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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • 280. Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • 281. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 282. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 285. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 286. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 287. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 288. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 289. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 290. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 291. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 292. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 293. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 295. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 297. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 298. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 299. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 306. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 308. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 309. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 310. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 311. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 312. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 313. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      1.5  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.3  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

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    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

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    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

    H
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    Reloj #

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    Prog.R.3

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    X
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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ▪1 ▪2 ▪3

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































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    CYCLOPS (Clive Cussler) - Parte 2

    Publicado en junio 27, 2010
    Parte 1


    44

    — ¿De veras espera salirse con la suya? —preguntó Pitt.
    El coronel retirado Ramón Kleist, de la Marina de los Estados Unidos, se balanceó sobre los pies y se rascó la espalda con un bastón de petimetre.
    —Con tal de que podamos retirarnos como una unidad con nuestras bajas, sí, creo que la misión puede realizarse con éxito.
    —Nada tan complicado puede ser perfecto —dijo Pitt—. Destruir la instalación y la antena, además de matar a Velikov y a todo su personal, me parece que es querer abarcar demasiado.
    —Su observación ocular y las fotos de nuestros aviones de reconocimiento corroboran las pocas medidas defensivas del lugar.
    — ¿Cuántos hombres constituirán su equipo? —preguntó Pitt.
    —Treinta y uno, incluido usted.
    —Los rusos descubrirán sin duda alguna quiénes atacaron su base secreta. Será como dar una patada a un nido de avispas.
    —Todo forma parte del plan —dijo ligeramente Kleist.
    Kleist estaba tieso como un palo, amenazando romper con el pecho su camisa floreada. Pitt calculó que tendría poco menos de sesenta años. Era un mestizo nacido en la Argentina, único hijo de un ex oficial SS que había huido de Alemania después de la guerra y de la hija de un diplomático liberiano. Enviado a un colegio particular de Nueva York, decidió marcharse de allí y hacer carrera en la Infantería de Marina.
    —Yo creía que había un acuerdo tácito entre la CÍA y la KGB: no liquidaremos a sus agentes, mientras ustedes no liquiden a los nuestros.
    El coronel dirigió a Pitt una candida mirada.
    — ¿Quién le ha dado la idea de que seremos nosotros los que haremos el trabajo sucio?
    Pitt no respondió; sólo miró a Kleist y esperó.
    —La misión será realizada por las Fuerzas Especiales de Seguridad cubanas —explicó el coronel—. Su equivalente a nuestros SEALS. O, si he de ser sincero, exiliados perfectamente adiestrados y vistiendo auténticos uniformes cubanos de campaña. Incluso su ropa interior y sus calcetines serán de los que usan los soldados cubanos. Las armas, los relojes de pulsera y otros artículos serán de fabricación soviética. Y para salvar las apariencias, el desembarco se efectuará desde el lado correspondiente a Cuba.
    —Muy ingenioso.
    —Tratamos de ser eficientes.
    — ¿Dirigirá usted la operación?
    —No —sonrió Kleist—; soy demasiado viejo para saltar de la rompiente a la playa. El equipo de asalto estará bajo el mando del comandante Angelo Quintana. Usted se encontrará con él en nuestro campamento de San Salvador. Yo estaré en el TSE.
    —Repítalo, por favor.
    —Transporte submarino especial —respondió Kleist—. Una embarcación construida expresamente para misiones de esta clase. La mayoría de la gente ignora su existencia. Lo encontrará muy interesante.
    —Yo no tengo lo que usted llamaría instrucción de combate,
    —Su trabajo será simplemente guiar al equipo hasta el recinto y mostrarle la entrada al garaje por el respiradero. Después volverá a la playa y permanecerá a cubierto hasta que haya terminado la operación.
    — ¿Hay un horario previsto para la incursión?
    Kleist adoptó una expresión afligida.
    —Nosotros preferimos llamarlo operación encubierta.
    —Lo siento; nunca he leído su manual burocrático sobre semántica.
    —Contestando a su pregunta, el desembarco está fijado para las dos de la madrugada, dentro de cuatro días.
    —Cuatro días pueden ser demasiados para salvar a mis amigos.
    Kleist pareció sinceramente preocupado.
    —Estamos trabajando a toda prisa y abreviando lo más posible nuestros ejercicios prácticos. Necesitamos tiempo para cubrir todo posible imprevisto. El plan tiene que ser tan perfecto como puedan hacerlo nuestros programas tácticos por ordenador.
    — ¿Y si hay un fallo humano en su plan?
    Toda expresión amistosa se borró de la cara de Kleist y fue sustituida por una mirada fría y dura.
    —Si hay un fallo humano, señor Pitt, será suyo. Salvo una intervención divina, el éxito o el fracaso de esta misión dependerá sobre todo de usted.
    La gente de la CÍA se mostró muy minuciosa. Pitt fue enviado de un despacho a otro, de una entrevista a otra, con precisión matemática. Los planes para neutralizar Cayo Santa María progresaron con la rapidez de un incendio en la pradera. Su interrogatorio por el coronel Kleist se realizó menos de tres horas después del efectuado por Martin Brogan. Entonces fue cuando se enteró Pitt de que había miles de planes de contingencia para invadir todas las islas del Caribe y todas las naciones de América Central y del Sur. Juegos de guerra computarizados creaban una serie de alternativas. Lo único que tenían que hacer los expertos en operaciones secretas era elegir el programa que fuese más adecuado para el objetivo previsto, y después perfeccionarlo.
    Pitt sufrió un reconocimiento físico completo antes de que le permitiesen almorzar. El médico lo declaró apto, lo llenó de vitaminas de gran eficacia y ordenó que se acostase temprano, antes de que la confusión de su adormilada mente fuese total.
    Una mujer alta, de pómulos salientes y cabellos trenzados, que fue designada su cuidadora, lo acompañó a la habitación debida en el momento debido. Se presentó como Alice, sin decir su apellido ni su título. Llevaba un fino traje de color marrón sobre una blusa de blonda. Pitt pensó que era bastante bonita y se preguntó qué aspecto tendría envuelta en sábanas de seda.
    —El señor Brogan ha dispuesto que coma usted en el comedor de los dirigentes —dijo, a la manera de un guía—. Tomaremos el ascensor.
    De pronto, Pitt recordó algo.
    —Quisiera telefonear.
    —Lo siento, pero no es posible.
    — ¿Puedo preguntarle por qué?
    — ¿Ha olvidado usted que se le presume muerto? —replicó Alice—. Una llamada telefónica a un amigo o a una amante podría dar al traste con toda la operación.
    —Sí, «por la boca muere el pez» —dijo cínicamente Pitt—. Mire, necesito cierta información de un perfecto desconocido. Le daré un nombre falso.
    —Lo siento, pero no es posible.
    Pitt pensó que aquello parecía un disco de fonógrafo rayado.
    —Déme un teléfono o haré algo que no les gustará.
    Ella lo miró, curiosa.
    — ¿Qué?
    —Marcharme a casa —dijo simplemente él.
    —Por orden del señor Brogan no puede salir de este edificio hasta que emprenda el vuelo a nuestro campamento de San Salvador. Haría que le pusiesen una camisa de fuerza antes de que llegase a la puerta.
    Pitt se quedó atrás mientras caminaban por un pasillo. Entonces se volvió de pronto y entró en una antesala cuya puerta no tenía ningún rótulo. Pasó tranquilamente por delante de una sorprendida secretaria y entró en el despacho interior. Un hombre menudo, de cabellos blancos cortados en cepillo y que, con un cigarrillo pendiendo entre sus labios, ponía extrañas marcas en un gráfico, levantó la cabeza con divertida sorpresa.
    Pitt le dirigió una cortés sonrisa y dijo:
    —Discúlpeme, ¿puedo usar su teléfono?
    —Si trabaja usted aquí, sabrá que utilizar un teléfono sin autorización es contrario al reglamento de la Agencia.
    —Entonces puedo hacerlo —dijo Pitt—. Yo no trabajo aquí.
    —Nunca podrá comunicar con el exterior —dijo el viejo.
    —Fíjese bien.
    Pitt levantó el teléfono y pidió que le pusieran con el despacho de Martin Brogan. A los pocos segundos, la secretaria particular de Brogan se puso al aparato.
    —Me llamo Dirk Pitt. Tenga la bondad de informar al señor Brogan de que, si no puedo emplear un teléfono antes de un minuto, voy a causar un terrible escándalo.
    — ¿Quién es?
    —Ya se lo he dicho.
    Pitt era terco. Negándose firmemente a aceptar un no como respuesta, necesitó otros veinte minutos que empleó gritando, maldiciendo y, en general, mostrándose desagradable para que Brogan consintiese en que hiciera una llamada fuera del edificio, pero solamente si Alice estaba presente y registraba la conversación.
    Ella le introdujo en un pequeño despacho particular y le mostró el teléfono.
    —Tenemos una telefonista a su disposición: déle el número y ella hará la llamada.
    —Telefonista, ¿cómo se llama?
    —Jennie Murphy —respondió una voz sensual.
    —Empezemos con una información de Baltimore, Jennie. Quisiera que preguntase el número de Weehawken Marine Products.
    —Un momento. Lo preguntaré.
    Jennie obtuvo el número de la operaría de información de Baltimore e hizo la llamada.
    Después de explicar su problema a cuatro personas diferentes, Pitt fue puesto al fin en comunicación con el presidente del consejo de administración, título que generalmente se otorgaba a viejos dirigentes de las compañías que eran así apartados de las actividades principales.
    —Soy Bob Conde. ¿Qué desea? Pitt miró a Alice y le hizo un guiño.
    —Aquí Jack Farmer, señor Conde. Estoy haciendo una investigación arqueológica oficial y he descubierto un viejo casco de buzo en un barco naufragado y pienso que tal vez ustedes podrían identificarlo.
    —Procuraré complacerle. Mi abuelo fundó esta empresa hace casi ochenta años. Tenemos un archivo muy completo. ¿Puede darme el número de serie?
    —Sí, estaba en una chapa fijada en la parte de adelante del peto. —Pitt cerró los ojos y recordó el casco que llevaba el cadáver encontrado dentro del Cyclops—. Decía: «Weehawken Products, Inc., Marca V, Número de Serie 58-67-C.»
    —Es el tipo corriente de casco de la Marina —dijo Conde, sin vacilar—. Los hemos estado fabricando desde 1916. Son de cobre con accesorios de bronce. Llevan cuatro cristales herméticamente cerrados.
    — ¿Lo vendieron a la Marina?
    —La mayoría de los pedidos procedían de la Marina. En realidad, todavía siguen haciéndolo. La Marca V, Modelo 1, es todavía popular para ciertos tipos de operaciones submarinas con aire suministrado desde la superficie. Pero este casco fue vendido a un cliente comercial.
    — ¿Puedo preguntarle cómo lo sabe?
    —Por el número de serie. Cincuenta y ocho es el año en que fue manufacturado. Sesenta y siete es el número producido, y C indica una venta comercial. Dicho en otras palabras, fue el sesenta y sieteavo casco que salió de nuestra fábrica en 1958, y fue vendido a una empresa comercial de salvamento.
    — ¿Le sería posible encontrar el nombre del comprador?
    —Tal vez tardaría media hora. No nos hemos preocupado de registrar las operaciones antiguas en el ordenador. Será mejor que yo le llame cuando lo haya encontrado.
    Alice sacudió la cabeza.
    —El Gobierno puede pagar el servicio telefónico, señor Conde. Mantendré la comunicación.
    —Como usted guste.
    Conde cumplió su palabra. Volvió al aparato al cabo de treinta y un minutos.
    —Señor Farmer, uno de los contables ha encontrado lo que le interesa.
    —Le escucho.
    —El casco, junto con un traje de buzo y el tubo de alimentación de aire, fueron vendidos a un particular. Da la casualidad de que yo le conocía. Se llamaba Hans Kronberg. Buzo de la vieja escuela, contrajo la enfermedad de los buzos más veces que ninguno de los que conocí Hans estaba lisiado, pero esto no le impidió nunca sumergirse.
    — ¿Sabe lo que fue de él?
    —Si no recuerdo mal, compró el equipo para un trabajo de salvamento en algún lugar próximo a Cuba. Se dijo que la enfermedad de los buzos acabó finalmente con él.
    — ¿No recuerda quién lo contrató?
    —No; hace demasiado tiempo —dijo Conde—. Creo que encontró un socio que tenía unos cuantos dólares. El equipo habitual de Hans estaba viejo y gastado. Su traje de buzo debía tener cincuenta remiendos. Vivía al día y apenas ganaba lo bastante para llevar una existencia cómoda. Entonces, vino un día aquí, compró todo el equipo nuevo y pagó en efectivo.
    —Le agradezco su ayuda —dijo Pitt.
    —No hay de qué. Me alegro de que haya telefoneado. Es muy interesante. ¿Puedo preguntarle dónde encontró su casco?
    —Dentro de un viejo barco hundido cerca de las Bahamas.
    Conde se imaginó la escena. Guardó silencio durante un momento. Después dijo:
    —Así, el viejo Hans no volvió nunca a la superficie. Bueno, supongo que él habría preferido morir de esta manera que en la cama.
    — ¿Sabe de alguien más que pudiese recordar a Hans?
    —En realidad, no. Todos los atrevidos buzos de los viejos tiempos han pasado ahora a mejor vida. La única pista que se me ocurre es la de la viuda de Hans. Todavía me envía tarjetas en Navidad. Vive en una residencia de ancianos.
    — ¿Sabe el nombre de la residencia o la población donde se encuentra?
    —Creo que está en Leesburg, Virginia. Pero no conozco el nombre. Y hablando de nombres, ella se llama Hilda.
    —Muchas gracias, señor Conde. Me ha sido de gran ayuda.
    —Si viene usted alguna vez a Baltimore, señor Farmer, dése una vuelta por aquí. Tengo tiempo de sobra para hablar de épocas pasadas, desde que mis hijos me apartaron del timón de la empresa.
    —Lo haré con mucho gusto —dijo Pitt—. Adiós.
    Pitt cortó la comunicación y llamó a Jennie Murphy. Le pidió que telefonease a todas las residencias de ancianos del sector de Leesburg hasta que encontrase una en la que se albergase Hilda Kronberg.
    — ¿Qué está buscando? —preguntó Alice. Pitt sonrió.
    —Estoy buscando El Dorado.
    —Muy gracioso.
    —Esto es lo malo de la gente de la CÍA —dijo Pitt—. No saben aceptar una broma.


    45


    El camión Ford de reparto subió por el paseo de la Winthrop Manor Nursing Home y se detuvo ante la entrada de servicio. El vehículo estaba pintado de un brillante color azul con dibujos florales en los lados. Unas letras doradas anunciaban la Floristería Mother's.
    —Por favor, no se entretenga —dijo Alice, con impaciencia—, Tiene que estar en San Salvador dentro de cuatro horas.
    —Haré lo que pueda —dijo Pitt, saltando del camión.
    Llevaba uniforme de conductor y un ramo de rosas en la mano.
    —Para mí es un misterio cómo ha podido convencer al señor Brogan de que le permitiese esta excursión privada.
    Pitt sonrió mientras cerraba la portezuela.
    —Un sencillo caso de coacción.
    La Winthrop Manor Nursing Home era un lugar idílico para la tercera edad. Tenía un campo de golf de nueve hoyos, una piscina interior climatizada, un elegante comedor y bien cuidados jardines. El edificio principal era más propio de un hotel de cinco estrellas que de una triste casa de reposo.
    No era un hogar destartalado para viejos pobres, pensó Pitt. Winthrop Manor revelaba un gusto exquisito para ciudadanos maduros y ricos. Y empezó a preguntarse cómo la viuda de un buzo que se ganaba la vida a duras penas podía permitirse vivir con tanto lujo.
    Entró por una puerta lateral, se acercó a la mesa de recepción y mostró las flores.
    —Traigo esto para la señora Hilda Kronberg.
    La recepcionista le miró a la cara y sonrió. Pitt pensó que era bastante atractiva, con sus cabellos de un rojo oscuro, largos y resplandecientes, y sus ojos de un azul grisáceo en una cara estrecha.
    —Déjelas sobre el mostrador —dijo suavemente—. Haré que un criado se las lleve.
    —Tengo que entregárselas personalmente —dijo Pitt—. Traigo además un mensaje verbal.
    Ella asintió y señaló una puerta lateral.
    —Probablemente encontrará a la señora Kronberg en la piscina. No espere hallarla en perfecta lucidez, pues tiene altibajos en su percepción de la realidad.
    Pitt le dio las gracias y lamentó no poder invitarla a cenar. Cruzó la puerta y descendió por una rampa. La piscina cubierta y rodeada de cristales había sido diseñada como un jardín hawaiano con piedras negras de lava y una cascada.
    Después de preguntar a dos ancianas por Hilda Kronberg, la encontró sentada en una silla de ruedas, mirando fijamente el agua y con la mente en otra parte.
    — ¿Señora Kronberg?
    Ella hizo visera con una mano y miró hacia arriba.
    — ¿Sí?
    —Me llamo Dirk Pitt y desearía hacerle unas pocas preguntas.
    — ¿Has dicho señor Pitt? —preguntó ella con voz suave. Observó su uniforme y las flores—. ¿Por qué quiere hacerme preguntas un muchacho repartidor de flores?
    Pitt sonrió al oír la palabra «muchacho» y le tendió las flores.
    —Tienen que ver con su difunto marido, Hans.
    — ¿Está usted con él? —preguntó ella, con recelo.
    —No; estoy completamente solo.
    Hilda tenía un aspecto enfermizo, estaba delgada y su piel era tan transparente como un papel de seda. Iba muy maquillada y llevaba el pelo hábilmente teñido. Con sus anillos de brillantes habría podido comprar una pequeña flota de Rolls-Royces. Pitt sospechó que tendría quince años menos de los setenta y cinco que aparentaba. Hilda Kronberg era una mujer que esperaba la muerte. Sin embargo, cuando sonrió al oír mencionar el nombre de su marido, sus ojos parecieron sonreír también.
    —Parece usted demasiado joven para haber conocido a Hans —dijo.
    —El señor Conde, de Weehawken Marine, me habló de él.
    —Bob Conde, desde luego. Él y Hans eran viejos compañeros de póquer.
    — ¿No volvió usted a casarse después de morir él?
    —Sí, volví a casarme.
    —Sin embargo, todavía usa su apellido.
    —Eso es una larga historia que no creo que le interese.
    — ¿Cuándo vio a Hans por última vez?
    —Fue un jueves. Le vi partir en el vapor Monterrey, con rumbo a La Habana, el 10 de diciembre de 1958. Hans se hacía siempre castillos en el aire. Él y su socio iban a la busca de un nuevo tesoro. Me prometió que encontrarían oro suficiente para comprarme la casa de mis sueños. Por desgracia, no volvió.
    — ¿Recuerda quién era su socio?
    Sus suaves facciones se endurecieron de pronto.
    — ¿Qué pretende usted, señor Pitt? ¿A quién representa?
    —Soy director de proyectos especiales de la National Underwater Marine Agency —respondió él—. Durante el examen de un barco hundido llamado Cyclops, descubrí lo que creo que son los restos de su marido.
    — ¿Encontró a Hans? —preguntó ella, sorprendida.
    —No pude identificarle positivamente, pero la escafandra que llevaba me han dicho que era de él.
    —Hans era un buen hombre —dijo tristemente ella—. Tal vez no un buen proveedor, pero vivimos bien los dos..., bueno, hasta que murió.
    —Usted me preguntó si yo estaba con él —dijo amablemente Pitt.
    —Un secreto de familia, señor Pitt. Pero me tratan bien. Él cuida de mí. No tengo queja. Si me he retirado del mundo real, ha sido por mi propia voluntad...
    Su voz se extinguió y su mirada se hizo remota.
    Pitt tenía que agarrarla antes de que se encerrase en su concha.
    — ¿Le dijo él que Hans fue asesinado?
    Hilda pestañeó durante unos instantes y después sacudió en silencio la cabeza.
    Pitt se arrodilló a su lado y le asió la mano.
    —La cuerda de seguridad y el tubo del aire fueron cortados mientras él trabajaba bajo el agua.
    Ella se echó a temblar visiblemente.
    — ¿Por qué me cuenta esto?
    —Porque es la verdad, señora Kronberg. Le doy mi palabra. Probablemente, la persona que trabajaba con Hans, fuese quien fuere, lo mató para poder quedarse con su parte del tesoro.
    Hilda permaneció sentada, confusa y como en trance, durante casi un minuto.
    —Conoce usted lo del tesoro de La Dorada —dijo al fin.
    —Sí —respondió Pitt—. Sé cómo fue a parar al Cyclops. También sé que Hans y su socio la encontraron.
    Hilda empezó a juguetear con uno de sus anillos de brillantes.
    —En el fondo de mi corazón, siempre sospeché que Ray había matado a Hans.
    La impresión retardada se pintó lentamente en la cara de Pitt mientras se hacía la luz en su cerebro. Cautelosamente, jugó su carta al azar.
    — ¿Cree que Hans fue asesinado por Raymond LeBaron?
    Ella asintió con la cabeza.
    La inesperada revelación pilló desprevenido a Pitt, que tardó unos momentos en volver al grano.
    — ¿Fue el tesoro el móvil del crimen? —preguntó suavemente.
    —No. El móvil fui yo —dijo ella, sacudiendo la cabeza.
    Pitt no replicó; esperó en silencio.
    —Cosas que ocurren —empezó a decir ella en un murmullo—. Entonces yo era joven y bonita. ¿Puede usted creer que antaño fui bonita, señor Pitt?
    —Todavía lo es, y mucho.
    —Creo que necesita gafas, pero gracias por el cumplido.
    —También tiene una mente muy despierta.
    Ella señaló hacia el edificio principal.
    — ¿Le han dicho que estaba un poco majareta?
    —La recepcionista insinuó que no estaba del todo en sus cabales.
    —Una pequeña comedia que me gusta representar. Así todo el mundo hace conjeturas. —Sus ojos centellearon brevemente y después adquirieron una expresión remota—. Hans era un hombre bueno que tenía diecisiete años más que yo. Mi amor por él estaba mezclado de compasión, debido a su cuerpo lisiado. Llevábamos unos tres años de casados cuando una noche trajo a Raymond a cenar a casa. Los tres nos hicimos pronto buenos amigos, y los hombres formaron una sociedad para recuperar objetos de barcos naufragados y venderlos a anticuarios o coleccionistas. Ray era guapo y apuesto en aquellos días, y no pasó mucho tiempo antes de que tuviésemos una aventura. —Vaciló y miró fijamente a Pitt—. ¿Ha estado alguna vez profundamente enamorado de dos mujeres al mismo tiempo, señor Pitt?
    —No he tenido esa experiencia.
    —Lo más raro es que no me sentía culpable. Engañar a Hans se convirtió en un juego excitante. No es que yo fuese una persona falsa. Es que nunca había mentido a ningún ser querido y el remordimiento no cabía en mi cabeza. Ahora doy gracias a Dios de que Hans no se enterase antes de morir.
    — ¿Puede decirme algo sobre el tesoro de La Dorada?
    —Después de graduarse en Stanford, Ray pasó un par de años explorando las selvas del Brasil, en busca de oro. Un topógrafo norteamericano fue el primero que le habló de La Dorada. No recuerdo los detalles, pero él había estado seguro de que estaba a bordo del Cyclops cuando desapareció. Él y Hans pasaron dos años rastreando las aguas del Caribe con cierto instrumento que detectaba el hierro. Por último, encontraron el barco naufragado. Ray pidió prestado algún dinero a su madre para comprar equipos de buzo y una pequeña embarcación de salvamento. Navegó hacia Cuba para instalar una base de operaciones, mientras Hans terminaba un trabajo en Nueva Jersey.
    — ¿Recibió usted alguna carta o llamada telefónica de Hans, después de que embarcara en el Monterrey?
    —Me llamó una vez desde Cuba. Lo único que me dijo fue que Ray y él se dirigirían al lugar del naufragio el día siguiente. Dos semanas más tarde, volvió Ray y me dijo que Hans había muerto de la enfermedad de los buzos y estaba sepultado en el mar.
    — ¿Y el tesoro?
    —Ray lo describió como una enorme estatua de oro —respondió ella—. De alguna manera, la subió a la embarcación de salvamento y la llevó a Cuba.
    Pitt se estiró y se arrodilló de nuevo al lado de Hilda.
    —Es raro que no trajese la estatua a los Estados Unidos.
    —-Temía que Brasil, Florida, el Gobierno Federal, otros buscadores de tesoros o arqueólogos marinos confiscaran o reclamasen judicialmente La Dorada y, en definitiva, no dejasen nada para él. Naturalmente, estaba además el fisco. Ray no estaba dispuesto a pagar millones de dólares en impuestos, si podía evitarlo. Por consiguiente, no habló a nadie, salvo a mí, de su descubrimiento.
    — ¿Y qué fue del tesoro?
    —Ray extrajo el gigantesco rubí que era el corazón de la estatua, lo cortó en pequeños pedazos y lo vendió poco a poco.
    —Y ése fue el principio del imperio financiero de LeBaron —dijo Pitt.
    —Sí, pero antes de que Ray pudiese cortar la cabeza de esmeralda o fundir el oro, Castro subió al poder y él se vio obligado a esconder la estatua. Nunca me dijo dónde la había escondido.
    —Así, La Dorada está todavía oculta en algún lugar de Cuba.
    —Estoy segura de que Ray no pudo volver para recobrarla.
    — ¿Vio al señor LeBaron después de aquello?
    — ¡Oh, sí! —dijo vivamente ella—. Nos casamos.
    — ¿Fue usted la primera señora LeBaron? —preguntó asombrado Pitt.
    —Durante treinta y tres años.
    —Pero, según el Registro, el nombre de su primera esposa era Hillary, y ésta murió hace unos años.
    —Ray prefirió Hillary a Hilda cuando se hizo rico. Creía que era más distinguido. Mi muerte fue muy conveniente para él cuando enfermé: divorciarse de una inválida le parecía horrible. Por consiguiente, enterró a Hillary LeBaron, y Hilda Kronberg se consume aquí.
    —Esto me parece inhumano y cruel.
    —Mi marido era generoso, pero no compasivo. Vivimos dos vidas diferentes. Pero no me importa. Jessie viene a verme de vez en cuando.
    — ¿Le segunda señora LeBaron?
    —Una persona encantadora e inteligente.
    — ¿Cómo puede estar casada con él, si usted sigue con vida?
    Ella sonrió animadamente.
    —Fue la única vez que Ray hizo un mal negocio. Los médicos le dijeron que sólo me quedaban unos meses de vida. Pero les engañé a todos y he vivido siete años desde entonces.
    —Esto hace que sea bigamo, además de asesino y ladrón.
    Hilda no lo discutió.
    —Ray es un hombre complicado. Toma más de lo que da.
    —Si yo estuviese en su lugar, lo clavaría en la cruz más próxima.
    —Demasiado tarde para mí, señor Pitt. —Le miró, con un súbito brillo en los ojos—. Pero usted podría hacer algo en mi lugar.
    —Dígame qué.
    —Encuentre La Dorada —dijo fervientemente ella—. Encuentre la estatua y désela al mundo. Haga que sea mostrada al público. Esto dolería más a Ray que perder su revista. Pero, sobre todo, es lo que habría querido Hans.
    Pitt le tomó una mano y la estrechó.
    —Hilda —dijo suavemente—. Haré todo lo que pueda para que sea así.


    46


    Hudson ajustó la luminosidad de la imagen y saludó con la cabeza a la cara que le estaba mirando en la pantalla.
    —Eli, aquí hay alguien que quiere hablar contigo.
    —Siempre encantado de ver una cara nueva —respondió alegremente Steinmetz.
    Otro hombre ocupó el lugar de Hudson debajo de la cámara y monitor de vídeo. Miró fascinado unos momentos antes de hablar.
    — ¿Está usted realmente en la Luna? —preguntó al fin.
    —Ahora se lo mostraré —dijo Steinmetz con una agradable sonrisa. Salió de la pantalla, levantó la cámara portátil de su trípode y enfocó el paisaje lunar a través de una ventanilla de cuarzo... Lamento no poder mostrarle la Tierra, pero estamos en el lado oculto de la bola.
    —Le creo.
    Steinmetz volvió a colocar la cámara y se colocó de nuevo delante de ella. Se inclinó hacia delante y miró fijamente. Su sonrisa se extinguió poco a poco y sus ojos adoptaron una expresión interrogadora.
    — ¿Es usted realmente quien creo que es?
    — ¿Me reconoce?
    —Tiene el aspecto y la voz del presidente.
    Ahora fue el presidente quien sonrió.
    —No estaba seguro de que lo supiese, ya que yo era senador cuando ustedes abandonaron la Tierra, y no creo que lleguen los periódicos al lugar donde reside.
    —Cuando la órbita de la Luna alrededor de la Tierra está en la posición adecuada, podemos conectar con la mayoría de los satélites de comunicaciones. Nuestro personal tuvo ocasión de ver, en su período de descanso, la última película de Paul Newman. También devoramos como perros hambrientos los programas de la Red de Noticias por Cable.
    —La Jersey Colony es una hazaña increíble. La nación agradecida estará siempre en deuda con ustedes.
    —Gracias, señor presidente, aunque ha sido una sorpresa que Leo se fuese de la lengua y anunciase el éxito del proyecto antes de nuestro regreso a la Tierra. No era lo previsto.
    —No se ha anunciado públicamente —dijo el presidente, poniéndose serio—. Aparte de usted y de la gente de su colonia, yo soy el único de fuera del «círculo privado» que está enterado de su existencia. Salvo, tal vez, los rusos.
    Steinmetz le miró fijamente a través de trescientos mil kilómetros de espacio.
    — ¿Cómo pueden saber ellos algo de la Jersey Colony?
    El presidente hizo una pausa para mirar a Hudson, que estaba de pie fuera del alcance de la cámara. Hudson sacudió la cabeza.
    —Las sondas lunares Selenos —respondió el presidente, omitiendo toda referencia a que estuviesen tripuladas—. Una consiguió enviar sus fotos a la Unión Soviética. Creemos que en ellas aparecía la Jersey Colony. También tenemos motivos para pensar que los rusos sospechan que ustedes destruyeron las sondas desde la superficie lunar.
    Una expresión inquieta se pintó en los ojos de Steinmetz.
    — ¿Cree usted que piensan atacarnos?
    —Sí, Eli —dijo el presidente—. Selenos 8, la estación lunar soviética, entró en órbita alrededor de la Luna hace tres horas. Los ordenadores de la NASA indican que pasará por alto un lugar seguro de alunizaje en la cara visible del satélite y se posará en el lado oscuro de la Luna cerca de donde están ustedes. Una operación arriesgada, a menos que tengan un objetivo definido.
    —La Jersey Colony.
    —En su vehículo de alunizaje viajan siete hombres —siguió diciendo el presidente—. Sólo se requieren dos ingenieros pilotos para dirigir su vuelo. Quedan, pues, cinco para el combate.
    —Nosotros somos diez —dijo Steinmetz—. Una proporción de dos a uno no está mal.
    —Pero ellos tienen armas poderosas y una buena instrucción. Estos hombres constituyen el equipo más mortífero que han podido enviar los rusos.
    —Según usted, un panorama muy negro, señor presidente. ¿Qué quiere que hagamos?
    —Han hecho ustedes mucho más de lo que cualquiera de nosotros tenía derecho a esperar. Pero la suerte les ha vuelto la espalda. Destruyan la colonia y salgan de ahí antes de que se derrame sangre. Quiero que usted y su gente regresen sanos y salvos a la Tierra para recibir los honores que se merecen.
    —Creo que no se da usted cuenta de todo lo que hemos tenido que hacer para construir esto.
    —Por mucho que hayan hecho, sus vidas valen más.
    —Hemos vivido seis años jugando con la muerte —dijo lentamente Steinmetz—. Unas cuantas horas más importan poco.
    —No lo echen todo a perder en una lucha imposible —argüyó el presidente.
    —Disculpe, señor presidente, pero está usted hablando con un hombre que perdió a su padre en un pequeño banco de arena llamado Wake Island. Lo someteré a votación, pero ya sé cuál será el resultado. Mis compañeros tampoco se rajarán y echarán a correr. Nos quedaremos y lucharemos.
    El presidente se sintió orgulloso y derrotado al mismo tiempo.
    — ¿Qué armas tienen ustedes? —preguntó con voz cansada.
    —Nuestro arsenal se compone de un lanzador de cohetes usado y al que sólo le queda un proyectil, un fusil M-14 National Match, y una pistola de tiro al blanco del calibre veintidós. Los trajimos para una serie de experimentos sobre la gravedad.
    —Están en una enorme inferioridad de condiciones, Eli —dijo apesadumbrado el presidente—. ¿No se da cuenta?
    —No, señor. Me niego a abandonar, fundándome en un detalle técnico.
    — ¿Qué detalle técnico?
    —Los rusos son los visitantes.
    — ¿Y bien?
    —Esto hace que nosotros seamos el equipo de casa —dijo humorísticamente Steinmetz—. Y jugar en casa tiene siempre sus ventajas.

    — ¡Han alunizado! —exclamó Sérgei Kornilov, golpeando con un puño la palma de la otra mano—. ¡Selenos 8 está en la Luna!
    Debajo de la sala de observación de los altos personajes, en la planta baja del Centro de Control soviético, los ingenieros y los científicos espaciales estallaron en furiosos aplausos y aclamaciones.
    El presidente Antonov levantó una copa de champaña.
    —Por la gloria de la Unión Soviética y del Partido.
    El brindis fue repetido por las autoridades del Kremlin y por los militares de alta graduación que llenaban la sala.
    —Por nuestro primer trampolín en la conquista de Marte —brindó el general Yasenin.
    — ¡Bravo, bravo! —respondió un coro de voces—. ¡A Marte!
    Antonov dejó su copa vacía en una bandeja y se volvió a Yasenin, serio de pronto eí semblante.
    — ¿Cuánto tiempo tardará el comandante Leuchenko en establecer contacto con la base lunar? —preguntó.
    —Calculando el tiempo para asegurar los sistemas de la nave espacial, hacer un reconocimiento del terreno y colocar a sus hombres para el ataque, yo diría que cuatro horas.
    — ¿A qué distancia está el lugar de alunizaje?
    —Se programó que Selenos 8 se posara detrás de una hilera de montes bajos a menos de tres kilómetros del sitio donde Selenos 4 detectó a los astronautas —respondió el general.
    —Parece muy cerca —dijo Antonov—. Si los americanos siguieron nuestro descenso, Leuchenko habrá perdido toda oportunidad de un ataque por sorpresa.
    —Es casi seguro que se han dado cuenta de lo que nos proponemos.
    — ¿Y no le preocupa?
    —La experiencia de Leuchenko y la superioridad en armamento juegan a nuestro favor, camarada presidente. —La cara de Yasenin tenía la expresión del mánager de boxeo que acaba de enviar al ring a su pugilista para luchar contra un manco.
    — Los americanos se encuentran en una situación en que vencer es imposible.


    47


    El comandante Grigory Leuchenko estaba tendido sobre el polvo fino y gris de la superficie de la Luna, contemplando el desierto desolado que se extendía bajo un cielo negro como el carbón. Le pareció que el silencioso y misterioso paisaje era parecido al árido desierto de la cuenca de Seistan, en Afganistán. La llanura pedregosa y las onduladas colinas eran poco definidas. Le recordaban un vasto mar de yeso blanco y, sin embargo, le parecía extrañamente familiar.
    Dominó las ganas de vomitar. Él y todos sus hombres sufrían náuseas. No habían tenido tiempo de entrenarse para el medio ambiente ingrávido durante el viaje desde la Tierra, ni semanas o meses para adaptarse, como los habían tenido los cosmonautas de las misiones Soyuz. Sólo habían recibido unas pocas horas de instrucción sobre la manera de hacer funcionar los sistemas vitales de sus trajes lunares, una breve conferencia sobre las condiciones que era de esperar que encontrarían en la Luna, y una explicación sobre la situación de la colonia americana.
    Sintió, a través del traje lunar, que una mano apretaba su hombro. Habló por el transmisor interno de su casco, sin volverse.
    — ¿Qué ha descubierto?
    El teniente Dmitri Petrov señaló un valle plano que discurría entre las inclinadas paredes de dos cráteres a unos mil metros a la izquierda.
    —Huellas de vehículos y pisadas, convergiendo hacia aquella sombra debajo del borde del cráter de la izquierda. Distinguí tres o tal vez cuatro pequeños edificios.
    —Invernaderos presurizados —dijo Leuchenko. Colocó unos gemelos en forma de caja sobre un pequeño trípode y ajustó el ancho visor a la parte delantera de su casco—. Parece como si saliese vapor de la falda del cráter. —Hizo una pausa para enfocar mejor las lentes—. Sí, ahora puedo verlo claramente. Hay una entrada en la roca, probablemente hermética y con acceso a la instalación interior. No hay señales de vida. El perímetro exterior parece desierto.
    —Podrían estar ocultos para tendernos una emboscada —dijo Petrov.
    —Ocultos, ¿dónde? —preguntó Leuchenko, resiguiendo el abierto panorama—. Las rocas desparramadas son demasiado pequeñas para que un hombre se esconda detrás de ellas. No hay grietas en el suelo, ni indicios de obras de defensa. Un astronauta en un voluminoso traje lunar blanco se destacaría como un muñeco de nieve en un campo de ceniza. No, deben de haberse hecho fuertes dentro de la cueva.
    —Una imprudente posición defensiva. Mejor para nosotros.
    —Pero tienen un lanzador de cohetes.
    —Esto es poco eficaz contra hombres desplegados en una formación holgada.
    —Cierto, pero nosotros no tenemos dónde resguardarnos y no podemos estar seguros de que no tienen otras armas.
    —Un fuego concentrado contra la entrada de la cueva podría obligarles a salir —sugirió Petrov.
    —Tenemos orden de no causar daños innecesarios a la instalación —dijo Leuchenko—. Tenemos que entrar...
    — ¡Algo se está moviendo allí! —gritó Petrov.
    Leuchenko miró a través de los gemelos. Un vehículo descubierto y de extraño aspecto había aparecido desde detrás de uno de los invernaderos y avanzaba en su dirección. Una bandera blanca, sujeta a una antena, pendía flaccida en la atmósfera sin aire. Siguió observando hasta que el vehículo se detuvo a cincuenta metros de distancia y una figura se apeó de él.
    —Interesante —dijo reflexivamente Leuchenko—. Los americanos quieren parlamentar.
    —Puede ser un truco. Un ardid para estudiar nuestra fuerza.
    —No lo creo. No establecerían contacto bajo una bandera de tregua si actuasen desde una posición de fuerza. Su servicio secreto y sus sistemas de seguimiento desde la Tierra les habrán avisado de nuestra llegada, y deben darse cuenta de que su armamento es muy inferior al nuestro. Los americanos son capitalistas. Lo consideran todo desde el punto de vista práctico. Si no pueden combatir, intentarán hacer un trato.
    — ¿Vas a ir a su encuentro? —preguntó Petrov
    —Nada se pierde con hablar. Parece que no va armado. Tal vez pueda convencerles de que me entreguen la colonia intacta a cambio de respetarles la vida.
    —Tenemos orden de no hacer prisioneros.
    —No lo he olvidado —dijo bruscamente Leuchenko—. Cruzaremos aquel puente cuando hayamos logrado nuestro objetivo. Diga a los hombres que apunten al americano. Si levanto la mano izquierda, déles la orden de disparar.
    Entregó su arma automática a Petrov y se puso rápidamente en pie. Su traje lunar y su mochila vital, que contenía un depósito de oxígeno y otro de agua para la refrigeración, añadían noventa kilos al peso de Leuchenko, haciendo un total de casi ciento ochenta kilos terrestres. Pero su peso lunar era solamente de treinta kilos.
    Avanzó hacia el vehículo lunar con esa andadura saltarina que se produce cuando uno se mueve bajo la ligera tracción de la fuerza de gravedad de la Luna. Se acercó rápidamente al vehículo y se detuvo a cinco metros de distancia.
    El colono lunar americano estaba tranquilamente apoyado en una rueda delantera. Entonces se irguió, hincó una rodilla en el suelo y escribió un número en el polvo de color de plomo.
    Leuchenko comprendió y puso su receptor de radio a la frecuencia indicada. Después asintió con la cabeza.
    — ¿Me oye? —preguntó el americano en ruso, pero con pésimo acento.
    —Hablo inglés —respondió Leuchenko.
    —Bien. Esto evitará cualquier error de interpretación. Me llamo Eli Steinmetz.
    — ¿Es el jefe de la base lunar de los Estados Unidos?
    —Yo dirijo el proyecto, sí.
    —Comandante Grigory Leuchenko, de la Unión Soviética.
    Steinmetz se acercó más y se estrecharon rígidamente la mano.
    —Parece que tenemos un problema, comandante.
    —Un problema que ninguno de los dos puede evitar.
    —Ustedes podrían dar media vuelta y volver a su nave en órbita —dijo Steinmetz.
    —Tengo órdenes —declaró Leuchenko con firmeza.
    —Tiene que atacar y capturar mi colonia.
    —Sí.
    — ¿No hay manera de evitar el derramamiento de sangre?
    —Podrían rendirse.
    —Muy gracioso —dijo Steinmetz—. Yo iba a proponerle lo mismo.
    Leuchenko estaba seguro de que Steinmetz se tiraba un farol, pero la cara que había detrás de la ventanilla de observación teñida de amarillo del casco permanecía invisible. Lo único que Leuchenko podía ver era su propio reflejo.
    —Debe darse cuenta de nuestra superioridad numérica.
    —En un combate normal, tendrían ustedes las de ganar —convino Steinmetz—. Pero solamente pueden permanecer fuera de su nave nodriza unas pocas horas antes de que tengan que volver a ella y rellenar sus depósitos de oxígeno. Calculo que ya habrán gastado dos.
    —Nos queda lo suficiente para realizar nuestro trabajo —dijo confiadamente Leuchenko.
    —Debo hacerle una advertencia, comandante. Nosotros tenemos un arma secreta. Usted y sus hombres morirán.
    —Un farol bastante burdo, señor Steinmetz. Yo habría esperado algo mejor de un científico americano.
    Steinmetz le corrigió:
    —Ingeniero; no es lo mismo.
    —No me importa lo que sea —dijo Leuchenko, con evidente impaciencia.
    Como soldado, no se hallaba en su elemento en negociaciones verbales. Estaba ansioso de entrar en acción.
    —Es insensato continuar esta conversación. Lo prudente, por su parte, sería que hiciese salir a sus hombres y nos entregase la instalación. Yo respondo de su seguridad hasta que puedan ser enviados a la Tierra.
    —Miente usted, comandante. O sus hombres o los míos tendrán que ser eliminados. No puede quedar nadie que diga al mundo lo que ha sucedido aquí.
    —Se equivoca, señor Steinmetz. Si se rinden, serán tratados equitativamente.
    —Lo siento, pero no hay trato.
    —Entonces no puede haber cuartel.
    —No lo esperaba —dijo Steinmetz, en tono inexorable—. Si atacan, la pérdida de vidas humanas recaerá sobre su conciencia.
    Leuchenko se enfureció:
    —Como responsable de la muerte de nueve cosmonautas soviéticos, señor Steinmetz, no creo que sea usted la persona más indicada para darme lecciones de humanidad.
    Leuchenko no podía estar seguro, pero habría jurado que Steinmetz se había puesto tenso. Sin esperar una réplica, giró sobre sus talones y se alejó. Miró por encima del hombro y vio que Steinmetz permanecía varios segundos plantado allí antes de volver a subir lentamente a su vehículo lunar y regresar a la colonia, levantando una nubécula de polvo gris con las ruedas de atrás.
    Leuchenko sonrió para sí. Dos horas más, tal vez tres como máximo, y su misión habría terminado triunfalmente. Cuando se halló de nuevo entre sus hombres, estudió con los gemelos la disposición del rocoso terreno de delante de la base lunar. Finalmente, cuando estuvo convencido de que no había colonos americanos acechando entre las rocas, dio la orden de desplegarse en formación holgada y avanzar. La élite del equipo combatiente soviético inició su avance sin sospechar en absoluto que la ingeniosa trampa que había montado Steinmetz les estaba esperando.


    48


    Después de volver a la entrada de la sede subterránea de Jersey Colony, Steinmetz aparcó tranquilamente el vehículo lunar y penetró despacio en el interior. Se tomó tiempo, casi sintiendo la mirada de Leuchenko observando todos sus movimientos. En cuanto se hubo perdido de vista de los rusos, se detuvo en seco en la esclusa de aire y pasó rápidamente por un pequeño túnel lateral que se elevaba gradualmente a través de la vertiente interior del cráter. Al pasar, levantaba nubéculas de polvo que llenaban el estrecho pasadizo, y tenía que limpiar continuamente el cristal del casco para poder ver algo.
    Cincuenta pasos y un minuto más tarde, se agachó y se arrastró por una abertura que conducía a una pequeña cornisa camuflada con un gran paño gris que imitaba perfectamente la superficie circundante. Otro personaje uniformado yacía allá boca abajo, observando a través de la mira telescópica de un fusil.
    Willie Shea, el geofísico de la colonia, no se dio cuenta de otra presencia hasta que Steinmetz se sentó a su lado.
    —Creo que no has causado mucha impresión —dijo, con ligero acento bostoniano—. Los eslavos están a punto de atacar nuestra casa.
    Desde su elevado punto de observación, Steinmetz pudo ver claramente cómo avanzaban Leuchenko y sus hombres por el valle. Lo hacían como cazadores detrás de su presa, sin intentar valerse del suelo elevado de las vertientes del cráter. Las piedras sueltas habrían hecho demasiado lenta la marcha. En vez de esto, saltaban en el llano, corriendo en zigzag, arrojándose al suelo cada diez o quince metros y aprovechando todas las rocas y anfractuosidades del terreno. A un tirador experto le habría sido casi imposible acertar a aquellas figuras que oscilaban y se escabullían.
    —Dispara un tiro a un par de metros por delante del primer hombre —dijo Steinmetz—. Quiero observar su reacción.
    —Si conocen nuestra frecuencia, les revelaremos todos nuestros movimientos —protestó Shea.
    —No han tenido tiempo de buscar nuestra frecuencia. Cállate y dispara.
    Shea se encogió de hombros dentro del traje lunar, miró a través de la retícula de la mira telescópica y apretó el gatillo. El disparo fue extrañamente silencioso, porque no había aire en la Luna para transmitir ondas sonoras.
    Una nubécula de polvo se elevó delante de Leuchenko, que echó inmediatamente cuerpo a tierra. Sus hombres le imitaron y miraron por encima de sus armas automáticas, esperando que siguiesen disparando contra ellos. Pero no ocurrió nada.
    — ¿Alguien ha visto desde dónde han disparado? —preguntó Leuchenko.
    Todas las respuestas fueron negativas.
    —Están midiendo la distancia —dijo el sargento Iván Ostrovski. Veterano curtido en la lucha de Afganistán, no podía creer que estuviese ahora combatiendo en la Luna. Señaló con un dedo afilado el suelo a unos doscientos metros delante de ellos—. ¿Qué le dicen esas rocas de colores, comandante?
    Por primera vez advirtió Leuchenko varias rocas desparramadas en una línea irregular a través del valle y pintadas de un vivo color naranja.
    —Dudo de que esto tenga algo que ver con nosotros —dijo—. Probablemente las han puesto allí para hacer algún experimento.
    — Yo creo que el disparo se hizo de arriba abajo—dijo Petrov. Leuchenko tomó sus gemelos, los puso en el trípode y resiguió cuidadosamente la ladera y la cima del cráter. El sol era de un blanco resplandeciente, pero, sin aire para difundir la luz, un astronauta de pie en la sombra de una formación rocosa habría sido casi invisible.
    —No se ve nada —dijo al fin.
    —Si están esperando a que cerremos la brecha, es que deben conservar algunas municiones.
    —Trescientos metros más adelante sabremos qué clase de recepción nos tienen preparada —murmuró Leuchenko—. En cuanto nos pongamos a cubierto en los invernaderos, no podrán vernos desde la entrada de la cueva. —Se incorporó sobre una rodilla y agitó un brazo—. Desplegaos y manteneos alerta.
    Los cinco combatientes soviéticos se pusieron en pie de un salto y se desplegaron. Al llegar a las rocas de color naranja, otro disparo se estrelló en la fina arena delante de ellos, por lo que se arrojaron al suelo, en una línea quebrada de figuras blancas, con los cristales del casco resplandeciendo bajo los intensos rayos del sol.
    Solamente un centenar de metros les separaban de los invernaderos, pero las náuseas les restaban energía. Eran luchadores tan duros como el que más, pero tenían que enfrentarse con el mareo del espacio al mismo tiempo que con un medio ambiente desconocido. Leuchenko sabía que podía contar con ellos más allá de los límites de resistencia. Pero si no conseguían entrar en la atmósfera segura de la colonia dentro de la próxima hora, tendría pocas probabilidades de volver a su cápsula de alunizaje antes de que se agotasen los sistemas que eran vitales para ellos. Les dio un minuto de descanso, mientras examinaba de nuevo el terreno que tenía delante.
    Leuchenko era experto en oler trampas. Había estado a punto de que lo matasen en tres ocasiones diferentes, en emboscadas tendidas por los rebeldes afganos, y había aprendido el arte de percibir el peligro.
    No fue lo que sus ojos podían ver, sino lo que no veían lo que hizo sonar un timbre de alarma en su cabeza. Los dos disparos no concordaban con una táctica impremeditada. Consideró que habían sido deliberados. ¿Una tosca advertencia? No; tenían que significar algo más, especuló. ¿Tal vez una señal?
    El traje y el casco que entorpecían sus movimientos le irritaban. Añoraba su cómodo y eficaz equipo de combate, pero comprendía que no habría podido proteger su cuerpo del calor abrasador y de los rayos cósmicos. Al menos por cuarta vez, la bilis subió a su garganta, y sintió náuseas al obligarse a tragarla.
    La situación era infernal, pensó furiosamente. Nada era de su gusto. Sus hombres estaban expuestos en campo abierto. No había recibido información sobre las armas de los americanos, salvo lo que se decía sobre un lanzador de cohetes. Ahora les habían atacado con armas de poco calibre. El único consuelo de Leuchenko era que los colonos parecían emplear un fusil o tal vez incluso una pistola. Si hubiesen poseído una ametralladora, habrían podido derribar a los soviéticos cien metros antes. Y el lanzador de cohetes. ¿Por qué no habían hecho uso de él? ¿A qué estaban esperando?
    Lo que más le preocupaba era la ausencia de todo movimiento por parte de los colonos. Los invernaderos y los pequeños módulos de laboratorio alrededor de la entrada de la cueva parecían desiertos.
    —A menos que veáis un objeto —ordenó—, no disparéis hasta que lleguemos a cubierto. Entonces nos reagruparemos y atacaremos las dependencias principales.
    Leuchenko esperó a que cada uno de sus cuatro hombres indicasen que le habían comprendido, y entonces les dio la señal de avanzar.
    El cabo Mikhail Yushchuk estaba a unos treinta metros detrás y a igual distancia del hombre que tenía a su izquierda. Se levantó y empezó a correr agachado. Sólo había dado unos cuantos pasos cuando sintió como un pinchazo en el riñon. Entonces se repitió la dolorosa sensación. Se llevó una mano a la espalda, justo por debajo de la mochila. Su visión empezó a nublarse y su respiración se hizo jadeante mientras su traje presurizado empezaba a deshincharse. Cayó de rodillas y, aturdido, se miró la mano. El guante estaba empapado en sangre que ya humeaba y se coagulaba bajo el calor abrasador del sol.
    Yushchuk trató de avisar a Leuchenko, pero le falló la voz. Se derrumbó sobre el polvo gris, reconociendo vagamente una figura en traje espacial que se erguía sobre él con un cuchillo. Entonces perdió el mundo de vista.

    Steinmetz presenció la muerte de Yushchuk desde su observatorio y dio una serie de rápidas órdenes por medio del transmisor de su casco.
    —Bien, Dawson, tu hombre está a tres metros a la izquierda y a dos metros delante de ti. Gallagher, está a siete metros a tu derecha y avanzando. Calma, calma; va directamente hacia Dawson. Bien, acabad con él.
    Observó cómo dos de los colonos se materializaban como por arte de magia y atacaban a uno de los soviéticos que se había retrasado ligeramente en relación con sus camaradas.
    —Dos de menos; quedan tres —murmuró Steinmetz para sí.
    —Estoy apuntando al hombre que va delante —dijo Shea—. Pero no puedo estar seguro de acertarle a menos que se detenga un segundo.
    —Dispara otra vez, pero ahora más cerca, para que se echen al suelo. Entonces apúntale a él. Si se diese cuenta de lo que pasa, podría derribar a los nuestros antes de que se le acercasen. Liquídale si vuelve la cabeza.
    Shea apuntó sigilosamente su M-14 y lanzó otro disparo, que fue a dar a menos de un metro delante de las botas del hombre que iba en cabeza.
    — ¡Cooper! ¡Snyder! —gritó Steinmetz—. Vuestro hombre está tendido en el suelo siete metros delante de vosotros y a vuestra izquierda. ¡Cargáoslo! —Hizo una pausa para establecer la posición de otro de los rusos que quedaban—. Lo mismo digo a Russell y Perry; a diez metros directamente delante de vosotros. ¡Adelante!
    El tercer miembro del equipo de combate soviético nunca supo qué le había golpeado. Murió tratando de pegarse al suelo para ponerse a cubierto. Ocho de los colonos estaban ahora cerrando la tenaza desde la retaguardia de los rusos, que tenían fija la atención en la colonia.
    De pronto, Steinmetz se quedó paralizado. El hombre que iba detrás del jefe giró en redondo en el momento en que Russell y Perry se lanzaron sobre él como jugadores de rugby placando a un adversario.

    El teniente Petrov vio las sombras convergentes en el momento de ponerse en pie para la carrera final hacia los invernaderos. Se volvió instintivamente, en rápido movimiento giratorio, mientras Russell y Perry se echaban encima de él. Como frío profesional, hubiese debido disparar y derribarles. Pero vaciló una fracción de segundo a causa del asombro. Era como si los americanos hubiesen salido como demonios espectrales de la superficie de la Luna. Consiguió disparar un tiro que dio en el brazo de uno de sus atacantes. Entonces centelleó un cuchillo.
    Leuchenko estaba mirando hacia la colonia. No se dio cuenta de lo que ocurría a su espalda hasta que oyó un grito de advertencia de Petrov. Giró en redondo y se quedó como petrificado por el espanto.
    Sus cuatro hombres estaban tendidos, sin vida, sobre el suelo lunar. Ocho colonos americanos habían aparecido, saliendo de ninguna parte, y le estaban cercando rápidamente. Una súbita rabia estalló en su interior, y levantó el arma en posición de disparo.
    Una bala le dio en el muslo, y se inclinó hacia un lado. Rígido por el súbito dolor, soltó una ráfaga de veinte proyectiles. La mayoría de ellos se perdieron en el desierto lunar, pero dos dieron en el blanco. Uno de los colonos cayó de espaldas y otro se hincó de rodillas agarrándose un hombro.
    Entonces otra bala dio en el cuello de Leuchenko. Este apretó el gatillo, escupiendo balas hasta que se agotó el cargador, pero ya sin poder apuntar.
    Se derrumbó flaccidamente sobre el suelo.
    — ¡Malditos americanos! —gritó dentro del casco.
    Eran como diablos que no observaban las reglas del juego. Yació boca arriba, mirando las figuras sin rostro que se erguían junto a él.
    De pronto, éstas se separaron para dejar paso a otro colono, que se arrodilló al lado de Leuchenko.
    — ¿Steinmetz? —preguntó débilmente Leuchenko—. ¿Puede oírme?
    —Sí, estoy en su frecuencia —respondió Steinmetz—. Puedo oírle.
    —Su arma secreta... ¿Cómo ha hecho surgir a sus hombres de la nada?
    Steinmetz sabía que dentro de unos segundos estaría hablando con un muerto.
    —Una pala corriente —respondió—. Como todos tenemos que llevar trajes lunares presurizados y autosuficien tes, fue sencillo enterrar a los hombres en el blando suelo.
    — ¿Estaban marcados por las rocas de color naranja?
    —Sí; desde una plataforma oculta en la vertiente del cráter, yo podía decirles cuando y donde tenían que atacarles por la espalda.
    —No quisiera estar enterrado aquí —murmuró Leuchenko—. Diga a mi nación..., dígales que algún día nos lleven a casa.
    El fin estaba cerca, pero Steinmetz comprendió.
    —Todos irán a casa —dijo—. Lo prometo.

    En Rusia, Yasenin se volvió con rostro compungido al presidente Antonov.
    —Ya lo ha oído —dijo entre los labios apretados—. Se han ido.
    —Se han ido —repitió Antonov—. Fue como si las últimas palabras de Leuchenko sonasen en esta habitación.
    —Sus comunicaciones fueron transmitidas directamente por los dos tripulantes del módulo lunar a nuestro centro de comunicaciones espaciales —explicó Kornilov.
    Antonov se apartó de la ventana que daba a la sala de control de la misión y.se sentó pesadamente en un sillón. A pesar de su corpulencia, parecía encogido y agotado. Se miró las manos y sacudió tristemente la cabeza.
    —Defecto de planificación —dijo pausadamente—. Llevamos al comandante Leuchenko y a sus hombres a la muerte y no conseguimos nada.
    —No hubo tiempo para proyectar debidamente la misión —dijo Yasenin, convencido.
    —Dadas las circunstancias, hicimos todo lo posible —añadió Kornilov—. Todavía nos cabe la gloria de que unos hombres soviéticos han caminado por la Luna.
    —El brillo se ha desvanecido ya. —La voz de Antonov era derrotista—. La increíble hazaña de los americanos quitará todo valor propagandístico a nuestro logro.
    —Tal vez todavía podamos detenerles —dijo amargamente Yasenin.
    Kornilov miró fijamente al general.
    — ¿Enviando un comando mejor preparado?
    —Exactamente.
    —Mejor aún, ¿por qué no esperar a que ellos regresen?
    Antonov miró a Kornilov con curiosidad.
    — ¿Qué esta sugiriendo?
    —He hablado con Vladimir Polevoi. Me ha informado de que el centro de escucha del GRU en Cuba ha interceptado e identificado la voz y las transmisiones en vídeo de la colonia lunar americana a un lugar fuera de Washington. Enviará por correo copias de las comunicaciones. Una de ellas revela que los colonos proyectan regresar a la Tierra.
    — ¿Van a volver? —preguntó Antonov.
    —Sí —respondió Kornilov—. Según Polevoi, piensan enlazar con la estación espacial americana dentro de cuarenta y seis horas y, después, volver al puerto espacial Kennedy, de Cabo Cañaveral, en la lanzadera Gettysburg.
    El rostro de Antonov se iluminó.
    —Entonces, ¿tenemos todavía posibilidad de detenerles?
    Yasenin asintió con la cabeza.
    —Pueden ser destruidos antes de que lleguen a la estación espacial. Los americanos no se atreverán a tomar represalias cuando les acusemos de los crímenes que han cometido contra nosotros.
    —Será mejor reservar el justo castigo como palanca —dijo pensativamente Kornilov.
    — ¿Qué palanca?
    Kornilov sonrió enigmáticamente.
    —Los americanos tienen un dicho: «La pelota está en nuestro poder.» Son ellos quienes están a la defensiva. Probablemente, la Casa Blanca y el Departamento de Estado están redactando la respuesta a nuestra esperada protesta. Propongo que prescindamos de la rutina habitual y guardemos silencio. No hagamos el papel de nación víctima. En vez de esto, provoquemos un suceso espectacular.
    — ¿Qué suceso? —preguntó Antonov, interesado.
    —La captura de la gran cantidad de datos que traerán a su regreso los colonos de la Luna.
    — ¿Por qué medio? —preguntó Yasenin.
    Kornilov dejó de sonreír y adoptó una grave expresión.
    —Obligaremos al Gettysburg a hacer un aterrizaje forzoso en Cuba.







    Cuarta parte
    El Gettysburg


    49


    3 de noviembre de 1989
    Isla de San Salvador

    Pitt se estaba volviendo loco. Los dos días de inactividad eran los más angustiosos que jamás había conocido. Tenía poco que hacer, salvo comer, hacer ejercicio y dormir. Todavía tenían que llamarle para participar en las prácticas de adiestramiento. Maldecía continuamente al coronel Kleist, que soportaba las violentas críticas de Pitt con estoica indiferencia, explicando con paciencia que su equipo de Fuerzas Especiales Cubanas no podía atacar Cayo Santa María hasta que él declarase que estaban en condiciones de hacerlo. Y no estaba dispuesto a adelantarse al tiempo previsto.
    Pitt desfogaba su enojo nadando largamente hasta los arrecifes lejanos y trepando a una roca escarpada desde cuya cima se dominaba todo el mar a su alrededor.
    San Salvador, la más pequeña de las Bahamas, era conocida por los viejos marineros como la isla de Watling, por el nombre de un bucanero fanático que azotaba a los miembros de su tripulación que no observaban el sábado. También se creía que era la primera isla que había pisado Colón en el Nuevo Mundo. Con su puerto pintoresco y su exuberante interior salpicado de lagos de agua dulce, pocos turistas que observasen su belleza habrían sospechado que contenía un gran complejo de instrucción militar y una instalación de observación de misiles.
    La CÍA tenía sus dominios en una playa remota llamada French Bay, en la punta sur de la isla. No había ninguna carretera que enlazase el centro secreto de instrucción con Cockburn Tbwn y el aeropuerto principal. Sólo se podía salir de allí en pequeñas embarcaciones, a través de los arrecifes circundantes, o en helicóptero.
    Pitt se levantó poco antes de salir el sol en la mañana de su tercer día en la isla, nadó vigorosamente media milla y regresó después a tierra, sumergiéndose entre las formaciones de coral.
    Dos horas más tarde, salió del agua tibia y se tendió en la playa, abrumado por un sentimiento de impotencia mientras contemplaba el mar en dirección a Cuba.
    Una sombra se proyectó sobre su cuerpo, y Pitt se incorporó. Un hombre de piel morena estaba plantado junto a él, cómodamente vestido con una holgada camisa de algodón y unos shorts. Sus cabellos lisos y negros como la noche hacían juego con el enorme bigote. Tenía los ojos tristes y la cara arrugada por la larga exposición al viento y al sol y, cuando sonreía, apenas movía los labios.
    — ¿Señor Pitt?
    —Sí.
    —No hemos sido presentados, pero soy el comandante Angelo Quintana.
    Pitt se puso en pie y se estrecharon la mano.
    —Usted es el que dirige la misión.
    Quintana asintió con la cabeza.
    —El coronel me ha dicho que lo ha estado agobiando mucho.
    —Dejé amigos allí que deben de estar luchando por conservar la vida.
    —Yo también dejé amigos en Cuba, señor Pitt. Sólo que ellos perdieron su batalla por la vida. Mi hermano y mi padre murieron en la cárcel, simplemente porque un miembro del comité de su barrio, que debía dinero a mi familia, les acusó de actividades contrarrevolucionarias. Comprendo su problema, pero no tiene usted el monopolio del dolor.
    Pitt no le dio el pésame. Le pareció que a Quintana no le gustaban las condolencias.
    —Mientras crea que todavía hay esperanzas —dijo firmemente—, no voy a dejar de insistir.
    Quintana le dirigió una tranquila sonrisa. Le gustaba lo que veía en los ojos de Pitt. Era un hombre en quien podría confiar cuando las cosas se pusiesen difíciles. Un hombre entero, que no conocía la palabra fracaso.
    —Conque es usted el que se las arregló para escapar del cuartel general de Velikov.
    —Tuve mucha suerte.
    — ¿Cómo describiría la moral de las tropas que guardan el recinto?
    —Si se refiere a su estado mental, diría que estaban aburridos a más no poder. Los rusos no están acostumbrados a la humedad agotadora de los trópicos. Sobre todo, parecían muy lentos.
    — ¿Cuántos patrullaban en la isla?
    —Yo no vi ninguno.
    — ¿Y en la caseta del guarda de la puerta principal?
    —Solamente dos.
    —Un hombre astuto, Velikov.
    —Deduzco que a usted le parece una buena treta hacer que la isla parezca desierta.
    —Es verdad. Yo habría esperado un pequeño ejército de guardias y las acostumbradas medidas de seguridad soviéticas. Pero Velikov no piensa como un ruso. Proyecta como un americano, perfecciona como un japonés y actúa como un alemán. Desde luego, es muy astuto.
    —Así lo tengo entendido.
    —Creo que le conoció.
    —Sostuvimos un par de conversaciones.
    — ¿Qué impresión le causó?
    —Lee el Wall Street Journal.
    — ¿Eso es todo?
    —Habla inglés mejor que yo. Lleva las uñas bien cuidadas. Y si ha leído la mitad de los libros y revistas que hay en su biblioteca, sabe más sobre los Estados Unidos y sus contribuyentes que la mitad de los políticos de Washington.
    —Usted es probablemente el único occidental en libertad que le ha visto cara a cara.
    —No fue muy agradable, puede creerme.
    Quintana rascó pensativamente la arena con la punta del pie.
    —Dejar una instalación vital tan poco guardada es una invitación a la infiltración.
    —No si Velikov sabe que usted se dirige allí —dijo Pitt.
    —Está bien; la red de radar cubana y los satélites espías rusos pueden localizar cualquier avión o embarcación dentro de un radio de cincuenta millas. Un lanzamiento en paracaídas o un desembarco serían imposibles. Pero un acercamiento por debajo del agua podría pasar fácilmente inadvertido a sus aparatos de detección. —Quintana hizo una pausa y sonrió—. En su caso, la embarcación era demasiado pequeña para que se manifestase en una pantalla de radar.
    —Yo no disponía de yates para navegar en alta mar —dijo irónicamente Pitt. Después se puso serio—. Ha olvidado usted algo.
    — ¿Qué?
    —La inteligencia de Velikov. Usted mismo ha dicho que es muy astuto. No construyó una fortaleza cercada de campos de minas y de búnkers de hormigón por una razón muy simple: no tenía necesidad de ello. Usted y el coronel Kleist son unos terribles optimistas si creen que un submarino o su TSE, o como quiera llamarlo, puede penetrar en su red de seguridad.
    Quintana frunció las cejas.
    —Prosiga.
    —Sensores subacuáticos —explicó Pitt—. Velikov debe de haber rodeado la isla de sensores colocados en el fondo del mar y que pueden detectar el movimiento del casco de un submarino en la masa de agua y la vibración producida por las hélices.
    —Nuestro TSE ha sido diseñado para pasar a través de sistemas de este tipo.
    —No si los ingenieros navales de Velikov han colocado las unidades sensoras a menos de cien metros las unas de las otras. Nada, salvo una bandada de peces, podría pasar inadvertido por allí. Yo vi los camiones que había en el garaje. En diez minutos Velikov podría poner en !a playa una fuerza de seguridad que destruiría a sus hombres antes de que llegasen a tierra firme. Sugiero que usted y Kleist reprogramen sus juegos de guerra electrónicos.
    Quintana guardó silencio. Su plan de desembarco minuciosamente concebido empezó a resquebrajarse y hacerse trizas ante sus ojos.
    —Nuestros ordenadores hubieran debido pensar en esto —dijo amargamente.
    —Ellos no pueden crear lo que no se les enseña —replicó filosóficamente Pitt.
    —Desde luego, se dará cuenta de que esto significa que tenemos que cancelar la misión. Sin el elemento sorpresa no existe la menor posibilidad de destruir la instalación y rescatar a la señora LeBaron y a los otros.
    —No estoy de acuerdo.
    —Se cree usted más listo que los ordenadores de nuestra misión.
    —Yo escapé de Cayo Santa María sin que me descubriesen. Puedo introducir a su gente de la misma manera.
    — ¿Con una flota de bañeras? —dijo sarcásticamente Quintana.
    —Se me ocurre una variación más moderna.
    Quintana miró reflexivamente a Pitt.
    — ¿Tiene usted una idea que podría dar resultado?
    —Ciertamente, la tengo.
    — ¿Dentro del tiempo fijado?
    —Sí.
    — ¿Y tendría éxito?
    — ¿Se sentiría más confiado si suscribiese una póliza de seguro?
    Quintana percibió una firme convicción en el tono de Pitt. Se volvió y echó a andar hacia el campamento principal.
    —Vamos, señor Pitt. Es hora de que pongamos manos a la obra.

    50


    Fidel Castro estaba repantigado en una silla y miraba pensativamente por encima de la popa de un yate de quince metros de eslora. Estaba bien sujeto por los hombros y sus manos enguantadas sostenían flojamente la pesada caña de fibra de vidrio, cuyo hilo se extendía desde un gran carrete hasta la chispeante estela. El cebo destinado a los delfines fue atrapado por una barracuda que pasaba, pero a Castro no pareció importarle. Estaba pensando en otras cosas.
    El cuerpo musculoso que antaño le había valido el título de «mejor atleta universitario de Cuba» se había ablandado y engordado con la edad. Los rizados cabellos y la hirsuta barba eran ahora grises, pero el fuego revolucionario seguía ardiendo en sus ojos negros con el mismo brillo que cuando había bajado de las montañas de Sierra Maestra treinta años atrás.
    Llevaba solamente una gorra de béisbol, un pantalón de baño, unas zapatillas viejas y unas gafas de sol. La colilla de un habano apagado pendía de la comisura de sus labios. Se volvió y se protegió los ojos de la brillante luz del sol tropical.
    — ¿Quieres que no siga con el internacionalismo? —preguntó sobre el apagado zumbido de los dos motores Diesel—. ¿Que renuncie a nuestra política de extender la influencia de Cuba en el extranjero? ¿Es esto lo que quieres?
    Raúl Castro estaba sentado en una tumbona, sosteniendo una botella de cerveza.
    —No que renuncies, sino que bajes sin ruido el telón sobre nuestros compromisos en el extranjero.
    —Mi hermano, el duro revolucionario. ¿Qué es lo que te ha hecho cambiar de opinión?
    —Los tiempos cambian —dijo simplemente Raúl.
    Frío y reservado en público, el hermano menor de Fidel era ingenioso y campechano en privado. Tenía los cabellos negros, lisos y cortos sobre las orejas. Raúl observaba el mundo con sus ojos negros y redondos de duendecillo. Lucía un fino bigote cuyas afiladas puntas terminaban precisamente encima de las comisuras de los labios.
    Fidel se enjugó con el dorso de una mano unas pocas gotas de sudor que se habían pegado a sus cejas.
    —No puedo ignorar el enorme coste en dinero y en vidas de nuestros soldados. ¿Y qué me dices de nuestros amigos de África y de las Américas? ¿Debo volverles la espalda como a nuestros muertos en Afganistán?
    —El precio que pagó Cuba por su intervención en movimientos revolucionarios supera con mucho a las ganancias. Favorecimos a nuestros amigos en Angola y en Etiopía. ¿Qué harán ellos por nosotros en pago de aquello? Ambos sabemos que la respuesta es: nada. Tenemos que reconocer, Fidel, que hemos cometido errores. Yo seré el primero en reconocer los míos. Pero, por el amor de Dios, reduzcamos nuestras pérdidas y convirtamos Cuba en una gran nación socialista que sea envidia del Tercer Mundo. Conseguiremos mucho más haciendo que sigan nuestro ejemplo que dándoles la sangre de nuestro pueblo.
    —Me estás pidiendo que vuelva la espalda a nuestro honor y a nuestros principios.
    Raúl hizo rodar la fresca botella sobre su sudorosa frente.
    —Seamos francos, Fidel. De los principios ya nos hemos olvidado más de una vez, cuando ha sido en interés de la revolución. Si no cambiamos pronto de rumbo y vigorizamos nuestra economía estancada, el descontento del pueblo puede convertirse en inquietud, a pesar de lo mucho que te quieren.
    Fidel escupió la colilla del cigarro por encima de la popa e hizo ademán a un marinero para que le trajese otro.
    —Al Congreso de los Estados Unidos le encantaría ver al pueblo volviéndose contra mí.
    —El Congreso se preocupa de esto mucho menos que el Kremlin —dijo Raúl—. Dondequiera que mire encuentro un traidor en el bolsillo de Antonov. Ni siquiera puedo ya confiar en mis propios agentes de seguridad.
    —Cuando el presidente y yo acordemos y firmemos el pacto entre Cuba y los Estados Unidos, nuestros amigos soviéticos se verán obligados a aflojar sus tentáculos de nuestro cuello.
    — ¿Cómo puedes llegar a un acuerdo con él, si te niegas a sentarte a negociar?
    Fidel hizo una pausa para encender el nuevo cigarro que le había traído el marinero.
    —Probablemente, el presidente se ha convencido ya de que mi ofrecimiento de romper nuestros lazos con la Unión Soviética, a cambio de la ayuda económica de los Estados Unidos y de unas relaciones comerciales abiertas, es auténtico. Si parezco demasiado ansioso de celebrar una reunión, pondrán condiciones imposibles. Dejemos que esté en ascuas durante un tiempo. Cuando se dé cuenta de que no me arrastro sobre la estera de la puerta de la Casa Blanca, arriará velas.
    —El presidente estará todavía más ansioso de llegar a un acuerdo cuando se entere de la desaforada intromisión de los compinches de Antonov en nuestro régimen.
    Fidel levantó el cigarro para recalcar sus palabras.
    —Precisamente por eso he dejado que ocurriese aquello. Jugar con el miedo de los americanos al establecimiento de un gobierno títere de los soviéticos nos beneficiará indudablemente.
    Raúl vació la botella de cerveza y la arrojó por encima de la borda.
    —Pero no esperes demasiado tiempo, hermano, o nos encontraremos sin trabajo.
    —Esto no ocurrirá nunca. —La cara de Fidel se torció en una jactanciosa sonrisa—. Yo soy el pegamento que mantiene de una pieza la revolución. Lo único que tengo que hacer es dirigirme al pueblo y denunciar a los traidores y al complot soviético para socavar nuestra sagrada soberanía. Y entonces tú, como presidente del Consejo de Ministros, anunciarás la ruptura de todos los lazos con el Kremlin. El descontento que pueda haber será sustituido por un regocijo nacional. Con un golpe de hacha habré cortado la importante deuda que tenemos con Moscú y eliminado el embargo comercial de los Estados Unidos.
    —Mejor que sea pronto.
    —En mi discurso durante las celebraciones del Día de la Educación —replicó Fidel.
    Raúl comprobó el calendario de su reloj.
    —Dentro de cinco días.
    —Una oportunidad perfecta.
    —Pero me sentiría más tranquilo si pudiese sondear lo que piensa de tu proposición el presidente.
    —Tú te encargarás de ponerte en contacto con la Casa Blanca y convenir una reunión con sus representantes durante las fiestas del Día de la Educación.
    —Antes de tu discurso, supongo.
    —Desde luego.
    — ¿No te parece que estás tentando al destino al esperar hasta el último momento?
    —Él me sacará las castañas del fuego —dijo Fidel, entre una nube de humo—. Mira las cosas como son. Mi regalo de aquellos tres cosmonautas soviéticos debería haberle demostrado mis buenas intenciones.
    Raúl frunció el entrecejo.
    —Podría ser que ya nos hubiese enviado su respuesta. Fidel se volvió y le miró airadamente.
    —Esto es nuevo para mí.
    —No te lo había dicho porque era solamente una suposición —dijo nerviosamente Raúl—. Pero sospecho que el presidente empleó el dirigible de Raymond LeBaron para enviarnos un mensajero a espaldas del servicio secreto soviético.
    — ¡Dios mío! ¿No fue destruido por uno de nuestros helicópteros de vigilancia?
    —Una pifia estúpida —confesó Raúl Castro—. No hubo supervivientes.
    La cara de Fidel reflejó confusión.
    —Entonces, ¿cómo es que el Departamento de Estado nos acusa de haber capturado a la señora LeBaron y a sus acompañantes?
    —No tengo la menor idea.
    — ¿Por qué no se me informa de estos asuntos?
    —El informe te fue enviado, pero, como tantos otros, no lo leíste. Es difícil hablar contigo, hermano, y tu interés por los detalles no es lo que solía ser.
    Fidel enroscó furiosamente el hilo y soltó las correas que le sujetaban a la silla.
    —Dile al capitán que volvemos a puerto.
    — ¿Qué pretendes hacer?
    Fidel sonrió sin soltar el cigarro.
    —Ir a cazar patos.
    — ¿Ahora? ¿Hoy?
    —En cuanto lleguemos a tierra, iré a enterrarme en mi refugio, fuera de La Habana, y tú vendrás conmigo. Permaneceremos recluidos, sin recibir llamadas telefónicas ni celebrar reuniones hasta el Día de la Educación.
    — ¿Crees que es prudente dejar colgado al presidente y desentendernos de la amenaza interna de los soviéticos?
    — ¿Qué mal puede haber en ello? Las ruedas de las relaciones extranjeras americanas giran como las de una carreta tirada por bueyes. Con su enviado muerto, sólo puede quedarse de cara a la pared y esperar mi nueva iniciativa. En cuanto a los rusos, todavía no es el momento oportuno para su maniobra. —Golpeó ligeramente el hombro de Raúl—. Anímate, hermanito. ¿Qué puede ocurrir en los próximos cinco días que tú y yo no podamos controlar?
    Raúl se lo preguntó vagamente. También se preguntó cómo podía sentirse helado como una tumba bajo el sol abrasador del Caribe.
    Poco después de medianoche, el general Velikov se puso rígidamente en pie junto a su mesa cuando se abrieron las puertas del ascensor y Lyev Maisky entró en el despacho.
    Velikov le saludó fríamente.
    —Camarada Maisky. Es un placer inesperado.
    —Camarada general.
    — ¿Puedo ofrecerle algún refresco?
    —Esta humedad es una maldición —respondió Maisky, enjugándose la frente con una mano y observando el sudor en sus dedos—. No me vendría mal un vaso de vodka helado.
    Velikov levantó un teléfono y dio una breve orden. Después señaló un sillón.
    —Por favor, póngase cómodo.
    Maisky se dejó caer pesadamente en un blando sillón de cuero y bostezó debido al largo trayecto en avión.
    —Lamento que no haya sido informado de mi llegada, general, pero el camarada Polevoi pensó que era mejor no exponernos a que fuesen interceptadas y descifradas sus nuevas instrucciones por los servicios de escucha de la Agencia de Seguridad Nacional norteamericana.
    Velikov arqueó las cejas como tenía por costumbre y dirigió a Maisky una mirada cautelosa.
    — ¿Nuevas instrucciones?
    —Sí, una operación muy complicada.
    —Espero que el jefe de la KGB no me ordene aplazar el proyecto de asesinato de Castro.
    —En absoluto. En realidad, me han pedido que le diga que los barcos con el cargamento necesario para la misión llegarán al puerto de La Habana medio día antes de lo previsto.
    Velikov asintió satisfecho con la cabeza.
    —Así tendremos más tiempo.
    — ¿Han tenido algún problema? —preguntó Maisky.
    —Todo se desarrolla normalmente.
    — ¿Todo? —repitió Maisky—. Al camarada Polevoi no le gustó la huida de uno de sus prisioneros.
    —No tiene que preocuparse. Un pescador encontró el cuerpo del fugitivo en sus redes. El secreto de esta instalación es todavía seguro.
    — ¿Y qué me dice de los otros? Debe saber que el Departamento de Estado exige a las autoridades cubanas su liberación.
    —Un burdo farol —replicó Velikov—. La CÍA no tiene el menor indicio de que los intrusos están todavía vivos. El hecho de que Washington pida su liberación a los cubanos, en vez de a nosotros, demuestra que están disparando a ciegas.
    —La cuestión es saber contra qué están disparando. —Maisky hizo una pausa y sacó una pitillera de platino del bolsillo. Encendió un cigarrillo largo y sin filtro y exhaló el humo hacia el techo—. Nada debe retrasar Ron y Cola.
    —Castro hablará según lo prometido.
    — ¿Puede estar seguro de que no cambiará de idea?
    —Si la historia se repite, pisamos terreno firme. El jefe máximo todavía no ha perdido ninguna oportunidad de pronunciar un discurso.
    —Pero puede producirse un accidente, una enfermedad o un huracán.
    —Algunas cosas escapan al control humano, pero no pienso fracasar.
    Un guardia uniformado apareció con una botella de vodka fría y un vaso sobre una capa de hielo.
    — ¿Sólo un vaso, general? ¿No beberá conmigo?
    —Tal vez un coñac, más tarde.
    Velikov esperó pacientemente hasta que Maisky hubo consumido un tercio de la botella. Después se lanzó.
    — ¿Puedo pedir al delegado del Primer Directorio que me ilustre sobre esta nueva operación?
    —Desde luego —dijo amablemente Maisky—. Tiene que emplear todos los medios electrónicos de que dispone para obligar a la nave espacial de los Estados Unidos a aterrizar en territorio cubano.
    — ¿He oído bien? —preguntó pasmado Velikov.
    —El camarada presidente Antonov le ordena que irrumpa en los sensores computarizados de control de la lanzadera espacial Gettysburg, entre su regreso a la atmósfera y su acercamiento a Cabo Cañaveral, y la dirija de manera que aterrice en nuestro aeródromo militar de Santa Clara.
    Frunciendo desconcertado el entrecejo, Velikov miró a Maisky como si el delegado de la KGB estuviese loco.
    —Si me permite decirlo, es el plan más disparatado que haya concebido nunca el Directorio.
    —Sin embargo, todo ha sido estudiado por nuestros científicos espaciales —dijo a la ligera Maisky. Apoyó el pie en una gran cartera que traía—. Todos los datos están aquí para la programación de sus ordenadores y el adiestramiento de su personal.
    —Mis hombres son ingenieros de comunicaciones. —Velikov parecía perplejo—. No saben nada sobre dinámica del espacio.
    —No hace falta que lo sepan. Los ordenadores se encargarán de ello. Lo más importante es que su equipo de la isla tenga capacidad para anular al Centro de Control Espacial de Houston y tomar el mando de la nave.
    — ¿Cuándo se presume que ha de ocurrir esto?
    —Según la NASA, el Gettysburg iniciará su reentrada en la atmósfera aproximadamente dentro de veintinueve horas.
    Velikov asintió sencillamente con la cabeza. La impresión había pasado rápidamente, y había recobrado el control total, la tranquilidad y la viveza mental del profesional cabal.
    —Desde luego, prestaré toda mi colaboración; pero me atrevo a decir que se necesitará algo más que un milagro corriente para realizar lo increíble.
    Maisky bebió otro vaso de vodka y rechazó el pesimismo de Velikov con un ademán.
    —Hay que tener fe, general, no en los milagros, sino en la inteligencia de los científicos y los ingenieros soviéticos. Esto es lo que pondrá a la nave espacial más adelantada de América en una pista de aterrizaje en Cuba.

    Giordino contempló recelosamente el plato que tenía sobre las rodillas.
    —Primero nos dan bazofia, y ahora, solomillo y huevos. No me fío de esos bastardos. Probablemente lo han sazonado con arsénico.
    —Un truco para levantarnos antes de volver a derribarnos —dijo Gunn, hincando vorazmente los dientes en la carne—. Pero voy a olvidarme de esto.
    —Hoy es el tercer día que el verdugo de la habitación número seis nos ha dejado en paz. Hay algo que huele mal.
    — ¿Preferirías que te rompiese otra costilla? —murmuró Gunn, entre dos bocados.
    Giordino pinchó los huevos con el tenedor y los probó.
    —Probablemente nos engordan para la matanza.
    —Quiera Dios que hayan dejado también en paz a Jessie.
    —A los sádicos como Gly les encanta pegar a las mujeres.
    — ¿Te has preguntado alguna vez por qué no está nunca Velikov presente durante las actuaciones de Gly?
    —Es típico de los rusos dejar que un extranjero haga el trabajo sucio, o tal vez no puede soportar la vista de la sangre. ¿Cómo puedo saberlo?
    La puerta se abrió de pronto y Foss Gly entró en la celda. Sus labios gruesos y salientes se abrieron en una sonrisa, y las pupilas de sus ojos eran hondas, negras y vacías.
    — ¿Les gusta su comida, caballeros?
    —Se ha olvidado del vino —dijo desdeñosamente Giordino—. Y el solomillo me gusta más crudo.
    Gly se acercó más y, antes de que Giordino pudiese adivinar sus intenciones, descargó el puño en un furioso revés contra su caja torácica.
    Giordino jadeó y todo su cuerpo se contrajo en un espasmo convulsivo. Su cara palideció, y sin embargo, increíblemente, esbozó una sonrisa torcida, mientras fluía entre el vello de su barba sin afeitar la sangre que brotaba de donde sus dientes habían mordido el labio inferior.
    Gunn se incorporó en su litera sobre un brazo y arrojó el plato de comida contra la cabeza de Gly. Los huevos se estrellaron en la mejilla del verdugo y la carne a medio consumir le dio en la boca.
    —Una reacción estúpida —dijo Gly, en un furioso murmullo—. Y lo lamentarás.
    Se agachó, agarró el tobillo roto de Gunn y lo torció cruelmente.
    Gunn apretó los puños, sus ojos se nublaron de dolor, pero no dijo nada. Gly se echó atrás y se quedó estudiándolo. Parecía fascinado.
    —Eres duro, muy duro, por ser tan pequeño.
    —Vuelve a tu agujero, babosa —farfulló Giordino, todavía recobrando su aliento.
    —Tercos, muy tercos —suspiró cansadamente Gly. Por un breve segundo, sus ojos adquirieron una expresión pensativa; después volvió el negro vacío, frío y maligno como esculpido en una estatua—. Ah, sí, habéis hecho que me distrajese. He venido a daros noticias de vuestro amigo Dirk Pitt.
    — ¿Qué ha sido de él?
    —Trató de escapar y se ahogó.
    —Mientes —dijo Gunn.
    —Un pescador de las Bahamas lo encontró. El Consulado americano ha identificado ya el cadáver, o lo que quedaba de él después de haber sido pasto de los tiburones. —Se enjugó el huevo de la cara, agarró el solomillo del plato de Giordino, lo arrojó al suelo y lo aplastó con la bota—. Bon appétit, caballeros.
    Salió de la celda y cerró la puerta a su espalda.
    Giordino y Gunn se miraron en silencio durante largo rato, hasta que se hizo súbitamente la luz en sus cerebros. Entonces sus caras se iluminaron con amplias sonrisas que pronto se convirtieron en carcajadas.
    — ¡Lo ha conseguido! —gritó Giordino, con un entusiasmo que mitigaba su dolor—. ¡Dirk ha podido volver a casa!


    51


    Los experimentos espectaculares de la estación espacial Columbus se encontraban en la manufactura de medicamentos exóticos, la obtención de cristales puros para chips semiconductores de ordenador y la observación de los rayos gamma. Pero la actividad corriente de la estación era la reparación de satélites.
    Jack Sherman, su comandante, estaba en el módulo cilindrico de mantenimiento, ayudando a un equipo de ingenieros a sujetar un satélite en su lugar de reparación, cuando una voz sonó en el altavoz central.
    — ¿Estás disponible, Jack?
    —Estoy aquí.
    — ¿Puedes venir al módulo de mando?
    — ¿Qué sucede?
    —Tenemos algún bromista que se ha introducido en nuestro canal de comunicaciones.
    —Pásalo aquí.
    —Será mejor que subas.
    —Dame un par de minutos.
    Asegurado el satélite y cerrada la esclusa de aire, Sherman se quitó el traje presurizado y deslizó las botas en un par de raíles estriados.
    Entonces avanzó con lentos movimientos a través del medio ingrávido hasta el centro de la estación.
    El primer ingeniero de comunicaciones y electrónica asintió con la cabeza al verle acercarse.
    —Escucha esto. —Habló por un micrófono montado en un panel de control—. Por favor, identifiqúese otra vez.
    Hubo una breve pausa, y después:
    —Columbus, aquí Jersey Colony. Pedimos permiso para atracar en su estación.
    El ingeniero se volvió y miró a Sherman.
    — ¿Qué piensas de esto? Debe ser algún chiflado de la Tierra.
    Sherman se inclinó sobre el panel.
    —Jersey Colony, o como se llamen, éste es un canal privado de la NASA. Están interfiriendo el canal de comunicaciones espaciales. Déjenlo libre, por favor.
    —Imposible —dijo aquella voz extraña—. Nuestro vehículo de transferencia lunar se reunirá con ustedes dentro de dos horas. Sírvase instruirnos sobre los procedimientos de amarre.
    —Lunar, ¿qué? —La cara de Sherman se contrajo de enojo—. Control de Houston, ¿lo copias?
    —Copiamos —dijo una voz del Centro de Control Espacial de Houston.
    — ¿Qué deduces de esto?
    —Estamos tratando de localizarlo, Columbus. Por favor, no se retiren.
    —No sé quiénes son ustedes, amigos —gruñó Sherman—, pero se han metido en un buen fregado.
    —Me llamo Eli Steinmetz. Por favor, tenga preparada asistencia médica. Llevo dos heridos a bordo.
    Sherman descargó un puñetazo sobre el respaldo de la silla del ingeniero.
    —Esto es una locura.
    — ¿Con quién estoy hablando? —preguntó Steinmetz.
    —Con Jack Sherman, comandante del Columbus.
    —Lamento esta brusca intrusión, Sherman, pero pensé que debía informarles de nuestra llegada.
    Antes de que Sherman pudiese replicar, habló el Control de Houston:
    —Columbus, las señales no proceden de la Tierra, repito, no proceden de la Tierra. Vienen del espacio, más allá de ustedes.
    —Está bien, muchachos, ¿a qué viene esta broma?
    Ahora habló el director de Operaciones de Vuelo de la NASA.
    —No es una broma. Soy Irwin Mitchell. Prepare a su tripulación para recibir a Steinmetz y sus colonos.
    — ¿Qué colonos?
    —Ya era hora de que apareciese alguien del «círculo privado» —dijo Steinmetz—. Durante un minuto, pensé que tendría que echar la puerta abajo.
    —Disculpe, Eli. El presidente creyó que era mejor mantener el secreto hasta que llegasen al Columbus.
    — ¿Tiene alguien la bondad de decirme qué sucede? —preguntó desesperado Sherman.
    —Eli se lo explicará cuando se encuentren —respondió Mitchell. Después se dirigió a Steinmetz—. ¿Cómo están los heridos?
    —Descansando cómodamente, pero uno de ellos requerirá una operación quirúrgica importante. Tiene una bala alojada cerca de la base del cráneo.
    —Ya lo ha oído, Jack —dijo Mitchell—. Ponga sobre aviso a la tripulación de la lanzadera. Tendrán que adelantar su partida.
    —Cuidaré de esto —dijo Sherman. Su voz se serenó y el tono era tranquilo, pero era demasiado inteligente para no estar desconcertado—. Pero, ¿de dónde diablos viene esta... esta Jersey Colony?
    — ¿Me creería si le dijese que de la Luna? —replicó Mitchell.
    —No —dijo llanamente Sherman—. No lo creería.

    El Salón Theodore Roosevelt, en el ala oeste de la Casa Blanca, fue llamado antaño Salón de los Peces porque contenía acuarios y trofeos de pesca de Franklin Delano Roosevelt. Durante el mandato de Richard Nixon fue amueblado al estilo reina Ana y Chippendale y empleado para reuniones del alto personal.
    Las paredes y la alfombra eran de color ladrillo, en tonos claro y oscuro. Un cuadro de la Declaración de Independencia pendía en la pared este, sobre la repisa de madera tallada de la chimenea. Observando severamente la estancia desde la pared sur, veíase a Teddy Roosevelt montado a caballo, en un retrato pintado en París por Tade Styka. El presidente prefería esta habitación íntima a la más formal Sala del Gabinete para discusiones importantes, en parte porque no había ventanas. Ahora estaba sentado a la cabecera de la mesa de conferencias, garrapateando en un bloc. A su izquierda, se hallaba el secretario de Defensa, Jess Simmons. Después venían el director de la CÍA, Martin Brogan, Dan Fawcett y Leonard Hudson. Douglas Oates, secretario de Estado, se sentaba inmediatamente a su derecha, seguido del consejero de Seguridad Nacional, Alan Mercier, y del general de la Fuerza Aérea, Alian Post, que dirigía el programa espacial militar.
    Hudson había pasado más de una hora explicando a los hombres del presidente la historia de la Jersey Colony. Al principio, éstos se quedaron pasmados y guardaron silencio. Después se excitaron mucho y lanzaron una andanada de preguntas a las que respondió Hudson, hasta que el presidente ordenó que les sirviesen el almuerzo en aquella misma habitación.
    El indecible asombro fue seguido de entusiastas loanzas a Hudson y su «círculo privado», pero poco a poco se impuso la triste realidad al conocerse el conflicto con los cosmonautas soviéticos.
    —Cuando los colonos de Jersey hayan regresado sanos y salvos a Cabo Cañaveral —dijo el presidente—, tal vez podré apaciguar a Antonov ofreciéndole compartir algunos de los numerosos datos obtenidos por Steinmetz y su equipo.
    — ¿Por qué hemos de regalarles algo? —preguntó Simons—. Ya nos han robado bastante tecnología.
    —No niego su latrocinio —replicó el presidente—, pero si nuestras posiciones estuviesen invertidas, no permitiría que se saliesen de rositas después de matar a catorce de nuestros astronautas.
    —Yo estoy con usted, señor presidente —dijo el secretario de Estado, Oates—. Pero si ustedes estuviesen realmente en su lugar, ¿qué clase de represalia tomarían?
    —Muy sencillo —dijo el general Post—. Si yo fuese Antonov, ordenaría que Columbas fuese borrado del cielo.
    —Una idea abominable, pero que hemos de tomar en serio —dijo Brogan—. Los líderes soviéticos deben pensar que tienen derecho a destruir la estación y a todos los que están a bordo.
    —O la lanzadera y su tripulación —añadió Post.
    El presidente miró fijamente al general.
    — ¿Pueden ser defendidos el Columbus y el Gettysburg?
    Post sacudió ligeramente la cabeza.
    —Nuestro sistema de defensa láser rayos X no será eficaz hasta dentro de catorce meses. Mientras estén en el espacio, tanto la estación como la lanzadera serán vulnerables a los satélites asesinos Cosmos 1400 de la Unión Soviética. Sólo podremos proteger con eficacia al Gettysburg después de que entre en la atmósfera terrestre.
    El presidente se volvió a Brogan.
    — ¿Qué dice usted, Martin?
    —No creo que ataquen el Columbus. Se expondrían demasiado a que nosotros tomásemos represalias contra la estación Salyut 10. Yo digo que tratarán de destruir la lanzadera.
    Se hizo un silencio helado en el Salón Roosevelt, mientras cada uno de los presentes debatía sus propios pensamientos. Entonces, la cara de Hudson adquirió una expresión inspirada, y golpeó la mesa con su pluma.
    —Creo que hemos pasado algo por alto —dijo, en tono flemático.
    — ¿Qué? —preguntó Fawcett.
    —El verdadero objetivo de su ataque contra la Jersey Colony.
    Brogan tomó la palabra.
    —Salvar su prestigio destruyendo todo rastro de nuestra hazaña en el espacio —dijo.
    —No destruir, sino robar —dijo enérgicamente Hudson—. Asesinar a los colonos no era un castigo de ojo por ojo, diente por diente. Jess Simmons dio en el clavo. Según la manera de pensar del Kremlin, lo vital era apoderarse de la base intacta con el fin de aprovecharse de la tecnología, los datos y los resultados de una inversión de miles de millones de dólares y de veinticinco años de trabajo. Éste era su objetivo. La venganza era algo secundario.
    —Es una buena teoría —dijo Oates—. Salvo que, con los colonos volviendo a la Tierra, Jersey Colony está a su alcance.
    —Empleando nuestro vehículo de transporte lunar, podemos tener otro equipo en el lugar dentro de dos semanas —dijo Hudson.
    —Pero tengamos en cuenta a los dos cosmonautas que están todavía en Selenos 8 —dijo Simmons—. ¿Qué va a impedirles bajar y apoderarse de la colonia abandonada?
    —Disculpe —respondió Hudson—. Olvidé decirles que Steinmetz transportó a los cinco rusos muertos a la cápsula lunar y los introdujo en ella. Después obligó a los tripulantes supervivientes a elevarse y volver a la Tierra, amenazándoles con hacerles pedazos en la superficie de la Luna con el último cohete de su lanzador.
    —El sheriff limpiando la población —dijo Brogan con admiración—. Ardo en deseos de conocer a ese hombre.
    —Pero fue a costa de algo —dijo Hudson, a media voz—. Steinmetz trae dos heridos graves y un cadáver.
    — ¿Cuál es el nombre del muerto? —preguntó el presidente.
    —Doctor Kurt Perry. Un brillante bioquímico.
    El presidente se dirigió a Fawcett.
    —Tenemos que hacer que reciba los honores debidos.
    Hubo una breve pausa y, después, Post llevó de nuevo la discusión a su cauce.
    —Está bien; si los soviéticos no pueden apoderarse de la Jersey Colony, ¿qué les queda?
    —El Gettysburg —respondió Hudson—. Los rusos tienen todavía una posibilidad de apoderarse de un verdadero tesoro en datos científicos.
    — ¿Secuestrar la lanzadera en el aire? —preguntó sarcásticamente Simmons—. No sabía que tuviesen a Buck Rogers de su parte.
    —No le necesitan —replicó Hudson—. Técnicamente, es posible programar una desviación en los sistemas de dirección de vuelo. Se puede engañar a los ordenadores y hacer que envíen una señal equivocada a los aparatos de dirección, a los impulsores y a otros elementos, para controlar el Gettysburg. Hay mil maneras diferentes de desviar la lanzadera unos pocos grados de su rumbo. Dependiendo de la distancia a que se encuentre del lugar de aterrizaje, podría ser desviado hasta mil millas del aeródromo espacial Kennedy, de Cabo Cañaveral.
    —Pero los pilotos pueden prescindir del sistema automático y aterrizar con control manual —protestó Post.
    —No si les engañan y les hacen creer que el Control de Houston está dirigiendo su vuelo de regreso.
    — ¿Es esto posible? —preguntó el presidente, con incredulidad.
    Alan Mercier asintió con la cabeza.
    —Es posible, si los soviéticos tienen transmisores locales con capacidad para dominar los aparatos electrónicos internos de la lanzadera e interferir todas las señales del Control de Houston.
    El presidente intercambió una mirada lúgubre con Brogan.
    —Cayo Santa María —murmuró tristemente Brogan.
    —Una isla situada al norte de Cuba y en la que hay una poderosa instalación de transmisiones y de escucha, con los hombres necesarios para hacer el trabajo —explicó el presidente a los demás.
    —Tal vez no se habrán enterado de que nuestros colonos han abandonado la colonia —dijo, esperanzado, Fawcett.
    —Lo saben —respondió Hudson—. Desde que sus satélites de escucha fueron dirigidos hacia la Jersey Colony, han registrado todas nuestras transmisiones.
    —Tendremos que concebir un plan para neutralizar el equipo de la isla —sugirió Post.
    Brogan sonrió.
    —Sólo que ocurre que hay una operación en marcha.
    Post sonrió a su vez.
    —Si está proyectando lo que me imagino, me gustaría saber cuándo.
    —Se dice..., es solamente un rumor, compréndalo, que las fuerzas militares cubanas van a lanzar una misión de ataque y destrucción después de la medianoche de hoy, aunque no se sabe exactamente cuándo.
    — ¿Y cuál es la hora de la partida de la lanzadera para casa? —preguntó Slan Mercier.
    —Las cinco de la madrugada de mañana —respondió Post.
    —Esto resuelve la cuestión —dijo el presidente—. Informa al comandante del Columbus que retenga al Gettysburg en la plataforma de amarre hasta que podamos estar seguros de su regreso a salvo.
    Todos los que se hallaban sentados alrededor de la mesa parecieron satisfechos de momento, salvo Hudson. Éste tenía la expresión del muchacho a quien el perrero del distrito acaba de quitar su perrito mimado.
    —Sólo desearía —dijo, a nadie en particular— que todo fuese tan sencillo.


    52


    Velikov y Maisky se hallaban en una galería, tres plantas por encima del centro de escucha electrónica, contemplando un pequeño ejército de hombres y mujeres que manejaban el complicado equipo receptor electrónico. Veinticuatro horas al día, antenas gigantescas emplazadas en Cuba interceptaban las llamadas telefónicas civiles y las señales de radio militares de los Estados Unidos, transmitiéndolas a Cayo Santa María, donde eran descifradas y analizadas por los ordenadores.
    —Una obra realmente soberbia, general —dijo Maisky—. Los informes sobre su instalación han sido demasiado modestos.
    —No pasa un día sin que continuemos la expansión —dijo orgullosamente Velikov—. Además tenemos una despensa bien abastecida y un centro de cultura física, con equipo de ejercicios y una sauna. Tenemos incluso un salón de entretenimientos y una barbería.
    Maisky contempló dos pantallas, de diez por quince pies, instaladas en paredes diferentes. La de la izquierda contenía representaciones visuales generadas por los ordenadores, mientras que la de la derecha mostraba diversos datos e intrincados gráficos.
    — ¿Ha descubierto su gente la situación de los colonos de la Luna?
    El general asintió con la cabeza y levantó un teléfono. Habló unas cuantas palabras por el micrófono mientras contemplaba al atareado equipo de la planta baja. Un hombre que estaba ante una consola miró hacia arriba y agitó una mano. Entonces las dos pantallas se oscurecieron por un breve instante y volvieron a la vida con una nueva exhibición de datos.
    —Un informe detallado —dijo Velikov, señalando la pantalla de la derecha—. Podemos captar casi todo lo que es transmitido entre el Control de Houston y sus astronautas. Como puede ver, el transbordador de los colonos de la Luna atracó hace tres horas en la estación espacial.
    Maisky estaba fascinado mientras sus ojos recorrían aquella información. Se resistía a aceptar el hecho de que el servicio secreto americano supiese indudablemente tanto, si no más, sobre los esfuerzos espaciales soviéticos.
    — ¿Transmiten en clave? —preguntó.
    —En ocasiones, cuando se trata de una misión militar; pero generalmente la NASA habla claramente con sus astronautas. Como puede ver en la pantalla de datos, el Centro de Control de Houston ha ordenado al Gettysburg que retrase su partida hasta mañana por la mañana.
    —Esto no me gusta.
    —No veo en ello nada sospechoso. Probablemente, el presidente quiere tener tiempo para organizar una gran campaña de propaganda para anunciar otro triunfo americano en el espacio.
    —O pueden estar enterados de nuestras intenciones.
    Maisky guardó entonces silencio, sumido en sus pensamientos. Sus ojos tenían una expresión preocupada, y cruzaba y descruzaba nerviosamente las manos.
    Velikov le miró, divertido.
    —Si esto trastorna de algún modo sus planes, puedo emplear la frecuencia del Control de Houston y transmitir una orden falsa.
    — ¿Puede hacer esto?
    —Sí.
    — ¿Simular una orden a la lanzadera, para que abandone la estación espacial y regrese a la Tierra?
    —Sí.
    — ¿Y engañar a los jefes de la estación y de la nave, haciéndoles creer que oyen una voz conocida?
    —No advertirán la diferencia. Nuestros sintetizadores computarizados tienen grabaciones de transmisiones más que suficientes para imitar perfectamente la voz, el acento y las peculiaridades verbales de al menos veinte oficiales de la NASA.
    — ¿Y qué puede impedir que el Control de Houston anule la orden?
    —Puedo interferir sus transmisiones hasta que sea demasiado tarde para que detengan la nave. Después, si las instrucciones que nos dieron ustedes de nuestros científicos espaciales son correctas, dominaremos sus sistemas de vuelo y la haremos aterrizar en Santa Clara.
    Maisky miró larga y fijamente a Velikov. Después dijo:
    —Hágalo.
    El presidente estaba profundamente dormido cuando sonó suavemente el teléfono en su mesita de noche. Se volvió y miró la esfera fluorescente de su reloj de pulsera. Era la una y diez minutos de la madrugada. Entonces dijo:
    —Hable.
    Le respondió la voz de Dan Fawcett.
    —Siento despertarle, señor presidente, pero ha ocurrido algo que creo que debe usted saber.
    —Le escucho. ¿De qué se trata?
    —Acabo de recibir una llamada de Irwin Mitchell, de la NASA. Me ha dicho que el Gettysburg ha salido del Columbus y está en órbita, preparándose para el regreso.
    El presidente se incorporó de golpe, despertando a su esposa que dormía a su lado.
    — ¿Quién dio la orden? —preguntó.
    —Mitchell no lo sabe. Todas las comunicaciones entre Houston y la estación espacial se han interrumpido a causa de una extraña interferencia.
    —Entonces, ¿cómo se ha enterado de la partida de la nave?
    —El general Fisher ha estado observando el Columbus, en el Centro de Operaciones Espaciales de Colorado Springs, desde que Steinmetz salió de Jersey Colony. Las sensibles cámaras del Centro captaron el movimiento cuando el Gettysburg abandonó el dique de la estación. Me telefoneó en cuanto le informaron de ello.
    El presidente golpeó desesperadamente el colchón.
    — ¡Maldita sea!
    —Me he tomado la libertad de poner sobre aviso a Jess Simmons. Éste ha desplegado ya dos escuadrillas tácticas de la Fuerza Aérea en el aire, para que escolten y protejan la lanzadera en cuanto penetre en la atmósfera.
    — ¿Cuánto tiempo tenemos antes de que el Gettysburg aterrice?
    —Desde la preparación inicial de descenso hasta el aterrizaje, unas dos horas.
    —Los rusos están detrás de esto.
    —Ésta es la opinión general —reconoció Fawcett—. Todavía no podemos estar seguros, pero todos los indicios señalan a Cuba como la causante del problema de interferencia de la radio de Houston.
    — ¿Cuándo debe el equipo especial de Brogan atacar Cayo Santa María?
    —A las dos.
    — ¿Quién lleva el mando?
    —Discúlpeme un momento; voy a buscar el nombre en el informe de ayer de la CÍA. —Fawcett no tardó más de treinta segundos en volver—. La misión está dirigida por el coronel de Infantería de Marina Ramón Kleist.
    —Conozco el nombre. Kleist recibió una Medalla de Honor del Congreso.
    —Hay algo más.
    — ¿Qué?
    —Los hombres de Kleist son dirigidos por Dirk Pitt.
    El presidente suspiró casi con tristeza.
    —Este hombre ha hecho ya demasiado. ¿Es absolutamente necesaria su presencia?
    —Sólo Pitt podría hacerlo —dijo Fawcett.
    — ¿Podrán destruir a tiempo el centro de interferencias?
    —Sinceramente, debo confesar que es una cuestión de cara o cruz.
    —Dígale a Jess Simmons que esté en el Salón de Guerra —dijo solemnemente el presidente—. Si algo anda mal, temo que, para que el Gettysburg y su valioso cargamento no caigan en manos de los soviéticos, no tendremos más remedio que derribarlo. ¿Me ha entendido, Dan?
    —Sí, señor —dijo Fawcett palideciendo repentinamente—. Le transmitiré su mensaje.


    53


    —Alto —ordenó Kleist. Comprobó de nuevo los datos del instrumento satélite Navstar y aplicó un par de compases sobre una carta extendida—. Estamos a siete millas al este de Cayo Santa María. Es lo más cerca que podemos llevar el TSE.
    El comandante Quintana, que llevaba uniforme de campaña moteado de gris y negro, miró fijamente la marca amarilla en la carta.
    —Tardaríamos unos cuarenta minutos en girar hacia el sur y desembarcar desde el lado cubano.
    —El viento está en calma y las olas no son de más de medio metro. Otra ventaja es que no hay luna. La noche no puede ser más negra.
    —Una noticia tan mala como buena —dijo gravemente Quintana—. Hace que seamos difíciles de ver, pero tampoco podremos ver nosotros las patrullas de guardias, si es que las hay. A mi entender, nuestro principal problema es que no tenemos la situación exacta del recinto. Podemos desembarcar a kilómetros de distancia.
    Kleist se volvió y miró a un hombre alto e imponente que se apoyaba en un mamparo. Como Quintana, vestía un traje de campaña especial para la noche. Sus ojos grises y penetrantes se fijaron en los de Kleist.
    — ¿Todavía no puede señalar exactamente el lugar?
    Pitt se irguió, sonrió con su acostumbrada indiferencia y dijo simplemente:
    —No.
    —No es muy alentador —dijo rudamente Quintana.
    —Es posible, pero al menos soy sincero.
    Kleist habló con indulgencia.
    —Lamentamos, señor Pitt, que las condiciones visuales no fuesen las adecuadas durante su fuga. Pero le agradeceríamos que fuese un poco más concreto.
    La sonrisa de Pitt se extinguió.
    —Miren, yo llegué a tierra en medio de un huracán y huí en plena noche. Ambas cosas tuvieron lugar en el lado de la isla opuesto a aquel en que se presume que hemos de desembarcar. No medí las distancias, ni arrojé migas de pan al suelo durante mi camino. La tierra era llana, sin colinas ni arroyos que pudiesen servir de puntos de referencia. Sólo palmeras, malezas y arena. La antena estaba a media milla del pueblo. El recinto, al menos una milla más allá. Cuando lleguemos al camino, el recinto estará a la izquierda. Esto es cuanto puedo decirles.
    Quintana asintió resignadamente con la cabeza.
    —Dadas las circunstancias, no podemos pedir más.
    Un tripulante desaliñado, que vestía jeans y camiseta de manga corta, entró por la escotilla en el cuarto de control. Tendió en silencio un mensaje descifrado a Kleist y se marchó.
    —Ojalá no sea una cancelación en el último momento —dijo vivamente Pitt.
    —Al contrario —murmuró Kleist—. Todavía nos apremian más.
    Releyó el mensaje, con un fruncimiento de cejas en el rostro normalmente impasible. Lo tendió a Quintana, el cual lo leyó y después apretó los labios contrariado antes de pasar el papel a Pitt. Decía así:
    NAVE ESPACIAL GETTYSBURG DEJÓ ESTACIÓN Y ESTÁ EN ÓRBITA PREPARANDO REENTRADA. PERDIDO TODO CONTACTO. APARATOS ELECTRÓNICOS DE SU OBJETIVO HAN PENETRADO ORDENADORES DE DIRECCIÓN Y TOMADO EL MANDO. CALCULAMOS QUE DESVIACIÓN RUMBO HARÁ ATERRIZAR NAVE EN CUBA A LAS 0340. RAPIDEZ ES ESENCIAL. CONSECUENCIAS IMPREVISIBLES SI INSTALACIÓN NO ES DESTRUIDA A TIEMPO. SUERTE.
    —Son muy amables al avisarnos en el último minuto —dijo hoscamente Pitt—. Faltan menos de dos horas para las tres y cuarenta.
    Quintana miró severamente a Kleist.
    — ¿Pueden realmente los soviéticos hacer una cosa así y salirse con la suya? —dijo.
    Kleist no les escuchaba. Volvió a contemplar la carta y trazó una fina línea en lápiz que marcaba el rumbo hacia la costa sur de Cayo Santa María.
    — ¿Dónde sitúa usted aproximadamente la antena?
    Pitt tomó el lápiz y marcó un pequeño punto en la base de la cola de la isla.
    —Una suposición, en el mejor de los casos.
    —Está bien. Le proveeremos de un pequeño aparato de radio impermeable. Cambiaré la posición en la carta y la programaré en el ordenador Navstar; después les mantendré localizados con su señal y les guiaré.
    —Usted no será el único que podrá localizarnos.
    —Un pequeño riesgo, pero que nos ahorrará un tiempo valioso. Podrían volar la antena, interrumpiendo así las órdenes dirigidas por radio al Gettysburg con mucha más rapidez que si tuviesen que entrar por la fuerza en el recinto y destruir la instalación principal.
    —Muy sensato.
    —Ya que está de acuerdo —dijo pausadamente Kleist—, sugiero, caballeros, que vayan allá.
    El transporte subacuático para fines especiales no se parecía a ningún submarino que Pitt hubiese visto. Tenía un poco más de cien metros de eslora y la forma de un cincel vuelto de lado. La proa horizontal parecida a una cuña estaba unida a un casco casi cuadrado que terminaba bruscamente en una popa en forma de caja. La cubierta era absolutamente lisa, sin salientes.
    No había nadie al timón. Era totalmente automático, impulsado por una fuerza nuclear que hacía girar las hélices gemelas o, en caso necesario, accionaba unas bombas que tomaban agua en el impulso hacia delante y la arrojaban sin ruido por aberturas en los costados.
    El TSE había sido especialmente diseñado para la CÍA, para operaciones secretas de contrabando de armas, infiltración de agentes camuflados e incursiones de ataque y retirada. Podía navegar hasta seiscientos metros de profundidad a una velocidad de cincuenta nudos, pero también podía remontar una playa, abrir sus puertas y desembarcar una fuerza de doscientos hombres con varios vehículos.
    El submarino emergió, con su cubierta plana a sólo medio metro por encima del agua negra. El equipo de exiliados cubanos de Quintana salió por las escotillas y todos empezaron a levantar los Dashers acuáticos que les entregaban desde abajo.
    Pitt había conducido un Dasher en un lugar de veraneo de México. Era un vehículo acuático a propulsión, fabricado en Francia para recreo en el mar. Llamada coche deportivo marino, la pequeña y brillante máquina tenía el aspecto de dos torpedos sujetos por los lados. El conductor yacía boca arriba, con una pierna introducida en cada uno de los dos cascos gemelos, y controlaba el movimiento por medio de un volante parecido al de los automóviles. La fuerza procedía de una batería muy potente que podía impulsar la embarcación por medio de chorros de agua a una velocidad de veinte nudos en aguas tranquilas, durante tres horas antes de tener que recargarla.
    Cuando Pitt propuso emplearlos para cruzar la red cubana de radar, Kleist se apresuró a negociar un pedido especial con la fábrica y dispuso que fuesen enviados por un transporte de la Fuerza Aérea a San Salvador en quince horas.
    El aire de la mañana temprana era cálido y descargó un ligero chaparrón. Cada hombre montó en su Dasher y fue empujado sobre la mojada cubierta hasta el mar. Se habían montado unas luces azules veladas en las popas, de manera que cada hombre pudiese seguir al que iba delante.
    Pitt esperó unos momentos y miró en la oscuridad hacia Cayo Santa María, esperando ansiosamente no llegar demasiado tarde para salvar a sus amigos. Una gaviota madrugadora pasó chillando sobre su cabeza, invisible en el turbio cielo.
    Quintana le agarró de un brazo.
    —Ahora le toca a usted. —Hizo una pausa y miró a través de la penumbra—. ¿Qué diablos es eso?
    Pitt levantó un palo en una mano.
    —Un bate de béisbol.
    — ¿Para qué lo necesita? Le dieron un AK-74.
    —Es un regalo para un amigo.
    Quintana sacudió asombrado la cabeza.
    —Partamos. Usted irá delante. Yo iré en retaguardia por si alguien se despista.
    Pitt asintió con la cabeza, subió a su Dasher y ajustó un pequeño receptor a uno de sus oídos. Un momento antes de que la tripulación le empujase sobre el lado del TSE, el coronel Kleist se inclinó y le estrechó la mano.
    —Condúzcales hasta el objetivo —dijo gravemente.
    Pitt le dirigió una ligera sonrisa.
    —Es lo que pretendo hacer.
    Entonces su Dasher entró en el agua. Él ajustó la palanca a media velocidad y se apartó del submarino. Era inútil que se volviese a comprobar si los otros le seguían. No habría podido verles. La única luz era la de las estrellas, y éstas eran demasiado opacas para resplandecer en el agua.
    Aumentó la velocidad y estudió el disco fluorescente de la brújula sujeta a una de sus muñecas. Mantuvo el rumbo hacia el este hasta que oyó la voz de Kleist en su auricular:
    —Tuerza a 270 grados.
    Pitt hizo la corrección y mantuvo el rumbo durante diez millas, a una velocidad de unos pocos nudos por debajo de la máxima, para permitir que los hombres que iban detrás se acercasen si se desviaban. Estaba seguro de que los delicados sensores subacuáticos captarían el acercamiento de! comando, pero confiaba en que los rusos harían caso omiso de las señales en sus instrumentos, atribuyéndolas a una bandada de peces.
    Muy lejos, hacia el sur en dirección a Cuba, tal vez a más de cuatro millas de distancia, el faro de una lancha patrullera brilló y barrió el agua como una guadaña, cortando la noche, buscando embarcaciones ilegales. El lejano resplandor les iluminó, pero eran demasiado pequeños y estaban tan cerca del agua que no podían ser vistos a aquella distancia.
    Pitt recibió una nueva orden de Kleist y alteró el curso hacia el norte. La noche era oscura como boca de lobo, y sólo podía esperar que los otros treinta hombres se mantuviesen cerca de su popa. Las proas gemelas del Dasher tropezaron con una serie de olas más altas, que le arrojaron espuma a la cara, y sintió el fuerte sabor salino del mar.
    La ligera turbulencia producida por el paso del Dasher por el agua hizo que centelleasen brevemente unas motas fosforescentes, como un ejército de luciérnagas, antes de extinguirse en la estela. Pitt empezó al fin a tranquilizarse un poco cuando volvió a oír la voz de Kleist:
    —Está a unos doscientos metros de la costa.
    Pitt redujo la marcha de su pequeña embarcación y siguió avanzando cautelosamente. Después se detuvo y se dejó llevar por la corriente. Esperó, aguzando la mirada en la oscuridad y escuchando con los nervios en tensión. Transcurrieron cinco minutos y vio vagamente el perfil de Cayo Santa María ante él, negro y ominoso. Casi no había rompientes en aquel lado de la isla y el suave susurro del agua sobre la playa era el único sonido que podía oír.
    Apretó suavemente el pedal y avanzó muy despacio, dispuesto a dar media vuelta y tornar a toda velocidad a alta mar si eran descubiertos. Segundos más tarde, el Dasher chocó sin ruido contra la arena. Inmediatamente, Pitt saltó y arrastró la ligera embarcación sobre la playa hasta unos matorrales, debajo de una hilera de palmeras. Entonces esperó hasta que Quintana y sus hombres surgieron como fantasmas y se agruparon silenciosamente a su alrededor en un apretado nudo, indistintos en la oscuridad y satisfechos todos de pisar de nuevo tierra firme.
    Por precaución, Quintana invirtió un tiempo precioso en contar a sus hombres y examinar brevemente su equipo. Cuando quedó satisfecho, se volvió a Pitt y dijo:
    —Usted primero, amigo.
    Pitt examinó la brújula y echó a andar hacia el interior de la isla, torciendo ligeramente hacia la izquierda. Sostenía el bate de béisbol delante de él, como el bastón de un ciego. A menos de ochenta metros del lugar donde se habían reunido, el extremo del bate tropezó con la cerca electrificada. Se detuvo bruscamente y el hombre que le seguía chocó contra él.
    — ¡Tranquilo! —susurró Pitt—. Haga correr la voz. Estamos en la alambrada.
    Dos hombres provistos de palas se adelantaron y atacaron la blanda arena. En un santiamén habían excavado un hoyo lo bastante grande para que pudiese pasar por él un borrico.
    Pitt fue el primero en arrastrarse por allí. Durante un momento, no supo la dirección que debía tomar. Vaciló, husmeando el aire. Después, de pronto, supo exactamente dónde estaba.
    —No hemos tenido suerte —murmuró a Quintana—. El edificio está solamente a pocos cientos de metros a nuestra izquierda. La antena está por lo menos a un kilómetro en dirección contraria.
    — ¿Cómo lo sabe?
    —Emplee el olfato. Podrá oler los vapores de escape de los motores Diesel que activan los generadores.
    Quintana inhaló profundamente.
    —Tienen razón. La brisa trae el olor desde el noroeste.
    — ¡Y quieren una solución rápida! Sus hombres tardarán más de media hora en llegar a la antena y colocar las cargas.
    —Entonces atacaremos el recinto.
    —Será mejor hacer ambas cosas. Envíe a sus mejores corredores a volar la antena y el resto de nosotros trataremos de alcanzar el centro de electrónica.
    Quintana tardó menos de un segundo en decidirse. Pasó entre las filas y eligió rápidamente cinco hombres. Volvió con un personaje menudo, cuya cabeza llegaba apenas a los hombros de Pitt.
    —Éste es el sargento López. Necesitará instrucciones para llegar a la antena.
    Pitt se quitó la brújula de la muñeca y la tendió al sargento. López no hablaba inglés y Quintana tuvo que actuar de intérprete. El pequeño sargento era un buen entendedor. Repitió las instrucciones de Pitt perfectamente, en español. Después López sonrió ampliamente, dio una breve orden a sus hombres y desapareció en la noche.
    Pitt y el resto de las fuerzas de Quintana avanzaron a paso ligero. El tiempo empezó a deteriorarse. Las nubes cubrieron las estrellas, y las gotas de lluvia que caían sobre las hojas de las palmeras producían un extraño tamborileo. Los hombres serpenteaban entre los árboles graciosamente encorvados por la furia de los huracanados vientos. Cada pocos metros, alguien tropezaba y caía, pero era ayudado a levantarse por los otros. Pronto se hizo más pesada su respiración y el sudor resbaló por sus cuerpos y empapó sus trajes de campaña. Pitt marcaba un paso rápido, impulsado por la desesperada ilusión de encontrar todavía con vida a Jessie, Giordino y Gunn. Su mente se mantenía al margen de las incomodidades y del creciente agotamiento, al imaginar los tormentos que Foss Gly les habría sin duda infligido. Sus tristes pensamientos se interrumpieron cuando salió de la maleza a la carretera.
    Torció a la izquierda en dirección al recinto, sin pretender avanzar a hurtadillas u ocultarse, empleando la lisa superficie para ganar tiempo. La sensación de la tierra bajo sus pies le parecía ahora más familiar. Aflojó el paso y llamó en voz baja a Quintana. Cuando sintió una mano sobre uno de sus hombros, señaló hacia una débil luz apenas visible entre los árboles.
    —La casa del guarda junto a la verja.
    Quintana dio una palmada en la espalda de Pitt, para decirle que había comprendido, y dio instrucciones en español al hombre que le seguía en la fila. Éste se alejó en dirección a la luz.
    Pitt no tuvo que preguntar nada. Sabía que a los guardias de seguridad que vigilaban la verja sólo les quedaban dos minutos de vida.
    Se deslizó junto al muro y se metió en el canal de desagüe, sintiéndose enormemente aliviado al descubrir que los barrotes estaban todavía doblados, tal como él los había dejado. Los otros gatearon también por allí y continuaron hasta el respiradero de encima del garaje. Se presumía que Pitt no debía ir más lejos. Las severas órdenes de Kleist habían sido que guiase a las fuerzas del comandante Quintana hasta el respiradero y no siguiese adelante. Tenía que apartarse de los otros, volver solo a la playa donde habían desembarcado y esperar a que los demás se batiesen en retirada.
    Kleist hubiese debido sospechar que, al no discutir Pitt la orden, significaba que no estaba dispuesto a cumplirla; pero el coronel tenía demasiados problemas en su mente para mostrarse receloso. Y el bueno de Pitt, con absoluta naturalidad, había sido modelo de cooperación cuando había trazado un diagrama de la entrada en el edificio.
    Antes de que Quintana pudiese alargar una mano para detenerle, Pitt se dejó caer por el respiradero a la vigueta que estaba encima de los vehículos aparcados y desapareció como una sombra por la salida que conducía a las celdas inferiores.

    54


    Dave Jurgens, comandante de vuelo del Gettysburg, estaba ligeramente perplejo. Compartía el entusiasmo de todos los de la estación espacial ante la inesperada llegada de Steinmetz y sus hombres de la Luna. Y no encontraba nada extraño en la súbita orden de llevar a los colonos a la Tierra en cuanto pudiese ser cargado el material científico en el compartimiento correspondiente de la lanzadera.
    Lo que le preocupaba era la brusca orden de Control de Houston de que aterrizase de noche en Cabo Cañaveral. Su petición de esperar unas pocas horas hasta que saliese el sol fue respondida con una fría negativa. No le dieron ninguna explicación de los motivos que habían tenido las autoridades de la NASA para cambiar súbitamente, y por primera vez en casi treinta años, su estricta norma de hacer los aterrizajes de día.
    Miró a su copiloto, Cari Burkhart, con veinte años de experiencia en el programa espacial.
    —No podremos ver gran cosa de los pantanos de Florida en este aterrizaje.
    —Cuando has visto un caimán, los has visto todos —fue la lacónica respuesta de Burkhart.
    — ¿Están cómodos todos nuestros viajeros?
    —Como sardinas en una lata.
    — ¿Programados los ordenadores para el regreso?
    —Están a punto.
    Jurgens observó brevemente las tres pantallas de TV en el centro del panel principal. Una daba la condición de todos los sistemas mecánicos, mientras que las otras dos daban datos sobre el control de trayectoria y de dirección. Él y Burkhart empezaron a repasar la lista de procedimientos para salir de órbita y entrar en la atmósfera.
    —Cuando ustedes quieran, Houston.
    —Muy bien, Don —respondió el control de tierra—. Prepárese para salir de órbita.
    —Ojos que no ven, mente que no recuerda —dijo Jurgens—. ¿Ha oído esto?
    —No le comprendo, repita.
    —Cuando salí de la Tierra, me llamaba Dave.
    —Lo siento, Dave.
    — ¿Con quién estoy hablando? —preguntó Jurgens, despertada su curiosidad.
    —Con Merv Foley. ¿No reconoce mis resonantes sonidos vocales?
    —Después de todas nuestras brillantes conversaciones, ha olvidado mi nombre. ¡Qué vergüenza!
    —Un lapsus linguae —dijo la voz familiar de Foley—. ¿Interrumpimos la charla y volvemos a lo que importa?
    —Lo que ustedes digan, Houston. —Jurgens apretó brevemente el botón del intercomunicador—. ¿Listos para volver a casa, señor Steinmetz?
    —Todos esperamos con ilusión este viaje —respondió Steinmetz con alegría.
    En los compartimientos espartanos de debajo de la cubierta y de la cabina de los pilotos, los especialistas de la lanzadera y los colonos de Jersey ocupaban por entero el espacio disponible. Detrás de ellos, el compartimiento de veinte metros de longitud destinado a la carga estaba lleno en sus dos terceras partes de archivos de datos, muestras geológicas y cajas conteniendo los resultados de más de mil experimentos médicos y químicos: el tesoro acumulado por los colonos y que los científicos tardarían dos decenios en analizar del todo. También estaba allí el cadáver del doctor Kurt Perry.
    El Gettysburg viajaba por el espacio de espaldas y boca abajo a más de 15.000 nudos por hora. Los pequeños motores a reacción fueron encendidos y sacaron de su órbita a la nave, mientras unos propulsores elevaron el morro del aparato para que el casco aislado pudiese absorber el rozamiento de reentrada en la atmósfera. Sobre Australia, dos motores secundarios se encendieron brevemente para reducir la velocidad en órbita, que era de veinticinco veces la del sonido. Veinte minutos más tarde, entraron en la atmósfera poco antes de llegar sobre Hawai.
    Al hacerse más densa la atmósfera, el calor hizo que el casco del Gettysburg adquiriese un vivo color anaranjado. Los propulsores perdieron su efectividad y los alerones y el timón empezaron a atrapar el aire más pesado. Los ordenadores controlaban todo el vuelo. Jurgens y Burkhart tenían poco que hacer, salvo observar los datos de TV y los indicadores de sistemas.
    De pronto, sonó una nota de advertencia en sus auriculares y se encendió una luz de alarma. Jurgens reaccionó rápidamente, pulsando el teclado de un ordenador para pedir detalles del problema, mientras Burkhart informaba al control de tierra.
    —Houston, tenemos una luz de alarma.
    —Aquí no vemos nada de eso, Gettysburg. Todos los sistemas parecen funcionar perfectamente.
    —Pero algo pasa, Houston —insistió Burkhart.
    —Sólo puede ser un error de ordenador.
    —No. Los tres ordenadores de navegación y de dirección coinciden todos.
    —Ya lo tengo —dijo Jurgens—. Estamos sufriendo un error de rumbo.
    La voz tranquila del Centro Espacial Johnson replicó:
    —No se preocupe, Dave. Siguen el rumbo correcto. ¿Me oye?
    —Le oigo, Foley, pero espere un momento a que consulte al ordenador de comprobación.
    —Si esto le hace feliz, hágalo. Pero todos los sistemas funcionan perfectamente.
    Jurgens hizo una pregunta sobre datos de navegación al ordenador. Menos de treinta segundos más tarde, llamó a Houston.
    —Algo anda mal, Merv. Incluso el ordenador de comprobación muestra que nos dirigimos a cuatrocientas millas al sur y cincuenta al este de Cañaveral.
    —Confíe en mí, Dave —dijo Foley cansado—. Todas las estaciones de seguimiento muestran que sigue el rumbo debido.
    Jurgens miró por la ventanilla de su lado y solamente vio oscuridad debajo. Apagó su radio y se volvió a Burkhart.
    —Me importa un bledo lo que dice Houston. Estamos fuera del rumbo previsto. Sólo hay agua debajo de nosotros, cuando deberíamos ver luces en la península de Baja California.
    —No lo entiendo —dijo Burkhart, revolviéndose inquieto en su sillón—. ¿Qué pretenderán?
    —Estaremos preparados para tomar el control manual. Si no supiese que es imposible, juraría que Houston nos está enviando a Cuba.

    —Está viniendo como una cometa a la que se tira de la cuerda —dijo Maisky, con expresión lobuna. Velikov asintió con la cabeza.
    —Tres minutos más y el Gettysburg ya no podrá volver atrás.
    — ¿Volver atrás? —repitió Maisky.
    —Dar media vuelta y aterrizar en la pista del Centro Especial Kennedy.
    Maisky se frotó las palmas con nerviosa anticipación.
    —Una nave espacial americana en manos soviéticas. Será la operación secreta más grande del siglo.
    —Washington pondrá el grito en el cielo como un pueblo de vírgenes violadas, exigiendo su devolución.
    —Le devolveremos su supermáquina de mil millones de dólares. Pero no antes de que nuestros ingenieros del espacio la hayan estudiado minuciosamente.
    —Y está además el tesoro de información de sus colonos en la Luna —le recordó Velikov.
    —Una hazaña increíble, general. Se habrá ganado usted la Orden de Lenin.
    —Todavía no sabemos cómo acabará la cosa, camarada Maisky. No podemos predecir la reacción del presidente.
    Maisky se encogió de hombros.
    —Tendrá atadas las manos si le ofrecemos negociar. A mi entender, los cubanos son nuestro único problema.
    —No se preocupe. El coronel general Kolchak ha colocado una barrera de mil quinientos soldados soviéticos alrededor de la pista de Santa Clara. Y, como nuestros consejeros están al mando de las defensas aéreas de Cuba, la nave espacial tendrá libre el camino para aterrizar.
    —Entonces podemos decir que ya está en nuestras manos.
    Velikov asintió con la cabeza.
    —Creo que podemos decirlo con toda seguridad.

    El presidente estaba sentado tras su mesa del Salón Oval envuelto en un albornoz, con la cabeza baja y los codos apoyados en los brazos del sillón. Su semblante macilento denotaba cansancio.
    Levantó bruscamente la cabeza y dijo:
    — ¿Está seguro de que Houston no puede establecer contacto con el Gettysburg?
    Martin Brogan asintió.
    —Así lo afirma Irwin Mitchell, de la NASA. Sus señales son anuladas por una interferencia exterior.
    — ¿Está Jess Simmons en el Pentágono?
    —Tenemos una línea directa con él —respondió Dan Fawcett.
    El presidente vaciló y, cuando habló, lo hizo en un murmullo.
    —Entonces será mejor que le diga que ordene a los pilotos de los aviones de combate que estén alerta.
    Fawcett asintió gravemente con la cabeza y descolgó el teléfono.
    — ¿Alguna noticia de su gente, Martin?
    —Lo último que sabemos es que desembarcaron en la playa —dijo Brogan, desalentado—. Aparte de esto, nada.
    El presidente sintió el peso de la desesperación.
    — ¡Dios mío, estamos atrapados en el limbo!
    Sonó uno de los cuatro teléfonos y Fawcett respondió a la llamada.
    —Sí, sí, está aquí. Sí, se lo diré. —Volvió a colgar, con expresión sombría—. Era Irwin Mitchell. El Gettysburg se ha desviado demasiado hacia el sur para poder aterrizar en Cabo Cañaveral.
    —Todavía podría caer en el agua —dijo Brogan, sin entusiasmo.
    —Siempre que pueda ser avisado a tiempo —añadió Fawcett.
    El presidente sacudió la cabeza.
    —Sería inútil. Su velocidad de aterrizaje es de más de trescientos kilómetros por hora. Se haría pedazos.
    Los otros guardaron silencio, buscando las palabras adecuadas. El presidente se volvió en su sillón de cara a la ventana, con corazón angustiado.
    Al cabo de unos momentos, se volvió de nuevo a los hombres que estaban de pie alrededor de su mesa.
    —Que Dios me perdone por firmar la sentencia de muerte de todos esos valientes.


    55


    Pitt bajó al sótano y echó a correr por el pasillo a toda velocidad. Hizo girar el tirador y abrió la puerta de la celda de Giordino y Gunn con tanta fuerza que a punto estuvo de arrancarla de sus goznes.
    La pequeña habitación estaba vacía.
    El ruido le delató. Un guardia dobló la esquina de un pasillo lateral y miró pasmado a Pitt. Esta vacilación de una fracción de segundo le costó cara. Mientras levantaba el cañón de su arma, el bate de béisbol le alcanzó en un lado de la cabeza. Pitt le agarró de la cintura antes de que cayese al suelo y le arrastró al interior de una celda próxima. Le arrojó sobre una cama y, al mirarle a la cara, vio que era el joven ruso que le había acompañado al despacho de Velikov. El muchacho respiraba normalmente, y Pitt pensó que sólo estaba conmocionado.
    —Estás de suerte, jovencito. Nunca he disparado contra alguien de menos de veintiún años.
    Quintana apareció en el pasillo en el momento en que Pitt cerraba la puerta de la celda y echaba a correr de nuevo. Éste ya no trataba de ocultar su presencia. Habría recibido de buen grado la oportunidad de romperle la cabeza a otro guardia. Llegó a la puerta de la celda de Jessie y le abrió de una patada.
    Tampoco ella estaba allí.
    Sintió que le embargaba un miedo atroz. Siguió corriendo por los pasillos hasta llegar a la habitación número seis. Nada había en ella, salvo el hedor de las torturas.
    El miedo fue sustituido por un frío e incontenible furor. Pitt se convirtió en otra persona, un hombre sin conciencia ni normas morales, incapaz de controlar sus emociones; un hombre para quien el peligro era simplemente una fuerza que había que ignorar. El miedo a la muerte había dejado totalmente de existir.
    Quintana alcanzó a Pitt y le agarró de un brazo.
    — ¡Maldito seas, vuelve a la playa! Conoces las órdenes...
    No dijo más. Pitt apoyó el grueso cañón de la AK-74 en la panza de Quintana y le empujó despacio contra la pared. Quintana se había enfrentado muchas veces con la muerte antes de este momento, pero al contemplar la helada expresión de aquel rudo semblante, al ver pintada una indiferencia asesina en aquellos ojos verdes, comprendió que tenía un pie en el ataúd.
    Pitt no dijo nada. Retiró el arma, se cargó el bate de béisbol al hombro y se abrió paso entre los hombres de Quintana. De pronto se detuvo y se volvió.
    —El ascensor está por ahí —dijo en voz baja.
    Quintana hizo ademán a sus hombres de que le siguiesen. Pitt hizo un rápido cálculo mental. Eran veinticinco, incluido él mismo. Corrió hacia el ascensor que subía a las plantas superiores. No aparecieron más guardias en su camino. Los pasillos estaban desiertos. Si los prisioneros habían muerto, pensó, probablemente Velikov consideraba que era inútil tener más de un guardia en el último sótano.
    Llegaron al ascensor, Pitt estaba a punto de apretar el botón cuando los motores empezaron a zumbar. Con un ademán, hizo que todos se pegaran a la pared. Esperaron, escuchando cómo se detenía el ascensor en una de las plantas de arriba, y oyeron un murmullo de voces y una risa apagada. Permanecieron inmóviles y observaron el brillo de la luz interior a través de la rendija de la puerta, mientras el ascensor descendía.
    Todo acabó en diez segundos. Se abrió la puerta, salieron dos técnicos en batas blancas y murieron sin el más ligero gemido con un cuchillo clavado en el corazón. A Pitt le sorprendió tanta eficacia. Ninguno de los cubanos mostraba la menor expresión de remordimiento en los ojos.
    —Hay que tomar una decisión —dijo Pitt—. Sólo caben diez hombres en el ascensor.
    —Solamente faltan catorce minutos para el aterrizaje de la nave espacial —dijo, apremiante, Quintana—. Tenemos que encontrar y destruir la fuente de energía.
    —Hay cuatro plantas encima de nosotros. El despacho de Velikov está en la más alta. También están allí las habitaciones particulares. Elija entre las otras tres.
    —Como echándolo a cara o cruz.
    —No podemos hacer otra cosa —dijo rápidamente Pitt—. Además, estamos demasiado apretados. Mi consejo es que nos dividamos en tres grupos y que cada grupo se encargue de una planta. Así cubriremos más territorio con más rapidez.
    —Me parece bien —asintió apresuradamente Quintana—. Hemos llegado aquí sin que nadie haya venido a recibirnos. No esperarán que aparezcan visitantes al mismo tiempo en diferentes zonas.
    —Yo iré con los ocho primeros hombres a la planta segunda y bajaré el ascensor para el equipo siguiente, que subirá a la planta tercera, y así sucesivamente.
    —No está mal. —Quintana no perdió tiempo en discutir. Eligió rápidamente ocho hombres e hizo que se metieran en el ascensor con Pitt. Cuando iba a cerrarse la puerta, dijo—: ¡Que no te maten, maldito!
    La subida pareció eterna. Ninguno de los hombres miraba a los otros a los ojos. Algunos se enjugaban el sudor que goteaba por sus caras. Otros se rascaban, sintiendo picores imaginarios. Todos tenían un dedo en el gatillo.
    Al fin se detuvo el ascensor y se abrió la puerta. Los cubanos entraron en una sala de operaciones en la que había casi veinte oficiales soviéticos del GRU y cuatro mujeres vestidas también de uniforme. La mayoría murieron detrás de sus mesas bajo una granizada de balas, con una expresión de pasmada incredulidad. A los pocos segundos, la sala pareció un matadero, con sangre y tejidos desparramados por todas partes.
    Pitt no perdió tiempo en ver más. Apretó el botón de la planta 1 y subió solo en el ascensor al despacho de Velikov. Apretando la espalda contra la pared de delante y con el arma en posición de disparar, lanzó una rápida mirada alrededor de la puerta que se abría. Lo que vio en el interior del despacho le produjo una mezcla de recogijo y furia salvaje.
    Siete oficiales del GRU estaban sentados en semicírculo, observando fascinados la sádica actuación de Foss Glv. Parecían no oír el sordo ruido de los disparos en la planta inferior, pues, según dedujo Pitt, tenían los sentidos adormecidos por el contenido de varias botellas de vino.
    Rudi Gunn yacía en un lado, con la cara casi hecha papilla, tratando desesperadamente, por orgullo, de mantener despectivamente erguida la cabeza. Un oficial apuntaba con una pequeña pistola al sangrante Al Giordino, que estaba atado a una silla metálica. El musculoso y pequeño italiano estaba doblado hacia delante, con la cabeza casi tocando las rodillas y sacudiéndola lentamente de un lado a otro, como para aclarar la visión y librarse del dolor. Uno de los hombres dio una patada a Giordino en el costado, haciéndole caer al suelo con la silla. Raymond LeBaron estaba sentado al lado y un poco detrás de Gly. El que había sido dinámico financiero tenía el aspecto de un hombre convertido en una sombra, con el espíritu arrancado del cuerpo. Los ojos estaban ciegos, la cara era inexpresiva. Gly le había exprimido y retorcido hasta convertirlo en un vegetal.
    Jessie LeBaron estaba arrodillada en el centro de la habitación, mirando a Gly con expresión de reto. Le habían cortado muy cortos los cabellos. Sujetaba una manta alrededor de sus hombros. Las piernas y los brazos descubiertos estaban llenos de cardenales y manchas rojas. Parecía estar más allá del sufrimiento, insensible la mente a todo dolor ulterior. A pesar de su lastimoso aspecto, era increíblemente hermosa, con una serenidad y un aplomo extraordinarios.
    Foss y los otros hombres se volvieron al oír el ascensor, pero al ver que estaba aparentemente vacío, volvieron a su diversión.
    Precisamente cuando la puerta empezaba a cerrarse, Pitt entró en la habitación con una calma helada casi inhumana, con su AK-74 levantado al nivel de los ojos y vomitando fuego.
    Su primera ráfaga de tiros alcanzó al hombre que había tirado al suelo a Giordino de una patada. La segunda ráfaga dio en el pecho del condecorado oficial sentado junto a Gunn, haciéndole caer hacia atrás contra una librería. Las tercera y cuarta barrieron a tres hombres sentados en apretado grupo. Después hizo girar el arma, describiendo un arco y apuntando a Foss Gly; pero el corpulento desertor reaccionó más de prisa que los otros.
    Gly puso a Jessie en pie y la sostuvo delante de él como un escudo. Pitt se retrasó lo suficiente para que el séptimo ruso que estaba sentado casi a su lado desenfundase una pistola y disparase al azar.
    La bala dio en la recámara del arma de Pitt, la rompió y después rebotó en el techo. Pitt levantó el arma inútil y saltó en el mismo momento en que veía el fogonazo del segundo disparo. Ahora todo pareció desarrollarse en movimiento retardado. Incluso la expresión asustada del ruso al apretar el gatillo por tercera vez. Pero no llegó a disparar. La culata de la AK-74 cortó el aire y se estrelló contra un lado de la cabeza.
    Al principio, Pitt pensó que la segunda bala había errado el blanco, pero entonces sintió gotear sangre sobre el cuello desde la oreja izquierda. Permaneció inmóvil allí, presa todavía de furia, mientras Gly arrojaba brutalmente a Jessie sobre la alfombra. Una satánica mueca se pintó en la cara maligna de Glyt junto con una expresión de diabólica expectación.
    —Has vuelto.
    —Muy perspicaz..., por ser un cretino.
    —Te prometí una muerte lenta cuando volviésemos a encontrarnos —dijo amenazadoramente Gly—. ¿Lo has olvidado?
    —No, no lo he olvidado —dijo Pitt—. Incluso me he acordado de traer un buen garrote.
    Pitt estaba seguro de que Gly quería quitarle la vida con sus manazas. Y sabía que su única ventaja verdadera, además del bate, era un total desconocimiento del miedo. Gly estaba acostumbrado a ver víctimas importantes y desnudas, intimidadas por su fuerza bruta. Los labios de Pitt imitaron la satánica mueca, y empezó a acechar a Gly, observando con fría satisfacción la confusión que se pintaba en los ojos de su adversario.
    Pitt se colocó en posición agachada, como en el béisbol, golpeó bajo con el bate y alcanzó a Gly en la rodilla. El golpe rompió la rótula de Gly, que gruñó de dolor, pero no cayó al suelo. Se recobró en un abrir y cerrar los ojos y se lanzó sobre Pitt, recibiendo un golpe en las costillas que le dejó sin aliento y jadeando de angustia. Por un momento permaneció inmóvil, observando cautelosamente a Pitt, tocándose las costillas rotas e inspirando dolorosamente.
    Pitt se echó atrás y bajó el bate.
    — ¿Te dice algo el nombre de Brian Shaw? —preguntó pausadamente.
    La torcida mirada de odio se transformó lentamente en expresión de asombro.
    — ¿El agente británico? ¿Le conocías?
    —Hace seis meses le salvé la vida en un remolcador en el río Saint Laurence. ¿Te acuerdas? Tú le estabas matando a golpes cuando llegué por detrás y te di en el cráneo con una llave inglesa.
    Pitt se regocijó al ver la mirada salvaje de los ojos de Gly.
    — ¿Fuiste tú?
    —Será la última idea que te lleves al otro mundo —dijo Pitt, sonriendo diabólicamente.
    —Es la confesión de un hombre muerto.
    No había desprecio ni insolencia en la voz de Gly; sólo un simple convencimiento.
    Sin añadir palabra, los dos hombres empezaron a dar vueltas uno alrededor del otro, como un par de lobos; Pitt, con el bate levantado; Gly, arrastrando la pierna lesionada. Un silencio irreal reinó en la estancia. Gunn se esforzó, a pesar de su dolor, en alcanzar la pistola caída, pero Gly advirtió el movimiento por el rabillo del ojo y apartó el arma de una patada. Todavía atado a la silla, Giordino luchaba débilmente contra sus ataduras, en desesperada frustración, mientras Jessie yacía rígida, mirando con fascinación mórbida.
    Pitt dio un paso adelante y a punto estaba de descargar el golpe cuando uno de sus pies resbaló en la sangre del ruso muerto. El bate habría alcanzado a Gly en un lado de la cabeza, pero el arco se desvió un palmo. En un movimiento reflejo, Gly levantó el brazo y encajó el golpe con su enorme bíceps.
    El palo tembló en las manos de Pitt como si hubiese golpeado el parachoques de un coche. Gly levantó la mano libre, agarró la punta del bate y jadeó como un levantador de pesas. Pitt sujetó el mango con todas sus fuerzas, y fue levantado en el aire como un niño y lanzado a través de la habitación contra una estantería, cayendo al suelo entre un alud de volúmenes encuadernados en piel.
    Triste, desesperadamente, Jessie y los otros sabían que Pitt no podía resistir la tremenda colisión. Incluso Gly respiró y se tomó tiempo para acercarse al cuerpo caído en el suelo, con el triunfo resplandeciendo en su cara, con los labios abiertos a la manera de un tiburón, previendo el exterminio inmediato.
    Entonces Gly se detuvo y vio con incredulidad que Pitt se levantaba de debajo de una montaña de libros como un jugador de rugby que hubiese sido placado, aturdido y un poco desorientado pero listo para la próxima jugada. Pitt era el único que sabía que los libros habían amortiguado el impacto. El cuerpo le dolía de un modo infernal, pero no había sufrido ninguna lesión grave en los músculos y los huesos. Levantando el bate, se dispuso a recibir al hombre de hierro que avanzaba y descargó la punta roma con toda su fuerza contra aquella cara burlona.
    Pero juzgó mal la fuerza diabólica del gigante. Gly dio un paso a un lado y recibió el bate con el puño, apartándolo y aprovechando el impulso de Pitt para cerrar los brazos de hierro alrededor de su espalda. Pitt se retorció violentamente y dio un rodillazo en el bajo vientre de Gly, un golpe salvaje que habría dejado fuera de combate a cualquier otro hombre. Pero no a Gly. Éste lanzó un ligero gemido, pestañeó y aumentó la presión, en un cruel abrazo de oso que acabaría con su vida.
    Gly miró sin pestañear los ojos de Pitt desde una distancia de diez centímetros. No había la menor señal de esfuerzo físico su cara. Su única expresión era de desprecio. Levantó a Pitt en el aire y siguió apretando, previendo el terror convulso que se pintaría en la cara de su víctima momentos antes del fin.
    Todo el aire había sido expulsado de los pulmones de Pitt y éste jadeó, tratando de recobrar el aliento. La habitación empezó a hacerse confusa, mientras el dolor del pecho se convertía en angustia terrible. Oyó chillar a Jessie. Giordino gritó algo, pero no pudo distinguir las palabras. A pesar del dolor, su mente permanecía curiosamente despierta y clara. Se negaba a aceptar la muerte y concibió fríamente un plan sencillo para burlarla.
    Tenía un brazo libre, mientras que el otro, que todavía agarraba el bate de béisbol, permanecía sujeto por la presa implacable de Gly. El negro telón empezaba a caer sobre sus ojos por última vez, y dándose cuenta de que sólo unos segundos le separaban de la muerte, realizó su última acción desesperada.
    Levantó la mano izquierda hasta tenerla al nivel de la cara de Gly e introdujo todo el pulgar en el ojo de éste, apretando hacia dentro a través del cráneo y retrociéndolo para llegar hasta el cerebro.
    El pasmo producido por el dolor atroz y por la incredulidad borró la expresión burlona del semblante de Gly. Las crueles facciones se torcieron en una máscara de angustia o, instintivamente, soltó a Pitt y se llevó las manos al ojo, atronando ei aire con un terrible grito.
    A pesar de la gravísima herida, Gly se mantuvo en pie, dando vueltas por la habitación como un animal enloquecido. Pitt no podía creer que aquel monstruo estuviese todavía vivo; casi llegó a creer que Gly era indestructible..., hasta que un ruido ensordecedor ahogó los gritos de agonía.
    Una, dos, tres veces, con un aplomo y una frialdad absolutos, Jessie apretó el gatillo de la pistola que había caído al suelo, apuntando al bajo vientre de Foss Gly. Las balas dieron en el blanco y el hombre se tambaleó y dio unos pasos atrás; después permaneció grotescamente en pie durante unos momentos, como una marioneta sostenida por los hilos. Por último, se derrumbó y se estrelló contra el suelo como un árbol talado de raíz. El único ojo seguía abierto, negro y maligno en la muerte, como lo había sido en vida.


    56


    El comandante Gus Hollyman volaba asustado. Piloto de carrera de la Fuerza Aérea, con casi treinta mil horas de vuelo, sentía agudas punzadas de duda, y la duda era uno de los peores enemigos del piloto. La falta de confianza en uno mismo, en su avión o en los hombres de tierra podía resultar mortal.
    No podía creer que su misión de derribar la nave espacial Gettysburg fuese algo más que un estrafalario ejercicio proyectado por algún concienzudo general aficionado a los juegos de guerra rebuscados. Una simulación, se dijo por décima vez; tenía que ser una simulación a la que se pondría fin en el último minuto.
    Hollyman contempló las estrellas a través de la cubierta de cristal del avión de combate nocturno F-15E y se preguntó si podría obedecer la orden de destruir la nave espacial y a todos los que iban en ella.
    Miró los instrumentos que resplandecían en el panel que tenía delante. Su altitud era de poco más de quince mil metros. Faltaban menos de tres minutos para que se encontrase con la nave espacial en rápido descenso y tuviese que disparar un misil Modoc dirigido por radar. Repasó automáticamente la acción en su mente, esperando que no pasaría de un suceso imaginario.
    — ¿Todavía nada? —preguntó a su observador de radar, un teniente llamado Regis Murphy, que no paraba de mascar chicle.
    —Todavía está fuera de nuestro alcance —respondió Murphy—. Los últimos datos del centro espacial de Colorado sitúan su altitud de órbita en cuarenta kilómetros, velocidad aproximada de nueve mil kilómetros por hora y reduciéndose. Debería llegar a nuestro sector dentro de cinco minutos y cuarenta segundos, a una velocidad de mil ochocientos kilómetros por hora.
    Hollyman se volvió y observó el negro cielo a su espalda, percibiendo el débil resplandor de los tubos de escape de los dos aviones que le seguían.
    — ¿Me oyes, Fox Dos?
    —Sí, Fox Uno.
    — ¿Fox Tres?
    —Le oímos.
    Una nube de opresión pareció llenar la cabina de Hollyman. Nada de esto tenía sentido, Él no había consagrado su vida a defender a su país, no había pasado años de adiestramiento intensivo, simplemente para tener ahora que derribar una nave espacial desarmada que transportaba inocentes científicos. Tenía que haber algún terrible error.
    —Control de Colorado, aquí Fox Uno.
    —Diga, Fox Uno.
    —Pido permiso para terminar la maniobra. Cambio.
    Hubo una larga pausa. Después:
    —Comandante Hollyman, soy el general Alian Post. ¿Me oye?
    Conque éste era el inteligente general, pensó Hollyman.
    —Sí, mi general, le oigo.
    —Esto no es una maniobra. Repito: no es una maniobra.
    Hollyman no se mordió la lengua.
    — ¿Se da cuenta de lo que me pide que haga, señor?
    —No le pido nada, comandante. Le ordeno que derribe el Gettysburg antes de que aterrice en Cuba.
    No había habido tiempo para informar de todo a Hollyman cuando se le había ordenado que emprendiese el vuelo. Se quedó pasmado y aturdido ante la súbita revelación de Post.
    —Disculpe que le pregunte esto, mi general, pero, ¿actúa usted siguiendo órdenes superiores? Cambio.
    —La orden viene directamente del comandante en jefe de la Casa Blanca. ¿Le basta con esto?
    —Sí, señor —dijo lentamente Hollyman—. Supongo que sí.
    ¡Dios mío!, pensó desesperadamente. No había manera de eludir la orden.

    —Altura treinta y cinco kilómetros; nueve minutos para el aterrizaje —dijo Burkhart a Jurgens, leyendo los instrumentos—. Tenemos luces a nuestra derecha.
    — ¿Qué pasa, Houston? —preguntó Jurgens, frunciendo el entrecejo—. ¿Adonde diablos nos llevan?
    —Tranquilo —respondió la voz impasible del director de vuelo Foley—. Siguen el rumbo exacto. Les haremos aterrizar.
    —El radar y los indicadores de navegación dicen que vamos a aterrizar en el centro de Cuba. Por favor, comprueben.
    —No hace falta, Gettysburg, están en la fase final.
    —No comprendo, Houston. Repito: ¿dónde nos están obligando a aterrizar?
    No hubo respuesta.
    —Escúchenme —dijo Jurgens, al borde de la desesperación—. Voy a emplear los mandos manuales.
    —No, Dave. Deje actuar el mando automático. Todos los sistemas están dispuestos para el aterrizaje.
    Jurgens apretó los puños, ahora desesperado.
    — ¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué están haciendo esto?
    No hubo respuesta.
    Jurgens miró a Burkhart.
    —Pon el freno de velocidad al cero por ciento. Pasamos a TAEM1. Quiero mantener esta nave en el aire hasta que pueda conseguir alguna respuesta clara.
    -—No harás más que prolongar lo inevitable durante un par de minutos —dijo Burkhart.
    —No podemos quedarnos sentados aquí y permitir que esto suceda.
    —No depende de nosotros —dijo tristemente Burkhart—. No tenemos otro lugar adonde ir.
    El verdadero Merv Foley estaba sentado delante de una consola en el Centro de Control de Houston, furioso e impotente. Su rostro, pálido como la cera, tenía una expresión de incredulidad. Golpeó con el puño el borde de la consola.
    —Les estamos perdiendo —dijo, desesperado.
    Irwin Mitchell, del «círculo privado», estaba inmediatamente detrás de él.
    —Nuestros encargados de las comunicaciones están haciendo todo lo que pueden para establecer contacto.
    — ¡Demasiado tarde, maldita sea! —gritó Foley—. Están en la última fase de acercamiento. —Se volvió y agarró a Mitchell del brazo—. Por el amor de Dios, Irv, pida al presidente que les deje aterrizar. Entreguen la lanzadera a los rusos; que saquen de ella todo lo que puedan. Pero, por el amor de Dios, no permitan que mueran estos hombres.
    Mitchell miró torvamente las pantallas de datos.
    —Ésta es la mejor manera —dijo, en tono vago.
    —Esos colonos de la Luna... son sus paisanos. Después de todo lo que han logrado, después de años de luchar por conservar la vida en un medio hostil, no pueden simplemente eliminarlos cuando están a punto de volver a casa.
    __Usted no conoce a esos hombres. Nunca permitirían que los resultados de sus esfuerzos fuesen a parar a manos de un gobierno hostil. Si yo estuviese allá arriba y Eli Steinmetz aquí abajo, él no vacilaría en hacer añicos el Gettysburg.
    Foley miró a Mitchell durante un largo instante. Después se volvió y hundió la cabeza entre las manos, abrumado por el dolor.


    57


    Jessie levantó la cabeza y miró a Pitt, nublados los ojos castaños y con lágrimas rodando sobre las moraduras de sus mejillas. Ahora estaba temblando, tanto de espanto por los
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    1. Terminal-area energy management, un procedimiento para conservar la velocidad y la altura


    muertos que le rodeaban como de inmenso alivio. Pitt la abrazó, obedeciendo un súbito impulso, sin decir nada, y le quitó delicadamente la pistola de la mano. Después la soltó, cortó rápidamente las ataduras de Giordino, dio un apretón tranquilizador al hombro de Gunn y se acercó al enorme mapa de la pared.
    Lo golpeó con los nudillos, calculando su grosor. Entonces se echó atrás y dio una patada al centro del océano índico. El panel oculto cedió, giró sobre sus goznes y chocó contra la pared.
    —Volveré en seguida —dijo Pitt, y desapareció en un pasillo.
    El interior estaba bien iluminado y alfombrado. Pitt corrió descuidadamente, sosteniendo la pistola delante de él. El corredor tenía aire acondicionado y estaba fresco, pero el sudor brotaba de sus poros con más intensidad que nunca. Se enjugó la frente con una manga, dejando de ver por un breve instante, y a punto estuvo esto de costarle la vida.
    En el momento exacto en que llegaba a un pasillo lateral, y como en una escena de una vieja película muda de Mack Sennett, chocó con dos guardias que doblaban la esquina.
    Pitt pasó entre ellos, empujándoles hacia los lados; después giró en redondo y se dejó caer al suelo. El factor sorpresa le favoreció. Los guardias no habían esperado encontrar a un enemigo tan cerca del despacho del general Velikov. Pitt lo aprovechó y disparó cuatro veces antes de que los sorprendidos guardias tuviesen oportunidad de hacerlo con sus rifles. Se puso de pie de un salto, mientras estaban todavía cayendo.
    Durante dos segundos, tal vez tres (le pareció una hora), contempló las figuras inertes, extrañado de no verse afectado por sus muertes, pero pasmado de que todo hubiese ocurrido tan deprisa. Mental y emocionalmente, estaba agotado; pero físicamente, se sentía razonablemente en forma. Pitt respiró profundamente hasta despejar el cerebro, y después trató de imaginar cuál era el pasillo que conducía al centro electrónico del edificio.
    Los pasillos laterales tenían el suelo de hormigón; por consiguiente, siguió avanzando por el que estaba alfombrado. Había recorrido solamente quince metros cuando sus células cerebrales volvieron a funcionar como era debido, y entonces se maldijo por su torpeza al no haber pensado en apoderarse de un rifle de los guardias. Sacó el cargador de la pistola. Estaba vacío; sólo quedaba una bala en la recámara. Borró este error de la mente y siguió adelante.
    Fue entonces cuando vio un resplandor delante de él y oyó voces. Aminoró el paso, se asomó a un portal y observó con la cautela de un ratón al salir de su madriguera.
    A dos metros delante de él, vio la baranda de una galería que dominaba una vasta habitación llena de ordenadores y consolas, en limpias hileras y debajo de dos grandes pantallas de datos. Al menos diez técnicos e ingenieros estaban sentados allí manejando aquella serie de aparatos electrónicos, mientras otros cinco o seis conversaban animadamente entre ellos.
    Los pocos guardias uniformados presentes estaban agachados en el fondo de la estancia, apuntando sus rifles contra una pesada puerta de acero. Se oyó una ráfaga de tiros en el otro lado, y Pitt supo que Quintana y sus hombres estaban a punto de irrumpir en la habitación. Ahora lamentó amargamente no haberse apoderado de las armas de los muertos. Estaba a punto de correr atrás en su busca, cuando un enorme estruendo llenó la sala, seguido de una lluvia de polvo y de cascotes, mientras la destrozada puerta saltaba de sus goznes en mellados fragmentos.
    Antes de que se despejase la nube, los cubanos entraron por la abertura, disparando. Los tres primeros en irrumpir en la estancia cayeron bajo el fuego de los guardias. Entonces los rusos parecieron disolverse ante aquel ataque asesino. El estrépito dentro de la habitación de paredes de hormigón era ensordecedor, pero, aun así, Pitt podía oír los gritos de los heridos. La mayoría de los técnicos se ocultaron debajo de sus consolas. Los que se resistieron fueron despiadadamente derribados.
    Pitt se deslizó por la galería, manteniendo la espalda pegada a la pared. Vio a dos hombres a unos diez metros de distancia, contemplando horrorizados la carnicería. Reconoció en uno de ellos al general Velikov y siguió acercándose, acechando a su presa. Solamente había avanzado una corta distancia cuando Velikov se separó de la barandilla de la galería y se volvió. Miró durante un instante a Pitt; después abrió mucho los ojos al reconocerle, y luego, aunque parezca increíble, sonrió. Aquel hombre parecía carecer en absoluto de nervios.
    Pitt levantó la pistola y apuntó cuidadosamente.
    Velikov se movió con la rapidez de un gato, tirando del otro hombre y colocándolo delante de él una fracción de segundo antes de que el percutor cayese sobre el cartucho.
    La bala alcanzó a Lyev Maisky en el pecho. El jefe delegado de la KGB se quedó rígido y permaneció en pie como petrificado de asombro, antes de tambalearse hacia atrás y caer sobre la barandilla al piso inferior.
    Pitt, inconscientemente, apretó de nuevo el gatillo; pero la pistola estaba vacía. En un fútil arrebato, la lanzó contra Velikov, el cual la desvió fácilmente con un brazo.
    Velikov asintió con la cabeza, con más curiosidad que miedo.
    —Es usted un hombre sorprendente, señor Pitt.
    Antes de que éste pudiese replicar o dar un paso, el general saltó de lado, cruzó una puerta abierta y la cerró de golpe. Pitt se arrojó contra la puerta. Pero demasiado tarde. Se cerraba por dentro y Velikov había corrido ya el pestillo. No podría abrirla de una patada. El grueso pestillo estaba firmemente introducido en el marco metálico. Pitt levantó el puño para golpear la puerta, pero lo pensó mejor, giró en redondo y bajó corriendo la escalera que conducía a la planta inferior.
    Cruzó la habitación en medio de toda aquella confusión, saltando sobre los cuerpos hasta que llegó junto a Quintana, que estaba vaciando el cargador de su AK-74 contra un banco de ordenadores.
    — ¡Olvide esto! —le gritó Pitt al oído. Señaló la consola de la radio—. Si sus hombres no han destruido la antena, trataré de establecer contacto con la lanzadera.
    Quintana bajó su rifle y le miró.
    —Los controles están en ruso. ¿Sabrá manejarlos?
    —Se lo diré cuando lo haya probado —dijo Pitt.
    Se sentó a la consola de la radio y estudió rápidamente el confuso mar de luces y botones marcados con caracteres cirílicos.
    Quintana se inclinó sobre el hombro de Pitt.
    —No encontrará a tiempo la frecuencia adecuada.
    — ¿Es usted católico?
    —Sí, ¿por qué?
    —Entonces invoque al santo patrón de las almas perdidas y rece para que esta cosa esté todavía en la frecuencia de la lanzadera.
    Pitt colocó el pequeño auricular sobre un oído y empezó a apretar botones hasta recibir un tono. Entonces ajustó el micrófono y apretó lo que presumió y esperó fervientemente que fuese el botón de transmisión.
    —Gettusburg, ¿me oye? Cambio.
    Entonces apretó lo que estaba seguro de que era el botón de recepción. Nada.
    Probó un segundo y un tercer botón.
    —Gettysburg, ¿me oye? Cambio.
    Pulsó un cuarto botón.
    —Gettysburg. Gettysburg, conteste por favor —suplicó—. ¿Me oye? Cambio.
    Silencio, y entonces:
    —Aquí Gettysburg. ¿Quién diablos es usted? Cambio.
    La súbita respuesta, tan clara y distinta, sorprendió a Pitt, que tardó casi tres segundos en responder.
    —Esto no importa, pero soy Dirk Pitt. Por el amor de Dios, Gettisburg, desvíe el rumbo. Repito: desvíe el rumbo. Se está dirigiendo a Cuba.
    — ¡Vaya una novedad! —dijo Jurgens—. Sólo puedo mantener este pájaro en el aire unos minutos más y hacer un aterrizaje forzoso en la pista más próxima. No tenemos alternativa.
    Pitt no respondió inmediatamente. Cerró los ojos y trató de pensar. De pronto se hizo una luz en su mente.
    —Gettysburg, ¿pueden llegar a Miami?
    —No. Cambio.
    —Pruebe la Estación Aeronaval de Key West. Está en la punta de los Keys.
    —Tomamos nota. Nuestros ordenadores muestran que está a ciento diez millas al norte y ligeramente al este de nosotros. Muy dudoso. Cambio.
    —Mejor que caiga al agua que en manos de los rusos.
    —Esto es fácil de decir. Llevamos más de doce personas a bordo. Cambio.
    Pitt discutió un momento con su conciencia, preguntándose si debía o no representar el papel de Dios. Después dijo en tono apremiante:
    —Gesttysburg, ¡adelante! Diríjase a los Keys.
    Él no podía saberlo. Pero Jurgens estaba a punto de tomar la misma decisión.
    — ¿Por qué no? Sólo podemos perder una nave de mil millones de dólares y nuestras vidas. Mantenga los dedos cruzados.
    —Cuando yo cierre, podrá restablecer la comunicación con Houston —dijo Pitt—. Suerte, Gettysburg. Que lleguen sanos y salvos a casa. Cierro.
    Pitt permaneció sentado allí, agotado. Reinaba un extraño silencio en la arruinada habitación, un silencio solamente intensificado por los graves gemidos de los heridos. Miró a Quintana y sonrió débilmente. Su papel en la función había terminado, pensó vagamente: lo único que le quedaba por hacer era reunir a sus amigos y volver a casa.
    Pero entonces se acordó de La Dorada.


    58


    El Gettysburg ofrecía un buen blanco mientras se deslizaba en silencio a través de la noche. No había ningún resplandor de los tubos de escape de los motores parados, pero estaba iluminado desde la proa hasta la cola por las brillantes luces de navegación. Estaba solamente a quinientos metros por delante y ligeramente por debajo del avión de caza de Hollyman. Éste sabía ahora que nada podía salvar a la lanzadera y a los hombres que iban dentro. Su terrible final se produciría dentro de sólo unos segundos.
    Hollyman realizó los movimientos mecánicos previos al ataque. Las señales visuales en el panel de delante y en el parabrisas mostraban la velocidad necesaria y los datos de navegación, junto con las indicaciones referentes a los sistemas de lanzamiento de misiles. Un ordenador digital apuntaba automáticamente a la lanzadera espacial, y él poco tenía que hacer, salvo apretar un botón.
    —Control de Colorado, tengo la posición del blanco.
    —Bien, Fox Uno. Cuatro minutos para el aterrizaje. Empiece su ataque.
    Hollyman estaba atormentado por la indecisión. Sintió una oleada de náuseas que le privó temporalmente de todo movimiento. Su mente estaba atribulada por la plena conciencia del acto terrible que estaba a punto de cometer. Había alimentado la inútil esperanza de que todo aquello fuera un espantoso error y de que el Gettysburg, como un reo a punto de ser ejecutado en una vieja película, sería salvado en el último minuto por el indulto del presidente.
    La brillante carrera de Hollyman en las Fuerzas Aéreas estaba acabada. A pesar del hecho de que cumplía órdenes, sería siempre señalado como el hombre que había destruido el Gettysburg y sus pasajeros en el aire. Y experimentaba un miedo y una cólera como jamás había sentido.
    No podía aceptar su mala suerte, ni que el destino le hubiese elegido para el papel de verdugo. Maldijo en voz baja a los políticos que tomaban decisiones militares y que le habían puesto en esta situación.
    —Repita, Fox Uno. Su transmisión fue confusa.
    —Nada, control. No he dicho nada.
    — ¿A qué se debe su demora? —preguntó el general Post—. Empiece inmediatamente el ataque.
    Hollyman alargó los dedos sobre el botón de fuego.
    —Que Dios me perdone —murmuró.
    De pronto, los dígitos en su instrumento de seguimiento empezaron a cambiar. Los estudió brevemente, atraído por la curiosidad. Después miró hacia la nave espacial. Parecía oscilar.
    — ¡Control de Colorado! —gritó por el micrófono—. Aquí Fox Uno. El Gettysburg ha cambiando de rumbo. ¿Me oyen? El Gettysburg ha torcido a la izquierda y se dirige hacia el norte.
    —Le oímos, Fox Uno —respondió Post, con ostensible alivio en su voz—. También nosotros hemos registrado el cambio de rumbo. Tome posiciones y manténgase cerca de la lanzadera. Esos hombres van a necesitar todo el apoyo moral que se les pueda prestar.
    —Con mucho gusto —dijo entusiasmado Hollyman—. Con mucho gusto.
    Un manto de silencio envolvía la sala de control del Centro Espacial Johnson. Ignorantes del drama casi fatal representado por la Fuerza Aérea, el equipo de tierra de cuatro controladores y un grupo creciente de científicos y administradores de la NASA estaban sumidos en un purgatorio de pesimismo. Su red de seguimiento reveló el súbito giro de la lanzadera hacia el norte, pero podía indicar simplemente una vuelta o un giro en S como preparación para el aterrizaje.
    Entonces, con sorprendente brusquedad, la voz de Jurgens rompió el silencio.
    —Houston, aquí Gettysburg. ¿Me oyen? Cambio.
    La sala de control estalló en un estruendo de aclamaciones y aplausos. Merv Foley reaccionó rápidamente y respondió:
    —Sí, Gettysburg. Bienvenido al redil.
    — ¿Estoy hablando con el verdadero Merv Foley?
    —Si somos dos, espero que pillen al otro antes de que firme con mi nombre un montón de cheques.
    —Eres Foley, desde luego.
    — ¿Cuál es su situación, Dave? Cambio.
    — ¿Me están siguiendo?
    —Todos los sistemas han funcionado, salvo las comunicaciones y el control de dirección, desde que salieron de la estación espacial.
    —Entonces ya saben que nuestra altitud es de quince mil metros, y la velocidad, de mil seiscientos kilómetros por hora. Vamos a tratar de aterrizar en la Estación Aeronaval de Key West. Cambio.
    Foley miró a Irwin Mitchell, tenso el semblante.
    Mitchell asintió con la cabeza y dio un golpecito en el hombro de Foley.
    —Detengamos cualquier otra maniobra y traigamos a esos muchachos a casa.
    —Está a más de seiscientos kilómetros —dijo desesperadamente Foley—. Nos las habemos con una nave de cien toneladas que desciende tres mil metros por minuto con una inclinación siete veces mayor que la de un avión comercial. Nunca lo conseguiremos.
    —Nunca digas nunca —replicó Mitchell—. Ahora diles que ponemos manos a la obra. Y procura parecer animado.
    — ¿Animado? —Foley tardó unos segundos en sobreponerse y después apretó el botón de transmisión—. Está bien, Dave, vamos a resolver el problema y traerles a Key West. ¿Están en TAEM? Cambio.
    —Sí. Estamos haciendo todo lo posible por conservar la altura. Tendremos que cambiar el sistema normal de acercamiento para extender nuestro alcance. Cambio.
    —Comprendido. Todas las unidades aéreas y marítimas de la zona están siendo puestas en estado de alerta.
    —No sería mala idea hacer que la Marina supiese que estamos llegando para tomar el desayuno.
    —Lo haremos —dijo Foley—. No corte.
    Apretó un botón y aparecieron los datos de seguimiento en la pantalla de su consola. El Gettysburg descendía a menos de doce mil metros y todavía tenía que volar ciento cincuenta kilómetros.
    Mitchell contempló la imagen de la trayectoria en la pantalla gigante de la pared. Se puso el auricular y llamó a Jurgens.
    —Dave, soy Irwin Mitchell. Vuelva a la dirección automática. ¿Me ha oído? Cambio.
    —Lo he oído. Irv, pero no me gusta.
    —Será mejor que los ordenadores dirijan esta fase del acercamiento. Podrá volver al mando manual quince kilómetros antes de aterrizar.
    —Bien. Cierro.
    Foley miró, expectante, a Mitchell.
    — ¿Están muy cerca? —fue todo lo que preguntó.
    —A un tiro de piedra —dijo Mitchell, respirando hondo.
    — ¿Podrán conseguirlo?
    —Si el viento sigue como ahora, tienen una pequeña posibilidad. Pero si aumenta a veinte nudos, están listos.
    No se sentía miedo en la cabina del Gettysburg. No había tiempo para esto. Jurgens seguía atentamente la trayectoria de descenso en las pantallas del ordenador. Abría y cerraba los dedos como un pianista antes del concierto, esperando ansiosamente el momento en que tomaría el mando manual para las últimas maniobras del aterrizaje.
    —Tenemos un acompañante —dijo Burkhart.
    Por primera vez, Jurgens desvió la mirada de los instrumentos y miró por la ventanilla. Pudo distinguir a duras penas un caza F-15 que volaba a su lado a una distancia de unos doscientos metros. Mientras lo observaba, el piloto encendió las luces de navegación e hizo oscilar las alas del aparato. Otros dos aviones en formación siguieron su ejemplo. Jurgens volvió a ajustar la radio a una frecuencia militar.
    — ¿De dónde vienen, muchachos?
    —Estábamos dando una vuelta por el barrio en busca de alguna chica y vimos su máquina volante. ¿Podemos ayudarles? Cambio.
    — ¿Tienen un cable para remolcarnos? Cambio.
    —Se nos han acabado.
    —De todos modos, gracias por la compañía.
    Jurgens sintió un ligero alivio. Si no llegaban a Key West y tenían que caer al agua, al menos los cazas podrían permanecer en el lugar y guiar a los que viniesen a auxiliarles. Volvió de nuevo a fijar su atención en los indicadores de vuelo y se preguntó distraídamente por qué no le había puesto Houston en comunicación con la Estación Aeronaval de Key West.
    — ¿Qué diablos es eso de que Key West está cerrado? —gritó Mitchell a un pálido ingeniero que estaba a su lado y sostenía un teléfono. Y sin esperar respuesta, agarró el auricular—. ¿Con quién hablo? —preguntó.
    —Soy el capitán de corbeta Redfern.
    — ¿Se da cuenta de la gravedad de la situación?
    —Nos la han explicado, señor, pero nada podemos hacer Esta tarde una camión cisterna ha chocado contra nuestras líneas de energía eléctrica y todo el campo ha quedado inmediatamente a oscuras.
    — ¿Y sus generadores de emergencia?
    —El motor Diesel que los activa funcionó bien durante seis horas y después falló por un problema mecánico. Ahora están trabajando en esto y volverá a funcionar dentro de una hora.
    —Demasiado tarde —gritó Mitchell—. El Gettysburg llegará dentro de dos minutos. ¿Cómo pueden guiarle en la maniobra de aterrizaje?
    —No podemos hacerlo —respondió el capitán—. Todo nuestro equipo está inutilizado.
    —Entonces iluminen la pista con los faros de los coches y los camiones, con cualquier cosa de que dispongan.
    —Haremos todo lo que podamos, señor; pero no será mucho, con sólo cuatro hombres de servicio a esta hora de la madrugada. Lo siento.
    —No es usted el único que lo siente —gruñó Mitchell, y colgó el teléfono de golpe.
    —Ahora, ya tendríamos que ver la pista —dijo Burkhart, con inquietud—. Veo las luces de la ciudad de Key West, pero ni señales de la estación aeronaval.
    Por primera vez, aparecieron unas gotitas de sudor en la frente de Jurgens.
    —Es muy extraño que no nos hayan dicho nada las torres de control.
    En aquel momento, oyeron la voz tensa de Mitchell.
    —Gettysburg, la estación de Key West ha sufrido una avería en la instalación eléctrica. Procurarán iluminar la pista con vehículos. Aconsejamos que se acerque desde el este y aterrice en dirección oeste. La pista tiene una longitud de dos mil metros. Si la sobrepasan, irán a parar a un parque de recreo. ¿Entendido? Cambio.
    —Sí, Control. Entendido.
    —Vemos que está a cuatro mil metros, Dave. Velocidad, seiscientos kilómetros por hora. Un minuto y diez segundos, y nueve kilómetros, para el aterrizaje. Tome el mando manual. Cambio.
    —Bien, paso al mando manual.
    — ¿Puede ver la pista?
    —Todavía no veo nada.
    —Disculpe la interrupción, Gettysburg. —Era Hollyman, empleando la frecuencia de la NASA—. Pero creo que mis muchachos y yo podemos hacer de guías a su trineo. Pasaremos delante y alumbraremos el camino.
    —Muchas gracias, amiguito —dijo, agradecido, Jurgens.
    Observó como los F-15 le adelantaban, bajaban el morro y apuntaban en dirección a Key West. Se pusieron en línea, como jugando a seguir al jefe, y encendieron las luces de aterrizaje. AI principio, los brillantes rayos solamente se reflejaron en el agua; pero después iluminaron unas salinas y luego la pista de la estación aeronaval.
    —Gettysburg, sólo está a cien metros por debajo del mínimo —dijo Foley.
    —Si subo un centímetro más, se calará.
    La pista pareció tardar una eternidad en hacerse más ancha. La lanzadera estaba sólo a seis kilómetros, pero parecían cien. Jurgens creyó que podría conseguirlo. Era preciso. Puso en acción a todas las células de su cerebro, para que el Gettysburg se mantuviera en el aire.
    —Velocidad quinientos kilómetros, altitud seiscientos metros, cinco kilómetros hasta la pista —informó Burkhart, con voz ligeramente ronca.
    Jurgens pudo ver ahora las luces de los vehículos de los servicios de socorro y contra incendios. Los cazas volaban sobre él, iluminando la pista de hormigón de dos mil metros de longitud por sesenta de anchura.
    La lanzadera descendía rápidamente. Jurgens la retenía lo más que podía. Las luces de aterrizaje brillaron sobre la línea de la costa, a no más de treinta metros debajo de él. Esperó hasta el último segundo y desplegó el tren de aterrizaje. Una maniobra normal de aterrizaje exigía que las ruedas tocasen el suelo a novecientos metros del principio de la pista, pero Jurgens contuvo el aliento, confiando, contra toda esperanza, en alcanzar el hormigón.
    La salina fue iluminada por los brillantes rayos y se perdió en la oscuridad. Burkhart se agarró a los brazos del sillón y recitó los números decrecientes:
    —Velocidad trescientos cincuenta. Tren de aterrizaje a tres metros... dos... uno, contacto.
    Los cuatro gruesos neumáticos del tren de aterrizaje principal chocaron con la dura superficie y protestaron por la súbita fricción lanzando una nube de humo. Una medición ulterior demostraría que Jurgens había tocado el suelo a sólo veinte metros del principio de la pista. Jurgens bajó suavemente el morro de la nave espacial hasta que la rueda delantera estableció contacto con el suelo, y entonces apretó los dos pedales del freno. Cuando detuvo el aparato, todavía le sobraban trescientos metros de pista.
    — ¡Lo han conseguido! —gritó Hollyman, por radio.
    —Gettysburg a Control de Houston —dijo Jurgens, con un audible suspiro—. Las ruedas se han detenido.
    — ¡Magnífico! ¡Magnífico! —gritó Foley.
    —Felicitaciones, Dave —añadió Mitcheli—. Nadie habría podido hacerlo mejor.
    Burkhart miró a Jurgens y no dijo nada; se limitó a levantar los dos pulgares.
    Jurgens permaneció sentado, descargando todavía adrenalina, gozando de un triunfo contra todas las probabilidades. Su fatigada mente empezó a divagar y, sin darse cuenta, empezó a preguntarse quién era Dirk Pitt. Después apretó el botón del intercomunicador.
    —Señor Steinmetz.
    — ¿Sí, comandante?
    —Sea bienvenido en su regreso a la Tierra. Estamos en casa.


    59


    Pitt echó una rápida mirada a su alrededor y volvió al despacho de Velikov. Todos estaban de rodillas, agrupados alrededor de Raymond LeBaron, que yacía en el suelo. Jessie le asía una mano y le murmuraba algo. Gunn miró hacia arriba al oír acercarse a Pitt y sacudió la cabeza.
    — ¿Qué ha pasado? —preguntó rápidamente Pitt.
    —Se puso en pie para ayudarte y recibió la bala que te hirió en la oreja —respondió Giordino.
    Antes de arrodillarse, Pitt miró un momento al millonario mortalmente herido. En la ropa que cubría la parte superior del abdomen se extendía una mancha carmesí. Los ojos tenían todavía vida y estaban fijos en el rostro de Jessie. La respiración era rápida y jadeante. Trató de levantar la cabeza para decir algo a Jessie, pero el esfuerzo fue demasiado grande y volvió a reclinarla en el suelo.
    Pitt hincó despacio una rodilla al lado de Jessie. Ella se volvió a mirarle y las lágrimas resbalaron por sus pálidas mejillas. Él correspondió brevemente a su mirada, en silencio. No se le ocurría nada que decirle; su mente estaba agotada.
    —Raymond trató de salvarte —dijo ella con voz ronca—. Yo sabía que no podrían cambiarle del todo. Al final volvió a ser como antes.
    LeBaron tosió; una tos extraña y áspera. Miró a Jessie, turbios los ojos, blanca y exangüe la cara.
    —Cuida de Hilda —murmuró—. Lo dejo todo en tus manos.
    Antes de que pudiese decir nada más, la habitación retembló con el estruendo de explosiones allá a lo lejos; el equipo de Quintana había empezado a destruir las instalaciones electrónicas en el interior del edificio. Tendrían que marcharse pronto, y no llevarían a Raymond LeBaron con ellos.
    Pitt pensó en todos los reportajes de los periódicos y los artículos de las revistas que glorificaban al moribundo que ahora yacía sobre la alfombra como un comerciante de temple de acero que podía levantar o derribar a directivos de corporaciones gigantescas o a políticos de alto nivel en el Gobierno: como un brujo en la manipulación de los mercados financieros del mundo; como un hombre frío y vengativo que había dejado tras de sí los huesos de sus competidores y no había dudado en echar a la calle a miles de sus empleados. Pitt había leído todo esto, pero lo único que veía ahora era un viejo moribundo, una paradoja de la fragilidad humana, que le había robado la esposa a su mejor amigo y después le había matado por un tesoro. Pitt no podía sentir compasión, ni una pizca de emoción, por un hombre semejante.
    Ahora el hilo delgado del que pendía la vida de LeBaron estaba a punto de romperse. Pitt se inclinó y acercó los labios a la oreja del viejo potentado.
    —La Dorada —murmuró—. ¿Qué hizo con ella?
    LeBaron le miró y sus ojos brillaron un instante al pasar por su nublada mente un último recuerdo del pasado. Hizo acopio de fuerzas para responder y su voz fue muy débil. Las palabras brotaron casi en el mismo instante de morir.
    — ¿Qué ha dicho? —preguntó Giordino.
    —No estoy seguro —respondió Pitt, con expresión perpleja—. Fue algo así como «Look on the main sight».2

    A los oídos de los cubanos de la isla grande, las detonaciones sonaron como un trueno lejano, y no les prestaron atención. Ninguna erupción volcánica tiñó el horizonte de rojo y naranja; ninguna terrible columna de llamas elevándose en el negro cielo atrajo su curiosidad. El ruido llegó extrañamente sofocado, debido a que el edificio había sido destruido desde el interior. Incluso la tardía destrucción de la gran antena pasó inadvertida.
    Pitt ayudó a Jessie a cruzar la playa, seguido de Giordino y de Gunn, que era transportado en una camilla por los cubanos. Quintana se reunió con ellos y prescindió de toda precaución al enfocar a Pitt con los finos rayos de una linterna.
    —Debería vendarle la oreja.
    —Sobreviviré hasta que lleguemos al TSE.
    —Tuve que dejar dos hombres atrás, enterrados donde nadie podrá encontrarlos nunca. Pero volvemos más de los que vinimos. Alguien tendrá que llevar a otro en su Dasher. Tú llevarás a la señora LeBaron, Dirk, El señor Gunn puede navegar conmigo. El sargento López puede...
    —El sargento puede ir solo —le interrumpió Pitt.
    — ¿Solo?
    —También nosotros dejamos un hombre atrás —dijo Pitt.
    Quintana pasó rápidamente el rayo de su linterna sobre los otros.
    — ¿Raymond LeBaron?
    —No vendrá.
    Quintana encogió ligeramente los hombros, inclinó la cabeza delante de Jessie y dijo simplemente:
    —Lo siento.
    Entonces se volvió y empezó a reunir a sus hombres para el viaje de regreso a la embarcación nodriza.
    Pitt sostuvo a Jessie junto a él y dijo amablemente:
    —Te pidió que cuidases de su primera esposa, Hilda, que todavía vive.
    No pudo ver la sorpresa que se pintó en la cara de ella, pero sí sentir que su cuerpo se ponía rígido.
    — ¿Cómo lo has sabido? —preguntó ella, con incredulidad.
    —La conocí y hablé con ella hace unos días.
    Jessie pareció aceptarlo y no le preguntó cómo habría ido a parar a la residencia de ancianos.
    —Raymond y yo celebramos la ceremonia y representamos nuestros papeles de marido y mujer. Pero él nunca pudo renunciar completamente a Hilda o divorciarse de ella.
    _____________________________________________________________________
    2. Literalmente, «Mire en la vista principal». Se ha conservado el original en inglés porque en la igualdad fonética entre main sigbt y otras palabras que se verán más adelante (igualdad que no existe en español) está la clave que pretende llevar al descubrimiento de La Dorada. (N. del T.)

    —Un hombre que amaba a dos mujeres.
    —De una manera diferente, especial. Era un tigre en los negocios, pero un cordero en la vida del hogar. Raymond se sintió perdido cuando la mente y el cuerpo de Hilda empezaron a deteriorarse. Necesitaba desesperadamente una mujer en la que apoyarse. Empleó su influencia para simular la muerte de Hilda e ingresarla en una residencia bajo el apellido de su primer matrimonio.
    —Y entonces entraste tú en escena.
    No quería mostrarse frío, pero no estaba afligido.
    —Yo ya era parte de su vida —dijo ella, impertérrita—. Yo era uno de los redactores-jefe de Prosperteer. Raymond y yo nos entendíamos desde hacía años. Nos sentíamos bien juntos. Su proposición fue casi como un negocio, un matrimonio simulado de conveniencia; pero pronto se convirtió en algo más, en mucho más. ¿Lo crees?
    —Yo no soy quién para dictar sentencias —respondió Pitt a media voz.
    Quintana salió de las sombras y tocó el brazo de Pitt.
    —Nos ponemos en marcha. Yo llevaré el receptor de radio e iré delante. —Se acercó a Jessie y su voz se suavizó—. Dentro de una hora estará a salvo. ¿Cree que podrá aguantar un poco más?
    —Estaré bien. Gracias por su interés.
    Arrastraron los Dashers a través de la playa y los metieron en el agua. Quintana dio la orden y todos montaron y partieron sobre el negro mar. Esta vez Pitt iba en retaguardia, mientras Quintana, con los auriculares calados, se dirigía hacia el TSE guiándose por las instrucciones transmitidas por el coronel Kleist.
    Dejaron atrás aquella isla de la muerte. El enorme edificio había quedado reducido a un montón de planchas de hormigón derrumbadas. Los aparatos electrónicos y el adornado mobiliario ardían como el fondo de un volcán en extinción debajo de la arena coralina blanqueada por el sol. La antena gigantesca yacía en mil pedazos retorcidos. Sin ninguna posibilidad de reparación. Al cabo de pocas horas, cientos de soldados rusos, conducidos por agentes del GRU, se arrastrarían sobre las ruinas, buscando entre la arena alguna señal que permitiera identificar a las fuerzas responsables de la destrucción. Pero los únicos indicios que encontrarían en su investigación apuntarían directamente a la mente astuta de Fidel Castro y no a la CÍA.
    Pitt mantenía los ojos fijos en la luz azul del Dasher que le precedía. Navegaba ahora contra la marea y la pequeña embarcación cabeceaba y remontaba las crestas como en una montaña rusa. El peso añadido de Jessie reducía su velocidad, y Pitt apretaba a fondo el acelerador para no quedar rezagado.
    Sólo habían viajado cosa de una milla cuando sintió que una de las manos de Jessie se desprendía de su cintura.
    — ¿Estás bien? —preguntó.
    Por toda respuesta sintió el frío cañón de una pistola apoyado en su pecho, justo por debajo de la axila. Bajó muy despacio la cabeza y miró debajo del brazo. Ciertamente, era el negro perfil de una pistola apoyada en su caja torácica; una Makarov de 9 milímetros, y la mano que la sostenía no temblaba.
    —Si no es una impertinencia —dijo Pitt, con auténtica sorpresa—, ¿puedo preguntarte en qué estás pensando?
    —En un cambio de plan —respondió ella, con voz grave y tensa—. Nuestro trabajo sólo está realizado a medias.
    Kleist paseaba por la cubierta del TSE mientras los componentes del equipo de Quintana subían a bordo y los Dashers eran introducidos rápidamente por una gran escotilla y bajados por una rampa hasta el cavernoso compartimiento de carga. Quintana estuvo dando vueltas alrededor del submarino hasta que no quedó nadie en el agua; sólo entonces fue a la cubierta inferior.
    — ¿Cómo ha ido la cosa? —preguntó ansiosamente Kleist.
    —Como dicen en Broadway, un gran éxito. La destrucción ha sido total. Puede decir a Langley que el GRU ha volado por los aires.
    —Buen trabajo —dijo Kleist—. Recibirán una buena recompensa y unas largas vacaciones. Cortesía de Martin Brogan.
    —Pitt es quien merece las mayores alabanzas. Nos condujo directamente al salón antes de que los rusos se despertasen. También se dirigió a la radio y avisó a la lanzadera espacial.
    —Desgraciadamente, no hay galones para los ayudantes espontáneos —dijo vagamente Kleist. Después preguntó—: ¿Y qué ha sido del general Velikov?
    —Se le presume muerto y enterrado bajo los cascotes.
    — ¿Alguna baja?
    —Yo he perdido dos hombres. —Hizo una pausa—. También perdimos a Raymond LeBaron.
    —El presidente tendrá un gran disgusto cuando se entere de esta noticia.
    —En realidad, fue sobre todo un accidente. Hizo un valeroso pero loco intento de salvar la vida de Pitt, y fue él quien pagó con la suya.
    —Así pues, el viejo bastardo ha muerto como un héroe. —Kleist caminó hasta el borde de la cubierta y observó la oscuridad—. ¿Y qué ha sido de Pitt?
    —Sufrió una pequeña herida, nada grave.
    — ¿Y la señora LeBaron?
    —Unos pocos días de descanso y algún cosmético para disimular sus moraduras y parecerá como nueva.
    Kleist se volvió rápidamente.
    — ¿Cuándo les vio por última vez?
    —Cuando abandonamos la playa. Pitt llevaba a la señora LeBaron con él en su Dasher. Yo navegaba a poca velocidad para que pudiesen seguirnos.
    Quintana no pudo verlo, pero los ojos de Kleist se volvieron temerosos, temerosos al darse súbitamente cuenta de que algo andaba terriblemente mal.
    —Pitt y la señora LeBaron no han subido a bordo.
    —Tienen que haberlo hecho —dijo con inquietud Quintana—. Yo he sido el último en subir.
    —Esto no es una explicación —dijo Kleist—. Ellos están todavía ahí fuera, en alguna parte. Y como Pitt no llevaba el receptor de radio en el trayecto de regreso, no podemos guiarle hasta aquí.
    Quintana se llevó una mano a la frente.
    —Ha sido culpa mía. Yo era el responsable.
    —Tal vez sí, tal vez no. Si algo hubiese marchado mal, si su Dasher se hubiese averiado, Pitt habría gritado y usted le habría oído con toda seguridad.
    —Tal vez podríamos localizarlos con el radar —sugirió Quintana, esperanzado.
    Kleist apretó los puños y se los golpeó.
    —Será mejor que nos demos prisa. Quedarnos aquí mucho más tiempo sería un suicidio.
    Él y Quintana bajaron rápidamente por la rampa hasta el cuarto de control. El operador del radar estaba sentado delante de una pantalla en blanco. Levantó la cabeza al ver a los dos oficiales que se situaban a su lado, con los semblantes tensos.
    —Levante la antena —ordenó Kleist.
    —Seremos captados por todas las unidades de radar de la costa cubana —protestó el operador.
    — ¡Levántela! —repitió vivamente Kleist.
    Arriba, una parte de la cubierta se abrió y una antena orientable se desplegó y subió en la punta de un mástil que se elevó casi veinte metros en el aire. Abajo, tres pares de ojos observaron cómo cobraba vida la pantalla.
    — ¿Qué estamos buscando? —preguntó el operador.
    —Faltan dos de nuestras personas —respondió Quintana.
    —Son demasiado pequeños para ser vistos.
    — ¿Y si aumentamos el alcance por ordenador?
    —Podemos probar.
    —Adelante.
    Al cabo de medio minuto, el operador sacudió la cabeza.
    —Nada en dos millas.
    —Aumente el alcance a cinco.
    —Nada.
    —Pase a diez.
    El operador prescindió de la pantalla de radar y observó atentamente la imagen ampliada del ordenador.
    —Bien, distingo un objeto diminuto que es una posibilidad. Nueve millas al sudoeste, torciendo dos-dos-dos grados.
    —Tienen que haberse perdido —murmuró Kleist.
    El operador de radar sacudió la cabeza.
    —No, a menos que estén ciegos o sean completamente estúpidos. El cielo está claro como el cristal. Hasta un boy scout podría encontrar la Estrella Polar.
    Quintana y Kleist se irguieron y se miraron con mudo asombro, incapaces de comprender del todo lo que sabían que era verdad. Kleist fue el primero en hacer la ineludible pregunta.
    — ¿Por qué? —preguntó, perplejo—. ¿Por qué tienen que ir deliberadamente a Cuba?


    Quinta parte
    El Amy Bígalow

    60


    6 de noviembre de 1989
    Costa Norte de Cuba

    Pitt y Jessie esquivaron una lancha patrullera cubana y se hallaban a mil metros de la costa de Cuba cuando acabó de descargarse la batería del Dasher. Quitaron los tapones de los flotadores y se alejaron nadando mientras la pequeña embarcación deportiva se hundía hasta el fondo del mar. Las botas de campaña eran muy ajustadas y dejaban entrar poca agua en su interior; por consiguiente, se las dejaron puestas, conscientes de que serían esenciales cuando pisasen tierra.
    El agua era agradablemente tibia y las olas permanecían bajas. La media luna de la mañana temprana se deslizaba sobre el horizonte dos horas antes de que saliese el sol. Bajo aquella luz, Pitt podía fácilmente no perder de vista a Jessie. Ésta tosió como si hubiese tragado un poco de agua, pero parecía nadar sin esfuerzo.
    — ¿Qué tal nadas de espalda? —preguntó él.
    —Bien. —Ella espurrió y escupió durante un momento, y dijo—: quedé tercera en un campeonato escolar del Estado.
    — ¿Qué Estado?
    —Wyoming.
    —No sabía que en Wyoming hubiese piscinas.
    —Eres muy gracioso.
    —La marea nos favorece; debemos darnos prisa antes de que cambie.
    —Pronto será de día —dijo ella.
    —Mayor motivo para que lleguemos a tierra y busquemos donde refugiarnos.
    — ¿Qué me dices de los tiburones?
    —Nunca desayunan antes de las seis— dijo él, con impaciencia—. Vamos, basta de charla.
    Empezaron a nadar de espalda, echando atrás los brazos y pataleando. La marea creciente les empujaba a casi un nudo de velocidad y hacían un buen crono. Jessie era buena nadadora. Seguía el ritmo de Pitt y se mantenía a su lado. Él se maravilló de su resistencia después de todo lo que había tenido que sufrir durante los últimos seis días y la compadeció por los dolores y la fatiga que sabía que estaba padeciendo. Pero no podía permitir ahora que aflojase; no hasta que llegasen a la costa y encontrasen un poco de seguridad.
    Ella no le había explicado la razón por la que le obligaba a dirigirse a Cuba, y Pitt no se la había preguntado. No tenía que ser clarividente para saber que ella tenía un propósito definido en su mente, capaz de llevarla hasta la locura. Podía haberla desarmado volcando el Dasher en un rápido viraje al descender de una ola, y estaba bastante seguro de que Jessie no habría apretado el gatillo si él se hubiese negado a obedecerla.
    Pero, para Pitt, era una cosa normal. «Con poco o mucho dinero, es el amor lo que mueve el mundo.» Sólo que él no estaba enamorado; atraído, sí, pero no encalabrinado. La curiosidad pesaba más que cualquier impulso pasional. Nunca podía resistir la tentación de asomarse a la puerta de lo desconocido. Y además estaba el señuelo del tesoro de La Dorada. La pista que le había dado LeBaron era muy vaga, pero la estatua tenía que estar en algún lugar de Cuba. La única pega era que fácilmente podrían matarle.
    Pitt se detuvo y se sumergió, tocando fondo a una profundidad que calculó sería de tres metros. Volvió a subir y accidentalmente rozó una de las piernas de Jessie al emerger. Ella chilló, creyendo que era atacada por una criatura grande de aleta triangular, ojos ciegos y una boca que sólo un dentista podría apreciar.
    — ¡Silencio! —dijo él—. O pondrás sobre aviso a todas las patrullas a millas de distancia.
    — ¡Dios mío, eras tú! —gruñó ella, asustada.
    —Habla bajo —murmuró él a su oído—. El sonido se transmite con mucha claridad sobre el agua. Descansaremos un rato y observaremos por si hay alguna señal de actividad.
    Ella no le respondió; le tocó ligeramente un hombro en señal de asentimiento. Patalearon en el agua durante varios minutos, mirando en la oscuridad. La pálida luz de la luna iluminaba suavemente la costa de Cuba, la estrecha franja de arena blanca y las oscuras sombras que se alzaban detrás. A unas dos millas a su derecha pudieron ver luces de coches que circulaban por una carretera próxima a la costa. Cinco millas más allá, un resplandor incandescente revelaba la posición de una pequeña ciudad portuaria.
    Pitt no podía detectar ningún indicio de movimiento. Señaló hacia delante y empezó a nadar de nuevo, ahora en braza para poder ver lo que tenía delante. Alturas y formas, ángulos y contornos, se convirtieron en nebulosas siluetas al acercarse ellos. Cincuenta metros más adelante, Pitt bajó los pies y tocó arena. Se levantó y el agua le llegó al pecho.
    —Puedes ponerte en pie —dijo en voz baja.
    Hubo una pausa momentánea; después, Jessie dijo con voz cansada:
    —Gracias a Dios. Los brazos me pesaban como el plomo.
    —En cuanto lleguemos cerca de la orilla, tiéndete y no te muevas. Yo exploraré los alrededores.
    —Ten cuidado, por favor.
    —No te preocupes —dijo él, con una amplia sonrisa—. Estoy empezando a pillarle el truco a esto. Es la segunda playa enemiga en la que he desembarcado esta noche.
    — ¿Es que nunca hablarás en serio?
    —Cuando la ocasión lo exija, sí. Como ahora, por ejemplo. Dame la pistola.
    Ella vaciló.
    —Creo que la he perdido.
    — ¿Lo crees?
    —Cuando nos metimos en el agua...
    —La tiraste.
    —La tiré —repitió inocentemente ella, contra su voluntad.
    —No sabes lo divertido que es trabajar contigo —dijo Pitt, desesperado.
    Nadaron en silencio el poco trecho que les quedaba, hasta que las pequeñas olas acabaron de romper y la profundidad del agua fue de unos pocos centímetros. Pitt indicó a Jessie, con un ademán, que no se levantase. Permaneció tendido e inmóvil durante un minuto, y después se levantó súbitamente sin decir palabra, corrió sobre la arena y desapareció en las sombras.
    Jessie se esforzó en no adormilarse. Tenía todo el cuerpo entumecido por el cansancio, y se dio cuenta, con alivio, de que el dolor de las magulladuras causadas por las manos de Foss Gly se estaba mitigando. El suave chapoteo del agua contra su cuerpo ligeramente vestido la relajaba como un sedante.
    Y entonces se quedó helada, clavando los dedos en la arena mojada y sintiendo el corazón en la garganta.
    Uno de los arbustos se había movido. Después, tal vez a unos doce metros de distancia, una forma oscura se destacó de las sombras circundantes y avanzó a lo largo de la playa, exactamente por encima de la línea marcada por el mar.
    No era Pitt.
    La pálida luz de la luna reveló una figura uniformada y armada de un fusil. Jessie yació paralizada, claramente consciente de su absoluta impotencia. Apretó el cuerpo contra la arena y se deslizó lentamente hacia atrás, entrando en aguas más profundas, centímetro a centímetro.
    Se encogió en un vano intento de hacerse más pequeña cuando de pronto la luz de una linterna brilló en la oscuridad y resiguió la playa sobre la rompiente. El centinela cubano dirigía la luz hacia atrás y hacia delante, mientras andaba en su dirección, examinando atentamente el suelo. Con aterrorizada certidumbre, se dio cuenta Jessie de que estaba siguiendo huellas de pisadas. Súbitamente, sintió cólera contra Pitt por dejarla sola y por dejar unas huellas que conducían directamente a ella.
    El cubano se acercó a diez metros y habría visto el perfil superior de su cuerpo si se hubiese vuelto un poco en su dirección. El rayo de luz se detuvo y se mantuvo fijo, enfocando las huellas dejadas por Pitt en su carrera a través de la playa. Eí guardia giró hacia la derecha y se agachó, apuntando con la linterna a los matorrales aledaños. Entonces, inexplicablemente, dio media vuelta a la izquierda y el rayo de luz alcanzó de lleno a Jessie, cegándola.
    Durante un segundo, el cubano se quedó como pasmado; después asió con la mano libre el cañón del fusil ametrallador que llevaba colgado del hombro y apuntó directamente a Jessie. Demasiado aterrorizada para hablar, ella cerró los ojos, como si con esta sencilla acción pudiese librarse del horror y del impacto de las balas.
    Oyó un golpe sordo, seguido de un gemido convulsivo. No hubo disparos. Solamente un extraño silencio. Entonces tuvo la impresión de que la luz se había apagado. Abrió los ojos y vio vagamente un par de piernas hundidas hasta el tobillo en el agua, y entre ellas percibió el cuerpo del cubano, tendido sobre la arena.
    Pitt alargó los brazos y puso a Jessie suavemente en pie. Le alisó los chorreantes cabellos y dijo:
    —Parece que no puedo volver la espalda un minuto sin que te encuentres en dificultades.
    —Me creí muerta —dijo ella, y los latidos de su corazón empezaron a calmarse.
    —Debes de haber pensado lo mismo al menos una docena de veces desde que salimos de Key West.
    —Se tarda un poco en acostumbrarse al miedo a la muerte.
    Pitt levantó la linterna del cubano, la encendió haciendo pantalla con la mano y empezó a despojarle de su uniforme.
    —Afortunadamente, es un tunante bajito, aproximadamente de tu estatura. Tus pies nadarán probablemente en sus botas, pero es mejor que pequen de grandes que de pequeñas.
    — ¿Está muerto?
    —Sólo tiene un pequeño chichón en la cabeza, producido por una piedra. Volverá en sí dentro de unas horas.
    Ella frunció la nariz al tomar el uniforme de campaña que le arrojó Pitt.
    —Creo que no se ha bañado nunca.
    —Lávalo en el mar y póntelo mojado —dijo vivamente él—. Y de prisa. No es momento de andarse con remilgos. El centinela del puesto siguiente se estará preguntando por qué no se ha presentado. Su relevo y el sargento de guardia no tardarán en llegar.
    Cinco minutos después, Jessie llevaba un empapado uniforme de patrullero cubano. Pitt tenía razón; las botas le estaban dos números grandes. Se recogió los mojados cabellos y los cubrió con la gorra. Se volvió y miró a Pitt que salía de entre los árboles y arbustos, llevando el fusil del cubano y una hoja de palmera.
    — ¿Qué has hecho de él?
    —Le he metido entre unos matorrales —dijo Pitt, en tono apremiante.
    Señaló a un rayito de luz a un cuarto de milla playa abajo.
    —Vienen. No es hora de juegos. Marchémonos de aquí.
    La empujó rudamente hacia los árboles y la siguió, caminando de espaldas y borrando las pisadas con la hoja de palmera. Después de casi setenta metros, tiró la hoja y corrieron a través de la jungla, apartándose lo más posible de los guardias y de la playa antes de que amaneciese.
    Habían recorrido siete u ocho kilómetros cuando el cielo oriental empezó a pasar del negro al naranja. Apareció un campo de caña de azúcar en la decreciente oscuridad, y pasaron por su borde hasta salir a una carretera pavimentada de dos carriles. No había faros sobre el asfalto en ninguna de ambas direcciones. Caminaron por la orilla, metiéndose en la espesura cada vez que se acercaba un coche o un camión. Pitt advirtió que los pasos de Jessie empezaban a flaquear y que respiraba en rápidos jadeos. Se detuvo, cubrió la linterna con un pañuelo y le iluminó la cara. No necesitaba tener eí título de médico para saber que estaba agotada. La asió de la cintura y la empujó hasta que llegaron a un pequeño y escabroso barranco.
    —Recobra el aliento. Volveré en seguida.
    Pitt se dejó caer hasta el fondo del barranco seco, que seguía un curso quebrado alrededor de una colina sembrada de grandes guijarros y de pinos achaparrados. Pasó por debajo de la carretera por un tubo de hormigón de un metro de diámetro y que daba a unos pastos vallados al otro lado. Volvió a subir a la carretera, tomó en silencio a Jessie de la mano y la condujo, tropezando y resbalando, al pedregoso fondo del barranco. Dirigió el rayo de luz de la linterna al tubo de desagüe.
    —La única habitación vacía en la ciudad —dijo, con la voz más animada de que fue capaz, dadas las circunstancias.
    No era una suite de lujo, pero había en el fondo curvo unos pocos centímetros de blanda arena y era el refugio más seguro que Pitt había podido encontrar. Si los guardias daban con su pista y la seguían hasta la carretera, sin duda pensarían que la pareja había sido recogida por un coche, según un plan preestablecido.
    De algún modo consiguieron encontrar una posición cómoda en el estrecho y oscuro espacio. Pitt dejó el arma y la linterna al alcance de la mano y por fin se relajó.
    —Muy bien, señora —dijo, y sus palabras resonaron en la tubería—. Creo que ya es hora de que me digas qué diablos estamos haciendo aquí.
    Pero Jessie no le respondió.
    Olvidando su uniforme frío, húmedo y mal ajustado, olvidando incluso el dolor de los pies y de las articulaciones, se había acurrucado en posición fetal y dormía profundamente.


    61


    — ¿Muertos? ¿Todos muertos? —repitió furioso el jefazo del Kremlin, Antonov—. ¿Toda la instalación destruida, y ningún superviviente, ninguno en absoluto?
    Polevoi asintió tristemente con la cabeza.
    —El capitán del submarino que detectó las explosiones y el coronel al mando de las fuerzas de seguridad enviadas a tierra para investigar, informaron que no habían encontrado a nadie vivo. Recogieron el cadáver de mi primer delegado, Lyev Maisky, pero el general Velikov todavía no ha sido encontrado.
    — ¿Se echaron en falta claves y documentos secretos?
    Pelevoi no estaba dispuesto a poner la cabeza en el tajo y asumir la responsabilidad de un desastre en los servicios secretos. Se hallaba a un pelo de perder su encumbrada posición y convertirse rápidamente en un burócrata olvidado, encargado de un campo de trabajo.
    —Todos los datos secretos fueron destruidos por el personal del general Velikov antes de morir luchando.
    Antonov aceptó la mentira.
    —La CÍA —dijo reflexivamente—. Ellos están detrás de esta infame provocación.
    —Creo que, en este caso, no podemos hacer de la CÍA el chivo expiatorio. Los primeros indicios señalan una operación cubana.
    —Imposible —saltó Antonov—. Nuestros amigos en los círculos militares de Castro nos habrían advertido con mucha antelación de cualquier plan para atacar la isla. Además, una operación tan audaz e ingeniosa y de esta magnitud no está al alcance de ningún cerebro latino.
    —Tal vez, pero nuestros mejores elementos en el servicio secreto creen que la CÍA no sospechaba ni remotamente la existencia de nuestro centro de comunicaciones en Cayo Santa María. No hemos descubierto al menor indicio de vigilancia. La CÍA es hábil, pero sus hombres no son dioses. No podía en modo alguno proyectar, ensayar y llevar a cabo la incursión en las pocas horas que mediaron entre el momento en que la lanzadera salió de la estación espacial hasta que se desvió de pronto del rumbo a Cuba que nosotros habíamos programado.
    — ¿Perdimos también la lanzadera?
    —Nuestros instrumentos de observación del Centro Espacial Johnson revelaron que había aterrizado a salvo en Key West.
    —Con los colonos americanos de la Luna —añadió Antonov.
    —Iban a bordo, sí.
    Antonov permaneció unos segundos sentado allí, demasiado furioso para reaccionar, apretados los labios, sin pestañear y mirando a ninguna parte.
    — ¿Cómo lo hicieron? —gruñó al fin—. ¿Cómo salvaron su preciosa lanzadera espacial en el último minuto?
    —La suerte de los tontos —dijo Polevoi, siguiendo de nuevo el dogma comunista de echar las culpas a los otros—. Salvaron el pellejo gracias a la tortuosa interferencia de los Castro.
    Antonov fijó de pronto la mirada en Polevoi.
    —Como me ha recordado a menudo, camarada director, los hermanos Castro no pueden ir al retrete sin que la KGB se entere de cuántas piezas de papel higiénico emplean. Dígame cómo se acostaron de pronto con el presidente de los Estados Unidos sin que sus agentes lo advirtiesen.
    Polevoi se había metido involuntariamente en un agujero y ahora salió astutamente de él cambiando de tema.
    —La operación Ron y Cola sigue adelante. Pueden habernos birlado la lanzadera espacial y un rico caudal de datos científicos, pero es una pérdida aceptable en comparación con el dominio total de Cuba.
    Antonov consideró las palabras de Polevoi y mordió el anzuelo.
    —Tengo mis dudas. Si Velikov no dirige la operación, las probabilidades de éxito quedan reducidas a la mitad.
    —El general ya no es esencial para Ron y Cola. El plan está concluido en un noventa por ciento. Los barcos entrarán en el puerto de La Habana mañana por la tarde, y el discurso de Castro está previsto para la mañana siguiente. El general Velikov realizó un trabajo espléndido para establecer las bases. Los rumores sobre un nuevo complot de la CÍA para asesinar a Castro han sido ya difundidos en todo el mundo occidental, y hemos preparado pruebas que demuestran la intervención americana. Ahora sólo falta apretar un botón.
    — ¿Está sobre aviso nuestra gente en La Habana y Santiago?
    —Están preparados para actuar y constituir un nuevo Gobierno en cuanto se confirme el asesinato.
    — ¿Quién será el próximo líder?
    —Alicia Cordero.
    Antonov se quedó boquiabierto.
    — ¿Una mujer? ¿Vamos a nombrar a una mujer para que gobierne Cuba después de la muerte de Fidel Castro?
    —La candidata perfecta —dijo firmemente Polevoi—. Es secretaria del Comité Central y secretaria del Consejo de Estado. Más importante aún, goza de toda la confianza de Fidel y es idolatrada por el pueblo, por el éxito de sus programas económicos familiares y su fogosa oratoria. Tiene un encanto y un carisma que igualan a los de Castro. Su fidelidad a la Unión Soviética es indiscutible y tendrá todo el apoyo de los militares cubanos.
    —Que trabajan para nosotros.
    —Que nos pertenecen —le corrigió Polevoi.
    —Entonces, estamos comprometidos.
    —Sí, camarada presidente.
    —¿Y después? —preguntó Antonov.
    —Nicaragua, Perú, Chile y, sí, Argentina —dijo Polevoi, entusiasmándose con su tema— Basta de revoluciones turbulentas, basta de sangrientas guerras de guerrilla. Nos infiltraremos en sus gobiernos y los corroeremos sutilmente desde dentro, cuidando de no provocar la hostilidad de los Estados Unidos. Cuando éstos despierten al fin, será demasiado tarde. Las Américas del Sur y Central serán sólidas extensiones de la Unión Soviética.
    — ¿Y no del Partido? —preguntó Antonov, en tono de reproche—. ¿Olvida usted la gloria de nuestra herencia comunista, Polevoi?
    —El Partido es la base sobre la que hay que construir. Pero no podemos continuar encadenados a una arcaica filosofía marxista que ha tardado cien años en demostrar que es irrealizable. Dentro de una década estaremos en el siglo veintiuno. Ha llegado la hora del frío realismo. Citaré sus propias palabras, camarada presidente, cuando dijo: «Preveo una nueva era de socialismo que barrerá del mundo el odiado azote del capitalismo.» Cuba es el primer paso para realizar su sueño de una sociedad mundial dominada por el Kremlin.
    —Y Fidel Castro es la barrera en nuestro camino.
    —Sí —dijo Polevoi, con una siniestra sonrisa—, pero sólo durante otras cuarenta y ocho horas.
    El Air Force One despegó de la base de la Fuerza Aérea en Andrews y giró hacia el sur sobre los históricos montes de Virginia. Temprano por la mañana, el cielo era claro y azul, con sólo unas pocas y desparramadas nubes de tormenta. El coronel de aviación que había pilotado el reactor Boeing bajo tres presidentes, se elevó a once mil metros y dio la hora de llegada a Cabo Cañaveral por el intercomunicador de la cabina.
    — ¿Vamos a desayunar, caballeros? —preguntó el presidente, señalando hacia un pequeño comedor recientemente instalado en el avión. Su esposa había colgado una lámpara Tiffany art déco, produciendo un ambiente informal y relajado—. Nuestra despensa contiene hasta champaña, si a alguien le apetece.
    —Yo preferiría una taza de café bien caliente —dijo Martin Brogan.
    Se sentó y sacó una carpeta de su cartera antes de deslizar ésta debajo de la mesa.
    Dan Fawcett arrimó una silla a su lado, mientras Douglas Oates se sentaba enfrente, junto al presidente. Un sargento de la Fuerza Aérea con chaqueta blanca sirvió zumo de guayaba, bebida predilecta del presidente, y café. Cada cual pidió su desayuno y todos esperaron a que el presidente iniciase la conversación.
    —Bueno —dijo éste, sonriendo—, tenemos que hablar de muchas cosas antes de aterrizar en el Cabo y felicitar a todo el mundo. Por consiguiente, empecemos. Dan, infórmenos sobre el estado del Gettysburg y de los colonos de la Luna.
    —He estado toda la mañana hablando por teléfono con oficiales de la NASA —dijo Fawcett, con evidente excitación en el tono de su voz—: Como todos sabemos, Dave Jurgens pudo aterrizar en Key West por la punta de los pelos. Una notable hazaña. La estación aeronaval ha sido cerrada a todo tráfico aéreo o de tierra. Las puertas y las vallas están fuertemente custodiadas por guardias de Marina. El presidente ha ordenado una reserva temporal absoluta sobre la situación hasta que podamos anunciar la existencia de nuestra nueva base lunar.
    —Los reporteros deben de estar chillando como buitres heridos —dijo Oates—, queriendo saber por qué aterrizó el vehículo espacial tan lejos del lugar previsto.
    —Por supuesto.
    — ¿Cuándo piensa usted dar la noticia? —preguntó Brogan.
    —Dentro de dos días —respondió el presidente—. Necesitamos tiempo para estudiar las enormes implicaciones e interrogar a Steinmetz y a los suyos, antes de entregarlos a los medios de comunicación.
    —Si nos demoramos más —añadió Fawcett—, alguien del cuerpo de prensa de la Casa Blanca se irá de la lengua.
    — ¿Dónde están ahora los colonos de la Luna?
    —Sometidos a pruebas médicas en el Centro Espacial Kennedy —respondió Fawcett—. Fueron sacados en avión de Key West junto con la tripulación de Jurgens poco después de que aterrizase el Gettysburg.
    Brogan miró a Oates.
    — ¿Ha dicho algo el Kremlin?
    —Hasta ahora ha guardado silencio.
    —Será interesante, para variar, ver cómo reaccionan cuando las víctimas son compatriotas suyos.
    —Antonov es un perro viejo astuto —dijo el presidente—. Renunciará a una furiosa propaganda acusándonos de asesinar a sus cosmonautas, a cambio de mantener conversaciones secretas en las que pedirá una indemnización consistente en compartir datos científicos.
    — ¿Se los dará?
    —El presidente está moralmente obligado a acceder —dijo Oates.
    Brogan pareció horrorizado, lo mismo que Fawcett.
    —Esta no es una cuestión política —dijo Brogan con voz grave—. No hay ninguna regla que diga que hemos de revelar secretos vitales para nuestra defensa nacional.
    —En esta ocasión, somos nosotros y no los rusos los malos de la película —protestó Oates—. Estamos a punto de llegar al acuerdo SALT IV para prohibir toda futura instalación de misiles nucleares. Si el presidente hiciese caso omiso de las reclamaciones de Antonov, los negociadores soviéticos harían una de sus famosas escapadas sólo horas antes de firmar el tratado.
    —Puede que tenga razón —dijo Fawcett—. Pero ninguno de los relacionados con la Jersey Colony ha estado luchando durante dos decenios para entregarlo todo al Kremlin.
    El presidente había seguido la discusión sin interrumpir. Ahora levantó una mano.
    —Caballeros, no estoy dispuesto a vender todas las existencias. Pero hay un enorme caudal de información que podemos compartir con los rusos y con el resto del mundo en interés de la humanidad. Descubrimientos médicos y datos geológicos y astronómicos pueden ser difundidos libremente. Pero no se alarmen. No voy a comprometer nuestros programas espaciales y de defensa. Esto permanecerá firmemente en nuestras manos. ¿He hablado claro?
    Se hizo un silencio en el pequeño comedor mientras el camarero traía tres humeantes platos de huevos, jamón y pastelillos calientes. Volvió a llenar las tazas de café. En cuanto volvió a la cocina, el presidente suspiró profundamente y miró la mesa delante de Brogan.
    — ¿No come usted, Martin?
    —Generalmente prescindo del desayuno. El almuerzo es mi comida principal.
    —No sabe lo que se pierde. Estos pastelillos calientes son ligeros como plumas.
    —No, gracias. Seguiré con el café.
    —Mientras los demás comemos, ¿por qué no nos informa sobre la operación de Cayo Santa María?
    Brogan tomó un sorbo de su taza, abrió la carpeta y resumió su contenido en unas pocas declaraciones concisas.
    —Un equipo especial de combate, al mando del coronel Ramón Kleist y dirigido por el comandante Angelo Quintana, desembarcó en la isla a las dos de esta madrugada. A las cuatro y media, las instalaciones de interferencia y escucha por radio, incluida la antena, fueron destruidas, y eliminado todo el personal. La hora no pudo ser más oportuna, pues la última transmisión por radio puso sobre aviso al Gettysburg sólo minutos antes de aterrizar en suelo cubano.
    — ¿Quién dio el aviso? —le interrumpió Fawcett.
    Brogan miró por encima de la mesa y sonrió.
    —Dijo llamarse Dirk Pitt.
    — ¡Dios mío, ese hombre está en todas partes! —exclamó el presidente.
    —Jessie LeBaron y dos hombres de AMSN del almirante Sandecker fueron rescatados —siguió diciendo Brogan—. Raymond LeBaron resultó muerto.
    — ¿Se ha confirmado esto? —preguntó el presidente, con expresión solemne.
    —Sí, señor, se ha confirmado.
    —Una gran desgracia. Merecía nuestro reconocimiento por su contribución a la Jersey Colony.
    —Pero la misión fue un gran éxito —dijo pausadamente Brogan—. El comandante Quintana capturó un caudal de material secreto, incluidas las últimas claves soviéticas. Llegó hace solamente una hora. Los analistas de Langley lo están estudiando ahora.
    —Tengo que felicitarle —dijo el presidente— Su gente ha realizado una hazaña increíble.
    —Debería reservar sus alabanzas, señor presidente, hasta que haya oído toda la historia.
    —Está bien, Martin. Prosiga.
    —Dirk Pitt y Jessie LeBaron... —Brogan hizo una pausa y encogió desalentado los hombros—. No volvieron a la embarcación nodriza con el comandante Quintana y sus hombres.
    — ¿Murieron en la isla como Raymond LeBaron?
    —No, señor. Partieron con los otros, pero cambiaron de rumbo y se dirigieron a Cuba.
    —Cuba —repitió el presidente en voz baja. Miró a Oates y a Fawcett, que le miraron a su vez con incredulidad—. Dios mío, Jessie está tratando todavía de entregar nuestra respuesta a la proposición de pacto entre Cuba y los Estados Unidos.
    — ¿Podrá establecer contacto con Castro? —preguntó Fawcett.
    Brogan sacudió dudosamente la cabeza.
    —La isla está llena de fuerzas de seguridad, policías y milicianos que registran minuciosamente las carreteras. Serán detenidos dentro de una hora, si pueden eludir las patrullas en la playa.
    —Tal vez Pitt tenga suerte —murmuró esperanzado Fawcett.
    —No —dijo gravemente el presidente, con semblante preocupado—. Ese hombre ha gastado ya toda la suerte que tenía.

    En un pequeño despacho de la sede de la CÍA en Langley, Bob Thornburg, jefe analista de documentos, estaba sentado con los pies cruzados sobre su mesa y leía un montón de material enviado por avión desde San Salvador. Expelió una bocanada de humo azul de su pipa y tradujo los textos rusos.
    Revisó rápidamente tres pliegos y tomó un cuarto. El título le intrigó. La redacción era típicamente americana. Era una acción secreta que llevaba por nombre una mezcla de bebidas. Echó una ojeada al final y, de momento, se quedó pasmado. Después dejó la pipa en un cenicero, quitó los pies de la mesa y leyó el contenido del pliego con más atención, frase por frase, y tomando notas en un bloc amarillo.
    Casi dos horas más tarde, Thornburg levantó su teléfono y marcó un número interior. Le respondió una mujer, y él le preguntó por el director delegado.
    —Eileen, soy Bob Thornburg. ¿Puedo hablar con Henry?
    —Está comunicando por otra línea.
    —Dígale que me llame lo antes posible; es urgente.
    —Se lo diré.
    Tornburg recogió sus notas y estaba leyendo por quinta vez el pliego cuando el timbre del teléfono le interrumpió. Suspiró y levantó el auricular.
    —Bob, soy Henry. ¿Qué pasa?
    — ¿Podemos vernos en seguida? Acabo de repasar parte de los datos secretos capturados en la operación de Cayo Santa María.
    — ¿Algo de valor?
    —Digamos una bomba.
    — ¿Puedes indicarme algo?
    —Se refiere a Fidel Castro.
    — ¿Qué diablura se propone ahora?
    —Va a morir pasado mañana.


    62


    En cuanto Pitt se despertó, miró su reloj. Eran las doce y dieciocho. Se sentía descansado, animado, incluso optimista.
    Al pensar en ello, encontró que su estado de ánimo era tristemente divertido. Su futuro no era exactamente brillante. No tenía dinero cubano ni documentos de identidad. Estaba en un país comunista, sin un amigo al que contactar y sin ninguna excusa para estar en él. Y llevaba el uniforme menos adecuado. Tendría suerte si podía pasar el día sin que le matasen como espía.
    Alargó una mano y sacudió delicadamente el hombro de Jessie. Después salió del túnel de desagüe, observó cautelosamente la zona y empezó a hacer gimnasia para desentumecer los músculos.
    Jessie abrió los ojos y despertó despacio, lánguidamente, de un profundo y voluptuoso sueño, poniendo gradualmente su mundo en perspectiva. Desencogiéndose y estirando los brazos y las piernas como una gata, gimió débilmente al sentir el dolor, pero lo agradeció al ver que espoleaba su mente.
    Primero pensó en cosas tontas (en a quién invitaría a su próxima fiesta, en que tenía que proyectar el menú con su cocinero, en que había de recordar al jardinero que podase los setos que flanqueaban los paseos), y entonces empezaron a pasar por su pantalla interior los recuerdos de su marido. Se preguntó cómo podía una mujer trabajar y vivir veinte años con un hombre y no rebelarse contra sus malos humores. Sin embargo, veía mejor que nadie a Raymond LeBaron simplemente como un ser humano, ni mejor ni peor que los demás hombres, y con una mente que podía irradiar compasión, mezquindad, brillantez o crueldad según las necesidades del momento.
    Cerró los ojos con fuerza para no pensar en su muerte. Piensa en otra persona o en otra cosa, se dijo. Piensa en cómo sobrevivir durante los próximos días. Piensa en... Dirk Pitt.
    Se preguntó quién era éste. ¿Qué clase de hombre? Le miró a través del túnel, mientras él doblaba y desdoblaba su cuerpo, y, por primera vez desde que le había conocido, se sintió sexualmente atraída por él. Era ridículo, se dijo, ya que tenía al menos quince años más que él. Y además, no había mostrado ningún interés por ella como mujer deseable; no se había insinuado en absoluto, ni tratado de flirtear. Decidió que Pitt era un enigma, el tipo de hombre que intrigaba a las mujeres, que las incitaba a un comportamiento licencioso, pero que nunca podría ser poseído o seducido por los ardides femeninos.
    Jessie volvió a la realidad cuando Pitt se asomó al túnel y sonrió.
    — ¿Cómo te sientes?
    Ella desvió nerviosamente la mirada.
    —Molida, pero dispuesta a afrontar el día.
    —Lamento no tener preparado el desayuno —dijo él, y su voz resonó en el tubo—. El servicio deja mucho que desear en estos andurriales.
    —Vendería el alma por una taza de café.
    —Según un rótulo que he visto a pocos cientos de metros carretera arriba, estamos a diez kilómetros de la próxima población.
    — ¿Qué hora es?
    —La una menos veinte.
    —Más de mediodía —dijo Jessie, deslizándose a gatas hacia la luz—. Tenemos que ponernos en marcha.
    —Quédate donde estás.
    — ¿Por qué?
    Él no respondió, pero se volvió y se sentó a su lado. Tomó delicadamente su cara entre las manos y la besó en la boca.
    Jessie abrió mucho los ojos y después devolvió afanosamente el beso. Después de un largo momento, él se echó atrás. Ella esperó con expectación, pero Pitt sólo se quedó sentado, mirándola a los ojos.
    —Te deseo —dijo Jessie.
    —Sí.
    —Ahora.
    Él la atrajo hacia sí, apretándose contra su cuerpo, y la besó de nuevo. Después se apartó.
    —Lo primero es lo primero.
    Ella le dirigió una mirada ofendida y curiosa.
    — ¿Como qué?
    —Como el motivo de que me secuestrases para traerme a Cuba.
    —Tienes un extraño sentido de la oportunidad.
    —Generalmente, tampoco suelo hacer el amor dentro de un tubo de desagüe.
    — ¿Qué quieres saber?
    —Todo.
    — ¿Y si no te lo digo?
    Él se echó a reír.
    —Nos estrecharemos la mano y nos separaremos.
    Durante unos segundos, ella permaneció apoyada en la pared del túnel, considerando lo lejos que podría ir sin él. Probablemente, no más allá de la próxima población, del primer policía receloso o guardia de seguridad con quien se encontrase. Pitt parecía ser un hombre de recursos increíbles. Lo había demostrado en varias ocasiones. No podía dejar de ver el duro hecho de que le necesitaba más que él a ella.
    Trató de encontrar las palabras adecuadas, una introducción que tuviese un poco de sentido. Por último, renunció y dijo bruscamente:
    —El presidente me envió para encontrarme con Fidel Castro.
    Los profundos ojos verdes de Pitt la observaron con franca curiosidad.
    —Un buen comienzo. Me gustaría oír el resto.
    Jessie respiró hondo y prosiguió.
    Reveló el sincero ofrecimiento de un pacto que había hecho Fidel Castro y su extraña manera de enviarlo de manera que pasara inadvertido a los ojos vigilantes del servicio secreto soviético.
    Explicó su reunión secreta con el presidente, después del inesperado retorno del Prosperteer, y la petición que él le había hecho de que llevase la respuesta repitiendo el vuelo de su marido en el dirigible, una acción encubierta que Fidel Castro habría reconocido.
    Confesó el engaño de que se había valido para reclutar a Pitt, a Giordino y a Gunn, y pidió a Pitt que la perdonase por un plan que había fracasado a causa del ataque por sorpresa del helicóptero cubano.
    Y por último, describió las crecientes sospechas del general Velikov del verdadero objetivo que se ocultaba detrás del intento de alcanzar a Castro, y su exigencia de respuestas a través de los métodos de tortura de Foss Gly.
    Pitt escuchó toda la historia sin hacer comentarios.
    Su reacción era lo que ella temía. Temía lo que él diría o haría al saber cómo había abusado de él, mintiéndole y desorientándole, haciendo que sufriese y casi le matasen en varias ocasiones, por una misión de la que él nada sabía. Pensó que tenía derecho a estrangularla.
    Sólo se le ocurrió decir:
    —Lo siento.
    Pitt no la estranguló. Le tendió una mano. Ella la asió, y él la atrajo hacia sí.
    —Conque me estuviste engañando durante todo el tiempo —dijo.
    Esos ojos verdes, pensó ella. Habría querido sumergirse en ellos.
    —No puedo reprocharte que estés furioso.
    Él la abrazó unos momentos en silencio.
    — ¿Y bien?
    —Y bien, ¿qué?
    — ¿No vas a decir algo? —preguntó tímidamente Jessie—. ¿No estás siquiera enfadado?
    Él le desabrochó la camisa del uniforme y le acarició ligeramente el pecho.
    —Afortunadamente para ti, soy incapaz de guardar rencor.
    Entonces hicieron el amor, mientras retumbaba el tráfico en la carretera, encima de ellos.

    Jessie se sentía increíblemente tranquila. Esta agradable impresión no la había abandonado durante la última hora, mientras caminaban sin ocultarse por la orilla de la carretera. Se difundía como un anestésico, amortiguando su miedo y reforzando su confianza. Pitt había aceptado su explicación y convenido en ayudarla en su busca de Castro. Y ahora ella caminaba a su lado, mientras él la guiaba por los campos de Cuba como si fuesen suyos, sintiéndose segura y animada por el resplandor de su intimidad.
    Pitt birló unos mangos, una piña y un par de tomates medio maduros. Comieron mientras andaban. Varios vehículos, en su mayoría camiones cargados de caña de azúcar y de cítricos, les adelantaron. De vez en cuando, pasaba un transporte militar llevando milicianos. Jessie se ponía rígida y miraba nerviosamente sus botas de apretados cordones, mientras Pitt levantaba su fusil en el aire y gritaba «¡Saludos, amigos!» en español.
    —Menos mal que no pueden oírte claramente —dijo ella.
    — ¿Por qué? —preguntó éí, con fingida indignación.
    —Tu español es horrible.
    —Siempre me sirvió en las carreras de galgos de Tijuana.
    —Pero no aquí. Será mejor que dejes que hable yo.
    — ¿Crees que tu español es mejor que el mío?
    —Puedo hablarlo como un nativo. Y también puedo conversar con fluidez en ruso, en francés y en alemán.
    —Continuamente me sorprende tu talento —dijo sinceramente Pitt—. ¿Sabía Velikov que hablabas ruso?
    —Si lo hubiese sabido, estaríamos muertos.
    Pitt iba a decir algo y, de pronto, señaló hacia adelante. Estaban en una curva y había un coche aparcado en la carretera. Tenía levantado el capó y alguien estaba inclinado sobre el guardabarros, con la cabeza y los hombros invisibles encima del motor.
    Jessie vaciló, pero Pitt la asió de una mano y tiró de ella.
    —Ocúpate tú de esto —dijo en voz baja—. No tengas miedo. Ambos llevamos uniforme militar y el mío corresponde a una fuerza de asalto distinguida.
    — ¿Qué diré?
    —Lo que te parezca mejor. Puede ser una oportunidad para viajar de balde.
    Antes de que ella pudiese protestar, el conductor oyó sus pisadas sobre la grava y se volvió. Era un hombre bajito, cincuentón, de cabellos negros y piel morena. No llevaba camisa y sí, solamente, unos shorts y unas sandalias. Los uniformes militares eran tan corrientes en Cuba que apenas les prestó atención. Les dirigió una amplia sonrisa.
    —Hola.
    — ¿Alguna avería en el motor? —preguntó Jessie en español.
    —La tercera en lo que va del mes. —Encogió los hombros en señal de impotencia—. Acaba de pararse.
    — ¿Sabe cuál es el problema?
    El hombre levantó un cable corto que se había deteriorado en tres lugares diferentes y apenas se mantenía junto por la funda aislante—. Va de la bobina al delco.
    —Tendría que haberlo cambiado por uno nuevo.
    Él la miró receloso.
    —Los accesorios para coches viejos como éste son imposibles de encontrar. Debería usted saberlo.
    Jessie se dio cuenta de su resbalón y, sonriendo dulcemente, decidió aprovecharse del machismo latino.
    —No soy más que una mujer. ¿Qué puede saber de mecánica una mujer?
    —Ah —dijo sonriendo él—. Pero una mujer muy bonita.
    Pitt prestaba poca atención a la conversación. Estaba dando una vuelta alrededor del coche, examinando su línea. Se inclinó sobre la parte delantera y estudió durante un momento el motor. Después se irguió y se echó atrás.
    —Un Chevy del cincuenta y siete —dijo en inglés, con admiración—. Un automóvil magnífico. Pregúntale si tiene un cuchillo y un poco de cinta aislante.
    Jessie se quedó boquiabierta.
    El conductor miró a Pitt con incertidumbre, sin saber lo que tenía que hacer. Después preguntó en mal inglés:
    — ¿No habla español?
    —No, ¿y qué? —tronó Pitt—. ¿No había visto nunca a un irlandés?
    — ¿Cómo puede un irlandés llevar uniforme cubano?
    —Soy el comandante Paddy O'Hara, del Ejército Republicano Irlandés, en funciones de consejero de sus milicias.
    La cara del cubano se iluminó como bajo el resplandor de un flash y Pitt se alegró al ver que el hombre había quedado impresionado.
    —Herberto Figueroa —dijo éste, tendiéndole la mano—. Yo aprendí inglés hace muchos años; cuando estaban aquí los americanos.
    Pitt la estrechó y señaló con la cabeza a Jessie.
    —La cabo María López, mi ayudante y guía. También intérprete de mi deficiente español.
    Figueroa bajó la cabeza y observó el anillo de casada de Jessie.
    —Señora López. —Se volvió a Pitt—. ¿Comprende ella el inglés?
    —Un poco —respondió Pitt—. Y ahora, si puede darme un cuchillo y cinta aislante, creo que podré reparar la avería.
    —Claro, claro —dijo Figueroa.
    Sacó un cortaplumas de la guantera y encontró un pequeño rollo de cinta aislante en un estuche de herramientas que llevaba en el portaequipajes.
    Pitt se inclinó sobre el motor, cortó unos trozos de cable sobrante de las bujías y juntó los extremos, hasta que tuvo un alambre que llegaba desde la bobina hasta el delco.
    —Bueno, pruebe ahora.
    Figueroa hizo girar la llave del encendido y el gran V-8 de cuatro litros tosió una vez, dos veces y, después, zumbó con regularidad.
    — ¡Magnífico! —gritó Figueroa, entusiasmado—. ¿Quieren que les lleve?
    — ¿Adonde va?
    —A La Habana. Vivo allí. El marido de mi hermana murió en Nuevitas. Fui allí para ayudarla a disponer el entierro. Ahora vuelvo a mi casa.
    Pitt asintió con la cabeza, mirando a Jessie. Era su día de suerte. Trató de imaginarse la forma de Cuba y calculó, acertadamente, que La Habana debía estar a casi trescientos kilómetros al nordeste a vuelo de pájaro, seguramente unos cuatrocientos por carretera.
    Inclinó el asiento delantero para que Jessie subiese al de atrás.
    —Le estamos muy agradecidos, Herberto. Mi coche oficial sufrió una pérdida de aceite y el motor se paró unos cuatro kilómetros atrás. Nos dirigíamos a un campo de instrucción del este de La Habana. Si puede dejarnos en el Ministerio de Defensa, cuidaré de que le paguen por la molestia.
    Jessie abrió la boca y se quedó mirando a Pitt con una clásica expresión de disgusto. Él comprendió que, mentalmente, le estaba llamando engreído bastardo.
    —Su mala suerte ha sido buena para mí —dijo Figueroa, contento ante la perspectiva de ganar unos cuantos pesos extra.
    Figueroa levantó gravilla del arcén al salir rápidamente al asfalto, y cambió las marchas hasta que el Chevrolet rodó a unos buenos cien kilómetros por hora. El motor roncaba suavemente, pero la carrocería chirriaba en doce lugares distintos y el humo del tubo de escape se filtraba a través del enmohecido suelo.
    Pitt miró la cara de Jessie por el espejo retrovisor. Parecía incómoda y fuera de su elemento. Un coche moderno habría sido más de su gusto. Pitt se estaba divirtiendo de veras. De momento, su afición a los coches antiguos borraba de su mente toda idea de peligro.
    — ¿Cuántos kilómetros ha hecho en él? —preguntó.
    —Más de seiscientos ochenta mil —respondió Figueroa.
    —Todavía tiene mucha potencia.
    —Si los yanquis levantasen su embargo, podría comprar accesorios nuevos y hacer que siguiese marchando. Pero no puede durar eternamente.
    — ¿Tiene dificultades en los puestos de control?
    —Siempre me dejan pasar sin detenerme.
    —Debe tener influencia. ¿Qué hace en La Habana?
    Figueroa se echó a reír.
    —Soy taxista.
    Pitt no trató de disimular una sonrisa. Esto era aún mejor de lo que había esperado. Se retrepó en su asiento y se relajó, disfrutando del paisaje como un turista. Trató de pensar en la vaga indicación de LeBaron sobre el paradero del tesoro de La Dorada, pero su mente estaba nublada por el remordimiento.
    Sabía que en algún momento, en algún lugar de la carretera, tendría que quitarle a Figueroa el poco dinero que llevaba y robarle el coche. Esperó que no tuviera que matar al amable hombrecillo en aquella operación.


    63


    El presidente volvió a la Casa Blanca desde el Centro Espacial Kennedy y fue directamente al Salón Oval. Después de reunirse en secreto con Steinmetz y los colonos de la Luna y oír los entusiastas informes sobre sus exploraciones, se sentía extraordinariamente animado. Olvidando el sueño, entró solo en su despacho, dispuesto a planificar una nueva serie de operaciones especiales.
    Se sentó detrás de la gran mesa y abrió un cajón inferior. Sacó un humefactor, y extrajo de él un gran cigarro. Le quitó el celofán, contempló un momento las apretadas hojas castañas de la cubierta e inhaló el fuerte aroma. Era un Montecristo, el cigarro más fino que fabricaba Cuba y que no podía ser importado en América a causa del embargo de los artículos cubanos.
    El presidente confiaba en un antiguo condiscípulo de confianza para que le trajese una caja de contrabando cada dos meses, desde Canadá. Ni siquiera su esposa y sus más íntimos colaboradores conocían este escondrijo. Cortó una punta y encendió cuidadosamente la otra, preguntándose, como siempre, qué alboroto armaría el público si descubría su clandestino y ligeramente ilegal exceso.
    Esta noche le importaba un comino. Estaba en plena euforia. La economía se mantenía estable y el Congreso no había aprobado unos fuertes recortes del presupuesto ni una ley de reducción de impuestos. El escenario internacional había entrado en un período de distensión, aunque fuese temporal, y las encuestas sobre la popularidad del presidente mostraban un aumento del cinco por ciento. Y ahora estaba a punto de sacar provecho político de la previsión de sus predecesores, como le había ocurrido a Nixon después del éxito del programa Apolo. La asombrosa hazaña de la colonia lunar significaría el apogeo de su administración.
    Su próximo objetivo era fortalecer su imagen en los asuntos de América Latina. Castro había abierto la puerta con su ofrecimiento de un tratado. Ahora, si el presidente podía poner un pie en el umbral antes de que se cerrase de nuevo, tendría una gran oportunidad de neutralizar la influencia marxista en las Américas.
    De momento, la perspectiva parecía tenebrosa. Lo más probable era que Pitt y Jessie LeBaron hubiesen sido muertos a tiros o detenidos. Si no lo habían sido, sólo tardaría horas en ocurrir lo inevitable. El único curso de acción era introducir a otra persona en Cuba para establecer contacto con Castro.
    Zumbó el intercomunicador.
    — ¿Sí?
    —Lamento molestarle, señor presidente —dijo una telefonista de la Casa Blanca—, pero el señor Brogan acaba de llamar y dice que es urgente que hable con usted.
    —Muy bien. Póngame con él.
    Se oyó un ligero chasquido y Martin Brogan dijo:
    — ¿Le he pillado en la cama?
    —No, todavía estoy levantado. ¿Qué es eso tan importante que no puede esperar hasta mañana?
    —Todavía estoy en Andrews. Mi delegado me estaba esperando con un documento traducido que fue encontrado en Cayo Santa María. Contiene un material muy delicado.
    — ¿Puede decirme de qué se trata?
    —Los rusos van a eliminar a Castro pasado mañana. La operación lleva el nombre en clave de «Ron y Cola». Se explica en detalle cómo los agentes soviéticos se apoderarán del Gobierno cubano.
    El presidente observó el humo azul del cigarro habano que se elevaba en volutas hacia el techo.
    —Van a hacer su operación antes de lo que nos imaginábamos —dijo reflexivamente—. ¿Cómo pretenden eliminar a Castro?
    —Ésta es la parte más espantosa del plan —dijo Brogan—. La rama GRU de la KGB pretende volar la ciudad con él.
    — ¿La Habana?
    —Un buen pedazo de ella.
    —Jesús! ¿Está hablando de una bomba nuclear?
    —Si he de ser sincero, debo decir que el documento no expresa el medio exacto, pero está claro que alguna clase de ingenio explosivo capaz de arrasar diez kilómetros cuadrados está siendo introducido en el puerto.
    La noticia desalentó al hasta ahora animado presidente.
    — ¿Da el documento el nombre del barco?
    —Menciona tres barcos, pero ninguno por su nombre.
    — ¿Y cuando se pretende provocar la explosión?
    —Durante una ceremonia del Día de la Educación. Los rusos cuentan con que Castro se presentará de improviso y pronunciará su acostumbrada arenga de dos horas.
    —No puedo creer que Antonov participe en este horror. ¿Por qué no enviar un equipo local de pistoleros que acabe con Fidel Castro? ¿Qué van a ganar quitando la vida a cien mil víctimas inocentes?
    —Castro es una figura sagrada para los cubanos —explicó Brogan—. Para nosotros puede ser un comunista de chiste, pero para ellos es un dios venerado. Un sencillo asesinato provocaría una tremenda oleada de odio contra las personas respaldadas por los soviéticos que le sustituirían. Pero una gran catástrofe daría a los nuevos líderes un motivo para pedir la unidad y una causa para incitar al pueblo a cerrar filas detrás del nuevo Gobierno,: sobre todo si se demostrase que los Estados Unidos, y en particular la CÍA, eran los culpables.
    —Todavía no puedo concebir un plan tan monstruoso.
    —Le aseguro, señor presidente, que todo consta por escrito. —Brogan hizo una pausa para recorrer con la mirada una página del documento—. Lo más extraño es que el escrito es vago en lo tocante a los detalles de la explosión, pero muy concreto al exponer cómo debe realizarse, paso a paso, la campaña de propaganda para culparnos a nosotros. Incluso consigna los nombres de los cómplices de los soviéticos y las posiciones que van a ocupar después de que hayan tomado el poder. Tal vez le interesará saber que Alicia Cordero va a ser la nueva presidenta.
    — ¡Que Dios nos ampare! Es dos veces más fanática que Fidel.
    —En todo caso, los soviéticos saldrán ganando, y nosotros, perdiendo.
    El presidente dejó el cigarro en un cenicero y cerró los ojos. Nunca terminan los problemas, murmuró para sí. Cada uno engendra otro. Los triunfos de mi cargo no son muy duraderos. La presión y las frustraciones nunca cesan.
    — ¿Nuestra Armada puede detener los barcos? —preguntó.
    —Según el calendario previsto, dos de ellos habrán atracado ya en La Habana —respondió Brogan—. El tercero debería entrar en el puerto en cualquier momento. Yo tuve la misma idea, pero ya es demasiado tarde.
    —Debemos conseguir los nombres de esos barcos.
    —He encargado ya a mi gente que compruebe todas las llegadas de barcos al puerto de La Habana. Espero que los hayan identificado dentro de una hora.
    —Y precisamente ha elegido Castro estos días para ocultarse —dijo desesperado el presidente.
    —Le hemos encontrado.
    — ¿Dónde?
    —En su retiro del campo. Ha roto todo contacto con el mundo exterior. Ni siquiera sus consejeros más íntimos ni los peces gordos soviéticos pueden comunicar con él.
    — ¿A quién tenemos en nuestro equipo que pueda encontrarse cara a cara con él?
    Brogan lanzó un gruñido.
    —A nadie.
    —Tiene que haber alguien a quien podamos enviar.
    —Si Castro estuviese de un humor comunicativo, podría pensar al menos en diez personas que están a nuestro sueldo y que podrían entrar a verle por la puerta principal. Pero no como están ahora las cosas.
    El presidente jugueteó con su cigarro, buscando a tientas una inspiración.
    — ¿En cuántos cubanos puede confiar, en La Habana, que trabajen en los muelles y tengan experiencia marítima?
    —Tendría que comprobarlo.
    —Una suposición.
    —Calculándolo por encima, tal vez quince o veinte.
    —Está bien —dijo el presidente—. Reúnales a todos. Haga que de alguna manera suban a bordo de aquellos barcos, y que descubran cuál es el que lleva la bomba.
    —Para desactivarla, necesitaremos alguien que sepa lo que se trae entre manos.
    —Cruzaremos ese puente cuando sepamos dónde está oculta la bomba.
    —Un día y medio no es mucho tiempo —dijo lúgubremente Brogan—. Será mejor que concentremos nuestra atención en deshacer el lío que se armará después.
    —Lo que tiene usted que hacer es empezar a mover los hilos. Manténgame informado cada dos horas. Haga que todos los agentes que tenemos en Cuba se dediquen a este asunto.
    — ¿Y si advirtiésemos a Castro?
    —Esto me corresponde a mí. Yo cuidaré de ello.
    —Que tenga suerte, señor presidente.
    —Lo mismo le deseo, Martin.
    El presidente colgó el teléfono. Su cigarro se había apagado. Volvió a encenderlo y después descolgó el teléfono de nuevo y llamó a Ira Hagen.


    64


    El guardia era joven, no tendría más de dieciséis años, era abnegado y fiel servidor de Fidel Castro y entregado a la vigilancia revolucionaria. Dándose importancia y con arrogancia oficial se acercó a la ventanilla del coche, con el rifle colgado de un hombro, y pidió que le mostrasen los documentos de identidad.
    —Tenía que ocurrir —murmuró Pitt en voz baja.
    Los guardias de los tres primeros puestos de control habían hecho perezosamente seña a Figueroa de que siguiese su camino, en cuanto les hubo mostrado su permiso de taxista. Eran campesinos que habían elegido la rutina de una carrera militar en vez de un trabajo sin porvenir en los campos o en las fábricas. Y como todos los soldados de todos los países del mundo, encontraban tedioso el servicio de vigilancia y con frecuencia prescindían de toda precaución, salvo cuando se presentaban sus superiores en visita de inspección.
    Figueroa tendió su permiso al joven.
    —Esto sólo es válido dentro de la ciudad de La Habana. ¿Qué está haciendo en el campo?
    —Mi cuñado murió —dijo pacientemente Figueroa—. He ido a su entierro.
    El guardia se agachó y miró a través de la ventanilla abierta del conductor.
    — ¿Quienes son estos otros?
    — ¿Está usted ciego? —replicó Figueroa—. Son militares como usted.
    —Tengo que buscar a un hombre que lleva un uniforme robado de la milicia. Se sospecha que es un espía imperialista que desembarcó en una playa, a ciento cincuenta kilómetros al este de aquí.
    —Porque ella lleva uniforme militar —dijo Figueroa, señalando ajessie en el asiento de atrás—, ¿crees que los imperialistas yanquis están enviando mujeres para invadirnos?
    —Quiero ver sus documentos de identidad —insistió el guardia.
    Jessie bajó el cristal de la ventanilla de atrás y se asomó.
    —Ése es el comandante O'Hara, del Ejército Republicano Irlandés, que ha sido enviado como consejero. Yo soy la cabo López, su ordenanza. Déjanos pasar.
    El guardia mantuvo la mirada fija en Pitt.
    —Si es comandante, ¿por qué no lleva las insignias de su graduación?
    Por primera vez, observó Figueroa que no había insignias en el uniforme de Pitt. Miró fijamente a éste, frunciendo recelosamente el entrecejo.
    Pitt había permanecido sentado, sin tomar parte en la conversación. Entonces se volvió poco a poco, miró al guardia a los ojos y le dirigió una amistosa sonrisa. Cuando habló, su voz era suave, pero revelaba una gran autoridad.
    —Tome el nombre y la dirección de ese guardia. Deseo que sea recompensado por su exacto cumplimiento del deber. El general Raúl Castro ha dicho muchas veces que Cuba necesita hombres como éste.
    Jessie tradujo estas palabras y esperó, con alivio, mientras el guardia se cuadraba y sonreía.
    Entonces, el tono de Pitt se volvió glacial, lo mismo que sus ojos.
    —Ahora dígale que nos deje pasar o haré que le envíen como voluntario a Afganistán.
    El joven guardia pareció encogerse visiblemente cuando Jessie repitió las palabras de Pitt en español. Estaba perplejo, sin saber lo que tenía que hacer, cuando un automóvil íargo y negro llegó y se detuvo detrás del viejo taxi. Pitt lo reconoció como un Zil, automóvil de lujo de siete asientos construido en Rusia para los funcionarios del Gobierno y los militares de alto rango.
    El conductor del Zil tocó el Claxon, con impaciencia, y pareció aumentar la indecisión del guardia. Éste volvió y miró suplicante a un compañero, pero éste estaba ocupado con el tráfico que venía en dirección contraria. El chófer de la limusina tocó de nuevo el claxon y gritó por la ventanilla:
    — ¡Aparta ese coche a un lado y déjanos pasar!
    Entonces intervino Figueroa y empezó a gritar a los rusos:
    — ¡Estúpidos rusos, deteneos y tomad un baño! ¡Puedo oleros desde aquí!
    El conductor soviético abrió su portezuela, saltó de detrás del volante y empujó al guardia a un lado. Tenía la complexión de un bolo, grueso y fornido el cuerpo y pequeña la cabeza. Sus galones indicaban que era sargento. Miró a Figueroa con ojos que brillaban de malicia.
    — ¡Idiota! —gruñó—. ¡Aparta ese cacharro!
    Figueroa sacudió un puño delante de la cara del ruso.
    —Me iré cuando ese paisano mío me lo diga.
    —Por favor, por favor —suplicó Jessie, sacudiendo de un hombro a Figueroa—. No queremos complicaciones.
    —La discreción no es una virtud cubana —murmuró Pitt.
    Tenía el fusil entre los brazos, apuntando el ruso, y abrió la portezuela.
    Jessie se volvió y miró cautelosamente por la ventanilla de atrás hacia la limusina, justo a tiempo de ver cómo un militar soviético, seguido de dos guardaespaldas armados, se apeaba del asiento de atrás y miraba, sonriendo divertido, la lucha verbal entablada junto al taxi. Jessie abrió la boca y lanzó un grito ahogado.
    El general Velikov, con aire cansado y macilento, vistiendo un uniforme de prestado que le sentaba muy mal, se acercó desde detrás del Chevrolet en el momento en que Pitt bajaba del taxi y pasaba por delante de éste, sin que Jessie tuviese tiempo de avisarle.
    Velikov tenía puesta toda su atención en su conductor y en Figueroa, y no se fijó en el que parecía ser otro soldado cubano que salió del otro lado del coche. La discusión se estaba acalorando cuando el general se acercó a los contendientes.
    — ¿Cuál es el problema? —preguntó, en fluido español.
    La respuesta no vino de su chófer, sino de una fuente totalmente inesperada.
    —Nada que no podamos arreglar como caballeros —dijo secamente Pitt, en inglés.
    Velikov miró fijamente a Pitt durante un largo momento, extinguiéndose la sonrisa divertida en sus labios, inexpresivo el semblante como siempre. La única señal de asombro fue una súbita dureza en sus ojos fríos.
    —Somos supervivientes, ¿no es verdad, señor Pitt? —replicó.
    —Afortunadamente. Yo diría que tuvimos mucha suerte —respondió Pitt, con voz tranquila.
    —Le felicito por su fuga de la isla. ¿Cómo lo consiguió?
    —Con una embarcación improvisada. ¿Y usted?
    —Un helicóptero oculto cerca de la instalación. Por fortuna, sus amigos no lo descubrieron.
    —Un descuido.
    Velikov miró por el rabillo del ojo, observando con irritación el aire relajado de sus guardaespaldas.
    — ¿Por qué ha venido a Cuba?
    Pitt apretó el asa del fusil y apoyó el dedo en el gatillo, apuntando al cielo por encima de la cabeza de Velikov.
    — ¿Por qué me lo pregunta, si tiene por sabido que soy un embustero habitual?
    —También sé que sólo miente cuando esto le sirve para algo. No ha venido a Cuba para beber ron y tomar el sol.
    — ¿Y ahora qué, general?
    —Mire a su alrededor, señor Pitt. No puede decirse que esté en una posición de fuerza. Los cubanos no tratan bien a los espías. Haría bien en bajar el arma y colocarse bajo mi protección.
    —No, gracias. Ya he estado bajo su protección. Se llamaba Foss Gly. Supongo que le recuerda. Era magnífico golpeando carne con los puños. Me satisface informarle de que ya no ejerce su oficio de verdugo. Una de sus víctimas le disparó donde más duele.
    —Mis hombres pueden matarle aquí mismo.
    —Es evidente que no comprenden el inglés y no tienen la menor idea de lo que hemos dicho. No trate de alertarles. Esto es lo que los mexicanos llaman un empate. Si tuerce la nariz a un lado, le meteré una bala en la ventana opuesta.
    Pitt miró a su alrededor. Tanto el guardia cubano como el conductor soviético estaban escuchando la conversación en inglés sin entender palabra. Jessie estaba acurrucada en el asiento de atrás del Chevrolet, y sólo el gorro de campaña podía verse por encima del borde inferior de la ventanilla. Los guardias de Velikov permanecían tranquilos, contemplando el paisaje, con las pistolas enfundadas.
    —Suba al coche, general. Vendrá con nosotros.
    Velikov miró fríamente a Pitt.
    — ¿Y si me niego?
    Pitt le miró a su vez, con inflexible determinación.
    —Usted morirá el primero. Después, sus guardaespaldas. Y después, los vigilantes cubanos. Estoy resuelto a matar. Y ellos no. Ahora, por favor...
    Los guardaespaldas soviéticos siguieron en su sitio, contemplando con asombro cómo seguía Velikov en silencio la invitación de Pitt y subía a la parte de delante del coche. Velikov se volvió un momento y miró con curiosidad a Jessie.
    — ¿Señora LeBaron?
    —Sí, general.
    — ¿Va usted con ese loco?
    —Así es.
    —Pero, ¿por qué?
    Figueroa abrió la boca para decir algo, pero Pitt empujó bruscamente a un lado al chófer soviético, agarró fuertemente de un brazo al simpático taxista y lo sacó del coche.
    —Usted se quedará aquí, amigo. Diga a las autoridades que lo secuestramos y nos llevamos su taxi. —Después pasó el fusil a Jessie a través de la ventanilla y se introdujo detrás del volante—. Si el general mueve un dedo, métele una bala en la cabeza.
    Jessie asintió con la cabeza y apoyó el cañón sobre la base del cráneo de Velikov.
    Pitt arrancó en primera y aceleró suavemente, como en un paseo de domingo, observando por el espejo retrovisor a los que se habían quedado en el puesto de control. Se alegró al ver que iban confusos de un lado a otro, sin saber q.ué hacer. Entonces, el chófer y los guardaespaldas de Velikov parecieron darse cuenta al fin de lo que sucedía, corrieron al automóvil negro y emprendieron la caza.
    Pitt se detuvo y tomó el fusil de las manos de Jessie. Disparó unos cuantos tiros contra un par de cables de teléfonos que pasaban por unos aisladores en la cima de un poste. Él coche quemaba caucho sobre el asfalto antes de que los extremos de los cables rotos tocasen el suelo.
    —Esto debería darnos media hora —dijo.
    —La limusina está solamente a cien metros detrás de nosotros y va ganando terreno —dijo Jessie, con voz estridente y temerosa.
    —No podría quitárselos de encima —dijo tranquilamente Velikov—. Mi chófer es experto en altas velocidades y el motor tiene una potencia de 425 caballos.
    A pesar de la desenvoltura de Pitt y de sus palabras casuales, tenía la fría competencia y el aire inconfundible de las personas que saben lo que se hacen.
    Dirigió a Velikov una sonrisa descarada y dijo:
    —Los rusos no han inventado ningún coche que pueda alcanzar a un Chevy del cincuenta y siete.
    Como para recalcar sus palabras, apretó el acelerador a fondo y el viejo automóvil pareció buscar en lo más hondo de sus gastados órganos una fuerza que no había conocido en treinta años. El grande y estruendoso cacharro todavía funcionaba. Adquirió velocidad, devorando kilómetros en la carretera, y el zumbido regular de sus ocho cilindros indicó que no se andaba con chiquitas.

    Pitt concentraba toda su atención en el volante y en estudiar la carretera, incluso desde dos o incluso tres revueltas de distancia. El Zil se aferraba tenazmente a la cortina de humo que salía del tubo de escape del Chevy. Pitt tomó a toda velocidad una serie de curvas cerradas, mientra subían a través de montes boscosos. Estaba rodando al borde del desastre. Los frenos eran terribles y hacían poco más que oler mal y echar humo cuando Pitt apretaba el pedal. Estaban gastados y el metal rozaba contra metal dentro de los tambores.
    A ciento cuarenta kilómetros por hora la tracción delantera producía balanceos espantosos. El volante temblaba en manos de Pitt. Los amortiguadores habían desaparecido hacía tiempo y el Chevy se inclinaba peligrosamente en las curvas, con los neumáticos chirriando como pavos salvajes.
    Velikov estaba rígido como un palo, mirando fijamente hacia delante, sujetando el tirador de la portezuela con una mano de nudillos blancos, como dispuesto a saltar antes del inevitable accidente.
    Jessie estaba francamente aterrorizada y cerraba los ojos mientras el coche patinaba y oscilaba furiosamente a lo largo de la carretera. Apretaba con fuerza las rodillas contra el respaldo del asiento delantero, para no ser lanzada de un lado a otro y mantener firme el fusil con que apuntaba a la cabeza de Velikov.
    Si Pitt se daba cuenta de la considerable angustia que causaba a sus pasajeros, no daba señales de ello. Media hora era lo más que podía esperar antes de que los vigilantes cubanos estableciesen contacto con sus superiores e informasen del secuestro del general soviético. Un helicóptero sería la primera señal de que los militares cubanos se le echaban encima y preparaban una trampa. Cuándo y a qué distancia levantarían una barricada en la carretera eran cuestiones de pura conjetura. Un tanque o una pequeña flota de coches blindados aparecerían de pronto detrás de una curva cerrada, y el viaje habría terminado. Solamente la presencia de Velikov impediría una matanza.
    El conductor del Zil no era inexperto. Ganaba terreno a Pitt en las curvas, pero lo perdía en las rectas cuando aceleraban el viejo Chevy. Por el rabillo del ojo vio Pitt un pequeño rótulo que indicaba que se estaban acercando a la ciudad portuaria de Cárdenas. Empezaron a aparecer casas y pequeñas tiendas a los lados de la carretera y aumentó el tráfico.
    Miró el velocímetro. La oscilante aguja marcaba más o menos ciento cincuenta kilómetros. Aflojó la marcha hasta la mitad, manteniendo el Zil a distancia al serpentear entre el tráfico tocando con fuerza el claxon. Un guardia hizo un fútil intento de pararle junto a la acera cuando, inclinándose, dio la vuelta a la plaza de Colón y a una alta estatua de bronce del mismo personaje. Afortunadamente, las calles eran anchas y podía esquivar fácilmente a los peatones y a otros vehículos.
    La ciudad estaba en las orillas de una bahía circular y poco profunda, y Pitt pensó que, mientras tuviese el mar a su derecha, iría en dirección a La Habana. De alguna manera consiguió mantenerse en la calle principal y, antes de diez minutos, el coche salía volando de la ciudad y entraba de nuevo en el campo.
    Durante la veloz carrera por las calles, el Zil había acortado la distancia hasta cincuenta metros. Uno de los guardaespaldas se asomó a la ventanilla y disparó su pistola.
    —Nos están disparando —anunció Jessie, en un tono indicador de que estaba emocionalmente agotada.
    —No nos apunta a nosotros —replicó Pitt—, sino a los neumáticos.
    —Está perdido —dijo Velikov. Eran las primeras palabras que pronunciaba en ochenta kilómetros—. Ríndase. No podrá escapar.
    —Me rendiré cuando esté muerto —dijo Pitt con desconcertante aplomo.
    No era la respuesta que esperaba Velikov. Si todos los americanos eran como Pitt, pensó, la Unión Soviética las pasaría moradas. Velikov se jactaba de su habilidad en manipular a los hombres, pero era evidente que no haría mella en éste.
    Saltaron sobre un hoyo de la carretera y cayeron pesadamente al otro lado. Se rompió el silenciador y el súbito estruendo del tubo de escape fue sorprendente, casi ensordecedor, por su inesperada furia. Los ojos de los pasajeros empezaron a lagrimear a causa del humo, y el interior del coche se convirtió en una sauna al combinarse el calor del vapor con la humedad exterior. El suelo estaba tan caliente que parecía que iba a fundir las suelas de las botas de Pitt. Entre el ruido y el calor, tenía la impresión de que estaba trabajando horas extraordinarias en una sala de calderas.
    El Chevy se estaba convirtiendo en una casa de locos mecánica. Los dientes de la transmisión se habían gastado y chirriaban en protesta contra las extremadas revoluciones. Extraños ruidos como de golpes empezaron a sonar en las entrañas del motor. Pero todavía le quedaba fuerza y, con su característico zumbido grave, el Chevy siguió adelante casi como si supiese que sería éste su último viaje.
    Pitt había reducido cuidadosa y ligeramente la marcha y permitido que el conductor ruso se acercase a una distancia de tres coches. Hizo que el Chevy fuese de un lado a otro de la carretera para que el guardaespaldas no pudiese apuntar bien. Después levantó un milímetro el pie del acelerador, hasta que el Zil estuvo a cinco metros del parachoques de atrás del Chevrolet.
    Entonces pisó el pedal del freno.
    El sargento que conducía el Zil era hábil, pero no lo suficiente. Hizo girar el volante a la izquierda y casi logró su propósito. Pero no había tiempo ni distancia suficientes. El Zil se estrelló contra la parte de atrás del Chevy con un chirrido metálico y un estallido de cristales, aplastando el radiador contra el motor, mientras la cola giraba en redondo en un movimiento de sacacorchos.
    El Zil, totalmente fuera de control y convertido en tres toneladas de metal condenado a su propia destrucción, chocó de refilón contra un árbol, salió despedido a través de la carretera y se estrelló contra un autobús averiado y vacío a una velocidad de ciento veinte kilómetros por hora. Una llamarada de color naranja brotó del coche mientras daba locas vueltas de campana durante más de cien metros, antes de detenerse volcado sobre el techo, con las cuatro ruedas girando todavía. Los rusos estaban atrapados en su interior, sin posibilidad de escapar, y las llamas anaranjadas se transformaron en una espesa nube de humo negro.
    El fiel y maltrecho Chevy corría aún a trompicones. Vapor y aceite brotaban de debajo del capó, la segunda marcha se había roto con los frenos y el retorcido parachoques de atrás se arrastraba por la carretera dejando una estela de chispas.
    El humo atraería a los que les estaban buscando. Se cerraba la red. En el próximo kilómetro, en la próxima curva de la carretera, ésta podría estar bloqueada. Pitt estaba seguro de que, en cualquier momento, aparecería un helicóptero sobre las copas de los árboles que flanqueaban la carretera. Había llegado la hora de desprenderse del coche. Era insensato seguir jugando con la suerte. Como un bandido huyendo de sus perseguidores, tenía que cambiar de caballo.
    Redujo la velocidad a sesenta al acercarse a las afueras de la ciudad de Matanzas. Descubrió una fábrica de abonos e introdujo el coche en la zona de aparcamiento. Deteniendo el moribundo Chevy al pie de un gran árbol, miró a su alrededor y, al no ver a nadie, paró el motor. Los chasquidos del metal recalentado y el silbido del vapor sustituyeron al ensordecedor estruendo del tubo de escape.
    — ¿Cuál es ahora tu plan? —preguntó Jessie, que estaba recobrando su aplomo—. Porque espero que tendrás otra carta en la manga.
    —No hay picaro que me gane —dijo Pitt, con una sonrisa tranquilizadora—. Quédate aquí. Si nuestro amigo el general hace el menor movimiento, mátale.
    Caminó por el aparcamiento. Era un día laborable y estaba lleno de coches de los trabajadores. El hedor de la fábrica era nauseabundo y llenaba el aire a kilómetros alrededor. Pitt se plantó cerca de la puerta principal mientras una serie de camiones cargados de sulfato amónico, cloruro potásico y estiércol entraban en la planta, y salían otros tranquilamente por el camino de tierra que llevaba a la carretera. Esperó unos quince minutos hasta que apareció un camión de marca rusa lleno de estiércol y se dirigió a la fábrica. Pitt se plantó en medio de la carretera e hizo señal de que se detuviese.
    El conductor iba solo. Miró interrogadoramente desde la cabina. Pitt le hizo ademán de que bajase y señaló enérgicamente debajo del camión. El chófer, curioso, se apeó y se agachó junto a Pitt que estaba mirando atentamente el eje de transmisión. Al no ver nada anormal, se volvió en el mismo instante en que Pitt le descargaba un golpe en la nuca.
    Se derrumbó y Pitt se lo cargó al hombro. Subió al inconsciente cubano a la cabina del camión y después subió él rápidamente. El motor estaba en marcha y metió la primera y se dirigió hacia el árbol que ocultaba al Chevrolet de quienes viniesen por el aire.
    — ¡Todos a bordo! —dijo, saltando de la cabina.
    Jessie se echó atrás, asqueada.
    —Dios mío, ¿qué hay ahí?
    —Por decirlo delicadamente, estiércol.
    — ¿Espera que me revuelque en esa inmundicia? —preguntó Velikov.
    —No solamente que se revuelque —respondió Pitt—, sino que van a enterrarse en ella. —Tomó el fusil de manos de Jessie y pinchó al general, no con mucha suavidad, en los ríñones—. Arriba, general, probablemente ha frotado con cieno a muchas víctimas de la KGB. Ahora es su turno.
    Velikov lanzó una mirada asesina a Pitt y después subió a la caja del camión. Jessie le siguió de mala gana, mientras Pitt empezaba a despojar de su ropa al conductor. Era de número muy inferior a su talla y tuvo que dejar desabrochada la camisa y abierta la bragueta del pantalón para caber en ellos. Puso rápidamente su uniforme de campaña al cubano y subió a éste a la caja del camión con los otros. Devolvió el fusil a Jessie. Ésta no necesitó instrucciones para apoyar el cañón en la cabeza de Velikov. Pitt encontró una pala en un lado de la cabina y empezó a cubrirles.
    Jessie sintió náuseas y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no vomitar.
    —Creo que no podré aguantarlo.
    —Da gracias a Dios de que sea de caballo y de ganado y no de las alcantarillas de la ciudad.
    —Esto es fácil de decir, para ti que vas a conducir.
    Cuando todos fueron invisibles y apenas si podían respirar, Pitt volvió a la cabina y condujo el camión hacia la carretera. Se detuvo antes de entrar en ella, al ver a tres helicópteros militares volar encima de su cabeza y pasar a toda velocidad un convoy de soldados armados en la dirección del destrozado Zil.
    Esperó y después giró a la izquierda y entró en la carretera. Estaba a punto de llegar a los límites de la ciudad de Matanzas cuando se encontró con un puesto de control donde había un coche blindado y casi cincuenta soldados, todos ellos con aire hosco y resuelto.
    Se detuvo y tendió los papeles que había quitado al conductor. Su plan funcionó aún mejor de lo que había imaginado. Los guardias ni siquiera se acercaron al apestoso camión. Hicieron seña de que siguiese adelante, contentos de verle alejarse y felices de respirar de nuevo aire fresco.
    Una hora y media más tarde, el sol se había ocultado en occidente y se habían encendido las luces de La Habana. Pitt llegó a la ciudad y subió por la Via Blanca. Salvo por el aroma del camión, se sintió seguro al pensar que pasaría inadvertido entre el ruidoso y bullicioso tráfico de la hora punta. También le pareció más seguro entrar en la ciudad cuando se había hecho de noche.
    Sin pasaporte ni dinero, su único recurso era establecer contacto con la misión americana en la Embajada suiza. Allí podrían quitarle a Jessie de encima y mantenerle oculto hasta que su pasaporte y sus documentos de entrada fuesen enviados por vía diplomática desde Washington. En cuanto se convirtiese en turista oficial, podría tratar de resolver el enigma del tesoro de La Dorada.
    Velikov no era ningún problema. Vivo, el general era un enemigo peligroso. Seguiría matando y torturando. Muerto, sólo sería un recuerdo. Pitt decidió matarle de un tiro en un callejón desierto. Cualquiera que fuese lo bastante curioso para investigar atribuiría simplemente el estampido a un petardeo del tubo de escape del camión.
    Se metió en una calle estrecha entre dos hileras de almacenes desiertos, cerca de la zona portuaria, y detuvo el vehículo. Dejó el motor en marcha y se dirigió a la parte de atrás del camión. Al subir a él, vio la cabeza y los brazos de Jessie que sobresalían de la carga de estiércol. Manaba sangre de un pequeño corte en la sien y el ojo derecho se estaba hinchando y amoratando. Las únicas señales de Velikov y del conductor cubano eran unos huecos en los lugares donde Pitt les había encerrado.
    Habían desaparecido.
    Él la ayudó a salir de entre el estiércol y lo limpió de sus mejillas. Ella abrió los ojos y le miró y, al cabo de un momento, sacudió la cabeza de un lado a otro.
    —Lo siento, lo he echado todo a perder.
    — ¿Qué ocurrió? —preguntó él.
    —El conductor volvió en sí y me atacó. No grité para pedirte auxilio porque tuve miedo de provocar una alarma y de que nos detuviese la policía. Luchamos por el fusil y éste saltó por encima de un lado del camión. Entonces el general me agarró de los brazos y el conductor me golpeó hasta que perdí el conocimiento. —De pronto se le ocurrió algo y miró furiosamente a su alrededor—: ¿Dónde están ellos?
    —Debieron saltar del camión —respondió Pitt—. ¿Puedes recordar dónde o cuándo ocurrió?
    El esfuerzo de concentración de Jessie se reflejó en su semblante.
    —Creo que fue aproximadamente cuando entrábamos en la ciudad. Recuerdo haber oído el ruido de un tráfico intenso.
    —De esto hace menos de veinte minutos.
    La ayudó a pasar a un lado de la caja del camión y la bajó delicadamente al suelo.
    —Será mejor que dejemos el camión y tomemos un taxi.
    —Yo no puedo ir a ninguna parte oliendo de este manera —dijo sorprendida ella—. Y fíjate en ti. Estás ridículo. Llevas todo abierto por delante.
    Pitt se encogió de hombros.
    —Bueno, no me detendrán por escándalo público. Todavía llevo puestos los shorts.
    —No podemos tomar un taxi —dijo desesperadamente ella—. No tenemos ni un peso cubano.
    —La misión americana en la Embajada suiza cuidará de ello. ¿Sabes dónde está?
    —La llaman Sección de Intereses Especiales. Cuba tiene algo parecido en Washington. El edificio tiene vistas al mar y está en una avenida llamada el Malecón.
    —Nos ocultaremos hasta que sea de noche. Tal vez podamos encontrar una fuente donde puedas limpiarte. Velikov ordenará un registro a gran escala de la ciudad para encontrarnos. Probablemente tendrán vigilada la Embajada; por consiguiente, tendremos que encontrar la manera de deslizamos a hurtadillas en ella. ¿Te sientes lo bastante fuerte para echar a andar?
    — ¿Sabes una cosa? —dijo ella, con una sonrisa de dolor—. Si me lo preguntas, te diré que estoy terriblemente fatigada.

    65


    Ira Hagen se apeó del avión y entró en la terminal del Aeropuerto José Martí. Se había preparado para una discusión acalorada con los oficiales de inmigración, pero éstos echaron simplemente un vistazo a su pasaporte diplomático y le dejaron pasar con un mínimo de formalidades. Al dirigirse al lugar de recogida de equipajes, un hombre con un traje de algodón a rayas le detuvo.
    — ¿Señor Hagen?
    —Sí, soy Hagen.
    —Tom Clark, jefe de la Sección de Intereses Especiales. El propio Douglas Oates me informó de su llegada.
    Hagen observó a Clark. El diplomático era un hombre atlético de unos treinta y cinco años, cara tostada por el sol, bigote a lo Errol Flynn, ralos cabellos rojos peinados hacia delante para ocultar las entradas, ojos azules y una nariz que había sido rota más de una vez. Sacudió calurosamente la mano de Hagen al menos siete veces.
    —Supongo que no recibirá a muchos americanos aquí —dijo Hagen.
    —Muy pocos desde que el presidente Reagan dejó la isla fuera del alcance de los turistas y de los hombres de negocios.
    —Presumo que le habrán enterado de la razón de mi visita.
    —Será mejor que esperemos a hablar de esto en el coche —dijo Clark, señalando con la cabeza a una mujer gorda y vulgar que estaba sentada cerca de ellos, con una pequeña maleta sobre la falda.
    Hagen no necesitó que se lo dijesen para reconocer a una vigilante con un micro disimulado que registraba todas sus palabras.
    Al cabo de casi una hora, pudo hacerse Hagen al fin con su maleta y se dirigieron al coche de Clark, un sedán Lincoln con chófer. Llovía ligeramente, pero Clark traía un paraguas. El conductor colocó la maleta en el portaequipajes, y se dirigieron a la Embajada suiza, donde se albergaba la Sección de Intereses Especiales de los Estados Unidos.
    Hagen había pasado la luna de miel en Cuba, varios años antes de la revolución, y se encontró con que La Habana era casi la misma que él recordaba. Los colores pastel de los edificios estucados de las avenidas flanqueadas de palmeras parecían algo desvaídos pero poco cambiados. Era un viaje nostálgico. En las calles circulaban numerosos automóviles de los años cincuenta que le despertaban viejos recuerdos: Kaiser, Studebaker, Packard, Hudson e incluso un par de Edsel. Se mezclaban con los nuevos Fiat de Italia y Lada de Rusia.
    La ciudad prosperaba, pero no con la pasión de los años de Batista. Los mendigos, las prostitutas y los tugurios habían desaparecido, sustituidos por la austera pobreza que era marca de fábrica de todos los países comunistas. El marxismo era una verruga en el recto de la humanidad, decidió Hage.
    Se volvió a Clark.
    — ¿Cuánto tiempo lleva usted en el servicio diplomático?
    —Ninguno —respondió Clark—. Estoy en la compañía.
    —La CÍA.
    Clark asintió con la cabeza.
    —Llámelo así si lo prefiere.
    — ¿Por qué ha dicho aquello sobre Douglas Oates?
    —Para que lo oyese la persona que estaba escuchando en el aeropuerto. Quien me informó de su misión fue Martin Brogan.
    — ¿Qué se ha hecho para encontrar y desactivar el ingenio?
    Clark sonrió tristemente.
    —Puede llamarlo la bomba. Sin duda una bomba pequeña, pero lo bastante potente para arrasar la mitad de La Habana y provocar un incendio capaz de destruir todas las débiles casas y barracas de los suburbios. Y no, no la hemos encontrado. Tenemos un equipo secreto de veinte hombres registrando las zonas portuarias y los tres barcos en cuestión. Y no han encontrado nada. Igual podrían estar buscando una aguja en un pajar. Faltan menos de dieciocho horas para las ceremonias y el desfile. Se necesitaría un ejército de dos mil investigadores para encontrar la bomba a tiempo. Y para empeorar las cosas, nuestra pequeña tropa tiene que trabajar eludiendo las medidas de seguridad de los cubanos y los rusos. Tal como están las cosas, tengo que decir que la explosión es inevitable.
    —Si puedo llegar hasta Castro y darle el aviso del presidente...
    —Castro no quiere hablar con nadie —dijo Clark—. Nuestros agentes de más confianza en el Gobierno cubano, y tenemos cinco en encumbradas posiciones, no pueden establecer contacto con él. Lamento decirlo, pero la misión de usted es más desesperada que la mía.
    — ¿Va a evacuar a su gente?
    Se pintó una expresión de profunda tristeza en los ojos de Clark.
    —No. Todos continuaremos aquí hasta el final.
    Hagen guardó silencio mientras el coche salía del Malecón y cruzaba la entrada de lo que había sido la Embajada de los Estados Unidos y estaba ahora ocupada oficialmente por los suizos. Dos guardias con uniforme suizo abrieron la alta verja de hierro.
    De pronto, sin previo aviso, un taxi siguió a la limusina y cruzó la verja antes de que los sorprendidos guardias pudiesen reaccionar y cerrarla. El taxi no se había parado aún cuando una mujer con uniforme de miliciano y un hombre vestido de harapos se apearon de él de un salto. Los guardias se recobraron rápidamente y se abalanzaron contra el desconocido, que adoptó una posición medio de boxeo y medio de judo. Se detuvieron, tratando de desenfundar sus pistolas. Aquel momento de indecisión fue suficiente para que la mujer abriese la puerta de atrás del Lincoln y subiese a él.
    — ¿Son americanos o suizos? —preguntó.
    —Americanos —respondió Clark, tan pasmado por el repugnante olor que emanaba de ella como por su brusca aparición—. ¿Qué es lo que quiere?
    Su respuesta ftie totalmente inesperada. Empezó a reír histéricamente.
    —Americanos o suizos. Dios mío, debió parecer que iba a pedirles un queso.
    Por fin despertó el chófer, saltó del automóvil y la agarró de la cintura.
    — ¡Espere! —ordenó Hagen, reparando en las contusiones de la cara de la mujer—. ¿Qué sucede?
    —Soy americana —farfulló ella, recobrando un poco de su aplomo—. Me llamo Jessie LeBaron. Por favor, ayúdenme.
    — ¡Santo Dios! —murmuró Hagen—. No será la esposa de Raymond LeBaron.
    —Sí. Sí, lo soy —Señaló frenéticamente hacia la pelea que se había entablado en el paseo de la Embajada—. Deténganles. El es Dirk Pitt, director de proyectos especiales de la AMSN.
    —Yo cuidaré de esto —dijo Clark.
    Pero cuando pudo intervenir Clark, Pitt ya había tumbado a uno de los guardias y estaba luchando con el otro. El taxista cubano saltaba desaforadamente, agitando los brazos y reclamando el importe de la carrera. Varios policías de paisano aumentaron la confusión, apareciendo de improviso en la calle delante de la verja cerrada y pidiendo que Pitt y Jessie les fuesen entregados. Clark hizo caso omiso de la policía, detuvo la pelea y pagó al chofer. Después condujo a Pitt al Lincoln.
    — ¿De dónde diablos viene? —preguntó Hagen—. El presidente creía que estaba muerto o en la cárcel...
    — ¡Dejemos ahora esto! —le interrumpió Clark—. Será mejor que nos perdamos de vista antes de que los policías se olviden de la inmunidad de la Embajada y se pongan violentos.
    Empujó rápidamente a todos dentro de la casa y por un pasillo que conducía a la sección americana del edificio. Pitt fue llevado a una habitación desocupada, donde podría tomar una ducha y afeitarse. Un miembro del personal que era aproximadamente de su talla le prestó alguna ropa. El uniforme de Jessie fue quemado con la basura, y ella tomó agradecida un baño para quitarse el mal olor del estiércol. Un médico de la embajada suiza la reconoció minuciosamente y curó sus cortes y contusiones. Prescribió una comida saludable y le ordenó que descansara unas horas antes de ser interrogada por los oficiales de la Sección de Intereses Especiales.
    Pitt fue acompañado a una pequeña sala de conferencias. Cuando entró, Hagen y Clark se levantaron y se presentaron formalmente. Le ofrecieron un sillón y todos se acomodaron alrededor de una pesada mesa de madera de pino tallada a mano.
    —No tenemos tiempo para demasiadas explicaciones —dijo Clark, sin preámbulos—. Hace dos días, mis superiores de Langley me informaron sobre su incursión secreta en Cayo Santa María. Lo hicieron para que estuviese preparado en caso de que fracasara y hubiese repercusiones en La Habana. No me enteré de su éxito, hasta que el señor Hagen...
    —Ira —le interrumpió Hagen.
    —Hasta que Ira me ha mostrado hace un momento un documento altamente secreto capturado en la instalación de la isla. También me ha dicho que el presidente y Martin Brogan le habían pedido que averiguase su paradero y el de la señora LeBaron. Tenía que notificárselo inmediatamente, en el caso de que hubiesen sido sorprendidos y detenidos.
    —O ejecutados —añadió Pitt.
    —También esto —asintió Clark.
    —Entonces también sabe por qué Jessie y yo nos separamos de los demás y vinimos a Cuba.
    —Sí. Ella trae un mensaje urgente del presidente para Castro.
    Pitt se relajó y se arrellanó en su sillón.
    —Muy bien. Mi papel en el asunto ha terminado. Les agradecería que hiciesen lo necesario para poder enviarme de vuelta a Washington, después de unos pocos días que necesito para resolver un asunto personal.
    Clark y Hagen intercambiaron una mirada, pero ninguno de los dos pudo mirar a Pitt a los ojos.
    —Lamento estropear sus planes —dijo Clark—. Pero estamos ante un problema grave, y su experiencia en cuestión de barcos podría sernos de gran ayuda.
    —No les serviría de nada. Soy demasiado conocido.
    — ¿Puede dedicarnos unos minutos y le contaremos de qué se trata?
    —Les escucharé con mucho gusto.
    Clark asintió satisfecho con la cabeza.
    —Muy bien. Ira ha venido directamente de hablar con el presidente. Está en mejores condiciones que yo para explicarle la situación. —Se volvió a Hagen—. Usted tiene la palabra.
    Hagen se quitó la chaqueta, sacó un pañuelo del bolsillo de atrás del pantalón y se enjugó la sudorosa frente.
    —La situación es ésta, Dirk. ¿Puedo llamarle Dirk?
    —Ése es mi nombre.
    Hagen era experto en juzgar a los hombres y le gustó lo que veía. Aquel tipo no parecía de los que se dejan engañar. También tenía un aire que inspiraba confianza. Hagen puso las cartas sobre la mesa y explicó el plan ruso para asesinar a los Castro y asumir el control de Cuba. Expuso en términos concisos los detalles, explicando que la bomba nuclear había sido introducida secretamente en el puerto, así como el tiempo proyectado para su explosión.
    Cuando Hagen hubo terminado, Clark esbozó la acción emprendida para encontrar la bomba. No había tiempo para traer un equipo de rastreo sumamente experto en ingenios nucleares, ni permitirían los cubanos que pusiesen los pies en la ciudad. Él tenía solamente veinte hombres, provistos de un equipo primitivo para detectar las radiaciones. Tenía la enorme responsabilidad de dirigir la búsqueda y no se necesitaba mucha imaginación para darse cuenta de la futilidad de sus esfuerzos. Por fin, hizo una pausa.
    — ¿Me sigue, Dirk?
    —Sí... —dijo lentamente Pitt—. Le sigo. Gracias.
    — ¿Algunas preguntas?
    —Varias, pero una es la que más me importa. ¿Qué nos ocurrirá a todos si esa bomba no es encontrada y desactivada?
    —Creo que ya conoce la respuesta —dijo Clark,
    —Sí, pero quiero oírla de sus labios.
    La cara de Clark asumió la expresión de un enlutado en un entierro.
    —Moriremos todos —dijo simplemente.
    — ¿Nos ayudará? —preguntó Hagen.
    Pitt miró a Clark.
    — ¿Cuánto tiempo tenemos?
    —Aproximadamente dieciséis horas.
    Pitt se levantó de su sillón y empezó a pasear arriba y abajo, dejando que su instinto comenzara a abrirse paso en aquel laberinto de información. Después de un minuto de silencio, en que Hagen y Clark le observaron con expectación, se apoyó de pronto en la mesa y dijo:
    —Necesito un plano de la zona portuaria.
    Un miembro del personal de Clark lo trajo rápidamente.
    Pitt lo alisó sobre la mesa y lo miró.
    — ¿Dicen ustedes que no pueden avisar a los cubanos? —preguntó, mientras estudiaba los lugares de amarre de la bahía.
    —No —respondió Hagen—. Su Gobierno está infestado de agentes soviéticos. Si les pusiesen sobre aviso, no sólo harían oídos sordos, sino que entorpecerían nuestra operación de búsqueda.
    — ¿Y qué me dicen de Castro?
    —Penetrar en su refugio y avisarle es mi misión —dijo Hagen.
    —Y los Estados Unidos tendrán la culpa.
    —La falsa información de los soviéticos cuidará de esto.
    —Por favor, ¿pueden darme un lápiz?
    Clark se lo dio y volvió a sentarse en silencio mientras Pitt trazaba un círculo en el plano.
    —Yo diría que el barco que lleva la bomba está atracado en la ensenada de Antares.
    Clark arqueó las cejas.
    — ¿Cómo puede saberlo?
    —Evidentemente, es el lugar donde una explosión causaría más estragos. La ensenada se adentra casi hasta el corazón de la ciudad.
    —Un buen razonamiento —dijo Clark—. Dos de los barcos sospechosos están amarrados allí. El otro está en el otro lado de la bahía.
    —Denme un informe detallado sobre estos barcos.
    Clark examinó la página correspondiente del documento en que se consignaban las llegadas de barcos.
    —Dos pertenecen a la flota mercante de la Unión Soviética. El tercero navega con pabellón panameño y es propiedad de una corporación dirigida por exiliados cubanos anticastristas.
    —Esto último es una pista falsa montada por la KGB —dijo Hagen—. Sostendrán que los exiliados cubanos son un arma de la CÍA, convirtiéndonos así en los villanos de la catástrofe. No habrá una nación en el mundo que crea que no estamos comprometidos.
    —Un plan muy astuto —dijo Clark—. Difícilmente emplearían uno de sus propios barcos para transportar la bomba.
    —Sí, pero ¿por qué destruir dos barcos y sus cargamentos sin ningún objetivo? —preguntó Pitt.
    —Confieso que esto no tiene sentido.
    — ¿Nombre y cargamento de los barcos?
    Clark extrajo otra página del documento y leyó en ella:
    —El Ozero Zaysan, carguero soviético que transporta equipo y suministros de tipo militar. El Ozero Baykai, petrolero de doscientas mil toneladas. El barco de simulada propiedad cubana es el Amy Bigalow, y lleva un cargamento de veinticinco mil toneladas de nitrato de amonio.
    Pitt contempló el techo como hipnotizado.
    — ¿Es el petrolero el que está atracado en el otro lado de la bahía?
    —Sí, ante la refinería de petróleo.
    — ¿Ha sido descargado alguno de los mercantes?
    Clark sacudió la cabeza.
    —No se ha observado ninguna actividad alrededor de los dos cargueros, y el petrolero continúa estando a un nivel muy bajo en el agua.
    Pitt se sentó de nuevo y dirigió a los otros dos que estaban en la habitación una mirada fría y dura.
    —Caballeros, les han tomado el pelo.
    Clark miró a Pitt con expresión sombría.
    — ¿Qué está diciendo?
    —Han sobrestimado ustedes la táctica espectacular de los rusos y menospreciado su astucia —dijo Pitt—. No hay ninguna bomba nuclear en ninguno de estos barcos. Para lo que proyectan hacer, no la necesitan.

    66


    El coronel general Viktor Kolchak, jefe de los quince mil soldados y consejeros en suelo cubano, salió de detrás de su mesa y abrazó calurosamente a Velikov.
    —General, no sabe usted cuánto me alegro de verle vivo.
    —El sentimiento es mutuo, coronel general —dijo Velikov, correspondiendo al fuerte abrazo de Kolchak.
    —Siéntese, siéntese; tenemos mucho de que hablar. Quienquiera que está detrás de la destrucción de nuestras instalaciones de vigilancia en la isla lo pagará caro. Un mensaje del presidente Antonov me asegura que no se tomará este ataque a la ligera.
    —Estoy completamente de acuerdo —dijo Velikov—. Pero tenemos otro asunto urgente que discutir.
    — ¿Quiere un vaso de vodka?
    —No —replicó bruscamente Velikov—. Ron y Cola tendrá lugar mañana a las diez de la mañana. ¿Han terminado sus preparativos?
    Kolchak se sirvió un vasito de vodka.
    —Los funcionarios soviéticos y nuestros amigos cubanos están saliendo discretamente de la ciudad en pequeños grupos. La mayoría de nuestras fuerzas militares la han abandonado ya para empezar unas maniobras simuladas a sesenta kilómetros de distancia. Al amanecer, todo el personal, el equipo y los documentos importantes habrán sido evacuados disimuladamente.
    —Deje a algunos aquí —dijo tranquilamente Velikov.
    Kolchak miró por encima de sus gafas sin montura como una abuela al oír una palabrota de boca de un chiquillo.
    — ¿Que deje qué, general?
    Velikov borró de su cara una sonrisa burlona.
    —Cincuenta miembros del personal civil soviético, y sus familias, y doscientos componentes de sus fuerzas militares.
    — ¿Sabe lo que me está pidiendo?
    —Perfectamente. No podemos culpar a la CÍA de cien mil muertos sin sufrir nosotros baja alguna. Han de morir rusos junto a los cubanos. Será una propaganda que allanará el camino a nuestro nuevo Gobierno.
    —No puedo enviar a la muerte a doscientos cincuenta de mis paisanos.
    —La conciencia nunca inquietó a su padre cuando despejó unos campos de minas alemanes haciendo marchar a sus hombres por ellos.
    —Aquello era la guerra.
    —Sólo el enemigo ha cambiado —dijo fríamente Velikov—. Hemos estado en guerra con los Estados Unidos desde 1945. El costo en vidas es pequeño en comparación con el aumento de nuestro dominio en el hemisferio occidental. No hay tiempo para discusiones, general. Se espera que cumpla usted con su deber.
    —No necesito que la KGB me dé lecciones sobre mi deber para con la madre patria —dijo Kolchak, sin rencor.
    Velikov se encogió de hombros con indiferencia.
    —Todos hemos de representar nuestro papel. Volviendo a Ron y Cola; después de la explosión, sus tropas regresarán a la ciudad y ayudarán en las operaciones médicas y de auxilio. Mi gente cuidará de que se produzca con orden el cambio de Gobierno. También haré que la prensa internacional muestre a los abnegados soldados soviéticos cuidando a los supervivientes heridos.
    —Como soldado debo decir que encuentro abominable toda esta operación. No puedo creer que el camarada Antonov sea cómplice de ella.
    —Sus motivos son válidos y yo no los pongo en tela de juicio.
    Kolchak se apoyó en el borde de su mesa con los hombros encogidos.
    —Haré una lista de los que se tienen que quedar.
    —Gracias, coronel general.
    —Presumo que los preparativos están terminados, ¿no?
    Velikov asintió con la cabeza.
    —Usted y yo acompañaremos a los hermanos Castro a la tribuna para presenciar el desfile. Yo llevaré un transmisor de bolsillo que hará estallar la carga en el barco principal. Cuando Castro inicie su acostumbrado discurso maratoniano, saldremos disimuladamente y tomaremos un coche que nos estará esperando. Cuando nos hayamos alejado lo bastante para estar a salvo, unos treinta quilómetros que podremos recorrer en media hora, activaré la señal y se producirá la explosión.
    — ¿Cómo explicaremos nuestra milagrosa salvación? —preguntó sarcásticamente Kolchak.
    —Las primeras noticias nos darán por muertos y desaparecidos. Más tarde, seremos descubiertos entre los heridos.
    — ¿Muy mal herido?
    —Sólo lo bastante para que sea convincente. Uniformes desgarrados, un poco de sangre y algunas heridas artificiales cubiertas con vendas.
    —Como dos gamberros que han destrozado los camerinos de un teatro.
    —Una metáfora muy poco adecuada.
    Kolchak se volvió y miró tristemente por la ventana de su despacho la bulliciosa ciudad de La Habana.
    —Es imposible —dijo en tono deprimido— creer que mañana a esta hora será todo eso un campo arrasado y humeante de miseria y de muerte.

    El presidente trabajó hasta muy tarde en su mesa. Nada podía preverse en todos sus detalles, nada era absolutamente claro. El trabajo del jefe ejecutivo exigía una transacción tras otra. Sus victorias sobre el Congreso eran diluidas con enmiendas forzosas; su política exterior, alterada por otros líderes mundiales hasta que quedaba poco de la intención original. Ahora estaba tratando de salvar la vida a un hombre que, durante treinta años, había considerado a los Estados Unidos como su enemigo número uno. Se preguntó si esto tendría consecuencias dentro de doscientos años.
    Dan Fawcett entró con una cafetera y unos bocadillos.
    —El Salón Oval nunca duerme —dijo con forzada animación—. Aquí tiene lo que más le gusta: atún con tocino. —Ofreció un plato al presidente y después sirvió el café—. ¿Puedo ayudarle en algo?
    —No, gracias, Dan. Sólo estoy redactando mi discurso para la conferencia de prensa de mañana.
    —Estoy en ascuas por ver las caras que pondrán los representantes de la prensa cuando les revele la existencia de la colonia lunar y les presente a Steinmetz y los suyos. He visto algunas de las cintas de vídeo con sus experimentos en la Luna. Son increíbles.
    El presidente puso el bocadillo a un lado y sorbió reflexivamente el café.
    —El mundo está patas arriba.
    Fawcett dejó de comer.
    — ¿Perdón?
    —Piense en esta terrible incongruencia. Estaré informando al mundo de la más grande hazaña moderna del hombre en el mismo momento en que La Habana será borrada del mapa.
    — ¿Alguna noticia de última hora de Brogan, desde que Pitt y Jessie LeBaron aparecieron en nuestra Sección de Intereses Especiales?
    —Ninguna desde hace una hora. Él también está en vela en su despacho.
    — ¿Cómo diablos consiguieron Pitt y Jessie llegar hasta allí?
    —Recorriendo trescientos kilómetros a través de una nación hostil. No lo comprendo.
    Sonó el teléfono de la línea directa con Langley.
    —Diga.
    —Soy Martin Brogan, señor presidente. Me informan de La Habana que los investigadores no han detectado todavía ninguna señal radiactiva en ninguno de los barcos.
    — ¿Han subido a bordo?
    —No. Las medidas de seguridad son extremas. Sólo pueden pasar en coche frente a los dos barcos amarrados en el muelle. El otro, un petrolero, está anclado en la bahía. Han dado vueltas a su alrededor en una pequeña barca. ^
    — ¿Qué quiere usted decir, Martin? ¿Qlie la bomba ha sido descargada y escondida en la ciudad?
    —Los barcos han estado bajo estrecha vigilancia desde que llegaron al puerto. No se ha descargado nada.
    —Tal vez la radiación no puede filtrarse a través de los cascos de acero de los barcos.
    —Los expertos de Los Álamos me aseguran que puede filtrarse. El problema está en que nuestros hombres en La Habana no son expertos profesionales en radiación. También es un inconveniente que tengan que emplear contadores Geiger comerciales que no son lo bastante sensibles para registrar una señal ligera.
    — ¿Por qué no tienen allí expertos cualificados y provistos del equipo necesario? —preguntó el presidente.
    —Una cosa es enviar un hombre en una misión diplomática y llevando solo un maletín, como su amigo Hagen, y otra muy distinta introducir disimuladamente todo un equipo con doscientos cincuenta kilos de aparatos electrónicos. Si tuviésemos más tiempo, habríamos podido inventar algo. Los desembarcos clandestinos y el lanzamiento de paracaidistas tienen pocas probabilidades de éxito, habida cuenta de la muralla defensiva de Cuba. Entrar disimuladamente en barco es el método mejor, pero para esto se necesitaría al menos un mes de preparativos.
    —Hace usted que esto parezca una enfermedad de la que no se conoce ningún remedio.
    —Esto es una buena comparación, señor presidente —dijo Brogan—. Casi lo único que podemos hacer es permanecer sentados y esperar... y ver lo que sucede.
    —No, no puedo permitirlo. Tenemos que hacer algo en nombre de la humanidad. No podemos dejar que muera toda esa gente. —Hizo una pausa, sintiendo un nudo cada vez más apretado en el estómago—. Dios mío, no puedo creer que los rusos hagan estallar realmente una bomba nuclear en una ciudad. ¿No se da cuenta Antonov de que nos está hundiendo cada vez más en un pantano del que no habrá manera de salir?
    —Todavía existe la esperanza de que Ira Hagen pueda llegar a tiempo hasta Castro.
    — ¿Cree realmente que Fidel se tomará en serio a Hagen? No es muy probable. Pensará que no es más que una intriga para desacreditarle. Lo siento, señor presidente, pero tenemos que acorazarnos contra el desastre, porque no podemos hacer nada para remediarlo.
    El presidente ya no le escuchaba. Su cara revelaba una terrible desesperación. Hemos instalado una colonia en la Luna, pensó, y sin embargo, los habitantes de la Tierra insisten todavía en matarse los unos a los otros por razones estúpidas.
    —Convocaré una reunión del Gabinete para mañana a primera hora, antes del anuncio de la colonia lunar —dijo, desalentadamente—. Tendremos que concebir un plan para rebatir las acusaciones de los soviéticos y los cubanos y recoger las piezas lo mejor que podamos.


    67


    Salir de la Embajada suiza fue ridiculamente fácil. Veinte años antes se había excavado un túnel que pasa a treinta metros por debajo de las calles y de las alcantarillas, muy fuera del alcance de cualquier sondeo que hubiesen podido intentar los agentes de seguridad cubanos alrededor de la manzana. Las paredes habían sido impermeabilizadas, pero unas bombas silenciosas funcionaban continuamente para eliminar las filtraciones.
    Clark condujo a Pitt hasta el fondo por una larga escalera y, después, por un pasadizo que discurría por debajo de casi dos manzanas de la ciudad y terminaba en un pozo de escalera. Subieron por ella y salieron a un probador de una tienda de modas.
    La tienda había cerrado hacía seis horas y las prendas exhibidas en el escaparate impedían que pudiese verse desde fuera el interior. Sentados en el almacén había tres hombres agotados y de aspecto macilento que apenas dieron muestras de reconocer a Clark al entrar éste con Pitt.
    —No hace falta que sepa los verdaderos nombres —dijo Clark—. Le presento a Manny, a Moe y a Jack.
    Manny, un negro corpulento de rostro fuertemente marcado con arrugas, vistiendo una vieja y descolorida camisa verde y unos pantalones caqui, encendió un cigarrillo y se limitó a mirar a Pitt con la indiferencia del hombre que está cansado del mundo. Parecía haber experimentado lo peor de la vida y perdido todas sus ilusiones.
    Moe estaba estudiando a través de sus gafas un libro de frases rusas. Tenía el aire de un académico: expresión perdida, cabellos revueltos y barba perfectamente cuidada. Saludó con la cabeza y sonrió despreocupadamente.
    Jack era el prototipo del latino de las películas de los años treinta: ojos chispeantes, complexión vigorosa, dientes blanquísimos, bigote triangular. Lo único que le faltaba era un bongó. Fue el único que pronunció unas palabras de saludo.
    —Hola, Thomas. ¿Ha venido a arengar a la tropa?
    —Caballeros, les presento... a Sam. Ha presentado una teoría que arroja nueva luz sobre la búsqueda.
    —Será mejor que valga la pena de habernos sacado de los muelles —gruñó Manny—. No podemos perder tiempo con teorías estúpidas.
    —Ahora están más cerca de encontrar la bomba de lo que estaban hace veinticuatro horas —dijo pacientemente Clark—, Sugiero que escuchen lo que tiene que decir.
    — ¡Vayase al diablo! —dijo Manny—. Precisamente cuando habíamos encontrado la manera de subir a bordo de uno de los cargueros, nos ha hecho volver.
    —Podrían haber buscado hasta el último rincón de esos barcos sin encontrar un ingenio nuclear de una tonelada y media —dijo Pitt.
    Manny volvió su atención a Pitt, mirándole de los pies a la cabeza como un jugador de rugby midiendo a un adversario.
    —Muy bien, sabelotodo, ¿dónde está nuestra bomba?
    —Tres bombas —le corrigió Pitt— y ninguna de ellas nuclear.
    Se hizo un silencio en la estancia. Todo, menos Clark, parecían escépticos.
    Pitt sacó el mapa de debajo de su camisa y lo desplegó. Tomó unos alfileres de un maniquí y fijó el mapa en la pared. No iba a dejarse impresionar por la actitud indiferente del grupo de agentes de la CÍA. Sus ojos le mostraban que aquellos hombres eran despiertos, exactos y competentes. Sabía que poseían una notable variedad de recursos y la absoluta determinación de hombres que no se tomaban el fracaso a la ligera.
    —El Amy Bigalow es el primer eslabón de la cadena destructora. Su cargamento de veinticinco mil toneladas de nitrato de amonio...
    —Esto no es más que un fertilizante —dijo Manny.
    —Es también un producto químico sumamente volátil —siguió diciendo Pitt—. Si esta cantidad de nitrato de amonio estallase, su fuerza sería mucho mayor que la de las bombas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki. Éstas fueron arrojadas desde el aire y buena parte de su fuerza destructora se perdió en la atmósfera. Cuando el Amy Bigalow estalle a nivel del suelo, la mayor parte de su fuerza barrerá La Habana como un alud de lava fundida. El Ozero Zaysan, cuyo manifiesto dice que transporta artículos militares, está probablemente lleno de municiones hasta los topes. Desencadenará su fuerza destructora en una explosión en cadena con la del Amy Bigalow. Después arderá el Ozero Baykai con su petróleo, aumentando la devastación. Los depósitos de carburante, las refinerías, las plantas de productos químicos y todas las fábricas donde haya materiales volátiles saltarán por los aires. El incendio puede durar probablemente varios días.
    Exteriormente, Manny, Moe y Jack parecieron no comprender, pues las expresiones de sus caras permanecieron inescrutables. Por dentro, estaban aturdidos por el increíble horror de aquella visión infernal de Pitt.
    Moe miró a Clark.
    —Creo que ha dado en el blanco, ¿sabe?
    —Yo estoy de acuerdo. Langley interpretó mal el proyecto de los soviéticos. Pueden conseguirse los mismos resultados sin necesidad de recurrir a la fuerza nuclear.
    Many se levantó y agarró los hombros de Pitt con sus manos como tenazas.
    —Tengo que reconocerlo, hombre. Usted sabe realmente donde está la mierda.
    Jack habló por primera vez.
    —Es imposible descargar aquellos barcos antes de la fiesta de mañana.
    —Pero pueden ser trasladados —dijo Pitt.
    Manny reflexionó durante un momento.
    —Los cargueros podrían sacarse del puerto, pero no apostaría yo a sacar a tiempo el petrolero. Necesitaríamos un remolcador sólo para dirigir su proa hacia el canal.
    —Cada milla que pongamos entre aquellos barcos y el puerto significará un ahorro de cien vidas —dijo Pitt.
    —Deberíamos tener tiempo bastante para buscar los detonadores —dijo Moe.
    —Si pueden ser encontrados antes de que lleguemos a mar abierto, tanto mejor.
    —Y si no —murmuró hoscamente Manny—, será como si todos nos suicidásemos.
    —Ahorrarás a tu esposa los gastos del entierro —dijo Jack, con sonrisa de calavera—. No quedará nada que enterrar.
    Moe pareció dudar.
    —Andamos escasos de personal.
    — ¿Cuántos maquinistas navales podrían encontrar? —preguntó Pitt.
    Moe señaló con la cabeza.
    —Manny ha sido jefe de máquinas. ¿Quién más se te ocurre, Manny?
    —Enrico sabe lo que tiene que hacer en una sala de máquinas. Y también Héctor, cuando no está borracho.
    —Son tres —dijo Pitt—. ¿Y como marineros de cubierta?
    —Quince, diecisiete incluyendo a Moe y a Jack —respondió Clark.
    —En total veinte, y yo soy el veintiuno —dijo Pitt—. ¿Y prácticos del puerto?
    —Todos esos bastardos están en el bolsillo de Castro —gruñó Manny—. Tendremos que gobernar nosotros los barcos.
    —Un momento —terció Moe—. Aunque dominemos las fuerzas de seguridad del muelle, tendremos que habérnoslas con las tripulaciones.
    Pitt se volvió a Clark.
    —Si los suyos se encargan de los guardias, yo neutralizaré las tripulaciones.
    —Yo dirigiré personalmente un grupo de combate —dijo Clark—. Pero quisiera saber cómo piensa cumplir su parte del trato.
    —Es cosa hecha —dijo sonriendo Pitt—. Los barcos están abandonados. Les garantizo que las tripulaciones los han evacuado silenciosamente y se han trasladado a lugar seguro.
    —Los soviéticos pueden salvar la vida los suyos —dijo Moe—. Pero les importa un bledo la tripulación extranjera del Amy Bigalow.
    —Seguro, pero no se arriesgarán a que un tripulante curioso ande por allí mientras preparan los detonadores.
    Jack pensó un momento y dijo:
    —Dos y dos son cuatro. Ese hombre es muy listo.
    Manny miró a Pitt, ahora respetuosamente.
    — ¿Pertenece usted a la compañía?
    —No; a la AMSN.
    —He metido la pata como un aficionado —suspiró Manny—. Tal vez ha llegado la hora de que me retire.
    — ¿Cuántos hombres calcula que vigilan los barcos? —le preguntó Clark.
    Manny sacó un pañuelo sucio y se sonó ruidosamente antes de responder:
    —Una docena vigilan el Bigalow. Otros tantos el Zaysan. Una pequeña lancha patrullera está anclada junto al petrolero. Probablemente no van más que seis o siete en ella.
    Clark empezó a andar arriba y abajo mientras hablaba.
    —Bien. Reúnan sus tripulaciones. Mi equipo se encargará de los guardias y de proteger la operación. Manny, usted y sus hombres zarparán con el Amy Bigalow. Moe tomará el Ozero Zaysan. El remolcador le corresponde a usted, Jack, Asegúrese de que no suene la alarma cuando se apodere de él. Disponemos de seis horas con luz de día. Tenemos que aprovechar cada minuto. —Se interrumpió y miró a su alrededor—. ¿Alguna pregunta?
    Moe levantó una mano.
    —Cuando estemos en mar abierto, ¿qué nos pasará?
    —Tomarán la lancha a motor de su barco y se alejarán lo más posible antes de que se produzcan las explosiones.
    Nadie hizo comentarios. Todos sabían que sus probabilidades de salvación rayaban en cero.
    —Me gustaría ir con Manny —dijo Pitt—. Soy bastante hábil con el timón.
    Manny se puso en pie y dio una palmada en la espalda de Pitt que le dejó sin aliento.
    —Por Dios, Sam, que creo que empezaré a tomarle simpatía.
    Pitt le miró fijamente.
    —Esperemos que vivamos lo bastante para saberlo.


    68


    El Amy Bigalow estaba amarrado de lado a un largo muelle moderno que había sido construido por ingenieros soviéticos. Más allá, a unos cientos de metros en el canal, veíase el casco de color crema del Ozero Zaysan, oscuro y abandonado. Las luces de la ciudad resplandecían en las negras aguas del puerto. Unas cuantas nubes procedentes de las montañas cruzaban la ciudad y se dirigían a alta mar.
    Un coche oficial de fabricación rusa salió del bulevar de los Desamparados, seguido de dos pesados camiones militares. El convoy cruzó lentamente el muelle y se detuvo ante la rampa del Amy Bigalow. Un centinela salió de una garita y se acercó cautelosamente al automóvil.
    — ¿Tienen permiso para estar en esta zona? —preguntó.
    Clark, que llevaba uniforme de oficial cubano, dirigió una mirada arrogante al centinela.
    —Llame al oficial de guardia —ordenó secamente—. Y diga señor cuando se dirija a un oficial.
    Reconociendo las insignias de Clark a la luz amarillenta de las lámparas de vapor de sodio que iluminaban el muelle, el centinela se cuadró y saludó.
    —En seguida, señor. Voy a llamarle.
    El centinela corrió a la garita y tomó un transmisor portátil. Clark rebulló inquieto en su asiento. La astucia era vital; la mano dura, fatal. Si hubiesen tomado los barcos por asalto, a tiros, se habría dado la voz de alarma a todas las guarniciones de la ciudad. Una vez alertados, y encontrándose entre la espada y la pared, se verían obligados a provocar las explosiones antes de la hora prevista.
    Un capitán salió por la puerta de un almacén cercano, se detuvo un momento para observar el convoy aparcado y, después, se acercó a la ventanilla del coche oficial y se dirigió a Clark:
    —Capitán Roberto Herras —dijo, saludando—. ¿En qué puedo servirle, señor?
    —Coronel Ernesto Pérez —respondió Clark—. Me han ordenado que le reemplace, así como a sus hombres.
    Herras pareció confuso.
    —Tengo orden de guardar el barco hasta mañana al mediodía.
    —Las órdenes han sido cambiadas —dijo brevemente Clark—. Reúna a sus hombres y vuelvan al cuartel.
    —Si no le importa, coronel, quisiera pedir confirmación a mi superior.
    —Y él tendrá que llamar al general Melena y el general estará durmiendo en su cama. —Clark entrecerró los ojos y le dirigió una mirada helada—. Una carta dando fe de su insubordinación le seria muy perjudicial cuando le llegue el día de ascender a comandante.
    —Por favor, señor, yo no me niego a obedecerle.
    —Entonces le sugiero que reconozca mi autoridad.
    —Sí, coronel... Yo..., yo no dudo de usted. —Se sometió—. Reuniré a mis hombres.
    —Hágalo.
    Diez minutos más tarde, el capitán Herras y su fuerza de seguridad de veinticuatro hombres formaron y se dispusieron a marcharse. Los cubanos aceptaron de buen grado al cambio de la guardia. Estaban contentos de volver a su cuartel y poder dormir por la noche. Herras no pareció advertir que los hombres del coronel permanecían ocultos en la oscuridad del primer camión.
    — ¿Es toda su unidad? —preguntó Clark.
    —Sí, señor. Están todos aquí.
    — ¿Incluso los encargados de la vigilancia del otro barco?
    —Disculpe, coronel. Dejé centinelas junto a la rampa, para asegurarme de que nadie subiría a bordo mientras repartiese usted sus hombres. Podemos pasar por allí y recogerlos al marcharnos.
    —Muy bien, capitán. El camión de atrás está vacío. Ordene a sus hombres que suban a él. Usted puede llevarse mi coche. Mi ayudante irá a recogerlo más tarde a su cuartel.
    —Es usted muy amable, señor. Gracias.
    Clark tenía la mano en una pequeña pistola del 25 con silenciador que llevaba en el bolsillo del pantalón, pero no la sacó. Los cubanos estaban ya subiendo al camión, dirigidos por un sargento. Clark ofreció su asiento a Herras y se encaminó casualmente al camión silencioso donde estaban Pitt y los marineros cubanos.
    Los vehículos habían girado en redondo y estaban saliendo del muelle cuando apareció y se detuvo un coche militar en el que viajaba un oficial ruso. Éste se asomó a la ventanilla de atrás y miró, frunciendo recelosamente el entrecejo.
    — ¿Qué pasa aquí?
    Clark se acercó despacio al automóvil, pasando por delante de él para asegurarse de que sus únicos ocupantes eran el ruso y su chófer.
    —Un relevo de la guardia.
    —No sé que se haya ordenado.
    —La orden procede del general Velikov —dijo Clark, deteniéndose a sólo dos pies de la portezuela de atrás.
    Ahora pudo ver que el ruso era también coronel.
    —Precisamente vengo del despacho del general para inspeccionar las medidas de seguridad. No me dijo nada sobre el relevo de la guardia. —El coronel abrió la portezuela, disponiéndose a apearse—. Debe ser un error.
    —No es ningún error —dijo Clark.
    Cerró la puerta con la rodilla y disparó al coronel entre los ojos. Después, fríamente, metió dos balas en la nuca del conductor.
    Un momento más tarde, el coche fue puesto en marcha y dirigido hacia las negras aguas entre los muelles.

    Manny abrió la marcha, seguido de Pitt y cuatro marineros cubanos. Subieron a toda prisa la rampa hasta la cubierta principal del Atny Bigalow y se separaron. Pitt trepó por la escalerilla de la obra muerta, mientras los otros bajaban a la sala de máquinas. La caseta del timón estaba a oscuras, y Pitt la dejó tal cual. Pasó la media hora siguiente comprobando los controles electrónicos y el sistema de altavoces del barco a la luz de una linterna, hasta que todas las palancas y los interruptores quedaron firmemente grabados en su mente.
    Levantó el teléfono del barco y llamó a la sala de máquinas. Pasó un minuto antes de que Manny respondiese.
    — ¿Qué diablos quiere?
    —Sólo una comprobación —dijo Pitt—. Listo para cuando usted lo esté.
    —Pues tendrá que esperar mucho, míster.
    Antes de que Pitt pudiese replicar, Clark entró en la caseta del timón.
    — ¿Está hablando con Manny? —preguntó.
    —Sí.
    —Dígale que suba en seguida.
    Pitt transmitió la brusca orden de Clark y recibió un alud de blasfemias antes de colgar.
    Menos de un minuto más tarde, Manny entró en tromba, apestando a sudor y a aceite.
    —Dése prisa —dijo a Clark—. Tengo un problema.
    —Moe lo tiene aún peor.
    —Ya lo sé. Las máquinas han sido inutilizadas.
    — ¿Están las suyas en condiciones de funcionar?
    — ¿Por qué no habían de estarlo?
    —La tripulación soviética rompió a martillazos todas las válvulas del Ozero Zaysan —dijo gravemente Clark—. Moe dice que tardaría dos semanas en repararlas.
    —Jack tendrá que arrastrarlo hacia el mar abierto con el remolcador —dijo llanamente Pitt.
    Manny escupió a través de la puerta de la caseta del timón.
    —No conseguirá volver a tiempo para remolcar el petrolero. Los rusos no están ciegos. Se darán cuenta de lo que pasa en cuanto salga el sol.
    Clark asintió lentamente con la cabeza.
    —Temo que tiene razón.
    — ¿Cuál es la situación? —preguntó Pitt a Manny.
    —Si esta bañera tuviera motores Diesel, podría hacerla arrancar dentro de dos horas. Pero tiene turbinas a vapor.
    — ¿Cuánto tiempo necesita?
    Manny miró hacia la cubierta, considerando los largos y complicados procedimientos.
    —Hemos tenido que empezar con una maquinaria muerta. Lo primero que hicimos fue poner en funcionamiento el generador Diesel de emergencia y encender los quemadores del horno para calentar el fuel. Hay que enjugar la condensación de las tuberías, calentar las calderas y poner en condiciones los elementos auxiliares. Después esperar a que la presión del vapor aumente lo bastante para accionar las turbinas. Tenemos para cuatro horas... si todo marcha bien.
    — ¿Cuatro horas? —dijo, perplejo, Clark.
    —Si es así, el Amy Bigalow no podrá salir del puerto antes de que sea de día —dijo Pitt.
    —Entonces no hay nada que hacer.
    Había una cansada certidumbre en la voz de Clark.
    —Sí, todavía hay algo que hacer —dijo firmemente Pitt—. Aunque sólo lográsemos sacar un barco más allá de la entrada del puerto, reduciríamos en una tercera parte la cantidad de muertos.
    —Y todos nosotros moriríamos —añadió Clark—. No habrá manera de escapar. Hace dos horas había calculado que teníamos un cincuenta por ciento de probabilidades de sobrevivir. Pero no ahora, no cuando su viejo amigo Velikov descubra que su monstruoso plan empieza a desvanecerse en el horizonte. Y no debemos olvidar al coronel soviético que yace en el fondo de la bahía; dentro de poco se advertirá su ausencia y todo un regimiento saldrá en su busca.
    —Y también está aquel capitán de los guardias de seguridad —dijo Manny—. Muy pronto se dará cuenta de lo ocurrido cuando le pongan las peras a cuarto por haber abandonado su zona de vigilancia sin la debida orden.
    El zumbido de potentes motores Diesel aumentó lentamente de volumen en el exterior y una sirena de barco lanzó tres breves toques apagados.
    Pitt miró a través de la ventana del puente.
    —Jack se está acercando con el remolcador.
    Se volvió y contempló las luces de la ciudad. Éstas le recordaron una gran vitrina de joyas. Empezó a pensar en la multitud de niños que estarían metiéndose en la cama esperando con ilusión la fiesta de mañana. Se preguntó cuántos de ellos no despertarían nunca.
    —Todavía hay esperanzas —dijo al fin.
    Esbozó rápidamente lo que creía que sería la mejor solución para reducir la devastación y salvar la mayor parte de La Habana. Cuando hubo terminado, miró de Manny a Clark.
    —Bueno, ¿es factible?
    — ¿Factible? —Clark estaba pasmado—. ¿Otros tres y yo reteniendo a la mitad del Ejército cubano durante tres horas? Es un plan francamente suicida.
    — ¿Manny?
    Manny miró fijamente a Pitt, tratando de escrutar aquella cara adusta apenas visible a la luz de las lámparas del muelle. ¿Por qué tenía un americano que sacrificar su vida por una gente que no vacilaría en matarle? Comprendió que nunca hallaría la respuesta en la oscura caseta del timón del Amy Bigalow, y se encogió de hombros con resignado fatalismo.
    —Estamos perdiendo tiempo —dijo, mientras se volvía para regresar a la sala de máquinas.


    69


    El largo automóvil negro se detuvo sin ruido ante la puerta principal del pabellón de caza de Castro en los montes del sudeste de la ciudad. Uno de los dos gallardetes instalados sobre los guardabarros delanteros simbolizaba la Unión Soviética y el otro indicaba que el pasajero era un oficial de alta graduación.
    La casa de invitados, en el exterior de la finca vallada, era la residencia de la escogida fuerza de vigilancia personal de Castro. Un hombre de uniforme hecho a la medida, pero sin insignias, se acercó lentamente al coche. Miró la vaga silueta de un corpulento oficial envuelto en la oscuridad del asiento de atrás y el documento de identidad que le fue mostrado en la ventanilla.
    —Coronel general Kolchak. No hace falta que se identifique. —Saludó con un exagerado ademán—. Juan Fernández, jefe de seguridad de Fidel.
    — ¿No duerme usted nunca?
    —Soy un pájaro nocturno —dijo Fernández—. ¿Qué le trae aquí a estas horas?
    —Una súbita emergencia.
    Fernández esperó una explicación más detallada, pero no la recibió. Empezó a sentirse inquieto. Sabía que sólo una situación crítica podía traer a las tres de la mañana al representante militar soviético de más alto rango. No sabía qué hacer.
    —Lo siento mucho, señor, pero Fidel ha dado órdenes estrictas de que nadie le moleste.
    —Respeto los deseos del presidente Castro. Sin embargo, es con Raúl con quien debo hablar. Por favor, dígale que he venido por un asunto de suma urgencia y del que hemos de tratar personalmente.
    Fernández consideró durante un momento la petición y asintió con la cabeza.
    —Telefonearé al pabellón y diré a su ayudante que va usted para allá.
    —Gracias.
    Fernández hizo una seña a un hombre invisible que se hallaba en la casa de invitados, y la puerta provista de un dispositivo electrónico se abrió de par en par. La limusina subió por una serpenteante carretera de montaña a lo largo de unos tres kilómetros. Por último, se detuvo delante de una villa grande de estilo español que daba a un panorama de montes oscuros salpicados de luces lejanas.
    Las botas del conductor crujieron sobre la gravilla al pasar hacia la portezuela del pasajero. No la abrió, sino que estuvo plantado allí durante casi cinco minutos, observando casualmente a los guardias que patrullaban por el lugar. Al fin, el ayudante de Raúl Castro salió bostezando de la puerta principal.
    —Un placer inesperado, coronel general —dijo, sin gran entusiasmo—. Entre, por favor. Raúl bajará en seguida.
    El militar soviético, sin responder, se apeó del coche y siguió al ayudante a través de un amplio patio hasta el vestíbulo del pabellón. Se llevó un pañuelo delante de la cara y se sonó. Su conductor le siguió a pocos pasos de distancia. El ayudante de Castro se hizo a un lado y señaló la sala de trofeos.
    —Tengan la bondad de ponerse cómodos. Haré que les traigan un poco de café.
    Al quedar solos, los dos se mantuvieron silenciosamente en pie de espaldas a la puerta abierta, contemplando una multitud de cabezas de oso adosadas a las paredes y docenas de aves disecadas y posadas alrededor del salón.
    Pronto entró Raúl Castro, en pijama y con una bata de seda a cuadros. Se detuvo en seco al volverse de cara a él sus visitantes. Frunció el entrecejo, con sorpresa y curiosidad.
    — ¿Quiénes diablos son ustedes?
    —Me llamo Ira Hagen y traigo un mensaje importantísimo del presidente de los Estados Unidos. —Hagen hizo una pausa y señaló con la cabeza a su conductor, el cual se quitó la gorra, dejando que una mata de cabellos cayera sobre sus hombros—. Permita que le presente a la señora Jessie LeBaron. Ha sufrido grandes penalidades para entregar una respuesta personal del presidente a su hermano con referencia al proyectado pacto de amistad entre Cuba y los Estados Unidos.
    Por un momento, el silencio fue tan absoluto en la estancia que Hagen sintió el tictac de un primoroso reloj de caja arrimado a la pared del fondo. Los ojos negros de Raúl pasaron de Hagen a Jessie y se fijaron en ésta.
    —Jessie LeBaron murió —dijo con asombro.
    —Sobreviví al accidente del dirigible y a las torturas del general Peter Velikov. —Su voz era tranquila y autoritaria—. Traemos pruebas documentales de que éste intenta asesinar a Fidel y a usted durante la fiesta del Día de la Educación, mañana por la mañana.
    La rotundidad de la declaración, y el tono autoritario en que había sido formulada, impresionaron a Raúl.
    Vaciló, reflexivamente. Después asintió con la cabeza.
    —Despertaré a Fidel y le pediré que escuche lo que tienen que decirle.

    Velikov observó cómo un archivador de su despacho era cargado en una carretilla de mano y bajado en el ascensor al sótano a prueba de incendios de la Embajada soviética. Su segundo oficial de la KGB entró en la revuelta habitación, quitó unos papeles de encima de un sillón y se sentó.
    —Es una lástima quemar todo esto —dijo cansadamente.
    —Un nuevo y más bello edificio se alzará sobre las cenizas —dijo Velikov, con una astuta sonrisa—. Regalo de un Gobierno cubano agradecido.
    Sonó el teléfono y Velikov respondió rápidamente.
    — ¿Qué pasa?
    Le contestó la voz de su secretaria.
    —El comandante Borchev desea hablar con usted.
    —Póngame con él.
    — ¿General?
    —Sí, Borchev, ¿cuál es su problema?
    —El capitán al mando de las fuerzas de seguridad del puerto ha dejado su puesto junto con sus hombres y regresado a su base fuera de la ciudad.
    — ¿Han dejado los barcos sin vigilancia?
    —Bueno..., no exactamente.
    — ¿Abandonaron o no abandonaron su puesto?
    —Él dice que fue relevado por una fuerza de guardias bajo el mando de un tal coronel Ernesto Pérez.
    —Yo no di esa orden.
    —Lo supongo, general. Porque, si la hubiese dado, seguro que yo me habría enterado.
    — ¿Quién es ese Pérez y a qué unidad militar está destinado? —preguntó Velikov.
    —Mi personal ha comprobado los archivos militares cubanos. No han encontrado nada acerca de él.
    —Yo envié personalmente al coronel Mikoyan a inspeccionar las medidas de seguridad de los barcos. Póngase al habla con él y pregúntele qué diablos ocurre allá abajo.
    —He estado tratando de comunicar con él durante la última media hora —dijo Borchev—. No contesta.
    Sonó otro teléfono y Velikov dijo a Borchev que esperase.
    — ¿Qué ocurre? —gritó.
    —Soy Juan Fernández, general. Creí que debería usted saber que el coronel general Kolchak acaba de llegar para entrevistarse con Raúl Castro.
    —No es posible.
    —Yo mismo le identifiqué en la puerta.
    Este nuevo acontecimiento aumentó la confusión de Velikov. Su rostro adquirió una expresión pasmada y su respiración se hizo sibilante. Sólo había dormido cuatro horas durante las últimas treinta y seis y su mente empezaba a enturbiarse.
    — ¿Está ahí, general? —preguntó Fernández, inquieto por aquel silencio.
    —Sí, sí. Escúcheme, Fernández. Vaya al pabellón y descubra que están haciendo Castro y Kolchak. Escuche su conversación e infórmeme dentro de dos horas.
    No esperó respuesta, sino que conectó con la línea de Borchev.
    —Comandante Borchev, forme un destacamento y vaya a la zona portuaria. Póngase usted mismo al frente de él. Compruebe quiénes son ese Pérez y sus fuerzas de relevo y telefonéeme en cuanto haya averiguado algo.
    Entonces llamó Velikov a su secretaria.
    —Póngame con la residencia del coronel general Kolchak.
    Su segundo oficial se irguió en el sillón y le miró curioso. Nunca había visto a Velikov tan nervioso.
    — ¿Anda algo mal?
    —Todavía no lo sé —murmuró Velikov.
    De pronto sonó la voz familiar del coronel general Kolchak en el teléfono.
    —Velikov, ¿cómo les van las cosas al GRU y a la KGB?
    Velikov se quedó unos momentos aturdido antes de recobrarse de la impresión.
    — ¿Dónde está usted?
    — ¿Que dónde estoy? —repitió Kolchak—. En mi oficina, tratando de sacar documentos secretos y otras cosas, lo mismo que usted. ¿Dónde creía que estaba?
    —Acabo de recibir la noticia de que usted celebraba una entrevista con Raúl Castro en el pabellón de caza.
    —Lo siento, pero todavía no puedo estar en dos sitios al mismo tiempo —dijo Kolchak, imperturbable—. Me da la impresión de que sus agentes secretos empiezan a ver visiones.
    —Es muy raro. El informe procede de una fuente que siempre ha sido digna de confianza.
    — ¿Está Ron y Cola en peligro?
    —No, todo sigue según lo proyectado.
    —Bien. Entonces deduzco que la operación va por muy buen camino.
    —Sí —mintió Velikov, con un miedo matizado de incertidumbre—, todo está bajo control.


    70


    El remolcador se llamaba Pisto, por el nombre de una fritura española de pimientos rojos, calabacines y tomates. El nombre era adecuado, pues los lados de la embarcación estaban rojos de orín y las piezas de cobre revestidas de cardenillo. Sin embargo, a pesar del descuido de su estructura exterior, el gran motor Diesel de 3.000 caballos de fuerza que latía en sus entrañas resplandecía como una escultura pulimentada de bronce.
    Sujetando la gran rueda de teca del timón, Jack contempló a través del humedecido cristal de la ventana la mole gigantesca que se alzaba en la oscuridad. El petrolero era negro y frío como los otros dos portadores de la muerte amarrados en los muelles. Ninguna luz de navegación indicaba su presencia en la bahía; solamente la lancha patrullera que daba vueltas alrededor de sus trescientos cincuenta metros de eslora y sus cincuenta de manga cuidaba de que no se acercasen otras embarcaciones.
    Jack acercó el Pisto al Ozero Baykai y lo dirigió cautelosamente hacia la cadena del ancla de popa. La lancha patrullera les descubrió rápidamente y se aproximó. Tres hombres salieron corriendo del puente y se colocaron detrás del cañón de fuego rápido de la proa. Jack ordenó a la sala de máquinas que parasen el motor, una acción concebida sólo como pretexto, cuando se perdían ya a lo lejos las olas levantadas por la proa del remolcador.
    Un joven teniente barbudo se asomó en la caseta del timón de la lancha patrullera empuñando un megáfono.
    —Ésta es una zona prohibida. No tienen nada que hacer aquí. Márchense.
    Jack hizo bocina con las manos y gritó:
    —Mis generadores han perdido toda su fuerza y el motor Diesel acaba de pararse. ¿Podrían remolcarme?
    El teniente sacudió la cabeza con irritación.
    —Éste es un buque militar. No remolcamos a nadie.
    — ¿Podría subir a su lancha y emplear su radio para llamar a mi jefe? Él enviará otro remolcador para sacarnos de aquí.
    — ¿Qué le ha pasado a su batería de emergencia?
    —Está agotada. —Jack hizo un ademán de impotencia—. No tengo nada para repararla. Estoy en la lista de espera. Ya sabe usted cómo está la cosa.
    Las dos embarcaciones estaban ahora tan cerca la una de la otra que casi se tocaban. El teniente dejó a un lado el megáfono y respondió con voz áspera:
    —No puedo permitírselo.
    —Entonces tendré que anclar aquí hasta mañana —replicó malhumorado Jack.
    El teniente levantó furiosamente las manos, dándose por vencido.
    —Suba a bordo y haga su llamada.
    Jack bajó por una escalerilla a la cubierta y saltó el espacio de metro y medio entre las dos embarcaciones. Miró a su alrededor, con lentitud e indiferencia, observando cuidadosamente la actitud relajada de los servidores del cañón, al timonel, que encendía tranquilamente un cigarro, y la expresión cansada del semblante del teniente. Sabía que el único hombre que faltaba era el maquinista que se encontraba abajo.
    El teniente se acercó a él.
    —Dése prisa. Está entorpeciendo una operación militar.
    —Discúlpeme —dijo Jack, servilmente—, pero yo no tengo la culpa.
    Se adelantó como queriendo estrecharle la mano y, con su pistola con silenciador, metió dos balas en el corazón del teniente. Después mató tranquilamente al timonel.
    El trío que se hallaba alrededor del cañón de proa se derrumbó y murió, alcanzado por tres flechas disparadas por los tripulantes de Jack con excelente puntería. El maquinista no sintió la bala que le perforó la sien. Cayó sobre el motor Diesel, sin soltar un trapo y una llave inglesa que tenía en las manos ahora sin vida.
    Jack y sus hombres llevaron los cadáveres abajo y después destaparon rápidamente todos los orificios de desagüe. Entonces volvieron al remolcador y no prestaron más atención a la lancha patrullera que se hundía y derivaba a impulso de la marea en la oscuridad.
    No había ninguna escalera bajada, por lo que arrojaron un par de cuerdas con garfios sobre la barandilla del petrolero. Jack y otros dos hombres treparon por ellas y después izaron unos bidones de acetileno y un soplete.
    Cuarenta y cinco minutos más tarde, habían sido cortadas las cadenas de las anclas, y el pequeño Pisto, como una hormiga tratando de mover un elefante, aplicó su defensa de proa contra la enorme popa del Ozero Baykai. Centímetro a centímetro, casi imperceptiblemente al principio, y después metro a metro, el remolcador empezó a apartar el petrolero de la refinería y a empujarle hacia el centro de la bahía.
    Pitt observaba el perezoso movimiento del Ozero Baykai a través de unos gemelos nocturnos. Afortunadamente, la marea menguante estaba a su favor, alejando cada vez más a aquel monstruo del corazón de la ciudad.
    Había encontrado una máscara y registrado las bodegas en busca de señales de algún ingenio detonador, pero no había hallado nada. Llegó a la conclusión de que debía estar enterrado debajo del nitrato de amonio de uno de los depósitos de mercancías. Después de casi dos horas, subió a cubierta y respiró agradecido la suave brisa del mar.
    El reloj de Pitt marcaba las cuatro y media cuando el Pisto volvió a los muelles. Se dirigió en línea recta al barco de las municiones. Jack lo estuvo observando hasta que los hombres de Moe recogieron el cable del torno de popa del remolcador y lo sujetaron a los norays de popa del Ozero Zaysan. Se habían desprendido las amarras, pero, en el momento en que el Pisto se disponía a tirar, un convoy militar de cuatro camiones llegó rugiendo al muelle.
    Pitt bajó por la pasarela y corrió por el muelle a toda velocidad. Pasó alrededor de una grúa y se detuvo ante la amarra de popa. Desprendió el grueso y viscoso cable del noray y lo dejó caer en el agua. No había tiempo de soltar el cable de proa. Hombres fuertemente armados estaban saltando de los camiones y formando en equipos de combate. Subió por la pasarela e hizo funcionar el torno eléctrico que la elevaba al nivel de la cubierta, para impedir un asalto desde el muelle.
    Descolgó el teléfono del puente y se comunicó con la sala de máquinas.
    —Ya están ahí, Manny —fue todo lo que dijo.
    —He hecho el vacío y tengo bastante vapor en una caldera para mover al barco.
    —Buen trabajo, amigo. Ha ganado una hora y media.
    —Entonces, larguémonos de aquí.
    Pitt se dirigió al telégrafo del barco y puso los indicadores a PREPARADOS. Puso el timón de manera que la popa fuese la primera en apartarse del muelle. Después pidió DESPACIO A POPA.
    Manny llamó desde la sala de máquinas y Pitt pudo sentir que los motores empezaban a vibrar debajo de sus pies.
    Clark se dio cuenta, con súbito desaliento, de que su grupito de hombres era muy inferior en número, y de que estaba cortado todo camino para escapar. Vio también que no tenían que habérselas con soldados cubanos corrientes, sino con una fuerza de élite de infantes de marina soviéticos. En el mejor de los casos, podía ganar unos pocos minutos, el tiempo suficiente para que los barcos se apartasen del muelle.
    Introdujo la mano en una bolsa de lona colgada de su cinturón y sacó de ella una granada. Salió de la sombra y lanzó la granada contra el camión de atrás. La explosión produjo un estampido sordo, seguido de una llamarada producida por el estallido del depósito de la gasolina. El camión pareció abrirse y los hombres que se hallaban en él fueron lanzados sobre el muelle como bolos encendidos.
    Corrió entre los pasmados y desorganizados rusos, saltando sobre los heridos que chillaban y rodaban por el suelo tratando desesperadamente de apagar su ropa en llamas. Otras detonaciones se produjeron en rápida sucesión, resonando en la bahía, cuando él arrojó tres granadas más debajo de los otros camiones.
    Nuevas llamaradas y nubes de humo se elevaron sobre los tejados de los almacenes. Los infantes de Marina abandonaron frenéticamente sus vehículos y corrieron para ponerse a salvo. Unos pocos recobraron su energía y empezaron a disparar en la oscuridad contra todo aquello que parecía vagamente una forma humana. El ruido del tiroteo se mezcló con el de los cristales de las ventanas de los almacenes que saltaban hechos añicos.
    Los seis componentes del pequeño equipo de Clark aguantaron el fuego. Las pocas balas que llegaron en su dirección pasaron sobre sus cabezas. Esperaron a que Clark se mezclara en aquella desorganizada algarabía, sin que nadie sospechase de él debido a su uniforme de oficial cubano, maldiciendo en ruso y ordenando a los soldados que se reagrupasen y atacasen muelle arriba.
    — ¡A formar! ¡A formar! —gritó furiosamente—. Se están escapando. ¡Moveos, maldita sea, antes de que huyan esos traidores!
    Se interrumpió de pronto al encontrarse frente a frente con Borchev. El comandante soviético se quedó con la boca abierta, en una incredulidad total, y antes de que pudiese cerrarla, Clark le agarró de un brazo y le arrojó al agua. Afortunadamente, nadie lo advirtió en medio de aquella confusión.
    — ¡Seguidme! —chilló Clark, y empezó a correr por el muelle entre dos almacenes. Individualmente y en grupos de cuatro o cinco, los infantes de Marina soviéticos corrieron detrás de él a través del muelle agachándose y zigzagueando en movimientos bien aprendidos, y disparando una cortina de balas mientras avanzaban.
    Parecían haber dominado la impresión paralizadora de la sorpresa y estaban resueltos a tomar represalias contra su invisible enemigo, sin saber que estaban escapando de una pesadilla para caer en otra. Nadie discutió las órdenes de Clark. Sin un jefe que les ordenase lo contrario, los suboficiales exhortaron a sus hombres para que obedeciesen al oficial de uniforme cubano que dirigía el ataque.
    Cuando los infantes de Marina hubieron pasado entre los almacenes, Clark se arrojó al suelo como si estuviese herido. Era la señal para que sus hombres abriesen fuego. Los soviéticos se vieron atacados desde todos lados. Muchos fueron derribados. Hacían unos blancos perfectos, resaltados por la resplandeciente hoguera de los camiones. Los que sobrevivieron a la guadaña de la muerte contestaron el fuego. El repiqueteo de las armas era ensordecedor, mientras las balas se incrustaban en las paredes de madera o en carne humana o fallaban el blanco y rebotaban silbando en la noche. Clark corrió velozmente para resguardarse detrás de una grúa, pero fue alcanzado en un muslo y por otra bala que le atravesó ambas muñecas.
    Malparados, pero sin dejar de luchar, los soviéticos empezaron a retirarse. Hicieron un fútil intento de salir de los muelles y resguardarse detrás de un muro de hormigón a lo largo del bulevar principal, pero dos de los hombres de Clark lanzaron una ráfaga de tiros que los dejó secos.
    Clark yacía detrás de la grúa, sangrando a chorros de sus rotas venas, pero incapaz de detener la hemorragia. Sus manos pendían como las ramas rotas de un árbol, y no sentía nada en los dedos. Estaba perdiendo ya el conocimiento cuando se arrastró hasta la orilla del muelle y miró hacia el puerto.
    Lo último que jamás verían sus ojos fue la silueta de los dos cargueros contra las luces de la orilla opuesta. Se estaban apartando de los muelles y dirigiéndose a la entrada del puerto.


    71


    Mientras se combatía furiosamente en el muelle, el pequeño Pisto empezó a remolcar por la popa al Ozero Zaysan hacia el centro del puerto. Luchando con toda su fuerza, enterró su grande y única hélice en el agua grasienta, haciéndola hervir en un caldero de espuma.
    El navio de veinte mil toneladas empezó a moverse. Su mole amorfa era iluminada por llamas de color naranja mientras se deslizaba hacia el mar abierto. En cuanto se hubo apartado de los muelles, Jack viró 180 grados, hasta que el barco cargado de municiones puso proa a la entrada del puerto. Entonces lo soltó y recogió el cable de arrastre.
    En la caseta del timón del Amy Bigalow, Pitt sujetó con fuerza la rueda del timón y esperó que algo cediese. Estaba tenso, apenas se atrevía a respirar. El cable todavía amarrado de la proa se puso tirante y crujió por la tremenda tensión ejercida por el barco en marcha atrás, pero se negó tercamente a romperse. Como un perro tratando de soltarse de la correa, el Amy Bigalow movió ligeramente la proa, aumentando la tensión. El cable resistió, pero el noray se desprendió del muelle con un fuerte chasquido de madera astillada.
    Un temblor agitó todo el barco, que empezó a adentrarse gradualmente en el puerto. Pitt hizo girar la rueda y la proa se volvió hasta que el barco se colocó de costado en relación con el muelle que se alejaba. La vibración del motor se amortiguó y pronto se deslizaron suavemente, con una ligera humareda brotando de la chimenea.
    Todo el muelle parecía estar ardiendo; las llamas de los camiones incendiados proyectaban una luz misteriosa y vacilante al interior de la caseta del timón. Todos los marineros, salvo Manny, subieron de la sala de máquinas y se plantaron en la proa. Ahora que tenía sitio para maniobrar, Pitt hizo girar el timón hacia estribor y señaló ADELANTE DESPACIO en el telégrafo. Manny respondió y el Amy Bigalow dejó de navegar en marcha atrás y empezó a deslizarse suavemente de proa.
    Las estrellas del este empezaban a perder su brillo cuando el oscuro casco del Ozero Zaysan se puso de través. Pitt ordenó PARADA cuando el remolcador se situó debajo de la proa. La tripulación del Pisto lanzó una cuerda ligera atada a una serie de cuerdas más gruesas. Pitt observó desde el puente cómo eran izadas a bordo. Entonces el fuerte cable de remolque fue sujetado a un torno de proa y tensado.
    La misma operación se repitió en la popa, sólo que, esta vez, con la cadena del ancla de babor del inerte Ozero Zaysan. Cuando la cadena hubo sido recogida, sus eslabones fueron sujetados en el torno de popa. Quedó establecida la conexión en dos direcciones. Los tres barcos estaban ahora atados juntos, con el Amy Bigalow en medio.
    Jack hizo sonar la sirena del Pisto, y el remolcador avanzó, tensando el cable. Pitt estaba en el puente, mirando hacia la popa. Cuando uno de los hombres de Manny hizo señales de que el cable de popa estaba tirante, Pitt dio un ligero toque de sirena y puso el telégrafo en AVANTE A TODA MÁQUINA.
    La última parte del plan de Pitt había terminado. El petrolero fue dejado atrás, flotando más cerca de los depósitos de petróleo de la orilla opuesta del puerto, pero a dos kilómetros del populoso centro de la ciudad. Los otros dos barcos, con sus mortíferas cargas, se dirigían hacia el mar abierto. El remolcador añadía su fuerza a la del Amy Bigalow para aumentar la velocidad de la caravana marítima.
    Detrás de ellos, la gran columna de llamas y humo ascendía en espiral hacia el cielo azul de la mañana temprana. Clark había ganado tiempo para darles una oportunidad de victoria, pero lo había pagado con la vida.
    Pitt no miró hacia atrás. Sus ojos eran atraídos como un imán por el rayo de luz del faro que se alzaba sobre las grises murallas del Castillo del Morro, la siniestra fortaleza que guardaba la entrada del puerto de La Habana. Estaba a tres millas de distancia, pero parecían treinta.
    La suerte estaba echada. Manny elevó la fuerza de la otra máquina y las dos hélices gemelas batieron el agua. El Amy Bigalow empezó a adquirir velocidad. De dos nudos pasó a tres. De tres pasó a cuatro. Avanzó hacia el canal, debajo del faro, como un caballo percherón en una competición de tiro.
    Estaba a cuarenta minutos de alcanzar la libertad. Pero se había dado la alarma y todavía tenía que llegar lo inconcebible.

    El comandante Borchev esquivó las ascuas que caían y silbaban en el agua. Flotando allí, debajo de los pilotes, podía oír el estruendo de las armas de fuego y ver las llamas que se elevaban hacia el cielo. El agua de los muelles estaba tibia y olía a peces muertos y a petróleo. Arqueó y vomitó el agua sucia que había tragado cuando el extraño coronel cubano le había empujado sobre el borde del muelle.
    Nadó lo que le pareció una milla antes de encontrar una escalera y subir a un embarcadero abandonado. Escupió asqueado y corrió hacia el convoy ardiente.
    Cuerpos ennegrecidos y quemados llenaban el muelle. El tiroteo había cesado cuando los pocos supervivientes de Clark escaparon en una pequeña barca con motor fuera borda. Borchev anduvo cautelosamente entre aquella carnicería. A excepción de dos heridos que se habían refugiado detrás de una carretilla elevadora, los demás habían muerto. Todo su destacamento había sido aniquilado.
    Medio loco de rabia, Borchev pasó tambaleándose entre las víctimas, buscando, hasta que encontró el cuerpo de Clark. Puso boca arriba al agente de la CÍA y miró sus ojos ciegos.
    — ¿Quién eres? —preguntó estúpidamente—. ¿Para quién trabajas?
    Pero la facultad de responder había muerto con Clark.
    Borchev agarró del cinturón el cuerpo exánime y lo arrastró hasta el borde del muelle. Entonces, de una patada, lo arrojó al agua.
    — ¡Veamos si te gusta esto! —gritó, insensato.
    Borchev anduvo sin objeto entre los muertos durante otros diez minutos, antes de recobrar su aplomo. Por último comprendió que tenía que informar a Velikov. El único transmisor había quedado destrozado dentro del primer camión, y Borchev empezó a correr por la zona portuaria buscando febrilmente un teléfono.
    Vio en un edificio un rótulo que lo identificaba como salón de recreo de los trabajadores del muelle. Se lanzó contra la puerta y la abrió de golpe con el hombro. Buscó a tientas en la pared, encontró el interruptor de la luz y la encendió. La habitación estaba amueblada con viejos sofás manchados. Había tableros de ajedrez, fichas de dominó y un pequeño frigorífico. Posters de Castro, del Che Guevara, fumando un cigarro con altanería, y de un sombrío Lenin, miraban hacia abajo desde una pared.
    Borchev entró en el despacho de un supervisor y levantó el teléfono que había sobre una mesa. Marcó varias veces sin poder comunicar. Por fin despertó a la telefonista, maldiciendo la retrasada eficacia del sistema telefónico cubano.
    Las nubes empezaban a adquirir un brillo anaranjado sobre los montes del este y las sirenas de los vehículos de bomberos de la ciudad convergían sobre el puerto cuando le pusieron por fin en comunicación con la Embajada soviética.
    El capitán Manuel Pinon estaba en el puente de la fragata patrullera de clase Riga, construida en Rusia, y enfocó sus gemelos. Su primer oficial le había despertado poco después de que estallasen la lucha y la conflagración en la zona comercial del puerto. Podía ver poco a través de los gemelos, porque su barco estaba amarrado en el muelle naval detrás de una punta y precisamente más abajo del canal, y su visión quedaba entorpecida por unos edificios.
    — ¿Deberíamos ir a investigar? —preguntó el primer oficial.
    —La policía y los bomberos ya se ocuparán de ello —respondió Pinon.
    —Parecen disparos de fusil.
    —Probablemente un incendio en un almacén de municiones. Es mejor que no entorpezcamos a las embarcaciones contra incendios. —Tendió los gemelos al primer oficial—. Siga observando. Yo me vuelvo a la cama.
    Pinon estaba a punto de entrar en su camarote cuando el primer oficial llegó corriendo por el pasillo.
    —Señor, será mejor que vuelva al puente. Dos barcos están tratando de salir del puerto.
    — ¿Sin autorización?
    —Sí, señor.
    —Tal vez se trasladan a otro lugar de amarre.
    El primer oficial sacudió la cabeza.
    —Han puesto rumbo al canal principal.
    Pinon gruñó.
    —Los dioses no quieren dejarme dormir.
    El primer oficial sonrió irónicamente.
    —Un buen comunista no cree en los dioses.
    —Cuénteselo a mi anciana madre.
    De nuevo en el puente, Pinon bostezó y miró a través de la neblina de la mañana temprana. Dos barcos remolcados estaban a punto de entrar en el canal en dirección al mar abierto.
    — ¿Qué diablos...? —Pinon volvió a enfocar los gemelos—. Ni una bandera, ni una luz de navegación encendida, ni vigilancia en los puentes...
    —Ni responden a nuestras señales por radio exigiéndoles que declaren sus intenciones. Casi parece que tratan de escapar.
    —Chusma contrarrevolucionaria tratando de llegar a los Estados Unidos —gruñó Pinon—. Sí, debe ser esto. No puede ser otra cosa.
    — ¿Debo dar la orden de zarpar y salirles al paso?
    —Sí, inmediatamente. Nos cruzaremos delante de sus proas y les cerraremos el camino.
    Todavía hablaba cuando el primer oficial empezó a tocar la sirena para que los tripulantes ocupasen sus puestos.
    Diez minutos más tarde, aquel barco de treinta años, retirado por la Marina rusa después de ser sustituido por una clase de fragata más nueva y modificada, navegaba de costado a través del canal. Sus cañones de cuatro pulgadas apuntaban casi a boca de jarro a los buques fantasmas que se acercaban rápidamente.
    Pitt observó la centelleante luz de señales de la fragata y estuvo tentado de encender la radio, pero se había convenido desde el principio que el convoy guardaría silencio para el caso de que cualquier receptor de las autoridades del puerto o de algún puesto de seguridad estuviese sintonizado en la misma frecuencia. El conocimiento del código de Morse internacional de Pitt estaba muy oxidado, pero descifró el mensaje como «Deténganse inmediatamente e identifiqúese.»
    Mantuvo la mirada fija en el Pisto. Sabía que cualquier movimiento súbito de fuga tenía que iniciarlo Jack. Llamó a la sala de máquinas y dijo a Manny que una fragata estaba bloqueando su rumbo, pero las agujas del telégrafo metálico siguieron fijas en
    AVANTE A TODA MÁQUINA.
    Ahora estaban tan cerca que podía ver la bandera naval cubana ondeando rígidamente bajo la brisa marina. Las tablillas de la lámpara de señales se abrieron y cerraron de nuevo. «Deténganse inmediatamente o abriremos fuego.»
    Dos hombres aparecieron en la popa del Pisto y empezaron frenéticamente a largar más cable. Al mismo tiempo, el remolcador cambió de rumbo e hizo una brusca virada a estribor. Entonces Jack salió de la caseta del timón y gritó a la fragata a través de un megáfono:
    —Apártate, pedazo de imbécil. ¿No ves que estoy remolcando?
    Pinon hizo caso omiso del insulto. No esperaba menos de un patrón de remolcador.
    —Su maniobra no está autorizada. Voy a enviar una patrulla de inspección.
    —Que me aspen si consiento que ningún mequetrefe de la Marina ponga los pies en mi barco.
    —Dése por muerto si no lo hace —replicó Pinon, de buen humor.
    Ahora ya no estaba seguro de que fuese un intento de fuga en masa de disidentes, pero la extraña acción del remolcador y los barcos sin luces exigían una investigación.
    Se inclinó sobre la barandilla del puente y ordenó que fuese arriada la lancha a motor con una patrulla. Cuando volvió a mirar el convoy no identificado, se quedó paralizado de espanto.
    Demasiado tarde. A la pálida luz de la mañana, no había visto que el barco de detrás del remolcador no era un peso muerto. Navegaba y se estaba acercando a la fragata a una velocidad de al menos ocho nudos. Se quedó mirando perplejo durante unos segundos, antes de recobrar el uso de su razón.
    — ¡Avante! —gritó—. Artilleros, ¡fuego!
    Su orden fue seguida por el estruendo ensordecedor de los proyectiles que volaban sobre el hueco cada vez más estrecho e iban a estrellarse en la proa y la superestructura del Amy Bigalow, hasta estallar en una explosión de llamas y pedazos de acero. El lado de babor de la caseta del timón pareció desaparecer como bajo la acción de una máquina trituradora de chatarra. Cristales y otros restos saltaron como perdigones. Pitt se agachó pero siguió aferrado a la rueda con una determinación que rayaba en ciega terquedad. Tuvo suerte de salir de aquello con sólo unos pocos cortes y un muslo lastimado.
    La segunda ráfaga destrozó el cuarto de mapas y partió el primer mástil en dos. La mitad superior cayó sobre el costado del buque y fue arrastrada unos treinta metros hasta que se rompieron los cables y flotó en libertad. La chimenea fue alcanzada y quedó hecha pedazos, y una granada estalló dentro del pañol del áncora de estribor, haciendo saltar por el aire los oxidados eslabones como trozos de metralla.
    No habría una tercera ráfaga.
    Pinon permaneció absolutamente inmóvil, apretadas las manos sobre la barandilla del puente. Miraba la proa negra y amenazadora del Amy Bigalow alzándose imponente sobre la fragata, pálido y convencido de que su barco estaba a punto de morir.
    Las hélices de la fragata giraron frenéticas pero no pudieron apartarla con bastante rapidez. El Amy Bigalow no podría fallar y las intenciones de Pitt eran evidentes. Compensaba y cortaba el ángulo en dirección a la mitad de la fragata. Los tripulantes que estaban en cubierta y pudieron ver el desastre inminente se quedaron paralizados de horror antes de reaccionar al fin y arrojarse por la borda.
    El tajamar de veinte metros de altura del Amy Bigalow embistió a la fragata justo por delante de la torre de popa, destrozando las planchas y haciendo penetrar el casco casi siete metros. El barco de Pinon hubiese podido sobrevivir a la colisión y llegar a tierra antes de hundirse, pero, con un terrible chirrido metálico, la proa del Amy Bigalow se elevó hasta dejar al descubierto la quilla. Permaneció así un instante y después cayó de nuevo, partiendo la fragata por la mitad y empujando hacia el fondo la sección de popa.
    Enseguida el mar penetró en la amputada proa, pasando entre los retorcidos mamparos e inundando los compartimientos abiertos. Al entrar el agua a raudales en el casco de la fragata condenada, ésta empezó a hundirse hacia atrás. Su agonía no duró mucho. Cuando el Ozero Zaysan fue remolcado hacia el lugar de la colisión, la fragata había desaparecido, dejando a unos pocos de sus tripulantes debatiéndose en el agua.


    72


    — ¿Ha caído en una trampa?
    La voz de Velikov sonó llana y dura en el teléfono.
    Borchev se sintió incómodo. Le costaba confesar que era él uno de los tres únicos supervivientes de una tropa de cuarenta y que ni siquiera había sufrido un rasguño.
    —Una fuerza desconocida de al menos doscientos cubanos abrió fuego con armas potentes antes de que pudiésemos evacuar los camiones.
    — ¿Está seguro de que eran cubanos?
    — ¿Quién, si no ellos, podía proyectar y llevar a cabo el golpe? El oficial que les mandaba llevaba un uniforme del Ejército cubano.
    — ¿Pérez?
    —No sabría decirlo. Necesitaremos tiempo para identificarle.
    —Podría haber sido una equivocación de soldados novatos que abrieron fuego por estupidez o llevados del pánico.
    —Estaban muy lejos de ser estúpidos. Yo puedo reconocer a primera vista a los soldados bien instruidos para el combate. Sabían que nosotros íbamos a llegar y nos tendieron una emboscada muy bien preparada.
    Velikov palideció intensamente y, con la misma rapidez, se puso colorado. El ataque en Cayo Santa María revivió en su memoria. Apenas pudo contener su furor.
    — ¿Cuál era su objetivo?
    —Ganar tiempo para apoderarse de los barcos.
    La respuesta de Borchev sobresaltó a Velikov. Tuvo la impresión de que su cuerpo se había congelado. Las preguntas brotaron atropelladamente de su boca.
    — ¿Tomaron los barcos de la operación Ron y Cola? ¿Están todavía amarrados en sus muelles?
    —No, un remolcador arrastró al Ozero Zaysan. El Amy Bigalow parecía navegar por sus propios medios. Les perdí de vista cuando doblaron la punta. Un poco más tarde oí lo que parecían disparos de cañones navales cerca de la entrada del canal.
    Velikov había oído también el ruido de cañonazos. Se quedó mirando con ojos incrédulos la desnuda pared, tratando de imaginar qué círculo de hombres concebían unas operaciones tan complicadas. No quería creer que las unidades secretas fieles a Castro tuviesen los conocimientos y la experiencia necesarios. Solamente el largo brazo de los americanos y su CÍA podían haber destruido Cayo Santa María y arruinado su plan para terminar con el régimen de Castro. Y sólo un individuo podía haber sido responsable de la filtración de información.
    Dirk Pitt.
    Una expresión de profunda reflexión se pintó en el semblante de Velikov. El agua se estaba aclarando. Sabía lo que tenía que hacer en el poco tiempo que le quedaba.
    — ¿Están todavía los barcos en el puerto? —preguntó a Borchev.
    —Si trataban de escapar hacia alta mar, diría que están en alguna parte del canal de Entrada.
    —Encuentre al almirante Chekoldin y dígale que quiero que los barcos sean detenidos y traídos de nuevo al puerto interior.
    —Creía que todos los buques soviéticos se habían hecho a la mar.
    —El almirante y su buque insignia no deben partir hasta las ocho. No emplee el teléfono. Llévele personalmente mi petición y recalque la urgencia del caso.
    Antes de que Borchev pudiese replicar, Velikov colgó el teléfono y corrió a la entrada principal de la Embajada, sin prestar atención al atareado personal que preparaba la evacuación. Corrió hacia la limusina y apartó a un lado al chófer, que esperaba para conducir al embajador soviético a lugar seguro.
    Hizo girar la llave de contacto y metió la marcha en el instante en que zumbó el motor. Las ruedas de atrás giraron y chirriaron furiosamente al salir el coche del patio de la embajada a la calle.
    Dos manzanas más allá, Velikov se detuvo en seco. Una barricada militar le cerraba el paso. Dos coches blindados y una compañía de soldados cubanos estaban apostados en el ancho bulevar. Un oficial se acercó al coche e iluminó la ventanilla con una linterna.
    —Por favor, ¿quiere mostrarme sus documentos de identidad?
    —Soy el general Peter Velikov, agregado a la Misión Militar Soviética. Me urge llegar a la residencia del coronel general Kolchak. Apártense a un lado y déjenme pasar.
    El oficial observó un momento la cara de Velikov, como para asegurarse de que era él. Apagó la linterna e hizo señas a dos de sus hombres para que subiesen al asiento de atrás. Entonces dio una vuelta alrededor del coche y subió por la puerta de delante.
    —Le estábamos esperando, general —dijo, en tono frío pero cortés—. Tenga la bondad de seguir mis indicaciones y torcer a la izquierda en el próximo cruce.
    Pitt estaba plantado con los pies ligeramente separados y agarrando la rueda del timón con ambas manos, mientras observaba cómo pasaba por su lado, con terrible lentitud, el faro de la entrada del puerto. Toda su mente, todo su cuerpo, todos sus nervios se concentraban en alejar lo más posible el barco de la populosa ciudad antes de que estallase el nitrato de amonio.
    El agua se convirtió de verde gris en esmeralda y el barco empezó a balancearse suavemente al surcar las olas que venían de alta mar. El Amy Bigalow hacía agua a causa de las planchas arrancadas de la proa, pero todavía obedecía al timón y flotaba en la estela del remolcador.
    Le dolía todo el cuerpo de cansancio. Se aguantaba por pura fuerza de voluntad. La sangre de los cortes producidos por las explosiones de las granadas de la fragata se había coagulado y había pintado rayas de un rojo oscuro en su cara. No sentía el sudor ni la ropa que se pegaba a su cuerpo.
    Cerró un momento los ojos y deseó estar de regreso en su apartamento, con un martini con ginebra Bombay en la mano y sentado debajo de una ducha caliente. Dios mío, qué fatigado estaba.
    Una súbita ráfaga de viento entró por las ventanas destrozadas del puente, y Pitt abrió de nuevo los ojos. Observó las orillas de la costa a babor y a estribor. Las piezas de artillería emplazadas disimuladamente alrededor del puerto permanecían silenciosas y todavía no había señales de aviones o de lanchas patrulleras. A pesar de la batalla sostenida con la fragata armada, no se había dado la alarma. La confusión y la falta de información entre fuerzas militares de seguridad de La Habana estaban trabajando a su favor.
    La ciudad todavía dormida continuaba estando detrás de ellos, como sujeta a la popa de la embarcación. Ahora había salido ya el sol y el convoy podía ser visto desde cualquier lugar de la costa.
    Unos minutos más, unos pocos minutos más, no paraba de repetirse mentalmente.
    Velikov recibió la orden de detenerse en una esquina desierta cerca de la plaza de la Catedral, en la vieja Habana. Fue conducido al interior de un mísero edificio de ventanas polvorientas y rajadas, pasando por delante de unas vitrinas donde se exhibían descoloridos pósters de estrellas de cine de los años cuarenta, que miraban a la cámara sentados en el bar.
    Taberna frecuentada antaño por ricas celebridades americanas, Sloppy Joe's no era ahora más que un sórdido tugurio largo tiempo olvidado, salvo por unos pocos viejos. Cuatro personas estaban sentadas a un lado del deslustrado y descuidado bar.
    El interior estaba oscuro y olía a desinfectante y a deterioro. Velikov no reconoció a sus anfitriones hasta que llegó a la mitad de la habitación sin barrer. Entonces se detuvo en seco y miró fijamente, con incredulidad, mientras se sentía invadido por súbitas náuseas.
    Jessie LeBaron estaba sentada entre un hombre gordo y extraño y Raúl Castro. El cuarto hombre del grupo le dirigió una mirada amenazadora.
    —Buenos días, general —dijo Fidel Castro—. Me alegro de que haya podido venir a reunirse con nosotros.


    73


    Pitt aguzó los oídos al percibir el zumbido de un avión. Soltó la rueda del timón y se asomó a la puerta del puente.
    Un par de helicópteros armados volaban a lo largo de la costa, viniendo del norte. Pitt volvió a mirar hacia la entrada del puerto. Un barco de guerra gris avanzaba por el canal a toda velocidad, levantando una ola enorme con la proa. Esta vez era un destructor soviético, fino como un lápiz, apuntando con los cañones de proa a los maltrechos e indefensos barcos de la muerte. Había empezado una caza de la que nadie podía escapar.
    Jack salió a la cubierta del remolcador y miró el destrozado puente del Amy Bigalow. Se maravilló de que alguien siguiese vivo y manejando el timón. Se llevó una mano a un oído y esperó hasta que otra mano hizo el mismo ademán, en señal de comprensión. Aguardó a que un tripulante corriese a la popa del carguero e hiciese la misma señal a Moe, a borde del Ozero Zaysan. Después volvió dentro y llamó por radio.
    —Aquí el Pisto. ¿Me oyen? Cambio.
    —Perfectamente —respondió Pitt.
    —Le oigo —dijo Moe.
    —Ha llegado la hora de que aten la rueda del timón y abandonen el barco —dijo Jack.
    — ¡Qué bien! —gruñó Moe—. Dejemos que esos cascarones infernales se hundan solos.
    —Dejaremos los motores funcionando a toda velocidad —dijo Pitt—. ¿Qué hará el Pisto?
    —Seguiré dirigiéndolo durante unos minutos más, para asegurarme de que los barcos no vuelvan hacia la costa —respondió Jack.
    —Será mejor que no se retrase. Los chicos de Castro vienen por el canal.
    —Les veo —dijo Jack—. Suerte. Cierro.
    Pitt fijó el timón en la posición de AVANTE y llamó a Manny. El duro jefe de máquinas no necesitaba que le diesen prisa. Tres minutos más tarde, él y sus hombres estaban desprendiendo la lancha de su pescante. Subieron a ella y empezaban a arriarla cuando Pitt saltó sobre la borda y se dejó caer.
    —Casi le hemos dejado atrás —gritó Manny.
    —Comuniqué por radio con el destructor y les dije que se apartasen o volaríamos el barco cargado de municiones.
    Antes de que Manny pudiese replicar, se oyó un estampido parecido a un trueno. Pocos segundos después, una granada cayó en el mar a cincuenta metros delante del Pisto.
    —No se lo han tragado —gruñó Manny.
    Puso en marcha el motor y dispuso la caja de cambios de manera que, cuando tocasen el agua, su velocidad fuese igual a la del barco. Soltaron los cables y cayeron de costado sobre las olas, casi a punto de volcar. El Amy Bigalow prosiguió su último viaje, abandonado y condenado a la destrucción.
    Manny se volvió y vio que Moe y sus hombres estaban bajando la lancha del Ozero Zaysan. Chocó contra una ola y fue lanzada contra el costado de acero del buque con tanta fuerza que saltaron las juntas de estribor y se inundó a medias el casco, sumergiéndose el motor.
    —Tenemos que ayudarles —dijo Pitt.
    —De acuerdo —convino Manny.
    Antes de que pudiesen dar media vuelta, Jack había captado la situación y gritó por su megáfono:
    —Déjenlos. Yo les recogeré cuando me suelte. Preocúpense de ustedes y diríjanse a tierra.
    Pitt tomó el puesto de piloto de un tripulante que se había aplastado los dedos con las cuerdas del pescante. Dirigió la lancha hacia los altos edificios del Malecón y puso la velocidad al máximo.
    Manny miraba hacia atrás, al remolcador y al bote donde se hallaba la tripulación de Moe. Palideció cuando el destructor disparó de nuevo y dos columnas gemelas de agua se elevaron a los lados del Pisto. La rociada cayó sobre la obra muerta, pero el barco se sacudió el agua y siguió adelante.
    Moe se volvió, disimulando un sentimiento de pánico. Sabía que no volvería a ver vivos a sus amigos.
    Pitt estaba calculando la distancia entre los buques que se retiraban y la costa. Todavía estaban lo bastante cerca, demasiado cerca, para que los explosivos destruyesen la mayor parte de La Habana, pensó lúgubremente.

    — ¿Aprobó el presidente Antonov su plan para asesinarme? —preguntó Fidel Castro.
    Velikov estaba en pie, con los brazos cruzados. No le habían invitado a sentarse. Miró a Castro con frío desdén.
    —Soy un militar de alta graduación de la Unión Soviética. Exijo que se me trate como a tal.
    Los negros y furiosos ojos de Raúl Castro echaron chispas.
    —Esto es Cuba. Aquí no puede usted exigir nada. No es más que una escoria de la KGB.
    —Basta, Raúl, basta —le amonestó Fidel. Miró a Velikov—. No juegue con nosotros, general. He estudiado sus documentos. Ron y Cola ya no es un secreto.
    Velikov jugó sus cartas.
    —Estoy perfectamente enterado de la operación. Otro ruin intento de la CÍA para socavar la amistad entre Cuba y la Unión Soviética.
    —Si es así, ¿por qué no me avisó?
    —No tuve tiempo.
    —Pero lo encontró para hacer salir de la capital a los rusos —saltó Raúl—. ¿Y por qué escapaba usted a estas horas de la mañana?
    Una expresión de arrogancia se pintó en el rostro de Velikov.
    —No me tomaré la molestia de contestar a sus preguntas. ¿Necesito recordarle que gozo de inmunidad diplomática? No tiene usted derecho a interrogarme.
    — ¿Cómo pretende hacer estallar los explosivos? —preguntó tranquilamente Castro.
    Velikov guardó silencio. Las comisuras de sus labios se torcieron ligeramente hacia arriba en una sonrisa, al oír los lejanos estampidos de disparos de cañón. Fidel y Raúl intercambiaron una mirada, pero nada se dijeron.
    Jessie se estremeció al sentir que aumentaba la tensión en el pequeño bar. Por un momento, lamentó no ser hombre para poder sacar a golpes la verdad al general. De pronto sintió náuseas y deseos de gritar, al ver que se estaba perdiendo un tiempo precioso.
    —Por favor, dígales lo que quieren saber —suplicó—. No puede permitir que miles de niños mueran por una insensata causa política.
    Veíikov no discutió. Permaneció impávido.
    —Me encantaría llevármelo —dijo Hagen.
    —No hace falta que se ensucie las manos, señor Hagen —dijo Fidel—. Tengo expertos en interrogatorios cruentos, que están esperando fuera.
    —No se atreverán —gritó Velikov.
    —Tengo el deber de advertirle que, si no impide que se produzca la explosión, será torturado. No con simples inyecciones como las que administran a los presos políticos en sus hospitales mentales de Rusia, sino con torturas indecibles que se sucederán de día y de noche. Nuestros mejores especialistas médicos le mantendrán con vida. Ninguna pesadilla podrá compararse con sus sufrimientos, general. Gritará hasta que no pueda más. Entonces, cuando sea poco más que un vegetal, ciego, sordo y mudo, será trasladado y arrojado en un barrio bajo de algún lugar de África del Norte, donde sobrevivirá o morirá y donde nadie ayudará ni compadecerá a un pordiosero tullido que vivirá en la miseria. Se convertirá en lo que ustedes, los rusos, llaman una no-persona.
    La coraza de Velikov se agrietó, pero muy ligeramente.
    —No malgaste su aliento. Morirá usted. Yo también moriré. Todos moriremos.
    —Se equivoca. Los barcos que transportan las municiones y el nitrato de amonio han sido sacados del puerto por las mismas personas a quienes usted quiere culpar. En este momento, agentes de la CÍA los están conduciendo a alta mar, donde la fuerza explosiva sólo matará a los peces.
    Velikov aprovechó rápidamente su ligera ventaja.
    —No, señor presidente, es usted quien se equivoca. Los cañonazos que ha oído hace unos minutos eran de una embarcación soviética que ha detenido a los barcos y los conduce de nuevo a puerto. Puede que estallen demasiado pronto para su discurso de celebración, pero cumplirán el fin propuesto.
    —Miente —dijo Fidel, con inquietud.
    —Su reinado como gran padre de la revolución ha terminado —dijo Velikov en tono malicioso y mordiente—. Yo moriré de buen grado por la patria rusa. ¿Sacrificará usted su vida por Cuba? Tal vez lo habría hecho cuando era joven y no tenía nada que perder, pero ahora se ha ablandado y acostumbrado demasiado a que sean otros los que hagan el trabajo sucio por usted. Se da buena vida y no está dispuesto a perderla. Pero esto se ha acabado. Mañana sólo será una fotografía más en las paredes, y un nuevo presidente ocupará su sitio. Un presidente que será fiel al Kremlin.
    Velikov dio unos pasos atrás y sacó una cajita del bolsillo.
    Hagen la reconoció inmediatamente.
    —Es un transmisor electrónico. Puede enviar desde aquí una señal que detonará los explosivos.
    — ¡Oh, Dios mío! —gritó desesperadamente Jessie—. ¡Oh, Dios mío, va a hacerlo, va a hacerlo ahora!
    —No se moleste en llamar a sus guardaespaldas —dijo Velikov—. No llegarían a tiempo.
    Fidel le miró con ojos fríos.
    —Recuerde lo que le he dicho.
    Velikov respondió desdeñosamente a su mirada.
    — ¿Puede realmente imaginarse que gritaré angustiado en una de sus sucias cárceles?
    —Entregúeme el transmisor y podrá salir de Cuba sin sufrir el menor daño.
    — ¿Y volver a Moscú como un cobarde? Nunca.
    —Está usted loco —dijo Fidel, con una expresión que era una curiosa mezcla de rabia y de miedo—. Ya sabe la suerte que le espera si hace estallar los explosivos, si sigue con vida.
    —Esto es muy poco probable —se burló Velikov—. Este edificio está a menos de quinientos metros del canal del puerto. No quedará nada de nosotros, —Hizo una pausa, duro el semblante como el de una gárgola. Después dijo—: Adiós, señor presidente.
    — ¡Bastardo...!
    Hagen saltó sobre la mesa con increíble agilidad en un hombre de su corpulencia y sólo estaba a unos centímetros de Velikov cuando el ruso apretó el botón de activación del transmisor.


    74


    El Amy Bigalow se vaporizó.
    El Ozero Zaysan tardó solamente una fracción de segundo más en dejar de existir. La fuerza combinada de los cargamentos volátiles de los dos barcos levantó una enorme columna de restos encendidos y de humo que se elevó a más de mil metros en el cielo tropical. Un vasto torbellino se abrió en el mar como un geiser gigantesco de agua y vapor embravecidos, se confundió con el humo y estalló hacia fuera.
    El brillante resplandor blanco rojizo centelleó en el agua con la cegadora intensidad de diez soles, y fue seguido de una ruidosa caída que alisó las crestas de las olas.
    La imagen del valiente y pequeño Pisto, lanzado a cincuenta metros de altura, como un cohete espacial que se desintegrase, quedó grabada para siempre en la mente de Pitt. Éste observó pasmado cómo caían sus destrozados restos y Jack y su tripulación en aquel torbellino, como granizo ardiendo.
    Moe, sus hombres y su bote se borraron simplemente de la superficie del mar.
    La furia explosiva derribó a los dos helicópteros armados. Las gaviotas fueron aplastadas en un radio de dos millas por la onda expansiva. La hélice del Ozero Zaysan giró sobre el mar y se estrelló contra el castillo de mando del destructor soviético, matando a todos los que se hallaban en el puente. Planchas de acero retorcidas, roblones, eslabones de cadenas y aparejos de cubierta llovieron sobre la ciudad, perforando paredes y tejados como proyectiles de cañón. Muchos postes de teléfono y farolas fueron cortados por su base.
    Cientos de personas perecieron en sus camas mientras dormían. Muchas resultaron terriblemente heridas por los trozos de cristal o aplastadas por los techos desplomados. Trabajadores y peatones madrugadores fueron levantados del suelo y estrellados contra los edificios.
    La onda expansiva azotó la ciudad con fuerza doble a la de cualquier huracán, aplastando las estructuras de madera próximas al puerto como si fuesen juguetes de papel, derribando almacenes, rompiendo cien mil ventanas y arrojando contra las casas automóviles aparcados.
    Dentro del puerto, estalló el monstruoso Ozero Baykai.
    Al principio, surgieron del casco llamas que parecían de soplete. Después, todo el petrolero se abrió en una gigantesca bola de fuego. Una oleada de petróleo en llamas inundó las estructuras próximas al muelle, provocando una reacción de explosiones en cadena en el combustible de los cargueros amarrados. Trozos de metal al rojo penetraron en los depósitos de petróleo y de gasolina del lado este del puerto. Estallaron uno tras otro, como en un castillo de fuegos artificiales, cubriendo la ciudad con gigantescas nubes de humo negro.
    Una refinería de petróleo explotó; después estalló una fábrica de productos químicos, seguida de explosiones en una empresa de pinturas y en una fábrica de abonos. Dos buques de carga que se hallaban cerca y se dirigían al mar abierto, chocaron, se incendiaron y empezaron a arder. Un pedazo de acero al rojo del petrolero destruido cayó sobre uno de los diez vagones de ferrocarril cargados de depósitos de propano, y todos volaron por el aire como una sarta de cohetes.
    Otra explosión..., después otra... y otra.
    Seis kilómetros de ciudad próxima al mar se convirtieron en un holocausto. Cenizas y hollín cayeron sobre la capital como una negra nevada. Pocos de los estibadores que trabajaban en los muelles sobrevivieron. Afortunadamente, casi no había nadie en las refinerías y en la fábrica de productos químicos. Se habrían perdido muchas más vidas de no haber sido un día de fiesta nacional.
    Lo peor del desastre dentro del puerto había pasado, pero la pesadilla que afligiría al resto de la ciudad estaba todavía por llegar.
    Una enorme ola de veinte metros surgió del torbellino y avanzó en dirección a la costa. Pitt y sus compañeros contemplaron horrorizados cómo rugía detrás de ellos aquella montaña verde y blanca. Esperaron inmóviles, sin dejarse llevar por el pánico, sólo mirando y esperando que la pequeña y frágil lancha se convirtiese en un pecio más, y el agua, en su tumba.
    El rompeolas a lo largo del Malecón estaba solamente a treinta metros cuando aquel alud horizontal engulló la lancha, La cresta se encorvó y estalló encima de ellos. Arrancó a Manny y a otros tres hombres de sus asientos, y Pitt les vio flotar entre la espuma como tablillas en un tornado. La enorme ola se acercó más, pero su impulso levantó la lancha sobre la cresta y la lanzó al ancho bulevar.
    Pitt se agarró con tanta fuerza al timón que éste fue arrancado de su montura y él salió despedido. Pensó que había llegado el fin, pero, con un consciente esfuerzo de voluntad, respiró hondo y retuvo el aire al ser sumergido en el agua. Como en sueños, pudo mirar hacia abajo a través de aquel agua extrañamente clara y diabólica, viendo cómo daban tumbos los coches que diríanse empujados por una mano de gigante.
    Sumergido en aquel hirviente torbellino, se sintió extrañamente sereno. Le pareció una ridiculez estar a punto de ahogarse en una calle de una ciudad. Se aferraba todavía tenazmente a su deseo de vivir, pero no luchaba tontamente, tratando de conservar el precioso oxígeno. Se relajó y trató en vano de mirar a través de la espuma; de algún modo, su mente funcionaba con extraordinaria claridad. Sabía que si la ola le arrojaba contra un edificio de hormigón, las toneladas de agua que venían detrás le aplastarían como a una sandía lanzada desde un avión.
    Su miedo habría aumentado si hubiese visto estrellarse la lancha contra la segunda planta de un edificio de apartamentos que albergaba a técnicos soviéticos. El impacto rompió el casco como si las tablas fuesen tan frágiles como una cascara de huevo. El motor Diesel de cuatro cilindros salió disparado a través de una ventana rota y fue a parar a una escalera.
    Afortunadamente, Pitt fue lanzado a una calle lateral estrecha, como un leño a impulso de una cascada. La ola se lo llevaba todo por delante como un montón de desperdicios. Pero, al doblar la esquina de un edificio lo bastante recio para resistir su ataque, la ola empezó a perder fuerza. Dentro de unos segundos alcanzaría su límite, y el reflujo arrastraría cuerpos humanos y cascotes hacia el mar.
    La falta de oxígeno hizo que Pitt empezara a ver estrellas. Sus sentidos comenzaron a apagarse uno a uno. Sintió un fuerte golpe en el hombro al chocar contra un objeto fijo. Lo rodeó con un brazo, tratando de sujetarse, pero fue lanzado hacia delante por la fuerza de la ola. Tropezó con otra superficie lisa y esta vez alargó las manos y se aferró a ella en un abrazo mortal, sin reconocerla como el rótulo de una joyería.
    Sus facultades mentales y sensoriales fueron menguando y se extinguieron como si se hubiese cortado una corriente eléctrica. Había un martilleo en su cabeza y la oscuridad cubría las estrellas que centelleaban detrás de sus ojos. Solamente su instinto le sostenía y, muy pronto, incluso éste iba a abandonarle.
    La ola había alcanzado su límite y empezó a replegarse sobre sí misma para volver al mar. Demasiado tarde para Pitt, que estaba perdiendo el conocimiento. Su cerebro consiguió de algún modo enviar un último mensaje. Introdujo torpemente un brazo entre el rótulo y la barra de soporte que sobresalía del edificio, y lo mantuvo allí. Entonces sus pulmones no pudieron aguantar más y empezó a ahogarse.
    El gran estruendo de las explosiones se extinguió en los montes y en el mar. No había luz de sol en la ciudad, no verdadera luz de sol. La ocultaba una capa de humo negro de increíble densidad. Todo el puerto parecía estar ardiendo. Los muelles, los barcos, los almacenes y ocho kilómetros cuadrados de agua recubierta de petróleo brillaban con llamas azules y anaranjadas que se elevaban hacia la oscura bóveda.
    La terriblemente malparada ciudad empezó a recobrarse y se puso en pie, tambaleándose. Las sirenas emularon la ruidosa intensidad de las crepitantes hogueras. La tremenda oleada había refluido al golfo de México, arrastrando una enorme masa de cascotes y cadáveres.
    Los supervivientes salieron a trompicones a la calle, heridos y pasmados, como ovejas desconcertadas, impresionados por la enorme devastación que les rodeaba, preguntándose qué había sucedido. Algunos caminaban inconscientes, sin sentir sus lesiones. Otros contemplaban atontados un gran pedazo del timón del Amy Bigalow que había caído en la estación de autobuses y aplastado cuatro vehículos y a varias personas que estaban esperando.
    Un trozo del mástil de proa del Ozero Zaysan fue encontrado clavado en el centro del campo de fútbol del Estadio de La Habana. Una grúa de una tonelada cayó sobre un pabellón del Hospital de la Universidad, aplastando las únicas tres camas desocupadas en una sala de cuarenta. Esto fue pregonado como uno de los cien milagros que se produjeron aquel día. Un gran triunfo para la Iglesia católica y un ligero contratiempo para el marxismo.
    Empezaron a formarse grupos de bomberos de ocasión y la policía acudió en tropel a la zona portuaria. Unidades del Ejército fueron convocadas, así como las milicias. Al principio hubo pánico en medio de aquel caos. Las fuerzas militares desistieron del trabajo de socorro y se prepararon para la defensa de la isla bajo la errónea creencia de que los Estados Unidos iban a invadirla. Parecía haber heridos en todas partes, algunos chillando de dolor y la mayoría alejándose cojeando del puerto incendiado.
    El terremoto se extinguió con las ondas expansivas. El techo del Sloppy Joe's se había derrumbado, pero las paredes seguían en pie. El bar era una ruina. Vigas de madera, pedazos de yeso, muebles volcados y botellas rotas yacían desparramados bajo una espesa nube de polvo. La puerta de batiente había sido arrancada de sus goznes y pendía en un ángulo extraño sobre los guardaespaldas de Castro, que gemían bajo un pequeño montón de ladrillos.
    Ira Hagen se puso dolorosamente en pie y sacudió la cabeza para librarla de los efectos de la conmoción. Se frotó los ojos para ver entre la nube de polvo y se apoyó en una pared para sostenerse. Miró a través del techo ahora derrumbado y vio cuadros que pendían todavía de las paredes del piso de arriba.
    Su primer pensamiento fue para Jessie. Ésta yacía debajo de la mesa que todavía se mantenía en el centro de la estancia. Estaba encogida, hecha un ovillo. Hagen se arrodilló y le dio suavemente la vuelta.
    Ella permaneció inmóvil, aparentemente exánime bajo la capa de polvo blanco de yeso, pero no había sangre ni heridas graves. Entreabrió los ojos y gimió. Hagen sonrió aliviado y se quitó la chaqueta. La dobló y se la puso debajo de la cabeza.
    Jessie se incorporó y le agarró las muñecas con más fuerza de la que él creía posible, y le miró fijamente.
    —Dirk ha muerto —murmuró.
    —Tal vez se ha salvado —dijo suavemente Ira Hagen, pero sin convicción.
    —Dirk ha muerto —repitió ella.
    —No se mueva —dijo él—. Esté tranquila mientras voy a ver qué ha sido de los Castro.
    Se levantó trabajosamente y empezó a buscar entre las ruinas. Oyó una tos a su izquierda y caminó sobre los cascotes hasta llegar al bar.
    Raúl Castro estaba agarrado con ambas manos a la barra del bar, aturdido, tratando de limpiar de polvo su garganta. Manaba sangre de su nariz y tenía un feo corte en el mentón.
    Hagen se maravilló de lo cerca que habían estado los unos de los otros antes de las explosiones y lo desperdigados que estaban ahora. Levantó una silla volcada y ayudó a Raúl a sentarse.
    — ¿Está bien, señor? —preguntó, sinceramente preocupado.
    Raúl asintió débilmente con la cabeza.
    —Estoy bien. ¿Y Fidel? ¿Dónde está Fidel?
    —No se mueva. Iré a buscarle.
    Hagen se movió entre los escombros hasta que encontró a Fidel Castro. El líder cubano estaba caído de bruces y vuelto a un lado, incorporado sobre un brazo. Hagen contempló fascinado la escena que se desarrollaba en el suelo.
    La mirada de Castro estaba fija en una cara vuelta hacia arriba a sólo medio metro de distancia. El general Velikov yacía sobre la espalda, con los miembros extendidos y una viga grande aplastándole las piernas. La expresión de su semblante era una mezcla de desafío y aprensión. Miró fijamente a Castro con ojos amargados por el sabor de la derrota.
    En la expresión de Castro no había el menor atisbo de emoción. El polvo de yeso le daba el aspecto de una estatua esculpida en mármol. La rigidez de su rostro, parecido a una máscara, y su total concentración, eran casi inhumanos.
    —Estamos vivos, general —murmuró con acento triunfal—. Estamos vivos los dos.
    —Esto no es justo —farfulló Velikov entre los dientes apretados—. Ambos deberíamos estar muertos.
    —Dirk Pitt y los otros consiguieron de algún modo hacer pasar los barcos entre sus unidades navales y sacarlos a mar abierto —explicó Hagen—. La fuerza destructora de las explosiones fue solamente una décima parte de lo que habría sido si los barcos hubiesen permanecido en el puerto.
    —Ha fracasado, general —dijo Castro—. Cuba sigue siendo Cuba.
    —Tan cerca de conseguirlo, y sin embargo... —Velikov sacudió resignadamente la cabeza—. Y ahora hablemos de la venganza que juró usted tomarse contra mí.
    —Morirá por cada uno de mis paisanos que ha asesinado —le prometió Castro, con una voz tan fría como una tumba abierta—. Lo mismo da que sean mil muertes o cien mil. Usted va a sufrirlas todas.
    Velikov le dirigió una sonrisa torcida. Parecía carecer en absoluto de nervios.
    —Vendrán otros hombres y otros tiempos, y seguro que le matarán, Fidel. Lo sé. Ayudé a trazar cinco planes alternativos para el caso de que fallase éste.


    Sexta parte
    ¡Eureka! La Dorada


    75

    8 de noviembre de 1989
    Washington, D.C.
    Martin Brogan entró en el salón donde, temprano por la mañana, se hallaba reunido el gabinete. El presidente y los hombres sentados alrededor de la gran mesa en forma de riñon le miraron expectantes.
    —Los barcos fueron volados cuatro horas antes de lo previsto —les informó, todavía en pie.
    Su anuncio fue recibido con un silencio solemne. Todos los que estaban sentados a la mesa habían sido informados del increíble plan de los soviéticos para eliminar a Castro, y la noticia les impresionó más como una tragedia inevitable que como una espantosa catástrofe.
    — ¿Cuáles son los últimos datos sobre víctimas mortales? —preguntó Douglas Oates.
    —Todavía es pronto para saberlo —respondió Brogan—. Toda la zona del puerto está en llamas. Probablemente, el total de muertos se contará por millares. Sin embargo, la devastación es mucho menos grave de lo que se había proyectado en principio. Parece que nuestros agentes en La Habana capturaron dos de los barcos y los llevaron fuera del puerto antes de que estallasen.
    Mientras los otros escuchaban en reflexivo silencio, Brogan leyó los primeros informes enviados por la Sección de Intereses Especiales en La Habana. Refirió los detalles del plan para trasladar los barcos y también esbozó detalles sobre la operación llevada a cabo. Antes de que hubiese terminado, uno de sus ayudantes entró y le entregó el último mensaje recibido. Le echó una ojeada en silencio y después leyó la primera línea.
    —Fidel y Raúl Castro están vivos. —Hizo una pausa para mirar al presidente—. Su hombre, Ira Hagen, dice que está en contacto directo con los Castro, y que éstos nos piden toda la ayuda que podamos prestarles para mitigar el desastre, incluidos personal y materiales médicos, equipos contra incendios, alimentos y ropa, y también expertos en embalsamamiento de cadáveres.
    El presidente miró al general Clayton Metcalf, presidente del Estado Mayor Conjunto.
    — ¿General?
    —Después de que usted me llamara la noche pasada, puse sobre aviso al mando de Transportes Aéreos. Podemos empezar el transporte por aire en cuanto lleguen las personas y los suministros a los aeródromos y sean cargados a bordo.
    —Conviene que cualquier acercamiento de los aviones militares de los Estados Unidos a las costas cubanas esté bien coordinado, o los cubanos nos recibirán con sus misiles tierra-aire —observó el secretario de Defensa, Simmons.
    —Cuidaré de que se abra una línea de comunicación con su Ministerio de Asuntos Exteriores —dijo el secretario de Estado, Oates.
    —Será mejor expresar claramente a Castro que toda la ayuda que le prestemos está organizada al amparo de la Cruz Roja —añadió Dan Fawcett—. No queremos asustarle hasta el punto de que nos cierre la puerta.
    —Es una cuestión que no podemos olvidar —dijo el presidente.
    —Es casi un crimen aprovecharse de un terrible desastre —murmuró Oates—. Sin embargo, no podemos negar que es una oportunidad caída del cielo para mejorar las relaciones con Cuba y mitigar la fiebre revolucionaria en todas las Américas.
    —Me pregunto si Castro habrá estudiado alguna vez a Simón Bolívar —dijo el presidente, sin dirigirse a nadie en particular.
    —El Gran Libertador de América del Sur es uno de los ídolos de Castro —respondió Brogan—. ¿Por qué lo pregunta?
    —Entonces tal vez ha prestado por fin atención a una de las frases de Bolívar.
    — ¿Qué frase, señor presidente?
    El presidente miró uno a uno a los que estaban alrededor de la mesa antes de responder: . —«El que sirve a una revolución, ara en el mar.»


    76


    El caos amainó lentamente y, a medida que se recobraba la población de La Habana, empezaron los trabajos de socorro. Se organizaron a toda prisa operaciones de emergencia. Unidades del Ejército y de la milicia, acompañadas de personal sanitario, revolvieron las ruinas, cargando a los vivos en ambulancias y a los muertos en camiones.
    El convento de Santa Clara, fundado en 1643, fue confiscado como hospital provisional y se llenó rápidamente. Las salas y los pasillos del Hospital de la Universidad estuvieron pronto a rebosar. El elegante y viejo Palacio Presidencial, ahora Museo de la Revolución, fue convertido en depósito de cadáveres. Caminaban heridos por las calles, sangrando, mirando a ninguna parte o buscando desesperadamente a los seres queridos. Un reloj en la cima de un edificio de la plaza de la Catedral de la antigua Habana estaba parado a las seis y veintiún minutos. Algunos residentes que habían huido de sus casas durante el desastre empezaron a volver a ellas. Otros que no tenían un hogar al que volver caminaban por las calles, esquivando los cadáveres y cargando con pequeños fardos que contenían lo poco que habían podido salvar.
    Todas las unidades de bomberos a cien kilómetros a la redonda afluyeron a la ciudad y trataron en vano de sofocar los incendios que se propagaban sobre la zona portuaria. Un depósito de cloro estalló, añadiendo su veneno a los estragos del fuego. En dos ocasiones, los cientos de bomberos tuvieron que correr para ponerse a cubierto al cambiar el viento y arrojarles el calor sofocante a la cara.
    Mientras se empezaban a organizar las operaciones de auxilio, Fidel Castro inició una purga de funcionarios y militares hostiles al Gobierno. Raúl dirigió personalmente la redada. La mayoría había abandonado la ciudad, advertidos de la operación Ron y Cola por Velikov y la KGB. Fueron detenidos uno a uno, pasmados todos ellos por la noticia de que los hermanos Castro estaban todavía vivos. Fueron trasladados a cientos, bajo una severa guardia, a una prisión secreta en el corazón de las montañas, y nunca se les volvió a ver.
    A las dos de la tarde, el primer gran avión de carga de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos aterrizó en el aeropuerto internacional de La Habana. Fue seguido de un desfile continuo de aviones. Fidel Castro acudió a saludar a los médicos y enfermeras voluntarios. Cuidó personalmente de que los comités cubanos de socorro estuviesen preparados para recibir los suministros y colaborar con los americanos.
    Al anochecer, guardacostas y embarcaciones contra incendios del puerto de Miami aparecieron en el horizonte nublado por el humo. Bulldozers, equipos pesados y expertos téjanos en extinción de incendios de pozos de petróleo penetraron en la zona arruinada próxima al puerto y combatieron inmediatamente las llamas.
    A pesar de las diferencias políticas pasadas, los Estados Unidos y Cuba parecieron olvidarlas en esta ocasión y todos trabajaron juntos para resolver los problemas urgentes que se presentaban.
    El almirante Sandecker y Al Giordino se apearon de un jet de la AMSN a última hora de la tarde. Montaron en un camión cargado de ropa de cama y camas de campaña, hasta un depósito de distribución, donde Giordino «tomó prestado» un Fiat abandonado.
    La falsa puesta de sol producida por las llamas teñía de rojo sus caras a través del parabrisas, mientras contemplaban con incredulidad la gigantesca nube de humo y el vasto mar de fuego.
    Después de casi media hora de rodar a través de la ciudad, dirigidos por la policía en complicados desvíos para evitar las calles bloqueadas por los escombros y los vehículos de socorro, llegaron al fin a la Embajada suiza.
    —Nuestro trabajo será difícil —dijo Sandecker, contemplando los edificios arruinados y los cascotes que llenaban el ancho bulevar del Malecón.
    Giordino asintió tristemente con la cabeza.
    —Tal vez no le encontremos nunca.
    —Sin embargo, debemos intentarlo.
    —Sí —dijo gravemente Giordino—. Se lo debemos a Dirk.
    Se volvieron y cruzaron la estropeada entrada de la Embajada, donde les indicaron el salón de comunicaciones de la Sección de Intereses Especiales.
    La sala estaba llena de corresponsales de prensa, que esperaban su turno para transmitir reportajes del desastre. Sandecker se abrió paso entre la multitud y encontró a un hombre gordo que dictaba a un radiotelegrafista. Cuando el hombre hubo terminado, Sandecker le dio un golpecito en un brazo.
    — ¿Es usted Ira Hagen?
    —Sí, soy Hagen.
    La ronca voz concordaba con las arrugas de fatiga de la cara.
    —Me lo había imaginado —dijo Sandecker—. El presidente me hizo una descripción de usted bastante detallada.
    Hagen se dio unas palmadas en la redonda panza y se esforzó en sonreír.
    —No soy difícil de descubrir entre una muchedumbre. —Después hizo una pausa y miró de un modo extraño a Sandecker—. Dice usted que el presidente...
    —Estuve con él hace cuatro horas en la Casa Blanca. Me llamo James Sandecker y éste es Al Giordino. Somos de la AMSN.
    —Sí, almirante, conozco su nombre. ¿En qué puedo servirle?
    —Somos amigos de Dirk Pitt y de Jessie LeBaron.
    Hagen cerró un momento los ojos y después miró fijamente a Sandecker.
    —La señora LeBaron es una mujer estupenda. Salvo por unos pequeños cortes y algunas contusiones, salió indemne de la explosión. Está ayudando en un hospital de urgencia para niños montado en la vieja catedral. Pero si están buscando a Pitt, temo que pierden el tiempo. Estaba al timón del Amy Bigalow cuando éste voló por los aires.
    Giordino sintió que se le encogía el corazón.
    — ¿No hay ninguna posibilidad de que pudiese salvarse?
    —De los hombres que lucharon contra los rusos en los muelles mientras los barcos se hacían a la mar, sólo dos sobrevivieron. Todos los tripulantes de los barcos y del remolcador se han dado por desaparecidos. Hay pocas esperanzas de que alguno de ellos pudiese abandonar su embarcación a tiempo. Y si las explosiones no les mataron, debieron perecer ahogados en la enorme ola que se produjo.
    Giordino apretó los puños, desesperado. Se volvió de espaldas para que los otros no pudiesen ver las lágrimas que brotaban de sus ojos.
    Sandecker sacudió tristemente la cabeza.
    —Quisiéramos buscar en los hospitales.
    —No quisiera mostrarme despiadado, almirante, pero harían mejor buscando en los depósitos de cadáveres.
    —Haremos ambas cosas.
    —Pediré a los suizos que les proporcionen salvoconductos diplomáticos para que puedan moverse libremente por la ciudad.
    —Gracias.
    Hagen miró con ojos compasivos a los dos hombres.
    —Si les sirve de algún consuelo, les diré que gracias a su amigo Pitt se salvaron cien mil vidas.
    Sandecker le miró a su vez, con una súbita expresión de orgullo en el semblante.
    —Si usted conocía a Dirk Pitt, señor Hagen, no podía esperar menos de él.


    77


    Con muy poco optimismo, Sandecker y Giordino empezaron a buscar a Pitt en los hospitales. Pasaron por encima de innumerables heridos que yacían en hileras en el suelo, mientras las enfermeras les prestaban toda la ayuda que podían y los agotados médicos trabajaban en las salas de operaciones. Numerosas veces se detuvieron y ayudaron a transportar camillas antes de continuar su búsqueda.
    No pudieron encontrar a Pitt entre los vivos.
    Después investigaron en los improvisados depósitos de cadáveres, delante de algunos de los cuales esperaban camiones cargados de muertos, amontonados en cuatro o cinco capas. Un pequeño ejército de embalsamadores trabajaba febrilmente para evitar una epidemia. Los cadáveres yacían en todas partes como leños, descubiertas las caras, mirando sin ver al techo. Muchos de ellos estaban demasiado quemados y mutilados como para que pudiesen ser identificados, y fueron más tarde enterrados en una ceremonia colectiva en el cementerio de Colón.
    Un atribulado empleado de un depósito les mostró los restos de un hombre del que se decía que había sido lanzado a tierra desde el mar. No era Pitt, y si no identificaron a Manny, fue porque no le conocían.
    Amaneció el día sobre la destrozada ciudad. Se encontraron más heridos que fueron llevados a los hospitales y más muertos que fueron transportados a los depósitos. Soldados con la bayoneta calada patrullaban por las calles para impedir los saqueos. Las llamas todavía hacían estragos en la zona del puerto, pero los bomberos lograban rápidos progresos. La enorme nube de humo seguía ennegreciendo el cielo, y los pilotos de las líneas aéreas informaron de que los vientos del este la habían llevado hasta un lugar tan lejano como Ciudad de México.
    Abrumados por lo que habían visto aquella noche, Sandecker y Giordino se alegraron de ver una vez más la luz del día. Llegaron en coche hasta tres manzanas de la plaza de la Catedral y allí tuvieron que detenerse por las ruinas que bloqueaban las calles. Siguieron a pie el resto del camino hasta el hospital infantil provisional, para ver a Jessie.
    Ésta estaba acariciando a una niña pequeña que gemía mientras un médico escayolaba una de sus piernas delgadas y morenas. Jessie levantó la cabeza al ver acercarse al almirante y a Giordino. Inconscientemente, sus ojos recorrieron sus semblantes, pero su cansada mente no les reconoció.
    —Jessie —dijo suavemente Sandecker—. Soy Jim Sandecker, y ése es Al Giordino.
    Ella les miró durante unos segundos y entonces empezó a recordarles.
    —Almirante, Al. ¡Oh! Gracias a Dios que han venido.
    Murmuró algo al oído de la niña, y entonces se levantó y les abrazó a los dos, llorando a lágrima viva.
    El médico se volvió a Sandecker.
    —Ha estado trabajando como un demonio durante veinticuatro horas seguidas. ¿Por qué no la convencen de que se tome un respiro?
    Ellos la asieron cada uno de un brazo y la sacaron de allí. Después, delicadamente, hicieron que se sentara en los escalones de la catedral.
    Giordino se sentó delante de Jessie y la miró. Todavía llevaba su uniforme de campaña. Al camuflaje se añadían ahora manchas de sangre. Tenía los cabellos mojados de sudor y enmarañados, y los ojos enrojecidos por el humo.
    —Me alegro de que me hayan encontrado —dijo ella al fin—. ¿Acaban de llegar?
    —La noche pasada —respondió Giordino—. Hemos estado buscando a Dirk.
    Ella miró vagamente la gran nube de humo.
    —Ha muerto —dijo como en trance.
    —Mala hierba nunca muere —murmuró Giordino con mirada ausente.
    —Todos han muerto..., mi marido, Dirk y tantos otros.
    Su voz se extinguió.
    — ¿Hay café en alguna parte? —dijo Sandecker, cambiando de conversación—. Creo que me vendría bien una taza.
    Jessie señaló débilmente con la cabeza hacia la entrada de la catedral.
    —Una pobre mujer cuyos hijos están gravemente heridos ha estado preparándolo para los voluntarios.
    —Iré a buscarlo —dijo Giordino.
    Se levantó y desapareció en el interior.
    Jessie y el almirante permanecieron sentados allí unos momentos escuchando las sirenas y observando el fulgor de las llamas a lo lejos.
    —Cuando volvamos a Washington —dijo al fin Sandecker—, si puedo ayudarla en algo...
    —Es muy amable, almirante, pero podré arreglarme. —Vaciló—. Hay una cosa. ¿Cree que se podría encontrar el cuerpo de Raymond y enviarlo a casa para ser enterrado?
    —Estoy seguro de que, después de todo lo que ha hecho usted, Castro prescindirá de todo el papeleo.
    —Es extraño que nos hayamos visto metidos en todo esto a causa del tesoro.
    — ¿La Dorada?
    Jessie contempló a un grupo de personas que venían desde lejos en su dirección, pero no dio señales de verlas.
    —Los hombres se han dejado seducir por ella durante casi quinientos años y, en su mayoría, murieron por culpa de su afán de poseerla. Es estúpido... Es estúpido que se pierdan vidas por una estatua.
    —Todavía es considerada como el tesoro más grande del mundo.
    Jessie cerró cansadamente los ojos.
    —Gracias a Dios, está escondido. ¡Quién sabe cuántos hombres se matarían por él!
    —Dirk nunca habría sido capaz de poner en peligro la vida de alguien por dinero —dijo Sandecker—. Le conozco demasiado bien. Se metió en esto por la aventura y por el desafío de resolver un misterio, no por conseguir una ganancia.
    Jessie no replicó. Abrió los ojos y por fin se dio cuenta del grupo que se acercaba. No podía verles claramente. Calculó, a través de la neblina amarilla del humo, que uno de ellos debía medir más de dos metros. Los otros eran muy pequeños. Cantaban, pero no pudo distinguir la tonada.
    Giordino volvió con una pequeña tabla en la que llevaba tres tazas. Se detuvo y miró durante un largo momento el grupo que caminaba entre los escombros de la plaza.
    La figura de en medio no medía dos metros, sino que era un hombre con un niño pequeño subido sobre los hombros. El chiquillo parecía asustado y se agarraba con fuerza a la frente del hombre, tapando la mitad superior de su cara. Una niña pequeña estaba acunada en un brazo musculoso, mientras que la otra mano del hombre asía la de una niña de no más de cinco años. Una hilera de otros diez u once niños les seguían de cerca. Parecía que estaban cantando en un chapurreado inglés. Tres perros trotaban junto a ellos aullando para acompañarles.
    Sandecker miró a Giordino con curiosidad. El italiano de abultado pecho pestañeó para librarse del humo que le hacía lagrimear y miró, con expresión interrogadora e intensa, el extraño y patético espectáculo.
    El hombre tenía el aspecto de una aparición; estaba agotado, desesperadamente agotado. Llevaba la ropa hecha jirones y caminaba cojeando. Tenía hundidos los ojos, y la cara macilenta estaba surcada de sangre seca. Sin embargo, su mandíbula expresaba determinación, y el hombre dirigía la canción de los niños con voz estentórea.
    —Debo volver al trabajo —dijo Jessie, poniéndose dificultosamente en pie—. Aquellos niños necesitan mucho cuidado.
    Ahora, el grupo se había acercado tanto que Giordino pudo identificar lo que estaban cantando.
    I'm a Yankee Doodle Dandy. A Yankee Doodle do or die...3
    Giordino se quedó boquiabierto y abrió mucho los ojos con incredulidad. Señaló como presa de espanto. Después arrojó las tazas de café por encima del hombro y bajó la escalinata de la catedral saltando como un loco.
    — ¡Es él! —gritó.
    A real live nephew of my Uncle Sam. Born on the fourth of July4
    — ¿Qué ha sido eso? —gritó Sandecker a su espalda—. ¿Qué es lo que ha dicho?
    Jessie se puso en pie de un salto, olvidando de pronto su terrible fatiga, y corrió detrás de Giordino.
    — ¡Ha vuelto! —gritó.
    Sandecker echó a correr.
    Los niños interrumpieron su canción y se apretujaron alrededor del hombre, asustados al ver la súbita aparición de tres personas que gritaban y corrían hacia ellos. Se aferraron a él como si en ello les fuese la vida. Los perros cerraron filas alrededor de sus piernas y empezaron a ladrar con más fuerza que nunca.
    Giordino se detuvo y se quedó plantado allí, a sólo medio metro de distancia, sin saber exactamente qué podía decir que tuviese algún sentido.
    Sonrió, y sonrió con inmenso alivio y alegría. Por fin recobró el uso de la palabra.
    —Sé bienvenido, Lázaro.
    Pitt sonrió con picardía.
    —Hola, amigo. ¿No tendrías por casualidad un dry martini en el bolsillo?
    ______________________________________________________________________
    3. Soy un buen yanqui. El yanqui triunfa o muere... De una canción que se hizo popular durante la Revolución Americana. (N. del T.)
    4. Sobrino verdadero de mi Tío Sam. Nacido el 4 de julio.

    78


    Seis horas más tarde, Pitt estaba durmiendo como un tronco en un nicho vacío de la catedral. Se había negado a tumbarse hasta que los niños hubiesen sido atendidos, y los perros, alimentados. Después había insistido en que Jessie descansase también un rato.
    Jessie yacía a pocos metros de distancia sobre unas mantas dobladas que le servían de colchón sobre las duras baldosas. El fiel Giordino estaba sentado en un sillón de mimbre en la entrada del nicho, para que nadie turbase su sueño, y apartando a los grupos ocasionales de chiquillos que jugaban demasiado cerca y gritaban demasiado.
    Se irguió al ver que Sandecker se acercaba seguido de un grupo de cubanos uniformados. Ira Hagen estaba entre ellos. Parecía más viejo y mucho más cansado que cuando Giordino le había visto por última vez, apenas veinte horas antes. Giordino reconoció inmediatamente al hombre que caminaba al lado de Hagen y directamente detrás del almirante. Se puso en pie cuando Sandecker señaló con la cabeza a los durmientes.
    —Despiérteles —dijo éste a media voz.
    Jessie salió de las profundidades de su sueño y gimió. Giordino tuvo que sacudirla varias veces del hombro para que no se durmiese de nuevo. Todavía fatigada hasta la médula y aturdida por el sueño, se incorporó y sacudió la cabeza para despejarla de su confusión.
    Pitt se despertó casi instantáneamente, como si hubiese sonado un despertador. Se volvió y se sentó apoyándose en un codo, ojo avizor y observando a los hombres que formaban un semicírculo delante de él.
    —Dirk —dijo Sandecker—. Éste es el presidente Fidel Castro. Estaba haciendo una visita de inspección a los hospitales y le dijeron que usted y Jessie estaban aquí. Le gustaría hablar con ustedes.
    Antes de que Pitt pudiese responder, Castro dio un paso adelante, le asió la mano y tiró de ella hasta ponerle en pie con sorprendente fuerza. Los magnéticos ojos castaños se encontraron con los penetrantes ojos verdes y opalinos. Castro vestía un limpio y planchado uniforme verde oliva, con la insignia de general en jefe sobre los hombros, en contraste con Pitt, que todavía llevaba la misma ropa harapienta y sucia con que había llegado a la catedral.
    —Conque ése es el hombre que hizo que mis policías de seguridad pareciesen idiotas, y que salvó la ciudad —dijo Castro en español.
    Jessie tradujo la frase y Pitt hizo un ademán negativo.
    —Solamente fui uno de los afortunados que sobrevivieron. Al menos dos docenas de otros hombres murieron tratando de evitar la tragedia.
    —Si los barcos hubiesen estallado cuando estaban todavía amarrados a los muelles, la mayor parte de La Habana habría quedado convertida en un erial. Habría sido una tumba para mí y para medio millón de personas. Cuba le está agradecida y desea nombrarle Héroe de la Revolución.
    —Mira qué posición he alcanzado en el barrio —murmuró Pitt.
    Jessie le dirigió una mirada de reproche y no tradujo sus palabras.
    — ¿Qué ha dicho? —preguntó Castro.
    Jessie carraspeó.
    —Pues... ha dicho que lo acepta como un gran honor.
    Castro pidió entonces a Pitt que describiese la captura de los barcos.
    —Dígame lo que vio —dijo amablemente—. Todo lo que sabe que ocurrió. Empezando desde el principio.
    — ¿Empezando desde el momento en que salimos de la Embajada suiza? —preguntó Pitt, entrecerrando los ojos en una expresión de furtiva pero astuta reflexión.
    —Si lo desea —respondió Castro, comprendiendo su mirada.
    Mientras narraba Pitt la desesperada lucha en los muelles y los esfuerzos por sacar el Amy Bigalow y el Ozero Zaysan del puerto, Castro le interrumpió con un alud de preguntas. La curiosidad del líder cubano era insaciable. El relato duró casi tanto como los sucesos reales.
    Pitt refirió los hechos tan objetiva e impasiblemente como le fue posible, sabiendo que nunca podría hacer justicia al increíble valor de unos hombres que habían dado la vida por gente de otro país. Contó la magnífica acción dilatoria emprendida por Clark contra unas fuerzas abrumadoramente superiores; cómo Manny, Moe y sus hombres habían trabajado furiosamente en las oscuras entrañas de los barcos para lograr que éstos se pusiesen en marcha, sabiendo que en cualquier momento podían saltar en pedazos. Contó cómo habían permanecido Jack y su tripulación en el remolcador, arrastrando a los barcos muertos hacia mar abierto, hasta que fue demasiado tarde para escapar. Lamentó que no pudiesen estar todos presentes para contar sus propias historias, y se preguntó qué habrían dicho. Sonrió para sí, sabiendo cómo habría atronado el aire Manny con sus punzantes palabras.
    Por fin explicó Pitt cómo había sido lanzado por la enorme ola dentro de la ciudad, y cómo había perdido el conocimiento y lo había recobrado cuando estaba colgado boca abajo del rótulo de una joyería. Relató que, mientras caminaba entre los escombros, había oído llorar a una niña pequeña, y la había sacado, junto con un hermanito, de debajo de las ruinas de una casa de apartamentos derrumbada. Después de esto, parecía que había atraído como un imán a los niños perdidos. Las brigadas de socorro habían aumentado su colección durante la noche. Cuando no encontró más niños vivos, un guardia le encaminó hacia el hospital y puesto de socorro para niños, donde se había encontrado con sus amigos.
    Castro miró fijamente a Pitt, con rostro emocionado. Dio un paso adelante y le abrazó.
    —Gracias —murmuró con voz quebrada. Después besó a Jessie en las dos mejillas y estrechó la mano a Hagen—. Cuba les da las gracias a todos. No les olvidaremos.
    Pitt miró taimadamente a Castro.
    — ¿Podría pedirle un favor?
    —Sólo tiene que nombrarlo —respondió rápidamente Castro.
    Pitt vaciló y después dijo:
    —Ese taxista llamado Herberto Figueroa. Si encontrase en los Estados Unidos un Chevrolet del cincuenta y siete en buen estado y se lo enviase, ¿podría usted cuidar de que le fuese entregado? Herberto y yo le quedaríamos muy agradecidos.
    —Desde luego. Me ocuparé personalmente de que reciba su regalo.
    —Quisiera pedirle otro favor —dijo Pitt.
    —No abuse de su suerte —le murmuró Sandecker.
    — ¿Cuál? —preguntó amablemente Castro.
    — ¿Podrían prestarme una embarcación con una grúa?


    79


    Los cuerpos de Manny y de tres de sus tripulantes fueron identificados. El de Clark fue recogido en el canal por una barca de pesca. Los restos fueron enviados en avión a Washington para su entierro. En cuanto a Jack, Moe y los otros, nada volvió a saberse de ellos.
    Por fin pudo controlarse el fuego, cuatro días después de que estallasen los barcos de la muerte. Las últimas y tercas llamas no se extinguirían hasta una semana más tarde. Y transcurrirían otras diez semanas hasta que fuesen encontrados los últimos muertos. Muchos no se encontraron nunca.
    Los cubanos fueron muy meticulosos en el recuento. En definitiva, establecieron una lista completa de víctimas. La cifra de muertos seguros ascendió a setecientos treinta y dos. Los heridos sumaron tres mil setecientos sesenta y nueve. Los desaparecidos se calcularon en ciento noventa y siete.
    Por iniciativa del presidente, el Congreso aprobó una ley urgente para la entrega a los cubanos de cuarenta y cinco millones de dólares para contribuir a la reconstrucción de La Habana. El presidente, en prueba de buena voluntad, levantó también el embargo comercial que había estado en vigor desde hacía treinta y cinco años. Por fin, los norteamericanos pudieron fumar de nuevo, legalmente, buenos cigarros habanos.
    Después de ser expulsados, la única representación de los rusos en Cuba fue una Sección de Intereses Especiales en la Embajada de Polonia. El pueblo cubano no lamentó su partida.
    Castro siguió siendo marxista revolucionario de corazón, pero se estaba ablandando. Después de convenir en principio en el pacto de amistad entre los Estados Unidos y Cuba, aceptó sin vacilar una invitación del presidente a visitarle en la Casa Blanca y a pronunciar un discurso en el Congreso, aunque puso mala cara cuando le pidieron que no hablara más de veinte minutos.

    Al amanecer del tercer día después de las explosiones, una vieja y desconchada embarcación, deteriorada por la intemperie, echó el ancla casi en el centro exacto del puerto. Los barcos contra incendios y de socorro pasaban por su lado como si hubiese sido un automóvil averiado en una carretera. Era una embarcación chata de trabajo y llevaba en la popa una pequeña grúa cuyo brazo se extendía sobre el agua. Su tripulación parecía indiferente a la frenética actividad que reinaba a su alrededor.
    La mayoría de los incendios de la zona portuaria habían sido sofocados, pero los bomberos seguían vertiendo miles de litros de agua sobre los humeantes escombros dentro de las deformadas estructuras de los almacenes. Varios ennegrecidos depósitos de petróleo del puerto seguían tercamente echando llamas y la cortina acre de humo olía a petróleo y a goma quemados.
    Pitt estaba en pie sobre la despintada cubierta y contemplaba a través de la amarillenta y fuliginosa neblina los restos de lo que había sido un petrolero. Lo único que quedaba del Ozero Baykai era la quemada superestructura de popa que se alzaba grotesca y retorcida sobre el agua sucia de petróleo. Volvió su atención a una pequeña brújula que tenía en la mano.
    — ¿Es éste el lugar? —preguntó el almirante Sandecker.
    —Los datos que tenemos así parecen indicarlo —respondió Pitt.
    Giordino asomó la cabeza a la ventana de la caseta del timón.
    —El magnetómetro se está volviendo loco. Estamos justo encima de una gran masa de hierro.
    Jessie estaba sentada sobre una escotilla. Llevaba unos shorts grises y una blusa azul pálido, y había recobrado su exquisita personalidad.
    Dirigió una mirada curiosa a Pitt.
    —Todavía no me has dicho por qué crees que Raymond escondió La Dorada en el fondo del puerto y cómo sabes exactamente dónde tienes que buscar.
    —Fui un estúpido al no comprenderlo inmediatamente —explicó Pitt—. Las palabras suenan igual y yo las interpreté mal. Pensé que sus últimas palabras habían sido: «Look on the m-a-i-n s-i-g-h-t. Lo que trataba realmente de decirme era: «Look on the M-a-i-n-e s-i-t-e.»
    Jessie pareció confusa.
    — ¿El lugar del Maine?
    —Recuerda Pearl Harbor, el Álamo y el Maine. En este lugar o muy cerca de él el buque de guerra Maine fue hundido en 1898 y desencadenó la guerra contra España.
    Jessie empezó a sentir una profunda excitación.
    — ¿Arrojó Raymond la estatua encima de un viejo barco naufragado?
    —En el lugar del naufragio —le corrigió Pitt—. El casco del Maine fue izado y remolcado al mar abierto, donde fue hundido en 1912, con la bandera ondeando.
    — ¿Pero por qué habría de arrojar Raymond deliberadamente el tesoro?
    —Todo se remonta a cuando él y su socio, Hans Kronberg, descubrieron el Cyclops y rescataron La Dorada. Hubiese debido ser un triunfo para dos amigos que habían luchado juntos contra todas las probabilidades y arrebatado el tesoro más buscado de la historia a un mar codicioso. Hubiese debido tener un final feliz. Pero la situación se agrió. Raymond LeBaron estaba enamorado de la esposa de Kronberg.
    El semblante de Jessie se puso tenso al comprender.
    —Hilda.
    —Sí, Hilda. Él tenía dos motivos para querer librarse de Hans. El tesoro y una mujer. De alguna manera debió convencer a Hans de hacer una nueva inmersión después de haberse apoderado de La Dorada. Entonces cortó el tubo de alimentación de aire, condenando a su amigo a una muerte horrible. ¿Puedes imaginarte lo que debió ser morir ahogado en el interior de una cripta de acero como el Cyclops?
    Jessie desvió la mirada.
    —No puedo creerlo.
    —Viste el cuerpo de Kronberg con tus propios ojos. Hilda era la verdadera clave del enigma. Ella fue el centro de la sórdida historia. Yo sólo tenía que completarla con unos pocos detalles.
    —Raymond nunca habría podido cometer un asesinato.
    —Podía hacerlo y lo hizo. Habiendo quitado de en medio a Hans, dio otro paso adelante. Se zafó del fisco (¿se le puede culpar de esto si recordamos que el Gobierno Federal se quedaba con el ochenta por ciento de los ingresos superiores a ciento cincuenta mil dólares a finales de los años cincuenta?) y evitó un pleito engorroso con el Brasil, que habría reclamado con justicia la estatua como tesoro nacional robado. No dijo nada y puso rumbo a Cuba. Tu amante era un hombre muy astuto.
    »EÍ problema con que se enfrentaba ahora era cómo vender la estatua. ¿Quién estaría dispuesto a pagar entre veinte y cincuenta millones de dólares por un objeto de arte? También temía que, si se difundía la noticia, el entonces dictador cubano Fulgencio Batista, un ladrón de primera magnitud, la habría incautado.
    Y si Batista no lo hacía, lo haría el ejército de mañosos que había invitado a Cuba después de la Segunda Guerra Mundial. Por consiguiente, Raymond decidió despedazar La Dorada y venderla a trozos.
    «Desgraciadamente para él, eligió un mal momento. Entró con su embarcación en el puerto de La Habana el mismo día en que Castro y sus rebeldes invadieron la ciudad después de derribar el Gobierno corrompido de Batista. Las fuerzas revolucionarias cerraron inmediatamente los puertos de mar y los aeropuertos, para impedir que los compinches de Batista huyesen del país con incontables riquezas.
    — ¿No se llevó nada LeBaron? —preguntó Sandecker—. ¿Lo perdió todo?
    —No todo. Se dio cuenta de que estaba atrapado y de que sólo era cuestión de tiempo que los revolucionarios registrasen su barco y encontrasen La Dorada. Su única alternativa era llevarse lo que pudiese y tomar el primer avión de vuelta a los Estados Unidos. Al amparo de la noche debió introducir su embarcación en el puerto, levantar la estatua sobre la borda y arrojarla al mar en el lugar donde se había hundido el buque de guerra Maine setenta años atrás. Naturalmente, pensaba volver y recobrar el tesoro cuando terminase el caos, pero Castro no jugó según las reglas de LeBaron. La luna de miel de Cuba con los Estados Unidos acabó muy pronto de mala manera, y LeBaron no pudo nunca regresar y recobrar el precioso tesoro de tres toneladas ante los ojos del servicio de segundad de Castro.
    — ¿Qué trozo de la estatua se llevó? —preguntó Jessie.
    —Según Hilda, le arrancó el corazón de rubí. Entonces, después de introducirlo a escondidas en el país, hizo que fuese cortado en secreto y tallados los pedazos, y los vendió por medio de agentes comerciales. Ahora tenía medios suficientes para alcanzar la cima de las altas finanzas con Hilda a su lado. Raymond LeBaron había llegado en buen momento a la ciudad.
    Durante largo rato, guardaron todos silencio, cada cual sumido en sus propios pensamientos, imaginándose a un LeBaron desesperado arrojando la mujer de oro por encima de la borda de su barco treinta años atrás.
    —La Dorada —dijo Sendecker, rompiendo el silencio—. Su peso debió hacer que se hundiese muy hondo en el blando limo del fondo del puerto.
    —El almirante tiene razón —dijo Giordino—. LeBaron no pensó que encontrar de nuevo la estatua sería una operación muy difícil.
    —Confieso que esto también me preocupó —dijo Pitt—. Él hubiese debido saber que, después de que el Cuerpo de Ingenieros del Ejército desaparejase y extrajese el casco del Maine, tenían que haber quedado cientos de toneladas de restos profundamente hundidos en el barro, haciendo que la estatua fuese casi imposible de encontrar. El detector de metales más perfeccionado del mundo no puede descubrir un objeto particular en un depósito de chatarra.
    —Así pues, la estatua yacerá ahí abajo para siempre —dijo Sandecker—. A menos que algún día llegue alguien y drague la mitad del puerto hasta encontrarlo.
    —Tal vez no —dijo reflexivamente Pitt dando vueltas en su mente a algo que solamente él podía ver—. Raymond LeBaron era un hombre muy astuto. Era también un profesional en operaciones de salvamento. Creo que sabía perfectamente lo que estaba haciendo.
    — ¿Qué quiere decir? —preguntó Sandecker.
    —Arrojó la estatua por la borda, en esto estoy de acuerdo. Pero apuesto a que la bajó muy despacio y en posición vertical, de manera que, cuando llegase al fondo, se mantuviese de pie.
    Giordino miró hacia la cubierta.
    —Podría ser —dijo lentamente—. Podría ser. ¿Qué altura tiene?
    —Unos dos metros y medio, incluido el pedestal.
    —Treinta años para que tres toneladas de metal se hundan en el barro... —murmuró Sandecker—. Es posible que todavía sobresalgan tres palmos de la estatua del fondo del puerto.
    Pitt sonrió distraídamente.
    —Lo sabremos en cuanto Al y yo nos hayamos sumergido y hayamos hecho un plan para la búsqueda.
    Como obedeciendo a un consigna, todos callaron y miraron por encima de la borda el agua cubierta de una capa de petróleo y cenizas, oscura y sigilosa. Desde alguna parte de las siniestras profundidades verdes, La Dorada les estaba llamando.


    80


    Pitt estaba de pie en cubierta, con todo su equipo de submarinista, y observaba las burbujas que subían de lo hondo y estallaban en la superficie. Miró su reloj, calculando el tiempo. Giordino estaba desde hacía casi cincuenta minutos a una profundidad de quince metros. Siguió observando las burbujas y vio que viajaban gradualmente en círculo. Sabía que Giordino tenía aire suficiente para una vuelta más de trescientos sesenta grados alrededor de la cuerda de seguridad sujeta a una boya a unos treinta metros de distancia del barco.
    La pequeña tripulación de cubanos reclutados por Sandecker estaba silenciosa. Pitt miró a lo largo de la cubierta y vio que estaban alineados junto a la barandilla, detrás del almirante, contemplando como hipnotizados el brillo de las burbujas.
    Pitt se volvió a Jessie, que estaba de pie a su lado. No había dicho una palabra ni se había movido desde hacía cinco minutos, tenso el semblante por una concentración profunda y brillándole los ojos de excitación. Estaba entusiasmada, previendo que una leyenda se convertiría en realidad. Entonces gritó de pronto:
    — ¡Mira!
    Una forma oscura subió del fondo entre una nube de burbujas, y la cabeza de Giordino salió del agua cerca de la boya. Se volvió sobre la espalda y nadó agitando fácilmente las aletas hasta llegar a la escalera. Entregó el cinturón de plomo y los dos botellones de aire antes de subir a cubierta. Se quitó la máscara y escupió sobre la borda.
    — ¿Cómo te ha ido? —preguntó Pitt.
    —Bien —respondió Giordino—. Ésta es la situación. He dado ocho vueltas alrededor del punto donde está anclada la cuerda de la boya. La visibilidad es de más o menos un metro. Tal vez tengamos suerte. El fondo es una mezcla de arena y barro; por consiguiente, no es muy blando. Es posible que la estatua no se haya hundido al punto que quede cubierta su cabeza.
    — ¿La corriente?
    —Aproximadamente de un nudo. Se puede soportar.
    — ¿Algún obstáculo?
    —Unos pocos restos y pedazos enmohecidos de metal sobresalen del fondo, por lo que debes tener cuidado de que no se enganche tu cuerda de distancia.
    Sandecker se plantó detrás de Pitt e hizo una última comprobación de su equipo. Pitt pasó por una abertura de la barandilla e introdujo la boquilla del regulador del aire entre sus dientes.
    Jessie le dio un suave apretón en el brazo, a través del traje impermeable.
    —Suerte —dijo.
    Él le hizo un guiño a través de la máscara y dio un largo paso al frente. La brillante luz del sol fue difundida por un súbito estallido de burbujas cuando se sumergió en el verde vacío. Nadó hasta la boya e inició el descenso. La cuerda trenzada de nylon amarillo pareció desvanecerse a los pocos metros en la opaca oscuridad.
    Pitt la siguió cuidadosamente, tomándose tiempo. Se detuvo una vez para aclararse los oídos. Menos de un minuto más tarde, el fondo pareció levantarse bruscamente hacia él, al encuentro de su mano extendida. Pitt se detuvo de nuevo para ajustar su chaleco compensador de flotación y comprobar su reloj para el tiempo y la brújula para la dirección, así como la válvula de presión del aire. Entonces tomó la cuerda de distancia que Giordino había sujetado con un clip a la de descenso y se movió a lo largo del radio.
    Después de nadar unos ocho metros su mano estableció contacto con un nudo que había hecho Giordino en la cuerda para medir el perímetro de su última vuelta. A poca distancia descubrió Pitt una estaca de color naranja clavada en el fondo y que marcaba el punto de partida de su trayecto circular. Entonces avanzó otros dos metros, tensó la cuerda e inició su vuelta, captando con la mirada lo que podía verse a un metro de distancia en ambos lados.
    Aquel trozo de mar estaba desierto, sin vida, y olía a productos químicos. Pitt pasó por encima de colonias de peces muertos, aplastados por la onda expansiva del petrolero al estallar. Sus cuerpos rodaban sobre el fondo a impulso de la corriente, como hojas agitadas por una suave brisa. Había sudado dentro de su traje impermeable bajo el sol en el barco, y ahora estaba sudando dentro de él a quince metros debajo de la superficie. Podía oír el ruido de las barcas de salvamento que cruzaban el puerto de un lado a otro, los estampidos de sus tubos de escape y el cavitación de las hélices, aumentado todo ello por la densidad del agua.
    Metro a metro, escrutó el fondo desnudo hasta que hubo completado todo un círculo. Llevó la estaca más afuera y empezó otro trayecto circular en dirección contraria.
    Los submarinistas experimentan a menudo una gran impresión de soledad cuando nadan sobre un desierto subacuático donde nada pueden ver más allá del alcance de la mano. El mundo real habitado por personas, a menos de veinte metros de distancia en la superficie, deja de existir. Experimentan un descuidado abandono y una indiferencia por lo desconocido. Su percepción se deforma y empiezan a fantasear.
    Pitt no sentía nada de esto, salvo, tal vez, un toque de fantasía. Estaba como embriagado por la búsqueda y tan absorto en contemplar la ambicionada estatua en su mente, lanzando destellos dorados y verdes, que casi le pasó inadvertida una forma vaga que se destacaba en la penumbra a su derecha.
    Agitando rápidamente las aletas, nadó en su dirección. Era un objeto redondo, en parte enterrado. Los tres palmos que sobresalían del limo estaban revestidos de cieno y de algas que ondeaban con la corriente.
    Cien veces se había preguntado Pitt lo que sentiría, cómo reaccionaría cuando se enfrentase a la mujer de oro. Lo que sintió realmente ahora fue miedo, miedo de que sólo fuese una falsa alarma y la búsqueda no terminase nunca.
    Lenta, temerosamente, limpió la cenagosa capa con las manos enguantadas. Diminutas partículas de vegetación y de limo se agitaron en un pardo torbellino, obscureciendo el misterioso objeto. Pitt esperó, envuelto en un silencio misterioso, a que se fundiese aquella nube en la penumbra del agua.
    Se acercó más, flotando casi pegado al fondo, hasta que su cara estuvo solamente a pocos centímetros. Miró fijamente a través del cristal de la máscara, sintiendo de pronto que se le secaba la boca y que su corazón palpitaba como un tambor de calipso.
    Con una expresión de infinita melancolía, un par de ojos verdes de esmeralda le miraron a su vez.
    Pitt había encontrado La Dorada.


    81


    4 de enero de 1990
    Washington, D.C.
    La declaración del presidente sobre la Jersey Colony y las hazañas de Eli Steinmetz y su equipo lunar electrificaron a la nación y causaron sensación en todo el mundo.
    Cada noche, durante una semana, los televidentes pudieron contemplar vistas espectaculares del paisaje lunar que no habían podido contemplarse cuando los breves alunizajes del programa Apolo. La lucha de los hombres por sobrevivir mientras construían un alojamiento habitable fue también conocida en todos sus dramáticos detalles.
    Steinmetz y sus compañeros se convirtieron en los héroes del día. Fueron agasajados en todo el país, entrevistados en innumerables programas de televisión y obsequiados con el tradicional desfile bajo una lluvia de serpentinas en Nueva York.
    Las aclamaciones por el triunfo de los colonizadores de la Luna tuvieron el tono del viejo patriotismo, pero el impacto fue más profundo, más amplio, Ahora había algo tangible más allá de los breves y espectaculares vuelos sobre la atmósfera de la Tierra; una permanencia en el espacio, una prueba sólida de que el hombre podía vivir lejos de su planeta natal.
    El presidente pareció muy optimista durante un banquete privado celebrado en honor del «círculo privado» y sus colonizadores. Su estado de ánimo era muy diferente del de la primera vez que se había enfrentado con los hombres que habían concebido y creado la base lunar. Levantó una copa de champaña, dirigiéndose a Hudson, que contemplaba con mirada ausente el atestado salón, como si estuviese desierto y en silencio.
    — ¿Está su mente perdida en el espacio, Leo?
    Hudson miró un instante al presidente y después asintió con la cabeza.
    —Le pido disculpas. Tengo la mala costumbre de distraerme en las fiestas.
    —Apuesto a que está trazando planes para una nueva colonia en la Luna.
    Hudson sonrió forzadamente.
    —En realidad estaba pensando en Marte.
    —Entonces la Jersey Colony no es el final.
    —Nunca habrá un final, sino solamente el principio de otro principio.
    —El Congreso compartirá el espíritu del país y votará fondos para ampliar la colonia. Pero un puesto avanzado en Marte... costaría mucho dinero.
    —Si no lo hacemos nosotros ahora, lo hará la próxima generación.
    — ¿Ha pensado en el nombre?
    Hudson sacudió la cabeza.
    —No hemos pensado todavía en ello.
    —Yo me he preguntado a menudo —dijo el presidente— cómo se les ocurrió el nombre de «Jersey Colony».
    — ¿No lo adivina?
    —Está el Estado de New Jersey, la isla de Jersey frente a la costa francesa, los suéters Jersey...
    —También es una raza vacuna.
    — ¿Qué?
    —Recuerde la canción infantil: «Eh, jugad, jugad, / El gato y el violín, / La vaca saltó a la Luna.»
    El presidente le miró un momento sin comprender y después soltó una carcajada. Cuando dejó de reír, dijo:
    —Dios mío, vaya una ironía. La mayor hazaña del hombre recibió el nombre de una vaca de un cuento de Maricastaña.

    —Es realmente exquisita —dijo Jessie.
    —Sí, es magnífica —convino Pitt—. Nunca te cansas de mirarla.
    Contemplaban extasiados La Dorada, que ahora estaba en la sala central del East Building de la National Gallery de Washington. El pulido cuerpo de oro y la bruñida cabeza de esmeralda resplandecían bajo los rayos del sol que se filtraban a través de la gran claraboya. El espectacular efecto era asombroso. El desconocido artista indio la había esculpido con una gracia y una belleza irresistibles. Su posición era relajada, con una pierna delante de la otra, los brazos ligeramente doblados en los codos, y las manos extendidas hacia afuera.
    Su pedestal de cuarzo rosa descansaba sobre un sólido bloque de palisandro del Brasil de metro y medio de altura. El corazón arrancado había sido substituido por otro de cristal carmesí que casi igualaba el esplendor del rubí original.
    Una enorme muchedumbre contemplaba maravillada la deslumbrante obra. Una cola de visitantes se extendía fuera de la galería casi medio kilómetro. La Dorada superaba incluso, en cuanto a asistencia, el récord de los artefactos del Rey Tut.
    Todos los dignatarios de la capital acudieron a rendir su homenaje. El presidente y su esposa acompañaron a Hilda Kronberg-LeBaron en la ceremonia previa a la inauguración. La satisfecha anciana de ojos chispeantes permaneció sentada en su silla de ruedas y sonrió una y otra vez mientras el presidente homenajeaba a los dos hombres de su pasado con un breve discurso. Cuando la ayudó a levantarse de su silla para que pudiese tocar la estatua, no había un ojo seco en toda la sala.
    —Es extraño —murmuró Jessie—, cuando piensas en cómo empezó todo con el naufragio del Cyclops y terminó con el naufragio del Maine.
    —Sólo para nosotros —dijo distraídamente Pitt—. Para ella empezó hace cuatrocientos años en una selva brasileña.
    —Cuesta imaginar que una cosa tan bella haya causado tantas muertes.
    Él no la escuchaba y no replicó.
    Ella le dirigió una mirada curiosa. Pitt contemplaba fijamente la estatua, perdida su mente en otro tiempo, en otro lugar.
    —Rico el tesoro, dulce el placer —citó ella.
    Él se volvió despacio y la miró, retornando al presente. Se había roto el hechizo.
    —Disculpa —dijo.
    Jessie no pudo dejar de sonreír.
    — ¿Cuándo vas a intentarlo?
    —Intentar, ¿qué?
    —Correr en busca de la ciudad perdida de La Dorada.
    —No hay que apresurarse —replicó Pitt, soltando una carcajada—. No es como ir a cualquier parte.

    FIN

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