Publicado en
mayo 16, 2010
Parte 1XIII
UN CAMINO HACIA UN ARMAMENTO SUPERIOR
El año pequeño avanzaba, aunque los efectos estacionales eran virtualmente borrados por la gran inundación del verano de Freyr. La Iglesia celebraba sus días especiales. Los volcanes estaban en erupción. Los soles giraban sobre las dobladas espaldas de los campesinos.
El rey JandolAnganol enflaquecía esperando que llegara su declaración de divorcio. Planeaba una nueva campaña en el Cosgatt para derrotar a Darvlish y recuperar en cierta medida su popularidad. Disfrazaba su angustia interior con una constante actividad nerviosa. Yuli, su runt, lo seguía a todas partes, junto con otras sombras que se desvanecían apenas el rey volvía hacia ellas su mirada de águila.
JandolAnganol rezó sus oraciones, se hizo flagelar por su vicario, se bañó y vistió, y salió al patio del palacio donde se encontraban los establos de los hoxneys. Llevaba puestos un rico keedrant con figuras de animales bordadas en él, pantalones de seda y altas botas de piel. Ceñía sobre el keedrant una coraza de cuero con adornos de plata.
Lapwing, su hoxney favorita, ya estaba ensillada. Montó en ella. Yuli corrió, llamándolo padre; JandolAnganol alzó a la criatura e hizo que se instalara detrás de él. Salieron al trote hacia el ondulado parque situado fuera del palacio. Un destacamento de la Primera Guardia Phagor acompañaba al rey a distancia respetuosa; en esos peligrosos tiempos, JandolAnganol depositaba en ella más confianza que nunca.
Sintió el aire tibio en sus mejillas. Respiró profundamente. Todo estaba empolvado de gris en honor del distante Rustyjonnik.
–Hoy habrá dizzpadoz –dijo Yuli.
–Sí, disparos.
En un valle donde los brassims elevaban sus hojas correosas había un blanco. Varios hombres de ropas oscuras hacían afanosos preparativos. Se quedaron inmóviles cuando llegó el rey, corroborando de ese modo que su sola presencia era capaz de congelar la sangre de sus súbditos. La Guardia Phagor se acercó silenciosamente y formó en línea, bloqueando la entrada del valle.
Yuli saltó de Lapwing y echó a correr de un lado a otro, indiferente a la situación. JandolAnganol permaneció en la montura, con el ceño amenazante, como si tuviese también el poder de congelarse a sí mismo.
Una de las figuras inmóviles se adelantó, dirigiéndole un saludo. Era un hombre pequeño y delgado de fisonomía poco corriente, que vestía la áspera indumentaria de arpillera de su profesión.
Se llamaba SlanjivalIptrekira. Ese nombre sonaba grosero y divertido. Quizás a causa de ese inconveniente, SlanjivalIptrekira ostentaba a su edad mediana unas vigorosas patillas, reforzadas por un vello en sus orejas digno de un phagor. Esto daba a su rostro amable cierta ferocidad, y lo hacía, además, más ancho que alto.
Se mordió los labios con gesto nervioso mientras sostenía la mirada de halcón del soberano. Su inquietud no era ocasionada por las implicaciones de su nombre, sino por el hecho de que era armero real y jefe de la Corporación de Herreros. Y porque seis arcabuces construidos bajo su dirección y copiados de una pieza de artillería sibornalesa serían puestos a prueba de inmediato.
Ésta era la segunda demostración. Seis prototipos anteriores, probados medio décimo antes, se habían negado a funcionar. Por eso SlanjivalIptrekira se mordía los labios; por eso le temblaban las rodillas.
El rey se mantenía erguido en su montura. Alzó la mano. Las figuras volvieron a la vida.
Seis sargentos phagor debían probar los arcabuces uno por uno. Avanzaron. Rostros bovinos sin expresión, enormes motas peludas contrastando con la escuálida anatomía de los armeros.
El nuevo ingenio de SlanjivalIptrekira parecía idéntico al modelo original. Su cañón era de un metro veinte de largo, e iba encajado a una culata de madera con ornamentos de plata que se curvaba hacia abajo para convertirse en un pie. Ambos estaban unidos con bandas de cobre. Para la construcción de tan sorprendente artefacto se había utilizado el mejor hierro que eran capaces de producir las forjas de la Corporación de Herreros. Como el modelo original, se cargaba por la boca mediante una baqueta.
El primer sargento phagor se acercó con el primer arcabuz. Lo sostuvo mientras un armero lo cargaba. Luego puso su rodilla en tierra de un modo que ningún ser humano podría imitar, puesto que su rodilla no se articulaba hacia atrás sino hacia adelante. Un trípode soportaba en parte el peso del arcabuz. El sargento apuntó.
–Preparados, majestad –dijo SlanjivalIptrekira, pasando ansiosamente la mirada del arma al rey. Éste hizo un gesto casi imperceptible con la cabeza.
La mecha descendió. Chisporroteó la pólvora. Con una gran explosión, el arma se hizo añicos.
El sargento cayó hacia atrás, lanzando un alarido gutural. Yuli corrió chillando hacia los arbustos. Lapwing se espantó. Los pájaros huyeron de los árboles.
JandolAnganol contuvo a su yegua.
–Prueba con el número dos.
Ayudaron a incorporarse al sargento; de su pecho y de su cara manaba un líquido parecido al pus. Un segundo sargento se dispuso a disparar.
Su arcabuz explotó con mayor violencia que el primero. Astillas de madera golpearon la coraza del rey. El sargento perdió la mitad de su mandíbula.
El tercer arcabuz se encasquilló. Después de varias tentativas la bala rodó al suelo. El armero real rió nerviosamente.
–Habrá mejor suerte ahora–dijo.
Y en efecto, la hubo. Disparó, y la bala se hundió en un costado del blanco. Era un gran blanco, para prácticas con arco y flechas, y no estaba más que a dos docenas de pasos, pero el tiro fue considerado un éxito.
El cañón del quinto arcabuz se abrió en canal. El sexto funcionó, aunque erró el disparo.
Los armeros formaban un grupo compacto y miraban el suelo.
SlanjivalIptrekira se acercó al rey. Volvió a saludar. Su bigote temblaba.
–Estamos haciendo progresos, majestad. Tal vez las cargas sean demasiado poderosas.
–Por el contrario, el metal es demasiado débil. Vuelve aquí dentro de una semana con seis armas perfectas, o desollaré a todos los miembros de tu corporación, empezando por ti, y te llevaré a Cosgatt aunque estés sin piel.
Alzó uno de los arcabuces estropeados, lanzó un silbido a Yuli y se alejó al galope hacia el palacio a través de la hierba gris.
El punto más recóndito del palacio–fortaleza, su corazón, si las fortalezas lo tienen, era sofocante. El cielo estaba cubierto y había un eco de ese cielo en cada esquina, cornisa, moldura, rincón y grieta, allí donde las cenizas del lejano Rustyjonnik se negaban a moverse. El rey sólo escapó de éstas cuando traspuso la gruesa puerta de madera y luego otra tan gruesa como la anterior.
A medida que los escalones descendían en espiral, la oscuridad y el frío lo rodeaban como una alfombra húmeda. Entró en el conjunto subterráneo de aposentos reservados a los huéspedes reales.
JandolAnganol atravesó tres habitaciones interconectadas. La primera era la más terrible: había servido como cuarto de la guardia, cocina, depósito de cadáveres y cámara de tortura, y aún contenía un equipo apropiado para esos roles anteriores. La segunda era un sencillo dormitorio con una litera, aunque también había servido como cámara mortuoria, y parecía más digna de ese fin. En la última habitación estaba VarpalAnganol.
El anciano rey estaba envuelto en una manta, con los pies apoyados en el hogar, donde ardían unos leños. Una alta ventana en la pared, a sus espaldas, dejaba que se filtrase la luz y definía su presencia como un bulto oscuro.
JandolAnganol había visto estas cosas muchas veces. La forma, la silla, el hogar, el suelo, incluso esos leños que jamás ardían bien en la atmósfera húmeda. A través de los años no se habían alterado. Le parecía que sólo en ese lugar, entre todos los de su reino, podía soportar algo así.
El anciano rey emitió un sonido que sugería la posibilidad de que quisiera toser y se volvió a medias en su silla. Su expresión era mitad vacía, mitad demente.
–Soy yo, Jan.
–Creí que era ese mismo lugar... donde saltaban los peces... Tú... –Intentó desenredarse de sus pensamientos.– ¿Eres tú, Jan? ¿Dónde está mi padre? ¿Qué hora es?
–Casi las catorce, si te interesa. .
–El tiempo libre siempre tiene interés. –VarpalAnganol dejó escapar una risa fantasmal.– ¿No es todavía hora de que Borlien choque con Freyr?
–Ése es un cuento de viejas. Tengo algo que mostrarte.
–¿Qué vieja? Tu madre ha muerto, muchacho. No la he visto durante... ¿Estaba aquí? No recuerdo. Podría dar un poco de calor a este palacio... Me pareció que olía a quemado.
–Es un volcán.
–Ah. Un volcán. Pensé que podía ser Freyr. A veces mi mente divaga... ¿Quieres sentarte, muchacho?
Se esforzó por ponerse de pie, pero JandolAnganol lo empujó de nuevo a su silla.
–¿Has encontrado a Roba? Porque ya ha nacido, ¿verdad?
–No sé dónde está... En todo caso, está loco. El viejo rey se echó a reír.
–Muy agudo. La cordura puede volverte loco, ya sabes... ¿Recuerdas cómo saltaban los peces en esa piscina? La verdad es que Roba siempre fue un poco salvaje. Debe de ser casi un hombre ahora. Si no está aquí, no te puede encerrar, ¿no es cierto? Y tampoco tienes que casarlo para que se aleje. ¿Cómo se llamaba ella? Cune. También se ha ido.
–Está en Gravabagalinien.
–Bien. Espero que él no la mate. La madre de Cune era una mujer magnífica. ¿Y mi viejo amigo Rushven? ¿Ha muerto Rushven? No sé qué hacéis allá arriba la mitad del tiempo. Si es que se puede cortar el tiempo por la mitad.
–Rushven se ha ido. Ya te lo dije. Mis agentes informan que ha huido a Sibornal. Por el bien que eso le puede hacer...
El silencio cayó entre ambos. JandolAnganol estaba con su arcabuz en la mano, sin decidirse a interrumpir los errantes pensamientos de su padre. Se sentía peor que nunca.
–Tal vez vea la Gran Rueda de Kharnabhar. Es su símbolo sagrado, ¿sabes?–dijo VarpalAnganol con gran esfuerzo, y después de dejar caer la manta logró volver su rígido pescuezo hacia su hijo–. Es su símbolo sagrado, te he dicho.
–Lo sé.
–Entonces, trata de responder cuando te hablo... ¿Qué fue de ese otro tipo, el Uskuti, sí, Pasharatid? ¿Lo capturaron?
–No. También su esposa escapó, hace un décimo.
El anciano se hundió de vuelta en la silla, suspirando. Sus manos tironearon nerviosamente de la manta.
–Me da la impresión de que Matrassyl está casi vacía.
JandolAnganol fijó la vista en el cuadrado de luz gris.
–Sólo quedamos los phagors y yo.
–¿Alguna vez te conté lo que acostumbraba hacer Io Pasharatid cuando le permitían venir a visitarme? Una curiosa conducta en un hombre del continente norte. No son apasionados como los borlieneses, saben controlarse.
–¿Conspiraste con él contra mí?
–Simplemente me quedaba donde estoy, mientras él arrastraba una mesa y la ponía debajo de esa pequeña ventana. ¿A que no has oído nunca algo parecido?
JandolAnganol empezó a caminar de un lado a otro de la celda, mirando los rincones como si buscara un camino para huir.
–Querría admirar el paisaje de tu lujoso apartamento.
El personaje de la silla soltó una carcajada.
–Precisamente eso. Admirar el paisaje. Bien dicho. Es una buena frase. Y el paisaje era de..., bueno, si te subieras a esa mesa, muchacho, verías las ventanas de las habitaciones de MyrdemInggala, y su terraza... –Una tos seca resonó en su garganta. El rey aceleró el paso.Se ve la piscina donde Cune solía bañarse desnuda mientras sus damas de compañía la esperaban. Antes de que la desterrases, por supuesto...
–¿Qué ocurrió, padre?
–Bueno, fue eso lo que sucedió. Ya te lo dije, pero tú no me escuchas. El embajador solía subirse a esa mesa y mirar a tu reina desnuda, o cubierta apenas por una túnica de muselina... Un... un comportamiento muy poco ortodoxo para un sibornalés. Para un Uskuti. O para cualquiera, en verdad.
–¿Por qué no me lo dijiste entonces? –Se mantuvo de pie, enfrentando la venerable figura de su padre.
–Bah. Lo habrías matado.
–Lo habría matado, por supuesto. Nadie me lo hubiese reprochado.
–A excepción de los sibornaleses. Borlien tendría más problemas de los que ya tiene. Nunca tendrás sentido de la diplomacia. Por eso no te lo dije.
JandolAnganol empezó a caminar de un lado a otro:
–Qué viejo slanje calculador eres. ¡Seguramente detestabas lo que hacía Pasharatid! ¿No lo odiabas?
–No... ¿Para qué están las mujeres? No tengo nada contra el odio. Te mantiene vivo, te da calor en las noches. El odio te ha traído aquí. Una vez viniste para hablar de amor, no recuerdo en qué año, pero sólo sé que...
–¡Basta! –gritó JandolAnganol dando una patada al suelo–. Nunca más hablaré de amor; ni a ti, ni a nadie. ¿Por qué nunca me has ayudado? ¿Por qué no me dijiste lo que hacía Pasharatid? ¿Se encontró alguna vez en secreto con Cune?
–¿Por qué no creces? –Su voz se llenó de malicia. Sin duda, penetraba todas las noches en su cálido nido...
Se apartó, esperando un golpe. Pero JandolAnganol se puso en cuclillas junto a él.
–Quiero que mires una cosa. Dime qué harías tú. Alzó el arcabuz que se había abierto en canal y lo puso sobre las rodillas de su padre.
–Pesa mucho. No lo quiero. Ahora, el jardín de ella está tan descuidado... –El anciano rey empujó el arma, que cayó al suelo. JandolAnganol la dejó donde estaba.
–La corporación de SlanjivalIptrekira hizo este arcabuz. Cuando lo dispararon, se partió el cañón. De los seis arcabuces que encargué, sólo uno funcionó de un modo satisfactorio. De los seis anteriores, ninguno. ¿Qué es lo que marcha mal? ¿Cómo es posible que nuestra corporación de armeros, que asegura tener una tradición de siglos, sea incapaz de hacer un simple arcabuz?
El viejo bulto de la silla guardó silencio un rato, tironeando sin éxito de la manta. Luego habló.
–Las cosas no mejoran por hacerse viejas... ¿Qué iba a decir? Rushven me contó que las corporaciones fueron creadas para sobrevivir al Gran Invierno, para transmitir los conocimientos secretamente de generación en generación, de modo que sus oficios perduraran a través de los siglos negros, hasta la primavera.
–Lo mismo le he oído decir... Y después ¿qué?
VarpalAnganol carraspeó.
–Después de la primavera viene el verano. Y cada corporación se perpetúa de una estación a otra, quizá perdiendo una parte de sus conocimientos de generación en generación, sin obtener unos nuevos. Se vuelven conservadoras. Trata de imaginar cómo debían ser esos siglos de frío y tinieblas. Algo muy parecido a estar encerrado en este agujero durante toda la eternidad, supongo. Los árboles murieron. No había madera. Ni carbón. Ni fuego para fundirlos metales... Probablemente, por el aspecto que presenta, haya fallado el proceso de fundición. Las fraguas... Quizá deberían renovarlas. O usar nuevos métodos, como hacen los sibornaleses...
–Los haré azotar por su abulia. Así tal vez obtenga algún resultado.
–No es abulia, es tradición. Prueba a cortarle la cabeza a Slanji y a ofrecer luego recompensas. Eso alentará las innovaciones.
–Sí. Sí, es probable. –Recogió el arma y se dirigió a la puerta.
El anciano lo llamó con voz débil.
–¿Para qué quieres las armas?
–El Cosgatt. Las Guerras Occidentales. ¿Para qué otra cosa?
–Primero ataca a los enemigos que están más cerca de tu puerta. Da una lección a Unndreid. A Darvlish. Luego podrás combatir más lejos.
–No necesito tu consejo acerca de la guerra.
–Tienes miedo de Darvlish.
–No tengo miedo de nadie. De mí mismo, a veces.
–Jan.
–¿Sí?
–Pide que me traigan leños que ardan, ¿quieres? –Empezó a toser.
JandolAnganol sabía que estaba fingiendo.
Deseando mostrarse humilde, el rey se dirigió a la gran cúpula principal de Matrassyl. El arcipreste BranzaBaginut lo recibió en la Puerta del Norte.
JandolAnganol oró en público. Sin pensarlo había llevado a su runt, que aguardó pacientemente mientras su amo permanecía postrado una hora entera. En lugar de complacer a su pueblo, JandolAnganol lo disgustó por conducir a un phagor ante la presencia de Akhanaba.
El Todopoderoso, no obstante, escuchó su plegaria y confirmó que debía seguir el consejo de VarpalAnganol acerca de la Corporación de Herreros.
Pero JandolAnganol vacilaba. Tenía ya bastantes enemigos sin necesidad de atacar a las corporaciones, cuyo poder era tradicional y cuyos jefes eran miembros de la scritina. Después de sus oraciones y de hacerse flagelar, entró largamente en pauk, para pedir consejo al fessup de su abuelo. La desgastada jaula gris que flotaba en la obsidiana lo consoló. Otra vez recibió aliento para actuar.
“Ser santo es ser duro”, se dijo. Había prometido a la scritina que se dedicaría a su país con todo el corazón. Así debía ser. Necesitaba arcabuces. Compensarían la carencia de hombres. Con arcabuces llegaría la edad de oro.
Acompañado por una escolta montada de la Primera Guardia Real Phagor, JandolAnganol fue a la residencia de la antigua Corporación de Herreros y Constructores de Espadas y pidió que lo admitieran. El gran edificio sombrío se abrió para él. Entró a sus salones excavados en la roca. Todo hablaba de generaciones desaparecidas mucho tiempo antes. El humo, como la edad, lo ennegrecía todo.
Fue recibido por funcionarios de uniforme, quienes con viejas alabardas intentaron cortarle el paso. El herrero–jefe SlanjivalIptrekira llegó corriendo, con las patillas erizadas; pedía perdón, sí, se inclinaba, sí, pero expresaba con firmeza que nadie que no perteneciese a la corporación (con la posible salvedad de cierta extraña mujer) había entrado jamás en el edificio, y que poseían antiguos documentos que probaban sus derechos.
–¡Atrás! Soy el rey. ¡Entraré a inspeccionar! –gritó JandolAnganol. Dio una orden al guardia phagor y se adelantó. Sin desmontar de sus hoxneys protegidos con armaduras, pasaron a un patio interior, donde el aire hedía a azufre y a tumbas. El rey bajó de su montura y avanzó, rodeado por una poderosa guardia, mientras otros soldados permanecían con los hoxneys. Los hombres de la corporación llegaban a la carrera, se escurrían por todas partes, consternados por la invasión.
Con la cara roja, SlanjivalIptrekira seguía al rey, protestando. JandolAnganol mostró sus dientes con un sagrado gruñido y desenvainó su espada.
–¡Atraviésame si quieres! –gritó el armero–. ¡Maldito seas para siempre por irrumpir aquí!
–¡Acecháis bajo tierra como miserables fessups! ¡Fuera del paso, Slanji!
El grupo invasor siguió su marcha, penetrando bajo las rocas grises hasta las entrañas del establecimiento.
Llegaron al lugar donde estaban las fraguas. Había seis; eran ventrudas, de piedra y ladrillo, remendadas y vueltas a remendar, y se elevaban hasta un sombrío techo donde los respiraderos abiertos en la roca parecían ennegrecidas cavidades. Una de las fraguas estaba en funcionamiento. Valiéndose incluso de sus propias manos, los jóvenes metían combustible dentro de una candente boca donde las llamas rugían. Hombres con mandiles de cuero sacaron por la puerta de la hornalla una bandeja de barras al rojo, las colocaron sobre una mesa mutilada y retrocedieron un paso, con los labios apretados, para ver cuál era el motivo de tanta excitación.
Más lejos, otros hombres dejaron de martillar las varas de hierro y de pie junto a sus yunques se dispusieron a observar lo que ocurría. A la vista de JandolAnganol un inmenso asombro cubrió sus rostros.
Durante un instante, también el rey se detuvo. La terrible caverna le inspiraba respeto. Un torrente cautivo brotaba de un hueco y alimentaba los enormes fuelles instalados junto a las fraguas. En todas partes había pilas de maderos e instrumentos tan espantosos como los empleados para la tortura. De una caverna contigua surgían unas tuberías de madera por donde era traído el mineral de hierro. En todas partes había herreros, fundidores, artesanos, quienes lo miraban, semidesnudos, con los ojos enrojecidos.
SlanjivalIptrekira corría delante del rey, con los brazos en alto y los puños crispados.
–Majestad, el carbón reduce el mineral de hierro. Es un proceso sagrado. No se permite a los extraños, ni siquiera a los reyes, contemplar estos ritos.
–Nada es secreto para mí en mi reino.
–¡Atacadlo, matadlo! –gritó el armero real.
Los hombres, cuyas manos estaban protegidas por gruesos guantes de cuero, alzaron las ardientes barras de metal que sostenían. Se miraron unos a otros, y las bajaron. La persona del rey también era sagrada. Nadie se movió.
Con perfecta calma, JandolAnganol dijo:
–Slanji, todos aquí pueden dar fe de que has ordenado traicionar a tu monarca. Haré ejecutar a todos los miembros de la corporación si alguno se atreve a hacer un movimiento contra el rey.
Pasó junto al armero y enfrentó a dos hombres que estaban junto a una mesa.
–Decidme, ¿qué antigüedad tienen estas fraguas? ¿Durante cuántas generaciones se han realizado así las artes del metal?
El miedo les impidió responder. Secaron sus caras ennegrecidas, con sus ennegrecidos guantes, lo que no mejoró su apariencia.
Fue SlanjivalIptrekira quien contestó, en tono sumiso:
–La corporación fue fundada para perpetuar estos procesos sagrados, majestad. Hacemos lo que nuestros antecesores ordenaron.
–Tú respondes ante mí, y no ante tus antecesores. Te he pedido buenos arcabuces, y has fracasado. –Se volvió a los demás, quienes se habían reunido silenciosamente en la cámara humosa.– Todos vosotros, y los aprendices, usáis viejos métodos. Esos métodos ya no sirven. ¿No tenéis inteligencia para comprender? Existen nuevas armas, mejores que las hechas en Borlien. Necesitamos nuevos métodos, mejores metales, mejores sistemas.
Lo miraron con sus caras tiznadas y sus ojos enrojecidos, incapaces de comprender que aquel mundo se acababa.
–Estas fraguas inservibles serán demolidas, y en su lugar se construirán otras mejores. Deben de tener fraguas así en Sibornal, en la tierra de los uskutis. Necesitamos fraguas como las sibornalesas. Y así haremos armas como las suyas.
Llamó a una docena de sus soldados y les ordenó destruir las fraguas. Los phagors tomaron barras y empezaron a cumplir la orden sin dilación. Cuando quebraron el muro de la que estaba en actividad, el metal fundido se derramó, corriendo por el suelo. Un joven aprendiz cayó gritando bajo el torrente. El metal incendió maderos y virutas. Los artesanos huyeron espantados.
Todas las fraguas fueron destruidas. Los phagors esperaban nuevas órdenes.
–Las construiréis de nuevo, según las instrucciones que os enviaré. No quiero más arcabuces inútiles. –Después de estas palabras salió del lugar. Los herreros volvieron en sí y arrojaron cubos de agua sobre los ardientes restos. SlanjivalIptrekira fue arrestado y enviado a prisión.
Al día siguiente, el armero real y maestro de las fraguas fue juzgado ante la scritina y acusado de traición. Ni siquiera los demás maestros de las corporaciones pudieron salvar a SlanjivalIptrekira. Había ordenado a sus hombres que atacaran la persona del rey. Fue públicamente ejecutado, y su cabeza quedó expuesta a la multitud.
Sin embargo, los enemigos de JandolAnganol en la scritina, y no sólo ellos, ni sólo en la scritina, estaban furiosos porque había penetrado en un recinto sagrado quebrando una antigua tradición. Era otro acto demencial que jamás habría ocurrido si la reina MyrdemInggala hubiese estado cerca para contener la locura del rey.
De todos modos, JandolAnganol envió un mensajero a Sayren Stund, monarca de Oldorando y su futuro suegro. Sabía que la destrucción de la ciudad de Oldorando a manos de los phagors había determinado que las corporaciones de artesanos se reorganizaran renovando su equipo. Por lo tanto, sus forjas debían de ser más adelantadas que las de Borlien.
A último momento, recordó enviar a su vecino un regalo para Simoda Tal. El rey Sayren Stund envió a JandolAnganol un negro jorobado llamado Fard Fantil. Las credenciales de Fard Fantil afirmaban que era un experto en fundición de hierro y que conocía los nuevos métodos. JandolAnganol lo puso a trabajar de inmediato.
También de inmediato, una delegación de la Corporación de Herreros, con las caras cenicientas, se presentó al rey y se quejó del carácter hosco y despiadado de Fard Fantil.
–Me gustan los hombres hoscos –rugió JandolAnganol.
Fard Fantil hizo trasladar las instalaciones de la corporación a una colina cercana, en las afueras de Matrassyl. Allí había madera para hacer carbón en abundancia, y la provisión de agua era constante. El agua se necesitaba para mover las prensas. Fard Fantil explicó en tono altanero que sólo así se podía triturar con eficacia el mineral. Los artesanos se rascaron la cabeza, gruñendo. Fard Fantil los maldijo. Enfurecidos por haber tenido que abandonar su residencia en la ciudad, los hombres hicieron todo lo posible para sabotear las nuevas instalaciones y hacer caer en desgracia al extranjero. Y el rey no recibió nuevos arcabuces.
Cuando Dienu Pasharatid desapareció inesperadamente de la corte siguiendo los pasos de su marido, dejó algún personal en Matrassyl. JandolAnganol los tenía prisioneros. Hizo que llevaran a su presencia a un joven uskuti y le ofreció la libertad a cambio de que diseñara un crisol de hierro eficaz.
Los modales de ese frío joven eran tan perfectos que hacía una reverencia cada vez que se dirigía al rey.
–Como sabe su majestad, los mejores herreros son de Sibornal, donde estas artes están muy adelantadas. Utilizamos lignito en lugar de carbón, y forjamos el mejor acero.
–Quiero que hagas el mejor crisol para usarlo aquí; te recompensaré.
–Su majestad no desconoce que la rueda, esa gran invención esencial, proviene de Sibornal, y que no era conocida en Campannlat hasta hace pocos siglos. Muchas de las nuevas cosechas provienen del norte. E incluso las fraguas destrozadas proceden de un diseño usado en Sibornal durante el Gran Año anterior.
–Desearíamos algo más moderno. JandolAnganol refrenaba su temperamento.
–Pero cuando la rueda llegó a Borlien, no se usó como era debido, ni en el transporte, ni en la alfarería, la irrigación o la molienda de granos. En Borlien no hay molinos de viento, como en Sibornal. Nos parece, majestad, que las naciones de Campannlat no han tenido prisa en adoptar las artes de la civilización.
Era perceptible, en el cuello del rey, el ascenso de un rubor rosado, mientras alboreaba el sol de su ira.
–No quiero molinos de viento. Quiero hornallas capaces de producir acero para mis arcabuces.
–Seguramente, su majestad se refiere a arcabuces imitados de los sibornaleses.
–Sea lo que sea aquello a que me refiero, lo que digo es que quiero que construyas una buena hornalla. ¿Comprendes, o sólo hablas Sibish?
–Perdón, majestad; yo creía que comprendías la situación. Debo explicar que no soy un artesano sino un funcionario de embajada, hábil con las cifras pero no con los ladrillos. Soy tan incapaz de construir un horno como su majestad.
Y el rey no obtuvo buenos arcabuces.
En esa época, la mitad de la población de Matrassyl estaba enferma de fiebres. Muchos niños y ancianos murieron. El rey, asediado por todas las demás plagas, era inmune. Pasaba una cantidad de tiempo cada vez mayor con sus tropas phagor. Conociendo la necesidad de repetirles todo, les decía día tras día que irían con él a Oldorando en ocasión de su boda, para hacer una gran exhibición en aquella capital extranjera.
En el palacio había lugares destinados a que JandolAnganol y la guardia phagor se encontraran en términos de igualdad. Ningún ser humano entraba en los cuarteles de los phagors. El rey se sometía a esta norma, tal como hiciese VarpalAnganol antes que él. Era impensable que se aventurara más allá de cierto punto, como había hecho al invadir el recinto tradicional de la Corporación de Herreros.
El comandante phagor era una gillot llamada GhhtMlark Chzarn, a quien JandolAnganol llamaba Chzarn. Hablaba en Hurdhu.
El rey, consciente de la aversión que sentían los seres de dos filos por Oldorando, explicó una vez más por qué deseaba la presencia de la Primera Guardia Phagor en su boda.
Chzarn respondió:
–Se ha mantenido conversación con nuestros antepasados en brida. Muchas palabras se han formado en nuestros harneys. Se ha decidido que haremos movimiento con tus fuerzas reales a Hrl–Drra Nhdo en la tierra de Hrrm–Bhhrd Ydohk. Ese movimiento haremos cuando sea ordenado.
–Bien. Pero conviene que lo hagamos juntos. Me alegra que quienes se encuentran en brida estén de acuerdo. ¿Tienes algo más que decir?
Ghht–Mlark Chzarn permanecía impasible, con sus ojos profundos y rosados puestos en los de JandolAnganol, quien podía percibir su olor y el ruido apenas audible de su respiración. Su largo trato con los phagors le anunciaba que la conversación se había acabado. Los miembros de la guardia estaban detrás de él, uno junto al otro, tan impasibles como Chzarn. De tanto en tanto se oía el ruido de una ventosidad.
Aunque JandolAnganol era un hombre impaciente, algo en la deliberación de los phagors –en esa intensa sensación de que sus palabras no venían de ellos mismos sino desde una gran distancia, desde algún depósito ancestral de conocimiento al que él jamás tendría acceso lo tranquilizaba. Se mantenía ante la comandante casi tan inmóvil como ella.
–Más palabras. –Ghht–Mlark Chzarn había pronunciado una fórmula familiar para el rey. Antes de iniciar un nuevo tema, era necesario establecer comunicación con quienes estaban en brida. Así se mantenía el pensamiento aneótico.
Se habían reunido, como pedía la tradición, en un salón militar llamado Clarigate; los humanos entraban por una puerta y los phagors por otra. Estos últimos habían pintado las paredes del recinto con arremolinados verdes y grises. El cielo raso era tan bajo que sus vigas mostraban huellas de los cuernos de dos filos, hechas tal vez con el fin de demostrar que la Guardia Phagor aún los conservaba.
Sólo un dios protegía al rey: Akhanaba, el Supremo y Todopoderoso; pero muchos demonios lo atormentaban. Los phagors no se contaban entre esos demonios; estaba habituado a su discurso grave y regular, y no los consideraba –como sus contemporáneos– de mentes retorcidas ni lentas.
En esos días de íntimo dolor, hallaba aún otro motivo de admiración en su guardia. No sentían preocupaciones sexuales. El rey consideraba que el torrente de lubricidad que ocupaba las mentes de los hombres y mujeres de la corte –y su propia mente, a pesar de aplicaciones de dios y azotes– no afectaba los harneys de los phagors.
Su sexualidad era periódica. Las gillots entraban en celo cada cuarenta y ocho días, y los stalluns cumplían el acto sexual cada tres semanas. Procedían al coito sin ceremonia, y no siempre en privado. A causa de esta falta de pudor en un acto que para los humanos era más secreto que la oración, la raza de dos filos era un símbolo de lujuria, y sus pies de cabra y sus cuernos erectos, emblemas de la concupiscencia. Eran comunes los rumores de stalluns que violaban mujeres, y a veces hombres, lo cual provocaba en ocasiones drumbles donde morían muchos phagors.
Cuando la comandante phagor recibió su pensamiento, fue lacónica:
–En nuestro avance a Hrl–Drra Nhdo, en la tierra de Hrrm–Bhhrd Ydohk, se establece que tu hueste de dos filos debe tener gran presencia. De ese modo, tu poder brillará ante las gentes de Hrl–Drra Nhdo. Ha llegado la recomendación de que esa hueste debe mostrar posesión de... –Una larga pausa, mientras el concepto se abría paso a través del lenguaje.– De nuevas armas.
Con considerable dolor, JandolAnganol dijo:
–Necesitamos la nueva artillería de mano de Sibornal. Hasta ahora, no podemos producirla en Borlien.
La humedad formaba gotas sobre los muros de Clarigate. El calor era insoportable. Chzarn hizo un gesto que el rey conocía bien; significaba "aguarda".
Él repitió la afirmación, y ella su gesto.
Después de consultar con los vivos y con quienes estaban en brida, la comandante phagor declaró que las armas necesarias se conseguirían. Aunque el rey era consciente de lo que costaba a los phagors poder verbalizar el aneótico, se sintió obligado a preguntar cómo se obtendrían las armas.
–Muchas palabras toman forma en nuestros harneys –dijo ella después de otra pausa.
Había una respuesta. Chzarn pasó al Eotemporal para expresar con claridad los tiempos verbales. Se daría una respuesta; ya estaba a punto de darse, pero aún era preciso esperar otro momento, otro décimo. Su poder se acrecentaría en Hrr–Drra Nhdo. Cuernos en alto.
Tuvo que contentarse con eso.
Para despedirse, JandolAnganol se inclinó hacia adelante, el cuello estirado, las manos pegadas al cuerpo. También la gillot se inclinó hacia adelante; su cabeza sobresalía sobre sus mamas y el gran tonel de su cuerpo. La cabeza con cuernos encontró la cabeza sin cuernos; las frentes se tocaron, los harneys estaban juntos. Luego ambos se apartaron con rapidez.
El rey salió del Clarigate por la puerta destinada a los humanos.
Sentía la excitación en su eddre. Su Guardia Phagor proveería las armas. ¡Cuánta fidelidad! ¡Qué devoción, tanto más profunda que la de los seres humanos! No imaginó otras posibles interpretaciones de las palabras de Chzarn.
Fugazmente evocó los días felices en que su carne penetraba en el dulce queme de Cune; pero esos tiempos de tranquilidad y deleite sensual habían pasado. Ahora debía preocuparse de esas criaturas que le ayudarían a liberar a Borlien de sus enemigos.
Chzarn y la tropa phagor salió del Clarigate con un espíritu muy distinto al del rey. Apenas podía decirse que su ánimo se hubiese alterado. El flujo sanguíneo se aceleraba o se hacía más lento en respuesta a la respiración; sólo eso era cierto.
Ghht–Mlark Chzarn informó de las palabras pronunciadas en el Clarigate al kzahhn de Matrassyl, GhhtYronz Tharl en persona. El kzahhn reinaba debajo de la montaña, ignorado incluso por el rey. En este tiempo tan malvado para ellos, cuando Freyr descendía las octavas de aire con su terrible calor, los seres de dos filos solían desesperarse. El icor corría perezosamente por sus venas. Aquellos que habitaban las tierras bajas llegaban a someterse por completo a los seres humanos. Pero un signo les había sido otorgado, y la esperanza anidaba en sus eddres.
Un extraordinario Hijo de Freyr, cuyo nombre era Bhrl–Hzzl Rowpin, había sido conducido ante el kzahhn Ghht–Yronz Tharl. Bhrl–Hzzl Rowpin venía de otro mundo y sabía casi tanto como los phagors acerca de la Catástrofe. Bajo la montaña, Bhrl–Hzzl Rowpin había pronunciado antiguas verdades que los otros Hijos de Freyr rechazaban. Ni el canciller ni el rey habían escuchado sus palabras; pero el componente de Ghht–Yronz Tharl había oído y en sus harneys se había formado una determinación.
Porque las palabras del extraño Hijo de Freyr reforzaban voces de la brida que a veces parecían debilitarse.
Los Hijos de Freyr estaban mal hechos. También el rey, como informaba el fiel espía Yuli. Y ahora, ese rey débil les ofrecía una oportunidad de golpear a su enemigo tradicional. Aparentando obedecerle, podían causar daño y dolor a Hrr–Drra Nhdo, la antigua Hrrm–Bhrrd Ydohk. Era un odioso lugar maldecido hacía mucho por uno de los grandes: el kzahhn de la Cruzada, Hrrl–Brahl Yprt, ahora sólo una imagen queratinosa. Nuevamente fluiría allí el líquido rojo.
Se necesitaba valor. Coraje. Cuernos en alto.
Para la artillería de mano solicitada, sólo debían seguir las octavas de aire favorables. En ocasiones los phagors se aliaban con los Nondads y los ayudaban contra los Hijos de Freyr llamados Uskutis. Los Uskutis –sólo decirlo era vergonzoso– devoraban los cuerpos muertos de los Nondads, privándolos del consuelo de las Ochenta Oscuridades... Los Nondads, con sus ligeros dedos, robarían la artillería de mano a la raza Uskut. Y esa artillería de mano sembraría la angustia entre los Hijos de Freyr.
Y así fue. Antes de que pasara otro décimo, el rey JandolAnganol estaba provisto de arcabuces sibornaleses; no le habían entregado esas armas sus aliados de Pannoval o de Oldorando, ni las habían forjado sus propios armeros; eran un don de sus enemigos, quienes las habían obtenido por caminos sinuosos.
De este modo, poco a poco, se extendió por Heliconia una nueva forma de matar mejor.
Más tarde, tras muchas disputas, el jorobado Fard Fantil mejoró su fábrica de armas en las afueras de Matrassyl. Los nuevos arcabuces sirvieron de modelo. Después de muchas maldiciones de su personal, el jorobado produjo arcabuces nativos que no explotaban y disparaban con cierta precisión.
Para entonces, los fabricantes sibornaleses habían mejorado sus modelos y perfeccionado un sistema para encender la pólvora por medio de una rueda de pedernal, más eficiente que las viejas mechas, muy poco dignas de confianza.
Seguro con su nuevo armamento, el rey ciñó su coraza, ensilló a Lapwing y marchó a la guerra. Una vez más condujo un ejército no humano contra sus enemigos, las tribus Driat capitaneadas por Darvlish la Calavera que aterrorizaban el Cosgatt.
Las dos fuerzas se encontraron a pocas millas del lugar en que JandolAnganol sufriera su herida. Esta vez, el Águila de Borlien tenía más experiencia. Después de un día de combate, alcanzó la victoria. La Primera Guardia Phagor lo siguió ciegamente. Los Driats fueron masacrados, dispersados, arrojados a las hondonadas. Los sobrevivientes huyeron a las colinas de color leonado de donde habían salido.
Los buitres tuvieron motivos para alabar, por última vez, el nombre de Darvlish.
El rey regresó triunfante a su capital, con la cabeza de Darvlish en lo alto de una pica.
La cabeza se estuvo pudriendo en la puerta del palacio de Matrassyl hasta que Darvlish de verdad no fue otra cosa que una calavera.
Billy Xiao Pin no era, de ningún modo, el único varón que soñaba con la reina MyrdemInggala entre los habitantes de Avernus. Rara vez se admitían esos sentimientos personales, ni siquiera ante los amigos. Sólo indirectamente se ponían de manifiesto, por ejemplo, en la forma en que todos censuraban la conducta del rey JandolAnganol en los últimos tiempos.
La visión de la cabeza del guerrero de Thribriat en la puerta de Matrassyl fue suficiente para provocar el aullido de protesta de esa facción.
Uno de los voceros dijo:
–Ese monstruo ha probado la sangre con la muerte de los Myrdólatras. Ahora acumula las armas por las que ha vendido a la reina de reinas. ¿Dónde se detendrá? Es evidente que deberíamos intervenir ahora, antes de que hunda todo Campannlat en la guerra.
En el mismo momento en que JandolAnganol gozaba, en cierta medida, de la popularidad a que aspiraba en Borlien, generaba inusitado oprobio en el Avernus.
Esas quejas se habían oído antes, dirigidas a otros tiranos. Era mejor acusar al conductor que a los conducidos; pocas veces se advertía lo ilógico de esa posición. Las condiciones variables, la reducción de alimentos y materiales, aseguraban que la historia de Heliconia fuera una serie constante de apuestas por el poder y de dictadores que obtenían amplio apoyo.
La sugestión de que el Avernus iniciara acciones para poner fin a una u otra particular opresión no era tampoco nueva. Y la intervención no era una amenaza totalmente ociosa.
Cuando la nave colonizadora de la Tierra entró en el sistema Freyr – Batalix en el año 3600, estableció una base en Aganip, el planeta interior más próximo a Heliconia. Quinientos doce colonos quedaron en Aganip. Habían sido incubados en la nave estelar durante los últimos años de su viaje. La información codificada en el DNA de los óvulos humanos fertilizados fue conservada en ordenadores durante el viaje y transferida a 512 vientres artificiales. Los bebés resultantes –los primeros seres humanos que transitaron por la nave durante el vuelo de un milenio y medio– fueron criados por madres sustitutas y formaron seis familias.
Esos jóvenes seres humanos tenían de quince a veintiún años de edad cuando descendieron en Aganip. Ya estaba en marcha la construcción del Avernus, por medio de la automatización y de materiales locales.
Debido a que más de una vez estuvo al borde del desastre, el ambicioso programa de construcción llevó ocho años. Durante ese azaroso período, la base fue Aganip. Cuando la tarea concluyó, los jóvenes colonos se trasladaron a su nuevo hogar.
Entonces, la nave espacial abandonó el sistema. Los habitantes de Avernus estaban solos; más solos que ningún ser humano anterior.
Ahora, 3.269 años terrestres más tarde, la vieja base era una ermita ocasionalmente visitada por los más iluminados. Se había hecho parte de la mitología averniana.
En Aganip había minerales. No era imposible trasladarse otra vez allí y construir una cantidad de naves con las cuales invadir Heliconia. No era imposible. Pero sí improbable, ya que no había técnicos entrenados para llevar a cabo un proyecto como aquél.
Las cabezas calientes que murmuraban estas cosas eran contrarias a toda ética no intervencionista de la Estación Observadora Terrestre.
Esas cabezas calientes eran masculinas. Se oponían también a la mitad femenina de la población, que admiraba al conturbado rey. Las mujeres vieron cómo JandolAnganol derrotaba a Darvlish. Fue una gran victoria. JandolAnganol era un héroe que sufría por su pueblo, por miopes que fueran sus tentativas. Era una figura trágica.
La intervención con que soñaba esa mitad femenina era descender a Borlien y estar junto a JandolAnganol de día y de noche.
¿Y cuando estos acontecimientos llegaran, por fin, a la Tierra? Habría un acuerdo unánime acerca de la parte de la anatomía de Darvlish que JandolAnganol creyó conveniente exhibir. No los pies, que habían llevado al hombre de una a otra escaramuza. No sus genitales, que habían engendrado tantos bastardos capaces de crear futuros problemas. Ni sus manos, que habían reducido al silencio a tantos oponentes. Pero sí su cabeza, que había coordinado lodos aquellos desatinos.
XIV
DONDE VIVEN LOS FLAMBREGS
Sombras blancas cubrían la ciudad de Askitosh. Yacían enmarañadas entre los edificios grises. Cuando un hombre caminaba por esas pálidas calles, recogía su palidez. Era la famosa “niebla de seda” de Uskut, una cortina tenue pero enceguecedora de aire frío y seco que descendía de las mesetas situadas detrás de la ciudad.
En lo alto, Freyr ardía en el vacío como una ascua gigantesca. Era la medialuz de Sibornal. Batalix volvería a aparecer en una o dos horas. Por ahora, sólo se veía el astro mayor. Batalix desaparecería antes de la puesta de Freyr, sin alcanzar el cenit en ese momento, a comienzos ya de la primavera.
Envuelto en un impermeable, SartoriIrvrash contemplaba la ciudad fantasmal en el instante en que se desvanecía de la vista. Primero se sumergió en la niebla de seda, luego se convirtió en una mera estructura ósea, y finalmente dejó de existir por completo. Pero el Amistad Dorada no estaba solo en aquella niebla. Desde la proa, el bien abrigado observador podía distinguir el chinchorro en el que los remeros phagor pugnaban, a fuerza de brazos, por sacar la nave de guerra del puerto. También se veían vislumbres de otros barcos espectrales, cuyas velas colgaban lacias o flameaban como pieles muertas mientras la flota uskuti partía a la conquista.
Salieron al canal cuando una borrosa luminosidad en el horizonte del este señalaba el alba de Batalix. Se elevó la brisa. Las velas listadas comenzaron a moverse y estirarse. Todos los marineros sintieron alivio; era un augurio apropiado para un largo viaje.
Los augurios sibornaleses no significaban gran cosa para SartoriIrvrash. Encogió sus angostos hombros debajo de su keedrant acolchado y descendió. En la escalerilla se encontró con Io Pasharatid, el ex embajador en Borlien.
–Tendremos éxito–dijo, moviendo la cabeza con un gesto de sabiduría–. Nos hemos hecho a la vela en el momento preciso, y los augurios son los mejores.
–Excelente –dijo SartoriIrvrash, bostezando. Los Monjes Guerreros de Askitosh habían reunido a todos los deuteroscopistas, uranometristas, hieromantes, meteorólogos, metempiristas y sacerdotes de que pudieron echar mano para determinar el décimo, semana, día, hora y minuto en que el Amistad Dorada debía zarpar para tener los mejores auspicios. Se habían tomado en consideración los signos natales de la tripulación y las vetas de la madera de que el casco estaba hecho. Pero el signo más convincente se encontraba en el cielo, donde el cometa de YarapRombry, que volaba muy alto en el cielo nocturno del norte, debía entrar en la constelación zodiacal de la Nave Dorada exactamente a las seis horas, once minutos y noventa segundos, esa misma mañana. Y ése era el momento en que habían empezado a remar.
Era demasiado temprano para SartoriIrvrash. No veía con alegría ese largo y azaroso viaje. No le gustaba el rol que le habían asignado. Su estómago estaba inquieto. Y para coronar su disgusto, allí estaba Io Pasharatid, moviéndose por el barco, sospechosamente amistoso, como si no le hubiera ocurrido nada malo. ¿Cómo se conducía uno con semejante hombre?
Aparentemente, Dienu Pasharatid era capaz de arreglar cualquier cosa. Quizá con la astuta inclusión del ex canciller de JandolAnganol en sus planes, y aprovechando las intenciones de la Comisión de Guerra, había logrado salvar de la cárcel a su marido. Se le había permitido integrar las tropas del Amistad Dorada como capitán de artillería de mano, quizá con la idea de que un largo viaje por mar en un trasto de novecientas toneladas era tan malo como una sentencia a prisión, aunque fuera en la Gran Rueda de Kharnabhar.
A pesar de haber escapado por un pelo a la justicia, Pasharatid se mostraba más arrogante que nunca. Dijo en tono jactancioso a SartoriIrvrash que, cuando llegaran a Ottassol, sería el comandante de la tropa, y que con toda seguridad quedaría a la cabeza de la guarnición en Ottassol.
SartoriIrvrash se echó en su litera y encendió un veronikano. Enseguida sufrió un mareo, algo que no le sucediera en todo el viaje hasta Askitosh. Ahora el mareo compensaba el tiempo perdido.
Durante tres días, el ex canciller declinó todas sus comidas. Despertó el cuarto día, sintiéndose recuperado, y subió a cubierta.
La visibilidad era buena. Freyr los miraba por encima de las aguas, muy bajo, al nornordeste, en la dirección aproximada de donde venía el Amistad Dorada. La sombra de la nave bailaba entre las olas del mar. El aire bañado de luz tenía una deliciosa fragancia. SartoriIrvrash estiró los brazos y aspiró profundamente.
No había tierra a la vista. Batalix se había puesto. De las naves que los habían escoltado como una guardia de honor, sólo quedaba una, dos leguas a sotavento. Un grupo de arenqueras parecía perderse en el horizonte azul.
Tanto le complacía sentirse otra vez bien, tan ruidosa era la canción de las velas y la jarcia, que apenas oyó que le dirigían un saludo. Cuando le fue repetido, se volvió y encontró los rostros de Dienu y de Io Pasharatid.
–Has estado enfermo –dijo Dienu–. Lo lamento. Por desgracia los borlieneses no son buenos navegantes, ¿no es verdad?
Io agregó:
–Pero ahora se siente bien. No hay nada mejor para la salud que un largo viaje por mar. Debemos navegar cerca de trece mil millas, de modo que con vientos favorables deberíamos llegar en dos décimos y tres semanas. Quiero decir a Ottassol.
En los días siguientes, se dedicó a llevar a SartoriIrvrash de paseo por el barco, explicando el funcionamiento de los más mínimos detalles. SartoriIrvrash tomaba notas de las pocas cosas que le interesaban, deseando en el fondo de su corazón borlienés que su propio país tuviera igual experiencia en asuntos náuticos. Los Uskuti y otras naciones de Sibornal tenían corporaciones bastante parecidas a las de las naciones civilizadas de Campannlat; pero las marítimas y militares excedían a todas las demás en número y eficacia, y tenían / tendrían (porque ese tiempo de verbo era el condicional subjuntivo eterno) la seguridad de sobrevivir al Invierno Fantasma. El invierno, explicó Pasharatid, era especialmente severo en el norte. A lo largo de los siglos fríos, Freyr se mantenía siempre por debajo del horizonte. El invierno estaba en sus corazones.
–Lo creo –declaró SartoriIrvrash con solemnidad.
En el Invierno Fantasma, aún más que en el Gran Verano, los pueblos del norte glacial dependían del mar para poder sobrevivir.
Por lo tanto, Sibornal tenía pocas embarcaciones privadas. Casi todas las naves pertenecían a la Corporación de Monjes Marinos, cuyas insignias agregaban cierta belleza a la funcionalidad de sus velas.
En la vela mayor se veía la divisa de Sibornal, los dos anillos concéntricos unidos por dos líneas onduladas.
El Amistad Dorada tenía tres palos, mayor, menor y mesana. Con viento favorable se izaba también un artemón sobre el bauprés, para avanzar con mayor rapidez. Io Pasharatid explicó cuántos pies cuadrados exactos de vela se podían izar en cualquier situación.
SartoriIrvrash no se oponía del todo a que lo aburrieran con torrentes de hechos. Había dedicado gran parte de su vida a establecer qué era especulación y qué un hecho; y tener abundancia de esto último no carecía de atractivo. Sin embargo, especulaba acerca de los motivos que podía tener Pasharatid para demostrar amistad a tal extremo; eso no era precisamente una característica sibornalesa. Y tampoco se había puesto de manifiesto en Sibornal.
–Corres el riesgo de aburrir a SartoriIrvrash con tus hechos, querido –dijo Dienu al sexto día del Viaje.
Se alejó; ellos estaban en el punto más alto de la popa, detrás de una jaula de arangs hembras. No había un pie de cubierta libre de algo –sogas, provisiones, ganado en pie, cañones–, y las dos compañías de soldados que iban en la nave debían pasar la mayor parte del día, bueno o lluvioso, en cubierta, obstaculizando los movimientos de los marineros.
–Debes de extrañar Matrassyl –dijo Pasharatid.
–Extraño la paz de mis estudios.
–Y también otras cosas, supongo. Al contrario que muchos de mis compatriotas uskutis, yo vivía muy satisfecho en Matrassyl. Es un lugar exótico. Demasiado caliente, por supuesto, pero no me importaba. Allí logré entrar en contacto con personas muy agradables.
SartoriIrvrash miró los arangs que se esforzaban por girar en su jaula. Proveían de leche a los oficiales. Sabía que Pasharatid estaba por ir al grano.
–La reina MyrdemInggala es una mujer magnífica. Es una vergüenza que el rey la haya desterrado, ¿no te parece?
Era eso, entonces. Esperó antes de responder.
–El rey pensó que su obligación era servir a su país...
–Debes de odiarlo por la forma en que se comportó contigo.
Ante el silencio de SartoriIrvrash, Pasharatid agregó, casi gritando en su oreja:
–¿Por qué abandonó a una mujer tan hermosa como la reina?
No hubo respuesta.
–Tus compatriotas la llaman “la reina de reinas”, ¿no es verdad?
–Así es.
Jamás he visto otra más bella.
–Su hermano, YeferalOboral, era amigo mío. Pasharatid parecía dispuesto a terminar la conversación, cuando, en un estallido sentimental, dijo:
–La sola presencia de la reina MyrdemInggala... Sólo con verla un hombre siente... No terminó la frase.
Las condiciones del clima cambiaban. Un complejo sistema de altas y bajas presiones causaba nieblas, cálidas lluvias parduscas como las que encontraran en el viaje a Sibornal –los "aguaceros regulares de Uskut"–, y períodos de claridad en los que a veces se podía vislumbrar, a estribor, la monótona costa de Loraj. Con todo, avanzaban a gran velocidad, merced a los vientos cálidos del sudoeste y los glaciales del oeste noroeste.
El aburrimiento familiarizó a SartoriIrvrash con cada parte de la nave. Había tanta tripulación que los hombres dormían en la cubierta, sobre rollos de soga, con los pies apoyados en la borda. No quedaba una pulgada de espacio libre.
A medida que pasaban los días, el barco olía peor. Para defecar los hombres se quitaban los pantalones, trepaban hasta un tablón suspendido a un lado del barco y allí se sostenían de un cabo. Se orinaba por encima de la borda, a sotavento, ó en la nave misma, según la evidencia olfativa. Los oficiales no eran más remilgados. Las mujeres disponían de alguna mayor intimidad.
Después de unas tres semanas, el rumbo oeste cambió por el oeste noroeste, y el Amistad Dorada y su escolta entraron en la bahía de la Persecución.
Era ésta una bahía grande y melancólica de unas mil millas de largo y quinientas de ancho, en la costa de Loraj. Ya en la embocadura la marejada disminuyó; luego, cada día, había menos viento y más frío. Pronto penetraron en una bruma perlada, interrumpida solamente por la voz del hombre encargado de sondear la profundidad. Navegaban por estima.
La impaciencia se apoderó de SartoriIrvrash. Se retiró a su infame camarote a leer y fumar. Incluso estas ocupaciones eran poco satisfactorias, porque su estómago aullaba como un perro extraviado. Las raciones de a bordo habían conseguido que un hombre delgado como él tuviese que apretarse aún más el cinturón. Las raciones consistían, por la mañana, en pescado salado, cebollas, pan y aceite de oliva o de pescado; una sopa a mediodía, y una repetición del desayuno para la cena, en que a veces un queso duro reemplazaba el pescado. Un jarro de vino de higos, llamado yoodhl, era servido a todos los hombres dos veces a la semana.
Esta dieta se complementaba con pescado fresco. Los oficiales no comían mejor, aparte de un poco de acre leche de arang de vez en cuando, a la que se agregaba coñac para quienes estaban de guardia. Los sibornaleses sólo se quejaban de esta dieta por rutina, como si dieran por sentado que así debía ser.
Avanzando a cinco nudos, atravesaron los 35° N, pasando así del trópico a la estrecha franja templada del norte. Ese mismo día oyeron a través de la niebla estruendosos estallidos, y grandes olas sacudieron el barco. Luego retornó el silencio. SartoriIrvrash sacó la cabeza de su cabina y preguntó qué ocurría al primer marinero que vio.
–La costa –dijo el hombre. Y en un acceso de locuacidad agregó–: Glaciares.
SartoriIrvrash asintió satisfecho y volvió a su cuaderno de apuntes, el cual, por falta de mejor ocupación, se estaba convirtiendo en un diario.
“Aunque los uskuti no son civilizados, han logrado aumentar mi conocimiento del mundo. Como bien saben los estudiosos, nuestro globo culmina en dos grandes zonas heladas. En el extremo norte y en el extremo sur hay tierras que sólo consisten en hielo y nieve. El miserable continente de Sibornal está especialmente cubierto de estas fastidiosas materias, lo que puede explicar por qué sus habitantes tienen el corazón tan duro. Según parece se dirigen ahora hacia esas zonas, como atraídos por un imán, en lugar de elegir mares más cálidos.”
“No preguntaré cuál es el sentido que tiene esta desviación, porque no deseo más lecciones de mi demonio personal, Pasharatid. Pero quizás esto me permita vislumbrar las horrorosas extensiones que constituyen el alfa y el omega del mundo.”
Por la noche una feroz tempestad cayó sobre ellos sin previo aviso. El Amistad Dorada sólo podía capear, esperando que amainara. Inmensas olas chocaban contra el casco y lanzaban espuma hacia arriba. Los golpes sonaban terriblemente en todo el barco, como si un gigante de las profundidades solicitara permiso para entrar. Esto pensaba el ex canciller de Borlien, aterrorizado, en su litera.
Cumpliendo las órdenes, apagó la lámpara de aceite de ballena de su cabina y permaneció en la ruidosa oscuridad maldiciendo a JandolAnganol y orando al Todopoderoso, por turnos. El gigante de las profundidades se había aferrado al barco con ambas manos y lo mecía como un loco podía mecer una cuna para arrojar fuera al niño. Para su posterior sorpresa, SartoriIrvrash se quedó dormido durante este proceso.
Cuando despertó, la nave estaba otra vez en silencio y apenas si se movía. Por el ojo de buey podía verse la niebla iluminada por la débil luz solar.
Subió por la escalerilla, pasó junto a los soldados dormidos y miró el cielo. Había una pálida moneda de plata enredada entre los aparejos. Contemplando el rostro de Freyr, recordó el cuento de hadas que le solía leer a TatromanAdala, y que tanto desagradaba a la reina de reinas, acerca del ojo de plata que por fin había desaparecido del firmamento.
Un marinero gritaba los resultados de la sonda. En el mar flotaban témpanos de hielo labrados en formas absurdas. Algunos parecían árboles tronchados, u hongos gigantescos, como si el dios del hielo hubiese querido crear grotescas parodias de la naturaleza Viviente. Ésos eran los objetos que habían golpeado al barco en lo peor de la tormenta, y era de agradecer que pocos témpanos tuviesen dimensiones capaces de poner en peligro el casco. Esas formas misteriosas emergían de la niebla para ser tragadas al instante por ella.
Un rato más tarde, algo llamó la atención de SartoriIrvrash. Más allá de una angosta franja de agua había dos cabezas de phagors. No se preocupaban por el barco sino que se miraban entre sí... Allí estaban las largas caras con sus misantrópicas quijadas, los ojos protegidos por salientes óseas, los cuernos curvos...
Pero no. Apenas había mirado las bestias cuando reconoció su error. No eran phagors, sino dos animales salvajes que se enfrentaban.
El movimiento de la nave hizo que la niebla se abriera revelando una isla pequeña, un parche verde en mitad del mar, con un empinado farallón en la parte más próxima. En esa árida corona de la isla había dos animales de cuatro patas, de pelaje castaño. Aparte de su color y su posición, se parecían mucho a los phagors.
Desde más cerca, el parecido disminuía. Esos dos animales, a pesar de su actitud desafiante, no tenían la obstinación ni el aire de independencia que caracterizaba a los phagors. Era la forma de los cuernos lo que había llevado a SartoriIrvrash a una conclusión errónea.
Uno de los animales torció la cabeza para mirar la nave. Aprovechando la ocasión, el otro bajó el testuz y embistió con un poderoso movimiento de sus hombros. Se oyó en el barco el ruido del impacto. Aunque el animal había avanzado poco más de un metro, detrás de su frente estaba el peso íntegro de su cuerpo.
El otro animal trastabilló. Intentó recobrarse. Antes de que pudiera bajar la cabeza, llegó la segunda embestida. Las patas traseras resbalaron. Cayó hacia atrás, luchando por evitarlo, y se hundió en el mar.
El Amistad Dorada continuó su avance. Y la escena quedó sepultada en la niebla.
–Espero que los hayas reconocido –dijo una voz, al lado de SartoriIrvrash–. Son flambregs, de la familia de los bóvidos.
La Monja Almirante Odi Jeseratabahr casi no había hablado con SartoriIrvrash durante el viaje. Sin embargo, él no había perdido ocasión de observarla mientras cumplía sus tareas. Tenía un rostro bello y un porte excelente. A pesar de su expresión severa, su carácter era comunicativo y los hombres respondían de buena gana a sus órdenes. Su uniforme y el tono de su voz proclamaban su elevado rango; pero su actitud era informal e incluso un poco ansiosa. Le agradaba.
–Es una costa desolada, señora.
–Las hay peores. En épocas primitivas, Uskutoshk traía aquí a sus convictos, para que sobrevivieran como pudiesen. –Sonrió y se encogió de hombros, como descartando esas viejas locuras. Sus trenzas rubias se escapaban de su sencilla gorra de marinera.
–¿Lograban sobrevivir?
–Por supuesto. Algunos se unían en matrimonio a la población local, los loraji... Dentro de una hora algunos de nosotros bajaremos a tierra. Para compensar la descortesía de haberte ignorado hasta ahora, te pido que vengas como mi invitado especial. Podrás ver cómo es la bahía de la Persecución.
–Me encantaría. –Comprendió, mientras contestaba, cuán maravilloso sería poder escapar del barco por un tiempo.
El Amistad Dorada, seguido de cerca por el Unión, avanzaba en las aguas silenciosas. Cuando se aclaró la niebla, apareció una costa de solemnes farallones incoloros. En cierto punto los farallones descendían y la tierra acudía al encuentro del océano. Las naves se dirigían a ese punto, apenas mayores que montones de piedras. También obstruían el paso algunos bancos de arena, de uno de los cuales sobresalían las costillas de un antiguo naufragio. Por fin fondearon, e hicieron descender una barca. Los gritos de los marineros tenían un sonido hueco en aquella desolación.
Odi Jeseratabahr ayudó cortésmente a SartoriIrvrash a bajar por el costado del barco. Siguieron los dos Pasharatid, y luego seis hombres armados con pesados arcabuces de rueda. Los remeros phagor se encorvaron sobre los remos y la barca se dirigió entre los bajíos hacia un arruinado malecón.
Los dueños de la costa eran los flambregs, semejantes a los phagors. Dos grandes machos combatían con los cuernos entrelazados en una playa rocosa; sus pezuñas repiqueteaban sobre las conchillas rotas. Los machos tenían las crines más cortas. Aparte de esto, apenas si se podían distinguir los sexos. Como en otras especies heliconianas, había poco dimorfismo sexual, debido a las marcadas diferencias estacionales. Los flambregs, machos o hembras, variaban de color desde el negro hasta el castaño rojizo, y tenían el vientre blanco. Su altura era de un metro y medio, o algo más, hasta los hombros. Todos lucían cuernos lisos que se curvaban hacia arriba. Las facciones de sus rostros variaban.
–Ésta es la estación del acoplamiento–dijo la Monja Almirante–. Sólo en la furia del celo estas bestias se aventuran hasta el agua helada.
La barca se acercó al malecón y el grupo descendió. El suelo era de piedras filosas. A la distancia se podían oír detonaciones; se trataba de los desprendimientos de un glaciar. Las nubes eran de un gris ferroso. Los remeros phagor permanecieron acurrucados en la barca, sosteniendo sus remos, inmóviles.
Un ejército de cangrejos, elevando sus asimétricos miembros, rodeó a los invasores. No atacaron. Los arcabuceros mataron algunos con las culatas de sus armas; los demás se arrojaron sobre sus congéneres muertos y los devoraron. Apenas había comenzado el festín –los cangrejos no estaban alerta– unos peces dentudos saltaron desde las aguas someras, atraparon unos cuantos cangrejos y desaparecieron nuevamente.
Los arcabuceros se alinearon en ese lugar idílico; trabajaban en pares, uno apuntaba y otro sostenía el cañón. Sus blancos eran unas hembras flambreg que se movían en la costa, a poca distancia, indiferentes a los hombres del Amistad Dorada. Las armas dispararon. Dos hembras cayeron, agitando las patas.
Los tiradores cambiaron de arma y de posición. Otros tres disparos. Esta vez cayeron tres vacas. El resto del rebaño huyó.
Hombres y phagors chapalearon por la costa, gritando, alentados por los gritos provenientes de los barcos, en cuyas bordas los marineros se amontonaban para ver la cacería.
Dos de los flambregs no habían muerto aún. Un arcabucero llevaba un cuchillo de hoja corta. Con él, seccionó la médula espinal de los animales antes de que pudieran incorporarse y huir.
Grandes aves blancas aparecieron volando sobre la escena; se cernían cuando encontraban una corriente ascendente, y sus cabezas giraban en una u otra dirección, husmeando la muerte. Descendieron batiendo sus alas, e hirieron a un hombre con sus largas garras.
Los marineros rechazaban a la vez a las aves y a los cangrejos mientras el hombre del cuchillo continuaba con su tarea. Con largos tajos abría el vientre de los animales muertos. Luego arrancaba del interior las vísceras y las arrojaba, humeantes, sobre la playa. Con rápidos movimientos separó de los cuerpos las patas traseras. La sangre dorada de los flambregs cubría sus brazos. Los pájaros chillaban en el cielo.
Los phagors transportaron las patas y los cuerpos hasta la pequeña embarcación.
Hubo una nueva matanza. Mientras tanto, los Pasharatid buscaban un trineo en la barca. Cuatro robustos phagors aferraron los patines y los llevaron a la costa. SartoriIrvrash recibió una invitación.
–Daremos un paseo–dijo Jeseratabahr, con una sonrisa tensa. Él pensó que ésa era la excusa que necesitaba para descansar de la nave. La siguió, tratando de mantenerse a la par.
Un fuerte olor a establos impregnaba el aire. Los flambregs caminaban como si nada hubiese ocurrido, mientras las aves blancas se disputaban las vísceras. Los seres humanos seguían el trineo arrastrado por los phagors, cuesta arriba. Vieron otros animales parecidos a los flambregs, pero de pelaje más tupido y gris y cuernos anillados. Eran yelks. Dienu Pasharatid dijo con desprecio que debían haber matado yelks en lugar de flambregs. La carne roja era mejor que la amarilla.
Nadie respondió a ese comentario. SartoriIrvrash miró a lo. El rostro del uskuti era impenetrable. Parecía totalmente alejado. ¿Era posible que estuviese pensando en la reina?
Caminaban entre inmensas rocas depositadas por un antiguo glaciar. En algunas de ellas aparecían inscripciones de nombres y fechas; era el modo en que los convictos habían intentado registrar su memoria.
El grupo llegó a un terreno más nivelado. Respirando hondo, examinaron el panorama. Las dos naves estaban en el borde de una negra extensión de agua sobre la cual descendía en terrazas un cielo también negro. Aquí y allá, pequeños témpanos impulsados por la corriente avanzaban hacia la oscura lejanía. No había ningún indicio de vida humana.
En la dirección opuesta podían verse las tierras de Loraj, las cuales se extendían hasta las Regiones Circumpolares. La niebla continuaba dispersándose y revelaba una llanura. En su misma vacuidad había cierta, grandeza. Debajo de sus pies el suelo carecía de hierbas y estaba marcado por las huellas de miles y miles de cascos.
–Estas planicies pertenecen al flambreg, al yelk y al yelk gigante–dijo Dienu Pasharatid–. Y no sólo ellas; todo el territorio.
–No es lugar para hombres y mujeres –dijo Io Pasharatid.
–Los flambregs y los yelks parecen similares, pero tienen grandes diferencias anatómicas –dijo Odi Jeseratabahr–. Los yelks son necrógenos. Nacen de los cadáveres de sus madres y se alimentan de carroña y no de leche. Los flambregs son vivíparos.
SartoriIrvrash guardó silencio. Aún estaba conmovido por la masacre de la costa, desde la cual seguía llegando el sonido de disparos. El objeto del desembarco en Persecución era precisamente obtener carne fresca.
Ahora los cuatro phagors tiraban del trineo donde iban los cuatro humanos. Avanzaban con lentitud. Hacia el norte se veían unas colinas bajas de color mostaza, con los flancos salpicados de abetos enanos y otros árboles más robustos. Los árboles tenían menos éxito en terreno llano, donde burdos nidos construidos con ramitas y madera traída por el mar inclinaban sus ramas. Las hojas estaban cubiertas de excrementos blancos.
Los barcos y el mar desaparecieron de la vista. El aire era glacial y ya no olía a océano, sino que flotaba sobre el paisaje el olor a establo de los animales en celo. El ruido de los disparos se perdió en la distancia. Durante una hora no hablaron, gozando del gran espacio que los rodeaba.
Al llegar junto a una roca estriada de ocre, la Monja Almirante ordenó un alto. Descendieron del trineo y caminaron algo distanciados, moviendo los brazos. La roca era muy elevada. Los únicos sonidos eran los gritos de las aves y el susurro del viento. De pronto advirtieron un rumor lejano.
SartoriIrvrash pensó que se trataría de algún distante glaciar que se resquebrajaba, y no le dio importancia; tal era su placer por pisar tierra firme. Sin embargo, las mujeres se miraron con preocupación y treparon hasta la cima del peñasco. Observaron el paisaje y lanzaron gritos de alarma.
–Poned el trineo junto a la roca –ordenó Odi Jeseratabahr en Hurdhu a los phagors.
El rumor se convirtió en trueno que parecía brotar de la misma tierra. Algo ocurría en las colinas bajas del oeste. Estaban en movimiento. Con el terror de alguien que enfrenta un hecho que está más allá del alcance de su imaginación, SartoriIrvrash corrió hasta la roca y empezó a trepar. Io Pasharatid le ayudó a encaramarse a una saliente donde había sitio para los cuatro. Los phagors se apretaban contra el promontorio, y sus milts se agitaban en las ventanas de sus narices.
–Aquí estaremos seguros hasta que hayan pasado –dijo Odi Jeseratabahr con voz temblorosa.
–¿Qué ocurre? –preguntó SartoriIrvrash.
A través de una tenue bruma, el horizonte se enrollaba como una alfombra y rodaba hacia ellos. Sólo podían mirar en silencio. Por fin, la alfombra se resolvió en una avalancha de flambregs que avanzaban sobre un amplio frente.
SartoriIrvrash intentó contarlos. Diez, veinte, cincuenta, cien...; era imposible. El frente podía tener una milla de ancho, dos o cinco, y comprendía interminables rebaños de animales. Infinitas hileras de yelks y flambregs convergían sobre la llanura donde estaba la roca.
El suelo, la roca y hasta el aire vibraban.
Con los cuellos extendidos, los ojos desorbitados y saliva fluyendo libremente de sus bocas, los rebaños se acercaron. Entrelazaron sus corrientes vivas y continuaron su avance. Blancas aves vaqueras volaban sobre ellos, manteniéndose a su paso sin más que un aleteo ocasional.
En su excitación, los cuatro humanos abrían los brazos, gritaban y señalaban con regocijo.
Debajo de ellos había un mar de vida que se extendía hasta el horizonte. Ningún animal los miró; todos sabían que un paso en falso significaba la muerte.
Pronto, la alegría de los humanos se desvaneció. Los cuatro estaban ahora sentados, apretados el uno contra el otro. Miraban con creciente ansiedad. El desfile no cesaba. Batalix se elevó y se puso entre aureolas concéntricas de luz. Nada indicaba que el torrente animal estuviera próximo a su fin. Los animales continuaban pasando a millares.
Algunos flambregs se apartaron y se quedaron junto a la bahía. Otros se lanzaron directamente al mar. Otros continuaron galopando como en trance, hasta lo alto de los farallones, y desde ahí se precipitaron a la muerte. La mayoría volvía a subir por el lado opuesto de la hondonada y se dirigía hacia el nordeste. Horas más tarde la avalancha aún no había concluido.
En lo alto, unas magníficas cortinas de luz se desplegaron centelleantes, elevándose hacia el cenit. Pero entre los humanos cundió el desaliento: la misma vida que antes los excitara, ahora los deprimía. Continuaban acurrucados en la saliente. Los cuatro phagors permanecían apretados contra el muro de piedra, protegiéndose a duras penas detrás del trineo.
Freyr se deslizó hasta casi tocar el horizonte. Empezó a llover, al principio a intervalos. Las luces del cielo se extinguieron a medida que la lluvia se hizo más copiosa, empapando el suelo y modificando el sonido de los cascos.
Esa lluvia helada cayó durante horas. Una vez que se afirmó, continuó como los rebaños, sin que se modificara su monotonía.
La oscuridad y el ruido aislaron un poco a SartoriIrvrash y a Odi Jeseratabahr de los demás. Se apretaron para protegerse.
El martilleo de los animales y la lluvia penetraban en el ex canciller. Apoyó su frente contra las costillas de la Monja Almirante, esperando la muerte y reviendo su vida.
“Todo fue a causa de la soledad –pensó–. Una soledad deliberada de toda la vida. Permití que ella me alejase de mis hermanos. Desatendí a mi esposa. Porque estaba solo. Mis conocimientos surgieron de esa terrible sensación de soledad; con ellos me he apartado aún más de mis congéneres. ¿Por qué? ¿Qué me ha poseído?”
“¿Y por qué he tolerado tanto tiempo a JandolAnganol? ¿Acaso he reconocido en él un tormento parecido al mío? Admiro a JandolAnganol; deja que el dolor aflore a la superficie. Pero cuando se apoderó de mí, fue como un rapto. No puedo perdonar eso, ni la infame y deliberada destrucción de mis libros. Quemó mis defensas. Quemaría el mundo si pudiese...”
“Ahora soy distinto. Estoy separado de mi soledad. Seré distinto, si logramos escapar. Me gusta esta mujer, Odi. Lo demostraré.”
“Y de algún modo, en este tremendo desierto de la vida, encontraré la forma de derribar a JandolAnganol. Durante años tragué mi amargura y sus insultos. Todavía no soy tan viejo, me ocuparé por el bien de todos de que caiga. Él provocó mi caída; provocaré la suya. No es noble, pero mi nobleza ha desaparecido. Basta de nobleza.”
Se echó a reír, y el frío le dolió en los dientes.
Descubrió que Odi Jeseratabahr estaba llorando, y probablemente desde hacía un rato. La atrajo hacia él con decisión, y se movió sobre la saliente hasta que su áspera mejilla se apoyó en la de la mujer. Cada mínimo desplazamiento estaba acompañado por el interminable repiqueteo de cascos en el oscuro vacío.
Él susurró, casi al azar, palabras de consuelo.
Ella se volvió hasta que sus bocas casi se tocaron.
–Mía es la culpa de esto. Debí prever que podía ocurrir...
Dijo algo más que la tormenta se llevó. El la besó. Era casi el último gesto voluntario que le quedaba. La validez se encendió en su interior.
Estar lejos de JandolAnganol lo había cambiado. La besó de nuevo. Ella respondió. Cada uno sintió el sabor de la lluvia en los labios del otro.
A pesar de su incomodidad, los humanos cayeron en una especie de coma. Cuando despertaron, el temporal se había reducido a una fina llovizna. Los rebaños continuaban pasando a ambos lados de la roca extendiéndose aún hasta el horizonte, por lo que SartoriIrvrash y los otros se vieron obligados a orinar agazapados al borde de la saliente. Los phagors y el trineo habían sido arrastrados por la estampida. No había señales de ellos.
Lo que los había despertado era una invasión de moscas que venían con los rebaños. Así como había más de una especie animal entre aquellos, había también varias en la invasión voladora; pero todas eran capaces de succionar la sangre. Cayeron a millares sobre los humanos, quienes, para protegerse, debieron amontonarse aún más y cubrirse con sus mantos y keedrants. La piel expuesta era inmediatamente atacada por las moscas y chupada hasta que sangraba.
Allí permanecieron, silenciados por el infortunio, mientras la roca se estremecía como si aún estuviera sobre el glaciar que la había traído hasta esa llanura. Pasó otro día. Otra medialuz. Otra noche.
Batalix se elevó sobre la lluvia y la niebla. Por fin los rebaños raleaban. El cuerpo principal ya había pasado. También el tormento de las moscas se alivió un poco. En el nordeste retumbaba el atronar de los cascos que se alejaban. Se veían muchos flambregs en la costa.
Temblorosos y envarados, los humanos descendieron de la roca. No podían hacer otra cosa que regresar a pie. Con el olor de los animales en sus narices, avanzaron a tropezones, atacados sin cesar por los insectos. No cruzaron una sola palabra.
La nave se hizo a la vela, abandonando la bahía de la Persecución. Los cuatro que habían quedado aislados en mitad de la estampida estaban en sus camarotes a causa de la fiebre provocada por las picaduras de las moscas.
A través de la mente delirante de SartoriIrvrash pasaba sin cesar el rebaño, cubriendo todo el mundo. La realidad de esa presencia masiva no se alejaba, a pesar de sus esfuerzos. Allí estaba cuando se sintió recuperado.
Apenas reunió fuerzas suficientes, fue a hablar sin ceremonias con Odi Jeseratabahr. La Monja Almirante parecía contenta de verlo. Lo recibió de un modo amistoso y hasta le tendió su mano, que él tomó.
Estaba sentada en su litera, cubierta sólo por una sábana roja, con el desordenado pelo rubio cayendo sobre sus hombros. Sin uniforme parecía aún más severa, pero menos remota.
–Todos los barcos que navegan a largas distancias se detienen en la bahía –dijo––. Buscan allí provisiones, en especial carne. No hay muchos vegetarianos en la corporación de monjes navegantes. Pescado. Lobos marinos. Cangrejos. Ya he visto antes estampidas de flambregs. Debí tener más cuidado. Me impresionan. ¿Qué te ha parecido?
Él ya había observado este hábito en ella. Mientras entretejía sus tiempos verbales sibornaleses, lanzaba de pronto una pregunta para desconcertar a su interlocutor.
–No sabía que pudiera haber tantos animales en el mundo...
–Hay más de los que puedes imaginar. Más de los que cualquiera puede / podría imaginar. Viven alrededor del gran casquete helado, en las áridas tierras circumpolares. Millones de ellos. Millones y millones.
Sonreía de excitación. A SartoriIrvrash le gustó esto. Al contemplar aquella sonrisa comprendió lo solo que siempre había estado.
–Sería algún movimiento migratorio.
–Pues no, por lo que sé. Bajan hasta la costa, pero no se quedan. Se mueven durante todo el año, y no sólo en primavera. Tal vez no los impulsa más que la desesperación. Sólo tienen un enemigo.
–¿Los lobos?
–No. –La mujer le dedicó una sonrisa de lobo, contenta de haberlo sorprendido en un error.– Las moscas. Una mosca, en particular. Una tan grande como la falange superior de mi pulgar. Tiene rayas amarillas. Es inconfundible. Pone sus huevos en la piel de esos desventurados bóvidos. Cuando las larvas los rompen, penetran el pellejo, llegan hasta el torrente sanguíneo y luego se instalan, formando un quiste, bajo la piel del lomo. Allí las larvas se desarrollan y producen llagas del tamaño de una fruta grande, hasta que por fin escapan y caen al suelo, para iniciar un nuevo ciclo vital. Casi todos los flambregs que matamos tienen este parásito, y a veces varios. He visto algunos animales correr atormentados hasta dejarse caer, o arrojarse desde los riscos para liberarse de esa mosca.
Odi lo miró con benevolencia, como si esa observación le resultara interiormente satisfactoria.
–Madame, me escandalicé cuando tus hombres mataron algunos animales en la costa. Pero ahora veo que eso no significaba nada. Nada.
Ella asintió.
–Los flambregs son una fuerza de la naturaleza. Son infinitos, infinitos. Hacen que la humanidad parezca nada. Se estima que la población actual de Sibornal es de veinticinco millones. En este continente hay muchas veces más, tal vez mil veces más flambregs. Tantos como árboles. Creo que en un tiempo todo Heliconia estaba poblado sólo por flambregs y moscas desplazándose sin cesar de un continente a otro; los bóvidos sufriendo un tormento del que perpetuamente intentaban huir.
Ante esta imagen, ambos guardaron silencio. SartoriIrvrash regresó a su camarote. Pero pocas horas más tarde Odi Jeseratabahr le devolvió la visita. Él lamentó recibida en un lugar tan maloliente.
–¿Te ha puesto triste mi charla sobre los flambregs?
Sin duda alguna, en la pregunta había un dejo de coquetería.
–Por el contrario. Me alegra hablar con una persona como tú, tan interesada en los procesos de este mundo. Ojalá los comprendiéramos mejor.
–Son mejor comprendidos en Sibornal que en otras partes. –De inmediato, ella resolvió moderar la jactancia agregando: – Tal vez porque aquí los cambios de estación son más notorios que en Campannlat. En el verano, los borlieneses pueden olvidar el Gran Invierno. Uno a veces teme / ha temido que si el próximo Invierno Fantasma es apenas un poco más crudo, no quedará un solo ser humano con vida. Sólo phagors, y miríadas de insensatos flambregs. Tal vez la humanidad no sea más que... un accidente temporario.
SartoriIrvrash la miró. El pelo rubio caía libre sobre los hombros.
–Alguna vez he pensado lo mismo. Odio a los phagors, pero son más estables que nosotros. Sin embargo, el destino de la humanidad es mejor que el de los flambregs, incesantemente obligados a andar. Aunque también hay para la humanidad equivalentes de la mosca amarilla rayada... –Vaciló: quería que ella siguiera hablando, para estudiar su inteligencia y su sensibilidad. Cuándo vi por primera vez a los flambregs, pensé que eran muy parecidos a los seres de dos filos.
–Muy parecidos, y en muchos aspectos. Tú tienes fama de erudito. ¿Qué piensas, entonces, de ese parecido? –También ella lo ponía a prueba, como su aire desafiante, aunque agradable, indicaba. De común acuerdo, se sentaron en la litera.
–Los Madis se parecen a nosotros. También los Nondads y los Otros, aunque menos. No parece haber parentesco entre humanos y Madis, aunque a veces la unión de un Madi y un humano tiene descendencia. La princesa Simoda Tal procede de una unión así. Jamás he oído decir que los phagors se acoplen con flambregs. –Se rió de su propia incertidumbre.
–Suponiendo, como dicen, que las deidades genéticas que nos conforman hayan establecido un parentesco entre Madis y humanos, ¿aceptarías que puede haber una conexión entre flambregs y phagors?
–Habría que determinarlo por medio de experimentos. –Estaba a punto de explicar sus ensayos de cruza en Matrassyl, pero decidió reservar ese tema para otro momento.– Una relación genética implica similitudes externas. Los phagors y los flambregs tienen sangre dorada como protección contra el frío...
–Hay pruebas que no exigen experimentos. Yo no creo, como la mayoría de las personas, que Dios el Azoiáxico haya creado a cada especie por separado. –Odi Jeseratabahr bajó la voz mientras hablaba.– Pienso que, con el tiempo, los límites se tornan confusos, así como los límites entre humanos y Madis volverán a confundirse cuando JandolAnganol se case con Simoda Tal. ¿Comprendes?
¿Era ella secretamente una atea, como él? Para su asombro, esa pregunta generó en SartoriIrvrash una erección.
–No he oído decir que phagors y flambregs se unan, es verdad–continuó ella–. Sin embargo, tengo buenas razones para creer que en un tiempo en este mundo no había otra cosa que flambregs y moscas, millones de ellos. Por variaciones genéticas, los phagors derivaron de los flambregs. Son una versión más refinada. ¿Qué piensas? ¿Crees que no es posible?
Él trató de adaptarse a su forma de argumentar.
–Los parecidos pueden ser muchos; pero son sobre todo superficiales, aparte del color de la sangre. Lo mismo podrías decir que hombres y phagors se parecen porque ambas especies hablan. Los phagors caminan erguidos, como nosotros, y tienen su propio tipo de inteligencia. Los flambregs no tienen nada de eso, a menos que sea inteligente galopar locamente de un lado a otro.
–La capacidad phagor de la marcha erecta y del lenguaje, tal vez haya empezado una vez que ambas líneas se separaron. Imagina que los phagors se desarrollasen a partir de un grupo de flambregs que... encontraron una alternativa a la huida incesante para resolver el problema de las moscas.
Se miraban entre sí con excitación. SartoriIrvrash ansiaba hablarle de su descubrimiento acerca de los hoxneys.
–¿Qué alternativa?
–Esconderse en cavernas, por ejemplo. Meterse bajo tierra. Libres del tormento de las moscas, desarrollaron su inteligencia. Se irguieron sobre las patas traseras para ver más lejos, y con las delanteras ya libres pudieron manipular utensilios. En la oscuridad, nació el lenguaje como sustituto de la visión. Algún día te mostraré mi ensayo sobre este tema. Nadie más lo ha visto.
Él rió al pensar en los flambregs durante el desarrollo de esas artimañas.
–No en una sola generación, querido amigo. En muchas. En infinitas. Los más inteligentes triunfaban. No te rías. –Le dio una palmada en la mano.– Si no fuese esto lo que ocurrió en el pasado, te preguntaré otra cosa: ¿Por qué el período de gestación de una gillot es de un año de Batalix, y el de una hembra flambreg exactamente el mismo? ¿No demuestra esto una relación genética?
Los dos barcos sobrepasaron los puertos bajos de la costa sur de Loraj, situados dentro de los trópicos. Desde Ijivibir, una carabela de seiscientas toneladas llamada Buena Esperanza partió a reunirse con el Amistad Dorada y el Unión. Era un hermoso espectáculo ver las velas desplegadas de las tres embarcaciones. Desde la nave insignia se dispararon cañonazos de saludo, y los marineros prorrumpieron en una ovación. En el océano vacío, tres naves eran muchas más que dos.
Fue otra gran ocasión el paso del punto más occidental de su derrotero, a 29° de longitud Este. Eran las veinticinco horas menos diez. Freyr estaba debajo del horizonte, y sólo se veía un fulgor color damasco. Ese fulgor, disuelto en el horizonte, parecía ser irradiado por el agua brumosa. Señalaba la tumba de la que pronto se elevaría el gran sol. En algún punto de esa luminosidad estaba escondida la tierra sagrada de Shivenink; y en alguna parte de Shivenink, en lo alto de las montañas que corrían del mar al Polo Norte, estaba la Gran Rueda de Kharnabhar.
Un clarín convocó a todos los marineros. Los tres barcos se aproximaron. Se dijeron plegarias, se tocó música; todos se detuvieron a orar con los dedos en la frente.
De la bruma color damasco surgió una vela. Por un juego de la luz, apareció y desapareció como una visión. Pájaros recién venidos del continente chillaban en sus mástiles.
El casco del barco, recién pintado, era blanco en su totalidad, al igual que el velamen. Cuando se acercó, disparando un cañonazo a modo de saludo, los tripulantes de las demás naves vieron que se trataba de una carabela no mayor que la Buena Esperanza; pero en su vela lucía el mayor jerograma de la Rueda, con sus círculos concéntricos conectados por líneas sinuosas. Era el Plegaria de Vajabahr, así llamado en honor del puerto principal de Shivenink.
Los cuatro navíos se acercaron como pichones en un nido. La Monja Almirante en persona gritó órdenes. Las proas giraron, crujió el cordaje, se hincharon las velas. La pequeña flota tomó rumbo sur.
El color del agua pasó a un azul profundo. Las naves abandonaban el mar de Pannoval y entraban en la parte norte del vasto océano de Climent. De inmediato encontraron aguas agitadas, y se vieron obligados a luchar contra azarosas tempestades que los bombardeaban con gigantescos trozos de granizo. Durante días no vieron a ninguno de los dos soles.
Cuando por fin llegaron a aguas más calmas, el cenit de Freyr estaba más bajo que antes, y el de Batalix algo más alto. A babor quedaban los riscos del reducto más occidental de Campannlat, el cabo Findowel. Una vez que lo hubieron rodeado, se dirigieron al fondeadero más próximo en la costa del continente tropical para descansar dos días. Los carpinteros repararon los estragos de la tormenta; algunos miembros de la corporación de monjes marineros se dedicaron a coser las velas, mientras otros nadaban en una laguna cercana. Tanto le agradó a SartoriIrvrash la visión de los hombres y mujeres desnudos en el agua –por curioso que pareciera los puritanos sibornaleses eran poco pudorosos en semejantes ocasiones–que se metió en el agua con unos calzoncillos de seda.
Luego, echado en la playa, protegido de ambos soles, miró salir del agua uno por uno a los bañistas. Muchos de los tripulantes de la Buena Esperanza eran robustas mujeres. Suspiró por su juventud perdida. Io Pasharatid apareció a su lado y le dijo en voz baja:
–Si tan sólo estuviera aquí la bella reina de reinas...
–Y si estuviera, ¿qué? –Miraba el mar, esperando que Odi emergiera desnuda.
Pasharatid, de modo poco sibornalés, le apoyó un dedo entre las costillas.
–¿Qué, preguntas? Pues que este lugar paradisíaco sería el paraíso mismo.
–¿Crees que esta expedición puede conquistar Borlien?
–Estoy seguro. Estamos organizados y armados como nunca lo estarán las fuerzas de JandolAnganol.
–Entonces, la reina estará en tus manos.
–No creas que no lo había pensado. ¿A qué otra cosa atribuyes mi brusco entusiasmo por la guerra? No quiero Ottassol, viejo chivo; quiero a la reina MyrdemInggala. Y pienso tenerla.
XV
LOS CAUTIVOS DE LA CANTERA
Un hombre caminaba con un bolso colgado del hombro. De su uniforme no quedaban más que jirones. Ambos soles caían sobre él. Torrentes de sudor corrían por su camisa. Caminaba a ciegas, y sólo en ocasiones alzaba la Vista.
Atravesaba una zona de jungla destruida en las alturas de Chwart, Randonan. Alrededor de él sólo había troncos de árboles quebrados y ennegrecidos, muchos todavía ardiendo. En los raros momentos en que el hombre miraba, sólo podía ver la huella y el paisaje quemado. A lo lejos se alzaba una mortaja de humo gris. Tal vez el calor tropical había provocado el incendio. O quizá la chispa de un arcabuz. Durante muchos décimos se libraron combates en la zona. Ahora los soldados y los cañones se habían ido, y la vegetación con ellos.
Todo en la actitud del hombre expresaba fatiga y derrota. Pero continuaba. En una oportunidad miró hacia el cielo, cuando una de sus sombras vaciló para desaparecer al instante. Nubes negras, girando, habían eliminado a Freyr. Unos minutos más tarde devoraron también a Batalix. Entonces comenzó a llover. El hombre inclinó la cabeza y prosiguió la marcha. No había dónde encontrar cobijo, ni tenía otra posibilidad más que someterse a la naturaleza.
La lluvia arreciaba con bruscas y feroces ráfagas. Silbaban las cenizas. El cielo convocó más recursos, como reservas enviadas al combate.
La siguiente táctica fue el bombardeo con granizo. Esto obligó al hombre fatigado a correr. Se refugió como pudo en un tronco hueco. Al dar contra él, la madera deshecha reveló una fortaleza de ricky–backs. Privados de su defensa, los crustáceos treparon por un verdadero río de cenizas líquidas, haciendo vibrar sus pequeñas antenas.
Inconsciente de esa catástrofe, el hombre miró por debajo del ala de su sombrero, jadeando. Varias figuras encorvadas se movían en la oscuridad. Eran los restos de su ejército, el celebrado Segundo Ejército de Borlien. Un hombre pasó a centímetros del tronco hueco, con una terrible herida que los pedriscos hacían sangrar. El hombre del tronco lloraba. No tenía ninguna herida, aparte de una contusión en la sien. No tenía derecho a estar vivo.
Como un niño al que nadie atiende, su llanto se convirtió en agotamiento, y se durmió a pesar del granizo.
Los sueños finales estaban llenos de esa pedrea. Sintió en la mejilla el impacto, despertó, vio que el cielo estaba algo más despejado. Se incorporó, pero todavía el granizo azotaba su rostro y su cuello. Abrió la boca, furioso, y una piedrecilla cayó en ella. La escupió y se volvió, sorprendido.
El fuego había quemado las plantas más próximas endureciendo las vainas de sus semillas, maduradas por las llamas. Con el calor de la mañana las vainas se abrían, produciendo un leve sonido, como el de unos labios húmedos que se entreabren. Las semillas volaban en todas direcciones. El terreno cubierto de cenizas les ofrecería buenas condiciones para germinar.
Rió, con brusca satisfacción. Cualquiera que fuese la locura de la humanidad, la naturaleza proseguiría su camino de modo incontenible. Igual que él. Tocó su espada, cargó su bolso al hombro y ajustándose el sombrero se dirigió hacia el sudeste.
Cerca del mediodía salió de la zona devastada. El camino continuaba entre macizos de shoatapraxi. A lo largo de los siglos, la senda que recorría el viajero había sido alternativamente río, lecho seco, glaciar, huella de ganado, carretera. Ningún ser humano sería capaz de evocar sus distintos usos. Humildes flores crecían a ambos lados, algunas nacidas de semillas llegadas desde muy lejos. Los ribazos eran cada vez más elevados. Avanzaba, molesto por las piedrecillas que se desplazaban a su paso. Cuando el terreno se volvió más firme, cerca de una colina, vio cabañas en el campo.
Este panorama apenas si lo tranquilizó.
Los campos estaban sin cultivar; las viviendas, abandonadas. Muchos techos se habían derrumbado, dejando trozos de muro que señalaban al cielo como viejos puños. Los cercos que coronaban los taludes a cada lado del camino habían quedado sepultados bajo una capa de polvo, al igual que los campos cercanos, las casas y edificios auxiliares, los útiles y objetos dispersos. Todo tenía el mismo tono gris, como si estuviera hecho del mismo material.
Sólo un gran ejército podía levantar tanto polvo, pensó el hombre. Su ejército. En ese momento, el Segundo Ejército se dirigía al combate. Ahora él regresaba en silencio, derrotado.
A pasos leves, el general Hanra TolramKetinet descendía una tortuosa calle. Uno o dos phagors furtivos lo miraron desde las ruinas, con sus largos rostros inexpresivos. No recordaba ese pueblo; era sólo uno de los tantos que habían atravesado uno de tantos días de calor. Cuando llegó al final de la calle, al pilar sagrado que establecía la octava de tierra local, vio un bosquecillo en forma de cuña que creyó recordar, un bosquecillo que sus exploradores habían registrado en busca de enemigos. Si estaba en lo cierto, debía haber en las proximidades una gran casa de labor en la cual había dormido unas horas.
Aunque rodeada de construcciones deterioradas por el incendio, la casa estaba intacta.
TolramKetinet se detuvo en el portal, atisbando el interior. No se oía más que el zumbido de las moscas. Con la espada en la mano, avanzó. En un establo había dos hoxneys muertos cubiertos de moscas. Un olor fétido llegó hasta su nariz.
Freyr estaba alto, Batalix caía hacia el oeste. Las sombras en direcciones opuestas daban a la casa un aspecto siniestro. Las ventanas estaban cubiertas de polvo. Recordó que allí había encontrado a una mujer, la del granjero, con cuatro niños pequeños. Ningún hombre. Ahora, sólo el zumbido del silencio.
Dejó su bolso junto a la puerta del frente, a la que abrió de un puntapié.
–¿Hay alguien? –preguntó con la esperanza de que algunos de sus hombres se hubiesen guarecido allí.
No hubo respuesta. Sin embargo, sus atentos sentidos le advertían que en el lugar había algo viviente. Se detuvo en el salón de piedra. Un alto reloj de péndulo, con sus veinticinco horas pintadas de colores, estaba inmóvil junto a una pared. La impresión general, aparte del reloj, era la de esa pobreza común en las zonas donde se ha librado una larga guerra. Más allá del salón reinaban las sombras.
Avanzó resueltamente por un pasillo hacia una cocina de cielo raso bajo.
Allí había seis phagors. Estaban inmóviles, como si esperaran su regreso. En la penumbra, sus ojos ardían con un fulgor rosado. Por la ventana se veían unas brillantes flores amarillas; reflejaban el sol y tornaban indistintas las formas de las bestias. Sus hombros y sus largos pómulos mostraban reflejos amarillos. Uno de los phagors conservaba sus cuernos.
Se aproximaron, pero TolramKetinet estaba preparado. Había percibido su olor en el salón. Tenían lanzas, pero él era un hábil esgrimista. Eran rápidos, pero unos obstruían el paso de los otros. El general hundió su espada debajo del tórax de cada phagor, donde sabía que estaba su eddre. Sólo uno consiguió atacarlo con su lanza, pero él le cortó el brazo de un solo golpe. Brotó la sangre dorada. La habitación se llenó con sus estertores. Todos murieron sin emitir otro sonido.
Mientras caían pudo ver, por las insignias que llevaban, que habían sido miembros de su guardia. Al ver derrotados a los Hijos de Freyr, habían aprovechado la oportunidad retornando a su actitud típica. Un soldado menos precavido habría caído en la emboscada, como el sargento borlinés que yacía en el fondo de la cocina, tendido sobre la mesa, con huellas de un limpio mordisco en su garganta.
TolramKetinet regresó al patio y se apoyó contra una pared exterior. Sus náuseas se calmaron un momento después. Permaneció resollando en el aire caliente, hasta que el hedor de la masacre lo forzó a abandonar el lugar.
Allí era imposible descansar. Cuando recobró las fuerzas, se echó el bolso al hombro y prosiguió su marcha silenciosa por el camino que llevaba hacia la costa; hacia el mar y sus voces.
El bosque se cerró sobre él. La ruta se dirigía al sur entre retorcidas columnas de spirax, con sus dobles troncos entrelazados. Por esa avenida caminaba TolramKetinet. No era una jungla demasiado tupida. El suelo, adonde casi no llegaba la luz solar, apenas estaba cubierto de vegetación. El general se sentía como en un alto edificio, rodeado de columnas de asombroso diseño.
Ese bosque, que separaba Borlien de Randonan, tenía varios estratos. El follaje exterior, por donde se movían a veces grandes criaturas. Las ramas intermedias, donde residían y llamaban los Otros, que a veces se dejaban caer al suelo para recoger algún hongo antes de retornar a la seguridad de sus ramas. Las copas, el verdadero techo de la jungla, cubierto de flores que TolramKetinet no podía ver, habitado por aves de las que sólo podía oír el canto. Por encima de las copas había aún otra capa, la de los árboles más altos, hogar de las aves de rapiña que acechaban sin cantar.
La solemnidad de la selva era tal que hacía que pareciese, a los ojos de quienes se aventuraban en ella, más permanente que las praderas y aun que los desiertos. No era así. El elaborado organismo de la jungla sólo podía sostenerse durante menos de la mitad de los 1.823 pequeños años heliconianos que componían el Gran Año. Si se examinaban de cerca, todos los árboles revelaban en sus raíces, troncos, ramas y semillas las estrategias que utilizaban para sobrevivir cuando el clima era menos clemente y debían resistir solitarios en mitad de un aullante desierto, o aguardar petrificados debajo de la nieve.
La fauna consideraba los diversos estratos que componían su hogar como inmutables. Pero en verdad todo ese intrincado edificio, más admirable que cualquier obra del hombre, había nacido apenas unas pocas generaciones antes en respuesta a los elementos, brotando como un muñeco de resorte entre un montón de nueces.
Había entre esa jerarquía de plantas un orden perfecto que al ojo poco educado podía parecerle fruto del azar. Cada animal, insecto o vegetal tenía un sitio –generalmente una capa horizontal– que podía llamar propio. Los Otros eran una de las raras excepciones a esta regla. Algunos phagors se refugiaban en la selva, a veces en cabañas construidas entre las altas raíces, y los Otros, pendientes de su compañía, desempeñaban un papel intermedio entre el de animal doméstico y esclavo.
A menudo, en la base de algún gran árbol se establecían grupos de una docena o más de phagors, con sus runts. Cuando hallaba alguno de estos grupos, TolramKetinet daba grandes rodeos; desconfiaba de los phagors y temía las salidas de los Otros, que se arrojaban como perros sobre los extraños, blandiendo garrotes.
En esas cabañas a veces se ocultaban hombres, a quienes aceptaban como versiones mayores de Otros. Era como si éstos, en su alianza con los seres de dos filos, concediesen una licencia especial a esos hombres para vivir con ellos en degradada armonía.
La mayoría de los hombres eran desertores de las unidades del Segundo Ejército. TolramKetinet habló con ellos, tratando de convencerlos de que se Unieran a él. Algunos lo hicieron. Otros arrojaron palos. Muchos, aun admitiendo que odiaban la guerra, se unieron a su comandante porque estaban hartos de la jungla, con sus ruidos misteriosos y su dieta miserable.
Después de marchar durante un día bajo las bóvedas de la selva, volvieron a asumir sus antiguos roles militares y aceptaron con una especie de alivio la disciplina y las órdenes familiares. También TolramKetinet cambió. Su porte era el de un hombre derrotado. Pero echó atrás los hombros y recuperó su anterior paso desafiante. Las líneas de su rostro se volvieron tensas, de nuevo se podía reconocer su juventud. Cuantos más hombres tenía a su mando, menos le costaba dar órdenes y más correctas parecían éstas. Con la típica adaptabilidad de la raza humana, se convirtió en lo que sus hombres creían que era.
De este modo, la pequeña fuerza llegó al río Kacol.
Alentados por su nuevo espíritu, lanzaron un ataque por sorpresa y ocuparon el villorrio de Ordelay. Con esa victoria, el espíritu de lucha quedó restablecido por entero.
Entre las embarcaciones que hallaron en el Kacol, había una con la bandera de la Compañía de Transporte de Hielo de Lordryardry. Cuando el pueblo fue invadido, este barco, el Patán de Lordryardry, trató de huir río abajo, pero fue interceptado por TolramKetinet y sus hombres.
El aterrorizado capitán protestó aduciendo su neutralidad y exigió inmunidad diplomática. No había ido a Ordelay sólo para importar hielo sino también para entregar una carta al general Hanra TolramKetinet.
–¿Sabe usted dónde está ese general? –preguntó TolramKetinet.
–En algún lugar de la selva, perdiendo la guerra para el rey.
Con una espada en la garganta, el capitán confesó haber enviado un mensajero a suelo para entregar el mensaje; allí terminaba su responsabilidad. Había cumplido con las instrucciones del capitán Krillio Muntras.
–¿Cuál era el contenido de la carta? –inquirió TolramKetinet.
El hombre juró que no lo sabía. El bolso de cuero que la contenía estaba sellado con el sello de la reina de reinas, MyrdemInggala. ¿Cómo osaría él manipular un mensaje real?
–¡No pararías hasta enterarte de su contenido! ¡Habla, bribón!
Necesitó un estímulo. Aplastado bajo una mesa volteada, el capitán admitió que el sello del bolso había llegado abierto. Advirtió, sin querer, que la reina de reinas había sido exiliada por el rey JandolAnganol a un lugar de la costa norte del Mar de las Águilas, llamado Gravabagalinien; que ella temía por su vida y esperaba ver, algún día, a su buen amigo el general librado de los peligros de la guerra y devuelto a su presencia. Rogaba a Akhanaba que lo protegiese contra todo mal.
Al oír aquello, TolramKetinet palideció. Se acercó a la borda y miró hacia la oscura corriente del río para que sus soldados no viesen su rostro. Se despertaron en él expectativas, temores y deseos. Musitó una plegaria que rogaba más éxito en el amor que en la guerra.
Los hombres de TolramKetinet desembarcaron al capitán del Patán y tomaron posesión de la nave. Pasaron un día de juerga en el pueblo, aprovisionaron el barco y zarparon hacia océanos distantes.
Muy alto sobre la jungla, el Avernus recorría su órbita. En el satélite de observación había algunos, poco familiarizados con las formas de guerra que se practicaban en el planeta, que se preguntaban cuál habría sido el tipo de fuerzas que habían derrotado al Segundo Ejército de Borlien. Buscaban en vano algún conjunto de jactanciosos patriotas de Randonan que hubiesen rechazado una invasión de sus territorios.
No había una fuerza semejante. Los randonanesas eran tribus semisalvajes que vivían en armonía con su entorno. Algunas cultivaban cereales. Todas vivían rodeadas de perros y cerdos que, en su juventud, podían mamar libremente de los pechos de las madres que criaban, si así lo querían. Mataban para comer, y no por deporte. Muchas tribus adoraban a los Otros como a dioses, aunque eso no era impedimento para que mataran tantos dioses como encontraban en las ramas de la gran selva donde vivían. Tal era la confusión de su mente que muchos de ellos adoraban peces, árboles, espíritus, menstruaciones o claros con doble luz solar.
Las tribus de Randonan toleraban a las tribus phagor, en su mayoría integradas por torpes habitantes del bosque o recolectores de hongos. Por su parte, los phagors rara vez atacaban a las tribus humanas, aunque se narraban las habituales historias de stalluns que robaban mujeres humanas.
Los phagors destilaban su propia bebida, el raffel. En ciertas ocasiones preparaban una poción diferente, que las tribus randonanesas llamaban vulumunwun y creían producto de la destilación de la savia del vulu y de ciertos hongos. Incapaces de obtener vulumunwun por sí mismos, lo compraban a los phagors. Luego celebraban fiestas que se prolongaban hasta muy tarde por la noche.
Un gran espíritu solía hablar en esas ocasiones a las tribus. Les ordenaba salir al Desierto.
Las tribus ataban a sus dioses –los Otros– a sillas de bambú y los llevaban en sus hombros lejos de la jungla. Iba toda la tribu, con los niños, los cerdos, loros, gatos y preets. Atravesaban el Kacol y entraban en lo que era oficialmente Borlien. Invadían las tierras ricas y cultivadas de la llanura central borlienesa.
Eran las tierras que los randonanesas llamaban el Desierto. Allí ardían los dos soles. No poseía grandes árboles, densas espesuras, jabalíes ni Otros. En ese lugar sin dios, tras una nueva libación de vulumunwun, incendiaban o saqueaban las cosechas.
Los campesinos de Borlien eran hombres rudos y oscuros. Odiaban a esos pálidos lagartos que se materializaban de la nada, como espectros. Salían de sus aldeas y expulsaban a los invasores, pero a menudo perdían sus propias vidas, porque las tribus tenían cerbatanas con las que lanzaban emplumados dardos venenosos. Enloquecidos, los campesinos abandonaban sus hogares e incendiaban los bosques. Así se había llegado finalmente a la guerra entre Borlien y Randonan.
Agresión, defensa, ataque y contraataque. Estas acciones se tornaban confusas por la enantiodromia que, en las mentes humanas, convierte todas las cosas en sus opuestos. Para cuando el Segundo Ejército hubo desplegado sus fuerzas en las selváticas montañas de Randonan, los pequeños hombres de las tribus se habían convertido, a los ojos de sus enemigos, en una formidable fuerza militar.
Sin embargo, no era la oposición armada lo que había acabado con la expedición de TolramKetinet. La defensa de las tribus había consistido en deslizarse en la jungla, chillando en la noche bárbaros insultos contra los invasores, como habían visto hacer a los Otros. Como éstos, subían a los árboles y lanzaban lluvias de dardos o de orina contra los hombres del general. En realidad, no combatían, sino que era la jungla quien lo hacía por ellos.
La jungla estaba llena de enfermedades a las cuales el ejército de Borlien no era inmune. Sus frutas provocaban disentería; el agua de sus charcas, paludismo; sus días, fiebres; sus espacios, una sórdida cosecha de parásitos que se alimentaban de los hombres, de dentro hacia fuera, o de fuera hacia dentro. No se podía combatir contra nada; era preciso sobrevivir a todo. Uno por uno, o en grupos, los soldados de Borlien sucumbieron ante la jungla. Y con ellos murieron las esperanzas del rey JandolAnganol de una victoria en las Guerras Occidentales.
Ese rey, lejos del ejército que se desintegraba en Randonan, sufría de dificultades casi tan complicadas como los mecanismos de la jungla. La burocracia de Pannoval era más resistente que aquélla, y había tenido más tiempo para desarrollar sus tramas. La reina de reinas había partido hacía ya muchas semanas, y el acta de divorcio seguía sin llegar de la capital del Santo Imperio.
A medida que el calor se intensificaba, aumentaban en Pannoval los drumbles contra los phagors que vivían en sus tierras. Oponiéndose a la voluntad general del pueblo, las tribus fugitivas de phagors buscaban refugio en Borlien, donde eran odiados y temidos a la vez.
El rey pensaba de otro modo. En un discurso pronunciado en la scritina, dio la bienvenida a los refugiados, prometiéndoles tierras en el Cosgatt, donde se les permitiría establecerse si se unían al ejército y combatían por Borlien. De ese modo el Cosgatt, libre ya de la sombra de Darvlish, podría ser cultivado a bajo costo, al tiempo que se alejaba a los recién venidos de la presencia de los borlieneses.
Nadie, en Pannoval y Oldorando, acogió con agrado esta mano humana extendida a los phagors; y el acta de divorcio sufrió una nueva demora.
Pero JandolAnganol estaba satisfecho consigo mismo. Sufría lo bastante para tener su conciencia en paz.
Se puso una chaqueta de color y fue a ver a su padre. Una vez más recorrió los vericuetos del palacio y descendió hacia las custodiadas puertas de la prisión donde tenía encerrado al anciano. El lugar parecía más húmedo que nunca. JandolAnganol se detuvo en la primera cámara, la que en un tiempo sirviera de cámara de tortura y morgue. La oscuridad lo rodeó. Los sonidos del mundo exterior desaparecieron.
–Padre –dijo. Su propia voz le pareció poco natural.
Pasó a la segunda habitación y a la tercera, donde se filtraba una luz débil. El fuego de leños ardía como de costumbre, y también, como de costumbre, el anciano permanecía envuelto en su manta junto al fuego, con el mentón hundido en el pecho. La única diferencia era que esta vez VarpalAnganol estaba muerto.
JandolAnganol apoyó su mano en el hombro del anciano. A pesar de su debilidad, la carne no cedía. Luego se detuvo ante la alta Ventana con barrotes. Llamó a su padre. El cráneo de pelo suave no se movió. Volvió a llamar, en voz más alta. No hubo ningún movimiento.
–Estás muerto, ¿verdad? –dijo JandolAnganol, en tono furioso–. Una nueva traición... Por la Observadora, ¿no era suficiente desgracia que ella ya no esté?
No hubo respuesta.
–Te has muerto, ¿no es así? Lo has hecho para avergonzarme, viejo hrattock...
Se dirigió al hogar y pateó los leños en todas direcciones, llenando la celda de humo. En su furia, derribó la silla, y el delgado cuerpo de su padre cayó sobre las losas, sin abandonar su posición acurrucada.
El rey se inclinó sobre la pequeña efigie como si contemplara una serpiente y luego, con un movimiento brusco, se echó de rodillas, no para rezar, sino para aferrar el cuerpo por el flaco pescuezo y derramar sobre él un torrente de palabras, que repetía de muchas maneras la acusación de que esa cosa muerta había vuelto contra él a su madre, apagando su amor. Apoyó esa recriminación con sibilinos ejemplos hasta que las palabras murieron, y permaneció inclinado sobre su cuerpo, envuelto en pesados anillos de humo. Golpeó el suelo con el puño y luego se quedó agachado e inmóvil.
Los leños diseminados en el suelo se extinguieron a causa de la humedad, uno por uno. Finalmente, con los ojos enrojecidos, el rey se alejó del lugar y subió deprisa, como si alguien lo persiguiera, a una zona más caliente del palacio.
Entre las numerosas criadas había una vieja nodriza que pasaba la mayor parte del día postrada en las habitaciones de la servidumbre. JandolAnganol no había entrado en esas habitaciones desde que fuera niño. Encontró el camino sin vacilar y se dirigió a la anciana, quien saltó del lecho y se aferró a uno de sus barrotes, aterrorizada. Lo miró con espanto, apartándose el pelo de los ojos.
–Ha muerto, tu amo y amante–dijo JandolAnganol, sin expresión alguna–. Ocúpate de preparar su cuerpo para el entierro.
Al día siguiente se declaró una semana de duelo, y la Primera Guardia Real Phagor desfiló con uniforme de luto por la ciudad.
La gente común, privada de diversiones por su pobreza, se apresuró a espiar la actitud del rey, aunque fuera de segunda o de tercera mano. Su relación con el palacio era estrecha, si bien subterránea. Todos conocían a alguien que conocía a algún funcionario real, y todos percibían el ánimo unas veces excitado y otras desesperado de JandolAnganol. Con la cabeza descubierta bajo los dos soles, acudieron en montón a la octava de tierra sagrada donde VarpalAnganol sería sepultado con las honras debidas a un rey.
Presidió el servicio el arcipreste de la Cúpula del Esfuerzo, BranzaBaginut. En un palco especialmente preparado, adornado con las banderas de la casa de Anganol, estaban los miembros de la scritina. Los notables mostraban en sus rostros más desaprobación por el rey vivo que pena por el muerto; pero igual concurrieron, temiendo las consecuencias de no hacerlo, acompañados por sus esposas.
De pie junto a la tumba abierta, JandolAnganol era la imagen misma del aislamiento. De vez en cuando miraba a su alrededor, como si esperara ver a Robayday. Esa mirada nerviosa se tornó más frecuente cuando colocaron el cuerpo de su padre, envuelto en una tela de oro, en la fosa cavada para él. Nada acompañaba al cadáver. Todos los presentes sabían que abajo, en el mundo de los gossies, los objetos materiales no eran necesarios. Como única concesión al rango de VarpalAnganol, doce mujeres de la corte se adelantaron y arrojaron flores sobre la forma inerte.
El arcipreste BranzaBaginut cerró los ojos y cantó:
–Las estaciones, en su avance, nos conducen a nuestra octava final. Así como hay dos soles, el menor y el mayor, también hay dos fases del ser, la Vida y la muerte; la menor y la mayor. Ahora un gran rey nos abandona para entrar en la fase mayor. El, que conocía la luz, ha descendido a la oscuridad...
Y mientras su poderosa voz silenciaba el rumor de la muchedumbre, que se acercaba con la misma actitud ansiosa de los perros que también asistían a la ceremonia y dirigían sus narices hacia la tumba, se arrojaron los primeros puñados de tierra.
En ese momento se oyó la voz del rey.
–Este Villano ha causado mi ruina y la de mi madre. ¿Por qué rezáis por él?
Dio un gran salto sobre la fosa, hizo a un lado al arcipreste y corrió, sin dejar de gritar, hacia el palacio, cuyas murallas se elevaban sobre la colina. Siguió corriendo más allá de la vista de la muchedumbre, y no se detuvo hasta llegar a los establos, donde montó en su hoxney y salió al galope hacia los bosques, mientras Yuli maullaba atrás, muy lejos.
Ese infortunado episodio, ese insulto dirigido por un hombre devoto a la religión establecida, encantó a la población de Matrassyl. Hasta en la cabaña más pobre se hablaba y reía, elogiándolo o condenándolo.
–Es un personaje Jandol, ¿verdad? –solía ser el cuidadoso Veredicto al que se llegaba en las tabernas, donde la muerte no era mirada con afecto, después de beber toda la tarde. Y la reputación del personaje creció, indignando a sus enemigos en la scritina.
Y no sólo a ellos, sino también a un joven delgado, de piel bronceada y ropas andrajosas, que presenciara el entierro y la partida del rey. Robayday no había estado muy lejos: vivía con un pescador en una isla entre los juncos de un lago cuando oyó la noticia de la muerte de su abuelo. Regresó a la capital con el ánimo alerta de un ciervo que se propone examinar de cerca a un león.
Al verla retirada del “personaje”, se atrevió a seguirlo, y montando en un hoxney, tomó un camino que desde la infancia le era familiar. No tenía la intención de enfrentar a su padre, ni sabía siquiera qué deseaba.
El personaje, en cuya mente había cualquier cosa menos humor, siguió un sendero que no había transitado desde la expulsión de SartoriIrvrash. Llevaba a una cantera oculta entre los blandos troncos de los rajabarales jóvenes; esos árboles, cuyo desarrollo llevaba cientos de años, eran casi imposibles de reconocer como las temibles fortalezas de madera en las cuales se convertirían cuando el verano del Gran Año transcurriese y llegara el nuevo invierno. Una vez calmada su fiebre, el rey ató a Lapwing a un árbol joven. Apoyó una mano en la lisa madera, y su frente en la mano. Vino a su memoria el cuerpo de la reina y la cadencia con que encendía su amor. Esas cosas buenas habían muerto sin que él se diera cuenta.
Después de un rato de silencio, llevó a Lapwing más allá del tronco del rajabaral padre, tan negro como un volcán apagado. Delante estaba la empalizada de madera que obstaculizaba el acceso a la cantera. Nadie la defendía. El rey entró.
El patio frontal estaba descuidado. La hierba, crecida. Un breve abandono había conducido a una larga decadencia. Un anciano de enmarañada barba blanca se adelantó y se inclinó ante JandolAnganol.
–¿Dónde está la guardia? ¿Por qué no está cerrada la puerta? –Pero sus palabras, dichas por encima del hombro mientras se acercaba a las jaulas, carecían de rigor.
El anciano, acostumbrado al humor del rey, fue lo bastante sensato como para no adoptar un tono similar, y respondió extensamente que todos los guardias, menos él, habían sido trasladados después de la caída del canciller. Estaba solo, y continuaba atendiendo a los cautivos, por lo que se creía merecedor de los favores de su majestad.
Lejos de mostrarse complacido, el rey unió sus manos a la espalda y asumió una expresión melancólica. Había cuatro grandes jaulas construidas contra la roca de la cantera; cada una estaba dividida en varios compartimientos, para mayor comodidad de los prisioneros. JandolAnganol dirigió su oscura mirada a esas jaulas.
En la primera había Otros. Para pasar el tiempo se suspendían del techo por las manos, los pies o las colas; cuando el rey se acercó, saltaron al suelo y corrieron hacia los barrotes, sacando entre ellos sus patas, parecidas a manos, desconocedores del alto rango del visitante.
Los que ocupaban la segunda jaula se alejaron del rey. En su mayoría se metieron en el compartimiento interior, fuera de su vista. La prisión estaba construida en la roca, para que no pudieran hacer túneles en la tierra. Dos de ellos se acercaron a los barrotes y miraron el rostro de JandolAnganol. Esos protognósticos eran Nondads, pequeñas criaturas fugitivas que muchas veces eran confundidas con Otros, a quienes se parecían. Llegaban hasta la cintura de los seres humanos, y sus rostros, con un prominente hocico, se parecían a los de los Otros. Cubrían sus genitales con breves taparrabos, y un pelaje suave, de color castaño claro, revestía sus cuerpos.
Los dos Nondads que se habían adelantado se dirigieron al rey, moviéndose nerviosamente. Su lenguaje era una extraña amalgama de silbidos, chasquidos y gruñidos. El rey los miró con una expresión combinada de desdén y simpatía antes de seguir a la tercera jaula.
Allí estaban prisioneros los protognósticos más adelantados, los Madis. Los Madis no se movieron cuando el rey se acercó, como habían hecho los ocupantes de las otras jaulas. Privados de su existencia migratoria, no tenían dónde ir; ni los ocasos de ambos soles ni las idas y venidas de los reyes significaban nada para ellos. Al ser observados por JandolAnganol, trataron de esconder sus rostros bajo las axilas.
La cuarta jaula era toda de piedra extraída de la cantera, como tributo a la mayor firmeza de voluntad de sus ocupantes, que eran humanos: en su mayoría hombres y mujeres de las tribus de Mordriat y Thribriat. Las mujeres se ocultaron en las sombras. Los hombres se adelantaron e imploraron al rey, con elocuencia, que los liberara, o al menos que no permitiera nuevos experimentos con ellos.
–Nada más se hará ahora–dijo él para sus adentros, sintiéndose casi tan nervioso como los cautivos.
–Señor, las humillaciones que hemos padecido...
Aún había en los rincones cenizas del Rustyjonnik; pero la erupción había cesado tan bruscamente como comenzara. El rey pateó las cenizas, alzando una pequeña tormenta de polvo con sus botas.
Aunque quienes más le interesaban eran los Madis –los estudiaba desde todos los ángulos y a veces se agachaba para hacerlo–, estaba demasiado inquieto para permanecer en un solo lugar. Los Madis trajeron a la rastra a una de sus mujeres, desnuda, y se la ofrecieron al rey a cambio de su libertad.
JandolAnganol se alejó disgustado, haciendo muecas.
Al salir el sol, se encontró de frente con RobaydayAnganol. Ambos permanecieron rígidos como gatos, hasta que Roba empezó a gesticular, con los brazos y los dedos abiertos. El viejo guardián de pelo blanco se acercó arrastrando los pies y quejándose.
–Los tienes cautivos para salvaguardar su cordura, poderoso rey –dijo Roba.
JandolAnganol se adelantó en un ágil movimiento, pasó el brazo por el cuello de su hijo y lo besó en los labios, como si esa forma de aproximación fuese premeditada.
–¿Dónde has estado, hijo? ¿Por qué tan esquivo?
–¿Acaso un muchacho no puede lamentarse entre las plantas, sino que debe acudir a la corte para hacerlo? –Sus palabras se perdieron mientras retrocedía y se limpiaba la boca con el dorso de la mano. Cuando dio contra la tercera jaula, echó atrás la otra mano para sostenerse.
Entonces un Madi se apoderó de su antebrazo. La hembra desnuda que habían ofrecido al rey le mordió el dedo pulgar salvajemente. Roba gritó de dolor. JandolAnganol se acercó a la jaula con la espada desenvainada. Los Madis retrocedieron y Roba quedó en libertad.
–Tienen tanta sed de sangre real como tu prometida –dijo Roba, saltando con las manos apretadas entre las rodillas–. Ya has visto cómo me ha mordido. ¿Te parece un acto propio de una madrastra?
El rey rió mientras envainaba.
–Ya ves qué ocurre cuando metes la mano donde no debes.
–Son temibles, señor, y piensan que han sido maltratados–dijo el viejo guardia, desde una distancia segura.
–Tu naturaleza te inclina al cautiverio, como las ranas se inclinan a las charcas–dijo Roba, sin dejar de saltar–. Pero pon en libertad a estos desventurados. Eran la locura de Rushven, no la tuya. Tú tienes locuras mayores que atender.
–Hijo, tengo un runt al que quiero, y que tal vez me quiere. Me sigue por afecto. ¿Por qué no me sigues tú para abusar de mí? Deja eso, y ven a vivir una vida razonable conmigo. No te haré daño. Si te he herido, lo lamento; me has dado motivos suficientes para lamentarlo. Acepta lo que te digo.
–Es muy difícil educar a los jóvenes, señor–comentó el guardián.
El padre y el hijo, apartados, se miraban. JandolAnganol refrenaba su mirada de águila, y parecía sereno. En el rostro terso de Roba ardía la furia.
–¿Necesitas otro runt que te siga? ¿No tienes bastantes cautivos en esta infame cantera? ¿Por qué has venido a gozar de este espectáculo?
–No he venido a gozar sino a aprender. Debería haber aprendido de Rushven. Necesito saber..., cómo son los Madis... Comprendo, muchacho, que temas mi amor. Temes la responsabilidad. Siempre has sido así. Ser rey es pura responsabilidad...
–Ser mariposa es la responsabilidad de la mariposa. Irritado por esa observación, el rey siguió andando ante las jaulas.
–Todo esto era responsabilidad de SartoriIrvrash. Quizás era cruel. Hacía que los ocupantes de estas cuatro jaulas se aparearan en combinaciones preestablecidas para ver los resultados. Lo escribía todo, a su manera. Y yo lo quemé todo, a la mía, como podrías agregar. Pues así fue. Con sus experimentos, Rushven halló una norma, que él llamaba una escala. Demostró que los Otros de la Jaula Uno podían producir a veces progenie cuando se apareaban con Nondads. Esta progenie no era fértil. No, los que no eran fértiles eran los descendientes de Nondads y Madis. No recuerdo bien los detalles. Los Madis tenían progenie de los humanos de la Jaula Cuatro. Esa progenie era en parte fértil.
“Hizo experimentos durante muchos años. Si se obliga a copular a Otros y Madis, no hay descendencia. Hay un sistema, una escala. Rushven descubrió estos hechos. Era un hombre bueno. Hacía esto por el conocimiento.”
“Probablemente lo censurarás, como censuras a todos, aparte de ti mismo. Pero Rushven pagó por esos conocimientos. Un día, hace dos años, tú estabas ausente, en el desierto, como de costumbre, su esposa vino a la cantera a alimentar a los cautivos y los Otros lograron huir de su celda. La hicieron pedazos. Este viejo guardián te lo podrá contar.”
–El brazo es lo primero que encontré, señor –dijo el guardián, complacido de que lo mencionaran–. El brazo izquierdo, para ser preciso, señor.
–Sin duda, Rushven pagó por sus conocimientos. También yo he pagado por los míos, Roba. Llegará un momento en que también tú tendrás que pagar un precio. No siempre será verano.
Roba arrancó hojas de un arbusto, como si quisiera destruirlo, y envolvió con ellas su mano herida. El guardián intentó ayudarle, pero Roba le lanzó un puntapié con el pie descalzo.
–Este lugar maloliente... Estas jaulas malolientes... Ese maloliente palacio... Llevar la cuenta de esos inmundos coitos... Mira, una vez, antes de que nacieran los reyes, el mundo era una gran bola blanca en una taza negra. Entonces vino el gran kzahhn de los phagors y se ayuntó con la reina de todos los humanos; la abrió en dos con su enorme prodo y la llenó hasta arriba de espuma dorada. Ese rumbo sacudió tanto al planeta que lo arrancó de su frigidez invernal y provocó las estaciones...
La risa le impidió terminar la frase. El viejo guardián parecía disgustado. Se dirigió al rey.
–Puedo asegurar, señor, que el canciller jamás hizo aquí un experimento semejante. De eso estoy seguro.
JandolAnganol permaneció inmóvil, con los ojos brillantes de ira, hasta que terminó el acceso de risa de su hijo. Le dio la espalda antes de hablar.
–No es necesario que te rías, ni es necesario pelear, en momentos de dolor. Volvamos juntos al palacio. Puedes montar en Lapwing, si quieres.
Roba cayó de rodillas y se cubrió la cara con las manos. Emitía un ruido que no era llanto.
–Tal vez tenga hambre –sugirió el guardián.
–Vete, hombre, o te cortaré la cabeza. El guardián retrocedió.
–He seguido alimentándolos fielmente todos los días, majestad. Traigo toda la comida del palacio, y ya no soy joven.
JandolAnganol se volvió hacia su hijo arrodillado. –¿Sabes que ahora tu abuelo se ha reunido con los gossies?
–Estaba cansado. He visto cómo bostezaba su tumba.
–Hago todo lo que puedo, señor, pero realmente necesitaría un esclavo que me ayudara...
–Murió mientras dormía... Una muerte tranquila, a pesar de sus pecados.
–Dije que él estaba cansado. Tú autoenloquecido, madre atormentada, abuelo fermentado... Has dado tres golpes. ¿Cuál será el próximo?
El rey cruzó los brazos y puso las manos en sus axilas.
–¡Tres golpes! Hijo mío, son una sola herida para mí. ¿Por qué me agobias con tus disparates? Quédate y consuélame. Ya que ni siquiera puedes casarte con una Madi, quédate.
Roba puso las manos en el suelo y empezó a incorporarse lentamente. El guardia aprovechó la oportunidad para decir:
–Ya no copulan más, señor. Sólo entre ellos, dentro de cada celda, para pasar el tiempo.
–¿Quedarme contigo, padre? ¿Cómo estaba el abuelo, en las entrañas del palacio? No, volveré a...
Mientras hablaba, el guardián se adelantó con expresión suplicante y se interpuso entre JandolAnganol y su hijo. El rey le dio un golpe que lo envió trastabillando contra un arbusto. Los cautivos gritaron y martillaron los barrotes.
El rey sonrió, o por lo menos mostró los dientes, mientras intentaba acercarse a su hijo. Roba retrocedió.
–Nunca comprenderás lo que me hizo tu abuelo. Nunca comprenderás su poder sobre mí, entonces, ahora, quizá siempre..., porque yo no tengo poder sobre ti. Sólo podía alcanzar el éxito si lo apartaba de mi lado.
–Las prisiones fluyen como témpanos por tu sangre. Yo seré un Madi, o una rana. Me niego a ser humano si tú te atribuyes ese título.
–Roba, no seas cruel. Ten cordura... Yo debo... casarme con una chica Madi. Por eso he venido a observar a los de su especie. Quédate conmigo.
–Posee a tu esclava Madi. Cuenta tu progenie. Mide, toma notas, sufre, encierra a los fértiles, y no olvides nunca que hay uno suelto en Heliconia, dispuesto a enviarte a una prisión eterna...
Mientras hablaba, retrocedía, con los dedos apoyados en el suelo. Luego se volvió, lanzándose contra los arbustos. Un instante después, el rey vio la figura que se deslizaba sobre la parte superior de la cantera. Luego desapareció.
JandolAnganol se apoyó contra el tronco de un árbol, cerrando los ojos.
Los gemidos del guardián reclamaron su atención. Fue hacia el hombre caído y le ayudó a ponerse de pie.
–Lo siento, señor, pero tal vez un esclavo joven, ahora que yo estoy viejo...
Frotándose la frente con ademán de fatiga, el rey dijo:
–Aún puedes contestar algunas preguntas, slanje. Dime, por favor, cómo les agrada copular a las mujeres Madi. ¿De espaldas, como los animales, o de frente, como los seres humanos? Rushven me lo hubiera dicho.
El guardián se sacudió las manos y rió.
–Oh, señor, de las dos maneras, según he podido observar muchas veces, puesto que estoy aquí todo el tiempo, sin nadie que me ayude. Pero sobre todo de espaldas, como los Otros. Algunos sostienen que se unen para toda la vida, y algunos, que son promiscuos... Pero la vida es diferente estando en cautiverio.
–¿Los Madis se besan en la boca, como los humanos?
–No he visto eso, señor. Nunca. Sólo los seres humanos.
–¿Se lamen los genitales antes de copular?
–Eso es muy corriente en todas las celdas, señor. Yo diría que es lo que más hacen, sobre todo lamer y chupar.
–Gracias. Ahora puedes poner en libertad a los cautivos. Ya han cumplido su misión. Suéltalos.
Salió lentamente de la cantera, con una mano en la espada y otra en la frente.
Suaves barras de sombra proyectadas por los rajabarales se movían ante él mientras retornaba al palacio. Freyr estaba cerca del ocaso. El cielo era amarillo. El sol estaba rodeado por aureolas concéntricas de bruma amarronada, producidas por las partículas de ceniza volcánica. Parecía una perla en una ostra podrida. El rey dijo a Lapwing:
–No puedo confiar en él. Es huraño como era yo. Lo quiero, pero lo mejor que podría hacer es matarlo. Si tuviera bastante cordura para trabajar con su madre, y formar en la scritina una alianza contra mí, me destruiría...
Y también la amo a ella, aunque también lo mejor que podría hacer es matarla...
El hoxney no respondió. Se movía hacia el ocaso, sin otro deseo que regresar a casa.
El rey advirtió la vileza de sus propios pensamientos.
Alzó la vista al cielo refulgente y vio el mal que su religión le enseñaba a ver.
–Debo purificarme –dijo–. Ayúdame, oh Todopoderoso y Supremo.
Espoleó el flanco de Lapwing. Iría a ver a la Primera Guardia Phagor. Ellos no planteaban problemas morales. Con ellos se sentía en paz.
Las aureolas oscuras triunfaron sobre las claras. Mientras Freyr desaparecía, la ostra se tornaba grisácea de afuera hacia adentro a medida que se imponía la luz de Batalix. Con su belleza perdida, se convirtió en una simple congregación de nubes entre otras nubes amontonadas, mientras Batalix, a su turno, descendía hacia el oeste. Akhanaba hubiese podido decir, y de manera nada enigmática, que todo ese complejo conjunto de cosas estaba a punto de concluir.
JandolAnganol regresó a su palacio silencioso, y encontró allí a un enviado del Santo Imperio de Pannoval. Alam Esomberr, lleno de sonrisas, anticipaba su alegría.
Por fin había llegado el acta de divorcio. Sólo debía mostrársela a la reina de reinas, y él estaría en libertad de casarse con su princesa Madi.
XVI
EL HOMBRE QUE MINÓ UN GLACIAR
En el hemisferio sur el verano del año pequeño había cedido su lugar al otoño. Los monzones se congregaban a lo largo de las costas de Hespagorat.
Mientras en la dulce costa norte del Mar de las Águilas la reina MyrdemInggala nadaba con sus delfines en las aguas azules, en la sombría costa norte del mismo mar; que allí se unía a las aguas del Mar de la Cimitarra, el ganador de la lotería del Avernus, Billy Xiao Pin, agonizaba.
Las doce islas de Lordry, algunas de las cuales eran empleadas como estaciones de pesca de ballenas, protegían del mar abierto al puerto de Lordryardry. En esas islas, y también en las costas bajas de Hespagorat, existían numerosas colonias de iguanas marinas. Barbudas, verrugosas, acorazadas, esas bestias inofensivas alcanzaban los seis metros de longitud; a veces se las veía nadar en el mar. Billy las había observado mientras el Dama de Lordryardry del Capitán del Hielo lo llevaba a Dimariam.
En la costa, las iguanas marinas cubrían rocas y marismas. Algo en sus movimientos perezosos y sus bruscos deslizamientos sugería que conspiraban con el clima húmedo que en ese momento del año pequeño caía sobre la costa de Dimariam, donde el aire frío que se desplazaba hacia el norte desde el casquete polar encontraba el aire cálido que cubría el océano, formando bancos de niebla que lo envolvían todo en una húmeda bruma.
Lordryardry era un pequeño puerto de once mil habitantes. Debía casi por completo su existencia a la empresa de la familia Muntras. Uno de sus rasgos más notables era que se encontraba a una latitud de 36.5° sur, un grado y medio fuera de la ancha zona tropical. El círculo polar se encontraba a sólo dieciocho grados y medio al sur. Más allá de ese círculo, en el reino de los hielos eternos, no se veía jamás a Freyr durante los largos siglos del verano. En el Gran Invierno, Freyr reaparecía iluminando durante muchas generaciones el mundo vacío del polo.
Billy supo esto mientras era conducido en el tradicional trineo desde el barco hasta la residencia del Capitán del Hielo. Krillio Muntras contaba estas cosas con orgullo, aunque a medida que se acercaba a su casa fue cayendo en un profundo silencio.
Instaló a Billy en una habitación blanca, cuyas ventanas estaban enmarcadas por cortinas del mismo color. Mientras yacía presa de la enfermedad, Billy podía ver a través de los árboles y sobre los techados del pueblo, una niebla lechosa entre la cual, a veces, aparecía un mástil.
Billy era consciente de que pronto se embarcaría en otro viaje misterioso. Pero antes de que esto sucediera, recibía los cuidados de la discreta mujer de Muntras, Eivi, y de su formidable hija casada, Immya. Immya, según le dijeron, tenía gran reputación en la comunidad como médica.
Después de un día de descanso, los cuidados de ambas mujeres surtieron efecto o bien la enfermedad de Billy remitió por sí sola. Como quiera que fuese, la rigidez que lo aquejaba desapareció en parte. Immya lo envolvió en mantas y lo acomodó en el trineo. Cuatro gigantescos perros astados –asokins– tiraban del trineo. La familia llevó a Billy hacia el interior, a ver el famoso glaciar de Lordryardry.
El glaciar había abierto un lecho entre dos colinas, sobre un lago que derramaba sus aguas en el mar.
Billy observó que las maneras de Krillio Muntras cambiaban sutilmente en presencia de su hija. Ambos se demostraban afecto; pero el respeto que él mostraba por Immya era superior al de ella por él. Billy no lo deducía por las palabras que cambiaban, sino por un hecho: Muntras erguía su columna vertebral y hundía su amplio estómago, como si sintiera que debía estar alerta cuando la aguda mirada de Immya caía sobre él.
Muntras empezó a describir las tareas que se realizaban en el glaciar. Cuando Immya se refrió discretamente a la cantidad de hombres que allí trabajaban, Muntras le pidió sin rencor que ella misma se ocupara de la explicación, lo cual hizo. Div estaba detrás de su padre y de su hermana con el ceño fruncido; aunque, como hijo varón que era, debía heredar la compañía de hielo, nada tenía que agregar a la narración, y pronto se apartó.
Immya no sólo era la médica más importante de Lordryardry, sino que estaba casada con el abogado más notorio de la ciudad, fundada por el clan de Muntras. Su marido, mencionado siempre como Abogado en presencia de Billy, como si ése fuera su nombre de pila, era el vocero del pueblo ante la capital, Oüshat. Oüshat se encontraba al oeste, en la frontera entre Dimariam e Iskahandi. Oüshat miraba con envidia al próspero y joven puerto de Lordryardry, y permanentemente ideaba formas, que Abogado burlaba siempre, para arrancarle parte de su riqueza con impuestos.
Abogado burlaba también las leyes locales, improvisadas para beneficiar a la familia Muntras, y no a sus empleados. Por lo tanto, Krillio tenía ideas contradictorias acerca de su yerno.
Era evidente que la esposa de Krillio pensaba de otro modo. No permitía quejas de su hija ni de Abogado. Aunque sumisa, solía impacientarse con Div, cuya conducta –empeorada por el rechazo de su madre– se tornaba insoportable en el hogar.
–Deberías reconsiderar las cosas –dijo en una oportunidad a Muntras, mientras ambos permanecían junto a la cama de Billy, después de un nuevo ejemplo de las torpezas de Div–. Si pones la compañía en manos de Immya y Abogado, todo prosperará. Div lo llevará a la ruina en menos de tres años. La muchacha tiene un exacto dominio de las cosas.
Sin duda, Immya Muntras tenía dominio sobre todo el Hespagorat. Jamás había salido de los límites del continente que la viera nacer, a pesar de numerosas oportunidades, como si prefiriera que la puerta de su casa estuviese custodiada por los millares de perros escamosos que patrullaban las costas de Dimariam. Pero en el interior de su amplio seno había planos, mediciones e historias del continente sur.
La casa de Immya Muntras era fuerte y sencilla, cuadrada como la de su padre, y capaz de hacer frente a los glaciares. Y frente a uno de éstos describía ahora con orgullo el negocio familiar.
Estaban lo bastante en el interior para verse libres de la bruma costera. La gran muralla de hielo a que Muntras debía su riqueza brillaba al sol. En sus puntos más distantes, Batalix creaba en sus huecos profundas cavernas de zafiro. Incluso el reflejo del glaciar en el lago centelleaba como una joya.
El aire era fresco y vivaz. Las aves rozaban la superficie del lago. Donde las límpidas aguas se reunían con la costa cubierta de flores azules, se veían infinidad de insectos atareados.
Una mariposa con la cabeza como el pulgar de un hombre se posó sobre el reloj de tres caras que Billy llevaba en la muñeca. Billy la miró con incertidumbre, tratando de interpretar el significado de esa criatura.
Algo rugía en lo alto; ignoraba qué era. Apenas podía mirar hacia arriba. El virus estaba instalado en su hipotálamo. Se multiplicaría allí inconteniblemente; ningún remedio podía curarlo. Pronto estaría inmóvil, paralizado, como los ancestrales phagors en brida.
No lo lamentaba. Sólo lamentaba que la mariposa dejara su mano y se alejase. Para vivir una vida real, era necesario el sacrificio, y eso su Consejero lo hubiera podido comprender. Había vislumbrado a la reina de reinas. Se había acostado con la hermosa Abathy. Incluso ahora, incapacitado, podía ver zonas distantes del glaciar donde la luz conjuraba azules asombrosos, haciendo del hielo más un color que una materia. Había probado la excelencia de la naturaleza. Por supuesto, eso tenía un precio.
Immya explicaba ahora la ruidosa tarea que se estaba llevando a cabo. Los hombres trabajaban sobre andamios, cortando bloques de hielo con picos y sierras. Eran los mineros del glaciar de Lordryardry. Los bloques caían a un gran embudo abierto de donde pasaban a una larga tolva de madera con suficiente declive para que no dejaran de moverse.
Enormes lápidas de hielo descendían lentamente por la tolva, la cual crujía cuando pasaban sobre sus pilares de madera, y continuaban su camino de tres kilómetros hasta los muelles de Lordryardry.
Allí eran reducidas a bloques más pequeños que se cargaban en los cascos aislados con paja de las naves de la Compañía.
De ese modo, las nieves caídas en las regiones polares al sur de los 55°, comprimidas y forzadas a moverse perezosamente hacia la estrecha franja templada, servían para el útil propósito de refrescar a quienes vivían en lejanos trópicos. Allí terminaba la tarea de la naturaleza y empezaba la del capitán Krillio Muntras.
–Por favor, llevadme a casa –dijo Billy.
La rápida corriente de cifras de Immya cesó. Cesaron sus informes sobre tonelajes, longitudes de diversos viajes, costes en relación con la demanda, los elementos, en fin, sobre los cuales se fundaba su pequeño imperio. Suspiró y dijo algo a su padre, pero una nueva carga de hielo, que pasó rugiendo por encima de ellos, borró sus palabras. Entonces, las líneas de su rostro se ablandaron y sonrió.
–Sería mejor que lleváramos a Billy a casa –dijo.
–He visto eso –dijo él con tono vago–. Lo he visto.
Cuando pasó más de medio Gran Año, cuando Heliconia y sus planetas hermanos llegaron al punto más alejado de Freyr y volvían a padecer una vez más la lenta furia de un nuevo invierno, millones de personas contemplaron, en la lejana Tierra, la forma acurrucada de Billy en el viejo trineo de madera.
La presencia de Billy en Heliconia representaba una infracción de las órdenes terrestres, las cuales exigían que ningún ser humano pusiera el pie en el planeta para no turbar la trama de sus culturas.
Esas órdenes habían sido formuladas tres mil años antes. En términos de historia cultural, tres mil años eran un largo período de tiempo. Desde entonces la comprensión se había tornado más profunda, a causa, sobre todo, del intenso estudio de Heliconia realizado por la mayor parte de la población. Se conocía mucho mejor la unidad –y por lo tanto, la fuerza– de las biosferas planetarias.
Billy había penetrado en la biosfera planetaria y había llegado a ser parte de ella. Los habitantes de la Tierra no veían ningún conflicto. Billy estaba hecho de átomos de materia estelar muerta, iguales a los de Muntras o MyrdemInggala. Su muerte representaría una unión final con el planeta, una fusión indisoluble. Billy era mortal. Los átomos de que estaba hecho eran indestructibles.
Habría una moderada aflicción por el desvanecimiento de otra conciencia humana, por la pérdida de otra identidad única e irremplazable; pero eso probablemente no sería motivo de llanto en la Tierra.
Mucho antes de eso se derramaron lágrimas en el Avernus. Billy era su drama, su prueba de que la vida existía, de que poseía el viejo poder de los organismos biológicos de conmoverse en respuesta al ambiente. Las lágrimas y los aplausos estaban en su apogeo.
En particular la familia Pin abandonó su habitual pasividad y provocó una pequeña tormenta familiar. Rose Yi Pin, quien unas veces reía y otras gemía, era el centro de la atención más apasionada. Lo pasaba maravillosamente.
El Consejero estaba mortificado.
El aire fresco recorrió el cuerpo de Billy y bañó sus pulmones. Le permitió ver cada detalle de ese mundo centelleante. Pero su vividez, sus sonidos, fueron demasiado para él. Cerró los ojos. Cuando logró abrirlos de nuevo, los asokins avanzaban veloces sacudiendo el trineo, y la bruma de la costa empezaba a velar el paisaje.
Para compensar anteriores humillaciones, Div Muntras insistió en conducir. Pasó las riendas por encima de su hombro derecho y las sostuvo bajo el brazo izquierdo mientras aferraba el asa del trineo con la mano izquierda. Con la derecha esgrimía un látigo que hacía chasquear sobre los asokins.
–Mantenlo firme, muchacho –gruñó Muntras.
Mientras lo estaba diciendo, el vehículo dio contra un macizo de arbustos y volcó. Estaban debajo de la construcción de madera destinada al transporte de hielo, y el terreno era cenagoso. Muntras cayó sobre las manos y las rodillas. Mirando con furia a su hijo le arrebató las riendas, pero nada dijo. Immya apretó los labios, enderezó el trineo y colocó nuevamente a Billy en él. Su silencio era más expresivo que las palabras.
–No fue por mi culpa –dijo Div, simulando que se había lastimado la muñeca. Su padre tomó las riendas y, con un gesto silencioso, indicó a su hijo que empujara. Luego regresaron a paso moderado.
La casa de Muntras era de una sola planta, la cual se desarrollaba en varios niveles conectados por escalones, debido a las irregularidades del terreno rocoso. Detrás de la habitación donde Muntras e Immya pusieron a Billy estaba el patio en que el Capitán del Hielo pagaba a su personal cada décimo.
Ese patio estaba ornamentado con rocas lisas y redondeadas, esculpidas en montañas polares que ningún ser humano había visto jamás, y arrastradas hasta la costa por los glaciares. En las estrías de esas rocas se hallaba condensada una historia tectónica que nadie en Lordryardry tenía tiempo de descifrar, pero que había sido examinada a través de los ojos electrónicos del Avernus. Junto a cada una de esas rocas crecían altos árboles cuyos troncos se bifurcaban junto al suelo. Billy podía ver esos árboles desde su cama.
Eivi, la esposa de Muntras, había recibido a su marido con la misma diligencia con que ahora se preocupaba por Billy, quien se alegró cuando lo dejaron a solas en la desnuda habitación de madera, mirando el contorno preciso de los árboles. Su vista quedó fija. Una lenta locura se apoderó de él, moviendo sus miembros, torciendo sus brazos hacia fuera hasta que se estiraron por encima de su cabeza, rígidos como ramas.
Div entró en la habitación.
El muchacho cerró la puerta a sus espaldas y se acercó a Billy con cautela. Lo miró con los ojos muy abiertos. La mano izquierda de Billy estaba torcida hacia atrás, de modo que los nudillos casi tocaban e brazo: el reloj se le hundía en la piel.
–Te quitaré el reloj –dijo Div. Lo desprendió torpemente y lo colocó sobre una mesa, fuera de la vista de Billy.
–Los árboles –dijo Billy, con los dientes apretados.
–Quiero hablar contigo –dijo Div en tono amenazador, con los puños apretados–. ¿Recuerdas a esa chica AbathVasidol, en el Dama de Lordryardry? ¿La chica de Matrassyl? –preguntó en voz baja, sentado al lado de Billy, y mirando hacia la puerta–. ¿Esa chica bonita, de pelo castaño y grandes pechos?
–Los árboles.
–Sí, los árboles. Son albaricoques. Mi padre destila su Exaggerator con sus frutos. Billish, Abathy... ¿Recuerdas a Abathy?
–Se están muriendo.
–Tú te estás muriendo, Billish. Por eso quiero hablar contigo. ¿Recuerdas cómo me humilló mi padre con esa chica? A ti te la dio, Billish, maldito seas. Esa fue la forma de humillarme, como hace siempre. ¿Comprendes? ¿Adónde llevó mi padre a Abathy, Billish? Si lo sabes, dímelo. Dímelo, Billish. Yo no te hice ningún mal.
Las articulaciones de sus codos crujían.
–Abathy. La madurez del verano.
–No fue por tu culpa, porque eres una basura extranjera. Pero escucha. Quiero saber dónde está Abathy. La amo. No debería haber vuelto aquí, ¿verdad? Para ser humillado por mi padre y por mi hermana. Ella nunca me permitirá que sea el amo de la compañía. Escucha, Billish: me marcho. Puedo arreglarme solo. No soy ningún tonto. Buscaré a Abathy y empezaré mi propio negocio. Quiero saberlo, Billish, ¿adónde la llevó mi padre? Pronto, antes de que vengan.
–Sí. –Los árboles desnudos y gesticulantes de la Ventana intentaban deletrear un nombre.– Deuteroscopista.
Div se inclinó hacia adelante y aferró los endurecidos hombros de Billy.
–¿CaraBansity? ¿La llevó a casa de CaraBansity?
Billy susurró un sí. Div lo dejó caer como si fuera una tabla. Se retorcía los dedos, murmurando para sus adentros. Oyó un ruido en el pasillo y corrió hacia la Ventana. Durante un momento balanceó su peso en el antepecho. Luego dio un salto y desapareció.
Era Eivi Muntras. Dio de comer a Billy pequeños trozos de una delicada carne blanca. Insistía, lo obligaba, y él comía con apetito. En el mundo de los enfermos, Eivi estaba a su gusto. Limpió con una esponja la cara de Billy. Puso una cortina de gasa en la ventana para suavizar la luz. A través de la gasa, los árboles parecían fantasmas.
–Tengo hambre–dijo él cuando se acabó la comida.
–Te traeré más iguana. Te ha gustado, ¿verdad? La he cocido en leche especialmente para ti.
–Tengo hambre –gritó él.
Ella se marchó, con aire preocupado. Él oyó cómo hablaba con otras personas. Tenía el cuello contraído, las venas hinchadas, mientras su oído se clavaba en lo que se decía, como un arpón. Pero las palabras no tenían sentido para él. Estaba tendido boca abajo, de modo que llegaban a sus oídos al revés. Cuando se dio vuelta, todo era perfectamente audible.
La voz de Immya decía en tono imparcial:
–Eso es una tontería, madre. No puedes curar a Billish con remedios caseros. Tiene una extraña enfermedad de la que sólo se habla en los libros de historia. Puede ser la fiebre de los huesos, o la muerte gorda. Los síntomas no son claros, tal vez porque, como él dice, viene de otro mundo, y por lo tanto su composición celular quizá sea distinta de la nuestra.
–Yo no sé nada de eso, Immya, querida. Sólo pensaba que un poco más de carne puede hacerle bien. Tal vez le gustaría el gwing–gwing...
–Puede entrar en un estado de bulimia e hiperactividad. Esto indicaría que se trata de la muerte gorda. En ese caso, habrá que atarlo a la cama.
–Seguramente no será necesario, querida... Es tan amable...
–No se trata de su carácter, madre, sino del carácter de su enfermedad. –Ahora era una voz masculina, cargada de desdén apenas encubierto, como si estuviera explicando algo a un niño. Pertenecía al marido de Immya, Abogado.
–Así será, sin duda. Sólo espero que esa enfermedad no sea contagiosa.
–No nos parece que la muerte gorda o la fiebre de los huesos sean infecciosas en este momento del Gran Año –dijo la voz de Immya–. Creemos que Billish ha estado con phagors, y esas enfermedades están relacionadas con ellos.
Hubo más palabras, y luego Immya y Abogado estaban en la habitación, mirando a Billy.
–Tal vez te cures –dijo ella, inclinándose un poco para hablar y dejando caer las palabras una a una–. Cuidaremos de ti. Puede que tengamos que atarte si te pones violento.
–Morir inevitable. –Con gran esfuerzo, fingió que no era un árbol y dijo: – La fiebre de los huesos y la muerte gorda... Yo sé. Son un solo virus. Un germen. Distintos efectos. Según el momento del Gran Año. Es verdad.
No podía hacer un esfuerzo mayor. Sin embargo, por un instante, lo había tenido todo en la mente. Aunque no era su especialidad, el virus hélico era una leyenda en el Avernus; eso sí, confinada ahora a los videotextos, puesto que su último estallido pandémico había ocurrido varias generaciones antes. Quienes lo miraban desde arriba, sin poder hacer nada, contemplaban una vieja historia que sólo se volvía actual cada vez que concluían la Vacaciones de Heliconia...
Los sufrimientos que causaba el virus eran terribles, pero por fortuna sólo ocurrían en dos períodos del Gran Año: seis siglos después del momento más frío, cuando las condiciones del planeta mejoraban, y a fines del otoño, después del largo período de calor en que Heliconia había entrado. En la primera época, el virus se manifestaba en la forma de la fiebre de los huesos; en la segunda, como muerte gorda. Casi nadie escapaba a estos flagelos. La tasa de mortalidad de ambos se aproximaba al cincuenta por ciento, el mismo porcentaje que mostraban los sobrevivientes en la reducción o aumento de su peso corporal, estando de este modo mejor preparados para enfrentar la estación más caliente o la más fría.
El virus era el mecanismo que permitía el ajuste del metabolismo humano a tan enormes cambios climáticos. Billy sufría ahora este cambio.
Con los brazos cruzados sobre su amplio pecho, Immya permanecía de pie junto al lecho de Billy.
–No entiendo cómo sabes esas cosas. No eres un dios; si lo fueras no estarías enfermo...
Incluso las voces lo empujaban con más fuerza hacia las entrañas de un árbol. Lo intentó otra vez.
–Una enfermedad. Dos... sistemas opuestos. Como médico, puedes comprender.
Ella comprendía. Se sentó.
–Si fuera así... ¿Y por qué no? Hay dos botánicas. Hay árboles que florecen y dan semillas una vez cada 1.825 años pequeños, y otros que lo hacen todos los años pequeños. Son cosas distintas, y sin embargo unidas...
Apretó los labios, como si temiera decir un secreto, consciente de que estaba al borde de algo que iba más allá de su comprensión. El caso del virus bélico no era exactamente similar al de la botánica binaria de Heliconia. Sin embargo, la observación de Immya sobre distintas características vegetales era correcta. Ocho millones de años antes, aproximadamente, cuando Freyr había capturado a Batalix, los planetas de este último habían quedado bañados por la radiación, lo que había conducido a divergencias genéticas en una multitud de especies. Algunas plantas continuaron floreciendo como antes –es decir que intentaban producir semillas 1.825 veces durante el Gran Año, fueran cuales fueren las condiciones del clima– pero otras habían adoptado un metabolismo más acorde con la nueva situación, y se propagaban una sola vez cada 1.825 años pequeños. Los rajabarales estaban entre estas últimas. Por el contrario, los albaricoques que Billy veía por la ventana no se habían adaptado y verdaderamente se estaban muriendo ante el inusitado calor.
Algo, en las líneas que conformaban la boca de Immya, sugería que intentaba masticar estos complejos asuntos; pero luego emprendió la contemplación de las afirmaciones de Billy. Su inteligencia le decía que, de ser ciertas, tendrían gran importancia, no de inmediato sino unos siglos más tarde, cuando según los precarios registros existentes debía producirse la pandemia.
Pensar en un futuro tan lejano no era un hábito local. Immya asintió y dijo:
–Meditaré sobre esto, Billish, y hablaré de tu idea en la próxima reunión de nuestra sociedad médica. Quizá, si comprendemos la verdadera naturaleza de esa enfermedad, podamos encontrar una cura.
–No. La enfermedad es esencial para la supervivencia... –Billy comprendió que ella jamás lo aceptaría, y que él no podría explicar jamás ese punto. Agregó, en cambio: – Se lo dije a tu padre.
Esta observación apartó el interés de Immya de los asuntos médicos. Después de unos instantes de silencio en los que pareció querer meterse dentro de sí misma, volvió a hablar, pero esta vez con voz más profunda y áspera, como silo hiciera desde el interior de una prisión.
–¿Qué más hacía mi padre? En Borlien... ¿Se emborrachaba? Quiero saber... ¿Traía a una mujer en el barco, desde Matrassyl? ¿Tenía relaciones carnales con ella? Debes decirme. –Se inclinó sobre él y lo aferró, como antes hiciera su hermano.– Ahora está bebiendo. Había una mujer, ¿no es verdad? Te lo pregunto por mi madre.
La intensidad con que pronunció estas palabras asustó a Billy; trató de hundirse más profundamente en el árbol, de sentir la basta corteza en su eddre. En su boca se formaban burbujas.
Ella lo sacudió.
–¿Tenía relaciones con ella? Dime. Muere, si quieres, pero dímelo.
Él trató de asentir.
La distorsionada expresión de Billy confirmó sus suposiciones. En el rostro de Immya apareció una vindicativa satisfacción.
–Así se aprovechan los hombres de las mujeres. Mi pobre madre ha sufrido durante años a causa de sus excesos. Me enteré hace mucho tiempo. Fue un golpe terrible. Los dimariamianos somos personas respetables, no como los habitantes del Continente Salvaje, a quienes espero no conocer jamás...
Billy intentó una protesta inarticulada. Sólo sirvió para volver a encender la animosidad de Immya.
–¿Y esa pobre muchacha inocente? ¿Y su inocente madre? Hace tiempo obligué a mi hermano, esa plaga, a que me dijera la verdad sobre mi padre... Los hombres son cerdos gobernados por la lujuria e incapaces de una conducta digna...
–La muchacha. –Pero el nombre de Abathy se enredó con los nudos de la laringe de Billy.
La oscuridad envolvía Lordryardry. Freyr se hundía en el oeste. El canto de los pájaros raleaba. Batalix estaba en un punto muy bajo sobre el horizonte, desde donde podía mirar, a través del agua, los escamosos seres que se apilaban en la costa. La niebla se tornó más densa, cubriendo las estrellas y el Gusano de la Noche.
Eivi Muntras llevó a Billy un poco de sopa antes de irse a la cama. Mientras comía, él sintió un hambre terrible que surgía de su eddre y superaba su inmovilidad. Saltó sobre Eivi y le mordió el hombro hasta desgarrárselo. Luego corrió gritando por la habitación. Era el síntoma asociado con la etapa final de la muerte gorda. Otros miembros de la familia llegaron corriendo, y los esclavos trajeron luces. Billy, entre maldiciones, fue atado a la cama.
Quedó solo durante una hora; desde el otro extremo de la casa llegaba el ruido de los cuidados que se brindaban a la mujer. Tuvo la visión de que devoraba a Eivi y sorbía su cerebro. Lloró. Imaginó que estaba de vuelta en el Avernus. Imaginó que mordía a Rose Yi Pin. Volvió a llorar. Sus lágrimas caían como hojas.
En el pasillo crujieron las tablas. Apareció una lámpara mortecina, y más atrás, el rostro de un hombre flotando en una ola de sombra. Era el Capitán del Hielo. Un vaho de Exaggerator entró con él en la habitación.
–¿Estás bien? Tendría que echarte si no estuvieras agonizando, Billish. Siento todo esto... Yo sé que eres una especie de ángel de un mundo mejor, Billish, aunque muerdas como un demonio. Un hombre necesita creer que en alguna parte hay un mundo mejor. Mejor que éste, donde nadie se preocupa por ti. El Avernus... Te llevaría allí, si pudiera. Me gustaría conocerlo.
Billy estaba de nuevo en su árbol; sus miembros eran parte de sus agónicas ramas.
–Mejor.
–Así es, mejor. Voy a sentarme en el patio, Billish, junto a tu ventana. Voy a beber. A pensar en muchas cosas. Pronto será la hora de pagar a los hombres. Si me necesitas, llama.
Estaba triste por Billy, y el Exaggerator hacía que sintiera también tristeza por sí mismo. Era extraño, pero siempre estaba más a gusto con extraños, como con la reina de reinas, que con su propia familia. Con ésta era como si se encontrase en desventaja.
Se acomodó junto a la ventana, colocando una jarra y un vaso a su lado, sobre el banco. El albic que trepaba por la pared abría sus flores; las flores abrían sus picos de loro y una serena fragancia flotaba en el aire.
El plan de traer a Billish en secreto había tenido éxito, pero ahora no podía seguir callando. Deseaba decir a todo el mundo que había una vida que no conocían, y que Billish era una prueba de esa verdad. Por otra parte, y no sólo por la agonía de Billish, Muntras sospechaba; en un frío rincón de su ser, que la vida tal vez valiera menos de lo que él creía. Hubiese querido ser siempre un vagabundo, pero ahora había vuelto a casa...
Un rato más tarde, suspirando, el Capitán del Hielo se puso de pie y miró por la ventana abierta.
–¿Estás despierto, Billish? ¿Has visto a Div?
Un gorgoteo fue la respuesta.
–Ese pobre muchacho no sirve para la tarea, ésa es la verdad... –Volvió a sentarse en su banco, gimiendo. Tomó su copa y bebió. Era una pena que a Billish no le gustara el Exaggerator.
La luz lechosa aumentó. Las avispas del alba ronroneaban alrededor de las flores del albic. En la casa se oyó el crujido de una tabla.
–En alguna parte debe haber un mundo mejor... –dijo Muntras, y se durmió con un veronikano apagado entre los labios.
Ruido de voces. Muntras despertó. Vio que sus hombres se reunían en el patio para recibir su paga. Era de día. Todo estaba en silencio.
Muntras se irguió y se desperezó. Miró por la ventana la forma contraída e inmóvil de Billish sobre el lecho.
–Hoy es el día de los assatassi, muchacho. Lo había olvidado por tu culpa. La marea alta de los monzones. Deberías verlo. Es todo un acontecimiento aquí. Habrá una fiesta esta noche, una gran fiesta.
De la cama brotó una sola palabra, pronunciada a través de unos dientes apretados.
–Fiesta.
Los trabajadores tenían aspecto rudo. Miraban las gastadas piedras del suelo para que su jefe no se ofendiera por haber sido sorprendido mientras dormía. Pero a Muntras eso no le importaba.
–Acercaos. Dentro de poco no seré yo quien os pague. Será el turno del joven Div. Terminaremos pronto, y luego nos prepararemos para la fiesta. ¿Dónde está mi asistente?
Un hombre pequeño, de cuello alto y con el pelo peinado en una dirección opuesta a la de todos los demás, se adelantó deprisa. Traía un gran libro debajo del brazo y le seguía un stallun con una caja fuerte. Pasó entre los trabajadores empujándolos deliberadamente, mientras mantenía la vista fija en su amo, y sus labios se movían como si estuviera calculando ya cuánto se debía pagar a cada hombre. Su llegada hizo que los hombres formaran una hilera para recibir su modesta paga. Bajo esa extraña luz, sus caras parecían carentes de expresión.
–Ahora cobraréis vuestro salario, y luego se lo daréis a vuestras mujeres, o bien os emborracharéis como de costumbre –dijo Muntras. Se dirigía a los hombres que tenía más cerca, entre los cuales sólo veía a trabajadores comunes, y no a sus artesanos principales. Pero bruscamente una mezcla de indignación y piedad se apoderó de él y habló en voz más alta, para que todos pudieran oír–. Vuestras vidas pasan. No os movéis de aquí. No habéis estado en ninguna parte. Conocéis las leyendas de Pegovin; pero ¿habéis estado allí alguna vez? ¿Quién ha estado allí? ¿Quién ha ido a Pegovin?
Se apoyaron contra las piedras redondeadas, murmurando.
–Yo he estado en todo el mundo. Lo he visto todo. He ido hasta Uskutoshk, he visitado la Gran Rueda de Kharnabhar, he visto viejas ciudades en ruinas y vendido baratijas en los bazares de Pannoval y de Oldorando. He hablado con reyes, y con reinas tan hermosas como flores. Todo está al alcance de la mano, esperando al hombre que se atreva. Amigos en todas partes. Hombres y mujeres. Es maravilloso. He gozado de cada momento.
“El mundo es más grande de lo que podréis imaginar nunca, sepultados aquí en Lordryardry. En este último viaje he conocido a un hombre que ha venido desde otro mundo. Hay otros mundos además de Heliconia. Hay uno que gira alrededor de Heliconia, llamado Avernus: Y hay otros más allá, mundos que se pueden visitar. Como la Tierra, por ejemplo.”
Mientras hablaba, el pequeño empleado había colocado sus efectos sobre una mesa, debajo de uno de los albaricoques estériles, y había sacado la llave de la caja fuerte de un bolsillo interior. Y ahora el phagor colocaba la caja fuerte en su lugar, torciendo una oreja mientras lo hacía. Y los hombres se movían hacia la mesa, componiendo una hilera más ordenada al aproximar sus cuerpos. Y otros hombres entraban al patio y se unían al final de la cola, mirando con suspicacia a su jefe. Y así se mantenía el carácter reconfortantemente estructurado del mundo bajo las nubes purpúreas.
–Os digo que hay otros mundos. Usad vuestra imaginación. –Muntras golpeó la mesa.– ¿No sentís de vez en cuando el deseo de viajar? Yo lo siento desde muy joven. Y ahora, en mi casa, hay un hombre venido de uno de esos otros mundos. Está enfermo; por eso no puede salir a hablar con vosotros. Podría contaron cosas milagrosas que ocurren muy lejos de aquí.
–¿Bebe Exaggerator ese hombre?
La voz había surgido de la fila de los hombres que aguardaban. Interrumpido en medio de su expansión, Muntras recorrió la hilera con el rostro enrojecido. Nadie sostuvo su mirada.
–Probaré lo que estoy diciendo–gritó Muntras–. Y tendréis que creerme.
Se volvió y entró bruscamente en la casa. Sólo el empleado demostraba alguna impaciencia, repiqueteando con los dedos sobre la mesa. Luego miró a su alrededor, tironeó de su afilada nariz y alzó la vista al pesado cielo.
El Capitán del Hielo corrió hacia Billy, quien permanecía en su lecho, contorsionado e inmóvil. Aferró su muñeca petrificada, y descubrió que el reloj había desaparecido.
–Billish. –Se inclinó sobre él, lo miró, repitió suavemente su nombre. Tocó la piel helada, palpó la carne contraída.– Billish –repitió, pero ahora era una afirmación. Sabía que Billish estaba muerto, y también quién había robado el reloj, aquel cronómetro de tres caras que JandolAnganol tuvo alguna vez en sus manos. Sólo había una persona capaz de hacerlo.
“Ya nunca lo echarás de menos, Billy” –dijo en voz alta.
Se cubrió el rostro con su gran mano y pronunció algo que era una mezcla de plegaria y maldición.
Durante un momento, el Capitán del Hielo miró el cielo raso con la boca abierta. Luego recordó sus obligaciones, fue hasta la ventana e indicó con un gesto a su empleado que comenzara a pagar a los hombres.
Immya y su esposa entraron en la habitación.
–Nuestro Billish ha muerto –dijo Muntras con sencillez.
–Oh, querido, y precisamente el día de los assatassi... –dijo Eivi–. No esperes que lo lamente demasiado.
–Haré que lo lleven al sótano y lo pongan en hielo; mañana, después de la fiesta, lo enterraremos –dijo Immya, observando el cuerpo contraído–. Antes de morir me dijo una cosa que podría contribuir a la ciencia médica.
–Eres una muchacha capaz; ocúpate de él–dijo Muntras–. Podemos enterrarlo mañana, como dices. Un buen entierro. Mientras tanto, iré a ver las redes. La verdad es que me siento muy triste, por si a alguien le importa.
Sin mirar a las locuaces mujeres que suspendían redes de unos palos, el Capitán del Hielo caminó junto al borde del agua. Usaba botas altas y gruesas y tenía las manos metidas en los bolsillos. De tanto en tanto, una iguana negra saltaba contra él como un perro importuno. Muntras la alejaba con la rodilla, sin interés. En las aguas sonoras, las iguanas chapoteaban entre los gruesos haces de algas de color castaño, pataleando a veces para librarse de ellas. En algunos puntos se amontonaban unas encima de otras.
Compartían el melancólico abandono de sus posturas unos cangrejos velludos de doce patas que pululaban por millones. Esos cangrejos devoraban todo fragmento de comida –algas o animales marinos– desechado por los reptiles, y a veces también a las iguanas jóvenes. El ruido característico de la costa de Dimariam era el roce de patas córneas contra escamas; el ritual de la vida humana se desarrollaba sobre el fondo de ese clamor, tan incesante como el ruido de las olas.
El Capitán del Hielo no pensaba en esos saturnianos habitantes de la costa; miraba hacia el mar, más allá de la isla ballenera de Lordry. En el puerto le habían dicho que alguien había robado, durante la noche, una pequeña balandra.
De modo que su hijo se había marchado, llevándose el reloj mágico como talismán, o tal vez para venderlo. Y se había hecho a la vela sin decir adiós.
–¿Por qué lo has hecho? –preguntó Muntras, en voz baja, contemplando el mar púrpura, mortalmente sereno–. Supongo que por la razón habitual que induce al hombre a dejar su hogar. O no podías continuar soportando a tu familia, o bien querías aventuras, lugares extraños, sorpresas, mujeres desconocidas. Pues bien, muchacho: que tengas suerte. Nunca hubieras sido un destacado comerciante en hielo, eso es seguro. Esperemos que no te veas obligado a vender anillos robados para ganarte la vida...
Algunas mujeres, esposas de humildes trabajadores, le advirtieron que se situara detrás de las redes antes de que llegara la marea alta. Las saludó y se alejó del amasijo de cuerpos de iguana.
Immya y Abogado se harían cargo de la compañía. No eran las personas que más le gustaban, pero probablemente dirigirían la empresa mejor que él mismo. Más valía aceptar la situación. De nada servía amargarse. Aunque nunca se había sentido cómodo ante la presencia de su hija, reconocía que era una buena mujer.
Pero acompañaría hasta el fin a un buen amigo; se ocuparía de que BillishOwpin tuviera un decoroso entierro. No porque él o Billish creyeran en ningún dios. Sólo como un homenaje.
–Tenías toda la razón, Billish –murmuró en voz alta–. No has sido ningún tonto.
La Estación Observadora Terrestre no estaba sola en su órbita alrededor de Heliconia, ya que se movía entre escuadrones de satélites auxiliares. La principal misión de éstos consistía en observar sectores del planeta que no podían ser vistos desde el Avernus. Pero sucedía que éste, dirigiéndose hacia el norte en su órbita circumpolar, se encontraba ahora sobre Lordryardry en el momento del entierro de Billy.
El funeral fue un acontecimiento popular. Lo cierto es que, a causa de la debilidad del ego humano, la muerte de otras personas no deja de producir cierto placer. La melancolía se cuenta entre las emociones más placenteras. Casi todos los tripulantes del Avernus contemplaron la ceremonia; incluso Rose Yi Pin, desde la cama de su nuevo amigo.
El consejero de Billy, con los ojos secos, pronunció una homilía de cien palabras bien medidas acerca de las virtudes de la aceptación de la propia suerte. Este epitafio fue también el epitafio de los movimientos de protesta. Con algún alivio, muchos olvidaron sus difíciles ideas de reformas y volvieron a sus tareas administrativas. Uno de los tripulantes escribió una canción triste acerca de Billy, enterrado tan lejos de su familia.
Había muchos avernianos enterrados en Heliconia: todos los ganadores de la Lotería de Vacaciones. Una pregunta muy repetida a bordo de la Estación Observadora Terrestre era hasta qué punto eso podía alterar la masa del planeta.
En la Tierra, donde el entierro de Billy provocó menos interés, el suceso mereció una observación más imparcial. Todo ser viviente está hecho de materia estelar muerta. Todo ser viviente debe hacer un viaje solitario desde el nivel molecular hasta la autonomía del nacimiento; un viaje que, en el caso de los seres humanos, lleva tres cuartos de un año. El complejo grado de organización requerido para ser una forma superior de vida no se puede sostener eternamente. En cierto momento, las uniones químicas se disuelven, y se retorna a lo inorgánico.
Es lo que había ocurrido con Billy. Lo único que en él era inmortal eran los átomos de que estaba compuesto. Ellos sobrevivían. Nada tenía de extraño que un hombre de origen terrestre fuera sepultado en un planeta situado a un millar de años luz. La Tierra y Heliconia eran vecinas próximas, compuestas de los mismos desechos de las mismas estrellas muertas mucho antes.
El consejero de Billy, ese hombre tan infalible, se equivocaba en un aspecto. Había hablado del largo descanso que aguardaba a Billy, cuando lo cierto era que todo el drama orgánico del que la humanidad formaba parte, se situaba dentro de la gran explosión continua del universo. Desde un punto de vista cósmico, en ninguna parte había descanso ni estabilidad: sólo el incesante movimiento de las partículas y las energías.
XVII
EL VUELO MORTAL
El general Hanra TolramKetinet usaba un sombrero de ala ancha y un viejo pantalón metido dentro de sus botas del ejército, altas hasta la rodilla. Sobre el pecho desnudo traía un espléndido arcabuz nuevo en bandolera, y por encima de su cabeza agitaba una bandera de Borlien. Entró en el mar y se acercó a las naves que llegaban.
Detrás de él, un pequeño ejército lo alentaba con sus gritos. Eran doce hombres conducidos por un teniente joven y capaz: GortorLanstatet. Se encontraban sobre una barra arenosa; a sus espaldas podían verse la jungla y la oscura boca del río Kacol. Su viaje desde Ordelay –y desde la derrota– había concluido; en el Patán de Lordryardry habían atravesado rápidos y también remansos donde la corriente era tan suave que unas plantas tuberosas luchaban como haces de anguilas por alcanzar la superficie, exhalando olor a flores y carroña. Ese olor era la maldición de la jungla.
En ambas márgenes del Kacol la selva se retorcía en forma de nudos y serpientes tan impenetrables como los tentáculos que ascendían desde las profundidades del río. No se veían aquellas cúpulas espaciosas que recorriera el general medio décimo antes, con perfecta seguridad; el río había generado, en el borde de la jungla, densas enredaderas codiciosas de sol. La selva era más baja, como correspondía a la zona de los monzones, y sus pesadas copas no estaban a mucha altura por encima de las cabezas de las tropas de Borlien.
En el punto donde el río vertía sus oscuras aguas en el mar, una fétida niebla matinal se alzaba de la selva cubriendo, risco tras risco, las irregulares terrazas que culminaban en el macizo de Randonan.
La niebla había sido una compañera permanente en su viaje, desde el momento en que, en Ordelay, al obtener la indiscutida posesión del Patán, abrieran las escotillas hallando en el interior los densos vapores del cargamento de hielo. Una vez que los bloques fueron arrojados al agua, los nuevos dueños descubrieron pañoles secretos llenos de arcabuces de Sibornal, envueltos en tela como protección para la humedad. Eran el negocio secreto y privado del capitán del Patán, y el modo en que se recompensaba a sí mismo por los peligrosos viajes que realizaba al servicio de la Compañía de Transporte de Hielo de Lordryardry. Con sus nuevas armas, los borlieneses se habían hecho a la vela en las aguas aceitosas, desapareciendo tras la cortina de humedad característica del Kacol.
Ahora, desde una barra de arena que sobresalía como un aguijón de una pequeña isla rocosa llamada Keevasien ubicada entre el río y el mar, observaban cómo su general se aproximaba a los barcos. Atrás habían quedado el olor, los silencios infestados de insectos, las nieblas, el oscuro túnel verde. El mar los aguardaba, y entrecerrando los ojos para protegerse del resplandor de la bruma matinal, fijaban la vista en él anhelando el rescate. Y éste no podía ser más oportuno.
El día anterior, después de la puesta de Freyr, mientras Batalix descendía y la jungla era una maraña de contornos inciertos, había buscado un sitio donde fondear entre unas gigantescas raíces rojas como intestinos; sin aviso previo, seis serpientes, ninguna de menos de dos metros y medio de largo, se dejaron caer de las ramas. Eran una especie de serpientes que cazaban juntas, con rudimentaria inteligencia. Nada podía haber aterrorizado más a la tripulación. El timonel, al ver esos seres horribles silbando con furia a su lado, se lanzó por encima de la borda sin reflexionar un instante, sólo para ser destrozado por un greeb que, un segundo antes, parecía un tronco podrido.
Cuando al fin lograron matar a las serpientes, el barco había escorado hasta tal punto que casi rozaba la costa. Mientras intentaban recuperar el control, el timón chocó contra un obstáculo sumergido y se rompió. Intentaron emplear pértigas, pero el río era allí más ancho y profundo, y éstas resultaron inútiles. Cuando entre la bruma apareció la isla Keevasien, no pudieron elegir entre la rama fluvial de estribor, del lado de Randonan, y la de babor, del lado de Borlien. El Patán fue arrastrado inevitablemente hacia las rocas del extremo norte de la isla; dañado en uno de sus flancos, quedó varado en las aguas bajas. La corriente tironeaba de él y amenazaba llevárselo. Los soldados recogieron parte de su equipo y saltaron a tierra.
Oscurecía. El sonido de las olas al romper semejaba un distante cañoneo. Sus hombres estaban tan atemorizados que TolramKetinet decidió pasar la breve noche en aquel sitio antes de intentar llegar a Keevasien, aunque sabía lo cerca que se hallaban.
Dispuso una guardia. La oscuridad favorecía el subterfugio y la muerte súbita. Insectos pequeños, con grandes órganos luminosos, se ocupaban de sus asuntos; terribles mariposas de ojos ciegos batían sus alas; las pupilas de las fieras salvajes refulgían como ascuas; y todo el tiempo el pesado rumor de los dos brazos del río, que confluían formando fosforescentes arabescos, se abría paso, gimiendo, hacia los sueños de los hombres.
Freyr se elevó entre las nubes. Los hombres despertaron y se pusieron de pie, rascándose las picaduras de mosquito que cubrían sus cuerpos. TolramKetinet y GortorLanstatet los impulsaron a actuar. Trepando al rocoso espinazo de la isla, pudieron ver, más allá del brazo oeste del río, el mar abierto y la costa de Borlien. Allí, protegido del mar por los boscosos farallones, se encontraba el puerto de Keevasien, la ciudad más occidental de su tierra nativa de Borlien, y cuna en un tiempo del legendario sabio YarapRombry.
Durante un rato, el tinte morado de la luz les ocultó la verdad; miraron los techos derrumbados y los muros ennegrecidos y luego exclamaron, casi al unísono:
–¡Está destruida!
Grupos de phagors, habitantes de la región de los monzones, solían trocar su volumunwun con las tropas de Randonan. El gran espíritu había hablado a las tribus. Éstas habían capturado a Otros en los árboles; los habían atado a sillas de caña, y luego habían atravesado la jungla para incendiar el puerto. Nada había escapado a las llamas. No había señales de vida, aparte de algunas aves melancólicas. La guerra continuaba; los hombres no podían dejar de ser, al mismo tiempo, agentes y víctimas.
En silencio se dirigieron hacia el sur de la isla, descendiendo a una barra de arena para evitar la espinosa vegetación del interior.
Ante ellos estaba el mar, teñido de castaño en la desembocadura del Kacol y abriéndose luego, azul. Largas olas rompían contra la empinada playa en blancos relámpagos de espuma. Hacia el este se hallaba Poorich, una gran isla que separaba el Mar de las Agudas y el Mar de Narmosset. Cuatro naves giraban en torno a Poorich; dos carracas y dos carabelas.
Tomando una bandera borlienesa que había encontrado en un pañol del Patán, TolramKetinet se lanzó a su encuentro a través de la espuma.
Dienu Pasharatid estaba de guardia en el Amistad Dorada, mientras ésta exploraba la desembocadura del Kacol en busca de un fondeadero seguro. Sus manos se apretaron con fuerza contra la borda; fue el único signo del júbilo que sintió, una vez dejada atrás la isla Poorich, al ver la costa de Borlien.
Habían recorrido seis mil millas marinas desde el agradable puerto cercano al cabo Findowel donde repararan las naves. En el ínterin, Dienu había comulgado con Dios el Azoiáxico; la ilimitada extensión del océano la acercaba más que nunca a su presencia. Se decía que su relación con Io, su marido, había terminado. Con el frío estilo de Sibornal, sin demostrar resentimiento había hecho que lo trasladaran al Unión, para no tener necesidad de verlo; otra vez era libre de gozar de la vida y de su dios.
¿Por qué, a pesar de la hermosa brisa, del cielo y del mar, y precisamente mientras trataba de alegrarse, se sentía invadida por la melancolía? No era posible que fuera porque estaba celosa de la relación que había crecido –como la cizaña, se decía, como la cizaña– entre su Monja Almirante y el ex canciller de Borlien. Ni porque sintiera algún rescoldo de su afecto por Io. “Recuerda el invierno”, se dijo, usando una expresión Uskuti que significaba “refrena tus esperanzas”.
Incluso el vínculo que la unía con el Azoiáxico, y que ella era incapaz de romper, resultaba desconcertante. Parecía que en el corazón del Azoiáxico no había lugar para Dienu Pasharatid. No importaba cuán virtuosa y circunspecta fuera la conducta de Dienu, él se mostraba inconmovible.
Al menos en ese aspecto, el Residente, el Señor de la Iglesia de la Paz Formidable, se había revelado terriblemente parecido a Io Pasharatid. Y durante todo el trayecto esa idea no la había abandonado un solo instante. Cualquier cosa era bien venida si lograba distraerla. Por eso fue que, cuando apareció la costa de Borlien, se apartó con energía del timón y ordenó al corneta que tocara “Buenas noticias”.
Enseguida las bordas de las cuatro naves se llenaron de soldados, deseosos de mirar por primera vez la tierra que planeaban invadir y subyugar.
SartoriIrvrash fue de los últimos que acudieron a cubierta. Permaneció un momento al viento, sacudiendo sus ropas y respirando profundamente para disipar el olor a phagor. La hembra phagor ya no estaba, sólo quedaban su olor amargo y un fragmento de conocimiento.
Después de salir de Findowel, el Amistad Dorada había navegado hacia el sudeste a través del golfo de Ponipot y de los estrechos de Cadmer, angostos brazos de mar entre Campannlat y Hespagorat. Las leyendas hablaban de esta tierra. Algunas afirmaban que los seres humanos habían aparecido en ellas; otras, que allí el lenguaje había sido utilizado por primera vez. Esa era Ponipot, la Ponpt de los cuentos de hadas que leía la pequeña Tatro, una región casi inhabitada que miraba hacia el poniente de los dos soles, con viejas ciudades cuyos nombres aún podían conmover los corazones de los hombres: Powachet, Prowash, y Gal–Dundar, sobre el helado río Aza.
Más allá de Ponipot, junto al calmo mar que hallaron bajo el rocoso espinazo de Radado, se hallaba un desierto alto, el espolón sur de las Barreras, donde se afirmaba que vivían menos de un millón de seres humanos –en tanto que en la vecina Randonan residían tres millones y cuarto–, es decir, muchos menos humanos que phagors, ya que Radado era el extremo occidental de una gran ruta migratoria de la raza de dos filos, que atravesaba íntegramente Campannlat. Radado era la "última Thule" adonde llegaban los phagors en el verano de cada Gran Año, para cumplir sus incomprensibles rituales, para sentarse inmóviles en el suelo a mirar, a través de los estrechos de Cadmer, hacia Hespagorat y hacia un destino que otras formas de vida desconocían.
En esos largos días a bordo de la nave detenida SartoriIrvrash se había sentido feliz. Había huido de sus estudios para participar del ancho mundo. Durante la medialuz gozaba de largas conversaciones intelectuales con la Monja Almirante, Odi Jeseratabahr. Se habían vuelto íntimos. El lenguaje de ella, antes tan complejo, se había simplificado volviéndose menos formal. La involuntaria proximidad de sus pequeños camarotes era ahora algo deseado y atesorado. SartoriIrvrash y Odi Jeseratabahr se habían convertido en una discreta pareja de amantes; y el viaje en torno al Continente Salvaje lo era también en torno a sus almas.
Sentados en la cubierta durante esos días de sosiego encantador, el borlienés y la Uskuti contemplaban el mar casi inmóvil. En el fondo flotaban como en una nebulosa las tierras altas de Radado. A babor, más cerca, se encontraba la isla Gleeat. A estribor, otras tres islas –picos de montañas sumergidas– parecían descansar sobre el seno del agua.
Odi Jeseratabahr señaló hacia allí.
–Casi puedo imaginar la costa de Hespagorat, y en particular el territorio de Throssa. A nuestro alrededor están las pruebas de que en un tiempo Hespagorat y Campannlat estaban unidas por un puente de tierra destruido por algún cataclismo. ¿Qué piensas, Sartori?
Él estudiaba la giba de la isla Gleeat.
–Si damos crédito a las leyendas, los phagors aparecieron en Pegovin, una zona distante de Hespagorat donde viven los phagors negros. Tal vez los phagors de Campannlat migran a Radado porque aún esperan recuperar el antiguo puente que conducía a su tierra natal.
–¿Has visto alguna vez un phagor negro en Borlien?
–Uno cautivo. –Aspiró el humo de su veronikano.– En los continentes hay distintas clases de animales. Si hubo alguna vez un puente, deberíamos encontrar en la costa de Radado las iguanas de Hespagorat. ¿Las hay allí, Odi?
–Creo que no. Tal vez los seres humanos las hayan matado; Radado es un lugar estéril y todo sirve como comida... –Odi agregó, con brusca inspiración:– ¿Y por qué no en Gleeat? Mientras dure la calma, tenemos tiempo libre y podríamos aprovecharlo para aumentar los conocimientos humanos. Iremos hasta allí en bote y veremos qué encontramos.
–¿Podríamos hacerlo?
–Si yo te lo digo...
–¿Recuerdas lo que nos ocurrió en la bahía de la Persecución?
–Tú pensabas que yo estaba loca.
–Creo que estás loca ahora.
Ambos echaron a reír, y ella tomó de la mano.
La Monja Almirante llamó a un subalterno. Éste dio órdenes a los esclavos. Bajaron el bote. Odi Jeseratabahr y SartoriIrvrash subieron a bordo. Los remeros los llevaron a la isla, atravesando dos millas de un mar de cristal. Iban con ellos doce soldados armados, felices de abandonar el odiado encierro del barco.
La isla Gleeat, roncha diminuta en el pecho del mar, tenía cinco millas de este a oeste, y algo más de norte a sur. El bote quedó en una empinada playa en el sudeste. Se dejó allí una guardia, y el resto de la expedición inició la marcha:
Había iguanas echadas al sol sobre las rocas. No parecían temer a los seres humanos; los soldados mataron algunas con lanzas para llevarlas al barco como una bienvenida adición a la dieta. Eran pequeñas en comparación con las gigantescas iguanas negras de Hespagorat. Rara vez medían más de un metro, y medio. También los cangrejos que vivían entre ellas eran pequeños, y tenían sólo ocho patas.
Mientras SartoriIrvrash y Odi Jeseratabahr buscaban huevos de iguana entre las rocas, el grupo sufrió un ataque. Cuatro phagors armados con lanzas cayeron sobre ellos. Eran bestias salvajes; bajo el pelaje desgarrado se podían ver sus costillas.
Con la sorpresa de su parte, lograron matar a dos soldados, empujándolos al mar. Pero los demás hombres se lanzaron al combate. Las iguanas se dispersaron, se alzaron chillando las gaviotas, y tras una breve persecución cesó la lucha. Los phagors murieron, salvo una gillot a quien Odi Jeseratabahr perdonó la vida.
La gillot era de mayor tamaño que sus compañeros, y estaba cubierta de un denso pelaje negro. Con los brazos fuertemente atados a la espalda fue conducida hasta el Amistad Dorada.
Cuando estuvieron a solas Odi y Sartori se abrazaron, felicitándose por haber confirmado la verdad de la antigua leyenda sobre el puente de tierra. Y por sobrevivir.
Un día más tarde, empezaron a soplar los monzones y la flota continuó su avance hacia el este. A babor se veía la costa de Randonan en todo su salvaje esplendor; pero SartoriIrvrash pasaba la mayor parte del tiempo debajo de la cubierta, estudiando a la cautiva, a quien llamaba Gleeat.
Gleeat sólo hablaba un dialecto del Nativo.
Como SartoriIrvrash no conocía este idioma, y ni siquiera Hurdhu, debía valerse de un intérprete. Odi descendió al oscuro cubículo, y al ver lo que el ex canciller estaba haciendo se echó a reír.
–¿Cómo puedes preocuparte por esta maloliente criatura? Hemos demostrado que Radado y Throssa han estado antes unidos. Dios el Azoiáxico se ha puesto de nuestra parte. Esa pequeña colonia de iguanas de la isla Gleeat pertenece a una especie inferior, aislada del conjunto principal de las iguanas del continente sur. Probablemente esta criatura, que vive entre los phagors blancos, representa alguna forma de supervivencia de la especie negra de Hespagorat–Pegovin. Sin duda están extinguiéndose en esa pequeña isla.
Él movió la cabeza. Admiraba la sagacidad de Odi, pero advertía que llegaba a conclusiones demasiado apresuradas.
–Ella afirma que su gente llegó en un barco que naufragó en Gleeat durante uno de los primeros monzones.
–Eso es evidentemente una mentira. Los phagors no navegan. Odian el agua.
–Dice que eran esclavos en una galera de Throssa.
Odi le acarició el hombro.
–Oye, Sartori; creo que para demostrar que los dos continentes estaban unidos bastaba con mirar las viejas cartas en la sala de los mapas. En la costa de Radado está Purporian, y en la costa de Throssa hay un puerto llamado Popevin. "Pop" significa "puente" en Olonets puro; y "Pup" o "Pu" lo mismo en Olonets local. El pasado está encerrado en el lenguaje, si se sabe cómo mirar.
Aunque ella reía, a él le fastidiaba su pedantería sibornalesa.
–Si te molesta el olor, querida, lo mejor será que regreses a cubierta.
–Pronto llegaremos a Keevasien. Una ciudad costera. Como sabes, “ass” o “as” es en Olonets puro “mar”; el equivalente de “ash” en Pontpiano. –Con ese último estallido de sabiduría, se marchó sonriendo.
Al día siguiente SartoriIrvrash se sorprendió al descubrir que Gleeat estaba herida. Había un charco de sangre dorada en el puente donde la habían dejado. Interrogó a la gillot valiéndose del intérprete, pero no pudo advertir ningún rastro de emoción en sus respuestas.
–Dice que está entrando en celo. Acaba de tener su período menstrual. –Al ser de rango inferior el intérprete no hizo ningún comentario, aunque no pudo disimular su disgusto.
SartoriIrvrash había sentido siempre tal aversión hacia los phagors –sentimiento que ahora ya no existía, como tantas otras cosas de su vida pasada–, que jamás se había preocupado por su historia ni por aprender su lengua. Dejaba eso para JandolAnganol, con su perversa confianza en esas criaturas. Sin embargo, los hábitos sexuales de los phagors eran tema favorito de chistes procaces incluso entre los chicos de las calles de Matrassyl, y él recordaba que las hembras phagor, ni bestias ni humanas, solían tener un flujo menstrual de un día como preludio a su época de celo. Tal vez fuera el recuerdo de esas antiguas bromas lo que le hizo pensar que su cautiva tenía en ese momento un olor aún más acre. – SartoriIrvrash se rascó la mejilla.
–¿Cuál es la palabra que ha usado para menstruación? ¿La palabra en Nativo?
–Es "tennhrr" en su lengua. ¿Debo pedir que la limpien con una manguera?
–Pregúntale con qué frecuencia entra en celo.
La gillot, que continuaba atada, no respondió hasta que la sacudieron. Su larga milt rosada chasqueó en una de las ventanas de su nariz. Finalmente dijo que tenían diez períodos cada año pequeño. SartoriIrvrash asintió y salió a la cubierta, buscando aire puro. Pobre criatura, pensó; es una pena que no podamos vivir todos en paz... El dilema entre los humanos y los phagors deberá resolverse tarde o temprano. Cuando él ya estuviera muerto.
Navegaron por delante del monzón toda esa noche, el día y la noche siguientes. Por momentos la lluvia era tan violenta que los tripulantes del Amistad Dorada no podían ver a las otras naves. Los estrechos de Cadmer quedaron atrás. El gris Narmosset los rodeaba por todas partes, con sus olas teñidas por largas lenguas blancas. El mundo era líquido.
Durante la quinta noche una tormenta cayó sobre ellos, y el barco escoró hasta que las puntas de los palos casi tocaron el agua. Los naranjos y acebos que crecían en la cubierta inferior cayeron por la borda, y muchos temieron que la nave naufragara. Los supersticiosos marineros pidieron al capitán que echara al agua a la cautiva ya que los phagors siempre traían mala suerte a bordo. El capitán no puso objeciones. Había probado casi todo lo demás.
Aunque era muy tarde SartoriIrvrash estaba despierto. La tormenta le impedía dormir. Protestó contra la decisión del capitán. Nadie estaba dispuesto a escuchar sus argumentos; era un extranjero, y él mismo corría peligro de ser arrojado al mar. Se escondió mientras arrancaban a Gleeat de su sucia celda y la empujaban a las furiosas aguas.
Una hora más tarde, el viento amainó. A la hora de la falsa luz, cuando ya se podía distinguir Poorich al frente, sólo quedaba una fresca brisa. Al alba aparecieron los otros tres barcos, milagrosamente intactos y no demasiado lejos; Dios el Azoiáxico era magnánimo. A través de la morada bruma de la costa pronto pudieron ver la boca del Kacol, donde estaba Keevasien.
En el horizonte había una oscuridad anormal. El mar hervía de delfines que nadaban a flor de agua. En lo alto giraban enormes bandadas de aves. No gritaban, pero el batir de sus alas sonaba como una lluvia seca. Mientras describían círculos sin cesar, las notas de “Buena fortuna” rodaban desde las naves hasta la costa.
Cuando cesó el viento, la jarcia floja azotó los mástiles. Las cuatro naves se reunieron mientras se acercaban a la costa.
Dienu examinó con su catalejo una franja costera de la isla, visible entre las rompientes. Vio hombres de pie; contó una docena. Uno se adelantaba. Durante los días del monzón, habían bordeado las costas de Randonan; aquí comenzaba Borlien. Territorio enemigo. Era importante que no llegasen a Ottassol las noticias de la flota. La sorpresa era muy importante, en ésta como en la mayoría de las empresas bélicas.
La luz mejoraba momento a momento. El Amistad Dorada intercambió señales con el Unión, el Buena Esperanza y la carabela blanca, la Plegaria de Vajabahr, alertándolas del peligro.
Un hombre con un sombrero de ala ancha avanzaba con el agua a media pierna. Más tarde, en la desembocadura del río, se podía ver el casco semioculto de un barco. Siempre existía la posibilidad de caer en una emboscada; demasiado cerca de la costa, si perdían el viento quedarían atrapados. Dienu estaba en el puente, tensa. Por un momento deseó que su infiel Io estuviese junto a ella; era tan rápido para tomar decisiones...
El hombre de la playa desplegó una bandera. Aparecieron los colores de Borlien.
Dienu llamó a los artilleros.
La distancia entre el barco y la costa disminuía. El hombre de la playa se había detenido con el agua en los muslos. Agitaba con seguridad la bandera. Esos locos borlieneses...
Dienu impartió órdenes al capitán de artilleros. El hombre saludó, descendió la escalerilla e instruyó a su gente. Operaban en pares; uno sostenía el cañón del arma, y otro apuntaba.
–¡Fuego! –gritó el capitán de artilleros. Hubo una pausa, y luego una salva de disparos.
Y así empezó la batalla de la barra de arena de Keevasien.
El Amistad Dorada estaba lo bastante cerca para que Hanra TolramKetinet pudiese distinguir los rostros de los soldados acodados sobre la borda. Vio que los artilleros dirigían sus armas hacia él.
Las insignias de las velas revelaban que se trataba de naves sibornalesas, sorprendentemente lejos del hogar. Se preguntó si el oportunista de su rey habría logrado un tratado con Sibornal para conseguir que le ayudaran en las Guerras Occidentales. No tenía motivos para considerar que eran hostiles, hasta que alzaron las armas.
El Amistad giró para ofrecer a sus artilleros la mejor posición de fuego. TolramKetinet calculó que el desplazamiento del barco no le permitiría acercarse más. A su izquierda, el Unión se adelantaba a la nave insignia, demasiado próximo a la punta oriental de la isla Keevasien. Oyó órdenes y vio que achicaba sus velas.
Las dos naves menores, que estaban cerca de la costa de Randonan, se encontraban a su derecha. El Buena Esperanza todavía luchaba contra la corriente oscura del brazo oeste del Kacol; la blanca Plegaria de Vajabahr ya había pasado. En todas las naves podía ver el brillo de los arcabuces apuntándole, excepto a bordo del Buena Esperanza.
Oyó que el capitán de artilleros daba orden de disparar. TolramKetinet dejó caer la bandera, giró, y zambulléndose en el agua comenzó a nadar hacia la barra de arena.
GortorLanstatet ya estaba cubriendo su retirada. Había colocado a sus hombres detrás de una pequeña elevación y dirigía la mitad de su potencia de fuego contra la nave insignia, y la otra mitad contra la carabela blanca. Esta última se acercaba rápidamente. El teniente tenía a su lado un buen ballestero; le indicó que preparara un dardo cargado con pez ardiente.
Los proyectiles de plomo chasqueaban contra el agua en torno del general, que nadaba sumergido, saliendo a tomar aire la menor cantidad de veces que le era posible. Sabía que estaba rodeado de delfines, pero éstos no interferían en sus movimientos.
Bruscamente el fuego cesó. El general emergió a la superficie y miró hacia atrás. La carabela blanca que llevaba el jerograma de la Gran Rueda en sus velas se había interpuesto imprudentemente entre él y el Amistad Dorada. Los soldados de Shiveninki, apretujados en el castillito de proa, se disponían a disparar.
Las olas rompían contra él. La playa era demasiado empinada. TolramKetinet aferró una raíz y se izó entre los arbustos, arrastrándose unos metros hasta ponerse a cubierto; luego se dejó caer, el rostro contra la arena oscura, respirando agitadamente. Estaba ileso.
Ante su mirada interior se alzó el recuerdo del hermoso rostro de MyrdemInggala. La reina hablaba con gravedad. Él recordó cómo se movían sus labios. Era un sobreviviente. Vencería por ella.
No era muy listo, en verdad. No debieron nombrarlo general. No poseía la capacidad natural de mando que tenía Lanstatet. Pero...
Desde que recibiera el mensaje de la reina de reinas en Ordelay –era la primera vez que ella se dirigía a él a nivel personal, aunque fuera por escrito– había pensado en la intención de JandolAnganol de divorciarse. TolramKetinet temía al rey. Su lealtad al trono estaba dividida. Aunque comprendía la conveniencia dinástica de la acción del monarca, esa decisión real alteraba los sentimientos de TolramKetinet. Se dijo, incluso, que era una traición el afecto que sentía por la reina. Pero si ella estaba en el exilio, las cosas eran diferentes; ya no se trataba de una traición. Y no debía lealtad al rey, quien sólo por celos lo había enviado a morir en la jungla de Randonan.
Se puso otra vez en pie y corrió hacia la zona defendida por GortorLanstatet.
Los soldados celebraron su llegada. Él los abrazó sin perder de vista el mar.
En un instante, la situación había cambiado en varios aspectos dramáticos. El Amistad Dorada, después de arriar las velas, echaba sus anclas. Se hallaba a unos doscientos metros de la costa. Un dardo encendido lanzado con buena fortuna por la ballesta había incendiado parte del bauprés y de la proa. Mientras los marineros combatían el fuego, dos botes se alejaban de la nave; al mando de uno de esos botes –aunque la información nada habría dicho a TolramKetinet– iba la Monja Almirante Odi Jeseratabahr, de pie en la proa. SartoriIrvrash había insistido en acompañarla, y permanecía sentado, de un modo más bien ignominioso, a sus pies.
El Unión también había encallado, y sus tropas, vadeando las aguas someras, se dirigían a la playa. Algo más cerca, la Plegaria de Vajabahr estaba clavada en los bajos con el velamen flojo, mientras un bote repleto de soldados bogaba torpemente hacia la costa. Ese bote era el blanco más cercano, y el fuego de los arcabuces le estaba causando no pocos daños.
Sólo el Buena Esperanza permanecía en su posición. Sorprendido por la corriente del Kacol, tenía todas las velas desplegadas apuntando hacia la isla Keevasien, pero sin contribuir de ningún modo a la batalla.
–Deben de creer que se están enfrentando a toda la guarnición de Keevasien –dijo GortorLanstatet.
–Por cierto que necesitaríamos esa guarnición. Si nos quedamos aquí, acabarán con nosotros.
Trece hombres mal armados no podían defenderse contra cuatro botes de soldados equipados con arcabuces de rueda.
En ese momento el mar se abrió y cayó la lluvia de assatassi.
Desde un confín al otro del Mar de las Águilas los assatassi se lanzaron como flechas desde el agua hacia la costa.
Los pescadores dedicaban ese día y el siguiente a la celebración y el festín. Sólo ocurría una vez, al comienzo de cada verano durante el Gran Verano, en el momento de la marea alta. En Lordryardry estaban listas las redes, y en Ottassol las telas enceradas permanecían extendidas. En Gravabagalinien, los delfines habían advertido a la reina que se mantuviera alejada de la peligrosa costa. Lo que era abundancia para los entendidos era una lluvia de muerte para los ignorantes.
Los cardúmenes de assatassi se desplazaban desde el centro del océano hacia las costas. Sus migraciones durante el Gran Verano cubrían todo el globo. Sus terrenos de caza se encontraban en las lejanas aguas del Mar Ardiente, que ningún hombre había visitado. Al llegar a la madurez, los assatassi iniciaban su largo viaje hacia el este, en dirección contraria a las corrientes oceánicas. Atravesaban el mar de Climent y las angostas puertas de los estrechos de Cadmer.
Allí los cardúmenes se aproximaban entre sí. Esta forzada convivencia, junto con el principio de los monzones en el mar de Narmosset, provocaba un cambio en su comportamiento. Lo que había sido un viaje largo y sosegado, sin finalidad aparente, se convertía luego en una carrera que había de terminar en el vuelo mortal.
Pero para que se cumpliera ese vuelo, esa muerte deseada a lo largo de miles de millas de costa, era necesario aún otro factor. La marea debía ser la adecuada.
Durante los siglos del invierno, los mares no carecían precisamente de mareas. Después de los negros años del apastron, la gigantesca masa de Freyr hacía sentir su influencia, atrayendo el planeta helado hacia la luz, y conmoviendo también sus mares. Ahora, a sólo 118 años terrestres del periastron, su atracción de la masa oceánica era muy considerable. Y en este preciso momento, las masas combinadas de Freyr y Batalix actuaban de manera conjunta. El resultado era un incremento del sesenta por ciento, con respecto al invierno, en la violencia de las mareas.
La estrechez de los mares entre Hespagorat y Campannlat y la potencia de las corrientes hacia el oeste conspiraban para que las mareas de primavera ascendieran y rompieran súbitamente con dramática ferocidad. Los cardúmenes de assatassi se unían a esa fabulosa marejada.
Las naves de la flota sibornalesa se encontraron de pronto sin agua bajo los cascos, y luego sacudidas por una marea que se precipitaba sin aviso desde el mar. Antes de que los tripulantes pudieran comprender lo que ocurría, los assatassi estaban sobre ellos. El vuelo mortal había comenzado
El assatassi era un pez necrogenético, o más correctamente, un pez–lagarto. En su madurez alcanzaba una longitud de cuarenta y cinco centímetros. Poseía dos grandes ojos facetados; pero su rasgo distintivo era un rígido pico de hueso, unido a su fuerte cráneo. En su vuelo mortal, el assatassi alcanzaba suficiente velocidad para que ese pico atravesara el cuerpo de un hombre.
En Keevasien, los assatassi surgieron de la superficie a unos cien metros, mar adentro, del Amistad Dorada. Su masa llenaba el aire hasta tal punto, que aquellos que volaban a quince metros de altura y los que casi rozaban el agua componían un solo cuerpo de veloces peces–lagarto. Brillaban como miríadas de espadas. El aire mismo era una espada.
La nave insignia fue barrida de proa a popa. Nadie quedó indemne en la cubierta. La banda del barco que miraba hacia el mar estaba cubierta de criaturas que colgaban de sus picos hundidos en la madera. Pero los botes llevaron la peor parte. Con sus tablas deshechas, los cuatro se hundieron. Todos los soldados sufrieron heridas, y muchos murieron. Sus gritos de dolor fueron tragados por los chillidos de las aves marinas que descendían en busca de alimento.
La primera oleada de assatassi duró dos minutos.
Sólo los hombres de TolramKetinet resultaron ilesos. Un fuerte oleaje había caído sobre ellos, de modo que aún estaban postrados y semiinconscientes mientras los assatassi pasaban por encima.
Cuando cesó el bombardeo, sólo vieron caos alrededor de ellos. Los sibornaleses se debatían en el agua, mientras se acercaban grandes peces de presa. El Buena Esperanza parecía derivar hacia el mar, con el palo mayor destrozado. El fuego de los mástiles del Amistad Dorada se extendía sin control. Los árboles y rocas de la vecindad estaban cubiertos de cuerpos desgarrados de peces. Muchos assatassi aparecían clavados por sus picos en lo alto de las ramas y los troncos de los árboles, o encajados en inaccesibles grietas de las rocas. El vuelo mortal había llevado a muchos de ellos tierra adentro. Las sombrías junglas de la desembocadura del Kacol estaban cubiertas de peces–lagarto que se pudrirían antes de la puesta de Batalix.
Lejos de tratarse de una morbosa fantasía, la conducta de los assatassi era una prueba de la versatilidad con que se perpetuaban las especies. Aunque en otros aspectos muy distintos, al igual que el yelk, el biyelk y el gunnadu, que cubrían en invierno las heladas llanuras de Campannlat, los assatassi eran necrógenos y sólo se reproducían a través de la muerte.
Los assatassi eran hermafroditas. Demasiado rudimentarios para estar equipados con un aparato normal de reproducción, se multiplicaban muriendo. Sus crías nacían en sus intestinos, en la forma de gusanos delgados como hebras. Cuidadosamente protegidas, sobrevivían al impacto del vuelo mortal y se alimentaban del cadáver.
Comiendo se habrían paso hasta el mundo exterior. Allí se metamorfoseaban en unas larvas con patas, muy parecidas a las iguanas en miniatura. En el otoño del año pequeño, esas iguanas en miniatura, que hasta ese momento eran animales de tierra, retornaban al gran mar original, en el cual se hundían sin dejar huella, como granos de arena, para reiniciar el ciclo vital de los assatassi.
Tan asombroso había sido el brusco giro de los acontecimientos que TolramKetinet y Lanstatet se pusieron de pie para mirar a su alrededor. La inmensa ola que invadiera la costa, había sido el preludio de una marea creciente que ponía en dificultades a los sibornaleses que intentaban llegar a la orilla.
La primera ola había subido por el Kacol, cuyas aguas regresaban ahora, trayendo negros lodos que manchaban el mar. A la izquierda de TolramKetinet un ominoso torrente de cadáveres salía por la desembocadura del río, acompañado por chillonas aves marinas. El general pensó que los muertos de Keevasien estaban a punto de encontrar sepultura.
La ola había volcado el bote del Amistad Dorada. Aquellos que no permanecieron sumergidos bastante tiempo, sufrieron las consecuencias de la nube de peces–lagarto.
SartoriIrvrash se encontró en el agua debatiéndose entre los heridos. Vio a Odi Jeseratabahr. Tenía una mejilla lastimada, y un pez–lagarto estaba clavado en la parte posterior de su cuello. Las gaviotas depredadoras atacaban a los heridos. Él estaba ileso. Se dirigió hacia Odi, la alzó en sus brazos, y comenzó a avanzar hacia la costa. El agua era cada vez más profunda.
Fijó la mirada en el assatassi clavado en el cuello de la mujer; en los grandes ojos facetados del pez aún brillaba la vida.
–¿Cómo puede la humanidad defenderse de la naturaleza cuando ésta cae sobre ella como un diluvio indiferente a lo que arrastra? –se preguntó–. ¡De poco sirves, Akhanaba, maldito hrattock!
Apenas podía sostener sobre su cuerpo la cabeza de la desvanecida Odi. A pocos metros había una playa, pero el agua no dejaba de crecer. Gritó de miedo y entonces vio a un hombre que se parecía al general tan odiado por JandolAnganol, TolramKetinet.
TolramKetinet y GortorLanstatet contemplaban la Plegaria de Vajabahr situada muy cerca a la derecha de ellos. La ola la había arrojado a la playa, pero la violenta correntada del Kacol la había devuelto al mar. Aparte de los assatassi que acribillaban su flanco de estribor, estaba en buenas condiciones. La tripulación, totalmente desmoralizada, se arrojaba a la costa y corría hacia los árboles en busca de protección.
–Ese barco nos está esperando, Gortor. ¿Qué te parece?
–No soy un marino, pero la brisa se levanta.
El general encaró a sus doce hombres.
–Mis valientes y bravos camaradas, si a uno solo de vosotros le hubiese faltado un momento el coraje, todos habríamos perecido. Ahora sólo necesitamos una última hazaña para estar seguros. Nadie puede ayudarnos en Keevasien, de modo que lo mejor será navegar junto a la costa. Tomaremos prestada esa carabela blanca. Es un regalo, aunque tal vez haya que pelear por ella. ¡Preparad las espadas y seguidme!
Mientras corrían hacia la ribera, TolramKetinet estuvo a punto de chocar contra un hombre que salía del agua con una mujer en los brazos. El hombre pronunció su nombre.
–¡Hanra! ¡Auxilio!
Vio con sorpresa que se trataba del canciller de Borlien. Otra víctima de JandolAnganol, pensó.
Se detuvieron. Lanstatet ayudó a SartoriIrvrash, y dos de sus hombres sostuvieron a la mujer, que gemía, recobrando la conciencia. Todos se lanzaron hacia la Plegaria de Vajabahr.
Los tripulantes y soldados del barco de Shiveninki habían sufrido bajas. Había varios muertos, la mayoría de los heridos estaba en la costa. Las aves marinas devoraban a los peces–lagarto atrapados en las jarcias. Sólo quedaba un puñado de soldados con sus oficiales en condiciones de combatir. Pero el grupo de TolramKetinet trepó por la banda que daba al mar y los tomó por sorpresa. Casi no opusieron resistencia. Después de un desganado conato, se rindieron, y fueron obligados a saltar a tierra. GortorLanstatet descendió con tres hombres para alejar a cualquiera que se hubiese ocultado en las inmediaciones. A los siete minutos del abordaje, estaban listos para partir.
Ocho hombres empujaron mar adentro la embarcación. Lentamente giró y las velas se hincharon, a pesar de los desgarrones causados por los assatassi.
–¡Vamos! ¡Vamos! –gritaba TolramKetinet desde el puente.
–Odio los barcos –gritó GortorLanstatet. Luego cayó de rodillas y rezó, con las manos sobre la cabeza. Hubo una explosión y una brusca lluvia se abatió sobre ellos.
El abordaje había sido visto desde el Amistad Dorada. Un artillero disparaba uno de los cañones desde unos doscientos metros de distancia.
Mientras la Plegaria, a la velocidad de un hombre andando, salía del amparo de la jungla, recibió una brisa más sostenida. Sin necesidad de órdenes, dos borlieneses prepararon uno de los cañones de cubierta. Dispararon una vez contra el Amistad Dorada; luego, el ángulo entre ambas naves se tornó tan agudo que resultó imposible poner en posición el cañón de cubierta para apuntar a la nave insignia.
Los hombres de esta última se enfrentaban con el mismo problema. Hicieron fuego pero la bala se perdió entre la vegetación; no volvieron a disparar. Los ocho hombres que permanecían en el agua treparon por la jarcia de cubierta, aplaudiendo mientras la Plegaria ganaba impulso.
El follaje de la isla se deslizaba a babor. Aves de presa atacaban los árboles, devorando a los assatassi, rodeados por nubes de tábanos y abejas que zumbaban ferozmente. La Plegaria estaba a punto de pasar junto al barco Uskuti, el Unión, cuya proa aún apuntaba a tierra.
–¿Podéis volarla mientras pasamos? –gritó GortorLanstatet a los artilleros.
Éstos corrieron a babor, abrieron el mandilete y cargaron el pesado cañón. Pero la nave iba a demasiada Velocidad, y no pudieron terminar a tiempo su tarea.
El caído en desgracia, Io Pasharatid, estaba entre los soldados y marineros del Unión que abandonaron el barco huyendo del vuelo mortal de los assatassi. Había sido el primero. Su deserción se debía más al cálculo que al temor.
Era el único, en la flota sibornalesa, que conocía Keevasien. La había visitado durante su recorrida por el país cuando asumió el cargo de embajador ante la corte de Borlien. No le agradaba el lugar, pero pensaba que podría comprar allí algo para mitigar el aburrimiento de las raciones que se servían en la nave. Su cálculo era que si desaparecía durante un par de horas mientras duraba el pánico general, nadie lo advertiría.
Cuando vio las ruinas incendiadas de la ciudad cambió de idea. Regresó al escenario de la acción a tiempo para ver huir, junto a su propio barco, a la Plegaria de Vajabahr con el favorito de la reina de reinas, Hanra TolramKetinet, de pie en el puente.
Io Pasharatid no se interesaba exclusivamente por sí mismo, aunque los celos motivaron en parte su actitud. Corrió a reunir a los hombres agazapados entre los arbustos, llevándolos de vuelta al Unión, al cual la ola había depositado sin daños sobre la playa.
Después de maniobrar con los remos, y con la ayuda de la marea, lograron desencallar la nave. Izaron las velas y, lentamente, la proa giró hacia el mar abierto.
Se hicieron señales con las banderas, informando que el Unión se lanzaba en persecución de la nave pirata. Las señales estaban destinadas a los ojos de Dienu Pasharatid, a bordo del Amistad Dorada, pero ella no volvería a leer otra señal. Su muerte había sido una de las primeras que ocasionara el vuelo mortal de los assatassi.
Sólo cuando estuvieron fuera de la bahía, impulsados contra las corrientes oceánicas por el suave y fresco viento del oeste, TolramKetinet y SartoriIrvrash pensaron en abrazarse.
Después de contarse uno a otro parte de sus aventuras, TolramKetinet dijo:
–Tengo poco de qué enorgullecerme. Soy un soldado y no puedo quejarme del lugar adonde me envían. Las fuerzas de mi mando se disolvieron sin dar una sola batalla. Es una desgracia que siempre me acompañará. Randonan devora íntegros a los hombres.
Después de un momento, el ex canciller dijo:
–Yo estoy agradecido por mis viajes, tan poco previstos como los tuyos. Los sibornaleses me han utilizado, pero de esa experiencia ha surgido algo valioso. Más que valioso.
Señaló a Odi Jeseratabahr, quien con la herida ya vendada y los ojos cerrados escuchaba hablar a los hombres.
–Estoy envejeciendo y los amores de los viejos son siempre tema de broma para los jóvenes como tú, Hanra. No, no lo niegues. –Rió.– Y algo más. He comprendido por primera vez cuán afortunadas son las generaciones que, como la nuestra, viven en este momento del Gran Año, cuando reina el calor. ¿Cómo pudieron sobrevivir al invierno nuestros antepasados? Y la rueda seguirá girando, y será de nuevo invierno. Qué destino maligno, vivir cuando Freyr muere y no conocer otra cosa. En algunas partes de Sibornal, la gente no ve a Freyr durante los siglos del invierno.
TolramKetinet se encogió de hombros.
–Cuestión de suerte –comentó.
–Pero la escala inmensa del crecimiento y de la destrucción... Quizá nuestro error esté en que nos consideramos separados de la naturaleza. Pero bien, sé desde hace mucho que no te fascinan este tipo de razonamientos. Sólo te diré algo. Creo haber resuelto un problema de naturaleza tan revolucionaria...
Vaciló, tironeando de sus mojadas patillas. Con una sonrisa TolramKetinet le indicó que continuara.
–Creo que he pensado algo que ningún ser humano ha pensado jamás. Esta señora me ha servido de inspiración. Debería ir a Oldorando o Pannoval a decir lo que pienso ante los poderes del Santo Imperio Pannovalano. Es una conjetura por la que seré recompensado, y Odi y yo podremos vivir cómodamente.
Estudiando el rostro del anciano, TolramKetinet respondió:
–¡Recompensado por una conjetura! Ha de ser muy valiosa.
“Este hombre es un tonto y siempre lo he sabido”, pensó el ex canciller; pero no pudo resistirse a continuar.
–¿Sabes? –dijo SartoriIrvrash, bajando la voz hasta que ésta se tornó casi inaudible entre los chasquidos de las velas–, yo nunca he podido soportar a los seres de dos filos. Mi rey sí, y era una diferencia importante. Lo que he pensado es muy grave para los phagors. Por eso creo que merecerá una recompensa, según los términos del Pronunciamiento de Pannoval.
Odi Jeseratabahr se levantó de su silla, tomó el brazo de SartoriIrvrash y dijo a TolramKetinet y a Lanstatet, que se había unido a ellos:
–Quizá no sepáis que el rey JandolAnganol ha destruido la obra de toda la vida del canciller, su Alfabeto de la Historia y la Naturaleza. Es un crimen que no se puede olvidar. La conjetura del canciller, como modestamente él la llama, lo vengará de JandolAnganol y tal vez nos permita a ambos trabajar juntos para reorganizar el Alfabeto.
Lanstatet replicó con dureza.
–Señora, eres nuestra enemiga. Has jurado destruir nuestra tierra natal. Deberías estar engrillada debajo de la cubierta.
–Eso era en el pasado... –dijo SartoriIrvrash con dignidad–. Ahora sólo somos sabios errantes... Y sin hogar.
–Sabios errantes... –Era demasiado para el general, de modo que formuló una pregunta concreta.–¿Y cómo piensas llegar a Pannoval?
–Oldorado me convendría. Está más cerca y espero llegar antes que el rey, si él no lo ha hecho ya, para causarle el máximo de problemas antes de que se case con la princesa Madi. Tampoco tú lo quieres, Hanra. Eres la persona ideal para llevarme hasta allí.
–Voy a Gravabagalinien –respondió inflexible TolramKetinet–, si esta bañera no se hunde o si antes no nos da alcance el enemigo.
Todos miraron hacia atrás. La Plegaria de Vajabahr navegaba ahora en mar abierto, avanzando con cierta dificultad hacia el este. El Unión había salido de la bahía de Keevasien, aunque estaba aún lejos. No había peligro inmediato.
–En Gravabagalinien verás a tu hermana –dijo SartoriIrvrash. El general sonrió sin responder.
Ese mismo día, más tarde, vieron también al Buena Esperanza, con su mástil roto arbolado a medias. Las dos naves perseguidoras se perdieron en la bruma cuando grandes nubes de bordes cobrizos aparecieron por el oeste. En el vientre de los nubarrones estallaban silenciosos relámpagos.
Como un ala que se despliega, una segunda ola de assatassi surgió del mar. La carabela blanca estaba demasiado alejada de la costa para sufrir daños y sólo unos pocos peces–lagarto pasaron volando por encima de ella. Los hombres miraron con interés lo que esa misma mañana los había dejado sin habla. Mientras bogaban hacia Gravabagalinien, cayó la oscuridad; se veían diminutas luces en la costa, donde los nativos devoraban los cadáveres de los peces invasores.
Algo sin identidad había bogado también hacia el palacio de madera de la reina de las reinas: un cuerpo humano.
RobaydayAnganol había conseguido que lo llevaran río abajo de Matrassyl a Ottassol, adelantándose a su padre. Dondequiera que fuese, tenía ahora un paso especialmente apresurado y se volvía con frecuencia. Aunque no lo supiera, ese aire de hombre perseguido lo tornaba parecido a su padre. Se veía a sí mismo como un perseguidor. El deseo de venganza ocupaba su mente.
En Ottassol, en lugar de Visitar el palacio subterráneo adonde debía dirigirse el rey, buscó a un viejo amigo de SartoriIrvrash, el anatomista y deuteroscopista Bardol CaraBansity. CaraBansity no sentía ningún afecto especial por JandolAnganol ni por el extraño hijo de éste.
Él y su mujer tenían alojados a un grupo de deuteroscopistas de Vallgos. Ofreció a Robayday una cama en una casa que poseía cerca del puerto donde, dijo, una muchacha se ocuparía de atenderlo.
El interés de Robayday por las mujeres era esporádico. Sin embargo, halló inmediatamente atractiva a la muchacha. Tenía el cabello largo y castaño, y un misterioso aire de autoridad, como si conociese un secreto que no compartía con nadie.
Dijo llamarse Metty; y él recordó. Una vez había gozado de ella en Matrassyl. Su madre había ayudado al rey cuando éste regresaba, herido, de la Batalla del Cosgatt. Su verdadero nombre era Abathy.
Ella no lo reconoció. Sin duda, era mujer de numerosos amantes. Robayday no se presentó de inmediato. Guardó silencio, y dejó que hablara. Para impresionarlo, mencionó alguna escandalosa relación con funcionarios sibornaleses en Matrassyl; él miró su expresión y pensó cuán diferente era la imagen que tenía del mundo esa chica, entre sus clandestinos devaneos.
–No me reconoces porque no es fácil hacerlo; sin embargo, hubo un día en que usabas menos kohl en tus ojos y en que estuvimos muy juntos...
Entonces ella pronunció su nombre y lo abrazó, mostrándose feliz.
Más tarde ella dijo que estaba en deuda con su propia madre, a quien enviaba dinero con regularidad, porque le había enseñado cómo conducirse con los hombres. Prefería a los nobles y poderosos; dijo que había sido vergonzosamente seducida por CaraBansity, y ahora esperaba mejor fortuna. Lo besó.
La muchacha dejó caer su charfrul, revelando sus pálidas piernas. Robayday, que veía crueldad en todos lados, no vio más que la trampa de la araña. Gozosamente entró en ella. Más tarde, acostados, se besaban y ella reía, mientras él la odiaba y la amaba.
Todos sus impulsos le gritaban que continuara viaje, pero se quedó con ella un día más. La odiaba y la amaba.
Una segunda noche en su casa. Pensó que la historia cesaría si se quedaba con ella para siempre. Otra vez la muchacha, soltándose el hermoso cabello y recogiéndose la falda, se echó con él sobre la cama.
Se abrazaron. Hicieron el amor. Ella era un manantial de delicias. Cuando empezaba a desnudarlo para más prolongados placeres oyeron golpes en la puerta. Ambos se incorporaron, sorprendidos.
Un golpe más estridente. La puerta se abrió con violencia, y entró un joven robusto vestido a la absurda manera de Dimariam. Era Div Muntras, quien buscaba, desafiante, a su amor.
–¡Abathy! –exclamó. Ella lanzó un grito por toda respuesta.
En Ottassol, después de una diligente búsqueda, Div había encontrado la huella de la muchacha. Se había deshecho de todo lo que poseía, a excepción del talismán robado a Billish. Y ahora, al final de la huella, encontraba a la mujer que ocupaba su mente desde que la viera abrazada a su padre en la cubierta del Dama de Lordryardry, acostada con otro hombre.
Su rostro se convirtió en la imagen de la furia. Alzó los puños y se abalanzó vociferando.
Dando un salto Robayday se puso de pie sobre la cama, con la espalda contra la pared. La presencia de aquel intruso lo llenaba de ira. Que alguien alzara la voz contra el hijo del rey, y en ese momento... No pensaba más que en matarlo. En su cinto había una daga hecha con un cuerno de phagor, un arma de dos agudos filos. La sacó.
Div se enfureció aún más al ver el arma. Pronto acabaría con ese entrometido muchacho delgado.
Abathy gritó, pero él no le hizo caso. La muchacha estaba de pie, tapándose la boca con ambas manos, los ojos desorbitados de terror. Eso agradó a Div. Después se ocuparía de ella.
Se lanzó al ataque y subió de un salto a la cama. Recibió la punta del cuerno justamente debajo de su costilla inferior, rozándola. La violencia de la embestida hizo que se hundiera en su carne hasta el mango, atravesando el diafragma y el estómago; entonces, la hoja se quebró y la empuñadura quedó en la mano de su enemigo.
Un largo gemido ahogado salió de la boca de Div. Los líquidos corrieron por la pared mientras se deslizaba por ella hasta el suelo.
Frenético, Robayday dejó llorar a la muchacha. Buscó dos hombres que dispusieron del cadáver arrojándolo al Takissa.
Robayday abandonó la ciudad, como si lo persiguiera un perro rabioso. Jamás regresó junto a la muchacha, ni a esa habitación. Tenía una cita que había estado a punto de olvidar; una cita en Oldorando. Una y otra vez, a lo largo del camino, lloró y maldijo.
Llevado por la corriente, girando, el cuerpo de Div Muntras derivó entre los barcos hasta la boca del Takissa. Nadie lo vio, porque la mayoría, esclavos incluidos, tenía puesta su atención en una gran fritura de assatassi. Los peces, en cambio, se ocuparon del cadáver mientras era arrastrado hacia las profundidades del mar convirtiéndose en una parte del desplazamiento de las aguas hacia el oeste, en dirección a Gravabagalinien.
Esa noche, cuando los soles se pusieron, la gente común descendió a las playas. En todos los países que rodeaban el Mar de las Águilas, en Randonan, Borlien, Thribriat, Iskahandi y Dimariam, las muchedumbres se congregaron junto al mar.
El gran festín de assatassi había terminado. Era el momento de dar gracias por sus bendiciones al espíritu que moraba en las aguas.
Mientras las mujeres cantaban y bailaban sobre la arena, los hombres entraron en el mar llevando pequeñas barcas, hechas de hojas donde ardían velas, que despedían una dulce fragancia.
En todas las playas se echaron al mar flotas enteras de aquellas barcas de hojas. Algunas continuaban a flote y ardiendo mucho después de que cayera la oscuridad; la imagen recordaba las historias de gossies y fessups suspendidos en unas tinieblas más imperecederas. Antes de que se extinguieran sus débiles llamas, algunas llegaron mar adentro.
XVIII
VISITANTES DE LAS PROFUNDIDADES
Cualquiera que se acercara a Gravabagalinien podía ver, desde lejos, el palacio de madera que servía de refugio a la reina. Se erguía con desenfado, como un juguete abandonado en una playa.
La leyenda decía que Gravabagalinien estaba embrujado. Que en algún tiempo remoto se había alzado una fortaleza en el emplazamiento del endeble palacio. Que había sido destruida por completo en una gran batalla.
Pero nadie sabía quiénes habían luchado, ni por qué razones. Sólo que muchos habían muerto y habían sido enterrados en el mismo lugar en donde habían caído. Se decía que sus sombras, alejadas de sus tierras natales, seguían merodeando por el lugar.
Ahora otra tragedia estaba a punto de representarse en aquella vieja tierra profanada. El rey JandolAnganol había llegado en dos barcos, con sus hombres y phagors, con Esomberr y CaraBansity, para divorciarse de su reina.
Y la reina MyrdemInggala bajó las escaleras y se sometió resignada al divorcio. Y corrió el vino, y muchos atropellos fueron permitidos. Y Alam Esomberr, el enviado de C'Sarr, se introdujo en la cámara de la ex reina apenas unas horas después de haber oficiado la ceremonia de divorcio. Y luego fue anunciado que Simoda Tal había sido asesinada en la lejana Oldorando. Y esta amarga noticia llegó al rey cuando los primeros rayos de Batalix teñían de amarillo los descoloridos muros exteriores del palacio.
Y ahora, inexorablemente, esos acontecimientos influirían en los asuntos entre humanos y phagors, pues se acercaban a un clímax en el que incluso los principales involucrados serían arrastrados de un modo irremediable como cometas sumergiéndose en la oscuridad.
JandolAnganol, tirándose de las barbas y el cabello, imploraba a Akhanaba con voz grave y dolorida.
–Tu siervo se arrodilla ante Ti, oh, Grande. Me has cubierto de dolor. Has provocado la derrota de mis ejércitos. Has permitido que mi hijo me abandone. Me has separado de mi amada reina, MyrdemInggala. Has dejado asesinar a mi prometida... ¡¿Cuánto más me harás padecer?!
“Pero no permitas que mi gente sufra. Acepta mi dolor, oh Gran Akhanaba, como sacrificio suficiente para mi pueblo.”
Mientras JandolAnganol se incorporaba y vestía su túnica, AbstrogAthenat, el sacerdote de pálidas mejillas, dijo como al descuido:
–Es verdad que el ejército ha perdido Randonan. Pero todos los países civilizados están rodeados por pueblos bárbaros, y son derrotados cuando sus fuerzas los invaden. No deberíamos ir con la espada, sino con la palabra de Dios.
–Las cruzadas se justifican en la provincia de Pannoval, vicario; no en un país pobre como el nuestro.
Acomodándose la túnica sobre sus llagas, palpó en el bolsillo el reloj que quitara a CaraBansity en Ottassol. Ahora, como entonces, sintió que era un objeto ominoso.
AbstrogAthenat se inclinó, manteniendo el látigo a su espalda.
–Pero al menos podríamos agradar al Todopoderoso siendo más humanos, y apartando de nosotros la inhumanidad.
Con súbita ira, JandolAnganol le descargó un revés y sus nudillos chocaron contra la mejilla del Vicario.
–Tú ocúpate de los asuntos de Dios, y deja en mis manos las cuestiones mundanas.
Sabía qué quería decir el sacerdote. Se refería a la expulsión de los phagors de Borlien.
Con la túnica abierta, sintiendo cómo la tela absorbía la sangre de la reciente flagelación, JandolAnganol subió de la capilla subterránea hasta la planta baja del palacio de madera. Yuli saltó a recibirlo.
Las sienes del rey latían como si estuviera a punto de quedarse ciego. Acarició al pequeño phagor y hundió sus dedos en el denso pelaje.
Las sombras aún eran largas. JandolAnganol no sabía cómo afrontar la mañana. Había llegado a Gravabagalinien apenas la víspera y, en presencia del enviado del Santo C'Sarr, Alam Esomberr, se había divorciado de su hermosa reina.
Las ventanas del palacio estaban cerradas, como el día anterior. Diseminados por todas las habitaciones, los hombres dormían sus borracheras. El sol se abría paso en la oscuridad formando una red de líneas semejante a un cesto tejido mientras él se acercaba a la puerta.
Cuando la abrió con violencia, los phagors de la Primera Guardia se cuadraron en actitud respetuosa; inmóviles sus largas quijadas y sus cuernos. Valía la pena ver eso, se dijo, tratando de disipar su ánimo sombrío.
Salió a caminar antes de que llegara el calor. Vio el mar y sintió la brisa, pero no les prestó atención. Antes del alba, mientras dormía profundamente por los efectos del alcohol, Esomberr había comparecido ante él, acompañado por su nuevo canciller, Bardol CaraBansity. Ambos le habían informado que la princesa Madi con quien pensaba casarse había muerto, víctima de un asesino.
No quedaba nada.
¿Por qué se había obligado a divorciarse de su verdadera esposa? ¿Qué se había apoderado de su mente? Había separaciones a las que ni los más firmes podían sobrevivir.
Deseaba hablar con ella.
Sólo por delicadeza no envió un mensajero a las habitaciones de la ex reina. Sabía que allí debía encontrarse, con la princesa Tatro, esperando a que él se marchara con sus soldados. Probablemente había oído la noticia que los hombres habían traído a la noche. Probablemente sentía temor de ser asesinada. Probablemente lo odiaba.
Se volvió con brusquedad como para sorprenderse a sí mismo. Su nuevo canciller se acercaba con andar pesado y decidido.
JandolAnganol miró a CaraBansity y luego le dio la espalda. CaraBansity se vio obligado a adelantarse, rodeando al rey y a Yuli, antes de hacer una torpe reverencia.
El rey fijó sus ojos en él. Hubo un silencio. CaraBansity apartó su oscura mirada.
–Me encuentras de mal talante.
–Tampoco yo he dormido, señor. Lamento mucho el nuevo infortunio que ha caído sobre ti.
–Mi mal talante no sólo se vuelve contra el Todopoderoso, sino también contra ti, que tienes menos poder.
–¿Qué he hecho para disgustarte, señor?
El Águila unió sus cejas, lo cual volvía su mirada aún más altanera.
–Sé que tú también confabulas en secreto contra mí. Tienes fama de hombre ingenioso. No creas que no percibí tu gesto de satisfacción cuando me anunciaste la muerte de..., tú sabes.
–¿La princesa Madi? Si a tal punto desconfiar de mí, señor, no debes conservarme como canciller.
JandolAnganol le volvió nuevamente la espalda; la gasa amarilla de su túnica estaba manchada de rojo como una vieja bandera.
CaraBansity avanzaba arrastrando los pies. Miraba abstraído el palacio, y su resquebrajada pintura blanca.
Comprendía lo que era ser un hombre común y lo que era ser un rey.
Gozaba de su vida. Conocía a muchas personas, y era útil para la comunidad. Amaba a su esposa. Prosperaba. Sin embargo el rey lo había contratado contra su voluntad, como si fuera un esclavo.
Había aceptado ese papel y, como era un hombre de carácter, estaba decidido a cumplirlo tan bien como pudiera. Ahora el soberano tenía el descaro de decirle que estaba confabulando contra él. No había límite para la impertinencia real; y sin embargo no veía la forma de no acompañar a JandolAnganol hasta Oldorando.
Su simpatía por el rey se desmoronó.
–Quería decirte algo, majestad –comenzó con voz resuelta; pero al ver la espalda ensangrentada se alarmó de su propia temeridad–. Por supuesto, es un asunto sin importancia; pero justo antes de partir de Ottassol tomaste ese interesante reloj de tres caras. ¿Aún lo tienes?
Sin volverse, el rey respondió:
–Está aquí, en mi túnica.
CaraBansity respiró hondo y luego dijo, con mucha menos energía que la prevista:
–¿Querrías devolvérmelo, por favor?
–No es éste el momento de venir a pedirme favores, ahora que Borlien y el Sacro Imperio están amenazados. –Era el mismo Águila al hablar.
Ambos miraron a Yuli entre los arbustos, junto al palacio. La criatura orinaba al extraño modo de su especie. Lentamente comenzó a caminar en dirección al mar. “No soy mejor que un esclavo”, se dijo CaraBansity.
Lo siguió.
Con el runt brincando a sus espaldas, el rey apresuró el paso, hablando sin cesar, de modo que el corpulento deuteroscopista tuvo que hacer un esfuerzo para alcanzarlo. El tema del reloj no volvió a mencionarse.
–Akhanaba me ha favorecido y ha puesto en el camino de mi vida muchos frutos. Esos frutos tenían un sabor adicional cuando veía que había otros prometidos, para mañana, para pasado mañana y para el día siguiente. Había más de todo lo que deseaba.
“Es verdad que he sufrido rechazos y derrotas; pero dentro de una atmósfera general de promisión. No dejé que me perturbaran por demasiado tiempo. Mi derrota del Cosgatt... Aprendí de ella, fui más allá y finalmente conseguí allí una gran victoria.”
Pasaron junto a una hilera de gwing–gwings. El rey arrancó uno y lo mordió hasta el hueso; mientras hablaba, el zumo corría por su barbilla. Señaló la fruta mordida.
–Hoy veo mi vida a una nueva luz. Tal vez aquello que estaba prometido ya me haya sido otorgado... Después de todo, aún no tengo veinticinco años. –Hablaba con dificultad.– Puede que éste sea mi verano, y que en el futuro, cuando sacuda un árbol, ya no caigan más frutas... ¿Puedo seguir confiando en la abundancia? ¿No nos advierte nuestra religión que debemos esperar tiempos de escasez? Bah... Akhanaba es como un sibornalés, siempre obsesionado por el invierno que vendrá.
Caminaban a lo largo de los riscos bajos que separaban la tierra de la playa, por el lugar donde la reina solía entrar en el mar.
–Dime –dijo JandolAnganol al descuido–, si como ateo que eres, no puedes aplicar una construcción religiosa a mi caso, ¿cómo ves mis dificultades?
CaraBansity guardaba silencio, con su roja cara de vaca inclinada hacia el suelo, como queriendo protegerla de la mirada abrasiva del rey.
–¿Y bien? Habla, di lo que quieras. ¡Estoy sin ánimo! He sido azotado por mi vicario de rostro lechoso...
Cuando CaraBansity se detuvo, el rey prosiguió la marcha.
–Señor, hace poco, para agradar a un amigo, acepté en mi casa a cierta joven. Mi esposa y yo recibimos a muchas personas, algunas vivas, otras muertas, animales para su disección y phagors, y bien para su disección o bien como servidores. Nadie ha causado nunca tantos problemas como esa muchacha.
“Yo quiero a mi esposa, y seguiré queriéndola. Pero sentí deseos por esa muchacha. Aun despreciándola no podía dejar de desearla.”
–¿Y fue tuya?
CaraBansity lanzó una carcajada, y por primera vez, en presencia del rey, su rostro se iluminó.
–La he tenido, señor, tanto como has tenido tú ese gwing–gwing, la deliciosa fruta de la medialuz. Corrió el zumo, señor... Pero no era amor sino khmir, y apenas éste se extinguió... Aunque ciertamente eso fue un proceso, señor, un proceso de verano... Cuando cesó tuve asco de mí mismo y no quise volver a verla. Le di una casa, lejos, y le dije que no volviera a verme. Más tarde supe que había abrazado la profesión de su madre, causando, al menos, la muerte de un hombre.
–¿Y qué me importa a mí todo eso?–preguntó el rey con altanería.
–Creo, majestad, que el principio motor de tu vida es más bien el deseo que el amor. Tú me dijiste, en términos religiosos, que Akhanaba te había favorecido poniendo a tu paso muchos frutos. En mis propios términos, has hecho lo que quisiste, has tomado lo que deseaste, y así esperas continuar. Te sirves de los phagors como instrumentos de tu poder, sin ver que ellos jamás se someten de verdad. Nada se opone a ti, excepto la reina de reinas. Ella puede hacerlo, porque sólo ella en todo el mundo posee tu amor y tu respeto. Por eso la odias: porque la amas.
“Ella se interpone entre tu khmir y tú. Sólo ella puede contener tu... dualidad. En ti, en mí, y quizás en todos los hombres, los dos principios están divididos; pero en ti la separación es mayor, porque mayor es tu posición.”
“Si prefieres creer en Akhanaba, cree entonces que con sus castigos te advierte que tu vida puede tomar un mal rumbo. Enderézala mientras tienes la oportunidad.”
Se detuvieron, ignorando el sombrío trueno del mar, y se miraron, tensos, cara a cara. JandolAnganol escuchaba sin un movimiento, mientras Yuli, cerca, rodaba sobre la hierba.
–¿Cómo sugieres que enderece mi vida? –Un hombre menos seguro que CaraBansity se habría espantado del tono de voz del rey.
–Este es mi consejo, majestad. No vayas a Oldorando. Simoda Tal ha muerto. Ya no hay motivo por el que debas visitar esa ciudad tan poco amistosa. Te lo advierto como deuteroscopista. –CaraBansity estudiaba, por debajo de sus tupidas cejas, el efecto de sus palabras sobre JandolAnganol.– Tu sitio está en tu reino, hoy más que nunca, desde que tus enemigos no han olvidado la Masacre de los Myrdólatras. Retorna a Matrassyl. Tu legítima reina está aquí. Pídele perdón. Rompe ante sus ojos el decreto de Esomberr. Recupera lo que más amas. En ella está tu salud. Rechaza los engaños de Pannoval.
El Águila miró el mar.
–Vive una vida más cuerda, majestad. Recobra a tu hijo. Despréndete de Pannoval y de la guardia phagor y vive con tu reina. Rechaza a Akhanaba, que te ha conducido a...
Pero había ido demasiado lejos.
Una ira sin igual se apoderó del rey; era la furia personificada. Se arrojó sobre CaraBansity, quien, ante esta cólera más allá de toda razón, vaciló, cayendo al suelo, antes de que el rey lo atacara. Arrodillado sobre el cuerpo del canciller, JandolAnganol sacó su espada. CaraBansity exclamó:
–¡Deténte, majestad! Anoche salvé a tu reina de una infame violación.
El rey se contuvo y luego se incorporó con la punta de su espada apuntando hacia el cuerpo que yacía a sus pies.
–¿Quién osaría tocar a la reina estando yo aquí? Responde.
–Majestad... –La voz temblaba ligeramente; sin embargo lo que dijo se oyó con claridad.– Estabas ebrio. Y Esomberr fue a la habitación de la reina para violarla.
El rey respiró hondo. Envainó la espada. Permaneció inmóvil.
–¡Hombre común! ¿Cómo podrías comprender la Vida de un rey? No Volveré por el camino que ya he andado. Tú tienes tu Vida, que yo puedo tomar; pero yo tengo un destino, y lo seguiré hasta donde quiera el Todopoderoso. Vuelve a donde perteneces. No puedes aconsejarme. ¡No vuelvas a ponerte en mi camino!
Pero seguía junto al cuerpo del anatomista. Cuando Yuli llegó, resoplando, el rey se apartó bruscamente y retornó al palacio de madera.
Al oír su voz, la guardia se puso en pie de un salto. Debían salir de Gravabagalinien en menos de una hora. Marcharían hacia Oldorando, como estaba planeado. Su voz y su helada furia conmovieron el palacio como si fuera un nido de ricky–backs cuando se levanta un tronco. En el interior se oía a los vicarios de Esomberr, llamándose unos a otros en voz alta.
La conmoción llegó hasta las habitaciones de la reina. Se detuvo a escuchar en mitad de su sala de marfil. Sus guardias esperaban ante la puerta. Mai TolramKetinet estaba con dos criadas en la antecámara, aferrando a Tatro. Gruesas cortinas cubrían las ventanas.
MyrdemInggala vestía una larga túnica vaporosa. Su rostro estaba tan pálido como la sombra del ala de un pájaro sobre la nieve. Respiraba el aire tibio una y otra vez, atenta al ruido de hombres y hoxneys, de órdenes y maldiciones. En una oportunidad se acercó a la cortina; luego, como si lamentara su propia debilidad, retiró la mano que había alzado y regresó a la postura anterior. El calor ponía en su frente gotas de transpiración que brillaban como perlas. Por un instante le pareció oír la voz del rey; luego, nada más.
En cuanto a CaraBansity, una vez que JandolAnganol se hubo marchado, echó a andar hacia la bahía, donde no podía ser visto, y allí aguardó hasta que recobró el color.
Un rato más tarde, se puso a cantar. No había recuperado su reloj, pero sí la libertad.
En su aflicción, el rey fue a un pequeño cuarto en una de las destartaladas torres y cerró la puerta con llave. El polvo que se elevaba daba una apariencia fantasmal a las franjas de oro que penetraban por un enrejado. El lugar olía a plumas, a hongos, a paja seca. En las desnudas tablas del suelo había excrementos de paloma, pero el rey, ignorando todo ello, se acostó, y con un esfuerzo de su voluntad, se hundió en el pauk.
Su alma, liberada de su cuerpo, se tranquilizó. Como una hoja seca, cayó en la aterciopelada oscuridad. La oscuridad perduraba cuando todo lo demás se había ido.
Era la paradoja del limbo donde el alma iba ahora a la deriva: se extendía sin límites, era un dominio infinito, y al mismo tiempo tan familiar para él como puede serlo para un niño la oscuridad debajo de sus sábanas.
El alma no tenía ojos mortales. Con una visión diferente contemplaba, más abajo, a través de la obsidiana, una multitud de débiles luces; aunque permanecían inmóviles, parecían moverse a causa del descenso del alma. En un tiempo, cada una de ellas había sido un espíritu viviente. Todas caían ahora hacia el principio maternal que existía aun cuando el mundo pereciese, la Observadora Original, un principio mayor, o al menos distinto, de los dioses como Akhanaba.
El alma se dirigió hacia una luz que la atraía en particular: el gossie de su padre.
La chispa que alguna vez fuera VarpalAnganol, rey de Borlien, sólo parecía, con sus costillas y su pelvis apenas esbozadas, el difuso dibujo de la luz del sol sobre una vieja pared. De esa cabeza que había llevado una corona sólo quedaba la sugerencia de una piedra, y unos trozos de ámbar evocaban las cuencas de sus ojos. Y más allá, visibles a través de esa imagen, los fessups se movían como huellas de polvo.
–Padre, tu indigno hijo se presenta ante ti para pedir perdón por el crimen que contigo he cometido. –Así habló el alma de JandolAnganol, suspendida donde no había aire.
–Querido hijo, eres bienvenido, y lo serás siempre que encuentres tiempo para visitar a tu padre, ahora entre las filas de los muertos. Ningún reproche puedo hacerte. Siempre has sido mi hijo querido.
–No me molestarán tus reproches, padre, sino que los agradeceré por duros que sean, porque sé cuán grande ha sido mi pecado contra ti.
Era imposible medir los silencios entre sus palabras, porque ninguno de los dos exhalaba aliento.
–Calla, hijo mío, nadie tiene por qué hablar aquí de pecado. Has sido mi hijo, y con eso basta. No es necesario decir más. No te lamentes.
Cuando parecía que era el momento de hablar, la leve sombra de la llama de una vela surgió de donde había estado la boca. Se podía ver ascender el humo entre las costillas, por la garganta.
El alma habló de nuevo.
–Padre, te ruego que descargues tu ira sobre mí, por todo lo que hice contra ti mientras viviste, y por provocar tu muerte. Haz que mengüe mi culpa.. No puedo soportarla.
–Eres inocente, hijo, tan inocente como la ola que rompe en la costa. Y no olvides la felicidad que has traído a mi vida. Ahora, en el residuo de esa vida, no siento ira contra ti.
–Padre, te he tenido encerrado durante diez años en un calabozo del castillo. ¿Cómo puedo conseguir que me perdones?
La llama se agitó, lanzando chispas.
–Ese tiempo está olvidado, hijo. Apenas recuerdo aquella época en la prisión, porque siempre estabas allí para hablar conmigo. Me complacía que me pidieras consejo, cuando yo era capaz de dártelo.
–Era un lugar melancólico.
–Me dio tiempo para pensar en los errores de mi propia vida y para prepararme para lo que habría de venir.
–Tu perdón me hiere, padre.
–Acércate, muchacho, y deja que te consuele.
Pero en el reino de la Observadora Original estaba prohibido que los vivos tocaran a los muertos. Si se quebraba esa última dualidad, ambos se consumían. El alma se alejó flotando de esa cosa suspendida en el abismo.
–Reconfórtame con más consejos, padre.
–Habla.
–Primero, dime si mi atormentado hijo ha caído entre Vosotros. Temo su inconstancia.
–Daré la bienvenida al chico cuando llegue, no te preocupes; pero aún se mueve en el mundo de la luz.
Un momento más tarde, el alma volvió a hablar.
–Padre, tú comprendes mi posición entre los vivos. Dime adónde debo ir. ¿Debo retornar a Matrassyl? ¿Debo quedarme en Gravabagalinien? ¿O he de partir hacia Oldorando? ¿Dónde está el futuro más provechoso?
–En cada uno de esos lugares hay quienes te aguardan. Pero alguien que tú no conoces te espera en Oldorando. En esa persona está tu destino. Ve a Oldorando.
–Tu consejo guiará mis acciones.
El alma se elevó entre los luminosos batallones de muertos, primero lentamente, luego con mayor urgencia. En alguna parte sonaba un tambor. Las chispas se disolvieron, retornando a la Observadora Original.
El cuerpo inanimado en el suelo del campanario empezó a moverse. Sus miembros se agitaron. Se incorporó. Unos ojos se abrieron en el rostro inexpresivo.
Sólo Yuli recibió esa mirada; se acercó y dijo:
–Mi pobre rey en brida.
Sin responder, JandolAnganol acarició el pelaje del runt y se apoyó contra él.
–Oh, Yuli, qué cosa es la vida.
Un momento después, pasó su brazo sobre los hombros del joven phagor.
–Eres un buen muchacho. Inocente.
Cuando la criatura se apoyó contra él el rey sintió que un objeto le oprimía un costado; extrajo entonces de su bolsillo el reloj de tres caras que le había quitado a CaraBansity. Cada vez que lo miraba sus ideas se hacían confusas y, sin embargo, no hallaba fuerzas para deshacerse de él.
Una vez, el cronómetro perteneció a Billy, la criatura que aseguraba venir de un mundo no regido por Akhanaba. Era indispensable borrar a Billy de la conciencia (como podía eliminarse el recuerdo de los malditos myrdólatras), pues él representaba un desafío a la compleja estructura de creencias sobre la que se levantaba el Sacro Imperio Pannovalano. A veces, el rey temía verse privado de su fe, como había sido privado de tantas otras cosas. Sólo le quedaban su fe y su humilde mascota.
Gimió. Con un gran esfuerzo se puso otra vez en pie.
Antes de una hora, JandolAnganol estaba al frente de sus fuerzas, con Alam Esomberr junto a él. Más atrás estaban los capitanes del rey, luego el séquito de Esomberr y, cerrando la marcha, la Primera Guardia Real Phagor, con las orejas erguidas, los ojos rojizos clavados al frente, avanzando –como otros de su especie lo hicieran muchos siglos antes– hacia la ciudad de Oldorando.
La partida de JandolAnganol, con su implícita carga de ansiedad, provocó la lógica impresión en los observadores del Avernus. Le alegró poder apartar la vista del rey en pauk. Incluso las devotas admiradoras de su majestad se sentían incómodas al verlo extendido con el espíritu lejos de su cuerpo.
Para la población humana de Heliconia, el pauk, o comunicación con los padres, era tan natural como escupir. No tenía un especial significada religioso, aunque muchas veces se daba al margen de la religión. Así como las mujeres se preñaban de vidas futuras, la gente estaba preñada de las vidas de quienes se habían ido antes que ellos.
En el Avernus, la misteriosa práctica heliconiana del pauk estaba considerada, en general, como una función religiosa equivalente a la plegaria. Como tal, desconcertaba a las seis familias. Éstas no sentían ningún tipo de inhibición acerca del sexo; el control constante hacía tiempo que las había disipado. Para ellos, el amor y las emociones superiores eran meros efectos colaterales de funciones cotidianas que debían ser ignorados cuantas veces fuera posible. Pero resultaba muy difícil entenderse con la religión.
Las familias veían la religión como una obsesión primitiva, una enfermedad, una droga para quienes no podían pensar con claridad. Deseaban que SartoriIrvrash y los que eran como él se tornaran más militantes en su ateísmo y provocaran la muerte de Akhanaba, contribuyendo así a un estado de cosas más feliz. No comprendían ni les agradaba el pauk. Hubieran deseado que no existiera.
En la Tierra prevalecían otras opiniones. La vida y la muerte eran percibidas como un todo inseparable; la muerte no era temible si se vivía adecuadamente la vida. Los terrestres miraban con gran interés la actividad heliconiana del pauk. Durante los primeros años de contacto con Heliconia, ese estado de trance les había parecido una proyección astral del alma heliconiana, en buena medida similar a un estado de meditación. Luego se fue desarrollando un punto de vista más sofisticado; se comprendió mejor que los habitantes de Heliconia poseían la capacidad peculiar de sobrepasar el límite fijado entre la vida y la muerte, y de retornar. Habían recibido esa continuidad en compensación por las notables discontinuidades de su Gran Año. El pauk tenía un valor como medio de evolución, y era un punto de contacto entre los humanos y su voluble planeta.
Por esa razón los terrestres tenían un interés tan particular en el pauk. En esa época, habían descubierto lo unidos que estaban a su planeta, y relacionaban esa unidad con su creciente empatía con Heliconia.
En los días siguientes, la lasitud se apoderó de la reina de reinas y deprimió su ánimo.
Había perdido las cosas valiosas que antes daban fragancia a su vida. Después de la tormenta, las flores no volverían a crecer hasta la misma altura. A su amargo encono contra el rey se sumaba una profunda sensación de culpabilidad por haberle fallado. Pero no fue por falta de esfuerzo que fracasó; y ahora, los años en que con tanta generosidad le brindara su amor, estaban definitivamente perdidos. Sin embargo, a pesar de odiarlo, aún lo amaba. Eso era lo más cruel. Ella comprendía como nadie las dudas de JandolAnganol. Era incapaz de liberarse de ese vínculo que ambos habían forjado.
Todos los días, después de la plegaria, entraba en pauk para comunicarse con el gossie de su madre. Pero, más tarde, al recordar el modo en que SartoriIrvrash condenaba el pauk por considerarlo una superstición, MyrdemInggala, en un frenesí de dudas, se preguntaba si de verdad habría visitado a su madre, si aquel fantasma no residiría más que en su mente, si era posible que alguien sobreviviera después de muerto a no ser en la memoria de quienes aún no habían atravesado esa orilla prohibida.
Dudaba. Y sin embargo, el pauk era un consuelo, tanto como el mar. Ahora su hermano muerto, YeferalOboral, estaba entre los gossies y derramaba su amor sobre ella mientras se hundía en pos de la Observadora Original. El temor no formulado de la reina de que hubiese sido asesinado por JandolAnganol se había demostrado sin fundamento. Ahora sabía lo que había ocurrido, y estaba agradecida.
Y al mismo tiempo, lamentaba no tener esa razón adicional para odiar al rey. Nadaba en el mar entre sus familiares. Y la paz mental la abandonaba cuando retornaba a la costa. Los phagors la llevaban de regreso al palacio en su trono; su resentimiento se reavivaba cuando se acercaba a las puertas. Los días pasaban y ella no rejuvenecía. Casi no hablaba con Mai. Corría a sus habitaciones llenas de crujidos y ocultaba su rostro.
–Si te sientes tan mal, sigue al rey a Oldorando y pide a los representantes del C'Sarr que anulen tu divorcio –decía Mai, con impaciencia.
–¿Quieres tú seguir al rey? –preguntaba entonces MyrdemInggala–. Yo no lo haré.
En su memoria estaban grabadas a fuego las muchas ocasiones en que esa mujer, su dama de compañía, había sido arrastrada a la cama del rey y en que las dos, como viles cortesanas, habían sido amadas por él al mismo tiempo. Ninguna habló de eso jamás, pero permanecía entre ambas tangible como una espada.
Impulsada por la necesidad de hablar con alguien, la reina persuadió a CaraBansity a permanecer en el palacio por algunos días, y luego unos días más. Él explicaba que su esposa lo estaba aguardando en Matrassyl. Ella le pedía que se quedara un poco más. Él se excusaba, pero era un hombre astuto, hallaba imposible decir que no a la reina. Todos los días caminaban por la costa; a veces encontraban rebaños de ciervos; Mai, desconsolada, los seguía.
Hacía una semana y dos días que JandolAnganol, Esomberr y sus hombres habían partido de Gravabagalinien; la reina estaba en su habitación, desde la que contemplaba sus escasos dominios, cuando la puerta se abrió de par en par y entró corriendo TatromanAdala, con un gritito de saludo.
La niña llegó hasta la mitad del camino que separaba la puerta del sitio donde estaba su madre. Esta alzó la vista y la miró con tal furia, por debajo de su pelo enmarañado, que Tatro se detuvo.
–¡Madre! ¿Puedes venir a jugar?
MyrdemInggala vio en la cara de su hija los rasgos de los antepasados de su padre. Las divinidades genéticas quizá tuvieran preparadas todavía nuevas tragedias. La reina gritó:
–¡Sal de mi vista, pequeña bruja!
La sorpresa, el escándalo, la ira, la angustia, pasaron por el rostro de la niña. Enrojeció, pareció disolverse, se llenó de lágrimas y sollozos.
La reina de reinas saltó, con los pies descalzos, hacia la pequeña. La hizo girar, la empujó hacia afuera y cerró la puerta. Luego, con las manos en alto, lanzó su cuerpo contra la pared y se echó a llorar ella también.
Más tarde su ánimo mejoró. Fue en busca de la niña y se dedicó a ella. Su aflicción cedió paso a una especie de euforia. Se puso una túnica satara y bajó las escaleras. Pidió su trono de oro portable, aunque ardía en Gravabagalinien el calor del mediodía. Los mansos phagors lo trajeron. Acudieron el mayordomo ScufBar, la princesa Tatro con su niñera, y la criada de ésta, con libros de cuentos y juguetes.
Una vez reunida la pequeña procesión, MyrdemInggala subió a su trono, y se dirigieron a la playa. No había, a esa hora, cortesanos que la acompañasen. Freyr los miraba, muy bajo, por encima de un risco; Batalix estaba casi en el cenit.
Suaves olas brillaban como si el mundo hubiera empezado ese mismo día, enroscándose para revelar sus verdes corazones. En torno de la Roca de Linien el agua gorgoteaba una invitación. No había señales de los assatassi llegados varias semanas antes, ni las habría hasta el año próximo.
MyrdemInggala permaneció un rato en la playa. Los phagors estaban en silencio, de pie junto al trono. La princesa corría excitada, ordenando a las criadas que construyeran la fortaleza de arena más poderosa, como un pequeño general ensayando su papel en la vida. La fascinación del mar era irresistible. Con un decidido movimiento del brazo, la reina se despojó de su vestido y del zona que sostenía sus pechos. La luz del sol accedió a su cuerpo perfumado.
–¡No te vayas, madre! –chilló Tatro.
–No tardaré –replicó ella, y corrió por la playa a zambullirse en el mar.
Una vez bajo el agua, la criatura bifurcada era tan flexible como un pez y casi tan veloz. Nadando vigorosamente pasó más allá de la oscura forma de la Roca de Linien y emergió a la superficie muy adentro de la bahía. Allí, la costa este se curvaba, creando un angosto pasaje entre el continente y la roca solitaria. MyrdemInggala llamó. De inmediato los delfines, sus familiares, como ella los llamaba, la rodearon.
Venían en orden de rango. Era suficiente que ella dejara escapar un chorro de orina para que las formas plateadas giraran a su alrededor, aproximándose cada vez más, hasta que podía apoyar en dos de ellas sus brazos, tan segura como en su trono.
Sólo los privilegiados podían tocarla. Eran veintiuno. Más allá había un cortejo exterior de sesenta y cuatro delfines. A veces, un miembro de ese cortejo exterior era admitido en el de los favoritos. Más allá había un séquito cuyo número MyrdemInggala no podía precisar. Tal vez fueran algo más de mil trescientos. Se trataba en su mayoría de las madres, los hijos y los ancianos de esa escuela, o nación, como la hubiera denominado la reina.
Más allá del séquito, constantemente en guardia, estaba el regimiento. La reina raras veces veía a sus miembros; le habían aconsejado que no se acercara a ellos, pero estimaba que estaría compuesto al menos por tantos individuos como el séquito. Sabía también que, en las profundidades, residían unos monstruos temidos por los delfines. Era obligación del regimiento custodiar a la corte y al séquito, y advertirles de todo peligro.
MyrdemInggala confiaba más en sus familiares que en sus acompañantes humanos; sin embargo, como en toda relación viva, algo se reservaba. Así como ella no podía compartir su vida en la tierra con los delfines, había algo en las profundidades, algún oscuro conocimiento, del cual ella no podía participar. Esa cosa desconocida, situada más allá de su mente, poseía una música siniestra.
Los miembros de la corte le hablaban con su amplia gama orquestal de voces. Sus agudas tonalidades eran dulces y sencillas: esa mujer recibía la consideración de una reina tanto en tierra como debajo del agua. Más distantes en el mar se oían largos gorjeos barítonos, entremezclados con bajos profundos en una trama asombrosa.
–¿Qué ocurre, queridos míos, mis familiares?
Ellos alzaban sus caras sonrientes y le besaban los hombros. MyrdemInggala conocía a cada uno de los miembros de la corte, y tenía nombres para ellos.
Algo les preocupaba. Relajó sus miembros, dejó que su comprensión fluyera en el agua como su orina. Se sumergió profundamente con ellos en las aguas más frías. Ellos giraban a su alrededor en espirales, rozando por momentos su piel.
La reina esperaba poder ver a los monstruos del océano profundo. No había estado exiliada en Gravabagalinien el tiempo suficiente para ver siquiera una vislumbre. Sin embargo, los delfines parecían expresar que esta vez los peligros venían del oeste.
Ellos le habían advertido el vuelo mortal de los assatassi. Y ahora, aunque su percepción del tiempo no era la misma, le decían que algo se acercaba, lenta pero inexorablemente, y que pronto llegaría. Sintió una extraña excitación. Las criaturas respondían a ella. Cada temblor de su cuerpo se integraba a su música.
Comprendieron su curiosidad y la escoltaron mar adentro.
Ella miró a través del cristal de zafiro del mar. La condujeron hacia el borde de una plataforma sumergida, cubierta de algas que se inclinaban bajo la corriente. Pasaron entre ellas. Más allá había un gran espacio arenoso donde la multitud del séquito, en hileras sucesivas, miraba hacia el oeste.
Y más lejos, moviéndose con la cautela de las patrullas, estaba el regimiento íntegro, cuerpo contra cuerpo, ennegreciendo el mar hasta donde llegaba la vista y más allá. Nunca antes se había permitido a la reina una visión tan completa de toda la escuela, ni había comprendido ella cuán vasta era y cuántos individuos incluía. Del intrincado conjunto surgía una tremenda armonía de sonido que sobrepasaba el nivel del oído humano.
MyrdemInggala emergió a la superficie, seguida por la corte. Podría sumergirse tres o cuatro minutos, y también los delfines tenían necesidad de respirar.
Miró en dirección a la costa. Estaba lejos. “Un día –pensó–, estas hermosas criaturas que amo y en quienes puedo confiar, me llevarán muy lejos de la vista de los hombres. Cambiaré.” La reina no sabía si aquello que anhelaba era la vida o la muerte.
En la costa distante bailaban unas figuras. Una de ellas agitaba una tela. Al principio la reina se indignó, ya que se trataba de su vestido. Luego comprendió que era una señal. Sólo podía significar que se hallaban en problemas. Sus pensamientos, llenos de culpabilidad, se dirigieron a la pequeña princesa.
Se apretó los pechos en un gesto de súbito temor. Dijo una palabra de explicación a la corte de delfines antes de lanzarse hacia la costa. Sus familiares la siguieron; algunos se situaron ante ella en formación de cuña, generando de esta forma una estela que favorecía sus brazadas.
Su vestido estaba intacto sobre el trono custodiado por los phagors. Una de las criadas había desgarrado su propio vestido para agitarlo. Se lo puso de nuevo cuando MyrdemInggala salió del agua, sin el menor deseo de que alguien pudiera comparar su cuerpo con el de la reina.
–¡Un barco! –exclamó Tatro, ansiosa por darle la noticia–. ¡Viene un barco!
Desde una elevación, con el catalejo que ScufBar le llevara, la reina vio la embarcación. Hizo llamar a CaraBansity. Para cuando éste llegó, ya había otras dos velas a la vista, meros manchones en el oscuro horizonte occidental.
CaraBansity se frotó los ojos con su gran mano mientras devolvía el catalejo a ScufBar.
–A mi juicio, señora, la nave más próxima no es borlienesa.
–¿De dónde, entonces?
–Dentro de media hora podremos verlo con claridad.
Ella dijo:
–Eres obstinado. ¿De dónde es la nave? ¿No puedes identificar la insignia de su vela?
–Si pudiera, señora, pensaría que es la Gran Rueda de Kharnabhar. Y eso sería un disparate, porque entonces se trataría de una nave sibornalesa muy lejos de su hogar. Ella le quitó el catalejo.
–Es un barco de Sibornal. Y de buen tamaño. ¿Qué puede estar haciendo en estas aguas?
El deuteroscopista cruzó los brazos con expresión preocupada.
–Aquí no tienes defensas. Esperemos que se dirija a Ottassol y que sus intenciones sean buenas.
–Mis familiares me lo habían advertido –dijo la reina, gravemente.
El día llegaba a su fin. Lentamente, el barco avanzaba. En el palacio había una gran excitación. Se llevaron rodando barriles de alquitrán hasta un promontorio sobre la bahía donde la nave debería anclar si su destino era Gravabagalinien. Si la tripulación se mostraba hostil, al menos sería posible enfrentarse a ella arrojándole alquitrán ardiente.
Hacia el anochecer, la atmósfera se tornó más pesada. Ya no había dudas acerca del jerograma de la vela. Batalix se ponía entre aureolas concéntricas de luz. La gente entraba y salía del palacio. Freyr desapareció en la misma bruma que su compañero. El crepúsculo se prolongaba; la vela brillaba en el mar; ahora daba bordadas, avanzando contra el viento.
Con la oscuridad aparecieron las estrellas. El Gusano de la Noche despedía un resplandor vivaz, con el brillo opaco de la Cicatriz de la Reina junto a él. Nadie dormía. Temerosa, la pequeña comunidad aguardaba. Se sabía vulnerable.
La reina estaba sentada en su salón. En la mesa ardían altas velas de grasa de ballena. Intacto estaba el vino que una esclava sirviera en una copa de cristal coronada con hielo de Lordryardry. MyrdemInggala permanecía mirando la desnuda pared que tenía al frente, como queriendo leer el destino que le esperaba.
Su edecán entró e hizo una reverencia.
–Señora, hemos oído el tintineo de sus cadenas. Están bajando el ancla.
La reina llamó a CaraBansity y ambos descendieron hasta la playa. Se habían reunido allí varios hombres y phagors, para encender los toneles de alquitrán si era preciso. Sólo ardía una antorcha. La tomó y entró con ella en las aguas oscuras, sin preocuparse de que su vestido se mojara. Alzó la antorcha sobre su cabeza, y se dirigió hacia las otras luces que se aproximaban. De inmediato sintió en las piernas la suave caricia de sus familiares.
Con el ruido de las olas llegó el crujido de los remos.
La nave, con las velas arriadas, era apenas visible. Habían bajado un bote. La reina vio hombres que se esforzaban, las espaldas desnudas, sobre los remos. En el centro del bote había dos hombres de pie; uno sostenía una linterna y la luz iluminaba sus rostros.
–¿Quién se atreve a desembarcar aquí? –gritó la reina.
La ansiosa voz de un hombre le respondió:
–Reina MyrdemInggala, reina de reinas, ¿eres tú?
–¿Quién es? –preguntó ella. Pero había reconocido la voz antes de que su respuesta atravesara la distancia cada vez menor.
–Soy tu general, señora, Hanra TolramKetinet.
Saltó del bote y echó a andar por el agua hacia la costa. La reina hizo con la mano una señal para que los del promontorio no encendieran los barriles de alquitrán. El general apoyó su rodilla en la arena, y tomó la mano en que brillaba el anillo de la piedra azul. Llevó su otra mano a la frente, para sosegarse. La guardia phagor de la reina formaba un semicírculo; sus caras apenas se distinguían en la noche.
CaraBansity se adelantó, con cierta sorpresa, para saludar al acompañante del general. Abrazó a SartoriIrvrash y dijo:
–Tenía motivos para creer que estabas escondido en Dimariam. Por una vez, me he equivocado.
–Es raro que te equivoques, pero en esta oportunidad has errado por un continente –respondió SartoriIrvrash–. Como ves, me he convertido en un gran viajero. Y tú, ¿qué haces en este lugar?
–El rey partió, pero yo me quedé. Durante un breve tiempo, JandolAnganol me dio tu antiguo puesto, y casi he muerto por ello. Me he quedado por la ex reina. Está terriblemente abatida.
Ambos hombres miraron a MyrdemInggala y a TolramKetinet, en cuyos semblantes no había sombra de abatimiento.
–¿Y su hijo, Roba? –preguntó SartoriIrvrash–. ¿Tienes noticias de él?
–Tengo y no tengo. –CaraBansity arrugó el entrecejo.–Hace algunas semanas llegó a mi casa de Ottassol, justamente después del vuelo mortal de los assatassi. Ese chico terminará por crear problemas. Le ofrecí un lugar para pasar la noche. –Iba a continuar, pero se interrumpió.– No le hables de Roba a la reina.
Mientras las dos parejas conversaban en la arena, el bote regresó a la carabela para traer a la costa a Odi Jeseratabahr y a Lanstatet. Cuando los remeros arrastraron el bote hasta más arriba de la marca de la marea alta, todo el grupo se dirigió de la playa al palacio, siguiendo a la reina y a TolramKetinet. Se habían encendido luces en algunas ventanas.
Odi Jeseratabahr fue presentada por SartoriIrvrash a CaraBansity, en términos muy cálidos. CaraBansity se mostró frío, manifestando de un modo claro que una almirante sibornalesa no podía ser bienvenida en suelo borlienés.
–Comprendo tus sentimientos –dijo con voz suave Odi. Estaba pálida y fatigada, con los labios exangües y él pelo enmarañado.
Se preparó una cena para los inesperados huéspedes. El general se reunió con su hermana Mai, y la abrazó. Ella se echó a llorar.
–Oh, Hanra, ¿qué será de todos nosotros? –dijo–. Llévame de regreso a Matrassyl.
–Ahora todo marchará bien –dijo su hermano con seguridad.
Mai se limitó a mostrarse incrédula. Deseaba librarse de la reina; no ser su cuñada.
Comieron pescado, y luego carne de ciervo con salsa de gwing–gwing, y bebieron vino que las fuerzas del rey habían respetado, enfriado con hielo de Lordryardry. Durante la cena, TolramKetinet contó algo acerca de los sufrimientos del Segundo Ejército en la jungla; de vez en cuando se volvía hacia Lanstatet, sentado junto a su hermana, solicitando su opinión acerca de algún incidente. La reina apenas parecía escuchar, aunque era la destinataria de la narración. Comía poco y su mirada, protegida por sus largas pestañas, casi no se levantaba de la mesa.
Más tarde tomó un candelabro de peltre y dijo a sus invitados:
–La noche se acorta. Os conduciré a vuestras habitaciones. Agradezco vuestra presencia más que la de mis anteriores visitantes.
Los soldados y Lanstatet fueron alojados en la parte posterior del palacio. SartoriIrvrash y Odi Jeseratabahr, en una cámara próxima a la de la reina, que cedió a Odi una criada para que la atendiera y vendara sus heridas.
Una vez cumplidas estas disposiciones, MyrdemInggala y TolramKetinet quedaron solos en el salón.
–Temo que estés fatigada–dijo él en voz baja, mientras subían las escaleras. Ella no respondió. Su figura no denotaba cansancio sino una energía contenida.
En el pasillo, las persianas de madera golpeteaban contra las ventanas abiertas. Se oyó el grito de un ave madrugadora. Mirando hacia atrás por encima del hombro, ella dijo:
–No tengo marido, ni tú esposa. Tampoco soy reina, aunque aún me tratan como si lo fuera. Y ni siquiera he sido una mujer desde mi llegada a este lugar. Lo que soy, lo sabrás antes de que acabe la noche.
Abrió de par en par las puertas de su alcoba y le indicó que entrara.
Él se detuvo, vacilante.
–Por la Observadora...
–La Observadora contemplará lo que quiera contemplar. Mi fe ha caído de mí, como lo hará este vestido.
Cuando él entró, ella se desabrochó el cuello de la túnica y la abrió, dejando al descubierto unos pechos perfectos con pezones rodeados por grandes aréolas oscuras. Él cerró la puerta a sus espaldas, y pronunció el nombre de ella.
MyrdemInggala se entregó con un esfuerzo de su voluntad.
Durante lo que quedaba de la noche, no durmieron. Los brazos de TolramKetinet rodeaban su cuerpo, y su carne estaba dentro de su carne.
Y ésa fue, finalmente, la respuesta a la carta que ella enviara por medio del Capitán del Hielo.
La mañana siguiente trajo peligros olvidados la noche anterior. El Unión y el Buena Esperanza se acercaban al puerto indefenso.
A pesar de la crisis, Mai insistió en tener para ella a su hermano durante media hora; mientras le explicaba las miserias de la vida en Gravabagalinien, TolramKetinet se quedó dormido. Para despertarlo, la muchacha le arrojó un vaso de agua. Enfurecido abandonó el palacio y se dirigió a la costa a reunirse con la reina, quien permanecía junto a CaraBansity y a una vieja criada, contemplando el mar.
Los soles estaban en distintos sectores del firmamento, brillando con una intensidad peculiar, debida tal vez a que pronto se ocultarían detrás de las negras nubes de lluvia que ascendían en el cielo. Dos velas centelleaban en esa luz actínica.
El Unión estaba cerca; el Buena Esperanza, a menos de una hora de navegación; eran bien visibles los jerogramas en sus velas desplegadas. El Unión había achicado un poco su velamen para que la otra nave lo alcanzara.
Lanstatet y sus hombres estaban descargando equipo de la Plegaria.
–Ya vienen, ¡que Akhanaba nos ayude! –gritó a TolramKetinet.
–¿Qué hace esa mujer? –preguntó el general.
Una anciana servidora de la reina, la antigua ama de llaves del palacio de madera, ayudaba a los hombres de Lanstatet. Era su forma de expresar su dedicación a la reina. Desde la cubierta un hombre dejaba caer toneles de pólvora por una rampa. La anciana dirigía los toneles cuesta abajo, dejando a un soldado libre de cumplir otras misiones.
–Estoy ayudando, ¿qué te crees? –respondió. Pero se distrajo. El siguiente tonel rodó fuera de la rampa y golpeó a la anciana en el hombro, derribándola de cara contra el suelo.
La levantaron, sin que dejara por un instante de protestar, y la ayudaron a sentarse sobre un cofre. La sangre corría por su rostro. MyrdemInggala acudió a su lado para atenderla.
Mientras la reina se arrodillaba junto ala vieja criada, sintió la mano de TolramKetinet sobre su hombro.
–Mi llegada te ha traído problemas. No era ésa mi intención. Tal vez habría sido mejor que me hubiese dirigido directamente a Ottassol.
La reina, sin responder, puso en su regazo la cabeza de la anciana: tenía los ojos cerrados, pero su respiración era regular.
–Espero que no lo lamentes.
Se volvió hacia él con expresión de angustia.
–Hanra, no lamento la noche que hemos pasado juntos. Era mi deseo que así fuera. Creí estar libre de Jan. Pero no logré lo que esperaba; y soy yo quien tiene la culpa de eso, no tú.
–Estás libre de él. Se ha divorciado, ¿no es verdad? –Hanra parecía enojado.– Sé que no soy un buen general, pero...
–¡No es eso! –replicó ella con impaciencia–. Nada tiene que ver contigo. ¿Qué me importa a mí que hayas perdido tu maldito ejército? Hablo de un vínculo, un estado que compartieron dos personas durante varios años... Algunas cosas no se acaban cuando lo deseamos. Jan y yo... Es como no poder despertar... No sé cómo expresarlo... No soy capaz...
–Estás fatigada–dijo él con cierta irritación. A veces las mujeres pierden la calma. Ya hablaremos de esto más tarde. Ocupémonos ahora de la emergencia. –Señaló el mar y dijo con voz grave:– Si el Amistad Dorada no ha aparecido, es que estaba demasiado dañado. La almirante Jeseratabahr dice que en él Venía Dienu Pasharatid. Quizás ella haya muerto, en cuyo caso Io Pasharatid, que está a bordo del Unión, estará decidido a vengarse.
–Tengo miedo de ese hombre –dijo MyrdemInggala–. Y con excelentes motivos. –Se inclinó sobre la anciana.
El general la miró de soslayo.
–Estoy aquí para protegerte.
–Eso supongo –respondió ella en un tono inexpresivo–. Al menos, tu lugarteniente lo intenta.
JandolAnganol se había ocupado expresamente de que el palacio no contara con armas para defenderse. Pero las piedras que afloraban más allá de la Roca de Linien obligaban a toda nave de considerables dimensiones, como el Unión, a pasar entre la Roca y la parte más elevada de la costa; y en esto radicaba la esperanza de los defensores. GortorLanstatet había aumentado su fuerza de trabajo con phagors. Valiéndose de unas grúas habían bajado dos grandes cañones de la Plegaria de Vajabahr, y ahora los empujaban hacia el promontorio desde el cual dominarían la bahía.
ScufBar y otro criado trajeron unas angarillas para llevar a la mujer herida al palacio, después de que aplicaran a su rostro vendas con hielo.
TolramKetinet se apartó de la reina para ayudar a situar los cañones. Tenía plena conciencia del peligro. Aparte de los phagors y unos cuantos criados sin armas, las fuerzas defensoras de Gravabagalinien constaban de los trece hombres que habían venido con él desde Ordelay. Las dos naves sibornalesas que se acercaban debían de traer, cada una, cincuenta soldados bien armados.
El Unión de Pasharatid cambiaba de rumbo, presentando una banda a la costa.
Tirando de cuerdas, los hombres se esforzaban para poner en posición el segundo cañón.
CaraBansity se acercó a la reina, con los brazos cruzados, y dijo:
–Señora, los consejos que he dado al rey fueron mal recibidos. Querría ofrecerte algunos, esperando mejor acogida. Tú y tus damas deberíais ensillar unos hoxneys y alejaron hacia el interior sin demora.
Una triste sonrisa iluminó el rostro de MyrdemInggala.
–Me alegra tu preocupación, Bardol. Tú debes marcharte. Vuelve con tu esposa. Este sitio es ahora mi hogar. Se dice, como sabes, que Gravabagalinien es la residencia de espectros que murieron en combate hace mucho. Antes de marcharme, prefiero unirme a esas sombras.
CaraBansity asintió.
Sea, pues. En ese caso, señora, también yo me quedaré.
La expresión de la reina reflejaba su satisfacción. En un impulso, ella preguntó:
–¿Qué piensas de la extraña alianza entre nuestro amigo Rushven y la dama Uskuti..., nada menos que una almirante?
–Ella guarda silencio, pero no me inspira confianza. Tal vez sería mejor que se marcharan de aquí. La manga de un sibornalés siempre oculta algo más que un brazo. Debemos usar la astucia, señora; poco más puede ayudarnos.
–Ella parece sinceramente consagrada a mi ex canciller.
–Si es así, ha desertado, señora. Y eso puede dar a Pasharatid un nuevo motivo para desembarcar. Sácala de aquí, por la seguridad de todos.
Una nube de humo, en el mar, ocultó íntegro al Unión, a excepción de su velamen. Un instante después se oyeron explosiones.
Las balas cayeron en el agua, al pie de un risco. En la segunda andanada, los artilleros serían más certeros. Sin duda el vigía había advertido las maniobras con el cañón.
Pero los disparos eran sólo una advertencia. El Unión giró a babor, dirigiéndose en línea recta hacia la bahía.
La reina estaba sola; su pelo largo, aún desatado, flameaba al viento. En cierto sentido, estaba preparada para morir. Quizá fuera el mejor modo de resolver sus problemas. Para su consternación, no estaba dispuesta a aceptar a TolramKetinet, un hombre honesto pero poco sensible. Estaba irritada consigo misma, por sentirse emocionalmente obligada hacia él. La verdad era que el cuerpo de Hanra y sus caricias habían despertado en ella un intenso deseo de jan. Se sentía ahora más sola que antes.
Además, podía adivinar con melancólico desapego la soledad dejan. Sentía que de haber sido más madura hubiera podido aliviarla.
Sobre el mar, el monzón creaba golfos de sombras y luces oblicuas. A lo lejos, la lluvia azotaba el agua. Las nubes estaban más bajas. El Buena Esperanza casi se había perdido en la oscuridad. Y el mismo mar... MyrdemInggala miró con atención, y vio a sus familiares por todas partes. Lo que había tomado por un oleaje era el incesante movimiento de sus cuerpos. La lluvia le golpeó el rostro.
Al instante siguiente, todo el mundo se debatía bajo un diluvio.
El cañón se atascó en el barro. Un hombre cayó de rodillas, despotricando. Todo el mundo aullaba y maldecía. Si la lluvia continuaba, sería imposible encender la pólvora.
Por otra parte, no había ya esperanza de situar correctamente el cañón. El viento giró con la tempestad. El Unión volaba hacia la bahía.
Cuando el barco llegó a la altura de la Roca de Linien, los delfines actuaron. Se movían en formación, tanto las cortes como el regimiento. Sus cuerpos impedían la entrada a la bahía.
Los marineros del Unión, casi enceguecidos por la lluvia, gritaban y señalaban los cuerpos debajo del casco. Era como si la nave se moviera sobre negros y brillantes cantos rodados. Los delfines apretaron sus cuerpos contra la madera. El Unión, crujiendo, se detuvo.
Dando voces excitadas, MyrdemInggala olvidó sus penas y corrió hacia el agua. Aplaudía y alentaba a sus agentes. Saltaba y chapoteaba mojándose el vestido. Se zambulló en la resaca. Ni siquiera TolramKetinet se atrevió a seguirla. La nave se erguía sobre ella como una montaña; la lluvia caía cada vez con más fuerza.
Uno de sus familiares emergió del agua como si estuviese esperando su llegada, tomando con la boca la tela de su vestido. La reina lo reconoció como un miembro principal de la corte y pronunció su nombre. Entre la confusa melopea de los ruidos que emitía el delfín, había un mensaje urgente que logró comprender: "Vete o unas cosas gigantescas –ella no podía determinar cuáles– se apoderarán de ti". Algo, en las remotas profundidades, seguía la huella de su olor.
MyrdemInggala sintió temor. Se retiró, guiada por su familiar. Cuando llegó a la playa, recogiendo su vestido empapado, él se hundió entre la espuma.
El Unión se hallaba muy cerca. Entre la costa y el barco estaban los cuerpos apretados de los delfines. A través de la lluvia torrencial, ella reconoció la autoritaria figura de Io Pasharatid, y él también reconoció a la reina de reinas.
Estaba de pie, con aire siniestro, en la anegada cubierta, con su chaqueta de lona desabrochada y la gorra sobre los ojos. La miró y luego actuó.
Empuñaba una lanza. Se acercó a la borda y, sosteniéndose de la barandilla, se inclinó y la clavó en el agua una y otra vez. Roja sangre chorreaba por la hoja. Las aguas se cubrieron de espuma. Pasharatid clavó su lanza una y otra vez.
Para los supersticiosos marineros, el delfín era una criatura sagrada. Aliado de los espíritus de las profundidades, jamás hacía daño a los marinos. Atacar a un delfín era poner la propia vida en peligro.
Pasharatid se vio rodeado de furiosos marineros. Le arrancaron la lanza a viva fuerza y la arrojaron lejos. Los espectadores de la costa vieron cómo se debatía hasta que sus soldados acudieron para liberarlo. La disputa continuó un rato más. Los familiares de la reina habían conseguido cerrar el camino a Gravabagalinien.
La tormenta estaba en su apogeo. Las olas eran cada vez más altas, y rompían contra la playa con magnífica furia. La reina lanzaba gritos de triunfo, desmelenada y muy parecida a su madre muerta, la salvaje Shannana, hasta que finalmente TolramKetinet la arrastró hacia suelo más firme, temiendo que volviera a arrojarse al mar.
Un relámpago centelleó en el corazón de la tormenta; y luego se oyó un trueno. Entre las nubes rasgadas apareció de pronto el contorno del Buena Esperanza. Estaba a unos trescientos metros del Unión, y sus tripulantes luchaban para evitar que se destrozara contra la costa.
Una hilera de delfines salió de la bahía, más allá del Buena Esperanza, como si algo los llamara.
El mar estaba convulsionado alrededor de la nave de Lorajan. Más tarde, quienes estaban en la costa juraron que el agua hervía. La agitación creció y se vislumbraron tremendos movimientos. Luego una masa se elevó sobre el agua, agitó su cabeza entre las olas, y se elevó aún más, hasta que sobrepasó los mástiles del barco. Tenía ojos. Tenía una quijada inmensa y unos bigotes que se retorcían como anguilas. El cuerpo emergió del mar, cubierto de gruesas escamas, mayores que el torso de un hombre. Su elemento era la tempestad.
Se vieron nuevas espirales, y apareció un segundo monstruo, furioso, a juzgar por los violentos desplazamientos de su cabeza. Se alzó como una serpiente gigantesca y luego azotó las olas mientras en el viscoso aire aún brillaba su cuerpo enroscado.
Su cabeza volvió a emerger, sacudiendo al Buena Esperanza. Las dos criaturas unieron sus fuerzas. Se retorcían como si se tratase de un juego obsceno. Una cola restalló contra el costado de la nave, rompiendo tablazones y clavijas.
Luego ambas bestias desaparecieron. El agua volvió a su quietud anterior. Habían obedecido al llamado de los delfines y ahora retornaban a las profundidades. Aunque rara vez aparecían ante los ojos de los hombres, esas grandes criaturas se contaban entre los seres vivientes que se habían adaptado al Gran Año de Heliconia.
En esa etapa de su existencia, las grandes serpientes eran asexuadas. Su época de feroces acoplamientos había quedado muy atrás. Eran entonces criaturas voladoras y pasaban siglos en amorosa anorexia, entregadas a la procreación. Como inmensas libélulas, los seres de su especie habían revoloteado sobre los dos solitarios polos del planeta, libres de adversarios e incluso de testigos.
Al llegar el Gran Verano, esos seres aéreos habían emigrado a los mares del sur, y en particular al Mar de las Águilas, donde su aparición había conducido a algún marino, muerto hacía mucho y poco versado en ornitología, a dar ese nombre al océano. Después de desprenderse de sus alas en las remotas islas de Poorich y Lordry, las grandes criaturas habían reptado hacia el mar, para procrear en él.
Pasaban el verano en el mar. Los grandes cuerpos terminarían por disolverse, alimentando a los assatassi y a otros habitantes del agua. Sus voraces crías recibían el nombre de peces cuchara, aunque de ningún modo eran peces. Cuando sentían los fríos del largo invierno, los peces cuchara subían a tierra y adoptaban una nueva forma que recibía el mal nombre de Gusano de Wutra.
En su actual etapa asexuada, las dos serpientes habían sido inducidas a la actividad por un recuerdo de su distante pasado. Los delfines habían evocado esa memoria en la forma de la huella de un olor, implantado en las aguas por la reina de reinas durante su período menstrual. Inquietas y desconcertadas, las serpientes enroscaban sus anillos, pero ninguna fuerza era capaz de hacer volver aquello que se había ido.
La tremenda aparición había eliminado todo deseo de lucha en los tripulantes del Unión y el Buena Esperanza. Gravabagalinien era un lugar encantado. Ahora los invasores lo sabían. Ambas naves izaron cuanta vela pudieron y huyeron hacia el este, con la tempestad a sotavento. Desaparecieron detrás de las nubes.
Los delfines se marcharon.
Sólo se oía el sordo estruendo de las aguas embravecidas al romper contra la Roca de Linien.
Bajo la lluvia, los defensores humanos de Gravabagalinien se dirigieron al palacio de madera.
Las salas del palacio resonaban como tambores bajo la lluvia. El sonido se atenuaba al amenguar la lluvia, para seguir al instante con renovado vigor.
En la cámara principal se celebraba un consejo de guerra presidido por la reina.
–En primer lugar debemos comprender qué clase de hombre es nuestro enemigo –dijo TolramKetinet–. Canciller SartoriIrvrash, dinos sin rodeos todo lo que sepas acerca de Io Pasharatid.
SartoriIrvrash se puso de pie, hizo una reverencia a la reina, y luego se pasó la mano por la calva. Lo que debía decir sería breve, pero nada agradable. Se excusaba por recordar cosas pasadas e infortunadas, pero el futuro siempre estaba ligado con el pasado de maneras que ni siquiera los más sabios podían desentrañar. Podía decir, por ejemplo...
Sorprendió la mirada de Odi Jeseratabahr y fue al grano, encorvando los hombros. Durante los años pasados en Matrassyl había sido su obligación como canciller conocer los secretos de la corte. Cuando YeferalOboral, el siempre bien recordado hermano de la reina, aún vivía, había descubierto que Pasharatid, entonces embajador de su país, gozaba de los favores de una muchacha joven del pueblo cuya madre regenteaba una casa de mala reputación. Y también había sabido por VarpalAnganol que Pasharatid solía espiar el cuerpo desnudo de la reina. Era un bandido lujurioso y despiadado a quien sólo podía controlar su esposa, a la cual ahora había suficientes razones para considerar muerta.
Además, quería recordar un rumor –tal vez algo más que rumor– escuchado a un guía llamado el Señalador del Camino, durante su viaje a través del desierto hacia Sibornal. Ese rumor afirmaba que Io Pasharatid había asesinado al hermano de la reina.
–Yo sé que así ha sido –dijo MyrdemInggala–. Y no hay duda de que Io Pasharatid es un hombre muy peligroso.
TolramKetinet se puso de pie.
Adoptando una postura militar, habló con floreos retóricos mientras miraba de soslayo a la reina para ver cómo recibía sus palabras. Estaba claro, dijo, que debían temer a Pasharatid. Era razonable suponer que estaba al mando del Unión y que, en virtud de sus relaciones, podía imponer su autoridad al comandante del Buena Esperanza. Él, TolramKetinet, había considerado la situación militar desde el punto de vista del enemigo, estimando que Pasharatid haría lo siguiente. Uno...
–Por favor, sé breve o el hombre se presentará ante esta mesa–dijo CaraBansity–. Ya sabemos que eres tan buen orador como general.
Con el ceño fruncido, TolramKetinet continuó. Pasharatid decidiría que con esas dos naves era imposible apoderarse de Ottassol. Su mejor posibilidad radicaba en capturar a la reina y obligar luego a Ottassol a aceptar sus exigencias. Debían prever que Pasharatid desembarcaría en algún punto al este de Gravabagalinien, donde encontrara una playa accesible. Luego avanzaría con sus hombres hacia el palacio. Él, TolramKetinet (se golpeó el pecho mientras decía esto) declaraba que debían preparar de inmediato la defensa contra este ataque por tierra, por la seguridad de la reina.
Después del debate, la reina dio las órdenes. Una gotera caía sobre la mesa.
–Como el agua es mi elemento, no puedo quejarme si el techo está deteriorado–dijo. Luego recomendó que se construyeran defensas alrededor del palacio y que el general preparara el inventario de todas las armas y elementos de guerra existentes, incluyendo el armamento de la Plegaria de Vajabahr.
Volviéndose hacia SartoriIrvrash, ordenó que Odi Jeseratabahr y él partieran del palacio cuanto antes, para lo cual dispondrían de tres hoxneys.
–Eres generosa, señora–dijo SartoriIrvrash, aunque su expresión manifestaba lo contrario–. Pero ¿puedes prescindir de nosotros?
–Sí, si tu compañera está en condiciones de montar.
–No lo creo.
–Rushven, puedo prescindir de ti, como lo hizo Jan. Tú fuiste su consejero en el asunto del divorcio, ¿verdad? Y entiendo que tu nueva consorte es o ha sido amiga del depravado Io Pasharatid.
Fue un ataque por sorpresa.
–Señora, había graves problemas. Asuntos políticos. Yo estaba obligado a defender al rey...
–Solías decir que defendías la verdad.
El ex canciller buscó distraídamente algo en su charfrul, como si quisiera un veronikano; luego alisó sus patillas.
–A veces las dos cosas coincidían. Tu tierno corazón y la voluntad del rey han apoyado a los phagors en nuestro reino. Y sin embargo, ellos son la causa de todas las dificultades humanas. En el verano tenemos la oportunidad de librarnos de ellos, porque su número es menor. Pero es entonces cuando nos entregamos a nuestras disputas, sin ver que son ellos el principal enemigo. Créeme, señora; he estudiado historias como la Thribriatíada de Brakst y he descubierto...
La reina no miraba a SartoriIrvrash con resentimiento, pero alzó su mano.
–Basta, Rushven. Hemos sido amigos, pero ahora nuestras vidas han cambiado. Vete en paz.
Inesperadamente, el ex canciller rodeó la mesa y tomó la mano de MyrdemInggala.
–Nos iremos, nos iremos. Estoy habituado a la crueldad. Pero antes de partir concédeme un favor... Con la ayuda de Odi, he descubierto algo de vital importancia para todos nosotros. Iremos a Oldorando, y presentaremos el hallazgo al Santo C'Sarr, esperando que merezca recompensa. Y también confundirá a tu ex marido, cosa que tal vez te agrade...
–¿Cuál es tu pedido? –respondió la reina, con irritación–. Acaba de una vez. Tenemos asuntos más importantes.
–Es algo relacionado con nuestro descubrimiento, señora. Cuando todos vivíamos tranquilamente en el palacio de Matrassyl, yo solía leer cuentos a tu hija. Poco te importa eso ahora. Y recuerdo el hermoso libro de cuentos que poseía Tatro. ¿Me permitirías que llevara ese libro a Oldorando?
MyrdemInggala sofocó algo a mitad de camino entre risa y grito.
–Estamos esperando un ataque y tú pides un libro de cuentos de hadas infantiles. ¡Llévatelo si quieres, y luego márchate, y llévate también esa lengua incansable!
Él besó su mano. Mientras retrocedía hacia la puerta, acompañado por Odi, sonrió y dijo:
–La lluvia se acaba. No temas, pronto estaremos lejos de este inhospitalario refugio.
La reina arrojó un candelabro hacia la espalda que se alejaba.
A un lado del palacio había un extenso jardín donde crecían hierbas y árboles frutales. En un sector cercado se criaban cerdos, gallinas, cabras y gansos. Detrás del cerco había una hilera de árboles retorcidos, y más allá unas antiguas fortificaciones de tierra, bajas y cubiertas de hierba, que separaban el palacio de los terrenos cenagosos del este, es decir la zona por donde era probable que apareciesen las fuerzas de Pasharatid.
Después de examinar la situación, TolramKetinet y Lanstatet decidieron utilizar la antigua fortificación.
Habían pensado también en salir de Gravabagalinien por mar. Pero al no haber sido anclada y amarrada con la debida pericia, la carabela había sufrido daños durante la tormenta y no podía ser considerada segura.
Todo lo que servía fue descargado del barco. Se utilizaron en parte sus mástiles para construir una atalaya en el árbol más fuerte.
Una vez que se hubo secado el suelo, algunos phagors fueron enviados a levantar una empalizada en la parte superior del promontorio. Otros cavaban trincheras.
Mientras se marchaban, SartoriIrvrash y Odi Jeseratabahr observaron estas escenas de actividad. Iban montados en hoxneys, y llevaban su equipaje en un tercer animal. Al ver a CaraBansity, quien supervisaba las excavaciones, SartoriIrvrash se detuvo.
–Debo despedirme de mi viejo amigo–dijo mientras desmontaba.
–No te demores –recomendó Odi–. Por mi causa, aquí no te quedan amigos.
El asintió y se dirigió hacia el deuteroscopista, alzando los hombros.
CaraBansity se hallaba en una zona pantanosa, vigilando el trabajo de los phagors. Cuando elevó los ojos y vio a SartoriIrvrash, su rostro se oscureció; luego, como forzado por la excitación, sonrió. Urgió al ex canciller a que se acercara.
–Aquí está el pasado... Estos terraplenes formaban parte de un viejo sistema de fortificaciones. Los phagors están revelando la geometría de la leyenda...
Se dirigió a un pozo recién excavado. SartoriIrvrash lo siguió. CaraBansity se arrodilló al borde, sin pensar en el lodo. Del suelo de turba emergía lo que SartoriIrvrash tomó al principio por un viejo bolso negro achatado. Era o había sido un hombre, con el cuerpo volcado hacia la izquierda. Su breve túnica de cuero y sus botas sugerían que había sido un soldado. Se veía, semioculto, el puño de una espada. La boca del hombre, desfigurada por los dientes rotos, había adoptado por la presión de la tierra una sonrisa macabra. La carne tenía un color castaño brillante.
Estaban apareciendo otros cuerpos. Los phagors trabajaban sin interés, extrayendo el barro con las manos. Vieron otro soldado momificado, con una terrible herida en el pecho. Las arrugas del rostro eran tan nítidas como un dibujo a pluma. No tenía ojos, lo que daba a su expresión una melancólica vacuidad.
El olor a estiércol húmedo era terrible.
–El suelo de turba los ha conservado –dijo SartoriIrvrash–. Pueden ser soldados que murieron en el combate, o por algún otro desastre, hace tal vez cien años.
–Mucho más que eso –dijo CaraBansity, saltando a la trinchera. Desprendió uno de varios objetos que a SartoriIrvrash le parecían piedras y se lo mostró–. Probablemente esto es lo que mató al soldado de los dientes rotos. Es una semilla de rajabaral, dura como el hierro. Quizá la hayan cocido, y por eso no ha germinado. Han pasado seis siglos desde la primavera, la época en que el rajabaral da semilla. Los atacantes las usaban como balas de cañón. Aquí se libró la legendaria batalla de Gravabagalinien. Y hemos encontrado el lugar, porque otra vez será utilizado para combatir.
–Pobres diablos.
–¿Ellos o nosotros? –CaraBansity se movió hacia otro punto de la excavación. Debajo del hombre herido en el pecho, era parcialmente visible un phagor. Tenía el rostro negro y el pelaje enrojecido por la turba; parecía una cosa vegetal comprimida.– Puedes ver cómo, incluso entonces, hombres y phagors luchaban y morían juntos.
SartoriIrvrash resopló disgustado.
–También podían ser enemigos. Nada prueba una cosa ni la otra.
–Es un mal presagio. No quisiera que la reina viese esto. Ni TolramKetinet; se asustaría. Mejor será cubrir esos cuerpos.
El ex canciller se dispuso a continuar su camino.
–No todos ocultamos los secretos que hallamos, amigo. Poseo conocimientos que, una vez expuestos ante las autoridades de Pannoval, provocarán una Guerra Santa contra la especie de dos filos en todo Campannlat.
CaraBansity lo miró con ojos enrojecidos.
–Y te pagarán por iniciar esa guerra, ¿verdad? Mejor sería que vivieras y dejaras vivir.
–Lo dices tú, Bardol; pero no esas criaturas. Su credo es diferente. Si no actuamos, su número crecerá y nos destruirán. Si tú hubieras visto los rebaños de flambregs...
–No te dejes llevar por la pasión. La pasión siempre atrae problemas... Y ahora continuaré con mi trabajo. Probablemente hay cientos de cadáveres sepultados aquí.
Cruzando los brazos, SartoriIrvrash dijo:
–Me has recibido con frialdad, como la reina.
CaraBansity emergió lentamente de la trinchera.
–Su majestad te ha dado lo que has pedido, un libro y tres hoxneys. –Mordiéndose un nudillo miró al ex canciller.
–¿Por qué estás contra mí, Bardol? ¿Has olvidado que cuando jóvenes mirábamos por tu telescopio, y observábamos juntos las fases de Kaidaw? ¿Y que de esas observaciones dedujimos la geometría cósmica en que habitamos?
–No lo he olvidado. Pero has venido aquí con una oficial sibornalesa, una enemiga de Borlien. La reina corre peligro de muerte, y el reino, de disolución. Yo no quiero a JandolAnganol ni a los phagors; pero prefiero que sobrevivan para que la gente pueda seguir mirando por el telescopio. Si derribas el reino, como deseas, destruirás los telescopios.
Miró hacia el mar, más allá de los árboles, con una expresión de amargura, y encogiéndose de hombros, agregó:
–Ya has visto cómo ha sido borrada Keevasien, que fue una vez un lugar de cultura y el hogar del gran YarapRombry. La cultura florece mejor bajo una vieja injusticia que bajo una nueva. Eso es todo lo que quiero decir.
–Defiendes tu modo de vida.
–Siempre lucharé por mi propio modo de vida. Creo en él. Aunque signifique un combate concreto. Ve y llévate a esa mujer; y no olvides que siempre hay algo más que un brazo en la manga de un sibornalés.
–¿Por qué me hablas de ese modo? Soy una víctima. Un vagabundo. Un exiliado. He perdido el trabajo de toda mi vida. Yo podría haber sido el YarapRombry de nuestra época... Soy inocente.
CaraBansity sacudió su gran cabeza.
–A tu edad la inocencia es un crimen. Vete con tu mujer. Ve a esparcir veneno.
Se miraron desafiantes. El ex canciller suspiró; CaraBansity volvió a su trinchera.
SartoriIrvrash regresó adonde Odi Jeseratabahr lo esperaba con los animales. Montó en su hoxney sin decir palabra, con los ojos llenos de lágrimas.
Siguieron el sendero que llevaba hacia el norte, hacia Oldorando. JandolAnganol y sus hombres habían recorrido ese mismo sendero unos pocos días antes, rumbo al hogar de su futura esposa asesinada.
XIX
OLDORANDO
Los dos soles refulgían en el cielo libre de nubes, aplastando la pradera con su luz combinada.
El rey JandolAnganol, el Águila de Borlien, gozaba al verse otra vez en el desierto. Sus placeres no se parecían a los de todos los hombres. Consistían principalmente en duras marchas y breves descansos. Eso no era del agrado del enviado del C'Sarr, Alam Esomberr, que prefería la molicie.
El rey, sus fuerzas y su séquito eclesiástico se acercaron a Oldorando desde el sur, por uno de los viejos caminos de los peregrinos, que conducía, a través de Oldorando, a la Santa Pannoval.
Oldorando estaba en el centro de los caminos de Campannlat. La ruta migratoria de los phagors y los diversos ucts de los Madis pasaban muy cerca de la ciudad, al este y al oeste. La antigua ruta de la sal zigzagueaba hacia el norte, donde estaban los Quzints y el lago Dorzin. Al oeste se encontraba Kace, la prostituida Kace, hogar de artesanos, vagabundos, malhechores y asesinos; y al oeste, Borlien, la amable Borlien, también hogar de malhechores.
JandolAnganol entraba en un territorio que estaba, como el suyo, en guerra con los bárbaros. La guerra entre Kace y Oldorando se debía tanto a la torpeza del rey Sayren Stund como a la villanía de los Kaci.
Ante el colapso del Segundo Ejército, JandolAnganol había establecido lo que en general era considerado como una paz cobarde con los clanes serranos de Kace, enviándoles un valioso presente de cereal y veronikanos para sellar el armisticio.
Para los Kaci, la paz era relativa; estaban acostumbrados de antiguo a las querellas intestinas. Se limitaron a colgar sus ballestas detrás de la puerta de sus cabañas, y continuaron con sus ocupaciones tradicionales. Éstas consistían en la caza, las disputas sangrientas, la alfarería –hacían excelentes vasijas que cambiaban por tapices a los Madis–, el robo, la minería de piedras preciosas, y la constante presión para que sus escuálidas mujeres trabajaran más. Pero la guerra contra Borlien, a pesar de su carácter esporádico, había generado en los clanes un nuevo sentimiento de unidad.
Tal vez por azar, los clanes dominantes de Kace lograron eludir las pendencias durante la prolongada celebración de la victoria (cuando el grano de JandolAnganol se convirtió en algo apto para beber), y reconocieron como soberano universal a un poderoso bruto llamado Skrumpabowr. A modo de gesto de buena voluntad para festejar su elección, Skrumpabowr ordenó que todos los oldorandanos residentes en territorio de Kace fueran masacrados, o mejor dicho empalados, según la costumbre local.
La siguiente decisión de Skrumpabowr fue reparar los daños causados por la guerra en las terrazas irrigadas y en las aldeas del sudeste. Para este fin, alentó el ingreso de phagors desde Randonan, Quain y Oldorando. A cambio de su trabajo les aseguró protección contra los drumbles que se sucedían en Oldorando. Como eran paganos, los clanes Kaci no veían razón alguna para perseguir a los phagors mientras se comportasen correctamente y no miraran a sus mujeres.
JandolAnganol escuchó estas noticias complacido. Confirmaban sus dotes de diplomático. Pero los Apropiadores pensaban de otro modo. Los Apropiadores eran los militantes del Sacro Imperio Pannovalano, con relaciones de alto rango en la sede de Pannoval. Se rumoreaba que el mismo Kilandar IX había sido un Apropiador en su juventud.
Una fuerza montada de Apropiadores salió de la ciudad de Oldorando e hizo una osada incursión en Akace, el sórdido pueblo de montaña que hacía las veces de capital, matando a un millar de phagors recién llegados, así como a unos pocos Kaci.
Este triunfo no llegó a ser una victoria completa. En su viaje de regreso, los clanes de Skrumpabowr sorprendieron a los Apropiadores, descuidados por el éxito obtenido, y los mataron a su vez, y a muchos de las maneras más sádicas. Sólo un Apropiador llegó a Oldorando, más muerto que vivo, para informar del suceso. Una fina vara de bambú introducida en su ano le atravesaba el cuerpo, y la punta aguzada salía por detrás de su clavícula derecha. Había sido empalado.
Las noticias de este ultraje llegaron a oídos del rey Sayren Stund. Declaró la guerra santa contra los bárbaros y puso precio a la cabeza de Skrumpabowr. Desde entonces se había derramado la sangre de ambas facciones, aunque sobre todo la de Oldorando. En el momento actual, la mitad del ejército oldorandano –en el que no se permitía la presencia de phagors– avanzaba a marchas forzadas entre los shoatapraxis que abundaban en las áridas laderas de Kace.
El rey perdió pronto su interés por la guerra. Después del asesinato de su hija mayor, Simoda Tal, se encerró en su palacio y era visto raras veces. Sólo pareció despertar cuando se enteró de la llegada de JandolAnganol, y esto a instancias de sus asesores, su reina Madi y su hija sobreviviente, Milua Tal.
–¿Cómo hemos de entretener a este gran rey, Sayren querido? –preguntó la reina Bathkaarnet–ella con voz cantarina–. Soy poca cosa, apenas una flor, y además inválida. Una flor inválida. ¿Deseas que le cante mis canciones del Viaje?
–Personalmente, no me interesa ese hombre. No tiene cultura –dijo su marido–. Jandol traerá su guardia phagor, ya que no puede pagar verdaderos soldados. Si debemos tolerar a esos seres pestilentes en nuestra capital, bien podrían entretenemos con sus juegos de animales amaestrados.
El clima de Oldorando era cálido y enervante. La erupción del Rustyjonnic había inaugurado una época de actividad volcánica. A menudo flotaba sobre la ciudad una nube sulfurosa. Las banderas que el rey ordenó izar para saludar a su primo de Borlien colgaban inmóviles en la atmósfera sin aire.
El rey de Borlien estaba poseído por una impaciente energía. La marcha desde Gravabagalinien había llevado casi todo un décimo; primero a través de los campos de loes, y luego del desierto. No había, para JandolAnganol, un paso lo bastante rápido. Sólo la Guardia Phagor no se quejaba.
Continuamente llegaban malas noticias a la columna. En todo el reino había cosechas arruinadas y hambre; las pruebas estaban a la vista por doquier. El Segundo Ejército no había sufrido una mera derrota; jamás resurgiría de las junglas de Randonan. Los pocos que quedaban se ocultaban en sus hogares, jurando que jamás volverían a combatir. Los batallones phagor que habían logrado sobrevivir, desaparecieron en los desiertos.
Las noticias de la capital no eran más alentadoras. El arcipreste BranzaBaginut, aliado de JandolAnganol, escribía que Matrassyl estaba en plena efervescencia y que los barones amenazaban con tomar el poder y gobernar en nombre de la scritina. El rey debía actuar de modo concreto, y tan pronto como pudiera.
JandolAnganol gozaba estando en marcha, viviendo de la caza que se encontrase, durmiendo en campamentos; toleraba incluso los días de luz brillante lejos de los monzones de la costa. Era como si se regocijara de sus emociones en ebullición. Su rostro parecía más tenso y delgado, y aún más resuelto.
Alam Esomberr sentía menos entusiasmo. Educado en su casa paterna, en los escondrijos subterráneos de Pannoval, se sentía infeliz en campo abierto, y le sublevaba la marcha forzada. Finalmente, el elegante enviado del Santo C'Sarr ordenó un alto, sabiendo que contaba con el apoyo de su fatigada comitiva.
Era la medialuz; gruesas flores brillantes se abrían entre las opacas hierbas, invitando a las mariposas. Un pájaro gritó, reiterando las dos mismas notas.
Habían dejado atrás la zona cultivada de loes, y atravesaban un desierto páramo que apenas podía mantener algunas aldeas dispersas. En procura de sombra, la comitiva del enviado se colocó bajo un enorme deniss cuyas hojas suspiraban en la brisa. Del árbol surgían muchas ramas, algunas antiguas, otras nuevas, que se sostenían lánguidamente –como el mismo Esomberr– extendiéndose en todas direcciones.
–¿Qué te persigue, Jandol? –preguntó Esomberr–. ¿Por qué corremos, si no es sólo por correr? O dicho de otra forma, ¿te aguarda en Oldorando un destino mejor que el que abandonaste en Gravabagalinien?
Estiró las piernas y miró divertido el rostro del rey.
JandolAnganol estaba cerca, en cuclillas, meciéndose. Un leve olor a humo llegó hasta su nariz; buscó su origen. Arrojaba piedrecillas al suelo.
Un grupo de capitanes, el armero real y otros, descansaban a corta distancia. Algunos fumaban veronikanos; uno bromeaba con Yuli, pinchándolo con una vara.
–Debemos llegar a Oldorando lo antes posible. –El rey hablaba como quien no quiere discusiones, pero Esomberr insistió.
–También yo deseo ver esa sórdida ciudad, aunque sólo sea para sumergirme durante algunos milenios en alguna de sus famosas termas. Eso no implica que esté ansioso por correr hasta allí. Has cambiado desde tus días de Pannoval, Jandol. No eres tan divertido, por decirlo de algún modo.
El rey arrojaba piedrecillas con mayor violencia.
–Borlien necesita la alianza con Sayren Stund. Ese deuteroscopista que me regaló el reloj de tres caras, Bardol CaraBansity, dijo que nada tengo que hacer en esa ciudad. Entonces sentí la convicción de que debía ir. Mi padre me apoyó. Sus últimas palabras, mientras moría en mis brazos, fueron “Ve a Oldorando”. Y como el necio de TolramKetinet permitió que barrieran su ejército, sólo puedo unirme a Oldorando. Los destinos de Borlien y Oldorando siempre han estado vinculados. –Arrojó con furia la última piedra, para cerrar la discusión.
Esomberr no respondió. Recogió una hoja de hierba y la llevó a sus labios, bruscamente incómodo ante la mirada del rey.
Un momento después, JandolAnganol se irguió de un salto y se plantó en el suelo con los pies separados.
–Aquí estoy yo. Cuando piso la tierra, la energía del suelo corre por mi cuerpo. Pertenezco al suelo de Borlien. Soy una fuerza natural.
Alzó los brazos con los dedos extendidos.
Los phagors, armados con sus arcabuces, estaban cerca; miraban la llanura y parecían un ganado informe. Algunos escarbaban debajo de las piedras en busca de gusanos o ricky–backs que comer. Otros permanecían inmóviles, aparte de un rápido movimiento de cabeza o de una oreja para apartar las moscas. Seres alados zumbaban en la sombra. Esomberr, sintiéndose inseguro, se incorporó.
–No comprendo qué quieres decir, pero nada impide que te diviertas a tu modo. –Su voz parecía seca.
El rey escrutó el horizonte mientras decía:
–Te daré un ejemplo, para que comprendas qué clase de hombre soy. Aunque he rechazado a la reina MyrdemInggala, por la razón que sea, ella sigue siendo mía. Si yo descubriese que alguien, como tú por ejemplo, se hubiera atrevido a entrar en su alcoba de Gravabagalinien, a pesar de mi amistad te mataría sin vacilar y colgaría tu eddre de este árbol.
Ninguno de los dos se movió. Luego Esomberr se puso de pie con la espalda apoyada en el deniss. Su angosto y hermoso rostro se había puesto tan pálido como una hoja muerta.
–¿Nunca has pensado que esos malditos phagors tuyos, bien armados con arcabuces de Sibornal, pueden inspirar temor a personas corrientes como yo? ¿Y que seguramente serán mal recibidos en la capital de Sayren Stund, donde se desarrolla un drumble sagrado? ¿Nunca has tenido miedo de llegar..., bueno, a parecerte un poco a un phagor?
El rey se volvió lentamente, con una expresión que denotaba su absoluta falta de interés en la pregunta. –Mira.
Respiraba por la nariz y en su cara se dibujó una mueca parecida a una sonrisa. Se lanzó a correr, se detuvo un instante, y saltó limpiamente por encima de una de las ramas del árbol, a un buen metro y medio de altura. Fue un salto perfecto. Recobró el equilibrio, se volvió y saltó otra vez en la dirección opuesta, con tal impulso que a punto estuvo de caer sobre Esomberr.
El rey era casi media cabeza más alto que el enviado. Este último, en un gesto de alarma, llevó su mano a la espada, y luego se inmovilizó, junto al rey.
–Tengo veinticinco años de edad, me encuentro en perfectas condiciones, y no temo a los hombres ni a los phagors. Mi secreto es que soy capaz de adaptarme a las circunstancias. Oldorando será mi circunstancia. Yo recibo mi fuerza de la geometría de las circunstancias... No me fastidies, Alam Esomberr, ni olvides mis palabras acerca de la santidad de lo que una vez fue mío. Yo soy una de tus circunstancias, y no al revés.
El enviado se apartó, tosió para llevar a su boca la mano que tenía en el puño de la espada, y consiguió esbozar una desvaída sonrisa.
–Estás en excelente forma, desde luego. Es magnífico. Te envidio. Es una pena que ni yo ni mis vicarios estemos tan bien. Muchas veces he pensado que las plegarias estropean los músculos. Por lo tanto, te ruego que te adelantes con tus hombres y los seres de tu especie favorita, a ese paso imposible, mientras nosotros te seguimos más atrás a nuestro propio y débil paso, ¿te parece bien?
JandolAnganol lo miró sin cambiar de expresión. Luego hizo una mueca.
–De acuerdo. Esta región es pacífica, pero tened cuidado. Los ladrones no tienen gran respeto por los vicarios. Recuerda que llevas mi decreto de divorcio.
–Sigue adelante. El decreto será puntualmente entregado al C'Sarr. –Extendió la mano, pero el rey no la tomó.
Girando sobre sus talones sin decir otra palabra, JandolAnganol llamó a Yuli con un silbido, y luego a la gillot que comandaba la guardia, Ghht–Mlark Chzarn. Las columnas no humanas formaron y partieron; las humanas siguieron con un orden menos estricto. Alam Esomberr y sus seguidores quedaron solos y en silencio bajo el deniss. Sus figuras se perdían en la sombra. Y pronto el gran árbol se perdió en el ondulante calor de la llanura.
Dos días más tarde, el rey detuvo a sus fuerzas a pocas millas de Oldorando. Sobre el ondulado paisaje se elevaban columnas de humo.
JandolAnganol estaba junto a uno de los viejos pilares de piedra que salpicaban aquellos parajes. Mientras aguardaba con impaciencia a que llegase la retaguardia de la columna phagor, recorrió con el dedo el gastado dibujo de la piedra: el familiar diseño de los dos círculos concéntricos unidos por líneas curvas. Durante un momento, se preguntó qué podían significar el pilar y el dibujo; pero enigmas como ése no ocupaban su mente por más de unos segundos. Probablemente nadie lo sabía, ni tampoco el nombre del antiguo rey que erigiera los pilares. Su pensamiento se concentró en lo que tenía al frente.
Habían llegado a una región que estaba casi ya en las afueras de la fabulosa ciudad a la que se acercaban.
De la ciudad misma, aún no había signos. Se Veían las sierras bajas, las más próximas estribaciones de las Montañas Quzint, las cuales corrían como una acorazada columna vertebral atravesando el continente. Muy cerca, extendido sobre el terreno había un uct, que se perdía en la distancia a ambos lados.
Ese uct no era una línea verde sino de color de león. Tenía pocos árboles grandes, pero muchos arbustos y cícladas, salpicados de chillonas flores de mantle; durante sus migraciones, las tribus masticaban aquellas semillas.
Ningún camino era tan ancho como ese uct. Sin embargo, los humanos no lo recorrían. A pesar de las depredaciones de los arangs y fhlebihts, se había vuelto impenetrable. Las tribus Madi y sus animales viajaban a su vera. Y así, con las semillas que arrojaban y el excremento de las bestias, los protognósticos ensanchaban sin pensarlo el uct. Año tras año crecía, convirtiéndose en una franja boscosa.
Pero no era uniforme. Plantas remotas como el shoatapraxi, cuyas semillas se enredaban en el pelaje de los animales, prosperaban en los lugares donde hallaban condiciones favorables, formando espesuras. Los Madis solían evitar esas zonas, o a veces las atravesaban, y entonces sus huellas eran borradas por nuevas invasiones de plantas extranjeras.
Lo incidental se convertía en algo establecido. El uct servía de barrera. Las mariposas y los animales pequeños que se encontraban en un lado no se veían en el otro. Había aves, roedores y hasta una letal serpiente dorada que se refugiaban en el uct y jamás salían de sus confines aunque se propagaban por todo el continente. Varias clases de Otros vivían sus extrañas vidas en el uct.
También los humanos reconocían la existencia del uct, como una frontera que demarcaba los límites entre Borlien del Norte y el territorio de Oldorando.
Esa frontera estaba en llamas.
La lava del volcán que acababa de entrar en erupción había incendiado el uct, que ardía como un reguero de pólvora.
Los instrumentos del Avernus registraban con todo detalle la creciente actividad volcánica en el planeta que se acercaba al periastron. Los datos enviados a la Tierra acerca del Rustyjonnik mostraban que los materiales arrojados por la erupción ascendían hasta una altura de cincuenta kilómetros. Las capas inferiores de esta nube se desplazaban hacia el este a gran velocidad, dando la vuelta al globo en quince días. Los materiales que sobrepasaban los veintiún kilómetros se movían hacia el oeste, con la corriente predominante de la estratosfera inferior, y giraban en torno del planeta en sesenta días.
Otras erupciones producían datos similares. Las nubes de polvo acumuladas en la estratosfera estaban a punto de duplicar la potencia reflectora de Heliconia, rechazando el creciente calor de Freyr y alejándolo de la superficie. De este modo, los elementos de la biosfera trabajaban como un cuerpo interrelacionado, o como una máquina, para preservar sus procesos vitales.
Durante las décadas en que Freyr estuviese más próximo a Heliconia, el planeta estaría protegido de los efectos más graves por las nubes de polvo ácido. En ninguna parte se observaba esta dramática homeostasis con más asombro y admiración que en la Tierra.
En Heliconia, el incendio del uct era el fin del mundo para muchas criaturas aterrorizadas. Desde el punto de vista más distante, era una señal de la determinación del planeta de salvarse con su carga de vida orgánica.
Las fuerzas de JandolAnganol aguardaban en un valle poco profundo. Una cortina de humo, hacia el este, anunciaba la proximidad del fuego. Ciervos y velludos cerdos corrían hacia el oeste, a lo largo del uct, en busca de refugio. Rebaños de fhlebihts, más lentos, los seguían con sus lastimeros balidos.
Pasaban también familias de Otros, que alentaban a sus hijos como si fueran humanos. Su pelaje era oscuro sus rostros blancos. Algunas especies carecían de cola. Saltaban diestramente de rama en rama y desaparecían.
Agazapado, JandolAnganol contemplaba el paso de los animales. El pequeño runt, Yuli, se reunió con él de un salto. Los phagors descansaban impasibles, masticando su ración diaria de gachas y pemmican.
En el este, los Madis y sus ganados escapaban del incendio. Mientras algunos animales huían hacia la libertad, se adentraban espantados en la espesura, los protognósticos se mantenían fieles a su costumbre y seguían la línea del uct.
–¡Ciegos dementes! –exclamó JandolAnganol.
Su ágil imaginación concibió un plan. Dio órdenes a algunos guardias phagors, y preparó una trampa. Cuando los primeros Madis llegaron, una soga de lianas espinosas trenzadas se estiró en el aire ante ellos. Confundidos, se detuvieron con las ovejas, los perros y los asokins obstruyéndoles el paso.
Los rostros de los Madis eran tan inexpresivos como las flores. Echaban hacia atrás las frentes y las quijadas, agrandando los ojos y las narices en una expresión de completa incredulidad. Los varones tenían prominencias en la frente y el mentón. Su pelo era castaño oscuro, brillante. Se llamaban unos a otros con desesperados gritos de ave.
El grupo phagor salió de su escondite y atacó a los asustados Madis. Cada phagor se apoderó de tres o cuatro por los brazos, quemados por los soles y cubiertos por el polvo de los caminos. No lucharon. Una gillot se apoderó del asokin guía, de cuyo cuello colgaba un cencerro. Las hembras lo siguieron dócilmente.
Algunos Madis intentaron huir. JandolAnganol golpeó a dos con los puños, arrojándolos al suelo. Pero venían más y más, y dejó que se marcharan.
Sus fuerzas atravesaron el uct con su botín. El denso pelaje de los phagors los hacía inmunes a las espinas. Llevando al frente a los cautivos, pasaron de Borlien a Oldorando. Cuando ya se creían seguros, el incendio llegó hasta ahí, avanzando velozmente y dejando cenizas a su paso.
Y de este modo las fuerzas reales llegaron a la ciudad de Oldorando; parecían más un grupo de pastores que el ejército de un rey. Sus cautivos protognósticos sangraban a causa de las espinas del uct, como muchos humanos. El rey mismo estaba cubierto de polvo.
La ciudad tenía algo teatral, tal vez porque allí se encontraba el resplandeciente escenario del culto de Akhanaba, el Todopoderoso y Supremo de cara de buey. El verdadero culto es solitario; cuando los religiosos se reúnen, se disfrazan en honor de sus dioses.
Ubicada en el cálido centro de Campannlat, al borde del río Valvoral, que la unía a Matrassyl, y en última instancia al mar, Oldorando era una ciudad de viajeros. La mayoría acudía por motivos religiosos; y los que no, a comerciar.
La forma física de la ciudad conmemoraba la larga convivencia de esas intenciones opuestas. El barrio de Holyval la atravesaba en diagonal de sudoeste a nordeste, elevándose sobre la barahúnda comercial como una cordillera. En Holyval se encontraba la Ciudad Vieja, con sus extrañas torres de siete pisos habitadas por las comunidades religiosas permanentes. Allí residían las Académicas, una orden femenina. Y allí estaban también los peregrinos y los mendigos, la escoria divina, golpeando sus pechos vacíos. Había oscuros salones y recintos de oración profundamente hundidos en la tierra. Y allí se erguía la gran cúpula rodeada de monasterios, y el palacio del rey Sayren Stund.
Se pensaba –o al menos lo pensaban quienes vivían encerrados en Holyval– que este sector de santidad, esa diagonal de decencia, corría a través de una cloaca de vicios mundanos.
Pero en las pomposas paredes listadas y en los severos terraplenes de Holyval había una cantidad de puertas. Algunas sólo se abrían en ocasiones ceremoniales. Otras únicamente permitían a los privilegiados el acceso a la Ciudad Vieja. Las había que servían sólo para hombres o sólo para mujeres (los phagors no eran admitidos en la hosca Holyval). Pero otras, las más usadas, permitían que las personas más corrientes fueran y vinieran a su antojo. Entre lo sagrado y lo profano –así como entre los vivos y los muertos– había una barrera que a nadie impedía el paso.
Los profanos vivían en edificios más humildes, aunque los ricos construían a veces sus palacios en las más populares avenidas. Los malvados prosperaban, los buenos se abrían paso en la vida lo mejor que podían. De la actual población de 890.000 seres humanos, casi 100.000 pertenecían a las órdenes religiosas dedicadas al culto de Akhanaba. Por lo menos otros tantos eran esclavos, y servían indistintamente a creyentes como a no creyentes.
Oldorando adoraba el espectáculo: por eso era perfectamente coherente que dos mensajeros vestidos de azul y oro esperaran la llegada de JandolAnganol en la puerta del sur, con un coche para llevarlo ante la presencia del rey Sayren Stund.
JandolAnganol no aceptó el coche y, en lugar de seguir la ruta triunfal por la avenida Wozen, desfiló con su polvorienta comitiva por el Pauk. El Pauk era un agradable barrio de casas bajas donde abundaban las tabernas, los mercados, y los comerciantes dispuestos a comprar animales o protognósticos.
–Los Madis no se cotizan mucho en Embruddock –dijo un corpulento comerciante, empleando el viejo nombre de Oldorando–. Tenemos muchos aquí. Y no son buenos para trabajar, como tampoco los Nondads. En cambio, los phagors ya serían otra cosa, pero aquí no se me permite tratar en phagors.
–Sólo vendo los Madis y los animales. Dime cuánto ofreces o buscaré otro mercader.
Cuando se arregló el precio, los Madis fueron vendidos como esclavos y los animales para el matadero. El rey se retiró satisfecho. Ahora estaba mejor preparado para encontrarse con Sayren Stund. Antes de la transacción no tenía un solo roon. Los phagors enviados a Matrassyl en busca de oro aún no habían regresado.
Moviéndose en orden militar, la Primera Guardia Phagor avanzó por la avenida Wozen, donde se reunió una muchedumbre para verla. La gente vitoreaba a JandolAnganol mientras caminaba con Yuli a su lado. A pesar de su defensa de los seres de dos filos, oficialmente condenada, era muy popular entre las gentes pobres de Oldorando, quienes comparaban a ese hombre vehemente y ambicioso con su monarca grueso, holgazán y doméstico. La gente común nada sabía de la reina de reinas. Y sentía compasión por ese rey cuya prometida –aunque sólo era una Madi, o Madi a medias– había sido brutalmente asesinada.
Y entre esa gente estaban los religiosos. Los sacerdotes sostenían pancartas. RENUNCIA A TUS PECADOS. SE ACERCA EL FIN DEL MUNDO. ARREPENTÍOS MIENTRAS HAY TIEMPO. Allí, como en Borlien, la Iglesia Pannovalana aprovechaba los temores públicos para refrenar a las mentes independientes.
Continuaba el avance de la tropa cubierta de polvo. Más allá de la vieja Pirámide del Rey Deniss. Pasando el barrio de Wozen y la ancha plaza de Loylbryden, y luego, cruzando el río, el Parque del Silbato. Frente al parque se hallaban la gran Cúpula del Esfuerzo y el pintoresco palacio del rey. En el centro de la plaza había un gran dosel dorado, donde el rey Sayren Stund en persona aguardaba para saludar a su visitante.
Junto al rey se encontraba la reina Bathkaarnet–ella, con un keedrant gris bordado con rosas negras y una corona incómoda. Entre sus majestades, en un trono más pequeño, estaba la única hija que les quedaba, Milua Tal. Los tres tenían un absurdo aire de dignidad, mientras el resto de la corte sudaba al sol. En la atmósfera sofocante zumbaban las moscas. Tocaba la banda. Era notable la ausencia de soldados, pero había varios oficiales de edad mediana, con sus elegantes uniformes. La guardia civil acordonaba la plaza y mantenía a la multitud en la periferia.
La corte oldorandana era famosa por su obstinada formalidad. En esta ocasión Sayren Stund había hecho todo lo posible para aliviar la etiqueta, pero una hilera de asesores y dignatarios eclesiásticos, rígidos y severos, muchos de ellos con vestiduras canónicas, aguardaban el momento de apretarla mano de JandolAnganol y de besar su mejilla.
El Águila, junto a sus capitanes y a su armero jorobado, los contemplaba con aire desafiante, aún cubierto por el polvo del camino.
–Tu exhibición, primo Sayren, haría honor a un museo –dijo.
Sayren Stund vestía, como sus funcionarios, un severo charfrul negro en señal de duelo. Se levantó de su trono y se acercó a JandolAnganol con los brazos extendidos. JandolAnganol, manteniéndose firme, hizo una inclinación. Yuli estaba un paso más atrás, sacando alternativamente su milt por ambas ventanas de la nariz, pero inmóvil en todo otro sentido.
–Salud, en nombre del Todopoderoso. La corte de Oldorando te da la bienvenida en esta pacífica y fraternal visita a nuestra capital. Que Akhanaba haga fructífero este encuentro.
–En nombre del Todopoderoso, salud. Te agradezco tu fraternal recepción. Vengo a presentar mis condolencias y mi dolor por la muerte de tu hija Simoda Tal, mi prometida.
Mientras hablaba, la mirada de JandolAnganol permanecía activa. No confiaba en Sayren Stund. Stund lo condujo a lo largo de la hilera de dignatarios, y JandolAnganol permitió que apretasen su mano y besaran sus sucias mejillas.
Vio por su expresión que Sayren Stund lo odiaba. Eso era un tormento. En todas partes reinaba el odio en el corazón de los hombres. El asesinato de Simoda Tal había dejado su mancha, y era preciso tenerlo en cuenta.
Después, la reina se aproximó cojeando, con la mano apoyada en el brazo de Milua Tal. Bathkaarnet–ella parecía marchita, y sin embargo había algo en la forma en que erguía su cabeza –una mezcla de mansedumbre y altanería– que impresionó a JandolAnganol. Recordó una observación de Sayren Stund que alguien le contara (¿porqué habría permanecido en su memoria?): “Cuando has vivido con una mujer Madi, no quieres ninguna otra”.
Tanto Bathkaarnet–ella como su hija tenían la cautivadora cara de pájaro de los de su raza. Aunque la sangre de Milua Tal estaba mezclada con la humana, presentaba un aspecto exótico, oscuro y brillante, con sus ojos enormes ardiendo a los lados de su nariz aquilina. Cuando se la presentaron, miró de frente a JandolAnganol, y le dio la Mirada de la Aceptación. Él pensó fugazmente en los experimentos de SartoriIrvrash; sin duda, ésta había sido una cruza positiva.
Le agradó ver ese único rostro alegre entre tantos sombríos, y le dijo:
–Te pareces mucho al retrato de tu hermana que me fue enviado. Y eres incluso más hermosa.
–Simoda y yo nos parecíamos mucho, aunque también éramos muy diferentes, como todas las hermanas –respondió Milua Tal. La melodía de su voz sugirió a JandolAnganol muchas cosas: hogueras en la noche; la vocecilla de Tarro, muy niña, en una habitación fresca; palomas en una torre de madera.
–Nuestra pobre Milua está abatida, como todos nosotros, por el asesinato de su hermana –dijo el rey, con un ruido en el que se conjugaban los mejores aspectos de un suspiro y un eructo–. Nuestros agentes buscan en todas las direcciones al criminal, el villano que se disfrazó de Madi para ser admitido en el palacio.
–Ha sido un cruel golpe para nosotros dos.
Otro complejo suspiro.
–La semana próxima se celebrará un Santo Concilio, con un servicio especial en memoria de nuestra hija, y que ha de bendecir con su presencia el Santo C'Sarr en persona. Esto nos reconfortará. Debes quedarte con nosotros hasta entonces, primo; serás bien recibido en esa ocasión. El C'Sarr estará encantado de saludar a un miembro tan valioso de su comunidad; y a ti te convendría conocerlo. Nunca lo has visto, ¿verdad?
–Conozco a su enviado, Alam Esomberr. Pronto estará aquí.
–Esomberr... Un hombre ingenioso.
–Y afortunado –dijo JandolAnganol.
La banda empezó a tocar. Se dirigieron hacia el palacio, a través de la plaza, y JandolAnganol se vio al lado de Milua Tal. Ella lo miró alegremente, sonriendo. El le preguntó en tono de conspiración:
–¿Sería usted capaz de decirme su edad, señorita, si guardo el secreto?
–Es una de las preguntas que oigo más a menudo –respondió ella con displicencia–. Y también: “¿Te gusta ser princesa?”. La gente me considera adelantada, para mi edad, y deben de tener razón. El calor de esta época desarrolla rápidamente a los jóvenes, en todos los sentidos. Durante más de un año he soñado sueños adultos. ¿Nunca has soñado que un dios del fuego te abrazaba de un modo irresistible?
Él se inclinó y le dijo al oído, con gracia, en un feroz susurro:
–Antes de revelarte que yo soy ese dios del fuego, tengo que responder a mi propia pregunta. No te doy más de nueve años de edad.
–Nueve años y cinco décimos –dijo ella–; pero lo que cuenta no son los años sino las emociones.
La fachada del palacio era larga y de tres pisos de altura, con grandes columnas de rajabaral pulido que cortaban las marcadas líneas horizontales de los pisos. El techo estaba cubierto de tejas azules hechas por los alfareros Kaci. El palacio había sido construido 350 pequeños años antes, después de que una invasión phagor destruyera parte de la ciudad. La estructura había sido renovada, aunque conservando el estilo original. Postigos de madera elaboradamente labrada protegían las ventanas sin cristales. Las sólidas puertas, ribeteadas de plata, mostraban idéntico labrado. En el interior resonó un gong tubular; las puertas se abrieron, y Sayren Stund guió a sus huéspedes al interior.
Hubo dos días de banquetes y de discursos vacíos. También los manantiales de agua caliente que daban su fama a Oldorando cumplieron su papel. En la Cúpula del Esfuerzo se celebró un servicio de acción de gracias al que asistieron muchos dignatarios de alto rango de la Iglesia. Los himnos eran magníficos, los vestidos impresionantes, y la oscuridad de la enorme bóveda subterránea era todo lo que Akhanaba podía desear. JandolAnganol oró, cantó, habló, participó en la ceremonia y desconfió de todos.
Ese hombre extraño inspiraba el recelo general, y todos los ojos estaban puestos en él. Y los suyos en los demás. Resultaba claro por qué algunos lo llamaban el Águila.
Se ocupó de que la Primera Guardia Phagor estuviera bien instalada. Tratándose de una ciudad que odiaba a los seres de dos filos, su alojamiento era impecable. Detrás de la plaza de Loylbryden se encontraba el Parque del Silbato, una zona verde rodeada en su totalidad por el Valvoral o sus afluentes. Allí se conservaban algunos árboles de brassim. Estaba también el Silbato Horario, célebre en todo el continente. Ese géiser brotaba con una aguda nota cada hora, con la mayor exactitud. Algunos decían que la duración de la hora, y de los cuarenta minutos en que se dividía, había sido establecida por ese ruido que brotaba de la tierra.
En el borde del parque había una antigua torre de siete pisos y algunos pabellones nuevos, en los cuales se alojaban los phagors. Los cuatro puentes que conducían al parque estaban custodiados por phagors en la parte interior, y por humanos en la exterior, de modo que nadie pudiera entrar en él y entrometerse con los seres de dos filos.
Pronto se reunieron multitudes para mirar a la tropa phagor a través del río. Esas criaturas disciplinadas, de aspecto plácido, eran muy distintas de aquellas que en la imaginación popular cabalgaban como dioses sobre grandes bestias de color herrumbre, y como ellos volaban sembrando la destrucción entre los hombres. Esos jinetes de las tormentas de nieve tenían poco en común con las bestias que marchaban con paso disciplinado por el parque.
Cuando JandolAnganol dejó su cohorte para reunirse con Sayren Stund, observó que los phagors mostraban cierta inquietud. Habló con la comandante Chzarn, pero sólo pudo averiguar que la guardia necesitaba cierto tiempo para acomodarse en sus nuevos cuarteles.
El rey pensó que el Silbato Horario los irritaba. Después de dirigirles unas palabras de aliento, se marchó con su runt. Un olor sulfuroso, de volcanes, llenaba el aire.
Milua Tal lo recibió en las plateadas puertas del palacio. Durante los dos últimos días se había sentido cada vez más complacido por la volátil compañía de la muchacha y por su arrulladora voz de paloma.
–Han llegado unos amigos tuyos. Dicen que son sacerdotes, pero aquí todo el mundo aparenta serlo. El jefe no me parece un santo. Es demasiado bien parecido. Tiene cara de pícaro. ¿Te gusta la gente pícara, rey Jandol? Porque yo creo que soy bastante pícara.
Él rió.
–Pienso que lo eres. Como la mayoría de las personas. Incluso algunos sacerdotes.
–Entonces, ¿es necesario ser muy pícaro para destacarse?
–Es una deducción razonable.
–¿Por eso te destacas tanto de los demás?
Milua deslizó su mano en la de él, que la apretó. –Y por otras razones. Por ser, por ejemplo, un dios
del fuego.
–Encuentro que la mayoría de las personas son decepcionantes. ¿Sabes?, cuando asesinaron a mi hermana, la encontramos sentada en una silla, completamente vestida. No había sangre a la vista. Era decepcionante. Yo imaginaba que habría ríos de sangre. Pensaba que cuando mataban a alguien, la víctima corría por todos lados intentando escapar, como si odiara lo que ocurría.
JandolAnganol preguntó con tono severo:
–¿Cómo la mataron?
–¡Zygankes, le atravesaron el corazón con un cuerno de phagor! Al menos eso dice mi padre. Directamente a través de su ropa y del corazón. –Miró con suspicacia a Yuli, que seguía a su amo; pero Yuli no tenía cuernos.
–¿Tuviste miedo?
Milua le dirigió una mirada jactanciosa.
–Ni se me ocurrió. Creo que pensé en su postura, en que estaba sentada y muy erguida. Todavía tenía los ojos abiertos, congelados.
Entraron en la sala de recepción, cubierta de tapices. Merced a la advertencia de Milua Tal, JandolAnganol estaba informado de la llegada de Adam Esomberr y su "pequeña caterva de vicarios”, como él mismo los llamaba. Estaban rodeados por una multitud de grandes de Oldorando, que los miraban con cortesía.
El ojo de águila del rey penetró hasta el fondo de la cámara y vio a una figura familiar a quien sacaron deprisa por una puerta posterior en el momento en que entraba el rey. La figura se volvió mientras salía, y su mirada, a pesar de las cabezas que se interponían, encontró la de JandolAnganol. Luego la puerta se cerró detrás de ella, y desapareció.
Al ver acercarse al rey, Esomberr se separó cortésmente de sus acompañantes y se inclinó ante JandolAnganol, al tiempo que le dedicaba una sonrisa burlona.
–Como ves, Jandol, mis vicarios y yo hemos llegado. Un tobillo torcido, una intoxicación por alimentos, un enviado que anhela un poco de pecado; aparte de eso, todo en orden. Por supuesto, algo sucios por esta marcha absurdamente larga a través de tus dominios... –Se abrazaron formalmente.
–Me alegra que hayas llegado bien, Alam. Tengo la impresión de que aquí la perspectiva de pecar es más bien remota.
Esomberr miró al runt, de pie junto al rey. Hizo el amago de dar una palmada a Yuli, pero retiró la mano. –No muerdes, ¿verdad, cosa?
–Zoy zivilizado –protestó Yuli.
Esomberr alzó una ceja.
–No quiero hablar de más, Jandol, pero esta gente tan poco brillante, Sayren Stund y compañía, ¿tolerarán aquí un..., tú sabes..., aunque sea "zivilizado"? En este preciso momento se está llevando a cabo un drumble, supongo que para celebrar la muerte de tu prometida...
–Todavía no he encontrado ningún problema. Pero el C'Sarr llega pronto. Sería mejor que pecaras antes. Además, acabo de ver a mi ex canciller, SartoriIrvrash. ¿Sabes algo?
–Hum. Pues sí, majestad, algo sé. –Esomberr se frotó con un dedo la elegante nariz.– Él y una dama sibornalesa se acercaron a mí y a mi caterva de vicarios, poco después de que tú te alejaras con tu infantería phagor a tu típico paso veloz. Tanto él como la dama sibornalesa venían en hoxneys. Recorrieron con nosotros el resto del camino.
–¿Qué busca en Oldorando?
–¿Pecados?
–Prueba otra vez. ¿Qué te dijo?
Alam Esomberr dirigió la mirada al suelo, como si tratara de recuperar un recuerdo elusivo.
–Zygankes, viajar estropea la mente... Hum... Realmente no lo sé. ¿No sería mejor que tú mismo se lo preguntaras?
–¿Venía de Gravabagalinien? ¿Para qué había ido allá? –Quizá deseaba ver el mar, como he oído que ocurre a muchos hombres antes de morir.
–En ese caso, su deseo bien podría ser premonitorio –respondió con brío JandolAnganol–. No estás colaborando mucho esta tarde, Alam.
–Perdóname. El estado de mis piernas está afectando mi cabeza. Tal vez pueda ayudarte mejor después de bañarme y cenar. Mientras tanto, te aseguro que no me siento amigo de tu gaseoso ex canciller.
–Sin embargo, tanto tú como él estaríais dispuestos a librar de phagors el mundo.
–Como la mayoría de los hombres si tuvieran valor para actuar. De phagors y de padres.
Ambos se miraron.
–Mejor será que no entremos en el tema del valor –dijo JandolAnganol, y se alejó.
Se acercó a un grupo de hombres con majestuosos charfruls ornamentales y tocados exóticos que conversaban con el rey Sayren Stund, y los interrumpió sin excusarse. Sayren Stund parecía enfadado; de mala gana, pidió a sus acompañantes que lo dejaran. Se abrió un espacio en torno a los dos reyes. De inmediato un lacayo se adelantó trayendo vasos de vino helado en una bandeja de plata. JandolAnganol se volvió. Quizá deliberadamente golpeó la bandeja.
–Tut, tut, tut –dijo Sayren Stund–. No importa, ha sido un accidente. Hay mucho más vino. Y más hielo, que ahora nos trae una capitana, Immya Muntras. Debemos acostumbrarnos a las innovaciones...
–Hermano rey, deja de lado las palabras amables. Albergas en tu palacio a un hombre que fue mi canciller. Yo me deshice de él y lo considero mi enemigo, porque se pasó a la causa de Sibornal. Se llama SartoriIrvrash. ¿Qué busca aquí? ¿Acaso, como temo, te ha traído un mensaje secreto de mi ex reina?
El rey de Oldorando miró a su alrededor con aprensión.
–El hombre a que te refieres llegó aquí hace sólo veinte minutos, con personas correctas, como Alam Esomberr. Dispuse que se le ofreciera alojamiento. Hay una dama con él. Te aseguro que no pernoctarán bajo el techo que nos cobija.
–Ella es sibornalesa. Yo despedí a ese hombre. No puedo pensar que venga aquí a hacerme un favor. ¿Dónde se alojarán?
–Querido hermano, no creo que eso sea asunto tuyo, y ni siquiera mío. La mariposa nocturna debe mantenerse en la sombra, como se suele decir.
–¿Dónde estará? ¿Lo proteges? Sé sincero.
Sayren Stund estaba sentado en una silla de respaldo alto. Se puso de pie con dignidad y dijo:
–Hace calor aquí. Vamos a dar un paseo por el jardín. –Con un gesto indicó a su esposa que no lo siguiera.
Salieron del salón por un corredor de arcos. Sólo Yuli, el runt, los acompañaba. Los jardines estaban iluminados por teas colocadas en nichos. Como circulaba tan poco aire como en el palacio, las teas ardían con una llama estable. Un olor sulfuroso flotaba en las avenidas prolijamente recortadas.
–No quiero molestarte, hermano Sayren –dijo JandolAnganol–, pero debes comprender que tengo aquí enemigos desconocidos. Acabo de ver en la mirada de SartoriIrvrash, en su expresión, que ahora es mi adversario, y que ha venido a crearme problemas. ¿Lo niegas?
Sayren Stund se estaba controlando mejor. Era corpulento y daba fuertes resoplidos al andar. Respondió fríamente:
–Has de saber que la gente común de Oldorando, o Embruddock, como algunos la llaman, a la manera antigua, consideran que los hombres de tu país son bárbaros. Comprenderás que no comparto ese prejuicio. Pero no puedo apartarlos de esa idea, ni siquiera insistiendo en que tenemos en común la misma religión.
–Y eso, ¿en qué responde a mi pregunta?
–Querido, estoy sin aliento. Creo que padezco una alergia. ¿Puedo preguntarte si haces que este peludo nos siga sólo para ofendernos a mi reina y a mí?
Ahora le tocaba a JandolAnganol sentirse perplejo.
–No es más que... mi cachorro favorito. Me sigue a todas partes.
–Es un insulto traer esa criatura a esta corte. Debería estar alojado en la Isla del Silbato con el resto de tus animales.
–Es sólo un cachorro. Duerme junto a mi puerta, por la noche, y ladra si hay peligro.
Sayren Stund se detuvo, unió sus manos a su espalda y miró fijamente un arbusto.
–No debemos discutir; ambos tenemos dificultades, yo en Kace y tú en Matrassyl, si los informes que he recibido son dignos de confianza. Pero no debes traer a la corte esa criatura; la opinión general se opone, aunque yo pueda decir otra cosa.
–¿Por qué no me lo dijiste a mi llegada, hace dos días?
El rey de Oldorando dejó escapar un pesado suspiro.
–Has tenido dos días de gracia. Considéralo así. Pronto llegará el C'Sarr, como sabes. El honor de recibirlo es grande, e implica también una grave responsabilidad. No tolerará la vista de un phagor. Nos creas demasiadas dificultades, Jandol. Si ya has cumplido tu misión aquí, ¿por qué no regresas mañana a tu capital, con tus animales?
–¿Tan indeseable soy? Me habías invitado a quedarme durante la visita del C'Sarr. ¿Qué veneno ha puesto en tus oídos SartoriIrvrash?
–La visita del Santo C'Sarr debe cumplirse en paz. Tal vez la alianza con la poderosa Pannoval es más importante para mí que para ti, por la mayor proximidad de mi reino. Con franqueza, los peludos y los amantes de los peludos no son populares en esta parte del mundo. Si no tienes nada más que hacer aquí, sugiero que te marches mañana mismo.
–¿Y si tuviera un propósito?
Sayren Stund aclaró su garganta.
–¿Cuál? Ambos somos hombres religiosos, Jandol. Vamos a orar juntos y a flagelarnos, y por la mañana separémonos como amigos y aliados. ¿No será mejor? Así podremos recordar con gusto tu visita. Te daré una embarcación con la que podrás descender rápidamente el Valvoral y llegar sin tardanza a tu hogar. ¿Hueles el zaldal en flor? Es hermoso, ¿verdad?
–Comprendo. JandolAnganol cruzó los brazos. Está bien; si hasta aquí llegan tu amistad y tu religión, nos apartaremos mañana de tu presencia.
–Lamentaré que nos abandones. Y también mi reina y mi hija.
–Cumpliré tu pedido, por poco que me agrade. En compensación, responde a mi pregunta. ¿Dónde está SartoriIrvrash?
El rey de Oldorando se mostró bruscamente enérgico.
–No tienes derecho a menospreciar mi pedido. ¿Crees que mi hija Simoda estaría muerta si no hubiese sido tu prometida? Fue un crimen político. La infortunada no tenía enemigos personales. Y luego vienes a mi corte con tus insoportables phagors, y esperas ser bienvenido.
–Sinceramente, Sayren, lamento la muerte de Simoda Tal. Si encontrara al asesino, sé cómo lo trataría. No aumentes mi dolor poniendo en mi puerta esa iniquidad.
Sayren Stund apoyó su mano en el brazo de JandolAnganol.
–No te preocupes por el hombre que mencionas, tu ex canciller. Le hemos concedido una habitación en una de las hosterías monásticas que se encuentran entre el palacio y la Cúpula. No tendrás que encontrarte con él. Y de nada serviría que nos separáramos enemistados. –Se sonó la nariz.– Pero vete mañana de Oldorando.
Ambos se inclinaron. JandolAnganol, seguido por Yuli, se dirigió lentamente hacia sus habitaciones en un ala del palacio.
Había en las paredes tapices sin interés; el suelo de tablas estaba sucio. Movido por una brusca inspiración, se dirigió a la puerta de Fard Fantil, y golpeó. El armero real lo invitó a entrar. El jorobado estaba sentado en la cama lustrándose las botas; cuando vio quién era su visitante, se puso de pie de un salto. Junto a la ventana había un silencioso guardia phagor con una lanza en la mano.
JandolAnganol fue al grano sin perder tiempo.
–Te necesito. Esta es tu ciudad natal y conoces bien sus costumbres. Nos marcharemos mañana... Sí, es inesperado, pero no hay remedio. Nos embarcamos hacia Matrassyl.
–¿Hay problemas, señor?
–Así es.
–El rey es un hombre artero.
–Quiero llevarme prisionero a SartoriIrvrash. Está aquí, en la ciudad. Quiero que lo encuentres, lo reduzcas y me lo traigas. No podemos cortarle el cuello; haría demasiado escándalo. Que nadie te vea.
Fard Fantil empezó a recorrer de un lado a otro la habitación, con las manos en la cabeza.
–No podemos hacer eso. Es imposible. Está en contra de la ley. ¿Qué ha hecho?
JandolAnganol golpeó su palma con el puño.
–Conozco la forma de pensar de ese viejo pillo. Debe de haber inventado algún absurdo conocimiento capaz de desacreditarme. Seguramente se trata de los phagors. Antes de que hable debo tenerlo prisionero. Mañana nos lo llevaremos, escondido en un cofre. Nadie lo sabrá. Está instalado en una de las hosterías que hay detrás del palacio. Ahora confío en ti, Fard Fantil. Sé que eres hombre capaz. Hazlo y te prometo que serás recompensado.
El armero vacilaba.
–Está en contra de la ley.
Con voz de acero, el rey dijo:
–Tienes un phagor aquí, a pesar de que yo lo había prohibido expresamente. Excepto mi runt, todos los seres de dos filos debían alojarse en el Parque del Silbato. Mereces que te degrade y te mande azotar por desobedecer mis órdenes.
–Es mi servidor personal, majestad.
–¿Capturarás a SartoriIrvrash, como te he pedido?
Con expresión rencorosa, Fard Fantil asintió.
El rey arrojó sobre su cama un bolso con oro. Era el dinero que había recibido en el mercado dos días antes.
–Está bien. Disfrázate de monje. Ve inmediatamente. Y llévate a tu criado.
Cuando el hombre y el phagor se marcharon JandolAnganol permaneció un rato en la habitación oscura, meditando. Por la ventana podía Ver el cometa de YarapRombry, bajo, en el cielo del norte. La Vista de ese punto brillante en la noche le recordó el último encuentro con el gossie de su padre y su predicción de que en Oldorando hallaría una persona que dirigiría su destino. ¿Era ésta una referencia a SartoriIrvrash? Su mente, iluminándose de pronto, consideró todas las demás posibilidades.
Seguro de que ya había hecho todo lo posible en ese lugar hostil, regresó a sus habitaciones. Como de costumbre Yuli se había acomodado para dormir delante de su puerta. El rey le dio una palmada y entró.
Junto a la cama había una bandeja con vino y hielo. Tal vez era la forma en que Sayren Stund demostraba su gratitud al huésped que se alejaba. Frunciendo el ceño, JandolAnganol bebió un vaso de vino dulce, y luego arrojó el jarro y la bandeja a un rincón.
Despojándose de sus ropas, se echó sobre la manta y se durmió de inmediato. Esa noche, su sueño fue más pesado que de costumbre.
Sus sueños fueron muchos y confusos. Fue muchas cosas, y finalmente un dios del fuego que se movía entre un líquido fuego dorado: el mar. MyrdemInggala cabalgaba sobre un delfín. Él se esforzaba por darle alcance. El mar lo retenía. Por fin la estrechó entre sus brazos. Estaban rodeados de oro. Pero el horror que acechaba en las márgenes del sueño se movía velozmente hacia él. No se trataba de MyrdemInggala. Su cuerpo era pesado y siniestro. Él lloraba mientras luchaba con ella. El oro corría por su garganta y sus ojos. Parecía como si ella fuese...
Despertó bruscamente. Durante un instante, no se atrevió a abrir los ojos. Estaba en la cama, en el palacio de Oldorando. Sus manos aferraban algo. Temblaba.
Casi contra su voluntad, sus ojos se abrieron. Sólo quedaba el oro del sueño. Manchaba la manta y las almohadas de seda. Él mismo estaba manchado.
Gritando, se incorporó y apartó las pieles que lo cubrían. Yuli estaba junto a él; pero sólo su cuerpo, frío. Habían cortado la cabeza del runt. Su sangre dorada había cesado de manar y se coagulaba ahora debajo del cadáver y debajo del rey.
Luego se arrojó al suelo, desnudo. Con el rostro sobre las baldosas, lloró. Los sollozos, que surgían de algún recóndito lugar de su alma, sacudían su cuerpo manchado de sangre.
En la corte de Oldorando se acostumbraba celebrar un servicio todas las mañanas, a la décima hora, en la capilla real situada debajo del palacio. Para honrar a su huésped, el rey Sayren Stund lo había invitado a leer todos los días –como era su propia costumbre–– el reverenciado "Testamento de RainiLayam". Esa mañana los miembros reales de la fe se reunieron llenando la capilla de murmullos y especulaciones. Muchos no creían que el rey de Borlien se presentase.
JandolAnganol abandonó sus habitaciones. Se había bañado, y vestía, no el tradicional charfrul, sino una túnica hasta las rodillas, botas y una capa liviana. Su rostro estaba muy pálido. Sus manos temblaban. Caminaba a paso lento pero seguro, y parecía perfectamente dueño de sí.
Mientras bajaba las escaleras su armero lo alcanzó de prisa y le habló.
–Golpeé a tu puerta, majestad, y nadie respondió. Tengo al prisionero oculto en un armario de mi cuarto. Lo vigilaré hasta que la embarcación esté lista para zarpar. Sólo dime en qué momento conviene que lo suba disimuladamente a bordo.
–Quizás haya un cambio de planes, Fard Fantil. Tanto las palabras como los gestos del rey intranquilizaron al armero.
–¿Estás enfermo, señor? –preguntó Fard Fantil con una mirada de preocupación.
–Vuelve a tu cuarto. –Sin mirar atrás, el rey siguió bajando hasta el nivel del suelo, y luego hasta la capilla real. Fue el último en entrar. Se tocaba el introito con vrachs y tambores. Todos los ojos se volvieron hacia él mientras se dirigía, rígido como un muchacho con zancos, hacia su lugar en el palco junto a Sayren Stund. Sólo JandolAnganol continuaba con su vista fija en el altar, como si no tuviese conciencia de que estaba ocurriendo algo extraño.
El palco real estaba ubicado aparte, de frente a la congregación. Decorado en exceso, sus laterales tenían adornos de plata. Seis escalones curvos conducían a él. Justamente debajo, en un palco más sencillo al que se accedía por un solo peldaño, se encontraban la reina Bathkaarnet–ella con su hija.
JandolAnganol ocupó su lugar junto al otro rey, mirando al frente, y el servicio continuó. Sólo después del largo himno de alabanza a Akhanaba, Sayren Stund se volvió hacia él, y al igual que hiciera en días anteriores le indicó con una señal que leyera una parte del Testamento.
JandolAnganol descendió lentamente los seis escalones, caminó por las baldosas negras y rojas hasta el púlpito y se enfrentó con la congregación. El silencio era absoluto. Su rostro estaba blanco como el pergamino.
Confrontó aquel montón de pétreas miradas. En ellas leyó curiosidad, burla, odio. Ninguna denotaba simpatía salvo la de Milua Tal quien, como la primera vez que se vieron, le dirigía en ese momento la vieja Mirada Madi de la Aceptación.
–Deseo decir... Alteza Real, nobles, a todos quiero decir... Debéis perdonarme si no leo; aprovecharé en cambio esta oportunidad para hablar directamente con vosotros en este sitio sagrado, donde el Todopoderoso y Supremo Akhanaba oye todas las palabras y ve todos los corazones.
“Sé que leyendo en vuestros corazones verá que todos me deseáis el bien, como yo a vosotros. Mi reino es grande y rico. Sin embargo lo he dejado para venir aquí, solo, o casi solo. Buscamos la paz para nuestros pueblos. Yo la he buscado durante mucho tiempo al igual que mi padre antes que yo. La prosperidad de Borlien es el empeño de mi vida. Lo he jurado.”
“Y busco también otra cosa más personal. No poseo lo que más desea un hombre, más incluso que servir a su país. Me falta una reina.”
“La piedra que eché a rodar hace un año aún no se ha detenido. Entonces estaba resuelto a desposar a la hija de la Casa de Stund; ahora cumpliré esa intención.”
Se detuvo, como si él mismo estuviese alarmado por lo que iba a decir. Todas las miradas se clavaron en su rostro, como si buscaran en él la historia de la vida de aquel hombre.
–Por lo tanto, y no sólo en respuesta a lo que ha hecho su Alteza Real, el rey Sayren Stund, anuncio aquí, ante el trono de Quien está por encima de todo poder terreno, que yo, el rey JandolAnganol, de la Casa de Anganol, me propongo unir con lazos de sangre las naciones de Borlien y Oldorando. Tan pronto como sea posible tomaré en matrimonio a la inapreciable y amada hija de Su Majestad, la princesa Milua Tal Stund. La consagración de nuestras bodas se realizará, Akhanaba mediante, en mi capital de Matrassyl, hacia donde deseo partir sin tardanza hoy mismo.
Muchos miembros de la congregación se pusieron de pie para ver cómo respondía Sayren Stund a esta sorprendente novedad. Cuando JandolAnganol dejó de hablar, se convirtieron en estatuas bajo su fría mirada, y otra vez reinó en la capilla el más absoluto silencio.
Sayren Stund se había deslizado poco a poco de su asiento y ya no era visible. Una exclamación de Milua Tal rompió el silencio; recobrándose rápidamente de la sorpresa inicial, corrió a abrazar a JandolAnganol.
–Me mantendré a tu lado –dijo–y cumpliré mis deberes nupciales con lealtad.
XX
CÓMO SE HIZO JUSTICIA
Se encendieron petardos. Se reunieron muchedumbres que bebieron toneles de rathel. Se dijeron plegarias en los recintos más sagrados de la ciudad.
El compromiso de JandolAnganol con la princesa Milua Tal llenó de alegría a la población de Oldorando. No había razones lógicas para ello. La casa real de Stund y la Iglesia a que pertenecía vivían obviamente a expensas del pueblo. Había pocas oportunidades para la alegría, y eran sabiamente aprovechadas.
A partir del asesinato de la princesa Simoda Tal, el rey y su familia se habían ganado el afecto de la población, a cuya vida emocional contribuían acontecimientos tan horribles como ése.
Que ahora la hermana menor se casara con el antiguo prometido de la hermana muerta era un apreciado efecto teatral. Se hacían incesantes conjeturas acerca de la fecha en que la princesa había tenido su primera menstruación y –como era habitual– acerca de los hábitos sexuales de los Madis. ¿Eran monógamos o absolutamente promiscuos? El interrogante continuaba abierto, aunque la opinión masculina, en general, sostenía esta última alternativa.
JandolAnganol gozaba de la aprobación de casi todos.
Para la opinión pública, era una figura atractiva; ni excesivamente joven ni desagradablemente viejo. Había estado casado con una de las mujeres más hermosas de todo Campannlat. En cuanto a la razón de que desposara ahora a una muchacha más joven que su propio hijo..., esas uniones dinásticas no eran raras; y la cantidad de niñas prostitutas del barrio de Uidok y de la Puerta del Este daba una respuesta sencilla al problema.
En cuanto al tema de los phagors la población era más neutral de lo que se creía en el palacio. Todo el mundo conocía la historia popular y la célebre destrucción de la ciudad por las hordas phagor. Pero eso había sido mucho antes. Ahora los phagors ya no merodeaban. Era raro verlos en Oldorando. A la gente le gustaba ir a contemplar la Primera Guardia Phagor en el Parque del Silbato, al otro lado del Valvoral.
Nada de esto contribuía a apaciguar el amargo resentimiento del rey Sayren Stund.
Nunca había sido un hombre decidido, y había dejado pasar el momento en que hubiera podido prohibir la unión. Se maldecía a sí mismo y especialmente a la reina Bathkaarnet–ella, quien aprobaba la boda.
Bathkaarnet–ella era una mujer simple. JandolAnganol le caía bien. Como decía, cantando, "le gustaba su aspecto". Aunque los seres de dos filos no le agradaban demasiado, veía en los constantes drumbles una intolerancia que fácilmente podía volverse contra los de su propia raza; los Madis no eran bien vistos en Oldorando y los actos de violencia contra ellos eran frecuentes. Por lo tanto, consideraba que ese hombre, capaz de proteger a los phagors, sería bondadoso con la única hija que a ella le quedaba.
Y había más. Bathkaarnet–ella sabía que Sayren Stund proyectaba desde hacía tiempo el casamiento de Milua Tal con Taynth Indredd, un príncipe de Pannoval, mucho más viejo y desagradable que JandolAnganol. No quería a Taynth Indredd. No le gustaba la perspectiva de que su hija viviera en la sombría Pannoval, enterrada bajo las Montañas Quzint. No era un destino apropiado para una Madi, o para la hija de una Madi. Mucho más conveniente resultaba una vida con JandolAnganol en Matrassyl.
De modo que, con su estilo humilde, se oponía al rey. Éste debía encontrar otro camino para expresar la ira. Y había uno que se ofrecía sin dilación.
Sayren Stund conservaba un aspecto exterior amable. No podía admitir ninguna responsabilidad por la muerte de Yuli. Llegó, incluso, a invitar a JandolAnganol para estudiar los arreglos previos a la boda.
Se encontraron en una habitación privada donde había grandes abanicos suspendidos del cielo raso, coloridos tapices Madi en lugar de ventanas, como se usaba en Pannoval, y tiestos de vulus.
Acompañaban a Sayren Stund su esposa y un consejero de asuntos religiosos, un hombre alto y hierático cuyo rostro semejaba un hacha, que estaba sentado en el fondo, en silencio y sin mirar a nadie.
JandolAnganol llegó con uniforme completo, escoltado por uno de sus capitanes, un hombre robusto y acostumbrado a la vida al aire libre que parecía algo confundido ante su nuevo rol diplomático.
Sayren Stund sirvió vino y ofreció un vaso a JandolAnganol, quien rechazándolo dijo:
–La fama de tus viñedos es universal, pero el vino me da sueño.
Ignorando la observación, Sayren Stund entró en tema.
–Nos alegra que te cases con la princesa Milua Tal. Sin duda recuerdas que te proponías desposar en Oldorando a mi hija asesinada. Te pedimos, entonces, que la ceremonia se cumpla aquí, y que esté a cargo del Santo C'Sarr, cuando llegue.
–Creía, señor, que estabas ansioso por que me marchara hoy mismo.
–Ha sido un malentendido. Además se nos informa que esa criatura domesticada que nos ofendía ha dejado de existir. –Mientras hablaba, los ojos se le deslizaron hacia el hierático consejero, como si buscaran su apoyo.–Puedes estar seguro de que los festejos serán dignos de ti.
–¿Piensas que el C'Sarr llegará dentro de tres días?
–Sus mensajeros ya están aquí. Nuestros agentes están en contacto con ellos. La comitiva ha pasado el lago Dorzin. Mañana esperamos a otros visitantes, como el príncipe Taynth Indredd, de Pannoval. Tu boda hará de la ocasión un solemne acontecimiento histórico.
Comprendiendo que Sayren Stund intentaba aprovechar la demora, JandolAnganol se retiró a un ángulo de la habitación para hablar con su capitán. Deseaba partir de inmediato antes de que se pudieran urdir nuevas traiciones. Pero para eso necesitaba una embarcación, y sólo Sayren Stund podía disponer de ellas. Y también estaba el problema –que el capitán le recordó– de SartoriIrvrash, quien en ese momento se encontraba atado, amordazado y a punto de sofocarse en el armario de Fard Fantil.
Se dirigió a Sayren Stund:
–¿Tenemos motivos para estar seguros de que el Santo C'Sarr querrá celebrar ese oficio? Ya es anciano, ¿verdad?
Sayren Stund hizo un mohín.
–Está envejeciendo. Es venerable. A mi juicio no puede decirse que sea un anciano. Debe de tener treinta y nueve y uno o dos décimos. Pero, por supuesto, puede objetar la alianza ya que Borlien sigue albergando phagors y se niega a obedecer toda demanda de drumbles. Yo mismo tiendo a ser dogmático en ese punto de la doctrina; pero naturalmente, debemos escuchar de sus labios el juicio definitivo.
Las mejillas de JandolAnganol ardían de furia. Con voz contenida, dijo:
–Hay razones para creer que nuestra adorada religión, a la que nadie es más fiel que yo, se inició como un sencillo culto a los phagors. Esto fue cuando hombres y phagors vivían de modo más primitivo. Aunque la historia eclesiástica intenta ocultar el hecho, el Todopoderoso es muy parecido, por su aspecto, a un ser de dos filos. En los siglos recientes, la imaginería popular ha esfumado algo esa similitud; sin embargo, ahí está.
“Nadie piensa hoy que los phagors sean todopoderosos. Yo sé, por mi experiencia personal, cuán dóciles son si se los trata con firmeza. Sin embargo, nuestra religión gira en torno de ellos. No puede ser justo, por lo tanto, perseguirlos en razón de los edictos de la Iglesia.”
Sayren Stund miró hacia atrás buscando la ayuda de su consejero. Ese hombre sabio dijo con voz hueca, sin alzar la vista:
–No es ésa la opinión que pueda agradar a Su Santidad el C'Sarr; él diría que el rey de Borlien blasfema contra la sagrada efigie de Akhanaba.
–Así es –agregó Sayren Stund Tampoco puede agradar a ninguno de nosotros, hermano. El C'Sarr debe casarte; y tú, guardarte tus puntos de vista.
La reunión terminó rápidamente. A solas con su reina y con el sombrío consejero, Sayren Stund dijo, frotándose las manos regordetas:
–Entonces, esperará al C'Sarr. Tenemos tres días para impedir la boda. Necesitamos a SartoriIrvrash. Hemos buscado en el Parque del Silbato, donde se alojan los phagors; allí no está. Haremos un registro a fondo de las habitaciones del rey.
El sombrío consejero carraspeó.
–Debemos tener en cuenta a esa mujer, Odi Jeseratabahr. Esta mañana se ha refugiado en la embajada de Sibornal, con cierta angustia, informando de la desaparición de su amigo. Entiendo que ella es una almirante. Mis agentes me informan que no ha sido bien recibida; quizás el embajador la trate como una traidora, pero de todos modos no nos la entregará, al menos por el momento.
Sayren Stund se abanicó y bebió un poco de vino.
–Podemos arreglarnos sin ella.
–Mis abogados eclesiásticos han descubierto otro punto a favor de su majestad–continuó el consejero–. El rey JandolAnganol se ha divorciado de MyrdemInggala por un decreto que se encuentra, hasta ahora, en posesión de Alam Esomberr. Aunque el rey lo ha firmado, y parece creer que su divorcio es efectivo, no lo será hasta que el decreto esté físicamente en las manos del C'Sarr, según una antigua disposición del derecho canónico de Pannoval que se refiere precisamente al divorcio de personas de la realeza. Por lo tanto, el rey JandolAnganol actualmente se encuentra, de hecho, en un estado de decres nisi.
–Por lo tanto, ¿no puede volver a casarse?
–Todo matrimonio realizado antes de que el decreto sea efectivo será ilegal.
Sayren Stund batió palmas, riendo.
–Excelente. Excelente. No saldrá adelante con esta impertinencia.
–Pero necesitamos la alianza con Borlien –dijo, en voz baja, la reina.
Su marido casi no se molestó en mirarla.
–Querida, debemos minar su posición y ponerlo en desventaja; de ese modo, Matrassyl lo rechazará. Nuestros agentes hablan de nuevos disturbios allí. Incluso yo mismo podría convertirme en el salvador de Borlien y gobernar ambos reinos; Oldorando ya ha dominado a Borlien en el pasado. ¿No tienes sentido de la historia?
JandolAnganol era consciente de su difícil situación. Cuando se sentía desalentado, renovaba su furia recordando la malicia de Sayren Stund. Una vez que estuvo lo suficientemente repuesto del hallazgo del cadáver decapitado de Yuli como para salir de la habitación, había encontrado la cabeza en el pasillo. Unos metros más lejos yacía su centinela humano, con la cabeza destrozada por un mandoble. JandolAnganol había vomitado. Un día más tarde aún se sentía enfermo. A pesar del calor su corazón estaba helado.
Después de la reunión con Sayren Stund se dirigió al Parque del Silbato, donde una pequeña muchedumbre lo vitoreó. La compañía de su Guardia Phagor lo serenaba.
Inspeccionó su alojamiento con más atención que antes. Los comandantes phagor lo seguían. Uno de los pabellones parecía una residencia para huéspedes, y estaba amueblado con buen gusto. En la planta superior había un apartamento completo.
–Este apartamento será el mío –dijo JandolAnganol.
–Un buen lugar. Ninguna persona de Hrl–Drra Nhdo puede entrar aquí.
–Tampoco phagors.
–Tampoco phagors.
–Lo custodiaréis.
–Azí lo comprendemoz.
No le importó que el comandante utilizara el antiguo nombre phagor de Oldorando, puesto que conocía sus antiguas y aparentemente inextinguibles memorias. Estaba acostumbrado a sus arcaicos hábitos de lenguaje.
Mientras regresaba a través del parque, escoltado por cuatro phagors, la tierra se sacudió. Los temblores eran frecuentes en Oldorando. Éste era el segundo desde su llegada. Miró el palacio a través de la plaza de Loylbryden. Sintió deseos de que un violento terremoto lo derribase, pero podía ver que las columnas de madera de la fachada estaban diseñadas para darle la máxima estabilidad.
Los curiosos y transeúntes parecían tranquilos. Una vendedora de waffles continuaba con su negocio como de costumbre. Con un estremecimiento JandolAnganol se preguntó si, a pesar de todo lo que decían los sabios, se aproximaba el fin del mundo.
–Que venga–se dijo a sí mismo.
Después, pensó en Milua Tal.
Cerca de la puesta de Batalix, unos mensajeros corrieron a palacio para anunciar que el príncipe Taynth Indredd de Pannoval llegaría a la Puerta del Este antes de lo previsto. Se envió una invitación formal a JandolAnganol para que su comitiva acudiera a la ceremonia de bienvenida en la plaza de Loylbryden, invitación a la que en verdad no podía rehusarse.
Indiferente a los asuntos de estado o a las guerras que se desarrollaran en cualquier parte, Taynth Indredd había estado cazando en las Quzint, y regresaba cargado de trofeos de caza, como pieles, plumas y marfiles. Llegó en un palanquín, precediendo varias jaulas con los animales que capturara. En una de ellas una docena de Otros parloteaban o permanecían apáticos. Una banda de doce músicos tocaba aires vivaces; flameaban las banderas. Su entrada fue más espléndida que la de JandolAnganol. Y Taynth Indredd no tuvo que detenerse a regatear en la plaza del mercado para obtener un poco de dinero.
Formaba parte de la comitiva del príncipe uno de los pocos amigos de JandolAnganol en la corte de Pannoval, Guaddl Ulbobeg. Ulbobeg parecía agotado por el viaje. Cuando la ceremonia de bienvenida dio señales de convertirse en una prolongada borrachera general, JandolAnganol logró hablar con el anciano.
–No soy bastante fuerte para estas expediciones –dijo Guaddl Ulbobeg. Y bajando la voz agregó–: Entre nosotros, Taynth Indredd es cada vez más insoportable. Ojalá pudiera retirarme de su servicio. Después de todo, tengo treinta y seis años y cuarto.
–¿Por qué no lo haces?
Guaddl Ulbobeg puso la mano en el brazo de JandolAnganol. La impensada amistosidad del gesto conmovió al rey.
–Mi tarea está ligada al obispado de Prayn. ¿No recuerdas que soy un obispo del Santo Imperio de Pannoval, bendito sea? Si me marchara antes de que me concediesen el retiro, perdería también ese cargo, con todo lo que supone... A propósito: Taynth Indredd está disgustado contigo, y más vale que lo sepas.
JandolAnganol se echó a reír.
–Según parece soy universalmente odiado. ¿En qué he ofendido a Taynth Indredd?
–Ah, todo el mundo sabe que nuestro pomposo amigo Sayren Stund pensaba casar con él a Milua Tal hasta que tú interviniste.
–¿Sabías eso?
–Lo sé todo. También sé que voy a darme un baño y luego a acostarme. A mi edad no es bueno beber.
–Hablaremos por la mañana. Que descanses.
Hubo otro temblor en la primera parte de la noche. Esta vez fue lo bastante violento como para causar alarma. En los barrios pobres de la ciudad se desprendieron tejas y balcones. Las mujeres se lanzaron gritando a la calle. Los esclavos difundieron la alarma en palacio.
Esto convenía a JandolAnganol. Para cumplir sus propósitos necesitaba algo que distrajera la atención pública. En el terreno situado detrás del palacio –y como se esperaba de un edificio que era una antigua fortaleza en desuso–, sus capitanes habían descubierto que existían muchas salidas para quienes las conocían. Aunque había guardias en el frente, cualquiera podía entrar y salir por la parte trasera. Como entró JandolAnganol, aunque sólo para descubrir que la gente de palacio tenía sus propias diversiones.
Un formidable carro tirado por seis hoxneys llegó a una callejuela que corría junto a la pared nordeste del palacio. Descendieron cuatro hombres robustos. Uno retuvo al animal que venía a la cabeza mientras los otros empezaron a desclavar las tablas que cubrían una puerta lateral. La abrieron y con un grito llamaron a alguien que se encontraba en el interior. Como no hubo respuesta, dos de los hombres subieron y, entre golpes y amenazas, arrastraron a la calle una figura atada. El cautivo llevaba una manta anudada alrededor de su cabeza. Gimió y recibió un golpe en la espalda.
Sin prisa, los tres hombres abrieron una puerta de hierro y entraron en un edificio exterior del palacio. La puerta se cerró con violencia a sus espaldas.
JandolAnganol observaba todo escondido detrás de una arcada. A su lado estaba la frágil figura de Milua Tal. Desde donde se encontraban, junto a la pared, podían oler la densa fragancia del zaldal al que poco antes se refiriera Sayren Stund.
Ambos establecieron su refugio en el Pabellón Blanco –así lo llamaban– del Parque del Silbato. Allí se encontraban seguros bajo la protección de la Guardia Phagor. El rey estaba todavía inquieto por lo que acababan de ver en la calle.
–Creo que tu padre se propone matarme antes de que pueda huir de Oldorando.
–No tanto como matarte, pero está decidido a crearte alguna clase de dificultades. Si puedo, averiguaré cómo, pero ahora me mira con desconfianza. ¿Por qué serán tan complicados los reyes? Espero que tú no seas así cuando estemos en Matrassyl. Tengo mucha curiosidad por verla, y deseo navegar por el Valvoral. Los barcos que van río abajo alcanzan una velocidad fantástica, como aves en vuelo. ¿Hay pecubeas en Borlien? Me gustaría tener algunas en mi habitación, como tiene mi madre. Por lo menos cuatro, tal vez cinco, si puedes. Mi padre me dijo que en venganza tú te propones matarme y cortarme la cabeza; pero yo me eché a reír y le saqué la lengua... ¿Sabes que puedo sacar la lengua muy larga? Y le dije: "¿Para vengarse de qué, rey tonto?". Se enojó muchísimo. Creí que le daría una "apoplejía".
Feliz, parloteaba mientras examinaba el apartamento.
JandolAnganol, que sostenía su única lámpara, dijo:
–No pienso hacerte ningún daño, Milua. Puedes estar segura. Todo el mundo cree que soy un villano. Estoy en las manos de Akhanaba, como todos. Ni siquiera quiero hacer daño a tu padre.
Ella se sentó en la cama y miró por la ventana. La escasa luz acentuaba su perfil de pájaro.
–Eso es lo que le dije, o algo parecido. Estaba tan furioso que se le escapó una cosa. ¿Sabes quién es SartoriIrvrash?
–Lo sé muy bien.
–Está de nuevo en manos de mi padre. Sus agentes lo encontraron en la habitación de ese jorobado.
El rey sacudió la cabeza.
–No. Está atado y amordazado en un armario. Mis hombres lo traerán aquí para que esté más seguro.
Milua Tal dejó escapar una carcajada.
–Te ha burlado, Jan. Es otro hombre, un esclavo que pusieron en su lugar. Hallaron al verdadero SartoriIrvrash cuando todo el mundo recibía al viejo y gordo príncipe Taynth.
–¡Por la Observadora! ¡Ese hombre quiere crearme problemas! Era mi canciller. ¿Qué es lo que sabe? Milua, pase lo que pase, debo enfrentarlo. Es un deber; mi honor está en juego.
–Oh, Zygankes. "Mi honor está en juego". Ésas son las cosas que dice mi padre. ¿Y no tendrías que estar rematadamente loco por mi belleza infantil o algo así?
El rey tomó las manos de Milua entre las suyas.
–Así es, mi hermosa Milua. Pero quería decir que ese tipo de locura de nada sirve sin algo que la respalde. Tengo que sobrevivir al deshonor, superarlo, no contaminarme con él. Entonces será posible establecer una alianza entre mi país y el tuyo, como deseo desde hace tiempo. Y lo conseguiré, con tu padre o con su sucesor.
Ella aplaudió.
–Yo soy la sucesora. Así tendremos un país cada uno.
A pesar de su tensión, y de sus presentimientos de que aún lo amenazaban males mayores, JandolAnganol no pudo contener la risa; la abrazó, y estrechó su cuerpo delicado.
La tierra volvió a temblar.
–¿Podemos dormir aquí, juntos? –murmuró ella.
–No, no estaría bien. Por la mañana iremos a ver a mi amigo Esomberr.
–Creí que no era un buen amigo.
–Puedo hacer que lo sea. Es vanidoso, pero no malvado.
Los temblores de tierra cesaron. La noche llegó a su fin. Freyr se elevó, oculto por una niebla amarillenta, y la temperatura aumentó.
Pocas personas de importancia se veían en palacio. El rey Sayren Stund anunció que no concedería audiencias; quienes habían perdido algo –un hogar, un hijo– durante los temblores, lloraban en vano en las antecámaras, y eran alejados. Tampoco se veía al rey JandolAnganol. Ni a la joven princesa.
Ese día, un cuerpo de ocho guardias de Oldorando arrestó a JandolAnganol.
Lo sorprendieron cuando abandonaba sus habitaciones. Luchó, pero lo alzaron en vilo y lo condujeron a una prisión; a puntapiés fue obligado a descender una escalera de piedra en espiral y luego lo arrojaron dentro de un calabozo. Lleno de furia, permaneció un rato en el suelo, jadeando.
–Yuli, Yuli –repetía–. Tanta repugnancia me inspiró lo que te hicieron que no pude advertir el peligro en que yo mismo estaba. No pude pensar...
Más tarde, dijo en voz alta:
–Fui excesivamente confiado. Ese ha sido mi error. Siempre creí que podía adaptarme a las circunstancias.
Mucho después, se incorporó y miró a su alrededor. Un estante, en una pared, servía de banco y de lecho. La luz penetraba por una alta ventana. En un ángulo había un hoyo para las necesidades sanitarias. Se dejó caer en el banco, y pensó en la larga prisión de su padre. Cuando su ánimo se deprimió aún más, pensó en Milua Tal.
–Sayren Stund, slanje, si tocas una sola de sus pestañas...
Se sentó rígidamente. Luego se obligó a relajarse y apoyó la espalda contra la húmeda pared de la celda. Con un rugido, se puso de pie de un salto y comenzó a recorrer de un lado a otro el espacio entre la pared y la puerta.
Sólo se detuvo cuando oyó el ruido de unas botas que descendían los escalones. Unas llaves tintinearon y un miembro del clero local, vestido de negro, entró entre dos guardias armados. Cuando hizo una mezquina reverencia, JandolAnganol lo reconoció como el consejero de cara afilada, cuyo nombre era Crispan Mornu.
–¿Por qué artera ley yo, un príncipe visitante de un país amigo, he sido puesto en prisión?
–Vengo a informarte de que se te acusa de asesinato, y que mañana, a la salida de Batalix, serás juzgado por ese crimen ante una corte real eclesiástica. –La voz sepulcral se interrumpió y luego agregó:– Debes prepararte.
JandolAnganol se adelantó, furioso.
–¿Asesinato? ¿Asesinato, banda de criminales? ¿Qué nueva ignominia es ésta? ¿De qué crimen se me acusa?
Las lanzas cruzadas detuvieron su avance.
El sacerdote dijo:
–Se te acusa del asesinato de la princesa Simoda Tal, hija mayor del rey Sayren Stund de Oldorando.
Volvió a inclinarse y se retiró.
El rey permaneció donde estaba, mirando la puerta. Sus ojos de águila se clavaban en las tablas, sin parpadear, como si hubiera jurado no hacerlo hasta que no estuviese libre.
Y así permaneció casi toda la noche. El principio de la actividad, intenso en él, estaba enroscado como un resorte en su interior. Mantuvo un desafiante estado de alerta durante las horas de oscuridad, listo para atacar a cualquiera que osara entrar en el calabozo.
Nadie lo intentó. No le llevaron comida ni agua. Durante la noche hubo un temblor remoto –tanto que podría haber sido en una arteria, y no en el suelo– y una fina lluvia de polvo se desprendió de los muros y flotó sobre el piso. Nada más. Ni siquiera una rata visitó a JandolAnganol.
Cuando la luz penetró en su celda, se dirigió a la ventana sin cristales. Trepando y sosteniéndose con los dedos de un hoyo cavado por anteriores prisioneros, pudo mirar a través de ella. Una preciosa brisa de aire fresco murió sobre su mejilla.
El calabozo estaba en el frente del palacio, cerca de la esquina más próxima a la Cúpula, por lo que pudo estimar. Desde donde estaba sólo podía ver las copas de los árboles de la plaza de Loylbryden.
La plaza estaba desierta. Pensó que si esperaba bastante tiempo podría ver a Milua Tal, a no ser que ella también hubiese sido encarcelada por su padre.
La ventanilla daba al oeste. El pequeño trozo de cielo que podía divisar estaba libre de bruma. Batalix arrojaba largas sombras sobre los cantos rodados. Las sombras palidecieron y se dividieron en dos cuando también Freyr se elevó. Luego ambas desaparecieron: la bruma retornó y la temperatura empezó a aumentar.
Llegaron obreros. Traían plataformas y postes. Tenían el mismo aire resignado que tienen los obreros de todas partes: estaban dispuestos a hacer su trabajo, pero no a darse prisa. Finalmente, construyeron un patíbulo.
JandolAnganol bajó y se sentó en el banco, apretándose las sienes con los dedos.
Entraron guardias. Luchó en vano contra ellos. Lo engrillaron. Él les mostraba los dientes. Sin darle importancia lo empujaron escaleras arriba.
Todo había salido como deseaba el rey Sayren Stund. Merced a la incesante enantiodromia que aflige a todas las cosas y las convierte en opuestos, ahora estaba en condiciones de vencer al hombre que hacía tan poco le infligiera una derrota. Saltando y lanzando gritos de felicidad, abrazó a Bathkaarnet–ella mientras dirigía miradas malignas a su hija.
–Ya ves, niña; ese villano a quien has echado los brazos al cuello quedará marcado como asesino ante todo el mundo. –Se acercó a ella con un júbilo de ogro.– Mañana podrás abrazar su cadáver. Sí, dentro de veinticinco horas tu virginidad quedará definitivamente a salvo de JandolAnganol.
–¿Por qué no me cuelgas también a mí, padre? Así no tendrás más hijas de que ocuparte.
Se había dispuesto como sala de la corte un salón especial del palacio. La Iglesia lo santificó. Se colocaron haces de veronika, scantiom y pellamonte, que se consideraban hierbas refrescantes, para disminuir la temperatura y perfumar el ambiente. Muchas personas famosas de la corte y la ciudad se reunieron para seguirlos hechos; no todas estaban tan de acuerdo con el rey como él creía.
Los tres actores principales del drama eran el rey Sayren Stund, su hierático consejero Crispan Mornu, y un juez llamado Kimon Euras, cuyo cargo eclesiástico era el de ministro de los Rollos.
Kimon Euras era tan flaco que se encorvaba como si la tensión de su piel hubiese quebrado su columna vertebral; era calvo, aunque más preciso sería decir que no tenía vestigios visibles de pelo, y la piel de su rostro mostraba una palidez cenicienta que recordaba esos rollos de pergamino puestos bajo su parsimoniosa custodia. Su aspecto de araña, mientras subía a su sitial, vestido con un negro keedrant que colgaba sobre sus pies espatulados, parecía asegurar que administraría la piedad con idéntica parsimonia.
Cuando los dignatarios ocuparon sus lugares, se golpeó un gong y dos guardias, escogidos por su robustez, entraron arrastrando al rey JandolAnganol. Lo colocaron en el centro de la sala para que todos pudieran verlo.
La distinción entre libres y prisioneros, tan nítida en todas las cortes, aquí era más marcada de lo habitual. La breve prisión del rey había sido suficiente para que su persona y su túnica estuviesen sucias. Sin embargo, mantenía la cabeza alta y dirigía a la corte su mirada de águila; más parecía un ave de rapiña acechando a su presa que un hombre buscando piedad. Sus gestos y movimientos eran precisos.
Con su voz polvorienta Kimon Euras inició un largo discurso. El antiguo polvo de los documentos debía de haberse alojado en su laringe. Alzó la voz cuando llegó a las palabras:
–... el cruel asesinato de nuestra amada princesa Simoda Tal, en este mismo palacio, mediante el empleo de un cuerno de phagor. JandolAnganol, rey de Borlien: se te acusa de haber instigado ese crimen.
JandolAnganol lanzó de inmediato un desafiante grito de protesta. Un guardia lo golpeó desde atrás, diciendo:
–No se permite al prisionero hablar ante esta corte. Si vuelves a interrumpir serás enviado de vuelta a tu calabozo.
Crispan Mornu había logrado encontrar, para la ocasión, un ropaje más negro que de costumbre. Ese color se reflejaba en sus mejillas, sus pómulos, sus ojos y, cuando hablaba, en sus palabras.
–Nos proponemos demostrar que la culpa del rey de Borlien es absoluta, y que no ha venido aquí con otro propósito que la muerte de la princesa Milua Tal, para terminar así con el linaje de la Casa de Stund. Mostraremos aquí una copia del instrumento con que fue eliminada la princesa Simoda Tal. También presentaremos al autor material del hecho. Y veremos que todos los factores señalan, sin duda posible, al prisionero como creador de ese plan atroz. Traed la daga.
Un esclavo se adelantó, haciendo viva ostentación de su prisa, trayendo el objeto pedido.
Incapaz de mantenerse al margen, Sayren Stund extendió una mano y la tomó antes de que pudiera hacerlo Crispan Mornu.
–Es el cuerno de un phagor. Tiene dos agudos filos y no puede, por lo tanto, confundirse con el cuerno de ningún otro animal. Corresponde a la configuración de la herida del pecho de la infortunada princesa.
“No pretendemos, de ningún modo, que ésta sea el arma con que se cometió el asesinato. Esa arma se ha perdido. Se trata sólo de una similar, recién cortada de la cabeza de un phagor”.
“Deseo recordar a la corte, que juzgará si el hecho es relevante o no, que el prisionero tenía como mascota un runt phagor. El prisionero había dado a ese runt, increíble blasfemia, el nombre del gran santo guerrero de nuestra nación, Yuli. No es necesario que nos preguntemos si el insulto ha sido motivado por ignorancia o pura premeditación.”
–Sayren Stund, tu maldad no quedará sin castigo –dijo JandolAnganol, quien recibió por ello un duro golpe.
Cuando todos vieron la daga, la encorvada figura de Kimon Euras se incorporó lo suficiente para preguntar:
–¿Tiene la acusación algo más que presentar como prueba contra el prisionero?
–Ya habéis visto el arma empleada para cometer el crimen –anunció la negra voz de Crispan Mornu–. Ahora os mostraremos a la persona que usó esa arma para matar a la princesa Simoda Tal.
Medio a rastras introdujeron en la sala un cuerpo que se debatía. Una manta cubría su cabeza, y JandolAnganol pensó de inmediato en el prisionero que había visto bajar del carro de madera.
El cautivo fue empujado hasta que estuvo ante la corte. Tras una orden, le arrancaron la manta. Apareció entonces un joven que consistía, aparentemente, en una desgreñada melena, un rostro casi morado, y una camisa rota. Cuando lo golpearon y empezó a quejarse en lugar de luchar, se vio que era RobaydayAnganol.
–¡Roba! –exclamó el rey, y recibió tal golpe en los riñones que se dobló de dolor. Se sentó en el banco, abrumado por la visión de su hijo, quien siempre había temido el cautiverio.
–Los agentes de su majestad han capturado a este joven en el puerto de Ottassol, en Borlien –dijo Crispan Mornu–. Fue muy difícil seguir su pista, ya que a veces se disfrazaba de Madi, adoptando sus costumbres y su forma de vestir. Sin embargo es humano. Su nombre es RobaydayAnganol. Es el hijo del reo, y es bien conocido su carácter exaltado.
–¿Has asesinado a la princesa Simoda Tal?–preguntó el juez en una voz como de pergaminos desgarrados.
Robayday, en un acceso de llanto, dijo que jamás había asesinado a nadie, que nunca había estado antes en Oldorando, y que sólo deseaba vivir su miserable Vida en paz.
–¿No has ejecutado ese crimen instigado por tu propio padre? –preguntó Crispan Mornu, haciendo que cada palabra resonara como un hacha en el momento de caer.
–¡Odio a mi padre! ¡Tengo miedo de él! Jamás haría lo que me pidiera.
–¿Por qué, entonces, has asesinado a la princesa Simoda Tal?
–No lo hice. No lo hice. Soy inocente, lo juro.
–¿A quién has matado?
–Nunca he matado a nadie.
Como si ésas fueran las palabras que toda su vida había deseado escuchar, Crispan Mornu alzó en el aire una mano moteada y alzó su nariz hasta que brilló a la luz, como recién afilada.
–Este joven afirma que no ha matado a nadie. Presentaremos como testigo a una persona que demostrará que miente. Traed a la testigo.
Entró en la sala una mujer joven que se movía libre, aunque sin poder ocultar su nerviosismo, entre dos guardias. La condujeron a un lugar situado debajo de la plataforma del juez; todos los miembros de la corte la miraron con ojos ávidos. Su belleza y juventud eran sorprendentes. Sus mejillas estaban vivamente pintadas, y su negro cabello recogido en un sofisticado peinado. Usaba un chagirack cuyo exótico dibujo enfatizaba su figura. De pie, con una mano en la cadera, levemente desafiante, parecía al mismo tiempo ingenua y seductora.
El juez Kimon Euras adelantó su cráneo de alabastro y quizás alcanzó, como inesperada recompensa, una visión de sus pechos, porque dijo en un tono mucho más humano que el anterior:
–¿Cómo te llamas, mujer?
Ella dijo en voz suave:
–AbathVasidol, pero mis amigos me llaman Abathy.
–Estoy seguro de que tienes muchos amigos–dijo el juez.
Indiferente a este comentario, Crispan Mornu dijo:
–Los agentes de su majestad han traído también a esta joven. No es una prisionera, puesto que ha venido por deseo propio, y será recompensada por ayudarnos a encontrar la verdad. Abathy, ¿quieres decirnos cuándo has visto por última vez a ese joven, y en qué circunstancias?
Abathy, humedeciéndose los labios, respondió:
–Oh, señor, fue en mi habitación, en mi modesta vivienda de Ottassol. Mi amigo Div y yo estábamos sentados en la cama conversando, ¿sabe usted? Y de pronto este hombre... –Se interrumpió.
–Sigue, muchacha.
–Es terrible, señor... –Había en la corte un pesado silencio, como si incluso las hierbas refrescantes se sofocaran de calor.– Este hombre entró con una daga. Deseaba que yo me fuera con él, y yo no quería. No hago esas cosas. Div trató de protegerme, y este hombre lo hirió con su daga, una especie de cuerno, señor, y lo mató. Hirió a Div en el estómago.
Mostró con delicadeza su propia región hipogástrica, y la corte al unísono inclinó su pescuezo.
–¿Qué ocurrió después?
–Después, señor, usted sabe, este hombre se llevó el cuerpo y lo arrojó al mar.
–¡Todo eso es mentira, una burda conspiración! –exclamó JandolAnganol.
Fue la muchacha quien le respondió en una explosión de cólera. Ahora se sentía más cómoda en la corte, y empezaba a gozar de su papel.
–No es mentira. Es la verdad. El prisionero se llevó el cuerpo de Div y lo arrojó al mar. Y lo más extraordinario es que pocos días después regresó, el cuerpo, quiero decir, rodeado dé hielo, a Ottassol, porque yo lo vi en la casa de mi amigo y protector Bardol CaraBansity, que luego sería el canciller del rey por cierto tiempo.
JandolAnganol dejó escapar una risa ahogada y apeló directamente al juez: –¿Cómo puede alguien creer una historia tan imposible?
–No es imposible, y puedo probarlo –dijo con firmeza Abathy–. Div tenía una extraña joya de tres caras con números, una cosa para medir el tiempo. Los números se movían. Div lo llevaba en su cinturón. –Indicó la zona en su propia anatomía y otra vez el pescuezo colectivo se inclinó.– Esa misma joya apareció en casa de CaraBansity, y éste se lo dio a su majestad, que es muy probablemente quien ahora lo tenga en su poder. –Abathy señaló dramáticamente a JandolAnganol con el dedo.
El rey, visiblemente abrumado, guardó silencio. El reloj estaba en el bolsillo de su túnica.
Entonces recordó, aunque demasiado tarde, que siempre había temido aquel reloj por considerarlo un objeto extraño, un objeto científico del que había que desconfiar. Cuando BillishOwpin, el hombre que aseguraba venir de otro mundo, se lo ofreció, JandolAnganol lo rechazó arrojándoselo a la cara. De modo misterioso, había regresado a sus manos mediante gestión del deuteroscopista. Pese a sus intenciones, nunca había logrado deshacerse de él.
Ahora ese mismo objeto lo había traicionado.
No podía hablar. Un hechizo maligno había caído sobre él: era consciente de ello, pero no sabía cuándo había comenzado. Toda su devoción a Akhanaba no lo había librado de aquel embrujo.
–Pues bien, majestad, querido hermano–dijo Sayren Stund con regocijo–, ¿tienes esa joya de números vivos? Con voz débil JandolAnganol respondió: –Me proponía dársela a la princesa Milua Tal como regalo de bodas.
El tumulto estalló en la corte. La gente corría en todas direcciones, los sacerdotes pedían orden, Sayren Stund se cubrió el rostro para disimular su expresión de triunfo.
Cuando se restauró el orden, Crispan Mornu hizo otra pregunta a Abathy.
–¿Estás segura de que este joven, RobaydayAnganol, hijo del rey, es el mismo que asesinó a tu amigo Div? ¿Lo has visto en alguna otra ocasión?
–Señor, se convirtió en una gran molestia para mí. No me dejaba en paz. No sé qué habría ocurrido si tus hombres no lo hubiesen arrestado.
Se hizo un breve silencio, mientras todo el mundo meditaba en lo que podría haber ocurrido a esa chica tan atractiva.
–Permite que te haga una última pregunta, bastante personal –dijo Crispan Mornu mirando a Abathy con su sonrisa de cadáver–. Tú eres evidentemente una muchacha de clase pobre; sin embargo pareces tener amigos bien relacionados. Los rumores asocian tu nombre con el de cierto embajador de Sibornal. ¿Qué dices a esto?
–Que es una vergüenza –dijo una voz entre los bancos de la corte; pero Abathy respondió sin turbarse:
–En efecto, he tenido el placer de conocer a un caballero de Sibornal, señor. Me gustan los sibornaleses por sus buenas maneras, señor.
–Gracias, Abathy; tu testimonio ha sido inapreciable.
Crispan Mornu logró producir un mohín que parecía la sonrisa de un estilete. Se volvió luego hacia la corte, y sólo habló cuando la muchacha se hubo marchado.
–Supongo que no necesitaréis más pruebas. Esta inocente joven nos ha dicho todo lo que necesitamos saber. A pesar de sus mentiras, ha quedado demostrado que el hijo del rey de Borlien es un asesino. Ya hemos oído cómo asesinó en Ottassol, presumiblemente siguiendo las instrucciones de su padre, y sólo para proporcionarle un tonto regalo que traer aquí. Su arma favorita es el cuerno de phagor; ya había asesinado a Simoda Tal, empleando la misma arma. Su padre vino aquí a gozar de nuestra hospitalidad al tiempo que ponía en práctica sus perversos designios con la única hija que queda a su majestad. Hemos descubierto un plan tan salvaje como la historia no conoce otro. No vacilaré en pedir, en nombre de la corte y de toda nuestra nación, la pena de muerte para el padre y para el hijo.
La actitud desafiante de RobaydayAnganol se había desmoronado en el mismo instante en que Abathy entrara en la corte. Parecía un niño travieso; su voz se convirtió en un susurro cuando dijo:
–Por favor, dejadme en libertad. Estoy hecho para la vida, no para la muerte; para algún lugar salvaje donde sople el viento. No he planeado nada perverso con mi padre; eso lo niego, así como todos los demás cargos.
Crispan Mornu enfrentó al joven con un gesto dramático.
–¿Niegas todavía que has asesinado a Simoda Tal? Robayday se humedeció los labios.
–¿Puede matar una hoja? Sólo soy una hoja, señor, presa del vendaval del mundo.
–Su majestad la reina Bathkaarnet–ella está dispuesta a testificar que ya en otra ocasión visitaste este palacio disfrazado de Madi, tal como lo has hecho ahora para cometer ese acto infame. ¿Deseas que la reina se presente ante esta corte para identificarte?
Robayday tuvo un súbito estremecimiento.
–No –dijo.
–Entonces, el caso está probado. Este joven, nada menos que un príncipe, entró en el palacio y, por orden de su padre, mató a nuestra muy querida princesa Simoda Tal.
Todos los ojos se volvieron al juez. Éste miró el suelo antes de emitir su fallo.
–El veredicto es el siguiente: la mano que cometió este vil asesinato pertenece al hijo. La mente que controlaba esa mano es la del padre. Entonces, ¿dónde está la fuente de la culpa? La respuesta es clara...
Un grito atormentado surgió de Robayday. Extendió la mano como si quisiera detener las palabras de Kimon Euras.
–¡Mentiras! ¡Mentiras! Esta sala está llena de mentiras. Diré la verdad, aunque me destruya. Confieso que hice eso a Simoda Tal. Pero no porque estuviera en connivencia con mi padre el rey. Imposible. Somos el día y la noche. Lo hice contra él. Está allí ahora. Ahora es sólo un hombre, no un rey. Sólo un hombre, mientras que mi madre sigue siendo la reina de reinas. ¿Yo de acuerdo con él? No mataría ni me casaría por su causa. Declaro que ese villano es inocente. Si debo morir vuestra miserable muerte, entonces que no se diga jamás aquí que he estado de acuerdo con él. Desearía poder estarlo, pero ¿por qué habría de ayudar a quien jamás me ayudó?
Se agarró la cabeza como si quisiera arrancársela de los hombros.
En el silencio que siguió, Crispan Mornu declaró fríamente:
–Más daño habrías hecho a tu padre si hubieras guardado silencio.
Robayday le dirigió una mirada glacial y cuerda.
–Lo que temo es el principio del mal en los hombres... Y veo que ese principio está más vivo en ti que en ese pobre ser que carga con la corona de Borlien.
JandolAnganol alzó la vista al cielo raso, como si intentara desligarse de los acontecimientos terrenos. Pero lloraba.
Con ese ruido de pergamino que se rompe, el juez aclaró su garganta.
–En vista de la confesión del hijo, por supuesto queda demostrada la inocencia del padre. La historia está llena de hijos ingratos... Por lo tanto pronunciaré mi sentencia, bajo la guía de Akhanaba el Todopoderoso y Supremo: el padre está en libertad y puede marcharse; el hijo será ahorcado tan pronto como desee su majestad, el rey Sayren Stund.
–Quiero morir en su lugar y que él reine en el mío –dijo con voz firme JandolAnganol.
–La sentencia es inapelable. Sesión concluida.
Por encima del rumor de los pies se oyó la voz de Sayren Stund.
–Descansaremos ahora; pero recordad que esta tarde tendremos un nuevo espectáculo, cuando escuchemos lo que el ex canciller del rey JandolAnganol, SartoriIrvrash, tiene que decirnos.
XXI
LA LIQUIDACIÓN DE AKHANABA
El drama de la corte y la humillación de JandolAnganol habían sido contemplados por un público más numeroso de lo que el rey podía imaginar.
Sin embargo, el personal del Avernus no se ocupaba sólo de esa historia en que el rey jugaba un papel preponderante. Algunos estudiosos estaban atentos a sucesos que ocurrían en otras partes del planeta, o en los cuales el rey apenas desempeñaba un rol incidental. Un grupo de eruditas damas de la familia Tan, por ejemplo, tenía como tema el origen de las interminables desavenencias. Habían seguido varias disputas a lo largo de generaciones, estudiando cómo empezaban las diferencias, cómo se mantenían y, cuando éste era el caso, el modo en que terminaban por resolverse. Una de ellas se refería a un pueblo del norte de Borlien por donde había pasado el rey en su marcha hacia Oldorando. Allí la disputa original había surgido porque los cerdos de dos vecinos bebían agua en el mismo arroyo. El arroyo y los cerdos ya no existían, pero aún había en aquel lugar dos aldeas que al asesinato de vecinos lo llamaban "crimen marrano". Al pasar con sus phagors por una de esas aldeas y no por la otra, el rey JandolAnganol había exacerbado los ánimos, y esa noche, en una reyerta, un joven resultó con un dedo roto.
De esto las eruditas damas Tan aún no tenían noticia. Toda la información era automáticamente almacenada para su posterior estudio. En ese momento ellas estaban trabajando en un capítulo de la querella ocurrida hacía doscientos años. Habían visto los videos de un incidente de exhibicionismo, en el que un anciano de uno de los pueblos había sido atacado en masa por los hombres del otro. Luego de ese lamentable hecho, alguien inspirado en el tema había escrito una bella balada que aún se cantaba en las fiestas. Para las eruditas damas Tan sucesos como ése eran tanto o más vitales que el juicio del rey, y de mayor significación que las austeridades de la materia inorgánica.
Otros grupos estudiaban asuntos aún más esotéricos. En particular se seguían de cerca las líneas genealógicas de los phagors. El tema de la movilidad phagor, sorprendente para los heliconianos, era ya bastante bien comprendido en el Avernus. Los seres de dos filos tenían antiguas pautas de conducta de las que no se apartaban con facilidad, si bien esas pautas eran más elaboradas de lo que se suponía. Había un tipo de phagor “doméstico” que estaba tan dispuesto a aceptar el dominio del hombre como el de un kzahhn; pero alejados de la vista de los hombres había otros seres de dos filos, mucho más independientes, que sobrevivían a las estaciones de modo muy similar al de sus antepasados, tomando lo que podían y continuando su marcha. Eran criaturas libres, de ningún modo afectadas por el género humano.
La historia de Oldorando, considerada como una unidad, tenía también sus especialistas, interesados sobre todo en los procesos. Éstos seguían las vidas entrelazadas de los individuos sólo de un modo general.
Cuando los ojos del Avernus se dirigieron por vez primera hacia Oldorando –o Embruddock, como se llamaba entonces– era poco más que una fuente termal en el punto donde dos ríos confluían. Alrededor de la fuente se alzaban unas pocas torres bajas en medio de un inmenso desierto de hielo. Incluso entonces, en aquellos primeros años de las investigaciones del Avernus, era evidente que ese lugar, estratégicamente situado, tenía un gran potencial de crecimiento para cuando el clima mejorara.
Ahora, Oldorando era tan grande y populosa como ningún miembro de las seis familias había visto antes. Como cualquier organismo vivo, se dilataba cuando el clima era favorable y se contraía cuando era adverso.
Pero, en lo que se refería a la gente del Avernus, la historia no había hecho más que comenzar. Guardaban sus registros, transmitían un flujo constante de información hacia la Tierra; se estimaba que las transmisiones actuales llegarían allí en el año 7877. Las capas de la biosfera heliconiana y su reacción al cambio a lo largo del Gran Año sólo podrían ser comprendidas una vez estudiados al menos dos ciclos completos.
Los investigadores podían extrapolar; podían formular hipótesis inteligentes; pero no podían imaginar el futuro, como tampoco podía saber el rey JandolAnganol lo que ocurriría esa misma tarde.
Sayren Stund no estaba de tan buen humor desde antes de que muriera su hija mayor. Antes de los acontecimientos de esa tarde, destinados a humillar aún más a JandolAnganol, Stund tomó una ligera ración de gout de Dorzin y reunió al círculo más íntimo de sus consejeros para que comprendieran lo inteligente que él había sido.
–Por supuesto, nunca tuve la intención de colgar al rey JandolAnganol –informó a los consejeros–. La amenaza de ejecución sólo estaba destinada a reducirlo, como bien dijo ese Otro que es su hijo, a la mera condición de un hombre desnudo e indefenso. Él cree que puede hacer lo que quiera. No es así.
Cuando terminó de hablar, su primer ministro se puso de pie para hacer un discurso de agradecimiento a su majestad.
–Apreciamos particularmente la humillación de un monarca que civiliza a los phagors y los trata casi como si fueran humanos. Nosotros, en Oldorando, no podemos ni debemos dudar que los seres de dos filos son animales y no otra cosa. Tienen aspecto de animales. Y si bien es cierto que hablan, también lo hacen los preets y los loros.
“Pero, al contrario que estos últimos, los phagors son hostiles a la humanidad desde siempre. No sabemos de dónde han venido. Según parece nacieron durante el último período glaciar. Pero sí sabemos, y esto es lo que ignora el rey JandolAnganol, que estos formidables advenedizos deben ser erradicados; primero de la sociedad humana, y luego de la faz del mundo.
“Padecemos aún la indignidad de ver en nuestro parque a las bestias de JandolAnganol. Prevemos que, después de los acontecimientos de esta tarde, una vez más podremos demostrar al rey Sayren Stund nuestra gratitud por librarnos para siempre de esa manada de bestias, y del jefe de esa manada.”
Todos, incluido Sayren Stund, aplaudieron. Las palabras del ministro eran un eco de las suyas propias.
A Sayren Stund le encantaba esta obsecuencia. Pero no era un tonto. Necesitaba la alianza con Borlien, pero quería asegurarse de ser el socio principal. Esperaba, además, que los entretenimientos de esa tarde impresionaran también a la nación con la que estaba incómodamente aliado, Pannoval. Se proponía desafiar el monopolio militar y religioso del C'Sarr, mediante la provisión de una filosofía básica para el impulso pannovalano de destruir a los seres de dos filos. Después de hablar con SartoriIrvrash, pensó que el sabio era la persona más indicada para proporcionar esa filosofía.
Había hecho un arreglo con SartoriIrvrash. A cambio de su discurso de la tarde y de la destrucción de la autoridad de JandolAnganol, Sayren Stund había liberado a Odi Jeseratabahr de la embajada sibornalesa, a pesar de las quejas de sus competidores. Prometió a SartoriIrvrash y a Odi la seguridad de su corte, donde podrían vivir y trabajar en paz. El arreglo fue recibido con júbilo por ambas partes.
El calor de la mañana había abrumado a muchas de las personas presentes en la corte; noticias llegadas al palacio hablaban de cientos de muertes provocadas por ataques cardíacos. En consecuencia, el espectáculo vespertino se llevaría a cabo en los jardines reales, donde chorros de agua jugaban con el follaje y delicados velos suspendidos de los árboles creaban una agradable sombra.
Cuando se reunieron los distinguidos miembros de la corte y de la Iglesia, Sayren Stund apareció con la reina tomada de su brazo y su hija unos pasos más atrás. Cubriéndose los ojos, buscó a JandolAnganol. Milua Tal lo vio primero y corrió a su lado. Estaba debajo de un árbol, con su armero real y dos capitanes.
–No se puede negar que es osada –murmuró Sayren Stund. Había hecho entregar a JandolAnganol una carta en la que se disculpaba por haberlo hecho encarcelar, pero explicando a la vez que todas las evidencias estaban en su contra. Ignoraba que Bathkaarnet–ella había enviado una nota mucho más directa donde manifestaba su pena por el incidente y llamaba a su marido “estrangulador de amores”.
Una vez que su majestad se hubo instalado en su trono, sonó un gong y apareció Crispan Mornu, vestido de negro, como siempre. Evidentemente, el ministro de los Rollos, Kimon Euras, se hallaba demasiado fatigado por sus actividades de la mañana para hacer nada más. Crispan Mornu estaba a cargo de todo.
Ascendió a la plataforma erigida en mitad del césped, se inclinó ante el rey y la reina, y habló en esa voz que tenía tanto atractivo –según comentara un cortesano con agudeza– como la vida sexual de un verdugo.
–Esta tarde nos ocupa un acontecimiento poco común. Asistiremos a la presentación de un descubrimiento de historia y filosofía natural. En las últimas generaciones, nosotros, que nos contamos entre las naciones ilustradas, hemos llegado a comprender por qué la historia de nuestras culturas es, en el mejor de los casos, intermitente. Esto se debe a nuestro Gran Año de 1.825 años pequeños, y no a las guerras, como decían los ignorantes. El Gran Año incluye un período de intenso calor y varios siglos de frío terrible. Ambos son castigos del Todopoderoso por los pecados de la humanidad. Cuando el frío dura tanto tiempo, es difícil mantener la civilización.
“Ahora escucharemos a una persona que ha logrado ver a través de estas discontinuidades y nos trae noticias de asuntos remotos que, sin embargo, nos conciernen muy de cerca. En particular se refieren a nuestra relación con esas bestias que el Todopoderoso nos ha enviado para ponernos a prueba: los phagors.”
“Os pido a todos, nobles señores, que escuchéis con atención al sabio SartoriIrvrash.”
Unos aplausos lánguidos y de cortesía pasaron por encima del césped. En general, se preferían en la corte la música y los cuentos obscenos a los esfuerzos intelectuales.
Cuando los aplausos murieron, SartoriIrvrash se adelantó. Alisó sus patillas con un gesto característico y miró furtivamente a izquierda y derecha, pero no parecía nervioso. Junto a él estaba Odi Jeseratabahr, vistiendo un chagirack floreado. Se había repuesto de las heridas causadas por los assatassi y parecía alerta. En la forma con que contempló a las personas reunidas perduraba en gran parte su arrogancia uskuti. Su expresión era más suave cuando miraba a SartoriIrvrash.
Este último se cubría la calva con un gorro de hilo. Antes de hablar depositó sobre la mesa unos libros que traía. La magistral serenidad con que comenzó, de ningún modo traicionaba la consternación que había de sembrar.
–Agradezco a su majestad, el rey Sayren Stund, el amparo que me ha dado en la corte de Oldorando. En mi larga vida he sufrido numerosas vicisitudes, y ni siquiera aquí me he visto libre de los problemas creados por los enemigos del conocimiento. Con harta frecuencia, quienes odian el conocimiento son precisamente las mismas personas que tienen más posibilidades de difundirlo.
“Durante muchos años fui canciller del rey VarpalAnganol, y luego de su hijo, quien osa estar presente aquí a pesar de su encuentro con la justicia esta mañana. El rey me expulsó injustamente de mi cargo. Durante mis años en Matrassyl, recopilé un estudio sobre nuestro mundo titulado “El Alfabeto de la Historia y la Naturaleza”, donde intentaba distinguir entre mitos y realidades. De esto hablaré ahora.”
“Cuando fui separado de mi cargo, todos mis papeles fueron quemados, destruyéndose así el trabajo de toda una vida. Pero no consiguieron destruir el conocimiento que llevo en mi cabeza. Con éste, con los estudios realizados desde entonces, y en particular, con la ayuda de la señora que me acompaña, Odi Jeseratabahr, Monja Almirante de la flota de Sibornal, he llegado a saber muchas cosas que en otro tiempo eran un misterio.”
“Y hay uno en particular, de orden cosmológico, que está estrechamente vinculado con nuestras vidas cotidianas. Toleradme a pesar del calor, porque intentaré ser tan conciso como sea posible, aunque se me ha dicho que pocas veces lo consigo.”
Echó a reír y miró a su alrededor. Todo el mundo lo miraba con atención, fuera esto real o fingido. Alentado, continuó:
–Espero que mis palabras no ofendan a nadie. Hablo convencido de que los hombres aman la verdad por encima de todas las cosas.
“Estamos tan atados a nuestras preocupaciones humanas que rara vez tenemos en cuenta los asuntos del planeta. Este es más asombroso de lo que podemos creer. Está lleno de vida. Sea cual fuere la estación, abunda en todas partes, de polo a polo. Infinitos rebaños de flambregs, compuesto cada uno por millones de bestias, recorren sin cesar el vasto continente de Sibornal. Esa visión es inolvidable. ¿De dónde vienen esos seres? ¿Cuánto tiempo hace que están allí? No tenemos respuesta para esas preguntas. Sólo podemos permanecer mudos de admiración.”
“Sería posible desentrañar los secretos de la antigüedad si tan sólo acabáramos con las guerras. Si todos los reyes tuvieran la sabiduría de Sayren Stund.”
Se inclinó hacia el rey de Oldorando, quien sonrió, sin saber lo que se avecinaba. Hubo algunos aplausos dispersos.
–Cuando la vida era pacífica en la corte de Matrassyl, tuve el privilegio de gozar de la compañía de MyrdemInggala, a quien sus súbditos llamaban “reina de reinas”, aunque sólo porque no conocían a la reina Bathkaarnet–ella, y de su hija TatromanAdala. Tatro tenía una colección de cuentos de hadas que yo acostumbraba leerle. Aunque, como ya he dicho, todos mis papeles fueron destruidos, los cuentos de hadas de Tatro se conservaron, incluso cuando su cruel padre la desterró a la costa. Tenemos aquí una copia del libro de Tatro.
En ese momento, Odi alzó solemnemente el libro para que todos pudieran verlo.
–En el libro de cuentos de Tatro hay uno llamado “El Ojo de Plata”. Lo he leído muchas veces sin percibir su significado profundo. Sólo después de largos viajes pude comprender su evasiva verdad. Tal vez porque los rebaños de flambregs me parecieron primitivos seres de dos filos.
Hasta ese momento, las palabras de SartoriIrvrash, despojadas de su antigua pedantería, mantenían al auditorio atento y silencioso. Muchos de los presentes eran organizadores de drumbles, y odiaban a los phagors; ante la expresión “seres de dos filos”, demostraron gran interés.
–En el cuento del Ojo de Plata se habla de un ser de dos filos. Es una gillot. Es la consejera del rey de un país mítico, Ponpt. No tan mítico, en realidad: Ponpt, ahora llamado Ponipot, existe todavía, al oeste de las Montañas de la Barrera. Esa gillot era superior al rey, y le proporcionaba la sabiduría con que él gobernaba. Él dependía de ella como un hijo de su madre. Al final del cuento, el rey mata a la gillot.
“El Ojo de Plata es un cuerpo como un sol, aunque plateado, que sólo brilla por la noche. Como una estrella próxima que no da calor. Cuando la gillot muere, el Ojo de Plata se aleja y desaparece para siempre.”
“¿Qué significaba todo esto?, me pregunté. ¿Cuál era el sentido del cuento?”
Se inclinó en su estrado, encorvando los hombros y señalando al auditorio, ansioso por responder a sus preguntas.
–Hallé la clave del problema mientras estaba en una nave uskuti. La nave se encontraba en una zona de calma, en los estrechos de Cadmer. Odi, esta señora, y yo descendimos en la isla Gleeat, donde logramos capturar una gillot salvaje de pelaje negro. Las hembras de esta especie tienen, como preludio de su época de celo, un flujo menstrual que dura un día. A causa de mi aversión por esta raza, no conozco el idioma Nativo y ni siquiera el Hurdhu; pero logré descubrir la expresión con que la gillot denominaba su período: era "tennhrr". ¡Esa era la clave! Os ruego que me perdonéis si el tema os parece demasiado procaz.
“En mis estudios, destruidos por el gran rey JandolAnganol, yo había observado que incluso los phagors conservan una o dos leyendas. No se puede esperar que tengan mucho sentido. Una leyenda, en particular, afirma que Heliconia tuvo antes un astro hermano que giraba en torno del planeta, así como Batalix gira en torno de Freyr. Ese astro hermano desapareció cuando llegó Freyr, y entonces apareció la humanidad. Así dice la leyenda. Y, en Nativo, el nombre de ese astro hermano es T'Sehnn–Hrr.”
“¿Por qué, virtualmente, "tennhrr" y "T'Sehnn–Hrr" son una misma palabra? Ésa es la pregunta que me formulé.”
“El tennhrr de una gillot ocurre diez veces en un año pequeño, cada seis semanas. Por lo tanto, podemos suponer que ese ojo o luna del cielo servía como un mecanismo que medía el tiempo de los períodos. Pero si realmente hubo una luna llamada T'Sehnn–Hrr, ¿giraba en torno a Heliconia una vez cada seis semanas? ¿Cómo determinar algo ocurrido hace tanto tiempo que la historia humana no registra?”
“La respuesta está en el cuento de Tatro.”
“Según ese cuento, el Ojo de Plata se abría y cerraba. Eso significa, posiblemente, que se volvía más grande o más pequeño según la distancia a que se hallaba, como Freyr. Estaba totalmente abierto diez veces por año. Así era. Diez veces, de nuevo. Las piezas del rompecabezas se ajustaban.”
“¿Comprendéis la conclusión inevitable a la que debía llegar?”
Mirando al auditorio, SartoriIrvrash vio que, en realidad, muchos no comprendían. Esperaban cortésmente a que terminase. El ex canciller oyó que su voz se convertía en un grito.
–En un tiempo, este mundo nuestro tuvo una luna, una luna plateada, que se perdió en algún momento debido a algún trastorno en el cielo. Se alejó, y no sabemos cómo. Esa luna se llamaba T'Sehnn–Hrr; T'Sehnn–Hrr es un nombre phagor.
Estudió sus notas y conversó brevemente con Odi, mientras sus oyentes se movían en los asientos. Continuó su discurso con una nota de aspereza en su voz.
–¿Por qué la luna tenía sólo un nombre phagor? ¿Por qué no hay registro humano de ese astro desaparecido? La respuesta nos introduce en los laberintos y dificultades de la antigüedad.
“Porque cuando lo pensé, encontré esa luna ausente. No en el cielo, sino brillando en nuestro lenguaje cotidiano. ¿Cómo se divide nuestro calendario? Ocho días hacen una semana; seis semanas, un décimo; diez décimos, un año de 480 días... Jamás nos preocupamos por estas cosas. Jamás nos preguntamos por qué un décimo se llama un décimo, puesto que hay diez de ellos en un año.”
“Pero ésta no es toda la verdad. Nuestra palabra décimo evoca el tiempo en que el Ojo de Plata estaba abierto, en que esa luna estaba llena. Y es así porque la humanidad adoptó la palabra phagor "Tennhrr". "Décimo", que es "T'Sehnn–Hrr".”
El murmullo de la concurrencia crecía. Sayren Stund parecía evidentemente incómodo. Pero SartoriIrvrash alzó el libro de cuentos de Tatro y pidió silencio. Estaba tan absorto en su tema que no vio la trampa que se abría a sus pies.
–La conclusión es la siguiente, amigos míos. Aquí está, entre vosotros, el rey JandolAnganol, y también él debe oír la verdad, porque durante largo tiempo ha alentado a esos nocivos seres inhumanos a vivir en sus territorios.
Pero ya nadie estaba interesado en JandolAnganol. Las miradas de furia se volvían hacia el ex canciller.
–Esa conclusión es evidente e inevitable. La raza de dos filos, a la que atribuimos muchas de nuestras dificultades humanas, no es una raza de invasores recientes, como los Driats. No. Es una raza antigua. En un tiempo cubrió toda Heliconia, así como los flambregs cubren las regiones circumpolares.
“Los phagors no emergieron del último Invierno Fantasma, como lo llaman los sibornaleses. No. Esa noción se funda en la ignorancia. El cuento de hadas dice la verdad. Los phagors son muy anteriores a la humanidad.”
“Estaban en Heliconia antes de que apareciera Freyr, y es probable que mucho antes. La humanidad llegó después. La humanidad dependía de los phagors. La humanidad aprendió el lenguaje de los phagors, y todavía emplea palabras de ellos. "Khmir" es la palabra en Nativo para "celo". Incluso la palabra "Heliconia" es un viejo término phagor.”
JandolAnganol no pudo oír sus últimas palabras. Aquel argumento hería tanto su sensibilidad religiosa que entró en una especie de trance, abriendo la boca de tal modo que más parecía un pez que un águila.
–¡Mentira! ¡Blasfemia! ¡Herejía! –gritó. La palabra blasfemia fue repetida por otras voces. Sayren Stund ordenó a sus guardias que cuidasen que el rey de Borlien no interrumpiera otra vez. Hombres robustos rodearon a JandolAnganol y a sus capitanes, con las espadas desenvainadas. Comenzaron los forcejeos.
SartoriIrvrash alzó la voz.
–No veáis vuestra gloria disminuida por la verdad. Los phagors nos precedieron. Eran la raza dominante y probablemente trataron a nuestros ancestros como animales hasta que se rebelaron contra ellos.
–¡Escuchadlo! ¿Quién se atreve a decir que este hombre está equivocado?–gritó la reina Bathkaarnet–ella. Su marido la golpeó en la boca.
El tumulto iba en aumento. La gente gritaba o se ponía de rodillas para rezar. Aparecieron más guardias mientras algunas mujeres de la corte intentaban huir. Una pelea estalló en torno a JandolAnganol. Voló la primera piedra. SartoriIrvrash, blandiendo su puño, continuó hablando.
En aquella muchedumbre cortesana, ahora conmovida por la furia, había al menos un frío observador: Alam Esomberr. Estaba distanciado del drama humano. Incapaz de recibir de los acontecimientos emociones profundas, sólo extraía diversión de sus efectos.
Los que estaban en la Tierra, muy alejada en el tiempo y en el espacio, contemplaban con mucho menos distanciamiento la escena que se desarrollaba en el jardín del rey Sayren Stund. Sabían que SartoriIrvrash, en general, decía la verdad, aunque algunos detalles fueran incorrectos. Sabían también que los hombres no aman la verdad por encima de todas las cosas, como él afirmaba. Era preciso luchar a cada momento por ella, porque constantemente se perdía. La verdad podía alejarse como el Ojo de Plata, y no ser vista nunca más.
Ningún ser humano había presenciado la desaparición de T'Sehnn–Hrr. Los cosmólogos del Avernus y de la Tierra habían reconstruido el hecho, y creían comprenderlo. En los tremendos espasmos que sacudieran al sistema ocho millones de años terrestres antes, las fuerzas gravitacionales de la estrella ahora llamada Freyr, con una masa 14.8 veces superior a la del Sol, habían arrancado a T'Sehnn–Hrr de la atracción de Heliconia.
Los cálculos indicaban que T'Sehnn–Hrr tenía un radio de 1.252 Km, en tanto que el de Heliconia era de 7.723. Era dudoso que el satélite hubiera podido tener vida.
Lo único seguro era que los acontecimientos de esa época habían estado tan cerca de la catástrofe que habían permanecido impresos en la mente eotemporal de los phagors. El cielo se había desplomado, y nadie había podido olvidarlo.
Para los habitantes de la Tierra, lo más impresionante era que Heliconia hubiese sobrevivido incluso a la pérdida de su luna, y a los factores cosmológicos de esa pérdida.
–Sí, lo sé. Esto suena a sacrilegio, y lo siento –gritó SartoriIrvrash mientras Odi se acercaba a él y el desorden aumentaba–. La verdad debe ser dicha y escuchada. Los phagors fueron en un tiempo la raza dominante, y volverán a serlo si se les permite vivir. Los experimentos que he realizado demuestran, según creo, que las divinidades genéticas crearon a la humanidad a partir de los Otros, esos mismos Otros que, antes del trastorno, eran los animales domésticos de los phagors. La humanidad se desarrolló a partir de los Otros, como los phagors de los flambregs. Y si los phagors se desarrollaron a partir de los flambregs, también pueden volver a cubrir la tierra. Aún están esperando, con sus kaidaws, en el Alto Nktryhk, el momento de la venganza. No nos quieren. Preparaos, por lo tanto. Aumentad los drumbles. Intensificadlos. Los seres de dos filos deben ser destruidos en el verano, cuando la humanidad es fuerte. ¡Cuando vuelva el invierno los salvajes Kaidaws retornarán!
“Una última palabra. No debemos gastar energía en pelearnos unos contra otros. Debemos luchar contra el enemigo más antiguo, y contra los humanos que lo protegen.”
Pero los humanos ya estaban peleando entre sí. Los miembros más religiosos del auditorio eran a menudo aquellos que, como Crispan Mornu, llevaban a cabo los drumbles. Se hallaba allí un extraño que ofendía sus más profundos principios religiosos y azuzaba sus instintos de violencia. El que arrojó la primera piedra fue atacado por su vecino. El aire del jardín se había llenado de proyectiles. La primera daga no tardó en hender carne. Un hombre corrió entre los setos de flores y cayó de bruces, sangrando. Las mujeres gritaron. La lucha se generalizó a medida que aumentaron furias y temores. El recinto entoldado se vino abajo.
Mientras Alam Esomberr abandonaba con sigilo la escena, una guerra en miniatura se representaba en los jardines del palacio.
El artífice de aquella conmoción estaba estupefacto. Era increíble la forma en que la gente respondía ante la erudición. ¡Idiotas! Una piedra fue a estrellarse contra su boca, derribándolo.
Odi Jeseratabahr, llorando, se echó encima de SartoriIrvrash, tratando de protegerlo de las piedras.
Fue arrastrada a un lado por un grupo de monjes que, tras golpearla, comenzaron a patear al ex canciller. Al menos ellos se negaron a oír el nombre de Akhanaba mancillado.
Crispan Mornu, temiendo que la situación escapase a su control, avanzó y levantó los brazos, abriendo las negras alas de su keedrant. Fue rasgado por un sable. Odi se dio vuelta y echó a correr, pero una mujer se aferró a sus ropas y se encontró enseguida luchando para salvar su vida entre una docena de mujeres enfurecidas.
Creció el tumulto; un tumulto que en menos de una hora trascendía a la ciudad. Los mismos monjes propagaron el clamor. No tardaron en salir de los límites del palacio, manchados de sangre y cargando sobre sus cabezas los maltrechos cadáveres de SartoriIrvrash y su compañera sibornalesa, gritando a su paso: “¡La blasfemia ha muerto! ¡Viva Akhanaba!”.
Tras la reyerta en los jardines se produjo una desbandada hacia las calles, donde los forcejeos continuaron, mientras los cuerpos inertes desfilaban a través de la avenida Wozen antes de ser por fin arrojados a los perros. Luego se hizo un terrible silencio. Incluso el Primer Phagor en el parque parecía estar a la espera.
El plan de Sayren Stund había fracasado.
SartoriIrvrash sólo pretendía ser vengado en su ex amo y asesinar al Primer Phagor. Ésa era su meta consciente.
Su amor por el conocimiento en sí y el odio a sus semejantes lo habían traicionado. No había logrado comprender a su público. En consecuencia, la fe religiosa entró en una crisis intolerable; y todo ello en la víspera de la llegada a Oldorando del emperador del Sacro Imperio Pannovalano, el gran C'Sarr Kilandar IX, para bendecir a los creyentes con la unción de Akhanaba...
Las palabras más vivas son las que surgen de los mártires muertos. Los monjes, sin proponérselo, propagaron las herejías de SartoriIrvrash, y éstas encontraron terreno fértil donde germinar. En pocos días, los mismos monjes eran blanco de ataques.
Lo que enfureció a las masas fue algo que ni el mismo SartoriIrvrash llegó a percibir: el cariz de sus revelaciones. Sus oyentes se conectaban mediante su fe; en la que SartoriIrvrash era incapaz de creer.
Sentían ahora que el rumor, largo tiempo silenciado por la Iglesia, emergía ante ellos en toda su desnudez. Toda la sabiduría del mundo había existido siempre. Akhanaba era un phagor; y ellos, así como sus padres antaño, habían pasado toda la vida adorando a uno de esos seres de dos filos. Le habían estado rezando a la misma bestia que perseguían. “No preguntes, pues, si soy hombre o animal o piedra”, decían las escrituras. Ahora el enigma se desplomaba frente al hecho banal. Su vanagloriado dios, el mismo sobre el que se había sustentado el sistema político, era un phagor.
¿Qué debía ahora rechazar la gente para hacer tolerables sus vidas: la verdad intolerable o su intolerable religión?
Incluso los servidores de palacio descuidaban sus obligaciones preguntándose unos a otros:
–¿Somos acaso esclavos de esclavos?
La crisis espiritual crecía entre sus señores. Esos señores daban por sentado que eran los amos de su mundo. Repentinamente su planeta se había convertido en otro lugar, un lugar en donde eran casi unos recién llegados y, por añadidura, de humilde origen.
Hubo acalorados debates. Muchos fieles desestimaban por completo las hipótesis de SartoriIrvrash, pretendiendo que eran un mero tejido de mentiras. Pero, como siempre ocurre en situaciones similares, otros las apoyaban y las enriquecían, llegando a veces a afirmar que siempre habían sabido la verdad. El malestar se acrecentaba.
Sayren Stund sentía por su fe un interés meramente práctico. Ésta no era para él una cosa viva, como para JandolAnganol. Sólo le importaba en tanto y en cuanto operaba como una especie de aceite que facilitaba su poder. De pronto, todo estaba en tela de juicio.
El infortunado rey de Oldorando pasó el resto de la tarde encerrado en las habitaciones de su esposa, mientras los preets revoloteaban en torno a su cabeza. De tanto en tanto enviaba a Bathkaarnet–ella a que intentara averiguar dónde podía encontrarse Milua Tal, o recibía mensajeros que le hablaban de tiendas asaltadas o de alguna disputa en un antiguo monasterio.
–No tenemos soldados –gemía Sayren Stund.
–Ni fe –respondía su esposa, con cierta complacencia–. Y necesitas ambas cosas para poner orden en esta ciudad terrible.
–Y supongo que JandolAnganol habrá huido para evitar que lo maten. Debería haberse quedado a ver la ejecución de su hijo.
Esa idea lo mantuvo contento hasta el atardecer, cuando llegó Crispan Mornu. El aspecto del asesor demostraba que aún poseía insospechadas reservas de coraje. Se inclinó ante su soberano y dijo:
–Si mi diagnóstico de esta confusa situación es correcto, majestad, ya no es JandolAnganol el tema central. Ahora el centro es la misma religión. Debemos esperar que el deplorable discurso de esta tarde sea olvidado muy pronto. Los hombres no soportarán mucho tiempo la idea de estar por debajo de los phagors.
“Ésta podría ser la oportunidad para eliminar por completo a JandolAnganol. Según la ley canónica, aún no se ha divorciado, y esta mañana hemos expuesto sus pretensiones a la luz de la realidad. Ya no cuenta con ningún apoyo.”
“Por lo tanto, deberíamos expulsarlo de la ciudad antes de que pueda hablar con el Santo C'Sarr, tal vez por intermedio de Esomberr o de Ulbobeg. El C'Sarr tendrá que enfrentar un asunto más importante, el problema de la crisis espiritual. También podríamos resolver apropiadamente el problema del matrimonio de tu hija.”
–Ya sé lo que quieres decir, Crispan –gorjeó Bathkaarnet–ella. Mornu, con su estilo oblicuo, había recordado a su majestad que convenía casar de inmediato a Milua Tal con el príncipe Taynth Indredd de Pannoval; de ese modo se podría lograr un control religioso más firme de Oldorando.
Crispan Mornu no demostró haber oído la observación de la reina.
–¿Qué harás, majestad?
–Oh, creo que tomaré un baño...
Crispan Mornu extrajo un sobre de las profundidades de su negra túnica.
–El informe de Matrassyl de esta semana sugiere que muchos problemas pueden agudizarse en breve. Unndreid el Martillo, el Azote de Mordriat, ha muerto a consecuencia de una caída de su hoxney durante una escaramuza. Mientras amenazaba a Borlien, en la capital se mantenía cierta unidad. Pero ahora, con Unndreid muerto y JandolAnganol lejos... –Dejó caer la frase y sonrió con expresión cortante.– Ofrece a JandolAnganol un barco veloz, majestad; dos si es preciso, para que tanto él como su guardia phagor desciendan al Valvoral lo antes posible. Es probable que acepte. Dile que la situación aquí es incontrolable, y que sus queridas bestias deben abandonar la ciudad o sufrirán una masacre. Él se enorgullece de aceptar las circunstancias. Nos ocuparemos de que así sea.
Sayren Stund secó su frente y meditó. JandolAnganol nunca aceptará de mí tan buen consejo. Será mejor que se lo transmitan sus amigos.
–¿Sus amigos?
–Sí, sí; sus amigos de Pannoval, Alam Esomberr y ese despreciable Guaddl Ulbobeg. Haz que vengan mientras yo me baño. –Dirigiéndose a su esposa, agregó: ¿Quieres venir y gozar de esa voluptuosa visión, querida?
La muchedumbre estaba en acción. Desde el Avernus se podía ver cómo se concentraba. Oldorando estaba llena de manos ociosas. Siempre era bien recibida la oportunidad de hacer daño. La gente salía de las tabernas, donde sus manos permanecían ociosas. Recogían palos, se aproximaban a las tiendas y las rodeaban. Se reunían afuera de las iglesias, donde habían estado mendigando. Fluían de los hoteles, los prostíbulos y los lugares de culto, sólo por participar en cualquier cosa que estuviese ocurriendo.
Algún hrattock había dicho que eran inferiores a los phagors. Esas palabras eran un desafío. ¿Dónde estaba ese hrattock? Quizá fuera ese slanje que estaba hablando allí...
Muchos observadores del Avernus consideraban con desprecio las peleas y los pretextos para esas peleas. Otros, que pensaban con mayor profundidad, veían otro aspecto del asunto. Por primitiva que fuera la situación creada por SartoriIrvrash, tenía un paralelo a bordo de la Estación Observadora Terrestre. Y allí ningún motín la resolvería.
“Creencia: algo que no dura.” Así decía el tratado “Acerca de la prolongación de una estación climática de Heliconia más allá del tiempo de una vida humana”. La creencia en el progreso tecnológico que inspiraba la construcción del Avernus, se había convertido en una trampa para sus tripulantes a lo largo de las generaciones, así como se había convertido en una trampa esa acumulación de creencias que era el culto de Akhanaba.
Fiados en un quietismo introspectivo; quienes comandaban el Avernus no veían cómo escapar de esa trampa. Temían el cambio que más necesitaban. Aunque su actitud era condescendiente con las sucias personas que corrían por la calle del Ganso y por la avenida Wozen, esas sucias personas tenían una esperanza de la que ellos carecían. Exacerbado por la bebida y la pelea, el hombre de la calle del Ganso podía usar sus puños o gritar ante las puertas de la catedral. Podía sentirse confundido pero no sufría el sentimiento de vacuidad que sentían los asesores de las seis familias. "Creencia: algo que no dura." Era verdad. La fe había muerto en el Avernus, dando paso a la desesperación.
Los individuos desesperan; no los pueblos. Mientras los superiores contemplaban lo que ocurría en Heliconia, y transmitían desganadamente a la Tierra escenas de confusión que parecían reflejar su propia futilidad, en la estación se estaba gestando un nuevo partido.
Ese partido ya se daba a sí mismo el nombre de Partido de Aganip. Sus miembros eran jóvenes e intrépidos. Sabían que no tenían posibilidad alguna de retornar a la Tierra ni –como había demostrado en forma concluyente el reciente ejemplo de Billy Xiao Pin– de vivir en Heliconia. Pero sí había una oportunidad para ellos en Aganip. Ocultándose de las cámaras que todo lo miraban, acumulaban provisiones y se preparaban para apoderarse de una pequeña nave auxiliar que podía transportarlos al desierto planeta. En sus corazones ardía una esperanza tan viva como la que podían observar en la calle del Ganso.
La noche se tornó algo más fresca. Hubo otro temblor de tierra, pero entre la excitación general pasó casi inadvertido.
Reconfortado por su baño, después de haber comido bien, el rey Sayren Stund se sentía preparado para recibir a Alam Esomberr y al anciano Guaddl Ulbobeg. Se acomodó en un diván y llamó a su esposa a su lado para crear un cuadro atractivo, antes de convocar a los dos hombres.
Se hicieron todas las cortesías del caso, y una esclava sirvió vino en vasos ya repletos de hielo de Lordryardry.
Guaddl Ulbobeg usaba un charfrul ligero y un cinturón eclesiástico. Entró de mala gana, y la presencia de Crispan Mornu lo contrarió aún más. Sentía que su posición era peligrosa, y lo demostraba con nerviosismo.
Por el contrario, Alam Esomberr estaba excesivamente alegre. Vestido de manera impecable, como era su costumbre, se acercó al diván del rey y besó su mano y la de su esposa con el aire de quien es inmune a las bacterias.
–Verdaderamente, majestad, el espectáculo que nos has ofrecido esta tarde ha sido magnífico. Mis felicitaciones. ¡Con cuánta elocuencia ha hablado ese pícaro ateo! Por supuesto, las dudas no han hecho más que profundizar nuestra fe. De todos modos, es un curioso giro de la fortuna que el aborrecible rey JandolAnganol, defensor de los phagors, que hoy mismo podría haber sido considerado digno de la pena de muerte, parezca esta noche un heroico protector de los hijos de Dios.
Sonrió cordialmente y se volvió hacia Mornu para ver hasta qué punto éste se divertía.
–Eso es una blasfemia –respondió Crispan Mornu, con su voz más negra.
Esomberr asintió sin dejar de sonreír.
–Ahora que Dios tiene una nueva definición, seguramente debe de haber también una nueva definición de blasfemia. La herejía de ayer, señor, se ve hoy como el camino de la verdad, que debemos seguir con el paso más ágil posible...
–No sé por qué estás tan feliz –se quejó Sayren Stund–. Pero me aprovecharé de tu buen humor. Deseo pediros a ambos un favor. Mujer, sirve más vino.
–Haremos todo lo que su majestad ordene –dijo Guaddl Ulbobeg con aire ansioso.
El rey se irguió en su asiento, metió su estómago, y dijo con cierta pompa:
–Os daremos los medios para que persuadáis al rey JandolAnganol a abandonar de inmediato nuestro reino, antes de que pueda inducir al matrimonio a mi pobre hija Milua Tal.
Esomberr y Guaddl Ulbobeg se miraron.
–¿Y bien? –dijo el rey.
Guaddl Ulbobeg tosió y luego, como si lo hubiera pensado mejor, volvió a toser.
–¿Puedo atreverme a preguntar a su majestad si ha visto a su hija en las últimas horas?
–En cuanto a mí, estoy bajo el poder del rey de Borlien –agregó Esomberr– debido a una grave indiscreción por mi parte. Es una antigua indiscreción, imperdonable, desde luego, que se refiere a la reina de reinas. De modo que esta tarde el rey de Borlien solicitó nuestra ayuda, nos sentimos obligados...
Examinando el rostro de Sayren Stund, dejó la frase a medio concluir. Ulbobeg continuó:
–Como soy obispo de la Casa del Santo C'Sarr de Pannoval, majestad, y por lo tanto tengo el derecho de actuar en nombre de Su Santidad en ciertas funciones eclesiásticas...
–Y yo –dijo Esomberr– aún tengo en mi poder el decreto de divorcio firmado por la ex reina MyrdemInggala, que debía haber sido entregado al C'Sarr, o a alguno de los representantes de su Casa, hace décimos, con perdón por usar esta palabra ahora funesta...
–Y ambos deseamos no recargar de funciones a Su Santidad –agregó Guaddl Ulbobeg, mostrando alguna complacencia en su voz–, durante esta visita de placer a una nación hermana...
–Habiendo, como hay, asuntos de mayor gravedad...
–Ni incomodar a su majestad con...
–¡Basta! –gritó Sayren Stund–. ¡Al grano de una buena vez! ¡Basta de postergaciones!
–Es precisamente lo que ambos nos dijimos hace unas horas –dijo Esomberr, con su sonrisa más selecta–. Basta de postergaciones, como ha dicho con gran acierto su majestad... Y por tanto, con los poderes delegados en nosotros por nuestros superiores, hemos solemnizado el estado matrimonial entre JandolAnganol y tu bella hija Milua Tal. Fue una ceremonia sencilla, pero conmovedora, y habríamos deseado que sus majestades hubiesen podido estar presentes.
Su majestad se cayó del diván, se incorporó como pudo y rugió:
–Entonces, ¿se casaron?
–Sí, su majestad; están casados –respondió Guaddl Ulbobeg–. Yo oficié la ceremonia y escuché, en nombre de Su Santidad, in absentia, sus votos.
–Y yo fui testigo y sostuve el anillo –dijo Esomberr–. También estaban presentes algunos capitanes del rey de Borlien. Pero ningún phagor. Te doy mi palabra.
–¿Están casados? –repitió Sayren Stund, mirando a tontas y a locas a su alrededor. Y cayó en los brazos de su mujer.
–Ambos anhelábamos cumplimentar a sus majestades –dijo suavemente Esomberr–. Estamos seguros de que la afortunada pareja será muy feliz.
Era el anochecer del día siguiente. La bruma había cedido y las estrellas brillaban en el este. Aún se demoraban en el cielo occidental los colores de una magnífica puesta de Freyr. No había viento, pero los temblores de tierra continuaban.
Su Santidad el C'Sarr Kilandar IX había llegado a Oldorando a mediodía. Kilandar era un anciano de largo pelo blanco, y se fue directo a su cama, en el palacio, para recobrarse de la fatiga del viaje. Mientras reposaba, varios funcionarios, y finalmente el rey Sayren Stund, entre febriles excusas, le informaron del desorden religioso en que encontraría al reino de Oldorando.
Su Santidad escuchó con atención. Declaró, iluminado por su saber, que a la puesta de Freyr celebraría un servicio especial –no en la Cúpula sino en la capilla del palacio– en que se dirigiría a la congregación resolviendo todas sus dudas. Demostraría que era una absoluta falsedad el degradante rumor de que los phagors eran una raza antigua y superior. La voz de los ateos no prevalecerla mientras quedaran fuerzas en su viejo cuerpo.
Ese servicio acababa de dar comienzo. El anciano C'Sarr empezó con voz noble. Casi nadie estaba ausente.
Sin embargo, dos ausentes estaban juntos en el pabellón blanco del Parque del Silbato.
El rey JandolAnganol, en acción de gracias y penitencia, acababa de orar y de flagelarse, y una esclava limpiaba la sangre de su espalda derramando jarras de caliente agua del manantial.
–¿Cómo has podido hacer algo tan cruel, marido mío? –exclamó Milua Tal, mientras irrumpía en la habitación. Estaba descalza y llevaba una traslúcida sacara blanca–. ¿De qué estamos hechos sino de carne? ¿De qué otra cosa querrías estar hecho?
–Hay una separación entre la carne y el espíritu que ambos deben recordar. No pediré que sufras los mismos rituales, pero debes aceptar mis inclinaciones religiosas.
–Pero tu carne es preciosa para mí. Ahora es mi propia carne, y si le haces daño, te mataré. Cuando duermas me sentaré sobre tu cara hasta asfixiarte. –Lo abrazó y se apretó contra él hasta que su túnica comenzó a empaparse. El despidió a la esclava, y besó y acarició a Milua Tal.
–También tu carne joven es preciosa para mí, pero estoy decidido a no conocerte carnalmente hasta que cumplas los nueve años.
–¡Oh, no, Jan! ¡Faltan cuatro décimos enteros! No soy tan frágil... Puedo recibirte sin ninguna dificultad, ya lo verás. –Apretó contra el rey su rostro de flor.
–Cuatro décimos no es mucho tiempo, y esperar no nos hará ningún daño.
Ella se arrojó contra JandolAnganol y lo derribó sobre la cama, luchando y debatiéndose entre sus brazos, y riendo locamente como él.
–¡No voy a esperar, no voy a esperar! Sé todo acerca de qué debe hacer y cómo debe ser una esposa, y pienso serlo en todos los sentidos.
Empezaron a besarse furiosamente. Luego él la apartó riendo.
–Eres una joya fogosa. Esperaremos a que las circunstancias sean más propicias y a que yo consiga alguna especie de paz con tus padres.
–¡El momento más propicio es ahora! –gimió ella. Para consolada, el rey dijo:
–Oye, tengo un pequeño obsequio de bodas para ti. Es casi lo único que poseo en este lugar. Cuando lleguemos a Matrassyl prometo cubrirte de regalos.
Sacó de su cinturón el reloj de tres caras que perteneciera a BillishOwpin, y se lo extendió.
Los números eran:
07:31:15 18:21:90 19:24:40
Milua Tal lo tomó con cierto aire de decepción. Intentó colocárselo en la frente, pero los extremos no llegaban a unirse en la parte posterior de su cabeza.
–¿Cómo hay que usarlo?
–Como una pulsera.
–Está bien. Gracias, Jan. Me lo pondré más tarde. –Dejó caer el reloj y, con un brusco movimiento, se quitó el vestido mojado.– Ahora puedes verme y descubrir que no te engaño.
JandolAnganol empezó a orar, pero no pudo cerrar los ojos mientras Milua Tal bailaba y sonreía con lascivia al ver que el khmir del rey se despertaba. Él corrió hacia ella, la abrazó y la llevó hacia la cama.
–Muy bien, deliciosa Milua Tal. Aquí empieza nuestra vida de casados.
Más de una hora después, una violenta sacudida del suelo interrumpió su éxtasis. Los maderos gemían, una pequeña lámpara cayó al suelo. La cama rechinaba. Se pusieron en pie de un salto, desnudos, y sintieron que el suelo se mecía.
–¿Salimos?–preguntó ella–. El parque se mueve un poco, ¿verdad?
–Espera un instante.
Los temblores se prolongaban. A lo lejos los perros ladraban. Luego todo terminó y hubo un silencio mortal.
En aquel silencio, las ideas trabajaban como larvas en la mente del rey. Pensó en las promesas que había hecho, ahora rotas; en las personas que amaba, traicionadas; en las esperanzas que había tenido..., todas muertas. En nada, ni siquiera en ese cuerpo que yacía ante él, encontraría consuelo.
Su mirada se detuvo en un objeto que había caído sobre la estera que cubría el suelo. Era el reloj que una vez perteneciera a BillishOwpin, ese objeto de una ciencia desconocida que se había abierto paso a través de los décimos de su decadencia.
Con un súbito grito de rabia, saltó y arrojó el reloj por la ventana que daba al norte. Se quedó allí, desnudo, con la mirada fija, como desafiando al objeto a regresar a sus manos.
Tras un momento de terror, Milua Tal se le acercó y posó una mano en su hombro. Sin decir palabra, se asomaron a la ventana para respirar aire fresco.
Hacia el norte brillaba una luz blanca, espectral, que destacaba el horizonte y los árboles. El relámpago danzaba silenciosamente en el centro de esa luz.
–Por la Observadora, ¿qué ocurre? –dijo JandolAnganol, aferrando los hombros delicados de su esposa.
–No te alarmes, Jan. Son las luces del terremoto; brillan y se apagan. Las vemos con frecuencia después de un temblor particularmente violento. Es como una especie de arco iris nocturno.
–¿No hay demasiado silencio? –El rey percibió que no se oía el movimiento de la Primera Guardia Phagor en la vecindad, y de pronto sintió temor.
–Yo escucho algo... –Milua Tal corrió hacia la ventana opuesta y gritó: – ¡Jandol! ¡Mira! ¡El palacio!
Él se acercó y miró. En el extremo opuesto de la plaza de Loylbryden, el palacio ardía. Toda la fachada de madera estaba en llamas, y densas volutas de humo subían hacia las estrellas.
–El temblor debe de haber provocado un incendio. Vamos a ver si podemos ayudar... Pronto, pronto... ¡Pobre madre! –Su voz de paloma vibraba.
Horrorizados, ambos se vistieron y salieron. No había phagors en el parque, pero cuando cruzaron la plaza los vieron.
La Primera Guardia Phagor, armada, custodiaba el palacio en llamas al tiempo que contemplaba, inmóvil, cómo el fuego crecía en intensidad. La gente de la ciudad lo observaba todo desde cierta distancia, sin poder ayudar, contenida por los seres de dos filos.
JandolAnganol intentó penetrar entre las hileras de phagors, pero una lanza le cortó el paso. La comandante phagor Ghht–Mlark Chzarn saludó a su jefe y habló.
–No es posible acercarse a mayor proximidad, señor, es peligroso. Hemos hecho aplicación de llamas a los Hijos de Freyr en ese lugar–iglesia bajo el suelo. Conocimiento llegó a nuestros harneys de que el rey perverso y el rey de la Iglesia pretendían matanza de todos tus servidores de esta Guardia.
–No tenías órdenes. –Apenas podía hablar.– Has matado a Akhanaba..., el dios hecho a tu imagen.
La criatura de profundos ojos rojos llevó a su cráneo una mano de tres dedos.
–En nuestros harneys se han formado órdenes. Muy antiguas. Una vez, este sitio fue la antigua Hrrm–Bhhrd Ydohk... Más palabras...
–Habéis matado al C'Sarr, a Akhanaba... Todo, todo... –Apenas lograba entender lo que decía la gillot, porque Milua Tal aferraba su mano y gritaba a viva voz:
–¡Mi madre, mi madre, mi pobre madre!
–Hrrm–Bhhrd Ydohk una vez antiguo sitio de los seres de dos filos. No dar a Hijos de Freyr.
Él seguía sin comprender. Empujó la lanza, y sacó su propia espada.
–Déjame pasar, comandante Chzarn, o te mataré. Sabía que las amenazas eran inútiles. Chzarn dijo sin emoción:
–No pasar, señor.
–Eres el dios del fuego, Jan... ¡Ordénale que muera! –Mientras chillaba como un loro, Milua comenzó a arañarlo, pero él no se movió. Chzarn estaba concentrada en explicar alguna cosa, y luchó con las palabras antes de poder decir:
–Antigua Hrrm–Bhhrd Ydohk buen sitio, señor. Las octavas de aire hacen una canción. Antes de que hubiera Hijos de Freyr en Hr–Ichor Yhar. En el antiguo tiempo de T'Sehnn–Hrr.
–¡Pero ahora es el presente, el presente! ¡Vivimos y morimos en el presente, gillot! –Pensó en luchar, pero fue incapaz de hacerlo, a pesar de Milua Tal, que seguía chillando junto a él. Su voluntad fallaba. Las pupilas de sus ojos contraídos ardían como el fuego.
La gillot continuó con su explicación, como si fuera una autómata.
–Aquí seres de dos filos, señor, antes que Hijos de Freyr. Antes de que Freyr diera mala luz. Antes de ida de T'Sehnn–Hrr, señor. Culpas viejas, señor.
O tal vez sólo dijo "cosas viejas". Entre el crepitar dcl incendio era imposible entender. Parte del techo del palacio se derrumbó con gran estruendo, y una columna de fuego se elevó en el cielo nocturno. Los pilares cayeron hacia adelante sobre la plaza.
La muchedumbre lanzó un grito y retrocedió. Entre los espectadores se encontraba AbathVasidol, retrocediendo como los demás, del brazo de un personaje de la embajada sibornalesa.
–El Santo C'Sarr... Todos muertos... –exclamó JandolAnganol con la más profunda aflicción. Milua Tal ocultó su rostro en el costado de su esposo y se echó a llorar–. Todos muertos... Todos muertos...
No intentó consolar ni hacer a un lado a la muchacha. No le interesaba. Las llamas estaban devorando su espíritu. En ese holocausto se consumían sus ambiciones, las mismas ambiciones que el fuego tornaba realizables. Podía ser el amo de Oldorando tanto como el de Borlien; pero en ese incesante cambio de las cosas en sus opuestos, esa enantiodromia punitiva que convertía a un dios en un phagor, JandolAnganol no deseaba ya ese poder.
Sus phagors le habían dado un triunfo, y en él veía claramente su derrota. Su mente voló hacia MyrdemInggala, pero el verano de ambos había terminado, y ese tremendo incendio era el anuncio del otoño.
–Todos muertos –dijo en voz alta.
Una figura se acercó, moviéndose con elegancia entre las filas de la Primera Guardia Phagor, y llegó justo a tiempo para expresar:
–Me alegra decir que no todos.
No obstante querer parecer indiferente, el rostro de Esomberr estaba pálido y temblaba.
–Como nunca he sido muy devoto de Akhanaba, sea éste hombre o phagor, pensé que podía excusarme de asistir a la conferencia de C'Sarr. Fue una afortunada decisión. Y que te sirva de ejemplo, majestad, para que en el futuro no vayas tan seguido a la iglesia.
Milua Tal alzó la vista, con furia, y dijo:
–¿Por qué no corres a ayudar? ¡Mis padres están allí!
Esomberr alzó un dedo.
–Debes aprender a vivir de acuerdo con las circunstancias, como profesa tu marido. Si tus padres han muerto, y sospecho que ésa es una profunda verdad, quizá sea yo el primero en felicitarte por ser la reina de Borlien y Oldorando. Y espero algún privilegio, por haber sido el principal instrumento de tu boda clandestina. Nunca seré un C'Sarr; pero los dos sabéis que mi consejo es bueno. Soy un hombre jovial, incluso en momentos de adversidad como el presente.
JandolAnganol movió la cabeza. Tomó por los hombros a Milua Tal y empezó a apartarla del incendio.
–Nada podemos hacer. Matar a uno o dos phagors no mejorará las cosas. Esperaremos a la mañana. En el cinismo de Esomberr hay cierta verdad.
–¿Cinismo? –preguntó con calma Esomberr–. ¿Acaso tus bestias no se limitan a imitar lo que hiciste con los Myrdólatras? ¿No hay cinismo en el hecho de que te aproveches de ello? Tus phagors te han coronado rey de Oldorando.
En el rostro del rey había escrito algo que Esomberr no podía mirar de frente.
–Si toda la corte ha sido eliminada, entonces, ¿qué puedo hacer sino quedarme, cumplir con mi deber, ocuparme de que la sucesión continúe legalmente, en nombre de Milua Tal? ¿Acaso me alegrará esa tarea, Esomberr?
–Te acomodarás a las circunstancias, espero. Como haría yo. ¿Qué es la alegría?
Se alejaron. Pero la princesa trastabillaba y necesitaba apoyo.
Finalmente, el rey agregó:
–De otro modo, habrá anarquía, o bien Pannoval intentará invadir. Ya sea ésta una ocasión de llanto o de regocijo, parece que existe una buena oportunidad para hacer de nuestros dos reinos uno capaz de enfrentarse a sus enemigos.
–Siempre enemigos... –gimió Milua Tal, invocando a su dios fracasado.
JandolAnganol se volvió hacia Esomberr con expresión de incredulidad.
–Entonces el C'Sarr ha muerto. El C'Sarr...
–A menos que se haya producido una intervención divina, así es. Pero hay también una buena noticia para ti. Quizás el rey Sayren Stund no pase a la historia como el monarca más sabio, pero tuvo un impulso generoso antes de perecer. Probablemente fue inspirado por la madre de tu nueva reina. A su majestad le pareció mal ahorcar al hijo de su nuevo yerno y lo hizo poner en libertad hace alrededor de una hora. Tal vez como un regalo de boda...
–¿Puso en libertad a Robayday? –Su expresión de desconsuelo desapareció por un instante.
Otro sector del palacio se desmoronó. Las altas columnas de madera ardían como cerillas. Más y más habitantes de Oldorando se acercaban en silencio a contemplar el fuego, sabiendo que nunca más volverían a ver una noche como aquélla. Para muchos, de corazón supersticioso, éste era el anunciado fin del mundo.
–Vi cómo se marchaba el muchacho. Salvaje como siempre, o aún más. Una flecha disparada con un arco sería una pobre comparación.
JandolAnganol dejó escapar un gemido.
–Pobre chico, ¿por qué no Volvió junto a mí? Yo había esperado que por fin dejara de odiarme...
–Y ahora estaría haciendo cola para besar las heridas del cadáver de SartoriIrvrash, un pasatiempo muy poco higiénico, por cierto.
–¿Por qué Roba no volvió a mi lado?
No hubo respuesta, pero era evidente. JandolAnganol había estado escondido en el pabellón, en compañía de Milua Tal. Se necesitarían muchos décimos para que salieran a la luz todas las consecuencias de los hechos de ese día; y él tendría que vivir a través de todas ellas.
Como un eco de sus pensamientos, Alam Esomberr dijo:
–¿Puedo preguntar qué te propones hacer con tu famosa Guardia Phagor, que ha cometido esta atrocidad?
El rey le dirigió una dura mirada, y continuó alejándose del incendio.
–¿Puedes decirme tú si la humanidad resolverá alguna vez el problema de los phagors?
EPÍLOGO
Las tropas del Buena Esperanza y el Unión desembarcaron en la costa de Borlien y avanzaron hacia Gravabagalinien, en el oeste, bajo el mando de Io Pasharatid.
Mientras sus fuerzas avanzaban, Pasharatid recogía información acerca de los tumultos que amenazaban Matrassyl. La furia del pueblo crecía a medida que asimilaba la masacre de los Myrdólatras; a su regreso el rey no sería bien recibido.
En la mente de Pasharatid ardía un plan, con tanta convicción que ya le parecía realizado. Se apoderaría de la reina de reinas; Gravabagalinien sería suya y ella también. Matrassyl la aceptaría de buena gana como reina. Él gobernaría en calidad de consorte; no tenía grandes ambiciones políticas. Y terminaría así su pasado de huidas, decepciones e infortunios. Un nuevo enfrentamiento militar menor, y todo lo que deseaba sería suyo.
Los exploradores le informaron de fortificaciones en el palacio de madera. Al alba de Batalix, cuando la bruma se extendía sobre los campos, atacó. Sus arcabuceros avanzaron de dos en fondo, con sus armas preparadas, protegidos por los lanceros.
Una bandera blanca flameó detrás de las fortificaciones. Apareció una figura maciza. Pasharatid ordenó a sus arcabuceros que se detuvieran, y se adelantó solo. Era consciente de su valentía y de su arrojo. Se sentía todo un conquistador.
El hombre corpulento se acercaba. Ambos se detuvieron a la distancia de una lanza.
Bardol CaraBansity habló. Preguntó por qué avanzaban tropas contra un palacio casi indefenso.
Io Pasharatid, con altanería, respondió que él era un hombre de honor. No solicitaba más que la rendición de la reina MyrdemInggala; luego se marcharía en paz del palacio.
CaraBansity trazó el círculo sagrado sobre su frente, y dejó escapar un quejido. Ay, dijo, la reina de reinas había muerto, víctima de una flecha lanzada por un agente de su ex marido JandolAnganol.
Pasharatid manifestó su colérica incredulidad.
–Mira por ti mismo –dijo Bardol CaraBansity.
Señaló el mar con un gesto, un mar opaco a la luz del amanecer. Los hombres echaban al agua una barca fúnebre.
Pasharatid lo vio realmente por sí mismo. Dejó a sus soldados y corrió hacia la playa. Cuatro hombres con las cabezas inclinadas transportaban unas angarillas donde había un cuerpo cubierto de muselina blanca. Sobre el cuerpo había una guirnalda de flores. Una anciana con un lunar peludo lloraba al borde del agua.
A paso solemne los cuatro hombres condujeron las angarillas con el cuerpo hacia la carabela blanca, la Plegaria de Vajabahr; las bordas de la nave habían sido reparadas para un viaje en que no iría ninguna persona viviente. Depositaron el cuerpo al pie del mástil y se retiraron. ScufBar, el viejo mayordomo de la reina, vestido de negro, subió a bordo con una tea encendida. Hizo una profunda reverencia ante el cuerpo amortajado. Luego acercó el fuego a una pira de leña colocada sobre la cubierta.
Mientras las llamas aumentaban, el barco se alejó lentamente de la bahía, impulsado por el viento propicio. El humo flotaba sobre el agua, como vellones.
Pasharatid arrojó su yelmo a la arena y exclamó, dirigiéndose a sus hombres:
–¡De rodillas, hrattocks! De rodillas, y orad al Azoiáxico por el alma de esta hermosa señora. ¡Oh, la reina ha muerto, la reina de reinas ha muerto!
CaraBansity, sonriendo de tanto en tanto, volvía junto a su esposa a Ottassol, cabalgando un hoxney de color castaño. Era un hombre inteligente y su artimaña había tenido éxito; la reina había logrado salvarse de la persecución de Pasharatid. En el dedo meñique de su mano derecha llevaba un regalo que le hiciera MyrdemInggala: un anillo con una piedra del color del mar.
La reina había partido de Gravabagalinien pocas horas antes de la llegada de Pasharatid. Con ella iban su general, la hermana de éste, la princesa Tatro y un grupo de seguidores. Emprendieron rumbo al nordeste, hacia Matrassyl, a través de las fértiles tierras de loess de Borlien.
Por dondequiera que fueran, los campesinos, hombres, mujeres y niños, salían de sus cabañas y bendecían a MyrdemInggala. Hasta los más pobres traían alimentos y ayudaban de todas las maneras posibles.
El corazón de la reina estaba satisfecho. Pero no era su antiguo corazón: ya no había validez en sus afectos. Tal vez llegara a aceptar a TolramKetinet. Eso estaba por verse. Primero debía encontrar a su hijo y darle consuelo. Luego podría determinar el futuro.
Pasharatid permaneció en la costa largo tiempo. Ignorándolo, un rebaño de ciervos se acercó a la playa para pastar en la línea de la marea alta.
La nave funeraria se adentró en el mar, llevando el cadáver de la criada que había fallecido a consecuencia de las heridas sufridas cuando un tonel de pólvora había caído sobre ella. Las llamas se elevaron y el humo desapareció entre las olas. Pasharatid alcanzó a oír el crepitar de los maderos.
Llorando, se desgarró la túnica y pensó en lo que ya nunca habría de ocurrir. Se echó de rodillas sobre la arena, sollozando por una muerte que aún no había acontecido.
Los animales del mar giraron en torno al casco ardiente antes de partir. Abandonando las aguas bajas se lanzaron hacia las profundidades, en pos de regiones que ningún hombre había navegado todavía, fundiéndose con los líquidos desiertos de Heliconia.
Los años pasaron. Los miembros de aquella tumultuosa generación desaparecieron uno a uno...
Mucho después de que la imagen de la reina se desvaneciera para las miradas mortales, gran parte de lo que en ella era inmortal llegó, atravesando el inconmensurable abismo del espacio, hasta la Tierra. Allí, esos acontecimientos y ese rostro volvieron a vivir. Los sufrimientos, alegrías, defectos y virtudes de MyrdemInggala resucitaron para los pueblos de la Tierra.
En Heliconia, pronto se perdió todo recuerdo de la reina, como se pierden las olas en la playa.
T'Sehnn–Hrr brillaba en el cielo. Su luz era azulada. Incluso de día, cuando Batalix aparecía entre la fría bruma, la luz era azulada.
Todo se ajustaba de un modo perfecto al gusto de los phagors. Las temperaturas eran bajas. Llevaban los cuernos en alto y no sentían la menor prisa. Vivían entre las montañas tropicales y en las selvas de la península de Pegovin, en Hespagorat. Estaban en paz entre ellos.
Mientras los runts crecían hasta ser creaghts y luego adultos completos, sus pelajes se tornaban densos y negros. Por debajo de ese pelaje, eran inmensamente fuertes. Arrojaban toscas lanzas que podían matar a una distancia de cien metros. Con ellas se defendían de los miembros de otros componentes si pretendían invadir su territorio.
Dominaban otras artes. Habían sometido y domesticado el fuego. Viajaban llevando al hombro hogares portátiles, y en ocasiones se veían grupos de ellos que descendían a la costa para pescar, transportando sobre sus anchas espaldas losas de piedra ahuecadas de donde brotaban llamas.
También sabían hacer objetos de bronce. Con él adornaban sus cuerpos, y siempre se podía ver el cálido destello de ese metal alrededor de las humeantes hogueras de sus cuevas en la montaña. Dominaban la alfarería hasta el punto de hacer vasijas de forma espiralada, muchas veces de intrincado diseño, semejantes a las vainas de las frutas que comían. Con lianas y juncos tejían bastas vestiduras. Poseían el don del lenguaje. Stalluns y gillots cazaban juntos, o cultivaban sus escasas hortalizas en campos despejados. No había peleas entre machos y hembras.
Los componentes phagor tenían animales domésticos. Los asokins convivían con ellos y les servían como perros de caza. Sus Otros tenían un uso menos práctico; se toleraban los traviesos hurtos de esos seres por la hilaridad que provocaban sus extrañas costumbres.
A la puesta de Batalix, cuando la luz desaparecía del frío mundo, los seres de dos filos se hundían con indiferencia en el sueño. Dormían como el ganado, echados en el mismo lugar donde estaban. Se extinguían. Ningún sueño visitaba sus largos cráneos durante las silenciosas horas de la noche.
Sólo cuando la luna T'Sehnn–Hrr estaba llena, se acoplaban y cazaban en lugar de dormir. Era su gran momento. Mataban a cualquier animal que encontrasen, a cualquier ave, y a cualquier otro phagor. No había motivo para matar; ocurría porque así era su costumbre.
A la luz del día algunos componentes, los que vivían hacia el sur, cazaban flambregs. Ese vasto territorio, el continente polar de Hespagorat, estaba poblado por millones de cabezas de flambregs. Nubes de moscas los acompañaban, entre ellas la mosca amarilla. De modo que los phagors mataban a los flambregs, los masacraban uno a uno o por docenas, mataban a los líderes de los rebaños, a las hembras, grávidas o no, a las crías, e intentaban llenar el mundo con sus cadáveres.
Los flambregs jamás cesaron de avanzar hacia el norte a través de las tierras bajas de la península de Pegovin. Los seres de dos filos jamás cesaron de matarlos. Los años iban y venían, y también los siglos, y los grandes rebaños continuaban arrojándose contra las infatigables lanzas. Los componentes no tenían otra historia que esa matanza constante.
El acoplamiento tenía lugar durante la luna llena; un año más tarde se producía el parto, también durante la luna llena. Los runts se convertían poco a poco en adultos. Todo era despacioso, como si los mismos latidos del corazón se tomaran su tiempo, y la velocidad a que crecen los árboles fuera el modelo de todas las cosas. Cuando el gran disco blanco de la luna se hundía entre las tinieblas del horizonte, todo continuaba como cuando se había elevado entre esas mismas nieblas. Unidos como estaban a esa lenta paz, los phagors eran gobernados por su ritmo: el tiempo no entraba en sus pálidos harneys.
Sus animales domésticos morían. Cuando se trataba de un Otro, su cuerpo era arrojado fuera de la zona del campamento, para que los buitres lo devoraran. Los grandes phagors negros no conocían la muerte: para ellos no era más que tiempo. Cuando envejecían, sus movimientos se tornaban más cansinos. Aunque se mantenían dentro del abrigo de sus familias, vagamente demarcadas, se apartaban. Año tras año, sus capacidades eran más limitadas. Pronto se perdía el lenguaje. Y por fin, el movimiento.
Entonces, la tribu demostraba un sentimiento de solidaridad. No se ocupaban de los individuos adultos. Sólo de los runts y de quienes sucumbían a la vejez. Esos viejísimos phagors eran cuidadosamente atesorados y reverenciados; se recurría a ellos sólo en ocasiones de tipo ceremonial, por ejemplo cuando se preparaba un ataque contra un componente vecino.
Como corporizaciones de ese lánguido tiempo, los phagors envejecidos transponían sin cambios perceptibles la sombría división que separaba la vida de otras condiciones. El tiempo se congelaba en sus eddres. Su tamaño se reducía, y después de muchos años sólo eran pequeñas imágenes queratinosas de sus anteriores cuerpos. Incluso entonces, perduraba aún cierta fluctuante existencia. Eran consultados. Desempeñaban un papel en la vida del componente. Sólo cuando se desintegraban se podía decir que habían recibido la visita del fin; y muchos eran tratados con tal cuidado que sobrevivían durante siglos.
Esta forma de vida crepuscular continuó durante siglos. El verano y el invierno provocaban pocos cambios en esa península en forma de maza que se extendía casi hasta el ecuador. En cualquier otro lugar los mares podían congelarse cuando llegaban los inviernos, pero en la península, tanto en lo alto de las montañas como en los boscosos valles, un letárgico paraíso se mantuvo a lo largo de muchas, muchas lunas, y muchos eones.
Los seres de dos filos no respondían a los cambios con rapidez. Una estrella desconocida, que nadie había anunciado y de la que nada se sabía, era un punto luminoso mucho antes de entrar en los cálculos de los componentes.
Los primeros phagors de pelaje blanco que aparecieron sólo causaron indiferencia. Muchos de ellos llegaron a la madurez. Produjeron descendencia blanca. Sólo entonces fueron expulsados. Los proscriptos vivían en las tristes costas del mar de Kowass, alimentándose de iguanas. Sus Otros domesticados montaban en sus espaldas, y de vez en cuando arrojaban ramitas o algas secas en los fogones portátiles.
Al anochecer, se podía ver en la costa a Otros y phagors, con humo y llamas en la espalda, moviéndose hacia el este. Año tras año, los phagors blancos eran más numerosos, y más regular el éxodo hacia el este. Señalaban su paso con pilares de piedra, tal vez con la esperanza de volver algún día a su hogar. Esa vuelta nunca se produjo.
En cambio, la cancerosa estrella del cielo se tornó más brillante y eclipsó a todas las demás hasta que, como T'Sehnn–Hrr, produjo sombras por la noche. Entonces, la raza de dos filos, después de largas consultas con los ancestros en brida, concedió a la nueva estrella el nombre de Freyr, que significaba "miedo".
De una generación a la siguiente, no parecía haber diferencia en la magnitud de la estrella del miedo. Pero crecía. Y de generación en generación los phagors blancos mutantes se diseminaron por las costas de Hespagorat. Al oeste de la península de Pegovin se detuvieron ante las terribles marismas de unas tierras que más tarde se llamarían Dimariam. Hacia el este, cubrieron lentamente las tierras alpinas de Throssa, y tras dos mil millas de viaje, llegaron al puente natural de Cadmer. Todo esto se realizó con la inerte determinación característica de la raza de dos filos.
Del otro lado de ese puente, se extendieron por Radado hasta penetrar en territorios cuyo clima era más parecido la de Pegovin. Algunos se establecieron allí; otros, que llegaron después, merodeaban más lejos. A medida que avanzaban erigían sus pilares de piedra para señalar las octavas de aire benéficas que podían conducirlos de regreso a su hogar ancestral.
Llegó el momento de la catástrofe. La estrella del miedo, joven, furibunda, inundando el espacio de radiación, capturó a la envejecida Batalix con su cargamento de planetas. La estrella del miedo tenía una compañera más pequeña. En la conmoción cósmica subsiguiente, esa compañera se perdió, llevándose consigo a uno de los planetas de Batalix y a la luna de Heliconia, T'Sehnn–Hrr. Batalix pasó a ser una cautiva de la estrella del miedo. Ésta fue la Catástrofe, que los harneys de los phagors jamás podrían olvidar.
En las conmociones que luego sacudieron al planeta, el antiguo puente a través de los estrechos de Cadmer fue demolido por violentísimos vientos y mareas. El nexo entre Hespagorat y Campannlat quedó cortado.
En esa época de cambios, los Otros cambiaron. Los Otros eran más pequeños que sus mentores, pero más ágiles y de mente más flexible. El éxodo de Pegovin había transformado su papel en relación con los phagors: ya no se los consideraba meros animales domésticos para un momento de ocio; ahora debían buscar comida para alimentar al componente.
La revolución ocurrió por azar.
Un grupo de Otros recolectaba alimentos en una bahía de la costa de Radado cuando la marea los dejó aislados. Permanecieron durante un tiempo en una isla que tenía una laguna; en esa laguna había gran abundancia de peces de aceite. El pez de aceite era una de las manifestaciones de esa ecología cambiante; se multiplicaba por millones en los mares. Los Otros permanecieron allí, bien alimentados.
Más tarde, habiendo perdido a sus mentores, se dirigieron por su cuenta hacia el noroeste, hasta unas tierras casi desiertas que llamaron Ponpt. Allí se fundaron las Diez Tribus, u Olle Onets. Finalmente, su versión del lenguaje phagor, muy modificada, llegó a difundirse por todo Campannlat. Se llamó Olonets. Pero esto ocurrió después de que muchos siglos pasaran por aquellos desiertos.
Esos Otros se desarrollaron. Las diez tribus iniciales se convirtieron en muchas. Se adaptaban rápidamente a las nuevas circunstancias que les tocaba enfrentar. Algunas tribus no se establecieron jamás, y comenzaron a errar por el nuevo continente. Sus grandes enemigos eran los phagors, a quienes, sin embargo, consideraban como dioses. Esa ilusión, o esa aspiración, era parte de su activa respuesta al mundo en que se habían encontrado. Se multiplicaban, cazaban y el nuevo sol brillaba sobre ellos.
Cuando llegó el primer Gran Invierno, cuando ese primer turbulento verano se desvaneció en el frío y la nieve cayó durante meses, quizá las mentes eotemporales de los phagors creyeron que la normalidad retornaba. En ese período, las Diez Tribus fueron puestas a prueba. Como eran genéticamente maleables, sus futuras existencias serían modeladas por el grado de éxito con que sobrevivieran a los siglos del apastron, en que Batalix se arrastraba por los sectores más lentos de su nueva órbita. Las tribus que mejor se adaptaron emergieron con nueva confianza a la próxima primavera. Se habían convertido en la humanidad.
Machos y hembras se alegraban de sus nuevas habilidades. Sentían que el mundo y el futuro eran de ellos. Sin embargo, había momentos, cuando por la noche estaban sentados ante la hoguera bajo la luz de las estrellas, en que en sus vidas se abría un abismo misterioso y creían mirar un pozo sin fondo. Llegaban las memorias de un período en que unas criaturas más poderosas los habían cuidado, administrando una severa justicia. Dormían en silencio y en sus labios se formaban palabras sin sonido.
La necesidad de adorar y ser gobernados, y la de rebelarse contra el gobierno, nunca se alejó de ellos, ni siquiera cuando Freyr volvió a manifestar su poder.
El nuevo clima, con sus mayores niveles de energía, no era apropiado para los phagors de pelaje blanco. Freyr era la encarnación de todos sus males. Empezaron a labrar un símbolo apotropaico en los pilares de las octavas de aire. Consistía en dos círculos concéntricos unidos entre sí por líneas curvas. Para el ojo de un phagor, ésta era en primer lugar la representación de T'Sehnn–Hrr alejándose de Hrl–Ichor Yhar. Luego empezó a verse como algo distinto: una imagen de Freyr aplastando a Hrl–Ichor Yhar a medida que se acercaba.
Mientras algunos de los seres que hablaban Olonets se transformaban, generación tras generación, en los odiados Hijos de Freyr, los phagors perdieron lentamente su cultura. Se mantuvieron firmes y con los cuernos en alto; el clima no favorecía del todo a los Hijos.
Aunque Freyr no se marchó, había largos períodos en que ocultaba su odiosa forma entre el conjunto de las estrellas. Entonces, la raza de dos filos volvía a dominar a los Hijos de Freyr. Cuando llegara la próxima Época del Frío, destruirían por completo a su antiguo adversario.
Ese tiempo aún no había llegado. Pero llegaría.
FIN