Publicado en
mayo 16, 2010
Titulo original: Heliconia Summer
El hombre es todo simetría
y proporciones, un miembro con otro,
y todos además con todo el mundo;
hermanas son las partes más distantes;
pues la cabeza y el pie tienen amistad,
y ambos con las lunas y mareas
Más sirvientes tiene el hombre
que él desconoce: en todo sendero
aplasta aquello que lo favorece
cuando la enfermedad lo debilita.
Ah, poderoso amor. El hombre es un mundo
y tiene otro que lo atiende.
GEORGE HERBERT, Hombre
I
LA COSTA MARINA DE BORLIEN
Las olas subían la pendiente de la playa, caían hacia atrás, y regresaban.
En el mar, a poca distancia, una masa rocosa coronada de vegetación interrumpía la procesión del oleaje. Señalaba la división entre aguas someras y profundas. Esa roca había sido parte de una montaña situada tierra adentro, hasta que las convulsiones volcánicas la habían arrojado a la bahía.
Esa roca estaba ahora domesticada por un nombre. Se la conocía como la Roca de Linien, y en honor de esta, la bahía y sus alrededores recibían el apelativo de Gravabagalinien. Mas allá estaban los trémulos azules del Mar de las Águilas. La arena agitada enturbiaba las olas que rompían contra la costa dispersándose en ráfagas de espuma blanca. La espuma subía corriendo la cuesta para hundirse luego, voluptuosamente, en la playa.
Después de rodear el bastión de la Roca de Linien, las olas convergían desde distintos ángulos, chocaban con redoblado vigor y giraban en torno de las patas de un trono dorado que cuatro phagors depositaban en ese momento sobre la arena. Los diez dedos rosados de los pies de la reina de Borlien se hundieron en el agua.
Los descornados seres de dos filos permanecieron inmóviles. A pesar de lo mucho que temían el agua, apenas con un leve estremecimiento de sus orejas permitieron que el agua lechosa les hirviera alrededor de los pies.
Aunque hablan traído la carga real desde el palacio de Gravabagalinien, a media milla, no parecían fatigados. El calor era intenso, pero no se mostraban incómodos. Y tampoco revelaron interés cuando la reina caminó desnuda desde el trono hasta el mar.
Mas atrás de los phagors, sobre la arena seca, el mayordomo del palacio supervisaba a dos esclavos humanos que armaban una tienda y la cubrían luego con brillantes alfombras madi.
Pequeñas olas jugueteaban alrededor de los tobillos de la reina MyrdemInggala. Los campesinos de Borlien la llamaban “reina de reinas”. Con ella estaban la hija que había tenido con el rey, la princesa Tatro, y algunos de sus fieles acompañantes.
La princesa gritaba y saltaba de excitación. A la edad de dos años y tres decimos, consideraba el mar como un amigo enorme y sin mente.
–¡Oh, mira esa ola que viene, madre! ¡La más grande hasta ahora! Y la siguiente..., aquí viene... ¡Oooh! ¡Un monstruo grande como el cielo! ¡Cada vez más grandes! Más grandes, madre, ¡mira, madre! Mira esta, mira, va a estallar y... ¡Oh, aquí llega otra aun más inmensa! ¡Mira, mira, madre!
La reina asintió con gravedad ante el regocijo de su hija, entre olas pequeñas y tranquilas, y elevo la mirada hacia la distancia. Nubes de color pizarra se amontonaban en el horizonte sur, anunciando la próxima estación dc los monzones. Las aguas profundas tenían una resonancia que la palabra "azul" no podía describir con exactitud. La reina veía celeste, aguamarina, turquesa, viridiana. Llevaba en un dedo el anillo que le había vendido un mercader de Oldorando, con una piedra –única y de origen desconocido– que reproducía los colores del mar por la mañana. Sentía que su vida, y la de su hija, eran a la existencia como esa piedra al océano.
De esa reserva de vida procedían las olas que encantaban a Tatro. Para la niña cada ola era un acontecimiento distinto, y lo experimentaba sin relación con el anterior y el siguiente. Cada ola era única. Tatro se demoraba aun en el eterno presente de la infancia.
Para la reina las olas representaban una operación continua, no solo del océano sino del proceso mundial. Ese proceso incluía el rechazo de ella por su marido, los ejércitos en marcha en el horizonte, el calor creciente y la vela que día tras día ansiaba ver en el mar. No podía escapar de ninguna de esas cosas. Pasadas o futuras, estaban implícitas en su peligroso presente.
Dijo adiós a Tatro, corrió hacia adelante y se zambullo en el agua. Se alejaba de la pequeña figura que vacilaba en la playa para desposarse con el océano. El anillo relucía mientras sus manos cortaban la superficie y nadaba hacia afuera.
El agua le rodeaba los miembros refrescándolos con lujuria. La reina sentía la energía del océano. Al frente, una línea de blancas rompientes señalaba la división entre las aguas de la bahía y el mar, en donde fluía una gran corriente hacia el oeste, separando las calurosas tierras de Campannlat de las heladas de Hespagorat y rodeando el mundo. MyrdemInggala nunca trasponía esa línea si no era acompañada por sus familiares.
Estos acudían ahora, atraídos por el olor de su feminidad. Se acercaban nadando. La reina se reunió con ellos; hablaban en una lengua orquestal que para ella aun era ajena. Le advertían que algo –algo desagradable– estaba a punto de ocurrir. Algo que emergería del mar, su reino.
El exilio había traído a la reina a este desamparado punto del extremo sur de Borlien, Gravabagalinien, Gravabagalinien la Antigua, encantada por un ejercito espectral que mucho antes había perecido allá. Ese era todo su reducido reino. Y sin embargo, había descubierto otro reino, en el mar. Había sido por casualidad, un día en que había entrado al mar durante el periodo menstrual. En el agua, su olor había atraído a sus familiares. Estos se convirtieron luego en sus compañeros cotidianos, y en su consuelo por todo lo que había perdido y por todo lo que la amenazaba.
Escoltada por las criaturas, MyrdemInggala flotaba sobre su espalda, con las partes más delicadas de su cuerpo expuestas al calor de Batalix. El agua zumbaba en sus oídos. Tenía pechos pequeños, pezones color canela, caderas anchas, cintura angosta. EL sol resplandecía sobre su piel. Sus acompañantes humanos estaban cerca. Algunos nadaban junto a la Roca de Linien, otros en línea paralela a la playa; todos, de manera inconsciente, tenían a la reina como Punta de referencia. Sus voces competían con el estrépito de las olas.
Lejos de la costa, mas allá de los desechos marinos, mas allá de los acantilados, se erguía el blanco y dorado palacio de Gravabagalinien, donde la reina en el exilio aguardaba el divorcio o el asesinato. A los ojos de los nadadores parecía una casa de juguete.
En la playa, los phagors permanecían quietos. Mar adentro, una vela estaba inmóvil. Las nubes del sur no se movían. Todo esperaba.
Pero el tiempo avanzaba. La medialuz se aproximaba a su fin; ninguna persona de rango, en esas latitudes, se exponía al cielo abierto cuando los dos soles estaban en lo alto. Y mientras transcurría la medialuz, las nubes se tornaban más amenazantes y la vela se inclinaba hacia el este, acercándose al Puerto de Ottassol.
A su debido tiempo, las olas trajeron un cadáver humano con ellas. Ese era el hecho desagradable anunciado por los familiares, que gemían de disgusto.
El cuerpo rodeo la Roca de Linien, como si todavía poseyera vida y voluntad, y fue arrojado a las aguas bajas. Allí quedó extendido, boca abajo. Un ave marina se poso en su hombro.
MyrdemInggala vio el destello blanco y se acerco para inspeccionar. Una de las damas de su corte ya estaba allí y miraba horrorizada el extraño pez. Su denso pelo negro, empapado de agua salada, formaba mechones puntiagudos. Un brazo, quizá roto, le rodeaba el cuello. El sol secaba ya su carne arrugada cuando la sombra de la reina cayó sobre ella.
El cuerpo estaba hinchado por la putrefacción. Unos diminutos camarones se desplazaron velozmente en el agua para alimentarse de una rodilla rota. Con el pie, la dama de la corte dio vuelta el cadáver, que cayó sobre la espalda. Olía mal.
Una masa bullente de peces cuchara colgaba del rostro, devorando los huecos de la boca y los ojos. Ni siquiera bajo el brillo de Batalix interrumpieron su tarea.
La reina se volvió velozmente al oír los pasos de unos pies pequeños. Tomó a Tatro y la alzo por encima de su cabeza; luego la besó y le sonrió para tranquilizarla y se alejó por la playa. Mientras lo hacia llama a su mayordomo.
–¡ScufBar! Quita eso de ahí. Hazlo quemar tan pronto como puedas. Fuera de las viejas murallas.
El criado se puso de pie a la sombra de la tienda, quitándose la arena del charfrul.
–De inmediato, señora –dijo.
Mas tarde la reina, movida por la ansiedad, encontró otro medio para eliminar el cadáver.
–Conozco cierto hombre en Ottassol. Llévaselo–dijo a su pequeño mayordomo, clavándole la mirada–. Compra cuerpos. Y también te daré una carta, aunque no para el anatomista. A este ultimo no debes decirle de donde vienes, ¿has comprendido?
–¿Quién es ese hombre, señora? –ScufBar parecía la imagen misma de la renuencia.
–Se llama CaraBansity. No debes mencionar mi nombre. Tiene fama de hombre astuto.
Se esforzó por ocultar su turbación ante los criados, sin imaginar que un día su honor estaría en manos de CaraBansity.
Debajo del chirriante palacio de madera había un panal de fríos sótanos. Algunos estaban repletos de bloques de hielo, cortados de un glaciar del lejano Hespagorat.
Cuando los dos soles se pusieron, el mayordomo ScufBar descendió al sótano llevando sobre la cabeza una linterna de aceite de ballena. Un niño esclavo lo seguía asido al ruedo de su charfrul para no caer. En su deseo de protegerse contra una vida laboriosa, ScufBar había desarrollado un vientre prominente, un pecho hundido y unos hombros redondeados, como para proclamar su insignificancia, eludiendo de ese modo nuevas obligaciones. Pero esta vez, la protección no había servido. La reina tenia un encargo para él.
Se puso un delantal y unos guantes de cuero. Apartando las esteras que cubrían una pila de bloques, entrego la linterna al chico y tomo una piqueta para hielo. Con dos golpes desprendió un trozo del bloque más cercano.
Alzándolo y quejándose, para convencer al chico de lo pesado que era, subió lentamente la escalera. Hizo que el esclavo cerrara la puerta. Unos perros de tamaño monstruoso lo recibieron; erraban sin cesar por los oscuros corredores. Conocían a ScufBar y no ladraron.
Cargando el hielo, traspuso una puerta trasera que daba al aire libre. Esperó hasta oír que el chico esclavo corría el cerrojo en el interior. Solo entonces empezó a cruzar el patio.
En lo alto brillaban las estrellas, y un ocasional destello violeta de la aurora alumbró su camino hasta los establos por debajo de un arco de madera. Sintió el olor penetrante del estiércol de hoxney.
Un mozo de cuadra aguardaba tembloroso en la oscuridad. Todo el mundo estaba inquieto en Gravabagalinien después del crepúsculo, se decía que entonces los soldados del ejercito muerto salían a buscar octavas de tierra favorables. Una hilera de hoxneys castaños piafaba en la oscuridad.
–¿Esta listo mi hoxney, muchacho?
–Sí.
El mozo había preparado un hoxney de carga para el viaje de ScufBar. Había asegurado sobre el lomo del animal un largo cesto de mimbre, especial para transportar mercancías que debían ser enfriadas con hielo. Con un quejido final, ScufBar deslizó el bloque de hielo en el cesto, sobre una capa de aserrín.
–Ahora ayúdame con el cuerpo, y sin remilgos.
El cadáver que había sido arrojado a la bahía estaba en un rincón del establo, en medio de un charco de agua salada. Los dos hombres lo arrastraron, y luego de alzarlo, lo ubicaron sobre el hielo. Con cierto alivio, aseguraron la tapa del cesto.
–Que horrible cosa helada– dijo el mozo de cuadra, tocándose las manos en el charfrul.
–A poca gente le agrada un cadáver humano –dijo ScufBar, mientras se quitaba los guantes y el delantal–. Es una suerte que el deuteroscopista de Ottassol sea uno de esos pocos.
Salió del establo con el hoxney y pasó ante la guardia del palacio; caras hirsutas lo miraron con inquietud desde una garita junto a la muralla. El rey no había dado a la reina desdeñada, para su protección, mas que ancianos o personas en quienes ella no podía confiar. El mismo ScufBar se sentía inquieto, y no cesaba de mirar alrededor. Hasta el lejano estruendo del mar lo ponía nervioso. Una vez que hubo abandonado el palacio, se detuvo, respiró y miró hacia atrás.
La masa de aquel parecía recortada contra el brillo de las estrellas. Solo una luz, en cierto lugar, ponía un punto en la oscuridad. Allí era posible distinguir la figura de una mujer de pie en un bacón, mirando hacia el interior. ScufBar asintió para sus adentros, se dirigió al camino de la costa y tironeó de la cabeza del hoxney hacia el este, en dirección a Ottassol.
La reina MyrdemInggala había llamado a su mayordomo mas temprano que de costumbre. Aunque era una persona religiosa, la superstición pesaba en ella y el descubrimiento del cadáver la turbaba hasta el punto de considerarlo como un augurio de su propia y amenazadora muerte.
Dio el beso de las buenas noches a la princesa TatromanAdala y se retiró a rezar. Esa noche, Akhanaba no le dio consuelo, aunque ella había concebido un sencillo plan para utilizar inteligentemente el cadáver.
Temía lo que pudiera hacer el rey, a ella y a su hija. Estaba desprotegida contra su ira, y comprendía claramente que mientras viviera, su popularidad seria un riesgo para él. Había una persona que podía defenderla, un joven general; le había enviado una carta.
Pero él estaba combatiendo en las Guerras Occidentales y no había respondido.
Ahora ella le enviaba otra carta, al cuidado de ScufBar. En Ottassol, a cien millas de distancia, su marido y uno de los enviados del Santo Imperio Pannovalano eran esperados en breve. El enviado se llamaba Alam Esomberr, y traería consigo una declaración de divorcio que ella debería firmar. Pensar en ese instante le produjo un estremecimiento.
Su carta estaba dirigida a Alam Esomberr; le pedía protección contra su marido. Un mensajero sería detenido por alguna patrulla del rey; un hombre grueso con un animal de carga pasaría inadvertido. Nadie que inspeccionara el cadáver pensaría en buscar una carta.
La carta no era para el enviado Esomberr sino para el Santo C'Sarr. El C'Sarr tenía motivos para sentirse disgustado con el rey, y con coda seguridad estaría dispuesto a amparar a una piadosa reina en desgracia.
De pie en el bacón, descalza, contemplaba la noche. Se rió de si misma por depositar su confianza en una carta, cuando el mundo entero tal vez estaba a punto de incendiarse. Dirigió su mirada hacia el horizonte del norte. Allí, el Cometa de YarapRombry ardía: para algunos era el símbolo del exterminio, para otros el de la salvación. Un ave nocturna llama. La reina escuchó el sonido incluso después de que este hubo muerto, como se mira un cuchillo que cae inevitablemente en aguas claras.
Cuando estuvo segura de que el mayordomo estaba en camino, retorno a su cama y corrió las cortinas de seda que la rodeaban. Permaneció recostada allí, con los ojos abiertos.
En la oscuridad, el polvo del camino de la costa parecía blanco. ScufBar se movía dificultosamente junto a su cargamento, mirando en torno con ansiedad. Incluso así no pudo dejar de sorprenderse cuando una figura se materializó en la sombra y le ordeno que se detuviera.
El hombre estaba armado y llevaba ropas militares. Era uno de los soldados del Rey JandolAnganol, y le pagaban por vigilar a toda persona que entrara o saliera por orden de la reina. Olió el cesto. ScufBar explico que iba a vender el cadáver.
–¿Tan pobre es la reina?–preguntó el guardia, y dejó pasar a ScufBar.
ScufBar prosiguió su marcha, atento a cualquier sonido que no fuera el crujir del cesto. La costa estaba llena dc contrabandistas, y de cosas peores. Borlien participaba en las Guerras Occidentales contra Randonan y Kace, y bandas de soldados, incursores o desertores, asolaban el interior.
Después de dos horas, ScufBar condujo al hoxney hasta un árbol que extendía sus ramas sobre el camino. Este se empinaba ahora, para unirse con el del sur, el cual corría desde Ottassol, hacia el oeste, hasta la frontera con Randonan.
Llegar a Ottassol llevaría las veinticinco horas del día, completas; pero había maneras más agradables de viajar que ir caminando junto a un hoxney cargado.
Después de atar el animal, ScufBar trepo a una rama baja y esperó. Se quedó dormido.
Lo despertó el rumor de un carro que se acercaba; se deslizó al suelo y aguardó junto al camino, agazapado. La trémula luz de la aurora, en lo alto, le permitió reconocer al viajero. Silbó; oyó un silbido en respuesta, y el carro se detuvo sin prisa.
El dueño del carro era un viejo amigo de ScufBar, llamado FloerCrow, quien procedía de la misma región de Borlien. Todas las semanas, durante el verano del año pequeño, transportaba al mercado los productos de las granjas locales. FloerCrow no era un hombre muy sociable, pero estaba dispuesto a conducir a ScufBar hasta Ottassol a cambio de la ventaja de disponer de otro animal que ayudara a tirar del carro por turnos.
El carro se detuvo el tiempo suficiente para que el hoxney de carga fuera atado al vasal posterior y para que ScufBar trepara, no sin dificultad. FloerCrow hizo chasquear el látigo, y el vehículo avanzo. Un paciente hoxney de color castaño apagado tiraba de él.
A pesar del calor de la noche, FloerCrow llevaba un sombrero de ala ancha y un grueso manto. A su lado, en un soporte de hierro, había una espada. Su carga consistía en cuatro cochinillos negros, nísperos, gwing–gwings y un montón de hortalizas. Los desvalidos cochinillos colgaban en unas redes fuera del carro. ScufBar se acomodo contra el respaldo de tablas y durmió con el gorro sobre los ojos.
Despertó cuando las ruedas comenzaron a atronar sobre surcos endurecidos. El alba desteñía las estrellas mientras Freyr se preparaba para aparecer. La brisa traía el olor de las viviendas humanas.
Aunque la oscuridad se pegaba a la tierra, los campesinos, sombríos y silenciosos, ya se dirigían a los campos. En ocasiones los instrumentos que llevaban producían un ruido metálico. Su paso firme, sus cabezas inclinadas, recordaban la fatiga con que habían retornado al hogar la noche anterior.
Hombres, mujeres, jóvenes, viejos, los campesinos se movían en diversos niveles; algunos por encima del camino, otros por debajo. El paisaje, como se revelaba poco a poco, estaba formado por cuñas, barrancos, paredones, todo del mismo color castaño opaco que los hoxneys. Los campesinos habitaban la gran llanura de loess que constituía el centro sur del continente tropical de Campannlat. La llanura corría hacia el norte, casi hasta la frontera de Oldorando, y al este del río Takissa, donde se encontraba Ottassol. El rico suelo había sido trabajado por innumerables campesinos a lo largo de incontables años. Se habían construido terraplenes, muros y presas, destruidos y reconstruidos una y otra vez por sucesivas generaciones. Incluso en tiempos de sequía, como el presente, era preciso que trabajaran el loess aquellos cuyo destino era obtener cosechas del suelo.
–¡Ho! –grito FloerCrow, mientras el carro entraba en un pueblo junto al camino.
Gruesas paredes de loess protegían de los ladrones el amontonamiento de viviendas. Los monzones del año anterior habían roto y desmoronado las puertas, que aún estaban sin reparar. Aunque la oscuridad todavía era intensa, no se veían luces en ninguna ventana. Gallinas y gansos merodeaban bajo las remendadas murallas de barro, donde había pintados símbolos religiosos apotropaicos.
Una cocina encendida junto a la puerta proporcionaba un motivo de regocijo. El viejo vendedor encargado de ella no necesitaba vocear su mercancía; esta exhalaba un aroma que bastaba para anunciarla. Era un vendedor de waffles. Un flujo regular de campesinos se los compraba para comerlos (camino del trabajo).
FloerCrow puso un dedo en las costillas de ScufBar y señaló con su látigo en dirección al vendedor. ScufBar entendió la insinuación. Descendió del carro y fue a comprar el desayuno. Los waffles pasaban directamente de las ardientes quijadas de la wafflera a las manos de los compradores. FloerCrow comió el suyo con voracidad y se echo a dormir en la parte posterior del carro. ScufBar cambió los hoxneys, aferró las riendas y puso otra vez en marcha el carro.
El día avanzaba. Otros vehículos aparecían en el camino. El paisaje cambió. Durante un trecho la senda corría tan por debajo del nivel del suelo que solo se veían paredones castaños. En otro momento pasaron por la parte superior de un embalse, y luego se hizo visible un amplio paisaje cultivado.
La llanura se extendía en todas direcciones, lisa como una mesa, punteada de figuras agachadas. Prevalecían las líneas rectas. Los campos y las terrazas eran cuadrados. Había arboledas. Los ríos habían sido desviados a canales; hasta las velas de las embarcaciones eran de forma rectangular.
Cualquiera que fuese el paisaje, cualquiera que fuese el calor –la temperatura de ese día era de varios cientos–, los campesinos trabajaban mientras hubiera luz en el cielo. Los cultivos de hortalizas, frutas, y el más provechoso de todos, el de verónica, debían ser atendidos. Las espaldas seguían encorvadas, hubiese uno o dos soles.
El despiadado brillo de Freyr contrastaba con el opaco rostro rojo de Batalix. Nadie podía dudar cual de los dos era el amo del cielo. Los viajeros que venían desde Oldorando, mas cerca del ecuador, hablaban de bosques que reventaban en llamas a la orden de Freyr. Muchos creían que Freyr devoraría el mundo muy pronto; sin embargo, aún era preciso emplear el azadón, y el agua goteaba junto a las plantas delicadas.
El carro se acercaba a Ottassol. Ya no se veían aldeas. Solo campos, extendiéndose hasta un horizonte disuelto en inconstantes espejismos.
El camino descendió hasta quedar encajado entre paredones de tierra de diez metros de altura. El pueblo se llamaba Mordec. Los hombres descendieron y ataron el hoxney, que permaneció jadeando entre las varas hasta que le llevaron agua. Los dos pequeños animales de color estiércol daban señales de fatiga.
A ambos lados del camino partían estrechos túneles al fondo de los cuales se vela brillar la luz del sol, prolijamente cortada en rectángulos. Los hombres salieron de un túnel a una plaza abierta, por debajo del nivel del campo.
En uno de los lados de la plaza estaba la Jarra Oronda, una posada excavada en la tierra. Su fresco interior solo estaba iluminado por el reflejo de la luz proveniente de la plaza. Frente a la posada había pequeñas viviendas, también abiertas en el loess. Tiestos de flores alegraban sus fachadas color ocre. El pueblo se extendía en un laberinto de pasajes subterráneos, interrumpidos por plazas, muchas de ellas con escaleras que conducían a la superficie donde trabajaba la mayor parte de la población de Mordec. Los campos eran el techo de las casas.
En la posada, mientras tomaban un bocado y bebían vino, FloerCrow dijo:
–Huele mal.
–Hace tiempo que murió –respondió ScufBar–. La reina lo encontró en la playa, donde lo habían arrojado las olas. Yo diría que lo mataron en Ottassol, es lo más probable, y que lo tiraron al mar desde un muelle. La corriente lo llevaría hasta Gravabagalinien.
Mientras regresaban al carro, FloerCrow dijo:
–Mal augurio para la reina de reinas, sin duda.
El largo cesto estaba en la parte posterior, junto a las hortalizas. El hielo fundido goteaba hasta el suelo, donde una lenta espiral de polvo convertía en mármol una charca. Las moscas zumbaban alrededor.
Treparon al carro para recorrer las ultimas millas.
–Si el rey JandolAnganol quiere acabar con alguien, lo hará...
ScufBar se escandalizo.
–La reina es muy querida. Tiene amigos en todas partes. –Tocó la carta que llevaba en un bolsillo interior e hizo un gesto de afirmación para si mismo.–Amigos influyentes.
–Y el se va a casar con una chiquilla de once Años...
–Once y cinco decimos.
–Tanto da. Es repugnante.
–Oh, si, repugnante –dijo ScufBar–. Imagínate, once años y medio. –Chasqueo los labios y silbo.
Se miraron y sonrieron.
El carro rechinó hacia Ottassol, y los moscardones lo siguieron.
Ottassol era la gran ciudad invisible. En épocas menos cálidas la llanura sostenía sus edificios; ahora, estos sostenían la llanura. Ottassol era un laberinto subterráneo donde vivían hombres y phagors. Solo quedaban, en la calcinada superficie, campos y caminos, con un contrapunto de huecos rectangulares. En esos rectángulos había plazas, rodeadas de frentes de viviendas que no mostraban otra configuración externa.
Ottassol era tierra y su contrario: tierra ahuecada, el negativo y el positivo del suelo, como si hubiese sido construida por gusanos geométricos.
La ciudad alojaba a 695.000 personas. Su extensión no se podía ver, y rara vez era apreciada, incluso por sus propios habitantes. El suelo, el clima y la situación geográfica, favorables, habían hecho que el Puerto creciera mas que la capital de Borlien, Matrassyl. Y esa conejera se extendía, a distintos niveles, hasta que la detenía el rió Takissa.
Había calles pavimentadas subterráneas, algunas bastante anchas para permitir el paso de dos carros. ScufBar iba por una de esas calles, llevando el hoxney con su carga. Se había separado de FloerCrow en un mercado, en las afueras de la ciudad. Mientras pasaba los peatones se volvían para mirarlo, tapándose las narices ante el olor que dejaba a su paso. El bloque de hielo se había derretido casi por completo.
–¿El anatomista y deuteroscopista? –pregunto a un transeúnte–. ¿Bardol CaraBansity?
–Plaza Ward.
Mendigos de todas clases pedían limosna en el exterior de las muchas iglesias: soldados heridos que habían regresado del frente, inválidos, hombres y mujeres con terribles canceres de piel. ScufBar los ignoro. En todas las esquinas y plazas cantaban las pecubeas enjauladas. Los cantos de las muchas variedades de pecubeas eran lo bastante diferentes para que un ciego pudiera guiarse por ellos.
ScufBar siguió su camino por la maraña de callejuelas, descendió unos pocos anchos escalones hasta la plaza Ward, y se acerco a la puerta donde un cartel mostraba el nombre Bardol CaraBansity. Hizo sonar la campanilla.
Se descorrió un cerrojo y la puerta se abrió. Apareció un phagor vestido con una tosca camisa de cáñamo. Complementó su mirada de color cereza con una pregunta:
–¿Que quiere?
–Busco al anatomista.
Después de atar el hoxney a un poste, ScufBar entro y se hallo en una habitación pequeña y en forma de bóveda. Otro phagor aguardaba detrás de un mostrador.
El primero avanzo por un pasillo, rozando ambas paredes con sus anchos hombros. Descorrió una cortina y entro en un cuarto, en un ángulo del cual había una cama; sobre ella, el anatomista celebraba una conferencia con su esposa. La interrumpió mientras el criado no humano decía lo que tenia que decir, y luego suspiro.
–Ya voy, maldito seas. –Bajó de la cama y se apoyo contra la pared para ponerse los pantalones debajo de su charfrul, que ajustó con lenta deliberación.
La mujer le arrojó un cojín.
–¿Por que no lo concentras nunca, estúpido? Termina lo que has empezado. Dile a esos necios que se marchen.
El movió la cabeza y sus pesados mofletes temblaron.
–Es el incesante reloj del mundo, querida. Mantén eso caliente hasta que vuelva. No soy yo quien gobierna las idas y venidas de los hombres...
Salió al pasillo y se detuvo en el umbral de su tienda para inspeccionar al recién llegado. Bardol CaraBansity era un hombre macizo, menos alto que robusto, con una forma cansada de hablar y un pesado cráneo no muy distinto del de un phagor. Usaba un grueso cinturón de cuero sobre su charfrul, y un cuchillo. Aunque parecía un vulgar carnicero, CaraBansity tenia una bien ganada reputación de hombre sagaz.
Con su pecho hundido y su abdomen protuberante, ScufBar no era una visión que impresionara, y CaraBansity demostró, en efecto, que no estaba impresionado.
–Tengo un cuerpo para vender, señor. Un cuerpo humano.
Sin hablar, CaraBansity hizo un gesto a los phagors. Ellos alzaron el cuerpo y lo arrojaron sobre el mostrador. Tenia aserrín y fragmentos de hielo adheridos.
El anatomista y deuteroscopista avanzó un paso.
–Está algo podrido. ¿Dónde lo has encontrado, hombre?
–En el río, señor. Mientras pescaba.
El cuerpo estaba tan hinchado por los gases internos que se salía de sus ropas. CaraBansity colocó el cadáver sobre la espalda y extrajo un pescado muerto de su camisa. Lo arrojo a los pies de ScufBar.
–Este es el así llamado pez cuchara. Para nosotros, los que nos preocupamos por la verdad, no es de ningún modo un pez, sino la progenie marina del gusano de Wutra. Marina. De agua de mar, no dulce. ¿Por que mientes? ¿Has asesinado a este pobre ser? Pareces un criminal. La frenología lo sugiere.
–Muy bien, señor, si así lo prefiere usted, lo encontré en el mar. Como soy un criado de la infortunada reina, no quería que el hecho fuese demasiado conocido.
CaraBansity lo observó con mayor atención.
–Bandido. ¿De modo que sirves a MyrdemInggala, reina de reinas? Esa señora merecería mejor fortuna y mejores criados.
–No le sirvo tan mal. Dígame cuanto me pagará por este cuerpo.
–Has hecho todo el camino por diez roons, no más. En estos tiempos tan perversos puedo encontrar cadáveres todos los días de la semana. Y más frescos que este, además.
–Me dijeron que me pagaría cincuenta, señor. Cincuenta roons. –ScufBar se frotaba las manos con aire evasivo.
–¿Cómo puede ser que aparezcas aquí con tu maloliente amigo justamente cuando el mismo rey y un enviado del Santo C'Sarr están a Punta de llegar a Ottassol? ¿Eres un agente del rey?
ScufBar abrió las manos y se encogió un paco.
–Sólo conozco a mi hoxney, que esta fuera. Págueme veinticinco solamente, señor, y volveré de inmediato junto a la reina.
–Sois todos codiciosos. No es extraño que el mundo este por arder.
–Si es así, señor, aceptare veinte. Veinte roons.
Volviéndose a uno de los phagors, que deslizaba su pálida milt por los ollares finos como ranuras, CaraBansity dijo:
–Paga a este hombre y haz que se marche.
–¿Cuánto debo pagar?
–Diez roons.
ScufBar dejo escapar un gemido de angustia.
–Esta bien. Quince. Y envía a la reina los respetos de Bardol CaraBansity.
El phagor busco entre sus ropas de cáñamo y sacó una pequeña bolsa. De ella surgieron tres monedas de cobre, que cayeron en la nudosa palma de la mano con tres dedos. ScufBar tome las monedas y se dirigió a la puerta con aire sombrío.
CaraBansity ordeno enseguida a uno de sus asistentes no humanos que cargara el cuerpo al hombro –orden que fue acatada sin repugnancia observable– y lo siguiera por un oscuro corredor, invadido por extraños olores. CaraBansity sabia tanto de estrellas como de intestinos, y su casa –semejante a un intestino– penetraba en lo profundo del loess. Poseía cámaras dedicadas a cada uno de sus intereses, y salidas a varias calles.
Entraron en un laboratorio. La luz penetraba oblicuamente por dos pequeñas ventanas cuadradas incrustadas en el muro de tierra, grueso como el de una fortaleza. Bajo los pies abiertos del phagor brillaban puntos luminosos. Parecían diamantes. Eran fragmentos de cristal, caídos mientras el deuteroscopista fabricaba lentes.
La habitación estaba atestada de despojos científicos. En la pared aparecían pintadas las diez casas del zodiaco. De otro muro colgaban tres cuerpos en distintas etapas de disección: los de un pez gigantesco, un hoxney y un phagor. El hoxney había sido abierto como un libro y privado de sus vísceras, para que quedaran visibles las costillas y la columna vertebral. En una mesa próxima había hojas de papel en las que CaraBansity había trazado detallados dibujos del animal muerto, pintando algunas zonas con tintas de color.
Peyt hizo girar sobre el hombro el cadáver gravabagaliniano y lo colgó, cabeza abajo, de un riel. Dos ganchos atravesaban la carne entre el calcañar y el talón de Aquiles. Los brazos rotos se movían, y las manos hinchadas se apoyaron como cangrejos en el suelo. Al oír una palmada de su amo, Peyt se marcho. A CaraBansity le molestaba la presencia de los seres de dos filos, pero eran más baratos que los sirvientes, e incluso que los esclavos humanos.
Después de contemplar largo rato el cadáver, CaraBansity corto con su cuchillo las ropas del muerto. Ignore el hedor de la podredumbre.
Era el cuerpo de un hombre joven; doce años, doce y medio, a lo sumo doce y nueve decimos. No más. Sus ropas eran bastas y extranjeras; tenia el pelo cortado al modo de los marineros.
–Tal vez, amigo mío, no eres de Borlien –dijo CaraBansity al cadáver–. Tus ropas tienen el estilo de Hespagorat... Probablemente de Dimariam.
El vientre estaba tan distendido que ocultaba por completo un ancho cinturón de cuero. CaraBansity lo abrió. En la carne apareció una herida. Se puso un guante y medo la mano en ella. Sus dedos encontraron un obstáculo. Después de tironear un poco, extrajo un cuerno gris de dos filos que había atravesado el diafragma, hundiéndose profundamente en el cuerpo. Miró el objeto con interés.
Los afilados bordes lo convertían en un arma eficaz. Antes había tenido un mango, pero quizás se habría perdido en el mar.
Miró el cuerpo con renovado interés. Los misterios siempre le agradaban.
Depositando el cuerno en el suelo, examine el cinturón. Era el trabajo de un excelente artesano, pero del tipo que se vendía en codas partes, por ejemplo en Osoilima, donde los peregrinos eran mercado propicio para tales objetos. En el interior había un pequeño bolsillo abotonado. Lo abrió y sacó un objeto incomprensible.
Con el ceño fruncido, llevo en su gruesa palma el objeto a la luz. No se parecía a nada que hubiese visto antes. Ni siquiera podía identificar el metal con el que, en gran parte, estaba hecho. Un escalofrío de temor supersticioso atravesó su mente pragmática.
Mientras lo lavaba debajo de la bomba, eliminando huellas de sangre y de arena, Bindla, su mujer, entró en el laboratorio.
–¿Bardol? ¿Que haces ahora? Pensé que volverías a la cama. ¿Sabes qué guardaba caliente para ti?
–Me encantaría, pero debo hacer otra cosa. –Le dirigió una de sus sonrisas solemnes. Bindla estaba en su temprana edad madura: veintiocho y un décimo, casi dos años más joven que él. Su abundante pelo rojizo había perdido algo de su brillo, pero él admiraba la conciencia que ella tenia de sus propios maduros encantos. En ese momento ella exageraba su desagrado por los olores del laboratorio.
–Ni siquiera estas escribiendo lo tratado sobre la religión, la excusa habitual.
El gruñó:
–Prefiero mis males olores.
–Hombre perverso. La religión es eterna; el hedor no.
–Al contrario, querida mía de largas piernas; las religiones cambian todo el tiempo. Son los hedores los que no cambian.
–¿Eso te alegra?
Él secaba con un trozo de tela el maravilloso objeto, y no respondió.
–Mira.
Bindla se acerco y apoyo una mano en su hombro. –¡Por la Roca! –exclamo, asombrada. Él se lo entregó y ella lo miró boquiabierta.
Una tira de metal hábilmente entrelazado, muy parecido a un brazalete, sostenía un papel traslucido donde brillaban tres series de números.
Leyeron los números en voz alta, mientras él los señalaba con un dedo romo.
06:16:55 12:37:76 19:20:14
Las cifras bailaban y cambiaban mientras ellos observaban. Los CaraBansity se miraron sorprendidos. Volvieron a concentrarse en el objeto.
Jamás he visto un talismán como este–dijo Bindla. Tuvieron que mirar otra vez, fascinados. Los números eran negros sobre fondo amarillo. Él leyó en voz alta:
06 : 20 : 25 13 : 00 : 00 19 : 23 : 44
Cuando CaraBansity acercó el objeto a su oído para comprobar si emitía algún sonido, el reloj de péndulo de la pared dio trece campanadas. Era un reloj muy complicado, que el mismo CaraBansity había construido en su juventud. Indicaba gráficamente la salida y la puesta de los dos soles, Freyr y Batalix, así como las divisiones del tiempo: los cien segundos por minuto, los cuarenta minutos de cada hora, las veinticinco horas del día, los ocho días de la semana, las seis semanas del décimo, y los diez décimos de ese año de cuatrocientos ochenta días. Un indicador separado mostraba los 1.825 pequeños años del Gran Año; ahora señalaba el 381, la fecha presente según el calendario de Borlien y Oldorando.
Bindla escucho sin oír nada.
–¿Es alguna clase de reloj?
–Tiene que serlo. La cifra central marca las trece, la hora de Borlien...
Ella siempre sabía cuando algo lo desconcertaba. Se mordía el puño como un niño.
En la parte superior había pequeñas salientes. Ella oprimió una.
Apareció otra serie de cifras:
6877 828 3269 (1177)
–El del centro es el Año, según alguno de los antiguos calendarios. ¿Cómo puede funcionar esto?
CaraBansity oprimió el botón y reapareció la serie anterior. Dejó el brazalete sobre el banco y lo miró, pero Bindla lo recogió y se lo peso en la muñeca. De inmediato el brazalete se ajusto por si solo, ciñendo su piel. Bindla lanzo un grito.
CaraBansity se dirigió a un estante de usados libros de referencia. Hizo a un lado una antigua copia del Testamento de RainiLayan y tomó un ejemplar de las Tablas Calendarias para Videntes y Deuteroscopistas. Después de pasar varias páginas, se detuvo en una y pasó el dedo por una columna.
Aunque el Año, según el calendario de Borlien–Oldorando, era el 381, esa cifra no era universalmente aceptada. Algunas naciones empleaban otro calendario, mencionado en las Tablas. Allí estaba el 828. Lo encontró bajo el titulo del antiguo y ya fuera de use “Calendario de Denniss”, el cual se asociaba ahora con la brujería y el ocultismo. Dennis era el nombre de un rey legendario que había gobernado, según se suponía, sobre todo Campannlat.
–La cifra central del brazalete se refiere a la hora local... –Volvió a morderse el puño.– Y nada le ha ocurrido al sumergirse en el mar. ¿Dónde hay ahora artesanos capaces de hacer una joya como esta? Sin duda se conserva desde los tiempos del rey Denniss...
Sostuvo la muñeca de su esposa y ambos contemplaron la continua variación de números. Habían encontrado un reloj cuyo sofisticado mecanismo no tenía paralelo, como quizá tampoco su valor ni seguramente su misterio.
Dondequiera que estuviesen los artesanos que lo habían construido, sin duda no padecían la desesperada situación a la que el rey JandolAnganol había llevado a Borlien. En Ottassol las cosas marchaban mejor porque era un puerto que comerciaba con otras tierras. En todo el resto las condiciones eran peores, por la sequía, el hambre y el bandolerismo. Las guerras y escaramuzas agotaban la savia vital del país. Un estadista más capaz que el rey, asesorado por una scritina o parlamento menos corrompido, haría la paz con los enemigos de Borlien y se ocuparía del bienestar de la población local.
Sin embargo, no era posible odiar a JandolAnganol –aunque a menudo CaraBansity lo intentaba– porque hubiera resuelto abandonar a su hermosa mujer, la reina de reinas, para casarse con una estúpida chiquilla mitad Madi. ¿Por que haría eso el Águila sino para fortalecer la alianza entre Borlien y su antigua enemiga, Oldorando, es decir, por el bien de su país? JandolAnganol era un hombre peligroso, desde luego; pero las circunstancias pesaban tanto sobre él como sobre el campesino más pobre.
Tal vez la razón fuera el empeoramiento del clima. La locura del calor, que aumentaba generación tras generación hasta hacer que los árboles ardieran espontáneamente...
–No sigas soñando –dijo Bindla–. Ven y quítame tu ridículo artefacto de la muñeca...
II
ALGUNAS VISITAS AL PALACIO
El acontecimiento que la reina temía ya estaba en marcha. El rey JandolAnganol se dirigía a Gravabagalinien para divorciarse de ella.
Desde la capital borlienesa de Matrassyl navegaría por el río Takissa hasta Ottassol, donde abordaría una nave costera hacia el oeste, hasta la angosta bahía de Gravabagalinien. Luego que JandolAnganol entregara a su reina la declaración de divorcio del Santo C'Sarr, en presencia de testigos, se separarían tal vez para siempre.
Este era el plan del monarca, y una terrible tormenta para él.
Acompañado por el brillante son de las trompetas, escoltado por los miembros de su Casa vestidos con sus mejores galas, el rey JandolAnganol iba en su carroza desde el palacio, a través de las tortuosas calles de Matrassyl, hasta el muelle. En la carroza solo había un acompañante: su phagor domestico, Yuli. Yuli era apenas un runt, y aún se veían en su pelaje blanco los mechones castaños de la infancia. Le habían cortado los cuernos y estaba sentado junto a su amo, inquieto ante la perspectiva del viaje fluvial.
Cuando JandolAnganol descendió del vehículo, el capitán del barco se adelanto y saludo con cortesía.
–Partiremos apenas estés listo –dijo JandolAnganol. Unos cinco decimos antes, desde ese mismo muelle la reina había partido hacia el exilio. En la costa se agolpaban grupos de ciudadanos, ansiosos por observar a ese monarca de reputación tan desconcertante. Allí estaba el alcalde, que había venido a despedir a su rey. La ovación no fue nada comparada con la que el día de su partida recibiera la reina MyrdemInggala.
El rey subió a bordo. Se oyó el ruido acompasado de maderas golpeadas, agudo como el de cascos sobre el canto rodado. Los remeros empezaron a remar. Se desplegaron las velas.
Mientras el barco se alejaba del muelle, JandolAnganol se volvió bruscamente para mirar al alcalde de Matrassyl, quien permanecía en rígida formación con sus asistentes. Al advertir la mirada del rey el alcalde incline la cabeza en gesto de sumisión, pero JandolAnganol no ignoraba que aquel hombre estaba furioso. Le indignada que el monarca abandonase la capital cuando había amenazas externas. Aprovechando la guerra de Borlien contra Randonan, en el oeste, los pueblos salvajes de Mordriat, en el nordeste, se lanzaban al ataque.
Cuando ese rostro sombrío quedo detrás de la popa del barco, el rey volvió la cabeza hacia el sur. En su interior, reconocía que la actitud del alcalde estaba en cierto modo justificada. Desde las altas e intranquilas praderas de Mordriat había llegado la noticia de que su guerrero jefe, Unndreid el Martillo, estaba otra vez en movimiento. El general que habría convenido designar para el ejercite borlienes del norte, con el objeto de levantar su moral, era el hijo del rey, RobaydayAnganol. Pero este había desaparecido el día en que se entero de que su padre planeaba divorciarse de su madre.
–Un hijo en quien confiar... –dijo JandolAnganol al viento, con expresión amarga. Responsabilizaba a su hijo de este viaje que ahora emprendía.
De modo que el perfil del rey, vuelto en dirección al sur, buscaba un signo de lealtad. Sobre la cubierta, las sombras de la jarcia, que yacían en complicados arabescos, se duplicaron cuando Freyr apareció en todo su resplandor. Luego el Águila se retire a descansar.
Un dosel de seda protegía el puente de popa. Allí, con sus acompañantes, pasó el rey la mayor parte de las tres jornadas que duró el viaje. Poco más de un metro por debajo de ese lugar de privilegio, esclavos humanos casi desnudos, randonianos la mayoría de ellos, aguardaban junto a sus remos, listos para ayudar a las velas si el viento amainaba. El olor de aquellos seres se percibía por momentos, mezclado con los de alquitrán, madera, scritinas.
–Nos detendremos en Osoilima –anuncio el rey. Allí, en ese lugar de peregrinación junto al río, visitaría el santuario y se haría flagelar. Era una persona creyente y necesitaba la buena voluntad de Akhanaba, el Todopoderoso, para las pruebas que se aproximaban.
JandolAnganol tenía un aspecto flemático y distinguido. A los veinticinco años y uno o dos decimos, era todavía un hombre joven, aunque algunas líneas marcaban su rostro enérgico otorgándole una expresión de sabiduría que sus enemigos negaban que tuviese.
Como sus halcones, alzaba la cabeza de un modo autoritario. Era esa cabeza lo que más atraía la atención, como si el dominio del país estuviera concentrado en aquel cráneo. JandolAnganol tenía el aspecto de un águila, acentuado por la nariz aguda, las feroces cejas negras, la barba y el bigote recortados que ocultaban en parte su boca sensual. Sus ojos gran negros e intensos; la viva mirada de esos ojos, que todo lo veían, le había ganado el apodo con que se lo conocía en los bazares: el Águila de Borlien.
Aquellos que estaban cerca de él y tenían el don de comprender el carácter, sostenían que el águila estaba enjaulada, y que la reina de reinas conservaba aún la llave de la jaula. JandolAnganol padecía la maldición del khmir, que podría ser descrita coma una lujuria impersonal, comprensible en ese clima tórrido.
A menudo, los rápidos movimientos de la cabeza, que contrastaban con la deliberada quietud de su cuerpo, expresaban el nervioso hábito de un hombre que esperaba ver adonde podía volverse.
La ceremonia bajo la alta roca de Osoilima terminó pronto. El rey, con su túnica manchada de Sangre, regresó al barco y comenzó la segunda mitad del viaje. Por las noches, para evitar el hedor, dormía en la cubierta, sobre un cojín de plumas de cisne. Su phagor, el runt Yuli, dormía junto a él.
Detrás de la nave real, guardando una prudente distancia, había otro barco. Era un transporte de reses modificado. En él venían las tropas más fieles del rey, la Primera Guardia Phagor. Se aproximó a la nave del rey cuando se acercaron al Puerto interior de Ottassol, la tarde del tercer día de viaje.
Las banderas prendían de sus mástiles en el húmedo calor de Ottassol. Había una muchedumbre en el muelle. Entre las banderas y demás símbolos patrióticos había pancartas más sombrías, en las cuales se podía leer EL FUEGO SE ACERCA: LOS OCÉANOS ARDERÁN, y también VIVE CON AKHA 0 MUERE CON FREYR. La Iglesia aprovechaba la alarma general para tratar de doblegar a los pecadores.
Una banda se acerco ceremoniosamente entre dos barracones y comenzó a ejecutar una marcha real. Aplausos contenidos saludaron al rey mientras descendía por la planchada.
Habían venido a recibirlo los miembros de la scritina de la ciudad y otros ciudadanos notables. Conociendo la reputación del Águila, pronunciaron discursos breves, que el rey respondió con la misma brevedad.
–Me hace feliz visitar Ottassol, nuestro principal Puerto, y encontrarlo floreciente. No puedo quedarme mucho tiempo. Ya sabéis que se precipitan grandes acontecimientos.
“Tengo el firme propósito de divorciarme de la reina MyrdemInggala mediante un acta aprobada por el gran C'Sarr Kilandar IX, Señor del Santo Imperio Pannovalano y Padre Supremo de la Iglesia de Akhanaba, cuyos servidores somos.
“Después de entregar el acta a la reina, en presencia de los testigos acreditados Por el Santo C'Sarr, como corresponde, seré libre para tomar, y tomare, por mujer legítima a Simoda Tal, hija de Oldorando. Así, con un lazo matrimonial, afirmare la alianza entre nuestro país y Oldorando–una vieja alianza– y aseguraré nuestra participación común en el Santo Imperio.”
“Con esta unión, nuestros enemigos comunes serán vencidos y retornaremos a la grandeza de los días de nuestros abuelos.”
Hubo algunos vivas y aplausos. La mayoría del público se desplazo para ver desembarcar a la guardia phagor.
El rey no vestía su habitual keedrant. Llevaba una túnica amarilla y negra, sin mangas, de modo que sus nervudos brazos quedaban al descubierto. Los ajustados pantalones de seda amarilla se adherían a sus piernas, y calzaba unas botas vueltas de cuero opaco. Llevaba una espada corta al cinto. Su pelo negro estaba trenzado en torno del circulo de oro de Akhanaba, Por cuya gracia gobernaba el reino. Miraba al comité de recepción.
Probablemente, ellos esperaban algo mas practico. La verdad era que MyrdemInggala era tan querida en Ottassol como en Matrassyl.
JandolAnganol dirigió un rápido gesto a su comitiva, se volvió y echó a andar.
Al frente estaban los miserables barrancos de loess. Habían colocado una tela amarilla a través del desembarcadero para que el rey caminara por ella. Rehuyéndola, cruzó hasta el coche que le aguardaba y subió. El cochero cerro la puerta y el vehículo se puso en marcha de inmediato. Atravesó una arcada y se introdujo en el laberinto de Ottassol. La guardia phagor lo seguía.
JandolAnganol odiaba, entre otras muchas cosas, su palacio de Ottassol. No ablandó su animo que el vicario real, el glacial AbstrogAthenat, con su cara de muchacha, lo recibiera en la puerta.
–El Gran Akhanaba lo bendice, señor. Nos alegra ver el rostro de su majestad, y su presencia entre nosotros, en el preciso momento en que llegan malas noticias del Segundo Ejercito en Randonan.
–De los asuntos militares hablare con los militares –respondió el rey, y entro en el salón de recepción. El palacio era fresco, y seguía siéndolo aun cuando el clima era más cálido; pero su construcción subterránea lo deprimía. Le recordaba los dos años que había pasado en Pannoval como sacerdote, en su juventud.
Su padre, VarpalAnganol, había ampliado mucho el palacio. Esperando el elogio de su hijo, le había preguntado que le parecía. “Frío, enorme, mal planeado”, fue la respuesta del Príncipe JandolAnganol.
Era típico de VarpalAnganol, quien jamás había dominado el arte de la guerra, no haber llegado a darse cuenta de que ese palacio subterráneo era imposible de defender.
JandolAnganol evoco el día en que había sido invadido. Tenia tres años y un décimo. Se encontraba en un patio subterráneo jugando con una espada de madera. Una de las lisas paredes de loess se desmoronó. Por la brecha irrumpieron una docena de rebeldes armados. Habían excavado un túnel sin ser advertidos. Aún le dolía recordar que había gritado de pánico antes de atacarlos con aquella espada de madera.
En ese momento se realizaba en el patio el cambio de guardia. Los hombres tenían las armas listas. Después de una lucha furiosa, los invasores fueron muertos. Luego, ese túnel ilegal se incorporó al trazado del palacio. Eso había ocurrido durante una de las rebeliones que VarpalAnganol no había logrado reprimir con la suficiente energía.
Ahora, el anciano estaba prisionero en la fortaleza de Matrassyl y los patios y pasillos del palacio de Ottassol permanecían custodiados por centinelas humanos y phagors. JandolAnganol lanzo una mirada a los hombres silenciosos mientras pasaba junto a ellos en los tortuosos corredores; estaba listo para matar a cualquiera que se moviese.
La noticia del sombrío ánimo del rey se extendió entre los funcionarios del palacio. Se habían organizado festejos para distraerlo. Pero antes debía recibir los informes del campo de batalla del oeste.
Una compañía del Segundo Ejercito, que avanzaba por las Alturas de Chwart para atacar el Puerto randonano de Poorich, había caído en una emboscada de una fuerza enemiga más poderosa. Después de combatir hasta el ocaso, los sobrevivientes lograron escapar para poner sobre aviso al grueso de las fuerzas. Un hombre herido había sido designado para transmitir a Ottassol la noticia, por medio del sistema de semáforos de la carretera del sur.
–¿Que ha ocurrido con el general TolramKetinet?
–Continúa combatiendo, señor –dijo el mensajero.
JandolAnganol recibió el informe sin comentario, y descendió luego a su capilla privada para orar y ser flagelado. Recibir los golpes del servil AbstrogAthenat era un castigo exquisito.
Poco le importaba a la corte lo que ocurriera a los ejércitos a casi tres mil millas de distancia; más importante era que el mal humor del rey no echara a perder la fiesta de la noche. El castigo del Águila era conveniente para todos.
Una escalera de caracol conducía a la capilla privada. Ese opresivo lugar, excavado en la arcilla que había debajo del loess y diseñado al estilo de Pannoval, estaba revestido de plomo hasta la altura de la cintura, y luego de piedra. En algunos lugares la humedad formaba gotas diminutas; en otros, pequeñas cascadas. Las luces ardían detrás de pantallas de cristal coloreado, proyectando rectángulos de color en el aire húmedo.
Se oyó una música sombría cuando el vicario real alzó el látigo de diez colas. En el altar se vela la Rueda de Akhanaba, en la que dos radios sinuosos conectaban el anillo interior y el exterior. Detrás del altar había un tapiz rojo y oro que representaba al Gran Akhanaba en la gloria de sus contradicciones: el Dos–en–Uno, el hombre y el dios, el niño y la bestia, lo eterno y lo temporal, el espíritu y la piedra.
El rey se quedó contemplando el rostro animal de su dios. Su reverencia era sincera. La religión lo había gobernado desde sus años de adolescencia en un monasterio pannovaliano. Del mismo modo, él gobernaba a través de la religión. La tradición mantenía subyugada a la mayor parte de la corte y su gente.
Era el culto común de Akhanaba el que unía a Borlien, Oldorando y Pannoval en incómoda alianza. Sin Akhanaba solo habría caos, y triunfarían los enemigos de la civilización.
AbstrogAthenat indico al penitente real que sé arrodillase, y leyó una breve plegaria.
–Comparecemos ante Ti, Gran Akhanaba, para pedir perdón por nuestros errores y para exhibir la sangre de la culpa. Por la maldad de todos los hombres, Tu, el gran Medico, has sido herido; por ello eres débil. Por esto has dirigido nuestros pasos a través del Hielo y el Fuego, para que podamos experimentar en nuestro ser material, aquí en Heliconia, lo que, en nuestro nombre, Tu has experimentado en todas partes: el perpetuo tormento del Calor y el Frío. Acepta este sufrimiento, oh Gran Señor, así como tratamos de aceptar el Tuyo.
El látigo cayó sobre los hombros de JandolAnganol. El vicario real era un joven afeminado, pero su brazo era fuerte para el cumplimiento de la voluntad de Akhanaba.
Después de la penitencia, la ceremonia del baño; luego, el rey acudió a la fiesta.
Allí el látigo cedía su lugar al revoloteo de las faldas en la danza. La música era animada; los músicos, gordos y sonrientes. También el rey esbozó una sonrisa, valiéndose de ella como de una armadura, mientras recordaba como poco tiempo atrás esa cámara había sido iluminada por la presencia de la reina MyrdemInggala.
Las paredes estaban decoradas con las flores de la medialuz, el idront y el perfumado vispard. Había montañas de frutas y centelleantes jarras de vino negro. Los campesinos podrían padecer hambre; la corte no.
JandolAnganol condescendió a beber vino negro, al que agregó zumo de frutas y hielo de Lordyardry. Miró sin interés la escena que tenia enfrente. Sus cortesanos se mantuvieron a cierta distancia. Le fueron enviadas mujeres para distraerlo, pero él las rechazó.
Había despedido a su antiguo canciller antes de salir de Matrassyl. A su lado, un nuevo canciller a prueba se movía con nerviosismo. Ansioso y obsecuente, comenzó a hablar de la próxima expedición a Gravabagalinien. También fue despedido.
El rey quería marcharse de Ottassol lo antes posible. Se encontraría con el enviado del C'Sarr y continuaría su viaje a Gravabagalinien con él. Después de la ceremonia con la reina se dirigiría a Oldorando, donde contraería matrimonio con la princesa Simoda Tal, concluyendo así con toda esa cuestión. Luego, con la ayuda de Oldorando y Pannoval, derrotaría a sus enemigos e impondría la Paz dentro de sus propias fronteras. Sin duda, la pequeña princesa, Simoda Tal, debería vivir en el palacio de Matrassyl; pero no había ningún motivo para que él tuviese que verla.
Estaba decidido a cumplir este plan. No se apartaba de su mente. Buscó con la mirada al enviado del C'Sarr, el elegante Alam Esomberr. Había conocido a Esomberr durante su estada de dos años en el monasterio de Pannoval, y desde entonces eran amigos. Para JandolAnganol era necesario que ese poderoso funcionario, enviado por el mismo Kilandar IX, asistiera como testigo a la firma del documento de divorcio, y que luego devolviese ese documento al C'Sarr en persona. Solo así el matrimonio quedaría legalmente anulado. Esomberr debería estar ya junto a él.
Pero el enviado Esomberr había sufrido una demora cuando se disponía a salir de sus habitaciones. Un hombrecillo desaliñado, de vientre prominente, pelo sucio y ropas manchadas por el viaje, se había abierto paso, hablando, hasta la empolvada presencia del enviado.
–Supongo que no vienes de parte de mi sastre.
El hombrecillo desaliñado negó la acusación y sacó una carta de un bolsillo interior. La entregó al enviado. Se retorció cuando Esomberr la abrió con un gesto elegante.
–Esa carta, señor, debe seguir viaje. Con su perdón, es solo para los ojos del C'Sarr.
–Yo soy el representante del C'Sarr en Borlien, gracias –dijo Esomberr.
Leyó la carta, asintió, y dio al mensajero una moneda de plata.
Murmurando, este ultimo se retiró. Salió del palacio subterráneo, fue hasta donde estaba atado su hoxney y partió hacia Gravabagalinien para informar de su éxito a la reina.
El enviado, sonriendo para sus adentros, se rascaba la punta de la nariz. Era un hombre agradable y esbelto, de veinticuatro años y medio, vestido con un magnifico keedrant de larga cola. Sacudió la carta en el aire. Pidió a un asistente un retrato de la reina MyrdemInggala y lo estudió durante unos minutos. De toda nueva situación, ya fuera personal o política, se podían derivar ventajas. Gozaría de su viaje a Gravabagalinien, si eso era posible.
Esomberr se prometió que su religión no interferiría con sus diversiones en Gravabagalinien.
Tan pronto como la nave real había amarrado, un grupo de hombres y mujeres se había reunido en el patio frontal del palacio para hablar con el rey. Legalmente, todas las suplicas debían dirigirse a la scritina, pero la vieja tradición del pedido directo al monarca se negaba a desaparecer.
El rey prefería el trabajo al ocio. Cansado de esperar y de ver girar a sus cortesanos hasta perder el aliento, aceptó celebrar audiencias en una sala vecina. Su runt permaneció alerta junto al pequeño trono; el rey le daba una palmada cariñosa de vez en cuando.
Una vez que los dos primeros solicitantes concluyeron sus pedidos, Bardol CaraBansity compareció ante el rey. Se había puesto un chaleco bordado sobre el charfrul. JandolAnganol reconoció su andar dificultoso y frunció el ceno ante la Florida reverencia que se le ofreció.
–Este hombre es Bardol CaraBansity, señor –dijo el canciller a prueba–. En la biblioteca real hay algunos de sus dibujos anatómicos.
El rey dijo:
–Te recuerdo. Eres amigo de mi ex canciller, SartoriIrvrash.
CaraBansity guiñó sus ojos enrojecidos.
–Espero que SartoriIrvrash se encuentre bien, señor, a pesar de ser un ex canciller.
–Ha huido a Sibornal, si a eso llamas encontrarse bien. ¿Que quieres de mí?
–En primer lugar, señor, una silla, porque me duelen las piernas.
Ambos se miraron. Luego el rey indicó a un paje que colocara una silla bajo su propio dosel.
CaraBansity se acomodo, sin prisa, y dijo:
–Sabiendo que su majestad es un hombre de gran conocimiento, he traído un objeto... inapreciable, según creo.
–Soy un hombre ignorante, y lo bastante estúpido para odiar la adulación. El rey de Borlien solo se ocupa de política, para mantener su país intacto.
–Todo lo hacemos mejor si estamos mejor informados. Yo puedo romper el brazo de un hombre mas fácilmente si sé como funcionan sus articulaciones.
JandolAnganol rió. Era un sonido áspero, que pocas veces salía de su boca. Se inclino hacia adelante.
–¿Que es el conocimiento ante la furia creciente de Freyr? Incluso el Todopoderoso Akhanaba parece impotente ante Freyr.
CaraBansity miraba el suelo.
–Nada se del Todopoderoso, majestad. No se comunica conmigo. Algún benefactor publico escribió en mi puerta la palabra “ateo” la semana pasada, y ése es ahora mi apodo.
–Entonces, cuida tu alma. –El rey hablaba en tono menos desafiante, y en voz más baja.– Como deuteroscopista, ¿qué piensas del terrible calor? ¿Tanto ha pecado la humanidad que debemos perecer todos en el fuego de Freyr? El cometa del cielo del norte, ¿es una señal de inminente destrucción, como dice la gente común?
–Majestad, ese cometa, el Cometa de YarapRombry, es una señal de esperanza. Podría explicarlo con mas detalle, pero temo fastidiarte con cálculos astronómicos. El cometa ha recibido su nombre del sabio cartógrafo y astrónomo YarapRombry de Kevassien. Él hizo el primer mapa del globo, colocando Otaassaal, como se llamaba entonces esta ciudad, en el centro, y descubrió ese cometa. Esto ocurrió hace 1.825 años, un Gran Año. El retorno del cometa demuestra que, como él, giramos en torno de Freyr, y que pasaremos a su lado sin sufrir mas que... una ligera quemadura.
El rey meditó.
–Me das una respuesta científica, como hacia SartoriIrvrash. Debe haber también una respuesta religiosa a mi pregunta.
CaraBansity se mordió el puño.
–¿Que dice el Santo Imperio Pannovalano acerca de Freyr? Por Akha, temen todo lo que aparece en el cielo y usan el cometa para aumentar los temores de la gente. Reclaman una nueva guerra santa para que eliminemos a los phagors. El argumento de la Iglesia es que si esas criaturas sin alma son eliminadas, el clima refrescará de inmediato. Sin embargo, en los años del hielo, la Iglesia creía que eran los odiosos phagors quienes habían traído el frío. De modo que su razonamiento carece de lógica, como todo pensamiento religioso.
–No me ofendas. Yo soy la Iglesia en Borlien.
–Perdón, majestad. Me limito a decir la verdad. Si lo ofende, despídeme, como has hecho con SartoriIrvrash.
–El hombre de quien hablas estaba a favor de la destrucción de los seres de dos filos.
–También yo lo estoy, señor, aunque dependa de ellos. Y en verdad me alarma que los favorezcas. Pero yo no los mataría por tontas razones religiosas. Los mataría porque son el enemigo tradicional de la humanidad.
El Águila de Borlien golpeó con la mano el brazo de su sillón. El canciller a prueba saltó.
–No escucharé más. No es esta la oportunidad de discutir, ¡hrattock impertinente!
CaraBansity se inclinó.
–Esta bien, señor. El poder hace sordos a los hombres; no escuchan. Tú mismo lo has llamada ignorante, no yo. Como puedes amenazar con una mirada, no puedes aprender. Esta es tu desgracia.
El rey se puso de pie. El canciller a prueba se estremeció. CaraBansity permaneció inmóvil, con el rostro pálido. Sabía que había ido demasiado lejos.
Pero JandolAnganol señaló al canciller.
–Me fatiga la gente que se asusta de mí, como este hombre. Haz lo que mi consejero no puede hacer, aconsejarme, y te nombraré canciller... y serás tan irritante, supongo, como tu amigo y predecesor. Cuando vuelva a casarme, tomando por esposa a la hija del rey Sayren Stund de Oldorando, este reino quedará firmemente unido al Santo Imperio Pannovalano, y eso nos hará fuertes. Pero el C'Sarr me presionará para que destruya a la raza de dos files, como están hacienda en Pannoval. Borlien tiene paces soldados y necesita phagors. ¿Puedo refutar con la ciencia el edicto del C'Sarr?
–Hum. –CaraBansity tironeo de uno de sus mofletes.– Pannoval y Oldorando siempre han odiado a los phagors, como nunca ha hecho Borlien. No estamos en el Paso de las migraciones phagors, como Oldorando. Los sacerdotes han encontrado un nuevo pretexto para continuar una vieja guerra. Hay una línea científica que podrías seguir, señor. La ciencia desterrará la ignorancia de la Iglesia, si me perdonas.
–Habla entonces; mi bello runt y yo lo escucharemos.
–Tú comprenderás, señor. Tu runt no. Debes conocer, por su reputación, el tratado histórico llamado El Testamento de RainiLayan. En ese volumen se habla de una Santa señora, VryDen, esposa del sabio RainiLayan. VryDen desentrañó algunos secretos del cielo; ella creía, como yo, que allí reside la verdad, y no el mal. VryDen pereció el año 26, durante el gran incendio que consumió Oldorando. Eso ocurrió hace 355 Años; quince generaciones, aunque ahora vivimos mas tiempo que entonces. Estoy convencido de que VryDen fue una personal real, no una invención de los cuentos de la Edad de Hielo, como pretende la Santa Iglesia.
–¿Cuál es la idea? –preguntó el rey, que comenzó a andar de un lado a otro, seguido por Yuli. Había recordado que su reina admiraba el libro de RainiLayan, y solía leerle algunos párrafos a Tatro.
–Una muy importante. Esta misma VryDen era atea, y por lo tanto vela el mundo come, es, y no oscurecido por deidades imaginarias. Antes de ella, se creía que Freyr y Batalix gran dos centinelas vivientes que custodiaban nuestro mundo contra una guerra en el cielo. Con la ayuda de la geometría, esa sabia señora logro predecir una serie de eclipses que señalaron el fin de su época.
–El conocimiento solo puede construir sobre el conocimiento, y uno ignora siempre adonde conducirá el paso siguiente. Pero conduce a alguna parte, en tanto que los dogmas de la Iglesia solo llevan a un circulo. Ese círculo es el emblema mismo de la Iglesia.
–Que yo prefiero a tus vacilantes pasos en la oscuridad.
–Yo he encontrado un medio para ver la luz a través de la oscuridad. Con la ayuda de nuestro común amigo SartoriIrvrash, logre pulir algunas lentes de cristal, como las que se usan en los ojos. –Describió luego como habían construido un telescopio. Por medio de ese instrumento habían estudiado las fases de Ipocrene y otros astros del cielo. A nadie hablaron de esto, porque el cielo no era un tema popular en esas naciones sometidas al imperio religioso de Pannoval.
“Uno por uno –continuó–, los vagabundos nos revelaron sus fases. Pronto pudimos predecir sus cambios con exactitud. Esto puede hacer la deuteroscopía. A partir de eso, SartoriIrvrash y yo complementamos nuestras observaciones con cálculos. Hallamos las leyes de la geometría celestial, que, según pensamos, YarapRombry debe haber conocido, aunque sufrió luego el martirio a manos de la Iglesia. Esas leyes establecen que los mundos giran alrededor de la estrella Batalix, y que Batalix describe una orbita en torno de Freyr. Y el radio vector de los movimientos solares barre áreas iguales en tiempos iguales.”
“Descubrimos también que el planeta rápido, llamado Kaidaw por VryDen, no gira en torno de Batalix sino de Heliconia, y que por lo tanto es un satélite o una Tuna.”
El rey se detuvo y pregunto con brusquedad:
–¿Podría vivir en ese Kaidaw gente como nosotros?
La pregunta se apartaba tanto del desganado interés anterior que CaraBansity se sorprendió.
–Es sólo un ojo de plata, señor; no un mundo verdadero, como Heliconia o Ipocrene.
El rey dio una palmada.
–Basta. No digas más. Podrías terminar como YarapRombry. No entiendo nada.
–Si consiguiéramos que estas explicaciones fueran evidentes para Pannoval, modificaríamos su anticuado pensamiento. Si pudiésemos inducir al C'Sarr a comprender la geometría celeste, tal vez él llegara a aceptar una geometría humana en que humanos y phagors giraran unos en torno de otros, coma Freyr y Batalix, en lugar de promulgar santas mentiras que se oponen a la vida ordenada.
Estaba a punto de continuar su explicación, cuando el rey hizo uno de sus gestos de impaciencia.
–En otro momento. No puedo escuchar tantas herejías juntas, aunque aprecio tus ingeniosas ideas. Te inclinas a cambiar con las circunstancias, como yo. ¿Por eso has llegado hasta aquí?
Por un instante, CaraBansity sostuvo la aguda mirada del rey. Luego dijo:
–No, majestad; como muchos dc tus fieles súbditos, he venido con la esperanza de venderte algo.
Extrajo del cinturón el brazalete con las tres series de cifras que encontrara en el cadáver, y lo entrego al rey.
–¿Habías visto una joya como esta antes?
JandolAnganol lo miro con sorpresa, haciéndolo girar entre sus dedos.
–Sí –dijo–. Sí, he visto antes éste mismo brazalete, en Matrassyl. En verdad es extraño, y provenía de un hombre tan extraño como él, que aseguraba haber venido de otro mundo. De tu Kaidaw. –Después de este misterioso discurso cerró la boca, como si lamentara haber hablado.
Observo los números que saltaban y cambiaban, y agrego:
–En un momento más tranquilo me dirás como ha llegado a lo poder. Ahora, doy por concluida esta audiencia. Tengo otros asuntos que atender.
Cerro la mano sobre el brazalete.
CaraBansity estallo en una dolorida protesta. El semblante del rey cambió. La rabia ardía en sus ojos y en cada línea de su rostro. Se inclinó hacia adelante como una ave de presa.
–Vosotros, ateos, nunca entenderéis que Borlien vive y muere por su religión. ¿No nos amenazan acaso, por cada flanco, los bárbaros, los infieles? El imperio no puede existir sin fe. Este brazalete amenaza al imperio, amenaza a la misma fe. Sus números esquivos provienen de un sistema que nos destruiría. –Y con voz más calmada agregó: –Tal es mi convicción, y debemos vivir y morir por nuestras convicciones.
El deuteroscopista se mordió los nudillos y no dijo nada.
JandolAnganol, contemplándolo, añadió:
–Si decides ser mi canciller, vuelve aquí mañana y continuaremos hablando. Hasta entonces me quedaré con esta bagatela sacrílega. ¿Cuál crees que será tu respuesta? ¿Aceptaras ser mi principal consejero?
Al ver al rey guardar el brazalete entre sus vestiduras, CaraBansity se sintió abrumado.
–Te lo agradezco, majestad. Respecto a tu pregunta, debo consultar a mi propio consejero, mi esposa...
Hizo una gran reverencia mientras el rey pasaba a su lado para retirarse de la habitación.
En un cercano corrector del palacio, el enviado del C'Sarr se preparaba para visitar al rey.
El retrato de la reina MyrdemInggala aparecía pintado en una lamina ovalada de marfil, proveniente del colmillo de una bestia marina. Mostraba su cara perfecta con una frente impecable y el cabello levantado por encima. Los ojos azul profundo de la reina estaban enmarcados por espesas pestañas, y un fino mentón suavizaba un rostro que de otro modo habría resultado mas bien autoritario. Alam Esomberr reconocía esas facciones por otros retratos que viera en Pannoval, porque la hermosura de la reina era celebre.
Mientras contemplaba esa imagen, el enviado oficial del Santo C'Sarr permitió que su mente se demorara en pensamientos lascivos. Pensó que en breve tiempo estaría ante la persona que había inspirado aquellas obras de arte.
Dos agentes de Pannoval, espías del C'Sarr, comparecieron ante Esomberr, quien, sin dejar de observar el retrato, escuchó su informe sobre las habladurías que corrían en Ottassol. Ambos analizaron el peligro en que estaría la reina de reinas, cuando quedara resuelto el divorcio con JandolAnganol. Él desearía que ella desapareciese del todo. Del todo.
Por otra parte, el pueblo en general prefería la reina al rey. ¿Acaso este no había enviado a su propio padre a prisión, y al país entero a la bancarrota? La muchedumbre podría rebelarse, matar al rey, poner en el trono a MyrdemInggala. Y estaría justificado.
Esomberr los miro con dulzura.
–Gusanos –dijo–. Necios. Hrattocks. ¿Acaso no llevan todos los reyes sus países a la bancarrota? ¿No encerrarla cualquiera a su padre para alcanzar el poder? ¿No están siempre en peligro las reinas? ¿No sueñan siempre las multitudes con rebelarse y destronar a alguien? Estáis hablando solo de los roles tradicionales en el teatro, grande pero estereotipado, de la vida. No me habéis dicho nada de importancia. Un agente de Oldorando seria azotado si diera un informe así.
Los hombres inclinaron sus cabezas.
–También debemos informar que los agentes de Oldorando trabajan aquí activamente.
–Esperemos que no pasen todo el tiempo con las mujeres del puerto, como vosotros dos. La próxima vez que os llame, confío en recibir noticias, no chismes.
Los agentes inclinaron aún mas sus cabezas y salieron de la habitación, sonriendo como si les hubiesen pagado en exceso.
Alam Esomberr suspiró, ensayo un aspecto severo y volvió a mirar la miniatura de la reina.
–Sin duda será estúpida, o tendrá algún otro defecto, para compensar tanta belleza –dijo en voz alta. Guardó la pieza de marfil en un bolsillo seguro.
El enviado del C'Sarr Kilandar IX era un noble de una familia Apropiadora, profundamente religiosa, con relaciones en la misma Ciudad Santa de las profundidades. Su austero padre, miembro de la Gran Magistratura, se había ocupado de que el ascenso de su hijo, quien lo despreciaba, llegase muy temprano. Esomberr consideraba ese viaje, destinado a dar testimonio del divorcio de su amigo, como unas vacaciones. En las vacaciones uno tenia derecho a cierta diversión, y esperaba que la reina MyrdemInggala se la proporcionase.
Estaba listo para su encuentro con JandolAnganol. Llamó a un criado. Este lo condujo ante la presencia del monarca, y los dos hombres se abrazaron.
Esomberr advirtió que el rey parecía más nervioso que en otras ocasiones. Disimuladamente, evaluó ese perfil hirsuto y afilado mientras el rey lo conducía a los salones donde la fiesta aún continuaba. Yuli, el runt, iba detrás de él. Esomberr le dirigió una mirada de aversión, pero nada dijo.
–De modo, Jan, que ambos hemos logrado llegar a salvo hasta Ottassol. Los invasores de lo reino no han podido cortarnos el paso.
Eran amigos, según lo que se entendía por amistad en esos círculos. El rey recordaba el aire cínico de Esomberr y su habito de inclinar un poco la cabeza, como si estuviese interrogando al mundo.
–Hasta ahora no hemos sufrido depredaciones por parte de Unndreid el Martillo. Ya te habrás enterado de mi encuentro con Darvlish la Calavera –dijo el rey.
–No dudo que esos bandidos sean tremendos. Uno se pregunta si, de haberles puesto nombres menos horribles, no serian más amables.
–Tus habitaciones son cómodas.
–A decir verdad, Jan, tu palacio subterráneo me parece abominable. Dime, ¿Qué ocurre cuando el río Takissa crece?
–Los campesinos hacen diques con sus cuerpos. Si te conviene, saldremos mañana para Gravabagalinien. Ya ha habido bastantes demoras, y se acercan los monzones. Cuanto antes terminemos con el divorcio, mejor.
–Me encanta la perspectiva de un viaje por mar, siempre que sea breve y la costa este al alcance de la voz.
Les sirvieron vino con hielo picado.
–Algo te preocupa, primo mío.
–Muchas cosas me preocupan, Alam. Ninguna en especial. En estos días, hasta mi fe me preocupa. –Vacilo y miro hacia atrás.– Cuando me siento inseguro, Borlien lo está también. Tu amo, el C'Sarr, nuestro Santo Emperador, seguramente lo comprendería. Hemos de vivir Por nuestra fe. Por mi fe, renuncio a MyrdemInggala.
–Primo, en privado podemos admitir que la fe tiene una cierta falta de sustancia, ¿verdad? Mientras que lo hermosa reina...
El rey acariciaba en su bolsillo el brazalete que le había quitado a CaraBansity. Aquello tenía sustancia. Era la obra de un enemigo insidioso que, según le dictaba su intuición, podía sumir al estado en un caos. Apretó con fuerza el metal.
Esomberr hizo un gesto que, contrariamente a los del rey, era lánguido y sin espontaneidad.
–El mundo va a la ruina, primo, o se hundirá en Freyr. Sin embargo, debo decir que la religión jamás me ha hecho perder el sueño. Más bien me lo produce. Todas las naciones tienen sus problemas. A ti lo preocupan Randonan y el temido Martillo. Oldorando sufre ahora una crisis con Akace. En Pannoval, nos atacan de nuevo los sibornaleses. Vienen desde el sur, a través de Chalce, incapaces de tolerar su espantoso país natal un minuto más. Un firme eje Pannoval–Oldorando–Borlien mejorará la estabilidad de todo Campannlat. Las demás naciones no son mas que bárbaras.
–La víspera de mi divorcio de MyrdemInggala deberías alegrarme en vez de deprimirme, Alam. El enviado vació su copa.
–Una mujer igual a otra. Estoy seguro de que serás dichoso con la pequeña Simoda Tal.
Vio el dolor en el rostro del rey. JandolAnganol dijo, mirando hacia los bailarines:
–Es mi hijo quien debería casarse con Simoda Tal, pero no he logrado que tenga buen sentido. MyrdemInggala comprende que doy este paso por el interés de Borlien.
–¡Por la Roca! ¿Eso crees? –Esomberr busco en su chaqueta de seda y sacó una carta.– Harías bien en leer esto; acaba de llegar a mis manos.
Al ver la letra clara de MyrdemInggala, JandolAnganol tomo la hoja temblando, y leyó:
Al Santo Emperador, C'Sarr Kilandar IX, jefe del Santo Imperio Pannovalano, en la ciudad de Pannoval, capital del país del mismo nombre.
Santo Señor, cuya fe profesa con devoción la abajo firmante:
Atiende esta suplica de una de tus hijas más infortunadas.
Yo, la reina MyrdemInggala, he sido castigada par un crimen que no he cometido. Mi marido, el rey, me ha acusado injustamente de conspirar contra Sibornal, y estoy en grave peligro.
Santo Señor: mi amo, el rey JandolAnganol, me ha tratado con gran injusticia, apartándome de su lado y desterrándome a esta costa abandonada. Aquí debo permanecer hasta que disponga de mí a su voluntad, victima de su khmir.
He sido para el una fiel esposa durante trece años, y le he dado un hijo y una hija. La hija es aún pequeña, y está conmigo. Mi hijo se rebeló ante la separación, e ignore donde se encuentra.
Como mi señor el rey ha usurpado el trono de su padre, el mal ha caído sobre nuestro reino. Se ha rodeado de enemigos. Para romper el circulo, planea un matrimonio dinástico con Simoda Tal, hija del rey Sayren Stund, de Oldorando. Según entiendo, esta unión goza de tu conformidad. Me inclino ante tu decisión. Pero a JandolAnganol no le bastará con alejarme par medio de una manipulación de la ley; finalmente querrá alejarme también del mundo terrenal.
Por esta razón, ruego a mi Santo Emperador que envíe lo antes posible una carta prohibiendo al rey que inflija daños a mí o a mis hijos, bajo pena de excomunión. El rey posee, al menos, fe religiosa; una advertencia de ese tipo causaría efecto en él.
Tu desesperada hija en religión
ConegUndunory MyrdemInggala
Esta carta llegará a ti por intermedio de tu enviado en Ottassol, y ruego que la entregue piadosamente en tu mano con la mayor premura.
–Pues bien, entonces tendremos que ocuparnos de esto –dijo el rey, con expresión dolorida, aferrando el papel.
–Yo tendré que ocuparme de esto –rectificó Esomberr, recuperando la carta.
Al día siguiente, la comitiva se hizo a la vela hacia el oeste, a lo largo de la costa de Borlien. Acompañaba al rey su nuevo canciller, Bardol CaraBansity.
El rey había desarrollado para ese entonces, el hábito nervioso de mirar una y otra vez por encima del hombro, como si se creyera observado par Akhanaba, el gran dios del Santo Imperio de Pannoval.
Había quienes lo observaban –o quienes habían de observarlo–, pero estaban más alejados en el tiempo y en el espacio de lo que JandolAnganol podía imaginar. Se los contaría par millones. En ese momento, el planeta Heliconia estaba habitado par noventa y seis millones de seres humanos, y un tercio de esa cifra de phagors. Los lejanos observadores eran todavía más numerosos.
En un tiempo, los habitantes del planeta Tierra habían contemplado con considerable despego los asuntos de Heliconia. Las transmisiones desde Heliconia, enviadas a la Tierra par la Estación Observadora Terrestre, habían sido inicialmente poco más que una fuente de entretenimiento. A lo largo de los siglos, mientras la Gran Primavera de Heliconia dejaba paso al verano, las cosas habían sufrido un cambio. La contemplación se convirtió en compromiso. Los observadores fueron modificados por lo observado; a pesar de que Presente y Pasado nunca podían coincidir en los dos planetas, comenzó a forjarse un vínculo de empatía.
Existían ahora medios para hacer que ese vinculo fuera aun más positivo.
La creciente madurez, la creciente comprensión de lo que significaba ser una entidad orgánica, eran deudas que los pueblos de la Tierra habían contraído con Heliconia. No miraban ahora al rey embarcando en Ottassol o a Tatro ante las alas de la playa coma hechos aislados, sino coma hebras de la ineludible tela de la cosmología, la cultura y la historia. Los observadores jamás habían dudado que el rey poseyera libre albedrío; pero como quiera que JandolAnganol ejerciera su voluntad –una voluntad feroz–, los infinitos nexos del continuum se cerrarían de todos modos sobre él, sin dejar más señales que la quilla de su barco en el Mar de las Águilas.
Aunque los terrestres consideraban su divorcio con compasión, no lo veían tanto como un acto individual, sino como un cruel ejemplo de la división en la naturaleza humana, entre las lecturas equivocadamente románticas del amor y el deber. Podían hacer esto porque, en parte, la largo crucifixión de la Tierra había terminado. La rebelión causada por el divorcio entre JandolAnganol y MyrdemInggala ocurrió en el año 381, según el calendario local de Borlien y Oldorando. Como lo había indicado el misterioso cronometro, transcurría en la Tierra el año 6877 después de Cristo; pero ello sugería una falsa sincronía, y los acontecimientos del divorcio se harían reales para las gentes de la Tierra pasados mil años más. Dominando tales fechas locales, había otra, cósmica, cuyo significado era mayor. El tiempo astronómico fluía coma una inundación en el sistema heliconiano. El planeta, junto con sus hermanos, se acercaba al periastron, el punto de su orbita más próximo al brillante astro llamado Freyr.
Heliconia tardaba 2.592 años terrestres en completar un Gran Año recorriendo una orbita alrededor de Freyr, y durante ese tiempo el planeta pasaba par extremos de calor y de frió. La primavera había terminado. El verano, el terrible verano del Gran Año, acababa de llegar.
La duración del verano sería de dos siglos y un tercio terrestres. Para quienes vivían en Heliconia en ese momento, el invierno y su desolación eran una leyenda, aunque vívida. Y así seguiría siendo durante cierto tiempo, en la mente de los hombres, antes de convertirse otra vez en hechos.
Sobre Heliconia brillaba su sol, Batalix, cuyo gigantesco compañero binario, Freyr, brillaba en ese momento con una intensidad un treinta par ciento superior a la de aquel, aunque estaba 236 veces más lejos.
Pese a su participación en su propia historia, los observadores terrestres vigilaban de cerca los eventos de Heliconia. Advirtieron que los hilos de la telaraña –en particular los religiosos– habían sido tejidos hacia mucho tiempo y ahora atrapaban al rey de Borlien.
III
UN DIVORCIO PREMATURO
A pesar de sus extensas costas, Borlien no era una nación de marinos. La consecuencia era que los borlieneses no eran tampoco grandes armadores de barcos, como los sibornaleses, o incluso algunos pueblos de Hespagorat. El que llevaba al rey hasta Gravabagalinien y el divorcio, era un pequeño bergantín de proa redondeada. Navegaba sin perder de vista la costa, y de bordo, calculando por medio de unas clavijas insertadas en la borda el escaso recorrido de cada jornada.
El barco, que más parecía una bañera, iba detrás del primero, llevando a los seres de dos filos de la Primera Guardia Phagor.
El rey se alejó de sus compañeros apenas la nave se hizo a la mar, y permaneció junto a la barandilla mirando fijamente hacia adelante, como si quisiera ser el primero en ver a la reina. Yuli, que se sentía muy mal a causa del movimiento, se hallaba tendido al lado de un cabrestante. Por una vez, el rey no le demostraba simpatía.
Las jarcias crujían y el bergantín avanzaba con esfuerzo a través del mar en calma.
De pronto, el rey se desplomó sobre la cubierta. Sus cortesanos acudieron y lo alzaron. JandolAnganol fue transportado a su camarote y colocado en su litera. Estaba mortalmente pálido y se revolvía, como dolorido, ocultando su cara.
Un médico lo examinó y ordenó que todos, excepto CaraBansity, abandonaran el camarote.
–Quédate con su majestad. No es mas que un leve mareo. Apenas lleguemos a tierra se sentirá mejor.
–Yo pensaba que los vómitos eran la característica del mareo.
–Bien... si..., bueno, en algunos casos. La gente común. Los reyes responden de otra manera. –El médico se inclinó y salió.
Un rato mas tarde, las quejas del rey se hicieron articuladas.
–Esta cosa terrible que debo hacer. Ruego a Akhanaba que todo termine pronto...
–Majestad, hablemos de un asunto sensato e importante, para que tu mente se calme. Ese extraño brazalete que...
El rey alzó la cabeza y dijo con tono inflexible:
–Vete de aquí, cretino. Haré que lo arrojen a los peces. Nada es importante, nada. Nada en esta tierra.
–Que su majestad se recupere pronto –dijo CaraBansity, escurriendo del camarote su torpe bulto.
La nave hizo rápidos progresos hacia el oeste y entró en la pequeña bahía de Gravabagalinien la mañana del segundo día. JandolAnganol, que súbitamente había vuelto a ser el mismo, descendió por la planchada hasta la playa –no había embarcadero en Gravabagalinien– seguido por Alam Esomberr, quien llevaba la cola de su vestido recogida en la mano.
Acompañaban a Esomberr diez sacerdotes de alto rango, a los que él llamaba pandilla de vicarios. En la comitiva del rey había capitanes y armeros.
El palacio de la reina esperaba tierra adentro, sin señales de vida. Las estrechas ventanas estaban cerradas. En lo alto de una torrecilla, una bandera negra ondeaba a media asta. El rey la contempló con una expresión tan inexpresiva como una ventana cerrada a cal y canto. Ningún hombre se atrevía a posar sus ojos en él, temiendo tropezar con la mirada del Águila.
Se acercaba la segunda nave, con torpe lentitud. A pesar de la impaciencia de Esomberr, JandolAnganol insistió en esperar a que llegase y se tendiera una pasarela del barco a la costa, de modo que las tropas no humanas pudieran bajar a tierra sin poner pie en el agua.
Luego, las hizo formar y practicar ejercicios, dirigiéndose a ellas en Nativo, después de lo cual estuvo listo para recorrer la media milla que lo separaba del palacio. Yuli corría pisando ligeramente la arena, feliz de hallarse otra vez en tierra firme.
Fueron recibidos por una anciana que vestía keedrant negro y delantal blanco, como los pelos que colgaban de un lunar en su mejilla. Caminaba apoyándose en un bastón. Unos pasos mas atrás había dos guardias desarmados.
De cerca, el edificio blanco y dorado revelaba su ruina. Pizarras del techo, pilares de las barandillas, tablones de las galerías, habían caído sin ser reemplazados. Nada se movía, excepto un rebaño de ciervos que pastaban en una colina distante. El mar atronaba sin cesar contra la costa.
El vestido del rey era el apropiado para tan sombrío panorama. Vestía una túnica sin adornos y unos pantalones de color azul oscuro, casi negro. Esomberr, por el contrario, lucia sus más vistosas ropas celestes, realzadas por un corto manto color rosa. Se había perfumado para camuflar los olores del barco.
Un capitán de infantería hizo sonar su clarín anunciando la presencia del rey.
La puerta del palacio continuó cerrada. La anciana se retorció las manos y murmuró algo al viento.
Obligándose a actuar, JandolAnganol se acerco a la puerta y golpeo sus paneles de madera con el porno de la espada. El ruido se multiplicó en ecos e hizo que los perros ladrasen.
Una llave entró en una cerradura. La puerta se abrió, movida por otra vieja bruja, quien luego de ofrecer al rey una rígida reverencia, se quedó parpadeando.
En el interior, todo era oscuridad. Los perros fueron silenciosamente escondidos en las profundidades del palacio.
–Tal vez Akhanaba, en un gesto piadoso aunque algo temperamental, ha enviado la plaga –sugirió Esomberr–, liberando así a los habitantes de esta casa de las penurias terrenas, y haciendo inútil nuestro viaje.
El rey lanzó un grito a manera de saludo.
En lo alto de las escaleras, una luz rompió las sombras. Alzaron los ojos y vieron a una mujer sosteniendo una vela sobre su cabeza, de modo que sus rasgos quedaban ocultos en la penumbra. A medida que descendía, los escalones crujían bajo sus pies. Cuando se acercó a quienes esperaban abajo, la luz del exterior comenzó a iluminar su rostro. Incluso antes de esto, algo, en su porte, reveló quien era. La luz se hizo más intensa, y apareció el rostro de la reina MyrdemInggala. Se detuvo a unos pasos de JandolAnganol y de Esomberr e hizo una reverencia, primero al rey, luego al enviado.
Su belleza era cenicienta; sus labios, casi incoloros; sus ojos, muy negros en el rostro pálido. Una abundante cabellera flotaba alrededor de su cabeza. Vestía una larga túnica gris abotonada en el cuello.
La reina dijo una palabra a la anciana y ésta cerró las puertas, dejando a Esomberr, a JandolAnganol y al intruso runt en la oscuridad, en una oscuridad que parecía cosida con hilos de luz. El palacio estaba construido con débiles tablones. Cuando el sol lo iluminaba, dejaba al descubierto su estructura esquelética. La reina los condujo hasta un salón lateral, mientras sutiles líneas de luz revelaban su presencia.
Se detuvo en el centro de una habitación definida por tenues geometrías luminosas, allí donde la luz del día se filtraba por las ventanas redondas con los postigos cerrados.
–En este momento no hay nadie en el palacio –dijo MyrdemInggala–, excepto la princesa TatromanAdala y yo. Podéis matarnos ahora mismo, y no habrá mas testigo que el Todopoderoso.
–Nadie quiere hacerte daño, señora–dijo Esomberr. Se dirigió a una ventana y abrió los postigos. Al volverse vio en la luz polvorienta al marido y a la mujer, muy cerca, en la habitación casi vacía.
MyrdemInggala estiró los labios y sopló la llama de la vela.
JandolAnganol dijo:
–Cune, como lo he dicho, este divorcio es un asunto de política de estado. –Hablaba con una ternura inhabitual en él.
–Puedes obligarme a que lo acepte. Nunca podrás hacer que lo comprenda.
Esomberr abrió la ventana y llamó a AbstrogAthenat y a su comitiva.
–La ceremonia no será larga, señora –dijo. Avanzó hasta el centro de la habitación y se inclinó–. Mi nombre es Esomberr de Esomberrs. Soy el enviado y representante en Borlien del Gran C'Sarr Kilandar IX, el Padre Supremo de la Iglesia de Akhanaba y Emperador del Santo Pannoval. Mi función es actuar como testigo en el nombre del Padre Supremo, en una breve ceremonia. Ese es mi deber publico. Mi deber privado es declarar que eres aún más hermosa que cualquiera de los retratos.
Ella dijo suavemente a JandolAnganol:
–Después de todo lo que hemos sido el uno para el Otro...
Sin alterar el tono de su voz, Esomberr continuo:
–Esta ceremonia librará al rey JandolAnganol de sus lazos matrimoniales. Con esta especial declaración de divorcio otorgada por el Padre Supremo en persona, ambos dejareis de ser marido y mujer, y vuestros votos quedarán rescindidos; tú renunciaras al titulo de reina.
–¿Por que motivo debo divorciarme, señor? ¿Cuál es el pretexto? ¿En que se le ha dicho al reverendo C'Sarr que he pecado, para ser tratada de este modo?
El rey estaba como en trance, mirando el vacío, mientras Alam Esomberr sacaba un documento del bolsillo, lo desplegaba y leía.
–Señora, nuestros testigos han demostrado que, durante tus vacaciones en Gravabagalinien –esbozó un gesto sensual–, has entrado en el mar completamente desnuda. Que has mantenido relaciones carnales con delfines. Que este acto antinatural, prohibido por la Iglesia, se ha repetido a menudo, a veces ante la vista de tú hija.
Ella respondió:
–Sabes que eso es una pura invención. –Hablaba sin fuego en la voz. Volviéndose hacia JandolAnganol agrego: – ¿Acaso el estado solo podrá sobrevivir si arrastras mi nombre, me envileces y me pones por debajo de las esclavas?
–Aquí está el vicario real, quien se ocupará de la ceremonia –dijo Esomberr–. Sólo debes guardar silencio. No se te causaran nuevas angustias.
AbstrogAthenat entro, irradiando su frialdad a toda la habitación. Alzo la mano y pronuncio una bendición. Detrás de él había dos niños que tocaban la flauta.
La reina dijo con voz glacial:
–Si esta santa farsa debe ocurrir, insisto al menos en que Yuli no este presente.
JandolAnganol salió de su ensoñación para ordenar a su runt que se retirara. Después de una pequeña protesta, el phagor lo hizo.
AbstrogAthenat se adelanto con un papel donde estaban escritas las palabras de la ceremonia del matrimonio. Tomó las manos del rey y la reina y les indico que sujetaran cada uno un lado del papel, cosa que ellos hicieron como hipnotizados. Luego leyó la declaración en voz alta y clara. Esomberr miro a los dos miembros de la pareja real. La vista de ambos estaba clavada en el suelo. El vicario alzo una espada ceremonial. Murmurando una plegaria, la dejo caer.
El vínculo de papel se corto en dos. La reina arrojó su parte al suelo de madera.
El vicario sacó un documento que fue firmado por JandolAnganol, y luego por Esomberr en su calidad de testigo. También lo firmó el vicario, quien se lo dio a Esomberr para que este lo entregara al C'Sarr. El vicario se inclinó ante el rey y salió de la habitación, seguido por sus dos niños flautistas.
–El acto se ha cumplido –dijo Esomberr. Nadie se movió.
Empezó a llover. Los marinos y soldados de los barcos se habían amontonado junto a la única ventana abierta, aspirando a contemplar la ceremonia, para jactarse de ello durante el resto de sus vidas. Ahora corrían buscando refugio, mientras los oficiales aullaban. La lluvia arreció. Brilló un relámpago, y un trueno retumbó en lo alto. Los monzones se acercaban.
–Ah, mejor seria que nos pusiésemos cómodos–dijo Esomberr, con su ligereza habitual–. Tal vez la reina, perdón, la ex reina, quiera disponer que sus damas nos traigan algo de beber. –Llamo a uno de sus hombres. Busca en los sótanos. Las criadas estaban allí escondidas, y si no ellas, el vino.
La lluvia entraba por la ventana abierta, mientras los postigos sueltos golpeaban.
–Estas tormentas venidas de ninguna parte terminan pronto –dijo JandolAnganol.
–Esa es la forma de tomar esto, Jan: con una metáfora –dijo Esomberr con tono jovial, y luego dio una palmada en el hombro al rey.
Sin una palabra, la reina puso la vela apagada en un estante, se volvió y salió de la habitación.
Esomberr busco dos sillas de asiento tapizado y las colocó una junto a la otra, abriendo otra ventana para que se pudiera ver la furia de los elementos. Ambos se sentaron, y el rey ocultó su cara entre las manos.
–Después de lo matrimonio con Simoda Tal, lo prometo que las cosas marcharan mejor, Jan. En Pannoval estamos algo atareados por la lucha del frente norte contra los sibornaleses: como sabes, es particularmente dura a causa de las tradicionales diferencias religiosas.
“Oldorando es distinta. Después de tu casamiento, veras que se pondrá de tu parte. O bien, y esto es muy posible, puede que Kace busque la paz. Después de todo, tiene lazos de sangre con Oldorando. A través de Kace y de Oldorando corre la ruta de este a oeste de las migraciones phagor y de las razas sub–humanas, como los Madis.”
“Además, ya sabes que la querida madre de Simoda Tal, la reina, es una sub... Bueno, una protognóstica, digamos. La palabra "sub–humano" implica un prejuicio. Y Kace... es un lugar salvaje. De modo que, si hicieran la paz con Borlien, incluso podríamos, quien sabe, inducirlos a atacar Randonan. Eso te dejaría en libertad para ocuparte del problema de Mordriat, y de ese otro tipo con nombre raro.
–Lo que seria muy conveniente para Pannoval –observo JandolAnganol. Esomberr asintió.
–Le convendría a todo el mundo. Me encantaría que nos atendieran, ¿a ti no?
Su asistente regreso, acompañado de truenos y de cinco ansiosas mujeres, escoltadas por phagors, que traían jarras de vino.
La entrada de las criadas dio un aspecto diferente a la situación. El rey se puso de pie y empezó a caminar por la sala como si estuviera aprendiendo a usar las piernas. Las mujeres, viendo que no había peligro inmediato, comenzaron a sonreír y asumieron con rapidez su rol habitual de complacer a los huéspedes varones y emborracharlos de la manera mas completa y rápida posible. El armero real y varios capitanes aparecieron y se unieron al festejo.
Como la tormenta continuaba, se encendieron lámparas, se trajeron otras bonitas cautivas y se tocó música. Soldados cubiertos con lonas aparecieron con un banquete traído desde el bergantín.
El rey bebía vino de níspero y comía carpa plateada con arroz y azafrán.
El techo goteaba.
–Hablaré con MyrdemInggala y veré a mi hija Tatro –dijo JandolAnganol.
–No –respondió Esomberr–. Eso no seria aconsejable. Las mujeres pueden humillar a los hombres. Tú eres el rey, ella no es nadie. Cuando el mar esté en calma, partiremos. Nos llevaremos a la niña. Hasta entonces, recomiendo que pasemos la noche en este hospitalario colador.
Algo mas tarde, para combatir el silencio del rey, Esomberr dijo:
–Tengo un regalo para ti. Este es un buen momento para entregártelo, antes de que estemos demasiado borrachos para enfocar la vista. –Se seco las manos en el traje de terciopelo y extrajo de un bolsillo una caja estrecha y delicada, con un bordado en la tapa.– Es un regalo de Bathkaarnet –ella, reina de Oldorando, a cuya hija tomarás en matrimonio. La reina en persona ha hecho el bordado.
JandolAnganol abrió la caja. En el interior había una miniatura de Simoda Tal, pintada a sus once Años. Usaba una cinta en el pelo, e inclinaba la cara en un gesto de timidez o coquetería. Su hermoso cabello estaba rizado, pero el artista no había podido ocultar el rostro de ave de la niña. Se veían con claridad la nariz prominente y los ojos de una Madi.
JandolAnganol sostuvo el retrato con el brazo extendido, tratando de leer lo que pudiera leerse. Simoda Tal tenia en la mano la maqueta de un castillo; el castillo del Valvoral que era parte de su dote.
–Es muy bella, y no te equivoques –dijo Esomberr con entusiasmo–; once años y medio es la edad más voluptuosa, aunque la gente pretenda lo contrario. Con franqueza, Jan, te envidio. Aunque su hermana menor, Milua Tal, es aún más bonita.
–¿Es cultivada?
–¿Hay alguien cultivado en Oldorando? No, si sigue el ejemplo de su rey.
Ambos rieron y brindaron por los futuros placeres con vino de níspero.
A la caída de Batalix, la tormenta se había alejado. El palacio de madera vibraba y crujía como un barco antes de arrojar el ancla en aguas tranquilas. La soldadesca real se había abierto paso por los sótanos, entre los bloques de hielo y el vino. Ellos, e incluso también los phagors, iban cayendo en un embriagado sueño.
No había guardias. El palacio parecía demasiado alejado de todo posible ataque, y la macabra reputación de Gravabagalinien ahuyentaba a los intrusos. A medida que caía la noche, el ruido disminuía. Hubo maldiciones, vómitos, risas; luego, la quietud. JandolAnganol se durmió con la cabeza en el regazo de una criada. Apenas pudo, ella se aparto y lo dejo tendido en un rincón como un vulgar soldado.
Arriba, la reina de reinas mantuvo la guardia a lo largo de las horas. Temía por su pequeña hija; pero el lugar de su exilio había sido bien elegido. No había adonde escapar. Por fin, envió a dormir a sus damas asistentes. Aunque tranquilizada por el silencio que había abajo, permanecía alerta, sentada, en la antecámara de la habitación donde dormía la princesa Tatro.
Un golpe en su puerta. Se puso de pie.
–¿Quién es?
–El vicario real solicita entrar, señora.
Lanzo un suspiro de vacilación, luego deslizo el cerrojo. Alam Esomberr entró, sonriendo.
–Pues bien, señora; no es el vicario sino un vecino que ofrece, sin duda, mayor consuelo del que esta en la mano de nuestro pobre vicario ofrecer.
–Por favor, márchate. No deseo hablar contigo. No me siento bien. Llamaré a la guardia. –Estaba pálida. Su mano tembló cuando se apoyo en la pared. Desconfiaba de la sonrisa de aquel hombre.
–Todo el mundo esta ebrio. Incluso yo, un modelo de excelencia, el hijo de mi ilustre padre, he bebido un poco.
Con un puntapié cerro la puerta a su espalda, aferró el brazo de MyrdemInggala y la obligó a avanzar y a sentarse en un diván.
–No deberías ser tan poco hospitalaria. Recíbeme bien, puesto que estoy de tu lado. He venido a advertirte que lo ex marido se propone matarte. Tu situación es difícil; necesitas protección, y también tu hija. Yo te puedo dar esa protección, si eres cortes conmigo.
–No quería ser descortés. Es solo que tengo miedo, señor; pero ningún miedo me obligará a hacer lo que después lamentaría.
Esomberr la tome en sus brazos, aunque ella se debatía.
–¡Después! Esa es la diferencia entre los sexos, señora. Para las mujeres siempre hay un después. La causa de ese después debe de estar en vuestra típica expectativa de un posible embarazo. Déjame penetrar en tu nido fragante esta noche y te juro que no lamentaras ningún después. Mientras tanto, yo tendré mi ahora.
MyrdemInggala lo golpeo en el rostro. El se mordió los labios.
–Escucha. Querías enviarle una carta al C'Sarr por mi intermedio, ¿no es verdad, mi encantadora ex reina? En ella decías que el rey Jan deseaba matarte. Tu mensajero te traicionó. Le vendió tu carta a tu ex marido, quien ha leído cada una de tus maliciosas palabras.
–¿ScufBar traicionarme? No. Siempre ha estado a mi servicio.
Esomberr la tomó por los brazos.
–En tu nueva situación no puedes confiar en nadie, salvo en mi. Seré lo protector si sabes conducirte.
Ella se echó a llorar.
–Jan me ama todavía, lo sé. Lo conozco.
–Te odia, y solo piensa en abrazar a Simoda Tal.
Empezó a desabrochar sus ropas. En ese momento se abrió la puerta y Bardol CaraBansity avanzó pesadamente hasta el centro de la habitación. Se detuvo allí, con las manos en las caderas y los dedos de la mano derecha en el mango de su cuchillo.
Esomberr se incorporó, sosteniéndose los pantalones, y ordeno al deuteroscopista que se marchara. CaraBansity no se movió. Su rostro estaba serio y arrebatado. Parecía un hombre acostumbrado a la carnicería.
–Debo pedirte que dejes de consolar ya mismo a esta pobre señora. Me he atrevido a molestarte porque no hay guardia en el palacio y un ejercito se acerca desde el norte.
–Busca a algún otro.
–Es una emergencia. Nos matarán a todos. Ven.
Se movió hacia el pasillo. Esomberr miro a MyrdemInggala, quien continuaba de pie, inmóvil, ardiendo de furia. Dejo escapar una maldición y salió detrás de CaraBansity.
Al final del pasillo había un balcón que daba a la parte trasera del palacio. Esomberr siguió hasta allí a CaraBansity y miró hacia la noche.
El aire cálido y pesado parecía estrechar el sonido del mar. El horizonte yacía bajo el peso de un cielo enorme.
Muy cerca se veían pequeñas llamas que aparecían y desaparecían. Esomberr las miró sin comprender, aún un poco ebrio.
–Hombres entre los árboles–dijo CaraBansity, a su lado–. Me parece que solo son dos. En mi alarma he sobreestimado su cantidad.
–¿Que quieren?
–Es una buena pregunta, señor. Bajaré y hallaré la respuesta mientras estás aquí. Quédate y volveré con noticias. –Miró de soslayo a su acompañante.
Esomberr, apoyado sobre la baranda del balcón, trastabillo mientras miraba hacia abajo, y se apoyó contra la pared. Hoyo el grito de CaraBansity y la respuesta de los recién llegados. Cerró los ojos, escuchando sus voces. Había muchas otras votes, algunas furiosas, que hablaban de él en tono acusatorio, aunque no podía comprender lo que estaban diciendo. El mundo se movía.
CaraBansity lo llamó desde abajo; reincorporándose, pregunto:
–¿Que dices?
–Malas noticias, señor, que no pueden darse a votes. Por favor, ven.
–¿De que se trata? –Pero CaraBansity no respondió; hablaba en voz baja con los otros hombres. Esomberr comenzó a caminar por el pasillo y estuvo a punto de caer por las escaleras.
"Estas mas borracho de lo que pensaba, idiota" –dijo en voz alta.
Al salir por la puerta abierta estuvo a punto de atropellar a CaraBansity y a un hombre de expresión ansiosa, cubierto de polvo, que portaba una antorcha. Otro hombre, también cubierto de polvo, miraba hacia atrás, como si temiera una persecución.
–¿Quiénes son estos hombres?
El primero, mirando con desconfianza a Esomberr, dijo:
–Venimos de Oldorando, alteza; de la corte de su majestad el rey Sayren Stund, y, debido a los tumultos que hay en el campo, nuestro viaje ha sido difícil. Traigo un mensaje para el rey JandolAnganol y solo para él.
–El rey duerme. ¿Que tienes que decirle?
–Malas noticias, señor, pero tengo ordenes de dárselas en persona.
Esomberr, cuyo enojo aumentaba, anuncio quien era. El mensajero lo miró con dureza.
–Si eres quien dices, señor, entonces tendrás suficiente autoridad para llevarme ante el rey.
–Yo podría escoltarlo, señor –sugirió CaraBansity.
Todos entraron; los hombres arrojaron al suelo sus antorchas. CaraBansity los condujo hacia el gran salón, donde yacían, confundidas en el suelo, figuras durmientes. Se inclino sobre el rey y, dejando de lado toda ceremonia, sacudió su brazo.
JandolAnganol despertó y se puso en pie de un salto, con la mano en la espada.
El hombre de expresión ansiosa se incline.
–Lamento despertarte, señor, y también mi demora. Tus soldados mataron a dos miembros de mi escolta y apenas he logrado conservar la vida. –Mostró documentos que demostraban su identidad. Empezó a temblar, sabiendo el destino que aguardaba a los mensajeros que traían malas noticias.
El rey apenas mire los documentos.
–Dime la noticia, hombre.
–Los Madis, majestad.
–¿Que ocurre con ellos?
El mensajero movió los pies, y llevó una mano a su boca para evitar el temblor de sus mandíbulas.
–La princesa Simoda Tal ha muerto, señor. Los Madis la han matado.
Hubo un silencio. Luego Alam Esomberr se echo a reír.
IV
UNA INNOVACIÓN EN EL COSGATT
La amarga visa de Alam Esomberr llego por fin a oídos de quienes habitaban la Tierra. A pesar del enorme abismo entre esta y Heliconia, esa respuesta ante los devaneos del destino halló inmediata comprensión.
Entre ambos planetas se interponía una especie de relé, la Estación Observadora Terrestre llamada Avernus. Esta giraba en torno de Heliconia así coma Heliconia lo hacía en torno de Batalix y esta de Freyr. Avernus era la lente a través de la cual los observadores terrestres podían ver los acontecimientos de Heliconia.
Los seres humanos que trabajaban en Avernus dedicaban sus vidas al estudio de todos los aspectos de Heliconia. No habían elegido esa tarea. No tenían alternativa.
Aparte de esa gran injusticia, en general prevalecía la justicia. No había pobreza en Avernus. Nadie sufría físicamente hambre. Pero era un territorio limitado. La estación esférica tenía un diámetro de apenas mil metros; casi todos sus habitantes residían en la parte interna de la cubierta exterior, y dentro de ese circulo predominaba una especie de inanición que robaba a la vida su alegría. Mirar hacia abajo no exalta el espíritu.
Billy Xiao Pin era un modelo típico de la sociedad de Avernus. Aparentemente, aceptaba todas las normas; trabajaba sin entusiasmo; estaba comprometido con una muchacha atractiva; hacía los ejercicios prescriptos; tenía un Consejero que le recomendaba las elevadas virtudes de la aceptación. Sin embargo, en su interior, Billy solo anhelaba una cosa: estar en la superficie de Heliconia, 1.500 kilómetros más abajo, ver a la reina MyrdenInggala, tocarla, hablar con ella, hacerle el amor. En sus sueños, la reina lo tomaba entre sus brazos.
Los distantes observadores de la Tierra tenían otras preocupaciones. Seguían continuidades que Billy y sus compañeros no conocían. Mientras miraban, apenados, el divorcio de Gravabagalinien, podían rastrear la génesis de esa separación hasta una batalla que había ocurrido antes al este de Matrassyl, en una región llamada el Cosgatt. Las experiencias de JandolAnganol en el Cosgatt habían influido sobre sus acciones posteriores, conduciéndolo de manera inexorable –así parecía mirando hacia atrás– al divorcio.
La que se dio en llamar Batalla de Cosgatt había ocurrido cinco decimos –240 días, o la mitad de un pequeño Año– antes del día en que el rey y MyrdenInggala cortaron, junto al mar, los vínculos de su matrimonio.
En la región del Cosgatt, el rey recibió una herida física que condujo a su aislamiento espiritual.
Tanto la vida como la reputación del rey se enturbiaron en esa batalla. Y ambas fueron amenazadas, irónicamente, tan solo por una chusma de salvajes tribus de Driats.
0, como afirmaban los observadores terrestres con mayor sentido histórico, por una innovación. Una innovación que modifico, no solo la vida del rey y la reina, sino la de todo su pueblo. Las armas de fuego.
Lo más humillante para el rey era que despreciaba a los Driats, como hacían en Borlien y Oldorando todos los seguidores de Akhanaba. Porque los Driats eran, se podía conceder, humanos; pero solo un poco.
El umbral entre lo no humano y lo humano es borroso. De un lado hay un mundo lleno de libertades ilusorias; del otro, un mundo de ilusoria cautividad. Los Otros seguían siendo animales, y permanecían en las junglas. Los Madis, atados a una forma de vida migratoria, habían llegado al borde de la sabiduría, pero continuaban protognósticos. Los Driats apenas si habían traspuesto el umbral, y allí habían permanecido durante todo el tiempo registrado, como un ave congelada en el vuelo.
Las condiciones adversas del planeta y la aridez de la región que habitaban habían contribuido al permanente retraso de los Driats. Porque las tribus Driat ocupaban las secas praderas de Thribriat, al sudeste de Borlien, en la margen opuesta del ancho Takissa. Los Driats vivían entre las manadas de yelks y biyelks que pastaban en esas alturas durante el verano del Gran Año.
Costumbres que el mundo exterior consideraba ofensivas prolongaron la supervivencia de los Driats. Practicaban una forma de asesinato ritual: los miembros inútiles de la familia perecían si no superaban ciertas pruebas. En épocas cercanas al hambre, la ejecución de los ancianos significaba a menudo la salvación de los inocentes. Esta costumbre había dado mala lama a los Driats entre aquellos cuya existencia transcurría en praderas menos inhóspitas. Pero en realidad era un pueblo pacifico, o quizá demasiado tonto para ser belicoso de un modo efectivo.
La expansión de varios pueblos hacia el sur a lo largo de la cordillera de Nktryhk –en particular las naciones guerreras reunidas alrededor de Unndreid el Martillo– había cambiado la situación.
Un astuto señor de la guerra, conocido como Darvlish la Calavera, había puesto orden en sus desarticuladas líneas. Descubrió que la sencilla mente Driat respondía a la disciplina, formó tres regimientos y los condujo a la región llamada el Cosgatt. Su intención era atacar Matrassyl, la capital de JandolAnganol.
Borlien ya tenia las impopulares Guerras Occidentales. Ningún gobernante de Borlien, ni siquiera el Águila, se atrevería a esperar un triunfo en Randonan o Kace, puesto que esos países montañosos no podrían ser ocupados o gobernados ni siquiera conquistándolos.
El Quinto Ejercito se retiró de Kace y fue enviado al Cosgatt. La campana contra Darvlish nunca tuvo el honor de ser llamada guerra. Sin embargo, devoraba tanta mano de obra como si de verdad lo fuera, costaba lo mismo y el combate era igual de apasionado. Thribriat y el desierto del Cosgatt estaban mas cerca de Matrassyl que las Guerras Occidentales.
Darvlish tenia una animosidad personal contra JandolAnganol y su familia. Su padre había sido barón en Borlien. Darvlish estaba junto a su padre cuando este perdió sus tierras a manos de VarpalAnganol, y lo había visto morir asesinado por el joven hijo de aquel, JandolAnganol.
Si un jefe moría en la batalla, la lucha terminaba. Ningún hombre quería continuar. El ejercito del padre de Darvlish se volvió y huyó. Darvlish se retiró al este con un puñado de hombres. VarpalAnganol y su hijo los persiguieron como a lagartos, entre la pétrea maraña del Cosgatt, hasta que las fuerzas borlienesas se negaron a seguir adelante porque no había mas botín disponible.
Tras casi once años en el desierto, Darvlish tuvo una nueva oportunidad, y la aprovecho.
–¡Los buitres alabaran mi nombre!–fue su grito de guerra.
Medio año antes de que el rey se divorciase de su reina –incluso antes de que la idea invadiera su mente JandolAnganol se vio obligado a reunir nuevas tropas y a avanzar con ellas. Faltaban hombres; todos pedían paga o bien el botín que el Cosgatt no podía proporcionar. Entonces, se valió de phagors, prometiéndoles libertad y tierras a cambio de sus servicios. Formaron el Primer y el Segundo Regimiento de la Real Guardia Phagoriana del Quinto Ejercito. En cierto sentido, los phagors eran ideales: luchaban tanto los varones como las hembras, y sus hijos los acompañaban a la batalla.
También el padre de JandolAnganol había recompensado con tierras a las tropas de la raza de dos filos. El resultado de esta política, impuesta al rey por la escasez de personal human, fue que los phagors pudieron vivir con mayor comodidad en Borlien que en Oldorando, sufriendo menos persecuciones.
El Quinto Ejercito avanzó hacia el este, a través de la jungla de piedra. Los invasores parecían derretirse ante él. La mayoría de las escaramuzas ocurrían durante la medialuz: ninguno de ambos bandos combatía durante la oscuridad ni cuando los dos soles estaban en lo alto. Pero el Quinto Ejercito, al mando de KolobEktofer, fue obligado a moverse en pleno día.
Avanzo a través de tierras volcánicas, con hondonadas que le cortaban oblicuamente el paso. Había pocas viviendas. Una densa vegetación cubría las hondonadas. En ellas era posible encontrar tanto agua como serpientes, leones y otras criaturas. El resto del terreno estaba cubierto de cactos y matorrales. Se marchaba a ritmo muy lento.
Era difícil vivir de la tierra. Predominaban allí dos tipos de animales: innumerables hormigas y osos hormigueros que se alimentaban de ellas. El Quinto solía cazar y asar a estos últimos, pero el sabor de su carne era amargo.
El astuto Darvlish no arriesgaba sus fuerzas y atraía al rey alejándolo de su base. A veces dejaba atrás hogueras de campamento o fuertes simulados en puntos visibles. El ejercito perdía entonces un día en investigar.
El Comandante de Color KolobEktofer había sido, en su juventud, un gran explorador, y conocía bien las tierras salvajes de Thribriat y las montañas vecinas, donde el aire se acababa.
–Nos atacarán, y pronto –dijo una noche al rey, mientras éste, sintiéndose frustrado, maldecía sus dificultades–. La Calavera debe dar combate pronto, o las tribus se volverán contra él. Lo sabe de sobra. Cuando crea que estamos lo bastante lejos de Matrassyl y sin líneas de aprovisionamiento, presentará batalla. Y debemos estar preparados para sus estratagemas.
–¿Que estratagemas?
KolobEktofer movió la cabeza.
–La Calavera es astuto, pero no inteligente. Probará con alguno de los trucos de su padre, a quien no le sirvieron de mucho. Estaremos preparados. Al día siguiente, Darvlish ataco.
Cuando el Quinto Ejercito se acercaba a una profunda hondonada, las avanzadillas de exploración divisaron al ejercito Driat, formado en orden de combate, en el lado opuesto. La hondonada corría de nordeste a sudoeste y estaba cubierta de vegetación; su ancho superaba cuatro tiros de jabalina.
Hacienda señales con las manos JandolAnganol reunió a su ejercito para que enfrentara al enemigo. La Guardia Phagoriana desfiló en primer lugar porque las hileras de bestias inmóviles podían amedrentar las opacas mentes de los Driats.
Los hombres de las tribus parecían espectros. Era poco después del amanecer: las seis y veinte. Freyr se había elevado detrás de las nubes. Cuando se liberó de ellas, se tornó evidente que el enemigo y parte de la hondonada estarían en la sombra durante las dos horas siguientes, por lo menos; el Quinto Ejercito, en cambia, se vería expuesto al calor de Freyr.
Detrás de las fuerzas Driat había barrancos de terreno poco firme y, sobre ellos, sierras. A la izquierda de las tropas reales una saliente se proyectaba sobre la hondonada. Entre este espolón y la montaña había una meseta que parecía puesta allí por las fuerzas geológicas para proteger el flanco de la Calavera. En la parte superior de esa meseta se podían ver las murallas de una tosca fortaleza. Eran de barro; detrás de ellas, en ocasiones, aparecían banderas.
El Águila de Borlien y el Comandante de Color estudiaron juncos la situación. Detrás del Comandante estaba su fiel sargento, un hombre taciturno llamado Bull.
–Querría saber cuantos hombres hay en ese fuerte –dijo JandolAnganol.
–Es uno de los trucos que aprendió de su padre. Espera que perdamos el tiempo atacando esa posición. Apostaría a que no hay Driats allí. Esas banderas que vemos deben de estar atadas a cabras o a asokins.
Guardaron silencio. En el lado opuesto, bajo las Sierras, subía en el aire oscurecido el humo de las hogueras, y un olor a comida recordaba a las tropas reales su hambriento estado.
Bull llamó aparte a su jefe y le murmuró algo al oído.
–Te escuchamos, sargento –dijo el rey.
–No es nada, señor.
El rey parecía enojado.
–Escuchemos, entonces, esa nada.
El sargento lo miró con un párpado caído.
–Solo decía, señor, que nuestras tropas quedarán decepcionadas. La única forma de progresar para un hombre común, señor, quiero decir un hombre como yo, es unirse al ejercito y apoderarse de lo que haya. Pero no vale la pena despojar a los Driats. Y ni siquiera parecen tener hembras, quiero decir mujeres, señor, de modo que el incentivo para el ataque es..., bueno, bastante escaso.
El rey lo miró de frente hasta que Bull retrocedió un paso.
–Nos preocuparemos por las mujeres cuando hayamos derrotado a Darvlish, Bull. Puede haber escondido a las mujeres en un valle vecino.
KolobEktofer aclaró su garganta.
–Si no tiene un plan, señor, yo diría que nuestra tarea es casi imposible. Nos superan por dos a uno; y aunque nuestras monturas son más rápidas, en el combate cuerpo a cuerpo los hoxneys no son nada comparados con sus yelks y biyelks.
–No podemos retirarnos ahora que por fin los hemos alcanzado.
–Podríamos romper el contacto, señor, y buscar una posición más ventajosa. Si, por ejemplo, estuviéramos en las montañas, por encima de ellos...
–O si los emboscásemos, señor; quiero decir...
JandolAnganol estallo.
–¿Que sois, oficiales u ovejas? Aquí estamos, y allí esta el enemigo de nuestro país. ¿Que mas queréis? ¿Por que vacilar, si a la puesta de Freyr podemos ser héroes?
KolobEktofer se irguió.
–Debo señalar, señor, la debilidad de nuestra posición. Un posible botín de mujeres alentaría el espíritu de lucha de nuestros hombres.
Enfurecido, JandolAnganol dijo:
–No deben temer a esta ralea sub–humana. Nuestros ballesteros los dispersaran en una hora.
–Esta bien, señor. Tal vez levantarías el ánimo de nuestros hombres si insultaras a Darvlish.
–Lo haré.
KolobEktofer y Bull intercambiaron una mirada pesimista, pero nada mas dijeron, y el primero dio órdenes para la disposición de las tropas.
El grueso de los hombres se dispersó a lo largo del borde irregular de la hondonada. El flanco izquierdo fue reforzado por la Segunda Guardia Phagoriana. Los hoxneys –cincuenta en total– estaban en malas condiciones después del viaje. Habían sido usados para transportar la carga. Ahora deberían servir como animales de caballería, y de ese modo impresionar a los hombres de Darvlish. Sus cargas fueron amontonadas dentro de una caverna poco profunda y quedaron bajo custodia humana y pagar. Si se perdía el combate, esas provisiones serian el botín de los Driats.
Mientras se tomaban estas providencias, la sombra que colgaba de los riscos se empequeñecía, como un gigantesco reloj de sol que recordara a todo hombre que era mortal.
Las fuerzas de la Calavera no se revelaban menos imponentes que cuando las sombras azules las envolvían. Los sub–humanos usaban una andrajosa colección de pieles y mantas que cubrían sus cuerpos con la misma negligencia con que se echaban sobre sus yelks. Algunos, para parecer más voluminosos, envolvían sus hombros con mantas de colores brillantes. Otros calzaban botas hasta la rodilla, y muchos iban descalzos. Casi todos usaban yelmos de piel de biyelk, muy grandes, a veces con cuernos para denotar el rango. Un elemento común a muchos era un pene furiosamente erguido, pintado o bordado en los pantalones, emblema de sus depredadoras intenciones.
La Calavera era muy visible. Su yelmo de piel estaba teñido de anaranjado. Unas astas de ciervo pendían sobre su cara, de gran bigote. Un mandoble, recibido en alguna de sus anteriores batallas con JandolAnganol, le había arrancado parte de la mejilla izquierda y la mandíbula, lo que le daba una mueca permanente en que huesos y dientes quedaban al descubierto. Lograba así parecer tan feroz como sus aliados, a cuyas quijadas prognatas y cejas hirsutas debían su aspecto salvaje. Montaba un poderoso biyelk.
Alzó la jabalina por encima de su cabeza y grito:
–¡Los buitres alabarán mi nombre!–Una furiosa ovación brotó de las gargantas que lo rodeaban, despertando ecos en las montañas.
JandolAnganol montó en su hoxney y se irguió sobre los estribos. El grito que lanzo llegó con claridad hasta las huestes enemigas.
–Darvlish –dijo, en Olonets elemental–, ¿te atreverás a ponerte de pie antes de que se te pudra la cara?
Una confusión de voces brotó de ambos ejércitos. Darvlish hizo arrodillar su biyelk al borde del precipicio y rugió a su enemigo:
–¿Me oyes, Jandol, escarabajo estercolero de orejas de lana? Si has nacido de una ventosidad expelida por tu padre con el arco del pie izquierdo, ¿Cómo lo atreves a venir aquí y a enfrentarte con hombres de verdad? Todo el mundo sabe que tus rodillas entrechocan de miedo. Arrástrate y aléjate, basura, vete y lleva contigo a esas cagarrutas de guerreros que tienes.
Su voz retumbó entre las laderas, de parte a parte. Cuando el silencio fue completo, JandolAnganol respondió en una vena parecida.
–Si, Darvlish de las Montañas de Bosta, he escuchado tus quejas de mujer. Te he oído afirmar que esos Otros de tres piernas que tienes detrás son hombres verdaderos. Sabemos todos que ningún hombre de verdad se asociaría con alguien como tú. ¿Quién podría soportar la fetidez de tu podredumbre sino esos bárbaros monos que descienden de excrementos de phagor?
El yelmo anaranjado brilló al sol.
–¿De modo que excrementos de phagor, hrattock de medialuz? Debes saber de que hablas, ya que un buen plato de excrementos de phagor es tu dieta cotidiana, a tal punto adoras a esas cornudas molestias de Batalix. Échalos a puntapiés a la hondonada y atrévete a una pelea franca, ¡cucaracha coronada de basuras!
Del ejercito Driat brotó una risotada salvaje.
–Si tienes tan poco respeto por quienes son el mas alto punto de la creación en comparación con tus soldados nacidos de huevos sin yema, entonces, expulsa a las arañas de tus calzones malolientes y ataca, ¡pequeño consolador Driat de media cara!
Estas reflexiones continuaron durante algún tiempo. JandolAnganol se vio en creciente desventaja, por no tener a su disposición los recursos de la sucia mente de Darvlish. Mientras se desarrollaba esa batalla verbal, KolobEktofer envió a Bull con una pequeña columna de hombres para que hicieran una incursión.
El calor iba en aumento. Plagas de insectos se ensañaban con ambos ejércitos. Los phagors, casi marchitos bajo la mirada de Freyr, pronto romperían filas. Los insultos continuaban.
–¡Epitafio para un retrete de phagors!
–¡Oso hormiguero homosexual del Cosgatt!
El ejercito de Borlien empezó a moverse a lo largo del borde de la hondonada, gritando y blandiendo sus armas, mientras las hordas Driat hacían lo mismo del otro lado. KolobEktofer dijo al rey:
–¿Qué haremos con el fuerte de la meseta, señor? –Estoy convencido de que tienes razón. Ese fuerte es un engaño. Olvídalo. Llevarás la caballería, la infantería y la Primera Guardia Phagoriana. Yo pasaré con la Segunda por detrás de la meseta, para que los Driats nos pierdan de vista. Cuando entres en combate, nosotros cargaremos sobre su flanco derecho, desde atrás. En ese momento, debería ser posible obligar a Darvlish a meterse en la hondonada, con un movimiento de pinzas.
–Cumpliré los ordenes, señor.
–Que Akhanaba lo acompañe, comandante.
El rey espoleó a su hoxney y se dirigió a la Guardia Phagoriana.
Los seres de dos filos estaban llenos de quejas y el rey tuvo que darles una explicación antes de que se movieran. No comprendían la muerte; decían que las octavas de aire del valle no eran favorables y que, en caso de una derrota, no podrían pasar al estado de brida.
El rey se dirigió a ellos en Hurdhu. Ese lenguaje gutural no tenía nada en común con el Olonets que chapurreaban las razas humanoides, sino que era un auténtico puente entre conceptos humanos y no humanos que, según se decía, se había originado –como tantas innovaciones– lejos de Sibornal. Lleno de sustantivos y de gerundios, el Hurdhu era aceptable tanto para los cerebros humanos como para los pálidos harneys de los phagors.
El Phagor Nativo era una lengua con un solo tiempo verbal, el que se llama en ciertos idiomas presente continuo. No era una lengua apta para el pensamiento abstracto; la numeración –limitada a la base tres– era finita. Sin embargo, la matemática phagor se ocupaba de la numeración de los conjuntos de años, y se jactaba de su modalidad eotemporal. La forma de lenguaje eotemporal era sagrada y se refería a la eternidad; según se pretendía, era el lenguaje de la brida.
Como la muerte natural era desconocida para los phagors, su umwelt era en general inaccesible a la comprensión de los seres humanos. Ni siquiera los phagors podían pasar con facilidad del Nativo al Eotemporal. El Hurdhu, destinado a resolver esos problemas, utilizaba un modo de comunicación intra específico. Sin embargo, cada frase en Hurdhu contenía dificultades equitativas para quienes lo hablaban. Los humanos encontraban en el orden rígido de la frase, correspondiente al Olonets. Los phagors, un lenguaje fijo, donde los neologismos eran casi tan imposibles como las abstracciones. En Hurdhu, humanidad se decía "hijos de Freyr"; civilización, “muchos techos”; formación militar, "lanzas moviéndose por ordenes", y así sucesivamente. Por lo tanto, a JandolAnganol le llevo tiempo explicar sus ordenes a la Segunda Guardia Phagoriana.
Cuando comprendieron que el enemigo profanaba sus praderas y escupía sobre sus runts, los stalluns y las gillots empezaron a avanzar. Prácticamente carecían de miedo, aunque el calor Haifa que estuviesen menos alerta. Los runts iban con ellos, pidiendo ser alzados.
Mientras la Segunda Guardia Phagoriana avanzaba, KolobEktofer dio ordenes al resto del ejercito, que se puso en marcha levantando una gran polvareda. Estos movimientos generaron otros, recíprocos, en el campo Driat. Sus desordenadas tropas se pusieron en línea y avanzaron hacia la confrontación. Las dos fuerzas debían encontrarse en el terreno situado al pie de las Sierras, entre la entrada a la hondonada y la meseta.
Ambos bandos iniciaron una marcha rápida, la cual se tornaba más lenta a medida que el encuentro se hacía inevitable; el campo de batalla estaba sembrado de rocas partidas, que evocaban los levantamientos tectónicos que aún dominaban la zona. Era cosa de encontrar el mejor camino hacia el enemigo.
Los gritos generales cedieron su lugar al insulto personal cuando las fuerzas opuestas se acercaron. Las botas hacían ruido sin avanzar. Los hombres se enfrentaban, poco deseosos de acortar la escasa distancia que los separaba. Los jefes Driat aullaban y empujaban desde la retaguardia, sin resultados. Darvlish galopaba de un lado a otro detrás de sus hombres, insultándolos, llamándolos cobardes y devoradores de piojos; pero los hombres de las tribus no estaban acostumbrados a este tipo de guerra. Preferían el veloz ataque y la rápida retirada.
Se arrojaron jabalinas. Por fin, las espadas chocaron contra las espadas y las hojas contra los cuerpos. Los insultos se convirtieron en gritos. Las aves empezaron a reunirse en el cielo. Darvlish se lanzo a todo galope. El destacamento de JandolAnganol apareció detrás de la meseta, y cargó a marcha moderada contra el flanco derecho de los Driats, como estaba previsto.
Se oyeron entonces gritos de triunfo desde las Sierras, por encima de la batalla. A la sombra de las montañas, las mujeres de la tribu –prostitutas, seguidoras de los campamentos, brujas salvajes– estaban ocultas, emboscadas. Solo esperaban a que el enemigo hiciera el movimiento previsto, rodeando la meseta. Entonces se pusieron de pie y lanzaron rocas al barranco, iniciando una avalancha que cayo rugiendo sobre la Segunda Guardia Phagoriana. Los phagors, consternados, fueron barridos como en un juego de bolos. Muchos de sus hijos murieron con ellos.
El fiel sargento Bull fue el primero en sospechar que las mujeres de la tribu no debían de estar lejos. Las mujeres le interesaban particularmente. Había avanzado con una pequeña columna de hombres mientras el combate de insultos estaba en su apogeo. Cubierta por anchos cactos, su columna descendió hasta la hondonada, a través de los espinos, y luego de rodear a las fuerzas Driats, logro trepar a las Sierras sin ser vista.
La ascensión fue una hazaña. Bull no cedió. Llevo a sus hombres a bastante altura; hallaron un sendero cubierto de heces humanas frescas. Sonrieron, pues el descubrimiento parecía confirmar sus sospechas. Ascendieron aún más. Cuando llegaron a otro sendero, todo fue más fácil. Se arrastraron por él, para no ser divisados por ninguno de los dos ejércitos. Su recompensa fue ver cuarenta o más mujeres de la tribu, envueltas en pestilentes mantas y faldas, de cuclillas en la ladera, algo mas abajo.
Las rocas que esas arpías habían amontonado ante ellas contaban su propia historia.
Para trepar mejor, los hombres habían prescindido de sus lanzas, y solo iban provistos de unas espadas cortas. La montaña era demasiado escarpada como para lanzarse a la carga contra aquellas mujeres. Lo mejor era luchar utilizando sus mismas armas, es decir, bombardearlas con piedras.
Fue preciso reunirlas en silencio, cuidando de que ninguna rodara y delatara su posición. La columna de Bull todavía estaba en esta tarea cuando la Segunda Guardia Phagoriana pasó junto a la meseta, y las mujeres se pusieron en movimiento.
–¡Adelante, mis bravos! –gritó Bull. Lanzaron una descarga de piedras. Las mujeres se dispersaron chillando, pero no antes de que su avalancha casera entrara en acción. Mas abajo, los phagors yacían aniquilados.
Con este aliento, las hordas Driat lucharon con renovado ánimo contra el grueso de las fuerzas de Borlien; las primeras filas utilizaban largas espadas centelleantes, y las posteriores lanzaban jabalinas. Confundidos, los hombres se dividieron en grupos dispersos. El polvo cubría la escena. Se oían golpes, gritos, gemidos.
Bull contemplaba el combate desde su posición privilegiada. Hubiese querido estar en lo mas duro de la lucha. Por momentos podía ver la gigantesca figura del comandante, corriendo de un grupo a otro, animando a los hombres, blandiendo su espada ensangrentada. También podía ver el fuerte de barro situado sobre la meseta. El rey se había equivocado. Allí, entre los asokins, había guerreros ocultos.
La marea del combate rodeaba la base de la meseta, excepto donde la avalancha de piedras había cubierto los cuerpos de los phagors de la Segunda. Bull gritó para advertir del peligro a KolobEktofer, pero su voz quedo oculta entre el ruido de la batalla.
Bull ordenó a sus hombres descender por el noroeste e incorporarse a la lucha. El mismo inició el descenso, resbalando y cayendo hasta que logró incorporarse sobre las manos y las rodillas en el reborde donde habían estado las mujeres de la tribu. Una mujer joven, herida en la rodilla, se lanzo sobre Bull armada con un cuchillo. Él le torció el brazo, le hundió la cara en el suelo y de una patada lanzó su arma al precipicio.
–Ya me ocupare de ti mas tarde, puta –dijo.
Al huir, las mujeres habían abandonado sus jabalinas. Recogió una y la equilibró. Desde ese punto, algo mas abajo, apenas podía ver las espaldas de los hombres agazapados detrás de sus muros. Pero uno de ellos, mirando a través de una hendidura, lo descubrió y, poniéndose de pie, alzó su arma misteriosa hasta la altura del pecho mientras otro afirmaba el extremo contra su hombro.
Bull lanzó la jabalina con todas sus fuerzas. Al principio voló en línea recta hacia el blanco, pero luego cayó fuera de los muros del fuerte.
Mientras miraba con disgusto, Bull vio brotar una nubecilla de humo del arma que los dos hombres apuntaban contra él. Algo parecido a una abeja zumbo junto a su oído.
Buscando entre las ollas y los harapos, Bull recogió otra jabalina y nuevamente se preparó para lanzarla.
Los dos hombres de la meseta estaban también ocupados, metiendo algo por el extremo del arma. Volvieron a su posición inicial, y otra vez Bull, mientras lanzaba su jabalina, vio una bocanada de humo y escucho un ruido. Al instante siguiente, algo le dio un violentísimo golpe en el hombro izquierdo, obligándole a girar sobre sus pies. Cayó hacia atrás sobre el angosto reborde.
La mujer herida logro ponerse de pie, tomó una jabalina y se preparó para hundírsela en el vientre. Él la derribó a puntapiés, aferró su cuello con el brazo derecho y ambos cayeron rodando por el sendero.
Mientras tanto, los mosqueteros de la meseta, a plena vista, empezaron a descargar sus novedosas armas contra los hombres de KolobEktofer. Darvlish gritó de alegría y lanzó su biyelk al ataque. En ese momento comprendió que el éxito podía ser suyo.
Consternado por lo que había ocurrido a las fuerzas del rey, KolobEktofer continuaba el ataque; pero el fuego de los mosquetes producía efectos devastadores sobre sus hombres. Algunos fueron heridos. A nadie le agradaba el carácter cobarde de esa innovación que podía matar a distancia. KolobEktofer supo enseguida que los Driats habían comprado esas armas a los sibornaleses, o a otras tribus con las que comerciaban. El Quinto vacilaba. La única forma de obtener una victoria era silenciar el fuerte sin demora.
Sin perdida de tiempo reunió a seis curtidos veteranos; los restos de las fuerzas de JandolAnganol estaban en peligro. Con la espada desenvainada, el comandante condujo a sus hombres hacia el único sendero por donde se podía acceder a la parte superior de la meseta, formada por una acumulación de rocas.
Cuando el grupo de KolobEktofer llegó al fuerte, una explosión lo recibió. Uno de los mosquetes sibornaleses había reventado, matando a uno de sus servidores. Poco después las demás armas –eran once en total– se atascaron o se quedaron sin pólvora. Los Driats no tenían experiencia en su mantenimiento. Desmoralizada, la compañía aceptó la masacre. No esperaban piedad, ni la encontraron.
Esa matanza fue observada por los Driats que rodeaban la meseta. Las fuerzas del rey, o lo que quedaba de ellas, advirtiendo que sus mejores lideres habían desaparecido, resolvieron retirarse mientras estaban todavía razonablemente enteras.
Algunos de los jóvenes tenientes de KolobEktofer intentaron abrirse Paso hacia el rey, pero al no recibir apoyo, perecieron. El resto giró y corrió buscando protección, perseguidos por los Driats, quienes lanzaban amenazas capaces de helar la sangre.
Aunque KolobEktofer y sus compañeros lucharon con gran valor, fueron dominados. Despedazaron sus cuerpos, arrojándolos luego al fondo de la hondonada. Enloquecidos por la victoria, a pesar de sus numerosas bajas, Darvlish y sus hombres se dividieron en grupos para dar caza a los sobrevivientes. Al caer la noche, solo los buitres y los animales furtivos se movían aún en el campo de batalla. Esta fue la primera vez que se usaron armas de fuego contra Borlien.
En una conocida casa en las afueras de Matrassyl, cierto mercader de hielo se despertaba. La prostituta cuya cama había compartido la noche anterior estaba ya levantada y bostezando. El mercader de hielo se incorporó sobre un codo, se rasco el pecho y tosió. Era justamente antes de la salida de Freyr.
–¿Tienes pellamonte, Metty? –pregunto.
–Ya esta hirviendo –dijo ella, en un susurro. Desde que la conocía, Metty tomaba té de pellamonte por la mañana, muy temprano.
El se sentó en el borde de la cama y observó a la mujer moviéndose en la penumbra. Se cubrió. Ahora que el deseo, se había ido, su cuerpo no le causaba ningún orgullo; estaba demasiado grueso.
Siguió a la mujer hasta la pequeña cocina–cuarto de baño, junto a la casa. Un fuelle había reanimado las brasas de carbón, y sobre ellas cantaba una tetera. Esas brasas eran la única luz de la habitación, aparte de los jirones de madrugada que se filtraban por un postigo roto.
A esa pobre luz observó a Metty, que preparaba el té como si fuera su esposa. Si, era vieja, pensó mientras miraba su rostro fino y anguloso: probablemente veintinueve, treinta quizá. Sólo cinco años menor que él. No era bonita, pero si buena en la cama. Ya no era una prostituta. Una prostituta retirada. Suspiró. Ella solo recibía a sus viejos amigos, y como un favor.
Metty estaba vestida para ir a la iglesia; parecía compuesta y conservadora.
–¿Que decías?
–No quería despertarte, Krillio.
–Está bien. –Sintió afecto y agregó: – No quería marcharme sin despedirme y darte las gracias.
–Ahora volverás con tu mujer y tu familia.
Ella no lo miraba, concentrada en disponer unas hojitas de hierba en dos tazas. Su boca formaba un mohín. Sus movimientos eran precisos, como todo en ella.
La embarcación del mercader de hielo había amarrado muy tarde el día anterior. Venía de Lordryardry con su carga habitual, después de cruzar el Mar de las Águilas hasta Ottassol, y luego Por el correntoso Takissa hasta Matrassyl. En este viaje, además de hielo, había traído a su hijo Div, para que conociera a los demás mercaderes y se familiarizara con la ruta. Y para presentar a Div en casa de Metty, a la que él había concurrido durante todo el tiempo en que había comerciado con el palacio real. El muchacho estaba atrasado en todo.
Metty tenia una muchacha preparada para Div; era una huérfana de las Guerras Occidentales, bella y delgada, de boca atractiva y pelo limpio. A primera vista parecía tan inexperta como Div. Krillio la había examinado, poniendo una moneda en su kooni para ver si estaba libre de enfermedades. La moneda de cobre no se había vuelto Verde, y el se había dado por satisfecho. 0 casi. Quería lo mejor para su hijo, por tonto que fuese.
–Metty, ¿no tenías una hija de la edad de Div?
Ella no era una persona comunicativa.
–¿No sirve esta chica? –Le dirigió una mirada que parecía decir: “Ocúpate de los asuntos, y yo me ocupare de los míos”. Y luego, ablandada, quizá porque el siempre era generoso con su dinero, y porque ya nunca mas regresaría, dijo: Mi hija Abathy quiere progresar y marcharse a Ottassol. Yo le digo, nada hay en Ottassol que no puedas encontrar aquí. Pero quiere conocer el mar. Lo único que hallaras son marineros, le digo.
–¿Y donde esta Abathy ahora?
–Se arregla muy bien sin mi. Tiene una habitación, cortinas, ropas. Cuando gane un poco de dinero se irá al sur. Enseguida encontró un rico dispuesto a darle protección, siendo tan joven y bonita.
El mercader de hielo vio los celos reprimidos en la mirada de Metty, y asintió. Siempre curioso, no pudo resistir la tentación de preguntar quien era ese protector.
Metty lanzo una rápida mirada al torpe y joven Div y a la muchacha, ambos de pie junto a un diván, impacientes por que los mayores se marcharan. Con expresión extraña –poco convencida de la conveniencia de hablar– murmuro un nombre en la sucia oreja del mercader.
Este suspiro con dramatismo.
–Oh.
Pero tanto él como Metty eran demasiado viejos y pervertidos para asombrarse de algo.
–¿Te vas, padre? –preguntó Div.
Se había marchado entonces, dejando que Div se arreglara lo mejor que pudiera. Que tontos eran los hombres cuando jóvenes, que lamentables desechos cuando viejos.
Y ahora, mientras llegaba la mañana, Div estaría dormido, con su cabeza junto a la de la chica, en su pequeña habitación. Pero todo el placer que había experimentado la noche anterior, al cumplir con su deber de padre, había desaparecido. Se sentía hambriento y sabía que no debía pedir comida a Metty. Tenía las piernas rígidas; las camas de las prostitutas no estaban hechas para dormir en ellas.
Reflexionando, el mercader de hielo comprendió que la noche anterior había celebrado, sin quererlo, una ceremonia. Al poner a su hijo en manos de la joven prostituta, había renunciado a su antigua concupiscencia. ¿Y que ocurría cuando esta se desvanecía? En un tiempo, las mujeres lo habían reducido a la mendicidad; había creado un prospero negocio, y jamás había dejado de perseguir apasionadamente a las mujeres. Si ese interés central se marchitaba, algo debería ocupar el vacío.
Pensó en su propio continente sin dioses, en Hespagorat. Si, Hespagorat necesitaba un Dios, aunque por cierto no el de este Campannlat infectado de religión.
Suspiro y se pregunto por que razón lo que había entre los delgados muslos de Metty parecía tanto mas poderoso que un dios.
–¿Vas a la iglesia? Pierdes el tiempo.
Ella asintió. Con los clientes no se discute.
Tomo la taza que ella le ofrecía, acunando su calor en la mano, y fue hasta el umbral de la habitación sin puerta.
Allí se detuvo y miro hacia atrás.
Metty no perdió tiempo con su té de pellamonte. Le agrego agua fría y lo bebió de un trago. Luego se puso unos guantes negros hasta el codo, y ajustó el encaje sobre su piel arrugada.
Al observar que el hombre tenia puestos los ojos en ella, dijo:
–Puedes volver a la cama. Nadie esta despierto en la casa todavía.
–Tú y yo siempre nos hemos llevado bien, Metty. –Decidido a obtener de ella una expresión afectuosa, agregó:– Me llevo mejor contigo que con mi propia esposa o con mi hija.
Metty oía confesiones similares a diario.
–Espero ver a Div en el próximo viaje, Krillio. Adiós. –Lo dijo de un modo resuelto, mientras avanzaba; él tuvo que hacerse a un lado para dejarla pasar. Retrocedió, y ella paso velozmente, aun atareada con su guante. Expresaba con claridad que la idea de que entre ellos hubiera algún afecto era pura imaginación. Su mente estaba centrada en algo que excluía a aquel hombre.
Llevando su taza hasta la cama, bebió a sorbos el té caliente. Abrió el postigo para sentir el placer o el dolor, o lo que fuera, de verla alejarse por la calle silenciosa. Las casas estaban cerradas y descoloridas; algo en su aspecto lo inquieto. La oscuridad se demoraba aun en las callejuelas laterales. Solo se veía una persona: un hombre que avanzaba como un sonámbulo, apoyándose con la mano en las paredes. Detrás de él había un phagor pequeño, un runt, que gemía.
Metty emergió de la puerta, junto a la ventana por donde miraba el mercader de hielo, y dio un paso en la calle. Se detuvo cuando vio acercarse al hombre. Krillio pensó: “Ella sabe todo acerca de los borrachos”. El alcohol y las mujeres livianas iban juntos, en todos los continentes. Pero ese hombre no era un borracho. De su pierna goteaba sangre sobre el empedrado.
–Ya bajo, Metty –dijo. Un momento después, todavía sin camisa, se acercó a ella en la calle espectral. La mujer no se había movido.
–Déjalo, esta herido. No quiero que venga a mi casa. Causará problemas.
El herido gimió, trastabillando contra la pared. Se detuvo, alzó la cabeza y miro al mercader de hielo.
Este quedó boquiabierto de asombro.
–¡Metty! –exclamó–. Es el rey..., ¡el rey JandolAnganol!
Corrieron hasta él, lo sostuvieron y lo llevaron al amparo del prostíbulo.
Pocos hombres del rey lograron regresar a Matrassyl. La Batalla del Cosgatt, como se la llamó luego, fue una espantosa derrota. Ese día, los buitres alabaron el nombre de Darvlish.
Cuando se recuperó, el rey –que fue atendido en el palacio por su piadosa reina MyrdemInggala– declaró en la scritina que una gran fuerza enemiga había sido dispersada. Pero las baladas que vendían los buhoneros decían cosas muy distintas. Se lamentó en particular la muerte de KolobEktofer. Bull era recordado con admiración en los barrios pobres de Matrassyl. Ninguno de ellos regresó al hogar.
Mientras JandolAnganol yacía en su cámara, débil aun por las heridas, llegó a la conclusión de que, para sobrevivir, Borlien debía lograr una estrecha alianza con sus vecinos del Santo Imperio Pannovalano, en especial con Oldorando y Pannoval. Y él debía adquirir, a cualquier costo, la artillería de mano que los bandidos de la frontera habían utilizado de modo tan devastador.
Discutió todos estos asuntos con sus consejeros. En su aprobación estaba ya la semilla del plan de su divorcio y su nuevo matrimonio dinástico, que medio año mas tarde llevaría al rey JandolAnganol a Gravabagalinien; que lo alejaría de su hermosa reina; que lo privaría de su hijo, y que, por una fatalidad aún mas extraña, lo enfrentaría con otra muerte, atribuida a la raza protognóstica de los Madis.
V
EL CAMINO DE LOS MADIS
Los Madis del continente de Campannlat eran una raza aparte. Sus costumbres los diferenciaban a la vez de humanos y phagors. Y sus tribus vivían separadas entre sí.
Una tribu avanzaba lentamente hacia el oeste, a través de una región de Hazziz que se había convertido en un desierto, a varias jornadas de Matrassyl.
La tribu estaba en marcha sin que nadie recordara desde cuando. Ni los protognósticos, ni las naciones que los veían pasar, podían decir cuando o donde los Madis habían iniciado su viaje. Eran nómades. Marchando parían a sus hijos, crecían y se casaban, y marchando morían.
Su palabra para "vida", era Ahd, que significa "el viaje".
Los pocos seres humanos que se interesaban en los Madis sostenían que era el Ahd lo que los mantenía aparte. Otros creían que era su lenguaje. Ese lenguaje era una canción, cuya melodía parecía dominar a las palabras. La lengua Madi era tan compleja e incompleta que parecía confinar a la tribu en su viaje, al tiempo que cautivaba a todo ser humano que intentara aprenderla.
Ahora un joven trataba de hacerlo.
Cuando niño se había esforzado por hablar hr'Madi'h. Luego, ya adolescente, había retomado esos estudios con mayor seriedad.
Estaba esperando junto a un pilar de piedra donde había inscrito un símbolo religioso. Señalaba un limite, o una octava de terreno, o una línea de seguridad, aunque no le preocupaban mucho esas viejas creencias.
Los Madis se acercaban en hilera o en grupos irregulares, precedidos por una suave melodía. Pasaron a su lado sin mirarlo, aunque muchos de los adultos rozaron el pilar en que se apoyaba. Tanto los hombres como las mujeres iban vestidos con ropas de arpillera ceñidas a la cintura. Su indumentaria incluía unas altas capuchas rígidas que se subían cuando el tiempo era malo, dando a quienes las usaban un aspecto grotesco. Sus zapatos de madera estaban toscamente confeccionados, como si a quienes debían llevarlos a lo largo del Ahd no les importaran para nada sus pies.
El joven podía ver la larga hilera curvándose como una hebra en el semidesierto. No tenía fin. La polvareda, que flotaba sobre ella, la velaba por mementos. Los Madis marchaban entre el murmullo del lenguaje protognóstico. De pronto, alguien cantaba algo a los demás, y las notas recorrían la fila como recorre la sangre una arteria. En otro tiempo el joven había creído que ese discurso era un comentario sobre la marcha; ahora se inclinaba a pensar que se trataba de alguna clase de narración, pero no tenía idea acerca de que podía tratar, puesto que para los Madis no existían el pasado ni el futuro.
Aguardaba su momento.
Estudiaba los rostros que venían hacia él, como si buscara a alguien querido y olvidado, esperando un signo. Aunque físicamente los Madis parecían humanos, sus rostros poseían una turbadora cualidad –su inocencia protognóstica –, que recordaba el rostro de los animales o de las flores.
Había un rostro Madi común. Ojos salientes, con pupilas castaño claro, y tupidas pestañas. Nariz aquilina, a tal punto que recordaba el pico de un loro. Frente y mandíbula inferior algo retraídas. A los ojos del joven, el efecto general era asombrosamente hermoso. Le recordaba a un bello perro híbrido que adorara en su infancia, y también las flores blancas y marrones del dogthrush.
Un rasgo peculiar distinguía los rostros masculinos de los femeninos. Los varones tenían dos protuberancias en las sienes y otras dos en el mentón. A veces, estaban cubiertas de pelo. En una oportunidad el joven había visto a un varón de cuyas protuberancias emergían unos cuernos cortos.
Mientras pasaban, el joven contemplaba con cariño esas caras. Respondía a la sencillez Madi. Sin embargo, en su mente ardía el odio. Ansiaba matar a su padre, el rey de Borlien, JandolAnganol.
El movimiento y el murmullo transcurrían a su lado. De pronto, ¡el signo!
–¡Oh, gracias! –exclamó, y dio un paso adelante.
Una hembra Madi, que conducía arangs, había apartado la vista del camino para mirarlo de frente con la Mirada de la Aceptación. Era una mirada anónima, que desapareció tan rápido como había surgido, un destello de inteligencia que no era preciso mantener. Echó a andar junto a la mujer, pero ella no le prestó mas atención: la Mirada había sido enviada.
Él era ahora parte del Ahd.
Los migrantes iban acompañados por sus animales; los había de carga como el yelk, capturados en sus grandes campos de pastoreo durante el verano, y otros semi–domesticados, como varias clases de arangs, ovejas y fhlebihts –todos ellos animales de pezuña– y también perros y asokins, los cuales parecían tan entregados a su vida migratoria como sus amos.
El joven, que se daba a sí mismo el nombre de Roba y detestaba su título de príncipe, recordaba con desdén como las aburridas damas de la corte de su padre bostezaban y deseaban ser “tan libres como los Madis vagabundos”. Los Madis, sin mayor conciencia que la de un perro inteligente, estaban esclavizados por el modelo de sus vidas.
Acampaban por la noche y a la salida del sol se ponían en marcha siguiendo un plan irregular. Durante el día había periodos de descanso, pero estos eran breves y no se tenía en cuenta si en el cielo había uno o dos soles. Roba se convenció de que eran incapaces de comprender tales asuntos; los Madis se limitaban a su camino.
Algunos días había obstáculos en la ruta, una ladera montañosa, un río que era preciso cruzar. La tribu hacía lo que fuera necesario a su modo nada demostrativo. A veces se perdía una oveja, moría una persona anciana, se ahogaba un niño. Pero el Ahd proseguía, y la armonía del discurso no cesaba.
A la puesta de Batalix, la tribu se detuvo poco a poco.
Se cantaron una y otra vez las palabras que significaban agua y lana. Si había un dios Madi, estaba hecho de agua y de lana.
Los hombres se ocuparon de dar de beber a todos los animales del rebano antes de preparar la principal comida del día. Las mujeres y muchachas bajaron sus rústicos relates de los animales de carga y se entregaron al tejido de tapices y prendas de lana tenida.
El agua era su necesidad; la lana, su mayor bien.
–El agua es Ahd, la lana es Ahd. –La canción era imprecisa, pero reconocía la verdad.
Los hombres esquilaban a sus animales y tenían la lana; a partir de los cuatro años, las niñas la hilaban con sus husos a lo largo del camino. Todo lo que producían estaba hecho de lana. La del fhlebiht era la más delicada, y con ella se tejían túnicas satara, dignas de una reina.
Las prendas eran apiladas sobre los animales de carga, o bien llevadas por los machos y las hembras Madi debajo de sus burdos sayales. Mas tarde, comerciaban con ellas en alguna de las ciudades de la ruta, Distack, Yicch, Oldorando, Akace...
Cuando estaba completamente oscuro, cenaban, luego de lo cual codas –hembras, machos, animales– dormían en montón.
Las hembras entraban en celo pocas veces. Cuando fue el turno de la que viajaba con Roba, se volvió y lo tomo entre sus brazos buscando placer. Accesos de canto señalaban sus orgasmos.
El camino que seguían los Madis estaba tan predeterminado como el plan de sus días. Viajaban hacia el este o el oeste por distintos senderos; senderos que en ocasiones se encontraban, y otras se apartaban centenares de millas. Un viaje en una dirección llevaba un año pequeño completo; y todo el conocimiento del Paso del tiempo que poseían se expresaba en términos de distancia. Cuando Roba comprendió esto, empezó a comprender el hr'Madi'h.
Que el Viaje duraba desde hacía siglos, y quizás mas siglos antes de los primeros, era evidente por la flora que crecía a lo largo de su camino. Esas criaturas de rostro de flor, que solo poseían sus animales, dejaban caer cosas, diseminaban heces y semillas. Mientras caminaban, las mujeres arrancaban bayas o flores de plantas como afram, henna, eléboro púrpura. De ellas obtenían los tintes para sus tejidos. Y arrojaban las semillas, juntamente con las de plantas alimenticias como el centeno. Esporas y semillas se adherían al pelaje de los animales.
El Viaje devastaba temporariamente los campos a lo largo de todo su recorrido. Pero también hacía que la tierra floreciera.
Incluso en el semidesierto, los Madis avanzaban por una avenida de árboles, arbustos, hierbas, que ellos mismos habían sembrado por accidente. Incluso en áridas laderas crecían flores que solo se veían en los llanos. La avenida del este y la del oeste –que los Madis llamaban ucts– corrían como cintas, a veces entrelazadas, a través del continente ecuatorial de Heliconia, siguiendo un rastro original de desechos.
Caminando sin cesar, Roba olvidó sus conexiones humanas y el odio a su padre. El Viaje a través de los ucts era su vida, su Ahd. A veces lograba engañarse y creía comprender la narración murmurada que recorría el torrente sanguíneo diario.
Aunque prefería la vida nómada a las intrigas de la corte, le costaba adaptarse a los hábitos Madis en lo referente a la alimentación. Habían conservado el temor al fuego, de modo que su cocina era primitiva, aunque hacían un pan ácimo al que llamaban la'hrap, poniendo la masa sobre piedras calientes. Luego lo guardaban, y se comía fresco o rancio, acompañado de leche o sangre de sus animales. A veces, durante los festines, comían carne cruda pulverizada.
La sangre era importante para ellos. Roba luchaba con un conjunto de palabras y frases que de algún modo guardaban relación con los viajes, la sangre, el alimento, y el dios–en–la–sangre. A menudo por la noche se repetía que cuando todos estuvieran descansando aprovecharía para poner en limpio sus pensamientos y anotar cuanto había aprendido; pero después de la cena, él, como los demás, también se echaba a dormir.
No había poder capaz de impedir que sus párpados se cerraran. Dormía sin sueños, como imaginaba que lo hacían sus compañeros de viaje. Pensaba que si alguna vez aprendían a sonar, tal vez conquistarían esa esquina misteriosa que separaba su existencia de la humana.
Cuando se apartó de su lado la hembra que lo abrazara en procura de un instante de placer, Roba se pregunto, antes de quedarse dormido, si ella era feliz. No había modo de que él pudiera preguntarlo ni de que ella pudiera responder. ¿Y él? Había sido amorosamente educado por su madre, la reina de reinas, y sin embargo, sabía que en toda felicidad humana hay una pena incurable. Quizá los Madis huían de esa pena mediante el recurso de no convertirse en humanos.
La niebla formaba espirales sobre el Takissa y Matrassyl, pero por encima de la ciudad brillaban los dos soles. Como la atmósfera del palacio la sofocaba, la reina MyrdemInggala estaba afuera, en su hamaca.
Había pasado la mañana hablando con suplicantes. Conocía por su nombre a muchos de los ciudadanos. Ahora soñaba a la sombra de un pequeño pabellón de mármol. Estos sueños se referían al rey, quien una vez repuesto de sus heridas, sin decir palabra, había salido de viaje, según decían algunos a Oldorando, río arriba. Ella no había sido invitada. En cambio, el rey había llevado consigo al pequeño phagor huérfano, sobreviviente, como él, de la Batalla del Cosgatt.
Junto al pabellón, Mai TolramKetinet, la principal de las damas de compañía de MyrdemInggala, entretenía a la princesa Tatro con un pájaro de madera que movía las alas. Diseminados sobre las losas del pabellón, había otros juguetes y libros de cuentos.
Apenas consciente del parloteo de su hijita, la reina dejaba que el pájaro volara, libre, en su mente. Lo condujo hasta las ramas de un árbol de gwing–gwing, cuyos frutos maduros colgaban en racimos. Por la magia de sus pensamientos, Freyr no era mis que un inofensivo gwing–gwing. Su amenazante proximidad solo implicaba una fructífera madurez. Por el influjo de esa misma magia, la reina adormecida sentía que ella misma era y no era, a la vez, la suave carne del gwing–gwing.
La carne de esas frutas tocaba el suelo al caer. Una suave pelusa cubría esas pequeñas esferas estivales. Rodaban debajo de los cercos, caían sobre musgo aterciopelado, apoyaban sobre el verde sus suaves mejillas. Entonces llegaba el jabalí.
Era un jabalí y también su marido, su amo, su rey.
El jabalí saltaba sobre las frutas, las aplastaba, las devoraba hasta que sus mandíbulas rezumaban. Mientras ella llenaba el jardín con sus fragantes pensamientos, suplicaba a Afanaba que la librara de esa violación o, más bien, que la dejara gozar sin castigarla por sus excesos. Los cometas atravesaban el cielo, la niebla hervía sobre la ciudad, el calor de Freyr caía sobre el mundo porque ella se permitía soñar con el jabalí.
Ahora, en su imaginación, el rey estaba sobre ella. Arqueaba su inmenso lomo hirsuto. Había noches, noches de verano, en que él la llamaba a su dormitorio. Ella iba, ungida, descalza. Mai llevaba la lámpara de aceite de ballena, con la llama protegida por una burbuja de cristal como un vino incandescente. Ella comparecía ante él sabiendo que era la reina de reinas. Sus ojos eran anchos y negros; ya sus pezones estaban encendidos y entre sus muslos había un huerto vivo de gwing–gwings maduros para el colmillo.
Ambos se entregaban a sus abrazos con una pasión siempre nueva. Él la llamaba por un apodo cariñoso, como un niño que llama mientras duerme. Sus carnes y sus almas parecían elevarse como el vapor de dos manantiales hirvientes que se encuentran.
Mai TolramKetinet, de pie junto a la cama, arrojaba luz sobre aquel éxtasis. Nada debía privarlos de la contemplación de sus cuerpos desnudos.
A veces la muchacha, vencida la serenidad de su naturaleza diurna, deslizaba su mano hasta su propio kooni. Entonces JandolAnganol, despiadado en su khmir, la atraía a la cama junto a la reina y la tomaba como si no hubiese por que elegir entre las dos mujeres.
La reina jamás dijo una palabra de esto a la luz del día. Pero su intuición le informaba que Mai había hablado de ello con su propio hermano, ahora el general del Segundo Ejercito; la reina lo sabia por la forma en que el joven la miraba. A veces, en su hamaca, fantaseaba con Hanra TolramKetinet participando de esos encuentros en la alcoba del rey.
A veces, el khmir fallaba. A veces, cuando volaban las mariposas del ocaso y su lámpara ardía, JandolAnganol llegaba por un pasaje secreto hasta el lecho de la reina. Nadie mas tenía sus pasos. Eran a la vez rápidos e indecisos, la señal misma de su carácter. El se arrojaba sobre ella. Allí estaban los gwing–gwings, pero no el colmillo. La furia se apoderaba del rey ante la traición de su propio cuerpo. En una corte donde en pocos podía confiar, esa era la ultima traición.
Entonces, un khmir intelectual se apoderaba de él. Se flagelaba a sí mismo con un odio tan intenso como su pasión anterior. La reina gritaba y lloraba. Por la mañana, las esclavas de boca amarga y ojos astutos limpiaban arrodilladas la sangre de las baldosas junto a su cama.
La reina de reinas jamás mencionó esta característica de su amo. Ni a Mai TolramKetinet, ni a las otras damas de la corte. Como sus pasos, era una parte de él. El rey era tan impaciente con sus propios deseos como lo era con los de sus cortesanos. Nunca pudo serenarse lo suficiente para enfrentarse consigo mismo; y mientras sus heridas se curaban, había estado a solas con sus pensamientos.
Evocando nuevas ramas de gwing–gwing para aplacar sus pensamientos, la reina se dijo que esa vena de debilidad era parte de la fuerza del rey. Sería más débil sin ella. Pero jamás había podido decirle que lo comprendía. En cambia, lloraba. Y la noche siguiente, el animal de lomo encorvado volvía a hundir el colmillo entre los setos.
A veces, durante el día, cuando parecía que los gwing–gwings se ruborizaban por su deseo de ser devorados, se zambullía desnuda en la piscina, hundiéndose en el abrazo del agua y mirando hacia arriba el ardor de Freyr centelleando en la superficie. Un día, ah, ella lo sabia de su eddre, Freyr bajaría ardiendo hasta lo mas hondo de la piscina para castigarla por la intensidad de sus deseos. "Buen Akhanaba, perdóname. Soy la reina de reinas; también yo tengo khmir.”
La reina vela al rey durante el día.
Mientras hablaba con sus cortesanos, con hombres necios o sabios, o incluso con ese embajador de Sibornal que clavaba en ella una mirada que la atemorizaba, el rey extendía la mano y tomaba una manzana de una fuente. Sin mirar. Podía tratarse de una manzana cinabria, traída de Ottassol. La mordía. La comía, Pero no como comían las manzanas sus cortesanos, mordisqueando la carne alrededor y dejando un grueso huso en el centro, que luego arrojaban al suelo. El rey de Borlien comía con avidez, aunque sin goce aparente, devorando la fruta integra, la carne, la piel, las gruesas pepitas castañas. Todo era masticado y tragado, mientras él hablaba. Luego secaba su barba, sin que pareciera reflexionar un solo instante en la fruta. Y MyrdemInggala pensaba en el jabalí entre los matorrales.
Akhanaba la había castigado por sus voluptuosos pensamientos. La había castigado con la certeza de que ella jamás conocería a Jan, por cerca que ambos estuviesen. Y con otra certeza, aún más dolorosa: el nunca la conocería como ella deseaba ser conocida. Como la conocía misteriosamente Hanra TolramKetinet, sin que hubiese cruzado jamás una palabra con él.
Unos pasos que se aproximaban rompieron el hechizo de su ensoñación. Abriendo un ojo, MyrdemInggala vio acercarse al canciller. SartoriIrvrash era el único hombre de la corte a quien le estaba permitido acceder al jardín privado de la reina; era un derecho que ella le concedió al fallecer su esposa. Desde su perspectiva de veinticuatro años y medio, SartoriIrvrash, a los treinta y siete y varios decimos, era un anciano. No estorbaría a sus cortesanas.
Sin embargo, la reina cerró otra vez el ojo. Era la hora en que él solía regresar de cierta cantera próxima. JandolAnganol le había hablado, en tono de burla, de los experimentos de SartoriIrvrash sobre desventurados cautivos enjaulados. Su propia mujer había muerto a causa de uno de esos experimentos.
Cuando se quitó el sombrero para saludar a Tatro y a Mai su cabeza calva brillo al sol. La niña lo quería. La reina se mantenía al margen.
SartoriIrvrash se inclino ante la figura recostada de la reina, y luego ante su hija. Hablaba con la pequeña como si se tratase de una persona adulta, lo que tal vez explicaba el afecto que Tatro sentía por él. Había poca gente en Matrassyl que pudiera declararse amiga del canciller.
Ese hombre de mediana estatura y descuidado en el vestir, había tenido poder en Borlien durante largo tiempo. Mientras el rey había estado incapacitado por la herida recibida en el Cosgatt, SartoriIrvrash había gobernado en su nombre, dirigiendo los asuntos del estado desde su desordenado escritorio. Aunque nadie era su amigo, todos lo respetaban. Porque SartoriIrvrash era desinteresado. No tenía favoritos.
Era demasiado solitario para eso. Ni siquiera la muerte de su mujer había alterado sus hábitos de manera visible. No cazaba ni bebía. Pocas veces se lo había visto reír. Era demasiado cauteloso para ser sorprendido en un error.
Tampoco tenía el habitual enjambre de parientes que proteger. Sus hermanos habían muerto, su hermana vivía muy lejos. SartoriIrvrash era muy parecido a esa criatura imposible: un hombre sin defectos, sirviendo a un rey que estaba repleto de ellos.
En una corte religiosa, solo tenia un punto vulnerable: era un intelectual y un ateo.
Ni siquiera ese insultante ateismo podía esgrimirse en su contra. El canciller no intentaba convertir a nadie a su modo de pensar. Cuando no estaba ocupado por los asuntos de estado, trabajaba en su libro, separando la verdad de las mentiras y leyendas. Pero eso no le impedía demostrar, en ocasiones, un aspecto mas humano de su personalidad y leer cuentos de hadas a la princesa.
En la scritina, los enemigos de SartoriIrvrash se preguntaban a menudo cómo era posible que él –tan frío– y JandolAnganol –de sangre tan caliente– pudieran contenerse de saltar uno al cuello del otro. El hecho es que SartoriIrvrash era un hombre muy discreto, y que sabía tragarse las ofensas. Y era demasiado distinto del resto de la gente para que pudieran ofenderlo, si no iban demasiado lejos. Ese momento había de llegar, aunque no por aquel entonces.
–Creí que no vendrías, Rushven –dijo Tatro.
–Debes aprender a tener mas confianza en mi. Siempre aparezco cuando me necesitan.
Enseguida, Tatro y SartoriIrvrash se sentaron; la princesa le entregó uno de sus libros, pidiéndole un cuento. Él le leyó uno que siempre incomodaba a la reina: el cuento del Ojo de Plata.
“Había una vez un rey que gobernaba el reino de Ponptpandum, en el oeste, donde se ponen todos los soles. Las personas y los phagors de Ponptpandum estaban temerosos de su rey porque creían que tenía poderes mágicos.”
“Anhelaban librarse de él, y tener un rey que no los oprimiera, pero nadie sabía qué hacer.”
“Cada vez que los ciudadanos imaginaban un plan, el rey lo descubría. Era un mago tan grande que había hecho aparecer un gran ojo de plata. Este ojo flotaba toda la noche en el cielo, espiando lo que ocurría en ese reino infeliz. El ojo se abría y se cerraba. Se abría diez veces por año, como todo el mundo sabía. Y era capaz de verlo casi todo.”
“Cuando el ojo veía una conspiración, el rey se enteraba. Entonces, ejecutaba a los conspiradores, fueran hombres o phagors, a las puertas del palacio.”
“La reina se entristecía al ver tanta crueldad, pero nada podía hacer. El rey había jurado que nunca haría daño a su encantadora reina. Cuando ella le pedía que fuera piadoso, él no la golpeaba, como hubiera hecho con cualquier otra persona, incluidos sus consejeros.”
“En el más recóndito calabozo del castillo había una celda custodiada por siete guardias phagor, ciegos. No tenían cuernos, porque a todos los phagors se les cortaban los cuernos en la feria anual de Ponptpandum, para que parecieran más humanos. Los guardias dejaron entrar al rey en la celda.”
“En la celda vivía una gillot, una vieja hembra phagor. Era el único phagor con cuernos del reino. Ella era la fuente de toda la magia del rey. Por sí solo, el rey no era nada. Todas las noches, el rey pedía a la gillot que enviara al cielo el ojo de plata. Todas las noches, ella hacía lo que se le pedía.”
“De ese modo, el rey veía todo lo que ocurría en su reino. Hacía también a la anciana gillot muchas preguntas acerca de la naturaleza, que ella respondía infaliblemente.”
“Una noche muy fría, ella le dijo: "Oh, rey; ¿para qué quieres el conocimiento?".”
“Porque en el conocimiento hay poder –replicó el rey–. El conocimiento hace libres a las personas.”
“La gillot nada respondió. Era una bruja, y era también su prisionera. Por fin, dijo con voz terrible: “Entonces ha llegado el momento de liberarme””.
“Ante estas palabras, el rey se desmayó. La gillot abandonó su celda y comenzó a subir las escaleras. Ahora bien; la reina se había preguntado muchas veces por qué su marido iba todas las noches a un calabozo subterráneo. Esa noche, la curiosidad había ganado la partida. Estaba descendiendo las escaleras para espiarlo cuando se encontró con la gillot en la oscuridad.”
“La reina gritó de terror. Para que no volviera a hacerlo, la hembra phagor le dio un golpe, y la mató. La amada voz de la reina despertó al rey, quien se lanzó escaleras arriba. Al ver lo que había ocurrido, sacó su espada y mató a la gillot.”
“Mientras ella caía, el ojo de plata del cielo empezó a alejarse en espiral. Cada vez se alejaba más y se tornaba más y más pequeño, hasta que se perdió de vista. Y el pueblo supo que todos eran ahora libres, y nunca se volvió a ver el ojo de plata.”
Tatro guardó silencio un instante.
MyrdemInggala se incorporó sobre un codo y dijo:
–¿Por qué lees siempre esa disparatada historia, Rushven? Son puros cuentos de hadas.
–Porque a Tatro le gusta, señora –dijo él, alisando sus patillas, como solía hacer en presencia de la reina, y sonriendo.
–Conozco tu opinión acerca de la raza de dos filos: no puedo imaginar por qué te agrada la idea de que en un tiempo la humanidad recurría a los phagors en busca de sabiduría.
–Lo que me agrada de este cuento, señora, es que en una época los reyes recurrían a otros en busca de sabiduría.
MyrdemInggala aplaudió de gozo ante la respuesta.
–Esperemos que eso, al menos, no sea un cuento de hadas.
En el curso de Ahd, los Madis llegaron una vez más a Oldorando, y a la ciudad que llevaba ese nombre.
Más allá de la Puerta del Sur, había un sector destinado a los viajeros, llamado el Puerto. Allí los Madis hacían uno de sus inusuales descansos, que duraba varios días. Se celebraban modestos festejos. Comían arang aromatizado con especias, bailaban el complicado zyganke.
Agua y lana. En Oldorando, trocaban por los pocos bienes que les eran necesarios las vestiduras y tapices que habían tejido durante el Viaje. Sólo uno o dos mercaderes humanos gozaban de la confianza de los Madis. Al no trabajar el metal, las tribus siempre estaban necesitadas de ollas y cencerros para las cabras.
Ocurría también, la mayoría de las veces, que algunos miembros de la tribu decidían quedarse en Oldorando, hasta que los demás retornaran, o para siempre. La enfermedad o la invalidez eran razones para abandonar el Ahd.
Algunos años antes una muchacha Madi, coja, había dejado el Ahd para ocuparse de la limpieza en el palacio del rey Sayren Stund. Su nombre era Bathkaarnet–ella. Bathkaarnet–ella tenía el rostro tradicional Madi, en parte de ave, en parte de flor; y se ponía a barrer dondequiera que se le ordenara, sin cansarse como los perezosos oldorandinos. Mientras barría, los pájaros se reunían alrededor de ella sin temor, y escuchaban su canto.
El rey veía esto desde su balcón. En esos días, Sayren Stund no se había rodeado aún de consejeros religiosos y protocolares. Hizo que trajeran a su presencia a Bathkaarnet–ella. La muchacha, contrariamente a la mayoría de los Madis, tenía una mirada vívida que podía enfocar como los humanos. Era muy humilde, lo que agradaba al desasosegado Sayren Stund, quien decidió que la muchacha aprendiera Olonets, para lo cual contrató un buen maestro. Pero la muchacha no hizo progresos, hasta que el rey tuvo la inspiración de hablar con ella cantando. Ella cantó en respuesta. Aprendió muchas más palabras, pero nunca pudo hablar: sólo cantar.
Esta deficiencia, que habría acongojado a muchos, al rey le agradaba. Descubrió que el padre de Bathkaarnet–ella había sido humano, y que cuando joven se había unido al Viaje huyendo de la esclavitud.
A pesar de todos los consejos, el rey se casó con Bathkaarnet–ella y la convirtió a su fe. Pronto ella le dio un hijo; tenía dos cabezas y murió. Luego dio a luz dos hijas normales que vivieron. Primero Simoda Tal, y luego la voluble Milua Tal.
El príncipe RobaydayAnganol había oído esta historia con anterioridad. Ahora, vestido de Madi, con el nombre de Roba, se dirigió desde el Puerto hasta una de las entradas posteriores del palacio. Escribió una nota a Bathkaarnet–ella, y se la entregó a un criado.
Esperó pacientemente al calor, junto a un zaldal de florecimiento nocturno que trepaba y se extendía. Para el príncipe, Oldorando era una ciudad rara. No se veía en ella un solo phagor.
Su intención, antes de retornar al Viaje, era que la reina Madi le enseñara todo lo posible acerca de su pueblo. Había resuelto ser el primer hombre capaz de cantar con fluidez la lengua de aquellas gentes. Antes de abandonar la corte de JandolAnganol, había hablado muchas veces con el canciller SartoriIrvrash, quien había inspirado en él el amor al conocimiento. Esta era otra de las razones por las cuales el rey había perdido la confianza en su hijo.
Roba esperaba junto a la puerta. Había besado la mejilla de su hembra, cubierta por el polvo de las calles, sabiendo que jamás podría volver a encontrarla cuando reanudara el Viaje. Porque entonces otra persona lanzaría la Mirada de la Aceptación; e incluso si era ella misma, ¿cómo podría reconocerla con certeza? Roba sintió en lo más profundo que la individualidad era un don precioso, concedido solamente a los humanos y, en cierta medida, a los phagors.
Una hora más tarde vio regresar al criado; miró su paso arrogante, tan diferente del leve andar Madi. El hombre rodeó el palacio cuadrado, bajo los pórticos en sombra, para no afrontar el hálito de Freyr.
–Está bien; la reina te concede cinco minutos de audiencia. Inclínate ante ella, vagabundo.
Se deslizó por la puerta lateral y echó a andar a través del patio de la manera en que lo hacían los Madis, manteniendo flexible la columna vertebral. Un hombre se dirigía hacia él con esa especie de arrogancia vacilante que ya conocía de sobra. Era su padre, el rey JandolAnganol.
Roba se quitó la vieja caperuza de tela y se inclinó, rozando el polvo con ella, mientras continuaba su marcha con pasos lánguidos y firmes. JandolAnganol pasó a su lado sin dedicarle una mirada, hablando animadamente con otro hombre. Roba se enderezó y siguió su camino.
La reina coja estaba en un columpio de plata. Llevaba anillos en los dedos de sus pies morenos. Un lacayo vestido de verde la hamacaba. Roba fue recibido en una cámara cubierta de vegetación. Las pecubeas se deslizaban velozmente y el preet emitía su canto.
Apenas descubrió quién era él, la reina, en lugar de hablar de su propia vida anterior, elogió de modo desmedido a JandolAnganol, cantando.
Esto no fue del gusto de Roba, quien, algo irritado, le dijo:
–Quiero entonar la canción de tu lengua natal. Pero tú cantas la maldición de mi nacimiento. Para conocer a ese hombre que elogias, debes ser su hijo. No hay lugar en su corazón para la carne y la sangre, sólo para abstracciones. El país, la religión; esto es lo que hay en sus harneys, y no Tatro y Roba.
–Los reyes creen en esas cosas. Lo sé. Sé que sueñan cosas grandes; nosotros no podemos –cantó la reina–. Los reyes viven en un lugar vacío.
–La grandeza es una lápida –dijo Roba–. Bajo esa lápida él mantiene aprisionado a su propio padre. Y a mí me encerraría durante dos años en un monasterio. Dos años para enseñarme la grandeza. Un voto de silencio en un monasterio de Matrassyl, para introducirme a esa otra piedra, Akhanaba... ¿Cómo podría soportarlo? ¿Soy acaso un gusano o una babosa para reptar debajo de una piedra? De piedra es el corazón de mi padre, y por eso he huido como el viento sin pies, para unirme al Ahd de los tuyos, bondadosa reina.
Entonces, Bathkaarnet–ella cantó:
–Pero los míos son la escoria de la tierra. No tenemos inteligencia, sólo ucts, y por lo tanto, ningún sentimiento de culpa. ¿Cómo llamáis a eso? No tenemos conciencia. Sólo podemos andar, andar y andar la vida entera, excepto yo, que por fortuna soy coja.
“Mi querido marido Sayren me ha enseñado el valor de la religión, desconocido por los pobres ignorantes Madis. Imagínate, vivir siglos enteros sin saber que sólo existimos por la gracia del Supremo. Respeto a tu padre por sus sentimientos religiosos. Cuando está aquí no pasa un día sin que se flagele.”
Cuando la canción terminó, Roba preguntó con amargura:
–¿Y qué hace aquí? ¿Me busca a mí acaso, una parte errante de su reino?
–Oh, no, no. –Su risa parecía el sonido de una flauta.– Ha debatido con Sayren, y con los dignatarios eclesiásticos de la lejana Pannoval. Sí; los he visto, he hablado con ellos.
Él se acercó, de tal modo que el lacayo que la columpiaba tuvo que hacerlo más suavemente.
–¿Quién debate y no habla? ¿Quién posee y sin embargo busca?
–¿Quién puede saber lo que debaten los reyes? –cantó ella.
Una de las brillantes aves aleteó junto al rostro de Roba, quien la apartó.
–Debes saber cuáles son sus planes, majestad.
–Tu padre tiene una herida. Lo veo en su rostro –cantó ella–. Necesita que su nación sea poderosa, para arrojar al polvo a sus enemigos. Y para eso sacrificará incluso a la reina, tu madre.
–¿Cómo la sacrificará?
–La sacrificará a la historia. ¿Acaso no es más pequeña la vida de una mujer que el destino de un hombre? Sólo somos cosas sin forma en las manos de los hombres...
Su alma se volvió oscura. Tenía el presentimiento del mal. Su razón huyó. Trató de volver junto a los Madis y olvidar las traiciones de los hombres. Pero el Ahd exigía paz, o al menos una mente ausente. Después de algunos días de marcha, abandonó el uct y se lanzó a la soledad, viviendo en los árboles de la selva, o en cavernas abandonadas por los leones. Hablaba consigo mismo en un lenguaje propio. Vivía de frutas, hongos, cosas que reptaban debajo de las piedras.
Entre esas cosas que reptaban debajo de las piedras había unos pequeños crustáceos, los rickybacks. Esas criaturas gibosas tenían una cara diminuta que miraba desde debajo de su caparazón quitinoso, y veinte delicadas patas blancas. Los rickybacks se congregaban debajo de piedras y maderos por docenas, confortablemente amontonados.
El se extendía en el suelo, y apoyando su cabeza en el brazo los miraba y jugaba con ellos, desprendiéndolos de sus guaridas. La falta de temor y la pereza de aquellas criaturas lo maravillaban. ¿Qué finalidad tenían? ¿Cómo podían existir haciendo tan poco?
Pero esos pequeños seres habían sobrevivido a lo largo de los siglos. Cuando el frío o el calor insoportables caían sobre Heliconia –SartoriIrvrash se lo había dicho– los rickybacks se ocultaban debajo del suelo; y probablemente no habían hecho otra cosa desde el principio del tiempo.
Le parecían fascinantes, mientras movían sus delicadas patas en un ridículo intento por volver a erguirse.
Su fascinación fue reemplazada por inquietud. ¿Cómo podían existir si el Todopoderoso y Supremo no los había puesto en el mundo?
Mientras estaba allí, ese pensamiento se le presentó con tanta evidencia como si alguien le dijera que él podía estar equivocado y su padre en lo cierto; quizás existía realmente un Todopoderoso que regía los asuntos humanos. En ese caso, muchas cosas que le habían parecido malvadas eran buenas, y él había incurrido en un grave error.
Tembloroso, se puso de pie olvidando las insignificantes criaturas del suelo.
Alzó la vista a las densas nubes del cielo. ¿Alguien había hablado?
Si había un Akhanaba, él debía entregar al dios su voluntad. Lo que decretara el Todopoderoso debía ser cumplido. Incluso el crimen se justificaba para cumplir una finalidad de Akhanaba.
Terminó por creer en la Observadora Original, esa figura maternal que se ocupaba de la tierra y de todas sus obras. Esa figura nebulosa, identificada con el mundo mismo, se impuso en su mente a Akhanaba.
Pasaban los días, recorridos por los soles que lo abrasaban. Se perdió en el desierto sin saber casi que estaba extraviado, sin ver a nadie, sin poder hablar con nadie. Había algunos Nondads, evasivos como el pensamiento, pero él no tenía trato con ellos. Escuchaba la voz de Akhanaba, o de la Observadora.
Mientras vagaba, se vio rodeado por un incendio de bosques. Se zambulló en un arroyo, viendo cómo la rugiente máquina de la conflagración ascendía la cuesta de una colina para descender al otro lado, exhalando su energía. Entre las llamas de aquel infierno vio el rostro de un dios; el humo era su barba y su pelo, encanecidos por su sabiduría cósmica. Al igual que su padre, aquella visión destruía todo cuanto hallaba a su paso. Yacía en el agua con los ojos abiertos, uno debajo del agua, otro encima, viendo los dos universos iluminados por el visitante. Cuando éste se marchó, se puso de pie y subió a la colina como arrastrado por la estela del monstruo, tambaleándose entre los arbustos quemados.
El dios del fuego había dejado una huella negra. Frente a él podía ver cómo continuaba avanzando, como un vendaval de venganza.
Riendo, el príncipe RobaydayAnganol se echó a correr. Estaba convencido de que no era posible matar a su padre; era demasiado poderoso. Pero había otros, próximos a él, a quienes era posible matar. Sin ellos, el poder del rey disminuiría.
Ese pensamiento rugió en su mente como el fuego, y en él reconoció la voz del Todopoderoso. Ya no sentía dolor; se había vuelto anónimo, como un verdadero Madi.
Presa del uct de su propia vida, RobaydayAnganol miraba todas las noches las estrellas que giraban sobre su cabeza. Antes de dormir veía el cometa de YarapRombry ardiendo en el norte. Veía pasar la estrella fugaz, Kaidaw.
La aguda mirada de Robayday distinguía las fases de Kaidaw cuando estaba en el cenit. Pero se movía con rapidez, atravesando el cielo de sur a norte. Mientras corría hacia el horizonte, no era posible distinguir el disco de Kaidaw; se convertía en un punto brillante y luminoso, y luego desaparecía.
Sus habitantes daban a Kaidaw el nombre de Avernus, Estación Observadora Terrestre Avernus. En esa época, eran unos seis mil, hombres, mujeres, niños, androides. Los seres humanos se dividían en seis familias o clanes de estudiosos. Cada clan estudiaba algún aspecto del planeta, o de sus planetas hermanos. La información que recogían era transmitida a la Tierra.
Los cuatro planetas que giraban en torno de la estrella de clase G llamada Batalix, eran el gran descubrimiento de la época interestelar de la Tierra. La exploración interestelar –o «conquista», como la llamaron los hombres de aquella época arrogante– se hizo a un enorme costo. Ese costo llegó a ser tan ruinoso que, por fin, los vuelos interestelares fueron abandonados.
Sin embargo, el espíritu de los hombres había sufrido un cambio. El enfoque de la vida, más íntegro, hacía que la gente sólo quisiera extraer lo necesario de un sistema de producción global mucho mejor conocido y controlado. En verdad, las relaciones interpersonales asumieron una especie de santidad cuando se comprendió que, entre un millón de planetas existentes a una distancia razonable de la Tierra, ni uno solo podía igualar la maravillosa diversidad de ésta, ni sostener la vida humana.
El universo era pródigo –más allá de lo creíble– en vacío. Pero increíblemente avaro en vida orgánica. La escala de la desolación del universo fue uno de los grandes motivos que apartaron a la humanidad, con horror, del vuelo interestelar. Pero en ese momento, sin embargo, ya habían sido descubiertos los planetas del sistema Freyr–Batalix.
“Dios hizo la Tierra en siete días. El resto de su vida no hizo nada. Sólo cuando fue un anciano se movió un poco y creó Heliconia.” Era un dicho popular terrestre.
De modo que los planetas del sistema Freyr–Batalix tenían gran importancia para la existencia espiritual de la Tierra. Y entre esos planetas, el principal era Heliconia.
Heliconia no era muy diferente de la Tierra. Allí vivían otros seres humanos que respiraban aire, sufrían, gozaban y morían. Los sistemas ontológicos de ambos planetas eran paralelos.
Heliconia estaba a mil años luz de la Tierra. Viajar de un mundo al otro, en la nave espacial tecnológicamente más avanzada, llevaba más de mil quinientos años. La mortalidad humana no podía soportar un viaje así.
Sin embargo, una profunda necesidad del espíritu humano, el deseo de identificarse con algo situado más allá de él mismo, se esforzaba por mantener un nexo entre la Tierra y Heliconia. A pesar de las dificultades impuestas por el enorme abismo de tiempo y espacio, se construyó, en órbita alrededor de Heliconia, un puesto de vigilancia permanente, la Estación Observadora Terrestre. Su misión consistía en estudiar Heliconia y transmitir sus hallazgos a la Tierra.
Comenzó así un largo compromiso unilateral. Ese compromiso aplicaba uno de los más atractivos dones de la humanidad: la empatía. Los habitantes de la Tierra se preocupaban a diario por saber qué hacían sus amigos y héroes en la superficie del planeta lejano. Temían a los phagors. Contemplaban los sucesos que se desarrollaban en la corte de JandolAnganol. Escribían en el alfabeto Olonets; muchas personas hablaban alguno de sus idiomas. En cierta medida, Heliconia había conquistado involuntariamente a la Tierra.
Esta situación perduró mucho después del final de la gran era interestelar de la Tierra.
En realidad, Heliconia, el premio de esa era, fue una causa más de su declinación. Allí estaba ese mundo espléndido y terrible, hermoso como un sueño; pero poner el pie en él significaba la muerte para todo ser humano. Una muerte no inmediata, pero segura.
En la atmósfera de Heliconia había virus que, debido a largos procesos de adaptación, eran inofensivos para sus pobladores durante la mayor parte del Gran Año. Pero para cualquier terrestre, esos virus, imposibles de eliminar, formaban una barrera como la espada del ángel que, según un antiguo mito de la Tierra, custodiaba la entrada al Jardín del Edén.
Para muchas de las personas que estaban a bordo del Avernus, eso era precisamente –un Jardín del Edén– lo que parecía el planeta que tenían debajo, al menos cuando terminaron los lentos y crueles siglos del invierno del Gran Año.
El Avernus tenía sus parques con arroyos y lagos, y mil ingeniosas simulaciones para entretener a sus jóvenes hombres y mujeres. Pero era un mundo artificial. Muchos sentían que también sus vidas eran artificiales allí, privadas como estaban del excitante sabor de la realidad.
Este sentido de la artificialidad era particularmente opresivo para los miembros del clan Pin. El clan Pin estaba a cargo de Entrecruzamientos y Continuidades. Su responsabilidad era, en esencia, sociológica.
Su tarea principal consistía en registrar el desarrollo de las vidas de miembros de una o dos familias a lo largo de las generaciones, durante los 2.592 años terrestres que insumía un Gran Año y más allá. Estos datos, que no podían estudiarse en la Tierra, tenían un gran valor científico. Por otra parte, la familia Pin llegó a identificarse de un modo muy estrecho con las personas objeto de su estudio.
Esa proximidad se reforzaba por el conocimiento, que ensombrecía todos sus. días, de que la Tierra era para ellos irrecuperable. Nacer en la estación implicaba un exilio definitivo. La primera ley de la vida en el Avernus era la imposibilidad de regresar a la Tierra.
Ocasionalmente llegaban desde la Tierra naves computerizadas. Estas naves de enlace, como se llamaban, tenían siempre espacios de emergencia en los que podían viajar humanos. Tal vez existía en la Tierra la leve esperanza de que uno de los avernianos lograse regresar gracias a los nuevos métodos; pero, en verdad, las naves, de obsoleto diseño, nunca habían sido modernizadas. La brecha de Tiempo y Espacio convertía la idea de tal travesía en una burla; incluso los cuerpos, profundamente sumidos en un sueño criogénico, caían en un desfase de mil quinientos años.
Heliconia estaba incomparablemente más cercana que la Tierra. Pero sus virus la tornaban inaccesible.
La existencia en el Avernus era utópica, es decir, placentera, estable y monótona. No había terrores que enfrentar, injusticias o escaseces, y muy pocos cambios bruscos. No había una religión reveladora; la fe religiosa se encomendaba apenas a una sociedad cuyo deber era el de vigilar las rebeliones en el mundo inferior. Las agonías y los éxtasis metafísicos de los egos individuales eran mal regidos.
Con todo ello, para algunos avernianos de cada generación, su mundo seguía siendo una prisión cuya órbita y uct no conducía a ninguna parte. Ciertos miembros del clan Pin, pese a mirar despectivamente al pobre y delirante Roba vagando en el desierto, se consumían de envidia al verlo tan libre.
La llegada intermitente de las naves de enlace no hacía sino acentuar su opresión. Hacía poco, una de ellas había ocasionado un tumulto. Había llegado cargada de cintas de noticias, viejas noticias de carteles, deportes, naciones, artefactos, nombres; todo desconocido por ellos. El cabecilla del disturbio fue arrestado y, en una acción sin precedentes, enviado a morir en la superficie de Heliconia.
Todos en la Estación Observadora habían seguido con avidez sus extraordinarias aventuras antes de sucumbir al virus. Habían llevado una vida vicaria en el planeta de su umbral.
Desde aquel tiempo, debía existir una válvula de seguridad, una tradición de ritos, sacrificios y escapes. Así, se creó la irónicamente llamada Lotería de Vacaciones en Heliconia. El sorteo se llevaba a cabo cada diez años durante los siglos del verano heliconiano. Al ganador de la lotería se le permitía descender a su muerte segura y escoger el lugar de aterrizaje. Algunos preferían la soledad, otros las ciudades, algunos las montañas y otros las planicies. Ningún ganador rehusaba el viaje, ni despreciaba la fama y la libertad.
Mil ciento diecisiete años terrestres después del apastrón –durante el nadir del Gran Año– la lotería volvió a celebrarse una vez más.
Los tres ganadores anteriores habían sido mujeres. En esta ocasión el premiado fue Billy Xiao Pin. No tuvo dificultades para hacer su elección. Bajaría a Matrassyl, capital de Borlien. Allí contemplaría el rostro de la reina de las reinas antes de que el virus hélico acabara con él.
El premio de Billy sería la muerte; una muerte en la que se incorporaría plenamente a la secular orquestación del Gran Verano heliconiano.
VI
DIPLOMÁTICOS TRAEN PRESENTES
El rey JandolAnganol regresó al fin a su reina desde Oldorando. Habían transcurrido cuatro semanas. Ya no cojeaba. Era el día del medio invierno, y se esperaba a los diplomáticos de Pannoval.
Un calor de muerte pesaba sobre Matrassyl y cubría el palacio situado en la colina que dominaba la ciudad. Sus muros exteriores temblaban como si se tratase de un espejismo que se pudiera atravesar. Siglos antes, en el invierno del Gran Año, el día del medio invierno era celebrado con gran fasto; ahora era otra cosa. La gente sufría demasiado el calor para preocuparse.
Los cortesanos nativos haraganeaban en sus cámaras. El embajador sibornalés ponía hielo en su vino y soñaba con las frescas mujeres de su país natal. Los diplomáticos llegaron cargados de equipajes y sobornos, transpirando bajo sus rojas ceremoniales, y se derrumbaron en los divanes cuando terminó la recepción oficial.
El canciller de Borlien, SartoriIrvrash, fue a su habitación a fumar un veronikano, para que el rey no percibiera su irritación.
Este asunto traería malas consecuencias. Él no lo había dispuesto. El rey no lo había consultado.
Siendo un hombre solitario, la diplomacia que SartoriIrvrash dirigía también lo era. Estaba convencido de que Borlien no debía dejarse arrastrar aún más a la órbita de la poderosa Pannoval mediante una alianza con ella o con Oldorando. Los tres países estaban ya unidos por una religión común que SartoriIrvrash, como erudito, no compartía.
Durante siglos, Borlien estuvo dominado por Oldorando. El canciller no quería regresar a esa época. Él comprendía mejor que nadie cuán atrasada estaba Borlien; pero caer bajo el poder de Pannoval no remediaría aquel atraso. El rey pensaba de otra manera, y sus consejeros religiosos lo animaban a ello.
El canciller había impuesto estrictas leyes a Matrassyl para regular la entrada y salida de extranjeros. Tal vez su misantropía se debiera en parte a la xenofobia; no se permitía la entrada de Madis en la ciudad, y ningún diplomático extranjero podía mantener trato sexual con una mujer de Matrassyl, so pena de muerte. De no haber intervenido el rey en persona, habría creado leyes contra los phagors.
SartoriIrvrash suspiró. Sólo deseaba proseguir sus estudios. Aborrecía el modo en que le había sido impuesto el poder; así que se hizo un tirano para las cosas insignificantes, a fin de endurecerse cuando los riesgos fuesen altos. Pero si se le imponía el ejercicio del poder, deseaba que ese poder fuera absoluto.
Si lo fuese no vivirían el peligro de la situación actual, donde cincuenta extranjeros o más podían mandar a su antojo en el palacio. Tenía la fría certidumbre de que el rey pretendía introducir cambios y que se avecinaba un drama que afectaría el rumbo sensato de su vida. Su mujer lo había llamado insensible; pero SartoriIrvrash sabía que era más adecuado decir que sus emociones se centraban en torno a su trabajo.
Se encogió de hombros en un gesto característico; quizás ese hábito le daba una apariencia más formidable que la real. Sus treinta y siete años –treinta y siete años y cinco décimos según el minucioso sistema empleado en Campannalat para medir la edad– correspondían a su aspecto, arrugando su cara alrededor de la nariz y los bigotes dándole la apariencia de un roedor inteligente.
–Amas a tu rey y a tus semejantes –se dijo, y abandonó el refugio de sus habitaciones.
Como muchas fortalezas similares, el palacio era una acumulación de lo viejo y lo nuevo. Durante el último Gran Invierno hubo fuertes y cavernas en la roca de Matrassyl. Se agrandaba o reducía, devenía fortaleza o mansión de recreo, según la fortuna de Borlien.
Los distinguidos personajes de Pannoval se escandalizaron en Matrassyl, donde a los phagors se les permitía deambular por las calles sin molestar..., y sin ser molestados. En consecuencia, criticaron el palacio de JandolAnganol. Les parecía provinciano.
Cuando la fortuna estaba aún de su lado y su matrimonio con MyrdemInggala era reciente, JandolAnganol trajo a los mejores arquitectos, constructores y artistas de la provincia para corregir los estragos del tiempo. Se otorgó especial cuidado a los aposentos de la reina.
Si bien el ambiente general del palacio se inclinaba hacia lo militar, no había en él rastro alguno de la rígida etiqueta que caracterizaba a las cortes de Oldorando y Pannoval. Y en algunos lugares floreció una especie de cultura elevada. Los apartamentos del canciller SartoriIrvrash, en particular, fueron refugio para las artes y el aprendizaje.
El canciller fue de mala gana a consultar con el rey. A su mente acudieron pensamientos más agradables que los asuntos de estado. Tan sólo el día anterior había solucionado un problema que lo desconcertaba desde hacía tiempo. Antaño era más fácil distinguirla verdad de la mentira.
La reina se acercó a él llevando uno de sus trajes rojo fuego y acompañada por su hermano y la princesa Tatro, quien corrió a abrazarse a sus piernas. El canciller se inclinó. No obstante su distracción, advirtió en la expresión de la reina que la visita diplomática también le producía ansiedad.
–Hoy estaréis ocupado con Pannoval –dijo ella.
–Tengo que tratar con un grupo de asnos pedantes, lo cual no es más que otra pérdida de tiempo. –Se contuvo y echó a reír.– Mis excusas, señora, tan sólo quise decir que no considero al príncipe Taynth Indredd de Pannoval un buen amigo de Borlien...
A veces ella esbozaba una sonrisa lenta, como reticente a la alegría, que comenzaba en sus ojos, bajaba por la nariz y terminaba moldeando la curva de sus labios.
–Estamos de acuerdo. En la actualidad, Borlien carece de verdaderos amigos.
–Admítelo, Rushven, tu historia nunca estará terminada –dijo YeferalOboral, el hermano de la reina, utilizando un viejo sobrenombre–. No es más que un pretexto para dormir toda la tarde.
El canciller suspiró; el hermano de la reina no tenía la inteligencia de su hermana. Dijo con dureza:
–Si dejaras de merodear por la corte, podrías preparar una expedición y navegar alrededor del mundo. ¡Cuánto favorecería a nuestros conocimientos!
–Ojalá Robayday hubiese hecho algo así –dijo MyrdemInggala–. Quién sabe dónde estará ahora ese chico.
SartoriIrvrash no estaba dispuesto a desperdiciar compasión por el hijo de la reina:
–Ayer hice un nuevo descubrimiento –dijo–. ¿Deseáis oírlo? ¿Os aburriré? ¿No hará el mero enunciado de estas preocupaciones por el conocimiento que saltéis desde las murallas?
La reina dejó escapar una risa cristalina y le extendió su mano.
–Vamos, Yef y yo no somos ningunos tontos. ¿Cuál es ese descubrimiento? ¿Es que acaso se está enfriando el mundo?
Ignorando la broma, SartoriIrvrash frunció el ceño y preguntó:
–¿De qué color es un hoxney?
–¡Yo lo sé! –exclamó la joven princesa–. Son marrones, todo el mundo sabe que los hoxneys son marrones.
Con un gruñido, SartoriIrvrash la alzó en brazos:
–¿Y de qué color eran ayer?
–Marrones, por supuesto.
–¿Y el día anterior?
–Marrones, Rushven tonto.
–Correcto, sabia princesita. Pero de ser así, ¿por qué entonces las ilustraciones de las antiguas crónicas describen a los hoxneys con líneas bicolores?
Tuvo que responder a su propia pregunta:
–Es lo que le pregunté a mi amigo Bardol CaraBansity en Ottassol. Desolló un hoxney y examinó su piel. ¿Y qué descubrió? Pues que un hoxney no es un animal marrón, como todos pensamos. Es un animal de rayas marrones sobre un fondo marrón.
Tatro se echó a reír.
–Te burlas de nosotros. Si es marrón sobre marrón, entonces es marrón, ¿no es verdad?
–Sí y no. La piel extendida muestra que el hoxney no es un animal sólo marrón, sino que tiene rayas marrones. ¿A qué se deberá?
“Pues bien, he dado con la respuesta, y veréis lo inteligente que soy. Los hoxneys tuvieron alguna vez la piel rayada con líneas brillantes, tal como lo muestran las crónicas. ¿Cuándo ocurría esto? Pues en la primavera del Gran Año, cuando volvió a haber pastos abundantes. Entonces dos hoxneys precisaban multiplicarse lo más rápido posible. Así que se adornaron con sus brillantes galas sexuales. En nuestros días, siglos después, los hoxneys abundan. No necesitan multiplicarse de manera urgente, de modo que no necesitan valerse de esos colores para aparearse, y las rayas se convirtieron en un marrón neutro..., hasta que la primavera del próximo Gran Año las haga resurgir.”
La reina hizo una mueca:
–Si hay otra Gran Primavera y no nos topamos antes con Freyr.
SartoriIrvrash aplaudió con afectación:
–¿Pero no os dais cuenta? Esta geometría adaptativa de los hoxneys es una garantía de que no nos toparemos con Freyr, de que se acerca cada Gran Verano y de que luego se aleja otra vez.
–No somos hoxneys –dijo YeferalOboral con un ademán de indiferencia.
–Majestad –dijo el canciller, dirigiéndose a la reina con voz seria–, mi descubrimiento también revela que los viejos manuscritos pueden ser a menudo más confiables de lo que pensamos. Sabes que el rey, tu esposo, y yo, disentimos. Te suplico que intercedas por mí. Que comisione una nave. Que me dispense de mis obligaciones durante dos años para navegar por el mundo reuniendo manuscritos. Hagamos de Borlien un centro del saber, como lo fue en los días de YarapRombry de Keevasien. Ahora que mi esposa está muerta, poco me retiene aquí, excepto tu bella presencia.
Una sombra oscureció el rostro de la reina.
–El rey sufre una crisis, lo noto. La herida de su cuerpo ha sanado, pero no la de su mente. Confía en mí, Rushven, y aguardaremos hasta que este angustioso encuentro con los pannovalanos haya terminado. Temo lo que se avecina.
La reina dirigió al anciano una cálida sonrisa. Soportaba su irritabilidad sin mayor esfuerzo porque conocía sus razones. Él no era del todo bueno; ciertamente, algunos de sus experimentos eran perversos, en especial aquel en el que había muerto su esposa. Pero ¿quién era del todo bueno? La relación de SartoriIrvrash con el rey era difícil, y a menudo ella intentaba protegerlo de la ira de JandolAnganol. Empeñada en librarlo de su propia ceguera, añadió:
–Desde el incidente del Cosgatt debo ser cuidadosa con su majestad.
Tatro acarició los bigotes de SartoriIrvrash:
–No estás en edad de navegar, Rushven.
Él la puso en el suelo y le respondió con afecto:
–Quizá todos tengamos que emprender viajes inesperados antes de morir, mi pequeña Tatro.
Como casi todas las mañanas, MyrdemInggala y su hermano caminaron a lo largo de la muralla oeste del palacio para contemplar la ciudad. Aquella mañana, las brumas que solían traer el pequeño invierno estaban ausentes. Podrían contemplar la ciudad con nitidez.
La antigua fortaleza se levantaba, junto a un profundo meandro del Takissa, sobre un risco que dominaba el pueblo. Un poco más hacia el norte, el Valvoral destellaba en la conjunción con el río mayor. Tatro nunca se cansaba de mirar a la gente en las calles o en el embarcadero.
La pequeña princesa señaló el muelle y gritó:
–¡Mira, madre, llega el hielo!
Había una embarcación de dos palos amarrada al muelle. Sus compuertas acababan de ser abiertas a juzgar por el vapor que se expandía por el aire. Las carretas de carga rodaban junto a la embarcación, y los bloques del más fino hielo de Lordryardry brillaban al sol por un instante en el trayecto de la bodega a los vehículos. Como siempre, la entrega era puntual, y el palacio y sus huéspedes estarían esperándola.
Los carros del hielo remontaban pesadamente el camino del castillo, tirados por cuatro bueyes que se ceñían a las curvas para alcanzar la fortaleza que se erguía como una nave de piedra sobre los acantilados.
Tatro deseaba quedarse a contemplar el ascenso de los carros del hielo colina arriba, pero la reina no tenía paciencia esa mañana. Se quedó a cierta distancia de su hija, contemplándola distraídamente.
JandolAnganol había llegado al amanecer y la había abrazado. Ella lo notó intranquilo. La sombra de Pannoval se asomaba a su mirada. Para empeorar las cosas, llegaban malas noticias del Segundo Ejército en Randonan. Siempre llegaban malas noticias de Randonan.
–Puedes escuchar las conversaciones desde la galería privada –dijo–, si no te aburre. Reza por mí, Cune.
–Siempre rezo por ti. El Todopoderoso estará contigo.
Agitó la cabeza con impaciencia:
–¿Por qué no es más simple la vida? ¿Por qué la fe no la hace simple? –Su mano recorrió la larga cicatriz de su pierna.
–Estaremos a salvo mientras permanezcamos juntos, Jan.
Él la besó:
–Debería estar con mi ejército. Así conseguiríamos algunas victorias. TolramKetinet es un inútil como general.
“No existe nada entre el general y yo –pensó ella–, y, sin embargo, él cree que sí... “
Él la dejó. Y tan pronto como se hubo marchado, se sintió abatida. Su propia posición estaba en peligro. Sin advertirlo, estuvo tomada del brazo de su hermano mientras permanecieron en la muralla.
La princesa Tatro llamaba a gritos y señalaba a los sirvientes que reconocía entre los que caminaban cuesta arriba hacia el palacio.
Menos de veinte años antes se había construido un camino cubierto que conducía desde la falda de la colina hasta los muros. Bajo su protección, un batallón había avanzado hacia la fortaleza sitiada. Con cargas de pólvora abrieron una brecha en el recinto del palacio. Se libró una sangrienta batalla.
Los moradores fueron derrotados. Todos cayeron bajo la espada: hombres, mujeres, phagors y campesinos; todos excepto el barón que había gobernado el palacio.
El barón se disfrazó y, atando a su mujer, hijos y sirvientes inmediatos, los puso a salvo haciéndolos atravesar la brecha abierta. Ordenando apartarse al enemigo, logró abrirse paso hacia la libertad con sus falsos prisioneros. Y así su hija escapó a la muerte.
Este barón RantanOboral era el padre de la reina. Su hazaña se hizo famosa. Pero el hecho es que nunca pudo recuperar su antiguo poder.
El hombre que se apoderó de la fortaleza –considerada, al igual que toda fortaleza antes de caer, inexpugnable– fue el belicoso abuelo de JandolAnganol. Este temido y viejo guerrero se entregó luego a la tarea de unificar el este de Borlien y de asegurar sus fronteras. RantanOboral fue el último señor de la región que cayó ante el avance de sus ejércitos.
Esos ejércitos eran, en gran medida, cosa del pasado; y MyrdemInggala, al casarse con JandolAnganol y asegurar algún futuro a su familia, había terminado por vivir en la antigua ciudadela de su padre.
Algunos sectores estaban todavía en ruinas y otros habían sido reconstruidos durante el reinado del padre de JandolAnganol; pero la mayoría de los grandes proyectos de reconstrucción, emprendidos de un modo apresurado, se desmenuzaban lentamente bajo el calor. Esos montones de piedras constituían una parte importante del paisaje de la fortaleza. MyrdemInggala amaba esa extravagante semi–ruina, aunque el pasado descargara todo su peso sobre aquellas fortificaciones.
Se dirigió, con Tatro tomada de la mano, hacia un edificio con una pequeña columnata. Ése era su dominio. Una pared de caliza roja lucía en la parte superior un caprichoso pabellón de mármol blanco. Detrás de la pared se encontraban sus jardines y una piscina privada en la que le gustaba nadar. En mitad de la piscina había una isla artificial, con un esbelto templete en honor a Akhanaba. Durante el primer tiempo de su matrimonio, el rey y la reina solían hacer el amor allí.
Después de despedirse de su hermano, la reina subió unas escaleras y caminó a lo largo de una galería desde la cual se dominaba el jardín en que el padre de JandolAnganol, VarpalAnganol, se ocupara en un tiempo de sus perros y aves multicolores. Algunas de estas últimas continuaban en sus jaulas; Roba las alimentaba todos los días cuando aún no se había marchado. Ahora lo hacía Mai TolramKetinet.
MyrdemInggala sentía un temor opresivo. La visión de las aves no hizo sino afligirla aún más. Dejó a Tatro jugando con una criada en la galería, se dirigió a una puerta en el extremo más alejado, y la abrió con una llave que ocultaba entre los pliegues de su falda. Al entrar, un guardia la saludó. Sus pasos, aunque leves, resonaron sobre las baldosas del suelo. Llegó por fin a una alcoba y se sentó en un diván, junto a una ventana encortinada. A través de la reja, adornada con motivos florales, podía mirar sin ser vista.
Desde ese lugar privilegiado podía ver la gran cámara del consejo. El sol penetraba en franjas por las ventanas. Los embajadores aún no habían hecho acto de presencia. Sólo estaba allí el rey con su phagor, ese runt que lo acompañaba constantemente desde la Batalla del Cosgatt.
Yuli llegaba apenas al pecho del rey. Su pelaje era blanco, pero aún conservaba algunos mechones castaño rojizos de la infancia.
Saltaba y hacía piruetas, abriendo su fea boca, mientras JandolAnganol extendía una mano hacia él, riendo y chasqueando los dedos.
–Buen chico, buen chico–decía el rey.
–Zi, yo buen chico –decía Yuli.
Sin dejar de reír, el rey lo abrazó y lo alzó del suelo.
La reina se echó hacia atrás. Sintió miedo. Apartó la vista. Si él sabía que ella estaba allí, no hizo el menor gesto para llamar su atención.
“Mi jabalí, mi adorado jabalí salvaje –dijo en silencio–. ¿Qué ha sido de ti?” La madre de MyrdemInggala poseía extraños poderes. La reina pensó: “Algo terrible caerá sobre la corte y sobre nuestras vidas...”.
Cuando se atrevió a mirar de nuevo, los visitantes estaban entrando; conversaban entre ellos mientras se sentaban. Había tapices y almohadones por todas partes. Esclavas ligeras de ropas servían bebidas coloreadas.
JandolAnganol pasó entre ellos con su andar principesco y se dejó caer en un diván cubierto por un dosel. Apareció SartoriIrvrash; saludó con sobriedad, se situó detrás del diván del rey y encendió un veronikano. Yuli, el runt, se instaló en un almohadón, jadeando y bostezando.
–Sois extranjeros en nuestra corte –dijo la reina en voz suave, espiando a través de la reja–. Extraños en nuestras vidas.
Cerca de JandolAnganol se situaron varios dignatarios locales: el alcalde de Matrassyl, quien era a la vez el jefe de la scritina; el vicario de JandolAnganol; su armero real; uno o dos de sus jefes militares. Uno de ellos era, de acuerdo con sus insignias, un capitán de phagors; pero, por deferencia a los visitantes, exceptuando la mascota del rey no había en aquel recinto ningún phagor.
Entre los extranjeros destacaban los sibornaleses. Su embajador en Borlien, Io Pasharatid, era de Uskut. Él y su esposa, ambos altos y grises, se habían sentado alejados el uno del otro. Algunos afirmaban que estaban peleados; otros, que los sibornaleses eran sencillamente así. El hecho era que los dos, que habían vivido en la corte durante nueve décimos –complementarían su primer año dentro de tres semanas–, rara vez sonreían o cambiaban una mirada.
–A ti te temo, Pasharatid, espectro –dijo la reina.
Pannoval había enviado un príncipe, el cual había sido elegido con sumo cuidado. Pannoval era la nación más poderosa entre las diecisiete de Campannlat, sólo contenía sus ambiciones la interminable guerra que debía librar contra Sibornal en el frente norte. Su religión dominaba el continente. En ese momento, Pannoval cortejaba a Borlien, que pagaba ya un tributo en grano e impuestos eclesiásticos; pero el cortejo era entre una viuda de mediana edad y un joven presuntuoso, representado por un príncipe menor.
A pesar de ser un príncipe menor, Taynth Indredd era un personaje considerable, que compensaba con su volumen lo que le faltaba en significación. Tenía un lejano parentesco con la familia real de Oldorando. A nadie le agradaba mucho Taynth Indredd, pero la diplomacia pannovalana había enviado con él, en carácter de consejero jefe, a un anciano sacerdote, Guaddl Ulbobeg, amigo de JandolAnganol desde los días en que el rey cumplía su etapa sacerdotal en los monasterios de Pannoval.
–Hombres de lenguas hábiles –suspiró MyrdemInggala, mientras aguardaba, ansiosa, detrás de la reja.
JandolAnganol hablaba ahora en un tono modesto. Permanecía sentado. Sus palabras –como su mirada– se movían con rapidez. Ofrecía a sus visitantes un informe sobre el estado de su reino.
–Todo el territorio de Borlien está ahora en paz. Hay algunos bandidos, pero no tienen importancia. Nuestros ejércitos combaten en las Guerras Occidentales. Una sangría. También en la frontera del este nos amenazan peligrosos incursores, Unndreid el Martillo y el cruel Darvlish la Calavera.
Miró a su alrededor, desafiante. Era vergonzoso para él haber sido herido por un adversario de tan poca importancia como Darvlish.
–Mientras Freyr se aproxima, sufrimos a causa de la sequía. En todas partes hay hambre. No podéis esperar que Borlien luche en otros lugares. Somos un país extenso, pero de producción pobre.
–Eres demasiado modesto, primo –dijo Taynth Indredd–. Todo el mundo sabe desde su infancia que tus llanuras de loes, en el sur, son las tierras más ricas del continente.
–La riqueza no está tanto en las tierras como en su adecuado cultivo–respondió JandolAnganol–. Hay tal presión en nuestras fronteras que debemos llevar a los campesinos al frente, dejando que las mujeres y los niños trabajen en las granjas.
–Entonces, primo, en efecto necesitas nuestra ayuda –dijo Taynth Indredd, buscando a su alrededor el aplauso del que se sentía merecedor.
Io Pasharatid dijo:
–Si un granjero tiene un hoxney cojo, ¿le servirá de algo un kaidaw salvaje?
Su observación fue ignorada. Algunos pensaban que Sibornal no debía estar presente en esa reunión.
–Primo, nos pides ayuda en un momento en que todas las naciones sufren dificultades –dijo Taynth Indredd, con la seguridad de quien piensa aclararlo todo–. Las riquezas de que gozaban nuestros antepasados han desaparecido; nuestros campos arden, nuestros frutos se marchitan. Debo hablar con franqueza y decir que nos separa una disputa que esperamos poder resolver, y es preciso hacerlo para que exista unanimidad entre nosotros.
Se produjo un silencio.
Tal vez, Taynth Indredd temía continuar.
JandolAnganol se puso en pie de un salto, con una expresión iracunda en sus rasgos oscuros.
Yuli, el pequeño runt, lo imitó, dispuesto a hacer cualquier cosa que su amo pidiera.
–Fui a pedir ayuda a Sayren Stund, en Oldorando, sólo contra los enemigos comunes, y os reunís aquí como buitres. Me hacéis frente en mi propia corte. ¿Cuál es esa disputa que soñáis? Decidme.
Taynth Indredd y su consejero Guaddl Ulbobeg consultaron. Fue el último, el amigo del rey, quien respondió. Se puso de pie, se inclinó, y señaló a Yuli.
–No es un sueño, majestad. Nuestra preocupación es real, y también esta criatura que pones entre nosotros. Desde los tiempos más antiguos, la raza humana y la raza phagor han sido enemigas. No hay tregua posible entre seres tan diferentes. El Santo Imperio Pannovalano ha declarado santas cruzadas contra estas odiosas criaturas, con la intención de librar de ellas al mundo. Y sin embargo, majestad, les das albergue dentro de tus fronteras.
Habló con la mirada baja, como disculpándose, para quitar fuerza a sus palabras. Taynth Indredd restauró esa fuerza gritando:
–¿Esperas ayuda, primo, cuando amparas a esta plaga? Ya han dominado antes Campannlat, y volverán a hacerlo si se les da una oportunidad, como tú haces.
JandolAnganol enfrentó a sus visitantes, con las manos en las caderas.
–No permitiré que nadie de más allá de las fronteras interfiera en mi política interior. Yo escucho a mi scritina, y mi scritina no se queja. Sí, doy la bienvenida a Borlien a los seres de dos filos. Es posible una tregua con ellos. Cultivan las tierras poco fértiles que nuestra gente no osaría tocar. Hacen las tareas humildes que repugnan a los esclavos. Combaten sin recibir paga. Mi tesoro está vacío; quizá los avaros de Pannoval no lo comprendan, pero eso significa que sólo puedo disponer de un ejército de phagors. Su única recompensa son las tierras marginales. ¡Y no retroceden ante el peligro! Podéis decir que eso se debe a que son demasiado estúpidos. Yo respondo que prefiero un phagor a un campesino. Mientras sea rey de Borlien, los phagors tendrán mi protección.
–Quieres decir, majestad, que los phagors tendrán tu protección mientras MyrdemInggala sea la reina de Borlien. –Quien dijo esas palabras fue uno de los vicarios de Taynth Indredd, un hombre delgado que envolvía sus huesos en un charfrul negro de lana. Nuevamente la tensión pesó sobre los presentes. El vicario continuó: –Han sido la reina, con su conocida amabilidad hacia todas las cosas vivientes, y su padre, el Señor de la Guerra, RantanOboral, a quien el abuelo de su majestad despojó de este mismo palacio no hace aún veinte años, quienes iniciaron esta degradante alianza con los phagors, que tú mantienes.
Guaddl Ulbobeg se puso de pie y se inclinó ante Taynth Indredd.
–Señor, objeto la dirección que está tomando este debate. No estamos aquí para difamar a la reina de Borlien, sino para ofrecer ayuda al rey.
Pero JandolAnganol, como si estuviera fatigado, había vuelto a sentarse. El vicario había tocado su punto vulnerable: su acceso al trono era reciente, y su consorte, la hija de un barón menor.
Dirigiendo una mirada de inteligencia al rey, SartoriIrvrash enfrentó a los visitantes de Pannoval.
–Como canciller de su majestad, me siento sorprendido, aunque es una sorpresa algo mitigada por el hábito, al descubrir este prejuicio, e incluso esta animosidad, entre los miembros del Santo Imperio Pannovalano. Como tal vez sepáis, yo soy ateo, y por lo tanto miro con desinterés los anticuados puntos de vista de vuestra Iglesia. ¿Cuál es esa caridad que predicáis? ¿Acaso ayudáis a su majestad tratando de minar la posición de la reina?
“Me acerco ya al marchito fin de la vida; pero te digo, ilustre príncipe Taynth Indredd, que siento tanto odio por los phagors como tú. Pero son una parte del mundo con la que debemos convivir, así como vosotros, en Pannoval, debéis convivir con vuestras guerras contra Sibornal. ¿Mataríais a todos los sibornaleses, así como a todos los phagors? ¿No es matar, en sí, lo que está mal? ¿No es esto, acaso, lo que afirma vuestro Akhanaba?”
“Ya que estamos hablando con sinceridad, diré que hace tiempo se cree en Borlien que, si Pannoval no combatiese contra los colonos de Sibornal en el amplio frente del norte, ya nos habrían invadido, así como intentan ya dominarnos con su ideología. Por esta razón sentimos agradecimiento hacia Sibornal.”
Mientras el canciller se inclinaba para conversar con JandolAnganol, el embajador de Sibornal se puso de pie y dijo:
–Como las progresistas naciones de Sibornal raramente reciben del Imperio otra cosa que condenas, deseo señalar mi asombrada gratitud por esas palabras.
Taynth Indredd, ignorando el sarcasmo, dijo a SartoriIrvrash:
–Tan cerca estás del marchito final que no ves la realidad de la situación. Pannoval es el bastión que defiende a Borlien de las incursiones de los belicosos sibornaleses. Ya que te auto titulas estudioso de la historia, deberías saber que esos mismos sibornaleses no cesan, generación tras generación, en su intento de abandonar su horroroso territorio del norte y apoderarse del nuestro.
Fuera o no verdadera esa afirmación, era evidente que los pannovalanos estaban ofendidos por la presencia en la sala del consejo de un phagor y de un sibornalés. Pero incluso Taynth Indredd sabía que el verdadero obstáculo entre Sibornal y Borlien era de índole geográfica: los empinados contrafuertes de las Montañas Quzint y el gran corredor entre las Quzint y Mordriat, que recibía el nombre de Hassiz, y era en ese período un desierto calcinante.
JandolAnganol y SartoriIrvrash habían estado cambiando ideas. El canciller volvió a hablar.
–Nuestros amables huéspedes se han referido a la belicosidad de los sibornaleses. Antes de pasar a nuevos insultos y ataques, deberíamos ir al corazón del asunto. Mi señor el rey JandolAnganol fue herido de gravedad hace poco tiempo mientras defendía su reino, y su vida estuvo suspendida de un hilo. El ha agradecido su salvación a Akhanaba, y yo a las hierbas que mis cirujanos aplicaron sobre la herida. Esto es lo que causó esa herida.
Llamó al armero real, un hombre pequeño, de enormes bigotes y vestido de cuero, quien avanzó hasta el centro de la habitación y mostró una bola de plomo entre el pulgar y el índice de su mano enguantada. El armero anunció en tono formal:–Esto es una bala. Fue extraída de la pierna de su majestad por el cuchillo de un cirujano. Causó una gran herida. Fue disparada por un arma de fuego llamada arcabuz de mecha.
–Gracias –dijo SartoriIrvrash, despidiendo al armero–. Reconocemos que Sibornal es una nación muy progresista. El arcabuz es una prueba de ello. Entendemos que en Sibornal se están haciendo ahora gran cantidad de arcabuces, y que se ha creado un arma nueva, llamada arcabuz de rueda, cuyos efectos serán aún más devastadores. Yo aconsejaría al Santo Imperio Pannovalano una verdadera unidad ante estos nuevos inventos. Puedo asegurar que son más temibles que el mismo Unndreid el Martillo.
“Además, deseo advertir a los presentes que las tribus que invadieron el Cosgatt, según los informes de nuestros agentes, no recibieron estas armas desde Sibornal, como podríamos esperar, sino de una fuente sibornalesa en Matrassyl.”
Ante esa afirmación, todos los ojos se volvieron hacia el embajador de Sibornal. En ese preciso instante Io Pasharatid se refrescaba con una bebida. Se detuvo, antes de que la copa llegara a sus labios, con una expresión de consternación en el rostro.
Su esposa, Dienu Pasharatid, estaba reclinada sobre unos cojines. Se puso de pie. Era una mujer alta y delgada, vestida de gris, de aspecto severo.
–Si os extraña que en mi país vuestros territorios reciban el nombre de Continente Salvaje, basta con que consideréis esta mentira. ¿A quién se debe acusar por ese tráfico de armas? ¿Por qué se desconfía siempre de mi marido?
SartoriIrvrash tironeó de sus patillas, de modo que en su cara apareció una involuntaria sonrisa.
–¿Por qué menciona a su marido en relación con ese incidente, Madame Pasharatid? Nadie lo ha hecho. Yo no lo hice.
JandolAnganol se puso de pie nuevamente.
–Dos de nuestros agentes, disfrazados de Driats, han comprado una de estas invenciones en el mercado. Propongo una demostración de lo que puede hacer esta arma, para que no quede la menor duda de que hemos entrado en una nueva era militar. Quizá comprenderéis también por qué necesito tener phagors en mi ejército y en mi reino.
Dirigiéndose al príncipe pannovalano, agregó:
–Si tu delicadeza te permite tolerar la presencia de phagors en esta sala...
Los diplomáticos miraron con aprensión al rey.
Él dio una palmada. Un capitán, vestido de cuero, salió a un pasillo y dio una orden. Dos phagors sin cuernos entraron. Habían permanecido inmóviles en la oscuridad. Sus pieles blancas recibían la luz del sol al pasar junto a las ventanas. Uno traía un largo arcabuz. En el centro del salón se abrió un claro cuando lo depositó en el suelo y comenzó a hacer preparativos.
El arma tenía un cañón de hierro de casi dos metros y una culata de madera pulida, unidos a intervalos con un alambre de plata. Cerca de la boca había un trípode plegadizo, muy sólido. El phagor sacó un poco de pólvora de un cuerno que llevaba colgado del cinto, y la dejó caer dentro del cañón; luego, introdujo en él una bolita valiéndose de una baqueta y a continuación encendió una mecha. El capitán de phagors estaba a su lado, cuidando de que todo se hiciera debidamente.
Mientras tanto, el otro phagor se había situado en el extremo opuesto de la sala; apoyado contra la pared, miraba hacia adelante, torciendo una oreja. Los humanos que estaban cerca se movieron y despejaron un amplio espacio a los lados.
El primer phagor, con el arma apoyada en el trípode, miró con un ojo a lo largo del cañón. Acercó la mecha, que chisporroteó. Hubo una tremenda explosión y una nubecilla de humo.
El otro phagor vaciló. Una mancha amarilla apareció en lo alto de su pecho, donde tenía los intestinos. Dijo algo, llevándose las manos al punto donde la bala había tocado su cuerpo. Luego se desplomó, muerto.
En la sala del consejo, llena de humo y olor, los diplomáticos empezaron a toser. El pánico se apoderó de ellos. Se pusieron de pie, recogiendo sus charfules, y salieron al aire libre. JandolAnganol y su consejero quedaron solos.
Después de esa demostración del poder del arma de fuego, la reina, que había sido una testigo oculta, se marchó a sus habitaciones.
Odiaba las intrigas que el poder implicaba. Sabía que la representación de Pannoval, encabezada por el odioso príncipe Taynth Indredd, no dirigía sus ataques contra Sibornal, puesto que era obvio que Sibornal era su enemigo permanente; esa relación, por amarga que fuera, era clara. El blanco de los ataques era JandolAnganol, a quien deseaban obligar a acercarse a ellos. Y en consecuencia, también ella, que tenía poder sobre él, era su blanco.
MyrdemInggala comió con sus damas de compañía; JandolAnganol, por mero protocolo, con sus huéspedes. Guaddl Ulbobeg recibió una negra mirada de su amo cuando se acercó al rey y le dijo en voz baja:
–Tu demostración ha sido dramática, pero poco efectiva. Nuestros ejércitos del norte enfrentan cada vez más fuerzas sibornalesas, armadas con esos mismos arcabuces. Sin embargo, es posible aprender el arte de su fabricación, como verás mañana. Cuidado, amigo mío; el príncipe desea imponerte un trato muy duro.
Después de probar apenas la comida, la reina retornó a sus habitaciones y se sentó ante su ventana favorita en un diván con cojines instalado junto a ella. Pensaba en el odioso príncipe Taynth Indredd, que parecía una rana. Sabía que él estaba emparentado con el también desagradable rey de Oldorando, Sayren Stund, cuya esposa era una Madi. ¡Sin duda incluso los phagors eran preferibles a esas intrigantes majestades!
Desde la ventana miró, a través de su jardín, la piscina de mosaicos donde solía nadar. Del otro lado se elevaba una alta pared cuyo objetivo era ocultar su belleza a los ojos indiscretos. En la base de esa pared, justo por encima del nivel del agua, había una pequeña reja de hierro. Esa reja era la ventanilla superior de una celda. Allí estaba prisionero, desde el casamiento de la reina, el rey depuesto VarpalAnganol, padre de JandolAnganol. Desde donde ella estaba podía ver las carpas nadando en la piscina. Como ella misma, como VarpalAnganol, estaban allí prisioneras.
Alguien golpeó la puerta. Una criada abrió y anunció que el hermano de la reina la aguardaba.
YeferalOboral estaba apoyado contra la barandilla del balcón. Tanto él como la reina sabían que de no ser por ella, el rey ya lo habría matado desde hacía tiempo.
No era un hombre bien parecido; toda la belleza de la familia parecía haberse concentrado en MyrdemInggala. Tenía un rostro delgado de expresión amarga. Era valeroso, obediente, paciente, y pobre en otras cualidades. Al contrario que el rey, su aspecto parecía destacar que no poseía grandes ambiciones. Pero servía sin protestas a JandolAnganol, y sentía mayor estima por la vida de su hermana que por la propia. Ella lo amaba, a pesar de su sencillez.
–No has estado en la reunión.
–No era para gente como yo.
–Fue horrible.
–Eso he oído decir. Por alguna razón, Io Pasharatid está perturbado. Generalmente suele ser tan frío como un bloque de hielo de Lordryardry. Sin embargo, los guardias dicen que tiene una mujer en la ciudad. Imagínate. Si es cierto, corre gran peligro.
MyrdemInggala sonrió, mostrando los dientes.
–Detesto la forma en que me mira. Si tiene una mujer, tanto mejor.
Ambos rieron. Durante un rato hablaron de cosas agradables. Su padre, el viejo barón, estaba ahora en el campo; se quejaba del calor, ya era demasiado viejo para que nadie lo considerara peligroso. Últimamente se dedicaba a la pesca, buscando un entretenimiento fresco.
Sonó la campana del patio. Miraron hacia abajo, y vieron a JandolAnganol, que entraba seguido de cerca por un guardia que sostenía una sombrilla de seda roja sobre su cabeza. El joven phagor lo acompañaba, como siempre. Llamó a su reina.
–¿Quieres bajar, Cune? Conviene atender a los huéspedes en los intervalos de las discusiones. Tú serás mucho más agradable para ellos que yo.
MyrdemInggala dejó a su hermano y se reunió con el rey. Él la tomó del brazo con formal cortesía. A ella le pareció que estaba fatigado, aunque la tela de la sombrilla proyectaba en su rostro una especie de rubor febril.
–¿Conseguirás un tratado con Pannoval y Oldorando que alivie la presión de la guerra? –preguntó ella, con timidez.
–Sabe la Observadora qué conseguiremos –respondió el rey con brusquedad–. Debemos entendernos con los demonios y aplacarlos, para que no se aprovechen de nuestra temporaria debilidad y nos invadan. Están tan llenos de astucia como de falsa religiosidad. –Suspiró.
–Ya llegará el momento en que podamos salir a cazar y gozar de la vida como antes –dijo ella, apretando su brazo. No quería hacerle reproches por sus visitantes.
Ignorando su tierna esperanza, él dijo con furia:
–SartoriIrvrash ha hablado torpemente esta mañana, cuando admitió su ateísmo. Tendré que librarme de él. Taynth esgrime en mi contra el argumento de que mi canciller no es miembro de la Iglesia.
–También contra mí ha hablado el príncipe Taynth. ¿Te librarás de mí porque no le gusto? –A pesar de su tono ligero, sus ojos centellearon indignados. Él respondió con tono sombrío:
–Tú sabes, y la scritina también, que las arcas están vacías. Tal vez tengamos que hacer muchas cosas que no deseamos.
Ella se apartó del rey con brusquedad.
Los visitantes, junto con sus criados y sus concubinas, se encontraban en un jardín rodeado de columnatas. Se exhibían bestias salvajes; un grupo de juglares entretenía a los invitados con sus burdos juegos. JandolAnganol condujo a su reina entre los emisarios. Ella pudo advertir que los rostros de los hombres se iluminaban cuando les hablaba. “Todavía debo de servirle de algo a Jan”, pensó.
Un anciano miembro de las tribus de Thribriat, con un complicado yelmo braffista, exhibía dos goriloides Otros, encadenados. Las criaturas atraían curiosos. Alejados de su hábitat arbóreo, sus movimientos eran torpes. A lo que más se parecían –como observó un cortesano– era a dos cortesanos borrachos.
El príncipe Taynth Indredd estaba debajo de un quitasol amarillo. Mientras lo abanicaban, fumaba un Veronikano y miraba los limitados ejercicios de los Otros. Junto a él, riéndose de los cautivos, se hallaba una muchacha de unos once años y seis décimos.
–¿No son divertidos?–dijo al príncipe–. Se parecen mucho a la gente, excepto por el pelaje.
El thribriatano, al oír esto, llevó la mano a su braffista y dijo al príncipe:
–¿Deseas que haga luchar entre sí a los Otros?
El príncipe mostró en la palma de su mano una moneda de plata.
–Es tuya si consigues que hagan rumbo.
Todos rieron. La chica lanzó un chillido, con humor.
–No seas descortés –dijo al príncipe–. ¿Lo harán? Apesadumbrado, el hombre de Thribriat respondió: –Estas bestias no tienen khmir, como los seres humanos. Sólo hacen rumbo..., el amor..., una vez por décimo. Es más fácil hacer que peleen.
Taynth Indredd sacudió la cabeza y guardó su moneda, riendo. En el momento en que se disponía a alejarse, MyrdemInggala se dirigió hacia él. La pequeña acompañante del príncipe se había marchado, súbitamente aburrida. Vestía como una mujer adulta, y llevaba las mejillas pintadas de rojo.
Tan pronto como pudo, la reina dejó a JandolAnganol conversando con Taynth Indredd y se encaminó hasta la fuente para hablar con la muchacha.
–¿Buscas peces?
–No, gracias. En Oldorando tenemos peces mucho más grandes. –Indicó su tamaño de modo infantil, abriendo las manos.
–Lo creo. Acabo de hablar con tu padre, el príncipe.
Por primera vez la muchacha miró de frente a su interlocutora, con expresión irritada. Aquel rostro asombró a la reina: era muy extraño, con unos ojos inmensos rodeados de pestañas anormalmente largas, y una nariz como el pico de un periquito. “Por la Observadora –pensó la reina–, esta niña es Madi a medias. ¡Qué cosa tan rara! Debo ser amable con ella”.
La chica decía:
–¡Zygankes! ¿Taynth, mi padre? ¿Qué te ha dado esa idea? Es sólo un primo lejano, por su matrimonio. No lo aceptaría como padre: es demasiado grueso. –Como para concluir con una nota más agradable, la chica agregó:– Por primera vez he sido autorizada para alejarme de Oldorando sin mi padre. Me acompañan mis damas, por supuesto, pero esto es muy aburrido, ¿verdad? ¿Debes vivir aquí?
Miró a la reina con los ojos entrecerrados. Algo, en su rostro, le daba a la vez un aire de belleza y de estupidez.
–¿Sabes una cosa? –continuó–. Para ser una mujer mayor, eres muy atractiva.
Manteniendo su rostro grave, la reina dijo:
–Tengo una bonita piscina, alejada de miradas indiscretas. ¿Te gustaría venir a nadar? ¿Te está permitido?
La muchacha reflexionó.
–Puedo hacer lo que quiero, por supuesto; pero no creo que ir a nadar sea lo más adecuado. Después de todo, soy una princesa. No debo olvidarlo.
–¿De veras? ¿Te importa decirme tu nombre?
–Zygankes, qué primitivos sois en Borlien. Creí que todo el mundo sabía mi nombre. Soy la princesa Simoda Tal, y mi padre es el rey de Oldorando. Supongo que habrás oído hablar de Oldorando...
La reina no pudo contener su risa. Compadeciéndose de la joven, dijo:
–Bueno, si has venido desde tan lejos te mereces un baño.
–Iré cuando lo desee, gracias –dijo la muchacha.
Y cuando lo deseó fue a la mañana siguiente, de madrugada. Se abrió paso hasta las habitaciones de la reina y la despertó. MyrdemInggala se sintió más divertida que irritada. Hizo levantar a Tatro y ambas fueron con Simoda Tal a la piscina, acompañadas sólo por sus criadas, quienes traían toallas, y una guardia de phagors. La muchacha, sin ocultar su disgusto, pidió que fueran despedidos.
Una fresca luz iluminaba la escena, pero el agua estaba algo más que tibia. Antes, en tiempos del padre de JandolAnganol, se traían de las montañas carros de hielo y nieve para refrescar la piscina, pero la escasez de personal, motivada por las incursiones de las tribus de Mordriat, había puesto fin a esos lujos.
Aunque no daban sobre la piscina otras ventanas que no fueran las de la reina, ésta solía cubrir su blanco cuerpo con una leve túnica. Simoda Tal no tenía esas reservas. Arrojó a un lado sus ropas, revelando un cuerpo pequeño y macizo, con negras vellosidades que se destacaban como pinos en una ladera nevada.
–¡Oh, te quiero, eres hermosa! –exclamó. Apenas estuvo desnuda, corrió hacia la reina y la abrazó. MyrdemInggala no pudo responder con libertad. Sintió algo impropio en aquel abrazo. Tatro lanzó un chillido.
La muchacha se zambulló y reapareció junto a la reina. Nadaba abriendo repetidamente las piernas, como si quisiera convencer a MyrdemInggala de que ya era adulta donde más importaba.
Al mismo tiempo, un funcionario de la corte interrumpía el sueño de SartoriIrvrash. Los guardias informaban que el embajador de Sibornal, Io Pasharatid, había partido, solo en su hoxney, una hora antes de la salida de Freyr.
–¿Y Dienu, su mujer?
–Todavía en sus habitaciones, señor. Parece inquieta, según me han dicho.
–¿Inquieta? ¿Qué significa eso? Esa mujer es inteligente. No puedo decir que me agrade, pero es inteligente. Qué fastidio... Y hay tantos necios... Ven, ayúdame a incorporarme, ¿quieres?
Se echó una túnica sobre los hombros y despertó a la esclava que lo atendía desde la muerte de su esposa. Admiraba a los sibornaleses. Había estimado que en ese momento del Gran Año probablemente existieran, en los diecisiete países de Campannlat, unos cincuenta millones de seres humanos; esos países no podían entenderse entre sí. Las guerras eran endémicas. Los imperios ascendían y caían. Jamás había paz.
En Sibornal, el frío Sibornal, las cosas eran muy distintas. En los siete países de Sibornal vivían, según se estimaba, veinticinco millones de personas. Esas siete naciones constituían una fuerte alianza. Campannlat era incomparablemente más rico que el continente norte; pero las perpetuas luchas entre sus naciones impedían que nada se desarrollara, aparte de las religiones, las cuales prosperan con la desesperación. Por esto odiaba SartoriIrvrash su tarea de canciller. Despreciaba a la mayoría de los hombres para quienes trabajaba.
Había sobornado ya a varias personas, y estaba al tanto, por ello, de que el príncipe Taynth Indredd había llevado al palacio una caja llena de arcabuces, los mismos de los que se había hablado el día anterior. Obviamente, serían un incentivo para un arreglo; pero aún estaba por verse cuál sería ese arreglo.
No era improbable que el embajador de Sibornal también se hubiese enterado de la existencia de aquellas armas. Eso podía explicar su apresurada partida. Se dirigiría hacia el norte, hasta Hazziz y los establecimientos sibornaleses más próximos. Habría que traerlo de regreso cuanto antes.
SartoriIrvrash bebió un tazón de té de pellamonte que la esclava le había llevado; y luego, dirigiéndose al funcionario, dijo:
–Ayer hice un descubrimiento fabuloso acerca de los hoxneys, algo que puede influir sobre la historia del mundo... Un descubrimiento notable. ¿Y quién lo toma en consideración? –Rascó su cabeza calva.– Aprender no significa nada; la intriga lo es todo. De manera que debo levantarme al alba para capturar a un loco que huye hacia el norte... ¡Qué fastidio! Pues bien. ¿Qué buen jinete de hoxney tenemos a mano? Uno en quien podamos confiar, si tal cosa es posible. Ya sé. YeferalOboral, el hermano de la reina. Tráelo, ¿quieres? Que traiga también sus botas.
Cuando YeferalOboral apareció, SartoriIrvrash le explicó la situación.
–Trae de vuelta a ese loco de Pasharatid. Si te das prisa lo alcanzarás. Dile... algo. Déjame que piense. Sí, dile que el rey ha decidido no firmar ningún compromiso con Oldorando ni con Pannoval. Que en cambio quiere hacerlo con Sibornal. Sibornal tiene una flota. Dile que le ofrecemos la posibilidad de que atraquen en Ottassol.
–¿Qué podrían hacer los barcos de Sibornal tan lejos de su país? –preguntó YeferalOboral.
–Que él mismo lo piense. Tú sólo debes persuadirlo de regresar.
–¿Por qué quieres que vuelva?
SartoriIrvrash unió y apretó sus manos.
–Es culpable de algo. Por eso se ha ido de repente. Quiero saber qué ha hecho. En la manga de un sibornalés siempre cabe algo más que un brazo. Ahora vete, por favor, y no hagas más preguntas.
YeferalOboral atravesó la ciudad hacia el norte; las calles ya estaban llenas de personas que se habían levantado temprano; luego siguió a través de los campos. Avanzaba rápidamente, alternando el paso con el trote.
Llegó al puente sobre el Mar, en el punto en que este río se reunía con el Takissa. Había allí una pequeña fortificación. Se detuvo y cambió de hoxney.
Al cabo de otra hora de marcha, cuando el calor se hacía intenso, se demoró junto a un arroyo para beber. Cerca del agua encontró huellas frescas de hoxney; esperaba que fueran las del animal que montaba Pasharatid.
Continuó hacia el norte. El campo era menos fértil. Había pocas viviendas. Soplaba el thordotter, que secaba la piel y ardía en la garganta.
El paisaje estaba sembrado de grandes rocas. Más o menos un siglo atrás, abundaban en la región los ermitaños, quienes construían pequeñas capillas detrás o encima de aquellas rocas. Se veían uno o dos hombres, pero el intenso calor había ahuyentado a la mayoría. Los phagors labraban las tierras cerca de los peñascos; brillantes mariposas revoloteaban en torno de sus piernas.
Detrás de un promontorio, Io Pasharatid aguardaba a su perseguidor. Su hoxney estaba agotado. Pasharatid esperaba que fueran tras él, pero le asombró que sólo se acercara un jinete. La tontería de los campannlatianos era infinita.
Cargó el arcabuz, lo puso en posición y esperó el momento adecuado para encender la mecha. Su perseguidor se acercaba a paso firme, cabalgando entre las rocas, sin tomar demasiadas precauciones.
Pasharatid apretó la culata contra el hombro, apuntó, entrecerrando los ojos, y acercó la mecha encendida. Odiaba usar esas armas brutales, propias de bárbaros.
No todo disparo era exitoso. Este lo fue. Hubo una fuerte explosión y la bala voló hacia su blanco. YeferalOboral fue derribado de su montura, con un agujero en el pecho. Se arrastró hasta la sombra de una roca y murió.
El embajador de Sibornal se apoderó del hoxney de su víctima y prosiguió su viaje hacia el norte.
Es necesario decir que en la corte del rey JandolAnganol no había riquezas capaces de rivalizar con las de las cortes amigas de Oldorando y Pannoval. En esos centros de civilización, más favorecidos, se habían acumulado tesoros de todo tipo; se protegía a los estudiosos, y la Iglesia misma –esto era más cierto en Pannoval– estimulaba en cierta medida el conocimiento y las artes. Pero Pannoval tenía la ventaja de ser gobernada por una dinastía que alentaba una religión proselitista, logrando así una mayor estabilidad.
Casi todas las semanas, los barcos desembarcaban en el puerto de Matrassyl sus cargamentos de especias, drogas, pieles, dientes de animales, lapislázuli, maderas aromáticas y aves extrañas. Pero pocos de estos tesoros llegaban al palacio. Porque a los ojos del mundo, y tal vez a los propios, JandolAnganol era un rey advenedizo. Se jactaba del ilustrado reino de su abuelo; pero su abuelo había sido poco más que un guerrero de éxito –uno de los muchos que se disputaban el territorio de Borlien–, con suficiente talento para reunir formidables ejércitos de phagors bajo el mando de capitanes humanos, y someter así a sus enemigos.
No todos esos enemigos habían muerto. Una de las «reformas» más asombrosas del padre de JandolAnganol había sido la creación de un parlamento, o scritina, que debía representar al pueblo y aconsejar al rey. Se basaba en el modelo de Oldorando. VarpalAnganol había constituido el cuerpo de la scritina con dos categorías de hombres: los dirigentes de cofradías y gremios, tales como los gremios de los herreros, quienes detestaban un poder tradicional sobre la tierra; y los jefes derrotados o los miembros de sus familias. A todos ellos se les ofrecía la posibilidad de manifestar sus quejas, apaciguando así su furia. Gran parte de la carga que llegaba a Matrassyl se destinaba al pago de este poco amistoso cuerpo.
Cuando el joven JandolAnganol depuso y encarceló a su padre, pensó en abolir la scritina, pero ésta se negó a desaparecer. Se reunía irregularmente y continuaba asediando al rey, mientras sus miembros se enriquecían. Su jefe, BudadRembitim, era también el alcalde de Matrassyl.
Durante las reuniones con los extranjeros, la scritina llamó a un encuentro extraordinario. Sin duda exigiría una nueva tentativa de someter a Randonan y una defensa más eficaz contra las tribus guerreras de Mordriat, las cuales incursionaban a poco más de dos o tres jornadas de sus hogares. El rey debería responder y comprometerse a seguir una línea de acción determinada.
JandolAnganol se presentó ante la scritina por la tarde, mientras sus distinguidos visitantes dormían la siesta. Dejó fuera a su runt y, sombrío y silencioso, se instaló en su trono.
Después de las dificultades de la mañana, otras nuevas. Su mirada recorrió el salón de madera y los rostros de los consejeros.
Varios miembros de las viejas familias tomaron la palabra. En su mayoría se refirieron a un tema viejo y a un tema nuevo. El viejo era el tesoro vacío. El nuevo era el informe desfavorable de las Guerras Occidentales, debido al saqueo que sufriera la ciudad fronteriza de Keevasien. Unidades randonanesas habían atravesado el río Kacol, devastando la ciudad.
Esto era debido, según se lamentaban, al hecho de que el general Hanra TolramKetinet era demasiado joven e inexperto para estar al mando del ejército. Cada queja era una crítica contra el rey. JandolAnganol escuchaba impaciente, tamborileando con los dedos en el brazo del sillón. Volvía a recordar los desventurados días de su juventud, después de la muerte de su madre. Su padre le pegaba y no lo atendía. Él se ocultaba en los sótanos de la servidumbre, jurando que de mayor no permitiría que nadie se opusiera a su felicidad.
Después de ser herido en el Cosgatt, y de retornar con grandes dificultades a la capital, había padecido un estado de debilidad que evocaba en su mente el pasado que deseaba olvidar. De nuevo se sintió impotente. Y entonces observó que el joven capitán TolramKetinet sonreía a MyrdemInggala, recibiendo, en respuesta, otra sonrisa.
Apenas hubo abandonado el lecho, ascendió a TolramKetinet a general y lo envió a las Guerras Occidentales. En la scritina había hombres que creían –con buenas razones– que sus hijos merecían con mucha mayor justicia ese ascenso. Cada fracaso en las obstinadas junglas del oeste reforzaba esa creencia y la furia contra el rey. Éste necesitaba una victoria de alguna clase, y muy pronto. Y por esto se veía obligado a dirigir su vista hacia Pannoval.
La mañana siguiente, antes de una nueva reunión formal con los diplomáticos, JandolAnganol se dirigió a las habitaciones del príncipe Taynth Indredd. Dejó fuera a Yuli, que se echó como un perro, incómodo, junto a la puerta. Era una concesión del rey a ese hombre que le disgustaba.
El príncipe Taynth Indredd desayunaba avena y frutas tropicales. Con un gesto indicó a JandolAnganol que estaba dispuesto a escuchar.
Con simulada irrelevancia, observó:
–Me han dicho que tu hijo ha desaparecido.
–Robay ama el desierto. El clima le gusta. Muchas veces parte de viaje, y a veces tarda semanas en regresar.
–No es la educación apropiada para un rey. Los reyes deben educarse. RobaydayAnganol debería asistir a un monasterio, como tú, y como yo. Pero me han dicho que se ha unido a los protognósticos.
–Puedo cuidar a mi hijo. No necesito consejos.
–El monasterio es algo bueno. Enseña que ciertas cosas deben ser hechas aunque a uno no le gusten. Hay peligros en el futuro. Pannoval ha sobrevivido a los largos inviernos, pero los largos veranos son más difíciles... Mis astrónomos y deuteroscopistas anuncian un futuro terrible... Por supuesto, de eso viven.
Se interrumpió y encendió un veronikano, haciendo de esto una gran representación: exhaló el humo de manera voluptuosa, disipándolo luego con gesto negligente.
–Sí, las viejas religiones de Pannoval dicen la verdad cuando anuncian que el mal viene del cielo. En su origen, Akhanaba era una piedra, ¿sabes?
Se puso de pie y fue hacia la ventana. Se asomó. Su gran trasero miraba a JandolAnganol.
Este último guardó silencio, esperando que Taynth Indredd hablara.
–Los deuteroscopistas dicen que cada año pequeño Heliconia y nuestro sol, Batalix, se acercan más a Freyr. Durante las próximas generaciones, ochenta y tres años, para ser precisos, continuaremos acercándonos. Esas generaciones soportarán la prueba. La ventaja estará cada vez más de parte de los continentes polares de Sibornal y Hespagorat. Para nosotros, en los trópicos, las condiciones serán cada vez peores.
–Borlien podrá sobrevivir. La costa sur es más fresca.
Ottassol es una ciudad fría; es subterránea, se parece mucho a Pannoval.
Taynth Indredd volvió su cara de rana por encima del hombro para inspeccionar a JandolAndanol.
–Tengo un plan, ¿sabes, primo?... Sé que no me tienes gran afecto, pero es mejor que sea yo quien te lo diga y no tu amigo, mi viejo y santo consejero Guaddl Ulbobeg. Borlien, como dices, estará bastante bien. También Pannoval, segura bajo la montaña. Oldorando sufrirá más. Y tanto tu país como el mío necesitan que 0ldorando se mantenga intacta, porque de otro modo caerá en manos de los bárbaros. ¿Crees que podrías acomodar en Ottassol a la corte de Oldorando, a Sayren Stund y los suyos?
La pregunta era tan asombrosa que, por una vez, JandolAnganol no halló palabras.
–Eso lo debería decidir mi sucesor...
El príncipe de Pannoval cambió de tono y de asunto.
–Primo, acércate a la ventana a gozar del aire fresco. Mira: allí abajo está la sobrina que he traído a mi cargo, Simoda Tal, de once años y seis décimos, hija de la dinastía de Oldorando, con antepasados que se remontan a los señores Den, gobernantes de la antigua Embruddock en la época glacial.
La muchacha, sin saber que la observaban, saltaba en el patio mientras se secaba el pelo descuidadamente, haciendo girar la toalla en torno de su cabeza.
–¿Por qué ha venido contigo, Taynth?
–Porque yo quería que la vieras. Es una chica agradable, ¿verdad?
–Bastante agradable, sí.
Joven, es verdad; pero por algunas señales que he creído advertir, de naturaleza muy lujuriosa.
JandolAnganol sintió que la trampa estaba a punto de cerrarse. Se apartó de la ventana y empezó a andar por la habitación. Taynth Indredd se volvió, y acomodándose en el antepecho, siguió fumando.
–Primo, deseamos que los estados miembros del Santo Imperio Pannovalano se aproximen cada vez más. Debemos protegernos contra los malos tiempos; no sólo los actuales sino los futuros. En Pannoval siempre hemos tenido el don de anticipación de Akhanaba. Por eso deseamos que te cases con esa hermosa princesa, Simoda Tal.
La sangre subió al rostro de JandolAnganol. Enderezándose, dijo:
–Sabes que ya estoy casado, y con quién.
–Debes reconocer algunos hechos lamentables, primo. La reina actual es la hija de un bandido. No tiene un rango comparable al tuyo. Ese casamiento te degrada y degrada a tu país, que necesita algo mejor. Casado con Simoda Tal, te convertirías en una fuerza de la que no sería posible prescindir.
–Imposible. Y en cualquier caso, la madre de esa muchacha es una Madi. ¿No es así?
Taynth Indredd se encogió de hombros.
–¿Son peores los Madis que tus amados phagors? Escucha, primo: desearíamos que este plan se cumpliera sin dificultades. Nada de hostilidad, sólo ayuda mutua. Dentro de ochenta y tres años, Oldorando arderá de un extremo al otro; las temperaturas ascenderán hasta los ciento cincuenta grados, según los cálculos. Los oldorandanos tendrán que dirigirse hacia el sur. Si ahora haces un casamiento dinástico, quedarán en tu poder. Serán como parientes pobres que llaman a tu puerta. Todo el territorio de Borlien y Oldorando será tuyo, o por lo menos de tus nietos. Es una oportunidad que no puedes perder. Y ahora, un poco más de fruta. Los squaanej son excelentes.
–No puede ser.
–Sí. El Santo C'Sarr está de acuerdo en anular tu actual casamiento por un decreto especial.
JandolAnganol alzó una mano, como para golpear al príncipe. Manteniéndola a la altura de sus ojos, dijo:
–Mi actual casamiento es también el antiguo y el futuro. Si es necesaria una boda dinástica, entonces casaré a Robayday con tu Simoda. Harían una pareja adecuada.
El príncipe se inclinó y señaló con el dedo a JandolAnganol.
–Por supuesto que no. Olvida esa posibilidad. El chico está loco. Su abuela era la salvaje Shannana.
Los ojos del Águila centellearon.
–No está loco. Sólo es un poco rebelde.
–Debería haber ido al monasterio, como hemos hecho tú y yo. Tu religión misma te dice que tu hijo es inaceptable como pretendiente. Debes hacer ese sacrificio, si decides tenerlo en cuenta. Nuestra considerable ayuda te compensará por lo que creas perder. Cuando tengamos tu consentimiento, te regalaremos un arca llena de las nuevas armas, junto con la munición necesaria. Recibirás nuevas arcas. Podrás entrenar a tus hombres para que las usen contra Darvlish la Calavera y contra las tribus de Randonan. Tendrás todas las ventajas.
–¿Y qué ganará Pannoval?–preguntó con amargura JandolAnganol.
–Estabilidad, primo, estabilidad. Durante ese período de inestabilidad que se inicia. Los sibornaleses no perderán su poder con la aproximación de Freyr.
Mordisqueó un morado squaanej.
JandolAnganol quedó inmóvil donde estaba, y apartó la mirada del príncipe.
–Estoy casado con una mujer a la que amo. No abandonaré a MyrdemInggala.
El príncipe se echó a reír.
–¡Amor! ¡Zygankes, como diría Simoda Tal! Los reyes no pueden permitirse esa idea. Lo primero es tu país. Por el bien de Borlien, cásate con Simoda Tal, estabiliza...
–¿Y si no lo hago?
Tomándose su tiempo, Taynth Indredd eligió otro squaanej.
–En ese caso, serás barrido del campo de juego, ¿no te parece?
JandolAnganol golpeó la mano del príncipe. El squaanej rodó por el suelo y se detuvo contra la pared.
–Tengo convicciones religiosas. Abandonar a mi reina iría contra esas convicciones. Y en tu Iglesia no faltaría quien me apoyase.
–No te referirás al pobre viejo Ulbobeg...
Aunque temblando, la mano del príncipe descendió y tomó otra fruta.
–En primer lugar, busca algún pretexto para enviarla a alguna parte. Lejos de la corte. Envíala a la costa. Luego, reflexiona en todas las ventajas que tendrás si haces lo que deseamos. Antes de que termine la semana quiero estar de regreso en Pannoval con la noticia de que aceptarás una boda dinástica que el mismo Santo C'Sarr bendice.
El día siguió siendo difícil para JandolAnganol. Durante la reunión de la mañana, mientras Taynth Indredd se mantenía en silencio en su trono, Guaddl Ulbobeg expuso el plan del nuevo matrimonio. Esta vez, en términos diplomáticos. A la acción seguirían determinados beneficios. El gran C'Sarr Kilandar IX, Padre Supremo de la Iglesia de Akhanaba, aprobaría con una declaración el divorcio y el segundo matrimonio.
Prudentemente, nada se dijo de lo que podía ocurrir ochenta y tres años más tarde. A la diplomacia le preocupaba más sobrevivir a los próximos cinco años.
La casa real ofreció una comida a los huéspedes, presidida por MyrdemInggala y el rey, a quien atendía su pequeño phagor. También estaban presentes algunos miembros de alto rango de la scritina.
Se sirvieron abundantes grullas, peces, cerdos y cisnes asados.
Después del banquete, el príncipe Taynth Indredd tomó la palabra. Pretendiendo agradecer el festín, hizo que sus guardias ofrecieran una demostración de las posibilidades de los nuevos arcabuces. Tres leones de la montaña fueron traídos, encadenados, hasta uno de los patios internos, y despachados.
Mientras el humo se disipaba, se entregaron las armas a JandolAnganol. El obsequio se hizo de un modo casi despectivo, como si se diese por hecho su asentimiento a las exigencias de Pannoval.
Las razones de la demostración eran evidentes. La scritina pediría que el rey obtuviera de Pannoval más arcabuces para combatir en los diversos frentes. Y Pannoval los proporcionaría. A cierto precio.
Apenas concluyó esa ceremonia, dos mercaderes entraron en el palacio trayendo un cuerpo, dentro de una tela cosida, en el lomo de un viejo kaidaw. Se abrió la tela. Cayó rodando el cuerpo de YeferalOboral, con parte del pecho y el hombro destrozados.
Esa noche, un rey atormentado entró en las habitaciones de su canciller. Detrás de las nubes, Batalix se ponía, y Freyr dejaba escapar su brillo. La cálida luz del oeste iluminaba los rincones escondidos de la habitación.
SartoriIrvrash se levantó de la larga mesa cubierta de documentos ante la cual estaba sentado, y se inclinó. Trabajaba arduamente en su Alfabeto de la Historia y la Naturaleza. Alrededor había viejos y modernos documentos, que la mirada del rey recorrió.
–¿Qué debo responder a Taynth Indredd?–preguntó JandolAnganol.
–¿Puedo serte sincero, majestad?
–Habla. –El rey se dejó caer sobre una silla. El runt permaneció detrás de ella, como si quisiera evitar la mirada del canciller.
SartoriIrvrash inclinó la cabeza de modo que el rey sólo podía ver su inexpresiva calva.
–Majestad, tu primera obligación no es contigo mismo, sino con tu país. Así dice la antigua Ley de los Reyes. El plan de Pannoval, en el sentido de fortalecer tus actuales buenas relaciones con Oldorando por medio de un casamiento dinástico, es aconsejable. Tu trono será más sólido y menos cuestionado. Garantizará que, en el futuro, podamos pedir ayuda a Pannoval.
“No sólo ayuda en forma de alimentos, sino también de armas. En el norte más templado, cerca del Mar de Pannoval, poseen extensos sembradíos. Este año nuestra cosecha ha sido pobre, y será más pobre a medida que aumente el calor. En tanto que, supongo, nuestro armero real será capaz de imitar los arcabuces sibornaleses.”
“Como ves, todo aconseja tu boda con Simoda Tal de Oldorando, a pesar de su corta edad; todo, menos una cosa. La reina MyrdemInggala. Nuestra actual reina es una buena y santa mujer, y el amor prospera entre vosotros dos. Si cortas ese amor, serás desdichado.”
–Tal vez llegue a amar a Simoda Tal.
–Tal vez sí, majestad. –SartoriIrvrash volvió la vista hacia la ventana de su estudio.– Pero con ese nuevo amor se mezclará la amarga hebra del odio. Nunca encontrarás otra mujer como la reina; si la encuentras, esa mujer no llevará el nombre de Simoda Tal.
–El amor no es importante –dijo JandolAnganol, echando a andar de un lado a otro–. La supervivencia sí. Eso dice el príncipe. Quizá tenga razón. De todos modos, ¿qué me aconsejas? ¿Dirías sí o no?
El canciller tironeó de sus patillas.
–Otro problema es la cuestión de los phagors. ¿La mencionó el príncipe esta mañana?
–No.
–Lo hará. La gente en cuyo nombre él habla lo hará. Apenas se logre un acuerdo.
–Entonces, canciller, ¿cuál es tu consejo? ¿Debo decir sí o no a Pannoval?
El canciller se hundió en su banco, con la mirada clavada en los papeles acumulados sobre la mesa. Su mano rozó un pergamino, haciendo que crujiera como hojas secas.
–Me interrogas, señor, sobre un asunto esencial; un asunto en que las necesidades del corazón se enfrentan con las del estado. No me toca a mí decir sí o no... ¿No es éste un asunto religioso, que deberías consultar con tu vicario?
JandolAnganol golpeó la mesa con el puño.
–Todos los asuntos son religiosos; pero en éste debo consultar con mi canciller. Tu respeto por la reina es una de las cualidades por las que mereces mi confianza, Rushven. Sin embargo, olvida ahora esas consideraciones y dime tu opinión. ¿Debo hacerla a un lado y proceder a este matrimonio dinástico para salvar el futuro de nuestro país? Responde.
En la mente del canciller estaba muy claro que él no debía hacerse responsable por la decisión del rey. En este caso, sería, más adelante, un chivo expiatorio; SartoriIrvrash conocía la volubilidad del monarca y temía sus furias. Veía muchos argumentos a favor de una alianza entre Borlien y Oldorando; la paz entre dos vecinos tradicionalmente hostiles sería beneficiosa para todos; esa unión, manejada con habilidad –y él podía encargarse de ello–, sería una línea de defensa contra Pannoval y también contra el permanente incursor del norte: el continente de Sibornal.
Por otra parte, sentía idéntica lealtad hacia la reina que hacia el joven rey. A su egocéntrico modo, amaba a MyrdemInggala como a una hija, en especial desde que su esposa había muerto en tan horribles circunstancias. La belleza de la reina daba cotidiana calidez a su viejo corazón de sabio. Sólo debía alzar un dedo y decir con energía: “Permanece al lado de la mujer que amas; ésa es la mejor alianza que puedes hacer”; pero cuando espió el tormentoso rostro del rey, no tuvo coraje. Además, debía proteger el proyecto de toda su vida, su libro.
La pregunta era demasiado grave para que nadie, aparte del rey mismo, pudiera responder.
–Su majestad tendrá una hemorragia nasal si se excita demasiado. Te ruego que bebas un poco de vino...
–Por la Observadora, tienes todo lo que es malo en el hombre. Eres de tanta ayuda como una tumba.
El anciano hundió aún más sus hombros en su charfrul estampado y movió la cabeza.
–Como consejero, mi deber, en un asunto tan complejo, es formular el problema con la mayor claridad posible. Tú debes decidir qué es lo mejor, porque sólo tú deberás vivir con esa decisión. Hay dos formas de considerar el problema que enfrentas.
JandolAnganol se dirigió a la puerta y se detuvo. Encaró al hombre mayor a través de toda la longitud de la habituación.
–¿Por qué debo sufrir? ¿Por qué no están exentos los reyes de la suerte común? Si hiciera eso que se exige de mí, ¿sería un santo o un demonio?
–Sólo tú lo sabrás, señor.
–A ti nada te importa, ¿verdad?, de mí ni del reino. Sólo te preocupa ese miserable pasado muerto que estudias todo el tiempo.
El canciller apretó entre sus rodillas sus manos temblorosas.
–Podemos preocuparnos, majestad, y no tener la posibilidad de hacer nada. Señalaré que este problema es una consecuencia del deterioro del clima. En este preciso momento estoy estudiando una vieja crónica de los tiempos de otro rey, llamado AozroOnden, quien gobernó Oldorando hace casi cuatro siglos. Era una Oldorando muy diferente. La crónica narra que AozroOnden mató a dos hermanos que gobernaban, entre ambos, todo el mundo conocido.
–Conozco esa leyenda. Y con eso, ¿qué? ¿Acaso amenazo ahora con matar a alguien?
–Esa entretenida historia, puesta en un marco histórico, es típica del pensamiento de esas épocas primitivas. Tal vez no debamos interpretarla literalmente. Es también una alegoría de la responsabilidad humana por la muerte de las dos estaciones buenas, representadas como dos hombres buenos; esto causa los fríos inviernos y los ardientes veranos que ahora nos afligen. Todos sufrimos por esa culpa primigenia. No se puede obrar sin sentir culpa. Eso es todo lo que quería decir.
El rey dejó escapar un gruñido.
–Vieja rata de biblioteca; es el amor lo que me desgarra, no la culpa.
Salió dando un portazo. No pensaba admitir ante su canciller que sentía culpa. Amaba a la reina; y, sin embargo, por alguna corriente perversa de su carácter, anhelaba librarse de ella. Y la comprensión de esto lo torturaba.
Ella era la reina de reinas. Toda Borlien la amaba, en la misma medida en que a él no. Y otra vuelta de esa particular tuerca: él sabía que ella merecía ese amor. Tal vez MyrdemInggala estaba demasiado segura de que él la amaba... Tal vez tenía demasiado poder sobre él...
Y ese cuerpo suyo, maduro como una espiga, era un bastión. Los suaves mares de su pelo, el valle de su vientre, el centelleo de su mirada, su manera franca de sonreír... Pero ¿cómo sería penetrar en el cuerpo adolescente de esa presumida princesita semi–Madi? Algo tan distinto...
Sus tortuosos pensamientos giraban hacia uno y otro lado, aprisionados entre los vericuetos de su palacio. El palacio había crecido casi por azar. Los edificios habían cubierto los patios; con ruinas se habían improvisado habitaciones para la servidumbre. Lo grandioso estaba al lado de lo sórdido. Los privilegiados que vivían por encima de la ciudad sufrían casi tantos inconvenientes como los ciudadanos.
Una huella de estos inconvenientes residía en la forma grotesca del horizonte visible contra las nubes cada vez más oscuras. Velas de lona, paneles de madera y pequeños molinos de cobre en lo alto de las chimeneas, intentaban atraer algún hálito de frescura a quienes sufrían en las habitaciones interiores. El aire del valle sofocaba la ciudad, como un gato extendido con indolencia sobre un ratón que agoniza. Suplicando un poco de alivio a tantas preocupaciones, JandolAnganol recorría su laberinto. En una ocasión alzó la vista, como atraído por un coro de mal augurio.
No había nadie, excepto los centinelas, uno en cada recodo; casi todos phagors. Armados, marchando o en rígida guardia, podían haber sido los únicos dueños del castillo y de sus secretos.
JandolAnganol los saludó, ausente, mientras avanzaba entre las sombras. Había una persona a quien podía pedir consejo. Sería un consejo vil, pero lo recibiría. Esa persona era, en sí misma, uno de los secretos del castillo. Su padre.
Mientras se acercaba al recóndito lugar donde el antiguo rey estaba confinado, más centinelas saludaban rígidamente a su paso, como si por alguna poderosa cualidad soberana pudiera congelarlos con su presencia. Las gallinas huían entre sus pies; los murciélagos partían aleteando de sus refugios entre las piedras; pero el lugar se sumía en un extraño silencio, pendiente del dilema del rey.
Se dirigió a una escalera protegida por una gruesa puerta. Allí había un phagor: el hecho de que conservase los cuernos indicaba su alto rango militar.
–Entraré.
Sin una palabra, el phagor sacó una llave y abrió la puerta, empujándola con el pie. El rey bajó lentamente, apoyado en la barandilla de hierro. La densa penumbra se condensaba aún más a medida que la escalera descendía. Abajo había una antecámara, donde un nuevo guardia custodiaba otra puerta cerrada. También ésta fue abierta al rey.
Entró en la oscura serie de cámaras reservadas a su padre.
A pesar de lo abstraído que iba, pudo sentir la humedad. Un fantasma de remordimiento se movió en sus harneys.
VarpalAnganol estaba sentado en la última de las tres cámaras, envuelto en una manta, mirando un leño que ardía en un brasero. Por una claraboya muy alta penetraba la última luz del día. El anciano alzó la vista, parpadeando, y emitió un chasquido con los labios, como si los humedeciera para hablar, pero nada dijo.
–Padre, soy yo. ¿No tienes una lámpara?
–Estaba tratando de calcular qué año es.
–Es el invierno de trescientos ochenta y uno. –Hacía varias semanas que no lo veía. El anciano había envejecido mucho, y pronto se reuniría con los gossier.
Se puso de pie, apoyándose en un brazo del sillón.
–¿Quieres sentarte, muchacho? Sólo hay un asiento. Esto no está muy bien amueblado. Me hará bien estar un rato de pie.
–Siéntate, padre. Quiero hablar contigo.
–¿Han encontrado a tu hijo...? ¿Cómo se llama? ¿Roba? ¿Han encontrado a Roba?
–Está loco; hasta los extranjeros lo saben.
–De niño le gustaba el desierto, ¿sabes? Yo lo llevaba allí, y también su madre. El cielo abierto...
–Padre, estoy pensando en divorciarme de Cune. Existen razones de estado.
–Ah, bueno, podrías encerrarla aquí, conmigo. Me gusta Cune, es una buena mujer. Por supuesto, se necesitaría otra silla...
–Padre, necesito consejo. Quiero hablar contigo. –El anciano se hundió en el sillón. JandolAnganol pasó por delante de él y se arrodilló, de espaldas al débil fuego.– Quiero preguntarte acerca del... amor, sea el amor lo que sea. ¿Me escuchas? Todos aman, se supone. Los más encumbrados y los más viles. Yo amo al Todopoderoso Akhanaba y cumplo mis deberes religiosos todos los días; soy uno de sus representantes en esta tierra. También amo a MyrdemInggala, más que a cualquier otra mujer. Sabes que he matado a hombres por creer que la miraban con lujuria.
Siguió una pausa, mientras VarpalAnganol ordenaba sus ideas.
–Manejas bien la espada, eso no se puede negar–dijo el anciano, riendo.
–¿No ha dicho un poeta que el amor es como la muerte? Yo amo a Akhanaba y amo a Cune, sí. Y, sin embargo, debajo de ese amor, me lo pregunto con frecuencia..., debajo de ese amor, ¿no hay un manantial de odio? ¿Debe ser así? ¿Sienten como yo todos los hombres?
El anciano guardó silencio.
–¡Cómo me pegabas de niño! Y me castigabas encerrándome. Una vez me encerraste en este mismo sótano, ¿recuerdas? Sin embargo, yo te amaba, te amaba sin una vacilación. El fatal amor inocente de un muchacho hacia su padre. ¿Por qué no puedo amar a nadie más sin que el veneno del odio se filtre?
El anciano se retorcía en el sillón como si sufriera un escozor incesante.
–No hay fin para eso –dijo–. No tiene fin... No sabemos dónde acaba una emoción y comienza la siguiente. Tu problema no es el odio sino la culpa. Eso es lo que sientes, Jan. Yo la siento, todos los hombres sienten culpa. Es un mal heredado que llevamos en los huesos; por ese mal nos castiga Akha con el frío y el calor. Las mujeres no la sienten como nosotros los hombres. Los hombres gobiernan a las mujeres; pero ¿quién puede gobernar a los hombres? El odio no es nada malo. Me gusta el odio, siempre he gozado con él. Te mantiene caliente por la noche...
“Oye, muchacho, cuando yo era joven, odiaba a casi todos. Te odiaba porque no querías hacer lo que se te ordenaba. Pero la culpa es otra cosa, una cosa que te hace sentir miserable. El odio alegra, hace que uno olvide la culpa.”
–¿Y el amor?
El anciano suspiró, exhalando su mal aliento en la atmósfera húmeda. Estaba tan oscuro que su hijo no podía ver su cara, sólo el hueco de la boca.
–Sé que los perros aman a sus amos. Una vez tuve un perro, era maravilloso, blanco, de cara color castaño, ojos como los de un Madi. Se echaba a mi lado en la cama. Yo amaba ese perro. ¿Cómo se llamaba?
JandolAnganol se irguió.
–¿Es ése el único amor que has sentido? ¿El amor por un maldito perro?
–No recuerdo haber amado a nadie más... Pero de todos modos, te vas a divorciar de MyrdemInggala y quieres una excusa, para no sentirte tan culpable, ¿no es verdad?
–¿He dicho yo eso? ¿Cuándo? No recuerdo. ¿Qué hora calculas que es? Debes anunciar que ella y su hermano YeferalOboral planeaban asesinar al embajador de Sibornal, y que por eso murió su hermano. Una conspiración. Es una excusa perfecta. Entonces, cuando la apartes, la noticia agradará en Sibornal tanto como en Pannoval o en Oldorando.
JandolAnganol se tomó la cabeza con las manos.
–Padre, ¿cómo sabes que ha muerto YeferalOboral? Sólo hace una hora que han traído su cuerpo.
–¿Sabes, hijo?, si estás bien quieto, como debo estar yo, con mis articulaciones endurecidas, todo viene a ti. Tengo más tiempo... Hay también otra forma...
–¿Cuál?
–Puedes hacer simplemente que ella desaparezca en la oscuridad. Que nadie vuelva a verla nunca. Ahora que su hermano ha muerto, no queda nadie lo bastante interesado para protestar. ¿Todavía vive su anciano padre?
–No, yo no podría hacer eso. No podría siquiera soñarlo.
–Por supuesto que podrías... Jadeó un poco, como si riera.– Pero la idea de la conspiración es buena, ¿eh?
El rey se colocó debajo de la ventana. Olas de luz flotaban sobre el cielo raso abovedado, de ladrillo. Junto a la ventana estaba la piscina de la reina. El dolor del rey se acumulaba como el agua. Qué traicionero era todavía ese anciano...
–¿Buena? Aprovecha las circunstancias y está llena de perfidia, eso sí. Ya veo de quién he heredado mi carácter.
Llamó a la puerta para que la abrieran.
Fuera del sótano, el mundo parecía bañado en luz. Por una puerta lateral salió a una escalera que descendía a la piscina. Una vez había habido allí un bote; recordó que había jugado con él cuando niño; ahora se había hundido y desintegrado.
El cielo tenía el color del queso rancio, manchado con fetos de nubes grises. En el otro lado de la piscina se erguía como un farallón el edificio de la reina; su elegante silueta negra se recortaba contra el cielo. En una Ventana había una luz débil. Tal vez allí estaba su bella esposa, dispuesta para acostarse. Podía subir y pedirle perdón. Podía extraviarse en su belleza.
En cambio, sin premeditarlo, se arrojó a la piscina.
Con los brazos extendidos, como si cayese de mucha altura. El aire que contenían sus ropas borboteaba. A medida que se hundía el agua era cada vez más negra.
–Ojalá no pueda salir –dijo.
El agua era fresca, negra, honda. Saludó al terror, trató de aferrarse al lodo del fondo. De su nariz salían burbujas.
El proceso de la vida, regido por el Supremo, no le permitió escapar por las avenidas de la muerte. A pesar de sus esfuerzos, salió a la superficie. Cuando emergió, jadeando, la luz de la reina se apagó.
VII
LA REINA VISITA A LOS VIVOS Y A LOS MUERTOS
El día siguiente amaneció pesado y caluroso. La reina de reinas dejó que sus damas la bañaran. Después jugó un rato con su hija y luego pidió que SartoriIrvrash se reuniera con ella en la bóveda familiar.
Allí rindió el último homenaje a su hermano. Él sería sepultado pronto en la octava de tierra indicada. Su cuerpo, envuelto en una tela amarilla, yacía sobre un bloque de hielo de Lordyardry. Observó, con pena, que ni siquiera la muerte había transformado sus rasgos vulgares. MyrdemInggala lloró por todas las cosas, prosaicas o exóticas; por todo lo que le había ocurrido y lo que no le había ocurrido a su hermano durante su vida. Así, llorando, la encontró el canciller.
Sus dedos y la bata que vestía estaban manchados de tinta. Hizo una profunda reverencia, y en su calva había tinta.
–Rushven, aparte de mi despedida aquí, deseo saludar a mi hermano en el mundo inferior. Y quiero que tú me acompañes durante el pauk, para que te ocupes de que nadie me moleste.
SartoriIrvrash parecía turbado.
–Señora, quisiera recordar dos cosas a tu mente angustiada. Primero, que el aplacamiento de los padres, el pauk, si prefieres el anticuado término, no es aprobado por tu Iglesia. Segundo, que no es posible comulgar con los gossies antes de que su cuerpo mortal esté enterrado en la octava de tierra correspondiente.
–Y tercero, que crees, de todos modos, que el pauk es un cuento de hadas. –Ella le dedicó una leve sonrisa mientras evocaba una vieja discusión entre ambos.
Él movió la cabeza.
–Sé bien qué he dicho antes. Pero los tiempos cambian. Y te confieso que yo mismo he aprendido a tomar parte en el pauk, para consolarme comulgando con el espíritu de mi esposa.
Se mordió los labios. Y leyendo la expresión de la reina, agregó:
–Sí, me ha perdonado.
Ella le tocó el brazo.
–Me alegro.
Pero el académico resurgió en él.
–Sin embargo, majestad, es difícil, en un sentido filosófico, creer que el ritual del pauk no sea puramente subjetivo. No puede haber gossies y fessups bajo el suelo, con quienes la gente se comunica.
–Sabemos que sí. Tú y yo y millones de campesinos hablamos con nuestros antepasados cuando lo deseamos. ¿Dónde está la dificultad?
–Todos los documentos históricos, y poseo muchos, afirman que los gossies fueron antes criaturas llenas de odio, que gemían por el fracaso de sus vidas y derramaban su desdén sobre los vivos. A lo largo de las generaciones eso ha cambiado; ahora nadie recibe otra cosa que dulzura y consuelo. Esto sugiere que toda la experiencia consiste en la justificación del deseo, una especie de auto hipnosis. Además, la geometría estelar ha superado la anticuada idea de que nuestro mundo se apoya sobre la roca original, hacia la que descienden los fessups.
Ella golpeó el suelo con fuerza.
–¿Debo llamar al vicario? ¿No sufro ya bastante dolor y tensión para que deba oír, además, tus inoportunos discursos históricos?
No bien hubo hablado, se arrepintió de lo dicho, y tomó al canciller del brazo mientras subían a su habitación.
–Sea lo que sea, es un consuelo–dijo ella–. Por fortuna, hay un reino del espíritu más allá del conocimiento.
–Querida reina, aunque odio la religión, reconozco la santidad cuando la veo. –Ella apretó su brazo, y él se atrevió a decir: Pero la Santa Iglesia nunca ha aceptado el pauk como parte de su ritual, ¿no es verdad? No sabe qué hacer con los gossies y los fessups. En consecuencia, querría desterrar la práctica. Y si lo hiciera, un millón de campesinos abandonarían la Iglesia. De modo que ignora todo el asunto.
Ella miró sus propias manos. Ya se estaba preparando.
–Muy sensato por parte de la Iglesia –murmuró.
A su vez, SartoriIrvrash fue lo bastante prudente como para no responder.
MyrdemInggala lo condujo a su alcoba. Se extendió en su lecho, con cuidado, controlando la respiración, relajando los músculos. En silencio, SartoriIrvrash se sentó junto a la cama; trazó en su frente el círculo sagrado e inició la vigilia. Podía vez que ella entraba ya en el trance del pauk.
Mantuvo sus ojos fuertemente cerrados, sin atreverse a mirar la indefensa hermosura de la reina, escuchando su muy espaciada respiración.
El alma no tiene ojos, pero puede ver en el mundo inferior. El alma de la reina dirigió su mirada hacia abajo mientras iniciaba su largo descenso. Abajo, el espacio era más vasto que el cielo de la noche, más rico e imponente. No era en modo alguno espacio; era lo contrario del espacio e incluso de la conciencia: la peculiar densidad de la roca sin rasgos.
Así como un barco que se hace a la mar es visto desde la tierra como un símbolo de libertad, en tanto que los marinos confinados en ese barco ven del mismo modo la tierra, así el reino del olvido era a la vez espacio y no–espacio.
Para la conciencia, ese reino parecía infinito. Se extendía hacia abajo hasta que aparecían las razas de aspecto humano en una matriz verde y desconocida, incognoscible; la matriz de la Observadora Original, ese principio maternal pasivo que recibía las almas de los muertos que Volvían a ella. Aunque tal vez no fuera más que una fragancia fósil, sepultada en la roca, era irresistible.
Por encima de la Observadora Original flotaban, por miles y miles y miles, los gossies y los fessups, como si todas las estrellas nocturnas hubiesen sido apiladas en orden, dispuestas de acuerdo con la antigua idea de las octavas de tierra.
El alma exploradora de la reina se hundió, flotando como una pluma, acercándose a los fessups. De cerca parecían menos estrellas que gallinas momificadas; sus ojos y vientres eran huecos, y sacudían sus piernas con torpeza. El tiempo las había carcomido hasta dejarlas traslúcidas. Algo giraba en su interior como peces luminosos en una pecera. Al igual que esos peces, sus bocas estaban abiertas, como si desearan soplar una burbuja hacia esa superficie que jamás volverían a ver. En los estratos superiores, donde los gossies eran más recientes, pequeñas polvaredas surgían aún de sus laringes espectrales, últimos apóstrofes de la posesiva envoltura de la vida.
La hueste de los muertos era terrorífica para algunas almas que allí se aventuraban. A la reina le ofrecía consuelo. Ella miraba aquellas bocas conservadas por la obsidiana, sintiéndose segura al pensar que al menos algún resto de la existencia perduraría hasta que el planeta fuera consumido por el fuego. Y quién sabía si incluso entonces...
Parecía imposible que alguien pudiera orientarse allí. Y sin embargo, había una dirección. La Observadora era un imán. Todo guardaba un orden preestablecido, como las piedras que en la costa se ordenan por su tamaño. Las hileras de fessups se extendían por debajo de toda la tierra, más allá de Borlien y Oldorando y el lejano Sibornal, hasta las regiones más remotas de Hespagorat y la legendaria Pagovin; hasta más allá del Mar de Climent y los mismos polos.
La barca del alma, impulsada por una brisa que no soplaba, se acercaba hacia el gossie que había sido su madre, la alocada Shannana, esposa de RatanOboral, amo de Matrassyl. El gossie maternal parecía una jaula maltrecha; sus costillas y los huesos de las caderas formaban una inasible trama dorada sobre la oscuridad, como una hoja escondida durante muchos años entre las páginas de un libro infantil. Hablaba.
Los gossies y los fessups generaban angustia. Como negativos del ser, sólo recordaban los incidentes agradables de sus vidas. Lo bueno quedaba fijado en ellos; lo malo, la escoria, se había perdido, así como su libertad de acción.
–Querida madre, vuelvo a presentarme ante ti como debo, para preguntar por tu estado. –Era el saludo ritual.
–Hija, no hay inquietudes aquí. Todo es serenidad, nada pierde su rumbo. Y cuando apareces, todo mejora. Mi alegre y hermosa hija, ¿cómo mi indigno ser pudo concebir descendencia semejante? También está aquí tu abuela, feliz de hallarse otra vez ante tu presencia.
–También es un consuelo estar ante ti, madre. –Las palabras eran sólo una fórmula contra la entropía.
–Oh, no, no debes decir eso, porque la alegría es toda nuestra; pienso a menudo que en los apresurados días de mi vida nunca pude atenderte como tus virtudes merecían. Siempre había tanto que hacer, tantas batallas que librar... Y ahora una se pregunta por qué malgastaba sus energías en cosas sin importancia, mientras la verdadera dicha hubiera sido permanecer a tu lado y verte crecer hasta...
–Madre, has sido bondadosa conmigo, y yo no era una niña dócil. Siempre fui testaruda...
–¡Testaruda!–exclamó el viejo gossie–. No, nunca te has conducido mal. Se ven de otro modo las cosas en esta etapa de la existencia; se ven las cosas verdaderas, lo que importa. Las pequeñas travesuras no significan nada, y lamento haberme irritado en su momento. Era sólo por mi necedad; yo sabía todo el tiempo que eras mi mayor tesoro. El error es no transmitir la vida, como atestiguan con su infinita penuria los que han llegado hasta aquí sin dejar descendencia.
Continuó alegremente en ese tono; la reina no quiso interrumpirla. Sus palabras la complacían porque, en Vida, había visto siempre a su madre absorbida por sí misma, sin advertir en ella otra cosa que una formal amabilidad. Le encantó descubrir que esa jaula maltrecha pudiese recordar acontecimientos de su infancia que ella había olvidado. La carne había muerto; la memoria perduraba, embalsamada.
Al cabo de un rato la interrumpió:
–Madre, he venido aquí dispuesta a encontrarme con YeferalOboral, esperando que su alma se hubiese reunido ya contigo y con mi abuela.
–Ah... Entonces, ¿ha llegado al fin de sus días terrenales mi querido hijo? Es una buena noticia; mucho nos alegraremos de estar con él, puesto que nunca ha dominado el pauk como tú, que eres una muchacha inteligente. ¡Qué alegría me das!
–Querida madre, ha muerto por el disparo de un arma de Sibornal.
–¡Espléndido! ¡Espléndido! Cuanto antes mejor, por lo que a mí concierne. Es un gran placer. ¿Cuándo llegará?
–Sus restos mortales serán enterrados dentro de pocas horas.
–Le aguardaremos, y le daremos la bienvenida. Tú también estarás un día con nosotros, no temas...
–Así lo espero, madre. Y quiero hacerte un pedido, para que lo transmitas a los demás fessups. Es una pregunta difícil. Existe en la superficie alguien que me ama, aunque jamás ha declarado su amor. He sentido que irradiaba de él. Y siento que en él puedo confiar como en pocos hombres. Ha sido enviado desde Matrassyl a luchar en tierras distantes.
–Aquí no tenemos guerras, dulce niña.
–Mi amigo en quien confío suele practicar el pauk. Su padre está en el mundo inferior. El nombre de mi amigo es Hanra TolramKetinet. Deseo que le preguntes de mi parte a su padre dónde está Hanra, porque debo enviarle un mensaje sin demora.
El sibilante silencio volvió a hablar desde la sombra de Shannana.
–Dulce niña, en tu mundo nadie se comunica íntegramente con otro. Por eso es mucho lo que se ignora. Aquí poseemos la integridad. No puede haber secretos una vez privados de la carne.
–Lo sé, madre–dijo el alma. Temía esa clase de integridad. Había oído esa afirmación muchas veces. Explicó una vez más lo que deseaba. Después de varios malentendidos, se llegó a un acuerdo; e igual que una brisa agita las hojas muertas de un bosque, así el pedido del alma fue transmitido a lo largo de las hileras.
Al alma ya le resultaba difícil sostenerse. Se inmiscuían fantasmas del mundo superior, y se oía un ruido como el de fritura. Se descorrían cortinas, algo cascabeleaba con una música letal. El alma se agitaba, a pesar de los halagos del gossie de su madre.
Por fin llegó hasta ella un mensaje a través de la obsidiana. Su amigo permanecía aún entre los vivos. Los gossies de su familia declaraban que les había hablado recientemente; su parte corporal se encontraba entonces en las cercanías de un pueblo llamado Ut Pho, en las junglas de las Colinas Chwart, en la margen oriental del país llamado Randonan.
–¡Gracias por ese conocimiento que necesito! –exclamó el alma. Mientras expresaba su gratitud, el gossie maternal lanzó una nubecilla de polvo de su garganta y habló de nuevo.
–Aquí nos compadecemos de vuestras pobres vidas desarticuladas, de esa visión física que os ciega. Podemos comunicarnos con una voz más poderosa en que muchas voces son una. Ven pronto, y oirás por ti misma. Únete a nosotros.
Pero el alma frágil conocía desde hacía mucho esos llamados. Los muertos y los vivos eran ejércitos adversos; el pauk no era más que una tregua.
Con muchas expresiones de afecto se apartó de la chispa que antes había sido Shannana, y navegó hacia arriba, hacia la región del movimiento y la respiración.
Cuando MyrdemInggala se sintió lo bastante fuerte, despidió a SartoriIrvrash con la debida cortesía, sin mencionar lo que había aprendido en pauk.
Llamó luego a Mai TolramKetinet, hermana del amigo por cuyo paradero había preguntado en el mundo inferior. Mai la ayudó durante el ritual del baño posterior al pauk. La reina se lavó con especial esmero como si el viaje hacia la muerte la hubiese manchado.
–Deseo ir a la ciudad, disfrazada, Mai. Me acompañarás. La princesa permanecerá aquí. Busca ropas de campesina.
Una vez a solas, MyrdemInggala escribió una carta al general TolramKetinet narrando los amenazadores acontecimientos de la corte. La firmó, estampó su sello, y luego la guardó en un bolso de cuero al que precintó.
Sin atender a una sensación de debilidad, se vistió con las ropas que Mai le llevó, y ocultando entre ellas el bolso con el mensaje.
–Saldremos por la puerta lateral.
Llamarían menos la atención. En la principal había siempre mendigos y otros importunos. Y también había palos que sostenían fétidas cabezas de criminales.
El guardia las dejó pasar con indiferencia, y las mujeres descendieron por el sinuoso camino que conducía a la ciudad. A esa hora, JandolAnganol probablemente dormía. Era su costumbre–heredada de su padre–levantarse al alba y salir, coronado, al balcón, para que todos lo vieran. Ese gesto no sólo inspiraba seguridad a la nación, sino también admiración por las largas horas que el rey dedicaba al trabajo, “como un campesino de una sola pierna”, según el dicho local. Pero casi siempre el rey volvía a la cama después de su aparición.
Densas nubes giraban en lo alto. El abrasador thordotter soplaba desde el sudeste alzando las enaguas de las dos mujeres y secando los ojos de ambas con su cálido aliento. Fue un alivio llegar a las estrechas callejuelas al pie de la colina, a pesar del polvo que les azotaba los tobillos.
–Pediremos la bendición en la iglesia –dijo MyrdemInggala. Había un templo al final de la calle; sus escaleras giraban en torno del muro curvado, como era tradicional en la arquitectura eclesiástica de estilo Borlienés Antiguo. Sólo la cúpula sobresalía del suelo. De ese modo, los padres de la Iglesia imitaban el deseo de vivir bajo tierra que caracterizaba a los Apropiadores, aquellos santos de Pannoval que habían traído la fe a Borlien muchos siglos antes.
Las dos mujeres hallaron compañía mientras bajaban: un viejo campesino, guiado por un chico. Extendió la palma de la mano. Su historia era que había abandonado el campo que arrendaba porque el calor había matado las cosechas, y ahora venía a mendigar a la ciudad. La reina le dio una moneda de plata.
El interior era oscuro. En medio de aquella penumbra, la congregación permanecía de rodillas para no olvidar su condición mortal. La luz se filtraba desde arriba. Detrás del altar circular, unas velas iluminaban la imagen pintada de Akhanaba. Sombras inciertas lamían su cara bovina, pintada de azul, y sus ojos dulces pero inhumanos.
A esos elementos tradicionales se unía un embellecimiento más moderno. Cerca de la puerta, iluminado por una vela, había un retrato estilizado de una figura maternal, con ojos tristes y bajos, y las manos abiertas. Muchas mujeres besaban esa imagen de la Observadora Original cuando pasaban a su lado.
No había servicios en ese momento, pero como en el templo había bastantes fieles, un sacerdote oraba en voz alta, nasal y atiplada, canturreando.
–Muchos vienen a llamar a tu puerta, oh Akhanaba, y muchos se vuelven sin llamar.
“Y a aquellos que se apartan, y a los que llaman con fervor, Tú les dices: "Cesa de gritar ‘Cuándo me abrirás, oh Todopoderoso'”.
“Porque os digo que todo el tiempo la puerta está abierta, y que jamás se ha cerrado." Estas cosas están a la vista, pero no las veis.”
MyrdemInggala recordó lo que dijera el gossie de su madre. Ellos se comunicaban con una voz más poderosa. Sin embargo, Shannana no había mencionado a Akhanaba. Al contemplar el rostro del Supremo, pensó: “Es verdad, estamos rodeados por el misterio. Ni siquiera Rushven puede comprenderlo”.
–En todas partes está lo que necesitáis, si queréis aceptarlo y no tomarlo por la fuerza. Basta con que dejéis vuestro yo para que encontréis lo que es más grande que vosotros.
“Todas las cosas son iguales en este mundo, y también más grandes.”
“Por lo tanto, no preguntéis si soy hombre, animal o piedra:
Soy todas esas cosas, y otras que debéis aprender a percibir.”
El sonsonete continuó, y un coro se sumó a él. La reina meditó en la belleza que transmitían aquellas voces agudas, donde parecían reunirse el espíritu y la piedra.
Deslizó una mano por debajo de sus ropas, y, apoyándola sobre su pecho, trató de acallar los latidos de su corazón.
Pero la hermosura del canto no podía aplacar los temores de MyrdemInggala. La presión de los acontecimientos no le permitía contemplar la eternidad.
El sacerdote les dio la bendición; ya podían continuar su camino. Las dos mujeres, con las cabezas cubiertas con los chales, salieron otra vez al viento y a la luz.
La reina se dirigió a los muelles; allí el Takissa estaba oscuro y turbulento, como un pequeño mar. Una barca recién llegada de Oldorando atracaba con alguna dificultad. Se estaban cargando barcas pequeñas, pero había menos actividad que la habitual a causa del thordotter. Cerca había carros vacíos, toneles, maderos, grúas y otros implementos esenciales de la vida ribereña. La reina avanzó con decisión hasta que llegaron a una barraca con una enseña en la que se leía: COMPAÑÍA DE HIELO DE LORDRYARDRY.
Era el despacho de Matrassyl del famoso Capitán del Hielo, Krillio Muntras de Lordryardry.
La construcción estaba llena de puertas, grandes y pequeñas. MyrdemInggala escogió y entró, seguida por Mai.
Dentro había un patio empedrado, donde dos hombres hacían rodar unos toneles tan gruesos como ellos.
–Deseo hablar con Krillio Muntras –dijo al hombre más próximo.
–Está ocupado. No puede hablar con nadie–respondió el hombre, mirándola con suspicacia. Ella había cubierto su rostro con un velo, para no ser reconocida.
–Conmigo hablará. –De un dedo de la mano izquierda se quitó un anillo que tenía los colores del mar. Llévale esto.
El hombre obedeció, murmurando. Por su estatura y su acento, ella sabía que era de Dimariam, uno de los países del continente de Hespagorat, en el sur. Aguardó con impaciencia, taconeando sobre el suelo, pero un momento después el hombre regresó, con muy distinta actitud.
–Solicito tu permiso para acompañarte adonde está el capitán Muntras.
MyrdemInggala se volvió hacia Mai.
–Esperarás aquí.
–Pero, señora...
–Y no molestes a los hombres que trabajan.
Fue conducida a un taller que olía a cola y a madera recién cepillada, donde ancianos y aprendices aserraban tablas y hacían cajas para el hielo. Los bancos de carpintero estaban barbudos de virutas largas y enruladas. Los hombres contemplaron con curiosidad la encapuchada figura femenina.
Su guía abrió una puerta oculta detrás de una cortina. Subieron por una polvorienta escalera a una larga habitación baja que miraba al río. En un extremo los empleados trabajaban encorvados sobre sus mesas. En el otro extremo había una mesa con una silla sólida como un trono de la que se levantó un hombre grueso de piel oscura, que se adelantó con el rostro iluminado. Hizo una reverencia, despidió al guía y condujo a la reina a una habitación privada.
A pesar de que daba a un establo, estaba bien decorada, con grabados en las paredes; su elegancia contrastaba con el aspecto funcional del resto del edificio. Uno de los grabados era el retrato de la reina MyrdemInggala.
–Señora reina, es un honor que hayas venido. –El Capitán del Hielo resplandeció nuevamente e inclinó la cabeza de lado, tanto como podía, para mirar mejor a la reina mientras ésta se quitaba el velo y el tocado. Él Vestía un sencillo charfrul, la larga túnica con bolsillos que utilizaban muchos nativos de las regiones ecuatoriales.
Una vez que la reina se hubo acomodado en un sillón, y después de ofrecerle un vaso de vino enfriado con hielo de Lordryardry, él extendió la mano cerrada. La abrió, revelando el anillo, que devolvió con ceremoniosidad e insistió en colocarlo en el delicado dedo de la reina.
–Es el mejor anillo que he vendido jamás.
–Eras un humilde buhonero en esa época.
–Algo peor: un mendigo. Pero un mendigo con determinación. –Apoyó el puño en el pecho.
–Ahora eres muy rico.
–¿Qué son las riquezas, mi señora? ¿Acaso compran la felicidad? Es preciso reconocer con franqueza que, al menos, nos permiten vivir con un mínimo decoro. Mi suerte, lo admito, es mejor que la de la gente común.
Tenía una risa agradable. Apoyó sin ceremonias una gorda pierna contra el borde de la mesa y alzó su vaso para brindar por la reina, mientras la evaluaba. La reina de reinas lo miró. El Capitán del Hielo apartó los ojos, protegiéndose para no sentir algo muy parecido a la veneración. Había tenido tanto trato con las mujeres como con el hielo; pero ante la hermosura de la reina se sentía impotente.
MyrdemInggala le habló de su familia; sabía que él tenía una hija inteligente y un hijo tonto, y que el hijo tonto, Div, se haría cargo del negocio del hielo cuando su padre resolviera retirarse. Esa decisión se había postergado. Muntras había hecho lo que él consideraba su último viaje un décimo y medio antes, en el momento de la Batalla del Cosgatt; pero en verdad no pudo ser el último, porque Div necesitaba aún mayor preparación.
Ella sabía también que el Capitán del Hielo era afectuoso con Div. Sin embargo, el padre de aquél había sido un hombre duro que lo enviaba, cuando Muntras era un muchacho, a ganar dinero como fuese, vendiendo o mendigando, para demostrar que algún día sería capaz de dirigir su empresa de un solo barco. La reina había oído antes esa historia, pero no la aburría.
–Has tenido una vida llena de acontecimientos–dijo ella.
Tal vez él pensó que eso implicaba alguna crítica, porque parecía incómodo.
Para ocultar esa sensación, él se golpeó la pierna y dijo:
–No me avergüenza decir que he prosperado en un momento en que lo contrario es la norma para la mayoría de los ciudadanos.
MyrdemInggala miró la ancha cara de Muntras como preguntándose si él comprendía que ella misma era parte de esa mayoría; pero sólo dijo, en su tono reposado:
–Te iniciaste en este negocio con un solo barco. ¿Cuántos tienes ahora, Capitán?
–Sí, señora reina; mi anciano padre empezó con una sola y vieja embarcación. Pronto entregaré a mi hijo una flota de veinticinco naves. Rápidos bergantines, queches, goletas, dogres, adaptados para la navegación de ríos y costas, todos preparados para el transporte y entrega de esta mercancía. En esto se ve el beneficio de comerciar con hielo. Cuando más aumenta el calor, más caro se cotiza en el mercado un bloque de buen hielo de Lordryardry. Cuando más empeoran las cosas para los demás, más mejoran para mí.
–Pero tu hielo se derrite, Capitán.
–Así es, y la gente hace muchas bromas al respecto. Pero el hielo de Lordryardry, puro, extraído de los glaciares, se derrite más lentamente que otros. –El mercader gozaba de la presencia de la reina, aunque no había dejado de percibir su estado de ánimo turbado, tan distinto de su disposición normal.– Señalaré otro aspecto. Eres devota de la religión de tu país, señora reina; no es necesario que te recuerde, entonces, la redención. Pues bien: mi hielo es como tu redención. Cuanto menos hay, se torna más denso y cuesta más. Ahora mis barcos recorren toda la distancia desde Dimariam, a través del Mar de las Águilas y de los ríos Takissa y Valvoral, hasta las ciudades de Matrassyl y Oldorando y también, a lo largo de la costa, hasta Keevasien y los puertos de los terribles assatassi.
Ella sonrió, quizá no muy de acuerdo conque se mezclase la religión con el comercio.
–Me alegro de que a alguien le vaya bien en tiempos tan malos. –No había olvidado el momento, hacía ya muchos años, cuando en su primera visita a Oldorando conoció al dimariamano en el bazar. Él vestía andrajos, pero tenía una sonrisa peculiar, y había extraído de un bolsillo el anillo más hermoso que ella había visto. Shannana, su madre, le había dado el dinero. Y ella había vuelto al día siguiente a comprar aquel anillo, y no había dejado de usarlo desde entonces.
–Con lo que me pagaste–dijo Krillio Muntras–, regresé a mi tierra y compré un glaciar. De modo que soy tu deudor, desde ese momento. –Ambos rieron.– Pero no has venido aquí, señora reina, para comprar hielo; de eso se ocupa el mayordomo del palacio. ¿En qué puedo servirte?
–Capitán Muntras, estoy en una difícil situación, y necesito ayuda.
Bruscamente cauteloso, él respondió:
–No quisiera perder el favor real que permite comerciar aquí a un extranjero como yo. Aparte de eso...
–Es natural. Sólo te pido que justifiques mi confianza en ti, como estoy segura que harás. Quiero que entregues una carta mía en secreto. Has hablado de Keevasien, en la frontera con Randonan. ¿Puedes entregar una carta a cierta persona que combate en Randonan, en nuestro Segundo Ejército?
La cara expresiva de Muntras estaba tan preocupada que sus mejillas se contraían alrededor de la boca.
–En la guerra todo es dudoso. Según las noticias, el ejército de Borlien tiene graves dificultades, y también el de Keevasien. Pero..., pero se trata de ti. Mis barcos, señora reina, remontan el río Kacol, hasta Ordelay. Sí; puedo enviar un mensajero desde allí, si no hay demasiado peligro. Por supuesto, habrá que pagarle.
–¿Cuánto?
Él reflexionó.
–Conozco a un joven que lo haría. Cuando se es joven, no se teme a la muerte. –Dijo cuánto costaría. Ella le dio de buena gana el dinero y el bolso con la carta para el general TolramKetinet.
Muntras hizo una reverencia.
–Es para mí un orgullo poder servirte. Primero debo entregar un cargamento en Oldorando. Eso lleva cuatro días río arriba, dos días para regresar, y dos días aquí. En total, una semana. Luego partiré hacia el sur, a Ottassol.
–¡Cuánta demora! ¿Debes ir antes a Oldorando?
–Sí, señora, debo hacerlo. El comercio es el comercio.
–Está bien, Capitán Muntras. Lo dejo en tus manos. ¿Comprendes que se trata de un asunto de vital importancia, y absolutamente secreto entre tú y yo? Cumple finalmente esta misión, y yo me ocuparé de que tengas una recompensa.
–Agradezco esta oportunidad de ayudar, señora.
Después de beber otro vaso de vino helado, la reina se despidió más animada y retornó al palacio con su dama de compañía, la hermana del general a quien enviaba su misiva. Podía alentar una esperanza, cualquiera que fuese la decisión del rey.
En el palacio, las puertas se cerraban con violencia y las cortinas revoloteaban por el viento. JandolAnganol, pálido, hablaba con sus asesores religiosos. Finalmente, uno de ellos dijo:
–Majestad, ése es un estado religioso, y creemos que, en tu corazón, ya está decidido. Consolidarás esta nueva alianza por razones religiosas, y te bendeciremos por ello.
El rey respondió con vehemencia:
–Si hago esta alianza, será porque soy malvado y acepto la maldad.
–No es así, mi señor. Tu reina y su hermano han conspirado contra Sibornal, y merecen el castigo. –Ya empezaban a creer a medias en la mentira que él había puesto en circulación; era la mentira de su padre, pero ahora todos eran dueños de ella.
En sus cámaras, los diplomáticos visitantes se quejaban de la falta de comodidad de ese miserable palacio y de la pobre hospitalidad que recibían, mientras aguardaban la palabra del rey. Los consejeros discutían entre sí, cada uno celoso de los privilegios del otro; pero en una cosa estaban de acuerdo. Cuando el rey se divorciara de MyrdemInggala para desposar a Simoda Tal –si lo hacía– se volvería sobre el tema de la gran población phagor de Borlien.
Las viejas historias narraban que una vez las hordas de los seres de dos filos habían caído sobre Oldorando, incendiándola hasta los cimientos. Esa hostilidad nunca había muerto. Año tras año se reducía la población phagor. Era indispensable que Borlien siguiera la misma política. Con Simoda Tal, y sus ministros, al lado de JandolAnganol, se podría hacer más presión sobre él.
Y una vez que MyrdemInggala, con su bondadoso corazón, estuviese fuera de la escena, sería posible introducir nuevos decretos.
Pero ¿dónde estaba el rey, y cuál era su decisión?
Habían pasado pocos minutos de las catorce y el rey estaba de pie, desnudo, en una cámara. Un gran péndulo de peltre oscilaba solemnemente contra una pared, marcando los segundos. En la pared opuesta había un enorme espejo de plata. Los criados aguardaban entre las sombras, con ropas en las manos, a que JandolAnganol se vistiera para presentarse ante los diplomáticos.
JandolAnganol caminaba ante el espejo y a veces se detenía. En su indecisión, pasaba a veces un dedo a lo largo de la cicatriz del muslo, tironeaba de la pálida piel de su prodo, o miraba el reflejo de las sangrientas marcas que corrían desde sus omóplatos hasta sus finas nalgas. Gruñía ante el delgado cuerpo flagelado que contemplaba. Pensaba que no tendría ninguna dificultad en expulsar a los diplomáticos; su furia, su khmir, eran perfectamente capaces de hacerlo. Podía abrazar al ser que más amaba –su reina– y sellar su boca con cálidos besos, jurando que nunca se alejaría de ella. O bien, con igual facilidad, hacer lo contrario: ser un villano en privado y un santo a los ojos de muchos, un santo decidido a privarse de todo para salvar a su país.
Algunos de los que lo observaban desde lejos, como los miembros de la familia Pin, del Avernus, quienes estudiaban la historia de la familia real, sostenían que esa decisión del rey había sido tomada en un pasado muy remoto. En sus registros constaban los antecedentes de la familia de JandolAnganol a lo largo de sesenta generaciones, desde que la mayoría de Campannlat estaba debajo de la nieve y un lejano antecesor del rey, AozRoon, gobernaba una ciudad llamada Oldorando. En toda esa historia había una división, desconocida por quienes la padecían, entre padres e hijos. A veces se sumergía por algunas generaciones, pero nunca estaba ausente.
El modelo de esa división estaba profundamente enclavado en la psique de JandolAnganol, tanto que no tenía conciencia de ella. Debajo de su arrogancia había un desprecio por sí mismo aún más antiguo. Ese desprecio le obligaba a volverse contra sus más queridos amigos y a acercarse a los phagors; era una alienación nacida en años anteriores. Estaba sepultada, pero no carecía de voz, y estaba a punto de hablar.
Se apartó bruscamente del espejo, de esa figura sombría que acechaba en la plata, y llamó a las criadas. Alzó los brazos y ellas lo vistieron.
–Mi corona –dijo, mientras le peinaban sus largos cabellos. Castigaría a los diplomáticos mostrándose distante.
Unos minutos más tarde, alivió el aburrimiento de los visitantes el ruido de unos pies que marchaban en el exterior. Vieron, al asomarse, grandes cabezas coronadas por brillantes cuernos, hombros musculosos, fuertes cuerpos, herraduras que repiqueteaban y arneses de guerra que crujían. Desfilaba la Primera Guardia Phagoriana Real, una visión que inquietaba a la mayoría de los espectadores humanos, pues las articulaciones de los seres de dos filos permitían que los antebrazos y las pantorrillas giraran en todas direcciones. Su marcha era insólita, y a cada paso sus piernas se flexionaban de un modo imposible.
Un sargento dio una orden. Los pelotones se detuvieron, pasando del movimiento a la instantánea inmovilidad característica de los phagors.
El viento ardiente agitaba el pelo de los soldados. El rey, situado entre dos pelotones, se desvió y entró en el palacio. Los visitantes se miraron desconcertados, con la idea del asesinato en sus mentes.
JandolAnganol entró en el salón. Se detuvo y los examinó.
Uno por uno, sus huéspedes se pusieron de pie. Como si le costara hablar, el rey dejó que el silencio se prolongara. Luego dijo:
–Me habéis puesto frente a una dura elección. Sin embargo, ¿por qué debería yo vacilar? Mi primer deber es el que he contraído solemnemente con mi país.
“He resuelto no permitir que mis sentimientos personales interfieran. Alejaré a mi reina MyrdemInggala. Hoy mismo se marchará de aquí, y se retirará a un palacio junto al mar. Si la Santa Iglesia de Pannoval, cuyo siervo soy, me concede un decreto de divorcio, me divorciaré de la reina.”
“Y desposaré a Simoda Tal, de la Casa de Oldorando.”
Se oyeron aplausos y murmullos de aprobación. El rostro del rey era totalmente inexpresivo. Mientras los diplomáticos se acercaban, antes de que pudieran llegar hasta él, giró sobre sus talones y se marchó.
El thordotter golpeó la puerta por donde había salido.
VIII
EN PRESENCIA DE LA MITOLOGÍA
La cara de Billy Xiao Pin era redondeada, como eran, en su disposición general, sus ojos y su nariz. Incluso su boca parecía un pimpollo. Su piel era suave y tersa. Sólo en una ocasión anterior había abandonado el Avernus, cuando algunos miembros próximos de la familia Pin lo habían llevado a un vuelo orbital en torno de Ipocrene.
Billy era un joven modesto pero decidido; tenía buenas maneras, como todas las personas de su familia, y había motivos para confiar en que sería capaz de enfrentar su muerte con serenidad. Tenía veinte años terrestres, o apenas más de catorce heliconianos.
Aunque la Lotería de Vacaciones de Heliconia estaba gobernada por el azar, se pensaba –o al menos lo pensaban los mil miembros de la familia Pin– que el triunfo de Billy era muy apropiado.
Apenas se tuvo noticia de su buena fortuna, su familia lo envió a recorrer el Avernus. Con él iba su actual amiga, Rose Yi Pin. Los corredores del satélite estaban programados para producir diversas clases de acontecimientos; algunas de carácter maligno. El Avernus llevaba 3.269 años en órbita; se empleaban todos los medios posibles para contrarrestar la enfermedad asesina que amenazaba a sus ocupantes: el letargo.
Con un grupo de amigos, Billy partió de vacaciones a la montaña. Allí durmieron en una casa de troncos situada muy cerca de la cumbre. En un tiempo, estos agradables parajes sintéticos se inspiraban en puntos turísticos de la Tierra; ahora reproducían lugares de Heliconia.
Billy y sus amigos esquiaban en el Alto Nktryhk. Luego navegaban a través del Mar Ardiente, hacia el este de Campannlat. A partir del único puerto, a lo largo de mil millas de costa, el fondo permanente eran las eternas alturas de Mordriat, elevándose desde la espuma hasta cumbres de casi dos mil metros envueltas por las nubes. Las cataratas de Scimitar caían, se interrumpían, y volvían a caer desde una milla de altura sobre el mar.
Por excitantes que fueran estas emociones, la mente no olvidaba nunca que cada peligro y cada visión estaban aprisionados en un cuarto de unos tres metros por cinco cubierto de espejos.
A la vuelta de sus vacaciones, Billy Xiao Pin visitó, a solas, a su Consejero, y se arrodilló ante él, tomando la posición de la Humildad.
–En el silencio se recapitulan las largas conversaciones –dijo el Consejero–. Buscando la vida encontrarás la muerte. Ambas son ilusorias.
Billy sabía que el Consejero, que temía cualquier actividad, no deseaba que saliera del Avernus. Estaba devorado por el mortal ilusionismo que se había convertido en la filosofía en boga. Cuando joven había escrito un tratado poético de cien sílabas de extensión, titulado "Acerca del prolongamiento de un período climático heliconiano más allá del tiempo de una vida humana”.
Este tratado era un producto y un argumento a favor del ilusionismo que cundía en el Avernus. Billy no estaba capacitado intelectualmente para combatir esta filosofía; pero ahora, a punto ya de abandonar la nave, se atrevía a expresar el odio que sentía hacia ella.
–Debo visitar un mundo real y experimentar alegría y dolor reales. Aunque sólo sea por un breve tiempo. Quiero enfrentarme con montañas reales y caminar por calles de piedra. Quiero conocer personas con destinos reales.
–Aún abusas de la traicionera palabra “real”. La evidencia de nuestros sentidos sólo es evidencia para nuestros sentidos. La sabiduría mira en otra dirección.
–Sí. Pues bien, yo voy en la misma dirección.
Pero la morbosidad no tenía donde acabar. El anciano prosiguió con su discurso. Billy siguió escuchando con marcada indiferencia.
El anciano sabía que el sexo estaba en el fondo de todo ello. Advirtió que Billy era de una naturaleza sensual que precisaba ser doblegada; Billy estaba renunciando a Rose para acercarse ala reina MyrdemInggala... Sí, conocía los apetitos de Billy. Deseaba un encuentro personal con la reina de las reinas.
Aquélla era una idea estéril. Rose no era una idea estéril. Lo Real, para usar esa palabra, debía encontrarse no en el exterior sino en el misterio de la personalidad; en el caso de Billy, en la personalidad de Rose, quizás. Y había otras consideraciones.
–Tenemos un deber que cumplir, nuestro deber para con la Tierra. Nuestra más grande satisfacción obedece a la observancia de ese deber. En Heliconia perderás la misión y la sociedad.
Billy Xiao Pin osó alzar la mirada hacia su viejo Consejero. La enjuta figura estaba erguida; cada uno de sus respiraderos orientaba su peso hacia abajo para afianzarse en el suelo; cada una de sus tomas de aire dirigía su cabeza hacia el techo. Nada lo perturbaba, ni siquiera la pérdida de un discípulo dilecto.
La escena estaba siendo registrada por cámaras de observación permanente que la transmitían a cualquiera de los seis mil tripulantes que eligiera ver lo que ocurría en esa habitación. No había intimidad. La intimidad alentaba la disidencia.
Mientras escrutaba esos ojos simiescos y perspicaces, Billy advirtió que su Consejero ya no creía en la Tierra. ¡La Tierra! Ese tema que Billy, y sus contemporáneos discutían sin cesar, ese tema siempre apasionante. La Tierra no es accesible, como lo era Heliconia. Pero para el Consejero, y para cientos como él, era un ideal, una proyección de la vida interior de los tripulantes.
Mientras la voz conformaba sus frágiles naderías, Billy creyó ver que el anciano tampoco creía en la realidad objetiva de Heliconia. Para ese hombre, inmerso en la sofisticada argumentación que constituía una parte tan importante de la vida intelectual en el Avernus, Heliconia no era más que una proyección, una hipótesis.
La gran lotería estaba destinada a contrarrestar esta creciente debilidad de los sentidos. Las esperanzas de los jóvenes –centradas, de un modo mágico, en el gran tema de estudio en torno al cual giraban– morían, generación tras generación, cuando el encierro forzoso se tornaba voluntario. Billy debía descender y morir para que otros pudieran vivir.
Debía estar allí donde la reina de ojos suaves impulsaba su cuerpo contra el soplo del thordotter mientras subía al castillo.
Por fin la lección terminó. Billy aprovechó la oportunidad.
–Mil gracias por todas tus preocupaciones, Maestro. –Se inclinó. Salió. Respiró profundamente.
Su partida del Avernus estaba organizada como un gran suceso. Todo el mundo experimentaba sentimientos profundos acerca de ella. Era la prueba de que Heliconia existía. A pesar de todos los instrumentos previstos para ese fin, los seis mil eran cada vez menos capaces de imaginarse viviendo fuera de la estación. El premio de la lotería era un gesto de valor supremo, incluso para los perdedores.
Rose Yi Pin volvió hacia Billy su pequeño rostro sereno y lo abrazó por última vez.
–Creo que vivirás para siempre allí abajo, Billy. Te miraré mientras me vuelvo vieja y fea. Tan sólo cuídate de sus tontas religiones. Aquí la vida es sensata. Abajo, las personas están enloquecidas por sus ideas religiosas, incluso esa reina tuya tan hermosa.
Billy, luego de besarla en los labios, le dijo:
–Vive tu vida en paz. No te preocupes. Bruscamente, la furia afloró en ella.
–¿Por qué arruinas mi vida? ¿Dónde está la paz, si tú te marchas?
Él movió la cabeza.
–Eso deberás descubrirlo por ti misma.
La nave automatizada estaba lista para llevárselo del purgatorio. Billy trepó al pequeño casco, y la puerta silbó al cerrarse. El terror se apoderó de él; se ajustó el cinturón, gozando del momento.
A él le tocaba decidir si bajaría con las ventanas cubiertas por las cortinas o no. Apretó un botón. Las cortinas subieron y se vio recompensado por la Visión de la belleza mágica de cuyo flanco había sido expulsado. A lo lejos se desplegaba un cinturón de estrellas irregulares, como la cola de un cometa. Comprendió, con asombro, que esas estrellas eran los desechos no procesados de la estación, los cuales quedaban en órbita alrededor de ella.
En un instante, el Avernus era inmenso; sus dieciocho millones de toneladas oscurecían el campo visual; al cabo de unos pocos minutos, comenzó a disminuir, y Billy apartó la mirada. Heliconia estaba a la vista, tan familiar como su propio rostro en el espejo, pero ahora más clara que nunca: las nubes atravesaban la media luna iluminada y la península de Pegovin golpeaba como una maza el mar central. El gran casquete de hielo del polo sur era deslumbrante.
Buscó los dos soles del sistema binario mientras las ventanas se oscurecían para aliviar la luminosidad.
Batalix, el sol más próximo, se había perdido ya detrás del planeta, a sólo 126 unidades astronómicas de distancia.
Freyr, visible como una bola gris tras el cristal semi–opaco, era inmensamente brillante aunque estaba a 240 unidades astronómicas. Cuando estuviera a 236 unidades, Heliconia alcanzaría el perihelio, el punto más próximo a Freyr, sólo faltaban, para ese instante, ciento dieciocho años terrestres. Luego, una vez más, Batalix y sus planetas se desplazarían en sus órbitas, para no acercarse tanto al miembro dominante del sistema durante otros 2.592 años terrestres.
Para Billy Xiao Pin, este conjunto de cifras astronómicas que aprendiera a los tres años junto con el alfabeto, constituía un preciso diagrama. Estaba a punto de tocar el suelo donde ese diagrama se convertía en una imprecisa historia de crisis y desafíos.
Su cara redonda se alargó ante ese pensamiento. Aunque Heliconia había estado en observación durante tan largo período de tiempo, era en muchos sentidos un misterio.
Billy no ignoraba que el planeta sobreviviría al perihelio; que las temperaturas en el ecuador ascenderían hasta ciento cincuenta grados, pero no más; que Heliconia poseía un extraordinario sistema de homeostasis, por lo menos tan eficaz como el de la Tierra, que mantendría un estado de equilibrio tan regular como fuera posible. No compartía el temor supersticioso de los campesinos –a ser devorados por Freyr–, aunque comprendía cómo surgía ese temor.
Lo que no sabía era si muchas naciones serían capaces de sobrevivir a la prueba del calor. Los países como Borlien y Oldorando eran los más amenazados.
Y tampoco sabía qué ocurriría en el Gran Invierno, ese terrible período en el que Freyr sólo sería un punto remoto; cuántas naciones se hundirían, cuántas personas morirían. Nadie lo sabía a bordo del Avernus. La Estación Observadora Terrestre existía y era observada desde antes de la primavera del Gran Año anterior. Había ya experimentado una vez la lenta propagación del Gran Invierno en el planeta inferior; había presenciado el hundimiento de naciones y la muerte de multitudes. Con cuánta precisión se repetiría ese modelo en el Invierno todavía distante aún no podía saberse. El Avernus tendría que funcionar y las seis familias habrían de subsistir otros catorce siglos terrestres antes de que el misterio fuese develado.
A ese mundo que inspiraba tanta admiración, Billy había consagrado su alma.
Un estremecimiento se apoderó de los miembros de Billy. Estaba a punto de abrazar ese mundo, estaba a punto de nacer.
La nave describió dos órbitas alrededor del planeta, reduciendo su velocidad, y aterrizó en una meseta al este de Matrassyl.
Billy se puso de pie y escuchó. Finalmente, se acordó de respirar. Un androide destinado a servirle de defensa viajaba con él. Los habitantes del Avernus se sabían vulnerables. Se calculaba que Billy, producto de muchas generaciones de hombres educados sin dureza, necesitaría protección. El androide estaba programado para una conducta agresiva. Llevaba armas defensivas. Parecía humano; su rostro había sido modelado sobre el de Billy, al que se parecía en todo menos en la movilidad: su expresión cambiaba con lentitud, lo que le daba un aire de tristeza permanente. A Billy no le gustaba. Observó al androide mientras éste salía de un nicho adaptado a la forma de su cuerpo.
–Quédate donde estás –dijo Billy–. Regresa al Avernus en la nave.
–Necesitas mi protección.
–Me arreglaré como pueda. Ahora, se trata de mi propia vida. –Movió un interruptor temporizado que determinaría la partida automática en el plazo de una hora. Luego, activó la puerta, y abandonó la nave.
Inmóvil, en el anhelado planeta, respiró su fragancia, dejando que mil sonidos extraños penetraran en sus oídos. El aire no filtrado lastimó sus pulmones. Sintió un mareo.
Alzó la vista. Sobre él se extendía un cielo azul, brillante y hermoso. Billy estaba acostumbrado a mirar el espacio, pero el arco del cielo le pareció más vasto. El ojo era arrastrado hacia él. Cubría el mundo viviente, y era su expresión más bella.
Al oeste, Batalix, aureolado de oro y herrumbre, estaba a punto de ponerse. El disco de Freyr –apenas el treinta por ciento del tamaño de Batalix– ardía con espléndida intensidad, casi en el cenit. A su alrededor se movía la gran envoltura azul que era lo primero de Heliconia que se veía desde el espacio, y la marca inconfundible de un planeta capaz de soportar la vida. Billy bajó la cabeza y pasó la mano por sus ojos.
A corta distancia había un grupo de cinco árboles, de los que pendían unas lianas carnosas. Caminó hacia ellos, como si se hubiera acabado de inventar la ley de la gravedad. Se abrazó al tronco más próximo, y sus manos se pincharon con espinas. Sin embargo, permaneció así, con los ojos cerrados, tratando de olvidar los ruidos inexplicables. No podía moverse. Al ver que la nave se elevaba para retornar al Avernus, lloró.
Allí, penetrando en sus sentidos con toda la furia, estaba lo Real.
Abrazado al árbol, acostado en el suelo, escondido tras un tronco caído, se fue acostumbrando a la experiencia de encontrarse en un planeta inmenso. Los objetos distantes, las nubes, y en particular una hilera de montañas, lo aterrorizaban no sólo por su tamaño, sino porque eran reales. Pero también lo inquietaban los seres pequeños, absolutamente desconocidos en el Avernus. Miró con angustia una pequeña criatura alada que se posó en su mano izquierda, y trepó luego por ella hasta su brazo. Lo más alarmante era que esas cosas estaban fuera de su control: no podía tocar un interruptor para domesticarlas.
Tampoco había considerado el peculiar problema de los soles. En el Avernus, la luz y la oscuridad eran en gran medida asuntos de estado de ánimo; aquí no se podía elegir. Cuando la noche sucedió al crepúsculo, Billy sintió por primera vez la antigua inseguridad de su especie. Mucho antes, la humanidad había construido lugares para acurrucarse y protegerse de la oscuridad. Se habían desarrollado ciudades, éstas habían crecido hasta formar metrópolis, y luego se habían lanzado al espacio; él, ahora, se sentía de regreso en el principio de la historia.
Sobrevivió a la noche. A pesar de sí mismo, se durmió y despertó sano y salvo. Hacer sus habituales ejercicios matutinos le devolvió la sensación de la identidad. Se dominaba ya lo suficiente y pudo salir del abrigo de los árboles para alegrarse de la mañana. Después de beber y comer de las raciones que traía, echó a andar hacia Matrassyl.
Mientras avanzaba por un sendero entre la vegetación, asombrado por las voces de los pájaros, tuvo conciencia de un ruido de pasos. Se volvió. Un phagor se detuvo a pocos metros de distancia.
Los phagors eran parte de la mitología del Avernus. Sus retratos estaban en todas partes. Pero éste poseía la presencia y la individualidad de la vida. Masticaba mientras miraba a Billy, y de su ancho labio inferior caía saliva. Su voluminosa figura estaba cubierta por una vestidura de una sola pieza, teñida aquí y allá con azafrán. También llevaba teñidos del mismo modo algunos mechones de su largo pelaje blanco, lo cual le daba un aspecto enfermizo. Llevaba sobre un hombro una serpiente muerta, que evidentemente había capturado hacía poco. Empuñaba un cuchillo curvo. No era una réplica de museo, ni el inofensivo juguete de un niño. Cuando se acercó, exudaba un olor rancio que mareó a Billy.
Le hizo frente y dijo lentamente en Hurdhu:
–¿Me puedes decir en qué dirección está Matrassyl?
La criatura rumió. Parecía masticar alguna clase de nuez roja; un zumo de ese color manchaba su boca. Una gota voló hacia Billy Xiao Pin. Alzó la mano y secó su mejilla.
–Matrassyl –repitió la criatura, pronunciando con voz gangosa "Madrazil".
–Sí. ¿Hacia dónde está Matrassyl?
–Sí.
La mirada de esos ojos color cereza... Era imposible determinar si era mansa o asesina. Apartó la vista, y descubrió más phagors, inmóviles como árboles entre la sombra y el follaje.
–¿Puedes comprender lo que digo? –Las frases, por cierto, eran de su diccionario de expresiones. Le asombraba lo irreal de la situación.
–Llegada al lugar está dentro de posibilidad.
No era natural esperar buen sentido de un ser fuerte como las rocas; pero muy pronto a Billy no le quedaron dudas sobre sus intenciones. La criatura se deslizó hacia adelante con suave movimiento y lo empujó por el sendero. Billy avanzó. Los demás phagors los siguieron, manteniendo la distancia.
Entraron en un claro. Allí la floresta había sido despejada; se habían derribado algunos árboles, y los cerdos se ocupaban de que los retoños no llegaran a la madurez. Entre algunas tentativas de cultivos se veían chozas, o más bien techados sostenidos por postes.
A la sombra de esos techados había figuras amontonadas como ganado. Algunas se pusieron de pie y se acercaron a los que llegaban; uno de éstos hizo sonar un cuerno pequeño a manera de saludo. Billy se vio rodeado de phagors machos y hembras, creaghts, gillots y runts que lo observaban con mirada inquisitiva. Algunos runts andaban en cuatro patas.
Billy adoptó la posición de la Humildad.
–Intento llegar a Matrassyl–dijo _ La frase le sonó tan absurda que se echó a reír; tuvo que controlarse para evitar la histeria, pero el ruido hizo que todo el mundo retrocediera.
–Kzahhn inferior tiene proximidad para inspección –dijo un gillot, tocándole el brazo y haciendo un gesto con su cabeza. Lo siguió por una hondonada pedregosa, y todos los demás fueron tras él. Las cosas que veía, desde las tiernas ramas verdes hasta las rocas redondeadas, eran más ásperas de lo que había imaginado.
Debajo de un toldo apoyado contra el borde superior de la hondonada, había un phagor de edad, con los brazos cruzados en un ángulo imposible. Se incorporó con un rápido movimiento, y Billy vio que era una anciana gillot, con prominentes ubres marchitas y el pelaje salpicado de mechones negros. Tenía un collar de huesos pulidos de gwing–gwing y un aro ajustado en torno de la nariz como señal de su rango. Era evidentemente la "kzahhn inferior".
Permaneció sentada y alzó la vista.
Se dirigió a Billy de modo interrogativo.
Él sólo había sido un estudiante en el gran clan sociológico de los Pin, y no demasiado consciente. Había trabajado en el grupo que estudiaba a la familia Anganol a lo largo de las generaciones. Entre sus superiores, algunos conocían la historia de los antepasados del actual rey hasta la primavera anterior, unas dieciséis generaciones atrás. Billy Xiao Pin hablaba Olonets, el idioma principal de Campannlat y Hespagorat, y muchas de sus variantes, inclusive el Antiguo Olonets. Pero nunca había estudiado la lengua phagor, el Nativo, ni dominaba correctamente el lenguaje que hablaba la kzahhn inferior, el Hurdhu, en ese momento la lengua puente entre el hombre y el phagor.
–No comprendo –dijo en Hurdhu, y sintió una extraña emoción al ver que ella había entendido; le pareció que había pasado del mundo real a algún extraño cuento de hadas.
–Hay conocimiento de tu origen en un lugar lejano –dijo ella traduciendo su lengua, repleta de sustantivos, al Hurdhu–. ¿Qué situación tiene este lugar lejano?
Era posible que hubiesen visto aterrizar su nave.
Él hizo un gesto ambiguo y recitó un discurso preparado:
–Vengo de una ciudad distante de Morstrual, donde soy el kzahhn. –Morstrual estaba aún más lejos que Mordriat; se podía mencionar ese lugar sin peligro.Tu gente será recompensada si me llevan a Matrassyl, donde está el rey JandolAnganol.
–El rey JandolAnganol.
–Sí.
Ella permaneció inmóvil, mirando al frente. Un stallun próximo le alcanzó una botella de cuero, de donde ella bebió torpemente derramando parte del líquido. Olía a un alcohol acre. Ah, pensó Billy: raffel, una deletérea bebida destilada por los seres de dos filos. Había dado con una tribu de phagors pobres. Y allí estaba, ante esas bestias enigmáticas, tratando de hacerse entender, mientras en el Avernus todo el mundo estaría mirando por los sistemas ópticos. Incluso su viejo Consejero. Incluso Rose.
Estaba fatigado por el calor y por la breve caminata en ese áspero terreno. Pero un motivo más poderoso lo indujo a sentarse en una piedra plana, a abrir las piernas y apoyar los codos en las rodillas mirando con indolencia a la criatura que tenía delante. Los acontecimientos más increíbles se tornaban triviales cuando no había alternativa.
–La raza de dos filos da al rey JandolAnganol muchas lanzas para su cruzada –dijo la kzahhn. Detrás de ella había una caverna. En la penumbra brillaban unos ojos de color cereza. Billy pensó que allí debían de estar los antepasados tribales, hundiéndose, en estado de brida, hasta la pura queratina. Ídolos y antepasados a la vez, los phagors no–muertos guiaban a sus sucesores a través de los penosos siglos del dominio de Freyr.
–Los Hijos de Freyr luchan contra otros Hijos de Freyr cada estación, y prestamos nuestras lanzas.
El reconoció el tradicional término con que los phagors designan la humanidad. Los seres de dos filos, incapaces de inventar nuevos términos, se limitaban a adaptar los antiguos.
–Ordena a los de tu tribu que me conduzcan ante el rey JandolAnganol.
Nuevamente la kzahhn, y todos los demás, cayeron en la más completa inmovilidad. Solamente los cerdos y los perros se movían, buscando sin cesar restos de comida en el suelo.
Entonces la vieja gillot empezó un largo discurso que Billy no pudo comprender. Tuvo que interrumpirla en mitad de sus divagaciones y pedirle que volviera a empezar. El Hurdhu tenía un sabor tan acre como el queso de cabra. Otros phagors se acercaron, sofocándolo con su fuerte olor–no tan desagradable como él esperaba–, para asistir a la anciana en su explicación. El resultado fue que nada quedó claro.
Con sosegada insistencia, le mostraron viejas heridas, espaldas desolladas, piernas rotas, brazos partidos. Él sentía repugnancia y fascinación. Ellos sacaron de la caverna banderas y espadas.
Poco a poco comprendió lo que querían decir. En su mayoría habían servido en el Quinto Ejército del rey JandolAnganol. Algunas semanas antes, habían marchado con las tribus Driat. Habían sufrido una derrota en el Cosgatt. Las tribus habían utilizado una nueva arma que ladraba como un mastín gigantesco.
Esas pobres gentes habían sobrevivido. Pero no se atrevían a volver al servicio del rey temiendo que el mastín gigantesco volviera a ladrar. Vivían como podían, mientras soñaban con regresar a las heladas regiones del Nktryhk.
Era una larga historia. Billy empezó a fatigarse de ella y de las moscas. Bebió un poco de raffel. Era mortífero, como decían los libros de texto. Soñoliento, dejó de atender cuando intentaron describir la batalla de Cosgatt. Parecía, según esa versión, que hubiese ocurrido ayer.
–¿Me llevaréis ante el rey, sí o no?
Callaron, y luego gruñeron entre sí en Nativo.
Por fin, la gillot le dijo en Hurdhu:
–¿Qué regalo habrá en tu mano por esa escolta?
Billy llevaba en la muñeca un reloj gris, plano, con tres series de cifras que daban la hora de la Tierra, del centro de Campannlat y del Avernus. Formaba parte de su equipo estándar. A los phagors no les interesaría la hora, porque sus harneys eotemporales estaban fijos en una temporalidad que sólo registraba los movimientos esporádicos; pero les gustaría el reloj como adorno.
La cara manchada de la anciana kzahhn inferior se apoyó en su brazo mientras lo extendía. Uno de sus cuernos estaba roto por la mitad, y un trozo de madera reemplazaba la punta.
Se puso en cuclillas y llamó a dos de los stalluns más jóvenes.
–Haced lo que pide este ser –dijo.
La escolta se detuvo cuando aparecieron, a lo lejos, un par de casas. No irían más lejos. Billy Xiao Pin se quitó el reloj de la muñeca y se lo ofreció. Después de contemplarlo un rato, ambos se negaron a aceptarlo.
No pudo comprender su explicación. Pasaban del Hurdhu al Nativo, y posiblemente al Eotemporal. Percibió que hablaban de números: Quizá las cifras que no cesaban de cambiar los asustaban, o tal vez fuera el metal desconocido. Su negativa no trasuntaba emoción; simplemente no lo aceptaban; no querían nada.
–JandolAnganol –dijeron. Era obvio que aún respetaban el nombre del rey.
Mientras avanzaba, Billy se volvió para mirarlos; estaban en parte ocultos por una enredadera en flor que colgaba de un árbol. No se movían. Él sentía miedo y a la vez una especie de asombro por estar aún sano y salvo.
Pronto pasó de ese sueño a otro igual de asombroso, cuando entró en las estrechas calles de Matrassyl. El serpenteante camino lo llevó hasta el pie de la roca en que se asentaba el palacio. Empezó a reconocer dónde estaba. Había visto esto y aquello por los sistemas ópticos del Avernus. Sintió deseos de abrazar al primer ser humano de Heliconia que pasó a su lado.
Había iglesias excavadas en la roca; las órdenes religiosas más estrictas imitaban las preferencias de sus maestros de Pannoval y se enclaustraban lejos de la luz. Había monasterios apretujados contra la roca; tenían tres pisos; los más prósperos estaban hechos de piedra y los más pobres de madera. Sin poder evitarlo, Billy se detuvo a palpar la textura de la madera, siguiendo las vetas con las uñas. Venía de un mundo donde todo era renovado apenas envejecía. Y las vetas de esa antigua madera..., ¡qué maravilloso diseño accidental! ¡Había tantos detalles en ese mundo que jamás hubiera imaginado!
Los monasterios estaban pintados de rojo y amarillo, o rojo y púrpura, con el círculo de Akhanaba en los mismos colores. En sus puertas había imágenes del dios que descendía entre el fuego. Llevaba el pelo anudado, pero algunos mechones escapaban. Tenía las cejas arqueadas. La sonrisa de su rostro semihumano revelaba unos dientes agudos y blancos. En cada mano portaba una antorcha. Una vestidura de tela se enroscaba como una serpiente en torno de su cuerpo azul.
También había telas con representaciones de santos, familiares, espíritus: Yuli el sacerdote, el rey Denniss, Withram, Wutra, hileras de Otros, grandes y negros, o pequeños y verdes, con garras y anillos en los dedos de los pies. Entre estos seres sobrenaturales, gruesos, peludos, calvos, había humanos, por lo general en posturas suplicantes.
Los seres humanos eran más pequeños. “En el lugar de donde vengo”, se dijo Billy, “se pintarían grandes”. Pero allí estaban, en posición de súplica, listos para ser segados por los dioses a llama, a hielo y a espada.
Billy recordó lo que aprendiera en la escuela acerca de la importancia que la religión había tenido a lo largo de la historia de Heliconia. Algunas naciones se habían convertido a una religión diferente –Oldorando, por ejemplo–. Otras, perdiendo de pronto su religiosidad, desaparecieron sin dejar huella. Aquí estaba el verdadero bastión del credo de Borlien. Como ateo que era, Billy se sentía a la vez atraído y repelido por las extravagantes escenas representadas en todas partes.
Los monjes no parecían demasiado afectados por el terrible estado del mundo; la devastación sólo era parte de un círculo más amplio: el escenario de sus plácidas vidas.
–¡Los colores! –exclamó Billy. Los colores de la devastación eran como el paraíso. Aquí no existe el mal, se dijo con asombro. El mal es negativo. Aquí todo es sólido. El mal era lo negativo que había donde yo vivía.
Sólido. Sí, sólido. Se echó a reír.
Estaba en mitad de la calle, con la boca abierta y los brazos extendidos. Los aromas que evolucionaban como colores en el aire lo detuvieron. Cada paso que diera había sido acompañado por múltiples fragancias, una dimensión de la vida ausente del Avernus. Cerca, a la sombra de la elevación, había un pozo de agua rodeado de tenderetes. Los sacerdotes salían de sus edificios y acudían allí a comprar comida.
Billy pensó con inquietud que estaban representando para él. La muerte podía llegar en cualquier momento. Valía la pena, aunque sólo hubiera sido para percibir esos sabrosos olores y para ver a los monjes mientras llevaban grasientos buñuelos hasta sus bocas. Del balcón de un monasterio colgaba un estandarte rojo y amarillo donde decía: TODA LA SABIDURÍA DEL MUNDO HA EXISTIDO SIEMPRE. Rió para sus adentros ante esa leyenda anticientífica; la sabiduría era algo que debía forjarse con esfuerzo. De otro modo, él no estaría allí. En el tráfico callejero, Billy comprendió con mayor claridad cuán clerical era la sociedad heliconiana y cuánto influía en las acciones la fe en Akhanaba. Su antipatía hacia la religión estaba profundamente arraigada; ahora se encontraba en una civilización fundada sobre ésta.
Cuando se aproximó a los tenderetes, una mujer lo llamó. Era una mujer alta, vestida de andrajos, de cara grande y roja. Tenía ante sí un brasero encendido. Vendía waffles. Billy llevaba dinero de imitación así como otros elementos para su visita. Sacó de su bolsillo unas monedas, pagó a la mujer y fue recompensado con un waffle que olía muy bien. La wafflera de hierro había grabado en él el símbolo religioso de Akhanaba, los dos círculos concéntricos unidos por líneas oblicuas. Mientras mordía su waffle, pensó por primera vez que probablemente el símbolo representara, de una manera tosca, la órbita del sol menor, Batalix, en torno del mayor.
–El waffle no te devolverá el mordisco–dijo la mujer, riendo.
Billy se alejó, satisfecho con su compra. Comía con más delicadeza que los monjes, consciente de que era observado desde el Avernus. Continuó por la calle a paso vivo, sin dejar de masticar. Pronto llegó a la cuesta que conducía al palacio de Matrassyl. Era una maravilla. La comida era una maravilla. Heliconia era una maravilla.
La ruta se tornaba familiar. Como había estudiado a esa familia durante dos generaciones, Billy conocía con cierto detalle el trazado del palacio y de sus alrededores. Había mirado más de una vez las cintas de archivo que mostraban la ocupación de la ciudadela por las fuerzas del abuelo de JandolAnganol.
En la puerta principal pidió hablar con el rey, mostrando documentos falsos que lo presentaban como un emisario de la lejana tierra de Morstrual. Después de interrogarlo la guardia lo escoltó hasta otro edificio. Al cabo de una larga espera, fue conducido a una parte del palacio que reconoció como las habitaciones del canciller.
Allí permaneció haciendo sonar los talones, mirando enfebrecido todas las cosas, las alfombras, los muebles de madera talladas, el hogar, las cortinas de la ventana, las manchas del cielo raso. El waffle le había dado hipo. El mundo era un laberinto de detalles fascinantes; cada hebra de la alfombra que pisaba–suponía que era de origen Madi– tenía un sentido que remitía a la historia del planeta.
La reina de reinas, MyrdemInggala, había estado en esa misma habitación; había posado sus sandalias sobre esa misma alfombra, y las bestias y pájaros tejidos habían recibido con placer su peso mientras caminaba.
Billy sintió un leve mareo. No, no podía tratarse de la muerte, tan pronto. Llevó las manos a su estómago. No era la muerte, sino ese waffle. Se dejó caer en una silla.
Afuera estaba ese mundo en el cual todo tenía dos sombras. Sentía su calor y su potencia. Era el mundo real de MyrdemInggala, no el artificial de Billy y Rose. Pero tal vez él no sería capaz de estar a su altura...
Un hipo más violento. Comprendía ahora lo que había querido decir su Consejero al hablar de la plenitud que podía encontrar en Rose. Pero jamás la habría alcanzado mientras se interpusiera la reina de sus sueños. Y ahora la reina de la realidad estaba cerca, en alguna parte.
La puerta se abrió; incluso esa puerta de madera era una maravilla. Apareció un anciano y delgado secretario que lo condujo hacia el despacho del canciller. Allí se sentó a esperar en una antecámara. Para su alivio, el hipo desapareció y se sintió mejor.
Llegó entonces SartoriIrvrash, con aire fatigado. Tenía los hombros caídos y, a pesar de su demostración de cortesía, aspecto preocupado. Escuchó a Billy sin interés y lo condujo a una gran habitación ocupada casi en su totalidad por libros y documentos. Billy miró al canciller con veneración. Era una figura histórica. Había sido antes el joven halcón que ayudara al abuelo y al padre de JandolAnganol a establecer el estado de Borlien.
Ambos hombres se sentaron. El canciller tironeaba de sus patillas; murmuró algo ininteligible. No parecía escuchar mientras Billy afirmaba que venía de una ciudad de Morstrual, en el golfo de Chalce. El canciller apretaba su propio cuerpo delgado con sus brazos, como si estuviera consolándose a sí mismo.
Cuando Billy concluyó, permaneció asombrado mientras el silencio descendía. ¿Acaso el canciller no comprendía su Olonets?
Finalmente, SartoriIrvrash habló.
–Haremos todo lo posible para ayudarle, señor, aunque éste no es de ningún modo el mejor de los momentos.
–Quiero conversar con usted, si es posible, y también con su majestad y con la reina. Tengo conocimientos para ofrecer, y también preguntas para formular.
Dejó escapar un hipo final.
–Perdón.
–Sí, sí. Perdóneme. Soy lo que alguien ha llamado un experto en conocimientos, pero sucede que hoy es un día de profunda desolación.
Se puso de pie, aferrando su manchado charfrul y moviendo la cabeza, mientras miraba a Billy como si sólo entonces lo hubiese visto.
–¿Qué es lo que ocurre hoy de malo? –preguntó Billy, alarmado.
–La reina, señor, la reina MyrdemInggala... –El canciller golpeó con énfasis los nudillos contra la mesa. Nuestra reina ha sido expulsada. Hoy debe partir al exilio. Hacia la antigua Gravabagalinien.
Y llevándose las manos a la cara, se echó a llorar.
IX
ALGUNOS DISGUSTOS PARA EL CANCILLER
Los campesinos de la región conocida como Embruddock tenían un viejo dicho acerca del continente en el cual vivían: "No hay una hectárea que se pueda habitar, ni una deshabitada".
Esa frase era por lo menos una aproximación a la verdad. Incluso en ese momento, en que millones de personas creían que el mundo sería consumido por las llamas, viajeros de toda clase cruzaban y volvían a cruzar Campannlat. A veces se trataba de tribus enteras, como los Madis migrantes y las naciones nómades de Mordriat, y otras, de peregrinos que contaban su peregrinación no por millas sino por altares; de bandas de ladrones que contaban las leguas en degüellos y botines, o de mercaderes solitarios que iban muy lejos para vender una canción o una piedra a mayor precio. Todos ellos encontraban su premio en el movimiento.
Ni siquiera los incendios que consumían el interior del continente y sólo se detenían ante los ríos y los desiertos, disuadían a los viajeros. Antes bien aumentaban su número con refugiados en busca de nuevo hogar.
Uno de esos grupos llegó a Matrassyl por el Valvoral justo a tiempo para ver partir al exilio a la reina MyrdemInggala. La guardia real no les dejó mucho tiempo para el asombro. Cayeron sobre su pobre barca llena de vías de agua y enviaron a los hombres a servir en las Guerras Occidentales.
Esta tarde, los nativos de Matrassyl olvidaron por un instante la guerra, o dejaron de lado su recuerdo para atender al nuevo drama. Ése fue el momento más dramático de muchas vidas oscuras: la pobreza que sólo les permitía la supervivencia les obligaba a vivir vicariamente, a través de los más ilustres. Por esa razón toleraban o apreciaban los vicios de sus reyes y reinas: para que el escándalo o el regocijo entraran en sus vidas.
El humo se movía sobre la ciudad. Una muchedumbre silenciosa aguardaba junto al muelle. La reina llegó en su carroza, que se abría paso entre hileras de personas. Las banderas flameaban. También pancartas que decían ARREPENTIOS, y LAS SEÑALES ESTÁN EN EL CIELO. La reina no miraba a derecha ni a izquierda.
La carroza por fin se detuvo. Un lacayo descendió y abrió la puerta a su majestad. Ella apoyó su pie delicado en el pavimento. Tatro la siguió, y luego su dama de compañía.
MyrdemInggala, vacilante, miró alrededor de ella. Aunque llevaba velo, el aura de su belleza la rodeaba como una fragancia. La barca que debía conducirla, con comitiva, a Ottassol, y luego a Gravabagalinien, estaba aguardando. En la cubierta la aguardaba un ministro de la Iglesia con su hábito de ceremonia. Ella subió por la planchada. Un suspiro brotó de la muchedumbre cuando dejó de pisar el suelo de Matrassyl.
MyrdemInggala tenía la cabeza baja. Apenas llegó a la cubierta y recibió el saludo del sacerdote, levantó la cabeza, se echó hacia atrás el velo y alzó la mano en señal de despedida.
Ante la visión de aquel rostro incomparable, surgió de los muelles, las calles y los terrados próximos un murmullo que creció hasta convertirse en ovación. Así despedía Matrassyl a la reina de reinas.
Ella no hizo ningún otro gesto; dejó caer el velo, giró sobre sus talones y descendió, perdiéndose de vista.
Mientras la embarcación levaba anclas, un joven galán de la corte se adelantó hasta el borde del muelle y recitó un poema popular: “Ella era el verano mismo”. No hubo música, ni nuevos aplausos.
Ninguno de los participantes en esa silenciosa despedida conocía los acontecimientos ocurridos en la corte esa tarde, aunque muy pronto habrían de filtrarse las noticias de hechos terribles.
Se izaron las velas. La nave del exilio se apartó lentamente del muelle e inició su travesía río abajo. El vicario de la reina oraba en cubierta. Nadie se movía en las calles, en los riscos, en los terrados. El casco de madera comenzó a encogerse con la distancia; los detalles se borraban.
Callada, la gente retornó en silencio a sus hogares, llevando sus banderas.
La corte de Matrassyl era un hervidero de facciones. Algunas se reducían a la corte misma; otras poseían apoyo nacional. De estas últimas, la que contaba con mayor apoyo era la de los Myrdólatras. La camarilla a la que se daba irónicamente este nombre se oponía al rey en casi todos los asuntos, y apoyaba a la reina de reinas.
Dentro de las agrupaciones mayores había otras menores. El propio interés hacía que cada hombre estuviera de algún modo en contra de su hermano. Se podían inventar muchas razones en pro o en contra de una unión más estrecha con Oldorando, dentro de las continuas luchas por el predominio en la corte.
Había algunos que –tal vez por odio a las mujeres se alegraban por la desgracia de MyrdemInggala. Otros –soñando quizá con poseerla– deseaban que no se fuera. Entre éstos se contaban los fervientes Myrdólatras; creían que era ella, y no el rey, quien debía quedarse. Después de todo, sostenían, si se consideraba el asunto desde el punto de vista legal –y aparte de su atractivo físico– el derecho de la reina al trono de Borlien era tan válido como el del Águila.
La envidia hacía que los enemigos del rey y los de la reina mantuvieran una constante actividad. El día de la partida de la reina muchos estaban listos para tomar las armas.
Por la mañana, el rey JandolAnganol se movió contra ellos.
Con engaños, el rey y SartoriIrvrash hicieron que los Myrdólatras se reunieran en una cámara del palacio. Eran sesenta y uno, y entre ellos había algunos, de cabellos grises, que habían servido con lealtad a los padres de MyrdemInggala, RantanOboral y Shannana la Salvaje. Acudieron indignados a la reunión, en tropel. La Guardia de la Casa Real cerró las puertas y permaneció custodiándolas. Mientras los Myrdólatras gritaban y se desvanecían por el calor, el Águila, con una expresión maliciosa en el rostro, se dirigía a una entrevista final con su hermosa reina.
MyrdemInggala estaba aún abrumada por el cambio de su fortuna. Tenía las mejillas pálidas. En sus ojos había una mirada febril. No podía comer. Se sobresaltaba por pequeñeces. Cuando JandolAnganol se presentó, la reina discutía con Mai TolramKetinet, sobre el futuro de sus hijos. Si ella estaba amenazada, también ellos lo estaban. Tatro aún era una niña, por tanto, lo más probable era que el peso de la venganza del rey cayera sobre Robayday, quien había desaparecido durante una de sus locas excursiones. La reina comprendió que ni siquiera podría decirle adiós. Y tampoco estaba ahora su hermano para ayudarle a controlar a su voluntarioso hijo.
Las dos mujeres paseaban en la penumbra del jardín de MyrdemInggala mientras Tatro jugaba con la princesa Simoda Tal, lo cual era una ironía sólo soportable si no se pensaba mucho en ella.
La reina había creado ese vergel, dirigiendo a los jardineros. Riscos artificiales y grandes árboles amparaban los senderos de la mirada de Freyr. Había suficiente sombra para que florecieran variaciones genéticas y formas melánicas de vegetación.
Las plantas de medialuz crecían junto a las de pleno día. El jeodfray, una enredadera de pleno día con flores rosadas y anaranjadas, se convertía allí en el albic, que crece poco y se pega al suelo. En ocasiones, el albic daba una grotesca vara carnosa de capullos rojos y anaranjados que atraían a las mariposas de medialuz. Había olvyl, yarrpel, idront y brooth espinoso; todas plantas que buscaban la sombra. La visparda, enamorada del suelo, producía flores encapuchadas. Era la adaptación de una especie nocturna, el arbusto de zadal, que intentaba persistir en sitios más iluminados.
Sus súbditos le habían traído esas especies desde distintos puntos de su reino. Ella no sabía gran cosa de la astronomía que SartoriIrvrash intentaba enseñarle, ni de las lentas y morosas maniobras de Freyr en el cielo; pero conocía bien aquellas plantas, que daban instintiva respuesta vegetal a las elipses abstractas y desconcertantes de las que tanto solía hablar el canciller.
Ya no volvería a ver ese dichoso lugar. Las elipses de su propia vida conspiraban contra ella.
JandolAnganol y su canciller aparecieron en el portal. Incluso desde lejos pudo advertir la reina que deseaban conversar con ella. Vio la tensión en el porte del rey. Alarmada, apoyó la mano en el brazo de su dama de compañía.
SartoriIrvrash se acercó e hizo una reverencia. Luego se apartó con la dama de compañía, para dejar solos a los dos monarcas.
Instantáneamente, Mai prorrumpió en ansiosas protestas.
–El rey quiere matar a Cune. Sospecha que ella ama a mi hermano Hanra, pero no es cierto. Lo juro. La reina no ha hecho nada indebido. Es inocente.
–Las intenciones del rey corren por otros caminos, y no la matará–dijo SartoriIrvrash, casi sin mirar a la joven. Parecía encogido dentro de su charfrul, y tenía el rostro ceniciento–. Se aleja de la reina por motivos políticos. Cosas así han ocurrido antes.
Con impaciencia, alejó de su manga una mariposa.
–Entonces, ¿por qué hizo matar a YeferalOboral?
–Esa parte del disgusto no se debe atribuir al rey, sino a mí mismo. Basta de charla, mujer. Ve con Cune al exilio y cuida de ella. Yo espero poder mantenerme en contacto un tiempo, si la situación no cambia. Gravabagalinien no es un mal sitio.
Penetraron en una arcada y de inmediato quedaron aislados en las sofocantes complejidades de la construcción. Mai TolramKetinet preguntó con voz más serena:
–¿Qué se ha apoderado de la mente del rey?
–No conozco de él más que su ego. Y brilla como un diamante. Puede cortar cualquier otro ego. Y es incapaz de tolerar la gentileza de la reina.
Cuando la muchacha se hubo alejado, él aguardó al pie de la escalera, tratando de sosegarse. En alguna parte, arriba, se oían las voces de los diplomáticos extranjeros. Esperaban con indiferencia el desenlace del asunto, y partirían pronto, ocurriera lo que ocurriese.
–Finalmente, todo termina... –se dijo. En ese momento deseó la compañía de su esposa muerta.
Mientras tanto, la reina estaba en el jardín, escuchando la voz baja y rápida de JandolAnganol, quien intentaba descargar sobre ella sus sentimientos. MyrdemInggala retrocedía, como si se enfrentara a una ola.
–Cune, la supervivencia del reino impone nuestra separación. Conoces mis sentimientos, y sabes también que debo cumplir con mi deber.
–No, no me convencerás. Obedeces a un capricho. No es tu deber quien habla, es tu khmir.
Él sacudió la cabeza, como si intentara deshacerse del visible dolor de su rostro.
–Debo hacer esto, aunque me destruye. No deseo tener a mi lado a nadie aparte de ti. Dime que lo comprendes antes de que nos separemos.
La expresión de la reina era severa.
–Has manchado mi reputación y la de mi hermano muerto. ¿Quién, sino tú, ha dado la orden de difundir esa mentira?
–No deseo esta separación. Por favor, comprende que si lo hago es por el bien del reino.
–¿Y quién, sino tú, la ha determinado? ¿Quién sino tú es quien manda aquí? Si lo que afirmo es falso, entonces ha llegado la anarquía y no vale la pena salvar el reino.
La miró de soslayo. El Águila sufría.
–Es una política que debo seguir. No te envío a la prisión, sino al hermoso palacio de Gravabagalinien, donde Freyr tiene menos dominio sobre el cielo. Quédate allí en paz, y no conspires contra mí, o tu padre responderá por ello. Si las noticias de la guerra mejoran, quién sabe si no volveremos a reunirnos.
Ella giró y se situó frente al rey; su vehemencia le obligó a mirar ese rostro devastado.
–¿Acaso te propones, entonces, casarte con esa lasciva hija de Oldorando ahora y divorciarte más tarde, como has hecho conmigo? ¿Piensas en toda una serie de matrimonios y divorcios para salvar a Borlien? Has dicho que me envías lejos; debes saber que cuando lo hagas, me mantendré para siempre lejos de ti.
JandolAnganol extendió la mano hacia la reina, pero no se atrevió a tocarla.
–Te he dicho que en mi corazón, si crees que lo tengo, no te alejarás nunca. ¿Comprendes? Tú vives dentro de la religión y los principios. Deberías comprender qué significa ser rey.
Ella cortó una ramita de ydront y la arrojó lejos.
–Sí, me has enseñado qué es ser rey. Meter en una celda a tu padre, ahuyentar a tu hijo, difamar a tu cuñado, expulsarme a los confines del reino... ¡Eso es ser un rey! He aprendido bien la lección.
“Y por eso, Jan, te responderé en los mismos términos. No puedo evitar que me envíes al exilio, no. Pero al hacerlo, heredas todas las consecuencias de esa acción. Deberás vivir y morir ateniéndote a esas consecuencias. Esto no lo digo yo, lo dice la religión. No esperes que yo altere lo inalterable.”
–Pues sí, lo espero. –El rey tragó saliva. Tomó el brazo de MyrdemInggala y lo retuvo a pesar de sus esfuerzos. La condujo por el sendero, espantando mariposas.– Espero que aún me ames, y que no dejes de hacerlo sólo por conveniencia. Espero que te pongas por encima de lo humano y que veas el sufrimiento de los demás, más allá de tu propio sufrimiento.
“Hasta hoy, en este mundo despiadado, tu belleza te ha protegido del dolor. También yo te he protegido. Debes admitir, Cune, que te he dado amparo estos años terribles. Volví del Cosgatt sólo por ti. Quería volver... ¿No será tu belleza una maldición cuando no esté junto a ti para defenderte? ¿No serás perseguida, como el ciervo en el bosque, por hombres que no se parecen a nadie que conozcas? ¿Cómo terminarás sin mí?”
“Juro que te seguiré queriendo, a pesar de mil Simodas Tal, si tan sólo me dices, al darme el último beso, que todavía me amas, a pesar de lo que tengo que hacer.”
Ella se liberó de él y se apoyó contra una roca, con la cara en la sombra. Ambos estaban pálidos y transpiraban.
–Te has propuesto asustarme, y lo has conseguido. La Verdad es que me apartas de tu lado porque no te comprendes a ti mismo. En tu interior sabes que te comprendo y comprendo tus debilidades como nadie, salvo, quizá, tu padre. Y no puedes tolerarlo. Sufres porque me compadezco de ti. De modo que sí, maldito seas, ya que me lo arrancas de ese modo, sí: te quiero y te seguiré queriendo hasta que me confunda con la Observadora Original. Pero no puedes aceptarlo, ¿verdad? Eso no es lo que buscas.
–¡Basta! –la interrumpió, con furia–. Lo cierto es que me odias. Tus palabras mienten.
–¡Oh, no! –gritó salvajemente MyrdemInggala, echando a correr–. ¡Vete, vete! Estás loco. ¡Digo lo que quieres oír y te enfureces! Lo que buscas es que te odie. Sólo conoces el odio. Vete. ¡Te odio, si eso tranquiliza tu alma! JandolAnganol no intentó alcanzarla. –Entonces habrá tormenta –dijo.
El humo comenzó a descender llenando el cuenco de Matrassyl. El rey, después de separarse de MyrdemInggala, parecía un poseso. Ordenó que llevaran paja de los establos y la apilaran junto a las puertas del salón donde estaban encerrados los Myrdólatras. También se trajeron jarras de aceite de ballena purificado. JandolAnganol arrancó una antorcha encendida de la mano de un esclavo y la arrojó sobre esas materias combustibles.
Las llamas se elevaron con un rugido.
Mientras la reina partía en su embarcación, el fuego crecía. No se permitió que nadie lo combatiese. Su furia aumentó.
Sólo a la noche, mientras el rey, acompañado por su runt, bebía hasta quedar insensible, los criados acudieron con bombas y sofocaron el incendio.
Cuando el pálido Batalix apareció por la mañana, el rey, como era su costumbre, se presentó ante su pueblo a la luz del alba.
Esa vez lo aguardaba un gentío mayor que el habitual, del que brotó un aullido grave e inarticulado, como el que podría producir un perro herido. Temeroso de esa bestia de muchas cabezas, se retiró a su habitación y se echó en la cama. Allí permaneció todo el día, sin comer ni hablar.
Al día siguiente parecía otra vez él mismo. Convocó a los ministros, dio órdenes, despidió a Taynth Indredd y a Simoda Tal. Incluso acudió unos momentos a la scritina.
Tenía motivos para actuar. Sus agentes trajeron la noticia de que Unndreid el Martillo, el Azote de Mordriat, avanzaba nuevamente hacia el sudoeste, ahora aliado con Darvlish, el enemigo de Borlien.
En la scritina, el rey explicó que la reina MyrdemInggala y su hermano YeferalOboral planeaban asesinar al embajador de Sibornal, quien había logrado huir. Por esa razón la reina había sido enviada al exilio; su interferencia en los asuntos del estado no podía tolerarse. Su hermano había sido ejecutado.
Sería una lección para todo el mundo, en esos momentos en que peligraba la nación. Él, el rey, había trazado planes para estrechar los lazos entre Borlien y sus amigos tradicionales, Oldorando y Pannoval. Revelaría esos planes a su hora. Su mirada desafiante recorrió la scritina.
Luego se levantó SartoriIrvrash, pidiendo que la scritina considerara los nuevos acontecimientos a la luz de la historia.
–Aún está fresca en nuestras mentes la Batalla del Cosgatt y sabemos que ahora existen nuevas armas ofensivas. Incluso las tribus bárbaras de los Driats tienen estas nuevas..., armas de fuego, como se llaman. Con una de éstas un hombre puede matar a un enemigo apenas lo ve. Cosas así se mencionan en las viejas historias, aunque no siempre se puede confiar en ellas.
“Sin embargo, estas armas son importantes. Habéis visto una demostración. Las construyen las naciones de Sibornal, en el gran continente del norte, que destacan en las artes de la industria. Ellas poseen depósitos de lignito y de minerales de hierro que nosotros no tenemos. Es necesario que sigamos en buena relación con esas poderosas naciones, y por esto hemos castigado con firmeza la tentativa de asesinar al embajador.”
Uno de los barones gritó iracundo desde el fondo de la scritina:
–Dinos la verdad. ¿Acaso no era Pasharatid un hombre corrompido? ¿No tenía relaciones con una muchacha borlienesa en el barrio bajo, contraviniendo sus propias leyes y las nuestras?
–Nuestros agentes están investigando –respondió SartoriIrvrash, y continuó rápidamente–. Enviaremos una delegación a Askitosh, capital de Uskutoshk, para abrir una ruta comercial, esperando que los sibornaleses sean más amistosos que hasta ahora.
“Por otra parte, el encuentro con los distinguidos diplomáticos de Oldorando y Pannoval ha tenido éxito. Como sabéis, hemos recibido de ellos algunas armas de fuego. Si podemos enviar cierta cantidad a nuestro valiente general Hanra TolramKetinet, la guerra con Randonan terminará en poco tiempo.”
Los discursos del rey y de SartoriIrvrash fueron acogidos con frialdad. En la scritina había partidarios del barón RantanOboral, padre de MyrdemInggala. Uno de ellos se puso de pie y preguntó:
–¿Debemos creer que esas nuevas armas determinaron la muerte de sesenta y un Myrdólatras? Si es así, son muy poderosas.
La respuesta del canciller fue incierta.
–Lamentablemente, los defensores de la ex reina provocaron un incendio en el castillo, y muchos de ellos perdieron la vida entre las llamas.
Cuando SartoriIrvrash y el rey abandonaron el salón, estalló una tempestad de voces.
–Prepara tu boda –dijo SartoriIrvrash–. Olvidarán su ira y se enternecerán con la belleza de la niña novia. Que la boda se realice lo antes posible, majestad. Haz que estos necios olviden una conmoción con la siguiente.
Apartó la vista para ocultar la repugnancia que le provocaba su propia actitud.
A excepción de los phagors, cuyo sistema nervioso era inmune a la expectativa, la tensión pesaba sobre todos aquellos que vivían en el castillo de Matrassyl. Pero incluso los phagors estaban inquietos, porque el hedor de la quemazón se adhería aún a todas las cosas.
Con el ceño fruncido, el rey se retiró a sus habitaciones. Una parte de la Primera Guardia Phagor velaba ante su puerta, y Yuli permaneció junto a JandolAnganol mientras éste oraba con el vicario real en su capilla privada. Después de la plegaria, se sometió a la flagelación.
Mientras las criadas lo bañaban, llamó nuevamente a su canciller. SartoriIrvrash compareció al tercer llamado, con un charfrul sucio de tinta, y sandalias de cáñamo. El canciller parecía irritado y se detuvo ante el rey en silencio, alisándose la barba.
–¿Molesto por algo? –preguntó JandolAnganol desde la bañera. El runt estaba cerca, con la boca abierta.
–Soy un anciano, majestad, y he padecido muchos disgustos en este día. Estaba descansando.
–O, más probablemente, escribiendo tu maldita historia.
–Para ser sincero, descansaba y lamentaba el asesinato de los sesenta y un Myrdólatras.
El rey golpeó el agua con la palma abierta.
–Eres ateo. No tienes una conciencia que apaciguar. No tienes que flagelarte. Deja eso para mí.
SartoriIrvrash hizo un gesto de circunspección.
–¿Cómo puedo servir ahora a su majestad?
JandolAnganol se puso de pie, y las mujeres lo envolvieron en toallas. Salió del agua.
–Ya has hecho bastante. –Dirigió a SartoriIrvrash una mirada oscura y brillante.– Ya es hora de que te envíe a pastar a las praderas, como esos viejos hoxneys que tanto te interesan. Buscaré como consejero a alguien que piense más a mi manera.
Las mujeres, agrupadas junto a las vasijas de tierra cocida en que habían traído el agua para el baño del rey, escuchaban complacidas el drama.
–Hay aquí muchos que fingirán pensar como lo desees. Tuya es la decisión de poner en ellos tu confianza. Tal vez quieras decirme en qué no he logrado servirte bien. ¿Acaso no he apoyado todos tus planes?
El rey se quitó las toallas con un gesto violento y echó a andar de un lado a otro, desnudo y amenazador. Su mirada era tan errática como su marcha. Yuli relinchaba, expresando así su simpatía.
–Mira los problemas que me rodean. Bancarrota. No tengo reina. No soy popular. Ataques en la scritina. Desconfianza. No me dirás que seré un favorito de la multitud cuando me case con esa chiquilla de Oldorando. Tú me has aconsejado que lo haga, y ya tengo bastante de tus consejos.
SartoriIrvrash había retrocedido hasta una pared, donde estaba algo más seguro de las idas y vueltas del rey. Se retorcía las manos con angustia.
–Si puedo hablar... Te he servido fielmente, y también a tu padre. He mentido por ti. Hoy he vuelto a mentir. Por ti me he mezclado en este horrible crimen de los Myrdólatras. A diferencia de otros cancilleres que podrías encontrar, no tengo ambiciones políticas... Su majestad me salpica...
–¡Crimen! De modo que tu soberano es un criminal, ¿verdad? ¿Cómo podría haber sofocado la revuelta?
–Te he aconsejado pensando en tu bien, y no en mi beneficio. Y nunca más que en el lamentable asunto del divorcio. Te dije, recuerda, que jamás encontrarías a otra mujer como la reina y que...
El rey tomó una toalla y se envolvió con ella la estrecha cintura. A sus pies se formó un charco de agua.
–Me has dicho que mi primer deber era mi reino. Por eso hice ese sacrificio, porque tú me lo aconsejaste así.
–No, majestad, no... Yo sólo... –Abrió las manos consternado.
–Yo zzzolo –repitió Yuli.
–Sólo quieres un chivo expiatorio en quien descargar tu ira, señor. No deberías despedirme así. Es criminal.
Sus palabras resonaron en el cuarto de baño. Las mujeres hicieron ademán de retirarse, pero luego se quedaron donde estaban, por miedo a que el rey se volviera contra ellas.
JandolAnganol se dirigió a su canciller con el rostro enrojecido.
–Criminal, dices de nuevo. ¿Soy un criminal? Y tú, ¿te atreves a insultarme y a darme órdenes? Ajustaré las cuentas contigo.
Fue hasta donde estaban sus ropas dispersas.
Aterrorizado por haber ido demasiado lejos, SartoriIrvrash dijo con voz temblorosa:
–Perdón, majestad, ahora comprendo tu plan. Al despedirme, podrás echar sobre mí la culpa de lo que ha ocurrido ante la scritina, y demostrar tu inocencia. Como si la verdad pudiera modelarse así... Es una táctica muy utilizada, y también transparente; pero sin duda podríamos arreglar la manera precisa...
Titubeó y calló. Una luz enfermiza llenaba la habitación. Afuera, en la masa de nubes, centelleaba una tempestad auroral. El rey había desenvainado su espada y la esgrimía contra su canciller.
SartoriIrvrash retrocedió, derribando una jarra de agua sobre el suelo embaldosado.
JandolAnganol inició un complejo juego con un enemigo invisible; a veces parecía atacar y otras defenderse mientras se desplazaba por la habitación. Las mujeres se apretujaban contra la pared, sonriendo con nerviosismo.
–¡Ja! ¡Jo! ¡Ja! ¡Hum!
Cambió de dirección y la hoja desnuda se lanzó contra el canciller.
La detuvo a un centímetro del cuello de SartoriIrvrash, y dijo:
–¿Dónde está Robayday, viejo villano? Bien sabes que sería capaz de tomar mi vida.
–Conozco la historia de tu familia, señor –dijo el canciller, cubriéndose el pecho con las manos en un gesto inútil.
–Debo ocuparme de mi hijo. Lo tienes escondido en tus habitaciones.
–No, señor; eso no es verdad.
–Me han dicho que sí, señor, me lo ha dicho tu guardián phagor. Y susurró también que aún tienes un poco de sangre en tu eddre.
–Señor, estás abrumado por todo lo que has sufrido. Si me das permiso...
–Acero en la garganta te daré, por la confianza que mereces... Tienes un visitante en tus habitaciones.
–No es más que un jovencito de Morstrual, señor.
–Así que ahora te dedicas a los jovencitos... –De pronto el rey pareció perder interés por el tema. Con un grito, lanzó hacia arriba su espada, que se clavó en las vigas. Cuando se estiró para aferrar el pomo, la toalla que lo cubría cayó al suelo.
SartoriIrvrash se inclinó para recogerla y dijo, titubeando:
–Comprendo la razón de tu locura y reconozco que...
En lugar de tomar la toalla, el rey aferró el charfrul del canciller y giró sobre sí mismo. La toalla salió volando. El canciller lanzó un grito de alarma. Resbaló y ambos cayeron sobre el suelo mojado.
El rey se incorporó con la agilidad de un gato, indicando a las mujeres que ayudaran a SartoriIrvrash. Éste gimió llevándose las manos a la espalda mientras dos criadas lo sostenían.
–Y ahora vete –dijo el rey–. Y prepara tu equipaje, antes de que te demuestre mi locura. Sé que eres un ateo y un Myrdólatra; no lo olvides.
En sus habitaciones, el canciller SartoriIrvrash hizo que una esclava le masajeara la espalda con ungüentos, permitiéndose algunos gruñidos de satisfacción. Su guardián personal, el phagor Lex, miraba impasible.
Un rato más tarde, pidió un poco de zumo de squaanej con hielo de Lordyardry, y se aplicó laboriosamente a escribir una carta al rey, tocándose la columna vertebral entre frase y frase.
Dignísimo señor:
He servido fielmente a la Casa de Anganol, y merezco su benevolencia. Todavía estoy dispuesto a servir, a pesar del ataque contra mi persona, porque conozco el actual sufrimiento de su majestad.
En lo que concierne a mi ateísmo y a mis conocimientos, que tan a menudo objetas, deseo señalar que son una y la misma cosa, y que mis ojos están abiertos a la verdadera naturaleza de nuestro mundo. No deseo inducirte a abandonar tu fe, sino explicarte que es ella quien te ha colocado en tu difícil situación actual.
Yo veo nuestro mundo como una unidad. Ya conoces mi descubrimiento de que el hoxney es un animal a rayas, a pesar de que las apariencias digan lo contrario. Este descubrimiento tiene vital importancia, porque vincula las estaciones de nuestro Gran Año y aporta nueva comprensión al respecto. Muchas plantas y animales pueden recurrir a sistemas similares para perpetuar su especie a través de las variaciones del clima.
¿Podría ser que la humanidad tuviera, en las creencias religiosas, su peculiar sistema de perpetuación? ¿Qué éste sólo fuera diferente en la medida en que la humanidad difiere de las bestias? La religión es una fuerza social capaz de dar unidad a los hombres en épocas de extremado frío o, como ahora, extremado calor. Esa fuerza, esa cohesión, es valiosa, porque conduce a nuestra supervivencia en organismos tribales o nacionales.
Pero la religión no debe regir nuestras vidas ni nuestro pensamiento individual. Si sacrificamos demasiado a la religión, nos convertimos en sus prisioneros, como los Madis son prisioneros del uct. Perdona que señale esto, señor; quizá no te agrade, pero demuestras tal sumisión a Akhanaba...
Se detuvo; como de costumbre, iba demasiado lejos. Si el rey leía esa frase, acabaría con él. Buscó una nueva hoja de pergamino y escribió una Versión modificada de la carta anterior. Pidió a Lex que la entregara.
Luego se echó a llorar.
Durmió. Más tarde, al despertar, vio que Lex estaba de pie junto a él. Hacía tiempo que se había acostumbrado al silencio de los phagors; aunque los odiaba, eran menos fastidiosos que los esclavos humanos.
Su reloj de mesa le dijo que era casi la vigésima quinta hora. Bostezó, se desperezó y se puso una vestidura más abrigada. La aurora fluctuaba sobre el patio desierto. El palacio dormía, con la única posible excepción del rey...
–Lex, debemos ir a hablar con nuestro prisionero. ¿Le has llevado comida?
El phagor, inmóvil, respondió:
–El prisionero tiene comida, señor. –Hablaba en voz baja y zumbaste, y el tratamiento sonaba como “zzeñorrr”. Su Olonets era bastante limitado, pero SartoriIrvrash, por su rechazo a los phagors, se negaba a aprender el Hurdhu.
Entre los estantes, que cubrían la mayor parte de una larga pared, había un armario. Lex lo apartó de la pared haciendo que girara sobre unas bisagras, revelando una puerta de hierro. Con torpeza, el ser de dos filos insertó una llave en la cerradura y la hizo girar. Abrió la puerta; el hombre y el phagor entraron en una celda secreta.
Ésta había sido antes una habitación independiente. En los días de VarpalAnganol el canciller había hecho tapiar la puerta exterior, y ahora sólo se podía acceder a la celda a través de su estudio. Fuertes barrotes cubrían la ventana. Desde el exterior, ésta se perdía entre el desorden de la fachada.
En el denso aire de la habitación zumbaban las moscas, que no dejaban de posarse sobre la mesa y las manos de Billy Xiao Pin.
Billy estaba sentado en una silla y encadenado a una fuerte argolla enclavada en el suelo. Su ropa estaba manchada de transpiración. El hedor de la habitación era insoportable.
SartoriIrvrash sacó una bolsita de scantiom, pellamonte y otras hierbas y la apretó contra su nariz. Indicó un cubo situado algo más lejos.
–Vacía eso. –Lex se dispuso a obedecer.
El canciller colocó una silla más allá del alcance de cualquier movimiento que pudiera hacer su prisionero. Se sentó con cuidado, para no maltratar su espalda, quejándose. Antes de hablar encendió un largo veronikano.
–Has estado aquí durante dos días, BillishOwpin. Tendremos una nueva conversación. Soy el canciller de Borlien y, si me mientes, tengo pleno derecho a torturarte. Te has presentado aquí como el alcalde de una ciudad del golfo de Chalce. Luego, cuando te encerré, dijiste que era una persona mucho más importante, venida de un mundo situado encima de éste. ¿Quién eres hoy? ¡Ahora la verdad!
Billy secó su rostro con la manga y respondió:
–Señor, yo conocía la existencia de esta habitación secreta antes de llegar aquí; puedes creerlo. Sin embargo, ignoro muchos aspectos de vuestras costumbres. Mi error inicial consistió en simular ser alguien que no soy, pero lo hice pensando que si te decía la verdad no me creerías.
–Puedo afirmar sin resultar pedante que soy uno de los más notorios buscadores de la verdad de mi generación.
–Lo sé, señor. Déjame, entonces, en libertad. Déjame seguir a la reina. ¿Por qué me tienes aquí si no intento nada malo?
–Te encierro para poder sacarte lo que me sirva. Ponte de pie.
El canciller examinó a su cautivo. En efecto, había en él algo extraño. Su contextura no era delicada como la de los campannlatianos, ni tenía la forma de tonel de esos seres humanos defectuosos, a veces exhibidos en las ferias, cuyos antepasados (según la opinión médica) habían escapado a la casi universal fiebre de los huesos.
Su amigo CaraBansity, en Ottassol, habría dicho que era la estructura ósea básica la causa de la peculiar redondez de sus rasgos. La textura de su piel era lisa y poseía una notable palidez, aunque la punta de la nariz estaba quemada por el sol. El cabello era fino.
Y había diferencias más sutiles, como la especial mirada del cautivo, y su duración. Parecía apartar la vista cuando escuchaba, mirando a SartoriIrvrash sólo cuando hablaba, aunque la causa de esto podía ser también el miedo. Con frecuencia miraba hacia arriba, y no hacia abajo. Y hablaba Olonets con acento extranjero.
El canciller observó todo esto antes de decir:
–Háblame de ese mundo del que, según afirmas, provienes. Yo soy un hombre racional, y escucharé sin prejuicios lo que tengas que decir. –Aspiró el humo y tosió.
Lex regresó con el cubo vacío, y permaneció inmóvil junto a la pared, clavando su mirada color cereza en un lugar indefinido del centro de la habitación.
Cuando Billy volvió a sentarse, sus cadenas rechinaron. Apoyó sus engrilladas muñecas en la mesa y dijo:
–Piadoso señor, vengo, como te he dicho, de un mundo mucho más pequeño que el tuyo. Un mundo que tiene, quizás, el tamaño de la colina donde está enclavado el castillo de Matrassyl. Ese mundo se llama Avernus, aunque vuestros astrónomos le dan, desde hace mucho, el nombre de Kaidaw. Se encuentra a unos 1.500 kilómetros por encima de Heliconia, con un período orbital de 7.770 segundos, y...
–Espera. ¿Sobre qué se apoya esa montaña? ¿Sobre el aire?
–No hay aire alrededor de Avernus. En realidad, Avernus es una luna de metal. No, no existe esa palabra en Olonets, puesto que Heliconia no tiene ahora una luna natural. Avernus gira en torno de Heliconia, como Heliconia lo hace en torno de Batalix. Viaja a través del espacio, y se mueve sin cesar, como Heliconia. De otro modo, caería, víctima de la gravitación. Pienso que comprendes este principio, señor, ¿no es verdad? Conoces las verdaderas relaciones entre Heliconia por una parte, y Batalix y Freyr por la otra.
–Comprendo perfectamente lo que dices. –Dio una palmada a la mosca que se movía sobre su calva.– Hablas con el autor de «El Alfabeto de la Historia y la Naturaleza», obra en que busco sintetizar todos los conocimientos. Pocos hombres comprenden, y yo soy uno de ellos, que Freyr y Batalix giran en torno de un mismo punto, en tanto que Copaise, Aganiz e Ipocrece giran, con Heliconia, alrededor de Batalix. Además, la cosmología nos informa que estos mundos hermanos han nacido de Batalix, como nacen los hombres de sus madres, y Batalix, de Freyr, que es su madre. En cuanto al reino de los cielos, me halaga decirlo, me encontrarás bien informado.
Alzó la vista al cielo raso y lanzó una bocanada de humo contra las moscas.
Billy carraspeó.
–Pues no es del todo así. Batalix y sus planetas forman un sistema solar relativamente antiguo que fue capturado por un astro mucho más grande, al que llamas Freyr, hace unos ocho millones de años.
El canciller se movió inquieto; cruzó y descruzó sus piernas. Con expresión irritada, dijo:
–Entre los obstáculos al conocimiento se cuentan las persecuciones de quienes buscan el poder, las dificultades de la investigación y, en particular, el error en la determinación de lo que debe investigarse. He establecido todo esto en el primer capítulo.
“Es evidente que tú posees cierto conocimiento, pero lo traicionas al confundirlo con falsedades por tus propios motivos. Recuerda que la tortura es amiga de la verdad, BillishOwpin. Yo soy un hombre paciente, pero esta loca charla de millones me irrita. Tus cifras no lograrán impresionarme, cualquiera puede inventarlas al azar.”
–No invento nada, señor. ¿Cuántas personas habitan Campannlat?
El canciller enrojeció.
–Unos cincuenta millones, según los mejores cálculos.
–No, señor. Sesenta y cuatro millones de personas, y treinta y cinco millones de phagors. En los tiempos de VryDen, a quien te complaces en citar, había ocho millones de humanos y veintitrés de phagors. La biomasa está en relación proporcional con la cantidad de energía que llega a la superficie del planeta. En Sibornal hay...
SartoriIrvrash sacudió las manos.
–Basta... Tratas de confundirme. Vuelve a la geometría de los soles. ¿Te atreves a afirmar que no existe una relación de sangre entre Freyr y Batalix?
Billy dejó de mirar sus manos y dirigió la vista, de soslayo, al anciano sentado fuera de su alcance.
–Si te digo lo que en verdad ocurrió, venerable canciller, ¿me creerás?
–Eso depende de lo creíble que sea tu historia. –Dejó escapar una bocanada de humo.
Billy Xiao Pin dijo:
–Apenas si he podido vislumbrar la hermosura de tu reina. ¿Qué sentido puede tener que esté aquí, que muera aquí, si no te digo esa gran verdad? –Pensó en MyrdemInggala avanzando gloriosamente entre sus etéreas muselinas.
Y comenzó. El phagor estaba junto a la pared manchada; el anciano, sentado en esa silla que crujía. Las moscas zumbaban. No llegaba ningún ruido del mundo exterior.
–Cuando venía hacia aquí vi una pancarta que decía, en Olonets, “Toda la sabiduría del mundo ha existido siempre”. No es cierto. Puede ser verdad para los religiosos, pero no para los hombres de ciencia. La verdad reside en hechos que se deben descubrir con dificultad y en hipótesis sometidas a control continuo... Aunque, en el lugar de donde vengo, los hechos han ocultado la verdad. Como dices, muchos obstáculos se oponen al conocimiento, y a la meta estructura de conocimiento que llamamos ciencia.
“El Avernus es un mundo artificial. Es una creación de la ciencia y de su aplicación, a la que denominamos tecnología. No conoces esa palabra. Te sorprenderá saber que mi raza, que ha evolucionado en un planeta distante llamado Tierra, es más joven que la vuestra. Hemos sufrido menos desventajas naturales que vosotros”.
Se interrumpió, casi espantado al oír la palabra Tierra dicha en un lugar como ése.
–De modo que no te mentiré, aunque te advierto que lo que diga podría no concordar con la visión que tienes del mundo, canciller. Quizá te escandalice, aunque eres el hombre más ilustrado de tu raza.
SartoriIrvrash arrojó al suelo su veronikano y se llevó una mano a la cabeza. Le dolía. La habitación era sofocante. No podía seguir bien el discurso del joven extranjero, ni apartar de su mente la imagen del rey desnudo y su espada clavada en una viga. El prisionero continuaba.
En el mundo de Billy, el cosmos era tan familiar como un jardín detrás de la casa. Ahora hablaba con serenidad de una estrella amarilla del tipo G4 que tenía unos cinco mil millones de años. Apenas si era luminosa, y su temperatura no sobrepasaba los 5.600 K. Era el sol llamado Batalix. Luego describió su único planeta habitado, Heliconia, un planeta muy similar a la distante Tierra, pero más frío, más gris, más viejo, con procesos vitales más lentos. A lo largo de muchos eones, las especies de su superficie evolucionaron desde su estado de bestias hasta convertirse en una especie dominante.
Ocho millones de años antes (según el cálculo terrestre del tiempo), Batalix y su sistema habían penetrado en una región del espacio más habitada. Había allí dos estrellas, que Billy llamó A y C, girando una en torno de la otra. Batalix fue arrastrado al gran campo gravitacional de A. En la serie de perturbaciones que siguieron, la estrella C se perdió y A adquirió una nueva compañera, Batalix.
A era muy diferente de Batalix. Aunque sólo tenía entre diez y once millones de años de edad, se había apartado de la secuencia más común y estaba entrando en la ancianidad estelar. Su radio era más de setenta veces superior al de Batalix; su temperatura, el doble. Era una súper gigante del tipo A.
Por más que lo intentaba, SartoriIrvrash no podía escuchar con atención. Un sentimiento de desastre se estaba apoderando de él. Su visión se hacía borrosa, y el sonido de sus palpitaciones parecía llenar la celda. Apretó su bolsita de scantiom contra la nariz para respirar mejor.
–Es suficiente–dijo, interrumpiendo las palabras de Billy–. La historia conoce muchos casos de otros como tú que hablan con palabras extrañas, y se burlan de los sabios. Quizá sea una ilusión causada por... No sería raro. Hace apenas dos días, cincuenta horas, la reina de reinas abandonó Matrassyl acusada de conspiración, y sesenta y un Myrdólatras fueron cruelmente asesinados... Y tú me hablas de soles que vuelan aquí y allá al impulso de su fantasía...
Billy repiqueteó con los dedos de una mano sobre la mesa y alejó las moscas con la otra. Lex estaba cerca, inmóvil como un mueble, con los ojos cerrados.
–Yo mismo soy un Myrdólatra –continuó el canciller–. Tengo gran parte de responsabilidad en esos crímenes. Estoy demasiado acostumbrado a servir al rey... y él está demasiado acostumbrado a servir a la religión. La vida era tan plácida... Ahora, ¿quién sabe qué nuevo disgusto nos traerá el mañana?
–Estás demasiado sumido en tus propios pequeños asuntos –dijo Billy–. Eres como mi Consejero en Avernus. Él no cree del todo en la realidad de Heliconia. Tú no crees del todo en la realidad del universo. Tu umwelt no es más grande que este palacio.
–¿Que es umwelt?
–La zona que abarca tu percepción.
–Si pretendes saber tanto, ¿es correcta mi percepción de que el hoxney es un animal que tenía rayas de colores durante la primavera del Gran Año?
–Así es. Los animales y las plantas adoptan distintas estrategias para sobrevivir a los tremendos cambios del Gran Año. Hay biologías y botánicas binarias; algunas siguen a una de las estrellas, como en el pasado, y algunas a la otra.
–Vuelves a tus soles ambulantes. Es mi firme creencia, establecida a lo largo de treinta y siete años, que nuestros dos soles han sido puestos en el cielo para que jamás olvidemos nuestra doble naturaleza... El cuerpo y el espíritu, la vida y la muerte, y las dualidades más generales que gobiernan la vida humana: el calor y el frío, la luz y la oscuridad, el bien y el mal.
–Has dicho que la historia ha conocido gente como yo, canciller. Quizá fueran otros visitantes del Avernus, que intentaron revelarla verdad pero tampoco fueron escuchados.
–¿Revelaciones acerca de locas geometrías? ¡Entonces perecieron! –SartoriIrvrash se puso de pie, con los dedos apoyados en la mesa y el ceño fruncido.
También Billy se puso de pie, penosamente, haciendo sonar las cadenas.
–La verdad puede liberarte, canciller. No importa lo que creas, esas “locas geometrías” rigen el universo. Lo sabes a medias. Respeta tu propio intelecto. Da un paso y libérate de tu umwelt. La vida que prolifera en Heliconia es un producto de esas locas geometrías que desprecias.
“El sol del tipo A que llamas Freyr es un gigantesco reactor de hidrógeno, que emite alta energía. Cuando Batalix empezó a girar a su alrededor con sus planetas, hace ocho millones de años, sufrió el bombardeo de los rayos X y las radiaciones ultravioletas. El efecto en la perezosa biosfera heliconiana de ese momento fue muy profundo. Hubo rápidos cambios genéticos. Ocurrieron grandes mutaciones. Algunas formas nuevas sobrevivieron. En particular, una especie animal se desarrolló y desafió la supremacía de que gozaba antes una especie mucho más antigua...”
–¡Basta! –exclamó SartoriIrvrash con un gesto de disuasión–. ¿Cómo puede ser que una especie se convierta en otra? ¿Puede un perro convertirse en arang, o un hoxney en un kaidaw? Todo el mundo sabe, al menos, que cada animal tiene su sitio, y también el hombre. Así lo ha dispuesto el Todopoderoso.
–¡Eres ateo! ¡No crees en el Todopoderoso!
El canciller movió la cabeza, confundido.
Prefiero su imperio al de tus locas geometrías... Esperaba poder ofrecerte al rey JandolAnganol como regalo, pero lo volverías más loco de lo que ya está.
Abrumado, SartoriIrvrash comprendió que no había forma racional de aplacar al rey. El mismo tampoco se sentía muy racional. Mientras escuchaba a Billy recordaba a otro joven loco, el hijo del rey, Robayday. Antes había sido un niño encantador, pero luego se apoderó de él una loca fantasía, abrazando el desierto como una madre ardiente... Hábil para la caza, a veces perdía el sentido por completo... La plaga de sus antepasados...
Meditó en su propia larga lucha por comprender el sentido del mundo. ¿Cómo podía ser que un problema absolutamente omnipresente preocupara a tan pocos?
Billy podía ser sólo un producto de su fatigada imaginación, de la zona más oscura de su conciencia, enviada para acosarlo.
Se volvió al phagor.
–Vigílalo, Lex. Por la mañana decidiré qué hacer con él y con sus umwelts.
En su dormitorio, la soledad abrumó al canciller. ¡El rey lo había arrojado al suelo! Le dolía la columna vertebral; sentía cómo el paso de los años le había resecado y afeado el cuerpo. Los días contenían tanta vergüenza... Llamó a su esclava, quien acudió con reticencia, como él mismo acudiera al llamado del rey.
–Masajea mi espalda–ordenó.
Ella se apoyó contra él, moviendo su mano ruda pero suave desde la nuca hasta la pelvis. Él olía a veronikano, a phagor, a orina. Ella era una joven de Randonan, con marcas tribales en las mejillas. Olía a frutas. Un rato más tarde, giró en su cama y se colocó de frente a la mujer, con el prodo erecto. Éste era el único alivio tanto de creyentes como de ateos, el único refugio de la abstracción. SartoriIrvrash deslizó una mano entre los morenos muslos y acarició con la otra los pechos de la esclava por debajo de su camisa.
Ella lo atrajo hacia sí.
En el Avernus se firmó una petición para que una partida descendiera a la superficie de Heliconia a rescatar a Billy Xiao Pin. No fije tomada en serio. El contrato de Billy establecía claramente que no recibiría ayuda, cualesquiera que fuesen las dificultades que encontrase. Eso no impidió, sin embargo, que muchas jóvenes de la familia Pin amenazaran con quitarse la vida si el gobierno no actuaba de inmediato.
Pero las labores de la estación continuaron como en los últimos treinta y dos siglos. Poco sabían los avernianos de la forma en que los tecnócratas terrestres los habían programado para la obediencia. Las grandes familias seguían analizando toda nueva información, y los sistemas automáticos, transmitiendo mensajes a la Tierra.
Gigantescos auditorios en forma de conchas de caracol rodeaban aquel distante planeta.
Para los terrestres, los acontecimientos de Heliconia eran noticia. Las señales se recibían primero en Charon, en las periferias extremas del sistema solar. Allí eran de nuevo analizadas, clasificadas, almacenadas y transmitidas. La emisión más popular llegaba a la Tierra a través del Canal de Educcimiento que transmitía continuas piezas teatrales del sistema binario. Los eventos de la corte del rey JandolAnganol alcanzaban la mayor audiencia. Y esas noticias tenían mil años de antigüedad.
Los receptores formaban parte de una sociedad global que sufría un cambio tan profundo como cualquiera de los que ocurrían en Heliconia. El Ocaso de los Tiempos Modernos había sido estimulado por el gran incremento de las glaciaciones en los polos terráqueos, lo cual condujo a la Gran Edad Glacial. En el siglo noveno del sexto milenio del nacimiento de Cristo, los glaciares retrocedieron otra vez y los habitantes de la Tierra se desplazaron hacia el norte siguiendo las huellas del deshielo. Las viejas antipatías raciales y nacionales quedaron en suspenso. Prevalecía un espíritu apropiado al clima congenial de la Tierra, donde las sofisticadas sensibilidades eran dirigidas hacia la exploración de la relación entre la biosfera, sus entidades vivientes y la propia esfera gubernativa.
Surgieron por vez primera dirigentes y hombres de estado apoyados por sus pueblos. Compartían una visión real e inspiraban a su gente. Era evidente que el drama del lejano planeta Heliconia estaba siendo estudiado a la vez como objeto de locura y como un interminable tejido de circunstancias.
Millones de terrestres habían acudido a las grandes conchas de caracol para observar la partida de la reina, la quema de los Myrdólatras, la disputa entre el rey y su canciller. Aquellos eran eventos contemporáneos porque influían en el clima emocional de los que observaban las imágenes gigantescas. Pero los acontecimientos también eran fósiles, comprimidos en el estrato de luz en que habían llegado. Parecían estallar con calor y vida renovados al alcanzar la conciencia de los seres humanos terrestres, como los árboles enterrados en la Edad del Carbón ceden ante la energía solar cuando el carbón arde en una parrilla.
Aquellos fuegos no alcanzaban a todos. En algunos distritos Heliconia era considerada una reliquia de una era pretérita, de un período de historia turbulenta que era preferible olvidar cuando los asuntos humanos habían sido apenas mejor manejados en la Tierra que en Heliconia. Los nuevos hombres volvieron sus rostros hacia una nueva forma de vida en la que los humanos y sus máquinas no tenían por qué tener la última palabra. Algunos de los que perseguían aquellos objetivos aún encontraron tiempo para alegrarse por el huraño SartoriIrvrash o para convertirse en Myrdólatras.
Eran muchos los seguidores terrestres de la reina, incluso en las nuevas tierras. Día y noche ellos esperaban sus fósiles noticias.
X
BILLY CAMBIA DE CUSTODIA
Ya fuera Akhanaba o las “locas geometrías” quien gobernaba los acontecimientos de Matrassyl; ya estuvieran esos acontecimientos ordenados de antemano o fueran consecuencia del azar; ya reinara el determinismo o el libre albedrío, lo cierto fue que para Billy Xiao Pin las siguientes veinticinco horas resultaron miserables. Los brillantes colores que percibiera al llegar a Heliconia se habían desvanecido. Todo era una pesadilla.
La noche de ese día de invierno durante el Gran Verano en que el canciller SartoriIrvrash había interrogado a Billy, hubo un período de casi cinco horas en que ni Freyr ni Batalix estuvieron en el cielo.
En el horizonte del norte se podía ver, muy bajo, el cometa de YarapRombry. Luego una enfermiza niebla lo devoró. El thordotter, en vez de soplar como se esperaba, había enviado la niebla en su reemplazo.
La niebla llegó por donde se había marchado MyrdemInggala: por el río. Primero se hizo sentir en las espaldas desnudas de los trabajadores portuarios y en quienes se ganaban la vida en la confluencia del Valvoral y el Takissa.
Algunos llevaron con ellos ese insidioso elemento hasta sus casas, las cuales se levantaban en las humildes calles detrás de los muelles. Sus esposas, espiando el exterior mientras cerraban las ventanas con postigos, veían cómo todo se convertía en una enorme masa color sepia.
La masa se elevó hacia lo alto de los riscos, artera como una enfermedad, y penetró en los muros del castillo.
Los soldados de uniformes ligeros, y los phagors de grueso pelaje esparcieron la infección mientras patrullaban, tosían, eran devorados por ella. Al poco tiempo el palacio se convirtió en un lugar espectral. La niebla entró silenciosa y tristemente a las habitaciones desiertas donde había vivido la reina MyrdemInggala.
El invasor también halló el camino al mundo subterráneo. Estornudaba entre ese nido de exclamaciones, plegarias, gongs, postraciones, procesiones y supresiones donde se manufacturaba la santidad; allí su increíble aliento se mezcló con las exhalaciones de los fieles congregados, creando halos purpúreos en torno de los cirios, como si sólo por éstos hubiera sido bienvenida. Se enroscó entre los pies desnudos, sobre el suelo, y descubrió los lugares recónditos de la montaña, los mismos lugares a los que fue conducido Billy Xiao Pin.
Cuando SartoriIrvrash se hubo marchado, Billy apoyó la cabeza en la mesa, dejando correr sus tumultuosos pensamientos. Intentó refrenarlos, pero desaparecieron como criminales, saltando una pared. ¿No había descrito él una vez Heliconia como “una forma de discusión”? Pues bien; no se podía discutir con la realidad. Recordaba sus vanos debates acerca de ella con su Consejero, en Avernus. Ahora había tomado una dosis de realidad, y moriría por ello.
Los criminales pensamientos entraron nuevamente en acción, pero se retiraron cuando el perruno Lex puso ante él un bol de comida.
–Comer –ordenó el ser de dos filos, cuando Billy alzó sus ojos velados.
El bol contenía una especie de papilla sobre la cual había trozos de frutas de vivos colores. Tomó una cuchara de plata y empezó a comer. Era insípido. Después de unas pocas cucharadas, sintió sueño. Apartó el bol, gimiendo, y apoyó la cabeza en la mesa. Las moscas descendieron sobre la comida y su mejilla inerme.
Lex se dirigió hasta la pared opuesta a la puerta por donde él y el canciller solían entrar, y golpeó uno de los paneles de madera. Otros golpes respondieron; él volvió a dar dos golpes muy espaciados. Una parte del panel se abrió, levantando polvo.
En la celda entró una hembra phagor, con los movimientos deslizantes de su especie. Sin vacilar, ella y Lex alzaron al paralizado Billy y lo llevaron al estrecho pasadizo que acababa de aparecer. Ella puso el panel en su posición original y corrió el cerrojo.
El palacio contenía numerosos pasadizos olvidados; éste parecía haber estado en desuso durante siglos. Los dos grandes phagors ocupaban su ancho por completo.
En el palacio de Matrassyl los esclavos phagor eran tan comunes como los soldados phagor. Siempre que se los utilizaba como albañiles, tarea para la cual tenían una tosca pero eficaz aptitud, excavaban y techaban huecos en los muros, empleándolos luego para sus propios fines.
Billy, paralizado pero consciente, se vio transportado por escaleras y recovecos que no parecían desembocar en ninguna parte. Su cabeza colgaba sobre el hombro de la gillot, chocando contra sus omóplatos a cada paso.
Se detuvieron al nivel del suelo. El aire era húmedo. En alguna parte –fuera de su vista– ardía una antorcha. Unos goznes rechinaron. Ahora lo hacían descender por una puerta trampa. Dejó escapar un breve gemido de terror.
Cuando bajó la vista apareció la antorcha, que fue eclipsada por una cabeza peluda. Estaba en un lugar subterráneo, sostenido por manos de tres dedos. Pupilas rojas y moradas ardían en la oscuridad. La puerta trampa se cerró, y largos ecos repitieron el golpe.
No podía ver otra cosa que una monstruosa espalda. Otra puerta, una nueva espera, más escaleras, más susurros. Se desvaneció, aunque continuó consciente de las sacudidas de un descenso que le pareció interminable.
Lo hacían caminar como a un borracho. Sentía los pies muertos. Por supuesto, habían puesto una droga en su comida. Con la cabeza caída a un lado, creyó encontrarse en una gran cámara subterránea, y que lo conducían por una pasarela de madera colocada cerca del techo. De la pasarela colgaban banderas. Más abajo había reunidos muchos seres humanos, descalzos y vestidos con túnicas. Recordó su nombre: monjes. Estaban sentados ante largas mesas atendidas por phagors. Billy Xiao Pin recuperó la memoria; recordó los monasterios al pie de la colina donde había comprado un waffle. Era conducido por el laberinto sagrado abierto en la roca debajo del palacio de JandolAnganol.
Empezó a revivir. Dos phagors –dos gillots– lo escoltaban. Probablemente Lex había regresado junto al canciller, quien sin duda estaría durmiendo. Llamó a los monjes con voz débil, pero nadie podía escucharlo entre aquel bullicio. Salieron del espacio iluminado.
Más corredores. Intentó protestar, pero las hembras le obligaron a apresurar el paso. En el muro de piedra había una franja de bajorrelieves; quiso tocarla, pero se lo impidieron.
De nuevo hacia abajo.
Oscuridad total; olor a río y cosas no nacidas.
–Dejadme, por favor. –Eran sus primeras palabras. Se abrió una puerta.
Ahora entraba en un mundo diferente, el reino subterráneo de los phagors. Hasta el aire era distinto, así como los sonidos y los olores. Había agua que rezumaba. Las proporciones eran otras: los pasillos anchos y bajos, cavernosos. El suelo, áspero, se elevaba. Era como estar dentro de una boca muerta.
En Avernus, nada había preparado a Billy para esta aventura. Una muchedumbre de phagors se reunía para examinarlo, acercando sus caras bovinas. Estaba ante un consejo de seres de dos filos, hombres y mujeres. En unos nichos abiertos en las paredes se encontraban sus tótems, los antepasados que se hundían cada vez más en el estado de brida; el más antiguo era como una pequeña muñeca negra, casi por completo hecha de queratina. El joven kzahhn Ghht–Yronz Tharl presidía el consejo.
Ghht–Yronz Tharl era apenas un creaght. El denso pelaje blanco de sus hombros conservaba aún las puntas rojas. Sus largos cuernos curvos tenían pintado un dibujo en espiral. Mantenía la cabeza baja, con gesto agresivo, para no rozar el cielo raso con las puntas de los cuernos.
La forma de la cámara se asemejaba a un círculo; el techo era muy irregular y mal terminado. El auditorio –si se podía aplicar el término a una audiencia no humana– estaba dispuesto formando una rueda, en cuyo centro, rígido, se encontraba Ghht–Yronz Tharl.
Los ejes de esa rueda estaban formados por reclinatorios; junto a ellos, los miembros del consejo permanecían de pie, inmóviles, moviendo a lo sumo un hombro o una oreja. Había una artesa frente a cada reclinatorio, unida por un trozo de cadena. El perímetro de la rueda estaba recorrido por una canaleta abierta en el piso.
La niebla parecía haber penetrado allí, o tal vez sucedía que el extraño aliento de la raza de dos filos daba una luminosidad azul a las antorchas. Mientras era manoseado y examinado, Billy advirtió la existencia de rampas, algunas de las cuales subían mientras otras de aspecto poco acogedor parecían conducir aún más hacia abajo.
Tuvo una idea: en esas cavernas se amontonaban los phagors para escapar del calor; llegaría un momento en que los seres humanos se apretujarían allí para huir del frío. Y entonces los phagors se apoderarían del mundo exterior.
Se estableció algún tipo de orden, y comenzó el interrogatorio. Era evidente que Lex había informado a Ghht–Yronz Tharl de la conversación de Billy con SartoriIrvrash.
Junto al kzahhn estaba sentada una hembra humana de mediana edad, una mujer deforme vestida de stammel, quien tradujo al Olonets una serie de preguntas del kzahhn. Las preguntas se referían a la llegada de Billy desde Freyr: los phagors no querían saber nada de Avernus. Si ese hijo de Freyr había llegado de otra parte, era obvio que era de Freyr, de donde venían, para los phagors, todos los males.
Apenas podía entender sus preguntas. Ni ellos sus respuestas. Billy ya había tenido dificultades con el canciller de Borlien, pero aquí la diferencia cultural era mucho mayor; él hubiera dicho que era insuperable. Sin embargo, de vez en cuando lograba hacerse entender. Por ejemplo, esas criaturas de pesadilla entendieron que el aumento del calor en Heliconia cesaría después de tres o cuatro generaciones humanas, comenzando entonces un largo y continuo declive hacia el invierno.
En ese punto el interrogatorio se interrumpió, y el kzahhn entró en trance para comunicarse con los ancestros. Una esclava humana dio a Billy agua aromatizada para beber. Solicitó que le fuera permitido regresar a palacio, pero un momento después continuaron las preguntas.
Era extraño que los phagors comprendieran lo que SartoriIrvrash fue incapaz de entender, es decir, que Billy había viajado a través del espacio, aunque la expresión Nativa para designar "espacio" era un conglomerado casi intraducible que significaba "un sendero inconmensurable de giros del aire y procedimientos del Gran Año". A veces empleaban una versión más breve: "el camino de Aganip".
Examinaron su reloj sin mirarlo. Lo obligaron a recorrer todos los ejes de la rueda para que cada uno de los miembros del consejo pudiera verlo. Su explicación de que las tres series de cifras mostraban la hora en la Tierra, Heliconia y Avernus nada significaba para aquellas criaturas. Como los phagors que conociera antes de llegar a Matrassyl, no intentaron tocar el instrumento, y pronto cambiaron de tema.
A Billy le lagrimeaban los ojos: el contacto con el pelaje de los phagors le había provocado un ataque de alergia.
Entre estornudos, les dijo todo lo que sabía acerca del planeta. El miedo le indujo a revelar todo. Cuando ellos oían algo que podían asimilar o que les interesaba en especial, el kzahhn comunicaba la información a sus queratinosos antepasados, quizá para que quedara registrada. Billy no lo sabía; los phagors no habían sido su tema de estudio en Avernus.
¿Le dijeron en algún momento, mientras él se esforzaba innecesariamente para explicar cómo llegaban y se iban las estaciones climáticas, que las cavernas debajo de los monasterios eran ocupadas en ciertas estaciones por los phagors y en otras por los Hijos de Freyr? Una vez, en otra existencia, se había jactado de que Avernus carecía de misterio para él; ahora, envuelto en el misterio, escuchaba el curioso hilo del lenguaje que oscilaba entre el Hurdhu, el Nativo y el Eotemporal; entre lo científico y lo figurativo.
Como un niño asombrado al hallar que los animales hablan, Billy escuchó lo que le dijeron:
–No existe posibilidad de venganza contra los Hijos de Freyr en la estación inarmónica del Gran Año. Nuestro único deber es ahora la supervivencia. La vigilancia llena nuestros harneys. Hay mucho tiempo hasta la muerte de Freyr. El Kzahhn JandolAnganol ofrece protección para la supervivencia phagor en tierras de su componente. Por lo tanto, existe la orden para nuestras legiones de que apoyen al Kzahhn JandolAnganol. Ésta es nuestra ley para la estación inarmónica actual. Debes ser cuidadoso, Billish, y no convertirte en un nuevo tormento para este kzahhn de la debilidad llamado JandolAnganol. ¿Tienes comprensión?
Con esas extrañas frases girando en su mente, intentó declarar su inocencia. Pero el problema de la culpa o la falta de culpa no tenía lugar en su umwelt. Mientras hablaba, la confusión se sumaba a la hostilidad.
Detrás de esta hostilidad había cierto tipo de miedo, un miedo impersonal. Los phagors consideraban débil a JandolAnganol, y temían que si una boda dinástica sellaba su alianza con Oldorando, su especie sería perseguida tanto en Oldorando como en Borlien. Era evidente que odiaban al primero de estos países, y en particular a su capital, a la que llamaban con el nombre Eotemporal de Hrrm–Bhhrd Ydonk.
En tanto que los asuntos de la raza de dos filos eran un misterio –un vacío– para la humanidad, los phagors comprendían bastante bien los asuntos humanos. El arrogante desdén de la humanidad era tan grande que con frecuencia había phagors presentes en las discusiones más delicadas del estado. De este modo, hasta el runt más inofensivo podía ser un excelente espía.
Ante esas torpes criaturas Billy sintió que pensaban conservarlo como rehén para presionar en contra del nuevo casamiento del rey; intentó explicar que JandolAnganol ni siquiera sabía de su existencia, pero fue inútil.
Apenas lo hizo, advirtió que se había puesto en otro peligro. Podían guardarlo allí, en una prisión peor que la anterior, si comprendían que su presencia en el palacio era un secreto. Pero el hirsuto consejo seguía otra línea de pensamiento, y retornaba a la captura de Batalix por Freyr, acontecimiento que parecía ser para ellos de obsesiva importancia.
Si no había descendido de Freyr, ¿procedía acaso de D'Sihh–Mrr? Billy no pudo comprender esta pregunta. D'Sihh–Mrr, ¿se referían al Avernus, a Kaidaw? Evidentemente no. Ellos intentaron explicar, y él comprender. D'Sihh–Mrr continuó siendo un misterio. Billy se sentía igual a las figuras de queratina apoyadas contra la pared, condenadas a decir muchas veces la misma cosa con voz cada vez más débil. Hablar con los phagors era como tratar de luchar contra la eternidad.
El consejo lo hizo pasar entre ellos, tocándolo y dándole vueltas. Les interesaba en particular observar el reloj de tres caras que llevaba en la muñeca. Les fascinaban las cifras cambiantes. Pero no intentaban quitárselo, ni siquiera tocarlo, como si percibiesen en él una fuerza destructiva.
Billy aún buscaba las palabras cuando comprendió que el kzahhn y su consejo se marchaban. En su cabeza Volvieron a formarse nubes. Se halló de pronto cayendo sobre una silla familiar, mientras su frente se apoyaba otra vez sobre la misma mesa. Las gillots lo habían llevado de regreso a su celda. Se veía el alba, débil y cubierta.
Allí estaba Lex, sin cuernos, castrado, casi un fiel amigo.
–Es necesaria la cama para un período de sueño –aconsejó.
Billy empezó a llorar. Llorando se durmió.
La niebla, extendiéndose, giró sobre el río Valvoral y contempló las junglas de sus dos riberas. Sin preocuparse en absoluto de las fronteras nacionales, penetró hasta lo más profundo de Oldorando. Allí encontró, entre otras embarcaciones mercantes del río, al Dama de Lordryardry dirigiéndose hacia el sudeste, hacia Matrassyl y el lejano mar.
Después de vender provechosamente en Oldorando el resto de su cargamento de hielo, esa embarcación de quilla plana llevaba ahora, a la capital de Borlien y a Ottassol, sedas, sal, alfombras de todo tipo, tapices, gout azul del lago Dorzin en cajas de hielo picado, tallas en madera, relojes, y una variedad de colmillos, cuernos y pieles. Los pequeños camarotes de cubierta estaban ocupados por mercaderes que viajaban con sus mercancías. Uno de ellos traía un loro; otro, una nueva amante.
El mejor camarote estaba ocupado por el propietario del barco, el famoso Capitán del Hielo, Krillio Muntras, de Dimariam, y su hijo Div. Div, que era un joven indolente y jamás, a pesar del aliento de su padre, igualaría los éxitos de éste, miraba el paisaje brumoso, apenas esbozado, con el trasero apoyado en la cubierta. De vez en cuando, escupía al agua. Su padre estaba sentado en una silla de lona tocando el doble–clouth con cierto deliberado sentimentalismo, tal vez porque éste era su último viaje antes de retirarse. Su último viaje. Muntras acompañaba la melodía con una agradable voz de tenor:
El río fluye y nunca dejará de fluir
Ni por la vida misma ni por el amor...
Entre los pasajeros que vagaban por la cubierta se encontraba un arang, destinado a servir de comida para los marineros. Excepto el arang, todos los pasajeros demostraban un marcado respeto por el Capitán del Hielo.
La niebla se enroscaba como un vapor sobre la superficie del Valvoral. El agua se tornó aún más oscura cuando se acercaron a los farallones de Cahchazzerh, cuyas empinadas laderas dominaban el río. Las rocas, plegadas como sábanas antiguas, tenían unos cien metros de altura y estaban coronadas por un denso y exuberante follaje que parecía tender sus manos al agua con sus lianas y enredaderas. El farallón estaba habitado por golondrinas y avelloronas. Estas últimas descendieron a inspeccionar el Dama de Lordryardry, girando en torno a él y lanzando sus melancólicos graznidos mientras el barco se disponía a amarrar.
Cahchazzerh no tenía nada de particular, excepto su ubicación entre los farallones y el río, y su aparente indiferencia a lo que podía caer en aquellos y a las mareas de éste. El pueblo, al borde del agua, consistía apenas en un muelle y algunas casetas, del frente de una de las cuales pendía un cartel herrumbroso: COMPAÑÍA DE TRANSPORTE DE HIELO DE LORDRYARDRY. Un camino llevaba hasta un pequeño grupo de casas dispersas, y a unos cultivos situados en la cima de la elevación. Era la última escala antes de Matrassyl, río abajo.
Mientras el barco se acercaba, unos trabajadores portuarios se pusieron de pie y varios jovencitos, casi desnudos –siempre presentes en sitios como ése–, llegaron a la carrera. Muntras dejó a un lado su instrumento musical y se irguió majestuosamente en la proa, aceptando los saludos de la gente del muelle; conocía a todos por su nombre.
Fue colocada una plancha. Todo el mundo a bordo se dispuso a desembarcar para estirar las piernas y comprar frutas. Dos mercaderes cuyo viaje terminaba allí se ocupaban de que los marineros descargaran sus pertenencias con cuidado. Los muchachos se zambullían en el río en busca de monedas.
Un objeto incongruente en aquella escena lo constituía una mesa, cubierta con un mantel de colores chillones, situada junto a la entrada del depósito de la compañía. Detrás de esa mesa había tres músicos, quienes, en el preciso momento en que el barco rozó el muelle, comenzaron a ejecutar una animada versión de “Qué gran hombre es el amo”. Esta recepción era la despedida que brindaban a su jefe los tres empleados de la compañía en Cahchazzerh. Después de tocar y cantar, los tres se adelantaron para conducir a sus asientos al capitán Krillio y a Div.
Uno de los empleados era un desmañado joven de aspecto tímido; los otros dos tenían el pelo blanco y eran más viejos que el hombre para quien trabajaran durante tanto tiempo. Los mayores lograron derramar una lágrima mientras estudiaban al joven Div con disimulo, para calcular hasta qué punto el cambio de amo podía hacer peligrar sus puestos.
Muntras dio un apretón de manos a los miembros del trío, y se dejó caer en su silla. Aceptó un vaso de vino en el que introdujo unos trozos brillantes de su propio hielo. Miró el perezoso río. La costa opuesta era apenas visible por la niebla. Mientras un camarero les servía pastelillos, hubo una conversación basada en frases que comenzaban "¿Recuerdas cuando... ?" y concluían con risas.
Los chillidos de las aves que aún describían círculos en lo alto, enmascaraban una lejana barahúnda de gritos y ladridos. Cuando este ruido se acercó, el Capitán del Hielo preguntó qué ocurría.
El hombre más joven se echó a reír, y los mayores se mostraron incómodos.
–Hay un drumble en el pueblo, Capitán –dijo, señalando el cerro con el pulgar–. Matan a los peludos. –En Oldorando son buenos para los drumbles –dijo Muntras–. Y muy a menudo los sacerdotes los usan como pretexto para aniquilar no sólo a los phagors sino también a los llamados herejes. ¡Religión! ¡Puaj!
Los hombres continuaron evocando los lejanos tiempos en que se habían esforzado por organizar el comercio de hielo en el interior, a las órdenes del dictatorial padre del Capitán del Hielo.
–Es una suerte que no tengas un padre como él, Div –dijo uno de los hombres de edad.
Div asintió como si no estuviera demasiado seguro al respecto y se puso de pie. Fue hasta el borde del agua y miró el punto de donde venían los gritos distantes.
Un minuto después exclamó:
–¡Es el drumble!
Sin responder, los otros siguieron charlando hasta que el joven volvió a decir.
–El drumble, papá. Van a tirar a los peludos al vacío.
Señaló hacia arriba. Algunos viajeros lo imitaron, mientras estiraban el cuello para mirar mejor.
Sonó un cuerno, y el ladrido de los perros se hizo más intenso.
–En Oldorando, son especialistas en drumbles –repitió el Capitán, poniéndose pesadamente en pie y dirigiéndose hasta el lugar donde su hijo permanecía de pie, con la boca abierta.
–Son órdenes del gobierno, señor –dijo uno de los ancianos, mirando fijamente su rostro–. Matan a los phagors y se apoderan de sus tierras.
–Y después no las trabajan como es debido –agregó el Capitán del Hielo–. Deberían dejar en paz a esas pobres criaturas. Los phagors son útiles, ¿no es verdad?
Se oían ásperos gritos de phagors, pero no se veía gran cosa. Sin embargo, poco después se escucharon voces humanas de triunfo y algo turbó la exuberante vegetación del risco. Cayeron ramas y piedras; una figura emergió de la oscuridad y descendió dando tumbos, para fastidio de las avelloronas. La figura dio contra un banco de arena al pie del risco y rodó hasta el agua. Una mano de tres dedos emergió para hundirse luego lentamente mientras su propietario era arrastrado por el río. Div dejó escapar una risa hueca.
–¿Has visto eso?
Otro phagor, intentando escapar de sus verdugos, resbaló y cayó de cabeza; rebotó en una saliente de roca y se precipitó en el vacío. Otras figuras lo siguieron, algunas grandes, otras pequeñas. En la cresta, donde el farallón era más empinado, dos phagors lograron liberarse de un salto, sosteniéndose uno al otro de la mano; treparon por las ramas de un árbol suspendido sobre el agua, y saltaron al río evitando las rocas. Un perro saltó tras ellos y se estrelló en la playa.
–Vámonos de aquí –dijo Muntras–. Esto no me interesa. A bordo todos los que quieran ir a bordo. ¡Vamos, rápido!
Cambió un formal apretón de manos con su antiguo personal y se dirigió al Dama de Lordryardry para no demorar el cumplimiento de sus órdenes.
Uno de los mercaderes de Oldorando le dijo:
–Me alegra ver que incluso en un lugar tan atrasado como éste la gente trate de librarse de esas bestias.
–No hacen daño a nadie –repuso bruscamente Muntras, sin detener el paso.
–Al contrario, señor; son el enemigo más antiguo de la humanidad, y durante la Edad del Hielo casi la redujeron a la nada.
–Eso sucedió en un pasado muerto. Vivimos en el presente. Todos a bordo. Nos marchamos a toda prisa de este lugar bárbaro.
Los tripulantes, como su capitán, eran de Hespagorat. Sin discusiones subieron la planchada y el barco partió.
Mientras el Dama de Lordryardry derivaba hasta el centro del río, sus pasajeros pudieron ver cadáveres de seres de dos filos flotando en el agua, rodeados de sangre amarilla. Un marinero gritó. Al frente había un phagor vivo, haciendo torpes esfuerzos por nadar.
De inmediato llevaron una pértiga al costado del barco. No se habían izado las velas, puesto que no había viento, pero la corriente los arrastraba a gran velocidad. El phagor comprendió la situación. Debatiéndose con furia, aferró el extremo del palo con ambas manos. El agua lo empujó contra la amurada, de donde fue izado y puesto a salvo.
–Deberías haber dejado que se ahogara. Los peludos no soportan el agua –dijo un mercader.
–Este es mi barco, y aquí mi palabra es ley –respondió Muntras, con una oscura mirada–. Si tienes objeciones, puedo dejarte ya mismo en la costa.
El stallun jadeaba sobre la cubierta, en medio de un charco de agua. De una herida en su cabeza manaba un líquido amarillo.
–Dadle un poco de Exaggerator. Sobrevivirá –dijo el Capitán, quien, una vez que el phagor hubo bebido el fuerte licor dimariamiano, se retiró a su cabina.
Con el tiempo, pensaba, sus semejantes se habían vuelto más crueles y despiadados. Tal vez se debiera al calor. Tal vez el mundo estuviera a punto de arder. Bueno, al menos él se retiraría a su vieja ciudad natal, Lordyardry, a su sólida casa frente al mar. Dimariam era más fría que Campannlat. Allí la gente era mejor.
En Matrassyl visitaría al rey JandolAnganol, siguiendo el principio de que siempre resultaba sensato visitar a los soberanos conocidos. La reina se había marchado llevándose el anillo que él una vez le vendiese; tenía que entregar su carta no bien llegase a Ottassol. Mientras tanto se dedicaría a escuchar las últimas noticias acerca de la infortunada reina de reinas. Tal vez visitaría también a Metty; de otro modo quizá no volvería a verla. Pensó con afecto en su bien llevado prostíbulo, mejor que todas las sórdidas casas de Ottassol, aunque ella se daba aires e iba todos los días a la iglesia desde que el rey la recompensara por su ayuda.
Pero ¿qué haría en Dimariam cuando se retirara? Debía reflexionar acerca de ello; su familia no era una gran fuente de satisfacción. Quizá podría hacer alguna pequeña travesura que le ayudara a conservar su felicidad. Se quedó dormido con una mano apoyada en su instrumento musical.
El corpulento Capitán del Hielo llegó a una ciudad enmudecida por los acontecimientos que acababan de desarrollarse.
Los problemas del rey se agravaban. Los informes de Randonan hablaban de compañías enteras de desertores. A pesar de las constantes plegarias en los templos, las cosechas disminuían. El armero real no conseguía fabricar copias de los arcabuces sibornaleses. Y Robayday había regresado.
JandolAnganol se hallaba en las colinas con Lapwing, su hoxney, caminando por el matorral cercano a un monte. Yuli trotaba detrás de su amo, feliz de verse en medio de la maleza. Dos guardias escoltaban al rey, a cierta distancia. Robayday se descolgó de un árbol y cayó junto a su padre.
Hizo una profunda reverencia.
–¡Pero si es el mismo rey, mi amo, paseando por el bosque con su nueva esposa! –Unas hojas cayeron de sus cabellos.
–Roba, te necesito en Matrassyl. ¿Por qué insistes en escaparte?–El rey no sabía si sentirse complacido o irritado por aquella repentina aparición.
–Insistir en escapar nunca es escapar. Sin embargo, desconozco qué me mantiene cautivo. Alguna diferencia debe haber entre el aire fresco y el calabozo del abuelo... Quizá sino tuviera padres, sería libre. –Hablaba con una mirada perdida, como si no se fijara en nada: Su pelo estaba tan desordenado como sus palabras. Estaba desnudo, a no ser por una especie de taparrabos de piel que le cubría los genitales. Se le notaban las costillas y una red de rasguños y cicatrices surcaba su piel. Llevaba una jabalina.
Clavó el arma en el suelo y corrió hacia Yuli; lo abrazó y exclamó afectuosamente:
–Mi querida reina, ¡qué hermosa estás con ese manto de piel blanca y esas borlas rojas! Te las has puesto para resguardarte del sol, para ocultar tu hermoso cuerpo a todos excepto a este lascivo Otro que sin duda te sacude como si fueras una rama. O una marrana. O una promesa rota.
–¡Me haces mal! –gritó el pequeño phagor, intentando liberarse.
JandolAnganol intentó aferrar el brazo de su hijo, pero Robayday se hizo a un lado. Arrancó una enredadera florecida que colgaba de un caspiarn y, con un rápido movimiento, la envolvió alrededor del cuello de Yuli. El phagor se echó a correr, gritando, mientras JandolAnganol sujetaba a su hijo.
–No quiero hacerte daño, pero déjate de tonterías y háblame con el debido respeto.
–¡Ay de mí! Háblame con el debido respeto de mi pobre madre. Le has puesto cuernos, jardinero de pantanos. –Dio un grito y cayó hacia atrás cuando su padre le golpeó la boca.
–Basta de disparates. Calla. Su hubieras sido cuerdo, y por lo tanto aceptable para Pannoval, habrías podido casarte con Simoda Tal en mi lugar. Y así nos habríamos ahorrado muchos males. ¿No piensas en nadie más que en ti, muchacho?
–Nadie caga por mí –dijo Roba, escupiendo las palabras.
–Me debes algo, porque he hecho de ti un príncipe –repuso el rey con amargura–. ¿O has olvidado que lo eres? Bien, en ese caso te encerraremos hasta que pongas tus ideas en orden.
Con su mano libre en su boca ensangrentada, Robayday murmuró:
–Prefiero mis ideas del revés. Y no me importa olvidar lo que soy.
Los dos tenientes se habían acercado, con las espadas desenvainadas. El rey les ordenó que desmontaran y tomaran prisionero a su hijo. En un momento de distracción, Robayday se liberó de la mano de su padre y huyó hacia los árboles gritando y dando grandes saltos.
Uno de los tenientes puso una flecha en su ballesta, pero el rey lo detuvo. No hizo la menor tentativa de seguir a su hijo.
–No gusta Robay –chilló Yuli.
Ignorándolo, JandolAnganol montó en Lapwing y retornó al galope a su palacio. Con las cejas fruncidas, merecía más que nunca el apodo de Águila.
De vuelta a sus habitaciones, se entregó al pauk, algo que hacía contadas veces. Su alma descendió hacia la Observadora Original, y habló con el gossie de su madre. Ella le dio consuelo. Le recordó que la otra abuela de Robayday era Shannana la Salvaje, y le dijo que no se preocupara. Dijo también que no debía considerarse culpable por la muerte de los Myrdólatras, puesto que ellos se proponían traicionar al estado.
El frágil odre de polvo ofreció a JandolAnganol todo el apoyo verbal posible. Sin embargo, su alma regresó conturbada a su cuerpo.
Su malintencionado y anciano padre, que aún vivía en su lúgubre mazmorra, fue más práctico. VarpalAnganol nunca se quedaba corto de consejos.
–Alimenta el escándalo de Pasharatid. Haz que tus agentes difundan rumores. Debes implicar a la esposa de Pasharatid, quien con toda impudencia sigue desarrollando la misión de su marido. La gente cree fácilmente cualquier cuento contra los sibornaleses.
–¿Y qué debo hacer con Robayday?
El viejo se movió en su silla y cerró un ojo.
–Como nada puedes hacer, no hagas nada. Pero sería muy útil que apresuraras tu divorcio y tu nuevo casamiento.
JandolAnganol caminaba de un lado a otro por la celda.
–En ese asunto, estoy en las manos del C'Sarr.
El anciano tosió. Respiró con dificultad antes de seguir hablando.
–¿Hace calor ahí fuera? ¿Por qué la gente dice todo el tiempo que hace calor? Oye, nuestros amigos de Pannoval quieren que estés en las manos del C'Sarr. A ellos les conviene; a ti no. Apresura las cosas. ¿Qué sabes de MyrdemInggala?
El rey siguió el consejo de su padre. Despachó agentes, acompañados por una escolta armada, a la distante ciudad de Pannoval, más allá de las Quzint, con una larga carta dirigida al C'Sarr del Santo Imperio Pannovalano, en la que solicitaba con premura una declaración de divorcio. Acompañó el pedido con iconos y otros presentes, incluyendo reliquias sagradas fabricadas para esa ocasión.
Pero la Masacre de los Myrdólatras, como se llamaba ahora, seguía pesando sobre las mentes del pueblo y de la scritina. Los agentes informaban de movimientos rebeldes en la ciudad, y en otras ciudades, como Ottassol. Se necesitaba un chivo expiatorio. Ninguno más adecuado que el canciller SartoriIrvrash.
SartoriIrvrash –aquel Rushven tan querido en otros tiempos por la familia del rey– sería una víctima popular. El mundo desconfía de los intelectuales, y la scritina tenía sus propias razones para odiar la dureza de sus actos y la longitud de sus discursos.
Una búsqueda en las habitaciones del canciller revelaría sin duda algo que sirviera de base a una acusación. Habría notas de sus experimentos de cruzas entre los Madis, Otros y humanos que mantenía cautivos en una cantera alejada. Y su voluminoso trabajo, el "Alfabeto de la Historia y la Naturaleza". Esos documentos debían de estar llenos de herejías, deformaciones y mentiras contra el Supremo. Por tanto, la scritina y la Iglesia se relamerían de gusto. JandolAnganol ordenó el registro, dirigido nada menos que por el arcipreste BranzaBaginut, de la catedral de Matrassyl.
La búsqueda fue más productiva de lo que se esperaba. Se descubrió la celda secreta (aunque no su salida). Y en esa celda se encontró un extraño prisionero. Mientras lo sacaban a la rastra, el prisionero vociferaba en Olonets, con marcado acento extranjero, que había venido de otro mundo.
Se sacaron al patio enormes pilas de documentos acusadores. El prisionero fue conducido ante la presencia del rey.
Aunque eran las trece y veinte de la tarde, la niebla no se disipaba; por el contrario, se había tornado más densa, adoptando un tinte amarillento. El palacio parecía flotar, aislado, y los respiraderos y las chimeneas eran como los mástiles de una flota náufraga. Quizá la claustrofobia desempeñaba un papel en el voluble ánimo de JandolAnganol, oscilante entre la furia y la mansedumbre, la calma y la frenética excitación. Su nariz sangraba a ratos, como obligada a funcionar a la manera de una válvula de seguridad. El rey vagaba por los corredores con un séquito de infortunados cortesanos que le enfurecían con sus sonrisas tranquilizadoras.
Cuando trajeron a SartoriIrvrash y lo confrontaron con el tembloroso Billy, JandolAnganol golpeó al anciano. A continuación, alzó a su canciller como si fuera una vieja muñeca de trapo, lloró, pidió perdón y sufrió una nueva hemorragia nasal.
Mientras el rey adoptaba esta actitud penitente, el Capitán del Hielo, Muntras, llegó al palacio a presentar su saludo.
–Veré más tarde al Capitán–dijo el rey–. Es un viajero, y quizá traiga noticias de la reina. Que me espere. Que el mundo espere.
Lloraba y gruñía. Un minuto después, llamó de vuelta al mensajero.
–Trae al Capitán del Hielo. Que vea esta curiosidad de la naturaleza. –Dijo eso mientras inspeccionaba a Billy Xiao Pin.
Billy pasaba su peso de un pie a otro, inclinado a echarse a llorar, pero desanimado por el sangriento estado de la nariz regia. En el Avernus, semejantes demostraciones de sentimientos sólo eran admitidas –si llegaban a producirse– en la soledad. El texto llamado “Acerca del prolongamiento de un período climático heliconiano más allá del tiempo de una vida humana” era muy claro, aunque breve, acerca de los sentimientos. “Sensación superflua”, afirmaba. Los excitables borlieneses no creían lo mismo. El rey no parecía un oyente comprensivo.
–Hum... Hola –logró decir Billy, con una angustiada sonrisa. Luego, estornudó.
Muntras entró al salón e hizo una reverencia. Estaban en una parte antigua del palacio que olía a mortero, aunque se trataba de un mortero de cuatrocientos años de antigüedad. El Capitán del Hielo, bien plantado sobre sus pies planos, miraba alrededor de él con curiosidad mientras saludaba.
El rey apenas escuchó los cumplimientos de Muntras. Señalando unos cojines, dijo:
–Siéntate en silencio. Mira lo que hemos encontrado pudriéndose en los escondrijos de este palacio. ¡El fruto de la traición!
Volviéndose hacia Billy, preguntó:
–¿Cuántos años te has estado pudriendo en las garras de SartoriIrvrash, extraña criatura?
Desconcertado por el noble Olonet de JandolAnganol, Billy balbuceó:
–Una semana... Tal vez ocho días... No recuerdo, majestad.
–Ocho días son una semana, bestia. ¿Eres el resultado de un experimento?
El rey se echó a reír, y con él el resto de los presentes, quienes lo hacían menos por humor que por cuidar de sus vidas. Nadie deseaba parecerse a un Myrdólatra.
–Hueles como un experimento. –Más risas.
Llamó a dos esclavos y les ordenó que lavaran a Billy y le dieran ropas nuevas. Mientras esto se hacía, unos hombres encorvados como arcos trajeron, corriendo, vino y comida: carne adobada de cabrito con arroz anaranjado.
Mientras Billy comía, el rey se paseaba por el salón. De vez en cuando, JandolAnganol apretaba una tela de seda contra su nariz, o miraba su muñeca izquierda, que su hijo había arañado para liberarse. Le seguía el paso, con cierta torpeza, el arcipreste BranzaBaginut, un hombre inmenso cuyo volumen, cubierto de arriba abajo con sus vestiduras canónicas de colores rojo y azafrán, parecía el de un barco de guerra sibornalés a toda vela. Su ancho rostro podía haber sido el del campeón de lucha del pueblo, salvo por una fugaz expresión humorística. Tenía fama de hombre sagaz y se sabía que apoyaba al rey, a quien consideraba un benefactor de la Iglesia.
BranzaBaginut era mucho más alto que su monarca. Acentuando el contraste, éste iba sin botas, vestido sólo con unos pantalones ajustados, y una sucia y blanca chaqueta entreabierta, que revelaba su pecho huesudo.
La habitación misma tenía un carácter incierto, entre depósito y cámara de recepción. Había muchas alfombras y cojines enmohecidos, mientras unas viejas vigas permanecían apiladas en un rincón. Las ventanas daban a un estrecho pasillo por donde pasaban ocasionalmente hombres que llevaban al patio pilas de papeles de SartoriIrvrash.
–Permíteme que interrogue a esta persona en materias religiosas –dijo BranzaBaginut al rey. Como no le fue negado, el dignatario desplazó su enorme cuerpo hacia Billy y preguntó–: El mundo del cual vienes ¿está regido por Akhanaba, el Supremo y Todopoderoso?
Billy se secó la boca, sin ningún deseo de dejar de comer.
–Sabes que no me costaría nada darte una respuesta que te agrade. Como no deseo disgustarte, ni disgustar a su majestad, ¿puedo dártela lo mismo, sabiendo que no es verdad?
–Ponte de pie para hablar conmigo, criatura. Responde a mi pregunta y enseguida te diré si me agrada o no.
Billy se irguió con nerviosismo ante el enorme eclesiástico.
–Señor, los dioses son necesarios para los hombres en ciertas etapas de su desarrollo... Quiero decir, todos nosotros necesitamos, cuando niños, un padre amante, justo y firme que nos apoye en nuestro camino hacia la adultez. Parecería que la adultez exige también una imagen similar a la de un padre, magnificada, para mantener su control. Esa imagen lleva el nombre de Dios. Sólo cuando una parte de la raza humana alcanza una adultez espiritual que le permite regular su propia conducta, desaparece la necesidad de los dioses, así como no tenemos ya necesidad de un padre vigilante cuando somos adultos y capaces de cuidar de nosotros mismos.
El arcipreste recorrió con la mano su vasta mejilla, aparentemente asombrado por esta explicación.
–Y tú perteneces a un mundo en el que cuidáis de vosotros sin necesidad de dioses. ¿Es eso lo que dices?
–Así es, señor. –Billy miró ansiosamente a su alrededor. El Capitán del Hielo estaba inclinado sobre el plato de comida que el rey le ofreciera, pero escuchaba con atención.
–Ese mundo de donde vienes, el Avernus, según he creído oír, ¿es un mundo feliz?
La pregunta aparentemente inocente del sacerdote sumió a Billy en una intensa confusión. Si su Consejero le hubiese preguntado eso mismo unas semanas antes, no habría tenido dudas. Habría contestado que la felicidad reside en el conocimiento y no en la superstición; en la certeza y no en la incertidumbre; en el control y no en el azar. Que el conocimiento, la certidumbre y el control eran los especiales beneficios de la vida en la estación observadora, y que gobernaban la vida de sus pobladores. Y en efecto, se hubiera reído, y también, quizá, el mismo Consejero se hubiera permitido una risita invernal; la idea de Akhanaba pudiera considerarse un dador de felicidad parecía realmente absurda.
En Heliconia todo era diferente. Aún podía reír de la idolátrica superstición del culto a Akhanaba. Pero sin embargo... Sin embargo... Veía ahora la profundidad de sentido de la expresión “sin dios”. Había escapado de un estado sin dios a un estado bárbaro. Y podía ver claramente, a pesar de su propio infortunio, en cuál de los dos mundos era más vigorosa la esperanza de vida y de felicidad.
Mientras Billy meditaba su respuesta, JandolAnganol, después de haber reflexionado en las anteriores palabras del extranjero, dijo en tono desafiante:
–¿Y si no tenemos la imagen fuerte de un padre que nos guíe a la adultez? ¿Qué ocurre en ese caso?
–Entonces, señor, Akhanaba bien puede ser un apoyo en nuestras dificultades. O también podemos rechazarlo por completo, como rechazamos a nuestro padre natural.
Esta respuesta hizo que al rey le volviera a sangrar la nariz.
Billy aprovechó la oportunidad para eludir la respuesta a la pregunta de BranzaBaginut, diciéndole, con más confianza de la que sentía:
–Señor, soy una persona de cierta importancia, y no he sido bien tratado en esta corte. Déjame en libertad. Puedo trabajar para ti. Puedo decirte cosas que necesitas saber acerca de tu mundo. Nada tengo que ganar...
El arcipreste dio una palmada con sus grandes manos y dijo con suavidad:
–No te engañes. No tienes ninguna importancia, excepto en la medida en que ayudes a acusar al canciller SartoriIrvrash de conspirar contra su real majestad.
–No has intentado siquiera estimar mi importancia. ¿Y si te dijera que miles de personas nos están mirando en este momento? Quieren saber cómo te conduces conmigo, quieren probarte. Su juicio influirá en la imagen que de ti pase a la historia.
Las mejillas del sacerdote enrojecieron.
–Pura charla. Nos contempla el Todopoderoso; nadie más. Controla tu lengua o terminarás en la hoguera. Con cierta desesperación, Billy se acercó al rey y le mostró su reloj.
–Te ruego que me pongas en libertad. Mira el objeto que llevo. Cada persona tiene uno en el Avernus. Indica la hora de Heliconia, del propio Avernus, y de un distante planeta que nos controla, la Tierra. Es un símbolo de los grandes pasos que hemos dado para conquistar nuestro entorno. Podría comunicar, a un auditorio interesado, maravillas superiores a lo que hay en Borlien.
En los ojos del rey apareció el interés. Bajó el pañuelo y preguntó:
–¿Podrías hacerme un arcabuz que funcione, como los de Sibornal?
–Eso no es nada. Yo...
–Entonces, un arcabuz de rueda. ¿Puedes hacerlo?
–Pues, no, yo... Señor, eso depende de las propiedades de los metales. Pero creo que podría hacer... Esas cosas son anticuadas en mi mundo.
–¿Qué clase de arma puedes hacer?
–Observa primero este reloj, señor; te ruego que lo aceptes como un presente, en prenda de confianza. –Sacudió el reloj ante el rey, quien no parecía inclinado a aceptarlo.– Luego déjame en libertad. Y después, permite que trabaje, a partir de los principios elementales, con algunos de tus hombres educados, como el arcipreste. Muy pronto podríamos construir una buena pistola, una radio, un motor de combustión interna...
Vio la expresión del rey y la de BranzaBaginut, cambió de idea acerca de lo que pensaba decir, y siguió alzando el reloj con aire de súplica.
Las pequeñas cifras se torcían y cambiaban ante la vista del rey, pero a éste no parecía importarle.
–¿Me dirá esta joya cuánto tiempo más reinaré? ¿Sabe acaso la edad de mi hija?
–Se trata de ciencia, señor, sólo ciencia, no magia. Su caja está hecha de platino extraído del espacio...
El rey apartó el reloj con un ademán.
–¡Desvarías! ¿Qué debo hacer contigo? ¿Para qué has venido aquí?
–He venido a ver a la reina, señor.
Estas palabras desconcertaron a JandolAnganol, quien retrocedió un paso, como si hubiese visto un fantasma. BranzaBaginut dijo:
–Entonces, ¿no sólo eres ateo sino además Myrdólatra? ¿Y esperas ser bienvenido aquí? ¿Por qué debe tolerar el rey tus enigmas? No eres un loco ni un bufón. ¿De dónde has salido? ¿Del sobaco de SartoriIrvrash?
Avanzó con gesto amenazante mientras Billy retrocedía hasta la pared. Se acercaron otros miembros de la corte, ansiosos por demostrar a su rey que preferían a los Myrdólatras asados.
Krillio Muntras se levantó de sus cojines y se aproximó a JandolAnganol, quien contemplaba la escena indeciso.
–Su majestad, ¿no convendría preguntar al prisionero qué nave lo trajo de ese otro mundo?
El rey no sabía, en apariencia, si debía enojarse o no. Pero dijo, cubriéndose la nariz:
–Pues bien, criatura, para complacer a nuestro mercader de hielo, ¿qué vehículo te ha traído aquí?
Después de rodear el perímetro de BranzaBaginut, Billy respondió:
–Mi barco era de metal; era una nave enteramente cerrada, que transportaba su propio aire. Puedo explicarlo con diagramas. Nuestra ciencia está adelantada y podría ayudar a Borlien... El barco me dejó en Heliconia sin dificultades y luego regresó por sí mismo a mi mundo.
–Entonces, ¿esa nave tiene una mente?
–Es difícil responder. Sí, tiene una mente. Puede calcular, navegar en el espacio, y desarrollar mil acciones por sí misma.
JandolAnganol se inclinó y tomó una jarra de vino, que alzó con lentitud por encima de su cabeza.
–¿Quién está loco, criatura? ¿Tú o yo? También esta jarra tiene mente y puede navegar sola... ¡Mira! –La arrojó. La jarra voló por el aire, dio contra una pared y se rompió, esparciendo su contenido. Esa pequeña violencia hizo que todos quedaran inmóviles como phagors.
–Yo trataba de responderte, señor... –Billy estornudó.
–Sólo la culpa y la furia me inducen a razonar contigo. Pero ¿por qué debo preocuparme? Estoy solo, no tengo nada, este lugar es una fiambrera vacía, con ratas en lugar de cortesanos. Todo me ha sido quitado y aún se me pide más. También tú me pides algo... Los demonios me rodean... Debo hacer penitencia de nuevo, arcipreste. Tu brazo no debe ser débil. Éste es el demonio de SartoriIrvrash. Mañana podré dirigirme a la scritina y todo cambiará. Hoy sólo soy un padre que sangra...
Agregó en voz baja, para sus adentros:
–Así es, así es; sencillamente, debo cambiarme a mí mismo.
Bajó los ojos; parecía exhausto. Una gota de sangre cayó al suelo.
El Capitán del Hielo, Muntras, tosió. Era un hombre práctico y el estallido del rey le resultaba embarazoso.
–Veo, señor, que he llegado en mal momento. Soy sólo un mercader, y mejor será que continúe mi camino. Durante muchos años te he traído el mejor hielo de Lordryardry, del mejor estrato de nuestros glaciares y al mejor precio. Ahora, señor, quería agradecerte lo hospitalario que has sido conmigo y despedirme de ti para siempre. A pesar de la niebla, conviene que parta.
Por algún extraño efecto, estas palabras parecieron revivir al rey. Puso una mano sobre el hombro de Muntras, en cuyos ojos había una mirada de inocencia.
–Bien quisiera verme rodeado de hombres como tú, que no hablas sino con sentido común, Capitán del Hielo. Siempre he apreciado tus servicios. Y no he olvidado tu ayuda cuando fui herido en esa terrible ocasión, en el Cosgatt... Como estoy herido ahora. Eres un verdadero patriota.
–Señor, soy un verdadero patriota en Dimariam, mi país. Adonde pienso dirigirme ahora. Éste es mi último viaje. Mi hijo continuará con el transporte de hielo con la misma devoción que siempre te he demostrado, como también a la... ex reina. ¿No necesitará su majestad cargas adicionales de hielo, a medida que la temperatura aumente?
–Capitán del Hielo, buen mercader de mejores climas, mereces ser recompensado por tus servicios. A pesar de la terrible penuria y de la mezquindad de mi scritina, ¿hay algo que pueda regalarte como prueba de mi afecto?
Muntras avanzó un paso.
–No soy digno de recompensa, señor, ni la buscaba; pero tal vez podría proponerte un canje. Cuando venía de Oldorando, yo, que soy hombre piadoso, rescaté a un phagor de un drumble. Ahora se ha recuperado de la caída al agua, que suele ser fatal para los miembros de su especie, y debe buscar cobijo lejos de Cahchazzerh, el lugar de donde huyó. Te daría este stallun como esclavo a cambio de tu prisionero, sea o no un demonio. ¿Te conviene el trato?
–Quédate con la criatura. Nada debes darme a cambio, Capitán. Seré tu deudor si te lo llevas de mi reino.
–Entonces me lo llevaré. Y tendrás al phagor; y luego mi hijo te visitará siempre con la cortesía que yo mismo he tenido. Div es un buen muchacho, aunque menos culto que su padre.
Y de este modo Billy Xiao Pin pasó a manos del Capitán del Hielo. Al día siguiente, cuando la niebla se dispersó ante una leve brisa, el ánimo nublado del rey también cambió. Mantuvo su promesa de dirigirse a la scritina.
Presentaba ante ese cuerpo, formado por hombres que tosían en sus bancos, el aspecto de un hombre distinto. Después de atestiguar la perversidad del canciller SartoriIrvrash, y su descollante papel en los reveses que acababa de sufrir el estado, JandolAnganol inició su confesión.
–Señores de la scritina: cuando ascendí al trono de Borlien me jurasteis fidelidad. Nuestro querido reino ha sufrido reveses, no lo niego. Ningún rey, por benévolo y poderoso que sea, puede cambiar mucho la condición de su pueblo. Lo comprendo ahora. No puedo gobernar las sequías, ni los soles que tanto castigan a nuestra tierra.
“En mi desesperación he cometido crímenes. Urgido por el canciller he determinado la muerte de los Myrdólatras. Lo confieso y pido vuestro perdón. Lo hice para poner orden en el reino y evitar más disensiones. He abandonado a mi reina, y con ella toda concupiscencia, con el mismo fin. Mi matrimonio con la princesa Simoda Tal de Oldorando será un matrimonio dinástico, y juro que casto. No la tocaré si no es para procrear. Tendré en cuenta sus pocos años. Desde ahora en adelante me entregaré por completo a mi país. Dadme vuestra obediencia, caballeros, y tendréis la mía.”
Habló controladamente, con lágrimas en los ojos. Sus interlocutores permanecían en silencio; pocos sentían piedad por aquel hombre sentado en el trono de la scritina, la mayoría sólo pensaba cómo aprovechar este nuevo ejemplo de su debilidad.
No obstante la carencia de luna, había mareas en Heliconia. A medida que Freyr se acercaba, la fuerza de las mareas de la envoltura acuosa del planeta aumentaba un sesenta por ciento en relación con las condiciones del apastron, es decir el momento en que Freyr se hallaba a más de setecientas unidades astronómicas de distancia.
A MyrdemInggala, en su nuevo hogar, le agradaba caminar sola por la playa. Sus angustias encontraban un momento de alivio. Ese lugar apartado, esa franja entre los reinos del mar y los reinos de la tierra, le recordaban el jardín de medialuz de su antiguo palacio, situado entre el día y la noche. Sólo tenía una vaga conciencia de la lucha constante que se desarrollaba a sus pies, y que tal vez nunca sería enteramente ganada ni perdida. Miró hacia el horizonte, preguntándose como siempre si el Capitán del Hielo habría entregado la carta al general de las guerras distantes.
El vestido de la reina era amarillo claro. Hacía juego con la soledad. Su color favorito era el rojo, pero ya no lo usaba. No correspondía a la antigua Gravabagalinien ni a su espectral pasado. La reina pensaba que el silbido del mar exigía el amarillo.
Cuando no salía a nadar, dejaba a Tatro jugando en la playa y paseaba por debajo de la línea de la marea alta. Su dama de compañía la seguía de mala gana. Unas hierbas duras crecían en la arena. Algunas formaban macizos. Uno o dos pasos más hacia el interior se aventuraban ya otras plantas. Entre las primeras había una pequeña margarita blanca, de tallo bien defendido. Era una planta pequeña, de hojas carnosas, casi como un alga. MyrdemInggala no sabía su nombre, pero le gustaba recogerla. Había otra planta de hojas oscuras. Crecía entre la arena y las hierbas en insignificantes racimos, pero algunas veces, cuando las condiciones eran las adecuadas, se elevaba hasta formar un sorprendente arbusto de brillo lustroso.
Detrás de esas atrevidas invasoras de la costa se depositaban los desechos de la marea. Luego había una zona indefinida, salpicada de rústicas margaritas de grandes flores. Y después estaban las plantas menos osadas, las cuales, apoderándose del suelo, ocultaban la playa, aunque entre ellas se interponían arroyos de arena que se internaban cierto trecho.
–No sufras, Mai. Adoro este lugar.
La taciturna joven adoptaba una expresión resentida.
–Eres la mujer más hermosa e infortunada de Borlien. –Nunca había hablado antes en ese tono a su señora.¿Por qué no has podido retener a tu marido?
La reina no respondió. Las dos mujeres siguieron andando a lo largo de la costa, algo separadas. MyrdemInggala iba entre los arbustos lustrosos, acariciando con la mano las puntas de las ramas. De vez en cuando, algo, debajo de un matorral, silbaba y retrocedía ante su paso.
Tenía conciencia de Mai TolramKetinet, quien se arrastraba tristemente más atrás, odiando el exilio.
–Animo, Mai –dijo para alentarla. Pero Mai no respondió.
XI
VIAJE AL CONTINENTE NORTE
El anciano usaba un keedrant largo hasta los tobillos que había conocido mejores días. En la cabeza llevaba un sombrero en forma de pala que protegía del sol no sólo su calva, sino también su flaco pescuezo. A solas, esperaba el momento de abandonar el palacio para siempre.
Detrás de él había un coche ligero cargado con sus escasos efectos personales. Entre las varas había dos hoxneys. Sólo faltaba que llegara el cochero, entonces SartoriIrvrash podría marcharse.
Mientras esperaba pudo ver, a cierta distancia, una esquina donde un esclavo anciano ayudaba con un palo a quemar una montaña de papeles. En la hoguera ardían todos los papeles encontrados en las habitaciones del ex canciller, incluso los manuscritos de "El Alfabeto de la Historia y la Naturaleza".
El humo se elevaba hacia un cielo desvaído del que caían ligeras pavesas. La temperatura era tan alta como siempre, pero unas nubes grises cubrían el firmamento. Una corriente de aire arrastraba hacia el este las cenizas de un volcán que recientemente había entrado en erupción a cierta distancia de Matrassyl. Pero esto carecía de interés para SartoriIrvrash; lo que ocupaba su atención eran las cenizas negras que ascendían.
Su mano tembló, haciendo que la punta del veronikano ardiera como un pequeño volcán.
A sus espaldas se oyó una voz:
–Aquí tienes algunas ropas más, amo.
Su esclava, con una sonrisa consoladora, le ofrecía un lío cuidadosamente atado.
–Es una vergüenza que tengas que marcharte –agregó la esclava.
Él se volvió hacia ella, y avanzó un paso para mirarla a los ojos.
–¿Te entristece que me marche?
Bajando la vista, la mujer asintió. “Después de todo –pensó él–, le gustaba bastante un pequeño rumbo de vez en cuando... Y pensar que nunca me molesté en preguntarle nada, que nunca pensé en su goce. Qué aislado he estado dentro de mí mismo. He sido un hombre bastante bueno, y culto, pero sin valor por falta de sentimientos hacia los demás. Excepto hacia la pequeña Tatro”.
No supo qué decir a la esclava. Tosió.
–Hoy es un mal día, mujer. Ve adentro. Gracias.
Ella le dedicó una última mirada elocuente antes de marcharse. SartoriIrvrash pensó: ¿Quién sabe lo que puede sentir una esclava? Se encogió de hombros, irritado con ella y consigo mismo por esa exhibición de emociones.
Cuando llegó el conductor, apenas si lo advirtió. Sólo pudo entrever una figura juvenil, con la cabeza protegida contra el calor por una especie de caperuza Madi que le ocultaba casi todo el rostro.
–¿Listo? –preguntó la figura, mientras saltaba al asiento del conductor. Los dos hoxneys se movieron cuando sintieron el peso de sus correas.
SartoriIrvrash se demoraba. Señaló la hoguera con su veronikano.
–Allá va toda una vida de estudios. –Se dirigía especialmente a sí mismo.– Eso es lo que no puedo perdonar. Nunca podré. Tanto trabajo...
Con un gran suspiro, trepó al coche. Éste echó a andar de inmediato hacia las puertas del palacio. Había allí algunas personas que lo apreciaban pero que por temor a la cólera del rey no se habían atrevido a acudir para decide adiós. Mantuvo la mirada al frente, parpadeando.
Las perspectivas no eran buenas. Tenía treinta y siete años y ocho décimos, una edad bastante avanzada. Quizá pudiera colocarse como consejero en la corte del rey Sayren Stund; pero ni éste, ni Oldorando, ni el calor que hacía allí le agradaban demasiado. Siempre se había mantenido alejado de sus propios familiares y de los de su difunta esposa. Sus hermanos habían muerto. Sólo podía ir a vivir con su hija; ella y su marido residían en una oscura ciudad del sur, cerca de la frontera de Thribriat.
En ese lugar podría retirarse del mundo e intentar rescribir el trabajo de su vida. Pero ¿quién lo editaría, ahora que carecía de poder? ¿Quién lo leería si no estaba impreso? Había enviado una desesperada carta a su hija y ahora se proponía ir al sur en barco. El coche avanzaba velozmente cuesta abajo. Al pie de la colina, en lugar de girar hacia los muelles, torció a la derecha y tomó un estrecho sendero. Las tazas de las ruedas rechinaron al rozar una pared.
–¡Cuidado, necio, equivocas el camino! –dijo SartoriIrvrash, pero para sus adentros. ¿Qué importaba lo que ocurriera?
Las ruedas repiquetearon por una callejuela y entraron en un pequeño patio abandonado. El conductor saltó a tierra y cerró las puertas del patio, para que no pudieran ser vistos desde fuera. Luego se dirigió al ex canciller.
–¿Quieres bajar? Alguien te espera. –Se quitó su gorro e hizo una parodia de reverencia.
–¿Quién eres? ¿Para qué me has traído aquí?
El joven abrió la puerta del coche.
–¿No me conoces, Rushven?
–¿Quién...? ¡Roba, eres tú! –dijo, con cierto alivio, porque acababa de vislumbrar la idea de que JandolAnganol se propusiera secuestrarlo y asesinarlo.
–O soy yo o soy un hoxney, porque me estoy moviendo muy rápido estos días. Así ocurre siempre con las actividades secretas. Soy un secreto hasta para mí mismo. He jurado vengarme de mi maldito padre, que ha desterrado a mi madre. Y de mi madre, que se ha marchado sin despedirse.
Mientras el muchacho le ayudaba, SartoriIrvrash lo examinó, deseoso de ver si era tan alocado como sus palabras. RobaydayAnganol apenas si tenía doce años, y era una versión más pequeña y delgada de su propio padre. Estaba bronceado por el sol, y se veían en su torso rojizas cicatrices. La sonrisa iba y venía por su cara como un tic, o como si no pudiese decidir si bromeaba o no.
–¿Dónde has estado, Roba? Te hemos extrañado. Tu padre te extrañaba.
–¿El Águila, quieres decir? Pues casi me ha pillado. Nunca me interesó la vida de la corte. Ahora me interesa menos todavía. Soy hermano de los hoxneys. Un asistente de Madi. Nunca seré rey, ni él volverá a ser feliz. Nuevas vidas, nuevas vidas, ¡y también para ti, Rushven! Tú me mostraste por primera vez el desierto, y yo no te abandonaré. Te conduciré ante un ser importante, humano, ni mi padre ni hoxney.
–¿Cómo? ¿Qué quieres decir? Espera...
Pero Roba se alejaba. SartoriIrvrash miró con ojos dubitativos el coche cargado con todos sus bienes terrenales, y decidió seguirlo. A paso rápido, entró en una habitación oscura sólo uno o dos pasos detrás del hijo del rey.
La casa estaba construida según el oscuro lugar en que se hallaba, estirándose hacia la luz como una planta que crece entre dos rocas. Jadeando, el anciano siguió a Roba por una insegura escalera hasta una habitación del tercer piso, la única en ese nivel. SartoriIrvrash se dejó caer agotado en un taburete que alguien le ofreció. Comenzó a toser.
Tres personas aguardaban en la habitación, y observó que también ellas estaban tosiendo. La delicada elegancia, la precisión de su estructura ósea, revelaban que se trataba de sibornaleses. Uno de ellos era una mujer, muy hermosa en su chagirack de fina seda –e1 equivalente norteño del charfrul– estampada con grandes flores blancas y negras. Más atrás, en la penumbra, había dos hombres. SartoriIrvrash reconoció de inmediato a Madame Dienu Pasharatid, esposa del embajador que había desaparecido el día en que Taynth Indredd llevara los arcabuces al palacio.
Se inclinó ante ella, excusándose por toser.
–Todos lo hacemos, canciller. El volcán produce esta irritación de la garganta.
–Lo que irrita la mía es la aflicción. No debes llamarme por mi antiguo título. –No le preguntó de qué volcán hablaba, pero ella notó la incertidumbre en su rostro.
–La erupción volcánica de las montañas Rustyjonnik. Sus cenizas llegan hasta aquí.
Ella le dirigió una mirada cordial, mientras aguardaba a que se repusiera. Aunque él sabía que era una mujer inteligente, había en su boca cierta dureza que no le agradaba y muchas veces había evitado su compañía.
SartoriIrvrash miró a su alrededor. Las paredes estaban cubiertas con un fino papel desgastado en algunas partes. Había un cuadro colgado: era un dibujo a pluma de Kharnabhar, la montaña sagrada de los sibornaleses. La única ventana, situada a un lado, iluminaba el perfil de Dienu Pasharatid y dejaba ver una escarpa rocosa de la que pendían enredaderas; la vegetación estaba cubierta por una capa de cenizas grises. Roba, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, chupaba una brizna de hierba y sonreía a las personas reunidas.
–¿Qué deseas de mí? Debo llegar a mi barco antes de que me ocurran nuevos desastres –dijo SartoriIrvrash.
Dienu Pasharatid tenía las manos a la espalda y desplazaba suavemente su peso de uno a otro pie.
–Te pedimos perdón por traerte aquí de modo tan poco usual, pero deseamos utilizar tus servicios, los cuales retribuiremos con generosidad.
Siguió adelante con su propuesta, volviéndose en ocasiones a los hombres para solicitar su confirmación. Los sibornaleses eran un pueblo profundamente religioso que creía, como el ex canciller sabía, en Dios el Azoiáxico, el cual existía antes de la vida y alrededor de quien toda la vida giraba. Aquellos diplomáticos despreciaban la religión de Akhanaba, a la que consideraban poco más que una superstición. Por consiguiente, aunque se escandalizaron, no los tomó por sorpresa que JandolAnganol decidiera romper su matrimonio y contraer otro.
Los sibornaleses –y el Azoiáxico a través de ellos consideraban el vínculo entre hombre y mujer como una decisión igualitaria que debía mantenerse toda la vida. El amor era un asunto de voluntad y no de capricho.
SartoriIrvrash, deseoso de iniciar su viaje, asentía automáticamente durante esta parte del discurso, reconociendo en ese tono sentencioso una característica de los habitantes del continente norte.
Roba, sin escuchar siquiera, guiñó un ojo al ex canciller y le dijo por lo bajo:
–Aquí es donde el embajador Pasharatid se reunía con una mujer de la ciudad. Es una casa de putas histórica... pero esta señora se limitará a hablarte.
SartoriIrvrash le pidió que se callara.
Ignorando la interrupción, Madame Dienu dijo que los sibornaleses consideraban que sólo él, el canciller SartoriIrvrash, representaba el conocimiento en la corte de Borlien. Entendían que el rey lo había tratado tan mal como a la reina, y posiblemente peor. Esa injusticia les dolía, como a todos los miembros de la Iglesia de la Paz Formidable. Ahora, ella retornaba a su hogar. Invitaba a SartoriIrvrash a unirse a ellos, asegurándole que en Askitosh dispondría de una buena residencia y de un buen cargo en el gobierno como consejero, así como total libertad para completar la obra de su vida.
Él sintió un estremecimiento que en estos últimos tiempos padecía con frecuencia. Contemporizando, preguntó:
–¿Qué tipo de cargo?
La respuesta fue que como consejero en los asuntos de Borlien, los cuales conocía tan bien. Y la partida de Matrassyl sería inmediata.
SartoriIrvrash sintió tal asombro ante este ofrecimiento que ni siquiera preguntó el motivo de tanta prisa. Agradecido, aceptó.
–¡Excelente! –exclamó Madame Dienu.
Los dos hombres que estaban detrás de ella demostraron una habilidad casi propia de phagors para pasar de la quietud a una intensa actividad sin pasos intermedios. Abandonaron la habitación de inmediato, provocando ruidos y dando voces en todos los pisos y escaleras mientras personas y equipajes descendían al patio apresuradamente. De los depósitos emergieron coches de los establos hoxneys, y de cuartuchos escondidos, mozos de cuadra transportando arneses. Se organizó así una pequeña procesión en menos tiempo del que hubiera necesitado un borlienés para calzarse las botas. Todo el mundo, reunido en círculo, entonó una rápida plegaria, y luego partieron dejando la casa totalmente vacía.
Se dirigieron hacia el norte, a través de esa conejera que era el barrio antiguo, rodearon la gran Cúpula del Esfuerzo, semienterrada, y pronto se encontraron en el camino hacia el norte, con el Takissa relumbrando a su izquierda. Roba gritaba y cantaba.
Siguieron semanas de viaje.
La principal característica de aquella primera etapa era la capa de ceniza gris volcánica que todo lo cubría. La montaña Rustyjonnik, fuente continua de gruñidos y ocasionales derramamientos de lava, estaba en plena erupción. Bajo el manto de ceniza, el terreno se convertía en el país de los muertos. Los campos estaban yermos, los árboles marchitos, los arroyos quedaban taponados. Aves y animales morían o escapaban. Las familias humanas y phagors se alejaban de sus hogares.
Una vez que el grupo atravesó el río Mar, la plaga disminuyó, hasta desaparecer poco más tarde. Habían entrado en Mordriat, nombre que causaba terror en Matrassyl. La realidad era más pacífica. La mayoría de las tribus mostraban una actitud amigable debajo de sus típicos turbantes y túnicas de braffista.
Para garantizar un viaje seguro se contrataron guías; eran hombres macilentos con aspecto de villanos que se prosternaban al alba y al poniente. Por la noche, en torno del fuego del campamento, el principal de ellos, el Señalador del Camino, como él mismo se llamaba, explicaba a los viajeros cómo la ornamentación de sus vestiduras indicaba el rango. Se jactaba, además, de las numerosas jerarquías que tenía por debajo.
Nadie más escuchaba con más atención que SartoriIrvrash.
–Es extraña la propensión humana a establecer jerarquías sociales –observó al resto de sus compañeros.
–Una propensión tanto más notable cuando se observa en las zonas inferiores de la sociedad –dijo Madame Dienu–. En nuestro país se evitan esas degradantes categorías. Te gustará Askitosh. Es un modelo para todas las comunidades.
SartoriIrvrash tenía algunas reservas al respecto. Pero encontraba cierto reposo en la permanente severidad de Madame Dienu, después de tratar durante años con un rey tan voluble. A medida que el paisaje se tornaba más árido, su ánimo mejoraba; al tiempo que la locura de Roba parecía sosegarse. Pero SartoriIrvrash no lograba dormir. Sus huesos, acostumbrados a los cojines de plumas, no podían adaptarse a una manta sobre el duro suelo. Yacía despierto mirando las estrellas y los relámpagos, con una excitación que no sentía desde que sus hermanos y él eran niños. Hasta su resentimiento contra JandolAnganol disminuyó un poco.
El tiempo continuaba siendo seco. La caravana hacía grandes progresos a través de las sierras bajas. Llegaron a una pequeña ciudad comercial llamada Oysha (“probablemente –explicó a los demás SartoriIrvrash– debe su nombre a una corrupción de la palabra osh, que en Olonets local no significa otra cosa que ciudad"). Las explicaciones que se derivaban de los acontecimientos cotidianos hacían más entretenido el viaje. En Oysha –de dondequiera que derivara su nombre– el Takissa, que descendía rugiendo desde el este, se unía con un formidable afluente, el Madura. Ambos ríos nacían en el Nktryhk. Más allá de Oysha, hacia el norte, se extendía el desierto de Madura.
En Oysha cambiaron los hoxneys por kaidaws. El Señalador del Camino realizó el trueque, entrechocando muchas veces su frente con las de los vendedores. El kaidaw era un animal digno de confianza para cruzar desiertos. Las bestias de color herrumbre aguardaban en la polvorienta plaza del mercado de Oysha, indiferentes a la negociación.
El ex canciller estaba sentado sobre un cofre. Secaba su frente y tosía. La ceniza del Rustyjonnik le había dado fiebre y ardor en la garganta, y aún sentía sus efectos. Miraba las largas caras altaneras de los kaidaws, legendarias monturas de los guerreros phagor en el Gran Invierno. Era difícil ver en esas bestias cansinas el torbellino que con sus jinetes había asolado Oldorando y otras ciudades de Campannlat en la época del frío.
En el Gran Verano, esos animales acumulaban agua en su giba. Esto explicaba su utilidad en el desierto. Parecían muy mansos, pero excitaban el sentido histórico de SartoriIrvrash.
–Debería comprar una espada –dijo a RobaydayAnganol–. Cuando joven fui un esgrimista bastante bueno.
Roba dio una vuelta acrobática de lado.
–Ahora que estás libre del Aguila, pones el año patas arriba. Por supuesto, harás bien en defenderte. En estas sierras vive el maldito Unndreid. Aquí los pastores duermen todas las noches con sus numerosas hijas, y el crimen es tan común como los escorpiones.
–La gente parece animosa.
Roba se puso de rodillas; su cara demostraba suspicacia.
–¿Por qué parecen tan amistosos? ¿Por qué ahora Unndreid está armado hasta los dientes con armas de fuego de Sibornal? ¿Has descubierto por qué el negro Io Pasharatid abandonó tan súbitamente la corte?
Tomando a SartoriIrvrash del brazo, lo condujo detrás de un coche, donde sólo podían ser vistos por los ojos inocentes de los kaidaws.
–Ni siquiera mi padre puede comprar amor o amistad. Estos sibornaleses compran la amistad. Es su forma de ser. Venderían a sus madres con tal de tener paz. Han pagado su seguridad en la ruta a Borlien con los arcabuces regalados a los caudillos locales. Esas armas de fuego no son un juego. Ni siquiera el rey favorito de Akhanaba, JandolAnganol, hijo de VarpalAnganol, padre de un amante de los Madis (aunque algo menos loco), pudo jugar con ellas. Lo derrotaron en la Batalla del Cosgatt. ¿Has visto la herida en su muslo?
–Tuvo postrado a tu padre bastante tiempo. No vi la herida, sino sus consecuencias.
–Tiene una pierna un poco tiesa. Sólo por suerte puede tener aún otra parte algo tiesa. Esa herida fue un beso de Sibornal.
Bajando la voz, SartoriIrvrash dijo:
–Tú sabes que jamás confié en los sibornaleses. Cuando se hizo la demostración de los arcabuces en la corte, recomendé que no hubiera ninguno presente. No fui escuchado. Poco después de la demostración, Io Pasharatid desapareció.
Roba alzó un dedo, a modo de advertencia, y lo movió lentamente.
–Desapareció porque sus trampas quedaron a la vista de su esposa, nuestra hermosa compañera, y de su gente de la embajada. Estaba comprometida una muchacha de Matrassyl, que era la intermediaria, y con quien también yo intermediaba de vez en cuando... Por eso sé todo acerca de Pasharatid.
Se echó a reír.
–Los arcabuces que poseía Taynth Indredd, y que con tanta arrogancia obsequió a mi aguileño padre (y que mi aguileño padre tuvo a bien aceptar con tanta inconsciencia como aceptaría una costra de la peste si un mendigo se la ofreciera), se los había comprado a bajo precio a Pasharatid. ¿Por qué a bajo precio? Porque no eran suyos. Si hubiesen sido de Pasharatid, no habría podido dejar de lucrar. Eran propiedad de su gobierno, y estaban destinados a comprar la amistad de estos bandidos que ves aquí, y de Darvlish la Calavera, que ha demostrado esa amistad mil veces.
–Es una conducta inusitada en un sibornalés. Y en particular en uno con un alto cargo.
–Alto cargo, bajo personaje. Todo fue por la muchacha. ¿Nunca has visto cómo miraba a mi madre..., quiero decir, esa señora que era mi madre antes de partir sin despedirse?
–De haberlo sabido, tu padre habría mandado que lo ejecutaran. Supongo que estará de vuelta en Sibornal.
RobaydayAnganol se encogió de hombros significativamente.
–Estamos yendo tras él. Madame Dienu quiere su sangre. Para comprender por qué Pasharatid corre detrás de otras mujeres basta pensar en ella. ¿Te acostarías con un arcabuz? Estará muy atareado componiendo una mentira para ocultar sus pecados. Ella llegará y tratará de denunciarlo. ¡Ah, Rushven, no hay dramas como los de familia! Recuerda mis palabras: el viejo Io terminará encerrado en la Gran Rueda de Kharnabar. Antes era un lugar de culto; ahora meten allí a los criminales. Bueno, también los sacerdotes son prisioneros. Un gran drama. Conoces el dicho: "Hay algo más que un brazo en la manga de un sibornalés". Querría ir contigo, para ver qué ocurre.
–¿Cómo? Pero si vendrás, querido muchacho.
–Ah, no, tío, nada de afecto. Y menos por un Anganol. No protestes. Aquí nos separamos. Tú vas al norte con Madame Dienu. Yo, al sur con este coche. Tengo que cuidar de mis padres... Mis ex padres...
La decepción se dibujó en el rostro de SartoriIrvrash.
–No me abandones, muchacho, no con estos villanos. Me matarán en cualquier momento.
Mientras hacía una divertida parodia de fuga, el príncipe dijo:
–Después de todo, eso sería una forma de escapar y dejar de ser un ser humano, ¿verdad? Yo me convertiré en un Madi. Otra escapada. Para mí, el Ahd.
Dio un salto y besó la calva de SartoriIrvrash.
–Buena suerte en tu nueva carrera, querido tío. ¡De nosotros dos crecerán ramas verdes!
Saltó al coche, chasqueó el látigo por encima de los hoxneys y se alejó rápidamente. Los hombres de las tribus, alarmados, lo maldijeron en nombre de los ríos sagrados. Una nube de polvo devoró el veloz vehículo.
El desierto de Madura. Matrassyl parecía muy lejos. Pero las estrellas estaban muy cerca, y en las noches claras la hoz del cometa de YarapRombry ardía como una señal en el camino.
Al alba, cuando el fuego de la hoguera ya se había extinguido y los demás aún dormían, SartoriIrvrash temblaba. Su fiebre no desaparecía del todo. Pensaba en BillishOwpin. En la inmensidad del desierto se le hacia más creíble que hubiese venido de otro mundo.
Fue adonde estaban los kaidaws atados y encontró allí de pie, fumando, al Señalador del Camino. Los dos hombres hablaron en voz baja. Los kaidaws gruñían suavemente.
–Los animales están bastante tranquilos –comentó SartoriIrvrash–. La historia los muestra como bestias casi indomables. Dice que sólo los phagors pueden montarlos. Jamás he visto a un phagor montado en un kaidaw, ni tampoco acompañado por un ave vaquera. Tal vez la historia se equivoca también en eso. He pasado mi vida tratando de distinguir historia de leyenda.
–Quizá las dos cosas no sean muy diferentes –dijo el Señalador–. Yo no puedo opinar, puesto que soy incapaz de leer una sola letra. Pero nosotros hacemos fumar a los kaidaws cuando acaban de nacer, les soplamos humo de veronikano en la nariz. Aparentemente, eso los calma... Te contaré una cosa, ya que no puedes dormir, como me ocurre a mí. –Suspiró, preparándose para las fatigas de la narración.– Hace muchos años fui al este con mi amo, a través de las provincias dominadas por Unndreid, hasta las soledades de Nktryhk. Es un mundo distinto, muy duro, donde hay poco aire para respirar; sin embargo, la gente se mantiene sana.
–En las alturas hay menos infecciones –comentó SartoriIrvrash.
–En Nktryhk no dicen eso. Dicen que la Muerte es un amigo perezoso al que no le gusta trepar por las montañas. Te diré una cosa. Allí abunda el pescado. Muchas veces proviene de un río situado a cien millas de distancia, o más. No se pudre. Aquí, si pescas algo por la mañana, está en mal estado a la puesta de Freyr. En el Nktryhk se conserva perfectamente durante un año pequeño.
Se apoyó sobre el lomo de uno de los pacientes kaidaws y sonrió.
–Es hermoso, cuando uno se acostumbra. Frío por las noches, por supuesto. Nunca llueve. Y en los valles altos sólo viven los phagors. No son tan sumisos como aquí. Ya te digo que es un mundo distinto. Y montan en kaidaws tan rápidos como el viento, y también tienen aves vaqueras posadas en el hombro. Yo pienso que volverán e invadirán las tierras bajas cuando Freyr se aleje y las cubra la nieve. Cuando quiera que esto sea.
Asintiendo con interés y con cierta incredulidad, SartoriIrvrash preguntó:
–Pero sin duda no habrá muchos phagors a tanta altura, ¿verdad? ¿Qué pueden comer, aparte de esos peces siempre frescos? No hay alimento.
–No es así. Cultivan centeno en los valles, hasta el borde mismo de los glaciares. Lo único que necesitan es regadío. Allí cada gota de agua o de orina es preciosa. Y ese aire tan tenue posee una extraña virtud; las cosechas de centeno maduran en cuatro semanas.
–¿Medio décimo después de la siembra? Increíble.
–Sin embargo es así–dijo el Señalador–. Y los phagors se reparten el grano sin usar dinero y sin peleas. Y las aves vaqueras ahuyentan a todas las demás aves, con excepción de las águilas. Lo he visto con mis propios ojos, cuando no era más alto que el lomo de este animal. Y me propongo volver algún día: allí no hay leyes ni monarcas
–Tomaré nota de todo eso, si no te importa –dijo SartoriIrvrash.
Mientras escribía, pensó en JandolAnganol entre sus edificios abandonados.
Después del Madura, la larga desolación del Hazziz. En dos ocasiones atravesaron unas franjas de vegetación que se extendían de un horizonte al otro, como cercos de dios. Árboles, arbustos, un tumulto de flores trazaban una línea sobre el paisaje.
–Éste es / será el uct –dijo Dienu Pasharatid, traduciendo el presente–futuro sibornalés–. Se extiende de este a oeste del continente siguiendo el paso de las migraciones Madi.
En el uct vieron algunos Otros. No sólo los Madis utilizaban el verde sendero. El Señalador del Camino mató a uno con un disparo de arcabuz. Cayó al suelo casi a sus pies, todavía parpadeando de asombro. Luego lo asaron en la hoguera del campamento.
Un día la lluvia se cerró sobre las praderas como la mandíbula de una serpiente. Freyr ascendía en el cielo a mayor altura que en Matrassyl. SartoriIrvrash habría preferido viajar durante la medialuz, como acostumbraban los borlieneses de clase alta; pero los demás pensaban de otro modo.
Ya no dormirían al sereno. El ex canciller se asombró al descubrir que lo lamentaba. Ahora los establecimientos sibornaleses eran más frecuentes, y el grupo se detenía en ellos a pasar la noche.
Eran todos iguales. Unas pequeñas granjas en el centro, y un círculo de casetas para la guardia a distancias regulares en la periferia. Entre las granjas pasaban calles trazadas como ejes de una rueda que llevaban a uno o dos anillos de casas en el centro. En general los establos, depósitos y despachos rodeaban una iglesia dedicada al culto de la Paz Formidable, situada en el centro geométrico de la rueda.
Gobernaban esos establecimientos monjes–soldados vestidos de gris que supervisaban la llegada y partida de los viajeros, a quienes se daba siempre cama y comida gratuitas. Esos hombres, que cantaban himnos en honor del Dios el Azoiáxico, llevaban en la túnica el símbolo de la rueda y al hombro arcabuces del último modelo. No olvidaban que esas tierras pertenecían tradicionalmente a Pannoval.
Casi demasiado tarde, SartoriIrvrash observó que en el establecimiento sibornalés no se permitía el acceso del Señalador del Camino y de sus hombres. El guía recibió su paga de un miembro de la embajada, llevó la mano a su turbante y partió hacia el sur.
–No me he despedido de él –dijo SartoriIrvrash.
–No es necesario. Se le ha pagado y se marcha. Ahora el camino es seguro.
–Pero me gustaba ese hombre.
–Ya no nos sirve de nada. Podemos seguir de un establecimiento a otro. Y esos bárbaros creen en viejas supersticiones. El Señalador me dijo que sólo podía traernos hasta aquí porque hasta aquí llega la octava de tierra de su tribu.
Tironeando de sus patillas SartoriIrvrash respondió:
–Madame Dienu, a veces las viejas costumbres contienen la verdad. La preferencia por la propia octava de tierra está bastante difundida. Los hombres y mujeres prosperan cuando viven en la octava de tierra en que han nacido. Detrás de las viejas creencias hay cierto sentido práctico. Por lo general, las octavas siguen estratos geológicos y vetas de minerales que influyen sobre la salud.
Una sonrisa fugaz pasó por el rostro huesudo de la mujer.
–Naturalmente, es de esperar que los pueblos primitivos mantengan creencias primitivas. Eso es lo que los ancla en el primitivismo. Las cosas son permanentemente mejores allí donde vamos. –Esa última frase era, sin duda, una traducción directa de alguno de los tiempos de verbo continuos de los sibornaleses.
Como era una mujer de alto rango, Dienu Pasharatid se dirigía a SartoriIrvrash en Olonets Puro. En Campannlat sólo hablaban el Olonets Puro –distinto del Olonets Local–las castas más elevadas y los líderes religiosos, en particular los del Santo Imperio Pannovalano. Esa lengua era cada vez más una prerrogativa de la Iglesia. El lenguaje principal del continente norte era el Sibish, que poseía un alfabeto propio. El Olonets sólo se hablaba en algunos puntos de la costa sur, donde florecía el comercio con Campannlat.
El Sibish era rico en continuos y condicionales. No tenía el sonido “y” sino una “j” dura; los sonidos "ch" y "s" eran casi silbidos. De este modo, un nativo de Askitosh podía dar un matiz siniestro a las palabras dichas a un extranjero en su lengua. Quizá toda la historia de las continuas guerras norteñas se fundaba en lo irrisoria que resultaba la palabra “Matrassyl” pronunciada por un sibornalés. Detrás del breve mohín de los labios estaba la ciega fuerza impulsora del clima, de Heliconia, que no aconsejaba abrir innecesariamente la boca durante la mitad del Gran Año.
Los viajeros dejaron sus kaidaws en el primer establecimiento, donde se despidió el Señalador, y siguieron hacia el norte en hoxneys.
Después del duodécimo establecimiento, ascendieron una cuesta cada vez más empinada, de muchas millas. Tuvieron que descender de sus monturas y continuar a pie. En la cumbre de la elevación había una hilera de rajabarales jóvenes, altos y delgados, con una corteza traslúcida como tallos de apio. Cuando llegaron, SartoriIrvrash apoyó la mano en el árbol más próximo. Era suave y tibio, como el flanco de un hoxney. Alzó la vista a los altos penachos mecidos por el viento.
–No mires arriba; mira al frente –dijo uno de sus compañeros.
Al otro lado de la elevación, hundida entre sombras celestes, había una vaguada. Y más allá un azul profundo: el mar.
Ya no tenía fiebre ni se acordaba de ella. Olía una nueva fragancia en el aire.
Cuando llegaron al puerto, hasta los hombres del norte demostraron su excitación. Tenía un desafiante nombre Sibish. Rungobandryaskosh. Se ajustaba al plan general de los establecimientos donde habían estado, aunque era sólo un semicírculo, con una iglesia trepada al risco en el centro del diámetro, y con una higuera –un faro– encendida en su torre. Simbólicamente, la otra mitad del círculo se encontraba en Sibornal, del otro lado del Mar de Pannoval.
En los muelles se veían varios barcos. La solidez de su construcción demostraba a las claras que los sibornaleses eran por naturaleza gentes de mar, cosa que no ocurría con casi ningún otro pueblo de Campannlat.
Pasaron la noche en una hostería, se levantaron a la salida de Freyr y embarcaron en una de las naves con otros viajeros. SartoriIrvrash, quien nunca había viajado en una embarcación grande, se instaló en su pequeño camarote y se echó a dormir. Cuando despertó, el barco estaba a punto de abandonar el puerto.
Miró por su ventanilla cuadrada.
Muy bajo, sobre el agua, Batalix trazaba un camino plateado. Los barcos más cercanos no eran más que siluetas azules, y sus mástiles, un bosque sin hojas. Un joven robusto atravesaba el puerto en un bote de remos. La luz era tan escasa que el muchacho y el bote eran una misma cosa: una pequeña forma oscura en que el cuerpo se inclinaba hacia adelante y los remos hacia atrás. Lentamente el bote avanzaba en la luz incierta. La espalda trabajaba, los remos se hundían, y por fin la penumbra cedió (para recomponerse de inmediato) cuando el remero llegó hasta los pilares del muelle.
SartoriIrvrash recordó que en su infancia había llevado a sus dos hermanos menores en un bote a través de un lago. Podía ver sus sonrisas y sus manos hundidas en el agua. Había perdido muchas cosas desde entonces. Todo tenía su precio. Había dado mucho por el precioso Alfabeto.
Sobre la cubierta se oyeron ruidos de pies descalzos, órdenes, el crujido de jarcias y poleas mientras se izaban las velas. Incluso en el camarote fue perceptible el estremecimiento cuando la brisa las hinchó. Gritos en el muelle, una soga que caía por una banda. Habían iniciado la travesía al continente norte.
Fue un viaje de siete días. A medida que navegaban hacia el nornoroeste. Freyr permanecía más horas en el cielo. Cada noche, el brillante sol se hundía a barlovento y pasaba progresivamente menos tiempo en el horizonte, antes de alzarse en algún punto al norte del nordeste.
Mientras Dienu Pasharatid y sus amigos adoctrinaban a SartoriIrvrash acerca de las brillantes perspectivas que se avecinaban, la visibilidad disminuía; pronto estuvieron sumergidos en lo que un marinero –según oyó el ex canciller– llamó “un buen manto Uskuti”. Una densa neblina parda cayó sobre ellos, como una combinación de lluvia y tormenta de arena. Apagó los ruidos de a bordo, cubriendo todo de una grasienta humedad.
Sólo SartoriIrvrash se alarmó. El capitán le explicó que no había nada que temer.
–Tengo suficientes instrumentos para navegar sin riesgo en una caverna subterránea –dijo–. Aunque, naturalmente, nuestros modernos barcos exploradores están mejor equipados.
Invitó a SartoriIrvrash a su cabina. Sobre la mesa había una tabla de alturas solares diarias para determinar la latitud, una brújula flotante, un sextante, y un instrumento que el capitán llamaba un “nochero”, el cual permitía medir la elevación de ciertas estrellas de primera magnitud, y también la cantidad de horas restantes antes y después de la medianoche de ambos soles. La nave contaba además con equipo para la navegación de estima, con la distancia y la dirección medidas sistemáticamente sobre la carta.
Mientras SartoriIrvrash tomaba notas sobre estos asuntos, se oyó un grito del vigía, y el capitán corrió a cubierta maldiciendo de un modo que seguramente hubiera desagradado al Azoiáxico.
A través de la bruma se vislumbraban nubes pardas y, entre ellas, hombres que rugían. Poco a poco esas nubes se convirtieron en un volumen. Y cuando ya no había tiempo para maniobrar, un barco tan grande como el suyo se deslizó a menos de un metro de distancia. Se vieron linternas y rostros furiosos acompañados por puños amenazantes, y luego todo desapareció en la niebla. La nave continuó rumbo a Sibornal en medio de una desolación sepia.
Los pasajeros explicaron al extranjero que acababan de cruzarse con una de las arenqueras de Uskut, las cuales solían echar sus redes lejos de la costa. Esas arenqueras eran pequeñas fábricas entre cuyos tripulantes iba personal especializado en limpiar y salar el pescado, y toneleros para envasarlo de inmediato.
Conmovido por el incidente, SartoriIrvrash no estaba de ánimo para escuchar la apología del comercio sibornalés de arenques. Optó por retirarse a su húmedo camarote y se envolvió en su manta, temblando. Cuando desembarcaran en Askitosh, recordó, estarían a treinta grados de latitud norte, sólo cinco al sur del Trópico de Kharnabhar.
La mañana del séptimo día de viaje el muro de niebla retrocedió, aunque la visibilidad seguía siendo escasa. El mar estaba salpicado de arenqueras.
Un rato más tarde, una perezosa mancha del horizonte se resolvió en la costa del continente norte. Apenas era una línea de arenisca que separaba el mar, casi sin olas, de la tierra.
Movida por algo parecido al entusiasmo Madame Dienu Pasharatid dio a SartoriIrvrash una breve lección de geografía. Él podía ver la abundancia de embarcaciones pequeñas. Askitosh se había visto obligada a convertirse en una nación marítima por el avance de los hielos de las Regiones Circumpolares –mencionadas con respetuosa gravedad– hacia el sur. Entre el mar y los hielos había escasas tierras de labranza. Fue preciso cultivar los mares y abrir en ellos caminos hacia los dos grandes graneros del continente, situados –según indicó con un amplio gesto del brazo– muy lejos.
–¿A qué distancia? –preguntó él.
Señalando hacia el oeste, Madame Dienu enumeró las naciones de Sibornal con diversas inflexiones, como si las conociera una por una, como si fueran personajes que, de pie en una estrecha franja de tierra, miraran hacia el sur, recibieran en la espalda el cierzo helado de las Regiones Circumpolares, y sintieran una vigorosa tentación de invadir Campannlat. SartoriIrvrash murmuró algo para sus adentros.
Askitosh, Loraj, Shivenink –donde estaba la Gran Rueda–, Bribhar, Carcampan.
Las mejores regiones cerealeras estaban en Bribhar y Carcampan.
La enumeración terminó con el índice de Madame Dienu señalando hacia el este.
–Así hemos dado toda la vuelta al globo. La mayor parte de Sibomal, como puedes ver, queda atrapada entre el océano y los hielos. Así se explica nuestra independencia. Más allá de Carcampan está la región montañosa de Kuj–Juvec, donde apenas hay seres humanos, y luego se encuentra el Hazziz Superior, que conduce a la península de Chalce; y luego retornamos a la seguridad de Askitosh, la región más civilizada. Llegas en un momento del año en que tenemos en el cielo a Freyr y a Batalix. Pero durante la mitad del Gran Año, Freyr está siempre debajo del horizonte, y entonces el clima es muy severo. Es el Ultra Invierno de la leyenda... El hielo se desplaza hacia el sur, y también, si podemos, los Uskuts, como nos llamamos a nosotros mismos, si podemos. Pero muchos mueren. Muchos mueren / morirán. –Empleaba un presente–futuro–continuo.
Aunque hacía calor, Madame Dienu se estremeció ante el pensamiento.
–En otras generaciones –murmuró–. Por fortuna, esos tiempos crueles están todavía lejos. Pero es difícil olvidarlos. Supongo que se trata de memoria racial... Todos sabemos que el Ultra Invierno ha de volver.
Una vez en tierra, fueron escoltados hasta un sólido carruaje con baldaquino. Cuando los esclavos humanos terminaron de ubicar el equipaje, SartoriIrvrash y Madame Dienu subieron al vehículo. Cuatro yelks los llevaron a buen paso por una de las calles radiales que partían del puerto.
Mientras pasaban a la sombra de una inmensa iglesia, SartoriIrvrash intentó definir las impresiones que sentía. Le asombraba el hecho de que, en buena parte, el coche estuviera construido con metales y no con maderas: de metal eran los ejes, los costados e incluso los asientos.
Se veían objetos de metal por todas partes. La gente que pululaba por las calles, sin dar gritos ni avanzar a empujones como en Matrassyl, llevaba hacia los barcos pailas, escaleras y otros objetos de metal; había hombres de brillantes armaduras. Algunos de los edificios más lujosos tenían puertas de hierro primorosamente labradas o con nombres inscriptos en relieve, como si sus ocupantes se propusieran vivir allí para siempre, pese a la proximidad de las Regiones Circumpolares.
La bruma aplacaba el calor de Freyr, que para el ojo del visitante estaba demasiado alto en el cielo de mediodía. La atmósfera de la ciudad era humosa. Aunque los bosques de Sibornal eran ralos en comparación con las tumultuosas junglas de los trópicos, el continente poseía abundantes reservas de lignito y de turba, así como diversos minerales. Éstos eran fundidos en pequeñas fábricas situadas en varias partes de la ciudad. Cada metal tenía asignada una zona determinada. Allí se agrupaban los maestros y trabajadores especializados, así como sus esclavos. Durante la vida de la última generación, los metales se habían tornado más baratos que la madera.
–Es una bella ciudad–observó uno de los viajeros en un intento por agraciar al visitante.
SartoriIrvrash se sentía disminuido. Resopló suavemente sin responder.
Desde el vehículo estudiaba la forma semicircular de Askitosh. La gran iglesia del puerto era el eje. Después de un semicírculo de edificios había otro de granjas con sembradíos, luego otro de edificios, y así sucesivamente, aunque diversas exigencias rompían en algunos puntos lo que para cualquier borlienés era una simetría abrumadora.
Así llegaron a un gran edificio liso como una caja, en el que se habían abierto ventanas estrechas como ranuras. Sus puertas dobles eran de metal, y en ellas estaban inscriptas, en relieve, las palabras “Primer Conventillo, Sector Seis”. Como se podía ver, un conventillo era una mezcla de hotel, monasterio, convento, escuela y prisión, o al menos esto le parecía a SartoriIrvrash mientras examinaba la celda que le había tocado y leía las reglas.
Las reglas declaraban que se servían dos comidas por día, a las cuatro y veinte y a las diecinueve; que se rezaban oraciones (voluntarias) en la capilla del piso superior; que el jardín se abría durante el crepúsculo para el paseo y la meditación; que se podían recibir instrucciones (para lo que fuera) en cualquier momento; que los visitantes no podían abandonar el edificio sin autorización.
Suspirando, se lavó y se echó en la cama, dejando que la melancolía se apoderara de él. Pero la hospitalidad uskutoshkana, como otras características locales, era rápida y vivaz; de inmediato unos golpecitos rápidos y vivaces se oyeron en la puerta, y el ex canciller fue conducido por un pasillo a una gran sala de banquetes.
Era larga y baja, y recibía luz de las estrechas ventanas a través de las cuales se podía entrever la actividad de la calle. No había alfombras en el suelo; pero el salón exhibía un detalle de lujo, e incluso de grandeza: un enorme tapiz, situado en la pared del fondo, que representaba una gran rueda conducida a través del cielo por unos remeros vestidos de azul, que sonreían de dicha, hacia una sorprendente imagen materna de cuya boca, senos y nariz brotaban las estrellas del cielo rojo.
Tanto asombraron a SartoriIrvrash las características de ese tapiz, que ardía por tomar notas o, incluso, hacer un esbozo; pero le indicaron que avanzara al encuentro de doce personas que aguardaban para darle la bienvenida. Madame Dienu Pasharatid presentó a cada una de ellas por su nombre. Ninguna apretó la mano del ex canciller: en ese país no existía el hábito de tocar la mano de nadie que no perteneciera a la propia familia o clan.
Él intentó retener los complejos nombres, pero el único que conservó en su mente fue el de Odi Jeseratabahr, y esto porque pertenecía a una Monja Almirante, que vestía un uniforme a rayas azules y grises y era, desde luego, mujer. Y además hermosa, dentro de un estilo austero, con dos trenzas rubias anudadas alrededor de su cabeza y rematadas en dos puntas parecidas a cuernos que le daban un aire solemne y cómico a la vez.
Todos los presentes brindaron una afable sonrisa a su huésped de Campannlat y se sentaron a la mesa con gran ruido de sillas de metal raspando el suelo. Apenas estuvieron sentados se hizo silencio, y el más gris de los doce se puso de pie para decir una oración. Los demás se llevaron los dedos a la frente, en actitud de orar. SartoriIrvrash los imitó. La plegaria, canturrearla en presente–futuro–continuo, en condicional eterno, pasado a presente, transferencial, y otros modos y tiempos verbales Sibish, se proponía transmitir un mensaje de agradecimiento al Azoiáxico. La longitud de la oración intentaba, tal vez, ser proporcional a la distancia.
Finalmente concluyó y jóvenes esclavas trajeron una comida compuesta por gran cantidad de platos servidos en pequeñas porciones, en su mayoría vegetarianos –aparte del pescado– y consistentes en algas variadas, crudas o al vapor. También trajeron zumos de frutas y una bebida alcohólica a base de algas llamada yoodhl.
El único plato excepcional que a SartoriIrvrash realmente le agradó fue un animal asado traído con actitud ceremoniosa y que, según pensó, era cerdo. Estaba aún clavado en el asador y le sirvieron una porción pequeña del pecho. Sólo días después descubrió que "treebries" era Nondad asado, un manjar uskutoshki, que sólo se servía a los visitantes más notables.
Durante el banquete, Dienu Pasharatid se acercó a SartoriIrvrash desde atrás y le habló.
–Enseguida la Monja Almirante pronunciará unas palabras. Quizá te alarmen. No te preocupes. Sé que no eres hombre temeroso ni dado a la malicia, así que no pensarás mal de mí por participar en esto.
El ex canciller, súbitamente alarmado, dejó caer el cuchillo.
–¿Qué dirá?
–Anunciará algo que ha de afectar los destinos de nuestros países. Recuerda sólo que me vi obligada a traerte aquí para limpiar mi nombre de la mancha arrojada sobre él por las acciones de mi marido. Recuerda también que odias a JandolAnganol, y todo marchará bien.
Se apartó y regresó a su asiento. El no pudo probar otro bocado.
Una vez terminada la comida se sirvieron licores y comenzaron los discursos.
El primero fue el del panjandrum local, quien les dio la bienvenida en términos casi comprensibles. Luego Madame Dienu se puso de pie.
Después de breves preliminares, fue al grano. Hizo una referencia oblicua a su marido, y declaró que se había sentido obligada a ofrecer una compensación por su alejamiento de las normas diplomáticas. Por eso había rescatado al canciller SartoriIrvrash de la melancólica situación en que se encontraba y lo había traído a Sibornal.
El distinguido visitante podía hacer a Uskutoshk, y en verdad, a todo el continente norte, un servicio que registraría la historia, dando a su nombre un lugar distinguido en sus anales. Nuestra amada y venerada Monja Almirante, Madame Odi Jeseratabahr, explicaría a continuación cuál era ese servicio.
Una premonición terrible hizo que SartoriIrvrash se sintiera aún peor que con el yoodhl. Hubiera deseado un veronikano, pero al ver que nadie fumaba, estaba fumando, fumaría, o siquiera usaba el condicional eterno del verbo fumar, desistió y se aferró a la mesa cuando la Monja Almirante se puso de pie.
Usó para su discurso el Sibish Mandarín propio de una Monja Almirante.
–Monjes–Guerreros; Miembros de la Comisión de Guerra; amigos; distinguido visitante –comenzó, sacudiendo sus cuernos rubios–: El tiempo es siempre breve, de modo que abrevio / abreviaré mis palabras. En sólo ochenta y tres años Freyr está / estará en su fase más próxima y por lo tanto el Continente Salvaje y sus bárbaras naciones se encontrarán en una situación del peor pronóstico. Ellas son / han sido incapaces de enfrentar el futuro, que nosotros aquí nos enorgullecemos, a mi entender con toda justicia, de enfrentar / haber enfrentado / haber de enfrentar y estar enfrentando.
“Entre las principales naciones de ese infeliz continente, Borlien es la que sufre / sufrirá mayores dificultades. Por desgracia, nuestra vieja enemiga, Pannoval, estuvo / está floreciente. Hace poco surgió / está surgiendo un factor aleatorio no computado, cuando nuestro comercio de armamentos crecía / crecería por obra de un embajador delincuente. No me demoro / demoraré en este episodio, pero muy pronto las naciones guerreras del Continente Salvaje estuvieron / están / estarán haciendo imitaciones de nuestras armas. Podemos / habremos de poder actuar antes de que esto se difunda, mientras tenemos / estamos teniendo la supremacía indiscutida.”
“Como mis amigos de la Comisión de Guerra ya saben / sabrán, nuestro plan no es / ha de ser otro que la ocupación de Borlien.”
Sus palabras determinaron un profundo silencio. Luego surgió un enérgico murmullo de aclamación. Muchos ojos se volvieron al pálido rostro de SartoriIrvrash.
–No tenemos / habremos de tener tropas suficientes para la ocupación de todo el territorio de Borlien por la fuerza. Nuestro plan es / será anexar Borlien con medios proporcionados involuntariamente por su propio rey JandolAnganol. ¡Una vez subyugada Borlien, atacaremos Pannoval tanto desde el norte como desde el sur!
La concurrencia empezó a aplaudir antes de que la hermosa Almirante concluyera. Todos se sonreían unos a otros y luego sonrieron a SartoriIrvrash, cuya vista estaba clavada en los labios hermosamente curvados de Madame Odi.
–Tenemos / hemos de tener una flota lista para el ataque –dijeron esos labios–. Esperamos / esperaríamos que el canciller SartoriIrvrash venga / haya de venir con nosotros para cumplir un rol esencial. Grande habrá sido / habrá de ser su recompensa.
Nuevos aplausos, algo más contenidos.
–La flota se hace / hará a la vela hacia el oeste. Comando / comandaré el Amistad Dorada. Navegaremos a lo largo de la costa de Campannlat hasta la bahía de Gravabagalinien, donde la reina MyrdemInggala ha sido / está siendo exiliada, desde el oeste. El canciller y yo descenderemos / descenderíamos para liberar a la reina de su exilio, mientras el resto de la flota bombardea / bombardearía Ottassol, el principal puerto de Borlien, hasta su capitulación.
“La reina ha sido / es / ha de ser amada por su pueblo. SartoriIrvrash proclamará el nuevo gobierno de la reina de Ottassol, y será su primer ministro. No habrá necesidad de lucha.”
“Apreciaréis / habríais de apreciar el realismo de este plan. Nuestro distinguido aliado y la reina bárbara, descendiente de la salvaje Shannana de Thribriat, están / estarán unidos por el odio que sienten hacia el rey JandolAnganol. La reina habría / ha de estar feliz en su trono recuperado / por recuperar. Por supuesto, está / estará bajo nuestra supervisión.”
“Apenas nuestro poder en Ottassol esté / haya de estar consolidado, nuestros barcos y tropas avanzarán hacia la capital, Matrassyl. Según los informes de nuestros agentes, hemos de encontrar / encontraremos aliados allí, en particular el padre de la reina y sus partidarios. El inestable gobierno del rey concluirá de inmediato. Su vida también. El mundo no necesita amantes de phagors.”
“Una vez que hayamos dominado Borlien, describiremos un velocísimo movimiento de sable a través del Continente Salvaje, desde Ottassol en el sur hasta Rungobandryaskosh.”
“Vuestra presencia aquí apresurará las cosas. Descansad, amigos, porque se acerca la hora de la acción, una acción gloriosa. El grueso de la flota se pondrá / habrá de ponerse en marcha a la salida de Freyr, dentro de dos días con la ayuda de Dios.”
“Un gran futuro amanece / amanecerá.”
Esta vez, los aplausos fueron incontenibles.
XII
TRÁFICO DE PASAJEROS RÍO ABAJO
–La ignorancia inmutable y brutal de la gente... Trabajan y no mejoran su destino. O no trabajan. No hay ninguna diferencia. No les interesa nada más allá de su pueblo... Ni siquiera más allá de su ombligo. Mira a esos ociosos. Si fuera tan estúpido como ellos, aún sería un buhonero en el parque de Oldorando...
El filósofo que hacía estos comentarios estaba extendido sobre cojines. Sostenía con la mano derecha una copa de su Exaggerator favorito, con hielo picado y limón, y su brazo izquierdo rodeaba a una muchacha con cuyos pechos jugueteaba.
El auditorio a quien estaban destinadas sus observaciones –excluyendo a la muchacha, que tenía los ojos cerrados– se componía de dos personas. Su hijo estaba apoyado contra la borda de la barca en que viajaban, con la mirada perdida y la boca entreabierta. El chico tenía a su lado un montoncillo de gwing–gwings azules y amarillos, y ocasionalmente escupía un hueso hacia el resto del tráfico fluvial.
Echado cerca de la proa, a la sombra, había un joven pálido que transpiraba y murmuraba sin cesar. Estaba cubierto por una sábana listada y movía con inquietud sus piernas debajo de ella; tenía fiebre desde el momento en que la embarcación había salido de Matrassyl en viaje al sur. Atravesaba uno de los períodos de menor lucidez, y apenas si era más capaz de recibirlas enseñanzas del hombre mayor que el comedor de gwing–gwings.
Esto no arredraba al filósofo.
–En nuestra última escala, pregunté a un necio apoyado contra un árbol si creía que cada año el clima era más caluroso. Contestó: "Siempre ha hecho calor, maestro, desde el día en que el mundo fue creado". ¿Cuándo fue eso?, le pregunté. "En la Edad de Hielo, según he oído decir". Esa fue su respuesta. ¡En la Edad de Hielo! No tienen cabeza. Piensa en la religión. Yo vivo en un país religioso, pero no creo en Akhanaba. Y no creo en Akhanaba porque he reflexionado. Los nativos de esos pueblos no creen en Akhanaba; no porque hayan reflexionado, puesto que no reflexionan...
Se interrumpió para apretar más firmemente el seno izquierdo de la chica y beber un largo trago de Exaggerator.
No creen en Akhanaba porque son demasiado estúpidos para creer. Adoran toda clase de demonios, Otros, Nondads, dragones. Aún creen en dragones... Adoran a MyrdemInggala. Le pedí una vez a mi administrador que me mostrara el pueblo. En casi todas las cabañas hay un retrato de MyrdemInggala. No se parece a ella más que a mí; pero está dedicado a ella... Como decía, no les interesa otra cosa que su ombligo.
–Me aprietas demasiado–dijo la muchacha.
El hombre bostezó y se preguntó, ausente, por qué disfrutaba más con la compañía de extraños que con la de su propia familia: de ese hijo bastante necio, de su esposa sin interés, de su hija con carácter dominante. Querría navegar para siempre por el río con esa muchacha y con ese joven que declaraba haber venido de otro mundo.
–Es tranquilizador el ruido del agua. Me gusta. Lo echaré de menos cuando me retire. Es una prueba de la inexistencia de Akhanaba. Para hacer un mundo tan complicado como éste, con una provisión estable de seres vivos que van y vienen, semejantes a un conjunto de piedras preciosas extraídas de la tierra y pulidas para vender... Para hacer un mundo así, tendrías que ser Verdaderamente inteligente, fueras o no un dios. ¿No es así? Dime, ¿no es así?
Con el índice y el pulgar de su mano izquierda le dio un leve pellizco, de modo que la chica chilló y dijo:
–Sí, si tú lo dices...
–Sí que lo digo. Y si fueras tan inteligente, ¿qué placer te podría dar sentarte a mirar el mundo y ver la estupidez de estos nativos? La monotonía te haría perder la razón. Una generación tras otra, sin progreso... «En la Edad de Hielo»... Por la Observadora...
Bostezó otra vez; sus párpados se cerraron.
Ella le clavó un dedo entre las costillas.
–Está bien. Ya que tú eres tan inteligente, dime quién hizo el mundo. Si no fue Akhanaba, ¿quién fue?
–Haces demasiadas preguntas –respondió él.
Muntras, el Capitán del Hielo, se quedó dormido. Sólo despertó cuando el Dama de Lordryardry se preparaba para amarrar, por la noche, en Osoilima, donde el patrón gozaría de la hospitalidad de la sucursal local de la Compañía de Transportes de Hielo de Lordryardry. Había aceptado esa hospitalidad en cada uno de los puertos tocados durante el viaje, de modo que éste había sido más largo que de costumbre; casi tanto como, al volver a Matrassyl, cuando las embarcaciones de su flota de carga eran arrastradas contra la corriente por grupos de hoxneys.
Un motivo había hecho que el agudo Capitán del Hielo, en los días de su juventud, hubiese creado un establecimiento en Osoilima; ese motivo se erguía a gran altura sobre ellos mientras amarraban el Dama de Lordryardry. A cien metros por encima de los brassims que florecían por todas partes. Dominaba la jungla circundante y el ancho río, y pesaba sobre su propio reflejo en el agua. Atraía peregrinos de las catorce comarcas de Campannlat, ansiosos de santidad y de hielo. Era la Piedra de Osoilima.
El administrador local, un hombre de pelo gris y fuerte acento dimariamano, llamado Grengo Pallos, subió a bordo y apretó cálidamente la mano de su jefe. Ayudó a Div Muntras a supervisar el desembarco de pasajeros. Cuando los phagors descargaron unos bultos con la leyenda OSOILIMA, Pallos volvió al lado del Capitán del Hielo.
–¿Sólo tres pasajeros?
–Peregrinos. ¿Cómo van las cosas?
–No muy bien. ¿Me traes algo más?
–Nada. Están perezosos en Matrassyl. Disturbios en la corte. Mal momento para el comercio.
–Eso me han dicho. Las espadas y las monedas nunca tintinean a la vez. Lamentable lo de la reina. Sin embargo, si nos unimos a Oldorando, quizá vengan más peregrinos. Malos tiempos, Krillio: hasta los devotos se quejan de que hace demasiado calor para viajar. Me pregunto cómo terminará esto. Te retiras en el mejor momento.
El Capitán del Hielo llevó a Pallos aparte.
–Tengo un problema muy especial, y no sé qué hacer con él. Un muchacho enfermo, se llama BilhshOwpin. Dice que ha venido de otro mundo. Tal vez esté loco, pero lo que dice es muy interesante, si lo piensas dos veces. Cree que se está muriendo. Yo pienso que no. ¿Tu mujer podría cuidarlo?
–Naturalmente. Por la mañana arreglaremos el precio.
De modo que ayudaron a Billy Xiao Pin a bajar a tierra. También descendió la muchacha, llamada AbathVasidol, a quien Muntras había invitado a ir a Ottassol. Su madre, MettyVasidol, regía una casa en las afueras de Matrassyl, y era una vieja amiga del Capitán.
Los dos mercaderes bebieron un trago y fueron a visitar a Billy, instalado en el modesto establecimiento dirigido por la esposa de Pallos.
Billy se sentía mejor. Le habían frotado la columna vertebral con un trozo de hielo de Lordryardry, un remedio efectivo para todo tipo de males. Ya no tenía fiebre, y no tosía ni estornudaba. Su alergia había cedido al salir de Matrassyl. El Capitán le dijo que no moriría.
–Moriré pronto, Capitán; pero te agradezco de todos modos lo amable que has sido conmigo –respondió Billy. Después de los horrores de Matrassyl, pertenecer al Capitán del Hielo era la felicidad.
–No morirás. Ha sido ese inmundo volcán, el Rustyjonnik, derramando su veneno. Todo el mundo cayó enfermo en Matrassyl. Con los mismos síntomas que tú: ojos llorosos, dolor de garganta, fiebre. Pero ahora estás bien, y puedes ponerte en pie. No te abandones.
Billy tosió suavemente.
–Quizá tengas razón. Tal vez la enfermedad prolongue mi vida. Sin duda moriré a causa del virus hélico, puesto que no soy inmune a él; pero el volcán puede haber postergado ese destino por una o dos semanas... De todos modos, debería aprovechar al máximo la vida y la libertad. Ayúdame a ponerme en pie.
Unos momentos después caminaba por la habitación, reía, estiraba los brazos.
–¡Qué alivio, qué alivio! –exclamó Billy–. Estaba empezando a odiar su mundo, Capitán. Por un momento pensé que Matrassyl acabaría con mi vida.
–No es un mal lugar, cuando lo conoces.
–¡Demasiada religión!
–Allí donde haya seres humanos y phagors –dijo Muntras– habrá religión. El choque de dos ignorancias genera ese tipo de cosas.
La sagacidad de la observación impresionó a Billy, pero la esposa de Pallos, sin tenerlo en cuenta, tomó a Billy del brazo y le dijo:
–Pero si estás espléndidamente. Te bañaré y te sentirás bien del todo. Luego te daremos algo de comer; eso es lo que necesitas.
Muntras agregó:
–Sí, y tengo además otro medicamento para ti, Billish. Te enviaré a la encantadora Abath, hija de una antigua amiga mía. Es una chica preciosa. Una hora en su compañía te hará mucho bien.
Billy lo miró con ojos inquisitivos, mientras sus mejillas se coloreaban.
–Te he dicho que soy de otra raza... No he nacido en Heliconia... ¿Será posible? Sí, somos físicamente idénticos... Pero, esa muchacha, ¿querrá...?
Muntras rió de buena gana.
–Estoy seguro de que le gustarás más que yo. Sé que has puesto tu corazón en la reina, Billish, pero no dejes que eso te desanime. Usa un poco tu imaginación, y Abath será igual a la reina en todos los sentidos.
El rostro de Billy enrojeció.
–Por la Tierra, ¡qué experiencia! ¿Qué te puedo decir? Sí, envíala y veremos qué sucede...
Los mercaderes salieron. Pallos reía y se frotaba las manos.
–Ciertamente, demuestra espíritu experimental. ¿Le cobrarás por la chica?
Muntras, que conocía el temperamento mercenario de Pallos, ignoró la pregunta. Pallos comprendió el reproche y se apresuró a preguntar:
–¿Por qué dice que va a morir? ¿Piensa que de verdad viene realmente de otro mundo? ¿Es eso posible?
–Vamos a tomar una copa, y te mostraré algo que me dio. –Llamó a Abath, la besó en la mejilla, y la envió a ver a Billish.
Las sombras de la noche adoptaron la intensidad del terciopelo. Batalix estaba en el cielo occidental. Los dos hombres se sentaron en la galería de la casa de Pallos, con una botella y una linterna entre ambos. Muntras alzó su puño, lo apoyó sobre la mesa y lo abrió.
En su palma estaba el reloj de Billy, con las tres series de pequeñas cifras que cambiaban sin cesar:
11:49:2 19:06:52 23:15:43
–Es hermoso. ¿Cuánto vale? ¿Se lo has comprado? Muntras respondió:
–No existe otro como éste. Según Billish, aquí en el centro indica la hora y fecha de Borlien; y además del mundo de donde ha venido, y de otro mundo de donde no ha venido. En otras palabras, se podría decir que esta joya prueba su historia. Para hacer un reloj tan complejo como éste hay que ser verdaderamente sabio, casi como un dios... Y sin embargo me cuesta pensar que no está loco. Billish dice que el mundo que construyó este objeto, el mundo de donde él viene, vuela por encima de nosotros y observa las tonterías de los nativos. Y que es un mundo hecho por hombres como nosotros. Sin necesidad de dioses.
Pallos bebió un sorbo de Exaggerator y movió la cabeza.
–Espero que no puedan leer las cifras de mis negocios.
La niebla se elevaba del río. Una madre llamaba a su hijito para que volviera a casa, advirtiéndole que los greebs podían salir del agua y devorarlo de un solo bocado.
–El rey JandolAnganol tuvo esta refinada máquina del tiempo en sus manos. Vio en ella un mal presagio. Pannoval, Oldorando y Borlien deben estar unidos, y sólo la religión conseguirá que esto suceda. El rey está tan comprometido en este proyecto que no puede permitir un solo elemento de duda. –Golpeó el reloj con su dedo regordete.– Esta joya sorprendente es un elemento de duda. Un mensaje de esperanza o de temor, depende de quién seas. –Señalándose un bolsillo del pecho, agregó: Como otros mensajes que han dejado a mi cuidado. Te digo, Grengo, que el mundo está cambiando, y no antes de tiempo.
Pallos suspiró y bebió un sorbo de su vaso. –¿Quieres ver mis libros, Krillio? Las ganancias de este año no han sido brillantes.
El Capitán del Hielo miró a Pallos por encima de la linterna; la luz daba a este último un aire espectral.
–Quiero hacerte una pregunta, Grengo. ¿No tienes ninguna curiosidad? Te muestro este reloj y te explico que viene de otro mundo. Allí está el extraño viajero, Billish, gozando de su primer rumbo en Heliconia... ¿Qué puede pasar por su mente? ¿No despierta esto tu sensación de misterio? ¿No piensas que hay algo más allá de tus libros de contabilidad?
Pallos se rascó la mejilla y ladeó la cabeza.
–Todos esos cuentos que escuchábamos en la infancia... Esa mujer le decía al niño que un greeb podía atraparlo... ¿La has oído? No he visto un greeb desde que estoy en Osoilima, hace ya ocho años. Los han matado a todos para sacarles la piel. Querría cazar uno alguna vez. Las pieles se venden a buen precio. No, Capitán: Billish cuenta una historia inventada. ¿Cómo pueden los hombres hacer un mundo? E incluso si fuera verdad, ¿qué? Eso no mejoraría mis cuentas, ¿no te parece?
Muntras suspiró, moviendo su silla para poder mirar la niebla; quizás esperaba que emergiera un greeb, para poder demostrarle a Pallos lo equivocado que estaba.
–Creo que cuando el joven Billish se libere de ese kooni lo llevaré hasta la cumbre de la Piedra, si le quedan fuerzas. Pide a tu esposa que nos prepare algo de comer, ¿quieres?
Muntras permaneció donde estaba mientras el administrador salía. Encendió un veronikano y fumó con satisfacción, mirando vagamente cómo el humo ascendía hasta las vigas. Ni siquiera se preguntaba dónde estaría su hijo, porque lo sabía: en el bazar local. Los pensamientos de Muntras estaban mucho más lejos.
Finalmente, Billy y Abath aparecieron, tomados de la mano. La cara de Billy era apenas lo bastante ancha para dar cabida a su sonrisa. Se sentaron ante la mesa sin hablar. También sin hablar, Muntras ofreció la botella de Exaggerator. Billy movió la cabeza.
Era fácil advertir que había tenido una importante experiencia emocional. Abath parecía tan compuesta como si volviera de la iglesia. Sus rasgos eran los de una Metty más joven, pero con una gloria que Metty había perdido tiempo atrás. Tenía una mirada directa, en tanto que la de Metty era levemente furtiva. Sin embargo, pensaba Muntras, quien se consideraba buen juez de la naturaleza humana, demostraba el mismo aire de reserva que su madre. Huía de un problema de alguna clase en Matrassyl, lo que podía explicar su circunspección. Pero a Muntras le bastaba con admirarla así, con ese ligero vestido que destacaba sus pechos jóvenes y generosos y hacía juego con el tono castaño de su pelo.
Quizás había un dios. Quizá mantenía el mundo en movimiento, a pesar de su estupidez, para que existiera una belleza como la de Abath...
Por fin, Muntras exhaló el humo y dijo:
–De modo, Billish, que en tu mundo los hombres y las mujeres no se interesan mucho en tramodear...
–Nos enseñan a tramodear, como tú dices, a los ocho años de edad. Es una disciplina. Pero aquí... Quiero decir, con Abath... es... lo contrario de la disciplina... Es real... Oh, Abathy... –Exhalando su nombre como Muntras el humo, la abrazó y besó apasionadamente, interrumpiéndose sólo para decirle palabras cariñosas. Ella respondía de modo más discreto.
Billy apretó la mano de Muntras.
–Tenías razón, amigo mío. Es igual a la reina en todos los aspectos. Y mejor.
El Capitán dijo:
–Tal vez todas las mujeres sean iguales, y la única diferencia esté en la imaginación de los hombres. Recuerda la vieja frase: "Todos los rumbos llegan a la costa al mismo ritmo". Tu imaginación es vívida, y supongo, en consecuencia, que has encontrado en ella un excelente tramodeo... ¿Los koonis de nuestro mundo son tan profundos como los del tuyo?
–Más profundos, más suaves, más vivos... –Besó otra vez a la muchacha.
El Capitán suspiró.
–Acaba con eso. En los demás, la pasión es tan aburrida como la borrachera. Vete, Abath. Quiero que este joven recupere un poco la sensatez, si es posible... Billish, si has conseguido ver algo más allá de tu prodo desde que llegamos, habrás reparado en la Piedra de Osoilima. Subiremos a ella. Si estás bastante bien para montar sobre Abath, también lo estarás para ascender a la Piedra.
–Está bien, si Abath viene con nosotros.
Muntras lo miró con una expresión amenazante y jocosa a la vez.
–Dime, Billish, tú en realidad vienes de Pegovin, en Hespagorat, ¿no es así? Es una tierra de grandes bromistas.
–Oye. –Billy se sentó frente al Capitán.– Vengo de donde ya te he dicho: de otro mundo. Allí nací y me crié, y hace poco llegué en el vehículo espacial que te he descrito. Jamás te mentiría, Krillio, te debo demasiado. Siento que te debo más que la vida.
Un gesto de objeción.
–No me debes nada. Nadie debe nada a nadie. Recuerda que fui mendigo. No pienses demasiado bien de mí.
–Has trabajado con tesón y has creado una gran empresa. Ahora eres amigo de un rey...
Dejando escapar un poco de humo a través de sus labios, Muntras dijo con frialdad:
–¿Es eso lo que piensas?
–¿Acaso no eres amigo del rey JandolAnganol?
–Digamos que hago negocios con él. –¿Acaso no lo aprecias?
El Capitán del Hielo sacudió la cabeza, dio una chupada a su veronikano y dijo:
–Billish, a ti no te importa la religión, al menos no más que a mí. Pero debo advertirte que la religión está muy arraigada en Campannlat. Considera el modo en que su majestad rechazó tu reloj. Es muy supersticioso, y es el rey. Si hubieses mostrado ese objeto a los campesinos de Osoilima, te habrían hecho un santo o te habrían matado con sus horquillas.
–Pero ¿por qué?
–Es la irracionalidad. La gente odia aquello que no comprende. Un loco puede cambiar el mundo. Te lo digo por tu propio bien. Ahora, vamos.
Se puso de pie dando por concluido el tema, y apoyó su mano en el hombro de Billy.
–La muchacha, la comida, mi administrador, la Piedra. Cosas prácticas.
Se hizo como deseaba, y pronto estuvieron listos para la ascensión. Muntras descubrió que Pallos jamás había subido a la Piedra, a pesar de haber vivido junto a ella durante ocho años. Todos rieron cuando se ofreció a escoltarlos, con un arcabuz sibornalés al hombro.
–Tus cifras no serán tan malas si te puedes permitir esa artillería–dijo Muntras, con suspicacia. No confiaba en sus administradores más que en el rey.
–La he comprado para proteger tus propiedades, Krillio, y he ganado con mucho esfuerzo cada roon que he gastado en ella. Y no porque la paga sea buena, ni siquiera cuando los negocios marchan bien.
Recorrieron un sendero que corría desde el muelle hasta el pequeño pueblo de Osoilima. Allí la niebla era menos densa, y unas pocas luces, alrededor de la plaza central, creaban un simulacro de animación. Había mucha gente, atraída por la brisa algo más fresca del ocaso. Los tenderetes de dulces, waffles y recuerdos estaban plenos de actividad. Pallos señaló una o dos casas que daban albergue a peregrinos, las cuales consumían regularmente hielo de Lordryardry. Explicó que la mayoría de los que erraban por allí dilapidando su dinero, eran peregrinos. Algunos acudían, atraídos por la tradición local, a liberar a sus esclavos humanos o phagors, porque habían llegado a considerar impropio poseer otra vida.
–¡Abandonar así una propiedad valiosa! –exclamó disgustado por la necedad de sus semejantes.
La base de la Piedra de Osoilima se hallaba junto a la plaza. Aunque más correcto era decir que tanto ésta como la ciudad habían sido construidas junto a la Piedra. Cerca de allí, en una hostería llamada El Esclavo Liberado, el Capitán del Hielo compró cuatro velas. Atravesaron el jardín de la hostería e iniciaron el ascenso. Junto a la pared de la Piedra crecían talipots, cuyas rígidas hojas debieron hacer a un lado para poder avanzar. Los relámpagos veraniegos herían la atmósfera.
–Soy demasiado viejo para estas cosas –gruñó Muntras.
Pero ascendiendo lentamente llegaron por fin a una plataforma, y atravesaron una arcada que los condujo hasta la cima de la roca, donde se había excavado una bóveda. Apoyaron los codos contra el parapeto y contemplaron el bosque sumergido en la niebla.
Otras personas estaban ya en camino. Se oía en lo alto el murmullo de sus voces. Una escalera había sido labrada hacía ya mucho tiempo. Giraba en torno de la Piedra y carecía de barandillas de seguridad. Las luces de las velas titilaban.
Hasta ellos llegaron los ruidos del pueblo, y el continuo rumor del Takissa. En alguna parte se tocaba música: un doble clouth, o tal vez, tratándose de esa región, una binaduria, y tambores. Y en el bosque, cuando la niebla lo permitía, podían observar débiles luces.
–Tal como dicen –gorjeó Abath–. Ni una hectárea habitable ni una deshabitada.
–Los verdaderos peregrinos pasan aquí la noche para contemplar las auroras–dijo Muntras a Billy–. En estas latitudes no hay un solo día del año en que no aparezcan en algún momento en el cielo los dos soles. En mi tierra es diferente.
–La gente es muy científica en el Avernus, Krillio –dijo Billy abrazando a Abath–. Tenemos medios para imitar la realidad, video en tres dimensiones y demás, así como un retrato imita un rostro real. Es por eso que nuestra generación duda de la realidad, no cree que exista. Hasta dudamos que Heliconia sea real. No sé si comprendes qué quiero decir...
–Yo, Billish, he recorrido la mayor parte de este continente como mercader, y antes como mendigo y como buhonero. He ido hacia el oeste hasta un país llamado Ponipot, más allá de Randonan y Radado, donde termina Campannlat. Ponipot es perfectamente real, aunque nadie en Osoilima crea en su existencia.
–¿Pero dónde está ese mundo tuyo, Billish, el Avernus? –preguntó Abath, impaciente ante la conversación de los hombres–. ¿Está en alguna parte, encima de nosotros?
–Mm... –El cielo estaba libre de nubes.– Allí está Ipocrene, ese astro brillante. No; Avernus aún no ha aparecido. Está en algún punto debajo de nosotros.
–¡Debajo! –La chica dejó escapar una risa sofocada.–Estás loco, Billish. Deberías recordar mejor tu propia historia. Debajo... ¿Acaso es una especie de fessup?
–¿Y dónde está ese otro mundo, la Tierra? ¿Puedes verlo, Billy?
–Está demasiado lejos. Además, la Tierra no da luz, como un sol.
–¿Y el Avernus sí?
–Lo vemos porque refleja la luz de Batalix y de Freyr. Muntras reflexionó.
–Entonces, ¿por qué no podemos ver la Tierra a la luz de Batalix y de Freyr?
–Porque hay demasiada distancia. Es difícil de explicar. Si Heliconia tuviese una luna, sería más fácil. Pero en ese caso la astronomía de Heliconia estaría mucho más avanzada. Las lunas atraen al cielo los ojos de los hombres; más que los soles. La Tierra refleja la luz de su propia estrella, el Sol.
–Me figuro que el Sol estará demasiado lejos para verlo. De todos modos, mis ojos no son como antes.
Billy movió la cabeza y examinó el cielo, hacia el nordeste.
–Están por allá... El Sol, la Tierra y los demás planetas. ¿Cómo llamáis a esa constelación larga y dispersa, con esas estrellas casi imperceptibles en la parte superior?
Muntras respondió:
–En Dimariam la llamamos el Gusano de la Noche.
Bendito sea, no la veo con claridad. En esta región se llama Gusano de Wutra. ¿No es así, Grengo?
–Es inútil que me preguntes los nombres de las estrellas –replicó Pallos con una risa ahogada, como queriendo decir "Pero muéstrame una moneda de oro de diez roons y ya verás cómo la identifico".
–El Sol es una de las estrellas más débiles del Gusano de Wutra, más o menos por donde deberían estar las branquias.
Billy hablaba en tono de broma, algo incómodo con su papel de maestro, después de recibir lecciones durante muchos años. Mientras hablaba, volvió a relampaguear, y pudo verlos a todos fugazmente. La hermosa muchacha, con la boca entreabierta, miraba hacia donde él señalaba. El administrador local, aburrido, contemplaba la oscuridad, con el pulgar metido en el caño de su arcabuz. El robusto Capitán del Hielo, con una mano apoyada en la frente, escrutaba el infinito con la determinación impresa en su rostro.
Eran bastante reales: Billy se estaba acostumbrando, desde que se encontraba en compañía de Muntras y de Abath, a la idea de una realidad real, por deplorable que esto hubiese podido parecer a su consejero del Avernus, víctima de una realidad irreal. El sistema nervioso de Billy había despertado a la vida a causa de los nuevos sonidos, colores, olores, texturas y experiencias. Por primera vez vivía plenamente. Quienes lo miraban desde la estación considerarían que estaba en el infierno; pero la libertad que sentía en su cuerpo le decía que se encontraba en el paraíso.
El relámpago desapareció, convertido en nada, dejando un instante de oscuridad total antes de que la suave noche volviera a la existencia.
“¿Acaso puedo convencerles de la realidad del Avernus y de la Tierra?–se preguntó Billy–. Y tampoco pueden ellos convencerme de sus dioses. Habitamos dos umwelt de pensamiento diferentes.”
Y luego llegó una pregunta más sombría. ¿Y si la Tierra sólo era una ficción de la imaginación averniana, el dios que faltaba en Avernus? Eran evidentes en todas partes los efectos devastadores de Akhanaba y de sus batallas contra el pecado. ¿Qué prueba había de la existencia de la Tierra, aparte de ese nebuloso sector donde brillaba el Sol, en el Gusano, hacia el nordeste?
Postergó el incómodo interrogante para algún momento futuro mientras escuchaba a Muntras.
–Si la Tierra está tan lejos, Billish, ¿cómo pueden contemplarnos sus habitantes?
–Ése es uno de los milagros de la ciencia. La comunicación a muy larga distancia.
–¿Podrías escribir cómo lo hacéis, cuando lleguemos a Lordryardry?
–¿Quieres decir que allí la gente, gente real, como nosotros –preguntó Abath–, podría estar mirándonos ahora mismo? ¿Y que puede vernos grandes, no en la garganta de un gusano?
–Es más que probable, querida Abath. Tu cara y tu nombre deben ser ya conocidos por millones de personas en la Tierra. O mejor dicho, serán conocidos cuando pasen mil años, porque eso es lo que tarda la comunicación entre el Avernus y la Tierra.
Sin amilanarse ante las cifras, Abath sólo pensó una cosa. Acercó una mano a su boca y dijo al oído de Billy:
–¿No nos habrán visto juntos en la cama?
Pallos, que pudo oír la pregunta, rió y le pellizcó el trasero.
–Cobras extra si alguien mira, ¿verdad?
–Ocúpate de tus propios miserables asuntos–le respondió Billy.
Muntras frunció los labios.
–¿Y qué placer pueden encontrar en observar nuestra estupidez?
–Lo que distingue a Heliconia entre miles de otros mundos –dijo Billy, retomando una especie de tono profesoral– es que aquí hay organismos vivientes.
Mientras digerían la observación, desde la jungla neblinosa llegó hasta ellos un ruido: una nota aguda, distante pero clara.
–¿Ha sido un animal? –preguntó la muchacha.
–Creo que fue una trompeta phagor –dijo Muntras–. A menudo es una señal de peligro. ¿Hay muchos phagors libres por aquí, Grengo?
–Tal vez sí. Los phagors liberados han aprendido de los hombres y viven muy cómodamente en sus propias casas de la jungla, según he oído decir –informó Pallos–. Sin embargo, sus harneys nunca son lo bastante inteligentes... Se les puede cobrar muy alto precio por el hielo picado.
–¿Los phagors te compran hielo? –preguntó Abath con sorpresa–. Pensaba que sólo la Guardia Phagor del rey JandolAnganol recibía hielo como parte de su paga.
–Traen cosas para vender a Osoilima: collares de huesos de gwing–gwing, pieles y otras mercancías, de modo que tienen dinero para comprarme hielo. Lo mastican de inmediato, de pie en mi tienda. Es repugnante. Como hombres que se emborrachan.
El silencio descendió sobre ellos. Sin moverse, contemplaban la noche bajo la ilimitada bóveda de las estrellas. Para sus mentes, la espesura era igual de ilimitada. De allí provenían los sonidos. En una ocasión fue un grito, como si incluso aquellos que gozaban de su recién ganada libertad, sufrieran. De las estrellas sólo recibían plácidas señales de luz, y de la gran piedra que tenían debajo, oscuridad.
–Los phagors no nos molestarán–dijo Muntras, interrumpiendo sus especulaciones–. Billish, en esa dirección, donde está el Sol, se encuentra la Cordillera Oriental, que la gente llama el Alto Nktryhk. Muy pocos la han visitado. Es casi inaccesible, y según afirma la leyenda, sólo los phagors viven allí. Mientras cabalgabas en tu Avernus, ¿has visto alguna vez el Alto Nktryhk?
–Sí, Krillio, muchas veces. Y tenemos reproducciones del Nktryhk en nuestros centros recreativos. Por lo general sus picos están envueltos en nubes, así que los vemos en infrarrojo. La meseta más alta, que cubre la cordillera como un techado, está a más de quince kilómetros de altura y penetra en la estratosfera. Es una visión imponente. Terrible, a decir verdad. En las cumbres no vive nada, ni siquiera phagors. Me gustaría haber traído una fotografía para mostrarte, pero ellos no favorecen esas cosas.
–¿Puedes explicarme cómo se hace una... fotojirafa?
–Fotografía. Lo intentaré, cuando lleguemos a Lordryardry.
–Muy bien. Bajemos, entonces; no nos quedemos a esperar que Akhanaba aparezca. Vamos a comer y dormir; saldremos antes de mediodía.
–Avernus aparecerá dentro de una hora. Atravesará el cielo en veinte minutos.
–Has estado enfermo, Billish. Dentro de una hora estarás en la cama. A comer, y luego a la cama. Solo. Debo ser tu padre en la Tierra, quiero decir, en Heliconia. Así, si tus padres nos están viendo, estarán contentos.
–En realidad no tenemos padres, sino clanes –dijo Billy, mientras pasaban por debajo de la arcada–. Se practica el nacimiento extrauterino.
–Me encantaría que me mostraras un dibujo de eso –dijo el Capitán del Hielo.
Billy tomó la mano de Abathy y todos se dispusieron para el descenso.
Río abajo, el paisaje cambiaba. Primero en una costa, luego en ambas, se veía extensos cultivos. Las junglas quedaban atrás. Habían entrado en la región del loes. El Dama de Lordryardry se deslizó en Ottassol casi antes de que sus pasajeros se enterasen, desacostumbrados como estaban a las ciudades cuyas existencias transcurrían bajo tierra.
Mientras Div supervisaba la descarga de mercaderías en el muelle, el Capitán del Hielo llevó a Billy a un camarote, ahora vacío, debajo de la cubierta. –¿Te sientes bien?
–Espléndidamente. No puede durar. ¿Dónde está Abathy?
–Oye, Billy, quiero que no te muevas de aquí mientras resuelvo un asunto en Ottassol. Debo ver a un par de viejos amigos y entregar una carta importante. Aquí la gente no tiene un pelo de tonta. No quiero que nadie se entere de tu existencia, ¿comprendes?
–¿Por qué?
Muntras lo miró a los ojos.
–Porque yo sí tengo un pelo de tonto y creo lo que me has contado.
Billy sonrió, complacido.
–Gracias. Tienes un buen sentido que les falta al rey y a SartoriIrvrash.
Se estrecharon las manos.
El volumen del Capitán del Hielo casi parecía llenar el pequeño camarote. Se inclinó hacia adelante, y en tono de confidencia dijo:
–Recuerda cómo te trataron esos dos, y haz lo que te digo. Quédate en este camarote. Nadie debe saber que estás aquí.
–Mientras tú bajas y te emborrachas. ¿Dónde está Abathy?
Una gran mano hizo un gesto de advertencia.
–Me estoy volviendo viejo y no quiero complicaciones. No me emborracharé. Regresaré tan pronto como pueda. Quiero llevarte sano y salvo a Lordryardry, donde serás bien cuidado, tú y tu cronómetro mágico. Allí me hablarás de la nave que te trajo aquí, y de las otras invenciones. Pero antes debo atender algunos asuntos, y entregar esa carta.
Billy insistió con mayor ansiedad.
–Krillio, ¿dónde está Abathy?
–No debes volver a caer enfermo. Abathy se ha marchado. Tú sabías que sólo venía hasta Ottassol.
–¿Se ha marchado sin despedirse? ¿Sin un último beso?
–Div estaba celoso, de modo que la hice desembarcar deprisa. Te envió su amor. Tiene que ganarse la vida, como todos.
–Ganarse la vida... –Se quedó sin palabras.
Muntras aprovechó la oportunidad para abandonar el camarote y echar llave desde fuera. Guardó la llave, sonriendo.
–Volveré en seguida–dijo, mientras Billy empezaba a aporrear la puerta. Subió las escaleras, cruzó la cubierta y descendió por la planchada. En el muelle se iniciaba un túnel que penetraba en el loes. Sobre el túnel había una enseña: COMPAÑÍA DE TRANSPORTES DE HIELO DE LORDRYARDRY. SÓLO MERCANCÍAS EN TRANSITO.
Era un muelle pequeño. El muelle principal de Lordryardry estaba a un kilómetro río abajo; era mucho más grande, y allí atracaban las naves de mar. Pero en éste había más seguridad y menos curiosos. Después de atravesar el túnel, Muntras entró en un despacho.
Al verlo, dos empleados se pusieron de pie y ocultaron sus naipes debajo de unos libros. Los otros ocupantes del despacho eran Div y Abath.
–Gracias, Div. ¿Quieres salir con los empleados y dejarme un momento a solas con Abathy?
Con su displicencia característica, Div hizo lo que se le solicitó. Cuando la puerta se hubo cerrado detrás de
los tres hombres, Muntras se volvió hacia la muchacha.
–Siéntate, querida, si quieres.
–¿Qué deseas? El viaje ha terminado y tengo que seguir mi camino. –Parecía hostil, y al mismo tiempo ansiosa. La visión de la puerta cerrada le preocupaba. En el modo en que inclinaba hacia abajo las comisuras de sus labios, Muntras reconoció la expresión de disgusto de su madre.
–No seas descarada, jovencita. Hasta ahora te has comportado como es debido, y estoy satisfecho de ti. Por si no lo sabes, el capitán Krillio Muntras, a pesar de su vejez, es un aliado valioso para una muchacha como tú. Estoy satisfecho de ti, y me propongo recompensarte por lo amable que has sido con Billish y conmigo.
Ella se relajó un poco.
–Lo siento –dijo–. Sólo que has hecho un misterio de eso. Quiero decir, me habría gustado decir adiós a Billish. ¿Qué le pasa en los harneys?
Mientras ella hablaba, él sacó de su cinto algunas piezas de plata. Se las tendió, sonriendo. Abath se acercó y se dispuso a recoger el dinero; con su mano libre, él apretó fuertemente la muñeca de la muchacha, quien lanzó un grito de dolor.
–Muy bien, el dinero es tuyo, pero antes me dirás una cosa. ¿Sabes que Ottassol es un gran puerto?
Muntras oprimió la muñeca hasta que ella lanzó un gemido:
–Sí.
–¿Sabes que, por lo tanto, hay aquí muchos extranjeros?
Apretón. Gemido.
–¿Y sabes que entre ellos hay gente de otros continentes?
Nuevo apretón de la muñeca. Nuevo gemido.
–¿Cómo Hespagorat, por ejemplo?
Apretón y gemido.
–¿Y hasta de la lejana Sibornal?
Apretón, gemido.
–¿Incluso de la raza Uskut?
Apretón, pausa, gemido.
Aunque por los profundos pliegues del ceño de Muntras parecía que ese catecismo no estaba terminado, dejó en libertad la muñeca de la muchacha, que se había puesto roja durante el interrogatorio. Abath tomó las monedas de plata y las guardó en un bolso, entre el equipaje arrollado que tenía a su lado, sin otro comentario que una mirada sombría.
–Eres una persona sensata. En la vida, tomas lo que puedes. Y no me equivoco cuando pienso que en Matrassyl has tenido tratos con cierto hombre de raza Uskut, referentes a las mercancías usuales. ¿No es así?
Ella se mantenía alerta, como si pensara atacarlo.
–¿Qué mercancías usuales?
–Aquellas cuyo comercio practican tú y tu madre, querida: dinero y kooni. Oye, no es un secreto para mí, porque tu madre me lo dijo, y lo he guardado desde entonces. Pero ahora necesito que me recuerdes cómo se llama ese hombre de raza Uskut con el que intercambiabas esas mercancías.
Abath sacudió la cabeza. En sus ojos brillaban las lágrimas.
–Creí que eras un amigo. No importa. De todos modos, ese tipo se fue de Matrassyl, y ha regresado a su propio país. Se metió en líos... Y por eso vengo al sur, si quieres saberlo. Mi madre bien podía refrenar su maldita lengua.
–Ya veo. Tu provisión de dinero disminuyó..., o se marchó... Pues bien, sólo quiero oír su nombre, y luego estarás en libertad.
Ella alzó las manos hasta su rostro, y dijo:
–Io Pasharatid.
Un instante de silencio.
–Has apuntado alto, muchacha. Apenas puedo creerlo. Nada menos que el embajador de Sibornal. Y no sólo kooni; también había armas de fuego en el asunto. ¿Su mujer lo sabía?
–¿Qué piensas? –Otra vez se mostraba desafiante. Tenía más bríos que su madre.
Él continuó:
–Muy bien. Gracias, Abathy. Sabes ahora que te tengo aferrada. Tú me tienes aferrado. Sabes acerca de Billish. Nadie más debe conocer su existencia. Es necesario que calles y no menciones jamás su nombre, ni siquiera en sueños. Sólo ha sido otro cliente. Ahora se ha marchado, y tú has recibido tu paga. Si hablas de Billish alguna vez, enviaré una nota al representante de Sibornal y tendrás problemas. En esta tierra religiosa las relaciones entre mujeres de Borlien y embajadores extranjeros es estrictamente ilegal. Siempre conduce al chantaje, o al crimen. Si alguien se entera de tu asunto con Pasharatid, nadie volverá a verte. ¿Nos hemos comprendido bien?
–¡Oh, sí, hrattock, sí!
–Muy bien. Me alegro. Te aconsejo que tengas la boca y las piernas cerradas. Te llevaré a ver a un amigo a quien debo visitar. Es un sabio. Necesita una criada. Te pagará regularmente y muy bien. Aunque me gusta hacer las cosas a mi gusto, no soy por naturaleza un hombre duro. De modo que te estoy haciendo un favor, tanto por ti misma como por tu madre. Sola en Ottassol, no tardarías en meterte en problemas.
Muntras hizo una pausa para ver qué le respondía, pero Abath se limitó a mirarlo con ojos incrédulos.
–Quédate con mi sabio amigo en su confortable casa, y no tendrás necesidad de prostituirte. Hasta es probable que encuentres un buen marido; eres bonita y nada tonta. Es una oferta desinteresada.
–Y tu amigo me vigilará en tu nombre, supongo.
Él la miró y frunció los labios.
–Se ha casado hace poco y no te molestará. Vamos. Iremos a verlo. Sécate la nariz.
El Capitán del Hielo Muntras llamó un sedán de una rueda. AbathVasidol y él subieron, y el sedán partió, arrastrado por dos veteranos de las Guerras Occidentales que reunían entre ambos dos brazos y medio, tres piernas y una cantidad aproximadamente igual de ojos.
Atravesaron así, rechinando, los callejones subterráneos de Ottassol hasta que entraron al Patio de la Guardia, donde la luz del día brillaba en un cuadrado de cielo. Al pie de unas escaleras había una sólida puerta con una enseña. Bajaron del estrecho vehículo, los veteranos aceptaron una moneda, y Muntras tocó la campanilla.
No era de esperar que un hombre de la profesión de Bardol CaraBansity, deuteroscopista, demostrara sorpresa, fuera quien fuese el que llamaba a su puerta; pero elevó una ceja, mirando a la muchacha, mientras apretaba la mano de su viejo conocido.
Bebiendo el vino servido por su amante esposa, CaraBansity se manifestó encantado de instalar en su casa a AbathVasidol.
–Supongo que no te gustará llevar de un lado a otro trozos de hoxney, pero hay tareas menos ingratas que cumplir. De todos modos, bienvenida.
Su mujer parecía menos satisfecha por el nuevo arreglo, pero no dijo nada.
–Entonces, con el debido respeto, seguiré mi camino –dijo Muntras, poniéndose de pie.
CaraBansity lo imitó; esta vez, su sorpresa era inconfundible. En los últimos años el Capitán del Hielo había desarrollado hábitos ociosos. Cuando entregaba el hielo –la casa del deuteroscopista y sus cadáveres consumían una buena cantidad–, el mercader solía instalarse cómodamente, dispuesto a una larga y agradable conversación. Esa prisa, pensó CaraBansity, debía de tener algún significado.
–Te agradecemos el que nos hayas traído a esta señorita. Al menos, te acompañaré de regreso a tu barco –dijo–. No, no, insisto.
E insistió, hasta el punto de que el desconcertado Muntras se vio instantáneamente con las rodillas apretadas contra las del deuteroscopista y casi rozando sus narices, sin poder mirar a otro lugar que al frente, mientras se sacudían en un sedán hacia el depósito de MERCANCÍAS EN TRANSITO.
–Tu amigo SartoriIrvrash –dijo el Capitán del Hielo. –Espero que esté bien.
–No. El rey lo ha destituido y ha desaparecido.
–Sartori, desaparecido... ¿Adónde se ha marchado?
–Si se supiera, no sería una desaparición –replicó
Muntras con humor, liberando una rodilla.
–¿Qué ha ocurrido, por la Observadora?
–Sabes todo acerca de la reina de reinas, por supuesto.
–Pasó por aquí camino de Gravabagalinien. Según las noticias, se perdieron cinco mil sombreros arrojados al aire cuando llegó al muelle real.
JandolAnganol y tu amigo disputaron por la Masacre de los Myrdólatras.
–¿Y él desapareció después?
Muntras asintió tan levemente que sus narices apenas se tocaron.
–¿En los calabozos de palacio, como otros?
–Es muy probable. Salvo que haya sido lo bastante hábil para huir de la ciudad.
–Debo averiguar qué ha ocurrido con sus preciosos manuscritos.
Silencio.
Cuando el sedán llegó al depósito, Muntras dijo, apoyando la mano en el brazo de CaraBansity:
–Eres muy amable, pero no es necesario que desciendas.
Mostrándose tan confuso como podía, CaraBansity descendió de todos modos.
–Vamos, ya entiendo tu juego. Muy hábil. Mi esposa puede conocer mejor a tu bonita AbathVasidol mientras tú y yo tomamos un trago de despedida en tu barco, ¿verdad? No creas que se me escapa tu intención.
–No, pero... –Mientras un ansioso Muntras pagaba a los hombres del sedán, el deuteroscopista avanzaba a paso firme hacia el muelle donde estaba amarrado el Dama de Lordryardry.
–Espero que tendrás en tu camarote la tradicional botella de Exaggerator –dijo en tono alegre CaraBansity, cuando Muntras lo alcanzó–. ¿Y dónde has encontrado a esta muchacha que tu amabilidad ha querido dejar a mi cargo?
–Es la amiga de una vieja amiga. Ottassol es un lugar peligroso para chicas inocentes corno Abathy.
Dos guardianes phagor custodiaban el Dama de Lordryardry; llevaban brazaletes con el nombre de la compañía.
–Lo siento, pero no te puedo invitar a bordo, amigo mío –dijo Muntras, interponiéndose en el camino de CaraBansity, de modo que sus ojos estuvieron de nuevo a punto de tocarse.
–Pero ¿por qué? Creí que éste era tu último viaje...
–Oh, volveré... Vivo cerca de aquí, apenas del otro lado del mar...
–Pero te aterrorizan los piratas.
Muntras suspiró.
–Te diré la verdad, si guardas silencio. Tengo un caso de peste a bordo. Debía haberlo declarado a las autoridades del puerto, pero no lo hice, ansioso como estaba de volver a casa. No puedo permitir que subas. De ninguna manera. Pondrías en peligro tu vida.
–Hum. –CaraBansity puso su carnosa mano en el mentón y miró a Muntras por debajo de su ceño fruncido.– Mi oficio me obliga a estar en contacto con las enfermedades; tal vez ya sea inmune a ellas. Por hacer honor al Exaggerator, correré el riesgo.
–No, lo siento. Eres un amigo demasiado bueno como para perderte. Volveré pronto, cuando tenga menos prisa, y beberemos hasta desmayarnos –dijo atropelladamente, apretó la mano de CaraBansity y se alejó casi corriendo. Subió a saltos la planchada y gritó a su hijo y a todo el resto del personal de a bordo que zarparían de inmediato.
CaraBansity permaneció en el muelle y aguardó hasta que el Capitán del Hielo desapareció bajo la cubierta. Luego giró lentamente sobre sus talones y empezó a alejarse.
A medio camino se detuvo, chasqueó los dedos y se echó a reír. Pensó que ya había resuelto el enigma. Para celebrar este nuevo triunfo de la deuteroscopia, tomó la primera callejuela y entró en una taberna donde no era conocido.
–Medio Exaggerator–pidió. Un obsequio a sí mismo, una recompensa. La gente se denunciaba sin saberlo, por una razón fundamental: odiaban sentirse culpables, y por eso se traicionaban. Con esta idea en la mente, recordó lo que había dicho Muntras en el sedán. “En los calabozos del palacio...” “Es muy probable.” Eso podía querer decir cualquier cosa. Por supuesto. El Capitán del Hielo había rescatado a SartoriIrvrash de las iras del rey, y lo llevaba a un lugar seguro en Dimariam. El asunto era demasiado peligroso para que Muntras se lo contara incluso al amigo de SartoriIrvrash en Ottassol...
Mientras sorbía la humeante bebida, comenzó a imaginar las posibilidades que se abrían ante este conocimiento secreto.
En su larga y colorida carrera, el Capitán del Hielo Muntras había tenido que hacer algunas jugarretas tanto a amigos como a enemigos. Muchos desconfiaban de él; sin embargo sentía por Billy una suerte de afecto paternal, reforzado tal vez por las dificultades que experimentaba con su propio hijo, el ineficiente Div. A Muntras le gustaba el desamparo de Billy y valoraba la abundancia de conocimientos sorprendentes que parecía poseer. Billy era en verdad un mensajero de otro mundo; Muntras no tenía duda de ello. Estaba decidido a protegerlo contra cualquier peligro.
Pero antes de emprender viaje a su tierra de Dimanan aún debía atender un pequeño asunto. Su apacible viaje por el Takissa no había hecho olvidar a Muntras la promesa que hiciera a la reina. En el muelle principal de Ottassol llamó a su oficina a uno de sus capitanes, el encargado de su transporte costero Patán de Lordryardry, y puso ante él la carta de MyrdemInggala.
–Tú estás destinado a Randonan, ¿no es así?
–Y también a Ordelay.
–Entonces entregarás este documento al general borlienés Hanra TolramKetinet, del Segundo Ejército. Te hago personalmente responsable de que llegue a sus manos. ¿Has entendido?
En el muelle principal el Capitán del Hielo trasladó a Billy hasta el mejor barco de la flota, el Dama de Lordryardry. La nave estaba capacitada para transportar doscientas toneladas del mejor hielo. Ahora, ya de regreso, llevaba madera y cereal. Junto a un excitado Billy y un huraño Div.
Un viento favorable hinchó las velas hasta que las jarcias se estiraron y silbaron. La proa giró hacia el sur como el imán de una brújula, apuntando a la distante Hespagorat.
Las costas de Hespagorat, junto a los tristes animales que las habitaban, eran una visión familiar para quienes iban en la Estación Observadora Terrestre. Pero mostraron mucho interés cuando la frágil nave de madera que transportaba a Billy Xiao Pin se acercó a ellas.
El dramatismo no era un rasgo de la vida a bordo del Avernus. Se lo evitaba. Las emociones eran consideradas superfluas, tal como en "Acerca de la prolongación de una estación climática de Heliconia más allá del tiempo de una vida humana". Aun así, se evidenciaba una tensión dramática, especialmente entre los jóvenes de las seis grandes familias. Todos se veían forzados a vivir situaciones de aceptación o desacuerdo con los actos de Billy.
Muchos decían que era un inútil. Resultaba más difícil admitir que demostraba valor y una considerable habilidad para adaptarse a diferentes condiciones. Bajo las enardecidas disputas yacía la esperanza de que Billy convenciese a las gentes de Heliconia de que ellos, los avernianos, existían.
Era cierto que Billy parecía haber convencido a Muntras; pero Muntras no era considerado importante. Y había indicios de que Billy, tras haber convencido al Capitán del Hielo, no seguiría avanzando en esa dirección y se dedicaría a disfrutar deforma egoísta y superficial el resto de sus días hasta que el virus de hélico lo atacase.
La gran decepción era que Billy había fracasado con respecto a JandolAnganol y a SartoriIrvrash. Había que admitir, sin embargo, que ambos estaban preocupados por asuntos más inmediatos.
La pregunta que poca gente del Avernus se hacía, era qué habrían podido hacer el rey y su consejero si se hubiesen tomado la molestia de escuchar a Billy y de creer en la existencia de su "otro mundo". Porque esa pregunta llevaba a la reflexión de que Avernus era mucho menos importante para Heliconia que ésta para aquél.
Los éxitos y fracasos de Billy se comparaban con los de anteriores ganadores de la Lotería de Vacaciones de Heliconia. A decir verdad, pocos habían obtenido tan buenos resultados. A algunos los habían matado al llegar al planeta. A las mujeres les había ido peor que a los hombres; la atmósfera no competitiva del Avernus favorecía la igualdad sexual; en tierra, las cosas tenían un curso diferente y la mayoría de las mujeres ganadoras habían terminado sus vidas como esclavas. Una o dos personalidades fuertes habían conseguido que se diera crédito a sus historias, y en un caso se había desarrollado un culto religioso en torno del Salvador del Cielo (para citar uno de sus títulos). Ese culto desapareció cuando un grupo de Apropiadores destruyeron los pueblos donde vivían sus creyentes.
Las personalidades más fuertes habían ocultado por completo su origen, sobreviviendo gracias a su ingenio.
Todos los ganadores tenían una característica en común. A pesar de las advertencias muchas veces severas de los Consejeros, todos habían practicado, o al menos intentado, la relación sexual con los pobladores de Heliconia. Las mariposas buscaban siempre la llama más viva.
El trato recibido por Billy sólo fortaleció la general repulsa que sentían las familias hacia las religiones de Heliconia. El consenso de opinión era que esas religiones se oponían a una vida sensata y racional. Los habitantes –creyentes o no creyentes– vivían enredados en la falsedad, a juicio del Avernus. No se veía por ninguna parte la intención de vivir de un modo sosegado, considerando la propia vida como una forma de arte.
En la lejana Tierra las conclusiones serían distintas. Ese capítulo de la larga cabalgata de la historia que se refería a JandolAnganol, a SartoriIrvrash y a Billy Xiao Pin, sería visto con un dolor superior al que conocía el Avernus; un dolor en el cual se equilibraban de un modo maravilloso el desapego y la empatía. El desarrollo de casi todos los pueblos de la Tierra había superado la etapa en que las creencias religiosas se suprimen, se reemplazan por ideologías, se traducen a cultos de moda o se atrofian hasta constituir una fuente de referencias para el arte y la literatura. Los pueblos de la Tierra podían comprender cómo la religión permitía incluso a los laboriosos campesinos una vislumbre de la eternidad. Comprendían que quienes tenían menos poder experimentaban mayor necesidad de dioses. Comprendían que incluso Akhanaba empedraba el camino hacia un sentido religioso de la vida que pudiera prescindir de un dios.
Y lo que mejor comprendían era la razón que hacía a la raza de dos filos inmune a las perturbaciones de la religión; sus mentes eotemporales no alcanzaban ese desasosiego. Los phagors no eran capaces de aspirar a una altura moral que les permitiera humillarse ante falsos dioses.
Los materialistas del Avernus, a mil años luz de estas reflexiones, admiraban a los phagors. Veían que habían recibido mejor a Billy que en el palacio de Matrassyl. Algunos se preguntaban en voz alta si el próximo ganador de la Lotería de Vacaciones no debería probar suerte con los seres de dos filos, en la esperanza de conducirlos al destronamiento de los ídolos de la humanidad.
Se llegó a esa conclusión después de largas horas de discusiones cuidadosamente desarrolladas. Debajo de ella estaban los celos por la libertad de la humanidad heliconiana, incluso en su terrible situación; unos celos demasiado destructivos para que fuera posible enfrentarse a ellos dentro de los límites de la Estación Observadora Terrestre.
Parte 2