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    T 15 (20 min)


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    T 17 (45 min)

    ---------------------

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    Fade In Down


    Fade In Up


    Fade In Left


    Fade In Right


    Flash


    Flip


    Flip In X


    Flip In Y


    Heart Beat


    Jack In The box


    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


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    ÍNDICE
  • FAVORITOS
  • Instrumental
  • 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • Bolereando - Quincas Moreira - 3:04
  • Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • España - Mantovani - 3:22
  • Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • Nostalgia - Del - 3:26
  • One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • Osaka Rain - Albis - 1:48
  • Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • Travel The World - Del - 3:56
  • Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • Afternoon Stream - 30:12
  • Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • Evening Thunder - 30:01
  • Exotische Reise - 30:30
  • Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • Morning Rain - 30:11
  • Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • Showers (Thundestorm) - 3:00
  • Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • Vertraumter Bach - 30:29
  • Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • Concerning Hobbits - 2:55
  • Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • Acecho - 4:34
  • Alone With The Darkness - 5:06
  • Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • Awoke - 0:54
  • Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • Cinematic Horror Climax - 0:59
  • Creepy Halloween Night - 1:54
  • Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • Dark Mountain Haze - 1:44
  • Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • Darkest Hour - 4:00
  • Dead Home - 0:36
  • Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • Geisterstimmen - 1:39
  • Halloween Background Music - 1:01
  • Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • Halloween Spooky Trap - 1:05
  • Halloween Time - 0:57
  • Horrible - 1:36
  • Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • Long Thriller Theme - 8:00
  • Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • Mix Halloween-1 - 33:58
  • Mix Halloween-2 - 33:34
  • Mix Halloween-3 - 58:53
  • Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • Movie Theme - Insidious - 3:31
  • Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • Movie Theme - Sinister - 6:56
  • Movie Theme - The Omen - 2:35
  • Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • Música - This Is Halloween - 2:14
  • Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • Música - Trick Or Treat - 1:08
  • Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • Mysterios Horror Intro - 0:39
  • Mysterious Celesta - 1:04
  • Nightmare - 2:32
  • Old Cosmic Entity - 2:15
  • One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • Pandoras Music Box - 3:07
  • Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • Scary Forest - 2:37
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    Fecha
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    Hora, Minutos y Segundos
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

      45     90  

      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

      1     2     3  

      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
    Avatar - Elegir
    AVATAR - ELEGIR

    Desactivado SM
    ▪ Abrir para Selección Múltiple

    ▪ Cerrar Selección Múltiple
    AVATAR 1-2-3

    Avatar 1

    Avatar 2

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    AVATAR 1-2-3

    Avatar1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    TAMAÑO

    Avatar 1(
    10%
    )


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    10%
    )


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    )


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    10%
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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

      20     40  

      60     80  

    100
    Más - Menos

    10-Normal
    ▪ Quitar
    Colores - Posición Paleta
    Elegir Color o Colores
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    Sepia
    (1 - 100)
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    Fondo - Opacidad
    Generalizar
    GENERALIZAR

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    DESACTIVAR

    ▪ Animar Reloj
    ▪ Avatares y Cambio Automático
    ▪ Bordes Color, Cambio automático y Sombra
    ▪ Filtros
    ▪ Filtros, Cambio automático
    ▪ Fonco 1 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondo 2 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondos Texto Color y Cambio automático
    ▪ Imágenes para Efectos y Cambio automático
    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

    ▪ Voltear

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    SUPERIOR-INFERIOR

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    ▪ Centrar

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    Abajo - Arriba
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    Normal
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    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

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    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
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    Programar Estilo
    PROGRAMAR ESTILO

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    ▪ Activar

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    H= M= E=
    -------
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    Programar RELOJES
    PROGRAMAR RELOJES


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    Relojes a cambiar

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    19 20

    T X


    Programar ESTILOS
    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    Cambiar cada

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    ESTILOS #

    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R S T

    U TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
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    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

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    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
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    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

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    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    HELICONIA, PRIMAVERA (Brian W. Aldiss) - Parte 2

    Publicado en mayo 16, 2010
    Parte 1


    VIII

    EN LA OBSIDIANA

    La habitación donde Shay Tal estaba de pie era de una antigüedad para ella incalculable. La había amueblado con lo que había podido: el viejo tapiz que había sido de Loil Bry y de Loilanun, esa ilustre línea de mujeres muertas; la cama humilde en un rincón, de helechos de Borlien entretejidos (ese tipo de helecho ahuyentaba a las ratas); los materiales para escribir en una mesita de piedra; y en el suelo, unas pieles donde se sentaban o permanecían en cuclillas trece mujeres. La academia estaba reunida.
    Las paredes de la habitación estaban cubiertas de líquenes blancos y amarillos que desde la ventana estrecha y única habían colonizado a lo largo de los años toda la sillería adyacente. En los ángulos había telarañas; las tejedoras habían muerto de hambre mucho antes.
    Detrás de las trece mujeres estaba Laintal Ay, sentado con las piernas cruzadas, con el codo en la rodilla y el mentón sobre el puño. Miraba el suelo. La mayoría de las mujeres observaba vagamente a Shay Tal. Vry y Amin Lim escuchaban; Shay Tal no podía estar segura de que las demás lo hicieran.
    —Los acontecimientos son complejos en nuestro mundo. Podríamos pretender que todos son producto de la mente de Wutra en la eterna guerra del cielo, pero sería demasiado simple. Mejor sería estudiar las cosas por nuestra propia cuenta. Necesitamos otras claves que nos ayuden a comprender. ¿Wutra se preocupa por nosotros? Quizá sólo nosotros somos responsables de lo que hacemos...
    Dejó de escuchar lo que estaba diciendo. Había planteado la eterna pregunta. Sin duda, todo ser humano que hubiese vivido alguna vez había tenido que responder a esa pregunta, y en esos mismos términos: quizá sólo nosotros somos responsables de lo que hacemos. Shay Tal ignoraba la respuesta. En consecuencia, se sentía incapacitada para enseñar.
    Sin embargo, ellas escuchaban. Sabía por qué lo hacían, aunque no entendiesen. Las mujeres escuchaban porque ella había sido aceptada como una gran hechicera. Desde el milagro de la Laguna del Pez estaba aislada por la reverencia de los demás. El mismo Aoz Roon parecía más distante que nunca.
    Miró por la ruinosa ventana el mundo cambiante que se alejaba del frío, con las nieves salpicadas de verde y el río enturbiado por lodos venidos de remotos lugares, que jamás visitaría. Éstos eran milagros. Lo milagroso estaba más allá de la ventana. Y ella ¿había realizado un milagro, como creían todos?
    Shay Tal se interrumpió en mitad de la frase. Acababa de descubrir cómo probar su propia hechicería.
    Los phagors de la Laguna del Pez se habían convertido en hielo. ¿A causa de algo en ella, o de algo en ellos? Recordaba haber oído decir que los phagors sentían terror al agua; tal vez porque los convertía en hielo. Eso se podía poner a prueba. Había en Oldorando uno o dos esclavos phagors. Haría meter a uno en el Voral y observaría qué pasaba. De algún modo, sabría la verdad.
    Las trece la miraban, esperando. Laintal Ay parecía sorprendido. Ella no recordaba qué había estado diciendo. Comprendía que necesitaba llevar a cabo un cierto experimento, y recuperar así la paz de la mente.
    —Hemos de hacer lo que se nos ha dicho —murmuró una mujer desde el suelo, con voz lenta e insegura, como si estuviera repitiendo una lección. Shay Tal había oído que alguien subía los escalones desde el piso inferior. No podía responder cortésmente a una afirmación que había estado contradiciendo desde que soplara por última vez el Silbador de Horas. En ese punto, cualquier interrupción era bienvenida. Algunas mujeres eran invenciblemente estúpidas.
    Se abrió la puerta trampa. Apareció Aoz Roon, que parecía un gran oso negro, seguido por su perro. Luego subió Dathka, que permaneció callado en el fondo, sin mirar siquiera a Laintal Ay. Éste se puso de pie con cierta torpeza y aguardó, de espaldas al muro posterior. Las mujeres miraron sorprendidas a los intrusos, y algunas rieron nerviosamente.
    La estatura de Aoz Roon parecía llenar la habitación. Aunque las mujeres torcían el cuello para mirarlo, él las ignoró y se acercó a Shay Tal. Ella se había desplazado hasta la ventana, pero manteniéndose de frente contra el fondo de calles fangosas, fumarolas y un paisaje bicolor que se extendía hasta el horizonte.
    —¿Qué quieres aquí? —preguntó. El corazón le latía con fuerza mientras lo miraba. Shay Tal lo maldecía sobre todo por eso, porque él ya no la desafiaba, ni le apretaba los brazos, ni la perseguía. El aspecto de Aoz Roon indicaba que la visita era formal y poco amistosa.
    —Deseo que retornes a la protección de las empalizadas, señora —dijo—. No estás segura en estas ruinas. No te puedo proteger en caso de una incursión.
    —Vry y yo preferimos vivir aquí.
    —A pesar de vuestra reputación, tú y Vry estáis a mi cuidado y he de protegeros. Y las demás no tienen que estar aquí. Hay demasiado peligro fuera de la empalizada. Si hubiese un ataque repentino... Ya te puedes figurar lo que te ocurriría. Shay Tal, que es nuestra poderosa hechicera, puede hacer lo que desee. Pero todas las demás tenéis que hacer lo que yo deseo. Os prohíbo venir aquí. Es demasiado peligroso. ¿Comprendéis?
    Todas eludieron la mirada de Aoz Roon excepto la vieja partera Rol Sakil.—Eso es un disparate, Aoz Roon. Esta torre es perfectamente segura. Shay Tal ha alejado a los phagors, todos lo sabemos. Y además tú mismo has venido antes, ¿no es cierto?
    Rol Sakil dijo esto último mirando de reojo. Él no respondió.
    —Hablo del presente —dijo por fin—. Ahora que el tiempo está cambiando, nada es seguro. No volváis aquí o habrá problemas. —Se volvió y alzó un dedo mirando a Laintal Ay.— Ven conmigo.
    Bajó por los escalones sin despedirse, y Laintal Ay y Dathka lo siguieron.
    En el exterior se detuvo, acariciándosela barba. Miró hacia la ventana de Shay Tal.
    —Todavía soy el señor de Embruddock. Más vale que no lo olvides.
    Sólo cuando escuchó el ruido de tres pares de botas que se alejaban, ella se decidió a mirar. Contempló las anchas espaldas mientras él iba hacia la puerta del norte junto con los jóvenes asistentes, y Cuajo trotando al lado. Comprendía la soledad de Aoz Roon. Nadie podía comprenderla mejor.
    Sin duda, como mujer de él no habría perdido posición o eso que ella tanto valoraba. Pero ahora era demasiado tarde. Había un abismo entre ambos, y una muñeca de cabeza vacía calentaba la cama de Aoz Roon.
    —Será mejor que volváis —dijo, sin atreverse a mirar a las mujeres.
    Cuando llegaron a la fangosa plaza principal, Aoz Roon ordenó a Laintal Ay que se alejara de la academia. Laintal Ay enrojeció.
    —¿No sería hora de que tú y el consejo abandonarais esos prejuicios? Tenía la esperanza de que pensaras mejor después del milagro de la Laguna del Pez. ¿Por qué molestas a las mujeres? Se resentirán. Lo menos que hace la academia es tener contentas a las mujeres. —Las vuelve ociosas. Crea división. Laintal Ay observó a Dathka buscando apoyo, pero Dathka se miraba las botas.—Es más probable que tu actitud cause división, Aoz Roon. El conocimiento no le hace daño a nadie.
    —El conocimiento es un veneno lento... Eres demasiado joven para comprender. Necesitamos disciplina. Así sobreviviremos, así hemos sobrevivido siempre. Apártate de Shay Tal; ejerce un poder que no es natural sobre las personas. Los que no trabajen, no recibirán comida en Oldorando. Ésa ha sido siempre la regla. Shay Tal y Vry han dejado de trabajar en la preparación y distribución del pan, de modo que en el futuro no tendrán qué comer. Ya veremos si les gusta.
    —Se morirán de hambre.
    Aoz Roon frunció las cejas y miró a Laintal Ay.
    —Todos moriremos de hambre si no cooperamos. Es preciso dominar a las mujeres, y no toleraré que te pongas de parte de ellas. Sigue discutiendo conmigo y te daré una tunda.
    Cuando Aoz Roon se marchó, Laintal Ay apoyó la mano en el hombro de Dathka.
    —Está peor. Libra una guerra personal con Shay Tal. ¿Qué piensas?
    Dathka movió la cabeza,
    —No pienso. Hago lo que me dicen.
    Laintal Ay miró a su amigo con sorna.
    —¿Y qué te han dicho que hagas?
    —Que vaya a la plantación de brassimipos. Hemos matado un pinzasaco —respondió, mostrando una mano lastimada.
    —Iré en seguida.
    Caminó junto al Voral, contemplando ociosamente a los gansos que nadaban y desfilaban, antes de seguir a Dathka. Se dijo que comprendía tanto el punto de vista de Aoz Roon como el de Shay Tal. Para vivir, todos tenían que cooperar, pero... ¿valía la pena vivir si se limitaban a cooperar? El conflicto lo oprimía y lo impulsaba a marcharse de la aldea, pero sólo lo haría si Oyre se marchaba con él. Sentía que era demasiado joven para comprender cómo podía resolverse aquella creciente división. Furtivamente, al observar que nadie lo miraba, sacó del bolsillo el perro de hueso que le había dado mucho tiempo antes el viejo sacerdote de Borlien. Lo sostuvo en alto y le movió la cola. El perro se puso a ladrar furiosamente a los gansos próximos.
    Alguien más se encaminaba a los brassimipos, y oyó el ladrido del perro de juguete. Vry vio la espalda de Laintal Ay entre dos torres. Y no lo interrumpió, pues era reservada de carácter.
    Vry caminó junto a las fuentes termales y el Silbador de Horas. Una brisa del este levantaba el vapor apenas emergía del suelo y lo arrojaba silbando sobre las rocas mojadas. Las pieles de Vry tenían una perla de humedad en el extremo de cada pelo.
    Las aguas corrían gorgoteando, turbias, amarillentas, entre las rocas, llevadas por la furia hacia alguna parte. Vry se agachó sobre una roca y hundió la mano en un manantial, distraída. El agua caliente le corrió por los dedos y le exploró la palma.
    Vry lamió el líquido. Conocía desde niña ese sabor a azufre. Los niños jugaban allí cerca, llamándose unos a otros, corriendo sin caer sobre la roca resbaladiza, ágiles como arangos.
    Los más atrevidos estaban desnudos, a pesar del aire helado e introducían los cuerpos andróginos en las hendiduras entre las rocas. El agua y la espuma les caían en cascada sobre los vientres y hombros.
    —Ya viene el Silbador —dijeron a Vry—. Cuidado, señora, o te llevarás un remojón. —Rieron alegremente ante la idea.
    Vry se apartó. Pensó que un extraño que estuviese allí reconocería en los niños un sexto sentido, que les permitía predecir exactamente el momento en que soplaría el Silbador de Horas.
    En ese instante una sólida columna de agua subió al aire, turbia al principio, y luego brillante y clara. Silbó unas notas ascendentes, siempre las mismas, sostenidas durante un tiempo que no cambiaba nunca. El agua alcanzaba unos cinco metros de altura, antes de volver a caer. El viento inclinó el chorro hacia el oeste, azotando las rocas donde Vry había estado un segundo antes.
    El silbido cesó. La columna se hundió nuevamente entre los negros labios de tierra de donde había brotado.
    Vry agitó el brazo, despidiéndose de los niños, y continuó por el sendero entre los brassimipos. Vry no ignoraba cómo sabían ellos que el geiser estaba a punto de brotar. Todavía recordaba la excitación de agazaparse desnuda entre las rocas de color pardo, sumergir el cuerpo en el agua fangosa, con los pies en el barro caliente, y las cosquillas de las burbujas que reventaban contra la piel. Cuando la hora se acercaba, un temblor sacudía el suelo. Una se afirmaba contra las rocas y sentía en cada fibra de la carne la energía de los dioses de la tierra, tensos, listos para una triunfante eyaculación de líquidos ardientes.
    El sendero que seguía era usado sobre todo por las mujeres y los cerdos. Sus vueltas y revueltas lo diferenciaban de los rectos senderos trazados por los cazadores, pues había sido abierto en gran medida por una voluble criatura: el peludo cerdo negro de Embruddock. Si se caminaba en línea recta se terminaría por llegar al lago Dorzín; pero el sendero concluía mucho antes, en el terreno de los brassimipos. Más allá sólo había una desierta extensión de ciénagas y nieve.
    Mientras avanzaba por el sendero, Vry se preguntaba si todas las cosas aspiraban a un nivel superior, y si había una fuerza adversa que intentaba arrastrarlas a uno inferior. Una miraba las estrellas; una terminaba como un corusco, un fessupo. El Silbador de Horas era una encarnación de esas fuerzas contrarias. Las aguas del Silbador retornaban siempre a la tierra. Vry, a su manera leve y discreta, deseaba en espíritu subir al cielo, a la región que estudiaba sin la ayuda de Shay Tal, el lugar de los movimientos sublimes, el enigmático lugar de los soles y las estrellas, donde había tantos caminos secretos como en el cuerpo. Dos hombres se acercaron. Sólo les veía las piernas, los codos y las cabezas mientras caminaban dificultosamente cuesta abajo llevando unas cargas pesadas. Alcanzó a distinguir las delgadas piernas de Sparat Lim. Los hombres cargaban trozos de pinzasacos. Tras ellos iba Dathka, llevando sólo la lanza.
    Dathka la saludó con una sonrisa y se apartó en el camino, mirándola con sus ojos negros. Tenía la mano derecha ensangrentada y un fino hilo de sangre corría por el asta de la lanza.
    —Hemos matado un pinza —dijo, y eso fue todo.
    Como siempre, Vry se sintió a la vez confundida y reconfortada por la parquedad de Dathka. Era agradable que nunca se jactase, como muchos jóvenes cazadores, y no tan agradable que jamás revelase lo que pensaba. Ella trataba de sentir algo por él.
    Vry se detuvo. —Parece que era muy grande.
    —Te lo mostraré —dijo Dathka, y agregó—: Si me lo permites.
    Se volvió por el sendero y ella lo siguió, dudando entre hablar y no hablar. Pero, se dijo, eso era una tontería; comprendía perfectamente que Dathka deseaba comunicarse con ella,
    Lanzó la primera idea que le pasó por la cabeza.
    —¿Cómo explicas a los seres humanos en el mundo, Dathka?
    Sin mirar atrás, él respondió: —Hemos venido de la roca original. —Habló sin el respeto que ella hubiera deseado para tan importante asunto, y la conversación languideció.
    Vry lamentaba que no hubiera sacerdotes en Oldorando; podría haber hablado con ellos. Las leyendas y las canciones relataban que en un tiempo había muchos sacerdotes en Embruddock, y que administraban un complicado sistema religioso que unía a Wutra con los seres vivientes de este mundo y con los fessupos del mundo inferior.
    Antes de que gobernara Wall Ein Den, en una oscura estación en que el aliento se helaba sobre los labios de la gente, la población se había sublevado y había matado a los sacerdotes. A partir de ese día no hubo más sacrificios, excepto en las festividades. Se dejó de adorar al viejo dios, Akha. Sin duda, todo un cuerpo de conocimientos se había perdido entonces. El templo había sido saqueado. Ahora estaba ocupado por los cerdos. Quizás habían actuado entonces otros enemigos del conocimiento, ya que se había considerado preferibles los cerdos a los sacerdotes.
    Ella arriesgó otra pregunta.
    —¿Comprendes el mundo? ¿Te gustaría comprenderlo?
    —Sí.
    Vry tuvo que luchar contra la brevedad de la respuesta. Se preguntó si Dathka comprendía o si pretendía comprender.
    Las fuerzas que habían erigido las montañas Quzint habían plegado la tierra en todas direcciones, generando deformaciones subsidiarias, contrafuertes, como raíces de árboles, que se extendían a muchas millas de las montañas mismas. Entre dos de esas extrusiones rocosas crecía una hilera de brassimipos, esenciales, desde siempre, para la economía local. Hoy el terreno de los brassimipos era el escenario de una serena excitación: varias mujeres, agrupadas en torno de las bajas y abiertas copas de los brassimipos para protegerse del frío, miraban la actividad mientras cuidaban los cerdos.
    Dathka indicó que allí había muerto el pinzasaco.
    La observación parecía innecesaria. El cuerpo se extendía en pilas hasta la desolada colina. Cerca de la cola estaba Aoz Roon, mirando el pinzasaco con el perro amarillo entre los pies. Las gruesas patas del enorme cadáver apuntaban hacia arriba, bordeadas por pelos tiesos y púas negras.
    Un grupo de hombres rodeaba el cuerpo, hablando y riendo. Goija Hin cuidaba de los esclavos humanos y phagors, que trabajaban con hachas. Estaban cortando la carne fibrosa para llevarla a la aldea, hundidos hasta las rodillas entre los trozos de pinzasaco, parecidos a tablas de madera. Grandes astillas volaban alrededor mientras desmembraban los restos.
    Dos mujeres ancianas recogían en cubos las esponjosas entrañas blancas. Más tarde, serían hervidas para destilar un azúcar ordinario. Con la piel se harían cuerdas y esteras, y la carne serviría de combustible para varias corporaciones.
    De las garras excavadoras y espatuladas del pinzasaco se extraía un aceite narcótico llamado rungebel.
    Las ancianas intercambiaban observaciones groseras con los hombres, que sonreían en actitudes poco formales. Era bastante raro que los pinzasacos se aventuraran tan cerca de las habitaciones humanas. No costaba mucho matarlos, y cada parte de los cuerpos tenía alguna utilidad para la endeble economía de Oldorando. La víctima de hoy, de treinta metros de largo, beneficiaría a la comunidad durante muchos días.
    Los cerdos chillaban junto a los pies de Vry, hozando entre los fibrosos desechos. Las pastoras trabajaban en los gigantescos brassimipos de los que sólo se veían las pesadas y retorcidas hojas fungoides, que rozaban la tierra. Las hojas se movían como orejas de elefante, no a causa de la brisa sino de la corriente de aire cálido que bajaba de la copa.
    Había una docena de brassimipos. Los árboles rara vez crecían aislados. En torno de cada árbol, el suelo se elevaba y quebraba, pues las dimensiones de la planta eran allí considerables. El calor que el brassimipo bombeaba hacia el follaje le permitía derretir el suelo helado y continuar creciendo en las condiciones más duras.
    Debajo de las hojas correosas crecían los jasildasos. Aprovechaba ese cálido abrigo para mostrar unas tímidas flores, de un color azul pardusco. Mientras Vry se inclinaba a tomar una flor, Dathka regresó y dijo: —Voy dentro del árbol.
    Ella interpretó la frase como una invitación, y lo siguió. Un esclavo subía unos cubos de cuero, colmados de raspaduras de la planta, y las echaba a los cerdos. Las raspaduras pulposas alimentaban a los cerdos de Embruddock desde siglos atrás.
    —Esto es lo que atrajo al pinzasaco —comentó Vry. Los monstruosos animales apreciaban el brassimipo tanto como los cerdos.
    Una escalera conducía al interior del árbol. Mientras descendía detrás de Dathka, miró por un instante a ras del suelo. Como si se ahogara en la tierra, vio las hojas coriáceas meciéndose por encima. Detrás de los cerdos, los hombres vestidos de pieles asomaban entre los restos del gigantesco pinzasaco. Se movían en un terreno alto y nevado y un cielo de pizarra lo cubría todo. Vry bajó al árbol.
    El aire tibio le encendió las mejillas y la hizo parpadear. La marchita fragancia era a la vez repugnante y atractiva. El aire venía desde muy abajo: las raíces del brassimipo se hundían profundamente en la tierra. Con el tiempo, se iniciaba en el corazón del árbol un proceso de fermentación, que rezumaba una sustancia endurecedora parecida a la queratina. Un tubo se formaba en el centro del árbol, Y así, como una bomba de calor, el aire atrapado en los niveles inferiores, calentaba las hojas y las ramas subterráneas.
    Este entorno favorable servía de refugio a varios tipos de animales, algunos decididamente amenazadores.
    Dathka buscó un apoyo para sostener mejor la escalera. Vry descendió y se encontró junto a él en una bulbosa cámara natural. Trabajaban allí tres mujeres de sucio aspecto. Saludaron a Vry, y continuaron arrancando trozos de brassimipo y poniéndolos en cubos.
    El brassimipo tenía un sabor parecido al nabo, aunque más amargo. Los seres humanos lo comían sólo en épocas de escasez. Normalmente se empleaba como alimento para los cerdos, y en particular, para las cerdas con cuya leche se elaboraba el rathel, la bebida de invierno de Oldorando. A un lado se abría una estrecha galería. Llevaba a la rama superior del árbol, cuyas hojas emergían a la superficie, en montón, a cierta distancia. Los brassimipos maduros tenían seis ramas. Por lo general, no se aprovechaban las ramas superiores; como estaban más cerca de la superficie, albergaban toda una colección de bichos desagradables.
    Dathka señaló el tubo central que se hundía en las tinieblas. Descendió. Luego de un instante de vacilación, Vry lo siguió, y las mujeres interrumpieron el trabajo para mirarla, sonriendo en parte con simpatía y en parte con sorna. Apenas penetró en la galería, la oscuridad se cerró por completo. Más abajo sólo estaba la noche eterna de la tierra. Pensó que ella, como Shay Tal, tenía que descender al mundo de los fessupos en busca de conocimiento, aunque ella misma protestase.
    Los anillos de crecimiento del tubo eran protuberantes, y podían utilizarse como escalones. La estrechez del tubo permitía, además, que cualquiera que ascendiese o descendiese pudiera sostenerse apoyando la espalda en la pared posterior.
    El aire subía y susurraba en los oídos de Vry. Una cosa como una telaraña, un espíritu viviente, le rozó la mejilla. Vry resistió el impulso de gritar.
    Bajaron hasta el nacimiento de la segunda rama. La cámara bulbosa era aún más pequeña que la superior: permanecieron juntos, con las cabezas unidas. Vry podía sentir el olor y el contacto de Dathka. Algo se estremeció en ella.
    —¿Ves las luces? —dijo Dathka.
    Había tensión en la voz de él. Vry luchó consigo misma, aterrorizada por el deseo que la inundaba. Si ese hombre silencioso le ponía un dedo encima, caería en brazos de él, se arrancaría las pieles, se desnudaría y copularía con él en aquel oscuro lecho subterráneo. Imágenes obscenas y deliciosas le asaltaban la mente.
    —Quiero subir —dijo, obligándose a hablar.
    —No te asustes. Mira las luces. Aturdida, sin dejar de percibir el olor de Dathka, miró la segunda rama. Había puntos luminosos, como estrellas; galaxias de estrellas rojas aprisionadas en el árbol.
    Él se movió hacia adelante, eclipsando las constelaciones con la espalda. Puso una cosa suave en los brazos de ella. Era ligero, estaba cubierto de algo que parecía un pelaje, tan híspido como el de un pinzasaco. Confundida, no consiguió saber qué era aquello.
    —¿Qué es?
    A modo de respuesta —quizás había sentido el deseo de ella, pero no podía dar una respuesta más clara—, Dathka le acarició el rostro con una torpe ternura.
    —Oh, Dathka —suspiró Vry. El temblor se apoderó de ella, y se le extendió desde las entrañas a todo el cuerpo. No podía dominarse.
    —Lo llevaremos arriba. No te asustes.
    Los cerdos negros se escurrían entre las hojas del brassimipo cuando emergieron a la luz del día. El mundo parecía enceguecedor, el ruido de las hachas intolerable, la fragancia del jasiklaso indebidamente intensa.
    Vry se dejó caer y miró con indiferencia el pequeño animal cristalino que tenía en los brazos. Se encontraba en un estado que recordaba el estado de brida de los phagors, enroscado corno una bola, y las cuatro patas replegadas sobre el estómago. Estaba inmóvil y parecía de vidrio. Vry no pudo desenroscarlo. Los ojos de la criatura la miraban sin ver, entre los párpados quietos. En el pelaje gris polvoriento había unas estrías descoloridas.
    De algún modo lo odiaba, así como a Dathka, tan insensible a los sentimientos de una mujer que había confundido los temblores del deseo con los temblores del miedo. Sin embargo, se sentía agradecida pensando que la estupidez de él le había ahorrado a ella algún infortunio. Agradecida y resentida.
    —Es un vidriado —dijo Dathka, poniéndose de cuclillas a su lado, mirándola de reojo, como perplejo.
    —¿Un venerado? —Por un instante, Vry sintió que él trataba de dar expresión a un humor insólito.—Un vidriado. Hibernan en los brassimipos, en busca de calor. Llévalo a tu casa.
    —Shay Tal y yo los hemos visto al oeste del río. Mielas, así se llaman cuando salen de la hibernación. —¿Qué habría pensado Shay Tal si... ?
    —Llévatelo —repitió él—. Te lo regalo. —Gracias —respondió ella furiosa. Se puso de pie, con las emociones otra vez en orden.
    Vry advirtió que tenía sangre en la mejilla, donde él la había acariciado con la mano lastimada.
    Los esclavos cortaban a hachazos el cuerpo monstruoso. Laintal Ay había llegado y hablaba con Tanth Ein y Aoz Roon. Este último llamó enérgicamente a , agitando la mano por encima de la cabeza. Con una resignada mirada de despedida a Vry, se acercó al señor de Embruddock.
    Los atareados movimientos de los hombres nada significaban para ella. Apretó el vidriado entre el brazo y los pequeños pechos y se marchó colina abajo hacia las torres. Oyó que alguien corría para alcanzarla y se dijo: —Demasiado tarde.— Pero era Laintal Ay.
    —Te acompañaré, Vry —dijo. Vry advirtió que él parecía alegre.
    —Pensé que tenías dificultades con Aoz Roon. —Siempre se pone susceptible después de un encontronazo con Shay Tal. Es un gran hombre, sin embargo. Y también estoy contento por el pinzasaco. Ahora que la temperatura ha subido, es más difícil verlos.
    Los niños seguían retozando entre los géisers. Laintal Ay admiró el vidriado y cantó unas líneas de una canción de cazadores:

    Los vidriados que duermen
    en la nieve profunda,
    despertarán en medio de la lluvia,
    y abundarán los mielas
    de patas larguiruchas
    en la llanura estremecida de flores.

    —Estás de buen humor. ¿Oyre es buena contigo?
    —Oyre es siempre buena.
    Se separaron, Vry fue hacia la torre en ruinas donde mostró el regalo de a Shay Tal. Shay Tal examinó el animalito cristalino.
    —No es comestible en ese estado. La carne puede ser nociva.
    —No pensaba comérmelo. Quiero guardarlo aquí hasta que despierte.
    —La vida es dura, querida. Quizá tengamos hambre si Aoz Roon nos acosa. —Miró a Vry un momento sin hablar, como hacía cada vez con mayor frecuencia.— Ayunaré y le haré frente. No necesito cosas materiales. Puedo ser tan dura conmigo misma como él.
    —Pero él, en verdad... —Vry no encontraba palabras. No podía convencer a la mujer mayor, que continuó resueltamente:
    —Como te he dicho, tengo dos intenciones inmediatas. Primero, haré un experimento para determinar mis poderes. Luego descenderé al mundo de los coruscos para unirme con Loilanun. Ella tiene que saber muchas cosas ignoradas por mí. Según lo que descubra, quizá decida marcharme de Oldorando.
    —Oh, no, señora, por favor. ¿Estás segura de que es eso lo que conviene? Juro que iré contigo si te marchas. —Ya veremos. Déjame ahora, por favor. Deprimida, Vry subió la escalera hacia su habitación. Se arrojó a la cama.
    —Quiero un amante, eso es lo que quiero y necesito. Un amante... La vida es tan vacía...
    Un rato más tarde, se levantó y miró por la ventana el cielo donde navegaban nubes y pájaros. Por lo menos era mejor estar aquí que en el mundo inferior al que Shay Tal quería ir.
    Recordó la canción de Laintal Ay. La mujer que la había escrito —si era una mujer— sabía que la nieve desaparecería y que habría flores y animales. Quizá fuera cierto. Algunas observaciones nocturnas habían convencido a Vry de que había cambios en el cielo. Las estrellas no eran fessupos sino fuegos, fuegos que no ardían entre las rocas sino en el aire. Grandes fuegos ardiendo en la distante oscuridad. Si se acercaban, se sentiría el calor. Quizá los dos centinelas se acercaran y calentaran el mundo.
    Entonces los vidriados volverían a la vida y se convertirían en mielas de patas larguiruchas, como decía la canción.
    Resolvió concentrarse sobre todo en la astronomía. Las estrellas sabían más que los coruscos, por más que dijera Shay Tal. Aunque en verdad era desconcertante no estar por completo de acuerdo con una persona tan majestuosa y digna.
    Puso al vidriado en un rincón abrigado, cerca de la cama, y lo envolvió en pieles hasta que sólo el rostro quedó a la vista. Día tras día deseaba que volviera a la vida. Le hablaba en voz baja y lo alentaba. Quería verlo crecer y moverse por la habitación. Pero unos días más tarde, el brillo de los ojos del vidriado se oscureció y se apagó: la criatura había muerto sin haber parpadeado una sola vez.
    Decepcionada, Vry llevó el bulto a la cumbre medio desmoronada de la torre y lo arrojó lejos. Aún estaba envuelto en pieles, como un niño muerto.
    La inquietud se adueñó de Shay Tal. Todo lo que decía parecía cada vez más un sermón. Aunque las otras mujeres le traían alimentos, prefería ayunar, preparándose para el pauk profundo en que hablaría con los muertos ilustres. Si no encontraba la sabiduría, iría a buscarla más lejos, fuera de la granja.
    Decidió, en primer lugar, poner a prueba sus propios poderes. A pocas millas de distancia, hacia el este, se encontraba la Laguna del Pez, escena del «milagro». Mientras a ella le preocupaba la verdadera naturaleza de lo que allí había sucedido, los ciudadanos de Oldorando no tenían ninguna duda. Durante toda esa fría primavera fueron varias veces en peregrinación a contemplar el espectáculo en el hielo, estremeciéndose con un temor no exento de orgullo. Los peregrinos encontraron a muchos habitantes de Borlien que también habían venido a ver la maravilla. En una ocasión aparecieron dos phagors, con las aves vaqueras posadas en los hombros, que miraron en silencio a sus muertos cristalizados desde la costa opuesta.
    A medida que el calor retornaba al mundo, el cuadro se deterioraba. Lo que era terrible se hizo grotesco. Una mañana el hielo se derritió y la estatua se convirtió en un montón de carne en descomposición. Los visitantes no encontraron otra maravilla que un globo ocular o un mechón de pelo. La misma Laguna del Pez se secó y desapareció, casi tan rápidamente como había aparecido. Sólo una pila de huesos y de cuernos de kaidaw señalaba el lugar del milagro. Pero el hecho se recordó, agrandado por la lente de la reminiscencia. Y las dudas de Shay Tal subsistieron.
    Solía ir a la plaza por la tarde, a una hora en que el clima más benigno tentaba a la gente a pasear y hablar de un modo antes desconocido. Mujeres con hijas, hombres con hijos, cazadores, hombres de las corporaciones, viejos y jóvenes, empleaban así las horas finales del día. Casi todo el mundo se acercaba esperando la llamada de Shay Tal; casi nadie le hablaba.
    Laintal Ay y Dathka estaban con sus amigos, riendo. Laintal Ay sorprendió la mirada de Shay Tal y se acercó a ella de mala gana.
    —Voy a hacer un experimento, Laintal Ay. Quiero que me acompañes como testigo de confianza. No te crearé nuevas dificultades con Aoz Roon.
    —Estoy en buenos términos con él.
    Le explicó que el experimento se desarrollaría junto al Voral. Ella quería, antes, explorar el antiguo templo. Caminaron juntos entre la multitud. Laintal Ay no decía nada.
    —¿Te avergüenza estar conmigo?—Siempre me complace tu compañía, Shay Tal.
    —No es necesario que seas cortés. ¿Crees que soy una hechicera?
    —Eres una mujer excepcional. Te admiro por eso.
    —¿Me quieres?
    Eso lo desconcertó. En lugar de responder directamente, miró el suelo enfangado y murmuró: —Has sido una madre para mí desde la muerte de mi madre. ¿Por qué me lo preguntas?
    —Desearía ser tu madre. Estaría orgullosa. Laintal Ay, también tú tienes energía interior. La siento. Esa interioridad te duele, pero también te da vida, es vida. No la ignores, cultívala. La mayoría de esta gente no tiene nada dentro.
    —Esa energía, ¿equivale a conflicto?
    Shay Tal se echó a reír apretando los codos contra el cuerpo.
    —Escucha, estamos atrapados en esta desventurada aldea, entre seres mediocres. En cualquier otro sitio pueden estar ocurriendo acontecimientos mucho más importantes. Por eso hay tanto que hacer. Quizá me vaya de Oldorando.
    —¿Adonde irás?
    Ella sacudió la cabeza.
    —A veces pienso que la mera presión de la gente obtusa hará que estallemos y nos dispersemos por el mundo. Ya habrás notado que estos últimos años han nacido muchos niños.
    Laintal Ay recorrió con la mirada los rostros familiares y amistosos de la calle, y sospechó que ella se inventaba razones, aunque era cierto que había más niños.
    Apoyó el hombro contra la puerta del antiguo templo y la abrió. Entraron y guardaron silencio. Un pájaro había quedado prisionero en el interior. Voló en círculos, acercándose, como para examinarlos; luego se lanzó hacia arriba y huyó por un agujero en el techo.
    La luz se filtraba por ese y otros agujeros, creando rayos donde giraban las partículas de polvo. Los cerdos habían sido trasladados poco antes a unas zahúrdas en el exterior, pero el olor subsistía. Shay Tal se movía sin descanso de un lado a otro mientras Laintal Ay, junto a la puerta, mirando hacia la calle, recordaba que de muchacho había jugado allí.
    Los muros estaban decorados con pinturas de estilo formal. Muchas se habían estropeado. Shay Tal miraba el alto estrado del altar de sacrificios. Algo que podía haber sido sangre oscurecía las piedras, A demasiada altura para que nadie pudiera intentar deteriorarla, había una representación de Wutra. Shay Tal la miró con los puños apoyados en las caderas.
    La pintura mostraba la cabeza y los hombros de Wutra, con un manto velludo. Los ojos miraban desde la larga cara animal con una expresión que podía interpretarse como compasiva. El rostro era azul, y representaba el color ideal del cielo donde Wutra moraba. Un áspero pelo blanco, casi como unas crines, le coronaba la cabeza; pero la característica más asombrosa era el par de cuernos que le brotaba del cráneo y que remataba en campanillas de plata.
    Detrás de Wutra se apretujaban otras figuras de una mitología olvidada, en general horrendas, que descendían del cielo. Wutra llevaba los dos centinelas posados en los hombros. Batalix estaba representado como un buey, barbado, gris, anciano, y de la lanza le brotaban rayos de luz. Freyr era más grande: un viril mono verde con una clepsidra suspendida del cuello. La lanza de Freyr, más grande que la de Batalix, también irradiaba rayos de luz.
    Shay Tal se apartó, diciendo vivamente; —Ahora, mi experimento, si Goija Hin está preparado.
    —¿Has visto lo que querías? —Laintal Ay estaba sorprendido por la brusquedad de Shay Tal.
    —No lo sé. Quizá lo sepa después. Me propongo entrar en pauk. Me hubiera gustado preguntar a algunos de los viejos sacerdotes si se pensaba que Wutra presidía el mundo inferior, así como la tierra y el cielo... Hay tantas discontinuidades... Goija Hin traía ya a Myk del establo, debajo de la gran torre. Goija Hin era el encargado de los esclavos, y exhibía todos los estigmas de su tarea. Era bajo pero fornido, con brazos y piernas musculosos. Las facciones se le situaban con dificultad en la cara de frente baja y adornada con mechones en desorden. Vestía ropas de cuero, y durmiera o se paseara siempre lo acompañaba un látigo. Todos conocían a Goija Hin, un hombre impermeable a los golpes y a los pensamientos.
    —Vamos Myk, bestia, es hora de que sirvas para algo —dijo en el tono habitual, ronco y gruñón.
    Myk se movió rápidamente; había crecido en esclavitud. Era el phagor que más largo tiempo había servido en Oldorando, y podía recordar al predecesor de Goija Hin, un hombre de aspecto mucho más terrible. Myk tenía algunos pelos negros en la sucia piel, la cara arrugada, y grandes bolsas húmedas debajo de los ojos.
    Era siempre dócil. En esa ocasión, Oyre estaba cerca para tranquilizarlo. Mientras Oyre le palmeaba la espalda encorvada, Goija Hin lo pinchaba con un palo.
    Oyre, actuando como intermediaria de Shay Tal, había pedido permiso a Aoz Roon para que ella empleara un phagor en un difícil experimento. Aoz Roon había respondido descuidadamente que tomara a Myk, que era demasiado viejo.
    Los dos humanos llevaron a Myk a un recodo del Voral donde el río era profundo, no muy lejos de la ruinosa torre de Shay Tal. Shay Tal y Laintal Ay estaban ya esperando cuando llegó el trío. Shay Tal miraba la profundidad de la corriente como sí tratara de descifrar sus secretos, con las mejillas hundidas y la expresión ausente.
    —Pues bien, Myk —dijo cuando se acercó al phagor. Lo miró pensativa. Fláccidas bolsas de piel le colgaban del pecho y del estómago. Goija Hin ya le había atado las manos a la espalda. Myk movía aprensivamente la cabeza entre los hombros encogidos. Cuando miró el Voral, el fluido lechoso le salió por los ollares, en oleadas sucesivas, y gritó sordamente. ¿Era posible que el agua lo convirtiese en estatua? Goija Hin saludó con aspereza a Shay Tal.
    —Átale las piernas —ordenó Shay Tal.
    —No le hagas mucho daño —dijo Oyre—. Conozco a Myk desde que era niña y es totalmente dócil. Nos llevaba montados, ¿recuerdas, Laintal Ay?
    Laintal Ay se adelantó al oír la petición.
    —Shay Tal no le hará ningún daño —respondió, sonriendo a Oyre. Ella lo miró interrogativamente.
    Atraídos por la posible novedad, varias mujeres y muchachos se reunieron en grupos sobre la costa, a ver qué ocurría.
    Era un recodo brusco en el que las aguas pasaban sólo a unos centímetros por debajo de donde ellos estaban. En el lado opuesto el río no era tan hondo y había una fina capa de hielo, protegida del sol por un saliente. El hielo se extendía hacia las aguas más profundas, con formas cristalinas en los bordes, como si el agua las hubiera tallado a cuchillo.
    Goija Hin ató las piernas del infortunado Myk y lo empujó hasta el borde del río. Myk alzó la larga cabeza, retrajo el labio inferior sobre el mentón hirsuto y emitió un trompeteo de terror.
    Oyre pidió a Shay Tal que no le hiciera daño, tirando de la piel de Myk.
    —Atrás —dijo Shay Tal. Hizo una seña a Goija Hin, para que empujara al phagor.
    Goija Hin apoyó el hombro macizo contra las costillas de Myk. El phagor vaciló y cayó al río con una gran salpicadura. Shay Tal alzó los brazos en un ademán imperioso.
    Las mujeres que miraban gritaron y corrieron. Entre ellas estaba Rol Sakil. Shay Tal les indicó a todos que se detuvieran.
    Miró y vio a Myk debatiéndose debajo del agua. Mechones de pelaje rodaban entre la turbulencia, rozando la superficie como algas amarillas.
    El agua seguía siendo agua. El phagor seguía vivo.
    —Súbelo —ordenó Shay Tal. Goija Hin sostenía a Myk con dos correas. Tiró de ellas con la ayuda de Laintal Ay. La cabeza y los hombros del viejo phagor rompieron la superficie; Myk lanzó un grito patético.
    —¡No me ahogues mates pobre yo!
    Lo pusieron en la costa, jadeando, a los pies de Shay Tal. Ella se mordía el labio inferior y miraba el Voral con el ceño fruncido. La magia no funcionaba.
    —Arrojadlo de nuevo —dijo una espectadora.
    —No más agua o muero —dijo Myk con dificultad.
    —Empújalo —dijo Shay Tal.
    Myk volvió al Voral una segunda y una tercera vez. Pero el agua era siempre agua. No hubo milagro, y Shay Tal disimuló su decepción.
    —Es suficiente —dijo—. Goija Hin, llévate a Myk y dale una ración de comida extra.
    Oyre se arrodilló compasivamente junto a Myk, acariciándolo, llorando. Un agua oscura fluía de los labios del phagor, que empezó a toser. Laintal Ay se arrodilló y puso un brazo sobre los hombros de Oyre.
    Desdeñosamente, Shay Tal se apartó. El experimento demostraba que un phagor más agua no era igual a hielo. El proceso no era inevitable. Entonces, ¿qué había ocurrido en la Laguna del Pez? Había deseado convertir el Voral en hielo, y no lo había logrado. El experimento no demostraba, por lo tanto, que fuera una hechicera. Tampoco demostraba que no lo fuera: había logrado convertir en hielo a los phagors en la Laguna del Pez... si no habían operado otros factores que ella no había tenido en cuenta.
    Se detuvo con la mano en la piedra que enmarcaba la puerta de la torre, sintiendo la aspereza de los líquenes contra la palma. Mientras no encontrara una explicación, tendría que considerarse a sí misma como la consideraban los demás: como una hechicera. Cuanto más ayunara, más se respetaría a sí misma. Y por supuesto, como hechicera tenía que conservarse virgen; el intercambio sexual destruía los poderes mágicos. Se acomodó las pieles sobre el cuerpo desnudo, y subió los gastados escalones.
    Las mujeres de la costa miraron el cuerpo empapado de Myk, rodeado por una charca creciente, y luego la figura de Shay Tal, que se alejaba.
    —¿Para qué lo habrá hecho? —preguntó a las demás Rol Sakil—. ¿Por qué no ahogó del todo a esa estúpida criatura si era eso lo que quería?
    La próxima vez que se reunió el consejo, Laintal Ay se puso de pie y habló a los demás. Dijo que había escuchado a Shay Tal. Todos conocían el milagro de la Laguna del Pez, que había salvado muchas vidas. Nada de lo que ella hacía era para mal. Laintal Ay propuso que la academia fuera reconocida y apoyada.
    Aoz Roon parecía furioso mientras Laintal Ay hablaba. estaba sentado, rígido, en silencio. Los ancianos del consejo se espiaban unos a otros por debajo de las cejas, murmurando, incómodos. Eline Tal rió.
    —¿Qué deseas que hagamos para ayudar a esa academia? —preguntó Aoz Roon.
    —El templo está vacío. Puedes dárselo a Shay Tal. Que organice allí reuniones por las tardes, a la hora del paseo. Que se use como un foro donde todos puedan hablar. El frío se ha ido, la gente es más libre. Abre el templo como una academia para todos, hombres, mujeres y niños.
    Las palabras resonantes se apagaron. Todos callaron. Luego Aoz Roon habló.
    —No puede usar el templo. No queremos una nueva serie de sacerdotes. Guardaremos allí los cerdos.
    —El templo está vacío.
    —Desde ahora, los cerdos se guardarán en el templo.
    —El día en que se pone a los cerdos por encima de la comunidad es un mal día.
    La reunión concluyó con cierto desorden, cuando Aoz Roon se marchó de pronto. Laintal Ay se volvió a Dathka, con las mejillas enrojecidas.
    —¿Por qué no me has apoyado? Dathka sonrió con cortedad, se acarició la fina barba, bajó la vista.
    —No habrías vencido aunque toda Oldorando te hubiese apoyado. Ya ha prohibido la academia. Te fatigas en vano, amigo mío.
    Cuando Laintal Ay abandonaba la torre, desencantado del mundo, Datnil Skar, el maestro de la corporación de curtidores, lo llamó y le tomó la manga.
    —Has hablado bien, joven Laintal Ay; y sin embargo, Aoz Roon tiene razón. O, si no la tiene, lo que ha dicho no es un desatino. Si Shay Tal hablara en el templo, se convertiría en sacerdotisa y sería adorada. No es eso lo que queremos: nuestros antepasados se liberaron de los sacerdotes hace varias generaciones.
    Laintal Ay sabía que el maestro Datnil era un hombre amable y modesto. Se contuvo, miró el rostro desgastado, y preguntó: —¿Por qué me lo dices?
    El maestro Datnil miró alrededor para asegurarse de que nadie escuchaba.
    —La religión nace de la ignorancia. Creer algo establecido es señal de ignorancia. Yo respeto la tentativa de machacar con hechos la cabeza de la gente. Quiero decir que lamento tu derrota, aunque no comparto tu propuesta. Me gustaría hablar en la academia de Shay Tal, si ella me aceptara.
    Se quitó el sombrero de piel y lo puso sobre el antepecho de la ventana, cubierto de líquenes. Se alisó el ralo pelo gris y carraspeó. Miró alrededor, sonriendo, nervioso. Aunque conocía desde el nacimiento a todos los presentes, no estaba acostumbrado al papel de orador. Las rígidas ropas de piel le crujían mientras desplazaba el peso del cuerpo de un pie al otro.
    —No tengas miedo de nosotras, maestro Datnil —dijo Shay Tal.
    Él advirtió una nota de impaciencia en la voz de ella.
    —Sólo de tu intolerancia, señora, tengo miedo —le respondió; y algunas de las mujeres acuclilladas en el suelo se llevaron la mano a la boca, escondiendo unas sonrisas.
    —Ya sabéis lo que hacemos en nuestra corporación, porque algunas de vosotras trabajáis conmigo —agregó Datnil Skar—. Por supuesto, sólo los hombres pueden ser miembros, y los secretos de nuestra profesión se transmiten de generación a generación. En particular, un maestro enseña todo lo que sabe a su oficial de confianza o su principal aprendiz. Cuando el maestro muere o se retira, éste toma su puesto, así como hará pronto Raynil Layan.
    —Una mujer podría hacerlo tan bien como cualquier hombre —dijo una de las mujeres, Cheme Phar—. He trabajado contigo bastante tiempo, Datnil Skar. Sé todos los secretos de los pozos de sal. Podría salarme a mí misma, si fuera necesario.
    —Ah, pero es preciso que haya orden y continuidad, Cheme Phar —dijo suavemente el maestro.
    —Y también podría poner orden —dijo Cheme Phar, y todas rieron. Luego miraron a Shay Tal.
    —Háblanos de la continuidad —dijo esta última—. Sabemos, porque Loilanun nos lo dijo, que algunos de nosotros descendemos de Yuli, el Sacerdote, que llegó del norte, de Pannoval y el lago Dorzin. Ésa es una continuidad. ¿Y cuál es la continuidad dentro de la corporación, maestro Datnil?
    —Todos los miembros de nuestra corporación han nacido y engendrado hijos en Embruddock, antes de que se convirtiera en Oldorando. Muchas generaciones.
    —¿Cuántas?
    —Ah, muchas, muchas.
    —Dinos cómo lo sabes.
    Datnil Skar se secó las manos en los pantalones.
    —Tenemos un registro. Todos los maestros llevamos un registro.
    —¿Por escrito?
    —Así es. En un libro. Y el arte se transmite. Pero no se puede revelar ese registro a otras personas.
    —¿Por qué piensas que es así?
    —No quieren que las mujeres les quiten el trabajo y lo hagan mejor—dijo alguien, y otra vez hubo risas. Datnil Skar sonrió, confuso, y no habló más.
    —Creo que en cierto momento, el secreto ha de haber tenido un propósito defensivo —dijo Shay Tal—. Quizás era necesario mantener vivas ciertas artes, como la curtimbre o la herrería, en los malos tiempos, a pesar del hambre o de las incursiones de los phagors. Probablemente hubo en el pasado tiempos muy malos, y algunas artes se perdieron. No sabemos hacer papel. Quizás en otro tiempo hubo una corporación de papeleros. Cristal. No podemos hacer cristal. Sin embargo hay trozos de cristal por todas partes. Ya sabéis qué es el cristal. ¿Por qué somos más estúpidos que nuestros antepasados? ¿Acaso vivimos y trabajamos en una condición desventajosa que no comprendemos del todo? Ésa es una de las grandes preguntas que no hay que olvidar.
    Se interrumpió. Nadie dijo nada, cosa que la irritaba siempre. Anhelaba algún comentario que provocara una discusión.
    Datnil Skar respondió: —Madre Shay, dices la verdad, según mi mejor conocimiento. Comprendes que, como maestro, he jurado no revelar a nadie los secretos de mi arte; es un juramento que he hecho a Wutra y a Embruddock. Pero sé que hubo antes malos tiempos, de los cuales no tendría que hablar...
    Cuando calló, ella lo alentó con una sonrisa.
    —¿Crees que Oldorando era antes más grande que ahora?
    Datnil Skar la miró con la cabeza de lado.
    —Sé que llamas una granja a esta ciudad. Pero sobrevive... Es el centro del cosmos. Aunque esto no responde a tu pregunta. Pero vosotras, amigas mías, habéis encontrado centeno y trigo, al norte de aquí, así que de eso hablaremos. En ese lugar, según mi conocimiento, hubo tiempo atrás unos campos celosamente cuidados, defendidos con cercas contra las bestias salvajes. Esos campos
    pertenecían a Embruddock. Crecían también y se cultivaban otros muchos cereales. Ahora los cultiváis de nuevo, lo que es sabio.
    "Ya sabéis que necesitamos corteza de árbol para curtir pieles. Nos cuesta trabajo obtenerla. Yo creo, es decir, sé —calló y continuó rápidamente— que al oeste y al norte crecían bosques altos que daban madera y corteza. Esa región se llamaba Kace. Era, en esa época, cálida, y no hacía frío.
    Alguien dijo: —El tiempo del calor... es una leyenda que cantaban los sacerdotes. Son ésos, precisamente, los cuentos que esta academia quiere desterrar. Sabemos que antes hizo más frío que ahora. Pregúntale a mi abuela.
    —Lo que digo, según entiendo, es que hizo calor antes de que hiciera frío —respondió Datnil Skar, rascándose lentamente el occipucio gris. Tendríais que tratar de comprender. Han pasado muchas vidas, muchos años. Buena parte de la historia se ha desvanecido. Sé que las mujeres pensáis que los hombres están contra vosotras; y quizá sea así; pero yo hablo sinceramente cuando digo que apoyéis a Shay Tal a pesar de las dificultades. Como maestro, sé cuan precioso es el conocimiento. Y parece escapar de la comunidad como el agua de un calcetín.
    Mientras él se marchaba, las mujeres se pusieron de pie y lo aplaudieron cortésmente. ,
    Dos días después, al ocaso de Freyr, Shay Tal caminaba de un lado a otro por la habitación de la torre aislada. Llegó un grito desde abajo. Pensó inmediatamente en Aoz Roon, aunque no era su voz.
    Se preguntó quién podía aventurarse más allá de la empalizada cuando oscurecía. Asomó la cabeza por la ventana y vio a Datnil Skar: una figura inmaterial en la penumbra.
    —Oh, sube, amigo mío —dijo. Bajó a recibirlo. El traía una caja y sonreía, nervioso. Se sentaron frente a frente en el suelo de piedra, una vez que ella le sirvió una medida de rathel.
    —¿Sabes? —dijo él, luego de una breve conversación ociosa—, creo que pronto me retiraré como maestro de la corporación de curtidores. Mi oficial principal tomará pronto mi sitio. Me estoy volviendo viejo, y él sabe desde hace tiempo todo lo que yo puedo enseñar.
    —¿Por eso vienes?
    Datnil Skar sonrió y movió la cabeza.
    —Vengo, madre Shay, porque siento una admiración de anciano por ti, por tu persona y tu valor... No, déjame terminar. Siempre he amado y servido a esta comunidad, y creo que tú haces lo mismo aunque tienes la oposición de muchos hombres. Quiero, entonces, hacerte un bien mientras todavía puedo.
    —Eres un buen hombre, Datnil Skar. Oldorando lo sabe. La comunidad necesita buenas personas.
    Suspirando, él asintió.
    —He servido a Embruddock, a Oldorando como hemos de llamarla, todos los días de mi vida, y jamás he salido de ella. Sin embargo apenas ha pasado un día... —Se interrumpió, con su habitual timidez, sonrió y agregó:—Creo que hablo con un espíritu afín; desde que era muchacho, ni un sólo día ha pasado sin que me preguntara... sin que me preguntara qué ocurría en otros lugares, muy lejos de aquí,
    Hizo una pausa, se aclaró la garganta, y continuó con más vivacidad.
    —Te contaré una cosa. Es muy breve. Recuerdo un terrible invierno, cuando yo era niño, en que atacaron los phagors, y luego siguieron las enfermedades y el hambre. Mucha gente murió y también muchos phagors, aunque en ese momento no se sabía. Estaba tan oscuro... Los días son más brillantes ahora... Sea como fuere, los phagors abandonaron, durante la matanza, un niño humano. El nombre era... me avergüenza decir que lo he olvidado pero, según creo, era algo parecido a Krindelsedo. Un nombre largo. Antes lo recordaba claramente. Los años me han hecho olvidar.
    "Krindelsedo venía de Sibornal, una comarca lejana del norte. Decía que Sibornal era un país de glaciares perpetuos. En ese momento, yo había sido elegido oficial principal de mi corporación; y él estaba a punto de convertirse en sacerdote en Sibornal, de modo que ambos trabajábamos con entusiasmo en nuestras profesiones. Él... Krindelsedo, o como se llamara... pensaba que nuestra vida era fácil. Los géiseres hacían de Oldorando un lugar caliente.
    "Mi amigo, ese joven sacerdote, estaba con algunos colonos que marchaban hacia el sur huyendo del hielo. Llegaron a unas tierras mejores, junto a un río. Allí tuvieron que luchar contra la población local, un reino llamado... el nombre se me ha ido después de tantos años. Hubo una gran batalla en que hirieron a Krindelsedo, sí así se llamaba. Los sobrevivientes pretendieron escapar, pero fueron capturados por una banda de phagors. La suerte quiso que Krindelsedo se librara de ellos. O tal vez lo dejaron atrás porque estaba herido.
    "Hicimos lo posible por atenderlo, pero murió un mes más tarde. Lloré por él. Yo era muy joven. Y sin embargo, lo envidiaba porque había visto algo del mundo. Me dijo que en Sibornal el hielo tenía muchos colores y era muy hermoso.
    Cuando el maestro Datnil concluyó su historia, sentado sosegadamente junto a Shay Tal, Vry entró en la habitación, en camino al piso superior.
    Él le sonrió y dijo a Shay Tal: —No le pidas que se marche. Sé que es tu oficial principal y que confías en ella, como yo desearía confiar en el mío. Que escuche también lo que diré. —Depositó en el suelo la caja de madera.—He traído el libro de nuestra corporación para que lo veas.
    Shay Tal parecía a punto de desmayarse. Sabía que si eso se descubría, la corporación mataría al maestro sin vacilar. Pudo imaginar el conflicto interno del maestro antes de venir. Lo abrazó y le besó la frente arrugada.
    Vry se acercó y se arrodilló junto a ellos, con el rostro excitado.—A ver —dijo y extendió la mano, como si no fuera una muchacha tímida.
    Datnil Skar puso una mano sobre la de Vry.
    —Ved primero la madera de la caja. No es de rajabaral; el grano es demasiado hermoso. Y mirad cómo está labrada. Y el delicado trabajo del metal en los ángulos. ¿Podrían hacer una cosa tan fina los herreros de nuestra corporación?
    Cuando ellas examinaron los detalles, abrió la caja. Sacó un gran volumen encuadernado en gruesa piel, con un adornado dibujo grabado a fuego.
    —Esto lo hice yo mismo, madre. Yo encuaderné el libro. Lo que es antiguo es el interior.
    Las páginas llevaban una cuidadosa y con frecuencia adornada escritura de muchas manos. Datnil Skar las volvió rápidamente, sin querer mostrar demasiado, aun en ese momento. Pero las mujeres vieron claramente fechas, nombres, listas, anotaciones, cifras.
    Él miró sus rostros sonriendo gravemente.
    —A su modo, este libro es una historia de Embruddock a lo largo de los años. Y cada corporación tiene un libro semejante, de eso estoy seguro.
    —El pasado se ha ido. Ahora tratamos de mirar al futuro —dijo Vry—. No queremos quedar presos en el pasado. Queremos salir...
    Indecisa, dejó caer la frase, lamentando haberse dejado arrastrar por la excitación. Al mirar los dos rostros, recordó que ellos eran más viejos y que nunca estarían de acuerdo con ella. Aunque parecían tener una meta común, había una diferencia que jamás podría salvarse.
    —La clave del futuro está en el pasado —dijo Shay Tal, con afecto pero zanjando la cuestión, porque ya había dicho a Vry cosas semejantes anteriormente. Y volviéndose al anciano, agregó—: Maestro Datnil, apreciamos tu valiente actitud al permitir que veamos el libro. Quizá algún día podamos examinarlo con mayor detenimiento. ¿Nos puedes decir cuántos maestros ha habido en tu corporación desde que comenzó el registro?
    Datnil Skar cerró el libro y empezó a guardarlo en la caja. De la vieja boca le fluía la saliva, y le temblaban las manos,
    —Las ratas saben los secretos de Oldorando... Estoy en peligro por traer aquí el libro. Soy sólo un anciano tonto... Queridas mías: hubo en los viejos tiempos un gran rey que imperaba sobre todo Campannlat, llamado Rey Denniss. Él previo que el mundo, este mundo que los seres de dos filos llamaban Hrrm-Bhhrd Ydohk, perdería calor, así como se pierde el agua de un cántaro al llevarlo por una senda accidentada. Entonces fundó las corporaciones, con reglas de hierro. Los miembros de estas corporaciones preservarían el conocimiento a lo largo de las épocas oscuras hasta que retornara el calor.
    Canturreaba un poco al hablar, como si lo hiciera de memoria.
    —Nuestra corporación ha sobrevivido desde la época del buen rey, aunque en algunos períodos no había con qué curtir pieles. Según este registro, en una ocasión los únicos miembros eran un maestro y un aprendiz, que vivían debajo del suelo a cierta distancia... Tiempos terribles. Pero hemos sobrevivido.
    Mientras Datnil se secaba la boca, Shay Tal preguntó que período era ése.
    El maestro miró el rectángulo cada vez más oscuro de la ventana como si deseara evadir la pregunta.
    —No comprendo todo lo que dice el libro. Ya conocéis nuestras confusiones con el calendario. Como se puede ver ahora, los nuevos calendarios determinan una dislocación considerable... Embruddock... Perdonadme, temo hablar de más... no siempre ha pertenecido a... nuestra gente.
    Movió la cabeza, mirando nerviosamente alrededor. Las mujeres aguardaban inmóviles como phagors, en la vieja estancia oscura. El volvió a hablar.
    —Mucha gente murió entonces. Hubo una gran plaga, la Muerte Gorda. Invasiones... Las Siete Cegueras... Historias de infortunio. Esperamos que nuestro presente señor —nuevamente miró en torno— sea tan sabio como el Rey Denniss. El buen rey fundó nuestra corporación en el año llamado 249 antes del Nadir. No sabemos quién era el Nadir. Lo que sabemos es que yo... admitiendo que pueda haber blancos en el registro... soy el sexagésimo octavo maestro de la corporación de curtidores. El sexagésimo octavo... —Miró con miopía a Shay Tal.
    —Sesenta y ocho... —Tratando de ocultar su asombro, ella, recogió las pieles con un movimiento característico—. Son muchas generaciones que nos separan de la antigüedad.
    —Así es, así es —el maestro Datnil asintió complacido, como si estuviera familiarizado con esas vastas extensiones de tiempo—. Hace casi siete siglos que nuestra corporación fue fundada. Siete siglos, y todavía hiela por las noches.
    Embruddock era una nave encallada en el desierto circundante. Todavía daba abrigo a la tripulación, aunque nunca más había de hacerse a la vela.
    El tiempo había desmantelado a tal extremo la ciudad antaño orgullosa, que sus habitantes la consideraban una aldea, e ignoraban que sólo era una ruina en medio de una civilización borrada por el hielo, la locura y el pasado del tiempo.
    A medida que la temperatura aumentaba, los cazadores tenían que alejarse más en busca de caza. Los esclavos sembraban los campos y soñaban con una imposible libertad. Las mujeres permanecían en las casas y se volvían neuróticas.
    Mientras Shay Tal ayunaba, siempre sola, las energías reprimidas de Vry crecían cada día más y la muchacha buscaba la compañía de Oyre. Habló con ella del maestro Datnil, y de lo que él había dicho, y encontró una oyente entusiasta. Ambas estaban de acuerdo: la historia contenía fascinantes enigmas, aunque Oyre era algo escéptica.
    —Datnil Skar es viejo y está un poco ido, dice siempre mi padre —afirmó Oyre, y parodió el andar del maestro, diciendo con voz aflautada—: Nuestra corporación es tan exclusiva que ni siquiera permitimos la entrada del Rey Denniss...
    Vry rió y Oyre continuó, más seriamente: —El maestro Datnil podría ser ejecutado por mostrar el libro. Eso prueba que no está en sus cabales.
    —Ni siquiera permitió que lo viéramos bien. —Vry se interrumpió y luego estalló—: Si tan sólo pudiéramos juntar todos los hechos... Shay Tal los junta y los escribe. Tiene que haber algún modo de ordenarlos... en una estructura. Se ha perdido mucho, el maestro Datnil tiene razón. La temperatura fue tan helada en un tiempo que echaron al fuego todo lo que era inflamable; la madera, el papel, los registros. ¿Comprendes que ni siquiera sabemos qué año es? Las estrellas nos lo podrían decir. El calendario de Loil Bry es absurdo, los calendarios no han de fundarse en la gente sino en los años. La gente es tan poco de fiar... y yo también soy así. Oh, te juro que me volveré loca.
    Oyre se echó a reír y abrazó a Vry.
    —Eres la persona más cuerda que conozco, idiota. —Volvieron a hablar de las estrellas, sentadas sobre el suelo desnudo. Oyre había ido con Laintal Ay a mirar el fresco pintado en el antiguo templo.— Los centinelas están claramente representados; Batalix está como siempre encima de Freyr, pero casi tocándolo, sobre la cabeza de Wutra.
    —Cada año los dos soles están más cerca —afirmó Vry sin vacilar—. El mes pasado casi se tocaron cuando Freyr sobrepasó a Batalix, y nadie prestó atención. El año próximo, chocarán. ¿Y entonces qué? O quizás uno pase detrás del otro.
    —¿No será eso lo que el maestro Datnil llama una Ceguera? Si un centinela desapareciese, habría una media luz, ¿verdad? Quizá haya Siete Cegueras, como ya ha ocurrido. —Oyre parecía asustada; se movió hacia su amiga.— Sería el fin del mundo. Wutra se mostraría en toda su furia, por supuesto. Vry rió y se puso de pie.
    —El mundo no desapareció entonces ni desaparecerá ahora. Quizá sea un nuevo principio —dijo, con un rostro radiante—. Por eso las estaciones son más calientes. Después de que Shay Tal termine con ese horrible pauk volveremos a ocuparnos del asunto. Yo seguiré trabajando en mis matemáticas. Que vengan las Cegueras: yo las abrazo.
    Ambas, riendo, bailaron por la habitación.
    —¡Cómo deseo una gran experiencia! —exclamó Vry.
    Mientras tanto, Shay Tal mostraba más claramente que antes los pequeños huesos de ave que le sostenían la carne; las pieles le colgaban sueltas alrededor del cuerpo. Las mujeres le llevaban comida, pero ella se negaba a alimentarse.
    —El ayuno le conviene a mi alma voraz —decía, caminando por la habitación helada, mientras Vry y Oyre intentaban oponerse y Amin Lim la acompañaba mansamente—. Mañana entraré en pauk. Vosotras tres y Rol Sakil podéis quedaros conmigo. Volveré a través de los fessupos hasta esa generación que construyó nuestras torres y corredores. Descenderé siglos si es preciso, y buscaré al Rey Denniss.
    —Es maravilloso —exclamó Amin Lim. Las aves se posaban en la desmoronada ventana y comían el pan que Shay Tal no quería tocar.
    —No te hundas en el pasado, señora —le aconsejaba Vry—. Ése es el camino de los ancianos. Mira adelante y hacia fuera. No ganaremos nada interrogando a los muertos.
    Shay Tal estaba ahora tan poco habituada a las discusiones que le fue difícil contenerse. Alzó la vista y vio, casi con asombro, que aquella jovencita apocada se había convertido ahora en una mujer. Estaba pálida, y tenía sombras debajo de los ojos, como Oyre.
    —¿Por qué estáis tan pálidas las dos? ¿Estáis enfermas?
    Vry movió la cabeza.
    —Esta noche hay una hora de oscuridad antes de la media luz. A esa hora te mostraré lo que estamos haciendo, Oyre y yo. Hemos trabajado mientras todo el mundo dormía.
    A la puesta de Freyr, la noche era clara. El calor abandonaba el mundo mientras las dos jóvenes acompañaban a Shay Tal al terrado de la torre en ruinas. Un óvalo de luz espectral se elevaba desde el punto del horizonte donde había desaparecido Freyr. Había pocas nubes que ocultaran el cielo; mientras los ojos se acostumbraban a la oscuridad, las estrellas centelleaban. En algunos sectores del cielo eran relativamente escasas, en otras pendían en racimos. En lo alto, de horizonte a horizonte, había una ancha franja luminosa irregular, densa como una niebla, donde aparecían de vez en cuando unas estrellas muy brillantes.
    —Es el espectáculo más magnífico del mundo —dijo Oyre—. ¿No te parece?
    Shay Tal dijo: —En el mundo inferior los fessupos brillan como estrellas. Son las almas de los muertos. Aquí vemos las almas de los no nacidos. Arriba es como abajo.
    —Creo que necesitamos un principio enteramente distinto para explicar el cielo —afirmó Vry—. Aquí todos los movimientos son regulares. Las estrellas giran alrededor de esa otra más brillante, la que llamamos estrella polar. —Señaló un astro situado encima de ellas.— En las veinticinco horas del día, las estrellas giran una vez, apareciendo en el este y poniéndose en el oeste como los dos centinelas. ¿No prueba eso que son similares a los dos centinelas, pero que se mueven mucho más lejos?
    Las jóvenes mostraron a Shay Tal el mapa estelar que estaban haciendo, con las posiciones relativas de las estrellas marcadas en el pergamino. Ella demostró poco interés y dijo: —Las estrellas no pueden afectarnos como los coruscos. ¿En qué adelanta el conocimiento esto que hacéis? Valdría más que de noche durmierais.
    Vry suspiró.
    —El cielo está vivo. No es una tumba, como el mundo inferior. Oyre y yo hemos visto aquí cometas que arden y caen a tierra. Y hay cuatro estrellas brillantes que se mueven de un modo distinto al de todas las demás, las vagabundas de que hablan las viejas canciones. Hay días en que esas vagabundas pasan dos veces por el cielo, Y una reaparece con gran rapidez. Pensamos que está muy cerca de nosotros y la llamamos Kaidaw, por su velocidad. En seguida la veremos.
    Shay Tal se frotó las manos, con aire aprensivo.
    —Hace frío aquí.
    —Hace más frío abajo, allí donde moran los coruscos —respondió Oyre.
    —Cuida tu lengua, muchacha. No eres buena amiga de la academia si apartas a Vry de sus verdaderas tareas.
    El rostro se le tornó frío y duro, como de halcón; se dio vuelta rápidamente, apartando los ojos de Oyre y Vry y descendió sin añadir una palabra.
    —Oh, tendré que pagar por esto —dijo Vry—. Tendré que ser doblemente sumisa para hacer las paces.
    —Eres demasiado humilde, y ella demasiado altiva. Al diablo con la academia. Tiene miedo del cielo, como la mayoría de la gente. Ése es su problema, sea o no una hechicera. Tolera a la gente, corno la estúpida Amin Lim, porque la halagan.
    Abrazó a Vry con una especie de iracunda pasión y se puso a enumerar las tonterías de todos los conocidos.
    —Lo que me duele es que no haya mirado por el telescopio —dijo Vry.
    Ese telescopio había traído un gran cambio al interés de Vry por la astronomía. Cuando Aoz Roon se convirtió en señor y se trasladó a la gran torre, Oyre había podido examinar con libertad las posesiones de todas clases que allí había, guardadas en cofres. El telescopio había aparecido envuelto entre ropas apolilladas que se deshacían al tocarlas. Era de construcción sencilla; quizá lo había hecho la corporación de vidrieros, desaparecida mucho antes: un tubo de cuero que mantenía dos lentes en su sitio. Pero, apuntado hacia las estrellas vagabundas, el telescopio tuvo el poder de cambiar las ideas de Vry. Porque las vagabundas eran discos. En esto se parecían a los centinelas, aunque no emitían luz.
    De ese descubrimiento, Vry y Oyre dedujeron que las vagabundas estaban más cerca del mundo, y las estrellas más lejos; algunas, muy lejos. Por los tramperos que trabajaban a la luz de la estrellas, supieron los nombres de las vagabundas: Ipocrene, Aganip y Copaise. Y vieron luego a la más rápida, que ellas mismas bautizaron Kaidaw. Ahora trataban de probar que eran mundos como el suyo, y quizás habitados.
    Mirando a su amiga, Vry sólo vio el contorno general del hermoso rostro y la poderosa cabeza, y reconoció que Oyre se parecía mucho a Aoz Roon. Tanto ella como su padre eran personas enérgicas, y Oyre había nacido fuera de las convenciones acordadas. Vry se preguntó si Oyre habría estado, por alguna remota casualidad, con un hombre, en la oscuridad de un brassimipo, o en cualquier otra parte. Luego alejó el travieso pensamiento y volvió los ojos al cielo.
    Permanecieron, más serenas, en el terrado de la torre, hasta que el Silbador de Horas volvió a sonar. Casi en seguida Kaidaw salió y se encaminó al cenit.

    La Estación Observadora Terrestre Avernus —la Kaidaw de Vry— estaba suspendida a gran altura sobre Heliconia, mientras pasaba por debajo el continente de Campannlat, Los tripulantes de la estación se dedicaban sobre todo a observar el mundo que tenían más cerca, pero los instrumentos automáticos vigilaban también constantemente los otros tres planetas del sistema binario.
    En los cuatro planetas se elevaban las temperaturas. El conjunto mejoraba constantemente; sólo en el suelo, en la carne tierna, había anomalías.
    El drama de las atareadas generaciones de Heliconia se desarrollaba en un escenario apenas estructurado, con unas pocas circunstancias predominantes. El año del planeta alrededor de Batalix —la Estrella B para los estudiosos del Avernus—, era de 480 días (el año «pequeño»). Pero Heliconia tenia un Gran Año, del cual nada sabían los actuales habitantes de Embruddock. El Gran Año era el tiempo que tardaba la Estrella B, con sus planetas, en describir una órbita en torno de Freyr, la Estrella A.
    Ese Gran Año era de 1.825 años «pequeños» de Heliconia. Como un año pequeño heliconiano equivalía a 1.42 años terrestres, el Gran Año equivalía a 2.592 años terrestres, un período en que muchas generaciones florecían y abandonaban la escena.
    El Gran Año significaba un enorme viaje elíptico. Heliconia era un poco mayor que la Tierra, con una masa igual a 1.28 de la terrestre; en muchos aspectos, era la hermana de la Tierra. Pero en ese viaje elíptico de miles de años, Heliconia se convertía casi en dos planetas: uno helado en el apastrón, cuando estaba más lejos de Freyr, y uno excesivamente caliente en el periastron, cuando estaba más cerca de Freyr.
    Cada año pequeño, Heliconia se acercaba más a Freyr. La primavera estaba a punto de anunciarse de modo espectacular.

    A mitad de camino entre las altas estrellas y los fessupos que se hundían lentamente hacia la roca original, dos mujeres se arrodillaban a cada lado de una cama de helechos. La luz de la habitación era bastante escasa y las mujeres parecían dos plañideras de luto a los lados de la imagen postrada. Sólo se podía determinar que una era regordeta y ya no joven, y la otra víctima del proceso desecador de la ancianidad.
    Rol Sakil Den movió la cabeza gris y contempló con lúgubre compasión el cuerpo extendido.
    —Pobrecilla, años atrás; tan bonita no tiene derecho a torturarse así.
    —Tendría que haberse quedado con sus panes, diría yo —respondió la otra mujer, para mostrarse cordial.
    —Mira qué flaca es. Toca las caderas. No me asombra que se haya vuelto tan extraña.
    Rol Sakil era flaca como una momia. La artritis le corroía el cuerpo. Había sido la partera de la comunidad hasta que tuvo demasiados años para ocuparse de esas tareas. Aún atendía a quienes entraban en pauk. Ahora que Dol se había emancipado, estaba casi al margen de la academia, siempre lista para criticar, raramente preparada para pensar.
    —Es tan estrecha que no podría parir un palito, no digamos un niño. Es preciso atender el vientre: es la parte central de la mujer.
    —Tiene otras cosas que atender —dijo Amin Lim.
    —Oh, yo respeto el conocimiento como cualquiera; pero cuando el conocimiento se opone a la práctica natural de la cópula, tendría que cederle el paso.
    —En ese sentido —replicó Amin Lim con cierta aspereza, del otro lado de la cama—, esas prácticas naturales encontraron un obstáculo cuando tu Dol se instaló en el lecho de Aoz Roon. Ella lo admiraba mucho, ¿y quién no? Es un hombre de buen aspecto, Aoz Roon, aparte de ser el señor de Embruddock.
    Rol Sakil resopló.
    —No es una razón para que abandone por completo la sexualidad. Siempre podría dedicarle algún tiempo, para mantenerse en forma. Además, él no volverá a golpear a la puerta de ella, puedes estar segura. Tiene las manos ocupadas con nuestra Dol.
    La anciana indicó a Amin Lim que se aproximara para decirle algo confidencial, y ambas unieron sus cabezas sobre el cuerpo extendido de Shay Tal.
    —Dol no lo deja en paz un momento, tanto por inclinación como por política. Proceder que yo recomendaría a cualquier mujer, aun a ti, Amin Lin. Supongo que te gustará, de vez en cuando; no sería humano que no fuera así, a tu edad. Tienes que pedírselo a tu hombre.
    —Sin duda no hay mujer que no haya pensado alguna vez en Aoz Roon, por más mal genio que tenga.
    Shay Tal suspiró en su pauk. Rol Sakil le tomó la mano con una mano marchita, y continuó, siempre en tono confidencial: —Dice mi Dol que murmura de una manera terrible en sueños. Le he dicho que eso es signo de una conciencia culpable.—¿Y de qué puede ser culpable, entonces? —preguntó Amin Lim.
    —Pues... podría contarte algo.... aquella mañana, después de tanto beber y tanto movimiento, salí temprano como siempre. Y mientras andaba, bien abrigada contra el frío, tropecé con un cuerpo en la oscuridad, y me dije: «Algún necio, atontado con la bebida, se ha quedado dormido al aire libre». Allí estaba, al pie de la gran torre.
    Se interrumpió para observar el efecto del relato sobre Amin Lim, que sin otra cosa que hacer escuchaba atentamente. Los ojitos de Rol Sakil casi se ocultaron entre las arrugas mientras proseguía: —No hubiera pensado más en el asunto; a mí también me gusta un poco de rathel. Pero, ¿qué veo entonces, si no otro cuerpo del otro lado de la torre? Me dije: «Pues son dos necios, atontados por la bebida, que se han quedado dormidos al aire libre». Y tampoco hubiera pensado más en el asunto; pero cuando se supo que habían encontrado muertos al joven Klils y a su hermano Nahkri, juntos y al pie de la torre, el asunto parecía muy distinto...
    —Todo el mundo dijo que los habían encontrado allí.
    —Ah, pero yo los vi primero, y no estaban juntos. Así que no habían peleado entre ellos, ¿no te parece? Es sospechoso, ¿verdad? Y me dije: «Alguien empujó a los dos hermanos de lo alto de la torre». ¿Quién podía ser? ¿Quién tenía más que ganar con esas muertes? Que otros lo juzguen. Todo lo que digo es que aconsejé a Dol: «Cultiva tu miedo a las alturas, Dol. No te acerques al borde de una torre cuando estés con Aoz Roon. No te acerques al borde de ninguna torre, y estarás perfectamente...» Eso le dije.
    Amín Lim movió la cabeza.
    —Shay Tal no querría a Aoz Roon si él hubiera hecho una cosa así. Y lo sabría. Es inteligente; sin duda lo sabría.
    Rol Sakil se puso de pie y cojeó nerviosamente por la habitación de piedra, sacudiendo la cabeza.
    —En lo que concierne a los hombres, Shay Tal es igual que nosotras. No siempre piensa con el cerebro, y usa en cambio lo que tiene entre las piernas.
    —Oh, calla. —Amin Lim miró apenada a su amiga y mentora. En verdad, hubiera preferido que la vida de Shay Tal se ajustase más al camino preconizado por Rol Sakil; quizá sería más feliz.
    Shay Tal yacía rígidamente sobre el costado izquierdo, en la postura del pauk. Tenía los ojos entreabiertos. Apenas se la oía respirar, pero a intervalos regulares suspiraba profundamente. Mirando los rasgos austeros de ese rostro amado, Amin Lim creyó ver a alguien que enfrentaba la muerte con compostura. Sólo la boca, de vez en cuando endurecida, indicaba el temor que es imposible evitar en presencia de los habitantes del mundo inferior.
    Aunque Amin Lim había estado una vez en pauk, el terror de volver a ver a su padre le había bastado. Esa dimensión estaba ahora cerrada; no volvería a visitar el mundo inferior hasta que llegara la llamada final.
    —Pobre, pobrecilla —dijo, mientras acariciaba la cabeza de su amiga y le miraba los cabellos grises, con la esperanza de aliviarle la travesía del reino negro, que estaba debajo de la vida.
    Aunque el alma no tenía ojos, podía sin embargo ver en un medio donde el terror reemplazaba la visión.
    Miraba hacia abajo mientras empezaba a caer a un espacio más grande que el cielo nocturno. En ese espacio Wutra no podía penetrar. Era aquélla una región que el inmortal Wutra no conocía. El dios de rostro azul, de mirada impávida, de cuernos delicados, pertenecía a la gran batalla glacial que se desarrollaba en todas las demás regiones. Esta era el infierno, pues faltaba él. Cada estrella que brillaba allí era una muerte.
    No había otro olor que el miedo. Cada muerte tenía una posición inmutable. No ardían los cometas; era el reino de la entropía absoluta y sin cambios, de la muerte de los acontecimientos del universo; y la vida sólo podía responder a ella con terror. Como hacía ahora el alma.
    Las octavas de tierra corrían sobre el territorio de la realidad. Podían compararse a senderos, aunque se parecían más a murallas entrecruzadas que dividían infinitamente el mundo y de las cuales sólo la parte superior aparecía en la superficie.
    La verdadera materia se hundía profundamente en el suelo continuo, penetrando hasta la roca original sobre la que descansaba el disco del mundo.
    En la roca original, en el extremo inferior de las octavas de tierra correspondientes, se amontonaban los coruscos y los fessupos, como millares de moscas podridas.
    La desvaída alma de Shay Tal se sumergió en su predestinada octava de tierra, abriéndose paso entre los fessupos. Parecían momias: los vientres y las cuencas de los ojos estaban vacíos y los pies óseos bailoteaban; las pieles eran ásperas como la arpillera vieja, pero transparentes, y permitían vislumbrar órganos luminosos. Tenían las bocas abiertas como bocas de pescados, recordando quizá los días en que respiraban aire. Los coruscos menos antiguos sostenían en la boca unas cosas semejantes a luciérnagas que se deshacían en humo y polvo. Todas esas viejas criaturas desechadas estaban inmóviles, pero el alma errabunda podía sentir la furia contenida, una furia más intensa que ninguna otra experimentada antes que la obsidiana los engullera.
    Mientras el alma pasaba los veía suspendidos en hileras irregulares que se extendían hasta sitios adonde no podía viajar en la realidad: Borlien, el mar, Pannoval, la lejana Sibornal, y aun las glaciales soledades del este. Todos, allí, eran unidades de una gran colección, archivadas debajo de las octavas de tierra apropiadas.
    Para los sentidos vivientes, no había direcciones. Sin embargo, había una dirección. El alma disponía de su propio velamen. Tenía que estar alerta. Un fessupo no era mucho más independiente que el polvo; pero la furia acumulada en el eddre lo fortalecía. Era capaz de devorar un alma que bogase muy cerca y liberarse para volver al mundo, llevando la enfermedad y el terror dondequiera que fuese.
    Atenta al peligro, el alma se hundía en el mundo de obsidiana atravesando lo que Loilanun había descrito como un vacío con arañazos. Por fin se encontró ante el corusco de la madre de Shay Tal. Esa cosa entre gris y amarillenta parecía hecha de alambres y ramas delgadas, como secos jirones de pechos y caderas, y miraba con odio el alma de su hija. Mostraba los viejos dientes castaños en la floja mandíbula inferior. Sólo era una mancha, pero se le podían ver todos los detalles, así como los líquenes de una pared pueden representar perfectamente un hombre o una necrópolis. El corusco emitía quejas incesantes. Los coruscos son el negativo de la vida humana, y en consecuencia nada de la vida les parece bueno. Ningún corusco cree que la vida en la tierra ha sido bastante larga, o que ha logrado la felicidad merecida. Ni puede considerar justo el olvido actual. Anhela un alma viviente. Sólo un alma viviente puede escuchar sus infinitas lamentaciones.
    —Madre, vengo nuevamente a ti como es debido, y escucharé tus quejas.
    —Niña despiadada, ¿cuándo has venido por última vez? ¿Cuánto hace? Y de mala gana, siempre de mala gana, como en aquellos desgraciados días... Yo tenía que haberlo sabido, yo tenía que haberlo sabido cuando te di a luz... No quería tener más descendencia... mi pobre vientre estrujado...
    —Escucharé tus quejas...
    —Oh, sí, de mala gana, como tu padre a quien no le preocupaba mi sufrimiento, nada sabía, nada hacía, como todos los hombres, pero quién puede decir que los niños son mejores cuando se alimentan de ti... Oh, yo tenía que haberlo sabido.... Te digo que despreciaba a ese zoquete de hombre que siempre pedía, todo lo pedía, una y otra vez, más de lo que. yo podía dar, jamás satisfecho, las noches de horror, los días, prisionera en esa trampa, eso es lo que era, y luego apareces tú, otra trampa destinada a privarme de mi juventud, hermosa, sí, yo era hermosa, esa maldita enfermedad... Te veo, te ríes de mí ahora, poco te importa...
    —Me importa, madre, es una agonía verte.
    —Sí, pero tú y él, los dos, me estafasteis, me quitasteis todo lo que yo tenía y esperaba tener, él con su sensualidad, ese inmundo marrano, si los hombres conocieran al menos los odios que despiertan, y tú con esa sucia debilidad, esa boca que chupa y chupa, esa boca que pide demasiado, como el miembro de él, que pide mucho más de lo que soporta la paciencia, y tu suciedad que es preciso limpiar todo el tiempo, estúpida, llorando, siempre queriendo algo, los días, los años, todos esos años, quitándome la fuerza, ah, la dulce fuerza, y yo tan bonita antes, desperdiciada, sin placer en la vida, tendría que haberlo sabido, no la vida que me había prometido mi madre cuando me amamantaba, y ella tampoco fue mejor que el resto, y se murió, esa maldita perra sin leche que me parió, morirse cuando yo más la necesitaba.
    La voz de aquella cosa de nada arañaba la obsidiana, tratando de llegar al alma de Shay Tal.
    —Lo siento por ti, madre. Te preguntaré ahora una cosa, para ayudarte a apartar la mente de tus penas. Te pediré que pases la pregunta a tu madre, y a la madre de tu madre, así hasta el remoto pasado. Tienes que darme la respuesta, y me sentiré orgullosa de ti. Quiero saber si Wutra existe realmente. ¿Existe Wutra? ¿Qué o quién es? Tienes que enviar la pregunta hacia atrás, hasta que algún fessupo lejano devuelva una respuesta. La respuesta ha de ser completa. Deseo comprender cómo funciona el mundo. La respuesta ha de llegar hasta mí. ¿Entiendes, madre?
    Un chillido le respondió antes que acabara de hablar.
    —Por qué había de hacer algo por ti, después de la manera en que has estropeado mi vida, por qué, por qué y por qué, y qué me importan aquí abajo tus estúpidos problemas, pequeña tonta, sucia y mezquina, dura toda una eternidad estar aquí, oyes, toda una eternidad, como mi pena...
    El alma interrumpió el monólogo.
    —Ya has oído mi petición, madre. Si no lo cumples, no volveré a visitarte en el mundo inferior. Nadie volverá a hablarte.
    El corusco lanzó un rápido mordisco. El alma se mantuvo justamente fuera de alcance, mirando las polvorientas chispas que brotaban de esa boca que no respiraba.
    Sin responder, el corusco empezó a transmitir la pregunta de Shay Tal, y los fessupos inferiores se encolerizaron.
    Todos estaban suspendidos en obsidiana.
    El alma tuvo conciencia de los fessupos vecinos, que pendían como chaquetas harapientas del perchero de un salón, a medianoche. Allí estaba Loilanun, y Loil Bry, y el Pequeño Yuli. Incluso estaba en alguna parte el Gran Yuli, reducido a una sombra indignada, y también el corusco del alma del padre, más temible incluso que el de la madre, con una furia que subía hacia ella como una marea.
    Y la voz del corusco del padre era como uñas que arañaran un cristal.
    —Y además, muchacha ingrata, ¿por qué no fuiste un varón? Tú sabías, miserable fracaso, que yo necesitaba un hijo, un buen hijo que continuara el sufrimiento de nuestro linaje, y fui en cambio el hazmerreír de todos mis amigos, aunque tampoco me importa esa pandilla de cobardes, que huyeron del peligro, corrieron cuando aullaron los lobos, y yo corrí con ellos sin saber si seguiría viviendo, mi vida de nuevo, oh sí mi maldita vida y el viento frío que se mueve en los pulmones y en todas las articulaciones, en el rastro de los ciervos en libertad, las colas cortas y blancas, oh mi vida de nuevo, sin nada que ver con esa bruja sin sexo ni pechos que llamas tu madre, aquí metida dentro de esta piedra que no respira, la odio la odio te odio, basura charlatana aquí estarás un día muy pronto tú también sí aquí en la tumba para siempre ya lo verás.
    Y había también otros mensajes de otras bocas secas, que se extendían hacia ella como viejos huesos de animales emergiendo del suelo, verdes y grises por el polvo, la edad, la envidia, y ponzoñosos al tacto.
    El alma de Shay Tal como un velamen tembloroso aguardaba una respuesta entre los venenos. Y finalmente un mensaje pasó de una insensata boca seca a otra insensata boca seca, a través de la obsidiana, con algo parecido a una respuesta a través de los siglos cristalizados.
    —... y todos nuestros ulcerados secretos, ¿por qué has de compartirlos tú, sucia espía con barro en la cabeza, por qué presumirás de compartir lo poco que aquí tenemos, destituidos y lejos del sol? Se ha perdido lo que antes fue conocimiento; ha goteado del fondo del cubo, a pesar de todo lo que se había prometido, y no comprenderías lo que queda, no comprenderías nada, puta, nada comprenderías excepto el estertor final del corazón que se apaga a pesar de tantas pretensiones, y Wutra qué importa si no ayudó a nuestros distantes fessupos cuando vivían. En los días del viejo frío de hierro, de la oscuridad, salieron los blancos phagors y atacaron la ciudad como un huracán esclavizando a los humanos, que adoraron a los nuevos amos con el nombre de Wutra, porque los dioses de los vientos glaciales imperaban...
    —¡Basta, basta, no quiero oír más! —exclamó el alma, abrumada.
    Pero la maligna ráfaga continuó soplando sobre ella.
    —Tú has preguntado, has preguntado y no puedes soportar la verdad, alma humana, ya verás cuando vengas aquí. Para cumplir tu deseo de inútil sabiduría has de viajar lejos a la remota Sibornal y buscar allí la gran rueda, allí donde todo se hace y se sabe y donde todas las cosas se comprenden, como corresponde a la vida del otro lado de la amarga amarga tumba; pero bien, no, no te hará ningún bien, reseca y fracasada hija de los muertos, atisbar lo que es real o verdadero o probado, o testamento del tiempo, o aun al mismo Wutra... Sólo hay esta prisión donde nos encontramos todos sin motivo...
    El alma, espantada, izó las velas y flotó hacia arriba a través de la siniestra mansión, a través de hileras e hileras de bocas que gritaban.
    La palabra, la venenosa palabra, venía de los remotos fessupos. La meta era Sibornal y una gran rueda. Los fessupos eran embusteros, y una infinita furia los llevaba a una infinita maldad; pero sus poderes en ese sentido eran limitados. Parecía verdad que Wutra no sólo había abandonado a los vivos, sino también a los muertos.
    El alma huyó angustiada, descubriendo, muy arriba, un lecho donde yacía un cuerpo descolorido e inmóvil.
    Sobre la tierra, los procesos de cambio, los interminables períodos de cataclismos, se manifestaban a través de todas las criaturas vivas: los animales, los hombres y los phagors.
    Los habitantes de Sibornal se movían todavía desde el continente del norte hacia el sur, por el traicionero istmo de Chalce, impulsados por un clima que mejoraba de vez en cuando, buscando tierras más hospitalarias. Los habitantes de Pannoval se expandían hacia el norte por las grandes llanuras. La gente empezaba a surgir en todas partes, en mil hábitats favorecidos. Al sur del continente de Campannlat, en las fortalezas costeras corno Ottatsol, la población se multiplicaba y engordaba merced a la abundancia del mar.
    En esa reserva de vida, el mar, muchas cosas se movían. Seres sin rostro y de forma humana trepaban a la costa o eran arrastrados tierra adentro por las tormentas.
    También los phagors. Amantes del frío, también ellos eran impulsados por el cambio y buscaban nuevos hábitats a lo largo de las octavas de aire propicias. En los tres inmensos continentes de Heliconia, los phagors se agitaban, se reproducían y combatían contra los Hijos de Freyr.
    La cruzada del joven kzahhn de Hrastyprt, Hrr-Brahl Yprt, descendía lentamente de los altos desfiladeros de Nktryhk y atravesaba las montañas obedeciendo siempre a las octavas de aire. El kzahhn y sus asesores sabían que Freyr prevalecía poco a poco sobre Batalix, y que por lo tanto trabajaba contra ellos; pero ese conocimiento no hacía más rápida la marcha. Con frecuencia se detenían a atacar a los pueblos protognósticos que cruzaban humildemente descalzos los campos nevados, o a los miembros de su propia especie que les parecían hostiles. No tenían en los pálidos guarneses ninguna sensación de urgencia; sólo la de destino.
    Hrr-Brahl Yprt montaba en Rukk-Ggrl, y llevaba el ave vaquera casi siempre posada sobre el hombro. A veces e! ave aleteaba por encima de la compañía, y miraba con ojos vidriosos la larga procesión de estalones y de gillotas, la mayoría a pie, que se extendía hasta los desfiladeros de las tierras más altas. Zzhrrk volaba sobre la corriente ascendente y podía así mantenerse directamente encima de su amo durante horas, con las alas desplegadas, moviendo sólo la cabeza de un lado a otro, alerta a las otras aves vaqueras que planeaban cerca.
    Había pequeños grupos de pueblos protognósticos, en general madis, que intentaban llevar sus cabras hasta el próximo espino o arbusto de los hielos, y veían desde muy lejos las aves blancas. Gritaban y señalaban. Todos sabían qué significaban las distantes aves vaqueras. Y escapaban mientras era posible de la muerte o la cautividad. Y la insignificante garrapata que vivía en los phagors, hundida entre el pelaje, y que era un delicioso alimento para las aves vaqueras, fue sin saberlo el instrumento que salvó las vidas de muchos protognósticos.
    También los madis tenían parásitos. Temían el agua; y los excrementos de cabra que se aplicaban a los cuerpos escuálidos aumentaban las llagas, en lugar de aliviarlas; pero estos insectos no desempeñaban un papel importante en la historia.
    El orgulloso Hrr-Brahl Yprt, con el largo cráneo adornado por una corona, alzó la vista a la mascota que volaba muy alto y luego miró nuevamente al frente, atento a los peligros posibles. Vio los tres puños del mundo en su guarnés, y el lugar adonde llegarían por fin, donde vivían los Hijos de Freyr que habían matado al abuelo, el gran kzahhn Hrr-Tryhk Hrast. El abuelo había dedicado su vida a despachar enemigos en incontables cantidades. Asesinado por los Hijos en Embruddock, había perdido la posibilidad de entrar en brida, y así había sido destruido para siempre. El joven kzahhn admitía que no habían sido bastante activos en la matanza de Hijos de Freyr, entregándose con indulgencia a las majestuosas tormentas de nieve del Alto Nktryhk, para las que tan apropiada era la sangre amarilla.
    Ahora se haría una reparación. Antes de que Freyr adquiriera demasiada fuerza, los Hijos de Freyr de Embruddock serían eliminados. Y él mismo podría desvanecerse en la paz eterna del estado de brida sin manchas en la conciencia.
    Apenas estuvo bastante fuerte, Shay Tal se apoyó sobre el hombro de Vry y siguió el sendero que llevaba al viejo templo.
    Las puertas habían sido reemplazadas por una cerca. En el oscuro interior, chillaban y se movían las cerdas. Aoz Roon había cumplido su palabra.
    Las mujeres se abrieron paso entre los animales, y se detuvieron en el centro del espacio fangoso. Shay Tal miró la gran efigie de Wutra, de pelo blanco, rostro animal y largos cuernos.
    —Entonces es verdad —dijo en voz baja—. Los fessupos no han mentido, Vry. Wutra es un phagor. La humanidad ha adorado a un phagor. Nuestra oscuridad es mucho mayor de lo que suponíamos.
    Pero Vry miraba con esperanza las estrellas pintadas.




    IX

    DENTRO Y FUERA DE UNA PIEL DE MIELA




    Las encantadas soledades empezaron a demarcar las costas de los ríos con árboles de gruesos troncos. Nieblas y neblinas se elevaban de los arroyos nuevos.
    El gran continente de Campannlat tenía unos veintidós mil kilómetros de largo por ocho mil de ancho. Ocupaba la mayor parte de la zona tropical en todo un hemisferio del planeta Heliconia. Había en él dramáticos extremos de temperatura, profundidad, altura, calma y tempestad. Y ahora despertaba a la vida.
    Un proceso de edades llevaba al continente, grano por grano, montaña a montaña, hacia los turbios mares que le ceñían las costas. Una tendencia similar, igualmente despiadada y de largo alcance, aumentaba los niveles de energía. El cambio del clima aceleraba el metabolismo y el fermento de los dos soles estallaba en las venas del mundo: temblores, hundimientos, erupciones volcánicas, fumarolas, inmensas supuraciones de lava. La cama del gigante crujía.
    Estas tensiones hipogeas operaban también en la superficie planetaria, donde de los viejos mantos helados brotaban tapices de color y altas lanzas verdes antes de que los últimos restos de nieve se pudrieran en el suelo, tan apremiante era la llamada de Freyr, Pero las semillas habían estado esperando ese momento ventajoso. La flor respondía a la estrella.
    Después de la flor, nuevamente la semilla. Pero esas semillas suplían los requisitos energéticos de los nuevos animales que corrían por las nuevas praderas. También los animales habían estado esperando ese momento. Las especies proliferaban. Los estados cristalinos de cataplexia se desvanecían con rapidez. La muda dejaba montones de pelaje invernal desechado, que las aves utilizaban inmediatamente en los nidos, al tiempo que el estiércol proveía de alimentos a los insectos.
    En las largas nieblas pululaban unos pájaros veloces.
    Una multitudinaria vida alada centelleaba como joyas sobre lo que un momento antes había sido sólo un glaciar estéril. En una tormenta de vida, los mamíferos se precipitaban a galope tendido hacia el verano.
    Los múltiples cambios terrestres que seguían al inexorable cambio astronómico eran tan complejos que ningún hombre o mujer podía comprenderlos. Pero el espíritu humano respondía ante ellos. Los ojos se abrían y volvían a ver. En todo Campannlat, en la savia de los abrazos humanos había una nueva pasión.
    La gente era más sana, y sin embargo las enfermedades se difundían. Las cosas mejoraban, y sin embargo empeoraban. Más gente moría, y sin embargo más gente vivía. Había más comida, pero más gente hambrienta. La causa de todas estas contradicciones estaba en el exterior. Freyr llamaba, y hasta los sordos respondían.
    El eclipse anticipado por Vry y Oyre ocurrió pronto. Para ellas, que lo esperaban, fue motivo de satisfacción, pero la mayoría se alarmó. Ambas pudieron ver cómo se espantaban los no iniciados. Aun Shay Tal cerró los ojos y se echó en la cama. Los osados cazadores no se movieron de la aldea. Los ancianos tuvieron síncopes.
    Sin embargo, el eclipse no fue total.
    La lenta erosión del disco de Freyr comenzó muy temprano, por la tarde. Quizá lo más inquietante era la duración de todo el asunto. Hora tras hora, la erosión de Freyr aumentaba. Cuando los soles se pusieron, estaban aún entrelazados. No había ninguna garantía de que volvieran a aparecer, o de que aparecieran enteros. La mayor parte de la población salió al campo para contemplar ese crepúsculo sin precedentes. En un silencio de ceniza, los mutilados centinelas se hundieron en el horizonte.
    —¡Es la muerte del mundo! —gritó un mercader—. ¡Mañana volverá el hielo!
    Mientras descendía la oscuridad, estalló el tumulto. La gente corría enloquecida, llevando antorchas. Un edificio nuevo de madera fue incendiado.
    Sólo la intervención inmediata de Aoz Roon, Eline Tal y algunos amigos de brazos poderosos impidió la generalización de la locura. Un hombre murió en el incendio y el edificio se perdió, pero el resto de la noche fue tranquilo. A la mañana siguiente apareció Batalix, como de costumbre, y Freyr, entero. Todo estaba bien; pero los gansos de Embruddock no pusieron huevos durante una semana.
    —¿Qué ocurrirá el año próximo? —se preguntaron mutuamente Oyre y Vry. Al margen de Shay Tal, empezaron a trabajar con seriedad en el problema.

    En la Estación Observadora Terrestre, los eclipses eran meramente una parte del modelo determinado por la intersección de las eclípticas de la Estrella A y la Estrella B, que se cortaban en un ángulo de diez grados. Las intersecciones ocurrían 644 y 1.428 años terrestres después del apastrón (453 y 1.005 en años heliconianos). A ambos lados de las intersecciones había eclipses anuales; en el caso del año 453, una imponente exhibición de veinte eclipses.
    El eclipse parcial de 632, heraldo de la serie de veinte, fue contemplado por los investigadores de la Estación Observadora con decoroso desapego científico. Los rudos seres que se movían por las callejuelas de Embruddock merecieron la compasiva sonrisa de los dioses que volaban a gran altura.

    Después de las nieblas, después del eclipse, inundaciones. ¿Cuál era la causa, cuál el efecto? Nadie que vadeara el fango residual podía saberlo. Los rebaños de ciervos abandonaron las tierras al este de Oldorando, hasta la Laguna del Pez y más allá, y el alimento escaseaba. El crecido Voral era una barrera hacia el oeste, donde se veía abundante vida animal.
    Aoz Roon demostró que era apto para el mando. Hizo las paces con Laintal Ay y con , y con ayuda de ellos indujo a los ciudadanos a construir un puente sobre el río.
    Jamás, en la memoria de los vivos, se había intentado un proyecto semejante. La madera escaseaba y era preciso cortar un rajabaral entero en trozos adecuados. La corporación de los herreros fabricó dos largas sierras con las que derribaron un árbol conveniente. Se levantó un taller temporario entre la casa de las mujeres y el río. Las dos barcas robadas a los merodeadores de Borlíen fueron cuidadosamente desmanteladas para construir parte de la superestructura. El rajabaral se convirtió en una selva de tablas, postes, cuñas y listones. Durante semanas todo el lugar pareció un aserradero; virutas rizadas flotaban río abajo entre los gansos; Oldorando estaba cubierta de aserrín y los dedos de los trabajadores atravesados de astillas. Con gran dificultad se transportaban y hundían en el lecho del río unos enormes pilotes. Los esclavos estaban metidos hasta el cuello en el agua, atados unos a otros para mayor seguridad; asombrosamente, no se perdió ninguna vida.
    El puente crecía poco a poco, mientras Aoz Roon alentaba a todo el mundo. La primera hilera de pilares fue arrastrada por una tormenta. El trabajo recomenzó, juntando madera con madera. Las malignas cabezas de los martillos pilones describían un arco en el cielo y caían con estrépito sobre grandes cuñas de madera, ablandándoles la parte superior con golpes repetidos. Una estrecha plataforma emergió del agua; parecía segura. La figura de Aoz Roon, envuelto en pieles de oso, dominaba la operación con un látigo o un martillo en la mano, agitando los brazos, alentando o maldiciendo, siempre activo. Mucho más tarde todos lo recordaban mientras bebían rathel, y decían con admiración: «Era un demonio». La obra adelantaba. Los trabajadores aplaudían. Por fin un puente de cuatro tablones de ancho y una barandilla atravesó las aguas oscuras del Voral. Muchas mujeres se negaron a cruzarlo; les disgustaba vislumbrar la rápida corriente por los huecos entre las tablas, oír el eterno gorgoteo contra los pilares. Pero se había conquistado el acceso a las llanuras del oeste. Allí abundaba la caza, y no pasarían hambre. Aoz Roon tenía motivos para estar satisfecho.
    Con la llegada del verano, Freyr y Batalix se separaron; salían y se ponían a horas diferentes. El día casi nunca era brillante, ni la noche completamente oscura. En esa mayor cantidad de horas diurnas, todo crecía.
    También la academia creció durante un tiempo. En el heroico período de la construcción del puente, todos trabajaron juntos. La escasez de carne acrecentó la importancia de los cereales. El puñado de semillas que Laintal Ay había dado a Shay Tal se convirtió en campos de cultivo donde la cebada, la avena y el centeno crecían en abundancia, defendidos de los merodeadores y considerados como una preciosa posesión de la tribu den.
    Ahora que varias mujeres sabían contar y escribir, el grano cosechado se pesaba, guardaba y distribuía equitativamente. Se anotaban también los productos de la caza y la pesca, así como cada ganso y cada cerdo. La agricultura y la contabilidad trajeron sus propias compensaciones. Todo el mundo estaba atareado.
    Vry y Oyre estaban a cargo de los campos de cereal y de los esclavos que allí trabajaban. Desde el campo podían ver la gran torre a lo lejos, sobre las espigas ondulantes, con un centinela montando guardia. Estudiaban siempre las constelaciones, y habían completado el mapa estelar todo lo posible. Las estrellas aparecían con frecuencia mientras hablaban paseando entre la hierba.
    —Las estrellas están siempre en movimiento, como peces en un lago claro —dijo Vry—. Todos los peces giran a la vez. Pero las estrellas no son peces. Me pregunto qué son y en qué nadan.
    Oyre alzó un tallo hasta la nariz que Laintal Ay admiraba tanto y cerró primero un ojo, luego el otro.
    —El tallo parece moverse a la derecha y a la izquierda, y sé que no se ha movido. Quizá las estrellas estén quietas y seamos nosotros quienes nos movemos...
    Vry escuchó y calló. Luego dijo en voz baja: —Oyre, querida, tal vez sea precisamente así. Quizá sea la tierra la que se mueve todo el tiempo. Pero entonces...
    —¿Qué ocurre con los centinelas?
    —Pues lo mismo: ellos tampoco se mueven... Sin duda es así, giramos y giramos como un remolino. Y los centinelas están muy lejos, como las estrellas...
    —Pero se acercan, Vry, porque hace más calor...
    Se miraron con las cejas levemente alzadas, respirando levemente. La belleza y la inteligencia fluían en ellas.
    Los cazadores, que ahora cruzaban el puente y frecuentaban las tierras occidentales, pensaban poco en el cielo que giraba. Las llanuras estaban abiertas a cualquier posible depredación. El verde crecía en todas partes, crujía bajo los pies que corrían, o bajo los cuerpos tendidos en el suelo. Las flores estallaban. Enjambres de insectos volaban torpemente entre pétalos pálidos. En las cercanías abundaba la caza, que era abatida y arrastrada al poblado, manchando el puente nuevo con sangre oscura.
    Con el crecimiento de la reputación de Aoz Roon, la de Shay Tal pasó por un eclipse. La participación de las mujeres en el trabajo, primero en el puente, luego en la agricultura, debilitó el dominio de Shay Tal sobre la vida intelectual de la aldea. Esto no parecía molestarla; desde que retornara del mundo inferior, rehuía cada vez más a la gente. Evitaba a Aoz Roon, y la figura desvaída se veía con menor frecuencia en los senderos. Sólo su amistad con el viejo maestro Datnil prosperaba.
    Aunque el maestro Datnil no le había permitido echar más que una breve ojeada al libro secreto de la corporación, la mente del anciano vagaba frecuentemente hacia el pasado. Ella se contentaba con seguir el hilo de sus reminiscencias, y hablaban de gente y nombres olvidados; no era muy distinto, pensaba Shay Tal, de una visita a los fessupos. Lo que ella encontraba oscuro, tenía luminosidad para él.
    —Según entiendo, Embruddock era antes más grande que ahora. Y luego hubo una catástrofe, como sabes... Había entonces una corporación de albañiles, pero hace siglos que desapareció. El maestro de esa corporación era particularmente respetado.
    Shay Tal había observado antes ese hábito enternecedor de hablar como si él mismo hubiese estado presente en lo que contaba. Le parecía que él recordaba algo que había leído en el libro secreto.
    —¿Cómo se hicieron tantos edificios de piedra? —preguntó—. Ya sabemos lo que cuesta trabajar la madera.
    Se encontraban en la oscura habitación del maestro. Shay Tal estaba en cuclillas, sobre el suelo. A causa de los años, el maestro Datnil estaba sentado en una piedra apoyada contra la pared, para poder incorporarse con facilidad. Su anciana mujer y el oficial mayor, Raynil Layan —un hombre maduro, de barba bifurcada y maneras untuosas—, entraban, y salían; en consecuencia el abuelo hablaba con circunspección.
    Respondió a la pregunta de Shay Tal diciendo: —Salgamos a dar unos pasos al sol, madre Shay. El calor es bueno para mis huesos.
    Afuera, tomados del brazo, siguieron el sendero invadido por cerdos de rizado pelaje. No había nadie cerca, porque los cazadores estaban en las praderas del oeste y muchas mujeres en la campiña, acompañadas por los esclavos. Perros sarnosos dormían a la luz de Freyr.
    —Los cazadores pasan mucho tiempo afuera —dijo el maestro Datnil— y entretanto las mujeres se comportan mal. Nuestros esclavos de Borlien cosechan mujeres tanto como espigas. No sé qué ocurre en el mundo.
    —La gente copula corno animales. El frío para el intelecto, el calor para la sensualidad. —Shay Tal alzó la mirada hacia unos pájaros que se lanzaban a los huecos entre las piedras de las torres, llevando insectos a los polluelos.
    El anciano le dio unas palmadas en el brazo y le miró la cara consumida.
    —No te desanimes. Tienes tu sueño de ir a Sibornal. Todos hemos de tener algo.
    —¿Algo? ¿Qué? —Shay Tal frunció el ceño.
    —Algo en qué apoyarnos. Una visión, una esperanza, un sueño. No sólo vivimos de pan, ni siquiera los peores. Siempre hay alguna suerte de vida interior... Eso es lo que sobrevive cuando nos convertimos en coruscos.
    —La vida interior... no puede morir de hambre, ¿verdad?
    Ambos se detuvieron junto a la torre de techo de hierba. Miraron los bloques de piedra de la torre. A pesar del tiempo, se conservaban bien. El perfecto ajuste de los sillares suscitaba preguntas sin respuesta. ¿Cómo se hacía para extraer y cortar la piedra? ¿Cómo había sido posible construir una torre capaz de sostenerse nueve siglos?
    Las abejas les zumbaban entre las piernas. Una bandada de grandes aves cruzó el cielo y desapareció detrás de una torre. Shay Tal sintió la urgencia del día y deseó confundirse con algo grande, que lo abarcara todo.
    —Tal vez podríamos hacer una pequeña torre de barro. El barro se seca y queda fuerte. Primero una pequeña torre. La piedra más tarde. Aoz Roon tendría que levantar murallas de barro alrededor de Oldorando. En este momento, la aldea está virtualmente desguarnecida. Todo el mundo está afuera. ¿Quién tocará el cuerno de alarma? Podemos ser atacados por toda clase de agresores, humanos e inhumanos.
    —Leí una vez que un hombre cultivado de mi corporación hizo un modelo del mundo en forma de globo. Era posible hacerlo girar y que mostrase dónde estaban las tierras... Dónde Embruddock, y dónde Sibornal, y así sucesivamente. Estaba guardado en la pirámide, con muchas otras cosas.—El Rey Denniss temía otras cosas además del frío. Temía a los invasores. Maestro Datnil, durante largo tiempo he guardado silencio acerca de mis pensamientos secretos. Pero me atormentan y tengo que hablar... He sabido por mis fessupos que Embruddock —se interrumpió, consciente de la gravedad de lo que iba a decir, antes de completar la frase— fue gobernada en un tiempo por los phagors.
    Después de un momento, el anciano dijo en tono ligero: —Ya basta de sol. Volvamos a casa.
    Mientras subían a la habitación, él se detuvo en el tercer piso de la torre. Era la sala de reuniones de la corporación, y olía fuertemente a cuero. Escuchó. Todo estaba en silencio.
    —Quería asegurarme de que mi primer oficial había salido. Ven aquí.
    Junto al rellano había una habitación pequeña. El maestro Datnil sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta, mirando ansiosamente una vez más alrededor. Sorprendió la mirada de Shay Tal y agregó: —No quiero que nadie nos interrumpa. Compartir los secretos de nuestra corporación, como pienso hacer, está penado con la muerte. Puedo ser viejo, pero no quiero renunciar a los últimos años de mi vida.
    Ella miró en tomo mientras entraba en un pequeño cuarto contiguo a la sala de reuniones. Ninguno de ellos vio a Raynil Layan, el oficial mayor de la corporación que heredaría el manto del maestro Datnil cuando el anciano se retirara. Estaba en las sombras, detrás del poste que sostenía la escalera de madera. Raynil Layan era un hombre prudente y preciso, de maneras siempre circunspectas; en ese momento estaba absolutamente rígido, sin respirar ni moverse más que el poste que lo ocultaba.
    Cuando el maestro y Shay Tal entraron y cerraron la puerta, el corpulento Raynil Layan se movió con vivacidad y paso ligero. Aplicó un ojo a una hendidura entre dos maderas que él mismo había abierto tiempo atrás para observar mejor los movimientos del hombre a quien un día suplantaría. Con la cara deformada por los considerables tirones que daba a su barba ahorquillada —un hábito nervioso que sus enemigos remedaban —, vio cómo Datnil Skar sacaba de la caja el registro secreto de la corporación de curtidores. El anciano lo abrió ante la mirada de la mujer. Cuando Aoz Roon lo supiera, sería el fin del viejo maestro, y el comienzo del imperio del nuevo. Raynil Layan descendió lentamente los escalones, con tranquila deliberación, uno a uno.
    Con un dedo tembloroso, el maestro Datnil señaló un blanco en las páginas del enmohecido volumen.
    —Este es un secreto que ha pesado sobre mí durante muchos años, madre, y espero que tus hombros no sean demasiado débiles para él. En el momento más frío y oscuro de una antigua época, Embruddock fue asaltada por los malditos phagors. El nombre mismo es la corrupción del nombre phagor: Hrrm-Bhhrd Ydohk... Nuestra corporación se refugió en las cavernas, en el desierto, pero los hombres y las mujeres fueron retenidos aquí. Nuestra especie vivía en esclavitud, y los phagors reinaban... ¿No es un terrible infortunio?
    Shay Tal pensó en el dios phagor Wutra, representado en el templo.
    —Un infortunio que aún no ha concluido. Antes nos gobernaban —dijo— y ahora son todavía adorados. ¿No nos convierte eso en una raza de esclavos hasta el día de hoy?
    Una mosca con placas verdes, de una especie que sólo había aparecido recientemente, zumbó desde un rincón polvoriento y se posó en el libro.
    El maestro Datnil miró a Shay Tal con súbito temor.
    —Tenía que haber resistido la tentación de mostrártelo. No tenía por qué hacerlo. —Parecía demacrado.— Wutra me castigará.
    —¿Crees en Wutra a pesar de las pruebas?
    E! anciano temblaba, como si hubiese oído afuera el paso del destino.
    —Está en todas partes... Somos sus esclavos... Trató de matar la mosca verde, que lo esquivó mientras iniciaba una espiral hacia alguna meta distante.
    Los cazadores contemplaban a los mielas con asombro profesional. De toda la vida que había invadido las praderas del oeste, el deportivo miela era la criatura que mejor representaba el nuevo espíritu. Más allá de la ciudad estaba el puente, y más allá del puente, los mielas.
    Freyr había sacado a los vidriados de una larga hibernación. La señal había pasado del sol a la glándula: con los eddres llenos de vida, los vidriados se estiraron y volvieron a vivir, salieron de las oscuras y cómodas madrigueras para lanzarse a la exuberancia del movimiento, para alegrarse y ser mielas. Manadas y manadas de mielas, ligeros como la brisa, rayados, sin cuernos, similares a asnos o pequeños kaidaws, que galopaban, brincaban, pastaban y se hundían entre los deliciosos pastos hasta el corvejón. Y podían superar a casi cualquier otra cosa que corriera.
    Los mielas tenían franjas horizontales de dos colores, desde el morro hasta la cola. Esas franjas podían ser rojo y negro, o rojo y amarillo, o negro y amarillo, o verde y amarillo, o verde y rojo, o verde y celeste, o celeste y blanco, o blanco y cereza, o cereza y rojo. Cuando las manadas se echaban descuidadamente a descansar, y los mielas se estiraban como gatos, con las patas extendidas, se confundían con el paisaje, que también había adoptado una nueva apariencia para la nueva estación. Así como los mielas habían emergido del estado de vidriados, la «llanura estremecida de flores» había pasado de la canción a la realidad.
    Al principio, los mielas no temían a los cazadores.
    Galopaban entre los hombres resoplando jubilosamente, con la crin al viento y la cabeza en alto, y mostraban los grandes dientes enrojecidos por la verónica, la raiga y el dogotordo escarlata. Los cazadores estaban perplejos, entre el regocijo y la pasión de la cacería, y reían viendo a esas bestias ágiles cuyas grupas relumbraban cuando las tocaban los rayos de los centinelas. Esos animales traían la madrugada a las llanuras. En el encanto del primer encuentro, parecía imposible matarlas.
    De repente ventoseaban y volaban como la brisa, atronando el campo entre los fútiles campanarios pardos que las hormigas elevaban en todas partes; giraban, miraban con malicia hacia atrás, agitaban las crines, relinchaban, y con frecuencia se lanzaban contra los hombres para prolongar el juego. O también, cuando se cansaban de esto, y de pastar con los suaves hocicos entre la hierba, los potros montaban a las potrancas, arrollándolas alborozados entre las altas flores blancas circundantes. Con una nota aguda como la de la paloma torcaz, semejante a una risa, hundían los prodos rayados en los complacientes quemes de las yeguas, y luego se apartaban, pavoneándose, goteando ante el aplauso de los cazadores.
    Este desenfado tenía efectos sobre los hombres. Ya no parecían querer regresar a las habitaciones de piedra. Después de derribar a un animal, se demoraban de buena gana junto al fuego en que se asaba, hablando de mujeres y proezas, cantando, aspirando el aroma de la salvia, el dogotordo y el escantion, que florecían, y que exhalaban placenteras fragancias aplastados por los cuerpos.
    Vivían, en general, en armonía. Cuando apareció Raynil Layan —era inusitado ver en los terrenos de caza a los hombres de las corporaciones— ese buen ánimo se interrumpió por un rato. Aoz Roon se alejó de los demás y habló con Raynil Layan, con la cara vuelta hacia el lejano horizonte. Volvió con expresión sombría y no quiso decir a Laintal Ay ni a de qué se había hablado.
    Cuando la falsa noche caía sobre Oldorando, y uno u otro de los centinelas esparcía sus cenizas sobre el cielo occidental, los mielas venteaban un peligro conocido. Abrían los ollares en el aire sonrojado, atentos a los lenguas de sable.
    También estos enemigos exhibían brillantes colores. Los lenguas de sable eran rayados como sus víctimas, siempre de negro y otro color, un color sangriento, generalmente rojo o castaño rojizo. Los lenguas de sable se parecían mucho a los mielas, aunque las patas eran más gruesas y cortas y las cabezas redondas, rasgo que la falta de orejas acentuaba. De la cabeza, instalada sobre un macizo cuello, brotaba el arma principal de la especie: rápido para la persecución en distancias cortas, el lengua de sable podía proyectar desde la garganta una lengua afilada, capaz de cortar la pata de un miela a la carrera.
    Después de haberlas visto en acción, los cazadores se mantenían alejados de estas bestias. Por otra parte, los lenguas de sable no se mostraban agresivos ni temerosos en presencia del hombre. La humanidad no figuraba en el menú de los lenguas de sable, ni viceversa.
    Aparentemente, el fuego los atraía. Los lenguas de sable desarrollaron el hábito de acercarse a las hogueras de los campamentos, en parejas, y sentarse o echarse ante el fuego. Se lamían mutuamente con las afiladas lenguas y comían los trozos de carne que los hombres les arrojaban. Sin embargo, no se dejaban tocar, y se apartaban gruñendo de cualquier mano cautelosamente extendida. Ese gruñido era suficiente advertencia para los cazadores. Habían visto los daños que podía causar esa terrible lengua cuando se usaba con furia.
    Matas de espino y de dogotordo florecían en el paisaje. Los hombres dormían bajo las ramas pesadas. Estaban rodeados de vegetación y de empalagosos aromas, y de unas flores que nadie había visto ni olido antes, excepto los antiguos fessupos. En los matorrales había colmenas de abejas, algunas llenas de miel. De la miel fermentada hacían el bitel. Esa bebida viscosa emborrachaba a los hombres, que se perseguían unos a otros sobre la hierba, riendo, gritando, luchando, hasta que los curiosos mielas se acercaban para ver dónde estaba la diversión. Tampoco los mielas permitían que los hombres los tocaran, aunque lo intentaban muchos, ebrios de bitel, corriendo tras los animales retozones, hasta que se caían y se quedaban dormidos en donde estaban.
    En los viejos tiempos, la vuelta al hogar era la coro
    nación del placer de la caza. El reto de los helados glaciares concluía con la calidez y el sueño. Todo esto había cambiado. La cacería se había convertido en un juego. Ya no era preciso el esfuerzo de los músculos, y hacía calor en las praderas en flor.
    Oldorando era también menos atractiva para los cazadores. La aldea era más populosa porque más niños sobrevivían a los azares del primer año de vida. Los hombres preferían reunirse a beber bitel amistosamente, evitando las quejas con las que a veces eran recibidos.
    Por eso, ya no regresaban en un solo y ruidoso grupo, como antes, sino que se deslizaban a sus hogares de dos en dos, o de tres en tres, más discretamente.
    Esta nueva clase de retorno implicaba una excitación antes desconocida, al menos en lo que concernía a las mujeres; porque si los hombres eran ahora más irresponsables, las mujeres eran más vanidosas.
    —¿Qué me has traído?
    Este, con variaciones, era el saludo corriente cuando las mujeres acudían con sus niños a recibir a los hombres. Iban hasta el puente nuevo y aguardaban allí, en la costa este del Voral, mientras los niños arrojaban piedras a los patos y los gansos, y esperaban impacientes a que los hombres regresaran con carne y con pieles.
    La carne era una necesidad indispensable, y de nada servía un cazador que regresara sin ella.
    Pero lo que excitaba un frenesí de júbilo en los corazones de las mujeres eran las pieles, las brillantes pieles de miela. Nunca habían imaginado anteriormente, en sus empobrecidas vidas, la posibilidad de cambiar de ropas. Nunca como ahora habían tenido tanto trabajo los curtidores. Nunca, antes, los hombres habían cazado si no era buscando alimento. Todas las mujeres deseaban tener una piel de miela, y mejor más de una, y también vestir con ellas a los hijos.
    Competían entre sí por la belleza de las pieles. Azules, magenta, cereza, aguamarina. Chantajeaban a los hombres de un modo que a ellos no les desagradaba. Se adornaban, se pintaban los labios, se exhibían. Se arreglaban el pelo. Incluso empezaron a lavarse.
    Correctamente usadas, con aquellas rayas eléctricas verticales, las pieles de miela hacían elegantes incluso a las mujeres gruesas. Era preciso que estuvieran bien cortadas. Una nueva profesión prosperó en Oldorando: la de sastre. Así como las flores mostraban campanas, espigas y rostros en las calles, entre las viejas torres, y mientras las enredaderas trepaban a las gastadas piedras, así las mujeres empezaron a parecerse a las flores. Vestían telas de colores brillantes, que sus madres jamás habían visto.
    Y poco más tarde, en defensa propia, los hombres también se despojaron de las viejas y pesadas pieles y empezaron a usar las de miela.
    Los días eran serenos y amenazadores, y las copas chatas de los rajabarales humeaban en el aire tranquilo.
    Oldorando estaba en silencio bajo los altos cúmulos. Los cazadores habían salido. Shay Tal escribía sola en su habitación. No le preocupaba su propio aspecto, y continuaba llevando las píeles viejas mal cortadas. Tenía aún en la mente las voces roncas de los fessupos y de los coruscos de la familia. Aún soñaba con la perfección y con un viaje.
    Cuando Vry y Amin Lim descendieron de la habitación superior, Shay Tal alzó vivamente la vista y dijo:
    —Vry, ¿qué pensarías de un globo como modelo del mundo?
    Vry respondió: —Tendría bastante sentido. Un globo gira con facilidad en todas direcciones, y las estrellas vagabundas son redondas. Así que quizá nosotros también seamos así.
    —¿Y un disco, una rueda? Nos han enseñado que la roca original descansa sobre un disco.
    —Mucho de los que nos han enseñado es incorrecto. Tú nos has dicho eso, madre —dijo Vry—. Yo pienso que el mundo gira alrededor de los centinelas. Shay Tal las miró un rato. La inspección las puso incómodas. Habían abandonado las viejas pieles y usaban brillantes trajes de miela. Franjas de color gris y cereza recorrían el cuerpo de Vry. Las orejas del animal le adornaban los hombros. A pesar de que Aoz Roon amenazaba en la academia con nuevas restricciones, le había regalado las pieles. Vry caminaba con paso más seguro; había ganado encanto.
    De repente, el temperamento de Shay Tal estalló.
    —Os estáis burlando de mí, par de necias, mozuelas estúpidas. No me digáis que no. Yo sé qué hay debajo de ese aire de docilidad. Mirad cómo vais vestidas... No estamos llegando a nada con nuestros conocimientos, no vamos a ninguna parte. Todo parece traer nuevas dificultades. Tendré que ir a Sibornal, para encontrar la gran rueda de que hablan los coruscos. Quizá esté allí la certeza, la verdadera libertad. Aquí sólo hay la maldición de la ignorancia... Y de todos modos, ¿adonde vais?
    Amin Lim abrió las manos como para demostrar que era inocente.
    —Sólo al campo, señora, a ver si hemos logrado curar el moho de la avena.
    Era una muchacha gruesa, y más gruesa aún por la semilla que un hombre había plantado en ella. Permaneció en actitud implorante hasta que en la mirada de Shay Tal hubo un leve destello de asentimiento; ella y Vry casi huyeron de la opresiva habitación.
    Mientras descendían los sucios escalones de piedra, Vry dijo resignada: —Rezongando de nuevo, tan regularmente como el Silbador de Horas. Realmente, algo le preocupa.
    —¿Dónde está el estanque de que hablabas? No me gustaría caminar mucho en mi estado.
    —Te gustará, Amin Lim. Es un poco más allá del campo del norte, e iremos despacio. Espero que Oyre ya esté allí.
    El aire era tan denso que ya no transportaba la fragancia de las flores, y parecía tener un olor metálico propio. Los colores eran deslumbrantes a esa luz actínica, y los gansos lucían una blancura sobrenatural.
    Pasaron entre las grandes columnas de los rajabarales. Los rígidos cilindros se adaptaban mejor a la geometría del paisaje invernal; el contraste con la vegetación creciente era excesivo.
    —Hasta los rajabarales están cambiando —dijo Amin Lim—. ¿Desde cuándo echan vapor por las copas?
    Vry no lo sabía ni estaba particularmente interesada. Oyre y ella habían descubierto una laguna de aguas termales de la que hasta ese momento no habían hablado a nadie. En un estrecho valle al que se accedía por el extremo opuesto de Oldorando, habían brotado unas fuentes nuevas, algunas con aguas casi hirvientes, que se precipitaban al encuentro del Voral en una nube de vapor. Y una de ellas, encerrada entre las rocas, fluía por un camino distinto, hasta formar una laguna escondida, rodeada de verdura y abierta al cielo. Era hacia esa piscina que Vry guiaba a Amin Lim.
    Cuando apartaron los arbustos y vieron una figura de pie junto al agua, Amin Lim chilló y se llevó la mano a la boca.
    Oyre estaba desnuda en la costa. La piel húmeda le brillaba y el agua le goteaba de los grandes pechos. Sin mostrar ninguna timidez, se volvió y saludó con excitación a sus amigas. Junto a ella estaban las pieles de miela.
    —¿Por qué habéis tardado tanto? El agua está estupenda hoy.
    Amin Lim permanecía inmóvil, todavía con la boca cubierta. Nunca había visto a una persona desnuda.
    —No es nada —dijo Vry, riendo ante la expresión de Amin Lim—. Y el agua es una maravilla. Me desnudaré. Mírame. Mírame si te atreves.
    Corrió hasta donde estaba Oyre y empezó a quitarse la túnica de color gris y cereza. Era fácil quitarse y ponerse las pieles de miela. En un instante Vry apareció desnuda; su figura delgada contrastaba con la opulenta belleza de Oyre. Reía encantada.—Ven, Amin Lim, no tengas miedo. Un baño le hará bien al bebé.
    Oyre y ella saltaron juntas al agua. El agua devoró las piernas de las mujeres, que chillaron de alegría.
    Amin Lim no se movió de donde estaba, y chilló de horror.

    Habían devorado un enorme banquete, comiendo frutas amargas después de los trozos de carne. Tenían las caras grasientas y brillantes.
    Los cazadores estaban más gruesos que en la estación anterior. La comida era demasiado abundante. Era posible matar mielas sin necesidad de correr. Los animales seguían acercándose a retozar entre los cazadores, tocando con sus pieles de colores las pieles de los hermanos muertos.
    Todavía vestido con pieles negras, Aoz Roon se había retirado a hablar con Goija Hin, el encargado de los esclavos, cuya ancha espalda era aún visible mientras se alejaba hacia las distantes torres de Oldorando. Aoz Roon regresó junto a los demás. Tomó un trozo de costilla que siseaba sobre una piedra y rodó con ella en la hierba verde. Cuajo, el enorme perro, brincaba alrededor, gruñendo, y Aoz Roon terminó por apartarlo de la carne con una rama de fragante dogotordo.
    Aoz Roon dio un amistoso puntapié a Dathka.
    —Esto es vida, amigo. Aprovecha y come cuanto puedas antes de que retorne el hielo. Por la roca original, no olvidaré esta estación mientras viva.
    —Es magnífica. —Eso fue todo lo que Dathka respondió. Había terminado de comer, y estaba sentado con los brazos alrededor de las rodillas, mirando a los mielas; un grupo daba una rápida media vuelta entre la hierba alta, a unos trescientos metros.
    —Maldición, nunca dices nada —exclamó de buen humor Aoz Roon, tirando de la carne con sus fuertes dientes—. Hablame. volvió la cabeza hasta apoyar la cara en la rodilla y dedicó a Aoz Roon una mirada conocedora.
    —¿Qué pasa entre tú y Gorja Hin?
    La boca de Aoz Roon se endureció.
    —Es un asunto privado.
    —De modo que tú tampoco hablas. —Dathka se volvió y miró nuevamente a los mielas, que se movían debajo de unos cúmulos amontonados en el horizonte del oeste. En el aire había una luz verde que borraba los colores brillantes de los mielas.
    Por fin, como si pudiera sentir la negra mirada de Aoz Roon entre sus hombros, dijo, sin darse vuelta: —Estaba pensando.
    Aoz Roon arrojó el hueso a Cuajo y se estiró debajo del ramaje florido.
    —Pues entonces, habla. ¿Qué es eso que piensas, después de toda una vida?
    —Cómo cazar vivo a un miela.
    —¿Y qué tendría eso de bueno?
    —No pensaba en nada bueno, no más que cuando llamaste a Nahkri al terrado de la torre.
    Siguió un pesado silencio; Aoz Roon no dijo una palabra. Más tarde, cuando retumbó un trueno lejano, Eline Tal repartió un poco de bitel. Aoz Roon preguntó irritado a todo el mundo: —¿Dónde está Laintal Ay? Supongo que vagabundeando de nuevo. ¿Por qué no nos acompaña? Os estáis volviendo todos perezosos y desobedientes. Algunos se llevarán una sorpresa.
    Se puso en pie y se alejó caminando pesadamente, seguido a respetuosa distancia por su perro.
    Laintal Ay no estudiaba a los mielas como su silencioso amigo. Andaba detrás de otra caza.
    Desde aquella noche, cuatro años antes, en que había sido testigo del asesinato del tío Nahkri, el incidente lo perseguía. Había cesado de reprochar el crimen a Aoz Roon, porque ahora comprendía mejor que el señor de Embruddock era un hombre atormentado.—Estoy segura de que se siente castigado por una maldición —le había dicho una vez Oyre a Laintal Ay.
    —Se le podrían perdonar muchas cosas por el puente del oeste —respondió, pragmáticamente, Laintal Ay. Pero no dejaba de sentirse culpable, y cada vez hablaba menos del tema.
    El vínculo que lo unía a la hermosa Oyre se había fortalecido y distorsionado aquella noche en que había bebido demasiado ratel. Había llegado al extremo de mostrarse cauteloso con ella.
    Se había dicho a sí mismo, letra por letra, cuál era la dificultad: «Si he de gobernar Oldorando, como exige mi linaje, he de matar al padre de la muchacha que deseo para mí. Pero esto es imposible.»
    Sin duda, Oyre comprendía también este dilema. Sin embargo, ella era la mujer de él y de nadie más. Laintal Ay habría luchado a muerte con cualquier hombre que se le hubiera acercado.
    El instinto de salvaje, que preveía las emboscadas astutas y el momento de descuido anterior al desastre, le hacía ver tan claramente como a Shay Tal que Oldorando era ahora vulnerable a un ataque enemigo. En el arrobamiento del calor, nadie estaba alerta. Los guardias dormitaban en sus puestos.
    Planteó el problema de la defensa a Aoz Roon, quien le dio una respuesta razonable.
    Aoz Roon dijo, zanjando la cuestión, que ya nadie viajaba a gran distancia, fuera amigo o enemigo. La nieve hacía fácil que los hombres fueran adonde deseaban; ahora todo estaba cubierto de cosas verdes y las florestas se hacían más densas cada día. El tiempo de las incursiones había pasado.
    Además, añadió, no había habido ataques de los phagors desde el día en que la madre Shay Tal había realizado el milagro de la Laguna del Pez. Estaban ahora más seguros que nunca. Y tendió a Laintal Ay una jarra de bitel.
    Laintal Ay no quedó contento con la respuesta. El tío Nahkri se había considerado perfectamente seguro aquella noche, mientras subía los escalones de la gran torre. Dos minutos más tarde, yacía en la calle con el cuello partido.
    Ese día, cuando los cazadores salieron, Laintal Ay sólo había ido hasta el puente. Allí se había vuelto, en silencio, decidido a hacer una inspección de la aldea, y a imaginar qué ocurriría en caso de un ataque inesperado.
    Apenas comenzó a recorrer los alrededores, observó un leve penacho de vapor sobre el Voral. Se movía en el centro de la corriente, sin desviarse; parecía que se deslizara sobre el rápido caudal oscuro, manteniéndose, sin embargo, en el mismo sitio. De él se desprendían plumas de vapor que flotaban hacia la costa. Laintal Ay avanzó con una impresión de inquietud.
    La atmósfera era más pesada. Crecían arbustos sobre elevaciones que habían sido antes edificios. Observó a través de las ramas delgadas las torres que se mantenían en píe. En cierto modo, Aoz Roon tenía razón: se había hecho más difícil acercarse a Oldorando.
    Sin embargo, le venían a la mente imágenes de advertencia. Veía phagors montados en kaidaws, saltando obstáculos y cargando contra el corazón de la aldea. Veía a los cazadores regresando a sus hogares, cargados de pieles brillantes, con las cabezas embotadas por el exceso de bitel. Aún tenían tiempo de ver los hogares incendiados, las mujeres e hijos muertos, antes de sucumbir también ellos bajo los cascos salvajes.
    Se abrió paso entre los espinosos arbustos.
    ¡Cómo cabalgaban los phagors! ¿Qué podía ser más maravilloso que montar un kaidaw, dominarlo, compartir su poder, ser una misma cosa con su movimiento? Estas bestias feroces sólo se dejaban montar por un phagor; al menos, eso decía la leyenda, y él jamás había oído hablar de un hombre que montara un kaidaw. Se mareaba sólo de pensarlo. Los hombres iban a pie... pero un hombre montado en un kaidaw superaría a un phagor montado en un kaidaw.
    Medio escondido entre los arbustos pudo ver la puerta norte, abierta y sin defensa. Sobre la puerta había dos pájaros que cantaban. Se preguntó si habrían destinado un guardia allí, o si el hombre habría abandonado el puesto. El silencio parecía resonar en el aire pesado.
    Una figura que avanzaba con paso vacilante entró en el campo visual de Laintal Ay. Reconoció en seguida al encargado de los esclavos, Goija Hin. Detrás de él iba Myk, sujeto por una cuerda.
    —Te gustará el trabajo de esta tarde —oyó decir al encargado de esclavos. Este se detuvo después de atravesar la puerta y ató el phagor a un árbol pequeño. El phagor tenía los pies encadenados. Goija Hin dio a Myk una palmada casi afectuosa.
    Myk miró con aprensión a Goija Hin.
    —Myk puede sentarse un rato al sol.
    —Sentarse no. De pie, Myk; haz lo que se te dice o ya sabes lo que pasará. Haremos exactamente lo que ha dicho Aoz Roon, o los dos tendremos dificultades.
    El viejo phagor gruñó.
    —Las dificultades están todo alrededor en las octavas de aire. ¿Qué son los Hijos de Freyr sino dificultades?
    —Basta de eso o te arrancaré la piel maloliente —dijo Goija Hin sin maldad—. Te quedas aquí y haces lo que te dicen y pronto podrás darte el gusto con un Hijo de Freyr.
    Dejó al monstruo allí oculto y regresó arrastrando los pies planos hacia las torres. Myk se echó enseguida al suelo y desapareció de la vista de Laintal Ay.
    Como las huellas de vapor del Voral, este incidente inquietó a Laintal Ay. Esperó, escuchó, se interrogó. Muy pocos años antes, habría considerado insólita esa quietud poblada de trinos. Se encogió de hombros y siguió caminando.
    Oldorando estaba indefensa. Era preciso despertar en los cazadores una sensación de peligro. Observó que de las copas de los rajabarales brotaba vapor. Era otro portento que no podía interpretar. Se oían truenos por el norte, muy lejos, pero amenazadores. Atravesó un arroyo que burbujeaba y despedía unos vapores que se enredaban entre los helechos dentados de la costa. Se inclinó, hundió la mano y encontró el agua bastante caliente. Un pez muerto flotaba con la cola hacia arriba, justamente debajo de la superficie. Laintal Ay, en cuclillas, miró la maraña de verde nuevo a través de la cual se veían las cimas de las torres. Antes no había allí una fuente termal.
    El suelo se estremeció. Crecían cañas en el agua que se rizaba sin cesar; las salamandras se asomaban y desaparecían como relámpagos. Las aves se elevaban gritando sobre las torres y volvían a bajar.
    Mientras esperaba la repetición del temblor, oyó, cerca, la llamada del Silbador de Horas, ese sonido de Oldorando que recordaba desde la cuna. Duró una fracción más que de costumbre. Sabía exactamente cuánto duraba; esta vez, la nota se sostuvo un instante más.
    Se irguió y continuó su camino. Mientras avanzaba con dificultad entre la vegetación que le llegaba a los muslos, oyó voces. Con la instantánea respuesta del cazador, se quedó quieto, y luego prosiguió cautelosamente, agazapado. Había al frente un terreno elevado donde crecían unas plantas de tomillo. Se dejó caer sobre las manos entre las hojas aromáticas, para mirar hacia adelante. Sintió cómo se le combaba el estómago; la reciente abundancia le había transformado el vientre plano en convexo.
    Nuevamente, voces. Voces femeninas. Alzó la cabeza y miró.
    No sabía lo que esperaba ver, pero la realidad fue mucho más feliz. Se encontró asomado a una depresión del terreno; en el centro había una laguna profunda rodeada de verdor. Del agua brotaban mechones humeantes que subían hasta los arbustos vecinos. Luego la humedad goteaba de vuelta al estanque. En el lado opuesto, dos mujeres vestían con pieles de miela; una estaba embarazada. La identificó en el acto como Amin Lim, y la compañera era Vry. Más cerca, de pie al borde del agua, con la hermosa espalda vuelta hacia él, estaba la adorada y voluntariosa Oyre, desnuda.
    Cuando comprendió quién era, casi dejó escapar una exclamación de placer, y permaneció donde estaba mirando aquellos hombros, la curva de la espalda, las nalgas y las piernas brillantes, con una alegría que le cortaba la respiración.
    Batalix se había liberado de un gigantesco castillo de nubes moradas, inundando de oro el paisaje. Los rayos del centinela descendían oblicuamente sobre el cuerpo color canela de Oyre, cuyos hombros y pechos estaban cubiertos de gotitas de agua. Unos arroyuelos le corrían por la carne y caían sobre la piedra del suelo, uniéndola como una náyade al estanque vecino. La actitud era distendida, los pies estaban levemente separados. Tenía una mano alzada para secarse el agua de las pestañas mientras miraba a sus amigas, que se disponían a regresar. Parecía descuidada, pero como un animal: inconsciente en ese momento de la mirada predatoria del cazador, estaba sin embargo preparada para huir si era necesario.
    El pelo oscuro y mojado se le pegaba al cráneo, y sobre el cuello y los hombros le caían unos rizos que le daban un aspecto de nutria.
    Agazapado en el escondite, Laintal Ay apenas podía verle el rostro. Jamás había contemplado antes un cuerpo desnudo, masculino o femenino; las costumbres, sumadas al frío, habían desterrado de Oldorando la desnudez. Aturdido por lo que veía, dejó caer la cara entre las fragantes hojas de tomillo. El pulso le latía rápidamente en las sienes.
    Cuando pudo alzar la cabeza y volver a mirar, el movimiento de las nalgas de ella mientras se daba vuelta y decía adiós a sus amigas, lo fascinó; creía respirar un aire diferente. Oyre contempló el agua de modo casi soñoliento, estudiando las límpidas profundidades con las pestañas brillantes sobre las mejillas. Con el siguiente movimiento, él pudo verle el bajo vientre cubierto de ricillos mojados, el abdomen soberbio, y la delicada espiral del ombligo. Todo esto se reveló un instante, cuando ella alzó los brazos y saltó a la laguna.
    El se quedó solo con el pesado sol y el vapor que ascendía a los arbustos hasta que ella emergió riendo.
    Apareció muy cerca de él, con los pechos meciéndose y rozándose suavemente.
    —Oyre, dorada Oyre —dijo él, extasiado.
    Se puso de pie.
    Ella estaba algo agachada ante él; una vena le latía junto a un hoyuelo de la garganta. Lo miraba intensamente, con brillantes ojos negros, aunque como contagiados de la sensual pesadez del entorno, maduro y cálido. Él reconoció la nueva belleza de ella, el menudo óvalo de la cara, enmarcado por el pelo de nutria, y la dulzura alrededor de las cejas y los pliegues de los párpados. Las cejas estaban arqueadas ahora, pero después de la sorpresa inicial, ella no parecía asustada, lo miraba sencillamente con los labios entreabiertos, aguardando el movimiento próximo de Laintal Ay, como si se preguntara cuál podía ser. Luego, sin prisa alguna, bajó una mano y se cubrió el queme. El ademán fue más provocativo que modesto. Sabía que era hermosa, y tenía una compostura natural.
    Cuatro pajarillos aleteaban entre ambos, dominados también por la pesadez de la tarde.
    Laintal Ay avanzó por la hierba y la abrazó, mirándole con vehemencia los ojos, sintiendo el cuerpo de ella contra las pieles. Inclinándose, la besó en los labios.
    Oyre retrocedió y se pasó la lengua por los labios, sonriendo levemente, entornando los ojos.
    —Desnúdate. Que Batalix vea cómo estás hecho —le dijo.
    Las palabras eran en parte invitación, en parte desafío. Laintal Ay se desató los cordones del cuello, y luego tiró de la abertura de la túnica hasta que las costuras se descosieron. Lo mismo hizo con los pantalones, que arrojó a un lado. Sintió la rigidez del prodo, mientras se acercaba a Oyre. Oyre le tomó el brazo, tiró de él, le lanzó un puntapié al tobillo, y se echó rápidamente atrás, arrojándolo al agua cuan largo era.
    Unos húmedos labios se cerraron sobre Laintal Ay. El agua estaba sorprendentemente caliente. Laintal Ay subió a la superficie gritando sin aliento.
    Ella se inclinó, riendo, con las manos sobre las hermosas rodillas.
    —Lávate antes de acercarte, guerrero comido por las pulgas.
    El la salpicó golpeando la superficie del agua, entre divertido y enojado.
    Oyre lo ayudó a salir de la laguna, considerablemente apaciguada, sintiendo que resbalaba en brazos de él. Cuando se arrodillaron en la hierba, él le deslizó una mano entre las piernas, y en ese mismo momento la simiente saltó de él a las plantas.
    —Tonto, más que tonto —exclamó ella, decepcionada, torciendo la cara, y le dio una palmada en el pecho.
    —No, no, Oyre, está bien. Aguárdame un instante, por favor. Te quiero, Oyre, con todo mi eddre. Siempre te he querido. Acércate.
    Pero Oyre se incorporó, fastidiada y perpleja. Aun mientras le rogaba, él se sentía furioso con ella y consigo mismo.
    —Maldito sea, ¡no tendrías que ser tan hermosa, desvergonzada!
    La tomó por el brazo, la hizo girar violentamente y la empujó hacia la laguna. Ella chilló y le agarró el pelo. Juntos cayeron al agua.
    Laintal Ay le pasó un brazo por detrás de la espalda, debajo del agua; la besó cuando emergieron, le apretó un pecho con la mano izquierda. Riendo, treparon a la orilla fangosa, rodando uno sobre otro. Él le apartó una pierna con la suya y se puso encima. Ella lo besó con pasión, y él entró en el queme de ella.
    Se quedaron en ese lugar secreto, serenos, en éxtasis. Debajo de ellos, el fango emitía unos ruidos agradables como si estuviera lleno de microbios, todos copulando para expresar la alegría de vivir.
    Ella, lánguidamente, se ponía las píeles de miela. Las suaves pieles tenían unas franjas de color azul oscuro y celeste, que se ensanchaban de arriba abajo. La tarde se había vuelto sofocante, y los truenos se oían próximos, estallando a veces en ruidos secos que parecían agudos gritos de protesta.
    Laintal Ay estaba junto a ella, tendido de espaldas y abierto de brazos y piernas, mirando los movimientos de Oyre con los ojos entornados.
    —Siempre te he querido —dijo—. Durante años. Tu carne es una fuente tibia. Serás mi mujer. Vendremos aquí todas las tardes.
    Oyre no dijo nada. Empezó a cantar en voz muy baja.

    La corriente en camino como el tiempo se escurre...

    —Te he deseado todos los días, Oyre. Tú, también, ¿verdad?
    Ella lo miró.
    —Sí, Laintal Ay. Pero no puedo ser tu mujer.
    El sintió que el suelo se estremecía.
    —¿Qué quieres decir?
    Ella parecía vacilante, luego se inclinó sobre él. Él trató automáticamente de abrazarla, ella se apartó, cerró la túnica sobre sus pechos y respondió: —Te quiero, Laintal Ay, pero no seré tu mujer... Siempre sospeché que la academia era poco más que una diversión, un consuelo para mujeres bobas como Amin Lim. Ahora que el clima es hermoso, se ha derrumbado. En verdad, sólo Vry y Shay Tal se preocupan por la academia, y tal vez el viejo Datnil. Sin embargo, yo aprecio la independencia de Shay Tal, y quiero imitarla. No se ha sometido a mi padre, aunque supongo que lo desea como todas, y yo seguiré su ejemplo. Si soy tu propiedad, soy nada. Él se puso de rodillas, con aire de desventura.
    —No es así, no es así. Serás... todo, Oyre, todo. No somos nada el uno sin el otro.
    —Por unas semanas.
    —¿Qué esperas?
    —¿Qué espero? —Oyre alzó los ojos y suspiró. Se alisó el pelo mojado y miró los arbustos jóvenes, el cielo, las aves.— No es porque me tenga en muy alta estima. Puedo hacer tan poco... Pero quizá, si me mantengo independiente como Shay Tal, lograré algo.
    —No hables así. Necesitas alguien que te proteja. Shay Tal, Vry... no son felices. Shay Tal no ríe jamás, ¿no es verdad? Además es vieja. Yo te cuidaré y te haré feliz. No quiero otra cosa.
    Ella se abrochaba la túnica de pieles, mirando los botones y ojales que ella misma había diseñado (para sorpresa del sastre) de modo que fuera más fácil ponerse y quitarse la prenda.
    —Oh, Laintal Ay, yo soy tan complicada. Tengo dificultades conmigo misma. Realmente no sé lo que quiero. Querría disolverme y fluir como el agua. Quién sabe de dónde llega y quién sabe adonde va... quizás viene desde el mismo eddre de la tierra... Sin embargo, a mi manera, aunque terrible, te quiero. Oye, hagamos un pacto.
    Dejó de ocuparse de la túnica y se irguió sobre él con los brazos en las caderas.
    —Haz algo grande y sorprendente, una cosa, una hazaña, y seré tu mujer para siempre. ¿Has comprendido? Una gran hazaña, Laintal Ay, una gran hazaña y seré tuya. Haré todo lo que desees.
    Él se incorporó y se apartó un poco, mirándola con atención.
    —¿Una gran hazaña? ¿Qué tipo de gran hazaña quieres decir? Por la roca original, Oyre, eres una muchacha muy extraña.
    Ella se sacudió el pelo mojado.
    —Si yo te lo dijera, ya no sería grande. ¿Lo comprendes? Además, no sé lo que quiero decir. Inténtalo tú... Ya te estás poniendo grueso, como una mujer embarazada...
    Él no se movió y se quedó mirándola con la cara endurecida. —¿Cómo, si te digo que te quiero, me devuelves un insulto?
    —Me dices la verdad... supongo; y yo te digo la verdad, pero no quería ofenderte. Te lo he dicho con ternura. Has liberado cosas en mí, cosas que no he dicho nunca a nadie. Deseo... no, no puedo decir qué... gloria... Haz algo grande, Laintal Ay, te lo ruego, algo importante, antes de que seamos demasiado viejos.
    —¿Como matar phagors?
    Ella rió bruscamente con cierta aspereza, entornando los ojos. Por un instante se pareció mucho a Aoz Roon.
    —Si eso es lo único que se te ocurre. Pero a condición de que mates un millón.
    Él parecía frustrado.
    —¿Te imaginas que vales un millón de phagors?
    Oyre fingió golpearse con fuerza en la frente, como si se le hubiera aflojado el cerebro.
    —No es por mí, ¿no entiendes? Es por ti. Haz algo grande, pero hazlo por ti. Estamos aquí presos en esa granja de que habla Shay Tal... Haz que sea, al menos, una granja legendaria. —El suelo volvió a temblar.
    —¡Mira! —dijo él—. La tierra se mueve.
    Se enderezaron, ignorándose mutuamente, arrancados de la discusión. Un cielo de bronce se extendía sobre castillos de nubes, que mostraban ahora corazones morados y bordes amarillos. El calor aumentó, y se hundieron en un opresivo silencio, mirando, dándose la espalda.
    Un reiterado gorgoteo los llevó a mirar la laguna. La superficie estaba alterada por burbujas que se alzaban, estallaban con un olor a huevos podridos y ensuciaban el agua, clara hasta ese momento. Las burbujas se elevaban cada vez más oscuras y abundantes desde los abismos de la tierra. Una densa niebla invadió la hondonada.
    De la laguna brotó un chorro oscuro que se elevó en el aire. Unos glóbulos de barro hirviente mancharon el follaje de alrededor. Los dos humanos huyeron, ella envuelta en una túnica del color del cielo estival.
    Un minuto después de que se fueran, la laguna era una masa de bullente líquido negro.
    Antes de que llegaran a Oldorando, el cielo se abrió y cayó una lluvia gris y helada.
    Mientras trepaban a la gran torre oyeron voces arriba; más alta que todas la de Aoz Roon. Acababa de llegar con los amigos de su propia generación, Tanth Ein, Faralin Ferd y Eline Tal, todos vigorosos guerreros y buenos cazadores. Con ellos estaban sus mujeres, felices con las nuevas pieles de miela, y Dol Sakil, sombría, sentada en el antepecho de la ventana, a pesar de la lluvia. También estaba allí Raynil Layan, vestido con pieles perfectamente secas; se tiraba de la barba hendida y miraba de un lado a otro, sin hablar y sin que le hablaran.
    Aoz Roon apenas dedicó una mirada a su hija natural antes de decir a Laintal Ay en tono desafiante: —Has faltado otra vez.
    —Por un rato. Fui a inspeccionar las defensas. Yo...
    Aoz Roon miró a sus compañeros y dijo, después de una risa breve: —Por el aire que tienes, y por el vestido de Oyre, mal abrochado, sé que has estado inspeccionando bastante más que las defensas. No me mientas, gallito de riña.
    Los demás hombres rieron. Laintal Ay enrojeció.
    —No soy un mentiroso. Fui a inspeccionar nuestras defensas, pero no tenemos defensas. No hay guardias mientras todos beben en los prados. Oldorando caería ante el ataque de un solo borlienés. Estamos tomando la vida con demasiada facilidad, y no das buen ejemplo.
    Laintal Ay sintió en el brazo la mano serena de Oyre.
    —Por aquí vienes muy poco —dijo Dol, en tono de reproche, pero fue ignorada, pues Aoz Roon se volvió a los otros y dijo: —Ya veis lo que he de tolerar de estos supuestos lugartenientes. Siempre insolencias. Oldorando está ahora oculta y protegida por la vegetación que crece más cada semana. Cuando vuelva el clima guerrero, que volverá, habrá tiempo para la guerra. Estás tratando de crear problemas, Laintal Ay.
    —No es así. Trato de evitarlos.
    Aoz Roon se adelantó y se detuvo ante él; la enorme figura negra descollaba sobre la del joven.
    —Entonces calla. Y no me des lecciones.
    Se oyeron gritos afuera, por encima del ruido de la lluvia. Dol miró por la ventana y avisó que alguien estaba en dificultades. Oyre corrió a reunirse con ella.
    —Atrás —gritó Aoz Roon, pero las tres mujeres mayores también se acercaron a la ventana. La habitación se hizo aún más oscura.
    —Vamos a ver qué ocurre —dijo Tanth Ein. Empezó a bajar las escaleras, casi bloqueando la puerta trampa con los hombros, seguido por Faralin Ferd y Eline Tal. Raynil Layan permaneció en las sombras, mirando cómo salían. Aoz Roon hizo un movimiento, como si quisiera detenerlos. Al fin se quedó indeciso en el centro de la sombría habitación. Sólo Laintal Ay lo miraba.
    Laintal Ay se adelantó y le dijo: —Perdí la serenidad; pero no tenías que haberme llamado mentiroso. Aunque esto no implica que olvides mi advertencia. Es nuestra responsabilidad mantener la ciudad defendida como en otro tiempo.
    Aoz Roon se mordió el labio, sin escuchar.
    —Recibes tus ideas de esa maldita mujer, Shay Tal.
    Habló en tono ausente, con un oído alerta a los ruidos exteriores. A los gritos de antes se unían otros masculinos. También las mujeres de la ventana gritaron mientras se abrazaban unas a otras.
    —¡Apártate! —gritó Aoz Roon aferrando con rabia a Dol. Cuajo, el gran mastín amarillo, se puso a aullar.
    El mundo danzaba con el tambor de la lluvia. Las figuras debajo de la torre estaban grises. Dos de los tres macizos cazadores alzaban un cuerpo del barro, en tanto que el tercero, Faralin Ferd, intentaba llevar a un lugar protegido a dos ancianas empapadas. Las dos mujeres, que no pretendían estar más cómodas, alzaban los rostros llorosos mientras la lluvia les caía en las bocas abiertas. Eran la mujer de Datnil Skar y una viuda, la tía de Faralin Ferd.
    Las dos mujeres habían traído el cuerpo desde la puerta norte, cubriéndolo y cubriéndose de barro en el camino. Cuando los cazadores se irguieron con la carga, se pudo ver el cuerpo. Tenía el rostro deformado y cubierto por una máscara de sangre, que la lluvia no lavaba. La cabeza le cayó hacia atrás cuando los cazadores lo levantaron. La sangre le goteaba aún sobre la cara y las ropas. Le habían mordido el cuello, tan limpiamente como puede morder un hombre un gran bocado de manzana.
    Dol empezó a chillar. Aoz Roon la empujó, ocupó con los hombros el espacio de la ventana y gritó a los de abajo: —No lo traigáis aquí.
    Los hombres prefirieron no escucharlo. Buscaban el abrigo más próximo. De los parapetos que tenían encima caían chorros de agua de lluvia. Resbalaban en el estiércol con la carga enlodada.
    Aoz Roon lanzó un juramento y corrió hacia abajo, seguido por Cuajo. Sobrecogido por el drama, Laintal Ay lo siguió, y luego Oyre, Dol y las demás mujeres, apretujándose en los escalones. Raynil Layan descendió al final, con mayor parsimonia.
    Los cazadores y las mujeres arrastraron o escoltaron el cuerpo muerto hasta el establo y lo depositaron sobre la paja. Los hombres se apartaron, secándose los rostros con las manos, mientras debajo del cuerpo aparecía una charca sobre la que goteaba la sangre, y en la que flotaban espiras y trocitos de paja girando como botes que buscan un estuario. Las mujeres, como bultos grotescos, lloraban echadas sobre los hombros de las otras en una pila monumental. Aunque el pelo y la sangre cubrían el rostro del muerto, la identidad era obvia. El maestro Datnil Skar yacía muerto ante ellos, y Cuajo lo olisqueaba.
    La mujer de Tanth Ein era bonita y se llamaba Farayl Musk. Estalló en una serie de largos gritos quejumbrosos e irreprimibles. Nadie pensaba que la herida mortal del cuello no fuera la mordedura de un phagor. El modo de ejecución corriente en Pannoval había sido transmitido por Yuli el Sacerdote, y utilizado en las escasas ocasiones en que había sido necesario. En alguna parte, afuera, bajo la lluvia, Wutra aguardaba. Wutra, siempre en guerra. Laintal Ay pensó en la alarmante idea de Shay Tal, para quien Wutra era un phagor. La mente le volvió a un momento anterior de ese mismo día, antes de que viera desnuda a Oyre. Había encontrado a Goija Hin, que llevaba a Myk más allá de la puerta norte. No había dudas sobre quién era responsable de esa muerte; pensó que Shay Tal tendría una nueva pena.
    Miró los rostros acongojados que lo rodeaban —y el satisfecho de Raynil Layan— y cobró valor. En voz alta dijo: —Aoz Roon, tú has matado a este buen anciano.
    Lo señaló, como si alguno de los presentes pudiese no saber a quién se refería.
    Todos los ojos se volvieron al señor de Embruddock, erguido, con la cabeza apoyada en las vigas y el rostro pálido.
    —No te atrevas a hablar contra mí —respondió ásperamente—. Una palabra más, Laintal Ay, y te derribaré.
    Pero no era posible detener a Laintal Ay. Colérico, dijo: —¿Es éste otro de tus crueles golpes contra el conocimiento, contra Shay Tal?
    Los demás murmuraron, inquietos, en el espacio confinado. Aoz Roon dijo: —Esto es justicia. He sabido que Datnil Skar permitía a los extraños leer el libro secreto de la corporación. Está prohibido. Y el justo castigo es hoy, como siempre, la muerte.
    —¡Justicia! ¿Esto parece justicia? Un golpe a escondidas, un crimen sigiloso. Todos lo habéis visto. Ha sido como el crimen de...
    El ataque de Aoz Roon no fue precisamente inesperado, pero su ferocidad abatió la guardia de Laintal Ay. Devolvió el golpe bailando ante Aoz Roon, negro de furia. Oyó gritar a Oyre. Luego un puño lo alcanzó de lleno en el costado de la mandíbula. Como desde lejos, se vio trastabillar, tropezar contra el cadáver de ropas empapadas y caer impotente sobre el suelo del establo.
    Tuvo conciencia de gritos, chillidos, botas que pisoteaban el suelo muy cerca. Sintió puntapiés en las costillas. Hubo una confusión mientras lo alzaban como al otro cuerpo que habían traído, y él trataba de protegerse el cráneo para que no chocase contra la pared, y lo sacaban a la lluvia. Oyó un trueno como un latido gigantesco.
    Desde los escalones lo arrojaron al barro. La lluvia cayó sobre su rostro. Mientras estaba allí, extendido, pensó que ya no era el lugarteniente de Aoz Roon. A partir de ese momento, la enemistad que los separaba era manifiesta y visible para todos.
    La lluvia seguía cayendo. Cadenas de densas nubes rodaban por el centro del continente. En los asuntos de Oldorando prevalecía una atmósfera de estancamiento.
    El distante ejército del joven kzahhn Hrr-Brahl Yprt se vio obligado a detenerse entre las sierras quebradas del este. La tropa prefería una especie de estado de brida antes que afrontar las lluvias.
    También los phagors sintieron los temblores de tierra, similares a los que sacudían a Oldorando. En el norte, muy lejos, unos violentos temblores sísmicos turbaban las antiguas fallas de la región de Chalce. A medida que la carga de hielo desaparecía, la tierra se estremecía y se elevaba.
    En ese período, el océano que rodeaba Heliconia quedó libre de hielo, aun fuera de la amplia zona tropical, que se extendía desde el ecuador hasta los treinta y cinco grados de latitud norte y sur. La circulación hacia el oeste de las aguas oceánicas determinó una serie de maremotos que devastaron las regiones costeras en todo el globo. Con frecuencia las inundaciones se combinaban con el vulcanismo para alterar las zonas continentales.
    Todos estos acontecimientos geológicos eran seguidos por los instrumentos de la Estación Observadora Terrestre, que Vry llamaba Kaidaw. Los datos eran enviados a la Tierra distante. Ningún planeta de la galaxia era observado con más atención que Heliconia.
    Se advirtió que los rebaños de yelks y biyelks que habitaban al norte en la llanura de Campannlat disminuían con rapidez; los terrenos donde pastaban estaban amenazados. Por otra parte, se multiplicaban los kaidaws, a medida que el pasto crecía en las tierras litorales, áridas hasta entonces.
    En el continente tropical había dos tipos de comunidades phagor: grupos establecidos, sin kaidaws, apegados a la tierra, y grupos nómadas o móviles con kaidaws. El kaidaw era un animal trashumante; pero, además, la búsqueda de forraje imponía a quienes lo habían domesticado un continuo movimiento en busca de nuevos territorios. Por ejemplo, el ejército del joven kzahhn reunía a distintos grupos, numerosos y pequeños, que llevaban una vida nómada y con frecuencia guerrera. La cruzada era apenas una parte de una vasta migración desde el este al oeste de todo el continente, que tardaría décadas en completarse.
    El terremoto que provocaba avalanchas de tierra en las cercanías del ejército del kzahhn, señalaba el extremo de un levantamiento de la corteza. Un río alimentado por el deshielo del glaciar de Hhryggt, había sido desviado, abriendo un nuevo valle. El río entró en él y a partir de entonces corrió hacia el oeste y no hacia el norte, como antes.
    Ese río se abrió paso inconteniblemente y se convirtió en un afluente del río Takissa, cuyo caudal se vaciaba en el Mar de las Águilas. Las aguas fueron negras durante muchos años: arrastraban, cada día, docenas de toneladas métricas de montañas demolidas.
    Las inundaciones provocadas por el nuevo río obligaron a un insignificante grupo de phagors nómadas a dispersarse hacia Oldorando en lugar de continuar hacia el este. Ese grupo se encontraría más tarde con Aoz Roon. Aunque el cambio de dirección parecía en ese momento poco importante, aun para las criaturas ancipitales, estaba destinado a alterar la historia social del sector.

    En el Avernus había quienes estudiaban la historia social de las culturas de Heliconia; pero la heliógrafo era para muchos la ciencia más valiosa. La luz era lo primero.
    La Estrella B, que los nativos llamaban Batalix, era un modesto sol de la clase espectral G4. En términos reales algo más pequeño que el Sol, con un radio de 0.94 del radio solar, y de un tamaño aparente que visto desde Heliconia equivalía al 76 por ciento del Sol visto desde la Tierra. La temperatura de la fotosfera era de 5.600 grados Kelvin, y la luminosidad sólo 0.8 de la del Sol. Tenía unos cinco billones de años.
    La estrella más lejana, llamada localmente Freyr, y a cuyo alrededor giraba la Estrella B, era un objeto mucho más importante, tal como se veía desde el Avernus. La Estrella A era una supergigante blanca de gran brillo, de clase espectral A, con un radio sesenta y cinco veces mayor que el solar, y una luminosidad sesenta mil veces mayor. La masa era 14.8 veces la del Sol, y la temperatura superficial de 11.000 K, bastante superior a los 5.780 K del Sol.
    Aunque la Estrella B se estudiaba de continuo, la estrella A era más atrayente sobre todo ahora que el Avernus se acercaba a la supergigante, con el resto del sistema de la Estrella B.
    Freyr tenía entre diez y once millones de años. Se había desarrollado a partir de la principal secuencia de estrellas, y estaba entrando ya en la ancianidad.
    La energía que derramaba era tal que el disco de la Estrella A, visto desde Heliconia, brillaba siempre más que el de la Estrella B, aunque nunca se lo veía tan grande a causa de la distancia. Era un objeto que merecía el temor ancipital, y también la admiración de Vry.

    Vry estaba sola en la parte superior de la torre, con el telescopio al lado. Aguardaba. Miraba. Sentía que la historia de las relaciones privadas fluía hacia el mañana como un río cargado de arcillas aluviales; lo que había sido claro aparecía ahora turbio a causa de los sedimentos. Debajo de aquella pasividad había el deseo no formulado de pertenecer a alguna cosa más grande, con perspectivas más puras y más amplias que la defectuosa naturaleza humana.
    Volvería a mirar las estrellas cuando cayera la oscuridad, y si la cubierta de nubes se abría.
    Oldorando estaba rodeada ahora por una empalizada verde. Día tras día las hojas nuevas se desplegaban y subían a mayor altura, como si la naturaleza tuviese el propósito de sepultar la ciudad en una selva. Algunas de las torres más distantes habían desaparecido ya debajo de la vegetación.
    Una gran ave blanca se cernía sobre uno de estos montículos, y Vry la contempló sin particular atención, admirando que pudiera volar sin esfuerzo sobre la tierra.
    Los hombres cantaban a lo lejos. Los cazadores habían regresado a Oldorando después de una cacería de mielas, y Aoz Roon celebraba una fiesta. Era en honor de los nuevos lugartenientes, Tanth Ein, Faralin Ferd y Eline Tal. Los amigos de infancia habían suplantado a y a Laintal Ay, quienes volvían a dedicarse a la caza.
    Vry trataba de pensar con equidad, pero volvía continuamente al tema emotivo de las esperanzas defraudadas: las de , cuyos deseos no tenía ánimo de alentar, las de Laintal Ay, las de ella misma. Como la noche que tardaba en llegar, así se sentía. Batalix ya se había puesto y el otro centinela lo haría dentro de una hora. Era el momento en que hombres y bestias se revolvían contra el reino de la noche. Era el momento de preparar un cabo de vela para alguna emergencia inesperada, o de decidirse a dormir hasta la luz del día.
    Desde la atalaya, Vry veía a la gente común de Oldorando. Regresaban, hubieran realizado o no sus esperanzas. Entre ellas venía la figura delgada y encorvada de Shay Tal.
    Shay Tal volvió a la torre con Amin Lim; tenía un aire sombrío y fatigado. Desde el asesinato del maestro Datnil se había vuelto aún más remota. También sobre ella había caído la maldición del silencio. Trataba de seguir una sugestión del maestro muerto, y de penetrar en la pirámide del Rey Denniss, haciendo excavaciones en el terreno de los sacrificios. A pesar de la ayuda de los esclavos, no tenía éxito. La gente acudía a mirar las obras y reía secreta o abiertamente mientras volaban hacia arriba las paletadas de tierra, pues los muros inclinados de la pirámide se hundían en el suelo sin solución de continuidad. Con cada pie de profundidad ganado, la boca de Shay Tal tenía una expresión más amarga.
    Movida por la compasión y por su propia soledad, Vry bajó a hablar con Shay Tal. La hechicera parecía tener bien poco de mágico; era casi la única mujer de Oldorando que aún llevaba las viejas e incómodas pieles colgando sin gracia alrededor del cuerpo, lo que le daba un aspecto anticuado. Todos los demás vestían mielas.
    Afligida por el aire de infortunio de la mujer mayor, Vry no resistió la tentación de darle un consejo.
    —Creas tu propia infelicidad. Enterrados en el suelo están sólo la oscuridad y el pasado. Abandona la excavación.
    Con un relámpago de humor, Shay Tal respondió:
    —Ni tú ni yo consideramos que la felicidad sea nuestra primera obligación.
    —Estás tan abstraída. —Vry señaló la ventana,— Mira esa ave blanca que gira con tanta gracia en el aire. ¿No te levanta el ánimo? Me gustaría ser esa ave, y volar a las estrellas.
    Sorprendiendo un poco a Vry, Shay Tal fue a la ventana y miró. Luego se volvió, quitándose el cabello de la frente y dijo con calma: —¿Has observado que se trata de un ave vaquera?
    —¿Sí? ¿Qué tiene de particular? —Las sombras se extendían ya por la habitación.
    —¿No recuerdas la Laguna del Pez y los otros encuentros? Esas aves son amigas de los phagors.
    Hablaba con placidez, en el estilo típicamente remoto de la academia. Vry se espantó al considerar que distraída tenía que haber estado para olvidar un hecho tan elemental. Se llevó la mano a la boca y miró a Shay Tal y luego a Amin Lim, y luego otra vez a Shay Tal.
    —¿Otro ataque? ¿Qué haremos?
    —En apariencia yo no hablo con el señor de Embruddock, ni él tampoco conmigo. Vry: tienes que ir a avisarle que el enemigo está a las puertas mientras él se divierte. Ya ha de saber que no puede confiar en que yo contenga a las bestias, como hice una vez. Ve inmediatamente.
    Mientras Vry caminaba de prisa por el sendero, empezó a llover otra vez. Oyó el canto desde la calle. Aoz Roon y sus amigos estaban en la habitación inferior, en la torre de la corporación de herreros. Tenían los rostros rubicundos a causa de la comida y el bitel. El plato principal era ganso aderezado con raige y escantion, dispuesto en una gran fuente de madera: el aroma hizo agua la boca de la mal alimentada Vry. Entre los presentes se encontraban los tres nuevos lugartenientes y sus mujeres, el nuevo maestro del consejo, Raynil Layan, Dol y Oyre. Sólo ellas dos parecieron alegrarse de verla. Como Vry sabía —Rol Sakil lo había anunciado con orgullo— Dol llevaba en sus entrañas un hijo de Aoz Roon.
    Ya había velas en la mesa; los perros pululaban en la sombra. El olor del ganso asado se mezclaba con el de los orines de perro.
    Aunque los hombres estaban rojos y brillantes, y a pesar de los conductos del agua caliente, hacía frío en la habitación. La lluvia entraba en ráfagas y corría en arroyuelos entre los adoquines. Era una habitación pequeña y oscura, y las telarañas festoneaban los rincones. Vry lo miró todo mientras daba nerviosamente la noticia a Aoz Roon.
    En una época había conocido cada marca de hacha de las vigas. Su madre había sido esclava de los herreros, y ella había vivido en ese cuarto, en un rincón, contemplando la degradación de su madre noche tras noche. Aunque parecía completamente ebrio un momento antes, Aoz Roon reaccionó en seguida. Cuajo empezó a ladrar furiosamente, y Dol le impuso silencio con una patada. Los demás asistentes se miraron unos a otros con aire bastante estúpido, nada dispuestos a digerir las noticias de Vry.
    Aoz Roon caminó alrededor de la mesa, golpeando los hombros mientras daba una orden a cada uno.
    —Tanth Ein, da la alerta y prepara a los cazadores. Por el eddre de Dios, ¿por qué no tenemos la guardia que corresponde? Pon centinelas en todas las torres y vuelve a informar cuando esté hecho. Faralin Ferd, busca a todas las mujeres y los niños. Enciérralos en la casa de las mujeres. Dol y Oyre, os quedáis aquí, y las otras mujeres también. Eline Tal, tú que tienes la voz más poderosa, sube al terrado de la torre para transmitir los mensajes... Raynil Layan, quedas a cargo de todos los hombres de las corporaciones. Hazlos formar en seguida. Vamos.
    Después de esta rápida descarga de órdenes, gritó que se movieran, sin dejar de caminar con furia. Luego se volvió a Vry: —Está bien, mujer. Quiero apreciar por mí mismo la situación. Tu torre es la que está más al norte. Miraré desde allí. A moverse, todo el mundo, y esperemos que sea una falsa alarma.
    Fue rápidamente hacia la puerta; el gran mastín saltó adelante. Con una última mirada a los gansos asados, Vry lo siguió. Los gritos resonaban entre los viejos y roídos edificios. La lluvia disminuía. Las flores amarillas de las calles alzaban las cabezas, derechas otra vez.
    Oyre corrió tras Aoz Roon y lo alcanzó, sonriendo a pesar de que él la rechazó con un gruñido. Saltó junto a él, con algo parecido a la diversión, en su abrigo de mielas a franjas de color azul oscuro y celeste.
    —Pocas veces te veo desprevenido, padre.
    El le echó una mirada negra. «En estos últimos tiempos ha envejecido», pensó Vry.
    En la torre de Vry, Aoz Roon le indicó que se quedara donde estaba y subió a la carrera. Mientras ascendía los destartalados escalones, Shay Tal emergió en el rellano. Aoz Roon la saludó apenas con un movimiento de cabeza y siguió adelante. Ella lo siguió hasta el terrado, notando el olor de él.
    Aoz Roon se detuvo en el parapeto y examinó el paisaje que se oscurecía. Puso las manos a los lados de los ojos, con los codos separados y las piernas abiertas. Freyr estaba muy bajo; la luz se derramaba a través de las hendeduras de las nubes, al oeste. El ave vaquera continuaba girando, no muy lejos. Debajo de las alas, entre los arbustos, no se veía ningún movimiento.
    Detrás de las espaldas de Aoz Roon, Shay Tal dijo:
    —Sólo hay un ave.
    Él no respondió.
    —Quizá no haya phagors.
    Sin volverse, en la misma postura, él dijo: —Cómo ha cambiado todo desde que éramos niños.
    —Sí. A veces echo de menos la blancura.
    Cuando se dio vuelta, Aoz Roon tenía una expresión de amargura, y pareció que se la quitaba con esfuerzo.
    —Pues bien, es evidente que no hay mucho peligro. Ven a ver, si quieres.
    Bajó sin vacilar, como arrepentido de haberla invitado. Cuajo estaba junto a él como siempre. Ella lo siguió hasta donde esperaban los demás.
    Apareció Laintal Ay, lanza en mano, atraído por los gritos.
    Laintal Ay y Aoz Roon se miraron fijamente, sin hablar. Luego Aoz Roon alzó la espada y todos avanzaron por el sendero hacia el ave vaquera.
    Torcieron en un recodo donde crecían jóvenes ciruelos, de troncos no más gruesos que el brazo de un hombre. Había allí una torre en ruinas, reducida a dos plantas y sumergida entre la vegetación. Al lado, junto a las piedras roídas, en un túnel de oscuridad verde, había un phagor montado en un kaidaw.
    El ave vaquera, sobre las ramas, graznó una llamada de advertencia. Los seres humanos se detuvieron, las mujeres se agruparon en un movimiento instintivo. Cuajo se agachó, mostrando los dientes.
    Con las manos córneas apoyadas y juntas en el pomo de la silla, el phagor estaba sentado en el alto kaidaw. Unas lanzas le colgaban a la espalda. Sacudió una oreja y abrió más los ojos rojizos. Aparte de esto, no hizo ningún movimiento.
    La lluvia le había empapado la piel, que colgaba como una informe masa gris. Una gota de agua titilaba en el extremo de un cuerno curvado hacia adelante. También el kaidaw estaba inmóvil, estirando la cabeza de cuernos enroscados, primero hacia abajo, luego hacia arriba. Se le veían las costillas, y estaba cubierto de fango y de heridas con coágulos de sangre amarillenta.
    Inesperadamente, Shay Tal quebró ese cuadro irreal. Se adelantó a Aoz Roon y a Laintal Ay, sola por el sendero. Alzó la mano derecha con un ademán imperioso. El phagor no dio ninguna respuesta; ciertamente no se convirtió en hielo.
    —Vuelve, señora —le dijo Vry, sabiendo que la magia no operaría.
    Como hechizada, Shay Tal avanzó, los ojos clavados en la hostil figura del jinete y su montura. El crepúsculo se hacía más profundo, y la luz se desvanecía, lo que daba ventaja al adversario, capaz de ver en la oscuridad.
    Paso tras paso, Shay Tal miraba al phagor buscando algún movimiento. La quietud de la criatura era sobrenatural. Al acercarse vio que era una hembra. Bajo el pelaje mojado se le veían las grandes ubres pardas.
    —¡Vuelve, Shay Tal! —Aoz Roon corrió al mismo tiempo que hablaba, pasando junto a ella.
    Finalmente, la millota se movió. Alzó un arma de hoja curva y espoleó al kaidaw.
    El kaidaw se animó con extraordinaria rapidez. En un momento estaba inmóvil; en e! siguiente cargaba con los cuernos bajos contra los humanos, en el estrecho sendero. Chillando, las mujeres se zambulleron en la húmeda espesura. Cuajo, sin necesidad de una orden, se metió debajo de la prognata mandíbula del kaidaw y le clavó los dientes en el jarrete.
    Desnudando encías e incisivos, la gillota se inclinó y atacó a Aoz Roon. Éste se echó atrás y sintió que la media luna le pasaba por delante de la nariz. Algo más lejos, Laintal Ay afirmó el asta de la lanza en el suelo, se arrodilló, y apuntó el arma contra el pecho del kaidaw. Se agachó esperando la carga.
    Pero Aoz Roon tendió la mano hacia la cincha de cuero y la alcanzó cuando el animal pasaba como un trueno. Antes de que el phagor pudiera descargarle un segundo golpe, aprovechó el impulso del kaidaw y montó sobre el lomo detrás del jinete.
    Por un momento parecía que caería del otro lado. Pero enganchó el brazo en el cuello de la gillota y se mantuvo firme, con la cabeza apartada de los agudos cuernos.
    La gillota volvió la cabeza. Tenía un cráneo duro como una piedra. Un golpe habría dejado al hombre sin sentido, pero él lo esquivó y le apretó más el cuello.
    El kaidaw se detuvo tan bruscamente como se había puesto en marcha, evitando por centímetros la lanza de Laintal Ay. Hostigado por Cuajo, dio media vuelta tratando furiosamente de atravesar al gran perro con los cuernos. Mientras se inclinaba, Aoz Roon alzó la espada con toda sus fuerzas y la hundió entre las costillas de la gillota, en los intestinos.
    La bestia se irguió en los estribos y lanzó un grito áspero, penetrante. Alzó los brazos, y la espada curva voló hacia las ramas próximas. Aterrorizado, el kaidaw se levantó sobre las patas traseras. La hembra phagor cayó, junto con Aoz Roon, quien se hizo a un lado durante la caída. El hombro izquierdo de la gillota golpeó fuertemente el suelo, y ella llevó la peor parte.
    El ave vaquera descendió graznando, en círculo, para defender a la guillota. Se lanzó contra el rostro de Aoz Roon. Cuajo saltó y le mordió una pata. Ella lo golpeó con el pico curvo mientras le asestaba unos furiosos aletazos a la cabeza, pero Cuajo apretó más, la arrastró al suelo, y cambiando rápidamente de posición, le mordió la garganta. En un instante, el gran pájaro blanco estaba muerto con las plumas rectoras desplegadas e inmóviles en el fangoso sendero.
    También la gillota estaba muerta. Aoz Roon se puso de pie, jadeando.
    —Por la roca, estoy demasiado grueso para este tipo de actividad —susurró. Shay Tal, apartada, lloraba. Vry y Oyre inspeccionaban el animal muerto, mirando la boca abierta de donde rezumaba un icor amarillo.
    Oyeron a Tanth Ein, que gritaba a lo lejos, y otros gritos de respuesta más cercanos. Aoz Roon pateó el cuerpo de la gillota de modo que quedó de espaldas, mientras una lecha densa le brotaba de la boca. El rostro estaba muy arrugado, y la piel gris, estirada sobre los huesos. Estaba mudando de piel, y en el pelaje se le veían zonas desnudas.
    —Quizá tenía alguna enfermedad —dijo Oyre—. Por eso estaba tan débil. Vámonos, Laintal Ay. Los esclavos enterrarán el cuerpo.
    Pero Laintal Ay, de rodillas, desenrollaba una cuerda que rodeaba la cintura del cadáver. Alzó la vista y dijo, ceñudo: —Querías que llevara a cabo una verdadera hazaña. Tal vez pueda.
    La cuerda era fina y sedosa, más fina que ninguna cuerda de fibras de pinzasaco de las que se hacían en Oldorando. Laintal Ay se la enrolló alrededor del brazo.
    Cuajo mantenía a raya al kaidaw. El animal, cuyos hombros superaban la altura de un hombre medio, temblaba con la cabeza en alto, moviendo los ojos en todas direcciones, sin intentar huir. Laintal Ay hizo un nudo corredizo y enlazó el cuello del kaidaw. Apretó y se acercó paso a paso, hasta que pudo acariciarle el flanco. Aoz Roon había recobrado la compostura. Limpió la espada y la envainó. Tanth Ein se acercaba.
    —Mantendremos la guardia, pero era un animal solitario, un renegado moribundo. Tenemos motivos para continuar la fiesta, Tanth Ein. Mientras los dos hombres se palmeaban las espaldas, Aoz Roon miró alrededor. Ignorando a Laintal Ay, clavó los ojos en Shay Tal y Vry.
    —No hay enemistad entre nosotros, aunque imaginéis lo contrario —les dijo—. Habéis obrado bien al dar la alarma. Venid con Oyre y conmigo a nuestra fiesta; mis lugartenientes os darán la bienvenida.
    Shay Tal meneó la cabeza.
    —Vry y yo tenemos otras cosas que hacer.
    Pero Vry recordaba los gansos asados. Todavía podía evocar el aroma. Incluso valdría la pena soportar esa habitación y saborear aquella odiada carne soberbia. Miró atormentada a Shay Tal, pero el estómago la venció.
    —Yo iré —dijo a Aoz Roon, enrojeciendo.
    Laintal Ay tenía la mano apoyada en el flanco tembloroso del kaidaw. Oyre estaba junto a él. Se volvió hacia su padre y dijo fríamente: —Yo no. Prefiero quedarme con Laintal Ay.
    —Haz lo que quieras... como siempre—respondió él, y echó a andar bajo las ramas que goteaban junto con Tanth Ein, dejando que la humillada Vry los siguiera como pudiese.
    El kaidaw movía de arriba abajo la gran cabeza sujeta, mirando de lado a Laintal Ay.
    —Te amansaré —dijo él—. Oyre y yo montaremos en ti, y cabalgaremos por llanuras y montañas.
    Se abrieron paso a través de la multitud que aumentaba y se apretujaba para ver el cuerpo del enemigo vencido. Juntos retornaron a Embruddock; las torres se erguían como muelas rotas contra los últimos rayos de Freyr. Iban tomados de la mano, todas las diferencias olvidadas en ese momento decisivo, tirando del animal tembloroso.




    X

    LA PROEZA DE LAINTAL AY




    La pradera estaba cubierta de flores advenedizas hasta donde se alcanzaba a ver y más lejos, más allá de donde podía llegar un hombre caminando. Blancas, amarillas, anaranjadas, azules, verdes, rosadas; un vendaval de pétalos soplaba a lo largo de millas no registradas en ningún mapa, rompía contra los muros de Oldorando e incorporaba la aldea a sus ráfagas de color.
    La lluvia había traído las flores, marchándose luego. Las flores se habían quedado, extendiéndose hasta el horizonte, estremecidas en cálidas franjas, como si la distancia misma estuviese manchada de primavera.
    Una parte de este panorama había sido cercada.
    Laintal Ay y Dathka habían terminado de trabajar. Inspeccionaban, con sus amigos, lo que habían hecho.
    Con árboles jóvenes y arbustos espinosos habían construido una cerca. Habían cortado troncos hasta que la savia les corrió por las espaldas y los brazos. Los árboles habían sido despojados de ramas y asegurados vertical-mente. Completaban la cerca haces de ramas y espinos completos. El resultado era casi impenetrable, y alto como un hombre. Encerraba un espacio de casi una hectárea.
    En el centro de ese flamante recinto estaba el kaidaw, desafiando todo intento de montar en él.
    La dueña del kaidaw, la gillota, había quedado donde había caído, pudriéndose abandonada como era la costumbre. Sólo tres días después se ordenó a Myk y otros dos esclavos que enterraran el cuerpo, que había empezado a apestar.
    Unas flores colgaban como baba de los labios del kaidaw. Había arrancado un bocado de flores rosadas. En cautividad, no parecían gustarle, porque estaba con la cabeza erguida, mirando por encima de la estacada, olvidado de masticar. De vez en cuando se desplazaba unos metros sobre las largas patas, y retornaba al punto de partida, con los ojos blancos y brillantes.
    Cuando uno de los cuernos se le enredaba entre los espinos, se liberaba con una impaciente sacudida de la cabeza. Era bastante fuerte como para atravesar la cerca y galopar hacia la libertad, pero le faltaban las ganas. Se limitaba a mirar hacia la libertad, suspirando con los ollares distendidos.
    —Si los phagors pueden montar, también podemos nosotros —dijo Laintal Ay—. Yo he montado en un pinzasaco. —Trajo un cubo de bitel y lo puso junto al animal. El kaidaw lo olió y retrocedió, alzando vivamente la cabeza.
    —Me voy a dormir —dijo Dathka. Fueron sus únicas palabras en muchas horas. Atravesó reptando la cerca, se estiró en el suelo, alzó las rodillas, unió las manos debajo de la cabeza y cerró los ojos. Los insectos zumbaban alrededor. Lejos de amansar al kaidaw, Laintal Ay y él sólo habían conseguido rasguños y magulladuras.
    Laintal Ay se secó la frente y se acercó otra vez a la bestia cautiva.
    El kaidaw bajó la larga cabeza para mirarlo. Resoplaba suavemente. Observando los cuernos que le apuntaban, Laintal Ay emitió unos ruidos amistosos, listo para saltar. La gran bestia sacudió las orejas contra la base de los cuernos y se apartó.
    Laintal Ay contuvo el aliento y volvió a adelantarse. Desde que había hecho el amor con Oyre junto a la laguna, la belleza de la muchacha le cantaba en el eddre. La promesa de nuevos momentos de amor colgaba como una rama fuera de alcance. Tenía que probarse a sí mismo con esa imaginaria proeza que ella reclamaba. Despertaba todas las mañanas envuelto en sueños carnales, como entre flores de dogotordo. Si podía montar y domar el kaidaw ella sería suya.
    Pero el kaidaw continuaba resistiendo todos los avances humanos. Esperó mientras él se aproximaba, con los músculos en tensión. En el último instante se alejó de la mano extendida y se irguió sobre las patas traseras, mostrándole los cuernos por encima del hombro.
    Laintal Ay había dormido dentro del cercado la noche anterior, o mejor dicho dormitado, temiendo que lo pisotearan los cascos del kaidaw. Pero ni siquiera así la bestia aceptaba que le diera comida o bebida, y esquivaba todos los intentos de acercamiento. Esto se había repetido cien veces.
    Finalmente, Laintal Ay cedió. Dejó allí durmiendo a Dathka y regresó a Oldorando para intentar un nuevo método.
    Tres horas más tarde, cuando sonaba el Silbador de Horas, un phagor extrañamente deforme se aproximó al cercado. Atravesó la estacada con movimientos torpes, de modo que algunos jirones de la húmeda piel amarilla quedaron aprisionados entre los espinos, como pájaros muertos.
    Arrastrando los pies, la criatura se acercó al kaidaw.
    Hacía calor dentro de la piel, que era fétida. Laintal Ay llevaba un trapo atado alrededor de la cara y una ramita de raige delante de la nariz. Había hecho que dos esclavos de Borlíen desenterraran el cadáver de tres días y lo desollaran. Raynil Layan había remojado la piel en agua salada para quitarle el olor, al menos en parte. Oyre lo acompañó hasta el cercado y se quedó con Dathka, aguardando a ver qué ocurría.
    El kaidaw bajó la cabeza y resopló interrogativamente. Llevaba aún sujeta al tronco la silla de la dueña, completa, con los ornados estribos. Apenas Laintal Ay llegó al confudido kaidaw, puso el pie en el estribo próximo y trepó a la silla. Finalmente logró montar, delante de la giba única de la bestia.
    Los phagors montaban sin bridas, agazapados sobre el cuello de los kaidaws aferrados a las duras crines rizadas que tenían a lo largo de la protuberancia del pescuezo. Laintal Ay se tomó firmemente de la crin, esperando el próximo movimiento. Con el rabillo del ojo podía ver a otros aldeanos que cruzaban el puente sobre el Voral para reunirse con Oyre y Dathka y ver qué ocurría.
    El kaidaw permaneció quieto, cabizbajo, como si estuviera pesando aquella nueva carga. Luego, lentamente, inició un movimiento absurdo: arqueó el cuello hasta invertir la posición de la cabeza y los ojos alzados pudieron contemplar al jinete. La mirada del kaidaw se encontró con la de Laintal Ay.
    El animal no abandonó su extraordinaria posición, pero empezó a temblar.
    Ese temblor era una intensa vibración, que parecía nacer en el corazón y extenderse hacia la periferia, como un terremoto en un planeta pequeño. Los ojos del kaidaw miraban fijamente al jinete que llevaba sobre el lomo, como clavados en él. También Laintal Ay permaneció inmóvil, vibrando con el kaidaw. Miraba la cara contraída del animal, donde —como recordó más tarde— se leía una expresión de intenso dolor.
    Cuando por fin se movió, el kaidaw saltó hacia arriba como si hubiesen soltado un resorte. En un movimiento continuo, se enderezó y saltó a gran altura, arqueando el espinazo como un gato y recogiendo las patas torpes debajo del vientre. Era el legendario salto del kaidaw, en una experiencia de primera mano. Pasó limpiamente por encima de la cerca. Ni siquiera rozó las ramitas de espino de la parte superior.
    Mientras caía, metió el cráneo entre las patas delanteras y echó los cuernos hacia arriba, de modo que golpeó el suelo con el cuello. Uno de los cuernos se le clavó inmediatamente en el corazón. Cayó pesadamente de lado, y lanzó dos coces. Laintal Ay se desprendió a tiempo y rodó sobre los tréboles. Se arrancó del cuerpo la maloliente piel del phagor. La volteó por encima de la cabeza y la arrojó a lo lejos. La piel cayó en la rama de un arbusto y allí quedó columpiándose. Laintal Ay, frustrado, lanzó una maldición, sintiendo un terrible calor dentro de la cabeza. Nunca se había demostrado más claramente la enemistad entre hombre y phagor que en la autodestrucción del kaidaw.
    Dio un paso hacia Oyre, que corría hacia él. Vio más atrás a la gente de Oldorando, y franjas de color. Los colores ascendieron, se echaron a volar, se convirtieron en el cielo. Él flotaba hacia ellos.
    La fiebre duró seis días. El cuerpo de Laintal Ay estaba cubierto de una erupción. La anciana Rol Sakil le aplicó grasa de ganso, Oyre estaba a su lado. Aoz Roon acudió y lo miró sin decir una palabra. Con él vino Dol, ahora en avanzado estado de gravidez. Aoz Roon no permitió que se quedase. Luego se marchó acariciándose la barba, como si recordara algo.
    El séptimo día, Laintal Ay volvió a ponerse sus mielas y regresó a la llanura, con nuevos planes.
    La cerca que habían construido parecía más natural, salpicada de brotes verdes. Más allá, los mielas pastaban en el campo colorido.
    —No me dejaré vencer —dijo Laintal Ay a Dathka—. Si no podemos montar en kaidaws, montaremos en mielas. No son adversarios como los kaidaws; tienen la sangre tan roja como la nuestra. Veamos si podemos capturar uno entre los dos.
    Ambos usaban pieles de miela. Eligieron un animal a rayas blancas y castañas y se acercaron andando sobre manos y rodillas. Estaba descansando. En el último momento, se levantó y se alejó disgustado.
    Luego intentaron acercarse desde diferentes direcciones, mientras los demás miraban el juego. En una ocasión, Dathka alcanzó a rozar el pelaje del animal. El miela mostró los dientes y huyó. Trajeron la cuerda de la gillota e intentaron enlazar un miela. Corrieron durante varias horas.
    Luego treparon a los árboles nuevos, esperando en las ramas con el lazo preparado. Los mielas se acercaban deportivamente, relinchando y empujándose unos a otros, pero ninguno se aventuró a pasar justamente por debajo.
    Al ocaso, ambos hombres estaban exhaustos y malhumorados. Varios buitres con aspecto de estudiosos, cuyo hábito clerical contrastaba con la carne dorada que devoraban, limpiaban el cuerpo del kaidaw. Llegaron entonces los lenguas de sable, que expulsaron a las aves y lucharon entre ellos por el festín. Pronto oscurecería.
    Los dos se retiraron a la relativa seguridad de la cerca, comieron unos bollos de pan y huevos de ganso con sal y durmieron.
    Dathka fue el primero en despertar por la mañana. Boquiabierto, se apoyó sobre un codo, sin casi poder creer en lo que veía.
    Con la fría luz del alba, los colores apenas habían regresado al mundo. Capas de niebla gris ocultaban completamente la aldea. El mundo estaba sumido en la espesa neblina de color gris verdoso que caracterizaba la salida de Batalix. Incluso los cuatro mielas que pastaban alegremente en el cercado parecían esculturas de peltre.
    Despertó a Laintal Ay con la punta de una bota. Juntos, se arrastraron sobre la hierba verde y atravesaron la barrera de espinos. Una vez del otro lado, se pusieron de pie en silencio, sonriendo, apretándose mutuamente los hombros para evitar la risa.
    Sin duda los mielas habían escapado de los lenguas de sable. Ahora tenían un problema todavía más serio.
    Armados de cuchillos, los hombres cortaron brazadas de espino, sin prestar atención a las púas que les desgarraban la piel. Aquellos fuertes arbustos habían crecido aun entre las nieves, con los renuevos protegidos dentro de conos puntiagudos. Ahora desplegaban hojas de color verde cobrizo que revelaban la curva plateada de unas temibles espinas. Los mielas habían abierto una brecha en la enramada para entrar. No fue difícil entrelazar las ramas y reparar el hueco. Pronto tuvieron encerrados a los cuatro animales.
    Casi enseguida se pusieron a discutir. Dathka decía que lo mejor era dejar a los animales sin agua hasta que se debilitaran y sometieran. Laintal Ay pensaba que convenía darles cubos de agua y mucha comida. Este método, más positivo, terminó por imponerse.
    Pero faltaba todavía mucho para que las bestias pudieran ser montadas. Durante diez días ambos trabajaron concertadamente, durmiendo en el cercado todas las noches, cada vez más cortas. La captura causó sensación: todos los habitantes de Oldorando atravesaron el puente sobre el Voral para no perderse el espectáculo. Aoz Roon y sus lugartenientes iban todos los días. También Oyre, que perdió interés al ver que los mielas rechazaban briosamente a los aspirantes a jinetes. Vry acudía con frecuencia, a veces en compañía de Amin Lim, que traía a su niño recién nacido en brazos.
    Los jóvenes cazadores sólo vencieron la batalla de la domesticación cuando tuvieron la idea de dividir el recinto en cuatro partes, con nuevas cercas. Separados entre sí, los animales se mostraron abatidos; con las cabezas gachas, se negaban a comer.
    Laintal Ay los alimentaba con pan de centeno. A esta dieta añadió ratel. En la torre Prast se había ido acumulando un gran depósito de ratel. Incluso los hombres preferían ahora el bitel, más dulce, o el vino de centeno, y la bebida tradicional de Embruddock ya no estaba de moda. Como resultado, las mujeres encargadas de los brassimipos se fueron a trabajar en los nuevos campos. Había ratel de sobra para cuatro mielas.
    Una pequeña cantidad mezclada con el pan fue suficiente para que los animales cautivos brincaran alegremente, se revolcaran, y se mostraran luego fatigados con los párpados caídos. Durante esta fase, de los párpados caídos, Laintal Ay deslizó una correa alrededor del pescuezo del mielas al que había bautizado Oro. Montó. Oro retrocedió e intentó arrojarlo por encima de las orejas. Laintal Ay se mantuvo firme aproximadamente un minuto. La segunda vez quedó montado más tiempo. La victoria era suya.
    Pronto Dathka estuvo a horcajadas sobre Furia.
    —Por el eddre de Dios, esto es mucho mejor que montar un pinzasaco ardiendo —gritó Laintal Ay, mientras salían cabalgando del cercado—. Podemos cabalgar a cualquier parte: ¡a Pannoval, al fin de las tierras, a la costa del mar!
    Por fin desmontaron y se aporrearon cariñosamente, riendo, jubilosos por el éxito.
    —Espera a que Oyre me vea entrar así en Oldorando. Ya no se resistirá.
    —Es sorprendente lo que se resisten las mujeres —dijo Dathka
    Cuando se sintieron más seguros, cabalgaron juntos a través del puente, hasta la aldea. Los habitantes salieron a aplaudir, como si presintiesen el gran cambio social que se aproximaba. Desde ese día en adelante, nada sería lo mismo.
    Apareció Aoz Roon, con Eline Tal y Faralin Ferd, y pidió uno de los otros dos mielas, que había recibido el nombre de Gris. Los lugartenientes empezaron a pelear por el animal que quedaba.
    —Lo siento, amigos; el último es para Oyre —dijo Laintal Ay.
    —Oyre no montará un miela —dijo Aoz Roon—. Olvida esa idea, Laintal Ay. Los mielas son para los hombres... Las perspectivas son inconmensurables. Montados en mielas seremos iguales a los phagors, los caldéanos, los pannovalianos, o cualquier otra raza.
    Montó en Gris, mirando el suelo. Imaginó un tiempo en que no conduciría sólo unos pocos cazadores, sino un ejército: cien, o incluso doscientos hombres montados, aterrorizando al enemigo. Cada conquista traería más riqueza y seguridad a Oldorando. Las banderas oldorandinas flamearían sobre llanuras ignotas. Miró a Laintal Ay y Dathka, de pie en mitad de la calle, con las bridas en las manos. El rostro oscuro se le arrugó en una sonrisa.
    —Habéis trabajado bien. Que el ayer se pierda entre las nieves de ayer. Como señor de Embruddock, os nombro a ambos Señores de las Praderas del Oeste.
    Se inclinó para apretar la mano de Laintal Ay.
    —Acepta este nuevo título. Tú y tu silencioso amigo quedaréis, desde ahora en adelante, a cargo de todos los mielas. Son vuestros, por deseo mío. Haré que os ayuden. Tendréis obligaciones y privilegios. Soy un hombre justo, lo sabéis. Quiero que todos los cazadores puedan montar un miela lo antes posible.
    —Quiero que tu hija sea mi mujer, Aoz Roon.
    Aoz Roon se rascó la barba.
    —Tú ocúpate de los mielas. Yo me ocuparé de Oyre.
    Los ojos velados parecían sugerir que no pensaba alentar la unión; si tenía un rival, no eran los tres adictos lugartenientes sino el joven Laintal Ay. Unirlo con Oyre significaba reforzar esa posible amenaza. Sin embargo, era demasiado astuto para insinuar a su voluntariosa hija que no se interesara en Laintal Ay. Quería un Laintal Ay satisfecho, y un torrente de guerreros montados.
    Aunque las visiones de Aoz Roon eran de una grandiosidad imposible, llegaría una época en que otros llevarían a cabo con creces esos sueños. Esa época empezaría en el momento en que Dathka y Laintal Ay montaran a horcajadas en el lanudo lomo de las yeguas mielas.
    Movido por el ensueño, Aoz Roon salió del estado de indolencia al que lo había arrastrado la temperatura más cálida, y volvió a ser un hombre de acción. Había conseguido que construyeran un puente; ahora se trataba de construir establos, corrales y un taller para hacer sillas y bridas. La silla de la gillota muerta, con estribos ajustables, fue el modelo de todas las sillas de Oldorando.
    Los mielas domados se usaron como señuelo, como se hacía con los ciervos cautivos, y se capturaron más animales. Algunos cazadores protestaron, pero todos tuvieron que aprender a montar; pronto, cada uno tuvo un miela. La era de la cacería a pie había terminado.
    El forraje fue un problema muy importante. Las mujeres plantaron más campos de trigo. Hasta las ancianas fueron enviadas a ayudar en lo que pudiesen. Se levantaron cercas en los campos para evitar que penetraran los mielas y otros depredadores. Se enviaron expediciones en busca de nuevos árboles de brassimipo, apenas se descubrió que los mielas comían brassimipo molido, sacado de la misma planta que había albergado a los vidriados en días más negros.
    Para todos estos cambios se necesitaba energía. La principal innovación fue la construcción de un molino; un miela, describiendo constantemente un círculo, podía moler todo el grano necesario, y las mujeres fueron liberadas de una tarea matutina inmemorial.
    Pocas semanas más tarde, y quizá unos pocos días más tarde, la revolución del miela estaba en marcha. Oldorando era ya una ciudad diferente.
    La población se duplicó; por cada ser humano había un miela. En la planta baja de cada torre se guardaban los mielas, junto a las cabras y a los cerdos. En todas las calles había mielas atados mordisqueando la hierba. Los llevaban a abrevar a las costas del Voral, y allí se compraban y vendían. Más allá de las puertas se establecieron primitivos circos y rodeos, donde los mielas tenían el papel estelar. Los mielas estaban en todas partes: en las torres, en las conversaciones, en los sueños.
    Mientras nacían oficios auxiliares para abastecer la nueva obsesión, Aoz Roon se adelantaba a convertir las cuadrillas de caza en caballería ligera. La instrucción era permanente. Los viejos objetivos fueron olvidados. La carne disminuyó, y las promesas de más carne aumentaron. Para contrarrestar las quejas, Aoz Roon planeó una primera incursión armada.
    Eligió, con sus lugartenientes, una pequeña ciudad al sudeste: Vanlian, dentro de la provincia de Borlien. Vanlian estaba situada junto al Voral, que se ensanchaba allí
    al penetrar en un valle. Estaba protegida en el este por unos altos riscos de roca blanda que parecían un panal de cavernas. Los lugareños habían levantado allí una presa, de modo que el río se abría en una serie de pequeños lagos en los que criaban peces, el alimento principal en la dieta de Vanlian. A veces, los mercaderes llevaban pescado seco a Oldorando. Vanlian, con más de doscientos habitantes, era más populosa que Oldorando, pero no tenía defensas comparables a las torres de piedra. Un ataque por sorpresa podía destruirla.
    La caballería de Aoz Roon contaba treinta y un jinetes. Atacaron al alba de Batalix, cuando los habitantes de Vanlian habían salido de las cavernas a pescar. Aunque alrededor de la ciudad había muchas zanjas, respaldadas por empinados taludes, los mielas treparon con facilidad por encima de los obstáculos y cayeron sobre las víctimas inermes, mientras los jinetes daban gritos salvajes y repartían mandobles.
    Dos horas más tarde, Vanlian había sido destruida. Los hombres muertos, las mujeres violadas. Se incendiaron chozas y cavernas y se destruyeron las presas que regulaban los lagos artificiales. Se celebró un festín entre las ruinas, en el que se consumió gran parte de la cerveza local. Aoz Roon elogió a sus hombres y a sus monturas. Ningún jinete había muerto, aunque un miela había recibido la herida mortal de una espada vanliana.
    Se consiguió esa victoria a pesar de la gran diferencia numérica porque la población local se espantó al ver a aquellos hombres vestidos de colores brillantes montados en brillantes corceles. Se quedaron quietos, boquiabiertos, esperando el golpe fatal. Se perdonó a los jóvenes y niños de ambos sexos. Estos fueron obligados a reunir el ganado y a iniciar la marcha hacia Oldorando llevando al frente cerdos y cabras. Bajo la mirada de seis jinetes elegidos como guardias, tardaron todo un día en hacer un viaje que Aoz Roon y sus lugartenientes habían hecho en una hora.
    Vanlian se consideró una gran victoria. Hacían falta más conquistas. Aoz Roon se puso más exigente, y la población aprendió que las conquistas requerían sacrificios. El señor de Embruddock habló de todo esto a sus súbditos cuando él y la caballería retornaron triunfantes de otra incursión.
    —Nunca volveremos a pasar necesidad—anunció. Estaba con las piernas separadas y los brazos en jarras. Junto a él, un esclavo sostenía las riendas de Gris—. Oldorando será una gran ciudad, como dicen las leyendas que fue Embruddock en los viejos tiempos. Ahora somos como los phagors. Todo el mundo nos temerá y seremos ricos. Ocuparemos más tierras y tendremos más esclavos para atenderlas. Pronto atacaremos a la misma Borlien. Necesitamos más población, no somos bastantes. Vosotras, las mujeres, tendréis más niños. Pronto los niños nacerán en la silla, a medida que nuestra expansión se extienda.
    Señaló al triste grupo de prisioneros, cuidados por Goija Hin, Myk y otros.
    —Esta gente trabajará para nosotros, así como los mielas trabajan para nosotros. Pero por un tiempo tendremos que trabajar el doble, y comer menos, para que esas cosas sean posibles. No quiero oír quejas. Sólo los héroes merecen la grandeza que pronto conquistaremos.
    Dathka se rascó el muslo y miró a Laintal Ay con una ceja alta y la otra baja.
    —Mira lo que hemos iniciado.
    Pero Laintal Ay se dejaba arrastrar por el entusiasmo. Aunque en verdad no simpatizaba con Aoz Roon, a veces le daba la razón. Ciertamente, no había júbilo comparable al de cabalgar en un miela, confundirse con la vivaz criatura, sentir el viento en las mejillas y el suelo resonando abajo. No había nada tan maravilloso... con una sola excepción.
    Hizo que Oyre se acercase a él mientras le decía: —Ya has oído lo que dijo tu padre. He hecho una cosa importante, una de las cosas más importantes de la historia. He domado a los mielas. Es lo que querías, ¿verdad? Ahora tienes que ser mi mujer.
    Pero ella lo apartó.
    —Hueles a miela, como mi padre. Desde tu enfermedad no has hablado de otra cosa que de esas estúpidas criaturas, que sólo tienen de bueno las pieles. Mi padre habla sólo de Gris, tú de Oro. Haz algo que haga la vida mejor, y no peor. Si fuera tu mujer jamás te vería, porque estás lejos de día y de noche. Los hombres habéis enloquecido con los mielas.
    En general, las mujeres compartían los sentimientos de Oyre. Comprobaban diariamente los malos efectos de la manía del miela, y no sacaban de ella ningún provecho. Obligadas a trabajar en los campos, no podían disfrutar de la academia en las tardes soñolientas.
    Sólo Shay Tal se interesaba por los animales. Los rebaños salvajes ya no eran tan abundantes como habían sido. Al fin, alarmados, se desplazaban a nuevas tierras de pastoreo hacia el sur y el oeste para evitar la cautividad y la matanza. Fue a Shay Tal a quien se le ocurrió aparear un potro y una yegua. Hizo construir un establo cerca de la pirámide del Rey Denniss, y pronto nacieron potrillos. Y el resultado fue una progenie de mielas domesticados, fáciles de adiestrar para cualquier tarea necesaria.
    Shay Tal bautizó Lealtad a una de las mejores yeguas. Trataba con gran cuidado a todos los potrillos y potrancas, pero dedicaba especial atención a Lealtad. Sabía que ahora sostenía por la brida el modo de abandonar Oldorando y de llegar a la lejana Sibornal.




    XI

    CUANDO SHAY TAL SE FUE




    Bajo el sol y la lluvia, Oldorando se expandió. Antes de que los industriosos habitantes comprendieran qué había ocurrido, ya habían cruzado el Voral, pasando por encima de los cenagosos afluentes del norte, y estirándose hasta los corrales de la pradera y los campos de brassimipo en las sierras bajas.
    Se construyeron más puentes. No heroicamente, como el primero. La corporación había reaprendido el arte de aserrar tablones; para los nuevos carpinteros —tanto libres como esclavos— los arcos, las junturas, los contrafuertes eran cosas fáciles.
    Más allá de los puentes, se sembraron campos cercados, se construyeron pocilgas para los cerdos y corrales para las aves. Fue necesario aumentar dramáticamente la producción de alimentos pues los mielas domesticados crecían en número; y para dar de comer a los esclavos hubo que sembrar otras tierras. Más allá de los campos, o entre ellos, se construyeron torres en el estilo tradicional de Embruddock, para alojar a los esclavos y guardias. De acuerdo con un plan de la academia, las torres tenían dos pisos en lugar de cinco, y estaban construidas con bloques de barro. Las lluvias, a veces violentas, destruían los muros. Los oldorandinos no se preocupaban demasiado, porque sólo los esclavos vivían allí. Pero los esclavos sí se preocuparon y demostraron que la paja de los cereales podía usarse para techar las torres; y que sise ponía un alero, los muros de barro quedaban protegidos e intactos, aun bajo chubascos devastadores.
    Más allá de los campos y de las nuevas torres, la caballería de Aoz Roon patrullaba los senderos. Oldorando no era sólo una ciudad sino también un campamento militar. Nadie entraba ni salía sin permiso, excepto en el barrio de los comerciantes —apodado el Pauk— que se había extendido en el sur.
    Por cada orgulloso guerrero montado en un miela, seis espaldas tenían que encorvarse en los campos. Pero las cosechas eran buenas. Después del largo descanso, el suelo producía con abundancia. En las épocas más frías habían utilizado la torre de Prast para guardar la sal y luego el ratel; ahora se depositaba allí el grano. En el exterior, donde habían apisonado el terreno, las mujeres y los esclavos aventaban una enorme montaña de grano. Los hombres lo recogían con palas de madera; las mujeres sacudían unas pieles atadas a marcos cuadrados, y apartaban la paja. Era un trabajo duro. La modestia se arrojaba por la borda. Las mujeres, por lo menos las jóvenes, se quitaban las bonitas chaquetas y trabajaban con los pechos desnudos.
    Unas tenues partículas de polvo se elevaban en el aire y se adherían a la piel húmeda de las mujeres, empolvándoles los rostros y vistiéndoles los cuerpos con una apariencia de pelaje. El polvo subía en una pirámide, dorada por el sol, sobre la escena, y luego se dispersaba y caía alrededor, amortiguando los pasos sobre los escalones y manchando el verde de las plantas.
    Llegaron, montados, Tanth Ein y Faralin Ferd, seguidos por Aoz Roon y Eline Tal. y los cazadores más jóvenes venían detrás. Regresaban de una cacería y traían varios venados.
    Durante un momento se contentaron con permanecer montados, mirando cómo trabajaban las mujeres. Entre ellas se encontraban las esposas de los tres lugartenientes; no prestaron atención a los burlones comentarios de los hombres. Aventaban el grano; los hombres se reclinaban con indulgencia sobre las sillas; la paja y el polvo ascendían a gran altura a la luz del sol.
    Apareció Dol, caminando lentamente, ya muy pesada; Myk, el viejo phagor, la acompañaba con los gansos; y también Shay Tal, que parecía aún más flaca comparada con la rotunda gravidez de Dol. Cuando vieron al señor de Embruddock y a sus hombres, las dos mujeres se detuvieron y se miraron.
    —No le digas nada —aconsejó Shay Tal.
    —Es el mejor momento —respondió Dol—. Espero que sea un varón.
    Se adelantó y se detuvo junto a Gris. Aoz Roon la miró en silencio.
    Ella le golpeó la rodilla.
    —En un tiempo —dijo Dol— había sacerdotes que bendecían la cosecha en nombre de Wutra. Los sacerdotes bendecían a los recién nacidos. Los sacerdotes se ocupaban de todos, hombres y mujeres, importantes y poco importantes. Los necesitamos. ¿No podrías capturar algunos?
    —¡Wutra! —exclamó Aoz Roon. Escupió en el polvo.
    —Eso no es una respuesta.
    Las cejas y pestañas negras de Aoz Roon estaban cubiertas de polvo dorado cuando miró pesadamente de Dol a Shay Tal, de rostro oscuro y angosto, tan inexpresivo como un callejón.
    —Ha estado hablando contigo, Dol, ¿no es verdad? ¿Qué sabes tú o qué te importa de Wutra? El gran Yuli lo expulsó, y nuestros antepasados expulsaron a los sacerdotes. Son sólo bocas ociosas. ¿Por qué nosotros somos fuertes mientras que Borlien es débil? Porque aquí no hay sacerdotes. Olvida ese disparate, no me molestes con eso.
    Dol dijo, frunciendo los labios: —Shay Tal dice que los coruscos están enojados porque no tenemos sacerdotes. ¿No es así, Shay Tal? —Miró pidiendo ayuda por encima del hombro a la mujer mayor, que no se movió.
    —Los coruscos están siempre enojados —respondió Aoz Roon, alejándose.—Se agitan ahí abajo como millones de pulgas —convino Eline Tal, y señaló la tierra, riendo. Era un hombre robusto, de mejillas rojas que le temblaban cuando reía. Había llegado a ser el amigo más íntimo de Aoz Roon, mientras que los otros lugartenientes desempeñaban papeles más bien subsidiarios.
    Shay Tal se adelantó un paso y dijo: —Aoz Roon, a pesar de nuestra prosperidad, los oldorandinos seguimos divididos. El gran Yuli no lo hubiera aprobado. Los sacerdotes podrían ayudarnos a que fuéramos una comunidad más unida.
    Él la miró y luego descendió lentamente del miela y se detuvo. Dol fue empujada a un lado.
    —Si te hago callar, también Dol callará. Nadie quiere que vuelvan los sacerdotes. Tú lo deseas porque te ayudarían en tu deseo de conocimiento. El conocimiento es un lujo. Crea bocas ociosas. Lo sabes, pero eres tan obstinada que no quieres dar tu brazo a torcer. Puedes ayunar hasta la muerte si lo deseas, pero el resto de Oldorando engorda. Tú misma puedes verlo. Engordamos sin los sacerdotes, sin tus conocimientos.
    El rostro de Shay Tal se arrugó.
    —No quiero discutir contigo, Aoz Roon —respondió en voz baja—. Estoy harta. Pero lo que dices no es cierto. En parte hemos prosperado gracias al conocimiento aplicado. Los puentes, las casas... son ideas que la academia ha aportado a la comunidad.
    —No me irrites, mujer.
    Mirando el suelo, ella continuó: —Yo sé que me odias. Y que por eso ha muerto el maestro Datnil.
    —Lo que odio es la división, la división constante —rugió Aoz Roon—. Sobrevivimos por el esfuerzo de todos, y siempre ha sido así.
    La frente de Shay Tal palideció mientras la sangre le subía a las mejillas.
    —Pero sólo podemos crecer a través del individuo.
    Él hizo un ademán violento.
    —Mira a tu alrededor, por Yuli. Recuerda cómo era este lugar cuando eras niña. Trata de comprender que lo hemos convertido en lo que es ahora por el esfuerzo común. No me digas lo contrario. Mira las mujeres de mis lugartenientes: los pechos se les sacuden, trabajan como todo el mundo. ¿Por qué no estás con ellas? Siempre lejos, rezongando tu descontento.
    —Yo diría que no tiene pechos que sacudir —comentó Eline Tal, riendo.
    La observación estaba dedicada a regocijar a Tanth Ein y Faralin Ferd. Pero llegó a los oídos atentos de los cazadores jóvenes, que se echaron a reír, con excepción de , que se mantuvo en silencio, agachado sobre la silla, mirando atentamente a los participantes del drama del momento.
    También Shay Tal la oyó. Como era pariente lejana de Eline Tal, la frase le dolió más. Un brillo de furia le encendió los ojos llorosos.
    —Basta. No toleraré más abusos, tuyos ni de tus amigos. No volveré a molestarte, Aoz Roon, ni a discutir. Me estás viendo por última vez, tú, fanfarrón, traicionero, ignorante, y esa vaquilla preñada que duerme contigo. Mañana, al alba de Freyr, me iré para siempre de Oldorando. Saldré sola en mi yegua Lealtad, y nadie me volverá a ver.
    Aoz Roon extendió el brazo.
    —Nadie sale de Oldorando sin mi permiso. No te irás mientras no te arrojes a mis pies y me lo pidas.
    —Lo veremos mañana —respondió vivamente Shay Tal. Giró sobre sus talones, se recogió las pieles sobre el cuerpo, y se marchó hacia la puerta norte.
    Dol tenía la cara roja. —Deja que se vaya, Aoz Roon, o échala. Así nos libramos de ella de una vez. Vaquilla preñada... ¡Vieja reseca!
    —Tú te mantendrás fuera de esto. Lo arreglaré a mi modo.
    —Supongo que la harás matar, como a los demás.
    Aoz Roon le golpeó el rostro, leve y desdeñosamente, sin dejar de mirar la figura de Shay Tal, que sé alejaba. Era el período de la noche en que todos dormían, pero Batalix aún ardía bajo en el cielo. Aunque los esclavos se agitaban de vez en cuando en el sueño de la media luz, había, en esa ocasión, gente libre despierta. En la habitación superior de la gran torre estaba reunido el consejo completo: los maestros de las siete antiguas corporaciones, más dos nuevos maestros, hombres jóvenes que representaban a dos corporaciones recién creadas, de sastres y talabarteros. También estaban allí los tres lugartenientes de Aoz Roon y uno de los Señores de la Pradera del Oeste, . El señor de Embruddock presidía la reunión, y las criadas mantenían las copas de madera llenas de bitel o cerveza ligera.
    Al cabo de unas muy largas deliberaciones, Aoz Roon dijo: —Ingsan Atray, queremos oír tu opinión.
    Le hablaba al maestro más anciano, un hombre de barba gris que mandaba la corporación de herreros, y que no había dicho nada hasta el momento. Los años habían curvado la columna vertebral de Ingsan Atray y le habían blanqueado los cabellos ralos, lo que acentuaba la anchura de la gran cabeza; por este motivo se lo consideraba sabio. Tenía el hábito de sonreír mucho, aunque los ojos parecían siempre cautelosos bajo los párpados arrugados. Sonrió, sentado sobre las pieles apiladas en el suelo, y respondió: —Señor, las corporaciones de Embruddock han amparado tradicionalmente a las mujeres. Después de todo, las mujeres son nuestra fuente de trabajo cuando los cazadores están en el campo, y en otros sitios. Sí: los tiempos cambian, lo concedo. Era diferente en los tiempos del señor Wall Ein. Pero las mujeres son también el canal de muchos conocimientos. No tenemos libros; y las mujeres memorizan y transmiten las leyendas de la tribu, como se ve cuando contamos historias los días de fiesta...
    —Al grano, por favor, Ingsan Atray...
    —Ah, ya llego, ya llego. Shay Tal puede ser difícil o algo parecido, pero es una hechicera y una mujer sabia, y todos la conocen. No hace daño a nadie. Si se marcha, llevará consigo a otras mujeres, y esto será una pérdida. Nosotros, los maestros, nos atreveríamos a decir que has obrado correctamente al prohibir que se marche.
    —Oldorando no es una prisión —gritó Faralin Ferd.
    Aoz Roon asintió y miró alrededor.
    —Se ha llamado a reunión porque mis lugartenientes no están de acuerdo conmigo. ¿Quién está de acuerdo con mis lugartenientes?
    Sorprendió la mirada de Raynil Layan, que se tiraba nervioso de la barba bifurcada.
    —Maestro de la corporación de curtidores: a ti te gusta lucir la voz... ¿Qué tienes que decir?
    —En cuanto a esto —Raynil Layan hizo un gesto de prescindencia—, siempre será difícil evitar que Shay Tal se marche. Podría huir tranquilamente, si lo deseara. Y además, hay una cuestión de principios... Otras mujeres podrían pensar... Pero no querernos que las mujeres estén descontentas. Por ejemplo, Vry, una mujer que piensa, y sin embargo atractiva, y juiciosa. Si pudieras revisar tu orden, muchas te lo agradecerían...
    —Habla claro y sin medir tanto las palabras —dijo Aoz Roon—. Ahora eres un maestro, como deseabas, y nada tienes que temer.
    Nadie más habló. Aoz Roon los observó fieramente uno a uno. Todos evitaron mirarlo, hundiendo el rostro en las copas.
    Eline Tal dijo: —¿Por qué nos preocupamos? ¿Qué puede ocurrir? Deja que se vaya.
    —¡Dathka! —exclamó Aoz Roon—. ¿Nos concederás esta noche una palabra, ya que tu amigo Laintal Ay no ha aparecido?
    Dathkapuso su copa en el suelo y miró de frente a Aoz Roon.
    —Toda esta discusión, y hablar de principios... es un disparate. Todos sabemos que Shay Tal y tú tenéis una vieja guerra personal. Eres tú quien ha de decidir. Échala de una vez; es una buena ocasión. ¿Por qué nos metes en este asunto?—Porque os concierne a todos, ¡por eso! —Aoz Roon golpeó los puños contra el suelo.— Por la roca, ¿qué motivo tiene esa mujer para estar contra mí y contra todos? No comprendo. ¿Qué gusano podrido le roe los sesos? Ha seguido adelante con su academia, ¿no es así? Se cree parte de un largo linaje de hembras embrollonas, Loilanun, Loil Bry, que fue la mujer de Pequeño Yuli... Y además: ¿adonde quiere ir? ¿Qué será de ella?
    Las frases de Aoz Roon parecían oscuras e incoherentes. Nadie respondió. había hablado por todos; lo admiraron secretamente cuando dijo lo que dijo. En cuanto a Aoz Roon, nada más tenía que añadir. La reunión se disolvió.
    Mientras Dathka salía, Raynil Layan le tomó el brazo y dijo suavemente: —Has hablado con astucia. Cuando Shay Tal se haya ido, la que te gusta encabezará la academia, ¿verdad? Y entonces necesitará tu apoyo...
    —Dejo la astucia para ti, Raynil Layan —respondió Dathka, deshaciéndose de él—. Y no te cruces en mi camino.
    No tuvo dificultad en encontrar a Laintal Ay. Aunque era muy tarde, Dathka sabía adonde ir. En la ruinosa torre, Shay Tal preparaba su equipaje, y muchos amigos habían acudido a decirle adiós. Allí estaban Amin Lim con su hijito, y Vry, y Laintal Ay y Oyre, y muchas otras mujeres.
    —¿Cuál ha sido el veredicto? —preguntó en seguida Laintal Ay.
    —No hubo.
    —¿No la detendrá?
    —Depende de lo que beban durante la noche, él y Eline Tal y los demás, y ese parásito de Raynil Layan.
    —Shay Tal está envejeciendo, Dathka. ¿Permitiremos que se marche?
    Se encogió de hombros, repitiendo una de sus respuestas favoritas, y miró a Vry y a Oyre, que estaban muy cerca y escuchaban.
    —Veámonos con Shay Tal antes de que Aoz Roon nos haga matar. Yo iría si ellas dos viniesen. Partiremos todos hacia Sibornal.
    Oyre respondió: —Mi padre nunca os mataría, ni a ti ni a Laintal Ay. Eso es absurdo, a pesar de lo que haya ocurrido en el pasado.
    Dathka volvió a encogerse de hombros.
    —¿Podrías jurar que será así después de la partida de Shay Tal? ¿Podemos confiar en él?
    —Todo eso es historia antigua —dijo Oyre—. Mi padre está contento y establecido con Dol, y ya no pelean como antes ahora que ella espera un niño.
    —El mundo es grande, Oyre —dijo Laintal Ay—. Vámonos con Shay Tal, como dice Dathka, y empecemos de nuevo. Te llevaremos con nosotros, Vry. Estarás en peligro sin el apoyo de Shay Tal.
    Vry no había hablado. Discreta como siempre, se había limitado a ser parte del grupo; pero ahora respondió con firmeza: —No puedo irme. Dathka, me halagas, pero he de quedarme, haga lo que haga Shay Tal. Mi trabajo empieza a dar resultados, como espero poder anunciar pronto.
    —Todavía no soportas mi presencia, ¿no es verdad? —dijo .
    —Ah, ya estaba olvidándome de algo —murmuró ella dulcemente.
    Se volvió, eludiendo la mirada ceñuda de Dathka, y se abrió paso entre las mujeres hasta Shay Tal.
    —Tienes que medir las distancias, Shay Tal. No lo olvides. Haz que un esclavo cuente cada día los pasos del miela, después de anotar la dirección en que vais. Escribe los detalles por la noche. Trata de descubrir a qué distancia se encuentra el país de Sibornal. Sé tan precisa como puedas.
    Shay Tal tenía un aire majestuoso, entre los llantos y las charlas del cuarto. La cara de halcón mostraba siempre una expresión abstraída, aun cuando alguien le hablaba, como si ella ya estuviera lejos de todos. Decía poco, y en un tono indiferente.
    Dathka miró en silencio las paredes, cubiertas por el complicado dibujo de los líquenes, y luego a Laintal Ay con la cabeza ladeada y señaló la puerta. Cuando Laintal Ay movió la cabeza, Dathka frunció la boca en un gesto habitual en él, y se dispuso a salir.
    —Es una pena que no se pueda adiestrar a las mujeres como a los mielas —dijo mientras se alejaba.
    —Por lo menos él es siempre desagradable —dijo desdeñosamente Oyre. Ella y Vry llevaron a Laintal Ay a un rincón y murmuraron allí un rato. Era esencial que Shay Tal no saliera esa mañana; él tenía que persuadirla a que esperase hasta el día siguiente.
    —Es absurdo. Si quiere irse, tiene que hacerlo. Ya lo hemos hablado. Primero no queréis partir; ahora no queréis que ella se marche. Detrás de las empalizadas hay un mundo que no conocéis.
    Oyre se quitó fríamente unas pajas de la ropa.
    —Sí, el mundo a conquistar. Ya lo sé, mi padre no habla de otra cosa. El hecho es que mañana habrá un eclipse.
    —El de mañana será muy distinto, Laintal Ay —advirtió Vry—. Sólo queremos que Shay Tal postergue la partida. Si se va de aquí el día del eclipse, la gente asociará las dos cosas. Y nosotros sabemos que no hay ninguna relación.
    Laintal Ay frunció el ceño.
    —Y entonces, ¿qué?
    Las dos mujeres se miraron un momento, como si no supieran qué decir.
    —Creemos que si se marcha mañana pueden ocurrir cosas malas.
    —Ja! Entonces creéis que hay una conexión... Así es la mente femenina... Pero si hay una conexión, no hay ninguna manera de evitarla, ¿no es verdad?
    Oyre torció la cara en una mueca de exagerado disgusto: —Y la mente masculina... Cualquier excusa es buena para no hacer nada, ¿eh?
    —Y vosotras, las brujas, siempre enredando lo que no nos concierne. Verdaderamente disgustadas ahora, lo dejaron en el rincón y regresaron al lado de Shay Tal.
    Las ancianas charlaban; hablaban del milagro de la Laguna del Pez, hablaban de costado, miraban de costado, para ver si estos recuerdos impresionaban a Shay Tal. Pero ella no daba señales de verlas ni oírlas.
    —Pareces verdaderamente cansada de la vida —comentó Rol Sakil—. Te casarás y serás feliz, siempre que los hombres estén hechos como aquí.
    —Quizás estén mejor hechos —respondió otra anciana, entre risas. Se discutieron las posibles mejoras.
    Shay Tal continuó empacando sin sonreír.
    Tenía unas pocas cosas. Cuando terminó de ordenarlas en dos bolsos de piel, se volvió y pidió a todos que se marcharan, como si deseara descansar antes del viaje. Les agradeció que estuvieran allí, los bendijo, y prometió que jamás los olvidaría. Besó en la frente a Vry. Luego llamó a Oyre y a Laintal Ay.
    Tomó la mano de Laintal Ay entre las suyas, tan delgadas, y le miró los ojos con inusitada ternura. Habló cuando todos se habían ido del cuarto, menos Oyre.
    —Sé prudente en todo lo que hagas, porque no te preocupas bastante por ti mismo, ni sabes cuidarte. ¿Comprendes, Laintal Ay? Me alegra que no hayas combatido por el poder que era tuyo por derecho de nacimiento. Sólo te habría traído penas.
    Se volvió hacia Oyre, con una expresión de seriedad que le arrugaba la cara.
    —Eres muy querida para mí, porque sé cuánto te quiere Laintal Ay. Mi consejo ahora que nos separamos es el siguiente: que seas pronto su mujer. No pongas condiciones en tu corazón, como he hecho yo y como tu padre hizo una vez. Eso lleva a la inevitable desventura, como he comprendido demasiado tarde. Yo era demasiado orgullosa en mi juventud.
    Oyre respondió: —No eres desventurada. Aún eres orgullosa.
    —Se puede ser a la vez orgullosa y desventurada. Escucha lo que digo, porque comprendo tus dificultades. Laintal Ay es lo que más se parece al hijo que nunca tendré. Te ama. Ámalo, con emoción pero también con el cuerpo. Los cuerpos son para quemar, no sólo para echar humo.
    Shay Tal se miró el cuerpo reseco y les dijo adiós con la cabeza.
    Batalix se había puesto y la noche verdadera comenzaba a caer.
    Los mercaderes acudían a Oldorando en cantidades crecientes, y desde todos los puntos de la brújula. El importante comercio de sal procedía del norte y del sur, y se llevaba a cabo por medio de rebaños de cabras. Ahora había una ruta regular hacia el oeste a través de la pradera, recorrida por los mercaderes de Kace, que traían cosas llamativas como joyas, vidrio de color, juguetes plateados, instrumentos musicales, y también caña de azúcar y frutas exóticas; preferían la moneda al trueque, pero en Oldorando no había moneda, de modo que aceptaban hierbas, pieles, y granos. A veces los hombres de Kace utilizaban pinzasacos como bestias de carga, pero esos animales se hacían más raros a medida que aumentaba la temperatura.
    Todavía venían sacerdotes y comerciantes de Borlien, aunque habían aprendido tiempo atrás a temer al traicionero vecino del norte. Vendían volantes y cuartillas que narraban historias tremendas en verso rimado, y también sartenes y ollas de metal de buena calidad.
    Desde el este, y por distintos caminos, venían muchos mercaderes, y a veces caravanas. Unos hombrecillos oscuros, que esclavizaban a phagors y madis, seguían unas rutas regulares en las que Oldorando era sólo una estación de paso. Traían adornos delicadamente tejidos que las mujeres de Oldorando apreciaban. Se rumoreaba que algunas de estas mujeres acompañaban a veces a los hombres oscuros; era indudable que los orientales comerciaban con muchachas madis, que eran hermosas pero languidecían encerradas en las torres. De cualquier modo, y aunque de mala reputación, eran tolerados a causa de las mercancías que traían: no sólo adornos, sino también tapices, manteles, alfombras, chales, como no se habían visto nunca en Oldorando.
    Todos los viajeros necesitaban alojamiento. Los campamentos eran una molestia. Los esclavos de Oldorando trabajaron para construir un barrio separado, al sur de las torres, conocido irónicamente como Pauk. Allí se efectuaba todo el comercio; en las callejuelas, los mercaderes en pieles y en cualquier otro género hacían sus negocios, cerca de los establos y las casas de comida del barrio. Durante cierto tiempo, se prohibió la entrada de los comerciantes a la verdadera Oldorando. Pero crecieron en número, y algunos se establecieron en la ciudad, importando artes y vicios.
    También los oldorandinos aprendían las artimañas del comercio. Mercaderes de iniciación reciente abordaban a Aoz Roon y pedían concesiones especiales, como el derecho de acuñar moneda. Este asunto les preocupaba más que los problemas con la academia, que consideraban una pérdida de tiempo.
    Un grupo de comerciantes de Oldorando, en número de seis, cómodamente montados en mielas, regresaba a la ciudad después de una expedición provechosa. Al alba de Freyr, se detuvieron en una colina al norte, cerca del terreno de los brassimipos, desde donde podían ver las afueras de la ciudad, congeladas en la luz gris. El aire estaba tan quieto que unas voces lejanas llegaban hasta ellos.
    —Mirad —exclamó uno de los jóvenes mercaderes, protegiéndose los ojos con las manos para ver mejor—. Hay un alboroto cerca de la puerta. Sería mejor que tomáramos otro camino.
    —No serán peludos, ¿verdad?
    Todos clavaron los ojos. A lo lejos podía verse un grupo de hombres y mujeres que salían de la ciudad. En cierto punto, parte de ellos se detuvo con indecisión, de modo que el grupo se dividió en dos. Los demás continuaron avanzando.
    —No parece nada importante —dijo el joven mercader, espoleando el miela. En Embruddock lo esperaba una mujer a quien tenía muchas ganas de encontrar, y llevaba una nueva chuchería para ella en el bolsillo. La partida de Shay Tal no significaba nada.
    Pronto se elevó Batalix, que sobrepasó a su compañero celeste.
    El frío, la mañana descolorida que amenazaba lluvia, la sensación de aventura, todo hacía que ella se sintiera incorpórea. Sin ninguna emoción, abrazó a Vry en una muda despedida. La criada, Maysa Latra, una esclava voluntaria, la ayudó a bajar sus escasas pertenencias. Junto a la torre estaba Amin Lim, sosteniendo la brida de su propio miela y el de Shay Tal, y despidiéndose afligida de su hombre y de su hijito. He ahí un sacrificio más grande que el mío, pensó Shay Tal. Yo estoy feliz de partir. Jamás sabré por qué Amin Lim me acompaña. Pero la decisión de su amiga le había iluminado el corazón, aunque también había sentido un cierto desdén.
    Cuatro mujeres se marchaban con ella: Maysa Latra, Amin Lim, y dos discípulas más jóvenes, devotas participantes de la academia. Todas iban montadas y acompañadas por un esclavo castrado a pie, Hamadranabil, que conducía dos mielas cargados y un par de perros salvajes de caza con collares de púas.
    Otras personas, mujeres y algunos ancianos, seguían la procesión; se despedían, o daban consejos, serios o jocosos, según la fantasía de cada uno.
    Laintal Ay y Oyre esperaban junto a la puerta para ver por última vez a Shay Tal; estaban juntos pero evitaban mirarse.
    Del otro lado de la puerta estaba Aoz Roon, de pie, envuelto en las pieles negras, los brazos cruzados, el mentón hundido en el pecho. Junto a él, al cuidado de Eline Tal, estaba Gris, que por una vez no parecía más alegre que el amo. Detrás del jefe silencioso había varios hombres de rostros graves y con las manos metidas en las axilas.
    Cuando apareció Shay Tal, Aoz Roon trepó de un salto a la silla y avanzó con lentitud, no hacia ella sino en una dirección convergente, de modo que, si continuaban marchando sin desviarse, ambos se encontrarían un poco más adelante, donde comenzaban los árboles.
    Freyr estaba todavía escondido entre las nubes tempranas, de modo que no había color en el mundo.
    El terreno se elevaba, el sendero se hacía más estrecho, los árboles crecían más próximos. Shay Tal y los otros llegaron a un pliegue donde se interrumpían los árboles y empezaba un pantano. Las ranas escaparon chapoteando mientras el grupo se acercaba. Los mieles pisaban con cuidado, lentamente, y alzaban disgustados los cascos, sacando a la superficie el fango amarillo que se apelmazaba debajo del agua.
    Del otro lado de la ciénaga, los árboles obligaron a los jinetes a acercarse más. Como si hasta entonces no hubiera visto a Aoz Roon, Shay Tal le dijo con voz clara:
    —No es necesario que me sigas.
    —No te sigo, señora; te guío. Quiero que salgas sana y salva de Oldorando. Es un honor que se te debe.
    No dijeron nada más. Continuaron hasta llegar por fin a una elevación cubierta de arbustos. Desde la parte superior partía un limpio sendero de mercaderes que corría hacia el norte, hacia Chalce y la lejana —nadie sabía cuan lejana— Sibornal. En la ladera descendente crecían otra vez los árboles. Aoz Roon llegó primero a la cresta y allí, con el rostro inexpresivo, detuvo a Gris a un lado del camino mientras las mujeres se acercaban. Shay Tal refrenó a Lealtad y se aproximó con la cara compuesta y brillante.
    —Te agradezco que hayas venido hasta aquí.
    —Que tengas buen viaje —dijo él formalmente, bien erguido y ahuecando el vientre—. Observarás que nadie ha intentado impedir que nos abandones. La voz de Shay Tal se hizo más dulce: —No volveremos a vernos; de ahora en adelante estaremos muertos el uno para el otro. ¿Hemos arruinado mutuamente nuestras vidas, Aoz Roon?
    —No sé de qué hablas.
    —Sí lo sabes. Esta lucha empezó cuando éramos niños. Dime una palabra, amigo, ahora que me voy. No seas orgulloso, como he sido yo siempre; no ahora.
    Él apretó los labios y la miró en silencio.
    —Por favor, Aoz Roon, dime la verdad. Sé muy bien que te he rechazado con demasiada frecuencia.
    Aoz Roon asintió.
    —Tú has dicho la verdad.
    Ella lo miró ansiosamente; luego espoleó al miela, que se adelantó un paso, de modo que ambas cabalgaduras se tocaban.
    —Ahora que me marcho para siempre, dime solamente... que aún sientes en tu corazón lo que sentías antes, cuando éramos jóvenes.
    El emitió una risa nasal.
    —Estás loca. Nunca has comprendido la realidad. Estabas demasiado encerrada en ti misma. Nada siento por ti ahora, ni tú por mí, aunque lo ignores.
    Ella extendió una mano, pero él retrocedió, mostrando los dientes como un perro.
    —¡Mentiras, Aoz Roon, mentiras! Al menos un gesto, un beso de despedida, maldito seas, he sufrido mucho por tu causa. Un gesto es mejor que las palabras.
    —Muchos piensan que no. Lo que se ha dicho, permanece.
    Las lágrimas brotaron de los ojos de Shay Tal y le resbalaron por las mejillas.
    —¡Que los fessupos te devoren!
    Torció la cabeza de la yegua y se alejó al galope, hundiéndose entre los árboles para alcanzar al pequeño séquito.
    Aoz Roon se quedó un instante donde estaba, rígidamente sentado en la silla, mirando al frente, con los nudillos blancos sobre las bridas. Lentamente, hizo girar la cabeza de Gris y encaminándose hacia los árboles se alejó de Oldorando. No tuvo en cuenta a Eline Tal, que aguardaba discretamente a cierta distancia.
    Gris ganó velocidad mientras descendía, alentado por su amo. En seguida se lanzó a galope tendido; el suelo volaba por debajo y todos los demás desaparecieron de la vista. Aoz Roon alzó el puño en el aire.
    —¡Buen viaje a la perra bruja! —gritó. Una carcajada salvaje le desgarró la garganta mientras cabalgaba.

    La Estación Observadora Terrestre Avernus veía todo mientras pasaba por encima. Seguía todos los cambios y transmitía todos los informes a la Tierra. En el Avernus, miembros de ocho cultivadas familias trabajaban sintetizando los nuevos conocimientos.
    No sólo registraban el movimiento de la población humana, sino también el de los phagors, los blancos y los negros. Cada avance o retroceso se transformaba en impulsos que por último se abrirían paso a través de los años luz hasta los ordenadores del Instituto de Centrónica Heliconiana de la Tierra.
    Desde las ventanas de la estación, el personal observaba el planeta y el progreso del eclipse, visible como una necrosis gris que se extendía por el océano y el continente tropical.
    En un sector de las pantallas monitoras se vigilaba otro progreso: el de la cruzada del kzahhn hacia Oldorando. Según su propia y peculiar cuenta del tiempo, la cruzada estaba en ese momento precisamente a un año de la meta prevista: la destrucción de la vieja ciudad.
    En forma codificada, todas estas señales eran enviadas a la Tierra. Allí, muchos siglos más tarde, los observadores de Heliconia se reunirían a contemplar la agonía final del drama.

    Habían quedado atrás las desnudas regiones de Mordriat, las quebradas con eco, los rotos paredones rocosos, los páramos de aspecto insólitamente tímido, los parduscos altiplanos donde humeaban siempre las nubes, como si los invariables contornos de la desolación hubiesen sido modelados por el fuego y no por el hielo.
    La cruzada, rota en muchos grupos separados, se abría camino por las tierras bajas, donde sólo vivían los madis, los rebaños de los madis y densas bandadas de pájaros. Indiferentes al entorno, los phagors continuaban marchando hacia el sudeste.
    El kzahhn de Hrastyprt, Hrr-Brahl Yprt, los conducía. El propósito de venganza les ardía aún con violencia en los guarneses, mientras atravesaban las inundaciones, en el lado oriental de la llanura oldorandina; sin embargo, muchos de ellos habían muerto. Las enfermedades y los ataques de los despiadados Hijos de Freyr los habían diezmado.
    Tampoco habían sido bien recibidos por los pequeños grupos de phagors cuyas tierras atravesaban. Esos grupos, sin kaidaws, llevaban una vida estable, tenían con frecuencia esclavos humanos y madis, y rechazaban con energía todas las invasiones.
    Hrr-Brahl Yprt había marchado de victoria en victoria. Sólo la enfermedad era más poderosa que él. La noticia de que se acercaba iba siempre delante de él, precediéndolo; las cosas vivas se apartaban para dejarlo pasar; y como resultado el frente invasor se extendía a lo largo de medio continente. Los jefes se encontraban ahora con Hrr-Brahl Yprt a orillas de un ancho río. Las aguas eran muy frías y descendían (aunque el ejército phagor lo ignoraba) de las mismas alturas de Nktryhk donde se había iniciado la cruzada contra los Hijos de Freyr, a mil millas de distancia.
    —Aquí, junto a estos torrentes, nos quedaremos hasta que Batalix recorra dos veces el cielo —dijo Hrr-Brahl Yprt a los comandantes—. Los exploradores se adelantarán en direcciones divergentes buscando un paso; las octavas de aire los guiarán.
    Silbó al ave vaquera, que se puso a buscar garrapatas en el pelaje del phagor. No le importaban mucho, porque el kzahhn tenía otras cosas en el guarnés; pero las diminutas criaturas se habían vuelto bruscamente irritantes. Quizá la causa era el calor del valle. Unos muros verdes crecían en todas direcciones, atrapando el calor importuno como agua en el hueco de las manos. Pronto estaría sobre ellos la tercera ceguera. Y más tarde tendría que regresar a zonas más frías.
    Pero antes, la venganza.
    Alejó con un ademán al gracioso Zzhrrk, y se alejó un trecho tratando de comprender la totalidad de la situación. Mientras, el ave permanecía sobre él, con ocasionales aletazos.
    Podían esperar allí a que se reagrupase el resto de las fuerzas, extendidas a lo largo de doce millas. Se izaron las banderas y soltaron a los kaidaws que se pusieron a pastar. Los esbirros levantaron tiendas para los jefes. Se prepararon comidas y rituales.
    Mientras Batalix y el traicionero Freyr pasaban sobre el campamento, el kzahhn de Hrastyprt entró en la tienda, quitándose la corona facial. Adelantó la larga cabeza entre los hombros robustos e inclinó hacia adelante el tonel del cuerpo, adelgazado por las penurias del viaje.
    Las largas pestañas descendieron, y miró con ojos rojos y entornados a lo largo de la curva de la nariz, a las cuatro fillockas. Dentro de la tienda, se rascaban o jugueteaban mientras esperaban la llegada del estalón.
    Zzhrrk penetró por la abertura de la tienda, pero Hrr-Brahl Yprt la alejó. El ave aleteó, perdiendo el equilibrio, y aterrizó torpemente, antes de salir andando de la tienda. Hrr-Brahl Yprt dejó caer un tapiz, cerrando la entrada. Empezó a quitarse la armadura, la chaqueta sin mangas, el cinturón, el bolso, mientras miraba a las cuatro novias, pasando de una a otra la mirada imperiosa. Olisqueó el aire.
    Las fillockas, inquietas, se rascaban o se ajustaban las largas túnicas blancas para que él pudiese verles las ubres. Las plumas de águila que llevaban en la cabeza se inclinaron hacia él. Las hembras resoplaron y una lecha pálida les asomó de pronto en los ollares.—¡Tú! —dijo, señalando a la única hembra que estaba plenamente en celo. Mientras las otras retrocedían y se echaban en la parte posterior, la elegida volvió la espalda al joven kzahhn y se agachó. Él se acercó; hundió los tres dedos profundamente en la carne que se le ofrecía, y se los secó en la piel negra del hocico. Sin más demora, se apoyó contra ella, poniéndola en cuatro patas. Luego, lentamente, ella se inclinó todavía más hasta apoyar la frente ancha sobre la alfombra.
    Concluida la incursión, las demás fillockas se adelantaron trotando a husmear a la hermana, y Hrr-Brahl Yprt se colocó la armadura y salió de la tienda. Pasarían tres semanas antes de que el interés sexual del phagor se reavivara otra vez.
    El comandante Yohl-Gharr Wyrrijk lo esperaba estólidamente. Muy tiesos, se miraron a los ojos. Yohl-Gharr Wyrrijk señaló el cielo.
    —Se acerca el día —dijo—. Las octavas son cada vez más angostas.
    El kzahhn alzó la cabeza y movió el puño para que las aves vaqueras despejaran el cielo. Miró al usurpador Freyr, viendo que cada día se acercaba más a Batalix, como una araña sobre la tela. Pronto, muy pronto, Freyr quedaría oculto en el vientre del enemigo. Entonces los ejércitos habrían llegado a la meta. Golpearían, y matarían a toda la progenie de Freyr que vivía en donde habían matado al noble abuelo de Hrr-Brahl Yprt; y luego incendiarían la ciudad y la borrarían de la memoria. Sólo entonces él y sus seguidores lograrían un honroso estado de brida. Estos pensamientos se les arrastraban por los guarneses como el lento goteo de las estalactitas, que estallan y se deshacen empapando el suelo. —Los dos seminales —gruñó.
    Entonces un esclavo humano hizo sonar el cuerno de pinzasaco y otros trajeron las figuras queratinosas del padre y del bisabuelo estalón. El joven kzahhn observó que el largo viaje había deteriorado las figuras, a pesar de que las habían cuidado en todo momento. Humildemente, mientras los ejércitos se reunían junto al río, Hrr-Brahl Yprt entró en trance. Todos quedaron absolutamente inmóviles, de acuerdo con su naturaleza, como si se hubieran congelado en un océano de aire.
    Apareció la imagen del bisabuelo, no mayor que un conejo de las nieves, corriendo a cuatro patas, como habían hecho los phagors en los tiempos antiguos, cuando Batalix aún no había caído en la telaraña tejida por Freyr.
    —Cuernos en alto —dijo el conejo de las nieves—. Recuerda las enemistades, desconfía de la llegada del verde, riégalo con el líquido rojo de los Hijos de Freyr, que han traído el verde y han expulsado el blanco.
    También apareció el queratinoso padre, apenas mayor, inclinándose ante su hijo y despertándole en el pálido guarnés una secuencia de imágenes.
    Allí, ante sus ojos cerrados, estaba el mundo, y las tres partes bombeaban. Del vapor brotaban las hebras amarillas de las octavas de aire, retorciéndose como largas cintas y envolviendo los puños apretados, y los puños apretados de los mundos vecinos, y también del amado Batalix y la forma de araña de Freyr. Unas cosas como piojos corrían por las cintas, quejándose con una nota aguda.
    Hrr-Brahl Yprt agradeció a su padre las imágenes que le fluctuaban en el guarnés. Las había visto antes, muchas veces. Todos los presentes estaban familiarizados con ellas. Tenían que repetirse. Eran las piedras de imán de la cruzada. Si las luces no se repetían, se debilitaban hasta apagarse, dejando el cráneo como una caverna remota atestada de cadáveres de serpientes.
    Mediante la repetición se comprendía con claridad que las necesidades de un phagor eran las necesidades de ese mundo que quienes habían partido llamaban Hrl-Ichor Yhar. Ahora había imágenes de los Hijos de Freyr. Cuando los colores de las octavas de aire brillaban, los Hijos caían por tierra, enfermos, o muertos, o transformados y de menor tamaño. Ese tiempo había venido antes. Ese tiempo vendría pronto. El pasado y el futuro eran el presente. Eso ocurriría cuando Freyr quedara totalmente oculto detrás de Batalix. Y ése sería el momento de atacar, a todos, y en particular a aquellos cuyos antepasados habían asesinado al gran kzahhn Hrr-Tryhk Hrast.
    Recuerda. Sé valiente, sé implacable. No te desvíes una pulgada del programa, transmitido a través de incontables ancestros.
    Había una fragancia de viejos días, lejana, rancia, y verdadera. Alcanzó a ver la hueste angélica de los predecesores, que devoraban los prístinos campos de hielo. Millones de giros de aire marchaban sin detenerse, jamás silenciosos.
    Recuerda. Prepárate para la próxima etapa. Cuernos en alto.
    El joven kzahhn salió lentamente del trance. La blanca ave vaquera se le había posado en el hombro izquierdo. Le deslizó el pico curvo entre el pelaje y los pliegues de los hombros, y el ave empezó a devorar las garrapatas que allí se arracimaban. El cuerno sonó otra vez, y la fúnebre nota pasó por encima del río glacial.
    Esa nota melancólica fue escuchada a cierta distancia, donde un grupo de phagors estaba separado del cuerpo principal. Eran ocho, dos estalones y seis gillotas. Tenían un viejo kaidaw rojo, que ya no se podía montar, y que llevaba armas y provisiones. Unos días antes, cuando Batalix imperaba auspicioso en el cielo, habían capturado a seis hombres y mujeres rnadis que llevaban unos pocos animales y eran la retaguardia de una caravana migratoria que iba hacia el istmo de Chalce. Los animales habían sido inmediatamente cocidos y comidos, después del correcto mordisco en el cuello.
    Los infortunados protognósticos, atados juntos, fueron obligados a marchar a retaguardia. Pero como los madis avanzaban con dificultad, y el grupo se había demorado en el festín, se encontraban ahora lejos de la cruzada, en el lado inadecuado de un arroyo que pronto se convirtió en torrente. Llovió en las sierras, el torrente creció y quedaron aislados. Esa noche de Batalix los ocho phagors acamparon en un lugar sombrío, debajo de unos altos rajabarales, y amarraron a los protognósticos a un árbol delgado. Allí los dejaron dormir, en un montón. Los phagors se echaron de espaldas muy cerca; las aves vaqueras se les posaron sobre los pechos, con las cabezas y los picos hundidos en el pelaje tibio de la garganta. Los phagors pasaron inmediatamente a un inmóvil reposo sin sueños, como si se prepararan para el estado de brida.
    Los despertaron los chillidos de las aves vaqueras y los gritos de los madis. Los madis, aterrorizados, se habían desatado del árbol y habían caído sobre los captores, buscando protección contra una amenaza más grave.
    Uno de los rajabarales se partía. En el aire vibraba el ruido de la destrucción.
    Aparecían grietas verticales, y una oscura savia castaña brotaba en ellas como pus. El vapor del árbol envolvía la cosa que emergía retorciéndose.
    —¡El gusano de Wutra! ¡El gusano de Wutra! —gritaban los protognósticos mientras los phagors se ponían en pie. El jefe phagor se acercó y repartió las armas.
    El gran tambor del rajabaral tenía diez metros de altura. De pronto la parte superior voló hecha añicos, como una pieza de cerámica, y apareció el gusano de Wutra, derramando el hedor característico: una mezcla de excrementos, peces podridos y queso rancio.
    La cabeza de la criatura se elevó como la de una serpiente, brillando al sol, sobre la flexible columna del cuello. Dio media vuelta y el rajabaral se partió, mostrando nuevos anillos viscosos, y la piel vieja de una muda. La criatura había entrado en el rajabaral por las raíces, utilizando el árbol como guarida. El calor creciente había favorecido la muda y la metamorfosis. Ahora necesitaba alimento; una nueva etapa se abría paso entre los imperativos del ciclo vital.
    Los phagors ya estaban armados. El jefe, una maciza gillota de pelos negros, dio la orden. Los dos mejores lanceros arrojaron las armas al gusano de Wutra. La bestia se volvió y las lanzas pasaron junto a ella. Vio las figuras allá abajo, y movió la cabeza para atacar. Los phagors comprendieron lo enorme que era el gusano cuando los cuatro ojos los miraron por encima de los carnosos tentáculos que le rodeaban la boca. Los tentáculos se movían como dedos mientras el gusano se disponía a atacar. La boca, con dientes inclinados hacia dentro, parecía curiosamente floja en el medio y los costados.
    La cabeza se sacudió como la cola de un asokin. En un momento estaba sobre las copas de los árboles; en el siguiente, caía sobre la línea de phagors. Los lanceros arrojaron las armas. Las aves vaqueras se dispersaron.
    Esa boca de extraño funcionamiento, sin mandíbulas, parecía infinitamente eficaz. Alcanzó una gillota y la alzó a medias. La gillota era demasiado pesada para aquel cuello flexible. El gusano la arrastró por la ciénaga. Ella graznaba e intentaba golpear con un brazo las bolsas odoríferas del monstruo.
    —¡Matadlo! —gritó la gillota que mandaba, lanzándose adelante con el cuchillo en alto.
    Pero en las oscuras viscosidades del cerebro del gusano se había llegado a una decisión. Mordió ferozmente la carne que tenía en la boca, dejando caer una parte. Alzó la cabeza, alejándola de los phagors, chorreando sangre amarilla. El trozo restante de la gillota golpeó contra el suelo.
    El gusano empezó a cambiar antes de engullir el bocado. Los anillos aplastaban los árboles jóvenes. Aunque no se arredraban con facilidad, los siete phagors vivientes se arrojaron espantados al suelo. El gusano se partía en dos.
    La ensangrentada cabeza se arrastraba sobre la hierba. Las membranas se desgarraban con ruidos retardados. Algo como una máscara se separó de la cabeza, que se convirtió grotescamente en dos cabezas. Mientras estas dos cabezas estuvieron superpuestas, se parecieron a la antigua; pero cuando la superior se alzó separándose, la semejanza concluyó. De las nuevas bocas salieron unos tentáculos carnosos, que se estiraron en un círculo de púas alrededor de una boca cartilaginosa y entreabierta. En la parte superior de esa increíble abertura había dos ojos dispuestos horizontalmente. Las membranas rotas revelaron una capa viscosa que se secó con un leve cambio de color. Una cabeza se hizo verde con un matiz grisáceo, la otra azul moteada.
    Las cabezas se elevaron, esquivándose, antagónicas, con un grave zumbido.
    Este movimiento determinó que nuevas membranas se desgarraran a lo largo del viejo cuerpo, y aparecieron dos cuerpos, uno verde, otro azul, muy delgados. Un esfuerzo convulsivo, como un estertor mortal, sacudió el viejo cuerpo. Los dos nuevos, finos como jabalinas, asomaron abriendo unas alas como de papel. Las cabezas se elevaron sobre el destrozado rajabaral, y las alas de papel empezaron a moverse. Ocho aves vaqueras revoloteaban alrededor, con los picos abiertos, chillando.
    Las dos criaturas se hicieron más estables. En el momento siguiente, las colas de largas púas habían dejado el suelo. Estaban en el aire, y la luz de Freyr les brillaba sobre el cuerpo escamoso y las nervaduras de las alas. Un monstruo, el verde, era macho; tenía una doble serie de apéndices tentaculares en la región central; el otro, el azul, era hembra y de escarnas menos brillantes.
    Las alas batían ahora con firmeza, y los monstruos se alzaron por encima de los árboles. La abertura frontal, la boca, absorbía aire, expelido por otras aberturas de la parte posterior. Las criaturas volaron en círculos mientras los phagors las miraban sin saber qué hacer. Luego los monstruos iniciaron el vuelo nupcial.
    Tomaron direcciones opuestas, uno hacía el norte distante, otro hacia el lejano sur, obedeciendo a las misteriosas y musicales octavas de aire, de pronto poderosos, magníficos. Los largos cuerpos finos ondulaban en la atmósfera. Ganaron altura, alzándose por encima de los límites del valle. Y luego desaparecieron; habían ido a emparejarse en los remotos polos opuestos. Ambas criaturas habían olvidado las existencias anteriores, aprisionadas durante siglos en la tierra hibernal.
    Murmurando, los phagors se ocupaban de asuntos más inmediatos. Miraron alrededor. Allí estaba el kaidaw ramoneando plácidamente la hierba. Los madis habían desaparecido. Aprovechando la oportunidad, los protognósticos habían huido al bosque.
    Los madis se acoplaban en general para toda la vida, y es raro que un viudo o una viuda volviera a unirse; por lo común, cierta profunda melancolía acababa con el sobreviviente de la pareja. Los fugitivos eran tres hombres y sus mujeres. La pareja mayor —por pocos años— se llamaba Caathkarnit, nombre que tenían desde el tiempo de la unión. Pero cada uno de ellos se distinguía como Caathkarnit-él y Caathkarnit-ella.
    Los seis eran delgados y de baja estatura, y de color oscuro. Los protognósticos trashumantes, una de cuyas tribus eran los madis, no eran muy diferentes de los seres humanos. Los labios, abultados a causa de la formación de los huesos craneanos y la disposición de los dientes, les daban una expresión de avidez. Tenían ocho dedos en cada mano, cuatro y cuatro opuestos, que se cerraban con fuerza sorprendente, y en los pies tenían también cuatro dedos delante y cuatro detrás del talón.
    Corrían, alejándose del lugar donde estaban los phagors, a un trote regular que podían mantener durante horas si era necesario.
    Avanzaban en doble fila, los Caathkarnit al frente, luego la pareja que les seguía en edad, luego la otra, a través de bosques y ciénagas. Algunos animales salvajes, sobre todo venados, huían precipitadamente ante ellos. En una ocasión, un jabalí. Corrían sin pausa.
    Iban aproximadamente hacia el oeste; el recuerdo de las ocho semanas de cautividad les daba fuerzas. Bordeando las zonas inundadas, trepaban para salir del gran cuenco de tierra. Hacía menos calor. El largo camino en pendiente los agotaba. El trote se convirtió en paso rápido. Sentían un escozor ardiente en la piel. Continuaban con las cabezas bajas, respirando penosamente por la boca y la nariz, y de vez en cuando trastabillaban sobre el áspero terreno.
    Finalmente, los dos últimos rodaron por el suelo apretándose el estómago. Los cuatro compañeros alzaron los ojos y vieron que casi habían llegado a la cumbre de la elevación; se podía esperar que más allá la tierra fuera plana. Continuaron, inclinados hacia adelante, para dejarse caer apenas llegaran a la llanura. Respiraban con mucho trabajo.
    Desde allí pudieron mirar hacia atrás, a través del aire de una claridad sobrenatural. Un poco más abajo los dos compañeros exhaustos yacían en la parte superior de un enorme tazón de tierra. Los lados de ese tazón estaban marcados por las hondonadas de los torrentes. Estos alimentaban un río serpentino suficientemente nuevo como para que algunos árboles todavía sobresalieran en medio de las aguas. La corriente se estancaba en los sitios donde se juntaban troncos y otros materiales arrastrados. El río se perdía de vista girando más allá de un repliegue montañoso.
    El aire estaba lleno de ruidos de agua. Podían ver el lugar de los grandes rajabarales cóncavos. En alguna parte, entre ellos, estaban los phagors de los que habían huido. Detrás de los rajabarales, del otro lado del tazón, unos bosques jóvenes cubrían los barrancos. Los árboles eran en general de color verde oscuro y crecían en hileras, punteadas de vez en cuando por unos árboles de brillante follaje dorado, que los madis llamaban caspiarnos; en épocas de hambre se podían comer los brotes amargos.
    Pero el paisaje no terminaba en los bosques. Más allá se veían riscos desmoronados, por donde hombres o animales podían intentar un azaroso descenso. Esos riscos eran parte de una montaña de contornos redondeados y se extendían de un lado al otro del panorama. La roca blanda de la base estaba partida en quebradas, cubiertas de vegetación. Donde la vegetación era más densa, y la dislocada configuración de la montaña parecía más espectacular, brillaba un torrente espumoso que irrumpía en el valle por una estrecha quebrada.
    Por encima y más lejos de esa montaña se erguían otras, más sólidas, de duradero basalto, con los flancos excoriados por los pasados siglos invernales. Parecía que no tuviesen ninguna relación con las tierras de alrededor, aunque estaban salpicadas por el amarillo, el blanco y el anaranjado de las pequeñas flores de la meseta, cuyos colores se percibían distintamente incluso a millas de distancia.
    Por encima de las montañas de basalto había otras cumbres, desnudas, azules, terribles. Como para demostrar a todas las cosas vivientes que el mundo no tenía fin, esas cumbres permitían vislumbrar otros objetos: tierras altísimas y lejanísimas que mostraban los dientes como una procesión de picos. Eran los bastiones de la materia, y se alzaban donde comenzaban los fríos tremendos de la tropopausa.
    La aguda visión de los madis examinó esta escena, descubriendo unos pequeños puntos blancos entre los caspiarnos más próximos, los altos desfiladeros de las montañas, y en el lejano afluente. Los madis identificaron correctamente esos puntos blancos como aves vaqueras. Donde había aves vaqueras había phagors. Las aves vaqueras señalaban el avance del ejército de Hrr-Brahl Yprt, a lo largo casi de tantas millas como las que ellos podían ver. No se observaba un solo phagor; sin embargo, ese imponente panorama ocultaba probablemente unos diez mil.
    Mientras los madis reposaban y miraban, empezaron a rascarse, primero unos, luego otros, suavemente al principio. Pero el escozor se hizo más violento a medida que los cuerpos se enfriaban, y pronto empezaron a rodar por el suelo, jurando, gritando doloridos cuando el sudor penetraba en las picaduras que les moteaban todo el cuerpo. Se enroscaron como bolas, rascándose con manos y pies. Ese frenético escozor ya los había asaltado a intervalos desde el momento en que habían sido capturados por los phagors.
    Mientras se rascaban las entrepiernas o las axilas, mientras metían las uñas en la densa pelambre, no pensaban en la causa y el efecto, y en ningún momento atribuyeron la erupción a las garrapatas de los phagors.
    Esas garrapatas eran generalmente inocuas, o al menos sólo provocaban en los humanos y los protognósticos una fiebre o una erupción que desaparecían a los pocos días. Pero el equilibrio térmico cambiaba mientras Heliconia se acercaba a Freyr. Las ixodidas se multiplicaban; la garrapata hembra pagaba tributo al gran Freyr en millones de huevos.
    Muy pronto, esa garrapata insignificante, tan corriente que pasaba inadvertida, sería el portador de un virus que causaba la llamada fiebre de los huesos, y por ella el mundo cambiaría.
    Ese virus iniciaba una fase activa en la primavera del gran año de Heliconia, en el momento de los eclipses. Cada primavera, la población humana padecía la fiebre de los huesos; sólo podía tener esperanzas de supervivencia, aproximadamente, la mitad de la población. El desastre era tan generalizado, de efectos tan amplios, que casi parecía que se hubiera borrado a sí mismo de los precarios anales que se llevaban.
    Mientras los madis rodaban y se rascaban sobre la hierba, no pensaron en el terreno que tenían enfrente.
    Allí, lejos del calor del valle, crecían unas hierbas lozanas entre matorrales de una planta densa y retorcida llamada chotapraxi, de tronco hueco que se endurecía con el tiempo. Hombres de ropas ligeras, con altas botas de chotapraxi, con cuerdas en las manos, se precipitaron sobre los madis.
    Los dos madis que habían quedado más abajo aprovecharon la oportunidad y huyeron, aunque así volvían a aproximarse a las columnas de los phagors. Los hombres apresaron a los otros cuatro. El breve y agotador período de libertad había concluido. Esta vez los que mandaban eran seres humanos. Los madis serían desde entonces una parte minúscula de otro acontecimiento cíclico: la expansión de Sibornal hacia el sur.
    Involuntariamente, se habían unido al ejército colonizador del sacerdote guerrero Festibariyatid. Poco importaba esto a los Caathkarnit y a los otros dos madis, encorvados como estaban bajo el peso de las cargas que les habían puesto encima. Los nuevos amos los obligaron a avanzar. Tropezando, y todavía rascándose, a pesar de las desdichas más recientes, se encaminaron hacia el sur.
    Mientras bordeaban el gran tazón por la derecha, Freyr se elevó en el cielo. Todas las cosas echaron una segunda sombra, que se acortaba a medida que el sol subía hacia el cenit.
    El paisaje parecía tembloroso. La temperatura aumentaba. Las insignificantes garrapatas proliferaban secretamente, en miríadas de insignificantes grietas.



    XII

    SEÑOR DE LA ISLA




    Eline Tal era un hombre alto, alegre, fiel, carente de imaginación. Era valiente, buen cazador, y montaba con gracia en su miela. Hasta tenía a veces asomos de inteligencia, aunque sospechaba de la academia y no sabía leer. Había conseguido que su mujer y sus hijos no leyeran casi nunca. Era absolutamente leal a Aoz Roon y no tenía otra ambición que servirle tan bien como pudiera.
    Pero no era capaz de comprender a Aoz Roon. Eline Tal había desmontado de su animal de brillantes colores y aguardaba pacientemente a cierta distancia del señor de Embruddock. Sólo podía verle la espalda, porque Aoz Roon miraba hacia adelante, con la barbilla sobre el pecho. Aoz Roon vestía las viejas píeles negras malolientes, como siempre, pero se había colocado sobre los hombros un manto de áspera tela amarilla, quizá para honrar, de alguna oscura manera, a la hechicera que se alejaba. El perro, Cuajo, estaba junto a los cascos de Gris.
    Eline Tal esperaba con un dedo en la boca, tocándose ociosamente una muela posterior. No hacía nada más y tenía la mente en blanco.
    Después de algunas otras maldiciones, pronunciadas en voz alta, Aoz Roon se movió con su miela. Miró una vez por encima del hombro, frunciendo las cejas oscuras, pero no prestó a su fiel lugarteniente más atención que al perro.
    Llevó al miela a todo galope hasta el borde de la elevación y lo contuvo con tal violencia que el animal se alzó sobre las patas traseras.
    —¡Perra bruja! —gritó Aoz Roon, y sólo el eco le contestó.
    Encantado con el sonido de su propia amargura, Aoz Roon mugió con regocijo a los ecos, sin importarle que la yegua lo alejase de Oldorando, o que el perro y el escudero lo siguiesen.
    Tiró bruscamente de la brida de Gris, que echó espuma por la boca. Sólo era media mañana. Sin embargo, una sombra había caído sobre el mundo. Miró entre las ramas espinosas y observó con el ceño fruncido que el globo sombrío había subido gradualmente hasta alcanzar a Freyr y darle un mordisco. La oscuridad aumentaba. Cuajo gruñó, atemorizado, y se acercó más a los cascos del miela.
    Un búho nocturno salió de un alerce caído, volando junto al suelo. Tenía plumas moteadas y las alas de una envergadura mayor que los brazos abiertos de un hombre. Chillando, se metió entre las patas de Gris y se elevó hacia el cielo pálido.
    Gris se irguió sobre las patas traseras y luego se lanzó inconteniblemente a galope tendido. Aoz Roon intentaba no caerse; el miela intentaba quitárselo de encima.
    Alarmado por el fenómeno celestial, Eline Tal lo siguió, luchando por dominar a Veloz. Corría como el viento del sur, persiguiendo al otro animal.
    Cuando Aoz Roon calmó finalmente al asustado miela, el ánimo tenebroso se le había ido. Rió sin alegría, acariciando a Gris y hablándole con una gentileza que no empleaba con los hombres. Lenta y firmemente, Batalix penetraba más en el disco de Freyr. La mordedura del phagor... las viejas leyendas le volvían a la mente; los centinelas no eran compañeros, sino enemigos condenados a devorarse uno a otro durante toda la eternidad.
    Se inclinó hacia adelante y dejó que el animal eligiera el camino. ¿Por qué no? Podía regresar a Oldorando a gobernar como de costumbre. Pero, ¿sería el mismo lugar ahora que ella se había ido, esa perra? Dol era una pobre criatura insípida a quien nada importaba lo que él fuese. En el hogar sólo había peligro y decepción.
    Torciendo la cabeza del miela, le obligó a proseguir a través de una maraña de arbustos espinosos y a aceptar de mala gana el azote de las ramas. La dislocación del mundo era demasiado profunda para que Aoz Roon pudiera medirla. Entre las ramas había cañas, hierbas y pajas. Tan abrumado se sentía que ignoró esta prueba de una reciente inundación.
    El borde inferior de Batalix, que continuaba devorando a Freyr, ardía con un fuego plateado. Luego también Batalix fue eclipsado por las nubes oscuras que venían del este. La lluvia llegó y castigó con una fuerza creciente la vegetación cenicienta. Aoz Roon, con la cabeza gacha, continuó avanzando. La lluvia silbaba entre el follaje. Wutra mostraba su odio.
    Aoz Roon espoleó al miela, salió de la espesura, y se detuvo; la densa hierba gorgoteaba bajo los cascos. Eline Tal se acercó lentamente desde atrás. La lluvia arreciaba y corría por la piel de los animales hasta el suelo. Mirando por debajo de las mojadas cejas, el señor de Embruddock vio que el terreno se elevaba a un costado, y que había árboles sobre un barranco rocoso. En la base habían construido una especie de refugio con piedras partidas. Más allá había una zona cenagosa, atravesada por cursos de agua. La lluvia hacía borrosa la escena; incluso el contorno del refugio era indistinto, aunque Aoz Roon alcanzó a ver las figuras que estaban de pie en la entrada.
    Las figuras estaban inmóviles. Miraban. Tenían que haber estado allí desde mucho antes de que él las viera. Cuajo se detuvo, gruñendo.
    Sin volverse, Aoz Roon le indicó a Eline Tal que se acercara.
    —Malditos peludos —dijo Eline Tal, casi con alegría.
    —Odian el agua. Tal vez la lluvia los retenga donde están. No dejes de moverte.
    No se volvería ni mostraría miedo. Quizá era imposible atravesar la ciénaga. Lo mejor sería subir la pendiente. Una vez arriba —si los phagors los dejaban llegar— podrían alejarse con rapidez. No llevaba otras armas que una daga en el cinturón.
    Los dos hombres avanzaban hombro contra hombro, y el perro gruñía continuamente entre ellos. La cuesta era demasiado abrupta y tenían que subir por un costado. A causa de la oscuridad, era difícil estar seguro de nada; parecía que sólo cinco o seis monstruos se agazapaban en el miserable refugio. Más atrás había dos kaidaws, sacudiendo las cabezas para quitarse las gotas de agua, entrechocando ocasionalmente los cuernos; los retenía un esclavo, humano o protognóstico, que observaba apáticamente a Aoz Roon y Eline Tal.
    Sobre el techado de la construcción había dos aves vaqueras apretujadas. Otras dos se disputaban, en el suelo, una pila de excrementos de kaidaw. Una quinta, a cierta distancia, sobre una roca, destrozaba y devoraba un animalito que había capturado.
    Los phagors no se movieron.
    Los dos grupos estaban a tiro de piedra, y los mielas acomodaban ya el paso a la pendiente cuando Cuajo se apartó de Gris y se lanzó ladrando con furia hacia el refugio.
    La reacción de Cuajo precipitó el avance de los phagors. Salieron del refugio e iniciaron el ataque. Como tantas veces, parecía que necesitaban un pinchazo para poder actuar, corno si el sistema nervioso fuera en ellos inerte por debajo de cierto nivel de estímulo. Al verlos adelantarse a la carrera, Aoz Roon gritó una orden, y junto con Eline Tal espolearon las cabalgaduras cuesta arriba.
    El camino era traicionero. Los árboles jóvenes no eran más altos que un hombre y el follaje de las copas se abría como sombrillas. Era necesario cabalgar con la cabeza gacha. Las piedras puntiagudas del suelo eran un riesgo permanente para las patas de los mielas. Había que guiar con cuidado si no querían pisar en falso. Atrás se oían ruidos de persecución. Una lanza pasó al lado de los fugitivos, y se hundió en el suelo, pero eso fue todo. Más amenazantes eran el ruido de los kaidaws que se aproximaban y los gritos guturales de los jinetes. En terreno llano, un kaidaw podía superar a un miela. Entre los árboles bajos, el kaidaw estaba en desventaja. Los dos velludos monstruos blancos montados se iban rezagando; ambos alzaban los antebrazos enormes delante de las cabezas, para evitar el azote de las ramas bajas. Llevaban lanzas en la mano libre, contra el flanco de los kaidaws, y dominaban a los animales con las rodillas y los pies córneos. Los phagors de a pie sólo habían llegado a la base de la loma, y no eran aún una amenaza.
    —Los peludos nunca abandonan —dijo Aoz Roon—. ¡Vamos, Gris!
    Avanzaron a galope tendido, pero los phagors no cejaban.
    La lluvia amainó y volvió a arreciar. Los árboles chorreaban. El suelo era llano, pero más pedregoso.
    Los dos phagors estaban a tiro de lanza.
    Tomando firmemente las riendas, Aoz Roon se irguió sobre los estribos. Podía ver por encima de los árboles. A la izquierda, la densa floresta se interrumpía. Con un grito a Eline Tal, Aoz Roon giró a la izquierda, y durante un rato perdieron de vista a los phagors detrás de unas grandes rocas cuyos contornos parecían temblar bajo el peso del aguacero.
    Encontraron una especie de senda, y la siguieron contentos cuesta arriba. Los árboles se hacían más ralos. Al frente, el camino descendía, entre charcas cenagosas.
    Mientras los hombres vislumbraban una esperanza y apremiaban a los mielas, los phagors surgieron entre los árboles-sombrilla. Aoz Roon mostró el puño y voló hacia adelante. El gran perro amarillo se mantenía junto a Gris, sin desfallecer.
    Ahora iban cuesta abajo. El suelo era de pedruscos. Más adelante se veía un paisaje enteramente melancólico sombreado por rajabarales; las fuertes líneas verticales equilibraban la ancha línea horizontal del agua. Todo era verde claro.
    La curva de un río turbulento pasaba por el centro de este paisaje. Las aguas desbordadas se extendían entre los alerces creando una maraña de reflejos. Más allá los árboles se sucedían en oscuras hileras hasta que la cortina de la lluvia oscurecía la visión. Las nubes rodaban por el cielo, ocultando a los dos centinelas entrelazados.
    Con un rápido movimiento, Aoz Roon se quitó el sudor y la lluvia de la frente. Vio cuál era el camino más seguro. En el río había una isla, cubierta de rocas y de árboles de oscuro follaje. Si él y Eline Tal conseguían alcanzarla —y la costa más próxima no se alzaba muy lejos— estarían a salvo.
    Señaló hacia adelante, gritando ásperamente.
    Al mismo tiempo, advirtió que cabalgaba solo. Se volvió, y se detuvo a mirar.
    A la izquierda centellearon las franjas brillantes de Veloz. El animal galopaba sin jinete, hacia el río.
    Más atrás, en el punto donde terminaban los árboles que parecían sombrillas, Eline Tal yacía en el suelo. Los dos phagors se le acercaban. Uno descendió del kaidaw. Eline Tal le lanzó un puntapié, pero el phagor lo alzó con gran violencia. En el hombro de Eline Tal había una mancha roja; lo habían derribado de la silla con un lanzazo. Se debatió débilmente; el phagor bajó los cuernos y se preparó para dar el golpe mortal. El otro phagor no esperó a ver el golpe de gracia. Hizo girar el kaidaw con un elegante movimiento y se precipitó cuesta abajo contra Aoz Roon, con la lanza en alto. El señor de Embruddock espoleó a Gris. Nada podía hacer ya por el infortunado lugarteniente. Al galope, fue hacia la isla, inclinándose para alentar a Gris, pues sentía que el miela flaqueaba.
    El phagor tenía ventaja. El kaidaw era más rápido en campo abierto, por más que corriera el miela.
    El manto amarillo de Aoz Roon flameaba al viento mientras volaba hacia el río. Cerca, cerca, cada vez más cerca. Los remolinos, el follaje mojado, el borrón del paisaje distante, el roedor que se escabullía entre la hierba; todo relampagueó ante él. Sabía que era demasiado tarde. Sintió corno si la piel entre los omóplatos se le fundiera en líquidos mientras esperaba la lanzada fatal.
    Una rápida mirada atrás. La bestia estaba casi sobre él; se le veían claramente los nervios del cuello en la cabeza estirada, como enredaderas alrededor de un árbol. Ahora la maldita bestia atacaría lanza en ristre, seguro de acertar. Le ardían los ojos.
    A pesar de su edad, Aoz Roon era de reacciones más rápidas que cualquier phagor.
    Bruscamente tiró de las riendas, echando hacia atrás la cabeza de Gris con fuerza salvaje, hasta casi detenerse delante del phagor. Al mismo tiempo se arrojó de la silla, dio media vuelta en el suelo barroso, ganando impulso, y se lanzó rápidamente contra el kaidaw.
    Se arrancó del hombro el manto empapado, y lo hizo girar alrededor y hábilmente hacia arriba, mientras la lanza golpeaba. La tela basta se enrolló en el brazo armado del enemigo. Aoz Roon tiró.
    El phagor se deslizó hacia adelante. Con el brazo libre, se aferró a la crin del kaidaw. Aoz Roon recuperó el manto, juntó las puntas y lo arrojó al cuello de la bestia. Un nuevo tirón, y el phagor cayó al suelo, mientras el kaidaw de color herrumbre proseguía su marcha.
    Un olor a lecha agria asaltó a Aoz Roon. Se quedó mirando al phagor caído, como si no supiese qué hacer. No muy lejos, los demás phagors venían a la carrera. Gris se alejaba al galope. La situación era tan desesperada como antes.
    Llamó a Cuajo, pero el mastín estaba agazapado, temblando, y no quiso moverse.
    Cuando el phagor se incorporó, Aoz Roon echó a correr hacia el río, con la lanza en la mano. Podía nadar hasta la isla; ésa era su única esperanza.
    Antes de llegar a la costa advirtió el peligro. El agua estaba negra por los lodos que arrastraba, a causa de la inundación, y llevaba también animales muertos y ramas, y contra todo eso tendría que luchar nadando.
    Vaciló. Mientras tanto, el phagor cayó sobre él.
    Aoz Roon recordó una lucha similar en otro tiempo, antes de aquella vergonzosa fiebre. Había vencido entonces. Pero este otro adversario... no era joven, lo sintió instintivamente, mientras le apretaba un brazo y lo pateaba con la bota. Lo arrojaría al río antes de que los demás se acercaran.
    Pero no fue tan fácil. El phagor tenía aún una fuerza enorme. Uno de ellos cedió un poco de terreno, luego el otro. Aoz Roon no consiguió alzar la lanza ni echar mano al cuchillo. Luchaban y gemían, moviéndose a saltos o con pasos rápidos, y el adversario trataba de emplear los cuernos.
    Aoz Roon gritó de dolor cuando el phagor le retorció el brazo. Dejó caer la lanza. Mientras gritaba, consiguió liberar un codo. Lo alzó contra el mentón del monstruo, vivamente. Ambos retrocedieron unos pasos, y se metieron hasta las rodillas en el agua. Aoz Roon llamó desesperadamente al perro, pero Cuajo se movía de un lado a otro y ladraba ferozmente para contener a los tres phagors que se aproximaban a pie.
    Un gran árbol vino bamboleándose y girando en la corriente. Una rama emergió como un brazo, goteando; golpeó al hombre y al phagor que luchaban entrelazados. Ambos cayeron y fueron arrastrados hacia abajo por una fuerza irresistible en el agua turbulenta. Otra rama emergió a la superficie, y también ella se hundió en remolinos amarillentos.
    Durante cuatro horas, Batalix mordisqueó el flanco de Freyr, como un perro ensañado con un hueso. Sólo entonces desapareció del todo la luz más brillante. En las primeras horas de la tarde una sombra de acero cayó sobre la tierra. Nada se movía, ni siquiera un insecto.
    Freyr desapareció del mundo durante tres horas, sustraído del cielo diurno. Reapareció, apenas parcialmente, al ocaso. Nadie podía asegurar que volviera a estar entero. Densas nubes cubrían el cielo de horizonte a horizonte. Así murió el día, un día alarmante. Niños o adultos, todos los seres humanos de Oldorando se fueron esa noche a la cama llenos de aprensión.
    Luego se levantó el viento, dispersando la lluvia, inquietando aún más a todos.
    Había habido tres muertes en la vieja ciudad —una, un suicidio— y algunos edificios se habían incendiado o ardían aún.
    La luz de un incendio, avivada por el viento, iluminaba una franja de agua de lluvia junto a la gran torre. Los reflejos se proyectaban en el techo de la habitación donde Oyre estaba echada en cama, sin dormir. El viento silbaba, un postigo golpeteaba, las chispas ascendían en la chimenea de la noche.
    Oyre esperaba, hostigada por los mosquitos que acababan de aparecer en Oldorando. Cada semana traía algo que nadie había conocido nunca.
    La luz fluctuante del exterior se unió a las manchas del techo para dejar entrever a Oyre la imagen momentánea de un anciano de largo pelo enmarañado, envuelto en una túnica. Ella imaginaba que no podía verle el rostro, pues el hombro le ocultaba la cabeza. Estaba haciendo algo. Las piernas se le movían junto con las ondas que el viento provocaba afuera en la charca. Caminaba en silencio entre las estrellas.
    Cansada del juego, Oyre miró hacia afuera preguntándose que habría sido de su padre. Cuando volvió a mirar, descubrió que se había equivocado: el anciano estaba mirándola por encima del hombro. Tenía el rostro manchado y arrugado por la edad. Andaba ahora más rápidamente, y el postigo golpeaba marcando el ritmo de sus pasos. Marchaba a través del mundo hacia ella. Una terrible erupción le cubría el cuerpo.
    Oyre se incorporó. Un mosquito zumbó junto a su oído. Se rascó la cabeza y miró a Dol, que respiraba pesadamente.
    —¿Cómo estás, muchacha?
    —Los dolores vienen más a menudo.
    Oyre bajó desnuda de la cama, se puso una túnica larga y se acercó a su amiga, cuyo rostro pálido apenas podía distinguir.
    —¿Quieres que llame a Ma Escantion?
    —Todavía no. Hablemos. —Dol extendió una mano, y Oyre la tomó.— Eres una buena amiga, Oyre. Aquí, acostada, pienso en esas cosas. Tú y Vry... ya sé qué pensáis de mí. Las dos amables, y sin embargo tan distantes. Vry es tan insegura, y tú tan segura, siempre...
    —Eso es exactamente al revés.
    —Quizás, nunca entendí bien... La gente abandona terriblemente a los demás, ¿no es cierto? Espero no abandonar al niño, nunca. Yo sé que le fallé a tu padre. Ahora él me falla... Imagínate, no está conmigo, esta noche entre todas las noches...
    El postigo volvió a golpear en el piso inferior. Las mujeres se abrazaron. Oyre puso una mano sobre el vientre hinchado de su amiga.
    —Estoy segura de que no se ha ido con Shay Tal, si eso es lo que temes.
    Dol se acomodó sobre los codos y respondió, apartándose de Oyre: —A veces no puedo soportar mis propios sentimientos... Prefiero este dolor. Sé que no valgo ni la mitad. Pero yo dije sí y ella dijo no; y eso también cuenta. Siempre he dicho sí, y sin embargo, él no está aquí conmigo... No creo que me haya querido nunca...
    Se echó a llorar de repente, con tanta fuerza que le saltaron las lágrimas. Brillaron a la luz vacilante y ella se volvió y ocultó la cara en el amplio pecho de Oyre.
    El postigo sonó mientras el viento aullaba, hosco.
    —Deja que envíe a la esclava en busca de Ma Escantion, cielo —dijo Oyre. Ma Escantion era la encargada de atender los partos desde que la madre de Dol se había vuelto vieja y decrépita.—Todavía no, todavía no. —Poco a poco las lágrimas dejaron de brotar. Dol suspiró profundamente.— Hay bastante tiempo. Tiempo para todo. —Oyre se puso de pie, envolviéndose en la túnica, y bajó descalza para asegurar el postigo. Recibió en la cara una ráfaga del viento del sur; aspiró con gratitud. El ruido inmemorial de Embruddock, las voces de los gansos, llegó hasta ella, mientras las aves se guarecían detrás de una cerca.
    —¿Y por qué yo estoy sola? —preguntó a la oscuridad.
    Sintió el olor acre del humo mientras corría el cerrojo. Un edificio vecino ardía aún, recordando la locura pública de ese día.
    Cuando regresó a la destartalada habitación, Dol estaba sentada, secándose la cara.
    —Será mejor que hagas llamar a Ma Escantion, Oyre. El futuro señor de Embruddock está a punto de nacer. Oyre la besó en la mejilla. Las dos mujeres estaban pálidas y con los ojos muy abiertos.
    —Volverá pronto. Los hombres son tan... poco dignos de confianza...
    Salió rápidamente a llamar a una esclava.
    El viento que había golpeado el postigo en casa de Oyre venía de muy lejos, y sólo se extinguiría entre los dientes de caliza de los Quzints. Había nacido en las insondables extensiones del mar que los futuros navegantes llamarían Ardiente. Se movió luego a lo largo del ecuador, hacia el oeste, ganando velocidad y haciéndose más húmedo, hasta que tropezó con la gran barrera del Escudo Oriental de Campannlat, el Nktryhk, donde se dividió en dos vientos.
    La corriente aérea del norte rugió en el golfo de Chalce y se agotó al fundir las heladas primaverales de Sibornal. La corriente sur giró en las alturas de Vallgos, primero sobre el mar de Cimitarra y luego sobre la parte norte del mar de las Águilas; sopló, con olor a pescado sobre las tierras bajas entre Keevasien y Ottasol. Aulló sobre un desierto que un día sería el gran país de Borlien, suspiró en Oldorando, moviendo el postigo de Oyre, y siguió adelante, sin detenerse a escuchar los primeros gritos del hijo de Aoz Roon.
    Esta cálida corriente de aire traía consigo aves, insectos, esporas, polen y microorganismos. Pasó en unas pocas horas, y fue olvidada casi enseguida; sin embargo, contribuyó a alterar las cosas que habían sido.
    Mientras soplaba, llevó algún consuelo a un hombre incómodamente sentado en las ramas de un árbol. El árbol crecía en una isla, en el centro de un torrente que se convertía con rapidez en un afluente del río Takissa. El hombre tenía una pierna lastimada y había tratado de ponerse a salvo trepando trabajosamente al árbol.
    Debajo del árbol había un gran phagor macho. Quizás aguardaba para atacar. Al menos permanecía inmóvil, aunque a veces sacudía una oreja. El ave vaquera estaba posada en una rama del árbol, lejos del hombre herido.
    El hombre y el phagor habían sido arrojados por el torrente a la costa de la isla. El primero había trepado al único punto seguro que había podido encontrar, herido como estaba. Cuando sopló el viento, se aferró al tronco.
    El viento era demasiado caliente para el phagor. Al fin se alejó sin mirar atrás, abriéndose paso entre las rocas que cubrían la mayor parte de la estrecha isla. Después de seguirlo con la mirada, inclinando la cabeza, el ave vaquera abrió las alas y se lanzó en pos de su dueño.
    El hombre se dijo a sí mismo: si pudiera cazar y matar esa ave, sería por lo menos una victoria, y valdría la pena comérsela.
    Pero Aoz Roon tenía que derrotar al phagor. A través de las hojas del árbol, podía ver la costa, allí donde lo había arrastrado el agua. Sobre el terreno cenagoso había cuatro phagors, cada uno con un ave vaquera posada en el hombro o revoloteando ociosamente alrededor; uno retenía la crin de un kaidaw. Habían estado allí durante horas, casi inmóviles, mirando la isla.
    A lo largo de la orilla, a prudente distancia, se movía Cuajo. El mastín gruñía con inquietud, iba de un lado a otro, estudiaba los oscuros remolinos del agua. Dolorido, mordiéndose el barbado labio inferior, Aoz Roon trató de deslizarse a lo largo de la rama y observar la retirada del adversario más próximo. Como no parecía haber lugar adonde ir en la isla, imaginó que el monstruo simplemente describiría un círculo y regresaría; si él hubiese estado en mejores condiciones, habría pensado en prepararle alguna sorpresa desagradable.
    Miró el cielo. Freyr estaba desprendiéndose de una barrera de árboles, aparentemente intacto después de la experiencia del día anterior. Batalix navegaba entre las nubes. Aoz Roon tenía ganas de dormir pero no se atrevía. Probablemente al phagor le ocurría lo mismo. No se veía ni oía al monstruo. Sólo el perpetuo gorgoteo del agua que avanzaba hacia el sur. Estaba helada; Aoz Roon lo recordaba perfectamente. La inmersión tendría que haber afectado al enemigo.
    Era probable que el phagor le tendiera alguna emboscada. A pesar del dolor, quería bajar del árbol e investigar. Al fin se decidió y esperó unos minutos para recuperarse del todo. Se rascó.
    Era difícil moverse. Los miembros se le habían endurecido. Las pieles empapadas le pesaban. El principal problema era la pierna izquierda: hinchada, rígida, dolorida. No obstante, consiguió cambiar de posición y deslizarse por el árbol, hasta que cayó al suelo cuan largo era. Allí quedó tendido, jadeando, incapaz de incorporarse, esperando a que en cualquier momento el phagor saltara sobre él.
    Los phagors de la costa lo habían visto y llamaban al otro; pero sus voces, que no tenían la potencia de la voz de los hombres, apenas se oían sobre el ruido del agua. También Cuajo aulló.
    Aoz Roon se puso de pie. Junto al espumoso borde del agua, encontró una rama descortezada, que le sirvió de muleta. El miedo, el frío, el malestar, se le arremolinaron dentro como las aguas de una inundación, y casi lo hicieron caer. Sentía el cuerpo a la vez helado e inflamado. Miró desesperado alrededor, rascándose, con la boca abierta, aguardando el ataque. No veía al phagor.—Te las verás conmigo, basura, aunque sea lo último que haga... Todavía soy el señor de Embruddock...
    Se movió paso a paso, ocultándose de los phagors que montaban guardia detrás de las rocas amontonadas en el centro de la isla. A la derecha, piedras, hierbas, desechos eran arrastrados por la corriente lisa y traicionera que se encaminaba a una costa distante. La niebla se aliaba con el agua, retorciéndose sobre la superficie marmórea.
    Arbustos y árboles más viejos compartían este naufragio, algunos arrancados de raíz por los pedruscos que arrastraba la corriente. Esta zona de desastre natural no medía más de doce metros en la parte más ancha, pero se alargaba como el espinazo de una gran criatura sumergida, y dividía el curso de agua hasta perderse de vista a lo lejos.
    Como un oso herido, Aoz Roon se adelantó cojeando y examinó los alrededores ansiosamente, cuidando de mantenerse junto al borde del agua y de dejar todo el espacio posible entre él y un eventual ataque.
    Un ciervo, con la cabeza erguida y los ojos llameantes, surgió bruscamente de unos helechos. Aoz Roon se detuvo, sorprendido, mientras el animal se hundía en el agua hasta que sólo le asomó la cabeza rojiza con cuernos de tres puntas. Dio un quejumbroso mugido, entregó el poderoso cuerpo al poder superior de la corriente, y se alejó describiendo un amplio arco. Pareció que no podía llegar a la costa y aún nadaba con bravura cuando desapareció en un banco de niebla.
    Más tarde Aoz Roon vio otra vez al ave vaquera, y tropezó con un árbol caído.
    El ave lo miraba con unos lapidarios ojos de reptil desde el techo de piedra y turba de una cabaña. Los muros de la cabaña eran de piedra; y helechos, piedrecillas amontonadas, arbustos caídos le daban un aspecto de cosa natural. Aoz Roon dio un rodeo abriéndose paso hasta el frente del refugio, pensando que el phagor tenía que estar dentro.
    El terreno se hundía y el agua se arremolinaba a unos pocos pasos de la puerta. La isla estaba cortada. Continuaba unos metros más adelante, como una pequeña barca que transportase una insensata carga de rocas. Las dos partes estaban separadas por una corriente poco profunda. El hombre-oso podía vadearla y encontrar un sitio más seguro. El phagor, por el odio al agua que caracterizaba a la especie, nunca lo seguiría.
    El frío de la corriente le mordió los huesos como dientes de cocodrilo. Gimiendo y tropezando, llegó a la otra margen. Cayó. Quedó tendido boca abajo, entre las piedras, torciendo la cabeza para mirar la cabaña. El enemigo tenía que estar dentro, enfermo, herido como él.
    Se incorporó y continuó recorriendo la isla, mirando confusamente alrededor; en cierto momento sacó el cuchillo para cortar dos estacas. Las puso bajo el brazo y volvió a cruzar la corriente cruel, con ayuda de la muleta. Tenía la mirada clavada en la puerta de la cabaña.
    Mientras se acercaba, hubo un movimiento por encima de él. El ave vaquera se precipitó desde el aire y le desgarró la sien con el pico puntiagudo. Aoz Roon dejó caer las estacas y la muleta, y preparó el cuchillo. Cuando el ave arremetió por segunda vez, se lo clavó en el pecho. El animal aterrizó torpemente en un tronco, perdiendo unas plumas manchadas de sangre roja.
    Aoz Roon avanzó trastabillando y acomodó las dos estacas, una debajo del cerrojo, otra bajo el gozne superior de la puerta. Casi enseguida la puerta empezó a sacudirse. Martillando, aullando, el phagor intentaba salir. Las estacas no cedieron.
    Aoz Roon recogió la muleta. Mientras se disponía a retirarse del islote, vio al ave. Saltaba de un pie a otro y tenía sangre en el pecho. Alzó la muleta y la descargó sobre el ave.
    Sosteniendo la muleta debajo del brazo, cojeó vadeando el agua helada por tercera vez.
    En la margen opuesta se sentó para frotarse las piernas entumecidas. Maldijo el dolor que sentía en los huesos. El martilleo continuaba en la puerta de la cabaña. Tarde o temprano, una de las estacas dejaría de apuntalar la puerta; por el momento el phagor estaba fuera de combate y el señor de Embruddock había triunfado.
    Arrastrando el ave vaquera, Aoz Roon reptó hacia dos troncos que se inclinaban uno contra otro. Juntó unas piedras alrededor para protegerse. La debilidad lo invadía en oleadas. Se durmió con la cara apoyada sobre las plumas aún calientes del ave.
    El frío y el entumecimiento lo despertaron. Freyr estaba muy bajo en el cielo del oeste, hundiéndose en una niebla dorada. Aoz Roon salió del nicho y observó la costa del río: los phagors aún estaban allí. Detrás de ellos el terreno se elevaba: reconoció el sitio donde había caído Eline Tal. Más atrás se veía, borrosamente, el centinela mayor. No había señales de Cuajo.
    La pierna le dolía menos. Retrocedió y salió del agujero, arrastrando el pájaro muerto, y se puso de pie.
    El phagor estaba a pocos metros, del otro lado del torrente. La cabaña tenía la puerta intacta. El techo estaba roto, y las piedras habían rodado a los lados. Por ahí había escapado la bestia.
    Resoplando, el phagor volvió la cabeza a un lado y luego al otro, y por un instante, en un movimiento enigmático, los cuernos reflejaron la luz del sol. Era un triste ejemplar, con la piel apelmazada por la reciente inmersión en el río.
    Arrojó una tosca lanza cuando Aoz Roon se le apareció delante. Aoz Roon estaba demasiado rígido y sorprendido para agacharse, pero el proyectil llegó muy desviado. Vio que era una de las estacas que había apoyado contra la puerta. El pésimo disparo significaba quizás que el phagor tenía el brazo herido.
    Aoz Roon mostró el puño. Pronto sería de noche, sólo durante un rato. Algún instinto lo empujó a encender un fuego. Se puso a trabajar, dando gracias a Wutra pues se encontraba mejor, aunque también, a la vez, se sentía misteriosamente enfermo. Quizás fuera hambre, se dijo; pero podría comer una vez que encendiese una hoguera. Después de reunir unas ramitas y madera podrida, y de ponerlas en un sitio abrigado entre piedras, empezó a trabajar como un buen cazador, haciendo girar un palito entre las manos. La hierba seca ardió. Sucedió el milagro, y brotó una llama. Las duras líneas del rostro de Aoz Roon se distendieron levemente mientras contemplaba el fulgor que crecía entre sus manos. El phagor lo miraba desde lejos, inmóvil.
    —Te calientaz, Hijo de Freyr —dijo.
    Aoz Roon alzó la vista y vio sólo el contorno de su adversario, recortado contra el oro del cielo occidental.
    —Me caliento, y además asaré y me comeré tu ave vaquera, peludo.
    —Dame una parte de mi ave vaquera.
    —Las aguas bajarán dentro de uno o dos días. Entonces los dos podremos irnos a casa. Por ahora, quédate donde estás.
    La voz del phagor era ronca. Dijo algo que Aoz Roon no logró comprender. En cuclillas junto al fuego, miró a través del agua oscura. La silueta del phagor se fundía ahora con los árboles y colinas, negros contra el ocaso. Aoz Roon se rascó por debajo de las pieles, moviéndose de un lado a otro.
    —Hijo de Freyr, estáz enfermo y moriráz durante la noche. —El phagor tenía dificultades para pronunciar las sibilantes, que emitía como pesadas zetas.
    —¿Enfermo? Zi, estoy enfermo, pero todavía soy el señor de Embruddock, basura.
    Aoz Roon llamó a Cuajo, pero no hubo respuesta. La noche era demasiado oscura y no se podía ver si el grupo de phagors continuaba vigilando junto al agua. El mundo entero se hundía en la noche, convirtiéndose en unos pocos reflejos sombríos.
    Temeroso, sintiéndose débil, creyó ver que el phagor se agachaba, como si intentara saltar al torrente.
    —Te quedas en tu mundo —dijo—. Y yo en el mío.
    El mero hecho de articular las palabras lo fatigó. Sostuvo las manos ante los ojos, jadeando como hacía Cuajo al cabo de un día de caza. El phagor no respondió durante largo rato, como si tratara de asimilar la observación del hombre y finalmente decidiera descartarla. Lo hizo sin un gesto, diciendo: —Vivimoz y morimoz en el mizmo, el mizmo mundo. Por ezo debemoz pelear.
    Las palabras llegaron a Aoz Roon por encima del agua. No pudo entenderlas. Sólo recordó que había gritado a Shay Tal que sólo sobrevivían gracias a la unión. Ahora estaba confuso. Era típico de ella no estar cerca cuando él la necesitaba.
    Volviéndose hacia el fuego, cayó de rodillas, amontonó nuevas ramas, e inició la sangrienta tarea de cortar el ave. Le retorció una pata, la arrancó con los nervios colgando, y la atravesó con una rama fina. Se disponía a ponerla sobre el fuego cuando advirtió que la agonía de la erupción de la piel se le repetía en los huesos; el esqueleto le ardía en llamas. Sintió que desfallecía. La idea de comer le repugnaba ahora.
    Se puso de pie, tambaleándose, pisó el fuego, avanzó hacia el agua, gritando en círculos, sosteniendo en alto el ensangrentado muslo de ave. El ruido del agua era violento. Le pareció que el río se detenía, que la isla era una barca bogando velozmente sobre la superficie de un lago; él no podía dominarla, y el lago desapareció para siempre en una gran caverna oscura.
    La boca de la caverna se cerró y lo devoró.
    —Tienez la fiebre de los huezoz —dijo el phagor. Se llamaba Yhamm-Whrrmar. No era un guerrero. El y sus compañeros habitaban en el bosque y se alimentaban de hongos. Los kaidaws que llevaban eran robados. Cuando aparecieron los dos Hijos de Freyr, se limitaron a hacer lo que se esperaba de ellos, con el resultado de que ahora Yhamm-Whrrmar estaba en dificultades.
    Los comedores de hongos habían sido empujados hacia el oeste por una combinación de factores. Intentaban ir en la dirección opuesta, siguiendo las octavas de aire favorables, cuando encontraron a otros phagors del bosque, humildes como ellos, que les hablaron de una gran cruzada que avanzaba y lo destruía todo. Aunque alarmados, los comedores de hongos continuaron buscando terrenos más fríos, pero los desvió un largo valle donde las octavas de aire se confundían. Llegaron las inundaciones. Tuvieron que retroceder. Sentían en el eddre el agobio de la crueldad y la confusión.
    Yhamm-Whrrmar estaba inmóvil junto a la corriente de agua, esperando la muerte de ese maligno ser seminal, Freyr. Cuando Freyr desaparecía en la oscuridad, él se sentía aliviado. La noche era bienvenida. El phagor se quitó el hielo y empezó a frotarse el brazo herido.
    A cierta distancia, el enemigo estaba caído de bruces entre las piedras. No habría más problemas por ese lado. Después de todo, aunque eran unos aborrecibles parásitos, había que compadecer a los Hijos de Freyr. Todos terminaban por ponerse enfermos en presencia de la raza ancipital. Era lo justo. Yhamm-Whrrmar permaneció inmóvil, dejando pasar las horas.
    —Eztaz enfermo y moriraz —dijo. Pero también él se sentía mal. Se rascó el cuello con la mano del brazo sano y examinó la gran zona oscura donde estaban. La negrura se desvanecía. Ya en algún punto del este se insinuaba Batalix, el buen soldado, Batalix, el padre de la raza de dos filos. Yhamm-Whrrmar se retiró a la cabaña sin techo y se echó; cerró los ojos magenta; durmió tranquilo y sin sueños.
    Un brillo que venía del este apareció sobre las vastas zonas inundadas, como una promesa del alba de Batalix. Batalix saldría muchas veces antes de que la inundación se retirara, porque la alimentaban los enormes caudales de agua del remoto Nktryhk. Con el tiempo las aguas se labrarían un curso regular. Más tarde los desplazamientos del suelo desviarían el río. En ese período —para el que faltaban muchos siglos— Freyr alcanzaría su máxima gloria, y esa zona abrasada sería parte del Desierto de Madura, ocupado por naciones que aún eran parte de un invisible futuro. Mientras el hombre y el phagor dormían, ninguno de ellos podía saber que la corriente de agua pasaría junto a esa isla minúscula durante muchas generaciones. La inundación era temporal, sí; pero duraría otros doscientos años de Batalix.




    XIII

    PANORAMA DESDE EL MEDIO ROON




    En la Estación Observadora Terrestre entendían correctamente la expresión «fiebre de los huesos». Era parte de un complejo mecanismo patológico causado por un virus que las cultivadas familias del Avernus llamaban virus hélico, y que ellas conocían mejor que quienes lo sufrían y morían por él en el planeta.
    Los estudios de microbiología heliconiana estaban bastante avanzados para que los terrestres supieran que el virus se manifestaba dos veces cada gran año heliconiano de 1.825 años. Estas manifestaciones, aunque los habitantes de Heliconia pensaran lo contrario, no eran casuales. Ocurrían invariablemente durante el período de veinte eclipses que señalaba el comienzo de la verdadera primavera, y después durante el período de seis o siete eclipses que sobrevenía más adelante en el gran año. Los cambios de clima que coincidían con los eclipses desencadenaban las fases simétricas de hiperactividad viral, cuyos efectos eran igualmente devastadores aunque totalmente distintos en los distintos períodos.
    Para los habitantes del planeta, las dos plagas eran fenómenos diferentes. Estaban distanciadas por cinco pequeños siglos heliconianos (es decir, apenas más de siete siglos terrestres), y tenían nombres diferentes: la fiebre de los huesos y la muerte gorda.
    La enfermedad provocada por el virus, como una inundación irresistible, afectaba la historia de todos aquellos por cuyas tierras se paseaba. Sin embargo, un virus individual, como una sola gota de agua, era un factor despreciable. Era preciso aumentar diez mil veces el virus hélico para que el ojo humano pudiera verlo.
    El virus era una bolsa de noventa y siete milimicrones, cubierta parcialmente de icosaedros, hecha de lípidos y proteínas, y que contenía RNA; se parecía, en muchos aspectos, al virus helicoidal pleomórfico responsable de una extinta enfermedad terrestre, las paperas.
    Tanto los estudiosos del Avernus como los observadores terrestres habían descubierto hacía tiempo la función de este virus devastador. Como el antiguo dios hindú Siva representaba el principio —de doble filo— de la destrucción y de la conservación. Mataba, pero la existencia continuaba desarrollándose a lo largo de esa estela mortal. Sin la presencia del virus hélico en el planeta, ni la vida humana ni la phagoriana hubieran sido posibles.
    A causa de esa presencia, ninguna criatura terrestre podía poner el píe en Heliconia y sobrevivir. En Heliconia imperaba el virus hélico, que era como un cordón sanitario en tomo del planeta.
    Hasta este momento, la fiebre de los huesos no había entrado en Embruddock. Pero se acercaba, tan inexorablemente como la cruzada del joven kzahhn Hrr-Brahl Yprt. Los estudiosos del Avernus se preguntaban qué atacaría primero.

    Otras preguntas ocupaban la mente de quienes vivían en Embruddock. La principal, entre los hombres que estaban cerca de la cumbre en la insegura jerarquía, era cómo alcanzar el poder y cómo conservarlo.
    Afortunadamente para la humanidad, aún no se ha encontrado respuesta a esta pregunta. Pero Tanth Ein y Faralin Ferd, hombres venales y poco complicados, no tenían interés en el aspecto abstracto de la cuestión. Mientras pasaba el tiempo y alboreaba otro año —el funesto año 26 del nuevo calendario—, y la ausencia de Aoz Roon alcanzaba el medio año, los dos lugartenientes gobernaban interinamente.
    Esto les convenía. A Raynil Layan le convenía menos. Había ganado autoridad ante los dos regentes y el consejo. Raynil Layan sabía que en Oldorando era necesario, desde tiempo atrás, un nuevo sistema; si conseguía introducirlo alcanzaría el poder por medios no violentos como él prefería.
    Como si cediera al fin a la presión de los comerciantes, reemplazaría con dinero el antiguo sistema de trueque.
    Desde ese momento, nada sería gratis en Oldorando.
    El pan se pagaría con moneda.
    Seguros de recibir una parte, Tanth Ein y Faralin Ferd aprobaban el plan de Raynil Layan. La ciudad se expandía continuamente. Ya no se podía confinar el comercio en las afueras; se convertía en el centro de la vida y aparecía, por lo tanto, en el centro de la ciudad. Y merced a la innovación de Raynil Layan, sería sencillo cobrarle un impuesto.
    —No está bien pagar por la comida. La comida tendría que ser gratis, como el aire.
    —Pero recibiremos dinero para comprarla.
    —No me parece bien. Raynil Layan va a medrar con esto —dijo Dathka.
    y el otro Señor de la Pradera del Oeste caminaban hacia la torre de Oyre, de paso inspeccionando la zona. La responsabilidad de ambos crecía junto con Oldorando. Veían nuevas caras en todas partes. Los miembros del consejo estimaban —retorciéndose un poco las manos— que apenas una cuarta parte de la población había nacido en la ciudad. El resto eran extranjeros, muchos de ellos en tránsito. Oldorando estaba situada en una encrucijada continental cada vez más frecuentada.
    Lo que pocos meses antes había sido una campiña era ahora un campamento de tiendas y cabañas. Y algunos cambios eran más profundos. El viejo régimen de la caza, a veces duro, a veces sibarítico, desapareció de la noche a la mañana. Laintal Ay y Dathka tenían un esclavo para alimentar a los mielas. La caza escaseaba, los pinzasacos habían desaparecido, y los inmigrantes traían rebaños, lo que implicaba una vida más sedentaria.
    Las diversiones del bazar habían arruinado la camaradería de la caza. Quienes se complacían en correr como el viento sobre las praderas recientemente descubiertas en los días de Aoz Roon, se contentaban ahora con holgazanear en las calles, mientras se ocupaban de atender o regentar establos, o de transportar mercaderías, o de servir de alcahuetes.
    Los Señores de la Pradera del Oeste eran responsables del orden en los barrios de la ciudad que crecían al oeste del Voral. Tenían algunos guardias que los ayudaban. Un grupo de esclavos del sur, buenos albañiles, estaban construyendo una torre para ellos. La cantera estaba cerca de los brassimipos. La nueva torre imitaba las antiguas: se erguiría por encima de las tiendas de aquellos a quienes los señores querían dominar, puesto que tendría tres plantas.
    Después de inspeccionar el trabajo del día e intercambiar bromas con el supervisor, Laintal Ay y Dathka fueron a la ciudad vieja, abriéndose paso a través de la multitud de peregrinos. Había tiendas de lona listas para atender a las necesidades de cada viajero. Cada tienda tenía una licencia extendida por el despacho de Laintal Ay, y exhibía un disco con un número.
    Aparecieron unos peregrinos. Laintal Ay les cedió paso, retorciendo y apoyando la espalda contra una pared de lona. Movió atrás un pie y encontró el vacío; resbaló y cayó en un hoyo que la tela ocultaba. Sacó la espada. Tres jóvenes pálidos, de torso desnudo, lo miraron horrorizados cuando él les hizo frente.
    El agujero tenía el tamaño de una habitación pequeña, y un metro de profundidad.
    Los hombres se habían pintado un sol en el centro de la frente.
    Dathka apareció en el extremo de la pared de lona y miró divertido la excavación.
    —¿Qué estáis haciendo? —preguntó Laintal Ay a los tres hombres.
    Los tres se mantuvieron erguidos, reponiéndose de la sorpresa. Uno dijo: —Éste será un altar dedicado al gran Akha de Naba, y por lo tanto es terreno sagrado. Tenemos que pedirte que te retires inmediatamente.
    —Estas tierras están a mi cargo —dijo Laintal Ay—. Muéstrame tu licencia para establecerte aquí.
    Mientras los jóvenes se miraban, otros peregrinos se reunieron alrededor del hoyo, observando y murmurando. Todos vestían ropas blancas y negras.
    —No tenemos licencia. No vendemos nada.
    —¿De dónde habéis venido?
    Un hombre de gran estatura, con la cabeza envuelta en una tela negra, de pie al borde del hoyo y acompañado por dos ancianas que traían un objeto grande, dijo en voz pomposa: —Somos fieles del gran Akha de Naba y marchamos hacia el sur, difundiendo su palabra. Planeamos erigir aquí una capilla, y exigimos que tu indigna persona se marche ahora mismo.
    —Soy el señor de esta tierra, y de cada palmo de tierra. ¿Y por qué caváis si queréis construir una capilla? ¿O no podéis distinguir entre la tierra y el aire?
    Uno de los jóvenes excavadores explicó: —Akha es el dios de la tierra y de lo subterráneo: vivimos en las venas de Akha. Difundiremos la buena nueva por el mundo. ¿No somos, acaso, los Apropiadores de Pannoval?
    —Pues no os apropiaréis de este hoyo sin mi permiso —rugió Laintal Ay—. ¡Todos afuera!
    El hombre corpulento y pomposo empezó a dar gritos, pero sacó la espada. El objeto que llevaban las dos ancianas estaba cubierto con un paño. Dathka pinchó el paño con la punta de la espada, y lo apartó descubriendo una figura de piedra negra, torpemente agazapada, humana a medias, con unos ojos de rana ciegos y fijos.
    —¡Que belleza! —exclamó Dathka riendo—. Mejor cubrir una cara tan horrenda.
    Los peregrinos se enfurecieron. Akha había sido insultado: la luz del sol no tenía que tocarlo jamás. Varios hombres se lanzaron contra . Laintal Ay saltó del hoyo gritando, blandiendo la espada contra los peregrinos. La disputa atrajo a un guardia y a dos de los hombres armados con palos, y poco después los peregrinos estaban bastante maltrechos como para prometer comportarse mejor en el futuro.
    Laintal Ay y Dathka continuaron hasta las nuevas habitaciones de Oyre en la torre de Vry, que se estaba reconstruyendo. Oyre se había trasladado porque la plaza, junto a la gran torre, era demasiado ruidosa a causa de las tiendas de bebidas. Y con Oyre habían ido Dol y su hijo, Rastil Roon Den, así como la anciana madre de Dol, Rol Sakil. A medida que la ausencia de Aoz Roon se prolongaba, Dol se había sentido cada día menos tranquila en una casa que albergaba también a los dos desenfrenados lugartenientes, Faralin Ferd y Tanth Ein.
    A la entrada de la torre, que aún se llamaba Torre de Shay Tal, y por orden de Laintal Ay, estaban de guardia cuatro jóvenes robustos que habían sido esclavos en Borlien. Saludaron mientras Dathka y él entraban.
    —¿Cómo está Oyre? —preguntó Laintal Ay, empezando a subir.
    —Se está recuperando.
    Encontró a Oyre en cama, rodeada por Vry, Dol y Rol Sakil. Se acercó y ella le tendió tos brazos.
    —Oh, Laintal Ay, ha sido tan horrible, he tenido tanto miedo. —Él miró la cara y vio la fatiga en las leves arrugas debajo de los ojos. Todos los que descendían al mundo de los ancestros envejecían con la experiencia.— Creí que no volvería a verte, querido —dijo—. El mundo inferior es peor en cada nueva visita.
    La edad había doblado en dos a Rol Sakil. El largo pelo blanco le cubría la cara, de modo que sólo se veía la nariz. Junto a la cama, tenía al nieto. Rol Sakil dijo: —Únicamente los viejos no retornan, Oyre.
    Oyre se incorporó y estrechó más a Laintal Ay. El sintió cómo ella temblaba.
    —Era dos veces más horrible esta vez: un universo sin soles. El mundo inferior es lo opuesto del nuestro; la roca original es como un sol debajo de todo, negro, que diera luz negra. Los fessupos cuelgan como estrellas, no en el aire, sino en las rocas. Todos son lentamente absorbidos por el agujero negro de la roca original... Son malignos, odian a los vivos.
    —Es verdad —dijo Dol, acariciando a su anciana madre—. Nos odian y nos devorarían si pudieran.
    —Intentan mordernos cuando pasamos al lado.
    —Tienen los ojos llenos de deseos malignos.
    —Las bocas también...
    —¿Y tu padre? —urgió Laintal Ay, llevando la charla al motivo de que ella hubiera entrado en pauk.
    —Encontré a mi madre en el mundo inferior.— Oyre no pudo decir más por un momento. Aunque estaba aferrada a Laintal Ay, el mundo al que pertenecía le parecía menos real que el que había abandonado. La madre no había tenido una palabra amable para ella, sólo recriminaciones, y un odio de una intensidad que los vivos rara vez se atrevían a mostrar.
    —Me dijo que yo la había deshonrado, que bajó a la tumba avergonzada. Yo la había matado, yo era responsable, me había detestado desde que sintió mis movimientos en el vientre... Todas las cosas malas que hice en la infancia... Mi incapacidad de valerme por mí misma... Mi suciedad... Oh, no puedo decirte...
    Se echó a llorar como queriéndose quitar el dolor.
    Vry se acercó y ayudó a Laintal Ay a sostenerla.
    —No es verdad, Oyre, todo eso es imaginario. —Pero la llorosa amiga la apartó.
    Todos habían estado alguna vez en pauk. Todos la miraban con dolorida simpatía, recordando.
    —¿Y tu padre? —repitió Laintal Ay—. ¿Lo has encontrado? —Oyre se recobró y consiguió mantenerse erguida, mirándolo con los ojos enrojecidos y la cara brillante de lágrimas.
    —No estaba allí, gracias sean dadas a Wutra, no estaba allí. No ha llegado aún el momento de que caiga al mundo inferior.
    Todos se miraron, asombrados. Para ocultar el temor de que Aoz Roon estuviera, después de todo, con Shay Tal, Oyre continuó hablando: —Seguramente no será un corusco maligno como ésos; seguramente ha vivido una vida bastante plena, y no se convertirá en una de esas sombras malignas... Por lo menos, lo ha evitado durante un poco más de tiempo... Pero ¿dónde ha estado en todas estas largas semanas?
    Dol se echó a llorar, contagiada, arrebatando a Rastil Roon de los brazos de la abuela, acunándolo, diciendo:
    —¿Está vivo? ¿Dónde está? No ha sido tan malo, en verdad... ¿Estás segura de que no estaba abajo?
    —Te digo que no. Laintal Ay, : todavía está en alguna parte del mundo, Wutra sabe dónde, es seguro.
    Rol Sakil empezó a gemir, ahora que el niño no le impedía moverse.
    —Todos hemos de descender a ese terrible lugar, tarde o temprano. Dol, Dol, muy pronto le tocará a tu madre... pronto... Promete que vendrás a verme, y yo te prometo que no diré una palabra contra ti. Jamás te reprocharé que te hayas unido a ese hombre terrible que aflige nuestras vidas...
    Mientras Dol consolaba a su madre, Laintal Ay intentaba consolar a Oyre, pero de súbito ella se apartó y bajó del lecho, respirando hondamente y secándose la cara.
    —No me toques. Apesto a mundo inferior. Espera a que me lave.
    Durante estas lamentaciones, Dathka se mantuvo en el fondo de la habitación; la robusta figura se destacaba sobre la áspera pared, la cara parecía de madera. Al fin se adelantó.
    —Callad todos, y tratad de pensar. Estamos en peligro, y tendríamos que sacar provecho de esta noticia. Si Aoz Roon aún está vivo, necesitamos un plan de acción hasta que regrese, si regresa. Quizá lo hayan capturado los phagors.
    "Os aviso que Faralin Ferd y Tanth Ein conspiran para apoderarse de Oldorando. En primer lugar piensan establecer una casa de moneda, con ese gusano de Raynil Layan al frente. —Miró a Vry y luego apartó los ojos.— Raynil Layan ya tiene a los herreros acuñando moneda. Cuando manejen el dinero y paguen a los hombres, serán todopoderosos. Sin duda matarán a Aoz Roon cuando regrese.
    —¿Cómo se te ocurre? —preguntó Vry—. Faralin Ferd y Tanth Ein son sus amigos de toda la vida.
    —En cuanto a eso —Dathka rió—, el hielo es sólido hasta que se derrite.
    Miró a todos, alerta, y finalmente a Laintal Ay.
    —Hemos de probar nuestro valor. No diremos a nadie que Aoz Roon vive. A nadie. Es mejor que no estén seguros. Que todo el mundo lo dude. La noticia de Oyre llevaría a los lugartenientes a usurpar enseguida el poder. Así se adelantarían al posible regreso.
    —No me parece que... —empezó a decir Laintal Ay; pero Dathka, bruscamente dueño de su lengua, lo interrumpió.
    —¿Quién tiene más derecho a gobernar si Aoz Roon está muerto? Tú, Laintal Ay. Y tú, Oyre. El hijo de Loilanun y la hija de Aoz Roon. El hijo de Dol es un peligroso argumento que el consejo podría utilizar. Laintal Ay: tú y Oyre os uniréis enseguida. Basta de vacilaciones. Llamaremos a una docena de sacerdotes de Borlien para la ceremonia, y tú anunciarás que el viejo señor ha muerto, de modo que vosotros dos gobernaréis por él. Seréis aceptados.
    —¿Y Faralin Ferd y Tanth Ein?
    —Podemos ocuparnos de Faralin Ferd y de Tanth Ein —respondió Dathka sombríamente—. Y de Raynil Layan. No tienen el apoyo de la gente, como tú.
    Todos se miraron con gravedad. Por último, Laintal Ay habló: —No usurparé el título de Aoz Roon mientras él esté vivo. Aprecio la sagacidad de tu plan, Dathka, pero no lo seguiré.
    Dathka se puso las manos en las caderas y se burló.
    —Bien. Entonces, ¿no te importa que los lugartenientes tomen el poder? Te matarán. Y también a mí.—No lo creo.
    —Cree lo que quieras, pero sin duda te matarán. Y a Oyre, a Dol y al niño. Probablemente, también a Vry. No sueñes más. Son hombres duros y tienen que actuar sin demora. Las cegueras, los rumores de la fiebre de los huesos... Actuarán mientras tú esperas sentado.
    —Sería mejor traer de vuelta a mi padre —dijo Oyre, mirando deliberadamente a Dathka, no a Laintal Ay—. Las cosas son un torbellino... Necesitamos un jefe verdaderamente fuerte.
    Dathka respondió con una risa amarga y estudió la expresión de Laintal Ay.
    En la habitación cayó un pesado silencio. Lo interrumpió Laintal Ay diciendo de prisa y con torpeza: —Sea cual fuere el proceder de los lugartenientes, no intentaré tomar el mando. Eso sólo crearía división.
    —¿División? —dijo Dathka—. La ciudad ya está dividida, y a punto de precipitarse en el caos, con todos esos extranjeros. Eres un tonto si crees los disparates de Aoz Roon sobre la unión.
    Durante la discusión, Vry se había mantenido aparte, apoyada contra la pared, de brazos cruzados. Se adelantó y dijo: —Es un error que sólo penséis en los asuntos de la tierra.— Señaló al niño y agregó: —Cuando nació Rastil Roon, el padre acababa de desaparecer. Hace de esto tres cuartos. Ha pasado el tiempo del doble ocaso. De modo que han transcurrido tres cuartos desde el último eclipse, os lo recuerdo. O desde la última ceguera, si preferís la vieja expresión.
    "Se acerca otro eclipse. Oyre y yo hemos hecho los cálculos...
    La anciana madre de Dol gimió.
    —Nunca he podido explicar el porqué; apenas estoy aprendiendo el cómo —dijo Vry, mirando con dulzura a la anciana—. Pero si no me equivoco, el próximo eclipse será mucho más largo que el anterior. Freyr quedará oculto durante más de cinco horas y media; el eclipse empezará cuando salgan los dos soles y ocupará la mayor parte del día. Ya podéis imaginar el pánico que habrá. Rol Sakil y Dol empezaron a gemir. Dathka les ordenó bruscamente que callaran, y dijo: —¿Un eclipse de todo un día? Dentro de unos años no habrá más que eclipses, y nada de Freyr, si tienes razón ¿Por qué estás tan segura?
    Ella lo miró con fijeza, escrutándole el rostro oscuro. Temiendo lo que veía, le dio una respuesta que él no podía aceptar.
    —Porque el universo no es mero azar. Es una máquina. Y por tanto, se puede saber cómo se mueve.
    Durante siglos no se había oído en Oldorando una afirmación tan profundamente revolucionaria. Pasó totalmente por encima de la cabeza de .
    —Si es así, hemos de protegernos con sacrificios.
    Sin molestarse en discutir, Vry se volvió hacia los demás diciendo: —Los eclipses no durarán. Seguirán durante veinte años, y después de los primeros once, serán más breves. Después del número veinte, no volverán.
    Las palabras de Vry querían ser consoladoras. Los rostros de los demás mostraban el dolor de un pensamiento secreto; dentro de veinte años, probablemente ninguno de ellos estaría vivo.
    —¿Cómo puedes saber lo que ocurrirá en el futuro, Vry? Ni siquiera Shay Tal podía hacerlo —dijo Laintal Ay.
    Ella hubiera querido tocar a Laintal Ay, pero era demasiado tímida.
    —Se trata de observar, y de reunir hechos antiguos, y de ponerlo todo junto. Se trata de comprender lo que sabemos, y de ver lo que estamos viendo. Freyr y Batalix están muy lejos uno de otro, aunque a nosotros nos parecen próximos. Cada uno gira en el borde de un gran plato redondo. Los platos están inclinados en un cierto ángulo. En cada intersección hay un eclipse, pues nuestro mundo está en una línea con Freyr, y Batalix se interpone. ¿Comprendes?
    Dathka andaba de un lado a otro. Dijo con impaciencia: —Oye, Vry, te prohíbo que digas esas locuras en público. La gente te matará. A esto te ha llevado la academia. No escucharé una palabra más. Le echó una mirada oscura y amarga, y sin embargo, curiosamente implorante. Ella estaba atónita. Dathka salió de la habitación. Fue silencio lo que dejó atrás.
    Apenas pasaron dos minutos cuando hubo una conmoción en la calle. Laintal Ay corrió a ver qué ocurría. Temía alguna imprudencia de Dathka, pero había desaparecido. Un hombre había caído de su cabalgadura y pedía ayuda; por las ropas que llevaba parecía un forastero. Se había reunido un grupo alrededor —había varias caras que Laintal Ay conocía— pero nadie lo ayudaba.
    —Es la plaga —le explicó un hombre a Laintal Ay—. Cualquiera que lo ayude estará enfermo a la caída de Freyr.
    Acudieron dos esclavos, y el enfermo fue arrastrado hacia el hospital.
    Esa fue la primera aparición pública de la fiebre de los huesos en Oldorando.
    Cuando Laintal Ay retornó a la habitación de Oyre, ella se había quitado la ropa y se lavaba en un barreño detrás de un cortina, mientras hablaba con Vry y con Dol.
    La cara con hoyuelos de Dol tenía por una vez cierta expresión. Separó del pecho a Rastil Roon y puso al niño en manos de Rol Sakil.
    —Tienes que actuar, amigo mío —dijo—. Reúne a la gente y habíales. Explícales todo. No te preocupes por Dathka.
    —Así es, Laintal Ay —dijo Oyre—. Recuerda a todos cómo Aoz Roon construyó Oldorando, diles que has sido su fiel lugarteniente. No sigas el plan de Dathka. Asegura a todos que Aoz Roon no ha muerto, y que pronto regresará.
    —Sí —agregó Dol—. Recuérdales cómo le temían, y cómo hizo el puente. A ti te escucharán.
    —Entre las dos tenéis todo resuelto —respondió Laintal Ay—, pero os equivocáis. Aoz Roon ha estado afuera demasiado tiempo. La mitad de la gente apenas lo conoce. Son extranjeros, mercaderes, gente de paso. Ve al Pauk y pregunta al primero que encuentres quién es Aoz Roon. No te lo podrá decir. Es por eso que se plantea la cuestión del poder.—Laintal Ay estaba erguido y firme ante ellas.
    Dol sacudió el puño.
    —¡Cómo te atreves! Dices mentiras. Sí... Cuando vuelva, gobernará como antes. Yo me ocuparé de que eche a Faralin Ferd y a Tanth Ein. Sin olvidar a ese reptil, Raynil Layan.
    —Puede que sí, puede que no, Dol. Pero no está aquí. ¿Y Shay Tal? Se fue el mismo día ¿Y quién habla de ella ahora? Quizá tú aún la echas de menos, Vry; otros no.
    Vry movió la cabeza, y dijo serenamente: —Si quieres saber la verdad, no echo de menos a Shay Tal ni a Aoz Roon. Creo que hicieron difíciles nuestras vidas. Ella hizo difícil la mía... Oh, fue por mi culpa, lo sé, y le debo mucho, tan luego yo, hija de una esclava. Pero como una esclava seguí a Shay Tal.
    —Es verdad —dijo la vieja Rol Sakil, meciendo al niño—. Ella fue un mal ejemplo para ti, Vry. Nuestra Shay Tal era demasiado... demasiado virginal. Tú sigues el mismo camino. Has de tener quince años ahora; te acercas a la madurez y aún no te has acostado con nadie. Hazlo antes de que sea tarde.
    —Madre tiene razón, Vry —dijo Dol—. Ya has visto cómo Dathka se marchó furioso después de discutir contigo. Está enamorado de ti, ésa es la razón. Sé un poco más sumisa, ¿o no es ésa la actitud que ha de tener una mujer? Si le abres tus brazos, te dará lo que quieras... Sin duda es un hombre bastante apasionado.
    —Te aconsejo que le abras las piernas mejor que los brazos —agregó Rol Sakil, cacareando de risa—. Hay muchas mujeres bonitas de paso por Oldorando en estos tiempos, no como cuando éramos jóvenes, que la carne escaseaba... ¡Las cosas que se consiguen ahora en el bazar! No me extraña que quieran monedas... Yo sé en qué ranura las van a meter...
    —Ya basta —dijo Vry, con las mejillas encendidas—. Viviré mi propia vida, sin tus crudos consejos. Respeto a Dathka, pero no lo quiero. Hablemos de otra cosa.
    Laintal Ay tomó el brazo de Vry, consolándola, mientras Oyre emergía de la cortina con el pelo recogido. No usaba las pieles de miela, que los jóvenes de Oldorando consideraban ahora algo anticuadas. Vestía, en cambio, una túnica de lana verde que llegaba casi hasta el suelo.
    —Se le aconseja a Vry que tome un hombre sin demora —dijo Laintal Ay—. Y a ti también.
    —Por lo menos Dathka es maduro y se conoce a sí mismo.
    Laintal Ay frunció el ceño ante la observación. Volviendo la espalda a Oyre le habló a Vry: —Explícame eso de los veinte eclipses. No he comprendido. ¿Por qué es una máquina el universo?
    Con un gesto de desagrado, ella respondió: —Ya has oído los elementos, pero no prestas atención. Has de estar preparado para creer que el mundo es más extraño de lo que piensas. Trataré de explicártelo claramente.
    "Imagina que las octavas de aire se extienden a gran altura, tal como están en el suelo. Imagina que este mundo —los phagors lo llaman Hrl-Ichor— sigue regularmente su propia octava. En realidad, esa octava gira y gira alrededor de Batalix. Hrl-Ichor da una vuelta a Batalix cada cuatrocientos ochenta días, nuestro año, como sabes. Batalix no se mueve. Somos nosotros quienes nos movemos.
    —¿Cómo, si Batalix se pone todas las noches?
    —Batalix está inmóvil en el cielo. Nosotros giramos.
    Laintal Ay rió.
    —¿Y en el festival del Doble Ocaso? ¿Qué se mueve entonces?
    —Es igual. Nosotros nos movemos. Batalix y Freyr están entonces estacionarios. Si no lo comprendes, no puedo explicar nada más.
    —Todos hemos visto moverse a los centinelas, querida Vry, cada día de nuestras vidas. ¿Y qué pasaría entonces, si imagino que los dos se han convertido en hielo? Ella vaciló y continuó: —En verdad, Batalix y Freyr cambian de posición cuando Freyr se hace más brillante.
    —Vamos... Primero quieres que crea que no se mueven, y luego que se mueven. Basta, Vry: creeré en tus eclipses cuando los vea, no antes.
    Con una exclamación de impaciencia, Vry alzó los brazos delgados por encima de la cabeza.
    —Qué tontos sois. Tanto da que caiga Embruddock, ¿qué diferencia puede haber para vosotros? No comprendéis ni la cosa más sencilla.
    Salió de la habitación, aún más furiosa que Dathka.
    —Hay algunas cosas sencillas que ella tampoco comprende —dijo Rol Sakil, meciendo al niño.
    La vieja habitación de Vry mostraba los cambios que habían ocurrido en Oldorando. Ya no era tan desnuda. Había por todas partes curiosidades recogidas aquí y allá. Algunas las había heredado de Shay Tal, y por tanto de Loilanun. Había comprado otras en el bazar. Cerca de la ventana estaba el mapa estelar que ella misma había trazado, con las eclípticas de los dos soles.
    En una pared colgaba un mapa antiguo que le había regalado un nuevo admirador. Estaba pintado sobre pergamino con tintas de colores. Había sido hecho en Ottaassaal y mostraba todo el mundo, y esto la maravillaba incesantemente. El mundo estaba representado como una forma redonda, con los continentes rodeados por océanos. Descansaba sobre la roca original —más grande que el mundo— de donde éste había sido expulsado, o de donde había surgido. Los continentes tenían nombres: Sibornal; y más abajo, Campannlat; y aún más abajo, Hespagorat. Se habían indicado algunas islas. La única ciudad señalada era Ottaassaal, en el centro.
    Vry se preguntaba a qué distancia habría que situarse para ver así el mundo real. Freyr y Batalix eran también mundos redondos, como ella comprendía bien. Pero no estaban sostenidos por ninguna roca original; ¿por qué, pues, necesitaba una el mundo? En un nicho, junto al mapa, había una estatuilla que le había traído. La sacó y se la puso abstraída en la palma de la mano. Mostraba el coito de una pareja agachada. El hombre y la mujer habían sido labrados en una sola piedra. Pasando de mano en mano se habían vuelto anónimos, y el tiempo les había borrado las facciones. Representaban así un momento supremo, de unión total, y Vry los miraba con vehemencia.
    —Esto es la unión —dijo en voz muy baja.
    A pesar de las burlas de sus amigas, anhelaba desesperadamente lo que representaba la estatuilla. También reconocía, como había hecho Shay Tal antes que ella, que el camino del conocimiento era un camino solitario.
    ¿Serían un par de amantes verdaderos cuyos nombres se habían perdido a lo lejos, en el pasado? Era imposible saberlo.
    En el pasado estaba la explicación de muchas cosas futuras. Miró con desánimo el reloj astronómico que intentaba construir en madera, sobre la mesa, junto a la estrecha ventana. No estaba acostumbrada a trabajar la madera; y por otra parte, no lograba comprender el principio por el que el mundo seguía un determinado camino, como los cuatro mundos errantes, y también los dos centinelas.
    De repente entendió que había una unión entre esas esferas: eran del mismo material, así como los amantes eran una sola piedra. Y tenía que haber una fuerza tan poderosa como la sexualidad para unirlas, misteriosamente, para que se movieran en una cierta dirección.
    Se sentó ante la mesa y comenzó a desarmar ruedas y varillas reordenándolas de otro modo.
    Estaba absorta cuando oyó que golpeaban a la puerta. Entró Raynil Layan, que miró rápidamente alrededor para ver si había alguien más en el cuarto.
    La vio enmarcada por el rectángulo azul claro de la ventana: la luz le acariciaba el perfil. Tenía una bola de madera en la mano. Cuando él entró, se incorporó a medias; y él vio —porque siempre escrutaba a la gente— que por una vez Vry no parecía tan reservada. Sonreía nerviosamente; se alisaba la piel de miela sobre las turgencias del pecho. Raynil Layan cerró la puerta.
    El maestro de los curtidores había alcanzado cierta grandeza por aquellos días. Tenía la barba bifurcada atada con dos cintas, como había aprendido de los extranjeros, y llevaba pantalones de seda. Hacía poco tiempo que dedicaba su atención a Vry, a quien había regalado objetos como el mapa de Ottaassaal, adquirido en Pauk, y cuyas teorías escuchaba con interés. Ella encontraba todo esto oscuramente excitante. Aunque desconfiaba de las maneras pulidas de Raynil Layan, se sentía halagada por ellas y por el interés que él demostraba.
    —Trabajas demasiado, Vry —dijo él, alzando un dedo y una ceja—. Si pasaras más tiempo al aire libre, el color volvería a esas bonitas mejillas.
    —Sabes que estoy ocupada con la academia, ahora que Amin Lim se ha ido con Shay Tal, y también con mi propio trabajo.
    La academia florecía como nunca. Tenía edificio propio, y estaba principalmente a cargo de una asistenta de Vry. Llamaban a los hombres cultivados; cualquiera que pasara por Oldorando era invitado a hablar. Muchas ideas se ponían en práctica en los talleres, debajo de la sala de conferencias. Raynil Layan observaba personalmente todo lo que ocurría.
    Paseó otra vez los ojos por la habitación. Al advertir la estatuilla entre el desorden de la mesa, la examinó de cerca. Ella enrojeció.
    —Es muy vieja.
    —Sí. Pero todavía muy popular.
    Ella rió.
    —Me refería al objeto.
    —Y yo a su objetivo. —La depositó sobre la mesa, mirando a Vry con las cejas arqueadas. Apoyaba el cuerpo contra el borde de la mesa, de modo que rozaba las piernas de Vry.
    Vry se mordió el labio y bajó la vista. Tenía sus propias fantasías eróticas acerca de ese hombre que no le gustaba demasiado, y todas le venían en tropel a la mente.
    Pero Raynil Layan, como era su estilo, cambió de actitud. Luego de un instante de silencio, se apartó, se aclaró la garganta, y dijo con seriedad: —Vry, entre los peregrinos que acaban de llegar de Pannoval hay un hombre que no está cegado por la religión como el resto. Hace relojes, y trabaja el metal con precisión. La madera no te sirve. Traeré a ese artesano, si me lo permites, y tú lo instruirás para que construya el modelo.
    —No es un simple reloj, Raynil Layan —respondió Vry, mientras lo miraba y se preguntaba si ella y él podían considerarse, de algún modo, hechos de la misma piedra.
    —Comprendo. Tú le explicarás cómo es tu máquina. Yo le pagaré en moneda. Pronto tendré un puesto importante, y podré ordenar lo que desee.
    Ella se puso de pie, para medir mejor estas palabras.
    —He oído decir que te ocuparás de la Casa de la Moneda de Oldorando.
    El entornó los ojos y la miró, mitad enojado, mitad sonriente.
    —¿Quién te lo ha dicho?
    —Ya sabes cómo vuelan las noticias.
    —Faralin Ferd ha vuelto a hablar.
    —No piensas demasiado bien de él ni de Tanth Ein, ¿no es cierto?
    Raynil Layan se encogió de hombros y tomó las manos de Vry: —Pienso en ti a todas horas. Tendré poder, y no me parezco a esos tontos ni a Aoz Roon. Creo que el conocimiento puede aliarse con el poder y reforzarlo... Sé mi mujer y tendrás lo que deseas. Vivirás mejor. Descubriremos cosas. Abriremos la pirámide que mi predecesor, el charlatán Datnil Skar, no consiguió abrir.
    Vry escondió el rostro, preguntándose si un cuerpo tan delgado y un aletargado queme podrían atraer y retener a un hombre.
    Soltándose, ella retrocedió. Las manos, ahora libres, le volaron como aves hasta la cara tratando de ocultar la turbación que sentía.
    —No me tientes, no juegues conmigo.
    —Necesitas tentaciones, mi querida.
    Raynil Layan abrió el bolso que llevaba al cinto, y sacó algunas monedas. Las puso ante los ojos de ella como un hombre que tentara con forraje a un miela sin domesticar. Ella las examinó, acercándose cautelosamente.
    —Las nuevas monedas, Vry. Míralas. Van a transformar Oldorando.
    Las tres monedas estaban imperfectamente redondeadas y su impresión era tosca. Una pequeña moneda de bronce tenía la inscripción «Medio Roon»; otra mayor, de cobre, «Un Roon», y una pequeña, de oro, «Cinco Roons». En el reverso decían:
    OLD
    ORAN
    DO
    Vry rió, excitada, mientras las estudiaba. De alguna manera esas monedas representaban poder, modernidad, conocimiento.
    —¡Roons! —exclamó—. ¡Qué maravilla!
    —Precisamente, la llave de todas las maravillas.
    Vry puso las monedas sobre la mesa gastada.
    —Probaré con ellas tu inteligencia, Raynil Layan.
    —¡Qué extraña forma de seducir a un hombre! —dijo él, riendo; pero miró la cara delgada de Vry y advirtió que ella hablaba en serio.
    —Digamos que el Medio Roon es nuestro mundo, Hrl-Ichor. El gran Un Roon es Batalix. Esta pequeña moneda dorada es Freyr. —Con el dedo, hizo que el Medio Roon girara alrededor del Roon.— Así nos movemos en el aire. Una vuelta es un año; y durante ese tiempo, el Medio Roon ha girado como una pelota cuatrocientas ochenta veces. ¿Lo ves? Cuando creemos que el Roon se mueve, somos nosotros los que nos movemos en el Medio Roon. Sin embargo, el Roon no está inmóvil. Hay un principio general, parecido al amor. Así como un chico gira alrededor de su madre, así también gira el Medio Roon alrededor del Roon; y así también, acabo de pensarlo, gira el Roon alrededor de los cinco Roons.
    —¿Acabas de pensarlo? ¿Una suposición?
    —No. Simplemente observación. Pero nadie puede hacer una observación, por sencilla que sea, si no está predispuesto.
    "En los solsticios de otoño y primavera, el Medio Roon se aleja al máximo del Roon. —Mostró la órbita.— Imagina que detrás de los Cinco Roons hay una cantidad de puntos diminutos que representan las estrellas fijas. Imagina también que estás en el Medio Roon. ¿Puedes hacerlo?
    —Y más. Puedo imaginar que tú estás conmigo.
    Vry pensó que él era rápido, y le tembló la voz mientras decía: —Pues estamos allí, y el Medio Roon va primero a este lado del Roon, y luego al otro... ¿Y qué observamos? Que los Cinco Roons parecen moverse sobre las estrellas fijas que están atrás.
    —¿Parecen?
    —En ese sentido, sí. El movimiento demuestra a la vez que Freyr está cerca, comparado con las estrellas, y que somos nosotros los que nos movemos.
    Raynil Layan contempló las monedas.
    —Entonces, ¿dices que las dos monedas menores se mueven alrededor de los Cinco Roons?
    —Ya sabes que compartimos un secreto culpable. Sabes que tu predecesor mostró ilegalmente a Shay Tal el libro de la corporación... Por el calendario del Rey Denniss sabemos que éste es el año que él llamaría 446. El año 446 después de una persona: Nadir...
    —He tenido mejores oportunidades que tú para estudiar ese calendario, querida; y también para comparar otras fechas. La fecha Cero, según el calendario de Denniss, fue un año de mucho frío y oscuridad.
    —Eso es exactamente lo que pienso. Hace ahora 446 años desde que Freyr estuvo en el punto más débil. El brillo de Batalix no cambia nunca. El de Freyr sí, por alguna razón. Antes yo creía que se hacía más brillante o más opaco al azar. Pero ahora creo que el universo no se mueve al azar, como tampoco un río. Hay causas para las cosas; el universo es una máquina, como ese reloj astronómico que intenta imitarlo. Freyr se vuelve más brillante porque se acerca; no, al revés: porque nosotros nos acercamos a Freyr. Es difícil librarse de las viejas formas de pensar cuando están empotradas en el lenguaje. En el nuevo lenguaje, el Medio Roon y el Roon se acercan a los Cinco Roons...
    Raynil Layan jugaba con las cintitas de la barba, pensando en lo que ella había dicho.
    —¿Por qué la teoría del acercamiento es preferible a la de más brillante y más opaco?
    Vry aplaudió.
    —¡Qué pregunta tan inteligente! Si Batalix no pasa de la opacidad al brillo y viceversa, ¿por qué lo haría Freyr? El Medio Roon siempre se acerca al Roon, pero nunca lo alcanza; por eso pienso que el Roon se acerca al Cinco Roons del mismo modo, llevando consigo al Medio Roon. Y por eso ocurren los eclipses. —Hizo girar otra vez las monedas de menor valor.—¿Ves cómo el Medio Roon llega cada año a un punto en que los observadores situados en él —tú y yo— no pueden ver el Cinco porque el Roon se interpone? Eso es un eclipse.
    —Entonces, ¿por qué no hay un eclipse todos los años? Si una parte de tu teoría está mal, todo está mal, así como un miela no puede correr en tres patas.
    Eres inteligente, pensó ella; mucho más que y Laintal Ay, y me gustan los hombres inteligentes, aunque tengan pocos escrúpulos.
    —Hay una razón. Pero no puedo demostrarla como corresponde. Por eso quiero construir este modelo. Ya lo verás.
    El sonrió y le tomó nuevamente la mano delgada. Ella tembló como cuando había estado en el brassimipo.
    —Mañana tendrás aquí a ese artesano, construyendo tu modelo en oro, según tu deseo, si aceptas ser mía y anunciar la noticia. Quiero que estés cerca, en mi cama.—Oh, tienes que esperar... por favor... por favor...
    Vry cayó temblando en los brazos de él, que empezó a acariciarle el cuerpo. Me desea, pensaba ella, en un torbellino; Dathka no se atrevería de ese modo. Raynil Layan es más duro y mucho más inteligente. No tan malo como dicen. Shay Tal se equivocaba acerca de él. Se equivocaba acerca de muchas cosas. Y además, ahora las costumbres de Oldorando son distintas, y si me quiere, me tendrá.
    —Oh, mis pantalones, ten cuidado... —Pero él estaba feliz por la prisa de ella. Vry sintió, vio la excitación creciente de él, que se inclinaba sobre ella. Gimió mientras él reía. Vry tuvo una visión de ambos cuerpos, una sola carne, girando entre las estrellas, presa de un gran poder universal, anónimo, eterno...
    El hospital era nuevo y no estaba terminado. Se encontraba cerca del final de la ciudad, más allá de la que se llamaba Torre de Prast en los antiguos tiempos. Acudían allí los viajeros que enfermaban en el camino. Al otro lado de la calle estaba el establecimiento de un veterinario que atendía a los animales enfermos.
    Tanto el hospital como el establecimiento veterinario tenían mala fama; se decía que se intercambiaban las respectivas herramientas. Sin embargo, el hospital era eficientemente dirigido por la primera mujer que llegó a ser miembro de la corporación de boticarios; una partera y profesora de la academia que todos llamaban Madre Escantion —Ma Escantion— por las flores que había insistido en poner en las salas a su cargo.
    Un esclavo condujo a Laintal Ay hasta ella. Era una mujer alta y robusta de edad mediana, pecho abundante y expresión amable. Una de sus tías había sido la mujer de Nahkri. Laintal Ay y ella habían estado en buenos términos durante muchos años.
    —Quiero que veas a dos pacientes que tengo en una sala aislada —dijo, sacando una de las muchas llaves que traía colgadas del cinto. No vestía mielas, sino una bata color azafrán, larga hasta el suelo.
    Ma Escantion abrió una sólida puerta detrás del despacho.
    Atravesaron la vieja torre y treparon por las rampas hasta llegar a la parte superior. Llegaba desde abajo el sonido de un clow, que tocaba un convaleciente. Laintal Ay reconoció la melodía: «Para, para, río Voral». El ritmo era ágil, pero de una melancolía que se adecuaba a la inútil exhortación del estribillo. El río corría, y no se detendría, nunca, ni por amor ni por la vida misma...
    Cada piso de la torre estaba dividido en pequeñas salas o celdas, con una ventanilla corrediza en la puerta. Sin una palabra, Ma Escantion corrió la ventanilla, que ocultaba una reja, e indicó a Laintal Ay que mirara.
    En la celda había dos camas, y un hombre en cada una, casi desnudos. Estaban contraídos, rígidos pero nunca del todo quietos. El hombre situado más cerca de la puerta, de abundantes cabellos negros, yacía con la columna vertebral arqueada y las manos unidas y apretadas por encima de la cabeza. Frotaba los nudillos contra la pared de piedra; sangraba y la sangre le corría por los brazos entre las venas azules. Torcía la cabeza, envarada, en un ángulo raro. Vio a Laintal Ay en la reja, y trató de mirarlo, pero la cabeza continuó el lento movimiento. Las arterias del cuello le sobresalían como cuerdas.
    El segundo paciente, acostado debajo de la ventana, tenía los brazos apretados contra el pecho. Se enroscaba como una bola y volvía a desenroscarse, al tiempo que sacudía los pies, con tal violencia que los huesecillos le crujían. Miraba inquieto del suelo al techo y las paredes. Laintal Ay reconoció en él al hombre caído en la calle.
    Ambos estaban mortalmente pálidos y cubiertos de sudor; un olor acre salía de la celda. Continuaron luchando contra invisibles contendientes mientras Laintal Ay cerraba la ventanilla.
    —La fiebre de los huesos —dijo. Estaba junto a Ma Escantion, y trataba de verle la cara en la sombra.
    Ella se limitó a asentir. Él la siguió por las rampas. El clow seguía desarrollando la melancólica melodía.

    ¿Por qué tanta prisa?
    Que el deseo me lleve a ella
    y si no, que me abandone...

    Ma Escantion dijo por encima del hombro: —El primero llegó hace dos días... Tendría que haberte llamado ayer. Se niegan a comer; apenas se puede conseguir que beban agua. Es como un espasmo muscular prolongado. Les afecta la mente.
    —¿Morirán?
    —No más de la mitad sobrevive al ataque. A veces se curan cuando pierden peso; o enloquecen y mueren, como si la fiebre se les metiera en el cerebro y los matara.
    Laintal Ay tragó saliva, sintiendo la garganta seca. En el despacho de ella, aspiró profundamente el aroma de las plantas de escantion y raige del antepecho de la ventana para apartar el hedor que aún tenía en la nariz. La habitación estaba pintada de blanco.
    —¿Qué son? ¿Mercaderes?
    —Los dos han venido del este, viajando con distintos grupos de madis. Uno es mercader, el otro bardo. Ambos tenían phagors esclavos, que están ahora en casa del veterinario. Sabes sin duda que la fiebre de los huesos se propaga rápidamente y se puede convertir en una gran plaga. Quiero que esos enfermos se marchen del hospital. Necesitamos aislarlos en algún lugar lejos de la ciudad. No serán los únicos casos.
    —¿Has hablado de esto con Faralin Ferd?
    Ella frunció el ceño.
    —Inútil. Para comenzar, él y Tanth Ein dijeron que no se moviera a los pacientes. Luego sugirieron que se les diera muerte y se arrojaran los cuerpos al Voral.
    —Veré qué puedo hacer. Conozco una torre en ruinas, a unas cinco millas. Tal vez pudiera servir.
    —Sabía que ayudarías. —Ella le apoyó una mano en la manga, sonriendo.— Hay algo que trae la enfermedad. En condiciones favorables, puede extenderse como un incendio. Y media población moriría. No conocemos ninguna cura. Yo creo que son esos inmundos phagors quienes la transmiten. Quizá sea el olor de esas pelambres que tienen. Esta noche habrá dos horas de oscuridad: en ese tiempo, haré que maten y entierren a los dos phagors. Quería decírselo a alguien con autoridad. Y sabía que estarías de mi parte.
    —¿Crees que podrían propagar más la peste?
    —No lo sé. No quiero correr ningún riesgo. Puede ser otra la causa. Pueden ser los eclipses. O Wutra.
    Ma Escantion se mordió el labio inferior. Laintal Ay leyó preocupación en la cara familiar.
    —Sepúltalos hondo, para que los perros no los desentierren. Me ocuparé de esa torre. ¿Esperas más casos pronto? —concluyó, vacilando.
    Sin cambiar de expresión, ella respondió: —Por supuesto.
    Cuando él se fue, el clow tocaba aún la quejumbrosa melodía, lejos, en las profundidades del edificio.
    Laintal Ay no pensó ni siquiera en decírselo a Ma Escantion, pero tenía otros planes para las dos horas de oscuridad.
    Las palabras de Dathka esa mañana, mientras Oyre se recobraba del pauk, después de comunicarse con los ancestros, lo habían perturbado. El y Oyre juntos eran postulantes invencibles al gobierno de Oldorando; no se le ocultaba la fuerza del argumento. En general, quería lo que era legítimamente suyo, como cualquier otra persona. Y por cierto quería a Oyre. Pero, ¿quería realmente gobernar Oldorando?
    Le parecía que las palabras de Dathka habían cambiado sutilmente la situación. Quizás, ahora, sólo podía conquistar a Oyre tomando el poder.
    Estos pensamientos le ocupaban la mente mientras procuraba resolver los problemas de Ma Escantion, los problemas de todos. La fiebre de los huesos se consideraba sólo una leyenda; pero el hecho de que nadie hubiese comprendido que era una enfermedad real, hacía aún más negra esa leyenda. La gente moría. La plaga era como la cumbre maníaca de un proceso natural.
    Trabajó, por lo tanto, sin quejarse, con la ayuda de Goija Hin. Laintal Ay y el encargado de los esclavos buscaron a los dos phagors que habían venido con las víctimas de la fiebre y los enviaron a las celdas de aislamiento. Hicieron que los phagors enrollaran a sus amos enfermos en esteras y los sacaran del hospital. Esas esteras de aspecto inocente no causarían pánico.
    El pequeño grupo se encaminó con su carga hacia la torre en ruinas que Laintal Ay conocía. Iba también con ellos Myk, el viejo esclavo phagor, para ayudar si era necesario en el transporte de los hombres enfermos. Con esto se pretendía apresurar los trámites, pero Myk había envejecido tanto que el avance era lento.
    Goija Hin, también encorvado por la edad, con el pelo tan largo y endurecido sobre los hombros que parecía uno de sus miserables cautivos, azotaba a Myk. Ni el látigo ni las maldiciones hacían que el viejo esclavo anduviera más de prisa. Avanzaba, engrillado, sin protestar, aunque tenía las piernas en carne viva a causa de los azotes.
    Mi problema consiste en que no quiero blandir el látigo ni sufrirlo, se dijo Laintal Ay. Otra capa de pensamientos le asomó en la mente, como una niebla en una mañana serena. Pensó que le faltaban ciertas cualidades. Deseaba pocas cosas. Estaba contento con el paso de los días.
    Demasiado contento, supongo. Me ha bastado con saber que Oyre me ama, y con estar en sus brazos. Me ha bastado que Aoz Roon fuera casi un padre para mí. Y que el clima cambiara. Y que Wutra ordenara a los centinelas que se mantuvieran en sus puestos.
    Ahora Wutra ha permitido que los centinelas se descarríen. Aoz Roon se ha ido. ¿Y qué era esa cosa hiriente que había dicho Oyre más temprano, que era maduro, implicando que yo no lo soy? Oh, ese silencioso amigo mío... ¿Es eso la madurez, ser una masa de astutas maquinaciones? ¿No es el contentamiento madurez suficiente?
    Había en él mucho del abuelo Pequeño Yuli, muy poco de Yuli el Sacerdote. Y por primera vez en mucho tiempo, recordó la tierna fascinación de su abuelo por Loil Bry y la felicidad con que habían vivido en la habitación con ventana de porcelana. Eran otros tiempos. Todo había sido más simple entonces. Habían vivido contentos, con tan poco.
    No estaba contento de morir ahora. No quería que lo asesinaran los lugartenientes, si pensaban que estaba implicado en el plan de Dathka. Y tampoco morir a causa de la fiebre de los huesos, contagiada por esos dos desventurados a quienes alejaban de la ciudad. Aún faltaban tres millas hasta la vieja torre.
    Se detuvo. Los phagors y Goija Hin avanzaban maquinalmente con la triste carga. Y él mismo, haciendo una vez más lo que le pedían. No había ninguna razón. Era preciso romper esa estúpida costumbre de obedecer.
    Gritó a los phagors. Se detuvieron donde estaban, sin moverse. La carga que llevaban sobre los hombros crujió levemente.
    El grupo estaba en un sendero estrecho flanqueado por densas matas de dogotordo. Pocos días antes un niño había muerto allí, devorado; todo indicaba que el asesino había sido un lengua de sable. Esos depredadores se acercaban a la ciudad ahora que los mielas salvajes escaseaban. Poca gente salía a los caminos.
    Laintal Ay se internó entre los arbustos. Hizo que los phagors llevaran a sus amos enfermos a la espesura y los depositaran en tierra. Los monstruos lo hicieron descuidadamente, de modo que ambos hombres rodaron por el suelo, aún en sus rígidas posturas.
    Tenían los labios azules y retraídos, y mostraban los dientes amarillos y las encías. Los miembros estaban distorsionados, y les crujían los huesos. Aunque conscientes, eran incapaces de evitar ciertos movimientos involuntarios, como el horrible rodar de los ojos, hundidos en la estirada piel de la cara.
    —¿Sabes qué les ocurre a estos hombres? —preguntó Laintal Ay.
    Goija Hin asintió y sonrió con malicia para demostrar que dominaba los conocimientos humanos.
    —Están enfermos —dijo.
    Laintal Ay no había olvidado la fiebre que le había contagiado un phagor.
    —Mata a los hombres. Haz que los phagors abran tumbas con las manos. Tan rápido como puedas.
    —Comprendido. —El encargado de los esclavos puso manos a la obra.
    Laintal Ay se quedó allí, con una rama apretada contra la espalda, mirando cómo el grueso anciano cumplía lo ordenado, como había hecho siempre. A cada paso del proceso, Laintal Ay daba una orden, que era ejecutada. Se sentía responsable de todo, y no se permitía apartar la vista. Goija Hin sacó una espada corta, y atravesó dos veces el corazón de los enfermos. Los phagors abrieron las tumbas con las manos córneas; los dos phagors blancos, y Myk, tan obeso como Goija Hin, cubierto por el negro pelaje de la ancianidad.
    Todos los phagors llevaban grilletes en las piernas. Hicieron rodar los cadáveres al interior de las tumbas y permanecieron inmóviles, como de costumbre, mientras esperaban la próxima orden. Se les dijo que abrieran tres tumbas más entre los arbustos. Lo hicieron, trabajando como animales mudos. Luego Goija Hin clavó la espada entre las costillas de los dos phagors extraños; y cuando cayeron de bruces al suelo, limpió el icor amarillo de la hoja en las pieles de las bestias.
    Se ordenó a Myk que metiera los phagors en las tumbas y los cubriera de tierra.
    Cuando Myk terminó, se volvió a Laintal Ay, haciendo correr la pálida lecha por una ventana de la nariz.— No matar a Myk, amo. Rompe mis cadenas y deja que me vaya y muera lejos.
    —¿Cómo van a dejarte en libertad, vieja basura, después de tantos años? —preguntó, irritado, Goija Hin, alzando la espada.
    Laintal Ay lo detuvo y miró al viejo phagor. La criatura lo había llevado a hombros cuando era niño. Le emocionó que Myk no intentara recordárselo. No apelaba a ciertos buenos sentimientos. Myk esperaba, inmóvil, lo que pudiera suceder.
    — ¿Qué edad tienes, Myk? —preguntó, y pensó: los sentimientos, mis sentimientos. No puedo dar la orden fatal, ¿verdad?
    — Yo prisionero no cuento los años. — Las eses emergían como abejas de la garganta de Myk. — Una vez, los dos filos gobernamos Embruddock, y los Hijos de Freyr eran nuestros esclavos. Pregúntale a la Madre Shay Tal. Ella lo sabe.
    —Me lo dijo. Y vosotros nos matabais como nosotros os matamos.
    Los ojos rojos parpadearon una vez. La criatura dijo:
    — Mantuvimos vivos a los Hijos de Freyr durante siglos, cuando Freyr estaba enfermo. Gran tontería. Ahora todos los Hijos morirán. Rompe mis cadenas, déjame morir en brida.
    Laintal Ay señaló la tumba abierta.
    —Mátalo —ordenó a Goija Hin.
    Myk no se resistió. Goija Hin lo metió en el hoyo de una patada y amontonó tierra alrededor del cuerpo enorme. Luego se incorporó entre las malezas, con aire temeroso, humedeciéndose los labios.
    —Te he conocido de niño. He sido bueno contigo. Siempre he dicho que serías el señor de Embruddock. Puedes preguntar a quienes me conocen.
    No intentó defenderse con la espada. La dejó caer, mientras balbuceaba de rodillas, inclinando la greñuda cabeza.
    — Probablemente Myk ha dicho la verdad —dijo Laintal Ay—. La peste ya está en nosotros. Ya es demasiado tarde. —Sin mirar atrás, dejó a Goija Hin arrodillado donde estaba y regresó a la ciudad populosa, enojado consigo mismo por no haber sido capaz de descargar el golpe.
    Era tarde cuando entró en la habitación, miró alrededor, siempre con la misma expresión sombría. Los rayos horizontales de Freyr iluminaban brillantemente el rincón más lejano, dejando el resto del cuarto en una extraña oscuridad. Se lavó en el barreño, echándose agua fría en la cara y dejándola correr. Lo hizo varias veces, respirando profundamente, sintiendo que se refrescaba, pero aún odiándose a sí mismo. Mientras se secaba la cara advirtió con satisfacción que las manos ya no le temblaban.
    La luz del rincón se deslizó a una sola pared y se apagó hasta quedar reducida a un mero cuadrado amarillo como una pequeña caja en la que decaía el oro del mundo. Recorrió la habitación recogiendo unas pocas cosas, sin pensar casi en lo que hacía.
    Hubo un golpe en la puerta. Entró Oyre. Como si hubiera sentido inmediatamente la tensión de la habitación, se detuvo en el umbral.
    —Laintal Ay, ¿dónde te habías metido? Te estaba esperando.
    —Tenía que hacer una cosa.
    Oyre, con la mano en la cerradura, suspiró. La luz estaba detrás de él, y ella no podía verle la cara en la oscuridad creciente del cuarto, pero había advertido la brusquedad del tono.
    —¿Ocurre algo, Laintal Ay?
    Laintal Ay metió a golpes la vieja manta de cazador en una bolsa.
    —Me voy de Oldorando.
    —¿Te vas? ¿Adonde?
    —Oh... Digamos que voy en busca de Aoz Roon. —Hablaba con amargura.— He perdido interés en... en todo lo que pasa aquí.—No seas tonto.— Ella dio un paso adelante mientras hablaba, para verlo mejor, pensando que él parecía muy grande en esa habitación de techo bajo.—¿Cómo vas a encontrarlo?
    Él se volvió, echándose la bolsa al hombro.
    —¿Qué te parece más tonto, buscarlo en el mundo real o entre los coruscos, en pauk, como haces tú? Siempre has dicho que he de hacer algo grande. Nada te satisfacía... pues bien, ahora me iré, para hacer algo o morir. ¿No es grande eso?
    Oyre rió débilmente.
    —No quiero que te vayas. Quiero...
    —Ya sé lo que quieres. Piensas que Dathka es maduro y yo no. Al diablo con eso. He tenido bastante. Me voy, como siempre he querido. Prueba con Dathka.
    —Te quiero a ti, Laintal Ay. Ahora te conduces como Aoz Roon.
    Él la aferró. —Basta de compararme con otros. Tal vez no seas tan inteligente como yo pensaba, o hubieras sabido que me herías. Yo también te quiero pero me voy.
    —¿Por qué eres tan brutal? —gritó ella.
    —He vivido bastante tiempo con brutos. No hagas preguntas estúpidas.
    La abrazó, apretándose a ella, y la besó con dureza en la boca.
    —Espero volver —dijo. Rió ante la necedad de la observación. Echando a Oyre una última mirada, salió y cerró de un portazo, dejándola en la habitación vacía. El oro se había convertido en cenizas. Estaba casi oscuro, aunque ella veía puntos luminosos en la calle.
    —¡Oh no! —dijo ella—. Maldito seas... Y yo también.
    Se recobró, corrió a la puerta y la abrió llamándolo a gritos. Laintal Ay bajaba sin responder. Ella lo alcanzó y le tiró de la manga.
    —¿Adonde vas, Laintal Ay, idiota?
    —Voy a ensillar a Oro.
    Lo dijo con tal furia, mientras se secaba la boca con el dorso de la mano, que ella permaneció inmóvil. Luego pensó que tenía que buscar enseguida a Dathka. sabría cómo responder a la locura de su amigo.
    En los últimos tiempos Dathka era una figura esquiva. A veces dormía en el edificio inconcluso del otro lado del Voral. A veces en una o en otra torre, a veces en alguno de los nuevos lugares dudosos que empezaban a aparecer. Lo único que se le ocurrió a Oyre a esa hora, fue correr a la torre de Shay Tal esperando que estuviera con Vry. Afortunadamente así era. Él y Vry estaban en mitad de una disputa; ella tenía una mejilla enrojecida y se apartaba, como si Dathka le hubiese pegado. Dathka estaba pálido de ira, pero Oyre irrumpió y contó su historia, sin tener en cuenta lo que ocurría entre ellos. Dathka emitió una exclamación ahogada.
    —No podemos permitir que se marche ahora que todo se desmorona...
    Le echó una mirada letal a Vry y salió a la carrera.
    Corrió todo el camino hasta los establos y llegó a tiempo para sorprender a Laintal Ay que salía llevando a Oro de la brida.
    —Estás loco, amigo, sé más sensato. Nadie quiere que te vayas. Vuelve en ti y ocúpate de tus propios intereses.
    —Estoy harto de hacer lo que quieren los demás. Me pides que me quede porque me necesitas en tus planes.
    Dathka replicó con amargura: —Te necesitamos para evitar que Tanth Ein y su amigo y ese saco viscoso de Rainil Layan se apoderen de todo cuanto tenemos.
    —No tienes ninguna posibilidad. Voy a buscar a Aoz Roon.
    Dathka se burló. —Es una locura. Nadie sabe dónde está.
    —Pienso que se ha ido a Sibornal con Shay Tal.
    —Necio. Olvídate de Aoz Roon. Es viejo, su estrella se ha puesto. Ahora nos toca a nosotros. Te vas de Oldorando porque tienes miedo, ¿no es verdad? Lo cierto es que tengo unos pocos amigos que no me han traicionado, incluso uno en el hospital.
    —¿Qué quieres decir?—Sé tanto como tú. Te vas porque tienes miedo de la plaga.
    Más tarde, Laintal Ay repitió obsesivamente las palabras coléricas que habían intercambiado, comprendiendo que Dathka había perdido la cabeza, pues no había sido el hombre imperturbable de siempre. Pero en el momento, actuó maquinalmente. Alzó la mano derecha, y con el canto golpeó a debajo de la nariz. Oyó que el hueso cedía.
    Dathka cayó hacia atrás con las manos en la cara. La sangre le goteaba de los nudillos. Laintal Ay subió a la silla, espoleó a Oro y se abrió paso entre la gente que se reunía. Charlando excitadamente, la multitud rodeó al hombre herido, que se puso de pie tambaleando, maldiciendo, doblado por el dolor.
    Todavía furioso, Laintal Ay salió de la ciudad, ligero de equipaje.
    Pero estaba contento de llevarse poco más que la espada y una manta.
    Mientras se alejaba, metió la mano en el bolsillo y sacó un pequeño objeto labrado. Anochecía y apenas podía verlo; pero lo conocía desde niño. Era un perro que movía la quijada cuando se subía y bajaba la cola. Lo tenía desde el día de la muerte del abuelo.
    Lo arrojó contra el arbusto más cercano.




    XIV

    POR EL OJO DE LA AGUJA




    La humanidad temía la mordedura del phagor, pero más temible era la mordedura de la garrapata del phagor.
    La mordedura de la garrapata no irritaba al phagor y apenas al hombre. El aparato bucal de la garrapata se había adaptado a lo largo de milenios y era capaz de atravesar la piel con un daño mínimo. Luego aspiraba sin dolor los líquidos que necesitaba para desarrollar su propio y completo ciclo reproductivo.
    La garrapata tiene unos complicados órganos genitales y carece de cabeza. El aparato bucal se divide en dos partes. Un par de pinzas modificadas penetran en la carne e inyectan anestesia local y un anticoagulante, y un par de órganos sensorios con una lámina cubierta de dientes inclinados hacia adentro, clavan cómodamente la garrapata al huésped.
    La garrapata se adentra en la piel, se resiste a que la desplacen, y sólo cae cuando se ha nutrido, salvo que un ave vaquera la descubra con el inquisitivo pico y la devore como un exquisito bocado.
    Las células de la garrapata son como multitudinarios Embruddocks para el virus hélico. El virus se aloja allí, inerte, aguardando cierto armónico que lo llame a la orquesta de la vida, pero si el huésped es una hembra phagor en celo, la garrapata despierta pronto a la actividad. Sólo dos veces, en el ciclo del Gran Año heliconiano, desencadena ese armónico la fase activa del virus. Los acontecimientos que sobrevienen luego deciden eventualmente el destino de naciones enteras. Un filósofo podría haber afirmado que Wutra es un virus hélico.
    Obediente a esa señal externa, el virus emerge de las células de la garrapata, pasa del aparato bucal al cuerpo del huésped humano e invade el torrente sanguíneo. Como siguiendo sus propias octavas de aire, la fuerza invasora recorre el cuerpo hasta que llega al hipotálamo, inflamando el cerebro y con mucha frecuencia causando la muerte.
    Una vez en el hipotálamo, esa antigua sede de la conciencia, la ira y la lujuria, el virus se multiplica con una furia reproductora que podría compararse a una tormenta sobre el Nktryhk.
    En la invasión de una célula humana un sistema genético se introduce en el territorio de otro; la célula invadida capitula y se convierte virtualmente en una nueva unidad biológica completa, con una nueva historia natural, así como una ciudad cambia a veces de manos en una guerra prolongada, y pertenece primero a un bando y luego a otro.
    Invasión y furiosa multiplicación; y luego los signos exteriores de estos acontecimientos: el maniático endurecimiento de las víctimas, los tendones en tensión como Laintal Ay había visto en el hospital, y antes muchas veces. En general los testigos no dejaban ningún testimonio por razones obvias.

    Estos hechos habían sido establecidos mediante pacientes observaciones y cuidadosas deducciones. Las cultas familias del Avernus estaban preparadas para ese trabajo y disponían de un soberbio instrumental. De este modo se superaba en cierta medida la prohibición de visitar la superficie del planeta.
    Pero el confinamiento en el Avernus tenía otros inconvenientes, aparte de los psicológicos. La verificación directa no era posible. Las epidemias recientes de la llamada fiebre de los huesos eran ahora un problema confuso, a causa de las últimas observaciones. Porque la familia Pin había señalado que era precisamente en el momento de los veinte eclipses y de la aparición del virus cuando se producía —al menos en Oldorando— un gran cambio en la dieta humana. El ratel no estaba ya de moda. La cosecha de brassimipos, rica en vitaminas, y que había sostenido a la comunidad durante siglos de invierno, había perdido el favor general. ¿No podía ser—sugerían los Pin— que ese cambio de dieta hiciese a los humanos más susceptibles a la picadura de la garrapata, al virus parásito de la garrapata? Había muchas discusiones, a menudo agitadas. Una vez más hubo apresurados que reclamaban una expedición ilegal a la superficie de Heliconia, a pesar del peligro.

    La fiebre de los huesos no era siempre una enfermedad mortal. Se observó, además, que había distintas formas de caer enfermo. Algunos se daban cuenta de que la enfermedad estaba cerca y tenían tiempo de sentir miedo o de rendir cuentas a Wutra, según la disposición de cada uno; otros se desplomaban sin aviso mientras trabajaban o hablaban con los amigos, o paseaban por el campo, y aun cuando hacían el amor. Ni el contagio repentino ni la agravación insidiosa garantizaban la supervivencia. De todos modos, sólo la mitad se recuperaba. En cuanto al resto, afortunado era el cadáver que encontraba una tumba, como los pacientes del hospital de Ma Escantion; muchos, en el terror generalizado que asaltaba a las comunidades afectadas, eran abandonados como carroña, y poblaciones enteras huían de sus hogares, y descubrían que la peste acechaba en los caminos.
    Así había sido siempre desde que había seres humanos en Heliconia. Los sobrevivientes de la epidemia perdían un tercio de su peso normal, aunque «normal» es, en este contexto, un término relativo. Nunca recuperaban el peso perdido, ni sus hijos, ni los hijos de sus hijos. Por fin había llegado la primavera; luego vendría el verano, cuando el ectomorfismo acompañaba a la adaptación. Las formas más delgadas persistían durante muchas generaciones, aunque con efectos gradualmente menos marcados. Mucho más tarde reaparecía la grasa subcutánea,y la enfermedad se mantenía latente en las células nerviosas de los que habían sobrevivido.
    Este statu quo continuaba hasta el final del verano del Gran Año. Entonces golpeaba la Muerte Gorda.
    Como para compensar tan extremos contrastes dimórficos estacionales, en Heliconia los dos sexos eran de similar estatura y peso corporal y cerebral. Ambos pesaban en promedio, en la adultez, unos doce staynes, la vieja medida oldorandina. Si sobrevivían a la fiebre de los huesos, enflaquecían hasta pesar unos escasos ocho staynes, o menos. La generación siguiente se ajustaba a esta nueva estructura. Luego las generaciones sucesivas aumentaban muy lentamente de peso, hasta que los estragos de la obscena Muerte Gorda provocaban otro cambio dramático.
    Aoz Roon fue uno de los que sobrevivieron al primer ataque de la epidemia en ese ciclo. Muchos cientos de miles, después de él, estaban condenados a sufrir y salvarse o a morir. Algunos, ocultos en puntos remotos de los desiertos del mundo, escapaban por completo a la peste. Pero los descendientes se encontraban en desventaja en un mundo nuevo. Eran tratados como monstruos y tenían pocas probabilidades de subsistir. Las dos grandes enfermedades causadas por la garrapata del phagor eran en realidad una sola enfermedad; esa única enfermedad, esa Siva de las enfermedades, esa destructora y salvadora, traía una espada sangrienta que ayudaría a que la humanidad sobreviviese en las extravagantes condiciones del planeta.
    Dos veces cada dos mil quinientos años terrestres, la población heliconiana tenía que pasar por el ojo de la aguja, la peste de la garrapata. Era el precio de la supervivencia y del continuo desarrollo. De esa carnicería, de esa aparente disonancia, brotaba una armonía subyacente, como si entre los gritos de agonía, y desde las más profundas fuentes del ser, se alzase el murmullo de que todo estaba inefablemente bien.
    Sólo lo creían quienes podían creer. Cuando desapareció el chasquido de los músculos estirados, se oyó una rara música acuática. En el desierto estéril del dolor apareció una fluidez, que se manifestó ante todo en el oído de Aoz Roon. Cuando recuperó la vista sólo se le apareció una colección de formas redondeadas, manchadas, estiradas o de tono oscuro y uniforme. No tenían significado, ni él lo buscaba. Simplemente se quedó allí, con la espalda arqueada, la boca abierta, esperando a que los globos oculares dejaran de movérsele para poder enfocar la vista.
    Aquellas armonías líquidas le ayudaron a recuperar la conciencia. Aunque era incapaz de coordinar los movimientos del cuerpo, comprendió oscuramente que tenía los brazos aprisionados. Unos pensamientos inconexos le pasaron por la mente. Vio ciervos que corrían; se vio a sí mismo corriendo, saltando, golpeando; una mujer reía, él estaba montado, el sol centelleaba entre árboles altos como un hombre. Los músculos respondían con sacudidas espasmódicas, como las de un perro viejo que sueña junto a una hoguera de campaña.
    Las formas redondas se resolvieron en rocas. Estaba comprimido entre ellas, como si él mismo fuera algo inorgánico. Un árbol joven, desarraigado río arriba, descortezado, se confundía inextricablemente con las rocas y los cantos rodados. El cuerpo retorcido de Aoz Roon se apoyaba en el árbol con las manos en alguna parte, por encima de la cabeza.
    Con penoso cuidado, Aoz Roon enderezó los miembros. Al cabo de un rato, se sentó con tos brazos apoyados en las rodillas y miró largamente el río bullicioso, escuchando complacido el ruido del agua. Se arrastró hacia adelante sobre manos y rodillas, sintiendo la piel floja sobre el cuerpo, hasta el borde del agua: una franja de tierra no más ancha que una mano. Miró con distraída gratitud el fluir incesante del agua. Llegó la noche. Se tendió con la cara sobre los cantos rodados.
    Llegó la mañana. La luz de los dos soles cayó sobre Aoz Roon. También el calor. Se puso de pie, aferrándose
    a una rama. Sacudió la greñuda cabeza, encantado por la facilidad con que se había movido. A unos pocos metros, separado de él por un estrecho torrente de agua espumosa, estaba el phagor.
    —Azí que haz vuelto a la vida —dijo el phagor.
    A través de los años, a través de los ciclos, desde la antigüedad más remota, era costumbre en muchas partes de Heliconia, y en particular en el continente de Campannlat, matar al rey de la tribu cuando daba señales de envejecer. El criterio y la forma de ejecución variaban en las distintas tribus. Aunque se consideraba que eran Wutra o Akha quienes los ponían en la tierra, la vida de los reyes era interrumpida bruscamente. Cuando encanecían, o eran incapaces de decapitar a un hombre de un solo hachazo, o de satisfacer los deseos sexuales de las esposas, o de saltar cierto abismo o torrente —según el criterio tribal— se les ofrecía una copa envenenada, o eran estrangulados o muertos por otros métodos.
    Del mismo modo, los miembros de la tribu que exhibían síntomas de enfermedades mortales, que empezaban a estirarse y a gemir, recibían una muerte inmediata. En los viejos tiempos no se conocía la piedad. El destino era en general el fuego, pues se le atribuían virtudes purificadoras y junto con el enfermo iban a la pira la familia y los criados. Este salvaje ritual raramente servía para evitar las epidemias, de modo que los gritos de los quemados llegaban muchas veces a oídos donde zumbaba ya el primer aviso de la enfermedad.
    A través de estas y otras adversidades, las generaciones humanas se civilizaron lentamente. El primer don de la civilización, sin el cual los hombres no pueden vivir juntos, pues prevalecería entonces una desesperada anarquía, es la simpatía por el prójimo; la imaginación capaz de encontrar remedio a distintas deficiencias humanas. Y así habían aparecido hospitales, y médicos, y enfermeras y sacerdotes, inclinados a aliviar el sufrimiento y no a acabar brutalmente con él.
    Aoz Roon se había recuperado sin esta clase de ayuda. Tal vez lo ayudó su fuerte constitución. Sin tener en cuenta al phagor, se tambaleó hasta el agua gris, se inclinó lentamente, recogió un poco de agua en el hueco de las manos, y bebió.

    Parte del agua se le escapó entre los dedos, y le cayó sobre la barba, y de ahí una brisa la empujó goteando, de lado, hacia el caudal original, que la reabsorbió. Esas gotas insignificantes fueron observadas mientras caían. Millones de ojos miraron las diminutas salpicaduras. Millones de ojos siguieron todos los gestos de Aoz Roon mientras jadeaba de pie con la boca húmeda, en la isla angosta.
    Los monitores alineados en la Estación Observadora Terrestre vigilaban de cerca muchas cosas, una de ellas el señor de Embruddock. Era responsabilidad del Avernus transmitir al Instituto Heliconiano todas las señales recibidas de la superficie de Heliconia.
    El receptor del Instituto Heliconiano estaba en Caronte, la luna de Plutón, en los extremos del sistema solar. El dinero que financiaba el receptor provenía del Canal de Educcimiento, que transmitía una continua saga de episodios heliconianos a las audiencias de la Tierra y los demás planetas solares. Vastos auditorios, semejantes a conchas enclavadas en la arena, se levantaban en todas las provincias, y podían alojar cada uno a diez mil personas. Los domos puntiagudos se elevaban al cielo, de donde provenían las ondas del Canal de Educcimiento.
    A veces, esos auditorios permanecían casi desiertos durante años. Luego, en respuesta a algún nuevo suceso en el planeta distante, el público volvía a aumentar. Venía en peregrinaciones. Heliconia era la última gran forma artística de la Tierra. Nadie en la Tierra, desde los gobernantes hasta los barrenderos, desconocía ciertos aspectos de la vida heliconiana. Los nombres de Aoz Roon, Shay Tal, Vry y Laintal Ay estaban en todos los labios. Desde la muerte de los dioses terrestres, otras figuras ocupaban los altares.
    Para el público, Aoz Roon era un contemporáneo situado simplemente en otra esfera, como una idea platónica que arrojara su sombra sobre la vasta caverna del auditorio. La capacidad de los auditorios era insuficiente otra vez. La gente entraba calzada con sandalias. El rumor de la plaga, del eclipse, se difundía en la Tierra como en Oldorando, y atraía a millares de personas a quienes el asombro y la preocupación por Heliconia habían transformado.
    Pocos de esos peregrinos reflexionaban en la paradoja creada por la distancia entre Heliconia y la Tierra. Las ocho cultas familias del Avernus vivían al mismo tiempo que los heliconianos, y eran contemporáneos en todos los sentidos, aunque el virus hélico alejaba a los terrestres indefinidamente de ese mundo similar a la Tierra que ahora estudiaban.
    ¡Pero cuánto más alejadas estaban esas ocho familias del mundo distante que era para ellas el planeta natal! Transmitían señales a una Tierra donde no se había construido aún uno solo de esos auditorios; donde ni siquiera habían nacido aún los arquitectos de esos auditorios. Las señales necesitaban mil años para atravesar el espacio entre los dos sistemas. En ese milenio, no sólo Heliconia había cambiado.
    Y los que ahora contemplaban, en silencio, en las holo-pantallas del auditorio, la enorme figura de Aoz Roon, veían cómo bebía agua y cómo le caía de los labios y se mezclaba con la corriente del río, como era mil años antes, a mil años luz de distancia.
    La luz aprisionada que veían era una construcción física, un milagro tecnológico. Y sólo un metafísica omnisciente hubiera podido decidir quién estaba más vivo en el momento en que las gotas de agua retomaban al río, si Aoz Roon o el público. Sin embargo no se requería mucha sutileza para deducir que a pesar de las ambigüedades impuestas por los límites de la visión, el macrocosmos y el microcosmos eran interdependientes, y estaban unidos por fenómenos como el virus hélico, cuyos efectos eran en última instancia universales, por ser el ojo de la aguja a cuyo través el macrocosmos y el microcosmos lograban verdadera unidad, aunque sólo se los percibiese como fenómenos de conciencia. El conocimiento a escala divina podría resolver las diferencias entre los infinitos órdenes del ser; pero era el conocimiento humano el que unía estrechamente el pasado y el presente.
    La imaginación funcionaba; el virus era una mera función.

    Los dos yelks trotaban a paso vivo, con los cuellos tendidos hacia delante, casi horizontales. Tenían los ollares dilatados porque venían trotando desde hacía rato. El sudor les brillaba en las paletas.
    Los dos jinetes llevaban botas altas, de borde vuelto, y largos mantos de paño gris. Tenían caras inteligentes y cenicientas, con barbas pequeñas. Nadie habría dudado de que eran gente de Sibornal.
    El pedregoso sendero que recorrían estaba sombreado por la ladera de una montaña. El plod-plod-plod regular de los cascos de los yelks resonaba en una tierra silenciosa de árboles y ríos.
    Los hombres eran exploradores de las fuerzas de Festibariyatid, el monje guerrero. Disfrutaban de la cabalgata; respiraban el aire fresco, casi sin cambiar palabras, atentos a posibles enemigos.
    Detrás de ellos venía un grupo de sibornaleses a pie, conduciendo a un grupo de protognósticos cautivos.
    El sendero serpenteaba descendiendo hacia un río, cuya margen opuesta era un elevado promontorio rocoso. Se alzaba en estratos rotos, como terrazas inclinadas, y el frente casi vertical estaba cubierto de árboles de tronco grueso. Allí estaba el establecimiento gobernado por Festibariyatid.
    Los exploradores vadearon el río. Los yelks se abrieron paso cuidadosamente entre los estratos; venían de las llanuras del norte y no se sentían a gusto en terreno montañoso. Ellos, y otros como ellos, habían venido al sur acompañando a los colonos que viajaban anualmente desde el continente norte hasta Chalce y las regiones que bordeaban Pannoval; a esto se debía la presencia de yelks tan al sur.
    La retaguardia apareció en el sendero. Los cuatro miembros, armados con lanzas, escoltaban a algunos infortunados protognósticos capturados en una redada. Entre los cautivos se encontraban los Caathkarnit, ella todavía rascándose aunque los habían capturado semanas atrás. Acuciados por las puntas de las lanzas, vadearon el río y subieron al promontorio por un sendero que aún olía a yelk hasta un puesto de guardia y el establecimiento llamado Nueva Ashkitosh.
    A ese vado y a ese peligroso sitio llegó muchas semanas más tarde Laintal Ay. Era un Laintal Ay que muy pocos amigos, incluso los más íntimos, hubieran reconocido en seguida. Había perdido la tercera parte de su peso; estaba delgado y casi esquelético, con una tez más clara y una expresión diferente en los ojos. En particular, y éste era el más delicado de los disfraces por ser transparente, se movía de otra manera. Había sufrido la fiebre de los huesos y había sobrevivido.
    Al salir de Oldorando, se había encaminado al noreste, a través de lo que se llamaría más tarde la Ciénaga de Roon, en la dirección seguida por Shay Tal. Errando al azar, había perdido el sendero. El territorio que había conocido años atrás, cubierto de nieve y mostrando al cielo un rostro abierto, había desaparecido bajo una maraña verde.
    La antigua soledad estaba ahora poblada de peligros. Tenía conciencia de que algo se movía, siempre, no sólo animales, sino también seres humanos, semihumanos, y de dos filos, alborotados por la marea de las estaciones. Rostros jóvenes y hostiles asomaban entre la espesura. Cada arbusto tenía orejas además de hojas.
    Oro estaba inquieto en el bosque. Los mielas eran criaturas de espacios abiertos. Se mostró cada vez más terco y obstinado, hasta que por fin Laintal Ay se apeó, maldiciendo y lo llevó de la brida.
    Llegó así hasta una torre de piedra, después de atravesar una floresta aparentemente interminable de helechos y abedules. Ató a Oro, antes de examinar el sitio. Todo parecía tranquilo. Entró en la torre y descansó, sintiéndose enfermo. Luego trepó a la cima y examinó los alrededores. Había visitado esa torre en los descuidados vagabundeos de antaño, mirando desde lo alto un horizonte desnudo. Dolorido y fatigado, salió de la torre. Se echó en el suelo, y se estiró, incapaz de bajar los brazos. Sintió calambres, la fiebre cayó sobre él como un golpe, y se arqueó hacia atrás en pleno delirio, como si quisiera quebrarse el espinazo.
    Pequeños hombres y mujeres de color oscuro emergieron de unos escondites y lo miraron, y se acercaron luego furtivamente. Eran protognósticos de la tribu de los nondads, criaturas velludas que apenas llegaban a la cintura de Laintal Ay. Tenían manos de ocho dedos, ocultos a medias en el denso pelaje rojizo que les cubría las muñecas. Los rostros parecían de asokins, con un hocico protuberante que les daba el mismo aire patético de los madis.
    Hablaban un lenguaje que era una mezcla de resoplidos, silbidos y chasquidos, en nada parecido al olonets, aunque recibiera algunas transfusiones del viejo lenguaje. Se consultaron mutuamente, y por fin decidieron llevarse con ellos al freyriano, ya que tenía una octava personal buena.
    En la elevación de detrás de la torre crecía una hilera de orgullosos rajabarales, ocultos entre los abedules. Por la base de uno de estos árboles entraron los nondads en sus tierras, arrastrando a Laintal Ay, resoplando y riéndose de sus propias dificultades. Oro relinchaba y tiraba de la brida inútilmente: su amo había desaparecido.
    Los nondads tenían un hogar seguro entre las raíces del gran árbol. Se llamaba las Ochenta Oscuridades. Dormían en camas de helechos para protegerse de los roedores que compartían esas mismas tierras.
    Todo lo que hacían estaba gobernado por las costumbres. Era la costumbre elegir desde el nacimiento a reyes y guerreros que los gobernaran y protegieran. Estos gobernantes eran adiestrados para la lucha, y en las Ochenta Oscuridades se libraban salvajes combates a muerte. Pero los reyes eran delegados del resto de la tribu y representaban la violencia innata de todos, de manera que la gente común era mansa y afectuosa y se apretujaba entre sí sin mucho sentido de identidad personal. El principal impulso era favorecer siempre la vida; la vida de Laintal Ay fue protegida, aunque lo habrían devorado hasta la última falange si se hubiese muerto. Ésa era la costumbre.
    Una de las hembras se convirtió en la esnoctruicsa de Laintal Ay; se echó a su lado, lo acarició y le absorbió la fiebre. Laintal Ay deliraba, se veía acosado por animales minúsculos como ratones, grandes como montañas. Cuando despertaba en la oscuridad, encontraba una extraña compañera, próxima como la vida misma, dispuesta a todo para salvarlo y devolverle la salud. Sintiéndose como un corusco, Laintal Ay cedía ardientemente a este nuevo modo de ser, en que el cielo y el infierno se expresaban en el mismo abrazo.
    Por lo que logró entender más tarde, la palabra esnoctruicsa significaba sanadora, dadora, hurtadora y, sobre todo, sensitiva.
    Estaba tendido en la oscuridad, convulsionado, con los miembros contraídos, sudando sustancia. El virus se encarnizaba, incontrolable, empujándolo a través del terrible ojo de la aguja de Siva. Laintal Ay se convirtió en un paisaje de nervios en el que combatían los ejércitos del dolor. Sin embargo, allí estaba la misteriosa esnoctruicsa, reaparecía una y otra vez: no estaba solo. El don de ella era la salud.
    A su tiempo, los ejércitos del dolor se retiraron. Las voces de las Ochenta Oscuridades se hicieron gradualmente inteligibles, y Laintal Ay empezó a comprender oscuramente qué le había ocurrido. El extraordinario lenguaje de los nondads no tenía palabras para comida, bebida, amor, hambre, frío, calor, odio, esperanza, desesperación, dolor; aunque aparentemente las conocían los reyes y guerreros que luchaban en la remota oscuridad. En cambio, el resto de la tribu dedicaba las horas libres, que eran muchas, a prolongadas discusiones acerca de lo último. Las necesidades de la vida no tenían palabras porque eran desdeñables; sólo importaba lo último.
    X
    Laintal Ay, algo sofocado por el súcubo, nunca dominó suficientemente el lenguaje para comprender lo último. Pero parecía que el tema principal del debate —también costumbre vigente desde muchas generaciones atrás— era decidir si todos tenían que fundirse a sí mismos en un solo ser con el gran dios de la oscuridad, Withram, o cultivar un estado diferente.
    El discurso acerca de ese estado diferente era largo, y ni siquiera se interrumpía mientras los nondads comían. Laintal Ay nunca imaginó que estaban comiéndose a Oro. No tenía apetito. Las meditaciones acerca del estado diferente pasaban por él como agua.
    Ese estado era comparado con muchas otras cosas, algunas sumamente incómodas, como la lucha y la luz: el estado impuesto a los reyes y los guerreros, y que podía ser interpretado como individualidad. La individualidad se oponía a la voluntad de Withram. Pero de algún modo, o así parecía continuar el argumento, tan enmarañado como las raíces del sitio donde era discutido, oponerse a la voluntad de Withram era también seguirla.
    Todo era muy desconcertante, sobre todo cuando uno tenía en los brazos a una pequeña y velluda esnoctruicsa.
    No fue ella quien murió primero. Todos murieron, silenciosamente, amontonados en las Ochenta Oscuridades. Al comienzo, él sólo advirtió que se unían menos voces a los armónicos del argumento. Luego la esnoctruicsa se puso rígida. El la abrazó estrechamente, con una angustia que no había sentido nunca. Pero los nondads no tenían defensas contra la enfermedad que Laintal Ay les había llevado; recuperarse de esa enfermedad no era una costumbre.
    Poco después, también ella había muerto. Laintal Ay se incorporó y lloró. Nunca le había visto el rostro, aunque le había tocado muchas veces el pequeño cuerpo delgado, donde parecía habitar tan gran riqueza, reconociéndola en la oscuridad.
    La discusión acerca de lo último concluyó al fin. Resoplidos, chasquidos y silbidos se desvanecieron en las Ochenta Oscuridades. Nada había quedado decidido. Aun la muerte, en definitiva, había mostrado cierta indecisión al respecto: había sido a la vez individual y común. Sólo el mismo Withram podía decir si estaba satisfecho, o si, a la manera de los dioses, prefería callar.
    Abrumado por el golpe, Laintal Ay trató de ordenar unos pensamientos dispersos. Sobre las manos y las rodillas, se arrastró entre los cadáveres de sus salvadores, buscando la salida. La terrible y completa majestad de las Ochenta Oscuridades cayó sobre él.
    Se dijo, tratando de proseguir la discusión: «Soy un individuo, cualesquiera que fuesen los problemas de mis queridos amigos los nondads. Sé que soy yo mismo; no puedo dejar de serlo. Por lo tanto, he de estar en paz conmigo mismo. No tengo por qué someterme a un perenne debate. En mi caso, todo está claro. Eso por lo menos lo sé, pase lo que pase. Soy mi propio dueño; y esta convicción ha de ser mi guía, tanto si vivo como si muero. Es inútil buscar a Aoz Roon. No es mi dueño. Yo lo soy. Ni Oyre tiene tanto poder sobre mí para que yo tenga que exiliarme. Las obligaciones no son esclavitudes...»
    Y así sucesivamente, hasta que las palabras mismas empezaron a perder sentido. El laberinto entre las raíces no parecía tener salida. En muchas ocasiones, cuando un túnel angosto ascendía, Laintal Ay se arrastraba lleno de esperanzas, sólo para descubrir en el fondo un cadáver acurrucado, sobre cuyas entrañas los roedores llevaban a cabo una variedad peculiar de debate.
    Cuando pasó por una cámara que se ensanchaba, tropezó con un rey. En la oscuridad, el tamaño tenía menos importancia que a la luz. El rey parecía enorme cuando se irguió, rugiendo y extendiendo las garras. Laintal Ay rodó, gritando y pateando, mientras intentaba sacar la daga y se le echaba encima, y la terrible cosa informe lanzaba dentelladas buscándole el cuello. Un codazo en un ojo quitó entusiasmo al atacante, por el momento. Laintal Ay extrajo la daga, que perdió enseguida en la reyerta. Encontró una raíz. Torció un brazo del rey sobre la raíz, mientras le golpeaba la cabeza, a pesar de los amenazadores colmillos. La furibunda criatura se liberó y volvió a lanzarse contra Laintal Ay, sin perder el brío. Las dos figuras, que el odio convertía en una, se revolvían entre la tierra, la suciedad y los animales que se escurrían.
    Débil por los estragos de la fiebre de los huesos y por el largo ayuno, Laintal Ay sintió que se le iban las ganas de luchar. Unas garras arañaron los costados del túnel. De repente, algo chocó contra los cuerpos unidos. Salvajes gritos y chasquidos resonaron en la oscuridad. Tan completa era la confusión que Laintal Ay necesitó un momento para comprender que había un tercer combatiente: un guerrero nondad. El guerrero concentraba casi toda su ira sobre el rey. Era como haber caído entre dos puercoespines.
    Rodando y pataleando, Laintal Ay se apartó de la refriega, encontró la daga, y logró arrastrarse sangrando hasta un rincón oscuro. Alzó las piernas para protegerse el cuerpo y la cara contra un ataque frontal, y vio entonces, encima de su cabeza, una estrecha abertura. Cautelosamente se abrió paso por un túnel apenas mayor que él. Antes de la fiebre jamás hubiera podido pasar; ahora, con contorsiones de serpiente, consiguió emerger a un pequeño hoyo redondo en la superficie de la tierra. Sintió hojas muertas bajo las manos. Se tendió, jadeando, oyendo con temor los ruidos del combate.
    —La luz de los centinelas —murmuró. En el hoyo había una leve luz gris, como una niebla. Había llegado a la salida de las Ochenta Oscuridades.
    El temor lo impulsó a seguir la luz. Avanzó reptando, y se puso de pie, tembloroso, junto al desnudo muro cóncavo de un rajabaral. Ahora la luz era una cascada que caía del vasto lago del cielo.
    Durante largo rato respiró profundamente, mientras se limpiaba cabizbajo la sangre y la tierra de la cara. El rostro salvaje de un hurón lo miró y desapareció. Había visitado el reino de los nondads, y los había matado a casi todos.
    Recordó vividamente a la esnoctruicsa. Sintió dolor, también sorpresa, y gratitud.
    Uno de los centinelas estaba sobre él. El otro, Batalix, se encontraba cerca del horizonte, e iluminaba casi horizontalmente la gran floresta silenciosa, dando una siniestra belleza al océano de follaje.
    Las pieles de Laintal Ay estaban hechas jirones. Las garras del rey le habían abierto unas largas heridas sanguinolentas.
    Sin esperanzas, llamó una vez a Oro. No esperaba ver de nuevo al miela. El instinto de cazador le advertía que no se quedase donde estaba; si no se movía, sería una presa fácil, y se sentía demasiado débil para afrontar otro combate.
    Escuchó. Algo se sacudía dentro del rajabaral. Los nondads atribuían grandes virtudes a los árboles en cuyas raíces moraban; se decía que Withram residía en lo alto del rajabaral y que a veces descendía de allí, lanzándose iracundo contra un mundo tan injusto para los protognósticos. ¿Qué haría Withram, se preguntó, cuando todos los nondads murieran? Quizás aun el mismo Withram tuviera que adoptar otra individualidad.
    —Despierta —se dijo en voz alta, al advertir que estaba divagando. No vio señales de la ruinosa torre, que le hubiera permitido orientarse. Sin embargo, se puso en marcha, con Batalix a la espalda, entre los troncos rayados. Sentía el cuerpo y los miembros agradablemente ligeros.
    Pasaron los días. Se escondió de los grupos de phagors y de otros enemigos. No sentía hambre. La enfermedad lo había dejado sin apetito y con la mente despejada. Se encontró recordando cosas que le habían dicho Vry, Shay Tal, su madre y su abuela; cosas referentes a un mundo entre otros muchos mundos, un lugar en el que la vida era una extraordinaria felicidad, donde el aliento rebosaba en los pulmones como una marea y lo inesperado ocurría a cada momento... Cuánto debía a las mujeres... Y a la esnoctruicsa... Sabía, hasta los huesos, que era afortunado. Había una inagotable cantidad de mundos que se imbricaban unos en otros.
    Y así, con paso ligero, llegó al vado del río ante el poblado de Sibornal que llamaban Nueva Ashkitosh.
    Nueva Ashkitosh estaba en un estado de excitación constante. A los pobladores les gustaba así.
    El poblado cubría una amplia zona. Era circular, en la medida en que el terreno lo permitía. En la periferia estaban las cabañas, las cercas, y las espaciadas torres de guardia, y en el interior las tierras de labranza, divididas por senderos que irradiaban desde el centro como los rayos de una rueda. En el centro había un conjunto de edificios y depósitos, y también unas pocilgas donde habitaban los cautivos. Ese conjunto rodeaba el núcleo del poblado: una iglesia circular cuyo nombre era Iglesia de la Paz Formidable.
    Los hombres y mujeres iban y venían atareados. La holgazanería no estaba permitida. Había enemigos adentro y afuera: Sibornal siempre había tenido enemigos.
    El enemigo exterior era todo aquello que no proviniera de Sibornal. Los habitantes no eran agresivos, pero la religión les enseñaba a ser cautelosos. Y en particular con los nativos de Pannoval y con los phagors.
    Los exploradores, montados en yelks, vigilaban las afueras. Hora por hora informaban acerca del avance de grupos dispersos de phagors, seguidos por un verdadero ejército que descendía de las montañas.
    Las noticias habían traído una cierta alarma. Todo el mundo estaba alerta. Aunque los colonos de Sibornal eran hostiles a los invasores de dos filos y viceversa, había entre ellos una insegura alianza que reducía el conflicto a un mínimo. AI contrario de los habitantes de Embruddock, los de Sibornal nunca combatían voluntariamente contra los phagors.
    En cambio, comerciaban con ellos. Los colonos sabían bien que eran vulnerables y que no podían retirarse a Sibornal; por rebeldes y por heréticos, no serían precisamente bienvenidos. Comerciaban en vidas humanas y semihumanas.
    Los colonos estaban al borde del hambre, incluso en los buenos tiempos. La colonia era vegetariana y los hombres eran todos buenos campesinos: Las cosechas abundantes se sucedían. Pero en la mayor parte servían para alimentar a las cabalgaduras. Era preciso mantener una enorme cantidad de yelks, mielas, caballos y kaidaws (estos últimos regalo de los phagors) para que la comunidad pudiera sobrevivir.
    Así era posible que los exploradores patrullaran constantemente los alrededores, manteniendo informados a los colonos y capturando a todo aquel que penetrara en la región. Las pocilgas estaban bien abastecidas de una pasajera población de prisioneros.
    Los prisioneros eran entregados, como tributo, a los phagors. A cambio de esto, los phagors dejaban en paz a los colonos. ¿Por qué no? Con astucia, el sacerdote guerrero Festibariyatid había fundado el asentamiento en una falsa octava; ningún phagor podía tener motivo para atacarlo.
    Aparte de esto, había también enemigos internos. Dos protognósticos que dijeron llamarse Caathkarnit-él y Caathkarnit-ella cayeron enfermos a poco de llegar y murieron pronto. El encargado llamó a un médico-sacerdote, que diagnosticó fiebre de los huesos. A partir de ese momento la enfermedad se extendió de semana en semana. Esa mañana en el dormitorio había aparecido un explorador con los miembros rígidos; sudaba profusamente y movía continuamente los ojos.
    El desastre ocurrió en un momento especialmente inoportuno: cuando los colonos intentaban reunir un gran grupo de cautivos para entregarlos como prendas propiciatorias a la cruzada phagor que se aproximaba. Conocían ya el nombre del sacerdote guerrero de dos filos, que no era otro que el kzahhn Hrr-Brahl Yprt. Una gran cantidad de muertes estropearía el tributo. Por orden del Supremo Festibariyatid se cantaron más plegarias al ocaso. Laintal Ay escuchó las plegarias mientras entraba en el poblado y la melodía le agradó. Miró con Interés alrededor, ignorando a los dos centinelas armados que lo escoltaron a un gran cuartel central. Delante del cuartel unos prisioneros apilaban estiércol.
    Al capitán de la guardia le sorprendió ese humano que no pertenecía a Sibornal y sin embargo entraba voluntariamente en la colonia. Después de hablar un rato con Laintal Ay y de intentar intimidarle, hizo que un subordinado llamara a un sacerdote guerrero.
    Laintal Ay se estaba acostumbrando ya al hecho de que cualquier individuo que no hubiera sufrido la plaga le pareciese desagradablemente grueso. El sacerdote guerrero le parecía desagradablemente grueso. Enfrentó a Laintal Ay con aire desafiante y le hizo preguntas que él mismo consideraba astutas.
    —He tenido algunas dificultades —respondió Laintal Ay—. He venido aquí buscando refugio. Necesito ropas. Los bosques están demasiado poblados para mí gusto. Quiero una montura, si es posible un miela, y estoy dispuesto a trabajar a cambio. Luego volveré a mi hogar.
    —¿Qué clase de humano eres? ¿Vienes de Hespagorat? ¿Por qué eres tan delgado?
    —He sobrevivido a la fiebre de los huesos.
    El sacerdote guerrero se pasó un dedo por los labios.
    —¿Eres un guerrero?
    —Hace poco he matado a toda una tribu de Otros, los nondads.
    —Entonces, ¿no temes a los protognósticos?
    —De ningún modo.
    Se le encomendó la tarea de custodiar las celdas y alimentar a los miserables ocupantes. Recibió en cambio unas ropas de lana gris. El pensamiento del sacerdote era sencillo. Alguien que había sufrido la fiebre podía cuidar a los prisioneros sin morirse en un momento inoportuno y sin transmitir la epidemia.
    Cada vez más colonos y prisioneros morían a causa del flagelo. Laintal Ay observó que las plegarias en la Iglesia de la Paz Formidable se hacían más fervientes. Al mismo tiempo, la gente salía menos. El podía ir a cualquier parte sin que nadie lo detuviese. Sentía que de algún modo estaba viviendo una vida encantada. Cada día era un don.
    Los exploradores guardaban los animales en un campo cercado. Un grupo de prisioneros los cuidaba y les llevaba forraje y heno. La colonia no conocía problema más grave. Una hectárea de hierba verde podía alimentar a veinticinco animales por día. En el campo cercado había cincuenta cabalgaduras, utilizadas para recorrer una zona cada vez más grande, que consumían novecientas sesenta hectáreas anuales, o algo menos porque a veces pastaban fuera del perímetro. A causa de esta situación la Iglesia de la Paz Formidable estaba casi siempre atestada de campesinos hambrientos: un fenómeno extraño, incluso en Heliconia.
    Laintal Ay se negaba a gritarles a los prisioneros: trabajaban demasiado bien, si se consideraban las miserables circunstancias en que vivían. Los guardias se mantenían a distancia. Una leve lluvia hacía que tuvieran la cabeza baja. Sólo Laintal Ay se preocupaba por los animales, que se agrupaban y adelantaban los blandos hocicos esperando que les dieran de comer. Llegaría el momento en que elegiría uno y escaparía; uno o dos días más tarde, la guardia estaría bastante desorganizada, a juzgar por la marcha de las cosas.
    Miró por segunda vez a una hembra miela. Tomó un trozo de pastel y se le acercó. Las rayas del animal eran de un color amarillo naranja desde la cabeza hasta la cola, con un polvoriento azul oscuro en el medio.
    —¡Lealtad!
    La yegua se adelantó, se apoderó del pastel y luego pasó el morro por debajo del brazo de Laintal Ay. El le acarició las orejas.
    —Entonces, ¿dónde está Shay Tal? —preguntó.
    La respuesta era obvia. Los sibornaleses la habían apresado y la habían entregado a los phagors. Ya nunca llegaría a Sibornal. Ahora Shay Tal era un corusco. Ella y su pequeña comitiva, unidos en el tiempo. El nombre del capitán de la guardia era Skitocherill. Una cautelosa amistad se desarrolló entre Laintal Ay y él. Laintal Ay podía ver que Skitocherill estaba asustado: jamás tocaba a nadie, llevaba un ramillete de raige y escantion en que metía frecuentemente la larga nariz, esperando protegerse así de la plaga.
    —Vosotros los oldorandinos, ¿adoráis a algún dios? —preguntó.
    —No. Podemos cuidarnos solos. Es verdad que hablamos bien de Wutra, pero expulsamos a todos los sacerdotes de Embruddock, hace varias generaciones. Tendríais que hacer lo mismo en Nueva Ashkitosh, viviríais mejor.
    —Pura barbarie. Por eso te has contagiado la plaga, por ofender a Dios.
    —Ayer murieron nueve prisioneros, y seis de vosotros. Rezáis mucho, y de nada os sirve.
    Skitocherill parecía enojado. Se encontraron en campo abierto, y la brisa les agitaba las ropas. La melodía de la plegaria llegaba hasta ellos desde la iglesia.
    —¿No admiras nuestra iglesia? Somos una simple comunidad campesina; sin embargo tenemos una iglesia hermosa. Apostaría a que no hay nada así en Oldorando.
    —Es una cárcel.
    Pero mientras hablaba, Laintal Ay oyó una melodía solemne, que venía de la iglesia y que parecía hablarle con acentos misteriosos. A los instrumentos se sumaron unas voces altas,
    —No digas eso. Podría hacer que te azotaran. En la iglesia está la vida. La Gran Rueda de Kharnabhar, el centro sagrado de nuestra fe. Si no fuera por la Gran Rueda, aún seguiríamos entre el hielo y la nieve. —Skitocherill alzó el índice y se trazó un círculo sobre la frente mientras hablaba.
    —¿Qué es eso?
    —Es la rueda que nos acerca todo el tiempo a Freyr. ¿No lo sabías? Yo fui allí de niño, en peregrinación. Está en las montañas de Shivenink. No eres un verdadero sibornalés hasta que haces la peregrinación. El día siguiente trajo otras siete muertes. Skitocherill estaba a cargo de la sepultura, con varios prisioneros madis apenas capaces de cavar.
    Laintal Ay dijo: —Yo tenía una amiga querida que fue capturada por tu gente. Quería ir en peregrinación a Sibornal, para hablar con los sacerdotes de esa Gran Rueda tuya. Creyó que allí podía estar la fuente de la sabiduría. En cambio, fue capturada y vendida a los inmundos phagors. ¿Así tratáis a las personas?
    Skitocherill se encogió de hombros.
    —No me eches la culpa a mí. Probablemente pensaron que era una espía de Pannoval.
    —¿Cómo podían pensar eso? Iba montada en un miela, como quienes la acompañaban. ¿Acaso tienen mielas en Pannoval? Jamás lo he oído. Era una mujer espléndida, y vosotros, bandoleros, la habéis entregado a los phagors.
    —No somos bandoleros. Sólo queremos vivir en paz aquí, y trasladarnos a otro sitio cuando el suelo se agote.
    —Quieres decir, cuando se agote la población. Por ejemplo, vendiendo mujeres a cambio de seguridad.
    El sibornalés sonrió, incómodo, y dijo: —Los bárbaros de Campannlat no dan valor a sus mujeres.
    —Les damos mucho valor.
    —¿Gobiernan?
    —Las mujeres no gobiernan.
    —Sí en ciertas partes de Sibornal. Aquí mismo puedes ver cómo tratamos a las mujeres. Tenemos sacerdotisas.
    —No he visto ninguna.
    —Eso es porque las cuidamos bien. —Skitocherill se inclinó.— Oye, Laintal Ay. Pienso que en verdad no eres mala persona. Confiaré en ti. Sé cómo marchan aquí las cosas. Sé que muchos exploradores han partido y no han regresado. Han muerto de la plaga entre unos miserables matorrales, sin sepultura, y es probable que los cadáveres hayan sido devorados por las aves o los Otros. Y todo empeora continuamente, incluso ahora mismo, mientras conversamos. Soy un hombre religioso, y creo en la plegaria; pero la fiebre de los huesos es tan feroz que ni siquiera la plegaria puede contra ella. Tengo una esposa a quien amo profundamente. Quiero hacer un trato.
    Mientras Skitocherill hablaba, Laintal Ay, junto a él en una pequeña eminencia, miraba un miserable sector de terreno que descendía hacia un arroyo, bordeado por unos raquíticos espinos. Los prisioneros arrojaban paletadas de tierra hacia atrás, entre las piedras, mientras siete cadáveres —los de Sibornal envueltos en sábanas— aguardaban sepultura al descubierto. Se dijo: «Puedo comprender que este bloque de grasa quiera escapar, pero ¿qué me importa a mí de él? Ciertamente, no más de lo que significaban para él Shay Tal, Amin Lim y los otros.»
    —¿Cuál es el trato?
    —Cuatro yelks, bien alimentados. Yo, mi esposa, su criada, tú. Salimos juntos. Me dejarán pasar sin dificultad. Vamos a Oldorando. Tú conoces el camino, yo te ayudo, me ocupo de que tengas un buen animal. Eres demasiado valioso, y si no aceptas, nunca podrás salir de aquí y menos cuando la situación empeore. ¿Estás de acuerdo?
    —¿Cuándo piensas partir?
    Skitocherill metió la nariz en el ramillete de flores y escrutó a Laintal Ay.
    —Si dices una palabra de esto a alguien te mato. Escucha: la cruzada del kzahhn phagor, Hrr-Brahl Yprt, ha de pasar por aquí antes de la puesta de Freyr, según nuestros exploradores. Nosotros cuatro los seguiremos; los phagors no nos atacarán si nos mantenemos en la retaguardia. La cruzada puede ir adonde quiera; nosotros iremos a Oldorando.
    —¿Y piensas vivir en un lugar tan bárbaro? —preguntó Laintal Ay.
    —Antes de contestar tendré que ver hasta qué punto es bárbaro. Y procura no ser sarcástico con tus superiores. ¿Estás de acuerdo?
    —Llevaré un miela y no un yelk. Lo elegiré yo mismo. Nunca he montado en un yelk. Y quiero una espada de metal blanco, no de bronce.
    —Está bien. Entonces, ¿trato hecho?
    —¿Estrechamos nuestras manos?
    —No toco otras manos. Es suficiente la palabra. Está bien. Yo soy un hombre que teme a Dios; no te traicionaré. Cuídate tú de traicionarme. Haz enterrar esos cuerpos, yo haré que mi mujer se prepare para el viaje.
    Apenas el alto sibornalés se marchó, Laintal Ay ordenó a los cautivos que abandonaran el trabajo.
    —No soy vuestro amo. Soy un prisionero como vosotros. Odio a los sibornaleses. Arrojad esos cadáveres al agua y cubridlos de piedras, ahorraréis esfuerzo. Lavaos luego las manos.
    Todos miraron con suspicacia y no con agradecimiento a ese hombre alto, vestido de lana gris, que hablaba cara a cara con los guardias de Sibornal. Laintal Ay no se inmutó. Si la vida de Shay Tal era barata, toda vida lo era. Mientras hacían lo ordenado, un cuerpo fue despojado de la sábana, y él pudo ver un rostro ceniciento congelado de angustia. Alzaron el cadáver por los pies y los hombros y lo arrojaron al arroyo; la corriente se apoderó codiciosamente de las vestiduras, y las apretó contra el cuerpo, que empezó a rodar sin ceremonia aguas abajo.
    El arroyo demarcaba el perímetro de Nueva Ashkitosh: en la costa opuesta, detrás de unas barandas inconsistentes, empezaba la tierra de nadie.
    Una vez concluida su tarea, los madis consideraron la posibilidad de escapar vadeando el arroyo y echando a correr. Algunos abogaban por este plan, de pie al borde del agua, llamando a los otros. Los más tímidos se negaban y gesticulaban, indicando peligros desconocidos. Todos miraban ansiosamente a Laintal Ay, que permanecía de brazos cruzados, y no se movía de donde estaba. Como no podían saber si era mejor que actuasen por separado o todos juntos, se limitaron a discutir entre ellos, moviéndose por la costa o en el agua, pero retornando siempre a un centro común de indecisión. Estas vacilaciones tenían un motivo. La tierra de nadie, del otro lado del arroyo, se estaba llenando de figuras que se movían hacia el oeste. Las aves incomodadas volaban delante de las figuras, giraban en el cielo y luego intentaban volver a posarse.
    A media distancia, la tierra se alzaba hasta un horizonte bajo, donde se veía una hilera de tambores: copas de viejos rajabarales, despidiendo vapor. Más allá del vapor el paisaje se extendía en unas sierras distantes y serenas a la luz nebulosa. Aquí y allá había megalitos con curiosas incisiones que marcaban las líneas de las octavas de aire y de tierra.
    Los fugitivos que iban hacia el oeste apartaban el rostro de Nueva Ashkitosh, corno si le tuvieran miedo. A veces estaban solos, pero en general marchaban en grupos, ocasionalmente numerosos. Algunos llevaban animales detrás o phagors con ellos: a veces los phagors eran los dueños de la situación.
    El progreso no era continuo. Un gran grupo se detuvo en un barranco, a cierta distancia. Los ojos penetrantes de Laintal Ay vieron signos de lamentaciones; las figuras se inclinaban alternativamente hacia adelante o hacia atrás mostrando dolor. Otros se acercaban; algunos corrían de grupo en grupo. La plaga viajaba entre ellos.
    Laintal Ay examinó el paisaje más distante buscando aquello de que huían. Creyó ver un pico cubierto de nieve entre dos sierras. La calidad de la luz cambiaba allí de continuo, como si unos seres de sombra jugaran en las cumbres. Unos temores supersticiosos le turbaron la mente, y sólo se tranquilizó cuando alcanzó a ver que no miraba una montaña sino algo más próximo y mucho menos estable: una bandada de aves vaqueras que convergían para atravesar un paso.
    En ese momento, se decidió. Apartándose de los protognósticos, que continuaban discutiendo en la costa, regresó a los edificios de la guardia.
    Era evidente para él que esos refugiados, muchos de ellos infectados ya por la plaga, iban hacia Oldorando. Tenía que regresar lo antes posible para poner sobre aviso a Dathka y a los lugartenientes; de otro modo, Oldorando se hundiría bajo una marea de humanidad e inhumanidad enfermas. Sintió ansiedad por Oyre. Pensaba demasiado poco en ella desde los días de la esnoctruicsa.
    Los soles le calentaban la espalda. Se sentía solo, pero no había remedio para eso por el momento.
    Hizo sonar sus talones en la guardia; esperaba oír la música de la iglesia, pero sólo silencio venía de esa dirección. No sabiendo exactamente en qué punto del vasto perímetro vivían Skitocherill y su mujer, sólo podía esperar a que ambos aparecieran. La espera agravaba sus presentimientos.
    Tres exploradores entraron a pie en el poblado, trayendo un par de cautivos; uno de ellos cayó al suelo y quedó postrado junto a la guardia. Los exploradores estaban enfermos y exhaustos. Tambaleándose, entraron en el edificio sin mirar a Laintal Ay. Éste observó indiferente al otro prisionero; ya no le importaban los prisioneros. Pero enseguida volvió a mirar.
    El prisionero estaba de pie y con los pies separados, en actitud desafiante, aunque tenía la cabeza caída, como fatigado. Era de elevada estatura. La delgadez parecía indicar que había sobrevivido a la fiebre de los huesos. Vestía unas pieles negras que le colgaban flojamente.
    Laintal Ay metió la cabeza en el interior del edificio de guardia, donde los exploradores recién llegados, acodados en una mesa, bebían cerveza de raíces.
    —Llevo al prisionero a trabajar; lo necesitamos inmediatamente.
    Se alejó antes de que pudieran responder.
    Con una breve orden, Laintal Ay indicó al hombre la Iglesia de la Paz Formidable. Había sacerdotes dentro, en el altar central, pero Laintal Ay condujo al cautivo a un banco adosado a la pared, en un lugar poco iluminado. El hombre se dejó caer, agradecido, desplomándose como un saco de piedras.
    Era Aoz Roon. Tenía la cara macilenta y arrugada, y la carne del cuello le colgaba en pliegues fláccidos; la barba se le había vuelto casi toda gris, pero era evidente que esas cejas unidas y esa boca firme correspondían al señor de Embruddock. Aoz Roon, al principio, no reconoció a Laintal Ay en ese hombre delgado, vestido a la manera de Sibornal. Al fin sofocó un sollozo y lo estrechó con fuerza, temblando.
    Después de un rato pudo explicar qué le había ocurrido, y cómo había quedado desamparado en una isla diminuta en medio de la inundación. Cuando se recobró de la fiebre, advirtió que el phagor que había llegado con él a la isla estaba a punto de morir de hambre. El phagor no era un guerrero sino un humilde recolector de hongos, llamado Yhamm-Whrrmar, a quien aterrorizaba el agua y que, por consiguiente, no podía o no quería comer pescado. A causa de la anorexia que atacaba a quienes se recuperaban de la fiebre, Aoz Roon casi no necesitaba alimento. Ambos habían hablado a través de la corriente, y por último Aoz Roon había cruzado a la isla mayor y había acompañado amistosamente a su antiguo enemigo.
    De vez en cuando veían en la costa seres humanos o phagors, y les gritaban; pero nadie cruzaba la rápida corriente para ayudarlos. Intentaron construir juntos una barca, en lo que consumieron varias semanas fatigosas.
    Los primeros intentos fueron fallidos. Entretejiendo ramas, y cubriéndolas con barro seco, construyeron por fin una balsa que flotaba. Yhamm-Whrrmar subió un momento, y saltó enseguida afuera, aterrorizado. Después de muchas discusiones, Aoz Roon intentó solo la travesía. En mitad del río, el barro se deshizo y el armazón se hundió. Aoz Roon logró llegar hasta la costa, nadando río abajo.
    Tenía la intención de conseguir una cuerda y rescatar a Yhamm-Whrrmar, pero los viajeros que encontró se mostraban hostiles o huían de él. Después de un largo vagabundeo, fue capturado por los exploradores sibornaleses, que lo llevaron a Nueva Ashkitosh.—Volveremos juntos a Embruddock —dijo Laintal Ay—. Oyre estará tan feliz...
    Aoz Roon no respondió en seguida. —No puedo regresar... No puedo... No puedo abandonar a Yhamm-Whrrmar... Sin duda no comprendes... Se frotó las manos contra las rodillas. —Todavía eres el señor de Embruddock. Aoz Roon dejó caer la cabeza, suspirando. Había sido derrotado, había fracasado. Sólo quería un refugio tranquilo. Movió otra vez las manos sobre las rodillas y las gastadas pieles de oso.
    —No hay refugios tranquilos —dijo Laintal Ay—. Todo está cambiando. Regresaremos juntos a Embruddock. Tan pronto como sea posible.
    Como Aoz Roon parecía no tener ya ninguna voluntad, él tomaría las decisiones. Conseguiría un traje sibornalés en la guardia; disfrazado así, Aoz Roon se uniría al grupo de Skitocherill. Laintal Ay se alejó al fin, decepcionado. No era eso en verdad lo que había esperado de Aoz Roon.
    Otra sorpresa le aguardaba fuera de la iglesia. Los miembros de la colonia se estaban reuniendo más allá de los edificios de madera que rodeaban la iglesia. Miraban en silencio hacia el campo abierto, anónimamente gris, más allá del poblado.
    La cruzada del joven kzahhn phagor estaba a punto de llegar.
    La huida ante el avance de la cruzada continuaba aún. De vez en cuando, algún ciervo se deslizaba entre los seres humanos, los protognósticos, los Otros. A veces, los fugitivos caminaban al lado de los grupos de phagors que eran la vanguardia del ejército de Hrr-Brahl Yprt. Había una especie de ceguera en la expedición, en el evidente desorden con que avanzaban. Los cruzados eran más numerosos que disciplinados.
    Como al azar, pero en realidad bajo el dominio de las octavas de aire, los grupos de phagors se diseminaban a lo largo de las tierras salvajes. En todas partes avanzaban con un ritmo lento e incontenible, un lento paso anormal. No tenían prisa en los pálidos guarneses.
    El camino a través de valles y montañas desde las casi estratosféricas alturas de Nktryhk hasta las llanuras de Oldorando era de cinco mil quinientos kilómetros. Los cruzados, como cualquier ejército humano que viaja casi siempre a pie por terreno difícil, rara vez sobrepasaban un promedio de dieciocho kilómetros.
    Era raro que marcharan más de un día de cada veinte. Ocupaban la mayor parte del tiempo con las acostumbradas distracciones de los grandes ejércitos: el pillaje y el descanso.
    Para conseguir provisiones, habían puesto sitio a varias pobres ciudades montañesas próximas al camino. Se refugiaban entre las rocas y en desfiladeros hasta que los Hijos de Freyr abrían las puertas y arrojaban las armas. Habían perseguido a pueblos nómadas, situados en el umbral de la humanidad, que ignoraban aún el poder de las semillas y estaban por lo tanto condenados a una vida errante por senderos peligrosos, buscando unas pocas cabezas de flacos arangos con que alimentarse. Al comienzo habían sido detenidos por las nevadas, y luego, más gravemente, por las inmensas inundaciones que corrían pendiente abajo en los flancos del Hhryggt.
    Los cruzados habían sufrido también enfermedades, accidentes, deserciones, y los ataques de las tribus cuyo territorio atravesaban.
    Estaban ahora en el giro de aire 446 según el calendario moderno. Para las mentes eotemporales de la raza de dos filos era también el año 367 después de la Pequeña Apoteosis del Gran Año 5634000 desde la Catástrofe. Habían pasado trece giros de aire desde que sonara por primera vez el cuerno de pinzasaco en los riscos helados del glaciar natal. Batalix y el amenazante Freyr estaban bajos y próximos en el cielo del oeste, mientras la cruzada emprendía la última etapa del viaje.
    El terreno era suave como el regazo de una mujer en comparación con las altas tierras de Mordriat ya atravesadas; y las fuerzas salvajes no eran allí tan evidentes. Sin embargo, el terreno tenía marcas y cicatrices. La estación lo había remendado con plantas cuyas hojas de color verde ácido se extendían horizontalmente, como si estuviesen comprimidas por invisibles octavas de aire. Pero ningún follaje alcanzaba a ocultar la gran anatomía geológica situada debajo, corroída hasta hacía poco por siglos de hielo. Era una tierra que podía soportar pero no sustentar la inquieta esencia de la vida, en cualquier forma que esta esencia adoptara. Era el manuscrito inédito de la gran historia de Wutra. Los cuerpos cortos y gruesos del ejército phagor parecían manifestaciones autóctonas del lugar.
    Comparados con ellos, los habitantes del poblado, con sus ropas grises, eran cosas sombrías y transitorias.
    Laintal Ay recorrió la calle curva entre la iglesia y los depósitos y salas de guardia con un traje sibornalés para Aoz Roon. Mientras, alcanzaba a ver a la gente entre edificio y edificio.
    Todos los habitantes de Nueva Ashkitosh se habían reunido para ver pasar la cruzada. Se preguntó si era por miedo, para averiguar si el tributo humano pagado a los de doble filo les había dado realmente más seguridad.
    Las silenciosas bestias blancas pasaron a ambos lados del poblado. Se movían con precisión, mirando adelante, indiferentes. Muchos estaban delgados, o acababan de mudar de pelaje, y las desnudas cabezas parecían enormes. Sobre ellos volaban con gran escándalo las aves vaqueras. Rompían filas en gran número y se disputaban con graznidos y aletazos los montones de estiércol apilados aquí y allá.
    Los colonos hicieron oír sus propias voces, como si se opusieran a lo que pasaba fuera. Mientras Laintal Ay salía de la iglesia, las apretadas filas empezaron a cantar. Las palabras no eran en olonets. Tenían una textura áspera, aunque lírica, y la melodía era poderosa. La canción expresaba una cualidad esquiva, entre el desafío y la sumisión. Las voces de las mujeres flotaban claramente por encima de los bajos, que tocaban un himno glacial semejante a una marcha.
    Ahora se podía discernir que en el desordenado caudal del ejército de bestias algunas montaban en kaidaws; no tantos kaidaws como al comienzo, pero suficientes para ser un espectáculo. En el centro de una falange más organizada estaba Rukk-Ggrl, con la roja cabeza gacha, llevando al joven kzahhn. Detrás del kzahhn estaban los generales y luego las fillockas privadas, de las que sólo dos sobrevivían, convertidas ahora en altaneras gillotas. Entre la multitud se veían cautivos humanos cargados, andando pesadamente.
    Hrr-Brahl Yprt tenía la cabeza alta; la corona facial le brillaba a la luz enfermiza. Zzhrrk revoloteaba sobre él como una bandera. El kzahhn no se dignó echar una mirada al asentamiento humano que le rendía tributo. Sin embargo, la canción que rodaba por el campo y lo saludaba, le despertó en el eddre algún sentimiento, pues al llegar a cierto punto, casi a la altura de la Iglesia de la Paz Formidable, alzó la espada con la mano derecha, aunque jamás se sabría si como saludo o amenaza. Sin detenerse continuó su camino.
    Laintal Ay condujo a Aoz Roon hacia el edificio de la guardia. Esperaron allí a Skitocherill, que llegó con su mujer y una criada cargada de equipaje.
    —¿Quién es éste? —preguntó Skitocherill, señalando a Aoz Roon—. ¿Ya estás rompiendo tu parte del trato, bárbaro?
    —Es mi amigo, y eso basta. ¿Adonde van tus amigos phagors?
    El sibornalés encogió un solo hombro, como si la pregunta no valiera más.
    —¿Por qué había de saberlo? Ve a preguntarles, si tienes tanta curiosidad.
    —Van hacia Oldorando. ¿Lo sabíais, bandidos amigos de esas bestias, que cantáis en honor del jefe...?
    —Si supiera dónde está cada poblado bárbaro del desierto no tendría que recurrir a ti para que me guiases. Se miraban con enojo cuando la mujer de Skitocherill se adelantó y dijo: —¿Por qué discutes, Barboe? Sigamos con el plan. Si este hombre dice que nos puede llevar a Ondoro, que lo haga.
    —Por supuesto, querida —dijo Skitocherill, con una sonrisa que era una mueca. Frunciendo el ceño, se alejó de Laintal Ay y regresó enseguida con un explorador que traía varios yelks. La mujer examinó con silencioso desdén a Laintal Ay y a Aoz Roon.
    Era una mujer robusta, casi tan alta como el marido, sin formas bajo las vestiduras grises. Lo que la hacía notable, para Laintal Ay, eran el pelo rubio lacio y los ojos azules; a pesar de la expresión dura, el conjunto era cordial. Le dijo amablemente: —Te llevaré sana y salva a Oldorando. Nuestra ciudad es hermosa y emocionante, con sus géisers y sus torres de piedra. El Silbador de Horas te sorprenderá. Tendrás que admirar todo lo que veas.
    —No tendré que admirar nada —replicó ella con severidad. Como lamentando esta respuesta, le preguntó más amablemente cómo se llamaba.
    —Vamos, ya se acerca el ocaso —urgió Skitocherill—. Vosotros dos, bárbaros, montaréis en yelks. No hay mielas disponibles. Y este explorador nos acompañará. Tiene orden de actuar enérgicamente si hay problemas. —Si hay cualquier problema —dijo el explorador debajo de su capucha.
    Mientras Freyr se hundía en el horizonte, se pusieron en marcha; seis personas con siete yelks, uno cargado de equipaje. Pasaron sin incidentes junto a los centinelas de la puerta occidental. Los guardias parecían abatidos y sombríos a la luz declinante, y miraban la oscuridad que se avecinaba.
    El grupo salió al campo, y marchó a la retaguardia del peludo ejército del kzahhn. El suelo estaba sucio y pisoteado por el paso de muchos pies.
    Laintal Ay conducía la marcha, tratando de no tener en cuenta la incómoda montura del yelk. Sentía un peso sofocante en el corazón y el eddre cuando pensaba en e! salvaje ejército phagor que le precedía; con creciente certidumbre, imaginaba que pasarían por Oldorando, fuera cual fuera el destino final. Tenía que avanzar tan rápido como pudiera, sobrepasar la cruzada, y avisar a la ciudad. Golpeó al yelk con los talones.
    Oyre y sus ojos sonrientes representaban todo lo que quería en la ciudad. No lamentaba la larga ausencia, que le había dado un nuevo conocimiento de sí mismo, y un nuevo respeto por la perspicacia de la muchacha. Ella había advertido que le faltaba madurez, y que dependía demasiado de otros, y había deseado algo mejor para él, quizá sin conseguir articular ese deseo. Ahora quizá él llegara de vuelta con las cualidades que más había necesitado. Siempre que llegara a tiempo.
    Penetraron en una sombría floresta donde brillaba un sendero casi indiscernible, mientras Batalix se ponía en un dorado resplandor. Los árboles eran jóvenes, crecían enmarañados, las copas eran apenas más altas que las cabezas de los jinetes. Estaban rodeados de fantasmas. Una estrecha columna de protognósticos marchaba hacia el este, siguiendo una octava. Habían logrado de algún modo eludir al kzahhn y atravesar las filas de phagors. Las caras macilentas se movían confusamente entre los arbustos oscuros.
    Laintal Ay enderezó el delgado cuerpo sobre la silla y miró hacia atrás. El explorador y Aoz Roon cerraban la marcha, apenas visibles. Aoz Roon tenía la cabeza baja; parecía roto y sin vida. Más adelante iban la criada y el yelk que traía la carga. Directamente detrás de Laintal Ay marchaban Skitocherill y su mujer, con las cabezas ocultas bajo las capuchas grises. La mirada de Laintal Ay buscó el rostro pálido de la mujer. Los ojos azules le brillaban, pero creyó advertir una expresión helada que lo asustó. ¿Acaso la muerte los estaba ya persiguiendo?
    Volvió a golpear con los pies al lento yelk, obligándole a avanzar hacia los peligros que esperaban allá adelante.




    XV

    EL HEDOR DE LAS HOGUERAS




    Había silencio en Oldorando. Poca gente recorría las calles. La mayoría llevaba algún remedio cerca de la cara, a veces sosteniéndolo por medio de una máscara contra la boca y la nariz. Para este fin ciertas hierbas eran muy estimadas. Ahuyentaban la peste, las moscas y el hedor de las hogueras.
    Los dos centinelas, muy altos sobre las casas, brillaban como ojos, separados apenas por el espesor de un cabello. Debajo de las pizarras y las tejas, la población aguardaba. Se había hecho todo lo que se podía hacer. Ahora sólo cabía esperar.
    El virus se movía de un barrio a otro de la ciudad. Una semana la mayoría de las muertes eran en el barrio sur, el llamado Pauk, y el resto de la ciudad respiraba más libremente. Luego, para alivio de los demás distritos, el virus diezmaba el barrio del otro lado del Voral. Pero en pocos días más la peste visitaba las viejas madrigueras rápida como el rayo, y estallaban lamentaciones en calles y aun en casas donde ya se habían oído llantos similares.
    Tanth Ein y Faralin Ferd, los lugartenientes de Embruddock, con Raynil Layan, maestro de la casa de moneda, y , Señor de la Pradera del Oeste, habían organizado un Comité de la Fiebre, integrado también por otros ciudadanos útiles, como Ma Escantion. La encargada del hospital contaba con la ayuda de un cuerpo auxiliar formado por los peregrinos de Pannoval, los Apropiadores, que habían permanecido en Oldorando y predicaban contra la inmoralidad. Se habían dictado leyes para aliviar los estragos de la peste. Un contingente especial de policía se ocupaba de que se cumplieran.
    En todas las calles y senderos se colocaron anuncios de que la ocultación de cuerpos muertos y el saqueo tenían la misma pena: ejecución por mordedura de phagor, un viejo suplicio que causaba delicados escalofríos a los ricos mercaderes. En las afueras, a todos los viajeros, se anunciaba del mismo modo que había peste en la ciudad. Pocos de esos fugitivos que procedían del este eran tan imprudentes como para ignorar la advertencia: cambiaban de dirección y evitaban Oldorando. No era seguro que esos anuncios la protegieran también de aquellos que venían con malas intenciones.
    Los primeros carros que se veían en Oldorando, torpes artefactos de dos ruedas, rodaban estruendosamente por las calles, arrastrados por mielas. Recogían la cosecha diaria de cadáveres, que se dejaban en la calle envueltos en telas o se echaban afuera sin ceremonia por las puertas o eran arrojados desnudos por las ventanas. Una madre, un marido, un hijo, amados en vida, eran terriblemente repugnantes cuando enfermaban y aún peor cuando estaban muertos.
    Aunque se ignoraba la causa de la fiebre, había muchas teorías. Todas admitían que la enfermedad era contagiosa. Algunas llegaban a afirmar que bastaba mirar un cadáver. Otros, que habían prestado atención a la palabra del Akha de Naba, de pronto persuasiva, creían que la . causa era la concupiscencia.
    Aparte de lo que creyese cada uno, todo el mundo estaba de acuerdo en que el fuego era la única solución para los cadáveres. Los cuerpos eran transportados en los carros fuera de la ciudad, y allí arrojados a las llamas. La pira se alimentaba constantemente. El humo y el olor de la grasa negra entraban en las calles, y a pesar de las ventanas cerradas recordaba a los habitantes lo vulnerables que eran. Los sobrevivientes se entregaban a uno de los dos extremos, y a veces a los dos: la mortificación y la lujuria.
    Nadie creía que la fiebre hubiese llegado a su punto más alto, y se decía en cambio que aún sobrevendría algo peor. La esperanza equilibraba estos temores. Porque había una cantidad creciente de oldorandinos, en particular jóvenes, que sobrevivían a los peores ataques del virus hélico, y que ahora se paseaban delgados por la ciudad. Entre ellos se contaba Oyre.
    La fiebre la había atacado en la calle. Cuando Dol Sakil la atendió, Oyre tenía ya el cuerpo dolorido y rígido. Dol la cuidó sin preocuparse por sí misma. Esta descuidada indiferencia era un aspecto conocido del carácter de Dol. A pesar de los vaticinios, no enfermó, y vivió para ver cómo Oyre pasaba por el ojo de la aguja, más delgada, casi esquelética. La única precaución que tomó fue enviar a su hijo, Rastil Roon, a vivir con el marido y el hijo de Amin Lim. Ahora el niño había regresado.
    Las dos mujeres y el niño pasaban las horas en casa. La impresión de un final, y de una espera, no era desagradable. El aburrimiento tenía muchas mansiones. Jugaban con el niño a juegos sencillos que las transportaban a la infancia. Una o dos veces Vry se reunió con ellas, pero en ese tiempo Vry tenía un aire abstraído. Hablaba sólo de asuntos de trabajo y de sus propias aspiraciones. En una ocasión estalló en un discurso, y confesó sus relaciones con Raynil Layan, de quien no habían tenido hasta entonces nada bueno que decir. El asunto la exasperaba; sentía con frecuencia disgusto; odiaba al hombre cuando no estaba con ella, pero caía en sus brazos apenas lo veía.
    —Todas nosotras lo hemos hecho, Vry —comentó Dol—. Solamente que tú lo has postergado un poco, por eso te duele más.
    —No todas lo hemos hecho bastante —dijo Oyre, serena—. Ya no tengo deseos. Los he perdido... Lo que ahora deseo es el deseo. Quizá lo recupere, si recupero a Laintal Ay. —Miró el cielo azul por la ventana.—Pero estoy tan desgarrada —dijo Vry, que no quería apartarse de sus propios problemas—. Jamás estoy tranquila como antes. Ya no me reconozco.
    Vry no había mencionado a Dathka, y las otras mujeres evitaron el tema. El amor que la empujaba hacia Raynil Layan le habría dado más felicidad si no estuviese tan preocupada por Dathka; no sólo lo recordaba a menudo; ahora, además, él la perseguía obsesivamente. Vry tenía miedo de lo que pudiera ocurrir y había convencido sin dificultad al nervioso Raynil Layan de que se encontraran en un cuarto secreto, y no en las casas de ellos. En ese cuarto secreto ella y su amante de barba hendida tenían una cita diaria, mientras la ciudad se ocupaba de la plaga y el ruido de los cascos de los animales entraba por la ventana abierta.
    Raynil Layan quería cerrar la ventana, pero ella no lo permitía.
    —Los animales pueden transmitirnos la enfermedad —protestaba él—. Veámonos de aquí, querida mía, alejémonos de la peste y de las demás preocupaciones.
    —¿Cómo sobreviviríamos? Éste es nuestro sitio. Aquí, en esta ciudad, y uno en brazos del otro.
    Raynil Layan respondió con una sonrisa inquieta: —¿Y si nos contagiáramos?
    Ella se dejó caer en la cama, de modo que sus pechos brincaron ante los ojos de él.
    —Entonces moriríamos abrazados, apretados, haciendo el amor. No pierdas el ánimo, Raynil Layan, aliméntate del mío. Derrámate sobre mí una vez y otra y otra. —Vry le acarició con la mano las nalgas velludas y enganchó una pierna alrededor de la cintura del hombre.
    —Eres una marrana insaciable —dijo él con admiración, mientras se apretaba contra ella.

    Dathka se sentó al borde de la cama, con la cabeza en las manos. Como él no decía nada, la muchacha acostada tampoco habló; apartó los ojos y alzó las piernas hasta el pecho. Cuando él se levantó y empezó a vestirse, con la brusquedad de quien acaba de tomar una decisión, ella dijo en voz ahogada: —No tengo la peste, ¿sabes?
    Él la miró con amargura, pero no respondió, y continuó vistiéndose de prisa.
    Ella volvió la cabeza, apartándose de la cara los largos cabellos.
    —¿Qué te ocurre, Dathka?
    —Nada.
    —No eres gran cosa como hombre.
    Él se calzó, aparentemente más preocupado por las botas que por ella.
    —No te quiero, mujer, no eres la que quiero. Métete eso en la cabeza y vete de aquí.
    De un armario empotrado en la pared sacó una labrada daga curva. El brillo de la daga contrastaba con los oscuros paneles carcomidos de la puerta del armario. La guardó en el cinturón. Ella preguntó adonde iba. Dathka no le contestó. Cerró la puerta con violencia y bajó ruidosamente la escalera.
    No había perdido esas últimas penosas semanas, desde que Laintal Ay se marchara y él descubriera lo que consideraba la traición de Vry. Había pasado gran parte del tiempo buscando apoyo entre la juventud de Oldorando, asegurando su posición, haciendo alianzas con los extranjeros irritados por las restricciones, simpatizando con aquellos —eran muchos— cuya forma de vida había sido destruida por la introducción de la moneda, que había impuesto unas duras jornadas de trabajo. El maestro encargado de la acuñación, Raynil Layan, era blanco frecuente de las críticas.
    En el exterior todo estaba tranquilo; no había nadie en la calle lateral, excepto el hombre encargado de custodiar la puerta. La gente había ido al mercado, a atender las necesidades cotidianas. La pequeña tienda del boticario, con tantos frascos imponentes y ordenados, estaba haciendo muy buen negocio. Aún había mercaderes con
    XV EL 3EDOR DE LAS HOGUERAS
    tiendas y ropas brillantes. Y también personas que caminaban cargadas con bultos, abandonando la ciudad amenazada antes de que las cosas se agravasen.
    Dathka no atendía a nada de esto. Se movía como un autómata con la mirada fija al frente. La tensión de la ciudad era también su propia tensión. Había llegado a un punto en que ya no podía tolerarla. Mataría a Raynil Layan, y también a Vry si era preciso, y terminaría con ella. Torcía la boca dejando los dientes al descubierto mientras ensayaba mentalmente, una y otra vez, el golpe fatal. Los hombres se apartaban de él, temiendo que aquella mirada fija fuera indicio de la peste.
    Sabía dónde estaba la habitación secreta de Vry: sus espías lo tenían informado. Se dijo: si yo gobernara, cerraría definitivamente la academia. Nadie se ha atrevido aún a tomar esa decisión. Yo lo haría. Éste es el momento, con la excusa de que las clases de la academia difunden la peste. Eso sí que le dolería a Vry.
    —Reflexiona, hermano, reflexiona. Reza, reza con los Apropiadores para que la fiebre te perdone, oye la palabra del gran Ahka de Naba...
    Rozó al predicador callejero. También expulsaría a esos necios de las calles, si gobernaba.
    Cerca de los establos de mielas de la calle Yuli, se le acercó un hombre que conocía, mercenario y traficante de animales.
    —¿Sí?
    —El está arriba ahora, señor. —El hombre indicó con las cejas una ventana alta en una de las casas de madera frente a los establos. Eran hoteles, casas de huéspedes o tiendas de bebidas que daban una fachada respetable a los prostíbulos de más atrás.
    Dathka asintió brevemente.
    Apartó una cortina de cuentas, que tenía atadas flores frescas de orlingo y de escantion, y entró en una tienda de bebidas. En la habitación oscura no había clientes. De las paredes colgaban calaveras de animales con sonrisas aserradas. El propietario estaba junto al mostrador, de brazos cruzados, mirando el espacio. Ya sobornado, bajó la cabeza, de modo que la doble papada cayó sobre el pecho, como indicando que Dathka podía hacer lo que quisiese. Dathka pasó junto a él y subió.
    En la escalera había un olor rancio, a coles y cosas peores. Aunque avanzaba junto a la pared, las tablas crujían. Oyó voces junto a la última puerta. Era seguro que Raynil Layan, de carácter nervioso, habría atrancado la puerta. Dathka golpeó los desvencijados paneles.
    —Un mensaje, señor —dijo en voz apagada—. Es urgente. De la Casa de la Moneda.
    Con una torcida sonrisa se preparó, escuchando cómo descorrían el cerrojo. Tan pronto como la puerta empezó a abrirse, la empujó y se precipitó dentro. Raynil Layan cayó hacia atrás, gritando. Al ver la daga, corrió a la ventana y pidió socorro, una sola vez. Dathka lo tornó por el cuello y lo arrojó contra la cama.
    —¡Dathka! —Vry se sentó en la cama, tiró de una sábana y se cubrió el cuerpo desnudo.— ¡Fuera de aquí, eddre de rata!
    Como única respuesta, él cerró la puerta de un puntapié, sin mirar alrededor. Se volvió a Raynil Layan, que se incorporaba gimiendo.
    —Sé que me vas a matar, estoy seguro —dijo el maestro de la acuñación de moneda, extendiendo una mano temblorosa—. No lo hagas, por favor. No soy tu enemigo. Puedo ayudarte.
    —Tendré tanta compasión como la que tú has tenido con el viejo maestro Datnil.
    Raynil Layan se puso de pie lentamente, ocultando su desnudez, mirando a Dathka con ojos temerosos.
    —Yo no lo hice. No fui yo. Aoz Roon ordenó la ejecución. Era legal, de veras. Se había quebrantado la ley. En cambio no es legal que me mates. Díselo, Vry. Escucha, Dathka: el maestro Datnil no guardó los secretos de la corporación, le mostró el libro secreto a Shay Tal. Aunque no le mostró todo. No la peor parte. Tú tendrías que saberlo. Dathka hizo una pausa.
    —Ese mundo está muerto, y también esa basura de las corporaciones. Ya sabes lo que pienso de las corporaciones. Al diablo con el pasado. Está muerto, así como tú lo estarás pronto.
    Vry aprovechó la vacilación de Dathka. Había recuperado el ánimo.
    —Oye, , déjame que te explique la situación. Los dos podemos ayudarte. En el libro hay cosas que el maestro Datnil no se atrevió a revelar a Shay Tal. Pasaron hace mucho, pero el pasado está todavía con nosotros, aunque quisiéramos otra cosa.
    —Si fuera así, me aceptarías. Te he querido durante mucho tiempo.
    Raynil Layan se puso la túnica y dijo, tratando de mantenerse lúcido: —Tu pelea es conmigo, no con Vry. En los diversos libros de las corporaciones hay noticias sobre la Embruddock de los tiempos antiguos. Demuestran que fue una vez una ciudad phagor. Probablemente ellos la construyeron; pero no hay registros de esa época. Sin duda alguna fueron dueños de la ciudad, así como de las corporaciones y de la población. Tenían hombres como esclavos.
    —Y si eran dueños de Embruddock, ¿quién los mató? ¿Quién reconquistó la ciudad? ¿El Rey Denniss?
    —Eso ocurrió después de Denniss. El libro sagrado no dice mucho; habla de la historia sólo incidental mente. Pensamos que un día los phagors decidieron irse.
    —¿Sin ser derrotados?
    Vry respondió: —Sabes que apenas comprendemos a los phagors. Quizá las octavas de aire cambiaron y todos se fueron. Pero es seguro que tuvieron poder aquí. Si hubieras mirado bien la pintura de Wutra en el viejo templo, te habrías dado cuenta. Wutra es la representación de un rey phagor.
    Dathka se llevó la palma de la mano a la frente.
    —¿Wutra, un phagor? No puede ser. Vas demasiado lejos. Esos malditos conocimientos... Pueden hacer negro lo que es blanco. Todos esos disparates nacen en la academia. Acabaré con ella. Si tengo el poder acabaré con ella.
    —Si quieres el poder, estaré de tu parte —dijo Raynil Layan.
    —No te quiero de mi parte.
    —Sin embargo —el hombre torció la boca en una mueca de frustración, y se tiró de los extremos gemelos de la barba—, tenemos un problema que resolver. Porque parece que los phagors vuelven. Quizá pretendan recuperar la antigua ciudad. Eso es lo que pienso.
    —¿Qué quieres decir?
    —Es muy simple. Sin duda has oído los rumores. Se acerca un gran ejército phagor. Ve a hablar con la gente que pasa cerca de la ciudad. El problema es que Tanth Ein y Faralin Ferd no protegerán la ciudad, porque están demasiado ocupados en sus propios asuntos. Son ellos tus enemigos; no yo. Si un hombre fuerte mata a los lugartenientes y se apodera de la ciudad, podrá salvarla. Eso es lo que te sugiero.
    Observó con atención a Dathka, mirando cómo las emociones le cambiaban el rostro. Sonrió animosamente sabiendo que el breve discurso le había salvado la vida.
    —Te ayudaré —dijo—. Estoy de tu parte.
    —También yo estoy de tu parte, Dathka—intervino Vry.
    Él la miró con un brillo sombrío en los ojos.
    —Tú no estarás nunca de mi parte. Aunque conquiste Embruddock para ti.
    Faralin Ferd y Tanth Ein bebían en el Jarro de Dos Caras. Gozaban de la velada con sus mujeres, amigos y aduladores.
    El Jarro de Dos Caras era uno de los pocos sitios donde se podían oír risas en esos días. La taberna era parte del nuevo edificio administrativo que alojaba también la Casa de la Moneda. El costo de la construcción había sido pagado en gran medida por los mercaderes ricos, algunos de los cuales estaban presentes con sus esposas. Había en la habitación muebles hasta hace poco desconocidos en Oldorando; divanes, mesas ovales, aparadores, ricos tapices que adornaban las paredes.
    Corrían las bebidas importadas, y un joven rubio y extranjero tocaba el arpa.
    Estaban cerrando las ventanas para impedir la entrada del aire helado de la noche y el olor a humo. En la mesa central ardía una lámpara de aceite. Había comida que nadie había probado. Un mercader contaba una larga historia de viajes, traiciones y muertes.
    Faralin Ferd vestía una chaqueta de ante y una camisa de lana debajo. Tenía los codos apoyados en la mesa, mientras oía distraídamente la historia y miraba a su alrededor.
    Farayl Musk, la mujer de Tanth Ein, se movía en silencio, observando si la esclava cerraba correctamente los postigos. Farayl Musk era pariente lejana tanto de Faralin Ferd como de Tanth Ein, y descendiente del gran Wall Ein Den. Aunque no exactamente hermosa, tenía talento y carácter, por lo que algunos le daban mucho valor y otros ninguno. Llevaba una vela en un candelabro, que protegía con la mano mientras avanzaba.
    La llama le iluminaba el rostro y arrojaba en torno unas sombras inesperadas que la hacían aún más misteriosa. Farayl Musk sabía que Faralin Ferd la observaba, pero ella evitaba mirarlo, sabiendo lo que vale la indiferencia fingida.
    Él pensaba, como muchas veces antes, que merecía a Farayl Musk más que a su propia mujer, que lo aburría. A pesar del riesgo, habían hecho el amor en varias ocasiones. Ahora el tiempo se acortaba. Podían estar todos muertos en unos cuantos días; la bebida no ahogaba esa certeza. La deseaba otra vez.
    Faralin Ferd se puso de pie y salió bruscamente de la sala, echándole una mirada significativa. La historia del mercader había llegado a uno de sus periódicos puntos culminantes, cuando un hombre prominente se atragantaba con la carne de una de sus propias ovejas. Se oyeron risas. Sin embargo, unos ojos atentos vieron desaparecer al lugarteniente, y luego de un discreto intervalo, a la mujer del otro lugarteniente.
    —Pensé que no te atrevías a seguirme. —La curiosidad es más fuerte que la cobardía. Sólo tenemos un instante.
    —Hagamos el amor debajo de la escalera. Mira, en ese rincón.
    Ella suspiró y se apoyó contra él, aferrando lo que él le ofrecía, con ambas manos. Él recordaba lo dulce que era el aliento de esa mujer. —Entonces, debajo de la escalera. Farayl Musk puso en el suelo el candelabro. Se abrió el vestido y le mostró los pechos. Él la abrazó y la llevó al rincón, besándola, excitado.
    Allí fueron sorprendidos cuando una partida de doce hombres, al mando de Dathka, entró en la calle con antorchas encendidas y espadas desnudas.
    Farayl Musk y Faralin Ferd protestaron en vano. Apenas tuvieron tiempo de arreglarse antes de ser conducidos al salón principal, donde otras espadas contenían al otro lugarteniente.
    —Ésta es una acción legal —dijo Dathka, mirando a los demás como un lobo a unos arangos jóvenes—. Tomaré en mis manos el mando de Embruddock hasta que regrese el legítimo Señor de Embruddock, Aoz Roon. Aunque depuesto, soy el más antiguo de sus lugartenientes. Me propongo hacer que la ciudad esté bien protegida de los invasores.
    Más atrás estaba Raynil Layan, sosteniendo la espada envainada.
    —Apoyo a Dathka Den —dijo en voz alta—. Salud, señor Dathka Den.
    Los ojos de Dathka descubrieron a Tanth Ein, perdido en las sombras. El mayor de los dos lugartenientes no se había puesto de pie. Aún estaba sentado en la cabecera de la mesa, con los brazos apoyados en el sillón.—¡Me desafías! —exclamó , saltando con la espada preparada—. ¡Ponte de pie!
    Tanth Ein no llegó a moverse, pero un rictus de dolor le atravesó la cara mientras echaba la cabeza bruscamente hacia atrás. Revolvió los ojos. Cuando pateó el sillón, cayó rígidamente al suelo sin intentar detener la caída.
    —¡La fiebre de los huesos! —gritó alguien—. ¡Está entre nosotros!
    Farayl Musk empezó a gritar.
    Por la mañana faltaban otras dos vidas, y una vez más el olor de la pira manchaba el aire de Oldorando. Tanth Ein estaba en el hospital, bajo la valiente atención de Ma Escantion.
    A pesar del temor al contagio, una gran multitud se había reunido en la calle del Banco para oír la proclamación pública del gobierno de Dathka. En otros tiempos, una reunión semejante se habría celebrado al pie de la gran torre. Esos tiempos habían quedado atrás. La calle del Banco era más espaciosa y más elegante. De un lado había unos pocos tenderetes a lo largo de la costa del río; todavía se paseaban por allí los gansos, recordando antiguos derechos. Del otro lado había una hilera de edificios nuevos, y detrás de ellos se elevaban las viejas torres de piedra. Al pie de las torres habían levantado la plataforma pública.
    En la plataforma estaban Raynil Layan, apoyándose en un pie y luego en otro; Faralin Ferd, con los brazos atados a la espalda, y seis jóvenes guerreros de la guardia de Dathka, armados con lanzas y espadas envainadas, que miraban torvamente a la multitud. Los vendedores de flores ofrecían a la gente ramilletes para protegerse contra la fiebre. También estaban allí los Apropiadores peregrinos, con trajes blancos y negros y letreros que urgían a la población a arrepentirse. Los niños jugaban en el límite de la muchedumbre, burlándose de la conducta de los mayores. Cuando sonó el Silbador de Horas, Dathka trepó a la plataforma y habló en seguida en público.
    —Tomaré el gobierno para el bien de la ciudad —dijo. Ya no era el hombre silencioso de siempre.
    Habló con elocuencia. Habló casi inmóvil, sin gesticular, sin emplear el cuerpo para dar fuerza a las palabras, como si sólo la lengua hubiera perdido el hábito del silencio. —No deseo reemplazar al legítimo gobernante de Embruddock, Aoz Roon. Cuando él regrese, si regresa, lo que es legítimamente suyo le será devuelto. Soy su representante. Aquéllos a quienes dejó en el mando han abusado del poder, lo han empleado mal. No he podido quedarme quieto ni soportarlo. Necesitamos honestidad en estos tiempos duros.
    —Entonces, ¿por qué está a tu lado Raynil Layan, Dathka? —gritó una voz, y hubo otras observaciones que Dathka trató de acallar.
    —Sé que tenéis quejas. Ya las escucharé más tarde. Ahora, escuchad vosotros. Juzgad a los lugartenientes de Aoz Roon. Eline Tal tuvo el valor de acompañar a su señor. Los otros dos se quedaron en casa. Tanth Ein tiene la fiebre como recompensa. Y aquí está el tercero, el peor, Faralin Ferd. Mirad cómo tiembla. ¿Acaso se ha acercado a vosotros alguna vez? Estaba adentro demasiado ocupado con su lascivia.
    "Como todos sabéis, soy un cazador. Laintal Ay y yo logramos domesticar la pradera del oeste. Faralin Ferd morirá de la peste, lo mismo que Tanth Ein. ¿Seréis gobernados por cadáveres? Yo no tendré la fiebre. La plaga se transmite por el intercambio sexual, y yo estoy libre de eso.
    "Lo primero que haré será restaurar la guardia de Embruddock, y luego adiestraré un ejército competente. Tal como estamos ahora podemos ser víctimas de cualquier enemigo, humano o inhumano. Mejor es morir en la batalla que en la cama.
    La última frase provocó un movimiento de inquietud. Dathka se detuvo, mirando a la gente. Estaban allí Oyrey Dol, esta última con Rastil Roon en brazos. Cuando se detuvo, Oyre gritó: —Eres un usurpador. ¿En qué eres mejor que Tanth Ein o Raynil Layan?
    Dathka se acercó al borde de la plataforma.
    —No estoy robando nada. He recogido algo que estaba caído. —Señaló a Oyre.— Tú más que nadie, Oyre, hija natural de Aoz Roon, tendrías que saber que le devolveré el gobierno a tu padre, tan pronto como regrese. El querría que yo hiciera esto.
    —No puedes hablar por él si no está aquí.
    —Puedo y lo hago.
    —Entonces no tienes razón.
    Otras personas, para quienes esta discusión no significaba gran cosa, o que no tenían interés en Aoz Roon, empezaron también a gritar, quejándose. Alguno arrojó una fruta más que madura. Los guardias empujaban sin éxito a la multitud.
    Dathka palideció. Alzó el puño por encima de la cabeza, con pasión.
    —Está bien, basuras, entonces diré públicamente lo que siempre se ha callado. No tengo miedo. Pensáis tan bien de Aoz Roon, pensáis que era admirable; yo os diré qué clase de hombre era. Un asesino. Y peor, un doble asesino.
    Todos callaron y alzaron las caras.
    Dathka temblaba, comprendiendo lo que había desencadenado.
    —¿Cómo creéis que llegó al poder Aoz Roon? Mediante el crimen, un crimen sangriento y nocturno. Algunos de vosotros recordaréis todavía a Nahkri y a Klils, hijos de Dresyl. Nahkri y Klils gobernaban aquí cuando Embruddock era apenas una granja. Una noche oscura, Aoz Roon, joven entonces, arrojó a los dos hermanos desde lo alto de la gran torre cuando estaban borrachos. Una acción sucia. ¿Y quiénes fueron los testigos, quiénes lo vieron todo? Yo estaba allí. Y también ella estaba allí, la hija natural.
    Señaló la delgada figura de Oyre, que abrazaba horrorizada a Dol.—¡Está loco! —gritó un muchacho—. ¡Dathka está loco! —La gente empezaba a marcharse, algunos corriendo. De pronto hubo un tumulto. En un extremo de la multitud se inició una riña.
    Raynil Layan intentó reagrupar a la gente. De la figura impotente y pálida brotó una gran voz: —Apoyadnos y os apoyaremos. Defenderemos Oldorando.
    Durante todo ese tiempo, Faralin Ferd había estado en silencio en la parte posterior de la plataforma, con los brazos atados retenido por un guardia. Sintió que era el momento de intervenir.
    —¡Expulsad a Dathka! —gritó—. Nunca tuvo la aprobación de Aoz Roon ni tendrá la nuestra.
    Dathka se volvió con el rápido movimiento de un cazador, sacando al mismo tiempo la daga curva. Se lanzó contra el lugarteniente. Farayl Musk gritó en algún punto de la multitud, y varias voces corearon: —¡Expulsad a Dathka!
    Callaron casi en seguida, por la rápida reacción de Dathka. El humo flotaba en el aire, en mitad del silencio. Nadie se movió. Dathka estaba inmóvil, de espaldas a la gente. Por un instante, también Faralin Ferd se mantuvo inmóvil. Luego echó atrás la cabeza y lanzó un gemido sofocado, y le brotó sangre de la boca. Se inclinó y el guardia lo dejó caer a los pies de .
    —¡Loco, nos matarán! —gritó Raynil Layan. Corrió a la parte posterior de la plataforma y saltó abajo. Antes de que nadie pudiera detenerlo, desapareció en una callejuela lateral.
    El guardia huyó corriendo, sin prestar atención a las órdenes de Dathka, mientras la gente se apretaba contra la plataforma. Farayl Musk pedía a gritos que arrestaran a Dathka. Viendo que todo había terminado, también él saltó de la plataforma y corrió.
    Alejados de la multitud, junto a los tenderetes, los niños pequeños saltaban y aplaudían, excitados. La muchedumbre empezó a alborotarse; el tumulto los animaba más que la muerte. A Dathka sólo le quedó la fuga ignominiosa. Corría, jadeando, susurrando incoherentemente, por las calles desiertas, mientras sus tres sombras —penumbral, umbral, penumbral— cambiaban de forma a sus pies. También sus desordenados pensamientos se dilataban y contraían de un modo similar, mientras intentaba olvidar el fracaso y arrojar fuera, como un vómito, la certeza del desastre que había caído sobre él,
    A un lado pasaban extranjeros con sus pertenencias cargadas en arcaicos trineos. Un anciano que acompañaba a un niño le dijo: —¡Vienen los peludos!
    Oyó el ruido de la gente que corría, la muchedumbre vengadora. Sólo podía refugiarse en un lugar, una persona, una esperanza. Mientras la maldecía, corrió a casa de Vry.
    Ella estaba de nuevo en la vieja torre. En una especie de ensoñación, sabía —y tenía miedo de saberlo— que Embruddock se acercaba a una crisis. Cuando él aporreó la puerta, Vry lo dejó entrar casi aliviada. Dathka se desmoronó llorando sobre la cama y ella lo miró sin burla ni simpatía.
    —Qué confusión —dijo ella—. ¿Dónde está Raynil Layan?—Él siguió llorando, mientras golpeaba la cama con el puño.
    —Basta —dijo ella suavemente. Echó a andar por la habitación, mirando el techo manchado—. En qué confusión vivimos todos. Querría no tener ninguna emoción. Los seres humanos somos terriblemente inseguros. Estábamos mejor cuando hacía frío y había nieve alrededor, cuando no teníamos... esperanzas. Querría que solamente hubiera conocimiento, puro conocimiento, y ninguna emoción.
    Él se incorporó.
    —Vry...
    —No digas nada. Nada tienes para mí ni lo has tenido nunca, acéptalo. No quiero escuchar lo que me quieres decir. No quiero saber qué has hecho.
    Los gansos gritaban en la calle. Él se sentó en la cama y bostezó.
    —Sólo eres la mitad de una mujer. Eres fría. Siempre lo he sabido, pero no podía dejar de sentir lo que sentía por ti...
    —¿Fría?... Estúpido, ardo como un rajabaral.
    El ruido en la calle era más violento, tanto que se podían discernir voces individuales. Dathka corrió a la ventana.
    ¿Dónde estaban sus hombres? La gente que descendía en tropel de las calles próximas era toda desconocida. No podía ver un solo rostro familiar, no estaba ninguno de sus hombres, ni Raynil Layan —lo que no le sorprendía— ni un solo ciudadano a quien pudiera identificar. En otro tiempo, conocía todas las caras. Los extranjeros reclamaban ahora su sangre. Sintió verdadero miedo, como si su única ambición fuera morir a manos de un amigo. Ser odiado por los extraños era intolerable. Se asomó a la ventana y los maldijo, mostrando el puño.
    Las caras se inclinaron hacia arriba, abriendo todas juntas las bocas como peces, y rugieron.
    Dathka dejó caer el puño y se apartó de la ventana, sin querer someterse, pero igualmente sometido. Se apoyó contra la pared y se miró las manos ásperas; todavía tenía sangre fresca en las uñas.
    Sólo cuando oyó abajo la voz de Vry advirtió que ella había salido del cuarto. Había abierto de par en par las puertas de la torre y ahora estaba en la plataforma hablando a la gente. La multitud se agolpaba y los que estaban más atrás pugnaban por acercarse para oír lo que ella decía. Algunos se burlaban, pero los demás los hacían callar. La voz clara y firme voló sobre las desgreñadas cabezas.
    —¿Por qué no os detenéis y pensáis en lo que estáis haciendo? No sois animales. Tratad de ser humanos. Si tenemos que morir, muramos con dignidad, y no apretándonos mutuamente el cuello.
    "Tenéis conciencia del sufrimiento. El sufrimiento y la conciencia son las marcas de nuestra humanidad. Sed orgullosos; no lo olvidéis cuando os llegue la muerte. Recordad el mundo de los coruscos que nos espera, donde sólo hay rechinar de dientes porque a los muertos les disgusta su propia vida. ¿No es algo terrible? ¿No os parece terrible sentir disgusto y desprecio por la propia vida? Transformad vuestras vidas desde dentro. No importan la temperatura, nieve, lluvia o sol; aceptadlos, pero trabajad para transformar vuestro ser interior. Tranquilizad vuestras almas. Pensad. ¿Acaso Dathka o su crimen tienen poder para curar problemas personales? Sólo vosotros mismos podéis hacerlo.
    "Creéis que las cosas marchan mal. Os advierto que se acercan nuevas pruebas. Os lo digo con todo el peso de la academia. Mañana, mañana a mediodía, ocurriría la tercera —y la peor— de las Veinte Cegueras. Nada puede evitarlas. La humanidad no tiene poder sobre el cielo. ¿Qué haréis mañana? ¿Correréis como insensatos por las calles, cortando gargantas, rompiendo cosas, incendiando lo que construyeron los mejores, como si fuerais menos que los phagors? Decidid ahora mismo a qué bajezas e inmundicias llegaréis mañana.
    Se miraron unos a otros, murmurando. Nadie gritaba. Ella esperó, eligiendo instintivamente el momento justo para iniciar un nuevo argumento.
    —Hace años, la hechicera Shay Tal habló a los habitantes de Oldorando. Recuerdo claramente lo que dijo, porque admiré cada una de sus palabras. Nos ofreció el tesoro del conocimiento. Para que ese tesoro sea vuestro basta un poco de humildad y que os atreváis a tomarlo.
    "Comprended lo que os digo. La ceguera de mañana no es un hecho sobrenatural. ¿Qué es? Simplemente, que uno de los dos centinelas pasa detrás del otro, esos dos soles que conocéis desde que nacisteis. Nuestro mundo es redondo, así como ellos son redondos. Imaginad qué grande ha de ser la bola de nuestro mundo para que no nos caigamos; sin embargo, es pequeña comparada con los centinelas. Ellos parecen pequeños sólo porque están muy lejos."Cuando habló, Shay Tal dijo que había ocurrido un desastre en el pasado. Yo creo que no es así. Sabemos más ahora. Wutra ha construido este mundo de manera que todo funciona por la acción conjunta de las distintas partes. El pelo os crece en la cabeza y el cuerpo mientras los soles salen y se ponen. No son acciones separadas, sino una sola a los ojos de Wutra. Nuestro mundo describe un círculo alrededor de Batalix, y otros mundos hacen lo mismo. A la vez, Batalix describe un círculo más grande alrededor de Freyr. Tenéis que aceptar que nuestra granja no está en el centro del universo.
    Los murmullos de protesta crecieron. Vry los dominó alzando la voz: —¿Lo comprendéis? Comprender es más difícil que cortar cabezas, ¿verdad? Para comprender primero tenéis que oír, y luego aplicar la imaginación, para que los hechos vivan. Nuestro año, como sabemos todos, tiene cuatrocientos ochenta días. Ése es el tiempo que nos lleva, aquí en Hrl-Ichor, dar una vuelta completa alrededor de Batalix. Pero hay otro círculo: el que describe Batalix, junto con nuestro mundo, alrededor de Freyr. ¿Estáis preparados para oír la verdad? Tardamos en describir ese círculo mil ochocientos veinticinco años... Imaginaos ese gran año...
    Ahora todos, en silencio, contemplaban a la nueva hechicera.
    —Hasta nuestros días, pocos lo podían imaginar. Ninguno de nosotros esperaba vivir más de cuarenta años. Se necesitarían cuarenta y cinco vidas para completar ese círculo. Muchas de nuestras vidas parecen vidas aisladas, pero son parte de esa cosa más grande. Por eso es difícil adquirir el conocimiento, y muy fácil perderlo en tiempos de prueba.
    Vry se sentía arrastrada por un poder nuevo, seducida por su propia elocuencia.
    —¿Cuál es el desastre de que hablaba Shay Tal, tan enorme que nos hizo olvidar ese conocimiento? Pues simplemente, que la luz de Freyr varía a lo largo del gran año. Hemos pasado muchas generaciones de poca luz, de invierno, en que la tierra estaba muerta bajo la nieve. Tendríais que alegraros mañana cuando llegue el eclipse, la Ceguera, cuando el lejano Freyr pase por detrás del Batalix, porque ésa es la señal de que el calor de Freyr se está acercando... Mañana entraremos en la primavera del gran año. ¡Alegraos! Tened el buen sentido y la capacidad de alegraros. ¡Arrojad lejos la confusión que la ignorancia ha traído a vuestras vidas y alegraos! Vendrán tiempos mejores para todos.
    El chotapraxi los desvió. Esa hierba leñosa crecía en macizos ahora que estaban en terrenos más bajos. Los macizos se convirtieron pronto en espesuras.
    La vegetación se alzaba por encima de ellos. Sólo se interrumpía en las pequeñas elevaciones adonde a veces trepaban para orientarse. Una zarza de finos vástagos se enredaba en el chotapraxi, haciendo que el avance fuera a la vez difícil y penoso. El ejército phagor había ido por otro camino. Ellos habían estado siguiendo unas sinuosas huellas de animales, pero aun así la marcha era muy trabajosa para los yelks. Parecían nerviosos, como si no les gustara el olor punzante de la hierba; los cuernos se les enredaban en los tallos huecos y las espinas se les clavaban en las partes más blandas de los cascos. Por último los hombres desmontaron, y llevaron de la brida a los necrógenos.
    —¿Cuánto falta, bárbaro? —preguntó Skitocherill.
    —No mucho —respondió Laintal Ay. Era la respuesta habitual a una pregunta habitual. Habían dormido incómodamente en el bosque, y se habían despertado al alba con las ropas cubiertas de escarcha. Laintal Ay se sentía recuperado y todavía disfrutando de un nuevo bienestar, pero veía lo fatigados que estaban los otros. Aoz Roon era una sombra de lo que había sido; en mitad de la noche había hablado en una lengua extraña.
    Llegaron a una zona cenagosa donde, para alivio de todos, el chotapraxi era menos tupido. Después de detenerse para ver si todo estaba en calma, se adelantaron otra vez, levantando bandadas de pequeñas aves. Había al frente un valle bordeado por suaves colinas. Entraron en él, en lugar de buscar un terreno más alto, sobre todo por causa de la fatiga; pero apenas estuvieron en la boca del valle, un viento helado se lanzó contra ellos como un animal, calándolos hasta los huesos. Avanzaron sombríamente, con la cabeza baja.
    El viento traía niebla. La niebla envolvía los cuerpos de los hombres, pero las cabezas les asomaban por encima. Laintal Ay comprendía ese viento: sabía que una capa de aire helado se derramaba como agua por las distantes montañas de la izquierda, descendiendo entre las colinas hacia el valle, buscando terrenos más bajos. Era un viento local; cuanto antes se libraran de ese abrazo helado, tanto mejor.
    La mujer de Skitocherill ahogó un grito y se detuvo, apoyándose contra el yelk, ocultándose el rostro con el brazo.
    Skitocherill se acercó a ella y la abrazó. El aire helado le pegaba el manto a las piernas. Miró con preocupación a Laintal Ay.
    —No puede seguir —dijo.
    —Moriremos si nos quedamos aquí.
    Apartando la humedad que tenía en los ojos, Laintal Ay miró hacia adelante. Unas horas más tarde, pensó, el valle estaría más caliente. En ese momento era una trampa mortal. Estaban a la sombra. La luz de los dos soles pasaba oblicuamente por la colina izquierda, encima de ellos, cortada en gruesas franjas por la sombra de los rajabarales gigantes de la cima. Los rajabarales humeaban ya al sol matutino; el vapor subía y arrojaba unas sombras que parecían rodar por el suelo.
    Laintal Ay recordaba el lugar. Lo conocía desde la época en que había estado cubierto de nieve. Era habitualmente un lugar acogedor: el último paso antes de que el cazador ganara las llanuras donde estaba Oldorando. El viento arrebataba calor al cuerpo y había demasiado frío, aun para temblar. No podían seguir. La mujer de Skitocherill estaba aún apoyada contra el flanco del necrógeno; ahora que ella se había dado por vencida, también la criada se sentía en libertad de abandonarse y gritaba, de espaldas al viento.
    —Subiremos hasta los rajabarales —dijo Laintal Ay gritando al oído de Skitocherill. Skitocherill asintió, abrazando siempre a su mujer, tratando de ayudarla a montar.
    —Todos montados —ordenó Laintal Ay.
    Mientras gritaba, alcanzó a ver algo blanco.
    Sobre la colina, a la izquierda, aparecieron unas aves vaqueras, luchando contra el viento frío; las plumas pasaban del gris al blanco a la sombra intermitente de los rajabarales. Debajo de las aves había una hilera de phagors. Eran guerreros; empuñaban espadas. Se movieron hacia el borde de la colina y se quedaron inmóviles como rocas. Miraron a los humanos que se debatían entre las nieblas de allá abajo.
    —¡Arriba, rápido, antes de que ataquen! —Mientras gritaban, Laintal Ay vio que Aoz Roon contemplaba a los phagors sin expresión, sin moverse.
    Corrió hacia él y le dio un golpe en la espalda.
    —Vamos. Tenemos que salir de aquí.
    Aoz Roon emitió un sonido gutural.
    —Estás hechizado, hombre; has aprendido algo de ese maldito lenguaje y eso te ha quitado las fuerzas.
    Obligó a Aoz Roon a montar. El explorador hizo lo mismo con la criada, que lloraba de terror.
    —Por la colina, hacia los rajabarales —ordenó Laintal Ay. Azotó la velluda grupa del animal de Aoz Roon mientras corría a montar en el suyo. Los yelks empezaron a trepar de mala gana. Apenas respondían a la acuciante urgencia de los hombres; los mielas se hubieran movido más rápida y ligeramente. .
    —No nos atacarán —dijo el sibornalés—. Si hay problemas, les entregaremos a la criada.
    —Los animales. Nos atacarán por nuestros animales. Para montar, o para comer. Si quieres negociar, quédate atrás. Skitocherill movió ansiosamente la cabeza y trepó a la silla de un salto.
    Abrió la marcha, conduciendo el yelk de la mujer. El explorador y la criada iban detrás. Luego quedaba un espacio, porque Aoz Roon cabalgaba distraído y permitía que el yelk se separara de los demás, a pesar de los gritos de Laintal Ay. Éste cerraba la marcha, con el yelk de carga, mirando con frecuencia hacia la colina opuesta.
    Los phagors no se movían. No podían tener miedo del viento frío; eran criaturas del hielo. La inmovilidad no implicaba necesariamente una decisión. Era imposible saber en qué pensaban.
    Y así el grupo subió a la colina. Pronto se libraron del viento, para gran alivio de todos, y espolearon a los animales.
    Cuando llegaron a la cumbre, el sol les dio en los ojos. Los dos soles, tan juntos que parecían unidos, brillaban entre los troncos de los grandes árboles. Por un instante pudieron ver unas figuras que danzaban en el corazón de la lumbre dorada, y también Otros, en medio de alguna misteriosa festividad. Luego los Otros desaparecieron, como si la ácida gloria de la luz los hubiera disuelto inexplicablemente. Temblando aún de frío, el grupo se guarneció entre las lisas columnas. Un dosel de vapor cubría las copas, y el lugar parecía un salón de los dioses. Había aproximadamente treinta rajabarales. Más allá, el campo abierto y el camino a Oldorando.
    El destacamento phagor se movió. De la completa inmovilidad pasaron a la acción total. Las bestias descendieron ordenadamente la cuesta. Sólo uno de ellos montaba un kaidaw. Era el jefe. Las aves vaqueras permanecieron chillando sobre el valle.
    Desesperado, Laintal Ay buscó un refugio. No había ninguno, aparte de los rajabarales. Los árboles ronroneaban roncamente. Laintal Ay sacó la espada y espoleó al yelk hasta donde estaba el sibornalés, que ayudaba a su mujer a desmontar.
    —Tendremos que combatir. ¿Estás preparado? Llegarán dentro de uno o dos minutos. Skitocherill lo miró con una expresión de dolor en toda la cara. Abría la boca en una rara mueca de angustia.
    —La fiebre de los huesos —dijo—. Va a morir.
    La mujer tenía una mirada vidriosa, y el cuerpo contraído.
    Laintal Ay apartó a Skitocherill con un ademán de impaciencia y llamó al explorador.
    —Entonces, tú y yo. Atención, aquí vienen.
    Como respuesta, el explorador sonrió torvamente y movió la mano de canto como si degollara a alguien, Laintal Ay se sintió alentado.
    Recorrió furiosamente la base de los árboles, buscando la abertura por donde habían desaparecido los Otros, pensando que podía haber un refugio cerca... Un refugio y quizá una esnoctruicsa, pero ya nunca su esnoctruicsa, ya nunca más.
    A pesar de la brusca retirada, los Otros no habían dejado una sola huella. No había otra alternativa que pelear. Sin duda morirían. Él no se daría por vencido hasta que el aliento se le escapara por todas las heridas de lanza recibidas de los phagors.
    Junto con el explorador, subió hasta el punto más alto de la colina, para desafiar al enemigo cuando apareciera.
    Detrás crecía el rumor de los rajabarales. Los árboles habían dejado de echar vapor y el ruido era como de truenos. Abajo, los rayos de los soles unidos penetraban casi hasta el fondo del valle, donde iluminaban el espectáculo de los phagors vadeando el viento catabático con los cuerpos macizos envueltos en torbellinos de niebla y los pelos tiesos alborotados. Miraron hacia arriba y dieron un grito al ver a los dos hombres. Empezaron a subir.
    Este incidente era observado desde la Estación Terrestre, y mil años más tarde por todos los que llegaban calzados con sandalias a los grandes auditorios de la Tierra. Esos auditorios estaban más atestados que en ningún momento del último siglo. Las personas que iban a contemplar esa enorme recreación electrónica de una realidad que había dejado de ser real muchos siglos antes, esperaban sinceramente que esos seres humanos sobrevivirían; empleando siempre el futuro condicional al que recurre naturalmente el Homo sapiens, aun para tales acontecimientos de mucho tiempo atrás.
    Desde ese privilegiado punto de vista podían ver no sólo el incidente entre el grupo de rajabarales, sino la llanura donde en un tiempo se alzaba la terrible escultura de la Laguna del Pez, y la misma ciudad de Oldorando.
    Todo ese paisaje estaba cubierto de figuras. El joven kzahhn se preparaba para atacar la ciudad que había destruido la vida y la brida del ilustre abuelo. Sólo esperaba la señal. Aunque sus fuerzas no estaban dispuestas con gran orden militar, sino algo dispersas, a la manera de los rebaños de ganado, y no siempre mirando hacia el frente, la sola magnitud numérica las tornaba formidables. Arrollarían Embruddock, y continuarían avanzando fatalmente hacia la costa sudoeste del continente de Campannlat, hasta los farallones del océano oriental de Climent, y quizá, si era posible, hasta Hespagorat y las rocosas tierras ancestrales de Pagovin.
    Esta disposición nada homogénea de la cruzada phagor permitía que algunos viajeros, sobre todo fugitivos, pudieran moverse entre la tropa sin ser atacados, mientras escapaban apresuradamente hacia el punto de donde venía la cruzada. En general, esos temerosos grupos eran guiados por madis, sensibles a las octavas de aire que las pesadas bestias de Hrr-Brahl Yprt trataban de evitar. Así el barbado Raynil Layan empujaba hacia adelante a un tímido madi. Pasaron cerca del joven kzahhn, pero éste, inmóvil, no les hizo ningún caso.
    El joven kzahhn, apoyado contra el fatigado flanco de Rukk-Ggrl, se comunicaba con aquellos que estaban en brida, el padre y el bisabuelo, oyendo en el pálido guarnés sus consejos e instrucciones. Detrás estaban los generales, y más atrás las dos gillotas sobrevivientes. Rara vez las había servido, pero si la fortuna ayudaba, volvería a ocurrir. Antes tenía que atravesar las dos octavas futuras de victoria o muerte; si llegaba a la octava de la victoria, habría música para el acoplamiento. Esperaba inmóvil, soltando ocasionalmente un poco de lecha por los ollares, entre la negra pelusa del hocico. El signo aparecería en el cielo, las octavas de aire se retorcerían hasta anudarse, y él, junto con las fuerzas que mandaba, se adelantaría para incendiar y arrasar aquella antigua ciudad maldita que antes había sido llamada Hrrm-Bhhrd Ydohk.
    En ese antiguo campo de batalla, donde el hombre y el phagor se habían encontrado con una frecuencia de la que ellos nada sabían, Laintal Ay y el explorador sibornalés aprestaban las espadas para atacar al primer phagor que subiera la cuesta. Detrás de ellos los rajabarales continuaban atronando. Aoz Roon y la criada estaban agazapados junto a un tronco, esperando sin interés los acontecimientos. Skitocherill depositó en el suelo el cuerpo rígido de la mujer, tierna, muy tiernamente, protegiéndole la cara del enceguecedor doble sol que ascendía hacia el cenit. Luego corrió a unirse a sus compañeros, mientras desenvainaba la espada.
    El ascenso desordenó la línea de phagors y los más rápidos llegaron a la cima. Cuando sobre la cuesta aparecieron la cabeza y los hombros del jefe, Laintal Ay se precipitó contra él. La única esperanza que les quedaba era poder despacharlos uno por uno. Había contado treinta y cinco o más phagors, y se negaba a considerar las probabilidades en contra.
    El phagor alzó el brazo armado con la lanza. El brazo se inclinó hacia atrás en un ángulo desconcertante para un ser humano, pero Laintal Ay se deslizó por debajo de la lanza, y hundió la espada con el brazo recto. El codo recibió el impacto, mientras la hoja chocaba contra las costillas de la bestia. De la herida brotó una sangre amarilla y Laintal Ay recordó un viejo cuento de los cazadores; que los pulmones del phagor estaban siempre debajo de los intestinos. El lo había comprobado el día que desollara al phagor para engañar al kaidaw.
    El phagor echó atrás la larga y huesuda cabeza, mientras los labios se le retraían sobre los dientes amarillentos en una mueca de agonía. Cayó y rodó por la pendiente, y quedó tendido abajo entre la niebla que se retiraba.
    Pero los demás habían llegado a la cumbre y estrechaban filas. El explorador sibornalés combatía valientemente, susurrando de vez en cuando una maldición en su lengua natal. Con un grito, Laintal Ay se lanzó otra vez al ataque.
    El mundo estalló.
    El ruido fue tan violento y próximo, que la lucha se detuvo inmediatamente. Se oyó una segunda explosión. Unas piedras negras volaron encima de ellos; la mayoría fue a caer en el extremo lejano del valle. En seguida, el pandemónium.
    Cada una de las partes se dejó llevar por sus propios instintos: los phagors se inmovilizaron, los humanos se arrojaron al suelo.
    Eligieron bien el momento. Hubo nuevas explosiones simultáneas. Las piedras negras volaban por todas partes. Varias golpearon a los phagors, empujándolos hacia el fondo del valle, desparramando los cuerpos. El resto de los phagors dio media vuelta y corrió cuesta abajo, rodando, resbalando, pensando sólo en escapar. Las aves vaqueras huyeron chillando, desvaporidas.
    Laintal Ay permaneció tendido, cubriéndose los oídos con las manos, mirando temeroso hacia arriba. Los rajabarales se abrían desde la copa, como toneles que reventaban soltando las duelas. En el otoño del último gran año de Heliconia habían retraído las enormes ramas cargadas de frutos juntándolas en la parte superior del tronco, cerrando la abertura con una capa de resina hasta el próximo equinoccio de primavera. Durante los siglos invernales, las bombas internas habían aspirado el calor del profundo subsuelo a través de las raíces, preparando así el momento de esta poderosa explosión.
    El árbol más próximo a Laintal Ay estalló con furioso estruendo en una enorme erupción de semillas. Algunas volaban hacia arriba; la mayor parte se dispersaba en todas direcciones. La violencia de esa eyaculación arrojaba los proyectiles negros a un kilómetro de distancia. Había vapor por todas partes.
    Cuando volvió el silencio, once rajabarales habían estallado. A medida que la ennegrecida corteza caía a los lados, una copa más delgada, blanquecina, cubierta de follaje verde, asomaba en el interior.
    El follaje verde crecería hasta que las hojas brillantes techaran ese bosque de columnas pulidas, protegiendo las raíces de los terribles soles que arderían en el cielo cuando Heliconia se acercara más a Freyr, incomodando a hombres, bestias y plantas. Muchos morían o vivían a la sombra de los rajabarales, pero ellos tenían que proteger su propia forma de vida.
    Esos rajabarales eran parte de la vegetación del nuevo mundo, el mundo que había nacido cuando Freyr irrumpiera en los nublados cielos de Heliconia. Lo mismo que los nuevos animales, luchaban en una continua competencia ecológica con los órdenes del viejo mundo, cuando Batalix imperaba solitario en el cielo. El sistema binario había creado una biología binaria.
    Las semillas, negras, moteadas, calculadamente parecidas a piedras, tenían el tamaño de una cabeza humana. En el curso de los siguientes seiscientos mil días, algunas sobrevivirían y se convertirían en árboles.
    Laintal Ay dio a una de ellas un descuidado puntapié y se acercó al explorador. El afilado cuerno de un phagor lo había atravesado de parte a parte. Skitocherill y Laintal Ay lo llevaron al lado de Aoz Roon y la criada. Estaba muy malherido y sangraba en abundancia. Se agacharon junto a él, impotentes mientras la vida se le escapaba del eddre.
    Skitocherill inició un elaborado ritual religioso, que Laintal Ay interrumpió con impaciencia.
    —Tenemos que ir a Embruddock en seguida, ¿comprendes? Deja aquí el cuerpo. Deja a la criada con tu mujer. Ven conmigo y con Aoz Roon. El tiempo corre.
    Skitocherill señaló el cuerpo.
    —Le debo esto. Llevará un rato, pero tiene que hacerse corno manda la fe.—Los peludos pueden volver. No se asustan con facilidad, y no podemos esperar un nuevo golpe de fortuna. Seguiré con Aoz Roon.
    —Te has conducido bien, bárbaro, y me has ayudado. Prosigue tu camino, y quizá volvamos a encontrarnos alguna vez.
    Cuando Laintal Ay se volvía para marcharse, se detuvo de pronto y miró atrás.
    —Lamento lo que le ha ocurrido a tu mujer.
    Aoz Roon había tenido el buen sentido de sostener a dos de los yelks cuando los rajabarales estallaron. Los demás animales habían huido.
    —¿Eres capaz de montar?
    —Sí, lo soy. Ayúdame, Laintal Ay. Me recobraré. Aprender el lenguaje de los phagors es ver el mundo de otra manera. Me recobraré.
    —Monta y marchémonos.
    Se alejaron rápidamente uno detrás del otro, abandonando el sitio sombreado donde el sibornalés gris rezaba de rodillas.
    Los yelks avanzaron a paso firme, con las cabezas gachas y la mirada vacía al frente. Cuando soltaban un trozo de excremento, los escarabajos emergían de prisa y hacían rodar el tesoro hacia unos depósitos subterráneos, plantando inadvertidamente la simiente de los futuros bosques.
    La vista no llegaba muy lejos, pues una sucesión de largas estribaciones cortaba la llanura. Había allí más monumentos de piedra, antiguos como el tiempo, con sus signos circulares corroídos por la intemperie o los líquenes. Laintal Ay avanzaba dispuesto a enfrentar cualquier dificultad, y de cuando en cuando se volvía para apremiar a Aoz Roon.
    En la llanura había grupos que se movían en todas direcciones, pero Laintal Ay se mantuvo lejos de ellos. Pasaron junto a unos cadáveres descarnados, a veces todavía con restos de ropas; unas grandes aves se habían posado sobre estos memoriales de la vida, y en una ocasión vieron a un furtivo lengua de sable.
    Un frente frío se alzó detrás por el norte y el este. Los discos de Freyr y Batalix estaban juntos. Los yelks pasaron junto a la Laguna del Pez, donde un montón de piedras evocaba el milagro de Shay Tal en las aguas desaparecidas muchos inviernos antes. Trepaban por otra cuesta fatigosa, cuando el viento empezó a soplar. El mundo se oscureció.
    Laintal Ay desmontó y acarició el hocico del yelk. Aoz Roon permaneció en la silla, con aire abatido.
    Comenzaba el eclipse. Una vez más, exactamente como había anticipado Vry, Batalix daba una mordedura de phagor al brillante disco de Freyr. El proceso era lento e inexorable, y haría que Freyr desapareciese por completo durante cinco horas y media. No muy lejos de allí, el kzahhn había recibido el signo que esperaba.
    Los soles estaban devorando su propia luz. Una terrible aprensión se apoderó de Laintal Ay, congelándole el eddre. Durante un instante vio las estrellas, que brillaban en el cielo diurno. Luego cerró los ojos y se aferró al yelk, ocultando el rostro en el áspero pelaje. Las Veinte Cegueras caían sobre él, e imploró desesperado a Wutra que ganara la guerra del cielo.
    Aoz Roon alzó los ojos al cielo con un asombro que le embotaba las facciones afiladas y exclamó: —¡Ahora Hrrm-Bhhrd Ydohk morirá!
    El tiempo parecía detenerse. Lentamente, la luz más brillante se hundía detrás de la más opaca. El día se puso, gris como un cadáver.
    Laintal Ay se dominó y tomó a Aoz Roon por los hombros delgados, escrutándole el rostro familiar pero diferente.
    —¿Qué has dicho?
    Aoz Roon le respondió, confuso: —Volveré a ser yo mismo.
    —Te pregunté qué habías dicho.
    —Sí... Ya conoces ese olor que tienen, ese olor a lecha que todo lo invade. Con el lenguaje ocurre lo mismo. Hace que todo sea diferente. Pasé medio giro de aire con Yhamm-Whrrmar, hablando con él. De muchas cosas. Cosas que para la parte de mi entendimiento que habla en olonets no tienen sentido.
    —No importa. ¿Qué has dicho de Embruddock?
    —Eso es algo que Yhamm-Whrrmar sabía que ocurriría, con tanta certeza como si fuera el pasado, no el futuro. Los phagors destruirán Embruddock...
    —Tengo que seguir. Ven si quieres. Yo tengo que avisar a todos. A Oyre. A Dathka...
    Aoz Roon se aferró entonces los brazos, con una fuerza repentina.
    —Espera, Laintal Ay. En un instante volveré a ser yo mismo. Sufrí la fiebre de los huesos. El frío se me clavó en el corazón.
    —Nunca has aceptado las excusas de nadie. Ahora te excusas tú.
    Ciertas cualidades de otro tiempo volvieron al rostro de Aoz Roon cuando miró a Laintal Ay.
    —Eres uno de los mejores; tienes mi marca; he sido tu señor. Escucha. Sólo digo lo que nunca pensé hasta que viví medio giro de aire en esa isla. Las generaciones nacen y pasan, luego caen al mundo inferior. No hay salida. Sólo podemos esperar que se diga una buena palabra cuando todo ha terminado.
    —Hablaré bien de ti, pero todavía no estás muerto, hombre.
    —La raza ancipital sabe que el tiempo de ellos ha terminado. Llegarán tiempos mejores para las mujeres y los hombres. Sol, flores, cosas suaves. Hasta que seamos olvidados. Hasta que Hrl-Ichor Yhar se vacíe.
    Laintal Ay le dio un brusco empellón, apartándolo, maldiciendo, sin comprender.
    —No importan el mañana ni todo eso. El mundo depende de ahora. Me voy a Embruddock.
    Trepó nuevamente a la silla del yelk y lo espoleó. Con los movimientos letárgicos de un hombre que emerge de un sueño, Aoz Roon fue tras él. La penumbra gris se condensaba, como una fermentación. En otra hora, Batalix devoró la mitad de Freyr, y la quietud se hizo más tensa. Los dos hombres encontraron otros grupos petrificados por ese ocaso.
    Más adelante vieron a un hombre que se acercaba a pie. Corría lenta pero sostenidamente, moviendo los brazos. Se detuvo en la cumbre de una elevación y los miró, listo para escapar. Laintal Ay apoyó la mano derecha en la empuñadura de la espada.
    Incluso a aquella escasa luz, la majestuosa figura era inconfundible, con la cabeza leonina y la barba bifurcada, dramáticamente listada de gris. Laintal Ay lo llamó y avanzó con el yelk.
    A Raynil Layan le llevó cierto tiempo convencerse de la identidad de Laintal Ay, y aún más reconocer a Aoz Roon en aquel hombre de ojos sin brillo. Se acercó cautelosamente evitando la cornamenta del yelk y apretó la muñeca de Laintal Ay con una mano húmeda.
    —Me uniré a los antepasados si doy otro paso. Los dos tuvisteis la fiebre de los huesos, y habéis sobrevivido. Quizá yo no tenga tanta suerte. El esfuerzo aumenta el peligro, dicen; el esfuerzo sexual o de otra clase. —Apoyó la mano en el pecho, jadeando.— Oldorando está podrida por la peste. Como un necio, no he escapado a tiempo. Eso es lo que indican esos signos terribles en el cielo. He pecado, aunque no he sido tan malo como tú, Aoz Roon. Esos peregrinos religiosos decían la verdad. Sólo los coruscos me esperan.
    Se dejó caer al suelo, resoplando, con la cabeza entre las manos. Apoyó el codo en un bulto que traía consigo.
    —Cuéntame cosas de la ciudad —dijo Laintal Ay, impaciente.
    —No preguntes... déjame en paz... morir en paz.
    Laintal Ay desmontó y pateó el trasero del encargado de la acuñación de moneda.
    —¿Qué ocurre en la ciudad... además de la peste?
    Raynil Layan alzó la cara roja.
    —Enemigos en el interior... Como si la visita de la fiebre no hubiera bastado, tu valioso amigo, el otro señor de la Pradera del Oeste, ha intentado usurpar el puesto de Aoz Roon. Yo ya desespero de la naturaleza humana.
    Metió la mano en un bolso que le colgaba del cinto y sacó algunas brillantes monedas de oro, roons que él mismo acababa de acuñar.
    —Quiero comprar tu yelk, Laintal Ay. Estás a una hora de tu casa y no lo necesitas. Yo sí...
    —Más noticias. ¿Qué ha sido de Dathka? ¿Ha muerto?
    —¿Quién sabe? Probablemente sí, a estas horas. Yo salí anoche.
    —¿Y la tropa de phagors? ¿Cómo has pasado tú entre ellos? ¿Pagando con monedas?
    Raynil Layan alzó una mano mientras guardaba el dinero con la otra.
    —Hay muchos entre nosotros y la ciudad. Yo traía un guía madi, que supo evitarlos. Quién sabe qué se proponen esas inmundas criaturas. —Como si hubiese tenido un brusco recuerdo, agregó: —Comprende que me he marchado, no por mi bien, sino por aquellos a quienes yo tenía que proteger. Más atrás vienen otros de mi grupo. Nos robaron nuestros mielas apenas salimos, y por eso...
    Gruñendo como un animal, Laintal Ay tiró de la chaqueta del hombre y lo puso de pie.
    —¿Otros? ¿Otros? ¿Quién te acompaña? ¿A quiénes has abandonado, basura? ¿Vry estaba contigo? Raynil Layan hizo una mueca.
    —Déjame en paz. Ella prefiere la astronomía, lamento decirlo. Aún está en la ciudad. Dame las gracias, Laintal Ay; he rescatado a amigos y familiares tuyos y de Aoz Roon. Y cédeme ese insoportable yelk...
    —Más tarde arreglaré cuentas contigo. —Laintal Ay hizo a un lado a Raynil Layan y saltó al yelk. Lo espoleó con violencia, cruzó la colina y avanzó rápidamente hasta la próxima, gritando.
    En el borde de la pendiente vio a tres personas y un niño pequeño. Un guía madi se inclinaba ocultando el rostro, abrumado por los signos del cielo. Más atrás estaban Dol, con Rastil Roon en los brazos, y Oyre. El niño lloraba. Las dos mujeres miraron con temor a Laintal Ay mientras desmontaba y se acercaba. Sólo cuando las abrazó y las llamó lo reconocieron.
    Oyre también había pasado por el ojo de la aguja de la fiebre. Sonrieron mirándose asombrados los cuerpos esqueléticos. Luego ella rió y lloró al mismo tiempo, y lo abrazó. Mientras todos se abrazaban, Aoz Roon se acercó, tomó la muñeca regordeta de su hijo y besó a Dol. Las lágrimas le corrían por la cara desgastada.
    Las mujeres contaron algo de la reciente y penosa historia de Oldorando; Oyre explicó el fracasado intento de . estaba aún en la ciudad, con muchos otros. Cuando Raynil Layan se ofreció a escoltar a Oyre y Dol, ellas aceptaron. Aunque sospechaban que el hombre huía para salvarse, tenían tanto miedo de que Rastil Roon se contagiara la peste que aceptaron y se marcharon. No tenían ninguna experiencia, y los bandoleros de Borlien les robaron casi en seguida bienes y monturas.
    —¿Y los phagors? ¿Atacarán la ciudad?
    Las mujeres sólo sabían que la ciudad estaba aún en pie, a pesar del caos que reinaba entre los muros. Y habían visto, por cierto, unas enormes y apretadas fuerzas phagors fuera de la ciudad, mientras escapaban.
    —Es preciso que regrese.
    —Entonces iré contigo. No volveré a abandonarte —dijo Oyre—. Que Raynil Layan haga lo que le plazca. Dol y el niño pueden quedarse con mi padre.
    Mientras hablaban, abrazados, el humo se elevó sobre la llanura, hacia el oeste. Estaban demasiado ocupados y felices para advertirlo.
    —La vista de mi hijo me revive —dijo Aoz Roon, estrechando al niño y secándose los ojos con la mano—. Dol, si eres capaz de dejar morir el pasado, seré para ti un hombre mejor desde ahora en adelante.
    —Dices palabras de arrepentimiento, padre —dijo Oyre—. Y yo tendría que hablar primero. Comprendo ahora qué testaruda he sido con Laintal Ay, y cómo por eso estuve a punto de perderlo.
    Mientras miraba las lágrimas en los ojos de ella, Laintal Ay pensó involuntariamente en la esnoctruicsa, en las honduras de la tierra, bajo los rajabarales, y pensó que sólo porque Oyre había estado a punto de perderlo eran ahora los dos capaces de reencontrarse. La acarició, pero ella se apartó de él y dijo: —Perdóname, y seré tuya, y nunca más me mostraré testaruda, lo juro.
    Laintal Ay la abrazó sonriendo.
    —Conserva tu voluntad. Será necesaria. Tenemos mucho más que aprender, y hemos de cambiar con el cambio de los tiempos. Te agradezco que hayas comprendido, y que me hayas impulsado a hacer algo.
    Se estrecharon amorosamente, uniendo los cuerpos delgados, besándose en los labios frágiles.
    El guía madi empezaba a volver en sí. Se puso de pie y llamó a Raynil Layan, pero el maestro de la Casa de la Moneda había huido. Ahora el humo era más denso, añadiendo cenizas al cielo ceniciento.
    Aoz Roon empezó a hablarle a Dol de sus experiencias en la isla, pero Laintal lo interrumpió: —Estamos unidos de nuevo, y es milagroso. Pero Oyre y yo tenemos que regresar en seguida a Embruddock. Allí sin duda nos necesitan.
    Los dos centinelas se perdieron entre las nubes. Una brisa sopló desde Embruddock, turbando la llanura y trayendo la noticia del fuego. El humo era cada vez más espeso, y ocultaba a los seres vivientes —amigos o enemigos— dispersos en el extenso territorio. Todo estaba envuelto en humo y con él llegó el olor del incendio. Bandadas de gansos volaban hacia el este.
    Las figuras humanas reunidas entre las cornamentas de los dos animales representaban tres generaciones. Empezaron a moverse mientras el paisaje desaparecía. Sobrevivirían, aunque todos los demás perecieran, aunque kzahhn triunfara, porque eso era lo que había ocurrido.
    Aun entre las llamas que consumían Embruddock, nacían nuevas configuraciones. Detrás de la máscara ancipital de Wutra, Siva —el dios de la destrucción y la regeneración— estaba furiosamente ocupado en Heliconia. Ahora el eclipse era total.

    ... Alternativamente, podéis creer que todas estas cosas han existido antes, y que la raza humana ha sido borrada por un estallido violento de calor, o que sus ciudades han sido arrasadas por una gran conmoción del mundo, o anegadas por voraces ríos que escaparon de cauce a causa de persistentes lluvias. Con tanta más razón me concederéis el punto, admitiendo que habrá un fin para la tierra y el cielo. Si en efecto el mundo ha sido sacudido por tales plagas y peligros, entonces sólo se necesitará una sacudida más vigorosa para que se derrumbe en la ruina universal.
    LUCRECIO, De Rerum Natura, 55 AC


    Mi agradecimiento por las útiles discusiones preliminares al profesor Tom Shippey (filología), el doctor J.M. Roberts (historia), y al señor Desmond Morris (antropología).
    He de agradecer además las indispensables sugerencias del doctor B.E. Juel-Jansen (patología) y del profesor Jack Cohen (biología). Pero mi mayor gratitud la reservo para el profesor Iain Nicholson (cosmología y astronomía) y el doctor Peter Catermole (geología climática); el gran globo mismo, sí, con todo lo que conlleva, es principalmente obra de ellos. Mi deuda con los escritos y amistad del doctor J.T. Fraser es evidente, espero.
    Gracias también a Jennifer Jones (escribiendo a máquina más allá de sus obligaciones), a David Wingrove (por ser proteico) y a mi mujer, Margaret (por ser ella misma).

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