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    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween - Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 217. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 218. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 219. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 220. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 221. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 222. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 223. Tense Cinematic - 3:14
  • 224. Terror Ambience - 2:01
  • 225. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 226. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 227. Trailer Agresivo - 0:49
  • 228. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 229. Zombie Party Time - 4:36
  • 230. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 231. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 232. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 233. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 234. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 235. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 236. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 237. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 238. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 239. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 240. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 241. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 242. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 243. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 244. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 245. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 246. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 247. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 248. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 249. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 250. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 251. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 252. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 253. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 254. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 255. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 256. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 257. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 258. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 259. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 260. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 261. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 262. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 263. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 264. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 265. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 266. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 267. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 268. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 270. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 271. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 272. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 273. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 275. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 276. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 277. Noche De Paz - 3:40
  • 278. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 279. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 280. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 281. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 282. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 283. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 284. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 285. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 286. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 287. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 288. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 289. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 290. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 291. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 292. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 293. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 294. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 295. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 296. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 297. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 298. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 299. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 305. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 306. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 307. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 308. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 309. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 310. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 311. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      1.1  
      1.2  
      1.3  
      1.4  
      1.5  
      1.6  
      1.7  
      1.8  
      1.9  
      2  
      2.1  
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      2.3  
      2.4  
      2.5  
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      3(s) 
      3.1  
      3.2  
      3.3  
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      50  
      55  
    Animar Reloj
    Cambio automático Avatar
    Cambio automático Color - Bordes
    Cambio automático Color - Fondo 1
    Cambio automático Color - Fondo 2
    Cambio automático Color - Fondo H-M-S-F
    Cambio automático Color - Reloj
    Cambio automático Estilos Predefinidos
    Cambio automático Imágenes para efectos
    Cambio automático Tipo de Letra
    Movimiento automático Avatar 1
    Movimiento automático Avatar 2
    Movimiento automático Avatar 3
    Movimiento automático Fecha
    Movimiento automático Reloj
    Movimiento automático Segundos
    Ocultar Reloj
    Ocultar Reloj - 2
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

      1     2     3  

      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
    Avatar - Elegir
    AVATAR - ELEGIR

    Desactivado SM
    ▪ Abrir para Selección Múltiple

    ▪ Cerrar Selección Múltiple
    AVATAR 1-2-3

    Avatar 1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    TOMAR DE BANCO

    # del Banco

    Aceptar
    AVATARES

    Animales


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    Navidad


    Religioso


    San Valentín


    Varios
    QUITAR

    ▪ Quitar
    Avatar - Posición
    Avatar - Tamaño
    AVATAR - TAMAÑO

    AVATAR 1-2-3

    Avatar1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    TAMAÑO
    Avatar 1(
    10%
    )


    Avatar 2(
    10%
    )


    Avatar 3(
    10%
    )


    Más - Menos

    10-Normal
    QUITAR

    ▪ Quitar
    Colores - Posición Paleta
    Elegir Color o Colores
    Fondo - Opacidad
    Generalizar
    GENERALIZAR

    ACTIVAR

    DESACTIVAR

    ▪ Animar Reloj
    ▪ Avatares y Cambio Automático
    ▪ Bordes Color, Cambio automático y Sombra
    ▪ Fonco 1 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondo 2 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondos Texto Color y Cambio automático
    ▪ Imágenes para Efectos y Cambio automático
    ▪ Mover-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    SUPERIOR-INFERIOR

    ▪ Arriba (s)

    ▪ Centrar

    ▪ Inferior
    MOVER

    Abajo - Arriba
    REDUCIR-AUMENTAR

    Aumentar

    Reducir

    Normal
    PORCENTAJE

    Más - Menos
    Pausar Reloj
    Restablecer Reloj
    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
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    Prog.R.3

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    Programar Estilo
    PROGRAMAR ESTILO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desctivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
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    Programar RELOJES
    PROGRAMAR RELOJES


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    Almacenar

    ▪1
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    ▪1 ▪2 ▪3

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    Cambiar cada

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    Cambiar cada

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    Relojes a cambiar

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    T X


    Programar ESTILOS
    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    Almacenar

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    ESTILOS #

    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

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    CONTROL TOTAL (David Baldacci) - Parte 2

    Publicado en junio 27, 2010
    Parte 1


    Capítulo 38
    Lee Sawyer estaba sentado en la sala del SIOC en el edificio del FBI. Sobre la mesa había una multitud de informes. Se pasó una mano por el pelo revuelto, inclinó la silla para atrás y puso los pies sobre la mesa, absorto en el análisis de los últimos hechos. El informe de la autopsia de Riker consignaba que llevaba muerto unas cuarenta y ocho horas cuando encontraron el cadáver. Pero Sawyer sabía que al ser la temperatura de la habitación cercana a los cero grados, el cálculo del tiempo desde que se iniciara el proceso de putrefacción no podía tener la misma precisión.
    El agente miró las fotos de la pistola Sig P229 que habían recuperado en la escena del crimen. Los números de serie habían sido limados y después acabados de borrar con una broca. A continuación, contempló las fotos de los proyectiles de punta hueca extraídos del cadáver. Riker había recibido once balas además, de la que lo había matado. El número de disparos tenía desconcertados a los agentes del FBI. El asesinato de Riker tenía todas las características de un asesino profesional, y éstos nunca necesitaban más de un disparo. En este caso, señalaba el dictamen del forense, el primer disparo había provocado la muerte al instante. El corazón había dejado de latir cuando los restantes proyectiles le atravesaron el cuerpo.
    Las manchas de sangre en la mesa, la silla y el espejo señalaban que a Riker le habían disparado por la espalda mientras estaba sentado. Al parecer, el asesino había sacado a Riker de la silla, lo había arrojado boca abajo en el rincón del dormitorio y después le había vaciado el cargador del arma de pie y desde una distancia de un metro. Pero ¿por qué? Sawyer no podía contestar a esa pregunta por el momento. Pensó en otra cosa.
    A pesar de las numerosas investigaciones y posibles pistas, no habían averiguado nada sobre los movimientos de Riker en los últimos dieciocho meses. No tenía dirección, amigos, trabajos o tarjetas de crédito. Nada. Mientras tanto, la Operación Rápida procesaba millones de datos al día sobre la tragedia aérea, sin sacar nada en limpio. Sabía cómo se había producido, tenían el cadáver del desgraciado responsable de la catástrofe, pero todo acababa con el cuerpo.
    Frustrado, Sawyer bajó los pies de la mesa y cogió otro informe. Riker había sido sometido a una infinidad de operaciones plásticas. Las fotos tomadas a Riker en la última detención no se parecía en nada con el hombre al que habían asesinado en un discreto apartamento de Virginia.
    Sawyer hizo una mueca. Su corazonada sobre Riker había sido correcta. No había suplantado a otra persona. Sinclair había sido creado con cuatro datos de ordenador y poco más, con el resultado de que Robert Sinclair había sido contratado como una persona viva con excelentes recomendaciones para trabajar de gasolinera en una reputada compañía de combustibles que tenía contratos con varias de las principales líneas aéreas que operaban en el aeropuerto Dulles, incluida la Western. Sin embargo, Vector había cometido algunos errores en la comprobación de los antecedentes. No habían verificado los números de teléfono de los anteriores patrones de Riker, sino que habían utilizado los teléfonos que les había suministrado el propio Riker, alias Sinclair. Todas las referencias entregadas por el muerto correspondían a pequeñas empresas de combustibles que operaban en el estado de Washington, en el sur de California y una en Alaska. En realidad, ninguna de estas compañías había existido. Cuando los agentes de Sawyer las investigaron, descubrieron que los teléfonos habían sido desconectados. Las direcciones de sus lugares de trabajo también resultaron falsas. En cambio, cuando verificaron el número de la Seguridad Social encontraron que era válido.
    También habían pasado sus huellas digitales por el AFIS de la policía de Virginia. Riker había cumplido condena en una prisión del estado y se suponía que sus huellas aparecerían en los archivos, pero no estaban. Esto sólo podía significar una cosa. Alguien había entrado en las bases de datos de la administración de la Seguridad Social y de la policía de Virginia. Quizá habían quemado todo el sistema. Ahora, ¿cómo podían estar seguros de nada? Sin una seguridad absoluta, los sistemas se convertían en inservibles. Y si alguien podía hacer eso con los ficheros de la Seguridad Social y de la policía, ¿quién estaba a salvo? Sawyer apartó los informes con un gesto de furia y se sirvió otra taza de café. Después inició otro de sus típicos paseos por la sala.
    Jason Archer les llevaba muchísima ventaja. Sólo había habido una razón para que Sidney Archer viajara a Nueva Orleans. De hecho, podría haber ido a cualquier otra ciudad. Lo importante era que saliera de la ciudad. Y cuando lo hizo, el FBI se había ido con ella. Su casa había quedado sin vigilancia. El agente se había enterado a través de los vecinos de que los padres y la hija de Sidney se habían marchado poco después que ella.
    Sawyer cerró y abrió los puños. Una trampa. Y él había caído como cualquier novato. No tenía ninguna prueba directa, pero sabía como que se llamaba Sawyer que alguien había entrado en aquella casa y se había llevado algo. Asumir semejante riesgo significaba que algo importantísimo se le había escapado de entre los dedos.
    No había sido una buena mañana y amenazaba con ser mucho peor. No estaba acostumbrado a que le dieran un puntapié en el culo en cada esquina. Había informado a Frank Hardy de los resultados conseguidos hasta ahora. Su amigo estaba haciendo averiguaciones sobre Paul Brophy y Philip Goldman. Hardy, como era de esperar, se había extrañado al enterarse de la visita clandestina de Brophy a la habitación de Sidney.
    Sawyer cogió el periódico y leyó el titular. Calculó que en aquel momento, la mujer se sentiría dominada por el pánico. A la vista de que Jason Archer estaba enterado de la persecución, habían decidido hacer públicos sus presuntos delitos: espionaje industrial y malversación de fondos de Tritón Global. No se aludía a su participación directa en la catástrofe aérea, pero sí que aparecía en la lista de pasajeros aunque no había llegado a embarcar. Cualquiera podía leer entre líneas lo que faltaba. También se mencionaban con amplitud las recientes actividades de Sidney Archer. Miró su reloj. Se disponía a visitar a Sidney Archer por segunda vez. Y a pesar de su simpatía personal por la mujer, no pensaba marcharse de su casa hasta haber conseguido unas cuantas respuestas.
    Henry Wharton permanecía delante de la ventana, con la barbilla apoyada en el pecho y la mirada puesta en el cielo cubierto de nubes. Sobre la mesa había un ejemplar del Post, con la portada boca abajo; así, al menos, no se veían los terribles titulares. Al otro lado de la mesa, cómodamente instalado en una silla, estaba Philip Goldman, que miraba la espalda de Wharton.
    —En realidad, no veo que tengamos ninguna otra opción, Henry —Goldman hizo una pausa y, por un momento, una expresión complacida apareció en sus facciones habitualmente impasibles—. Comprendo que Nathan Gamble estuviese muy enfadado cuando llamó esta mañana. ¿Quién puede culparlo? Dicen por ahí que podría retirar toda la cuenta.
    Wharton torció el gesto al escuchar el comentario. Se volvió con la mirada baja. Era obvio que Wharton vacilaba. Goldman se echó un poco hacia delante, ansioso por aprovechar la ventaja.
    —Es por el bien de la firma, Henry. Será doloroso para mucha gente, y a pesar de mis diferencias con ella en el pasado, me incluyo en ese grupo, sobre todo porque es una profesional brillante. —Esta vez Goldman consiguió reprimir una sonrisa—. Pero el futuro de la firma, el futuro de centenares de personas, no se puede sacrificar en beneficio de una sola, Henry, y tú lo sabes. —Goldman se reclinó en la silla y cruzó las manos sobre los muslos con una expresión plácida. Exhaló un suspiro—. Yo hablaré con ella, Henry, si lo prefieres. Sé lo unidos que estabais.
    Wharton alzó la mirada. Su asentimiento fue rápido, breve, como el descenso del hacha del verdugo. Goldman salió del despacho en silencio.
    Sidney Archer salió a recoger el periódico cuando sonó el teléfono. Corrió hacia el interior de la casa con el Post sin abrir en la mano. Estaba casi convencida de que no podía ser su marido, pero ya no podía estar segura de nada. Lanzó el periódico encima de otro montón que aún no había tenido tiempo de leer.
    La voz de su padre sonó como un trueno. ¿Había leído el periódico? ¿De qué demonios estaban hablando? Esas acusaciones... Su padre proclamó furioso que los demandaría. Los demandaría a todos, incluidos Tritón y el FBI. Sidney consiguió apaciguarlo y abrió el periódico. El titular le quitó la respiración como si alguien le hubiera pisado el pecho. Se dejó caer sobre una silla en la penumbra de la cocina. Leyó de una ojeada el artículo de primera plana que implicaba a su marido en el robo y la venta de secretos de un valor incalculable y del fraude de centenares de millones de dólares a su empresa. Y como si esto fuera poco, Jason Archer era presunto sospechoso del sabotaje del avión, al parecer con la intención de engañar a las autoridades simulando su muerte. Según el FBI, estaba vivo y era un fugitivo.
    Sidney sintió que iba a vomitar cuando leyó su propio nombre en el artículo. Ella había viajado a Nueva Orleans, decía el periódico, poco después del funeral de su marido, algo que resultaba muy sospechoso. Desde luego que era sospechoso. Cualquiera, incluida Sidney Archer, habría considerado ese viaje cargado de motivos dudosos. Toda una vida de escrupulosa honestidad acababa de ser destruida para siempre. Dominada por la angustia, le colgó el teléfono a su padre. A duras penas consiguió llegar al fregadero. Las arcadas le producían mareo. Se mojó la nuca y la frente con agua fría.
    Volvió a la silla y se echó a llorar. Jamás se había sentido tan indefensa. Entonces la dominó una emoción súbita: una furia tremenda. Corrió al dormitorio, se vistió y un par de minutos después abría la puerta del Ford. «Mierda.» La correspondencia cayó al suelo y, automáticamente, se agachó a recogerla. Comenzó a ordenar los sobres y se detuvo cuando cogió el paquete destinado a Jason Archer. Se tambaleó al reconocer la escritura de su marido en el sobre. Notó que había algo plano en el interior. Miró el matasellos. Lo habían enviado desde Seattle el mismo día en que Jason había salido para el aeropuerto. Se estremeció. Su marido tenía muchos sobres como éste en el estudio. Estaban diseñados específicamente para enviar disquetes por correo. Pero ahora no tenía tiempo para pensar en este asunto. Dejó la correspondencia sobre el asiento, se sentó al volante y arrancó.
    Media hora después, Sidney Archer, hecha un basilisco, entró en el despacho de Nathan Gamble, escoltada por Richard Lucas. Detrás de la pareja venía Quentin Rowe, con una expresión de asombro. Sidney se acercó a la enorme mesa de Gamble y le arrojó el ejemplar del Post sobre la falda.
    —Espero que tenga algunos abogados muy buenos en juicios por calumnias. —Estaba tan furiosa que Lucas se adelantó, pero Gamble le hizo retroceder con un gesto. El presidente de Tritón cogió el periódico y les echó una ojeada a los titulares. Después miró a Sidney.
    —Yo no escribí esto.
    —¡Y una mierda!
    Gamble apagó el cigarrillo y se puso de pie.
    —Perdone, señora, pero o mucho me equivoco o aquí el cabreado tendría que ser yo.
    —Aquí dice que mi marido saboteó a un avión, vendió secretos y le robó dinero. No es más que una sarta de mentiras y usted lo sabe.
    Gamble rodeó la mesa y se acercó a Sidney con una expresión feroz.
    —Deje que le diga lo que sé, señora. Me han robado una montaña de dinero; eso es un hecho. Y su marido le dio a RTG todo lo que necesita para hundir mi compañía. Eso es otro hecho. Qué se supone que debo hacer, ¿darle a usted una maldita medalla?
    —No es verdad.
    —¡Sí que lo es! —Gamble le acercó una silla—. ¡Siéntese!
    Gamble abrió un cajón de la mesa, sacó una cinta de vídeo y la arrojó a Lucas. Luego, apretó un botón de la consola y se deslizó un tabique de la pared para dejar a la vista un equipo de televisor y vídeo. Mientras Lucas cargaba la cinta, Sidney se sentó; le temblaban las piernas. Miró a Quentin Rowe, quieto como una estatua en un rincón del despacho. El joven no le quitaba la mirada de encima. Nerviosa, se pasó la lengua por los labios resecos y volvió a centrar la mirada en la pantalla gigante del televisor.
    El corazón le dio un vuelco al ver a su marido. Sólo había escuchado su voz desde aquel horrible día, y era como si hubiese pasado una eternidad. Al principio, sólo se fijó en los movimientos ágiles que le eran tan conocidos. Después se centró en el rostro y soltó una exclamación ahogada. Nunca le había visto tan nervioso, sometido a tanta tensión. La entrega del maletín, el estruendo del avión, las sonrisas de los hombres, la lectura de los documentos, todas esas cosas estaban en un segundo plano, mientras miraba a Jason. Sus ojos enfocaban de cuando en cuando la hora y la fecha que aparecían en una esquina de la imagen, y sufrió otra sacudida cuando comprendió el significado de los números. Se acabó la cinta y la pantalla del televisor quedó a oscuras. Sidney volvió la cabeza y descubrió que las miradas de todos los presentes estaban centradas en ella.
    —El intercambio tuvo lugar en unos locales de RTG en Seattle mucho después de que aquel avión se estrellara contra el suelo —manifestó Gamble detrás de Sidney—. Si todavía quiere demandarme, adelante, hágalo. Pero le aviso que si perdemos CyberCom le costará cobrar la indemnización.
    Sidney se levantó. Gamble buscó algo detrás de la mesa.
    —Aquí tiene su periódico.
    El magnate le arrojó el periódico, y ella, aunque apenas podía mantenerse en pie, lo cogió al vuelo. Un segundo después, se había marchado.
    Sidney entró en el garaje y oyó el ruido de la puerta automática al cerrarse. Temblaba de un modo convulso y le costaba trabajo respirar a causa del llanto. Fue a coger el periódico y entonces vio la mitad inferior de la portada. Sufrió otra conmoción, y ésta mezclada con un componente muy claro de miedo incontrolable.
    La fotografía del hombre era de hacía unos años, pero el rostro era inconfundible. Ahora conoció su nombre: Edward Page. Había sido investigador privado en la ciudad durante cinco años después de haber pasado diez como agente de la policía neoyorquina. Había sido el fundador y único empleado de Prívate Solutions. Page había sido la víctima mortal de un robo en el aparcamiento del aeropuerto Nacional. Divorciado, dejaba atrás dos hijos.
    Los ojos conocidos la contemplaron desde las profundidades de la página, y un estremecimiento helado le recorrió todo el cuerpo. Para ella era evidente que la muerte de Page no era obra de un ladrón que buscaba tarjetas de crédito y unos cuantos dólares. Unos pocos minutos después de hablar con ella, el hombre estaba muerto. Tenía que ser muy tonta para atribuir el asesinato a una coincidencia. Salió del Ford y entró corriendo en la casa.
    Sacó la brillante Smith & Wesson Slim Nine niquelada que guardaba en una caja metálica dentro del armario del dormitorio y se apresuró a cargarla. Las balas HydraShok de punta hueca serían muy efectivas contra cualquiera que intentara atacarla. Sacó el billetero. El permiso para llevar armas estaba vigente.
    En el momento en que devolvía la caja a su sitio, en el estante superior del armario, el arma se le cayó del bolsillo y golpeó contra el borde de la mesita de noche antes de aterrizar sobre la alfombra. Gracias a Dios tenía el seguro puesto. Al recogerla, advirtió que se había saltado un trocito del plástico de la culata, pero todo lo demás estaba intacto. Pistola en mano, volvió al garaje y subió al Ford.
    De pronto se quedó inmóvil. Acababa de oír un ruido procedente de la casa. Quitó el seguro del arma y apuntó hacia la puerta interior. Con la otra mano intentó meter la llave de contacto. Con las prisas, se cortó un dedo con una de las llaves. Apretó el botón del mando a distancia colocado en la visera. Su corazón parecía estar a punto de estallar mientras esperaba que la puerta acabara de subir. Mantuvo la mirada en la puerta interior, atenta a que se abriera en cualquier momento.
    Recordó los detalles del artículo sobre el asesinato de Edward Page. Había dejado dos hijos. Su rostro perdió todo el color. No dejaría a su niñita sin madre. Empuñó con fuerza la culata del arma. Apretó el botón colocado en el reposabrazos de la puerta y bajó la ventanilla del pasajero. Ahora disponía de una línea de tiro despejada hacia la puerta interior. Nunca había utilizado el arma para disparar contra otra cosa excepto las dianas de práctica. Pero haría todo lo posible por matar a aquel que cruzara la puerta.
    No vio al hombre que se agachó para pasar por la abertura de la puerta del garaje que continuaba subiendo. El hombre se acercó sin perder un segundo a la puerta del conductor, con un arma en la mano. En aquel instante, la puerta interior comenzó a abrirse. Sidney apretó con tanta fuerza la culata que las venas se le marcaron en el dorso de las manos. El dedo índice tiró suavemente del gatillo.
    —¡Por amor de Dios, señora! ¡Bájela, ahora! —gritó el hombre que estaba junto al Ford, con el arma apuntada a través de la ventanilla a la sien izquierda de Sidney.
    La muchacha volvió la cabeza y se encontró con el agente Ray Jackson. De pronto, la puerta interior se abrió de golpe y se estrelló contra la pared. Sidney volvió a mirar en aquella dirección y vio cruzar por la abertura el corpachón de Lee Sawyer, que trazaba grandes arcos con la pistola apuntando a los vehículos.
    Ray Jackson, con la pistola preparada, abrió la puerta del Ford y miró a Sidney y al arma que había estado a un punto de abrirle un agujero en el cuerpo de su compañero.
    —¿Se ha vuelto loca? —exclamó Jackson.
    El agente tendió una mano por encima de la falda de Sidney, cogió el arma y le colocó el seguro. Sidney no hizo nada por impedirlo, pero entonces una expresión de furia iluminó su rostro.
    —¿Cómo se les ocurre entrar en mi casa sin avisar? Podría haber disparado contra usted.
    Lee Sawyer guardó su pistola en la cartuchera y se aproximó al vehículo.
    —La puerta principal estaba abierta, señora Archer. Creímos que le había pasado algo cuando no respondió a nuestra llamada.
    La sinceridad en el tono apaciguó en el acto la furia de Sidney. Había dejado la puerta abierta cuando corrió a atender la llamada de su padre. Hizo un esfuerzo para no vomitar. Tenía el cuerpo empapado en sudor. Se estremeció cuando un viento helado se coló en el garaje por la puerta abierta.
    —¿Va a alguna parte? —Sawyer miró al vehículo y después a la mujer que estaba sentada al volante, con una expresión del más total desconsuelo.
    —Sólo iba a dar una vuelta —contestó Sidney con voz débil. No se atrevió a mirar al agente. Pasó las manos por el volante. El sudor de las palmas brilló sobre la superficie acolchada.
    —¿Siempre lleva la correspondencia en el asiento del pasajero? —preguntó Sawyer al ver el montón de sobres.
    —No sé cómo llegó aquí. Supongo que los dejaría mi padre antes de marcharse.
    —Eso es. Inmediatamente después de que usted se marchara. Por cierto, ¿qué tal el viaje a Nueva Orleans? ¿Se lo pasó bien?
    Sidney miró al hombre con ojos apagados. Sawyer la sujetó por el codo.
    —Usted y yo tenemos que hablar, señora Archer.


    Capítulo 39
    Antes de salir del coche, Sidney recogió la correspondencia y se metió el Post debajo del brazo. Fuera de la vista de los agentes, se guardó el disquete en un bolsillo. Se apeó del Ford y miró la pistola que Jackson le había confiscado.
    —Tengo permiso para llevar armas —dijo, y se lo mostró.
    —¿Le importa si la descargo antes de devolvérsela?
    —Si así se siente más seguro... —replicó ella. Apretó el botón para cerrar la puerta del garaje, cerró la puerta del coche y se encaminó hacia la casa—. Pero no se olvide de dejar las balas.
    Jackson la miró asombrado mientras los dos agentes la seguían.
    —¿Quieren tomar café? ¿Comer alguna cosa? Todavía es muy temprano —dijo Sidney con un tono acusador.
    —Un café no nos vendrá mal —respondió Sawyer, sin hacer caso del tono. Jackson se limitó a asentir.
    Sidney se ocupó de servir el café, y Sawyer aprovechó la oportunidad para observarla. El pelo rubio sin lavar le enmarcaba el rostro carente de maquillaje y que se veía más tenso y macilento que en su visita anterior. Las prendas le quedaban un poco holgadas por la pérdida de peso. Sin embargo, los ojos verdes no habían perdido ni una pizca de encanto. Advirtió el leve temblor de las manos mientras manejaba la cafetera. Era obvio que estaba en el límite. Reconoció a regañadientes que la mujer se enfrentaba de una manera admirable a una pesadilla que cada día se hacía más grande. Pero todo el mundo tenía un límite. Esperaba saber cuál era el de Sidney antes de que se acabara este caso.
    Sidney puso las tazas en una bandeja junto con el azúcar y la leche. De la panera sacó un surtido de bollos, madalenas y rosquillas. Cogió la bandeja y la dejó en el centro de la mesa de la cocina. Dejó que los agentes se sirvieran a su gusto y mordisqueó una rosquilla.
    —Buenas madalenas. Gracias. Por cierto, ¿siempre va armada? —Sawyer la miró, atento a la respuesta.
    —Ha habido algunos robos en el vecindario. He tomado clases para aprender a usarla. Además, estoy habituada a las armas. Mi padre y mi hermano mayor, Kenny, estuvieron en el cuerpo de Marines. También son grandes cazadores. Kenny posee una magnífica colección de armas. Cuando era una adolescente, mi padre me llevaba al tiro al plato y al blanco. He disparado con toda clase de armas y son muy buena tiradora.
    —Sostenía la pipa muy bien en el garaje —comentó Jackson. Vio el desperfecto en la culata—. Espero que no se le haya caído cuanto estaba cargada.
    —Soy muy cuidadosa con las armas de fuego, señor Jackson, pero gracias por su preocupación.
    Jackson miró la pistola una vez más antes de acercársela junto con el cargador.
    —Un arma muy bonita. Liviana. Yo también uso munición Hydra Shok; excelente fuerza de impacto. Todavía queda una bala en la recámara.
    —Está equipada con un seguro de cargador. No dispara si no tiene puesto el cargador. —Sidney tocó la pistola con un gesto precavido—. No me gusta guardarla en la casa, sobre todo por Amy, aunque la tengo descargada y metida en una caja cerrada con llave.
    —Entonces, no le será muy útil en caso de robo —señaló Sawyer entre un mordisco a una madalena y un trago de café caliente.
    —Eso si a una la pillan por sorpresa. Yo intento estar alerta. —Después de lo que acababa de ocurrir, intentó no pasar por tonta.
    —¿Le importaría decirme por qué hizo el viaje a Nueva Orleans? —preguntó Sawyer, que apartó el plato de pastas.
    Sidney levantó el periódico y lo desplegó para que se viera el titular.
    —¿Por qué? ¿Se ha convertido en periodista y quiere información para su próximo artículo? Por cierto, gracias por destrozar mi vida.
    Sidney arrojó el periódico sobre la mesa con una expresión airada y miró en otra dirección. Un tic muscular apareció sobre su ojo izquierdo. Se sujetó al borde de la vieja mesa de pino para controlar sus temblores.
    Sawyer echó una ojeada a la primera página del periódico.
    —No veo aquí nada que no sea verdad. Su marido es sospechoso de estar implicado en el robo de secretos a su compañía. Además, no estaba en el avión donde se suponía que estaba. Aquel avión acabó destrozado en la mitad de un campo. Su marido está vivito y coleando. —Al ver que ella no respondía Sawyer estiró una mano sobre la mesa y le tocó el codo—. Acabo de decir que su marido está vivo, señora Archer. Eso no parece sorprenderla. ¿Me hablará ahora del viaje a Nueva Orleans?
    Sidney se volvió lentamente para mirarle, con una sorprendente expresión de calma en el rostro.
    —¿Dice que está vivo?
    Sawyer asintió.
    —Entonces, ¿por qué no me dice dónde está?
    —Iba a hacerle la misma pregunta.
    Sidney se apretó el muslo con los dedos hasta hacerse daño.
    —No he visto a mi marido desde aquella mañana.
    —Escuche, señora Archer, corte el rollo. Usted recibió una llamada misteriosa y tomó un avión a Nueva Orleans, después de malgastar el tiempo en un funeral por su querido difunto, que resultó no ser tal. Dejó el taxi y se metió en el metro, sin preocuparse de la maleta. Les dio esquinazo a mis muchachos y se largó al sur. Se alojó en un hotel, donde estoy seguro que estaba citada con su marido. —Hizo una pausa para mirar a Sidney, que mantenía una expresión imperturbable—. Salió a dar un paseo, se hizo limpiar los zapatos por un amable limpiabotas que es el único al que he visto rechazar una propina. Hace una llamada, y entonces sale pitando de regreso a Washington. ¿Qué me dice de todo esto?
    Sidney inspiró de una forma casi imperceptible y después miró a Sawyer.
    —Dice que recibí una llamada misteriosa. ¿Quién se lo dijo?
    Los agentes intercambiaron una mirada y Sawyer contestó a la pregunta.
    —Tenemos nuestras fuentes, señora Archer. También comprobamos su registro de llamadas.
    Sidney cruzó las piernas y se inclinó un poco sobre la mesa.
    —¿Se refiere a la llamada de Henry Wharton?
    —¿Me está diciendo que habló con Wharton? —No había esperado que ella cayera en la trampa con los ojos cerrados, y no resultó desilusionado.
    —No, lo que digo es que hablé con alguien que dijo ser Henry Wharton.
    —Pero habló con alguien.
    —No.
    —Tenemos un registro de la llamada. Usted estuvo al teléfono unos cinco minutos. ¿Se trataba de una llamada obscena o qué?
    —No tengo por qué estar aquí sentada y aguantar que usted o cualquier otro me insulte. ¿Está claro?
    —Está bien, perdone. ¿Quién era?
    —No lo sé.
    Sawyer se irguió bruscamente y descargó un tremendo puñetazo sobre la mesa. Sidney casi se cayó de la silla.
    —Venga ya...
    —Le digo que no lo sé —le interrumpió Sidney, furiosa—. Creía que era Henry, pero no era él. La persona no dijo ni una palabra. Colgué el teléfono después de unos segundos. —Sintió que el corazón se le subía a la garganta cuando se dio cuenta de que le estaba mintiendo al FBI.
    —Los ordenadores no mienten, señora Archer —replicó Sawyer con un tono de cansancio. Pero por dentro hizo una mueca al recordar por un instante el fiasco con Riker—. El registro telefónico dice cinco minutos.
    —Mi padre atendió el teléfono en la cocina y después lo dejó en el mostrador mientras iba a avisarme. Ustedes dos se presentaron más o menos en el mismo momento. ¿No cree que cabe la posibilidad de que se olvidara de colgarlo? ¿No justificaría eso los cinco minutos? Quizá quiere llamarle y preguntárselo. Puede usar el teléfono. Está allí. —Sidney señaló el teléfono instalado en la pared junto a la puerta.
    Sawyer miró el teléfono y se tomó un momento para pensar. Estaba seguro de que la mujer le mentía, pero lo que decía era plausible. Se había olvidado de que estaba hablando con una abogada muy experta.
    —¿Quiere llamarle? —repitió Sidney—. Sé que está en casa porque llamó hace unos minutos. Lo último que le oí decir fue que pensaba presentar una demanda contra el FBI y Tritón.
    —Quizá lo llame más tarde.
    —Muy bien. Pero si lo llama ahora se ahorrará el acusarme después de haberme puesto de acuerdo con mi padre para que le mienta. —Su mirada se clavó en las facciones preocupadas del agente—. Y ya que estamos en eso, vamos a ocuparnos de sus otras acusaciones. Dice que les di esquinazo a sus hombres. Dado que no sabía que me seguían, es imposible que les diera «esquinazo». Mi taxi estaba metido en un atasco. Creí que perdería el vuelo, así que tomé el metro. Como hacía años que no viajaba en metro, me bajé en la estación del Pentágono porque no recordaba si tenía que hacer transbordo para llegar al aeropuerto. Cuando me di cuenta del error volví a subir al mismo tren. No cargué con la maleta porque no quería arrastrarla por el metro, sobre todo si tenía que correr para llegar al avión. Si me hubiese quedado en Nueva Orleans habría llamado para que me la mandaran en un vuelo posterior. He estado muchas veces en Nueva Orleans. Siempre me lo he pasado muy bien allí. Me pareció un lugar lógico, aunque últimamente no pienso con mucha lógica. Me limpiaron los zapatos. ¿Es ilegal? —Miró a los dos hombres—. Supongo que enterrar al cónyuge cuando no se tiene el cadáver es una experiencia por la que no han pasado.
    Sidney cogió el periódico y lo arrojó al suelo, furiosa.
    —El hombre de esa historia no es mi marido. ¿Saben cuál era nuestra idea de una aventura? Hacer una barbacoa en el jardín en el invierno. La cosa más arriesgada que le he visto hacer a Jason ha sido conducir demasiado deprisa sin llevar puesto el cinturón de seguridad. Jamás se hubiera involucrado en el sabotaje a un avión. Sé que no me creen, pero lo cierto es que me importa un pimiento.
    Se puso de pie y caminó un par de pasos. Se apoyó en el frigorífico.
    —Necesitaba marcharme. ¿Necesito decirles por qué? ¿Es necesario? —Su voz se convirtió casi en un grito y después apretó los labios.
    Sawyer se dispuso a responder pero cerró la boca al ver que Sidney levantaba la mano para añadir algo más con un tono más tranquilo.
    —Me quedé en Nueva Orleans sólo un día. De pronto se me ocurrió que no podría escapar de la pesadilla en que se ha convertido mi vida. Tengo una niña pequeña que me necesita. Y yo la necesito a ella. Es lo único que me queda. ¿Lo comprende? ¿Alguno de los dos lo comprende?
    Las lágrimas rodaron por las mejillas de Sidney. Cerró y abrió las manos mientras intentaba no jadear. Entonces volvió a sentarse bruscamente.
    Ray Jackson se entretuvo unos segundos con la taza de café y miró a su compañero.
    —Señora Archer, Lee y yo tenemos familia. No puedo imaginar lo que está pasando usted en estos momentos. Tiene que comprender que sólo intentamos hacer nuestro trabajo. Hay un montón de cosas que no tienen sentido. Pero una cosa es segura. Han muerto todos los pasajeros de un avión y el responsable pagará por ello.
    Sidney volvió a levantarse. Le temblaban las piernas y lloraba a moco tendido. Echaba chispas por los ojos y su voz era muy aguda, casi histérica.
    —¿Cree que no lo sé? Yo estuve allí. ¡En aquel infierno! —La voz subió un tono más, las lágrimas le mojaron la blusa, y los ojos parecían querer salirse de las órbitas—. ¡Lo vi! —Dirigió una mirada feroz a los dos agentes ¡Todo! El... el zapatito... el zapatito de bebé.
    Sidney soltó un gemido y se desplomó sobre la silla. Los sollozos sacudían su cuerpo con tanta fuerza que parecía como si en la espalda estuviese a punto de hacer erupción un volcán que escupiría más miseria de la que ningún ser humano podría aguantar.
    Jackson se levantó para ir a buscarle un pañuelo de papel.
    Sawyer exhaló un suspiro, puso una de sus manazas sobre la de Sidney y se la apretó con dulzura. El zapatito de bebé. El mismo que él había tenido en su mano y que le había hecho llorar. Por primera vez se fijó en la alianza y el anillo de bodas de Sidney. Eran sencillos pero hermosos, y estaba seguro de que ella los había llevado con orgullo todos estos años. Jason podía o no haber hecho algo malo, pero tenía una mujer que le amaba, que creía en él. Sawyer se descubrió a sí mismo deseando que Jason fuese inocente, a pesar de todas las pruebas en contra. No quería que tuviera que enfrentarse a la realidad de la traición. Le rodeó los hombros con el brazo. Su cuerpo se estremeció y se sacudió con cada convulsión de la mujer. Le susurró al oído palabras de consuelo, en un intento desesperado para que volviera en sí. Por un instante, revivió la ocasión en que había abrazado a otro joven de esta manera. Aquella catástrofe había sido un baile de promoción que había acabado mal. Había sido una de las pocas veces en que había estado allí para uno de sus hijos. Había sido maravilloso rodear con sus brazos musculosos aquel cuerpo menudo, y dejar que su dolor, su vergüenza, se descargara en él. Sawyer volvió a centrarse en Sidney Archer. Decidió que ya había sufrido demasiado. Este dolor no podía ser falso. Con independencia de cualquier otra cosa, Sidney Archer les había dicho la verdad, o al menos la mayor parte. Como si hubiese intuido sus pensamientos, ella le apretó la mano.
    Jackson le alcanzó el pañuelo. Sawyer no vio la expresión preocupada de su compañero mientras Jackson observaba la gentileza de Sawyer en sus esfuerzos para que Sidney recobrara el control. Las cosas que le decía, la manera de protegerla con los brazos. Era obvio que Jackson no estaba nada satisfecho con su compañero.
    Unos minutos después, Sidney estaba sentada delante del fuego que Jackson se había apresurado a encender en la chimenea. El calor era reconfortante. Sawyer miró a través del ventanal y vio que volvía a nevar. Echó una ojeada a la habitación y se fijó en las fotos sobre la repisa de la chimenea: Jason Archer, un joven en el que nada indicaba que pudiera ser el autor de uno de los crímenes más horrendos; Amy Archer, una de las niñas más bonitas que Sawyer hubiese visto, y Sidney Archer, preciosa y encantadora. Una familia perfecta, al menos en la superficie. Sawyer había dedicado veinticinco años de su vida a escarbar sin tregua debajo de la superficie. Esperaba con ansia el día en que no tuviese que hacerlo. El momento en que sumergirse en los motivos y las circunstancias que convertían a seres humanos en monstruos fuese la tarea de otro. Hoy, sin embargo, era su deber. Apartó la mirada de la foto y miró al ser real.
    —Lo siento. Al parecer, pierdo el control cada vez que ustedes dos aparecen. —Sidney pronunció las palabras lentamente, con los ojos cerrados. Parecía más pequeña de lo que Sawyer recordaba, como si una crisis detrás de otra produjeran el efecto de que se hundiera sobre sí misma.
    —¿Dónde está la pequeña? —preguntó el agente.
    —Con mis padres —contestó Sidney en el acto.
    Sawyer asintió despacio. Sidney abrió los ojos por un segundo y los cerró otra vez.
    —La única vez que no pregunta por su padre es cuando está durmiendo —añadió Sidney con un murmullo, los labios temblorosos.
    Sawyer se frotó los ojos inyectados en sangre y se acercó un poco más al fuego.
    —¿Sidney? —Ella abrió los ojos y le miró. Se arregló sobre los hombros la manta que había cogido del sofá y levantó las piernas hasta que las rodillas le tocaron el pecho—. Sidney, usted dijo que fue al lugar del accidente. Sé que es verdad. ¿Recuerda haberse llevado a alguien por delante? Todavía me duele la rodilla.
    Sidney se sobresaltó. Sus ojos parecieron dilatarse del todo y después volvieron al tamaño normal.
    —Tenemos el informe de uno de los agentes que estaba de servicio aquella noche. ¿El agente McKenna?
    —Sí, fue muy amable conmigo.
    —¿Por qué fue allí, Sidney?
    Sidney no respondió. Se rodeó las piernas con los brazos. Por fin, levantó la mirada pero sus ojos miraban más a la pared que tenía delante que a los dos agentes. Parecía estar mirando a un lugar muy lejano, como si estuviese volviendo a las espantosas profundidades de un enorme agujero en la tierra, a una cueva que, en aquel momento según creía, se había engullido a su marido.
    —Tuve que hacerlo —contestó Sidney, y cerró la boca.
    Jackson comenzó a decir alguna cosa, pero Sawyer lo detuvo con un gesto.
    —Tuve que hacerlo —repitió Sidney. Una vez más comenzó a llorar pero la voz se mantuvo firme—. La vi en la televisión.
    —¿Qué? —Sawyer se echó un poco hacia delante, ansioso—. ¿Qué vio?
    —Vi su bolsa. La bolsa de Jason. —Le temblaron los labios al pronunciar su nombre. Se llevó una mano trémula a la boca como si quisiera contener el dolor concentrado allí. Bajó la mano—. Todavía veo sus iniciales en un lado. —Se interrumpió otra vez y se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano—. De pronto pensé que quizás era la única cosa... la única cosa que quedaba de él. Fui a buscarla. El agente McKenna me dijo que no podía cogerla hasta que acabaran la investigación, así que regresé a casa con las manos vacías. Sin nada. —Pronunció estas dos últimas palabras como si fuesen un resumen de en qué se había convertido su vida.
    Sawyer se echó hacia atrás en la silla y miró a su compañero. La bolsa era un callejón sin salida. Dejó transcurrir un minuto entero antes de romper el silencio.
    —Cuando le dije que su marido estaba vivo, no pareció sorprenderse. —El tono de Sawyer era bajo y sereno, pero también un poco cortante.
    La respuesta de Sidney fue mordaz, pero la voz sonó cansada. Era obvio que se le agotaban las fuerzas.
    —Acababa de leer el artículo del periódico. Si quería sorprenderme, tendría que haber venido antes que el repartidor de diarios. —No estaba dispuesta a contarle su humillante experiencia en la oficina de Gamble.
    Sawyer permaneció callado un momento. Había esperado esta respuesta absolutamente lógica, pero de todas maneras le complacía haberla escuchado de sus labios. A menudo, los mentirosos se embarcaban en complicadas historias en sus esfuerzos por no ser descubiertos.
    —Vale, de acuerdo. No quiero que esta conversación se eternice, así que le haré algunas preguntas y quiero respuestas sinceras. Nada más. Si no sabe la respuesta, mala suerte. Estas son las reglas. ¿Las acepta?
    Sidney no respondió. Miró con ojos cansados a los agentes. Sawyer se inclinó un poco hacia ella.
    —Yo no me inventé las acusaciones contra su marido. Pero con toda sinceridad, las pruebas que hemos descubierto hasta ahora no dan una figura muy buena.
    —¿Qué pruebas? —preguntó Sidney, tajante.
    —Lo siento, no estoy en libertad de decirlo —respondió Sawyer—. Pero sí le diré que son lo bastante fuertes para justificar la orden de busca y captura de su marido. Si no lo sabe, todos los polis del mundo le están buscando ahora mismo.
    Los ojos de Sidney brillaron al captar el significado de las palabras. Su esposo, un fugitivo buscado por todo el mundo. Miró a Sawyer.
    —¿Sabía esto cuando vino a verme la primera vez?
    La expresión de Sawyer reflejó su incomodidad.
    —Una parte. —Se movió inquieto en la silla y Jackson lo relevó en el uso de la palabra.
    —Si su marido no hizo las cosas de que le acusan, entonces no tiene nada que temer de nuestra parte. Pero no podemos hablar por los demás.
    La mirada de Sidney se clavó en el agente.
    —¿Qué ha querido decir con eso?
    —Digamos que no hizo nada malo. Sabemos con toda certeza que no estaba en aquel avión. Entonces, ¿dónde está? Si perdió el avión por accidente, la habría llamado en el acto para avisarle de que estaba bien. Pero no lo hizo. ¿Por qué? Una parte de la respuesta sería que se involucró en algo que no era del todo legal. Además, el plan y la ejecución nos llevan a creer que actuaron otras personas. —Jackson hizo una pausa para mirar a Sawyer, que asintió—. Señora Archer, el hombre que creíamos autor material del sabotaje fue asesinado en su apartamento. Al parecer, tenía todo listo para abandonar el país, pero alguien se encargó de cambiar el plan.
    Los labios de Sidney pronunciaron la palabra «asesinado» sin sonido. Recordó a Edward Page tendido en un charco formado con su propia sangre. Muerto inmediatamente después de hablar con ella. Se arrebujó en la manta. Vaciló, mientras decidía si decirle o no a los agentes que había hablado con Page. Entonces, por alguna razón que no podía precisar, decidió callar.
    —¿Cuáles son sus preguntas?
    —Primero, le contaré una pequeña teoría que tengo. —Sawyer hizo una pausa mientras ponía en orden sus pensamientos—. Por ahora, aceptaremos su historia de que viajó a Nueva Orleans por un impulso. Nosotros la seguimos. También sabemos que sus padres y su hija dejaron la casa poco después.
    —¿Y? ¿Para qué iban a quedarse aquí? —Sidney echó una ojeada al interior de la casa que había querido tanto. ¿Que había aquí sino miseria?, pensó.
    —Correcto. Pero verá, usted se fue, nosotros nos fuimos y también sus padres. —Hizo una pausa y esperó la reacción de Sidney.
    —Si ese es el punto, me temo que no lo capto.
    Sawyer se levantó y se quedó de espaldas al fuego con los brazos abiertos mientras miraba a Sidney.
    —No había nada aquí, Sidney. La casa estaba sin vigilar. Da lo mismo la razón que la llevara a Nueva Orleans; la cuestión es que nos alejó de aquí. Y no quedó nadie vigilando su casa. ¿Lo ve ahora?
    A pesar del calor del fuego, Sidney sintió que se le helaba la sangre. La habían utilizado de cebo. Jason sabía que el FBI la vigilaba. El la había utilizado. Para conseguir algo de esta casa.
    Sawyer y Jackson miraban a Sidney como halcones. Casi veían los procesos mentales mientras reflexionaba sobre lo que acababa de decir el agente.
    Sidney miró a través del ventanal. Después miró la chaqueta sobre la mecedora. Pensó en el disquete guardado en el bolsillo. De pronto deseó acabar con la entrevista cuanto antes.
    —Aquí no hay nada que le interese a nadie.
    —¿Nada? —La voz de Jackson sonó escéptica—. ¿Su marido no guardaba ningún archivo o expedientes aquí? ¿Nada de eso?
    —Nada relacionado con el trabajo. En Tritón son un poco paranoicos con esas cosas.
    Sawyer asintió. Después de su experiencia personal en Tritón, era un comentario muy acertado.
    —Sin embargo, Sidney, quizá quiera pensarlo. ¿No ha visto si faltaba alguna cosa o que hubieran tocado algo?
    —La verdad es que no me he fijado.
    —Bien, si no tiene inconveniente, podríamos revisar la casa ahora mismo. —Miró a su compañero, que había fruncido el entrecejo al escuchar la petición. Después miró a Sidney a la espera de su respuesta.
    Al ver que ella no decía nada, Jackson se acercó.
    —Siempre podemos pedir una orden del juez. Sobran motivos. Pero nos ahorraría un montón de tiempo y problemas. Y si es como usted dice y aquí no hay nada, entonces no tendrá ningún problema, ¿verdad?
    —Soy abogada, señor Jackson —dijo Sidney con un tono frío—. Conozco el procedimiento. Adelante, ustedes mismos. Por favor, perdonen la suciedad, no he tenido tiempo para hacer las tareas domésticas. —Se levantó, dejó a un lado la manta y se puso la chaqueta—. Mientras ustedes se ocupan de eso, iré a tomar un poco el aire. ¿Cuánto tardarán?
    —Unas horas.
    —Muy bien. Si quieren comer algo, busquen en el frigorífico. Registrar es un trabajo que da mucha hambre.
    En cuanto Sidney salió de la casa, Jackson se volvió hacia su compañero.
    —Es toda una tía, ¿no?
    Sawyer miró la figura que caminaba hacia el garaje.
    —Sí que lo es.
    Sidney regresó al cabo de varias horas.
    —¿Han encontrado alguna cosa? —Miró a los dos hombres despeinados.
    —Nada de interés —replicó Jackson con un tono de reproche.
    —Ese no es mi problema, ¿no?
    Los dos agentes se miraron durante un momento.
    —¿Tienen más preguntas? —preguntó Sidney.
    Los dos agentes se marcharon al cabo de una hora. En el momento que salían de la casa, Sidney puso una mano sobre el brazo de Sawyer.
    —Es evidente que usted no conoce a mi marido. Si le conociera, nunca habría pensado que él... —los labios de Sidney se movieron, pero por un momento no se escuchó sonido alguno—. El nunca se hubiera complicado en el sabotaje del avión. Con toda esa gente... —Cerró los ojos y se apoyó en la puerta cuando le fallaron las piernas.
    La expresión de Sawyer reflejó su malestar. ¿Cómo podía nadie creer que la persona que amaban, con la que habían tenido un hijo, podía ser capaz de algo así? Pero los seres humanos cometían atrocidades cada minuto del día; eran los únicos seres vivientes que mataban con malicia.
    —Comprendo cómo se siente, Sidney —murmuró el agente.
    Jackson pateó una piedra en el camino hacia el coche y miró a su compañero.
    —No lo sé, Lee, las cosas no cuadran con esa mujer. Nos oculta algo.
    Sawyer se encogió de hombros.
    —Si yo estuviese en su posición, haría lo mismo.
    —¿Mentirle al FBI? —Jackson le miró sorprendido.
    —Está pillada en el medio, no sabe hacia qué lado ir. En esas circunstancias, yo también me guardaría cartas.
    —Supongo que tendré que confiar en tu juicio —dijo Jackson con un tono poco convencido mientras subía al coche.


    Capítulo 40
    Sidney corrió hacia el teléfono pero se detuvo bruscamente. Miró el aparato como si fuese una cobra dispuesta a clavarle el veneno. Si el difunto Edward Page le había pinchado el teléfono, era lógico suponer que lo podrían haber hecho otros. Apartó la mano y miró al teléfono móvil que se estaba recargando en el mostrador de la cocina. ¿Sería seguro utilizarlo? Descargó un puñetazo de rabia contra la pared mientras se imaginaba a centenares de ojos electrónicos que vigilaban y grababan todos sus movimientos. Cogió el buscapersonas y lo guardó en el bolso, en la creencia de que era una forma de comunicación más o menos segura. Y si no lo era, tendría que conformarse. Metió la pistola cargada en el bolso y corrió al garaje. Tenía el disquete en el bolsillo, pero tendría que esperar de momento. Ahora tenía que hacer algo mucho más importante.
    Sidney aparcó el Ford en el aparcamiento del McDonald's, entró en el local, pidió un desayuno para llevar y después fue a la cabina de teléfonos en el vestíbulo, junto a los lavabos. Marcó un número mientras miraba hacia el aparcamiento, atenta a cualquier señal del FBI. No vio nada anormal. Perfecto, se suponía que eran invisibles. Pero se estremeció al preguntarse quién más podía estar allí.
    Su padre atendió la llamada y Sidney tardó varios minutos en serenarlo. Cuando le explicó su propuesta, él volvió a enfurecerse.
    —¿Por qué demonios quieres que haga eso?
    —Por favor, papá. Quiero que tú y mamá os vayáis, y que os llevéis a Amy con vosotros.
    —Ya sabes que nunca vamos a Maine en esta época del año.
    Sidney apartó un momento el auricular e inspiró con fuerza.
    —Escucha, papá, tú has leído el periódico.
    —Es el montón más grande de patrañas que he leído en toda mi vida, Sid...
    —Papá, escúchame, no tengo tiempo para discutir. —Nunca le había levantado la voz a su padre de esa manera.
    Ambos permanecieron en silencio durante un momento. Sidney fue la primera en hablar y lo hizo con voz firme.
    —El FBI se acaba de marchar de mi casa. Jason estaba involucrado en algo. No sé muy bien en qué. Pero incluso si la mitad de lo que pone ese artículo es cierto... —Se estremeció—. En el vuelo de regreso de Nueva Orleans, un hombre habló conmigo. Se llamaba Edward Page. Era un detective privado. Investigaba alguna cosa relacionada con Jason.
    —¿Por qué estaba investigando a Jason? —preguntó Patterson, incrédulo.
    —No lo sé. No me lo quiso decir.
    —Pues iremos a verle y no aceptaremos un no por respuesta.
    —No se lo podemos preguntar. Lo asesinaron cinco minutos después de hablar conmigo, papá.
    Bill Patterson, atónito, se quedó sin palabras.
    —¿Querrás ir por favor a la casa de Maine, papá? Por favor. Cuanto antes salgas mejor.
    El padre demoró la respuesta. Cuando lo hizo su voz sonó débil.
    —Nos marcharemos después de desayunar. Me llevaré la escopeta por si acaso. —Sidney aflojó los hombros, aliviada—. ¿Sidney?
    —¿Sí, papá?
    —Quiero que vengas con nosotros.
    —No puedo hacerlo, papá —contestó, y meneó la cabeza como si su padre pudiera verla.
    —¿Cómo que no? —gritó Patterson—. Estás allí sola. Eres la esposa de Jason. ¿Quién te asegura que no serás el próximo objetivo?
    —El FBI me vigila.
    —¿Crees que son invulnerables? ¿Que no se equivocan? No seas tonta.
    —No puedo, papá. Es probable que el FBI no sea el único que me vigila. Si voy con vosotros me seguirán. —Sidney se estremeció.
    —Por Dios, cariño. —Sidney escuchó con claridad la emoción en la voz de su padre—. Mira, ¿qué te parece si tu madre y Amy se van allá arriba y yo me quedo contigo?
    —No quiero que ninguno de vosotros se implique en esto. Ya es suficiente conmigo. Quiero que te quedes con Amy y mamá y que las protejas. Yo cuidaré de mí misma.
    —Siempre he tenido confianza en ti, nena, pero esto es diferente. Si esas personas ya han matado... —Bill Patterson se interrumpió. La perspectiva de perder a su hija menor a manos de unos asesinos le había anonadado.
    —Papá, estaré bien. Tengo mi pistola. El FBI me vigila a todas horas. Te llamaré todos los días.
    —De acuerdo, pero llama dos veces al día —aceptó Patterson, resignado.
    —Vale, dos veces. Un beso a mamá de mi parte. Sé que el artículo la habrá asustado, pero no le cuentes esta conversación.
    —Sid, tu madre no es tonta. Se preguntará por qué nos vamos de pronto a Maine en esta época del año.
    —Por favor, papá, invéntate algo.
    —¿Alguna cosa más?
    —Dile a Amy que la quiero. Dile que yo y su papá la queremos más que a nada en el mundo. —Las lágrimas aparecieron en los ojos de Sidney mientras pensaba en la única cosa que deseaba hacer con desesperación: estar con su hija. Pero para la seguridad de Amy, ella debía mantenerse bien lejos.
    —Se lo diré, cariño —respondió Bill Patterson en voz baja.
    Sidney se tomó el desayuno durante el regreso a su casa. Dejó el coche en el garaje y, un minuto más tarde, estaba sentada delante del ordenador de Jason. Había tomado la precaución de cerrar con llave la puerta de la habitación y tenía el teléfono móvil a mano por si tenía que llamar al 091. Sacó el disquete del bolsillo, cogió la pistola y los puso sobre la mesa.
    Encendió el ordenador y contempló la pantalla mientras se realizaba el proceso de arranque. Estaba a punto de meter el disco en la disquetera cuando dio un respingo al ver la cifra de la memoria disponible. Algo no estaba bien. Apretó varias teclas. Una vez más apareció en pantalla la memoria disponible en el disco duro y esta vez se mantuvo. Sidney leyó los números sin prisa: había disponibles 1.356.600 megabytes, o sea un 1.3 gigas. Miró atentamente los tres últimos números. Recordó la última vez que se había sentado delante del ordenador. Los tres últimos números de la memoria disponible habían formado la fecha del cumpleaños de Jason: siete, cero, seis, un hecho que había provocado su llanto. Se había venido abajo otra vez. Ahora estaba preparada, pero había menos memoria disponible. ¿Cómo podía ser? No había tocado el ordenador desde... ¡Maldita sea!
    Se le hizo un nudo en la boca del estómago. Se levantó de un salto, recogió la pistola y el disquete. Le entraron ganas de disparar contra la pantalla del ordenador. Sawyer había acertado sólo en una cosa. Alguien había entrado en la casa mientras ella estaba en Nueva Orleans. Pero no había venido a llevarse algo. En cambio, había dejado algo instalado en el ordenador. Algo de lo que ahora huía como algo que lleva el diablo.
    Tardó diez minutos en llegar al McDonald's y descolgar el teléfono público. La voz de su secretaria sonó tensa.
    —Hola, señora Archer.
    ¿Señora Archer? Su secretaria llevaba con ella casi seis años y a partir del segundo día nunca más la había llamado señora Archer. Sidney lo dejó correr por el momento.
    —Sarah, ¿está Jeff?
    Jeff Fisher era el genio de la informática en Tylery Stone.
    —No estoy segura. ¿Quiere que le pase con su ayudante, señora Archer?
    Sidney no aguantó más.
    —Sarah, ¿a qué demonios viene esto de señora Archer?
    Sarah no respondió inmediatamente, pero después comenzó a susurrar a toda prisa.
    —Sid, todo el mundo ha leído el artículo del periódico. Lo han transmitido por fax a todas las oficinas. La gente de Tritón amenaza con retirarnos la cuenta. El señor Wharton está furioso. Y no es ningún secreto que los jefazos te echan la culpa.
    —Estoy tan a oscuras como todos los demás.
    —Bueno, ya sabes, ese artículo te hace aparecer...
    —¿Quieres ponerme con Henry? Aclararé todo este asunto.
    La respuesta de Sarah fue como un puñetazo para su jefa.
    —El comité de dirección ha mantenido una reunión esta mañana. Celebraron una teleconferencia con todas las demás oficinas. El rumor dice que han preparado una carta para enviarte.
    —¿Una carta? ¿Qué clase de carta? —El asombro de Sidney iba en aumento. Oía al fondo el rumor de la gente que pasaba junto a la mesa de la secretaria. Desaparecieron los ruidos y sonó otra vez la voz de Sarah todavía más baja.
    —No... no sé cómo decírtelo, pero he oído que es una carta de despido.
    —¿Despido? —Sidney puso una mano en la pared para sostenerse—. ¿Ni siquiera me han acusado de nada y ellos ya me han juzgado, condenado y ahora me sentencian? ¿Todo por un artículo publicado por un único periódico?
    —Creo que aquí todo el mundo está preocupado por la supervivencia de la firma. La mayoría de la gente señala con el dedo. Y además —añadió Sarah deprisa—, está lo de tu marido. Descubrir que Jason está vivo. La gente se siente traicionada, de verdad.
    Sidney soltó el aire de los pulmones y aflojó los hombros. Sintió cómo el cansancio la aplastaba.
    —Por Dios, Sarah, ¿cómo crees que me siento yo? —La secretaria no respondió. Sidney tocó el disquete metido en el bolsillo. El bulto de la pistola debajo de la chaqueta le molestaba. Tendría que acostumbrarse—. Sarah, ojalá pudiera explicártelo, pero no puedo. Lo único que te puedo decir es que no he hecho nada malo y no sé qué diablos le ha pasado a mi vida. No dispongo de mucho tiempo. ¿Podrías averiguar si está Jeff? Por favor, Sarah.
    —Espera un momento, Sid.
    Resultó que Jeff se había tomado unos días libres. Sarah le dio el número de su casa. Sidney rogó para que no se hubiera marchado de la ciudad. Dio con él alrededor de la una. Su plan original había sido verle en la oficina. Sin embargo, ahora eso era imposible. Se puso de acuerdo con él para ir a verle a su casa de Alexandria. Al parecer, como llevaba dos días fuera de la oficina, no se había enterado de los rumores. Se mostró encantado de poder ayudarla cuando Sidney le explicó que tenía un problema con el ordenador. Tenía que ocuparse de algunos asuntos, pero estaría a su disposición a partir de las ocho. Tendría que esperar hasta entonces.

    Dos horas más tarde, el timbre de la puerta sobresaltó a Sidney, que se paseaba impaciente por la sala. Espió a través de la mirilla y abrió la puerta un tanto sorprendida. Sawyer no esperó a que le invitaran a entrar. Atravesó el recibidor y se sentó en una de las sillas delante de la chimenea.
    —¿Dónde está su compañero?
    —He estado en Tritón —dijo Sawyer sin hacer caso a la pregunta—. No me dijo que les había hecho una visita esta mañana.
    Ella se plantó delante del agente, con los brazos cruzados. Se había duchado y ahora vestía una falda negra plisada y un suéter blanco con escote en uve. Llevaba el pelo húmedo peinado hacia atrás. Iba descalza, las piernas enfundadas en las medias. Los zapatos estaban junto al sofá.
    —No me lo preguntó.
    —¿Qué opina del vídeo de su marido?
    —No le he hecho mucho caso.
    —Sí, ¿y qué más?
    Sidney se sentó en el sofá, con las piernas recogidas debajo de la falda antes de responder.
    —¿Qué es lo que quiere? —replicó con voz tensa.
    —La verdad no estaría mal para empezar. A partir de ella podríamos buscar algunas soluciones.
    —¿Como encerrar a mi marido en la cárcel para el resto de su vida? —preguntó Sidney con un tono acusatorio—. Esa es la solución que quiere, ¿no?
    Sawyer jugueteó distraído con la placa que llevaba sujeta al cinto. Su expresión severa desapareció. Cuando volvió a mirarla, sus ojos reflejaban cansancio, y su corpachón se inclinaba hacia un lado.
    —Escuche, Sidney, como le dije, yo estuve aquella noche en el lugar del accidente. Yo también tuve en mi mano el zapatito. —Al agente comenzó a fallarle la voz. Las lágrimas brillaron en los ojos de Sidney, pero no desvió la mirada aunque su cuerpo comenzó a temblar. Sawyer volvió a hablar en voz baja pero clara—. He visto las fotos de una familia muy feliz por toda la casa. Un marido guapo, una niñita preciosa y... —hizo una pausa—..., una madre y esposa muy bella.
    Las mejillas de Sidney enrojecieron al escuchar las palabras, y Sawyer, avergonzado, se apresuró a seguir.
    —Para mí no tiene sentido que su marido, incluso si le robó a su empresa, pueda estar implicado en el atentado contra el avión. —Una lágrima resbaló por la mejilla de Sidney y aterrizó sobre el sofá—. No quiero mentirle. No le diré que creo que su marido es del todo inocente. Por el bien de usted ruego a Dios que lo sea y que todo este embrollo tenga una explicación. Pero mi trabajo es encontrar al que derribó el avión y mató a toda aquella gente. —Cogió aliento—. Incluido el propietario del zapatito. —Hizo otra pausa—. Y juro que cumpliré con mi trabajo.
    —Continúe —le alentó Sidney, que con una mano retorcía nerviosa el borde de la falda.
    —Su marido es la mejor pista que tengo hasta ahora. La única manera de seguir esa pista es a través de usted.
    —¿Quiere que le ayude a capturar a mi marido?
    —Quiero que me diga cualquier cosa útil que me ayude a llegar al fondo de todo esto. ¿No desea usted lo mismo?
    Ella tardó casi un minuto entero en responder y, cuando lo hizo, la voz sonó entrecortada por los sollozos.
    —Sí. —Volvió a guardar silencio hasta que por fin miró al agente—. Pero mi hijita me necesita. No sé dónde está Jason, y si yo también desapareciera... —Su voz se apagó.
    Sawyer pareció confuso durante un momento, y entonces comprendió lo que ella había dicho. Estiró el brazo y cogió una de las manos de la joven.
    —Sidney, no creo que usted tenga nada que ver con todo esto. Puede estar segura de que no la arrestaré para apartarla del lado de su hija. Quizá no me haya contado toda la historia, pero caray, es humana como cualquiera. Ni siquiera concibo la presión que está soportando. Por favor, créame y confíe en mí. —Le soltó la mano y se echó hacia atrás en la silla.
    Sidney se enjugó las lágrimas, y recobrada la compostura, esbozó una sonrisa. Inspiró con fuerza antes de sincerarse.
    —Era mi marido el que llamó el día que vino usted. —Miró a Sawyer como si todavía esperara que él sacara las esposas, pero el agente sólo se echó un poco hacia delante, con el entrecejo fruncido.
    —¿Qué dijo? Intente recordarlo con la mayor precisión que le sea posible.
    —Dijo que las cosas estaban mal, pero que me lo explicaría cuando volviéramos a vernos. Estaba tan entusiasmada con el hecho de que estuviera con vida, que no le hice muchas preguntas. También me llamó desde el aeropuerto antes de coger el avión el día del accidente. —Sawyer la miró atento—. Pero no tuve tiempo de hablar con él.
    Sidney resistió el ataque de culpa cuando recordó el episodio. Después le habló a Sawyer de las noches que pasaba Jason en la oficina y de la conversación mantenida con Jason durante la madrugada antes de su partida.
    —¿Él le sugirió el viaje a Nueva Orleans?
    —Me dijo que esperara en el hotel y que si no se ponía en contacto conmigo en el hotel, debía ir a Jackson Square. Allí me haría llegar un mensaje.
    —El limpiabotas, ¿no?
    Sidney asintió, y Sawyer exhaló un suspiro.
    —Entonces, ¿fue a Jason al que llamó desde la cabina pública?
    —En realidad, el mensaje decía que llamara a mi oficina, pero Jason atendió la llamada. Me pidió que no dijera nada, que la policía me vigilaba. Me dijo que regresara a casa y que él me llamaría cuando no hubiera peligro.
    —Pero todavía no la ha llamado, ¿verdad?
    —No tengo ninguna noticia. —Sidney meneó la cabeza.
    —¿Sabe una cosa, Sidney? Su lealtad es admirable. Ha cumplido con las sagradas promesas del matrimonio hasta límites imposibles, porque no creo que incluso Dios en persona pudiera imaginar esa clase de «adversidades».
    —¿Pero? —Sidney le miró, intrigada.
    —Pero llega un momento en que hay que mirar más allá de la devoción, de los sentimientos hacia una persona, y considerar los hechos concretos. No soy muy elocuente, pero si su marido hizo algo malo, y no digo que lo haya hecho, usted no tiene por qué caer con él. Como usted misma ha dicho, tiene una niña pequeña que la necesita. Yo también tengo cuatro hijos; no seré el mejor padre del mundo, pero sé lo que siente.
    —¿Qué me propone? —preguntó Sidney en voz baja.
    —Cooperación, nada más que eso. Usted me informa y yo la informo. Aquí tiene una muestra, digamos que es un adelanto de buena fe. Lo que se publicó en el periódico es casi todo lo que sabemos. Usted vio el vídeo. Su marido se reunió con alguien y se realizó el intercambio. Tritón está convencido de que era información confidencial sobre las negociaciones con CyberCom. También tienen pruebas que vinculan a Jason con la estafa bancaria.
    —Sé que las pruebas parecen abrumadoras, pero no acabo de creérmelas. De verdad, no puedo.
    —Algunas veces las señales más claras apuntan en la dirección opuesta. Es mi trabajo conseguir que señalen correctamente. Admito que no considero a su marido del todo inocente, pero también creo que no es el único.
    —Cree que estaba trabajando con RTG, ¿verdad?
    —Es posible —reconoció Sawyer—. Estamos siguiendo esa pista junto con todas las demás. Tiene la apariencia de ser la más clara, pero nunca se sabe. —Hizo una pausa—. ¿Alguna cosa más?
    Sidney vaciló por un momento mientras recordaba la conversación con Ed Page inmediatamente antes de que lo asesinaran. Entonces casi dio un respingo cuando miró la chaqueta colocada sobre la silla. Pensó en el disquete y en la cita con Jeff Fisher. Tragó saliva con el rostro arrebolado. —No que yo recuerde. No.
    Sawyer la miró atentamente durante un buen rato antes de levantarse.
    —Y ya que estamos intercambiando información, creo que quizá le interese saber que su camarada Paul Brophy la siguió a Nueva Orleans.
    Sidney se quedó de una pieza.
    —Registró su habitación mientras usted fue a desayunar. Siéntase libre de utilizar esta información como crea conveniente. Dio un par de pasos hacia la puerta antes de levantarse—. Y para que no haya ningún error, está usted vigilada las veinticuatro horas del día.
    —No pienso hacer ningún otro viaje, si se refiere a eso.
    La respuesta de Sawyer la pilló por sorpresa.
    —No guarde la pistola, Sidney. Téngala bien a mano, y no se olvide de cargarla. De hecho... —Sawyer se desabrochó la chaqueta, desenganchó la cartuchera del cinto, retiró la pistola y le dio la cartuchera—. Sé por experiencia que las armas en los bolsos no sirven para gran cosa. Tenga cuidado.
    Salió y Sidney se quedó en el portal con los pensamientos centrados en el brutal destino del último hombre que le había dado el mismo consejo.


    Capítulo 41
    Lee Sawyer miró las placas de mármol blancas y negras que revestían el suelo y las paredes con dibujos triangulares asimétricos. Pensó que pretendían transmitir una sofisticada expresión artística, pero a él le producían un formidable dolor de cabeza. A través de las puertas de abedul y cristal sostenidas por columnas corintias de imitación, se filtraba el ruido de los platos y la cubertería procedente del comedor principal.
    Se quitó el abrigo y el sombrero y se los dio a una joven muy bonita vestida con una minifalda negra y una camisa ajustada que realzaba un busto que no necesitaba más realce. A cambio recibió una contraseña acompañada por una sonrisa muy cálida. Una de las uñas de la joven se había deslizado de una forma deliciosa sobre la palma de su mano cuando le entregaba la contraseña, arañando la piel la medida justa para producirle un cosquilleo en las partes más discretas. Ganaría una fortuna en propinas, pensó.
    Apareció el maitre, que miró al agente del FBI.
    —El señor Fran Hardy me espera.
    El hombre volvió a mirar el aspecto desastrado de Sawyer.
    El agente no pasó por alto el repaso, y se tomó un momento para subirse los pantalones, un gesto muy habitual y repetido muchas veces a lo largo del día por las personas corpulentas como él.
    —¿Qué tal son las hamburguesas aquí, compañero? —le preguntó. Sacó una tableta de goma de mascar, le quitó el papel y se la metió en la boca.
    —¿Hamburguesas? —El hombre parecía a punto de tener un soponcio—. Aquí servimos cocina francesa, señor. La mejor de la ciudad. —Su acento rebosaba indignación.
    —¿Francesa? Estupendo, entonces las patatas fritas serán cojonudas.
    El maitre optó por cerrar la boca y guió a Sawyer a través del inmenso comedor, donde los candelabros de cristal iluminaban a una clientela que casi igualaba el resplandor de las luces.
    Frank Hardy, elegante como siempre, se levantó en uno de los reservados para recibir a su amigo. Una camarera apareció en el acto.
    —¿Qué bebes, Lee?
    Sawyer acomodó su corpachón en el reservado.
    —Bourbon y saliva —gruñó sin alzar la mirada.
    —¿Perdón? —dijo la camarera.
    Hardy se echó a reír al ver el asombro de la camarera.
    —A su manera un tanto burda mi amigo le ha pedido un bourbon solo. A mí tráigame otro martini.
    La camarera se marchó con una expresión resignada.
    Sawyer se sopló la nariz y después echó una ojeada al salón.
    —Caray, Frank, me alegro de que hayas escogido este lugar.
    —¿Por qué?
    —Porque si hubiera escogido yo, ahora estaríamos en Shoneys. Pero quizás es mejor así. Me han dicho que allí es dificilísimo reservar mesa en esta época del año.
    Hardy festejó la salida de su ex compañero. Se acabó la copa.
    —Eres incapaz de aceptar una migaja de la buena vida, ¿verdad?
    —Coño, claro que la acepto, siempre que no me toque pagar. Calculo que cenar aquí me costaría lo que tengo en el plan de jubilación.
    Los dos hombres se entretuvieron charlando hasta que volvió la camarera, les sirvió las bebidas y esperó que pidieran.
    Sawyer miró la carta, que estaba escrita con toda claridad, pero lamentablemente sólo en francés. La dejó sobre la mesa.
    —¿Cuál es el plato más caro? —le preguntó a la camarera, que le dijo algo en francés.
    —¿Es comida de verdad? ¿No tiene caracoles ni porquerías de esas?
    La joven, con las cejas enarcadas y una expresión severa, juró que los caracoles eran excelentes, pero que el plato mencionado no llevaba caracoles.
    —Entonces, tomaré eso —dijo Sawyer, y le sonrió a Hardy.
    En cuanto se fue la camarera, Sawyer se tragó la goma de mascar, cogió un panecillo de la panera y le dio un mordisco.
    —¿Has descubierto algo sobre RTG? —preguntó entre bocados.
    Hardy apoyó las manos sobre la mesa y estiró el mantel de hilo.
    —Philip Goldman es desde hace años el abogado principal de RTG.
    —¿No te resulta extraño?
    —¿Qué?
    —Que RTG emplee a los mismos abogados que Tritón, y viceversa. No soy abogado, pero ¿eso no daría lugar a alguna trastada?
    —No es tan sencillo, Lee.
    —Vaya, no sé por qué no me sorprendo.
    Hardy no hizo caso del comentario.
    —Goldman tiene reputación nacional y lleva muchos años con RTG. Tritón es casi un recién llegado al rebaño de Tylery Stone. Henry Wharton trajo la cuenta. En aquel momento, las dos empresas no tenían conflictos directos. Desde entonces, han surgido algunos temas espinosos a medida que las actividades de ambos se han ampliado. Sin embargo, siempre ha trabajado con garantías escritas y todos los papeles en orden. Tylery Stone es un bufete de primera fila, y creo que ninguna de las dos empresas quiere perder esa experiencia legal. Lleva tiempo establecer continuidad y confianza.
    —Confianza. Vaya, es una palabra curiosa para emplear en un caso como éste. —Sawyer comenzó a jugar con las migas de pan mientras escuchaba.
    —En cualquier caso, las negociaciones con CyberCom han planteado un conflicto directo —añadió Hardy—. RTG y Tritón quieren hacerse con CyberCom. Tylery no puede representar a los dos clientes porque se lo impide el código deontológico.
    —¿Así que optaron por representar a Tritón? ¿Cómo es eso?
    —Wharton es el socio gerente de la firma. Tritón es su cliente. ¿Queda claro? No se iban a arriesgar a que las dos compañías se buscaran otros representantes en las negociaciones. Demasiado tentador para cualquiera.
    —Supongo que Goldman se cabrearía un poco cuando dejaron a su cliente de lado.
    —Por lo que sé, se subía por las paredes.
    —Pero ¿quién puede decir que no esté trabajando entre bastidores para que RTG se lleve el premio?
    —Nadie. Sin embargo, Nathan Gamble no es ningún palurdo; es consciente de ello. Y si RTG vence a Tritón, ya sabes lo que puede pasar, ¿no?
    —Déjame adivinar. ¿Gamble se buscaría nuevos abogados?
    —Así es. Además, tú lees los titulares. Están cabreadísimos con Sidney Archer. Creo que su empleo está un poco en el aire.
    —Bueno, la dama tampoco se hace muchas ilusiones.
    —¿Has hablado con ella?
    Sawyer asintió y se acabó la copa. Dudó un momento y después decidió no decirle nada a Hardy de la confesión de Archer. Hardy trabajaba para Gamble, y el agente tenía muy claro lo que Gamble podía hacer con esa información: acabar con Sidney. A cambio, ofreció un hecho como una teoría.
    —Quizá fue a Nueva Orleans para reunirse con el marido.
    —Supongo que eso tendría sentido. —Hardy se rascó la barbilla.
    —Ahí está el problema, Frank, no tiene ni pizca de sentido.
    —¿Qué quieres decir? —preguntó Hardy, sorprendido.
    —Míralo de esta otra manera —contestó el agente con los codos apoyados en la mesa—. El FBI se presenta en su casa y le hace un montón de preguntas. Ahora bien, tendrías que ser un maldito zombi para no ponerte nervioso cuando eso ocurre. Sin embargo, ¿el mismo día se mete en un avión para ir a reunirse con el marido?
    —Es posible que no supiera que la estaban siguiendo.
    —Qué va. —Sawyer meneó la cabeza—. La dama es más lista que el hambre. Creía que ya la tenía pillada con la llamada que recibió la mañana del funeral del marido, pero se escabulló con una explicación muy plausible que se inventó en aquel mismo momento. Hizo lo mismo cuando la acusé de haber dado esquinazo a mis muchachos. Sabía que la seguían. Y, sin embargo, fue.
    —Quizá Jason Archer no estaba enterado de la vigilancia.
    —Si el tipo es capaz de sacar adelante toda esta mierda, ¿no crees que es lo bastante listo como para darse cuenta de que la poli podría estar vigilando a su esposa? Venga ya.
    —Pero ella fue a Nueva Orleans, Lee. No te puedes saltar ese hecho.
    —Ni lo pretendo. Creo que el marido se puso en contacto con ella y le dijo que fuera allí a pesar de nuestra presencia.
    —¿Por qué demonios iba a hacer eso?
    Sawyer arregló su servilleta y no respondió. En aquel momento, les sirvieron la comida.
    —Tiene buena pinta —comentó Sawyer.
    —Es muy bueno. Te subirá el nivel de colesterol a niveles increíbles, pero morirás feliz.
    Hardy estiró el brazo y dio unos golpecitos en el plato de su invitado con el cuchillo.
    —No has contestado a mi pregunta. ¿Por qué haría Archer algo así?
    Sawyer se engulló con fruición un buen bocado.
    —Tenías razón con este plato, Frank. Y pensar que me disponía a ir a comer una hamburguesa cuando me llamaste.
    —Maldita sea, Lee, contéstame.
    —Cuando Sidney Archer se fue a Nueva Orleans, retiramos a todos los equipos porque teníamos que cubrir varias rutas. Así y todo, casi se nos escapa. De hecho, si no fuera porque casualmente la vi en el aeropuerto, no habríamos sabido nunca dónde había ido. Y ahora creo que sé la razón para el viaje: era una diversión.
    Hardy le miró incrédulo.
    —¿Qué diablos quieres decir? ¿Una diversión para qué?
    —Cuando dije que retiramos a todos los equipos, me refería a todos sin excepción, Frank. No había nadie vigilando la casa de los Archer cuando nos fuimos.
    Hardy contuvo el aliento y se echó hacia atrás en la silla.
    —¡Mierda!
    —Lo sé. —Sawyer lo miró, fatigado—. Una pifia enorme de mi parte, pero ahora es tarde para lamentarse.
    —Entonces crees...
    —Creo que alguien visitó la casa mientras la dama se paseaba por Nueva Orleans.
    —Espera un momento, no creerás que...
    —Digamos que Jason Archer estaría en mi lista de los cinco sospechosos principales.
    —¿Qué estaría buscando?
    —No lo sé. Ray y yo revisamos el lugar y no encontramos nada.
    —¿Crees que su esposa está metida en el asunto?
    Sawyer engulló otro bocado antes de contestar.
    —Si me hubieras hecho esa pregunta hace una semana, te habría dicho que sí. ¿Pero ahora? Ahora creo que no tiene ni la menor idea de lo que está pasando.
    —¿Lo crees de verdad?
    —El artículo del periódico la hundió. Tiene un follón de padre y señor mío con su bufete. El marido no se presentó y ella tuvo que regresar a casa con las manos vacías. ¿Qué consiguió excepto más problemas?
    Hardy volvió a comer pero con una expresión pensativa. Sawyer meneó la cabeza.
    —Caray, este caso es como una empanadilla. Cada vez que le das un bocado te chorrea el aceite.
    Hardy se rió. Después echó una ojeada al comedor. De pronto, su mirada se centró en un punto.
    —Creía que no estaba en la ciudad.
    —¿Quién? —preguntó Sawyer, que siguió la mirada de su amigo.
    —Quentin Rowe. —Hardy señaló con discreción—. Está allí.
    Rowe se encontraba al otro lado del comedor, en un reservado casi junto a un rincón. La luz de las velas daba a la mesa un ambiente de intimidad en medio del salón abarrotado. Vestía una americana de seda, camisa sin cuello abrochada hasta arriba y pantalones de seda a juego. Su coleta se movía de un lado a otro mientras conversaba animadamente con su compañero de mesa, un joven veinteañero vestido con un traje a medida. Los dos jóvenes estaban sentados lado a lado, y no dejaban de mirarse a los ojos. Hablaban en voz baja y la mano de Rowe rozaba cada tanto la mano del otro.
    Sawyer miró a Hardy con las cejas enarcadas.
    —Forman una bonita pareja.
    —Cuidado. Comienzas a sonar políticamente incorrecto.
    —Eh, vive y deja vivir. Ese es mi lema. Por mí el tipo puede salir con quien más le guste.
    —Quentin Rowe tiene unos trescientos millones de dólares, y al paso que va, tendrá los mil millones antes de cumplir los cuarenta —apuntó Hardy sin apartar la mirada de la pareja—. Yo diría que es un soltero muy codiciado.
    —Estoy seguro de que hay mil mujeres dándose de hostias para ver quién lo pilla.
    —Y que lo digas. Pero el tipo es un genio. Se merece el éxito.
    —Sí, me acompañó en una visita por la compañía. No comprendí ni la mitad de lo que me dijo, pero era muy interesante. Sin embargo, no puedo decir que vea claro dónde nos está llevando tanta tecnología.
    —No puedes detener el progreso, Lee.
    —No quiero pararlo, Frank, sólo quiero escoger mi parte en el mismo. Si le hago caso a Rowe, al parecer no tendré esa oportunidad.
    —Sí, asusta un poco, pero, desde luego, ganas un pastón.
    Sawyer volvió a mirar hacia la mesa de Rowe.
    —Y ya que hablamos de parejas. Rowe y Gamble forman una muy extraña.
    —Vaya, ¿por qué lo dices? —Hardy sonrió—. Ahora, en serio, se cruzaron en el momento oportuno. El resto es historia.
    —Es lo que me han dicho. Gamble tenía el dinero y Rowe el cerebro.
    —No te equivoques con Nathan Gamble —replicó Hardy—. No es fácil ganar tanto dinero en Wall Street. Es un tipo brillante y un gran empresario.
    Sawyer se secó los labios con la servilleta.
    —Fantástico, porque el tipo no saldrá adelante sólo con el encanto.


    Capítulo 42
    Eran las ocho cuando Sidney llegó al hogar de Jeff Fisher, una casa pareada en la elitista parte antigua de Alexandria. Fisher, un joven bajo y regordete, vestido con un chándal del MIT, zapatillas de tenis raídas y una gorra de los Red Sox que le cubría la cabeza casi calva, le dio la bienvenida y la acompañó hasta una habitación grande atiborrada con equipos informáticos de toda clase que llegaban hasta el techo, cables por todas partes y una multitud de regletas de enchufes, todas ocupadas. Sidney pensó que todo eso parecía más propio de la sala de guerra del Pentágono que de una casa particular en esta tranquila zona residencial. Fisher observó con orgullo el asombro de Sidney.
    —En realidad, he tenido que sacar algunas cosas —comentó sonriente—. Me había pasado de la raya.
    Sidney sacó el disquete del bolsillo.
    —Jeff, ¿podrías meterlo en tu ordenador y leer lo que pone?
    Fisher cogió el disquete, desilusionado.
    —¿Es lo único que necesitas? Lo podrías haber leído en el ordenador que tienes en la oficina, Sidney.
    —Lo sé, pero me dio miedo meter la pata. Llegó por correo y quizás esté dañado. Yo no entiendo de ordenadores como tú, Jeff. Por eso he venido al mejor.
    La alabanza de Sidney provocó la expresión radiante de Fisher.
    —Vale. Tardaré un segundo.
    Fue a introducir el disquete en el ordenador pero Sidney le detuvo.
    —Jeff, ¿el ordenador está on-liné?
    Fisher miró al ordenador y después miró a Sidney.
    —Sí, utilizo tres servicios diferentes, y además tengo mi propia entrada a Internet a través del MIT como servidor. ¿Por qué?
    —¿Podrías utilizar un ordenador que no esté on-line? ¿La gente no puede conseguir información de tu base de datos si estás on-line?
    —Sí, es una calle de dos direcciones. Tú envías información y otros se enganchan. Esa es la transacción. Pero es una transacción muy grande, y algunas veces no estoy seguro de que valga la pena.
    —¿Qué quieres decir?
    —¿Alguna vez has oído mencionar la radiación de Van Eck? —replicó Fisher. Sidney meneó la cabeza—. Es la escucha electromagnética.
    —¿Qué es eso? —Sidney le miró con la expresión en blanco.
    Fisher se volvió en el sillón giratorio y miró a la abogada.
    —Todas las corrientes eléctricas producen un campo magnético. Los ordenadores emiten campos magnéticos bastante fuertes. Esas transmisiones se pueden captar y grabar sin muchas dificultades. Esta pantalla —Fisher señaló la unidad— envía señales de vídeo claras si tienes el equipo de recepción adecuado, algo que está a disposición de cualquiera. Podría ir al centro de la ciudad con una antena direccional, un televisor en blanco y negro y algunos dólares de componentes electrónicos y robar la información de todas las redes informáticas de los bufetes de abogados, empresas financieras y del Estado que estén en funcionamiento. La mar de fácil.
    Sidney le miró estupefacta.
    —¿Me estás diciendo que puedes ver lo que está en la pantalla de otra persona? ¿Cómo es posible?
    —Muy sencillo. Las formas y líneas en la pantalla de un ordenador están compuestas de millones de pequeños puntos llamados píxeles. Cuando tecleas una orden, los electrones se disparan hacia el punto de la pantalla donde están los pixeles apropiados; es como pintar un cuadro. La pantalla debe estar sometida a un bombardeo constante de electrones para mantener los píxeles encendidos. Da lo mismo que estés jugando o que utilices un procesador de textos, esa es la manera que tienes de ver las cosas en la pantalla. ¿Me sigues?
    Sidney asintió.
    —Vale. Cada vez que se disparan los electrones contra la pantalla, producen un impulso de alto voltaje de emisiones electromagnéticas. Un monitor de televisión puede recibir esos impulsos píxel a píxel. Sin embargo, como un monitor de televisión normal no puede organizar estos pixeles de una forma adecuada para reconstruir lo que está en tu pantalla, se utiliza una señal de sincronización artificial para que la imagen reproducida sea clara.
    Fisher hizo una pausa para mirar otra vez el ordenador.
    —¿La impresora? ¿El fax? Lo mismo. ¿El teléfono móvil? Si me dejas usar el escáner un minuto, tendré el número de serie electrónico interno, el número de tu teléfono, los datos de tu estación y del fabricante del aparato. Programo todos estos datos en algunos chips reconfigurados y puedo comenzar a vender llamadas a larga distancia y cargarlas en tu cuenta. Cualquier información que circule a través de un ordenador, ya sea por línea telefónica o por el aire, es caza libre. ¿Y qué no lo es en estos días? No hay nada seguro. ¿Sabes cuál es mi teoría? Que muy pronto dejaremos de utilizar los ordenadores por los problemas de seguridad. Volveremos a las máquinas de escribir y al «mensaca».
    Sidney miró a Fisher para que le aclarara el término.
    —«Mensaca» es el término despectivo que utilizan los informáticos para referirse al servicio de correos. Sin embargo, quizá sean ellos los que rían los últimos. Acuérdate de lo que te digo. Ese día se aproxima.
    De pronto, a Sidney se le ocurrió una idea.
    —Jeff, ¿qué me dices de los teléfonos normales? ¿Puede ser que yo llame a un número, pongamos el número de mi oficina, y me conteste una persona que es imposible que esté allí?
    —Alguien se conectó al conmutador —respondió Fisher en el acto.
    —¿El conmutador? —Sidney no salía de su asombro.
    —Es la red electrónica a través de la cual viajan por el país todas las comunicaciones entre teléfonos normales y móviles. Si estás enganchada, puedes comunicarte con total impunidad. —Fisher volvió a mirar su ordenador—. De todas maneras, Sid, tengo instalado un sistema muy seguro.
    —¿Es absolutamente seguro? ¿Nadie puede entrar?
    —Creo que nadie en su sano juicio haría esa afirmación, Sidney.
    Sidney miró el disquete, y deseó poder arrancarle las páginas y leerlas.
    —Disculpa si parezco paranoica.
    —Tranquila. No pasa nada, pero la mayoría de los abogados que conozco rayan en la paranoia. Supongo que en la facultad les deben dar clases sobre el tema. Sin embargo, podemos hacer esto. —Desenchufó la línea telefónica de la unidad central—. Ahora estamos oficialmente of-line. Tengo instalado un antivirus de primera en el sistema, por si acaso han puesto algo antes. Ahora mismo acabo de hacer la comprobación, así que estamos seguros.
    Le indicó a Sidney que se sentara. Ella acercó una silla y ambos miraron la pantalla. Fisher tecleó las órdenes y el directorio con los archivos del disquete aparecieron en la pantalla. Miró a Sidney.
    —Una docena de archivos. Por el número de bytes calculo que son unas cuatrocientas páginas más o menos de texto. Pero si hay gráficos, no hay manera de calcular la extensión. —Escribió una orden. Cuando el texto apareció en pantalla, le brillaron los ojos.
    En el rostro de Sidney apareció una expresión de desencanto. Todo aquello era un galimatías, un montón de jeroglíficos de alta tecnología. Miró a su amigo.
    —¿Le pasa algo a tu ordenador?
    Fisher tecleó a gran velocidad. La pantalla se quedó en blanco y luego reaparecieron las mismas imágenes. Entonces al pie de la pantalla apareció una línea de mando que reclamaba la contraseña.
    —No, y tampoco hay nada mal en el disquete. ¿De dónde lo has sacado?
    —Me lo enviaron. Un cliente —respondió en voz baja.
    Por fortuna, Fisher estaba demasiado ocupado con su tarea como para hacer más preguntas. Continuó intentándolo con todos los demás archivos. La jerigonza en la pantalla reaparecía una y otra vez, y también el mensaje que reclamaba la contraseña. Por fin, Fisher se volvió sonriente.
    —Está cifrado —le informó.*
    —¿Cifrado?
    —El cifrado es un proceso —le explicó Fisher— mediante el cual coges un texto legible y lo conviertes en otro no legible antes de enviarlo.
    —¿Y de qué sirve sí la persona que lo recibe no puede leerlo?
    —Ah, pero sí que puedes si tienes la clave que te permite descifrarlos.
    —¿Cómo consigues la clave?
    —Te la tiene que enviar el remitente, o ya la tienes en tu poder.
    Sidney se echó hacia atrás en la silla y aflojó los músculos. Jason tenía la clave.
    —No la tengo.
    —Eso no tiene sentido.
    —¿Alguien se enviaría un mensaje cifrado a sí mismo? —preguntó Sidney.
    —No, quiero decir, en circunstancias normales no lo haría. Si ya tienes el mensaje en la mano, ¿por qué cifrarlo y enviártelo a ti mismo por Internet a otro destino? Le daría a alguien la oportunidad de interceptarlo y quizá de dar con la clave. Pero ¿no me has dicho que te lo ha enviado un cliente?
    Sidney se estremeció de frío.
    —Jeff, ¿tienes café? Aquí dentro hace frío.
    —Acabo de preparar una cafetera. Mantengo la temperatura de la habitación un poco más baja por el calor que emiten los equipos. Ahora vuelvo.
    —Gracias.
    Sidney estaba abstraída en la contemplación de la pantalla cuando volvió Fisher con dos tazas de café.
    El joven bebió un trago del líquido caliente mientras Sidney se echaba hacia atrás en la silla y cerraba los ojos. Ahora fue Fischer quien se dedicó a estudiar la pantalla. Retomó la conversación donde la había dejado.
    —Nadie cifraría un mensaje para mandárselo a sí mismo. —Bebió más café—. Sólo lo haces si se lo mandas a otra persona.
    Sidney abrió los ojos y se irguió bruscamente. La imagen del correo electrónico en la pantalla del ordenador de Jason como un fantasma electrónico pasó por su mente. Había desaparecido en una fracción de segundo. ¿La clave? ¿Era la clave? ¿Él se la había enviado? Cogió a Fisher del brazo.
    —Jeff, ¿es posible que una carta electrónica aparezca en tu pantalla y después desaparezca? No está en el buzón. No aparece en el sistema. ¿Cómo es posible?
    —Muy fácil. El remitente tiene una ventana de oportunidad para cancelar la transmisión. No puede hacerlo después de que el correo huya sido abierto y leído. Pero en algunos sistemas, depende de la configuración, puedes retener un mensaje hasta que lo abre el destinatario. En ese aspecto es mejor que el correo público. —Fisher sonrió—. Venís, te cabreas con alguien, le escribes una carta donde lo pones verde y la envías, pero entonces te arrepientes. Una vez que está dentro de la saca, no la puedes recuperar. De ninguna manera. En cambio, con el correo electrónico sí que puedes. Hasta cierto punto.
    —¿Qué me dices si está fuera de la red? ¿O metida en Internet?
    —Es más difícil de hacer por la cadena de transmisión que sigue el mensaje. —Fisher se rascó la barbilla—. Son como las barras en los parques infantiles. —Sidney le miró confusa—. Ya sabes, trepas por un lado, pasas por encima de la barra superior y bajas por el otro lado. Así más o menos es como viaja la correspondencia por Internet. Las partes son fluidas per se, pero no necesariamente forman una sola unidad coherente. El resultado es que, a veces, la información enviada no se puede recuperar.
    —¿Pero es posible?
    —Si la carta electrónica se envió utilizando el mismo servidor en toda la ruta, digamos, America Online, puedes recuperarlo.
    Sidney pensó deprisa. Estaban abonados a America Online. Pero ¿por qué Jason le iba a enviar la clave y después retirarla? Se estremeció. A menos que él no hubiese sido el que canceló la transmisión.
    —Jeff, si estás enviando una carta electrónica y quieres transmitirla, pero otro no quiere, ¿te lo pueden impedir? ¿Cancelar la transmisión como tú dijiste, aunque el remitente quiera enviarla?
    —Esa es una pregunta muy rara. Pero la respuesta es sí. Lo único que necesitas es tener acceso al teclado. ¿Por qué lo preguntas?
    —Sólo pensaba en voz alta.
    Fisher la miró con curiosidad.
    —¿Pasa algo, Sidney?
    —¿Es posible leer el mensaje sin la clave? —replicó Sidney sin hacer caso a la pregunta.
    Fisher miró a la pantalla y después se volvió para mirar a Sidney, pensativo.
    —Se pueden emplear algunos métodos. —Lo dijo vacilante, con un tono mucho más formal.
    —¿Podrías intentarlo, Jeff?
    —Escucha, Sidney, inmediatamente después de tu llamada de esta mañana, llamé a la oficina para preguntar sobre unos trabajos en marcha. Me dijeron... —Fischer hizo una pausa y se enfrentó a la mirada de preocupación de su amiga—. Me hablaron de ti.
    Sidney se puso de pie con la cabeza gacha.
    —También leí el periódico antes de que llegaras. ¿De qué va todo esto? No quiero meterme en líos.
    Sidney volvió a sentarse y miró directamente a la cara de Fisher mientras le estrechaba una mano entre las suyas.
    —Jeff, un mensaje electrónico apareció en el ordenador de mi casa. Creí que era de mi marido. Pero entonces desapareció. Creo que quizá contenga la clave de este mensaje porque Jason se envió el disquete a sí mismo. Necesito leer lo que está escrito en el disquete. No he hecho nada malo a pesar de lo que digan en la firma o en el periódico. Todavía no tengo ninguna prueba para demostrarlo. Tendrás que confiar en mi palabra.
    Fisher la miró durante un buen rato y por fin asintió.
    —Vale, te creo. Eres una de los pocos abogados de la firma que me cae bien. —Se enfrentó a la pantalla con aire decidido—. Tomaría un poco más de café. Si tienes hambre, busca algo en el frigorífico. Esto puede tardar un rato.


    Capítulo 43
    Eran las ocho cuando Sawyer aparcó delante de su casa después de cenar con Frank Hardy. Se apeó del coche con una sensación muy agradable en el estómago. Sin embargo, su mente no compartía la misma sensación. Este caso tenía tantos interrogantes que no sabía por dónde empezar.
    En el momento en que cerraba la puerta del coche, vio un Rolls-Royce Silver Cloud que circulaba en su dirección. En su barrio la presencia de un lujo tan espectacular era algo inusitado. A través del parabrisas vio al chófer con gorra negra. Sawyer tuvo que mirar dos veces untes de descubrir lo que le parecía extraño. El chófer estaba sentado en el lado derecho; era un coche de fabricación inglesa. El vehículo aminoró la marcha y se detuvo junto a su coche. Sawyer no alcanzaba a ver el asiento trasero porque el cristal era oscuro. Se preguntó si vendría así de fábrica o era algo opcional. No tuvo tiempo para pensar nada más. El ocupante del asiento trasero bajó la ventanilla y Sawyer se encontró delante de Nathan Gamble. Mientras tanto, el chófer había bajado del Rolls y esperaba junto a la puerta del pasajero.
    La mirada de Sawyer recorrió todo el largo del impresionante vehículo antes de fijarse otra vez en el presidente de Tritón.
    —No está mal el trasto. ¿Qué tal el consumo?
    —A mí qué más me da. ¿Le gusta el baloncesto? —Gamble cortó la punta de un puro y se tomó un momento para encenderlo.
    —¿Perdón?
    —La NBA. Unos negros muy altos que corren en pantalones cortos a cambio de montañas de dinero.
    —A veces los veo por la tele cuando tengo tiempo.
    —Bueno, entonces, suba.
    —¿Para qué?
    —Espere. Le prometo que no se aburrirá.
    Sawyer miró a un lado y otro de la calle y se encogió de hombros. Guardó las llaves de su coche en el bolsillo y miró al chófer. El mismo abrió la puerta y subió. En el momento de sentarse vio a Richard Lucas en el asiento opuesto. Sawyer le saludó con un gesto y el jefe de seguridad de Tritón le correspondió de la misma manera. El Rolls se puso en marcha.
    —¿Quiere uno? —Gamble le ofreció un puro—. Cubano. Va contra la ley importarlos en este país. Creo que por eso me gustan tanto.
    Sawyer cogió el habano y le cortó la punta con el cortapuros que le alcanzó Gamble. El agente se sorprendió cuando Lucas le ofreció fuego pero aceptó el servicio. Dio unas cuantas chupadas rápidas y después una larga para encenderlo bien.
    —No está mal. Creo que no le acusaré por contrabando.
    —Muchísimas gracias.
    —Por cierto, ¿cómo sabe dónde vivo? Espero que no me haya estado siguiendo. Me pongo muy nervioso cuando lo hacen.
    —Tengo cosas mejores que hacer, se lo aseguro.
    —¿Y?
    —¿Y qué? —Gamble lo miró.
    —¿Cómo sabe dónde vivo?
    —¿A usted que más le da?
    —Me da y mucho. En mi trabajo no se va por ahí divulgando el lugar que uno llama hogar.
    —Vale. Déjeme que piense. ¿Cómo lo hicimos? ¿Miramos en la guía de teléfonos? —Gamble meneó la cabeza con fuerza y miró divertido al agente—. No, no miramos la guía.
    —Perfecto, porque no aparezco en la guía.
    —Eso es. Quizá lo adivinamos. —Gamble sopló un par de anillos de humo. Ya sabe, toda nuestra tecnología informática. Somos el Gran Hermano, lo sabemos todo. —Gamble se echó a reír mientras le daba una chupada al puro y miraba a Lucas.
    —Nos lo dijo Frank Hardy —le informó Lucas—. En confianza, desde luego. No tenemos la intención de divulgar la noticia. Comprendo su preocupación. —Richard Lucas hizo una pausa—. Entre nosotros, estuve diez años en la CIA.
    —Ah, Rich, le has descubierto el secreto. —El olor a alcohol en el aliento de Gamble llenaba el coche. El millonario abrió una puerta en el revestimiento de madera del Rolls y dejó a la vista un bar bien provisto.
    —Usted parece de los hombres que beben whisky con sifón.
    —Ya he bebido bastante en la cena.
    Gamble llenó una copa con whisky. Sawyer miró a Lucas, que le devolvió la mirada. Al parecer esto era algo habitual.
    —En realidad —prosiguió el agente—, no esperaba volver a verle después de nuestra charla del otro día.
    —La respuesta a eso es que me bajó los humos y probablemente me lo merecía. Le puse a prueba con mi representación del gran jefe gilipollas y pasé el examen con sobresaliente. Como se puede imaginar, no conozco a mucha gente con cojones para hacer eso. Y cuando me encuentro con uno, intento conocerlo mejor. Además, a la vista de los últimos acontecimientos quería hablar con usted sobre el caso.
    —¿Últimos acontecimientos?
    Gamble bebió un trago de whisky.
    —Ya sabe. ¿Sidney Archer? ¿Nueva Orleans? ¿RTG? Hace un segundo que acabo de hablar con Hardy.
    —Trabaja usted deprisa. Nos despedimos hace cosa de veinte minutos.
    Gamble sacó un teléfono móvil muy pequeño de un receptáculo en el reposabrazos del Rolls.
    —No lo olvide, Sawyer, trabajo en el sector privado. Si no te mueves deprisa, no te mueves en absoluto, ¿entendido?
    Sawyer dio una larga chupada al puro antes de responder.
    —Ya me doy cuenta. Por cierto, no me ha dicho adónde vamos.
    —No. No se preocupe. Llegaremos dentro de muy poco. Y entonces usted y yo podremos conversar a gusto.
    El USAir Arena era el estadio de los Washington Bullets y los Washington Capitals, al menos hasta que acabaran de construir el nuevo estadio. El recinto estaba a rebosar para el partido entre los Bullets y los Nicks. Nathan Gamble, Lucas y Sawyer subieron en el ascensor privado hasta el segundo piso del estadio, donde estaban ubicados los palcos de las empresas. El agente tuvo la sensación de encontrarse en un transatlántico de lujo cuando cruzó el pasillo y entró por una puerta con el cartel de Tritón Global. Estas no eran unas vulgares butacas para un partido; el palco era más grande que su apartamento.
    Una joven atendía el bar y en una mesa había un bufé. Había un baño, un armario, sofás, sillones y una pantalla de televisión enorme donde transmitían el partido. Desde lo alto de la escalera que bajaba al ventanal, Sawyer escuchó los gritos de la multitud. Miró el televisor. Los Bullets ganaban por siete a los Nicks, que eran los favoritos.
    Sawyer se quitó el sombrero y el abrigo y siguió a Gamble hasta el bar.
    —Ahora sí que beberá algo —dijo Gamble—. No se puede mirar un partido sin una copa en la mano.
    —Una Bud, si tiene —le pidió Sawyer a la camarera. La joven sacó una lata de Budweiser del frigorífico, la abrió y comenzó a servir la cerveza en un vaso. El agente la interrumpió—. En la lata me va bien, gracias.
    Sawyer echó una ojeada al palco. No había nadie más. Se acercó al bufé. Todavía estaba lleno de la cena, pero no podía resistirse a la tentación de unas patatas fritas con salsa.
    —¿El lugar siempre está así de vacío? —le preguntó a Gamble mientras cogía un puñado de patatas fritas. Lucas se acomodó junto a una pared.
    —Por lo general está abarrotado —contestó Gamble—. Es un magnífico aliciente para los empleados. Los mantiene felices y trabajadores. —La camarera le sirvió la bebida a Gamble, y él sacó un fajo de billetes de cien dólares, cogió un vaso del mostrador y metió los billetes en el vaso—. Ten, la camarera necesita un bote. Vete a comprar alguna cosilla. —La joven casi gritó de alegría mientras Gamble se unía a Sawyer.
    —Están jugando muy bien —comentó el agente, que señaló el televisor con la lata de cerveza—. Me sorprende que esto no esté a rebosar.
    —Más me sorprendería a mí porque ordené que no repartieran pases para el partido de esta noche.
    —¿Por qué hizo eso? —Sawyer bebió un trago de cerveza.
    Gamble cogió al agente del brazo.
    —Porque quería hablar con usted en privado.
    El millonario llevó a Sawyer hasta el ventanal. Desde allí la vista era casi vertical sobre la cancha. Sawyer miró con un poco de envidia a los equipos de hombres jóvenes, altos, musculosos y muy ricos que corrían arriba y abajo. El sector de butacas estaba cerrado por los tres lados con cristales. A cada lado estaban los ocupantes de los otros palcos, pero los cristales eran tan gruesos que se podía hablar en privado en medio de una multitud de quince mil personas.
    Los dos hombres se sentaron. Sawyer señaló con un gesto la escalera.
    —¿A Rich no le gusta el baloncesto?
    —Lucas está de servicio.
    —¿Alguna vez no lo está?
    —Cuando duerme. Algunas veces le dejo que lo haga.
    Sawyer echó una ojeada, curioso. Nunca había estado en uno de estos palcos, y después de la cena elegante con Hardy se sentía un poco fuera de su elemento. Al menos tendría algunas historias que contarle a Ray. Miró a Gamble y dejó de sonreír. Nada en la vida era gratis. Todo tenía un precio. Decidió que había llegado el momento de pedir la factura.
    —¿De qué quería hablarme?
    Gamble contempló el partido durante unos segundos pero en realidad sin verlo, abstraído en sus problemas.
    —La cuestión es que necesitamos CyberCom. La necesitamos más que nada en el mundo.
    —Oiga, Gamble, no soy su asesor económico. Soy un poli. Me importa muy poco si consigue o no comprar CyberCom.
    Gamble chupó un cubito de hielo. Al parecer no había escuchado las palabras de Sawyer.
    —Uno se mata para construir una cosa, y nunca es bastante, ¿sabe? Siempre hay alguien que te lo quiere arrebatar. Siempre hay alguien que intenta joderte vivo.
    —Si busca un hombro para llorar, busque en otra parte. Tiene más dinero del que podrá gastar en toda su vida. ¿Qué más le da?
    —Porque uno se acostumbra, por eso —estalló Gamble, que se calmó de inmediato—. Uno se acostumbra a estar en la cumbre. Saber que todo el mundo intenta medirse con uno. Pero también el dinero tiene mucho que ver. —Miró al agente—. ¿Quiere saber cuánto gano al año?
    A pesar de sí mismo, Sawyer sintió curiosidad.
    —No sé por qué me da la impresión de que me lo dirá de todos modos.
    —Mil millones de dólares. —Gamble escupió el cubito en la copa.
    Sawyer bebió un trago de cerveza mientras pensaba en esta sorprendente información.
    —Este año me tocará pagar cuatrocientos millones de dólares en impuestos. Con lo que pago ¿no cree que me merezco un poco de cariño de ustedes, los federales?
    —Si lo que busca es cariño, pruebe con las putas de la calle Catorce —dijo Sawyer con una mirada de furia—. Son mucho más baratas.
    —Coño, ustedes no captan el esquema general, ¿verdad?
    —¿Por qué no me lo explica?
    —Ustedes tratan a todos de la misma manera —dijo Gamble con un tono de incredulidad.
    —Perdón, ¿quiere decir que eso está mal?
    —No sólo está mal, es una estupidez.
    —Supongo que nunca se tomó la molestia de leer la Declaración de la Independencia; ya sabe, esa parte un poco tonta sobre que los hombres son todos iguales.
    —Yo hablo de la realidad. Hablo de negocios.
    —No hago distinciones.
    —Va listo si cree que voy a tratar al presidente de Citicorp como trato al conserje del edificio. Un tipo me puede prestar miles de millones de dólares y el otro no va más allá de fregarme el baño.
    —Mi trabajo consiste en perseguir a criminales, ricos, pobres y de los del medio. Para mí no hay ninguna diferencia.
    —Sí, bueno, no soy un criminal. Soy un contribuyente, tal vez el mayor contribuyente de todo el país, y lo único que pido es un pequeño favor que en el sector privado me lo harían sin tener que pedirlo.
    —Bien por el sector privado.
    —Eso no tiene gracia.
    —Tampoco pretendía que la tuviera. —Sawyer le miró a los ojos hasta que Gamble desvió la mirada. El agente se miró las manos y bebió otro trago. Cada vez que estaba con este tipo se le disparaba la presión.
    En la cancha, un triple del equipo local hizo que la multitud se pusiera en pie, delirante.
    —Por cierto —dijo Sawyer, ¿alguna vez ha pensado que no está bien que sea más rico que Dios?
    —¿Como esos tipos de allá abajo? —Gamble se rió mientras señalaba a los jugadores—. En realidad, dada la situación actual, creo que este año he ganado más que Dios. —Se frotó los ojos—. Como le dije, ya no se trata del dinero. Tengo más del que puedo gastar. Pero me gusta el respeto que da el estar en la cima. Todo el mundo espera a ver lo que haces.
    —No confunda respeto con miedo.
    —Para mí las dos cosas van juntas. Oiga, he llegado hasta aquí porque soy un hijo puta muy duro. Si usted me jode, yo le jodo pero más. Me crié más pobre que las ratas, tomé un autocar a Nueva York cuando tenía quince años, comencé a trabajar en Wall Street de mensajero, por unos dólares al día, alcancé la cumbre y nunca miré atrás. Gané fortunas, las perdí y volví a ganarlas. Coño, tengo media docena de títulos honorarios de la universidad y nunca acabé el graduado escolar. No tienes más que hacer donaciones. —Sonrió.
    —Felicidades. —Sawyer comenzó a levantarse—. Es hora de irse.
    Gamble le cogió del hombro pero lo soltó en el acto.
    —Escuche, leí el periódico. Hablé con Hardy. Y ya siento el resuello de RTG en el cuello.
    —Como le dije antes, ese no es mi problema.
    —No me molesta el juego limpio, pero no pienso perder porque un empleado infiel me vendió al enemigo.
    —Eso está por verse. No hemos encontrado ninguna prueba. Le guste o no eso es lo único que importa en el juicio.
    —Usted vio la cinta. ¿Qué más pruebas necesita? Coño, lo único que pido es que haga su trabajo. ¿Qué tiene eso de malo?
    —Vi a Jason Archer entregar unos documentos a unas personas. Pero no tengo ni idea de qué eran esos documentos o quiénes eran esas personas.
    —Verá —dijo Gamble—, el problema es que si RTG conoce mi oferta y le ofrece más a CyberCom, estoy hundido. Necesito que usted demuestre que me engañaron. Una vez que consigan CyberCom, da lo mismo cómo lo hicieran, es suya. ¿Se da cuenta dónde quiero ir a parar?
    —Trabajo todo lo que puedo, Gamble. Pero de ninguna manera pienso acomodar mis investigaciones a sus negocios particulares. Para mí, el asesinato de ciento ochenta y una personas inocentes significa mucho más de lo que usted paga en impuestos. Gamble, ¿se da cuenta dónde quiero ir a parar? —Gamble se encogió de hombros—. Si resulta que RTG está detrás, entonces puede estar seguro de que dedicaré todos mis esfuerzos para detenerlos.
    —Pero ¿no le podría apretar un poco las tuercas ahora mismo? Si el FBI los investiga quedarían apartados de la carrera por CyberCom.
    —Lo estamos investigando, Gamble. Estas cosas llevan tiempo. Es la burocracia, no lo olvide.
    —Tiempo es algo que no me sobra —gruñó el millonario.
    —Lo lamento, pero la respuesta es no. ¿Quiere alguna cosa más?
    Los dos hombres contemplaron el partido en silencio durante unos minutos. Sawyer cogió unos prismáticos que estaban sobre la mesa. Mientras miraba el juego preguntó:
    —¿Qué pasa con Tylery Stone?
    —Si no estuviésemos tan adelantados en las negociaciones con CyberCom, los despediría ahora mismo. Pero la cuestión es que necesito su experiencia jurídica y su memoria institucional. Al menos por ahora. —El millonario hizo una mueca.
    —Pero no necesita a Sidney Archer.
    —Jamás hubiera imaginado que esa tía hiciera algo así. —Gamble meneó la cabeza—. Una abogada de primera. Y, además, una mujer preciosa. Qué desperdicio.
    —¿Cómo es eso?
    Gamble le miró asombrado.
    —Perdone, pero ¿usted y yo leemos el mismo periódico? Está metida en esto hasta el cuello.
    —¿Usted cree?
    —¿Usted no?
    Sawyer se encogió de hombros y acabó la cerveza.
    —La tía se larga después del funeral del marido —dijo Gamble—. Hardy me ha dicho que intentó darles a ustedes esquinazo. La siguieron hasta Nueva Orleans. Actuó de manera sospechosa y regresó inmediatamente después de recibir una llamada telefónica. Hardy dijo que ustedes creen que alguien entró en la casa mientras ella les alejaba del rastro. Por cierto, estuvo usted muy brillante al dejar que eso sucediera.
    —Tendré que tener más cuidado con lo que le diga a Frank en el futuro.
    —Le pago un montón de dinero. Más le vale mantenerme informado.
    —Estoy seguro de que se gana cada centavo.
    —¡Sí, centavos! Qué gracioso.
    Sawyer miró a Gamble de soslayo.
    —Pese a todo lo que hace por usted, no parece respetar mucho a Frank.
    —Lo crea o no, soy muy exigente.
    —Frank fue uno de los mejores agentes de toda la historia del FBI.
    —Tengo poca memoria para el trabajo bien hecho. Tienen que demostrarme continuamente que son buenos. —La sonrisa de Gamble se convirtió en una expresión furiosa—. Por otro lado, jamás olvido las pifias.
    Una vez más se centraron en el juego hasta que habló Sawyer.
    —¿Alguna vez le ha estropeado algo Quentin Rowe ?
    Gamble pareció sorprendido por la pregunta.
    —¿A qué viene eso?
    —Porque el tipo es su gallina de los huevos de oro y por lo que comentan usted lo trata como basura.
    —¿Quién dice que es mi gallina de los huevos de oro?
    —¿Insinúa que no lo es? —Sawyer cruzó los brazos.
    Gamble demoró la respuesta. Observó por unos instantes el contenido de la copa.
    —He tenido muchas gallinas de ésas en mi carrera. No se llega donde estoy con un solo caballo.
    —Pero Rowe es valioso para usted.
    —Si no lo fuera, no me serviría su compañía.
    —Así que lo tolera.
    —Mientras entre dinero.
    —Qué suerte la suya.
    En el rostro de Gamble apareció una expresión feroz.
    —Cogí a un gilipollas soñador que era incapaz de ganar un centavo por su cuenta y lo convertí en el treintañero más rico del país. Ahora, dígame, ¿quién es el afortunado?
    —No pretendo quitarle méritos, Gamble. Usted persiguió un sueño y lo hizo realidad. Supongo que ésa es la idea de este país.
    —Lo tomaré como un cumplido viniendo de su parte. —Gamble volvió a mirar el partido de baloncesto.
    Sawyer se puso de pie y aplastó la lata de cerveza entre los dedos.
    —¿Qué hace? —le preguntó Gamble.
    —Me voy a casa. Ha sido un largo día. —Sostuvo en alto la lata aplastada—. Gracias por la cerveza.
    —Le diré al chófer que lo lleve. Yo me quedaré aquí un rato.
    Sawyer echó una ojeada al lujoso palco.
    —Creo que por hoy ya he tenido una ración más que suficiente de vida aristocrática. Cogeré el autobús. Pero gracias por la invitación.
    —Sí, yo también he disfrutado con la compañía —replicó Gamble con un tono cargado de sarcasmo.
    El agente ya subía las escaleras cuando el «¡Eh, Sawyer!» del millonario le hizo volverse. Gamble le miró por unos instantes y después exhaló un fuerte suspiro.
    —Se le ve el plumero, ¿vale?
    —Vale —contestó el agente.
    —No siempre he sido millonario. Recuerdo muy bien cuando no tenía ni un centavo y era un don nadie. Quizá por eso soy tan cabrón cuando se trata de negocios. Me da pánico sólo de pensar en volver a la misma situación.
    —Disfrute de lo que queda de partido —le contestó, y se marchó mientras Gamble contemplaba la copa, ensimismado.
    El agente casi se llevó por delante a Lucas cuando llegó al rellano. Al parecer, el jefe de seguridad se había situado allí para proteger mejor a su jefe y Sawyer se preguntó si habría escuchado algo de la conversación. Lo saludó con una inclinación de cabeza y entró en el bar. Con un movimiento fluido arrojó la lata de cerveza vacía y la encestó en el cubo de la basura. La encargada del bar lo miró con admiración.
    —Eh, quizá los Bullets quieran contratarlo.
    —Sí, podría ser el chico blanco del equipo —comentó Sawyer. En el momento de salir volvió la cabeza para decirle a Lucas—: Sonríe, Rich.


    Capítulo 44
    Jeff Fisher miró apenado la pantalla. A su lado, Sidney Archer no sabía qué más podía hacer. Le había dado toda la información personal que recordaba sobre Jason con el fin de descubrir la contraseña adecuada. Pero no había servido de nada. Fisher meneó la cabeza.
    —Hemos probado todas las posibilidades sencillas y sus variaciones. He intentado en un ataque a lo bruto y tampoco he conseguido nada. También intenté una combinación aleatoria de letras y números, pero las combinaciones son tantas que no viviríamos lo suficiente para probarlas todas. —Se volvió hacia Sidney—. Creo que tu marido sabía muy bien lo que estaba haciendo. Es probable que haya empleado una combinación aleatoria de letras y números de unos veinte o treinta caracteres. Será imposible descifrarla.
    A Sidney se le cayó el alma a los pies. Era enloquecedor tener en la mano un disquete lleno de información —probablemente una información capaz de explicar gran parte de lo ocurrido a su esposo— y ser incapaz de leerlo.
    Se levantó y comenzó a pasear por el cuarto mientras Fisher continuaba apretando teclas al azar. Sidney se detuvo delante de la ventana, junto a una mesa donde había una pila de correspondencia. Encima de la pila había un ejemplar de Field & Stream. Echó una ojeada a la pila y la portada de la revista, y después miró a Fisher. No parecía una persona amante de la vida al aire libre. Entonces miró la etiqueta del destinatario. El ejemplar iba dirigido a un tal Fred Smithers, pero la dirección era la de la casa donde se encontraba ahora. Cogió la revista.
    Fisher miró a su amiga mientras se acababa la gaseosa. Al ver la revista en las manos de Sidney, frunció el entrecejo.
    —Me tienen harto con la correspondencia de ese tipo. Se ve que en los ficheros de varias compañías aparece con mi dirección. La mía es 6215 Thorndike y la suya 6251 Thorndrive, que está al otro lado del condado de Fairfax. Toda esa pila es suya, y sólo es la de esta semana. Se lo he dicho al cartero, he llamado mil veces a la central de Correos, a todas las compañías que tienen mal la dirección. Pero ya lo ves.
    Sidney se volvió lentamente hacia Fisher. Se le acababa de ocurrir una idea bastante curiosa.
    —Jeff, una dirección de correo electrónico es como cualquier otra dirección o número de teléfono, ¿verdad? Escribes la dirección equivocada y puede ir a parar a cualquier parte como ocurre con esta revista. —Levantó el ejemplar de Field & Stream—. ¿No?
    —Claro —contestó Fisher—. Ocurre continuamente. Yo tengo metidas en el disco duro las direcciones más habituales y sólo tengo que marcarlas con el ratón. Eso reduce el margen de error.
    —¿Y si tienes que escribir la dirección completa?
    —En ese caso el margen de error aumenta y mucho. Hay direcciones que cada vez son más largas.
    —¿Así que si te equivocas en una tecla, el mensaje puede recibirlo vete a saber quién?
    Fisher asintió mientras masticaba una patata frita.
    —No hay día en que no reciba algún mensaje equivocado.
    —Y entonces ¿qué haces? —le preguntó Sidney, intrigada.
    —El procedimiento es muy sencillo. Marco con el ratón la orden de respuesta al remitente y envío el mensaje estándar de que la dirección está equivocada, y le devuelvo la carta original para que sepa cuál es. Por lo tanto no necesito saber la dirección. La devolución al remitente es automática.
    —Jeff, ¿quieres decir que si mi marido envió un mensaje a la dirección equivocada, la persona que lo recibió por error no tuvo más que responder a la dirección de Jason para avisarle de la equivocación?
    —Exacto. Si estás en el mismo servicio, digamos America Online, resulta bastante sencillo.
    —Y si la persona respondió, el mensaje estaría ahora en el buzón electrónico de Jason, ¿no?
    Sidney se levantó bruscamente y recogió su bolso mientras Fisher la miró preocupado por el tono de su voz.
    —Yo diría que sí. ¿Adónde vas?
    —A mirar en el ordenador de casa si está el mensaje. Si contiene la contraseña, podré leer el disquete. —Sidney sacó el disquete del ordenador y se lo guardó en el bolso.
    —Si me das el nombre de usuario de tu marido y la contraseña, puedo acceder a su correspondencia directamente desde aquí. Estoy abonado a America Online, y no tengo más que registrarte como invitada. Si la contraseña está en el buzón, podemos leer el disquete aquí mismo.
    —Lo sé, Jeff. Pero ¿podrían localizar a quien accediera al correo de Jason desde aquí?
    —Es posible, si los que vigilan saben lo que hacen.
    —Creo que esos tipos saben lo que hacen. Jeff, estarás mucho más seguro si nadie puede averiguar que se accedió al buzón desde aquí.
    Fisher, cada vez más pálido, se dirigió a Sidney con una inquietud que resultaba evidente en su tono y en sus facciones.
    —¿En qué te has metido, Sidney?
    —Nos mantendremos en contacto —le respondió ella mientras salía.
    Fisher contempló la pantalla del ordenador durante unos minutos y después volvió a conectar la línea telefónica al módem.
    Sawyer se sentó en su sillón y releyó una vez más el artículo sobre Jason Archer publicado en el Post. Meneó la cabeza al tiempo que echaba una ojeada al resto de las noticias de primera plana; al ver uno de los titulares, casi se ahogó. Tardó un minuto en leer la noticia. Después cogió el teléfono, hizo unas cuantas llamadas y sin perder más tiempo corrió escaleras abajo. Cinco minutos más tarde ponía en marcha el coche.
    Sidney aparcó el Ford en el camino de entrada, corrió a la casa, se quitó el abrigo y se dirigió directamente al estudio de su marido. Estaba a punto de acceder al buzón electrónico cuando se levantó de un salto. No podía hacerlo desde aquí, no con lo que habían instalado en su ordenador. Pensó en una solución. Tylery Stone tenía todos los ordenadores conectados a America Online; podría acceder a su buzón desde allí. Recogió el abrigo, corrió hacia la puerta principal y la abrió. Su grito se escuchó por toda la calle.
    Lee Sawyer se alzaba como una mole delante de ella y su expresión era de furia. Sidney se llevó las manos al pecho mientras intentaba recuperar la respiración.
    —¿Qué está haciendo aquí?
    Sawyer levantó el periódico como respuesta.
    —¿Ha leído este artículo?
    Sidney miró la foto de Ed Page y su expresión la denunció.
    —Yo... no he... verá... —tartamudeó.
    El agente entró en la casa y dio un portazo. Sidney retrocedió hacia la sala de estar.
    —Creía que teníamos un trato. ¿Lo recuerda? ¿Intercambiar información? —le espetó Sawyer—. Bueno, ha llegado el momento de hablar. ¡Ahora!
    Sidney intentó eludir al agente y alcanzar la puerta, pero Sawyer la sujetó de un brazo y la lanzó sobre el sillón. La joven se levantó de un salto.
    —¡Fuera de mi casa! —chilló.
    Sawyer meneó la cabeza y volvió a enseñarle el periódico.
    —¿Quiere salir sola? Entonces más vale que su pequeña comience a buscar a otra madre.
    Sidney se abalanzó sobre Sawyer, le cruzó la cara de una bofetada y levantó la mano dispuesta a repetir el ataque. Pero el agente la rodeó con los brazos y la apretó con la fuerza de un oso mientras ella intentaba zafarse.
    —Sidney, no he venido a pelear con usted. Sea culpable o no su marido, la ayudaré de todos modos. Pero, maldita sea, tiene que ser sincera conmigo.
    La pareja continuó con el forcejeo y cayeron sobre el sofá, sin que la mujer abandonara la intención de golpearle. Sawyer mantuvo el abrazo hasta que, finalmente, notó que la tensión desaparecía del cuerpo de Sidney. Entonces la soltó y ella se apartó de un salto al otro extremo del sofá mientras se echaba a llorar con la cabeza contra los muslos. El agente se arrellanó en el sillón y esperó en silencio hasta que Sidney dejó de llorar. Ella se enjugó las lágrimas con la manga mientras miraba la foto de Page en el diario caído en el suelo.
    —Usted habló con él en el vuelo de regreso de Nueva Orleans, ¿verdad? Sawyer formuló la pregunta en voz muy baja. Había visto a Page entre los pasajeros que embarcaban en Nueva Orleans. La lista de embarque indicaba que Page había ocupado el asiento vecino a Sidney. El hecho no le había parecido importante hasta ese momento—. ¿Es verdad, Sidney? —Ella asintió—. Cuéntemelo, y esta vez, no se calle nada.
    Sidney le hizo caso y le contó toda la conversación con Page, incluida la historia del cambio de identidades de Jason en el aeropuerto y el pinchazo en el teléfono.
    —Hablé con la oficina del forense —le informó Sawyer cuando ella acabó el relato—. A Page lo mató alguien que conocía muy bien su trabajo. Una puñalada en cada pulmón y un tajo limpio que le cortó la carótida y la yugular. Page tardó menos de un minuto en morir. El que lo hizo no era un drogadicto con una navaja que quería unos dólares.
    —Por eso casi disparé contra usted en el garaje —dijo ella—. Creía que venían a por mí.
    —¿No tiene idea de quiénes son?
    Sidney meneó la cabeza y se pasó la mano por la cara. Se acomodó mejor en el sillón.
    —En realidad sólo sé que mi vida se ha hundido en el infierno.
    —Bueno —dijo el agente mientras le cogía una mano—, vamos a ver si entre todos conseguimos traerla otra vez a la superficie. —Se levantó para recoger del suelo el abrigo de Sidney—. La empresa de investigaciones Prívate Solutions tiene su sede central en Arlington, en frente de los juzgados. Voy a hacerles una visita. Y, la verdad, preferiría tenerla a usted donde pueda vigilarla. ¿De acuerdo?
    Sidney Archer tragó saliva mientras que, con una sensación de culpa, tocaba el disquete guardado en el bolsillo del abrigo. Este era un secreto que, por el momento, no estaba dispuesta a revelar.
    —De acuerdo —contestó.

    La oficina de Edward Page estaba ubicada en un edificio delante mismo de los juzgados del condado de Arlington. El guardia de seguridad se mostró muy servicial en cuanto vio las credenciales de Sawyer. Subieron al tercer piso y después de un largo recorrido por un pasillo casi en penumbra se detuvieron ante una puerta de roble maciza en cuya placa se podía leer PRÍVATE SOLUTIONS. El guardia sacó una llave e intentó abrir la puerta.
    —¡Maldita sea!
    —¿Qué pasa? —preguntó Sawyer.
    —La llave no gira.
    —Si tiene una llave maestra se supone que tendría que abrirla, ¿no? —señaló Sidney.
    —«Se supone» —replicó el guardia—. Ya tuvimos problemas con este tipo.
    —¿A qué se refiere? —quiso saber Sawyer.
    —Cambió la cerradura. El administrador se puso hecho una fiera. Así que él le dio una llave de la nueva cerradura. Bueno, como ve, no es ésta.
    Sawyer miró a ambos lados del pasillo.
    —¿Hay alguna otra entrada?
    —No. —El guardia meneó la cabeza—. Puedo llamar al señor Page y pedirle que venga a abrir la puerta. Le meteré una bronca que se le caerá el pelo. ¿Qué pasaría si surgiera un problema y tuviera que entrar? —El hombre se palmeó la cartuchera dándose importancia—. Usted ya sabe.
    —No creo que llamar a Page sirva de mucho —le informó Sawyer en voz baja—. Está muerto. Asesinado.
    La sangre desapareció lentamente del rostro del joven.
    —¡Dios bendito!
    —Debo entender que la policía no ha estado aquí, ¿verdad? —preguntó el agente, y el otro meneó la cabeza.
    —¿Cómo vamos a entrar? —susurró el guardia mientras miraba a un lado y a otro del pasillo en busca de presuntos asesinos.
    La respuesta de Lee Sawyer fue lanzarse con todas sus fuerzas contra la puerta, que comenzó a astillarse. Una embestida más bastó para que saltara la cerradura y la puerta se abriera con tal violencia que golpeara contra la pared interior. Sawyer miró al guardia boquiabierto mientras se cepillaba el abrigo.
    —Ya le avisaremos cuando salgamos. Muchas gracias.
    El joven les miró entrar en la oficina y después se alejó en dirección a los ascensores, sin dejar de menear la cabeza.
    Sidney miró primero la puerta destrozada y después a Sawyer.
    —No me puedo creer que no le pidiera la orden de registro. ¿La tiene?
    —¿Y a usted qué más le da?
    —Como abogada, soy oficial del juzgado. Tenía que preguntarlo.
    —Haré un trato con usted, oficial: si encontramos algo, usted lo vigila y yo voy a buscar una orden de registro.
    En otras circunstancias, Sidney Archer se hubiera reído de buena gana; esta vez la respuesta del agente sólo provocó una sonrisa, pero para Sawyer fue suficiente. Le levantó el ánimo.
    La oficina era sencilla pero contaba con todo lo necesario. Dedicaron la media hora siguiente a registrar el pequeño espacio, sin encontrar nada fuera de lugar o extraordinario. En un cajón había papel de carta donde figuraba el domicilio particular de Page: un apartamento en Georgetown. Sawyer se apoyó en el canto de la mesa y contempló el despacho.
    —Ojalá mi oficina estuviese así de ordenada. Pero creo que no encontraremos nada útil —comentó con una expresión lúgubre—. Hubiera preferido encontrarlo todo patas arriba. Así sabríamos que alguien más estaba interesado.
    Mientras Sawyer hacía sus comentarios, Sidney continuó con su paseo por la habitación. De pronto retrocedió hasta una esquina donde había una hilera de archivadores metálicos. Miró la moqueta de un color beige desvaído. «¡Qué extraño!» Se puso de rodillas, con el rostro casi tocando la moqueta. Miró la pequeña brecha ente los dos archivadores más cercanos al punto que observaba. No había ninguna separación entre el resto de los archivadores. Apoyó las manos contra el mueble y empujó sin conseguir moverlo.
    —¿Puede echarme una mano? —le pidió a Sawyer. El agente le indicó que se apartara y movió el archivador—. Encienda aquella luz —dijo Sidney.
    —¿Qué pasa? —preguntó Sawyer después de encender la luz.
    Sidney se hizo a un lado para que el agente del FBI pudiera ver. En el suelo donde había estado el archivador, se veía con toda claridad una mancha de óxido no muy grande. Sawyer miró perplejo a Sidney.
    —¿Y? Puedo mostrarle una docena de manchas iguales en mi oficina. El metal se oxida, el orín se cuela en la moqueta y ya está: manchas de óxido.
    —¡No me diga! —Sidney señaló el suelo con expresión triunfante. Había unas marcas débiles pero todavía visibles en la moqueta como una prueba de que los archivadores habían estado unidos sin ninguna grieta. Señaló el archivador que había movido Sawyer—. Túmbelo y mire la parte de abajo.
    El agente tumbó el archivador.
    —No hay manchas de óxido. Así que alguien lo movió para tapar la mancha en la moqueta. ¿Por qué?
    —Porque la mancha de óxido la dejó otro archivador, uno que ahora ya no está aquí. Los que se lo llevaron hicieron todo lo posible para eliminar las huellas en la moqueta, pero no pudieron quitar la mancha de óxido. Entonces optaron por la segunda solución. Tapar la mancha con otro archivador y esperar que nadie se fijara en la rendija.
    —Pero usted se fijó —dijo Sawyer sin disimular la admiración.
    —Es que no se me ocurrió ningún motivo para explicar cómo un hombre ordenado como nuestro señor Page toleraba una rendija en la hilera de archivadores. Respuesta: algún otro lo hizo por él.
    —Y eso significa que alguien está interesado en Page y en el contenido del archivador ausente. Por lo tanto, todo indica que nos movemos en la dirección correcta. —Sawyer cogió el teléfono. Habló con Ray Jackson para que su compañero averiguara todo lo que pudiera sobre Edward Page. Colgó y miró a Sidney—. Dado que no hemos encontrado gran cosa en su oficina, ¿qué le parece si hacemos una visita a los aposentos del difunto señor Page?


    Capítulo 45
    El hogar de Page estaba en la planta baja de un caserón de principios de siglo en Georgetown que había sido transformado en un edificio de apartamentos. El adormilado propietario de la casa no puso ningún reparo al deseo de Sawyer de ver el apartamento de Page. El hombre estaba enterado de la muerte de su inquilino y manifestó su pesar. Dos inspectores de homicidios habían visitado el apartamento después de entrevistarse con el arrendatario y algunos vecinos. También había recibido una llamada de la hija de Page desde Nueva York. El detective privado había sido un inquilino modelo. Sus horarios eran un tanto irregulares, y en ocasiones se ausentaba durante algunos días, pero pagaba el alquiler puntualmente el primero de cada mes, era discreto y no causaba problemas. El propietario no conocía a ninguno de sus amigos.
    Sawyer abrió la puerta del apartamento con una llave que le dio el propietario, entró con Sidney y encendió la luz. Esperaba tener aquí mejor fortuna aunque no se hacía muchas ilusiones.
    Había leído el registro de entradas y salidas del edificio antes de dejar la oficina de Page. El archivador se lo habían llevado el día anterior dos tipos con uniformes de una empresa de mudanzas que traían las llaves de la oficina y una orden de trabajo aparentemente en regla. Sawyer estaba seguro de que la compañía no existía, y que ahora los valiosos documentos que había contenido el archivador, eran un montón de cenizas.
    El hogar de Page mostraba la misma sencillez y orden que su oficina. El agente y Sidney recorrieron las diversas habitaciones. Una bonita chimenea con la repisa de estilo Victoriano dominaba el salón. Una de las paredes estaba cubierta por una biblioteca que llegaba hasta el techo. A juzgar por la diversidad de los títulos, Page había sido un lector voraz y ecléctico. Sin embargo, no había ningún diario, agenda o facturas que dieran pista alguna sobre las actividades de Page, aparte de seguir a Sidney y Jason Archer. Acabaron de revisar la sala y el comedor, y se ocuparon de la cocina y el baño.
    Sawyer buscó en los lugares habituales como el depósito del inodoro y en la nevera, donde revisó las latas de gaseosa y los cogollos de lechuga para asegurarse de que eran auténticos y no escondrijos de pistas que pudieran aclarar por qué habían asesinado a Ed Page. Sidney entró en el dormitorio para realizar una revisión a fondo que comenzó mirando debajo de la cama y el colchón y acabó en el armario. Las pocas maletas que había no tenían las etiquetas de embarque antiguas. Las papeleras estaban vacías. Ella y Sawyer se sentaron en la cama y contemplaron la habitación. El agente miró las fotos en una mesa auxiliar. Edward Page y su familia en tiempos más felices.
    Sidney cogió una de las fotos. «Una bonita familia», pensó, y entonces recordó las fotos que tenía en su casa. Le pareció que había pasado una eternidad desde que esa misma frase había sido válida para su propia familia. Le pasó la foto al agente.
    La esposa era muy guapa, opinó Sawyer para sus adentros, y el hijo una imagen en miniatura del padre. La hija era preciosa. Una pelirroja de piernas muy largas; aparentaba unos catorce años. Según la fecha estampada en el dorso la habían tomado hacía cinco años. Ahora debía ser algo espectacular. Pero según el dueño de la casa, toda la familia estaba en Nueva York y Page vivía aquí. ¿Por qué?
    En el momento en que se disponía a dejar la foto en su lugar, notó un pequeño bulto en el dorso. Levantó el soporte y varias fotos más pequeñas cayeron al suelo. Sawyer las recogió; todas eran de la misma persona. Un hombre joven, veinteañero. Bien parecido, quizá demasiado para el gusto de Sawyer, que lo calificó de inmediato como un niño bonito. Las prendas eran demasiado elegantes, el peinado demasiado perfecto. Le pareció ver un leve parecido en la línea de la mandíbula y los ojos castaño oscuro. Miró el dorso de las fotos. Todos excepto uno estaban en blanco: alguien había escrito el nombre de Stevie. Quizás era el hermano de Page. En ese caso, ¿por qué había ocultado las fotos?
    —¿Qué opina? —le preguntó Sidney.
    —Algunas veces —respondió Sawyer mientras se encogía de hombros—, creo que todo este asunto supera con creces mí capacidad.
    El agente metió otra vez las fotos donde las había encontrado, pero se quedó con la que llevaba escrito el nombre. Después cerraron la puerta principal con llave y se marcharon.
    Sawyer acompañó a Sidney hasta su casa y después, en un alarde de precaución, revisó todas las habitaciones para asegurarse de que no había nadie más y comprobó que todas las puertas y ventanas estuvieran cerradas.
    —De día o de noche, si oye cualquier cosa, si tiene un problema, si le entran ganas de charlar, llámeme. ¿De acuerdo? —Sidney asintió—. Tengo a dos hombres de guardia afuera. Si los necesita estarán aquí en un segundo. —Caminó hasta la puerta principal—. Voy a ocuparme de unas cosas y volveré por la mañana. —Se volvió para mirarla—. ¿Estará bien?
    —Sí. —Sidney se cubrió el pecho con los brazos.
    Sawyer exhaló un suspiro mientras apoyaba la espalda contra la puerta.
    —Espero que algún día pueda presentarle este caso en una bandeja, Sidney, de verdad que lo espero.
    —Usted... todavía cree que Jason es culpable, ¿verdad? No puedo culparlo. Sé que todo está en su contra. —Miró las facciones preocupadas del agente, que volvió a suspirar al tiempo que desviaba la mirada. Cuando miró otra vez a Sidney, había en sus ojos un brillo extraño.
    —Digamos que comienzo a tener algunas dudas —replicó Sawyer.
    —¿Sobre Jason? —preguntó Sidney, confusa.
    —No, sobre todo lo demás. Le prometo una cosa: para mí lo primero es encontrar a su marido sano y salvo. Entonces podremos aclararlo todo, ¿vale?
    Sidney se estremeció antes de asentir.
    —Vale. —En el momento en que Sawyer se disponía a salir, ella le tocó el brazo—. Gracias, Lee.
    Contempló a Sawyer a través de la ventana. El caminó hasta el coche negro que ocupaban los dos agentes del FBI, miró hacia la casa, la vio y levantó una mano en señal de despedida. Sidney intentó devolverle el saludo. Ahora mismo se sentía un tanto culpable por lo que estaba a punto de hacer. Se apartó de la ventana, apagó todas las luces, cogió el abrigo y el bolso y se escabulló por la puerta de atrás antes de que uno de los agentes apareciera para vigilar la zona. Caminó por el bosquecillo que había más allá del patio trasero y salió a la carretera una manzana más allá. Cinco minutos más tarde llegó a una cabina de teléfono y llamó a un taxi.
    Media hora más tarde, Sidney metió la llave en la cerradura de seguridad del edificio de oficinas y abrió la pesada puerta de cristal. Corrió hasta los ascensores, entró en uno y subió hasta su piso. Sidney avanzó por el pasillo en penumbra, en dirección al otro extremo de la planta donde se encontraba la biblioteca. Las puertas dobles de cristal opaco estaban abiertas. En la gran sala además de la magnífica colección de textos legales había un lugar reservado en el que los abogados y los pasantes disponían de ordenadores para acceder a los bancos de datos.
    Sidney echó una ojeada al interior de la biblioteca antes de arriesgarse a entrar. No oyó ningún ruido ni vio movimiento alguno. Afortunadamente, esa noche nadie estaba ocupado con algún trabajo urgente. Las cortinas metálicas de las dos paredes de cristal estaban cerradas. Nadie podía ver desde el exterior lo que ocurría en la biblioteca.
    Se sentó delante de uno de los terminales, y se arriesgó a encender la lámpara de mesa. Sacó el disquete del bolso, puso el ordenador en marcha, tecleó las órdenes para conectar con America Online y se sobresaltó cuando sonó un pitido del módem. A continuación, tecleó el número de usuario y la contraseña de su marido mientras agradecía en silencio que Jason se los hubiera hecho aprender de memoria. Contempló ansiosa la pantalla, con las facciones tensas, la respiración poco profunda y una inquietud en el estómago como si fuera una acusada a la espera del veredicto del jurado. La voz electrónica anunció lo que tanto anhelaba: «Tiene correspondencia».
    En el pasillo dos personas avanzaban en silencio hacia la biblioteca.
    Sawyer miró a Jackson. Los dos agentes se encontraban en la sala de conferencias del FBI.
    —¿Qué has encontrado sobre el señor Page, Ray?
    —Mantuve una larga charla con el departamento de policía de Nueva York —contestó Jackson mientras se sentaba—. Page trabajó allí hasta que se retiró. También hablé con la ex esposa de Page. La saqué de la cama, pero tú dijiste que era importante. Todavía vive en Nueva York pero casi no se relacionaban desde el divorcio. En cambio, él seguía muy unido a los hijos. Conversé con la hija. Tiene dieciocho años y está en el primer año de carrera. Ahora tendrá que enterrar a su padre.
    —¿Qué te dijo?
    —Muchísimas cosas. Al parecer, su padre estuvo muy nervioso durante las últimas dos semanas. No quería que ellos le visitaran. Había comenzado a llevar un arma, cosa que no había hecho en años. De hecho, Lee, llevó un revólver en el viaje a Nueva Orleans. Lo encontraron en la maleta junto al cadáver. El pobre desgraciado no tuvo ocasión de utilizarlo.
    —¿Por qué dejó Nueva York y se vino aquí, si su familia seguía allí?
    —Ese es un punto interesante —señaló Jackson—. La esposa no quiso opinar. Sólo dijo que el matrimonio se había hundido y nada más. En cambio, la hija cree otra cosa.
    —¿Te dio alguna razón?
    —El hermano menor de Ed Page también vivía en Nueva York. Se suicidó hará cosa de unos cinco años. Era diabético. Se inyectó una sobredosis de insulina después de emborracharse. Los dos hermanos estaban muy unidos. Según la muchacha, su padre nunca volvió a ser el mismo después de aquello.
    —Entonces, ¿lo único que quería era cambiar de ciudad?
    —Por lo que deduje de la charla con la hija, Ed Page estaba convencido de que la muerte de su hermano no fue un suicidio o accidental.
    —¿Creía que le habían asesinado?
    Jackson asintió.
    —¿Por qué?
    —He pedido una copia del expediente a la policía de Nueva York. Quizás encontremos algunas respuestas, aunque cuando hablé con el inspector que se encargó del caso, me dijo que todas las pruebas señalaban hacia el suicidio o un accidente. El tipo estaba borracho.
    —Si se suicidó, ¿alguien sabe por qué?
    —Steven Page era diabético, así que no gozaba de mucha salud. Según la hija de Page, su tío nunca conseguía normalizar la insulina. Aunque sólo tenía veintiocho años cuando murió, sus órganos internos habían sufrido un desgaste de una persona mucho mayor. —Jackson hizo una pausa para mirar sus notas—. Para colmo, Steven Page acababa de descubrir que era seropositivo.
    —Mierda. Eso explica la borrachera —exclamó Sawyer.
    —Es probable.
    —Y quizás el suicidio.
    —Eso es lo que cree la policía de Nueva York.
    —¿Se sabe cómo se contagió?
    —Nadie lo sabe; al menos, oficialmente. Aparece en el informe del forense pero no pueden determinar el origen. Se lo pregunté a la ex esposa de Ed, que no sabía nada. En cambio, la hija me dijo que su tío era gay. No con todas las letras, pero estaba bastante segura y cree que así pilló el Sida.
    Sawyer se rascó la cabeza y resopló, intrigado.
    —¿Hay algún vínculo entre el presunto asesinato de un homosexual cometido en Nueva York hace cinco años, la traición de Jason Archer a su empresa y un avión que se estrelló en un campo de Virginia?
    —Quizá, por alguna razón que desconocemos, Page sabía que Archer no estaba en aquel avión —respondió Jackson.
    Por un instante, Sawyer se sintió culpable. Por su conversación con Sidney —una conversación que no había compartido con su compañero— estaba enterado de ese hecho.
    —Por lo tanto —dijo—, cuando Jason Archer desapareció, pensó en seguirle la pista a través de la esposa.
    —Eso parece bastante lógico. Puede ser que los de Tritón contrataran a Page para que investigara las filtraciones, y el tipo descubrió a Archer.
    —No lo creo —señaló Sawyer—. Entre el servicio de seguridad de la compañía de Hardy y el personal propio tienen gente de sobra para ese trabajo.
    Una mujer entró en la sala con una carpeta y se la dio a Jackson.
    —Ray, esto lo acaba de enviar por fax la policía de Nueva York.
    —Gracias, Jennie.
    La mujer se marchó, y Jackson comenzó a leer el expediente mientras Sawyer hacía un par de llamadas.
    —¿Es el expediente de Steven Page? —preguntó Sawyer.
    —Sí, y es muy interesante.
    Sawyer se sirvió una taza de café y se sentó junto a su compañero.
    —Steven Page estaba empleado en Fidelity Mutual en Manhattan —le informó Jackson—. Una de las compañías de inversiones más grandes del país. Vivía en un bonito apartamento; tenía la casa llena de antigüedades, pinturas, un armario lleno de trajes de Brooks Brothers; un Jaguar en el garaje. Además, tenía una magnífica cartera de inversiones: acciones, bonos, fondos, cédulas. Más de un millón de dólares.
    —No está mal para un jovencito de veintiocho años. Son los tipos metidos en inversiones los que se llevan el gato al agua. Mocosos que ganan millones haciendo Dios sabe qué. Supongo que jodiendo a la gente como tú y yo.
    —Sí, pero Steven Page no era un banquero. Trabajaba de analista financiero, estudiaba el mercado. Cobraba un sueldo, y según este informe, tampoco cobraba mucho.
    —Entonces ¿cómo es que tenía esa cartera de inversiones? —Sawyer frunció el entrecejo—. ¿Utilizó fondos de Fidelity?
    —La policía lo investigó. No faltaban fondos de Fidelity.
    —Entonces, ¿a qué conclusión llegaron?
    —Creo que a ninguna. A Page lo encontraron solo en el apartamento, con la puerta y las ventanas cerradas desde el interior. Y en cuanto el informe del forense mencionó el posible suicidio con una sobredosis de insulina, se despreocuparon del asunto. Por si no lo sabes, Lee, en Nueva York se les amontonan los casos de homicidios.
    —Gracias por la información, Ray. ¿Quién fue el heredero?
    Jackson echó una ojeada al informe.
    —Steven Page no dejó testamento. Sus padres habían muerto, era soltero y no tenía hijos. Su hermano, Edward, como único pariente, lo heredó todo.
    —Eso es interesante.
    —No creo que Ed Page se cargara a su hermano menor para pagar la educación de sus hijos. Por lo que averigüé, él fue el primer sorprendido cuando se enteró de que su hermano era millonario.
    —¿Hay algo en el informe de la autopsia que te parezca raro?
    Jackson cogió dos páginas de la carpeta y se las pasó a Sawyer.
    —Steven Page murió como consecuencia de una sobredosis de insulina. Se inyecto a sí mismo en el muslo. Es el lugar habitual para los diabéticos. Había marcas anteriores que lo confirman. En la jeringuilla sólo había sus huellas digitales. El informe de toxicología señala que el nivel de alcohol en sangre era de uno coma ocho. Esto no le ayudó mucho cuando se inyectó la sobredosis. El algor mortis indicó que llevaba muerto unas doce horas cuando lo encontraron; la temperatura del cuerpo era de unos veintiséis grados. El rigor mortis era total, cosa que corrobora la hora de la muerte señalada por la temperatura corporal e indica que ocurrió entre las tres y las cuatro de la mañana. El tipo murió donde lo encontraron.
    —¿Quién lo encontró?
    —La mujer de la limpieza. Seguramente, no fue un espectáculo agradable.
    —La muerte nunca lo es. ¿Dejó alguna nota?
    Jackson meneó la cabeza.
    —¿Page hizo alguna llamada antes de palmarla?
    —La última llamada que hizo Steven Page desde su apartamento fue a las siete y media de la tarde anterior.
    —¿A quién llamó?
    —A su hermano.
    —¿La policía habló con Ed Page?
    —Desde luego. En cuanto se enteraron de que Steven Page era rico.
    —¿Ed Page tenía una coartada?
    —Una muy buena. Como sabes, en aquel tiempo era policía. Estaba trabajando en una operación antidroga con otros agentes en el Lower East Side a la hora de la muerte de su hermano.
    —¿Le preguntaron sobre la conversación telefónica?
    —Declaró que su hermano parecía desesperado. Steven le dijo que era seropositivo. Page señaló que por el tono le pareció que estaba borracho.
    —¿No fue a verlo?
    —Dijo que lo intentó, pero que su hermano no quiso saber nada. Al final acabó por colgarle el teléfono. Ed Page lo llamó un par de veces sin resultado. Entraba de servicio a las nueve. Decidió dejar tranquilo a su hermano e ir a verlo a la mañana siguiente. Acabó el turno a las diez de la mañana. Se fue a casa a dormir unas horas, y a eso de las tres de la tarde fue a la oficina de su hermano en el centro. Allí le dijeron que no había ido a trabajar y, entonces, se dirigió al apartamento de Steven. Llegó casi con los de homicidios.
    —Pobre tipo. Supongo que el sentimiento de culpa debió ser terrible.
    —Si hubiese sido mi hermano menor... —comentó Jackson—. La cuestión es que consideró un suicidio. Todos los hechos lo confirmaban.
    —Y, sin embargo, Ed Page no se lo creyó. ¿Por qué?
    —Quizás era lo que necesitaba. —Jackson encogió los hombros—. Quizá se sentía culpable y negar el suicidio le hacía sentirse mejor. ¿Quién sabe? La policía no encontró nada fuera de lugar, y por lo que veo en este informe yo tampoco.
    Sawyer, perdido en sus pensamientos, no respondió. Jackson recuperó las dos hojas del informe de la autopsia de Steven Page y las guardó en la carpeta. Miró a su compañero.
    —¿Encontraste algo en la oficina de Page?
    —No. Pero sí encontré algo interesante en su casa —respondió Sawyer distraído. Metió la mano en el bolsillo de la americana y sacó la foto marcada con el nombre de «Stevie». Se la dio a Jackson—. Es interesante porque estaba oculta en el dorso de otra foto más grande. Creo que es Steven Page.
    Jackson se quedó boquiabierto en el instante en que miró la foto.
    —¡Oh, Dios mío! —Se levantó bruscamente—. ¡Oh, Dios mío! —repitió mientras trataba de controlar el temblor de las manos—. Esto no es posible.
    —¿Ray, Ray? ¿Qué coño pasa?
    Jackson corrió hasta otra de las mesas de la sala. Comenzó a buscar entre las carpetas. Las abría, les echaba una ojeada y las tiraba. Su conducta era cada vez más frenética. Por fin, encontró lo que buscaba y permaneció en silencio con la mirada fija en una página. Sawyer se acercó en el acto.
    —Maldita sea, Ray, ¿de qué se trata?
    Jackson alcanzó la página donde estaba pegada una foto y Sawyer la miró incrédulo. Tenía ante sus ojos el precioso rostro de Steven Page. Sawyer recogió la foto que había traído del apartamento de Ed Page y comparó ambas fotos. No había ninguna duda; era el mismo hombre. Miró a su compañero.
    —¿Dónde encontraste esta foto, Ray? —preguntó casi en un susurro.
    Jackson se humedeció los labios mientras meneaba la cabeza.
    —No me lo puedo creer.
    —¿Dónde, Ray, dónde?
    —En el apartamento de Arthur Lieberman.


    Capítulo 46
    Destinatario: Yo no.
    Fecha: 261195 08:41:52 EST
    De:ArchieKW2
    Para: ArchieJW2
    Querido Otro Archie: Cuida tu mecanografía. Por cierto, ¿te envías cartas a ti mismo muy a menudo? El mensaje es un poco melodramático pero la contraseña es bonita. Quizá podamos hablar de claves. Me han dicho que una de las mejores es la racalmilgo del Servicio Secreto. Nos vemos en el ciberespacio.
    Ciao.
    Mensaje enviado:
    Remitente: Yo no.
    Fecha: 191195 10:30:06 PST
    De:ArchieJW2
    Para: ArchieKW2
    sid todo mal todo al revés/disquete en correo 099121.19822.29629.295111.3961 4 almacén seattleconsigueayudaurgenteyo

    Sidney contempló la pantalla del ordenador mientras su mente alternaba entre el entusiasmo y el desconsuelo. Su suposición era correcta. Jason había apretado la k en lugar de la j. Gracias, ArchieKW2. Fisher había tenido razón en cuanto a la contraseña: casi treinta caracteres. Daba por hecho que eso era lo que representaban los números: la contraseña.
    Se desesperó una vez más cuando vio la fecha del mensaje original. Jason le había suplicado una ayuda urgente. Sidney no hubiera podido hacer nada, pero de todos modos tenía la terrible sensación de haberle fallado. Imprimió el mensaje y se lo guardó en el bolsillo. Al menos ahora podría leer el contenido del disquete y esto volvió a animarla.
    De pronto se le disparó la adrenalina al oír que alguien entraba en la biblioteca. Salió del programa y apagó el ordenador. Guardó el disquete en el bolso. Casi sin respirar y con la mano sobre la culata de la pistola esperó atenta a cualquier otro sonido.
    Justo cuando oyó un ruido a su derecha, dejó la silla y se movió agachada hacia la izquierda. Llegó a una de las estanterías y se detuvo para espiar entre los libros. Vio la silueta del hombre pero no había luz suficiente para verle la cara. No se atrevió a moverse por miedo a hacer algún ruido. Entonces el desconocido avanzó directamente hacia donde estaba ella. Empuñó la pistola, le quitó el seguro y la sacó de la cartuchera mientras retrocedía. Siempre agachada, se ocultó detrás de uno de los tabiques, los oídos atentos mientras pensaba cómo salir. El problema estaba en que la biblioteca tenía una única puerta. Su única oportunidad era rodear las estanterías intentando mantener la ventaja sobre el intruso, alcanzar la puerta y echar a correr hasta los ascensores en el vestíbulo.
    Caminó unos cuantos pasos y esperó; después, repitió el proceso. Debía suponer que el hombre oía sus ruidos pero no con la claridad suficiente para determinar su estrategia. Los pasos a su espalda imitaban sus movimientos casi a la perfección y esto tendría que haber sido suficiente para alertarla. Casi había llegado a la puerta; veía los cristales opacos. Sólo le faltaban unos pasos y echaría a correr. Ahora estaba a un metro y medio de la salida. Apoyada contra la pared, se dispuso a contar hasta tres.
    No pasó del uno.
    El resplandor de las luces la cegaron. En la fracción de segundo necesario para que las pupilas se enfocaran, el hombre estaba a su lado. Sidney se volvió por instinto y le apuntó con la pistola.
    —Dios mío, ¿te has vuelto loca? —gritó Philip Goldman.
    Sidney lo miró boquiabierta.
    —¿Qué demonios pretendes rondando por aquí de esta manera? —añadió el hombre—. ¿Y para colmo con una pistola?
    Sidney dejó de temblar y se irguió, decidida.
    —Soy una asociada de esta empresa, Philip. Tengo todo el derecho a estar aquí —replicó con voz agitada pero con la mirada firme.
    —No por mucho tiempo más —comentó Goldman burlón. Sacó un sobre de uno de los bolsillos de la chaqueta—. En realidad, tu presencia aquí le ahorrará a la empresa pagar a un mensajero. —Le tendió el sobre—. Tu cese de la firma. Si tuvieses la bondad de firmarlo ahora mismo, nos evitarías a todos un montón de problemas y salvarías a la firma de una enorme vergüenza.
    Sidney no hizo ningún gesto de coger el sobre sino que mantuvo la mirada y la pistola centradas en Goldman.
    El abogado jugueteó unos momentos con el sobre antes de mirar el arma.
    —¿Te importaría guardar la pistola? Tu situación ya es bastante comprometida como para seguir añadiendo crímenes a la lista.
    —No he hecho nada y tú lo sabes —le espetó Sidney.
    —Desde luego. Estoy seguro de que no sabías nada de los nefastos planes de tu amante marido.
    —Jason tampoco ha hecho nada malo.
    —No pienso discutirlo mientras me apuntas con un arma. ¿Podrías tener la bondad de guardarla?
    Sidney vaciló un momento y después comenzó a bajar el arma. Entonces se le ocurrió una cosa. ¿Quién había encendido las luces? Goldman, no.
    Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, una mano fuerte le sujetó el brazo y le arrebató el arma. Casi al mismo tiempo el atacante la lanzó contra la pared con un violento empujón. Sidney cayó sentada al suelo, aturdida por la fuerza del impacto. Cuando levantó la mirada, vio a un hombretón vestido con el uniforme negro de chófer que le apuntaba a la cabeza con su propia pistola. Detrás del chófer, apareció otro hombre.
    —Hola, Sid —dijo Paul Brophy con un tono risueño—. ¿Has recibido alguna otra llamada de tu difunto marido?
    Sidney, con las rodillas temblorosas, consiguió levantarse. Se apoyó en la pared mientras intentaba recuperar la respiración.
    —Buen trabajo, Parker —le dijo Goldman al hombretón—. Ya puede volver al coche. Bajaremos en unos minutos.
    Parker asintió, al tiempo que metía la pistola de Sidney en un bolsillo. Ella se fijó que el chófer iba armado. Desesperada, vio cómo el hombre recogía el bolso que se le había caído durante la refriega y se marchaba.
    —¡Me habéis seguido! —exclamó, furiosa.
    —Me gusta saber quién entra y sale de la firma fuera de horas —le contestó Goldman—. Hay un chivato electrónico en el control de entradas al edificio. Me alegré mucho al ver que aparecía tu nombre en el registro a la una y media de la mañana. —Miró las estanterías—. ¿Buscabas información sobre algún tema legal o quizá pretendías seguir el ejemplo de tu marido e intentabas robar algunos secretos?
    Sidney le hubiera dado un puñetazo en el rostro pero Brophy fue más rápido y se lo impidió. Goldman no se preocupó.
    —Quizás ahora —prosiguió— podemos tratar de negocios.
    Sidney intentó cruzar la puerta y, una vez más, Brophy se interpuso en su camino y la obligó a retroceder de un empujón. Sidney lo miró furiosa.
    —Pasar de ser miembro de un bufete de primera a ladrón de hotel en Nueva Orleans es todo un cambio, Paul —dijo Sidney, que tuvo el placer de ver cómo se esfumaba la sonrisa de Brophy. Miró a Goldman—. ¿Crees que si me pongo a gritar me oirá alguien?
    —Quizá lo hayas olvidado —replicó Goldman con un tono frío—, pero todos los abogados y pasantes se marcharon hoy más temprano para asistir a la conferencia anual de la firma en Florida. No regresarán en varios días. Lamentablemente, debido a unos asuntos urgentes no he podido acompañarles pero me uniré a ellos mañana. Paul está en la misma situación. Todos los demás están allí. —Miró la hora—. Por lo tanto, puedes gritar todo lo que quieras. Sin embargo, creo que tienes muchos motivos para trabajar con nosotros.
    Sidney miró a los dos hombres con una expresión de furia.
    —¿De qué demonios estás hablando?
    —Considero que esta conversación debe desarrollarse en mi despacho —dijo Goldman, que señaló hacia la puerta y después sacó un revólver de pequeño calibre para reforzar la propuesta.
    Brophy cerró la puerta con llave. Goldman le entregó el revólver y fue a sentarse detrás de su escritorio. Con un gesto, le indicó a Sidney que se sentara.
    —Desde luego, éste ha sido un mes excitante para ti, Sidney. —Sacó otra vez la carta de despido—. Sin embargo, creo que tus recientes excesos han significado que tu relación con esta firma ha llegado a su fin. No me sorprendería que la firma y Tritón decidieran demandarte no sólo por lo civil sino también por lo criminal.
    —Me retienes contra mi voluntad a punta de pistola —replicó Sidney sin apartar la mirada de Goldman—, y me dices que me preocupe de una demanda criminal.
    —Paul y yo, ambos socios de esta firma, descubrimos a alguien, a un intruso, en la biblioteca de la firma haciendo Dios sabe qué. Intentamos detener al sospechoso y ¿qué hizo? Sacó un arma. Entre los dos conseguimos desarmarla antes de que nadie resultara herido, y ahora retenemos a la intrusa hasta que llegue la policía.
    —¿La policía?
    —Así es. Vaya, ¿todavía no he llamado a la policía? Qué despiste. —Goldman levantó el auricular y después se reclinó en el sillón sin marcar el número—. Ah, ahora recuerdo por qué no la llamé. —Su tono era provocador—. ¿Quieres saber la razón? —Sidney permaneció en silencio—. Tú eres especialista en negociaciones. ¿Qué te parece si te propongo un trato? La manera no sólo de permanecer en libertad sino también de conseguir un beneficio económico, algo que te vendrá muy bien ahora que estás en el paro.
    —Tylery Stone no es la única firma en la ciudad, Phil.
    Goldman hizo una mueca al oír la abreviatura de su nombre.
    —Creo que la afirmación no es aplicable a tu caso. Verás, en lo que a ti respecta, no quedan firmas. Ni aquí ni en ningún otro lugar del país, incluso del mundo.
    La expresión de Sidney reflejó su desconcierto.
    —Piensa un poco, Sid. —Los ojos de Goldman brillaron de satisfacción cuando le devolvió la pelota—. Tu marido es sospechoso de sabotear un avión y provocar la muerte de casi doscientas personas. Además, está claro que robó dinero y secretos valorados en cientos de millones de dólares a un cliente de esta firma. Es obvio que estos crímenes se planearon en un largo período de tiempo.
    —Todavía no te he oído mencionar mi nombre en esta ridícula acusación.
    —Tenías acceso a las informaciones más secretas de Tritón Global, quizás a algunas que ni siquiera tu marido conocía.
    —Eso era parte de mi trabajo. No me convierte en una criminal.
    —Como se suele decir en los círculos legales, y está escrito en el código de ética, se debe evitar incluso la «apariencia de algo impropio». Creo que tú has pasado ese límite hace mucho.
    —¿Cómo? ¿Perdiendo a mí marido? ¿Siendo expulsada de mi trabajo sin ninguna prueba? Ya que hablamos de demandas. ¿Qué opinas de Sidney Archer contra Tylery Stone por despido improcedente?
    Goldman miró a Brophy y asintió. Sidney volvió la cabeza para mirar al otro. Le tembló la barbilla cuando le vio sacar un magnetófono de bolsillo.
    —Estos chismes son utilísimos, Sid —comentó Brophy—. Graban y reproducen con una claridad asombrosa.
    Puso en marcha el aparato, y Sidney, después de escuchar un minuto la conversación que había mantenido con su marido, miró otra vez a Goldman.
    —¿Qué demonios quieres?
    —Vamos a ver. Supongo que primero debemos establecer el precio de mercado. ¿Cuánto vale esa cinta? Demuestra que le mentiste al FBI. Un delito mayor. Después tenemos la ayuda y ocultamiento de un fugitivo. Complicidad después del hecho. Otra acusación muy grave. La lista de cargos puede ser inacabable. Ninguno de los dos somos abogados criminalistas, pero creo que te haces una idea. El padre desaparecido, la madre en la cárcel. ¿Cuántos años tienes? Trágico. —Meneó la cabeza en una actitud de falsa compasión.
    —¡Que te den por el culo, Goldman! —gritó Sidney, que se levantó hecha una furia—. ¡ Que os den por el culo a los dos!
    Sin parar mientes, Sidney se lanzó sobre la mesa y cogió a Goldman por el cuello y lo hubiera estrangulado de no haber sido por Brophy, que acudió en ayuda del hombre mayor.
    Goldman, jadeante y con el rostro amoratado, miró a Sidney con odio.
    —Si me vuelves a tocar, te pudrirás en la cárcel —dijo con voz ronca.
    Sidney dirigió al hombre una mirada salvaje al tiempo que apartaba la mano de Brophy, aunque no se movió porque él seguía apuntándole con el arma. Goldman se arregló la corbata y se pasó la mano por la pechera de la camisa. Cuando habló lo hizo con el mismo tono de confianza de antes.
    —A pesar de tu grosera reacción, estoy preparado para ser muy generoso contigo. Si quisieras considerar el asunto con sentido común, aceptarías sin vacilar la oferta que te haré. —Ladeó la cabeza en dirección a la silla.
    Sidney, temblorosa y con la respiración agitada, volvió a sentarse.
    —Bien —prosiguió Goldman—. Ahora, te resumiré la situación. Sé que hablaste con Roger Egert, que se ha hecho cargo de las negociaciones con CyberCom. Tú estás enterada de la última propuesta de Tritón para la compra de la compañía. Sé que es así. Tú todavía conoces la contraseña para acceder al archivo de las negociaciones grabado en el ordenador central. —Sidney contempló a su interlocutor con una mirada opaca mientras sus pensamientos se adelantaban a las palabras que él iba a pronunciar—. Quiero saber los últimos términos de la propuesta y la contraseña del archivo, como una precaución ante algún cambio de última hora en la postura negociadora de Tritón.
    —Los de RTG deben estar desesperados por comprar CyberCom si están dispuestos a pagarte algo más que tus honorarios por violar la confidencialidad de la relación abogado-cliente, sin contar el robo de secretos corporativos.
    —A cambio de eso —continuó Goldman impertérrito—, estamos dispuestos a pagarte diez millones de dólares, libres de impuestos, desde luego.
    —¿Para asegurar mi bienestar económico, ahora que estoy en el paro, además de mi silencio?
    —Algo así. Desapareces en algún bonito país extranjero, y te dedicas a criar a tu hijita con todo lujo. Se cierra el trato con CyberCom. Tritón Global seguirá con lo suyo. Tylery Stone continuará siendo una firma de prestigio. Nadie saldrá mal parado. ¿La alternativa? En realidad es mucho más desagradable. Para ti. Sin embargo, la cuestión tiempo es vital. Necesito tu respuesta en un minuto. —Miró su reloj y comenzó a contar los segundos.
    Sidney se echó hacia atrás en la silla, con los hombros hundidos mientras consideraba rápidamente las pocas posibilidades a su alcance. Si aceptaba, sería rica. Si decía que no, lo más probable es que acabara en la cárcel. ¿Y Amy? Pensó en Jason y en todos los terribles sucesos del mes pasado. Eran más de los que nadie podía soportar en una sola vida. De pronto se puso rígida al ver la expresión triunfal de Goldman, al intuir el gesto burlón de Paul Brophy a sus espaldas.
    Tenía muy claro el curso que seguir.
    Aceptaría sus términos y después jugaría sus propias cartas. Le daría a Goldman la información que quería, para luego ir directamente a Lee Sawyer y contárselo todo, incluida la existencia del disquete. Intentaría llegar al mejor acuerdo posible al tiempo que denunciaría a Goldman y su cliente. No sería rica y quizá la separarían de su hija si la condenaban a la cárcel, pero no estaba dispuesta a criar a Amy con el soborno de Goldman. Y, lo que era más importante, podría vivir consigo misma.
    —Tiempo —anunció Goldman.
    Sidney permaneció en silencio.
    Goldman meneó la cabeza y cogió el teléfono una vez más. Por fin, con un movimiento casi imperceptible, Sidney asintió. El hombre se levantó con una amplia sonrisa en el rostro.
    —Excelente. ¿Cuáles son los términos y la contraseña?
    —Mi posición negociadora es un tanto frágil —contestó Sidney—. Primero el dinero, después la información. Si no estás de acuerdo ya puedes marcar.
    —Como bien dices —le replicó Goldman—, tu posición es precaria. Sin embargo, precisamente por ese hecho, podemos ser algo flexibles. ¿Por favor? —Señaló la puerta y Sidney lo miró confusa—. Ahora que hemos llegado a un acuerdo, quiero cerrar el trato antes de dejarte ir. Quizá después resultes ser una persona difícil de encontrar.
    Mientras Sidney se levantaba y se volvía, Brophy guardó el arma y cuando ella pasó a su lado, el abogado la rozó con el hombro con toda intención y acercó los labios a la oreja de Sidney.
    —Después de que te hayas acomodado en tu nueva vida, quizá quieras disfrutar de un poco de compañía. Tendré mucho tiempo libre y tanto dinero que no sabré qué hacer con él. Piénsalo.
    Sidney descargó un tremendo rodillazo en la entrepierna de Brophy, derribándolo al suelo.
    —Lo acabo de pensar, Paul, y me entran náuseas. Apártate de mí si quieres conservar la poca hombría que te queda.
    Sidney se alejó con paso enérgico escoltada por Goldman. Brophy tardó unos segundos en levantarse. Con el rostro pálido y las manos sobre las partes doloridas, los siguió.
    La limusina les esperaba en el piso más bajo del garaje junto a los ascensores, con el motor en marcha. Goldman mantuvo la puerta abierta para que entrara Sidney. Brophy, casi sin aliento y todavía con las manos en la entrepierna, fue el último en subir. Se sentó delante de Goldman y Sidney; detrás de él, el cristal oscuro que los separaba del chófer estaba alzado.
    —No llevará mucho hacer los arreglos. Sería conveniente que mantuvieras tu actual domicilio hasta que las cosas se calmen un poco. Después te daremos un pasaje para algún destino intermedio. Desde allí podrás enviar a tu hija y vivir feliz por siempre jamás. —El tono de Goldman era francamente jovial.
    —¿Qué pasará con Tritón y la firma? Mencionaste unas demandas —replicó Sidney.
    —Creo que eso es algo fácil de arreglar. ¿Para qué iba querer la firma meterse en un pleito largo y vergonzoso? Y Tritón tampoco puede probar nada ¿verdad?
    —Entonces, ¿por qué voy a negociar?
    Brophy, con el rostro todavía enrojecido, levantó el magnetófono.
    —Por esto, putita. A menos que quieras pasar el resto de tu vida en la cárcel.
    —Quiero la cinta —dijo Sidney sin perder la calma.
    —Eso es imposible por ahora. —Goldman encogió los hombros—. Tal vez más adelante, cuando las cosas hayan vuelto a la normalidad. — El hombre miró el cristal que tenía delante—. ¿Parker? —El cristal descendió—. Parker, ya podemos irnos.
    La mano que apareció por el hueco empuñaba un arma. La cabeza de Brophy estalló y el hombre cayó hacia delante sobre el suelo de la limusina. Goldman y Sidney recibieron una lluvia de sangre y otras cosas. Goldman se quedó atónito por un momento.
    —¡Oh, Dios! ¡No! ¡Parker!
    La bala le alcanzó la frente y la larga carrera de Philip Goldman como abogado excesivamente arrogante llegó a su fin. El impacto le arrojó hacia atrás y la sangre bañó no sólo su rostro sino también el cristal trasero de la limusina. Después se desplomó sobre Sidney, que chilló horrorizada al ver que el arma le apuntaba. Dominada por el pánico clavó las uñas en el asiento de cuero. Por un instante miró el rostro cubierto por un pasamontañas negro, y después su mirada se clavó en el cañón reluciente que se movía a un metro y medio de su cara. Todos los detalles del arma se grabaron en su memoria mientras esperaba la muerte.
    Entonces el arma señaló hacia la puerta derecha de la limusina. Sidney permaneció inmóvil y el pistolero volvió a señalar la puerta con más firmeza. Temblorosa e incapaz de entender lo que pasaba aparte del hecho de que aparentemente no iba a morir, Sidney apartó el cadáver de Goldman y comenzó a pasar por encima del cuerpo de Brophy. Mientras se movía torpemente sobre el abogado muerto, su mano resbaló en un charco de sangre y cayó sobre el difunto. Se levantó como impulsada por un resorte. Al buscar un punto de apoyo, tocó un objeto duro debajo del hombro de Brophy. Instintivamente, cerró los dedos sobre el metal. De espaldas al pistolero, se las arregló para meter el revólver de Brophy en el bolsillo del abrigo sin ser observada.
    En el momento de abrir la puerta, algo le golpeó en la espalda. Aterrorizada, volvió la cabeza y vio su bolso, que había caído sobre el cadáver de Brophy después de rebotar contra ella. Entonces vio que la mano desaparecía con el disquete que le había enviado Jason. Se apresuró a coger el bolso, abrió la puerta del todo y cayó sobre el suelo del garaje. Sólo tardó un segundo en levantarse y echar a correr con todas sus fuerzas.
    En el interior de la limusina, el hombre se asomó a la parte trasera. A su lado, estaba Parker con un balazo en la sien. El pistolero recogió el magnetófono que estaba sobre el asiento y lo puso en marcha durante unos segundos. Asintió el escuchar las voces. Apagó el aparato, levantó un poco el cadáver de Brophy unos centímetros, metió el magnetófono en el espacio y dejó caer el cuerpo. Guardó el disquete en su mochila. El último detalle fue recoger los tres casquillos de bala. No se lo podía poner demasiado fácil a la poli. Entonces se apeó de la limusina, con la pistola en una bolsa para dejarla en algún lugar apartado, pero no lo bastante como para que la policía no la encontrara.
    Kenneth Scales se quitó el pasamontañas. Alumbrados por la luz intensa de los focos del garaje, los letales ojos azules brillaron de satisfacción. Otra noche de trabajo bien hecho.
    Sidney apretó el botón del ascensor una y otra vez hasta que abrieron las puertas. Se desplomó contra la pared de la cabina. Tenía la ropa empapada en sangre; la notaba en el rostro y en las manos. Hizo lo imposible para no chillar a voz en grito. Sólo quería quitársela de encima. Con mano temblorosa apretó el botón del piso octavo. No sabía por qué le habían perdonado la vida, pero no iba a esperar a que el asesino cambiara de opinión.
    En cuanto entró en el lavabo de señoras y se vio en el espejo, vomitó en el lavabo y después se desplomó, el cuerpo sacudido por los sollozos. Cuando recuperó un poco el control, se lavó lo mejor que pudo y siguió echándose agua caliente en el rostro hasta que cesaron los temblores. Después se quitó del pelo las cosas que no eran suyas.
    Salió del lavabo, corrió por el pasillo hasta su oficina y cogió la gabardina que guardaba allí. La prenda ocultaba las manchas de sangre que no había conseguido quitar. Entonces cogió el teléfono y se dispuso a marcar el 911. Con la otra mano empuñó el revólver. Le dominaba la sensación de que en cualquier momento aquella pistola resplandeciente volvería a apuntarle, que el hombre del pasamontañas negro no la dejaría vivir una segunda vez. Ya había marcado dos de los números cuando una visión la inmovilizó: la imagen de la pistola que le apuntaba en la limusina, y después el movimiento del arma que señalaba la puerta. Ahí fue cuando la vio.
    La culata. La culata rajada, que se había roto cuando se le había caído al intentar sacarla del armario de su casa. El asesino tenía su pistola. Había asesinado a dos hombres con su pistola.
    Otra visión apareció en su cerebro. La cinta con la conversación de Jason con ella. La cinta también estaba allí, con los dos cadáveres. La razón por la que le habían dejado vivir estaba muy clara. Le habían dejado viva para que se pudriera en la cárcel por asesinato. Como una niña asustada, corrió hasta un rincón de la oficina y se sentó en el suelo. Temblaba incontroladamente mientras lloraba y gemía con auténtica desesperación.


    Capítulo 47
    Sawyer todavía miraba la foto de Steven Page. Tenía la impresión de que el rostro del muerto se hacía cada vez más grande y llegó un momento en que tuvo que volverle la espalda antes de que le engullera.
    —Di por hecho que era la foto de uno de los hijos de Lieberman. Estaban todas juntas sobre una mesa. En ningún momento recordé que él tenía dos hijos y no tres. —Jackson se dio una palmada en la frente—. No me parecía importante. Entonces fue cuando la investigación pasó de Lieberman a Archer —Jackson meneó la cabeza, desconsolado.
    Sawyer se sentó en el borde de la mesa. Sólo sus más allegados habrían advertido que el veterano agente se había llevado una sorpresa mayúscula.
    —Lo siento, Lee. —Jackson echó otra ojeada a la foto y se encogió compungido.
    —No es culpa tuya, Ray. —Sawyer le palmeó la espalda—. A mí tampoco me hubiera parecido importante. —El agente se apartó de la mesa y comenzó a pasearse por la sala—. Pero ahora sí que lo es. Tendremos que verificar que efectivamente es Steven Page, aunque no tengo la menor duda. —Se detuvo bruscamente—. Eh, Ray, la policía de Nueva York nunca consiguió averiguar cómo Page consiguió todo ese dinero, ¿verdad?
    —Quizá Page chantajeaba a Lieberman —señaló Jackson más animado—. Quizá le amenazó con revelar que tenía una amante. Los dos se movían en los mismos círculos profesionales y financieros. Eso explicaría el dinero de Page.
    —Al parecer mucha gente conocía la historia de la amante. —Sawyer meneó la cabeza—. No creo que el tema diera mucho para un chantaje. Además, la gente no acostumbra a tener la foto del chantajista junto con las de los hijos —Jackson mostró una expresión compungida—. No, creo que esto es algo más profundo. —Sawyer se apoyó contra la pared, cruzó los brazos y hundió la barbilla en el pecho—. Por cierto, ¿qué has averiguado de la escurridiza amante?
    Jackson se tomó un momento para consultar un expediente.
    —Nada de nada. Hablé con varias personas que habían oído rumores, aunque todos se apresuraron a señalar que carecían de fundamentos. Tenían pánico a que se les mencionara o a verse involucrados. El trabajo fue mío para tranquilizarlos. La cuestión es que parece un asunto endiablado: todos habían oído hablar de ella, incluso me la describieron bastante bien aunque cada descripción era una poco distinta a las demás. Pero...
    —Pero nadie te dijo que había conocido personalmente a la dama.
    —Sí, así es. —Jackson hizo una mueca—. ¿Cómo lo sabes?
    —Ray, ¿alguna vez has jugado a ese juego en el que alguien te dice una cosa y tú se la cuentas a otro, y éste al siguiente? Cuando el último recibe la información, ésta no se parece en nada a lo que dijo el primero. Otro tanto pasa con los rumores. Se difunden y todo el mundo se lo cree a pies juntillas, llegan a jurar que han visto con sus propios ojos lo que sea, y sin embargo no es verdad.
    —Coño, sí. Mi abuela lee el Star. Se cree todo lo que lee y es capaz de jurar que vio a Liz Taylor y a Elvis subir al transbordador espacial.
    —Eso es. No es verdad en absoluto, pero la gente te dirá que sí, lo creen con los ojos cerrados, sólo porque lo leyeron o alguien se lo dijo, sobre todo si lo oyen de más de una persona.
    —¿Estás diciendo...?
    —Digo que no creo que la amante rubia existiera, Ray. En cambio, sí creo que la inventaron con un propósito específico.
    —¿Cuál?
    Sawyer inspiró con fuerza antes de responder.
    —Para ocultar el hecho de que Arthur Lieberman y Steven Page eran amantes.
    Jackson se sentó mientras miraba a su compañero, boquiabierto.
    —¿Lo dices en serio?
    —¿Qué me dices de la foto de Page junto a la de sus hijos? ¿De las cartas de amor que encontraste en el apartamento? ¿Por qué no estaban firmadas? Te apuesto la paga de la semana a que la escritura coincide con la de Steven. Y para acabar, ¿cómo llegó Steven Page a millonario con el sueldo de empleado? En cambio, es algo muy factible si por una de esas tú estás durmiendo con el tipo que convierte a mucha gente en millonaria.
    —Vale, pero ¿a qué viene inventarse una amante? Podría haberle costado el cargo de presidente.
    —En estos tiempos, Ray, ¿quién sabe? Si ése fuera el criterio, una buena parte de los líderes políticos de este país tendrían que hacer las maletas y volverse a casa. Y la cuestión es que no le impidió ser el presidente de la Reserva. Pero ¿cuál crees que hubiera sido el resultado si se descubría que Lieberman era homosexual y que tenía un amante veinteañero? No olvides que la comunidad financiera de este país es una de las más conservadoras del mundo.
    —De acuerdo, le hubieran dado por el culo, eso está claro. Es la historia de la doble moral. No pasa nada si cometes adulterio siempre que sea con alguien del sexo opuesto.
    —Eso es. Te inventas un ligue heterosexual falso para tapar el homosexual verdadero. Solían hacerlo en Hollywood con los grandes actores que no se sentían atraídos por el sexo opuesto. Los estudios organizaban falsos matrimonios. Un montaje de lo más complicado para preservar una carrera lucrativa. La historia de Lieberman no era perfecta, pero le consiguió el puesto. No sabemos si la esposa estaba enterada o no, pero él le dio una pasta, así que no creo que esté dispuesta a hablar del asunto. Los dos implicados están muertos. Por lo tanto, ¿quién dirá algo?
    —Joder. —Jackson se enjugó el sudor de la frente mientras miraba a Sawyer, intrigado—. Si ese es el caso, entonces la muerte de Steven Page fue un suicidio; no había ningún motivo para asesinarle.
    —Había todos los motivos del mundo para matarle, Ray —replicó Sawyer.
    —¿Por qué?
    Sawyer hizo una pausa, se miró las manos por un momento, antes de responder a la pregunta en voz baja.
    —¿Quieres que intente adivinar cómo contrajo el Sida Steven Page?
    —¿Lieberman? —dijo Jackson, atónito.
    —Me gustaría saber si Lieberman era seropositivo.
    La confusión de Jackson se aclaró en el acto.
    —Si Page sabía que era un enfermo terminal, no tenía ningún motivo para mantenerse callado.
    —Eso es. Que tu amante te contagie una enfermedad mortal no es algo que inspire lealtad. Steven Page tenía en sus manos el destino profesional de Arthur Lieberman. A mi modo de ver eso equivale a un motivo de asesinato.
    —Por lo que parece, tendremos que enfocar este caso desde una perspectiva absolutamente nueva.
    —Correcto. Ahora mismo tenemos un montón de sospechas, pero ni una sola cosa concreta que presentar a un fiscal.
    Jackson se levantó de la silla y comenzó a ordenar los expedientes.
    —¿Entonces crees que Lieberman mandó matar a Page?
    Jackson se volvió al ver que Sawyer no le respondía. Su compañero miraba al vacío.
    —¿Lee?
    —Yo nunca dije eso, Ray.
    —Pero...
    —Nos veremos por la mañana. Vete a dormir, te vendrá bien descansar un poco. —Sawyer caminó hacia la puerta—. Tengo que hablar con alguien.
    —¿Con quién?
    —Con Charles Tiedman, presidente del banco de la Reserva Federal en San Francisco —le respondió Sawyer por encima del hombro—. Lieberman no tuvo la oportunidad de hablar con él. Creo que es hora de que alguien lo haga.
    Sawyer salió mientras Jackson continuaba ordenando los expedientes.


    Capítulo 48
    Sidney se levantó del suelo. Un instinto muy fuerte, el de supervivencia, reemplazó a la desesperación y al miedo que la habían dominado hasta ahora. Abrió uno de los cajones de la mesa escritorio y sacó el pasaporte. En más de una ocasión había tenido que realizar viajes urgentes al extranjero por asuntos legales. Pero ahora el motivo era mucho más imperioso: proteger su vida. Entró en la oficina contigua a la suya, que pertenecía a un joven abogado, forofo de los Atlanta Braves; muchos de los objetos que ocupaban una de las estanterías testimoniaban esa lealtad. Cogió la gorra de béisbol, se recogió el cabello y se encasquetó la gorra.
    Revisó el contenido del bolso. Se sorprendió al ver que tenía el billetero lleno de billetes de cien dólares del viaje a Nueva Orleans. El asesino los había dejado. Salió del edificio, llamó a un taxi, le indicó al taxista la dirección y se arrellanó en el asiento mientras el vehículo se ponía en marcha. Con mucho cuidado, sacó el revólver del difunto Philip Goldman, lo metió en la cartuchera que le había dado Sawyer y se abrochó la gabardina.
    El taxi la dejó delante de Union Station. Sidney sabía que no era imposible pasar el arma por los controles de seguridad del aeropuerto, pero no tendría ningún problema si viajaba en tren. En principio, su plan era sencillo: buscar un lugar seguro donde disponer de tiempo para pensar las cosas con claridad. Pensaba llamar a Lee Sawyer, sólo que lo haría después de salir del país. El problema estaba en que ella había intentado ayudar a su marido. Le había mentido al FBI. Visto en perspectiva había sido una estupidez, pero en aquel momento era lo único que podía hacer. Tenía que ayudar a su marido. Estar a su lado. ¿Y ahora? Su pistola estaba en la escena del crimen; la cinta grabada con la conversación con Jason, también. A pesar de haberse sincerado en parte con Sawyer, ¿qué pensaría ahora el agente? Estaba convencida de que no vacilaría en arrestarla. Por un momento, volvió a hundirse en la desesperación, pero recobró el valor, se subió el cuello de la gabardina para protegerse del viento helado y entró en la estación de ferrocarril.
    Compró un pasaje para el siguiente tren expreso con destino a Nueva York. El tren saldría dentro de media hora y la dejaría en Penn Station a las cinco y media de la mañana. Desde allí, cogería un taxi hasta el aeropuerto Kennedy, donde sacaría un pasaje de ida a algún país, todavía no tenía claro cuál. Bajó al último nivel de la estación y sacó más dinero del cajero automático. En cuanto dieran la orden de busca y captura, las tarjetas de crédito quedarían anuladas. De pronto recordó que no llevaba ropa para cambiarse y que tendría que viajar de incógnito. El problema estaba en que ninguna de las tiendas de ropa de la estación seguía abierta a estas horas de la noche. Tendría que comprar lo necesario en Nueva York.
    Entró en una cabina de teléfono y consultó su agenda; la tarjeta de Lee Sawyer apareció entre las hojas. La contempló durante un buen rato. ¡Maldita sea! Tenía que hacerlo, se lo debía. Marcó el número de la casa de Sawyer. Al cabo de treinta segundos se puso en marcha el contestador automático. Sidney vaciló por un instante antes de colgar. Marcó otro número. Tuvo la sensación de que habían pasado horas antes de que le respondiera una voz somnolienta.
    —Jeff?
    —¿Quién es?
    —Sidney Archer.
    Sidney oyó el rumor de las sábanas y la manta, mientras Fisher buscaba algo, probablemente el reloj.
    —Estuve esperando tu llamada, pero al final me entró sueño.
    —Jeff, no tengo mucho tiempo. Ha ocurrido algo terrible.
    —¿Qué? ¿Qué ha pasado?
    —Cuanto menos sepas, mejor. —Sidney hizo una pausa para poner orden en sus pensamientos—. Jeff, te daré un número donde me puedes encontrar ahora mismo. Quiero que vayas a un teléfono público y me llames.
    —Caray, son... son más de las dos de la mañana.
    —Jeff, por favor, haz lo que te pido.
    Después de protestar un poco, Fisher asintió.
    —Dame unos cincos minutos. ¿Cuál es el número?
    No habían pasado los seis minutos cuando sonó el teléfono. Sidney atendió en el acto.
    —¿Estás en una cabina? ¿Me lo juras?
    —Sí. Y me estoy pelando de frío. Ahora dime qué quieres.
    —Jerry, tengo la contraseña. Estaba en el correo electrónico de Jason. Yo tenía razón; la envió a una dirección equivocada.
    —Fantástico. Ahora podemos leer el archivo.
    —No, no podemos.
    —¿Por qué?
    —Porque perdí el disquete.
    —¿Qué? ¿Cómo es posible?
    —Eso no importa. Está perdido y no puedo recuperarlo. —El desconsuelo de Sidney se reflejaba en su voz. Pensó por un momento. Iba a decirle a Fisher que dejara la ciudad por algún tiempo. Si lo ocurrido en el garaje era un aviso, él podía estar en peligro. Se quedó helada al escuchar las palabras de Fisher.
    —Chica, estás de suerte.
    —¿De qué hablas?
    —No sólo soy un maniático de la seguridad sino que también tengo miedo. He perdido demasiados archivos en el curso de los años por no haber hecho una copia de seguridad en su momento, Sid.
    —¿Me estás diciendo lo que creo que me dices, Jeff?
    —Mientras tú estabas en la cocina y yo intentaba descifrar el archivo —hizo una pausa de efecto—, me tomé la libertad de hacer dos copias. Una en el disco duro y otra en un disquete.
    La emoción dejó a Sidney sin palabras. Cuando por fin habló, la repuesta hizo sonrojar a Fisher.
    —Te quiero, Jeff.
    —¿Cuándo quieres venir para ver qué oculta ese condenado?
    —No puedo, Jeff.
    —¿Por qué no?
    —Tengo que abandonar la ciudad. Quiero que me envíes el disquete a la dirección que te voy a dar. Quiero que lo mandes por FedEx. Despáchalo a primera hora, Jeff, en cuanto salgas de casa.
    —No lo entiendo, Sidney.
    —Jeff, me has ayudado mucho, pero no quiero que lo entiendas. No quiero involucrarte más de lo que ya estás. Quiero que vuelvas a casa, recojas el disquete y después te vayas a un hotel. El Hollyday Inn de Oíd Town está cerca de tu casa. Envíame la factura.
    —Sid...
    —En cuanto abran la oficina de FedEx de Oíd Town, quiero que envíes el paquete —insistió Sidney—. Después llama a la oficina, diles que prolongarás las vacaciones unos días más. ¿Dónde vive tu familia?
    —En Boston.
    —Perfecto. Vete a Boston y quédate con ellos. Envíame la factura del pasaje. Vuela en primera clase si quieres, pero vete.
    —¡Sid!
    —Jeff, tengo que marcharme dentro de un minuto así que no discutas. Tienes que hacer lo que te he digo. Es la única manera de que estés seguro.
    —No es una broma, ¿verdad?
    —¿Tienes un lápiz?
    —Sí.
    Sidney abrió la agenda.
    —Anota esta dirección. Envía el paquete allí. —Le dio la dirección de sus padres y el número de teléfono en Bell Harbor, Maine—. Lamento mucho haberte mezclado en todo esto, pero eres la única persona que podía ayudarme. Gracias. —Sidney colgó el auricular.
    Fisher colgó el teléfono, miró con atención a su alrededor, corrió hasta el coche y regresó a su casa. Se disponía a aparcar cuando vio una furgoneta negra. Aguzó la mirada y alcanzó a ver a los dos figuras sentadas en el asiento delantero del vehículo. En el acto se le aceleró la respiración. Dio la vuelta en U y se dirigió otra vez hacia el centro de Oíd Town. No miró a los ocupantes de la furgoneta cuando pasó junto a ella. Por el espejo retrovisor vio que el vehículo imitaba su maniobra y lo seguía.
    Fisher aparcó delante de un edificio de dos plantas. Miró el cartel luminoso: CYBER@CHAT. Fisher era amigo del dueño e incluso le había ayudado a montar el sistema de ordenadores que ofrecía el local.
    El bar estaba abierto toda la noche y con razón. Incluso a esta hora estaba casi lleno. La mayoría de los parroquianos eran estudiantes que no tenían que levantarse temprano para ir al trabajo. Sin embargo, en lugar de una música estruendosa, clientes vocingleros y el ambiente lleno de humo (no se podía fumar porque el humo afectaba a los ordenadores), sólo se escuchaban los sonidos de los juegos de ordenador y las discusiones apasionadas pero siempre en voz baja sobre lo que aparecía en las pantallas. También aquí se ligaba, y los hombres y las mujeres se paseaban en busca de compañía.
    Fisher encontró a su amigo detrás de la barra y le pidió ayuda. Después de pasarle con disimulo el papel con la dirección que Sidney le había dictado fue a sentarse delante de uno de los ordenadores mientras el propietario iba a su despacho. Mientras esperaba, Fisher miró a través de la ventana en el momento en que la furgoneta negra aparcaba en un callejón delante mismo del local. El joven volvió a mirar la pantalla.
    Una camarera le trajo una botella de cerveza y un plato de cacahuetes. Junto al plato colocó una servilleta de tela. Escondido en los pliegues de la servilleta había un disquete en blanco. Fisher se hizo con el disquete y se apresuró a meterlo en la disquetera. Tecleó su contraseña y se oyó el pitido de la conexión telefónica del módem. En menos de un minuto había conectado con el ordenador de su casa. Tardó treinta segundos en copiar los archivos de Sidney. Volvió a mirar por la ventana. La furgoneta seguía allí.
    La camarera se acercó una vez más a la mesa para preguntarle si deseaba algo más. En la bandeja traía un sobre de FedEx con la dirección de Bell Harbor en la etiqueta. Fisher miró por la ventana. Esta vez vio que a unos metros del callejón, dos agentes de policía habían aparcado sus coches y se habían apeado para charlar un rato. En el momento en que la camarera iba a recoger el disquete, cosa que formaba parte del plan pergeñado con el dueño del local, Fisher meneó la cabeza. Acababa de recordar la advertencia de Sidney. No quería involucrar a sus amigos sin necesidad y ahora quizá podría evitarlo. Le susurró algo a la joven, que se marchó con el sobre vacío de vuelta al despacho. Volvió al cabo de un par de minutos con otro sobre. Fisher lo miró y no pudo evitar una sonrisa al ver el franqueo. Su amigo había calculado con mucha generosidad el valor necesario para enviar el paquete certificado y con acuse de recibo; no lo devolverían por franqueo insuficiente. No era tan rápido como el FedEx, pero era la mejor solución dadas las circunstancias. Fisher metió el disquete en el sobre, lo cerró y se lo metió en el bolsillo del abrigo. Después pagó la cuenta y dejó una buena propina para la camarera. Se mojó el rostro y la ropa con un poco de cerveza, y se acabó el resto.
    Mientras salía del bar y caminaba hacia el coche, se encendieron los faros y se oyó el ruido del motor que arrancaba. Fisher comenzó a caminar con paso tambaleante al tiempo que cantaba a voz en grito. Los dos policías se volvieron para mirarlo. Fisher les dirigió un efusivo saludo y una reverencia antes de meterse en el coche, ponerlo en marcha y dirigirse en dirección contraria hacia donde estaban los policías.
    Cuando pasó junto a los agentes a toda velocidad, los policías subieron a sus coches e iniciaron la persecución. La furgoneta los siguió a una distancia pero dio la vuelta y se alejó en el momento en que los coches de la policía alcanzaron a Fisher. Los agentes no vacilaron en esposarlo y llevarlo a comisaría acusado de conducir borracho.
    —Tío, espero que tengas un buen abogado —le dijo uno de los policías.
    La respuesta de Fisher fue completamente lúcida y con mucho humor.
    —En realidad, conozco a los mejores, agente.
    En la comisaría, le tomaron las huellas digitales y le hicieron entregar sus pertenencias personales. Tenía derecho a una llamada telefónica. Antes de llamar, le pidió un favor al sargento de guardia. Un minuto más tarde, Fisher contempló complacido cómo el sargento echaba el paquete en el buzón de la comisaría. El «correo caracol». Si sus amigos informáticos lo vieran. Comenzó a silbar mientras caminaba hacia el calabozo. No era sensato intentar pasarse de listo con un hombre del MIT.
    Lee Sawyer se llevó una agradable sorpresa cuando supo que tendría que ir a California para hablar con Charles Tiedman. Había llamado a la Reserva Federal y allí le habían dicho que Tiedman estaba en Washington. Aunque eran casi las tres de la mañana, Tiedman, habituado al horario de la costa Oeste atendió de inmediato la llamada del agente. De hecho, Sawyer tuvo la impresión de que el presidente del banco de la Reserva Federal en San Francisco estaba ansioso por hablar con él.
    Se encontraron en el hotel Four Seasons de Georgetown en una habitación privada junto al restaurante del hotel, que estaba cerrado. Tiedman era un hombre pequeño, sesentón, muy bien afeitado y que tenía el hábito de cruzar y descruzar las manos continuamente. Incluso a estas horas de la madrugada, vestía con un discreto traje color gris con chaleco y pajarita. Una elegante cadena de reloj de oro le cruzaba el chaleco. Sawyer se imaginó al atildado banquero con una gorra de fieltro conduciendo un deportivo descapotable. Su aspecto conservador pegaba mucho más con la costa Este que con la Oeste, y Sawyer no tardó en averiguar que Tiedman había pasado muchos años en Nueva York antes de trasladarse a California. Durante los primeros minutos de la entrevista, Tiedman había buscado el contacto visual directo con el agente del FBI, pero ahora mantenía la mirada de sus ojos grises fija en la moqueta.
    —Tengo entendido que conocía a Arthur Lieberman muy bien —dijo Sawyer.
    —Fuimos juntos a Harvard. Comenzamos a trabajar en el mismo banco. Fui su padrino de bodas, y él de la mía. Era uno de mis más viejos y queridos amigos.
    Sawyer aprovechó la oportunidad en el acto.
    —El matrimonio acabó en divorcio, ¿verdad?
    —Así es —contestó Tiedman, que alzó la mirada.
    —De hecho —Sawyer consultó su libreta—, fue más o menos en el mismo momento en que le consideraban como posible presidente de la Reserva.
    Tiedman asintió.
    —Algo poco oportuno.
    —Y que lo diga. —Tiedman se sirvió un vaso de agua de la jarra que tenía en una mesa junto al sillón y bebió un buen trago. Tenía los labios secos y agrietados.
    —Me han dicho que el juicio de divorcio se inició de una manera muy agria pero que muy pronto llegaron a un acuerdo y, en realidad, no afectó a su nominación. Supongo que Lieberman tuvo suerte.
    —¿Va en serio eso de que tuvo suerte? —replicó Tiedman, airado.
    —Me refiero a que consiguió el cargo. Supongo que usted, como amigo íntimo de Arthur, sabrá mucho más del tema que cualquier otro. —Sawyer dirigió al banquero una mirada interrogativa.
    Tiedman permaneció en silencio durante un minuto entero, después exhaló un suspiro, dejó el vaso y se arrellanó en el sillón. Esta vez miró directamente a su visitante.
    —Si bien es cierto que se convirtió en presidente de la Reserva, a Arthur le costó todo lo que había ganado durante muchos años de trabajo conseguir solucionar el problema del divorcio, señor Sawyer. No fue justo después de una carrera como la suya.
    —Pero el presidente de la Reserva gana un buen dinero. Sé cuánto cobraba. Ciento treinta y tres mil seiscientos dólares al año. No es un sueldo despreciable.
    —Quizá no, pero Arthur, antes de asumir el cargo, ganaba centenares de miles de dólares. En consecuencia, tenía gustos caros y algunas deudas.
    —¿Muy elevadas?
    La mirada de Tiedman se fijó otra vez en el suelo.
    —Digamos que la deuda era un poco más de la que podía permitirse con el sueldo de la Reserva, aunque parezca mucho.
    Sawyer pensó en este dato mientras planteaba otra pregunta.
    —¿Qué me puede decir de Walter Burns?
    Tiedman miró bruscamente a Sawyer.
    —¿Qué quiere saber?
    —Sólo detalles de su historial —contestó Sawyer con un tono inocente.
    —No tengo la menor duda de que Burns sucederá a Arthur como presidente —afirmó con aire resignado—. Es lo que toca. Era su fiel seguidor. Walter votaba siempre lo mismo que votaba Arthur.
    —¿Eso estaba mal?
    —No siempre.
    —¿Qué quiere decir?
    En el rostro del banquero apareció una expresión tajante mientras miraba al agente.
    —Significa que nunca es prudente seguir el juego cuando el buen sentido dicta otra cosa.
    —O sea que usted no estaba siempre de acuerdo con Lieberman.
    —Lo que quiero decir es que los miembros de la junta de la Reserva Federal están en sus cargos para opinar según los dicte su mejor juicio y criterio, y no para asentir con los ojos cerrados a propuestas que tienen poca base en la realidad y que pueden tener consecuencias desastrosas.
    —Esa es una afirmación muy seria.
    —El nuestro es un trabajo muy serio.
    Sawyer consultó las notas de su conversación con Walter Burns.
    —Burns dijo que Lieberman cogió al toro por los cuernos desde el principio para conseguir la atención del mercado, para sacudirlo. Por lo que se ve, usted cree que no fue una buena idea.
    —Ridícula sería el término más adecuado.
    —Si era así, ¿por qué la mayoría la aceptó? —El tono de Sawyer era escéptico.
    —Hay una frase que los críticos de las predicciones económicas utilizan con frecuencia. Dele a un economista el resultado que usted quiere, y él encontrará las cifras que lo justifiquen. Esta ciudad está llena de expertos que analizan las mismas cifras y las interpretan de las formas más disparatadas, ya sea el déficit del presupuesto federal, ya sea el superávit de la seguridad social.
    —O sea que esos datos pueden ser manipulados.
    —Desde luego. Todo depende de quién paga la factura y los fines políticos que se quieran promocionar —afirmó Tiedman con un tono áspero—. Sin duda usted conoce el principio de que por cada acción hay una reacción idéntica y contraria. —Sawyer asintió—. Bien, estoy convencido de que su origen es más político que científico.
    —No se ofenda, pero ¿no podría ser que ellos consideraran equivocados sus puntos de vista?
    —No soy omnisciente, agente Sawyer. Sin embargo, estoy involucrado íntimamente con los mercados financieros desde hace cuarenta años. He visto economías sanas y otras arruinadas. Mercados en alza y hundidos. He visto a presidentes de la Reserva que llevaban a cabo acciones inmediatas y efectivas cuando se enfrentaban a una crisis y a otros que erraban lamentablemente. Un inoportuno aumento de medio punto en el interés de los fondos de la Reserva puede representar la pérdida de centenares de miles de puestos de trabajo y arruinar sectores enteros de la economía. Es un poder enorme que no se puede ejercer a la ligera. El errático comportamiento de Arthur con los fondos de la Reserva puso en grave peligro el futuro económico de todos los ciudadanos de este país. Yo no estaba equivocado.
    —Creía que usted y Lieberman estaban unidos. ¿No le pidió su consejo?
    Tiedman, nervioso, se retorció uno de los botones de la chaqueta.
    —Arthur acostumbraba a consultarme. A menudo. Dejó de hacerlo durante un período de tres años.
    —¿Fue el período en que jugó a placer con los tipos de interés?
    —Llegué a la conclusión, como otros miembros de la junta, que Arthur estaba decidido a pinchar sin piedad a un mercado financiero apático. Pero esa no era la misión de la junta, resultaba demasiado peligroso. Viví los últimos coletazos de la gran depresión. No tengo ningún deseo de repetirlo.
    —Nunca me había dado cuenta de que la junta ejerciera tanto poder.
    Tiedman lo miró, severo.
    —¿Sabe usted que cuando decidimos subir los tipos conocemos exactamente cuántos negocios irán a la quiebra, cuántas personas perderán su trabajo, cuántos hogares se hundirán en la miseria? Tenemos todos los datos, todo muy bonito y bien presentado. Para nosotros sólo son cifras. Nunca, oficialmente, miramos detrás de los números. Si lo hiciéramos, creo que si lo hiciéramos ninguno de nosotros tendría el estómago para hacer este trabajo. Yo sé que no podría. Quizá si comenzáramos a seguir las estadísticas de suicidios, asesinatos y otros actos criminales, comprenderíamos mejor los vastos poderes que ejercemos sobre nuestros compatriotas.
    —¿Asesinatos? ¿Suicidio? —Sawyer lo miró con cautela.
    —Sin duda usted sería el primero en admitir que el dinero es la raíz de todos los males. O quizá mejor dicho, la falta de dinero.
    —Caramba, nunca se me ha ocurrido verlo de esa manera. Ustedes tienen el poder de...
    —¿Dios? —Los ojos de Tiedman brillaron—. Somos uno de los secretos mejor guardados del país. Si el ciudadano medio supiera todo lo que podemos hacer y a menudo hemos hecho en el pasado, creo que la gente asaltaría la Reserva y nos encerrarían a todos en las mazmorras, o algo peor. Y quizá tendrían toda la razón.
    —¿Sabe las fechas en que se produjeron los cambios de tipos?
    —No lo recuerdo —respondió Tiedman después de pensar unos momentos—. Reconozco que no es fácil decirlo, y menos para un banquero, pero mi memoria para los números ya no es como antes. Sin embargo, puedo conseguirle la respuesta si le interesa.
    —Se lo agradecería. ¿Pudo haber algún otro motivo para que Lieberman se volviera loco con los tipos? —Sawyer vio con toda claridad la ansiedad y el miedo reflejados en la expresión del hombre.
    —¿Qué quiere decir?
    —Usted dijo que no era propio de él. Y después, de pronto, volvió a la normalidad. ¿No le parece misterioso?
    —Supongo que nunca lo consideré desde ese punto de vista. Creo que sigo sin entender lo que pretende decir.
    —Se lo diré con toda claridad. Quizá Lieberman manipuló los tipos contra su voluntad.
    Tiedman enarcó las cejas, asombrado.
    —¿Cómo podría conseguir nadie que Arthur hiciera algo así?
    —Chantaje —contestó Sawyer—. ¿Alguna teoría?
    El banquero se rehízo. Respondió al agente con un tono nervioso.
    —He escuchado rumores de que Arthur tuvo una relación, hace ya años. Una mujer...
    —No lo creo y usted tampoco —le interrumpió Sawyer—. Lieberman le pagó a su esposa para evitar el escándalo y conseguir el cargo en la Reserva, pero no se trataba de una mujer. —El agente se inclinó hacia adelante hasta casi tocar el rostro de Tiedman con el suyo—. ¿Qué puede decirme de Steven Page?
    La expresión de Tiedman se congeló, pero sólo por un instante.
    —¿Quién?
    —Quizás esto le refresque la memoria. —Sawyer metió la mano en el bolsillo y sacó la foto que Ray Jackson había encontrado en el apartamento de Lieberman. Sostuvo la foto delante de Tiedman.
    El banquero cogió la foto con manos temblorosas. Inclinó la cabeza con el entrecejo fruncido. Sin embargo, Sawyer alcanzó a ver el reconocimiento en la mirada del hombre.
    —¿Cuánto hace que estaba enterado de esto? —preguntó Sawyer en voz baja.
    Tiedman movió los labios sin emitir ningún sonido. Por fin, le devolvió la foto a Sawyer y bebió otro trago de agua. No miró a Sawyer mientras respondía, y esta vez las palabras fluyeron con más facilidad.
    —Yo fui el que los presentó —fue la sorprendente respuesta de Tiedman—. Steven trabajaba en Fidelity Mutual como analista financiero. Por aquel entonces, Arthur todavía era presidente del banco de la Reserva en Nueva York. Muchos colegas a los que respeto proclamaban sus méritos a voz en grito. Era un joven excepcional, con algunas ideas muy interesantes sobre los mercados financieros y el papel de la Reserva en la economía mundial. Era guapo, culto, atractivo; se había graduado entre los primeros de su promoción. Sabía que Arthur le consideraría como una buena aportación a su círculo. Él y Arthur hicieron buenas migas. —Tiedman hizo una pausa.
    —¿Una amistad que se transformó en otra cosa? —le animó Sawyer.
    Tiedman asintió.
    —¿Usted ya sabía que Lieberman era homosexual, o al menos bisexual?
    —Tenía problemas en su matrimonio. En aquel entonces, no sabía que los problemas surgían de la... confusión sexual de Arthur.
    —Al parecer aclaró la confusión. Se divorció.
    —No creo que esa fuera la idea de Arthur. Creo que Arthur hubiese estado muy contento manteniendo al menos la fachada de un feliz matrimonio heterosexual. Sé que cada día es mayor el número de personas que se declaran homosexuales, pero Arthur era un hombre muy celoso de su vida privada y la comunidad financiera es muy conservadora.
    —Así que la esposa pidió el divorcio. ¿Ella sabía lo de Page?
    —¿Quién? No, creo que no. Pero sí creo que sabía que Arthur tenía una relación, y que no era con una mujer. Creo que por eso el divorcio resultó tan cruel. Arthur tuvo que actuar deprisa antes de que su esposa mencionara el tema a los abogados. Le costó hasta el último penique. Arthur confió esta información como el secreto más íntimo que un amigo le puede revelar a otro. Y sólo se lo puedo decir en los mismos términos.
    —Se lo agradezco, Charlie —manifestó Sawyer—. Pero debe comprender que si Lieberman fue la razón para que abatieran aquel avión, debo investigar todas las posibilidades. Sin embargo, le prometo que no utilizaré esta información a menos que tenga un impacto directo en las investigaciones. Si resulta que el tema de Lieberman no está vinculado con el atentado, entonces nadie sabrá nunca lo que me acaba de revelar. ¿Le parece bien?
    —Es justo —aceptó Tiedman—. Muchas gracias.
    Sawyer advirtió el cansancio de Tiedman y decidió darse prisa.
    —¿Conoce usted las circunstancias de la muerte de Steven Page?
    —Lo leí en los periódicos.
    —¿Sabía que era seropositivo?
    Tiedman meneó la cabeza.
    —Un par de preguntas más. ¿Sabía que Lieberman tenía un cáncer de páncreas en fase terminal? —Tiedman asintió—. ¿Cómo lo llevaba? ¿Se sentía dolido? ¿Desesperado?
    El banquero tardó unos momentos en responder. Permaneció sentado en silencio con las manos entrelazadas sobre los muslos. Después miró a Sawyer.
    —En realidad, Arthur parecía feliz.
    —¿El tipo era un enfermo terminal y parecía feliz?
    —Sé que parece extraño, pero no se me ocurre otra manera de describirlo. Aliviado y feliz.
    Sawyer le dio las gracias y se marchó con la mente llena de nuevas preguntas a las que, al menos de momento, no podía responder.


    Capítulo 49
    Sidney se sentó sola en el vagón restaurante del tren que la llevaba a Nueva York. Mientras contemplaba las imágenes fugaces a través de la ventanilla, bebió un trago de café y mordisqueó un bollo calentado en el microondas. El rítmico traqueteo de las ruedas y el suave balanceo del vagón ayudaron a tranquilizarla. Había estado muy alerta cuando abordó el tren y había recorrido varios vagones antes de escoger uno.
    Durante buena parte del viaje no había hecho otra cosa que pensar en su hija. Tenía la sensación de que había pasado un siglo desde que la había estrechado entre sus brazos y ahora no tenía ni la más mínima idea de cuándo la volvería a ver. Sólo tenía claro que cualquier intento de ver a Amy representaría poner en peligro a la niña, y eso era algo que nunca haría aunque significara no volver a verla jamás. De todos modos, la llamaría en cuanto llegara a Nueva York. Se preguntó cómo les explicaría a sus padres la pesadilla que les caería encima: los titulares proclamando que su brillante y queridísima hija era ahora una asesina prófuga. No podía hacer nada para protegerlos de la curiosidad periodística. Estaba segura de que los periodistas acabarían por aparecer en Bell Harbor, Maine, pero quizás el viaje al norte de sus padres les protegería durante unas horas del escándalo.
    Sidney era consciente de que sólo disponía de una oportunidad para descubrir aquello que había aparecido bruscamente para destruir su vida. La oportunidad estaba en la información contenida en el disquete que ahora viajaba hacia el norte a toda velocidad en manos de Federal Express. El disquete era lo único que tenía. Al parecer, Jason lo consideraba de vital importancia. ¿Y si estaba equivocado? Se estremeció y se obligó a no pensar en esa pesadilla. Tenía que confiar en su marido. Contempló a través de la ventanilla las imágenes difusas de árboles, casas modestas con antenas de televisión torcidas y los feos edificios de las fábricas abandonadas. Se arrebujó en el abrigo y se recostó en el asiento.
    En cuanto el tren entró en las oscuras cavernas de Penn Station, Sidney se situó junto a la puerta. Eran las cinco y media de la mañana. No se sentía cansada, aunque no recordaba cuándo había dormido por última vez. Se puso en la cola de los taxis y entonces decidió hacer una llamada telefónica antes de dirigirse al aeropuerto Kennedy. Había pensado en tirar el revólver pero el arma le daba una sensación de seguridad que ahora necesitaba con desesperación. Aún no había decidido cuál sería su punto de destino, aunque el largo viaje en taxi hasta el aeropuerto le daría tiempo para decidirlo.
    De camino hacia una cabina de teléfonos, compró un ejemplar del Washington Post y echó un vistazo a los titulares. No había ninguna mención de los asesinatos; tal vez los reporteros no habían conseguido incluir la noticia antes de la hora de cierre o la policía aún no había recibido aviso de los crímenes. En cualquier caso, no tardarían en enterarse. El aparcamiento público abría a las siete, pero los usuarios de las oficinas podían acceder al mismo a cualquier hora.
    Marcó el número de sus padres en Bell Harbor. Un mensaje automático le informó de que el teléfono estaba desconectado. Gimió al recordar el motivo. Sus padres siempre desconectaban el teléfono durante el invierno. Sin duda, su padre se había olvidado de pedir la conexión. Lo haría en cuanto llegara a la casa. Si no habían restablecido el servicio es que todavía estaban de camino.
    Sidney calculó el tiempo del viaje. Cuando ella era una niña, su padre conducía las trece horas de un tirón, con las paradas imprescindibles para comer y reponer gasolina. Con la edad se había vuelto más paciente. Desde su retiro, había adoptado la costumbre de partir el viaje en dos días, con una parada para dormir. Si habían salido ayer por la mañana, tal como pensaban, llegarían a Bell Harbor a media tarde de hoy. Si habían salido como pensaban. De pronto se le ocurrió que no había verificado la salida de sus padres. Decidió enmendar el fallo de inmediato. El teléfono sonó tres veces antes de que entrara en funcionamiento el contestador automático. Habló para comunicar a sus padres que era ella. A menudo esperaban saber quién llamaba antes de atender. Sin embargo, no respondió nadie. Colgó el teléfono. Volvería a intentarlo desde el aeropuerto. Miró la hora. Tenía tiempo para hacer otra llamada. Ahora que sabía de la vinculación de Paul Brophy con RTG, había algo que no cuadraba. Sólo había una persona a la que podía preguntárselo. Y necesitaba hacerlo antes de que transcendiera la noticia de los asesinatos.
    —¿Kay? Soy Sidney Archer. —La voz al otro extremo de la línea sonó somnolienta al principio, pero después bien despierta cuando Kay Vincent se sentó en la cama—. ¿Sidney?
    —Lamento llamar tan temprano, pero necesito que me ayudes con una cosa. —Kay guardó silencio—. Kay, sé todo lo que los periódicos han publicado sobre Jason.
    —No me creo ni una sola palabra —la interrumpió Kay—. Jason nunca se habría involucrado en algo así.
    —Gracias por decirlo, Kay. —Sidney respiró aliviada—. Comenzaba a creer que era la única que no había perdido la fe.
    —Puedes estar tranquila, Sidney. ¿En qué te puedo ayudar?
    Sidney se tomó un momento para calmarse y evitar que la voz le temblara demasiado. Miró a un agente de policía que cruzaba el vestíbulo de la estación. Le volvió la espalda y se inclinó sobre el aparato.
    —Kay, tú sabes que Jason nunca me hablaba de su trabajo.
    —No te extrañe. Aquí nos machacan con esa historia. Todo es secreto.
    —Así es. Pero a mí los secretos no me ayudan para nada. Necesito saber en qué estuvo trabajando Jason durante los últimos meses. ¿Se trataba de algún proyecto importante?
    Kay cambió el teléfono a la otra oreja. Los ronquidos de su esposo no le dejaban escuchar con claridad.
    —Estaba organizando los archivos financieros para el tema de CyberCom. Eso le llevaba mucho tiempo.
    —Sé algo de ese asunto.
    —Volvía de aquel depósito sucio de pies a cabeza y con el aspecto de quien ha estado peleando con un cocodrilo —comentó Kay más animada—. Pero no cedió e hizo un buen trabajo. De hecho, parecía disfrutar con el asunto. También le dedicó mucho tiempo a la integración del sistema de copias de resguardo.
    —¿Te refieres al sistema informático para archivar copias automáticas del correo electrónico y documentos?
    —Eso es.
    —¿Para qué necesitaban integrar el sistema de copias de resguardo?
    —Como ya te puedes imaginar, la compañía de Quentin Rowe tenía un sistema de primera antes de que la comprara Tritón. Pero Nathan Gamble y Tritón no tenían nada. Entre nosotros, no creo que Gamble sepa qué es un sistema de copias de resguardo. En cualquier caso, el trabajo de Jason era integrar el sistema viejo de Tritón en el nuevo de Rowe.
    —¿Qué trabajos requería la integración?
    —Repasar todos los archivos de Tritón y formatearlos para hacerlos compatibles con el nuevo sistema. Correo electrónico, documentos, informes, gráficos, cualquier cosa que pase por el sistema informático. También completó ese trabajo. Ahora todo el sistema está integrado.
    —¿Dónde guardaban los archivos viejos? ¿En la oficina?
    —No. En un almacén en Reston. Las cajas están apiladas hasta el techo. En el mismo lugar donde guardaban los archivos financieros. Jason se pasaba muchas horas allí.
    —¿Quién autorizó los proyectos?
    —Quentin Rowe.
    —¿No fue Nathan Gamble?
    —Ni siquiera creo que estuviera enterado. Pero ahora sí.
    —¿Cómo lo sabes?
    —Porque Jason recibió una carta de Gamble por correo electrónico en la que lo felicitaba por el trabajo hecho.
    —¿De veras? No parece muy propio de Gamble.
    —Sí, a mí también me sorprendió. Pero lo hizo.
    —Supongo que no recordarás la fecha de la carta, ¿verdad?
    —Te equivocas. La recuerdo por un motivo terrible.
    —¿A qué te refieres?
    —Fue el día en que se estrelló el avión.
    —¿Estás segura? —preguntó Sidney, alerta.
    —Nunca lo olvidaré, Sidney.
    —Pero Nathan Gamble estaba en Nueva York aquel día. Yo estaba con él.
    —Bah, eso no tiene importancia. Su secretaria se encarga de enviar las cartas esté o no él en el despacho.
    A Sidney le pareció que esto no tenía mucho sentido.
    —Kay, ¿sabes alguna cosa de las negociaciones con CyberCom? ¿Todavía está pendiente la entrega de los archivos?
    —¿Qué archivos?
    —Gamble no quería entregar los archivos financieros a CyberCom.
    —No sé nada de eso, pero sí sé que los archivos financieros ya los entregaron.
    —¿Cómo? —gritó Sidney—. ¿Los vio alguien de Tylery Stone?
    —No estoy enterada.
    —¿Cuándo los enviaron?
    —Aunque parezca una ironía, el mismo día en que Nathan Gamble envió la carta a Jason.
    Sidney tuvo la sensación de que le daba vueltas la cabeza.
    —¿El día en que se estrelló el avión? ¿Estás absolutamente segura?
    —Tengo un amigo en la sección de correspondencia. Lo llamaron para que llevara los registros al departamento de fotocopias y después ayudó a transportarlos a CyberCom. ¿Por qué? ¿Es importante?
    —No lo tengo muy claro.
    —¿Necesitas saber algo más?
    —No, gracias, Kay, ya me has dado mucho en qué pensar —Sidney colgó el teléfono y se dirigió otra vez hacia la parada de taxis.
    Kenneth Scales miró el mensaje que tenía en la mano, con los ojos entrecerrados. La información del disquete estaba cifrada. Necesitaban la contraseña. Miró a la persona que era la única poseedora de aquel precioso mensaje enviado por correo electrónico. Jason no le hubiera enviado el disquete a su esposa sin incluir la contraseña. Tenía que estar en el mensaje remitido por Jason desde el almacén. La contraseña. Sidney estaba en la cola esperando un taxi. Tendría que haberla matado en la limusina. No era su costumbre dejar a nadie vivo. Pero las órdenes había que cumplirlas. Al menos, la habían mantenido vigilada hasta saber dónde había ido a parar el mensaje. Ahora, en cambio, había recibido la orden de acabar con ella. Avanzó.
    En el momento en que Sidney se disponía a subir al taxi, vio el reflejo en la ventanilla del vehículo. El hombre se fijó en ella sólo por un instante, pero alerta como estaba, fue suficiente. Se volvió y sus miradas se cruzaron en un segundo terrible. Los mismos ojos diabólicos de la limusina. Scales soltó una maldición y echó a correr. Sidney se metió en el taxi, que arrancó en el acto. Scales apartó a las personas que le precedían en la cola, derribó al portero que le cerraba el paso y subió al siguiente taxi.
    Sidney miró por la ventanilla trasera. La oscuridad y la cellisca le impidieron ver mucho. Sin embargo, había poco tráfico y alcanzó a ver los faros que se acercaban deprisa. Miró al taxista.
    —Sé que le parecerá ridículo, pero nos siguen.
    Le dio al chófer otra dirección. El taxista dobló bruscamente a la izquierda, después a la derecha y siguió por una calle lateral que lo devolvió a la Quinta Avenida.
    El taxi se detuvo delante de un rascacielos. Sidney se apeó de un salto y corrió hacía la entrada, mientras sacaba algo de su bolso. Introdujo la tarjeta de acceso en la ranura y se abrió la puerta. Entró en el edificio y cerró la puerta.
    El guardia de seguridad sentado en la recepción la miró con ojos somnolientos. Sidney buscó otra vez en el bolso y sacó su tarjeta de identificación de Tylery Stone. El guardia asintió y volvió a sentarse. Sidney espió por encima del hombro mientras apretaba el botón del ascensor. A estas horas sólo funcionaba uno. El segundo taxi se detuvo frente al edificio. El pasajero salió a toda prisa, corrió hasta las puertas de cristal y comenzó a aporrearlas. Sidney miró al guardia, que se levantó de la silla.
    —Creo que ese hombre me seguía —le avisó Sidney—. Quizá se trate de un loco. Vaya con cuidado.
    El guardia la observó por un momento antes de asentir. Miró hacia la entrada y caminó hacia las puertas con una mano sobre la cartuchera. Sidney le miró por última vez antes de entrar en el ascensor. El hombre miraba a un lado y a otro de la calle. Sidney exhaló un suspiro de alivio y apretó el botón del piso veintitrés. Medio minuto más tarde se encontraba en el vestíbulo de Tylery Stone. Corrió hacia su despacho. Encendió la luz, sacó la agenda, buscó un número de teléfono y marcó.
    Llamaba a Ruth Chils, vecina y amiga de sus padres. La anciana atendió en el acto, y por el tono era obvio que hacía rato que estaba levantada aunque eran las seis de la mañana. Ruth le dio el pésame y luego, en respuesta a las preguntas de la joven, le informó que los Patterson y Amy se había marchado la mañana anterior a eso de las diez. Sabía que iban a Bell Harbor pero nada más.
    —Vi que tu padre metía la escopeta en el maletero, Sidney —señaló Ruth con un tono de curiosidad.
    —Me pregunto por qué —replicó Sidney. Estaba a punto de despedirse cuando Ruth añadió algo que la sobresaltó.
    —Estuve preocupada la noche anterior a que se marcharan. Había un coche que no dejaba de dar vueltas. Yo no duermo mucho, y tengo el sueño ligero. Este es un barrio tranquilo. Por aquí no pasan muchos coches a menos que venga alguien de visita. El coche apareció otra vez ayer por la mañana.
    —¿Vio a alguno de los ocupantes? —preguntó Sidney, temblorosa.
    —No, mis ojos ya no son lo que eran, ni siquiera con bifocales.
    —¿El coche todavía está por allí?
    —Oh, no. Se marchó en cuanto se fueron tus padres. Por las dudas, tengo el bate de béisbol detrás de la puerta. El que intente entrar en mi casa deseará no haberlo hecho.
    Antes de colgar, Sidney le recomendó a Ruth que tuviera cuidado y avisara a la policía si el coche volvía a aparecer, aunque estaba segura de que el vehículo ya estaba muy lejos de Hanover, Virginia, y que ahora se dirigía hacia Bell Harbor, Maine. Ella también tomaría ese rumbo.
    Colgó el teléfono dispuesta a marcharse. En aquel instante oyó la campanita del ascensor que se detenía en el piso. No se detuvo a pensar quién podía venir tan temprano a la oficina. En el acto, pensó en lo peor. Desenfundó el revólver y salió corriendo del despacho en la dirección contraria. Al menos tenía la ventaja de conocer el terreno.
    El ruido de alguien que corría confirmó sus peores temores. Corrió con todas sus fuerzas; el bolso le golpeaba la cadera. Oyó la respiración de su perseguidor cuando el hombre entró en el pasillo oscuro. Estaba cada vez más cerca. Sidney no había corrido tan rápido desde los tiempos en que jugaba al baloncesto en la universidad, pero era obvio que no era suficiente. Tendría que cambiar de táctica. Dobló en una esquina, se detuvo, dio media vuelta y puso una rodilla en tierra adoptando la postura de tiro, con el revólver preparado. El hombre apareció en la esquina a toda carrera pero se detuvo en seco a un metro de distancia. Sidney miró el cuchillo manchado de sangre que sujetaba en una mano. El cuerpo del asesino se tensó dispuesto al ataque. La muchacha efectuó un disparo que pasó rozando la sien izquierda del hombre.
    —La próxima le volará la cabeza. —Sidney se levantó sin desviar la mirada y le indicó que soltara el cuchillo, cosa que él hizo en el acto—.
    Muévase —le ordenó. El asesino dio media vuelta y Sidney lo escoltó hasta que llegaron a una puerta metálica—. Ábrala.
    La mirada del hombre se clavó en ella. Incluso con el arma apuntándole a la cabeza, Sidney se sintió como una niña que se enfrenta a un perro rabioso con un bastoncillo. Él abrió la puerta y miró al interior. Las luces se encendieron automáticamente. Era el cuarto de las fotocopiadoras. Sidney le señaló con el revólver la puerta que había al otro extremo de la habitación.
    —Entre allí. —El hombre entró y Sidney mantuvo la puerta abierta mientras su atacante cruzaba la habitación. Se volvió por un momento antes de abrir la otra puerta. Era la habitación de los suministros de oficina.
    —Entre y si abre la puerta, lo mato. —Sin dejar de apuntarle, hizo ademán de coger el teléfono que estaba en un mostrador. En cuanto el desconocido cerró la puerta, Sidney dejó el teléfono, cerró la puerta y echó a correr por el pasillo hasta el ascensor. Apretó el botón y la puerta se abrió en el acto. Gracias a Dios, el ascensor seguía en el piso veintitrés. Entró en la cabina y apretó el botón de la planta baja, atenta a la aparición del hombre. Mantuvo el revólver preparado hasta que el ascensor comenzó a bajar. En cuanto llegó a la planta baja, apretó todos los botones hasta el último piso y salió de la cabina con un suspiro de alivio. Incluso se permitió una ligera sonrisa, que se transformó en una mueca de horror cuando al dar la vuelta en la siguiente esquina estuvo a punto de tropezar con el cadáver del guardia. Sin perder ni un segundo, salió del edificio y echó a correr por la calle.
    Eran las siete y cuarto de la mañana. Lee Sawyer acababa de dormirse cuando sonó el teléfono. Estiró la mano y cogió el auricular.
    —¿Sí?
    —¿Lee?
    El cerebro somnoliento de Sawyer se despejó en el acto.
    —¿Sidney?
    —No tengo mucho tiempo.
    —¿Dónde está?
    —¡Escúcheme! —Sidney estaba otra vez en una cabina de Penn Station.
    Sawyer cambió el teléfono de mano mientras apartaba las sábanas.
    —Vale, la escucho.
    —Un hombre acaba de intentar matarme.
    —¿Quién? ¿Dónde? —tartamudeó Sawyer al tiempo que cogía los pantalones y comenzaba a ponérselos.
    —No sé quién es.
    —¿Está bien? —le preguntó ansioso.
    Sidney echó una ojeada al vestíbulo abarrotado. Había muchos policías. El problema consistía en que ahora ellos también eran el enemigo.
    —Sí.
    —Vale. —Sawyer respiró más tranquilo—. ¿Qué está pasando?
    —Jason envió un mensaje por correo electrónico después de que se estrellara el avión. En el mensaje incluyó una contraseña.
    —¿Qué? —Sawyer volvió a tartamudear—. ¿Un mensaje? —Con el rostro rojo como un tomate, el agente corrió por la habitación buscando una camisa, calcetines y zapatos, sin soltar el teléfono inalámbrico.
    —No tengo tiempo para explicarle cómo recibí el mensaje, pero la cuestión es que lo tengo.
    Con un esfuerzo supremo, Sawyer consiguió controlar los nervios.
    —¿Qué coño dice el mensaje?
    Sidney sacó del bolsillo la hoja de papel donde estaba el mensaje.
    —¿Tiene algo para escribir?
    —Espere un momento.
    Sawyer corrió a la cocina y sacó papel y lápiz de un cajón.
    —Adelante. Pero asegúrese de leerlo tal cual está escrito.
    Sidney así lo hizo, sin olvidar de incluir la ausencia de espacios entre ciertas palabras y los puntos decimales que separaban partes de la contraseña. Sawyer miró lo que había escrito y se lo leyó a la joven para verificar que no faltaba nada.
    —¿Tiene alguna idea de lo que significa el mensaje, Sidney?
    —No he tenido mucho tiempo para estudiarlo. Sé que Jason dijo que estaba todo mal, y le creo. Está todo mal.
    —¿Qué me dice del disquete? ¿Sabe lo que contiene? —Releyó el mensaje—. ¿Lo recibió por correo?
    —Todavía no lo tengo —mintió Sidney.
    —¿Esta es la contraseña para el disquete? ¿Es un archivo codificado?
    —No sabía que era un experto en informática.
    —Soy una caja de sorpresas.
    —Sí, creo que está codificado.
    —¿Cuándo espera recibirlo?
    —No estoy segura. Oiga, tengo que irme.
    —Espere un momento. El tipo que intentó matarla. ¿Cómo era?
    Sidney le dio la descripción. Se estremeció al recordar los ojos azules del asesino. Sawyer escribió los detalles.
    —Meteremos los datos en el sistema y a ver qué encontramos. —De pronto se levantó de un salto—. Aguarde un minuto. La tengo vigilada. ¿Qué coño ha pasado con mis agentes? ¿No está en su casa?
    —En estos momentos no estoy, digamos, bajo vigilancia —contestó ella con un nudo en la garganta—. Al menos, por los suyos. Y no, no estoy en mi casa.
    —¿Le importaría decirme dónde está?
    —Tengo que irme.
    —Ni hablar. Un tipo pretendió matarla, y mis chicos no están en la escena. Quiero saber lo que pasa —protestó Sawyer.
    —¿Lee?
    —¿Qué? —replicó él con voz áspera.
    —Pase lo que pase, encuentre lo que encuentra, quiero que sepa que yo no he hecho nada malo. Nada. —Contuvo las lágrimas y añadió en voz baja—: Por favor, créame.
    —¿De qué demonios está hablando? ¿Qué diablos significa eso?
    —Adiós.
    —¡No! ¡Espere!
    Sawyer escuchó el chasquido al otro lado de la línea y colgó el auricular, furioso. Dejó el mensaje en la mesa junto al teléfono. Se tambaleó. Notaba las piernas flojas y el malestar de estómago era más fuerte de lo habitual. Fue hasta el baño y tomó un antiácido. Se limpió los labios con el dorso de la mano, regresó a la cocina, cogió el trozo de papel con el mensaje y se sentó delante de la mesa. Leyó en silencio las palabras. «Cuidado con la mecanografía.» La primera parte del mensaje sugería que Archer había enviado el mensaje a la persona equivocada. Sawyer, el nombre del destinatario y luego el del remitente. Sidney le había dicho que Jason había enviado el mensaje a su casa. ArchieJW2. Este debía ser el nombre de Jason Archer para el correo electrónico, su nombre y las inicíales. Entonces ArchieKW2 era el nombre de la persona que recibió primero el mensaje. Jason Archer había apretado la K en lugar de la J, esto era claro. ArchieKW2 había devuelto el mensaje al remitente original con un comentario sobre el error, pero al hacerlo había transmitido el mensaje al destinatario real: Sidney Archer.
    La referencia al almacén de Seattle tenía sentido. Era obvio que Jason se había metido en graves problemas con las personas que le esperaban. El intercambio había salido mal. «¿Todo mal?» Sidney había insistido en esta parte como una prueba de la inocencia del marido. Sawyer no lo tenía tan claro. «¿Todo al revés?» Era una frase extraña. A continuación, Sawyer miró la contraseña. Caray, Jason tenía que ser un genio si era capaz de recordar semejante contraseña. Sawyer no le encontraba ningún sentido. La leyó y la releyó cíen veces. Era una pena que Jason no hubiese podido concluir el mensaje.
    Sawyer movió la cabeza de un lado a otro para aliviar el dolor del cuello y se balanceó en la silla. El disquete. Necesitaban hacerse con el disquete. Mejor dicho, Sidney Archer tenía que recibirlo. El timbre del teléfono lo arrancó de sus pensamientos. Convencido de que era Sidney, se apresuró a cogerlo.
    —¿Sí?
    —Lee, soy Frank.
    —Coño, Frank, ¿nunca puedes llamar en horarios normales?
    —Esto pinta mal, Lee, muy mal. En el bufete de Tylery Stone. En el garaje subterráneo.
    —¿De qué se trata?
    —Un triple homicidio. Será mejor que vengas.
    Sawyer colgó el teléfono. Acababa de entender el significado de las palabras de Sidney. ¡Hija de puta!
    La calle de entrada al garaje subterráneo era un mar de luces azules y rojas dé tantos coches patrulla y ambulancias que había aparcados por todas partes. Sawyer y Jackson mostraron sus placas a los agentes que custodiaban el cordón de seguridad. Frank Hardy, con expresión grave, los recibió en la entrada y los acompañó hasta el último nivel del aparcamiento, a cuatro pisos por debajo del nivel de la calle, donde la temperatura era bajo cero.
    —Al parecer, los asesinatos se cometieron a primera hora de la madrugada, así que el rastro es bastante fresco. Los cadáveres están en buen estado, excepto por algunos agujeros de más —les explicó Hardy.
    —¿Cómo te enteraste, Frank?
    —La policía avisó al socio gerente de la firma, Henry Wharton, que está en Florida en una convención del bufete. Él llamó a Nathan Gamble que, a su vez, se puso en contacto conmigo.
    —¿Así que todos los muertos trabajaban en la firma?
    —Lo puedes ver por ti mismo, Lee. Todavía están aquí. Pero digamos que Tritón tiene un interés particular en estos asesinatos. Por eso Wharton llamó a Gamble con tanta prisa. También acabamos de descubrir que el guardia de seguridad de las oficinas de Tylery Stone en Nueva York fue asesinado a primera hora de esta mañana.
    —¿Nueva York? —Sawyer miró a su amigo.
    Hardy asintió.
    —¿Alguna cosa más?
    —Todavía no. Pero informaron que vieron a una mujer salir corriendo del edificio alrededor de una hora antes de que encontraran el cadáver.
    Sawyer reflexionó sobre este nuevo aspecto del caso mientras se abrían paso entre la multitud de policías y personal de la oficina del forense para llegar junto a la limusina. Las dos puertas delanteras estaban abiertas. Sawyer miró a los dos expertos en huellas digitales que espolvoreaban el exterior del vehículo en busca de huellas. Un técnico fotografiaba el interior del coche y otro filmaba el escenario con una cámara de vídeo. El médico forense, un hombre de mediana edad vestido con una camisa blanca con las mangas arremangadas, la corbata metida en el interior de la camisa, y con guantes de plástico y una mascarilla quirúrgica, conversaba con dos hombres ataviados con gabardinas azules. Al cabo de unos momentos, los dos hombres se reunieron con Hardy y los agentes del FBI.
    Hardy presentó a Sawyer y Jackson a Royce y Holman, dos inspectores de homicidios.
    —Les he informado del interés del FBI en el caso, Lee —dijo Hardy.
    —¿Quién encontró los cuerpos? —le preguntó Jackson a Royce. —Un contable que trabaja en el edificio. Llegó poco antes de las seis. Su aparcamiento está aquí abajo. Le pareció extraño ver una limusina a estas horas, sobre todo porque ocupaba varias plazas. Los cristales son tintados. Golpeó la puerta, pero nadie le respondió. Entonces abrió la puerta del pasajero. Un error. Creo que todavía está arriba vomitando. Al menos se recuperó lo suficiente para llamarnos.
    El grupo se acercó a la limusina. Hardy invitó a los agentes a que echaran un vistazo. Después de mirar en los asientos delanteros y traseros, Sawyer miró a Hardy.
    —El tipo que está en el suelo me resulta familiar.
    —No te extrañe. Es Paul Brophy.
    Sawyer miró a Jackson.
    —El caballero en el asiento de atrás con el tercer ojo es Philip Goldman —añadió Hardy.
    —Abogado de RTG —señaló Jackson.
    —La víctima en el asiento delantero es James Parker, un empleado de la delegación local de RTG; por cierto, la limusina es propiedad de RTG.
    —De ahí el interés de Tritón en el caso —apuntó Sawyer.
    —Así es —contestó Hardy.
    Sawyer se metió un poco más en el vehículo para observar mejor la herida en la frente de Goldman antes de examinar el cadáver de Brophy. Mientras tanto, Hardy le hablaba por encima del hombro, con un tono calmoso y metódico. Él y Sawyer habían trabajado juntos en muchísimos casos de homicidio. Al menos aquí los cadáveres estaban enteros. Habían visto muchos en los que no era así.
    —Los tres murieron por heridas de bala. Al parecer, un arma de grueso calibre, disparada a corta distancia. La herida de Parker es de contacto. La de Brophy es de casi contacto. Supongo que a Goldman le dispararon desde menos de un metro por las quemaduras en la frente.
    —Así que el asesino estaba sentado en el asiento delantero —señaló Sawyer—. Mató primero al chófer, después a Brophy y luego a Goldman.
    —Quizá —dijo Hardy, poco convencido—, aunque el asesino pudo estar sentado junto a Brophy y de cara a Goldman. Mató primero a Parker a través del tabique, luego mató a Brophy y a Goldman, o al revés. Tendremos que esperar el resultado de la autopsia para saber la trayectoria exacta de los proyectiles. Eso nos dará una idea más exacta del orden. —Hizo una pausa y después añadió—: Junto con otros residuos.
    El interior de la limusina ofrecía un espectáculo horrible.
    —¿Ya saben la hora aproximada de las muertes? —preguntó Jackson.
    —El rigor mortis todavía no se ha establecido del todo, ni mucho menos. Tampoco se ha fijado la lividez —le informó Royce con las notas que había tomado—. Todos están en etapas similares del post mortem, así que a todos los debieron matar más o menos a la misma hora. El forense, después de sumar la temperatura corporal, calcula entre cuatro y seis horas.
    —Ahora son las ocho y media —dijo Sawyer—. Así que en algún momento entre las dos y las cuatro de la madrugada.
    Royce asintió.
    Jackson se estremeció por efecto de la ráfaga de viento helado que los azotó cuando se abrieron las puertas del ascensor cargado de policías. Sawyer hizo una mueca al ver cómo el aliento se condensaba formando nubes. Hardy sonrió al ver la expresión de su amigo.
    —Sé lo que estás pensando, Lee. Aquí nadie ha trasteado con el aire acondicionado como ocurrió con tu último cadáver. Claro que con el frío...
    —No creo que podamos confiar mucho en el cálculo de la hora de la muerte —le interrumpió Sawyer—. Y creo que cada minuto de error será muy importante.
    —Tenemos la hora exacta de entrada de la limusina en el garaje, agente Sawyer —señaló Royce—. El acceso está limitado a los poseedores de llaves autorizadas. El sistema de seguridad del garaje registra al que entra con tarjetas individuales. La tarjeta de Goldman se usó a la una y cuarenta y cinco de esta mañana.
    —Por lo tanto, no pudo estar aquí mucho tiempo antes de que lo mataran —opinó Jackson—. Al menos, eso nos da una referencia.
    Sawyer no respondió. Se rascó la barbilla mientras no dejaba de observar la escena del crimen.
    —¿El arma?
    Holman le mostró una pistola metida en una bolsa de plástico.
    —Uno de los agentes encontró esto en la reja de una alcantarilla cercana. Por fortuna, se enganchó con unas basuras porque si no no la hubiéramos encontrado. —Le pasó la bolsa a Sawyer—. Smith & Wesson, calibre nueve milímetros. Balas HydraShok. Los números de serie están intactos. Será fácil encontrar al dueño. Se dispararon tres proyectiles de un cargador lleno. —Todos veían con claridad las manchas de sangre en el arma, algo natural si se había efectuado un disparo a quemarropa—. Todo indica que se trata del arma homicida —añadió Holman—. El tirador recogió los casquillos, pero las balas siguen en las víctimas, así que podremos tener una comparación afirmativa de balística si los proyectiles no están muy deformados.
    Incluso antes de coger la pistola, Sawyer ya se había fijado en el detalle. Jackson también. Intercambiaron una mirada de pena: la culata rajada.
    —¿Tenéis alguna pista? —preguntó Hardy, que se había fijado en el detalle.
    —Mierda —contestó Sawyer, sin saber qué más decir. Metió las manos en los bolsillos del pantalón mientras miraba la limusina y después el arma—. Estoy casi seguro de que la pistola pertenece a Sídney Archer, Frank.
    —¿Puede repetir el nombre? —preguntaron los dos inspectores al unísono.
    Sawyer les informó de la identidad de Sídney y de su pertenencia al bufete.
    —Eso es. Leí en el periódico el artículo sobre ella y su marido. Ya me parecía conocido el nombre. Eso explica muchas cosas —señaló Royce.
    —¿A qué se refiere? —preguntó Jackson.
    Royce consultó las notas apuntadas en su libreta.
    —El sistema de acceso de la puerta del edificio registra las entradas y salidas fuera del horario de oficina. ¿Adivine quién entró esta madrugada a la una y veintiuno?
    —Sidney Archer —respondió Sawyer con un tono cansado.
    —Bingo. Maldita sea, el marido y la esposa. Bonita pareja. Pero no conseguirá escapar. Los cadáveres todavía están calientes, no nos lleva mucha ventaja. —Royce parecía muy seguro—. Tenemos muchas huellas en el interior de la limusina. Una vez descartadas las de las víctimas tendremos las suyas.
    —No me extrañaría nada que aparecieran huellas de Archer por todas partes —intervino Holman. Señaló la limusina con un ademán— Sobre todo con la cantidad de sangre que hay ahí dentro.
    Sawyer se volvió hacia el inspector.
    —¿Ya tiene el motivo?
    Royce sostuvo en alto el magnetófono portátil.
    —Lo encontré debajo de Brophy. Ya han tomado las huellas dactilares. —El inspector lo puso en marcha. Todos escucharon la grabación hasta el final. A Sawyer se le subieron los colores.
    —Esa era la voz de Jason Archer —afirmó Hardy—. La conozco bien. —Meneó la cabeza—. Ahora sólo nos falta el cuerpo.
    —Y la otra es la voz de Sidney —añadió Jackson. Miró a su compañero apoyado contra una columna con aspecto desconsolado.
    Sawyer asimiló la nueva información y la integró en el paisaje siempre cambiante en que se había convertido el caso. Brophy había grabado la conversación la mañana en que ellos habían ido a entrevistar a Sidney. Por esa razón el muy hijo de puta parecía tan contento consigo mismo. Eso también explicaba el viaje a Nueva Orleans y su entrada en la habitación de Sidney. Hizo una mueca. Él nunca habría revelado voluntariamente lo que Sidney le había contado sobre la llamada telefónica. Pero ahora se había descubierto el secreto. Ella había mentido al FBI. Incluso si Sawyer declaraba —cosa que estaba dispuesto a hacer en el acto— que Sidney le había dado los detalles de la conversación telefónica, estaba claro que había hecho planes para ayudar y proteger a una fugitiva. Ahora se enfrentaba a una condena muy larga. La carita de Amy Archer apareció en sus pensamientos y se sintió todavía peor.
    Mientras Royce y Holman se marchaban para continuar con sus investigaciones, Hardy se acercó a Sawyer.
    —¿Quieres que te diga una cosa?
    Sawyer asintió. Jackson se unió a ellos.
    —Probablemente yo sé un par de cosas que no sabes. Una que Tylery Stone había cesado a Sidney Archer —dijo Hardy.
    —Vale —replicó Sawyer sin apartar la mirada de su antiguo compañero.
    —Por irónico que parezca, la carta de cese la encontraron en los bolsillos de Goldman. Quizá todo ocurrió de la siguiente manera: Archer viene a su oficina por algún motivo. Tal vez es algo inocente, o tal vez no. Se encuentra con Goldman y Brophy por casualidad o quizás estaban citados. Probablemente Goldman informó a Sidney del contenido de la carta de despido, y después le hace escuchar la grabación. Es un buen material para un chantaje.
    —Estoy de acuerdo en que la cinta es muy perjudicial, pero ¿por qué hacerle chantaje? —preguntó Sawyer, que continuaba mirando a Hardy.
    —Como te dije antes, hasta que se estrelló el avión, Sidney Archer era la principal abogada en las negociaciones con CyberCom. Estaba al corriente de las informaciones confidenciales, una información que la RTG se desesperaba por conseguir. El precio de dicha información es la cinta. Ella les da la información sobre las negociaciones o si no acaba en la cárcel. De todos modos, la firma la ha despedido. ¿Qué más le da?
    —Creía que el marido ya había entregado esa información a la RTG —protestó Sawyer, que no lo veía tan claro—. El intercambio grabado en vídeo.
    —Las negociaciones cambian, Lee. Sé de buena fuente que desde la desaparición de Jason Archer los términos de la oferta por CyberCom han cambiado. Lo que Jason les dio eran noticias viejas. Necesitaban información fresca. Y aunque suene irónico, lo que el marido no les pudo dar, lo tenía la esposa.
    —Suena como si hubieran hecho un trato. En ese caso, ¿cómo se explican los asesinatos, Frank? Que fuera su pistola no significa que ella la utilizara —señaló Sawyer con un tono sarcástico.
    Hardy no se dio por aludido y prosiguió con su análisis.
    —Quizá no llegaron a un acuerdo en los detalles. Quizá las cosas se pusieron feas. Quizá decidieron que lo mejor era conseguir la información que necesitaban y después acabar con ella. Quizás es por eso por lo que acabaron en la limusina. Parker llevaba un arma; todavía está en la cartuchera, sin usar. Tal vez hubo una pelea. Ella sacó el arma, disparó y mató a uno de ellos en defensa propia. Horrorizada, decide no dejar ningún testigo.
    Sawyer meneó la cabeza violentamente para rechazar la teoría.
    —¿Tres hombres sanos y fuertes contra una mujer? No tiene ningún sentido que la situación se les fuera de las manos. Incluso en el caso de que ella estuviera en la limusina, no puedo creer que fuera capaz de matar a los tres y marcharse tan tranquila.
    —Quizá no se marchó tan tranquila, Lee. Tal vez resultó herida.
    Sawyer miró el suelo de cemento junto a la limusina. Había unas cuantas manchas de sangre, pero no se veía ninguna más allá. El escenario que pintaba Hardy, aunque poco concreto, podía ser creíble.
    —Así que mata a tres hombres y se va sin la cinta. ¿Por qué?
    —La encontraron debajo de Brophy. El tipo era fornido, casi cien kilos de peso muerto. Necesitaron a dos policías bien corpulentos para mover el cadáver cuando lo identificaron. Entonces descubrieron la cinta. La respuesta más sencilla es que ella no pudo conseguirla físicamente. O quizá no sabía que estaba allí. Por lo que parece, se le cayó del bolsillo cuando se desplomó. Entonces ella tuvo miedo y escapó. Lanzó la pistola en una alcantarilla y siguió corriendo como alma que lleva el diablo. ¿Cuántas veces tú y yo hemos visto casos parecidos?
    —Tiene sentido, Lee —opinó Jackson.
    Sin embargo, Sawyer se mostró poco convencido. Se acercó a Royce, que estaba firmando unos papeles.
    —¿Le importa si llamo a un equipo de los míos para hacer unas pruebas?
    —Usted mismo. Casi nunca rechazo la ayuda del FBI. Ustedes son los tipos que tienen el dinero del gobierno. ¿Nosotros? Tenemos suerte si nos ponen gasolina en los coches.
    —Me gustaría que hicieran algunas pruebas en el interior de la limusina. Mi equipo puede estar aquí en veinte minutos. Quiero que examinen los cadáveres en la posición que están. Después pediré que hagan una investigación más a fondo en el laboratorio, sin los cuerpos desde luego.
    Royce consideró la propuesta durante unos instantes.
    —Me ocuparé del papeleo —dijo mientras miraba a Sawyer con un poco de recelo—. Verá, siempre agradezco la colaboración del FBI, pero ésta es nuestra jurisdicción. Me molestaría que los méritos se los llevara otro cuando resuelva este caso. ¿Oye lo que le digo?
    —Con toda claridad, detective Royce. Es su caso. Cualquier cosa que descubramos estará a su disposición para resolver el asesinato. Espero de todo corazón que consiga un ascenso y un aumento de sueldo.
    —Usted y mi esposa.
    —¿Puedo pedirle un favor?
    —Inténtelo.
    —¿Le importa que uno de sus técnicos tome muestras de residuos de pólvora de cada uno de los tres muertos? Nos queda poco tiempo. Haré que mi gente analice las muestras.
    —¿Cree que alguno de ellos pudo disparar el arma?
    —No lo sé. Pero así saldremos de dudas.
    Royce se encogió de hombros y llamó a uno de los técnicos. Después de explicarle lo que querían, miraron cómo la mujer cargaba con una pesada maleta. La abrió y comenzó los preparativos para realizar la prueba de residuos de pólvora. Disponían de poco tiempo: en una situación ideal las muestras había que recogerlas dentro de las seis horas posteriores al disparo, y Sawyer tenía miedo de no cumplir el plazo.
    La técnica mojó varios bastoncillos con algodón en la punta en una solución de ácido nítrico diluido. Pasó un bastoncillo por la palma y el dorso de las manos de cada uno de los cadáveres. Si alguno de ellos había disparado un arma, las muestras revelarían la presencia de depósitos de bario y antimonio, dos componentes básicos en la fabricación de casi todo tipo de municiones. No era algo concluyente. El hecho de conseguir un resultado positivo no significaba que alguno de ellos hubiera disparado el arma homicida, sino en las últimas seis horas. Además, podían sencillamente haber tocado el arma después de haber sido disparado —quizás en el transcurso de una pelea— y ensuciarse las manos con los residuos depositados en el exterior del arma. Pero un resultado positivo sin duda ayudaría a la causa de Sidney. Aunque todas las pruebas señalaban su presencia en la escena del crimen, Sawyer estaba seguro de que ella no había apretado el gatillo.
    —¿Un favor más? —le preguntó Sawyer a Royce, que enarcó las cejas—. ¿Me puede facilitar una copia de la cinta?
    —Faltaría más.
    Sawyer subió en el ascensor hasta el vestíbulo, caminó hasta su coche y llamó a un equipo forense del FBI. Mientras esperaba que llegaran, un pensamiento machacaba la mente de Sawyer. ¿Dónde demonios estaba Sidney Archer?


    Capítulo 50
    Sidney, que apenas se maquillaba, dedicó esta vez mucho tiempo a hacerlo con todo detalle. Se había encerrado en uno de los reservados del lavabo de señoras en Penn Station y sostenía en una mano la caja de pinturas. Había llegado a la conclusión de que el asesino no pensaría que había regresado aquí. Se encasquetó un sombrero tejano de cuero y bajó el ala sobre la frente. Después recogió la bolsa donde había guardado las prendas manchadas de sangre —que irían a parar a un contenedor de basuras— y salió del lavabo. Ahora iba vestida con una variedad de prendas que había tardado casi todo el día en comprar: pantalones tejanos muy ceñidos, botas vaqueras puntiagudas de color beige, una camisa de algodón blanca y una cazadora bomber negra. Pintarrajeada como una puta y con aquel atuendo, no se parecía en nada a la abogada de aspecto conservador que había sido hasta hacía poco, y a la que la policía no tardaría en buscar bajo acusación de asesinato. Se aseguró de que el revólver estuviera bien oculto en un bolsillo interior. Las leyes sobre armas en Nueva York eran de las más estrictas del país.
    Cogió un tren de cercanías y al cabo de media hora se apeó en Stamford Connecticut, en una de las muchas urbanizaciones que satisfacían el deseo de los trabajadores neoyorquinos de vivir fuera del torbellino metropolitano. Otros veinte minutos de viaje en taxi la dejaron delante de una encantadora casa de ladrillos blancos y persianas negras en una zona residencial de lujo. En el buzón estaba pintado el nombre PATTERSON. Sidney le pagó al taxista, pero en lugar de ir hacia la puerta principal rodeó la casa para dirigirse al garaje. Junto a la puerta de éste había un comedero de madera para pájaros. Sidney miró en derredor antes de meter la mano en el comedero y comenzar a revolver entre los granos hasta que llegó al fondo. Cogió el juego de llaves que había allí, fue hasta la puerta trasera de la casa y entró. Su hermano, Kenny, y su familia estaban en Francia. Era un joven brillante, que dirigía una editorial independiente de mucho prestigio, pero tenía muy mala memoria. En muchísimas ocasiones no había podido entrar en ninguna de las casas que había tenido por haberse olvidado las llaves. Por este motivo, guardaba unas de repuesto en el comedero, algo conocido por el resto de la familia.
    La casa era antigua, bien construida y mejor decorada, con grandes habitaciones y muebles cómodos. Sin perder un segundo, Sidney entró en un pequeño estudio y se acercó a un armario de roble que abrió con otra llave. Se tomó un momento para contemplar la impresionante variedad de escopetas, rifles y pistolas guardadas en el mueble. Por fin se decidió por una escopeta de repetición Winchester 1300 Defender del calibre doce. El arma era relativamente ligera —pesaba unos tres kilos— y utilizaba proyectiles Magnum de tres pulgadas capaces de detener cualquier cosa de dos piernas. Metió varias cajas de proyectiles en una bolsa de municiones que sacó de un cajón del armario. Después miró la colección de pistolas. No confiaba mucho en la potencia de un 32. Probó varias pistolas para ver cuál le resultaba más cómoda. Entonces sonrió complacida cuando empuñó a su vieja conocida: la Smith & Wesson Slim Nine. Cogió la pistola y una caja de balas del nueve, las metió en la misma bolsa de municiones y cerró el armario. Se hizo con unos prismáticos que había en un estante y salió del estudio.
    Corrió escaleras arriba para ir al dormitorio principal, donde pasó varios minutos escogiendo prendas de su cuñada. No tardó mucho en llenar una maleta con ropa de abrigo y zapatos. De pronto recordó una cosa. Encendió el televisor del dormitorio y cambió de canales hasta encontrar una emisora de noticias. Ofrecían el resumen de las principales noticias, y aunque lo esperaba, se le cayó el alma a los pies cuando vio aparecer su rostro junto a una imagen de la limusina. La crónica era breve pero terrible, porque la pintaba como a una asesina. Se llevó otra sorpresa en el momento en que la pantalla se dividió en dos y junto a su cara apareció una foto de Jason. Parecía cansado, y ella se dio cuenta de que era la foto de la tarjeta de seguridad de Tritón. Al parecer, los medios encontraban muy atractivo el enfoque de la pareja criminal. Sidney contempló su rostro en la pantalla. Ella también parecía cansada, con el pelo peinado con raya en medio y aplastado contra la cabeza. Llegó a la conclusión de que Jason y ella tenían aspecto de culpables aunque no lo fueran. Pero en aquel momento, la mayoría del país los tomaría por criminales, una versión actualizada de Bonnie y Clyde.
    Se levantó con las piernas temblorosas y llevada por un impulso repentino entró en el baño, donde se quitó la ropa y se metió en la ducha. La visión de la limusina le había hecho recordar que todavía llevaba encima restos de aquellos horribles momentos. Había cerrado la puerta con llave y dejado la cortina de la bañera abierta. Se duchó con el revólver al alcance de la mano. El agua caliente le quitó el frío de los huesos. Por casualidad se vio en el pequeño espejo sujeto en la pared de la ducha y se estremeció ante la visión de su rostro macilento. Se sentía cansada y vieja. Agotada física y mentalmente, y el cuerpo sufría las consecuencias. Entonces apretó los dientes y se abofeteó. No podía renunciar. Ella formaba un ejército de uno, pero osado y valiente. Tenía a Amy. Su hija era algo que nunca nadie le podría arrebatar.
    Acabó de ducharse, se vistió con prendas abrigadas y fue al trastero para coger una linterna. De pronto se le había ocurrido que la policía visitaría a todos sus familiares y amigos. Llevó la maleta, las armas y las municiones hasta el garaje, donde estaba el Land Rover Discovery azul oscuro de su hermano, uno de los vehículos más resistentes del mercado. Metió la mano debajo del guardabarros izquierdo y sacó un juego de llaves del coche. Su hermano era algo increíble. Desconectó el complejo sistema de alarma; hizo una mueca ante el sonido discordante de la alarma al desactivarse. Dejó la escopeta en la parte trasera y la tapó con una manta. Las pistolas estaban en la bolsa que ocultó debajo del asiento delantero. No había cargado ninguna de las armas, pero lo haría en cuanto llegara a su destino.
    Puso el motor en marcha, apretó el botón del mando a distancia para abrir la puerta del garaje y salió marcha atrás. Después de mirar a un lado y otro de la calle para ver si había algún transeúnte o vehículos, maniobró en el jardín para dar la vuelta y salió a la carretera. Aceleró a medida que dejaba atrás el tranquilo vecindario.
    En menos de veinte minutos había llegado a la interestatal 95. Había mucho tráfico y tardó un poco más de la cuenta en salir de Connecticut. Atravesó Rhode Island y rodeó Boston a la una de la mañana. El Land Rover estaba equipado con un teléfono móvil; sin embargo, después de los comentarios de Jeff Fisher, no se atrevía a utilizarlo. Además, ¿a quién iba a llamar? Hizo una parada en New Hampshire para tomar un café y poner gasolina. Nevaba con fuerza, pero el Land Rover no tenía problemas; el ruido de los limpiaparabrisas le ayudaba a mantenerse despierta. Así y todo, a las tres de la mañana, daba tantas cabezadas que tuvo que detenerse en un área de servicio. Metió el Land Rover entre dos enormes camiones semirremolque, cerró las puertas, se tendió en el asiento trasero con una pistola en la mano y se quedó dormida.
    El sol ya estaba alto cuando abrió los ojos. Desayunó deprisa y al cabo de unas horas ya había dejado atrás Portsmouth, Maine. Dos horas más tarde llegó a la salida que buscaba y abandonó la autopista. Ahora estaba en la nacional 1. En esta época del año el tráfico era muy escaso y tenía la carretera casi para ella sola.
    En medio de la nevada vio el cartel que anunciaba: Bell Harbor, población 1.650 habitantes. Durante su infancia, la familia había pasado muchos veranos maravillosos en este pacífico pueblo: magníficas playas abiertas, helados y bocadillos suculentos en los mil y un bares y restaurantes, representaciones de teatro, largos paseos en bicicleta y caminatas por Granite Point, donde se podía contemplar muy de cerca el tremendo poder del océano en las tardes ventosas. Ella y Jason soñaban con poder comprar algún día una casa cerca de la de sus padres. Habían esperado con ansia el momento de pasar los veranos aquí, y contemplar a Amy corriendo por la playa y haciendo agujeros en la arena como había hecho Sidney veinticinco años antes. Eran pensamientos muy agradables. Todavía confiaba en poder convertirlos en realidad. Pero ahora mismo no parecía ni remotamente posible.
    Condujo hacia el océano y aminoró la marcha cuando dobló hacia el sur por Beach Street. La casa de sus padres era un edificio grande de dos plantas, construido en madera con ventanas de gablete y balcones a todo lo ancho de la casa por el lado marítimo y el de la calle. Tenía un garaje en la planta baja. El viento se encajonaba entre las casas veraniegas; era tan fuerte que sacudía el Land Rover, que pesaba dos toneladas. Sidney no recordaba haber estado nunca en Maine en esta época del año. El cielo estaba plomizo. Cuando miró la inmensa extensión oscura del Atlántico se dio cuenta de que era la primera vez que veía nevar sobre el océano.
    Disminuyó todavía más la velocidad en cuanto avistó la casa de sus padres. Todas las demás viviendas de la calle estaban vacías. En invierno, Bell Harbor era lo más parecido a una ciudad fantasma. Además, la fuerza policial en esta época del año se reducía a un único agente. Si el hombre que había matado a tres personas en una limusina en Washington y la había seguido hasta Nueva York decidía venir a buscarla aquí, sin duda no tendría ningún problema para acabar con el solitario representante de la ley. Cogió la bolsa de municiones y sacó un cargador para la pistola. Entró en el camino particular y se apeó. No había ninguna señal de la presencia de sus padres. Sin duda se habían demorado por culpa del mal tiempo. Metió el Land Rover en el garaje y cerró la puerta. Descargó sus cosas y las subió por las escaleras interiores hasta la casa.
    No podía saber que la nevada había cubierto las huellas frescas en el jardín. Tampoco entró en el dormitorio donde estaban apiladas numerosas maletas. Cuando entró en la cocina se perdió la ocasión de ver el coche que pasó lentamente por delante de la casa y siguió su camino.
    En las instalaciones de pruebas del FBI el ritmo era febril. Una técnica con bata blanca que daba vueltas en torno a la limusina invitó con un gesto a Sawyer y Jackson a que la siguieran. La puerta trasera del lado izquierdo estaba abierta. Habían trasladado los cadáveres al depósito. Junto al vehículo había un ordenador con una pantalla de veintiuna pulgadas. La joven comenzó a teclear las órdenes mientras hablaba. Ancha de caderas, con una preciosa piel morena y una boca generosa, Liz Martin era una de las mejores y más trabajadoras ratas de laboratorio del FBI.
    —Antes de retirar físicamente cualquier rastro, repasamos el interior con el Luma-lite, como tú querías, Lee. Encontramos algunas cosas interesantes. También filmamos en vídeo el interior del vehículo mientras hacíamos el examen y lo metimos en el sistema. Así lo podréis seguir mejor. —Dio unas gafas a cada uno de los agentes y se puso unas ella—. Bienvenidos al espectáculo; las gafas son para que veáis mejor. —Sonrió—. Lo que hacen es filtrar las diferentes longitudes de onda que puedan haber aparecido durante el examen y que podrían oscurecer la filmación.
    Se encendió la pantalla. La imagen mostraba el interior de la limusina. Estaba muy oscuro, una condición necesaria para usar el Luma-lite. La prueba que se hacía con un láser muy potente convertía en visibles muchas cosas de la escena del crimen.
    Liz movió el ratón y los agentes esperaron mientras la flecha se movía por la pantalla.
    —Empezamos utilizando una sola fuente de luz, sin usar reactivos. Buscábamos la fluorescencia intrínseca y después pasamos a una serie de polvos y tinturas.
    —Dijiste que habías encontrado algunas cosas interesantes, ¿no es así? —El tono de Sawyer sonó un poco impaciente.
    —Algo lógico en un espacio cerrado como éste, si tienes en cuenta lo que pasó. —La joven miró por un segundo la limusina mientras llevaba la flecha del ratón hasta lo que parecía el asiento trasero del vehículo. Apretó unas cuantas teclas más y aparecieron primero unas cuadrículas y a continuación la imagen señalada fue aumentando hasta resultar visible. Sin embargo, del hecho de ser visible a ser identificable distaba un abismo.
    —¿Qué coño es eso? —preguntó Sawyer.
    Parecía un hilo de algún tipo pero, ampliado como estaba, tenía el grosor de un lápiz.
    —En términos sencillos, una fibra. —Liz apretó una tecla y el objeto apareció en una imagen tridimensional—. Por lo que se ve, diría que es lana, animal, auténtica, nada de sintética, y de color gris. ¿Les recuerda algo?
    Jackson chasqueó los dedos.
    —Sidney Archer vestía una chaqueta aquella mañana. —De color gris.
    —Así es —afirmó Sawyer.
    Liz volvió a mirar la pantalla y asintió pensativa.
    —Una chaqueta de lana. Encaja bastante bien.
    —¿Dónde la has encontrado exactamente, Liz? —preguntó Sawyer.
    —En el lado izquierdo del asiento trasero, en realidad un poco más hacia el centro. —Con el ratón trazó una línea en la pantalla que medía la distancia desde el punto donde estaba la fibra hasta el extremo izquierdo del asiento trasero—. Sesenta y siete centímetros y medio hasta el borde del asiento, y diecisiete y medio contando del asiento hacia arriba. Con esa ubicación parece lógico que proceda de una chaqueta. También recogimos algunas fibras sintéticas junto a la puerta del lado izquierdo. Corresponden a las prendas que vestía el hombre muerto que ocupaba esa posición. —Se volvió otra vez hacia la pantalla—. No nos hizo falta el láser para encontrar las otras muestras. Se veían con toda claridad. —Cambió la pantalla y Liz empleó el ratón para señalar varios pelos.
    —Deja que lo adivine —dijo Sawyer—. Largo y rubio. Natural, no teñido. Encontrados muy cerca de la fibra.
    —Muy bien, Lee, todavía podremos hacer un buen científico de ti. —Liz sonrió complacida—. Después utilizamos un leucocristal violeta para identificar la sangre. Como te puedes imaginar, encontramos litros. El trazado de la dispersión es muy evidente y en realidad muy explicativo en este caso, una vez más debido a las pequeñas dimensiones de la escena del crimen.
    Los agentes miraron la pantalla donde ahora el interior de la limusina resplandecía en una infinidad de lugares. Por un momento pareció como si estuvieran en el interior de una mina y las pepitas de oro brillaran en cada grieta. Liz señaló varias manchas con la flecha.
    —Mi conclusión es que el caballero encontrado en el suelo del asiento trasero estaba o bien sentado mirando hacia atrás o con el rostro vuelto en parte hacia la ventanilla del lado derecho. La herida estaba muy cerca de la sien derecha. La dispersión de sangre, huesos y tejidos fue considerable. El asiento trasero está cubierto con los restos.
    —Sí, pero aquí hay un hueco muy evidente. —Sawyer señaló el lado izquierdo del asiento trasero.
    —Efectivamente, tienes buen ojo —afirmó Liz. Volvió a utilizar la línea para medir—. Encontramos las muestras distribuidas con bastante uniformidad en el asiento trasero. Eso me lleva a creer que la víctima —consultó las notas que tenía junto al ordenador—, Brophy, se había vuelto hacia su izquierda. Eso dejaría la zona de la herida, la sien derecha, directamente frente al asiento trasero, lo que explicaría la abundante dispersión en el asiento trasero.
    —Como la metralla de un mortero —comentó Sawyer con un tono seco.
    —No es un término técnico, pero no está mal para un lego, Lee. —Liz enarcó las cejas y después añadió—: Sin embargo, en la mitad izquierda del asiento prácticamente no hay restos, no hay sangre, tejidos o fragmentos de huesos en casi un metro veinte. ¿Por qué? —Miró a los dos agentes como una maestra que espera que sus alumnos comiencen a levantar las manas.
    —Sabemos que una de las víctimas estaba sentado en el extremo del lado izquierdo: Philip Goldman —respondió Sawyer—. Lo encontraron allí. Pero era un tipo de constitución normal. No podía ocupar tanto lugar. Por el tamaño del hueco, los pelos y la fibra que has recogido, debemos suponer que había otra persona sentada junto a Goldman.
    —Yo también lo interpreté de esa manera —señaló Liz—. La herida de Goldman debió echar una buena cantidad de residuos. Y una vez más, nada en el asiento a su lado. Eso refuerza la conclusión de que había alguien más sentado allí y que recibió toda la rociada. Una muy poco agradable. Si me hubiese tocado a mí, me habría estado en la bañera una semana, toco madera.
    —Chaqueta de lana, pelo rubio... —comenzó a decir Jackson.
    —Y esto —le interrumpió Liz, que señaló la pantalla. Todos miraron mientras cambiaba la imagen. Una vez más vieron el asiento trasero. El cuero aparecía roto en varios lugares. Tres líneas paralelas iban de adelante a atrás hasta un punto muy cerca de donde habían encontrado a Goldman. Casi en la mitad de las líneas había un objeto solitario. Los agentes miraron a Liz.
    —Eso es parte de una uña. No hemos tenido tiempo para hacer un análisis de ADN, pero es evidente que pertenece a una mujer.
    —¿Cómo lo sabes? —preguntó Jackson.
    —No es tan complicado, Ray. Es una uña larga, atendida por una manicura y pintada. No es algo habitual en los hombres.
    —Ah.
    —Las líneas paralelas en el cuero...
    —Rasguños —afirmó Sawyer—. Ella arañó el asiento y rasgó el cuero.
    —Eso es. Sin duda, la mujer estaba dominada por el pánico —dijo Liz.
    —No es de extrañar —señaló Jackson.
    —¿Alguna cosa más, Liz? —preguntó Sawyer.
    —Oh, sí. Muchas. Huellas dactilares. Utilizamos MDB, un compuesto que es muy bueno para la fluorescencia de las huellas latentes cuando se usa un láser. También usamos una lente azul con el Luma-lite. Conseguimos muy buenos resultados. Eliminamos las huellas de las tres víctimas. Sus huellas estaban por todas partes. Es comprensible. Sin embargo, encontramos unas cuantas parciales, incluida una que coincide con los rasguños, algo que parece lógico. Y encontramos una que tiene un interés especial.
    —¿A qué te refieres? —le preguntó Sawyer, que olisqueó como un sabueso.
    —Las ropas de Brophy estaban muy manchadas de sangre y otros residuos procedentes de la herida. El hombro derecho estaba cubierto de sangre. Parece lógico porque la hemorragia de la herida en la sien derecha debió ser intensa. Encontramos huellas de todos los dedos de una mano en la sangre del hombro derecho.
    —¿Cómo se explica eso? ¿Alguien intentó darle la vuelta? —preguntó Sawyer, intrigado.
    —No, yo diría que no, aunque no tengo ninguna prueba para negarlo. Sin embargo, tengo el presentimiento, a juzgar por la huella de la palma de la mano, de que alguien, y sé que esto suena bastante raro dadas las circunstancias, que alguien intentó pasar por encima de él, o por lo menos que se encaramó sobre el tipo. Los dedos tan juntos, el ángulo de la palma y algunas cosas más sugieren con fuerza que eso fue lo que ocurrió.
    —¿Trepó por encima de él? —El tono de Sawyer no podía ser más escéptico—. Eso es mucho imaginar, ¿no crees, Liz? No puedes saberlo sólo por las huellas, ¿verdad?
    —No baso mis conclusiones sólo en eso. También encontramos esto. —Señaló otra vez la pantalla donde ahora se veía una cosa extraña. Un dibujo o una forma, mejor dicho, dos. El fondo oscuro hacía difícil entender lo que estaban viendo.
    —Esta es una toma del cadáver de Brophy —les explicó Liz—. Está boca abajo en el suelo. Lo que vemos es la espalda. La marca que aparece en el medio quedó impresa en una mancha de sangre.
    Jackson y Sawyer se acercaron a la pantalla y forzaron la vista en un intento por descubrir qué era aquella imagen. No lo consiguieron y miraron a la experta.
    —Es una rodilla. —Liz amplió la imagen hasta llenar toda la pantalla—. La rodilla humana deja una marca inconfundible, sobre todo cuando se dispone de un fondo maleable como la sangre. —Apretó otra tecla y apareció otra imagen distinta—. También está esto.
    Sawyer y Jackson miraron la pantalla. Esta vez no tuvieron dificultades para identificarla.
    —La huella de un zapato, el tacón —dijo Jackson.
    —Sí —replicó Sawyer, poco convencido—, pero ¿qué necesidad tenía de trepar por encima de un tipo muerto, ensuciarse de sangre y no sé qué más, y dejar huellas por todas partes, cuando sencillamente podía abrir la puerta izquierda y salir? Me refiero a la persona que probablemente estaba sentada junto a Goldman en el lado izquierdo.
    Jackson y Liz intercambiaron una mirada. No tenían la respuesta adecuada. Liz se encogió de hombros y sonrió.
    —Señores, son ustedes los que cobran una pasta. Yo sólo soy una rata de laboratorio.
    —Me encantaría tener otras cincuenta como tú, Liz —afirmó Jackson.
    Ella le agradeció el cumplido con otra sonrisa.
    Todos se quitaron las gafas.
    —¿Supongo que ya habrás pasado las huellas por la máquina? —le preguntó Sawyer.
    —Caray, lo siento, me olvidé de lo más importante. Todas las huellas, la que vimos en la pantalla, en el arma homicida, las que están en la limusina, las del piso octavo y las del ascensor son de la misma persona.
    —Sidney Archer —dijo Jackson.
    —Así es —asintió Liz—. La oficina donde nos llevó el rastro de sangre también era la suya.
    Sawyer se acercó a la limusina y miró en el interior. Le hizo una seña a los otros dos para que se acercaran.
    —Muy bien, por lo que sabemos hasta ahora, podemos suponer que Sidney Archer estaba sentada aquí. —Señaló un punto ligeramente a la izquierda del centro del asiento trasero.
    —Parece lógico si nos basamos en lo que hemos descubierto. El dibujo de la dispersión de la sangre, la fibra y las huellas lo corroboran —manifestó la técnica.
    —Vale. Si ahora miramos el lugar donde acabó el cuerpo, es probable que Brophy estuviera sentado mirando hacia atrás. Según tú, pudo volver la cabeza y eso justificaría la cantidad de residuos en el asiento trasero.
    —Sí. —Liz asintió mientras seguía la reconstrucción de Sawyer.
    —Tampoco hay ninguna duda de que la herida de Brophy fue de contacto. ¿Más o menos a qué distancia? —Sawyer señaló el espacio entre el asiento delantero y trasero en la parte de atrás.
    —No hace falta adivinar —dijo Liz. Fue hasta la mesa, cogió una cinta métrica y volvió al vehículo. Con la ayuda de Jackson midió el espacio. Liz miró el resultado y frunció el entrecejo al descubrir adonde quería ir a parar Sawyer con su análisis—. Un metro noventa y cinco desde el centro de un asiento al otro.
    —Vale. Si nos basamos en la ausencia de residuos en el asiento trasero, Archer y Goldman estaban sentados aquí, con las espaldas bien apoyadas en el respaldo, ¿estás de acuerdo? —Liz y Jackson asintieron—. Muy bien. Entonces ¿es posible que Sidney Archer, si estaba con la espalda apoyada en el respaldo, pudiera producir una herida de contacto en la sien derecha de Brophy?
    —No, a menos que los brazos le lleguen hasta el suelo cuando camina.
    —¿No podría ser que Brophy se inclinara hacia delante, muy cerca, y ella sacara y le disparase? —le preguntó Sawyer a Liz—. Digamos que el cuerpo cayó sobre ella, pero ella lo aparta y el tipo acaba en el suelo. ¿Es factible que ocurriera así?
    —Si él estaba inclinado hacia delante —contestó Liz después de pensar unos instantes— hasta casi caerse del asiento y teniendo en cuenta la separación entre los dos asientos, el tirador tendría que haber hecho lo mismo. Digamos que tendrían que haberse encontrado en el medio para que fuera posible la herida de contacto. Pero si el tirador está inclinado hacia delante las trayectorias de dispersión hubieran sido diferentes. La espalda del tirador no apoyada en el respaldo. Incluso si el cuerpo de Archer recibió la mayor parte de los residuos, sería muy poco probable que algunos no hubiesen acabado en el asiento detrás de ella. Para que ella permaneciera apoyada en el respaldo cuando disparó, Brophy casi tendría que haber estado sentado en su falda. Eso no parece muy lógico ¿verdad?
    —Efectivamente. Hablemos ahora de la herida de Goldman. Ella está sentada al lado izquierdo de Goldman, ¿vale? ¿No crees que entonces el orificio de entrada tendría que estar en la sien derecha y no en el medio de la frente?
    —Él podría haberse vuelto para mirarla... —comenzó a decir Liz, pero se interrumpió—. No es posible, porque entonces las trayectorias de dispersión no tendrían sentido. Está claro que Goldman miraba hacia delante cuando le alcanzó la bala. Pero podría ser posible, Lee.
    —¿De veras? —Sawyer acercó una silla, se sentó, sostuvo un arma imaginaria en la mano derecha, movió el brazo y apuntó hacia atrás como si fuera a disparar en la frente a alguien sentado a su izquierda mientras la persona miraba al frente—. Bastante incómodo, ¿no?
    —Mucho —asintió Jackson.
    —Y la cosa se complica todavía más, muchachos. Sidney Archer es zurda. ¿Lo recuerdas, Ray? Sostenía la taza de café con la izquierda, la vimos empuñar la pistola con la izquierda. Zurda. —Sawyer repitió la actuación, pero esta vez sosteniendo el arma imaginaria con la izquierda. Tuvo que contorsionar el cuerpo hasta una posición ridícula.
    —Es imposible —señaló Jackson—. Tendría que haberse dado la vuelta y mirarlo de frente para producirle una herida como ésa. Hizo eso o bien se descoyuntó el brazo. Nadie podría disparar una pistola de esa manera.
    —Por lo tanto, si Archer es la tiradora, tuvo que matar al chófer en el asiento delantero, saltar al asiento trasero, liquidar a Brophy, algo que ya hemos demostrado que no hizo, y después, aparentemente, disparar contra Goldman utilizando un ángulo de tiro antinatural, de hecho imposible. —Sawyer se levantó de la silla y meneó la cabeza.
    —Tus objeciones no están mal, Lee, pero no se pueden negar las pruebas que ratifican la presencia de Archer en la escena del crimen —dijo Liz.
    —Estar en la escena del crimen y ser la autora de los crímenes son dos cosas muy distintas, Liz —replicó Sawyer con un tono brusco. Liz pareció dolida por el reproche del agente. Sawyer le formuló una última pregunta en el momento en que salían del laboratorio—: ¿Ya tienes el resultado de las pruebas de residuos de pólvora?
    —No sé si recuerdas que el laboratorio de armas de fuego ya no hace pruebas de residuos de pólvora, porque los resultados no aportaban nada importante. Sin embargo, como tú pediste las pruebas, nadie protestó. Si me das un minuto, Sawyer, les preguntaré. —Esta vez, Liz empleó un tono frío pero Sawyer no pareció darse cuenta mientras miraba el suelo con aire malhumorado.
    Liz se acercó a su mesa y cogió el teléfono. Por su parte, Sawyer miró la limusina como si quisiera hacerla desaparecer. Jackson observó a su compañero, preocupado.
    —El resultado es negativo —le informó Liz a Sawyer—. Ninguna de las víctimas disparó un arma o tuvo en la mano un arma disparada en las seis horas anteriores a la muerte.
    —¿Estás segura? ¿No hay error posible? —preguntó Sawyer con el entrecejo fruncido.
    El rostro de Liz mostró una expresión agria.
    —Mi gente conoce su oficio, Lee. La prueba de residuos de pólvora es algo sencillo, aunque ya no lo hacemos porque un resultado positivo no siempre es acertado; hay demasiadas sustancias que en la práctica pueden dar un positivo falso. Sin embargo, la pistola tuvo que producir una cantidad de residuos bastante elevada, y el resultado fue negativo. Creo que podemos aceptarlo como bueno. Claro que podían llevar guantes.
    —Ninguno de los muertos llevaba guantes —señaló Jackson.
    —En efecto —asintió Liz, que miró a Sawyer, triunfante.
    —¿Encontraron más huellas en la pistola? —preguntó Sawyer sin hacer caso del tono.
    —Una huella parcial de un pulgar. Correspondía a Parker, el chófer.
    —¿Nada más? —insistió Sawyer—. ¿Estás segura?
    Liz permaneció en silencio. Su expresión era respuesta suficiente.
    —Vale, así que la huella de Parker estaba borrosa. ¿Qué pasa con las de Archer? ¿Eran claras?
    —Que yo recuerde, eran bastante claras. Aunque había algunas manchadas. Me refiero a la culata, el gatillo y el seguro. Las huellas en el cañón eran muy claras.
    —¿En el cañón? —Sawyer lo dijo casi para sí mismo. Miró a Liz—. ¿Ya tenemos el informe de balística? Me interesan mucho las trayectorias.
    —En estos momentos están haciendo las autopsias. No tardaremos en tener los resultados. Les pedí que me avisaran. Seguramente te llamarán a ti primero, pero si no lo hacen te llamaré en cuanto los reciba. Supongo que querrás cerciorarte de que no han cometido ningún error —añadió Liz con un tono de sarcasmo.
    —Gracias, Liz. Me has ayudado mucho.
    El tono sarcástico del agente no pasó inadvertido para Liz y Jackson. Ensimismado, con los hombros caídos, Sawyer se alejó lentamente.
    Jackson se quedó un momento más con Liz. La técnica se volvió hacia el agente.
    —¿Qué coño le pasa, Ray? Nunca me había tratado de esta manera.
    Jackson permaneció en silencio hasta que por fin encogió los hombros.
    —Pues la verdad, Liz, no sé qué contestarte —dijo, y siguió a su compañero.


    Capítulo 51
    Jackson entró en el coche y miró a su compañero. Sawyer estaba sentado en el asiento del conductor con las manos sobre el volante y la mirada perdida. Jackson miró la hora.
    —Oye, Lee, ¿qué tal si vamos a comer? —Al ver que Sawyer no le respondía, añadió—: Invita la casa. No rechaces esta oferta. Podría no volver a repetirse en toda tu vida. —Jackson puso una mano sobre el hombro de su compañero y le dio un apretón amistoso.
    Por fin, Sawyer le miró. Por un momento esbozó una sonrisa que desapareció casi en el acto.
    —¿Con que pretendes que te lleve a comer? Crees que esta vez la he jodido, ¿no es así, Raymond?
    —Sólo me preocupo de que no estés delgaducho —replicó Jackson.
    Sawyer soltó una carcajada y arrancó.
    Jackson comía con apetito mientras Sawyer se limitaba a beber un trago de café de vez en cuando. El restaurante quedaba cerca de las oficinas centrales del FBI y la mayor parte de la concurrencia pertenecía a la institución. La pareja fue saludada por muchos colegas que comían un bocado antes de regresar a sus casas, o se preparaban para entrar de servicio.
    —No estuvieron nada mal tus deducciones —comentó Jackson—, pero podrías haberte evitado la bronca a Liz. Ella sólo hace su trabajo.
    —Puedes no cabrearte tanto si tu hijo llega tarde a casa o te ensucia el coche. Pero si alguien en el FBI quiere que lo mimen, entonces más le vale que se busque otro empleo —replicó Sawyer con una mirada feroz.
    —Ya sabes a qué me refiero. Liz es muy buena en su trabajo.
    La expresión de Sawyer se suavizó un poco.
    —Lo sé, Ray. Le enviaré un ramo de flores. ¿Vale?
    —¿Cuál es nuestro próximo paso? —preguntó Jackson.
    —No lo tengo muy claro. Ya he tenido otros casos que cambiaron en mitad de la investigación, pero ninguno como éste.
    —No crees que Sidney Archer matara a esos tipos, ¿verdad?
    —Aparte del hecho de que las pruebas físicas indican que no pudo hacerlo, no, no creo que lo hiciera.
    —Pero nos mintió, Lee. Está la cinta. Estaba ayudando a su marido. Eso es algo que no puedes pasar por alto.
    Sawyer volvió a sentirse culpable. Nunca antes le había ocultado información a un compañero. Miró a Jackson y entonces decidió contarle lo que le había dicho Sidney. Cinco minutos más tarde, Ray le miraba boquiabierto.
    —Estaba asustada —dijo Sawyer, ansioso—. No sabía qué hacer. Estoy seguro de que quería contárnoslo desde el principio. Maldita sea, si supiéramos dónde está. Ahora mismo puede estar en peligro, Ray. —Sawyer descargó un puñetazo contra la palma de la mano—. Si acudiera a nosotros podríamos trabajar juntos. Resolveríamos el caso, lo sé.
    Jackson se inclinó hacia delante con una expresión decidida.
    —Escucha, Lee, hemos trabajado juntos en muchísimos casos, y siempre has mantenido las distancias. Veías las cosas tal cual eran.
    —¿Y crees que en este caso es diferente? —preguntó Sawyer con voz firme.
    —Sé que es diferente. Has estado a favor de esta dama desde el principio. Y desde luego la has tratado de una manera muy distinta a como tratarías a cualquier sospechoso en un caso como éste. Ahora me sales con que te contó todo lo de la cinta y la conversación con el marido. Por si fuera poco, te lo callas. Coño, eso basta y sobra para que te expulsen del FBI.
    —Si crees necesario dar parte, Ray, adelante. No te lo impediré.
    —No soy quién para hundirte —gruñó Jackson—. Tú sólito lo estás haciendo bastante bien.
    —Este caso no es diferente.
    —¡Y una mierda! —Jackson se inclinó todavía más sobre la mesa—. Lo sabes y eso es lo que te jode. Todas las pruebas señalan que Sidney Archer está implicada en unos crímenes muy graves, y sin embargo haces todo lo posible para buscarle una excusa. Lo hiciste con Frank Hardy, con Liz y ahora intentas hacerlo conmigo. No eres un político, Lee, eres un agente de la ley. Quizás ella no esté metida en todo, pero tampoco es un ángel. De eso no cabe la menor duda.
    —¿No estás de acuerdo con mis conclusiones sobre el triple homicidio?
    —Al contrario, creo que tienes razón. Pero si esperas que crea que Archer es una niña inocente atrapada en una pesadilla kafkiana, entonces estás hablando con el agente equivocado. Tendría que ser muy burro para creer que Sidney Archer, por muy bonita e inteligente que sea, se salvará de pasar una buena parte del resto de su vida en la cárcel.
    —¿Así que eso es lo que crees? ¿Una tía bonita e inteligente que se cachondea de un agente veterano? —Jackson no respondió, pero la respuesta se reflejaba en su expresión—. ¿Un gilipollas viejo y divorciado que se la quiere tirar, Ray? Y no lo puedo hacer si es culpable. ¿Es eso lo que crees? —El tono de Sawyer comenzó a subir.
    —¿Por qué no me lo dices tú, Lee?
    —Quizá tendré que tirarte por aquella ventana ahora mismo.
    —Inténtalo si quieres —replicó Jackson.
    —Cabrón, hijo de puta —dijo Sawyer con voz temblorosa.
    Jackson tendió una mano y lo cogió por el hombro.
    —Quiero que te aclares —gritó Jackson—. Si quieres acostarte con ella, cojonudo. ¡Espera a que se resuelva el caso y se demuestre que no es culpable!
    —¡Cómo te atreves! —gritó Sawyer a su vez mientras apartaba la mano de Jackson. Se levantó de un salto y cerró uno de sus enormes puños. Ya estaba a punto de descargar el golpe cuando se dio cuenta de lo que hacía. Algunos de los clientes contemplaban la escena asombrados. Los dos agentes se miraron fijamente hasta que por fin Sawyer, con la respiración agitada y los labios temblorosos, bajó el puño y volvió a sentarse.
    Ninguno de los dos pronunció palabra durante varios minutos. Fue Sawyer el primero en romper el silencio.
    —Mierda —exclamó con una expresión de vergüenza—, estaba seguro de que llegaría el momento en que lamentaría haber dejado de fumar. —Cerró los ojos y cuando los volvió a abrir, miró de frente a Jackson.
    —Lee, lo siento. Sólo estaba preocupado... —Jackson se interrumpió bruscamente cuando Sawyer levantó la mano.
    —Como ya sabes, Ray, llevo media vida en el FBI —comentó con voz suave y pausada—. Cuando comencé, era fácil distinguir entre buenos y malos. Por aquel entonces, los chicos no iban por ahí matando gente como si nada. Y tampoco había imperios de la droga moviendo miles de millones de dólares. Tienen revólveres, nosotros también. Pero muy pronto comenzarán a usar lanzamisiles como lo más normal.
    »Mientras estoy en el supermercado intentando decidir qué compraré para la cena y buscar las cervezas en oferta, matan a unos veinte tipos únicamente porque alguien giró en la esquina equivocada, o una pandilla de chicos sin empleo se enfrenta en una batalla por quién vende drogas en una calle, con más armas que un batallón. Nosotros intentamos contenerlos pero nunca lo conseguimos del todo.
    —Venga, Lee, siempre habrá una línea clara mientras haya delincuentes.
    —La línea esa es como la capa de ozono, Ray. Cada día tiene más agujeros. Llevo años recorriendo esa línea. ¿Qué he conseguido? Estoy divorciado. Mis hijos creen que soy un pésimo padre porque persigo a terroristas, o a un psicópata que junta trofeos humanos, en lugar de ayudarles a soplar las velitas de la tarta de cumpleaños. ¿Sabes una cosa? Tienen razón. Soy un fracaso como padre. Sobre todo para Meggie. Trabajaba todo el día, nunca estaba en casa, y si aparecía por allí, estaba durmiendo o tan preocupado con algún caso que nunca escuchaba ni la mitad de lo que me decían. Ahora vivo solo en un desvencijado apartamento y ni siquiera veo la mayor parte del sueldo. Me duele el estómago como si hubiera comido clavos, y aunque estoy seguro de que sólo son imaginaciones mías, es verdad que todavía tengo varias balas metidas en el cuerpo. Para colmo, cada día me cuesta más dormir si no me tomo media docena de cervezas.
    —Coño, Lee, eres una fiera en el trabajo. Todo el mundo te respeta. Te metes en una investigación y ves cosas que yo ni siquiera adivino. Resuelves los casos antes de que yo saque la libreta. En mi vida he conocido a nadie con tanto instinto.
    —Me alegro, Ray, porque en realidad es lo único que me queda. Pero tampoco te subestimes. Te llevo veinte años de ventaja. ¿Sabes lo que es el instinto? Ver la misma cosa una y otra vez hasta que le coges el tranquillo. Ahora mismo estás muy por delante de lo que yo estaba con media docena de años en el servicio.
    —Gracias por el cumplido, Lee.
    —Y no te equivoques respecto a este pequeño desahogo. No siento lástima de mí mismo y, desde luego, no estoy buscando que nadie se apiade de mí. Yo soy el único responsable de mis decisiones. Si mi vida es un asco, es culpa mía y de nadie más.
    Sawyer se levantó y fue hasta la barra, donde habló unos momentos con una camarera delgaducha y avejentada. Un momento después volvió a la mesa con las manos formando un cuenco del que salía una fina columna de humo. Se sentó mientras le mostraba el cigarrillo a su compañero. «Por los buenos tiempos.» Se echó hacia atrás en la silla y le dio una larga chupada al cigarrillo. Se rió casi para sus adentros mientras soltaba el humo.
    —Me metí en este caso, Ray, convencido de que lo tenía resuelto desde el principio. Lieberman era el objetivo. Descubrimos cómo abatieron el avión. Teníamos muchos motivos, pero no tantos como para no poder investigarlos hasta dar con el hijo de puta responsable del atentado. Mierda, hasta encontramos al terrorista servido en bandeja aunque estuviera muerto. Las cosas no podían presentarse mejor. Entonces todo comienza a hundirse. Nos enteramos de que Jason Archer se las apaña para hacer un truco increíble y aparece vendiendo secretos en Seattle en lugar de estar en un agujero en Virginia. ¿Era ese el plan? Parecía lo más lógico.
    »Pero resultó que el terrorista era un tipo que de alguna manera se coló por el sistema informático de la policía de Virginia. A mí me engañaron para que viajara a Nueva Orleans y algo ocurrió en la casa de Archer que todavía no he conseguido averiguar. Entonces, cuando menos lo esperaba, Lieberman aparece otra vez en la escena sobre todo porque el aparente suicidio de Steven Page ocurrido hace cinco años atrás no encaja en el rompecabezas excepto por el hecho de que a su hermano mayor, que quizá nos podría haber dicho muchas cosas, lo degollaron en un aparcamiento. Hablé con Charles Tiedman y quizá, sólo quizá, Lieberman era víctima de un chantaje. Si es verdad, ¿cuál es la conexión con Jason Archer? Tenemos dos casos diferentes que se vinculan por una coincidencia: ¿Lieberman coge un avión, el mismo que va a derribar alguien a quien ha pagado Archer? ¿O se trata de un solo caso? Si lo es, ¿dónde cono está la conexión? Porque si la hay, el menda no sabe cuál es.
    Sawyer meneó la cabeza frustrado y dio otra chupada al cigarrillo. Soltó el humo hacia el techo mugriento y apoyó los codos en la mesa.
    —Encima, otros dos tipos que al parecer querían saquear Tritón Global acaban en el otro barrio. Y el común denominador en todo este follón es Sidney Archer. —Sawyer se rascó la mejilla—. Sidney Archer. Respeto a esa mujer, pero quizá no tengo las cosas muy claras. Quizá tenías toda la razón al echarme la bronca. Pero te contaré un pequeño secreto.
    —¿Cuál es?
    —Sidney Archer estaba en la limusina. Y el que mató a los tres tipos, la dejó marchar. Su pistola acabó en manos de la policía. —Sawyer empuñó un arma imaginaria y apuntó a varios lugares con el cigarrillo—. Huellas borrosas en las partes donde tendría que haberla sujetado si la hubiera disparado. Sólo hay huellas nítidas en el cañón. ¿A ti qué te parece?
    —Sabemos que empuñó el arma —respondió Jackson en el acto, pero después comprendió la verdad—. Si la disparó algún otro, y el tipo llevaba guantes, las huellas de Archer aparecerían borrosas excepto en el cañón.
    —Eso es. Además deja la cinta. Probablemente la utilizaron para chantajearla. Eso no te lo discuto. Ella sabía que la tenían, lo lógico es suponer que se la hicieron escuchar. ¿Crees que ella se la dejaría? Es una prueba suficiente para que la condenaran a cadena perpetua. Escucha lo que te digo, ella o cualquiera hubiese desarmado la limusina para hacerse con la cinta. No, la dejaron ir por una única razón.
    —Para que la acusaran de los asesinatos —señaló Jackson. Bebió un trago de café y dejó la taza en la mesa.
    —Y quizá para que nuestra atención no se desviara hacia otra cosa.
    —Por eso pediste que hicieran la prueba de los residuos de pólvora.
    —Necesitaba estar seguro de que ninguno de los muertos era el tirador. Quizá se habían peleado. Por las heridas, cualquiera diría que murieron en el acto, pero ¿quién puede estar seguro? Bien podría ser que el asesino fuera uno de ellos y después se suicidara. Aterrorizado por lo que ha hecho, decide volarse la cabeza. Entonces Sidney, dominada por el pánico, coge la pistola y la tira por la alcantarilla. Pero eso no ocurrió. Ninguno de ellos disparó el arma.
    Permanecieron callados durante un buen rato. Una vez más, Sawyer fue el primero en hablar.
    —Te contaré otro secreto, Ray. Pienso resolver este caso aunque me cueste otros veinticinco años más de caminar por la línea. Y cuando llegue ese día, descubrirás algo muy interesante.
    —¿Como qué?
    —Que Sidney Archer no tiene ni puñetera idea de lo que está pasando. Ha perdido el marido, el trabajo y es probable que la acusen de triple asesinato y una infinidad de delitos más. En este momento está asustada y huye para salvar el pellejo, sin saber en quién creer o confiar. Sidney Archer es de hecho algo que, mirando las pruebas de una manera superficial, no podría ser.
    —Según tú, ¿qué es?
    —Inocente.
    —¿Lo crees de verdad?
    —No, lo sé. Ojalá supiera algo más.
    —¿Qué quieres saber?
    Sawyer aplastó la colilla en el cenicero al tiempo que exhalaba la última bocanada de humo.
    —Quién mató a los tres tipos. —Sawyer pensó mientras hablaba: «Sidney Archer quizá lo sepa. Pero ¿dónde coño está?».
    Jackson apoyó una mano sobre el hombro de Sawyer cuando salían.
    —Quiero que sepas una cosa, Lee. Mientras estés dispuesto a caminar por la línea, iré contigo.


    Capítulo 52
    Sidney observó con los prismáticos el tramo de calle frente a la casa de sus padres y después miró la hora. Oscurecía deprisa. Meneó la cabeza incrédula. ¿El reparto de FedEx podía haberse demorado por el mal tiempo? Las nevadas en la costa de Maine acostumbraban a ser muy fuertes, pero debido a la proximidad del mar, la nieve se convertía en aguanieve, haciendo la conducción muy peligrosa cuando se congelaba. ¿Y dónde estaban sus padres? El problema consistía en que no tenía manera de comunicarse con ellos mientras estuvieran de viaje. Sidney fue hasta el Land Rover, cogió el teléfono móvil y llamó a Federal Express. Le dio a la operadora los nombres y las direcciones del remitente y el destinatario. Escuchó el ruido de las teclas del ordenador y después se quedó boquiabierta al recibir la respuesta.
    —¿Quiere decir que no tienen constancia del envío?
    —No, señora. Según nuestros registros, no recibimos el paquete.
    —Pero eso es imposible. Tienen que tenerlo. Sin duda, debe haber algún error. Por favor, compruébelo otra vez. —Sidney esperó impaciente mientras se repetía todo el proceso. La respuesta fue la misma.
    —Señora, quizá tendría usted que llamar al remitente para comprobar si envió el paquete.
    Sidney colgó, fue a buscar el número de Fisher en la agenda que estaba en el bolso, volvió al Land Rover y lo marcó. No creía que Fisher estuviera allí —sin duda había seguido al pie de la letra las advertencias de Sidney—, pero probablemente llamaría al contestador automático para enterarse de los mensajes. Le temblaban las manos. ¿Y si Jeff no había podido enviar el paquete? La visión del arma que le apuntaba en la limusina apareció en su mente. Brophy y Goldman. Las cabezas reventadas. La sangre, los sesos y las esquirlas de hueso encima de ella. Por un momento, llevada por la desesperación, apoyó la cabeza en el volante.
    El teléfono sonó tres veces y entonces lo atendieron. Sidney se preparó para dejar un mensaje en el contestador cuando una voz dijo: «Hola».
    Sidney comenzó a hablar pero se interrumpió al descubrir que la voz al otro lado de la línea correspondía a una persona real.
    —¿Hola? —repitió la voz.
    Sidney vaciló un momento y después decidió seguir adelante.
    —Jeff Fisher, por favor.
    —¿De parte de quién?
    —Soy una amiga.
    —¿Sabe usted dónde está? Necesito encontrarle con urgencia —dijo la voz.
    A Sidney se le erizaron los pelos de la nuca.
    —Por favor, ¿con quién hablo?
    —Soy el sargento Rogers del departamento de Policía de Alexandria.
    Sidney cortó la comunicación en el acto.
    En el interior de la casa de Jeff Fisher se habían producido algunos cambios drásticos desde que Sidney Archer había estado allí. El más importante era que no quedaba ni una sola pieza del equipo informático ni los archivadores. En pleno día, los vecinos habían visto un camión de mudanzas. Uno de ellos incluso había hablado con los empleados. Creyó que todo estaba en orden. Fisher no había mencionado la intención de mudarse, pero los empleados se habían comportado con la normalidad más absoluta. Se habían tomado su tiempo para empaquetar las cosas, llevaban las órdenes para el traslado, hasta habían hecho una pausa para fumarse un cigarrillo. Sólo después de que se fueran, los vecinos comenzaron a sospechar. El vecino de al lado entró en la casa para ver si todo estaba en orden y descubrió que aparte del equipo informático no se habían llevado nada más. Fue entonces cuando llamaron a la policía.
    El sargento Rogers se rascó la cabeza. El problema estaba en que nadie sabía dónde encontrar a Jeff Fisher. Llamaron al trabajo, a los amigos y a la familia en Boston. Nadie le había visto en los últimos dos días. El sargento Rogers se llevó otra sorpresa durante la investigación. Fisher había estado detenido en la comisaría de Alexandria acusado de conducción temeraria. Había pagado la fianza y después de comunicarle la fecha del juicio, lo habían dejado en libertad. Aquella había sido la última vez que alguien había visto a Jeff Fisher. Rogers acabó de escribir su informe y se marchó.
    Sidney subió las escaleras de dos en dos, entró en el dormitorio y cerró la puerta con llave. Recogió la escopeta que estaba sobre la cama, metió un cartucho en la recámara y se sentó en el suelo en el rincón más alejado, con la escopeta apuntando a la puerta. Lloraba a lágrima viva mientras movía la cabeza en un gesto de incredulidad. Nunca tendría que haber metido a Jeff en este asunto.
    Sawyer estaba en su despacho del edificio Hoover cuando le llamó Frank Hardy. El agente le comentó los últimos acontecimientos y sobre todo su conclusión, después de examinar las pruebas del forense, de que Sidney Archer no había matado a Goldman y Brophy.
    —¿Crees que pudo ser Jason Archer? —preguntó Hardy.
    —Eso no tiene ningún sentido.
    —Tienes razón. Sería correr un riesgo demasiado grande.
    —Además me niego a creer que fuera capaz de endosarle los asesinatos a su esposa. —Sawyer hizo una pausa mientras pensaba en la próxima pregunta—. ¿Sabes alguna cosa de RTG?
    —Es lo que iba a contarte. El presidente, Alan Porcher, no está disponible para hacer comentarios. Todos se muestran muy sorprendidos. El relaciones públicas de la empresa ha distribuido una nota en la que niega rotundamente cualquier implicación.
    —¿Qué hay de las negociaciones con CyberCom?
    —En eso al menos tenemos buenas noticias. Los asesinatos y la presunta vinculación de RTG han hecho que CyberCom acepte encantada la oferta de Tritón Global. Para última hora de esta tarde, han convocado una conferencia de prensa para anunciar el acuerdo. ¿Quieres asistir?
    —Quizá. Nathan Gamble debe estar contentísimo.
    —Y que lo digas. Dejaré en recepción un par de pases para visitantes por si tú y Jackson queréis venir. Será en las oficinas centrales.
    —Creo que nos veremos allí, Frank —contestó Sawyer después de una pausa.
    Sawyer y Jackson, con los pases de color amarillo sujetos a la solapa, entraron en la enorme sala que estaba a rebosar.
    —Caray, esto debe ser importantísimo —exclamó Jackson mientras contemplaba la multitud de reporteros, industriales, inversores y gente del ramo.
    —El dinero siempre lo es, Ray. —Sawyer cogió dos tazas de café del bufé instalado a un lado de la sala y le dio una a su compañero. Sawyer se irguió al máximo para mirar por encima de las cabezas de los presentes.
    —¿Buscáis a alguien? —preguntó Hardy, que apareció en aquel momento.
    —Sí, estamos buscando a algún pobre —replicó Jackson, sonriente—. Pero creo que nos hemos equivocado de sitio.
    —En eso tienes razón, pero no me negarás que resulta excitante.
    Jackson asintió y después señaló a la legión de reporteros.
    —¿Que una compañía compre a otra es una noticia tan importante?
    —Ray, es algo más que eso. En este momento, no se me ocurre ninguna otra empresa en Estados Unidos cuyo potencial supere al de CyberCom.
    —Pero si CyberCom es tan especial, ¿para qué necesitan a Tritón?
    —Con Tritón se unen a un líder mundial y cuentan con los miles de millones de dólares que necesitan para producir, comercializar y expandir su línea de productos. El resultado será que dentro de un par de años, Tritón dominará como lo hacían IBM y General Motors, incluso más. Calculan que el noventa por ciento de la información mundial pasará por los sistemas informáticos creados por el grupo empresarial que se funda ahora.
    Sawyer bebió un trago de café mientras meneaba la cabeza.
    —Maldita sea, Frank, eso no deja mucho espacio para los demás. ¿Qué pasará con ellos?
    Hardy esbozó una sonrisa cuando escuchó la pregunta.
    —Verás, esto es el capitalismo. La supervivencia de los más fuertes proviene de la ley de la selva. Seguro que habrás visto los documentales de National Geographic. Los animales que se devoran los unos a los otros, luchan por sobrevivir. No es un espectáculo agradable. —Hardy miró hacia el estrado donde se ultimaban los preparativos—. Está a punto de comenzar, chicos —añadió—. Tengo reservados asientos casi en la primera fila. Vamos.
    Hardy los guió entre la muchedumbre hasta un sector acordonado que ocupaba las tres primeras filas junto al estrado. Sawyer miró a los ocupantes de un grupo de sillas ubicadas a la izquierda. Quentin Rowe estaba allí. Hoy iba un poco mejor vestido, pero a pesar de tener centenares de millones en el banco, al parecer no tenía ni una sola corbata. Charlaba muy animado con tres personas vestidos con mucha discreción. Sawyer supuso que eran gente de CyberCom. Hardy pareció adivinarle el pensamiento y le dijo quiénes eran.
    —De izquierda a derecha, el presidente ejecutivo, el director financiero y el director de operaciones de CyberCom.
    —¿Y dónde está el gran jefe? —preguntó Sawyer.
    Hardy señaló hacia el estrado. Nathan Gamble, vestido con mucha elegancia y una sonrisa de oreja a oreja, subió a la tarima por el lado derecho y se ubicó delante del podio. La multitud se apresuró a ocupar sus asientos y reinó un silencio expectante, como si Moisés acabara de llegar del monte Sinaí con las tablas de la ley. Gamble sacó las hojas de su discurso y comenzó a leerlo con mucho vigor. Sawyer sólo escuchaba alguna frase suelta. Toda su atención estaba puesta en Quentin Rowe. El joven miraba a Gamble con cara de pocos amigos. El tema central del discurso de Gamble era el dinero, los enormes beneficios que se conseguirían con el dominio del mercado. Una estruendosa salva de aplausos rubricó las palabras de Gamble, y Sawyer reconoció que el hombre era un vendedor nato. Entonces Quentin Rowe ocupó su lugar ante el podio. Cuando Gamble pasó a su lado camino de su asiento, intercambiaron una sonrisa que no podía ser más falsa.
    Rowe centró sus palabras en el incalculable potencial positivo que las dos compañías ofrecerían al mundo. Ni una sola vez tocó el tema del dinero. Sawyer lo consideró lógico, porque Gamble había agotado el tema. El agente miró a Gamble, que no prestaba la menor atención a las palabras de su socio Estaba muy entretenido charlando con sus colegas de CyberCom. En un momento dado, Rowe advirtió el intercambio y, por un segundo, perdió el hilo del discurso. Sus palabras sólo merecieron un cortés aplauso. Sawyer juzgó que para esta gente el dinero importaba más que el bienestar del mundo.
    Después de escuchar las palabras de los ejecutivos de CyberCom, los nuevos socios posaron para el retrato de familia. Sawyer se fijó en que Gamble y Rowe no llegaron a mantener contacto físico en ningún momento. Mantenían a la gente de CyberCom entre ellos. Quizá por eso les entusiasmaba tanto la operación; ahora disponían de una zona neutral.
    Los directivos bajaron del estrado para mezclarse con la muchedumbre y de inmediato se vieron asediados a preguntas. Gamble sonreía y saludaba haciendo gala de su mejor humor, seguido por la gente de CyberCom. Sawyer vio que Rowe se separaba del grupo para ir hasta el bufé, donde se sirvió una taza de té que se fue a tomar a un rincón más tranquilo.
    Sawyer tiró de la manga de Jackson y los dos agentes fueron hacia donde estaba Rowe. Hardy los dejó para ir a escuchar a Gamble.
    —Bonito discurso.
    Rowe alzó la mirada y descubrió que tenía delante a Sawyer y Jackson.
    —¿Cómo? Ah, muchas gracias.
    —Mi compañero, Ray Jackson.
    Rowe y Jackson se saludaron.
    Sawyer miró al numeroso grupo que rodeaba a Gamble.
    —Al parecer le gustan las candilejas.
    Rowe bebió un sorbo y se secó los labios con mucha delicadeza.
    —Su forma de enfocar los negocios y su limitado conocimiento de lo que hacemos encanta a los reporteros —comentó con desdén.
    —Personalmente, me gustó lo que dijo sobre el futuro —manifestó Jackson, que se sentó junto a Rowe—. Mis hijos están muy metidos en la informática, y tiene toda la razón cuando dijo que ofrecer un mayor acceso a la educación, sobre todo a los pobres, significa mejores empleos, menos delincuencia y un mundo mejor. Comparto su opinión.
    —Muchas gracias. Yo también lo creo. —Rowe miró a Sawyer y sonrió—. Aunque me parece que su compañero no opina lo mismo.
    Sawyer, que había estado atento a la multitud, le miró con una expresión dolida.
    —Eh, que yo estoy en favor de todo lo positivo. Sólo pido que no me quiten el papel y el lápiz. —Sawyer señaló con la taza de café al grupo de CyberCom—. Se lleva bien con esa gente, ¿verdad?
    —Así es —respondió Rowe, más animado—. No son tan progresistas como yo, pero están muy lejos de la postura de Gamble: el-dinero-es-lo-único-que-cuenta. Creo que aportarán a este lugar un equilibrio muy necesario. Aunque ahora tendremos que soportar a los abogados reclamando su libra de carne mientras preparan los documentos finales.
    —¿Tylery Stone? —preguntó Sawyer.
    —Efectivamente.
    —¿Los mantendrá a su servicio después de que acaben las negociaciones?
    —Eso tendrá que preguntárselo a Gamble. Es lo que le toca como presidente de la compañía. Ahora si me perdonan, caballeros, tengo que irme. —Rowe dejó la silla y se alejó deprisa.
    —¿Qué mosca le ha picado? —le preguntó Jackson a Sawyer.
    Sawyer se encogió de hombros.
    —Más que mosca creo que es una avispa. Si fueras socio de Nathan Gamble lo entenderías mejor.
    —¿Y ahora qué?
    —Ve a buscar otra taza de café y alterna un poco, Ray. Intentaré hablar con Rowe un poco más. —Sawyer se perdió en la muchedumbre y Jackson se encaminó hacia el bufé.
    Sawyer tardó más de la cuenta en abrirse paso entre los invitados, y cuando volvió a ver a Rowe, éste dejaba la sala. El agente se disponía a seguirlo pero en ese instante alguien le tiró de la manga.
    —¿Desde cuándo un burócrata del gobierno se interesa por lo que ocurre en las grandes finanzas? —le preguntó Gamble.
    Sawyer miró una vez más hacia la puerta; Rowe ya había desaparecido. El agente se volvió hacia Gamble.
    —No hay que desaprovechar ninguna ocasión cuando se trata de dinero. Bonito discurso. Me emocionó.
    Gamble soltó una estruendosa carcajada.
    —Y una mierda. ¿Quiere algo más fuerte? —Señaló el vaso de Sawyer.
    —No, gracias, estoy de servicio. Además, es un poco temprano para mí.
    —Esto es una fiesta, señor agente del FBI. Acabo de anunciar el mejor y más grande negocio de mi vida. Yo diría que es un buen motivo para emborracharse, ¿no le parece?
    —Si le apetece... No es mi negocio.
    —Nunca se sabe —replicó Gamble, provocador—. Vamos a caminar.
    Gamble guió a Sawyer a través del estrado, y siguieron por un pasillo hasta una pequeña habitación. El empresario se sentó en un sillón y sacó un puro del bolsillo.
    —Si no se quiere emborrachar, al menos fume conmigo.
    Sawyer aceptó la invitación y los dos hombres encendieron los puros.
    Gamble sacudió lentamente la cerilla como si fuera una banderita antes de aplastarla con la suela del zapato. Miró a Sawyer con atención entre las nubes de humo.
    —Hardy me ha dicho que piensa trabajar con él.
    —Si quiere saber la verdad, no es algo que me quite el sueño.
    —Hay cosas mucho peores.
    —Con toda franqueza, Gamble, no creo que me hayan ido mal las cosas.
    —¡Mierda! —exclamó Gamble con una sonrisa—. ¿Cuánto gana al año?
    —Eso no es asunto suyo.
    —Tranquilo. Yo le diré cuánto gano. Venga, dígamelo.
    Sawyer hizo girar el puro entre los dedos antes de darle una chupada. En sus ojos apareció una expresión risueña.
    —De acuerdo, gano menos que usted. Eso le dará más o menos una idea.
    Gamble se rió.
    —¿Por qué le interesa saber cuál es mi sueldo?
    —La cuestión es que no me interesa. Por lo que sé de usted y sabiendo lo que suele pagar el gobierno, estoy seguro de que no es bastante.
    —¿Y? Incluso si ese fuera el caso, no es su problema.
    —Mi trabajo no es tener problemas sino resolverlos. Para eso están los presidentes, Sawyer. Miran el cuadro general, o al menos se supone que lo hacen. Venga, ¿qué me dice?
    —¿Qué quiere que le diga?
    Gamble le dio una chupada al puro con una expresión de picardía.
    De pronto, Sawyer se dio cuenta de adonde quería ir a parar Gamble.
    —¿Me está ofreciendo un empleo?
    —Hardy dice que usted es el mejor. Yo sólo contrato a los mejores.
    —¿Cuál es exactamente el cargo que quiere que ocupe?
    —Jefe de seguridad, ¿cuál si no?
    —Creía que Lucas tenía ese trabajo.
    Gamble se encogió de hombros.
    —Yo me ocuparé de él. Además, él forma parte de mi servicio personal. Por cierto, a él le cuadrupliqué el sueldo del gobierno. Pienso ser todavía más generoso con usted.
    —Por lo que veo, culpa a Lucas por lo que ocurrió con Archer.
    —Alguien tiene que ser el responsable. ¿Qué me dice?
    —¿Qué pasa con Hardy?
    —Ya es mayorcito. ¿Quién dice que no puede pujar por sus servicios? Si acepta trabajar para mí, quizás a él no lo necesite mucho.
    —Frank es un buen amigo mío. No pienso hacer nada que le perjudique. Yo no actúo de esa manera.
    —No crea que por eso se va a hundir en la miseria. Ha ganado mucho dinero y casi todo mío. Pero bueno, usted sabrá lo que hace.
    —Si quiere que le diga la verdad —dijo Sawyer mientras se levantaba—, no creo que usted y yo lleguemos a sobrevivimos el uno al otro.
    —Es probable que en eso tenga usted toda la razón —señaló Gamble.
    Al salir del cuarto, Sawyer se encontró frente a frente con Richard Lucas, que estaba apostado junto a la puerta.
    —Hola, Rich, desde luego, no paras ni un minuto.
    —Es parte de mi trabajo —contestó Lucas con un tono brusco.
    —Bueno, para mí es usted de los que van para santos. —Sawyer señaló con la cabeza hacia la habitación donde Gamble fumaba el puro y se alejó.
    Sawyer acababa de llegar a su despacho cuando sonó el teléfono.
    —¿Sí?
    —Es Charles Tiedman, Lee.
    —Pásame la llamada. —Sawyer apretó el botón que apagaba el piloto rojo del teléfono—. Hola, Charles.
    —Lee, le llamo para responder a su pregunta —dijo el banquero con un tono seco pero cortés.
    El agente buscó en su libreta hasta dar con la página donde tenía apuntados los puntos más importantes de su anterior conversación con Tiedman.
    —Usted iba a averiguar las fechas en que Lieberman varió los tipos.
    —No quería enviárselas por correo ni por fax. Aunque técnicamente es algo del dominio público no estaba muy seguro de quién podía verlas aparte de usted. No hay ninguna necesidad de remover las cosas sin motivo.
    —Lo comprendo. —«Dios, estos tipos de la Reserva están obsesionados con el secreteo», pensó Sawyer—. Ya puede dictármelas.
    El agente oyó el carraspeo de Tiedman.
    —Los tipos se cambiaron en cinco ocasiones. El primer cambio se produjo el diecinueve de diciembre de 1990. Los demás ocurrieron el 28 de febrero del año siguiente, el veintiséis de septiembre de 1992, el quince de noviembre del mismo año y, el último, el dieciséis de abril de 1993.
    Sawyer acabó de escribir las fechas antes de formular una pregunta.
    —¿Cuál fue el efecto neto después de las cinco variaciones?
    —El efecto neto fue subir medio punto el tipo de interés de los fondos de la Reserva. Sin embargo, la primera bajada fue de un punto y la última subida de cero setenta y cinco.
    —Supongo que eso debe ser mucho de una vez.
    —Si fuésemos militares discutiendo sistemas de armamento, un punto equivale a una bomba atómica.
    —Tengo entendido que si alguien pudiera saber por anticipado las decisiones de la Reserva sobre los tipos, se haría archimillonario.
    —En realidad —manifestó Tiedman—, saber por anticipado las acciones de la Reserva respecto a los tipos de interés es, a todos los efectos y propósitos, algo inútil.
    «Madre de Dios.» Sawyer cerró los ojos, se dio una palmada en la frente y echó la silla hacia atrás hasta que estuvo a punto de caerse. Quizá lo mejor fuera pegarse un tiro con su vieja pistola y acabar para siempre con este sufrimiento.
    —Perdone la expresión, pero entonces ¿a qué coño viene tanto secreto?
    —No me malinterprete. Las personas inescrupulosas pueden aprovecharse de mil maneras con el conocimiento de las deliberaciones de la Reserva. Sin embargo, tener una información previa de las acciones de la Reserva no es una de ellas. El mercado tiene una legión de expertos dedicados exclusivamente a estudiar la Reserva y que conocen tan bien su trabajo que siempre saben por anticipado si vamos a bajar o a subir los tipos y en qué porcentaje. El mercado siempre sabe lo que haremos. ¿Lo ha entendido bien?
    —Muy bien. —Sawyer exhaló un suspiro. De pronto se irguió en la silla—. ¿Qué pasa si el mercado se equivoca?
    El tono de Tiedman demostró que estaba muy complacido con la pregunta.
    —Ah, ese es un asunto completamente distinto. Si el mercado se equivoca, entonces se pueden producir terribles cambios en el panorama financiero.
    —Por lo tanto, si alguien sabe por anticipado que se producirá una variación por sorpresa, se embolsaría una bonita suma, ¿no es así?
    —Yo diría que bastante más. Cualquiera con información anticipada sobre una variación de tipos por sorpresa podría ganar millones de millones segundos después de anunciarse la decisión de la Reserva. —La respuesta de Tiedman dejó a Sawyer sin habla. Se enjugó la frente y silbó por lo bajo—. Existen muchísimas maneras de hacerlo, Lee, y donde más se gana es con los contratos en eurodólares que se negocian en el mercado monetario internacional de Chicago. La ventaja es de miles a uno. También está la bolsa. Cuando suben los tipos, la bolsa baja y al revés, así de sencillo. Se pueden ganar miles de millones si acierta, o perderlos si se equivoca. —Sawyer siguió sin decir palabra—. Lee, creo que todavía le queda una pregunta pendiente.
    Sawyer sujetó el teléfono con la barbilla mientras se apresuraba a tomar unas notas.
    —¿Sólo una? Tengo un centenar.
    —Creo que esa pregunta hará superfluas todas las demás.
    Aunque Tiedman parecía jugar con él, Sawyer advirtió en el fondo un tono muy severo. Se obligó a pensar. Casi soltó un grito cuando se dio cuenta de cuál era la pregunta esperada.
    —¿Las fechas que me dio, cuando variaron los tipos, fueron todas «sorpresas» para el mercado?
    La respuesta del banquero se hizo esperar.
    —Sí —contestó por fin, y Sawyer casi notó la tensión que llegaba desde el otro lado de la línea—. En realidad, fueron las peores sorpresas para los mercados financieros, porque no ocurrieron como resultado de las reuniones habituales de la Reserva, sino por las acciones unilaterales de Arthur como presidente de la Reserva.
    —¿Podía subir los tipos por su cuenta?
    —Sí, la junta puede otorgar ese poder al presidente. Se ha hecho a menudo a lo largo de los años. Arthur abogó mucho por conseguirlo. Lamento no habérselo dicho antes. No me pareció importante.
    —Olvídelo —dijo el agente—. Y con esas variaciones de tipos, quizás alguien consiguió más millones que estrellas hay en el cielo.
    —Sí —susurró Tiedman—. Sí. También está la realidad de que otros perdieron al menos la misma cantidad de dinero.
    —¿Qué quiere decir?
    —Verá, si usted tiene razón sobre que a Arthur lo chantajeaban para manipular los tipos, los pasos extremos que dio, variar los tipos hasta en un punto de una sola vez, eso me lleva a creer que se pretendía hacer daño a otros.
    —¿Por qué?
    —Porque si la meta sólo era beneficiarse de un ajuste en los tipos, no hacía falta una variación tan grande para conseguirlo, siempre que la variación, arriba o abajo, fuera una sorpresa para los mercados. Sin embargo, si se quiere hundir las inversiones de otros que anticiparon un cambio en otra dirección, un ajuste de un punto en sentido inverso es catastrófico.
    —Caray. ¿Hay alguna manera de averiguar quién se llevó los palos?
    —Lee, con las complejidades de los movimientos de dinero en la actualidad, ninguno de los dos viviríamos lo suficiente para averiguarlo.
    Tiedman hizo una pausa muy larga: Sawyer no sabía qué más preguntar. Cuando el banquero volvió a hablar, su voz sonó de pronto muy cansada.
    —Hasta que hablé con usted, nunca consideré la posibilidad de que la relación de Arthur con Steven Page pudiera haber sido utilizada para hacer semejante cosa. Ahora me parece bastante obvio.
    —Recuerde que no tenemos ninguna prueba de que hubiera sido víctima de un chantaje.
    —Mucho me temo que nunca conseguiremos saber la verdad —señaló Tiedman—. Y menos con Steven Page muerto.
    —¿Sabe si Lieberman se reunió con Page en su apartamento?
    —No creo que lo hiciera. Arthur me comentó una vez que había alquilado una casita en Connecticut. Y me advirtió que nunca lo mencionara delante de su esposa.
    —¿Cree que era donde Page y Lieberman se citaban?
    —Tal vez.
    —Le diré adonde quiero ir a parar con todo esto. Steven Page dejó una considerable fortuna cuando murió. Varios millones.
    —No lo comprendo —afirmó el banquero, atónito—. Recuerdo que Arthur me comentó más de una vez que Steven siempre estaba corto de dinero.
    —Sin embargo, no hay ninguna duda de que murió siendo un hombre muy rico. Me pregunto si Lieberman pudo haber sido la fuente de su riqueza.
    —Es muy poco probable. Como le acabo de decir, Arthur creía que Steven distaba mucho de ser una persona adinerada. Además, me parece imposible que Arthur pudiera transferir grandes cantidades a Steven Page sin que se enterara su esposa.
    —Entonces, ¿por qué correr el riesgo de alquilar una casa? ¿No podrían haberse citado en el apartamento de Page?
    —Lo único que le puedo decir es que nunca me habló de que hubiera visitado el apartamento de Page.
    —Bueno, quizá la casita fue idea de Page.
    —¿Por qué lo dice?
    —Si Lieberman no le dio a Page el dinero, algún otro lo hizo. ¿No cree que Lieberman hubiera sospechado algo si entraba en el apartamento de Page y encontraba un Picasso en la pared? ¿No hubiera querido saber de dónde provenía el dinero?
    —Desde luego.
    —En realidad, estoy seguro de que Page no chantajeó a Lieberman. Al menos, no directamente.
    —¿Cómo puede estar seguro?
    —Lieberman tenía una foto de Page en el apartamento. No creo que guardara la foto de un chantajista. Además, encontramos un montón de cartas. Eran cartas románticas, sin firma. Era obvio que Lieberman le tenía aprecio.
    —¿Cree que Page las escribió?
    —Hay una forma de saberlo. Usted era amigo de Page. ¿Tiene alguna muestra de su escritura?
    —Todavía conservo varias cartas manuscritas que me escribió cuando trabajaba en Nueva York. Se las mandaré. —Tiedman hizo una pausa y Sawyer le oyó escribir una nota—. Lee, usted ha demostrado cómo Page no pudo robarle el dinero. Entonces, ¿dónde consiguió su fortuna?
    —Piénselo. Si Page y Lieberman mantenían una relación, eso sería un excelente material para el chantaje, ¿no le parece?
    —Desde luego.
    —¿No podría ser que alguien, una tercera persona, alentara a Page para que mantuviera una relación con Lieberman?
    —Pero si los presenté yo. Espero que no me esté acusando de ser el autor de esta horrible conspiración.
    —Usted los presentó, pero eso no significa que Page y el que lo financiaba no ayudaran a que ocurriera. Se movían en los círculos apropiados, hacían campaña de los méritos de Page.
    —Continúe.
    —Page y Lieberman se gustan. La tercera persona quizá cree que Lieberman llegará algún día a presidir la Reserva Federal. Así que Page y su patrocinador se toman su tiempo. El patrocinador le paga a Page para que mantenga el romance, y mientras tanto, se preocupan de documentar al máximo toda la relación.
    —De modo que Steven Page fue parte de un montaje. Nunca llegó a interesarse de verdad por Arthur. No me lo puedo creer. —El tono del banquero reflejó su profunda tristeza.
    —Entonces Page descubre que es seropositivo y al parecer se suicida.
    —¿Al parecer? ¿Tiene usted dudas sobre su muerte?
    —Soy un poli, Charles, dudo hasta del Papa. Steven Page está muerto pero su cómplice sigue por allí. Lieberman se convierte en presidente de la Reserva, y abracadabra, comienza el chantaje.
    —Pero ¿y la muerte de Arthur?
    —Verá, su comentario sobre que parecía feliz aún teniendo cáncer me dio una pista.
    —¿Cuál?
    —Que estaba a punto de decirle al chantajista que se largara con viento fresco y que iba a denunciar todo el asunto.
    —Suena bastante lógico —comentó Tiedman, nervioso.
    —No le ha mencionado a nadie lo que hemos hablado, ¿verdad? —le preguntó Sawyer en voz baja.
    —No, a nadie.
    —Siga así, y no baje la guardia.
    —¿Qué es lo que está insinuando? —De pronto la voz de Tiedman sonó un poco ahogada.
    —Sólo le estoy recomendando que tenga muchísimo cuidado y que no hable con nadie, con ninguno de los miembros de la junta, incluidos Walter Burns, su secretaria, sus ayudantes, su esposa y sus amigos, de este asunto.
    —¿Me está diciendo que cree que estoy en peligro? Me resulta algo muy difícil de creer.
    —Estoy seguro de que Arthur Lieberman pensaba lo mismo —replicó Sawyer con un tono grave.
    Charles Tiedman cogió un lápiz de la mesa y lo apretó con tanta fuerza que lo partió en dos.
    —Puede estar seguro de que seguiré su consejo al pie de la letra.
    Muy asustado, Tiedman colgó el teléfono.
    Sawyer se recostó en la silla y deseó poder fumarse otro cigarrillo mientras pensaba a toda máquina. Era obvio que alguien le había estado pagando a Steven Page. Pensó en un motivo: pescar a Lieberman. La pregunta que necesitaba responder ahora era: ¿quién? Y después estaba la más importante de todas: ¿quién había matado a Steven Page? Sawyer estaba convencido, a pesar de las pruebas en contra, de que Steven Page había sido asesinado. Cogió el teléfono.
    —¿Ray? Soy Lee. Quiero que llames otra vez al médico particular de Lieberman.


    Capítulo 53
    Bill Patterson miró el reloj del tablero de instrumentos y se desperezó. Viajaban hacia el sur, y se encontraban unas dos horas al norte de Bell Harbor. Junto a él, su esposa dormía plácidamente. Había sido un viaje mucho más largo de lo esperado hasta el mercado. Sidney Archer estaba equivocada. No se habían detenido durante el viaje a Bell Harbor, y llegaron a la casa de la playa apenas poco antes de la tormenta. Tras dejar el equipaje en la habitación del fondo, salieron a buscar comida antes de que empeorara la tormenta. Ya no quedaba nada en el mercado de Bell Harbor, de modo que se vieron obligados a dirigirse hacia el norte, a la tienda de comestibles mucho más grande de Port Vista. En el trayecto de regreso, vieron cortado su camino por un camión tanque accidentado. La noche anterior la habían pasado muy incómodamente en un motel.
    Patterson se volvió a mirar hacia el asiento de atrás; Amy también dormitaba, con su pequeña boca formando un círculo perfecto. Patterson observó la fuerte nevada que caía ahora e hizo una mueca. Afortunadamente, no se había enterado de las últimas noticias en las que se proclamaba que su hija era una fugitiva de la justicia. Ya estaba lo bastante preocupado tal como estaban las cosas. En su ansiedad, se mordió las uñas hasta que le sangraron y tenía acidez de estómago. Desearía estar protegiendo ahora a Sidney, como había hecho fielmente cuando ella no era más que una niña. Por aquel entonces, los fantasmas y los duendes habían sido sus principales preocupaciones. Tenía que suponer que los actuales eran mucho más peligrosos. Pero Amy, al menos, estaba con él. Que Dios se apiadara de la persona que tratara de causarle algún daño a su nieta. «Y que Dios esté contigo, Sidney.»
    Ray Jackson permaneció de pie, en silencio, junto a la puerta del atestado despacho de Sawyer. Tras su mesa de despacho, Lee Sawyer se hallaba inmerso en el estudio de un expediente. Delante de él, sobre el calentador, había una jarra de café llena, y al lado una comida a medio consumir. Jackson no podía recordar la última ocasión en que aquel hombre había fallado en su trabajo. No obstante, Sawyer había estado recibiendo crecientes presiones, internamente, desde el director del FBI hacia abajo, de la prensa y desde la Casa Blanca hasta Capítol Hill. Demonios, si a todos les parecía tan condenadamente fácil, ¿por qué no se echaban a la calle y trataban de resolver el caso?
    —Hola, Lee.
    Sawyer se sobresaltó.
    —Hola, Ray. Hay una jarra de café recién hecho en el calentador. Sírvete tú mismo.
    Jackson se sirvió una taza y se sentó.
    —Se dice por ahí que estás soportando presiones desde arriba por este caso.
    —Eso va incluido en el sueldo —replicó Sawyer con un encogimiento de hombros.
    —¿Quieres hablar de ello? —preguntó Jackson, acomodado en una silla, junto a él.
    —¿De qué hay que hablar? Muy bien, todo el mundo quiere saber quién está detrás del avión que se estrelló. Yo también. Y también quiero saber un montón de cosas más. Deseo saber, por ejemplo, quién utilizó a Joe Riker como blanco, quién mató a Steve y a Ed Page. Quiero saber quién hizo saltar por los aires a esos tres tipos de la limusina. Quiero saber dónde está Jason Archer.
    —¿Y Sidney Archer?
    —Sí, y también Sidney Archer. Y no voy a descubrir nada si me dedico a escuchar a toda la gente que se presenta con un montón de preguntas y ninguna respuesta. Y hablando de eso, ¿tienes alguna para mí? Me refiero a las respuestas.
    Jackson se levantó y cerró la puerta del despacho de Sawyer.
    —Según su médico, Arthur Lieberman no tenía el virus del sida.
    —Eso es imposible —explotó Sawyer—. Ese tipo miente.
    —No lo creo así, Lee.
    —¿Por qué demonios no lo crees?
    —Porque me mostró el expediente médico de Lieberman. —Sawyer se reclinó en la silla, atónito, y Jackson continuó—: Cuando pregunté al tipo, pensé que todo iba a ser tal y como tú y yo hablamos, que su expresión nos lo diría todo, porque estaba convencido de que ese hombre no iba a enseñarme el expediente mientras no le presentara una orden judicial. Pero lo hizo, Lee. No es nada malo que su médico demuestre que Lieberman no tenía el virus. Lieberman era una especie de fanático de la salud. Se hacía exámenes médicos anuales, tomaba toda clase de medidas preventivas y se sometía a numerosos análisis. Como parte de los exámenes físicos, a Lieberman se le practicaron análisis rutinarios para detectar la presencia del sida. El médico me mostró los resultados desde 1990 hasta el pasado año. Todos ellos eran negativos, Lee. Yo mismo lo pude comprobar.
    Sidney cerró por un momento los ojos inyectados en sangre, se tumbó en la cama de sus padres y respiró profundamente. Con gran esfuerzo, tomó una decisión. Sacó la tarjeta del bolso y la miró fijamente durante un rato. Experimentaba la abrumadora necesidad de hablar con alguien. Y, por una serie de razones, decidió que tenía que ser con él. Se dirigió hacia donde estaba el Land Rover y marcó cuidadosamente el número.
    Sawyer acababa de abrir la puerta de su apartamento cuando oyó sonar el teléfono. Lo tomó, al mismo tiempo que se quitaba el abrigo.
    —¿Dígame?
    La línea permaneció en silencio durante un momento, y Sawyer ya se disponía a colgar cuando escuchó una voz procedente del otro extremo. Sawyer sujetó el teléfono con las dos manos y dejó que el abrigo le cayera al suelo. Permaneció de pie, rígidamente, en medio del salón.
    —¿Sidney?
    —Hola —dijo la voz, tenue, pero firme.
    —¿Dónde está? —preguntó Sawyer casi de forma automática, aunque en seguida lo lamentó.
    —Lo siento, Lee, esto no es una lección de geografía.
    —Está bien, está bien. —Sawyer se sentó en su gastado sillón reclinable—. No necesito saber dónde está. Pero ¿se encuentra a salvo?
    Sidney casi se echó a reír.
    —Supongo que razonablemente a salvo, pero no es más que una suposición. Estoy armada, si es que eso puede suponer una diferencia. —Hizo una breve pausa, antes de añadir—: Vi las noticias en la televisión.
    —Sé que usted no les mató, Sidney.
    —¿Cómo...?
    —Sólo confíe en mí sobre eso.
    Sidney emitió un profundo suspiro cuando el recuerdo de aquella noche horrorosa acudió de nuevo a su mente.
    —Siento mucho no habérselo dicho cuando llamé la otra vez. Yo... no podía hacerlo.
    —Cuénteme lo que ocurrió esa noche, Sidney.
    Sidney guardó silencio, debatiendo consigo misma si debía colgar o no. Sawyer percibió sus dudas.
    —Sidney, no estoy en el edificio Hoover. No puedo seguir la pista de la llamada para encontrarla. Y, además, resulta que estoy de su parte. Puede hablar conmigo durante todo el tiempo que quiera.
    —Está bien. Es usted el único en quien confío. ¿Qué quiere saber?
    —Todo. Sólo tiene que empezar desde el principio.
    Sidney tardó unos cinco minutos en volver a contar los acontecimientos ocurridos aquella noche.
    —¿No vio usted al que disparó?
    —Llevaba un pasamontañas que le cubría la cara. Creo que fue el mismo tipo que trató de matarme más tarde. Confío al menos que no haya dos tipos por ahí con unos ojos así.
    —¿En Nueva York?
    —¿Qué?
    —El guardia de seguridad, Sidney. Fue asesinado.
    —Sí. En Nueva York —asintió Sidney frotándose la frente.
    —Pero, en definitiva ¿se trataba de un hombre?
    —Sí, a juzgar por su constitución y por lo que pude ver de sus características faciales a través del pasamontañas. Además, dejó al descubierto la parte inferior del cuello. Pude ver algunos pelos de la barba.
    Sawyer quedó impresionado por su capacidad de observación, y así se lo dijo.
    —Una tiende a recordar hasta los detalles más pequeños cuando cree estar a punto de morir.
    —Sé a qué se refiere. Yo mismo me he encontrado en esa situación. Mire, encontramos la cinta, Sidney. ¿Su viaje a Nueva Orleans?
    Sidney miró a su alrededor, en el interior en penumbras del Land Rover y del garaje.
    —De modo que todo el mundo sabe...
    —No se preocupe por eso. En la cinta, su esposo parecía estar alterado y nervioso. Contestaba a algunas de sus preguntas, pero no a todas.
    —Sí, estaba muy angustiado. Sentía pánico.
    —¿Cómo fueron las cosas cuando habló por teléfono con él en Nueva Orleans? ¿Qué impresión le causó entonces? ¿Era diferente o el mismo?
    Sidney entrecerró los ojos y reflexionó.
    —Diferente —contestó finalmente.
    —¿Cómo? Explíquemelo con la mayor exactitud que pueda.
    —Bueno, no me pareció nervioso. En realidad, habló con un tono de voz casi monótono. Me dijo que no podía decir nada, que la policía estaba alerta. Se limitó a darme instrucciones y luego colgó. Fue un monólogo más que una conversación. Yo no dije nada.
    Sawyer suspiró.
    —Quentin Rowe está convencido de que usted estaba en el despacho de Jason, en Tritón, después de que se estrellara el avión. ¿Es así? —Sidney guardó silencio— Sidney, en realidad me importa un bledo que estuviera allí o no. Pero si estaba sólo deseo hacerle una pregunta sobre algo que pudo haber hecho mientras se encontraba allí. —Sidney continuaba silenciosa—. ¿Sidney? Mire, es usted la que me ha llamado. Hace un momento dijo que confiaba en mí, aunque comprendo que en estas circunstancias no quiera confiar en nadie. No se lo recomendaría, pero puede colgar ahora mismo el teléfono y tratar de continuar sola.
    —Estaba allí —dijo ella con voz serena.
    —Está bien. Rowe mencionó la existencia de un micrófono en el ordenador de Jason.
    —Lo golpeé accidentalmente —dijo Sidney con un suspiro—. Se dobló. No pude volver a ponerlo bien.
    Sawyer se reclinó en el asiento.
    —¿Utilizó Jason el dispositivo microfónico del ordenador? ¿Tenía, por ejemplo, uno en casa?
    —No. Podía teclear mucho más rápidamente de lo que era capaz de hablar. ¿Por qué?
    —Entonces, ¿por qué tenía un micrófono en su ordenador de trabajo?
    Sidney pensó en ello por un momento.
    —No lo sé. Creo que era algo bastante reciente. Debía de tenerlo sólo desde hacía unos pocos meses, quizá algo más. Los he visto en otras oficinas de Tritón, si es que eso le ayuda en algo. ¿Por qué?
    —Ya llegaré a eso, Sidney, sólo tenga un poco de paciencia con alguien viejo y cansado. —Sawyer se tironeó del labio superior—. Cuando habló con Jason, las dos veces en que lo hizo, ¿estuvo segura de que se trataba de él?
    —Pues claro que era él. Conozco la voz de mi esposo.
    El tono de voz de Sawyer fue pausado y firme, como si tratara de grabar en Sidney aquellas palabras.
    —No le he preguntado si estaba segura de que era la voz de su esposo. —Hizo una breve pausa, respiró un momento y continuó—: Le he preguntado si estaba segura de que se trataba de su esposo en las dos ocasiones.
    Sidney se quedó petrificada. Cuando finalmente encontró su propia voz, ésta surgió como un susurro furioso.
    —¿Qué está sugiriendo?
    —Escuché su primera conversación con Jason. Tiene razón, parecía sentir pánico y respiraba pesadamente. Mantuvieron ustedes una verdadera conversación. Pero ahora me dice que la segunda vez él parecía diferente, y que no mantuvieron una verdadera conversación. El se limitó a hablar, y usted a escuchar. No detectó ningún pánico. Muy bien, conocemos ahora la existencia de ese micrófono en el despacho de Jason, algo que él no utilizaba nunca. Si nunca lo usaba, ¿por qué lo tenía?
    —Yo... ¿qué otra razón podría haber?
    —Un micrófono, Sidney, se utiliza para grabar cosas. Sonidos..., voces.
    Sidney apretó el teléfono celular con tal fuerza que la mano se le enrojeció.
    —¿Quiere decir...?
    —Lo que quiero decir es que estoy convencido de que en ambas ocasiones escuchó la voz de su esposo por el teléfono, de acuerdo. Pero creo que lo que escuché la segunda vez fue una compilación de palabras de su esposo, extraídas de las grabaciones tomadas con el micrófono, pues estoy bastante seguro de que ése era su propósito. Había una grabadora.
    —Eso no es posible. ¿Por qué?
    —Todavía no sé por qué. Pero, en todo caso, parece bastante claro. Eso explica por qué su segunda conversación con él fue tan diferente. Supongo que el vocabulario que empleó la segunda vez fue bastante ordinario, ¿verdad? —Sidney no le contestó—. ¿Sidney?
    Sawyer oyó un sollozo desde el otro lado de la línea.
    —Entonces..., ¿cree usted..., está convencido de que Jason... ha muerto?
    Sidney hizo esfuerzos por contener las lágrimas. Ya había pasado por una ocasión en la que creyó que su esposo había muerto, sólo para descubrir repentinamente que estaba vivo. O eso fue lo que creyó. Las lágrimas empezaron a deslizarse por sus mejillas, mientras contemplaba la idea de lamentar de nuevo la pérdida de su esposo.
    —No tengo forma de saber eso, Sidney. El estar convencido de que se utilizó la voz grabada de Jason, porque no fue la voz real, me induce a pensar que él no estaba presente para decir por sí mismo lo que tuviera que decir. Pero no lo sé. Dejémoslo así por el momento.
    Sidney colgó el teléfono y se llevó las manos a la cabeza. Ahora le temblaban las extremidades, como olmos jóvenes bajo una ventisca.
    Alarmado, Sawyer habló con tono preocupado por el teléfono.
    —¿Sidney? ¿Sidney? No cuelgue, por favor. ¿Sidney?
    La comunicación se había interrumpido, y Sawyer colgó con un golpe.
    —¡Maldita sea! ¡Hijo de puta!
    Transcurrió un minuto. Sawyer fue de un lado a otro, por el pequeño salón. Cada vez más enfurecido, terminó por lanzar un puñetazo contra la pared, con tal fuerza que abrió un boquete en ella. Saltó hacia el teléfono cuando éste volvió a sonar.
    —¿Dígame? —preguntó con voz temblorosa por la expectativa.
    —Está bien, no hablemos más sobre si Jason se encuentra... vivo, ¿de acuerdo? —dijo la voz de Sidney, desprovista de toda emoción.
    —De acuerdo —asintió Sawyer, serenando la voz.
    Se sentó e hizo una pausa, tratando de decidir qué línea de interrogatorio debía seguir.
    —Lee, ¿por qué querría alguien grabar la voz de Jason en Tritón y luego utilizarla para comunicarse conmigo?
    —Sidney, si supiera la respuesta a eso estaría dando saltos mortales de alegría por el pasillo. Dijo que recientemente se habían instalado micrófonos en una serie de despachos. Eso significa que cualquiera de la empresa habría podido conectar su micrófono con una grabadora. O quizá uno de los competidores de Tritón podría haberlo hecho de algún modo. Quiero decir, si sabía usted que él no utilizaba el micrófono, otras personas también lo sabrían. Lo que sí sé es que ya no está en su despacho. Quizá tenga algo que ver con los secretos que supuestamente vendió a RTG.
    Sawyer se frotó el cráneo mientras elegía las preguntas adicionales que deseaba plantearle. Ella se le adelantó.
    —Sólo que pensar que Jason vendía secretos a RTG no parece tener ahora ningún sentido.
    —¿Por qué no? —preguntó Sawyer, extrañado, levantándose.
    —Porque Paul Brophy trabajaba también en el acuerdo con la CyberCom. Estuvo presente en todas las sesiones estratégicas. Llegó incluso a hacer un intento por asumir el papel dirigente en la transacción. Ahora sé que Brophy trabajaba con Goldman y RTG para conocer la postura negociadora final de Tritón y darles así esa ventaja. No sabría mucho más que Jason sobre la postura de regateo de Tritón. Las condiciones exactas del trato se mantenían físicamente en Tylery Stone, no en Tritón.
    —¿Quiere decir...? —empezó a preguntar Sawyer con los ojos muy abiertos.
    —Sólo estoy diciendo que, puesto que Brophy trabajaba para RTG, no habrían necesitado para nada a Jason.
    Sawyer volvió a sentarse y lanzó un juramento por lo bajo. En ningún momento se le había ocurrido establecer esa conexión.
    —Sidney, los dos vimos un vídeo de su esposo transmitiendo información a un grupo de hombres en un almacén de Seattle, el mismo día en que se estrelló el avión. Si no les pasaba información sobre el acuerdo con CyberCom, ¿qué demonios estaba haciendo?
    Sidney se estremeció, llena de frustración.
    —¡No lo sé! Lo único que sé es que cuando Brophy fue apartado de las sesiones finales del acuerdo, trataron de chantajearme por ello. Yo fingí estar de acuerdo. Mi verdadero plan consistía en acudir a las autoridades. Pero entonces subimos a aquella limusina. —Sidney se estremeció—. El resto ya lo sabe usted.
    Sawyer se metió una mano en el bolsillo y extrajo un cigarrillo. Se sujetó el teléfono bajo la barbilla mientras lo encendía.
    —¿Ha descubierto alguna otra cosa?
    —Hablé con Kay Vincent, la secretaria de Jason. Me dijo que el otro gran proyecto en el que Jason trabajaba, aparte del de CyberCom, era en una integración de los archivos de seguridad de Tritón.
    —¿Archivos de seguridad grabados? ¿Es eso importante? —preguntó Sawyer.
    —No lo sé, pero Kay me dijo que Tritón había entregado datos financieros a CyberCom. El mismo día en que se estrelló el avión —dijo Sidney, que parecía exasperada.
    —¿Qué tiene eso de insólito? Al fin y al cabo, estaban cerrando un acuerdo.
    —Ese mismo día, Nathan Gamble me pegó una bronca fenomenal en Nueva York porque no quería entregar esos datos a la CyberCom.
    Sawyer se frotó la frente.
    —Eso no tiene ningún sentido. ¿Cree usted que Gamble sabía que los datos se entregaron?
    —No lo sé. Bueno, en realidad no puedo estar segura de eso. —Sidney hizo una pausa. El frío húmedo empezaba a resultarle doloroso—. De hecho, pensé que el acuerdo con la CyberCom podía saltar por los aires debido a la negativa de Gamble.
    —Bueno, puedo asegurarle que eso no sucedió así. Hoy mismo asistí a la conferencia de prensa en la que se anunció el acuerdo. Gamble sonreía como un gato de Cheshire.
    —Una vez cerrado el acuerdo con CyberCom, comprendo que se sintiera muy feliz.
    —No puedo decir lo mismo por lo que se refiere a Quentin Rowe.
    —Forman realmente una extraña pareja.
    —Tiene razón. Como Al Capone y Ghandi. —Sidney respiró profundamente sobre la boquilla del receptor, pero no dijo nada—. Sidney, sé que esto no le va a gustar, pero se lo voy a decir de todos modos. Estaría usted mucho mejor si viniera. Podemos protegerla.
    —Quiere decir que me meterían en la cárcel, ¿no es eso? —preguntó con un tono de voz amargo.
    —Sidney, yo sé que no mató usted a nadie.
    —¿Puede demostrarlo?
    —Creo que puedo.
    —¿Lo cree? Lo siento, Lee. Aprecio realmente ese voto de confianza, pero me temo que no es lo bastante bueno para mí. Sé muy bien cómo se han ido acumulando las pruebas, y cuál es la percepción que tiene el público de las cosas. Arrojarían la llave por la alcantarilla.
    —Podría usted correr verdadero peligro ahí fuera. —Sawyer pasó lentamente los dedos por el escudo del FBI sujeto a su cinturón—. Mire, dígame dónde está y acudiré a recogerla. No irá nadie más. Ni mi compañero, ni nadie. Sólo yo. Para llegar hasta usted, tendrían que hacerlo pasando a través de mí. Mientras tanto, podríamos tratar de pensar juntos sobre todo esto.
    —Lee, es usted un agente del FBI. Hay una orden de búsqueda y captura contra mí. Su deber oficial es detenerme y ponerme a buen recaudo en cuanto me vea. Además, ya me ha encubierto en una ocasión.
    Sawyer tragó saliva con dificultad. En su mente, un par de cautivadores ojos color esmeralda empezaron a difuminarse para convertirse en la luz de un tren que se abalanzaba directamente sobre él.
    —Digamos entonces que eso forma parte de mi deber no oficial.
    —Y si se descubre, su carrera habrá terminado. Además, podrían enviarlo también a la cárcel.
    —Ya soy un chico mayor, así que estoy dispuesto a correr ese riesgo. Le doy mi palabra de que sólo acudiría yo. —Su tono de voz tembló con un entusiasmo contenido. Sidney no pudo decir nada—. Sidney, estoy totalmente de su parte. Yo..., sólo quiero que esté bien, ¿de acuerdo?
    —Le creo, Lee —dijo Sidney con la voz entrecortada—. Y no puede imaginarse lo mucho que eso significa para mí. Pero tampoco voy a permitir que destroce su vida. Tampoco quiero tener eso sobre mi conciencia.
    —Sidney...
    —Tengo que marcharme ahora, Lee.
    —¡Espere! No lo haga.
    —Intentaré ponerme en contacto de nuevo.
    —¿Cuándo?
    Sidney miró directamente a través del parabrisas, con el rostro repentinamente rígido y los ojos muy abiertos.
    —No... estoy segura —dijo vagamente.
    Luego, cortó la comunicación.
    Sawyer colgó el teléfono y rebuscó en el bolsillo del pantalón el paquete de Malboro. Encendió otro cigarrillo. Utilizó la mano ahuecada a modo de cenicero mientras iba de un lado a otro del salón. Se detuvo, midió con los dedos el agujero del tamaño de un puño que había hecho en la pared y pensó seriamente en hacer otro igual. En lugar de eso, se dirigió hacia la ventana y miró, completamente desesperado, hacia la gélida noche de diciembre.
    En cuanto Sidney regresó a la casa, el hombre surgió de entre las oscuras sombras del garaje. El aliento se le congeló en el gélido ambiente. Abrió la puerta del Land Rover. Al encenderse las luces interiores del vehículo, los mortales ojos azules relucieron como joyas horriblemente talladas bajo la débil luz. Las manos enguantadas de Kenneth Scales registraron el coche, pero no encontraron nada de interés. Tomó entonces el teléfono celular y marcó el botón de rellamada. El teléfono sonó una sola vez antes de que la voz animada de Lee Sawyer le llegara desde el otro lado. Scales sonrió y escuchó el tono urgente del agente del FBI, que evidentemente creía que Sidney Archer volvía a llamarlo. Luego, Scales desconectó la llamada, cerró el coche sin hacer ruido y subió la escalera que conducía a la casa. De una vaina de cuero que llevaba colgada del cinturón, extrajo la finísima hoja de estilete que había utilizado para matar a Edward Page. Se habría podido ocupar de Sidney Archer cuando ella bajó del Land Rover, pero no sabía si estaría armada. Ya la había visto matar con un revólver. Además, su método para matar se basaba en la más completa sorpresa de sus víctimas.
    Recorrió el primer piso, buscando la chaqueta de cuero que llevaba Sidney, pero no la encontró. Había dejado el bolso sobre el mostrador, pero lo que él buscaba no estaba allí dentro. Empezó a subir la escalera que conducía al segundo piso. Se detuvo y ladeó la cabeza. Por encima del rugido del viento, el sonido que llegó hasta sus oídos, procedente del segundo piso, le hizo sonreír de nuevo. Era el sonido del agua llenando la bañera. En esta fría y cruda noche invernal, en la rústica Maine, la única ocupante de la casa se preparaba para tomar un agradable baño relajante y tranquilizador. Avanzó en silencio escalera arriba. La puerta del dormitorio, en lo alto del rellano, estaba cerrada, pero pudo escuchar con claridad el sonido del agua en el cuarto de baño adjunto. Entonces, el sonido se apagó. Esperó unos segundos más y se imaginó a Sidney Archer metiéndose en la bañera, permitiendo que el agua caliente reconfortara su agotado cuerpo. Avanzó unos pasos hacia la puerta del dormitorio. Scales conseguiría primero la contraseña y luego se ocuparía durante un rato de la dueña de la casa. Si no conseguía encontrar lo que andaba buscando, le prometería que la dejaría con vida a cambio de su secreto, y después la mataría. Se preguntó por un momento qué aspecto tendría desnuda aquella atractiva abogada. Por lo que había podido ver, llegó a la conclusión de que sería muy bueno. Y ahora ya no tenía ninguna prisa. Había sido un viaje muy largo y agotador desde la costa Este hasta Maine. Se merecía un poco de relajación, pensó, mientras se regodeaba con lo que estaba a punto de suceder.
    Scales se situó al lado de la puerta, de espaldas contra la pared, con el cuchillo preparado, y colocó una mano sobre el pomo, haciéndolo girar sin efectuar el menor ruido.
    No fue tan silencioso el atronador disparo que desintegró la puerta e incrustó varios trozos de la bala explosiva de la Magnum en su antebrazo izquierdo. Lanzó un grito y se arrojó escalera abajo, rodando atléticamente sobre sí mismo, para caer virtualmente de pie, mientras se sujetaba el brazo ensangrentado. Miró rápidamente hacia arriba, en el momento en que Sidney Archer, completamente vestida, salía precipitadamente del dormitorio. Apretó de nuevo el gatillo y él apenas si tuvo tiempo de lanzarse a un lado, apartándose, antes de que otro disparo alcanzara el lugar donde se encontraba un instante antes. La casa estaba casi totalmente a oscuras, pero si volvía a moverse, ella podría localizar su posición. Se acurrucó detrás del sofá. Lo delicado de su situación era evidente. En algún momento, Sidney Archer se arriesgaría a encender una luz y la capacidad mortífera de la escopeta devastaría rápidamente todo lo que se encontrara en la habitación, incluido él mismo.
    Sin dejar de respirar con serenidad, sujetó el cuchillo con la mano buena, miró a su alrededor y esperó. El brazo le producía terribles pinchazos; Scales estaba mucho más acostumbrado a causar daño que a recibirlo. Oyó los pasos de Sidney, que bajaban con precaución la escalera. Estaba seguro de que la escopeta oscilaba de un lado a otro para cubrir la zona. Desde la oscuridad que lo envolvía, asomó con mucha precaución la cabeza por encima del respaldo del sofá. Su mirada se fijó instantáneamente en ella. Se encontraba a mitad de la escalera. Estaba tan concentrada en localizarlo, que no vio un trozo de la puerta del dormitorio que había caído sobre uno de los escalones. Al depositar el peso de su cuerpo sobre él, el trozo se deslizó y los dos pies se levantaron en el aire. Lanzó un grito y cayó rodando por la escalera, mientras la escopeta se estrellaba contra la barandilla. Saltó de su escondite en un instante. Cuando los dos rodaron sobre el suelo de madera dura, golpeó la cabeza de Sidney. Ella pateó furiosamente contra su pecho y las costillas, con sus pesadas botas. Luego, se retorció salvajemente, apartándose en el instante en que él golpeaba con el cuchillo. El cuchillazo falló por poco y le desgarró el interior de la chaqueta, en lugar de su carne. Un objeto blanco, que había estado en el bolsillo de Sidney, se desprendió a causa del impacto y cayó al suelo.
    Sidney consiguió apoderarse de la escopeta y lanzó un golpe horrible contra la cara de Scales, con la culata de la sólida Winchester, rompiéndole la nariz y varios dientes frontales. Atónito, Scales dejó caer el cuchillo y retrocedió por un momento. Luego, furioso, agarró la escopeta y se la arrebató de una fuerte sacudida, volviéndola de inmediato contra una aturdida Sidney Archer. Llena de pánico, ella se arrojó a varios pasos de distancia, pero seguía encontrándose a tiro. El dedo de Scales apretó el gatillo, pero el cañón del arma permaneció en silencio. La caída por la escalera y el forcejeo que le siguió tuvo que haber dañado el arma. Sidney, con la cabeza a punto de estallarle de dolor a causa del golpe anterior, se alejó desesperadamente, a rastras. Con una mueca maligna en su rostro, Scales arrojó a un lado el arma ahora inútil y se incorporó. De la boca desgarrada y de la nariz rota le brotaba la sangre que le manchaba la camisa. Recogió el cuchillo del lugar donde había caído y avanzó con una mirada asesina hacia Sidney. Al levantar la hoja para golpear a Sidney, el revólver de nueve milímetros le apuntó directamente. Pero una fracción de segundo antes de disparar, él efectuó un asombroso salto acrobático que le hizo caer al otro lado de la mesa del comedor. Ella mantuvo apretado el gatillo, colocando el arma en fuego automático. Las balas trazaron un dibujo explosivo a través de la pared, mientras intentaba desesperadamente seguir el camino seguido por Scales en su improvisada huida. Scales golpeó con dureza el suelo de madera, y el impulso lo envió contra la pared, con la cabeza por delante. Tras rebotar el torso hacia un lado, después del impacto con la pared, se derrumbó entre las patas de una ornamentada cómoda de caoba. Las delgadas patas de caoba se rompieron como cerillas de madera y el pesado mueble se derrumbó sobre él, vertiendo su contenido sobre el suelo de la habitación cuando los cajones salieron volando en la caída. Después de eso, Scales no volvió a moverse.
    Sidney se levantó de un salto, cruzó la cocina a toda velocidad, tomó el bolso que había dejado sobre el mostrador y bajó rápidamente la escalera que conducía al garaje. Unos momentos más tarde, la puerta del garaje estallaba en astillas hacia el exterior y el Land Rover se abría paso a través de la brutal apertura, efectuaba un giro de 180 grados en el camino de acceso a la casa y desaparecía en plena ventisca.
    Mientras avanzaba rápidamente por la carretera, Sidney se estremeció al recordar el temor que le había recorrido todo el cuerpo cuando observó el aliento gélido en un rincón del garaje.
    Al mirar ahora por el retrovisor, observó un par de luces. El corazón le dio un vuelco al ver el gran Cadillac que aparecía en el camino de acceso a la casa que acababa de abandonar. La sangre le desapareció repentinamente de la cara. ¡Oh, Dios mío! Sus padres acababan de llegar, y el momento no habría podido ser peor. Hizo girar de nuevo el Land Rover, atravesando un remolino de nieve, y regresó a toda velocidad hacia la casa de sus padres. Entonces, su problemática situación se vio complicada al ver otro par de faros que bajaban por la carretera, desde la misma dirección por la que habían llegado sus padres. Observó con creciente temor el sedán blanco que descendía por la calle, con sus ruedas aplastando lentamente las huellas dejadas por el Cadillac. Era la misma gente que había seguido a sus padres desde Virginia. Con tantas cosas como ocurrían, se había olvidado por completo de ellos. Sidney apretó a fondo el acelerador del Land Rover. Tras patinar un momento sobre la nieve, el sistema de tracción a las cuatro ruedas se agarró al pavimento y los engranajes impulsaron aquel pequeño tanque hacia delante, como si fuera una bala de cañón. Al abalanzarse sobre el sedán, Sidney vio reaccionar al conductor. Se llevó una mano al interior de la chaqueta. Pero llegó tarde por una fracción de segundo. Ella pasó volando, dirigiéndose hacia la casa de sus padres, dio un volantazo para atravesarse en el camino y se estrelló de costado con un crujido metálico contra el vehículo más pequeño, empujándolo con la fuerza de su impulso sobre la deslizante calzada y arrojándolo por una escarpada zanja. El airbag del Land Rover se infló. Con un esfuerzo enfurecido, Sidney lo arrancó de la barra de dirección y, con un manotazo, puso la marcha atrás. Se pudo escuchar con claridad el sonido del metal al liberarse, cuando los dos vehículos se desacoplaron.
    Sidney hizo girar su cuatro por cuatro y luego miró fijamente, con incredulidad. Su repentino ataque se había ocupado de quien quiera que siguiera a sus padres. Pero también había tenido otro resultado. Observó consternada cómo el Cadillac de sus padres giraba por Beach Street y regresaba a gran velocidad hacia la carretera 1. Sidney apretó de nuevo el acelerador y se lanzó tras ellos.
    El hombre salió con dificultades del coche y contempló fijamente, conmocionado, el vehículo que desaparecía rápidamente de su vista.
    Sidney vio las luces de posición del Cadillac justo delante de ella. En este tramo, la carretera 1 sólo tenía dos carriles. Se situó detrás de sus padres e hizo sonar el claxon varias veces. El Cadillac aceleró inmediatamente. Probablemente, sus padres estaban ahora tan asustados que no se detendrían ni siquiera en el caso de que vieran a un coche patrulla de la policía, y mucho menos ante un lunático que hacía sonar el claxon de un vehículo abollado. Sidney contuvo momentáneamente la respiración y luego giró hacia el carril contrario de la carretera, apretó a fondo el acelerador y se situó junto al coche de sus padres. Vio reaccionar a su padre al darse cuenta de que el Land Rover aparecía a su izquierda. El Cadillac patinó de un lado al otro a medida que cobraba velocidad, y Sidney tuvo que mantener el acelerador pisado a fondo para no perder terreno, ya que el dañado Land Rover respondía con lentitud. A medida que Sidney ganaba terreno con firmeza, Bill Patterson situó el voluminoso Cadillac en medio de la calzada de dos carriles, para impedir que su perseguidor le adelantara. Sidney bajó la ventanilla y tuvo que introducir casi la mitad de su vehículo en el arcén de tierra y gravilla. Menos mal que no habían limpiado todavía las carreteras, pues en tal caso no habría tenido arcén en el que encontrar apoyo. En el momento en que se inclinaba hacia el asiento del pasajero del Cadillac, su padre efectuó un nuevo giro a la derecha, para obligar a Sidney a salirse por completo de la carretera. Mientras el Land Rover rebotaba y se balanceaba sobre el escabroso terreno, Sidney miró el velocímetro; marcaba casi ciento treinta kilómetros por hora. El temor le recorrió cada uno de los nervios de su cuerpo. Estaba a punto de salirse de la carretera. Miró hacia delante. Llegaban a una pronunciada curva. Apretó el acelerador a fondo. Sólo le quedaban unos pocos segundos.
    —¡Mamá! —gritó, inclinándose todo lo que pudo por la ventanilla del conductor, al mismo tiempo que trataba de controlar el Land Rover. Respiró profundamente y volvió a gritar con toda la fuerza de sus pulmones, como si en ello le fuera la vida—: ¡Mamá!
    Vio cómo su madre miraba a través de la nieve que azotaba el coche, con los ojos abiertos y aterrorizados, y Sidney observó finalmente una expresión de reconocimiento y alivio en ellos. Su madre se volvió rápidamente hacia su padre. El Cadillac redujo inmediatamente la velocidad y permitió que Sidney regresara a la calzada, por delante de ellos. Con el rostro y el cabello cubiertos de nieve, Sidney les hizo señas con una mano para que la siguieran. Envueltos en un torbellino blanco casi cegador, los dos vehículos avanzaron rápidamente por la carretera.
    Después de aproximadamente una hora, se alejaron de la carretera por una salida. Diez minutos más tarde el Land Rover y el Cadillac se detuvieron en el aparcamiento de un motel. Lo primero que hizo Sidney Archer en cuanto se detuvo fue saltar de la furgoneta, echar a correr hacia el coche de sus padres, abrir la portezuela de atrás y tomar a su hija entre sus brazos. Las lágrimas se deslizaban por las mejillas de Sidney, tan ferozmente como la nieve. Tomó los dedos de su dormida hija como si quisiera transmitirle la promesa de no volver a abandonarla nunca más. Amy no tenía forma de saber lo cerca que había estado de perder esta noche a su madre. ¿Y si la hoja se hubiera desviado un par de centímetros en la otra dirección? Pero eso era algo que la pequeña nunca sabría. Sidney Archer, sin embargo, lo sabía muy bien y el solo hecho de pensarlo la indujo a apretarse a su hija contra el pecho con todas las fuerzas de su cuerpo dolorosamente convulso. Bill Patterson rodeó el coche y le dio un fuerte abrazo de oso. Su cuerpo corpulento también temblaba después de esta última pesadilla. Su esposa se les unió y formaron un pequeño círculo, abrazados estrechamente, permaneciendo todos en silencio. Aunque la nieve pronto les cubrió las ropas, no se amilanaron por ello; simplemente, se sostenían los unos a los otros.
    El hombre logró sacar su vehículo del terraplén y luego corrió hacia la casa de los Patterson, donde todo estaba en silencio. Un minuto más tarde la casa ya no estuvo en silencio, mientras la cómoda parecía alzarse lentamente del suelo y luego era arrojada violentamente hacia un lado, con ruido y astillamiento de la madera. Scales se incorporó dolorido, ayudado por su colega. El aspecto de su rostro maltrecho dejaba ver bien a las claras que Sidney Archer había tenido mucha suerte de no hallarse ahora al alcance de sus manos asesinas. Al retroceder para recuperar su cuchillo, observó el trozo de papel que Sidney había dejado caer: el mensaje de Jason por correo electrónico. Scales lo recogió y lo estudió durante un momento. Cinco minutos más tarde, él y su compañero se dirigían hacia el coche dañado. Scales tomó el teléfono celular y marcó un número de marcación rápida. Había llegado el momento de pedir refuerzos.


    Capítulo 54
    A las dos y media de la madrugada, un Lee Sawyer muy agitado condujo hasta la oficina a través de una tormenta de nieve que amenazaba con convertirse en una verdadera ventisca en el término de unas pocas horas. Toda la costa Este era asaltada por un gran frente tormentoso invernal, que amenazaba con permanecer hasta la Navidad.
    Sawyer se dirigió directamente a la sala de conferencias, donde se pasó las cinco horas siguientes repasando cada uno de los aspectos del caso, desde los expedientes, hasta las notas y lo que guardaba en su memoria. El problema era que nada de todo aquello tenía mucho sentido, debido principalmente a que no estaba seguro de saber si se encontraba ante un caso o dos: Lieberman y Archer juntos, o Lieberman y Archer por separado. Realmente, a eso se reducía todo. Anotó algunos nuevos ángulos del problema que se le ocurrieron, aunque ninguno de ellos le pareció muy prometedor. Luego descolgó el teléfono y pidió hablar con Liz Martin, la técnica que había llevado a cabo el examen del Luma-lite en la limusina.
    —Liz, te debo una disculpa. He permitido que este caso se me escapara un poco de las manos y te repercutiera a ti. Estaba desorientado y lo siento.
    —Disculpas aceptadas —dijo Liz con voz animada—. Todos nos encontramos bajo presión. ¿Qué hay de nuevo?
    —Necesito de tu experiencia con los ordenadores. ¿Qué sabes sobre sistemas de grabación en cinta de copias de seguridad?
    —Qué extraño que me lo preguntes. Mi novio es abogado y el otro día me decía que en estos precisos momentos es uno de los temas más candentes en el sector legal.
    —¿Y eso por qué?
    —Bueno, las copias de seguridad en cinta pueden descubrirse potencialmente en caso de litigio. Por ejemplo, un empleado escribe un memorándum de circulación interna en la oficina donde trabaja, o envía un mensaje electrónico que contiene información perjudicial para su empresa. Más tarde, el empleado borra el mensaje electrónico y destruye todas las copias del memorándum que haya en el disco duro. Podría parecer que todo ha desaparecido, ¿verdad? Pues nada de eso, porque con las copias de seguridad grabadas, el sistema puede haberlas salvado antes de que alguien las borre. Y, según las reglas de descubrimiento, puede que terminen en manos de la otra parte litigante. La empresa de mi novio aconseja a sus clientes que, con documentos creados mediante ordenador, si no se quiere que nadie jamás lea algo, lo mejor es no escribirlo.
    —Hmm. —Sawyer revolvió los papeles que tenía delante—. Es una suerte que yo todavía prefiera la tinta invisible.
    —Eso es porque eres una reliquia, Lee, aunque al menos eres una reliquia agradable.
    —Está bien, profesora Liz. Aquí tengo otra cosa para ti —dijo Sawyer, que a continuación le leyó la contraseña—. Es una contraseña bastante bonita, ¿no te parece, Liz?
    —En realidad, no lo es.
    —¿Qué?
    Esa era, en cualquier caso, la última respuesta que Sawyer hubiera esperado escuchar.
    —No pasaría mucho tiempo antes de que alguien olvidara una parte de la misma, o la captara de modo incorrecto. Si te comunicaras oralmente con alguien, podría escucharla fácilmente de modo erróneo en la transmisión, transponer uno de los números y esa clase de cosas.
    —Pero, al ser tan larga, nadie sería capaz de descifrarla, ¿verdad? Creía que esa era la intención.
    —Desde luego. Pero no tienes por qué utilizar todos esos números para conseguir ese objetivo. Diez cifras serían más que suficientes para la mayoría de propósitos. Con quince cifras eres casi invulnerable.
    —En estos tiempos que corren, sin embargo, dispones de ordenadores capaces de revisar todas esas combinaciones con rapidez.
    —Con quince cifras tendrías que buscar en más de un billón de combinaciones, y la mayoría de los programas de cifrado van acompañados de una característica de interrupción en el caso de que se prueben demasiadas combinaciones al mismo tiempo. Aunque no tuviera esa característica de interrupción, hasta el ordenador más rápido del mundo que efectuara una serie de búsquedas no lograría descifrar esta contraseña debido a que la presencia y colocación de todos esos puntos decimales hacen que el número de combinaciones posibles sea tan elevado que no funcionaría un asalto tradicional por la fuerza bruta.
    —¿Me estás diciendo...?
    —Lo que quiero decir es que quien creó esa contraseña se pasó con creces de la raya. Los aspectos negativos de la misma sobrepasan con mucho la necesidad imperiosa de que pueda ser descifrada. No tenía por qué ser tan compleja para evitar que alguien lo hiciera. Quizá quien la preparó era un novato en cuestiones de ordenadores.
    —Creo que esa persona sabía exactamente lo que estaba haciendo —dijo Sawyer con un movimiento negativo de la cabeza.
    —Pues en ese caso no lo hizo sólo por motivos de protección.
    —¿Por qué otra razón podría ser?
    —No lo sé, Lee. Hasta ahora nunca había visto una cosa así. —Sawyer guardó silencio—. ¿Alguna otra cosa?
    —¿Eh? Ah, no Liz. Creo que eso es todo —contestó Sawyer, que parecía muy deprimido.
    —Siento mucho no haberte sido de gran ayuda.
    —No, lo has sido. Me has dado muchas cosas en qué pensar. Gracias, Liz. —El tono de su voz se animó al añadir—: Eh, te debo un almuerzo, ¿vale?
    —Te lo voy a recordar, pero en esta ocasión seré yo la que elija el lugar.
    —Muy bien, sólo procura que acepten la tarjeta Exxon. Es prácticamente el único plástico que me queda.
    —Realmente, sabes cómo conseguir que una chica se lo pase bien, Lee.
    Sawyer colgó y contempló de nuevo la contraseña. Si era cierto la mitad de lo que había oído contar sobre la inteligencia de Jason, la complejidad de la contraseña no había sido ninguna casualidad. Miró de nuevo los números. Le estaban volviendo loco, pero no podía desprenderse de la sensación de que le parecían de algún modo familiares. Se sirvió otra taza de café, tomó una hoja de papel y empezó a trazar dibujos, un hábito que le ayudaba a pensar. Tenía la impresión de llevar años enfrascado en este caso. Observó con un sobresalto la fecha del mensaje electrónico que Archer le había enviado a su esposa: 95-11-19. Anotó los números sobre la hoja de papel: 95-11-19. Sonrió. Cifras que un ordenador emitiría así, más confusas que ninguna otra cosa. Entonces miró los números más intensamente y su sonrisa se desvaneció. Rápidamente, escribió los números de otro modo: 95/11/19 y luego, finalmente, como 951119. Los garabateó de nuevo, cometió un error, los tachó y continuó. Luego contempló el producto final: 599111.
    El rostro de Sawyer se puso más pálido que el papel sobre el que había estado escribiendo. Al revés. Leyó de nuevo el correo electrónico de Jason Archer. «Todo al revés», había dicho Archer. Pero ¿por qué? Si Archer se encontraba bajo tanta presión como para haber tecleado mal la dirección y no haber terminado el mensaje, ¿por qué se había tomado la molestia de teclear dos frases, «todo equivocado» y «todo al revés», si significaban lo mismo? De repente, la verdad se abrió paso en la mente de Sawyer: a menos que las dos frases tuvieran significados totalmente diferentes, y ambas fueran literales. Miró una vez más los números que componían la contraseña y luego empezó a escribir furiosamente. Después de cometer varios errores, terminó su tarea. Sin darse cuenta de lo que hacía, se terminó de tomar el café que quedaba y leyó los números en su verdadero orden (no hacia atrás): 12-19-20, 2-28-91, 9-26-92, 11-15-92 y 4-16-93. Archer había sido muy exacto en su elección de contraseñas. Se había tratado realmente de una clave incluida dentro de la propia contraseña. Sawyer ni siquiera necesitó consultar ahora sus notas. Sabía lo que representaban aquellos números. Respiró profundamente.
    Las fechas del calendario correspondientes a las cinco ocasiones en que Arthur Lieberman había cambiado las tasas de interés por su propia cuenta. Las cinco veces en las que alguien había ganado tanto dinero como para comprar un país.
    La pregunta de Sawyer había quedado finalmente contestada. Ahora sólo tenía un caso, no dos. Existía una conexión entre Jason y Lieberman. Pero ¿de qué se trataba? Se le ocurrió entonces otra idea. Edward Page le había dicho a Sídney que no había seguido a Jason Archer al aeropuerto. La única otra persona a la que podía haber estado siguiendo era a Lieberman. Page podría haber seguido al presidente de la Reserva Federal y encontrarse de repente con Archer. Pero entonces, ¿por qué seguir a Lieberman? Con el ceño fruncido, Sawyer dejó el mensaje a un lado y observó el vídeo que registraba la entrevista de Archer en el almacén, y que estaba sobre la mesa. Si Sidney tenía razón acerca de que Brophy sabía muchas más cosas que Jason Archer, ¿qué demonios había transmitido éste en el almacén? ¿Podía ser esa la conexión con Arthur Lieberman? No había visto la cinta desde hacía algún tiempo. Decidió solucionar ese descuido de inmediato.
    Introdujo la cinta en el vídeo situado bajo una gran pantalla de televisión, en uno de los rincones de la estancia. Se sirvió más café y apretó el mando; la cinta empezó a emitirse. Observó toda la escena dos veces. Luego la vio una tercera vez, pero en esta ocasión a cámara lenta. Una mueca se extendió sobre sus rasgos. Cuando vio la cinta por primera vez, en la oficina de Hardy, algo le hizo fruncir también el ceño. ¿Qué demonios era? Rebobinó otra vez la cinta y apretó el botón para que empezara a proyectarse. Jason y el otro hombre estaban esperando; el maletín de Jason estaba a la vista. Se oía entonces la llamada en la puerta y entraban los otros hombres. El más viejo y los otros dos, con gafas de sol. Realmente astuto. Sawyer miró de nuevo a los dos hombres corpulentos. Le parecían extrañamente familiares, pero no podía... Sacudió la cabeza y siguió observando. Se produjo entonces el intercambio, en el que Jason parecía mostrarse extremadamente nervioso. Luego llegó el paso del avión. Por lo que sabía, el almacén se encontraba en la trayectoria de aproximación de los aviones al aeropuerto. Todos los presentes en la estancia levantaron las miradas hacia el sonido atronador. Sawyer dio entonces un salto que casi estuvo a punto de derramarle el café sobre la camisa. Pero en esta ocasión no fue a causa del sonido del avión.
    —¡Santo cielo! —exclamó. Congeló la imagen de la cinta y situó la cara a muy pocos centímetros de la pantalla. Luego, tomó el teléfono—. Liz, necesito de tu magia, y esta vez, profesora, será toda una cena.
    Le comunicó rápidamente lo que deseaba.
    Sawyer tardó dos minutos, corriendo, en llegar al laboratorio. El equipo ya estaba preparado, y una sonriente Liz le esperaba al lado. Sawyer, que jadeaba, le entregó la cinta, que ella introdujo en otro reproductor de vídeo. Se sentó después ante un panel de control y la cinta empezó a proyectarse. La pantalla sobre la que apareció debía de tener por lo menos sesenta pulgadas.
    —Está bien, está bien, Liz, ahora prepárate. ¡Ahí! ¡Justo ahí! —exclamó; casi saltó del suelo de tan entusiasmado como estaba.
    Liz congeló la cinta y luego apretó algunos botones del panel de control. Las figuras humanas que aparecían en la pantalla aumentaron de tamaño hasta ocuparla por completo. Pero Sawyer sólo miraba a una persona.
    —Liz, ¿puedes aumentar de tamaño esta parte de aquí? —preguntó al tiempo que indicaba con el dedo una parte específica de la pantalla.
    Liz hizo lo que se le pedía. Sawyer sacudió la cabeza, con una silenciosa expresión de extrañeza. Liz se le unió para contemplar la asombrosa escena. Luego le miró.
    —Tenías razón, Lee. ¿Qué significa esto?
    Sawyer miraba fijamente al hombre que se había identificado a sí mismo ante Jason Archer como Anthony DePazza, en aquella fatídica mañana de noviembre en la fría y lluviosa Seattle. Más concretamente, la mirada de Sawyer se enfocó sobre la nuca de DePazza, claramente visible ahora, puesto que había levantado la cabeza en el momento en que el avión pasaba por encima de ellos. De hecho, Sawyer y Liz pudieron observar una clara grieta en la línea de la nuca. Una grieta entre la piel real y la falsa.
    —No estoy seguro, Liz, pero me pregunto por qué demonios el tipo con el que estaba hablando Archer tenía que llevar alguna especie de disfraz.
    Liz miró intensamente la pantalla.
    —Yo solía hacer esa clase de cosas cuando estaba en la universidad.
    —¿A qué te refieres?
    —Ya sabes, disfraces, maquillajes, máscaras. Para cuando hacíamos representaciones teatrales. Deberías saber que yo fui en otro tiempo una malvada lady Macbeth.
    Sawyer miró la pantalla con la boca abierta en el mismo instante en que aquella única palabra le martilleaba en la cabeza: ¿representación?

    Mientras reflexionaba sobre toda esta información nueva, Sawyer regresó apresuradamente a la sala de conferencias. Ray Jackson estaba sentado allí, con varios documentos en la mano, que balanceó ante su compañero.
    —Recibido por fax de Charles Tiedman. Muestras de la escritura de Page. Tengo copias de las cartas que encontré en el apartamento de Lieberman. No soy ningún experto, pero creo que coinciden.
    Sawyer se sentó y miró las cartas, comparando la escritura.
    —Estoy de acuerdo contigo, Ray, pero pídele al laboratorio que lo confirme con seguridad.
    —De acuerdo. —Jackson se levantó para cumplir la tarea, pero Sawyer lo detuvo de pronto—. Eh, Ray, déjame echar otro vistazo a esas cartas.
    Jackson se las entregó.
    En realidad, Sawyer sólo quería mirar una de ellas. El membrete era impresionante: Asociación de Alumnos de la Universidad de Columbia. Tiedman no había mencionado que Steven Page hubiera estudiado en Columbia. Evidentemente, Page había intervenido en algún momento en los asuntos de los alumnos. Sawyer realizó mentalmente algunos cálculos aritméticos. Steven Page tenía veintiocho años cuando murió hacía cinco años. Ahora tendría treinta y tres o treinta y cuatro años, dependiendo de su fecha de nacimiento. Así que, probablemente, se habría graduado en 1984. De repente, otro pensamiento brotó en la mente de Sawyer.
    —Adelante, Ray. Tengo que hacer algunas llamadas.
    Una vez que Jackson se hubo marchado con los documentos, Sawyer marcó el número del servicio de información y obtuvo el de la oficina de información de la Universidad de Columbia. En cuestión de un par de minutos consiguió la comunicación que buscaba. Se le dijo que Steven Page se había graduado efectivamente en la universidad, en 1984, y nada menos que con un magna cum laude. Sawyer se miró las manos y se preparó para hacer su siguiente pregunta. Los dedos le temblaban. Hizo todo lo que pudo por controlar sus emociones y esperó a que la mujer que le atendía consultara sus archivos. En efecto, le comunicó a Sawyer, el otro estudiante también era un graduado del ochenta y cuatro, y también él se había graduado con un summa cum laude. Según dijo la voz, era bastante impresionante conseguir algo así en Columbia. Sawyer le hizo otra pregunta y la mujer le contestó que para conocer la respuesta tendría que hablar con la residencia de estudiantes. Esperó, con los nervios de punta. Cuando finalmente se puso en contacto con alguien de la residencia de estudiantes, le contestaron a su pregunta con rapidez. Sawyer dio rápidamente las gracias a la persona que le había atendido y luego colgó el teléfono con fuerza. El veterano agente del FBI pegó un salto en la silla y exclamó en voz alta: «¡Jodido bingo!», en medio de la habitación vacía. Teniendo en cuenta las circunstancias, el entusiasmo de Sawyer parecía bastante natural.
    Quentin Rowe también se había graduado en la Universidad de Columbia en 1984. Y, lo que era mucho más importante, él y Steven Page compartieron la misma residencia durante los dos últimos años de universidad.
    Pocos segundos más tarde, cuando a Sawyer se le ocurrió pensar por qué aquellos dos tipos con las gafas de sol le parecían tan familiares, su felicidad se desvaneció en la más completa incredulidad. No había forma de que fuera así. Pero, sí, tenía sentido. Sobre todo si se consideraba aquello como lo que era en realidad: una representación. Todo aquello no era más que una impostura. Tomó el teléfono. Tenía que encontrar a Sidney Archer lo antes posible, y sabía dónde podía empezar a buscarla. «Jesús, María y José, menudo cambiazo que ha dado este caso», pensó.


    Capítulo 55
    Viajando en un coche alquilado, la señora Patterson y Amy se dirigían a Boston, donde permanecerían durante unos pocos días. A pesar de haberlo discutido hasta casi el amanecer, Sidney no había logrado convencer a su padre de que las acompañara. Había permanecido despierto durante toda la noche en la habitación del motel, limpiando cada mota de polvo y suciedad de su Remington de doce cartuchos, con la mandíbula firmemente apretada y la mirada reconcentrada, mientras Sidney deambulaba de un lado a otro de la habitación, argumentando su postura.
    —¿Sabes que eres realmente imposible, papá? —le dijo ahora, mientras regresaban hacia Bell Harbor en el coche de su padre.
    El abollado Land Rover había sido remolcado hasta un garaje para que lo repararan. Sin embargo, suspiró de alivio al reclinarse contra el asiento. En estos momentos, precisamente, no deseaba estar sola.
    Su padre miró resueltamente por la ventanilla. El que persiguiera a su hija, fuera quien fuese, tendría que matarlo a él antes de poder llegar hasta ella. «Llevad cuidado, duendes y fantasmas, porque papá ha vuelto.»
    La furgoneta blanca que los seguía avanzaba a más de medio kilómetro por detrás de ellos, a pesar de lo cual no tenía dificultad alguna para seguirle la pista al Cadillac. Uno de los ocho hombres que ocupaban la furgoneta no estaba precisamente de muy buen humor.
    —Primero permites que Archer envíe un correo electrónico, y luego dejas que se te escape su esposa. No puedo creer que hayas cometido tantos errores.
    Richard Lucas sacudió la cabeza y miró colérico a Kenneth Scales, sentado junto a él. Llevaba la boca y el antebrazo fuertemente vendados, y la nariz, aunque se la había vuelto a encajar con sus propias manos, aparecía enrojecida e hinchada. Scales se volvió a mirar a Lucas.
    —Puedes creerlo.
    La voz baja que brotó por entre la boca vendada transmitía un tono lo suficientemente amenazador como para que hasta el duro Lucas parpadeara y cambiara rápidamente de rumbo. El jefe de seguridad interna de Tritón se adelantó en su asiento.
    —Está bien, no sirve de nada hablar de lo que ya ha pasado —se apresuró a decir.
    —Jeff Fisher, el experto en ordenadores de Tylery Stone, tenía una copia del contenido del disco en su propio disco duro. El directorio de archivos de el ordenador de Fisher demuestra que alguien accedió a él en el mismo momento en que estaba en el bar. Tuvo que haber conseguido otra copia de ese modo. Pequeño y astuto hijo de puta. Anoche mantuvimos una conversación con la camarera del bar. Ella le entregó a Fisher un sobre certificado dirigido a Bill Patterson, en Bell Harbor, Maine. Es el padre de Sidney Archer. Viene para acá, de eso puedes estar seguro, y tenemos que conseguirlo por encima de todo. ¿Entendido?
    Los otros seis hombres de rostros ceñudos que ocupaban la furgoneta asintieron con gestos. Cada uno de ellos tenía un tatuaje en el dorso de la mano, que representaba una estrella atravesada por una flecha. Era la insignia de un antiguo grupo de mercenarios al que todos ellos habían pertenecido, un grupo formado con las vastas heces que dejara tras de sí la extinta guerra fría. Como antiguo agente de la CIA, a Lucas le había resultado relativamente fácil restablecer los viejos lazos, con el atractivo de unos cuantos dólares.
    —Dejaremos que Patterson recoja ese paquete, esperaremos a que lleguen a una zona aislada y luego nos echaremos sobre ellos, con dureza y rapidez. —Miró a su alrededor—. Hay una prima de un millón de dólares por cabeza si lo conseguimos. —Las miradas de los hombres se encendieron, relucientes. Luego, Lucas se volvió a mirar al séptimo hombre—. ¿Lo has entendido, Scales?
    Kenneth Scales no se molestó en mirarlo. Extrajo el cuchillo, señaló con la punta hacia la parte delantera de la furgoneta y habló lentamente con la boca herida.
    —Puedes conseguir tu disquete. Yo me ocupo de esa mujer. Y añadiré a su viejo sin cobrar nada extra.
    —Primero el paquete. Luego podrás hacer todo lo que quieras —dijo Lucas, enojado.
    Scales no dijo nada. Mantuvo la mirada fija hacia delante. Lucas se dispuso a decir algo, pero luego se lo pensó mejor y guardó silencio. Se reclinó en el asiento y se pasó una mano nerviosa por el escaso cabello.
    Durante los veinte minutos que tardó hasta Alexandria, Jackson marcó tres veces el número de Fisher desde el teléfono del coche, pero no obtuvo respuesta.
    —¿Crees entonces que ese tipo estaba ayudando a Sidney con la contraseña? —preguntó Jackson mientras observaba el río Potomac que serpenteaba junto a ellos mientras descendían hacia el aparcamiento de la GW.
    Sawyer se volvió a mirarle.
    —Según los registros de vigilancia, Sidney Archer vino aquí la noche de los asesinatos en Tylery Stone. Lo comprobé con ellos. Fisher es el mago de los ordenadores de Tylery Stone.
    —Sí, pero parece que no está en casa.
    —En su casa puede haber muchas cosas que nos ayuden, Ray.
    —No recuerdo que dispongamos de una orden de registro, Lee.
    Sawyer giró por Washington Street y cruzó el centro de la vieja ciudad de Alexandria.
    —Los detalles, Ray. Siempre te quedas empantanado en los detalles.
    Jackson emitió un bufido y guardó silencio.
    Se detuvieron delante de la casa de Fisher, bajaron del coche y subieron rápidamente por los escalones. Una mujer joven, cuyo cabello oscuro se ondulaba bajo la ventisca, les llamó al bajarse de su propio coche.
    —No está en casa.
    Sawyer se volvió a mirarla.
    —No sabrá usted por casualidad dónde está ahora, ¿verdad?
    Bajó los escalones y se acercó a la mujer, que en ese momento sacaba del coche un par de bolsas llenas de comestibles. Sawyer la ayudó y luego le presentó sus credenciales oficiales. Jackson hizo lo propio. La mujer les miró, con una expresión confusa.
    —¿El FBI? No creía que llamaran al FBI por un simple caso de allanamiento de morada.
    —¿Allanamiento de morada, señorita...?
    —Oh, lo siento... Amanda, Amanda Reynolds. Vivimos aquí desde hace un par de años y es la primera vez que hemos tenido a la policía en esta manzana. Robaron todo el equipo de informática de Jeff.
    —Supongo que ya ha hablado con la policía, ¿verdad?
    Ella le miró sumisamente.
    —Nos instalamos aquí procedentes de Nueva York. Allí, si no se encadena el coche a un ancla, ha desaparecido por la mañana. Una se mantiene vigilante. Pero ¿aquí? —Sacudió la cabeza con pesar—. Sin embargo, sigo sintiéndome como una idiota. Estaba convencida de haber dejado atrás todo eso. Simplemente, no pensé que una cosa así pudiera suceder en una zona como ésta.
    —¿Ha visto recientemente al señor Fisher?
    El ceño de la mujer se arrugó.
    —Oh, hace por lo menos tres o cuatro días. Con un tiempo tan miserable como éste, todo el mundo se queda en casa.
    Le dieron las gracias y se dirigieron en el coche a la comisaría de policía de Alexandria. Una vez que preguntaron por el robo ocurrido en la casa de Jeff Fisher, el sargento de servicio pulsó unas pocas teclas en su ordenador.
    —Sí, así es. Fisher. De hecho, yo mismo estaba de servicio la noche que lo trajeron. —El sargento miró fijamente la pantalla, recorriendo parte del texto con sus huesudos dedos, mientras Sawyer y Jackson intercambiaban miradas de desconcierto—. Llegó aquí en un estado de gran nerviosismo, asegurando que unos tipos le seguían. Pensamos que había tomado unas cuantas copas de más. Le sometimos a una prueba de alcoholemia; no estaba bebido, aunque olía a cerveza. Lo mantuvimos aquí esa noche, sólo para estar seguros. Fue presentado ante el juzgado al día siguiente, le dieron una fecha para el juicio y se marchó.
    Sawyer miró fijamente al hombre.
    —¿Quiere decir que Jeff Fisher fue detenido?
    —Así es.
    —¿Y que al día siguiente se produjo un robo en su casa?
    El sargento de servicio asintió con la cabeza y se apoyó sobre el mostrador.
    —Yo diría que fue una combinación de mala suerte.
    —¿Describió a las personas que lo seguían? —preguntó Sawyer.
    El sargento miró al agente del FBI como si también pretendiera hacerle una prueba de alcoholemia.
    —Nadie lo seguía.
    —¿Está seguro? —El sargento hizo rodar los ojos en sus órbitas y sonrió—. Está bien, acaba de decir que no estaba borracho y, sin embargo, ¿lo encerró aquí esa noche? —preguntó Sawyer, al tiempo que colocaba ambas manos sobre el mostrador.
    —Bueno, ya sabe cómo son algunos de esos tipos. A veces, las pruebas no funcionan con ellos. Se meten en el coleto todo un paquete de doce latas y el analizador del aliento da como resultado uno punto cero uno. De todos modos, Fisher conducía y actuaba como un loco. Nos pareció mejor ponerlo a buen recaudo durante la noche. Si estaba ebrio, al menos pudo dormir aquí la mona.
    —¿Y él no se opuso?
    —Demonios, no. Dijo que no había estado nunca en la cárcel y le pareció que eso podía ser una experiencia refrescante. —El sargento sacudió su cabeza calva—. ¿No le parece que eso confirma que estaba fuera de sus cabales? ¡Nada menos que refrescante!
    —¿No tiene usted idea de dónde se encuentra ahora?
    —Demonios, ni siquiera pudimos encontrarlo para decirle que habían forzado la entrada en su casa. Como ya le he dicho, se le llevó ante el juzgado y se le indicó una fecha para el juicio. Su paradero sólo me importará en el caso de que no se presente.
    —¿Alguna otra cosa que se le ocurra? —preguntó Sawyer con una expresión de decepción.
    El sargento tamborileó con los dedos sobre el mostrador y miró fijamente hacia un punto indeterminado del espacio. Luego negó con la cabeza. Finalmente Sawyer se volvió a mirar a Jackson y ambos se dispusieron a marcharse.
    —Está bien, gracias por su ayuda.
    Se encontraban ya cerca de la puerta cuando el hombre pareció salir de su trance.
    —El tipo me entregó un paquete para que lo enviara por correo. ¿Se lo puede creer? Bueno, es cierto que llevo uniforme, pero ¿tengo aspecto de ser un cartero?
    —¿Un paquete?
    Sawyer y Jackson regresaron de inmediato junto al mostrador.
    El sargento movió la cabeza, mientras recordaba el incidente.
    —Le dije que podía hacer una llamada telefónica y él me preguntó si antes de hacerla no podía enviar un paquete por correo. Me dijo que ya tenía puestos los sellos y que me lo agradecería mucho.
    El sargento se echó a reír, y Sawyer lo miró fijamente.
    —En cuanto al paquete..., ¿lo envió usted?
    El sargento dejó de reír y miró a Sawyer con ojos parpadeantes.
    —¿Qué? Sí, lo introduje en ese buzón que hay ahí. No fue ningún problema para mí y me imaginé que de ese modo ayudaba al tipo.
    —¿Qué aspecto tenía el paquete?
    —Bueno, no era una carta. Era uno de esos sobres marrones acolchados, ya sabe.
    —Como los que tienen burbujas por dentro —sugirió Jackson.
    —Eso es —asintió el sargento señalándolo con un dedo—. Pude notarlo a través de la envoltura exterior.
    —¿Qué tamaño tenía?
    —Oh, no era muy grande. Aproximadamente así de ancho y así de largo —contestó el sargento al tiempo que indicaba con sus huesudas manos un espacio de veinte por quince centímetros—. Se enviaba por correo de primera clase, con acuse de recibo.
    Sawyer volvió a colocar las dos manos sobre el mostrador y miró al sargento, con el corazón latiéndole un poco más de prisa.
    —¿Recuerda la dirección del paquete? ¿El remitente o adónde iba dirigido?
    El hombre reanudó su tamborileo con los dedos.
    —No recuerdo quién lo enviaba; imaginé que sería el mismo Fisher. Pero iba dirigido a algún lugar de..., ah, Maine, eso es, de Maine. Lo sé porque mi esposa y yo estuvimos de vacaciones por esa zona hace un año. Si tiene la ocasión, debería ir usted también. El paisaje es impresionante. Gastará su Kodak, de eso puede estar seguro.
    —¿A qué parte de Maine? —preguntó Sawyer, que hacía esfuerzos por mostrarse paciente.
    —Creo que a alguna parte terminada en Harbor o algo así —contestó finalmente el hombre, tras pensárselo un poco.
    Las esperanzas de Sawyer se derrumbaron. Desde el fondo de sus recuerdos se le ocurrió pensar en por lo menos media docena de ciudades en Maine que llevaran ese nombre.
    —¡Vamos, piense!
    El sargento abrió mucho los ojos.
    —¿Acaso ese paquete contenía droga? ¿Es ese Fisher un traficante? Me pareció que había algo extraño en él. ¿Por eso están tan interesados los federales?
    Sawyer negó con la cabeza, con una expresión de cansancio.
    —No, no tiene nada que ver con eso. Mire, ¿recuerda al menos a quién se le enviaba el paquete?
    El hombre pensó durante un rato y finalmente negó con la cabeza.
    —Lo siento, muchachos, no lo recuerdo.
    —¿Le dice algo el apellido Archer? —preguntó Jackson entonces—. ¿Iba dirigido a alguien con ese apellido?
    —No, eso lo recordaría. Uno de nuestros agentes tiene ese apellido.
    Jackson le entregó su tarjeta.
    —Está bien, si se le ocurre alguna otra cosa, sea lo que sea, llámenos inmediatamente. Es muy importante.
    —Desde luego, así lo haré. En seguida. Pueden contar con ello.
    Jackson tocó a Sawyer en la manga.
    —Vámonos, Lee.
    Se dirigieron hacia la salida. El sargento regresó a su trabajo. De repente, Sawyer se giró en redondo y su dedo índice señaló a través de la habitación, como una pistola apuntada directamente hacia el sargento, con la imagen de una pegatina de un lugar de vacaciones en Maine firmemente instalada en su mente.
    —¡Patterson! —exclamó.
    El sargento levantó la mirada, asombrado.
    —¿Iba dirigido el paquete a alguien llamado Patterson, en Maine? —preguntó Sawyer.
    La mirada del sargento se iluminó y luego chasqueó los dedos.
    —Eso es, Bill Patterson.
    Pero la sonrisa se borró de su rostro en cuanto vio a los dos agentes del FBI salir de estampida de la comisaría.


    Capítulo 56
    Bill Patterson miró a su hija mientras conducía por las calles, ahora cubiertas de nieve, que se había hecho mucho más intensa en la última media hora.
    —¿Me estás diciendo que ese tipo de tu oficina debía enviarme un paquete a mí para que yo te lo guardara? ¿Una copia de un disquete de ordenador que Jason te envió? —Sidney asintió con un gesto—. ¿Y no sabes lo que es?
    —Está cifrado, papá. Ahora tengo la contraseña de acceso, pero tenía que esperar a recibir el paquete. —¿Y no llegó? ¿Estás segura? El tono de voz de Sidney sonó exasperado.
    —Llamé a los de FedEx. No tienen registrada la recogida de ningún paquete. Luego llamé a su casa y me contestó la policía. Oh, Dios. — Sidney se estremeció al pensar en el posible destino que hubiera podido correr Jeff Fisher—. Si algo le ha sucedido a Jeff...
    —Bueno, ¿has probado con el contestador automático de tu casa? Quizá haya llamado y dejado un mensaje.
    Sidney se quedó con la boca abierta ante la brillante sencillez de la sugerencia de su padre.
    —¡Dios mío! ¿Cómo no se me ocurrió pensar en eso? —Porque llevas dos días huyendo para salvar la vida. Por eso. La voz de su padre sonó malhumorada. Se inclinó y tomó la escopeta que había dejado en el suelo.
    Sidney introdujo el Cadillac en una gasolinera y se detuvo cerca de una cabina telefónica. Corrió hasta el teléfono. La nieve caía con tanta intensidad y rapidez que ni siquiera se dio cuenta de la furgoneta que pasaba de largo ante la estación, daba la vuelta por una carretera lateral efectuaba un giro y esperaba a que ella regresara a la carretera principal! Sidney introdujo su tarjeta telefónica y marcó su número de teléfono. Pareció transcurrir toda una eternidad hasta que el contestador automático se puso en marcha. Había un montón de mensajes. De sus hermanos, de otros miembros de la familia, de amigos que se habían enterado de lo ocurrido por las noticias y la llamaban haciéndole preguntas, mostrándose enfadados, ofreciéndole su apoyo. Esperó con creciente impaciencia mientras sonaban los mensajes. Entonces, contuvo la respiración ante el sonido de una voz familiar que llegó a sus oídos.
    «Hola, Sidney, soy tu tío George. Martha y yo estaremos en Canadá esta semana. Disfrutaremos mucho, aunque hace bastante frío. Os envié a ti y a Amy los regalos de Navidad, tal como os dije que haría. Pero os llegarán por correo, porque no pudimos llegar a tiempo a la condenada Federal Express, y no queríamos esperar. Procura estar a la espera. Lo enviamos en primera clase, por correo certificado, así que tendrás que firmar para recibirlos. Espero que se trate de lo que deseabas. Te queremos mucho y esperamos volver a verte pronto. Un beso a Amy de nuestra parte.»
    Sidney colgó lentamente el teléfono. No tenía unos tíos que se llamaran George y Martha, pero no había ningún misterio en aquella llamada telefónica. Jeff Fisher había fingido bastante bien la voz de un anciano. Sidney regresó al coche corriendo y se metió dentro. Su padre la miró intensamente.
    —¿Te llamó?
    Sidney asintió con un gesto, al tiempo que ponía el coche en marcha y lo lanzaba hacia delante con un chirrido de ruedas, lo que impulsó a su padre contra el respaldo del asiento.
    —¿Adonde demonios vamos ahora con tanta rapidez?
    —A la oficina de Correos.
    La oficina de Correos de Bell Harbor se hallaba situada en pleno centro de la ciudad, y la bandera de Estados Unidos ondeaba de un lado a otro, impulsada por el fuerte viento. Sidney se detuvo junto a la acera y su padre se bajó del coche. Entró en el edificio y salió al cabo de un par de minutos, agachando la cabeza para introducirse en el interior del coche. Venía con las manos vacías.
    —Todavía no ha llegado el correo del día.
    —¿Estás seguro? —le preguntó Sidney mirándolo fijamente.
    —Jerome es jefe de la oficina desde que tengo uso de razón —asintió él—. Dijo que volviera a probar hacia las seis. Mantendrá la oficina abierta para nosotros. Pero sabes que quizá no venga en el correo de hoy si Fisher lo envió hace sólo dos días.
    Sidney golpeó ferozmente el volante con las dos manos, antes de apoyar cansadamente la cabeza sobre él. Su padre le colocó suavemente una mano sobre el hombro.
    —Sidney, ese paquete acabará por llegar aquí. Sólo espero que el contenido de ese disquete contribuya a librarte de esta pesadilla.
    Sidney se volvió a mirarlo, con el rostro pálido y los ojos hinchados.
    —Tiene que ser así, papá. Tiene que ser así —dijo con el tono de voz dolorosamente quebrado.
    «¿Y si no llegaba? No, no podía pensar eso.» Se apartó el cabello de la cara, puso el coche en marcha y avanzó.
    La furgoneta blanca esperó un par de minutos antes de salir a la calzada y seguirlos.
    —No puedo creerlo —rugió Sawyer.
    Jackson lo miró con una clara expresión de frustración.
    —Lo único que puedo decirte, Lee, es que hay una ventisca. El National, el Dulles y el BWI están cerrados. También se han cerrado los aeropuertos Kennedy, La Guardia y Logan, y lo mismo sucede con Newark y Philly. Se han interrumpido los vuelos en todo el país. Y toda la costa Este parece haberse convertido en Siberia. En la oficina no están dispuestos a permitir que un avión vuele con este tiempo.
    —Ray, tenemos que llegar a Bell Harbor. Deberíamos estar allí ahora mismo. ¿Qué me dices del tren?
    —Los de Amtrak todavía están dejando la vía expedita. Además, he comprobado que el tren no llega hasta allí. Tendríamos que tomar un autobús para recorrer el último tramo. Y, con este tiempo, seguro que están cerrados algunos tramos de la autopista interestatal. Además, no todo es autopista. Tendríamos que tomar algunas carreteras secundarias. Estamos hablando de por lo menos quince horas.
    Sawyer parecía estar a punto de explotar.
    —Todos ellos podrían estar muertos en una hora, así que no digamos lo que podría suceder en quince horas.
    —No tienes necesidad de recordármelo. Si pudiera extender los brazos y echar a volar, lo haría ahora mismo. Pero, maldita sea, no puedo hacerlo —replicó Jackson, enojado.
    Sawyer se tranquilizó rápidamente.
    —Está bien. Lo siento, Ray. —Se sentó—. ¿Has podido conseguir la ayuda de los locales?
    —He hecho algunas llamadas. La oficina más cercana está en Boston. A unas cinco horas de distancia. Y con este tiempo, ¿quién sabe? Hay pequeñas agencias en Portland y Augusta. Les he dejado mensajes, pero no he recibido contestación por el momento. La policía estatal podría ser una posibilidad, aunque probablemente tendrán mucho trabajo con los accidentes de tráfico.
    —¡Mierda! —Sawyer sacudió la cabeza, desesperado, y tamborileó con los dedos sobre la mesa, impaciente—. Un avión es la única forma. Tiene que haber alguien dispuesto a volar con esta tormenta.
    —Quizá un piloto de combate. ¿Conoces a alguno? —preguntó sarcásticamente Ray.
    Sawyer pegó un bote en su asiento.
    —Pues claro que sí.
    La furgoneta negra se detuvo cerca de un pequeño hangar en el aeropuerto del condado de Manassas. La nevada era tan intensa que resultaba difícil ver más allá de unos cuantos centímetros de distancia. Media docena de miembros del equipo de rescate de rehenes, todos ellos fuertemente armados y vestidos de negro, siguieron a Sawyer y Jackson. Portaban rifles de asalto y echaron a correr en fila hacia el avión que les esperaba sobre la pista, con los motores ya en marcha. Los agentes subieron velozmente al Saab turbopropulsado. Sawyer se instaló junto al piloto, mientras Jackson y los miembros del equipo se ponían los cinturones de seguridad, en los asientos de atrás.
    —Confiaba en volver a verte antes de que terminara todo esto, Lee —le gritó George Kaplan por encima del rugido de los motores, sonriente.
    —Demonios, no olvido a mis amigos, George. Además, eres el único hijo de puta lo bastante loco como para atreverse a volar con un tiempo como éste.
    Sawyer miró por la ventanilla del Saab. Lo único que vio extenderse ante él fue un enorme manto blanco. Se volvió a mirar a Kaplan, que se ocupaba de los controles, mientras el avión rodaba hacia la pista de despegue. Una máquina quitanieves acababa de despejar una corta franja de la pista, pero ésta volvía a cubrirse rápidamente de nieve. Ningún otro avión funcionaba con aquel tiempo porque el aeropuerto estaba oficialmente cerrado. Y todas las personas sensatas hacían caso de aquella orden.
    Al fondo, Ray Jackson abrió unos ojos como platos y se sujetó al asiento mientras observaba fijamente por la ventanilla las infernales condiciones del tiempo. Miró a uno de los miembros del equipo de rescate de rehenes.
    —Estamos como cabras, ¿lo sabías?
    Sawyer se volvió en su asiento y sonrió burlonamente.
    —Eh, Ray, sabes que puedes quedarte aquí si quieres. Ya te contaré la juerga cuando regrese.
    —¿Quién demonios cuidaría entonces de tu sucio trasero? —le replicó Jackson.
    Sawyer se echó a reír y se volvió a mirar a Kaplan. La sonrisa del agente se tornó en una repentina expresión de recelo.
    —¿Conseguirás que este trasto despegue del suelo? —le preguntó.
    —Prueba a volar a través del napalm para ganarte la vida. Entonces sabrás lo que es bueno —dijo Kaplan con una sonrisa burlona.
    Sawyer logró devolverle una débil sonrisa, pero observó lo intensamente concentrado que estaba Kaplan en los mandos, y cómo observaba continuamente las ráfagas de nieve. Finalmente, la mirada de Sawyer se detuvo en la vena palpitante situada en la sien derecha del piloto. Emitió un profundo suspiro, se abrochó el cinturón de seguridad todo lo apretadamente que pudo y se sujetó al asiento con ambas manos, mientras Kaplan hacía avanzar el regulador de potencia. El avión cobró rápidamente velocidad, dando tumbos y balanceándose a lo largo de la pista nevada. Sawyer miró hacia delante. Los focos del avión iluminaron un campo de tierra que indicaba el final de la pista; se acercaba hacia ellos a toda velocidad. Mientras el avión forcejeaba contra la nieve y el viento, se volvió de nuevo para mirar a Kaplan. La mirada del piloto registraba constantemente lo que tenía por delante, y luego se deslizó brevemente sobre su panel de instrumentos. Cuando Sawyer volvió a mirar hacia delante, el estómago se le subió a la garganta. Estaban al final de la pista. Los dos motores del Saab funcionaban a toda potencia, pero parecía como si eso no fuera a ser suficiente.
    En la parte de atrás, Ray Jackson y cada uno de los miembros del equipo, cerraron los ojos. Una oración silenciosa se escapó por entre los labios de Kay Jackson al pensar en otro campo de tierra donde un avión había terminado su existencia, junto con las vidas de todos los que llevaba a bordo. De repente, el morro del avión se elevó hacia el cielo y el aparato despegó de la pista. Un sonriente Kaplan se volvió a mirar a Sawyer, que estaba más pálido que un minuto antes.
    —¿Lo ves? Ya te dije que sería fácil.
    Mientras se elevaban continuamente a través del cielo, Sawyer tocó la manga de Kaplan.
    —La pregunta que te voy a hacer ahora puede parecerte un poco prematura, pero cuando lleguemos a Maine, ¿disponemos de algún lugar donde aterrizar con este trasto?
    Kaplan asintió con un gesto.
    —Hay un aeropuerto regional en Portsmouth, pero eso está a dos horas en coche de Bell Harbor. Comprobé los mapas mientras cumplimentaba el plan de vuelo. Hay un aeródromo militar abandonado a diez minutos de Bell Harbor. Me puse en contacto con la policía estatal para asegurarme de que tuvieran disponible transporte para nosotros.
    —¿Has dicho «abandonado»?
    —Todavía se encuentra en condiciones de uso, Lee. Lo mejor de todo es que no tenemos que preocuparnos por el tráfico aéreo, gracias al tiempo. Vamos a poder dirigirnos directamente hacia allí.
    —¿Quieres decir que nadie está tan loco como nosotros?
    —De todos modos —asintió Kaplan con una sonrisa—, la mala noticia es que no hay torre operativa en ese aeródromo. Dependeremos de nosotros mismos para aterrizar, aunque nos van a colocar luces a lo largo de la pista. No te preocupes, estas cosas las he hecho muchas veces.
    —¿Con un tiempo como éste?
    —Bueno, siempre hay una primera vez para cada cosa. Mira, este avión es tan sólido como una roca, y la instrumentación es de primera clase. No nos pasará nada.
    —Si tú lo dices...
    A varios miles de pies de altura, el avión se bamboleaba de un lado a otro, azotado por la nieve y los fuertes vientos. Una repentina ráfaga de aire pareció detener en seco el avance del Saab. Todos los que iban a bordo contuvieron al mismo tiempo la respiración cuando el avión se estremeció ante el asalto del viento y luego, repentinamente, descendió varios cientos de pies, antes de encontrarse con otra ráfaga. El avión se ladeó, casi se detuvo y volvió a caer, esta vez a mayor distancia. Sawyer miró por la ventanilla. Lo único que veía era todo blanco: nieve y nubes; en realidad, no sabía lo que era. Había perdido por completo el sentido de la orientación y de la elevación. Tenía la impresión de que la tierra firme podía encontrarse a unos pocos metros de distancia, acercándose a ellos demasiado rápidamente. Kaplan se volvió a mirarlo, con semblante serio.
    —Está bien, lo admito. Esto está bastante feo. Aguantad, muchachos. Vamos a subir a diez mil pies de altura. Este frente tormentoso es bastante fuerte, pero no será tan profundo. Veamos si puedo conseguiros un viaje más suave.
    Durante los minutos siguientes sucedió más de lo mismo, mientras el avión se elevaba y descendía y, ocasionalmente, se desplazaba de costado. Finalmente, atravesaron el manto de nubes y emergieron a un cielo claro que se oscurecía rápidamente. Al cabo de un minuto más, el avión adoptó un vuelo nivelado y suave rumbo hacia el norte.
    Desde un aeródromo privado en una zona rural situada a unos sesenta kilómetros al oeste de Washington, otro avión privado, este de propulsión a chorro, se había elevado en el cielo, unos veinte minutos antes de que lo hicieran Sawyer y sus hombres. Volando a treinta y dos mil pies de altura y al doble de la velocidad del Saab, el avión podría llegar a Bell Harbor en la mitad del tiempo que tardarían en llegar allí los hombres del FBI.
    Pocos minutos después de las seis de la tarde, Sidney y su padre se detuvieron ante la oficina de Correos de Bell Harbor. Bill Patterson entró en el edificio y esta vez salió llevando un paquete. El Cadillac se alejó después a toda velocidad. Patterson abrió un extremo del paquete y miró en su interior. Encendió la luz interior del coche para poder ver mejor. Sidney se volvió a mirarlo.
    —¿Y bien?
    —En efecto, es un disquete.
    Sidney se relajó ligeramente. Se metió la mano en el bolsillo para extraer el papel donde tenía anotada la contraseña. Su rostro palideció cuando los dedos se introdujeron por el gran boquete abierto en el bolsillo y, por primera vez, se dio cuenta de que se le había desgarrado el interior de la chaqueta, incluido el bolsillo. Detuvo el coche y rebuscó frenéticamente en todos los demás bolsillos.
    —¡Oh, Dios mío! Esto es increíble. —Golpeó el asiento con los puños—. ¡Maldita sea!
    —¿Qué ocurre, Sid? —le preguntó su padre, tomándola por una mano.
    Ella se derrumbó sobre el asiento.
    —Llevaba anotada la contraseña en un papel que guardaba en la chaqueta. Ahora ha desaparecido. Seguramente la perdí en la casa, cuando aquel tipo hacía todo lo posible por clavarme un cuchillo.
    —¿No la recuerdas?
    —Es demasiado larga, papá. Y todo son números.
    —¿Y no la tiene nadie más?
    Sidney se humedeció los labios, con un gesto nervioso.
    —Lee Sawyer la tiene. —Comprobó automáticamente el espejo retrovisor y volvió a poner el coche en marcha—. Puedo tratar de ponerme en contacto con él.
    —Sawyer. ¿No es ese tipo corpulento que vino a casa?
    —Sí.
    —Pero el FBI te anda buscando. No puedes comunicarte con él.
    —Papá, no te preocupes. Está de nuestra parte. Aguanta.
    Giró para entrar en una gasolinera y se detuvo ante una cabina telefónica. Mientras su padre montaba guardia en el coche, con la escopeta preparada, Sidney marcó el número de la casa de Sawyer. Mientras esperaba su respuesta vio una furgoneta blanca que entraba en la gasolinera. Llevaba placas de matrícula de Rhode Island. La miró recelosa durante un momento y luego se olvidó por completo de ella cuando un coche de policía con dos guardias de tráfico del estado de Maine entró también en la gasolinera. Uno de ellos se bajó del coche. Se quedó petrificada cuando el policía miró hacia donde ella se encontraba. Luego, entró en el edificio de la gasolinera, donde también se vendían bocadillos y refrescos. Sidney dio rápidamente la espalda al otro policía y se subió el cuello del abrigo. Un minuto más tarde se encontraba de regreso en el coche.
    —Santo Dios, cuando vi llegar a la policía creí que me iba a dar un ataque —dijo Patterson, que casi jadeaba.
    Sidney puso el coche en marcha y abandonó el lugar lentamente. El policía estaba todavía en el interior de la gasolinera. Probablemente, habría ido a tomarse un café, imaginó.
    —¿Lograste hablar con Sawyer?
    Sidney negó con un gesto de la cabeza.
    —Dios mío, esto es increíble. Primero tengo el disquete y no la contraseña. Luego, consigo la contraseña y pierdo el disquete. Ahora, vuelvo a recuperarlo y he vuelto a perder la contraseña. Creo que me estoy volviendo majareta.
    —¿Dónde conseguiste esa contraseña?
    —Del archivo de correo electrónico de Jason, en America Online. ¡Oh, Dios mío!
    Se enderezó de pronto en el asiento.
    —¿Qué ocurre ahora?
    —Puedo volver a acceder a ese mensaje guardado en el correo electrónico de Jason. —Sidney se derrumbó de nuevo en el asiento—. No, para eso necesito un ordenador.
    Una sonrisa se extendió sobre el rostro de su padre.
    —Tenemos uno.
    Ella giró rápidamente la cabeza hacia él.
    —¿Qué?
    —He traído conmigo mi ordenador portátil. Ya sabes cómo consiguió Jason que me enganchara con esto de los ordenadores. Tengo mi Rolodex, mi cartera de inversiones, juegos, recetas y hasta información médica guardada en él. También tengo una cuenta abierta con America Online, con el software instalado. Y además, tiene un módem incorporado.
    —Papá, eres maravilloso —dijo ella, besándolo en la mejilla.
    —Sólo hay un problema.
    —¿Cuál?
    —Que está en la casa de la playa, junto con todo lo demás.
    Sidney se dio una palmada en la frente.
    —¡Maldita sea!
    —Bueno, vayamos a por él.
    Ella negó con un violento gesto de la cabeza.
    —Nada de eso, papá. Es demasiado arriesgado.
    —¿Por qué? Estamos armados hasta los dientes. Hemos despistado a quienes te seguían, fueran quienes fuesen. Probablemente, creerán que hemos abandonado la zona hace tiempo. Sólo tardaré un momento en conseguirlo y luego podemos regresar al motel, conectarlo y conseguir la contraseña.
    —No sé, papá —dijo Sidney, vacilante.
    —Mira, no sé lo que piensas tú, pero yo quiero ver lo que hay en este chisme. —Sostuvo el paquete en alto—. ¿Tú no?
    Sidney se volvió a mirar el paquete y se mordió un labio. Finalmente, encendió el intermitente y se dirigió hacia la casa de la playa.
    El avión de propulsión a chorro atravesó la capa de nubes bajas y se detuvo en el aeropuerto privado. Las extensas instalaciones situadas frente a las costas de Maine habían sido en otro tiempo el lugar de retiro veraniego de uno de los reyes del robo. Ahora se habían convertido en un destino solicitado entre las gentes acomodadas. Toda la zona se hallaba desierta en diciembre, donde sólo se efectuaban trabajos semanales de mantenimiento, a cargo de una empresa local. Al no haber nada en varios kilómetros a la redonda, su aislamiento era precisamente uno de sus principales atributos. Apenas a trescientos metros de distancia de la pista, el Atlántico rugía y aullaba. Del avión descendió un grupo de personas de aspecto ceñudo, que fueron recibidas por un coche que les esperaba para conducirlas a la mansión, situada a un minuto de distancia. El avión giró y rodó hacia el extremo opuesto de la pista. Una vez allí se abrieron de nuevo sus puertas y otro hombre descendió y se dirigió andando rápidamente hacia la mansión.
    Sidney forcejeaba con el Cadillac y se abría paso por la carretera nevada. Las máquinas quitanieves habían pasado varias veces por la dura superficie, pero estaba claro que la madre naturaleza les ganaba la partida. Incluso el gran Cadillac se balanceaba sobre la superficie desigual. Sidney se volvió hacia su padre.
    —Papá, esto no me gusta. Deberíamos ir a Boston. Podemos estar allí en cuatro o cinco horas. Nos reuniremos con mamá y Amy y mañana por la mañana encontraremos otro ordenador.
    El rostro de su padre adoptó una expresión muy tenaz.
    —¿Con este tiempo? La autopista estará probablemente cerrada. Demonios, si la mayor parte del estado de Maine cierra en esta época del año. Ya casi estamos allí. Tú te quedas en el coche, dejando el motor en marcha, y yo regresaré antes de que puedas contar hasta diez.
    —Pero papá...
    —Sidney, no hay nadie por los alrededores. Estamos solos. Me llevaré la escopeta. ¿Crees que alguien puede intentar algo? Limítate a esperar en la carretera. No entres en el camino de acceso, así no nos quedaremos atrapados por la nieve.
    Sidney consintió finalmente e hizo lo que se le decía. Su padre salió del coche, se inclinó y con una sonrisa en el rostro, le dijo:
    —Empieza a contar hasta diez.
    —¡Date prisa, papá!
    Observó angustiada mientras su padre avanzaba sobre la nieve, con la escopeta en la mano. Luego, empezó a escudriñar la calle. Probablemente, su padre tenía razón. Al mirar el paquete que contenía el disquete, lo tomó y se lo guardó en el bolso. No estaba dispuesta a perderlo de nuevo. Se sobresaltó de repente cuando una luz se encendió en la casa. Luego, contuvo la respiración. Su padre necesitaba ver por dónde se movía. Ya casi lo habían conseguido. Un minuto más tarde miró de nuevo hacia la casa en el momento en que se cerraba la puerta delantera y unos pasos se aproximaban al coche. Su padre había sido rápido.
    —¡Sidney! —Ladeó la cabeza de golpe y miró horrorizada mientras su padre salía precipitadamente a la terraza del segundo piso—. ¡Corre!
    En el cegador blanco de la nieve, pudo ver unas manos que sujetaban a su padre y lo tiraban rudamente al suelo. Le oyó gritar de nuevo contra el viento y luego ya no lo volvió a oír. Unos faros se encendieron y la deslumbraron. Al darse media vuelta para mirar por el parabrisas, la furgoneta blanca ya casi se le había echado encima. Tuvo que haber avanzado hasta ese momento con las luces apagadas.
    Entonces vio a la figura siniestra junto al coche y observó horrorizada cómo el cañón de una ametralladora empezaba a elevarse hacia su cabeza. Con un solo movimiento, apretó el dispositivo de cierre automático de las puertas, puso marcha atrás y apretó el acelerador. Al tiempo que se arrojaba de lado sobre el asiento, una ráfaga de ametralladora barrió la parte delantera del Cadillac, haciendo añicos la ventanilla del pasajero y la mitad del parabrisas. El extremo delantero del pesado vehículo se deslizó de lado bajo el repentino impulso, chocó contra carne humana y envió por los aires al que había disparado, en medio de un remolino de nieve. Finalmente, las ruedas del Cadillac se abrieron paso por entre las capas de nieve, se agarraron sobre el asfalto y el vehículo saltó hacia atrás. Cubierta por fragmentos de cristal, Sidney se enderezó en el asiento, tratando de controlar el coche que giraba, al tiempo que observaba la furgoneta que seguía avanzando sobre ella. Retrocedió a lo largo de la calle hasta que pasó ante el cruce que se alejaba de la playa. Luego, cambió la marcha, apretó el acelerador y coleteó a través del cruce. El coche se lanzó hacia delante, dejando tras de sí una estela de nieve, sal y gravilla. Al poco tiempo se encontró avanzando por la carretera, con la nieve y el viento aullando a través de las múltiples aberturas del Cadillac. Miró por el espejo retrovisor. Nada. ¿Por qué no la seguían? Casi se contestó inmediatamente a su propia pregunta, al tiempo que su mente empezaba a funcionar aceleradamente. Porque ahora tenían a su padre.


    Capítulo 57
    —Allá vamos, muchachos. Agarraos.
    Kaplan redujo la velocidad del aire, manipuló los controles del avión, y el aparato, bamboleándose de un lado a otro, apareció de repente por entre la capa de nubes bajas. A unos pocos kilómetros por delante, unas linternas encendidas, fijadas al endurecido suelo, señalaban los confines de la pista. Kaplan observó el iluminado camino que conducía a la seguridad y una sonrisa de orgullo se extendió sobre su rostro.
    —Maldita sea, qué bueno soy.
    El Saab aterrizó apenas un minuto más tarde, entre un remolino de nieve. Sawyer ya había abierto la puerta antes de que el avión dejara de rodar sobre la pista. Absorbió enormes cantidades del aire helado y las náuseas se le pasaron con rapidez. Los miembros del equipo de rescate de rehenes se tambalearon al bajar, y varios de ellos tuvieron que sentarse sobre la pista cubierta de hielo, respirando profundamente. Jackson fue el último en descender. Un ya recuperado Sawyer lo miró.
    —Maldita sea, Ray, estás casi blanco.
    Jackson empezó a decir algo, señaló con un dedo tembloroso a su compañero, se cubrió la boca con la otra mano y, sin decir nada, se dirigió con los otros miembros del equipo hacia el vehículo que les esperaba cerca. Al lado había un policía del estado de Maine, haciendo oscilar una linterna para guiarlos.
    Sawyer inclinó la cabeza para introducirla por la portezuela del avión.
    —Gracias por el paseo, George. ¿Vas a quedarte por aquí? No sé cuánto tiempo puede durar esto.
    Kaplan no pudo ocultar la mueca.
    —¿Bromeas? ¿Y perderme la oportunidad de llevaros a todos de regreso a casa? Estaré aquí mismo, esperando.
    Con un gruñido por toda respuesta, Sawyer cerró la portezuela y echó a correr hacia el vehículo. Los otros ya estaban allí, esperándole. Al ver cuál era su vehículo de transporte, se detuvo en seco. Todos miraban la furgoneta de transporte de presos. El policía estatal los miró.
    —Lo siento, chicos, pero es todo lo que hemos podido conseguir en tan poco tiempo para acomodaros a los ocho.
    Los agentes del FBI subieron a la parte trasera de la furgoneta.
    El vehículo tenía una pequeña ventanilla de alambre y cristal que comunicaba con la cabina delantera. Jackson la abrió para que el policía pudiera oírle.
    —¿No puede poner algo de calefacción aquí atrás?
    —Lo siento —contestó el hombre—. Un detenido que transportábamos se volvió loco y estropeó los ventiladores. Todavía no hemos tenido tiempo de arreglarlos.
    Acurrucado en el banco, Sawyer vio nubes de aliento tan espeso que parecía como si se hubiera declarado un incendio. Dejó el rifle sobre el suelo y se frotó los ateridos dedos para calentárselos. Una fría corriente procedente de alguna grieta invisible de la caja de la furgoneta le daba directamente entre los omóplatos. Sawyer se estremeció. «Santo Dios —pensó—, es como si alguien hubiera puesto la refrigeración a toda potencia.» No había sentido tanto frío desde que investigara las muertes de Brophy y Goldman, en el garaje. En ese momento, recordó aquel otro reciente encuentro con los gélidos efectos del aire acondicionado..., el depósito de combustible del avión. La expresión de su rostro fue de la mayor incredulidad al establecer mentalmente la conexión.
    —Oh, Dios mío.
    Sidney se imaginó que los hombres que habían secuestrado a su padre sólo tenían una forma de ponerse en contacto con ella. Se detuvo ante una tienda abierta, bajó del coche y se dirigió hacia el teléfono. Marcó el número de su casa, en Virginia. Al ponerse en marcha el contestador automático, hizo todo lo posible por reconocer la voz, pero no pudo. Se le dio un número al que tenía que llamar. Supuso que se trataba de un teléfono celular, antes que de un teléfono fijo. Respiró profundamente y marcó el número. Alguien contestó inmediatamente. Era una voz diferente a la del contestador automático, pero tampoco pudo identificarla. Tenía que conducir durante veinte minutos al norte de Bell Harbor, por la carretera 1, y tomar la salida hacia Port Haven. Luego, se le dieron instrucciones detalladas que la llevarían hasta un terreno aislado, entre Port Haven y la ciudad, más grande, de Bath.
    —Quiero hablar con mi padre. —La petición le fue negada—. En ese caso no voy —aseguró—. Puedo imaginar que ya está muerto.
    Se encontró ante un extraño silencio. El corazón le latía alocadamente en la caja torácica. El aire pareció desaparecer de sus pulmones al escuchar la voz.
    —Sidney, cariño.
    —Papá, ¿estás bien?
    —Sid, lárgate de...
    —¿Papá? ¿Papá? —gritó Sidney al teléfono.
    Un hombre que salía de la tienda en ese momento, con una taza de café en la mano, se la quedó mirando, miró después hacia el Cadillac gravemente dañado y la escudriñó de nuevo. Sidney le devolvió la mirada y su mano se deslizó instintivamente hacia el arma de nueve milímetros que llevaba en el bolsillo. El hombre regresó apresuradamente a su furgoneta y se alejó.
    Escuchó de nuevo la voz. Sidney disponía de treinta minutos para llegar a su destino.
    —¿Cómo sé que lo dejarán cuando se lo entregue?
    —No lo sabrá.
    El tono de la voz no admitía oposición.
    La abogada que había en Sidney, sin embargo, salió a relucir.
    —Eso no es suficiente. Usted quiere el disquete, de modo que vamos a tener que llegar a un acuerdo.
    —Tiene que estar bromeando. ¿Quiere que le devolvamos a su querido papaíto en una bolsa de plástico?
    —¿Así que nos encontramos en medio de ninguna parte, yo le entrego el disquete y usted nos deja marcharnos porque tiene un corazón bondadoso? Si acepto su propuesta, usted tendrá el disquete, mientras que mi padre y yo nos encontraremos en alguna parte del Atlántico, sirviendo de pasto para los tiburones. Tendrá que proponer algo mucho mejor si quiere lo que yo tengo.
    Aunque el hombre cubrió el receptor con la mano, Sidney escuchó voces al otro lado de la línea; un par de ellas parecían enojadas.
    —Se hace a nuestro modo o no hay trato.
    —Muy bien, entonces me dirijo a la comisaría de la policía del estado. Procure enterarse de las noticias de la noche. Estoy segura de que no querrá perderse nada. Adiós.
    —¡Espere!
    Sidney no dijo nada durante un rato. Cuando lo hizo, habló con mucha más seguridad en sí misma de la que sentía en aquellos momentos.
    —Estaré en el cruce de las calles Chaplain y Merchant, en pleno centro de Bell Harbor, dentro de treinta minutos. Estaré sentada en mi coche. Será fácil de ver... Es el único que dispone de un sistema extra de aire acondicionado. Sólo tiene que hacer parpadear los faros dos veces. Deje salir a mi padre. Hay un restaurante justo en frente. En cuanto lo vea entrar allí, abriré la puerta del coche, dejaré el disquete sobre la acera y me marcharé. Tenga en cuenta que voy fuertemente armada y estoy más que preparada para enviar al infierno a tantos de ustedes como pueda.
    —¿Cómo sabemos que es el disquete correcto?
    —Quiero recuperar a mi padre. Será el disquete correcto. Sólo espero que se atraganten con él. ¿De acuerdo?
    Ahora fue el tono de voz de Sidney el que no admitía réplica. Esperó la respuesta con ansiedad. «Dios mío, por favor, no dejes que se den cuenta de mi farol.» Emitió un suspiro de alivio cuando finalmente le llegó la respuesta.
    —Está bien. En treinta minutos.
    Luego se cortó la comunicación.
    Sidney regresó al coche y golpeó el tablero de mandos, frustrada. ¿Cómo demonios habían podido encontrarla a ella y a su padre? Era imposible. Le parecía como si la hubieran estado vigilando a ella y a su padre durante todo el tiempo. La furgoneta blanca también estuvo en la gasolinera. Probablemente, el ataque se habría producido allí de no haber sido por la oportuna llegada de los policías estatales. Se tumbó a lo largo del asiento delantero, al tiempo que trataba de controlar sus nervios. Apartó el bolso y lo abrió, sólo para asegurarse de que el disquete seguía allí. El disquete a cambio de su padre. Pero una vez que se quedara sin él, se pasaría el resto de la vida huyendo de la policía. O, al menos, hasta que la pillaran. Menuda alternativa. Pero, en realidad, no tenía dónde elegir.
    Al volver a sentarse, empezó a cerrar el bolso. Entonces se detuvo y sus pensamientos regresaron a aquella noche, la noche en la limusina. Habían ocurrido tantas cosas desde que escapara por tan poco... Y sin embargo, no había escapado en realidad, ¿verdad? El asesino la había dejado marchar y también le permitió conservar su bolso, muy cortésmente. De hecho, lo habría olvidado por completo si él mismo no se lo hubiera arrojado. Se había sentido tan feliz de salir de aquello con vida que en ningún momento llegó a considerar por qué habría hecho él algo así... Empezó a revisar el contenido del bolso. Tardó un par de minutos, pero finalmente lo encontró, en el fondo. Había sido insertado a través de un corte en el forro del bolso. Lo sostuvo en la mano y lo miró fijamente. Un diminuto dispositivo de seguimiento.
    Miró hacia atrás, al tiempo que un estremecimiento le recorría la columna. Volvió a poner el coche en marcha y aceleró. Por delante de ella, un camión volquete, convertido en máquina quitanieves, acababa de detenerse junto a la acera. Miró por el espejo retrovisor. No había nadie por detrás de ella. Bajó la ventanilla del lado del conductor, se acercó al camión y echó la mano hacia atrás, preparándose para arrojar el dispositivo de seguimiento hacia la parte trasera del camión. Entonces, con la misma rapidez, detuvo el movimiento del brazo y volvió a subir la ventanilla. El dispositivo de seguimiento seguía en su mano. Apretó el acelerador y dejó atrás el camión. Observó su pequeño compañero de viaje de los últimos pocos días. ¿Qué podía perder? Se dirigió rápidamente hacia el centro de la ciudad. Tenía que llegar lo antes posible al lugar acordado para la cita. Pero antes necesitaba algo de la tienda de comestibles.
    El restaurante que Sidney había mencionado en su conversación telefónica estaba lleno de clientes hambrientos. A dos manzanas de distancia del punto de encuentro acordado, el Cadillac, con las luces apagadas, se hallaba aparcado junto al bordillo de la acera, cerca de la impresionante copa de un árbol de hoja perenne, rodeado por una valla de hierro forjado que llegaba hasta la altura de la pantorrilla. El interior del Cadillac estaba a oscuras, y la silueta del conductor apenas si era visible.
    Dos hombres avanzaron con rapidez por la acera, mientras que otra pareja lo hacía por la acera contraria. Uno de ellos miraba un pequeño instrumento que sostenía en las manos; la pequeña pantalla de color ámbar tenía grabada una rejilla. Una luz roja aparecía brillantemente iluminada sobre la pantalla, señalando directamente hacia la posición del Cadillac. Los hombres se acercaron con rapidez al vehículo. Un arma se asomó a través del hueco donde antes había estado la ventanilla del lado del pasajero. Al mismo tiempo, otro hombre abrió de golpe la portezuela del lado del conductor. Los pistoleros miraron con asombro al conductor: una fregona, que llevaba encima una chaqueta de cuero, con una gorra de béisbol colocada hábilmente en lo alto.
    La furgoneta blanca estaba aparcada en el cruce de las calles Chaplain y Merchant, con el motor encendido. El conductor miró su reloj, escudriñó la calle y luego encendió los faros dos veces. En el fondo de la furgoneta, Bill Patterson estaba tumbado en el suelo, atado de pies y manos, con la boca tapada por una cinta adhesiva. El conductor volvió la cabeza bruscamente cuando se abrió de golpe la puerta del pasajero y una pistola de nueve milímetros le apuntó directamente a la cabeza. Sidney subió a la furgoneta. Ladeó la cabeza hacia atrás para asegurarse de que su padre estaba bien. Ya lo había visto por la ventanilla de atrás cuando distinguió la furgoneta, apenas un minuto antes. Imaginó que tenían que estar preparados para entregarle realmente a su padre.
    —Deja tu arma en el suelo. Cógela por el cañón. Si tu dedo se acerca al gatillo, vaciaré todo el cargador en tu cabeza. ¡Hazlo! —El conductor se apresuró a hacer lo que se le ordenaba—. ¡Y ahora, fuera de aquí!
    —¿Qué?
    Adelantó el cañón de la pistola hasta colocarlo contra la nuca, donde presionó dolorosamente contra una vena.
    —¡Sal de aquí!
    Cuando el hombre abrió la puerta y le dio la espalda, Sidney levantó las piernas sobre el asiento, las hizo retroceder y le propinó un empujón con todas sus fuerzas. El hombre cayó de bruces sobre el pavimento. Sidney cerró la portezuela, saltó al asiento del conductor y apretó el acelerador. Las ruedas de la furgoneta ennegrecieron la nieve blanca y luego salieron disparadas.
    Diez minutos después de haber salido de la ciudad, Sidney detuvo la furgoneta, saltó a la parte trasera y desató a su padre. Los dos permanecieron un rato abrazados, con los cuerpos temblorosos a causa de encontradas emociones de temor y alivio.
    —Necesitamos otro coche. No me fío de ellos. Seguramente han instalado un dispositivo de seguimiento también en éste. Y, de todos modos, andarán buscando la furgoneta —dijo Sidney mientras volvían a la carretera.
    —Hay un negocio de alquiler de coches a unos cinco minutos. Pero ¿por qué no acudimos a la policía, Sid? —preguntó su padre, frotándose las muñecas.
    Los ojos hinchados y los nudillos agrietados demostraban la resistencia que había ofrecido el viejo. Sidney respiró profundamente y le miró.
    —Papá, no sé qué hay en ese disquete. Si no es suficiente para...
    Su padre la miró y empezó a darse cuenta de que, después de todo, podía perder a su hija.
    —Será suficiente, Sidney. Si Jason se tomó la molestia de enviártelo, tiene que ser suficiente.
    Ella le sonrió, pero su expresión se hizo sombría.
    —Tenemos que separarnos, papá.
    —No te dejaré de ningún modo.
    —El hecho de que estés conmigo te convierte ahora en una molestia. Pero te diré una cosa: no iré a la cárcel.
    —Eso no me importa lo más mínimo.
    —Está bien. ¿Qué me dices entonces de mamá? ¿Qué le sucederá a ella? ¿Y a Amy? ¿Quién estará a su lado para protegerlas?
    Patterson se dispuso a decir algo, pero se detuvo. Frunció el ceño y miró por la ventanilla. Finalmente, la miró a ella.
    —Iremos juntos a Boston y luego hablaremos del asunto. Si entonces todavía quieres que nos separemos, que así sea.
    Mientras Sidney permanecía sentada en la furgoneta, Patterson entró en el local de alquiler de coches. Al salir, pocos minutos más tarde, y acercarse a la furgoneta, Sidney bajó la ventanilla.
    —¿Lo has alquilado? —le preguntó Sidney.
    —Lo tendrán preparado en cinco minutos —asintió Patterson—. He conseguido un espacioso cuatro puertas. Puedes dormir en la parte trasera. Yo conduciré. Estaremos en Boston en cuatro o cinco horas.
    —Te quiero, papá.
    Sidney volvió a subir la ventanilla y, ya con la furgoneta en marcha, se alejó. Su asombrado padre corrió tras ella, pero la furgoneta desapareció rápidamente de la vista.
    —¡Santo Dios! —exclamó Sawyer, que miró por la ventanilla, con una visibilidad casi nula—. ¿No podemos ir más de prisa? —le gritó al policía a través de la ventanilla.
    Ya habían visto los destrozos de la casa de los Patterson, en la playa, y ahora buscaban desesperadamente a Sidney Archer y a su familia por todas partes.
    El policía le gritó:
    —Si vamos más de prisa, terminaremos muertos en alguna zanja.
    «Muertos. ¿Es así como estará ahora Sidney Archer?» Sawyer miró su reloj. Se metió la mano en el bolsillo, en busca de un cigarrillo. Jackson le miraba.
    —Maldita sea, Lee, no empieces a fumar aquí. Tal como están las cosas, ya es bastante difícil respirar.
    Los labios de Sawyer se abrieron al tocar el delicado objeto que llevaba en el bolsillo. Luego, extrajo lentamente la tarjeta.
    Cuando Sidney salió de la ciudad, decidió mantener controladas sus emociones y dejar que actuaran hábitos adquiridos desde hacía mucho tiempo. Durante lo que le pareció una eternidad, no había hecho sino reaccionar ante una serie de crisis, sin tener la oportunidad de pensar bien las cosas. Era abogada y se la había formado para ver los hechos lógicamente, para considerar los detalles y luego trabajar con ellos para formarse una imagen general. Desde luego, disponía de cierta información con la que empezar. Jason había trabajado con los datos de Tritón para alcanzar el acuerdo con CyberCom. Eso lo sabía con toda seguridad. Jason había desaparecido en circunstancias misteriosas, y le había enviado un disquete que contenía cierta información. Eso también era un hecho. Jason no vendía secretos a la RTG, no con Brophy formando parte del paisaje. Eso también lo tenía claro. Y luego estaban los datos financieros. Aparentemente, Tritón se había limitado a entregarlos. Entonces ¿por qué aquella escena en la reunión que hubo en Nueva York? ¿Por qué había exigido Gamble hablar con Jason acerca de su trabajo con los datos, sobre todo después de haberle enviado un mensaje electrónico felicitándolo por un trabajo bien hecho? ¿Por qué tomarse tantas molestias para hablar con Jason por teléfono? ¿Por qué colocarla a ella en una situación como aquélla?
    Disminuyó la marcha y salió de la carretera. A menos que, ya desde el principio, el intento consistiera en situarla en una posición insostenible. En hacerla aparecer como una embustera. Las sospechas la habían seguido desde ese mismo instante. ¿Qué había exactamente en aquellos datos del almacén? ¿Eran los mismos que estaban en el disquete? ¿Se trataba de algo que Jason había descubierto? Esa noche, la limusina de Gamble la había llevado hasta su casa; evidentemente, deseaba algunas respuestas. ¿Podría haber estado intentando acaso descubrir si Jason se lo había contado todo a ella?
    Tritón había sido un cliente desde hacía varios años. Se trataba de una empresa grande y poderosa, con un oscuro pasado. Pero ¿cómo se relacionaba eso con todas las demás cosas? Las muertes de los hermanos Page. Tritón superando a la RTG en el acuerdo con CyberCom. Mientras Sidney pensaba una vez más en aquel horrible día en Nueva York, algo pareció conectarse en su mente. Irónicamente, tuvo el mismo pensamiento que Lee Sawyer había tenido antes, pero por una razón diferente: una representación.
    «¡Dios mío!» Tenía que ponerse en contacto con Sawyer. Puso la furgoneta en marcha y regresó a la carretera. Un repiqueteo estridente interrumpió sus pensamientos. Miró a su alrededor, en el interior de la furgoneta, buscando la fuente de la que procedía el sonido, hasta que vio el teléfono celular colocado sobre una plancha magnética, sujeta a la parte inferior del tablero de instrumentos. No lo había visto hasta ese momento. ¿Estaba sonando? Su mano descendió automáticamente para contestar y luego se apartó. Finalmente, tomó el teléfono.
    —¿Sí?
    —Creía que no tenía la intención de ponerse a jugar —dijo la voz, encolerizada.
    —Así era. Y usted se olvidó de mencionar que había colocado un dispositivo de seguimiento en mi bolso, y que sólo esperaba saltar sobre mí.
    —Está bien. Hablemos del futuro. Queremos el disquete y nos lo va a traer. ¡Ahora mismo!
    —Lo que voy a hacer es colgar. ¡Ahora mismo!
    —Yo, en su lugar, no lo haría.
    —Mire, si lo que trata de hacer es mantenerme al teléfono para localizarme, no le va a...
    La voz de Sidney se interrumpió y todo su cuerpo se puso en tensión al escuchar la voz que sonó al otro lado de la línea.
    —¿Mamá? ¿Mamá?
    Con la lengua tan grande como un puño, Sidney no pudo contestar. El pie se apartó del acelerador; los brazos muertos ya no tenían fuerzas para dirigir la furgoneta. El vehículo perdió velocidad y se deslizó hacia un montón de nieve, en la cuneta.
    —¿Mamá? ¿Papá? ¿Vais a venir? —preguntó la voz, que parecía terriblemente asustada.
    Sidney, con náuseas en el estómago y todo su cuerpo temblándole incontrolablemente, consiguió hablar.
    —Aa... my, cariño.
    —¿Mamá?
    —Cariño, soy mamá. Estoy aquí.
    Un río de lágrimas recorrió las mejillas de Sidney. Oyó que alguien tomaba el teléfono.
    —Diez minutos. Ahora le doy las indicaciones.
    —Deje que hable de nuevo con ella..., ¡por favor!
    —Ahora la quedan nueve minutos y cincuenta segundos.
    A Sidney se le ocurrió un pensamiento repentino. ¿Y si se trataba de una cinta grabada?
    —¿Cómo sé que la tienen realmente ustedes? Eso podría ser una grabación.
    —Muy bien. Si quiere correr ese riesgo, no venga.
    El que así hablaba parecía estar muy seguro de sí mismo. No había modo alguno de que Sidney estuviera dispuesta a correr ese riesgo. Y la persona que estaba al otro lado de la línea también lo sabía.
    —Si le hacen algún daño...
    —No nos interesa la niña. Ella no puede identificarnos. Una vez que todo haya terminado, la dejaremos en un lugar seguro. —Hizo una pausa, antes de añadir—: Usted, sin embargo, no se unirá a ella. Sus lugares de seguridad se han agotado.
    —Déjela en libertad. Se lo ruego. Sólo es una niña.
    Sidney temblaba tanto que apenas si podía mantener el teléfono apretado junto a la boca.
    —Será mejor que anote la dirección que le voy a dar. No querrá perderse, ¿verdad? Si no aparece, no quedará ningún trozo de su hija que pueda identificar.
    —Iré —dijo con voz ronca, y la comunicación se interrumpió.
    Regresó a la carretera. Un pensamiento repentino cruzó por su mente. ¡Su madre! ¿Dónde estaba su madre? La sangre parecía estar congelándose en sus venas, mientras mantenía las manos aferradas al volante. Otro sonido de repiqueteo invadió el interior de la furgoneta. Con mano temblorosa, Sidney tomó el teléfono, pero allí no había nadie. De hecho, el repiqueteo era diferente. Volvió a salir de la carretera y buscó desesperadamente por todas partes. Finalmente, su mirada se detuvo sobre el asiento situado junto a ella. Miró su bolso y, lentamente, introdujo la mano y extrajo el objeto. Escrito sobre la pequeña pantalla del busca aparecía un número de teléfono que no reconoció. Se dispuso a apagar el dispositivo. Probablemente, era un número equivocado. No podía imaginar que alguien de la empresa de abogados o un cliente trataran de ponerse en contacto con ella; acababa de abandonar la asesoría legal. ¿Podría tratarse de Jason? Si era Jason, el momento elegido para llamarla sería el peor de todos. El dedo permaneció situado sobre el botón de borrado. Finalmente, se colocó el busca sobre el regazo, tomó el teléfono celular y marcó el número que aparecía en la pequeña pantalla.
    La voz que brotó desde el otro extremo de la línea fue suficiente para que contuviera la respiración. Por lo visto, aún podían ocurrir milagros.
    El edificio principal de la mansión de vacaciones estaba a oscuras y su alejamiento parecía todavía más intenso gracias a la muralla de frondosos árboles de hoja perenne que había por delante. Cuando la furgoneta entró en el largo camino de acceso, dos guardias armados surgieron ante el camino de entrada para salir a su encuentro. La ventisca había disminuido considerablemente su intensidad durante los últimos minutos. Por detrás de la casa, las oscuras y tenebrosas aguas del Atlántico asaltaban la costa.
    Uno de los guardias se apartó de un salto cuando la furgoneta continuó avanzando hacia ellos, sin hacer la menor señal de detenerse.
    —¡Mierda! —gritó, al tiempo que los dos hombres se apartaban apresuradamente del camino. La furgoneta pasó ante ellos, cruzó la puerta delantera, aplastándola, y se detuvo bruscamente, todavía con las ruedas girando, al golpear contra una pared interior de más de un metro de espesor. Un momento más tarde, varios hombres fuertemente armados rodearon la furgoneta y arrancaron la dañada puerta. No había nadie dentro de la furgoneta. Las miradas de los hombres se dirigieron hacia el receptáculo donde tendría que haber estado el teléfono celular. El teléfono se encontraba por completo bajo el asiento delantero, y el cordón era invisible bajo la débil iluminación del techo. Probablemente, pensaron que el teléfono se había desprendido a causa del impacto, en lugar de haber sido deliberadamente colocado allí.
    Sidney, mientras tanto, entró en la casa por la parte de atrás. Cuando el hombre le dio la dirección del lugar, Sidney lo reconoció en seguida. Ella y Jason habían estado allí varias veces y estaba muy familiarizada con el plano del interior. Tomó por un atajo y llegó en la mitad de tiempo que le habían indicado los secuestradores de su hija. Utilizó aquellos preciosos minutos de más para atar el volante y el acelerador de la furgoneta con una cuerda que encontró en la parte trasera del vehículo. Ahora, aferraba la pistola, con el dedo posado ligeramente sobre el gatillo, mientras recorría las habitaciones a oscuras de la mansión. Estaba bastante segura, al menos con un noventa por ciento de probabilidades, de que Amy no se encontraba allí. Ese diez por ciento de duda fue lo que le indujo a utilizar la furgoneta como una diversión para poder realizar un intento de rescate de su hija, por improbable que fuese. No se hacía ilusiones. Si aquellos hombres tenían a Amy en su poder, no la dejarían en libertad.
    Por encima de ella, escuchó el sonido de voces airadas y de pasos que corrían hacia la parte delantera de la casa. Volvió la cabeza hacia la izquierda cuando unos pasos resonaron por el pasillo. Esa persona no corría, y su paso era lento y metódico. Se ocultó entre las sombras y esperó a que pasara. En cuanto lo hubo hecho, le apretó el cañón de la pistola directamente contra la nuca.
    —Si haces un solo movimiento, estás muerto —le dijo con una fría determinación—. Las manos encima de la cabeza.
    Su prisionero la obedeció. Era alto, de hombros anchos. Lo palmeó en busca de su arma y la encontró en la funda que le colgaba del hombro. Se introdujo la pistola del hombre en el bolsillo de la chaqueta y lo empujó hacia delante. La gran habitación que se encontraba por delante se hallaba bien iluminada. Sidney no pudo escuchar ningún sonido procedente de aquel espacio, pero no creía que el silencio durara mucho tiempo. Pronto imaginarían cuál había sido su estratagema, si es que no lo habían hecho ya. Empujó al hombre para que se apartara de la luz y lo dirigió por un pasillo en penumbras.
    Llegaron ante una puerta.
    —Ábrela y entra —le dijo.
    El hombre abrió la puerta y ella lo empujó hacia el interior. Con una mano, tanteó la pared, en busca del interruptor de la luz. Una vez encendidas las luces, cerró la puerta y miró el rostro del hombre.
    Richard Lucas le devolvió fijamente la mirada.
    —No pareces sorprendida —le dijo Lucas, con voz serena e inexpresiva.
    —Digamos que ya nada me sorprende —replicó Sidney—. Siéntate —le ordenó con un movimiento del arma, indicándole una silla de respaldo recto—. ¿Dónde están los otros?
    —Aquí, allá, por todas partes —contestó Lucas con un encogimiento de hombros—. Hay muchos, Sidney.
    —¿Dónde está mi hija? ¿Y mi madre? —Lucas guardó silencio. Sidney sujetó el arma con las dos manos y le apuntó directamente al pecho—. No quiero tonterías contigo. ¿Dónde están?
    —Cuando era agente de la CIA fui capturado y torturado por la KGB durante dos meses, antes de que pudiera escapar. En ningún momento les dije nada, y no voy a decírtelo a ti tampoco —contestó Lucas con serenidad—. Y si piensas utilizarme para cambiarme por tu hija, olvídalo. Así que ya puedes ir apretando ese gatillo si quieres, Sidney.
    El dedo de Sidney tembló sobre el gatillo y ella y Lucas entablaron un forcejeo de miradas. Finalmente, ella lanzó un juramento por lo bajo y bajó el arma. Una sonrisa se extendió sobre los labios de Lucas.
    Ella pensó con rapidez. «Muy bien, hijo de puta.»
    —¿De qué color es el sombrero que llevaba Amy? ¿De colores llamativos? Si la tenéis, deberías saberlo.
    La sonrisa desapareció de los labios de Lucas. Hizo una pausa y finalmente contestó:
    —Es algo así como beige.
    —Buena respuesta. Algo neutral, que puede aplicarse a muchos colores diferentes. —Hizo una pausa y una enorme oleada de alivio se extendió sobre ella—. Sólo que Amy no llevaba ningún sombrero.
    Lucas empezó a moverse para lanzarse desde la silla. Un segundo más rápida que él, Sidney le aplastó la pistola contra la cabeza. Lucas cayó al suelo hecho un ovillo, inconsciente. Ella se irguió sobre el cuerpo caído.
    —Eres un verdadero asno.
    Sidney salió de la habitación y avanzó por el pasillo. Oyó que unos hombres se acercaban desde la dirección por donde había penetrado en la casa. Cambió de dirección y se dirigió de nuevo hacia la habitación iluminada que había visto antes. Miró a la vuelta de la esquina. La luz procedente del interior era suficiente para permitirle mirar el reloj. Rezó una oración en silencio y entró en la habitación, agachada, para situarse por detrás de un alargado sofá con respaldo de madera tallada. Miró a su alrededor y vio una pared con puertas correderas que daba visiblemente al lado del océano. La habitación era enorme, con techos muy altos, de por lo menos seis metros. Una segunda terraza interior corría a lo largo de un lado de la estancia. En otra pared había una colección de libros exquisitamente encuadernados. Había muebles muy cómodos situados por todas partes.
    Sidney se encogió todo lo que pudo, ocultándose, cuando un grupo de hombres armados, todos vestidos con monos negros, entraron en la habitación por otra puerta. Uno de ellos ladró algo por un walkie-talkie. Al oír sus palabras, se dio cuenta de que ellos ya sabían de su presencia. Sólo era una cuestión de tiempo que terminaran por encontrarla. Con la sangre martilleándole en los tímpanos, salió de la habitación, manteniéndose fuera de la vista, oculta tras el sofá. Una vez en el pasillo, regresó rápidamente hacia la habitación donde había dejado a Lucas, con la intención de utilizarlo como su pase de salida. Quizá no les importara matar a Lucas con tal de apoderarse de ella, pero ahora era la única opción que le quedaba.
    Su plan se encontró inmediatamente con un problema en cuanto descubrió que Lucas ya no estaba en aquella habitación. Le había golpeado muy fuerte, y le extrañó la capacidad de recuperación de aquel hombre. Al parecer, no bromeaba con aquella historia sobre la KGB. Salió nuevamente de la habitación y echó a correr dirigiéndose hacia la puerta por donde había entrado en la casa. Sin duda alguna, Lucas daría la alarma. Probablemente, sólo disponía de unos pocos segundos para escapar. Se encontraba ya a poca distancia de la puerta cuando lo oyó.
    —Mamá, mamá.
    Sidney se giró en redondo. Los gemidos de Amy se escuchaban pasillo abajo.
    —¡Oh, Dios mío!
    Sidney se volvió y echó a correr hacia el lugar de donde procedía el sonido.
    —¿Amy! ¡Amy!
    Las puertas de la habitación grande en la que antes había estado se hallaban ahora cerradas. Las abrió de golpe y entró precipitadamente en la estancia, respirando entrecortadamente, buscando atolondradamente a su hija.
    Nathan Gamble la miró fijamente, al tiempo que Richard Lucas aparecía tras ella. No estaba sonriendo. Mostraba un lado de la cara visiblemente hinchado. Sidney fue rápidamente desarmada y sujetada por los hombres de Gamble. Le quitaron el disquete del bolso y se lo entregaron a Gamble.
    Gamble sostenía en la mano un sofisticado artilugio reproductor de sonidos, del que brotó de nuevo la voz de Amy: «¿Mamá? ¡Mamá!».
    —En cuanto descubrí que su esposo me seguía la pista, hice poner dispositivos de escucha en su casa —le explicó Gamble—. De ese modo se consiguen buenas cosas.
    —Hijo de puta —exclamó Sidney, mirándolo con ojos encendidos—. Sabía que era un truco.
    —Debería haberle hecho caso a sus instintos, Sidney. Yo siempre lo hago.
    Gamble apagó la grabadora y se dirigió hacia una mesa de despacho situada contra la pared. Por primera vez, Sidney observó que allí había un ordenador portátil, ya preparado. Gamble tomó el disquete y lo introdujo. Luego se sacó un trozo de papel del bolsillo y la miró.
    —Su esposo tuvo una buena idea con lo de la contraseña. Todo hacia atrás. Usted es inteligente, pero me imagino que eso no llegó a adivinarlo, ¿verdad? —Su rostro se arrugó en una sonrisa cuando desvió la mirada desde el trozo de papel hasta Sidney—. Siempre supe que Jason era un tipo listo.
    Utilizando un solo dedo, Gamble pulsó una serie de teclas sobre el teclado y estudió la pantalla. Mientras lo hacía, encendió un puro. Satisfecho con el contenido del disquete, se sentó en la silla, cruzó las manos sobre el pecho y arrojó la ceniza del puro al suelo.
    Ella no apartaba la mirada de él.
    —Hay buenos cerebros en la familia. Lo sabía todo, Gamble.
    —Creo que no sabe una mierda —replicó él con serenidad.
    —¿Qué me dice de los miles de dólares que ganó especulando con las variaciones de las tasas de interés de los fondos federales? Los mismos miles de millones de dólares que utilizó para construir Tritón Global.
    —Interesante. ¿Cómo lo averiguó?
    —Conocía las respuestas antes de que se dieran las pruebas. Estaba chantajeando a Arthur Lieberman. El poderoso hombre de negocios incapaz de ganar un solo centavo sin engañar a alguien. —Casi escupió aquellas últimas palabras. Los ojos de Gamble relucieron ominosamente al mirarla—. Entonces, Lieberman amenaza con descubrirle y su avión se estrella.
    Gamble se levantó y avanzó lentamente hacia Sidney, con la mano convertida en un puño que parecía cargado de plomo.
    —Gané miles de millones por mi propia cuenta. Entonces, unos competidores celosos pagaron a un par de mis intermediarios para obtener información secreta sobre mí. No podía demostrar nada, pero ellos terminaron con trabajos muy cómodos y yo perdí todo lo que tenía. ¿Lo considera justo? —Dejó de avanzar hacia ella y respiró profundamente—. Sin embargo, tiene razón. Me enteré de la pequeña vida secreta de Lieberman. Conseguí dinero suficiente como para rodearme de lujos y esperar a que llegara mi momento. Pero no fue tan sencillo. —Sus labios se curvaron en una sonrisa maligna—. Esperé a que las personas que me habían jodido tomaran sus posiciones de inversión en las tasas de interés, y luego yo mismo tomé la posición contraria y le dije a Lieberman por dónde tenía que ir. Una vez que todo hubo terminado, volví a encontrarme en lo más alto y aquellos tipos no podían permitirse ni una taza de café. Todo muy bonito y muy limpio, y condenadamente dulce.
    El rostro de Gamble se iluminó al recordar su triunfo personal.
    —La gente que se mete conmigo recibe su merecido. Sólo que yo les pago mucho peor. Como le sucedió a Lieberman. Como soy un tipo generoso, le pagué a ese hijo de puta más de cien millones de dólares por haber hecho su trabajo con las tasas de interés. ¿Y cómo se le ocurrió demostrarme su gratitud? Intentó acabar conmigo. ¿Acaso tuve yo la culpa de que enfermara de cáncer? Creyó que podía ser más listo que yo, la gran leyenda de la Ivy League. No pensó que yo sabía que se estaba muriendo. Cuando hago negocios con alguien, lo descubro todo sobre él. ¡Absolutamente todo! —El rostro de Gamble se encendió por un instante para terminar por expresar una mueca astuta—. Lo único que lamento es no haber visto una fotografía de su cara cuando se estrelló aquel avión.
    —No creía que se decidiera a provocar una matanza, Nathan. Hombres, mujeres y niños.
    Gamble pareció repentinamente preocupado y dio una nerviosa chupada a su puro.
    —¿Cree acaso que me gustó hacer eso? Mi negocio es ganar dinero, no matar a la gente. Si hubiera encontrado alguna otra forma, lo habría hecho. Yo tenía dos problemas: Lieberman y su esposo. Ambos sabían la verdad, así que tuve que librarme de los dos. El avión era la única forma de vincularlos a los dos: matar a Lieberman y arrojar la culpa sobre su marido. Si hubiera podido comprar todos los billetes de ese avión, excepto el de Lieberman, lo habría hecho. —Hizo una pausa y la miró—. Si eso hace que se sienta algo mejor, le diré que mi fundación de obras de caridad ya ha entregado diez millones de dólares a las familias de las víctimas.
    —Estupendo, ahora resulta que se presenta como benefactor a partir de su propio trabajo sucio. ¿Cree que el dinero es la respuesta a todo?
    Gamble exhaló una nubecilla de humo.
    —Le sorprendería comprobar con qué frecuencia lo es. Y lo cierto es que yo no tenía que hacer nada por esas familias. Las cosas son como le dije a su amigo Wharton. Cuando voy detrás de alguien que me ha jodido, no me importa quién se interpone en mi camino. Mala suerte si lo hace.
    La expresión del rostro de Sidney se endureció repentinamente.
    —¿Como Jason? ¿Dónde está? ¿Dónde está mi esposo, hijo de puta?
    Gritó las palabras de un modo descontrolado, furiosa, y se habría lanzado contra Gamble si sus hombres no la hubieran sujetado. Gamble se situó directamente delante de ella y su puño se estrelló contra la mandíbula de Sidney.
    —¡Cierre el pico!
    Sidney, que se recuperó rápidamente, se liberó un brazo de un tirón y arañó la cara de Gamble con sus uñas. Asombrado, el hombre retrocedió, llevándose una mano a la piel desgarrada.
    —¡Maldita sea! —gritó.
    Gamble se apretó un pañuelo contra la cara, mirándola con furia. Sidney le devolvió la mirada. Le temblaba todo el cuerpo a causa de toda la furia que sentía, más de la que había sentido en toda su vida. Finalmente, Gamble le hizo una seña a Lucas, que abandonó la estancia por un momento. Cuando regresó, no llegó solo.
    Instintivamente, Sidney retrocedió al ver entrar en la habitación a Kenneth Scales. El hombre miró a Sidney Archer con unos ojos que despedían un odio intenso. Ella se volvió a mirar a Gamble, que bajó la mirada y suspiró, mientras se volvía a guardar el pañuelo en el bolsillo y se tocaba la cara con cuidado.
    —Supongo que me lo merecía. Ya sabe que no tenía intención de matarla, pero usted no pudo dejar las cosas como estaban, ¿verdad? —Se pasó una mano por el cabello—. No se preocupe por su hija. Crearé un gran fondo para ella. Debería estarme agradecida por haber pensado en todo.
    Le hizo un gesto a Scales para que se adelantara.
    —¿De veras? —le gritó Sidney—. ¿Pensó también que si yo podía descubrirlo, también se le podía haber ocurrido a Sawyer? —Gamble la miró fijamente—. Como por ejemplo el hecho de que chantajease a Arthur Lieberman al conectarlo con Steven Page. Pero cuando Lieberman estaba a punto de ser nombrado para el cargo en la Reserva, Page contrajo el sida y amenazó con hacerlo saltar todo por los aires. ¿Y qué hizo entonces? Lo mismo que le hizo a Lieberman. Ordenó que asesinaran a Page.
    La respuesta de Gamble la dejó asombrada.
    —¿Por qué demonios tendría que haber ordenado su muerte? Trabajaba para mí.
    —Está diciendo la verdad, Sidney.
    Ella giró la cabeza bruscamente y miró hacia el lugar de donde procedía la voz. Quentin Rowe entró en la habitación. Gamble lo miró fijamente, con los ojos muy abiertos.
    —¿Cómo demonios has logrado entrar aquí?
    Rowe apenas se dignó mirarlo.
    —Supongo que olvidabas que dispongo de mi propia suite privada en el avión de la empresa. Además, me gusta comprobar que los proyectos se llevan a cabo, hasta su terminación.
    —¿Dice ella la verdad? ¿Hiciste asesinar a tu propio amante?
    —Eso es algo que a ti no te importa —contestó Rowe, que lo miró con calma.
    —Se trata de mi empresa. Todo lo que le afecte me importa.
    —¿De tu empresa? No lo creo. Ahora que tenemos a CyberCom, ya no te necesito. Mi pesadilla ha terminado por fin.
    El rostro de Gamble enrojeció. Le hizo una seña a Richard Lucas.
    —Creo que necesitamos enseñarle a este imbécil algo de respeto hacia su superior. —Richard Lucas extrajo su arma, pero Gamble negó con un gesto de la cabeza—. Sólo vapuléalo un poco —dijo, con mirada maliciosamente brillante.
    Pero el brillo se apagó rápidamente cuando Lucas hizo girar la pistola hacia su dirección y el puro se le cayó de la boca al jefe de la Tritón.
    —¡Qué demonios es esto! Traidor, hijo de puta...
    —¡Cállate! —le rugió Lucas—. Cierra el pico o te vuelo los sesos ahora mismo. Te juro que lo hago.
    La mirada de Lucas se fijó intensamente en el rostro de Gamble y éste se apresuró a cerrar la boca.
    —¿Por qué, Quentin? —Las palabras parecieron flotar suavemente a través de la estancia—. ¿Por qué?
    Rowe se volvió y se encontró con la mirada de Sidney fija en él. Respiró profundamente.
    —Cuando compró mi empresa, Gamble redactó los documentos legales de tal modo que técnicamente controlaba mis ideas, todo. En esencia, me poseyó también a mí. —Por un momento, miró al ahora dócil Gamble, con una expresión de asco apenas disimulada. Luego se volvió a mirar a Sidney y adivinó sus pensamientos—. Sí, ya sé, la pareja más extraña del mundo.
    Se sentó ante la mesa, delante del ordenador y miró fijamente la pantalla mientras seguía hablando. La cercanía del equipo de alta tecnología parecía tranquilizar aún más a Quentin Rowe.
    —Pero, entonces, Gamble perdió todo su dinero. Mi empresa no iba a ninguna parte. Le rogué que me permitiera librarme del trato acordado entre nosotros, pero dijo que me perseguiría ante los tribunales durante años si me atrevía a nacerlo. No sabía qué hacer. Entonces, Steven conoció a Lieberman y se concibió el complot.
    —Pero tú hiciste matar a Page. ¿Por qué? —Rowe no contestó—. ¿Intentaste descubrir quién le transmitió el sida? —Robert seguía sin contestar. Unas lágrimas cayeron sobre el teclado—. ¿Quentin?
    —Yo se lo transmití. ¡Yo lo hice! —explotó Rowe desde su silla. Se levantó, se tambaleó un momento y luego se derrumbó de nuevo sobre el asiento. Continuó hablando con un tono de voz doloroso—: Cuando Steve me dijo que las pruebas dieron positivo, no pude creerlo. Pensamos que podía haber sido Lieberman. Conseguimos una copia de su expediente médico. Estaba limpio. Fue entonces cuando me sometí a un examen. —Le empezaron a temblar los labios—. Y entonces me dijeron que yo también era seropositivo. Lo único en lo que se me ocurrió pensar fue en una condenada transfusión de sangre que me hicieron cuando tuve un accidente de coche. Comprobé las cosas con el hospital y descubrí que algunos otros pacientes sometidos a cirugía también habían contraído el virus durante el mismo período. Se lo conté todo a Steven. Me importaba mucho. Jamás me había sentido tan culpable en toda mi vida. Creía que él lo comprendería. —Rowe respiró profundamente—. Pero no fue así.
    —¿Amenazó con delatarte? —preguntó Sidney.
    —Habíamos llegado demasiado lejos, trabajado demasiado duro. Steven ya no podía pensar con claridad y una noche... —Rowe sacudió la cabeza, sumido en el más completo abatimiento—. Una noche acudió a mi apartamento. Estaba muy bebido. Me dijo lo que iba a hacer. Iba a contarle a todo el mundo lo de Lieberman, el plan de chantaje. Todos iríamos a la cárcel. Le dije que hiciera lo que le pareciera más correcto. —Rowe hizo una nueva pausa, con la voz quebrada—. A menudo le administraba sus dosis diarias de insulina, y tenía una reserva en mi apartamento, porque a él siempre se le olvidaba. —Rowe miró las lágrimas que ahora caían sobre sus manos—. Steven se tumbó en el sofá. Mientras dormía, le inyecté una sobredosis de insulina, lo desperté y lo envié en un taxi a su casa. —Tras una pausa, Rowe añadió con voz serena—: Y murió. Mantuvimos nuestra relación en secreto. La policía ni siquiera me interrogó. —Miró a Sidney—. Lo comprendes, ¿verdad? Tenía que hacerlo. Todo por mis sueños, por mi visión del futuro. —Su tono de voz era casi suplicante. Sidney no le dijo nada. Finalmente, Rowe se levantó y se limpió las lágrimas—. La CyberCom era la última pieza que necesitaba. Pero tuve que pagar un alto precio por ello. Con todos los secretos que había entre nosotros, Gamble y yo estábamos unidos de por vida. —Ahora, Rowe sonrió con una mueca repentina, al tiempo que se volvía a mirar a Gamble—. Afortunadamente, le sobreviviré.
    —¡Eres un hipócrita bastardo!
    Gamble trató de llegar junto a Rowe, pero Lucas se lo impidió.
    —Pero Jason lo descubrió todo cuando repasaba los datos en el almacén, ¿verdad? —preguntó Sidney.
    Rowe explotó de nuevo y dirigió sus palabras contra Gamble.
    —¡Idiota! En ningún momento has sabido respetar la tecnología y todo ocurrió por culpa tuya. No te diste cuenta de que los correos electrónicos secretos que enviaste a Lieberman podrían ser captados en una copia de seguridad en cinta, aunque luego tú los borraras. Estabas tan condenadamente obsesionado por el dinero que mantuviste tus propios libros, en los que se documentaban los beneficios obtenidos mediante las acciones de Lieberman. Todo eso estaba guardado en el almacén. ¡Idiota! —exclamó de nuevo. Luego se volvió a mirar a Sidney—. Nunca quise que ocurriera nada de todo esto. Te ruego que me creas.
    —Quentin, si cooperaras con la policía... —empezó a decir Sidney.
    Rowe estalló en una risotada y las esperanzas de Sidney se desvanecieron por completo. Regresó junto al ordenador portátil y extrajo el disquete.
    —Ahora soy el jefe de Tritón Global. Acabo de conseguir la única acción que me permitirá conseguir un mejor futuro para todos nosotros. Y no tengo la intención de perseguir ese sueño desde una celda en la cárcel.
    —Quentin...
    Pero lo que iba a decir Sidney se quedó congelado cuando Rowe se volvió a mirar a Kenneth Scales.
    —Procura que sea rápido. Quiero decir que no hay por qué hacerla sufrir. —Luego hizo un gesto hacia donde se encontraba Gamble—. Arroja los cuerpos al océano, tan lejos como puedas. Que parezca una desaparición misteriosa. Dentro de unos meses, nadie se acordará de ti —le dijo a Gamble, y sus ojos se iluminaron sólo de pensarlo.
    Gamble fue sacado lentamente de la estancia, a pesar de sus forcejeos y maldiciones.
    —¡Quentin! —gritó Sidney cuando Scales se le acercó.
    Pero Quentin Rowe no se volvió a mirarla.
    —¡Quentin, por favor!
    Finalmente, él la miró.
    —Sidney, lo siento mucho. De veras que lo siento.
    Con el disquete en la mano, se dispuso a abandonar la estancia. Al pasar junto a ella, le dio una suave palmadita sobre el hombro.
    Con la mente y el cuerpo aturdidos, Sidney dejó caer la cabeza hacia su pecho. Al levantarla de nuevo, vio unos ojos fríos y azules que parecían flotar hacia ella. El rostro de aquel hombre estaba totalmente desprovisto de emociones. Ella miró a su alrededor. Todos los presentes observaban intensamente el metódico avance de Scales, a la espera de ver cómo la mataría. Sidney rechinó los dientes e hizo denodados esfuerzos por mantener la imagen de su hija fija en su mente. Amy estaba a salvo. Sus padres estaban a salvo. Teniendo en cuenta las circunstancias, eso era lo mejor que había podido conseguir. «Adiós, cariño. Mamá te deja. —Las lágrimas empezaron a resbalar sobre su rostro—. Te ruego que no me olvides, Amy. Te lo ruego.»
    Scales levantó su cuchillo y una sonrisa se extendió sobre su rostro al contemplar la brillante hoja. La luz que reflejaba daba al metal un duro color rojizo, tal como había tenido en tantas otras ocasiones en el pasado. La sonrisa de Scales desapareció al observar la fuente de donde procedía aquella luz rojiza y vio entonces el diminuto punto rojo del láser sobre su pecho y el rayo apenas visible, del grosor de un lápiz, que emanaba a partir de aquel punto rojo.
    Scales retrocedió, con los asombrados ojos fijos en Lee Sawyer, que le apuntaba con el rifle de asalto dotado con un dispositivo de láser. Desconcertados, los mercenarios contemplaron las armas con que les apuntaban Sawyer, Jackson y los hombres del equipo de rescate de rehenes, así como un grupo de la policía estatal de Maine.
    —Tirad las armas, caballeros, o ya podéis empezar a buscar vuestros cerebros por el suelo —aulló Sawyer, que apretó el rifle con fuerza—. ¡Tirad las armas! ¡Ahora mismo!
    Sawyer se adelantó unos pasos, entrando en la habitación, con el dedo engarfiado sobre el gatillo. Los hombres empezaron a deponer las armas. Por el rabillo del ojo, Sawyer distinguió a Quentin Rowe, que trataba de desaparecer discretamente. Sawyer hizo oscilar su arma hacia el hombre.
    —Me parece que usted no va a ninguna parte, señor Rowe. Siéntese. —Un Quentin Rowe totalmente asustado se volvió a sentar en la silla, con el disquete apretado contra el pecho. Sawyer se volvió a mirar a Ray Jackson—. Acabemos con esto —le dijo.
    Sawyer avanzó hacia donde estaba Sidney, para liberarla. En ese preciso instante sonó un disparo y uno de los agentes del FBI cayó al suelo. El intercambio de disparos se desató de inmediato cuando los hombres de Rowe aprovecharon la oportunidad para recoger sus armas y abrir fuego. Los representantes de la ley buscaron rápidamente algún lugar donde cubrirse y respondieron al fuego. Los cañones de las armas refulgieron en toda la estancia y la muerte instantánea pareció abalanzarse sobre los presentes desde todos los rincones. Sólo pasaron unos segundos antes de que las luces de la estancia quedaran apagadas por los disparos de quienes disparaban desde los dos lados, dejando la habitación sumida en la más completa oscuridad.
    Atrapada en el fuego cruzado, Sidney se arrojó al suelo, con las manos tapándose las orejas, mientras las balas silbaban por encima.
    Sawyer se dejó caer de rodillas y gateó hacia donde estaba Sidney. Desde la otra dirección, Scales, con el cuchillo entre los dientes, reptó por el suelo, hacia ella. Sawyer la alcanzó primero, y la tomó de la mano para conducirla a lugar seguro. Sidney gritó al ver la hoja de Scales, que emitió un destello en el aire. Sawyer extendió el brazo y recibió la parte más fuerte del golpe; el cuchillo le cortó la gruesa chaqueta que llevaba y le desgarró la carne del antebrazo. Con un gruñido de dolor, le lanzó una patada a Scales, perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Scales se abalanzó de inmediato sobre el agente del FBI e hizo descender dos veces la hoja sobre su pecho. La hoja, sin embargo, se encontró con el moderno chaleco antibalas de Teflón que Sawyer llevaba puesto y no causó ningún daño. Scales pagó su error recibiendo en plena boca uno de los enormes puños de Sawyer, mientras Sidney le golpeaba con un codo en la nuca. El hombre aulló de dolor cuando su ya maltrecha boca y su nariz rota recibieron una serie adicional de heridas.
    Furioso, Scales se desprendió violentamente de Sidney, que se deslizó sobre el suelo impulsada por el empujón y se estrelló contra la pared. El puño de Scales se aplastó repetidas veces contra el rostro de Sawyer y luego levantó de nuevo el cuchillo, apuntando hacia el centro de la frente del agente del FBI. Sawyer sujetó con una mano la muñeca de Scales y se fue levantando poco a poco, con seguridad. Scales sintió la extraña fortaleza de la corpulencia de Sawyer, compuesta de pura fuerza, que él, mucho más pequeño, no podía contrarrestar. Acostumbrado a ver muertas a sus víctimas antes de que pudieran replicar, Scales descubrió bruscamente que acababa de pescar a un gran tiburón blanco que estaba demasiado vivo para su gusto. Sawyer aplastó la mano de Scales contra el suelo, hasta que el cuchillo salió volando y se perdió en la oscuridad. Luego, Sawyer se echó hacia atrás y lanzó un mazazo que Scales recibió en pleno rostro. El hombre se tambaleó hacia atrás, gritando de dolor, con la nariz ahora aplastada contra su mejilla izquierda.
    Ray Jackson se encontraba en un rincón de la habitación, intercambiando disparos con dos de los hombres de Gamble. Tres de los hombres del equipo de rescate de rehenes se habían abierto paso hasta uno de los balcones. Gracias a esta ventaja táctica, estaban ganando rápidamente la refriega. Dos de los mercenarios ya estaban muertos. Otro estaba a punto de seguir el mismo camino después de que una bala le atravesara la arteria femoral. Dos de los policías estatales habían caído heridos, uno de ellos gravemente. Otros dos miembros del equipo de rescate habían sido alcanzados, pero seguían participando en el intercambio de disparos.
    Jackson, que se detuvo un momento para recargar, vio a Scales levantarse al otro lado de la habitación, con el cuchillo en la mano, lanzándose hacia la espalda de Lee Sawyer en el momento en que éste trataba de poner nuevamente a salvo a Sidney.
    Ray Jackson captó de inmediato el problema desde el otro lado de la estancia. No tenía tiempo para recargar el rifle, la pistola de nueve milímetros estaba vacía y se había quedado sin balas. Si trataba de gritar, Sawyer no podría oírlo en medio del estruendo de los disparos. Jackson se puso en pie de un salto. Como miembro del equipo de fútbol de Los Lobos, de la Universidad de Michigan, Jackson había tenido que correr muchos últimos y duros metros en el campo. Ahora se disponía a correr para salvar su vida. Sus gruesas piernas parecieron explotar bajo él y, mientras las balas silbaban a su alrededor, Jackson alcanzó la máxima velocidad después de haber avanzado apenas tres pasos.
    Scales era todo hueso y músculo sólido, pero su estructura soportaba unos veinticinco kilos menos de peso que el corpulento ariete en que se había convertido el agente del FBI, que pesaba casi cien kilos. A pesar de ser un individuo muy peligroso, Scales nunca había experimentado el mundo tan brutalmente violento del fútbol americano.
    La hoja de Scales se encontraba a menos de medio metro de distancia de la espalda de Sawyer cuando el hombro de hierro de Jackson chocó contra su esternón. El crujido que se produjo cuando el pecho de Scales se hundió casi pudo escucharse por encima de los disparos. El cuerpo de Scales se vio levantado limpiamente del suelo y no dejó de volar hasta chocar contra la sólida pared de roble, a poco más de un metro de distancia. El segundo crujido, aunque no tan fuerte como el primero, anunció la despedida final de Kenneth Scales del mundo de los vivos, cuando su cuello se partió limpiamente por la mitad. Al derrumbarse sobre el suelo y descansar sobre la espalda, a Scales le llegó finalmente su turno de quedarse mirando hacia lo alto, al vacío, con los ojos muertos. Fue un acontecimiento que había tardado demasiado tiempo en producirse.
    Jackson pagó un precio por su heroicidad, ya que recibió una bala en el brazo y otra en la pierna, antes de que Sawyer pudiera librarse del pistolero con múltiples disparos de su pistola de diez milímetros. Sawyer tomó después a Sidney por el brazo y la arrastró hacia un rincón, detrás de una pesada mesa. A continuación regresó presuroso junto a Jackson, que estaba tumbado en el suelo, apoyado contra la pared, y que respiraba con dificultad. Lo arrastró hacia la zona de seguridad. Una bala se introdujo en la pared, a muy pocos centímetros de la cabeza de Sawyer. Luego, otra le alcanzó de lleno en la caja torácica. La pistola se le cayó de la mano y se deslizó sobre el suelo, mientras él rebotaba hacia atrás, tosiendo sangre. El chaleco había vuelto a cumplir con su cometido, pero pudo escuchar el crujido de una costilla tras el impacto. Empezó a incorporarse, pero ahora se había convertido en un pato indefenso.
    De repente, una serie de disparos brotaron desde detrás de la mesa tumbada. Tras la lluvia de plomo, un brusco grito surgió de la dirección de donde había procedido el disparo que alcanzó a Sawyer. El agente se volvió a mirar hacia la mesa y sus ojos se agrandaron por la sorpresa al ver que Sidney Archer todavía sostenía la pistola humeante de diez milímetros, a la altura de la cintura. Ella salió desde detrás de la mesa protectora y, con la ayuda de Sawyer, terminó de retirar a Jackson tras la mesa.
    Lo sentaron con la espalda contra la pared.
    —Maldita sea, Ray, no deberías haber hecho eso.
    La mirada de Sawyer examinó rápidamente a su compañero y confirmó que sólo había dos heridas.
    —Sí, ¿y permitir que me las hicieras pasar moradas desde tu tumba durante el resto de mi vida? De ningún modo, Lee.
    Jackson se mordió el labio cuando Sawyer le arrancó la corbata utilizando la hoja del estilete, e hizo con ella un tosco torniquete por encima de la herida de la pierna de Jackson.
    —Aprieta con la mano justo aquí, Ray —dijo Sawyer, guiándole la mano hasta la empuñadura del cuchillo y apretando los dedos con fuerza contra ella.
    A continuación se quitó la chaqueta, la apelotonó y la apretó contra la sangrante herida del brazo de Jackson.
    —La bala lo cruzó limpiamente, Ray. Te pondrás bien.
    —Lo sé. Pude sentir cómo salía. —El sudor cubría la frente de Jackson—. Recibiste un balazo, ¿verdad?
    —No, el chaleco lo amortiguó. Estoy bien.
    Al echarse hacia atrás, el antebrazo cortado empezó a sangrar de nuevo.
    —Oh, Dios mío, Lee —exclamó Sidney al ver el flujo carmesí—. Tu brazo.
    Sidney se quitó la bufanda y vendó con ella el antebrazo herido de Sawyer, que la miró afablemente.
    —Gracias. Y no lo digo por la bufanda.
    Sidney se dejó caer contra la pared.
    —Gracias a Dios que pudimos ponernos en contacto cuando me llamaste. Entretuve a Gamble con mis brillantes deducciones para hacerte ganar un poco de tiempo. Pero aun así, no creía que fuera suficiente.
    Él se sentó junto a ella.
    —Durante un par de minutos, perdí la señal del teléfono celular. Gracias a Dios, la recuperamos de nuevo. —Entonces, se sentó bruscamente, empeorando la costilla agrietada. Miró el rostro maltrecho de Sidney—. Estás bien, ¿verdad? Dios santo, ni siquiera se me ocurrió preguntártelo.
    Ella se pasó los dedos por la mandíbula hinchada.
    —No es nada que el tiempo y un buen maquillaje no puedan curar. —Le tocó la mejilla hinchada—. ¿Y tú? ¿Cómo estás?
    Sawyer se sobresaltó de nuevo.
    —¡Oh, Dios mío! ¿Y Amy? ¿Y tu madre?
    Le explicó rápidamente lo de la grabación de las voces.
    —Esos hijos de puta —gruñó él.
    —No estoy segura de saber lo que habría podido ocurrir si no hubiera contestado a tu mensaje en el busca —dijo ella, mirándole burlonamente.
    —La cuestión es que lo hiciste. Me alegro de que llevara conmigo una de tus tarjetas. —Sonrió—. Quizá estos artilugios de alta tecnología tengan sus utilidades..., aunque a pequeñas dosis.
    En otro rincón de la habitación, Quentin Rowe se hallaba acurrucado detrás del despacho. Tenía los ojos cerrados y se tapaba las orejas con las manos, para protegerse de los sonidos que explotaban a su alrededor. No se dio cuenta, hasta el último momento, del hombre que se le acercó por detrás. Alguien lo sujetó de la cola de caballo y lo echó violentamente hacia atrás, obligando a su barbilla a retroceder más y más. Luego, las manos se ensortijaron alrededor de su cabeza y, justo antes de escuchar el crujido de su columna, observó la mueca maligna y diabólica de Nathan Gamble. El jefe de Tritón soltó el cuerpo flácido, y Rowe cayó al suelo, muerto. Había experimentado su última visión. Gamble agarró el ordenador portátil, que estaba sobre la mesa de despacho y lo aplastó con tal fuerza sobre el cuerpo de Rowe que se partió por la mitad.
    Gamble se inclinó un momento más sobre el cuerpo de Rowe, y luego se volvió, disponiéndose a escapar. Las balas le alcanzaron entonces directamente en el pecho. Miró con los ojos muy abiertos a su asesino, con una expresión primero de incredulidad y luego de furia. Gamble consiguió agarrarse durante un instante a la manga del hombre antes de derrumbarse sobre el suelo.
    El asesino tomó el disquete del lugar donde había caído, junto al cuerpo de Quentin Rowe, y salió de la habitación.
    Rowe había caído de costado, y su cuerpo quedó apoyado sobre la espalda, con la cabeza vuelta hacia Gamble. Irónicamente, él y Gamble se encontraban a muy pocos centímetros el uno del otro, mucho más cerca de lo que aquellos dos hombres habían estado nunca en vida.
    Sawyer asomó la cabeza por encima de la mesa y escudriñó la habitación. Los mercenarios que quedaban habían arrojado sus armas y salían lentamente de sus escondites, con las manos en alto. Los miembros del equipo de rescate de rehenes entraron y, al cabo de un momento, los hombres estaban tumbados en el suelo, boca abajo, con las esposas puestas. Sawyer vio los cuerpos flácidos de Rowe y Gamble. Pero entonces, más allá de las puertas correderas, escuchó pasos que huían apresuradamente. Se volvió hacia Sidney.
    —Cuida de Ray. El espectáculo no ha terminado aún.
    Y, tras decir esto, se precipitó hacia el exterior.


    Capítulo 58
    Mientras corría sobre la arena, el viento, la nieve y el rocío del océano asaltaron a Lee Sawyer desde todos los frentes. Con la cara ensangrentada e hinchada, con el brazo herido y las costillas doliéndole como si estuviera en el infierno, su respiración era brusca y entrecortada. Tardó un momento en quitarse el pesado chaleco antibalas y luego se lanzó hacia delante, apretándose con firmeza una mano contra las costillas agrietadas para mantenerlas en su lugar. Los pies se retorcían sobre la superficie blanda de la arena, haciendo más lento su avance. Se tambaleó y cayó dos veces. Pero imaginó que la persona a la que seguía tendría el mismo problema. Sawyer disponía de una linterna, pero no quería utilizarla, al menos por el momento. En dos ocasiones tuvo que correr sobre el agua helada, al acercarse demasiado al borde del rugiente Atlántico. Miraba fijamente hacia delante, siguiendo las profundas huellas dejadas sobre la arena.
    Entonces, Sawyer se encontró con un macizo farallón rocoso. Era una formación rocosa bastante común en la costa de Maine. Por un momento, pensó en cómo podría soslayar el obstáculo, hasta que descubrió un tosco sendero que cruzaba aquella montaña en miniatura. Empezó a subir, y desenfundó la pistola mientras avanzaba. Sawyer se vio golpeado por un muro de rocío del océano provocado por las aguas que golpeaban implacablemente la antigua piedra. Las ropas se le pegaban al cuerpo como si fueran de plástico. A pesar de todo, siguió adelante; su respiración era muy forzada, a grandes bocanadas, al tiempo que hacía esfuerzos por subir por el sendero, que se hacía más y más vertical. Miró por un momento hacia el océano. Oscuro e infinito. Sawyer rodeó una ligera curva en el sendero y se detuvo. Encendió la linterna, justo por delante de donde se encontraba, en el mismo borde del acantilado, antes de que la roca desapareciese para caer en vertical sobre el Atlántico, allá abajo.
    La luz iluminó de lleno al hombre, que parpadeó y levantó una mano para protegerse los ojos ante la inesperada explosión de luz. Sawyer respiró hondo, entrecortadamente. El otro hombre hacía lo mismo después de la prolongada persecución. Sawyer se puso una mano en la rodilla para afianzarse cuando ya estaba medio inclinado sobre el precipicio, con el estómago revuelto.
    —¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Sawyer con un tono de voz agudo pero claro.
    Frank Hardy lo miró, mientras sus agotados pulmones también trataban de absorber entrecortadamente el aire. Lo mismo que Sawyer, Levaba las ropas empapadas y sucias, y el cabello estaba totalmente revuelto por el viento.
    —¿Lee? ¿Eres tú? —preguntó Hardy.
    —Te puedo asegurar que no soy Santa Claus, Hardy —replicó Sawyer—. Hazme otra pregunta.
    Hardy pudo respirar por fin profundamente.
    —Vine con Gamble para celebrar una reunión. Cuando estábamos hablando, me dijo de pronto que fuera a una de las habitaciones de arriba, que tenía que ocuparse de un asunto personal. Lo siguiente que sé es que se desató un verdadero infierno. Salí de allí tan rápidamente como pude. ¿Te importaría decirme qué está ocurriendo?
    Sawyer sacudió la cabeza, con un gesto de admiración.
    —Siempre pudiste pensar con rapidez si te encontrabas de pie. Eso fue lo que te convirtió en un magnífico agente del FBI. Y a propósito, ¿mataste a Gamble y a Rowe, o fue Gamble el que se te adelantó con Rowe?
    Hardy lo miró inexorablemente, con los ojos entrecerrados.
    —Frank, toma tu pistola, con el cañón por delante, y arrójala sobre el acantilado.
    —¿Qué pistola, Lee? No voy armado.
    —La que utilizaste para disparar contra uno de mis hombres e iniciar esta batalla a tiros ahí atrás, en la casa. —Sawyer hizo una pausa y apretó con más fuerza la culata de su propia pistola—. No te lo diré dos veces, Frank.
    Hardy tomó lentamente la pistola y la arrojó sobre el acantilado.
    Sawyer se extrajo un cigarrillo de un bolsillo y lo sujetó entre los dientes. Sacó después un encendedor y lo mantuvo en alto.
    —¿Has visto alguna vez uno de éstos, Frank? Son capaces de permanecer encendidos incluso en un tornado. Es como el que utilizaron para derribar el avión.
    —No sé nada sobre el atentado con bomba contra ese avión —dijo Hardy, enojado.
    Sawyer hizo una pausa para encender el cigarrillo y luego absorbió una profunda bocanada de humo.
    —No sabías nada sobre eso, cierto, pero estuviste metido en todo lo demás. De hecho, apuesto a que le cargaste a Nathan Gamble una bonita y pequeña prima. ¿Conseguiste algo de los doscientos cincuenta millones cuyo robo le achacaste a Archer? Falsificaste su firma y todo. Bonito trabajo.
    —¡Estás loco! ¿Por qué iba querer Gamble robarse a sí mismo?
    —No lo hizo. Probablemente, ese dinero se distribuyó en cien cuentas diferentes que tiene repartidas por todo el mundo. Era una coartada perfecta. ¿Quién iba a sospechar que el tipo se llevó todo ese dinero? Estoy seguro de que Quentin Rowe entregó la documentación del banco y también penetró en la base de datos de la AFIS en Virginia, para dejar por todas partes las huellas de Riker. Jason Archer había descubierto todo el plan de chantaje con Lieberman. Tenía que contárselo a alguien. ¿A quién? ¿A Richard Lucas? No lo creo. Era un hombre de Gamble, sencillo y simplón. El tipo que estaba metido en el meollo.
    —¿A quién se lo dijo entonces? —preguntó Hardy, cuyos ojos eran ahora como dos puntos penetrantes.
    Sawyer dio una larga chupada a su cigarrillo antes de contestar.
    —Te lo dijo a ti, Frank.
    —Muy bien. Demuéstralo —dijo Hardy con una expresión de asco.
    —Acudió a verte. Al «tipo del exterior». Al antiguo agente del FBI, con una lista de elogios en su hoja de servicios tan larga como el brazo. —Sawyer casi escupió estas últimas palabras—. Acudió a verte para que le ayudaras a poner al descubierto todo el asunto. Sólo que tú no podías permitir que eso sucediera. La Tritón Global era tu pasaporte al paraíso. Te proporcionaba aviones privados, las mujeres más bonitas y las ropas más exquisitas, así que eso no era una opción para ti, ¿verdad?
    Sawyer hizo una pausa, y continuó:
    —Luego, me hiciste pasar por toda esa pantomima, haciéndome creer que Jason era el chico malo. Tuviste que haberte reído mucho de mí al ver cómo me engañabas y jugabas conmigo. O creías haberlo hecho. Pero al darte cuenta de que yo no me lo tragaba todo, te pusiste un poco nervioso. ¿Fue idea tuya el inducir a Gamble a ofrecerme un trabajo? Entre tú y él, nunca me sentí tan popular. —Hardy seguía guardando silencio—. Pero no fue esa tu única representación, Frank.
    Sawyer se metió la mano en el bolsillo y sacó unas gafas de sol, que se puso. Ofrecía un aspecto bastante ridículo en la oscuridad.
    —¿Los recuerdas, Frank? ¿Recuerdas a los dos tipos del vídeo en el almacén de Seattle? Llevaban gafas de sol, en el interior de un edificio, en un lugar con muy poca iluminación. ¿Por qué haría alguien una cosa así?
    —No lo sé —contestó Hardy, cuya voz fue apenas un susurro.
    —Pues claro que lo sabes. Jason creía estar entregando su prueba... al FBI. En las películas, al menos, todos los agentes del FBI llevan gafas de sol, y a los tipos a los que contrataste para que representaran el papel de agentes del FBI les tuvo que haber gustado mucho ir al cine. No podías limitarte a matar a Jason. Tenías que ganarte su confianza, asegurarte de que no le había dicho nada a nadie. La máxima prioridad era recuperar todas las pruebas de que disponía. La videocinta del intercambio tenía que presentarse en perfectas condiciones, porque ya sabías que nos la entregarías a nosotros como prueba de la culpabilidad de Jason. Sólo disponías de una ocasión para filmarla bien. Pero Archer seguía mostrándose receloso. Por eso conservó una copia de la información en otro disquete, que más tarde le envió a su esposa. ¿Le dijiste que recibiría una gran recompensa del gobierno? ¿Fue eso? Probablemente le dijiste que se trataba del éxito más grande conseguido nunca por el FBI.
    Hardy permaneció en silencio. Sawyer miró a su antiguo compañero.
    —Pero, sin que tú lo supieras, Frank, Gamble tenía su propio y gran problema. Él problema era que Arthur Lieberman estaba a punto de echarlo todo a rodar. Así que no se le ocurrió otra cosa que contratar a Riker para que saboteara el avión de Lieberman. Estoy seguro de que no conocías esa parte del plan. Dispusiste las cosas para que Archer recibiera un billete en el vuelo a Los Ángeles, y luego le hiciste cambiar para que subiera al avión con destino a Seattle, de modo que pudieras filmar tu pequeña videocinta del intercambio. Rich Lucas, un ex agente de la CIA, tenía probablemente muchos lazos con antiguos miembros operativos de los países europeos orientales, con hombres sin familia y sin pasado. Nadie echaría de menos al hombre que se estrelló en lugar de Archer. No tenías ni idea de que Lieberman estaba en ese vuelo a Los Ángeles, ni de que Gamble iba a matarlo. Pero Gamble sabía que ésa era la única forma de que la culpa por la muerte de Lieberman recayera sobre los hombros de Archer. Y, de ese modo, Gamble creía estar matando dos pájaros de un tiro: Archer y Lieberman. Me trajiste el vídeo y yo concentré todos mis esfuerzos en atrapar a Jason, y me olvidé por completo del pobre y viejo Arthur Lieberman. De no haber sido por el hecho de que Ed Page entró en la función, no creo que hubiera retomado nunca el hilo de Lieberman.
    »Y no nos olvidemos de la vieja RTG, a la que se le achacó la culpa de todo, mientras que la Tritón terminaba convenientemente con la CyberCom. Te dije que Brophy estaba en Nueva Orleans. Descubriste que estaba realmente conectado con la RTG y que ellos podían conseguir lo que pretendías que hiciera Jason: trabajar para la RTG. De modo que hiciste seguir a Brophy y a Goldman y, en cuanto se te presentó la oportunidad, te libraste de ellos e hiciste que la culpa recayera sobre Sidney Archer. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, ya habías hecho lo mismo con su marido. —Sawyer hizo una pausa—. Eso supone un tremendo cambio, Frank. Un agente del FBI que participa en una conspiración criminal masiva. Quizá debiera llevarte a hacer una visita al lugar donde se estrelló el avión. ¿Te gustaría?
    —Yo no tuve nada que ver con el atentado contra el avión, te lo juro —gritó Hardy.
    —Lo sé. Pero estuviste implicado en un aspecto. —Sawyer se quitó las gafas de sol—. Mataste al que cometió el atentado.
    —¿Cómo podrías demostrarlo? —preguntó Hardy, mirándolo con ojos encendidos.
    —Tú mismo me lo dijiste, Frank. —La expresión de Hardy se quedó petrificada—. Allá, en el garaje que Goldman y Brophy investigaron. El lugar estaba helado. A mí me preocupaba la descomposición de los cuerpos, que las temperaturas tan bajas pudieran hacer imposible el afirmar con toda seguridad el momento exacto de la muerte. ¿Recuerdas lo que me dijiste, Frank? Me dijiste que había ocurrido el mismo problema con el que cometió el atentado. El aire acondicionado hizo que el apartamento se congelara del mismo modo que el aire exterior había hecho con el garaje.
    —¿Y qué?
    —No te dije en ningún momento que el aire acondicionado estaba encendido en el apartamento de Riker. De hecho, volví a poner la calefacción en cuanto descubrimos el cuerpo. En ninguno de los informes se mencionó que estuviera puesto el aire acondicionado, aunque, de todos modos, tú tampoco habrías tenido acceso a ellos. —El rostro de Hardy se había puesto ceniciento—. Tú lo sabías, Frank, sencillamente porque fuiste tú mismo quien puso en marcha el aire acondicionado. Cuando descubriste lo del atentado, te diste cuenta de que Gamble te había utilizado. Demonios, quizá tuvieron la intención de asesinar a Riker desde el principio. Pero tú estuviste más que dispuesto a hacer los honores. No se me ocurrió pensarlo hasta que me encontré con el trasero helado en una furgoneta de la policía, mientras nos dirigíamos hacia aquí.
    Sawyer se adelantó un paso.
    —Doce disparos, Frank. Admito que eso me extrañó realmente. Tuviste que sentirte tan furioso con aquel tipo que perdiste un poco el control y vaciaste sobre él todo el cargador. Supongo que todavía quedaba en ti un poco del policía que fuiste. Pero ahora, todo ha terminado.
    Hardy tragó saliva con dificultad e hizo esfuerzos por controlar sus nervios.
    —Mira, Lee, todo el mundo que sabía algo sobre mi implicación está muerto.
    —¿Qué me dices de Jason Archer?
    Hardy se echó a reír.
    —Jason Archer fue un estúpido. Quería el dinero, como todos nosotros. Pero él no tenía estómago, como lo tenemos tú y yo. Seguía sufriendo pesadillas. —Hardy avanzó hacia un lado—. Puedes mirar hacia otra parte, Lee. Eso es todo lo que te pido. Y al mes que viene puedes empezar a trabajar para mi empresa. Un millón de dólares al año. Opciones sobre las acciones y trabajo. Tendrás las cosas solucionadas durante el resto de tu vida.
    Sawyer arrojó el cigarrillo.
    —Frank, permíteme que te deje una cosa bien clara. No me gusta pedir la comida en idiomas extranjeros, y no reconocería una condenada acción bursátil aunque me la encontrara de frente y se me pegara justamente en las pelotas. —Sawyer levantó el arma—. El lugar adonde vas, las únicas opciones que realmente te quedan son a lo más alto o a lo más bajo.
    Hardy se echó a reír.
    —Nada de eso, viejo amigo. —Extrajo entonces el disquete de su bolsillo—. Si quieres esto, deja el arma.
    —Tienes que estar bromeando...
    —Deja el arma —gritó Hardy—, o arrojo al Atlántico todo el caso. Si me dejas marchar, te lo enviaré por correo desde lugares desconocidos.
    En el rostro de Hardy apareció una sonrisa cuando Sawyer bajó el arma. Entonces, cuando Sawyer vio aquella sonrisa, volvió a sostener bruscamente la pistola en su posición original.
    —Antes quiero saber la respuesta a una pregunta. Y la quiero saber ahora.
    —¿De qué se trata?
    Sawyer se adelantó, con el dedo tenso sobre el gatillo.
    —¿Qué le ocurrió a Jason Archer?
    —Mira, Lee, ¿qué importa eso...?
    —¿Dónde está Jason Archer? —rugió Sawyer por encima del estruendo de las olas—. Porque eso es exactamente lo que quiere saber la mujer que espera en esa casa y, maldita sea, me lo vas a decir, Frank. Y, a propósito, puedes arrojar ese disquete todo lo lejos que quieras, porque Rich Lucas está vivo —mintió Sawyer, que había visto muerto a Lucas en medio del campo de batalla en que se había convertido aquella habitación en la mansión. El silencioso centinela había guardado silencio para siempre—. ¿Quieres apostar lo ansioso que está por declarar todo lo que sabe sobre ti?
    La expresión del rostro de Hardy se hizo tan fría como la piedra al darse cuenta de que su única vía de escape acababa de evaporarse.
    —Llévame a la casa, Lee. Quiero hablar con mi abogado.
    Hardy se dispuso a avanzar, pero se detuvo en seco al observar la postura de Sawyer, que parecía dispuesto a disparar en cualquier momento.
    —Ahora, Frank. Dímelo ahora mismo.
    —¡Vete al infierno! Léeme mis derechos si quieres, pero apártate de mi condenada cara.
    Por toda respuesta, Sawyer desplazó la pistola ligeramente hacia la izquierda y disparó una sola bala. Hardy lanzó un grito cuando la bala arrancó la piel y la parte superior de su oreja derecha. La sangre resbaló por la mejilla. Cayó al suelo.
    —¿Te has vuelto loco? —Sawyer apuntó ahora directamente a la cabeza de Hardy—. Te quitarán la placa y la pensión, y el culo se te pudrirá en la cárcel durante más años de los que te quedan de vida, hijo de puta —gritó Hardy—. Lo perderás todo.
    —No, lo ganaré. No eres tú la única persona capaz de manipular el escenario del crimen, viejo amigo. —Hardy lo miró con creciente asombro, mientras Sawyer se abría la pistolera que llevaba al cinto y sacaba otra pistola de diez milímetros, que sostuvo en alto—. Ésta será el arma que me arrebataste en el forcejeo. La encontrarán sujeta en tu mano. Desde ella se habrán disparado varias balas, lo que demostrará tus intenciones homicidas. —Indicó con un gesto hacia el vasto océano—. Será un tanto difícil encontrarlas ahí fuera. —Levantó la otra pistola—. Fuiste un investigador de primera, Frank. ¿Te importaría deducir por ti mismo qué papel jugará esta pistola?
    —¡Maldita sea, Lee! ¡No lo hagas!
    —Ésta será la pistola que utilizaré para matarte —siguió diciendo Sawyer con calma.
    —¡Santo Dios, Lee!
    —¿Dónde está Archer?
    —Por favor, Lee, ¡no lo hagas! —suplicó Hardy.
    Sawyer acercó el cañón del arma hasta situarlo a pocos centímetros de la cabeza de Hardy. Cuando éste se cubrió la cabeza con las manos, Sawyer efectuó un rápido movimiento y le arrebató el disquete de entre los temblorosos dedos.
    —Ahora que lo pienso, esto podría venirme muy bien —dijo, al tiempo que se lo guardaba en el bolsillo—. Adiós, Frank —añadió al tiempo que su dedo empezaba a presionar el gatillo.
    —Espera, espera, por favor. Te lo diré. Te lo diré. —Hardy guardó un momento de silencio y luego miró el rostro inexorable de Sawyer—. Jason está muerto —dijo finalmente.
    Aquellas tres palabras golpearon a Lee Sawyer como las chispas de un rayo. Sus anchos hombros se derrumbaron y sintió que le abandonaban los últimos vestigios de su energía. Era casi como si hubiera muerto él mismo. Estaba casi seguro de que se encontraría al final con este resultado, pero aún confiaba en que se produjera un milagro, por el bien de Sidney Archer y de la pequeña. Algo le hizo volverse a mirar detrás de él.
    Sidney se encontraba en lo alto del sendero, a poco más de un metro de distancia de él, empapada y temblorosa. Sus miradas se encontraron bajo la tenue luz de la luna, repentinamente surgida a través de un hueco entre las nubes. No necesitaron hablar. Ella misma había escuchado la terrible verdad: su esposo jamás regresaría a su lado.
    Un grito brotó por el lado del acantilado. Con el arma preparada, Sawyer se giró en redondo, a tiempo de ver cómo Hardy caía por el acantilado. Se asomó por el borde y tuvo tiempo de ver a su viejo amigo que rebotaba entre las puntiagudas rocas, allá abajo, y terminaba por desaparecer entre las violentas aguas.
    Sawyer observó fijamente el abismo durante un rato y luego, con un furioso impulso, arrojó la pistola todo lo lejos que pudo, hacia el océano. Aquel movimiento le provocó un desgarro en las doloridas costillas, pero ni siquiera notó el dolor. Cerró los ojos con fuerza y luego los abrió para contemplar fijamente el perfil salvaje del Atlántico.
    —¡Maldita sea!
    El corpachón de Sawyer se inclinó pesadamente hacia un lado, al tiempo que hacía esfuerzos por mantener inmóviles sus costillas fracturadas y en funcionamiento sus cansados pulmones. El antebrazo desgarrado y el rostro golpeado empezaron a sangrar de nuevo.
    Se puso rígido al sentir la mano sobre su hombro. Teniendo en cuenta las circunstancias, a Sawyer no le habría extrañado nada ver a Sidney Archer huyendo de allí a toda velocidad; casi esperaba que lo hiciera así. Pero, en lugar de eso, ella le rodeaba la cintura con un brazo y se colocaba un brazo de él sobre su hombro, ayudando así al herido agente del FBI a descender por el sendero.


    Capítulo 59
    El funeral con el que finalmente se dio descanso eterno al cuerpo de Jason Archer se celebró en un claro día de diciembre, sobre un tranquilo montículo del cementerio, a unos veinte minutos de distancia de la casa de ladrillo y piedra que había sido su hogar. Durante el servicio junto a la tumba, Sawyer se mantuvo al fondo, mientras la familia y los amigos íntimos acompañaban de nuevo a la viuda. El agente del FBI permaneció junto a la tumba una vez que se hubieron marchado todos. Mientras observaba la lápida recién esculpida, Sawyer descansó su corpachón sobre una de las sillas plegables que se habían utilizado para el sencillo y breve ritual. Jason Archer había ocupado todos los pensamientos de cada uno de los momentos de vigilia del agente desde hacía más de un mes y, sin embargo, no lo llegó a conocer en ningún momento. Eso era algo que sucedía con frecuencia en su trabajo; no obstante, las emociones que esta vez se abrieron paso a través de la psique del veterano agente fueron muy diferentes. Sawyer sabía que no había podido hacer nada por impedir la muerte de aquel hombre. Todavía se sentía abrumado por haber dejado en la estacada a la esposa y a la hija del hombre, por haber permitido que la familia Archer se viera irremediablemente destruida debido a su incapacidad para descubrir la verdad a tiempo.
    Se cubrió el rostro con las manos. Cuando las apartó, unos minutos más tarde, unas lágrimas brillaban en sus ojos. Había logrado completar el caso más importante de toda su vida y, sin embargo, nunca se había sentido más fracasado. Se levantó, se puso el sombrero y regresó lentamente hacia su coche. Entonces, se quedó petrificado. La alargada limusina negra estaba aparcada junto al bordillo. Había regresado. Sawyer vio el rostro que miraba desde la ventanilla posterior de la limusina. Sidney observaba el montón de tierra fresca formado en el suelo. Volvió la cabeza hacia donde estaba Sawyer, que permanecía allí de pie, tembloroso, incapaz de moverse, con el corazón latiéndole con fuerza, notando pesados los pulmones y deseando más que ninguna otra cosa el poder acercarse a aquel montón de tierra fría para sacar de allí a Jason Archer y devolvérselo a Sidney. El cristal de la ventanilla de la limusina empezó a subir cuando el vehículo se alejó.
    En la Nochebuena, Lee Sawyer condujo lentamente su sedán por Moigan Lañe. Las casas que se alineaban a ambos lados de la calle aparecían hermosamente decoradas con luces, guirnaldas, imágenes de Santa Claus y de sus fieles renos. Allá al fondo de la manzana, actuaba un grupo de personas que cantaban villancicos. Toda la zona se hallaba envuelta en un ambiente festivo. Todas las casas excepto una, que permanecía a oscuras, a excepción de la luz que iluminaba una de las habitaciones de la parte delantera.
    Sawyer hizo entrar el coche en el camino de acceso a la casa de los Archer, y se bajó. Se había puesto un traje nuevo, y llevaba el escaso cabello tan lleno de brillantina como podía soportar. Sacó del coche una pequeña caja envuelta en papel de regalo y caminó hacia la casa. Aún cojeaba un poco al andar, ya que aún se estaban soldando las costillas.
    Sidney Archer contestó a su llamada a la puerta. Iba vestida con unos pantalones negros y una blusa blanca, y el cabello le caía suelto sobre los hombros. Había recuperado algo de peso, pero los rasgos de su rostro todavía aparecían ajados, aunque los cortes y moratones se habían curado.
    Se sentaron en el salón, delante de la chimenea encendida. Sawyer aceptó su ofrecimiento de tomar una copa de sidra, y contempló el salón mientras ella iba a traerla. Sobre la mesita de al lado había una caja de disquetes, con una cinta roja en lo alto. Dejó la caja que había traído él mismo sobre la mesita de café, puesto que no había ningún árbol de Navidad bajo el que dejarla.
    —Supongo que te marcharás de vacaciones a alguna parte, ¿verdad? —preguntó cuando ella se sentó frente a él.
    Ambos tomaron un sorbo de la sidra caliente.
    —Iré a casa de mis padres. La han arreglado para la Navidad, con un árbol grande y adornos. Mi padre se disfrazará de Santa Claus. Mis hermanos y sus familias también estarán presentes. Eso le vendrá muy bien a Amy.
    Sawyer miró la caja de disquetes.
    —Espero que eso sea un regalo de broma.
    Sidney siguió la dirección de su mirada y sonrió brevemente.
    —De Jeff Fisher. Me dio las gracias por la noche más animada de su vida y me ofreció asesoramiento gratuito sobre ordenadores a perpetuidad.
    Sawyer observó entonces la pequeña toalla húmeda que Sidney había traído consigo y que dejó sobre la mesita de café. Deslizó el regalo hacia ella.
    —Deja esto bajo el árbol, para Amy, ¿quieres? Es mío y de Ray. Lo eligió su esposa. Es una de esas muñecas que hacen un montón de cosas, ya sabes, habla, hace pipí y todo eso...
    Se detuvo de pronto, como si estuviera azorado. Tomó otro sorbo de sidra. Sidney le sonrió.
    —Muchas gracias, Lee. Le encantará. Se lo daría ahora mismo si no estuviera dormida.
    —De todos modos, es mejor abrir los regalos el día de Navidad.
    —¿Cómo está Ray?
    —Demonios, nadie podría causarle ningún daño aunque lo intentara. Ya ha dejado las muletas...
    La cara de Sidney se puso repentinamente verdosa y se inclinó para tomar la toalla. La mantuvo apretada contra la boca, se levantó y salió apresuradamente del salón. Sawyer se levantó, pero no la siguió. Volvió a sentarse. Ella regresó al cabo de un par de minutos.
    —Lo siento, debo de haber pillado algún virus.
    —¿Desde cuándo sabías que estabas embarazada? —preguntó Sawyer de pronto. Ella se sentó y lo miró, asombrada—. He tenido cuatro hijos, Sidney. Créeme, reconozco las náuseas del embarazo en cuanto las veo.
    —Desde hace unas dos semanas —dijo Sidney, con voz tensa—. La misma mañana en que se marchó Jason... —Empezó a balancearse adelante y atrás, con una mano apretada sobre la cara—. Dios santo, esto es increíble. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué no me lo dijo? No debería haber muerto, ¡maldita sea! ¡No debería haber muerto!
    Sawyer bajó la mirada hacia la taza que sostenía entre las manos.
    —Intentó hacer lo más correcto, Sidney. Podía dejar de lado lo que había descubierto, como habría hecho la mayoría de la gente. Pero, en lugar de eso, decidió hacer algo. Un verdadero héroe. Corrió muchos riesgos, pero sé que lo hizo por ti y por Amy. Nunca tuve la oportunidad de conocerlo, pero sé que te amaba.
    Sawyer no estaba dispuesto a revelarle a Sidney que la esperanza de obtener una recompensa del gobierno había jugado un papel destacado en la decisión de Jason Archer de acumular pruebas contra la Tritón.
    Ella le miró a través de unos ojos anegados en lágrimas.
    —Si nos amaba tanto, ¿por qué eligió hacer algo que era tan peligroso? No tiene sentido. Dios mío, es como si lo hubiera perdido por dos veces. ¿Sabes lo mucho que eso duele?
    Sawyer lo pensó por un momento, se aclaró la garganta y empezó a hablar con voz muy serena.
    —Tengo un amigo que es muy contradictorio. Amaba tanto a su esposa y a sus hijos que habría hecho cualquier cosa por ellos. Y me refiero a cualquier cosa.
    —Lee...
    Pero él levanto una mano, interrumpiéndola.
    —Por favor, Sidney, déjame terminar. Créeme, me ha costado mucho llegar hasta este punto. —Ella se reclinó en el asiento mientras Sawyer continuaba—. Los amaba tanto que dedicó todo su tiempo a lograr que el mundo fuera un lugar más seguro para ellos. En realidad, dedicó tanto tiempo a eso que terminó por causar un daño terrible a las mismas personas a las que tanto quería. Y no lo comprendió hasta que fue demasiado tarde. —Tomó un sorbo de sidra y un nudo enorme se le formó en la garganta—. Así que, como ves, las personas hacen a veces las cosas más estúpidas por las mejores razones. —Sus ojos parpadearon—. Jason te amaba, Sidney. Demonios, eso es lo único que importa al final del día. Ese es el único recuerdo que podrás mantener.
    Ninguno de los dos dijo nada durante varios minutos; ambos se quedaron mirando fijamente las llamas. Finalmente, Sawyer la miró.
    —¿Qué vas a hacer ahora?
    Sidney se encogió de hombros.
    —Tylery Stone perdió a dos de sus mejores clientes, Tritón y RTG. No obstante, Henry Wharton fue muy amable conmigo. Me dijo que podía regresar, pero no sé si tengo ánimos para eso. —Se cubrió la boca con la toalla y luego dejó caer la mano sobre el regazo—. Probablemente, sin embargo, no me queda otra alternativa. Jason no tenía un seguro de vida muy importante. Ya casi hemos agotado nuestros ahorros. Y con el nuevo bebé en camino...
    Sacudió la cabeza con tristeza. Sawyer esperó un momento y luego se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y extrajo lentamente un sobre.
    —Quizá esto te pueda ayudar.
    Ella se frotó los ojos.
    —¿.Qué es?
    —Ábrelo.
    Extrajo el papel alargado que contenía el sobre. Finalmente, levantó la mirada hacia Sawyer.
    —¿Qué es esto?
    —Es un cheque a tu nombre por importe de dos millones de dólares. No creo que te lo rechacen, sobre todo teniendo en cuenta que ha sido extendido por el Tesoro de Estados Unidos.
    —No lo comprendo, Lee.
    —El gobierno había ofrecido una recompensa de dos millones de dólares a todo aquel que diera información que condujera a la captura de la persona o personas responsables del atentado contra el avión.
    —Pero yo no hice nada. No he hecho nada para ganarme esto.
    —De hecho, estoy absolutamente seguro de que ésta será la única vez en mi vida que le entregaré a alguien un cheque por tanta cantidad de dinero y luego le diré lo que voy a decirte a ti.
    —¿Y qué es?
    —Que esa cantidad ni siquiera se aproxima a ser suficiente. Que no hay dinero en todo el mundo que pueda ser suficiente.
    —Lee, no puedo aceptar esto.
    —Ya lo has aceptado. La entrega del cheque no es más que una ceremonia. Los fondos ya han sido depositados en una cuenta especial abierta a tu nombre. Charles Tiedman, el presidente del Banco de la Reserva Federal en San Francisco, ya ha preparado un equipo de excelentes asesores financieros para invertir los fondos en tu nombre. Todo ello gratuitamente. Tiedman fue uno de los mejores amigos de Lieberman. Me pidió que te transmitiera su más sincera condolencia y agradecimiento.
    Al principio, el gobierno de Estados Unidos se había mostrado reacio a entregarle la recompensa a Sidney Archer. Lee Sawyer necesitó todo un día de entrevistas con los congresistas y representantes de la Casa Blanca para hacerles cambiar de opinión. Todo el mundo se mostró inflexible sobre un punto: no debían filtrarse los detalles de la deliberada manipulación de los mercados financieros de Estados Unidos. La sugerencia, algo menos que sutil, de Sawyer de que se uniría a Sidney Archer en los esfuerzos por vender al mejor postor el disquete que le había arrebatado a Frank Hardy en el acantilado de Maine, hizo que todos ellos cambiaran rápidamente de opinión sobre la recompensa. Eso, y el hecho de que él lanzara por los aires una silla en la oficina del fiscal general.
    —Esos fondos son libres de impuestos —añadió—. Estarás bastante bien arreglada para toda la vida.
    Sidney se limpió los ojos y volvió a introducir el cheque en el sobre. Ninguno de los dos dijo nada durante un rato. El fuego de la chimenea chisporroteó y la madera emitió un crujido. Finalmente, Sawyer miró su reloj y dejó la taza de sidra sobre la mesita.
    —Se está haciendo tarde. Estoy seguro de que tendrás cosas que hacer. Y yo tengo que regresar al despacho.
    Se levantó.
    —¿Te tomas un respiro alguna vez?
    —No, si puedo evitarlo. Además, ¿qué otra cosa podría hacer?
    Ella también se levantó y, antes de que él pudiera despedirse, le rodeó los abultados hombros con sus brazos y se apretó contra su cuerpo.
    —Gracias.
    Apenas si pudo escuchar la palabra, pero no tenía necesidad. Los sentimientos emanaban de Sidney Archer como el calor del fuego de la chimenea. La rodeó con sus brazos y, durante varios minutos, ambos permanecieron de pie, abrazados, delante del fuego parpadeante, mientras se acercaba el sonido de los villancicos que cantaban en la calle.
    Cuando finalmente se separaron, Sawyer tomó su mano suavemente entre las suyas.
    —Siempre estaré ahí para ti, Sidney. Siempre.
    —Lo sé —dijo ella al cabo de un rato, con un susurro. Cuando él ya se dirigía hacia la puerta, ella volvió a hablar. —Ese amigo tuyo, Lee..., quizá puedas decirle que nunca es demasiado tarde.
    Mientras se alejaba por la calle, Lee Sawyer vio una luna llena destacada contra el claro cielo negro. Empezó a tararear en voz baja un villancico propio. No regresaría a la oficina. Iría a darle el tostón a Ray Jackson durante un rato, jugaría con sus chicos y quizá comería algo con su compañero y su esposa. Al día siguiente compraría algunos regalos de última hora. Emplearía la vieja tarjeta de plástico y sorprendería a sus hijos. Qué demonios, al fin y al cabo era Navidad. Se desabrochó la placa del FBI del cinturón y extrajo la pistola de la funda. Las dejó en el asiento de al lado. Se permitió una ligera sonrisa, mientras el sedán se alejaba por la calle. El siguiente caso iba a tener que esperar.


    Fin

    Nota del Autor
    El avión presentado en las páginas precedentes, el Mariner L800, es ficticio, aunque algunos de los datos indicados en el libro se basan en verdaderos aviones comerciales. Sabiendo eso, los entusiastas de los aviones no tardarán en señalar que el sabotaje del vuelo 3223 está lejos de ser verídico. Los «errores» descritos fueron totalmente intencionados. Mi objetivo al escribir este libro no ha sido el de preparar un manual de instrucciones para causar daño a las personas.
    Con respecto al Consejo de la Reserva Federal, será suficiente con decir que la idea de que el destino económico de este país estuviera controlado en buena medida por un puñado de personas que se reúnen en secreto, sin ser supervisados por nadie, fue irresistible para mí desde el punto de vista del narrador. En honor a la verdad, es muy probable que más bien haya atenuado el control de hierro que ejerce la Reserva Federal sobre las vidas de todos nosotros. Para ser justos, sin embargo, y con el transcurso de los años, hay que decir que la Reserva Federal ha permitido que este país navegue bastante bien a través de aguas muy bravas. Su trabajo no es fácil y dista mucho de ser una ciencia exacta. Aunque los resultados de las acciones de la Reserva Federal puedan ser dolorosos para muchos de nosotros, podemos estar razonablemente seguros de que esas decisiones se toman teniendo en cuenta el conjunto del bien del país. No obstante, y con tanto poder concentrado en una esfera tan pequeña y aislada, la tentación de obtener océanos de beneficios ilegales nunca puede estar muy lejos de la superficie. ¡Y las historias que uno podría escribir!
    Por lo que se refiere a los aspectos tecnológicos de los ordenadores incluidos en Control total, todos ellos son perfectamente plausibles, al menos en la medida de mis capacidades de investigación, aunque no se hayan utilizado a plena escala o quizá incluso hayan quedado obsoletos, aunque cueste creerlo. No puede negarse la importancia de los numerosos beneficios de la tecnología de los ordenadores; no obstante, cuando se pueden obtener beneficios a tan gran escala, también existe inevitablemente la otra cara de la moneda. A medida que los ordenadores de todo el mundo queden vinculados en una red global, se corre el riesgo, que aumenta proporcionalmente, de que una sola persona pueda llegar a ejercer algún día el «control total» sobre ciertos aspectos importantes de nuestras vidas. Y, como se pregunta Lee Sawyer en la novela: «¿Qué pasará si el tipo es malo?».
    David Baldacci
    Washington, D. C.
    enero de 1997

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