña que supuso la invención de un motor eléctrico solar ligero y eficaz, que empleaba oxígeno como medio de propulsión. Pero la tarea fue realizada con éxito.
    Joe se interrumpió para que el presidente pudiese dar otro golpe.
    —Entonces todo fue cuestión de recoger los sistemas y suministros vitales ya puestos en órbita, y transportarlos, en realidad remolcarlos, hasta el lugar predeterminado en la Luna. Incluso un viejo laboratorio soviético en órbita y toda pieza útil de chatarra espacial fueron llevados a la Jersey Colony. Desde el principio fue una operación sin alharacas, el viaje de unos pioneros desde su casa en la Tierra, el paso más importante de la evolución desde que el primer pez pasó a la tierra hace más de trescientos millones de años. Pero por Dios que lo hicimos. Mientras nosotros estamos hablando aquí, diez hombres viven y trabajan en un medio hostil a quinientos mil kilómetros de distancia.
    Mientras Joe hablaba, sus ojos adquirieron una expresión mesiánica. Después, su visión volvió a ser normal y contempló su reloj.
    —Será mejor que nos demos prisa, antes de que el Servicio Secreto se pregunte por qué nos retrasamos. En todo caso, esto es lo esencial. Trataré de responder a sus preguntas mientras juega.
    El presidente le miró, pasmado.
    —¡Jesús! —gruñó—. No creo que pueda asimilar todo esto.
    —Mis disculpas por decirle tantas cosas en tan poco tiempo —dijo rápidamente Joe—. Pero era necesario.
    — ¿En qué lugar exacto de la Luna está Jersey Colony?
    —Después de estudiar las fotografías de las sondas Lunar Orbiter y de las misiones Apolo, detectamos un geiser de vapor en una región volcánica del hemisferio sur del lado oculto de la Luna. Un examen más a fondo mostró que había allí una gran caverna, refugio perfecto para emplazar la instalación inicial.
    — ¿Ha dicho que hay diez hombres allá arriba?
    —Sí.
    — ¿Y cómo hacen los turnos, las sustituciones?
    —No hay turnos.
    —Dios mío, esto significa que el primitivo equipo que montó el transporte lunar lleva seis años en el espacio.
    —Cierto —reconoció Joe—. Uno murió y se incorporaron otros siete cuando se amplió la base.
    — ¿Y sus familias?
    —Todos son solteros, todos conocían y aceptaron las penalidades y los riesgos.
    —Ha dicho que yo soy solamente el segundo presidente que se entera del proyecto, ¿no?
    —Correcto.
    —No permitir que el jefe ejecutivo de la nación conozca el proyecto es un insulto a su cargo.
    Los ojos azules de Joe se oscurecieron todavía más; miró al presidente con severa malicia.
    —Los presidentes son animales políticos. Los votos son más preciosos para ellos que los tesoros. Nixon hubiese podido emplear la Jersey Colony como una cortina de humo para eludir el escándalo de Watergate. Lo propio cabría decir de Cárter y el fiasco de los rehenes en Irán. Reagan lo habría aprovechado para glorificar su imagen y echárselo en cara a los rusos. Todavía es más deplorable la idea de lo que haría el Congreso con el proyecto; las políticas partidistas entrarían en juego, y se iniciarían interminables debates sobre si el dinero sería mejor empleado en defensa o en alimentar a los pobres. Yo amo a mi país, señor presidente, y me considero más patriota que la mayoría, pero ya no tengo fe en el Gobierno.
    —Se apoderaron de dinero de los contribuyentes.
    —Que será devuelto con intereses en beneficios científicos. Pero no olvide que personas particulares y sus corporaciones aportaron la mitad del dinero y, debo añadir, que lo hicieron sin el menor propósito de beneficio o ganancia personal. Los contratistas de defensa y del espacio no pueden alardear de esto.
    El presidente no lo discutió. Depositó en silencio la pelota en un tee y lanzó la bola hacia el decimoctavo green.
    —Si desconfía usted tanto de los presidentes —dijo agriamente—, ¿por qué ha caído del cielo para contarme todo esto a mí?
    —Podemos tener un problema. —Joe tomó una fotografía del fondo de la carpeta y se la mostró—. A través de nuestras relaciones, hemos obtenido esta foto tomada desde uno de los aviones de la Air Force que hacen vuelos de reconocimiento sobre Cuba.
    El presidente comprendió que no debía preguntar cómo había llegado a las manos de Joe.
    — ¿Por qué me la muestra?
    —Por favor, estudie la zona entre la costa norte de la isla y los Florida Keys.
    El presidente sacó unas gafas del bolsillo de la camisa y observó la imagen de la foto.
    —Parece el dirigible Goodyear,
    —No; es el Prosperteer, una vieja aeronave perteneciente a Raymond LeBaron.
    —Creía que se había perdido en el Caribe hace dos semanas.
    —Diez días para ser exactos, junto con el dirigible y dos tripulantes.
    —Entonces, esta foto fue tomada antes de que desapareciese.
    —No; la película fue traída del avión hace solamente ocho horas.
    —Entonces LeBaron debe estar vivo.
    —Quisiera creerlo así, pero todos los intentos de comunicar por radio con el Prosperteer han quedado sin respuesta.
    — ¿Qué relación tiene LeBaron con la Jersey Colony?
    —Era miembro del «círculo privado».
    El presidente se acercó a Joe.
    —Y usted, ¿es uno de los nueve hombres que concibieron el proyecto?
    Joe no respondió. No hacía falta. El presidente, al contemplarle fijamente, estuvo seguro de ello.
    Satisfecho, se echó atrás en su asiento.
    —Está bien, ¿cuál es su problema?
    —Dentro de diez días, los soviets lanzarán al espacio su más reciente vehículo pesado, con un módulo lunar tripulado, seis veces mayor y más pesado que el empleado por nuestros astronautas durante el programa Apolo. Usted conoce los detalles, por los informes secretos de la CÍA.
    —Sí, me han informado de su misión lunar —convino el presidente.
    —Y sabe también que, en los dos últimos años, han puesto tres sondas no tripuladas en órbita de la Luna, para descubrir y fotografiar lugares adecuados para el alunizaje. La tercera y última se estrelló contra la superficie de la Luna. La segunda sufrió una avería en el motor y estalló el depósito de carburante. En cambio, la primera sonda funcionó bien, al menos al principio. Dio doce vueltas alrededor de la Luna. Entonces, algo funcionó mal. Después de volver a la órbita alrededor de la Tierra y antes de volver a entrar en la atmósfera, desobedeció de pronto todas las órdenes que le eran enviadas desde tierra. Durante los siguientes dieciocho meses, los controladores soviéticos del espacio intentaron recobrar intacta la nave. Si fueron o no capaces de recoger sus datos visuales, no tenemos manera de saberlo. Por último consiguieron disparar los retropropulsores. Pero en vez de en Siberia, su sonda lunar, el Selenos 4, cayó al mar Caribe.
    — ¿Qué tiene esto que ver con LeBaron?
    —Fue a buscar la sonda lunar soviética.
    Una expresión de duda se pintó en el semblante del presidente.
    —Según los informes de la CÍA, los rusos recobraron la nave espacial en aguas profundas frente a la costa de Cuba.
    —Una cortina de humo. Incluso montaron un gran espectáculo sobre la recuperación de la nave, pero en realidad no pudieron encontrarla.
    — ¿Y creen ustedes saber dónde se encuentra?
    —Tenemos un lugar señalado, sí.
    — ¿Por qué quieren quitarles a los rusos unas pocas fotografías de la Luna? Hay miles de fotos a disposición de cualquiera que desee estudiarlas.
    —Todas aquellas fotos fueron tomadas antes de que se estableciese Jersey Colony. Las nuevas inspecciones de los rusos revelarán sin duda su situación.
    — ¿Qué mal puede hacernos esto?
    —Creo que, si el Kremlin descubre la verdad, la primera misión de la URSS en la Luna será atacar, capturar nuestra colonia y emplearla para sus propios fines.
    —No lo creo. El Kremlin expondría todo su programa espacial a represalias por nuestra parte.
    —Olvida usted, señor presidente, que nuestro proyecto lunar está envuelto en el mayor secreto. Nadie puede acusar a los rusos de apoderarse de algo que no se sabe que existe.
    —Está usted dando palos a ciegas —dijo el presidente.
    La mirada de Joe se endureció.
    —No importa. Nuestros astronautas fueron los primeros en pisar la superficie lunar. Nosotros fuimos los primeros en colonizarla. La Luna pertenece a los Estados Unidos y debemos luchar contra cualquier intrusión.
    —No estamos en el siglo catorce —dijo, impresionado, el presidente—. No podemos empuñar las armas e impedir que los soviets o quien sea lleguen a la Luna. Además, las Naciones Unidas declararon que ningún país tenía jurisdicción sobre la Luna y los planetas.
    — ¿Haría caso el Kremlin de la política de las Naciones Unidas si estuviesen en nuestro lugar? Creo que no. —Joe se torció en su asiento y sacó un palo de la bolsa—. El decimoctavo green. Su último hoyo, señor presidente.
    El presidente, confuso, estudió el terreno del green y dio un golpe corto de siete metros.
    —Podría detenerles —dijo fríamente.
    — ¿Cómo? La NASA no tiene material para enviar una compañía de marines a la superficie lunar. Gracias a la improvisación de usted y de sus predecesores, sus esfuerzos se concentran en la estación espacial orbital.
    —No puedo permitir que inicien ustedes una guerra en el espacio que podría repercutir en la Tierra.
    —Tiene las manos atadas.
    —Podrían equivocarse en lo que respecta a los rusos.
    —Esperemos que sea así —dijo Joe—. Pero sospecho que pueden haber matado ya a Raymond LeBaron.
    — ¿Y es por esto por lo que me ha hecho estas confidencias?
    —Si ocurre lo peor, al menos le habremos puesto al corriente de la situación y podrá preparar su estrategia para el follón que se va a armar.
    — ¿Y si hiciese que mis guardaespaldas le detuviesen como un loco asesino y descubriese lo de Jersey Colony?
    —Deténgame, y Reggie Salazar morirá. Descubra el proyecto, y todas las intrigas entre bastidores, las puñaladas por la espalda, los fraudes y las mentiras y, sí, las muertes que se causaron para lograr lo que se ha conseguido, todo será expuesto delante de su puerta, empezando por el día en que prestó juramento como senador. Lo echarán de la Casa Blanca con más desprestigio que Nixon, suponiendo, desde luego, que viva hasta entonces.
    — ¿Me está amenazando con un chantaje? —Hasta ahora, el presidente había dominado su indignación, pero ahora estaba bufando de cólera—. La vida de Salazar sería un precio pequeño para preservar la integridad de la presidencia.
    —Dos semanas, y después podrá anunciar al mundo la existencia de Jersey Colony, Entre toques de trompetas y redoble de tambores, podrá representar el papel de gran héroe político. Dos semanas, y podrá dar pruebas de la más grande hazaña política de este siglo.
    — ¿Por qué entonces, después de tanto tiempo?
    —Porque es cuando tenemos programado que el equipo original abandone Jersey Colony y regrese a la Tierra con todo lo conseguido en dos decenios de investigación espacial: informes sobre sondeos meteorológicos y lunares; resultados científicos de mil experimentos biológicos, químicos y atmosféricos; innumerables fotografías y kilómetros de cintas de vídeo sobre el primer establecimiento humano de una civilización planetaria. La primera fase del proyecto ha quedado terminada. El sueño del «círculo privado» se ha hecho realidad. Jersey Colony pertenece ahora al pueblo americano.
    El presidente jugó reflexivamente con su palo. Después preguntó:
    — ¿Quién es usted?
    —Escudriñe en su memoria. Nos conocimos hace muchos años.
    — ¿Cómo puedo ponerme en contacto con usted?
    __Concertaré otra reunión cuando lo crea necesario.
    Joe levantó la bolsa de los palos y echó a andar por el estrecho sendero hacia la casa del club. Entonces se detuvo y volvió atrás.
    —A propósito, le he dicho una mentira. Eso no es una bomba, sino un regalo del «círculo privado»: una caja nueva de pelotas de golf.
    El presidente le miró, contrariado.
    —Váyase al diablo, Joe.
    —Ah, otra cosa... Lo felicito.
    — ¿Me felicita?
    Joe le tendió el tanteador.
    —He tomado nota de su juego. Han sido setenta y nueve golpes.

    4


    La reluciente tabla de vela surcaba las picadas aguas con la graciosa elegancia de una flecha a través de la niebla. Su forma delicadamente curvilínea era agradable a la vista y eficaz para alcanzar grandes velocidades sobre las olas. Tal vez siguiendo el sistema más sencillo de la navegación a vela, el casco había sido construido con polietileno sobre una base de espuma de plástico rígida para darle ligereza y elasticidad. Una pequeña aleta sobresalía por debajo de la popa para un control lateral, mientras que una orza situada cerca de la mitad de la tabla evitaba que fuese arrastrada de lado por el viento.
    Una vela triangular, teñida de púrpura y con una ancha raya de color turquesa, se ceñía a un mástil de aluminio montado sobre una rótula. Una botavara hacía girar la vela en el mástil y era manejada por unas manos largas y delgadas, de piel áspera y callosa.
    Dirk Pitt estaba cansado, más cansado de lo que su aturdida mente podía aceptar. Los músculos de los brazos y de las piernas le pesaban como si estuviesen revestidos de plomo, y el dolor de la espalda y de los hombros aumentaba a cada maniobra que hacía con la tabla. Al menos por tercera vez en la última hora, venció el imperioso deseo de poner rumbo a la playa más próxima y tumbarse sobre la arena.
    A través de la mirilla de la vela, observó la boya de color naranja que señalaba la última bordada a barlovento de la maratoniana regata de treinta millas alrededor de Biscayne Bay hasta el faro del cabo Florida, en Key Biscayne. Cuidadosamente, eligió la posición para virar alrededor de la boya. Decidiendo ponerse a la capa, la maniobra más elegante en windsurf, navegó entre el intenso oleaje, cargó el peso sobre la popa y dirigió la proa hacia el nuevo rumbo. Después, agarrando el mástil con una mano, hizo girar el aparejo a barlovento, cambió la posición de los pies y soltó la botavara con la otra mano. A continuación puso la ondeante vela contra el viento y agarró la botavara en el instante preciso. Impulsada por una fresca brisa del norte, de veinte nudos, la tabla surcó el mar agitado y pronto alcanzó una velocidad de casi treinta nudos.
    Pitt se sorprendió un poco al ver que, entre cuarenta y un competidores, la mayoría de ellos al menos quince años más jóvenes que él, ocupaba el tercer lugar, a solo veinte metros de los que iban en cabeza.
    Las velas multicolores de la flota de windsurfers centelleaban sobre el agua verdeazul como un prisma enloquecido. La meta del faro estaba ahora a la vista. Pitt observó atentamente la tabla que le precedía, esperando el momento adecuado para atacar. Pero antes de que intentase adelantarle, su adversario calculó mal una ola y cayó. Ahora Pitt era el segundo, cuando sólo faltaba media milla.
    Entonces, una oscura sombra amenazadora en un cielo sin nubes pasó por encima de él, y oyó el ruido de los tubos de escape de los motores de la aeronave impulsada por hélices encima de su cabeza y ligeramente a su izquierda. Miró hacia arriba y abrió mucho los ojos, incrédulo.
    A no más de cien metros, ocultando el sol como en un eclipse, un dirigible descendía del cielo, apuntando con su enorme proa a la flota de tablas de vela. Parecía moverse fuera de control. Sus dos motores hacían girar las hélices a poca velocidad, pero era empujado en el aire por la fuerte brisa. Los que navegaban en las tablas observaron impotentes cómo el gigantesco intruso se cruzaba en su camino.
    La barquilla chocó con la cresta de una ola y el dirigible rebotó en el aire, levantándose un par de metros por encima del agua delante de la tabla que iba en cabeza. Incapaz de volverse a tiempo, el joven que la tripulaba, que no tendría más de diecisiete años, se arrojó al agua un instante antes de que el mástil y la vela fuesen hechos trizas por la hélice de estribor del dirigible.
    Pitt viró bruscamente e imprimió a su tabla un rumbo paralelo a la temible aeronave. Por el rabillo del ojo vio el nombre, Prosperteer, en grandes letras rojas sobre el costado. La puerta de la barquilla estaba abierta, pero no pudo percibir movimiento alguno en el interior. Gritó, pero su voz se perdió en el ruido de los motores y el zumbido del viento. La torpe aeronave se deslizó sobre el mar como si tuviese vida propia.
    De pronto, Pitt sintió el escalofrío de la catástrofe en la región lumbar. El Prosperteer se dirigía hacia la playa, a sólo un cuarto de milla de distancia, apuntando directamente a la amplia terraza del Sonesta Beach Hotel. Aunque el impacto de una aeronave más ligera que el aire contra una estructura sólida causaría pocos daños, era espantosamente seguro que, al romperse los depósitos de carburante, éste se inflamaría y se vertería en las habitaciones de los adormilados huéspedes, o caería sobre los que estaban comiendo en el patio.
    Haciendo caso omiso a los mareantes gases de escape, Pitt dirigió su tabla de manera que cruzase por debajo del redondo morro del dirigible. La barquilla chocó contra una ola y una de las hélices le lanzó una rociada de agua salada a los ojos. Su visión se enturbió momentáneamente y poco le faltó para perder el equilibrio. Se agachó y enderezó su pequeña embarcación mientras se reducía la distancia que le separaba del dirigible.
    Las multitudes que tomaban baños de sol gesticularon ante la extraña visión del monstruo que se acercaba rápidamente en la playa del hotel.
    Pitt tenía que calcular exactamente el tiempo; no habría una segunda oportunidad. Si fallaba, lo más probable era que su cuerpo fuese hecho pedazos por las hélices. Empezaba a sentirse mareado. Estaba agotando sus fuerzas. Sintió que sus músculos tardaban más en responder a las órdenes de su cerebro. Cobró ánimo al comprobar que había logrado que su tabla pasara por debajo del morro del dirigible.
    Entonces saltó.
    Se agarró a una de las cuerdas de proa del Prosperteer; pero sus manos resbalaron sobre la mojada superficie, arañándose la piel de los dedos y las palmas. Desesperadamente, pasó una pierna alrededor de la cuerda y aguantó con la poca energía que le quedaba. Su peso tiró hacia abajo de la proa del dirigible y Pitt quedó sumergido debajo de la superficie del mar. Trepó por la cuerda hasta sacar la cabeza del agua. Aspiró afanosamente el aire y escupió agua de mar. Su perseguidor se había convertido en su cautivo. El peso del cuerpo de Pitt no era suficiente para detener aquel monstruo del aire, ni mucho menos para contrarrestar el impulso del viento. Estaba a punto de soltar su insegura presa, cuando tocó fondo con los pies. El dirigible lo arrastró sobre la rompiente, y Pitt tuvo la impresión de hallarse en una montaña rusa. Entonces fue lanzado sobre la cálida arena de la playa. Miró hacia arriba y vio que el dique del hotel estaba a menos de treinta metros de distancia.
    ¡Dios mío!, pensó, ya está: dentro de pocos segundos, el Prosperteer se estrellará contra el hotel y posiblemente estallará. Y había algo más. Las hélices se romperían con el impacto y sus fragmentos de metal caerían sobre la pasmada multitud con la fuerza de una mortífera bomba de metralla.
    — ¡Por el amor de Dios, ayúdenme! —gritó Pitt.
    Las numerosas personas que se hallaban en la playa estaban como petrificadas, boquiabiertas, estupefactas e infantilmente fascinadas por el extraño espectáculo. De pronto, dos muchachas y un chico corrieron y agarraron una de las dos cuerdas. Después acudió un bañista, seguido de una mujer entrada en años y robusta. Por último, se rompió el hechizo y veinte mirones se adelantaron y sujetaron las cuerdas que se arrastraban. Fue como si una tribu de indígenas medio desnudos entablase un combate contra un enloquecido brontosaurio.
    Pies descalzos se hincaron en la arena, trazando surcos en ella cuando los arrastró la terca mole que se cernía sobre sus cabezas. El tirón sobre las cuerdas de proa hizo que la nave girase sobre sí misma y que la cola con aletas describiese un arco de 180 grados y apuntase al hotel, y la rueda de debajo de la barquilla rozó los arbustos de encima del rompeolas, y las hélices se libraron por pulgadas de dar contra el hormigón, tronchando hojas y ramas.
    Una fuerte ráfaga de viento sopló desde el mar, empujando al Prosperteer sobre la terraza, aplastando sombrillas y mesas y dirigiendo la popa hacia el quinto piso del hotel... Varias cuerdas fueron arrancadas de las manos que las sostenían y una ola de impotencia barrió la playa. La batalla parecía perdida.
    Pitt se puso en píe y corrió a tropezones hasta una palmera próxima. En un último y desesperado esfuerzo, enrolló su cuerda al esbelto tronco, rezando fervientemente para que no se rompiese con la tensión.
    La cuerda resistió y se tensó. La palmera de veinte metros de altura tembló, osciló y se dobló durante varios segundos. La muchedumbre contuvo el aliento. Después, con angustiosa lentitud, el árbol se enderezó gradualmente hasta volver a su anterior posición. Las superficiales raíces se mantuvieron firmes y el dirigible se detuvo, con sus aletas a menos de dos metros de la pared oriental del hotel.
    Doscientas personas aclamaron y empezaron a aplaudir. Las mujeres saltaron y rieron, mientras los hombres gritaban y levantaban las manos con los pulgares hacia arriba. Ningún equipo triunfador había recibido jamás una ovación más espontánea. Aparecieron los guardias de seguridad del hotel y mantuvieron a los mirones imprudentes lejos de las hélices, que seguían girando.
    Pitt se quedó plantado allí, con el mojado cuerpo cubierto de arena recobrando el aliento, empezando a sentir el dolor en las manos quemadas por la cuerda. Mirando fijamente al Prosperteer, tuvo su primera visión clara de la aeronave y le fascinó su diseño anticuado. Evidentemente, era más viejo que los modernos dirigibles Goodyear.
    Se abrió paso entre las desparramadas mesas y sillas de la terraza y subió a la barquilla. Los tripulantes estaban todavía sujetos por los cinturones a sus asientos, inmóviles, mudos. Pitt se inclinó sobre el piloto, encontró los interruptores del encendido y los cerró. Los motores sonaron suavemente un par de veces y quedaron en silencio al dar las hélices una última vuelta y detenerse.
    Ahora el silencio fue sepulcral.
    Pitt hizo una mueca y observó el interior de la barquilla. No había señales de daños, los instrumentos y los controles parecían estar en orden. Pero fueron los aparatos electrónicos los que le sorprendieron. Gradiómetros para detectar el hierro, un sonar y un instrumento para registrar el fondo del mar; todo lo necesario para una búsqueda subacuática.
    Pitt no se daba cuenta de las muchas caras que atisbaban desde la puerta abierta de la barquilla, ni oía los aullidos intermitentes de las sirenas que se acercaban. Se sentía aislado y momentáneamente desorientado. La cálida y húmeda atmósfera tenía una irrealidad morbosa y flotaba en el aire el mareante olor a putrefacción humana.
    Uno de los tripulantes estaba reclinado sobre una mesita, con la cabeza apoyada sobre los brazos como si durmiese. Su ropa estaba húmeda y manchada. Pitt lo sacudió ligeramente por un hombro. No había firmeza en la carne. Estaba blanda y pulposa. Sintió un frío que le puso la piel de gallina y, sin embargo, el sudor chorreaba por todo su cuerpo.
    Volvió la atención a las horribles apariciones sentadas ante los controles. Sus caras estaban cubiertas de moscas, y la descomposición borraba todo rastro de vida. La piel se desprendía de la carne como ampollas o quemaduras reventadas. Los mentones pendían fláccidos de las bocas abiertas, y los labios y las lenguas estaban hinchados y resecos. Los ojos estaban abiertos, mirando a ninguna parte, con los globos opacos y nublados. Las manos se apoyaban todavía en los controles y las uñas se habían vuelto azules. Sin enzimas que las controlasen, las bacterias habían formado gases que hinchaban grotescamente los vientres. El aire húmedo y la elevada temperatura de los trópicos aceleraban en gran manera el proceso de putrefacción.
    Los cadáveres descompuestos en el interior del Prosperteer parecían venir de una tumba ignorada, una tripulación macabra de un dirigible-osario en una fantástica misión.

    5


    El cadáver desnudo de una negra adulta yacía sobre una mesa de reconocimiento bajo las fuertes luces de la sala de autopsias. La conservación era excelente; no había señales visibles de violencia. Para el experto, el grado de rigor mortis indicaba que había muerto hacía menos de siete horas. Su edad parecía estar entre los veinticinco y los treinta años. Aquel cuerpo podía haber atraído un día las miradas masculinas, pero ahora estaba desnutrido, consumido y estragado por diez años de consumo de drogas.
    Al forense de Dade County, doctor Calvin Rooney, no le gustaba demasiado tener que hacer esta autopsia. Había bastantes muertes en Miami para tener ocupado a su personal durante las veinticuatro horas del día, y él prefería emplear su tiempo en las autopsias más dramáticas y desconcertantes. Una sobredosis de droga tenía poco interés para él. Pero esta mujer había sido encontrada tirada en el jardín de un comisario del condado y, por eso, habría resultado inadecuado encargarla a un médico de tercera categoría.
    Llevando una bata azul, porque detestaba las acostumbradas batas blancas, Rooney, nacido en Florida, veterano del Ejército de los Estados Unidos y graduado en la Facultad de Medicina de Harvard, introdujo una cassete nueva en un magnetófono portátil y empezó a comentar secamente las condiciones generales del cadáver.
    Tomó un bisturí y se inclinó para hacer la disección, empezando a unas pulgadas por debajo del mentón y rajando en dirección al pubis. De pronto, interrumpió la incisión sobre la cavidad torácica y se inclinó más, para observar a través de los gruesos cristales de unas gafas con montura de concha. Durante los quince minutos siguientes, extrajo y estudió el corazón, mientras recitaba un monólogo ininterrumpido al magnetófono.
    Rooney estaba haciendo una última observación cuando el sheriff Tyler Sweat entró en la sala de autopsias. Era un hombre de aire pensativo, de mediana estatura y hombros ligeramente redondeados, con una mezcla de melancolía y resolución brutal en el semblante. Serio, metódico y astuto, era muy respetado por los hombres y mujeres que trabajaban para él.
    Dirigió una mirada inexpresiva al cadáver rajado y saludó con la cabeza a Rooney,
    — ¿Otro trozo de carne?
    —La mujer del jardín del comisario —respondió Rooney.
    — ¿Otra víctima de la droga?
    —No hemos tenido tanta suerte. Más trabajo para homicidios. Fue asesinada. Encontré tres pinchazos en el corazón.
    — ¿Con un punzón para romper hielo?
    —Según todos los indicios.
    Sweat miró al patólogo bajito y medio calvo, cuyo aspecto bonachón parecía más propio de un párroco.
    —No hay quien pueda engañarle, doctor.
    — ¿Qué es lo que trae al terror de los malvados al palacio del forense? —preguntó amablemente Rooney—. ¿Está visitando los barrios bajos?
    —No; una identificación de personas importantes. Quisiera que estuviese usted presente.
    —Los cuerpos encontrados en el dirigible —dedujo Rooney. Sweat asintió con la cabeza.
    —La señora de LeBaron está aquí para ver los restos.
    —Yo no lo recomendaría. El cadáver de su marido tiene un aspecto demasiado desagradable para quien no se enfrenta diariamente con la muerte.
    —Traté de convencerla de que la identificación de sus efectos sería legalmente suficiente; pero ella insistió. Incluso ha traído a un auxiliar del gobernador para allanarle el camino.
    — ¿Dónde están?
    —En la oficina del depósito, esperando.
    —Y la prensa, ¿qué?
    —Todo un regimiento de reporteros de la televisión y los periódicos, corriendo de un lado a otro como locos. He ordenado a mis agentes que les mantengan en el vestíbulo.
    —El mundo tiene cosas muy extrañas —dijo Rooney, en uno de sus momentos filosóficos—. El famoso Raymond LeBaron merece grandes titulares en primera página, mientras que a esa pobre infeliz no le dedican más que un par de líneas junto a los anuncios por palabras. —Entonces suspiró, se quitó la bata y la arrojó sobre una silla—. Acabemos con esto, tengo otras dos autopsias esta tarde.
    Mientras hablaba, se desencadenó una tormenta tropical y el ruido de los truenos retumbó en las paredes. Rooney se puso una chaqueta deportiva y se arregló la corbata. Echaron a andar; Sweat contemplaba pensativamente el dibujo de la alfombra del pasillo.
    — ¿Alguna idea sobre la causa de la muerte de LeBaron? —preguntó el sheriff.
    —Es demasiado pronto para saberlo. Los resultados del laboratorio no han sido concluyentes. Quiero hacer algunas pruebas más. Hay demasiadas cosas que no coinciden. No me importa confesar que este caso es un enigma.
    — ¿Alguna presunción?
    —Nada que me atreviese a poner por escrito. El problema es la increíble rapidez de la descomposición. Raras veces he visto desintegrarse tan de prisa los tejidos, salvo tal vez en una ocasión, en 1974.
    Antes de que Sweat pudiese sondear la memoria de Rooney, llegaron a la oficina del depósito y entraron. El ayudante del gobernador, un tipo de aspecto desagradable que vestía un traje con chaleco, se levantó de un salto. Incluso antes de que abriese la boca, Rooney lo clasificó como un pelmazo.
    — ¿Podríamos despachar esto a toda prisa, sheriff? La señora LeBaron está muy afligida y quisiera volver a su hotel lo antes posible.
    —Le doy mi más sentido pésame —dijo el sheriff—. Pero no hace falta que recuerde a un funcionario público que hay ciertas leyes que hemos de cumplir.
    —Y no hace falta que yo le recuerde que el gobernador espera que su departamento la trate con la máxima cortesía para aliviar su dolor.
    Rooney se maravilló de la paciencia de Sweat. El sheriff se limitó a pasar junto al ayudante como lo habría hecho para evitar un cubo de basura en una acera.
    —Éste es nuestro forense jefe, el doctor Rooney. Asistirá a la identificación.
    Jessie LeBaron no parecía en modo alguno afligida. Estaba sentada en un sillón de plástico de color naranja, serena, fría, erguida la cabeza. Y sin embargo, Rooney advirtió una fragilidad que era compensada por la disciplina y el valor. Estaba acostumbrado a asistir a la identificación de cadáveres por los parientes. Había pasado por este mal trago cientos de veces en su carrera y habló instintivamente en tono suave y con amables modales.
    —Señora LeBaron, comprendo lo que está usted pasando y haré que esto sea lo menos doloroso posible. Pero antes quiero dejar bien claro que la simple identificación de los efectos encontrados en los cadáveres bastará para cumplir las leyes federales y del condado. Segundo: cualquier característica física que pueda recordar, como cicatrices, prótesis dentales, fracturas de huesos o incisiones quirúrgicas, serán de gran ayuda para mi propia identificación. Y tercero: le suplico respetuosamente que no vea los restos. Aunque las facciones son todavía reconocibles, la descomposición está muy avanzada. Creo que preferiría recordar al señor LeBaron como era en vida a como aparece ahora en un depósito de cadáveres.
    —Gracias, doctor Rooney —dijo Jessie—. Le agradezco su preocupación. Pero debo asegurarme de que mi marido está realmente muerto.
    Rooney asintió con la cabeza, contrariado, y luego señaló una mesa donde había varias prendas de vestir, carteras, relojes de pulsera y otros artículos personales.
    — ¿Ha identificado los efectos del señor LeBaron?
    —Sí, los he examinado.
    — ¿Y está convencida de que le pertenecían?
    —No puede haber duda sobre la cartera y su contenido. El reloj es un regalo que le hice en nuestro primer aniversario.
    Rooney se acercó a la mesa y tomó el reloj.
    —Un Cartier de oro con cadena haciendo juego y números en cifras romanas que... ¿acierto al decir que son diamantes?
    —Sí, una forma rara de diamante negro. Era la piedra que correspondía a su mes de nacimiento.
    —Abril, según creo.
    Ella asintió con la cabeza.
    —Aparte de los efectos personales de su marido, señora LeBaron, ¿reconoce algo que perteneciese a Buck Caesar o a Joseph Cavilla?
    —Los relojes no, pero estoy segura de que las prendas de vestir son las que llevaban Buck y Joe la última vez que les vi.
    —Nuestros investigadores no pueden encontrar parientes próximos de Caesar y Cavilla —dijo Sweat—. Nos sería de gran ayuda si pudiese indicarnos qué prendas de vestir eran de cada uno de ellos.
    Jessie LeBaron vaciló por primera vez.
    —No estoy segura... Creo que los shorts y la camisa floreada son de Buck. Las otras cosas pertenecieron probablemente a Joe Cavilla. —Hizo una pausa—. ¿Puedo ver ahora el cuerpo de mi marido?
    — ¿No puedo hacerla cambiar de idea? —preguntó Rooney en tono compasivo.
    —No; debo insistir.
    —Será mejor que haga lo que dice la señora LeBaron —dijo el ayudante del gobernador, que ni siquiera había tenido la delicadeza de decir su nombre.
    Rooney miró a Sweat y se encogió resignadamente de hombros.
    —Si tiene la bondad de seguirme... Los restos se conservan en la cámara frigorífica.
    Todos le siguieron, obedientes, hasta una puerta maciza con una ventanilla al nivel de los ojos, y permanecieron en silencio mientras él corría un pesado cerrojo. Brotó aire frío al abrirse la puerta, y Jessie se estremeció involuntariamente cuando Rooney les invitó a entrar. Apareció un empleado del depósito que les condujo a una de las puertas cuadradas a lo largo de la pared. La abrió, tiró de una camilla de acero inoxidable con ruedas y se apartó a un lado.
    Rooney asió una punta de la sábana que cubría el cadáver y vaciló. Ésta era la única parte de su trabajo que aborrecía. Las reacciones al ver al muerto solían pertenecer a una de cuatro categorías de personas: los que vomitaban, los que se desmayaban, los que sufrían un ataque de histerismo. Pero era la cuarta categoría la que intrigaba a Rooney. Los que permanecían como petrificados y no mostraban emoción alguna. Habría dado un mes de su salario por saber los pensamientos que pasaban por sus mentes.
    Levantó la sábana.
    El ayudante del gobernador echó una mirada, emitió un patético gruñido y se desmayó en brazos del sheriff. Los terribles efectos de la descomposición se manifestaron en todo su horror.
    A Rooney le pasmó la reacción de Jessie. Miró larga y fijamente aquella cosa grotesca que se pudría sobre la camilla. Contuvo el aliento y todo su cuerpo se puso rígido. Después levantó los ojos, sin pestañear y habló con voz tranquila y controlada.
    — ¡.Eso no es mi marido!
    — ¿Está segura? —preguntó suavemente Rooney.
    —Véalo usted mismo —dijo ella llanamente—. La línea de los cabellos no es la de él. Tampoco la estructura ósea. Raymond tenía la cara angulosa. Ésa es más redonda.
    —La descomposición de la carne deforma las facciones —explicó Rooney
    —Por favor, observe los dientes.
    Rooney bajó la mirada.
    — ¿Qué hay de particular en ellos?
    —Tienen fundas de plata.
    —No comprendo.
    —Mi marido llevaba fundas de oro.
    No podía discutir con ella a este respecto, pensó Rooney. Un hombre acaudalado como Raymond LeBaron no habría aceptado una prótesis dental barata.
    —Pero la ropa, el reloj..., usted los ha identificado como suyos.
    — ¡Me importa un bledo lo que haya dicho! —gritó ella—. Esa cosa asquerosa no es el cadáver de Raymond LeBaron.
    Rooney se quedó pasmado por su furia. Atolondrado y sin saber qué decir, la vio salir, frenética, de la habitación. El sheriff confió el blandengue ayudante al empleado del depósito y se volvió al forense.
    — ¿Qué diablos piensa usted de esto?
    Rooney sacudió la cabeza.
    —No lo sé.
    —Yo supongo que ha sufrido una terrible impresión. Ésta ha sido demasiado fuerte, y ha empezado a delirar. Usted sabe mejor que yo que la mayoría de la gente se niega a aceptar la muerte de un ser amado. Ella ha cerrado su mente y se ha negado a aceptar la verdad.
    —No estaba delirando.
    Sweat le miró.
    — ¿Cómo lo llamaría usted?
    —Yo diría que ha representado una magnífica comedia.
    — ¿Cómo ha llegado a esta conclusión?
    —El reloj de pulsera —respondió Rooney—. Un miembro de mi equipo trabajó un tiempo de noche en una joyería para pagarse los estudios en la Facultad de Medicina. Lo descubrió en seguida. El costoso reloj Cartier que la señora LeBaron regaló a su marido en su aniversario de boda es falso, es una de esas imitaciones baratas que se fabrican ilegalmente en Taiwán o en México.
    — ¿Por qué una mujer que puede firmar cheques de un millón de dólares tendría que regalar una imitación barata a su marido?
    —Raymond LeBaron no era tonto en lo tocante a estilo y a buen gusto. Debió darse cuenta de lo que era en realidad. Será mejor que nos hagamos esta pregunta: ¿por qué aceptó llevarlo?
    —Entonces, ¿cree usted que ha representado una comedia y ha mentido sobre la identidad del cadáver?
    —Mi instinto me dice que se había preparado para lo que esperaba encontrar —respondió Rooney—. Y llegaría al extremo de apostar mi Mercedes nuevo a que la investigación genética, el dictamen sobre la dentadura y los resultados del análisis por los laboratorios del FBI de los restos de huellas digitales que pude tomar y les envié, demostrarán que ella tiene razón. —Se volvió y contempló el cadáver—. No es Raymond LeBaron el que yace sobre esta camilla.

    6


    El teniente detective Harry Victor, distinguido investigador del Departamento de Policía de Dade County, se retrepó en un sillón giratorio y estudió varias fotografías tomadas en el interior de la cabina de mandos del Prosperteer. Al cabo de unos minutos, levantó las gafas sin montura sobre la frente, rematada por un postizo de cabellos rubios, y se frotó los ojos.
    Victor era un hombre ordenado; todo estaba en su sitio, cuidadosamente clasificado por orden alfabético y numerado, y era el único policía en la historia del Departamento que disfrutaba realmente redactando informes. Mientras la mayoría de los hombres miraban retrasmisiones deportivas en la televisión los fines de semana o descansaban junto a la piscina de un lugar de vacaciones, leyendo las novelas policíacas de Rex Burns, Victor revisaba los expedientes sobre casos no resueltos. Obstinado, prefería atar cabos sueltos a obtener una condena.
    El caso del Prosperteer era diferente de todos los que había visto en dieciocho años de servicio en la Policía. Tres hombres muertos cayendo del cielo en un dirigible antiguo no requerían exactamente una investigación policíaca de rutina. No existían pistas. Los tres cuerpos que se hallaban en el depósito de cadáveres no presentaban ninguna indicación de dónde habían estado escondidos durante una semana y media.
    Bajó las gafas y empezaba a observar de nuevo las fotografías cuando sonó el teléfono que tenía sobre la mesa. Levantó el aparato y dijo pensativamente:
    — ¿Sí?
    —Aquí hay un testigo que quiere hablarle sobre una declaración —respondió la recepcionista.
    —Hágale pasar —dijo Victor.
    Cerró la carpeta que contenía las fotografías y la dejó sobre la mesa de metal, cuya superficie estaba completamente limpia, salvo por un pequeño rótulo con su nombre y el teléfono. Sostuvo el auricular junto al oído, como si recibiese una llamada, y se volvió a un lado, mirando a través de la espaciosa oficina de Homicidios y manteniendo los ojos enfocados de soslayo hacia la puerta que daba al pasillo.
    Una recepcionista uniformada apareció en el umbral y señaló en la dirección de Victor. Un hombre alto saludó con la cabeza, pasó junto a la mujer y se acercó. Victor le indicó un sillón al otro lado de la mesa y empezó a hablar por el teléfono desconectado. Era un viejo truco en sus interrogatorios, porque le permitía observar al testigo o al sospechoso durante un minuto entero, y retratarle mentalmente. Más importante aún, era una oportunidad para observar hábitos y peculiaridades que podían ser empleados más tarde para lograr una posición de ventaja.
    El hombre sentado delante de Victor tenía unos treinta y siete o treinta y ocho años, aproximadamente un metro noventa de estatura y noventa kilos de peso, cabellos negros ligeramente ondulados y sin el menor indicio de gris. La piel estaba tostada por su exposición al sol durante todo el año. Las cejas eran negras y bastante pobladas. La nariz, recta y estrecha; los labios, firmes, con las comisuras inclinadas hacia arriba en una ligera pero fija sonrisa. Llevaba una chaqueta deportiva de color azul claro, pantalón blanco y camisa polo de un amarillo pálido y con el cuello desabrochado. Todo de buen gusto, sencillo y no demasiado caro, comprado probablemente en Saks y no en una tienda de lujo. No fumaba, pues no se veía el bulto de la cajetilla en la chaqueta o en la camisa. Tenía los brazos cruzados, indicando tranquilidad e indiferencia, y las manos eran estrechas, largas y curtidas. No llevaba anillos ni otras joyas, sino solamente un viejo reloj sumergible de esfera naranja y con muñequera de acero inoxidable.
    No era un tipo común. Los otros que se habían sentado en aquel sillón se ponían nerviosos al cabo de un rato. Algunos disimulaban su nerviosismo con una actitud arrogante, y la mayoría miraba a su alrededor, a través de las ventanas, los cuadros que pendían de las paredes y a los otros oficiales que trabajaban en sus despachos, y cambiaban de posición, cruzando y descruzando las piernas. Por primera vez en mucho tiempo, Victor se sintió incomodo y en desventaja. Su rutina le había fallado, su comedia perdió rápidamente eficacia.
    El visitante no estaba turbado en absoluto. Miraba a Victor con distraído interés a través de unos ojos verdes opalinos que poseían una cualidad magnética. Parecían pasar a través del detective y, al no encontrar nada de interés, examinar la pintura de la pared de detrás de éste. Después miró el teléfono.
    —La mayoría de los departamentos de policía emplean el Sistema de Comunicaciones Horizon —dijo en tono llano—. Si quiere usted hablar con alguien, le sugiero que apriete el botón correspondiente.
    Victor miró hacia abajo. Uno de los cuatro botones estaba encendido, pero no apretado.
    —Es usted muy astuto, señor...
    —Pitt, Dirk Pitt. Si es usted el teniente Victor, teníamos una cita.
    —Soy Victor. —Se interrumpió para colgar el teléfono—. Usted fue la primera persona que entró en la cabina de mandos del dirigible Prosperteer, ¿no?
    —Cierto.
    —Gracias por venir, especialmente tan temprano y en domingo. Agradeceré su colaboración para aclarar unas cuantas cuestiones.
    —No hay de qué. ¿Tardaremos mucho?
    —Veinte minutos, tal vez media hora. ¿Tiene que ir a alguna parte?
    —Tengo que tomar un avión para Washington dentro de dos horas.
    Victor asintió con la cabeza.
    —Tendrá tiempo de sobra. —Abrió un cajón y sacó un magnetófono portátil—. Vayamos a un sitio más reservado.
    Condujo a Pitt por un largo pasillo hacia un pequeño cuarto de interrogatorios. El interior era espartano; solamente una mesa, dos sillas y un cenicero. Victor se sentó e introdujo una cassete nueva en el magnetófono.
    — ¿Le importa que registre nuestra conversación? Tomando notas, soy terrible. Ninguna de las secretarias es capaz de descifrar mi escritura.
    Pitt se encogió cortésmente de hombros.
    Victor puso la máquina en el centro de la mesa y apretó el botón rojo.
    — ¿Su nombre?
    —Dirk Pitt.
    — ¿Inicial intermedia?
    —E, de Eric.
    — ¿Dirección?
    —266 Airport Place, Washington, D.C. 2001.
    — ¿Un teléfono al que pueda llamarle?
    Pitt dio a Victor el número de teléfono de su oficina.
    — ¿Profesión?
    —Director de proyectos especiales de la Agencia Marítima y Submarina Nacional (AMSN).
    — ¿Quiere describir lo que ocurrió la tarde del sábado 20 de octubre?
    Pitt contó a Victor cómo había visto el dirigible fuera de control durante la regata maratón de windsurfing; la loca carrera aferrado a la cuerda de amarre, y la captura a pocos metros de un posible desastre. Terminó con su entrada en la barquilla.
    — ¿Tocó algo?
    —Solamente los interruptores de encendido y de las baterías. Y apoyé la mano en el hombro del cadáver sentado a la mesa ante el navegante.
    — ¿Nada más?
    —El único otro sitio donde pude dejar una huella digital fue la escalerilla de embarque.
    —Y en el respaldo del asiento del copiloto —dijo Victor, con una irónica sonrisa—. E, indudablemente, en los interruptores.
    —Veo que se han dado prisa. La próxima vez me pondré guantes de cirujano.
    —El FBI se mostró muy diligente.
    —Admiro su eficacia.
    — ¿Se llevó usted algo?
    Pitt miró fijamente a Victor.
    —No.
    — ¿Pudo entrar alguien más y llevarse algún objeto?
    Pitt sacudió la cabeza.
    —Cuando yo me marché, los guardias de seguridad del hotel cerraron la barquilla. La primera persona que entró después fue un oficial de policía uniformado.
    —Y entonces, ¿qué hizo usted?
    —Pagué a uno de los empleados del hotel para que fuese a buscar mi tabla a vela. Tenía una pequeña furgoneta y tuvo la amabilidad de llevármela a la casa donde me hospedaba con unos amigos.
    — ¿En Miami?
    —Coral Gables.
    — ¿Puedo preguntarle qué estaban haciendo en la ciudad?
    —Terminé un proyecto de exploración en el mar para la AMSN y decidí tomarme una semana de vacaciones.
    — ¿Reconoció a alguno de los cadáveres?
    —Ni por asomo. No habría podido identificar a mi propio padre en aquellas condiciones.
    — ¿Alguna idea de quiénes podían ser?
    —Presumo que uno de ellos era Raymond LeBaron.
    — ¿Se enteró de la desaparición del Prosperteer?
    —Los medios de comunicación se ocuparon de ello en detalle. Solamente un recluso en un lugar remoto pudo no haberse enterado.
    — ¿Tiene alguna teoría sobre dónde permanecieron el dirigible y su tripulación ocultos durante diez días?
    —No tengo la menor pista.
    — ¿Ni siquiera una idea extravagante? —insistió Victor.
    —Podría ser un truco colosal de publicidad, una campaña de prensa para promover el imperio editorial de LeBaron.
    Victor le miró con interés.
    —Prosiga.
    —O tal vez un plan ingenioso para jugar con las acciones del conglomerado Raymond LeBaron. Vende grandes paquetes de acciones antes de desaparecer y compra cuando los precios caen en picado. Y vende de nuevo cuando suben al conocerse su resurrección.
    — ¿Cómo explica sus muertes?
    —La intriga fracasó.
    — ¿Por qué?
    —Pregúntelo al instructor.
    —Se lo pregunto a usted.
    —Probablemente comieron pescado en malas condiciones en la isla desierta donde se escondieron —dijo Pitt, cansándose del juego—. ¿Cómo puedo saberlo? Si quiere un argumento, contrate a un guionista.
    El interés se extinguió en la mirada de Victor. Se retrepó en su silla y suspiró, desalentado.
    —Por un momento pensé que podría decirme algo, alguna sorpresa que pudiese sacarnos, a mí y al departamento, del atolladero. Pero su teoría ha quedado en nada, como todas las demás.
    —No me sorprende en absoluto —dijo Pitt, con una sonrisa de indiferencia.
    — ¿Cómo pudo parar los motores a los pocos segundos de entrar en la cabina de mandos? —preguntó Victor, recobrando el hilo del interrogatorio.
    —Después de pilotar veinte aviones diferentes durante mi servicio en las Fuerzas Aéreas y en la vida civil, sabía dónde tenía que mirar.
    Victor pareció satisfecho.
    —Otra pregunta, señor Pitt. Cuando vio por primera vez el dirigible, ¿de qué dirección venía?
    —Del nordeste, empujado por el viento.
    Victor alargó una mano y cerró el magnetófono.
    —Creo que esto es suficiente. ¿Podré hablar con usted si le llamo a su oficina durante el día?
    —Si no estoy allí, mi secretaria sabrá dónde encontrarme.
    —Gracias por su ayuda.
    —Temo que le servirá de poco —dijo Pitt.
    —Tenemos que tirar de todos los hilos. Las presiones son grandes, ya que LeBaron era un personaje. Y éste es el caso más misterioso con que jamás se haya tropezado el departamento.
    —No le envidio su trabajo. —Pitt miró su reloj y se levantó—. Será mejor que vaya en seguida al aeropuerto.
    Victor se puso en pie y le tendió la mano sobre la mesa.
    —Si sueña en alguna otra intriga, señor Pitt, tenga la bondad de llamarme. Siempre me interesan las buenas fantasías.
    Pitt se detuvo en el umbral y se volvió, con una expresión de zorruno en su semblante.
    — ¿Quiere una pista, teniente? Fíjese en ésta. Los dirigibles necesitan helio para elevarse. Una antigualla como el Prosperteer debió necesitar siete mil metros cúbicos de gas para despegar. Al cabo de una semana, habría perdido el gas suficiente como para no poder mantenerse en el aire. ¿Me sigue?
    —Depende de adonde quiera ir a parar.
    —El dirigible no podía aparecer en Miami, a menos que una tripulación experta y con los materiales necesarios lo hubiese inflado cuarenta y ocho horas antes.
    Victor tenía el aire de un hombre antes del bautismo.
    — ¿Qué está sugiriendo?
    —Que busque una estación de servicio complaciente en el vecindario, capaz de bombear siete mil metros cúbicos de helio.
    Y Pitt salió del pasillo y desapareció.

    7


    —Odio las embarcaciones —gruñó Rooney—. No sé nadar, no puedo flotar y me mareo mirando por la ventanilla de una lavadora.
    El sheriff Sweat le tendió un Martini doble.
    —Tome, esto le curará de su obsesión.
    Rooney miró tristemente las aguas de la bahía y bebió la mitad de su vaso.
    —Espero que no saldrá a altamar.
    —No, será solamente un viaje de placer alrededor de la bahía.
    Sweat se agachó para entrar en la cabina de proa de su resplandeciente barca blanca de pesca y puso en marcha el motor. El turbo Diesel de 260 caballos se animó. Los tubos de escape rugieron en la popa y la cubierta tembló bajo sus pies. Entonces recogió los cables anclados y apartó la barca del muelle, navegando en un laberinto de yates anclados en Biscayne Bay.
    Cuando la proa rebasó las boyas del canal, Rooney necesitaba una segunda copa.
    — ¿Dónde guarda el tónico?
    —Abajo, en el camarote de delante. Sírvase usted mismo. Hay hielo en el casco metálico de buzo.
    Cuando volvió Rooney, preguntó:
    — ¿A qué viene todo esto, Tyier? Hoy es domingo. No me habrá sacado de mi palco en medio de un buen partido de fútbol para mostrarme Miami Beach desde el agua.
    —La verdad es que oí decir que había terminado su dictamen sobre los cadáveres del dirigible, la noche pasada.
    —A las tres de esta mañana, para ser exacto.
    —Pensé que tal vez querría decirme algo.
    —Por el amor de Dios, Tyler, ¿tan urgente es que no pudo esperar hasta mañana por la mañana?
    —Hace aproximadamente una hora, recibí una llamada telefónica de un federal, desde Washington. —Sweat se interrumpió para reducir un poco la velocidad—. Dijo que era una agencia de información de la que yo no había oído hablar jamás. No le aburriré contándole sus agresivas palabras. Nunca he podido entender por qué piensan todos los del Norte que pueden deslumbrar a los muchachos del Sur. La cuestión es que pidió que entreguemos los cadáveres del dirigible a las autoridades federales.
    — ¿A qué autoridades federales?
    —No quiso nombrarlas. Su respuesta no pudo ser más vaga cuando se lo pregunté.
    Rooney se sintió de pronto sumamente interesado.
    — ¿Dio alguna indicación de por qué quería los cadáveres?
    —Afirmó que era un asunto secreto.
    —Usted se negó, naturalmente.
    —Le dije que lo pensaría.
    El giro que tomaban las cosas, combinado con la ginebra, hizo que Rooney se olvidase de su miedo al agua. Empezó a fijarse en la esbelta línea de la embarcación de fibra de vidrio. Era la segunda oficina del sheriff Sweat, ocasionalmente puesta en servicio como embarcación auxiliar de la policía, pero empleada con más frecuencia para distraer a funcionarios del condado o del Estado en excursiones de pesca de fin de semana.
    — ¿Cómo se llama? —preguntó Rooney.
    — ¿Quién?
    —La barca.
    —Oh, la Southern Comfort. Tiene treinta y cinco pies de eslora y navega a quince nudos. Fue construida en Australia por una empresa denominada Stebercraft.
    —Volviendo al caso de LeBaron —dijo Rooney, sorbiendo su Martini—, ¿va a darse por vencido?
    —Tentado estoy de hacerlo —dijo sonriendo Sweat—. Homicidios no ha encontrado todavía una sola pista. Los medios de comunicación lo están convirtiendo en un espectáculo circense. Todo el mundo, desde el gobernador para abajo, me está apretando las clavijas. Y para colmo, existe todavía la probabilidad de que el crimen no se hubiese cometido en territorio de mi jurisdicción. Pues sí, estoy tentado de cargarle el muerto a Washington. Sólo que soy lo bastante terco como para pensar que podemos encontrar nosotros la solución de este lío.
    —Está bien, ¿qué quiere de mí?
    El sheriff se volvió del timón y le miró fijamente.
    —Quiero que me diga lo que ha escrito en su dictamen.
    —Lo que he descubierto ha aumentado el enigma.
    Una barquita de vela con cuatro adolescentes pasó por delante de su proa; Sweat redujo la marcha y la dejó pasar.
    —Dígame lo que es.
    —Empecemos al revés; por el final y sigamos hacia atrás. ¿Le parece bien?
    —Adelante.
    —Esto me sacó de quicio al principio. Sobre todo porque no lo esperaba. Tuve un caso parecido hace quince años. El cadáver de una mujer fue descubierto sentado en el jardín de su casa. Su marido declaró que habían estado bebiendo la noche anterior y que él se había ido a la cama solo, pensando que ella le seguiría. Cuando se despertó por la mañana y la buscó, la encontró sentada donde la había dejado; sólo que ahora estaba muerta. Tenía todo el aspecto de una muerte natural, no había señales de violencia ni rastros de veneno, solamente una cantidad importante de alcohol. Los órganos parecían estar bastante sanos. No había indicios de enfermedades o dolencias anteriores. Para una mujer de cuarenta años, tenía el cuerpo de una joven de veinte. Me puso en un aprieto. Después empezaron a juntarse las piezas del rompecabezas. La lividez cadavérica, decoloración de la piel causada por el efecto de la gravedad sobre la sangre, es generalmente purpúrea. Su lividez era la de un rosa de cereza, cosa que indicaba una muerte por intoxicación de cianuro o de monóxido de carbono o por hipotermia. También descubrí una hemorragia en el páncreas. A través de un proceso de eliminación, descarté las dos primeras hipótesis. El último clavo del ataúd fue el trabajo del marido. La prueba no era exactamente irrebatible, pero fue suficiente para que el juez condenase al marido a cincuenta años de prisión.
    — ¿En qué trabajaba el marido? —preguntó Sweat.
    —Conducía un camión de una empresa de productos congelados. El plan era perfecto. La atiborró de alcohol hasta que perdió el conocimiento. La metió en el camión, que siempre traía a casa por la noche y los fines de semana; puso en marcha la refrigeración y esperó a que ella se endureciese. Cuando la pobre mujer hubo expirado, volvió a ponerla en la silla del jardín y se fue a la cama.
    Sweat le miró sin comprender.
    —No me estará diciendo que los cadáveres encontrados en el dirigible eran de hombres que murieron congelados.
    —Exactamente eso.
    — ¿No estará equivocado?
    —En una escala de certidumbre de uno a diez, puedo prometerle un ocho.
    — ¿Se da cuenta de cómo suena esto?
    —Supongo que a locura.
    — ¿Desaparecen tres hombres en el Caribe, a una temperatura de treinta grados, y mueren por congelación? —preguntó Sweat, a nadie en particular—. Nunca conseguiremos probarlo, doctor. No, si no encontramos un camión de productos congelados.
    —En todo caso, no tenemos nada en que apoyarnos.
    — ¿Qué quiere decir?
    —Ha llegado el informe del FBI. La identificación de Jessie LeBaron ha pesado mucho. No es su marido el que está en el depósito de cadáveres. Los otros dos tampoco son Buck Caesar ni Joseph Cavilla.
    —Dios mío, ¿y qué más? — gimió Sweat—. ¿Quiénes son?
    —Sus huellas dactilares no figuran en los archivos del FBI. Lo más probable es que fuesen extranjeros.
    — ¿Encontró algo que pueda dar una pista sobre su identidad?
    —Puedo decirle su estatura y su peso. Puedo mostrarle radiografías de sus dientes y de antiguas fracturas de huesos. El estado del hígado sugirió que los tres eran fuertes bebedores. Los pulmones revelaron que eran fumadores, y los dientes y las puntas de los dedos, que fumaban cigarrillos sin filtro. También eran comilones. Su última comida fue de pan moreno y zanahorias. Dos de ellos tenían poco más de treinta años. El otro, cuarenta o algo más. Sus condiciones físicas eran superiores a lo normal. Aparte de esto, puedo decirle muy poco que pueda contribuir a su identificación.
    —Ya es algo, para empezar.
    —Pero todavía nos enfrentamos con la desaparición de LeBaron y Caesar y Cavilla.
    Antes de que Sweat pudiese replicar, una voz femenina sonó ronca en la radio de la barca. Sweat respondió y, siguiendo instrucciones, puso otro canal.
    —Disculpe la interrupción —dijo a Rooney—. Acabo de recibir una llamada de urgencia desde tierra.
    Rooney asintió con la cabeza, se dirigió al camarote de proa y se sirvió otra copa. Un calor delicioso circuló por su cuerpo. Esperó unos momentos. Cuando volvió a subir a la cubierta y a la caseta del timón, Sweat estaba colgando el teléfono y tenía el rostro enrojecido por la cólera.
    — ¡Malditos bastardos! —silbó.
    — ¿Cuál es el problema?
    —Se los han llevado —dijo Sweat, golpeando el timón con el puño—. Los malditos federales entraron en el depósito y se llevaron los cadáveres del dirigible.
    —Pero hay que seguir el procedimiento legal —protestó Rooney.
    —Seis hombres de paisano y dos agentes federales se presentaron con los papeles necesarios, metieron los cadáveres en tres cajas de aluminio llenas de hielo y se los llevaron en un helicóptero de la Marina de los Estados Unidos.
    — ¿Cuándo ha sido esto?
    —Hace menos de diez minutos. Harry Victor, el principal investigador del caso, dice que también desvalijaron la mesa de su oficina en Homicidios, cuando estaba en el retrete, y se llevaron lo que quisieron de su archivo.
    — ¿Y mi dictamen de autopsia?
    —Se lo llevaron también.
    La ginebra había puesto a Rooney en un estado eufórico.
    —Bueno, tómeselo bien. Les han sacado del atolladero, a usted y al departamento.
    La cólera de Sweat se fue aplacando lentamente.
    —No puedo negar que me han hecho un favor, pero son sus métodos los que me joden.
    —Hay un pequeño consuelo —murmuró Rooney. Empezaba a costarle mantenerse en pie—. El Tío Sam no se lo ha llevado todo.
    — ¿Como qué?
    —Omití algo en mi dictamen. Un resultado de laboratorio que se prestaba demasiado a controversias para consignarlo por escrito, que era demasiado estrafalario para mencionarlo como no fuese en una casa solitaria.
    — ¿De qué está hablando? —preguntó Sweat.
    —De la causa de la muerte.
    —Dijo usted hipotermia.
    —Cierto, pero me dejé la parte mejor. Mire, olvidé consignar la fecha de la muerte.
    El lenguaje de Rooney empezaba a ser estropajoso.
    —Sólo pudo producirse dentro de los últimos días.
    — ¡Oh, no! A esos pobres hombres se les congelaron las tripas hace mucho tiempo.
    — ¿Cuánto?
    —Hace uno o dos años.
    El sheriff Sweat se quedó mirando fijamente a Rooney, con incredulidad. Pero el forense siguió sonriendo, como una hiena. Y todavía sonreía cuando se dobló sobre la borda y vomitó.

    8


    La casa de Dirk Pitt no estaba en una calle de un barrio elegante ni en un alto edificio con vistas a las enmarañadas copas de los árboles de Washington. No tenía jardín ni vecinos con niños llorones y perros ladradores. Su casa no era una casa, sino un viejo hangar situado junto al Aeropuerto Internacional de la capital.
    Desde fuera, parecía desierto. El edificio estaba rodeado de hierbajos y sus paredes eran de hierro ondulado, deterioradas por la acción del tiempo y sin pintar. El único indicio que sugería remotamente la posibilidad de algún ocupante era una hilera de ventanas debajo del borde del techo abovedado. Aunque estaban sucias y cubiertas de polvo, ninguna estaba rota, como suelen estarlo las de un almacén abandonado.
    Pitt dio las gracias al empleado del aeropuerto que le había traído en coche desde la zona terminal. Mirando a su alrededor, para asegurarse de no ser observado, sacó un pequeño transmisor del bolsillo de su chaqueta y dio una serie de órdenes que desconectaron los sistemas de alarma y abrieron una puerta lateral que parecía no haber girado sobre sus goznes en treinta años.
    Entró y pisó un suelo liso de hormigón en el que había casi tres docenas de resplandecientes automóviles clásicos, un aeroplano antiguo y un vagón de ferrocarril de principios de siglo. Se detuvo y contempló amorosamente el chasis de un Talbot-Lago francés deportivo que estaba en una fase temprana de reconstrucción. El coche había sido casi totalmente destruido en una explosión, y él estaba resuelto a restaurar los retorcidos restos y darles su anterior belleza y su antigua elegancia.
    Subió la maleta y la bolsa de mano por la escalera de caracol de su apartamento, instalado contra la pared del fondo del hangar. Su reloj marcaba las dos y cuarto de la tarde, pero, corporal y mentalmente, tenía la impresión de que era cerca de la medianoche. Después de deshacer su equipaje, decidió pasar un par de horas trabajando en el Talbot-Lago y tomar una ducha después. Se había puesto ya el mono cuando un fuerte timbrazo resonó en el hangar. Sacó un teléfono inalámbrico de un bolsillo.
    —Diga.
    —El señor Pitt, por favor —dijo una voz femenina.
    —Yo mismo.
    —Un momento.
    Después de esperar casi dos minutos, Pitt cortó la comunicación y empezó a reconstruir el delco del Talbot. Pasaron otros cinco minutos antes de que volviese a sonar el timbre. Abrió la comunicación y no dijo nada.
    — ¿Está todavía ahí, señor? —preguntó la misma voz.
    —Sí —respondió Pitt con indiferencia, sujetando el teléfono entre el hombro y la oreja mientras seguía trabajando con las manos.
    —Soy Sandra Cabot, la secretaria personal de la señora Jessie LeBaron. ¿Estoy hablando con Dirk Pitt?
    A Pitt le disgustaban las personas que no podían hacer personalmente sus llamadas telefónicas.
    —Así es.
    —La señora LeBaron desea entrevistarse con usted. ¿Puede venir a verla a las cuatro?
    —Se está pasando, ¿no?
    — ¿Cómo dice?
    —Lo siento, señorita Cabot, pero tengo que cuidar a un coche enfermo. Tal vez si la señora LeBaron pasara por mi casa, podríamos hablar.
    —Temo que esto no es posible. Celebra un cóctel formal a una hora más avanzada de la tarde, y asistirá el Secretario de Estado. No puede salir de aquí.
    —Entonces, será otro día.
    Hubo un helado silencio; después, se oyó la voz de la señorita Cabot:
    —No lo entiende.
    —Tiene razón, no lo entiendo.
    — ¿No le dice nada el nombre LeBaron?
    —No más que Shagnasty, Quagmire o Smith —mintió maliciosamente Pitt.
    Ella pareció desconcertada durante un momento.
    —El señor LeBaron...
    —Dejémonos de juegos —le interrumpió Pitt—. Conozco perfectamente la fama de Raymond LeBaron. Y ahorraremos tiempo si le digo que nada tengo que añadir al misterio que rodea su desaparición y su muerte. Dígale a la señora LeBaron que le doy mi más sentido pésame. Es cuanto puedo ofrecerle.
    La Cabot respiró hondo.
    —Por favor, señor Pitt, sé que ella agradecería mucho que viniese a verla.
    Pitt casi pudo ver que pronunciaba las palabras «por favor» con los dientes apretados.
    —Está bien —dijo—. Supongo que podré arreglarme. ¿Cuál es la dirección?
    El tono de ella recobró inmediatamente su arrogancia.
    —Enviaré el chófer a recogerle.
    —Si le da lo mismo, preferiría ir en mi propio coche. Las limusinas me dan claustrofobia.
    —Si insiste... —dijo secamente ella—. Encontrará la casa al final de Beacon Drive, en Great Falls States.
    —Consultaré el plano de la ciudad.
    —A propósito, ¿qué clase de coche tiene?
    — ¿Por qué quiere saberlo?
    —Para informar al guardián de la puerta.
    Pitt vaciló y miró a través del hangar hacia un coche aparcado junto a la puerta principal.
    —Un viejo descapotable.
    — ¿Viejo?
    —Sí, de 1951.
    —Entonces tenga la bondad de aparcar en la zona destinada a la servidumbre. Está a la derecha subiendo por el paseo.
    — ¿No le da vergüenza su manera de dar órdenes a la gente?
    —No tengo nada de que avergonzarme, señor Pitt. Le esperamos a las cuatro.
    — ¿Habrán acabado conmigo antes de que lleguen los invitados? —preguntó Pitt, en tono sarcástico—. No quisiera molestar a nadie con la vista de mi viejo cacharro.
    —No se preocupe —replicó obstinadamente ella—. La fiesta no empieza hasta las ocho. Adiós.
    Cuando Sandra Cabot hubo colgado, Pitt se acercó al convertible y lo miró durante unos momentos. Levantó las tablas de debajo del asiento de atrás y conectó los cables de un cargador de batería. Después volvió al Talbot-Lago y reemprendió su trabajo donde lo había dejado.

    Exactamente a las ocho y media, el guardián de la puerta principal de la finca de LeBaron saludó a una joven pareja que llegaba en un Ferrari amarillo, comprobó sus nombres en la lista de invitados y les hizo ademán de que pasaran. Después llegó un Chrysler en el que iban el primer consejero del presidente, Daniel Fawcett, y su esposa.
    El guardián estaba inmunizado contra los coches exóticos y sus célebres ocupantes. Levantó las manos sobre la cabeza y se estiró y bostezó. Entonces, sus manos se inmovilizaron en el aire y su boca se cerró de golpe al contemplar el coche más grande que jamás había visto.
    Era un verdadero monstruo, que medía más de siete metros desde el parachoques delantero hasta el de atrás, y debía pesar más de tres toneladas. El capó y las puertas eran de un gris de plata, y los guardabarros, de un marrón metálico. Era un descapotable, pero la capota se perdía completamente de vista cuando estaba plegada. Las líneas de la carrocería eran delicadas y elegantes en extremo, un ejemplo de la inmaculada artesanía raras veces igualada.
    — ¡Menudo coche! —dijo al fin el guardián—. ¿Qué es?
    —Un Daimler —respondió Pitt.
    —Parece inglés.
    —Lo es.
    El guardián sacudió la cabeza, admirado, y miró la lista de invitados.
    —Su nombre, por favor.
    —Pitt.
    —No lo encuentro en la lista. ¿Tiene usted invitación?
    —La señora LeBaron y yo teníamos una cita a hora más temprana.
    El guardián entró en la caseta y consultó un bloc.
    —Sí, señor, su cita era para las cuatro.
    —Cuando telefoneé para decir que se me había hecho tarde, la señora dijo que me uniese a la fiesta.
    —Bueno, ya que ella le esperaba —dijo el guardián, todavía absorto en el Daimler—, creo que todo está en orden. Que se divierta.
    Pitt asintió con la cabeza para darle las gracias y el enorme automóvil subió sin ruido por el serpenteante paseo hasta la residencia de LeBaron. El edificio principal estaba emplazado en un montículo que dominaba una pista de tenis y una piscina. La arquitectura era la corriente en aquel sector: una casa de estilo colonial, de tres pisos, de ladrillo, con una serie de columnas blancas sosteniendo el techo de un largo porche frontal, y con las alas extendiéndose a ambos lados. A la derecha, un bosquecillo de pinos ocultaba una cochera y un garaje debajo de ella, y Pitt presumió que eran las dependencias de la servidumbre. En el lado opuesto y a la izquierda de la mansión, había un gran edificio acristalado, iluminado por arañas que pendían del techo. Plantas y arbustos exóticos florecían alrededor de veinte o más mesas, mientras una orquestina tocaba en un tablado detrás de una cascada. Pitt se quedó impresionado. Era el perfecto escenario de fiesta para una animada velada en octubre. Raymond LeBaron era famoso por su originalidad. Pitt detuvo el Daimler delante de la entrada del invernadero, donde un criado con librea, encargado del aparcamiento, se quedó mirando con la pasmada expresión de un carpintero ante una secoya.
    Mientras salía de detrás del volante y se arreglaba la chaqueta del smoking, Pitt advirtió que empezaba a formarse detrás de la pared transparente un grupo de personas que señalaba el coche y gesticulaban. Dio instrucciones al criado sobre el cambio de marchas y entró por la puerta cristalera. La orquesta estaba tocando temas de John Barry. Una mujer elegantemente vestida, a la última moda, recibía detrás de la entrada a los invitados.
    No le cupo duda de que era Jessie LeBaron, Porte frío, encarnación de la gracia y del estilo, prueba viviente de que las mujeres pueden ser hermosas después de los cincuenta años. Llevaba una brillante túnica verde y plata, adornada con abalorios, sobre una falda larga y ceñida de terciopelo.
    Pitt se acercó y le hizo una breve reverencia.
    —Buenas noches —dijo, con su sonrisa más seductora.
    — ¿Qué es ese coche tan sensacional? —preguntó Jessie, mirando a través de la puerta de cristales.
    —Un Daimler con motor de ocho cilindros y carrocería Hooper.
    Ella sonrió amablemente y le tendió la mano.
    —Gracias por venir, señor... —Vaciló, mirándole con curiosidad—. Discúlpeme, pero no lo recuerdo.
    —Es que nunca nos habíamos visto —dijo él, admirando la voz gutural y casi ronca de aquella mujer, que tenía además un matiz sensual—. Me llamo Pitt. Dirk Pitt.
    Los ojos oscuros de Jessie miraron a Pitt de un modo peculiar.
    —Llega con cuatro horas y media de retraso, señor Pitt. ¿Se ha demorado por algún accidente?
    —No he sufrido ningún accidente, señora LeBaron. Calculé minuciosamente el momento de mi llegada.
    —No fue invitado a la fiesta —dijo suavemente ella—. Por consiguiente, tendrá que marcharse.
    —Es una lástima —dijo tristemente Pitt—. Raras veces tengo ocasión de lucir mi smoking.
    La cólera se pintó en el semblante de Jessie. Se volvió a una mujer muy estirada y de gruesas gafas que estaba en pie, un poco detrás de ella, y que Pitt presumió que era su secretaria, Sandra Cabot.
    —Busque a Angelo y dígale que acompañe a este caballero.
    Los ojos verdes de Pitt brillaron maliciosamente.
    —Parece que tengo el don de despertar mala voluntad. ¿Quiere que me vaya de forma pacífica o que provoque una escena desagradable?
    —Creo que pacíficamente es lo mejor.
    —Entonces, ¿por qué me pidió que viniese a verla?
    —Para un asunto referente a mi marido.
    —Yo no lo conocía en absoluto. Nada puedo decirle sobre su muerte que usted no sepa ya.
    —Raymond no ha muerto —dijo rotundamente ella.
    —Entonces lo fingió muy bien cuando le vi en el dirigible.
    —No era él.
    Pitt la miró escépticamente y no dijo nada.
    —No me cree, ¿verdad?
    —En realidad, me da lo mismo.
    —Esperaba que me ayudaría.
    —Tiene usted una manera muy extraña de pedir favores.
    —Ésta es una cena formal de una asociación benéfica, señor Pitt. Estaría usted fuera de lugar. Ya fijaremos una hora para vernos mañana.
    Pitt decidió que no valía la pena encolerizarse.
    — ¿Qué estaba haciendo su marido cuando desapareció? —preguntó de pronto.
    —Buscaba el tesoro de El Dorado —respondió ella, mirando nerviosamente a su alrededor y a los invitados—. Creía que se había hundido con un barco llamado Cyclops.
    Antes de que Pitt pudiese hacer ningún comentario, volvió Cabot con Angelo, el chófer cubano.
    —Adiós, señor Pitt —dijo Jessie, despidiéndole y volviéndose para saludar a una pareja de recién llegados.
    Pitt se encogió de hombros y ofreció el brazo a Angelo.
    —Demos a esto un aire oficial. Écheme. —Se volvió hacia Jessie—. Una última cosa, señora LeBaron. No me gusta que me traten desconsideradamente. No se moleste en llamarme de nuevo; jamás.
    Entonces dejó que Angelo le acompañase fuera del invernadero y hasta el paseo donde estaba esperando el Daimler. Jessie se quedó mirando hasta que el gran automóvil desapareció en la noche. Después se reunió con sus invitados.
    Douglas Oates, el secretario de Estado, interrumpió la conversación que sostenía con el consejero presidencial Daniel Fawcett, al verla acercarse.
    —Una fiesta espléndida, Jessie.
    —Ciertamente —corroboró Fawcett—. Nadie en Washington podría preparar mejor un banquete.
    Los ojos de Jessie resplandecieron y sus labios gordezuelos se curvaron en una cálida sonrisa.
    —Gracias, caballeros.
    Oates señaló con la cabeza hacia la puerta.
    — ¿He estado viendo visiones, o han echado a la calle a Dirk Pitt?
    Jessie miró a Oates, sin comprender.
    — ¿Le conoce? —preguntó, sorprendida.
    —Desde luego. Pitt es el número dos de la AMSN. Es el hombre que puso a flote el Titanic para el Departamento de Defensa.
    —Y salvó la vida al presidente en Louisiana —añadió Fawcett.
    Jessie palideció visiblemente.
    —No tenía la menor idea.
    —Espero que no le habrá encolerizado —dijo Oates.
    —Tal vez he sido un poco grosera —reconoció ella.
    — ¿No está interesada en hacer sondeos en busca de petróleo en el mar, al sur de San Diego?
    —Sí. Los estudios geológicos indican que hay allí un vasto campo sin explotar. Una de nuestras compañías tiene una opción para adquirir los derechos de sondeo. ¿Por qué lo pregunta?
    — ¿No sabe quién preside el comité del Senado sobre explotación del petróleo en tierras de dominio público?
    —Claro, es...
    La voz de Jessie se extinguió, y desapareció su aplomo.
    —El padre de Dirk —terminó Oates—. El senador George Pitt, de California. Sin su respaldo y el beneplácito de la AMSN sobre cuestiones de medio ambiente, me parece difícil que consiga los derechos de sondeo.
    —Parece —dijo irónicamente Fawcett— que la opción de su compañía ha dejado de existir.

    9


    Treinta minutos más tarde, Pitt metió el Daimler en su plaza de aparcamiento delante del alto edificio encristalado donde se hallaba la sede de la AMSN. Firmó en el registro de seguridad y tomó el ascensor hasta la décima planta. Cuando se abrieron las puertas, salió a un vasto laberinto electrónico, que comprendía la red de comunicaciones y de información de la agencia de la Marina.
    Hiram Yaeger miró desde detrás de una mesa en forma de herradura, cuya superficie quedaba oculta debajo de un revoltijo de «hardware» de ordenador, y sonrió.
    —Hola, Dirk. ¿Vestido de etiqueta, y no tienes adonde ir?
    —La anfitriona decidió que era una persona non grata y me echó a la calle.
    — ¿La conozco?
    Ahora rué Pitt quien sonrió. Miró a Yaeger. El mago de los ordenadores era un vivo recuerdo de los días hippies de principios de los setenta. Llevaba los cabellos rubios largos y atados en cola de caballo, y la barba de enmarañados rizos sin recortar. Su uniforme de trabajo y de juego era una chaqueta Levi's y unos pantalones remetidos en toscas botas de cowboy.
    —No puedo imaginarme a Jessie LeBaron y tú moviéndoos en los mismos círculos sociales —dijo Pitt.
    Yaeger lanzó un grave silbido.
    — ¿Te echó a patadas un matón de Jessie LeBaron? Hombre, eres una especie de héroe de los oprimidos.
    — ¿Estás de humor para una excavación?
    — ¿Sobre ella?
    —Sobre él.
    — ¿Su marido? ¿El que desapareció?
    —Raymond LeBaron.
    — ¿Otra operación al margen de lo habitual?
    —Llámalo como quieras.
    —Dirk —dijo Yaeger, mirando por encima de sus anticuadas gafas—, eres un bastardo entremetido, pero te aprecio. Me contrataron para construir una red de informática de primera clase y llenar un archivo sobre ciencia e historia marítimas, pero cada vez que me descuido compareces tú, queriendo que emplee mis creaciones para propósitos oscuros. ¿Por qué lo aguanto? Te diré la razón. La ratería fluye más de prisa por mis venas que por las tuyas. Y ahora dime, ¿tengo que cavar muy hondo?
    —Hasta su pasado más remoto. De dónde vino. Cuál fue la base económica de su imperio.
    —Raymond LeBaron era muy reservado en lo tocante a su vida privada. Debió borrar las pistas.
    —Lo comprendo, pero no será la primera vez que sacas un esqueleto del armario.
    Yaeger asintió reflexivamente con la cabeza.
    —Sí, la familia Bougainville de navieros, hace unos meses. Una linda travesura, si quieres llamarlo así.
    —Otra cosa.
    —Dime cuál.
    —Un barco llamado Cyclops. ¿Podrías averiguar su historia?
    —Desde luego. ¿Algo más?
    —Creo que esto será suficiente —respondió Pitt.
    Yaeger le miró fijamente.
    — ¿De qué se trata esta vez, viejo amigo? No puedo creer que vayas detrás de los LeBaron porque te echaron de una fiesta de sociedad. Fíjate en mí; me han echado de los lugares más sórdidos de la ciudad. Y lo acepto.
    Pitt se echó a reír.
    —No se trata de ninguna venganza. Simple curiosidad. Jessie LeBaron dijo algo que me chocó sobre la desaparición de su marido.
    —Lo leí en el Washington Post. Había un párrafo que te mencionaba como el héroe del día, por haber salvado el dirigible de LeBaron con tu truco de la cuerda y la palmera. Entonces, ¿cuál es el problema?
    —Ella afirmó que su marido no estaba entre los muertos que encontré en la cabina de mandos.
    Yaeger guardó un momento de silencio, con expresión perpleja.
    —No tiene sentido —dijo—. Si el viejo LeBaron se elevó en aquella bolsa de gas, lo lógico es que estuviese todavía en ella cuando reapareció.
    —No, según su desconsolada esposa.
    — ¿Crees que persigue algún objetivo, financiero o por cuestión de algún seguro?
    —Tal vez sí, tal vez no. Pero existe la posibilidad de que se pida a la AMSN que contribuya a la investigación, ya que el misterio se produjo sobre el mar.
    —Y nosotros estaremos ya en la primera base.
    —Algo así.
    — ¿Y qué tiene que ver el Cyclops con esto?
    —Ella me dijo que LeBaron lo estaba buscando cuando desapareció.
    Yaeger se levantó de su silla.
    —Está bien, pongamos manos a la obra. Mientras yo trazo un programa de investigación, estudia tú lo que tenemos sobre el barco en nuestros archivos.
    Condujo a Pitt a un pequeño salón de proyecciones, con un gran monitor montado en la pared del fondo, y le hizo señas para que se sentase detrás de una consola donde había un teclado de ordenador. Después se inclinó sobre Pitt y pulsó una serie de teclas.
    —Instalamos un nuevo sistema la semana pasada. La terminal está conectada con un sintetizador de voces.
    — ¿Un ordenador parlante? —dijo Pitt.
    —Sí, puede asimilar más de diez mil órdenes verbales, dar la respuesta adecuada y, en realidad, seguir una conversación. La voz suena un poco extraña, parecida a la de Hal, el ordenador gigante de la película 2001. Pero uno se acostumbra a ello. Le llamamos «Esperanza».
    — ¿«Esperanza»?
    —Sí, porque esperamos que nos dé las respuestas adecuadas.
    —Es curioso.
    —Si necesitas ayuda, estaré en la terminal principal. No tienes más que descolgar el teléfono y marcar cuatro-siete.
    Pitt miró la pantalla. Era de un gris azulado. Tomó cautelosamente un micrófono y habló por él.
    —Esperanza, me llamo Dirk. ¿Estás dispuesta a realizar una búsqueda para mí?
    Se sintió como un idiota. Aquello era como hablar a un árbol y esperar que respondiese.
    —Hola, Dirk —respondió una voz vagamente femenina que sonó como si saliese de una armónica—. Estoy a su disposición.
    Pitt respiró hondo y se lanzó de cabeza.
    —Esperanza, quisiera que me hablases de un barco llamado Cyclops.
    Hubo una pausa de cinco segundos; después, dijo el ordenador:
    —-Tendrá que concretar más. Mis discos de memoria contienen datos referentes a cinco barcos diferentes llamados Cyclops.
    —Es el único que llevaba un tesoro a bordo.
    —Lo siento, pero no consta ningún tesoro en sus manifiestos.
    ¿Lo siento? Pitt todavía no podía creer que estaba conversando con una máquina.
    —Si puedo hacer una breve digresión, Esperanza, te diré que eres un ordenador muy inteligente y muy simpático.
    —Gracias por el cumplido, Dirk. Por si le interesa, también puedo producir efectos de sonido, imitar anímales, cantar, aunque no demasiado bien, y pronunciar «supercalifragilísticoexpialidoso», aunque no he sido programada para dar su definición exacta. ¿Quiere que la pronuncie al revés?
    Pitt se echó a reír.
    —Otro día. Volviendo al Cyclops, el que me interesa se hundió probablemente en el Caribe.
    —Esto reduce el número a dos. Un pequeño vapor que encalló en Montego Bay, Jamaica, el 5 de mayo de 1968, y un carbonero de la Marina de los Estados Unidos, que se perdió sin dejar rastro, entre el 5 y el 10 de marzo de 1918.
    Raymond LeBaron no hubiese volado en busca de un barco encallado, sólo veinte años atrás, en un puerto de mucho tráfico, razonó Pitt. Entonces recordó el carbonero de la Marina. Su pérdida fue considerada como uno de los grandes misterios del mítico Triángulo de las Bermudas.
    —Hablemos del barco carbonero —dijo Pitt.
    —Si quiere que imprima los datos para usted, Dirk, pulse el botón de control de su teclado y las letras PT. También, si observa la pantalla, puedo proyectar todas las fotos disponibles.
    Pitt siguió las instrucciones y la máquina empezó a funcionar. Fiel a su palabra, Esperanza proyectó una imagen del Cyclops anclado en un puerto anónimo.
    Aunque el casco era estrecho, con su anticuada proa recta y su popa en graciosa curva de copa de champaña, su superestructura tenía el aspecto de un juego de construcción de un niño que se hubiese vuelto loco. Un laberinto de grúas, unidas por una telaraña de cables y sujetas con altos soportes, se alzaba en mitad de la cubierta como un bosque muerto. Una larga camareta se alzaba en la parte de popa del barco, sobre la sala de máquinas, rematado el techo por dos chimeneas gemelas y varios altos ventiladores. En la parte de proa, la caseta del timón se levantaba sobre la cubierta como un tocador de cuatro patas, perforada por una hilera de ojos de buey y abierta por debajo. Dos altos mástiles con un travesaño surgían de un puente que habría podido pasar por una meta de rugby. En conjunto, parecía un barco tosco, un patito feo que no había llegado a convertirse en cisne.
    También había en él algo misterioso. Al principio, Pitt no pudo dar con ello, pero después lo comprendió de pronto: extrañamente, no se veía ningún tripulante sobre cubierta. Era como si el barco hubiese sido abandonado.
    Pitt se volvió y observó la impresión de los datos de la nave:
    Botadura: 7 mayo 1910 por William Cramp & Sons Shipbuilders, Filadelfia.
    Tonelaje: 19.360 de desplazamiento. Eslora: 180 metros (en realidad más largo que los buques de guerra de su tiempo). Manga: 20 metros. Calado: 9 metros 30 centímetros.
    Velocidad: 15 nudos (3 nudos más veloz que los barcos Liberty de la Segunda Guerra Mundial). Armamento: Cuatro cañones de 4 pulgadas. Tripulación: 246. Capitán: G. W. Worley, Servicio Auxiliar Naval.
    Pitt observó que Worley había sido capitán del Cyclops desde que entró en servicio hasta que desapareció. Se retrepó en su silla, reflexionando mientras estudiaba la imagen del barco.
    — ¿Tienes otras fotografías de él? —preguntó a Esperanza.
    —Tres desde el mismo ángulo, una de la popa y cuatro de la tripulación.
    —Echemos un vistazo a la tripulación.
    La pantalla se oscureció un momento y pronto apareció la imagen de un hombre, de pie junto a la barandilla de un barco y asiendo de la mano a una niña pequeña.
    —El capitán Worley con su hija —explicó Esperanza.
    Era un hombrón de cabellos ralos, bigote recortado y manos grandes, que llevaba traje oscuro, corbata casualmente torcida y zapatos relucientes, y miraba fijamente a la cámara que congeló su imagen setenta y cinco años atrás. La niña que estaba a su lado era rubia, llevaba un vestido hasta las rodillas y un sombrerito, y sujetaba lo que parecía ser una muñeca muy rígida y en forma de botella.
    —Su verdadero nombre era Johann Wichman —dijo Esperanza sin que nadie se lo preguntase—. Nació en Alemania y entró ilegalmente en los Estados Unidos saltando de un barco mercante en San Francisco durante el año 1878. Se ignora cómo falsificó sus documentos. Mientras estuvo al mando del Cyclops, vivió en Norfolk, Virginia, con su esposa y su hija.
    —¿Alguna posibilidad de que trabajase para los alemanes en 1918?
    —No se demostró nada. ¿Quiere ver los informes de la investigación naval sobre la tragedia?
    —Imprímelos. Los estudiaré más tarde.
    —La foto siguiente es la del teniente David Forbes, segundo comandante —dijo Esperanza.
    La cámara había captado a Forbes en uniforme de gala, de pie junto a lo que Pitt presumió que era un turismo Cadillac de 1916. Tenía cara de galgo, nariz larga y estrecha, y los ojos pálidos, aunque no podía determinarse su color en la fotografía en blanco y negro. Iba pulcramente afeitado y tenía las cejas arqueadas y los dientes ligeramente salientes.
    — ¿Qué clase de hombre era? —preguntó Pitt.
    —Su historial en la Marina era intachable hasta que Worley le arrestó por insubordinación.
    — ¿Motivo?
    —El capitán Worley alteró la ruta que había fijado el teniente Forbes y casi naufragó al entrar en Río. Cuando Forbes le pidió explicaciones, Worley se enfureció y le arrestó.
    — ¿Estaba Forbes todavía arrestado durante el último viaje?
    —Sí.
    — ¿Quién es el siguiente?
    —El teniente John Church, segundo oficial.
    La foto mostraba a un hombre bajito y de aspecto casi endeble, vestido de paisano y sentado a la mesa de un restaurante. Su cara tenía el aire cansado del agricultor después de una larga jornada en el campo; sin embargo, sus ojos oscuros parecían indicar un carácter humorístico. Los cabellos grises, sobre una alta frente, estaban peinados hacia atrás sobre unas orejas pequeñas.
    —Parece mayor que los otros —observó Pitt.
    —En realidad, sólo tenía veintinueve años —dijo Esperanza—. Ingresó en la Marina a los dieciséis y ascendió gracias a su trabajo.
    — ¿Tuvo problemas con Worley?
    —No consta en su historial.
    La última fotografía era de dos hombres en actitud de firmes ante un tribunal. No había señal de temor en sus semblantes; más bien parecían hoscos y desafiadores. El de la izquierda era alto y esbelto, de brazos musculosos. El otro tenía la corpulencia de un oso pardo.
    —Esta fotografía fue tomada durante el consejo de guerra contra el maquinista de primera James Coker y el maquinista de segunda Barney DeVoe por el asesinato del maquinista de tercera Osear Stewart. Los tres estaban destinados a bordo del crucero de los Estados Unidos Pittsburgh. Coker, que es el de la izquierda, fue condenado a muerte en la horca, sentencia que se ejecutó en Brasil. DeVoe, el de la derecha, fue condenado a una pena de cincuenta a noventa y nueve años de prisión, en la cárcel naval de Portsmouth, New Hampshire.
    — ¿Cuál es su relación con el Cyclops? —preguntó Pitt.
    —El Pittsburgh estaba en Río de Janeiro cuando se cometió el asesinato. Cuando el capitán Worley llegó a puerto, recibió instrucciones de transportar a DeVoe y otros cuatro presos que había en el calabozo del Cyclops a los Estados Unidos.
    —Y estuvieron a bordo hasta el final.
    —Sí.
    — ¿No hay otras fotos de la tripulación?
    —Probablemente las habrá en álbumes de familia y en otros sitios privados, pero éstas son las únicas que tengo en mi biblioteca.
    —Cuéntame los sucesos que precedieron a la desaparición.
    — ¿De palabra o por escrito?
    —¿Puedes escribirlo y hablar al mismo tiempo?
    —Lo siento, pero sólo puedo hacer una cosa tras otra. ¿Con qué prefiere que empiece?
    —De palabra.
    —Está bien. Déme un momento para recopilar datos.
    —Pitt empezaba a sentirse soñoliento. Había sido un día muy largo. Aprovechó la pausa para telefonear a Yaeger y pedirle una taza de café.
    — ¿Cómo te va con Esperanza?
    —Casi empiezo a creer que es real —respondió Pitt.
    —Con tal que no empieces a fantasear sobre su cuerpo inexistente...
    —Todavía no he llegado a este estado.
    —Sé que conocerla es amarla.
    — ¿Qué tal te va a ti con LeBaron?
    —Lo que me temía —dijo Yaeger—. Borró el rastro de una gran parte de su pasado. No hay nada sobre su personalidad, sino solamente estadísticas, hasta el momento en que se convirtió en el número uno de Wall Street.
    — ¿Algo interesante?
    —En realidad, no. Procedía de una familia bastante rica. Su padre poseía una cadena de ferreterías. Me parece que Raymond y su padre no se llevaron bien. En ninguna de las biografías que publicaron los periódicos después de convertirse en magnate financiero se hace la menor mención de su familia.
    — ¿Has averiguado cómo empezó a ganar dinero en cantidad?
    —No hay muchos datos al respecto. Él y un socio que se llamaba Kronberg tuvieron una compañía de rescates marítimos a mediados de los años cincuenta. Parece que fueron tirando durante unos pocos años, hasta que quebraron. Dos años más tarde, Raymond lanzó su periódico.
    —El Prosperteer.
    —Exacto.
    — ¿Hay alguna mención de quién le prestó apoyo?
    —Ninguna —respondió Yaeger—. A propósito, Jessie es su segunda esposa. La primera se llamaba Hillary. Murió hace pocos años. No hay datos sobre ella.
    —Sigue buscando.
    Pitt colgó cuando Esperanza le dijo:
    —Tengo los datos del último viaje del Cyclops.
    —Oigámoslos.
    —Zarpó de Río de Janeiro el 16 de febrero de 1918, con rumbo a Baltimore, Maryland. Iban a bordo su tripulación regular de 15 oficiales y 231 marineros, 57 hombres del crucero Pittsburgh, que eran enviados a la base naval de Norfolk para un nuevo destino, 5 presos, incluido DeVoe, y el cónsul general de los Estados Unidos en Río, Alfred L. Morean Gottschalk, que regresaba a Washington. El cargamento era de 11.000 toneladas de manganeso. «Después de una breve escala en el puerto de Bahía para recoger correspondencia, el barco hizo una nueva escala, ésta no prevista, al entrar en Carlisle Bay, en la isla de Barbados, y anclar en ella. Aquí cargó Worley más, carbón y provisiones, que dijo que eran necesarios para continuar el viaje a Baltimore; pero más tarde se consideró que el cargamento había sido excesivo. Cuando el barco se hubo perdido en el mar, el cónsul norteamericano en Barbados informó sobre ciertos rumores sospechosos acerca de la poco habitual acción de Worley, de extraños sucesos a bordo y de un posible motín. La última vez que fueron vistos el Cyclops y los hombres que iban a bordo fue el 4 de marzo de 1918, cuando zarpó de Barbados.
    — ¿No hubo ningún otro contacto? —preguntó Pitt.
    —Veinticuatro horas más tarde, un carguero que transportaba madera, llamado Crogan Castle, informó de que su proa fue rota por una enorme ola. Sus peticiones de auxilio por radio fueron contestadas por el Cyclops. Las últimas palabras radiadas por éste fueron su número y este mensaje: «Estamos a cincuenta millas al sur y acudimos a todo vapor.»
    — ¿Nada más?
    —Esto es todo.
    — ¿Dio el Crogan Castle su posición?
    —Sí, veintitrés grados treinta minutos de latitud norte por setenta y nueve grados veintiún minutos de longitud oeste, lo cual le situaba a unas veinte millas al sudeste de un banco de arrecifes llamado Anguilla Keys.
    — ¿Se perdió también el Crogan Castle?
    —No; según los datos, pudo llegar a La Habana.
    — ¿Se encontró algún resto del naufragio del Cyclops?
    —La Marina efectuó una búsqueda en un amplio sector y no encontró nada.
    Pitt vaciló cuando Yaeger entró en la sala de proyecciones y dejó una taza de café junto a la consola, retirándose en silencio. Tomó unos sorbos y pidió a Esperanza que volviese a mostrarle la foto del Cyclops. El barco se materializó en la pantalla del monitor y él lo contempló reflexivamente.
    Descolgó el teléfono, marcó un número y esperó. El reloj digital de la consola marcaba las once cincuenta y cinco, pero la voz que le respondió pareció animada y alegre.
    — ¡Dirk! —exclamó el doctor Raphael O'Meara—. ¿Qué diablos sucede? Me has pillado en un buen momento; esta mañana acabo de regresar de una excavación en Costa Rica.
    — ¿Has encontrado otro camión de tiestos?
    —El más rico escondrijo de arte precolombino descubierto hasta la fecha. Unas piezas sorprendentes, algunas de las cuales se remontan a trescientos años antes de Cristo.
    —Lástima que no puedas quedártelas.
    —Todos mis hallazgos van a parar al Museo Nacional de Costa Rica.
    —Eres muy generoso, Raphael.
    —Yo no las regalo, Dirk. Los gobiernos de los países donde hago mis hallazgos se los quedan como parte del patrimonio nacional. Pero no quiero aburrir a un vejestorio como tú. ¿A qué debo el placer de tu llamada?
    —Necesito que me cuentes lo que sepas sobre un tesoro.
    —Desde luego —dijo O'Meara, en tono ahora más serio—, sabes que tesoro es una palabra prohibida para un arqueólogo serio.
    —-Todos tenemos nuestros fallos —dijo Pitt—. ¿Podemos tomar una copa juntos?
    — ¿Ahora? ¿Sabes la hora que es?
    —Sé que eres un pájaro nocturno. Tranquilízate. Podría ser en algún lugar cerca de tu casa.
    — ¿Qué te parece el Old Angler's Inn de MacArthur Boulevard? Digamos dentro de media hora.
    —Me parece bien.
    — ¿Puedes decirme cuál es el tesoro que te interesa?
    —Aquel en que sueña todo el mundo.
    — ¡Oh! ¿Y cuál es?
    —Te lo diré cuando nos veamos.
    Pitt colgó y contempló el Cyclops. Tenía un aire misterioso y solitario. No pudo dejar de preguntarse qué secretos se habría llevado a su tumba submarina.
    — ¿Puedo proporcionarle más datos? — preguntó Esperanza, interrumpiendo su morboso ensueño—. ¿O desea que termine?
    —Creo que podemos dejarlo —respondió Pitt—. Gracias, Esperanza. Quisiera poder darte un beso.
    —Gracias por el cumplido, Dirk. Pero no soy fisiológicamente capaz de recibir besos.
    —Pero seguiré queriéndote.
    —Estoy a su servicio siempre que quiera.
    Pitt se echó a reír.
    —Buenas noches, Esperanza.
    —Buenas noches, Dirk.
    Ojalá fuese real, pensó éste, con un suspiro soñador.


    10


    —Jack Daniel's a palo seco —dijo alegremente Raphael O'Meara—. Y que sea doble. Es el mejor medicamento que conozco para despejar la mente.
    — ¿Cuánto tiempo has estado en Costa Rica? —preguntó Pitt.
    —Tres meses. Y no ha parado de llover un solo día.
    —Ginebra Bombay con hielo —dijo Pitt a la camarera.
    —Conque has ingresado en las codiciosas filas de los barrenderos del mar —dijo O'Meara, a través de la espesa barba que cubría su cara de la nariz para abajo—. Dirk Pitt, buscador de tesoros. Nunca me lo habría imaginado.
    —Mi interés es puramente académico.
    —Claro, esto es lo que dicen todos. Sigue mi consejo y olvídalo. La caza de tesoros sumergidos ha costado más dinero de lo que valen los que han sido encontrados. Puedo contar con los dedos de una mano el número de descubrimientos que han dado beneficios en los últimos ocho años. La aventura, la excitación y la riqueza no son más que un mito, un sueño de drogado.
    —Estoy de acuerdo,
    O'Meara frunció las hirsutas cejas.
    —Entonces, ¿qué quieres saber?
    — ¿Sabes quién es Raymond LeBaron?
    — ¿El rico y emprendedor Raymond, el genio financiero que edita Prosperteer?
    —El mismo. Desapareció hace un par de semanas cuando volaba en un dirigible cerca de las Bahamas.
    — ¿Cómo podría desaparecer una persona en un dirigible?
    —De alguna manera, él lo consiguió. Tienes que haber oído o leído algo acerca de esto.
    O'Meara sacudió la cabeza.
    —No he mirado la televisión ni leído un periódico desde hace noventa días.
    Les sirvieron las bebidas y Pitt expuso brevemente las extrañas circunstancias que rodeaban el misterio. La gente se iba marchando y se quedaron casi solos en bar.
    —Y tú crees que LeBaron volaba en una vieja bolsa de gas buscando un barco naufragado y cargado hasta los topes del rico mineral.
    —Según su esposa Jessie, sí.
    — ¿Cuál era el barco?
    —El Cyclops.
    —Sé lo del Cyclops. Era un barco carbonero de la Armada que se perdió hace setenta y un años. No recuerdo que se dijese que llevaba riquezas a bordo.
    —Por lo visto, LeBaron creía que sí.
    — ¿Qué clase de tesoro?
    —El Dorado.
    —Lo dirás en broma.
    —Sólo repito lo que me han dicho.
    O'Meara guardó silencio durante un largo rato y sus ojos adquirieron una expresión remota.
    —El hombre dorado —dijo al fin—. El nombre que daban los españoles a un hombre de oro. La leyenda (algunos dicen que es una maldición) ha inflamado las imaginaciones durante cuatrocientos cincuenta años.
    — ¿Hay algo de verdad en ello? —preguntó Pitt.
    —Todas las leyendas se fundan en hechos, pero ésta, a semejanza de todas las demás, ha sido desvirtuada y embellecida hasta convertirla en un cuento de hadas. El Dorado ha inspirado la más larga y tenaz búsqueda del tesoro que se recuerde. Miles de hombres han muerto tratando de encontrarlo.
    —Dime cómo nació la historia.
    Les sirvieron otro Jack Daniel's y otra ginebra Bombay. Pitt se rió cuando O'Meara bebió primero el vaso de agua. Después el arqueólogo se puso cómodo y recordó tiempos pasados.
    —Los conquistadores españoles fueron los primeros que oyeron hablar de un hombre dorado que gobernaba un reino increíblemente rico, en alguna parte de las selvas montañosas al este de los Andes. Según rumores, vivía en una ciudad secreta construida con oro, de calles pavimentadas de esmeraldas, y guardada por un aguerrido ejército de bellas amazonas. Hacía que Oz pareciese un barrio bajo. Una enorme exageración, desde luego. Pero en realidad había varios El Dorado: una larga estirpe de reyes que adoraban a un dios demonio que vivía en el lago Guatavita, en Colombia. Cuando un nuevo monarca asumía el mando del imperio tribal, su cuerpo era untado con goma resinosa y cubierto después de polvo de oro, convirtiéndose así en el hombre dorado. Entonces era colocado en una balsa ceremonial, cargada de oro y piedras preciosas, y conducido a remo hasta el centro del lago, donde arrojaba aquellas riquezas al agua, como ofrenda al dios, cuyo nombre no recuerdo.
    — ¿Se recuperó el tesoro?
    —Se hicieron numerosos intentos de rastrear el lago, pero todos fracasaron. En 1965, el Gobierno de Colombia declaró Guatavita zona de interés cultural y prohibió toda operación de rastreo. Una lástima, teniendo en cuenta que la riqueza del fondo del lago se calcula entre cien y trescientos millones de dólares.
    — ¿Y la ciudad de oro?
    —Nunca fue encontrada —dijo O'Meara, haciendo una seña a la camarera para que trajese otra ronda—. Muchos la buscaron y muchos murieron. Nikolaus Federmann, Ambrosius Dalfinger, Sebastián de Belalcázar, Gonzalo y Hernán Jiménez de Quesada, todos buscaron El Dorado, pero sólo encontraron la maldición. Lo propio le ocurrió a sir Walter Raleigh. Después de su segunda expedición inútil, el rey Jaime puso literalmente la cabeza sobre el tajo. La fabulosa ciudad de El Dorado y el tesoro más grande de todos continuaron perdidos.
    —Volvamos un momento atrás —dijo Pitt—. El tesoro del fondo del lago no está perdido.
    —Se encontraron piezas sueltas —explicó O'Meara—. El segundo tesoro, el premio gordo, el más grande de todos, permanece oculto hasta nuestros días. Tal vez con dos excepciones, ningún forastero puso jamás los ojos en él. La única descripción que tenemos procede de un monje que vino de la selva a una colonia española del río Orinoco, en 1675. Una semana más tarde, antes de morir, dijo que había formado parte de una expedición portuguesa que buscaba minas de diamantes. Afirmó que habían encontrado una ciudad abandonada, rodeada de altos peñascos y guardada por una tribu llamada zanona. Los zanones no eran tan amistosos como fingían, sino que eran caníbales que envenenaban a los portugueses y se los comían. Sólo el monje consiguió escapar. Describió grandes templos y edificios, extrañas inscripciones y el legendario tesoro que envió a la tumba a tantos buscadores.
    —Un verdadero hombre de oro —insinuó Pitt—. Una estatua.
    —Caliente —dijo O'Meara—. Caliente, pero te has equivocado de sexo.
    — ¿De sexo?
    —La mujer dorada, la mujer de oro —respondió 0'Meara—. Más comúnmente conocida por La Dorada. Ya lo ves, el nombre se aplicó primero a un hombre y a una ceremonia; más tarde a una ciudad, y por último a un imperio. Con los años, se convirtió en un término para designar un lugar donde podían encontrarse riquezas en el suelo. Como en tantas descripciones aborrecidas por las feministas, el mito masculino se hizo genérico, mientras que el femenino fue olvidado. ¿Quieres otra copa?
    —No, gracias; iré alargando ésta.
    O'Meara pidió otro Jack Daniel's.
    —En todo caso, ya conoces la historia del Taj Mahal. Un caudillo mogol levantó la lujosa tumba como un monumento a su esposa. Lo propio cabe decir de un rey sudamericano precolombino. Su nombre no consta, pero, según la leyenda, su esposa fue la más amada de los cientos de mujeres de su corte. Entonces ocurrió un fenómeno extraño en el cielo, Probablemente un eclipse o el cometa Halley. Y los sacerdotes le exigieron que la sacrificase para apaciguar a los irritados dioses. La vida era dura en aquellos tiempos. Por consiguiente, la mataron y le arrancaron el corazón en una complicada ceremonia.
    —Yo creía que eran sólo los aztecas los que arrancaban el corazón de sus víctimas.
    —Los aztecas no tenían el monopolio de los sacrificios humanos. Lo notable fue que el rey llamó a sus artesanos y les ordenó que construyesen una estatua de ella, a fin de poder convertirla en una diosa.
    — ¿Todo esto lo contó el monje?
    —Con todo detalle, si hay que creer su historia. Es un desnudo de casi un metro ochenta de altura, sobre un pedestal de cuarzo rosa. Su cuerpo es de oro macizo. Debe pesar al menos una tonelada. Encajado en el pecho, donde debería estar el corazón, hay un gran rubí, que se considera de peso próximo a los mil doscientos quilates.
    —Yo no soy experto —dijo Pitt—, pero sé que el rubí es la piedra preciosa más valiosa, y que los treinta quilates son muy raros. Mil doscientos quilates es algo increíble.
    —Pues todavía no has oído la mitad —prosiguió O'Meara—. La cabeza de la estatua es una gigantesca esmeralda tallada, de un verde azulado y sin mácula. No puedo imaginarme el peso en quilates, pero tendría que ser de unos quince kilos.
    —Probablemente veinte, si incluyes los cabellos.
    — ¿Cuál es la esmeralda más grande que se conoce?
    Pitt pensó un momento.
    —Seguro que no pesa más de cinco kilos.
    — ¿Te la imaginas bajo la luz de los focos en el salón principal del Museo de Historia Natural de Washington? —dijo O'Meara, con aire soñador.
    —Sólo puedo preguntarme su valor actual en el mercado.
    —Podrías decir que es incalculable.
    — ¿Hubo otro hombre que vio la estatua? —preguntó Pitt.
    —El coronel Ralph Morehouse Sigler, un auténtico ejemplar de la vieja escuela de exploradores. Ingeniero del Ejército inglés, viajó por todo el Imperio, trazando fronteras y construyendo fuertes en toda el África y en la India. También era un buen geólogo y pasaba el tiempo libre haciendo prospecciones. O tuvo mucha suerte o estaba realmente muy capacitado, pues descubrió un extenso depósito de cromo en África del Sur y varias vetas de piedras preciosas en Indochina. Se hizo rico, pero no tuvo tiempo de disfrutarlo. El Kaiser entró en Francia y a él le enviaron al frente occidental a construir fortificaciones.
    —Entonces no debió venir a América del Sur hasta después de la guerra.
    —No; en el verano de 1916, desembarcó en Georgetown, en la que era entonces Guayana Inglesa. Parece que algún personaje del Tesoro británico concibió la brillante idea de enviar expediciones alrededor del mundo para encontrar y explotar minas de oro con las que financiar la guerra. Sigler fue llamado del frente y enviado al interior de América del Sur.
    — ¿Crees que conocía la historia del monje? —preguntó Pitt.
    —Nada en sus diarios u otros documentos indica que creyese en una ciudad perdida. Aquel hombre no era un ilusionado buscador de tesoros. Buscaba minerales en crudo. Los artefactos históricos nunca le habían interesado. ¿Tienes hambre, Dirk?
    —Ahora que lo pienso, sí. Me has estafado la cena.
    —Hace rato que ha pasado la hora de cenar; pero, si lo pedimos con cortesía, estoy seguro de que en la cocina podrán prepararnos algún tentempié.
    O'Meara llamó a la camarera y, después de exponer su caso, la persuadió de que les sirviera una fuente de gambas con salsa cóctel.
    —Me vendrán muy bien —dijo Pitt.
    —Yo estaría comiendo de esos diablillos durante todo el día —convino O'Meara—. Y ahora, ¿dónde estábamos?
    —Sigler estaba a punto de encontrar La Dorada.
    —Ah, sí. Después de formar un grupo de veinte hombres, en su mayoría soldados británicos, Sigler se introdujo en la selva inexplorada. Durante meses, nada se supo de ellos. Los ingleses empezaron a presentir un desastre y enviaron varias patrullas en su busca, pero no encontraron rastro de los desaparecidos. Por fin, casi dos años más tarde, una expedición americana, que estudiaba el terreno para instalar una vía férrea, tropezó con Sigler a quinientas millas al nordeste de Río de Janeiro. Estaba solo; era el único superviviente.
    —Parece una distancia increíble desde la Guayana Inglesa.
    —Casi dos mil millas de su punto de partida, a vuelo de pájaro.
    — ¿En qué condiciones estaba?
    —Más muerto que vivo, según los ingenieros que le encontraron. Llevaron a Sigler a un pueblo donde había un pequeño hospital y enviaron un mensaje al Consulado de los Estados Unidos más próximo. Unas semanas más tarde llegó un equipo de socorro de Río.
    — ¿Americanos o ingleses?
    —Aquí hay una cosa rara —respondió O'Meara—. El Consulado británico declaró que nunca se le había notificado la reaparición de Sigler. Según rumores, el propio cónsul general americano se presentó para interrogarle. Pasara lo que pasase, Sigler se perdió de vista. Se cuenta que escapó del hospital y volvió a meterse en la selva.
    —No parece lógico que volviese la espalda a la civilización después de estar dos años en el infierno —dijo Pitt.
    O'Meara se encogió de hombros.
    — ¿Quién puede saberlo?
    — ¿Hizo Sigler algún relato de su expedición antes de desaparecer? —preguntó Pitt.
    —Estuvo delirando casi todo el tiempo. Algunos testigos dijeron después que farfullaba diciendo que había encontrado una gran ciudad rodeada de escarpados peñascos e invadida por la selva. Su descripción coincidía en muchas cosas con la del monje portugués. También dibujó un tosco esbozo de la mujer de oro, el cual fue conservado por una enfermera y está ahora en la Biblioteca Nacional de Brasil. Yo le eché un vistazo mientras hacía estudios para otro proyecto. El objeto real debe ser algo pasmoso.
    —Así pues, permanece enterrada en la selva.
    —Aquí está el quid de la cuestión —suspiró O'Meara—. Sigler declaró que él y sus hombres habían robado la estatua y la habían arrastrado durante veinte millas hasta un río, luchando con los indios zanonas durante todo el trayecto. Cuando construyeron una almadía, subieron La Dorada a bordo y se apartaron de la orilla, sólo quedaban tres de los expedicionarios. Más tarde, uno murió de sus lesiones y el otro se perdió en unos rápidos del río.
    Pitt estaba fascinado por lo que le contaba O'Meara, pero le costaba mantener los ojos abiertos.
    —La cuestión que se plantea es: ¿dónde guardó Sigler la mujer de oro?
    —Ojalá lo supiese —respondió O'Meara.
    — ¿No dio ninguna pista?
    —La enfermera creyó que había dicho que la almadía se había partido y la estatua se había hundido en el río a pocos centenares de metros de donde había sido él encontrado. Pero no te hagas ilusiones. Estaba diciendo tonterías. Los buscadores de tesoros han estado arrastrando detectores de metal en aquel río durante años, sin encontrar nada.
    Pitt hizo girar los cubitos de hielo en su vaso. Sabía, sabía lo que les había ocurrido a Ralph Morehouse Sigler y a La Dorada.
    —El cónsul general americano —dijo lentamente—, ¿fue la última persona que vio vivo a Sigler?
    —Aquí el rompecabezas se vuelve un poco confuso, pero, por lo que se sabe, la respuesta es: sí.
    —Deja que vea si puedo juntar las piezas. Esto ocurrió entre enero y febrero de 1918, ¿no es cierto?
    O'Meara asintió con la cabeza y después dirigió a Pitt una mirada extraña.
    —Y el cónsul general que murió en el Cyclops unas semanas más tarde se llamaba Alfred Gottschalk, ¿no?
    — ¿Sabes esto? —dijo O'Meara, dibujando en su rostro una expresión de incomprensión.
    —Gottschalk se enteró probablemente de la misión de Sigler por medio de su colega en el Consulado británico. Cuando recibió de los que proyectaban la vía férrea el mensaje de que Sigler estaba vivo, se guardó la noticia y se dirigió al interior, esperando entrevistarse con el explorador, anticiparse a los ingleses y dar cualquier información valiosa a su propio Gobierno. Lo que descubrió debió dar al traste con la poca moral que le quedaba. Gottschalk decidió apoderarse del tesoro en su provecho.
    «Encontró la estatua de oro, la sacó del río y la transportó, junto con Sigler, a Río de Janeiro. Borró su pista comprando a todos los que podían hablar de Sigler y, si mi presunción es correcta, matando a los hombres que le ayudaron a recobrar la estatua. Después, valiéndose de su influencia en la Marina, introdujo la estatua y a Sigler clandestinamente en el Cyclops. El barco naufragó y el secreto se hundió con él.
    Los ojos de O'Meara reflejaron curiosidad e interés.
    —Pero esto —dijo— no puedes saberlo.
    — ¿Por qué otra razón podía LeBaron estar buscando lo que creía que era La Dorada?
    —Has planteado muy bien la cuestión —confesó O'Meara—. Pero has dejado la puerta abierta a una pregunta difícil de contestar. ¿Por qué no mató Gottschalk a Sigler después de encontrar la estatua? ¿Por qué respetó la vida del inglés?
    —Elemental. La fiebre del oro consumía al cónsul general. Quería La Dorada, pero también la ciudad de esmeralda. Sigler era la única persona viva que conocía su emplazamiento y podía llevarle hasta ella.
    —Me gusta tu manera de razonar, Dirk. Tu fantástica teoría se merece otro trago.
    —Demasiado tarde; han cerrado el bar. Creo que todos están deseando que nos marchemos para poder irse a la cama.
    O'Meara fingió una expresión alicaída.
    —El estilo de vida primitivo tiene una gran ventaja. No hay reloj, ni hay toque de queda. —Apuró su copa—. Bueno, ¿cuáles son tus planes?
    —Nada especialmente complicado —dijo sonriendo Pitt—. Voy a encontrar el Cyclops.

    11


    El presidente se levantaba temprano; se despertaba a eso de las seis de la mañana y hacía gimnasia durante media hora, antes de ducharse y tomar un desayuno frugal. En una vuelta ritual a los días que siguieron a su luna de miel, bajaba con cuidado de la cama y se vestía sin hacer ruido, mientras su esposa seguía durmiendo. Ésta se acostaba tarde y por nada del mundo se habría levantado antes de las siete y media.
    Se puso un traje deportivo y después tomó una pequeña cartera de cuero de un armario del cuarto de estar contiguo. Después de dar a su esposa un beso cariñoso en la mejilla, bajó por la escalera de atrás al gimnasio de la Casa Blanca, debajo de la terraza oeste.
    La espaciosa estancia, que contenía muy diversos aparatos de gimnasia, estaba desierta, salvo por un hombre gordo que yacía de espaldas levantando pesas. Cada vez que las levantaba gemía como una mujer dando a luz. Brotaba sudor de su cabeza redonda, cubierta de espesos cabellos de color marfil, cortados al cepillo. La panza era enorme y vellosa, y los brazos y las piernas parecían nudosas ramas de un árbol. Tenía el aspecto de un luchador de feria muy lejos de la flor de su juventud.
    —Buenos días, Ira —dijo el presidente—. Me alegro de que hayas podido venir.
    El gordo dejó la barra de las pesas en un par de ganchos, se levantó del banco y estrechó la mano del presidente.
    —Me alegro de verte, Vince.
    El presidente sonrió. Nada de reverencias ni de dar el tratamiento de «señor presidente». El duro y estoico Ira Hagen, musitó. El valiente y viejo agente secreto no se inclinaba ante nadie.
    —Espero que no te importe que nos encontremos aquí.
    Hagen lanzó una ronca risotada que resonó en las paredes del gimnasio.
    —He recibido órdenes en lugares peores.
    — ¿Cómo marcha el negocio del restaurante?
    —Rinde buenos beneficios desde que dejamos la cocina refinada y nos dedicamos a la sencilla comida americana. El costo de la materia prima nos estaba comiendo vivos. Veinte entradas con salsas caras y hierbas eran demasiado. Ahora nos especializamos en sólo cinco platos: jamón, pollo, cazuela de pescado, estofado y empanada de carne.
    —No está mal —dijo el presidente—. Yo no he comido una buena empanada de carne desde que era pequeño.
    —A nuestros clientes les encanta, especialmente desde que tenemos un buen servicio y un buen ambiente íntimo. Todos mis camareros visten de smoking, hay velas en las mesas, la decoración es excelente y los platos se presentan a la manera europea. Y lo mejor es que los clientes comen más deprisa y las mesas se llenan varias veces.
    —Y con la comida no ganas nada, pero sacas un buen provecho del vino y los licores,¿eh?
    —Vince, eres estupendo. No me importa lo que diga de ti la prensa. Cuando seas un viejo ex político, llámame y montaremos juntos una cadena de bares —dijo Hagen riendo.
    — ¿Echas de menos la investigación criminal, Ira?
    —Algunas veces.
    —Eras el mejor agente secreto que tuvo jamás el Departamento de Justicia —dijo el presidente—, hasta que murió Martha.
    —Investigar para el Gobierno ya no parece tener importancia. Además, yo tenía tres hijas a las que educar y las exigencias del trabajo me tenían alejado de casa durante semanas seguidas.
    — ¿Están bien las chicas?
    —Muy bien. Como sabes, tus tres sobrinas son felices en sus matrimonios y me han dado cinco nietos.
    —Lástima que Martha no pudiese verlos. De mis cuatro hermanas y dos hermanos, era mi predilecta.
    —No me has hecho venir aquí desde Denver en un reactor de la Fuerza Aérea sólo para hablarme de los viejos tiempos —dijo Hagen—. ¿Qué sucede?
    — ¿Has perdido tu olfato?
    — ¿Te has olvidado tú de montar en bicicleta?
    Ahora fue el presidente quien se echó a reír.
    —A preguntas necias...
    —Los reflejos son un poco más lentos, pero la materia gris sigue rindiendo al ciento por ciento.
    El presidente le arrojó la cartera.
    —Empápate de esto, mientras yo hago un par de kilómetros en la cinta sinfín.
    Hagen se enjugó la sudorosa frente con una toalla y se sentó en la bicicleta fija, amenazando con romperla por su corpulencia. Abrió la cartera de cuero y no interrumpió la lectura de su contenido hasta que el presidente caminó un par de kilómetros.
    — ¿Qué piensas de esto? —preguntó al fin el presidente. Hagen se encogió de hombros y siguió leyendo. —Sería un magnífico argumento para un serial televisado. Fondos que no se saben de dónde vienen, un velo de secreto impenetrable, actividades encubiertas en gran escala, una base lunar desconocida. El material que habría entusiasmado a H. G. Wells.
    — ¿Te imaginas que es una broma pesada?
    —Digamos que quiero creer que lo es. ¿Qué contribuyente entusiasta no lo creería? Hace que nuestro servicio de información parezca compuesto de mutantes sordos y ciegos. Pero si es una broma, ¿cuál es el motivo?
    —Salvo que sea un gran plan para estafar al Gobierno, no se me ocurre ninguno.
    —Deja que acabe de leer. Esta última parte está escrita a mano.
    —Es lo que recuerdo de lo que se dijo en el campo de golf. Disculpa las patas de mosca, pero es que nunca aprendí a escribir a máquina.
    Hagen le dirigió una mirada interrogadora.
    — ¿No has hablado de esto a nadie, ni siquiera a tu consejo de seguridad?
    —Tal vez soy paranoico, pero ese tal Joe pasó a través del cordón de mi Servicio Secreto como entra una zorra en un gallinero. Y afirmó que miembros del «círculo privado» están muy bien situados en la NASA y en el Pentágono. Es lógico pensar que se han infiltrado también en las agencias de información y en el personal de la Casa Blanca.
    Hagen estudió el informe del presidente sobre la reunión en el campo de golf, retrocediendo en ocasiones para comprobar lo referente a la Jersey Colony. Por último, levantó su cuerpo de la bicicleta, se sentó en un banco y miró al presidente.
    —Esta ampliación de un hombre sentado a tu lado en un carrito de golf, ¿es de una fotografía de Joe?
    —Sí. Cuando volvíamos a la casa del club, vi a un reportero del Washington Post que había estado fotografiando mi juego con una lente telescópica. Le pedí que me hiciese el favor de enviarme una ampliación a la Casa Blanca, para poder regalarla con mi autógrafo al caddy
    —Buena idea. —Hagen estudió atentamente la fotografía y después la dejó a un lado—. ¿Qué quieres que haga, Vince?
    —Averigua los nombres del «círculo privado».
    — ¿Nada más? ¿Ninguna información o prueba sobre el proyecto de Jersey Colony?
    —Cuando sepa quiénes son —dijo el presidente, con voz fría—, serán detenidos e interrogados. Entonces sabré hasta dónde llegan sus tentáculos.
    —Si quieres saber mi opinión, te diré que daría una medalla a cada uno de esos tipos.
    —Tal vez lo haga —respondió el presidente, con una fría sonrisa—. Pero no sin antes impedir que emprendan una sangrienta batalla por la posesión de la Luna.
    —Por consiguiente, esto representa una situación esencialmente peliaguda. No puedes confiar en nadie y me contratas para que sea tu agente secreto privado en el campo.
    —Sí.
    — ¿Qué plazo me das?
    —La nave espacial rusa tiene que aterrizar en la Luna dentro de nueve días. Tengo que aprovechar todas las horas de que disponga para evitar una lucha entre sus cosmonautas y nuestros colonos lunares que podría derivar en un conflicto espacial que nadie podría detener. Hay que convencer al «círculo privado» de que se retire. Tengo que tenerlos bajo control, Ira, al menos veinticuatro horas antes de que los rusos alunicen.
    —Ocho días no son muchos para encontrar a nueve hombres.
    El presidente encogió los hombros en ademán de resignación.
    —Sé que no será fácil.
    —Un certificado diciendo que soy tu cuñado no será suficiente para que pueda sortear las barreras legales y burocráticas. Necesitaré una buena cobertura.
    —Lo dejo en tus manos. Una habilitación Alfa Dos debería abrirte la mayoría de las puertas.
    —No está mal —dijo Hagen—. El vicepresidente sólo tiene una Tres.
    —Te daré el número de una línea de teléfono secreta. Infórmame de día o de noche. ¿Comprendido?
    —Comprendido.
    — ¿Alguna pregunta?
    —Raymond LeBaron, ¿está vivo o muerto?
    —No se sabe. Su esposa se negó a identificar como suyo el cadáver encontrado en el dirigible. Hizo bien. Entonces pedí al director del FBI, Sam Emmett, que se hiciese cargo de los restos que se hallaban en Dade County, Florida. Ahora están siendo examinados en el Walter Reed Army Hospital.
    — ¿Puedo ver el dictamen del forense del condado?
    El presidente sacudió la cabeza con admiración.
    —Nunca se te escapa nada, ¿verdad, Ira?
    —Evidentemente, tiene que existir.
    —Cuidaré de que recibas una copia.
    —Y los resultados del laboratorio del Walter Reed.
    —También eso.
    Hagen guardó los documentos en la cartera, pero no la foto del campo de golf. Estudió las imágenes quizá por cuarta vez.
    —Desde luego, te das cuenta de que es posible que Raymond LeBaron no sea encontrado jamás.
    —He considerado esta posibilidad.
    —Nueve pequeños indios. Y después ocho... y después siete.
    — ¿Siete?
    Hagen puso la foto delante de los ojos del presidente.
    — ¿No lo reconoces?
    —Francamente, no. Pero él dijo que nos habíamos conocido hace muchos años.
    —De nuestro equipo de béisbol del Instituto. Tú jugabas de primera base. Yo jugaba en la izquierda, y Leonard Hudson, de catcher.
    — ¡Hudson! —exclamó el presidente con incredulidad—. ¿Joe es Leo Hudson? Pero Leo era un muchacho gordo. Pesaba al menos cien kilos.
    —Se volvió loco por las cuestiones de salud. Perdió treinta kilos y se hizo corredor de maratón. Tú nunca apreciaste mucho a tus compañeros de clase. Yo todavía les sigo la pista. ¿No te acuerdas? Leo era el cerebro del Instituto. Ganó toda clase de premios por sus proyectos científicos. Más tarde se graduó con honores en Stanford y llegó a ser director del Laboratorio Nacional de Física Harvey Pattenden, en Oregón. Inventó cohetes y sistemas espaciales antes de que nadie más trabajase en este campo.
    —Tráele, Ira. Hudson es la clave para llegar a los otros.
    —Necesitaré una pala.
    — ¿Quieres decir que está enterrado?
    —Muerto y enterrado.
    — ¿Cuándo?
    —En 1965. Un avión ligero se estrelló en el río Columbia.
    —Entonces, ¿quién es Joe?
    —Leonard Hudson.
    —Pero tú dijiste...
    —Su cuerpo no fue encontrado nunca. Muy conveniente, ¿en?
    —Simuló su muerte —dijo el presidente, sorprendido por la revelación—. El hijo de perra simuló su muerte para poder desaparecer y dedicarse al proyecto de Jersey Colony
    —Una brillante idea, si lo pensamos bien. Nadie ante quien responder. Ninguna posibilidad de ser relacionado con un programa clandestino. Representar el personaje que más le conviniera. Una persona no existente puede conseguir mucho más que el contribuyente común, cuyo nombre, señas y malos hábitos están registrados en mil ordenadores.
    Se hizo un silencio; después, el presidente dijo gravemente:
    —Encuéntralo, Ira. Encuentra a Leonard Hudson y tráemelo antes de que se desencadenen todas las fuerzas del infierno.

    El secretario de Estado Douglas Oates examinó a través de sus gafas de lectura la última hoja de una carta de treinta páginas. Estudió atentamente la estructura de cada párrafo, tratando de leer entre líneas. Por fin levantó la cabeza y miró al subsecretario, Victor Wykoff.
    —Me parece auténtica.
    —Nuestros expertos sobre la materia creen lo mismo —dijo Wykoff—. La semántica, la prolijidad incoherente, las frases sin conexión, todo sigue la pauta acostumbrada.
    —No se puede negar que parece de Fidel —dijo pausadamente Oates—. Sin embargo, el tono de la carta me preocupa. Casi da la impresión de una súplica.
    —No lo creo. Parece más bien que está tratando de hacer hincapié en el máximo secreto, en un tono saludablemente apremiante.
    —Las consecuencias de su proposición son asombrosas.
    —Mi personal le ha estudiado desde todos los puntos de vista —dijo Wykoff—. Castro no tiene nada que ganar con gastarnos una broma pesada.
    —Ha dicho que empleó un procedimiento muy tortuoso para hacer llegar el documento a nuestras manos.
    Wykoff asintió con la cabeza.
    —Aunque parezca una locura, los dos correos que lo entregaron en nuestra oficina de Miami afirman que pasaron de Cuba a los Estados Unidos a bordo de un dirigible.


    12


    Las montañas desnudas y las sombrías crestas de los cráteres de la Luna se aparecieron a Anastas Rykov cuando miró a través de las lentes gemelas de un estereoscopio. Ante los ojos del geofísico soviético, el desolado paisaje lunar se desarrolló en tres dimensiones y vivido color. Tomados desde una altura de cincuenta kilómetros, los detalles eran sorprendentemente claros. Piedrecitas solitarias de menos de una pulgada se distinguían perfectamente.
    Rykov yacía boca abajo sobre una colchoneta, estudiando el montaje fotográfico que se desarrollaba lentamente en el estereoscopio en dos anchas cintas. El proceso era parecido al de un director de cine realizando una película, aunque más cómodo. Tenía la mano apoyada en una pequeña unidad de control que podía detener las cintas y ampliar la zona que quisiera estudiar.
    Las imágenes habían sido recibidas de aparatos perfeccionados de una nave espacial rusa que había circunnavegado la Luna. Dispositivos parecidos a espejos reflejaban la superficie lunar en un prisma que la descomponía en longitudes de onda espectrales en 263 diferentes tonos de gris: a partir del negro en 263 hasta el blanco en cero. Después, el ordenador de la nave espacial los convertía en una serie de elementos fotográficos en una cinta de alta densidad. Después de recibir los datos de la nave espacial en órbita, se imprimía la imagen en blanco y negro sobre un negativo, por medio de un láser, y se filtraba con longitudes de onda azul, roja y verde. Entonces se acentuaba el color por ordenador en dos hojas continuas de papel fotográfico que se superponía para la interpretación estereoscópica.
    Rykov se levantó las gafas y se frotó los ojos enrojecidos. Consultó su reloj de pulsera. Faltaban tres minutos para medianoche. Había estado analizando los picachos y los valles de la Luna durante nueve días y nueve noches, sólo dormitando un poco de vez en cuando. Volvió a calarse las gafas y se pasó ambas manos por la espesa mata de grasientos cabellos negros, dándose tristemente cuenta de que no se había bañado ni cambiado de ropa desde el comienzo del proyecto.
    Venció su agotamiento y volvió a su trabajo, examinando una pequeña zona de origen volcánico en el lado oculto de la Luna. Solamente quedaban cinco centímetros de rollo fotográfico cuando cesó misteriosamente la imagen. Sus superiores no le habían informado de la causa de aquella súbita interrupción, pero presumió que había sido por mal funcionamiento del aparato explorador.
    La superficie aparecía arrugada y llena de hoyos, como una piel picada de viruelas bajo una fuerte lente de aumento, y su color parecía más castaño que gris. El continuo bombardeo de meteoritos a lo largo de las eras había producido cráteres dentro de los cráteres y cicatrices cruzando cicatrices anteriores.
    A Rykov casi le pasó por alto. Sus ojos advirtieron algo extraño pero su fatigada mente no llegó a captar del todo la señal. Fatigosamente, hizo retroceder la imagen y amplió el borde de una empinada cresta que se elevaba desde el fondo de un pequeño cráter. Tres objetos diminutos aparecieron en la imagen.
    Lo que vio era increíble. Rykov se apartó del estereoscopio y respiró hondo, para despejar la niebla que invadía su cerebro. Después miró de nuevo.
    Todavía estaban allí, pero uno de los objetos era una roca. Los otros dos eran figuras humanas.
    Rykov se quedó pasmado por lo que veía. Después empezaron a temblarle las manos y sintió como un nudo en el estómago. Estremecido, se levantó de la colchoneta, se dirigió a una mesa y abrió una libreta que contenía los números privados de teléfono del Mando Espacial Militar Soviético. Se equivocó dos veces antes de conectar con el número correcto.
    Una voz enturbiada por el vodka le respondió:
    — ¿Qué pasa?
    — ¿El general Maxim Yasenin?
    —Sí, ¿quién es?
    —Usted no me conoce. Me llamo Anastas Rykov. Soy geofísico del Proyecto Lunar Cosmos.
    El jefe de las misiones espaciales militares soviéticas no trató de disimular su irritación por la intrusión de Rykov.
    — ¿Por qué diablos me llama a esta hora de la noche?
    Rykov se dio perfecta cuenta de que se estaba pasando de la raya, pero no vaciló.
    —Mientras analizaba imágenes tomadas por el Selenos 4, he encontrado algo que es increíble. Pensé que debía informarle a usted directamente.
    — ¿Está usted borracho, Rykov?
    —No, general. Cansado, pero absolutamente sobrio.
    —A menos que esté completamente loco, debe saber que ha cometido una falta grave al saltarse a sus superiores.
    —Esto es demasiado importante para comunicarlo a alguien de menos autoridad que usted.
    —Duerma y no será tan impertinente por la mañana —dijo Yasenin—. Le haré un favor y olvidaré este asunto. Buenas noches.
    — ¡Espere! —gritó Rykov, prescindiendo de toda cautela—. Si no atiende mi llamada, no tendré más remedio que comunicar lo que he descubierto a Vladimir Polevoi.
    La declaración de Rykov fue recibida con un helado silencio. Por último, dijo Yasenin:
    — ¿Qué le hace creer que el jefe de seguridad del Estado va a escuchar a un loco?
    —Cuando él compruebe mi historial, verá que soy un miembro respetable del Partido y un científico que está muy lejos de estar loco.
    — ¿Eh? —dijo Yasenin, ahora más curioso que irritado. Decidió hacer que Rykov concretase más—. Está bien. Le escucho. ¿Qué es eso tan vital para los intereses de la Madre Rusia que no puede seguir los canales establecidos?
    Rykov habló pausadamente.
    —Tengo pruebas de que hay alguien en la Luna.

    Cuarenta y cinco minutos más tarde, el general Yasenin entró en el laboratorio de análisis fotográfico del Centro Geofísico Espacial. Alto, corpulento y de cara colorada, llevaba un arrugado uniforme lleno de condecoraciones. Sus cabellos eran grises; sus ojos, firmes y duros. Avanzó sin ruido, como acechando a una presa.
    — ¿Es usted Rykov? —preguntó, sin preámbulos.
    —Sí —dijo simplemente Rykov, pero con firmeza.
    Se miraron un momento, sin que ninguno de los dos tendiese la mano al otro. Por último, Rykov carraspeó y señaló el estereoscopio.
    —Por aquí, general —dijo—. Tenga la bondad de tumbarse en la colchoneta de cuero y mirar por el ocular.
    Al colocarse Yasenin sobre el fotomontaje, preguntó:
    — ¿Qué debo buscar?
    —Enfoque la pequeña zona que he marcado con un círculo —respondió Rykov.
    El general ajustó la lente a su visión y miró hacia abajo, impasible el semblante. Al cabo de un minuto levantó extrañado la cabeza y volvió a inclinarse sobre el estereoscopio. Por fin se levantó despacio y miró a Rykov, con los ojos muy abiertos por el asombro.
    — ¿No es un truco fotográfico? —preguntó tontamente.
    —No, general. Lo que ha visto es real. Dos figuras humanas, vistiendo trajes espaciales, están apuntando a Selenos 4 con alguna clase de aparato.
    La mente de Yasenin no podía aceptar como cierto lo que sus ojos le decían que era verdad.
    —No es imposible. ¿De dónde vienen?
    Rykov encogió los hombros.
    —No lo sé. Si no son astronautas de los Estados Unidos, sólo pueden ser extraterrestres.
    —Yo no creo en cuentos de hadas.
    —Pero, ¿cómo podían los americanos lanzar hombres a la Luna sin que se enterasen los medios de comunicación o nuestro servicio secreto?
    —Suponga que dejaron hombres y material allí durante el programa Apolo. Esto sería posible.
    —Su último alunizaje conocido fue en 1972, con el Apolo 17 —le recordó Rykov—. Ningún ser humano podría sobrevivir en las duras condiciones lunares durante diecisiete años, sin recibir suministros.
    —No puedo pensar en nadie más —insistió Yasenin.
    Volvió al estereoscopio y estudió atentamente las figuras humanas que estaban en el cráter. La luz del sol venía de la derecha, proyectando sus sombras hacia la izquierda. Los trajes eran blancos, y pudo distinguir las viseras de un verde oscuro de los cascos. Éstos tenían una forma que le era desconocida. Yasenin pudo observar claramente unas pisadas que se perdían en la sombra negra como el carbón proyectado por el borde del cráter.
    —Sé lo que está buscando, general —dijo Rykov—, pero ya he examinado el suelo del cráter y no he encontrado rastro de su nave espacial.
    —Tal vez descendieron desde la cima.
    —La pared tiene más de mil pies y está cortada a pico.
    —No puedo explicármelo —reconoció Yasenin, a media voz.
    —Por favor, observe atentamente el aparato que sostienen ambos, apuntando al Selenos 4. Parece una gran cámara fotográfica con un teleobjetivo sumamente largo.
    —No —dijo Yasenin—. Ahora ha pisado usted mi terreno. No es una cámara, sino un arma.
    — ¿Un láser?
    —Nada tan avanzado. Me parece que es un sistema de misil manual tierra-aire, de manufactura americana. Un Lariat tipo 40, diría yo. Es guiado electrónicamente y tiene un alcance de diez millas en la Tierra, probablemente mucho más en la rarificada atmósfera de la Luna. Las fuerzas de la OTAN lo pusieron en condiciones de funcionamiento hace unos seis años. Vea en qué para su teoría de los extraterrestres.
    Rykov se quedó estupefacto.
    —Cada kilogramo de peso es precioso en un vuelo espacial. ¿Por qué llevar algo tan pesado e inútil como un lanzador de cohetes?
    —Los hombres del cráter tenían un objetivo. Lo emplearon contra el Selenos 4.
    Rykov reflexionó un momento.
    —Esto explicaría por qué el dispositivo explorador dejó de funcionar un minuto más tarde. Estaba averiado...
    —Alcanzado por un cohete —terminó Yasenin.
    —Tuvimos suerte de que emitiese los datos antes de estrellarse —explicó Rykov.
    —Lástima que la tripulación fuese menos afortunada.
    Rykov miró al general, inseguro de haberle oído bien.
    —El Selenos 4 no iba tripulado.
    Yasenin sacó una fina pitillera de oro de su guerrera, cogió un cigarrillo y lo encendió con un encendedor fijado en aquélla. Después la guardó de nuevo en un bolsillo del pecho.
    —Sí, desde luego, el Selenos 4 no llevaba tripulación —afirmó el general.
    —Pero usted ha dicho...
    —No he dicho nada —dijo Yasenin, sonriendo fríamente.
    El mensaje era claro. Rykov apreciaba demasiado su posición para insistir en el tema. Asintió con la cabeza.
    — ¿Quiere usted un informe sobre lo que hemos visto aquí esta noche? —preguntó Rykov.
    —El original, sin sacar ninguna copia, debe estar sobre mi mesa antes de las diez de la mañana. Y, Rykov, es necesario que le recuerde que debe considerar esto como un secreto de Estado de máxima prioridad.
    —No hablaré de ello a nadie, salvo a usted, general.
    —Muy bien. Podrá llevarse parte del honor de esto.
    Rykov no iba a dejar de respirar esperando la recompensa, pero no pudo reprimir una impresión de orgullo por su trabajo.
    Yasenin volvió al estereoscopio, atraído por la imagen de los intrusos en la Luna.
    —Conque han empezado las fabulosas guerras estelares —murmuró para sí—. Y los americanos han dado el primer golpe.


    13


    Pitt rechazó toda idea de almorzar y desenvolvió uno de los paquetes de cereales y fruta que guardaba en su mesa. Colocó el envoltorio sobre una papelera para que cayesen en ella las migajas, y mantuvo fija la atención en una gran carta náutica extendida sobre la mesa. La tendencia de la carta a enroscarse era contrarrestada con un bloc y dos libros sobre naufragios históricos que estaban abiertos en los capítulos correspondientes al Cyclops. La carta abarcaba una gran zona del Old Bahama Channel, flanqueada al sur por el archipiélago de Camagüey, un grupo de islas desparramadas frente a la costa de Cuba, y las aguas poco profundas del Great Bahama Bank al norte. En el ángulo superior izquierdo de la carta estaba el Cay Sal Bank, cuya punta sudeste incluía los Anguilla Cays.
    Se echó atrás en su silla y tomó un puñado de cereales. Después se inclinó de nuevo sobre la carta, afiló un lápiz y tomó un par de compases de punta seca. Colocando las puntas fijas de los compases sobre la escala impresa al pie de la carta, midió veinte millas náuticas y marcó cuidadosamente con una punta de lápiz la distancia desde la punta de los Anguilla Cays. Después, trazó un corto arco a cincuenta millas al sudeste. Rotuló el punto de arriba con las palabras Crogan Castle y el arco inferior con la de Cyclops y un signo de interrogación.
    En alguna parte por encima del arco es donde se hundió el Cyclops, razonó. Presunción lógica dadas la posición del barco maderero al pedir auxilio y la distancia del Cyclops expresada en la respuesta.
    El único problema era que la pieza del rompecabezas correspondiente a Raymond LeBaron no se acoplaba.
    Dada su experiencia en la búsqueda de barcos naufragados, Pitt estaba convencido de que LeBaron había realizado cien veces el mismo ejercicio, aunque fijándose más en las corrientes, y conocido las condiciones atmosféricas en el día del naufragio y la velocidad proyectada del carbonero de la Marina. Pero la conclusión era siempre la misma. El Cyclops debió de hundirse en medio del canal bajo 260 brazas de agua o sea a más de 1.460 metros. Una profundidad demasiado grande para que el barco fuera visible, salvo para los peces.
    Pitt se retrepó en su silla y contempló fijamente las marcas en la carta. A menos que LeBaron hubiese conseguido una información que nadie más conocía, ¿qué estaba buscando? Ciertamente, no el Cyclops, y ciertamente, no desde un dirigible. Una exploración desde la superficie o desde un submarino habría sido más adecuada.
    Además, la primera zona de exploración estaba solamente a veinte millas de Cuba. Un lugar muy incómodo para volar en una lenta bolsa de gas. Las lanchas cañoneras de Castro habrían levantado la veda ante una presa tan fácil.
    Estaba sentado, sumido en sus reflexiones, mordisqueando cereales y buscando en el plan de Raymond LeBaron algún detalle que se le hubiese escapado, cuando sonó el intercomunicador sobre su mesa. Apretó un botón:
    — ¿Sí?
    —Sandecker. ¿Puede venir a mi despacho?
    —Dentro de cinco minutos, almirante.
    —Procure que sean dos.
    El almirante James Sandecker era el director de la Agencia Marítima y Submarina Nacional. De poco menos de sesenta años, era un hombre de baja estatura, cuerpo delgado y enjuto, pero duro como el acero. Los cabellos lisos y la barba eran de un rojo fuerte. Fanático de la buena forma física, seguía un régimen estricto de ejercicio. Su carrera naval se distinguía más por la tenacidad y la eficacia que por la táctica de combate. Y aunque no era popular en los círculos sociales de Washington, los políticos le respetaban por su integridad y sus facultades de organizador.
    El almirante saludó a Pitt cuando éste entró en su despacho con un breve asentimiento con la cabeza, y después señaló a una mujer que estaba sentada en un sillón de cuero al otro lado de la habitación.
    —Dirk, creo que ya conoce a la señora Jessie LeBaron.
    Ella levantó la mirada y sonrió, pero era una sonrisa zalamera. Pitt se inclinó ligeramente y le estrechó la mano.
    —Lo siento —dijo con indiferencia—, pero preferiría olvidar cómo conocí a la señora LeBaron.
    Sandecker frunció el entrecejo.
    — ¿Hay algo que yo ignore?
    —Fue culpa mía —dijo Jessie, mirando a Pitt a los ojos verdes y gélidos—. Fui muy descortés con el señor Pitt la noche pasada. , Espero que acepte mis disculpas y olvide mis malos modales.
    —No tiene que ser tan ceremoniosa, señora LeBaron. Como somos viejos conocidos no me dará un berrinche si me llama Dirk. En cuanto a perdonarla, ¿cuánto va a costarme?
    —Mi intención era contratar sus servicios —respondió ella, haciendo caso omiso de la pulla.
    Pitt dirigió a Sandecker una mirada de perplejidad.
    —Es extraño, pues tenía la rara impresión de que yo trabajaba para la AMSN.
    —El almirante Sandecker ha tenido la amabilidad de acceder a darle unos días libres; siempre, desde luego, que usted acepte —dijo ella.
    — ¿Para hacer qué?
    —Buscar a mi marido.
    —No hay trato.
    — ¿Puedo preguntarle por qué?
    —-Tengo otros planes.
    —No quiere trabajar para mí porque soy una mujer. ¿Es eso?
    —El sexo no influye para nada en mi decisión. Digamos que no quiero trabajar para alguien a quien no puedo respetar.
    Se hizo un silencio embarazoso. Pitt miró al almirante. Éste tenía los labios torcidos en una mueca, pero sus ojos centelleaban ostensiblemente. El viejo bastardo la está gozando, pensó Pitt.
    —Me ha juzgado mal, Dirk.
    Jessie se había puesto colorada y parecía confusa, pero sus ojos eran duros como el cristal.
    —Por favor —dijo Sandecker, levantando ambas manos—. Firmemos una tregua. Sugiero que los dos se reúnan una tarde y discutan el asunto durante la cena.
    Pitt y Jessie se miraron largamente. Después, la boca de Pitt se distendió en una amplia y contagiosa sonrisa.
    —Por mi parte, de acuerdo, siempre que pague yo la cena.
    Jessie tuvo que sonreír también, a su pesar.
    —Permítame que tenga un poco de amor propio. ¿Pagamos a medias?
    —Está bien.
    —Ahora podemos ir al grano —dijo Sandecker, en su tono práctico—. Antes de que entrase usted, Dirk, estábamos discutiendo teorías sobre la desaparición del señor LeBaron.
    Pitt miró a Jessie.
    — ¿No tiene usted la menor duda de que los cadáveres que se encontraron en el dirigible no eran los del señor LeBaron y sus acompañantes?
    Jessie sacudió la cabeza.
    —No.
    —Yo les vi. Era difícil identificarlos.
    —El cadáver que estaba en el depósito era más musculoso que Raymond —explicó Jessie—. También llevaba un reloj de pulsera Cartier de imitación. Una de esas copias baratas que fabrican en Taiwán. Yo había regalado a mi marido un costoso reloj auténtico en nuestro primer aniversario de boda.
    —Yo he hecho unas cuantas llamadas por mi cuenta —añadió Sandecker—. El forense de Miami confirmó el juicio de Jessie. Las características físicas de los cadáveres no coincidían con las de los tres hombres que tripulaban el Prosperteer.
    Pitt miró de Sandecker a Jessie LeBaron, dándose cuenta de que se estaba metiendo en algo que habría querido evitar: los embrollos sentimentales que complicaban cualquier proyecto que dependiese de una sólida investigación, un montaje práctico y una organización perfecta.
    —Los cuerpos y la ropa cambiados —dijo Pitt—. Joyas auténticas sustituidas por otras falsas. ¿Se ha formado alguna idea sobre los motivos, señora LeBaron?
    —No sé qué pensar.
    — ¿Sabía que, entre el tiempo en que desapareció el dirigible y el de su reaparición en Key Biscayne, hubo que volver a hinchar con helio las bolsas de gas?
    Ella abrió el bolso, sacó un Kleenex y se enjugó deliciosamente la nariz, para hacer algo con las manos.
    —Cuando la policía devolvió el Prosperteer, el jefe del personal de tierra de mi marido lo inspeccionó minuciosamente. Tengo su informe, si quiere verlo. Es usted muy perspicaz. Descubrió que las bolsas de gas habían sido rellenadas. Pero no con helio, sino con hidrógeno.
    Pitt la miró, sorprendido.
    — ¿Con hidrógeno? Éste no ha sido empleado en los dirigibles desde que se incendió el Hindenburg.
    —No se preocupe —dijo Sandecker—. Las bolsas de gas del Prosperteer han sido nuevamente llenadas de helio.
    — ¿Adonde quiere ir a parar? —preguntó cautelosamente Pitt.
    Sandecker le dirigió una dura mirada.
    —Tengo entendido que quiere ir en busca del Cyclops.
    —No es ningún secreto —respondió Pitt.
    —Tendría que hacerlo cuando dispusiera de tiempo y sin personal ni equipo de la AMSN. El Congreso me despellejaría si se enterasen de que he autorizado la busca de un tesoro con fondos del Gobierno.
    —Lo sé.
    — ¿Quiere prestar oídos a otra proposición?
    —Le escucho.
    —No quiero andarme con rodeos para decirle que me prestará un gran servicio si considera confidencial esta conversación. Si sale a la luz, soy hombre al agua, pero esto es mi problema, ¿no es cierto?
    —Si usted lo dice, sí.
    —Usted había sido designado para dirigir una exploración del fondo del mar de Bering, cerca de las Aleutianas, el mes próximo. Haré que le substituya Jack Harris, que está trabajando en minas en aguas profundas. Para evitar preguntas o investigaciones ulteriores o jaleos burocráticos, cortaremos sus relaciones con la AMSN. A partir de ahora, estará de permiso hasta que encuentre a Raymond LeBaron.
    —Hasta que encuentre a Raymond LeBaron —repitió sarcásticamente Pitt—. Un bonito regalo. La pista se ha enfriado en dos semanas y se enfría más a cada hora que pasa. No tenemos motivos, ni indicios, ni clave alguna para saber por qué desapareció, quién le hizo desaparecer, y cómo. Imposible es decir poco.
    — ¿Quiere al menos intentarlo? —preguntó Sandecker.
    Pitt contempló el entablado de teca del suelo del despacho del almirante, viendo un mar tropical a dos mil millas de distancia. Le disgustaba intervenir en un enigma sin poder intuir al menos una solución aproximada. Sabía que Sandecker estaba convencido de que aceptaría el desafío. Perseguir una cosa desconocida más allá del horizonte era un señuelo que Pitt nunca podía resistir.
    —Si me encargo de esto, necesitaré el mejor equipo científico de la AMSN y una embarcación exploradora de primera clase. Recursos y una influencia política que me respalde. Y apoyo militar en caso de conflicto.
    —Tengo las manos atadas, Dirk. No puedo ofrecerle nada.
    — ¿Qué?
    —Ya se lo he dicho. La situación exige que la búsqueda se realice con todo el secreto que sea posible. Tendrá que hacerla sin apoyo de la AMSN.
    — ¿Pero sabe usted lo que está diciendo? —preguntó Pitt—.¿Espera que yo, un hombre trabajando solo, logre lo que la mitad de la Marina, la Fuerza Aérea y la Guardia Costera no han podido conseguir? ¡Caray! Fueron incapaces de encontrar una aeronave de cincuenta metros de longitud, hasta que se presentó por sí sola. ¿Qué se presume que voy a emplear yo? ¿Una canoa y una varita de zahorí?
    —La idea —explicó pacientemente Sandecker— es que siga la última ruta conocida de LeBaron en el Prosperteer.
    Pitt se dejó caer despacio en el sofá del despacho.
    —Es el plan más descabellado que he oído en mi vida —dijo, con incredulidad. Se volvió a Jessie—. ¿Está usted de acuerdo con esto?
    —Yo haré todo lo que sea necesario para encontrar a mi marido —dijo serenamente ella.
    —Es una majadería —dijo gravemente Pitt. Se levantó y empezó a pasear de un lado a otro, cruzando y descruzando las manos—. ¿Y por qué tanto secreto? Su marido era un hombre importante, una celebridad, confidente de los ricos y famosos, íntimamente relacionado con altos funcionarios del Gobierno, un gurú financiero para los ejecutivos de las grandes corporaciones. En nombre de Dios, ¿por qué soy yo el único hombre del país que puede ir en su busca?
    —Dirk —dijo suavemente Sandecker—, el imperio financiero de Raymond LeBaron afecta a cientos de miles de personas. Precisamente ahora, está en una situación ambigua, porque él figura todavía en la lista de desaparecidos. No puede demostrarse que esté vivo ni que esté muerto. El Gobierno ha suspendido la búsqueda, porque se han gastado más de cinco millones de dólares en equipos militares de rescate, sin que se haya averiguado nada, sin que se haya encontrado un indicio de dónde pudo desaparecer. Los congresistas atentos al presupuesto rugirán pidiendo cabelleras si se gasta más dinero del Gobierno en otro esfuerzo inútil.
    — ¿Y qué me dice del sector privado y de los asociados comerciales del propio LeBaron?
    —Muchos magnates de los negocios respetaban a LeBaron, pero la mayoría de ellos fueron zaheridos por éste en alguna ocasión en sus editoriales. No se gastarán un centavo ni se apartarán ni un paso de su camino para buscarle. En cuanto a los hombres que le rodean, tienen más que ganar con su muerte.
    —Lo mismo que Jessie, aquí presente —dijo Pitt, mirándola.
    Ella sonrió débilmente.
    —No puedo negarlo. Pero la mayor parte de su fortuna irá a parar a obras de caridad y a otros miembros de la familia. Sin embargo, me corresponde una importante herencia.
    —Usted debe tener un yate, señora LeBaron. ¿Por qué no reúne un equipo de investigadores por su cuenta y buscan a su marido?
    —Hay razones, Dirk, que me impiden realizar una acción así, que tendría gran publicidad. Unas razones que a usted no le incumben. El almirante y yo creemos que hay una posibilidad, aunque sea remota, de que tres personas puedan repetir sin ruido el vuelo del Prosperteer en las mismas condiciones y descubrir lo que le ocurrió a Raymond.
    — ¿Por qué tomarnos este trabajo? —preguntó Pitt—. Todas las islas y arrecifes en el radio que podía alcanzar el dirigible fueron examinados en la investigación inicial. Yo sólo podría hacer la misma ruta.
    —Pudo pasarles algo por alto.
    — ¿Tal vez Cuba?
    Sandecker sacudió la cabeza.
    —Castro habría denunciado que LeBaron había volado sobre territorio cubano siguiendo instrucciones de la CÍA y habría pregonado la captura del dirigible. No; tiene que haber otra respuesta.
    Pitt se dirigió a la ventana del rincón y contempló con nostalgia una flota de pequeños veleros que celebraban una regata en el río Anacostia. Las velas blancas resplandecían sobre el agua verde oscura mientras se dirigían a las boyas.
    — ¿Cómo sabremos dónde concentrar nuestra atención? —preguntó, sin volverse—. Tenemos ante nosotros una zona a investigar de mil kilómetros cuadrados. Tardaríamos semanas en cubrirla eficazmente.
    —Yo tengo todas las cartas y notas de mi marido —dijo Jessie.
    — ¿Las dejó él antes de partir?
    —No; fueron encontradas en el dirigible.
    Pitt observó en silencio los veleros, con los brazos cruzados sobre el pecho. Trataba de sondear los motivos, de penetrar en la intriga, de buscar garantías. Trataba de distinguir todo esto y ordenarlo en su mente.
    — ¿Cuándo partimos? —preguntó al fin.
    —Mañana al amanecer —respondió Sandecker.
    — ¿Insisten todavía los dos en que yo dirija la expedición?
    —Así es —dijo llanamente Jessie.
    —Quiero dos hombres experimentados para formar mi tripulación. Ambos pertenecientes a la AMSN. Es condición indispensable
    La cara de Sandecker se nubló.
    —Ya le he explicado...
    —Ha conseguido la Luna, almirante, y ahora pide Marte. Hace demasiado tiempo que somos amigos para que no sepa que nunca trabajo sobre bases equívocas. Dé también permiso para ausentarse a los dos hombres que necesito. Hágalo como mejor le parezca.
    Sandecker no estaba irritado. Ni siquiera contrariado. Si había un hombre en el país capaz de realizar lo inconcebible, éste era Pitt. El almirante no tenía más cartas que jugar; por consiguiente se rindió.
    —Está bien —dijo a media voz—. Los tendrá.
    —Hay otra cosa.
    — ¿Y es? —preguntó Sandecker.
    Pitt se volvió, con una fría sonrisa. Miró de Jessie al almirante. Después se encogió de hombros y dijo:
    —No he pilotado nunca un dirigible.


    14


    —Me parece que está usted tramando algo a mis espaldas —dijo Sam Emmett, jefe del Federal Bureau of Investigation, que no tenía pelos en la lengua.
    El presidente le miró por encima de su mesa en el Salón Oval y sonrió con benevolencia.
    —Tiene usted toda la razón, Sam; estoy haciendo exactamente eso.
    —Su franqueza le honra.
    —No se incomode, Sam. Esto no quiere decir en modo alguno que esté descontento de usted o del FBI.
    —Entonces, ¿por qué no puede decirme de qué se trata? —preguntó Emmett, dominado por su indignación.
    —En primer lugar, es sobre un asunto de política extranjera.
    — ¿Ha sido consultado Martin Brogan, de la CÍA?
    —No se le ha dicho nada a Martin. Le doy mi palabra.
    — ¿Y en segundo lugar?
    El presidente no estaba dispuesto a dejarse presionar.
    —Eso es asunto mío.
    Emmett se puso tenso.
    —Si el presidente desea mi dimisión...
    —No deseo nada de eso —le interrumpió el presidente—. Usted es el hombre más capacitado para dirigir el FBI. Ha realizado un magnífico trabajo, y yo he sido siempre uno de sus más firmes apoyos. Sin embargo, si quiere hacer los bártulos y marcharse a casa, porque cree que su vanidad ha sido ofendida, es muy libre de hacerlo. Me demostrará que le había juzgado mal.
    —Pero si usted no confía...
    —Espere un momento, Sam. No digamos nada de lo que podamos arrepentimos mañana. No estoy poniendo en tela de juicio su lealtad ni su integridad. Nadie va a herirle por la espalda. No estamos hablando de crímenes ni de espionaje. Este asunto no concierne directamente al FBI ni a ninguna de las agencias de información. Lo cierto es que es usted quien debe confiar en mí, al menos durante la próxima semana. ¿Lo hará?
    El amor propio de Emmett se apaciguó temporalmente. Se encogió de hombros y dijo:
    —Usted gana, señor presidente. Dejemos las cosas como están. Haré lo que usted diga.
    El presidente suspiró profundamente.
    —Le prometo que no le defraudaré, Sam.
    —Se lo agradezco.
    —Bien. Ahora empecemos por el principio. ¿Qué han descubierto sobre los cadáveres de Florida?
    La expresión de incomodidad se borró del semblante de Emmett, que se relajó visiblemente. Abrió su cartera y entregó al presidente una carpeta de cuero.
    —Aquí hay un informe detallado del laboratorio de patología del Walter Reed. Su examen fue muy valioso y nos sirvió para la identificación de los cuerpos.
    El presidente le miró, sorprendido.
    — ¿Los han identificado?
    —Fue el análisis de la pasta borscht lo que nos dio la pista.
    — ¿Borscht?
    — ¿Recuerda que el forense de Dade County determinó como causa de la muerte la hipotermia, o congelación?
    —Sí.
    —Bueno, la pasta borscht es un excelente complemento de la dieta de los cosmonautas rusos. Los tres cadáveres tenían lleno el estómago de esta sustancia.
    — ¿Me está diciendo que Raymond LeBaron y sus acompañantes fueron cambiados por tres cosmonautas soviéticos muertos?
    Emmett asintió con la cabeza.
    —Incluso pudimos saber su nombre, gracias a un desertor, un antiguo médico que trabajó en el programa espacial ruso. Los había examinado en varias ocasiones.
    — ¿Cuándo desertó?
    —Se pasó a nuestro bando en agosto del 87.
    —Hace un poco más de dos años.
    —Exacto —reconoció Emmett—. Los nombres de los cosmonautas encontrados en el dirigible de LeBaron son: Sergei Zochenko, Alexander Yudenich e Ivan Ronsky. Yudenich era un novato, pero Zochenko y Ronsky eran ambos veteranos, con dos viajes espaciales cada uno.
    —Daría mi salario de un año por saber cómo fueron a parar a aquel maldito dirigible.
    —Por desgracia, no averiguamos nada concerniente a esta parte del misterio. En este momento, los únicos rusos que circunnavegan la Tierra son cuatro cosmonautas a bordo de la estación espacial Salyut 9. Pero los de la NASA, que siguen su vuelo, dicen que gozan todos ellos de buena salud.
    El presidente asintió con la cabeza.
    —Esto elimina a cualquier cosmonauta soviético en vuelo espacial y nos deja solamente a los que estaban en tierra.
    —Esto es lo más extraño —siguió diciendo Emmett—. Según los patólogos forenses del hospital Walter Reed, los tres hombres a quienes examinaron murieron congelados probablemente cuando estaban en el espacio.
    El presidente arqueó las cejas.
    — ¿Pueden demostrarlo?
    —No, pero dicen que varios factores apuntan en esta dirección, empezando por la pasta borscht y el análisis de otros alimentos condensamos que se sabe que consumen los soviéticos durante los viajes espaciales. También encontraron señales fisiológicas evidentes de que aquellos hombres habían respirado aire con una elevada proporción de oxígeno y pasado un tiempo considerable en estado de ingravidez.
    —No sería la primera vez que los soviéticos han lanzado hombres al espacio y no han podido recuperarlos. Podrían haber estado allá arriba durante años y caído a la Tierra hace unas pocas semanas al reducirse su órbita.
    —Yo sólo conozco dos casos en que los soviéticos sufrieron accidentes fatales —dijo Emmett—. El cosmonauta cuya nave se enredó con los hilos del paracaídas y se estrelló en Siberia a ochocientos kilómetros por hora. Y tres tripulantes de un Soyuz que murieron al escaparse el oxígeno por una ventanilla defectuosa.
    —Ésas son las catástrofes que no pudieron encubrir —dijo el presidente—. La CÍA ha registrado al menos treinta muertes de cosmonautas desde que empezaron sus misiones espaciales, Nueve de ellos están todavía allá arriba rodando en el espacio. Nosotros no podemos anunciarlo, porque restaría eficacia a nuestras fuentes de información.
    —Lo sabemos, pero ellos no saben que lo sabemos.
    —Exactamente.
    —Lo cual nos lleva de nuevo a los tres cosmonautas que yacen aquí, en Washington —dijo Emmett, sujetando la cartera sobre sus rodillas.
    —Y a un montón de preguntas, empezando por ésta: ¿de dónde vinieron?
    —Yo hice algunas averiguaciones en el Centro de Defensa Aeroespacial. Sus técnicos dicen que las únicas naves espaciales que han lanzado los rusos, lo bastante grandes para ser tripuladas, además de sus estaciones en órbita, son las sondas lunares Selenos.
    Al oír la palabra «lunares», algo centelleó en la mente del presidente.
    — ¿Qué me dice de las sondas Selenos?
    —Se lanzaron tres y ninguna regresó. Los de Defensa pensaron que era muy raro que los soviéticos fallasen tres veces seguidas en vuelos en órbita de la Luna.
    — ¿Cree que eran tripuladas?
    —Ciertamente —dijo Emmett—. Los soviéticos son maestros en el engaño. Como ha sugerido usted, casi nunca confiesan un fracaso en el espacio. Y mantener secretas las operaciones para un próximo alunizaje era estrictamente normal en ellos.
    —Bien. Si aceptamos la teoría de que los tres cuerpos procedían de una de las naves espaciales Selenos, ¿dónde aterrizó ésta? Ciertamente no por su rumbo acostumbrado, de regreso a la Tierra, sobre las estepas de Kazakhstán.
    —Yo presumo que sería en algún lugar de o alrededor de Cuba.
    —Cuba —el presidente pronunció despacio las dos sílabas. Después sacudió la cabeza—. Los rusos no permitirían jamás que sus héroes nacionales, vivos o muertos, fuesen empleados para algún fantástico plan secreto.
    —Tal vez no lo saben.
    El presidente miró a Emmett.
    — ¿Que no lo saben?
    —Digamos, como hipótesis, que su nave espacial funcionó mal y cayó en o cerca de Cuba. Aproximadamente al mismo tiempo, aparecen Raymond LeBaron y su dirigible buscando un barco que llevaba un tesoro, y son capturados. Entonces, por alguna razón desconocida, los cubanos cambian a LeBaron y sus compañeros por los cadáveres de los cosmonautas y envían el dirigible hacia Florida.
    — ¿Se da cuenta de lo ridículo que parece todo esto?
    Emmett se echó a reír.
    —Desde luego, pero considerando lo que sabemos, es lo mejor que podemos imaginar.
    El presidente se echó atrás en su sillón y contempló el adornado techo.
    —Mire, puede que haya dado con un filón.
    Una expresión perpleja se pintó en el semblante de Emmett.
    — ¿Cómo es eso?
    —Consideremos el asunto. Supongamos, sólo supongamos, que Fidel Castro está tratando de decirnos algo.
    —Eligió una manera muy rara de enviarnos una señal.
    El presidente tomó una pluma y empezó a garabatear en un bloc.
    —A Fidel nunca le han gustado las sutilezas diplomáticas.
    — ¿Quiere que continúe la investigación? —preguntó Emmett.
    —No —respondió rotundamente el presidente.
    — ¿Insiste en mantener a oscuras al FBI?
    —No es un asunto interior de competencia del Departamento de Justicia, Sam. Le agradezco su ayuda, pero ya la ha llevado lo más lejos que podía.
    Emmett cerró su carpeta y se puso en pie.
    — ¿Puedo hacerle una pregunta delicada?
    —Hágala.
    —Ahora que hemos establecido la posibilidad, por remota que sea, de un secuestro de Raymond LeBaron por cubanos, ¿por qué se guarda la información el presidente de los Estados Unidos y prohibe que sus agencias investigadoras sigan la pista?
    —Una buena pregunta, Sam. Tal vez dentro de pocos días sabremos ambos la respuesta.
    Momentos después de haber salido Emmett del Salón Oval, el presidente se volvió en su sillón giratorio y miró por la ventana. Tenía la boca seca y el sudor empapaba sus axilas. Le había asaltado el presentimiento de que había una relación entre la Jersey Colony y el desastre de la sonda lunar soviética.


    15


    Ira Hagen detuvo su coche alquilado ante la puerta de seguridad y mostró un documento de identidad oficial. El guardia hizo una llamada telefónica al centro de visitantes del Laboratorio Nacional de Física Harvey Pattenden y después indicó a Hagen que podía pasar.
    Éste subió por el paseo y encontró un espacio vacío en una amplia zona de aparcamiento llena de coches. En el jardín que rodeaba el laboratorio había bosquecillos de pinos y rocas musgosas plantadas en medio de ondulados montículos herbosos. El edificio era típico de los centros tecnológicos que habían crecido como hongos en todo el país. Arquitectura contemporánea, con mucho cristal y paredes de ladrillo de esquinas redondeadas.
    Una atractiva recepcionista, sentada detrás de una mesa en forma de herradura, levantó la cabeza y sonrió al verle entrar en el vestíbulo.
    — ¿En qué puedo servirle?
    —Soy Thomas Judge y deseo ver al doctor Mooney.
    Ella cumplió una vez más la rutina del teléfono y asintió con la cabeza.
    —Sí, señor Judge. Tenga la bondad de entrar en el centro de seguridad, a mi espalda. Ellos le acompañarán desde allí.
    —Antes de entrar, ¿me puede indicar dónde está el lavabo, por favor?
    —Desde luego —dijo ella, señalando—. La puerta de la derecha, debajo del mural.
    Hagen le dio las gracias y pasó por debajo de una enorme pintura de una nave espacial futurista volando entre dos planetas de un verdeazul espectral. Entró en un excusado, cerró la puerta y se sentó en el water. Abriendo una cartera, sacó un bloc de papel amarillo oficial y lo abrió por la mitad. Después, escribiendo en la parte de arriba del dorso de una hoja, tomó una serie de enigmáticas notas y dibujó unos esquemas sobre los sistemas de seguridad que había observado desde que había entrado en el edificio. Un buen agente secreto no pondría nunca nada por escrito, pero Hagen podía permitírselo, sabiendo que el presidente saldría fiador de él si era descubierto.
    Pocos minutos más tarde, salió del lavabo y entró en una habitación encristalada donde había cuatro guardias uniformados, que observaban una serie de veinte pantallas de televisión instaladas en una misma pared. Uno de los guardias se levantó de una consola y se acercó a la ventanilla.
    — ¿Señor?
    —Tengo una cita con el doctor Mooney.
    El guardia repasó una lista de visitantes.
    —Sí, señor; usted debe ser Thomas Judge. Por favor, ¿puede mostrarme algún documento de identidad?
    Hagen le mostró su permiso de conducir y su tarjeta de identidad. Entonces, el guardia le pidió cortésmente que abriese la cartera. Después de un rápido examen, le indicó en silencio que cerrase la cartera, le pidió que firmase en una hoja de «entrada y salida» y le dio una tarjeta de plástico para que la prendiese en el bolsillo superior de su chaqueta.
    —El despacho del doctor Mooney está al fondo de aquel pasillo.
    Ya en el corredor, Hagen se detuvo para ponerse las gafas y mirar dos placas de bronce que había en la pared. Cada una de ellas tenía el perfil en relieve de un hombre. Una estaba dedicada al Dr. Harvey Pattenden, fundador del laboratorio, y daba una breve descripción de sus logros en el campo de la física. Pero fue la otra placa la que intrigó a Hagen. Decía así:
    A la memoria del Dr. Leonard Hudson
    1926-1965
    Su genio creador inspiró
    a todos los que le siguieron.
    No muy original, pensó Hagen. Pero tenía que reconocer el mérito de Hudson al representar el papel de muerto hasta en el último detalle.
    Entró en la antesala y sonrió afectuosamente a la secretaria, una afectada mujer entrada en años que vestía un traje azul marino de corte varonil.
    —Señor Judge —dijo—, tenga la bondad de entrar. El doctor Mooney le está esperando.
    —Gracias.
    Eral J. Mooney tenía treinta y seis años, más joven de lo que había presumido Hagen al estudiar una ficha con el historial del doctor. Sus antecedentes se parecían extraordinariamente a los de Hudson; la misma inteligencia brillante, las mismas brillantes calificaciones académicas, incluso la misma universidad. Un muchacho gordo que había adelgazado y se había convertido en director del Laboratorio Pattenden. Tenía los ojos verdes bajo las tupidas cejas y sobre un bigote a lo Pancho Villa. Descuidadamente vestido con un suéter blanco y unos pantalones vaqueros azules, parecía estar muy lejos del rigor intelectual.
    Salió de detrás de la mesa, llena de papeles, libretas y botellas vacías de Pepsi y estrechó la mano de Hagen.
    —Siéntese, señor Judge, y dígame en qué puedo servirle.
    Hagen se sentó en una silla y dijo:
    —Como ya le indiqué por teléfono, pertenezco a la Oficina General de Cuentas, y una comisión del Congreso nos ha pedido que revisemos sus sistemas de contabilidad y sus gastos de investigación.
    — ¿Quién ha sido el congresista que ha hecho la petición?
    —El senador Henry Kaltenbach.
    —Espero que no crea que el Laboratorio Pattenden está comprometido en algún fraude —dijo Mooney, a la defensiva.
    —En absoluto. Pero ya conoce la fama que tiene el senador de perseguidor del mal empleo de fondos del Gobierno. Su caza de brujas fue una buena propaganda en su campaña electoral. Confidencialmente, le diré que muchos de nosotros quisiéramos que se cayese en un pozo y dejase de enviarnos a perseguir fantasmas. Sin embargo, debo reconocer, para ser justo con el senador, que hemos encontrado discrepancias en otros depósitos de cerebros.
    Mooney se apresuró a corregirle.
    —Preferimos considerarnos un centro de investigación.
    —Desde luego. De todos modos, sólo inspeccionamos algunas partidas al azar.
    —Debe comprender que nuestro trabajo es sumamente secreto.
    —El diseño de cohetes nucleares y de armas nucleares perfeccionadas cuyo poder se centra en estrechas radiaciones que viajan a la velocidad de la luz y pueden destruir objetivos en el espacio exterior.
    Mooney miró curiosamente a Hagen.
    —Está usted muy bien informado. Hagen se encogió de hombros.
    —Es una descripción muy general que me hizo mi superior.
    Yo soy contable, doctor, no físico. Mi mente no puede funcionar en el campo de las cosas abstractas. En el Instituto, me catearon en cálculo. Sus secretos no corren peligro. Mi trabajo es ayudar a que el contribuyente vea recompensado su dinero con los programas sufragados por el Gobierno.
    — ¿Cómo puedo ayudarle?
    —Me gustaría hablar con su interventor y con empleados de administración. También con el personal que cuida de los registros financieros. Mi equipo de inspección llegará de Washington dentro de dos semanas. Me agradaría que pudiéramos hablar en algún lugar reservado, preferiblemente cerca de donde se guardan los registros.
    —Tendrá toda nuestra colaboración. Naturalmente, deberé tener garantías de seguridad en lo que respecta a usted y a su equipo.
    —Naturalmente.
    —Le acompañaré y le presentaré a nuestro personal de intervención y contabilidad.
    —Otra cosa —dijo Hagen—. ¿Permiten horas extraordinarias?
    Mooney sonrió.
    —A diferencia de los oficinistas que trabajan de nueve a cinco, los físicos y los ingenieros no tenemos un horario fijo. Muchos de nosotros trabajamos todo el día. Con frecuencia, yo lo he hecho treinta horas seguidas. También ayuda a escalonar el tiempo en nuestros ordenadores.
    — ¿Sería posible que hiciese una pequeña comprobación preliminar desde ahora hasta, digamos, las diez de esta noche?
    —No creo que haya nada que lo impida —dijo amablemente Mooney—. Tenemos una cafetería abierta toda la noche en la planta baja, por si quiere tomar un bocado. Y siempre encontrará un guardia que le indique las direcciones.
    —Y que me mantenga lejos de las zonas secretas —dijo Hagen, echándose a reír.
    —Estoy seguro de que conoce las normas de seguridad.
    —Cierto —reconoció Hagen—. Sería rico si tuviese diez centavos por cada hora que he pasado haciendo auditorías en diferentes departamentos del Pentágono.
    —Si quiere acompañarme... —dijo Mooney, dirigiéndose a la puerta.
    —Sólo por curiosidad —dijo Hagen, sin levantarse de la silla—. He oído hablar de Harvey Pattenden. Creo que trabajó con Robert Goodard.
    —Sí, el doctor Pattenden inventó varios de nuestros primeros cohetes.
    —Pero no conozco a Leonard Hudson.
    —Un hombre muy brillante —dijo Mooney—. Fue el precursor: diseñó la mayoría de nuestras naves espaciales años antes de que fuesen construidas y enviadas. Si no hubiese muerto en la flor de su juventud, es imposible saber lo que habría logrado.
    — ¿Cómo murió?
    —En un accidente de una avioneta. Volaba para asistir a un seminario en Seattle con el doctor Gunnar Eriksen cuando su avión estalló en el aire y cayó al río Columbia.
    — ¿Quién era Eriksen?
    —Un gran pensador. Tal vez el más brillante astrofísico que haya producido nunca el país.
    Un ligero timbre de alarma sonó en la mente de Hagen.
    — ¿Tenía alguna especializaron concreta?
    —Sí, la morfología sinóptica geolunar para una población industrializada.
    — ¿Podría traducírmelo?
    —Desde luego —Mooney se echó a reír—. Eriksen estaba obsesionado por la idea de establecer una colonia en la Luna.


    16


    Al mismo tiempo, las dos de la mañana hora de Moscú, cuatro hombres estaban agrupados alrededor de una chimenea que calentaba un saloncito en el interior del Kremlin. La habitación estaba débilmente iluminada, y el ambiente, cargado. El humo de los cigarrillos se mezclaba con el de un solo cigarro.
    El presidente soviético, Georgi Antonov, contemplaba pensativamente las ondulantes llamas. Después de una cena ligera, se había quitado la chaqueta y la había sustituido por un viejo suéter de pescador. Se había descalzado, conservando los calcetines, y apoyaba los pies en una otomana bordada.
    Vladimir Polevoi, jefe del Comité de Seguridad del Estado, y Sergei Kornilov, jefe del programa espacial soviético, vestían trajes oscuros de lana, hechos a medida en Londres, mientras el general Yasenin lucía su uniforme lleno de medallas.
    Polevoi dejó el informe y las fotografías sobre una mesa baja y sacudió, perplejo, la cabeza.
    —No sé cómo pudieron hacer esto en el más absoluto secreto.
    —Un adelanto tan extraordinario parece inconcebible —convino Kornilov—. Yo no lo creeré hasta que vea más pruebas.
    —La prueba evidente está en las fotografías —dijo Yasenin—. El informe de Rykov no deja lugar a dudas. Estudien los detalles. Las dos figuras plantadas en la Luna son reales. No es una ilusión proyectada por las sombras o creada por un defecto del sistema de exploración. Existen.
    —Los trajes espaciales son distintos de los empleados por los astronautas americanos —replicó Kornilov—. Los cascos son también diferentes.
    —No discutiré sobre minucias —dijo Yasenin—. Pero el arma que llevan en las manos es inconfundible. Puedo identificarla sin la menor duda como un lanzador de misiles tierra-aire, de fabricación americana.
    —Entonces, ¿dónde está su nave espacial? —insistió Kornilov—. ¿Dónde está su vehículo lunar? No pudieron materializarse sin venir de ninguna parte.
    —Comparto sus dudas —dijo Polevoi—. Es absolutamente imposible que los americanos pusiesen hombres y suministros en la Luna sin que se enterase nuestra red de información. Nuestras estaciones de seguimiento habrían detectado cualquier movimiento extraño en el espacio.
    —Todavía más extraño —dijo Antonov— es por qué no han anunciado nunca los americanos una hazaña tan extraordinaria. ¿Qué ganan con mantenerla en secreto?
    Kornilov asintió ligeramente con la cabeza.
    —Mayor razón para poner en tela de juicio el informe de Rykov.
    —Olvidan ustedes un hecho importante —dijo Yasenin en tono pausado—. El Selenos 4 desapareció inmediatamente después de grabar las figuras en las fotografías. Yo digo que nuestra sonda espacial fue dañada por el fuego del cohete que penetró en el casco, anuló la presión de la cápsula y mató a nuestros cosmonautas.
    Polevoi le miró, sorprendido.
    — ¿Qué cosmonautas?
    Yasenin y Kornilov intercambiaron miradas perplejas.
    —Hay algunas cosas que ni siquiera son conocidas por la KGB —dijo el general.
    Polevoi miró fijamente a Kornilov.
    — ¿Selenos 4 era una sonda tripulada?
    —Lo mismo que Selenos 5 y 6. Cada nave llevaba tres hombres a bordo.
    Se volvió a Antonov, que fumaba tranquilamente un cigarro habano.
    — ¿Lo sabía usted?
    Antonov asintió con la cabeza.
    —Sí, me informaron. Pero debe recordar, Vladimir, que no todos los asuntos referentes al espacio son de incumbencia de la seguridad del Estado.
    —Ninguno de ustedes dudó ni un instante en acudir a mí cuando su preciosa sonda lunar cayó y desapareció en las Indias Occidentales —dijo, irritado, Polevoi.
    —Una circunstancia imprevista —explicó pacientemente Yasenin—. Después de su viaje a la Luna, no pudo establecerse control para el regreso de Selenos 4 a la atmósfera. Los ingenieros de nuestro mando espacial la dieron por perdida como sonda lunar. Después de estar en órbita casi un año y medio, se hizo otro intento para establecer el control. Esta vez los sistemas de guía respondieron, pero la maniobra de regreso tuvo solamente un éxito parcial. Selenos 4 cayó a diez mil millas de su zona de aterrizaje. Era imperativo mantener secretas las muertes de nuestros héroes cosmonautas. Naturalmente, se requirieron los servicios de la KGB.
    — ¿Cuántos son en total los cosmonautas perdidos? —preguntó Polevoi.
    —Hay que hacer sacrificios para asegurar el destino soviético —murmuró filosóficamente Antonov.
    —Y encubrir los fallos de nuestro programa espacial —dijo Polevoi.
    —No discutamos —dijo Antonov—. Selenos 4 prestó un gran servicio antes de caer en el mar Caribe.
    —Donde todavía no ha sido encontrado —añadió Polevoi.
    —Cierto —dijo Yasenin—. Pero obtuvimos los datos de la superficie lunar. Ése era el objetivo principal de la misión.
    — ¿Cree usted que los sistemas americanos de vigilancia espacial siguieron su descenso y señalaron el lugar de su caída? Si se propusieron rescatar Selenos 4, deben tenerlo ya oculto en sitio seguro.
    —Desde luego que siguieron la trayectoria de descenso —dijo Yasenin—. Pero sus analistas del servicio de información no tenían motivos para creer que Selenos 4 fuese algo más que una sonda espacial científica, programada para caer en aguas cubanas.
    —Hay un fallo en su cuidadosa argumentación —dijo Polevoi—. Las fuerzas de rescate de los Estados Unidos realizaron una búsqueda exhaustiva por aire y por mar del desaparecido capitalista Raymond LeBaron en la misma zona general donde sólo pocos días antes había caído Selenos 4. Tengo la fuerte sospecha de que esta búsqueda es un pretexto para encontrar y recoger nuestra nave espacial.
    —He leído su informe y su análisis sobre la desaparición de LeBaron —dijo Kornilov—. No estoy de acuerdo con su conclusión. No he visto en parte alguna que realizasen una búsqueda submarina. La misión de rescate fue pronto abandonada. LeBaron y sus compañeros todavía figuran como desaparecidos en la prensa americana y se presume que están muertos. Aquel suceso fue pura coincidencia.
    —Entonces, todos estamos de acuerdo en que Selenos 4 y sus cosmonautas yacen en alguna parte del fondo del mar —Antonov hizo una pausa para expeler un anillo de humo—. La cuestión con que nos enfrentamos ahora es: ¿reconocemos la probabilidad de que los americanos hayan establecido una base en la Luna? Y si es así, ¿qué tenemos que hacer?
    —Yo creo que la probabilidad existe —aseguró Yasenin, con convicción.
    —No podemos ignorar la posibilidad —concedió Polevoi.
    Antonov miró fijamente a Kornilov.
    — ¿Qué dice usted, Sergei?
    —Selenos 8, nuestra primera nave lunar tripulada que debe alunizar, tiene fijado su lanzamiento para dentro de siete días —respondió lentamente Kornilov—. No podemos anular la misión, como hicimos cuando se nos adelantaron los americanos con su programa Apolo. Como nuestros líderes no consideraron glorioso que fuésemos la segunda nación que pusiera hombres en la Luna, metimos el rabo entre las patas y abandonamos. Fue un gran error colocar la ideología política por encima de los logros científicos. Ahora tenemos un vehículo pesado capaz de colocar toda una estación espacial, con una tripulación de ocho hombres, sobre suelo lunar. Los beneficios, en términos de propaganda y de ventajas militares, son inconmensurables. Si nuestra meta última es conseguir una ventaja permanente en el espacio y llegar antes que los americanos a Marte, debemos seguir adelante. Propongo programar los sistemas de guía de Selenos 8 de manera que alunice a poca distancia del lugar donde se hallaban los astronautas en el cráter, y que nuestros hombres los eliminen.
    —Estoy totalmente de acuerdo con Kornilov —dijo Yasenin—. Los hechos hablan por sí solos. Los americanos han emprendido activamente una agresión imperialista en el espacio. Las fotografías que hemos estudiado demuestran que han destruido ya una de nuestras naves espaciales y asesinado a su tripulación. Y estoy convencido de que los cosmonautas de Selenos 5 y 6 tuvieron el mismo fin. Los americanos han extendido sus planes imperialistas hasta la Luna, para reclamarla como propia. La prueba es inequívoca. Nuestros cosmonautas serán atacados y asesinados cuando intenten plantar la estrella roja en suelo lunar.
    Hubo una prolongada pausa. Nadie decía lo que pensaba.
    Polevoi fue el primero en romper el pensativo silencio.
    —Así, usted y Kornilov proponen que ataquemos primero.
    —Sí —dijo acaloradamente Yasenin—. Sería algo caído del cielo. Capturando la base lunar americana y su tecnología científica intacta, adelantaríamos en diez años nuestro propio programa espacial.
    —La Casa Blanca montaría seguramente una campaña de propaganda y nos condenaría ante los ojos del mundo como hizo con el incidente del vuelo KAL 007 —protestó Polevoi.
    —No dirán nada —le aseguró Yasenin—. ¿Cómo podrían anunciar la captura de algo que no se sabe que exista?
    —El general tiene razón —dijo Antonov.
    —Dése cuenta de que podríamos ser culpables de desencadenar una guerra en el espacio —advirtió Polevoi.
    —Los Estados Unidos han atacado primero. Nuestro sagrado deber es tomar represalias —Yasenin se volvió a Antonov—. Pero es usted quien ha de decidir.
    El presidente de la Unión Soviética volvió a contemplar el fuego. Después dejó el cigarro habano en un cenicero y observó con asombro sus manos temblorosas. Su cara, ordinariamente colorada, tenía ahora un color gris. El presagio no podía ser más claro. Los demonios eran superiores en número a las fuerzas del bien. Una vez se emprendiese la acción, ésta se desarrollaría sin que él pudiese controlarla. Sin embargo, no podía permitir que el país fuese abofeteado por los imperialistas. Por fin se volvió a los reunidos en el salón y asintió cansadamente con la cabeza.
    —Sea todo por la Madre Rusia y por el Partido —dijo solemnemente—. Armen a los cosmonautas y ordénenles que ataquen a los americanos.


    17


    Después de presentarse al doctor Mooney y de otras ocho presentaciones y tres aburridas conversaciones, Hagen estaba sentado en una pequeña oficina tecleando febrilmente en una calculadora. Los científicos prefieren los ordenadores, y los ingenieros, las calculadoras digitales; pero los contables siguen el estilo Victoriano. Todavía prefieren las máquinas calculadoras tradicionales con botones del tamaño del pulgar y cintas de papel donde se imprimen los totales.
    El interventor era un censor jurado de cuentas, graduado en Ciencias Empresariales en la Universidad de Texas, y ex hombre de la Marina. Y tenía sus títulos y las fotografías de los barcos en que había servido colgados de los paneles de roble de la pared, para demostrarlo. Hagen había detectado cierta inquietud en los ojos de aquel hombre, pero no más de lo que había esperado de un director financiero que tenía a un auditor del Gobierno husmeando en su territorio privado.
    Pero no había recelado ni vacilado cuando Hagen le había pedido comprobar el registro de llamadas telefónicas de los últimos tres años. Aunque su experiencia contable en el Departamento de Justicia se había limitado a fotografiar libros de contabilidad en plena noche, conocía bastante la jerga para expresarse en ella. Cualquiera que se hubiese asomado a la oficina en que se hallaba y visto cómo garrapateaba notas y examinaba atentamente la cinta de la máquina calculadora habría pensado que era un viejo profesional.
    Los números en la cinta eran exactamente esto: números. Pero las notas que tomaba consistían en un metódico diagrama del emplazamiento y los ángulos visuales de las cámaras de TV de seguridad instaladas entre aquella oficina y la de Mooney. También escribió dos nombres y añadió varias anotaciones al lado de cada uno. El primero era Raymond LeBaron y el segundo Leonard Hudson. Pero ahora tenía un tercero: Gunnar Eriksen.
    Estaba seguro de que Eriksen había simulado su muerte lo mismo que Hudson y se había alejado del mundo de los vivos para trabajar en el proyecto de la Jersey Colony. También sabía que Hudson y Eriksen no habrían cortado por entero sus lazos con el Laboratorio Pattenden. Sus instalaciones y su personal eficiente de jóvenes científicos eran demasiado importantes para prescindir de ellos. Tenía que haber un canal subterráneo con el «círculo privado».
    Los registros telefónicos de una institución donde había tres mil empleados llenaban varias cajas de cartón. El control era muy severo. Todos los que empleaban el teléfono para llamadas oficiales o personales tenían que llevar un diario de sus llamadas. Hagen no estaba dispuesto a examinarlos todos. Esta labor habría requerido semanas. Solamente le interesaban los asientos en las agendas mensuales de Mooney, en especial las que se referían a comunicaciones a larga distancia.
    Hagen no era físico, ni tan preciso como algunos conocidos suyos que tenían un don especial para detectar cualquier irregularidad, pero sí que tenía un instinto especial para encontrar cosas ocultas, que raras veces le fallaba.
    Copió seis números a los que había llamado Mooney más de una vez en los últimos noventa días. Dos de estos números correspondían a llamadas personales, y cuatro eran oficiales. Las probabilidades eran remotas. Sin embargo, era la única manera de encontrar una pista que condujese a otro miembro del «círculo privado».
    Siguiendo las normas, descolgó el teléfono y llamó a la centralita del Laboratorio Pattenden, pidiendo línea abierta y prometiendo anotar todas sus llamadas. Era tarde y la mayoría de los números de la lista resultaron corresponder a teléfonos del Medio Oeste o de la Costa Este. Su horario llevaba dos o tres horas de adelanto y probablemente las oficinas estarían cerradas; pero de todos modos empezó tercamente a llamar.
    —Centennial Supply —anunció una voz masculina en tono cansado.
    —Hola, ¿hay alguien ahí esta noche?
    —La oficina está cerrada. Éste es el servicio donde recibimos encargos durante las veinticuatro horas del día.
    —Me llamo Judge y estoy a las órdenes del Gobierno Federal —dijo Hagen, empleando su falsa identidad para el caso de que el teléfono estuviese intervenido—. Estamos realizando una auditoria del Laboratorio de Física Pattenden, en Bend, Oregón.
    —Tendrá que llamar mañana, cuando abran las oficinas.
    —Sí, lo haré. Pero, ¿puede decirme exactamente qué clase de negocios realiza Centennial Supply?
    —Suministramos elementos especializados de electrónica para sistemas de registro.
    — ¿Con qué fines?
    —Principalmente de negocios. Vídeos para grabar reuniones importantes, experimentos de laboratorio, sistemas de seguridad. Y material audio para las secretarias. Cosas así, ya sabe.
    — ¿Cuántos empleados tiene?
    —Una docena.
    —Muchísimas gracias —dijo Hagen—. Me ha sido de gran ayuda. Ah, otra pregunta. ¿Reciben muchos pedidos de Pattenden?
    —En realidad, no. Cada par de meses nos piden una pieza para poner al día o modificar sus sistemas de vídeo.
    —Gracias de nuevo. Adiós.
    Hagen borró aquel número y probó de nuevo. Sus dos llamadas siguientes fueron respondidas por un ordenador automático. Uno correspondía a un laboratorio químico de la Universidad Brandéis, de Waltham, y el otro a una oficina no identificada de la Fundación Nacional para la Ciencia, de Washington. Anotó este último para llamar de nuevo por la mañana, y probó un número personal.
    —Diga.
    Hagen miró el nombre en el diario de Mooney.
    — ¿Doctor Donald Fremont?
    —Sí.
    Hagen siguió la rutina de siempre.
    — ¿Qué desea usted saber, señor Judge?
    La voz de Fremont parecía la de un anciano.
    —Estoy haciendo una comprobación sobre llamadas telefónicas a larga distancia. ¿Le ha llamado alguien de Pattenden durante los tres últimos meses? —preguntó Hagen, mirando las fechas de las llamadas y haciéndose el tonto.
    —Pues sí, el doctor Earl Mooney. Fue alumno mío en Stanford. Yo me jubilé hace cinco años, pero todavía estamos en contacto.
    — ¿Tuvo también, por casualidad, un alumno llamado Leonard Hudson?
    —Leonard Hudson —repitió el hombre, como tratando de recordar—. Le vi en un par de ocasiones. Pero no estuvo en mi clase. Era de una época anterior a la mía, de antes de que yo ejerciese en Stanford. Cuando él estudiaba allí, yo estaba enseñando en la USC.
    —Gracias, doctor. No le molestaré más.
    —De nada. Siempre a su disposición.
    Tachó el cuarto número. El nombre siguiente del diario era el de un tal Anson Jones. Probó de nuevo, sabiendo que la cosa no sería fácil y que, para acertar, necesitaría una buena dosis de suerte.
    —Diga.
    —Señor Jones, soy Judge.
    — ¿Quién?
    —Thomas Judge. Trabajo para el Gobierno Federal y estamos haciendo una auditoria en el Laboratorio de Física Pattenden.
    —El nombre de Pattenden me es desconocido. Debe de haberse equivocado de número.
    — ¿Le dice algo el nombre del doctor Earl Mooney?
    —Nunca le había oído nombrar.
    —Ha llamado tres veces a su número durante los últimos dos meses.
    —Debe ser un error de la compañía telefónica.
    —Pero usted es Anson Jones, prefijo tres cero tres, número cinco cuatro siete...
    —Se equivoca de nombre y de número.
    —Antes de que cuelgue, tengo un mensaje para usted.
    — ¿Qué mensaje?
    Hagen hizo una pausa y después dijo:
    —Dígale a Leo que Gunner quiere que pague el avión. ¿Lo ha entendido?
    Se hizo un silencio en el otro extremo de la línea, y después:
    —Es una broma estúpida, ¿no?
    —Adiós, señor Jones.
    Aquello olía mal.
    Llamó a un sexto número, para salvar las apariencias. Le respondió un contestador automático de una agencia de cambio y bolsa. Nada.
    Entusiasmo; esto era lo que sentía. Y se entusiasmó todavía más al resumir sus notas. Mooney no era uno de los del «círculo privado», pero estaba relacionado con él; era un subordinado a las órdenes del alto mando.
    Marcó un número de Chicago y esperó. Después de cuatro llamadas, contestó una voz suave de mujer:
    —Drake Hotel.
    —Me llamo Thomas Judge y quiero reservar una habitación para mañana por la noche.
    —Un momento; le pongo con reservas.
    Hagen repitió su petición de reserva al encargado. Cuando éste le pidió el número de su tarjeta de crédito para reservarle la habitación, dio el número de teléfono de Anson Jones a la inversa.
    —Queda hecha la reserva, señor.
    —Gracias.
    ¿Qué hora era? Una mirada a su reloj le dijo que faltaban ocho minutos para la medianoche. Cerró la cartera y la introdujo debajo de su abrigo. Sacó un encendedor de un bolsillo y extrajo sus piezas interiores. A continuación, sacó de una raja en el faldón del abrigo una fina varilla de metal con un espejo en un extremo.
    Se acercó a la puerta. Sujetando la cartera entre las rodillas, se detuvo a poca distancia del umbral, enfocó el espejito arriba y abajo del pasillo. No había nadie. Volvió el espejo hasta que reflejó el monitor de televisión en el extremo del corredor. Entonces colocó el encendedor de manera que saliese ligeramente del marco de la puerta y apretó la palanca.
    En el cuarto de seguridad de detrás del vestíbulo principal, la pantalla de uno de los televisores quedó de pronto en blanco. El guardia que estaba en la consola empezó a comprobar rápidamente los circuitos.
    —Tengo un problema con el número doce —anunció.
    Su supervisor se levantó de una mesa, se acercó y observó el monitor.
    —Una interferencia. Los científicos del laboratorio de electro-física deben de haber vuelto a las andadas.
    De pronto cesó la interferencia y seguidamente se produjo en otro monitor.
    —Esto es curioso —dijo el supervisor—. Nunca había visto que se produjesen en serie.
    Al cabo de unos segundos, la pantalla volvió a funcionar, mostrando solamente un corredor vacío. Los guardias se seguridad se miraron y se encogieron de hombros.
    En cuanto hubo entrado y cerrado la puerta del despacho de Mooney, Hagen apagó el aparatito eléctrico que había causado las interferencias. Se acercó sin ruido a la ventana y corrió las cortinas. Se puso un par de finos guantes de plástico y encendió la luz del techo.
    Hagen era maestro en la técnica de registrar una habitación. Prescindió de lo evidente: cajones, archivos, libretas de direcciones y números de teléfono. Fue directamente a una librería y encontró lo que buscaba en menos de siete minutos.
    Mooney podía ser uno de los físicos más eminentes de la nación, pero había sido como un libro abierto para Hagen. La pequeña libreta estaba oculta dentro de un libro titulado Celestial Mechantes in True Perspective, de Horace DeLiso. El contenido estaba en una clave que empleaba ecuaciones. Era griego para Hagen, pero no se dejó engañar sobre su significación. Normalmente habría fotografiado las páginas y dejado la libreta en su sitio; pero esta vez se la metió simplemente en el bolsillo, comprendiendo que no hubiese podido hacer descifrar a tiempo el texto.
    Los guardias estaban todavía atareados con los monitores cuando Judge se acercó al mostrador.
    — ¿Quieren que firme el comprobante de salida? —dijo, con una sonrisa.
    El jefe de seguridad se acercó a él, con una expresión interrogadora en el semblante.
    — ¿Viene usted de administración?
    —Sí.
    —No le hemos visto en la pantalla de seguridad.
    —No sé —dijo inconscientemente Hagen—. Salí por la puerta y recorrí los pasillos hasta llegar aquí. Es cuanto puedo decirle.
    — ¿Ha visto a alguien? ¿Algo desacostumbrado?
    —No he visto a nadie. Pero las luces vacilaron y se apagaron un par de veces.
    El guardia asintió con la cabeza.
    —Interferencias eléctricas del laboratorio de electrofísica. Es lo que me había imaginado.
    Hagen firmó y salió a la noche sin nubes, tarareando una tonadilla.


    Segunda parte
    El Cyclops

    18
    25 de octubre de 1989
    Key West, Florida

    Pitt yacía boca arriba sobre el fresco hormigón de la pista, mirando hacia arriba al Prosperteer. El sol emergía del horizonte envolviendo lentamente la vieja aeronave en un manto de luz anaranjada. El dirigible parecía algo irreal, o al menos así lo imaginaba Pitt; era como un fantasma de aluminio que no sabía de fijo adonde ir.
    Pitt había estado despierto casi todo el tiempo durante el vuelo desde Washington hasta Key West, mirando las cartas de Buck Caesar del Old Bahama Channel y resiguiendo la ruta cuidadosamente marcada del vuelo de Raymond LeBaron. Cerró los ojos tratando de hacerse una clara imagen de los vagabundeos espectrales del Prosperteer.
    A menos que las bolsas de gas del interior del dirigible hubiesen sido repostadas desde un barco, cosa sumamente improbable, la única respuesta a las andanzas de Raymond LeBaron estaba en Cuba.
    Algo hurgaba en su mente, una idea que volvía aunque él, inconscientemente, se esforzaba por apartarla, una pieza del cuadro que se hizo más clara cuando Pitt empezó a fijarse en ella. Y de pronto, cristalizó.
    El vuelo para seguir la pista de LeBaron tenía otro objeto.
    Pero la conclusión racional y lógica era todavía como un vago perfil en medio de una niebla espesa. La cuestión era tratar de fijarla en un plan. Y estaba pensando en qué dirección le convenía explorar, cuando sintió que una sombra se proyectaba encima de él.
    —Bueno, bueno —dijo una voz conocida—, parece que Blancanieves ha vuelto a morder la manzana.
    —O eso, o está hibernando —dijo otra voz que Pitt reconoció.
    Abrió los ojos, resguardándolos del sol con una mano, y vio a un par de sonrientes individuos que le estaban mirando desde arriba. El más bajo de los dos, un hombre musculoso, de pecho abombado, cabellos negros y rizados y con el aire de quien gusta de comer ladrillos para desayunar, era el viejo amigo de Pitt y subdirector de proyectos de la AMSN, Al Giordino.
    Giordino alargó un brazo, agarró la mano que le tendía Pitt y le puso en pie con la misma facilidad con que un encargado de la limpieza recoge un bote vacío de cerveza del césped de un parque.
    —La hora de la partida es dentro de veinte minutos.
    — ¿Ha llegado ya nuestro anónimo piloto? —preguntó Pitt.
    El otro hombre, un poco más alto y mucho más delgado que Giordino, sacudió la cabeza.
    —No ha dado señales de vida.
    Rudí Gunn tenía unos ojos azules que eran amplificados por los gruesos cristales de sus gafas. Tenía el aspecto de un contable desnutrido que hiciese horas extras para comprarse un reloj de oro. Pero la impresión era engañosa. Gunn era supervisor de los proyectos oceanógraficos de la AMSN. Mientras el almirante Sandecker combatía encarnizadamente con el Congreso y la burocracia federal, Gunn cuidaba de la labor cotidiana de la agencia. Para Pitt, el hecho de haber obtenido de Sandecker la ayuda de Gunn y Giordino había sido una gran victoria.
    —Si queremos partir a la misma hora que LeBaron, tendremos que apañarnos solos —dijo despreocupadamente Giordino.
    —Creo que podremos arreglarnos —dijo Pitt—. ¿Has estudiado los manuales de vuelo?
    Giordino asintió con la cabeza.
    —Se necesitan cincuenta horas de instrucción y de vuelo para conseguir el permiso. El control básico no es difícil, pero el arte de mantener estable este escroto neumático en una brisa fuerte requiere práctica.
    Pitt no pudo dejar de sonreír ante la caprichosa descripción de Giordino.
    — ¿Ha sido cargado el equipo?
    —Cargado y asegurado —le dijo Gunn.
    —Entonces supongo que debemos partir.
    Cuando se acercaban al Prosperteer, el jefe del personal de tierra de LeBaron descendió la escalerilla de la cabina de control. Dijo unas pocas palabras a uno de sus hombres y después saludó amablemente a Pitt y a sus compañeros.
    —Está todo dispuesto, caballeros.
    — ¿Hasta que punto son parecidas las condiciones atmosféricas de este viaje a las del anterior? —preguntó Pitt.
    —El señor LeBaron volaba contra un viento de cinco millas por hora que soplaba del sudeste. Ustedes lo encontrarán de ocho, por lo que tendrán que compensar la diferencia. Hay un huracán de final de temporada que se acerca a las islas Turks y Caicos. Los meteorólogos le han dado el nombre de Evita, porque es una pequeña ráfaga de un diámetro de no más de sesenta millas. Las previsiones señalan que girará hacia el norte en dirección a la Carolinas. Si dan la vuelta no más tarde de las catorce horas, la brisa exterior de Evita debería proporcionarles un buen viento de cola para empujarles a casa.
    — ¿Y si no?
    —Si no, ¿qué?
    —Si no damos la vuelta a las catorce horas.
    El jefe del personal sonrió débilmente.
    —No les recomiendo que se dejen pillar por una tormenta tropical con vientos de cincuenta nudos, al menos en una aeronave que tiene sesenta años.
    —Es un buen argumento —confesó Pitt.
    —Teniendo en cuenta el viento de frente —dijo Gunn—, no llegaremos a la zona de busca hasta las 10.30. Esto no nos deja mucho tiempo para buscar.
    —Sí —dijo Giordino—, pero la ruta conocida de LeBaron debería llevarnos directamente a la meta.
    —Una meta grande —murmuró Pitt, a nadie en particular—.demasiado grande.
    Los tres hombres de la AMSN estaban a punto de subir a bordo cuando el automóvil de LeBaron se detuvo junto al dirigible. Angelo se apeó y abrió cortésmente la portezuela del otro lado. Jessie bajó del coche y se acercó; tenía un aspecto exótico, con un traje de safari y los cabellos recogidos con un brillante pañuelo, al estilo de los años treinta. Llevaba una bolsa de viaje de ante.
    — ¿Está todo listo? —dijo animadamente, pasando por su lado y empezando a subir ágilmente la escalerilla.
    Gunn dirigió una hosca mirada a Pitt.
    —No nos dijiste que íbamos a ir de picnic.
    —Tampoco me lo habían dicho a mí —dijo Pitt, mirando a Jessie, que se había vuelto al llegar a la puerta.
    —La culpa es mía —dijo Jessie—. Olvidé mencionar que soy su piloto.
    Giordino y Gunn pusieron una cara como si se hubiesen tragado un calamar vivo. La cara de Pitt tomó una expresión divertida.
    —Lo dirá en broma —dijo.
    —Raymond me enseñó a pilotar el Prosperteer —dijo ella—. He manejado más de ochenta horas los controles y tengo licencia.
    —Lo dirá en broma —repitió Pitt empezando a intrigarse.
    Giordino no le vio la gracia.
    — ¿Sabe también sumergirse, señora LeBaron?
    — ¿Con escafandra autónoma? También tengo licencia.
    —No podemos llevar a una mujer —dijo resueltamente Gunn.
    —Por favor, señora LeBaron —suplicó el jefe del personal de tierra—. No sabemos lo que le ocurrió a su marido. El vuelo puede ser peligroso.
    —Usaremos el mismo plan de comunicación que en el vuelo de Raymond —dijo ella, sin prestar atención a la advertencia—. Si encontramos algo interesante, lo transmitiremos en palabras normales. Esta vez no habrá claves.
    —Esto es ridículo —saltó Gunn.
    Pitt se encogió de hombros.
    —Pues, no lo sé. Yo voto por ella.
    — ¡No lo dirás en serio!
    — ¿Por qué no? —replicó Pitt, con una sardónica sonrisa—. Yo creo firmemente en la igualdad de derechos. Ella tiene tanto derecho a matarse como nosotros.

    El personal de tierra permaneció silencioso, como si estuviese ante un féretro, siguiendo con la mirada al viejo dirigible que se elevaba bajo los rayos del sol naciente. De pronto, la aeronave empezó a caer. Todos contuvieron el aliento cuando la rueda de aterrizaje rozó la cresta de una ola. Entonces rebotó lentamente y luchó por elevarse.
    —Arriba, pequeño, ¡arriba! —murmuró ansiosamente alguien.
    El Prosperteer se elevó a sacudidas, unos pocos metros cada vez, hasta que por fin se niveló a una altura segura. Los hombres de tierra observaron inmóviles hasta que el dirigible se convirtió en una pequeña mancha oscura sobre el horizonte. Y siguieron allí cuando se hubo perdido de vista, instintivamente silenciosos, sintiendo miedo en el fondo de sus corazones. Hoy no habría partido de balonvolea. Subieron todos al camión de mantenimiento, sobrecargando el sistema de acondicionamiento de aire y apiñándose alrededor de la radio.
    El primer mensaje llegó a las siete. Pitt explicó el motivo de la accidentada elevación. Jessie no había compensado lo bastante la falta de fuerza de sustentación ocasionada por el peso de Giordino y Gunn a bordo.
    Desde entonces hasta las catorce, Pitt mantuvo abierta la frecuencia y sostuvo un diálogo fluido, comparando sus observaciones con las que habían sido transmitidas durante el vuelo de LeBaron.
    El jefe del personal de tierra levantó el micrófono.
    —Prosperteer, aquí la casa de la Abuela. Cambio.
    —Adelante, Abuela.
    —Puede darme su última posición satélite V1KOR.
    —Roger. Lectura VIKOR H3608 por T8090.
    El jefe comprobó rápidamente la posición en una carta.
    —Prosperteer, parece que van bien. Les sitúa a cinco millas al sur de Guinchos Cay, en el Bahama Bank. Cambio.
    —Yo leo lo mismo, Abuela.
    — ¿Cómo están los vientos?
    —A juzgar por las crestas de las olas, yo diría que han subido a fuerza 6 en la escala de Beaufort.
    —Escuche, Prosperteer. La Guardia Costera ha emitido un nuevo boletín sobre Evita. Ha doblado la velocidad y girado hacia el este. Hay alarma de huracán en todas las Bahamas del sur. Si sigue el curso actual, llegará a la costa oriental de Cuba esta tarde. Repito: Evita ha girado al este y avanza en su dirección. Den por acabado su trabajo y vuelvan rápidamente a casa.
    —Lo haremos, Abuela. Ponemos rumbo a los Cayos.
    Pitt guardó silencio durante la media hora siguiente. A las catorce treinta y cinco, el jefe del personal de tierra llamó de nuevo:
    —Responda, Prosperteer. Aquí la casa de la Abuela. ¿Me reciben?
    Nada.
    El aire sofocante del interior del camión pareció enfriarse súbitamente, cuando la aprensión y el miedo asaltaron al personal. Los segundos se hicieron eternos, convirtiéndose en minutos, mientras el jefe trataba desesperadamente de comunicar con el dirigible.
    Pero el Prosperteer no respondía.
    El jefe del personal de tierra soltó el micrófono y salió del camión, pasando entre sus pasmados hombres. Corrió hacia el coche aparcado y abrió febrilmente una portezuela de atrás.
    — ¡Han desaparecido! Les hemos perdido, ¡como la última vez!
    El hombre que estaba sentado a solas en el asiento de atrás se limitó a asentir con la cabeza.
    —Continúe intentando establecer comunicación con ellos —dijo pausadamente.
    Mientras el hombre volvía corriendo a la radio, el almirante James Sandecker descolgó un teléfono de un compartimiento disimulado e hizo una llamada.
    —Señor presidente.
    —Diga, almirante.
    —Han desaparecido.
    —Comprendido. He dado instrucciones al almirante Clyde Monfort de la Fuerza Conjunta del Caribe. Ha puesto ya en estado de alerta a barcos y aviones alrededor de las Bahamas. En cuanto colguemos, le ordenaré que inicie una operación de búsqueda y salvamento.
    —Por favor, dígale a Montfort que se dé prisa. También me han informado de que el Prosperteer desapareció en un lugar donde se preveía un huracán.
    —Vuelva a Washington, almirante, y no se preocupe. Su gente y la señora LeBaron serán encontrados y recogidos dentro de pocas horas.
    —Trataré de compartir su optimismo, señor presidente. Muchas gracias.
    Si había una doctrina en la que creía Sandecker de todo corazón era: «No te fíes nunca de la palabra de un político.» Hizo otra llamada desde su automóvil.
    —Aquí el almirante James Sandecker. Quisiera hablar con el almirante Monfort.
    —En seguida, señor.
    —Jim, ¿eres tú?
    —Hola, Clyde. Me alegro de oír tu voz.
    —Caray, hace casi dos años que no nos hemos visto. ¿Qué se te ofrece?
    —Dime una cosa, Clyde. ¿Te han dado la voz de alerta para una misión de salvamento en las Bahamas?
    — ¿Dónde has oído tal cosa?
    —Rumores.
    —Para mí es una noticia. La mayor parte de nuestras fuerzas del Caribe están tomando parte de unas maniobras anfibias de desembarco en Jamaica.
    — ¿En Jamaica?
    —Un pequeño ejercicio para desentumecer los músculos y exhibir nuestra capacidad militar a los soviéticos y a los cubanos. Hace que Castro se sienta desconcertado, temiendo que vamos a invadir su isla el día menos pensado.
    — ¿Vamos a hacerlo?
    — ¿Para qué? Cuba es la mejor campaña publicitaria de que disponemos para demostrar el tremendo fracaso económico del comunismo. Además, es mejor que sean los soviéticos y no nosotros quienes tiren un millón de dólares diarios en el retrete de Castro.
    — ¿No has recibido ninguna orden de no perder de vista a un dirigible que emprendió un vuelo desde los Cayos esta mañana?
    Se hizo un ominoso silencio en el otro extremo de la línea.
    —Probablemente no debería decirte esto, Jim, pero recibí una orden verbal concerniente al dirigible. Me dijeron que mantuviese nuestros barcos y nuestros aviones lejos de los Bahama Banks y que interfiriese todas las comunicaciones procedentes de aquella zona.
    —Esta orden, ¿venía directamente de la Casa Blanca?
    —No abuses de tu suerte, Jim.
    —Gracias por haberme hablado claro, Clyde.
    —Siempre a tu disposición. Tenemos que vernos la próxima vez que yo esté en Washington.
    —Lo espero con ilusión.
    Sandecker colgó el teléfono, con el semblante enrojecido y echando chispas por los ojos.
    —Que Dios les ayude —murmuró, apretando los dientes—. Nos la han pegado a todos.


    19


    La cara suave y de pómulos salientes de Jessie estaba tensa por el esfuerzo de luchar contra las ráfagas de viento y lluvia que zarandeaban el dirigible. Se le estaban entumeciendo los brazos y las muñecas de tanto manejar las válvulas y el timón de inclinación. Con el peso añadido de la lluvia, era casi imposible mantener en equilibrio y al nivel adecuado la oscilante aeronave. Empezaba a sentir la fría caricia del miedo.
    —-Tendremos que dirigirnos a la tierra más próxima —dijo, con voz insegura—. No podré mantenerlo mucho más tiempo en el aire, con esta tormenta.
    Pitt la miró.
    —La tierra más próxima es Cuba.
    —Vale más la cárcel que la muerte.
    —Todavía no —replicó Pitt desde su asiento, a la derecha y un poco detrás de ella—. Aguante un poco más. El viento nos empujará hacia Key West.
    —Con la radio estropeada, no sabrán dónde buscarnos si tenemos que caer al mar.
    —Hubiese debido pensar en esto antes de derramar café en el transmisor y provocar un cortocircuito.
    Ella le miró. Dios mío, pensó, es para volverse loca. Él estaba mirando por la ventanilla de estribor, contemplando tranquilamente el mar con unos gemelos. Giordino estaba observando por el lado de babor, mientras Gunn leía los datos de la computadora VIKOR de navegación y marcaba su rumbo en una carta. Con frecuencia, Gunn observaba también las marcas de la aguja del gradiómetro Schonstedt, un instrumento para detectar el hierro por mediación de la intensidad magnética. Parecía como si aquellos tres hombres no tuviesen la menor preocupación en el mundo.
    — ¿No han oído lo que he dicho? —preguntó, desesperada, ella.
    —Lo hemos oído —respondió Pitt.
    —No puedo dominarlo con este viento. Es demasiado pesado. Tenemos que echar lastre o aterrizar.
    —El último saco de lastre fue arrojado hace una hora.
    —Entonces tiren esa chatarra que subieron a bordo —ordenó ella, señalando una montañita de cajas de aluminio fijadas en el suelo.
    —Lo siento. Esta chatarra, como usted la llama, puede sernos muy útil.
    —Pero estamos perdiendo altura.
    —Haga todo lo que pueda.
    Jessie señaló a través del parabrisas.
    —Esa isla a estribor es Cayo Santa María. La tierra de más allá es Cuba. Voy a poner rumbo al sur y probar suerte con los cubanos.
    Pitt se volvió, con una mirada resuelta en sus ojos verdes.
    —Fue usted quien quiso intervenir en esta misión —dijo rudamente—. Quería ser un tripulante más. Ahora aguante.
    —Emplee la cabeza, Pitt —saltó ella—. Si esperamos otra media hora, el huracán nos hará pedazos.
    —Creo que he encontrado algo —gritó Giordino. ,
    Pitt se levantó y pasó al lado de babor.
    — ¿En qué dirección?
    Giordino señaló.
    —Acabamos de pasar por encima. A unos doscientos metros a popa.
    —Y es grande —dijo Gunn excitado—. La aguja del detector se sale de la escala.
    —Gire a babor —ordenó Pitt a Jessie—. Llévenos por donde hemos venido.
    Jessie no discutió. Contagiada súbitamente del entusiasmo del descubrimiento, sintió que desaparecía su cansancio. Aceleró y viró a babor, aprovechando el viento para invertir el rumbo. Una ráfaga azotó la cubierta de aluminio, haciendo que el dirigible se estremeciese y oscilase la barquilla. Después amainó la corriente de aire y el vuelo fue más suave a partir del momento en que las ocho aletas de la cola dieron la vuelta y el viento sopló desde la popa.
    El interior de la cabina de mandos quedó en silencio como la cripta de una catedral. Gunn desenrolló la cuerda de la unidad sensible del gradiómetro hasta que pendió a ciento cincuenta metros de la panza del dirigible y rozó las crestas de las olas. Entonces volvió su atención al registro y esperó a que la aguja marcase una raya horizontal en el papel. Pronto empezó a oscilar arriba y abajo.
    —Nos estamos acercando —anunció Gunn.
    Giordino y Pitt, haciendo caso omiso del viento, se asomaron a las ventanillas. El mar estaba agitado y saltaba espuma de las crestas de las olas, dificultando la visión de las transparentes profundidades. Jessie las estaba pasando moradas, luchando con los mandos, tratando de reducir las violentas sacudidas y el balanceo del dirigible, que se comportaba como una ballena tratando de remontar los rápidos del río Colorado.
    — ¡Ya lo tengo! —gritó de pronto Pitt—. Yace en dirección de norte a sur, a unos cien metros a estribor.
    Giordino pasó al otro lado de la cabina de mandos y miró hacia abajo.
    —Sí, también yo lo veo.
    — ¿Podéis distinguir si lleva grúas? —preguntó Gunn.
    —El perfil es claro, pero no puedo distinguir los detalles. Yo diría que está a unos veinticinco metros de la superficie.
    —Más bien a treinta —dijo Pitt.
    — ¿Es el Cyclops? —preguntó ansiosamente Jessie.
    —Demasiado pronto para saberlo. —Se volvió a Gunn—. Marca la posición que indica el VIKOR.
    —Posición marcada —dijo Gunn.
    Pitt se dirigió a Jessie.
    —Muy bien, piloto, hagamos otra pasada. Y esta vez, como tendremos el viento en contra, trate de acercarse al objetivo.
    — ¿Por qué no me pide que convierta plomo en oro? —replicó ella.
    Pitt se le acercó y la besó ligeramente en la mejilla.
    —Lo está haciendo estupendamente. Aguante un poco más y la sustituiré en los mandos.
    —No adopte ese aire protector —dijo malhumoradamente ella, pero sus ojos tenían una expresión cálida y desaparecieron las arrugas provocadas por la tensión alrededor de sus labios—. Dígame solamente dónde tengo que parar el autobús.
    Muy voluntariosa, pensó Pitt. Por primera vez, sintió envidia de Raymond LeBaron. Se volvió y apoyó una mano en el hombro de Gunn.
    —Emplea el clinómetro y mira si puedes obtener la medida aproximada de sus dimensiones.
    Gunn asintió con la cabeza.
    —Así lo haré.
    —Si es el Cyclops —dijo Giordino con entusiasmo—, habrás hecho un cálculo magnífico.
    —Mucha suerte mezclada con un poco de percepción —admitió Pitt—. Esto y el hecho de que Raymond LeBaron y Buck Caesar nos encaminaron hacia la meta. El enigma es por qué se encuentra el Cyclops fuera de la ruta corriente de navegación.
    Giordino sacudió la cabeza.
    —Probablemente nunca lo sabremos.
    —Volvemos sobre el objetivo —informó Jessie.
    Gunn midió la distancia con el clinómetro y después miró a través del ocular, midiendo la longitud del oscuro objeto sumergido. Consiguió mantener fijo el instrumento, mientras Jessie luchaba denodadamente contra el viento.
    —No hay manera de medir exactamente la manga, porque es imposible verlo: el barco yace de costado —dijo, estudiando las calibraciones.
    — ¿Y la eslora? —preguntó Pitt.
    —Entre ciento setenta y ciento noventa metros.
    —No está mal —dijo Pitt, visiblemente aliviado—. El Cyclops tenía ciento ochenta metros de eslora.
    —Si bajásemos un poco más, podría conseguir medidas más exactas —dijo Gunn.
    —Otra vez, Jessie —gritó Pitt.
    —Creo que será imposible —dijo ella, levantando una mano de los mandos y señalando más allá de la ventanilla de delante—. Tenemos un comité de bienvenida.
    Su expresión parecía tranquila, casi demasiado tranquila, mientras los hombres observaban con cierta fascinación cómo aparecía un helicóptero entre las nubes, treinta metros por encima del dirigible. Durante unos segundos, pareció suspendido allí inmóvil en el cielo, como un halcón acechando a una paloma. Después aumentó de tamaño al acercarse y volar paralelamente al Prosperteer. Gracias a los gemelos, pudieron ver claramente las caras hoscas de los pilotos y dos pares de manos que empuñaban armas automáticas asomando en la puerta lateral abierta.
    —Han traído amigos —dijo brevemente Gunn.
    Estaba apuntando sus gemelos a una lancha cañonera cubana que surcaba las olas a unas cuatro millas de distancia, levantando grandes surtidores de espuma.
    Giordino no dijo nada. Arrancó las cintas que sujetaban las cajas y empezó a arrojar su contenido al suelo, con toda la rapidez que le permitían sus manos. Gunn se unió a él mientras Pitt empezaba a montar una pantalla de extraño aspecto.
    —Nos están mostrando un letrero en inglés —anunció Jessie.
    — ¿Qué dice? —preguntó Pitt, sin mirar hacia arriba.
    —«Sígannos y no empleen la radio» —leyó ella en voz alta—. ¿Qué tengo que hacer?
    —Evidentemente, no podemos usar la radio; por lo tanto, sonría y salúdeles con la mano. Esperemos que no disparen, si ven que es una mujer.
    —Yo no confiaría en eso —gruñó Giordino.
    —Y manténgase sobre el barco hundido —añadió Pitt.
    A Jessie no le gustó lo que estaba pasando dentro de la cabina de mandos. Su cara palideció ostensiblemente. Dijo:
    —Será mejor que hagamos lo que ellos quieren.
    —Que se vayan al diablo —dijo fríamente Pitt.
    Desabrochó el cinturón de seguridad de Jessie y la apartó de los mandos. Giordino levantó un par de botellas de aire y Pitt pasó rápidamente las correas por encima de los hombros de ella. Gunn le tendió una máscara, unas aletas y un chaleco.
    —Rápido —ordenó—. Póngase esto.
    Ella estaba perpleja.
    — ¿Qué están haciendo?
    —Creí que lo sabía —dijo Pitt—. Vamos a nadar un poco.
    — ¿Qué?
    Los negros ojos de gitana estaban ahora muy abiertos, menos de alarma que de asombro.
    —No hay tiempo para que el abogado defensor presente el pliego de descargo —dijo tranquilamente Pitt—. Llámelo un plan descabellado para salvar la vida y no insista. Ahora haga lo que le han dicho y tiéndase en el suelo detrás de la pantalla.
    Giordino miró dubitativamente la pantalla de una pulgada de grueso.
    —Esperemos que sirva para algo. No quisiera estar aquí si una bala le da a una botella de aire.
    —No tengas miedo —replicó Pitt, mientras los tres se ponían apresuradamente su equipo de inmersión—. Es de un plástico muy resistente. Garantizado para detener hasta un proyectil de veinte milímetros.
    Al no manejar nadie los mandos, el dirigible se desplazó hacia un lado bajo una nueva ráfaga de viento y se inclinó hacia abajo. Todos se echaron instintivamente al suelo y trataron de agarrarse a alguna parte. Las cajas que habían contenido el equipo se desperdigaron por el suelo y se estrellaron contra los asientos de los pilotos.
    No hubo vacilación ni ulteriores intentos de comunicación.
    El comandante cubano del helicóptero, creyendo que el súbito y errático movimiento del dirigible significaba que trataba de escapar, ordenó a sus hombres que abrieran fuego. Una lluvia de balas alcanzó el lado de estribor del Prosperteer desde no más de treinta metros de distancia. La cabina de mandos quedó inmediatamente hecha trizas. Los viejos cristales amarillentos de las ventanillas saltaron en añicos que se desparramaron sobre el suelo. Los mandos y el panel de instrumentos quedaron convertidos en chatarra retorcida, llenando la destrozada cabina de humo producido por los cortocircuitos.
    Pitt yacía de bruces sobre Jessie, cubierto por Gunn y Giordino, escuchando cómo los proyectiles con punta de acero repicaban contra la pantalla a prueba de balas. Entonces los tiradores del helicóptero cambiaron la puntería y dispararon contra los motores. Las capotas de aluminio fueron arrancadas y trituradas por aquel fuego devastador, hasta que se desprendieron y fueron arrastradas por la corriente de aire. Los motores tosieron y callaron, destrozadas las culatas, escupiendo aceite entre nubes de humo negro.
    — ¡Los depósitos de carburante! —gritó Jessie entre el ensordecedor estruendo—. ¡Estallarán!
    —Esto es lo que menos debe preocuparnos —le gritó Pitt al oído—. Los cubanos no emplean balas incendiarias y los depósitos están hechos de una goma de neopreno que se cierra por sí sola.
    Giordino se arrastró hacia el destrozado y revuelto montón de cajas de equipo y encontró lo que le pareció a Jessie una especie de contenedor tubular. Lo empujó delante de él en el fuertemente inclinado suelo.
    — ¿Necesitas ayuda? —aulló Pitt.
    —Si Rudi puede sujetarme las piernas...
    Su voz se extinguió. Gunn no necesitaba que le diesen instrucciones. Apoyó los pies en un mamparo y agarró con fuerza las rodillas de Giordino.
    El dirigible estaba ahora totalmente fuera de control, muerto en el aire, con el morro apuntando al mar en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Ya no le quedaba fuerza de sustentación y empezó a descender del cielo mientras los cubanos rociaban de balas la abultada e indefensa envoltura. Las aletas estabilizadoras apuntaban todavía a las nubes, pero el viejo Prosperteer estaba a las puertas de la muerte.
    No moriría solo.
    Giordino abrió el tubo, sacó un lanzador de mistes M-72 y lo cargó con un cohete de 66 milímetros. Lentamente, moviéndose con gran cautela, apoyó aquella arma que parecía un bazooka en el marco de la ventanilla rota y apuntó.
    Los asombrados hombres de la lancha cañonera, a menos de una milla de distancia, vieron cómo parecía desintegrarse el helicóptero en un enorme hongo de fuego. El ruido de la explosión sacudió el aire como un trueno, seguido de una lluvia de retorcidos metales al rojo que silbaron y despidieron vapor al tocar el agua.
    El dirigible todavía estaba suspendido allí, girando lentamente sobre su eje. El helio brotaba a chorros de las rajas del casco. Los soportes circulares del interior empezaron a romperse como palos secos. Lanzando su último suspiro, el Prosperteer se dobló sobre sí mismo, rompiéndose como una cascara de huevo, y cayó sobre las hirvientes y espumosas olas.
    Toda aquella furiosa devastación ocurrió rápidamente. En menos de veinte segundos, ambos motores fueron arrancados de sus soportes, y los que sostenían la cabina de mandos se rompieron con chasquidos de mal agüero. Como un frágil juguete arrojado a la acera por un niño destructor, los remaches estallaron y la estructura interior chirrió al desintegrarse.
    La cabina de mandos siguió hundiéndose y el agua penetró por las rotas ventanillas. Era como si una mano gigantesca apretase al dirigible hacia abajo hasta hacerle desaparecer en lo profundo. Entonces se desprendió la barquilla y cayó como una hoja muerta, arrastrando una confusa maraña de alambres y cables. Los restos de la cubierta de duraluminio siguieron después, aleteando locamente como un murciélago borracho.
    Una bandada de peces de cola amarilla escapó debajo de aquella masa que se hundía, un instante antes de chocar contra el fondo y levantar nubes de fina arena.
    Entonces todo quedó en sepulcral silencio, roto solamente por el suave gorgoteo del aire de las botellas.
    Sobre la agitada superficie, los pasmados tripulantes de la lancha cañonera empezaron a recorrer el lugar del accidente, buscando algún superviviente. Pero sólo encontraron grandes manchas de carburante y de aceite.
    El viento del huracán que se acercaba aumentó hasta fuerza 8. Las olas alcanzaron una altura de seis metros, haciendo imposible continuar la búsqueda. El capitán de la lancha no tuvo más remedio que cambiar de rumbo y dirigirse a un puerto seguro de Cuba, dejando atrás un mar turbulento y maligno.


    20


    La nube opaca de limo que cubría los destrozados restos del Prosperteer fue arrastrada lentamente por una débil corriente profunda. Pitt se levantó sobre las manos y las rodillas y miró a su alrededor, en lo que había sido la cabina de mandos. Gunn estaba sentado en el suelo, apoyando la espalda en un combado mamparo. Su tobillo izquierdo se había hinchado hasta tomar la forma de un coco, pero aspiró aire de la boquilla y levantó una mano, haciendo una V con los dedos.
    Giordino se puso en pie con un esfuerzo y se apretó suavemente el lado derecho del pecho. Un tobillo roto y probablemente unas cuantas costillas fracturadas entre los dos, pensó Pitt. Podría haber sido peor. Se inclinó sobre Jessie y le levantó la cabeza. Sus ojos parecían estar en blanco a través del cristal de la máscara, pero el suave silbido del regulador y el movimiento del pecho indicaban que la respiración era normal, aunque un poco rápida. Pasó los dedos sobre sus brazos y sus piernas y no encontró señales de fractura. Salvo una erupción de manchas negras y azules, que aumentarían en las próximas veinticuatro horas, parecía estar en buen estado. Como para tranquilizarse, Jessie alargó una mano y le apretó con fuerza el brazo.
    Pitt, satisfecho, volvió la atención a su propia persona. Todas las articulaciones funcionaban debidamente, lo mismo que los músculos, y no parecía haberse dislocado nada. Sin embargo, no había salido ileso. Un purpúreo chichón estaba creciendo en su frente, y advirtió una extraña sensación de rigidez en el cuello. Combatió esta incomodidad con el consuelo de que nadie parecía estar sangrando. Habían escapado a la muerte por un pelo, y esto era ya bastante para un día. Lo menos que podían esperar era que no les atacasen los tiburones.
    Pitt centró la atención en el problema inmediato: salir de la cabina de mandos. La puerta se había atrancado, lo cual no era extraño después de los golpes que había recibido. Se sentó en el suelo, agarró con ambas manos el combado marco y golpeó con los pies. Decir golpeó es una exageración. La presión del agua restaba empuje a sus piernas. Tuvo la impresión de que estaba tratando de hacer saltar el fondo de un enorme tarro de cola. Al sexto intento, cuando los talones y los dedos de los pies ya no podían aguantar más, el cerrojo cedió y la puerta se abrió lentamente hacia afuera.
    Giordino fue el primero en salir, envuelta la cabeza en el torbellino de burbujas de su regulador de la respiración. Alargó los brazos hacia adentro, clavó los pies en la arena, se apercibió para resistir el dolor del pecho que estaba seguro de que sentiría, y dio un fuerte tirón. Con Pitt y Gunn empujando desde dentro, un voluminoso paquete pasó difícilmente por la puerta y cayó al suelo. Después, ocho depósitos de acero, conteniendo tres metros cúbicos de aire, pasaron a las manos expectantes de Giordino.
    Dentro de la maltrecha cabina de mandos, Jessie luchaba por adaptar sus oídos a la presión del agua. La sangre zumbaba en su cabeza y sentía en ella un fuerte dolor que borraba la impresión de la caída. Se tapó la nariz y resopló furiosamente. Al quinto intento, se destaparon al fin sus oídos, y el alivio que sintió fue tan maravilloso que las lágrimas acudieron a sus ojos. Apretó los dientes sobre la boquilla y se llenó de aire los pulmones. Qué delicioso sería despertarse en su propia cama, pensó. Algo tocó su mano. Era otra mano, firme y de piel curtida. Levantó la mirada y vio los ojos de Pitt mirándola fijamente a través del cristal de la máscara; parecían fruncidos en una sonrisa. Él le indicó con la cabeza que le siguiese.
    La condujo afuera, en el vasto y líquido vacío. Ella miró hacia arriba, observando las burbujas sibilantes que ascendían en remolinos hacia la agitada superficie. A pesar de la turbulencia de ésta, había en el fondo una visibilidad de casi sesenta metros y podía ver claramente y en toda su longitud el armazón de la aeronave yaciendo a poca distancia de la cabina de mandos. Gunn y Giordino se habían perdido de vista.
    Pitt le hizo ademán de que esperase junto a los depósitos de aire y el extraño paquete. Observó la brújula que llevaba en la muñeca izquierda y se alejó nadando en aquella bruma azul. Jessie se tambaleó, ingrávida, sintiendo en la cabeza una ligera impresión de narcosis por nitrógeno. La invadió una abrumadora sensación de soledad, pero se desvaneció rápidamente al ver a Pitt que volvía. Éste le hizo señal de que le siguiese y, después, se volvió y empezó a nadar despacio. Pataleando para vencer la resistencia del agua, Jessie no tardó en alcanzarle.
    El fondo de arena blanca del mar fue sustituido por bancos de coral habitados por una gran variedad de peces de extrañas formas. Sus brillantes colores naturales eran amortiguados hasta convertirse en un gris suave, por la absorción de las partículas de agua que filtraban el rojo, el naranja y el amarillo, dejando pasar únicamente el verde y el azul. Nadaron agitando las aletas y manteniéndose a sólo una braza por encima de la fantástica y exóticamente moldeada jungla submarina, observados con curiosidad por un tropel de pequeños angelotes, orbes y peces trompeta. La divertida escena recordó a Pitt los niños que observaban los grandes globos en forma de personajes de historietas que desfilan por Broadway el Día de Acción de Gracias.
    De pronto, Jessie clavó los dedos en la pierna de Pitt y señaló hacia arriba. Allí, nadando perezosamente, a sólo veinte pies de distancia, había una bandada de barracudas. Debía haber dos centenares de ellas y ninguna medía menos de un metro de largo. Se volvieron al unísono y empezaron a dar vueltas alrededor de los submarinistas con muestras de curiosidad en sus redondos ojos. Después decidieron por lo visto que no valía la pena perder el tiempo, por Pitt y Jessie, por lo que se alejaron en un abrir y cerrar de ojos y se perdieron de vista.
    Cuando Pitt se volvió, vio cómo aparecía Rudi Gunn, saliendo de la cortina azul. Gunn se detuvo y les hizo señas de que se acercasen a toda prisa. Entonces hizo con los dedos la señal de la victoria.
    El significado estaba claro. Gunn movió vigorosamente una de las aletas y ascendió rápidamente en diagonal hasta encontrarse a unos diez metros por encima del banco de coral. Pitt y Jessie le siguieron inmediatamente.
    Habían nadado casi cien metros cuando Gunn se detuvo de pronto, invirtiendo el cuerpo en posición vertical, y alargó una mano, con un dedo ligeramente doblado, señalando como una Parca.
    Como un castillo encantado surgiendo entre la niebla de un pantano de Yorkshire, la forma fantástica del Cyclops se manifestó en la acuática penumbra, nefasta y siniestra, como si una fuerza indescriptible alentase en sus entrañas.


    21


    Pitt había visto muchos barcos naufragados y había sido el primero en inspeccionar el Titanic, pero al contemplar ahora el perdido y legendario buque fantasma, le asaltó un temor casi supersticioso. El hecho de que fuera la tumba de más de trescientos hombres aumentaba su maligna aureola.
    El barco hundido yacía sobre el costado de babor con una inclinación de unos veinticinco grados, con la proa apuntando hacia el norte. No tenía el aspecto de algo destinado a descansar en el fondo del mar, y la madre naturaleza había tendido sobre el intruso de acero un velo de sedimentos y organismos marinos.
    El casco y la superestructura estaban cubiertos de toda clase de productos del mar: esponjas, lapas, anémonas floridas, plumosos helechos marinos y largas algas que oscilaban graciosamente con la corriente como brazos de bailarinas. Salvo por la deformada proa y tres grúas desprendidas, el barco estaba sorprendentemente intacto.
    Encontraron a Giordino muy atareado raspando las adherencias de un pequeño sector debajo de la barandilla de popa. Se volvió cuando ellos se acercaron y les mostró el fruto de su trabajo. Había dejado al descubierto las letras en relieve del nombre Cyclops.
    Pitt miró la esfera naranja de su reloj sumergible Doxa. Le parecía una eternidad el tiempo transcurrido desde que el dirigible había caído, pero sólo habían pasado nueve minutos desde el momento en que habían salido nadando de la cabina de mandos. Era imperativo que conservasen el aire. Todavía tenían que registrar el barco y reservar las botellas de recambio para la descompresión. El margen de seguridad sería peligrosamente estrecho.
    Comprobó el indicador de aire de Jessie y la miró a los ojos. Parecían claros y brillantes. Ella respiraba lenta y rítmicamente. Levantó el dedo pulgar y le hizo un guiño de coquetería. Por lo visto había olvidado de momento el peligro de muerte que habían corrido en el Prosperteer.
    Pitt respondió a su guiño. Ahora la está gozando, pensó.
    Empleando señales con las manos para comunicarse, se desplegaron los cuatro en línea encima de la popa y empezaron a recorrer el barco. Las puertas de la camareta alta de popa se habían podrido y el suelo de teca estaba fuertemente carcomido. Todas las superficies llanas estaban revestidas de sedimentos que daban la impresión de una mortaja polvorienta.
    El asta de la bandera estaba desnuda; la enseña de los Estados Unidos se había desintegrado hacía tiempo. Los dos cañones de popa apuntaban hacia atrás, mudos y abandonados. Las chimeneas gemelas se alzaban como centinelas sobre los restos de ventiladores, norays y barandillas, y todavía pendían enroscados cables de las grúas. Como en un barrio de chabolas, cada pieza arruinada ofrecía refugio a los erizos de mar, cangrejos y otras criaturas marinas.
    Pitt sabía, por haber estudiado un diagrama del interior del Cyclops, que buscar en la sección de popa era una pérdida de tiempo. Las chimeneas se alzaban sobre la sala de máquinas y las dependencias de la tripulación. Si tenían que encontrar la estatua de La Dorada, lo más probable era que estuviese en el compartimiento de carga mixta, debajo del puente y del castillo de proa. Hizo ademán a los otros para que siguiesen en aquella dirección.
    Nadaron despacio y prudentemente a lo largo de la pasarela que se extendía sobre las escotillas del carbón, rodeando los grandes cubos de carga y pasando por debajo de las herrumbrosas grúas que parecían alargarse desesperadamente en busca de los rayos refractados por la superficie. Era evidente que el Cyclops había sufrido una muerte rápida y violenta. Los restos de las barcas salvavidas estaban fijados en sus pescantes y la superestructura parecía haber sido aplastada por un puño monstruoso.
    El extraño puente rectangular tomó lentamente forma en la penumbra verdeazul. Los dos pilares de sustentación del lado de estribor se habían doblado pero la inclinación del casco a babor había compensado el ángulo. En contraste con el resto del barco, el puente permanecía en un plano perfectamente horizontal.
    La oscuridad al otro lado de la puerta de la caseta del timón parecía ominosa. Pitt encendió su linterna y penetró lentamente en el interior, teniendo cuidado de no levantar el limo del suelo con sus aletas. Una luz muy débil se filtraba a través de los sucios ojos de buey del mamparo anterior. Limpió de lodo el cristal que cubría el reloj del barco. Las deslustradas saetas se habían inmovilizado en las 12,21. También examinó el gran pedestal donde se hallaba la brújula. El interior era todavía impermeable y la aguja flotaba libre en queroseno, apuntando fielmente al norte magnético. Pitt observó que el barco estaba orientado a 340 grados. En el lado opuesto al de la brújula, cubiertos por una colonia de esponjas que adquirieron un vivo color rojo bajo la luz de la linterna de Pitt, había dos objetos parecidos a postes que se elevaban del suelo y se abrían en abanico en la cima. Pitt, curioso, limpió el de babor y apareció una superficie de cristal a través de la cual pudo difícilmente leer las palabras A TODA VELOCIDAD, MEDIANA, LENTA, MUY LENTA, STOP y PAREN MÁQUINAS. Era el telégrafo del puente con la sala de máquinas. Advirtió que la saeta metálica apuntaba a TODA VELOCIDAD. Limpió el cristal del telégrafo de estribor. La aguja señalaba PAREN MÁQUINAS.
    Jessie estaba a unos tres metros detrás de Pitt cuando soltó un grito confuso que hizo que a él se le erizasen los cabellos de la nuca. Giró en redondo, pensando que tal vez se la llevaba un tiburón, pero ella estaba señalando frenéticamente un par de cosas que sobresalían del limo.
    Dos cráneos humanos, cubiertos de lodo hasta las fosas nasales, miraban a través de las cuencas vacías. Dieron a Pitt la deconcertante impresión de que le estaban observando. Los huesos de otro tripulante estaban apoyados en la base del timón, con un brazo esquelético introducido todavía entre los radios de la rueda. Pitt se preguntó si alguno de aquellos lastimosos restos podían ser los del capitán Worley.
    No había nada más que ver, por lo que Pitt condujo a Jessie fuera de la caseta del timón y por una escalera hacia los camarotes de los tripulantes y los pasajeros. Casi al mismo tiempo, Gunn y Giordino desaparecieron por una escotilla que conducía a una pequeña bodega de carga.
    La capa de limo era más fina en esta parte del barco; no más de una pulgada de grueso. La escalera llevaba a un largo pasillo con compartimientos a ambos lados. En cada uno de ellos había literas, lavabos de porcelana, efectos personales desparramados y los restos esqueléticos de sus ocupantes. Pitt perdió pronto la cuenta de los muertos. Se detuvo y añadió aire a su compensador de flotación para mantener equilibrado el cuerpo en posición horizontal. El más ligero contacto de sus aletas levantaría grandes nubes de limo cegador.
    Pitt dio una palmada en el hombro de Jessie y enfocó su linterna a un pequeño lavabo con una bañera y dos retretes. Le hizo un ademán interrogador. Ella sonrió y le dio una respuesta cómica pero negativa.
    Pitt golpeó casualmente con su linterna una tubería instalada a lo largo del techo y aquélla se apagó momentáneamente. La súbita oscuridad fue tan total y sofocante como si les hubiesen metido en un ataúd y cerrado la tapa. Pitt no tenía deseos de permanecer rodeado de oscuridad eterna dentro de la tumba del Cyclops, y volvió a encender rápidamente la linterna, revelando una colonia de esponjas de vivos colores rojo y amarillo aferradas a los mamparos del pasillo.
    Pronto se evidenció que no encontrarían indicios de La Dorada aquí. Retrocedieron por aquel pasillo de la muerte y subieron de nuevo al castillo de proa. Giordino les estaba esperando y señaló una escotilla que estaba medio abierta. Pitt se deslizó por ella, haciendo chocar sus botellas de aire con el marco, y descendió por una escalera en pésimo estado.
    Nadó en lo que parecía ser una bodega destinada a equipajes, serpenteando alrededor de los revueltos escombros en dirección a la luz irreal de la linterna de Gunn. Pasó por encima de un montón de huesos y de un cráneo que tenía la boca abierta en lo que se imaginó Pitt que era un horripilante grito de terror.
    Encontró a Gunn examinando atentamente el podrido interior de una caja grande. Los horribles restos esqueléticos de dos hombres estaban embutidos entre la caja y un mamparo.
    Por un breve instante, el corazón de Pitt palpitó de excitación y de esperanza, seguro de que habían encontrado el más inestimable tesoro de los mares. Entonces Gunn levantó la cabeza y vio Pitt una amarga desilusión pintada en sus ojos.
    La caja estaba vacía.
    Desengañados, siguieron registrando la bodega y encontraron algo sorprendente. Yaciendo en las oscuras sombras como un muñeco de goma, había un traje de buzo. Los brazos estaban extendidos, y los pies, calzados con unas botas pesadas al estilo de las de Frankenstein. Unos enmohecidos casco y peto de metal cubrían la cabeza y el cuello. Enroscado a un lado, como una serpiente muerta y gris, estaba el cordón umbilical que contenía el tubo de aire y el cable salvavidas. Estaban cortados a unos dos metros del casco.
    La capa de limo sobre el traje de buzo indicaba que yacía allí desde hacía muchos años. Pitt tomó el cuchillo que llevaba sujeto a la pantorrilla derecha y lo empleó para soltar la visera del casco. Ésta cedió lentamente al principio y después se soltó lo bastante para que pudiese arrancarla con los dedos. Entonces dirigió la luz de la linterna al interior del casco. Protegida de los estragos de la destructiva vida marina por el traje de goma y las válvulas de seguridad del casco, la cabeza conservaba todavía cabellos y restos de carne.
    Pitt y sus compañeros no eran los primeros en explorar los espantosos secretos del Cyclops. Alguien se les había anticipado y se había llevado el tesoro de La Dorada.


    22


    Pitt consultó su viejo reloj Doxa y calculó las paradas para descompresión. Añadió un minuto a cada una de ellas, como margen de mayor segundad para eliminar las burbujas de gas de la sangre y los tejidos y evitar la enfermedad de los buzos.
    Después de abandonar el Cyclops, habían cambiado las botellas de aire casi vacías por las de reserva y empezado su lenta ascensión a la superficie. A unos metros de distancia, Gunn y Giordino añadieron aire a sus compensadores de flotación para mantenerse a la profundidad debida mientras manejaban el engorroso paquete.
    Debajo de ellos, en la penumbra marina, el Cyclops yacía desolado y condenado al olvido. Antes de que pasaran otros diez años, sus enmohecidos costados empezarían a combarse hacia dentro y, un siglo más tarde, el fondo del este mar inquieto cubriría los lastimosos restos con una mortaja de limo, dejando solamente unos cuantos trozos incrustados de coral para marcar su tumba.
    Encima de ellos, la superficie era como un torbellino de azogue. En la siguiente parada de descompresión, empezaron a sentir el impulso aplastante de las enormes olas y se esforzaron en permanecer juntos en el vacío. Ni pensar en quedarse a una profundidad de seis metros. Su provisión de aire estaba casi agotada y sólo la muerte por ahogamiento les esperaba en las profundidades. No tenían más remedio que subir a la superficie y arrostrar la tempestad.
    Jessie parecía tranquila, impertérrita. Pitt se dio cuenta de que no sospechaba el peligro que correrían en la superficie. Sólo pensaba en ver de nuevo el cielo.
    Pitt miró el reloj por última vez y señaló hacia arriba con el pulgar. Empezaron a subir al unísono, agarrada Jessie a la pierna de Pitt, y cargando Gunn y Giordino con el paquete. Aumentó la luz y, cuando Pitt miró hacia arriba, se sorprendió al ver un remolino de espuma a pocos metros sobre su cabeza.
    Emergió en un seno entre dos olas y fue levantado por una enorme e inclinada pared verde que lo lanzó hacia la cresta como si fuese un juguete en una bañera. El viento zumbó en sus oídos y la espuma del mar le azotó las mejillas. Se quitó la máscara y pestañeó. El cielo del este estaba cubierto de nubes turbulentas, negras como el carbón, mientras ellos flotaban en el mar verdegris. La rapidez con que se acercaba la tormenta era extraordinaria. Parecía saltar de un horizonte al otro.
    Jessie apareció de pronto al lado de Pitt y miró con ojos muy abiertos aquellas negras nubes que se abatían sobre ellos. Escupió la boquilla.
    — ¿Qué es?
    —El huracán —gritó Pitt entre aullidos del viento—. Viene más deprisa de lo que nadie se había imaginado.
    — ¡Oh, Dios mío! —jadeó ella.
    —Suelta tu cinturón de lastre y despréndete de las botellas de aire —dijo él.
    No necesitó decir nada a los otros. Habían tirado ya su equipo y estaban abriendo el paquete. Las nubes se extendieron en lo alto y los cuatro se vieron sumergidos en un mundo crepuscular desprovisto de todo color. Estaban aturdidos por la violenta exhibición de fuerza atmosférica. El viento redobló de pronto su velocidad llenando el aire de espuma arrancada de las crestas de las olas.
    De pronto, el paquete que habían izado con tanto esfuerzo de la barquilla del Prosperteer se abrió y se convirtió en un bote hinchable, provisto de un motor fuera borda de veinte caballos, envuelto en una cubierta hermética de plástico. Giordino rodó sobre el costado, seguido de Gunn, y ambos rasgaron frenéticamente la cubierta del motor. Los furiosos vientos apartaron pronto el bote de Pitt y Jessie. La distancia empezó a aumentar con alarmante rapidez.
    — ¡El ancla! —gritó Pitt—. ¡Arrojad el ancla!
    Gunn apenas si oyó a Pitt entre el aullido del viento. Levantó un saco de lona de forma cónica, mantenido abierto por un aro de hierro y lo deslizó sobre el costado del bote. Después lo abrió con una cuerda que sujetó fuertemente a la proa. Con la resistencia del ancla, el bote giró de cara al viento y se alejó más despacio.
    Mientras Giordino trajinaba con el motor, Gunn arrojó una cuerda a Pitt, y éste la ató debajo de los brazos de Jessie. Mientras ésta era remolcada hacia el bote, Pitt nadó tras ella, rompiendo las olas sobre su cabeza. La máscara le fue arrancada y el agua salada le azotó los ojos. Redobló su esfuerzo cuando vio que la corriente se estaba llevando el bote más deprisa de lo que él podía nadar.
    Giordino metió los musculosos brazos en el agua, agarró las muñecas de Jessie y la izó con la misma facilidad que si hubiese sido una lubina. Pitt frunció los párpados hasta casi cerrarlos del todo. Sintió, más que vio, caer la cuerda sobre su hombro. Podía distinguir a duras penas la cara sonriente de Giordino asomada sobre el costado del bote, mientras tiraba de la cuerda con sus manazas. Después, yació en el fondo del oscilante bote, jadeando y pestañeando para quitarse la sal de los ojos.
    —Otro minuto y no habrías podido alcanzar la cuerda —gritó Giordino.
    —El tiempo vuela cuando uno se divierte —le gritó Pitt.
    Giordino puso los ojos en blanco al oír la jactanciosa respuesta de Pitt y volvió a trabajar en el motor.
    El peligro inmediato que les amenazaba era ahora diferente. Hasta que pudiesen arrancar el motor para que les diese cierto grado de estabilidad, una ola grande podía hacerles volcar. Pitt y Gunn arrojaron bolsas de lastre, con lo que redujeron temporalmente la amenaza.
    La fuerza del viento era infernal. Tiraba de sus cabellos y de sus cuerpos, y la espuma parecía tan abrasiva sobre su piel como la arena lanzada por un barreno. El pequeño bote hinchable se doblaba bajo la tensión del mar enfurecido y se balanceaba en manos del vendaval, pero, de algún modo, se resistía a volcar.
    Pitt se arrodilló sobre el suelo de caucho endurecido, agarrando la cuerda con una mano y volvió la espalda al viento. Después extendió el brazo izquierdo. Era un antiguo truco de marinero que siempre daba resultado en el hemisferio septentrional. La mano izquierda señalaría hacia el centro de la tormenta.
    Estaban ligeramente fuera del centro, consideró. No tendría el respiro de la relativa calma del ojo del huracán. El rumbo de éste estaba a más de cuarenta millas al noroeste. Todavía no había llegado lo peor.
    Una ola cayó sobre ellos, y después, otra; dos en rápida sucesión que habrían roto el casco de una embarcación mayor y más rígida. Pero el duro y pequeño bote neumático se sacudió el agua y volvió a la superficie como una foca juguetona. Todos consiguieron agarrarse fuerte y nadie se cayó por la borda.
    Por fin Giordino señaló que había puesto en marcha el motor. Nadie podía oírlo sobre el aullido del viento. Rápidamente, Pitt y Gunn izaron el ancla y las bolsas de lastre.
    Pitt hizo bocina con una mano y gritó al oído de Giordino:
    — ¡Navega a favor de la tormenta!
    Desviarse en un rumbo lateral era imposible. Las fuerzas combinadas del viento y el agua volcarían el bote. Poner proa a la tormenta significaría una derrota segura a la que no podrían sobrevivir. Su única esperanza era navegar en el sentido de menos resistencia.
    Giordino asintió hoscamente y aceleró. El bote se inclinó de lado al virar en un seno de las olas y adentrarse en un mar que se había vuelto completamente blanco con la espuma de la estela. Todos se aplastaron contra el suelo, a excepción de Giordino. Éste siguió sentado, con la cuerda de salvamento enrollada en un brazo y agarrando el timón del motor fuera borda con la mano libre.
    El día declinaba lentamente y al cabo de una hora sería de noche. El aire era cálido y sofocante, haciendo difícil la respiración. La pared casi sólida de agua azotada por el viento reducía la visibilidad a menos de trescientos metros. Pitt pidió la máscara a Gunn y levantó la cabeza encima de la proa. Era como estar debajo de las cataratas del Niágara, mirando hacia arriba.
    Giordino sintió una helada desesperación cuando el huracán desencadenó toda su furia a su alrededor. Que hubiesen sobrevivido hasta ahora era casi un milagro. Estaba luchando contra el mar turbulento con una especie de frenesí contenido, esforzándose desesperadamente en evitar que su endeble oasis fuese sumergido por una ola. Cambiaba constantemente la marcha, tratando de navegar justo detrás de las imponentes crestas, mirando cautelosamente por encima del hombro, a cada momento, el seno que se abría detrás de la popa en seis metros de profundidad.
    Giordino sabía que el fin estaba cerca, ciertamente a no más de una hora si tenían suerte. Sería fácil hacer girar el bote contra la tormenta y acabar de una vez. Lanzó una rápida mirada a los otros y vio una amplia sonrisa de ánimo en los labios de Pitt. Si el que había sido su amigo durante casi treinta años sentía cerca la muerte, no daba el menor indicio de ello. Pitt agitó vivamente una mano y volvió a mirar por encima de la proa. Giordino no pudo dejar de preguntarse qué estaría mirando.
    Pitt estaba estudiando las olas. Éstas eran cada vez más altas y más empinadas. Calculó la distancia entre las crestas y pensó que se estaban acercando como las filas de una formación militar que redujese la marcha.
    El fondo se estaba acercando. El oleaje los estaba lanzando a aguas menos profundas.
    Pitt aguzó la mirada para penetrar la caótica pared de agua. Poco a poco, como en el revelado de una fotografía en blanco y negro, oscuras imágenes empezaron a tomar forma. La primera que concibió su mente fue la de unos dientes manchados, molares ennegrecidos y frotados por una pasta blanca. La imagen se concretó en unas rocas oscuras, con las olas rompiendo contra ellas en fuertes y continuas explosiones de blanco. Observó cómo se elevaba el agua hacia el cielo al chocar la resaca con una nueva ola. Entonces, al calmarse momentáneamente el oleaje, descubrió un bajo arrecife que se extendía paralelamente a las rocas que formaban una muralla natural delante de una ancha playa. Tenía que ser la isla cubana de Cayo Santa María, pensó.
    Nada le costó a Pitt imaginar las probabilidades de la nueva pesadilla: cuerpos hechos trizas en el arrecife de coral o aplastados contra las melladas rocas. Enjugó la sal del cristal de la máscara y miró de nuevo. Entonces lo vio: una posibilidad entre mil de sobrevivir a aquel caos.
    Giordino lo había visto también: se trataba de un pequeño canal entre las rocas. Puso proa en aquella dirección, sabiendo que le sería más fácil enhebrar una aguja dentro de una lavadora en funcionamiento.
    En los treinta segundos siguientes, el motor fuera borda y la tormenta les hicieron avanzar cien metros. El mar hervía con una sucia espuma sobre el arrecife y la velocidad del viento aumentó, mientras los surtidores de espuma y la oscuridad hacían casi imposible la visión. La cara de Jessie palideció y su cuerpo se puso rígido. Su mirada se cruzó un instante con la de Pitt, temerosa pero confiada. Él le rodeó la cintura con un brazo y apretó con fuerza.
    Una ola grande les alcanzó como un alud. La hélice del fuera borda giró más deprisa al levantarse fuera del agua, pero su zumbido de protesta fue ahogado por el ruido ensordecedor de la rompiente. Gunn abrió la boca para gritar una advertencia, pero no brotó de ella ningún sonido. La ola se encorvó sobre el bote y cayó con fantástica fuerza. Arrancó la cuerda del brazo de Gunn, y Pitt vio que éste daba vueltas en el aire como una cometa a la que se le ha roto el cordel.
    El bote fue lanzado sobre el arrecife y sumergido en espuma. El coral rasgó el tejido de caucho y abrió las cámaras de aire; una serie de navajas de afeitar no habrían podido hacerlo con más eficacia. El grueso fondo del bote se deslizó vertiginosamente. Durante varios momentos estuvieron completamente sumergidos. Después, al fin, el fiel y pequeño bote neumático salió a la superficie y se encontraron fuera del acantilado con sólo cincuenta metros de mar abierto separándoles de las melladas rocas, que se erguían negras y mojadas.
    Gunn emergió a pocos metros de distancia, jadeando para recobrar el aliento. Pitt alargó un brazo, lo agarró por el tirante del compensador de flotación, y lo izó a bordo. El auxilio le había llegado en el momento preciso. La ola siguiente rugió sobre el arrecife como una manada de animales enloquecidos tratando de escapar del incendio de un bosque.
    Giordino continuó tercamente aferrado al motor, que seguía funcionando con la poca fuerza que podían darle sus pistones. No había que ser vidente para saber que la débil embarcación se estaba haciendo pedazos. Sólo la sostenía el aire todavía atrapado en sus cámaras.
    Estaban casi al alcance del canal entre las rocas cuando les alcanzó la ola. El seno que la precedía la empujó por la base haciendo que doblase su altura. Su velocidad aumentó al precipitarse hacia la costa rocosa.
    Pitt miró hacia arriba. Los amenazadores picos se erguían ante ellos, con el agua hirviendo alrededor de sus cimientos como en una caldera. El bote fue empujado por la ola y, durante un breve instante, Pitt creyó que podría pasar por encima del pico antes de que aquella rompiese. Pero se encorvó de pronto y se estrelló contra las rocas con el estruendo de un trueno, lanzando al maltrecho bote y a sus ocupantes al aire, en medio del torbellino.
    Pitt oyó gritar a Jessie a lo lejos. Su aturdida mente lo percibió a duras penas, y se esforzó en responder, pero entonces todo se hizo confuso. El bote cayó con tal fuerza que el motor se desprendió de su soporte y fue lanzado a la playa.
    Pitt no recordó nada después de esto. Se abrió un remolino negro y fue engullido por él.


    23


    El hombre que era la fuerza impulsora de la Jersey Colony estaba tumbado en un diván de la oficina dentro de la disimulada jefatura del proyecto. Cerró los ojos y reflexionó sobre su encuentro con el presidente en el campo de golf.
    Leonard Hudson sabía muy bien que el presidente no se estaría quieto esperando pacientemente otro contacto por sorpresa. El jefe del ejecutivo era un hombre de empuje que no dejaba nada a la suerte. Aunque las fuentes de Hudson dentro de la Casa Blanca y las agencias de información no comunicaban ningún indicio de que fuese a procederse a una investigación, estaba seguro de que el presidente estudiaba una manera de penetrar en el secreto que envolvía al «círculo privado».
    Casi podía sentir que se estaba tendiendo una red.
    Su secretaria llamó suavemente a la puerta y la abrió.
    —Disculpe que le moleste, pero el señor Steinmetz está en la pantalla y desea hablar con usted.
    —Iré en seguida.
    Hudson puso orden a sus pensamientos mientras se ataba los cordones de los zapatos. A la manera de un ordenador, archivaba un problema y planteaba otro. No le gustaba tener que pelear con Steinmetz, aunque éste estuviese a un cuarto de millón de millas de distancia.
    Eli Steinmetz era un ingeniero que superaba los obstáculos inventando una solución mecánica y construyéndola después con sus propias manos. Su talento para la improvisación era la razón de que Hudson le hubiese elegido como jefe de la Jersey Colony. Graduado con honores en Caltech, en el MIT, había supervisado la construcción de proyectos en la mitad de los países del mundo, incluida Rusia.
    Cuando el «círculo privado» le propuso construir el primer habitáculo humano en suelo lunar, Steinmetz había tardado casi una semana en decidirse, mientras su mente debatía el impresionante concepto y la asombrosa logística de semejante proyecto. Por último aceptó, pero con condiciones.
    Él y sólo él elegiría, las personas que tenían que vivir en la Luna. No habría pilotos ni astronautas famosos residentes allí. Todo vuelo espacial sería dirigido por un control de tierra o por ordenadores. Solamente se incluirían hombres cuya especial competencia fuese vital para la construcción de la base. Además de Steinmetz, los tres primeros en establecer la colonia serían ingenieros solares y estructurales. Meses más tarde, se les reunieron un doctor biólogo, un ingeniero geoquímico y un horticultor. Otros científicos y técnicos les siguieron a medida que se creyeron necesarias sus dotes especiales.
    Al principio, Steinmetz había sido considerado demasiado viejo. Tenía cincuenta y tres años cuando puso los pies en la Luna, y ahora tenía cincuenta y nueve. Pero Hudson y los otros miembros del «círculo privado» valoraban la experiencia más que la edad y nunca lamentaron su elección.
    Ahora Hudson miró a Steinmetz en la pantalla de vídeo y vio que el hombre estaba sosteniendo una botella con una etiqueta dibujada a mano. A diferencia de los otros colonos, Steinmetz no llevaba barba y se afeitaba la cabeza. Tenía la piel morena y los ojos negros. Era un judío americano de la quinta generación, pero habría pasado inadvertido en una mezquita musulmana.
    — ¿Qué te parece esto? —dijo Steinmetz—. Chateáu Lunar Chardonnay, 1989. No exactamente añejo. Sólo tuvimos uvas suficientes para hacer cuatro botellas. Hubiésemos debido permitir que las vides del invernadero madurasen otro año, pero nos impacientamos.
    —Veo que incluso has hecho una botella para ti —observó Hudson.
    —Sí, nuestra planta química piloto está ahora en pleno funcionamiento. Hemos aumentado nuestra producción hasta el punto de que podemos convertir casi dos toneladas de materiales del suelo lunar en noventa y cinco kilos de metal bastardo o doscientos treinta kilos de vidrio en quince días.
    Steinmetz parecía estar sentado a una larga mesa plana en el centro de una pequeña cueva. Llevaba una fina camisa de algodón y unos shorts deportivos.
    —Pareces estar muy fresco y cómodo —dijo Hudson.
    —Dimos prioridad a esto cuando alunizamos —dijo Steinmetz, sonriendo—. ¿Te acuerdas?
    —Sellar la entrada de la caverna y presurizar su interior de manera que pudieseis trabajar en una atmósfera confortable sin el engorro de los trajes espaciales.
    —Después de llevar aquellos malditos trajes durante ocho meses, no puedes imaginarte el alivio que fue volver a llevar ropa normal.
    —Murphy ha observado minuciosamente vuestra temperatura y dice que las paredes de la caverna están aumentando su grado de absorción de calor. Sugiere que enviéis un hombre fuera de ahí y que baje el ángulo de los colectores solares en medio grado.
    —Cuidaré de ello.
    Hudson hizo una pausa.
    —Ahora ya falta poco, Eli.
    — ¿Ha cambiado mucho la Tierra desde que me marché?
    —Todo está igual; sólo que hay más contaminación, más tráfico, más gente.
    Steinmetz se echó a reír.
    — ¿Estás tratando de convencerme para otro período de servicio, Leo?
    —Ni soñarlo. Cuando caigas del cielo, vas a ser el hombre más famoso desde los días de Lindbergh.
    —Haré que todos nuestros documentos sean empaquetados y cargados en el vehículo de transferencia lunar veinticuatro horas antes de la partida.
    —Espero que no pensarás descorchar tu vino lunar durante el viaje de vuelta a casa.
    —No; celebraremos nuestra fiesta de despedida con tiempo suficiente para eliminar todo residuo alcohólico.
    Hudson había tratado de andarse con rodeos, pero decidió que era mejor ir directamente al grano.
    —Tendréis que enfrentaros con los rusos poco antes de partir —dijo, con voz monótona.
    —Ya hemos pasado por eso —replicó con tono firme Steinmetz—. No hay motivos para creer que alunicen a menos de dos mil kilómetros de la Jersey Colony.
    —Entonces, buscadles y destruidles. Tenéis las armas y el equipo necesarios para esta expedición. Sus científicos irán desarmados. Lo último que se imaginan es un ataque por parte de hombres que ya están en la Luna.
    —Los muchachos y yo defenderemos de buen grado nuestra casa, pero no vamos a salir y matar a hombres desarmados que no sospechan ninguna amenaza.
    —Escúchame, Eli —suplicó Hudson—. Existe una amenaza, una amenaza muy grave. Si los soviéticos descubren de algún modo la existencia de la Jersey Colony, pueden ir directamente a ella. Si tú y tu gente volvéis a la Tierra menos de veinticuatro horas después de que alunicen los cosmonautas, la colonia estará desierta y todo lo que hay en ella será una presa fácil.
    —Lo comprendo igual que tú —dijo rudamente Steinmetz—, y lo aborrezco todavía más. Pero lo malo es que no podemos demorar nuestra partida. Hemos llegado al límite y lo hemos sobrepasado. No puedo ordenar a estos hombres que continúen aquí otros seis meses o un año, o hasta que tus amigos puedan enviar otra nave que nos lleve desde el espacio a un suave aterrizaje en nuestro mundo. Culpa a la mala suerte y a los rusos, que dejaron filtrar la noticia de su plan de alunizaje cuando era demasiado tarde para que alterásemos nuestro vuelo de regreso.
    —La Luna nos pertenece por derecho de posesión —arguyó irritado Hudson—. Hombres de los Estados Unidos fueron los primeros en andar sobre su suelo, y nosotros fuimos los primeros en colonizar la Luna. Por el amor de Dios, Eli, no la entregues a un puñado de ladrones comunistas.
    —Maldita sea, Leo, hay bastante Luna para todo el mundo. Además, esto no es exactamente el Jardín del Edén. Fuera de esta caverna la diferencia entre las temperaturas diurnas y las nocturnas pueden llegar a ser de hasta doscientos cincuenta grados Celsius. Dudo de que ni siquiera un casino de juego resultase atractivo aquí. Mira, aunque íos cosmonautas cayesen dentro de nuestra colonia, no encontrarían una buena fuente de información. Todos los datos que hemos acumulado los llevaremos con nosotros a la Tierra. Y lo que dejemos atrás podemos destruirlo.
    —No seas imbécil. ¿Por qué destruir lo que puede ser utilizado por los próximos colonos, unos colonos permanentes que necesitarán todas las facilidades que puedan conseguir?
    Steinmetz pudo ver, en la pantalla, el rostro enrojecido de Hudson a trescientos cincuenta y seis mil kilómetros de distancia.
    —Mi posición es clara, Leo. Defenderemos Jersey Colony en caso necesario, pero no esperes que matemos a cosmonautas inocentes. Una cosa es disparar contra una sonda espacial no tripulada y otra muy distinta asesinar a otro ser humano por llegar a un suelo que tiene perfecto derecho a pisar.
    Hubo un tenso silencio después de esta declaración, pero Hudson no había esperado menos de Steinmetz. Éste no era cobarde, sino todo lo contrario. Hudson había oído hablar de sus muchas peleas y riñas. Podía ser derribado, pero cuando se levantaba y hervía de furor, podía luchar como diez demonios encarnados.
    Los que narraban sus hazañas habían perdido la cuenta de los clientes de tabernas a quienes había vapuleado. Hudson rompió el silencio.
    — ¿Y si los cosmonautas soviéticos alunizan dentro de un radio de cincuenta kilómetros? ¿Creerás entonces que quieren ocupar Jersey Colony?
    Steinmetz rebulló en su silla de piedra, reacio a someterse.
    —Tendremos que esperar a verlo.
    —Nadie ganó una batalla poniéndose a la defensiva —le amonestó Hudson—. Si alunizan a poca distancia y dan muestras de querer avanzar sobre la colonia, ¿aceptarás un compromiso y atacarás?
    Steinmetz inclinó la afeitada cabeza.
    —Ya que insistes en ponerme entre la espada y la pared, no me dejas alternativa.
    —En esto se juega demasiado —dijo Hudson—. Desde luego, no puede elegir.


    24


    La niebla se despejó en el cerebro de Pitt y, uno a uno, sus sentidos volvieron a la vida como luces de un tablero electrónico. Se esforzó en abrir los ojos y fijarlos en el objeto más próximo. Durante medio minuto contempló la piel arrugada de su mano izquierda y, después, la esfera naranja de su reloj sumergible, como si fuese la primera vez que la viese.
    A la débil luz del crepúsculo, las saetas fluorescentes marcaban las seis y treinta y cuatro. Sólo habían pasado dos horas desde que habían escapado de la arruinada cabina de control. Más bien parecía una eternidad, y todo era irreal.
    El viento seguía aullando, viniendo del mar con la velocidad de un tren expreso, y la espuma de las olas combinada con la lluvia le azotaba la espalda. Trató de incorporarse sobre las manos y las rodillas, pero tuvo la impresión de que sus piernas estaban sujetadas por cemento. Se volvió y miró hacia abajo. Estaban medio enterradas en la arena por la acción excavadora del reflujo.
    Pitt yació allí unos momentos más, recobrando fuerzas, como un pecio arrojado a la playa. Las rocas se alzaban a ambos lados de él, como casas flanqueando un callejón. Su primera idea realmente consciente fue que Giordino había conseguido pasar a través del ojo de aguja en la barrera rocosa.
    Entonces, entre los aullidos del viento, pudo oír que Jessie llamaba débilmente. Sacó las piernas y se puso de rodillas, balanceándose bajo el vendaval, escupiendo el agua salada que se había introducido en su nariz, en su boca y en su garganta.
    Medio a rastras, medio andando a tropezones sobre la pegajosa arena, encontró a Jessie sentada, aturdida, con los cabellos lacios sobre los hombros, y la cabeza de Gunn descansando en su falda. Le miró con ojos absortos que se abrieron de pronto con inmenso alivio.
    —Oh, gracias a Dios —murmuró, y la tormenta ahogó sus palabras.
    Pitt le rodeó los hombros con los brazos y le dio un apretón tranquilizador. Después volvió su atención a Gunn.
    Estaba medio inconsciente. El tobillo roto se había hinchado como una pelota de fútbol. Tenía una fea herida en la cabeza, por encima de la línea de los cabellos, y arañazos en todo el cuerpo producidos por el coral, pero estaba vivo y su respiración era honda y regular.
    Pitt hizo pantalla con la mano y observó la playa. Giordino no aparecía por ninguna parte. Al principio, Pitt se negó a creerlo. Transcurrieron los segundos y permaneció como paralizado, inclinando el cuerpo contra el viento, mirando desesperadamente a través de la torrencial oscuridad. Vio un destello anaranjado en la curva de una ola que acababa de romper, e inmediatamente lo reconoció como los restos del bote hinchable. Era presa de la resaca, que lo llevaba mar adento, para ser empujado de nuevo por la ola siguiente.
    Pitt entró en el agua hasta las caderas, olvidando las olas que rompían a su alrededor. Buceó debajo de la maltrecha embarcación y extendió las manos, tanteando a un lado y otro como un ciego. Sus dedos sólo encontraban tela desgarrada. Impulsado por una profunda necesidad de estar absolutamente seguro, empujó el bote hacia la playa.
    Una ola grande le pilló desprevenido y le golpeó la espalda. De alguna manera, consiguió mantenerse en pie y arrastrar el bote hasta aguas poco profundas. Al disolverse y alejarse la capa de espuma, vio un par de piernas que salían de debajo del arruinado bote. La impresión, la incredulidad y una fantástica resistencia a aceptar la muerte de Giordino pasaron por su mente. Frenéticamente, olvidando la fuerza del huracán, acabó de rasgar los restos del bote hinchable y vio que el cuerpo de Giordino flotaba de pie, con la cabeza metida dentro de una cámara de flotación. Pitt sintió primero esperanza y después un optimismo que le sacudió como un puñetazo en el estómago.
    Giordino podía estar todavía vivo.
    Pitt arrancó el revestimiento interior y se inclinó sobre la cara de Giordino, temiendo en lo más hondo que estuviese azul y sin vida. Pero tenía color y respiraba entrecortada y superficialmente; pero respiraba. El pequeño y musculoso italiano había sobrevivido increíblemente gracias al aire encerrado en la cámara de flotación.
    Pitt se sintió súbitamente agotado hasta la médula de los huesos. Agotado emocional y físicamente. Se tambaleó cuando una ráfaga de viento trató de derribarle. Sólo la firme resolución de salvar a todos le mantuvo en pie. Poco a poco, con la rigidez impuesta por miles de cortes y contusiones, pasó los brazos por debajo de Giordino y cargó con él. El peso muerto de los ochenta y cinco kilos de Giordino parecía una tonelada.
    Gunn había vuelto en sí y estaba acurrucado junto a Jessie. Miró interrogadoramente a Pitt, que estaba luchando contra el viento bajo el cuerpo inerte de Giordino.
    —Tenemos que encontrar un sitio donde resguardarnos —gritó Pitt, con voz enronquecida por el agua salada—. ¿Puedes andar?
    —Yo le ayudaré —gritó Jessie, en respuesta.
    Ciñó con ambos brazos la cintura de Gunn, afirmó los pies en la arena y lo levantó.
    Jadeando por el peso de su carga, Pitt se dirigió a una hilera de palmeras que flanqueaban la playa. Cada seis o siete metros miraba hacia atrás. Jessie, de alguna manera, había conservado su máscara, de modo que era la única que podía mantener los ojos abiertos y ver claramente delante de ellos. Sostenía casi la mitad del peso de Gunn, mientras éste cojeaba a su lado, cerrados los ojos contra la punzante arena y arrastrando el pie hinchado.
    Llegaron hasta los árboles, pero éstos no les resguardaron del huracán. El vendaval doblaba las copas de las palmeras hasta casi tocar el suelo, y sus hojas se desgarraban como papel en una máquina trituradora. Algunos cocos eran arrancados de sus racimos y caían con la velocidad y la peligrosidad de proyectiles de cañón. Uno de ellos rozó el hombro de Pitt, rasgando su piel desnuda. Era como si corriesen por la tierra de nadie en un campo de batalla.
    Pitt mantenía la cabeza gacha e inclinada a un lado, observando el suelo directamente delante de él. De pronto se encontró delante una cerca de cadenas. Jessie y Gunn llegaron junto a él y se detuvieron. Pitt miró a derecha e izquierda, pero no vio ninguna abertura y estaba rematada por alambre espinoso inclinado en un fuerte ángulo. Pitt vio también un pequeño aislador de porcelana y comprendió que las cadenas estaban electrizadas.
    — ¿Hacia donde iremos? —gritó Jessie.
    —Guíanos tú —le gritó Pitt al oído—. Ya apenas veo nada.
    Ella señaló con la cabeza hacia la izquierda y echó a andar, con Gunn cojeando a su lado. Avanzaron tambaleándose, azotados a cada paso por la fuerza implacable del viento.
    Diez minutos más tarde, habían avanzado solamente cincuenta metros. Pitt no podía aguantar mucho más. Tenía los brazos entumecidos y casi no podía sostener a Giordino. Cerró los ojos y empezó a contar los pasos a ciegas, rozando la verja con el hombro para andar en línea recta, convencido de que el huracán tenía que haber cortado la corriente eléctrica.
    Oyó que Jessie gritaba algo y entreabrió un ojo. Ella señalaba enérgicamente hacia delante. Pitt se puso de rodillas, tendió delicadamente el cuerpo de Giordino en el suelo y miró más allá de Jessie. Una palmera había sido arrancada de raíz por ei furioso viento y arrojada al aire como una monstruosa jabalina, y el árbol había caído sobre la cerca, aplastándola contra la arena.
    Con espantonsa rapidez, cerró la noche y el cielo se volvió negro como el carbón. Pasaron a ciegas sobre la aplastada valla, como zánganos aturdidos, impulsados por el instinto y por una disciplina interior que les prohibía tumbarse en el suelo y darse por vencidos. Jessie llevaba la delantera, cojeando. Pitt había cargado a Giordino sobre sus hombros y asía con una mano la pretina del pantalón de baño de Gunn, no tanto para apoyarse como para no separarse de él.
    Cien metros, otros cien, y, de pronto, Gunn y Jessie parecieron hundirse como si se los tragase la tierra. Pitt soltó a Gunn y cayó hacia atrás, gruñendo cuando todo el peso de Giordino le aplastó el pecho e hizo que se escapara todo el aire de sus pulmones. Después logró salir de debajo de Giordino y alargó una mano en la oscuridad hasta que encontró un vacío.
    Jessie y Gunn habían caído por una abrupta pendiente de tres metros a un camino que discurría en el fondo. Pudo distinguir vagamente sus formas amontonadas allá abajo.
    — ¿Os habéis hecho daño?
    —Estábamos ya tan doloridos que no sabríamos decirlo.
    La voz de Gunn era amortiguada por el vendaval, pero no tanto como para que Pitt no advirtiese que brotaba de entre unos dientes apretados.
    — ¿Jessie?
    —Estoy bien..., me parece.
    — ¿Puedes echarme una mano con Giordino?
    —Lo intentaré.
    —Bájalo —dijo Gunn—. Ya nos arreglaremos.
    Pitt arrastró el cuerpo flaccido de Giordino hasta el borde de la pendiente y le bajó sosteniéndole de los brazos. Los otros le sujetaron las piernas hasta que Pitt pudo deslizarse junto a ellos y aguantar la mayor parte del peso. Una vez tendido Giordino cómodamente en el suelo, Pitt miró a su alrededor y examinó el terreno.
    El profundo camino constituía un refugio contra la fuerza del viento. La tempestad de arena había cesado y Pin pudo al fin abrir los ojos. El camino estaba cubierto de conchas aplastadas y apretadas y parecía ser poco utilizado. No se veía ninguna luz en parte alguna, lo cual no era de extrañar, habida cuenta de que todos los habitantes del sector debían de haber evacuado la zona próxima a la costa antes de que llegase con toda su fuerza el huracán.
    Tanto Jessie como Gunn estaban casi agotados; su respiración era entrecortada y jadeante. Pitt se dio cuenta de que también él respiraba deprisa y fatigosamente, y de que su corazón latía como un motor a pleno rendimiento. Exhaustos y maltrechos como estaban, todavía parecía un paraíso yacer detrás de una barrera que reducía a la mitad la fuerza del vendaval, pensó Pitt.
    Dos minutos más tarde, Giordino empezó a gemir. Le incorporaron despacio y miró a su alrededor, sin ver nada.
    —Jesús, qué oscuro está todo —murmuró para sí, mientras su mente salía a rastras de una niebla espesa.
    Pitt se arrodilló a su lado y dijo:
    —Bienvenido al país de los muertos que andan.
    Giordino levantó la mano y tocó la cara de Pitt en la oscuridad.
    — ¿Dirk?
    —En carne y hueso.
    — ¿Y Jessie y Rudi?
    —Los dos están aquí.
    — ¿Dónde es aquí?
    —Más o menos a una milla de la playa. —Pitt no se tomó el trabajo de explicarle cómo habían sobrevivido en la rompiente ni cómo habían llegado a aquel camino. Habría tiempo para esto—. ¿Dónde te has lastimado?
    —En todo el cuerpo. Siento como si me ardiese la caja torácica. Creo que me he dislocado el hombro izquierdo; una pierna me duele como si tuviese descoyuntada la rodilla, y siento unos latidos infernales en la base del cráneo, junto al cuello. —Lanzó un juramento—. ¡Maldita sea, lo eché todo a perder! Creí que podríamos pasar entre las rocas. Perdonad mi fracaso.
    — ¿Me creerías si te dijese que todos seríamos pasto de los peces de no haber sido por ti? —Pitt sonrió y después palpó suavemente la rodilla de Giordino, sacando la conclusión de que tenía un ligamento roto. Después prestó atención al hombro—. No puedo hacerte nada en las costillas, la rodilla ni la cabeza, pero tienes el hombro dislocado, y, si quieres, creo que te lo puedo volver a poner en su sitio.
    —Esto me recuerda lo que me hacías cuando jugábamos a fútbol en el Instituto. El médico del equipo se ponía furioso. Decía que debías dejar que lo hiciese él.
    —Porque era un sádico —dijo Pitt, agarrando el brazo de Giordino—. ¿Preparado?
    —Adelante, arráncame el brazo.
    Pitt dio un tirón y el hueso volvió a su sitio con un chasquido perfectamente audible. Giordino lanzó un gemido que se convirtió inmediatamente en un suspiro de alivio. Pitt buscó en la oscuridad, por el lado del camino, hasta que encontró una rama gruesa que había sido arrancada de un pequeño pino, y se la dio a Gunn para que la emplease como cayado, en vez de una muleta. Jessie asió a Gunn de un brazo para que mantuviese el equilibrio, mientras Pitt levantaba a Giordino sobre su pierna sana y le sujetaba con un brazo alrededor de la cintura.
    Esta vez fue Pitt quien tomó la delantera, lanzando mentalmente una moneda al aire y caminando hacia la derecha, sin separarse de la alta pared para resguardarse de los continuos ataques de la tormenta. Ahora la marcha era más fácil. No había una gruesa capa de arena donde se hundiesen sus pies, ni árboles caídos con los que pudiesen tropezar, ni siquiera el tormento de la lluvia impulsada por el viento, pues la alta pared hacía que pasara sobre sus cabezas. Sólo veían el camino que se adentraba en la turbulenta oscuridad.
    Al cabo de una hora, Pitt calculó que habrían caminado más o menos un kilómetro. Estaba a punto de decir que se detuviesen para descansar, cuando Giordino se irguió de pronto y se detuvo tan inesperadamente que perdió el apoyo de Pitt y cayó al suelo.
    — ¡Barbacoa! —gritó—. ¿No lo oléis? Alguien está asando carne de buey.
    Pitt husmeó el aire. El aroma era débil pero inconfundible. Levantó a Giordino y siguió adelante. El olor a carne asada sobre carbón se hizo más fuerte a cada paso. Al cabo de unos cincuenta metros encontraron una maciza puerta de hierro cuyos barrotes habían sido forjados en forma de delfines. Una pared coronada por vidrios rotos se extendía a ambos lados y, en uno de éstos, se hallaba la caseta del guarda. Como era de esperar, con el tiempo que hacía, no había nadie en ella.
    La verja, de más de cuatro metros de altura, se erguía hacia el cielo de ébano y estaba cerrada, pero las puertas exterior e interior de la caseta del guarda estaban abiertas, y las cruzaron.
    A poca distancia de allí, el camino terminaba en un paseo circular que pasaba delante de lo que, en la tormentosa oscuridad, parecía ser un montículo, pero que, al acercarse ellos, se convirtió en una estructura parecida a un castillo cuyos tejado y tres costados estaban recubiertos de tierra arenosa y protegidos con palmitos y arbustos propios del lugar. Solamente la fachada del edificio permanecía descubierta, desnuda y sin ventanas y con sólo una enorme puerta de caoba artísticamente tallada con peces de tamaño natural.
    —Me recuerda un templo egipcio enterrado —dijo Gunn.
    —Si no fuese por la puerta adornada —dijo Pitt—, yo diría que es una especie de depósito de pertrechos militares.
    Jessie les sacó de su error.
    —Una casa acondicionada. La tierra es un aislante ideal de las temperaturas y la humedad. Es el principio que se empleaba en las casas de la primitiva pradera americana. Yo conozco a un arquitecto especializado en diseñarlas.
    —Parece deshabitada —observó Giordino.
    Pitt probó el pomo de la puerta. La puerta cedió. Pitt empujó y abrió. El olor a comida llegó de alguna parte del oscuro interior.
    —No huele a deshabitada —dijo Pitt.
    El vestíbulo estaba pavimentado con baldosas de dibujo español e iluminado por varias velas grandes colocadas en un alto candelero. Las paredes eran de bloques tallados de piedra negra de lava y la única decoración era una horrible pintura de un hombre ensartado en los colmillos de un monstruo marino en forma de serpiente. Entraron y Pitt cerró la puerta a sus espaldas.
    Por alguna extraña razón, el aullido de la tempestad y la fatigosa respiración de los intrusos parecían aumentar el silencio mortal de la casa.
    — ¿Hay alguien aquí? —gritó Pitt.
    Repitió otras dos veces la pregunta, pero la única respuesta fue un silencio misterioso. Un oscuro corredor les atraía, pero Pitt vaciló. Percibió otro olor. A humo de tabaco. Más fuerte que el gas casi letal producido por los cigarros del almirante Sandecker. Pitt no era experto en la materia, pero sabía que los cigarros caros apestaban más que los baratos. Sospechó que el humo procedía de un habano de alta calidad.
    Se volvió a los otros.
    — ¿Qué opináis?
    — ¿Tenemos otra alternativa? —preguntó, aturdido, Giordino.
    —Dos —respondió Pitt—. Podemos salir de aquí mientras podamos, y desafiar al huracán. Después, cuando empiece a amainar, podemos tratar de robar una barca y volver a Florida...
    —O entregarnos a los cubanos —le interrumpió Gunn.
    —Así está la cosa.
    Jessie sacudió la cabeza y le miró con ojos tiernos.
    —No podemos volver atrás —dijo pausadamente y sin sombra de miedo—. La tormenta puede tardar días en amainar y ninguno de nosotros está en condiciones de sobrevivir cuatro horas más. Yo propongo que corramos el riesgo con el Gobierno de Castro. Lo peor que puede hacernos es meternos en la cárcel hasta que el Departamento de Estado negocie nuestra liberación.
    Pitt miró a Gunn.
    — ¿Qué dices tú, Rudi?
    —Estamos destrozados, Dirk. Lo que dice Jessie es lógico.
    — ¿Y tú qué opinas, Al?
    Giordino se encogió de hombros.
    —Si tú lo dices, amigo, volveré nadando a los Estados Unidos. —Y Pitt supo que lo decía en serio—. Pero la verdad es que no podemos aguantar mucho más. Lamento decirlo, pero creo que deberíamos arrojar la toalla.
    Pitt les miró y pensó que no habría podido tener un equipo mejor para enfrentarse a una situación desagradable, y no hacía falta ser vidente para saber que las cosas iban a ser ciertamente muy desagradables.
    —Está bien —dijo, con una triste sonrisa—. Vamos a interrumpirles la fiesta.
    Echaron a andar por el pasillo y pronto pasaron por debajo de un arco que se abría a un vasto cuarto de estar decorado con antigüedades españolas. Tapices gigantes pendían de las paredes, representando galeones que navegaban en mares crepusculares o eran arrojados implacablemente contra los arrecifes por furiosas tormentas. El mobiliario tenía un aire náutico; la habitación estaba iluminada por antiguas linternas de barco, de cobre y cristal coloreado. La chimenea resplandecía con un fuego que calentaba la habitación hasta una temperatura de invernadero.
    No se veía un alma en parte alguna.
    —Horrible —murmuró Jessie—. Nuestro anfitrión tiene un gusto espantoso para la decoración.
    Pitt levantó una mano, pidiéndole silencio.
    —Voces —dijo suavemente—. Vienen de aquel otro arco, entre las dos armaduras.
    Pasaron a otro corredor, que estaba débilmente iluminado por candelabros a intervalos de diez pies. El ruido de risas y palabras confusas, de voces tanto masculinas como femeninas, se hizo más fuerte. Una luz se filtraba por debajo de una cortina, delante de ellos. Esperaron un segundo y, después, corrieron la cortina a un lado y entraron.
    Se encontraron en un largo comedor ocupado por casi cuarenta personas, que interrumpieron sus conversaciones y se quedaron mirando a Pitt y a sus acompañantes con la pasmada expresión de un grupo de campesinos en su primer encuentro con extraterrestres.
    Las mujeres vestían elegantes trajes de noche, mientras'que la mitad de los hombres iban de smoking y la otra mitad vestía uniforme militar. Varios criados que servían la mesa se quedaron petrificados como personajes de una película súbitamente encallada. El pasmado silencio era tan espeso como una manta de lana. Parecía una escena tomada de un melodrama de Hollywood de principio de los años treinta.
    Pitt se dio cuenta de que él y sus amigos debían tener un aspecto muy extraño. Empapados en agua, con la ropa sucia y hecha jirones, contusa y rasgada la piel, con huesos rotos y músculos distendidos. Con los cabellos pegados a la cabeza, debían parecer ratas ahogadas y lanzadas a la orilla de un río contaminado.
    Pitt miró a Gunn y dijo:
    — ¿Cómo se dice «Perdonen la intromisión» en español?
    —No tengo la menor idea. Sólo estudié francés en el colegio.
    Entonces vio Pitt que la mayoría de los hombres de uniforme eran altos oficiales soviéticos. Sólo uno parecía ser cubano.
    Jessie estaba en su elemento. A Pitt le pareció majestuosa, incluso con su vestido de safari hecho jirones.
    —Alguno de ustedes, caballeros, ¿quiere ofrecerle una silla a una dama? —preguntó ella.
    Antes de que recibiese respuesta, diez hombres con metralletas rusas entraron en la habitación y les rodearon, impávidos como esfinges y apuntando con sus armas a los cuatro. Tenían los ojos helados y los labios apretados. Pitt se dio perfecta cuenta de que habían sido adiestrados para matar cuando se lo ordenasen.
    Giordino, parecía un hombre atropellado por un camión de basura, se irguió fatigosamente en toda su estatura y miró atrás.
    — ¿Viste alguna vez tantas caras sonrientes? —preguntó con naturalidad.
    —No —dijo Pitt, iniciando una malévola sonrisa—. No desde Little Big Horn.
    Jessie no les oyó. Como en trance, se abrió paso entre los guardias y se detuvo cerca de la cabecera de la mesa, mirando a un hombre alto y de cabellos grises, vestido de etiqueta, que la miró a su vez con asombro e incredulidad.
    Ella se echó atrás los mojados y revueltos cabellos y adoptó una sofisticada actitud felina. Después, dijo en voz suave y autoritaria.
    —Por favor, Raymond, sirve a tu esposa un vaso de vino.


    25


    Hagen viajó veinticinco kilómetros al este de Colorado Springs por la Autopista 94, hasta Enoch Road. Entonces torció a la derecha y llegó a la entrada principal del Centro Unificado de Operaciones Espaciales.
    Había costado dos mil millones de dólares, ocupaba una superficie de doscientas cincuenta hectáreas y el personal se componía de cinco mil hombres, entre militares y paisanos. Controlaba todos los vuelos de vehículos y transbordadores espaciales, así como los programas de escucha de satélites. Toda una comunidad aeroespacial crecía alrededor del Centro, cubriendo cientos de hectáreas con zonas residenciales, instalaciones científicas e industriales, plantas manufactureras y de alta tecnología, y pistas de prueba para la Fuerza Aérea. En menos de diez años, la que había sido una tierra de pastos, habitada por pequeñas manadas de ganado, se había convertido en la «Capital Espacial del Mundo».
    Hagen mostró su tarjeta de identificación de seguridad, condujo hacia el aparcamiento y se detuvo delante de una entrada lateral del enorme edificio. No se apeó del coche, sino que abrió su cartera y sacó su gastado bloc de notas. Lo abrió por una página donde había tres nombres y añadió un cuarto.
    Raymond LeBaron...........Paradero desconocido.
    Leonard Hudson ............ídem.
    Gunnar Eriksen.............ídem.
    General Clark Fisher.........Colorado Springs.
    La llamada de Hagen al Drake Hotel, desde el laboratorio Pattenden, había alertado a su viejo amigo del FBI, que había localizado el número de Anson Jones como el de un teléfono secreto de la residencia de un oficial de la Base Peterson de la Fuerza Aérea, en las afueras de Colorado Springs. La casa estaba ocupada por el general de cuatro estrellas Clark Fisher, jefe del Mando Espacial Militar Conjunto.
    Haciéndose pasar por inspector de la campaña contra insectos nocivos, Hagen había podido recorrer la casa con permiso de la esposa del general. Afortunadamente para él, ésta lo consideró como llovido del cielo para poder quejarse de un ejército de arañas que habían invadido su vivienda. Él la escuchó atentamente y le prometió combatir los insectos con todas las armas de que disponía. Después, mientras ella trajinaba con la cocinera, probando una nueva receta de gambas salteadas con albaricoques, Hagen registró el despacho del general.
    Su búsqueda reveló solamente que Fisher daba mucha importancia a la seguridad. Hagen no encontró nada en los cajones, los archivos o lugares ocultos que pudiesen resultar interesantes para un agente soviético o para él mismo. Decidió esperar a que el general diese por terminada su jornada de trabajo y registrar entonces su despacho en el Centro Espacial. AI salir por la puerta de atrás, la señora Fisher estaba hablando por teléfono y se limitó a despedirle con un ademán. Hagen se detuvo un momento y oyó que le decía al general que, cuando volviese a casa, hiciese una parada para comprar una botella de jerez.
    Hagen guardó el bloc en la cartera y sacó de ésta una lata de Coca Cola sin calorías y un grueso bocadillo de salame con pepinillos cortados, envuelto en un papel encerado y con el nombre del establecimiento impreso en ambos lados. La temperatura de Colorado había refrescado considerablemente después de ponerse el sol detrás de las montañas Rocosas. La sombra de Pike's Peak se extendió sobre los llanos, cubriendo con su oscuro velo el paisaje.
    Hagen no advirtió la belleza escénica que se desplegaba ante él a través del parabrisas. Le inquietaba demasiado el hecho de no tener un firme control sobre ningún miembro del «círculo privado». Tres de los nombres de su lista permanecían ocultos, Dios sabía dónde, y al cuarto debía considerarlo inocente mientras no se probase lo contrario. Solamente un número de teléfono y su instinto le hacían sospechar que Fisher intervenía en la conspiración de Jersey Colony. Tenía que estar absolutamente seguro, y, más importante aún, necesitaba desesperadamente una pista que le condujese al hombre siguiente.
    Hagen interrumpió sus reflexiones al fijar la mirada en el espejo retrovisor. Un hombre con uniforme azul de oficial salía por la puerta lateral, que mantenía abierta un sargento de cinco galones, o comoquiera que llamase la Fuerza Aérea a sus suboficiales en aquellos días. El oficial era alto, de constitución atlética, llevaba cuatro estrellas en las hombreras y era muy apuesto, al estilo Gregory Peck. El sargento le acompañó hasta un coche azul de la Fuerza Aérea y abrió rápidamente la portezuela de atrás.
    Algo en aquella escena disparó un resorte en la mano de Hagen. Se irguió en su asiento y se volvió para mirar osadamente por la ventanilla. Fisher se estaba inclinando para entrar en la parte de atrás de su automóvil y sostenía una cartera. Era esto lo que le había llamado la atención. No sostenía la cartera por el asa como hubiese parecido normal. Fisher la agarraba como una pelota de rugby, debajo del brazo y contra el costado del pecho.
    Hagen no tuvo reparo en cambiar el plan que había proyectado cuidadosamente. Improvisó en el acto, olvidando rápidamente el registro del despacho de Fisher. Si su súbita inspiración no daba resultado, siempre podría volver atrás. Puso en marcha el motor y cruzó la zona de aparcamiento detrás del coche del general.
    El chófer de Fisher llegó a la encrucijada y giró hacia la Autopista 94 con el semáforo en ámbar. Hagen se detuvo, hasta que menguó el tráfico. Entonces cruzó en rojo y aceleró hasta acercarse lo bastante al automóvil azul de la Fuerza Aérea como para distinguir la cara del chófer a través del espejo retrovisor. Mantuvo esta posición, para ver si se producía algún contacto visual. No se produjo ninguno. El sargento no era receloso y no comprobaba si le seguían. Hagen presumió con razón que aquel hombre no había sido instruido sobre tácticas defensivas contra un posible ataque terrorista.
    Después de una ligera curva de la autopista, aparecieron las luces de un centro comercial. Hagen miró su velocímetro. El sargento viajaba a cinco millas por debajo de la velocidad máxima autorizada. Hagen cambió de carril y lo adelantó. Aceleró ligeramente y después redujo la marcha para entrar en la desviación que conducía al centro comercial, apostando a que en una de las tiendas venderían licores y a que el general Fisher no habría olvidado el encargo de su esposa de que comprase una botella de jerez.
    El coche de la Fuerza Aérea pasó de largo.
    — ¡Maldición! —murmuró Hagen.
    Entonces se le ocurrió pensar que cualquier militar de servicio habría comprado el licor en la cantina de su base, donde lo vendían mucho más barato que en las tiendas.
    Fue detenido unos segundos por una mujer que trataba de salir marcha atrás de su plaza en el parking. Cuando al fin pudo pasar, salió de nuevo a gran velocidad a la carretera. Afortunadamente, el coche de Fisher se había encontrado con un semáforo en rojo en el primer cruce y Hagen pudo alcanzarlo y adelantarlo de nuevo.
    Pisó el acelerador a fondo, tratando de aumentar lo más posible la distancia entre los dos vehículos. Al cabo de dos kilómetros, giró hacia la estrecha carretera que conducía a la puerta principal de la Base Peterson de las Fuerzas Aéreas. Mostró su tarjeta de identificación al policía militar que permanecía rígido junto a la puerta, llevando un casco blanco, un pañuelo de seda del mismo color y una funda negra de cuero que contenía un revólver con culata de nácar.
    — ¿Dónde está la cantina? —preguntó Hagen. El policía señaló y dijo:
    —Recto hasta la segunda señal de stop. Entonces gire a la izquierda hacia el depósito de agua. Un gran edificio gris. No puede dejar de verlo.
    Hagen le dio las gracias y arrancó en el momento en que el coche de Fisher se detenía detrás de él y era inmediatamente autorizado para cruzar la puerta. Tomándose tiempo, se mantuvo dentro del límite de velocidad de la base y entró en el parking de la cantina con sólo veinte metros de ventaja sobre Fisher. Se detuvo entre un Jeep Wagoneer y una camioneta Dodge con una caravana que ocultaba casi por entero a su coche. Salió de detrás del volante, apagando las luces pero conservando el motor en marcha.
    El automóvil del general se había detenido, y Hagen se le acercó pausadamente y en línea recta, preguntándose si Fisher se apearía para comprar el jerez o enviaría al sargento a cumplir el encargo.
    Hagen sonrió para sí. Hubiese debido saberlo. Desde luego, el general envió al sargento.
    Hagen llegó al automóvil casi en el mismo momento en que el sargento entraba en la cantina. Miró rápidamente a su alrededor, para ver si alguna persona que estuviera esperando en un coche aparcado miraba casualmente en su dirección o si un comprador pasaba empujando un carrito cerca de allí. El viejo tópico «No hay moros en la costa» pasó por su mente.
    Sin la menor vacilación ni pérdida de tiempo, Hagen sacó una pesada porra de goma de un bolsillo especial debajo de una manga de su cazadora, abrió la portezuela de atrás del automóvil y describió un breve arco con el brazo. Nada de saludos ni de conversación trivial. La porra alcanzó a Fisher exactamente en el mentón.
    Hagen arrancó la cartera de encima de las rodillas del general, cerró la portezuela y volvió con naturalidad a su coche.
    Desde el principio hasta el fin, la acción no había durado más de cuatro segundos.
    Mientras se alejaba de la cantina en dirección a la puerta principal, calculó mentalmente el tiempo. Fisher estaría inconsciente durante treinta minutos o tal vez una hora. El sargento tardaría de cuatro a seis minutos en encontrar el jerez, pagarlo y volver al coche. Otros cinco minutos antes de que diese la señal de alarma, siempre que el sargento se diese cuenta de que el general estaba sin sentido en el asiento de atrás.
    Hagen se sintió satisfecho de sí mismo. Habría cruzado la puerta principal y estaría a medio camino del aeropuerto de Colorado Springs antes de que la policía militar se enterase de lo que había ocurrido.
    Una nevada prematura empezó a caer sobre el sur de Colorado poco después de la medianoche. Al principio la nieve se derretía al tocar el suelo, pero pronto se formó una capa de hielo sobre la que empezó a cuajar. Más hacia el este, los vientos arreciaron y las patrullas de carreteras de Colorado cerraron las carreteras regionales más estrechas debido a las condiciones atmosféricas.
    Dentro de un pequeño reactor Lear aparcado en el extremo de la terminal, Hagen se sentó a una mesa y estudió el contenido de la cartera del general Fisher. La mayor parte era material secreto que tenía que ver con las operaciones cotidianas del centro espacial. Un legajo de papeles se refería al vuelo de la nave espacial Gettysburg, que había sido lanzada hacía sólo dos días de la Base Vandenberg de la Fuerza Aérea, en California. Le divirtió encontrar, en uno de los compartimentos de la cartera, una revista pornográfica. Pero la pieza más importante era una libreta encuadernada en cuero negro y que contenía un total de treinta y nueve nombres y números de teléfono. Ninguna dirección y ninguna nota; solamente los nombres y los números, divididos en tres secciones. En la primera, había catorce; en la segunda, diecisiete, y en la tercera, ocho.
    Ninguno de ellos llamó la atención a Hagen. Posiblemente no eran más que amigos o compañeros de Fisher. Miró la tercera lista, cuando el cansancio hacía que su visión se tornase confusa.
    De pronto, el primer nombre cobró relieve. No el apellido, sino el nombre.
    Sorprendido, contrariado de que se le hubiese pasado por alto algo tan sencillo, una clave tan evidente que a nadie habría engañado, copió la lista en su bloc y completó tres de los nombres añadiendo el apellido correcto.
    Gunnar Monroe/Eriksen
    Irwin Dupuy
    Leonard Murphy/Hudson
    Daniel Klein
    Steve Larson
    Ray Sampson/LeBaron
    Dean Beagle
    Clyde Ward
    Ocho nombres en vez de nueve... Finalmente, Hagen sacudió la cabeza, sorprendido de la lentitud con que había captado el hecho evidente de que habría sido inverosímil que el general Clark Fisher hubiese incluido su propio nombre en una lista de teléfonos.
    Casi había llegado a la meta, pero su entusiasmo era mitigado por la fatiga; no había dormido en veintidós horas. La arriesgada empresa de robar la cartera del general Fisher había producido resultados inesperados. En vez de una pista, tenía cinco, todos los restantes miembros del «círculo privado». Ahora lo único que tenía que hacer era comprobar los primeros nombres con los números de teléfono, y el éxito sería completo.
    Pero todo esto no eran más que ilusiones. Había cometido un error de aficionado al mencionar al general Clark Fisher, alias Anson Jones, por teléfono desde el Laboratorio Pattenden. Le había parecido que era una astuta maniobra encaminada a inducir a los conspiradores a cometer una equivocación y darle una oportunidad. Pero ahora se daba cuenta de que no era más que engreimiento mezclado con una buena dosis de estupidez.
    Fisher pondría sobre aviso al «círculo privado», si no lo había hecho ya, pero ahora nada podía hacer Hagen. El daño estaba hecho. No tenía más remedio que lanzarse de cabeza.
    Estaba mirando a lo lejos cuando el piloto del avión entró en el compartimiento principal de la cabina.
    —Disculpe que le interrumpa, señor Hagen, pero se espera que arrecie la nevada. La torre de control acaba de informarme de que van a cerrar el aeropuerto. Si no emprendemos ahora el vuelo, tal vez no podremos hacerlo hasta mañana por la tarde.
    Hagen asintió con la cabeza.
    —Sería una tontería quedarnos aquí.
    — ¿Quiere darme el punto de destino?
    Hubo una breve pausa mientras Hagen miraba sus notas escritas a mano en el bloc. Decidió dejar a Hudson para el final. Además, Eriksen, Hudson y Daniel Klein o quienquiera que fuese, todos tenían el mismo prefijo en el teléfono. Reconoció el prefijo detrás del nombre de Clyde Ward y se decidió por éste, simplemente porque se hallaba a sólo unos pocos cientos de millas al sur de Colorado Springs.
    —Albuquerque —dijo al fin.
    —Sí, señor —respondió el piloto—. Si se abrocha el cinturón, despegaremos dentro de cinco minutos.
    En cuanto hubo desaparecido el piloto en la cabina de mandos, Hagen se quitó los shorts y se tumbó en una blanda litera. Estaba profundamente dormido antes de que las ruedas del avión se elevasen de la pista cubierta de nieve.


    26


    El miedo que inspiraba Dan Fawcett, jefe de personal del presidente, dentro de la Casa Blanca, era enorme. La suya era una de las posiciones de más poder en Washington. Era el guardián del sanctasanctórum. Virtualmente, todos los documentos o memorándums enviados al presidente pasaban por sus manos. Y nadie, ni siquiera los miembros del Gabinete y los líderes del Congreso, podía entrar en el Salón Oval sin la aprobación de Fawcett.
    Nunca había nadie, fuese de rango inferior o superior, que se negase a aceptar un no como respuesta. Por consiguiente, no supo cómo reaccionar al mirar desde su mesa los ojos ardientes de indignación del almirante Sandecker. Fawcett no recordaba haber visto a un hombre tan encolerizado y tuvo la impresión de que el almirante estaba poniendo en juego todo su sentido de la disciplina para dominar su ira.
    —Lo siento, almirante —dijo Fawcett—, pero la agenda del presidente está llena. No tengo manera de hacerle pasar.
    —Lo hará —dijo Sandecker con labios apretados.
    —Es imposible —replicó Fawcett con firmeza.
    Sandecker apoyó lenta y sacrilegamente los brazos y las manos sobre los papeles desparramados en la mesa de Fawcett y se inclinó hasta que sólo unos centímetros separaron sus narices.
    —Dígale a ese hijo de perra —gruñó— que acaba de matar a tres de mis mejores amigos. Y a menos que me dé una buena razón de por qué lo ha hecho, voy a salir de aquí, celebrar una conferencia de prensa y revelar tantos secretos sucios que su preciosa administración quedará marcada durante el resto de su mandato. ¿Lo comprende, Dan?
    Fawcett permaneció sentado, sin que su cólera reciente pudiera dominar su espanto.
    —Con ello sólo destruiría su carrera. ¿Qué ganaría?
    —Creo que no me ha entendido. Se lo repetiré. El presidente es responsable de la muerte de tres de mis más queridos amigos. Usted conoce a uno de ellos. Se llama Dirk Pitt. De no haber sido por Pitt, el presidente estaría descansando en el fondo del mar en vez de estar sentado en la Casa Blanca. Ahora quiero saber por qué ha tenido que morir Pitt. Y si me cuesta mi carrera como jefe de la AMSN, es problema mío.
    La cara de Sandecker estaba tan cerca de la de Fawcett que éste habría jurado que la barba roja del almirante tenía vida propia.
    — ¿Ha muerto Pitt? —dijo tontamente—. No lo sabía...
    —Dígale al presidente que estoy aquí —le interrumpió Sandecker, en tono acerado—. Me recibirá.
    La noticia había sido tan inesperada que Dan Fawcett estaba desconcertado.
    —Informaré al presidente de lo de Pitt —dijo, hablando muy despacio.
    —No hace falta. Sé que lo sabe. Tenemos las mismas fuentes de información.
    —Necesito tiempo para averiguar lo que ha ocurrido —dijo Fawcett.
    —No tiene tiempo —dijo fríamente Sandecker—. La ley sobre energía nuclear que propone el presidente tiene que ser votada mañana por el Senado. Imagínese lo que podría ocurrir si se informase al senador George Pitt que el presidente ha tenido que ver con el asesinato de su hijo. No hace falta que le describa lo que pasará cuando el senador deje de apoyar la política presidencial y empiece a oponerse a ella.
    Fawcett era lo bastante listo para reconocer desde lejos una emboscada. Se echó atrás en su sillón, cruzó las manos y las contempló durante unos momentos. Después se levantó y se dirigió al pasillo.
    —Venga conmigo, almirante. El presidente está reunido con el secretario de Defensa, Jess Simmons. Pero deben de estar a punto de terminar.
    Sandecker esperó fuera del Salón Oval, mientras Fawcett entraba, pedía disculpas y murmuraba unas palabras al presidente. Dos minutos más tarde, salió Jess Simmons y cambió un saludo amistoso con el almirante; Fawcett salió detrás de él e hizo una seña a Sandecker para que entrase.
    El presidente salió de detrás de su mesa y estrechó la mano de Sandecker. Su rostro era inexpresivo; su actitud, natural y tranquila, y sus ojos inteligentes se fijaron en la mirada ardiente de su visitante.
    Se volvió Fawcett.
    —Discúlpenos, Dan. Quisiera hablar a solas con el almirante Sandecker.
    Fawcett salió sin decir palabra y cerró la puerta a su espalda.
    El presidente señaló un sillón y sonrió.
    — ¿Por qué no nos sentamos y descansamos un poco?
    —Prefiero estar de pie —dijo secamente Sandecker.
    —Como usted guste. —El presidente se sentó en un mullido sillón y cruzó las piernas—. Siento lo de Pitt y los demás —dijo, sin preámbulos—. Nadie quería que esto sucediese.
    — ¿Puedo preguntar, respetuosamente, qué diablos está pasando?
    —Dígame una cosa, almirante. ¿Me creería si le dijese que, cuando pedí su colaboración para enviar una tripulación en el dirigible, pretendía algo más que la simple búsqueda de una persona desaparecida?
    —Sólo si hubiese una razón sólida para confirmarlo.
    — ¿Y creería también que, además de buscar a su marido, la señora LeBaron formaba parte de un complicado plan para establecer una línea directa de comunicación entre Fidel Castro y yo?
    Sandecker miró fijamente al presidente, dominando momentáneamente su cólera. Al almirante no le impresionaba en absoluto el jefe de la nación. Había visto llegar y marcharse a demasiados presidentes, y conocido bien sus flaquezas humanas. No habría colocado a ninguno de ellos sobre un pedestal.
    —No, señor presidente, no puedo creerlo —dijo, en tono sarcástico—. Si la memoria no me engaña, tiene usted un secretario de Estado muy hábil en Douglas Oates, respaldado por un Departamento de Estado que ocasionalmente se muestra eficaz. Yo diría que están en mejores condiciones para comunicar con Castro a través de los canales diplomáticos existentes.
    El presidente sonrió irónicamente.
    —Hay veces en que las negociaciones entre países hostiles deben desviarse de los caminos de la diplomacia. Supongo que en esto está de acuerdo.
    —Sí.
    —Usted no se mete en política, ni en asuntos de Estado, ni en fiestas de sociedad de Washington, ni en camarillas, ¿verdad, almirante?
    —Cierto.
    —Pero si yo le diese una orden, la obedecería.
    —Sí, señor —respondió Sandecker, sin vacilar—. A menos, naturalmente, que fuese ilegal, inmoral o anticonstitucional.
    El presidente reflexionó un momento. Después asintió con la cabeza y alargó una mano hacia un sillón.
    —Por favor, almirante. Tengo el tiempo limitado, pero le explicaré brevemente lo que pasa. —Hizo una pausa hasta que Sandecker se hubo sentado—, Veamos... Hace cinco días, un documento secreto escrito por Fidel Castro pasó disimuladamente desde La Habana a nuestro Departamento de Estado. En el fondo, era una proposición para allanar el camino a unas relaciones positivas y constructivas entre Cuba y los Estados Unidos.
    — ¿Qué tiene esto de sorprendente? —preguntó Sandecker—. Ha estado buscando establecer mejores lazos desde que el presidente Reagan le echó a patadas de Granada.
    —Cierto —convino el presidente—. Hasta ahora, el único acuerdo al que hemos llegado en la mesa de negociaciones ha sido el de elevar los cupos de inmigración para disidentes cubanos que vengan a Norteamérica. Sin embargo, esto va mucho más allá. Castro quiere que le ayudemos a sacudirse el yugo de Rusia.
    Sandecker le miró con escepticismo.
    —El odio de Castro contra los Estados Unidos es una obsesión. ¿Por qué diablos está haciendo todavía maniobras para el caso de una invasión? Y los rusos no dejarán que les echen de allí. Cuba representa su única cabeza de puente en el hemisferio occidental. Y si, en un momento de locura, le retirasen su apoyo, la isla se hundiría en un caos económico. Cuba no puede mantenerse por sí sola en pie; no tiene recursos para ello. Yo no daría crédito a Fidel, aunque el propio Cristo le aplaudiese.
    —Es un hombre voluble —convino el presidente—, pero no menosprecie sus intenciones. Los soviéticos están enterrados en su propio caos económico. La paranoia del Kremlin contra el mundo exterior ha hecho que su presupuesto militar alcance alturas astronómicas que ya no pueden soportar. El nivel de vida de sus ciudadanos es el peor de todas las naciones industrializadas. Sus cultivos agrícolas, sus objetivos industriales, sus exportaciones de petróleo, están por los suelos. Han perdido los medios de seguir extrayendo una ayuda masiva de los países del bloque del Este. Y en la situación de Cuba, los rusos han llegado a un punto donde exigen más de lo que ofrecen. Los días de las ayudas de mil millones de dólares, de los préstamos benévolos, del suministro de armas baratas, han quedado atrás. Se acabaron los regalos.
    Sandecker sacudió la cabeza.
    —Aun así, si yo estuviera en el lugar de Castro, lo consideraría un mal regalo. Es imposible que el Congreso apruebe subvenciones de miles de millones de dólares para Cuba, y los doce millones de habitantes de la isla difícilmente pueden vivir sin artículos de importación.
    El presidente miró el reloj de encima de la repisa de la chimenea.
    —Dispongo solamente de otro par de minutos. En todo caso, lo que más teme Castro no es el caos económico ni una contrarrevolución, sino el lento y continuo aumento de la influencia soviética en todos los rincones de su Gobierno. Los hombres de Moscú pican un poco aquí, roban un poco allá, esperando con paciencia el momento oportuno para hacer las maniobras adecuadas para dominar el Gobierno y controlar los recursos del país. Hasta ahora no se ha dado cuenta Castro de que sus amigos del Kremlin están intentando segarle la hierba bajo los pies para apoderarse de Cuba. Su hermano, Raúl, se quedó pasmado cuando se enteró de la grave infiltración de su cuerpo de oficiales por compatriotas que eran ahora fieles a la Unión Soviética.
    —Me parece sorprendente. Los cubanos detestan a los rusos. Sus puntos de vista sobre la vida son antagónicos.
    —Cierto que Cuba no pretendió nunca convertirse en instrumento del Kremlin, pero, desde la revolución, miles de jóvenes cubanos han estudiado en universidades rusas. Muchos, en vez de volver a casa para trabajar en un empleo determinado por el Estado, un empleo que pueden aborrecer o que les puede llevar a un callejón sin salida, se dejaron influir por las sutiles ofertas rusas de prestigio y de dinero. Los astutos, que colocaron su futuro por encima del patriotismo, renunciaron en secreto a Castro y juraron fidelidad a la Unión Soviética. Y hay que decir esto en honor de los rusos. Cumplen sus promesas. Y empleando su influencia sobre el Gobierno cubano, elevaron a sus nuevos subditos a posiciones de poder.
    —Castro es todavía venerado por el pueblo cubano —dijo Sandecker—. Dudo de que los cubanos se quedaran con los brazos cruzados, viéndole totalmente sometido a Moscú.
    La expresión del presidente se hizo grave.
    —La verdadera amenaza es que los rusos asesinen a los hermanos Castro y culpen de ello a la CÍA. Algo bastante fácil, ya que es sabido que la Agencia hizo varios atentados contra su vida en los años sesenta.
    —Y el Kremlin tendría las puertas abiertas para instalar un gobierno títere.
    El presidente asintió con la cabeza.
    —Lo cual nos lleva a su proposición de un pacto entre Cuba y los Estados Unidos. Castro no quiere alarmar a los rusos y que estos actúen antes de que hayamos accedido a respaldar su juego para echarles del Caribe. Desgraciadamente, después de hacer el gambito de apertura, ha hecho oídos sordos a mis respuestas y a las de Doug Oates.
    —Parece la antigua rutina del palo y la zanahoria para abrir el apetito.
    —Así lo creo yo también.
    — ¿Y cómo encajan los LeBaron en todo esto?
    —Se vieron metidos en ello —dijo el presidente con un toque de ironía—. Ya conoce la historia. Raymond LeBaron voló en su antiguo dirigible en busca de un barco del tesoro. En realidad, tenía otro proyecto en la cabeza, pero esto no le interesa a la AMSN ni a usted personalmente. Quiso el destino que Raúl Castro estuviese inspeccionando las defensas fuera de La Habana cuando LeBaron fue localizado por sus sistemas de detección en la costa. Entonces se le ocurrió pensar que el contacto podía resultar útil. Por consiguiente, ordenó a sus fuerzas de vigilancia que interceptasen el dirigible y lo escoltasen hasta un aeródromo próximo a la ciudad de Cárdenas.
    —Puedo adivinar el resto —dijo Sandecker—. Los cubanos inflaron el dirigible y ocultaron a bordo un mensajero que llevaba el documento entre los Estados Unidos y Cuba, y lo soltaron, imaginándose que los vientos dominantes lo empujarían hacia los Estados Unidos.
    —Algo así —reconoció sonriendo el presidente—. Pero no confiaron en los vientos variables. Un íntimo amigo de Fidel y un piloto subieron a bordo llevando el documento. Condujeron el dirigible hacia Miami, saltaron al agua a pocas millas de la costa y fueron recogidos por un yate que esperaba.
    —Me gustaría saber de dónde vinieron los tres cadáveres de la cabina de mandos —dijo Sandecker.
    —Fue un alarde melodramático de Castro para demostrar sus buenas intenciones, en el que no he tenido tiempo de reflexionar a fondo.
    — ¿No han recelado los rusos?
    —Todavía no. Su sentimiento de superioridad ante los cubanos les impide ver algo que revele el ingenio latino.
    —Así pues, Raymond LeBaron está vivo y coleando en algún lugar de Cuba.
    El presidente abrió los brazos.
    —Sólo puedo presumir que ésta es, en efecto, su situación.
    Según las fuentes de información de la CÍA, el servicio secreto soviético pidió interrogar a LeBaron. Los cubanos accedieron y, desde entonces, nadie ha vuelto a verlo.
    — ¿No va usted a tratar al menos de negociar el rescate de LeBaron? —preguntó Sandecker.
    —La situación es ya lo bastante delicada como para que tengamos que meterle a él en el juego. Cuando podamos firmar el pacto con Cuba, no me cabe duda de que Castro se encargará de la custodia de LeBaron, en vez de los rusos, y nos lo devolverá.
    El presidente hizo una pausa y miró al reloj de encima de la chimenea.
    —Voy a llegar tarde a una conferencia con los encargados de los presupuestos. —Se levantó y se dirigió a la puerta. Entonces se volvió a Sandecker—. Se lo diré en pocas palabras. Jessie LeBaron fue informada de la situación y se aprendió de memoria nuestra respuesta a Castro. El plan era hacer que el dirigible regresara con un LeBaron a bordo. Una señal a Castro de que mi respuesta era enviada de la misma manera en que había enviado él su proposición. Pero algo salió mal. Usted se ha cruzado con Jess Simmons al entrar. Él me ha informado sobre las fotos tomadas por nuestro servicio de reconocimiento aéreo. En vez de detener al dirigible y escoltarlo a Cárdenas, el helicóptero cubano disparó contra él. Entonces, por alguna razón desconocida, el helicóptero estalló, y éste y el dirigible cayeron al mar. Debe comprender, almirante, que no puedo enviar fuerzas de rescate, debido a la delicada naturaleza de la misión. Siento realmente lo de Pitt. Tenía con él una deuda que nunca podré pagar. Sólo podemos rezar para que él, Jessie LeBaron y sus otros amigos hayan de algún modo podido sobrevivir.
    —Nadie podría sobrevivir a un accidente aéreo en medio de un huracán —dijo Sandecker, con mordacidad—. Tendrá que perdonarme, señor presidente, si le digo que incluso Mickey Mouse habría podido proyectar mejor la operación.
    Una expresión dolida se pintó en la cara del presidente. Fue a decir algo, pero lo pensó mejor y abrió la puerta.
    —Lo siento, almirante, pero llegaré tarde a la conferencia.
    El presidente no dijo más, salió del Salón Oval y dejó plantado allí a Sandecker, confuso y solo.


    27


    El núcleo del huracán Evita rodeó la isla y giró hacia el nordeste y el golfo de México. El viento redujo su velocidad a cuarenta nudos, pero habrían de transcurrir otros dos días para que fuese sustituido por el suave alisio del sur.
    Cayo Santa María parecía vacío de toda vida, animal o humana. Diez años antes, en un momento de generosa camaradería, Fidel Castro había donado la isla a sus aliados comunistas en un gesto de buena voluntad. Entonces dio una bofetada a la Casa Blanca al proclamar que era un territorio de la URSS.
    Los nativos fueron trasladados en secreto pero por la fuerza a la isla grande, y unidades de ingenieros del GRU (Glavnoye Raz-vedyvatelnoye Upravleniye, o Primer Directorio de Información del Estado Mayor General Soviético), rama militar de la KGB, vinieron y empezaron a construir una instalación subterránea secreta. Trabajando en etapas y solamente al amparo de la oscuridad, dieron poco a poco forma al complejo debajo de la arena y las palmeras, Aviones espías de la CÍA examinaron la isla, pero no detectaron instalaciones defensivas ni envío de materiales por mar o por aire. Las ampliaciones fotográficas sólo mostraron unos pocos caminos en mal estado que al parecer no llevaban a ninguna parte. La isla fue estudiada rutinariamente, pero nada se descubrió que indicase una amenaza a la seguridad de los Estados Unidos.
    En alguna parte del subsuelo de la isla azotada por el viento, Pitt se despertó en una pequeña habitación estéril, sobre una cama con un colchón de plumas y bajo una luz fluorescente que estaba continuamente encendida. No podía recordar si había dormido alguna vez sobre un colchón de plumas, pero lo encontró muy cómodo y tomó mentalmente nota de buscar uno igual, si volvía algún día a Washington.
    Aparte de las magulladuras, las articulaciones doloridas y unas ligeras punzadas en la cabeza, se sentía bastante bien. Yació allí y contempló el techo pintado de gris, mientras recordaba lo acaecido la noche pasada: el descubrimiento por Jessie de su marido; los guardias que les escoltaron, a él, a Giordino y a Gunn, a una enfermería donde una doctora rusa, con una figura parecida a un bolo, curó sus lesiones; una comida de cordero estofado en un comedor que Pitt valoró muy por debajo de los restaurantes para camioneros del este de Texas, y, finalmente, su encierro en una habitación con un retrete y una jofaina, una cama y un pequeño armario de madera.
    Deslizando las manos por debajo de la sábana, exploró su cuerpo. A excepción de varios metros de vendas y esparadrapo, estaba desnudo. Le maravilló la obsesión de la feúcha doctora por los vendajes. Sacó los pies descalzos y los apoyó en el suelo de hormigón, y permaneció sentado allí, pensando en lo que tenía que hacer. Una exigencia de la vejiga le recordó que todavía era humano, por lo que se dirigió al retrete, deseando poder tomar una taza de café. Ellos, fueran quienes fuesen, le habían dejado su reloj Doxa. Las saetas marcaban las once y cincuenta y cinco. Como nunca había dormido más de nueve horas seguidas en su vida, presumió con razón que eran de la mañana.
    Un minuto más tarde, se inclinó sobre la jofaina y se lavó la cara con agua fría. La única toalla era áspera y apenas si absorbía la humedad. Se dirigió al armario, lo abrió y encontró una camisa y unos pantalones caqui en una percha, y un par de sandalias. Antes de vestirse, se quitó varias vendas de las heridas que empezaban a cicatrizar y flexionó los músculos, gozando de la recobrada libertad de movimientos. Después de vestirse, probó la pesada puerta de hierro. Estaba cerrada con llave, por lo que golpeó la gruesa plancha de metal, produciendo un ruido hueco que resonó en las paredes de hormigón.
    Un muchacho que parecía no tener más de diecinueve años y llevaba uniforme soviético de faena, abrió la puerta y se echó atrás, apuntando una pistola no más grande que un martillo corriente al estómago de Pitt. Señaló un largo pasillo a la izquierda y Pitt siguió la indicación. Pasaron por delante de otras puertas de hierro y Pitt se preguntó si Gunn y Giordino estarían detrás de alguna de ellas.
    Se detuvieron ante un ascensor cuya puerta fue abierta por otro guardia. Entraron en él y Pitt sintió una ligera presión en las plantas de los pies al elevarse la cabina. Miró el indicador de encima de la puerta y advirtió que había luces para cinco plantas. Una instalación muy grande, pensó. El ascensor se detuvo y se abrieron las puertas automáticas.
    Pitt y su guardián salieron a una habitación alfombrada y de techo abovedado. Las dos paredes laterales tenían estanterías llenas de cientos de libros. La mayoría de ellos eran en inglés y muchos correspondían a los más famosos escritores americanos actuales. Un gran mapa de América del Norte cubría toda la pared del fondo. Pitt pensó que aquella habitación parecía un estudio particular. Había una grande y antigua mesa tallada cubierta de mármol y llena de números actuales del Washington Post, el New York Times, el Wall Street Journal y USA Today. Sobre otras mesas colocadas a ambos lados de la puerta, había montones de revistas técnicas, entre ellas Computer Technology, Science Digest y el Air Force Journal. La alfombra era de color granate, muy gruesa, y sobre ella descansaban seis sillones de cuero verde colocados a espacios regulares.
    Manteniendo su silencio, el guardián volvió a entrar en el ascensor y dejó a Pitt solo en la habitación vacía.
    Debe de haber llegado el momento de observar al mono, murmuró para sí. No se molestó en buscar la lente de la cámara de vídeo en las paredes. Estaba seguro de que se hallaba oculta en alguna parte de la habitación, registrando sus acciones. Resolvió provocar una reacción, se tambaleó un momento como si estuviese borracho, puso los ojos en blanco y se derrumbó sobre la alfombra.
    Al cabo de quince segundos, se abrió una puerta secreta, cuyos bordes coincidían perfectamente con líneas de latitud y longitud del mapa gigantesco de la pared, y entró en la habitación un hombre bajito que vestía un elegante uniforme soviético cortado a la medida. Se arrodilló y miró los ojos entreabiertos de Pitt.
    — ¿Puede oírme? —preguntó en inglés.
    —Sí —murmuró Pitt.
    El ruso se dirigió a una mesa y vertió algo de una botella de cristal en un vaso haciendo juego. Volvió y levantó la cabeza de Pitt.
    —Beba esto —le ordenó.
    — ¿Qué es?
    —Coñac Courvoisier, seco y fuerte —le respondió el oficial ruso, con perfecto acento americano—. Es bueno para su dolencia.
    —Prefiero el Rémy Martin, más suave y aromático —dijo Pitt, levantando el vaso—. A su salud.
    Sorbió el coñac hasta que no quedó nada en el vaso; entonces se puso en pie, buscó un sillón y se sentó.
    El oficial sonrió, divertido.
    —Parece haberse recobrado muy pronto, señor...
    —Snodgrass, Elmer Snodgrass, de Moline, Illinois.
    —Un bonito nombre del Medio Oeste —dijo el ruso, sentándose detrás de la mesa—. Yo soy Peter Velikov.
    —El general Velikov, si la memoria de las insignias militares rusas no me engaña.
    —No le engaña —reconoció Velikov—. ¿Quiere otro coñac?
    Pitt sacudió la cabeza y estudió al hombre sentado al otro lado de la mesa. Calculó que no mediría más de un metro setenta de estatura, que pesaría unos sesenta y cinco kilos y que tendría menos de cincuenta años. Tenía un aire amistoso y tranquilizador, pero Pitt percibió una frialdad disimulada. Sus cabellos cortos eran negros, con sólo un toque de gris en las patillas, y tenía entradas sobre la frente. Sus ojos eran tan azules como un lago alpino, y la cara de piel blanca parecía esculpida más al estilo clásico romano que al eslavo. Vístele con una toga y pon en su cabeza una corona de laurel, pensó Pitt, y Velikov podría servir de modelo para un busto en mármol de Julio César.
    —Espero no molestarle si le hago unas pocas preguntas —dijo cortésmente Velikov.
    —En absoluto. No tengo citas urgentes para el resto del día. Mi tiempo es suyo.
    Una expresión helada se manifestó un instante en los ojos de Velikov, pero se desvaneció rápidamente.
    —Supongamos que me dice cómo ha llegado a Cayo Santa María.
    Pitt extendió las manos en ademán de impotencia.
    —No quiero hacerle perder tiempo. Será mejor que confiese. Soy presidente de la CÍA. Mi consejo de dirección y yo pensamos que sería una buena propaganda alquilar un dirigible y arrojar cupones para papel higiénico en toda Cuba. Tengo entendido que aquí escasea mucho. Desgraciadamente, los cubanos no comprendieron nuestra estratagema de mercado y nos derribaron.
    El general dirigió una mirada tolerante pero irritada a Pitt. Se caló unas gafas y abrió una carpeta sobre su mesa.
    —Veo por su historial, señor Pitt..., Dirk Pitt, si no lo leo mal..., que es usted una persona muy ingeniosa.
    — ¿Dice también que soy un embustero patológico?
    —No; pero creo que tiene usted una historia fascinante. Es una lástima que no esté de nuestra parte.
    —Vamos, general, ¿qué posibilidades podría tener un no conformista en Moscú?
    —Temo que muy pocas.
    —Le felicito por su sinceridad.
    — ¿Por qué no me dice la verdad?
    —Sólo si está dispuesto a creerla.
    — ¿Quiere decir que no podría?
    —No, si comparte la manía comunista de ver un complot de la CÍA a cada paso.
    —Parece que no tiene en mucha estima a la Unión Soviética.
    —Dígame una sola cosa que haya hecho su gente en los últimos setenta años que haya merecido el aplauso de la humanidad. Lo más desconcertante es cómo no se han dado cuenta nunca los rusos de que son el hazmerreír del mundo. Su imperio es la broma más patética de la Historia. El siglo veintiuno está a la vuelta de la esquina y su Gobierno actúa como si nunca hubiese dado un paso adelante desde los años treinta.
    Velikov no parpadeó siquiera, pero Pitt observó que su cara se ponía ligeramente colorada. Saltaba a la vista que el general no estaba acostumbrado a recibir lecciones de un hombre al que consideraba como un enemigo del Estado. Estudió a Pitt con la inconfundible mirada de un juez que tuviese la vida de un asesino convicto en la balanza. Después, su expresión se hizo reflexiva.
    —Haré que sus comentarios lleguen a conocimiento del Politburó —dijo secamente—. Y ahora, si ha terminado su discurso, señor Pitt, me gustaría saber cómo llegaron hasta aquí.
    Pitt señaló con ia cabeza la botella.
    —Creo que ahora tomaría ese coñac.
    —Sírvase usted mismo.
    Pitt llenó su vaso hasta la mitad y volvió al sillón.
    —Lo que voy a contarle es la pura verdad. Quiero que comprenda que no tengo motivos para mentir. Que yo sepa, no estoy en modo alguno involucrado en ninguna misión secreta de mi Gobierno. ¿Me comprende hasta ahora, general?
    —Sí.
    — ¿Está funcionando su magnetófono oculto?
    —Sí.
    Entonces Pitt explicó, con todo detalle, su descubrimiento del dirigible incontrolado, su encuentro con Jessie LeBaron en el despacho del almirante Sandecker, el último vuelo del Prosperteer y, finalmente, cómo se habían salvado por los pelos del huracán, pero sin mencionar que Giordino había derribado el helicóptero, ni que habían descubierto el Cyclops al sumergirse.
    Velikov no levantó la mirada cuando Pitt dejó de hablar,
    Hojeó el legajo sin cambiar en absoluto de expresión. El general actuaba como si su mente se hallase a años luz de distancia y no hubiese oído una palabra.
    Pitt podía jugar también al mismo juego. Asió su vaso de coñac y se levantó del sillón. Tomando un número del Washington Post, observó con ligera sorpresa que llevaba la fecha de aquel mismo día.
    —Deben tener un sistema de correo muy eficaz —dijo.
    — ¿Perdón?
    —Digo que sus periódicos hace sólo unas horas que han salido a la calle.
    —Cinco horas, para ser exactos.
    El coñac calentaba agradablemente el estómago de Pitt. Su situación no le pareció tan apurada después de la tercera copa. Pasó al ataque.
    — ¿Por qué retienen a Raymond LeBaron? —preguntó.
    —De momento, es un invitado de la casa.
    —Esto no explica por qué se ha mantenido en secreto desde hace dos semanas el hecho de que sigue vivo.
    —No tengo que darle ninguna explicación, señor Pitt.
    — ¿Cómo es que se ofrecen a LeBaron banquetes de gourmet, en traje de etiqueta, mientras se nos obliga a mis amigos y a mí a comer y vestirnos como presos comunes?
    —Porque es esto precisamente lo que son, señor Pitt, presos comunes. El señor LeBaron es un hombre muy rico y poderoso, y los diálogos con él son muy instructivos. Ustedes, por el contrario, son un estorbo. ¿Satisface esto su curiosidad?
    —No me satisface en absoluto —dijo bostezando Pitt.
    — ¿Cómo destruyeron el helicóptero de patrulla? —preguntó súbitamente Velikov.
    —Le arrojamos los zapatos —respondió, malhumorado, Pitt—. ¿Qué otra cosa podían hacer cuatro paisanos, uno de ellos una mujer, que volaban en una bolsa de gas de cuarenta años de antigüedad?
    —Los helicópteros no estallan en el aire sin una razón.
    —Tal vez fue alcanzado por un rayo.
    —Entonces, señor Pitt, si su misión tenía simplemente por objeto averiguar la causa de la desaparición del señor LeBaron y la búsqueda de un tesoro, ¿cómo explica el relato del capitán del buque patrulla, que afirmó que la cabina de mandos estaba tan acribillada a tiros que nadie podía haber sobrevivido, y que surgió un rayo de luz del dirigible un instante antes de que estallase el helicóptero, y que una búsqueda exhaustiva en el lugar del accidente no descubrió rastros de ningún superviviente? Sin embargo, todos ustedes aparecen como por arte de magia en esta isla, en medio de un huracán, cuando las patrullas de seguridad se habían resguardado del viento. Muy oportuno, ¿no le parece?
    —¿Cómo lo interpreta usted?
    —O la aeronave estaba dirigida por control remoto u otros tripulantes fueron muertos por los tiradores que iban en el helicóptero. Ustedes y la señora LeBaron fueron traídos cerca de la playa por un submarino y, durante el desembarco, fueron arrojados contra las rocas y sufrieron lesiones.
    —Tiene usted mucha imaginación, general, pero no da en el blanco. Sólo la parte de nuestra llegada a tierra es correcta. Y ha olvidado el factor más importante: el móvil. ¿Por qué tendrían cuatro náufragos desarmados que atacar lo que, sea lo que fuere, tienen ustedes aquí?
    —Todavía no tengo la respuesta —dijo Velikov, con una benévola sonrisa.
    —Pero quiere tenerla.
    —Yo nunca me doy por vencido, señor Pitt. Su historia, aunque ingeniosa, no se tiene en pie. —Apretó un botón del interco-municador de encima de la mesa—. Pronto volveremos a hablar.
    — ¿Cuándo podemos esperar que se pongan en contacto con nuestro Gobierno, para que éste pueda iniciar las gestiones para nuestra liberación?
    Velikov dirigió a Pitt una mirada bonachona.
    —Le pido disculpas. Olvidé mencionar que su Gobierno ha sido informado hace solamente una hora.
    — ¿De nuestro accidente?
    —No; de su muerte.
    Durante un largo instante, Pitt no comprendió. Después, poco a poco, empezó a hacerse la luz en su cerebro. Apretó las mandíbulas y traspasó a Velikov con la mirada.
    —Hable claro, general.
    —Muy sencillo —dijo Velikov, en un tono tan amistoso como si estuviese pasando un rato con el cartero—. Sea por accidente o deliberadamente, han venido ustedes a dar con nuestra instalación militar más secreta fuera de la Unión Soviética. No podemos permitir que salgan de aquí. Cuando yo conozca los verdaderos hechos, tendrán ustedes que morir.


    28


    Entregándose a su pasatiempo predilecto, que era comer, Hagen dedicó una hora a disfrutar de un almuerzo mexicano a base de enchiladas con un huevo, seguidas de sopaipillas, y todo ello regado con tequila. Pagó la cuenta, salió del restaurante y se dirigió en coche a la dirección atribuida a Clyde Ward. Su informador en la compañía de teléfonos había averiguado que el número consignado en la libreta negra del general Fisher correspondía a un teléfono público instalado en un puesto de gasolina. Comprobó la hora. Dentro de seis minutos, su piloto llamaría a aquel número desde el reactor aparcado.
    Encontró la gasolinera en una zona industrial próxima a la estación del ferrocarril. Era de autoservicio y en ella se vendía una marca desconocida. Se detuvo junto a un surtidor cuya pintura roja estaba cubierta de mugre e insertó la boquilla en el depósito de carburante del coche, evitando cuidadosamente mirar hacia el teléfono instalado en el interior de la gasolinera.
    Poco después de aterrizar en el aeropuerto de Albuquerque, había alquilado un coche y había sacado treinta litros de gasolina del depósito, para que su parada en la estación pareciese justificada. El aire que quedó dentro del depósito gorgoteó cuando él enroscó la tapa y dejó la manguera en su sitio. Entró en la oficina y estaba manoseando su cartera cuando empezó a sonar el teléfono colgado de la pared.
    El único empleado de servicio, que estaba reparando un neumático pinchado, se enjugó las manos con un trapo y descolgó el auricular. Hagen escuchó.
    —Mel's Service... ¿Quién...? Aquí no hay ningún Clyde... Sí, estoy seguro. Tiene el número equivocado... Sí, el número es éste pero yo llevo seis años trabajando aquí y no he conocido a ningún Clyde.
    Colgó, se dirigió a la caja registradora y sonrió a Hagen.
    — ¿Cuánta ha puesto?
    —Treinta y ocho litros. Trece dólares con cincuenta y siete centavos.
    Mientras el empleado buscaba el cambio de un billete de veinte, Hagen resiguió con la mirada la estación. No pudo dejar de admirar lo bien que se había montado el escenario; porque era precisamente esto, un escenario. Los suelos de la oficina y de la sección de lubricantes no habían visto una bayeta en varios años. Pendían telerañas del techo; las herramientas tenían más herrumbre que aceite, y las palmas de las manos y las uñas del empleado estaban grasientas. Pero fue el sistema de vigilancia lo que le asombró. Sus ojos adiestrados descubrieron cables eléctricos sutilmente disimulados y que no correspondían al servicio corriente de la estación. Sintió más que vio los micrófonos y cámaras ocultos.
    — ¿Podría hacerme un favor? —preguntó al empleado al reci« bír el cambio.
    — ¿Qué desea?
    —El motor hace un ruido extraño. ¿Podría echarle una mirada y decirme qué es lo que le pasa?
    —Claro, ¿por qué no? No tengo mucho más que hacer.
    Hagen observó el peinado de aquel hombre y dudó de que sus cabellos hubiesen sido tocados alguna vez por un peluquero. También advirtió un pequeño bulto en la pernera del pantalón, en la cara externa de la pantorrilla derecha, justo por encima del tobillo.
    Hagen había aparcado el coche al lado del segundo surtidor de gasolina, el más alejado del edificio de la estación. Puso el motor en marcha y abrió el cierre del capó. El empleado apoyó un pie en el parachoques delantero y miró por encima del radiador.
    —No oigo nada.
    —Venga a este lado —dijo Hagen—. Desde aquí se oye más fuerte.
    Ahora estaba de pie, de espaldas a la calle, resguardado de cualquier observación electrónica por los surtidores, el coche y su capó levantado.
    Cuando el empleado se inclinó sobre el guardabarros y acercó la cabeza al motor, Hagen sacó un arma de una funda colgada en el cinturón, detrás de la espalda, y metió el cañón entre las nalgas del hombre.
    —Es un Magnum 357, con cañón de dos pulgadas y media, lo que le está apuntando al culo, y está cargado con balas blindadas. ¿Lo entiende?
    El hombre se puso tenso, pero no dio muestras de miedo.
    —Sí, le he entendido, amigo.
    — ¿Y sabe lo que puede hacer una bala blindada disparada a quemarropa?
    —Sé lo que es una bala blindada.
    —Bien, entonces sabe que haría un bonito agujero desde su culo hasta su cerebro si apretase el gatillo.
    — ¿Qué es lo que pretende, amigo?
    — ¿Qué ha sido de su vulgar acento simulado? —preguntó Hagen.
    —Viene y se va.
    Hagen alargó la mano libre y sacó una pequeña pistola Beretta del 38 de debajo de la pernera del empicado.
    —Bueno, amigo, ¿dónde puedo encontrar a Clyde?
    —No sé quién es.
    Hagen apretó el cañón del revólver con tanta fuerza en la base del espinazo de aquel hombre que el tejido del fondillo del pantalón se desgarró y el empleado gritó de dolor.
    — ¿Para quién trabaja usted? —jadeó.
    —Para el «círculo privado» —respondió Hagen.
    —No puede ser.
    Hagen empujó hacia arriba con el cañón del revólver. La cara del empleado se crispó, y gimió al sentir un horrible dolor en la parte inferior de su cuerpo.
    — ¿Quién es Clyde? —preguntó Hagen.
    —Clyde Booth.
    —No le oigo, amigo.
    —Se llama Clyde Booth.
    —Dígame cómo es.
    —Se presume que es una especie de genio. Inventa y fabrica aparatos científicos que se emplean en el espacio. Sistemas secretos para el Gobierno. Yo no sé exactamente lo que son; sólo soy miembro del personal de seguridad.
    — ¿Dónde se encuentra?
    —La fábrica está a diez millas al oeste de Santa Fe. La llaman QB-Tech.
    — ¿Qué quiere decir QB?
    —Quarter Back —respondió el empleado—. Booth fue jugador de fútbol de primera categoría en el Estado de Arizona.
    — ¿Sabía que yo vendría aquí?
    —Nos dijeron que estuviésemos alerta si llegaba un hombre gordo.
    — ¿Cuántos otros están apostados alrededor de la gasolinera? —preguntó Hagen.
    —Tres. Uno está calle abajo, en el camión de remolque; otro, en el tejado del almacén de detrás de la estación de servicio, y el tercero en la camioneta roja aparcada junto al bar restaurante contiguo.
    — ¿Por qué no se han movido?
    —Solamente teníamos orden de seguirle.
    Hagen aflojó la presión y volvió a guardar el revólver en la funda. Después extrajo los proyectiles de la pistola del empleado, los arrojó al suelo y los empujó con el pie debajo del coche.
    —Está bien —dijo Hagen—. Ahora camine, sin correr, y vuelva al interior de la gasolinera.
    Antes de que el empleado hubiese cruzado la mitad de la calzada que conducía al edificio, Hagen había doblado la esquina a una manzana de distancia. Dio otros cuatro rápidos rodeos para eludir el camión y la camioneta, y rodó a toda velocidad hacia el aeropuerto.


    29


    Leonard Hudson salió del ascensor en el que había descendido al corazón de la sede de Jersey Colony. Llevaba un paraguas que chorreaba por la lluvia y una cartera de fantasía, reluciente y de color nogal.
    No miró a derecha ni a izquierda, y correspondió a los saludos de su personal con un breve ademán. Hudson no era nervioso, ni solía inquietarse, pero estaba preocupado. Los informes procedentes de otros miembros del «círculo privado» anunciaban peligro. Alguien estaba siguiendo metódicamente la pista de cada uno de ellos. Un forastero había abierto una brecha en sus bien estudiadas operaciones de camuflaje.
    Ahora, todo el esfuerzo de la base lunar (el ingenio, la planificación, las vidas, el dinero y la fuerza humana empleados en la Jersey Colony) estaba en peligro por culpa de un intruso desconocido.
    Entró en su vasto pero austero despacho y encontró a Gunnar Eriksen, que le estaba esperando.
    Eriksen estaba sentado en un sofá, sorbiendo una taza de café caliente y fumando en una pipa curva. Su cara redonda y sin arrugas tenía una expresión sombría, y sus ojos, un brillo benigno. Vestía con sencillez pero con pulcritud; llevaba una cara chaqueta deportiva de cachemir, un suéter marrón con cuello en V, y pantalón de lana haciendo juego. No habría parecido fuera de lugar vendiendo Jaguars o Ferraris.
    — ¿Hablaste con Fisher y Booth? —dijo Hudson, colgando el paraguas y dejando la cartera al lado de la mesa.
    —En efecto.
    — ¿Alguna idea de quién puede ser?
    —Ninguna.
    —Es extraño que nunca deja huellas dactilares —dijo Hudson, sentándose en el sofá con Eriksen y sirviéndose una taza de café de una cafetera de cristal.
    Eriksen lanzó una bocanada de humo al techo.
    —Todavía es más extraño que todas las imágenes que tenemos de él en vídeo sean confusas.
    —Debe de llevar alguna clase de aparato electrónico para borrarlas.
    —Evidentemente, no es un investigador privado corriente —murmuró Eriksen—, sino un profesional de primera categoría y bien respaldado.
    —Sabe adonde tiene que ir, muestra documentos de identidad correctos y acreditaciones de Seguridad. La historia que contó a Mooney, haciéndose pasar por un inspector de la Oficina General de Cuentas, fue excelente. Incluso yo la habría creído.
    — ¿Qué datos has podido conseguir sobre él?
    —Solamente una serie de descripciones que no concuerdan en absoluto, salvo en su volumen. Todos dicen que es un hombre gordo.
    —Podría ser que el presidente nos hiciese seguir por una agencia de información.
    —Si fuese así —dijo Hudson, en tono de duda—, nos enfrentaríamos con un ejército de agentes camuflados. Parece que este hombre trabaja solo.
    — ¿Has considerado la posibilidad de que el presidente haya contratado en secreto a un agente que nada tenga que ver con el Gobierno? —preguntó Eriksen.
    —Pensé en esto, pero no acaba de convencerme. Nuestro amigo de la Casa Blanca está atrapado en el Salón Oval. Todo el que entra o sale de él queda perfectamente identificado. Desde luego, existe una línea privada del presidente, pero no creo que pudiese encargar por teléfono esta clase de misión.
    —Interesante —dijo Eriksen—. El gordo empezó sus investigaciones en el lugar donde concebimos la idea de la Jersey Colony.
    —Es verdad —convino Hudson—. Registró el despacho de Earl Mooney en el Laboratorio Pattenden y averiguó una llamada telefónica al general Fisher; incluso hizo alguna observación sobre que tú querías que yo pagase el aeroplano.
    —Una evidente referencia a nuestras supuestas muertes —dijo reflexivamente Eriksen—. Esto significa que nos ha relacionado.
    —Entonces apareció en Colorado, dejó sin sentido a Fisher y le robó una libreta con los nombres y los números de teléfono de las personas más importantes del proyecto Jersey Colony, incluidos los del «círculo privado». Entonces debió ver la trampa que le tendimos para seguirle la pista desde Nuevo México, y escapó. Tuvimos una pequeña oportunidad cuando uno de nuestros hombres, que estaba vigilando el aeropuerto de Albuquerque, vio que un hombre gordo llegaba en un reactor particular y volvía a marcharse al cabo de dos horas.
    —Debió de alquilar un coche y mostrar algún documento de identidad.
    Hudson sacudió la cabeza.
    —Nada que nos sea útil. Mostró un permiso de conducir y una carta de crédito a nombre de un tal George Goodfly, de Nueva Orleans, que no existe.
    Eriksen sacudió la ceniza de la pipa en un platito de cristal.
    —No me extraña que no fuese a Santa Fe y tratase de descubrir la operación de Clyde Booth.
    —Yo creo que sólo está buscando datos.
    —Pero, ¿quién le paga? ¿Los rusos?
    —Ciertamente, no la KGB —dijo Hudson—. Ésta no envía mensajes sutiles por teléfono ni vuela por el país en un reactor particular. No; este hombre se mueve muy deprisa. Yo diría que tiene una fecha tope muy próxima.
    Eriksen miró fijamente su taza de café.
    —La misión lunar soviética tiene previsto el alunizaje para dentro de cinco días. Ésta tiene que ser su fecha tope.
    —Creo que puedes tener razón.
    Eriksen le miró a los ojos.
    — ¿Te das cuenta de que el poder que está detrás de ese intruso sólo puede ser el del presidente? —dijo a media voz.
    Hudson asintió despacio con la cabeza.
    —Cerré los ojos a esta posibilidad —dijo, con voz remota—. Quería creer que respaldaría la seguridad de Jersey Colony contra la penetración rusa.
    —Según lo que me dijiste de vuestra conversación, no estaba dispuesto a permitir una batalla en la Luna entre nuestros hombres y los cosmonautas soviéticos. Ni le gustaría nada saber que Steinmetz ha destruido ya tres naves espaciales de los soviéticos.
    —Lo que me preocupa —dijo Hudson— es que, si aceptamos la interferencia del presidente, ¿por qué, contando con tantos medios, tiene que enviar a un hombre solo?
    —Porque, cuando vio que Jersey Colony era una realidad, se dio cuenta de que nuestros partidarios siguen todos sus movimientos, y presumió, con razón, que pondríamos muchos obstáculos en nuestra pista para desviarle de ella. El presidente es listo. Contrató a un lobo solitario que se ha infiltrado dentro de nuestras murallas antes de que nos hayamos dado cuenta de lo que sucedía.
    —Todavía podemos estar a tiempo de enviarle hacia una pista falsa.
    —Demasiado tarde. El Gordo tiene la libreta de Fisher —dijo Eriksen—. Sabe quiénes somos y dónde encontrarnos. Es realmente peligroso. Empezó por la cola y ahora se está acercando a la cabeza. Cuando el Gordo entre por esta puerta, Leo, seguro que el presidente actuará para impedir cualquier enfrentamiento entre los cosmonautas soviéticos y nuestra gente de la Jersey Colony.
    — ¿Estás sugiriendo que eliminemos al Gordo?
    —No —respondió Eriksen—. Es mejor que no nos enemistemos con el presidente. Solamente le tendremos a buen recaudo durante unos pocos días.
    —Me pregunto dónde aparecerá la próxima vez —dijo reflexivamente Hudson.
    Eriksen volvió a llenar metódicamente su pipa.
    —Empezó su caza de brujas en Oregón; de allí pasó a Colorado y después a Nuevo México. Yo tengo la impresión de que su próxima parada será en Texas, en la oficina de nuestro hombre de la NASA en Houston.
    Hudson marcó un número en el teléfono de encima de la mesa.
    —Lástima que yo no pueda estar allí cuando ese bastardo caiga en la trampa.


    30


    Pitt pasó las dos horas siguientes yaciendo boca arriba en la cama, escuchando el ruido de puertas metálicas que se abrían y cerraban y las pisadas que oía fuera de su celda. El joven guardián le entregó el almuerzo y esperó mientras Pitt comía, asegurándose de que no faltaba ningún cubierto cuando salió. Esta vez parecía de mejor humor y no iba armado. También dejó la puerta abierta durante la comida, dando a Pitt una oportunidad de estudiar la cerradura.
    Éste se sorprendió al ver que era una cerradura de golpe corriente, en vez de un mecanismo de seguridad o con un buen cerrojo. Su celda no había sido destinada a servir de cárcel. Más bien parecía adecuada para una despensa. ;
    Pitt revolvió con una cuchara un plato de maloliente pescado cocido y lo rehusó, más interesado en ver cómo se cerraba la puerta que en comer una bazofia que sabía que era el primer paso de un plan psicológico para debilitar sus defensas mentales. El guardia salió y cerró la puerta de hierro. Pitt aguzó el oído y captó un solo y decisivo chasquido después del golpe.
    Se arrodilló y examinó de cerca la rendija entre la puerta y el marco. No tenía más de medio centímetro. Después registró la celda, buscando un objeto lo bastante delgado para poder deslizado en la cerradura y descorrer el pestillo.
    El catre que soportaba el colchón de plumas era de madera ensamblada. No había en él nada metálico ni delgado y duro. Los grifos y los caños del lavabo eran de cerámica y las tuberías de debajo de éste y del retrete no tenían nada que pudiese moldear con las manos. Tuvo más suerte con el armario. Una de las charnelas le serviría, pero no podía sacar la espiga con las uñas.
    Estaba reflexionando sobre este problema cuando se abrió la puerta y el guardia se plantó en el umbral. Durante un momento, recorrió cautelosamente la celda con la mirada. Después, bruscamente, hizo un ademán a Pitt de que saliese, le condujo por un laberinto de grises pasillos de hormigón y se detuvo al fin delante de una puerta marcada con el número 6.
    Pitt fue introducido bruscamente en una pequeña habitación que parecía una caja y en la que flotaba un olor nauseabundo. El suelo era de cemento y había un sumidero en el centro. Las paredes estaban pintadas de un color rojo ominoso que casaba con las manchas que las salpicaban. La única iluminación procedía de una triste bombilla amarilla que pendía del techo por un cordón. Era la habitación más deprimente que jamás hubiese visto.
    El único mueble era una silla de madera mellada. Pero Pitt centró su atención en el hombre que estaba sentado en ella. Los ojos de éste, que le miraron a su vez, eran tan inexpresivos como cubitos de hielo. Pitt no podía saber la estatura del desconocido, pero su pecho y sus hombros eran tan musculosos que parecían deformes, indicando que aquel hombre había pasado miles de horas de sudor y esfuerzo desarrollando su cuerpo. Llevaba la cabeza completamente afeitada, y la cara habría podido considerarse casi hermosa, de no haber sido por la narizota que contrastaba lamentablemente con las demás facciones. Su único indumento era un par de botas de goma y unos shorts tropicales. A excepción del bigote a lo Bismarck, aquella cara pareció extrañamente familiar a Pitt.
    Sin levantar la cabeza, el hombre empezó a leer la lista de delitos de que Pitt era acusado. Empezaba por la violación del espacio aéreo cubano, el derribo de un helicóptero, el asesinato de su tripulación, la labor como agente de la CÍA y la entrada ilegal en el país. Las acusaciones se sucedieron hasta que terminaron al fin con la entrada no autorizada en una zona militar prohibida. Todo ello en correcto inglés americano, con un ligero acento del Oeste.
    — ¿Qué responde?
    —Culpable como el que más.
    Una mano enorme le tendió una hoja de papel y una pluma.
    —Tenga la bondad de firmar la confesión.
    Pitt tomó la pluma y firmó el documento apoyándolo sobre una pared y sin leerlo.
    El interrogador observó atentamente la firma.
    —Creo que ha cometido un error.
    — ¿Cuál?
    —Usted no se llama Benedict Arnold.
    Pitt chascó los dedos.
    —Caramba, tiene razón. Esto fue la semana pasada. Esta semana soy Millard Fillmore.
    —Muy divertido. . ,
    —Como el general Velikov ha informado ya de mi muerte a las autoridades americanas —dijo seriamente Pitt—, no veo la utilidad de una confesión. Me parece que es como inyectarle penicilina a un esqueleto. ¿De qué puede servir?
    —Un seguro contra un incidente, un medio de propaganda, incluso un elemento para reforzar una posición negociadora —respondió amablemente el inquisidor—. Puede haber muchas razones. —Hizo una pausa y leyó algo en un legajo que tenía sobre la mesa—. Veo, por el expediente que me ha pasado el general Velikov, que usted dirigió una operación de salvamento del Empress of Ireland, que naufragó en el río Saint Lawrence.
    —Correcto.
    —Creo que yo intervine en la misma operación.
    Pitt le miró fijamente. Había algo familiar en él, pero no podía concretarlo. Sacudió la cabeza.
    —No recuerdo que trabajase usted en mi equipo. ¿Cómo se llama?
    —Foss Gly —dijo lentamente el otro—. Trabajé con los canadienses para desbaratar sus operaciones.
    Pitt se acordó repentinamente de un remolcador amarrado en un muelle de Rimouski, Quebec. Él había salvado la vida de un agente secreto británico golpeando a Gly en la cabeza con una llave inglesa. También recordó con gran alivio que Gly había estado vuelto de espaldas y no le había visto acercarse.
    —Entonces, nunca nos encontramos cara a cara —dijo tranquilamente Pitt.
    Observó a Gly, por si éste daba alguna señal de reconocerle; pero el hombre no pestañeó.
    —Probablemente no.
    —Está muy lejos de su país.
    Gly encogió los anchos hombros.
    —Yo trabajo para quienes me pagan buenos dólares por mis servicios especiales.
    —En este caso, la máquina del dinero escupe rublos.
    —Convertidos en oro —añadió Gly. Suspiró, fue a ponerse en pie y se estiró. La piel estaba tan tirante y las venas eran tan pronunciadas que le daban un aspecto grotesco. Acabó de levantarse de la silla y miró hacia arriba, pues su afeitado cráneo estaba a la altura de la barbilla de Pitt—. Me gustaría continuar esta conversación sobre los tiempos pasados, señor Pitt, pero tengo que hacerle varias preguntas y ha de firmar su confesión.
    —Comentaré todos los temas que le interesen cuando esté seguro de que los LeBaron y mis amigos no sufrirán daño alguno.
    Gly no replicó; solamente le miró con una expresión lindante en indiferencia.
    Pitt previó un golpe y puso el cuerpo en tensión para aguantarlo. Pero Gly no colaboró. En vez de aquello, alargó despacio una mano y agarró a Pitt por la base del cuello, por la parte blanda del hombro. Al principio la presión fue ligera, una apretón, pero después se acentuó gradualmente hasta que el dolor se hizo insoportable.
    Pitt agarró la muñeca de Gly con ambas manos y trató de librarse de aquella garra de acero, pero igual habría podido tratar de arrancar de raíz un roble de siete metros. Apretó los dientes hasta que pensó que iban a romperse. Vagamente, a través del fuego que ardía en su cerebro, pudo oír la voz de Gly.
    —Está bien, Pitt, no tiene por qué soportar esto. Dígame simplemente quién le ordenó desembarcar en esta isla y por qué. No hace falta que sufra, a menos que sea un masoquista profesional. Créame si le digo que no le gustaría la experiencia. Diga al general lo que éste quiere saber. Lo que está ocultando, sea lo que fuere, no cambiará el curso de la Historia. No dependerán miles de vidas de ello. ¿Por qué sentir que su cuerpo es destrozado día tras día hasta tener todos los huesos aplastados, rotas todas las articulaciones, reducidos sus tendones a la consistencia de puré de patata? Porque esto es exactamente lo que le ocurrirá si no colabora. ¿Lo ha entendido?
    La terrible angustia menguó cuando Gly aflojó su presa. Pitt se tambaleó y miró a su verdugo con los ojos medio cerrados, mientras se frotaba con una mano la fea moradura que se extendía por su hombro. Se dio cuenta de que dijera lo que dijese, verdadero o inventado, nunca sería aceptado. La tortura continuaría en forma interminable hasta que cediesen sus recursos físicos y perdiese el conocimiento.
    — ¿Le dan un vale por cada confesión? —preguntó Dirk cortésmente.
    —Yo no trabajo a comisión —dijo humorísticamente Gly.
    —Usted gana —dijo sencillamente Pitt—. Aguanto mal el dolor. ¿Qué quiere que confiese? ¿Un intento de asesinar a Fidel Castro o una intriga para convertir a los consejeros rusos en demócratas?
    —Solamente la verdad, señor Pitt.
    —Ya se la he dicho al general Velikov.
    —Tengo la grabación de sus palabras.
    —Entonces sabe que la señora LeBaron, Al Giordino, Rudi Gunn y yo tratábamos de encontrar la clave de la desaparición de Raymond LeBaron, mientras buscábamos un barco naufragado del que se decía que contenía un tesoro. ¿Qué hay de siniestro en esto?
    —El general Velikov cree que era un pretexto para una misión más secreta.
    — ¿Por ejemplo?
    —Un intento de comunicar con los Castro.
    —Ridículo es la primera palabra que acude a mi mente. Tiene que haber maneras más fáciles para que nuestros gobernantes negocien entre ellos.
    —Gunn nos lo ha contado todo —dijo Gly—. Usted debía dirigir la operación para extraviarse en aguas cubanas, donde habrían sido capturados con un guardacostas y escoltados a la isla. Una vez allí, entregarían información vital referente a las negociaciones secretas entre los Estados Unidos y Cuba.
    Pitt estaba ahora auténticamente perplejo. Todo esto era griego para él.
    —Éste es el cuento chino más estúpido que he oído en mi vida.
    —Entonces, ¿por qué iban armados y pudieron destruir el helicóptero cubano?
    —No llevábamos armas —mintió Pitt—. El helicóptero estalló de pronto delante de nosotros. No puedo darle la razón.
    —Entonces, explíqueme por qué no pudo el guardacostas cubano encontrar algún superviviente en el lugar de la catástrofe.
    —Nosotros estábamos en el agua. La oscuridad era muy intensa y el mar estaba alborotado. No nos localizaron.
    —Y sin embargo, fueron capaces de nadar seis millas en pleno huracán, manteniéndose juntos los cuatro y llegando ilesos a Cayo Santa María. ¿Cómo es posible?
    —Pura suerte, supongo.
    —Ahora es usted quien está contando un cuento chino, ¿eh?
    Pitt no tuvo oportunidad de responder. Sin la menor advertencia, Gly le descargó un puñetazo en el costado, cerca del riñon izquierdo.
    El dolor y la súbita compresión estallaron al mismo tiempo dentro de él. Al hundirse en el negro pozo de la inconsciencia, tendió una mano a Jessie, pero ésta se echó a reír y no hizo el menor movimiento para asirlo.


    31


    Una voz grave y resonante le decía algo casi al oído. Las palabras eran vagas y distantes. Un ejército de escorpiones treparon sobre el borde de la cama y empezaron a clavar los aguijones venenosos en su costado. Abrió los ojos. La brillante luz fluorescente le cegó, y volvió a cerrarlos. Sintió que tenía la cara mojada, pensó que debía de estar nadando y abrió los brazos. Entonces, aquella voz habló más claramente.
    —Esté tranquilo, amigo. No hago más que rociarle la cara.
    Pítt volvió a abrir los ojos y vio la cara de un hombre entrado en años, de cabellos grises, ojos amables y preocupados, y rostro afectuoso y distinguido. Cuando sus miradas se encontraron, sonrió.
    — ¿Le duele mucho?
    —Bastante.
    — ¿Quiere un poco de agua?
    —Sí, por favor.
    Cuando el hombre se irguió, casi tocó el techo con los cabellos. Sacó una taza de una pequeña bolsa de lona y la llenó en el lavabo.
    Pítt se sujetó el costado y se incorporó muy despacio hasta quedar sentado. Se sentía fatal y se dio cuenta de que tenía un hambre atroz. ¿Desde cuándo no había comido? Su atontada mente no podía recordarlo. Aceptó el agua, agradecido, y la engulló de golpe. Después miró a su bienhechor.
    —El viejo, rico y temerario Raymond, supongo.
    LeBaron sonrió forzadamente.
    —Unos calificativos que no me gustan demasiado.
    —No es usted fácil de definir.
    —Mi esposa me ha dicho que usted le salvó la vida. Quiero darle las gracias.
    —Según el general Velikov, la salvación ha sido nada más que temporal.
    La sonrisa de LeBaron se desvaneció.
    — ¿Qué le dijo?
    —Dijo textualmente: «Todos tienen que morir».
    — ¿Le dio alguna razón?
    —Me dijo que habíamos ido a caer en la más secreta instalación militar soviética.
    Una mirada reflexiva se pintó en los ojos de LeBaron. Después dijo:
    —Velikov mintió. En principio, esto se montó para recoger datos de transmisiones en onda corta procedentes de los Estados Unidos, pero el rápido desarrollo de los satélites de escucha hizo que quedara anticuado antes de terminarse.
    — ¿Cómo lo sabe?
    —Me permitieron recorrer la isla. Algo inverosímil si la zona hubiese sido tan secreta. No he visto indicios de equipos sofisticados de comunicaciones, ni antenas en parte alguna. También me hice amigo de varios visitantes cubanos que dejaron escapar retazos de información. La mejor comparación que puedo hacer es que este lugar es como un retiro de hombres de negocios, un refugio al que vienen ejecutivos de importantes compañías a discutir y proyectar su estrategia comercial para el año próximo. Sólo que aquí, los oficiales soviéticos y cubanos de alto rango se reúnen para discutir temas militares y políticos.
    A Pitt le costaba concentrarse. El riñon izquierdo le dolía terriblemente y se sentía amodorrado. Tambaleándose, se acercó al retrete. Su orina estaba teñida de sangre, pero no mucho, y no creyó que la lesión fuese grave.
    —Será mejor que no continuemos esta conversación —dijo Pitt—. Probablemente hay algún micrófono oculto en mi celda.
    LeBaron sacudió la cabeza.
    —No, no lo creo. Esta parte del recinto no fue construida con grandes medidas de seguridad, porque no hay salida. Es como el antiguo penal francés de la isla del Diablo; es imposible escapar. La isla de Cuba está a más de veinte millas de distancia. Los tiburones abundan en estas aguas y las corrientes llevan mar adentro. En la otra dirección, la tierra más próxima está en las Bahamas, a ciento diez millas al nordeste. Si está pensando en escapar, mi consejo es que lo olvide.
    Pitt volvió cuidadosamente a su cama.
    — ¿Ha visto a los otros?
    —Sí.
    — ¿Cómo están?
    —Giordino y Gunn están juntos en una habitación a diez metros pasillo abajo. Debido a sus lesiones, se han librado de una visita a la habitación número seis. Hasta ahora, han sido muy bien tratados.
    — ¿Y Jessie?
    La cara de LeBaron se puso ligeramente tensa.
    —El general Velikov ha tenido la amabilidad de reservarnos una de las habitaciones para invitados ilustres. Incluso nos está permitido comer con los oficiales.
    —Me alegra saber que los dos se han librado de una visita a la habitación número seis.
    —Sí, Jessie y yo hemos tenido suerte; nos tratan de una manera bastante humana.
    El tono de LeBaron parecía poco convincente; hablaba con monotonía. No había brillo en sus ojos. No era el hombre que se había hecho famoso por sus audaces y caprichosas aventuras y por sus chocantes fiascos dentro y fuera del mundo de los negocios. Parecía carecer completamente del prodigioso dinamismo que había hecho que su consejo fuese buscado por los financieros y los líderes del mundo entero. A Pitt le dio la impresión de un agricultor arruinado y expulsado de sus tierras por un banquero nada escrupuloso.
    — ¿Y qué ha sido de Buck Caesar y de Joe Cavilla? —preguntó Pitt.
    LeBaron se encogió tristemente de hombros.
    —Buck eludió la vigilancia de sus guardianes durante un período de ejercicio al aire libre y trató de huir a nado y empleando el tronco de una palmera caída como balsa. Su cuerpo, o lo que quedaba de éste después de haberse cebado los tiburones en él, fue arrojado a la playa tres días más tarde. En cuanto a Joe, después de varias sesiones en la habitación número seis, entró en coma y murió. Muy lamentable. No había razón para que no colaborase con el general Velikov.
    — ¿No se ha entrevistado usted con Foss Gly?
    —No; me he ahorrado esta experiencia. No sé por qué. Tal vez el general Velikov cree que soy demasiado valioso como instrumento para una negociación.
    —Por esto me eligió a mí —dijo tristemente Pitt.
    —Quisiera poder ayudarle, pero el general Velikov desoyó todas mis súplicas para salvar a Joe. Se muestra igualmente frío en el caso de usted.
    Pitt se preguntó por qué sería que LeBaron se refería siempre a Velikov con el respeto debido al rango militar del ruso.
    —No comprendo estos interrogatorios tan brutales. ¿Qué podían ganar matando a Cavilla? ¿Qué esperan obtener de mí?
    —La verdad —dijo simplemente LeBaron.
    Pitt le dirigió una aguda mirada.
    —Por lo que yo sé, la verdad es que usted y su equipo salieron en busca del Cyclops y desaparecieron. Su esposa y todos nosotros salimos, una vez se hubo recobrado el dirigible, con la esperanza de poder averiguar lo que le había sucedido a usted. Dígame si esto suena a falso.
    LeBaron se enjugó con la manga el sudor que había empezado a brotar de su frente.
    —Es inútil que discuta conmigo, Dirk, pues no soy yo el que no cree en usted. La mentalidad rusa ve una mentira detrás de cada palabra.
    —Usted ha hablado con Jessie. Seguramente ésta le habrá explicado cómo encontramos el Cyclops y cómo llegamos a esta isla.
    LeBaron se estremeció visiblemente cuando Pitt mencionó el Cyclops. De pronto pareció retroceder ante Pitt. Recogió su bolsa de lona y se dirigió a la puerta. Ésta se abrió casi inmediatamente y LeBaron salió.
    Foss Gly estaba esperando cuando entró LeBaron en la habitación número seis. Estaba sentado allí, como un diablo pensativo, como una máquina humana de matar, inmune al sufrimiento y a la muerte. Olía a carne podrida.
    LeBaron estaba temblando y le tendió en silencio la bolsa de lona. Gly hurgó en su interior, sacó un pequeño magnetófono y rebobinó la cinta. Escuchó durante unos segundos para convencerse de que las voces sonaban claras.
    — ¿Confió en usted? —preguntó Gly.
    —Sí; no intentó ocultarme nada.
    — ¿Trabaja para la CÍA?
    —No lo creo. Su llegada a esta isla fue puramente accidental.
    Gly salió de detrás de la mesa y agarró la piel suelta del lado de la cintura de LeBaron, apretándola y retorciéndola en el mismo movimiento. El editor desorbitó los ojos y jadeó al sentir el angustioso dolor en todo su cuerpo. Poco a poco, cayó de rodillas sobre el hormigón.
    Gly se agachó hasta que sus ojos helados y malignos estuvieron a pocas pulgadas de los de LeBaron.
    —No juegue conmigo, gusano —dijo en tono amenazador—, o su dulce esposa será la próxima que lo pagará con la mutilación de su cuerpo.


    32


    Ira Hagen trazó un círculo alrededor de Hudson y Eriksen y decidió prescindir de Houston. No había necesidad de hacer el viaje. El ordenador a bordo de su reactor le dijo todo lo que necesitaba saber. El número de teléfono de Texas en la libreta negra del general Fisher conducía a la oficina del director de Operaciones de Vuelo de la NASA, Irwin Mitchell, alias Irwin Dupuy. Una comprobación de otro nombre de la lista, Steve Larson, puso de manifiesto que era Steve Busche, director del Centro de Estudios de Vuelo de la NASA en California.
    Nueve pequeños indios, y quedaron cuatro...
    La lista de Hagen del «círculo privado» decía ahora:
    Raymond LeBaron .... Últimamente en Cuba.
    General Mark Fisher ... Colorado Springs.
    Clyde Booth.........Albuquerque.
    Irwin Mitchell.......Houston.
    Steve Busche........California.
    Dean Beagle (?)......Filadelfia. (Identidad y paradero no demostrados).
    Daniel Klein (?)......Washington, D.C. (ídem).
    Leonard Hudson.....Maryland. (Paradero no demostrado).
    Gunnar Eriksen......Maryland. (ídem).
    Sólo faltaban sesenta y seis horas para que terminase el plazo. Había tenido informado de sus proyectos ai presidente y le había advertido que el tiempo sería muy justo para sus investigaciones. El presidente estaba reuniendo ya un equipo de confianza para aprehender a los miembros del «círculo privado» y transportarlos a un lugar que todavía no había especificado. El as de triunfo de Hagen era la proximidad de los tres últimos nombres de la lista. Apostaba a que no andarían lejos el uno de los otros.
    Hagen varió su rutina y no perdió tiempo en alquilar un coche cuando su avión aterrizó en el Aeropuerto Internacional de Filadelfia. Su piloto había encargado un Lincoln, que estaba esperando cuando Hagen bajó la escalerilla. Durante el viaje de cuarenta kilómetros junto al río Schuylkill hasta Valley Forge State Park, trabajó en su informe al presidente y formuló un plan para acelerar el descubrimiento de Hudson y Eriksen, cuyo número de teléfono común resultó ser de una línea desconectada en una casa vacía cerca de Washington.
    Cerró la cartera cuando el coche cruzó el parque donde había acampado el ejército de George Washington durante el invierno de 1777-1778. Muchos de los árboles conservaban aún sus hojas doradas y las onduladas colinas tenían todavía que volverse pardas. El conductor entró en una carretera que serpenteaba en un monte que dominaba el parque. La ruta estaba flanqueada a ambos lados por viejos muros de piedra.
    La histórica Horse and Artillery Inn había sido contruida en 1790 como parada de diligencias y venta para los viajeros coloniales, y estaba rodeada de prados de césped y de árboles que daban sombra. Era un pintoresco edificio de tres plantas, con un majestuoso porche y postigos pintados de azul. La posada era un ejemplo auténtico de la primitiva arquitectura rural a base de piedra caliza y tenía una placa que la acreditaba como inscrita en el Registro Nacional de Edificios Históricos.
    Hagen se apeó del automóvil, subió los peldaños del porche amueblado con anticuadas mecedoras y entró en un vestíbulo lleno de muebles antiguos apiñados alrededor de una acogedora chimenea donde chisporroteaba un leño. En el comedor, fue conducido a una mesa por una muchacha que vestía un traje colonial.
    — ¿Está Dean? —preguntó como al azar.
    —Sí, señor —respondió vivamente la doncella—. El senador está en la cocina. ¿Desea usted verle?
    —Si pudiese dedicarme unos minutos, le quedaría muy agradecido.
    — ¿Quiere entretanto ver la carta?
    Hagen examinó la carta y vio que la lista de antiguos platos americanos era muy tentadora. Pero en realidad, su mente estaba lejos de la comida. ¿Era posible, pensó, que Dean Beagle fuese el senador Dean Porter, que había presidido antaño el poderoso Comité de Relaciones Extranjeras y había perdido por poco en las elecciones primarias presidenciales ante George McGovern? Miembro del Senado durante casi tres décadas, Porter había dejado una marca indeleble en la política americana antes de retirarse hacía ahora dos años.
    Un hombre calvo, de setenta y siete o setenta y ocho años, cruzó la puerta de batiente de la cocina, enjugándose las manos con el borde de un delantal. Un personaje sencillo, con cara de abuelo. Se detuvo junto a la mesa de Hagen y le miró inexpresivamente.
    — ¿Deseaba verme? —preguntó.
    Hagen se puso en pie.
    — ¿Senador Porter?
    —Sí.
    —Me llamo Ira Hagen. Yo también exploto restaurantes especializados en platos americanos, pero no tan buenos como los suyos.
    —Leo me dijo que tal vez llamaría usted a mi puerta —dijo sin rodeos Porter.
    —Siéntese, por favor.
    — ¿Se quedará a comer, señor Hagen?
    —Pensaba hacerlo.
    —Entonces permítame que le ofrezca una botella de vino del país a cuenta de la casa.
    —Muchas gracias.
    Porter llamó a la camarera y le dio la orden. Después se volvió de nuevo a Hagen y le miró fijamente a los ojos.
    — ¿A cuántos de nosotros ha seguido la pista?
    —Usted es el sexto —respondió Hagen.
    —Ha hecho bien en no ir a Houston. Leo había dispuesto un comité de recepción que le estaba esperando.
    — ¿Ha sido usted miembro del «círculo privado» desde el principio, senador?
    —Ingresé en 1964 y contribuí a montar la financiación secreta.
    —Le felicito por su excelente labor.
    —Supongo que trabaja usted para el presidente.
    —Correcto.
    — ¿Qué quiere hacer él con nosotros?
    —En definitiva, rendirles los honores que se merecen. Pero su preocupación principal es impedir que su gente en la Luna desencadene una guerra.
    Porter calló cuando la camarera trajo una botella de vino blanco frío. La descorchó hábilmente y vertió vino en su vaso. Tomó un buen sorbo, lo paladeó y asintió con la cabeza.
    —Muy bueno.
    Después llenó el vaso de Hagen.
    —Hace quince años, señor Hagen, nuestro Gobierno cometió un estúpido error y convirtió nuestra tecnología espacial en un juego de niños que fue anunciado como un «apretón de manos en el espacio». Si lo recuerda, fue una aventura conjunta a la que se dio gran publicidad entre programas espaciales americanos y rusos, en la que nuestros astronautas del Apolo se encontrarían y reunirían con los cosmonautas del Soyuz en órbita. Yo fui contrario a ello desde el principio, pero el acontecimiento se produjo durante los años de distensión y mi voz fue solamente un clamor en el desierto. Entonces no confiaba en los rusos, y tampoco me fío ahora de ellos. Todo su programa espacial estaba montado sobre la propaganda política y conseguía pocos logros técnicos. Nosotros expusimos a los rusos la tecnología americana, que estaba veinte años más adelantada que la suya. Después de todo este tiempo, los cacharros espaciales soviéticos siguen siendo una porquería en relación con todo lo que nosotros hemos creado. Entonces malgastamos cuatrocientos millones de dólares en una revelación científica. El hecho de que besáramos el culo a los rusos mientras ellos zurraban el nuestro sólo confirma el dicho de Barnum, de que «cada minuto nace un tonto». Decidí no permitir que aquello ocurriese de nuevo. Por esto no permaneceré inmóvil, ni dejaré que los rusos nos roben los frutos de la Jersey Colony. Si ellos fuesen técnicamente superiores a nosotros, estoy seguro de que nos cerrarían el camino de la Luna.
    —Entonces, está usted de acuerdo con Leo en que los primeros rusos que pongan el pie en la Luna deben ser eliminados.
    —Harán todo lo que esté en su poder para apoderarse, como lluvia caída del cielo, de todos nuestros avances científicos en la base lunar. Enfréntese con la realidad, señor Hagen. No habrá visto a ningún agente secreto nuestro que robe alta tecnología rusa y la traiga de contrabando a Occidente. Los soviéticos tienen que valerse de nuestros progresos, porque son demasiado estúpidos y miopes para su propia tecnología.
    —No tiene en muy alta estima a los rusos —dijo Hagen.
    —Cuando el Kremlin decida construir un mundo mejor, en vez de dividirlo y dominarlo, puede que yo cambie de idea.
    — ¿Me ayudará a encontrar a Leo?
    —No —dijo simplemente el senador.
    —Lo menos que puede hacer el «círculo privado» es escuchar los argumentos del presidente.
    — ¿Es para esto para lo que le ha enviado?
    —Esperaba que pudiese encontrarlos a todos ustedes mientras estemos aún a tiempo.
    — ¿A tiempo de qué?
    —Antes de cuatro días, los primeros cosmonautas soviéticos alunizarán. Si su gente de la Jersey Colony los mata, su Gobierno puede sentirse autorizado para derribar un satélite americano o el laboratorio espacial.
    El senador miró a Hagen, y sus ojos eran fríos como el hielo.
    —Una conjetura muy interesante. Sospecho que tendremos que esperar a ver lo que pasa, ¿no?


    33

    Pitt empleó la hebilla de la cinta de su reloj como destornillador para sacar los tornillos que sujetaban los goznes del armario. Entonces deslizó la parte plana de una charnela entre el pestillo y el marco de la puerta. Se ajustaba casi perfectamente. Ahora, lo único que tenía que hacer era esperar que viniese el guardia a traerle la cena.
    Bostezó y se tendió en la cama, pensando en Raymond LeBaron. La imagen que tenía del famoso magnate del negocio editorial se había deteriorado mucho. LeBaron no daba la medida de su reputación. Tenía el aspecto de un hombre asustado. Ni una sola vez citó a Jessie, a Al o a Rudi. Seguramente le habrían dado algún mensaje de ánimo. Había algo muy turbio en las acciones de LeBaron.
    Se sentó en la cama al oír que se abría la puerta. El guardia entró, sosteniendo una bandeja en una mano. La tendió a Pitt, que la puso sobre su regazo.
    —— ¿Qué exquisitez me ha traído esta tarde? —preguntó alegremente Pitt.
    El guardián torció desagradablemente los labios y se encogió de hombros con indiferencia. Pitt no podía censurarle por ello. La bandeja contenía un panecillo amazacotado e insípido y un tazón de estofado de pollo que no podía oler peor.
    Pitt tenía hambre, pero, sobre todo, necesitaba comer para conservar las fuerzas. Engulló a duras penas aquella bazofia, consiguiendo de alguna manera no vomitar. Por último, devolvió la bandeja al guardián, el cual la tomó en silencio, salió al corredor y tiró de la puerta.
    Pitt saltó de la cama, se puso de rodillas y deslizó una de las charnelas del armario entre el pestillo y la jamba de la puerta, impidiendo que aquél acabase de cerrarse. Casi simultáneamente, apretó el hombro contra la puerta y la golpeó por el segundo gozne para imitar el chasquido del pestillo.
    En cuanto oyó que las pisadas del guardián se extinguían en el pasillo, abrió ligeramente la puerta, arrancó un trozo de esparadrapo del vendaje que cubría un corte en el brazo, y lo pegó al tirador del pestillo para mantener la puerta abierta.
    Quitándose las sandalias y guardándolas debajo del cinto, entornó la puerta, fijó un cabello en la rendija y, sin hacer ruido, se deslizó por el corredor desierto, apretando el cuerpo contra la pared. No vio señales de guardias ni de aparatos de seguridad.
    Su objetivo era encontrar a sus amigos y urdir un pían para escapar, pero, cuando había andado veinte metros, descubrió una estrecha y circular salida de emergencia, con una escalera que subía y se perdía en la oscuridad. Decidió ver adonde llevaba. La subida pareció interminable y Pitt se dio cuenta de que debía de haber dejado atrás todas las plantas subterráneas. Por fin, al levantar los brazos, tocó una trampa de madera sobre su cabeza. Apoyó la espalda contra ella y ejerció una lenta presión. La trampa crujió con fuerza al levantarse.
    Pitt respiró hondo y se quedó inmóvil. Transcurrieron cinco minutos y no ocurrió nada, nadie gritó, y cuando al fin levantó lo bastante la trampa, vio el suelo de hormigón de un garaje en el que había varios vehículos militares y de transporte. El local era grande, de veinte por treinta metros y tal vez cinco de altura, y el techo estaba sostenido por una serie de viguetas de acero. El aparcamiento estaba a oscuras, pero en el fondo había una oficina brillantemente iluminada. Dos rusos que vestían uniforme militar estaban sentados a una mesa jugando al ajedrez.
    Pitt salió de donde estaba, se deslizó detrás de los vehículos aparcados, se agachó al pasar por delante de las ventanas de la oficina y siguió hasta llegar a la puerta de entrada. Llegar tan lejos desde su celda le había parecido sumamente fácil, pero el obstáculo surgió donde menos lo esperaba. La puerta tenía una cerradura eléctrica. No podía activarla sin poner sobre aviso a los jugadores de ajedrez.
    Resguardándose en la sombra, resiguió las paredes buscando otra entrada. Pero sabía que era una causa perdida. Si este edificio estaba al nivel del suelo, se hallaría probablemente disimulado bajo un montículo, con la puerta grande para los vehículos como único medio de entrada y salida.
    Dio una vuelta completa al garaje y volvió al lugar donde había empezado. Desanimado, estaba a punto de darse por vencido cuando miró hacia arriba y vio un respiradero en el techo. Parecía lo bastante ancho para poder pasar por él.
    Subió sin hacer ruido encima de un camión, levantó los brazos y se encaramó en una de las vigas. Después avanzó sobre ella unos diez metros, hasta llegar al respiradero, y salió por éste al exterior. La corriente de aire fresco y húmedo era estimulante. Calculó que el viento que había sucedido al huracán tenía solamente una velocidad de unas veinte millas por hora. El cielo estaba sólo parcialmente cubierto y había una media luna que permitía distinguir vagamente objetos a cien pies de distancia.
    Ahora su problema era salvar el alto muro de la cerca. La caseta del guardia, junto a la verja, estaría ocupada, por lo que no tendría manera de repetir la entrada que había hecho dos noches atrás.
    Al fin, la suerte vino en su ayuda una vez más. Caminó a lo largo de un pequeño canal de desagüe que pasaba por debajo del muro. Avanzó agachado, pero le cortó el paso una reja de hierro. Afortunadamente, los barrotes estaban tan oxidados por el aire salino tropical que pudo doblarlos con facilidad.
    Tres minutos más tarde, había salido del recinto y corría entre las palmeras que flanqueaban el estropeado camino. No había señales de guardias ni de cámaras electrónicas de vigilancia, y los achaparrados arbustos contribuían a ocultar su silueta del resplandor de la arena. Corrió en diagonal hacia la playa, hasta que se encontró con la valla electrificada.
    Finalmente, llegó a la parte dañada por el huracán. Había sido reparada, pero supo que era el lugar correcto, porque la palmera que había causado el daño yacía cerca de allí. Se puso de rodillas y empezó a cavar la arena con las manos, debajo de la valla. Cuando más hondo cavaba, más arena caía al fondo desde los lados. Por esto pasó casi una hora antes de que pudiese hacer un hueco lo bastante profundo para deslizarse sobre la espalda hasta el otro lado.
    Le dolían el hombro y el riñon y sudaba como una esponja empapada. Trató de volver al lugar donde habían llegado entre las rocas. El paisaje no parecía el mismo bajo la pálida luz de la luna, aunque, por haber tenido entonces los ojos casi cerrados, no podía recordar cómo era cuando habían llegado allí azotados por el huracán.
    Pitt caminó arriba y abajo por la playa, buscando entre las formaciones rocosas, y a punto estaba de darse por vencido cuando vio que la luz de la luna se reflejaba en un objeto sobre la arena. Alargó las manos y tocó el depósito de carburante del motor fuera borda del bote hinchable. El vastago y la hélice estaban enterrados en la arena a unos diez metros de la línea marcada por la marea alta. Apartó la húmeda arena hasta que pudo extraer el motor. Después se lo cargó a la espalda y echó a andar por la playa, alejándose del recinto de los .rusos.
    No sabía adonde iba ni dónde iba a esconder el motor. Sus pies se hundían en la arena y la carga de treinta kilos dificultaba todavía más su marcha. Tenía que pararse a descansar cada pocos centenares de metros.
    Había caminado dos o tres kilómetros cuando encontró una calle cubierta de hierbajos que discurría entre varias hileras de casas desiertas y ruinosas. La mayoría de ellas eran poco más que chozas y se agrupaban alrededor de una pequeña laguna. Debía de haber sido un pueblo de pescadores, pensó Pitt. No podía saber que era uno de los poblados cuyos vecinos habían sido echados de allí y trasladados a tierra más firme durante la ocupación soviética.
    Dejó con alivio el motor en el suelo y empezó a registrar las casas. Las paredes y los techos eran de chapa de hierro ondulada y de tablas. Quedaban muy pocos muebles. Encontró una barca varada en la playa, pero en seguida perdió toda esperanza de poder utilizarla. El casco estaba podrido.
    Pitt consideró la posibilidad de construir una balsa, pero necesitaría demasiado tiempo y no podía correr el riesgo de ensamblar las piezas de madera, con la doble dificultad de trabajar a oscuras y sin herramientas. El resultado no ofrecía muchas garantías en un mar agitado.
    La esfera luminosa de su reloj marcaba la una y media. Si quería encontrar a Giordino y a Gunn y hablar con ellos, tenía que darse prisa. Se preguntó cómo podría hacerse con carburante para el fueraborda, pero ahora no tenía tiempo de buscar la solución. Calculó que tardaría al menos una hora en volver a su celda.
    Encontró una vieja bañera de hierro junto a una barraca derrumbada. Dejó el motor fuera borda en el suelo y volvió la bañera boca abajo encima de él. Después arrojó encima de ella unos neumáticos y un colchón medio podrido y desanduvo su camino, teniendo buen cuidado de borrar sus pisadas con una hoja de palmera hasta que se hubo alejado unos veinticinco metros.
    La vuelta fue más fácil que la ida. Lo único que tuvo que recordar fue enderezar los barrotes del canal de desagüe. Se preguntó por qué no estaría llena aquella instalación isleña de guardias de seguridad, pero entonces se acordó de que la zona era constantemente sobrevolada por aviones espías americanos, cuyas cámaras tenían la extraordinaria facultad de sacar fotografías en las que podía leerse el nombre de una pelota de golf a pesar de haber sido tomadas desde treinta mil metros de altura.
    Los soviéticos debían haber pensado que, más que una fuerte seguridad, era mejor dar al lugar el aspecto de una isla abandonada y sin vida. Los disidentes cubanos que huían del régimen de Castro no se detendrían en ella y cualquier comando de exiliados cubanos la pasaría por alto si se dirigía a la isla principal. Como nadie desembocaría ni saldría de allí, los rusos no tenían nada que guardar.
    Pitt bajó a través del respiradero y cruzó sin ruido el garaje en dirección a la salida. El pasillo seguía desierto. Observó la puerta y vio que el cabello seguía en su sitio.
    Su plan era buscar a Gunn y a Giordino. Pero no quería abusar de su suerte. Aunque su encierro no era muy severo, siempre existía el problema de un descubrimiento casual. Si Pitt era sorprendido ahora fuera de su celda, sería el fin. Si Velikov y Gly no le habían ejecutado todavía era porque creían tenerle a buen recaudo.
    Decidió que tenía que arriesgarse. Tal vez no tendría otra oportunidad. Los ruidos resonaban mucho en el pasillo de hormigón. Si no tenía que alejarse demasiado, tendría tiempo sobrado de volver a su celda si oía pisadas.
    La habitación contigua a la suya era un depósito de pinturas. La registró durante unos minutos pero no encontró nada útil. Al otro lado del pasillo, había dos habitaciones vacías. La tercera contenía artículos de fontanería. Entonces abrió otra puerta y se encontró con las caras sorprendidas de Gunn y Giordino. Entró rápidamente, cuidando de que no se cerrase el pestillo.
    — ¡Dirk! —gritó Giordino.
    —No levantes la voz —murmuró Pitt.
    —Me alegro de verte, amigo.
    — ¿Habéis comprobado que no haya micros en esta habitación? —preguntó Pitt.
    —Lo hicimos apenas nos metieron en ella —respondió Gunn—. No hay nada.
    Entonces vio Pitt las feas moraduras alrededor de los ojos de Giordino.
    —Ya veo que has estado con Foss Gly en la habitación número seis.
    —Sostuvimos una conversación muy interesante. Aunque él llevó la voz cantante.
    Pitt miró a Gunn, pero no vio ninguna señal.
    — ¿Y tú?
    —Es demasiado listo para levantarme la tapa de los sesos —dijo
    Gunn, con una agria sonrisa. Señaló su tobillo fracturado. La escayola había desaparecido—. Le resulta más práctico retorcerme el pie.
    — ¿Y Jessie?
    Gunn y Giordino intercambiaron una mirada triste.
    —Tememos lo peor —dijo Gunn—. Al y yo oímos unos gritos de mujer al salir del ascensor por la tarde.
    —Veníamos de que nos interrogara ese untuoso bastardo de Vetikov.
    —Es su sistema —explicó Pitt—. El general emplea el guante de seda y después te entrega a Gly, para que emplee su puño de hierro. —Paseó irritado por la pequeña habitación—. Tenemos que encontrar a Jessie y salir de aquí, cueste lo que cueste.
    — ¿Cómo? —preguntó Giordino—. LeBaron nos ha visitado y nos ha dicho que es imposible escapar de la isla.
    —Yo no confío más en el rico y arrojado Raymond que en la posibilidad de destruir este edificio —dijo rápidamente Pitt—. Creo que Gly le ha convertido en gelatina.
    —Me parece que tienes razón.
    Gunn se volvió de lado en su litera, acariciándose el tobillo roto.
    — ¿Cómo piensas salir de la isla?
    —He encontrado y escondido el motor fuera borda, para el caso de que pueda robar una barca.
    — ¿Qué? —Giordino miró a Pitt con incredulidad—. ¿Saliste de aquí?
    —No ha sido exactamente un paseo agradable —respondió Pitt—. Pero he descubierto una manera de escapar hacia la playa.
    —Robar una barca es imposible —dijo rotundamente Gunn.
    —Entonces, sabes algo que yo no sé.
    —Mis nociones de ruso me han servido de algo. He escuchado conversaciones entre los guardianes. También pude ver unos pocos fragmentos de los papeles que tiene Velikov en su despacho. Una información bastante interesante es que la isla es abastecida de noche por un submarino.
    — ¿Por qué buscarse tantas complicaciones? —murmuró Giordino—. A mí me parece que un transporte por barco sería más eficaz.
    —Esto requeriría operaciones de desembarco que podrían ser vistas desde el aire —le explicó Gunn—. Sea lo que fuere lo que sucede aquí, quieren llevarlo en el más absoluto secreto.
    —Estoy de acuerdo con esto —dijo Pitt—. Los rusos se han tomado mucho trabajo para que la isla parezca desierta.
    —No es de extrañar que se impresionasen cuando entramos por la puerta principal —dijo Giordino, reflexivamente—. Esto explica los interrogatorios y las torturas.
    —Tanta mayor razón para que procuremos salir de aquí y salvar nuestras vidas.
    —Y avisar a nuestras agencias de información —añadió Gunn.
    — ¿Cuándo piensas largarte? —preguntó Giordino.
    —Mañana por la noche, inmediatamente después de que el guardia traiga la cena.
    Gunn dirigió a Pitt una larga y dura mirada.
    —Tendrás que irte solo, Dirk.
    —Llegamos juntos, y juntos nos marcharemos.
    Giordino sacudió la cabeza.
    —No podrías llevarnos a Jessie y a nosotros dos sobre la espalda.
    —Tiene razón —dijo Gunn—. Al y yo no estamos en condiciones de caminar ni veinte metros, aunque sea arrastrándonos. Es mejor que nos quedemos a correr el riesgo de dar al traste con tus posibilidades. Llévate a los LeBaron y salid nadando, por todos los demonios, hacia los Estados Unidos.
    —No puedo confiar en Raymond LeBaron. Estoy seguro de que nos delataría. Mintió como un condenado al declarar que la isla no es más que un retiro para hombres de negocios.
    Gunn sacudió la cabeza, con incredulidad.
    — ¿Quién oyó jamás hablar de un lugar de retiro para militares que torturan a sus invitados?
    —Olvídate de LeBaron —dijo Giordino, resplandeciendo de cólera sus ojos—. Pero, por el amor de Dios, salva a Jessie antes de que la mate ese hijo de perra de Gly.
    Pitt se quedó confuso.
    —No puedo marcharme de aquí y dejaros a los dos en manos del destino.
    —Si no lo haces —dijo gravemente Gunn—, tú morirás también, y no quedará nadie con vida para contar lo que sucede aquí.


    34


    El ambiente era de tristeza, aunque mitigada por la larga distancia en el tiempo. No más de cien personas se habían reunido para la ceremonia, a esa temprana hora. A pesar de la presencia del presidente, sólo un canal de televisión había enviado un equipo. La pequeña concurrencia guardaba silencio en un rincón apartado de Rock Creek Park, escuchando el final del breve discurso del presidente.
    —... Y así nos hemos reunido esta mañana para rendir un tardío tributo a los ochocientos americanos que murieron cuando el buque de transporte de tropas, el Leopoldville, fue torpedeado frente al puerto de Cherburgo, Francia, la víspera de Navidad de 1944.
    »Nunca se había negado a una tragedia de guerra un honor tan merecido. Nunca se ha ignorado tan completamente una tragedia semejante.
    Hizo una pausa y señaló hacia una estatua cubierta. Entonces se retiró el paño, revelando la figura solitaria de un soldado en actitud valiente y expresión resuelta, llevando un capote militar, y todo el equipo de campaña y un fusil M-l colgado de un hombro. Había una dignidad dolorosa en aquella estatua en bronce y de tamaño natural de un combatiente, realzada por una ola que lamía sus tobillos.
    Después de un minuto de aplausos, el presidente, que había servido en Corea como teniente de una compañía de artillería del Marine Corps, empezó a estrechar las manos de supervivientes del Leopoldville y de otros veteranos de la Panther División. Cuando se dirigía al automóvil de la Casa Blanca, se puso rígido de pronto al estrechar la mano del décimo hombre de la fila.
    —Un discurso muy conmovedor, señor presidente —dijo una voz conocida—. ¿Podría hablar con usted en privado?
    Los labios de Leonard Hudson se dilataron en una irónica sonrisa. No se parecía en nada al caddy Reggie Salazar. Sus cabellos eran espesos y grises, lo mismo que la barba mefistofélica. Llevaba un suéter con cuello de tortuga debajo de la chaqueta de tweed
    Los pantalones de franela eran de color café y los zapatos ingleses de cuero estaban impecablemente lustrados. Parecía salido de un anuncio de coñac de la revista Town & Country.
    El presidente se volvió y habló a un agente del Servicio Secreto que estaba a menos de medio metro de su codo.
    —Este hombre me acompañará hasta la Casa Blanca.
    —Un gran honor, señor —dijo Hudson.
    El presidente le miró fijamente durante un instante y decidió llevar adelante el juego. Su cara se iluminó con una amistosa sonrisa.
    —No puedo perderme la oportunidad de recordar anécdotas de la guerra con un viejo compañero, ¿verdad, Joe?
    La caravana presidencial entró en Massachusetts, haciendo centellear sus luces rojas y sonar las sirenas por encima del ruido del tráfico en la hora punta. Los dos hombres guardaron silencio durante un par de minutos. Por fin Hudson dio el primer paso.
    — ¿Recuerda usted dónde nos conocimos?
    —No —mintió el presidente—, Su cara no me parece en modo alguno conocida.
    —Supongo que tiene que ver a tanta gente...
    —Francamente, tengo cosas más importantes en las que pensar.
    Leonard Hudson hizo caso omiso de la aparente hostilidad del presidente.
    — ¿Como meterme en la cárcel?
    —Una cloaca me parecería un sitio más adecuado.
    —Usted no es la araña, señor presidente, y yo no soy la mosca. Puede parecer que me he metido en una trampa, en este caso un coche rodeado de un ejército de guardaespaldas del Servicio Secreto, pero mi salida en paz y tranquilidad está garantizada.
    — ¿Otra vez el viejo truco de la bomba simulada?
    —Ahora es diferente. Un explosivo de plástico está sujeto debajo de una mesa en un restaurante de cuatro tenedores de la ciudad. Hace exactamente ocho minutos que el senador Adrián Gorman y el secretario de Estado, Douglas Oates, se han sentado a aquella mesa para desayunar juntos.
    —Es un farol.
    —Tal vez sí, pero si no lo es, mi captura difícilmente valdría la carnicería que se produciría en el interior de un restaurante lleno a rebosar.
    — ¿Qué quiere esta vez?
    —Retire a su sabueso.
    —Hable claro, por el amor de Dios.
    —Quíteme a Ira Hagen de encima mientras todavía pueda respirar.
    — ¿Quién?
    —Ira Hagen, un viejo condiscípulo suyo que trabajó en el Departamento de Justicia.
    El presidente miró a través de la ventanilla, como tratando de recordar.
    —Parece que ha pasado una eternidad desde la última vez que hablé con Ira.
    —No hace falta que mienta, señor presidente. Usted le contrató para que descubriese el «círculo privado».
    — ¿Qué? —El presidente fingió una auténtica sorpresa. Después se echó a reír—. Olvida usted quién soy. Me bastaría una llamada telefónica para que todo el FBI, la CÍA y al menos otras cinco agencias de información se les echasen encima.
    —Entonces, ¿por qué no lo ha hecho?
    —Porque he preguntado a mis consejeros científicos y a algunas personas muy respetadas que participan en nuestro programa espacial. Y todos están de acuerdo. La Jersey Colony es un castillo en el aire. Se expresa usted muy bien, Joe, pero no es más que un farsante que vende alucinaciones.
    Hudson se desconcertó.
    —Juro por Dios que Jersey Colony es una realidad.
    —Sí, está a medio camino entre Oz y Shangri-lá.
    —Créame, Vince, cuando nuestros primeros colonos regresen de la Luna, la noticia inflamará la imaginación del mundo.
    El presidente hizo caso omiso del descarado empleo de su nombre de pila.
    —Lo que le gustaría realmente es que anunciase una batalla simulada con los rusos por el dominio de la Luna. ¿Qué es lo que pretende? ¿Es usted un agente de publicidad de Hollywood que trata de promocionar una película espacial, o se ha escapado de una clínica mental?
    Hudson no pudo reprimir su cólera.
    — ¡Idiota! —gritó—. No puede volver la espalda a la más grande hazaña científica de la historia.
    —Fíjese en lo que voy a hacer. —El presidente descolgó el teléfono del coche—. Roger, detenga el automóvil. Mi invitado va a apearse.
    Al otro lado del cristal, el chófer del Servicio Secreto levantó una mano del volante en señal de comprensión. Después informó de la orden del presidente a los otros vehículos. Un momento más tarde, la caravana entró en una tranquila calle residencial y se detuvo junto a la acera.
    El presidente alargó una mano y abrió la portezuela.
    —Final de trayecto, Joe. No sé qué piensa hacer con Ira Hagen, pero si me entero de su muerte, seré el primero en declarar en el juicio que usted le amenazó. Es decir, si no le han ejecutado ya por cometer un asesinato en masa en un restaurante.
    Irritado y confuso, Hudson bajó despacio del automóvil. Vaciló antes de acabar de hacerlo.
    —Está cometiendo un terrible error —dijo, en tono acusador.
    —No será la primera vez —dijo el presidente, dando por terminada la conversación.
    El presidente se retrepó en su asiento y sonrió con aire satisfecho. Una magnífica representación, pensó. Hudson estaba perplejo y construía barricadas donde no debía. Aplazar una semana la inauguración del monumento al Leopoldville había sido una astuta maniobra. Tal vez una molestia para los veteranos que habían acudido, pero muy conveniente para un viejo fantasma como Hagen.
    Hudson se quedó plantado en la hermosa avenida, contemplando cómo se alejaba la caravana y se perdía de vista al doblar la primera esquina. Estaba confuso y desorientado.
    — ¡Maldito y estúpido burócrata! —gritó, presa de la más absoluta frustración.
    Una mujer que paseaba un perro por la acera le dirigió una mirada de disgusto.
    Una camioneta Ford sin distintivos redujo la marcha y se detuvo, y Hudson subió a ella. Había en su interior unas sillas tapizadas de cuero, alrededor de una pulida mesa de secoya. Dos hombres, impecablemente vestidos con trajes de calle, le miraron con expectación mientras él se sentaba cansadamente en una de las sillas.
    — ¿Cómo te ha ido? —preguntó uno de ellos.
    —El estúpido bastardo me echó de su automóvil —dijo desesperado Hudson—. Dice que no ha visto a Ira Hagen en muchos años, y pareció importarle un bledo que le matásemos y volásemos el restaurante.
    —No me sorprende —dijo un hombre de mirada intensa, cara cuadrada y colorada, y nariz de cóndor—. Es un tipo pragmático como el infierno.
    Gunnar Eriksen tenía una pipa apagada entre los labios.
    — ¿Qué más? —preguntó.
    —Dijo que creía que la Jersey Colony era una broma —contestó Hudson.
    — ¿Te reconoció?
    —Creo que no. Siguió llamándome Joe.
    —Pudo ser una comedia.
    —Se mostró muy convincente.
    Eriksen se volvió al otro hombre.
    — ¿Cómo lo interpretas tú?
    —Hagen es un enigma. He vigilado de cerca al presidente y no he descubierto ningún contacto entre ellos.
    — ¿No puede ser que Hagen haya sido contratado por uno de los directores de las agencias de información? —preguntó Eriksen.
    —Por lo menos, seguro que no por canales ordinarios. La única reunión que celebró el presidente con algún miembro de los servicios de información fue para recibir un informe de Sam Emmett, del FBI. No pude ver este informe, pero estaba relacionado con los tres cadáveres encontrados en el dirigible de LeBaron. Aparte de esto, no ha hecho nada.
    —No; estoy seguro de que ha hecho algo. —La voz de Hudson era tranquila pero rotunda—. Temo que hemos menospreciado su astucia.
    — ¿En qué sentido?
    —Sabía que yo volvería a ponerme en contacto con él y le pediría que nos quitase a Hagen de encima.
    — ¿Qué te ha hecho sacar esta conclusión? —preguntó Nariz de Cóndor.
    —Hagen —respondió Hudson—. Ningún buen agente secreto llama la atención sobre sí mismo. Y Hagen era uno de los mejores. Debía tener buenas razones para anunciar su presencia con aquella llamada telefónica al general Fisher y su pequeña charla cara a cara con el senador Porter.
    —Pero, ¿por qué quería el presidente forzarnos la mano, si no nos exigió ni pidió nada? —preguntó Eriksen.
    Hudson sacudió la cabeza.
    —Esto es lo que me alarma, Gunnar. No acierto a ver qué tenemos que ganar con ello.

    Inadvertida en el intenso tráfico, una vieja y polvorienta caravana con matrícula de Georgia se mantenía a una discreta distancia detrás de la camioneta. En su interior, Ira Hagen se sentó a una mesita, con unos auriculares y un micrófono sujetos a la cabeza, y descorchó una botella de Martin Ray Cabernet Sauvignon. Dejó la botella abierta, mientras ajustaba el botón de sonido de un receptor de onda corta conectado a un magnetófono.
    Después levantó los auriculares, dejando al descubierto una oreja.
    —Se está desvaneciendo el sonido. Acerqúese un poco,
    El conductor, que llevaba una revuelta barba postiza y una gorra de béisbol de los Atlanta Braves, respondió sin mirar atrás:
    —Tuve que frenar cuando un taxi me cortó el paso. Recuperaré la distancia en la próxima manzana.
    —No los pierda de vista hasta que aparquen.
    — ¿De qué se trata? ¿Tráfico de drogas?
    —Nada tan exótico —respondió Hagen—. Se sospecha que están enzarzados en una partida de poker mientras viajan.
    — ¡Vaya una cosa! —gruñó el conductor, sin advertir la pulla.
    —El juego es todavía ilegal.
    —También lo es la prostitución, y es mucho más divertido.
    —Mantenga los ojos fijos en la camioneta —dijo Hagen, en tono oficial—. Y no deje que se alejen a más de una manzana.
    La radio crepitó.
    —T-bone, aquí Porterhouse.
    —Le oigo, Porterhouse.
    —Podemos ver a Sirloin, pero preferiríamos volar más bajo. Si se mezclase con algún otro vehículo de color parecido debajo de los árboles o detrás de un edificio, podríamos perderlo.
    Hagen se volvió y miró por la ventanilla de atrás de la caravana hacia el helicóptero.
    — ¿A qué altura está?
    —El límite para los aviones en esta parte de la ciudad es de cuatrocientos metros. Pero no es éste el único problema. Sirloin se dirige hacia el paseo del Capitolio. No podemos sobrevolar aquella zona.
    —Continúa, Porterhouse. Conseguiré que con ustedes hagan una excepción.
    Hagen hizo una llamada por el teléfono del coche y volvió a comunicar con el piloto del helicóptero en menos de un minuto.
    —Soy T-bone, Porterhouse. Puede volar a cualquier altura sobre la ciudad, mientras no ponga vidas en peligro. ¿Entendido?
    —Hombre, debe usted tener mucha influencia.
    —Mi jefe conoce a mucha gente importante. No pierda de vista a Sirloin.
    Ira Hagen levantó la tapa de una costosa cesta de picnic de Abercrombie & Fitch y abrió una lata de foiegras. Después escanció el vino y volvió a escuchar por los auriculares.
    No había duda de que Leonard Hudson era uno de los hombres que iban en la camioneta. Y Gunnar Eriksen era mencionado por su nombre de pila. Pero la identidad del tercer hombre seguía siendo el misterio.
    El factor desconocido sacaba de quicio a Hagen. Ocho hombres del «círculo privado» le eran conocidos, pero el noveno estaba todavía oculto en las tinieblas. Los hombres de la camioneta se dirigían... ¿adonde? ¿Qué clase de instalación albergaba a la sede de! proyecto de Jersey Colony? Un nombre tonto, Jersey Colony. ¿Cuál era su significado? ¿Guardaba alguna relación con el Estado de New Jersey? Tenía que haber algo que pudiese explicar la causa de que ninguna información sobre el establecimiento de la base lunar hubiese llegado a conocimiento de algún alto funcionario del Gobierno. Alguien con más poder que Hudson o Eriksen tenía que ser la clave. Tal vez el último nombre de la lista del «círculo privado».
    —Aquí Portehouse. Sirloin se dirige al nordeste por la Rhode Island Avenue.
    —Tomo nota —respondió Hagen.
    Extendió un mapa del Distrito de Columbia sobre la mesa y desdobló otro de Maryland. Empezó a trazar una línea con lápiz rojo, extendiéndola al pasar desde el Distrito a Prince George's County. Rhode Island Avenue se convirtió en la Autopista 1 y giró hacia el norte en dirección a Baltimore.
    — ¿Tiene alguna idea de adonde van? —preguntó el conductor.
    —Ninguna —respondió Hagen—. A menos que... —murmuró para sí.
    La Universidad de Maryland. A menos de veinte kilómetros del centro de Washington, Era natural que Hudson y Eriksen se mantuviesen cerca de una institución académica para aprovechar sus medios de investigación.
    Hagen habló por el micro:
    —Porterhouse, aguce la vista. Es posible que Sirloin se dirija a la Universidad.
    —Comprendido, T-bone.
    Cinco minutos más tarde, la camioneta salió de la autopista y cruzó la pequeña ciudad de College Park. Después de aproximadamente dos kilómetros, se metió en un importante centro comercial, en cuyos dos extremos había unos conocidos almacenes. El parking estaba lleno de coches de compradores. Cesó toda conversación en el interior de la camioneta, y esto pilló desprevenido a Hagen.
    — ¡Maldición! —juró.
    —Porterhouse —dijo la voz del piloto del helicóptero.
    —Le oigo.
    —Sirloin acaba de detenerse debajo de un gran cobertizo delante de la entrada principal. No tengo contacto visual con él.
    —Espere a que aparezca de nuevo —ordenó Hagen—, y sígale. —Se levantó de la mesa y se puso detrás del conductor—. Péguese a él.
    —No puedo. Hay al menos seis coches entre él y yo.
    — ¿Se ha apeado alguien y entrado en los almacenes?
    —Es difícil saberlo, con tanto gentío. Pero me pareció que dos o tal vez tres cabezas se asomaban de la camioneta.
    — ¿Pudo ver bien el tipo al que recogieron en la ciudad? —preguntó Hagen.
    —Cabellos y barba grises. Delgado, de más o menos un metro setenta y cinco de estatura. Suéter con cuello de tortuga, chaqueta de tweed y pantalón marrón. Sí, le reconocería.
    —Dé la vuelta a la zona de aparcamiento y mire si le ve. Es posible que él y sus compinches cambien de automóvil. Yo voy a entrar en el centro comercial.
    —Sirloin se mueve —anunció el piloto del helicóptero.
    —Sígale, Porterhouse —dijo Hagen—. Yo estaré fuera del aire durante un rato.
    —Entendido.
    Hagen saltó de la caravana y corrió entre la multitud de compradores y entró en el centro comercial. Era como buscar tres agujas en un pajar. Sabía el aspecto que tenía Hudson y había conseguido fotografías de Gunnar Eriksen, pero uno de ellos o los dos podían estar todavía dentro de la camioneta.
    Corrió frenéticamente de una tienda a otra, observando las caras, estudiando cada cabeza masculina que sobresalía de la multitud de compradoras femeninas. ¿Por qué tenía que ser un fin de semana?, pensó. Otro día cualquiera, y a una hora tan temprana, habría podido disparar allí un cañón sin alcanzar a nadie. Después de casi una hora de búsqueda infructuosa, salió al exterior e hizo una seña a la caravana para que se detuviera.
    — ¿Los ha localizado? —preguntó, aunque sabía de antemano la respuesta.
    El conductor sacudió la cabeza.
    —Se tarda casi diez minutos en dar toda la vuelta. El tráfico es demasiado denso y la gente conduce como autómatas cuando están buscando aparcamiento. Sus sospechosos pueden haber encontrado fácilmente otra salida y haberse largado por ella, mientras yo estaba en el otro lado del edificio.
    Hagen descargó un puñetazo de frustración contra la caravana. Había llegado tan cerca, tan endiabladamente cerca, sólo para fracasar en el último momento.


    35


    Pitt resolvió el problema de poder dormir sin el constante resplandor de la lámpara fluorescente por el sencillo procedimiento de subirse encima del armario y desconectar los tubos. No se despertó hasta que el guardián le trajo el desayuno. Se sentía relajado y empezó a comer las espesas gachas como si fuesen su plato predilecto. El guardia pareció perplejo al encontrarse con que la lámpara estaba apagada, pero Pitt se limitó a extender las manos en un ademán de ignorancia y de impotencia, y terminó las gachas.
    Dos horas más tarde fue llevado al despacho del general Velikov. Allí fue sometido a la acostumbrada espera interminable encaminada a quebrantar sus barreras emocionales. Pero, Dios mío, ¡qué ingenuos eran los rusos! Siguió el juego, paseando arriba y abajo como si estuviese muy nervioso.
    Las próximas veinticuatro horas serían, por lo menos, críticas. Confiaba en que podría escapar de nuevo del recinto, pero no podía prever qué nuevos obstáculos se levantarían a su paso, ni si sería capaz de hacer un esfuerzo físico después de otra entrevista con Foss Gly.
    Pero no cabía un aplazamiento, no podía volver atrás. De alguna manera, tenía que salir esta noche de la isla.
    Por fin entró Velikov en la habitación y observó a Pitt durante varios segundos antes de dirigirse a él. Había una ostensible frialdad en el general, una dureza inconfundible en su mirada. Señaló con la cabeza una silla de madera que no había estado en la habitación durante la última entrevista, invitando a Pitt a sentarse en ella. Cuando habló, lo hizo en tono amenazador.
    — ¿Firmará una confesión auténtica de que es un espía?
    —Si esto le complace...
    —No se pase de listo conmigo, señor Pitt.
    Pitt no pudo contener su ira, que se sobrepuso a su sentido común.
    —No soporto a los salvajes que torturan a las mujeres.
    Velikov arqueó las cejas.
    —Expliqúese.
    Pitt repitió las palabras de Gunn y de Giordino como si fuesen suyas.
    —El ruido resuena en los pasillos de hormigón. He oído los gritos de Jessie LeBaron.
    — ¿De veras? —Velikov se alisó los cabellos con una mano—. Me parece que debería ver las ventajas de colaborar conmigo. Si me dice la verdad, creo que podré encontrar la manera de aliviar las incomodidades de sus amigos.
    —Usted sabe la verdad. Por eso ha llegado a un callejón sin salida. Cuatro personas le han contado historias idénticas. ¿No le parece esto raro a un inquisidor profesional como usted? Cuatro personas que han sido físicamente torturadas en sesiones separadas y que han dado las mismas respuestas a las mismas preguntas. La falta absoluta de profundidad de la mentalidad rusa sólo puede compararse con su fosilizada afición a las confesiones. Si yo firmase una confesión de espionaje, me pediría otra de crímenes cometidos contra su precioso Estado, seguida de otra de escupir en la vía pública. Su táctica es tan vulgar como su arquitectura y sus recetas de cocina. Cada exigencia va seguida de otra. ¿La verdad? Usted no aceptaría la verdad aunque saliese del suelo y le mordiese las pelotas.
    Velikov permaneció sentado en silencio, mirando a Pitt con el desprecio que sólo un eslavo puede mostrar por un mogol.
    —Le pido de nuevo que colabore.
    —Yo no soy más que un ingeniero marino. No conozco ningún secreto militar.
    —Lo único que me interesa saber es lo que le dijeron sus superiores sobre esta isla y cómo consiguieron llegar hasta aquí.
    — ¿Y qué ganaría con ello? Usted dijo claramente que mis amigos y yo teníamos que morir.
    —Tal vez podríamos aplazar esta decisión.
    —Lo mismo da. Ya le hemos dicho todo lo que sabemos. Velikov tamborileó con los dedos sobre la mesa.
    — ¿Todavía sostiene que vinieron a parar a Cayo Santa María por pura casualidad?
    —Así es.
    —¿Y espera que crea que, de todas las islas y playas de Cuba, vino a parar la señora LeBaron precisamente al lugar exacto, y debo añadir que sin saberlo de antemano, donde estaba residiendo su marido?
    —Francamente, también a mí me costaría creerlo. Pero esto es exactamente lo que ocurrió.
    Velikov miró fijamente a Pitt, pero pareció percibir una sinceridad que se negaba a reconocer.
    —Tengo todo el tiempo del mundo, señor Pitt. Estoy convencido de que usted posee información vital. Volveremos a hablar cuando se muestre menos arrogante.
    Pulsó un botón de encima de la mesa para llamar al guardia. Había una sonrisa en su semblante, pero no era de satisfacción, ni en modo alguno de placer. En todo caso, era una sonrisa triste.
    —Debe disculparme por ser tan brusco —dijo Foss Gly—. La experiencia me ha enseñado que lo inesperado produce resultados más eficaces que lo que ya se espera.
    No se había pronunciado una palabra cuando Pitt entró en la habitación número seis. Sólo había dado un paso en el interior cuando Gly, que estaba plantado detrás de la puerta medio abierta, le golpeó en la espalda justo por encima del riñon. Pitt lanzó un grito de angustia y casi perdió el conocimiento, pero de algún modo consiguió mantenerse en pie.
    —Bueno, señor Pitt, ahora que me presta atención, tal vez deseará decirme algo.
    — ¿Le ha dicho alguien alguna vez que es un psicópata? —murmuró Pitt, entre los labios apretados.
    Vio llegar el puño, lo esperaba, y se echó atrás al recibir el puñetazo, chocó de espaldas contra una pared y se dejó caer al suelo, fingiéndose inconsciente. Percibió el sabor de la sangre en su boca y sintió que se entumecía el lado izquierdo de su cara. Mantuvo los ojos cerrados y yació inmóvil. Tenía que tantear a aquel monstruo sádico, valorar cuándo y dónde recibiría el próximo golpe. No podría impedir aquella brutalidad. Su único objetivo era resistir el interrogatorio sin sufrir una lesión que lo dejase inválido.
    Gly se dirigió a un sucio lavabo, llenó un cubo de agua y lo vertió sobre Pitt.
    —Vamos, señor Pitt. Si sé juzgar a los hombres, usted puede aguantar mejor un puñetazo.
    Pitt se incorporó sobre las manos y las rodillas, escupió sangre sobre el suelo de cemento y gimió de una manera convincente, casi lastimera.
    —No puedo decirle más de lo que ya le he dicho —farfulló.
    Gly lo levantó como si fuese un niño pequeño y lo dejó caer sobre una silla. Por el rabillo del ojo, Pitt vio el puño derecho de Gly que se le venía encima en un gancho terrible. Encajó el golpe lo mejor que pudo, recibiéndolo justo por encima del pómulo y debajo de la sien. Durante unos segundos, resistió el fuerte dolor y después fingió desmayarse de nuevo.
    Otro cubo de agua y otra vez los mismos gemidos. Gly se agachó hasta que su cara quedó al nivel de la de Pitt.
    — ¿Para quién trabaja?
    Pitt levantó las manos y se sujetó la dolorida cabeza.
    —Fui contratado por Jessie LeBaron para descubrir lo que había sido de su esposo.
    —Desembarcaron de un submarino.
    —Salimos de los Florida Keys en un dirigible.
    —Su objetivo al venir aquí era recoger información sobre los cambios en el poder en Cuba.
    Pitt arrugó la frente, confuso.
    — ¿Cambios en el poder? No sé de qué me está hablando.
    Esta vez Gly golpeó a Pitt en la boca del estómago, dejándole sin resuello. Después se sentó tranquilamente y esperó la reacción.
    Pitt se puso rígido mientras trataba de recobrar el aliento. Tenía la impresión de que su corazón se había parado. Podía percibir el sabor de la bilis en su garganta, sentir cómo brotaba el sudor de su frente, y parecía que unas manos le estrujasen los pulmones. Las paredes de la habitación oscilaron delante de sus ojos. Le pareció que Gly le sonreía maliciosamente desde el extremo de un largo túnel.
    — ¿Qué le ordenaron que hiciese cuando llegase a Cayo Santa María?
    —No me ordenaron nada —jadeó Pitt.
    Gly se irguió y se acercó para golpear de nuevo. Pitt se puso en pie como un borracho, se tambaleó un momento y empezó a caer de nuevo, doblando la cabeza a un lado. Ahora le había tomado la medida a Gly. Había encontrado un punto flaco. Como la mayoría de los sádicos, Foss Gly era en el fondo un cobarde. Flaquearía y perdería su aplomo en una lucha en igualdad de condiciones.
    Gly echó el cuerpo atrás para golpear, pero de pronto se quedó paralizado por el asombro. Levantando un puño desde el suelo y haciendo girar el hombro, Pitt lanzó un derechazo con toda la fuerza que le quedaba. Alcanzó a Gly en la nariz, aplastándole el cartílago y rompiéndole el hueso. Después siguió con dos puñetazos y un gancho de izquierda al cuerpo. Pero igual habría podido golpear la esquina del Empire State Building.
    Cualquier otro hombre se habría caído de espaldas. Gly retrocedió unos pasos, tambaleándose, pero se quedó plantado y el furor enrojeció poco a poco su cara. Brotaba sangre de su nariz, pero no parecía advertirlo. Levantó un puño y lo sacudió.
    —Te mataré por esto —dijo.
    —Si puedes —replicó hoscamente Pitt.
    Agarró la silla y se la arrojó. Gly la lanzó simplemente a un lado con el brazo. Pitt advirtió la dirección de su mirada y se dio cuenta de que la fuerza bruta podría más que toda su rapidez.
    Gly arrancó el lavabo de la pared, desprendiéndolo literalmente de las cañerías, y lo levantó sobre la cabeza. Avanzó tres pasos y lo arrojó en la dirección de Pitt. Éste saltó a un lado y se agachó en un solo movimiento convulsivo. Mientras el lavabo volaba hacia él, como una caja fuerte cayendo de un alto edificio, comprendió que su reacción se había producido una fracción de segundo demasiado tarde. Levantó instintivamente las manos, en un intento desesperado por detener aquella masa volante de hierro y de porcelana.
    La salvación de Pitt vino de la puerta. Un canto del lavabo fue a chocar contra la cerradura, haciendo saltar el pestillo. La puerta se abrió de golpe y Pitt cayó hacia atrás en el pasillo, a los pies del sorprendido guardián. Un lacerante dolor en la ingle y en el brazo derecho igualó el que ya sentía en el costado y en la cabeza. Pálido el semblante, invadido por oleadas de náuseas, luchó por conservar el conocimiento y se puso en pie, apoyándose con las manos en la pared.
    Gly arrancó el lavabo del umbral donde había quedado atrapado y dirigió a Pitt una mirada que sólo podía calificarse de asesina.
    —Eres hombre muerto, Pitt. Vas a morir despacio, muy lentamente, y suplicarás que ponga fin a tu agonía. La próxima vez que nos veamos, te romperé todos los huesos del cuerpo y te arrancaré el corazón.
    No había miedo en los ojos de Pitt. El dolor se estaba mitigando, para ser sustituido por el entusiasmo. Había sobrevivido. Estaba dolorido, pero tenía libre el camino.
    —La próxima vez que nos veamos —dijo en tono vengador— vendré armado de un palo.


    36


    Pitt se quedó dormido después de que el guardia le ayudase a volver a su celda. Cuando se despertó, habían pasado tres horas. Yació allí durante varios minutos, hasta que, poco a poco, su mente volvió a funcionar con normalidad. Su cuerpo y su cara eran un mar infinito de contusiones, pero no tenía ningún hueso roto. Había sobrevivido.
    Se sentó en la cama y puso los pies en el suelo, esperando unos momentos a que se le pasara el mareo. Después se puso en pie y empezó a hacer ejercicios para desentumecer los miembros. Sentía una gran debilidad, pero se esforzó en dominarla y continuó su gimnasia hasta que los músculos y las articulaciones fueron recobrando su flexibilidad.
    El guardia llegó con la cena y se marchó, y Pitt volvió a sujetar hábilmente el pestillo, maniobra que había perfeccionado para no fracasar en el último momento. Esperó y, al no oír pisadas ni voces, salió al pasillo.
    El tiempo era precioso. Tenía que hacer muchas cosas y disponía de pocas horas de oscuridad para ello. Hubiese querido despedirse de Giordino y de Gunn, pero cada minuto que pasara en el edificio reduciría sus posibilidades de éxito. Lo más importante era encontrar a Jessie y llevarla con él.
    Ella estaba detrás de la quinta puerta que abrió, tendida sobre el suelo de hormigón con sólo una sucia manta debajo de ella. Su cuerpo desnudo parecía completamente ileso, pero su cara, antes tan adorable, estaba grotescamente hinchada y llena de cardenales. Gly había puesto hábilmente en práctica toda su maldad, humillando su virtud y estropeando el bien más valioso de una mujer hermosa: su cara.
    Pitt se agachó y le hizo reclinar la cabeza en sus brazos, con expresión cariñosa, pero loca la mirada de furor. Le consumía el afán de venganza. Un afán enloquecido de venganza mucho más fuerte que cuanto había experimentado hasta entonces. Apretó los dientes y sacudió ligeramente a Jessie para despertarla.
    —Jessie. Jessie, ¿puedes oírme?
    Ella abrió los labios temblorosos y le miró fijamente.
    —Dirk —gimió—, ¿eres tú?
    —Sí, y voy a sacarte de aquí.
    —Sacarme..., ¿cómo?
    —He encontrado la manera de escapar de este edificio.
    —Pero la isla... Raymond dijo que es imposible escapar de esta isla.
    —He escondido el motor fuera borda del bote neumático. Si puedo construir una pequeña balsa...
    — ¡No! —murmuró enérgicamente ella.
    Quiso incorporarse, mientras una expresión reflexiva se pintaba en la máscara hinchada que era su rostro. Él la sujetó suavemente de los hombros para impedírselo.
    —No te muevas —dijo.
    —Debes marcharte solo —dijo ella.
    —No voy a dejarte así.
    Ella sacudió débilmente la cabeza.
    —No. Ello solamente aumentaría las probabilidades de que te sorprendiesen.
    —Perdona —dijo llanamente Pitt—. Quieras o no, vendrás conmigo.
    —No lo comprendes —suplicó Jessie—. Tú eres nuestra única esperanza de salvación. Si puedes volver a los Estados Unidos y decirle al presidente lo que ocurre aquí, Velikov tendrá que mantenernos vivos.
    — ¿Qué tiene que ver el presidente con esto?
    —Más de lo que te imaginas.
    —Entonces, Velikov tenía razón. Hay una conspiración.
    —No pierdas el tiempo con suposiciones. Vete, por favor. Si te salvas, puedes salvarnos a todos.
    Pitt sintió una enorme admiración por Jessie. Ahora parecía una muñeca deshecha, estropeada e inútil, pero se dio cuenta de que su belleza exterior era superada por otra interior, de valentía y resolución. Se inclinó y la besó ligeramente en los hinchados y partidos labios.
    —Lo conseguiré —dijo confiadamente—. Prométeme que aguantarás hasta que yo vuelva.
    Ella trató de sonreír, pero su boca no pudo obedecerla.
    —No seas tonto. No puedes volver a Cuba.
    —Ya lo verás.
    —Que tengas suerte —murmuró suavemente ella—. Perdóname por haber estropeado tu vida.
    Pitt sonrió, pero las lágrimas acudieron a sus ojos.
    —Esto es lo que nos gusta a los hombres de las mujeres. Nunca dejan que nos aburramos.
    La besó de nuevo, esta vez en la frente, y se volvió, con los nudillos blancos de tanto apretar los puños de rabia.
    A Pitt le dolieron los brazos al subir por la escalera de emergencia y, cuando llegó arriba, descansó un minuto antes de levantar la trampa y agacharse en la oscuridad del garaje. Los dos soldados seguían todavía jugando al ajedrez. Parecía ser una rutina nocturna para pasar las aburridas horas de guardia. Raras veces se molestaban en mirar los vehículos aparcados fuera de su oficina, No había motivos para esperar conflictos. Probablemente eran mecánicos, no guardias de segundad, pensó Pitt.
    Reconoció la zona del garaje: bancos de trabajo, instalaciones de engrase, depósitos de gasolina y de accesorios, camiones, y equipo de construcción. Los camiones tenían latas de veinticinco litros de gasolina de repuesto. Pitt los golpeó ligeramente hasta que encontró uno que estaba lleno. Los demás estaban llenos sólo hasta la mitad o menos. Buscó en uno de los bancos hasta que encontró un tubo de goma que empleó para trasegar gasolina del depósito de un camión a una de las latas. Dos latas, con un total de cincuenta litros, era todo lo que podía llevar. El problema era ahora hacerlas pasar por el respiradero del techo.
    Pitt tomó una cuerda de remolque que pendía de una pared y ató dos extremos a las asas de las latas de gasolina. Sujetando la cuerda por la mitad, subió a las viguetas de soporte. Poco a poco, observando a los mecánicos para asegurarse de que continuaban enfrascados en su juego, izó las latas, una a una, hasta el techo y las hizo pasar antes que él por el respiradero.
    Dos minutos más tarde, las transportó a través del patio y hasta el canal de desagüe que pasaba por debajo del muro de cerca. Rápidamente, separó los barrotes y salió al exterior.
    El cielo estaba claro y la media luna flotaba en un mar de estrellas. Sólo se oía el susurro del viento, y el aire nocturno era fresco. Esperó fervientemente que el mar estuviese en calma.
    Por ninguna razón particular, fue esta vez por el lado opuesto del camino. La marcha era lenta, las pesadas latas hicieron pronto que sintiese como si sus brazos se estuviesen descoyuntando. Sus pies se hundían en la blanda arena, y tenía que pararse cada doscientos metros para recobrar aliento y esperar a que se mitigase el dolor de las manos y los brazos.
    Pitt tropezó y cayó en el borde de un ancho claro rodeado de un bosquecillo espeso de palmeras, tan espeso que los troncos casi se tocaban los unos a los otros. Alargó las manos y palpó a su alrededor. Tocó una red metálica que se hundía en la arena y era casi invisible.
    Impulsado por la curiosidad, dejó las latas de gasolina y se arrastró cautelosamente alrededor del borde del claro. La red metálica se alzaba a sólo cinco centímetros del suelo y se extendía a través de todo el diámetro. El centro de éste se hundía hasta convertirse en una concavidad parecida a un cuenco. Pasó las manos por los troncos de las palmeras que circundaban el borde.
    Eran imitaciones. Los troncos y las hojas estaban hechos con tubos de aluminio cubiertos de plástico en un camuflaje realista. Había más de cincuenta palmeras, pintadas de manera que engañasen a los aviones espías americanos y a sus potentes cámaras.
    El cuenco era una gigantesca antena de radio y televisión, en forma de plato, y las palmeras simuladas eran brazos hidráulicos que la levantaban y bajaban. Pitt se quedó pasmado por la significación de lo que accidentalmente había descubierto. Ahora sabía que, encerrado debajo de la arena de la isla, había un vasto centro de comunicaciones.
    Pero, exactamente, ¿para qué fin?
    No tenía tiempo para reflexionar. Pero estaba más resuelto que nunca a alcanzar la libertad. Siguió andando entre las sombras. El pueblo estaba más lejos de lo que parecía recordar. Estaba empapado en sudor y jadeaba de fatiga cuando al fin llegó al patio donde había ocultado el motor fuera borda debajo de la bañera. Aliviado, soltó las latas de gasolina, se tendió en el suelo sobre el viejo colchón y durmió una hora.
    Aunque no podía perder tiempo, aquel breve descanso le hizo recobrar considerablemente su energía. También le aclaró la mente. Cristalizó en ella una idea tan increíblemente sencilla que no podía creer que no se le hubiese ocurrido antes.
    Llevó las latas de gasolina hasta la laguna. Después volvió en busca del motor fuera borda. Buscando entre los montones de desperdicios, encontró una tabla que no estaba podrida. El último trabajo era el más difícil. Pero la necesidad aguza la inteligencia, se dijo Pitt.
    Cuarenta y cinco minutos más tarde, había arrastrado la vieja bañera desde el lugar donde descansaba en el patio y a lo largo del camino hasta la orilla del mar.
    Empleando la tabla como yugo, sujetó el motor fuera borda detrás de la bañera. Después limpió el filtro de la gasolina y sopló en las cañerías. Un trozo de latón doblado en cono le sirvió de embudo para llenar el depósito del fuera borda. Aplicando el pulgar en el agujero, podría emplearlo también para achicar agua. Su última acción, antes de cerrar el orificio de desagüe, fue hacer saltar con una barra de hierro las cuatro patas de la bañera.
    Tiró doce veces de la cuerda antes de que el motor chisporroteara, tosiese y se pusiese en marcha. Empujó la bañera hacia aguas más profundas hasta que flotó en ellas. Entonces se metió dentro. El lastre de su cuerpo y de las dos latas de gasolina le dieron una estabilidad sorprendente. Hizo bajar la hélice dentro del agua y embragó.
    La extraña embarcación se adentró lentamente en la laguna en dirección al canal principal. Un rayo de luna mostró que el mar estaba en calma, que las olas no superaban el medio metro de altura. Pitt concentró su atención en la rompiente. Tenía que pasar a través de las olas que rompían y alejarse lo más posible de la isla antes de que saliese el sol.
    Redujo la velocidad, calculando el tiempo que mediaba entre las olas y contándolas. Nueve olas grandes rompieron una tras otra, dejando un amplio seno entre ellas y la décima. Pitt apretó el acelerador a fondo y se instaló en la popa de la bañera. La ola siguiente fue baja y rompió inmediatamente delante de él. Recibió en la proa el impacto de la hirviente espuma, y pasó. La bañera se tambaleó; después, la hélice mordió el agua y la bañera salvó la cresta de la ola siguiente antes de que se encorvase.
    Pitt lanzó un fuerte grito al sentirse libre. Había pasado lo peor. Sabía que ahora sólo podía ser descubierto por pura casualidad. La bañera era demasiado pequeña para ser captada por el radar. Aflojó la marcha para no perjudicar el motor y ahorrar gasolina. Metiendo una mano en el agua, calculó que su velocidad sería de unos cuatro nudos. Si seguía así, estaría fuera de aguas cubanas por la mañana.
    Miró al cielo, se orientó, eligió una estrella para guiarse y puso rumbo hacia el canal de las Bahamas.
    Tercera parte

    Selenos 8

    37


    30 de octubre de 1989
    Kazakhstán, URSS
    Con una bola de fuego más brillante que el sol siberiano, el Selenos 8 se elevó en el frío cielo azul, llevando la estación lunar tripulada, de ciento diez toneladas. El supercohete y los cuatro motores auxiliares de propulsión, que generaban un impulso de siete mil toneladas, proyectaban una cola flamígera de color amarillo anaranjado, de trescientos metros de longitud y cien de anchura. Un humo blanco envolvió la plataforma de lanzamiento y el ruido de los motores hizo temblar los cristales en veinte kilómetros a la redonda. Al principio, se elevó tan majestuosamente que casi parecía no moverse. Después adquirió velocidad y perforó ruidosamente el cielo.
    El presidente soviético, Antonov, observó el lanzamiento desde un bunker de cristal blindado, a través de unos grandes gemelos montados sobre un trípode. Sergei Kornilov y el general Yasenin estaban a su lado, escuchando atentamente las comunicaciones entre los cosmonautas y el centro de control espacial.
    —Una visión alentadora —murmuró Antonov, pasmado.
    —Un lanzamiento de libro de texto —dijo Kornilov—. Alcanzarán la velocidad de escape dentro de cuatro minutos.
    — ¿Va todo bien?
    —Sí, camarada presidente. Todos los sistemas funcionan normalmente. Y siguen exactamente el rumbo previsto.
    Antonov miró la larga lengua de fuego hasta que al fin se desvaneció. Sólo entonces suspiró y se apartó de los gemelos.
    —Bueno, señores, este espectacular viaje espacial debería hacer que los ojos del mundo dejasen de fijarse en el vuelo de la lanzadera americana hacia su nueva estación orbital.
    Yasenin asintió con la cabeza y apoyó una mano en el hombro de Kornilov.
    —Le felicito, Sergei. Ha arrebatado el triunfo a los yanquis a favor de la Unión Soviética.
    —No hay mérito alguno por mi parte —dijo Kornilov—. Debido a la mecánica orbital, nuestra ventana de lanzamiento lunar estuvo abierta, ventajosamente para nosotros, varias horas antes del lanzamiento que ellos tenían proyectado.
    Antonov contempló el cielo, como hipnotizado.
    —Supongo que el servicio de información americano no se habrá enterado de que nuestros cosmonautas no son lo que parecen.
    —Un engaño perfecto —dijo francamente Yasenin—. El cambio de cinco científicos por soldados especialmente instruidos se realizó sin tropiezos poco antes del lanzamiento.
    —Espero que podamos decir lo mismo del programa de emergencia para substituir el equipo científico por armas —dijo Kornilov—. Los sabios cuyos experimentos fueron cancelados estuvieron a punto de causar un motín. Y los ingenieros, a quienes se ordenó que modificasen el interior de la estación para acomodarlo a los nuevos factores de peso y a las necesidades de almacenamiento de armas, se irritaron porque no se les dijo la razón de estos cambios en el último momento. Seguro que se filtrará la noticia de su enojo.
    —Esto no debe quitarle el sueño —dijo, riendo, Yasenin—. Las autoridades americanas del espacio no sospecharán nada hasta que se interrumpan las comunicaciones con su preciosa base lunar.
    — ¿Quién está al mando de nuestro equipo de asalto? —preguntó Antonov.
    —El comandante Grigory Leuchenko. Un experto en guerra de guerrillas. El comandante logró muchas victorias contra los rebeldes de Afganistán. Respondo personalmente de él, como soldado fiel y excepcional.
    Antonov asintió reflexivamente con la cabeza.
    —Una buena elección, general. Aunque sin duda encontrará la superficie de la Luna un poco diferente de la de Afganistán.
    —Es indudable que el comandante Leuchenko realizará con éxito la operación.
    —Olvida a los astronautas americanos, general —dijo Kornilov.
    — ¿Y bien?
    —Las fotografías demuestran que también ellos tienen armas. Rezo para que no sean fanáticos capaces de luchar a sangre y fuego por defender sus instalaciones.
    Yasenin sonrió con indulgencia.
    — ¿Reza, Sergei? ¿A quién? Ciertamente, no a ningún dios. Éste no ayudará a los americanos en cuanto Leuchenko y sus hombres inicien su ataque. El resultado está decidido de antemano. Los científicos nada pueden contra soldados profesionales, adiestrados para matar.
    —No les menosprecie. Es cuanto tenía que decir.
    — ¡Basta! —Gritó Antonov—. No quiero oír más frases derrotistas. El comandante Leuchenko tiene la doble ventaja de la sorpresa y de la superioridad en armamento. Dentro de menos de sesenta horas empezará la verdadera batalla por el espacio. Y no creo que la Unión Soviética la pierda.

    En Moscú, Vladimir Polevoi estaba sentado a su mesa de la sede de la KGB en la plaza Dzerzhinski, leyendo un informe del general Velikov. No levantó la mirada cuando Lyev Maisky entró en la habitación y se sentó aunque nadie le hubiera invitado a hacerlo. La cara de Maisky era vulgar, inexpresiva y unidimensional, lo mismo que su personalidad. Era el jefe delegado de Polevoi al frente del Primer Directorio, la rama de operaciones en el extranjero de la KGB. Las relaciones de Maisky con Polevoi eran limitadas, pero los dos se completaban perfectamente.
    Por último, Polevoi miró fijamente a Maisky.
    —Quisiera que me diese una explicación.
    —La presencia de los LeBaron fue un accidente imprevisto —dijo concisamente Maisky.
    —La de la señora LeBaron y sus compañeros buscadores de tesoros, tal vez sí; pero ciertamente, no la de su marido. ¿Por qué lo tomó Velikov de los cubanos?
    —El general pensó que Raymond LeBaron podía ser un instrumento útil en las negociaciones con el Departamento de Estado de los Estados Unidos cuando los Castro sean eliminados.
    —Sus buenas intenciones nos han metido en un juego peligroso —dijo Polevoi.
    —Velikov me ha asegurado que LeBaron está sometido a una estricta seguridad y que le da información falsa.
    —Sin embargo, todavía existe una pequeña posibilidad de que LeBaron descubra la verdadera función de Cayo Santa María.
    —En tal caso, sería simplemente eliminado.
    — ¿Y Jessie LeBaron?
    —Pienso, personalmente, que ella y sus amigos nos serán muy útiles para atribuir a la CÍA nuestro proyectado desastre.
    — ¿Han descubierto Velikov o nuestros agentes residentes en Washington algún plan del servicio secreto americano para infiltrarse en la isla?
    —No —respondió Maisky—. Una investigación sobre los tripulantes del dirigible demostró que ninguno de ellos tiene actualmente lazos con la CÍA o con los militares.
    —No quiero fallos —dijo firmemente Polevoi—. Estamos demasiado cerca del triunfo. Transmita mis palabras a Velikov.
    —Será informado.
    Llamaron a la puerta y entró la secretaria de Polevoi. Sin decir palabra, le tendió un papel y salió de la estancia.
    De pronto, la ira enrojeció la cara de Polevoi.
    — ¡Maldición! Habla de amenazas, y éstas se convierten en realidad.
    — ¿Señor?
    —Un mensaje urgente de Velikov. Uno de los prisioneros ha escapado.
    Maisky hizo un nervioso movimiento con las manos.
    —Es imposible. No hay embarcaciones en Cayo Santa María, y si es lo bastante estúpido para huir a nado, se ahogará o será comido por los tiburones. Sea quien fuere, no irá lejos.
    —Se llama Dirk Pitt, y, según Velikov, es el más peligroso del grupo.
    —Peligroso o no...
    Polevoi le impuso silencio con un ademán y empezó a pasear sobre la alfombra, mostrando una profunda agitación en el semblante.
    —No podemos permitir que ocurra lo inesperado. El tiempo límite para nuestra empresa en Cuba debe ser adelantado una semana.
    Maisky sacudió la cabeza para mostrar su desacuerdo.
    —Los barcos no llegarían a tiempo a La Habana. Además, no podemos cambiar las fechas de la celebración. Fidel y todos los miembros de alto rango de su Gobierno estarán preparados para los discursos. El mecanismo de la explosión está ya en movimiento. Es imposible cambiar el tiempo. Ron y Cola debe ser cancelada o hay que continuar como estaba previsto.
    Polevoi cruzó y descruzó las manos, con el nerviosismo de la indecisión.
    —Ron y Cola, un nombre estúpido para una operación de esta magnitud.
    —Otro motivo para seguir adelante. Nuestro programa de desinformación ha empezado ya a difundir rumores sobre un complot de la CÍA para desestabilizar Cuba. La frase «Ron y Cola» es evidentemente americana. Ningún Gobierno extranjero sospechará que ha sido inventada en Moscú.
    Polevoi asintió con un encogimiento de hombros.
    —Muy bien, pero no quiero pensar en las consecuencias, si ese tal Pitt sobrevive milagrosamente y consigue volver a los Estados Unidos.
    —Ya está muerto —declaró rotundamente Maisky—. Estoy seguro de ello.


    38


    El presidente se asomó a la oficina de Daniel Fawcett y agitó una mano.
    —No se levante. Sólo quería que supiese que voy a subir para almorzar con mi esposa.
    —No olvide que tenemos una reunión con los jefes de información y con Doug Oates dentro de cuarenta y cinco minutos —le recordó Fawcett.
    —Prometo ser puntual.
    El presidente se volvió y tomó el ascensor para subir a sus habitaciones de la segunda planta de la Casa Blanca. Ira Hagen lo estaba esperando en la suite Lincoln.
    —Pareces cansado, Ira.
    Hagen sonrió.
    —Voy atrasado de sueño.
    — ¿Cuál es la situación?
    —He descubierto la identidad de los nueve miembros del «círculo privado». Siete de ellos están localizados con toda precisión. Solamente Leonard Hudson y Gunnar Eriksen permanecen fuera de la red.
    — ¿No les habéis seguido la pista desde el centro comercial?
    —Las cosas no salieron bien.
    —La estación lunar soviética fue lanzada hace ocho horas —dijo el presidente—. No puedo esperar más. Esta tarde daré la orden de detener a todos los miembros del «círculo privado» que podamos.
    — ¿Al Ejército o al FBI?
    —A ninguno de los dos. Un viejo amigo de la Marina cuidará de ello. Le he dado ya tu lista de nombres y direcciones. —El presidente hizo una pausa y miró fijamente a Hagen—. Dijiste que habías descubierto la identidad de los nueve hombres, Ira, pero en tu informe sólo constan ocho.
    Hagen pareció reacio, pero metió una mano debajo de su chaqueta y sacó una hoja de papel doblada.
    —Me había reservado el nombre del último hombre hasta estar completamente seguro. Un analizador de voces confirmó mis sospechas.
    El presidente tomó el papel de manos de Hagen, lo desdobló y leyó el nombre escrito a mano. Se quitó las gafas y limpió cansadamente los cristales como si no pudiese dar crédito a sus ojos. Después se metió al papel en un bolsillo.
    —Supongo que siempre lo he sabido, pero no podía creer en su complicidad.
    —No los juzgues con dureza, Vince. Estos hombres son patriotas, no traidores. Su único delito es el silencio. Toma el caso de Hudson y Eriksen. Simulando estar muertos todos estos años. Piensa en la angustia que esto habrá causado a sus amigos y a sus familiares. La nación nunca podrá compensarles de sus sacrificios ni comprender del todo el alcance de su hazaña.
    — ¿Me estás echando un sermón, Ira?
    —Sí, señor.
    El presidente se dio cuenta de pronto de la lucha interior de Hagen. Comprendió que el corazón de su amigo no estaba en la confrontación final. La lealtad de Hagen se balanceaba sobre el filo de una navaja.
    —Me ocultas algo, Ira.
    —No te mentiré, Vince.
    —Tú sabes donde se esconden Hudson y Eriksen.
    —Digamos que tengo una sólida presunción.
    — ¿Puedo confiar en que los traerás?
    —Sí.
    —Eres un buen explorador, Ira.
    — ¿Dónde y cuándo quieres que te los entregue?
    —En Camp David —respondió el presidente—. Mañana, a las ocho de la mañana.
    —Allí estaremos.
    —No puedo incluirte a ti, Ira.
    —Es lo que deberías hacer, Vince. Puedes llamarlo una forma de pago. Me debes que pueda presenciar el final.
    El presidente consideró la petición.
    —Tienes razón. Es lo menos que puedo hacer.
    Martin Brogan, director de la CÍA, Sam Emmett, del FBI, y el secretario de Estado Douglas Oates se pusieron en pie cuando el presidente entró en la sala de conferencias, con Dan Fawcett pisándole los talones.
    —Tengan la bondad de sentarse, caballeros —dijo sonriendo el presidente.
    Hubo unos pocos minutos de charla insustancial hasta que entró Alan Mercier, el consejero de seguridad nacional.
    —Lamento llegar con retraso —dijo, sentándose rápidamente—. Ni siquiera he tenido tiempo de pensar una buena excusa.
    —Un hombre sincero —dijo riendo Brogan—. Lamentable.
    El presidente puso una pluma sobre un bloc de notas.
    — ¿Cómo está la cuestión del pacto con Cuba? —preguntó mirando a Oates.
    —Hasta que no podamos iniciar un diálogo secreto con Castro, la situación seguirá siendo la misma.
    — ¿Hay alguna posibilidad, por remota que sea, de que Jessie LeBaron haya podido transmitir nuestra última respuesta?
    Brogan sacudió la cabeza.
    —Creo que es muy dudoso que haya establecido contacto. Nuestras fuentes de información no han sabido nada desde que el dirigible fue derribado. Todo el mundo cree que está muerta.
    — ¿Alguna palabra de Castro?
    —Ninguna. ¿
    — ¿Qué se sabe del Kremlin?
    —La lucha interna entre Castro y Antonov está a punto de estallar en campo abierto —dijo Mercier—. Nuestros infiltrados en el Ministerio de Guerra cubano dicen que Castro va a sacar sus tropas de Afganistán.
    —No hay más que hablar —dijo Fawcett—. Antonov no permanecerá con los brazos cruzados, dejando que esto ocurra.
    Emmett se inclinó hacia adelante y cruzó las manos sobre la mesa.
    —Todo se remonta a cuatro años atrás, cuando Castro suplicó no tener que hacer ni siquiera un pago a cuenta de los diez mil millones de dólares que debe a la Unión Soviética, por préstamos constantemente «renovados» desde los años sesenta. Dijo hallarse en un aprieto económico y tuvo que doblegarse cuando Antonov le pidió que enviase tropas a luchar en Afganistán. Y no fueron unas pocas compañías, sino casi veinte mil hombres.
    — ¿Cuántas bajas calcula la CÍA que han tenido? —preguntó el presidente, volviéndose a Brogan.
    —Aproximadamente mil seiscientos muertos, dos mil heridos y más de quinientos desaparecidos.
    —Dios mío, eso es más de un veinte por ciento.
    —Otra razón para que el pueblo cubano deteste a los rusos —siguió diciendo Brogan—. Castro es como un hombre que se está ahogando entre un bote de remos que hace agua y cuyos ocupantes le apuntan con armas de fuego y un yate de lujo cuyos pasajeros están agitando botellas de champaña. Si le arrojamos una cuerda, la tripulación del Kremlin la acribillará a balazos.
    —En realidad, están pensando en acribillarle de todos modos —añadió Emmett.
    — ¿Tenemos alguna idea de cómo o cuándo se realizará el asesinato? —preguntó el presidente.
    Brogan rebulló inquieto en su sillón.
    —Nuestros informadores no han podido averiguarlo.
    —Su secreto sobre el tema es más hermético de lo que había visto jamás —dijo Mercier—. Nuestros ordenadores no han podido descifrar ningún dato sobre la operación detectada por nuestros sistemas de escucha espacial. Solamente unos pocos detalles que no pueden darnos una idea concreta de sus planes.
    — ¿Sabe quién se encarga de ello? —insistió el presidente.
    —El general Peter Velikov, del GRU, considerado como un brujo en la infiltración y manipulación de los gobiernos del Tercer Mundo. Él fue el artífice del golpe de Estado en Nigeria hace dos años. Afortunadamente, el Gobierno marxista que instauró duró muy poco.
    — ¿Opera fuera de La Habana?
    —Se mueve en un secreto total —respondió Brogan—. La imagen perfecta del hombre que no está en ninguna parte. Velikov no ha sido visto en público desde hace cuatro años. Estamos absolutamente seguros de que está dirigiendo el espectáculo desde algún lugar escondido.
    Los ojos del presidente parecieron nublarse.
    —Lo único que tenemos aquí es una vaga teoría de que el Kremlin proyecta asesinar a Fidel y a Raúl Castro, echarnos la culpa a nosotros y, después, apoderarse del Gobierno empleando comparsas cubanos que reciben órdenes directas de Moscú. Bueno, caballeros, yo no puedo actuar a base de suposiciones. Necesito hechos.
    —Es una presunción fundada en hechos conocidos —explicó enérgicamente Brogan—. Tenemos los nombres de los cubanos que están a sueldo de los soviéticos, esperando desde la barrera el momento de asumir el poder. Nuestra información confirma plenamente la intención del Kremlin de eliminar a los Castro. La CÍA es la perfecta cabeza de turco, porque el pueblo cubano no ha olvidado la bahía de Cochinos ni las torpes intrigas de la Agencia para el asesinato de Fidel Castro por la mafia durante la Administración Kennedy. Le aseguro, señor presidente, que he dado máxima prioridad a este asunto. Sesenta agentes de todos los niveles, dentro y fuera de Cuba, están concentrando sus esfuerzos en penetrar la muralla de secreto de Velikov.
    —Y sin embargo, no podemos conseguir un diálogo abierto con Castro para ayudarnos mutuamente.
    —No, señor —dijo Oates—. Él se niega a establecer cualquier contacto por canales oficiales.
    — ¿No se da cuenta de que se le puede estar acabando el tiempo? —preguntó el presidente.
    —Está deambulando en un vacío —respondió Oates—. Por una parte, se siente seguro al saber que la inmensa mayoría de los cubanos le idolatran. Pocos líderes nacionales pueden contar con el respeto y el afecto que por él siente su pueblo. Y por otra parte, no puede comprender plenamente la gravedad de la amenaza soviética contra su vida y su régimen.
    —Así pues —dijo gravemente el presidente—, lo que quieren decirme es que, a menos de que podamos conseguir una importante hazaña en el campo de la información o meter en el escondrijo de Castro a alguien que pueda hacerle atenerse a razones, sólo podemos permanecer sentados y observar cómo se hunde Cuba bajo un total dominio soviético.
    —Sí, señor presidente —dijo Brogan—. Eso es exactamente lo que le estamos diciendo.


    39


    Hagen estaba dando un paseo por la avenida del centro comercial, mirando de vez en cuando las mercancías expuestas en las tiendas. El olor a cacahuetes tostados le recordó que tenía hambre, se detuvo ante un carrito pintado de alegres colores y compró una bolsa de pistachos.
    Para descansar los pies unos minutos, se sentó en un sofá de una tienda de electrodomésticos y observó una pared en la que había veinte televisores, sintonizados todos ellos en el mismo canal. Las imágenes mostraban una reposición de la transmisión efectuada una hora antes del momento en que la nave espacial Gettysburg se había elevado desde California. Más de trescientas personas habían sido lanzadas al espacio desde el primer vuelo realizado en 1981 y, exceptuando los medios de comunicación, nadie prestaba ya mucha atención a estos sucesos.
    Hagen paseó después arriba y abajo, deteniéndose para mirar a través de un gran escaparate a un disc-jockey que ponía discos para una emisora de radio situada en el paseo. Se cruzaba con una multitud de compradores, pero centraba su atención en los pocos hombres que allí había. La mayoría parecía estar en el descanso para el almuerzo. Miraban los escaparates y, generalmente, compraban lo primero que veían, a diferencia de las mujeres, que preferían seguir buscando con la vana esperanza de encontrar algo mejor a un precio más barato.
    Se fijó en dos hombres que comían bocadillos de pescado en un restaurante de platos preparados. No llevaban bolsas de la compra, ni vestían como dependientes. Su estilo informal recordaba más bien al del doctor Mooney, del laboratorio Pattenden.
    Hagen les siguió a unos grandes almacenes. Bajaron por la escalera mecánica hasta el sótano, cruzaron la sección de ventas y entraron en un pasillo de detrás marcado con un rótulo que decía: «Sólo empleados».
    Un timbre de alarma sonó dentro de la cabeza de Hagen. Volvió junto a un mostrador donde había montones de sábanas, se quitó la chaqueta y se puso un lápiz en la oreja. Entonces esperó a que el dependiente estuviese ocupado con una clienta, tomó un montón de sábanas y se dirigió de nuevo al pasillo.
    Tres puertas conducían a locales de depósito; dos, a salitas de descanso, y otra estaba marcada con un rótulo de «Peligro-Alto Voltaje». Empujó esta última puerta y entró. Un sorprendido guardia de seguridad, sentado a una mesa, levantó la mirada.
    — ¡Eh, usted no puede...
    Fue todo lo que pudo decir antes de que Hagen le arrojase las sábanas a la cara y le descargase un golpe de karate a un lado del cuello. Había otros dos guardias de seguridad detrás de una segunda puerta, y Hagen les derribó a los dos en menos de cuatro segundos. Se agachó y miró a su alrededor, previendo otro peligro.
    Cien pares de ojos le miraron con asombro.
    Hagen se hallaba en una habitación que parecía extenderse hasta el infinito. Estaba llena de gente, de oficinas, de equipos de informática y de comunicaciones. Durante un largo segundo, se quedó pasmado por las dimensiones de todo aquello. Después dio un paso al frente, agarró de los brazos a una aterrorizada secretaria y la levantó de su silla.
    — ¡Leonard Hudson! —gritó—. ¿Dónde puedo encontrarle?
    El miedo se pintó en los ojos de ella. Inclinó la cabeza hacia la derecha.
    —El... el despacho de la p... puerta azul —balbució.
    —Muchas gracias —dijo él, con una amplia sonrisa.
    Soltó a la chica y cruzó rápidamente el local en silencio. Tenía un rictus malévolo en el semblante, como desafiando a quien pretendiese cerrarle el paso.
    Nadie lo intentó. La muchedumbre se partió como las aguas del mar Rojo en el pasillo principal.
    Cuando llegó a la puerta azul, Hagen se detuvo y se volvió, observando el centro de cerebros y comunicaciones del programa Jersey Colony. Tenía que admirar a Hudson. Era un camuflaje muy hábil. Excavado durante la construcción del centro comercial, aquel lugar habría llamado poco o nada la atención. Los científicos, los ingenieros y las secretarias podían entrar y salir entre la multitud, y sus coches se confundían con otros cientos en la zona de aparcamiento. La estación de radio era también genial. ¿Quién habría sospechado que transmitían y recibían mensajes de la Luna, mientras emitían los discos del «hit parade» para la comunidad universitaria circundante?
    Hagen empujó la puerta y entró en lo que parecía ser una cabina de control de unos estudios.
    Hudson y Eriksen estaban sentados de espaldas a él, mirando una gran pantalla de vídeo donde se veía la cara y la cabeza afeitada de un hombre que se interrumpió en mitad de una frase y dijo:
    — ¿Quién está detrás de ustedes?
    Hudson miró por encima del hombro.
    —Hola, Ira. —La voz era tan helada como la mirada—. Me estaba preguntando cuándo comparecerías.
    —Entra —dijo Eriksen, en tono igualmente helado—. Llegas justo a tiempo para hablar con nuestro hombre de la Luna.


    40


    Pitt había salido de aguas cubanas y estaba en la ruta que seguían los barcos en el canal de las Bahamas. Pero su suerte se estaba agotando. Ninguno de los buques que pasaron por allí le descubrió. Un gran petrolero con pabellón panameño pasó a no más de una milla de distancia. Él se irguió lo más que pudo sin volcar la bañera y agitó la camisa, pero su pequeña embarcación pasó inadvertida a los tripulantes.
    Que un oficial de guardia en el puente enfocase sus gemelos al lugar exacto y en el momento preciso en que la bañera se elevase sobre la cresta de una ola, antes de caer de nuevo en un seno y perderse de vista, era una posibilidad por la que no hubiese apostado ningún jugador profesional. Pitt comprendió la amarga verdad: era un objetivo demasiado pequeño.
    Los movimientos de Pitt se estaban volviendo mecánicos. Tenía entumecidas las piernas después de balancearse en la exigua bañera durante casi veinte horas, y el constante roce de las nalgas contra la dura superficie le había levantado ampollas dolorosas. El sol tropical caía sobre él, pero tenía la piel curtida y las quemaduras por los rayos solares eran el menor de sus problemas.
    El mar permanecía en calma, pero todavía tenía que esforzarse continuamente en mantener la bañera en la dirección del oleaje y achicar el agua al mismo tiempo. Había vertido las últimas gotas de gasolina en el motor fuera borda, y llenado después las latas con agua de mar para que le sirviesen de lastre.
    Otros quince o veinte minutos era lo más que podía esperar que siguiese funcionando el motor antes de pararse por falta de gasolina. Después, todo habría terminado. Sin control, la bañera no tardaría en llenarse de agua y hundirse.
    Empezó a fallarle la mente; no había dormido en treinta y seis horas. Se esforzó en permanecer despierto, manejando el timón y achicando agua con los brazos cansados y las manos arrugadas. Durante horas interminables sus ojos escrutaron el horizonte, sin ver nada que viajase en dirección a su pequeño sector de mar. Algunos tiburones habían chocado contra el fondo de la lenta bañera, y uno de ellos cometió el error de acercarse demasiado a la hélice y ésta le cortó la aleta. Pitt les observaba con aire indiferente. Pensó tontamente en ofrecerles un banquete abriendo la boca y ahogándose, pero se dio cuenta de que era una idea estúpida y la borró de su mente.
    El viento empezó a soplar con más fuerza. Cayó un chaparrón y depositó un par de centímetros de agua en la bañera. El agua no era muy limpia, pero sí mejor que nada, La recogió con las manos y engulló unos cuantos sorbos, y se sintió aliviado.
    Miró el reluciente horizonte, hacia el oeste. Dentro de una hora sería de noche. Su último rayo de esperanza se desvanecía con el sol poniente. Aunque de alguna manera se mantuviese a flote, nadie lo vería en la oscuridad.
    Había pecado de imprevisión, pensó. Hubiese tenido que robar una linterna.
    De pronto, el motor fuera borda tosió y arrancó de nuevo. Pitt redujo el gas lo más que se atrevió, sabiendo que solamente retrasaba un minuto o dos lo inevitable.
    Luchó contra la depresión moral e hizo acopio de valor para seguir achicando agua hasta que sus brazos no le obedeciesen o hasta que una ola cayese de costado sobre la bañera a la deriva y la inundase. Vació una de las latas de gasolina que había llenado con agua de mar. Cuando se hundiese la bañera, pensó, la emplearía como flotador. Mientras pudiese mover un músculo, no iba a darse por vencido.
    El fiel y pequeño motor fuera borda volvió a toser una vez, dos veces, y al fin se paró. Después de haber estado oyendo el ruido del tubo de escape durante toda la noche anterior, Pitt se sintió como sofocado por el súbito silencio. Permaneció sentado allí, en la pequeña y fatídica embarcación, sobre un mar vasto e indiferente y bajo un cielo claro y sin nubes.
    Consiguió mantenerla a flote durante otra hora, a la luz del crepúsculo. Estaba tan fatigado, tan agotado físicamente, que no advirtió un pequeño movimiento en el agua a quinientos metros de distancia.
    El capitán de fragata Kermit Fulton se apartó del periscopio, con una expresión interrogadora en el semblante. Miró a través del cuarto de control del submarino Denver a su segundo oficial.
    — ¿Algún contacto en nuestros sensores?
    El segundo oficial habló por uno de los teléfonos del cuarto de control.
    —Nada en el radar, capitán. El sonar ha registrado un pequeño contacto, pero lo ha perdido hace cosa de un minuto.
    — ¿Qué deducen de ello?
    La respuesta tardaba en llegar, por lo que el capitán repitió la pregunta.
    —El encargado del sonar dice que parecía un pequeño motor fuera borda, de no más de veinte caballos de potencia.
    —Aquí pasa algo muy raro —dijo Fulton—. Quiero comprobar lo que es. Reduzcan la velocidad a un tercio y viren cinco grados a babor.
    Apretó de nuevo la frente contra el ocular del periscopio y puso el aumento al máximo. Poco a poco, con aire de perplejidad, se echó atrás.
    —Dé la orden de salir a la superficie.
    — ¿Ha visto algo? —preguntó el segundo oficial.
    El capitán asintió con la cajpeza, en silencio.
    Todos los que estaban en el cuarto de control miraron con curiosidad a Fulton. El segundo oficial tomó la iniciativa.
    — ¿Quiere decirnos de qué se trata, capitán?
    —Llevo veintitrés años en el mar —dijo Fulton— y creía que lo había visto casi todo. Pero que me aspen si no hay un hombre allí, a casi cien millas de la tierra más próxima, flotando en una bañera.


    41


    Desde la desaparición del dirigible, el almirante Sandecker había salido raras veces de su despacho. Se enterró en un trabajo que pronto perdió todo significado. Sus padres, aunque muy ancianos, vivían todavía, lo mismo que su hermano y su hermana. Sandecker no había experimentado nunca realmente una tragedia personal.
    Durante sus años en la Marina, estuvo absorto en su trabajo. Tenía poco tiempo para establecer relaciones profundas con una mujer, y contaba con pocos buenos amigos, la mayoría de ellos marinos como él. Construyó una muralla a su alrededor, entre superiores y subordinados, y se mantuvo en el terreno intermedio. Alcanzó el grado de almirante antes de los cincuenta años, pero se sentía anquilosado.
    Cuando el Congreso aprobó su nombramiento de jefe de la Agencia Marítima y Submarina Nacional, volvió a la vida. Entabló buena amistad con tres personas inverosímiles, que le miraban con respeto pero le trataban como si estuviesen tomando unas copas en un bar.
    Los desafíos a los que había tenido que hacer frente la AMSN les habían unido. Uno de ellos era Al Giordino, un extrovertido que se ofrecía de buen grado para los proyectos más sucios y hurtaba los caros cigarros de Sandecker. Otro era Rudi Gunn, resuelto siempre a hacer las cosas a la perfección, experto en programas de organización y que no habría podido hacerse un enemigo aunque lo hubiese intentado. Y el otro era Pitt, que había contribuido más que nadie a reanimar el espíritu creador de Sandecker. Pronto fueron como padre e hijo.
    La actitud liberal de Pitt ante la vida y su ingenio sarcástico le seguían como la cola a un cometa. No podía entrar en una habitación sin animar el ambiente. Sandecker trató ahora, sin conseguirlo, de borrar los recuerdos, de desprenderse del pasado. Se retrepó en el sillón, detrás de la mesa, y cerró los ojos y se dejó dominar por el dolor. Perder a los tres de golpe era algo que escapaba a su comprensión.
    Mientras estaba pensando en Pitt, se encendió la luz y sonó débilmente el timbre de su teléfono privado. Se frotó brevemente las sienes y levantó el auricular.
    — ¿Sí?
    —Jim, ¿eres tú? Un amigo común del Pentágono me ha dicho tu número privado.
    —Discúlpeme. Estaba distraído. No reconozco la voz.
    —Soy Clyde. Clyde Monfort.
    Sandecker se puso tenso.
    — ¿Qué sucede, Clyde?
    —Acabo de recibir un mensaje de nuestros submarinos que regresan de maniobras de desembarco en Jamaica.
    — ¿Y qué tengo yo que ver con esto?
    —El capitán de un submarino informa de que ha recogido a un náufrago hace no más de veinte minutos. No es exactamente normal que nuestras fuerzas submarinas nucleares acepten desconocidos a bordo, pero este hombre afirmó que trabajaba para ti y se puso bastante violento cuando el capitán se negó a permitirle que enviase un mensaje.
    — ¡Pitt!
    —Has acertado —respondió Monfort—. Éste es el nombre que dio. Dirk Pitt. ¿Cómo lo has sabido?
    — ¡Gracias a Dios!
    — ¿Es auténtico?
    —Sí, sí, lo es —dijo Sandecker con impaciencia—. ¿Y qué hay de los otros?
    —No hay otros. Pitt estaba solo en una bañera.
    —Repite esto.
    —El capitán jura que era una bañera con un motor fuera borda.
    Como conocía a Pitt, Sandecker no dudó un momento de la veracidad de la historia.
    — ¿Cuánto tiempo necesitarás para hacer que le recoja un helicóptero y le deje en el aeródromo más próximo para que se traslade a Washington?
    —Sabes que esto es imposible, Jim. No puedo hacer que le suelten hasta que el submarino haya atracado en su base de Charleston.
    —No cuelgues, Clyde. Llamaré a la Casa Blanca por otra línea y conseguiré la autorización.
    — ¿Tanta influencia tienes? —preguntó Monfort con incredulidad.
    —Para esto y para más.
    — ¿Puedes decirme de qué se trata, Jim?
    —Acepta mi palabra. Es mejor que no te metas en esto.
    Se habían reunido en la Casa Blanca para una fiesta en honor del primer ministro de la India, Rajiv Gandhi, que realizaba un viaje de buena voluntad por los Estados Unidos. Actores y líderes sindicales, atletas y multimillonarios, todos intercambiaban sus opiniones y sus diferencias, y se mezclaban como vecinos en un acto social dominical.
    Los ex presidentes Ronald Reagan y Jimmy Cárter conversaban y actuaban como si nunca hubiesen salido del Ala Oeste. De pie en un rincón lleno de flores, el secretario de Estado Douglas Oates cambiaba historias de guerra con Henry Kissinger, mientras el quarterback de los Houston Oilers, ganadores de la Superbowl, estaba plantado delante de la chimenea y miraba descaradamente los senos de la locutora de la ABC, Sandra Malone.
    El presidente brindó con el primer ministro Gandhi y después le presentó a Charles Murphy, que había sobrevolado recientemente la Antártida en globo. La esposa del presidente se acercó, tomó a su marido del brazo y le condujo hacia la pista de baile del regio salón.
    Un auxiliar de la Casa Blanca captó la mirada de Dan Fawcett y señaló con la cabeza hacia la puerta. Fawcett se acercó a él, le escuchó y después se dirigió al presidente. La cadena de mando funcionaba perfectamente.
    —Discúlpeme, señor presidente, pero acaba de llegar un mensajero con una ley aprobada por el Congreso y que tiene usted que firmar antes de la medianoche.
    El presidente asintió con la cabeza, en señal de comprensión. No había ninguna ley a firmar. Era una frase en clave que indicaba un mensaje urgente. Se excusó con su esposa, cruzó el pasillo y entró en un pequeño despacho privado. Esperó a que Fawcett cerrase la puerta antes de descolgar el teléfono.
    —Aquí el presidente.
    —Soy el almirante Sandecker, señor.
    —Sí, almirante, ¿qué sucede?
    —Tengo al jefe de las Fuerzas Navales del Caribe en otra línea. Acaba de informarme de que uno de mis hombres, que había desaparecido con Jessie LeBaron, ha sido salvado por uno de nuestros submarinos.
    — ¿Ha sido identificado?
    —Es Dirk Pitt.
    —Ese hombre debe ser indestructible o muy afortunado —dijo el presidente con un deje de alivio en su voz—. ¿Cuándo podemos tenerle aquí?
    —El almirante Clyde Monfort está en la otra línea esperando autorización para un transporte urgente.
    — ¿Puede ponerme con él?
    —Un momento, señor.
    Hubo una breve pausa seguida de un chasquido. El presidente dijo:
    —Almirante Monfort, ¿me oye?
    —Le oigo.
    —Soy el presidente. ¿Reconoce mi voz?
    —Sí, señor, la reconozco.
    —Quiero que Pitt esté en Washington lo antes posible. ¿Entendido?
    —Sí, señor presidente. Haré que un reactor de la Marina le deposite en el aeropuerto de la base Andrews de la Fuerza Aérea antes del amanecer.
    —Tienda una red de secreto alrededor de este asunto, almirante. Mantenga el submarino en el mar y ponga a los pilotos o a cualquiera que se acerque a menos de cien metros de Pitt bajo confinamiento durante tres días.
    Hubo una breve vacilación.
    —Sus órdenes serán cumplidas.
    —Gracias. Ahora déjeme hablar con el almirante Sandecker.
    —Estoy aquí, señor presidente.
    — ¿Lo ha oído? El almirante Monfort hará que Pitt esté en Andrews antes del amanecer.
    —Iré personalmente a recibirle.
    —Bien. Llévele en helicóptero a la sede de la CÍA en Langley. Martin Brogan y representantes míos y del Departamento de Estado estarán esperando para interrogarle.
    —Es posible que no pueda arrojar luz sobre nada.
    —Probablemente tenga razón —dijo cansadamente el presidente—. Espero demasiado. Creo que siempre he esperado demasiado.
    Colgó y suspiró profundamente. Ordenó sus ideas durante un instante y las archivó en un rincón de la mente, para recuperarlas más tarde, técnica que más o menos deprisa llegan a dominar todos los presidentes. Pasar de los problemas a la rutina trivial y volver a los problemas como cuando se enciende y se apaga una luz eran unas exigencias del cargo.
    Fawcett sabía interpretar los estados de ánimo del presidente y esperó con paciencia. Por fin dijo:
    —Tal vez no sería mala idea que asistiese yo al interrogatorio.
    El presidente le miró tristemente.
    —Vendrá conmigo a Camp David al salir el sol.
    Fawcett le miró perplejo.
    —En su agenda no está previsto un viaje a Camp David. Casi toda la mañana está reservada a reuniones con líderes del Congreso para tratar del presupuesto.
    —Tendrán que esperar. Mañana tengo que celebrar una conferencia más importante.
    —Como jefe de su personal, ¿puedo preguntarle con quién va a conferenciar?
    —Con unos hombres que se hacen llamar el «círculo privado».
    Fawcett miró al presidente, apretando poco a poco los labios.
    —No comprendo.
    —Debería comprenderlo, Dan. Usted es uno de ellos.
    Antes de que el perplejo Fawcett pudiese replicar, el presidente salió del despacho y se reunió con sus invitados.


    42


    La sacudida del aterrizaje despertó a Pitt. Fuera del jet bimotor de la Marina, el cielo estaba todavía oscuro. A través de una pequeña ventana, pudo ver los primeros resplandores anaranjados que precedían al nuevo día.
    Las ampollas causadas por el roce con la bañera casi le hacían imposible estar sentado, y había dormido de costado, en una posición violenta. Se sentía pésimamente y tenía sed de algo que no fuese los zumos de fruta que le había obligado a tragar en enormes cantidades el demasiado solícito médico del submarino.
    Se preguntó qué haría si volvía un día a encontrarse con Foss Gly. Por muy infernales que fuesen los castigos que creaba en su mente, no le parecían suficientes. La idea del tormento que infligía Gly a Jessie, a Giordino y a Gunn le obsesionaba. Sentía remordimientos por haber escapado.
    Se extinguió el zumbido de los motores del reactor y se abrió la puerta. Bajó rígidamente la escalerilla y se rundió en un abrazo con Sandecker. El almirante daba raras veces un apretón de manos, por lo que la inesperada muestra de afecto sorprendió a Pitt.
    —Suspongo que lo que dices de que mala hierba nunca muere es verdad —dijo Sandecker con voz ronca.
    —Es mejor salvar el pellejo que perderlo —respondió sonriendo Pitt.
    Sandecker le asió de un brazo y le condujo a un coche que esperaba.
    —Le esperan en la sede de la CÍA en Langley para interrogarle.
    Pitt se detuvo de pronto.
    —Ellos están vivos —anunció brevemente.
    — ¿Vivos? —dijo, pasmado, Sandecker—. ¿Todos?
    —Prisioneros de los rusos y torturados por un desertor.
    La incomprensión se pintó en el rostro de Sandecker.
    — ¿Estuvieron en Cuba?
    —En una de las islas próximas —explicó Pitt—. Tenemos que informar a los rusos de mi rescate lo antes posible, para impedir que...
    —Más despacio —le interrumpió Sandecker—. Estoy perdiendo el hilo, Mejor aún, espere a referir toda la historia cuando lleguemos a Langley. Supongo que tendrá mucho que contar.

    Mientras volaban sobre la ciudad, empezó a llover. Pitt contempló a través del parabrisas de plexiglás las ochenta hectáreas de bosque que rodeaban la vasta estructura de mármol gris y hormigón que era sede del ejército de espías de los Estados Unidos. Desde el aire, parecía desierta; no se veía a nadie en el lugar. Incluso la zona de aparcamiento estaba sólo ocupada en una cuarta parte. La única forma humana que Pitt pudo distinguir era una estatua del espía más famoso de la nación, Nathan Hale, que había cometido el error de dejarse atrapar y había sido ahorcado
    Dos altos oficiales estaban esperando en la pista para helicópteros, provistos de paraguas. Todos entraron corriendo en el edificio y Pitt y Sandecker fueron introducidos en un gran salón de conferencias. Había allí seis hombres y una mujer. Martin Brogan se acercó, estrechó la mano a Pitt y le presentó a los otros. Pitt les saludó con la cabeza y pronto olvidó sus nombres.
    Brogan dijo:
    —Creo que ha tenido un viaje muy accidentado.
    —No lo recomendaría a los turistas—respondió Pitt.
    — ¿Puedo ofrecerle algo de comer ó de beber? —dijo amablemente Brogan—. ¿Una taza de café o tal vez un desayuno?
    —Me apetecería una cerveza bien fría...
    —Desde luego —Brogan levantó el teléfono y dijo algo—. Estará aquí dentro de un minuto.
    La sala de conferencias era sencilla en comparación con las de oficinas de empresas comerciales. Las paredes eran de un color beige neutro, lo mismo que la alfombra, y los muebles parecían proceder de una tienda de saldos. No había cuadros ni adornos de clase alguna que la animasen. Una habitación cuya única función era servir de lugar de trabajo.
    Ofrecieron una silla a Pitt en un extremo de la mesa, pero rehusó. Sus posaderas no estaban todavía en condiciones de sentarse. Todos los que estaban en la sala le miraban fijamente, y empezó a sentirse como un animal del zoo una tarde de domingo.
    Brogan le dirigió una sonrisa franca.
    —Tenga la bondad de contarnos desde el principio todo lo que ha oído y observado. Su relato será registrado y transcrito. Después pasaremos a las preguntas y respuestas. ¿Le parece bien?
    Llegó la cerveza. Pitt tomó un largo trago, se sintió mejor y empezó a relatar los sucesos, desde que se había elevado en Key West hasta que había visto surgir el submarino del agua a pocos metros de la bañera que se estaba hundiendo. No omitió nada y se tomó todo el tiempo necesario, explicando todos los detalles por triviales que fuesen, que podía recordar. Tardó en ello casi una hora y media, pero los otros le escucharon atentamente sin interrogarle ni interrumpirle. Cuando por fin hubo terminado, descansó cuidadosamente su dolorido cuerpo en una silla y esperó con calma a que todos consultasen sus notas.
    Brogan ordenó un breve descanso, mientras traían fotografías aéreas de Cayo Santa María, fichas sobre Velikov y Gly y las copias de la narración. Después de cuarenta minutos de estudio, Brogan inició el interrogatorio.
    —Llevaban armas en el dirigible. ¿Por qué?
    —Las noticias sobre el naufragio del Cyclops indicaban que yacía en aguas cubanas. Pareció adecuado llevar un escudo a prueba de balas y un lanzador de misiles como medidas de protección.
    —Desde luego, se da usted cuenta de que su ataque no autorizado contra un helicóptero patrullero cubano estuvo en contra de la política del Gobierno.
    Esto lo dijo un hombre que Pitt recordó que trabajaba para el Departamento de Estado.
    —Me guié por una ley de rango superior —dijo Pitt, con una irónica sonrisa.
    — ¿Puedo preguntarle qué ley es ésta?
    —Procede del Viejo Oeste; algo que ellos llamaban legítima defensa. Los cubanos dispararon calculo que un millar de proyectiles antes de que Al Giordino volase el helicóptero. Brogan sonrió. Le gustaban los hombres como Pitt.
    —Lo que más nos interesa ahora es su descripción de la instalación de los rusos en la isla. Dice que no está vigilada.
    —Los únicos guardias que vi a nivel del suelo fueron los que se hallaban en la entrada del recinto. Nadie patrullaba en los caminos o en las playas. La única medida de seguridad era una valla electrificada.
    —Esto explica por qué la cámara de infrarrojos no detectó ninguna señal de actividad humana —dijo un analista, examinando las fotos.
    —Esto es impropio de los rusos —murmuró otro oficial de la CÍA—. Casi siempre revelan sus bases secretas por la exageración de sus medidas de seguridad.
    —Esta vez no —dijo Pitt—. Se han pasado al extremo opuesto y les ha dado resultado. El general Velikov declaró que era la instalación militar más importante fuera de la Unión Soviética. Y creo que nadie de su agencia se dio cuenta de ello hasta ahora.
    —Confieso que tal vez nos engañaron —dijo Brogan—. Siempre que lo que nos ha dicho usted sea verdad.
    Pitt dirigió una fría mirada a Brogan. Después se levantó, dolorido, de su silla, y se dirigió a la puerta.
    —Muy bien, tómelo como usted quiera. Mentí. Gracias por la cerveza.
    — ¿Puedo preguntarle adonde va?
    —A convocar una conferencia de prensa —dijo Pitt, hablando directamente a Brogan—. Estoy perdiendo un tiempo precioso por su causa. Cuanto antes haga pública mi huida y pida la liberación de los LeBaron, Giordino y Gunn, antes se verá obligado Velikov a suspender sus torturas y su ejecución.
    Se hizo un impresionante silencio. Ninguno de los que se sentaban a la mesa de conferencias podía creer que Pitt se dispusiese a salir; nadie, salvo Sandecker. Permaneció sentado, sonriendo con aire triunfal.
    —Será mejor que se tranquilice, Martin. Se les acaba de ofrecer una información más importante de la que podían imaginar y, si ninguno de los que están en esta habitación es capaz de reconocerlo, les sugiero que se busquen otro trabajo.
    Brogan podía ser brusco y ególatra, pero no era tonto. Se levantó rápidamente y detuvo a Pitt en la puerta.
    —Perdone a un viejo irlandés que ha salido escaldado más veces de las que puede contar. Treinta años en este oficio y uno se convierte naturalmente en un incrédulo Tomás. Por favor, ayúdenos a juntar las piezas del rompecabezas. Después hablaremos de lo que hay que hacer por sus amigos y los LeBaron.
    —Le costará otra cerveza —dijo Pitt.
    Brogan y los otros se echaron a reír. Se había roto el hielo, y continuaron las preguntas desde todos los lados de la mesa.
    — ¿Es éste Velikov? —preguntó un analista, mostrando una fotografía.
    —Sí, es el general Peter Velikov. Su inglés con acento americano es literalmente perfecto. Olvidaba decir que tenía mi expediente, incluido una reseña biográfica.
    Sandecker miró a Brogan.
    —Parece que Sam Emmett tiene un topo en la sección de archivos del FBI.
    Brogan sonrió sarcásticamente.
    —A Sam no le gustará enterarse de esto.
    —Podríamos escribir un libro sobre las hazañas de Velikov —dijo un hombre corpulento, dirigiéndose a Pitt—. Me gustaría que, en otra ocasión, me describiese sus peculiaridades.
    —Con mucho gusto —dijo Pitt.
    — ¿Y es éste Foss Gly, el inquisidor de mano dura?
    Pitt miró la segunda fotografía y asintió con la cabeza.
    —Su cara es diez años más vieja que cuando se tomó esta foto, pero es él.
    —Un mercenario americano, nacido en Arizona —dijo el analista—. ¿Le conocía de antes?
    —Sí, le conocí durante el proyecto Empress of Ireland para el Tratado Norteamericano. Supongo que lo recuerdan.
    Brogan asintió con la cabeza.
    —Yo sí —dijo.
    —Volviendo a la disposición del edificio —dijo la mujer—, ¿cuántas plantas tiene?
    —Según el indicador del ascensor, cinco. Todas bajo tierra.
    — ¿Tiene idea de las dimensiones?
    —Lo único que pude ver fue mi celda, el pasillo, el despacho de Velikov y un garaje. Ah, sí, y la entrada de la residencia, decorada al estilo de un castillo español.
    — ¿Grosor de las paredes?
    —Alrededor de medio metro.
    — ¿Calidad de la construcción?
    —Buena. Ni humedad ni grietas visibles en el hormigón.
    — ¿Qué clase de vehículos había en el garaje?
    —Dos camiones militares. Los demás, dedicados a la construcción: un bulldozer, una excavadora, un recogedor de cerezas.
    La mujer levantó la mirada de sus notas.
    —Perdón. ¿El último?
    —Un recogedor de cerezas —explicó Pitt—. Un camión especial, con una plataforma telescópica para trabajar en las alturas. Los usan los que podan árboles y los operarios de las líneas telefónicas.
    — ¿Dimensiones aproximadas de la antena parabólica?
    —Fue difícil medirla en la oscuridad. Aproximadamente trescientos metros de longitud por doscientos de anchura. Es izada hasta su posición de funcionamiento por brazos hidráulicos camuflados como palmeras.
    — ¿Maciza o de reja?
    —De reja.
    — ¿Circuitos, cajas de empalmes, repetidores?
    —No vi ninguno, lo cual no quiere decir que no estuviesen.
    Brogan había seguido estas preguntas sin intervenir. Ahora levantó una mano y miró a un hombre de aspecto estudioso sentado a uno de los lados de la mesa.
    — ¿Qué deduce de esto, Charlie?
    —No hay bastantes detalles técnicos para saber exactamente su objetivo. Pero hay tres posibilidades. Una de ellas es que sea una estación de escucha capaz de interceptar señales telefónicas, de radio y de radar en todos los Estados Unidos. Otra, que sea una poderosa instalación para crear interferencias y que esté allí a la espera de un momento crucial, como un primer golpe nuclear, para ser activada y dar al traste con todas nuestras comunicaciones militares y comerciales. La tercera posibilidad es que tenga capacidad para transmitir informaciones falsas a través de nuestros sistemas de comunicación. Y lo más preocupante es que el tamaño y la complicada disposición de la antena sugiere la capacidad de realizar las tres funciones.
    Los músculos de la cara de Brogan se tensaron. El hecho de que semejante operación supersecreta de espionaje se hubiese realizado a menos de doscientas millas de la costa de los Estados Unídos no era exactamente para entusiasmar al director de la Agencia Central de Inteligencia.
    —Si ocurre lo peor, ¿qué podemos esperar?
    —Temo —respondió Charlie— que podemos esperar un poderoso y electrónicamente avanzado instrumento, capaz de interceptar las comunicaciones por radio y por teléfono y emplear la tecnología de retraso para que un modernísimo sintetizador computarizado imite las voces de los que llaman y altere las conversaciones. Les sorprendería ver cómo pueden ser manipuladas sus palabras por teléfono sin que su interlocutor advierta el cambio. En realidad, la Agencia de Seguridad Nacional emplea el mismo tipo de equipo a bordo de un barco.
    —Así pues, los rusos nos han alcanzado —dijo Brogan.
    —Su tecnología es probablemente más tosca que la nuestra, pero parece que han dado un paso adelante y la han mejorado en gran manera.
    La mujer miró a Pitt.
    —Ha dicho usted que la isla era abastecida mediante submarinos.
    —Así me lo dijo Raymond LeBaron —dijo Pitt—. Y en lo poco que vi de la costa no había ningún lugar de amarre.
    Sandecker jugueteó con uno de sus cigarros pero no lo encendió. Apuntó con él a Brogan.
    —Parece que los soviéticos han recurrido a técnicas desacostumbradas para despistar a sus vigilantes de Cuba, Martin.
    —El miedo a ser descubiertos se manifestó durante el interrogatorio —dijo Pitt—. Velikov insistió en que éramos agentes a sueldo de usted.
    —En realidad, no puedo censurar por ello a ese bastardo —dijo Brogan—. Su llegada debió sacarle de sus casillas.
    —Señor Pitt, ¿podría describir a las personas que estaban cenando cuando llegaron ustedes? —preguntó un hombre con aire de erudito y que llevaba un suéter a cuadros.
    —Aproximadamente, diría que eran dieciséis mujeres y dos docenas de hombres.
    — ¿Ha dicho mujeres?
    —Sí.
    — ¿De qué tipo? —preguntó la única mujer presente en el salón.
    Pitt tuvo que preguntar:
    —Defina lo de tipo.
    —Ya sabe —respondió seriamente ella—. Esposas, bellas damas solteras, o prostitutas.
    —Desde luego, no eran prostitutas. La mayoría de ellas vestía uniforme y, probablemente, formaba parte del personal de Velikov. Las que llevaban alianzas parecían ser esposas de los militares o los paisanos cubanos que se hallaban presentes.
    — ¿En qué diablos estará pensando Velikov? —preguntó Brogan a nadie en particular—. ¿Cubanos con sus esposas en una instalación supersecreta? Esto no tiene sentido. Sandecker miró reflexivamente la mesa.
    —Para mí tiene sentido —dijo—, si Velikov está usando Cayo Santa María para algo más que espionaje electrónico.
    —¿Qué insinúa, Jim? —preguntó Brogan. —La isla sería una excelente base de operaciones para derribar el gobierno Castro.
    Brogan le miró asombrado.
    —¿Cómo se ha enterado usted de esto?
    —El presidente me informó —respondió Sandecker, con altanería.
    —Ya veo.
    Pero estaba claro que Brogan no veía nada.
    —Escuchen —dijo Pitt—, me doy cuenta de que todo esto es sumamente importante, pero cada minuto que gastamos con nuestras especulaciones pone a Jessie, a Al y a Rudi mucho más cerca de la muerte. Espero que hagan ustedes todo lo posible para salvarles. Pueden empezar notificando a los rusos que, gracias a mi fuga, están enterados de que los mantienen prisioneros.
    La petición de Pitt fue acogida con un extraño silencio. Nadie, salvo Sandecker, le miró. Especialmente la gente de la CÍA evitó su mirada.
    —Discúlpeme —dijo fríamente Brogan—, pero creo que no sería una maniobra acertada.
    Los ojos de Sandecker brillaron súbitamente de cólera.
    —Cuidado con lo que dice, Martin. Sé que está dando vueltas a un plan maquiavélico en su mente. Pero advierta, amigo mío, que tendrá que habérselas conmigo y que no estoy dispuesto a dejar que mis amigos sean arrojados literalmente a los tiburones.
    —Nos estamos jugando mucho —dijo Brogan—. Tener a Velikov a oscuras puede ser muy ventajoso.
    — ¿Y sacrificar varias vidas por un juego de espionaje? —dijo amargamente Pitt—. Ni hablar.
    —Espere un momento, por favor —suplicó Brogan—. Estoy de acuerdo en hacer que se filtre el rumor de que sabemos que los LeBaron y su gente de la AMSN están vivos. Después acusaremos a los cubanos de haberlos encarcelado en La Habana.
    — ¿Cómo podemos esperar que Velikov se trague algo que sabe que es falso?
    —No espero que se deje engañar con esto. No es un cretino. Sospechará algo y se preguntará cuánto sabemos acerca de su isla. Es todo lo que puede hacer: plantearse una interrogación. También enturbiaremos las aguas diciendo que nuestra información se basa en pruebas fotográficas que demuestran que su bote hinchable fue arrojado a la isla de Cuba. Esto debería hacer que Velikov aflojase la presión sobre los cautivos y siguiese debatiéndose en la incertidumbre. La piéce de résistance será el descubrimiento del cadáver de Pitt por un pescador de las Bahamas.
    — ¿Qué diablos se propone? —preguntó Sandecker.
    —-Todavía no lo tengo bien meditado —confesó Brogan—. Pero la idea fundamental es llevar de nuevo y en secreto a Pitt a la isla.
    En cuanto hubo terminado el interrogatorio de Pitt, Brogan volvió a su despacho y descolgó el teléfono. Su llamada tuvo que pasar por los intermediarios de costumbre antes de que el presidente se pusiese al aparato.
    —Por favor, hable deprisa, Martin. Estoy a punto de salir para Camp David.
    —Hemos terminado de interrogar a Dirk Pitt.
    — ¿Pudo dar algún dato interesante?
    —Nos dio la información que nosotros discutimos.
    — ¿El cuartel general de Velikov?
    —Nos condujo directamente a su madriguera.
    —Buen trabajo. Ahora podrán ustedes iniciar una operación de infiltración.
    —Creo que sería adecuada una solución más permanente.
    — ¿Quiere usted decir contrarrestar su amenaza revelando la existencia de la base a la prensa mundial?
    —No. Quiero decir ir allá y destruirla.
    El presidente tomó un ligero desayuno después de llegar a Camp David. El tiempo era anormalmente cálido; era como un veranillo de propina, y el presidente vestía pantalones de algodón y suéter de manga corta.
    Estaba sentado en un gran sillón de orejas, con varias carpetas sobre sus rodillas, y estudiaba las historias personales de los componentes del «círculo privado». Después de leer la última ficha, cerró los ojos, sopesando las alternativas, preguntándose qué diría a los hombres que estaban esperando en el comedor principal del edificio.
    Hagen entró en el despacho y guardó silencio hasta que el presidente abrió los ojos.
    —Cuando tú quieras, Vince.
    El presidente se levantó despacio del sillón.
    —Cuanto antes mejor.
    Los otros estaban esperando alrededor de la larga mesa del comedor, tal como había dispuesto el presidente. No había ningún guardia presente; no hacían falta. Todos eran hombres honorables que no tenían la menor intención de cometer un crimen. Se pusieron respetuosamente en pie al entrar él en la habitación, pero el presidente les hizo ademán de que se sentaran.
    Estaban presentes los ocho: el general Fischer, Booth, Mitchell, Busche, que estaba sentado a un lado de la mesa frente a Eriksen, el senador Porter y Dan Fawcett. Hudson estaba sentado solo en el extremo de la mesa. Solamente faltaba Raymond LeBaron.
    Todos vestían con sencillez y estaban cómodamente sentados, como jugadores de golf en un club; relajados, sumamente confiados y sin dar señales de tensión.
    —Buenos días, señor presidente —saludó animadamente el senador Porter—. ¿A qué debemos el honor de esta misteriosa convocatoria?
    El presidente carraspeó.
    —Todos ustedes saben por qué les hecho venir. Por consiguiente, no nos andemos con rodeos.
    — ¿No quiere felicitarnos? —preguntó sarcásticamente Clyde Booth.
    —Puedo felicitarles o no felicitarles —dijo fríamente el presidente—. Esto dependerá.
    —Dependerá, ¿de qué? —preguntó rudamente Gunnar Eriksen.
    —Creo que lo que busca el presidente —dijo Hudson— es que permitamos a los rusos reclamar una participación en la Luna.
    —Esto y una confesión de asesinato en masa.
    Se habían cambiado los papeles. Se quedaron allí sentados, con ojos de besugo en un congelador, mirando al presidente.
    El senador Porter, que pensaba con rapidez, fue el primero en atacar.
    — ¿Una ejecución a lo gánster o al estilo de Arsénico por compasión, vertiendo veneno en el té? Si me permite preguntarlo, señor presidente, ¿de qué demonios está hablando?
    —De la pequeña anécdota de nueve cosmonautas soviéticos muertos.
    — ¿Los que se perdieron durante las primeras misiones Soyuz? —preguntó Dan Fawcett.
    —No —respondió el presidente—. Los nueve rusos que fueron muertos en las sondas lunares Selenos.
    Hudson agarró el borde de la mesa y miró como si hubiese sido electrocutado.
    —Las naves espaciales Selenos no iban tripuladas.
    —Esto es lo que querían los rusos que pensara el mundo; pero, en realidad, había tres hombres en cada una de ellas. Tenemos a una de las tripulaciones congeladas en el depósito de cadáveres del hospital Walter Reed, si quieren examinar los restos.
    Nadie habría pensado en mirarlo. Se consideraban ciudadanos con sentimientos morales y que trabajaban para su país. Lo último que cualquiera de ellos esperaba ver en un espejo era la imagen de un asesino a sangre fría. Decir que el presidente tenía a sus oyentes en un puño habría sido un eufemismo.
    Hagen estaba como fascinado. Todo esto era nuevo para él.
    —Si me lo permiten —siguió diciendo el presidente—, mezclaré los hechos con las especulaciones. Para empezar, ustedes y sus colonos en la Luna han realizado una hazaña increíble. Les felicito por su perseverancia y su genio, como lo hará el mundo en las semanas venideras. Sin embargo, han cometido involuntariamente un terrible error que fácilmente podría empañar su logro.
    »En su celo por hacer ondear la bandera estrellada han prescindido del tratado internacional que rige las actividades en la Luna y que fue ratificado por los Estados Unidos, la Unión Soviética y otros tres países en 1984. Ustedes reclamaron por su cuenta la Luna como posesión soberana y, hablando en metáfora, plantaron un rótulo de «Prohibido el Paso». Y lo confirmaron destruyendo tres sondas lunares soviéticas. Una de ellas, Selenos 4, consiguió volver hacia la Tierra; y estuvo sobrevolando en órbita durante dieciocho meses antes de que se restableciese el control. Los ingenieros espaciales soviéticos trataron de hacerla aterrizar en las estepas de Kazakhstán, pero la nave estaba averiada y cayó cerca de Cuba.
    »Con el pretexto de la busca del tesoro, ustedes enviaron a Raymond LeBaron para que la encontrase antes que los rusos. Había que borrar las huellas delatoras del daño causado por sus colonos. Pero los cubanos se anticiparon a los dos y recobraron la nave espacial hundida. Ustedes no lo han sabido hasta ahora, y los rusos todavía no lo saben. A menos que... —El presidente hizo una pausa después de esta palabra—. A menos que Raymond LeBaron haya revelado bajo tortura lo que sabe de la Jersey Colony. Sé de fuente fidedigna que los cubanos le capturaron y entregaron al servicio secreto militar soviético, el GRU.
    —Raymond no hablará —dijo airadamente Hudson.
    —Tal vez no tenga que hacerlo —replicó el presidente—. Hace unas pocas horas que los analistas de información, a quienes pedí que volviesen a examinar las señales espaciales soviéticas recibidas durante las órbitas de regreso de, Selenos 4, han descubierto que sus datos sobre la superficie lunar fueron transmitidos a una estación de seguimiento situado en la isla de Socotra, cerca del Yemen. ¿Comprenden las consecuencias, caballeros?
    —Comprendemos lo que quiere decir. —Era el general Fisher quien hablaba en tono reflexivo—. Los soviéticos pueden tener pruebas visuales de la Jersey Colony.
    —Sí, y probablemente ataron cabos y pensaron que los que estaban allá arriba tenían algo que ver con los desastres de las Selenos. Pueden estar seguros de que tomarán represalias. Sin llamadas por el teléfono rojo, sin mensajes cursados a través de vías diplomáticas, sin anuncios de la TASS o en Pravda. La batalla por la Luna se mantendrá secreta por ambos bandos. En resumen, caballeros, el resultado es que han iniciado ustedes una guerra que pueble ser imposible de atajar.
    Los hombres sentados alrededor de la mesa estaban impresionados y confusos, perplejos e irritados. Pero solamente estaban irritados a causa de un error de cálculo en un hecho del que no podían tener conocimiento. La horrible verdad tardó varios momentos en registrarse en sus mentes.
    —Habla usted de represalias soviéticas, señor presidente —dijo Fawcett—. ¿Tiene alguna idea que confirma esa posibilidad?
    —Pónganse ustedes en el lugar de los soviéticos. Estaban informados de los actos de ustedes al menos una semana antes de que fuese lanzada su estación lunar Selenos 8. Si yo fuese el presidente Antonov, habría ordenado que la misión se convirtiese de una exploración científica en una operación militar. Tengo pocas dudas en mi mente de que, cuando Selenos 8 alunice dentro de veinticuatro horas, un equipo especial de comandos soviéticos rodeará y atacará la Jersey Colony. Y ahora díganme. ¿Puede la base defenderse por sí sola?
    El general Fisher miró a Hudson; después se volvió al presidente y encogió los hombros.
    —No sabría decirlo. Nunca trazamos planes de contingencia para el caso de un ataque armado contra la colonia. Si no recuerdo mal, su único armamento es un par de armas cortas y un lanzador de misiles.
    —A propósito, ¿para cuándo estaba proyectado que sus colonos volviesen de la Luna?
    —Deberían despegar de allí aproximadamente dentro de treinta y seis horas —respondió Hudson.
    —Tengo curiosidad por saber una cosa —dijo el presidente—. ¿Cómo pretenden volver a través de la atmósfera terrestre? Ciertamente, su vehículo de transporte lunar no tiene capacidad para hacer tal cosa.
    Hudson sonrió.
    —Volverán al puerto espacial Kennedy, de Cabo Cañaveral, en la lanzadera.
    El presidente suspiró.
    —La Gettysburg. Estúpido de mí por no haberlo pensado. Está ya amarrada en nuestra estación espacial.
    —Su tripulación no ha sido todavía advertida —dijo Steve Busche, de la NASA—, pero en cuanto se hayan recobrado.de la impresión de ver aparecer súbitamente a los colonos en el vehículo de transporte, estarán más que dispuestos a admitir a unos pasajeros suplementarios.
    El presidente hizo una pausa y miró fijamente a los miembros del «círculo privado», con expresión súbitamente triste.
    —La cuestión candente con la que todos tenemos que enfrentarnos, caballeros, es si los colonos de Jersey sobrevivirán para emprender el viaje.

    Parte 2

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