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mayo 02, 2010
Parte 1CAPÍTULO 16
SURUNAN CHELESTRA
Alfred, acompañado del perro, abandonó la reunión del Consejo tan pronto como pudo y se dedicó a vagar por las calles de Surunan. La alegría que le había producido encontrar aquel nuevo reino se había borrado de su corazón. Su vista se paseó por una exhibición de belleza que ya no lo conmovía; su oído captó palabras que eran pronunciadas en su propio idioma, pero que le sonaban extranjeras. Todo él se sentía un extraño en lo que debería haber sido su casa.
–¡Encontrar a Haplo! –murmuró al perro; éste, al escuchar el nombre de su querido amo, empezó a soltar gañidos de impaciencia–. ¿Cómo esperan que lo encuentre? ¿Y qué voy a hacer con él cuando lo tenga delante?
Aturdido y confuso, deambuló sin rumbo por las calles.
–¿Cómo voy a dar con tu amo si ni siquiera tú eres capaz de localizarlo? – preguntó al perro, que le dirigió una mirada comprensiva pero fue incapaz de proporcionarle una respuesta. Alfred soltó un gruñido–. ¿Por qué se niegan a entenderme? ¿Por qué no me dejan en paz?
De pronto, se detuvo y miró a su alrededor. Había caminado más de lo que tenía pensado y había llegado más lejos que en ninguno de sus paseos anteriores. Al advertirlo, se preguntó con el ánimo sombrío si su cuerpo, como de costumbre, habría resuelto huir de aquel lugar y no se había molestado en informar a su cerebro de la decisión.
«Sólo queremos interrogar al patryn», habían sido las palabras de Samah, y el Gran Consejero no le mentiría. No podía mentirle. Un sartán no podía mentirle a otro bajo ninguna circunstancia.
–¿Por qué, entonces, no confío en Samah? –preguntó Alfred al perro con un lamento–. ¿Por qué me merece más confianza la palabra de Haplo que la suya?
El perro no le supo responder.
–Tal vez Samah tiene razón –prosiguió, presa del abatimiento–. Es posible que el patryn me trastornara, aunque no estoy seguro de que Haplo y los suyos tengan el poder necesario para ello. No he oído nunca de un sartán que cayera víctima de un encantamiento patryn, pero supongo que cabe tal posibilidad. –Se pasó la mano por la calva y exhaló un suspiro–. Sobre todo, conmigo.
El perro se convenció de que, finalmente, Alfred no iba a hacer aparecer de la nada a Haplo. Jadeante de calor, el animal se dejó caer en el suelo a los pies del sartán.
Alfred, también acalorado y fatigado, miró en torno a sí en busca de un rincón donde poder descansar. No lejos de donde estaba vio un edificio cuadrado, no muy grande, realizado con el eterno mármol blanco que tanto apreciaban los sartán y que Alfred empezaba a encontrar un poco aburrido. Un pórtico cubierto, sostenido por innumerables columnas de mármol blanco, rodeaba las paredes exteriores y le proporcionaba el aspecto serio y firme de un edificio público, y no el aire más relajado de una residencia privada.
Lo único extraño era que estuviese tan lejos de los demás edificios públicos, que se apiñaban en su mayoría en el centro de la ciudad, se dijo Alfred mientras se aproximaba a él. El frescor del pórtico en sombras ofrecía un agradable refugio donde protegerse del radiante sol que brillaba permanentemente sobre la ciudad sartán. El perro avanzó a su lado, al trote.
Cuando llegó al porche, Alfred se llevó la decepción de no encontrar en él ningún banco donde poder sentarse a descansar. Suponiendo que habría alguien en el interior del edificio, esperó a que sus ojos se acostumbraran a las sombras y procedió a leer las runas grabadas en la gran puerta doble de bronce que daba acceso al lugar.
Para su desconcierto y sorpresa, descubrió unas runas de advertencia. No eran unos signos mágicos muy poderosos, sobre todo en comparación con los que habían intentado impedirles el acceso a la Cámara de los Condenados de Abarrach. Las runas que ahora contemplaba eran mucho más moderadas y se limitaban a informar de modo amistoso que lo mejor, lo más educado y acertado que podía hacer era marcharse. Y también indicaban que, si tenía algún asunto que tratar en el interior del edificio, debía solicitar al Consejo el permiso para entrar.
Cualquier otro sartán –Samah, por ejemplo, u Orla–, se habría limitado a sonreír, asentir y, de inmediato, dar media vuelta y alejarse. Alfred también quiso hacerlo. Tenía toda la intención de hacer precisamente aquello: dar media vuelta y marcharse.
De hecho, la mitad de su cuerpo llegó a hacerlo. Por desgracia, la otra mitad escogió aquel momento para decidir abrir la puerta un par de dedos y echar un vistazo al interior. Como consecuencia de ello, Alfred tropezó con sus propios pies, buscó apoyo en la puerta, ésta cedió y el sartán terminó en el suelo, boca abajo sobre el mármol cubierto por una capa de polvo.
Imaginando que se trataba de un juego, el perro entró tras el sartán y se puso a lamerle la cara y a mordisquearle las orejas con aire retozón.
Alfred se concentró en quitarse de encima al juguetón animal pero, al agitar brazos y piernas sobre el suelo polvoriento, empujó inadvertidamente la puerta con uno de los pies. La puerta se cerró con un estruendo que levantó una nube de polvo. Tanto Alfred como el perro se pusieron a estornudar.
Alfred aprovechó que el perro estaba ocupado con el polvo que se le había metido en el hocico y se apresuró a incorporarse. No sabía bien por qué, pero se había adueñado de él una profunda inquietud. Quizá se debía a la ausencia de luz.
El interior del edificio no estaba envuelto en la oscuridad completa de la noche, sino en una penumbra lóbrega que desfiguraba las siluetas y convertía la cosa más normal en una forma extraña, irreconocible y, en consecuencia, siniestra.
–Será mejor que salgamos –dijo Alfred al perro. Éste, sin dejar de frotarse el hocico con las patas, estornudó otra vez y pareció considerar la propuesta una idea excelente.
El sartán se abrió paso a tientas en la penumbra hasta la puerta de doble hoja y se dispuso a abrirla, pero descubrió que no había tirador. Alfred estudió la puerta mientras se rascaba la cabeza.
Las hojas de bronce se habían cerrado herméticamente, sin dejar la menor rendija. Era como si se hubieran convertido en parte de la propia pared. Alfred se quedó totalmente perplejo. Ningún edificio le había hecho algo semejante en su vida. Continuó observando la puerta con atención, a la espera de que se iluminara alguna runa para indicarle que estaba intentando salir por un acceso reservado a entrada y que debía dirigirse a la salida trasera.
Pero no apareció ninguna indicación semejante. No apareció indicación de ningún tipo.
Cada vez más inquieto, Alfred entonó con voz temblorosa unas runas que deberían haber abierto la puerta y haberle proporcionado una escapatoria.
Las runas se iluminaron levemente y volvieron a apagarse. La puerta estaba dotada de una magia negativa. Cualquier hechizo que lanzara contra ella sería contrarrestado al instante por un hechizo negativo de idéntica fuerza.
El Mar de Fuego, vol. III de El ciclo de la Puerta de la Muerte.
Alfred continuó avanzando a tientas en la profunda penumbra, buscando una salida. Le pisó el rabo al perro, se dio con la espinilla contra un banco de mármol y se hizo daño en las yemas de los dedos en un intento de abrir lo que creyó que podía ser otra puerta, pero que resultó ser un simple defecto de uno de los bloques de mármol.
Al parecer, quien entraba en aquel edificio estaba destinado a permanecer en él.
Resultaba extraño, muy extraño. Alfred tomó asiento en el banco para reflexionar sobre ello.
Era cierto que los signos mágicos del exterior advertían que no se entrara, pero no formulaban una prohibición tajante. También era cierto que no tenía ningún asunto pendiente allí dentro, y que no había obtenido el permiso del Consejo para cruzar la puerta.
–Sí, me he saltado las advertencias –le dijo al perro mientras lo acariciaba para mantenerlo cerca de él; la presencia del animal a su lado le proporcionaba cierto consuelo–, pero no puedo haber cometido un acto tan grave; de lo contrario, seguro que habrían puesto en la puerta unos hechizos mucho más poderosos que impidieran rotundamente el paso a los no autorizados, y es evidente que la gente frecuenta este lugar. Al menos, lo frecuentaba en el pasado.
»Y el hecho de que no aparezca ninguna indicación de otra salida –continuó sus reflexiones en voz alta– debe de significar que esa otra salida existe y que todo el que entraba aquí sabía dónde estaba. La salida era conocida por todos y por eso no se molestaron en señalarla. Como es lógico, yo no sé dónde está porque soy forastero, pero debería ser capaz de encontrarla. Quizas haya alguna puerta en el lateral o en la pared del fondo del edificio.
Un poco más animado, Alfred entonó una runa de luz cuyos trazos aparecieron en el aire sobre su cabeza (ante la absoluta fascinación del perro) y se encaminó hacia el interior del recinto.
Ahora que había más claridad, el sartán pudo hacerse una imagen mucho más precisa del lugar en el que estaba. Era un pasadizo que corría paralelo a la fachada de extremo a extremo y, según dedujo mientras avanzaba, luego doblaba en ángulo recto y seguía a lo largo de la pared lateral. Una luz mortecina se filtraba a través de varias claraboyas abiertas en el techo; unas claraboyas que, según advirtió Alfred, necesitaban una buena limpieza.
El lugar le recordó uno de los juguetes de Bane, una caja que tenía en su interior otra más pequeña, y otra aún más pequeña dentro de ésta.
En el centro de la pared opuesta a la puerta de bronce por la que había entrado, descubrió por fin otra puerta que daba paso a la siguiente caja, más pequeña.
Alfred estudió con detenimiento esta nueva puerta y las paredes que la enmarcaban, diciéndose a sí mismo que esta vez, si había alguna runa de advertencia sobre ella, haría caso del aviso. Sin embargo, la puerta estaba completamente lisa y no presentaba ningún signo mágico de advertencia o de consejo.
Alfred la empujó con suma cautela.
La puerta se abrió, girando con facilidad sobre unos goznes silenciosos. Penetró en la estancia, siempre con el perro pegado a él, y, cuando creyó que la abertura iba a cerrarse tras él, aseguró la puerta encajando un zapato debajo de ella como cuña. Cojeando, con un pie calzado y el otro no, avanzó unos pasos en el interior de la estancia y miró a su alrededor con asombro.
–Una biblioteca –murmuró para sí–. ¡Bah!, sólo es un almacén de libros.
Alfred no estaba muy seguro de qué había esperado encontrar allí (unos vagos pensamientos de bestias repulsivas con dientes largos y afilados habían acechado en lo más profundo de su mente antes de entrar) pero, desde luego, no era aquello. La sala era enorme, abierta y espaciosa. Una gran claraboya de cristal deslustrado amortiguaba el resplandor del sol y proporcionaba una luz con la que se podía leer sin hacerse daño a la vista. La zona central de la sala estaba ocupada por unas mesas y sillas de madera. En las paredes había grandes huecos taladrados en el mármol, y cada uno de ellos albergaba un montón ordenado de canutos dorados que contenían rollos manuscritos.
En aquella sala no había una mota de polvo y las paredes se hallaban adornadas con poderosas runas de conservación y protección destinadas a evitar que los documentos se deterioraran.
Alfred localizó una puerta en la pared del fondo.
–¡Ah! ¡Ahí está la salida!
Se encaminó hacia ella sin apresurar el paso, con el objeto de sortear el laberinto de mesas causando el menor daño posible a éstas y a sí mismo. Aun así, el avance le resultó difícil porque, mientras atravesaba la estancia, descubrió que los diversos compartimientos que contenían los documentos estaban rotulados y clasificados para facilitar el acceso a su contenido, y su atención no cesó de desviarse hacia ellos.
«El Mundo Antiguo.» Leyó los rótulos de los diversos apartados: «Artes..., Arquitectura..., Entomología..., Dinosaurios..., Fósiles..., Máquinas..., Psicología..., Religión..., Programa Espacial... (¿Espacial? ¿A qué se refería aquello? ¿A un espacio vacío? ¿A un espacio abierto?)... Tecnología..., Guerra...» Alfred aminoró aún más el paso hasta detenerse. Después, dirigió una mirada en torno a él con creciente asombro. «Sólo un almacén de libros», se había dicho al entrar. ¡Qué estúpido había sido! Aquélla no era una biblioteca cualquiera. Era la biblioteca, la Gran Biblioteca de los sartán. En Ariano, los suyos la habían dado por perdida durante la Separación. Alfred se fijó en una de las paredes: «La Historia de los sartán», decía el rótulo. Y debajo, mucho menos extensa pero dividida en numerosos subapartados, vio «La Historia de los patryn».
De repente, Alfred tuvo que sentarse. Por suerte, cerca de donde estaba había una silla pues, de lo contrario, habría caído al suelo. Desapareció de su mente cualquier idea de marcharse de allí. ¡Qué riqueza! ¡Qué abundancia! ¡Qué fabuloso tesoro! Allí estaba la historia de un mundo que sólo conocía en sueños, un mundo que había existido completo y luego había sido violentamente desgarrado. Allí estaba la historia de su pueblo y la de su enemigo. Sin duda, allí estaban reflejados los hechos que habían conducido a la Separación, las reuniones del Consejo, las conversaciones...
–Podría pasarme aquí días enteros –murmuró para sí, aturdido y contento, más feliz de lo que recordaba haber estado en eones–. ¿Días? ¡Años!
Se sintió impulsado a expresar su homenaje a quienes habían puesto a salvo aquella cripta del conocimiento, a quienes tal vez habían sacrificado sus bienes personales más sagrados para poner a buen recaudo lo que sería de inmenso valor para las generaciones futuras. Puesto en pie otra vez, se dispuso a realizar una danza solemne (para gran diversión del perro) cuando una voz seca e irritada cortó de golpe su euforia.
–¡Debería haberlo sabido! ¿Qué haces aquí?
El perro se incorporó de un salto con los pelos del cuello erizados y empezó a lanzar frenéticos ladridos al vacío.
Alfred, sin aliento de puro pánico, se agarró débilmente a una mesa y miró a su alrededor con ojos desorbitados.
–¿Quién..., quién anda ahí...? –logró balbucear.
Una figura, luego otra, se materializaron delante de él.
–¡Samah! –Alfred exhaló un suspiro de alivio y se derrumbó de nuevo en la silla– . Ramu...
Sacó un pañuelo del sucio bolsillo y se secó el sudor de la calva.
El presidente del Consejo y su hijo avanzaron unos pasos hacia Alfred con expresión sombría y acusadora.
–Te lo repito, ¿qué haces aquí?
Alfred levantó la vista y empezó a temblar de pies a cabeza. El sudor se le heló en la piel. Samah estaba visible y peligrosamente furioso.
–Yo... buscaba la..., la salida... –respondió Alfred, sumiso.
–Sí, supongo que es verdad lo que dices. –El tono del Consejero era gélido y mordaz. Alfred se encogió al oírlo–. ¿Qué más andabas buscando?
–¿Yo? Nada...
–Entonces ¿por qué has entrado aquí, en la biblioteca? ¡Haz que se calle ese animal! – xclamó Samah.
Alfred extendió una mano temblorosa, cogió al perro por la pelambre del cuello y tiró de él para acercarlo a su pierna.
–No sucede nada, muchacho –dijo en voz baja, aunque se preguntó por qué habría de creerle el animal, cuando él mismo no estaba convencido de ello.
El perro se tranquilizó al contacto con Alfred; sus ladridos fueron sustituidos por un gruñido grave y ronco que salía de lo más profundo de su pecho. Sin embargo, sus ojos no se apartaron un segundo de Samah y en algunos momentos, cuando creía poder hacerlo impunemente, levantó el belfo para dejar a la vista sus dientes poderosos y afilados.
–¿Por qué has entrado en la biblioteca? ¿Qué andabas buscando? –repitió la pregunta Samah. Esta vez, acompañó la pregunta con un enérgico puñetazo sobre la mesa que hizo temblar por igual a ésta y a Alfred.
–¡Ha sido un accidente! He..., he entrado aquí sin querer. Es decir... –se corrigió, encogiéndose bajo la mirada colérica de Samah–, entré en el edificio por un motivo.
Tenía calor, ¿sabes?... y la sombra... Me refiero a que no sabía que existiera una biblioteca... y tampoco sabía que no debía entrar aquí...
–En la puerta hay unas runas de prohibición. Al menos, estaban aún la última vez que miré –declaró Samah–. ¿Les ha sucedido algo?
–No –reconoció Alfred, tragando saliva–. Las he visto. Sólo me proponía echar un rápido vistazo al interior. La curiosidad. Es un defecto terrible que tengo.
Entonces..., en fin, di un traspié y caí en el interior; luego, el perro me saltó encima y, con los pies, debí de..., es decir, creo que probablemente..., no estoy seguro de cómo, pero supongo que..., que le di un empujón a la puerta y se cerró –terminó de explicar con expresión abrumada.
–¿Accidentalmente?
–¡Sí, sí, desde luego! –aseguró Alfred–. Fue totalmente... accidental. –Notó la boca seca. Todo él estaba seco. Carraspeó y añadió–: Y..., y luego no podía encontrar la salida, de modo que, buscándola, he llegado hasta aquí...
–No existe ninguna salida –lo cortó Samah.
–¿No? –Alfred parpadeó como un búho sobresaltado.
–No. A menos que uno tenga el sello que sirve de llave, y yo soy el único que lo tiene. Para usarlo, es preciso pedírmelo.
–Yo... lo siento –tartamudeó Alfred–. Me he dejado llevar por la curiosidad, pero no pretendía causar ningún mal.
–La curiosidad... Un defecto de los mensch. Debería haber sabido que se te había contagiado. Ramu, comprueba que todo sigue en el debido orden.
Ramu se apresuró a obedecer. Alfred mantuvo la cabeza gacha y la vista vuelta hacia otra parte, hacia cualquier parte, para evitar cruzarla con la de Samah.
Observó al perro, que no dejaba de gruñir. Miró a Ramu y advirtió, sin prestar atención, que se encaminaba directamente a cierto compartimiento situado bajo el rótulo de «La Historia de los sartán» y lo examinaba detenidamente, tomándose incluso la molestia de emplear la magia para comprobar si había rastros de la presencia de Alfred en las proximidades.
En aquel momento, abrumado y pesaroso, Alfred no sacó ninguna conclusión de lo que veía, aunque se fijó en que Ramu dedicaba mucho menos tiempo a comprobar los demás compartimientos, la mayoría de los cuales ni siquiera merecieron una mirada del sartán, hasta llegar a los marcados con el rótulo de «Los patryn». Éstos también los examinó con detalle.
–No ha llegado a acercarse –informó Ramu a su padre–. Probablemente, no le ha dado tiempo a hacer gran cosa.
–¡No tenía intención de hacer nada! –protestó Alfred, que empezaba a perder el miedo. Cuantas más vueltas le daba, más se convencía de que tenía derecho a sentirse enfadado por el trato de que era objeto. Se irguió y miró a Samah cara a cara con aire digno–. ¿Qué pensabas que iba a hacer? ¡Sólo he entrado en una biblioteca! ¿Desde cuándo me está prohibido el acceso a los conocimientos y al saber de mi pueblo? ¿Por qué les está vedado a los demás? –Un pensamiento le cruzó por la mente–. ¿Y vosotros? ¿Qué estáis haciendo aquí vosotros? ¿Cómo es que te has presentado aquí, Samah, a menos que supieras que me encontrarías...?
¡Eso es! ¡Claro que lo sabías! Tienes algún tipo de alarma que...
–Por favor, hermano, cálmate –respondió Samah en tono apaciguador. De pronto, su cólera parecía haber desaparecido como la lluvia cuando sale el sol.
Incluso inició el gesto de posar una mano en el brazo de Alfred con ánimo conciliador. El movimiento no pareció gustarle al perro, que situó su cuerpo entre Alfred y el presidente del Consejo en actitud protectora.
Samah dirigió una mirada gélida al animal y retiró la mano.
–Parece que tienes un guardaespaldas.
Alfred, sonrojado, intentó apartar a un lado al perro.
–Lo siento. El animal...
–No, no, hermano. Soy yo quien debe presentar disculpas. –Samah meneó la cabeza y lanzó un suspiro desconsolado–. Orla dice que trabajo demasiado y tengo los nervios alterados. Me he excedido en mi reacción. He olvidado que eres forastero y no tenías modo de conocer nuestras normas respecto de la biblioteca.
«Naturalmente, está abierta a todos los sartán. No obstante, como puedes observar –señaló con la mano la sección dedicada a la historia antigua–, algunos de estos documentos son muy viejos y frágiles. Sería un riesgo inaceptable, por ejemplo, dejarlos al alcance de los niños. O de los que quisieran hojearlos por mera curiosidad. Estos curiosos, sin darse cuenta y sin pretender causar el menor daño, por supuesto, podrían provocar pese a todo algún destrozo irreparable. No creo que puedas culparnos por querer saber quién entra en nuestra biblioteca.
Alfred tuvo que reconocer que el argumento sonaba bastante razonable. Sin embargo, Samah no era de la clase de hombres que acudiría allí a toda prisa por temor a que unos niños estuvieran embadurnando de mermelada de uva sus preciados manuscritos. Y, además, se había mostrado asustado. Asustado y colérico; la cólera había disimulado el miedo. Los ojos de Alfred, por su cuenta y riesgo, se volvieron hacia aquel compartimiento, el primero que Ramu había comprobado a fondo.
–En cambio, los estudiosos serios son bien acogidos –prosiguió diciendo Samah– . Lo único que deben hacer es presentarse ante el Consejo a pedir la llave.
Samah lo observaba con atención. Alfred intentó evitar que sus ojos se volvieran hacia el compartimiento en cuestión y trató de mantenerlos fijos en Samah, pero le costó un esfuerzo denodado. Los ojos insistían en desviarse en aquella dirección, y Alfred los forzó a no hacerlo. La tensión se hizo excesiva, los párpados empezaron a vibrar y terminó presa de un parpadeo incontrolable.
Samah dejó de hablar y le dirigió una mirada penetrante.
–¿Te encuentras bien?
–Discúlpame –murmuró Alfred, con la mano por visera–. Es un trastorno nervioso.
El Gran Consejero frunció el entrecejo. Los sartán no padecían trastornos nerviosos.
–¿Entiendes ahora, hermano, por qué deseamos controlar las idas y venidas de todo el que entra aquí? –preguntó con voz algo tensa. Era evidente que lo fatigaba mantener aquella expresión paciente.
¿Que si entendía por qué una biblioteca se convertía en una trampa, disparaba una alarma y mantenía preso a todo el que entraba hasta que el presidente del Consejo de los Siete acudía a interrogarlo? No, se dijo Alfred. En realidad, no lo entendía en absoluto.
Pero se limitó a asentir y a murmurar algo que quiso que sonara como que sin duda había entendido.
–¡Vamos, vamos! –dijo entonces Samah con una sonrisa forzada–. Ha sido un accidente, como dices. No ha sucedido nada grave y estoy seguro de que lamentas lo que has hecho. Ramu y yo sentimos haberte dado un susto de muerte. Ahora se acerca la hora de la cena. Le contaremos lo sucedido a Orla. Ya verás, Ramu, cómo tu madre se reirá a gusto de nosotros por este patinazo.
Ramu soltó una risilla enfermiza, que sonaba a cualquier cosa menos a jocosidad.
–Toma asiento, hermano, haz el favor –le sugirió Samah, señalando una silla–.
Se te nota fatigado y no es preciso que esperes de pie mientras procedo a abrir la salida. Las runas son complejas y lleva algún tiempo completarlas. Ramu se quedará a hacerte compañía en mi ausencia.
«Ramu se quedará para asegurarse de que no te espío y descubro la manera de salir», dijo Alfred para sí. Se dejó caer en el asiento, posó la mano sobre la testuz del perro y acarició sus orejas sedosas. Quizá la pregunta le haría más mal que bien, reflexionó, pero le pareció que tenía derecho a hacerla.
–Samah –dijo en voz alta. El jefe del Consejo, que ya iba camino de la puerta posterior, se detuvo y dio media vuelta–. Ahora que conozco las normas de la biblioteca, ¿me concedes tu permiso para entrar? Los mensch son una especie de entretenimiento para mí, ¿sabes? Una vez hice un estudio sobre los enanos de Ariano y observo que guardáis aquí varios textos que...
Alfred vio la respuesta en la mirada de Samah.
Se le quebró la voz, abrió y cerró la boca varias veces, pero no consiguió articular una palabra más.
Samah aguardó con paciencia hasta estar seguro de que Alfred había terminado.
–Por supuesto que puedes estudiar aquí, hermano. Nos complacerá facilitarte todos y cada uno de los documentos relacionados con el tema que te interesa. Pero no ahora.
–No ahora –repitió Alfred.
–No, me temo que no. El Consejo quiere inspeccionar la biblioteca para cerciorarse de que no ha sufrido daños durante el largo Sueño. Hasta que tengamos tiempo de dedicarnos a esa tarea, he recomendado al Consejo que la biblioteca permanezca cerrada. Y tendremos que asegurarnos de que, en adelante, no entre nadie más «por accidente».
Volviéndose en redondo, el presidente del Consejo abandonó la sala y desapareció por la puerta del fondo, que abrió mediante una runa que pronunció en voz suave y baja. La puerta se cerró tras él. A continuación, desde el otro lado, llegó hasta Alfred el sonido de un cántico mágico, pero fue incapaz de distinguir ninguna de las palabras.
Ramu tomó asiento cerca de Alfred y se puso a hacerle fiestas al perro; fiestas que el animal rechazó fríamente.
La mirada de Alfred se desvió, una vez más, hacia el compartimiento de los documentos prohibidos.
PARTE II
CAPÍTULO 1
GARGAN CHELESTRA
¡Estamos en casa! ¡En casa!
Estoy dividida entre la alegría y la tristeza, pues una tragedia terrible ha tenido lugar mientras estábamos ausentes... Pero ya lo contaré todo con detalle cuando sea oportuno.
Ahora escribo estas líneas sentada en mi habitación. A mi alrededor tengo todas mis pertenencias más queridas, exactamente igual que las dejé. Esto me ha dejado muda de asombro, pues los enanos somos gente muy práctica respecto a la muerte, al contrario que otras dos razas que podría citar. Cuando un enano muere, su familia y sus amigos guardan una noche de luto por su pérdida y celebran un día de fiesta por la felicidad del difunto que pasa a formar parte del Uno. A continuación, las pertenencias del enano desaparecido se reparten entre los familiares y amigos. Por último, se vacía la habitación que ocupaba y se instala en ella otro enano.
Yo había dado por hecho que, en mi caso, se habría procedido según la costumbre y ya me había convencido a mí misma de que, a aquellas alturas, mi prima Fricka ya estaría instalada en mi habitación. De hecho, no tengo reparos en reconocer que esperaba con impaciencia el momento de agarrar a mi detestable pariente por sus rizadas patillas, sacarla a empujones y mandarla rodando escalera abajo.
Sin embargo, parece que mi madre no podía meterse en la cabeza que hubiese muerto de verdad y se negaba tercamente a aceptarlo, aunque tía Gertrude (según me ha contado mi padre) llegó incluso a sugerir que mi madre había perdido el juicio. Según mi padre, al llegar a aquel punto, mi madre decidió hacer una demostración de su habilidad en el lanzamiento de hacha y propuso, en términos muy enérgicos y bastante alarmantes, «marcarle una raya en el pelo a Gertrude», o algo parecido.
Mientras mi madre descolgaba el hacha de guerra de su soporte en la pared, mi padre comentó a mi tía, como si tal cosa, que, si bien el brazo de lanzar de mi madre aún era fuerte, su puntería ya no era igual que la de su juventud. Tía Gertrude recordó de pronto que tenía unos asuntos pendientes, sacó a rastras a Fricka de mi habitación (empleando probablemente un montacargas) y las dos se marcharon airadamente.
Pero me temo que estoy perdiéndome por un túnel secundario, como dice el refrán enano. La última vez que anoté algo en el diario, nos dirigíamos en nuestra nave hacia una muerte segura; ahora, me encuentro en casa sana y salva, y realmente no tengo idea de cómo o por qué.
No libramos ninguna batalla heroica en la caverna de las serpientes dragón. Sólo hubo un montón de charla en un idioma que ninguno de los tres entendía. Nuestro sumergible naufragó y tuvimos que ganar la superficie a nado. Las serpientes dragón nos encontraron y, en lugar de matarnos, nos ofrecieron regalos y refugio en una cueva.
Luego, Haplo pasó despierto toda la noche hablando con ellas. Cuando al fin regresó, dijo que estaba cansado, que no tenía ganas de hablar y que nos lo explicaría todo en otro momento. Sólo nos aseguró que estábamos a salvo y nos dijo que podíamos dormir tranquilos y que por la mañana saldríamos de nuevo hacia nuestras casas.
Para los enanos de las lunas marinas, el espacio vital es un problema. Como prefieren habitar bajo el nivel del suelo, construyen sus casas en túneles bajo la masa de tierra de la luna marina. Por desgracia, dado que el centro de la luna es, en realidad, un ser vivo, no pueden profundizar más allá de cierto punto. Los enanos ignoran que la luna está viva; en sus prospecciones, topan con una capa protectora que no pueden penetrar.
Los tres nos quedamos desconcertados y comentamos el asunto en voz baja (Alake nos hizo hablar en cuchicheos para no perturbar el sueño de Haplo). Sin embargo, no conseguimos desenredar la madeja y por fin, vencidos por el sueño, los tres nos quedamos dormidos también.
A la mañana siguiente, apareció en la cueva más comida, junto con nuevos regalos. Y, cuando me asomé fuera de la caverna, vi con asombro nuestro sumergible, intacto como si acabara de botarse, anclado frente a la costa. No había rastro de las serpientes dragón.
–Los dragones han reparado vuestra nave –indicó Haplo entre bocados de comida–. La utilizaremos para navegar de vuelta a casa.
Haplo comía algo que Alake había cocinado para él, y la vi sentarse a su lado y contemplarlo con ojos arrobados.
–Lo han hecho por ti –murmuró en voz queda la humana–. Nos has salvado, como prometiste que harías. Y, ahora, nos devuelves a casa. Serás un héroe para nuestro pueblo. Todo lo que quieras será tuyo. Cualquier cosa que pidas te será concedida.
Por supuesto, Alake esperaba que Haplo pediría casarse con la hija del jefe (es decir, con ella).
Haplo se encogió de hombros y afirmó que no había hecho tanto. Advertí que las marcas azules empezaban a reaparecer en su piel y también me fijé en su extremo cuidado por no tocar, por no mirar siquiera, un gran jarro de agua que yo había traído para lavarme la cara y quitarme el sueño de los ojos.
–Me pregunto dónde estará la píldora amarga de todo este pastel –le murmuré a Devon.
–Lo único que sé, Grundle –me respondió con otro susurro, acompañado de un suspiro extasiado–, es que dentro de pocos días estaré otra vez con Sadia.
¡El elfo no había escuchado una sola palabra de lo que acababa de decirle! Y me habría jugado algo a que tampoco había prestado atención a Haplo. Lo cual viene a demostrar cómo el amor –al menos entre los humanos y entre los elfos– puede afectar al cerebro. En eso, los enanos somos distintos, ¡gracias al Uno! Yo quiero a Hartmut hasta el último mechón de pelo de su barba, pero me daría vergüenza que los sentimientos redujeran mis capacidades mentales hasta hacerme parecer boba.
Pero no debería decir estas cosas. Ahora que...
Alto. Me estoy adelantando demasiado en mi relato.
–Está bien, pero recuerda que nadie da nada a cambio de nada –dije yo, pero murmuré mi protesta por lo bajo. Tenía miedo de que, si Alake me oía, tratara de arrancarme los ojos.
Por cierto, me parece que Haplo sí me oyó. Tiene un oído muy fino, ese Haplo. Yo me alegré de ello. Que supiera ese forastero que uno de nosotros no tenía pensado tragar todo aquello sin haberlo masticado primero. El tipo me miró y lanzó una de esas medias sonrisas suyas con ese aire sombrío que me produce escalofríos.
Cuando terminó de comer, nos dijo que éramos libres de marcharnos. Podíamos llevar con nosotros toda la comida y los regalos que quisiéramos. Cuando nos lo propuso, vi que incluso Alake se mostraba ofendida.
–Ni el oro ni las piedras preciosas pueden devolvernos a la gente que mataron esos monstruos, ni compensar lo que hemos sufrido –declaró, al tiempo que dirigía una mirada de desdén a los montones de riquezas sin cuento.
–Antes arrojaría todo este dinero manchado de sangre al Mar de la Bondad, si no fuera porque envenenaría a los peces –la secundó Devon con voz airada.
–Haced lo que queráis –dijo Haplo con un nuevo encogimiento de hombros–, pero tal vez lo necesitéis, cuando pongáis rumbo a vuestra nueva tierra.
–¿Las serpientes dragón nos permitirán construir más cazadores de sol? –inquirí, escéptica.
–Mejor todavía. Se han ofrecido a utilizar su magia para reparar las naves destruidas.
Y me han proporcionado información sobre esa nueva tierra. Información importante.
Una referencia a la costumbre de los elfos de esconder las medicinas de sabor desagradable entre pétalos de rosa endulzados.
Lo acosamos a preguntas, pero Haplo se negó a responderlas, con el argumento de que no sería correcto contárnoslo a nosotros antes de tratar un tema de tal importancia con nuestros padres. Los tres tuvimos que reconocer que tenía razón.
Alake volvió la vista hacia el oro y declaró que sería una lástima desperdiciarlo. Devon apuntó que había visto varios rollos de telas de seda con los colores preferidos de Sadia.
Yo ya me había guardado en los bolsillos algunas piedras preciosas (como ya he escrito antes, los enanos somos un pueblo práctico) pero no tuve reparos en coger algunas más para que los demás no pensaran que desdeñaba la sugerencia.
Cargados con los regalos y las provisiones, los cuatro subimos a bordo del sumergible.
Antes de zarpar, hice una revisión a fondo de la nave. Las serpientes poseían una magia poderosa, era cierto, pero no me fiaba de que tuvieran muchos conocimientos sobre construcción naval. No obstante, las serpientes parecían haber colocado cada pieza exactamente como estaba antes del ataque, y llegué a la conclusión de que la embarcación estaba en condiciones de sumergirse.
Cada cual ocupó de nuevo la cabina que había utilizado a la ida. Todo estaba como lo habíamos dejado. Incluso encontré esto, mi diario, en el mismo lugar donde lo había guardado. El agua no lo había afectado. Ni una sola gota de tinta se había corrido. Era algo asombroso, que me llenó de intranquilidad. Durante el viaje, más de una vez me pregunté si todo aquello había sucedido de verdad o si sólo había sido un sueño extraño y terrible.
La nave emprendió viaje bajo el impulso de la misma energía mágica que antes, y puso rumbo de vuelta a casa.
Estoy segura de que el viaje de regreso tuvo la misma duración que el de ida, pero a los tres nos pareció mucho más largo. Entre risas y comentarios excitados, hablamos de lo primero que haríamos cuando llegásemos a nuestras respectivas patrias, de que probablemente seríamos considerados héroes y de la impresión que produciría Haplo en nuestras tierras.
Dedicamos mucho tiempo a hablar de Haplo. Por lo menos, eso hicimos Alake y yo.
Muy entrada ya la primera noche de nuestro viaje, Alake se presentó en mi camarote.
Estábamos en esa hora de calma antes de acostarse, cuando la añoranza del hogar se hace tan intensa que una llega a pensar que morirá de nostalgia. A mí también me embargaba esa misma sensación y debo reconocer que quizá me había resbalado por las mejillas un par de lágrimas cuando oí que Alake llamaba a mi puerta.
–Soy yo, Grundle. ¿Podemos hablar, o ya estás dormida?
–Si lo estaba, me has despertado –respondí con aspereza para ocultar que había estado llorando. Si se daba cuenta, seguro que intentaría administrarme unas hierbas o algo parecido.
Abrí la puerta. Alake entró y se sentó en la cama. La observé unos instantes –mi amiga humana parecía tímida, orgullosa, agitada y feliz– y supe enseguida de qué iba a tratar la conversación.
Alake se quedó allí sentada, dándole vueltas a los anillos que llevaba en los dedos.
(Observé que había olvidado quitarse sus alhajas funerarias. Los enanos no somos especialmente supersticiosos, pero, si hay algo que consideramos de mal augurio, es precisamente eso. Quise decírselo pero, cuando me disponía a hacerlo, ella empezó a hablar y ya no tuve otra ocasión de hacerlo.)
–Grundle –me dijo, convencida de que iba a dejarme atónita–, me he enamorado.
Decidí divertirme un poco. Me encanta bromear con Alake porque mi amiga se lo toma todo muy en serio.
–Créeme que os deseo lo mejor a los dos –respondí lentamente, mientras me acariciaba las patillas–, pero ¿cómo crees que se lo tomará Sadia?
–¿Sadia? –Alake me miró, desconcertada–. Bueno, supongo que se alegrará por mí.
¿Por qué no iba a hacerlo?
–Las dos sabemos que no es nada egoísta y que te quiere mucho, Alake, pero también quiere mucho a Devon y no creo que...
–¿Devon? –Alake reaccionó con tal sorpresa que casi fue incapaz de articular palabra–.
¿Has..., has creído que me he enamorado de Devon?
–¿De quién, si no? –pregunté con toda la inocencia que fui capaz de fingir.
–Devon es muy agradable –prosiguió Alake– y ha sido muy amable y servicial.
Siempre lo tendré en la mayor consideración, pero no podría enamorarme de él. Al fin y al cabo, es casi un niño, todavía.
Un niño que tiene cien veces tu edad, podría haberle contestado, pero mantuve la boca cerrada. Los humanos suelen ser quisquillosos en el tema de las edades.
–No –continuó Alake en voz baja, con los ojos brillantes como un par de velas en la penumbra–. Me he enamorado de un hombre hecho y derecho... –Tragó saliva con esfuerzo y luego añadió apresuradamente–: ¡Se trata de Haplo!
Por supuesto, mi amiga esperaba que yo me pusiera a dar vueltas por la habitación, anonadada por la insólita revelación, y se mostró bastante decepcionada al ver que no reaccionaba así.
–Hum... –me limité a murmurar.
–¿No te sorprende?
–¿Sorprenderme? ¡Pero si cada vez que te acercas a él sólo falta que te escribas «te quiero» en la frente con pintura blanca! –respondí.
–¡Oh, vaya! ¿Tanto se me nota? ¿Crees..., crees que él lo sabe? Sería horrible que se hubiera dado cuenta.
Alake me dirigió una mirada de soslayo, aparentando miedo, pero comprendí que en el fondo estaba deseando que le respondiera: «Sí, claro que se ha dado cuenta». Podría haberlo hecho sin faltar a la verdad, puesto que Haplo tendría que haber estado ciego, sordo y atontado, además de ser estúpido, para no advertirlo. Podría haberle contestado eso y hacer feliz a Alake con mis palabras pero, por supuesto, no lo hice. Habría sido un tremendo error por mi parte y era consciente de ello, pero también me daba cuenta de que Alake sufriría un cruel desengaño y todo aquel asunto me llenaba de frustración.
–¡Pero si podría ser tu padre! –apunté.
–¡De ninguna manera! Además, ¿y qué si lo fuera? –protestó Alake con esa lógica tan absurda que una aprende a esperar de los humanos–. No he conocido nunca a nadie tan noble, valiente, fuerte y atractivo como él. ¿Te das cuenta, Grundle? Ya viste cómo se plantaba ante esas criaturas horribles: él solo, desnudo, sin armas. Desprovisto incluso de su magia... Sí, estoy al corriente del efecto que produce el agua del mar sobre su magia, de modo que no hace falta que me digas nada al respecto –añadió en actitud desafiante–. Los humanos no podemos usar la magia rúnica, pero nuestras leyendas cuentan que en otro tiempo, hace mucho, había gente que la conocía y empleaba. Es evidente que Haplo desea ocultar sus poderes y por eso no he dicho nada. Ya viste, Grundle, que estaba dispuesto a morir por nosotras.
(No tenía objeto que intentara responderle. Ni siquiera me habría escuchado.)
–¿Cómo podría no quererlo? –prosiguió–. ¡Y, luego, ver cómo esas temibles serpientes dragón se inclinaban ante él! ¡Fue maravilloso! Y, ahora, esos monstruos nos devuelven a casa cargadas de regalos y con la promesa de una nueva tierra que nos espera. ¡Y todo gracias a Haplo!
–Quizá sea como dices –contesté, más frustrada e irritada que nunca porque me veía obligada a admitir que todo cuanto decía mi amiga era verdad–, pero ¿qué saca él de todo esto? ¿Te lo has preguntado alguna vez? ¿A qué viene esa insistencia en saber cuántos soldados forman el ejército de mi padre, en preguntarle a Devon si cree que los elfos combatirían en caso de necesidad y si aún conservan los conocimientos necesarios para fabricar armas mágicas, o en averiguar si vuestro Concilio de Magos podría convencer a los delfines y las ballenas para pasarse a nuestro bando si estallara una guerra?
Ahora me doy cuenta de que he olvidado mencionar en este diario que Haplo nos había estado haciendo esas preguntas aquel mismo día, antes de zarpar.
–¡Oh, qué mezquina y desagradecida eres, Grundle! –exclamó Alake al tiempo que derramaba unas lágrimas.
No había sido mi intención hacerla llorar y me sentí fatal al verla. Me acerqué un poco más, le cogí la mano y le di unas palmaditas de ánimo.
–Lo siento –dije, apurada.
–Le pregunté por qué quería saber todo eso –continuó Alake entre sollozos–, y me dijo que siempre debemos estar preparados para lo peor y que, si bien nuestro nuevo hogar puede parecer un lugar perfecto, podría ocultar algún peligro...
Alake hizo aquí una pausa para secarse la nariz. Yo aproveché para decir que lo entendía, lo cual era cierto. El comentario de Haplo era muy razonable. Todo lo que decía era siempre muy razonable. Y eso hacía aún más intolerable el sentimiento irritante y desagradable de desconfianza y de recelo que me inspiraba el extraño forastero.
Con todo, los enanos siempre somos sinceros y, finalmente, no pude evitar decirle:
–Si te he dicho todo eso, sólo es porque..., bueno..., porque Haplo no te corresponde, Alake. Él no te quiere.
–¡Oh, eso ya lo sé, Grundle! ¿Cómo podría esperar que me amara? Debe de tener miles de mujeres suspirando por él...
Me pareció conveniente reforzar aquel tipo de reflexiones y apunté:
–Sí. Y tal vez incluso tenga una esposa en alguna parte...
–Eso, no –replicó Alake al instante, demasiado deprisa. Con la vista fija en las manos, añadió–: Se lo pregunté, y me dijo que aún no había encontrado a la mujer adecuada.
Me encantaría ser esa mujer adecuada para él, Grundle, pero sé que ahora no soy merecedora de ello. Tal vez algún día llegue a serlo, si sigo esforzándome.
Alzó la cabeza y volvió hacia mí unos ojos en los que brillaban las lágrimas. Nunca la había visto tan encantadora, tan madura y adulta, y advertí que resplandecía con una especie de luz interior.
Allí, en aquel instante, me dije que, si el amor producía aquel efecto en ella, no podía ser tan terrible, sucediera lo que sucediese. Además, cuando llegásemos a nuestro destino, Haplo se marcharía, volvería al lugar del que había venido. Al fin y al cabo, ¿qué podía querer de nosotros? Decidí guardar para mí aquellas reflexiones.
Alake y yo nos abrazamos y esta vez nos echamos a llorar las dos y yo no dije una palabra más contra Haplo. Devon nos oyó y acudió a ver qué sucedía y Alake se desmoronó y se lo contó. El elfo dijo entonces que el amor, para él, era lo más maravilloso y lo más bello del mundo. Luego, hablamos de Sadia y, al fin, entre los dos me hicieron confesar que yo tampoco era ajena al amor. No pude contenerme y les hablé de Hartmut y los tres compartimos lágrimas y risas, impacientes por alcanzar nuestro destino.
Lo cual hizo aún más terrible lo que sucedió cuando llegamos.
He estado aplazando el momento de ponerme a escribir sobre lo sucedido. Ante todo, no estaba segura de poder hacerlo. Recordarlo me pone terriblemente triste, pero ya he contado aquí todas mis andanzas y mal puedo continuar mi relato si omito la parte más importante.
Ser salvada de los dragones y regresar a mi casa sana y salva sería el final feliz con que suelen terminar la mayoría de relatos de taberna que he oído en mi vida, pero esta vez el final de la historia no fue feliz. Y tengo la sensación de que ni siquiera fue el final.
En el momento en que nuestro sumergible abandonó la guarida de las serpientes dragón, nos vimos acosados –no podía ser de otro modo– por un grupo de cargantes delfines que deseaban saberlo todo: qué había sucedido, cómo habíamos logrado escapar... Apenas terminamos de contárselo, se alejaron a toda prisa, ansiosos por ser los primeros en difundir la noticia. No he visto nunca unos peces más amantes del chismorreo.
Por lo menos, nuestros padres recibirían la buena noticia y tendrían tiempo de recuperarse de la sorpresa inicial de saber que seguíamos con vida e ilesos. Empezamos a discutir entre nosotros en cuál de los tres reinos nos detendríamos primero, pero el asunto no tardó en resolverse. Los delfines regresaron con el mensaje de que nuestros padres se reunirían en Elmas, la luna marina de los elfos, para recibirnos.
Nos pareció una solución excelente. Para ser sincera, nos inquietaba un poco la posible reacción de nuestros padres. Sabíamos que se alegrarían mucho de tenernos de vuelta pero, después de los besos y las lágrimas, imaginábamos que nos aguardaría una severa reprimenda, si no algo peor. Después de todo, habíamos desobedecido sus órdenes y habíamos partido sin reparar en el sufrimiento y la pena que íbamos a causar.
Incluso llegamos a comentárselo a Haplo, insinuándole que nos prestaría otro gran servicio más si se quedaba y nos ayudaba a suavizar las cosas con nuestros padres.
Él se limitó a sonreír y responder que nos había protegido de las serpientes dragón pero que, en lo que tocaba a afrontar la cólera paterna, era asunto exclusivamente nuestro.
Sin embargo, no pensábamos en severos sermones y castigos cuando, finalmente, el sumergible tocó tierra y se abrió la escotilla y vimos allí a nuestros padres, esperándonos. Mi padre me tomó entre sus brazos y me estrujó contra su pecho y, por primera vez en mi vida, vi unas lágrimas en sus ojos. En aquel instante, habría aceptado la reprimenda más enérgica y habría amado cada palabra que hubiera salido de sus labios.
Luego, les presentamos a Haplo. (Los delfines, por supuesto, ya les habían contado cómo nos había salvado.) Nuestros padres se mostraron agradecidos, pero era evidente que todos ellos estaban un poco amilanados ante la presencia de aquel hombre, ante los tatuajes azules de su piel y ante su porte sereno y lleno de confianza en sí mismo. Sólo consiguieron balbucear unas cuantas frases entrecortadas de gratitud, que Haplo aceptó con una sonrisa y un encogimiento de hombros, al tiempo que explicaba que nosotros lo habíamos rescatado del mar y que se alegraba de haber podido devolvernos el favor. No añadió nada más, y nuestros padres se alegraron de poder concentrarse de nuevo en nosotros.
Durante un rato, todo fueron abrazos y palabras afectuosas. Los padres de Devon también se encontraban allí para recibir a su hijo. Estaban tan contentos de haberlo recuperado como los de Alake y los míos pero, cuando estuve de nuevo en condiciones de advertir lo que sucedía a mi alrededor, observé que los dos elfos seguían pareciendo tristes, cuando deberían haberse mostrado exultantes de alegría. El rey de los elfos también había acudido a dar la bienvenida a Devon, pero Sadia no estaba presente.
Entonces me fijé por primera vez en que su padre iba vestido de blanco, el color del luto entre los elfos. Vi que todos los elfos que nos rodeaban –y habían acudido en gran número a recibirnos– vestían también de blanco, algo que sólo sucedía cuando moría algún miembro de la familia real.
Un escalofrío me encogió el corazón. Miré a mi padre con una expresión que debía de reflejar pánico y alarma, pues él se limitó a mover la cabeza y llevarse un dedo a los labios para que no hiciera preguntas.
Alake ya había preguntado por Sadia. Su mirada buscó la mía y vi sus ojos desorbitados de miedo. Las dos nos volvimos hacia Devon. El elfo, ciego de alegría, con la vista nublada por la emoción, no se había fijado en nada. Por fin, se desasió del abrazo de sus padres (¿fue mi imaginación, o éstos trataron de retenerlo entre ellos?) y se dirigió al rey elfo.
–¿Dónde está Sadia, señor? ¿Está enfadada conmigo por haber ocupado su lugar? ¡La recompensaré con creces, lo prometo! Decidle que salga...
En ese instante, el Uno dispersó las nubes de sus ojos y vio las ropas blancas, el rostro del rey ajado y envejecido por una profunda pena y los blancos pétalos de flores esparcidos sobre el Mar de la Bondad.
–¡Sadia! –exclamó, e hizo ademán de echar a correr hacia el castillo de coral que se alzaba con un trémulo resplandor a nuestra espalda.
Eliason lo asió antes de que diera un paso.
Devon se debatió enérgicamente hasta que, por último, se derrumbó entre los brazos del rey elfo.
–¡No! –exclamó entre sollozos–. ¡No! Yo no me proponía... Quería salvarla de...
–Lo sé, hijo, lo sé –murmuró Eliason mientras le acariciaba el cabello y trataba de tranquilizarlo como habría hecho con su propio hijo–. No fue culpa tuya. Tus intenciones eran las mejores, las más nobles. Sadia... –no pudo evitar un temblor en la voz al pronunciar el nombre, pero se controló–, Sadia está con el Uno. Ya descansa en paz y debemos consolarnos con ello. Y, ahora, creo que es momento de que cada familia se marche por su lado.
Eliason tomó a su cargo a Haplo con la elegante dignidad y la cortesía que siempre mostraban los elfos, fuera cual fuese pena o la preocupación que los atenazara por dentro. Desdichado monarca, pensé. ¡Cómo debía de haber añorado estar a solas con su hija!
Una vez en el interior del castillo, en una parte nueva que había crecido durante nuestra ausencia, mi madre me explicó lo sucedido.
–Apenas hubo abierto los ojos, Sadia supo lo que había hecho Devon. Supo que éste había sacrificado la vida por ella y que tendría una muerte terrible. Desde ese momento –continuó mi madre, enjugándose unas lágrimas con el dobladillo de la manga–, la pobre muchacha perdió todo interés por la vida. Se negó a comer y a levantarse de la cama.
Sólo bebía agua cuando su padre se sentaba junto a ella y le acercaba un vaso a los labios. No hablaba con nadie y pasaba horas y horas acostada con la mirada perdida en la lejanía. Las pocas veces que llegaba a dormirse, su sueño era interrumpido por terribles pesadillas. Dicen que sus gritos podían oírse en todo el castillo.
»Y luego, un buen día, pareció recuperarse. Se levantó de la cama, se vistió con la ropa que llevaba la última vez que estuvisteis juntas las tres y se dedicó a deambular por el castillo canturreando. Sus canciones eran tristes y extrañas y a nadie le agradó escucharlas, pero todo el mundo las interpretó como una señal de que volvía a encontrarse bien. Pero, ¡ay!, significaban todo lo contrario.
»Esa noche, pidió al ama que fuera a buscarle algo de comer. La mujer, emocionada con el hecho de que Sadia tuviera hambre de nuevo, salió a toda prisa a cumplir el encargo, sin sospechar nada. Cuando regresó, Sadia no estaba. Alarmada, el ama despertó al rey y se organizó la búsqueda.
Mi madre movió la cabeza, incapaz de continuar debido a las lágrimas. Por fin, tras recurrir otra vez al dobladillo de la manga, logró añadir:
–Encontraron su cuerpo en la terraza donde celebramos la reunión ese día infausto en que nos escuchasteis a escondidas. Se había arrojado por una ventana y yacía casi en el mismo lugar exacto donde murió ese día el mensajero elfo.
Tengo que dejar de escribir por ahora, pues no puedo continuar sin echarme a llorar.
Ahora, el Uno vela tu sueño, Sadia. Esas pesadillas terribles han terminado para siempre.
CAPÍTULO 2
SURUNAN CHELESTRA
La biblioteca de los sartán se convirtió para Alfred en una obsesión que lo perseguía como el fantasma de un cuento de viejas. Alargaba su fría mano para tocarlo y despertarlo en plena noche, lo atraía con un gesto de su índice, tratando de llamarlo a lo que sería su perdición.
–¡Tonterías! –se decía entonces y, dándose la vuelta, intentaba expulsar al fantasma enterrándolo en un sopor agitado.
Aquello daba resultado durante la noche, pero la sombra no desaparecía con la luz de la mañana. Alfred se sentaba a desayunar y fingía comer, pero en realidad no hacía sino recordar a Ramu mientras examinaba aquel compartimento. ¿Qué contenía, para que sus hermanos sartán lo guardaran tan celosamente?
–Curiosidad. No es más que curiosidad –se regañaba a sí mismo–. Samah tiene razón.
He vivido demasiado tiempo entre los mensch. Soy como esa muchacha de los cuentos de fantasmas que el ama de Bane solía contarle al chiquillo. Esa muchacha a la que le dijeron: «Puedes entrar en todas las estancias del castillo excepto en la sala cerrada con llave que hay en lo alto de la escalera». ¿Y qué hizo ella? ¿Contentarse con las otras ciento veinticuatro salas del castillo? No; la muchacha no comía ni dormía, y no encontró descanso hasta que logró irrumpir en la estancia prohibida. Eso es lo que estoy haciendo yo: obsesionarme con la habitación del final de la escalera. Pero me mantendré a distancia de ella. No pensaré más en ella. Me contentaré con las demás habitaciones, con las salas repletas de tantas riquezas. Y seré feliz. Sí, seré feliz.
Pero no lo era. Cada día que pasaba se sentía más desdichado.
Trató de ocultar su inquietud a sus anfitriones y lo consiguió; al menos, eso fue lo que Alfred quiso imaginar. Samah lo observaba con la concentración de un geg que, pendiente de una válvula de vapor de la Tumpa–chumpa defectuosa, se preguntara cuándo reventaría. Intimidado por la presencia apabullante y atemorizadora de Samah, retraído por la certeza de haber cometido un desliz, Alfred se mostraba sumiso y asustado en presencia del Gran Consejero y apenas era capaz de alzar la vista hasta el rostro severo e implacable de Samah.
En cambio, cuando Samah no estaba en la casa –y pasaba ausente mucho tiempo, ocupado en asuntos del Consejo–, Alfred se tranquilizaba. Orla solía quedarse con él para hacerle compañía, y el fantasma que lo acechaba resultaba mucho, menos perturbador cuando Alfred estaba con Orla que en las escasas y breves ocasiones en que se quedaba solo. En ningún momento se le ocurrió extrañarse de que casi nunca lo dejaran a solas, ni le pareció raro que Orla no participara en los asuntos del Consejo. Alfred sólo sabía que la mujer era muy amable al dedicarle tanto tiempo, y pensar en ello lo hacía sentirse aún más desdichado en las ocasiones en que reaparecía el fantasma.
Un día, Alfred y Orla se encontraban sentados en la terraza de los aposentos de ésta.
Orla estaba ocupada entonando en voz baja unas runas de protección sobre la tela de una de las túnicas de Samah. Mientras canturreaba la salmodia, trazaba los signos mágicos sobre la ropa con sus ágiles dedos, volcando su amor y su preocupación por su esposo en cada uno de los signos que, a una orden suya, aparecían en la tela.
Alfred la observaba apenado. En toda su vida, ninguna mujer había entonado runas de protección para él. Tampoco ahora lo haría ninguna. O, al menos, no lo haría la que él deseaba. De pronto, sintió unos celos furiosos y desquiciados de Samah. A Alfred le disgustaba el trato frío e indiferente que dispensaba el Consejero a su esposa Y sabía que Orla estaba dolida por ello, pues había sido testigo de su callado sufrimiento. No; Samah no era merecedor de ella.
«¿Acaso lo soy yo?», se preguntó, entristecido.
Orla alzó la vista hacia él, le sonrió y se dispuso a continuar la conversación que mantenían sobre el magnífico estado de sus rosales.
Alfred, pillado por sorpresa, no logró ocultar la imagen de las zarzas enredadas, espinosas y desagradables que se enroscaban dentro de su ser. Era dolorosamente obvio que no estaba pensando en las rosas.
La sonrisa de Orla se desvaneció. Con un suspiro, dejó la túnica a un lado y murmuró:
–Por favor, no me hagas esto a mí... ni a ti mismo.
–Lo siento –susurró Alfred, con una expresión que reflejaba lo desdichado que se sentía. Su mano acarició al perro que, viendo la infelicidad de su amigo, le ofreció consuelo posando la testa sobre su rodilla–. Debo de ser una persona extraordinariamente perversa. Sé muy bien que ningún sartán debería tener pensamientos tan indecorosos. Como dice tu esposo, vivir tanto tiempo entre los mensch me ha corrompido.
–Quizá no han sido los mensch –apuntó Orla con calma, mientras dirigía una mirada al perro.
–¿Insinúas que fue Haplo...? –Alfred acarició de nuevo las orejas del animal–. En realidad, los patryn son muy afectuosos. Profesan un amor casi ardiente, ¿lo sabías?
Su triste mirada estaba fija en el perro, por lo que no advirtió la expresión de asombro de Orla.
–Ellos no lo entienden como tal y dan otros nombres a ese amor: lo llaman lealtad, o instinto protector para asegurar la supervivencia de su raza, pero es amor. Una clase de amor muy tenebroso, pero amor al fin y al cabo, y hasta el peor de ellos lo siente profundamente. Ese Señor del Nexo, un hombre cruel, poderoso y lleno de ambición, arriesga a diario su vida volviendo al Laberinto para ayudar a su pueblo doliente.
Alfred, sumido en sus emociones, olvidó dónde estaba. Fijó la vista en los ojos del perro y éstos, límpidos y pardos, lo absorbieron y lo atraparon hasta que nada más le pareció real.
–Mis propios padres sacrificaron su vida para salvarme cuando nos perseguían los snogs. Podrían haber escapado, ¿sabes?, pero yo era muy pequeño y no podía ir tan deprisa como ellos. Así pues, me ocultaron y luego atrajeron a los snogs hacia ellos, alejándolos de mí. Presencié la muerte de mis padres, torturados por esos snogs.
Después, unos desconocidos me tomaron a su cargo y me criaron como si fuera hijo suyo.
Los ojos del perro expresaban ternura y tristeza. Alfred escuchó su propia voz, que continuaba diciendo:
–Y he conocido el amor. Ella era una corredora, como yo y como mis padres. Era hermosa, fuerte y esbelta. Las runas azules se entrelazaban en torno a su cuerpo, lleno de juventud y de vida, que vibraba bajo mis dedos cuando la estrechaba en mis brazos por la noche. Juntos combatimos, amamos y reímos. Sí, incluso en el Laberinto hay risas, a veces. Casi siempre es una risa amarga, producto de una chanza siniestra y sombría, pero perder la risa es perder la voluntad de vivir.
«Finalmente, ella me dejó. Un poblado de residentes, donde nos habían ofrecido refugio para pasar la noche, fue objeto de un ataque y ella quiso ayudarlos. Fue una decisión ilógica, estúpida, pues los residentes eran superados en número. De quedarnos allí, lo más probable era que terminaran matándonos, y así se lo dije. Ella sabía que mis palabras eran razonables, pero estaba frustrada y colérica. Había terminado por amar a aquella gente, y aquel sentimiento le daba miedo porque la hacía sentirse débil e impotente y dolida por dentro. Le daba miedo el amor que sentía por mí. Por eso me dejó. Llevaba en su seno un hijo mío. Sé que así era, aunque ella se negaba a admitirlo.
Y no volví a verla nunca. Ni siquiera sé si ha muerto, si mi hijo vive...
–¡Basta!
La exclamación sobresaltó a Alfred y lo hizo salir de su ensueño. La mujer se había levantado de su asiento y ahora retrocedió unos pasos, apartándose de él con una mueca de horror.
–¡No me hagas esto nunca más! –Orla, mortalmente pálida, pugnó por recobrar el aliento–. ¡No lo soporto! Una y otra vez, veo esas imágenes tuyas, veo al desdichado chiquillo que presencia la violación, el asesinato y el descuartizamiento de sus padres.
Tiene tanto miedo que es incapaz de llorar. Veo a esa mujer de la que hablas, y percibo su dolor y su desamparo. Conozco el dolor de dar a luz y pienso en ella, sola en ese lugar terrible. Ella tampoco puede llorar, por temor a que los sollozos causen su muerte y la del niño. Por la noche no puedo dormir, pensando en ellos y sabiendo que nosotros..., que yo..., ¡que yo soy responsable de su desdicha!
Orla se cubrió el rostro con las manos para cortar el flujo de imágenes y rompió en sollozos. Alfred estaba estupefacto, sin la menor idea de cómo habían podido entrar en su cabeza aquellas imágenes, que en realidad eran recuerdos de Haplo.
–Siéntate..., buen chico –murmuró, al tiempo que apartaba de su rodilla el hocico del perro. (¿Era una sonrisa, aquella expresión del animal?)
Alfred se apresuró a acercarse a Orla y por su cabeza pasó la vaga idea de ofrecerle su pañuelo, pero sus brazos parecían tener otra idea y contempló con asombro cómo rodeaban la espalda de la mujer y la atraían hacia él. Orla apoyó la cabeza en su pecho.
Un hormigueo de profunda emoción recorrió a Alfred. Siguió abrazándola y la amó con cada fibra de su ser. Acarició su cabello reluciente con manos torpes y, como era propio de él, metió la pata al abrir la boca.
–Orla, ¿qué secreto guarda la biblioteca de los sartán para que Samah no quiera que nadie lo conozca?
La mujer dio un respingo y empujó a Alfred hacia atrás con tal violencia que el hombre tropezó con el perro y fue a caer entre los rosales. Con las mejillas encendidas, Orla le lanzó una mirada llena de rabia. De rabia y... ¿fue producto de su imaginación, o Alfred vio en sus ojos el mismo miedo que había observado en los de Samah?
Sin decir palabra, la mujer dio media vuelta y se marchó, abandonando la terraza con aire digno, dolida y ofendida.
Alfred luchó por desenredarse de las dolorosas espinas que se le clavaban en la piel. El perro se ofreció a ayudarlo, y Alfred le dirigió una mirada furibunda.
–¡Todo esto es culpa tuya! –masculló, malhumorado. El animal ladeó la cabeza con aire inocente, como si rechazara la acusación.
–Sí que lo es. ¡Meterme tales ideas en la cabeza! ¡Por qué no te largas a buscar a ese condenado amo tuyo y me dejas en paz! ¡Me basto solo para meterme en suficientes problemas sin que, encima, me ayudes!
El perro ladeó la cabeza en otra dirección, como si asintiera y le diera la razón. Con todo, dio la impresión de pensar que la conversación había llegado a su lógico final, pues se estiró a conciencia, llevando primero todo el peso del cuerpo sobre las patas delanteras y luego sobre las traseras, para terminar con una sacudida desde la cola hasta la cabeza. Después, se acercó al trote hasta la verja del jardín y miró a Alfred con impaciencia.
El sartán se sintió aterido de frío y abrasado de calor, las dos cosas al mismo tiempo.
Era una sensación sumamente incómoda.
–Me estás diciendo que ahora estamos solos, ¿verdad? No hay nadie con nosotros.
Nadie nos vigila. El perro meneó la cola.
–Podemos... –Alfred tragó saliva–. Podemos ir a la biblioteca.
El perro agitó una vez más el rabo con expresión paciente y resignada. Era evidente que consideraba a Alfred lento y torpe, pero estaba magnánimamente dispuesto a pasar por alto aquellos defectos, poco importantes.
–Pero no puedo entrar. Y, aunque pudiera, no tendría modo de salir. Samah me cogería y...
Al perro le entró un repentino escozor y, dejándose caer al suelo, se dedicó a rascarse enérgicamente al tiempo que lanzaba a Alfred una severa mirada que parecía decir:
«Vamos, vamos. Soy yo, ¿recuerdas?».
–¡Ah! Está bien...
Alfred dirigió una mirada furtiva en torno a la terraza, casi esperando que Samah apareciese entre los rosales y le pusiera encima sus manos violentas. Al ver que no se presentaba nadie, empezó a cantar y bailar las runas.
Alfred se encontró ante el edificio de la biblioteca. El perro se acercó de inmediato a la puerta y la olisqueó con interés. Alfred lo siguió con paso lento y contempló la puerta con tristeza. Las runas de protección habían sido reforzadas, tal como había prometido Samah.
«Debido a la actual situación de crisis y al hecho de que no podemos dedicar el personal necesario para atender a los visitantes, la biblioteca permanecerá cerrada hasta nuevo aviso», decía un rótulo. Alfred lo leyó en voz alta y asintió.
–Resulta lógico. Además, ¿quién puede estar interesado en hacer investigaciones, en estos momentos? Samah y los suyos dedican todo su tiempo a intentar reconstruir y poner en funcionamiento la ciudad, a tomar una decisión respecto a qué hacer con los patryn y a preguntarse dónde está el resto de nuestro pueblo y cómo establecer contacto con él. Tienen que tratar el tema de los nigromantes de Abarrach, y el de esas serpientes dragón...
El perro expresó su desacuerdo.
–Tienes razón –se oyó discutiendo consigo mismo; su propio fuero interno parecía tan rebelde a los deseos de su mente como sus extremidades–. Si yo tuviera que buscar solución a todos estos problemas, ¿a qué recurriría? A la sabiduría de nuestro pueblo, como es lógico. Una sabiduría que se encuentra recogida en este edificio.
¿Y bien, qué estamos esperando?, lo apremió el perro, aburrido de olfatear la puerta.
–No puedo entrar –dijo Alfred, pero las palabras salieron de su boca en un susurro. Lo que acababa de decir era una mentira poco creíble y nada efectiva.
Sabía muy bien cómo entrar sin ser descubierto. La idea se le había ocurrido de improviso la noche anterior.
No había sido deseo suyo que tal idea le viniera a la cabeza y, al presentársele, él había insistido rotundamente en quitársela de la mente. Sin embargo, el pensamiento se había resistido a hacerlo. Su terco cerebro había seguido urdiendo planes y sopesando riesgos hasta llegar (con una frialdad que lo dejó estupefacto) a la conclusión de que éstos eran mínimos y que merecía la pena correrlos.
La idea le había venido a la cabeza a causa de aquel estúpido cuento infantil que narraba el ama de Bane. Alfred se descubrió deseando con irritación que la mujer hubiera tenido un mal final, por haberse dedicado a contar historias tan terribles a un niño tan impresionable (por mucho que el propio Bane fuera una pesadilla personificada).
Pensando en aquel cuento, Alfred se había descubierto evocando Ariano y el tiempo que había pasado en la corte del rey Stephen. Un recuerdo llevó a otro, y éste a un tercero, hasta que su mente lo transportó –sin que él fuera consciente de ello ni de adonde lo conducía– al día en que cierto ladrón había irrumpido en la bóveda del tesoro.
En Ariano, donde escasea el agua, el líquido elemento fundamental para la vida es un bien muy preciado y posee un valor considerable. El palacio real tenía unas reservas de agua que se guardaban para su empleo en momentos de emergencia (como cuando los elfos conseguían interrumpir el suministro y desbaratar las rutas comerciales). La bóveda donde se guardaban los toneles estaba ubicada tras los muros de palacio, en un edificio de paredes gruesas y puertas cerradas a conciencia, custodiado día y noche.
Custodiado... salvo el techo.
En cierta ocasión, entrada la noche, un ladrón consiguió alcanzar el techo del depósito de agua desde el tejado de un edificio próximo, mediante un ingenioso sistema de cuerdas y poleas. Cuando el ladrón se encontraba abriendo un agujero en las vigas de madera de hargast, una de éstas cedió con un estrepitoso crujido y el desdichado caco fue a caer literalmente en brazos de los guardianes que vigilaban abajo.
Nunca se supo cómo se proponía el ladrón llevarse el agua suficiente para que mereciera la pena empeñarse en una empresa tan arriesgada. Se dio por seguro que contaba con cómplices pero, de ser cierto, todos ellos escaparon y el detenido no reveló nunca sus nombres, ni siquiera bajo tortura. El frustrado ladrón pagó con la muerte, sin haber conseguido nada, salvo que los guardianes también patrullaran el tejado desde entonces.
Sin embargo, su aventura inspiró a Alfred un plan para introducirse furtivamente en la biblioteca.
Por supuesto, cabía la posibilidad de que Samah hubiera envuelto el edificio entero con una coraza mágica pero Alfred, conocedor de los sartán, lo consideró improbable.
Sus congéneres habían considerado protección suficiente aquellas runas que avisaban educadamente que no se entrara en el recinto, y habrían bastado, en efecto, de no ser por la torpeza de Alfred, cuyo tropezón lo había llevado a caer en el interior del edificio.
El Gran Consejero había reforzado) la magia, pero seguro que no le entraba en la cabeza la idea de que alguien (y mucho menos Alfred) pudiera tener la temeridad de entrar deliberadamente en un lugar que él había ordenado no pisar.
Sí, era una idea inconcebible, pensó Alfred con abatimiento. Producto de una mente corrompida. ¡De una mente enferma!
–Yo... tengo que marcharme de aquí... –murmuró débilmente, mientras se enjugaba el sudor de la frente con el puño de encaje de su casaca. Sí, estaba decidido a marcharse. No le importaba lo que hubiera en la biblioteca–. De haber algo (y probablemente no es así), Samah tendrá sin duda excelentes razones para no querer que cualquier fisgón ocioso se ponga a hurgar en los documentos, aunque no se me ocurre cuáles puedan ser esas razones. Pero eso no es asunto mío.
Alfred continuó su monólogo un rato más, durante el cual tomó la decisión definitiva de marcharse e incluso llegó a dar media vuelta y empezó a desandar sus pasos, pero casi de inmediato se encontró aproximándose otra vez a la puerta del edificio. De nuevo, dio media vuelta, emprendió el regreso, y se encontró avanzando hacia la biblioteca.
El perro trotó tras él, arriba y abajo, hasta que se hartó. Se dejó caer en el suelo a medio camino entre el sartán y la puerta y contempló los titubeos de Alfred con considerable interés.
Por último, éste tomó una decisión definitiva.
–No voy a entrar –declaró con rotundidad y, con unos pasos de danza, empezó a entonar las runas.
Los signos mágicos lo envolvieron y obraron su efecto, levantándolo en el aire. El perro se incorporó de un brinco, excitado, y empezó a lanzar sonoros ladridos para consternación de Alfred. La biblioteca se encontraba lejos del centro de la ciudad sartán y de las viviendas de sus habitantes, pero al inquieto Alfred le pareció que los ladridos del animal debían de ser audibles desde Ariano.
–¡Calla! ¡Sé buen chico! No, deja de ladrar. Yo...
Concentrado en acallar al perro, Alfred se olvidó de observar adonde lo llevaba su vuelo. Al menos, ésa era la única explicación que encontró cuando advirtió que se encontraba flotando sobre el tejado de la biblioteca.
–¡Oh, vaya! –exclamó con un hilo de voz, y se dejó caer como una piedra.
Permaneció agachado sobre el tejado un buen rato, temeroso de que alguien hubiera oído al perro y de que una multitud de sus hermanos sartán estuviera acudiendo hacia allí, furiosa y acusadora.
Todo continuó en calma. No apareció nadie.
El perro le lamió la mano y emitió un gañido, instándolo a volver a elevarse por los aires, hazaña que el animal había encontrado sumamente entretenida.
A Alfred, que había olvidado la excepcional facultad del perro para aparecer donde menos se esperaba, casi le saltó el corazón del pecho al notar el inesperado lametón de una lengua húmeda.
Apoyado débilmente en el parapeto, acarició al animal con mano temblorosa y miró a su alrededor. No se había equivocado. Los únicos signos mágicos visibles eran unas normalísimas runas de fuerza, de apoyo y de protección contra los elementos, idénticas a las que podían encontrarse en cualquier otro edificio sartán. Sí, sus suposiciones habían resultado acertadas, y se odió a sí mismo por ello.
El techo estaba formado de enormes vigas de madera procedentes de un tipo de árbol que Alfred no reconoció, y que despedían un aroma a bosque ligero y agradable.
Probablemente, aquella madera procedía del mundo antiguo y los sartán la habían llevado consigo a través de la Puerta de la Muerte. Esas enormes vigas estaban colocadas a intervalos regulares a lo largo del techo, y debajo de ellas se entrecruzaban una serie de tablones más pequeños que rellenaban los espacios entre las vigas. Unos complejos signos mágicos trazados en éstas y en los tablones protegían la madera de los efectos de la lluvia, de los roedores, del viento y del sol. La protegían de cualquier cosa...
Posiblemente debía de ser cedro.
–Excepto de mí –murmuró Alfred, contemplando las runas con desconsuelo.
Permaneció sentado un rato más, reacio a moverse, hasta que la parte más aventurera de su ser le recordó que la reunión del Consejo no se prolongaría mucho más.
Samah volvería entonces a su casa esperando encontrar allí a Alfred, y su ausencia despertaría las suspicacias del Gran Consejero.
–¿Suspicacias? –inquirió Alfred con un hilo de voz–. ¿Desde cuándo un sartán ha empleado esta palabra hablando de otro? ¿Qué nos está sucediendo? ¿Y por qué?
Lentamente, se inclinó hacia adelante y empezó a trazar un signo mágico sobre una viga. Acompañó el gesto de un canturreo triste y abatido. Las runas se abrieron paso a través de la madera de aquellos árboles desconocidos en el mundo de Chelestra y transportaron a Alfred al interior de la biblioteca.
Orla deambuló por la casa, inquieta y agitada. Deseaba que Samah estuviera en casa, pero al mismo tiempo sentía una malévola alegría por el hecho de que se hubiera ausentado. Sabía que debía salir de nuevo a la terraza ajardinada, volver con Alfred, pedirle disculpas por comportarse como una estúpida y quitar hierro al incidente. No debería haber permitido que la afectara de aquel modo. ¡No debería haber permitido que Alfred la afectara de aquella manera!
–¿Por qué has venido? –preguntó con tristeza a su ausente interlocutor–. Toda la confusión y la infelicidad habían quedado atrás y, por fin, podía tener de nuevo la esperanza de encontrar la paz. ¿Por qué has vuelto? ¿Cuándo te marcharás?
Orla dio otra vuelta por la habitación. Las casas sartán eran grandes y espaciosas. Las estancias presentaban frías líneas rectas que se curvaban aquí y allá en arcos perfectos, sostenidos por columnas enhiestas. El mobiliario era sencillo y elegante, concebido sólo para cubrir las necesidades de comodidad y no como elementos de ostentación o de adorno. Se podía caminar con facilidad entre los escasos muebles.
Es decir, cualquier persona normal podía caminar entre ellos sin problemas, se corrigió la mujer mientras colocaba en su sitio una mesa que Alfred había movido al tropezar con ella.
Comprobó que la mesa quedaba perfectamente colocada, a sabiendas de que Samah reaccionaría con extrema irritación si no la encontraba en su lugar exacto. Sin embargo, la mano de Orla permaneció posada en ella unos instantes más, y en sus labios apareció una sonrisa mientras su mente revivía el choque de Alfred contra su borde. La mesa estaba junto a un sofá, bastante retirada del paso. Alfred se encontraba lejos de ella y no había tenido la menor intención de acercarse. Orla recordó haber presenciado con asombro cómo aquellos pies, demasiado grandes, se desviaban en dirección a la mesa, tropezando uno con otro en su prisa por llegar hasta ella, golpearla y desplazarla de su posición. Y recordó la expresión de Alfred contemplando el estropicio con perplejidad, estupefacto como una doncella ante un grupo de chiquillos rebeldes. Y recordó su mirada de disculpa, desvalida y suplicante.
«Sé que es culpa mía –decían los ojos de Alfred–, pero ¿qué puedo hacer? ¡Los pies, simplemente, no me obedecen!» ¿Por qué la había conmovido tanto aquella mirada melancólica? ¿Por qué anhelaba tomar entre las suyas aquellas manos torpes e intentar aliviar la carga que pesaba sobre aquellos hombros hundidos?
–Estoy casada con otro hombre –se recordó en voz alta–. Soy la esposa de Samah.
Orla suponía que Samah y ella se habían amado. Le había dado hijos... Sí, debían de haberse amado... en otro tiempo.
Pero entonces recordó la imagen que Alfred había evocado para ella, la imagen de dos personas que se amaban con ardor, apasionadamente, porque lo único que tenían era aquella noche, porque lo único que tenían era el uno al otro. No, comprendió Orla, abatida. Ella no había amado nunca de verdad.
No sentía en su interior ningún dolor, ningún pesar, nada. Sólo un amplio vacío definido por frías líneas rectas y sostenido por columnas enhiestas. El mobiliario que allí había estaba fijo, bien ordenado; de vez en cuando, alguna pieza cambiaba de posición, pero nunca se producía un auténtico cambio de decoración. Así había sido hasta que aquellos pies desproporcionados, aquellos ojos escrutadores y melancólicos y aquellas manos torpes habían entrado a tropezones en aquel vacío y habían puesto patas arriba todo lo que contenía.
«Samah –reflexionó la mujer– diría que es un instinto maternal y que, como hace tiempo que me pasó la edad de tener hijos, siento la necesidad de volcarlo en otra cosa.
Resulta extraño, pero no logro recordar cuando cuidaba a mi propio hijo. Supongo que lo hice. Sí, supongo que debí de hacerlo, lo único que recuerdo es andar vagando por esta casa vacía, quitando el polvo.» No obstante, el sentimiento que le inspiraba Alfred no era maternal. Orla recordó sus manos torpes, sus caricias tímidas, y se sonrojó, acalorada. No, aquello no tenía nada de maternal.
–¿Qué tiene de especial ese recién llegado? –se preguntó en voz alta.
Desde luego, nada que resultara visible exteriormente: una cabeza medio calva, unos hombros hundidos, unos pies que parecían dispuestos a conducir a su dueño al desastre, unos dulces ojos azules, unas andrajosas ropas mensch que se negaba a abandonar. Orla pensó en Samah: fuerte, sereno, enérgico... Pero Samah nunca la había hecho sentir compasión, nunca la había hecho llorar por el dolor de otro, nunca la había hecho amar a alguien por el puro placer de amar.
–Alfred lleva dentro un poder –explicó Orla al mobiliario ordenado e indiferente–, una energía que resulta aún más poderosa porque él no es consciente de que la tiene. De hecho, si se lo acusara de ello –añadió con una sonrisa–, seguro que pondría esa expresión suya de desconcierto y asombro y empezaría a tartamudear, a balbucear y...
Me estoy enamorando de él. Es imposible, pero me estoy enamorando de él.
«Y a él le sucede lo mismo contigo», se dijo.
–¡No! –protestó, pero su protesta fue débil y la sonrisa no se borró de su rostro.
Los sartán no se enamoraban de la esposa de otro. Los sartán se mantenían fieles a sus votos matrimoniales. Aquel amor era imposible y sólo podía causar dolor. Orla era consciente de ello. Sabía que tendría que poner fin a sus sonrisas y sus lágrimas, reprimir sus emociones y volver a limitarse a sus líneas rectas y a su vacío de siempre, pero en aquel momento, por unos instantes, podía evocar el calor de la mano de Alfred acariciando dulcemente su piel, podía llorar en sus brazos por el hijo de otra mujer, podía emocionarse.
De pronto, se le hizo interminable el tiempo que llevaba separada de su lado.
–Creerá que estoy enfadada con él –murmuró compungida, mientras recordaba cómo había abandonado airadamente la terraza–. Seguro que lo he herido. Iré a excusarme...
y luego le diré que tiene que abandonar esta casa. No es conveniente que nos sigamos viendo, salvo por asuntos del Consejo. Podré soportarlo. Sí, decididamente, podré soportarlo.
Pero el corazón le latía demasiado deprisa y se vio obligada a repetir un mantra sedante hasta relajarse lo suficiente como para ofrecer un aire firme y resuelto. Se alisó el cabello y borró de su rostro todo asomo de lágrimas; ensayó una sonrisa fría y serena y se contempló en un espejo para observar si la sonrisa parecía tan tensa y postiza como la sentía.
Luego, tuvo que detenerse a pensar la manera de plantear el asunto.
–Alfred, sé que me amas y... No. Aquello sonaba vanidoso.
–Alfred, te amo y...
¡No! Aquél no era un buen principio. Tras otro instante de reflexión, decidió que lo mejor sería ir al grano con rapidez y sin miramientos, como uno de aquellos terribles cirujanos mensch cuando amputaban una extremidad enferma.
–Alfred, tú y el perro debéis abandonar la casa esta misma noche.
Sí, eso sería mucho mejor. Con un suspiro, y con pocas esperanzas de que diera resultado, regresó a la terraza.
Alfred no estaba allí.
–Ha ido a la biblioteca –susurró.
Orla estuvo tan segura de ello como si su vista pudiera cubrir la distancia que la separaba del edificio, atravesar las paredes y distinguir su figura en el interior. Alfred había encontrado una vía de acceso que no alertaría a nadie de su presencia, Orla tuvo la certeza de que allí encontraría lo que buscaba.
–Pero no lo entenderá. Él no estaba allí cuando sucedió. Debo intentar mostrárselo con mis imágenes.
La mujer musitó las runas, trazó los signos mágicos en el aire y partió en sus alas.
El perro emitió un gruñido de advertencia y se incorporó de un salto. Alfred alzó la vista de lo que estaba leyendo. Una figura vestida de blanco se acercaba a él desde el fondo de la biblioteca. No lograba distinguir quién era: ¿Samah? ¿Ramu?
No le importaba gran cosa. No estaba nervioso, no tenía miedo ni se sentía culpable de nada. Estaba anonadado, estupefacto y asqueado, y..., y estaba pasmado de su descubrimiento. Y contento de poder enfrentarse a alguien.
Se puso en pie. Todo el cuerpo le temblaba, no de miedo sino de cólera. La figura entró en la zona bañada por la luz que había creado con su magia para leer lo que tenía ante él.
Los dos se miraron. La respiración contenida por unos instantes dio paso a sendos suspiros, y sus ojos expresaron en silencio palabras que procedían de sus corazones y que nunca podrían decir sus labios.
–Lo sabes –murmuró Orla.
–Sí –respondió Alfred, y bajó la mirada, turbado.
Había esperado que fuera Samah quien se presentara. Con Samah podía ponerse furioso. Sentía la necesidad de ponerse furioso, de liberar la cólera que hervía en su interior como el mar de lava fundida de Abarrach. Pero ¿cómo podía descargar su ira sobre Orla, cuando lo que realmente deseaba era estrecharla en sus brazos?
–Lo siento –dijo ella–. Esto pone las cosas muy difíciles.
–¡Difíciles! –La furia y la indignación cayeron sobre Alfred como un mazazo que lo dejó aturdido, con la mente confusa–. ¡Difíciles! ¿Es todo lo que se te ocurre decir? –Señaló con gesto airado el rollo extendido sobre la mesa ante él–. Lo que hicisteis... Cuando supisteis... Aquí está registrado todo lo que se debatió en el Consejo. Aquí se explica que ciertos sartán empezaban a creer en la existencia de un poder superior. ¿Cómo pudisteis...? ¡Falso, todo mentiras! El horror, la destrucción, las muertes... ¡Todo innecesario! Y vosotros sabíais...
–¡No, no lo sabíamos! –replicó Orla.
Se acercó a la mesa, se detuvo frente a él y su mano tocó la mesa y el documento que los separaba. El perro se sentó sobre las patas traseras y los contempló con sus ojos inteligentes.
–¡No lo sabíamos! ¡No teníamos ninguna constancia! Y los patryn eran cada día más fuertes, más poderosos. ¿Y qué teníamos, frente a su poder? Sensaciones vagas, nada que pudiera concretarse de algún modo.
–¡Sensaciones vagas! –repitió Alfred–. Yo he conocido esas sensaciones y fueron..., fue... la experiencia más maravillosa de mi vida. La Cámara de los Condenados, la llamaban. Pero, para mí, fue la Cámara de los Bienaventurados. Allí comprendí la razón de mi existencia. Se me dio a conocer que podría cambiar las cosas para mejorarlas. Me fue revelado que, si tenía fe, todo saldría bien. No quería abandonar aquel lugar maravilloso...
–¡Pero lo hiciste! ¡Te marchaste! –le recordó Orla–. No podías quedarte, ¿verdad? ¿Y qué sucedió en Abarrach cuando abandonaste la Cámara?
Alfred, perturbado, rehuyó su mirada y la bajó hacia el documento, aunque sus ojos no lo veían; sus dedos rozaron el borde del rollo.
–Dudaste –continuó ella–. No diste crédito a lo que habías visto. Pusiste en duda tus propios sentimientos. Regresaste a un mundo lóbrego y atemorizador y, si realmente tuviste una visión de un bien superior, de un poder más vasto y más prodigioso que el tuyo, ¿dónde estaba? Incluso te preguntaste si se trataría de una trampa...
Alfred recordó a Jonathan, el joven noble que había conocido en Abarrach, asesinado y descuartizado con sus manos por la que un día había sido su amante esposa. Jonathan había creído, había tenido fe, y había encontrado una muerte espantosa debido a ello.
Ahora debía de formar parte de los lázaros, aquellos atormentados muertos vivientes.
¿Por qué, si tanto temía Samah que el documento fuera descubierto, no se decidió a quemarlo? «Creo – escribe Alfred en un apéndice a esta sección– que Samah poseía un respeto innato hacia la verdad. Intentó negar el acceso a él, intentó ocultarlo a todos, pero no fue capaz de decidirse a destruirlo.» Se dejó caer pesadamente en la silla. El perro, apenado por la infelicidad del sartán, se le acercó en silencio y frotó el hocico contra su pierna. Alfred hundió la cabeza entre las manos.
Otras manos, suaves y frías, se deslizaron por sus hombros. Orla se arrodilló a su lado.
–Sé cómo te sientes. De verdad. Entonces, todos nos sentimos igual: Samah, el resto del Consejo... Fue como si... ¿cuáles fueron las palabras que empleó Samah? Éramos como humanos ebrios de vino. Cuando se embriagan, los humanos lo ven todo maravilloso y se creen capaces de cualquier cosa, de resolver cualquier problema. Pero, cuando los efectos del licor se desvanecen, esos humanos se sienten enfermos, doloridos y mucho peor que antes de beber.
Alfred levantó la cabeza y le dirigió una mirada sombría.
–¿Y si la culpa es nuestra? ¿Y si me hubiera quedado en Abarrach? ¿Qué fue lo que sucedió allí? ¿Un milagro? Nunca lo sabré. Me fui. Huí porque tuve miedo.
Orla le devolvió la mirada, muy seria, y sus dedos se cerraron con fuerza en torno al brazo de Alfred.
–Nosotros también lo tuvimos. La oscuridad de los patryn era muy tangible, y esa vaga luz que algunos de nosotros habíamos experimentado no era sino el leve parpadeo de la llama de una vela, que el simple aliento podía apagar. ¿Cómo podíamos depositar nuestra fe en eso, en algo que no entendíamos?
–¿Y qué es la fe, sino creer en algo que no se comprende? –inquirió Alfred en voz baja, hablando consigo mismo más que dirigiéndose a la mujer–. ¿Y cómo podemos nosotros, pobres mortales, entender esa mente inmensa, terrible y maravillosa?
–No lo sé –susurró ella entrecortadamente–. No lo sé. Alfred le asió la mano.
–Eso fue lo que discutisteis, tú y los demás miembros del Consejo. Tú y..., y... –le costó esfuerzo pronunciar la palabra–, y tu esposo.
–Samah no dio crédito a una sola palabra. Dijo que era un truco, una trampa de nuestros enemigos.
Alfred oyó de nuevo a Haplo, y las palabras del patryn casi eran un eco de las que acababa de pronunciar Orla: «¡Un truco, sartán! ¡Me has tendido una trampa...!».
–... opusimos a la Separación –seguía explicando Orla–. Queríamos esperar antes de tomar una decisión tan drástica. Pero Samah y los otros tenían miedo...
–Y con razón, según parece –terció una ominosa voz–. Al volver a casa y descubrir que los dos habíais desaparecido, supe enseguida dónde podría encontraros.
Con un escalofrío, Alfred se encogió al oír aquellas palabras. Orla, muy pálida, se puso en pie lentamente, pero permaneció al lado de Alfred y apoyó la mano en su hombro con aire protector. El perro, que había descuidado sus obligaciones, dio la impresión de querer compensar su fallo poniéndose a ladrar con todas sus fuerzas al recién llegado.
–Haz que ese animal se calle, o acabaré con él –dijo Samah.
–No podrás matarlo –replicó Alfred mientras movía la cabeza en gesto de negativa–.
Por mucho que lo intentes, no podrás matar al perro ni lo que representa.
A pesar de ello, apoyó la mano en la testuz del animal y el perro se dejó convencer para guardar silencio.
–Al menos, ahora sabemos quién y qué eres –declaró el Gran Consejero, estudiando a Alfred con aire severo–. Un espía patryn, enviado para descubrir nuestros secretos. – Volvió la vista hacia su esposa y añadió–: Y a corromper a los incautos.
Con gesto digno y resuelto, Alfred se puso en pie.
–Te equivocas. Soy un sartán, para mi pesar. Y, por lo que se refiere a revelar secretos – eñaló el documento con un gesto–, parece que los asuntos que acabo de descubrir estaban destinados a ser ocultados a nuestro propio pueblo, más que al presunto enemigo.
Samah estaba pálido de rabia y era incapaz de hablar.
–No –susurró Orla, y dirigió una intensa mirada a Alfred al tiempo que le clavaba los dedos en el brazo–. Te equivocas. No era el momento adecuado para...
–¡Las razones para hacer lo que hicimos no son de su incumbencia, esposa! –la interrumpió Samah. Éste hizo una pausa y aguardó a haber dominado su cólera para añadir–: Alfred Montbank, quedarás encerrado aquí, prisionero, hasta que se reúna el Consejo y decida qué medidas tomar.
–¿Preso? ¿Es necesario? –protestó Orla.
–Así lo considero. Por cierto, te buscaba para contarte las noticias que acabamos de recibir de los delfines. El patryn aliado de este hombre ha sido descubierto. Está aquí, en Chelestra, y, como temíamos, ha pactado una alianza con las serpientes dragón. Ha tenido una reunión con ellas y con representantes de las familias reales de los mensch.
–Alfred –dijo Orla–, ¿es posible eso?
–No lo sé –respondió Alfred, abrumado–. Me temo que Haplo es capaz de una cosa así, pero debes comprender que él...
–¡Escúchalo bien, esposa! Incluso ahora intenta defender a ese patryn.
–¿Cómo puedes...? –exclamó Orla, apartándose de Alfred al tiempo que lo miraba con una mezcla de dolor y de pena–. ¿Acaso querrías ver destruido a tu propio pueblo?
–No, querida. Lo que Alfred querría es ver a su pueblo victorioso –apuntó Samah con frialdad–. Olvidas que es más patryn que sartán.
Alfred no respondió. Permaneció de pie, abriendo y cerrando las manos en torno al respaldo de la silla.
–¿Por qué te quedas ahí plantado, sin decir nada? –gritó Orla–. ¡Dile a mi esposo que se equivoca! ¡Dime a mí que me equivoco!
Alfred levantó sus dulces ojos azules y respondió:
–¿Qué puedo decir que te convenza? Orla se dispuso a contestar, pero luego meneó la cabeza en un gesto de frustración y, volviéndole la espalda, abandonó la sala! Samah lanzó una torva mirada a Alfred y anunció:
–Esta vez voy a apostar un vigilante. Ya te mandaré llamar.
El Consejero abandonó también la sala a grandes zancadas, acompañado del gruñido desafiante del perro.
Ramu ocupó el lugar de su padre. Se acercó a la mesa, lanzó una mirada ominosa a Alfred y posó sus firmes manos sobre el documento. Con toda meticulosidad, lo enrolló, lo introdujo en el canuto y lo devolvió a su lugar correspondiente. Después, ocupó un asiento al fondo de la estancia, lo más alejado posible de Alfred sin llegar a perderlo de vista.
Sin embargo, aquella vigilancia resultaba totalmente innecesaria. Alfred no habría intentado escapar aunque hubieran dejado las puertas abiertas de par en par. Abatido, con los hombros hundidos de aflicción, se dejó caer en la silla. Allí estaba, prisionero de su propio pueblo, de sus congéneres a los que había esperado encontrar desde hacía tanto tiempo. Era culpable. Había cometido una falta terrible y no lograba imaginar, ni por asomo, qué lo había impulsado a ello.
Sus actos habían encolerizado a Samah. Peor aún, habían herido a Orla. ¿Y todo para qué? Para meter las narices en unos asuntos que no eran de su incumbencia. Unos asuntos que estaban más allá de su comprensión.
–Samah es mucho más sabio que yo –se dijo–. Él sabe qué es más conveniente. Y tiene razón en que no soy un sartán. Soy parte patryn, parte mensch. Incluso –añadió, dirigiendo una triste sonrisa al fiel animal que yacía a sus pies– un poco perro. Pero, sobre todo, soy un estúpido. Samah no intentaría ocultar estos datos. Como ha dicho Orla, sólo esperaba un momento más oportuno. Nada más.
»Me disculparé ante el Consejo –continuó con un suspiro– y cumpliré con gusto lo que me exijan. Luego, me marcharé. No puedo quedarme aquí por más tiempo. ¿Por qué...?
–Se miró las manos y las sacudió con frustración–. ¿Por qué estropeo todo lo que toco?
¿Por qué traigo la desgracia a quienes más quiero? Abandonaré este mundo y no regresaré jamás. Volveré a mi cripta de Ariano y me sumiré en el sueño. Dormiré mucho, muchísimo tiempo. Si tengo suerte, quizá no vuelva a despertar jamás.
»Y tú –añadió, al tiempo que dirigía una mirada iracunda al perro–, eres libre de ir a donde quieras. Haplo no te perdió, ¿verdad? Te dio esquinazo deliberadamente. ¡No quiere que vuelvas! Muy bien, pues. Buen viaje. Te dejaré aquí a ti también. ¡Os dejaré a los dos!
El animal se encogió al captar su tono de voz colérico y su mirada torva. Con las orejas gachas y el rabo entre piernas, se dejó caer a los pies de Alfred y se quedó allí tendido, contemplándolo con ojos tristes y apesadumbrados.
CAPÍTULO 3
PHONDRA CHELESTRA
Para gran sorpresa de Haplo, las familias reales mensch, junto con sus hijos, decidieron partir. Al parecer, cada familia se proponía volver a su tierra para descansar y relajarse allí y, una vez que hubieran recuperado fuerzas, discutir la idea de llevar a cabo la Caza del Sol.
–¿Qué es esto? ¿Adonde vais? –preguntó Haplo a los enanos, que se disponían a abordar su sumergible. Los humanos ya se dirigían al suyo.
–Volvemos a Phondra –respondió Dumaka.
–¡A Phondra! –Haplo lo miró, boquiabierto. «¡Mensch!», pensó con hastío–. Escucha, Dumaka, sé que habéis sufrido una gran conmoción y lamento sinceramente vuestra pérdida –sus ojos se volvieron hacia Alake, quien seguía sollozando entre los brazos de su madre–, pero da la impresión de que no entendéis la importancia de las cosas que están sucediendo y que os afectan a vosotros y a vuestros pueblos. ¡Tenéis que poneros en acción desde ahora mismo! Por ejemplo –añadió con la esperanza de captar su interés–, ¿sabíais que la luna marina que os proponéis ocupar ya está habitada?
Dumaka y Delu fruncieron el entrecejo y le prestaron atención. Los enanos detuvieron su marcha y se volvieron hacia él. Incluso Eliason levantó la cabeza y un vago parpadeo de inquietud apareció en los hundidos ojos del rey elfo.
–Los delfines no nos han dicho nada de esto –respondió Dumaka con aire severo–.
¿Cómo es que tú lo sabes? ¿Quién te lo ha dicho?
–Las serpientes dragón. Escuchad, sé que no os fiáis de ellas y no os lo reprocho, pero tengo razones para creer que esta vez dicen la verdad.
–¿Quién vive allí? ¿Esas criaturas horribles? –inquirió Yngvar, ceñudo.
–Supongo que te refieres a las serpientes dragón, ¿verdad? No, ellas tienen su propia luna marina y no necesitan ni desean otra. El pueblo que vive en esa luna a la que tenéis intención de viajar no son enanos, elfos ni humanos. No creo que hayáis oído hablar de ellos. Se llaman a sí mismos sanan.
Haplo lanzó una rápida mirada en torno a sí y, al no advertir el menor indicio de reconocimiento, exhaló un suspiro de alivio en su fuero interno. Aquello hacía más fáciles las cosas. Si aquellos pueblos hubiesen guardado algún remoto recuerdo de los sanan, probablemente habría resultado difícil convencerlos para que se enfrentaran a quienes debían de considerar dioses. El patryn, aprovechando el interés que había despertado su revelación: se apresuró a continuar:
–Las serpientes dragón han prometido reconstruir vuestras naves con su magia.
Lamentan mucho lo que os hicieron. Fue a causa de un malentendido que os explicaré con detalle cuando tengamos más tiempo. De momento, os contaré lo preciso para que podáis empezar a hacer planes. Esa luna marina es exactamente como os han contado los delfines. En realidad, no es una auténtica luna marina. Es una estructura permanente y tiene un tamaño enorme, más que suficiente para que todos vuestros pueblos puedan convivir en ella. Y allí podréis vivir durante muchas generaciones sin tener que preocuparos por construir más cazadores de sol.
Dumaka intervino entonces, con aire dubitativo.
–¿Estás seguro de que te refieres a... cómo se llama?
–Surunan –lo ayudó su esposa.
–Sí, Surunan.
–En efecto, ése es el lugar –respondió Haplo, evitando pronunciar el nombre sartán–.
Y es el único sitio de este mundo lo bastante próximo al sol marino. Me temo que para vuestros pueblos no hay alternativa: o ese lugar... o ninguno.
–Sí –murmuró Eliason–, ésa es la conclusión a la que llegamos.
–Lo cual nos lleva a nuestro problema. Lo que no os han contado los delfines es que..., que ese lugar... es ahora el hogar de esos sartán. En favor de los delfines, os diré que no creo que lo supieran. Los sartán no llevan mucho tiempo viviendo Bueno, en realidad sí, pero aquél no era momento para extenderse en explicaciones.
Los mensch cruzaron unas miradas. Parecían desconcertados e incapaces de asimilar todas aquellas novedades.
–Pero ¿quiénes son esos sartán? Hablas de ellos como si fueran criaturas horribles dispuestas a rechazarnos –apuntó Delu–. ¿Cómo sabes que no se alegrarán de acogernos en su reino?
–¿Y cuántos son esos sartán? –inquirió su esposo.
–No muchos. Un millar, aproximadamente. Habitan una sola ciudad y el resto de esa tierra está despoblada. A Yngvar se le iluminó la expresión.
–Entonces ¿de qué tenemos que preocuparnos? –exclamó–. ¡Hay sitio para todos!
–Estoy de acuerdo con el enano. Haremos de Surunan un lugar próspero y productivo.
Haplo movió la cabeza en gesto de negativa.
–Lo que decís tiene sentido, desde luego, y los sartán deberían acceder de buen grado a que os instaléis en su reino, pero me temo que no sea así. Conozco algunas cosas de esa gente. Según las serpientes dragón, hace muchísimo tiempo, cuando el sol marino era reciente, vuestros antepasados vivían en ese mismo reino con los sartán. Entonces, un día, éstos ordenaron a vuestros antepasados que se marcharan. Los pusieron en unas naves y los obligaron a adentrarse en el Mar de la Bondad, despreocupándose por completo de la suerte que pudieran correr, de si sobrevivían o perecían. Por tanto, no es probable que los sartán se alegren de veros volver.
–Pero, si ése es el único lugar al que podemos ir, ¿cómo podrían rechazarnos? – protestó Eliason, perplejo.
–No digo que vayan a hacerlo –respondió Haplo, encogiéndose de hombros–. Sólo apunto que cabe esa posibilidad. Y vosotros tenéis que estudiar qué hacer si se niegan a acogeros. Por eso es preciso que os reunáis para elaborar planes, para tomar decisiones...
Miró a los mensch con expectación.
Los monarcas mensch intercambiaron una mirada.
–Yo no iré a la guerra –dijo el rey elfo.
–¡Vamos, Eliason! –resopló Yngvar–. Nadie desea luchar pero, si esos sanan no se muestran razonables...
–No combatiré –repitió el elfo con exasperante flema. Yngvar empezó a discutir.
Dumaka intentó razonar con Eliason.
–El sol no nos dejará hasta dentro de muchos ciclos –insistió Eliason débilmente. Hizo un gesto con la mano y añadió–: Ahora mismo soy incapaz de pensar en esas cosas...
–¿Eres incapaz de pensar en el bienestar de tu propio pueblo?
Grundle, aún con rastros de lágrimas en los ojos, cruzó el embarcadero hasta llegar ante el rey elfo. La cabeza de la enana quedaba a la altura de la cintura de Eliason.
–Grundle, no deberías hablar así a tus mayores... –la reprendió su madre, pero no lo dijo en voz muy alta y su hija no la oyó.
–Sadia era amiga mía. Desde hoy hasta el final de mi vida, cada día que pase la recordaré y la echaré de menos. Pero ella estuvo dispuesta a entregar su vida por salvar a su pueblo y sería una afrenta a su memoria que tú, su padre, no fueras capaz de hacer lo mismo.
Eliason se quedó mirando a la enana como si estuviera en un sueño y Grundle fuera alguna extraña aparición surgida de la nada.
Yngvar, el rey enano, suspiró y se tiró de la barba.
–Mi hija tiene razón en lo que dice, Eliason, aunque arroje sus palabras con toda la gracia y encanto de una lanzadora de hachas. Compartimos tu dolor, pero también compartimos tu responsabilidad. Lo principal es la supervivencia de nuestras gentes. Este hombre, que ha salvado a nuestros hijos, tiene razón. Es preciso que nos reunamos para planificar qué vamos a hacer. Y debemos hacerlo pronto.
–Estoy de acuerdo con Yngvar –declaró Dumaka–. Propongo que nos encontremos en Phondra dentro de catorce ciclos. ¿Bastará ese plazo para que deis por concluido el período de duelo, Eliason?
–¡Catorce ciclos!
Haplo se disponía a protestar, pero captó la penetrante mirada del enano instándolo a guardar silencio y cerró la boca.
Más tarde, se enteraría de que el período de duelo de los elfos –durante el cual nadie emparentado con el difunto por lazos de sangre o por matrimonio podía llevar a cabo ningún tipo de actividad pública– se prolongaba por lo general durante varios meses y, a veces, más incluso.
–¡Muy bien! –asintió Eliason tras un profundo suspiro–. Catorce ciclos. Me reuniré con vosotros en Phondra.
Los elmanos partieron. Los phondranos y los gargan se dirigieron a sus sumergibles y se dispusieron a regresar a sus respectivas esferas marinas. Dumaka, a instancias de Alake, se acercó a Haplo.
–Debes perdonarme, forastero. Discúlpanos a todos si parecemos desagradecidos contigo después de lo que has hecho. Las lágrimas de gran alegría y de terrible pesar nos han impedido mostrarte nuestra gratitud. Si deseas ser nuestro huésped, me harás un gran honor alojándote en mi casa.
–Seré yo quien se honre en compartir tu morada, gran jefe –respondió Haplo con solemnidad. De repente, lo asaltó la extraña sensación de encontrarse otra vez en el Laberinto, hablando con el jefe de una de las tribus de residentes.
Dumaka pronunció las frases de rigor expresando su satisfacción y se encaminó hacia el sumergible.
–¿Crees que Eliason acudirá? –preguntó Haplo mientras subían a bordo de la nave. Al hacerlo, el patryn tuvo sumo cuidado en evitar el contacto con el agua.
–Sí, vendrá –respondió Dumaka–. Para ser un elfo, es muy fiel a su palabra.
–¿Cuánto tiempo hace que los elfos no van a la guerra?
–¿A la guerra? –Dumaka puso una mueca de divertida sorpresa y dejó a la vista sus dientes, blanquísimos en contraste con su piel oscura–. ¿Los elfos? –Se encogió de hombros y añadió–: No han ido jamás.
Haplo había imaginado que pasaría aquellos días de espera en Phondra consumido de impaciencia y echando pestes ante la obligada inacción. Por eso, al cabo de un par de días, lo sorprendió comprobar, casi a su pesar, que se encontraba muy a gusto en aquel lugar.
Comparado con los otros mundos por los que había viajado, Phondra resultaba muy parecido a su propio mundo y, aunque nunca se le había pasado por la cabeza que algún día pudiera sentir nostalgia del Laberinto, la vida entre la tribu de Dumaka le evocó recuerdos de los escasos momentos de tranquilidad y descanso que había gozado en su dura existencia: los que había pasado en los campamentos de los residentes.
La tribu de Dumaka era la más numerosa de Phondra, y la más poderosa, razón por la cual aquél era caudillo de toda la raza humana. Al parecer, habían sido necesarias numerosas guerras para consolidar tal situación, pero Dumaka era ahora el soberano indiscutido de su pueblo y, en general, la mayoría de las restantes tribus acataba y aprobaba su liderazgo.
Sin embargo, Dumaka no ejercía el poder a solas. El Concilio de Magos ejercía una poderosa influencia sobre la comunidad, cuyas gentes veneraban la magia y a todos aquellos que sabían usarla.
–En otros tiempos –explicó Alake al patryn–, el Concilio de Magos y los caudillos de las tribus solían estar enfrentados, pues cada cual se creía con más derecho a gobernar que el otro. Mi propio abuelo paterno murió por esa causa, asesinado por un hechicero que se Los patryn del Laberinto pueden dividirse a grandes rasgos en dos grupos: los corredores y los residentes.
Los corredores son aquellos que, como Haplo, buscan escapar del Laberinto. Viajan solos y sus vidas son inquietas, aventureras... y breves. Los residentes se agrupan formando tribus para protegerse y para ocuparse de la continuidad de la raza. Son nómadas, pero no se desplazan tan lejos ni tan deprisa como los corredores.
El objetivo primordial de los residentes no es la fuga, sino la supervivencia.
creía con derecho a ser jefe. La guerra que siguió fue cruel y sangrienta, y en ella murió un número incontable de nuestra gente. Mi padre juró que, si el Uno lo convertía en jefe, establecería la paz entre las tribus y el Concilio de Magos. El Uno le concedió la victoria y, entonces, tomó por esposa a mi madre, hija de la Sacerdotisa del Concilio.
»Mis padres se repartieron el poder. Mi padre gobierna sobre todas las disputas que se refieren a tierras o posesiones, promulga leyes y preside juicios. Mi madre y el Concilio se ocupan de todo cuanto afecta a la magia. De este modo, Phondra disfruta de paz desde hace años.
Haplo contempló el asentamiento de la tribu: las chozas de postes y techos de paja, las mujeres que charlaban entre risas con sus pequeños apoyados en sus caderas, los jóvenes que afilaban sus armas y ultimaban los preparativos para salir en persecución de cierta fiera salvaje. Un grupo de hombres demasiado viejos para participar en la cacería permanecía sentado bajo la luz cálida aún, pero menguante, del sol marino, rememorando batidas de antaño. El aire era una caricia perfumada con aromas a carne ahumada, vibrante con los chillidos agudos de los niños, que jugaban también a cazadores.
–Parece una lástima que todo esto deba terminar –murmuró Alake con un brillo trémulo en los ojos.
Sí, era una lástima. Haplo se sorprendió a sí mismo asintiendo a aquellas palabras.
Intentó quitarse la idea de la cabeza pero era innegable que en aquel lugar, entre aquella gente, se sentía relajado y en paz por primera vez en muchísimo tiempo.
Llegó a la conclusión de que sólo se trataba de una reacción al miedo. Una reacción al pánico inicial del encuentro con las serpientes dragón y al terror, aún mayor, de creer que había perdido su magia.
Probablemente, se dijo, estaba más débil de lo que había creído. Aprovecharía aquel intervalo para recobrar todas sus fuerzas, pues muy pronto las necesitaría para enfrentarse a su antiguo enemigo, para marchar a la guerra contra los sartán.
De todos modos, concluyó, no podía hacer nada para apresurar las cosas. No era conveniente ofender a aquellos mensch. Los necesitaba; necesitaba su presencia en gran número, más que su destreza con las armas.
Haplo le había dado muchas vueltas en la cabeza a la batalla que se avecinaba. Los elfos resultarían peor que inútiles. Tenía que encontrar algo que los mantuviese ocupados y los quitara de en medio. Los humanos eran guerreros preparados, duchos con las armas y fáciles de enardecer. Respecto a los enanos, de sus charlas con Grundle había deducido que eran gente recia y dura. Les costaba enfurecerse, pero eso no sería ningún problema. Haplo consideraba muy probable que los sartán le proporcionaran sin saberlo la provocación que necesitaba para despertar su ira.
Su única preocupación era que aquellos sartán resultaran ser parecidos a Alfred. Haplo reflexionó unos instantes sobre ello y movió la cabeza. No; por lo que sabía de Samah, por los documentos conservados en el Nexo, el Gran Consejero era tan distinto de Alfred como el mundo del aire, luminoso y exuberante, lo era del mundo de la tierra, oscuro y sofocante.
–Lo siento, pero tengo que dejarte solo durante un rato...
Alake le estaba diciendo algo respecto a que tenía que ir a ver a su madre. La muchacha lo miraba con ansiedad, temerosa de contrariarlo. Haplo le dirigió una sonrisa.
–Puedo arreglármelas por mí mismo. Y no tienes que preocuparte de entretenerme, pese a que me encanta tu compañía. Iré a dar una vuelta para conocer un poco mejor a tu pueblo.
–Te caemos bien, ¿verdad? –inquirió Alake, devolviéndole la sonrisa.
–Sí –contestó Haplo, y sólo cuando la palabra hubo salido de sus labios se dio cuenta de que lo había dicho en serio–. Sí, Alake, me gusta tu gente. Me recuerda..., me recuerda un sitio donde estuve hace tiempo...
Dejó la frase a medias y permaneció en silencio. Algunos de aquellos recuerdos no eran especialmente gratos, pero experimentó un extraño alivio al darles la bienvenida después de una larga ausencia.
–Ella debía de ser muy hermosa –apuntó Alake, un tanto abatida.
Haplo se volvió a mirarla rápidamente. ¡Mujeres! Mensch, patryn... todas eran iguales.
¿Qué era lo que les daba aquella extraña capacidad para introducirse en la cabeza de un hombre y hurgar en los rincones oscuros que éste creía ocultos a todos?
–Sí, lo era –respondió, y se dio cuenta de que había hecho aquella confesión sin querer. Era aquel lugar. Se parecía demasiado a su hogar–. Será mejor que te apresures.
Tu madre estará preguntándose dónde te has metido.
–Si te he hecho daño, lo siento –dijo ella con suavidad. Alargó su mano, rozó la de Haplo y entrelazó sus dedos en los de él.
Su piel era fina y suave; sus manos, fuertes. Los dedos de Haplo se cerraron en torno a los de ella y atrajeron la mano más cerca de sí. El patryn no reflexionaba sobre lo que estaba haciendo. Sólo sabía que la muchacha era hermosa y que su presencia daba calor a una parte helada de su ser.
–Un poco de dolor es bueno para todos –respondió a Alake–. Nos recuerda que estamos vivos.
La muchacha no entendió a qué se refería, pero se sintió reconfortada por su actitud y se alejó. Haplo la siguió con la mirada hasta que el dolor voraz y solitario que lo roía por dentro lo hizo sentirse demasiado vivo. Se puso en pie, estiró los brazos hacia el cálido sol y salió de la casa para unirse a los jóvenes guerreros en la cacería.
La batida fue prolongada, excitante y ardua. La fiera que perseguían, de la que Haplo no averiguó nunca el nombre, era astuta, vivaz y salvaje. El patryn renunció deliberadamente a emplear la magia y descubrió que le encontraba gusto a aquel exigente ejercicio físico, que disfrutaba enfrentando inteligencia y músculos a su oponente.
El acoso y la persecución se prolongaron durante horas; la caza en sí, a base de lanzas y redes, resultó tensa y peligrosa. Varios hombres resultaron heridos y uno estuvo cerca de ser atravesado por el cuerno que, como una espada, coronaba la cabeza de la fiera. Haplo se lanzó hacia el joven y, arrastrándolo, lo alejó de la zona de peligro. El cuerno llegó a rozar la piel del patryn pero, protegido como estaba por las runas, no le causó ningún daño.
Haplo no había corrido peligro en ningún momento, pero los humanos lo ignoraban y lo aclamaron como el héroe del día. Al final de la cacería, cuando los jóvenes regresaron cantando al campamento, el patryn disfrutó de su camaradería y de la sensación de pertenecer, una vez más, a una comunidad.
Aquella sensación no duraría mucho. Así había sucedido siempre en el Laberinto.
Haplo era un corredor. Pronto empezaría a sentirse inquieto e incómodo, a tropezar con muros que sólo él podía ver. Pero, de momento, se permitió disfrutar de ella.
–Estoy ganándome su confianza –se dijo como excusa. Presa de un agradable cansancio, regresó a la cabaña que ocupaba con la intención de acostarse y descansar un rato hasta el banquete nocturno–. Ahora, estos humanos me seguirán a cualquier parte.
Incluso a luchar contra un enemigo muy superior.
Se echó en el camastro y el dolor caliente de la fatiga relajó sus músculos y su mente.
Lo asaltó entonces el recuerdo inoportuno de las instrucciones de su señor.
«Tienes que ser un observador. No emprendas ninguna acción que pueda delatar tu condición de patryn. No alertes de nuestra presencia al enemigo.» Pero el Señor del Nexo no podía haber previsto que su servidor diera con Samah, el Gran Consejero. Con Samah, el sartán que había encarcelado a los patryn en el Laberinto. Samah, el responsable de las torturas, los sufrimientos y las muertes que había padecido el pueblo de Haplo a lo largo de incontables generaciones.
–Cuando vuelva, lo haré con Samah y así mi señor volverá a confiar en mí y a considerarme hijo suyo...
Debió de quedarse dormido pues, de pronto, se incorporó de un salto, alarmado al percibir que había alguien más en la cabaña. Su reacción, rápida e instintiva, sobresaltó a Alake, quien se apartó de él un par de pasos involuntariamente.
–Yo... lo siento –murmuró Haplo cuando, al suave brillo de la luz de las hogueras encendidas en el exterior, advirtió de quién se trataba–. No pretendía saltarte encima. Es sólo que me has cogido por sorpresa...
Sí, había sido un sueño. Haplo aún trataba de calmar el acelerado latir de su corazón.
–No, no te vayas.
El sueño acechaba en los márgenes de su mente, pero Haplo no tenía ninguna prisa por permitir que se adueñara de él otra vez.
–Eso huele bien... –murmuró, aspirando los apetitosos aromas que transportaba la suave brisa nocturna.
–Te he traído algo de comer –asintió Alake, señalando la puerta. Los phondranos no comían nunca en el interior de las viviendas, sino al aire libre. Una medida muy razonable, que contribuía a mantener la casa limpia y libre de roedores–. Te has perdido la cena y he pensado..., es decir, mi madre ha pensado que..., que tal vez estarías hambriento.
–Lo estoy. Dile a tu madre que agradezco mucho su atención –dijo Haplo con gravedad.
Alake sonrió, feliz de haberlo complacido. La muchacha siempre andaba haciendo cosas para él, le llevaba comida, le ofrecía pequeños regalos, cosas que ella misma hacía...
–Tienes la cama revuelta. Deja que la adecente un poco.
Alake dio un paso adelante. Haplo dio otro hacia la entrada de la choza. En la penumbra de ésta, los dos cuerpos chocaron. Antes de que Haplo supiera qué sucedía, unos brazos suaves lo rodearon, unos labios tiernos buscaron los suyos, una fragancia y una profunda calidez lo envolvieron.
El cuerpo del patryn reaccionó antes de que su cerebro pudiera evitarlo. Aún se sentía a medias en el Laberinto, y la muchacha era más una parte del sueño que una realidad.
La besó con ardor, con rudeza, con la pasión de un hombre maduro, olvidando que tenía entre sus brazos a una niña. La estrechó contra sí y empezó a inclinarla sobre el camastro.
Alake emitió un jadeo desmayado, asustado.
El cerebro de Haplo se impuso por fin y lo devolvió a la realidad.
–¡Vete! –ordenó a Alake, apartándola de sí con brusquedad.
Ella, temblorosa, se detuvo en el umbral y se quedó mirándolo. No había estado preparada para la fuerza de aquella pasión; quizá la había tomado por sorpresa la respuesta de su propio cuerpo a lo que hasta entonces habían sido sueños y fantasías de chiquilla. Alake estaba asustada de él y de sí misma. Pero también había descubierto, de pronto, su propio poder.
–¡Tú me quieres! –susurró.
–No –replicó Haplo con aspereza.
–Me has besado...
–Alake... –empezó a decir Haplo, exasperado.
Pero no continuó. Contuvo las palabras frías y duras que se disponía a dirigirle. No le convenía herir a la muchacha, que sin duda correría llorando al lado de su madre. No podía permitirse ofender a los caudillos de los phondranos y, por mucho que le irritara reconocerlo, no quería herir los sentimientos de Alake. Lo que acababa de suceder allí había sido culpa suya.
–Alake –empezó de nuevo, sin convicción–, soy demasiado viejo. Ni siquiera soy de tu raza...
–Entonces ¿qué eres? Desde luego, no eres enano ni elfo...
«Pertenezco a un pueblo que queda fuera de tu entendimiento, chiquilla –pensó–. A una raza de semidioses que tal vez se dignarían a tomar a una mensch como entretenimiento, pero que jamás la tomarían por esposa.» –No puedo explicártelo, Alake. Pero tú sabes que soy diferente. ¡Mírame! Mira el color de mi piel. Fíjate en mi cabello y en mis ojos. Además, soy un extraño. No sabes nada de mí.
–Sé todo lo que necesito saber –musitó la muchacha–. Sé que me salvaste la vida...
–Y tú, la mía.
Alake dio un paso hacia él con la mirada cálida y brillante.
–Eres valiente..., el hombre más valiente que conozco. Y atractivo. Sí, eres distinto, pero eso es lo que te hace especial. Y quizá me lleves unos años, pero yo también soy mayor para mi edad. Los chicos de mi edad me aburren.
Extendió las manos hacia Haplo, pero éste no movió las suyas de los costados. Por fin volvía a sentirse capaz de pensar con coherencia y se decidió a expresar lo que debería haber dicho desde el primer momento.
–Alake, tus padres no lo aprobarían.
–Quizá sí –replicó ella con un titubeo.
–No. –Haplo movió la cabeza–. Verás cómo tus padres repiten todo lo que acabo de decirte. Se enojarán, y con todo el derecho del mundo. Eres una princesa real. Tu matrimonio es muy importante para tu pueblo. Tienes responsabilidades. Debes casarte con un caudillo, o con el hijo de un caudillo. Yo no soy nadie, Alake.
La muchacha no lo soportó más. Hundió la cabeza, sus hombros se sacudieron incontroladamente y en sus pestañas brillaron unas lágrimas.
–Tú me has besado –insistió en un murmullo.
–Sí, no he podido evitarlo. Eres muy hermosa, Alake. Ella levantó la cabeza y lo miró, con el corazón en los ojos.
–Habrá una manera. Ya lo verás. El Uno no permitirá que dos que se aman vivan separados. No –le aseguró, con una mano alzada–, no tengas miedo. Te comprendo, y no les diré nada a mis padres. No le contaré nada de esto a nadie. Será nuestro secreto hasta que el Uno me muestre la manera de poder estar juntos.
Alake depositó un beso tierno y trémulo en su mejilla, dio media vuelta y salió de la choza a toda prisa.
Haplo la vio alejarse, frustrado, furioso con ella, consigo mismo y con las circunstancias absurdas que lo habían arrojado a aquella situación. ¿Mantendría Alake su palabra de no decir nada a sus padres? Le pasó por la cabeza la idea de ir tras ella, pero no tenía la menor idea de qué decirle. ¿Cómo podía explicarle que no la había besado a ella, sino a un recuerdo evocado por aquellos parajes, por la cacería, por el sueño?
CAPÍTULO 4
PHONDRA CHELESTRA
Haplo pasó el ciclo siguiente en guardia, esperando la mirada o el gesto que indicara que Dumaka había descubierto que su huésped andaba jugando con los sentimientos de su hija.
No obstante, Alake mantuvo su palabra, demostrando ser más fuerte de lo que Haplo había sospechado. Cuando la muchacha estaba en su compañía (circunstancia que Haplo procuraba por todos los medios evitar, pero que a veces no podía remediar), se mostraba reservada, cortés y digna. Ya no le llevaba pequeños regalos, ni escogía los bocados más selectos del cocido para ofrecérselos.
Y Haplo tuvo pronto otros problemas de que ocuparse.
El contingente enano llegó el duodécimo ciclo. Yngvar trajo con él un grupo numeroso, compuesto por los ancianos y varios jefes militares.
Los enanos fueron recibidos solemnemente por Dumaka, su esposa, miembros del consejo de tribus y por el Concilio de Magos. Una cueva cercana, cuyas frescas cámaras eran utilizadas para almacenar frutas y verduras y un vino bastante notable que elaboraban los humanos, fue despejada y ofrecida a los enanos durante el tiempo que durara su estancia en Phondra. Según explicó Yngvar a Haplo, ningún enano podía dormir tranquilo bajo un techo de paja. Él y Tos suyos necesitaban sentir sobre sus cabezas algo sólido, como una montaña.
Haplo se alegró de ver a los enanos. Su llegada desvió de él una atención que no deseaba y fue un anuncio de que el momento de ponerse en marcha quedaba mucho más próximo. Haplo ya estaba dispuesto para la acción, pues el incidente con Alake había tenido el benéfico efecto de cortar de raíz aquel breve período de euforia idílica.
Estaba ávido de noticias y los enanos traían algunas.
–Las serpientes dragón están reconstruyendo los cazadores de sol –informó Yngvar–.
Como él anunció que harían –añadió, señalando a Haplo con un gesto de cabeza.
Los jefes de las familias reales se habían reunido en privado después de la cena. Las conversaciones oficiales, en las que participarían todos los miembros de las respectivas delegaciones, no se celebrarían hasta la llegada de los elfos. Haplo había sido invitado a la reunión de los monarcas, como huésped de honor de Dumaka. Se abstuvo en todo instante de intervenir en la conversación y se limitó a observar y escuchar en silencio.
–Es una buena noticia –dijo Dumaka.
El enano se retorció la barba y arrugó la frente.
–¿Qué sucede, Yngvar? ¿Los trabajos avanzan demasiado despacio? ¿Tal vez se realizan de forma negligente?
–¡Oh, no, nada de eso! –refunfuñó el monarca enano, al tiempo que sacaba una pierna de debajo de la otra en un vano intento por encontrar una postura cómoda–. Lo que me incomoda es el medio que emplean: ¡la magia!
Yngvar soltó un gruñido, apoyó el peso del cuerpo sobre una nalga, refunfuñó de nuevo y empezó a frotarse la pierna.
–No pretendía ofenderos, señora –añadió, moviendo la cabeza bruscamente hacia Delu, que había montado en cólera al escuchar el tono despreciativo del enano y había fulminado a éste con un destello de indignación en sus ojos negros–. Ya hemos tratado este asunto otras veces. Tanto los elfos como los humanos sabéis la opinión que tenemos los enanos respecto a la magia. Nosotros también conocemos la vuestra y, gracias al Uno, hemos llegado a respetar las creencias de cada cual y a no intentar cambiarlas. Y, si hubiera pensado que la magia de cualquiera de vuestros pueblos podía salvar del Cuando estaban en su tierra de Phondra, los humanos no utilizaban muebles. Se sentaban y dormían en el suelo, costumbre que tanto elfos como enanos consideraban bárbara y que constituía una razón más para que las reuniones de las casas reales se celebraran, normalmente, en Elmas.
naufragio a los cazadores de sol, habría sido el primero en sugerir que la empleáramos. – El enano entrecerró los ojos y olvidó su incomodidad-. Pero las naves fueron destrozadas en mil pedazos. En mil millares de pedazos, si queréis. ¡Podría sentarme en el pedazo más grande que quedó de ellas y no sería más que una astilla en mi culo!
–¡Querido! –protestó su esposa, sonrojándose–. ¡No estás en la taberna!
–Sí, sí, queda claro. Continúa –intervino Dumaka, impaciente–. ¿Qué dices, pues? ¿El trabajo avanza, o no?
Yngvar no estaba dispuesto a que le metieran prisas, a pesar de que se le habían dormido los dedos de los pies. Se incorporó bruscamente, se dirigió hacia lo que parecía ser un gran tambor ceremonial y, dejándose caer sobre él, tomó asiento con un suspiro de alivio. Delu puso una mueca de manifiesta perplejidad, pero su esposo acalló sus palabras de protesta con una mirada.
–El trabajo está acabado –anunció entonces el enano con parsimonia y un destello de cólera en los ojos, bajo sus tupidas cejas.
–¿Qué? –exclamó Dumaka.
–Las naves fueron reconstruidas en menos tiempo del que tardo en hacer esto. – Yngvar chasqueó los dedos. Haplo sonrió, complacido.
–¡Pero..., pero eso es imposible! –protestó Delu–. Debes de estar confundido.
Nuestros hechiceros más poderosos...
–... son como niños, comparados con esas serpientes dragón –afirmó Yngvar con toda contundencia–. No estoy confundido. Jamás he visto magia igual. Los cazadores de sol eran una infinidad de astillas flotando en el agua. Las serpientes dragón se acercaron a la zona de los restos y la rodearon. Sus ojos verdes emitieron un fulgor rojo, más intenso que el del horno donde forjamos nuestras hachas. Pronunciaron unas palabras extrañas y el mar empezó a hervir. Las astillas de madera se elevaron en el aire y, como si se reconocieran, fueron unas al encuentro de las otras como la novia se echa en brazos de su prometido. Y ahí están las naves, exactamente como las construimos. Salvo que ahora –añadió el enano con una mueca ceñuda– nadie de mi gente se acercará a ellas. Y yo el primero.
La satisfacción de Haplo se convirtió al instante en abatimiento. ¡Maldita fuera! ¡Otro problema! Debería haber previsto aquella reacción de los mensch. En realidad, incluso Delu parecía trastornada.
–Desde luego, se trata de un hecho milagroso –la oyó murmurar en voz baja–. Me gustaría escuchar una descripción más detallada de lo sucedido. Yngvar, si mañana pudieras reunirte con el Concilio, tal vez...
El rey enano soltó un bufido.
–Si por mí fuera, preferiría no ver a otro mago en mi vida. No. Y no admito discusiones. He dicho mi última palabra al respecto. Los cazadores de sol están aquí, flotando en el puerto. Si el Concilio quiere, puede venir a verlos, sumergirlos, bailar en ellos, hacerlos volar o lo que le venga en gana. Ningún enano pondrá jamás ni un pelo de su barba en una de sus cubiertas. ¡Os lo juro!
–Entonces ¿los enanos están dispuestos a convertirse en bloques de hielo? –inquirió Dumaka con expresión ceñuda.
–Tenemos naves suficientes, naves construidas por nosotros a base de sudor y no de magia, para sacar a nuestro pueblo de esta luna marina condenada.
–¿Y nosotros? –clamó Dumaka.
–¡Lo que hagan los humanos no es asunto de los enanos! –replicó Yngvar, también a gritos–. ¡Utilizad esas malditas naves, si queréis!
–Sabes perfectamente que necesitamos tripulaciones enanas...
–¡Bobos supersticiosos! –masculló Delu para sí.
Haplo se puso en pie y abandonó la reunión. Por el tono de la discusión que seguía a su espalda, parecía que nadie había advertido su ausencia.
Se encaminó a su cabaña y casi se dio de bruces con Grundle y Alake, que se habían apostado en un bosquecillo próximo.
–¿Qué...? ¡Ah, sois vosotras! –exclamó, irritado–. Pensaba que ya habíais tenido suficiente de escuchar a escondidas las conversaciones de los demás.
Las muchachas habían escogido un rincón cerca del fondo de la choza de la reunión, resguardado de la luz de las hogueras que iluminó de lleno sus caras cuando se incorporaron.
Alake tenía una expresión avergonzada. Grundle se limitó a sonreír.
–No tenía intención de espiarlos –protestó Alake–. Venía a ver si mi madre necesitaba que le trajera más vino para nuestros invitados y he encontrado a Grundle escondida aquí. Le he dicho que eso no estaba bien, que no debíamos volver a hacerlo, que el Uno ya nos castigó suficientemente...
–¡La única razón de que me hayas encontrado es que tú también te proponías esconderte aquí! –replicó Grundle.
–¡No es verdad! –cuchicheó Alake en tono indignado.
–Sí que lo es. Si no, ¿qué andabas haciendo aquí, en la parte de atrás de la cabaña de reuniones, en lugar de ir directamente a la puerta?
–Lo que hiciera es asunto mío...
–Marchaos a casa las dos –les ordenó Haplo–. Este lugar no es seguro. Estáis lejos de las fogatas y demasiado cerca de los bosques. Vamos, marchaos ahora mismo.
Esperó hasta que las vio alejarse y luego se dirigió a su choza. Escuchó unas pisadas que lo seguían. Volvió la cabeza y encontró a Grundle pisándole los talones.
–Bueno, ¿qué vas a hacer respecto a nuestros padres? –le preguntó la enana, señalando con el pulgar la cabaña donde éstos se habían reunido. De ella surgían voces estentóreas, coléricas, cuyo eco resonaba en el aire de la noche. Los que pasaban por las cercanías se miraban con rostro de preocupación.
–¿No deberías estar en alguna otra parte? –respondió Haplo con irritación–. ¿No te echará nadie de menos?
–Se supone que estoy en la cueva, durmiendo, pero he puesto un saco de patatas bajo mi manta y todo el mundo creerá que soy yo. Además, conozco al centinela de guardia. Se llama Hartmut y está enamorado de mí –explicó como si tal cosa–. Me dejará entrar otra vez. Hablando de amores, ¿cuándo es la boda?
–¿Qué boda? –preguntó Haplo sin prestar atención, concentrado en encontrar el modo de resolver el problema que se había planteado.
–La tuya con Alake.
Haplo se detuvo al instante y lanzó una mirada colérica a la enana. Grundle se la devolvió con una sonrisa inocente. Al ver que numerosos miembros de la tribu los observaban con curiosidad, Haplo asió del brazo a la enana y la obligó a entrar en la intimidad de su choza.
–¡Oh! –exclamó ella, apartándose de Haplo con fingido pánico–. Ahora no intentarás seducirme a mí, ¿verdad?
–¡Yo no he seducido a nadie! –respondió Haplo con voz torva–. Y no levantes la voz.
¿Qué es lo que sabes? ¿Qué te ha contado Alake?
–Todo. ¿Te importa que me siente? Gracias. –Se dejó caer en el suelo y empezó a limpiarse de hojas las patillas–. ¡Vaya! Ese escondite tras el arbusto era realmente magnífico. Yo podría haberles dicho a esas serpientes dragón que cometían un error, exhibiendo su poder de esa manera. Aunque supongo que no me habrían hecho caso. – Movió la cabeza y su expresión se hizo de pronto grave y solemne–. ¿Sabes una cosa?
Creo que lo hicieron a propósito. Creo que sabían que una magia como la suya asustaría a mi pueblo. ¡Creo que tenían la intención de asustarnos!
–No seas ridícula. ¿Por qué iban a querer tal cosa cuando están tratando de salvaros?
Y, de todos modos, eso no importa ahora. ¿Qué te ha contado Alake? No sé qué te ha dicho, pero te aseguro que no intenté aprovecharme de ella.
–¡Bah!, eso ya lo sé. –Grundle quitó importancia al asunto con un gesto de la mano–.
Lo he dicho en broma. Tengo que reconocer –añadió a regañadientes– que has tratado a Alake mejor de lo que yo esperaba. Supongo que te había juzgado mal. Lo siento.
–¿Qué te ha contado? –preguntó Haplo por tercera vez.
–Que ibais a casaros. No ahora, claro. Alake no es tonta y sabe que esta situación de crisis no es buen momento para hablar de matrimonio. Pero, cuando los cazadores de sol nos lleven a todos a un nuevo reino..., si tal cosa sucede alguna vez, lo cual empiezo a dudar, Alake imagina que los dos seréis libres para casaros e iniciar una nueva vida juntos.
«¡Y yo que me había convencido de que Alake había recuperado el juicio!», se dijo Haplo con amargura. Al parecer, lo único que había estado haciendo la muchacha era atrincherarse aún más en sus fantasías.
–¿Tú la quieres? –preguntó Grundle.
Haplo se volvió, ceñudo, creyendo que la enana se burlaba de él otra vez. Sin embargo, constató que lo había dicho muy en serio.
–No. No la quiero.
–Ya lo imaginaba. –Grundle exhaló un breve suspiro–. ¿Por qué no se lo dices abiertamente?
–No quiero herirla.
–Qué raro –replicó la enana, estudiándolo con aire astuto–. Yo habría dicho que eras de la clase de persona a quien no importa mucho si hiere o no los sentimientos de los demás. Vamos, ¿cuál es la verdadera razón?
Haplo se puso en cuclillas, con sus ojos a la altura de los de ella, y respondió:
–Digamos que nadie saldría ganando si yo hiciera algo que molestase a Alake.
¿Verdad que no? Grundle movió la cabeza.
–Supongo que tienes razón.
–Escucha –dijo Haplo, incorporándose–. Los gritos han cesado. Yo diría que la reunión ha concluido. Grundle se puso en pie a toda prisa.
–Eso significa que es mejor que me vaya. Si me echan en falta, quien se verá en problemas es Hartmut. Espero que mis padres hayan llegado a un acuerdo con los humanos. En el fondo, mi padre siente un gran respeto por Dumaka y por Delu, ¿sabes?
Lo único que sucede es que las serpientes le dieron un susto terrible.
La enana se dispuso a cruzar la puerta, pero Haplo la agarró de nuevo y la obligó a retroceder.
–No creo que hayan resuelto nada. Grundle movió la cabeza a un lado y otro.
–Alake tiene razón. El Uno te ha enviado a nosotros. Le pediré a Él que te ayude.
–Ese Uno, ¿es el mismo por el que juré? –preguntó Haplo.
–¿Cuál, si no? –replicó Grundle, mirándolo con asombro–. El que guía las olas, por supuesto.
La enana se escabulló de la choza, moviendo las piernas a toda prisa mientras se perdía en la noche. Haplo observó su menuda figura sorteando las hogueras y apreció que muy pronto ponía distancia entre ella y sus padres. La cólera de Yngvar lo hacía avanzar con paso rápido, pero el patryn calculó que el orondo monarca se quedaría muy pronto sin aliento. Grundle alcanzaría la cueva con tiempo de sobra para reemplazar el saco de patatas por su propio cuerpo robusto y para salvar a su amante Hartmut de ver afeitada su barba o cualquier otra forma de castigo que estuviera establecida para el centinela que descuidaba su deber.
Haplo se retiró de la puerta, se dejó caer en el camastro y se quedó mirando las sombras. Pensó en los enanos y su fe en aquel Uno, y se preguntó si habría un modo de utilizarla para sus fines.
–«¡El que guía las olas»! –repitió, divertido.
Cerró los ojos y se relajó. El sueño empezó a cortar los lazos que ataban la mente al cuerpo, los hizo saltar uno a uno para permitir que aquélla vagara libre hasta que el amanecer la atrapara y la volviera a traer. Pero, antes de que se cortara el último, Haplo escuchó el eco de las palabras de Grundle en su mente, aunque no era la voz de la enana quien las pronunciaba. De hecho, parecían llegar hasta él desde una luz blanca muy brillante, y eran ligeramente distintas.
El que guía la Onda.
Haplo parpadeó y, al instante, volvió a estar totalmente despierto. Se incorporó en el camastro y recorrió con la vista la oscuridad de la choza.
–¿Alfred? –murmuró.
De inmediato, se preguntó con irritación por qué había tenido la sensación de que el sartán estaba allí.
Apoyó de nuevo la cabeza en la almohada, expulsó las sombras de la noche, a los enanos, los sartán, el Uno, las serpientes dragón y quienquiera más que se hubiera colado en la choza y se entregó al sueño.
CAPÍTULO 5
PHONDRA CHELESTRA
Los elfos llegaron con dos ciclos de retraso, lo cual no sorprendió a nadie salvo, tal vez, a Haplo.
Dumaka, que no esperaba que Eliason apareciera tan pronto, se quedó de una pieza cuando los delfines le llevaron la noticia de que los elfos ya surcaban aguas de Phondra, y ordenó que los habitantes del poblado acudieran a abrir, limpiar y preparar las casas donde se alojarían los huéspedes elfos.
Estas casas eran especiales y habían sido construidas exclusivo propósito de albergar a los elfos, quienes –como los enanos– requerían ciertas condiciones especiales en sus alojamientos. Por ejemplo, ningún elfo aceptaría jamás dormir en el suelo. Y no por cuestiones de comodidad. Hacía mucho tiempo, los alquimistas elfos, quizás en un vano intento de frenar la deriva del sol marino, habían descubierto la naturaleza de la reacción química entre el sol y las lunas marinas que producía el aire respirable que envolvía éstas.
La reacción química, según dedujeron los alquimistas, tenía lugar entre la superficie de la luna marina y el sol marino. El siguiente paso lógico de tal deducción fue plantear que, de forma natural, se producía una reacción parecida entre el sol marino y cualquier cosa que descansara en la superficie de las lunas durante el tiempo que fuese, y que ello afectaba a los elfos y a cualquier otro ser viviente.
Así, en el reino de los elfos, sólo se permitía que descansaran en el suelo los objetos inanimados e, incluso así, los más valiosos de éstos eran trasladados de lugar periódicamente para evitar cualquier alteración perniciosa. En Elmas, los animales que dormían en el suelo eran poco apreciados y, poco a poco, habían desaparecido del entorno de los elfos en favor de las aves, los monos, los gatos y otras especies de hábitos arborícolas.
Los elfos no prueban los alimentos que han crecido bajo el suelo o sobre éste, no permanecen mucho rato quietos de pie en ninguna parte y pasan de pie el menor tiempo posible, si tienen modo de evitarlo. Prefieren sentarse con los pies recogidos bajo el cuerpo y despegados del suelo.
Uno de los primeros y más devastadores enfrentamientos entre phondranos y elmanos fue la Guerra de la Cama. Un príncipe elfo había viajado a tierras humanas para celebrar conversaciones que permitieran evitar un choque armado entre ambas razas. Todo transcurría en orden hasta que el jefe de los humanos condujo al elfo al aposento que había preparado para que éste pasara la noche. El elfo, al ver el camastro extendido sobre el suelo desnudo, creyó que el humano se proponía matarlo y declaró la guerra en aquel mismo instante.
Desde entonces, humanos y elfos han terminado por respetar las creencias de cada cual, aunque nunca han logrado aceptarlas. Las casas de Phondra destinadas a alojamiento de los elfos están provistas de toscas camas hechas de ramas de árboles sujetas mediante cuerdas. Por su parte, en tierras de los elfos, éstos han aprendido a desviar la mirada cuando sus huéspedes humanos cogen las mantas de la cama y las extienden en el suelo. (Incluso, desde que uno de los humanos había caído de las alturas Esta era una de las razones de que los elfos se adaptasen con tanta naturalidad a los constantes cambios que se producían en sus viviendas coralinas, pues todas las piezas de mobiliario, vestimenta, ajuar de cama y demás debían cambiarse de sitio de todos modos.
Entre los elfos de Elmas existe la extendida creencia de que la brevedad de la vida de los humanos se debe por entero a su malaventurada costumbre de dormir en el suelo. Los phondranos, por su parte, rechazan las altísimas camas de los elfos, espantados con la idea de que durante la noche puedan caerse de ella y matarse. Los gargan consideran ridícula toda la controversia. Mientras tenga un techo de roca sólida sobre él, un enano es capaz de dormir incluso cabeza abajo. Sin embargo, por desgracia, esto provoca que muchos enanos no se sientan cómodos a tordo de las embarcaciones.
en plena noche y se había roto un brazo, Eliason había puesto fin a la práctica de intentar trasladar a los humanos a una cama sin que se dieran cuenta, mientras dormían.)
Casi no dio tiempo a terminar de acondicionar los aposentos de los huéspedes cuando la nave élfica amarró en el puerto. Dumaka y Delu acudieron a recibir a los invitados.
Yngvar también estuvo presente, aunque la delegación enana se mantuvo notoriamente aparte de los humanos. Grundle y Alake asistieron al acto, pero separadas, cada cual con su familia.
Las desavenencias entre ambas razas se habían intensificado. Ambas parejas de progenitores habían prohibido a sus hijas hablarse entre ellas, pero Haplo, al advertir que las dos muchachas intercambiaban unas miradas a hurtadillas con un destello en los ojos, se preguntó cuánto tiempo seguirían obedeciendo. Lo único que esperaba era que las muchachas no fueran descubiertas, lo cual provocaría sin duda otra crisis. Por lo menos, la forzada separación dio a Alake algo en que pensar aparte de en el patryn, y éste supuso que debía dar gracias por ello.
Las familias reales se saludaron con grandes demostraciones de amistad... por consideración a sus respectivos séquitos. Dumaka incluyó en el suyo a Haplo, como invitado de honor, y el patryn experimentó al menos cierto alivio al comprobar que incluso el rey enano se mostraba un poco más cordial al observar su presencia. Aun así, ninguno de los presentes podía ocultar el hecho de que el encuentro no se producía en el mismo ambiente de armonía que en otras ocasiones. Los apretones de mano fueron rígidos y ceremoniosos; las voces, frías y cuidadosamente moduladas. Nadie utilizó los nombres de pila para dirigirse a los demás.
Haplo los habría ahogado a todos de buena gana.
Los delfines habían sido la causa de este último malentendido, al difundir alegremente la noticia de que los enanos se negaban a tripular los cazadores de sol donde debían viajar los elfos. Eliason estaba dispuesto a respaldar a Dumaka aunque, en un gesto muy propio de los elfos, había mandado aviso de que no toleraría que lo apremiaran a tomar una decisión. Este anuncio no había complacido a ninguna de las dos partes enfrentadas y, en consecuencia, Eliason había conseguido encolerizar tanto a humanos como a enanos, antes incluso de arribar al lugar del encuentro.
Todo esto hizo que a Haplo le rechinaran los dientes de frustración. Sólo tenía un pequeño consuelo, y hasta éste era negativo: las serpientes dragón no aparecieron por ninguna parte. El patryn temía que la visión de aquellas formidables criaturas reafirmara la disposición de los enanos contra ellas.
Una vez determinada una hora para la reunión, aquella misma noche, Yngvar y su comitiva abandonaron el lugar con paso enérgico.
Con expresión apenada, Eliason vio alejarse al colérico enano y movió la cabeza.
–¿Qué se puede hacer? –preguntó a Dumaka.
–No tengo idea –respondió el caudillo humano con un gruñido–. Para mí que la barba le ha crecido demasiado y le ha afectado al cerebro. Yngvar dice que él y su pueblo prefieren morir congelados a poner un pie en los cazadores de sol. Y esos enanos son tan tercos que los creo capaces de cumplir su palabra.
Haplo, callado y discreto, se abstuvo de intervenir pero se mantuvo a tiro de oreja con la esperanza de oír algo que lo ayudara a decidir qué hacer.
Dumaka posó una mano en el hombro de Eliason y murmuró:
–Amigo mío, lamento tener que añadir esta preocupación a la pesada carga de tu dolor. Aunque observo –añadió, tras contemplar detenidamente al elfo– que lo llevas mejor de lo que hubiese creído posible.
–He tenido que prescindir de los muertos –respondió Eliason en un susurro– para ocuparme de cuidar de los vivos.
Devon, el joven elfo, se encontraba en el embarcadero con la mirada fija en las aguas.
Alake, a su lado, le comentaba algo con gesto muy serio. Grundle, obligada a acompañar a sus padres, les había dirigido una mirada lastimera a ambos antes de marcharse.
Sin embargo, era evidente que Devon hacía oídos sordos a las palabras de Alake.
Devon no le prestaba atención ni respondía de ninguna manera.
La expresión sombría de Dumaka se suavizó.
–Muy joven, para haber recibido ya un golpe tan fuerte de la vida.
–Hace tres noches –murmuró Eliason–, lo encontramos en la habitación donde mi hija..., donde Sadia... –Tragó saliva y una palidez extrema se adueñó de su rostro.
Dumaka cerró su mano en torno al brazo del elfo en un gesto de muda comprensión.
Eliason exhaló un profundo suspiro.
–Gracias, amigo mío. Encontramos a Devon allí, asomado a la ventana, contemplando las losas de la terraza desde las alturas. Puedes imaginar qué terrible idea pensamos que pasaba por su mente. Lo he traído conmigo con la esperanza de que la compañía de sus amigas lo rescaten de las sombras que lo envuelven. Ha sido por él que he emprendido el viaje antes de lo que tenía previsto.
–Gracias, Devon –murmuró Haplo.
Alake, tras dirigir una mirada de impotencia a su padre, sugirió que Devon quizá querría ver sus aposentos y se ofreció a conducirlo hasta ellos. El muchacho respondió como uno de los autómatas que los gegs usaban en Ariano, y fue tras Alake con paso lánguido y la cabeza hundida. No sabía dónde estaba, ni daba muestras de que le importara.
Haplo continuó en las proximidades de Eliason y Dumaka, pero pronto quedó patente que los dos monarcas iban a seguir hablando de las penas de Devon y no tratarían ningún otro asunto de importancia.
Mejor así, se dijo, y se alejó. No era probable que discutieran por aquel tema, y de esta manera tenía a dos mensch, entre cinco, que al menos se dirigían la palabra.
El patryn no pudo evitar pensar en su estancia en Ariano, en el tiempo que había pasado allí tratando de sembrar la discordia entre elfos, humanos y enanos. Ahora estaba dedicando el doble de esfuerzo a conseguir que las tres razas mensch se unieran.
–Casi terminaré por creer en ese Uno –se dijo en un murmullo–. Alguien debe de estar partiéndose de risa con todo esto.
El redoble del tambor ceremonial convocó a las familias reales a la conferencia. Todo el pueblo se volvió a contemplar a las comitivas que se encaminaban hacia la gran cabaña. En cualquier otra ocasión, una reunión como aquélla habría sido motivo de alborozo: los phondranos habrían intercambiado animados comentarios y habrían llamado la atención de sus pequeños sobre cosas tan curiosas como la notable longitud de las barbas de los enanos o el color rubio, luminoso como los rayos del sol, de los cabellos de los elfos.
En cambio, aquel día, los phondranos permanecieron en silencio, acallando con gesto irritado las preguntas que les hacían los chiquillos con sus voces agudas. Los rumores se habían difundido por Phondra como las pavesas de una fogata, impulsadas por un fuerte viento. Allí donde caían, originaban pequeños incendios que se extendían rápidamente entre las tribus del reino. Diversos humanos de otras tribus habían viajado hasta allí en sus naves de quilla larga y estrecha, para asistir a la reunión.
Muchos de estos viajeros eran brujos y hechiceras pertenecientes al Concilio de Magos, y fueron recibidos por Delu, que los albergó en su propia cabaña de invitados.
Otros eran caudillos de tribus que habían jurado fidelidad a Dumaka, y éste se encargó de darles la bienvenida. Por último, algunos de los llegados no eran nadie en concreto, sólo simples curiosos. Éstos, invariablemente, tenían algún pariente o amigo entre la tribu, de modo que casi todas las cabañas familiares tenían al menos una manta extra extendida en el suelo.
Todos se congregaron para contemplar el desfile, que constaba de las tres familias reales, los representantes de otras tribus humanas, el Concilio de Magos de Phondra, los dirigentes de los gremios de Elmas y los ancianos gargan, todos los cuales actuarían como testigos de sus pueblos. Los humanos estaban silenciosos, con rostros tensos y forzados, inquietos y expectantes. Todo el mundo sabía que su destino –para bien o para mal– dependía del resultado de la reunión, fuera cual fuese la decisión que se tomara en ésta.
Haplo se había encaminado hacia la gran cabaña con antelación, pues deseaba entrar en ella antes de que llegara ninguno de los dignatarios. Al volver la vista hacia el mar, observó con desconcierto y escasa satisfacción la presencia en las aguas de los largos cuellos sinuosos y los ojos rasgados, verderrojizos, de las serpientes dragón.
No pudo reprimir su desasosiego, una incómoda tensión en los músculos del estómago, un escalofrío en el vientre. Los signos mágicos de su piel empezaron a emitir un leve resplandor azulado.
Irritado, Haplo maldijo la presencia de las serpientes y esperó que nadie más las hubiese visto. Tenía que acordarse de intentar mantener a todo el mundo apartado de la orilla.
El tambor resonó con gran estruendo y, acto seguido, enmudeció. Los miembros de las tres familias reales se encontraron ante la cabaña de la reunión e intercambiaron demostraciones de amistad, a regañadientes por parte de los enanos, tensas y embarazosas por parte de los demás.
Haplo estaba discurriendo el modo de evitar verse involucrado en las formalidades cuando dos figuras, una alta y la otra muy baja, aparecieron en su camino. Unas manos lo agarraron por los brazos y tiraron de él hacia las sombras del bosque. Eran Alake y Grundle.
–¡No tengo tiempo para juegos...! –empezó a protestar, impaciente. Sin embargo, tras observar con más atención la expresión de las muchachas, preguntó qué sucedía.
–¡Tienes que ayudarnos! –exclamó Alake sin alzar la voz–. No sabemos qué hacer.
Creo que debería decírselo a mi padre...
–¡Eso es lo último que necesitamos! –la cortó Grundle–. La reunión va a empezar. Si la interrumpimos, quién sabe cuándo volverán a celebrar otra.
–Pero...
–¿Qué ha sucedido? –repitió Haplo.
–¡Se trata de Devon! –Alake tenía los ojos abiertos como platos de puro asustados–.
¡Ha desaparecido!
–¡Maldición! –masculló Haplo por lo bajo.
–Ha salido a dar un paseo, eso es todo –apuntó Grundle, pero las facciones de la enana, de color avellana, estaban muy pálidas y las patillas le temblaban.
–Voy a contárselo a mi padre. Él llamará a los rastreadores. Alake dio un paso, pero Haplo la retuvo, asiéndola por el brazo.
–No podernos interrumpir la reunión. Yo también soy un buen rastreador.
Ocupémonos nosotros de encontrarlo y traerlo de vuelta discretamente, sin que nadie se entere. Grundle tiene razón. Lo más probable es que haya ido a dar una vuelta buscando un poco de soledad. Bien, ¿dónde y cuándo lo habéis visto por última vez?
Alake había sido la última en verlo.
–Lo conduje a la casa donde se alojan los elfos, me quedé con él e intenté hablarle.
Luego, Eliason y los demás elfos regresaron para preparar la reunión y tuve que marcharme. Pero decidí esperar por allí con la intención de volver a hacerle compañía cuando su padre y los demás se marcharan. Cuando entré de nuevo, lo encontré allí, a solas en un rincón.
»Le conté que Grundle y yo habíamos encontrado un lugar detrás de la cabaña desde donde podíamos..., en fin...
–¿Escuchar a escondidas? –la ayudó Haplo.
–¡Tenemos derecho a hacerlo! –afirmó Grundle–. Todo esto ha sucedido por nuestra causa. Deberíamos estar presentes en la reunión.
–Yo también lo creo –dijo Haplo con calma, para serenar a la airada enana–. Veré lo que puedo hacer al respecto. Ahora, termina de contarme lo de Devon, Alake.
–Al principio, casi pareció enfadado de verme. Dijo que no quería escuchar nada de cuanto dijeran nuestros padres. Le daba igual. Luego, de pronto, se animó. Incluso me pareció casi demasiado agitado. Era... Casi me espantó. –Alake se estremeció al recordarlo–. Me dijo que tenía hambre. Devon sabía que la cena se retrasaría bastante, con el asunto de la reunión, y me preguntó si podría encontrarle algo que comer hasta entonces. Le dije que sí e intenté convencerlo para que me acompañara a buscarlo, pero me contestó que no quería dejar la cabaña de invitados, pues lo ponía nervioso ver tanta gente mirándolo.
»Pensé que le sentaría bien comer algo, ya que creo que lleva días sin probar bocado, de modo que salí a ver qué encontraba. En la cabaña quedaron con él otros elfos. De camino, me encontré con Grundle, que me buscaba. Le dije que me acompañara, pensando que su presencia quizá lograra animar a Devon pero, cuando volvimos al alojamiento –Alake abrió las manos–, había desaparecido.
A Haplo no le gustó en absoluto lo que estaba oyendo. En el Laberinto había conocido gente que, de pronto, no podía soportar por más tiempo el dolor, el horror, la pérdida de un amigo, de un compañero. Había visto la terrible euforia desatada que a menudo seguía a un período de abatimiento y depresión.
Alake observó su expresión sombría y, con un gemido, se llevó la mano a la boca.
Grundle se tiró de las patillas, melancólica y sombría.
–Lo más probable es que sólo esté dando un paseo –repitió Haplo–. ¿Lo habéis buscado en el pueblo? Quizá salió detrás de Eliason.
–No –dijo Alake en voz baja–. Al no encontrarlo en la cabaña de los invitados, inspeccioné los alrededores y la parte de atrás. Allí encontré... huellas. Huellas suyas, estoy segura. Y conducen directamente hacia la espesura.
Aquello confirmaba sus sospechas, se dijo Haplo. En voz alta, añadió:
–Mantened la calma. Intentad comportaros con naturalidad y conducidme hasta esas huellas, deprisa.
Los tres volvieron a toda prisa hasta la cabaña que ocupaban los elfos. Para llegar hasta allí dieron un rodeo, con objeto de evitar a la multitud congregada en torno a la gran cabaña de reuniones.
Haplo vio a Dumaka en el momento de saludar a los dignatarios enanos. El monarca humano volvía la mirada a un lado y a otro, tal vez buscando al patryn. A continuación, Eliason dio un paso adelante y se dispuso a presentar a los miembros de su séquito.
Haplo advirtió con alivio que el grupo de elfos presentes era bastante numeroso y esperó que todos ellos tuvieran nombres largos.
Alake lo condujo a la parte de atrás de la cabaña de invitados y señaló el suelo húmedo. Haplo vio unas huellas de pisadas, demasiado largas y estrechas para corresponder a un enano y que habían dejado unos pies calzados, sin duda, con unas botas. Todos los phondranos sin excepción, recordó, iban siempre descalzos.
El patryn masculló para sus adentros un juramento.
–¿Han notado su ausencia los demás elfos de la cabaña de huéspedes? –Creo que no – espondió Alake–. Están todos fuera, contemplando la ceremonia.
–Yo iré a buscarlo. Vosotras dos quedaos aquí por si vuelve.
–Nosotras vamos contigo –dijo Grundle.
–Sí, Devon es nuestro amigo –la secundó Alake.
Haplo les dirigió una mirada colérica, pero la enana se mantuvo firme, con la barbilla levantada y sus pequeños brazos cruzados sobre el pecho con aspecto desafiante. Alake, por su parte, le sostuvo la mirada con aire sereno y resuelto. El patryn comprendió que iba a provocar una discusión y no tenía tiempo que perder.
–Vamos, pues.
Las dos muchachas echaron a andar por el camino, pero se detuvieron al advertir que Haplo no las seguía.
–¿Qué sucede? ¿Qué estás haciendo? –preguntó Alake–. ¿No deberíamos darnos prisa?
Haplo se había agachado y estaba trazando velozmente unos signos mágicos sobre las huellas que el elfo había dejado en el barro. Después susurró unas palabras; los signos mágicos despidieron un centelleo verdusco y, de pronto, empezaron a crecer y ramificarse. Flores y plantas surgieron de ellos, cubrieron el sendero y borraron de la vista las pisadas.
–No es momento de empezar un jardín –soltó Grundle.
–No tardarán en empezar a buscarlo. –Haplo se incorporó y observó que las plantas ocultaban por completo el sendero–. Con esto me aseguro de que no nos siga nadie.
Nosotros tres haremos lo que debamos y daremos las explicaciones que sean precisas.
¿De acuerdo?
–¡Oh! –murmuró Alake, mordiéndose el labio.
–¿De acuerdo? –Haplo las miró a ambas con aire torvo.
–De acuerdo –dijo Grundle, en voz baja.
–De acuerdo –asintió Alake, pesarosa.
Los tres dejaron atrás el poblado y se adentraron en la espesura siguiendo las huellas del elfo.
Al principio, Haplo pensó que Grundle tal vez había intuido, sin saberlo, la verdad.
Daba toda la impresión de que el desgraciado joven elfo se proponía, sencillamente, quitarse de encima la pena a base de caminar. La huellas no se apartaban del sendero.
Devon no había hecho el menor intento de ocultar su paradero, no pretendía esconderse de nadie y tenía que ser consciente de que Alake, al menos, iría tras él.
Y entonces, de repente, las huellas terminaron.
El sendero continuaba, liso y sin marcas. La vegetación a ambos lados era tupida, demasiado para adentrarse en ella sin dejar algún tipo de rastro, pero no había una sola hoja arrancada, una sola flor aplastada, un solo tallo de hierba quebrado.
–¿Qué ha hecho? ¿Le han salido alas? –gruñó la enana, escrutando las sombras del bosque.
–Algo así –respondió Haplo, levantando la vista hacia las lianas que caían de las ramas.
El elfo debía de haberse subido a los árboles. Un rápido vistazo a las profundas sombras del bosque le reveló algo más.
Su primer pensamiento fue: «¡Maldición, otro período de luto para los elfos!».
–Vosotras dos, volved atrás –les ordenó con voz firme pero, de pronto, Alake soltó un alarido y, antes de que el patryn tuviera tiempo de detenerla, la humana se introdujo en la espesura.
Haplo saltó tras ella, la agarró, la hizo volver por la fuerza y la envió de un empujón sobre Grundle. Las dos muchachas cayeron al suelo una encima de otra. Haplo siguió adelante a toda prisa, volviendo la cabeza cada pocos pasos para cerciorarse de que había retrasado a las mensch lo suficiente como para que no lo siguieran.
La enana, con sus pesadas botas, se había enredado con las zarzas. Alake parecía dispuesta a dejar que su amiga se las arreglara por su cuenta y, en efecto, echó a correr detrás de Haplo. Grundle lanzó un alarido de rabia que pudo oírse a leguas de distancia.
–¡Hazla callar! –ordenó Haplo mientras se abría paso entre el tupido follaje de aquella jungla.
Alake, con el rostro contraído de angustia, volvió atrás para ayudar a Grundle.
Haplo llegó hasta Devon.
El elfo había preparado un nudo con una liana, se lo había pasado por el cuello y había saltado de una rama a lo que había esperado que fuera su muerte.
Al contemplar el cuerpo fláccido que colgaba grotescamente de la liana, girando en torno a ella, Haplo pensó en un primer momento que el muchacho había logrado su propósito. Luego advirtió un movimiento en dos de los dedos del elfo. Quizá fuera un espasmo cadavérico, pensó. O tal vez no.
Haplo pronunció las runas a gritos. Los signos mágicos, azules y rojos, surcaron el aire como centellas, cayeron sobre la liana y la cortaron. El cuerpo se desplomó sobre la vegetación.
Haplo llegó hasta el muchacho, cogió el nudo que le rodeaba el cuello y lo aflojó.
Devon no respiraba. Estaba inconsciente, con el rostro descolorido y los labios amoratados. La liana le había desgarrado la piel y se había hundido en la carne de su esbelto cuello, que aparecía ensangrentado y amoratado. Sin embargo, tras un examen rápido y somero, Haplo comprobó que el elfo no tenía el cuello roto ni la tráquea ocluida.
Al parecer, la liana se había deslizado en torno al cuello sin llegar a quebrarlo, como era sin duda la intención de Devon. El joven elfo aún estaba vivo.
Pero no por mucho tiempo. Haplo le buscó el pulso y notó que la vida aleteaba débilmente bajo las yemas de sus dedos. El patryn se sentó sobre sus talones, meditabundo. No tenía idea de si daría resultado o no lo que se proponía. Hasta donde él sabía, no se había intentado nunca con un mensch. Aun así, le pareció recordar un comentario de Alfred respecto a que había empleado su magia para curar al chico, a Bane.
Si la magia sanan tenía efecto sobre los mensch, la magia patryn debería de actuar igual... o mejor.
Haplo tomó las flojas manos del elfo, la zurda de Devon en su diestra y la zurda del patryn firmemente cerrada en torno a la diestra del muchacho. El círculo estaba completo.
Cerró los ojos y se concentró. Percibió vagamente, a su espalda, la presencia de Alake y de Grundle. Las oyó detenerse, captó un gemido de Alake y el silbido de la respiración acelerada de la enana entre sus dientes, pero no les prestó atención.
Estaba dándole su propia fuerza vital a Devon. Las runas de sus brazos emitieron un leve resplandor azulado. La magia fluyó de él al elfo, transportando con ella la vida de Haplo, y volvió al patryn llevándole el dolor y el sufrimiento de Devon.
El patryn experimentó, indirectamente, la pena terrible, el abrasador sentimiento de culpa, el remordimiento amargo y torturador que habían atormentado a Devon, en la vigilia y en el sueño, hasta que finalmente lo habían impulsado a buscar el descanso en la muerte. Experimentó el pánico paralizante que había sentido el elfo en el momento de saltar, la reacción instintiva de autoconservación de su cerebro en un último intento desesperado por resistirse...
Y, luego, la decisión. El dolor, la espantosa sensación de la asfixia, el conocimiento, sereno y pacífico, de que la muerte estaba cerca y de que el tormento pronto habría terminado.
Haplo escuchó un gemido y el suave roce de las plantas. Tomó aire y abrió los ojos.
Devon lo contemplaba con el rostro angustiado, contraído, enconado. De su garganta herida y dolorida por la presión de la liana surgió un ronco susurro:
–¡No tenías derecho! ¡Quiero morir! ¡Déjame morir, maldito seas! ¡Déjame morir!
–¡No, Devon! –gritó Alake–. ¡No sabes lo que dices!
–Claro que lo sabe –replicó Haplo, ceñudo. Volvió a sentarse sobre los talones y se pasó la mano por la sudorosa frente–. Tú y Grundle, volved al sendero. Dejadme hablar con él.
–Pero...
–¡Marchaos! –gritó Haplo, colérico.
Grundle tiró de la mano de Alake. Las dos retrocedieron lentamente hasta el camino abriéndose paso entre la hojarasca y los matorrales que habían aplastado a la ida.
–Quieres morir –dijo Haplo al elfo, que volvió la cabeza a un lado y cerró los ojos–.
Adelante, pues. Cuélgate. No puedo impedírtelo. Pero te agradecería que esperaras hasta que hayamos resuelto este asunto de los cazadores de sol, porque supongo que habría otro largo período de duelo por ti, y el retraso podría poner en peligro a tu pueblo.
El elfo siguió negándose a mirarlo.
–No los afectará. Ellos tienen algo por lo que vivir. Yo, no. –Sus palabras eran un gruñido ronco. Su dolor se reflejó en una mueca.
–¿Sí? ¿Qué razón crees que tendrán tus padres para seguir viviendo una vez que hayan descolgado tu cuerpo de esa rama? ¿Tienes idea de cuál será su último recuerdo de ti? Tu cara abotargada, tu piel descolorida, o negra como los hongos de la putrefacción, tus ojos a punto de saltar de sus órbitas, tu lengua colgando de la boca...
Devon palideció, dirigió una mirada cargada de odio a Haplo y volvió de nuevo la cabeza.
–Vete –musitó.
–Si tu cuerpo cuelga ahí el tiempo suficiente –continuó Haplo como si no lo hubiese oído–, acudirán las aves carroñeras, ¿sabes? Lo primero que atacan son los ojos. Tus padres ni siquiera podrán reconocer a su hijo... o lo que quede de él, cuando las aves hayan terminado su trabajo. Por no hablar de las hormigas y las moscas...
–¡Basta! –Devon pretendía gritar, pero lo que salió de sus labios fue un sollozo.
–Y están Alake y Grundle. Primero perdieron una amiga, y ahora te perderán a ti.
Pero, claro, tú no has pensado en ellas ni por un instante, supongo. No: sólo en ti mismo.
«¡El dolor, no puedo soportar el dolor!» –Haplo imitó la voz ligera y aflautada del elfo.
–¿Qué sabes tú de eso? –replicó Devon.
–¿Qué sé yo de eso..., del dolor? –repitió Haplo, bajando la voz–. Deja que te cuente una historia; luego te dejaré en paz para que te mates, si eso es lo que quieres. Una vez conocí a un hombre en el Labe..., en un lugar donde viví. Ese hombre libró un combate, una pelea terrible, defendiendo su vida. En ese lugar, uno tiene que luchar para vivir, nunca para morir. Sea como fuere, el hombre recibió terribles heridas en la lucha.
Heridas... por todo el cuerpo. Sus sufrimientos eran increíbles, insoportables.
»El hombre derrotó a sus enemigos. Los cadáveres de los caodines se apilaban a su alrededor. Pero no podía resistir más. Le dolía demasiado. Podría haber intentado curarse con su magia, pero decidió que no merecía la pena el esfuerzo. Y se quedó tendido sobre el suelo, dejando que la vida se le escapara. Entonces sucedió algo que lo hizo cambiar de idea. Tenía con él un perro...
Haplo hizo una pausa y un dolor extraño, una sensación de soledad, le atenazó el corazón. ¿Cómo podía haber olvidado al perro durante todo aquel tiempo?
–¿Qué sucedió? –susurró Devon, con sus ojos azules fijos en el hombre–. ¿Qué sucedió con el..., con el perro?
Haplo frunció el entrecejo y se frotó la barbilla. Por una parte, lamentaba haber evocado aquella escena; por otra, se alegraba de recordarla.
–El perro... El animal había luchado contra los caodines y también había resultado herido. Estaba agonizando, entre tales dolores que no podía caminar. Sin embargo, cuando el perro vio el sufrimiento del hombre, intentó ayudarlo. El animal no se dio por vencido. Empezó a arrastrarse sobre el vientre, tratando de buscar ayuda. Su valor hizo que el hombre se avergonzara de sí mismo.
»Allí tenía a un animal irracional, un perro sin inteligencia, sin nada por lo que vivir, sin esperanzas, sueños o ambiciones... y aun así luchaba por seguir viviendo. Y yo que lo tenía todo..., yo, que era joven y fuerte, que había obtenido una gran victoria, iba ahora a arrojarlo todo por la borda... a causa del dolor.
–¿Murió el perro? –preguntó Devon en un susurro. Débil como un niño enfermo, como un chiquillo, quería oír el final del relato.
El patryn hizo un poderoso esfuerzo para distanciarse de sus recuerdos.
–No. El hombre curó al animal, y se curó a sí mismo. –Haplo no había advertido su desliz, no se había dado cuenta de que había mezclado confusamente el «ese hombre» y el «yo»–. Y alcanzó una posición de poder entre su pueblo. Cambió el curso de la vida de mucha gente...
–¿Y salvó a alguien de las serpientes dragón? ¿O tal vez de sí mismo? –inquirió Devon con una sonrisa torcida, desconsolada.
Haplo lo miró y, a continuación, respondió con un gruñido:
–Sí, tal vez. Algo parecido. Bueno, ¿qué vas a hacer? ¿Quieres que te deje aquí para que vuelvas a intentarlo?
Devon alzó la vista a la liana cortada, que pendía sobre su cabeza.
–No. Yo... iré contigo.
Devon intentó incorporarse y perdió el sentido.
Haplo alargó la mano y le buscó el pulso. Lo notó más firme, más constante. Apartó un mechón de rubios cabellos del elfo, que se habían quedado pegados a la sangre coagulada de su cuello.
–Te recuperarás –aseguró al muchacho inconsciente–. No la olvidarás, pero el recuerdo no te resultará tan doloroso.
CAPÍTULO 6
PHONDRA CHELESTRA
La reunión de las familias reales se inició con rígidas formalidades, miradas frías y mudo resentimiento, que pronto dieron paso a una abierta hostilidad, a palabras acaloradas y a agrias recriminaciones.
La postura de Eliason contraria a la guerra no había cambiado con el paso del tiempo.
–Estoy totalmente dispuesto a zarpar en los cazadores de sol para buscar ese nuevo reino – eclaró–. Y a emprender negociaciones con esos..., esos sartán, pues todos sabemos que los elfos somos expertos en este tipo de empresas diplomáticas. No veo por qué los sartán iban a rechazar una petición tan razonable como la nuestra, sobre todo cuando les hayamos explicado que les llevamos bienes y servicios muy necesarios.
Después de estudiar el asunto en profundidad, mis consejeros han determinado que esa raza de los sartán debe de ser relativamente nueva en ese reino y consideran probable que, en realidad, se alegren mucho de nuestra aparición. Pero si no es así, si los sartán se niegan a acogernos... –añadió Eliason con expresión sombría–, bien, al fin y al cabo, es su tierra. Sencillamente, tendremos que buscar en otra parte.
–Estupendo –replicó Dumaka con acritud–. Y mientras buscáis, ¿qué comeréis?
¿Dónde encontraréis la comida que necesita tu pueblo? ¿Cultivaréis cereal en las grietas de las cubiertas? ¿O acaso la magia de los elfos ha encontrado el modo de sacar pan del aire? Según nuestros cálculos, apenas podremos llevar suministros suficientes para el viaje, teniendo en cuenta todas las bocas que tendremos que alimentar. No quedará espacio para más.
–El mar nos ofrece pescado en abundancia –apuntó Eliason con suavidad.
–Es cierto –dijo Dumaka–, pero ni siquiera un elfo puede vivir exclusivamente a base de pescado. Sin frutas y verduras, la enfermedad de la boca hará estragos entre nuestros pueblos.
Yngvar puso una mueca de horror ante el mero pensamiento de verse obligado a una dieta de pescado. El enano plantó firmemente ambos pies en el suelo y recorrió la asamblea con una mirada iracunda.
–¡Estáis discutiendo quién ha robado el pastel, cuando éste ni siquiera está en el horno todavía! Los cazadores de sol están malditos y los enanos no quieren tener nada que ver con ellos. Además, tras consultar con los ancianos, hemos decidido no permitir que ninguno de nosotros se acerque a las naves, para que esa maldición no caiga sobre nosotros. Nos proponemos echar a pique esas embarcaciones, enviarlas al fondo del Mar de la Bondad, y construir otras naves con nuestras propias manos, sin la ayuda de las serpientes dragón.
–Sí, es una buena idea –apuntó Eliason–. Queda tiempo...
–¡No queda tiempo! –protestóó Dumaka–. ¡Fuisteis vosotros, los elfos, quienes calculasteis de cuántos ciclos disponíamos...!
–¡Enanos! ¡Sois peores que chiquillos supersticiosos! –lo secundó Delu, quejándose estentóreamente–. ¡Esos sumergibles están tan malditos como yo!
–¿Y quién puede asegurar que no lo estás tú también, hechicera? –replicó Hilda con ardor.
En aquel instante, uno de los guardianes de la puerta entró en la cabaña –tratando de dar la impresión de estar sordo y ciego al revuelo que se había organizado en ella–, se Referencia a lo que entre los enanos se conoce por «escorbuto».
Los enanos desprecian el pescado y sólo lo comen cuando no disponen de otro alimento mejor que llevarse a la boca. Entre los enanos, familiarmente, el pescado recibe el apelativo de elmas–fleish, o «comida de elfo».
acercó a Dumaka y le cuchicheó algo al oído. El jefe de los humanos asintió y le impartió una orden. Todos los presentes habían cesado de hablar y se preguntaban a qué era debida la interrupción. Nadie perturbaba nunca una reunión regia a menos que se tratara de un asunto de vida o muerte. El guardián partió rápidamente a cumplir la orden y Dumaka se volvió hacia Eliason.
–Tus centinelas han descubierto la ausencia de ese joven, Devon. Lo han buscado en el campamento pero no han encontrado el menor rastro de él. He convocado a los rastreadores. No te preocupes, amigo mío –añadió, olvidando su cólera ante la cara de angustia del rey elfo–, daremos con él.
–¡Un joven estúpido ha salido a dar un paseo! –soltó Yngvar, irritado–. ¿A qué viene tanta inquietud?
–Últimamente, Devon ha sido muy desgraciado –explicó Eliason en voz baja–.
Muchísimo. Nos tememos que... –le falló la voz y movió la cabeza en gesto pesaroso.
–¡Oh! –exclamó Yngvar muy serio, al comprender de pronto a qué se refería el elfo–.
De modo que se trata de eso...
–¡Grundle! –Hilda llamó a su hija a gritos, con voz estridente–. ¡Grundle, ven aquí de inmediato!
–¿Qué haces, esposa? Nuestra hija está en la cueva...
–¡Quítate el saco de la cabeza! –replicó la enana–. Estoy segura de que no la encontraremos allí. –Se puso en pie y alzó de nuevo la voz en tono amenazador–:
¡Grundle, sé que estás ahí, espiando! ¡Alake, esto va muy en serio! ¡No toleraré más tonterías!
Pero no obtuvo respuesta. Yngvar se tiró de la barba con gesto solemne y, dirigiéndose a la puerta de la cabaña, llamó con un gesto a uno de sus ayudantes, un joven enano llamado Hartmut, y lo mandó a la cueva.
Cuando volvió a entrar en el lugar de la reunión, Eliason también se había puesto en pie.
–Debo ir a buscar ayuda... –decía el rey elfo.
–¿Para qué? ¿Para terminar perdido en la espesura? –inquirió Dumaka–. Nuestra gente lo buscará. Y todo acabará bien, amigo mío... si el Uno quiere.
–Que Él lo quiera –asintió Eliason, y volvió a sentarse con la cabeza entre las manos.
Yngvar intervino entonces para decir:
–Sí, pero ¿adonde ha ido ese Haplo? ¿Alguien lo ha visto? ¿No debería estar aquí? Esta reunión fue idea suya...
–¡Vosotros, los enanos, sospecháis de todo! –exclamó Dumaka–. Primero, de la magia de las serpientes dragón. Ahora, de Haplo. ¡Pero si fue él quien salvó a nuestras hijas...!
–Sí, las salvó, pero ¿qué sabemos de él en realidad, esposo? –apuntó Delu–. ¡Quizá sólo las trajo de vuelta para llevárselas otra vez!
–¡Delu tiene razón! –Hilda dio unos pasos hasta colocarse al lado de la reina humana–.
¡Propongo que nuestros rastreadores empiecen a buscar a ese Haplo!
–¡Muy bien! –replicó Dumaka, exasperado–. Mandaré a los rastreadores a buscar a todo el mundo...
–¡Señor! –gritó en aquel instante la voz del guardián–. ¡Los han encontrado! ¡A todos!
Elfos, humanos y enanos abandonaron la cabaña de la reunión a toda prisa. Para entonces, todo el campamento estaba al corriente de lo sucedido, o de lo que se rumoreaba que había sucedido. Las familias reales se unieron a una multitud que se dirigía hacia la casa de invitados de los elfos.
Varios rastreadores humanos escoltaban a Haplo, Grundle y Alake, procedentes del bosque. Haplo llevaba en brazos a Devon. El elfo había recobrado la conciencia y sonreía débilmente, avergonzado de la atención que despertaba.
–¡Devon! ¿Estás herido? ¿Qué ha sucedido? –preguntó Eliason mientras se abría paso a empujones entre la multitud.
–Estoy..., estoy bien –consiguió articular el joven elfo, con voz ronca.
Referencia a un popular juego de taberna de los enanos, cuyas reglas son demasiado complejas para exponerlas aquí. Además, en cualquier caso, probablemente resultarían increíbles para el lector.
–Se repondrá –intervino Haplo–. Ha sufrido una mala caída y se ha quedado colgado de una liana. Ahora debe descansar. ¿Dónde lo dejo?
–Por aquí –indicó Eliason, conduciendo al patryn al alojamiento de los elfos.
–Podemos explicarlo todo –dijo Grundle.
–De eso no tengo ninguna duda –murmuró su padre, lanzando una torva mirada a la enana.
Haplo condujo a Devon a la residencia provisional de los elfos y depositó al joven en su lecho.
–Gracias –musitó Devon.
–Duerme un poco –contestó el patryn con un gruñido.
Devon entendió la indirecta y cerró los ojos.
–Necesita descanso –anunció Haplo al tiempo que se colocaba entre Eliason y el muchacho–. Creo que deberíamos dejarlo solo.
–Quiero que mi médico lo vea... –protestó Eliason, inquieto.
–No será necesario. Se recuperará muy pronto, pero ahora tiene que descansar – insistió Haplo.
Eliason contempló al joven que yacía en el lecho, agotado y desaliñado. Grundle y Alake lo habían aseado y habían limpiado la sangre, pero las marcas y rozaduras de la línea aún eran claramente visibles en su cuello. El rey elfo miró de nuevo a Haplo.
–Se ha caído –replicó éste con toda flema–. Se ha enredado con una liana.
–¿Y crees que volverá a suceder? –inquirió Eliason en voz baja.
–No. –Haplo acompañó sus palabras con un gesto de cabeza–. Creo que no. Hemos tenido una charla... sobre los peligros de subirse a los árboles en el bosque.
–¡Bendito sea el Uno! –murmuró Eliason.
Devon se había quedado dormido. Haplo condujo al rey elfo al exterior de la cabaña.
Allí encontraron a Grundle, que explicaba a una multitud atenta:
–Alake y yo llevamos a Devon a dar un paseo. Sé que te desobedecí, padre –la enana dirigió una mirada de reojo a Yngvar–, pero Devon parecía tan desgraciado... Creímos que así se alegraría un poco...
–¡Hum! –resopló Yngvar–. Está bien, hija. Más tarde hablaremos del castigo que mereces. De momento, continúa el relato.
–Grundle y yo queríamos hablar a solas con Devon –retomó la narración Alake–. En el pueblo había demasiada gente, demasiado alboroto, de modo que le propusimos un paseo por el bosque. Hablamos y hablamos y hacía calor y nos entró sed, y entonces descubrí un árbol de jugo de azúcar cargado de frutos maduros. Supongo que lo sucedido fue culpa mía, porque le sugerí a Devon que subiera...
–Y llegó demasiado cerca de la copa –intervino Grundle con gestos dramáticos–.
Resbaló y cayó desde allí, de cabeza, sobre una maraña de lianas.
–¡Y se le enredaron al cuello! Se quedó ahí colgado y yo... y nosotras... ¡no sabíamos qué hacer! –Alake tenía los ojos desorbitados–. Estaba demasiado lejos del suelo y no podíamos bajarlo. Entonces, volvimos corriendo al campamento y la primera persona que encontramos allí fue Haplo. Lo llevamos al lugar y él cortó las lianas y bajó a Devon.
Con una mirada radiante, Alake se volvió hacia el patryn, que permanecía al margen de la multitud.
–Le salvó la vida –siguió contando–. ¡Utilizó su magia para curarlo! Yo lo vi. Devon no respiraba. Las lianas se le habían enredado al cuello. Haplo posó las manos sobre él y su piel adquirió un resplandor azulado y, de pronto, Devon abrió los ojos y..., y estaba vivo.
–¿Es cierto eso? –preguntó Dumaka a Haplo.
–Alake exagera. Está trastornada por lo sucedido –contestó el patryn con un gesto de indiferencia–. El muchacho no estaba muerto, sólo desmayado. Habría recuperado el conocimiento antes o después...
–Es verdad que estaba trastornada –replicó Alake con una sonrisa–, pero no exagero.
Todo el mundo se puso a hablar a la vez: Yngvar regañó fríamente a su hija por haber salido de la cueva; Delu declaró que intentar subir a un árbol de jugo de azúcar sin ayuda era una temeridad y que Alake debería haber tenido el buen juicio suficiente para no permitirlo. Eliason consideró que las muchachas habían demostrado buen tino al correr en busca de ayuda, y que deberían dar gracias al Uno de que Haplo hubiera llegado a tiempo de evitar otra tragedia.
–¡El Uno! –le respondió Grundle, abalanzándose sobre el perplejo monarca elfo–. ¡Sí, le agradeces al Uno que nos enviara a ese hombre –señaló a Haplo con su índice corto y grueso–, y luego das media vuelta y arrojas al Mar de la Bondad el resto de los dones que Él te proporciona!
El campamento enmudeció. Todos se volvieron hacia la joven enana.
–¡Hija! –exclamó Yngvar con voz severa.
–¡Calla! –le aconsejó Hilda, al tiempo que le daba un ligero pisotón–. La chica tiene razón.
–¿Por qué rechazáis sus bendiciones? –Grundle barrió a todos los presentes con una mirada colérica–. ¿Porque no las entendéis y, por tanto, os dan miedo? –reprochó a los enanos–. ¿O porque quizá tengáis que luchar para conseguirlas? –Esta vez les tocó a los elfos soportar su ira.
»Pues bien, nosotros ya hemos decidido. Alake, Devon y yo vamos a subir a un cazador de sol con Haplo. Vamos a zarpar hacia Surunan. Si es preciso, lo haremos solos...
–¡No, Grundle! –intervino Hartmut, avanzando hasta colocarse a su lado–. No irás sola. Yo voy contigo.
–¡Y nosotros! –gritaron varios jóvenes humanos.
–¡Nosotros también iremos! –se sumaron las voces de algunos jóvenes enanos.
El grito fue coreado por casi todos los jóvenes presentes. Grundle y Alake cruzaron una mirada y la enana se volvió hacia sus padres.
–Muy bien, hija, ¿qué es lo que has organizado ahora? –inquirió Yngvar con voz agria– . ¿Una rebelión abierta contra tu propio padre?
–Lo siento, padre –respondió Grundle, sonrojándose–, pero estoy absolutamente convencida de que es lo mejor. Seguro que no permitirás que nuestro pueblo muera congelado...
–Pues claro que no –intervino Hilda–. Reconócelo, Yngvar. Tienes unos pies demasiado grandes para esa cabeza. Buscabas una excusa para volverte atrás y tu hija acaba de dártela. ¿Vas a aprovecharla, o no?
Yngvar se mesó la barba.
–Me parece que no tengo muchas alternativas –murmuró, esforzándose por no arrugar la frente sin conseguirlo del todo–. Si no voy con cuidado, esa chica terminará organizando un ejército en mi contra.
El rey enano refunfuñó y dio unos pasos con aire colérico. Grundle lo vio alejarse con inquietud.
–Tranquilízate, querida –le dijo Hilda, sonriente–. En realidad, está muy orgulloso de ti.
Y, en efecto, Yngvar no tardó en dar media vuelta y proclamar delante de todos:
–¡Ahí tenéis a mi hija!
–Y mi pueblo irá también. –Eliason se inclinó y dio un sonoro beso a la joven enana–.
Gracias, hija, por hacernos ver nuestra estupidez. Que el Uno te bendiga y te guíe siempre – ñadió con los ojos llenos de lágrimas–. Y, ahora, debo volver junto a Devon.
Tras esto, Eliason se alejó apresuradamente.
Grundle estaba saboreando el poder, y era evidente que le resultaba más dulce que el zumo de azúcar, más embriagador que la cerveza de los enanos. Miró a su alrededor, exultante, buscando a Haplo, y lo distinguió medio oculto entre las sombras, observando la escena con atención.
–¡Lo he hecho! –exclamó la enana mientras echaba a correr hacia él–. ¡Lo he hecho!
¡He dicho lo que me sugeriste y ha dado resultado! ¡Vendrán! ¡Todos!
Haplo guardó silencio. Su expresión permaneció sombría, impenetrable.
–Era lo que querías, ¿no? –inquirió Grundle, irritada–. ¿No?
–Sí, claro. Eso era lo que quería –respondió el patryn. Alake se acercó también a él, con una sonrisa deslumbrante.
–¡Es maravilloso! –exclamó–. ¡Todos juntos, navegando hacia una nueva vida!
Dos musculosos humanos se aproximaron a la joven enana, la alzaron en hombros y la pasearon en triunfo. Alake se puso a bailar y no tardó en organizarse un desfile: los humanos elevaron cánticos, los elfos dejaron oír sus melodiosas voces y los enanos añadieron las suyas, tan graves que rivalizaban con el sonido del tambor ceremonial.
Navegando hacia una nueva vida.
Navegando hacia la muerte.
Haplo dio media vuelta en redondo, se internó en la oscuridad y dejó atrás el resplandor de las hogueras y la jubilosa celebración.
CAPÍTULO 7
SURUNAN CHELESTRA
Alfred no fue obligado a pasar todo su tiempo como prisionero en la biblioteca. El Consejo de los sartán no se reunió una sola vez, sino muchas. Sus miembros, al parecer, tenían dificultades para alcanzar una decisión respecto a la infracción cometida por Alfred y concedieron permiso a éste para abandonar la biblioteca y volver a la casa. Quedaría confinado en su habitación hasta que los Consejeros adoptaran alguna resolución sobre su caso.
Los miembros del Consejo tenían prohibido hablar de lo que se trataba en las reuniones, pero Alfred tuvo la certeza de que era Orla quien más salía en su defensa.
Aquel pensamiento lo reconfortó, hasta que advirtió que el muro existente entre marido y mujer se había hecho aún más alto y más grueso. Orla se mostraba grave y reservada; su marido, lleno de una cólera fría e impasible. Alfred se reafirmó en su decisión de marcharse. Sólo deseaba presentar sus disculpas ante el Consejo, antes de hacerlo.
–No es preciso que me encierres con llave –dijo Alfred a Ramu, a quien seguía teniendo por guardián–. Te doy mi palabra de sartán de que no intentaré huir de mi habitación. Sólo quisiera pedirte un favor. ¿Podrías ocuparte de que el perro salga al aire libre para hacer ejercicio?
–Supongo que podemos complacerlo –respondió Samah con displicencia cuando su hijo le presentó la petición.
–¿Por qué no nos deshacemos del animal? –propuso Ramu con indiferencia.
–Porque tengo planes para él –replicó Samah–. Me parece que le pediré a tu madre que se ocupe de pasear al perro. Padre e hijo cruzaron una mirada de complicidad. Orla se negó a la petición de su esposo.
–Ramu puede encargarse de eso. Yo no quiero saber nada de ese animal.
–Ramu tiene ahora su propia vida –le recordó Samah con severidad–. Tiene su familia, sus propias responsabilidades... Ese Alfred y su perro son responsabilidad nuestra. Una carga que sólo debes agradecerte a ti misma.
Orla captó el tono de reproche de su voz y fue consciente de su culpa por haber fallado ya una vez en aquella responsabilidad. Y había vuelto a fallarle a su esposo, obstruyendo la labor del Consejo con sus objeciones.
–Está bien, Samah –asintió por último, con frialdad.
A la mañana siguiente, muy temprano, acudió a la habitación de Alfred dispuesta a encargarse de la molesta tarea. Mientras iba hacia allí, se recordó a sí misma que, por mucho que hubiera salido en su defensa ante el Consejo, seguía enfadada con aquel hombre, decepcionada con su actitud. Se mostraría fría y distante, decidió al tiempo que llamaba enérgicamente a su puerta.
–Adelante –le respondió una voz paciente.
Alfred no preguntó quién era; quizá no se creía con derecho a saberlo.
Orla entró en la estancia.
Alfred se hallaba junto a la ventana. Cuando la vio, se le encendió el rostro. Tras un titubeo, dio un paso hacia ella, pero Orla levantó una mano en gesto de advertencia.
–He venido a buscar al perro. Supongo que querrá acompañarme... –dijo y miró al animal con una mueca dubitativa.
–Yo... supongo que sí –respondió Alfred–. Sé bueno, muchacho. Ve con Orla. –Hizo un gesto al perro y, para su sorpresa, éste obedeció–. Quiero agradecerte...
Orla se volvió en redondo y abandonó la habitación, sin olvidar cerrar la puerta cuando hubo salido.
Condujo al perro al jardín, tomó asiento en un banco y miró al animal, expectante.
–Bueno, juega –le indicó, irritada–, o lo que quiera que hagas.
El perro dio un par de vueltas por el jardín, pero no tardó en volver y, posando el hocico sobre la rodilla de Orla, suspiró y fijó sus ojos límpidos en su rostro.
Orla se quedó perpleja ante tamaña libertad y la proximidad del animal la hizo sentirse incómoda. Deseó librarse de él y apenas logró resistir el impulso de levantarse de un salto y escapar de allí, pero no estaba segura de cómo reaccionaría el perro y creyó recordar vagamente, según lo poco que sabía sobre animales, que un movimiento brusco podía desencadenar en ellos una conducta imprevisible.
Con mucha cautela, alargó la mano y le dio unas palmaditas en el hocico.
–Vamos... –dijo, como si se dirigiera a un chiquillo molesto–, vete. Pórtate bien y aléjate.
Se había propuesto quitarse de encima la cabeza del animal, pero la sensación de pasar la mano por el pelaje de éste le resultó agradable. Percibió bajo sus dedos el calor de la fuerza vital del animal, en marcado contraste con la frialdad del banco de mármol en el que estaba sentada. Y, cuando le acarició la testuz, el perro meneó el rabo y sus apacibles ojos pardos parecieron iluminarse.
De pronto, Orla sintió lástima de él.
–Estás solo –murmuró, frotándole las orejas sedosas con ambas manos–. Echas de menos a tu amo patryn, supongo. Aunque tienes a Alfred, él no es tuyo en realidad, ¿verdad? No – ñadió con un suspiro–, Alfred no es tuyo, en realidad.
»Ni mío, ya que estamos en ello. Entonces ¿por qué me preocupo por él? No significa nada para mí; no puede significar nada.
Orla permaneció allí sentada sin dejar de acariciar al animal, un oyente atento, silencioso y paciente que le sacó más de lo que ella tenía intención de revelar.
–Tengo miedo por él –murmuró, con un acusado temblor en la mano posada sobre la cabeza del perro–. ¿Por qué, por qué tuvo que ser tan estúpido? ¿Por qué no podía conformarse con vivir en paz? ¿Por qué tenía que terminar como los otros? No... –suplicó en un susurro–, como los otros, no. ¡Que no termine como los otros!
Cogió la cabeza del perro en su mano, la sostuvo por la mandíbula inferior y observó aquellos ojos inteligentes que parecían entenderla.
–Tienes que avisarle. Dile que olvide lo que ha leído, dile que no merece la pena...
–Me parece que cada vez te gusta más ese animal... –dijo la voz de Samah en tono acusador.
Orla dio un respingo y se apresuró a retirar la mano. El perro lanzó un gruñido. La mujer se puso en pie con aire digno, apartó al animal e intentó limpiar las babas de éste de su vestido.
–Me da lástima –repuso.
–Te da lástima su dueño –replicó Samah.
–Sí, es verdad –declaró ella, molesta con su tono de voz–. ¿Te parece mal, Samah?
El Consejero contempló a su esposa con rostro sombrío; luego, de pronto, su expresión ceñuda se relajó y movió la cabeza con gesto de cansancio y hastío.
–No, esposa. Es muy encomiable por tu parte. Soy yo quien debe disculparse. No..., no he sabido controlarme.
Pese a sus disculpas, Orla siguió sintiéndose molesta y mantuvo su actitud distante.
Samah le dirigió una fría reverencia y dio media vuelta dispuesto a marcharse. La mujer observó las arrugas de fatiga de su rostro, sus hombros hundidos de cansancio, y la asaltó un sentimiento de culpa. Alfred era culpable de lo que se lo acusaba; no tenía excusa. Samah tenía innumerables problemas en la cabeza, graves cargas que soportar.
Su pueblo estaba en peligro; un peligro muy real, como era la existencia de aquellas serpientes dragón. Y, ahora, esto...
–Esposo mío –dijo, pues, compungida–, lo siento. Perdóname por ser una carga más para ti, en lugar de ayudarte a soportar las que ya tienes.
Avanzó unos pasos, alargó las manos y, pasándolas sobre los hombros de Samah, comenzó a acariciarlos. Sentía bajo las yemas de sus dedos el calor de su fuerza vital, como había experimentado con el perro. Y deseó que él se volviera, la tomara en sus brazos y la estrechara con fuerza. Deseó que Samah le transmitiera parte de su fortaleza, o que tomara parte de esa fortaleza de ella.
–Esposo mío... –musitó de nuevo, y se apretó más contra él.
Samah se apartó. Tomó las dos manos de Orla entre las suyas, juntó las palmas y depositó un beso, ligero y frío, en las yemas de sus dedos.
–No hay nada que perdonar, esposa mía. Tenías derecho a hablar en defensa de ese hombre. La tensión nos afecta a los dos.
Le soltó las manos.
Orla las mantuvo extendidas hacia él un momento más, pero Samah fingió no verlo.
Lentamente, ella las dejó caer a los costados. Su diestra encontró allí al perro, apretado contra su rodilla, y empezó a rascarle detrás de la oreja sin darse cuenta de lo que hacía.
–La tensión... Sí, supongo que es eso. –Respiró profundamente, para disimular un suspiro–. Esta mañana te has marchado muy temprano. ¿Ha habido más noticias de los mensch?
–Sí. –Samah paseó la mirada por el jardín, sin dirigirla en ningún momento a su esposa–. Según los delfines, las serpientes dragón han reparado las naves de los mensch. Éstos han celebrado una reunión conjunta de las tres razas y han decidido zarpar hacia aquí. No cabe duda de que traen intenciones bélicas.
–¡Oh, seguro que no...! –empezó a decir Orla.
–¡Seguro que sí! Seguro que proyectan atacarnos –la interrumpió Samah, impaciente– . Son mensch, ¿verdad? ¿Cuándo, en toda su sangrienta historia, han resuelto esas gentes un problema como no sea mediante la fuerza de la espada?
–Tal vez hayan cambiado.
–Los dirige ese patryn, las serpientes dragón están de su parte... Dime, esposa mía, ¿qué crees tú que se proponen? Ella prefirió no hacer caso de su sarcasmo.
–¿Tienes algún plan, esposo?
–Sí, lo tengo. Y pienso exponerlo ante el Consejo –añadió Samah con un énfasis que tal vez era inconsciente, o tal vez deliberado.
Orla se sonrojó ligeramente y no dijo nada. En otro tiempo, su esposo habría discutido el plan con ella antes de presentarlo al Consejo. Pero ya no. No había vuelto a hacerlo desde antes de la Separación.
¿Qué había sucedido entre ellos? Orla intentó recordarlo. ¿Qué había dicho? ¿Qué había hecho? ¿Y cómo era posible, se preguntó desolada, que ahora estuviera repitiéndolo todo?
–En esa reunión del Consejo, solicitaré una votación para adoptar una decisión definitiva sobre el destino de tu «amigo» –añadió Samah.
De nuevo, aquel tono sarcástico. Orla experimentó un escalofrío y mantuvo la mano apoyada en el perro para que no se apartara de su lado.
–¿Qué crees tú que le sucederá? –preguntó, fingiendo indiferencia.
–Eso depende del Consejo. Yo expresaré mi recomendación.
Samah empezó a marcharse.
Orla avanzó unos pasos y le tocó el brazo. Notó que él lo retiraba, rehuyendo el contacto. Sin embargo, cuando se volvió a mirarla, su expresión era agradable, paciente.
Quizá sólo había imaginado aquella reacción, se dijo.
–¿Sí, esposa?
–Con él no será como..., como con los otros, ¿verdad? –murmuró con un titubeo.
Samah entrecerró los ojos.
–Eso lo ha de decidir el Consejo.
–Lo que hicimos hace tanto tiempo no..., no estuvo bien, esposo. –Orla lo dijo con determinación–. No estuvo bien.
–¿Significa eso que me desafiarías? ¿Que desafiarías la decisión del Consejo? ¿O tal vez ya lo has hecho?
–¿A qué te refieres? –inquirió Orla, desconcertada.
–No todos los que enviamos llegaron a su destino. El único modo de que pudieran haber escapado a su sino era conocerlo con antelación. Y los únicos que estaban en posesión de tal conocimiento eran los miembros del Consejo...
–¡Cómo te atreves a insinuar...! –replicó Orla, indignada. Samah no la dejó terminar.
–Ahora no tengo tiempo para eso. El Consejo se reúne dentro de una hora. Te sugiero que devuelvas el animal a su cuidador y le digas a Alfred que prepare su defensa. Por supuesto, tendrá ocasión de exponer sus argumentos.
El Consejero abandonó el jardín en dirección al edificio del Consejo. Orla, perpleja y preocupada, lo siguió con la mirada y vio a Ramu salir a su encuentro. Vio que los dos intercambiaban comentarios con gesto grave y vehemente.
–Vamos –dijo y, con un suspiro, condujo de nuevo al perro hasta Alfred.
Orla entró en la cámara del Consejo llena de decisión, en actitud desafiante. Estaba dispuesta a luchar como debería haber hecho en otra ocasión. No tenía nada que perder.
Samah la había acusado, prácticamente, de complicidad.
Se preguntó qué la había detenido, en aquella otra ocasión, pero conocía muy bien la respuesta, por mucho que la avergonzara reconocerlo.
El amor a Samah. Un último intento desesperado por asirse a algo que nunca había poseído de verdad. «Traicioné mis ideas –se dijo–, traicioné a mi pueblo, para intentar asir con ambas manos un amor que nunca llegué, en realidad, más que a rozar con las yemas de los dedos.» Esta vez, lucharía. Esta vez, lo desafiaría.
Estaba bastante segura de poder convencer a los demás para que también desafiaran a Samah. Tenía la impresión de que varios miembros del Consejo no se sentían demasiado satisfechos con lo que habían hecho en el pasado. Si conseguía que venciesen su temor al futuro...
Los consejeros ocuparon su lugar en torno a la larga mesa de mármol. Cuando se hubieron presentado todos, entró Samah y tomó asiento en la silla presidencial.
Orla, que pensaba encontrar a un presidente del Consejo en actitud de juez severo, se sorprendió hasta el desconcierto al ver a Samah relajado, jovial y agradable. El hombre le dirigió lo que podía tomarse por una sonrisa de disculpa, acompañada de un encogimiento de hombros. Luego, inclinándose hacia ella, le cuchicheó:
–Lamento lo que te he dicho antes, esposa mía. No sé lo que me hago. He hablado a la ligera. Sé comprensiva conmigo.
Samah pareció aguardar su respuesta con cierta ansiedad. Orla le dirigió una sonrisa incierta.
–Acepto tu disculpa, esposo.
A Samah se le ensanchó la sonrisa y le dio unas palmaditas en el revés de la mano, como si dijera: «No te preocupes, querida. A tu amiguito no le sucederá nada».
Asombrada, perpleja, Orla no atinó a hacer otra cosa que apoyar la espalda en el respaldo de la silla y guardar silencio.
Alfred entró en la cámara, con el perro pegado a sus talones, y ocupó –otra vez– su lugar ante el Consejo. Orla no pudo evitar pensar en el aspecto tan desharrapado de Alfred: macilento, cargado de hombros, enfermizo. Lamentó no haber pasado más tiempo con él antes de la reunión, no haberle insistido para que se cambiara aquellas ropas mensch que producían una manifiesta irritación en los demás miembros del Consejo. Cuando había acudido a devolverle el perro, se había marchado a toda prisa aunque él había intentado detenerla. Estar con él la hacía sentirse incómoda. Los ojos límpidos y penetrantes de Alfred sabían bajarle la guardia y hurgar dentro de ella en busca de la verdad, igual que el hombre se había colado en la biblioteca. Y Orla no estaba preparada para dejarle ver la verdad que latía en su interior. No estaba preparada ni siquiera para verla ella misma.
–Alfred Montbank –Samah hizo una mueca al pronunciar el nombre mensch pero, al parecer, había cejado en sus esfuerzos por obligar a Alfred a revelar su nombre sartán–, has sido traído ante este Consejo para responder de dos acusaciones graves.
»La primera es la siguiente: que, voluntariamente y a conciencia, entraste en la biblioteca a pesar de que se habían colocado en la puerta unas runas que lo prohibían.
Esta falta la cometiste dos veces. En la primera ocasión –continuó Samah, aunque Alfred hizo ademán de querer intervenir–, declaraste que habías entrado por accidente.
Declaraste que el edificio despertó tu curiosidad y, al acercarte a la puerta, tuviste un..., hum..., un tropiezo y fuiste a caer en el interior. Una vez dentro, la puerta se cerró y, al no poder salir, te encontraste en la biblioteca propiamente dicha mientras buscabas otra salida. ¿Es cierto a grandes rasgos el testimonio que acabo de exponer?
–A grandes rasgos –respondió Alfred.
Tenía las manos juntas delante de él. No llegó a mirar directamente al Consejo, pero lanzó rápidos y repetidos vistazos en dirección a sus miembros. Era la viva imagen de la culpa, reflexionó Orla con desconsuelo.
–En esa ocasión, aceptamos esta explicación, te informamos por qué la biblioteca estaba prohibida a nuestro pueblo y nos olvidamos del asunto, confiando en que no habría necesidad de volver sobre él.
»Sin embargo, menos de una semana después, volviste a ser sorprendido en el mismo lugar. Lo cual nos lleva a la segunda y más grave acusación a la que te enfrentas: esta vez, se te acusa de entrar en la biblioteca deliberadamente y de una forma que indica que temías ser descubierto. ¿Es cierto esto último?
–Sí –respondió Alfred, pesaroso–. Me temo que sí. Y lo lamento, siento de veras haber causado todo este revuelo, cuando tenéis otras preocupaciones mucho más importantes.
Samah se echó hacia atrás en la silla, suspiró y se frotó los ojos con la mano. Orla lo observó con mudo asombro. Su esposo no era el juez estricto y terrible. Era el padre abatido, obligado a imponer un castigo a un hijo bienamado, aunque irresponsable.
–¿Quieres explicar al Consejo, hermano, por qué has desafiado nuestra prohibición?
–¿Os importa si cuento algo de mí mismo? –preguntó Alfred–. Quizás os ayude a comprender...
–No, no, hermano. Adelante, por favor. Tienes derecho a decir lo que te plazca ante el Consejo.
–Gracias. –Alfred ensayó una débil sonrisa–. Yo nací en Ariano, y fui uno de los últimos niños sartán que vio la luz en dicho mundo. Eso fue muchos cientos de años después de la Separación, después de que os sumierais en el Sueño. Las cosas no iban demasiado bien para nosotros en Ariano. Nuestra población disminuía. No nacían niños y los adultos morían prematuramente, sin razón aparente. Entonces ignorábamos la causa, aunque quizás ahora ya la conozca... –añadió en voz muy baja, casi para sí mismo–.
De todos modos, no es eso lo que nos ha traído aquí...
»Para los sartán, la vida en Ariano era terriblemente difícil. Había mucho que hacer y no éramos suficientes para encargarnos de todo. Las poblaciones mensch crecían en número rápidamente y progresaban en conocimientos mágicos y en habilidades mecánicas. Llegaron a ser demasiados para que pudiéramos controlarlos. Y ahí, creo, estuvo nuestro error. No nos contentábamos con advertir o aconsejar, con ofrecer nuestra sabiduría. Queríamos controlarlos y, como no podíamos, los abandonamos a su suerte y nos retiramos bajo tierra. Teníamos miedo.
«Nuestro Consejo decidió que, en vista de que quedábamos tan pocos, debíamos poner a algunos de nuestros jóvenes en un estado mágico de animación suspendida, para que fueran devueltos a la vida en algún momento del futuro en que, esperábamos, la situación hubiera mejorado. Confiábamos en que, para entonces, habríamos establecido contacto con los otros tres mundos.
«Fuimos muchos los que nos presentamos voluntarios para ocupar las cámaras de cristal. Yo estaba entre ellos. Era un mundo y una vida que no me dio ninguna lástima abandonar – ñadió en un murmullo.
»Por desgracia, fui el único en volver a despertar.
Samah, que había dado la impresión de estar escuchando sólo a medias, con una expresión paciente e indulgente, se sentó muy erguido en su asiento al escuchar esto último y frunció el entrecejo. Los demás miembros del Consejo intercambiaron unos comentarios en voz baja. Orla percibió la angustia y la amarga soledad de aquella época reflejadas en el rostro de Alfred, y notó que el corazón se le encogía de pena.
–Cuando desperté –prosiguió el sartán de Ariano–, descubrí que todos los demás, todos mis hermanos y hermanas, estaban muertos. Me encontraba solo en un mundo de Referencia al desconcertante y aterrador descubrimiento de que, en Abarrach, los muertos eran devueltos a la vida, según se cuenta en El Mar de Fuego, vol. de El ciclo de la Puerta de la Muerte. Existe la hipótesis de que, para devolver a una persona a la vida cuando no le corresponde, otra ha de morir antes de su hora.
mensch. Tuve miedo, un miedo terrible. Temí que los mensch descubrieran quién era, averiguaran mis poderes mágicos e intentaran obligarme a utilizarlos para ayudarlos en sus ambiciones.
»Al principio, me oculté de ellos. Viví..., no sé cuántos años, en el mundo subterráneo al que nos habíamos retirado los sartán hacía tanto tiempo. No obstante, en las escasas ocasiones en que visité a los mensch de los mundos superiores, no pude dejar de observar las cosas terribles que estaban sucediendo, y descubrí que estaba deseando ayudarlos. Sabía que podía hacerlo y se me ocurrió que eso era lo que se suponía que debíamos hacer los sartán: ayudarlos. Empecé a pensar que era egoísta por mi parte ocultarme cuando podía, en alguna pequeña medida, contribuir a enderezar las cosas.
Pero, como de costumbre, parece que lo único que he logrado es empeorarlo todo.
Samah se revolvió en su asiento, algo inquieto.
–Realmente, tu historia es trágica, hermano, y lamentamos mucho haber perdido a tantos de los nuestros en Ariano, pero gran parte de lo que acabas de contar ya lo conocíamos y no veo que...
–Sé comprensivo conmigo, Samah, te lo ruego –lo interrumpió Alfred con un aire de serena dignidad que le resultaba, pensó Orla, muy favorecedor–. Todo ese tiempo que pasé entre los mensch, tuve en mi recuerdo a mi gente. Echaba de menos a los míos y me daba cuenta, para mi pesar, de que había sido poco considerado con ellos. Había prestado atención a sus historias del pasado, pero no la suficiente. Nunca me había interesado el tema, nunca había inquirido acerca de él. Comprendí que sabía muy poco sobre los sartán, y menos aún sobre la Separación. Y anhelé saber más, profundizar en ese conocimiento. Aún hoy sigo deseándolo. –Alfred miró a los miembros del Consejo con una súplica melancólica en los ojos–. ¿Comprendéis lo que os digo? Quiero saber quién soy, por qué estoy aquí, qué se espera de mí...
–Todas ésas son preguntas propias de los mensch –respondió Samah en tono de reproche–. Un sartán no se las plantea. Un sartán sabe por qué existe, conoce su propósito en la vida y actúa movido por este conocimiento.
–Estoy seguro de que, si no hubiera pasado tanto tiempo en soledad, nunca me habría visto obligado a plantearme estos interrogantes –replicó Alfred–. Pero no tenía a nadie a quien acudir. –Alfred estaba ahora muy erguido; había abandonado su actitud sumisa, débil y encogida de respetuoso temor. La justicia de su causa le daba fuerzas–. Y, por lo que leí en la biblioteca, parece que hubo otros que se hicieron esas mismas preguntas antes que yo. Y que encontraron respuestas...
Varios miembros del Consejo cruzaron miradas inquietas entre ellos; luego, todos los ojos se volvieron a Samah.
El presidente del Consejo tenía una expresión grave y entristecida, no enfadada.
–Ahora te comprendo mejor, hermano. Ojalá hubieras confiado en nosotros lo suficiente como para habernos contado antes todo esto.
Alfred se sonrojó, pero no bajó la vista a las puntas de sus zapatos, como solía. La mantuvo fija en Samah, firme y penetrante, con aquella mirada límpida que a menudo había perturbado a Orla.
–Permite ahora que te describa nuestro mundo, hermano –continuó el Gran Consejero, al tiempo que se inclinaba hacia adelante sobre la mesa y acercaba las manos hasta poner en contacto las yemas de los dedos–. La Tierra, se llamaba. Una vez, hace muchos miles de años, estaba dominado exclusivamente por humanos pero éstos, consecuentes con su naturaleza belicosa y destructiva, desencadenaron una guerra espantosa entre ellos mismos. Esta guerra no destruyó el mundo, como tantos habían temido y pronosticado, pero lo transformó irremisiblemente. Según dicen, nuevas razas nacieron de aquel cataclismo de humo y ruego. Yo dudo que eso sea cierto. Mi opinión es que tales razas habían existido siempre, pero habían permanecido ocultas en las sombras a la espera de que amaneciera un nuevo día.
Referencia a las aventuras de Alfred con el pequeño Bane y el asesino Hugh la Mano, y a sus primeros encuentros con Haplo, contadas en Ala de Dragón, vol. de El ciclo de la Puerta de la Muerte.
»Se supone que la magia llegó entonces al mundo, aunque todos sabemos que esta fuerza ancestral ha existido desde el principio de los tiempos. Y también la magia esperaba ese nuevo amanecer.
»A lo largo de los siglos, en ese mundo habían existido numerosas religiones, pues los mensch eran muy dados a volcar todos sus problemas y frustraciones en el regazo de algún nebuloso e intangible Ser Supremo. Tales dioses eran numerosos y variados, caprichosos y siempre invisibles. Y exigían que su existencia fuera aceptada por la fe, y sólo por ésta. Así pues, no es de extrañar que, cuando los sartán llegamos al poder, los mensch los abandonaran y pasaran a venerarnos a nosotros, seres de carne y hueso que promulgábamos leyes estrictas que resultaban buenas y justas.
«Todo habría ido bien de no ser porque nuestros adversarios, los patryn, empezaron a ejercer su influencia al mismo tiempo que nosotros. Muchos mensch, movidos a confusión, empezaron a seguir a los patryn, quienes recompensaron a sus esclavos con poderes y riquezas obtenidos a expensas de otros.
»Combatimos a nuestro enemigo, pero la batalla resultó disputada. Los patryn son sutiles y tramposos. Por ejemplo, ninguno de ellos se coronaba nunca monarca de un reino. Ese cargo lo dejaban a los mensch, pero junto a este monarca siempre se podía encontrar a un patryn que actuaba como «consejero» o como «asesor».
–En cualquier caso –intervino Alfred sin aspavientos–, por lo que he leído, los sartán también solían actuar en tales cargos...
Samah torció el gesto al captar la insinuación.
–¡Nosotros los asesorábamos de verdad! Les ofrecíamos consejo, guía y sabiduría.
Nosotros no usábamos nuestro cargo para usurpar tronos y para reducir a los mensch a poco más que títeres. Nosotros pretendíamos enseñar, elevar, corregir...
–Y, si los mensch no seguían vuestro consejo –apuntó Alfred en voz baja y con una gran firmeza en sus ojos claros–, los castigabais, ¿no es eso?
–Es responsabilidad de los padres corregir al hijo que ha sido descuidado o imprudente. ¡Por supuesto que hacíamos ver a los mensch los errores que cometían!
¿Cómo, si no, iban a aprender?
–Pero ¿y el libre albedrío? –Alfred, apasionado e impulsivo, avanzó unos pasos hacia Samah–. ¿Y la libertad de escoger por sí mismos, de tomar sus propias decisiones?
¿Quién nos dio derecho a decidir el destino de otros?
Hablaba con fluidez, gravedad y confianza. Se movía con elegancia y con gracia. Orla se emocionó al escucharlo, pues Alfred estaba haciendo en voz alta las preguntas que ella se había hecho a menudo en el corazón.
El Gran Consejero aguantó en silencio la andanada, frío e insensible. Dejó que las palabras de Alfred pendieran en la atmósfera callada y tensa de la estancia y, al cabo de unos instantes, respondió a ellas con estudiada calma.
–¿Acaso un niño puede educarse a sí mismo, hermano? No, claro que no. Necesita que sus padres lo nutran, le enseñen, lo guíen...
–Los mensch no son nuestros hijos –replicó Alfred con irritación–. ¡Nosotros no los creamos, no los llevamos a ese mundo! ¡No teníamos ni tenemos derecho a gobernar sus vidas!
–¡No intentábamos gobernarlos! –Samah se puso en pie. Su mano se posó sobre la mesa como si se dispusiera a descargar un golpe sobre ella, pero se controló–. Les permitíamos actuar por su cuenta, aunque a menudo contemplábamos sus acciones con profunda pena y tristeza. Eran los patryn quienes se proponían someter y gobernar a los mensch. ¡Y lo habrían conseguido, de no ser por nosotros!
»En la época de la Separación, el poder de nuestros enemigos se hacía cada vez más fuerte. Más y más gobiernos habían caído bajo su dominio. El mundo estaba envuelto en guerras, raza contra raza, nación contra nación. Quienes nada tenían sólo buscaban degollar a quienes lo poseían todo. No había habido nunca una era tan oscura, y parecía que lo peor aún estaba por llegar.
Una historia más completa de los patryn aparece en El Mar de Fuego, vol. de El ciclo de la Puerta de la Muerte.
»Y entonces fue cuando los patryn consiguieron descubrir nuestro punto débil.
Mediante viles trucos y su magia, convencieron a algunos de los nuestros que ese nebuloso Ser Supremo, al que incluso los mensch habían dejado ya de venerar, existía realmente.
Alfred intentó intervenir, pero Samah levantó una mano.
–Déjame continuar, por favor –dijo. Hizo una breve pausa y se llevó los dedos a la frente, como si le doliera. Tenía el rostro ojeroso, con una expresión de cansancio. Con un suspiro, volvió a ocupar su asiento y contempló de nuevo a Alfred–. No culpo a quienes cayeron víctimas de este engaño, hermano. Todos, en un momento u otro, anhelamos descansar nuestra cabeza en el pecho de alguien más fuerte y más sabio que nosotros; todos deseamos delegar toda responsabilidad en un Ser Todopoderoso y Omnisciente. Y tales sueños y deseos son agradables, pero luego debemos despertar a la realidad.
–Y ésa era vuestra realidad. –Alfred contempló a los presentes con lástima y continuó, con una voz apagada por la pena–: Dime si me equivoco. Los patryn se hacían cada vez más fuertes mientras los sartán se dividían en facciones. Algunos empezaban a negar su condición divina, dispuestos a seguir aquella nueva visión. Y amenazaban con llevarse a los mensch con ellos. Os visteis a punto de perderlo todo.
–No te equivocas –murmuró Orla.
Samah le dirigió una mirada colérica que su esposa percibió, aun sin verla. Sus ojos estaban fijos en Alfred.
–Seré indulgente contigo, hermano –dijo el Gran Consejero–. Tú no estabas allí y no puedes comprender lo que sucedía.
–Claro que comprendo –replicó Alfred con voz clara y firme. Ahora, su porte era erguido y distinguido. Casi resultaba atractivo, pensó Orla–. Por fin, después de tanto tiempo, consigo entender, ¿De quién teníais miedo, en realidad? –Su mirada recorrió uno por uno a los miembros del Consejo–. ¿De los patryn? ¿O más bien temíais la verdad, el conocimiento de que no erais la fuerza que movía el universo, de que en realidad no erais mejores que los mensch a quienes siempre habíais despreciado? ¿No es eso lo que realmente os asustaba? ¿No fue ésa la razón por la cual destruisteis el mundo, con la esperanza de destruir con él esa verdad?
Las palabras de Alfred resonaron en el silencio de la sala.
Orla contuvo la respiración. Ramu, con el rostro sombrío de rabia contenida, dirigió una mirada inquisitiva a su padre como si le pidiera permiso para hacer o decir algo. El perro, que se había dejado caer en el suelo a los pies de Alfred para dormitar mientras se desarrollaba el tedioso parlamento, se incorporó de pronto y volvió los ojos a un lado y a otro, percibiendo algo amenazador.
Samah hizo un ligero gesto de negativa con la mano y su hijo, a regañadientes, volvió a ocupar su asiento. Los demás Consejeros pasaron la vista de Samah a Alfred y de nuevo al presidente del Consejo. Y fueron varios los que menearon la cabeza con ademán incómodo.
Samah miró fijamente a Alfred y no dijo nada.
En la sala creció la tensión.
Alfred parpadeó repetidamente y, de pronto, pareció darse cuenta de lo que estaba diciendo. Al instante, empezó a flaquear, como si la energía que acaba de exhibir lo estuviera abandonando.
–Lo siento, Samah. No pretendía... –Alfred dio un paso atrás, encogiendo los hombros, y tropezó con el perro.
El Consejero se puso en pie bruscamente, abandonó su asiento, rodeó la mesa y avanzó hasta llegar junto a Alfred. El perro soltó un gruñido, con las orejas aplastadas contra el cráneo y los dientes al descubierto, y movió lentamente el rabo de un lado a otro.
–¡Quieto! –le cuchicheó Alfred con aire desconsolado.
Samah alargó la mano y Alfred se encogió aún más, como si esperara un golpe. Pero lo que hizo el Gran Consejero fue pasar el brazo por los hombros de su adversario en el debate.
–Muy bien, hermano –dijo en tono amable y bondadoso–, ¿no te sientes mejor ahora?
Por fin nos has abierto tu corazón. Por fin has confiado en nosotros. Reflexiona y dime si no habría sido mucho mejor que acudieras desde el principio a mí, a Ramu, a Orla o a cualquier otro miembro del Consejo para exponernos estas dudas y estos problemas.
Ahora, finalmente, podemos ayudarte.
–¿De veras? –Alfred lo miró fijamente.
–Sí, hermano. Al fin y al cabo, eres un sartán. Eres uno de nosotros.
–Yo... lamento mucho haber irrumpido de esa manera en la biblioteca –balbuceó Alfred–. Obré mal, lo sé. Y estoy aquí para disculparme. Yo no..., no sé qué me ha pasado para decir todas esas otras cosas...
–El veneno te ha estado emponzoñando las entrañas durante mucho tiempo. Ahora que lo has expulsado, la herida curará.
–Eso espero –respondió él, aunque parecía escéptico–. Eso espero. – Exhaló un suspiro y bajó la vista al suelo–. ¿Qué haréis conmigo?
–¿Hacerte? –Samah puso cara de sorpresa–. ¡Ah! ¿Te refieres a si te impondremos alguna sanción? Mi querido Alfred, ya te has castigado a ti mismo más de lo que exige tu infracción de las normas. El Consejo acepta tus disculpas. Y, cuando te apetezca utilizar la biblioteca, sólo tienes que pedirnos la llave a mí o a Ramu. Me parece que te resultará muy beneficioso estudiar la historia de nuestro pueblo.
Alfred lo miró, boquiabierto, incapaz de articular palabra de puro desconcierto.
–El Consejo tiene que tratar ahora ciertos asuntos menores –continuó Samah rápidamente, al tiempo que retiraba la mano de los hombros de Alfred–. Toma asiento entre nosotros; no tardaremos en atender nuestras obligaciones y luego podremos marcharnos.
A un gesto de su padre, sin decir una palabra, Ramu acercó una silla a Alfred. Éste se derrumbó en ella y permaneció allí encogido, enervado, aturdido.
Samah volvió a su asiento y empezó a exponer algunos asuntos triviales que bien podrían haber esperado. Los demás miembros del Consejo, visiblemente incómodos e impacientes por terminar la reunión, no le prestaban atención.
El Gran Consejero continuó hablando con voz paciente y calmosa. Orla observó a su esposo, contempló el destello de inteligencia de su rostro firme y atractivo, y cayó en la cuenta de la habilidad y la maestría con las que estaba manipulando al Consejo. Samah había logrado ganarse la voluntad del pobre Alfred. Ahora, de forma lenta y firme, estaba recuperando la lealtad y la confianza de sus seguidores. Los miembros del Consejo empezaron a tranquilizarse bajo la influencia de la voz relajante de su líder. Incluso se oyeron unas risas tras una pequeña broma.
«Cuando salgan de aquí –pensó Orla–, la voz que tendrán en sus oídos será la de Samah. Habrán olvidado la de Alfred. Es extraño, pero hasta hoy no había advertido la forma en que nos manipula.
»Pero en adelante será "los", no "nos". Conmigo, ya no lo hará más.» Nunca más.
La reunión concluyó por fin.
Alfred, sumido en sus atormentados pensamientos, no escuchó nada de lo que se decía. Sólo salió de su ensimismamiento cuando los presentes empezaron a marcharse.
Samah se puso en pie. Los restantes Consejeros estaban ya relajados y de buen humor. Le dirigieron una reverencia, se despidieron unos de otros con idéntico gesto (de Alfred, no; a Alfred no le prestaron la menor atención) y abandonaron la sala.
Alfred se incorporó, tambaleándose.
«Creía tener la respuesta... –dijo para sí– pero se me ha ido de la cabeza. ¿Cómo ha podido borrarse tan de repente? Tal vez estaba equivocado. Tal vez la visión fue un truco de Haplo, como dijo Samah.» –He observado que nuestro invitado parece terriblemente cansado, esposa mía – estaba diciendo Samah–. ¿Por qué no lo llevas de vuelta a nuestra casa y te ocupas de que descanse y coma algo?
Todos los miembros del Consejo habían abandonado ya el lugar. Sólo Ramu permanecía junto a su padre.
Orla tomó del brazo a Alfred.
–¿Te encuentras bien?
Él aún se sentía aturdido; lo recorrió un estremecimiento y trastabilló.
–Sí, sí –respondió vagamente–. Pero creo que me convendría descansar un poco. Si pudiera volver a mi habitación y..., y acostarme...
–Desde luego –asintió Orla, preocupada–. ¿Vienes con nosotros, esposo? –preguntó, volviéndose hacia Samah.
–No, todavía no, querida. Tengo que hablar con Ramu sobre esas pequeñas cuestiones que acaba de votar el Consejo. Adelántate con Alfred. Yo llegaré a tiempo para la cena.
Alfred dejó que Orla lo condujera hacia la puerta. Casi habían dejado atrás la Cámara del Consejo cuando advirtió que el perro no lo seguía. Volvió la vista buscando al animal, pero al principio no lo vio. Luego distinguió la punta del rabo, que asomaba debajo de la gran mesa del Consejo.
Se le ocurrió entonces un pensamiento inoportuno. Haplo había entrenado a su perro para actuar como espía. A menudo le había ordenado quedarse, sin despertar sospechas, cerca de alguien cuyas palabras llegaban al patryn a través de los oídos del animal. En aquel instante, Alfred comprendió que el perro estaba ofreciéndose a prestarle el mismo servicio a él. Se quedaría con Ramu y Samah para escuchar lo que conversaran.
–¿Alfred? –inquirió Orla.
El sartán dio un respingo, asaltado por el sentimiento de culpa. Se volvió en redondo, no vio lo que tenía delante y se dio de bruces con el marco de la puerta.
–¡Alfred...! ¡Oh, vaya! ¿Qué has hecho? ¡Te sangra la nariz!
–Creo que he tropezado con la puerta.
–Echa la cabeza hacia atrás. Entonaré una runa curativa...
Alfred se estremeció de nuevo. «¡Debería llamar al perro! –se dijo–. No debería tolerar jamás una cosa así. Soy peor que Haplo. El patryn espiaba a los extraños; yo me dispongo a hacerlo a mi propia gente. Sólo tengo que pronunciar una palabra, llamarlo, y el perro acudirá a mi lado.» Miró atrás.
–Perro... –empezó a decir.
Samah lo contemplaba con irónico desdén. Ramu, con hastío. Pero los dos observaban.
–¿Qué dices del perro? –inquirió Orla con aire inquieto. Alfred cerró los ojos y suspiró.
–Nada. Sólo que..., que lo he mandado a casa.
–... Donde tú deberías estar ya –apuntó ella.
–Sí. Ya estoy dispuesto.
Apenas había llegado a la puerta exterior de la sala del Consejo cuando oyó, a través de los oídos del perro, que padre e hijo se ponían a hablar.
–Ese hombre es peligroso –dijo la voz de Ramu.
–Sí, hijo mío. Tienes razón. Es muy peligroso. Por eso no debemos volver a relajar ni por un instante nuestra vigilancia sobre él.
–¿Eso opinas? Entonces ¿por qué lo has dejado marchar? Deberíamos hacer con él lo que hicimos con los demás.
–Ahora no podemos. Los demás miembros del Consejo, y en especial tu madre, no lo tolerarían nunca. Todo esto es parte de su astuto plan, por supuesto. Dejémosle creer que nos ha engañado. Dejemos que se relaje, que se crea a sus anchas, libre de sospechas.
–¿Una trampa?
–Sí –respondió Samah, complacido–. Una trampa para atraparlo in fraganti mientras nos traiciona con ese patryn amigo suyo. Entonces tendremos suficientes pruebas para convencerlos a todos, incluso a tu madre, de que ese sartán con nombre mensch intenta provocar nuestra ruina.
Apenas hubo salido de la Cámara del Consejo, Alfred se dejó caer en un banco próximo.
–Tienes un aspecto terrible –comentó Orla–. Tal vez te has roto la nariz. ¿Te sientes débil? Si no te crees capaz de caminar, puedo...
–Orla... –Alfred alzó la vista hacia ella–. Sé que te va a parecer una muestra de ingratitud por mi parte, pero ¿podrías, por favor, dejarme solo?
–No, imposible. Yo...
–Por favor. Necesito estar solo –insistió él con suavidad.
Orla lo estudió de arriba abajo. Luego dio media vuelta y miró hacia la sala del Consejo. Contempló el interior en sombras con fijeza, como si pudiera ver lo que sucedía dentro. Tal vez podía. Tal vez, aunque sus oídos no captaban las voces del interior de la cámara, su corazón sí las escuchaba. Su expresión se hizo grave y triste.
–Lo siento –murmuró, y se alejó.
Alfred emitió un gemido y hundió el rostro entre sus temblorosas manos.
CAPÍTULO 8
PHONDRA CHELESTRA
Los acontecimientos se han precipitado sobre nosotros como peñascos caídos de la cima de la montaña. Algunos parecían que iban a aplastarnos, pero hemos sabido ponernos a cubierto y, así, sobrevivir.
Pasamos varios días más en Phondra, pues teníamos que planificar muchísimas cosas, como bien podéis imaginar. Fue preciso concretar numerosos detalles: cuánta gente viajaría en cada cazador del sol, qué podía cada uno llevar consigo y qué no, cuánta agua y comida sería necesaria para el trayecto y multitud de otros factores que no me molestaré en enumerar aquí. Bastante tuve con los apuros que pasé para solucionarlos.
Finalmente, fuimos autorizadas a asistir a las reuniones reales. Fue un momento de tremendo orgullo para nosotras.
Durante la primera reunión, Alake y yo nos concentramos en mostrarnos serias, solemnes e interesadas. Prestamos estricta atención a cada palabra y ofrecimos nuestra opinión con presteza, pese a que nadie nos la pidió.
Sin embargo, la tarde siguiente, mientras mi padre y Dumaka se dedicaban a dibujar en el suelo –por sexta vez– un diagrama de uno de los cazadores de sol para determinar cuántos toneles de agua podían almacenarse de forma segura en la bodega, Alake y yo empezamos a descubrir que ser monarca es, en palabras de mi amiga, un real fastidio.
Allí estábamos, sin poder movernos de la cabaña de reuniones, calurosa y mal ventilada, obligadas a escuchar la perorata interminable de Eliason sobre las virtudes del aceite de pescado y por qué los elfos consideraban de absoluta necesidad llevar varios barriles de él. En el exterior (podíamos observarlo claramente a través de las rendijas de las paredes de troncos) estaban sucediendo las cosas más interesantes.
La aguda vista de Alake distinguió a Haplo deambulando inquieto por el campamento.
Devon lo acompañaba. Nuestro amigo elfo se había recuperado casi por completo de su accidente. Las heridas del cuello estaban curando y, salvo una voz terriblemente cascada, volvía a ser el mismo de antes. (Bueno, casi. Supongo que nunca volverá a ser el Devon alegre y despreocupado que conocimos, pero también supongo que ninguno de los demás volverá a ser igual.)
Devon pasaba la mayor parte del tiempo con Haplo. No parecían hablar gran cosa, pero daba la impresión que los dos se sentían a gusto en compañía del otro. Resulta difícil saber en qué está pensando Haplo. Por ejemplo, durante los últimos días se había mostrado de muy mal humor, lo cual era extraño si se tenía en cuenta que todo se desarrollaba como él había deseado. A pesar de ello, tuve la clara sensación de que estaba impaciente, ansioso por partir y harto de retrasos.
Los estaba observando desde la cabaña –mientras pensaba, compungida, que si Alake y yo hubiéramos estado fuera espiando, como de costumbre, ya haría mucho rato que nos habríamos marchado (¡o que nos habríamos quedado dormidas!)–, cuando vi que Haplo se detenía de pronto y se volvía en dirección al lugar de la reunión. Tenía una expresión torva y furiosa. Cambiando bruscamente de dirección, casi arrollando al sorprendido elfo, Haplo se encaminó hacia la puerta de la cabaña.
Me desperecé, pues tuve la impresión de que muy pronto iba a suceder algo. Alake también lo había visto acercarse y se apresuró a alisarse el cabello y arreglarse los Las páginas que siguen en el diario de Grundle relatan hechos que ya han quedado expuestos con anterioridad y dado que, con una excepción, se corresponden fielmente con el relato de Haplo, prescindiremos de ellas. La excepción es el intento de suicidio de Devon, que la enana describe como «el accidente mientras recogía frutos de azúcar». Es interesante observar que, incluso en su propio diario privado, Grundle perpetúa lealmente el equívoco.
pendientes. Se irguió en el asiento y fingió un profundo interés por el tema del aceite de pescado, cuando apenas un momento antes se le caían los párpados y hacía esfuerzos por no bostezar. Era para partirse de risa. De hecho, no pude contener una carcajada, y mi madre me lanzó una severa mirada de reproche.
El guardián de la puerta entró, pidió excusas por la interrupción y anunció que Haplo tenía algo que exponer. Por supuesto, fue acogido gustosamente (había sido invitado a asistir a las reuniones, pero había tenido el buen sentido de no acudir).
Haplo empezó diciendo que esperaba que estuviéramos haciendo progresos y nos recordó de nuevo que no teníamos mucho tiempo. Me pareció que su mirada, cuando lo dijo, era sombría.
–¿De qué os ocupáis ahora? –preguntó, dirigiendo la vista al diagrama dibujado en el suelo.
Ninguno de los presentes parecía dispuesto a responder, de modo que lo hice yo.
–Del aceite de pescado.
–Del aceite de pescado... –repitió él–. Cada día que pasa, los sartán se hacen más fuertes, vuestro sol se aleja más... ¡y vosotros seguís aquí sentados tan tranquilos, hablando del aceite de pescado!
Nuestros padres parecían avergonzados. Mi padre bajó la cabeza y se acarició la barba, pensativo. Mi madre exhaló un sonoro suspiro. Las pálidas mejillas de Eliason se ruborizaron por un instante y el elfo empezó a decir algo, tartamudeó y volvió a callarse.
–Dejar nuestra patria resulta difícil –dijo finalmente Dumaka, sin apartar los ojos del diagrama de la embarcación.
Al principio no entendí qué tenía que ver aquello con el aceite de pescado, pero luego caí en la cuenta de que todas aquellas discusiones y rectificaciones sobre pequeños detalles no eran sino la manera que tenían nuestros padres de retrasar lo inevitable, de negarse a aceptar lo que se aproximaba. Sabían que tenían que partir, pero no querían hacerlo. De improviso, tuve ganas de echarme a llorar.
–Creo que estábamos esperando un milagro –añadió Delu.
–El único milagro que veréis será el que vosotros mismos hagáis –replicó Haplo con irritación–. Ahora, prestad atención. Aquí tenéis lo que vais a llevar, y cómo distribuirlo.
Y procedió a exponerlo. En cuclillas junto al diagrama, nos lo explicó todo. Nos dijo qué llevar, cómo embalarlo, qué podía llevar cada hombre, cada mujer y cada niño, cuánto espacio destinar a cada cosa, qué necesitaríamos cuando llegáramos a Surunan y qué podíamos dejar porque podríamos obtenerlo cuando estuviéramos en nuestro destino. Y nos dijo qué necesitaríamos en caso de guerra.
Todos lo escuchamos, aturdidos. Nuestros padres formularon débiles protestas.
–Pero ¿qué hay de...?
–No es necesario.
–Pero deberíamos llevar...
–No, no debéis.
En menos de una hora, todo quedó decidido.
–Disponeos para zarpar mañana hacia vuestros reinos. Una vez allí, dad la orden para que vuestros pueblos empiecen a reunirse en los lugares señalados. –Haplo se incorporó y se limpió el polvo de las manos–. Los enanos llevarán los cazadores de sol hasta Phondra y Elmas. Permanecerán un ciclo entero en cada pueblo o ciudad para que todo el mundo suba a bordo.
»La flota se reunirá en Gargan dentro de... –hizo un rápido cálculo mental–, dentro de catorce ciclos. Tenemos que viajar juntos; ser muchos nos proporcionará seguridad. A quien se retrase –dirigió una severa mirada a los elfos–, lo dejaremos atrás. ¿Entendido?
–Entendido –asintió Eliason con una leve sonrisa.
–Bien. Os dejo para que perfiléis los detalles finales. Lo cual me recuerda que necesito un traductor. Quiero hacer unas preguntas a los delfines acerca de Surunan. ¿Podría llevar a Grundle?
–Sí, llévatela –dijo mi padre con una voz que sonó sospechosamente aliviada.
Ya estaba en pie camino de la puerta, contenta de escapar de allí, cuando escuché un sonido sofocado y capté la mirada suplicante de Alake. Mi amiga habría dado todos los pendientes que poseía, y probablemente las orejas también, por acompañar a Haplo. Tiré de la manga a éste y le dije:
–Alake habla el idioma de los delfines mucho mejor que yo. De hecho, yo no lo hablo en absoluto. Creo que debería venir con nosotros.
Haplo me miró con irritación, pero no hice caso. Al fin y al cabo, Alake y yo éramos amigas. Y él no podía seguir evitándola eternamente.
–Además –añadí con disimulo–, seguro que nos seguiría. Lo cual era cierto y me sacó del apuro. Así pues, de no muy buena gana, Haplo dijo que lo complacería que Alake fuera también con nosotros.
–¿Y Devon? –inquirí, al ver al elfo expectante, solitario y perdido.
–¿Por qué no? –creí oírle murmurar–. ¡Invita a todo el maldito pueblo! ¡Celebremos un desfile!
Hice una seña a Devon y su rostro se iluminó. Se unió al grupo con entusiasmo.
–¿Adonde vamos?
–Haplo quiere hablar con los delfines. Lo acompañamos para traducir lo que digan. Por cierto –añadí, al caer en la cuenta–, los delfines hablan nuestros idiomas y tú, también.
¿Por qué no hablas con los delfines tú mismo?
–Ya lo he intentado. Pero creo que no quieren saber nada conmigo.
–¿De veras? –Devon lo miró, perplejo–. Nunca he oído nada igual.
Tengo que reconocer que a mí también me sorprendió bastante. Esos peces charlatanes hablan con todo el mundo. Normalmente, no hay manera de hacerlos callar.
–Yo les hablaré –se ofreció Alake–. Quizá sólo sea porque no han visto nunca a nadie como tú.
Haplo soltó un gruñido y no dijo nada más. Como ya he dicho, estaba de un humor sombrío y arisco. Alake me miró, preocupada, y levantó las cejas. Yo me encogí de hombros y volví la vista a Devon, quien movió la cabeza a un lado y a otro. Ninguno de los tres tenía idea de a qué se debía aquel mal talante.
Llegamos a la orilla del mar. Los delfines retozaban por los alrededores, como de costumbre, con la esperanza de que acudiera alguien a ofrecerles un jugoso bocado de noticias, o de arenques, o a escuchar lo que los animales tuvieran que contar. Pero, cuando vieron acercarse a Haplo, todos batieron las colas, dieron media vuelta y se alejaron a mar abierto.
–¡Esperad! –exclamó Alake, batiendo los pies contra la arena en el mismo borde del agua–. ¡Volved!
–Bueno, ya veis... –Haplo, impaciente, movió la mano en dirección a los delfines.
–¿Qué esperabas? Sólo son peces –dije.
Él miró a los animales con ira y frustración, y a nosotros con resentimiento. Me pasó por la cabeza que, en realidad, Haplo no deseaba que estuviésemos allí; probablemente, no quería que escucháramos lo que había pensado preguntar a los delfines, pero no le había quedado otra alternativa.
Me acerqué a la orilla, donde Alake estaba hablando con uno de los animales que, despacio y a regañadientes, había vuelto a acercarse. Haplo se quedó atrás, siempre a una distancia prudente del agua.
–¿Qué sucede? –pregunté.
Alake lanzó unos silbidos y chasquidos agudos. Me pregunté si se habría dado cuenta de lo absolutamente ridícula que sonaba. Nadie conseguirá nunca que me rebaje a usar el idioma de los peces.
Alake se volvió.
–Haplo tiene razón. Se niegan a hablar con él. Dicen que está aliado con las serpientes dragón, y los delfines odian y temen a las serpientes dragón.
–Escucha, pez –le dije al delfín–, a nosotros tampoco nos vuelven locas esas serpientes dragón, pero Haplo ejerce cierto poder sobre ellas. Hizo que nos soltaran y que repararan los cazadores de sol.
El delfín meneó la cabeza enérgicamente, salpicándonos de agua. Luego empezó a lanzar chillidos muy agudos, alarmantes, mientras batía las aletas contra el agua.
–¿Qué le sucede? –inquirió Devon, avanzando hasta donde estábamos.
–¡Eso es ridículo! –exclamó Alake en tono airado–. No te creo. No voy a quedarme aquí y seguir escuchando tales cosas.
Volvió la espalda al frenético delfín y se apartó del agua hasta llegar donde estaba Haplo.
–Es inútil –dijo a éste–. Hoy se comportan como niños malcriados. Vámonos.
–Necesito hablar con ellos –insistió Haplo.
–¿Qué le ha dicho ese delfín? –le pregunté a Devon por lo bajo.
El elfo miró a los otros dos y me hizo un gesto de que me acercara más.
–Ha dicho que las serpientes dragón son malas, peores de lo que podamos imaginar. Y que Haplo es tan malo como ellas. Guarda un odio secreto contra esos sartán. Una vez, hace mucho tiempo, su pueblo combatió a los sartán y fue derrotado. Ahora Haplo busca vengarse y nos utiliza para conseguirlo. Cuando lo hayamos ayudado a destruir a los sartán, nos entregará a las serpientes dragón.
Lo miré fijamente. No podía creerlo pero aun así, de algún modo, me pareció posible.
Me sentí mareada y asustada. A juzgar por su expresión, Devon no estaba mucho mejor.
Los delfines suelen exagerar la verdad y a veces sólo cuentan una parte de ésta pero, a grandes rasgos, lo que dicen siempre es cierto. No he conocido nunca a uno que mienta.
Devon y yo contemplamos a Haplo, que intentaba convencer a Alake para que volviera a la orilla y hablara con ellos otra vez.
–¿Tú qué opinas? –pregunté a Devon. Éste se tomó su tiempo para responder.
–Creo que los delfines se equivocan. Yo confío en él. Me salvó la vida, Grundle. Me salvó la vida dándome parte de la suya.
–¿Qué?
Lo que acababa de oír no tenía sentido y me disponía a decírselo así a Devon, pero éste me hizo una seña para que guardara silencio. Alake volvía a acercarse al borde del agua, seguida por Haplo. Al verlo tan cerca del marr, corriendo el riesgo de ser salpicado por el agua, llegué a la conclusión de que el asunto debía de ser muy importante.
Alake emplazó al delfín a presentarse ante ella, utilizando su porte más imperioso y un estrépito de pulseras, con los brazos extendidos hacia el agua. La voz de Alake era imperiosa y le centelleaban los ojos. Incluso yo quedé impresionada. El delfín nadó hasta ella mansamente.
–Escúchame –le dijo Alake–, responderás lo mejor que sepas a las preguntas que te haga este hombre o, a partir de este momento, ningún humano, elfo ni enano volverá a relacionarse con los delfines.
–¿No te parece que exageras un poco nuestra autoridad? –murmuré, al tiempo que le daba un codazo.
–Callad. –Alake me estrujó el brazo–. Y confirmad lo que digo.
Así lo hicimos. Tanto Devon como yo confirmamos que ningún elfo y ningún enano volverían a dirigir la palabra a un delfín. Ante tan terrible amenaza, los delfines de los alrededores asomaron la cabeza, se agitaron y batieron el agua, expresando su alarma y su inquietud al tiempo que juraban que sólo estaban interesados en nuestro bienestar.
(Todo ello un poco exagerado, si queréis mi opinión.) Finalmente, tras unos lamentos patéticos de los cuales no hicimos el menor caso, uno de los peces accedió a hablar con Haplo.
Y entonces, después de todo aquello, ¿qué suponéis que preguntó Haplo? ¿Se interesó por las defensas de los sartán, por cuántos hombres defendían las almenas, por su habilidad en el lanzamiento de hachas? Nada de eso.
Alake, después de intimidar a los delfines, observó a Haplo con expectación. Y él pronunció unas fluidas palabras en el idioma de los peces.
–¿Qué dice? –pregunté a Devon.
–¡Quiere saber cómo visten los sartán! –respondió el elfo, perplejo.
Desde luego, Haplo no había podido escoger una pregunta más del gusto de los delfines (lo cual, se me ocurre, debió de ser la razón de que la hiciera). Los delfines no han entendido nunca nuestra extraña propensión a envolvernos el cuerpo con ropas, igual que no comprenden otras extrañas costumbres de nuestra especie, como vivir en tierra firme y dedicar tantas energías a caminar, cuando podríamos nadar.
Sin embargo, por alguna razón, el asunto de la indumentaria les resulta especialmente hilarante y les produce una fascinación ilimitada y permanente. Basta con que una dama élfica asista a un baile con un vestido de mangas abultadas cuando están de moda las mangas largas y ceñidas, y hasta el último delfín del mar de la Bondad lo sabrá antes de que amanezca.
Gracias a ello, los animales nos proporcionaron una descripción muy gráfica (Alake traducía para que me enterara) de lo que vestían Tos sartán. Una ropa que, en conjunto, me pareció bastante aburrida.
–Los delfines dicen que todos los sartán visten parecido. Los hombres llevan túnicas que les cuelgan de los hombros en largos pliegues sueltos; las mujeres lucen ropas parecidas, pero las ciñen a la cintura. Las túnicas son de colores sencillos, blanco o gris.
Muchas llevan unos bordados sencillos en la parte inferior, que a veces son de hilo de oro. Los delfines sospechan que el oro denota algún tipo de rango oficial, pero ignoran cuál.
Devon y yo nos sentamos en la arena, melancólicos y taciturnos. Me pregunté si el elfo estaría pensando en lo mismo que yo, y tuve la respuesta cuando lo vi fruncir el entrecejo y le oí repetir:
–Me salvó la vida.
–Los delfines no tienen una gran opinión de los sartán –me comentó Alake en voz baja–. Al parecer, los sartán acuden continuamente a ellos en busca de información, pero, cuando los delfines les hacen preguntas a ellos, los sartán se niegan a responder.
Haplo asintió; evidentemente, aquella información no lo sorprendía gran cosa. De hecho, pude advertir que no mostraba sorpresa por nada de cuanto oía, como si ya lo conociera de antemano. Pensé por qué se molestaba en preguntar. Haplo se había unido a nosotros y estaba sentado en la arena con los brazos en torno a las rodillas, dobladas y recogidas, y las manos entrelazadas. Parecía relajado y dispuesto a permanecer allí sentado durante varios ciclos.
–¿Hay..., hay algo más que quieras saber? –Alake lo miró y luego se volvió hacia nosotros para ver si sabíamos qué estaba sucediendo.
Pero ninguno de los dos pudimos ayudarla. Devon estaba concentrado en cavar hoyos en la arena y contemplar cómo se llenaban de agua y de pequeños animales marinos. Yo me sentía furiosa y desgraciada y empecé a arrojar piedras al delfín, sólo para comprobar lo cerca que podía estar de acertarle.
El estúpido pez, supongo que atraído por la pregunta sobre la indumentaria, nadó hasta quedar fuera de mi alcance y empezó a dar saltos sobre el agua con una especie de risilla.
–¿Qué es eso tan gracioso? –inquirió Haplo. Parecía relajado pero, desde el lugar donde yo estaba sentada, aprecié en sus ojos un destello brillante como el de un rayo de sol sobre una plancha de acero, dura y fría.
Naturalmente, el delfín estaba impaciente por contarlo.
–¿Qué dice? –quise saber.
Alake se encogió de hombros y explicó:
–Sólo que hay un sartán que viste muy diferente de los demás. Y que también tiene un aspecto distinto de los otros.
–¿Distinto? ¿A qué se refiere?
Parecía una conversación trivial, pero observé que Haplo cerraba los puños, visiblemente tenso.
Los delfines se apresuraron a explicarlo. Un grupo de ellos se acercó a la orilla, hablando todos a la vez. Haplo prestó mucha atención y a Alake le llevó unos instantes determinar cuál de los animales decía cada cosa.
–Ese hombre al que se refieren lleva una casaca y calzones por la rodilla, como un enano, pero no es un enano. Es mucho más alto que éstos. Y no tiene pelo en la parte superior del cráneo. Sus ropas están sucias y andrajosas, y los delfines dicen que el hombre es tan andrajoso como su indumentaria.
Observé a Haplo por el rabillo del ojo y me recorrió un escalofrío. Su expresión había cambiado. Sonreía, pero su sonrisa era una mueca desagradable que me despertó el impulso de apartar la mirada. Tenía los dedos de las manos entrecruzados con tal fuerza que los nudillos aparecían blanquísimos bajo las marcas azules de su piel. Aquello era lo que Haplo había estado esperando, lo que deseaba oír. Pero ¿por qué? ¿Quién era aquel hombre?
–Los delfines no creen que sea un sartán.
Alake continuó hablando con cierta perplejidad, esperando que Haplo pusiera fin en cualquier momento a lo que parecía una conversación tediosa. No obstante, él siguió escuchando con sereno interés, sin decir nada, animando en silencio a los delfines a proseguir.
–El hombre no suele mezclarse con los sartán. Los delfines lo ven a menudo paseando a solas por el embarcadero. Dicen que parece mucho más agradable que los sartán, cuyo rostro da la impresión de haber permanecido helado mientras el resto de su cuerpo se descongelaba. A los delfines les gustaría hablar con él, pero el hombre lleva consigo a un perro que les ladra si se acercan demasiado y...
–¡Un perro!
Haplo se encogió como si alguien acabara de golpearlo. Y nunca, ni que viva cuatrocientos años, olvidaré el tono de su voz. Me puso los pelos de punta. Alake lo contempló azorada. Los delfines, percibiendo la posibilidad de obtener allí un jugoso tema para sus chismorreos, se acercaron a la orilla hasta donde podían hacerlo sin riesgo de quedar varados en el fondo.
–Un perro... –Devon alzó la cabeza bruscamente. Creo que, hasta aquel momento, no había prestado gran atención a lo que oía–. ¿Qué es eso de un perro? –me susurró al oído.
Yo moví la cabeza a un lado y a otro para que se callara. No quería perderme lo que Haplo fuera a hacer o decir a continuación. Pero no hizo ni dijo nada. Se limitó a seguir sentado donde estaba.
No sé por qué, me vino a la memoria una velada que había pasado hacía poco en nuestra taberna local, disfrutando de la pelea de costumbre. Uno de mis tíos había recibido de lleno el impacto de una silla en la cabeza y se había quedado sentado en el suelo un buen rato, con una expresión idéntica a la que mostraba el rostro de Haplo en aquel momento.
Al principio, mi tío había parecido aturdido y mareado. Luego, el dolor lo ayudó a volver en sí; su rostro se contrajo y emitió un leve gemido. Pero, una vez consciente, también cayó en la cuenta de lo que había sucedido y reaccionó con tal furia que se olvidó por entero del dolor. A Haplo no lo oí gemir, ni emitir ningún otro sonido. Pero vi cómo su rostro se contraía y se encendía de cólera. Se puso en pie de un brinco y, sin decir una palabra, se apartó de nosotros y volvió sobre sus pasos en dirección al campamento.
Alake lanzó una exclamación y habría salido corriendo tras él, si yo no hubiera asido el borde de su vestido. Como ya ha quedado dicho, los phondranos no utilizan botones ni nada parecido, sino que se envuelven la ropa en torno al cuerpo y, aunque por lo general las prendas quedan sujetas con bastante seguridad, un buen tirón en un llugar estratégico puede desmontar la prenda mejor colocada.
Alake soltó un jadeo y se apresuró a sujetar los pliegues de tela que le resbalaban de los hombros. Para cuando estuvo de nuevo correctamente vestida, Haplo ya había desaparecido de la vista.
–¡Grundle! –exclamó entonces, abalanzándose sobre mí–. ¿Por qué has hecho eso?
–Porque he observado la cara de Haplo –respondí–, cosa que, sin duda, tú no has hecho. En este momento desea estar solo, créeme.
Creí que de todos modos iba a salir tras él y me incorporé, dispuesta a detenerla, cuando de pronto Alake suspiró y movió la cabeza.
–Yo también he visto su expresión –se limitó a decir. Los delfines se habían puesto a chillar, excitados, suplicando conocer los detalles morbosos.
–¡Marchaos! ¡Idos de aquí! –exclamé, y empecé a lanzarles guijarros, esta vez en serio.
Los peces se alejaron entre chirridos, dolidos y ofendidos. Sin embargo, observé que sólo nadaban hasta quedar fuera del alcance de mi brazo y que luego se detenían, sacaban la cabeza del agua y, boquiabiertos, observaban la escena ávidamente con sus ojillos, pequeños y brillantes como cuentas de cristal.
–¡Estúpidos peces! –masculló Alake con un movimiento de cabeza que hizo tintinear como campanillas sus pendientes–. ¡Condenados chismosos! No creo una palabra de lo que dicen.
Alake se quedó mirándonos con inquietud, preguntándose si habríamos oído lo que decían los delfines acerca de Haplo y las serpientes dragón. Intenté poner cara de inocencia, pero me temo que no lo conseguí.
–¡Oh, Grundle! ¡Seguro que no habrás pensado ni por un momento que eso que dicen es cierto, que Hablo nos está utilizando! Devon –Alake se volvió hacia el elfo en busca de apoyo–, dile a Grundle que se equivoca. Haplo no haría... lo que esos delfines dicen.
¡Seguro que no! Él te salvó la vida, Devon.
Pero Devon no le prestaba atención.
–Un perro... –repitió el elfo, pensativo–. Haplo me contó algo de un perro, pero no consigo..., no consigo acordarme...
–Tienes que reconocer que no sabemos nada de él, Alake –dije a regañadientes–. No sabemos de dónde viene, ni a qué raza pertenece. Y ahora está lo de ese hombre sin pelo en la cabeza y vestido con ropas andrajosas. Es evidente que Haplo sabía que ese hombre estaba con los sartán, pues no ha mostrado la menor sorpresa cuando los delfines han hablado de él. En cambio, lo del perro no se lo esperaba y, por su expresión, la noticia no le ha gustado. ¿Quién es ese desconocido? ¿Qué tiene que ver con Haplo? ¿Y qué significa eso del perro?
Al decir esto último, miró con severidad a Devon. Pero fue en vano. El elfo se limitó a encogerse de hombros.
–Lo siento, Grundle. Cuando lo dijo, yo no me sentía demasiado bien...
–¡Pues yo sé todo lo que necesito saber de él! –protestó Alake, irritada, mientras seguía colocando en su sitio los pliegues del vestido–. Nos salvó la vida. ¡Y la tuya, Devon, por dos veces!
–Sí –respondió el elfo, sin mirar a Alake–. Y qué provechoso le ha resultado todo el asunto.
–Es cierto –apunté, haciendo memoria de lo ocurrido–. Lo ha convertido en el héroe, el salvador. Nadie ha cuestionado una sola de sus decisiones. Creo que deberíamos contar a nuestros padres...
Alake dio un enérgico pisotón que hizo tintinear violentamente los pendientes. Nunca la había visto tan enfadada.
–¡Hazlo, Grundle Barbapoblada, y no volveré a dirigirte la palabra! ¡Te lo juro por el Uno!
–Conozco una manera de averiguarlo... –apuntó Devon en tono conciliador, para tranquilizarla. El elfo se puso en pie y se sacudió la arena de las manos.
–¿Cuál? –inquirió Alake con gesto hosco y receloso.
–Espiar...
–¡No! ¡Os lo prohibo! ¡No permitiré que lo hagáis! ¡Haplo...!
–A Haplo, no –la cortó Devon–. A las serpientes dragón.
Esta vez fui yo quien se sintió como si le hubieran estrellado una silla en la cabeza.
Sólo de pensarlo se me cortaba la respiración.
–Estoy de acuerdo contigo, Alake –continuó nuestro amigo elfo con voz persuasiva–.
Yo también quiero creer en Haplo. Pero no podemos pasar por alto que los delfines, por lo general, saben muy bien lo que sucede y...
–¡Por lo general! –repitió Alake con acritud.
–Sí, a eso me refiero. ¿Y si sólo fuera verdad parte de lo que nos han dicho? ¿Y si, por ejemplo las serpientes dragón estuvieran utilizando a Haplo? ¿Y si corriera el mismo peligro que todos los demás? Creo que, antes de contarle nada a nuestros padres o a nadie más, deberíamos averiguar la verdad.
–Devon tiene razón –reconocí–. De momento, al menos, las serpientes dragón parecen estar de nuestro lado. Y, con serpientes o sin ellas, no podemos quedarnos en las lunas marinas. Es imprescindible que alcancemos Surunan y, si hacemos público todo esto...
No fue preciso que terminara la frase. Los tres comprendimos con absoluta claridad que aquella información desataría de nuevo las rencillas, la desconfianza y las suspicacias.
–Está bien –asintió Alake.
La idea de que Haplo corriera peligro la había convencido, por supuesto, y contemplé a Devon con nueva e inesperada admiración. Eliason había tenido razón al decir que los elfos eran buenos diplomáticos.
–Lo haremos –añadió Alake–. ¿Pero cuándo? ¿Y cómo? Los hermanos, siempre igual.
Siempre han de tener un plan.
–Será preciso que esperemos a ver durante un tiempo –apuntó Devon–. Es probable que surja la oportunidad durante el viaje.
De pronto, me vino a la cabeza un pensamiento horrible.
–¿Y si los delfines cuentan a nuestros padres lo que acaban de contarnos a nosotros?
–Tendremos que vigilarlos y ocuparnos de que no comenten el asunto con nuestros padres ni con nadie más –dijo Alake tras un momento de reflexión durante el cual a ninguno de los tres se nos ocurrió nada mejor–. Con un poco de suerte, nuestra gente estará demasiado ocupada para perder el tiempo en chismorreos.
Una dudosa esperanza, pero preferí no mencionar que era no sólo probable, sino lógico, que nuestros padres pidieran información a los delfines antes de emprender el viaje. Me sorprendió que no hubieran pensado ya en ello, pero supongo que tenían cosas más importantes en la cabeza. Como el aceite de pescado.
Nos pusimos de acuerdo en mantener una estricta vigilancia y en preparar argumentos para el caso de que fracasáramos en nuestro empeño. Alake advertiría a Haplo –discretamente y sin revelar nuestras intenciones– de que sería mejor que nadie hablara con los delfines durante algún tiempo.
Después nos separamos para ultimar los preparativos para el gran viaje y para empezar a vigilar los movimientos de nuestros padres.
Es una suerte que nos tengan con ellos. Ahora tengo que marcharme. Seguiré escribiendo más tarde.
Pese a su intención, ésta es la última anotación en el diario de Grundle.
CAPÍTULO 9
PHONDRA CHELESTRA
El perro estaba con Alfred.
Haplo no tuvo la menor duda de que el perro al que se habían referido los delfines era el suyo, y que estaba con Alfred. La idea le produjo irritación, le molestó más de lo que le gustaba reconocer, lo torturó como una punta de flecha emponzoñada clavada en su carne. Se descubrió pensando en el animal cuando debería estar concentrado en asuntos más importantes, como el viaje que le esperaba. Como la guerra contra los sartán.
–No es más que un maldito perro –se dijo en voz alta.
Elfos y enanos abordaban ya los sumergibles, a punto de emprender el regreso a sus tierras para preparar a sus pueblos para la gran Caza del Sol. Haplo se quedó con ellos hasta el último momento, tranquilizando a los enanos, animando a la acción a los elfos, resolviendo problemas reales e imaginarios. Los mensch todavía no habían acordado ir a la guerra, pero él los estaba conduciendo a ella con suavidad, sin que ellos fueran conscientes de su intención. Y Haplo tenía pocas dudas de que los sartán terminarían lo que él había empezado.
Los humanos, con su típica impetuosidad, querían conducir los sumergibles directamente a Surunan, desembarcar a la gente en la costa y luego abrir negociaciones.
–Así hablaremos desde una posición de fuerza –expuso Dumaka–. Los sartán verán nuestro número y que ya hemos establecido un primer asentamiento. También verán que llegamos en son de paz y con las mejores intenciones. Se asomarán a los muros de la ciudad y verán mujeres y niños...
–Se asomarán a los muros y verán un ejército –refunfuñó Yngvar–. Primero, empuñarán las hachas; lo de hablar lo dejarán para después.
–Estoy de acuerdo con Yngvar –dijo Eliason–. No debemos intimidar a esos sartán.
Propongo que detengamos la flota cerca de Surunan, lo suficiente como para que los sartán vean nuestras naves y los impresione nuestro número, pero lo bastante lejos como para que no se sientan amenazados...
–¿Y qué tiene de malo mostrarse un poco amenazantes?
–protestó Dumaka–. Supongo que los elfos pensáis presentaros humildemente, arrastrándoos por el suelo y dispuestos a lavarles los pies...
–Desde luego que no. Los elfos sabemos comportarnos con educación y presentar nuestras propuestas de manera civilizada sin perder por ello la dignidad.
–¿Estás diciendo que los humanos no somos civilizados? –estalló Dumaka.
–Quien se pica... –empezó una réplica Yngvar, pero en aquel momento intervino Haplo.
–Creo que lo mejor será seguir el plan de Eliason. ¿Y si, como apunta Yngvar, los sartán deciden atacar? Tendríais a vuestras familias esparcidas a lo largo de las playas, indefensas. Es mucho mejor permanecer a bordo de las naves. Existe un lugar donde amarrar las naves no lejos de Draknor, donde viven las serpientes dragón.
»No os preocupéis –se apresuró a añadir Haplo, al observar las miradas ceñudas que provocaba su propuesta–, no tendrá que ser demasiado cerca de las serpientes. Podéis aprovechar su burbuja de aire para llevar las naves a la superficie. Y seguro que, cuando lleguéis a ese lugar, os alegraréis de volver a respirar aire fresco. Una vez allí, podréis proponer a los sartán una reunión, y luego abrir negociaciones.
El plan fue aceptado. Haplo sonrió por lo bajo. Podía dar casi por hecho que los mensch se meterían ellos mismos en problemas, con tales conversaciones.
Lo cual lo llevó a recordar el otro tema que quería comentar: el armamento. En especial, las armas mágicas de los elfos.
Ningún arma, mágica o no, fabricada por un mensch podía compararse al poder de la magia rúnica de los sartán. Pese a ello, Haplo había elaborado un plan que los igualaría a todos; un plan que incluso proporcionaría ventaja a los mensch. Todavía no había hablado de aquel plan con nadie, ni siquiera con sus aliadas, las serpientes dragón.
Estaba en juego algo demasiado importante: la victoria sobre el antiguo enemigo; Samah, impotente, a merced de los patryn. Haplo lo haría público cuando fuera necesario. Ni un segundo antes.
Aunque ninguno de los elfos recordara haber vivido una guerra, las armas mágicas que en otro tiempo habían empleado los de su raza eran celebradas todavía en relatos y leyendas. Eliason era un experto en ellas y se las describió a Haplo una por una. Los dos se dedicaron a determinar cuáles de ellas podrían fabricar los elfos con rapidez y cuáles serían capaces de aprender a utilizar con eficacia (al menos, con la suficiente como para infligir más daño a un enemigo que a sí mismos).
Tras algunas discusiones, Haplo y Eliason se decidieron por el arco y la flecha. El rey elfo era un enamorado del tiro con arco, deporte que algunos elfos todavía practicaban en las fiestas como esparcimiento. Las flechas mágicas acertaban cualquier blanco que se les indicara una vez disparadas y, por tanto, la puntería no era un elemento importante.
Los humanos ya eran expertos en el uso del arco y la flecha, así como de otras numerosas armas. Aunque las suyas no tenían propiedades mágicas (ya que los humanos no estaban dispuestos a utilizar los arcos de los elfos, por considerarlos adecuados únicamente para enclenques), el Concilio de Magos tenía poder suficiente para invocar a los elementos para que los ayudaran en la batalla.
Decidido este punto, phondranos, elmanos y gargan se despidieron amistosamente.
Enanos y elfos zarparon hacia sus tierras, y Haplo exhaló un suspiro de alivio.
De vuelta hacia su cabaña, el patryn iba pensando para sí que, por fin, todo parecía funcionar como era debido.
–Haplo... ¿puedo hablar contigo? –Era Alake–. Se trata de los delfines...
La miró con impaciencia, irritado por la interrupción.
–¿Sí? ¿Qué sucede con ellos?
Alake se mordió el labio con aire avergonzado.
–Es urgente –dijo con voz baja, en tono de disculpa–. Si no lo fuera, no te habría molestado. Sé que tienes muchos asuntos importantes en la cabeza...
Haplo pensó al instante que quizá la muchacha no le había contado todo lo que le habían revelado los delfines. No tenía modo de saberlo, pues había estado ocupado en reuniones desde la escena en la playa.
Se obligó a hacer una pausa, sonreír a la muchacha y fingir que se alegraba de verla.
–Me dirigía a mi cabaña. ¿Quieres acompañarme?
Alake le devolvió la sonrisa –qué fácil era contentarla– y echó a andar a su lado, moviéndose con gracia acompañada del tintineo de plata de las cuentas y cascabeles que lucía.
–Bien –dijo el patryn–, ¿qué sucede con los delfines?
–No tienen mala intención, pero les gusta provocar excitación y, por supuesto, les cuesta comprender lo importante que es para nosotros encontrar una nueva luna marina.
Los delfines no pueden entender por qué queremos vivir en tierra firme. Creen que deberíamos vivir en el agua, como ellos. Y, además, las serpientes dragón les producen verdadero pavor...
Alake hablaba sin mirarlo. Sus ojos estaban vueltos en otra dirección y sus manos, advirtió Haplo, no dejaban de dar vueltas a los anillos de sus dedos con gesto nervioso.
La muchacha sabía algo, decidió el patryn. Algo que se callaba.
–Lo siento, Alake –le dijo, sin dejar de sonreír–, pero me temo que los delfines no me parecen una gran amenaza.
–Pero he pensado..., es decir, nosotros..., Grundle y Devon también... Hemos pensado que si los delfines hablaban con nuestra gente, podían contarles cosas. Los delfines, me refiero. Cosas que inquietarían a nuestros padres y que tal vez causarían más retrasos.
–¿Qué cosas, Alake? –Haplo hizo un nuevo alto. Estaba cerca de la cabaña, pero no había nadie por los alrededores–. ¿Qué han dicho los delfines?
La muchacha abrió los ojos como platos.
–¡Nada! –exclamó. Titubeó por un instante y bajó la cabeza–. Por favor, no me obligues a decírtelo.
Fue una suerte que no pudiera ver la expresión de Haplo. Éste exhaló un profundo suspiro y reprimió el impulso de agarrar a la muchacha y sacarle la información a sacudidas. Llegó a cogerla por los hombros, pero su gesto fue suave, cariñoso.
–Cuéntame, Alake. Podrían estar en juego las vidas de los tuyos.
–No tiene nada que ver con mi gente...
–Alake... –Haplo intensificó la presión de sus manos.
–¡Han dicho... han dicho cosas terribles de ti!
–¿Qué cosas?
–Que las serpientes dragón son malas, y que tú también eres malo. Que sólo estás utilizándonos. –Alake alzó el rostro y lo miró con un brillo intenso en los ojos–. ¡Pero no les he creído! ¡No he creído una palabra! Grundle y Devon tampoco les han creído, pero si los delfines les insinúan algo así a mis padres...
«Sí –pensó Haplo–. Lo echarían todo por tierra. ¡Maldita sea, tenía que suceder algo así! ¡Mi grandioso plan al borde del naufragio por culpa de un estúpido grupo de peces chismosos!» –No te preocupes –se apresuró a decir Alake cuando vio la expresión sombría del hombre–. Tengo una idea.
–¿Cuál es? –Haplo sólo la escuchaba a medias. Su atención estaba más concentrada en buscar el modo de resolver aquella crisis latente.
–He pensado –apuntó Alake con timidez– que podría pedir a los delfines que vayan por delante de nosotros..., que actúen de exploradores. Seguro que les gustará hacerlo.
Les encanta sentirse importantes. Podría decirles que es una sugerencia de mi padre.
Haplo meditó la idea. Lo que Alake proponía evitaría que los delfines causaran problemas. Y, para cuando llegaran a Surunan, sería demasiado tarde para que la expedición mensch diera marcha atrás, no importaba lo que les dijeran los peces.
–Es una buena idea, Alake.
Observó la expresión radiante de la muchacha. Qué poco costaba hacerla feliz. Una voz, que sonaba muy parecida a la de su señor, susurró en la cabeza del patryn:
Puedes inducir a esta muchacha a hacer lo que quieras. Sé agradable con ella, regálale alguna chuchería, susúrrale palabras dulces en plena noche, prométele matrimonio. Ella será tu esclava, hará cualquier cosa por ti, incluso morir. Y, cuando hayas terminado, siempre puedes desprenderte de ella. Al fin y al cabo, sólo es una mensch.
Los dos estaban todavía junto a la puerta de la cabaña. Haplo no había retirado los brazos de la muchacha y ella se apretó contra su cuerpo. El patryn sólo tenía que atraerla al interior de la cabaña y la haría suya. La primera vez, tomada por sorpresa, Alake se había asustado. Pero ahora la muchacha había tenido tiempo de soñar en estar entre sus brazos, y el temor había quedado amortiguado por el deseo.
Y, además del placer que le proporcionaría, también le sería de utilidad. Sería su espía entre sus padres, entre los enanos y los elfos. Ella le informaría de cada palabra y cada pensamiento que surgiera. Y él se aseguraría de que guardara en secreto todo lo que descubriese. No era probable que lo traicionara, desde luego, pero tenía el medio de asegurarse de ello...
Completamente decidido a seguir adelante con su seducción, Haplo se sorprendió a sí mismo dándole unas cariñosas palmaditas en los brazos como si Alake fuera una chiquilla obediente.
–Es una buena idea –repitió–. No tenemos un momento que perder. ¿Por qué no vas a ocuparte de los delfines ahora mismo? –añadió, y dio un paso atrás apartándose de ella.
–¿Es eso lo que quieres? –dijo la muchacha con un tono de voz grave y susurrante.
–Tú misma has apuntado lo importante que era hacerlo, Alake. Quién sabe si, en este mismo momento, tu padre no va camino de la orilla para hablar con ellos.
–Seguro que no –respondió ella con aire lánguido–. Está en la cabaña, hablando con mi madre.
–Entonces, es un momento ideal.
–Sí –dijo Alake, pero siguió sin moverse un momento más, esperando tal vez que Haplo cambiara de idea.
La muchacha era joven y bonita.
Haplo le dio la espalda, entró en la cabaña y se dejó caer en el camastro como si estuviera exhausto. Allí aguardó, inmóvil en la fría oscuridad, hasta que oyó las suaves pisadas de los pies descalzos de Alake, alejándose. La muchacha estaba dolida, pero mucho menos de lo que habría podido estarlo.
–Al fin y al cabo, ¿desde cuándo necesito la ayuda de un mensch? Yo actúo solo. Y, de todas formas, ese maldito Alfred... –añadió incongruentemente–. ¡Esta vez acabaré con él!
Los cazadores de sol llegaron según lo previsto. Dos de ellos se quedaron para que subiera a bordo la tribu de Dumaka. Los demás circundaron las costas de la luna marina recogiendo al resto de la población humana de Phondra.
Haplo se quedó agradablemente sorprendido ante la diligencia y la eficiencia de los humanos, que lograron reunir a todo el mundo a bordo de los sumergibles con un mínimo de problemas y de confusión. Contemplando el campamento desierto, el patryn recordó la facilidad con que, en el Laberinto, los ocupantes recogían sus avíos y continuaban camino.
–Antes, nuestro pueblo era nómada –explicó Dumaka–. Viajábamos a diferentes partes de Phondra siguiendo la caza y recolectando frutas y vegetales. Pero ese estilo de vida provocaba guerra, pues los humanos siempre imaginan que el antílope es más grande y sabroso en la porción de selva del vecino que en la Suya. La paz nos ha llegado poco a poco, hemos trabajado mucho tiempo y de firme para conseguirla. Me entristece pensar que podamos vernos obligados a tomar las armas otra vez.
Delu se le acercó y le pasó el brazo por los hombros. Juntos, contemplaron con ojos melancólicos su poblado ya vacío, casi desierto.
–Todo saldrá bien, esposo. Estamos juntos. Nuestro pueblo está junto. El que guía las olas está con nosotros. Llevaremos la paz en nuestros corazones y se la ofreceremos a los sartán como nuestro mejor regalo.
Si todo salía como esperaba, pensó Haplo, les escupirían a la cara. Su única preocupación era Alfred. Alfred no sólo llevaría a aquellos mensch a su casa, sino que les ofrecería hasta la raída capa de terciopelo que llevaba encima. Pero Haplo empezaba a pensar que Alfred no era un sartán típico. El patryn esperaba mucho más de Samah.
Una vez a bordo de los sumergibles, los humanos sólo derramaron unas pocas lágrimas por tener que abandonar su tierra. Y esas lágrimas pronto se secaron en la excitación del viaje y la esperanza de un nuevo mundo, que se suponía rico y feraz.
No había señal alguna de las serpientes dragón.
Haplo embarcó en la mayor de las embarcaciones, con el caudillo de los humanos, su familia y amigos y los miembros del Concilio de Magos. El cazador de sol era parecido al pequeño sumergible en el que había navegado anteriormente, pero el que ocupaba esta vez tenía varios niveles superpuestos.
Llegaron a Gargan y allí encontraron a los enanos dispuestos para la partida, pero no a los elfos, lo cual no sorprendió a nadie. Incluso Haplo había dado por sentado que se retrasarían; su abierta amenaza de dejarlos atrás sólo había sido un intento de apremiarlos a que se dieran prisa.
–Será un caos –predijo Yngvar con acritud–, pero he enviado a mis mejores hombres para tripular los barcos y ocuparse de todo. Llegarán, aunque sea con retraso.
El contingente élfico llegó sólo cuatro ciclos tarde; los sumergibles avanzaban lentamente, surcando las aguas como ballenas sobrealimentadas.
–¿Qué significa esto? –inquirió Yngvar.
–¡Traemos exceso de carga, eso es todo, Vater! –gritó el capitán enano con voz furiosa, a punto de arrancarse la barba a tirones–. Habría sido más fácil arrastrar la luna marina tras nosotros, te lo aseguro. ¡Es lo único que han dejado atrás estos condenados elfos! ¡Obsérvalo tú mismo!
Los enanos se habían ocupado de construir literas para los elfos, pero los elmanos les habían echado un vistazo y se habían negado a dormir en algo tan tosco. Acto seguido, habían intentado subir a bordo sus propias camas, de recia madera tallada, voluminosas y pesadas, en vista de lo cual el capitán enano les había dicho que había espacio para las camas o para ellos; la decisión era suya.
–Esperaba que se decidieran por las camas –dijo el enano a Yngvar con amargura–. Al menos, no habrían montado alboroto.
Finalmente, los elfos accedieron a dormir en las literas; entonces empezaron a subir a bordo colchones de plumón de ganso, sábanas con embozo de encaje, cubrecamas de seda y almohadas de plumas. Y eso fue sólo el principio. Cada familia élfica traía valiosos objetos transmitidos por herencia que, simplemente, no podían dejar atrás. Había de todo: desde fantásticos relojes mágicos hasta arpas que tocaban solas. Un elfo llegó con un árbol ya crecido en una enorme maceta; otro, con veintisiete pájaros cantores en otras tantas jaulas de plata.
Y, por último, todos y todo quedó distribuido a bordo de las embarcaciones a satisfacción de la mayoría de los elfos, aunque era imposible moverse en sus cazadores de sol sin tropezar con algo o con alguien.
Entonces empezó el capítulo verdaderamente difícil: abandonar su patria. Para los humanos, acostumbrados a desplazarse constantemente, había sido algo prosaico. Los enanos, aunque abandonar sus amadas cuevas les resultaba doloroso, se tomaron la partida con serenó estoicismo. Los elfos, en cambio, se mostraban destrozados de pena.
Uno de los capitanes enanos comentó que, con las lágrimas vertidas en su nave, había más agua dentro de ella que en el exterior.
Pero, a pesar de todo, la enorme flota de cazadores de sol quedó al fin reunida y dispuesta para zarpar rumbo a su nueva tierra. Los cabezas de las familias reales se reunieron en la cubierta de la nave insignia para dirigir la plegaria conjunta de los tres pueblos al Uno, pidiéndole que les concediera una travesía segura y un desembarco pacífico.
Terminada la oración, los capitanes enanos empezaron a intercambiar una serie de apresuradas señales y los sumergibles se hundieron bajo las olas.
Sólo habían avanzado un breve trecho cuando un primer oficial, pálido y asustado, se acercó a Yngvar, aproximó los labios al oído de su monarca y le dijo algo en tono grave.
Yngvar frunció el entrecejo y se volvió a los demás.
–Serpientes dragón –anunció.
Haplo había percibido su presencia hacía rato, en forma de un hormigueo en los signos mágicos de su piel. Se frotó el cuerpo con irritación y las runas de sus manos despidieron un leve resplandor azulado.
–Dejadme hablar con ellas –propuso.
–¿Cómo va nadie a «hablar» con ellas? –exclamó Yngvar con aspereza–. ¡Estamos bajo el agua!
–Hay maneras –dijo Haplo, y se dirigió al puente acompañado, le gustara o no, de la realeza mensch.
El resplandor azul de las runas que le avisaban del peligro escapaba a través de su camisa y se reflejaba en los ojos asombrados de los mensch, que habían oído explicar aquel fenómeno a sus hijas pero no lo habían observado nunca.
Era inútil que Haplo intentara decirse a sí mismo que las serpientes dragón no representaban una amenaza. Su cuerpo reaccionaba a la presencia de aquellas criaturas como le habían enseñado a hacerlo siglos de instinto. Lo único que podía hacer el patryn era despreocuparse de aquella sensación y esperar que, con el tiempo, su cuerpo terminara por entender.
Entró en la sala de gobierno y encontró a la tripulación enana acurrucada en un rincón, murmurando por lo bajo. El capitán señaló hacia el mar.
Las serpientes dragón flotaban entre dos aguas, moviendo sus cuerpos con sinuosa gracia y observándolos con sus ojos como dos rendijas rojas en el agua verdosa.
–Están cerrándonos el paso, Vater. Propongo que volvamos atrás.
–¿Atrás? ¿Adonde? –inquirió Haplo–. ¿Otra vez a vuestra tierra, y sentaros allí a esperar que llegue el hielo? Yo hablaré con ellas.
–¿Cómo? –insistió Yngvar, pero la pregunta surgió de sus labios como si estuviera haciendo gárgaras.
La figura trémula y fantasmal de una serpiente dragón apareció en el puente. De ella fluía el miedo como un chorro de agua helada. Los tripulantes enanos que aún eran capaces de moverse lo hicieron, huyendo del puente entre alaridos. Los paralizados por el terror se quedaron mirando, temblorosos. El capitán se mantuvo en su puesto, aunque le temblaba la barba y se vio obligado a cerrar la mano en torno al timón para sostenerse.
Las familias reales también permanecieron firmes y Haplo, de mala gana, tuvo que reconocer su valor. Al propio patryn, su instinto lo impulsaba a salir corriendo, a escapar nadando, a romper con sus propias manos las cuadernas de madera para huir. Luchó contra el miedo y consiguió dominarlo, aunque le costó esfuerzo encontrar saliva suficiente para humedecerse la boca y poder hablar.
–La flota de cazadores de sol está reunida, Regio. Nos dirigimos a Surunan según lo proyectado. ¿Por qué os interponéis en nuestro camino?
Los ojos rasgados de la serpiente dragón, un mero reflejo de los ojos reales, lanzaron un fulgor rojizo y miraron fijamente a Haplo.
–El viaje es largo, la distancia es mucha. Hemos venido a guiaros, amo.
–¡Es una trampa! –masculló Yngvar entre dientes.
–Podremos encontrar el camino nosotros solos –añadió Dumaka.
Delu alzó la voz de pronto en un cántico y sostuvo en alto una roca de alguna clase que llevaba colgada de una cadena en torno al cuello, probablemente alguna tosca forma de magia protectora mensch.
Los ojos encarnados de la serpiente dragón se convirtieron en dos finas rendijas.
–¡Callad! ¡Todos! –exclamó Haplo, sin apartar la mirada de la serpiente dragón–. Te agradecemos el ofrecimiento, y os seguiremos. Capitán, mantén la nave en la estela del dragón y ordena al resto de cazadores de sol que hagan lo mismo.
El enano miró a su monarca, buscando la confirmación de éste. Yngvar, con una expresión sombría de furia y terror, empezó a mover la cabeza en gesto de negativa.
–No seas estúpido –le avisó Haplo sin aspavientos–. Si quisieran mataros, ya lo habrían hecho hace tiempo. Acepta su ofrecimiento. No es ninguna trampa. Lo garantizo... con mi vida –añadió, al ver que el rey enano aún dudaba.
–No tenemos alternativa, Yngvar –intervino Eliason.
–¿Y tú, Dumaka? –inquirió el enano, resoplando profundamente–. ¿Qué dices?
El humano y su esposa se miraron. Delu se encogió de hombros en gesto de amarga resignación.
–Tenemos que pensar en nuestro pueblo –repuso la mujer.
–Adelante, pues –asintió Dumaka, ceñudo.
–Muy bien –dijo entonces el monarca enano–. Haz lo que dice.
–Sí, Vater –contestó el capitán, pero dirigió una mirada hosca a Haplo–. Dile al dragón que debe alejarse de mi puente. No puedo gobernar el sumergible sin la tripulación.
Pero la serpiente dragón ya empezaba a desaparecer, perdiéndose de vista lentamente y dejando tras ella la vaga inquietud y los miedos recordados a medias que asaltan al durmiente cuando despierta de pronto de un mal sueño.
Los mensch exhalaron profundos suspiros de alivio, aunque sus semblantes sombríos no se iluminaron. Los tripulantes y oficiales volvieron a sus puestos, avergonzados, procurando evitar la mirada furibunda de su capitán.
Haplo dio media vuelta y abandonó la sala de mando del sumergible. Cuando salía, casi tropezó con Grundle, Alake y Devon que salían apresuradamente de las sombras de un pasadizo cercano.
–¡Te equivocas! –oyó que Alake le decía a Devon.
–Por tu bien, espero que...
–¡Sssh! –Grundle había visto a Haplo.
Los tres mensch enmudecieron. Era evidente que había interrumpido una conversación importante, pensó Haplo, y tenía la sensación de que giraba en torno a él. Al parecer, los otros dos jóvenes también habían oído a los delfines. Devon parecía avergonzado y desvió la vista. Grundle, en cambio, miró a Haplo con aire desafiante.
–¿Otra vez espiando? –dijo él–. Pensaba que habíais aprendido la lección.
–Pensabas mal –murmuró Grundle mientras lo veía pasar.
El resto del viaje transcurrió en paz. Las serpientes dragón no eran visibles y su espantoso influjo no se dejaba notar. La flota de sumergibles navegaba siguiendo la estela de los cuerpos enormes que avanzaban muy por delante de sus proas.
La vida a bordo era monótona, aburrida y asfixiante.
Haplo estaba seguro de que los tres mensch se traían algo entre manos pero, tras observarlos de cerca durante algunos días, llegó a la conclusión de que sus sospechas eran infundadas.
Alake lo evitaba y se dedicaba a su madre y a los estudios de magia, por los que había desarrollado un renovado interés. Devon y un numeroso grupo de jóvenes elfos pasaban el tiempo practicando el tiro con arco contra una diana que habían improvisado. Grundle era la única que producía cierta preocupación al patryn y, aun así, apenas como una pequeña molestia, como la proximidad de un mosquito.
Más de una vez la sorprendió siguiéndolo con la mirada, observándolo con expresión grave y pensativa, como si le costara decidirse respecto a él. Y, cuando la enana se daba cuenta de que él la miraba, le dirigía un brusco gesto de cabeza o agitaba las patillas hacia él, daba media vuelta y se alejaba. Alake había dicho que Grundle no creía a los delfines pero, al parecer, se equivocaba.
Haplo no perdió el tiempo intentando hablar con la enana. Al fin y al cabo, lo que los delfines habían contado a los jóvenes era cierto. Estaba utilizando a los mensch para sus fines.
Pasaba casi todas sus horas de vigilia con ellos, moldeándolos, dándoles forma, conduciéndolos hacia donde él quería. La tarea no era fácil. Los mensch, espantados de sus aliados, las serpientes dragón, podían desarrollar una exagerada admiración por su presunto enemigo.
Este era el único miedo de Haplo, el único lanzamiento de dados rúnicos que podía echar a perder la partida. Si los sartán recibían a los mensch con los brazos abiertos, si los acogían en su seno, por así decirlo, Haplo estaba perdido. Podría escapar, desde luego –las serpientes dragón se ocuparían de ello–, pero tendría que volver al Nexo con las manos vacías y presentar un informe humillante a su señor.
Enfrentado a tal alternativa, Haplo no estaba seguro de querer volver. Era preferible morir...
El tiempo transcurrió deprisa incluso para el patryn, impaciente por encontrarse al fin frente a su enemigo supremo. Estaba acostado en su camarote cuando escuchó un sonido chirriante y notó que una sacudida recorría la nave. Se alzaron unas voces alarmadas, que los reyes se encargaron de tranquilizar al instante.
Los sumergibles navegaron hacia arriba y emergieron del agua. Fuera, los recibió el aire fresco y la luz. Una luz muy brillante.
Los cazadores habían atrapado al sol.
CAPÍTULO 10
SURUNAN CHELESTRA
Alfred pasó la mayor parte del día y una aún mayor de la noche escuchando el eco de la conversación entre Samah y su hijo que le había llegado a través del perro. Volvió a oírlo todo en su mente, una y otra vez, pero un fragmento en especial se repetía con mas insistencia que lo demás.
«Debemos hacer con él lo que hicimos con los otros.» ¿Qué otros?
¿Aquellos que habían descubierto que no eran dioses, que eran (o debían ser) devotos de otro? ¿Aquellos que habían descubierto que los sartán no eran el sol, sino sólo otro planeta más? ¿Qué había sido de ellos? ¿Dónde estaban?
Miró a su alrededor, casi como si esperara encontrarlos sentados en el jardín de Orla.
No, los heréticos no estaban en Chelestra. No se encontraban en el Consejo. Pese a que había ciertas disensiones, los miembros del Consejo, con excepción de Orla, parecían respaldar firmemente a Samah.
Tal vez a lo único que se refería Ramu era a que los herejes habían recibido consejo y habían acabado por convertirse al pensamiento ortodoxo sartán. Era una idea reconfortante, y Alfred deseó con todas sus fuerzas creerla. Pasó casi una hora entera convenciéndose de que debía de ser cierta. Pero aquella malhadada parte rebelde de su ser que siempre parecía actuar por su lado (y llevar con ella sus pies) no dejó de replicar que estaba negándose, como de costumbre, a afrontar la realidad.
Aquel debate interno resultaba fatigoso y lo dejó agotado y descontento. Estaba cansado de aquello, cansado de estar solo y obligado a discutir consigo mismo. Le parecía que Orla lo había estado evitando y por eso tuvo una inmensa alegría al verla aparecer en el jardín y dirigirse hacia él.
–¡Ah, estás aquí! –Orla habló en un tono enérgico, impersonal. Era evidente que ahora lo odiaba y Alfred pensó que, en realidad, no podía recriminárselo.
–Sí, estoy aquí –respondió–. ¿Dónde pensabas que estaría, en la biblioteca?
Orla enrojeció de cólera; después palideció y se mordió el labio, –Lo siento –dijo, al cabo de un momento–. Supongo que me lo he merecido.
–No, soy yo quien lo lamenta –respondió Alfred, consternado consigo mismo–. No sé qué me ha sucedido. ¿No quieres sentarte?
–No, gracias –repuso ella, y el color le volvió al rostro–. No puedo quedarme. Vengo a decirte que hemos recibido un mensaje de los mensch. Han llegado a Draknor. –Su voz se endureció–. Quieren concertar una reunión.
–¿Qué es Draknor? ¿Uno de los durnais?
–Sí, pobre criatura. Según los planes, los durnais debían hibernar hasta que el sol marino se alejara; entonces los despertaríamos y ellos lo seguirían. Pero, después de nuestra desaparición, la mayoría de los durnais no volvió a despertar. Dudo mucho que los propios mensch, que han vivido en los durnais todo este tiempo, tengan idea de que han desarrollado sus existencias sobre un ser vivo.
»Por desgracia, las serpientes dragón se dieron cuenta enseguida de que los durnais eran criaturas vivientes. Atacaron a una de ellas, la despertaron y la han torturado desde entonces. Según los delfines, las serpientes dragón están devorándola lentamente, bocado a bocado. El durnai vive en perpetuo temor y agonía.
»Sí –añadió Orla, al observar que Alfred palidecía de espanto–, así son esas serpientes dragón que se han aliado con tu amigo patryn. Y con los mensch.
Alfred se sintió abrumado. Bajó la vista hacia el perro que dormitaba apaciblemente a sus pies.
–No puedo creerlo. De Haplo, no. Haplo es un patryn, desde luego: ambicioso, duro y frío. Pero no es un cobarde, y tampoco es cruel. No se complace en atormentar al indefenso, ni le alegra infligir dolor.
–Pero, aun así, está en Draknor. Y los mensch lo acompañan. Pero no se contentarán con quedarse ahí. Lo que pretenden es instalarse aquí, en este reino. –Orla paseó la mirada por el jardín, frondoso y magnífico bajo la suave oscuridad de la noche–. Para eso han convocado la reunión.
–Bueno, es comprensible que no puedan quedarse en Draknor. Debe de ser un lugar terrible. Aquí hay espacio de sobra para ellos –comentó Alfred, más animado de lo que se había sentido en varios días.
En realidad, estaba impaciente por volver a encontrarse en compañía de mensch.
Quizá fueran pendencieros e imprevisibles, pero resultaban interesantes.
Entonces vio la expresión de Orla.
–Pensáis dejar que se instalen en Surunan, ¿verdad? –preguntó. Pero vio la respuesta en sus ojos y la miró con asombro y consternación–. ¡No puedo creerlo! ¿Vais a rechazarlos?
–No son los mensch, Alfred –respondió Orla–. Es el que viene con ellos. El patryn. Ha pedido asistir a la reunión.
–¿Haplo? –repitió Alfred, perplejo.
Al oír el nombre, el perro se incorporó de un salto, con las orejas tiesas, buscando con la mirada a su alrededor.
–Vamos, vamos –dijo Alfred mientras, con unas palmaditas, intentaba calmar al animal–. Haplo no está aquí. Todavía no.
El animal lanzó un breve gañido y volvió a tumbarse con el hocico sobre las patas.
–Haplo en una reunión con los sartán... –murmuró Alfred, inquieto con la noticia–.
Tiene que estar muy confiado, para descubrirse ante vosotros. Naturalmente, vosotros ya sabéis que está en Chelestra y es probable que él esté al corriente de que lo sabéis. De todos modos, no es muy propio de él...
–¡Confiado! –exclamó Orla–. ¡Por supuesto que está confiado! ¡Tiene con él a las serpientes dragón, por no hablar de los miles de guerreros mensch que...!
–Pero los mensch quizá sólo deseen vivir en paz –apuntó él.
–¿De veras lo crees? –Orla lo miró con asombro–. ¿Cómo puedes ser tan ingenuo?
–Reconozco que no soy tan sabio o inteligente como vosotros –reconoció Alfred modestamente–, pero ¿no deberíais, al menos, escuchar lo que tengan que decir?
–El Consejo los escuchará, desde luego. Por eso Samah ha accedido a celebrar la reunión. Y quiere que tú estés presente. Me ha enviado a decírtelo.
–Entonces, no has venido a verme por tu propia voluntad... –musitó Alfred, bajando la vista al suelo–. Tenía razón: me has estado evitando. No, no te preocupes. Lo comprendo. Ya te he causado suficientes dificultades. Es sólo que echo tanto de menos hablar contigo, escuchar tu voz... –Alzó los ojos–. Añoro tanto contemplarte...
–Alfred, por favor, no. Ya te he dicho que...
–Lo sé. Lo siento. Creo que lo mejor sería marcharme de esta casa. Marcharme de Chelestra incluso, tal vez.
–¡Oh, Alfred, no! No seas ridículo. Tu lugar es éste, con nosotros, con los tuyos...
–¿De veras? –Alfred se lo preguntó en serio, con tal gravedad que la respuesta de Orla no llegó a surgir de sus labios–. Orla, ¿qué les sucedió a los otros?
–¿Los otros? ¿Qué otros? –preguntó ella, perpleja.
–Los otros, los heréticos. Antes de la Separación. ¿Qué les sucedió?
–Yo... no sé de qué me hablas –protestó la mujer.
Pero Alfred advirtió que no decía la verdad. Una palidez extrema se había adueñado del rostro de Orla, que lo miraba con ojos enormes y llenos de temor. La vio abrir los labios como si fuera a decir algo, pero no salió de ellos sonido alguno. Dando media vuelta apresuradamente, la mujer abandonó el jardín casi a la carrera.
Alfred se dejó caer en el banco, desconsolado.
Estaba empezando a sentir un miedo terrible... de su propia gente.
La reunión entre los sartán y los mensch fue acordada a través de los delfines, a los cuales, como había dicho Alake, les encantaba sentirse importantes. Y con tanto nadar de un bando a otro, sugiriendo calendarios, modificándolos, confirmándolos, con tanto discutir dónde, cómo y con quién, los animales estaban muy ocupados y no se les ocurría mencionar sus sospechas acerca de Haplo y de las serpientes dragón.
O tal vez simplemente, con la excitación de los acontecimientos, los delfines se habían olvidado por completo del patryn. Como decía Grundle, ¿qué cabe esperar de la cabeza de un pez?
Haplo se mantuvo en guardia, siempre presente cuando los delfines andaban cerca y siempre atento a pedir que hablaran alguna de las lenguas mensch para no perderse palabra de lo que contaban.
Era una precaución innecesaria.
Los monarcas de las diferentes casas reales tenían preocupaciones demasiado urgentes como para prestar oídos a los chismes ociosos de sus mensajeros. Los mensch discutían en aquel momento sobre si celebrar el encuentro en tierra sartán, como éstos querían, o si insistir en que los sartán embarcaran y se reunieran con los representantes de las tres razas a mitad de camino.
Dumaka, que ya había decidido que los sartán no le gustaban, era favorable a obligarlos a acudir a Draknor.
Eliason declaró que sería más cortés ir ellos a presencia de los sartán. «Somos nosotros los que venimos como mendigos», apuntó.
Yngvar declaró, malhumorado, que no le importaba dónde tuviese lugar la reunión, siempre que fuera en tierra firme. Estaba mareado y harto de vivir en una condenada embarcación.
Haplo permaneció callado, cerca de ellos, limitándose a observar y escuchar. Los dejaría discutir, soltar lo que llevaban dentro, y luego intervendría y les diría qué hacer.
Finalmente, los sartán insistieron en que las conversaciones se desarrollarían en Surunan o no habría reunión.
Haplo sonrió para sí. A bordo de una embarcación, en aquellas aguas del Mar de la Bondad que anulaban la magia, los sartán estarían totalmente a merced de los mensch...
o de cualquiera que se hallara con éstos.
Pero aún era pronto para pensar en esto. Los mensch aún no estaban en condiciones para luchar. Todavía no.
–Reunios con los sartán en Surunan –les aconsejó Haplo–. Pretenden impresionaros con su fuerza. No sería mala idea hacerles creer que lo han conseguido.
–¡Impresionarnos! ¡A nosotros! –se mofó Delu.
Los delfines se apresuraron a transmitir el asentimiento de los mensch y volvieron para comunicar que los sartán invitaban a los representantes regios de los mensch a acudir a primera hora de la mañana siguiente, para presentarse ante el Consejo y plantear en persona sus peticiones a tan augusto organismo.
Los representantes regios accedieron a ello.
Haplo volvió a su cabina. Nunca en su vida había experimentado tanta excitación.
Necesitaba silencio y soledad para tranquilizar su corazón desbocado, para mitigar el ardor de su sangre.
Si todos sus planes se cumplían –y en aquel momento no veía ninguna razón para que no fuera así– regresaría al Nexo en olor de triunfo, con el gran Samah como prisionero.
Esta victoria lo reivindicaría, compensaría sus errores y le procuraría nuevamente la mayor estima de su señor, el hombre al que amaba y reverenciaba por encima de todo lo demás.
Y, de paso, Haplo se proponía recuperar también al perro.
CAPÍTULO 11
SURUNAN CHELESTRA
Alfred sabía muy bien por qué lo habían invitado a asistir a la reunión entre los mensch y los miembros del Consejo de los sartán, encuentro al cual, en circunstancias normales, no habría sido admitido jamás. Samah estaba al corriente de que Haplo acompañaría a los mensch y, sin duda, estaría observándolo con suma atención para ver si lo sorprendía intentando alguna comunicación con el patryn.
De haber encontrado a Haplo en circunstancias normales, Alfred no habría tenido motivo para inquietarse, pues el patryn no se habría dignado ni a reconocer su presencia, y mucho menos a hablarle. Pero ahora Alfred tenía al perro. Cómo había aparecido el animal a su lado y cómo había hecho Haplo para perderlo eran preguntas que el sartán seguía siendo incapaz de responder.
Alfred tenía el presentimiento de que, cuando Haplo viera al perro, exigiría que se lo devolviera. Así, Samah conseguiría muy probablemente lo que buscaba: una prueba de que Alfred estaba confabulado con un patryn. Y él no podía hacer nada por evitarlo.
Pensó en la posibilidad de no asistir a la reunión, de esconderse en algún rincón de la ciudad. Se le pasó por la cabeza, incluso, la loca posibilidad de volver a escapar a través de la Puerta de la Muerte. No obstante, se vio obligado a rechazar todas aquellas ideas por diversas razones, la principal de las cuales era que Ramu se había pegado a él y lo acompañaba dondequiera que iba.
Ramu se encaminó con Alfred y el perro hacia el salón del Consejo y guió a ambos hasta la cámara donde se celebraría el encuentro. Los demás miembros del Consejo ya estaban presentes y ocupaban sus escaños. Todos observaron a Alfred con expresión severa y apartaron la mirada. Ramu señaló una silla, pidió a Alfred que la ocupara y luego se situó justo detrás de él. El perro se enroscó a los pies de su cuidador.
Alfred intentó captar la mirada de Orla, pero no lo consiguió. Ella mostraba un porte sereno, tranquilo, frío como el mármol de la mesa sobre la que apoyaba las manos.
Como los demás, se abstuvo de mirarlo cara a cara. Samah, en cambio, compensó sobradamente la actitud de sus colegas.
Cuando Alfred se volvió en dirección al presidente del Consejo, descubrió sobresaltado los ojos severos de Samah clavados en él con un brillo colérico. Alfred intentó no mirarlo, pero aún fue peor porque entonces, aun sin verlos, siguió notándolos y su mirada dura, iracunda y recelosa le causó un escalofrío.
Absorto en sus vagos terrores, pero sin la menor idea de a qué le tenía miedo, Alfred no percibió la llegada de los mensch hasta que oyó los murmullos y cuchicheos de los miembros del Consejo que lo rodeaban.
Los mensch penetraron en la Cámara del Consejo. Con la cabeza erguida, avanzaron orgullosos tratando de no parecer asombrados e intimidados ante las maravillas que observaban a su paso.
No eran los mensch, sin embargo, lo que había provocado los murmullos de los miembros del Consejo. Las miradas de éstos estaban fijas en una figura, en la piel tatuada de azul del patryn, que entró el último y, manteniéndose detrás de los mensch, se retiró a un rincón en penumbra de la gran sala.
Haplo sabía que lo estaban observando. Sonrió ligeramente, cruzó los brazos sobre el pecho y apoyó la espalda en la pared. Su mirada repasó rápidamente a los miembros del Consejo, se detuvo brevemente en Samah y se clavó, por último, en uno de los presentes.
A Alfred se le subió la sangre al rostro. Notó su calor, escuchó los latidos en los oídos y se preguntó, perturbado, si no le estaría goteando por la nariz.
La sonrisa de Haplo se convirtió en una mueca tensa. Pasó la vista de Alfred al perro que dormitaba tranquilamente bajo la mesa, ignorante aún de que su amo había entrado.
Luego, los ojos del patryn volvieron a fijarse en Alfred.
Todavía no, le dijo Haplo en silencio. Todavía no haré nada. Pero aguarda un poco.
Alfred reprimió un gemido y encogió brazos y piernas como las patas de una araña muerta. Ahora, todos los presentes lo estaban observando: Samah, Ramu, Orla, todos los demás miembros del Consejo... Vio desprecio y disgusto en todas las miradas, menos en la de Orla. Pero en la de ésta vio lástima. Si hubiese tenido cerca la Puerta de la Muerte, se habría arrojado a ella sin pensarlo dos veces.
No prestó atención a los trámites. Tuvo la vaga impresión de que los mensch decían algunas cortesías y se presentaban. Samah se puso en pie y respondió debidamente, presentando a los miembros del Consejo (sin utilizar sus auténticos nombres sartán, sino sus equivalentes mensch).
–Si no os importa –oyó añadir a Samah–, hablaré en el idioma humano. Lo considero el más adecuado para tratar este tipo de asuntos. Naturalmente, me ocuparé de traducir a los elfos y a los enanos...
–No será necesario –lo interrumpió el rey elfo, hablando en un fluído humano–. Todos entendemos los idiomas de los demás.
–¿De veras? –murmuró Samah, levantando una ceja.
Para entonces, Alfred se había tranquilizado ya lo suficiente como para estudiar a los mensch y prestar oído a lo que decían. Le gustó lo que vio y escuchó. Los dos enanos – marido y mujer– tenían el feroz orgullo y la dignidad de los mejores de su raza. Los humanos –también esposos– poseían los movimientos vivaces y las lenguas rápidas de su pueblo, pero moderados por la inteligencia y el sentido común. El elfo estaba solo y tenía un aspecto pálido y apesadumbrado; afligido por la muerte reciente de algún familiar, aventuró Alfred al fijarse en las ropas blancas que vestía. El rey elfo tenía la sabiduría de sus años y, además, la que su pueblo había acumulado con el transcurso del tiempo; una sabiduría que Alfred no había visto en muchos de los elfos de otros mundos.
¡Y las tres razas, tan dispares, estaban unificadas! Y no se trataba de una alianza acordada a toda prisa, concertada por amor de las circunstancias, sino una unidad que se prolongaba, era evidente, desde hacía mucho tiempo y que había sido alimentada con gran cuidado hasta que había arraigado y se había hecho fuerte y firme. Alfred se quedó muy favorablemente impresionado y no pudo por menos que suponer que Samah y el resto de los sartán se habrían llevado la misma impresión.
Los miembros del Consejo, que se habían levantado para ser presentados, volvieron a sus asientos.
–Tomad asiento, por favor –dijo Samah a los mensch con un grácil gesto de la mano.
Los mensch miraron a un lado y a otro. Allí no había ninguna silla.
–¿Qué es esto, una broma? –inquirió Dumaka, ceñudo–. ¿O pretendes que nos sentemos en el frío suelo de piedra?
–¿Qué...? ¡Ah, ha sido un descuido! Perdonadme –contestó Samah, como si cayera en la cuenta de su desliz en aquel momento.
El Gran Consejero entonó varias runas. Unas sillas de oro puro tomaron cuerpo de la nada, una detrás de cada mensch. El enano, al notar de pronto que algo lo rozaba por la espalda, dio un respingo de alarma. Cuando se volvió y encontró la silla donde un momento antes no había nada, hizo una profunda inspiración y exhaló el aire en una sonora maldición.
Los humanos se quedaron anonadados por un instante. Sólo el elfo permaneció tranquilo, impertérrito. Con toda frialdad, Eliason tomó asiento y recogió las piernas, separándolas del suelo según la costumbre de los suyos.
Delu se sentó con elegancia y dignidad y tiró de la manga a su ceñudo esposo para que hiciera otro tanto. Dumaka tenía el puño cerrado y las venas le sobresalían pronunciadamente bajo la piel reluciente.
Yngvar lanzó una mirada sombría a su silla y dirigió otra, aún más torva, al sartán.
–Yo me quedaré de pie –declaró el enano.
–Como gustes.
Samah se disponía a continuar, pero el elfo lo interrumpió:
–¿No hay otra silla para Haplo, nuestro amigo? Eliason se volvió con su proverbial gracia y señaló al patryn, que seguía de pie junto a la pared.
–Te refieres a ese hombre cuando dices «amigo», ¿no es eso? –inquirió Samah con un tonillo peligroso en la voz.
Los mensch captaron la amenaza sin comprender la causa.
–Sí, desde luego que es nuestro amigo –replicó Delu–. Es decir –se corrigió al tiempo que dirigía una cálida mirada a Haplo–, nos sentiremos honrados si se digna considerarnos como tales.
–«Salvador» es como lo llama mi pueblo –añadió Eliason sin alterarse.
Samah entrecerró los ojos. Se inclinó un poco hacia adelante, con los puños cerrados sobre la mesa que tenía ante él.
–¿Qué sabéis de este hombre? Nada, supongo. ¿Sabéis, por ejemplo, que él y su pueblo han sido durante mucho tiempo nuestros enemigos más enconados?
–Todos hemos sido alguna vez enemigos acérrimos –respondió Yngvar–. Enanos, humanos y elfos supimos hacer las paces. Tal vez vosotros deberíais hacer lo mismo.
–Podríamos ayudaros a negociar, si queréis –se ofreció Eliason, con evidente sinceridad.
La inesperada respuesta tomó por sorpresa a Samah y, por unos instantes, no supo qué decir. Alfred reprimió un repentino impulso de aplaudir. Haplo, de pie en su rincón, sonrió levemente.
Samah recobró el dominio de sí.
–Te agradezco el ofrecimiento, pero las diferencias que separan a su pueblo del nuestro están más allá de tu comprensión. Escuchad mi advertencia: este hombre es un peligro para vosotros. Él y los suyos sólo quieren una cosa, y es el dominio absoluto sobre vosotros y vuestro mundo. No se detendrá ante nada para conseguir su propósito:
trampas, engaños, traiciones, mentiras. Fingirá ser vuestro amigo pero, al final, demostrará ser vuestro más letal enemigo.
Dumaka se incorporó de un salto, encolerizado. Eliason se apresuró a detenerlo y las palabras tranquilizadoras del elfo serenaron la cólera del humano como si fueran aceite vertido sobre aguas agitadas.
–Este hombre ha arriesgado su vida por salvar la de nuestras hijas, ha negociado un acuerdo pacífico entre nuestros pueblos y las serpientes dragón, ha sido responsable en gran parte de que hayamos llegado sanos y salvos hasta este reino donde esperamos poder establecernos y levantar nuestros hogares. ¿Son éstos los actos de un enemigo?
–Ésas son las trampas de un enemigo –replicó Samah con frialdad–. De todos modos, no voy a discutir con vosotros. Veo que os tiene completamente engañados.
Los mensch hicieron ademán de querer añadir algo más, pero el Gran Consejero sartán levantó la mano pidiendo silencio con gesto imperioso y continuó:
–Os presentáis aquí con la petición de que compartamos nuestro reino con vosotros.
Aceptamos vuestra solicitud. Permitiremos que vuestros pueblos se establezcan en las zonas de Surunan que determinemos. Estableceremos un gobierno que os dirija y sancionaremos leyes para que os rijáis por ellas. Colaboraremos con vosotros para ayudaros a mejorar vuestra situación económica. Os educaremos a vosotros y a vuestros hijos. Todo esto y más haremos por vosotros si, a cambio, vosotros hacéis una cosa por nosotros. – amah dirigió una mirada penetrante a Haplo–. Libraos de ese hombre.
Ordenadle que se vaya. Si es vuestro «amigo», como afirmáis, comprenderá que nuestra propuesta sólo busca la defensa de vuestros intereses supremos y no pondrá reparos a hacer lo que le decís.
Los mensch se quedaron mirando fijamente al sartán y, durante un largo momento, la perplejidad les impidió articular palabra.
–¡Intereses supremos! –Dumaka consiguió por fin poner voz a su desconcierto–. ¿A qué te refieres, con eso de «intereses supremos»?
–¿Imponernos un gobierno? ¿Promulgar leyes? –Yngvar se golpeó el pecho con el puño–. ¡Los enanos se gobiernan ellos mismos! ¡Nadie toma las decisiones por ellos! ¡Ni humanos, ni elfos... ni vosotros!
–¡Por muchas sillas de oro que podáis sacar del aire! –añadió Hilda.
–Nosotros, los humanos, escogemos a nuestros amigos. ¡Y también a nuestros enemigos! – xclamó Delu con vehemencia.
–Paz, amigos –intervino Eliason suavemente–. Paz. Acordamos que yo me encargaría de parlamentar, ¿verdad?
–Adelante, pues –refunfuñó Dumaka al tiempo que ocupaba de nuevo su asiento.
El rey elfo se puso en pie, dio un paso adelante e hizo una grácil reverencia.
–Parece que sufrimos un malentendido. Hemos venido hasta aquí a pediros a ti y a tu gente que tengáis la bondad de compartir vuestro reino con nuestros pueblos. Surunan es, sin duda, suficientemente grande para todos. Cuando nos hemos acercado a vuestras costas camino de esta reunión, hemos podido observar que gran parte de estas magníficas tierras se halla abandonada actualmente.
«Nosotros trabajaremos esas tierras y haremos de Surunan un lugar próspero. Os proporcionaremos gran número de bienes y de servicios de los cuales, sin duda, carecéis en estos momentos. Y, por supuesto, estaremos más que complacidos de incluir a vuestro pueblo en nuestra alianza. Gozaréis de igualdad de voto...
–¡Igualdad! –El asombro de Samah no tuvo límites–. ¡Pero nosotros no somos vuestros iguales! ¡En inteligencia, poderes mágicos y sabiduría, somos infinitamente superiores! Seré indulgente con vosotros –añadió, tras una breve pausa para recobrar la compostura– porque todavía no sabéis nada de nosotros...
–¡Ya sabemos lo suficiente! –Dumaka se puso en pie otra vez. Delu lo imitó y se colocó al lado de su esposo–. Hemos venido en son de paz, con el ofrecimiento de compartir este reino con vosotros pacíficamente, en igualdad de condiciones. ¿Aceptáis o no nuestra propuesta?
–¡Compartir! ¡Con unos mensch! –Samah descargó el puño sobre la mesa de mármol– . ¡No puede haber igualdad de condiciones! ¡Volved a vuestras naves y buscad otra tierra donde podáis ser todos «iguales»!
–Sabes muy bien que no existe otra tierra donde podamos ir –respondió Eliason en tono muy serio–. Nuestra propuesta es razonable y no alcanzo a ver ningún motivo para que no os resulte aceptable. No tenemos intención de apoderarnos de vuestro reino, sino sólo de aprovechar aquella parte de las tierras que no utilicéis.
–Consideramos irrazonables tales demandas. Los sartán no nos limitamos a «utilizar» este mundo. ¡Somos sus creadores! ¡Vuestros antepasados nos adoraban como a dioses!
Los mensch contemplaron a Samah, incrédulos.
–Si nos excusáis, nos marcharemos ahora –dijo Delu con aire digno.
–Nosotros adoramos a un dios –proclamó Yngvar–. Adoramos al Uno, al que creó este mundo. Al que guía las olas.
«El que guía las olas.» Alfred, que había permanecido en su asiento con los hombros hundidos y aire abatido, frustrado y colérico, deseoso de intervenir pero temeroso de que con ello sólo empeorase las cosas, dio un respingo y se quedó sentado con el cuerpo muy erguido. Una profunda conmoción lo recorrió de pies a cabeza. «El que guía las olas.» ¿Dónde había oído aquella frase? ¿Qué otra voz la había pronunciado?
Aquella misma frase, u otra muy parecida. Porque a Alfred le parecía que las palabras estaban ligeramente cambiadas.
«El que guía las olas.» Estoy en una sala, sentado a una mesa, rodeado de mis hermanos y hermanas. Una luz blanca brilla sobre nosotros, y me envuelve la paz y la serenidad. ¡Tengo la respuesta! Por fin la he encontrado, tras todos estos años de búsqueda infructuosa.
Ahora la conozco, igual que todos los demás. Haplo y yo...
No puedo resistir el impulso de volver la mirada hacia el patryn. ¿Había oído Haplo aquellas palabras? ¿Las recordaba?
¡Sí! Alfred lo vio en su rostro, en sus ojos oscuros y recelosos que le devolvían la mirada, en sus labios tensos y apretados en una mueca torva. Lo percibió en los brazos tatuados del patryn, cruzados sobre el pecho en actitud defensiva. Pero Alfred conocía ahora la verdad. Recordó la Cámara de los Benditos de Abarrach, recordó la luz cegadora, la mesa... y recordó la voz, el Uno...
¡El que guía la Onda!
–¡Eso es! –exclamó, saltando de su asiento–. ¡El que guía la Onda! ¿Recuerdas, Haplo? ¡En Abarrach, en la cámara! ¡La luz! ¡La voz que habló! Sonaba en mi corazón, pero la escuché con toda nitidez y tú también la oíste. ¡Tienes que recordarla! Tú estabas sentado junto a...
Alfred dejó la frase a medias. Haplo lo miraba fijamente, con una expresión de profundo odio y de acérrima enemistad. Sí, lo recuerdo, decía en silencio aquella mirada.
No puedo olvidarlo por mucho que lo desee. Yo lo tenía todo previsto; sabia lo que quería y cómo conseguirlo. Tú lo desbarataste todo. Me hiciste dudar de mi señor. Me hiciste dudar incluso de mí mismo. Nunca te lo perdonaré.
Al oír pronunciar el nombre de su amado dueño, el perro había despertado. Meneó el rabo enérgicamente, se incorporó con las patas temblorosas y volvió la cabeza hacia su amo.
Haplo lanzó un silbido y se dio una palmada en el muslo.
–¡Aquí, muchacho! –llamó al animal.
El perro emitió un gañido, salió arrastrándose de debajo de la mesa, avanzó unos trancos hacia el patryn y, a continuación, se volvió hacia Alfred. Al instante, se detuvo.
Con un gimoteo, miró de nuevo a Haplo. Después, sus pasos completaron un círculo y lo llevaron de nuevo donde había empezado, a los pies del sartán.
Alfred alargó la mano hacia él.
–Vamos –incitó al animal–. Ve con él.
El perro soltó otro gañido y se encaminó por segunda vez hacia Haplo, pero acabó por trazar un nuevo círculo y volver junto a Alfred.
–¡Perro! –exclamó Haplo con voz imperiosa, severa e irritada.
Alfred estaba concentrado en el patryn y el perro, pero seguía incómodamente consciente de la presencia de Samah, quien observaba la escena sin perderse detalle.
Alfred recordó las palabras que acababa de dirigir a Haplo, se dio cuenta de cómo debían de haber sonado a oídos del Gran Consejero, previo más preguntas de éste, nuevos interrogatorios, y exhaló un profundo suspiro.
En aquel momento, sin embargo, nada de ello tenía importancia. Lo importante era el perro... y Haplo.
–Ve con él –suplicó al animal, al tiempo que le daba un suave empujón en la grupa.
El can se negó a moverse.
Haplo lanzó a Alfred una mirada que habría tenido el efecto de un puñetazo, de haber estado lo bastante cerca. Luego, dio media vuelta sobre sus talones y se encaminó hacia la puerta.
–¡Haplo, espera! –exclamó Alfred–. ¡No puedes dejarlo aquí! Y tú –se volvió al perro–, tú no puedes dejar que se vaya.
Pero el animal continuó sin moverse y Haplo no detuvo sus pasos.
«¡Es preciso que los dos vuelvan a estar juntos! –dijo Alfred para sí mientras acariciaba al afligido animal–. Y es preciso hacerlo pronto. Haplo recuerda al perro y quiere recuperarlo. Buena señal. Si se hubiera olvidado por completo de él...» Alfred suspiró y movió la cabeza melancólicamente.
Los humanos empezaron a abandonar la cámara en pos de Haplo.
Samah lanzó una mirada colérica a los mensch y anunció:
–Si os marcháis ahora, si seguís a vuestro «amigo», no os permitiremos volver nunca más.
Eliason comentó algo a los demás, en voz muy baja.
–¡No! –exclamó Dumaka, furioso, pero Delu apoyó una mano en el brazo de su esposo pidiéndole moderación.
–No me gusta –se oyó murmurar a Yngvar.
–No tenemos alternativa –replicó su esposa. Eliason les dirigió a todos una última mirada de interrogación. Dumaka apartó el rostro, pero Delu asintió en silencio.
El rey elfo se volvió al sartán.
–Aceptamos vuestro ofrecimiento. Aceptamos todos vuestros términos, con una excepción. No pediremos a este hombre, a nuestro amigo, que nos deje.
Samah arqueó una ceja.
–Bueno, eso nos deja en un callejón sin salida, porque no os permitiremos poner pie en esta tierra mientras acojáis entre vosotros a un patryn.
–¡No puedes decirlo en serio! –exclamó Alfred, movido a hablar por la sorpresa–. ¡Han accedido al resto de tus demandas...!
Samah lo miró fríamente.
–Tú no formas parte del Consejo, hermano. Te agradeceré que no intervengas en los asuntos que incumben a la institución.
Alfred palideció, se mordió el labio inferior y guardó silencio.
–¿Y adonde irán nuestros pueblos, entonces? –inquirió Dumaka.
–Preguntad a vuestros amigos –respondió Samah–. Preguntad a los patryn y a las serpientes dragón.
–Nos estáis sentenciando a muerte –dijo Eliason sin alzar la voz–. Y quizás os estáis sentenciando vosotros, también. Hemos acudido aquí en son de paz y ofreciendo amistad. Hemos planteado una petición que consideramos razonable y, en respuesta a ella, hemos sido humillados y tratados con altivez, como si fuéramos niños pequeños.
Nuestro pueblo es pacífico. Hasta hoy, no me había pasado nunca por la cabeza que un día pudiera abogar por el uso de la fuerza. Pero ahora...
–¡Ah, por fin aparece la verdad! –El tono de voz de Samah era frío y altivo–. ¡Vaya, vaya! De modo que es esto lo que os proponíais desde el primer momento, ¿no? Vosotros y el patryn lo traíais todo perfectamente estudiado. Queréis destruirnos. Una guerra...
¡Muy bien, emprended una guerra contra nosotros! Si sois afortunados, tal vez sobreviváis para lamentar vuestra decisión.
El Gran Consejero pronunció unas runas. Los signos mágicos chisporrotearon en el aire con un intenso resplandor rojo y amarillo y estallaron sobre las cabezas de los sorprendidos mensch con la virulencia de un tronido. El calor les quemó la piel, la luz brillantísima los cegó y las ondas de choque del potente trueno los derribó al suelo.
El hechizo finalizó bruscamente. La Cámara del Consejo quedó sumida en el silencio.
Aturdidos y estupefactos ante aquella demostración de poder mágico –un poder más allá de su comprensión–, los mensch buscaron con la mirada a Samah.
El presidente del Consejo de los sartán había desaparecido.
Los mensch, asustados e irritados, se incorporaron del suelo y abandonaron la sala.
–No lo ha dicho en serio, ¿verdad? –preguntó Alfred, volviéndose hacia Orla–. No puede ser. ¿Ir a la guerra contra quienes son más débiles que nosotros, contra los que estamos destinados a proteger? Nunca ha sucedido una cosa tan abominable. Jamás en nuestra historia. ¡Samah no puede hablar en serio!
Orla rehusó cruzar su mirada con él e hizo como si no lo oyera. Dirigió un fugaz vistazo a los mensch que se alejaban y abandonó la Cámara del Consejo sin contestar a Alfred.
Pero él no necesitaba oír su respuesta. Ya la conocía, pues había observado la expresión del rostro de Samah mientras éste llevaba a cabo su exhibición de magia amedrentadora.
Alfred había reconocido aquella expresión. En incontables ocasiones la había notado en su propio rostro, la había visto reflejada en el espejo de su propia alma.
Era una mueca de miedo.
CAPÍTULO 12
EN LAS PROXIMIDADES DE DRAKNOR CHELESTRA
–Nuestros padres han vuelto. –Con todo el sigilo del que era capaz un enano, Grundle se coló en el pequeño camarote que Alake compartía con sus padres–. Y no parecen muy contentos.
Alake exhaló un suspiro.
–Tenemos que enterarnos de cómo ha ido la reunión –dijo Devon–. ¿Creéis que vuestros padres vendrán aquí?
–No. Están en el camarote de Eliason, justo al lado de éste. Escuchad. –Grundle ladeó la cabeza–. Son sus voces.
Los tres se acercaron al tabique. Desde allí se oían unas voces, en efecto, pero demasiado apagadas para entender lo que decían.
Grundle señaló un pequeño agujero en un nudo de la madera.
Alake comprendió el gesto, colocó la mano en el agujero y empezó a pasar los dedos en torno a su borde, dando vueltas y vueltas mientras cuchicheaba unas palabras. Poco a poco, casi imperceptiblemente, el agujero se hizo más grande. Alake pegó el ojo a él, se volvió a sus compañeros y les hizo un gesto para que se acercaran.
–Tenemos suerte. Queda camuflado detrás de uno de los báculos emplumados de mi madre.
Los tres jóvenes acercaron la cabeza al agujero y pegaron el oído a la pared.
–Jamás he visto una magia parecida –decía Delu en un tono cargado de abatimiento–.
¿Cómo podemos luchar contra un poder tan pasmoso?
–No lo sabremos hasta que lo probemos –declaró su esposo–. Y yo estoy a favor de probarlo. ¡Yo no le hablaría ni a un perro como esa gente nos ha hablado a nosotros!
–Estamos ante un dilema terrible –intervino Eliason–. La tierra es suya por derecho.
Es prerrogativa de esos sartán negarnos permiso para instalarnos en su reino. Pero, con ello, condenan a nuestros pueblos a la muerte y no me parece que tengan derecho a eso.
No deseo luchar contra ellos, pero tampoco puedo ver morir a mi pueblo.
–¿Y tú, Yngvar? –preguntó Haplo–. ¿Qué opinas?
El enano guardó silencio largo rato. Grundle, de puntillas, miró por el agujero. El rostro de su padre estaba muy serio. La enana lo vio mover la cabeza.
–Mi pueblo es valiente. Nos batiríamos con cualquier humano, elfo o como quiera que se llamen ésos... –movió la mano con un gesto de menosprecio dirigido vagamente a los sartán–, si la lucha fuera limpia, con hachas, espadas y arcos. Mi gente no es cobarde. – Yngvar lanzó una mirada ceñuda en torno a él, desafiando a cualquiera a acusarlo de tal cosa. Después soltó un suspiro–. Pero frente a una magia como la que hemos visto hoy...
no sé. No lo sé.
–No tendréis que enfrentaros a su magia –apuntó Haplo. Los demás lo miraron.
–Tengo un plan –añadió entonces–. Hay un modo. De lo contrario, no os habría traído aquí.
–¿Tú..., tú sabías esto? –inquinó Dumaka, arrugando la frente con aire receloso–.
¿Cómo es posible? –Ya os lo dije. Mi pueblo y el suyo somos... parecidos. –Señaló los signos mágicos tatuados en su piel y continuó–: Ésta es mi magia. Si el agua de este mar moja las runas, la magia deja actuar y me quedo indefenso, más que cualquiera de vosotros. Pregúntale a tu hija, Yngvar. Ella me vio y lo sabe. Y lo mismo les sucede a los sartán.
–¿Qué va a proponer ahora? –masculló Grundle al otro lado del tabique–. ¿Que invadamos la ciudad con una brigada armada de cubos?
Como se ha apuntado anteriormente, Grundle no nos ha dejado más anotaciones sobre sucesos posteriores. Debemos, por tanto, acudir a este relato de los hechos, tomado de la obra de Haplo, Chelestra, el mundo del Agua, vol. de Los diarios de la Puerta de la Muerte.
Devon la pellizcó para que callara.
–¡Silencio!
Sin embargo, los soberanos se mostraron casi tan perplejos como la enana.
–Muy sencillo –explicó entonces Haplo–. Inundaremos la ciudad.
Todos se quedaron mirándolo mientras digerían en silencio la extraña propuesta.
Aquello parecía demasiado fácil. Tenía que haber algún error. Cada cual rumió la idea por su cuenta. Luego, poco a poco, la esperanza empezó a avivar un nuevo fuego en sus ojos, hasta entonces nublados por el desaliento.
–¿El agua no les causa daño? –preguntó Eliason con vehemencia.
–El mismo que me causa a mí –respondió Haplo–. El agua nos hace iguales a todos. Y no hay derramamiento de sangre.
–Parece que ahí tenemos la respuesta –apuntó Delu, no muy segura.
–Pero lo único que han de hacer los sartán es evitar mojarse –apuntó Hilda–. Y unos seres tan poderosos serán, sin duda, capaces de ello.
–Los sartán pueden evitar la subida de las aguas durante un tiempo. Pueden refugiarse en los tejados y quedarse allí como gallinas colgadas de sus perchas, pero no podrán permanecer ahí eternamente. El agua subirá más y más. Tarde o temprano, los alcanzará. Y, cuando lo haga, los sartán quedarán indefensos. Entonces podréis llevar los sumergibles a Surunan y adueñaros de ella sin tener que blandir un hacha ni disparar una flecha.
–Pero no podemos vivir en un mundo lleno de agua –protestó Yngvar–. Y, cuando ésta se retire, los sartán recordarán su magia, ¿verdad?
–Sí, pero, para entonces, se habrá producido un cambio de líder entre los sartán. Él todavía no lo sabe, pero ese Samah con el que habéis hablado hoy va a emprender un viaje. –Haplo sonrió secretamente–. Creo que las negociaciones os serán mucho más fáciles cuando él se haya marchado. Sobre todo si lo único que tenéis que hacer es recordar a los sartán que podéis hacer volver las aguas cuando os venga en gana.
–¿Y será verdad? –quiso saber Delu, perpleja–. ¿Tendremos ese poder?
–Desde luego. Sólo tenéis que pedírselo a las serpientes dragón. ¡No, no, esperad!
Dejad que os explique. Las serpientes dragón horadan agujeros en los cimientos de roca.
El agua fluye por ellos, se eleva, «humedece» el ánimo de los sartán y, cuando éstos se rinden, las serpientes la hacen retroceder. Las serpientes podrían utilizar su magia para erigir compuertas en la boca de los agujeros para evitar la entrada de agua. Cada vez que se lo pidierais, abrirían de nuevo esas compuertas y repetirían todo el proceso, si fuese necesario. Aunque, como he dicho, no creo que lo sea.
Grundle, pensativa, estudió la idea desde todos los ángulos, como sabía que estarían haciendo sus padres en aquel momento, buscando un punto débil. No pudo encontrar ninguno y, al parecer, lo mismo sucedió entre quienes escuchaban a Haplo de manera más convencional.
–Hablaré con las serpientes dragón, les explicaré el plan –propuso Haplo–. Acudiré a Draknor, si puedo utilizar una de vuestras naves. No deseo traer a las serpientes a bordo de vuestra nave otra vez –se apresuró a añadir, al ver que los mensch palidecían ante tal perspectiva.
Alake estaba radiante.
–¡Es un plan magnífico! Nadie saldrá herido. ¡Y tú pensabas que estaba aliado con las serpientes dragón! –murmuró, y dirigió una mirada colérica a Grundle.
–¡Chist! –replicó la enana, irritada, y pellizcó a su amiga. Elfos, humanos y enanos se mostraron aliviados y esperanzados.
–Llegaremos a un acuerdo con los sartán –comentó Eliason–. El problema es que todavía no nos conocen. Cuando vean que sólo deseamos llevar unas existencias pacíficas y productivas y no molestarlos en absoluto, no pondrán ningún reparo a que nos quedemos.
–Sin sus leyes y sin considerarlos dioses –precisó Dumaka en tono inflexible.
Los demás asintieron. La conversación volvió a centrarse en los planes para el traslado a Surunan, sobre dónde y cómo viviría cada cual. Grundle ya había oído todo aquello otras veces; los soberanos casi no habían hablado de otra cosa durante la travesía.
–Cierra eso –murmuró–. Yo también tengo un plan. Alake cerró el agujero del tabique.
Luego, ella y Devon miraron a la enana con expectación.
–Es nuestra oportunidad.
–¿Oportunidad para qué? –preguntó Devon.
–Para descubrir qué está sucediendo realmente –explicó la enana en voz baja, al tiempo que dirigía una mirada de inteligencia a sus compinches.
–¿Te refieres a...? –Alake dejó la frase a medias.
–Seguiremos a Haplo –asintió Grundle–. Descubriremos la verdad acerca de él. Quizás esté en peligro –añadió a toda prisa al advertir el brillo de cólera en los ojos oscuros de Alake–, ¿recordáis?
–Sí, y ésta es la única razón de que apruebe lo que propones –dijo la humana en tono altivo–. La única razón de que consienta en ir.
–Hablando de peligro –intervino Devon en tono sombrío–, ¿qué me decís de las serpientes dragón? La vez que esas criaturas estuvieron a bordo de nuestro sumergible, no fuimos capaces ni de acercarnos al puente. Me refiero a cuando Haplo se enfrentó a ellas. ¿Recordáis?
–Tienes razón –reconoció Grundle, alicaída–. Los tres nos quedamos atontados de miedo. Yo era incapaz de moverme. Y pensé que tú ibas a desmayarte.
–¡Y esa serpiente dragón ni siquiera era real! –subrayó Alake–. Era sólo un..., un reflejo o algo parecido.
–Si nos acercamos a una de verdad, los dientes nos castañetearán tan fuerte que no podremos oír lo que hablen.
–Por lo menos, podremos defendernos –apuntó Devon–. Tengo buena mano con el arco y... Grundle se burló de él.
–Las flechas no tendrán efecto sobre esos monstruos. Ni siquiera las flechas mágicas, ¿verdad, Alake?
–¿Qué? Lo siento, estaba distraída. Has mencionado la magia, ¿no? Veréis, he estado practicando mis hechizos y he aprendido tres nuevos, defensivos. No puedo explicaros en qué consisten porque son secretos, pero me dieron un resultado estupendo frente a mi maestro.
–Sí, ya lo vi. ¿Le ha vuelto a salir el cabello?
–¡Cómo te atreves a espiarme, pequeña bestia!
–¡No lo he hecho! ¡Como si me importara! Pasaba casualmente por allí cuando escuché un ruido y olí a humo. Creí que podía haber un incendio a bordo, de modo que miré por el ojo de la cerradura y...
–¡Aja! ¡Tú misma lo reconoces...!
–Las serpientes dragón –intervino Devon con la diplomacia innata de los elfos–. Y Haplo. Esto es lo importante, ¿recordáis?
–¡Claro que recuerdo! Pero no veo de qué van a servir las flechas mágicas, el fuego mágico o lo que sea si, de todos modos, no podemos acercarnos a esas malditas criaturas.
–Me temo que tiene razón –suspiró Devon.
–Y Alake tiene una idea –apuntó Grundle, mirando fijamente a la humana–. ¿Verdad, Alake?
–Tal vez. Es algo que no deberíamos hacer. Podríamos meternos en un verdadero lío.
Alake miró a un lado y a otro, aunque en el pequeño camarote sólo estaban ellos tres.
Hizo un gesto a sus amigos para que se acercaran y se inclinó adelante hacia ellos.
–He oído contar a mi padre que en los viejos tiempos, cuando las tribus luchaban unas con otras, algunos guerreros mascaban una hierba que hacía desaparecer el miedo. Mi padre no la utilizó nunca, pues dice que el miedo es la mejor arma de un guerrero en el combate porque aguza el instinto y...
–¡Bah! Cuando notas las tripas como si fueran a salírsete por la boca en cualquier momento, no importa lo aguzado que tengas el instinto.
–¡Silencio, Grundle! –Devon apretó la mano de la enana–. Deja que Alake termine.
–Lo que me disponía a decir antes de la interrupción –la humana dirigió una severa mirada a Grundle– es que, en este caso, no necesitamos en realidad tener los instintos especialmente alerta porque no nos proponemos combatir contra nada. Lo único que queremos es acercarnos a escondidas a las serpientes dragón, escuchar lo que dicen y escabullimos sin ser descubiertos. Esa hierba de la que hablo podría ayudarnos a vencer el miedo que nos provocan.
–¿Es una hierba mágica? –quiso saber Grundle, recelosa.
–No. Es una simple planta, como la lechuga. Sus propiedades son inherentes a ella, no producto de hechizos. Sólo es preciso masticarla.
Los tres se miraron.
–¿Qué opinas?
–Me parece buena idea.
–¿Podrás conseguir un poco, Alake?
–Sí. La herborista ha traído una buena reserva, pensando que tal vez la querrían tomar algunos de los combatientes, en el caso de que fuéramos a la guerra.
–Muy bien, pues. Alake, encárgate de traerla. ¿Cómo se llama?
–Zarza impávida.
–¿Zarza? –Grundle frunció el entrecejo–. No creo que... Unas voces en el pasillo interrumpieron la conversación. La reunión de los monarcas estaba finalizando.
–¿Cuándo zarparás, Haplo? –les llegó con nitidez la voz grave de Dumaka al otro lado de la puerta cerrada.
–Esta noche.
Los tres jóvenes intercambiaron una mirada.
–¿Podrás conseguir la hierba para entonces? –susurró Devon.
Alake asintió.
–Muy bien, pues. Está todo decidido. Nos vamos. Grundle extendió la mano al frente.
Devon colocó la suya sobre la de la enana. Alake sostuvo ambas entre las suyas.
–Nos vamos –repitieron los tres con voz firme.
Haplo pasó el resto del día aprendiendo ostentosamente a pilotar uno de los pequeños sumergibles biplaza que utilizaban humanos y elfos para pescar. Estudió con todo detalle el funcionamiento de la embarcación enana e hizo gran número de preguntas, muchas más de las necesarias para tripular el sumergible la breve distancia que lo separaba de Draknor. Repasó toda la nave, centímetro a centímetro, con tan profundo interés que terminó por despertar las suspicacias de los enanos.
Sin embargo, el patryn no escatimó alabanzas a la maestría de los enanos en la carpintería y en la navegación y, finalmente, el capitán y la tripulación terminaron buscando detalles que lo impresionaran.
–La nave servirá perfectamente para mis propósitos –declaró por último, contemplando el sumergible con satisfacción.
–Por supuesto –rezongó el enano–. Sólo vas a navegar en ella hasta Draknor. No te propones dar la vuelta al mundo. Haplo le dirigió una leve sonrisa.
–Tienes razón, amigo mío. No me propongo dar la vuelta al mundo.
Se proponía abandonarlo. Lo haría tan pronto como las serpientes dragón inundaran Surunan, lo cual esperaba que sucediera mañana mismo. Capturaría a Samah, y el pequeño sumergible lo llevaría –junto con su prisionero– a través de la Puerta de la Muerte.
–Pondré las runas de protección en el interior de la embarcación, en lugar de en el exterior –se dijo en un murmullo, cuando estuvo de nuevo a solas en su camarote–. Eso debería resolver el problema del agua del mar.
»Eso me recuerda que necesito llevar una muestra de esa agua a mi señor para proceder a analizarla y determinar si existe algún modo de anular sus efectos debilitadores sobre nosotros. Tal vez mi señor pueda descubrir incluso de dónde ha salido este líquido tan especial. Dudo mucho que sea una creación de los sartán...
Haplo escuchó un ruido sordo en el pasillo, junto al camarote.
–Grundle... –murmuró, moviendo la cabeza con una mueca de fastidio.
Había tenido a la mensch siguiéndole los pasos todo el día. Sus pesados andares, sus botas aún más pesadas, sus jadeos y resuellos, habrían alertado de su presencia incluso a alguien sordo y ciego. El patryn se preguntó vagamente en qué travesura andaría metida, pero no se preocupó más del tema. Un pensamiento incómodo seguía royéndole la mente, borrando de ella todo lo demás.
El perro. El perro que una vez había sido suyo y ahora parecía estar con Alfred.
Haplo sacó del cinto dos puñales que le había regalado Dumaka, los depositó sobre la cama y los examinó minuciosamente. Eran buenas armas, de excelente factura. Invocó su magia y las runas de su piel emitieron su resplandor azulado y su brillo rojizo.
Pronunció las runas y colocó el índice en la hoja de uno de los puñales. El acero siseó y burbujeó, y se levantó de él una fina columna de humo. Unas runas de muerte empezaron a cobrar forma en la hoja bajo el dedo de Haplo.
–Que el maldito perro haga lo que le venga en gana. –Haplo puso exquisito cuidado en trazar los signos mágicos de los cuales podía depender su vida, pero había llevado a cabo aquella operación tantas veces que podía permitir que su mente se ocupara de otros asuntos–. He vivido mucho tiempo sin él y puedo volver a hacerlo. Reconozco que me ha sido de utilidad, pero no lo necesito. No quiero recuperarlo. Ya no. Después de haber vivido con un sartán, no lo quiero.
Haplo completó su trabajo en una cara de la hoja. Se echó hacia atrás en la silla y estudió con gran cuidado los trazos en busca de la menor imperfección, del más mínimo error en el intrincado dibujo. No habría ninguno, por supuesto. Haplo era experto en lo que hacía.
Experto en matar, en mentir, en engañar. Incluso era experto en mentirse a sí mismo.
Por lo menos, lo había sido en otro tiempo. Entonces no le costaba creer sus propias mentiras. ¿Por qué ya no podía seguir haciéndolo?
–Porque eres débil –se mofó de sí mismo–. Eso es lo que diría mi señor. Y tendría razón. ¡Preocuparme por un perro! ¡Preocuparme por unos mensch! ¡Por una mujer que me dejó nace tanto tiempo! ¡Por un hijo mío que tal vez esté ahí, en el Laberinto, desvalido! ¡Un niño desamparado! ¡Y yo no tengo el valor de volver a buscarlo..., a buscarla!
Un error. Un signo mágico roto, incompleto. Ahora, nada de lo hecho servía. Haplo soltó unas amargas y furiosas maldiciones. Con un gesto brusco, barrió del lecho los puñales.
¡El valiente patryn que arriesgaba la vida por entrar en la Puerta de la Muerte, por explorar nuevos mundos desconocidos!
«... porque tengo miedo de volver al único mundo que conozco de verdad. Ésa fue la verdadera razón por la cual aquel día en el Laberinto, hace tanto tiempo, estuve dispuesto a darme por vencido y morir. No puedo soportar la soledad. No puedo soportar el miedo.» Y entonces, Haplo había encontrado al perro.
Y ahora, el perro se había marchado.
Alfred. Todo era obra de Alfred. ¡Maldito fuera cien veces!
Del otro lado de la puerta del camarote le llegó un sonoro tamborileo, que sonaba sospechosamente como el taconeo de unas botas pesadas sobre una cubierta de madera.
Grundle debía de estar muerta de aburrimiento.
El patryn contempló con aire torvo los puñales caídos en la cubierta. Un trabajo mal hecho. Estaba perdiendo el control, se dijo.
Alfred podía quedarse con el maldito perro. Por él, encantado.
Recogió los puñales y reinició la tarea; esta vez, concentró en ella toda su atención.
Por fin, enlazó el último signo mágico en la hoja del arma. Recostándose en el respaldo de la silla, estudió el puñal. En esta ocasión, todo estaba como era debido. Tomó el otro puñal y empezó a actuar sobre él.
Terminada la tarea, envolvió las dos dagas potenciadas con las runas en un retal de una tela que los enanos llamaban hule, donde su magia estaría perfectamente protegida.
La tela era absolutamente impermeable; Haplo lo sabía porque lo había comprobado. El hule mantendría los puñales intactos y evitaría que perdiesen su magia, incluso si sucedía algo y él se quedaba sin la suya.
No era que esperase problemas, pero no estaba de más andar preparado. Para ser sincero –y Haplo pensó con acritud que aquél debía de ser su día para la sinceridad–, no Referencia al combate de Haplo con los caodín, Ala de Dragón, vol. de El ciclo de la Puerta de la Muerte.
se fiaba de las serpientes dragón aunque la lógica le dijera que no había ninguna razón para ello. Quizá su instinto sabía algo que su cerebro ignoraba. En el Laberinto, había aprendido a confiar en su instinto.
Haplo se acercó a la puerta y la abrió de golpe.
Grundle se precipitó en el interior dando tumbos y aterrizó sobre la cubierta, boca abajo. Desconcertada, se incorporó, se sacudió el polvo de la ropa y dirigió una mirada colérica a Haplo.
–¿No deberías ponerte en marcha? –inquirió luego en tono exigente.
–Ahora mismo –respondió él con su media sonrisa. El patryn ató la bolsa de hule al cinturón que ceñía sus calzones y la ocultó bajo los pliegues de la camisa.
–Ya era hora –masculló Grundle, y se alejó con sus sonoras pisadas.
Aquella tarde, Alake acudió a la herbolaria quejándose de que tenía tos e irritación de garganta. Mientras la mujer preparaba una infusión de manzanilla y menta y rezongaba sobre lo terrible que resultaba que la mayoría de los jóvenes no mostrara ya ningún respeto por las viejas costumbres y sobre lo mucho que le alegraba que Alake fuera diferente, la muchacha se ¡ arregló para arrancar varias hojas de la zarza contra el miedo le la herbolaria tenía plantada en un pequeño tonel.
Con las hojas ocultas en una mano y ésta tras la espalda, Alake recogió la mezcla para la infusión y escuchó con atención las instrucciones de la mujer respecto a que debía tomarla recién hecha y repetir la dosis antes de acostarse.
La muchacha prometió que así lo haría y se excusó en la tos para no prolongar la conversación. Cuando hubo salido, añadió las hojas de la zarza impávida a la mezcla para la infusión y regresó rápidamente a su habitación.
Por la noche, Devon y Grundle se reunieron con Alake en la cabina de ésta.
–Ya se ha ido –informó la enana–. Lo vi abordar el sumergible. Es un tipo extraño. Lo he oído en su camarote, hablando consigo mismo. No he entendido gran cosa, pero sonaba preocupado. ¿Sabéis?, no creo que vuelva.
–¡No seas ridícula! –se burló Alake–. Por supuesto que volverá. ¿Adonde va a ir, si no?
–Quizás al lugar del que vino.
–Tonterías. Haplo ha prometido ayudar a nuestro pueblo y no nos dejaría ahora.
–¿Qué te hace pensar lo que dices, Grundle? –preguntó Devon.
–No lo sé –respondió la enana con un aire meditabundo y solemne insólito en ella–.
Había algo en su forma de mirar... –añadió con un lúgubre suspiro.
–Muy pronto lo descubriremos –predijo Devon–. ¿Has conseguido las hierbas?
Alake asintió y ofreció una hoja de la zarza contra el miedo a cada uno. Grundle contempló la hoja gris verdusca con desagrado, la olió y estornudó. Procedió a taparse la nariz, se introdujo la hoja en la boca, la masticó y la tragó.
Después, los tres se quedaron sentados mirándose, a la espera de que los abandonara el miedo.
A los enanos no les gustan las hortalizas; patatas, zanahorias y cebollas son los únicos vegetales de la dieta enana, e incluso éstos no los comen nunca crudos.
CAPÍTULO 13
DRAKNOR CHELESTRA
–¿Dónde crees que vas con esa nave? El marinero enano, que parecía haber surgido de la nada, observaba a los tres jóvenes con mirada ceñuda.
–Estás hablando con la hija del monarca de los humanos –respondió Alake, irguiéndose con porte imperioso–. Y con la hija de tu rey.
–Eso es –asintió Grundle, avanzando unos pasos. El marinero, desconcertado, se quitó el gorro con que cubría su cabeza e hizo una reverencia.
–Disculpad, pero tengo órdenes de vigilar estas embarcaciones. Nadie puede cogerlas sin permiso del Vater.
–Ya lo sé –replicó Grundle–. Y traigo el permiso de mi padre. Muéstraselo, Alake.
–¿Qué? –Alake miró a la enana, perpleja.
–Enséñale al marinero la carta de autorización de mi padre.
–Grundle guiñó un ojo y lanzó una mirada de inteligencia a la bolsa que colgaba del cinturón, de tiras de cuero trenzadas, que rodeaba el talle de la humana. De la boca de la bolsa sobresalía el extremo, apenas visible, de varios pequeños pergaminos perfectamente enrollados.
Alake enrojeció y entrecerró los ojos.
–¡Eso son mis hechizos! –exclamó, irritada–. ¡Y no voy a enseñarlos a nadie!
–Mujeres... –se apresuró a intervenir Devon, tomando al marinero por el brazo y alejándolo de las muchachas–. Nunca saben lo que llevan en la bolsa.
–¡Calma, Alake! –insistió Grundle en voz baja–. A ese marinero se los puedes enseñar.
No sabe leer... La humana le lanzó una mirada colérica.
–¡Vamos! ¡No tenemos mucho tiempo! –dijo la enana, impaciente–, Haplo ya debe de haberse marchado.
Con un suspiro, Alake se llevó la mano a la bolsa y extrajo de ella uno de los pergaminos.
–¿Te vale esto? –preguntó, al tiempo que lo desenrollaba, lo pasaba ante las narices del marinero y lo volvía a guardar antes de que el enano tuviera tiempo ni de parpadear.
–Yo... supongo que sí –respondió el marinero y, tras unos instantes de reflexión, añadió–: Pero, para estar más seguro, creo que iré a preguntárselo directamente al Vater. No os importa esperar un momento, ¿verdad?
–Claro que no. Adelante, tómate tu tiempo –repuso Grundle en tono benévolo.
El marinero se marchó. En el mismo instante en que les dio la espalda, los tres jóvenes se colaron en la embarcación por una escotilla y de allí pasaron al pequeño sumergible, que se mecía al costado de la nave nodriza como una cría de delfín agarrada a su madre. Grundle cerró ambas escotillas, la del casco de la nave nodriza y la del sumergible, y separó este último del gran cazador de sol.
–¿Estás segura de que sabes pilotarlo? –preguntó Alake, a quien gustaban tan poco los aparatos mecánicos como a Grundle las artes mágicas.
–Desde luego –se apresuró a contestar Grundle–. He estado haciendo prácticas. Se me ocurrió que, si alguna vez se presentaba la ocasión de espiar a las serpientes dragón, necesitaríamos una embarcación para hacerlo.
–Muy bien pensado –concedió Alake con gesto magnánimo.
A diferencia del resto del Mar de la Bondad, las aguas que bañaban Draknor eran oscuras y casi opacas.
–Es como navegar en un mar de sangre –apuntó Devon, apostado tras el cristal de la portilla en busca de la pequeña nave de Haplo.
Las dos muchachas asintieron sin alterarse. La hierba contra el miedo se había mostrado a la altura de su fama.
–¿Qué andará haciendo? –se preguntó Alake, inquieta–. Lleva muchísimo tiempo en el interior del sumergible.
–Ya os lo dije –contestó Grundle–. No piensa volver. Probablemente está acondicionándolo para vivir en él durante algún tiempo...
–Ahí está –exclamó Devon, señalando en una dirección.
El sumergible de Haplo era fácil de reconocer: pertenecía a Yngvar y, por ello, llevaba el distintivo del penacho real.
Dando por sentado que Haplo sabía adonde se dirigía (al contrario que los tres jóvenes, ninguno de los cuales había recibido enseñanzas sobre los misterios de la navegación por el Mar de la Bondad), los mensch siguieron la estela de la pequeña nave del patryn.
–Grundle, no te acerques demasiado, no vaya a descubrirnos –le recomendó Alake con voz preocupada.
–¡Bah! En estas aguas no puede vernos. No advertiría nuestra presencia aunque nos tuviera pegados a su...
–... popa –se apresuró a decir Devon.
Grundle continuó al timón. Alake y Devon permanecieron detrás de ella, mirando con expectación por encima de los hombros de la enana. La hierba contra el miedo estaba resultando muy efectiva. Los tres estaban tensos y excitados como era de esperar, pero no sentían el menor miedo. Aun así, de pronto, Grundle se volvió a sus amigos con una expresión afligida en el rostro.
–¡Acabo de recordar una cosa!
–¡Presta atención a lo que estás haciendo!
–¿Os acordáis de la última vez que vimos a la serpiente dragón? La criatura habló con Haplo, ¿recordáis? Alake y Devon asintieron.
–Y le habló en su idioma. ¡No entendimos una sola palabra! ¿Cómo vamos a averiguar qué conversan cuando ni siquiera entendemos lo que dicen?
–¡Oh, vaya! –murmuró Alake con patente desánimo–. No había pensado en eso.
–¿Qué hacemos ahora? –inquirió Grundle, desinflada. En un momento, se había borrado de su ánimo la excitación ante la promesa de aventuras–. ¿Volver al cazador de sol?
–No –contestó Devon con voz resuelta–. Aunque no entendamos lo que dicen, tenemos ojos y tal vez nos ayuden a intuir algo de lo que conversan. Además, Haplo podría correr peligro. Podría necesitar nuestra ayuda.
–¡Y a mí podrían crecerme las patillas hasta que me tocaran los pies! –exclamó Grundle, despectiva.
–Entonces ¿qué queréis que hagamos? –inquirió el elfo.
–¿Alake? –Grundle miró a su amiga.
–Estoy de acuerdo con Devon. Voto por seguir adelante.
–Sí, creo que merece la pena continuar –dijo la enana, encogiéndose de hombros.
Después, más animada, añadió–: ¿Quién sabe? Tal vez encontremos más joyas de ésas.
Haplo pilotó el sumergible hacia Draknor sin prisas, tomándose el tiempo necesario y muy atento a no encallar otra vez. El agua, turbia y oscura, ofrecía un aspecto repulsivo.
El patryn apenas podía distinguir nada a través de ella y no tenía la menor idea de dónde estaba ni de qué rumbo seguía. No podía hacer otra cosa que dejar que las serpientes dragón lo guiaran, que lo atrajeran hacia ellas.
Los signos mágicos de su piel emitían un intenso resplandor azulado y Haplo tuvo que hacer un enorme esfuerzo de voluntad para seguir dirigiendo la nave hacia la costa de Draknor cuando todos sus instintos le gritaban que diera media vuelta y se alejara de allí.
La forma de comunicación más fiable en el mar es el sonido. Los capitanes de barco conocen y utilizan los diferentes sonidos característicos que producen las lunas marinas – os durnais– en su deriva a través de las aguas. Estos sonidos son detectados mediante los «oídos elfos», unos aparatos mágicos, manufacturados por los magos elfos, que recogen los sonidos y los transmiten al comandante de a bordo a través de un conducto hueco. Una vez establecida la fuente de estos sonidos y la distancia a que se encuentra cada una, el navegante puede determinar la posición de la nave.
Sin embargo, por desgracia, los capitanes sólo están familiarizados con las aguas de la zona por la que se desenvuelven normalmente. Fuera de ellas, deben fiarse ahora de las serpientes dragón para que les indiquen la ruta.
La pequeña embarcación emergió de las aguas y quedó flotando en la superficie tan de improviso que Haplo se sobresaltó. Desde la nave se divisaba una larga extensión de playa cuya arena blanca resplandecía en la oscuridad con una luz misteriosa y espectral que emanaba de alguna fuente desconocida, tal vez de la propia roca estrujada y desmenuzada.
Esta vez no había ninguna fogata de bienvenida, lo cual significaba que no lo esperaban – lgo que Haplo consideró imposible–, o que no era bien recibido. Se llevó la mano a la bolsa de hule y la notó junto a su piel, pesada y tranquilizadora.
Tras varar el sumergible en la misma orilla, saltó de la cubierta a tierra con cuidado de no mojarse los pies. Fue a parar a la blanca arena, sano y salvo, y dedicó unos instantes a orientarse.
La playa se extendía ante él a lo largo de varias leguas. Unas grandes formaciones rocosas alzaban de la arena sus picos mellados, negras contra el negro mar.
«Extrañas montañas», pensó Haplo mientras las contemplaba con desagrado. Le recordaban un montón de huesos raídos y quebrados. Miró a su alrededor preguntándose dónde estarían las serpientes, y sus ojos descubrieron una abertura oscura en la falda de una de las montañas. Una cueva.
Haplo echó a andar hacia ella por la playa desierta, desolada. Las runas de su piel ardían como llamas.
Los tres mensch arribaron a la ensenada tan cerca de Haplo que prácticamente rozaron su timón con la proa. Una vez allí, sin embargo, mantuvieron su embarcación a distancia.
Observando con dificultad a través de las aguas turbias, vieron que el patryn varaba su nave, saltaba a tierra, se detenía y miraba a su alrededor como si se preguntara qué camino tomar.
Por fin, pareció tomar una decisión y echó a andar con paso resuelto a lo largo de la orilla.
Cuando se hubo alejado lo suficiente, los tres jóvenes llevaron el sumergible hasta la orilla, lo amarraron a una formación de coral que asomaba del agua «como un dedo que nos advierte que nos larguemos de aquí», apuntó Grundle.
Los tres se echaron a reír.
Llegaron a tierra chapoteando en las aguas poco profundas de la playa, obligados a darse prisa para no perder de vista a Haplo.
Seguirlo resultó fácil, pues la piel del patryn despedía un luminoso resplandor azulado.
Avanzaron tras él en silencio.
O, mejor, Devon avanzó tras Haplo en silencio. El elfo se deslizaba sobre la arena con suave facilidad, pisando con tal ligereza que sus pies parecían no llegar a tocar el suelo.
Grundle imaginó, optimista, que emulaba a Devon en su sigilo y, en efecto, avanzó con toda la discreción... de que era capaz una enana. Sus recias botas crujían sobre la arena y respiraba en sonoros jadeos, aunque apenas en media docena de ocasiones abrió la boca para decir algo cuando debería haberse quedado callada.
Alake podía moverse casi tan silenciosamente como el elfo pero, con la excitación del momento, había olvidado quitarse los pendientes y las cuentas de cristal. Además, uno de sus hechizos mágicos requería una campanilla de plata, que llevaba guardada en una bolsa. Cuando Alake dio un traspié, la campana emitió un leve tintineo apagado.
Los tres se quedaron inmóviles, conteniendo la respiración, convencidos de que Haplo los había oído. El único miedo que la hierba no había conseguido disipar era el temor a que el patryn los descubriera y los obligara a volver.
El hombre continuó andando. Quedaba claro que no había oído nada. Con un suspiro de alivio, el trío siguió tras él.
A ninguno de los mensch se le pasó por la cabeza, en cambio, que el sonido de la campanilla hubiera sido captado por las serpientes dragón.
Haplo se detuvo a la entrada de la caverna. Sólo había experimentado un terror semejante en una ocasión, frente a la Puerta del Laberinto, donde había acompañado a su señor.
Su señor había sido capaz de entrar. El, no.
–Adelante, patryn –dijo una voz siseante desde la oscuridad–. No temas. Nos inclinamos ante ti.
Los signos mágicos de su piel se encendieron con tal intensidad que su resplandor iluminó la cueva en sombras. Más reconfortado por la visión de la potencia de su magia que por las palabras tranquilizadoras de la serpiente, Haplo avanzó unos pasos hasta la boca de la caverna.
Se asomó al interior y las vio.
La luz de sus runas se reflejaba en las relucientes escamas de las serpientes dragón, cuyos cuerpos se enredaban unos con otros en un ovillo monstruoso, aterrador, en el cual era imposible saber dónde terminaba una y empezaba la siguiente.
La mayoría de las criaturas parecían dormidas, pues tenían los ojos cerrados. Haplo avanzó con el sigilo que aprendían a desarrollar los patryn en el Laberinto, pero apenas había puesto pie en la caverna cuando dos de los ojos rasgados se abrieron y fijaron en él su mirada verderrojiza.
–Patryn... –dijo el rey de las serpientes–. Amo... Tu presencia nos honra. Por favor, acércate más.
Haplo hizo lo que la criatura pedía. El ardor y el escozor de los signos mágicos tatuados en su piel casi lo volvieron loco. Se rascó el revés de la mano. La cabeza enorme del reptil se cernió sobre él, mientras el resto del cuerpo seguía cómodamente apoyado sobre el lomo de uno de sus congéneres.
–¿Qué tal fue la reunión entre los mensch y los sartán? –inquirió la serpiente dragón con un perezoso parpadeo.
–Tan bien como cabía esperar –se limitó a contestar Haplo. El patryn estaba impaciente por exponer su plan, impartir las órdenes oportunas a las serpientes y marcharse enseguida. Aquellas criaturas le resultaban repulsivas–. Los sartán...
–Discúlpame –lo interrumpió el rey de los ofidios–, ¿podríamos hablar en humano?
Conversar en tu lengua me fatiga mucho. Reconozco que el idioma humano es tosco e impreciso, pero tiene sus ventajas. Si no te importa...
A Haplo le importaba. No le gustó la propuesta y se preguntó qué habría detrás de aquel cambio inesperado. En su primer encuentro, las serpientes habían hablado en patryn con fluidez y extensamente. Consideró la posibilidad de rechazar la sugerencia, aunque sólo fuera para reafirmar su autoridad, pero decidió que no tenía objeto hacerlo.
¿Qué importaba en qué lengua hablaran? Lo que Haplo no quería de ningún modo era prolongar aquel encuentro un instante más de lo imprescindible.
–Está bien –respondió, pues, y continuó explicando sus planes en el idioma de los humanos.
Los tres mensch vieron entrar en la cueva a Haplo, cuya piel despedía un resplandor azul deslumbrante.
–Ahí debe de ser donde viven las serpientes –dijo Grundle.
–¡Silencio! –Devon tapó la boca de la enana con su mano.
–No podemos entrar detrás de él –cuchicheó Alake, preocupada.
–Quizás haya una entrada por detrás.
Los jóvenes dieron la vuelta a la falda de la montaña, abriéndose camino entre enormes peñascos caídos. La marcha era traicionera, pues el suelo estaba húmedo y resbaladizo, empapado en un líquido oscuro que rezumaba de las rocas. Avanzaron entre tropezones y caídas mientras Grundle mascullaba maldiciones en voz baja.
La ladera de la montaña estaba cubierta de enormes estrías, «como si algo le hubiera dado gigantescos mordiscos», comentó Alake. Pero ninguna de aquellas profundas muescas conducía al interior de la caverna.
Ya iban a darse por vencidos cuando, de pronto, encontraron exactamente lo que habían esperado descubrir: un pequeño túnel horadaba la falda de la montaña. El trío se asomó a la abertura con cautela y examinó el interior. El pasadizo estaba seco y tenía un suelo regular que permitía avanzar por él con facilidad.
–¡Oigo voces! –anunció Grundle con excitación–. ¡Es Haplo! –Prestó atención a lo que oía y, con los ojos como platos, añadió–: Y puedo entender lo que dicen. ¡He aprendido su lengua!
–Los entiendes porque hablan en humano –declaró Alake.
–Por lo menos, así nos enteraremos de qué se traen entre manos –intervino Devon, disimulando una sonrisa–. ¿No podríamos acercarnos un poco más?
–Sigamos el pasadizo –propuso Grundle–. Parece avanzar en la dirección correcta.
Los tres entraron en el túnel que, por un increíble azar, parecía llevarlos exactamente hacia donde ellos deseaban ir. Avanzaron por él apresuradamente, y la voz de Haplo se hizo más potente y más nítida a cada instante, igual que las voces de las serpientes dragón. Las paredes del pasadizo despedían un delicioso resplandor fosforescente que iluminaba sus pasos.
–¿Sabéis? –dijo Alake, complacida–, casi parece construido ex profeso para nosotros.
–Entonces, eso significa la guerra –fue el comentario de la serpiente dragón.
–¿Acaso tenías alguna duda, Regio? –Haplo soltó una breve carcajada.
–Debo reconocer que sí. Los sartán son imprevisibles. Entre ellos hay algunos verdaderamente desinteresados que acogerían a los mensch con los brazos abiertos y los llevarían a sus propias casas, aunque ello significara quedarse sin un techo sobre sus propias cabezas.
–Samah no es de ésos –le aseguró Haplo.
–No, claro. Nunca he supuesto que lo fuese.
La serpiente dragón pareció sonreír, aunque el patryn no logró entender cómo era posible que el rostro del reptil cambiara de expresión.
–¿Y cuándo atacarán los mensch? –prosiguió la enorme criatura.
–De eso he venido a hablar contigo. Quería sugerirte una cosa. Sé que no se ajusta al plan que habíamos trazado, pero creo que esto resultará mejor. Lo único que tenemos que hacer para derrotar a los sartán es anegar su ciudad con agua del mar.
Haplo expuso su idea en términos muy parecidos a como lo había hecho ante los mensch.
–El agua anulará su magia y los hará presa fácil de los mensch...
–...que entonces podrán atacar y matarlos sin problemas. Apruebo el plan. –La serpiente dragón movió la cabeza en un perezoso gesto de asentimiento. Varias de sus vecinas abrieron los ojos y expresaron su acuerdo con un soñoliento parpadeo.
–No. Los mensch no harán ninguna matanza. Yo pensaba más bien en una rendición...
total e incondicional. No quiero que los sartán mueran ahora. Me propongo llevar a Samah y quizás a alguno más a presencia de mi señor para interrogarlos. Y sería muy conveniente que, cuando lleguen allí, aún estén lo bastante vivos como para contestar...
–añadió el patryn irónicamente.
Los ojos rasgados se cerraron hasta quedar reducidos a dos rendijas amenazadoras.
Haplo se puso en tensión, muy atento.
No obstante, la voz del rey de las serpientes sonó casi jocosa.
–¿Y qué harán los mensch con esos sartán empapados?
–Cuando las aguas se hayan retirado y los sartán vuelvan a estar secos, los mensch ya se habrán instalado en Surunan. Los sartán van a tener trabajo para expulsar a varios miles de humanos, elfos y enanos que ya estarán asentados en sus tierras. Y, por supuesto, con vuestra colaboración, rey de las serpientes, los mensch siempre podrán amenazar con abrir las compuertas marinas e inundar de nuevo la ciudad.
–Tengo curiosidad por saber qué te ha llevado a presentar este nuevo plan, en lugar del que tú mismo trazaste. ¿Qué has encontrado de malo en forzar a los mensch a una guerra abierta?
La voz siseante del reptil era fría; su tono, letal. Haplo no entendía a qué se debía aquello.
–Los mensch no saben luchar –explicó–. No han librado una guerra desde quién sabe cuándo. Bueno, los humanos libran escaramuzas esporádicamente, pero pocas veces sale alguien malparado. Los sartán, incluso privados de su magia, podrían causar muchas bajas. Creo que la otra idea es mejor, eso es todo.
La serpiente dragón levantó ligeramente la cabeza, deslizó su cuerpo sobre el cojín que formaban sus súbditos y reptó por el piso de la cueva hacia Haplo. El patryn no se movió de donde estaba y mantuvo la mirada fija en los ojos encendidos de la criatura. El instinto le decía que ceder al miedo, dar media vuelta y salir huyendo, significaría su muerte segura. Sólo tenía una alternativa: hacer frente a todo aquello e intentar descubrir cuáles eran los verdaderos propósitos de las serpientes.
La cabeza plana y desdentada se detuvo frente a él, a la distancia de un brazo.
–¿Desde cuándo un patryn se preocupa de cómo viven los mensch... o de cómo mueren?
Un escalofrío recorrió a Haplo desde lo más profundo de su ser, encogiéndole las entrañas. Abrió la boca y se dispuso a contestar...
–¡Espera! –siseó la serpiente dragón–. ¿Qué tenemos aquí?
Una forma empezó a materializarse en el aire rancio de la cueva. La figura fluctuó y osciló en el aire, casi se hizo sólida y volvió a difuminarse, vacilante bien en su magia o en su decisión, o tal vez en ambas.
La serpiente dragón observó la escena con interés, aunque Haplo advirtió que retrocedía, acercándose al ovillo que formaban sus congéneres.
Lo que el patryn distinguía de la trémula figura le bastó para reconocer de quién se trataba. Era la única persona cuya presencia no necesitaba. ¿Qué estaba haciendo allí?
Tal vez era una trampa. Tal vez lo enviaba Samah.
Alfred terminó de materializarse en la caverna, dirigió una vaga mirada a su alrededor, parpadeó repetidamente en la oscuridad y descubrió a Haplo.
–¡Cuánto me alegro de encontrarte! –exclamó con un suspiro de alivio–. ¡No te imaginas lo difícil que resulta este hechizo...!
–¿Qué quieres? –preguntó Haplo, tenso e irritado.
–Vengo a devolverte el perro –respondió Alfred animadamente, al tiempo que movía la mano hacia el animal que acababa de aparecer detrás de él.
–Si hubiera querido recuperarlo, que no es el caso, ya habría ido en su busca...
El perro, más rápido que Alfred en hacerse cargo de la situación, descubrió la presencia de las serpientes dragón y empezó a lanzar unos ladridos furiosos, frenéticos.
Alfred se dio cuenta por fin de dónde lo había llevado su magia. Todas las serpientes dragón estaban ahora completamente despiertas y las vio contorsionarse y deshacer con escurridiza rapidez el enmarañado ovillo que formaban momentos antes.
–¡Oh, por el bendito...! –balbuceó Alfred, y cayó al suelo como un fardo.
El rey de las serpientes dragón abalanzó su cabeza sobre el perro con la rapidez de un dardo. Haplo saltó por encima del cuerpo sin sentido de Alfred y agarró al animal por el pelaje del cuello.
–¡Perro, calla! –ordenó.
El perro lanzó un gañido y miró a Haplo con aire lastimero, como si no estuviera seguro de qué bienvenida darle. La serpiente dragón se retiró.
El patryn señaló a Alfred con un gesto del pulgar.
–Ve con él –dijo al animal–. Cuida de tu amigo.
El perro obedeció, no sin antes dirigir una mirada amenazadora a las serpientes dragón para advertirles que se mantuvieran a distancia. Después, se acercó a Alfred y empezó a lamerle el rostro.
–¿Es tuya esa molesta criatura? –preguntó la serpiente dragón.
–Lo fue, Regio –respondió Haplo–, pero ahora es de ése.
–¿De veras? –Los ojos de la serpiente lanzaron un destello de cólera, pero pronto se calmaron–. Pues aún parece tenerte apego.
–¡Olvídate del condenado perro! –exclamó el patryn, con la impaciencia que le provocaba el miedo–. Estábamos discutiendo mi plan. ¿Querrás...?
–No trataremos nada en presencia del sartán –lo interrumpió la serpiente dragón.
–¿Te refieres a Alfred? ¡Pero si está inconsciente!
–Es una persona muy peligrosa –insistió la criatura con su voz siseante.
–Sí, claro –repuso Haplo mientras contemplaba al sartán tendido en el suelo como un bulto informe. El perro le estaba lamiendo la calva.
–Y parece conocerte muy bien.
Haplo notó un hormigueo de peligro en la piel. ¡Maldito fuera aquel estúpido sartán!
Debería haberlo matado cuando había tenido la ocasión. La siguiente oportunidad que tuviera, lo haría sin dudarlo...
–Mátalo ahora –dijo la serpiente dragón. Haplo, tenso, dirigió una torva mirada a las enormes criaturas.
–No –replicó.
–¿Por qué no?
–Porque quizá lo han enviado a espiarme y, si es así, quiero saber por qué, quién se lo ha ordenado y qué pensaba hacer. Y tú también deberías enterarte, si tan peligroso lo crees.
–Poco me importa a mí todo eso. Y te aseguro que es peligroso, aunque nosotras podemos cuidar de nosotras mismas. Para quien es un auténtico peligro es para ti. Ese sartán es . ¡No lo dejes con vida! Mátalo... ahora.
–Me llamas amo, pero quieres darme órdenes –respondió Haplo sin alterarse–. Sólo un hombre, mi señor, tiene tal poder sobre mí. Quizás algún día mate al sartán, pero ese día llegará cuando yo lo marque, cuando yo decida.
La llama verderrojiza de los ojos de la serpiente dragón resultaba casi cegadora. A Haplo le escocieron los ojos, pero reprimió el impulso de parpadear. Tenía el convencimiento de que, si apartaba la mirada aunque sólo fuera un instante, no vería nada más salvo su propia muerte.
Entonces, de pronto, volvió la oscuridad. Los párpados de la serpiente se cerraron sobre la llama.
–Sólo me preocupo por tu bienestar, amo. Por supuesto que tú sabes mejor lo que conviene. Como dices, tal vez sea preferible interrogarlo. Puedes hacerlo ahora.
–El sartán no hablará si os ve cerca. De hecho, no recobrará el conocimiento mientras sigáis por aquí –añadió Haplo–. Si no te importa, Regio, me lo llevaré fuera...
Con movimientos lentos y decididos, sin apartar la vista de la serpiente dragón, Haplo agarró a Alfred por sus fláccidos brazos y cargó a la espalda el cuerpo exánime del sartán, que no era precisamente liviano.
–Lo llevaré a mi embarcación. Si le sonsaco algo, te lo haré saber.
La serpiente dragón hizo oscilar la cabeza adelante y atrás, lentamente, en un movimiento sinuoso.
«Está decidiendo si me deja ir o no», pensó Haplo. Se preguntó qué haría si la serpiente no se lo permitía, si le ordenaba quedarse. Calculó que podía arrojarles a Alfred y...
La serpiente cerró los párpados y los abrió de nuevo con otra llamarada en los ojos.
–Está bien. Mientras tanto, estudiaremos tu plan.
–Tomaos todo el tiempo que necesitéis –gruñó Haplo, que no tenía la menor intención de volver. Se encaminó a la salida de la caverna.
–Discúlpame, patryn –dijo entonces la serpiente dragón–. Me parece que te olvidas de tu perro.
Haplo no lo había olvidado. Había sido parte de su plan: dejar allí al animal para que fuera sus oídos. Se volvió hacia las serpientes dragón.
Ellas lo sabían.
–Perro, aquí.
Haplo pasó un brazo por debajo de las piernas de Alfred. El sartán quedó colgado de la espalda del patryn, con los brazos balanceándose en una dirección y otra como un muñeco desmañado y grotesco. El perro los siguió al trote, depositando de vez en cuando un lametón de consuelo en la mano del sartán.
Una vez fuera de la caverna, Haplo exhaló un profundo suspiro y se secó el sudor de la frente con una mano. Entonces comprobó con desconcierto que estaba temblando.
Devon, Alake y Grundle alcanzaron la boca del túnel a tiempo de ver a Alfred surgir de la nada. Al abrigo de las sombras, prudentemente ocultos tras varios grandes peñascos, los tres observaron y escucharon.
–¡El perro! –susurró Devon.
Alake le apretó la mano en una muda petición de silencio. La humana se estremeció y se mostró inquieta cuando las serpientes dragón ordenaron a Haplo que matara a Alfred, pero su rostro se iluminó cuando el patryn respondió que lo haría cuando él decidiera.
–Es un truco –cuchicheó a sus compañeros–. Un truco para rescatar a ese sartán.
Estoy segura de que Haplo no tiene intención de matarlo, en realidad.
Grundle la miró como si fuera a discutir sus palabras, pero esta vez fue Devon quien asió la mano de la enana y la apretó en gesto de aviso. Con un murmullo, Grundle se sumió de nuevo en el silencio. Haplo dejó la cueva, llevándose con él a Alfred, y las serpientes dragón empezaron a hablar entre ellas.
–Ya habéis visto al perro –dijo su rey, sin abandonar el idioma humano a pesar de dirigirse sólo a sus congéneres.
Los tres jóvenes mensch, acostumbrados a aquellas alturas a oírlos hablar en humano, no se extrañaron en absoluto de tan insólito detalle.
–Y sabéis qué significa el perro –continuó la serpiente dragón con voz cargada de malos presagios.
–¡Yo, no! –susurró Grundle audiblemente. Devon le estrujó la mano otra vez. Las serpientes dragón asintieron a las palabras de su rey.
–Esto es inaceptable –continuó éste–. No nos conviene. Nos hemos relajado y el terror ha remitido. Habíamos confiado en que ese patryn sería nuestra arma perfecta, pero ha demostrado ser débil e incompetente. Y ahora lo encontramos en compañía de un sartán de inmenso poder. ¡De un Mago de la Serpiente cuya vida ha tenido en sus manos y a la cual, sin embargo, no ha puesto fin!
Unos siseos de ira surgieron de la oscuridad. Los tres jóvenes mensch se miraron, perplejos. Todos ellos empezaban a notar un leve temblor en el estómago, un escalofrío que se extendía por su cuerpo... Los efectos de la hierba contra el miedo estaban desapareciendo y Alake no había tenido la previsión de traer más hojas. Los tres se acurrucaron muy juntos en busca de consuelo.
El rey de las serpientes dragón alzó la cabeza y la volvió para abarcar con su mirada a todos los presentes en la caverna. A todos.
–¡Y esta guerra que propone, sin sangre y sin dolor! ¡Habla de «rendición»! –La serpiente pronunció la palabra con un siseo burlón–. El caos es la sangre que nos da vida. La muerte, nuestra comida y nuestra bebida. No. No es la rendición lo que nosotros buscamos. Los sartán están más atemorizados a cada día que pasa. Ahora creen estar solos en este vasto universo que crearon. Su número es escaso; sus enemigos, muchos y poderosos.
»Aun así, el patryn ha tenido una buena idea, y estoy en deuda con él por ello:
inundar la ciudad con las aguas del mar. ¿Qué sutil genialidad! Los sartán verán subir el agua y su miedo se convertirá en pánico. Su única esperanza será la huida. Se verán obligados a llevar a cabo lo que hace tanto tiempo tuvieron fuerzas suficientes para resistirse a hacer. ¡Samah abrirá la Puerta de la Muerte!
–¿Y qué hay de los mensch?
–Los confundiremos; los convertiremos de amigos en enemigos. Se matarán entre ellos. Y nosotros nos alimentaremos de su miedo y de su terror y nos haremos más fuertes. Porque necesitaremos todas nuestras fuerzas para entrar en la Puerta de la Muerte.
Alake estaba temblando. Devon le pasó el brazo en torno a los hombros para reconfortarla. Grundle lloraba, pero lo hacía en absoluto silencio, con los labios cerrados con fuerza. Se llevó una mano sucia y temblorosa a la mejilla para enjugar una lágrima.
–¿Y el patryn? –preguntó una de las criaturas–. ¿Ha de morir también?
–No, el patryn vivirá. Recordad que nuestro objetivo es el caos. Una vez que hayamos cruzado la Puerta de la Muerte, haré una visita a ese que se proclama a sí mismo Señor del Nexo. Y me congraciaré con él llevándole como regalo a ese Haplo, un traidor a su propia raza, un patryn que protege a un sartán.
El miedo creció en los tres jóvenes, invadió sus cuerpos como una enfermedad insidiosa. Se notaban febriles y helados a la vez, brazos y piernas les temblaban sin control y tenían el estómago contraído por las arcadas. Alake intentó decir algo pero tenía los músculos faciales rígidos de pánico y los labios no le obedecían.
–Debemos... avisar a Haplo –consiguió articular.
Los demás asintieron con la cabeza, incapaces de hacerlo de viva voz, pero estaban demasiado asustados para moverse, temerosos de que el menor ruido atrajera sobre ellos la atención de las serpientes dragón.
–Tengo que alcanzar a Haplo –insistió Alake débilmente. Extendió la mano, se agarró a la pared de la caverna y se puso en pie con gran esfuerzo. Respiraba con jadeos superficiales, entrecortados.
Emprendió el regreso, pero la luz que les había mostrado el camino a la ida se había apagado. Un olor terrible, a carne viva putrefacta, casi la hizo vomitar. Le pareció escuchar, muy lejano, un lamento desconsolado; como la voz de una criatura enorme que gemía de dolor.
Alake se adentró en el pasadizo en sombras lleno de ruidos.
Devon se dispuso a seguirla, pero descubrió que no podía desasirse de Grundle, cuya mano lo agarraba, rígida y contraída como la de un cadáver.
–¡No! –suplicó la enana–. ¡No me dejéis! El elfo tenía la cara blanca como la tiza y en sus ojos brillaban unas lágrimas contenidas.
–¡Nuestros pueblos, Grundle! –susurró, tragando saliva–. ¡Nuestros pueblos...!
La enana dejó de gimotear y se mordió el labio. Luego, a regañadientes, soltó al elfo.
Devon echó a correr. Grundle se puso en pie trabajosamente y fue tras él dando tumbos.
–¿Se marchan ya los jóvenes mensch? –inquirió el rey de las serpientes dragón.
–Sí, Regio –contestó uno de sus secuaces–. ¿Cuáles son tus órdenes?
–Matadlos poco a poco, uno después del otro. Dejad que el último viva lo suficiente para contarle a Haplo lo que han escuchado aquí.
–Cómo tú digas.
La lengua de la serpiente dragón vibró de placer fuera de su boca.
–¡Ah! –añadió el soberano de los ofidios como si se le ocurriera en aquel instante–, haced que parezca que han sido los sartán quienes los han matado. Luego, devolved los cuerpos a sus padres. Eso pondrá fin a cualquier proyecto de «guerra sin derramamiento de sangre».
CAPÍTULO 14
DRAKNOR CHELESTRA
El sumergible ofrecía un aspecto extrañamente patético y desvalido, varado en la orilla como una ballena agonizante. Haplo dejó al inconsciente Alfred en el suelo sin demasiada suavidad. El sartán se desplomó y emitió un gemido. Haplo lo miró con expresión sombría. El perro se mantuvo a cierta distancia de ambos y miró a uno y otro, expectante e indeciso.
Alfred abrió los párpados. Durante unos instantes, su cara de desconcierto hizo patente que no tenía idea de dónde estaba ni de qué había sucedido. Luego recobró la memoria y, con ella, el miedo.
–¿Se..., se han ido? –preguntó con voz temblorosa. Se incorporó, apoyado en sus codos huesudos, y miró en torno a sí con el pánico en los ojos.
–¿Qué pretendías con tu aparición? –exigió saber Haplo.
Tras comprobar que no se veía ninguna serpiente dragón, Alfred se tranquilizó y, con aire avergonzado, respondió mansamente:
–Devolverte el perro. Haplo movió la cabeza.
–¿De verdad esperas que crea eso? ¿Quién te ha enviado? ¿Samah?
–No me ha enviado nadie. –Alfred reunió las diversas partes de su cuerpo larguirucho y huesudo, puso cierta apariencia de orden en ellas y consiguió sostenerse en pie–. He venido por propia voluntad para devolverte el perro... y para hablar con los mensch. – Titubeó ligeramente, antes de decir esto último.
–¿Con los mensch?
–Sí, bien... ésa era mi intención. –Alfred se sonrojó de vergüenza–. Dispuse la magia para que me llevara hasta ti, dando por hecho que estarías a bordo de los cazadores de sol, con los mensch.
–Pues no es así.
Alfred bajó la cabeza y dirigió una mirada nerviosa a su alrededor.
–No, ya veo que no. ¿Pero no..., no deberíamos marcharnos de aquí?
–Yo voy a irme bastante pronto, desde luego. Pero antes vas a decirme por qué me has seguido. Cuando me marche, no quiero caer en una trampa sartán.
–Ya te lo he dicho –protestó Alfred–. Quería devolverte el perro. Ha sido muy desgraciado. Pensé que estarías con los mensch. Ni se me pasó por la cabeza que pudieras estar en otra parte. Tenía prisa y no pensé...
–¡Eso sí que puedo creerlo! –dijo Haplo con impaciencia, cortando sus excusas. Miró fijamente a Alfred y continuó–: Pero todo lo demás, no. ¡Oh! Seguro que no mientes, sartán, pero, como de costumbre, tampoco dices la verdad. Has venido a devolverme el perro. De acuerdo. ¿Qué más?
El rubor de Alfred se intensificó y se extendió al cuello y a la calva.
–Pensaba que te encontraría con los mensch y tendría ocasión de hablar con ellos, de instarlos a tener paciencia. Esta guerra será una cosa terrible, Haplo. ¡Terrible! ¡Debo detenerla! Necesito tiempo, eso es todo. La participación de esas..., de esas criaturas espantosas...
Alfred observó de nuevo la cueva con un estremecimiento y, volviéndose otra vez a Haplo, contempló los signos mágicos de su piel, que despedían un brillante resplandor azul.
–Tú tampoco te fías de ellas, ¿verdad?
Una vez más, el sartán invadía la mente de Haplo, compartía sus pensamientos. El patryn estaba más que harto de aquello. Un rato antes, en la caverna, había dicho lo que no debía: «Los mensch no saben luchar... Los sartán podrían causar muchas bajas».
Y escuchó de nuevo la respuesta siseante: «¿Desde cuándo un patryn se preocupa de cómo viven los mensch... o de cómo mueren?».
¿Desde cuándo?
«Y ni siquiera puedo echar la culpa a Alfred –se dijo–. Eso sucedió antes de que él hiciera su torpe entrada en escena. Fue cosa mía. Fue un error mío», reflexionó Haplo con amargura. El peligro estaba presente desde el principio, pero no había querido reconocerlo. Su propio odio lo había cegado. Como las serpientes sabían que sucedería.
Miró a Alfred y éste, al percibir que el patryn libraba en su interior una suerte de batalla, guardó silencio y esperó con impaciencia el resultado.
Haplo notó el hocico frío del perro contra su mano, y bajó la mirada. El animal alzó la suya y movió la cola. Haplo le acarició la cabeza, y el perro se arrimó a él.
–La guerra con los mensch es el menor de vuestros problemas, sartán –dijo por último. Volvió los ojos hacia la caverna, perfectamente visible pese a la oscuridad, como un jirón de negrura abierto en la ladera de la montaña–. He estado cerca del mal otras veces... en el Laberinto. Pero nunca de algo parecido.
–Movió la cabeza y miró de nuevo a Alfred–. Pon sobre aviso a tu pueblo, como yo voy a alertar al mío. Esos dragones no quieren conquistar los cuatro mundos: ¡quieren destruirlos! Alfred palideció.
–Sí... Sí, lo he notado. Hablaré con Samah, con el Consejo. Intentaré hacerles comprender...
–¡Como si fuéramos a hablar con un traidor!
En el aire de la noche se dibujaron los trazos de unas runas llameantes que chisporroteaban como una cascada de estrellas. Samah apareció en mitad de su despliegue mágico.
–¡Qué extraño que no me sorprenda! –Haplo miró a Alfred con una sonrisa lúgubre–.
Casi me empezaba a fiar de ti, sartán.
–¡No sabía nada, Haplo, te lo juro...! –protestó Alfred–. ¡No es cosa mía...!
–No es preciso que sigas tratando de engañarnos, patryn –declaró Samah–. Hemos vigilado hasta el menor movimiento de tu compatriota, ese «Alfred». Supongo que te resultó muy fácil seducirlo, atraerlo a tus perversos proyectos.
Pero estoy seguro de que, a la vista de su ineptitud, ya estarás lamentando la decisión de utilizar a un patán torpe e incapaz como él.
–¡Nunca me rebajaría a utilizar a uno de vuestra raza débil y lloriqueante! –replicó Haplo en son de burla. Pero en silencio, para sí, estaba diciendo: «¡Si pudiera capturar a Samah, podría abandonar este lugar ahora mismo! Dejar atrás a las serpientes dragón y a los mensch, quitarme de encima a Alfred y al condenado perro. El sumergible está dispuesto, las runas nos llevarán sanos y salvos a través de la Puerta de la Muerte...».
Haplo dirigió una mirada de soslayo hacia la caverna. Las serpientes dragón seguían sin dejarse ver, aunque sin duda estaban enteradas de la presencia del Gran Consejero sartán en su isla. Pero Haplo sabía que estarían vigilando; estaba tan seguro de ello como si tuviera aquellos ojos verderrojizos delante de él, brillando en la oscuridad. Y los notó urgiéndole a seguir adelante, impacientes por asistir al inicio de la batalla.
Ávidos de miedo, de caos. Ávidos de muerte.
–Ahí dentro se refugia nuestro enemigo común. Vuelve con los tuyos, Consejero –dijo Haplo–. Vuelve y alértalos, igual que yo me dispongo a volver con los míos para ponerlos sobre aviso.
Tras esto, dio media vuelta y echó a andar hacia su nave.
–¡Alto, patryn!
Unos brillantes signos mágicos estallaron en el aire y un muro de llamas obstruyó la retirada de Haplo. Las runas despedían un calor intenso que le chamuscó la piel y le laceró los pulmones. –Vuelvo a Surunan –le informó Samah–, y tú vas a volver conmigo, como prisionero.
Haplo se volvió hacia él y sonrió.
–Sabes que no lo haré sin resistirme. Tendremos que luchar, y eso es precisamente lo que ellas quieren –respondió señalando hacia la caverna.
Alfred extendió las manos, temblorosas y suplicantes, hacia Samah.
–¡Gran Consejero, escúchalo! Haplo tiene razón...
–¡Silencio, traidor! ¿Crees que no entiendo por qué te pones del lado de ese patryn?
Sus confesiones ratificarán tu culpabilidad. Voy a llevarte conmigo a Surunan, patryn.
Prefiero conducirte pacíficamente, pero si prefieres luchar... –Samah se encogió de hombros.
–Te lo advierto, sartán –replicó Haplo sin alterarse–. Si no dejas que me vaya ahora, los tres tendremos mucha suerte si escapamos con vida.
Sin embargo, al tiempo que hablaba, el patryn ya empezaba a construir su magia.
Antiguamente, los enfrentamientos físicos entre los sartán y los patryn habían sido escasos. Los sartán –que enseñaban a los mensch que la violencia era reprobable– tenían que cuidar su imagen y se resistían, por regla general, a ser arrastrados a la lucha. En lugar de ella, recurrían a medios más sutiles para derrotar a su enemigo. Aun así, de vez en cuando el enfrentamiento era inevitable y se llegaba al duelo. Éste – siempre espectacular y, a menudo, mortífero– se llevaba a cabo en secreto, sin testigos, pues no era conveniente que los mensch vieran morir a uno de sus semidioses.
El combate entre dos oponentes de estas características resulta largo y agotador, tanto física como mentalmente, y corrían historias de combatientes que habían perdido la vida de puro agotamiento. Cada adversario debe preparar no sólo su propio ataque, adecuando su magia a las incontables posibilidades que se le ofrecen en ese momento, sino también una defensa contra el ataque mágico que su oponente pueda lanzarle.
La defensa es, principalmente, cosa de intuición y de conjeturas, aunque ambos bandos afirman haber desarrollado maneras de sondear el estado mental del adversario y, con ello, poder prever su siguiente movimiento.
Así era el duelo que Haplo y Samah se disponían a librar. Haplo había soñado con aquel momento, lo había anhelado durante toda su vida. Era el mayor deseo de cualquier patryn pues, aunque en el transcurso de los eones habían perdido muchas cosas, había una en la que siempre se habían mantenido firmes: el odio. No obstante, ahora que por fin se le presentaba la ocasión que había impulsado su existencia, Haplo se sentía incapaz de saborearla. Sólo le sabía a cenizas. El patryn no podía apartar de su cabeza el recuerdo de los ojos enormes, rasgados y encendidos, que sin duda observaban cada uno de sus movimientos.
Se obligó a borrar de su mente la imagen de las serpientes dragón y a concentrarse.
Invocó la magia y percibió su respuesta. El júbilo lo inundó y sumergió todos sus temores, todos sus pensamientos sobre los dragones. Se vio joven y fuerte, en el momento culminante de su vigor, y se sintió confiado en la victoria.
El sartán tenía una ventaja que el patryn no había previsto. Samah debía de haber librado ya otros duelos mágicos parecidos. Haplo, no.
Los dos quedaron frente a frente.
–Vete, muchacho –dijo Haplo en voz baja, al tiempo que daba un empujón al perro–.
Vuelve con Alfred.
El animal soltó un gañido, reacio a apartarse de él.
–¡Hazlo! –Haplo le lanzó una mirada iracunda. El perro, con las orejas gachas, obedeció.
–¡Deteneos! ¡Detened esta locura! –exclamó Alfred, y echó a correr en un desesperado intento de interponerse físicamente entre los dos adversarios. Por desgracia, Alfred no se fijó en lo que tenía delante y tropezó con el perro. Los dos rodaron por la arena en un confuso lío aderezado de aullidos.
Haplo lanzó su hechizo.
Para más información sobre estos duelos mágicos, véase el Apéndice I.
Tal cosa es sumamente improbable, si se tienen en cuenta las amplísimas diferencias que existen entre las estructuras mágicas de cada raza. La mayoría de los duelos se decidían por puro azar, aunque no había vencedor dispuesto a reconocerlo así.
Los signos mágicos de la piel del patryn emitieron unos cegadores destellos azules y rojos que, de pronto, se retorcieron en el aire y se unieron hasta formar una cadena de acero que reflejaba con un brillo mortecino el resplandor de las llamas. La cadena surcó el aire a la velocidad del rayo para prender a Samah entre sus recios eslabones. En un abrir y cerrar de ojos, la magia rúnica de los patryn dejaría al Consejero impotente y en manos de su enemigo.
Por lo menos, esto era lo que Haplo había previsto.
Pero era evidente que Samah había intuido la posibilidad de que su rival intentara hacerlo prisionero. El Gran Consejero invocó un hechizo de modo que, cuando el patryn lanzara su ataque, él ya no ocupara el lugar al que éste iba dirigido. Y así sucedió.
La cadena de acero se cerró en el aire. Samah apareció a cierta distancia de ella y contempló a Haplo con desdén, como habría mirado a un chiquillo que le arrojara piedras. Luego, se puso a cantar y bailar.
Haplo intuyó un contraataque del sartán y comprendió que tenía apenas una fracción de segundo para tomar una decisión angustiosa: o bien preparaba una defensa contra el ataque –y ello exigía acertar al instante entre las mil y una posibilidades que se ofrecían a su enemigo–, o lanzaba un nuevo ataque él mismo, con la esperanza de sorprender a Samah indefenso mientras realizaba su encantamiento. Por desgracia, tal maniobra también lo dejaría indefenso a él.
Haplo, frustrado y furioso al verse desafiado por un enemigo al que había considerado un fácil adversario, se sintió impaciente por poner fin al duelo lo antes posible. Su cadena de acero aún flotaba en el aire. En un instante, Haplo modificó la magia: cambió la forma que habían adoptado los signos mágicos, les dio la de una lanza y arrojó ésta directamente al pecho de Samah.
En la mano izquierda del sartán apareció un escudo. La lanza chocó contra él y los eslabones mágicos que la formaban empezaron a abrirse y separarse.
En aquel mismo instante, una ráfaga de viento se levantó de las aguas y, tomando la forma y la fuerza de un puño enorme, se abatió sobre Haplo, lo golpeó de lleno y lo obligó a retroceder tambaleándose.
El patryn fue a aterrizar pesadamente sobre la arena de la playa.
Aturdido por el impacto, Haplo se puso en pie rápidamente en una reacción intuitiva que su cuerpo había perfeccionado en el Laberinto, donde ceder a la debilidad aunque sólo fuera por un instante significaba la muerte.
El patryn pronunció las runas y los signos mágicos de su cuerpo brillaron como llamas.
Abrió la boca para dar la orden que pondría fin a aquel encarnizado enfrentamiento, pero la orden se convirtió en una maldición de sorpresa.
Notó que algo se enrollaba con fuerza a su tobillo y empezaba a tirar de él, tratando de hacerle perder el equilibrio.
Haplo se vio obligado a olvidarse de su hechizo y bajó la vista para ver qué era lo que había hecho presa en él.
El largo tentáculo de alguna mágica criatura marina había surgido del agua.
Concentrado en sus hechizos, Haplo no había advertido cómo se deslizaba por la arena hacia él. Ahora, el tentáculo lo había atrapado; sus anillos, relucientes de runas sanan, se enroscaron rápidamente en torno al tobillo del patryn, a su pantorrilla, a su muslo...
La criatura tenía una fuerza increíble. Haplo hizo esfuerzos por soltarse pero, cuanto más se debatía, más aumentaba la presión del tentáculo hasta que, con un brusco tirón, hizo caer al patryn de bruces en la arena. Haplo agitó las piernas y lanzó puntapiés en un vano intento por desasirse. De nuevo, se vio enfrentado a una decisión terrible: o dedicaba su magia a liberarse, o la empleaba para lanzar un nuevo ataque.
Se volvió para echar una ojeada a su adversario. Samah lo observaba complacido, con una sonrisa de triunfo en los labios.
«¿Cómo puede pensar que ha vencido?», se preguntó Haplo con irritación. Aquel estúpido monstruo no era letal; no lo estaba envenenando, ni trataba de exprimirle la vida con la fuerza de sus anillos.
Era un truco, una distracción para ganar tiempo, se dijo. Seguro que Samah daba por sentado que su adversario concentraría sus energías en intentar liberarse, en lugar de lanzar un contraataque. Pues bien, el sartán iba a llevarse una sorpresa.
Haplo concentró todos sus poderes mentales en reorganizar el hechizo que había estado a punto de lanzar. Los signos mágicos centellearon en el aire y, ya empezaban a juntarse con un zumbido que denotaba su poder, cuando el patryn notó la puntera de una bota empapada de agua.
Agua...
De pronto, Haplo comprendió la intención de Samah. Así era como el sartán se proponía derrotarlo. Un recurso muy sencillo, pero eficaz.
Bañarlo en agua del Mar de la Bondad.
Soltó una maldición, pero sé esforzó en no dejarse llevar por el pánico. Ordenó a la estructura rúnica cambiar de objetivo, la convirtió en una lluvia de dardos incendiados y la dirigió contra la criatura que lo tenía atrapado.
Pero el tentáculo de la criatura estaba mojado con aquella agua y, cuando las flechas mágicas lo tocaron, emitieron un siseo y su fuego se apagó.
El agua lamió el pie de Haplo, luego la pierna... El patryn, con desesperación ahora, hundió las manos en la arena tratando de agarrarse a algo, de evitar verse arrastrado al mar. Sus dedos dejaron largos surcos en la playa. La criatura de las profundidades era demasiado fuerte y la magia de Haplo se estaba debilitando; las complejas estructuras rúnicas empezaban a desunirse, a desbaratarse.
¡Los puñales! Logró volverse de espaldas, debatiéndose contra los anillos cada vez más apretados que lo inmovilizaban; a continuación, se abrió la camisa a tirones, llevó la mano a la bolsa de hule y empezó a desenvolver la tela que protegía las armas.
Pero un pensamiento frío y cargado de lógica lo impulsó a detenerse. Era la lógica del Laberinto, la lógica que mas de una vez le había valido la supervivencia. El agua le llegaba a los muslos. Aquellos puñales eran su único medio de defensa y había estado a punto de permitir que se mojaran. No sólo eso, sino que había estado a punto de revelar su existencia a su enemigo..., a sus enemigos, pues no podía olvidar al público invisible que, probablemente, asistía decepcionado al final del espectáculo.
Era preferible aceptar la derrota –por amargo que resultara– y conservar la esperanza de poder devolver el golpe, que arriesgarlo todo en un intento desesperado que no le llevaría a ninguna parte.
Con la bolsa de hule apretada con fuerza contra el pecho, Haplo cerró los ojos. El agua le cubrió la cintura, el pecho y la cabeza, hasta sumergirlo.
Samah pronunció una palabra. El tentáculo liberó a su presa y desapareció.
Haplo quedó varado en la arena, a merced de las olas. No tuvo necesidad de mirarse para saber qué descubriría: una piel desnuda, de un color blanco enfermizo.
Permaneció tendido tanto rato y tan inmóvil, con las olas lamiéndole suavemente el cuerpo, que Alfred debió de alarmarse.
–¡Haplo! –exclamó, y el patryn escuchó unas pisadas torpes arrastrándose sobre la arena en dirección a él, acercándose insensatamente al agua.
Incorporó la cabeza y lanzó un grito:
–¡Perro! ¡Deténlo!
El animal corrió tras Alfred, atrapó entre sus dientes los faldones de la levita del sartán y tiró de él.
Alfred cayó pesadamente hacia atrás y quedó sentado sobre la arena con las piernas abiertas y extendidas y los brazos en jarras. El perro se plantó a su lado, visiblemente satisfecho de sí mismo, aunque de vez en cuando volvía la vista a Haplo con aire inquieto.
Samah dirigió una mirada de disgusto y desprecio a Alfred.
–Ese animal parece tener más juicio que tú.
–Pero... ¡Haplo está herido! ¡Podría estar ahogándose! –protestó Alfred.
–El patryn no está más herido que tú o que yo –replicó Samah con indiferencia–. Está fingiendo. Lo más probable es que, incluso ahora, esté urdiendo algún plan. Pero, sea el que sea, ahora tendrá que hacerlo sin su magia.
El Consejero se acercó, manteniendo en todo instante una distancia prudencial entre él y el borde del agua.
–Levántate, patryn. Tú y tu secuaz me acompañaréis a Surunan, donde el Consejo decidirá qué hacer con vosotros.
Haplo no le prestó atención. El agua había destruido su magia, pero también lo había tranquilizado. Había calmado su fiebre, su rabia. Volvía a pensar con claridad y podía empezar a analizar sus opciones. Una pregunta asaltaba con insistencia su mente:
¿dónde estaban las serpientes dragón?
Estaban escuchando, observando, saboreando el miedo y el odio, a la espera de una muerte final. No intervendrían, al menos mientras durara el duelo. Pero éste ya había terminado. Y Haplo había perdido su magia.
–Muy bien –añadió Samah–, os llevaré conmigo como estáis.
Haplo se sentó en el agua.
–Inténtalo.
Samah empezó a entonar las runas, pero le falló la voz. Carraspeó y probó de nuevo.
Alfred contempló al Consejero con perplejidad. Haplo, con una siniestra sonrisa.
–¿Cómo...? –Samah se volvió? furioso, hacia el patryn–. ¡Pero si ya no tienes poderes mágicos!
–Yo, no –respondió Haplo sin alterarse–. ¡Pero ellas, sí! –Y señaló hacia la caverna con una mano aún mojada.
–¡Bah! ¡Otro truco!
Samah intentó de nuevo pronunciar el encantamiento.
Haplo se puso en pie y avanzó unos pasos chapoteando hasta volver a pisar arena seca. Se sentía observado. Los estaban observando a todos. Lanzó un gemido de dolor y miró con rabia a Samah.
–Creo que me has roto una costilla –dijo, y se llevó una mano al costado, palpando los puñales ocultos bajo la camisa. Para utilizarlos debería tener la piel seca, pero esto no sería difícil de conseguir.
Con un nuevo gemido, se tambaleó y cayó sobre la playa. Al instante, hundió las manos en la arena cálida y seca. El perro soltó un gañido y empezó a gimotear, compadeciéndose de él.
Alfred, con una expresión ceñuda de preocupación, se encaminó hacia el patryn y le tendió las manos.
–¡No me toques! –exclamó Haplo–. ¡Estoy mojado! –añadió, con la esperanza de que aquel estúpido captara la indirecta.
Alfred retrocedió con aire dolido.
–¡Tú! –dijo entonces Samah, en tono acusador–. ¡Eres tú quien está obstruyendo mi magia!
–¿Yo? –Alfred, boquiabierto, balbuceó unas palabras incoherentes–. Yo... yo... ¿Yo?
No, imposible... Yo no podría...
Haplo se concentró en un pensamiento: regresar al Nexo para transmitir el aviso.
Permaneció tendido sobre la cálida arena, encogido, lanzando gemidos como si sufriera un dolor atroz. Su mano, seca ya al contacto con la arena, se deslizó bajo la camisa hasta el interior de la bolsa.
Si Samah intentaba detenerlo, moriría. Se abalanzaría sobre él y le hundiría el puñal hasta el corazón. Las runas grabadas en el acero desbaratarían cualquier magia protectora que hubiese invocado en torno a sí.
Entonces empezaría el auténtico reto.
Los dragones. Aquellas criaturas no tenían intención de permitir que ninguno de ellos escapara.
Si conseguía llegar hasta el sumergible, continuó pensando Haplo, la magia de la nave debería de ser lo bastante poderosa como para mantener a raya a los dragones. Al menos, el tiempo suficiente para permitirle alcanzar de nuevo la Puerta de la Muerte.
La mano de Haplo se cerró en torno a la empuñadura de la daga.
En aquel instante, un grito lleno de terror hendió el aire.
–¡Haplo, ayúdanos! ¡Socorro!
–¡Parece la voz de una humana! –exclamó Alfred con estupor, al tiempo que sus ojos escrutaban la oscuridad–. ¿Qué hace aquí un mensch?
Haplo se quedó inmóvil, con el puñal en la mano. Había reconocido la voz: era la de Alake.
–¡Haplo! –volvió a gritar ésta con desesperación, frenética.
–¡Ya los veo!
Alfred indicó una dirección, por donde aparecieron tres mensch que corrían para salvar la vida. Las serpientes dragón se deslizaban tras ellos conduciendo a sus víctimas como ovejas al matadero, divirtiéndose con ellas, alimentándose con su pánico.
Alfred corrió hasta Haplo y volvió a tenderle la mano para ayudarlo a incorporarse.
–¡Deprisa! ¡No tienen ninguna posibilidad! Una extraña sensación invadió a Haplo. Ya había hecho aquello, o algo parecido, en otra ocasión...
... La mujer le tendió la mano y lo ayudó a incorporarse. Haplo no le agradeció que le hubiera salvado la vida. Ella no esperaba que lo hiciera. Aquel mismo día, tal vez al siguiente, él quizá le devolviera el favor. Así era la vida en el Laberinto.
–Eran dos –dijo, tras contemplar los cuerpos.
La mujer extrajo su lanza de uno de ellos y la inspeccionó para cerciorarse de que seguía en buen estado. El otro enemigo había muerto por la descarga eléctrica que la mujer había tenido tiempo de generar con las runas. El cuerpo todavía humeaba.
–Exploradores –apuntó–. Una partida de caza. –Se apartó la cabellera castaña del rostro y añadió–: Encontrarán a los residentes.
–Sí. –Haplo volvió la cabeza en dirección al lugar del que venían él y la mujer.
Aquellos seres lobunos cazaban en manadas de treinta o cuarenta individuos, y los residentes sólo eran quince, cinco de ellos niños.
–No tienen ninguna posibilidad. –Fue un comentario desapasionado, acompañado de un encogimiento de hombros. Haplo limpió de sangre y pelos su puñal.
–Podríamos volver y ayudarlos a luchar –dijo la mujer.
–Los dos solos no haríamos gran cosa. Moriríamos con los demás. Lo sabes perfectamente.
A lo lejos, sonaron unos gritos ásperos. Los residentes llamaban a la defensa. Por encima de los gritos, las voces agudas de las mujeres entonaban las runas. Y, más agudo todavía que éstas, el llanto de un niño.
La expresión de la mujer se hizo sombría. Su mirada se volvió en dirección a los gritos, indecisa.
–Vamos –la urgió Haplo mientras envainaba el puñal–. Puede haber más fieras de ésas en las inmediaciones.
–No. Se han reunido todas para la cacería.
El llanto del niño subió aún más de tono hasta convertirse en un estridente alarido de terror.
–Los sartán... –murmuró Haplo con tono sombrío–. Ellos nos trajeron a este infierno.
Ellos son los responsables de tanta maldad.
La mujer lo miró, con un destello de oro en sus pardos ojos.
–No estoy segura. Tal vez la maldad está dentro de nosotros.
Un grito aterrorizado. El grito de un niño. Una mano tendida hacia él. Una mano rechazada. Un vacío, una profunda tristeza por algo irremediablemente perdido.
La maldad dentro de nosotros.
«¿De dónde procedéis? ¿Quién os creó?» Haplo recordó sus palabras a las serpientes dragón.
«Vosotros, patryn.» El perro lanzó un seco ladrido de advertencia y corrió a su lado, inquieto y expectante, suplicando que le ordenara atacar.
Haplo se puso en pie.
–¡No me toques! –dijo a Alfred con aspereza–. Mantente apartado de mí y evita cualquier contacto con el agua. Desbarataría tu magia –explicó con impaciencia al observar la confusión del sartán–. Aunque para lo que sirve...
–¡Oh! Sí, tienes razón... –murmuró Alfred, y se apresuró a retroceder.
Haplo sacó el puñal. Sacó los dos puñales.
Al instante, Samah pronunció una palabra. Esta vez, su magia surtió efecto. Unos signos mágicos resplandecientes rodearon al patryn, se cerraron como esposas en torno a sus muñecas y le inmovilizaron los pies. Con un gañido de perplejidad, el perro se apartó de su lado de un brinco y huyó a refugiarse tras Alfred.
Haplo casi podía oír la risa estentórea del rey de las serpientes dragón.
–¡Suéltame, estúpido! Tal vez aún podría salvarlos.
–No me engañarás con tus trucos, patryn. –Samah empezó a cantar las runas–. No esperarás hacerme creer que la vida de esos mensch te importa algo, ¿verdad?
No, Haplo no esperaba que Samah creyera tal cosa, porque él mismo no la creía. Era cosa del instinto, de la necesidad de proteger a los débiles, a los desvalidos. De la expresión del rostro de su madre mientras ocultaba a su hijo entre los matorrales y se volvía para enfrentarse a su enemigo.
–¡Haplo, ayúdanos!
Los gritos de Alake resonaron en sus oídos. Trató de liberarse de las ataduras, pero la magia era demasiado poderosa. Notó que la fuerza de Samah lo arrastraba lejos de aquel lugar. La arena, el agua y las montañas empezaron a desaparecer de su vista. Los gritos de la mensch se hicieron débiles y lejanos.
Y entonces, de pronto, el hechizo cesó. Haplo se encontró nuevamente de pie en la playa. Se sentía aturdido, como si hubiera caído desde una gran altura.
–Adelante, Haplo –dijo Alfred a su lado. El cuerpo del sartán, por lo general encorvado, estaba ahora muy erguido; sus hombros caídos aparecían perfectamente cuadrados–. Ve tras los muchachos. Sálvalos si puedes.
Una mano se cerró sobre la suya. Haplo bajó la vista a sus muñecas. Las esposas habían desaparecido. Estaba libre.
Samah estaba paralizado de rabia, con el rostro desfigurado por una mueca de furia.
–¡Nunca, en toda la historia de nuestro pueblo, se ha oído de un sanan que ayudara a un patryn! ¡Con esto te has condenado, Alfred Montbank! ¡Tu destino está sellado!
–Ve tras ellos, Haplo –repitió Alfred, haciendo oídos sordos a los desvaríos de Samah– . Yo me ocuparé de que no se entrometa.
El perro corría en círculos alrededor de Haplo lanzando ladridos de alarma, avanzaba unos trancos hacia las serpientes dragón y corría atrás para apremiar a su amo.
Su amo, otra vez.
–Te debo una, Alfred –dijo el patryn–. Aunque dudo que viva para poder pagarte.
Sacó los puñales, cuyas runas refulgieron, azules y rojas. El perro se alejó a la carrera, lanzándose directamente contra las serpientes dragón.
Haplo lo siguió.
CAPÍTULO 15
DRAKNOR CHELESTRA
Las serpientes dragón habían permitido a los mensch abandonar la caverna ilesos, sin perderlos de vista en ningún momento. Los tres alcanzaron la orilla y vieron a lo lejos a Haplo y su nave. El miedo remitió y la esperanza volvió a sus corazones. Los tres echaron a correr hacia el patryn.
Las serpientes dragón surgieron entonces de la cueva. Cien cuerpos sinuosos se cernieron sobre el suelo formando una masa palpitante, embadurnada de cieno.
Los tres mensch escucharon su siseo y se volvieron, aterrorizados.
La mirada verderrojiza de las criaturas los cautivó, los paralizó, fascinados. Las lenguas chasquearon como látigos probando el aire, oliendo y saboreando el miedo. Las serpientes dragón se abalanzaron sobre sus presas. Pero no era su intención acabar con ellas enseguida.
El miedo hacía fuertes a las gigantescas criaturas; el terror les proporcionaba poder.
Siempre les disgustaba ver morir a sus víctimas.
Bajaron de nuevo la cabeza de ojos llameantes y frenaron su avance hasta convertirlo en un lento y perezoso reptar.
Los mensch, liberados de la fascinación paralizante, echaron a correr por la playa entre gritos de terror.
Las serpientes dragón sisearon complacidas y se deslizaron rápidamente tras ellos. Se mantuvieron cerca de los jóvenes, lo suficiente como para que percibieran el hedor húmedo y pútrido de la muerte que traían con ellas, lo bastante cerca como para que captaran los sonidos que iban a ser los últimos que oyesen... aparte de sus propios gritos de agonía. Los gigantescos cuerpos se deslizaban sobre la arena, que rechinaba bajo su peso. Las cabezas aplastadas se cernían sobre los mensch y producían espantosas sombras oscilantes delante de ellos.
Y, mientras tanto, las serpientes dragón contemplaban con regocijo el duelo entre el patryn y el sartán, se alimentaban con el odio de aquel enfrentamiento y se hacían aún más fuertes.
A los mensch se les terminaban las fuerzas y, cuando sus cuerpos empezaron a debilitarse, cedió también la intensidad de su terror. Las serpientes dragón necesitaban azuzar un poco a sus presas, espolearlas para que volvieran a la acción.
–Coged a uno de ellos –ordenó el rey de las serpientes desde su posición, a la cabeza de sus súbditos–. A la humana. Matadla.
Amanecía. La noche se desvanecía y la oscuridad se retiraba, todo lo que podía retirarse en aquel lóbrego paraje. La luz del sol brillaba tenuemente sobre las oscuras aguas. Haplo dejaba una sombra en la playa mientras corría.
–¡Tenemos que ayudarlo! –apremió Alfred a Samah–. ¡Tú puedes ayudarlo, Gran Consejero! Utiliza tu magia. Entre los dos, tal vez logremos derrotar a los dragones...
–...y mientras yo combato a esos monstruos, tu amigo el patryn escapa. ¿Es ése tu plan?
–¿Escapar? –Alfred pestañeó, con un destello de estupor en sus ojos azul pálido–.
¿Cómo puedes decir eso? ¡Míralo! ¡Fíjate! Está arriesgando su vida...
–¡Bah! ¡No corre ningún peligro! ¡Esas criaturas espantosas están a sus órdenes! Su pueblo las creó...
–No es eso lo que me ha dicho Orla –replicó Alfred, irritado–. Y tampoco es eso lo que te dijeron las serpientes dragón en la playa, ¿verdad, Gran Consejero? «¿Quién os creó?», les preguntaste. «Vosotros, sartán», fue su respuesta. Eso te dijeron, ¿verdad?
Samah tenía el semblante muy pálido. Levantó su mano diestra y empezó a trazar un signo mágico en el aire.
Alfred alzó su zurda y trazó el mismo signo al revés, anulando la magia.
Samah se desplazó a un lado en un garboso paso de danza, murmurando unas palabras casi inaudibles.
Alfred se deslizó con el mismo garbo hacia el lado opuesto y repitió las mismas palabras, pero al revés.
De nuevo, la magia de Samah quedó anulada.
Mientras tanto, a su espalda, Alfred podía oír un furioso siseo y el roce de los cuerpos de los reptiles al deslizarse, además de la voz ronca de Haplo gritando instrucciones al perro. Alfred ardía en deseos de ver qué sucedía, pero no se atrevía a apartar un ápice su atención de Samah.
El Gran Consejero sartán recurrió a todo su poder y empezó a trazar un nuevo hechizo. La magia retumbó en la distancia, las runas chisporrotearon y la tremenda y aturdidora tormenta de posibilidades se abatió con toda su fuerza sobre Alfred.
Empezó a sentirse mareado.
El único objetivo de Haplo era rescatar a los mensch. Una vez que lo consiguiera, no tenía la menor idea de qué hacer, ni había trazado ningún plan de ataque. ¿Para qué molestarse?, se dijo a sí mismo con amargura. Desde el primer momento, había sabido que su acción era desesperada. Necesitaba emplear toda su concentración para mantener a raya el miedo que amenazaba con adueñarse de él, aplastarlo y arrojarlo sobre la arena vomitando hasta que le salieran las tripas por la boca.
El perro lo había dejado atrás y ya había alcanzado a los mensch. Los tres estaban casi exánimes, pues el agotamiento y el terror habían acabado con sus últimas fuerzas.
Sin hacer caso de las serpientes, el perro corrió en torno a los mensch, los mantuvo agrupados y los animó a seguir cuando parecía que alguno iba a quedarse atrás.
Una de las serpientes se acercó demasiado, y el animal se lanzó hacia ella con un gruñido de advertencia.
La serpiente dragón retrocedió reptando.
Devon se derrumbó en el suelo. Grundle lo asió por el hombro y lo sacudió.
–¡Levanta, Devon! –suplicó la enana–. ¡Levántate!
Alake, con una valentía nacida de la desesperación, se plantó junto a su amigo caído y se volvió para hacer frente a las serpientes dragón. Levantó una mano temblorosa, pero sus dedos no aflojaron su firme presión en torno al objeto que sostenían, una pequeña vara de madera. Mostró la vara con gesto atrevido y empezó a formular su hechizo, tomándose tiempo para pronunciar las palabras con claridad y nitidez, como le había enseñado su madre.
La madera se inflamó con una llama mágica. Alake movió la tea ante los ojos de las criaturas como lo habría hecho ante los ojos de algún gato depredador que acechara a sus gallinas.
Las serpientes dragón titubearon y retrocedieron. Haplo comprendió su juego y la rabia le hizo olvidar el miedo. Devon estaba reincorporándose con la ayuda de Grundle.
El perro ladraba y saltaba en un intento de atraer la atención de las criaturas hacia él y apartarla de los mensch.
Alake, orgullosa, hermosa y exultante, arrojó la tea hacia las serpientes.
–¡Abandonad este lugar! ¡Marchaos! –exclamó.
–¡Alake, agáchate! –le gritó Haplo.
La serpiente atacó con increíble rapidez, lanzando la cabeza hacia adelante más deprisa de lo que el ojo podía seguir y de lo que el cerebro podía asimilar. Fue como una mancha borrosa en movimiento, nada más. Una mancha borrosa que avanzó y retrocedió.
Alake soltó un grito y cayó al suelo retorciéndose de dolor.
Grundle y Devon se arrodillaron a su lado. Haplo casi tropezó con el trío. Asió a la enana por el hombro y la puso en pie de un tirón.
–¡Sigue adelante! ¡Corre! –le gritó–. ¡Busca ayuda!
¿Ayuda? ¿Ayuda de quién? ¿De Alfred? ¿En qué estaba pensando?, se dijo con irritación. Las palabras habían acudido a sus labios como un reflejo. Pero, por lo menos, con aquello quitaría de en medio a la enana.
Grundle pestañeó, entendió lo que le decía el patryn y, tras una mirada desesperada a Alake, dio media vuelta y echó a correr hacia la orilla.
La cabeza de la serpiente dragón se alzó en el aire, cerniéndose sobre su víctima, sobre Haplo. Sus ojos estaban fijos en el patryn, en las dagas que empuñaba, en el resplandor azul de las runas grabadas en el acero. La serpiente confiaba en sus fuerzas, pero actuó con cautela. No sentía ningún respeto por el patryn pero era lo bastante inteligente como para no subestimar a su enemigo.
–Devon –dijo Haplo, con voz calculadamente calmada–, ¿cómo está Alake?
La respuesta del elfo fue un sollozo entrecortado. El patryn oyó los gritos de la muchacha. No estaba muerta, pero casi era peor. Envenenada, pensó; con la carne desgarrada por la boca del dragón, dura como el hueso.
Se arriesgó a echar una breve mirada a su espalda. Devon tenía en sus brazos a Alake y la estrechaba contra él tratando de reconfortarla. El perro estaba al lado del elfo, gruñendo amenazadoramente a toda serpiente que mirara hacia ellos.
Haplo se colocó entre la serpiente y los mensch.
–Perro, quédate con ellos –dijo. Después, plantó cara a la serpiente dragón con los puñales en alto.
–Cógelo –ordenó el rey de las serpientes.
La cabeza de la criatura descendió sobre el patryn con las fauces abiertas, babeando veneno. Haplo esquivó éste lo mejor que pudo, pero varias gotas cayeron sobre él, atravesaron sus ropas mojadas y llegaron a su piel.
Experimentó un dolor lacerante, ardiente, pero aquello no tenía importancia en aquel momento. Mantuvo la mirada y la atención fija en su objetivo.
La serpiente se lanzó sobre él.
Haplo retrocedió de un salto, juntó las manos y hundió ambos puñales en el cráneo de la criatura, entre sus ojos rasgados y encendidos.
Los aceros potenciados por la magia se clavaron profundamente y brotó de la herida un chorro de sangre. La serpiente dragón lanzó un rugido de dolor y llevó la cabeza hacia arriba y hacia atrás arrastrando con ella a Haplo, que trataba de conservar sus armas.
Al patryn casi se le descoyuntaron los brazos y se vio obligado a soltar los puñales.
Cayó a la arena y, acuclillado en ella, esperó.
La serpiente dragón herida se debatió y se agitó a ciegas en sus estertores de muerte.
Por fin, tras un estremecimiento, se quedó quieta. Sus ojos quedaron abiertos, pero el fuego había desaparecido de ellos. La lengua bifurcada colgaba de su boca desdentada.
Los puñales seguían firmemente clavados en la cabeza ensangrentada.
–Ve por tus armas, patryn –dijo el rey de las serpientes con un destello complacido en sus ojos verderrojizos–. ¡Cógelas! ¡Sigue luchando! Ya has matado a una de nosotras.
¡No te rindas ahora!
Era su única oportunidad. Avanzó un paso y extendió la mano en un intento desesperado.
Otra serpiente abatió su cabeza sobre él, y notó un destello de dolor en el brazo. Tenía algún hueso astillado y el veneno le quemaba en la sangre. Con la diestra inutilizada, Haplo insistió e hizo un nuevo intento con la zurda.
La serpiente se dispuso a lanzarse de nuevo contra él, pero una orden siseante de su rey la detuvo.
–¡No, no! ¡No acabes con él todavía! El patryn es fuerte. ¿Quién sabe?, quizá sea capaz de alcanzar su nave...
¡Ah!, si pudiera llegar hasta el sumergible... Pero Haplo se rió al pensarlo.
–Eso es lo que quieres, ¿verdad? Quieres verme dar media vuelta y echar a correr.
Pero... ¿hasta dónde me dejarías llegar? ¿Hasta casi tocar la nave? Tal vez incluso me dejarías poner pie en ella. Y luego, ¿qué? ¿Capturarme otra vez? ¿Llevarme a tu cubil?
–Tu terror nos alimentará durante mucho tiempo, patryn –siseó la serpiente dragón.
–No cuentes conmigo. Tendrás que buscar diversión en otra parte.
Lenta y premeditadamente, Haplo volvió la espalda a las serpientes y se agachó junto a los dos jóvenes. El perro montó guardia detrás de su amo, sin dejar de gruñir a toda serpiente que se acercaba demasiado.
Alake ya no gemía, ni se debatía. Tenía los ojos cerrados y la respiración agitada y superficial.
–Yo... me parece que está mejor –dijo Devon, tragando saliva con esfuerzo.
–Sí –musitó Haplo–. Pronto se pondrá bien. Escuchó detrás de él los enormes cuerpos que se acercaban reptando. Los gruñidos del perro se intensificaron. Alake abrió los ojos y le sonrió.
–Estoy mejor –susurró–. Ya..., ya no me duele.
–¡Haplo! –lo alertó el elfo.
Volvió la cabeza. Las serpientes habían empezado a rodearlos, unas avanzando por la izquierda y otras por la derecha. Sus cuerpos se deslizaban sobre el suelo haciendo eses, enroscándose, con sus cabezas aplastadas vueltas siempre hacia él. Lenta e inexorablemente, lo envolvían. Las criaturas iniciaron un siseo, unos cuchicheos suaves, sibilantes, mortales. El perro dejó de gruñir y se acurrucó contra su amo.
–¿Qué sucede? –musitó Alake–. Has matado a la serpiente dragón. Te he visto. Se han marchado, ¿verdad?
–Sí –respondió Haplo, con las manos de la muchacha entre las suyas–. Se han ido. El peligro ha pasado. Ahora, descansa.
–Descansaré. ¿Me velarás?
–Te velaré.
Alake sonrió y cerró los ojos. Su cuerpo se estremeció; después quedó inmóvil.
Samah pronunció la primera runa, empezó a decir la segunda... La magia se formaba en torno a él como una nube tachonada de lentejuelas.
Una persona diminuta apareció delante del sartán, gritando a pleno pulmón, y se agarró a él. El impulso que traía casi dio con los dos por el suelo.
El hechizo quedó interrumpido, y Samah bajó la vista a la joven enana, cuyas manos sucias tiraban de su túnica con tal fuerza que casi se la arrancaban.
–Rescate... Alake cayó... Haplo solo... dragones... necesita... ayuda... –La enana jadeó, sin dejar de tirar de la túnica–. ¡Tú... ven!
Samah apartó a la mensch con desdén.
–Otro truco.
–¡Ven! ¡Por favor! –suplicó la enana, y estalló en lágrimas.
–Yo te ayudaré –dijo Alfred.
La enana tragó saliva y lo miró con aire dubitativo. Alfred se volvió hacia Samah.
El Gran Consejero estaba pronunciando las runas otra vez, pero en esta ocasión Alfred no lo detuvo. El cuerpo de Samah emitió un resplandor tenue y empezó a desaparecer.
–¡Ven en ayuda de tu amigo, el patryn! –exclamó–. ¡Verás cómo te lo agradece!
El Gran Consejero se desvaneció por completo.
La enana estaba demasiado preocupada y asustada para mostrar sorpresa. Se limitó a asir la mano surcada de arrugas de Alfred. Había recobrado el aliento, más o menos, y lo apremió:
–¡Tienes que ayudarlo! ¡Las serpientes dragón lo están matando!
Alfred dio un paso, dispuesto a hacer lo que pudiera aunque no estaba seguro de qué sería ello. Pero, concentrado en Samah, había olvidado el espanto de aquellas criaturas.
En aquel momento, horrorizado, las observó: sus largos cuerpos de ofidios que zigzagueaban en la arena y se agitaban como látigos, sus ojos rojos como las llamas y verdes como el siniestro mar, sus mandíbulas desdentadas y babeantes, sus lenguas de las que rezumaba veneno.
La debilidad se adueñó una vez más de él. Alfred se dio cuenta y trató de resistirse, pero sin mucho ánimo. Tambaleándose, se dejó ir, se dejó llevar lejos del miedo...
Unos pequeños puños lo golpeaban.
Desconcertado, Alfred abrió los ojos. Estaba tendido en la arena. Una enana se hallaba a su lado y le gritaba, mientras descargaba los puños sobre su pecho.
–¡Tú puedes hacer magia! ¡Te he visto hacerla! ¡Le has traído el perro! ¡Ayúdalo, maldita sea! ¡Ayuda a Alake y a Devon! ¡Hazlo, maldita sea!
La enana se derrumbó y hundió el rostro entre las manos.
–Vamos..., no llores –dijo Alfred, alargando la mano tímidamente, con torpeza, para darle unas palmaditas en el hombro, pequeño y abatido. Miró de nuevo hacia las serpientes dragón y el corazón casi se le detuvo–. Quiero ayudar –explicó con gesto patético–, pero no sé cómo.
–Reza al Uno –replicó la enana con vehemencia, levantando la cara–. Él te dará fuerzas.
–Quizá tengas razón –murmuró el sartán.
–¡Alake! –exclamó Devon al tiempo que sacudía el cuerpo sin vida de la muchacha–.
¡Alake!
–No sigas –murmuró Haplo–. Ya ha dejado de sufrir. Devon alzó la cabeza y lo miró, afligido.
–¿Quieres decir que está...? ¡Pero tú puedes salvarla, devolverla a la vida! ¡Hazlo, Haplo! ¡Hazlo como hiciste conmigo!
–¡Ahora no tengo mi magia! –contestó Haplo con aspereza–. No puedo salvarla. Ni a ella, ni a ti. ¡Si ni siquiera puedo salvarme a mí mismo!
Devon depositó con suavidad el cuerpo de Alake en el suelo.
–Antes tenía miedo de vivir. Ahora tengo miedo a morir. No; no quería decir eso. No temo la muerte. Morir es fácil. –El elfo alargó la mano y asió los dedos helados de Alake– . Me refiero al dolor, al miedo...
Haplo permaneció en silencio. No tenía nada que decir, ninguna palabra de consuelo que ofrecer. A los dos los aguardaba un final terrible. Él lo sabía, y también Devon. Y Grundle.
Grundle... ¿Dónde se había metido?
El patryn recordó que la había enviado a buscar ayuda. A buscar a Alfred. El sartán era un perfecto inepto, pero Haplo tenía que reconocer que lo había visto hacer cosas realmente notables... cuando no se desmayaba antes.
Se incorporó y su brusco movimiento sobresaltó al perro y alertó a las serpientes dragón. Una de ellas lo atacó por detrás y su lengua bifurcada le azotó la espalda como un látigo ardiente, lacerando su carne hasta los propios huesos. El dolor fue intenso, paralizante; hasta el último nervio del cuerpo del patryn ardió de agonía. Vencido, Haplo cayó de rodillas.
Desde allí distinguió a Grundle, una figura menuda y patética junto al borde del agua, solitaria. No vio rastro alguno de Alfred.
El patryn se dejó caer sobre la arena cuan largo era. Percibió vagamente que Devon se agachaba sobre él mientras el perro lanzaba un asalto heroico, aunque inútil, contra la serpiente que lo había atacado. Para él, nada era real salvo el dolor. Un dolor que formaba una cortina de llamas ante sus ojos, que llenaba de fuego su mente.
La serpiente dragón debía de haberlo alcanzado otra vez porque, de pronto, el dolor se intensificó. Y, a continuación, notó que el perro le daba lametones en el rostro y hundía el hocico en su cuello, entre gemidos y gañidos vehementes. El animal ya no parecía asustado.
–¡Haplo! –oyó exclamar a Devon–. ¡Haplo, resiste! ¡Vuelve en ti! ¡Levanta la cabeza y mira!
Haplo abrió los ojos. Las negras brumas que se habían empezado a cerrar en torno a él retrocedieron. Miró a su alrededor y observó que el elfo tenía su palidísima cara vuelta hacia el cielo.
Una sombra pasó sobre Haplo. Una sombra que enfrió las llamas del veneno de la serpiente. El patryn parpadeó, tratando de aclarar su visión, y miró hacia arriba.
Un dragón los sobrevolaba. Un dragón como Haplo no había visto otro en su vida. Su belleza hacía que el ánimo se encogiera de asombro y temor reverencial. Sus bruñidas escamas verdes refulgían como esmeraldas, sus alas eran de cuero dorado y su crin de oro brillaba y resplandecía más que el sol marino de Chelestra. Tenía unas dimensiones enormes y sus alas extendidas parecían, a los ojos ofuscados de Haplo, abarcar de un extremo a otro del horizonte.
El dragón voló a baja altura, lanzó un grito de advertencia y se abatió sobre las serpientes. Devon se agachó y levantó un brazo para protegerse la cabeza en un gesto involuntario. Haplo no se movió y permaneció tendido, observando la escena. El perro ladraba como un poseso, y dando un brinco en el aire, enseñó los dientes a la enorme criatura alada en un gesto casi festivo.
El impetuoso batir de alas del dragón levantó nubes de arena en torno a ellos. Haplo incorporó el cuerpo entre toses y, sentado en el suelo, intentó distinguir qué sucedía.
Las serpientes dragón retrocedieron. Con el cuerpo aplastado contra la arena, a regañadientes, se retiraron de las inmediaciones de sus víctimas. Sus ojos rasgados, como rendijas llameantes, volvieron la atención a aquella nueva amenaza con un destello malévolo.
El dragón sobrevoló a las serpientes, ganó altura, giró sobre sí mismo y se lanzó de nuevo hacia el suelo con las zarpas de sus patas extendidas.
El rey de las serpientes levantó la cabeza para responder al desafío y su boca escupió veneno, tratando de alcanzar con él los ojos del dragón.
La criatura alada, sin embargo, completó su ataque e hizo presa en el cuerpo de la serpiente. Sus zarpas se clavaron profundamente en la carne bajo las escamas.
El rey de las serpientes se retorció y se contorsionó con rabia. Volvió la cabeza e intentó cerrar las fauces sobre el cuerpo del dragón alado, pero éste se cuidó de mantenerse fuera del alcance de sus ponzoñosas mandíbulas. Otras serpientes acudían ya a toda prisa en ayuda de su líder. El dragón, con un impulso de sus grandes alas, levantó del suelo al rey de las serpientes y remontó el vuelo.
La serpiente quedó colgando de sus garras, pero no dejó de oponer resistencia, agitando la cola como un enorme látigo y tratando una y otra vez de alcanzar a su enemigo con sus peligrosas fauces.
El dragón continuó elevándose hasta que Haplo casi no pudo distinguirlo. Y allí, a enorme altura sobre las montañas cortadas a pico de Draknor, soltó finalmente a la serpiente dragón y la dejó caer.
Con un alarido, sin dejar de contorsionarse, el rey de las serpientes dragón se precipitó contra la montaña, contra los huesos puntiagudos de la atormentada criatura que había utilizado como cubil. La luna marina se estremeció con la fuerza del impacto.
Las rocas se resquebrajaron y se desprendieron; la montaña se hundió, enterrando el cuerpo de la serpiente.
El dragón alado reapareció y sobrevoló la escena en círculos. Sus ojos centelleantes buscaban otra presa.
Las serpientes se enroscaron en una postura defensiva y se volvieron unas hacia otras con un destello de inquietud en sus ojos verderrojizos.
–Si logramos atrapar al dragón en el suelo y atacarlo todas a una, podemos derrotarlo –siseó una.
–Buena idea –asintió otra–. Tú, desafíalo. Atráelo para que descienda de los aires.
Entonces, yo lo atacaré.
–¿Por qué yo? ¡Ocúpate tú de atraerlo!
Las discusiones entre ellas continuaron, pues ninguna se atrevía a iniciar el desafío que pudiera atraer al dragón alado de su refugio seguro en las alturas. Ninguna estaba dispuesta a arriesgar su piel viscosa para salvar a sus compañeras y ahora no tenían a un rey que les diera órdenes. Privadas de su líder y enfrentadas a un enemigo como jamás habían encontrado, decidieron que era preferible efectuar una retirada estratégica.
Las serpientes dragón reptaron rápidamente por la arena en dirección a la oscura seguridad de lo que quedaba de su montaña desmoronada.
El dragón alado las persiguió, las acosó y las hostigó hasta que la última de las criaturas hubo entrado en la cueva. Entonces dio media vuelta, regresó hacia Haplo y sobrevoló en círculos al patryn. Éste intentó mirarlo directamente, pero el brillo radiante de su cuerpo escamoso lo obligó a apartar los ojos, llenos de lágrimas.
Estás herido, pero tienes que encontrar las fuerzas necesarias para volver a tu nave.
Las serpientes dragón están desorganizadas de momento, pero no tardarán en reagruparse y no tengo el poder suficiente para enfrentarme a todas ellas.
El dragón no le habló en voz alta. Haplo escuchó aquellas palabras en su mente y la voz le resultó familiar, pero no consiguió identificarla.
Obligó a su cuerpo torturado a ponerse en pie. Unos destellos amarillentos estallaron en sus ojos y se tambaleó. Habría perdido el equilibrio, pero Devon apareció a su lado. El elfo lo sujetó a tiempo y lo sostuvo en pie. El perro dio vueltas en torno a ellos, inquieto y deseoso de ayudar. Haplo se mantuvo sobre sus piernas, inmóvil, hasta que el desfallecimiento hubo pasado; entonces asintió, incapaz de hablar, y dio un paso débil y vacilante. De pronto, se detuvo otra vez.
–Alake... –murmuró, y bajó la vista hacia el cuerpo de la muchacha. Luego, su mirada se dirigió con aire sombrío hacia la caverna, donde podía ver aún el fuego de los ojos rasgados de las serpientes dragón que lo observaban.
El dragón comprendió qué quería. Yo me ocuparé de ella. No temas. Las serpientes no perturbarán su descanso.
Haplo asintió otra vez con gesto cansado, y volvió la mirada hacia su objetivo, el sumergible. Y allí estaba Grundle. De pie en la arena, los miraba sin moverse de sitio, como si hubiera echado raíces allí.
El patryn y Devon reemprendieron la marcha por la playa. El flaco elfo encontró dentro de sí reservas de fuerzas que jamás había sabido que poseía y guió los trastabillantes pasos del malherido Haplo, sosteniéndolo cuando parecía a punto de caer. El patryn perdió de vista al dragón, se olvidó de él y de las serpientes y se concentró en luchar contra el dolor y mantenerse consciente.
Llegaron hasta Grundle, que seguía sin moverse de sitio. La enana los miró con ojos desorbitados y permaneció callada. El único sonido que escapó de ella fue un vago gemido.
–Desde aquí puedo... seguir solo –dijo Haplo con un jadeo y, con unos pasos vacilantes, logró asirse a la proa de madera del sumergible. Apoyado en ella, señaló hacia la enana, balbuceante–. ¡Ve..., ve a buscarla! –indicó a Devon.
–¿Qué crees que le sucede? –preguntó éste, preocupado–. Nunca la había visto así.
–Probablemente está paralizada de pánico. –Haplo lanzó un nuevo gemido. Tenía que subir a bordo. Urgentemente–. Cógela... y tráela.
Asido a la pasarela con la mano buena, avanzó a duras penas por la cubierta superior de la nave en dirección a la escotilla.
–¿Y él, qué? –le llegó la voz de Grundle en un chillido estridente.
El patryn volvió la vista y distinguió una silueta tendida en la arena. Alfred.
–Lo que me figuraba –murmuró Haplo con disgusto.
Estuvo a punto de decir que lo dejaran allí pero, por supuesto, el perro ya se había apresurado a correr hasta el inconsciente sartán y lo estaba olisqueando, zarandeando con las patas y dando lametones. Haplo recordó de mala gana lo sucedido un rato antes y decidió que, al fin y al cabo, estaba en deuda con el sartán.
–Traedlo, si no hay más remedio.
–¡Se convirtió en el dragón! –dijo Grundle con un temblor de temor reverencial en la voz.
Haplo soltó una carcajada y movió la cabeza con incredulidad.
–¡Es cierto! –insistió la enana, muy seria y solemne–. Yo lo vi. ¡Él se..., se transformó en un dragón alado!
El patryn desvió su mirada de Grundle y la dirigió hacia Alfred, que había recuperado el sentido y hacía ahora unos débiles gestos con las manos en un intento de moderar la entusiasta y húmeda bienvenida del perro.
Haplo dio la espalda a la escena. Estaba demasiado débil para discutir con Grundle o para preocuparse de nada.
Tras convencer por fin al animal para que lo dejara en paz, Alfred coordinó todas las partes de su cuerpo para ponerse en pie, vacilante. Luego miró a su alrededor con perplejidad. Cuando sus ojos se volvieron hacia la caverna, su mente recordó lo sucedido y se encogió en un gesto de repulsión y temor.
–¿Se han ido?
–¡Tú deberías saberlo! –exclamó Grundle–. ¡Has sido tú quien las ha ahuyentado!
Alfred sonrió débilmente, con modestia. Bajó la vista a la huella que había dejado su cuerpo sobre la arena y movió la cabeza en gesto de negativa.
–Me temo que te equivocas, jovencita. Una vez más, no he sido de mucha ayuda para nadie, ni siquiera para mí mismo.
–¡Pero yo te vi! –La enana se mantuvo tercamente en sus trece.
–¡Sartán! ¡Si vas a venir, date prisa! –exclamó Haplo. Sólo unos pasos más y...
–Vendrá, patryn. Nosotros nos ocuparemos de ello. Vas a tener compañía en tu prisión.
Haplo se detuvo y se apoyó en el pasamanos. Apenas tuvo fuerzas para levantar la cabeza.
Ante él estaba Samah.
CAPÍTULO 15
SURUNAN CHELESTRA
Haplo volvió en sí lentamente, de mala gana, consciente de que despertar le traería un dolor insoportable, de que le traería la constatación de que su vida, cuidadosamente ordenada, había sido consumida por las llamas y esparcida como cenizas en el mar.
Permaneció tendido largo rato sin abrir los ojos, no por cautela, como habría hecho en circunstancias parecidas, sino por puro agotamiento. En adelante, la vida iba a ser para él una lucha constante. Cuando había iniciado aquel viaje, en Ariano, tanto tiempo atrás, había creído tener todas las respuestas. Ahora, al término de su peregrinaje, no le quedaban más que preguntas. Había perdido su antigua confianza, su antigua seguridad.
Ahora, dudaba. Y la duda le producía miedo.
Escuchó un gañido y el roce de un rabo desgreñado que barría el suelo. Una lengua húmeda le lamió la mano. Con los ojos aún cerrados, acarició la testuz del perro y lo rascó detrás de las orejas. Su señor no iba a alegrarse de ver regresar al animal. Pero, en realidad, eran muchas las cosas que su señor no iba a alegrarse de ver.
Exhaló un suspiro y, cuando se hizo evidente que no iba a conciliar de nuevo el sueño, lanzó un gruñido y abrió los ojos. Y, por supuesto, la primera cara que vio al hacerlo fue la de Alfred.
El sanan se inclinó sobre él y lo estudió con aire inquieto.
–¿Te duele? ¿Dónde?
Haplo estuvo tentado de volver a cerrar los ojos pero, finalmente, se incorporó y miró a su alrededor. Se hallaba en una estancia de lo que parecía una casa privada. Una casa sartán; se lo decía el instinto. Pero la casa ya no era tal, sino una prisión. Una prisión sartán. En sus ventanas crepitaban unas runas infranqueables. Otros poderosos signos mágicos, que despedían una intensa luz roja, reforzaban la puerta cerrada y atrancada.
Haplo echó un vistazo a sus brazos y a su cuerpo y comprobó, abatido, que sus ropas seguían mojadas y su piel, libre de toda marca.
–Te han estado bañando en agua de mar. Órdenes de Samah –dijo Alfred–. Lo siento.
–¿Por qué te disculpas? –gruñó Haplo, y lanzó una mirada irritada al sartán–. No es culpa tuya. ¿Por qué insistes en pedir perdón por cosas que no son culpa tuya?
Alfred se sonrojó.
–No lo sé. Supongo que siempre he creído que eran culpa mía, en cierto modo.
–¡Pues no, así que deja de gimotear por cualquier cosa! –replicó el patryn. Necesitaba descargar su frustración contra algo y Alfred era lo que tenía más a mano–. ¡No fuiste tú quien encerró a mi pueblo en el Laberinto! ¡No fuiste tú quien provocó la Separación!
–Es cierto –murmuró Alfred con tristeza–, pero no he hecho gran cosa por enderezar los entuertos que he encontrado. ¡No he hecho otra cosa que desmayarme continuamente!
–¿Siempre? –Haplo dirigió una mirada penetrante al sartán, recordando de repente las palabras vehementes de Grundle–. ¿Qué me dices de Draknor? ¿Allí también te desmayaste?
–Me temo que sí –respondió Alfred, y bajó la vista al suelo, avergonzado–. Aunque no estoy seguro. Parece que no soy capaz de recordar gran cosa de lo que sucedió allí. ¡Ah, por cierto...! –Dirigió una mirada inquieta, de soslayo, al patryn–. Me temo que... En fin, he hecho lo que he podido por tus heridas. Espero que no te enfades demasiado conmigo, pero sufrías unos dolores terribles y...
Haplo estudió de nuevo su piel desnuda. No; él no habría sido capaz de curarse a sí mismo. Intentó sentirse furioso. Le habría gustado sentirse furioso, pero en aquel momento era incapaz de reunir la energía necesaria para sentirse de ninguna manera.
–Ya estás disculpándote otra vez –dijo, y volvió a apoyar la cabeza en la almohada.
–Lo sé. Lo siento –murmuró Alfred. Haplo le lanzó una mirada colérica.
El sartán dio media vuelta y cruzó la pequeña estancia hasta otra cama allí instalada.
–Gracias –musitó Haplo en voz baja. Alfred, perplejo, se volvió para cerciorarse de que había oído bien.
–¿Decías algo?
Pero Haplo no estaba dispuesto a repetirlo.
–¿Dónde estamos? –preguntó, aunque ya lo sabía–. ¿Qué sucedió después de que dejamos Draknor? ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
–Un día, una noche y la mitad de otro día. Estabas malherido. Intenté convencer a Samah de que te permitiera recuperar la magia, de que te dejara usarla para curarte a ti mismo, pero se negó. Está asustado, muy asustado. Sé muy bien cómo se siente.
Comprendo muy bien ese miedo.
Alfred se quedó callado largo rato, con la mirada perdida en el vacío. Haplo cambió de postura, inquieto.
–Te he preguntado...
El sartán pestañeó y salió de su ensimismamiento.
–Lo siento... ¡Oh, ya estoy otra vez disculpándome! No lo volveré a hacer, te lo prometo. ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí, el agua! Te han estado bañando en ella dos veces al día. –Alfred miró al perro y sonrió–. Tu amiguito les ha plantado cara cada vez que se acercaban a ti. Estuvo a punto de morder a Samah. Ahora, el perro me hace caso cuando le digo algo. Creo que empieza a fiarse de mí.
Haplo soltó un bufido burlón. No veía la necesidad de seguir discutiendo aquel tema.
–¿Y los mensch? ¿Han vuelto con los suyos sanos y salvos?
–En realidad, no. Es decir, se encuentran bien –se apresuró a rectificar cuando vio que Haplo fruncía el entrecejo–, pero no han vuelto con el resto de los mensch. Samah se ofreció a llevarlos. Lo cierto es que, a su modo, se ha portado muy bien con ellos. Es sólo que no los comprende. Pero esa enana y el joven elfo se negaron a marcharse de tu lado.
La enana se mostró terriblemente terca al respecto. Hasta le soltó cuatro frescas a Samah.
Haplo imaginó a Grundle con el mentón levantado, agitando las patillas ante el Gran Consejero sartán, y sonrió. Era una lástima habérselo perdido.
–Los mensch están aquí, se alojan en esta casa. Han venido a verte tantas veces como se lo han permitido los sartán. En realidad, me sorprende que todavía no hayan pasado a visitarte en toda la mañana. Pero, claro, hoy es el día de la...
Alfred se detuvo a media frase, perturbado.
–¿De qué? –exigió saber Haplo, súbitamente receloso.
–En realidad, no tenía intención de mencionarlo. No quería preocuparte.
–¿Preocuparme? ¿A mí? –Haplo miró al sartán, estupefacto; a continuación, estalló en una carcajada. Se rió hasta que notó el escozor de las lágrimas en sus ojos y, por fin, aspiró profundamente con un estremecimiento–. Estoy en una prisión sartán, privado de mi magia, cautivo del hechicero sartán más poderoso que ha existido jamás, y tú no quieres que me preocupe...
–Lo sien... –Alfred captó la mirada ominosa de Haplo, tragó saliva y guardó silencio.
–Deja que adivine –continuó Haplo en tono lúgubre–. Hoy es el día en que se reúne el Consejo para decidir qué hacen con nosotros. Es eso, ¿verdad?
Alfred asintió. Volvió a su cama y se sentó en ella con los brazos largos y desmañados colgando entre las piernas.
–Bueno, ¿qué pueden hacerte a ti? –dijo Haplo–. ¿Darte unos palmetazos? ¿Hacerte prometer que serás buen chico y no te acercarás a este detestable patryn?
Pretendía ser una broma, pero Alfred no la celebró.
–No sé –respondió con voz grave y medrosa–. Verás, en una ocasión oí una conversación de Samah sin que él supiera que lo escuchaba, y lo que dijo...
–¡Silencio! –exigió Haplo, incorporándose en su lecho.
Una voz femenina había iniciado un cántico al otro lado de la puerta. El brillo de las runas que sellaban la estancia perdió intensidad y los signos mágicos empezaron a desaparecer.
–¡Ah! ¡Ésa es Orla!
A Alfred se le iluminó el rostro. El sartán se transformó. Sus hombros hundidos se enderezaron e irguió la espalda hasta mostrar su verdadera estatura, con un porte casi majestuoso. La puerta se abrió y entró una mujer, que conducía ante ella a los dos mensch.
–¡Haplo! –exclamó Grundle y, antes de que el patryn supiera qué estaba sucediendo, corrió hacia él y se arrojó en sus brazos. ¡Alake ha muerto! –sollozó–. Yo no quería que muriese. ¡Es todo culpa mía!
–Vamos, vamos –dijo el patryn mientras daba unas torpes palmaditas en la espalda recia y ancha de la enana. Ella se abrazó con más fuerza y rompió a llorar. Haplo la sacudió ligeramente por los hombros–. Escúchame, Grundle...
La enana tragó saliva, se enjugó las lágrimas y se tranquilizó gradualmente.
–Os metisteis en un asunto peligroso y arriesgado –los recriminó Haplo con severidad– . Hicisteis mal. No deberíais haber ido allí vosotros solos. Pero lo hicisteis, y eso ya no se puede cambiar. Tu amiga Alake era una princesa. Su vida estuvo dedicada a su pueblo. Y murió por su pueblo, Grundle. Por su pueblo... –el patryn miró al sartán– y quizá por mucha gente más.
La mujer sartán que había entrado con ellos se llevó la mano a los ojos y apartó el rostro. Alfred acudió a su lado y aguardó allí, tímido. Su brazo empezó, por su propia iniciativa, a rodear los hombros de la mujer para ofrecerle consuelo. El brazo titubeó, se retiró de nuevo...
«¡Condenado individuo! –pensó Haplo–. Ni siquiera sabe cortejar a una mujer como es debido.» Grundle exhaló un leve resuello. Haplo la oyó hipar.
–¡Eh, vamos! ¡Deja de hacer eso! –le dijo con rudeza–. Mira, estás contagiando al perro.
El animal, que parecía haberse tomado aquello muy a pecho, había sumado sus aullidos al llanto de la enana. Grundle se enjugó las lágrimas y ensayó una débil sonrisa.
–¿Cómo estás? –preguntó Devon, tomando asiento al pie de la cama.
–He estado mejor. Pero supongo que tú también.
–Sí, desde luego –respondió el elfo.
Haplo lo encontró pálido y desdichado. La terrible prueba por la que acababa de pasar había dejado su huella en él. Pero también parecía más seguro de sí, más confiado.
Había empezado a conocerse a sí mismo.
No era el único.
–¡Tenemos que decirte una cosa! –dijo Grundle al tiempo que tiraba de la manga húmeda de Haplo.
–Sí, es muy importante –añadió Devon. Los dos mensch cruzaron una mirada y se volvieron hacia los sartán.
–Queréis quedaros solos. De acuerdo. Esperaremos fuera –dijo Alfred, e hizo ademán de encaminarse a la puerta pero la mujer, a la que había llamado Orla, posó una mano en su brazo con una sonrisa.
–Me parece que eso no será posible –declaró, y lanzó una significativa mirada a la puerta. Las runas seguían apagadas, pero al otro lado se escuchaban unas pisadas. Un guardián.
Alfred pareció marchitarse.
–Tienes razón –recordó con voz grave–. No había caído. Bueno, nos sentaremos aquí y no escucharemos. Prometido.
Se sentó en la cama y dio unas palmaditas sobre ésta, ofreciendo a la mujer un lugar a su lado.
–Ven, toma asiento aquí.
Ella contempló la cama, se volvió hacia Alfred y se ruborizó intensamente. Haplo recordó a Alake: la misma mirada, la misma reacción.
Alfred exhibió en todo su rostro un tono rojo subido verdaderamente extraordinario y se puso en pie de un salto.
–Yo no pretendía... Desde luego que nunca... ¿Qué debes pensar de mí? Como no hay sillas, yo...
–Sí, gracias –murmuró Orla, y tomó asiento en el ángulo de la cama.
Alfred volvió a ocupar su lugar en el extremo opuesto del lecho, con la mirada fija en las punteras de los zapatos.
Grundle, que había asistido a la escena con considerable impaciencia, tomó de la mano a Haplo y lo arrastró hasta un rincón, lo más lejos posible de los sartán. Devon los siguió. Los dos, serios y solemnes, empezaron a explicar el asunto con sonoros cuchicheos.
Habría parecido imposible que los dos sartán, encerrados en la misma habitación con tres personas que mantenían una intensa discusión, no escucharan lo que hablaban. Sin embargo, Alfred y Orla lo consiguieron admirablemente. Ninguno de los dos oyó una sola palabra de las que se pronunciaban, pues ambos estaban demasiados concentrados en las voces que escuchaban en su interior para prestar mucha atención a las de fuera.
Orla suspiró, retorció las manos con gesto nervioso y dirigió la mirada a Alfred cada pocos segundos, como si estuviera indecisa entre hablar o no. Alfred percibió su tensión y se preguntó cuál sería la causa. Le vino a la cabeza una idea.
–El Consejo. Está reunido en este momento, ¿verdad?
–Sí –respondió Orla, sin llegar a emitir sonido alguno.
–¿Y tú..., tú no estás presente?
La mujer abrió la boca para responder pero, finalmente, se limitó a mover la cabeza en gesto de negativa.
–No –añadió tras una pausa. Luego alzó el mentón y prosiguió con voz más firme–:
No, no estoy presente. He abandonado el Consejo.
Alfred la miró, boquiabierto. Que él supiera, ningún sartán había hecho nunca una cosa así. Que él supiera, a nadie se le había pasado siquiera por la cabeza una idea semejante.
–¿Lo has hecho... por mí? –preguntó con timidez.
–Sí. Por ti. Por él –señaló al patryn–. Por ellos. –Su mirada abarcó a los mensch.
–¿Y Samah? ¿Qué...? ¿Cómo...?
–Se ha puesto furioso. De hecho –añadió Orla con una sonrisa satisfecha–, en este momento también estoy siendo juzgada, contigo y con el patryn.
–¡No! –Alfred estaba consternado–. ¡No puede...! ¡No permitiré que tú...!
–No digas nada. –Orla apoyó sus dedos en los labios de Alfred–. No importa. –Lo cogió de la mano, de aquella mano torpe, huesuda y desproporcionada–. Tú me has enseñado mucho. Ya no tengo miedo. No importa lo que nos hagan, no tengo miedo.
–¿Qué nos hará Samah? –Los dedos de Alfred se cerraron en torno a los de ella–.
¿Qué les sucedió a los otros, querida mía? ¿Qué fue de aquellos de nuestro pueblo que, hace tanto tiempo, descubrieron la verdad?
Orla se volvió. Sus ojos buscaron los de Alfred y sostuvieron su mirada. Su voz sonó muy serena.
–Samah los encerró en el Laberinto.
CAPÍTULO 16
SURUNAN CHELESTRA
–Esto es lo que oímos decir a las serpientes dragón, Haplo –afirmó Grundle, con una mueca de miedo al recordarlo–. Dijeron que todo era una trampa y que iban a hacer que nuestros pueblos se mataran entre ellos. Y que iban a llevarte prisionero...
–...ante tu señor –terminó la frase Devon–. Las serpientes dragón piensan llevarte ante tu señor y denunciarte como traidor. Lo dijeron. Nosotros las oímos.
–¡Tienes que creernos! –insistió Grundle.
El patryn había prestado mucha atención, con una mueca de preocupación ante lo que oía, pero no había pronunciado una palabra.
–Nos crees, ¿verdad? –inquirió Devon.
–Sí, os creo.
Al oír el tono convencido de su voz, los dos jóvenes se relajaron y parecieron aliviados. Haplo escuchó el eco de las palabras de la serpiente: «El caos es la sangre que nos da vida. La muerte, nuestra comida y nuestra bebida».
En Abarrach, Haplo había encontrado indicios de que tal vez existiera un poder benéfico superior. Si entonces había estado en lo cierto, tenía la impresión de que ahora, en Chelestra, había descubierto exactamente lo contrario.
Se preguntó si Alfred habría oído lo que decían los mensch y dirigió la mirada hacia él.
Era evidente que no. El sartán estaba tan pálido como si una lanza acabara de atravesarle el corazón.
–¡Sartán! –dijo bruscamente–. Tienes que escuchar esto. Contadle lo que acabáis de decirme acerca de las serpientes dragón y la Puerta de la Muerte –indicó a la enana.
Alfred volvió la cabeza hacia Grundle. Profundamente perturbado, se apreciaba que sólo escuchaba a medias. Orla, más serena, prestó a Grundle toda su atención.
Complacida ante tal auditorio, Grundle inició su relato un tanto nerviosa pero adquirió más confianza a medida que avanzaba.
–No entendí casi nada de lo que dijeron. Al principio, sí; todo lo de cómo proyectaban inundar vuestra ciudad con el agua del mar, y que eso os privaría de vuestra magia y tendríais que escapar. Pero luego empezaron a hablar de una cosa llamada «Puerta de la Muerte».
Se volvió hacia Devon buscando su confirmación. El elfo asintió.
–Sí, eso es. La Puerta de la Muerte.
–¿La Puerta de la Muerte? ¿Qué decís de la Puerta de la Muerte? –De pronto, Alfred prestó sumo interés a la conversación.
–Cuéntaselo tú –indicó la enana al elfo–. Tú sabes las palabras exactas que usaron. A mí se me olvidan.
Devon vaciló un instante, hasta estar seguro de que se acordaba de todo.
–Las serpientes dijeron: «Se verán obligados a llevar a cabo lo que hace tanto tiempo tuvieron fuerzas suficientes para resistirse a hacer. ¡Samah abrirá la Puerta de la Muerte!». Y luego añadieron algo acerca de cruzar la Puerta de la Muerte y...
Orla lanzó una exclamación, se puso en pie y se llevó una mano al pecho.
–¡Eso es lo que Samah se propone hacer! ¡Habla de abrir la Puerta de la Muerte si los mensch nos atacan!
–Y tal cosa dispersará este mal terrible por los demás mundos –añadió Haplo–. Las serpientes dragón crecerán en número y en poder. ¿Y quién quedará para combatirlas?
–Es preciso detener a Samah –dijo Orla. Se volvió hacia los mensch y añadió–: Y es preciso detener a vuestros pueblos.
–Nosotros no queremos la guerra –replicó Devon, muy serio–. Pero es preciso que tengamos un lugar donde vivir. Nos dejáis pocas alternativas.
–Podemos llegar a un acuerdo. Nos reuniremos otra vez a negociar...
–Es tarde para eso, «esposa». –Samah apareció en el umbral de la puerta–. La guerra ha empezado. Hordas de mensch navegan hacia la ciudad, guiadas por las serpientes dragón.
–¡Pero... eso es imposible! –exclamó Grundle–. Mi pueblo teme a esas serpientes.
–Los elfos no seguirían a las serpientes dragón sin una buena razón –afirmó Devon, y lanzó una mirada ceñuda a Samah–. Tiene que haber sucedido algo que los obligara a tomar una decisión tan drástica.
–En efecto, algo ha sucedido... como estoy seguro de que sabéis. Vosotros dos... y el patryn.
–¿Nosotros? –exclamó Grundle–. ¿Qué podemos haber hecho nosotros? ¡Si hemos estado aquí, contigo! Aunque nos encantaría poder hacer lo que fuese... –añadió, pero en un murmullo que sólo pudieron oír sus patillas.
Devon le hincó un dedo en la espalda y la enana se calló.
–Me parece, Samah –intervino Orla–, que deberías explicarte antes de acusar a unos niños de desencadenar una guerra.
–Muy bien, «esposa». Me explicaré.
Samah utilizó el término como un látigo, pero Orla no pestañeó al oír su chasquido.
Permaneció tranquilamente al lado de Alfred.
–Las serpientes dragón se presentaron a los mensch y les contaron que nosotros, los sartán, éramos los responsables de la desdichada muerte de la joven humana. Las serpientes añadieron que habíamos tomado cautivos a los otros dos mensch y que los reteníamos como rehenes. –Su fría mirada volvió a Devon y Grundle–. Muy astuto, vuestro plan; la manera cómo nos convencisteis para que os trajéramos con nosotros.
Idea del patryn, sin duda...
–Sí, claro –murmuró Haplo con hastío–. Lo ideé todo justo antes de perder el conocimiento.
–¡Nosotros no urdimos nada de eso! –protestó Grundle, con un temblor en el labio inferior– ¡Lo que hemos dicho es verdad! ¡Eres un hombre malvado!
–Calla, Grundle. –Devon pasó sus brazos en torno a los hombros de la enana–. ¿Qué vais a hacer con nosotros?
–Seréis devueltos sanos y salvos a vuestras familias. Nosotros no combatimos contra chiquillos. Y llevaréis este mensaje a vuestros pueblos: atacadnos y ateneos a las consecuencias. Conocemos vuestro plan de inundar la ciudad. Creéis que esto nos debilitará pero vuestros amigos, el patryn y sus maléficas secuaces, os han mentido intencionadamente. Os han dicho que encontraréis en la ciudad a un puñado de sartán indefensos, pero lo que encontraréis es una ciudad con miles de sartán armados con el poder de siglos, acorazados por el poder de otros mundos.
–Os proponéis abrir la Puerta de la Muerte... –dijo Haplo. Samah no se dignó responder.
–Repetid mis palabras a vuestros pueblos. Deseo que quede constancia de que os advertimos lealmente.
–¡No puedes hablar en serio! –Alfred extendió las manos en un gesto de súplica–. ¡No sabes lo que estás diciendo! ¡Abrir la Puerta de la Muerte significaría... la catástrofe! Las serpientes dragón podrían entrar en otros mundos. ¡Y los espantosos lázaros de Abarrach están esperando una oportunidad así para entrar en éste!
–Igual que mi señor –añadió Haplo con un encogimiento de hombros–. Le harías un favor.
–¡Eso es lo que las serpientes dragón quieren que hagas, Samah! –exclamó Orla–.
Pregunta a estos mensch. Ellos oyeron a esas criaturas mientras tramaban su plan.
–¿Piensas que voy a creerles? ¿Qué voy a creer a alguno de vosotros? –Samah dirigió una mirada desdeñosa a los presentes–. A la primera brecha en las murallas, abriré la Puerta de la Muerte e invocaré a nuestros hermanos de los otros mundos. Y estoy seguro de que existen sartán en esos otros mundos. No me vais a confundir con vuestras mentiras. Respecto a tu señor –Samah se volvió hacia Haplo–, será devuelto al Laberinto con el resto de vuestra raza perversa. ¡Y esta vez no habrá escapatoria posible!
–No lo hagas, Consejero. –La voz de Alfred sonaba serena y triste–. El verdadero mal no está fuera. El verdadero mal está aquí dentro. –Se llevó la mano al corazón–. Es el miedo. Lo sé muy bien, pues he cedido a su poder la mayor parte de mi vida.
»En otra época, hace mucho tiempo, la Puerta de la Muerte estaba destinada a permanecer abierta para conducirnos de la muerte a una existencia nueva y mejor. Pero esa época ha quedado atrás. Demasiadas cosas han cambiado. Si abres la Puerta de la Muerte ahora descubrirás, para tu más acerbo pesar y para tu desconsuelo, que has desencadenado otro aspecto más oscuro y siniestro de ese nombre. Un nombre, la Puerta de la Muerte, que un día estuvo destinado a representar la esperanza.
Samah lo escuchó en silencio, con paciencia ejemplar.
–¿Has terminado? –preguntó.
–Sí –respondió Alfred con modestia.
–Muy bien. Es hora de que estos mensch sean devueltos a sus familias. Venid, muchachos. –Samah hizo una seña a Grundle y a Devon–. Quedaos juntos. No tengáis miedo de la magia. No os hará ningún daño. Os parecerá que dormís y, al despertar, estaréis sanos y salvos entre los vuestros.
–A mí no me das miedo –replicó Grundle despectivamente–. He visto mejor magia de la que tú podrías soñar hacer en tu vida.
Volvió la vista hacia Alfred y le guiñó un ojo con ademán conspirador. Alfred puso una cara de extrema perplejidad.
–¿Recordáis lo que tenéis que decir a vuestros pueblos? –inquirió Samah.
–Lo recordamos –asintió Devon–. Y también lo recordarán nuestros pueblos. No olvidaremos tus palabras mientras vivamos. Adiós, Haplo. –El joven elfo se volvió hacia él–. Gracias no sólo por salvarme la vida, sino también por enseñarme a vivirla.
–Adiós, Haplo –dijo Grundle. La enana se le acercó y se abrazó a sus rodillas.
–No vuelvas a escuchar a escondidas –la previno el patryn con severidad. Grundle exhaló un suspiro.
–No lo haré jamás. Te lo prometo.
La enana se demoró un instante mientras buscaba algo que había guardado en un bolsillo del vestido. El objeto era grande, demasiado para el bolsillo, y se había quedado atascado en éste. Grundle dio un tirón y el bolsillo se desgarró. Cuando logró extraer el objeto, se lo ofreció a Haplo. Era un libro encuadernado en cuero, con la tapa gastada y manchada con lo que debían de ser rastros de lágrimas.
–Quiero que guardes esto. Es un diario que empecé cuando nos escapamos para entregarnos a las serpientes dragón. Le pedí a la señora –Grundle señaló a Orla con un gesto de cabeza– que me lo trajera. Y ella lo ha hecho, con su magia. Es estupenda. Me proponía escribir algo más. Pensaba escribir el final, pero... no he podido. Es demasiado triste. En cualquier caso –continuó, tras secarse una lágrima furtiva–, pasa por alto todas esas cosas malas que digo de ti al principio. Entonces no te conocía. Quiero decir... ¿me comprendes...?
–Sí –dijo Haplo, aceptando el regalo–. Te comprendo.
Devon tomó de la mano a la enana y los dos se colocaron ante Samah. El Gran Consejero entonó las runas y unos trazos de runas llameantes se formaron en el aire y rodearon a los mensch. Con los ojos cerrados y las cabezas caídas hacia adelante, los dos se sostuvieron el uno al otro. Las runas estallaron y el elfo y la enana desaparecieron.
–Ya está –dijo Samah con tono enérgico–. Ahora nos espera una tarea muy desagradable. Cuanto antes acabemos, mejor.
»Tú, que te haces llamar Alfred Montbank. Tu caso ha sido presentado ante el Consejo y, tras una minuciosa deliberación, te hemos hallado culpable de connivencia con el enemigo, de conspirar contra tu propio pueblo, de intentar engañarnos con mentiras y de profesar herejías. Hemos dictado sentencia contra ti. Alfred Montbank, ¿acatas que el Consejo tiene el derecho y el conocimiento para decretar contra ti una sentencia que te permita aprender de tus errores y repararlos?
La pregunta era un mero trámite que se formulaba siempre a quien era juzgado por el Consejo. Pese a ello, Alfred la escuchó con atención y pareció sopesar con cuidado cada palabra.
–«Aprender de mis errores y repararlos...» –repitió para sí. Alzó la vista hacia Samah y, cuando habló, su voz sonó firme y resuelta–. Sí, Gran Consejero, lo acepto.
–¡Alfred, no! –Orla se abalanzó hacia su esposo–. ¡No sigas con esto, Samah! ¡Te lo suplico! ¿Por qué no quieres escuchar...?
–¡Silencio, esposa! –Samah la apartó de sí con brusquedad–. Contra ti también se ha dictado sentencia. Puedes escoger entre ir con él o quedarte con nosotros. Pero, decidas lo que decidas, serás despojada de tus poderes mágicos.
Orla lo miró y palideció. Movió la cabeza, muy despacio, y dijo:
–Estás loco, Samah. El miedo te ha vuelto loco. –Avanzó hasta Alfred y lo cogió del brazo– Elijo ir con él.
–No, Orla, no puedo permitirlo –protestó Alfred–. No sabes lo que estás diciendo.
–Sí que lo sé. Olvidas que he compartido tus visiones –le recordó ella con una sonrisa trémula. Se volvió hacia el patryn y añadió–: Sé lo que nos espera y no tengo miedo.
Haplo no prestaba atención a la escena. El patryn llevaba un rato estudiando al sartán que montaba guardia a la puerta, calculando las posibilidades de pillarlo por sorpresa y lograr la huida. La esperanza era remota, casi inexistente, pero aun así era preferible intentarlo a seguir allí encerrado, esperando a que Samah le diera el siguiente baño.
Se puso en tensión, dispuesto para atacar pero, de pronto, Samah se volvió hacia el guardián. Haplo se obligó a relajarse e intentó aparentar indiferencia.
–Ramu –dijo Samah–, lleva a estos dos a la Cámara del Consejo y preparadlos para el cumplimiento de la sentencia. Tenemos que llevar a cabo el hechizo de transporte de inmediato, antes de que ataquen los mensch. Reúne a los miembros del Consejo. Serán necesarios todos para llevar a cabo un acto mágico de esta magnitud.
–¿Hechizo de transporte? –Haplo se puso en guardia al instante, pensando que tenía algo que ver con él–. ¿Qué sucede?
Ramu entró en la estancia y se detuvo junto a la puerta.
Alfred avanzó hacia él, con Orla a su lado. Los dos caminaban con calma, muy dignos.
Y, por una vez –apreció Haplo con asombro–, Alfred no tropezó con nada.
El patryn salió al paso de la pareja.
–¿Dónde os envían? –preguntó a Alfred.
–Al Laberinto.
–¿Qué? –Haplo soltó una carcajada, convencido de que se trataba de algún extravagante truco para hacerlo caer en una trampa, aunque no logró imaginar con qué propósito–. ¡No te creo!
–Ya fueron enviados otros antes que nosotros, Haplo. No somos los primeros. Hace mucho tiempo, durante la Separación, los sartán que descubrieron y abrazaron la verdad fueron encarcelados junto a tu pueblo.
Haplo lo miró fijamente, perplejo. Aquello no tenía sentido. Era imposible. Y, a pesar de todo, sabía que Alfred decía la verdad. El sartán no podía mentir.
–¡No puedes hacerlo! –protestó Haplo, vuelto hacia Samah–. ¡Los estás sentenciando a muerte!
–¡Déjate de fingir preocupación, patryn! No conseguirás nada con ello. Tú no tardarás en ir a hacer compañía a tu «amigo», cuando te hayamos interrogado a fondo acerca de ese que se hace llamar Señor del Nexo y de sus planes.
Haplo hizo caso omiso de sus palabras y se volvió a Alfred.
–¿Vas a permitir que te envíen al Laberinto? ¿Como si tal cosa? ¡Tú has estado allí, con mi mente! ¡Sabes cómo es! No durarás allí ni cinco minutos. ¡Ni tú, ni ella! ¡Lucha, maldita sea! ¡Por una vez en tu vida, planta cara y lucha!
Alfred palideció y gesticuló nerviosamente.
–No, no podría...
–¡Claro que sí! Grundle tenía razón. Ese dragón alado eras tú, ¿verdad? Tú nos salvaste la vida en Draknor. Eres poderoso, más que Samah, más que cualquier sartán que haya existido. Las serpientes dragón lo saben. «Mago de la Serpiente», te llamaron.
Y él, Samah, también lo sabe. Por eso intenta librarse de ti.
–Gracias, Haplo –contestó Alfred con suavidad–, pero, aunque lo que dices fuera verdad y realmente me convertí en dragón, no puedo recordar cómo lo hice. No, Haplo.
Las cosas están bien así. Por favor, entiéndelo. –Alargó una mano y la apoyó en el brazo musculoso del patryn–. Me he pasado toda la vida huyendo de lo que soy. Eso, o desmayándome. O pidiendo disculpas. –Estaba tranquilo, casi sereno–. Pero no volveré a huir.
–Ya –dijo Haplo secamente–. Bueno, será mejor que no vuelvas a desmayarte, tampoco. En el Laberinto, me refiero. –Y, con gesto brusco, se sacudió del brazo el contacto con el sartán.
–Intentaré recordarlo. –Alfred sonrió. El perro se acercó a él y frotó el hocico contra su pierna con un gimoteo. El sartán le dio unas palmaditas con cautela.
–Cuida de él, muchacho. No vuelvas a perderlo.
Ramu se interpuso entre ambos y empezó a entonar las runas.
Unos signos mágicos centellearon ante Haplo, cegándolo. El calor lo obligó a retroceder. Cuando recuperó la visión, las runas rojas ardían de nuevo ante la puerta y obstruían las ventanas.
Los sartán se habían marchado.
CAPÍTULO 17
SURUNAN CHELESTRA
Haplo permaneció tendido en la cama. No podía hacer otra cosa que esperar. Su piel empezaba a secarse y los signos mágicos de su cuerpo volvían a ser débilmente visibles, pero aún tardarían mucho tiempo en recuperar todo su poder. Más tiempo del que suponía que podría disponer. Los sartán no tardarían en volver, empaparlo de agua y, luego, intentar obligarlo a hablar.
Esto último podía resultar entretenido.
Mientras tanto, se dijo, era mejor que intentara descansar cuanto pudiera. La pérdida de la magia lo hacía sentirse cansado y débil y se preguntó si sería una reacción auténtica, física, o sólo cosa de su mente. Se preguntó muchas otras cosas, allí tendido, mientras trataba de consolar al apenado perro.
Hombres y mujeres sartán en el Laberinto. Enviados allá por sus enemigos. ¿Qué había sido de ellos? Por supuesto, cabía esperar que los patryn, llevados de su furia, se hubiesen lanzado sobre ellos y les hubiesen dado muerte.
Pero ¿y si no había sido así? ¿Y si aquellos enemigos seculares se habían visto obligados a olvidar el odio y el rencor y a colaborar para sobrevivir? ¿Y si, durante las noches largas y oscuras, habían dormido juntos, si habían buscado consuelo unos en brazos de otros en los escasos momentos de respiro en su vida de terror? ¿Era posible que alguna vez, mucho tiempo atrás, la sangre patryn y la sartán se hubieran mezclado?
La idea dejó perplejo a Haplo. Era demasiado abrumadora para asimilarla. Las posibilidades que ofrecía eran demasiado perturbadoras.
Su mano acarició la cabeza del perro, que descansaba sobre su pecho. El animal cerró los ojos, suspiró y se acurrucó contra él en la cama. Haplo casi se había dormido también cuando el mundo tembló.
Abrió los ojos al instante, tenso y alarmado, presa del pánico ante aquella aterradora sensación pero incapaz de mover un músculo para combatirlo. El temblor, la ondulación, se inició por sus pies y se extendió hacia arriba llevando consigo el vértigo y el mareo.
Incapaz de actuar, no pudo hacer otra cosa que observar y percibir lo que sucedía.
Ya había experimentado aquello en una ocasión. Una vez, el mundo había vibrado así a su alrededor. Una vez, se había visto a sí mismo sin forma ni dimensión, aplastado contra lo que lo rodeaba, que a su vez parecía frágil y quebradizo como una hoja seca.
Las ondas se extendieron por encima de él. Doblaron la estancia, las paredes, el techo... Las runas rojas de aislamiento que obstruían la puerta y las ventanas se apagaron, pero Haplo no pudo aprovecharse de ello porque le resultaba imposible moverse.
La vez anterior, el perro había desaparecido también. Agarró al animal, que esta vez permaneció a su lado dormitando tranquilamente, sin enterarse de nada.
Aquella extraña ondulación cesó con la misma rapidez con que se había iniciado. Las runas rojas volvían a brillar. El perro resopló.
Haplo hizo una profunda inspiración, soltó el aire y miró al vacío. La última vez que el mundo había vibrado, Alfred había sido la causa.
Alfred había cruzado la Puerta de la Muerte.
El patryn despertó de improviso con un hormigueo de alarma en el cuerpo. Era de noche y la habitación estaba a oscuras, o lo habría estado de no ser por el resplandor de las runas. Se sentó en la cama e intentó recordar e identificar el sonido que lo había sacado con tal brusquedad de su profundo sueño. Estaba tan concentrado en escuchar que, en un primer momento, no se dio cuenta del intenso fulgor azul de los signos mágicos de su piel.
–Debo de haber dormido mucho rato –dijo al perro, que también había sido despertado por el ruido–. ¿Cómo es que no han venido a buscarme? ¿Qué supones que sucede, muchacho?
El perro pareció pensar que tenía alguna idea, pues saltó del lecho y cruzó la estancia hasta una ventana. Haplo tuvo la misma idea y lo imitó. Se acercó a las runas todo lo que pudo, sin hacer caso del calor mágico que le quemaba la piel y contra el cual su propia magia era incapaz de protegerlo mucho rato. Con una mano como escudo, el patryn entrecerró los ojos e intentó observar el exterior pese al brillo cegador de las runas.
No pudo distinguir gran cosa en la noche; sombras que se confundían con más sombras, siluetas negras de pura oscuridad. En cambio, captó con nitidez los gritos. Era el griterío lo que lo había despertado.
–¡La muralla! ¡Hay una brecha en la muralla! ¡El agua inunda la ciudad!
Haplo creyó escuchar unas pisadas al otro lado de la puerta. Se puso en tensión y se volvió, dispuesto a luchar. Habían cometido una imprudencia al permitirle recuperar su poder. El les enseñaría hasta qué punto habían sido negligentes.
Los pasos vacilaron un momento; luego, empezaron a retirarse. Haplo se acercó a la puerta y escuchó hasta que el sonido se perdió en la lejanía. Si se trataba de algún centinela sartán, ya no rondaba por allí.
Sin embargo, las runas de aislamiento seguían fuertes, llenas de poder. El patryn se vio obligado a retirarse de la puerta. Enfrentarse al calor le desgastaba las fuerzas.
Además, no había necesidad de desperdiciar energías.
–Será mejor que te relajes, muchacho –recomendó al perro–. No tardaremos en salir de aquí.
Y entonces ¿adonde iría? ¿Qué haría?
Volver al Laberinto a buscar a Alfred, a buscar a los otros...
Con una ligera sonrisa, Haplo volvió a la cama, se tendió en ella cómodamente y aguardó a que las aguas subieran.
FIN