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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 280. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 281. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 282. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 285. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 286. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 287. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 288. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 289. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 290. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 291. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 292. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 293. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 295. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 297. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 298. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 299. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 306. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 308. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 309. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 310. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 311. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 312. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      0.8  
      0.9  
      1  
      1.1  
      1.2  
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      1.5  
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      2.1  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.5  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

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    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
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    ▪ Imágenes para Efectos y Cambio automático
    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















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    CICLO DE LA PUERTA DE LA MUERTE Vol.I - ALA DE DRAGON (Margaret Weis & Tracy Hickman) - Parte 2

    Publicado en mayo 02, 2010
    Parte 1


    — ¡Pero habría problemas! —Limbeck estaba horrorizado—. ¡Alguien podría resultar herido!
    — ¡Todo por la causa!
    Jarre se encogió de hombros y volvió a su trabajo. Limbeck dejó caer otra gota de tinta.
    — ¡Pero mi causa ha sido siempre pacífica! ¡Nunca he querido que nadie saliera malparado!
    Poniéndose en pie, Jarre dirigió una breve y expresiva mirada hacia Haplo para recordarle a Limbeck que el dios que no lo era estaba escuchando. Limbeck se sonrojó y se mordió el labio, pero sacudió la cabeza con gesto terco y Jarre dio unos pasos hasta él. Con un trapo, le limpió una mancha de tinta que destacaba en la punta de su nariz.
    —Querido mío —murmuró, no sin ternura—, siempre me has hablado de la necesidad de un cambio. ¿Cómo pensabas que iba a producirse?
    —De forma gradual —respondió Limbeck—. De forma lenta y gradual, de modo que todo el mundo tuviera tiempo de habituarse a él y llegara a considerarlo lo más conveniente.
    — ¡Hay que ver cómo eres! —exclamó Jarre con un suspiro.
    Un miembro de la Unión asomó la cabeza por el agujero de la pared, tratando de llamar la atención de Jarre. Ella lo miró ceñuda y el geg pareció algo intimidado, pero se mantuvo firme, esperando. Volviendo la espalda al recién llegado, Jarre alisó el entrecejo arrugado de Limbeck con una mano áspera y encallecida por el duro trabajo.
    —Tú quieres que el cambio se produzca de manera suave y agradable.
    Quieres imaginarlo como algo que penetra poco en la gente sin que lo advierta, hasta que una mañana despierte y se dé cuenta de que es más feliz que antes. ¿No es eso, Limbeck? ¡Claro que sí! —respondió Jarre a su propia pregunta—. Es muy maravilloso y muy considerado por tu parte, y también es muy infantil y muy estúpido.
    Se inclinó y depositó un beso en la coronilla de Limbeck para quitarle hiél a sus palabras.
    —Precisamente es eso lo que me encanta de ti, querido —añadió—. Pero ¿no has prestado atención a lo que decía Haplo, Limbeck? ¿Por qué no nos repites una parte de tu discurso, Haplo?
    El geg que había intentado llamar la atención de Jarre volvió la cabeza y gritó a la multitud:
    — ¡Haplo va a pronunciar un discurso!
    Los seguidores reunidos en la calle prorrumpieron en crecientes vítores y todos intentaron meter la cabeza, los brazos, las piernas y otras partes del cuerpo por el agujero de la pared. Este movimiento, un tanto alarmante, hizo que el perro se incorporara de un salto. Haplo lo hizo tumbarse de nuevo con unas palmaditas tranquilizadoras y, con aire complaciente, empezó su arenga en voz muy alta para hacerse oír por encima del crujir, rechinar y batir de la Tumpa-chumpa.
    —Vosotros, los gegs, conocéis vuestra historia. Fuisteis traídos aquí por esos a quienes llamáis «dictores». En mi mundo los conocemos por el nombre de los
    «sartán», y os diré que también nos dieron el mismo trato que a vosotros. Esos dictores os esclavizaron, os obligaron a trabajar en eso que llamáis la Tumpachumpa.
    Vosotros la consideráis un ser vivo, ¡pero yo os aseguro que es una máquina! ¡Nada más que una máquina! ¡Una máquina que sigue funcionando gracias a vuestro cerebro, a vuestros músculos, a vuestra sangre!
    » ¿Y dónde están los sartán? ¿Dónde están esos presuntos dioses que dijeron haber traído aquí a vuestro pueblo, amable y pacífico, para protegerlo de los welfos? ¡Nada de eso! ¡Os instalaron aquí porque sabían que podrían aprovecharse de vosotros!
    » ¿Dónde están los dictores? ¿Dónde están los sartán? ¡Ésa es la pregunta que debemos hacer! Al parecer, nadie conoce la respuesta. Estaban aquí y ahora han desaparecido, y os han dejado a merced de los secuaces de los sartán, esos welfos que habéis aprendido a considerar dioses. ¡Pero los welfos no son dioses, igual que yo tampoco lo soy..., aunque es cierto que viven como tales! ¡Claro! ¡Viven como dioses porque sois sus esclavos! ¡Y así es cómo os ven los welfos!
    » ¡Es hora de rebelarse, de romper las cadenas y ser dueños de lo que os corresponde por derecho! ¡Tomad lo que os ha sido negado durante siglos!
    Los entusiastas aplausos de los gegs asomados al agujero interrumpieron a
    Haplo. Jarre, con ojos brillantes, se puso en pie con las manos juntas y movió los labios al ritmo de sus palabras, que había aprendido de memoria. Limbeck prestó atención a la arenga, pero con expresión abatida y preocupada.
    Aunque también él había oído a menudo el discurso de Haplo, le parecía estar escuchándolo por primera vez. Palabras como «sangre», «rebelión», «expulsar» o
    «apoderarse» saltaban de su boca como gruñidos del perro que tenía a sus pies.
    Limbeck las había oído con frecuencia, tal vez incluso las había pronunciado en alguna ocasión, pero sin considerarlas otra cosa que palabras.
    Ahora, en cambio, las veía como palos, garrotes y piedras, veía a muchos gegs caídos por las calles o conducidos a prisión u obligados a descender los Peldaños de Terrel Fen.
    — ¡Yo no pretendía esto! —exclamó—. ¡Nada de esto!
    Jarre, con los labios muy apretados, dio unos pasos hacia la entrada del local y, con un gesto enérgico, echó la manta que hacía las funciones de cortina. Entre la multitud se alzaron murmullos de protesta al quedarse sin visión de lo que sucedía en el interior.
    — ¡Lo pretendieras o no, Limbeck, esto ya ha ido demasiado lejos para que lo detengas! —masculló entonces con voz áspera. Al observar la expresión atormentada del rostro de su amado, suavizó el tono y añadió—: Todos los partos causan dolor, sangre y lágrimas, querido mío. El recién nacido siempre grita y llora cuando debe abandonar su prisión tranquila y segura. Sin embargo, si se quedara en el útero, no crecería ni maduraría jamás. Sería un parásito alimentándose de otro cuerpo. Eso es lo que somos. En eso nos hemos convertido, ¿no lo ves? ¿No puedes entenderlo?
    —No, querida mía —respondió Limbeck. En su mano temblorosa sostenía la pluma, salpicando de tinta todo lo que tenía alrededor. Dejó el útil de escritura sobre el papel en el que había estado trabajando y se puso en pie lentamente—.
    Creo que saldré a dar un paseo.
    —Yo no lo haría —dijo Jarre—. La gente...
    Limbeck parpadeó.
    — ¡Oh!, sí, claro. Tienes razón.
    —Con tanto viaje y tanta excitación, estás agotado. Ve a acostarte y echa una siesta. Yo terminaré tu discurso. Aquí tienes las gafas —dijo Jarre con voz enérgica, tomándolas de encima de la mesa y colocándoselas en la nariz—. Sube las escaleras y vete a la cama.
    —Sí, querida —contestó Limbeck, ajustándose las gafas que Jarre, con bien intencionada ternura, le había dejado ladeadas. Mirar por ellas de aquel modo, con un cristal hacia arriba y el otro hacia abajo, le producía mareo—. Me..., me parece que es una buena idea. Realmente, me siento cansado —suspiró y hundió la cabeza—. Muy cansado...
    Cuando ya se dirigía a las destartaladas escaleras, Limbeck notó sobresaltado una lengua húmeda que le lamía los nudillos. Era el perro de Haplo, que lo miraba meneando la cola. «Te comprendo», parecía decir el animal, cuyas mudas palabras resultaron des-concertantemente claras en la mente de Limbeck. «Lo siento.»
    — ¡Perro!
    Haplo llamó al animal con voz severa.
    —No, no importa —dijo Limbeck, alargando la mano para darle unas cuantas palmaditas en la cabeza al animal.
    — ¡Perro! ¡Aquí!
    La voz de Haplo tenía un tono casi enfadado. El perro corrió al lado de su amo y Limbeck se retiró escaleras arriba.
    — ¡Es tan idealista! —suspiró Jarre mientras veía alejarse a Limbeck con una mezcla de admiración y exasperación—. Y nada práctico. No sé qué voy a hacer.
    —Mantenlo cerca —apuntó Haplo mientras acariciaba el largo morro del animal para indicarle que todo estaba perdonado y olvidado. El perro se tendió en el suelo, se echó de costado y cerró los ojos—. Limbeck proporciona a tu revolución un elevado tono moral. Vas a necesitarlo, cuando empiece a correr la sangre.
    Jarre frunció el entrecejo preocupada.
    — ¿Tú crees que llegaremos a eso?
    —Es inevitable —respondió él, encogiéndose de hombros—. Tú misma acabas de decírselo a Limbeck.
    —Ya lo sé. Como acabas de apuntar, parece que es algo inevitable, que éste es el final lógico de lo que iniciamos hace tanto tiempo. Sin embargo, últimamente se me ha ocurrido —volvió los ojos hacia Haplo— que hasta tu llegada no habíamos considerado en serio el empleo de la violencia. A veces me pregunto si no serás realmente un dios.
    — ¿A qué viene eso? —preguntó Haplo con una sonrisa.
    —A que tus palabras tienen un extraño poder sobre nosotros. Yo las escucho una y otra vez, pero no en la cabeza sino en el corazón. —Jarre se llevó la mano al pecho y la apretó como si le doliera—. Y me da la impresión de que, al tenerlas en el corazón, soy incapaz de meditar sobre ellas racionalmente. Lo único que deseo es reaccionar, salir a hacer..., actuar de alguna manera. ¡Hacerle pagar a alguien lo que hemos sufrido, lo que hemos soportado!
    Haplo se incorporó de la silla y, acercándose a Jarre, hincó una rodilla ante ella para que sus ojos quedaran al mismo nivel que los de la robusta enana.
    — ¿Y por qué no habrías de hacerlo? —dijo con suavidad, tanto que Jarre no escuchó sus palabras entre el traqueteo y los jadeos de la Tumpa-chumpa. Sin embargo, Jarre comprendió lo que le decía y el dolor de su corazón se hizo aún más intenso—. ¿Por qué no tendrías que hacerles pagar? ¿Cuántas generaciones de tu pueblo han vivido y muerto aquí abajo? ¿Y todo para qué? ¡Para servir a una máquina que engulle vuestra tierra, que destruye vuestras casas, que toma vuestras vidas y no os da nada a cambio! ¡Habéis sido utilizados y traicionados!
    Tenéis el derecho..., ¡el deber!, de devolver el golpe.
    -¡Sí!
    Jarre estaba extasiada, hipnotizada por los ojos azules cristalinos de Haplo.
    Poco a poco, la mano que se había llevado al pecho se cerró en un puño. Haplo, con su apacible sonrisa, se puso en pie y se desperezó.
    —Creo que iré a hacer una siesta con tu amigo. Creo que nos espera una noche muy larga.
    —Haplo... —murmuró Jarre—. Tú nos has dicho que venías de debajo de nosotros, de un reino que..., que nadie sabe que existe ahí abajo.
    El hombre no respondió, limitándose a mirarla.
    —Nos has dicho también que erais esclavos —prosiguió la geg—, pero lo que no nos has contado es cómo viniste a parar a nuestra isla. ¿No serás un... —Jarre vaciló y se humedeció los labios como para que las palabras pudieran surgir más fácilmente— un fugitivo?
    —No, no soy ningún fugitivo —respondió Haplo con una ligera mueca de crispación en la comisura de los labios—. Verás, Jarre, nosotros ganamos nuestra lucha. Hemos dejado de ser esclavos. Y yo he sido enviado para liberar a otros.
    El perro levantó la cabeza y miró a Haplo con aire soñoliento. Al ver que su amo se marchaba, bostezó y se incorporó, primero con las patas traseras, estirando las delanteras casi exageradamente. Con un nuevo bostezo, echó el cuerpo hacia adelante para extender las patas traseras y luego, perezosamente, acompañó a Haplo escaleras arriba.
    Jarre lo vio alejarse, sacudió la cabeza y se dispuso a sentarse para ultimar el discurso de Limbeck, cuando un alboroto al otro lado de la cortina le recordó sus obligaciones. Tenía que hablar con algunos, repartir panfletos, inspeccionar el salón, organizar desfiles...
    La revolución ya no tenía nada de divertida.
    Haplo subió las escaleras con cuidado, pegado a la pared. Los tablones de madera nudosa de los peldaños estaban cuarteados y deteriorados. Anchas grietas de agudos bordes acechaban para engullir a los incautos y hacerlos caer al vacío hasta estrellarse contra el suelo. Una vez en su habitación, se tumbó en la cama pero no concilio el sueño. El perro saltó al lecho, se tendió a su lado y apoyó la cabeza en el pecho de su amo, clavando sus ojos brillantes en el rostro del hombre.
    —Jarre es un buen elemento —le murmuró Haplo—, pero no servirá para nuestros propósitos. Piensa demasiado, como diría mi amo, y eso la hace peligrosa.
    Lo que necesitamos para fomentar el caos en este reino es un fanático. Limbeck sería perfecto para ello, pero debe mantener ese papel de quimérico idealista.
    Y yo tengo que abandonar este lugar para llevar a cabo mi misión de investigar los reinos superiores y hacer cuanto pueda para preparar el camino para la venida de mi señor. La nave ha quedado destrozada y tengo que encontrar otra, pero ¿cómo..., dónde?
    Perdido en sus meditaciones, acarició las blandas orejas del perro. El animal, percibiendo la tensión del hombre, permaneció despierto y le brindó su limitado apoyo. Poco a poco, Haplo se relajó. Estaba seguro de que se le presentaría la oportunidad. Sólo tenía que estar atento a ella y aprovecharla. El perro cerró los ojos con un suspiro satisfecho y se durmió. Al cabo de breves momentos, Haplo lo imitó.




    CAPÍTULO
    WOMBE, DREVLIN, REINO INFERIOR
    — ¿Alfred?
    — ¿Sí?
    — ¿Entiendes lo que hablan?
    Hugh señaló a Bane y al geg, que avanzaban charlando entre la coralita. A sus espaldas asomaban las nubes de tormenta y el viento empezaba a arreciar con un aullido fantasmagórico entre los fragmentos de coralita arrancados por los impactos de los rayos. Delante del grupo se distinguía ya la ciudad que Bane había visto. Mejor dicho, no una ciudad sino una máquina. O, tal vez, una máquina que era una ciudad.
    —No, señor —respondió el chambelán, con la vista fija en la espalda de Bane y hablando en un tono de voz más elevado del habitual en él—. No conozco la lengua de este pueblo. No creo que haya muchos de nuestra raza, o incluso entre los elfos, que la dominen.
    —Te equivocas. Algunos elfos la hablan: los capitanes de las naves de transporte de agua. Pero entonces, si tú no lo hablas (y supongo que Stephen tampoco), ¿dónde la ha aprendido el príncipe?
    — ¿No te lo imaginas? —replicó Alfred, alzando una mirada al cielo.
    Hugh comprendió que no se estaba refiriendo a las nubes de tormenta. Allá arriba, muy por encima del Torbellino, estaba el Reino Superior donde moraban los misteriarcas en su exilio autoimpuesto, viviendo en un mundo cuyas riquezas, según decían las leyendas, superaban los sueños del hombre más codicioso y cuya belleza desbordaba la imaginación más desbocada.
    —Entender el idioma de una raza o cultura distintas de la propia es uno de los conjuros mágicos más sencillos. No me sorprendería que ese amuleto que lleva... ¡Oh!
    Los pies de Alfred decidieron desviarse del camino y hundirse en un hoyo, y arrastraron con ellos al resto del chambelán. El geg se detuvo y volvió la cabeza, alarmado por su grito, pero Bane hizo un comentario burlón y los dos continuaron su avance. Hugh ayudó a Alfred a incorporarse y, sujetándolo por el brazo, lo condujo apresuradamente por el áspero terreno. Las primeras gotas de lluvia empezaban a caer del cielo y se estrellaban contra la coralita con un sonoro chapoteo.
    El chambelán lanzó una inquieta mirada a Hugh y éste captó su muda petición de que guardara silencio. En aquella embarazosa mirada, la Mano leyó la auténtica respuesta a su pregunta de momentos antes, una respuesta que poco tenía que ver con la que Alfred le había dado. Estaba claro que el chambelán hablaba el idioma de los gegs: a nadie se le ocurriría prestar atención a una conversación que no podía entender, y Alfred estaba muy pendiente de lo que decían Bane y su acompañante. Pero lo más interesante de todo, para Hugh, era que Alfred le ocultase el hecho al príncipe.
    Hugh aprobó sin reservas el hecho de espiar a Su Alteza, pero tal cosa dejaba abiertas otras inquietantes cuestiones: ¿dónde y por qué había aprendido un chambelán a hablar el idioma de los gegs? ¿Quién o qué era Alfred?
    La tormenta estalló con toda su mortífera furia y el grupo de gegs y humanos se lanzaron en una loca carrera hacia la ciudad de Wombe. La lluvia formaba delante de ellos una muralla gris que casi les impedía ver hacia dónde avanzaban.
    Sin embargo, por fortuna, el ruido que producía la máquina era tan potente que resultaba audible a pesar de la tormenta y sus vibraciones eran perceptibles bajo los pies. Gracias a ello, supieron que corrían en la buena dirección.
    Una multitud de gegs los esperaba junto a una puerta abierta y los hizo pasar a todos al interior de la máquina. El ruido de la tormenta cesó, pero el estruendo de la máquina era aún más potente con sus chirridos metálicos y sus golpes sordos procedentes de todas partes: de arriba, de abajo, de alrededor de ellos y de la lejanía. Varios gegs con aspecto de guardianes armados, precedidos por otro geg vestido a imitación de los sirvientes de los nobles elfos, aguardaban allí con cierto nerviosismo para recibirlos.
    — ¿Qué sucede, Bane? —Preguntó Hugh a gritos, para hacerse oír sobre el estrépito causado por la máquina—. ¿Quién es ese tipo y qué quiere?
    Bane volvió el rostro hacia Hugh con una candorosa sonrisa, visiblemente complacido consigo mismo y con aquel poder recién descubierto.
    — ¡Es el rey de su pueblo!
    -¿Qué?
    — ¡El rey! Va a llevarnos a una especie de sala de juicios.
    — ¿No puede llevarnos a algún sitio donde no haya ruido? —preguntó Hugh, a quien empezaba a dolerle la cabeza.
    Bane se volvió hacia el rey para formularle la pregunta. Perplejo, Hugh comprobó que todos los gegs lo miraban con expresión horrorizada y sacudía la cabeza enérgicamente.
    — ¿Qué diablos les sucede?
    El príncipe soltó una risilla.
    — ¡Creen que has preguntado por un sitio donde ir a morir!
    En esta coyuntura, el rey geg presentó a Bane al geg vestido con medias de seda, calzones hasta las rodillas y una raída casaca de terciopelo. El geg hincó la rodilla delante de Bane y, tomando la mano de éste, la apretó contra su frente.
    — ¿Quién creen que eres, Alteza? —quiso saber la Mano.
    —Un dios —respondió Bane alegremente—. Uno al que han esperado mucho tiempo, parece. Ahora voy a someterlos a juicio.




    Los gegs condujeron a sus dioses recién descubiertos por las calles de
    Wombe, unas calles que corrían por encima, por debajo y a través de la Tumpachumpa.
    A Hugh no le impresionaba casi nada de este mundo (ni siquiera la muerte lo atemorizaba demasiado), pero la gran máquina le inspiraba un temor reverencial. La Tumpa-chumpa centelleaba, brillaba y soltaba chispas. Siseaba, aporreaba y martilleaba. Bombeaba y giraba, y lanzaba resoplidos de vapor ardiente. Creaba arcos de chisporroteantes relámpagos azulados. Se alzaba a más altura de la que alcanzaba a divisar y se hundía a más profundidad de la que podía imaginar. Sus enormes palancas se movían, sus enormes ruedas giraban, sus enormes calderas hervían. Tenía brazos y manos y piernas y pies, todos de reluciente metal, concienzudamente dedicados a desplazarse a otro lugar distinto de aquel que ocupaban. Tenía ojos que despedían una luz cegadora y bocas que chillaban y ululaban.
    Y los gegs se desplazaban sobre la máquina, ascendían por ella, descendían gateando a sus entrañas, la controlaban, la ayudaban y, en general, se ocupaban de atenderla con visible amor y devoción.
    Bane también estaba pasmado y miraba a su alrededor boquiabierto y con los ojos como platos, en una expresión muy poco digna de un dios.
    — ¡Esto es asombroso! —Exclamó con un jadeo—. Nunca había visto nada igual.
    — ¿De veras, Venerable? —Replicó el survisor jefe, observando con desconcierto al niño dios—. ¡Pero si la construisteis vosotros, los dioses!
    — ¡Oh!, sí, esto... —balbució Bane—. A lo que me refería era a que no he visto nunca..., nada parecido al cuidado con que os ocupáis de ella —acabó la frase apresuradamente, soltando las palabras con una sensación de alivio.
    —Sí —afirmó el ofinista jefe con aire digno y una cara radiante de orgullo—.
    La cuidamos con toda dedicación.
    El príncipe se mordió la lengua. Ardía en deseos de preguntar cuál era el cometido de aquella máquina asombrosa, pero era evidente que el reyecito esperaba de él que estuviera al corriente de todo (cosa que no era irrazonable pedir de un dios). Bane también se encontraba solo en aquel asunto, pues su padre ya le había facilitado toda la información que poseía sobre la gran máquina del Reino
    Inferior. Aquello de ser un dios no era tan sencillo como le había parecido al principio y el príncipe empezó a lamentarse de haber aceptado tan deprisa tal condición. Y estaba también aquello del juicio. ¿A quién iba a juzgar, y por qué?
    ¿Tendría que mandar a alguien a las mazmorras? Desde luego, necesitaba averiguarlo, pero ¿cómo?
    Aquel rey geg resultaba un poco demasiado despierto. Era muy respetuoso y solícito, pero Bane se dio cuenta de que, cuando miraba a otra parte, el rey lo estudiaba con una mirada aguda y penetrante. En cambio, a su derecha, el príncipe tenía a otro geg que le recordaba a un mono amaestrado que había visto una vez en la corte. Por lo que había llegado a sus oídos, Bane dedujo que el emperifollado geg vestido de terciopelos y cintas tenía algo que ver con la religión en la que se había encontrado involucrado tan profundamente. Aquel geg no parecía ser demasiado brillante y el príncipe decidió sonsacarle las respuestas a él.
    —Perdóname, pero no he retenido tu nombre —le dijo al ofinista jefe con una sonrisa encantadora.




    —Wes Tornero, Venerable —respondió el geg, inclinándose todo lo que le permitía su gruesa cintura, hasta casi tropezar con su larga barba—. Tengo el honor de ser tu ofinista jefe.
    «A saber qué es eso», murmuró Bane para sí, pero dedicó una sonrisa y un gesto de asentimiento al enano, dando a entender que en todo Drevlin no podría haber encontrado un geg más indicado para tal cargo.
    Aproximándose aún más al ofinista jefe, Bane posó su mano en la del geg. Su gesto hizo que el ofinista jefe se hinchara de orgullo de un modo casi alarmante y dirigiera un mirada de suprema satisfacción a su cuñado, el survisor jefe.
    Darral no prestó mucha atención. La multitud agolpada en las calles para verlos se estaba alborotando y le alegró ver que los gardas reaccionaban. De momento, parecían tener las cosas bajo control, pero se dio cuenta de que tendría que vigilar de cerca las cosas. Lo único que esperaba era que el niño dios no entendiera lo que gritaban muchos de los gegs. ¡Maldito fuera aquel Limbeck!
    Por fortuna para Darral, el niño dios estaba completamente absorto en sus propios problemas.
    —Tal vez tú puedas ayudarme, ofinista jefe —murmuró, sonrojándose tímida y delicadamente.
    —Sería un honor para mí, Venerable.
    — ¿Sabes?, hace muchísimo tiempo que nosotros, vuestros dioses..., esto..., ¿cómo nos llamáis?
    —Los dictores, Venerable. Es así como os llamáis a vosotros mismos, ¿no es verdad?
    — ¿Eh? ¡Ah, sí! Los dictores. Pues bien, como te iba diciendo, nosotros los dictores hemos estado ausentes muchísimo tiempo...
    —... muchos siglos, Venerable —asintió el ofinista jefe.
    —Sí, muchos siglos, y hemos observado que aquí abajo han cambiado muchas cosas desde que nos marchamos. —Bane exhaló un profundo suspiro. Las cosas se hacían más fáciles por momentos—. Por lo tanto, hemos decidido que ese asunto del juicio también debe cambiarse.
    El ofinista jefe notó que empezaba a deshincharse su vanidosa complacencia y dirigió una mirada inquieta al survisor jefe. Si, en su condición de ofinista jefe, estropeaba la ceremonia del Juicio, ésa sería su última oportunidad de estropear algo.
    —No estoy muy seguro de a qué te refieres, Venerable.
    —Hablo de modernizarlo, de ponerlo al día —apuntó Bane.
    El ofinista jefe puso cara de absoluta confusión. ¿Cómo podía cambiarse una cosa que no había sucedido nunca hasta entonces? Sin embargo, el geg supuso que los dioses debían haberlo dispuesto de aquel modo.
    —Supongo que tienes razón...
    —No importa. Veo que no te sientes cómodo con esa idea —dijo el príncipe, dando unas palmaditas en el brazo del ofinista—. Se me ocurre una cosa: tú me indicas cómo quieres que celebre la ceremonia y yo sigo tus instrucciones.
    El rostro del ofinista jefe se iluminó de nuevo.
    —No sabes qué maravilloso es este momento para mí, Venerable. He soñado tanto tiempo con algo así... ¡Y ahora, por fin, poder celebrar el Juicio como siempre lo había imaginado...! —Emocionado, se secó las lágrimas de las mejillas.
    —Sí, sí —murmuró Bane, advirtiendo que el survisor jefe los observaba con los ojos entrecerrados y cada vez estaba más cerca de ellos. El rey geg ya había cortado la conversación de no ser porque, sin duda, se consideraría una muestra de mala educación interrumpir a un dios en mitad de un diálogo confidencial—.
    Continúa.
    —Bueno, siempre he imaginado que todos los gegs (o, al menos, todos los que podían acudir) se congregaban en la Factría vestidos con sus mejores galas. Y que tú estabas presente, sentado en la Silla del Dictor, por supuesto.
    —Desde luego. Y...
    —Y que también yo estaba allí, delante de la multitud, con el nuevo traje de ofinista jefe que me había hecho especialmente para la ocasión. Blanco, creo, sería el color más adecuado, con lazos negros en las rodillas; nada demasiado exagerado...
    —Muy elegante. Y, a continuación...
    —Supongo que el survisor jefe también estará allí con nosotros, ¿no? Es decir, Venerable, a menos que le encontremos otra misión. Verás, seguro que va a ser problemático encontrarle una indumentaria adecuada. Tal vez, con esta modernización a la que te has referido, podamos prescindir de él.
    —Pensaré en ello. —Bane asió con fuerza el amuleto, esforzándose por mantener la paciencia—. Sigue explicando. Estamos ante la multitud y yo me levanto y... —El príncipe miró al ofinista jefe con aire expectante.
    — ¡Y entonces nos sometes al Juicio, Venerable!
    Por un instante, el niño dios imaginó complacido que hundía los dientes en el brazo cubierto de terciopelo del geg. Reprimiendo a duras penas tal impulso, exhaló un profundo suspiro.
    —Muy bien. Os juzgo. Y luego, ¿qué? ¡Ya sé! ¡Proclamamos un día de fiesta!
    —En realidad, no creo que haya tiempo para eso, ¿no te parece, Venerable? —
    apuntó el geg, mirando a Bane con expresión de desconcierto.
    —Tal vez..., tal vez no —titubeó el príncipe—. Me había olvidado de..., de lo otro. Cuando todos estemos... —Bane retiró su mano de la del ofinista jefe y se secó con ella el sudor de la frente. Desde luego, dentro de la máquina hacía mucho calor. Calor y ruido. Le dolía la garganta de tanto gritar—. ¿Qué es lo que haremos, una vez que os haya juzgado?
    —Bueno, eso depende de si nos has encontrado dignos, Venerable.
    —Pongamos que os encuentro dignos —insistió Bane, apretando los dientes—
    . Entonces, ¿qué?
    —Entonces, ascenderemos todos, Venerable.
    — ¿Ascender? —El príncipe echó un vistazo a las pasarelas que corrían aquí y allá a gran altura sobre sus cabezas.
    El ofinista jefe, malinterpretando el gesto, soltó un suspiro de felicidad y, con una expresión beatífica en el rostro, elevó las manos
    — ¡Sí, Venerable! ¡Ascenderemos directamente al cielo!
    Mientras avanzaba detrás de Bane y sus devotos gegs, Hugh dividió su atención entre la vigilancia del príncipe y la observación del lugar en el que estaban. No tardó en abandonar sus intentos de memorizar el camino que recorrían, reconociendo interiormente que jamás lograría encontrar sin ayuda la salida de las entrañas de la máquina. La noticia de su llegada los había precedido, evidentemente. Miles de gegs llenaban las salas y pasadizos de la máquina y contemplaban su paso, señalándolos con el dedo y lanzando gritos. Incluso los gegs que estaban de servicio volvían la cabeza, concediendo a Hugh y a sus compañeros
    —que no pudieron apreciarlo en todo su valor— el gran honor de olvidarse de sus tareas por unos segundos. No obstante, la reacción de los gegs era confusa.
    Algunos lanzaban vítores de entusiasmo, pero otros parecían enfadados.
    Hugh estaba más interesado en el príncipe Bane y en qué estaría tramando en tan secreta confabulación con el geg emperifollado. Mientras se maldecía en silencio por no haberse molestado en aprender una sola palabra del idioma de los gegs durante su permanencia en poder de los elfos, la Mano notó que le tiraban de la manga y volvió su atención a Alfred.
    —Señor —dijo éste—, ¿has advertido qué grita la gente?
    —Por lo que a mí respecta, un galimatías sin pies ni cabeza. Pero tú entiendes su lengua, ¿verdad, Alfred?
    El chambelán se sonrojó.
    —Lamento haber tenido que ocultártelo, señor, pero he considerado importante que no se enterara cierta persona... —Dirigió una mirada al príncipe—.
    Cuando me has preguntando al respecto, antes de la tormenta, cabía la posibilidad de que él pudiera oír mi respuesta, de modo que no tuve otro remedio que...
    Hugh hizo un gesto con la mano, disculpándolo. Alfred tenía razón y había sido él, la Mano, quien había cometido el error al preguntar. Debería haberse dado cuenta de lo que Alfred pretendía y no haber abierto la boca. La única explicación del desliz era que en toda su vida se había sentido Hugh tan impotente.
    — ¿Dónde aprendiste a hablar geg?
    —Siempre he tenido afición por el estudio de los gegs y del Reino Inferior, señor —respondió Alfred con la rotundidad, entre tímida y orgullosa, de un sincero entusiasta del tema—. Me atrevería a decir que poseo una de las mejores colecciones de libros escritos sobre su cultura que existe en el Reino Medio. Si te interesa, me encantará mostrártela a nuestro regreso...
    —Si dejaste esos libros en el palacio, puedes olvidarte de ellos. A menos que decidas pedirle a Stephen permiso para volver allí y recoger tus cosas.
    —Tienes razón, señor. Naturalmente. ¡Qué estúpido soy! —Alfred hundió los hombros—. Todos mis libros... Supongo que nunca más volveré a verlos.
    — ¿Qué me decías de los gritos de la gente?
    — ¡Ah, sí! —El chambelán echó un vistazo a los gegs que lanzaban vítores y esporádicas burlas a la comitiva—. Algunos corean « ¡Abajo el dios del survisor!» y «
    ¡Queremos al dios de Limbeck!».
    — ¿Limbeck? ¿Qué significa eso?
    —Creo que es un nombre geg, señor. Significa «destilar» o «extraer». Si me permites una sugerencia, creo que...
    El chambelán bajó maquinalmente la voz y Hugh no logró entender sus palabras debido al ruido y a la conmoción.
    —Habla más alto. Aquí nadie entiende lo que decimos, ¿verdad?
    —Supongo que no —asintió Alfred, con una expresión de ligera sorpresa—. No había caído en eso. Decía, señor, que tal vez haya otro humano como nosotros aquí abajo.
    —O un elfo. Lo más probable es esto último pero, en todo caso, eso nos abre la posibilidad de que exista una nave que podríamos utilizar para salir de aquí.
    —Sí, señor. En eso estaba pensando.
    —Tenemos que encontrar a ese Limbeck y a su dios, o lo que sea.
    —No debería resultar muy difícil, señor. Sobre todo, si lo pide nuestro pequeño «dios».




    —Nuestro pequeño «dios», como tú lo llamas, parece haberse metido en algún problema —comentó Hugh, volviendo la mirada hacia el príncipe—. Mírale la cara.
    — ¡Oh, vaya! —murmuró Alfred.
    Bane había vuelto la cabeza en busca de sus compañeros. Tenía las mejillas pálidas y los ojos azules muy abiertos. Mordiéndose los labios, hizo un breve y rápido movimiento con la mano para que se acercaran a él.
    Un escuadrón completo de gegs armados avanzaba entre Bane y sus dos compañeros. Hugh movió la cabeza en gesto de negativa. Bane insistió con una mirada suplicante. Alfred le dedicó una sonrisa comprensiva y señaló a la multitud. Bane era un príncipe y sabía qué significaba una audiencia. Con un suspiro, el pequeño se volvió a un lado y a otro, y empezó a agitar su manita sin energía ni entusiasmo.
    —Ya me temía algo así —dijo Alfred.
    — ¿Qué crees que ha sucedido?
    —El príncipe ha dicho algo acerca de que los gegs lo toman por un dios que ha venido a «juzgarlos». Se ha referido a ello con ligereza, pero para los gegs es un asunto muy serio. Según sus leyendas, esa gran máquina fue construida por los dictores y los gegs recibieron la orden de cuidar de ella hasta el Día del Juicio, en que recibirían su recompensa y serían transportados a los reinos superiores. Ésta es la causa de que la isla Esperanza de los Gegs recibiera tal nombre.
    —Dictores... ¿Quiénes son esos dictores?
    —Los sartán
    — ¡Espero que no podrá fingir tal cosa, aunque si lo ayuda su padre...!
    —No, señor. Ni siquiera un misteriarca de la Séptima Casa, como su padre, posee unos poderes mágicos comparables a los de los sartán. Al fin y al cabo —
    añadió Alfred, abriendo los brazos—, fueron ellos quienes construyeron todo esto.
    En aquellos momentos, a Hugh le importaba poco tal cosa.
    — ¡Estupendo! ¡Sencillamente estupendo! —exclamó—. ¿Y qué crees que nos harán cuando descubran que somos unos impostores?
    —No sabría decirlo. Por lo general, los gegs son gente pacífica y tolerante; sin embargo, no creo que se hayan encontrado nunca con alguien que se hiciera pasar por uno de sus dioses. Además, parecen estar muy agitados por alguna causa. —
    Tras dirigir una nueva mirada a la multitud, que daba crecientes muestras de hostilidad, sacudió la cabeza—. Yo diría que hemos llegado en un momento bastante inoportuno.




    CAPÍTULO
    WOMBE, DREVLIN, REINO INFERIOR
    Los gegs condujeron a los «dioses» a la Factría, el mismo lugar donde Limbeck había sido sometido a juicio. Tuvieron algunas dificultades para entrar, debido a la masa de gegs que se arremolinaba en el exterior. Hugh no entendía una palabra de lo que gritaba la multitud pero, pese a ello, advirtió claramente que ésta se hallaba dividida en dos facciones enfrentadas y muy vocingleras, junto a un gran grupo que parecía incapaz de decidirse por una de ellas. Las dos facciones parecían muy radicales en la defensa de sus opiniones, pues Hugh vio que estallaban peleas entre ellas en varias ocasiones y recordó lo que le acababa de decir Alfred respecto a que los gegs eran de ordinario pacíficos y tolerantes.
    Hemos llegado en un momento bastante inoportuno. No era ninguna broma. ¡Si parecía que estaban en medio de alguna revolución!
    Los gardas mantuvieron a raya a la multitud y el príncipe y sus compañeros consiguieron escurrirse entre sus robustos cuerpos hasta ganar la relativa tranquilidad de la Factría (relativa por el hecho de que el estruendo de la Tumpachumpa seguía incesante en segundo plano).
    Una vez dentro, el survisor jefe mantuvo una apresurada reunión con los gardas. El pequeño dirigente tenía una expresión grave y Hugh observó que sacudía la cabeza en gesto de negativa en varias ocasiones. A la Mano no le importaban en absoluto los gegs, pero había vivido lo suficiente como para saber que verse atrapado en un país sometido a agitaciones políticas no era lo más favorable para quien deseara una vida larga y feliz.
    —Discúlpame —dijo, acercándose al survisor jefe. Éste asintió con la cabeza y le dedicó esa sonrisa radiante e inexpresiva de quien no entiende una palabra de lo que le están diciendo, pero trata de aparentar que sí para no parecer descortés—.
    Tenemos que hablar un momento con tu dios.




    Asiendo a Bane por el hombro con mano firme, y sin hacer caso de sus gemidos e intentos de desasirse, Hugh atravesó con el príncipe la inmensa sala vacía hasta el lugar donde Alfred se encontraba contemplando la estatua de un hombre encapuchado que sostenía en la mano un objeto que recordaba un enorme globo ocular.
    — ¿Sabes qué esperan que haga? —Dijo Bane a Alfred no bien llegó a su lado—. ¡Esperan que los transporte al cielo!
    — ¿Puedo recordarte que has sido tú mismo quien ha provocado esta situación, Alteza, al decirles que eras uno de sus dioses?
    El chiquillo bajó la cabeza. Se escurrió más cerca del chambelán y lo tomó de la mano. Con un leve temblor en el labio inferior, Bane respondió en un susurro:
    —Lo siento, Alfred. Tenía miedo de que os fueran a hacer daño a ti y a maese
    Hugh, y fue lo único que se me ocurrió hacer.
    Unas manos fuertes, dedos ásperos que se le clavaron en los hombros, obligaron a Bane a dar media vuelta. Hugh hincó una rodilla frente a él y lo miró directamente a los ojos, en los cuales deseaba ver una llama de astucia y malevolencia. Sin embargo, lo único que encontró fue la mirada de un chiquillo asustado y montó en cólera.
    —Muy bien, Alteza, sigue engañando a esos gegs todo el tiempo que puedas.
    Cualquier cosa vale, con tal de poder salir de aquí. Pero queremos que quede muy claro que ya no nos engañas en absoluto. Será mejor que te enjugues esas falsas lágrimas y prestes atención..., y esto va también por tu padre. —Mientras decía estas palabras, volvió la mirada hacia el amuleto de la pluma. El muchacho tenía la mano cerrada en torno al objeto con gesto protector—. A menos que puedas elevar a los cielos a esos enanos, será mejor que te prepares para pensar en algo pronto. No creo que toda esa gente se tome muy a buenas que los hayamos embaucado.
    —Maese Hugh, nos están viendo.
    La Mano volvió la vista hacia el survisor jefe, que observaba la escena con interés. Soltó al muchacho, le dio unas palmaditas en los hombros y, sonriendo, le murmuró entre dientes:
    — ¿Qué planes tienes ahora, Alteza?
    Bane se tragó las lágrimas. Por suerte, no era preciso que hablaran en voz baja pues el rítmico martilleo de la máquina lo apagaba todo, hasta los pensamientos.
    —He decidido decirles que los he juzgado y los he encontrado indignos. Que no se han ganado el derecho a subir al cielo.
    Hugh miró a Alfred y el chambelán movió la cabeza en gesto de negativa.
    —Eso sería muy peligroso, Alteza. Si proclamas una cosa así en el estado de agitación que parece haberse adueñado del reino, los gegs podrían volverse contra nosotros.
    El príncipe parpadeó con nerviosismo y su mirada fue de Alfred a Hugh, y de nuevo al chambelán. Bane estaba visiblemente asustado. Se había lanzado de cabeza a aquel asunto y ahora estaba hundiéndose. Peor aún, debía darse cuenta de que las dos únicas personas que podían salvarlo tenían muy buenas razones para dejar que se ahogara.
    — ¿Qué hacemos, pues?
    ¡Hacemos! A Hugh, nada le hubiera gustado más que abandonar al suplantador en aquel pedazo de roca barrido por las tormentas. Sin embargo, supo que no podría. ¿Obra del encantamiento? ¿O era, simplemente, que el pequeño le daba lástima? Ninguna de ambas cosas, se aseguró a sí mismo, pensando todavía en utilizar al príncipe para labrarse una fortuna.
    —He oído mencionar que existe otro dios aquí abajo. El «dios de Limbeck» —
    dijo Alfred.
    — ¿Cómo lo has averiguado? —quiso saber Bane, colérico—. ¡Antes dijiste que no entendías su idioma!
    —Sí que lo entiendo, Alteza. Hablo un poco de geg...
    — ¡Entonces, me has mentido! —El chiquillo miró al chambelán, desconcertado—. ¿Cómo has podido hacerlo, Alfred? ¡Yo me fiaba de ti!
    —Creo que será mejor para todos reconocer que ninguno de nosotros se fía de los demás —contestó el chambelán.
    — ¿Quién me puede culpar por ello? —Replicó Bane con aire de absoluta inocencia—. Este hombre quería matarme y, por lo que sé, Alfred, tú lo ayudabas.
    —Eso no es cierto, Alteza, aunque puedo entender cómo has podido llegar a pensarlo. Pero no era mi intención hacer acusaciones. Creo conveniente llamar vuestra atención al hecho de que, pese a no confiar los unos en los otros, la vida de los tres depende ahora de cada uno de nosotros. Pienso que...
    — ¡Tú piensas demasiado! —Lo interrumpió Hugh—. El chico lo ha entendido, ¿verdad, Bane? Y tú, olvida ese papel de bebé perdido en el bosque. Tanto Alfred como yo sabemos quién y qué eres. Supongo que deseas salir de aquí, subir y hacerle una visita a tu padre. Pues bien, la única manera de escapar de esta roca es mediante una nave y yo soy el único piloto que tienes. Alfred, por su parte, tiene ciertos conocimientos sobre este pueblo y su manera de pensar; al menos, asegura tenerlos. Y tiene razón cuando dice que cada uno de nosotros es la única baza que tenemos los demás en este juego, así que sugiero que tú y tu papaíto os portéis bien.
    Bane lo miró fijamente. Sus ojos habían dejado de ser los de un niño descubriendo afanosamente el mundo; eran los de quien ya lo conoce todo. Hugh se vio a sí mismo reflejado en aquellos ojos; vio una infancia helada y sin amor, vio a un niño que había destapado todos los bellos regalos de la vida y había descubierto que los envoltorios contenían basura.
    «Igual que yo», pensó Hugh, «ya no cree en lo luminoso, en lo brillante, en lo hermoso. Sabe lo que se esconde debajo.»
    —No me estás tratando como a un niño —dijo Bane, con cautela.
    — ¿Acaso lo eres? —replicó Hugh con brusquedad.
    —No. —Bane asió con fuerza el amuleto mientras hablaba, y repitió en voz más alta—: ¡No, no lo soy! Colaboraré contigo. Prometo hacerlo, mientras no me traicionéis. Si lo hacéis, cualquiera de los dos, haré que lo lamentéis.
    Sus ojos azules centellearon con una expresión de astucia nada infantil.
    —Eso basta. Yo os doy mi promesa a ambos. ¿Alfred?
    El chambelán los miró con desesperación y suspiró.
    — ¿Tiene que ser así? ¿Confiar los unos en los otros sólo porque cada cual tiene puesto un puñal en la espalda de los demás?
    —Tú has mentido respecto a que no hablabas el idioma de los gegs. Y no me contaste la verdad acerca del chico hasta que casi era demasiado tarde. ¿En qué más has mentido, Alfred? —exigió saber Hugh.
    El chambelán se puso pálido. Movió los labios, pero no logró responder. Al fin, consiguió musitar:




    —Lo prometo.
    —Está bien. Arreglado. Ahora, tenemos que informarnos sobre ese otro dios.
    Podría ser nuestra vía de escape de este lugar. Lo más probable es que se trate de un elfo cuya nave fue atrapada por la tormenta y arrojada aquí.
    —Podría decirle al survisor jefe que deseo un encuentro con ese dios. —Bane captó y entendió enseguida las posibilidades de tal petición—. Le diré que no puedo juzgar a los gegs hasta que sepa cuál es la opinión de ese otro «dios» colega sobre el asunto. ¿Quién sabe?, podríamos tardar varios días en encontrar la respuesta —añadió con una sonrisa angelical—. De todos modos, ¿nos ayudaría un elfo?
    —Si se encuentra en las mismas dificultades que nosotros aquí abajo, lo hará.
    Nuestra nave está destrozada. Probablemente, la suya también. Pero podríamos utilizar partes de una para reparar la otra... ¡Silencio! Tenemos compañía.
    El survisor jefe se acercó a ellos, seguido de un ofinista jefe pomposo y engreído.
    — ¿Cuándo querrás empezar el Juicio, Venerable?
    Bane se irguió cuan alto era y puso gesto de sentirse ofendido.
    —He oído a la gente gritar algo respecto a que tenéis a otro dios en esta tierra.
    ¿Cómo es que no me habéis informado de ello?
    —Porque es un dios que afirma no serlo, Venerable —dijo el survisor, lanzando una mirada de reproche al ofinista jefe—. Dice que ninguno de vosotros sois dioses, sino mortales que nos habéis esclavizado.
    Hugh se contuvo pacientemente durante esta conversación, de la que no entendió palabra. Alfred estaba muy pendiente de lo que hablaba el geg y la Mano observó con detalle la expresión del chambelán. No se le pasó por alto su reacción de desaliento ante lo que oía. El asesino apretó los dientes, frustrado casi hasta el punto de volverse loco. La vida de los tres dependía de un chiquillo de diez ciclos que, en aquel momento, parecía perfectamente capaz de romper a llorar.
    Sin embargo, el príncipe Bane no perdió la compostura. Con rostro altivo, dio alguna respuesta que, al parecer, alivió la situación pues Hugh vio relajarse la cara de Alfred. El chambelán incluso hizo un leve asentimiento antes de dominarse, consciente de que no debía mostrar ninguna reacción.
    El muchacho era valiente y tenía una cabeza muy ágil, reconoció Hugh retorciéndose la barba. «Y quizás estoy subyugado por el hechizo», se recordó a sí mismo.
    —Tráeme a ese dios —dijo Bane con un aire imperioso que, por un instante, hizo que se pareciera al rey Stephen.
    —Si deseas verlos, Venerable, el dios y el geg que lo trajo aquí hablarán en público esta noche, en un mitin. Puedes enfrentarte a él ante los asistentes.
    —Muy bien —asintió Bane. No le gustaba la idea, pero no sabía qué otra respuesta dar.
    —Ahora, Venerable, tal vez quieras descansar un poco. Observo que uno de tus acompañantes está herido. —El survisor volvió la vista hacia la manga de la camisa de Hugh, desgarrada y manchada de sangre—. Puedo mandar llamar a un sanador.
    Hugh vio la mirada, entendió lo que decía e hizo un gesto de negativa.
    —Gracias —dijo Bane—. La herida no es grave. En cambio, podrías hace que nos trajeran comida y agua.
    El survisor jefe hizo una reverencia.




    — ¿Es todo lo que puedo hacer por ti, Venerable?
    —Sí, gracias. Con eso bastará —respondió Bane, sin conseguir ocultar el tono de alivio de su voz.
    Los dioses fueron conducidos a unas sillas colocadas a los pies de la estatua del dictor, probablemente para que les proporcionara inspiración. Al ofinista jefe le hubiera gustado mucho quedarse a cumplimentar a los Venerables, pero Darral asió a su cuñado por la manga de terciopelo de su casaca y lo arrastró lejos de ellos entre un torrente de protestas.
    — ¿Qué haces? —exclamó el ofinista jefe, furioso—. ¿Cómo puedes atreverte a insultar al Venerable con una cosa así? ¡Dar a entender que no es un dios! ¡Y todo eso de si somos esclavos...!
    —Calla y escúchame —replicó Darral Estibador enérgicamente. Ya tenía bastante de dioses. Un «Venerable» más y vomitaría—. O bien esos tipos son dioses, o no lo son. Si no lo son y resulta que ese Limbeck tiene razón, ¿qué crees que será de nosotros, que nos hemos pasado la vida diciendo a nuestro pueblo que servíamos a los dioses?
    El ofinista jefe miró a su cuñado. Poco a poco, su rostro fue perdiendo el color. Tragó saliva.
    —Exacto —asintió Darral con rotundidad, haciendo oscilar la barba—. Ahora, supón que son dioses. ¿De veras deseas ser juzgado y elevado al cielo? ¿O prefieres seguir aquí abajo, tal como estaban las cosas antes de que se armara todo este alboroto?
    El ofinista jefe reflexionó. Estaba muy orgulloso de ser ofinista jefe. Llevaba una buena vida. Los gegs lo respetaban, le hacían reverencias y se quitaban el sombrero cuando se cruzaban con él por la calle. No tenía que servir a la Tumpachumpa, salvo cuando decidía comparecer por allí. Lo invitaban a todas las mejores fiestas. Pensándolo bien, ¿qué más podía ofrecerle el cielo?
    —Tienes razón —se vio obligado a reconocer, aunque le dolía hacerlo—. ¿Qué hacemos, entonces?
    —Ya me estoy ocupando de ello —respondió el survisor jefe—. Déjalo en mis manos.
    Hugh observó a los gegs que se alejaban cuchicheando.
    —Daría cien barls por saber qué están hablando esos dos.
    —Esto no me gusta nada —asintió Alfred—. Ese otro dios, sea quien sea, está fomentando el caos y la rebelión en esta tierra y me pregunto por qué. Los elfos no tendrían ninguna razón para perturbar las cosas en el Reino Inferior, ¿no te parece?
    —No. Mantener a los gegs tranquilos y trabajando duro sólo les reporta ventajas. En cualquier caso, supongo que no podemos hacer otra cosa que acudir al mitin de esta noche y oír lo que ese dios tenga que decir.
    —Sí —dijo Alfred, abstraído.
    Hugh se volvió a mirarlo. Su frente alta y abovedada estaba perlada de sudor y sus ojos habían adquirido un brillo febril. Tenía la piel cenicienta y los labios grises. De pronto, Hugh se dio cuenta de que el chambelán no había tropezado con nada desde hacía mucho rato.
    —No tienes buen aspecto. ¿Te sientes bien?
    —Yo..., no me siento muy bien, maese Hugh. No es nada serio; una mera reacción tras la caída de la nave. Me recuperaré. No te preocupes por mí, haz el favor. Príncipe Bane, ¿entiendes la importancia del encuentro de esta noche?




    Bane le dirigió una mirada reflexiva, meditabunda.
    —Sí, la entiendo. Haré cuanto pueda por ayudar, aunque no estoy seguro de qué debo hacer.
    El muchacho parecía sincero, pero Hugh aún tenía presente aquella sonrisa inocente mientras el príncipe le entregaba el vino emponzoñado. ¿Estaba Bane, realmente, de su parte? ¿O simplemente los estaba moviendo, a Alfred y a él, de una casilla a la siguiente?




    CAPÍTULO
    WOMBE, DREVLIN, REINO INFERIOR
    Un tumulto en el exterior del agujero en la pared atrajo la atención de Jarre, que acababa de dar los toques finales al discurso de Limbeck. Dejó el papel en la mesa, llegó hasta la cortina que hacía las veces de puerta y asomó la cabeza.
    Comprobó con satisfacción que la multitud congregada en la calle había crecido, pero los miembros de la UAPP que montaban guardia junto a la entrada estaban discutiendo acaloradamente con otro grupo de gegs que pretendían entrar.
    Ante la aparición de Jarre, el clamor aumentó.
    — ¿Qué sucede? —preguntó ella.
    Los gegs se pusieron a gritar a la vez y Jarre tardó algún tiempo en calmarlos.
    Cuando lo consiguió y hubo oído lo que tenían que decir, impartió unas instrucciones y desapareció de nuevo en el interior de la sede de la Unión.
    — ¿Qué era eso? —preguntó Haplo desde la escalera, con el perro a su lado.
    —Lamento que el alboroto te despertara —se disculpó Jarre—. No es nada, en realidad.
    —No dormía. ¿De qué se trata?
    —El survisor jefe se acerca con su propio dios —contestó Jarre—. Debería haber esperado una cosa así de Darral Estibador. Pues bien, no le dará resultado, esto es todo.
    — ¿Su propio dios? —Haplo descendió los peldaños con pasos rápidos y ligeros como los de un gato—. Cuéntame.
    —No irás a tomártelo en serio, ¿verdad? Ya sabes que los dioses no existen.
    Supongo que Darral les ha contado a los welfos que constituíamos una amenaza y han mandado a alguien aquí abajo para intentar convencer al pueblo que «Sí, de verdad, los welfos somos auténticos dioses».
    —Ese dios que traen..., ¿sabes si es un elf..., un welfo?
    —No lo sé. La mayoría de nuestro pueblo no ha visto nunca ninguno.
    Supongo que nadie sabe qué aspecto tienen. Lo único que sé es que, al parecer, ese dios es un niño y que ha estado proclamando que ha venido a juzgarnos y que va a hacerlo en el mitin de esta noche, para demostrar que estamos equivocados.
    Pero, naturalmente, tú podrás encargarte de él.
    —Naturalmente —murmuró Haplo.
    Jarre dio muestras de impaciencia.
    —Tengo que ir a asegurarme de que está todo preparado en la Sala de Juntos.
    —Se echó un mantón por encima de los hombros. Camino de la salida, hizo una pausa y miró atrás—. No le cuentas esto a Limbeck: se pondría demasiado nervioso. Será mejor que el asunto lo tome completamente por sorpresa, así no tendrá tiempo de pensar.
    Corriendo la cortina, abandonó la sede de la Unión entre grandes vítores de los congregados.
    Ya a solas, Haplo se dejó caer en una silla. El perro, percibiendo el estado de ánimo de su amo, hundió el hocico en la mano de éste en un gesto reconfortante.
    — ¿Qué piensas, muchacho? ¿Los sartán? —Musitó Haplo, rascando al perro bajo los belfos con gesto ausente—. Ellos son lo más parecido a un dios que pueden encontrar estos enanos en un universo sin dioses. ¿Qué hago si lo son? No puedo desafiar a ese «dios» y revelarle mis poderes. Los sartán no deben tener noticia de nuestra huida de su prisión. Todavía no, hasta que mi amo esté completamente preparado.
    Cayó en su silencio ceñudo y meditabundo. La mano que acariciaba al perro relajó sus movimientos y pronto quedó inmóvil. El animal, al advertir que ya no lo necesitaba, se instaló a los pies del hombre con el hocico sobre las patas. Sus ojos acuosos reflejaron la preocupación de la mirada de su amo.
    —Qué ironía, ¿no? —murmuró Haplo y, al oír la voz, el animal irguió las orejas y alzó los ojos hacia él, con una de sus cejas blancas ligeramente levantada—. Tener los poderes de un dios y tener que reprimirse de utilizarlos. —
    Retirando el vendaje que le cubría la mano, pasó un dedo sobre las enmarañadas líneas azules y rojas de los signos mágicos cuyos fantásticos dibujos y espirales decoraban su piel—. Podría construir una nave en un día, salir volando de aquí mañana mismo, si quisiera. Podría mostrar a estos enanos un poder como nunca han imaginado. Podría convertirme en un dios para ellos y conducirlos a la guerra contra los humanos y los «welfos». —Haplo ensayó una sonrisa, pero su rostro recobró enseguida la seriedad—. ¿Por qué no? ¿Qué importancia tendría?
    Lo embargó un poderoso deseo de utilizar su poder. No sólo de emplear la magia, sino de usarla para conquistar, para controlar, para dirigir. Los gegs eran pacíficos, pero Haplo sabía que no era éste el verdadero modo de ser de los enanos.
    De algún modo, los sartán habían conseguido despojarlos de su auténtico carácter y reducirlos a la condición de estúpidos «gegs» servidores de la máquina en que se habían convertido. No había de costar mucho reavivar en sus corazones el feroz orgullo, el valor legendario de los enanos. Las cenizas parecían frías pero, sin duda, aún debía de arder una llama en alguna parte.
    —Podría organizar un ejército y construir naves... ¡Pero no! ¿Qué estoy diciendo? ¿Qué me ha dado, de pronto? —Haplo volvió a cubrirse la mano con gesto irritado. El perro, encogiéndose ante el áspero tono de voz de su amo, le dirigió una mirada de disculpa creyendo tal vez que había hecho algo malo—. ¡Es mi verdadero carácter, mi naturaleza de patryn, y va a conducirme al desastre! Mi señor me advirtió al respecto: debo moverme con calma. Los gegs no están preparados, ni debo ser yo quien los guíe. Ha de ser uno de los suyos. Limbeck. Sí, he de encontrar el modo de avivar la llama que representa Limbeck.




    »En cuanto a ese niño dios, no puedo hacer otra cosa que esperar a ver qué sucede y confiar en mí mismo. Si no es un Satán, tanto mejor, ¿verdad, muchacho?
    Inclinándose, Haplo dio unas palmaditas en el flanco del animal. Este, satisfecho de que su amo hubiera recobrado el buen humor, cerró los ojos y exhaló un profundo suspiro.
    —Y si resulta ser un sartán —murmuró luego para sí, echándose hacia atrás en su pequeño e incómodo asiento y estirando las piernas—, ¡que mi amo me contenga de arrancarle el corazón a ese bastardo!
    Cuando Jarre regresó, Limbeck ya estaba despierto y repasaba nerviosamente su discurso, y Haplo había tomado una decisión.
    —Bien —anunció Jarre, radiante, mientras se quitaba el mantón de sus anchos hombros—, todo está preparado para esta noche. Querido, creo que éste va a ser el mitin más concurrido desde que...
    —Es preciso que hablemos con el dios —la interrumpió Haplo con su voz calmosa.
    Jarre le lanzó una mirada de alarma, recordándole que no debía mencionar aquel tema en presencia de Limbeck.
    — ¿El dios? —Limbeck los miró tras las gafas que colgaban de su nariz en precario equilibrio—. ¿Qué dios? ¿Qué sucede?
    —Limbeck tiene que saberlo —apaciguó Haplo a la irritada Jarre—. Siempre es mejor conocer todo lo que se pueda del enemigo.
    — ¿Enemigo? ¿Qué enemigo?
    Limbeck, pálido pero sereno, se había puesto en pie.
    —No creerás en serio que son lo que afirman ser, unos dictores..., ¿verdad? —
    preguntó Jarre a Haplo, mirándolo con expresión ceñuda y los brazos en jarras.
    —No, y eso es lo que debemos demostrar. Tú misma has dicho que, sin duda, se trata de un ardid del survisor jefe para desacreditar nuestro movimiento. Si logramos capturar a ese ser que se proclama dios y demostramos públicamente que no es tal...
    — ¡... entonces podremos derrocar al survisor jefe! —exclamó Jarre, batiendo palmas con gran excitación.
    Haplo bajó la cabeza, fingiendo acariciar al perro, para disimular una sonrisa.
    El animal alzó los ojos hacia su amo con un aire melancólico e inquieto.
    —Cabe esa posibilidad, desde luego, pero debemos avanzar paso a paso —
    planteó Haplo tras una pausa, como si hubiera meditado profundamente sobre el asunto—. Antes de nada, es fundamental descubrir quién es ese dios y por qué está aquí.
    — ¿De quién habláis? ¿Quién está aquí? —A Limbeck le resbalaron las gafas por la nariz. Las colocó de nuevo en su sitio y alzó la voz—. ¡Hablad!
    —Lo siento, querido. Todo ha sucedido mientras dormías.
    Jarre lo puso al corriente de la llegada del dios del survisor jefe y de que éste había hecho desfilar al niño por las calles de la ciudad. Después, comentó lo que decía y hacía la gente de Drevlin y que unos creían que el niño era un dios y otros, que no lo era...
    —... y va a haber problemas. Es eso a lo que te refieres, ¿no? —la cortó
    Limbeck, terminando la frase. Después, se dejó caer en su asiento y contempló a
    Jarre con aire sombrío—. ¿Y si realmente son los dictores? ¿Y si me he equivocado y por fin han acudido a..., a someter al Juicio a nuestro pueblo? ¡Se sentirán ofendidos y tal vez vuelvan a abandonarnos! —Estrujó el discurso entre sus manos y añadió—: ¡Quizá mis actos hayan causado un gran daño a nuestro pueblo!
    Jarre abrió la boca con un gesto de exasperación pero Haplo, con un movimiento de cabeza, le indicó que guardara silencio. Luego, dijo:
    —Precisamente por eso es necesario que hablemos con ellos. Si son los sar..., los dictores —se corrigió—, podremos explicarles lo que sucede y estoy seguro de que lo entenderán.
    — ¡Yo estaba tan convencido...! —exclamó Limbeck, entristecido.
    — ¡Y sigues teniendo razón, querido! —Jarre se arrodilló junto a él y, tomando su rostro entre ambas manos, lo obligó a volverlo hasta que sus ojos se encontraron—. ¡Ten fe en ti mismo! ¡Ese «dios» es un impostor traído por el survisor jefe! ¡Demostraremos eso, y demostraremos también que el survisor y los ofinistas se han aliado con quienes nos tienen esclavizados! ¡Ésta puede ser nuestra gran oportunidad, la ocasión perfecta para cambiar nuestro mundo!
    Limbeck no respondió. Apartó con suavidad las manos de Jarre y las apretó entre las suyas, agradeciéndole en silencio su apoyo. Después, levantó la cabeza y miró fijamente a Haplo, con expresión preocupada.
    —Ya has ido demasiado lejos para echarte atrás ahora, amigo mío —dijo el patryn—. Tu gente confía en ti, cree en tu palabra. No puedes decepcionarla.
    —Pero, ¿y si estoy equivocado?
    —No lo estás —respondió Haplo con convicción—. Incluso si se trata de un dictor, los dictores no son dioses y nunca lo han sido. Son humanos, como yo.
    Fueron dotados de grandes poderes mágicos, pero siguen siendo mortales. En el caso de que el survisor jefe afirme que el dictor es un dios, pregúntale directamente a éste. Si se trata de un verdadero dictor, te responderá la verdad.
    Los dictores siempre decían la verdad. Habían recorrido todo el mundo declarando que no eran seres divinos, aunque tomando sobre sí las responsabilidades propias de los dioses. Su falsa modestia encubría su orgullo y su ambición. Si aquel «dios» era un auténtico sartán, rechazaría su condición divina. Si no lo era, Haplo sabría que estaba mintiendo y no le costaría mucho desenmascararlo.
    — ¿Podemos ponernos en contacto con él? —preguntó a Jarre.
    —Lo tienen con sus compañeros en la Factría —respondió ella, pensativa—.
    No sé mucho de ese lugar, pero preguntaré a algunos de nuestro grupo que sí lo conocen.
    —Debemos darnos prisa. Pronto oscurecerá y el mitin esta anunciado para dentro de dos horas. Deberíamos verlos antes de empezar.
    Jarre ya estaba en pie y se encaminaba hacia la salida. Limbeck descansó la cabeza en una mano con un suspiro. Las gafas le resbalaron de la nariz y le cayeron en el regazo, sin que él se diera cuenta.
    Haplo admiró la energía y determinación de la enana. Jarre conocía sus limitaciones; ella era capaz de convertir en realidad una visión, pero era Limbeck quien tenía los ojos —por muy cegatos que fueran— para captarla. Ahora debía ser él, Haplo, quien mostrara al geg lo que debía ver.
    Jarre regresó con varios gegs de aspecto torvo y aire impaciente.
    —Existe un camino de entrada a la Factría, unos túneles que corren por debajo del suelo y tienen una boca junto a la estatua del dictor.
    Haplo señaló a Limbeck con un gesto de cabeza. Jarre captó su intención.




    — ¿Me has oído, querido? Podemos penetrar en la Factría y hablar con el presunto dios. ¿Vamos allá?
    Limbeck alzó la cabeza. Bajo la barba, su rostro estaba pálido pero en sus facciones había una expresión de determinación.
    —Sí —respondió, levantando una mano para que Jarre no lo interrumpiera—.
    Me he dado cuenta de que no importa si tengo razón o estoy equivocado. Lo único que importa es descubrir la verdad.




    CAPÍTULO
    WOMBE, DREVLIN, REINO INFERIOR
    Dos guías gegs, Limbeck, Jarre, Haplo y, por supuesto, el perro recorrieron una serie de pasadizos sinuosos y retorcidos que se entrecruzaban, se bifurcaban y taladraban el subsuelo bajo la Tumpa-chumpa. Los túneles eran construcciones antiguas y espléndidas, recubiertos de losas que, por sus formas regulares, parecían producto de la mano del hombre o de las manos metálicas de la Tumpachumpa.
    Aquí y allá, tallados en las losas, descubrieron unos curiosos símbolos.
    Limbeck estaba absolutamente fascinado con ellos y Jarre a duras penas consiguió convencerlo de que debían darse prisa, recurriendo de nuevo a darle unos tirones de la barba.
    Haplo podría haberle contado muchas cosas acerca de los símbolos. Podría haberle explicado que en realidad eran runas, signos mágicos de los sartán, y que aquellas runas grabadas en la piedra eran lo que mantenía secos los túneles a pesar del casi constante flujo de agua de lluvia que rezumaba a través de la coralita porosa. Eran aquellos signos lo que mantenía abiertos los túneles siglos después de que sus constructores los hubieran abandonado.
    El patryn estaba tan interesado en los túneles como Limbeck. Cada vez se hacía más evidente que los sartán habían abandonado su trabajo. No sólo eso, sino que lo habían dejado inacabado..., y tal cosa no era en absoluto propia de aquellos humanos que habían conseguido el poder y la consideración de semidioses. La gran máquina, cuyos latidos, golpes y martilleos seguían oyéndose incluso a gran profundidad, funcionaba (según había observado Haplo) por sí misma, siguiendo sus propios impulsos y haciendo su propia voluntad.
    Y no hacía nada. Nada creativo que Haplo pudiera observar. Acompañando a
    Limbeck y a los miembros de la UAPP, Haplo había viajado a lo largo y ancho de
    Drevlin y había inspeccionado la enorme máquina allí donde había estado. La máquina derribaba edificios, excavaba agujeros, construía nuevos edificios, rellenaba agujeros, rugía y resoplaba, y zumbaba y echaba vapor, todo ello con un inmenso gasto de energía. Pero el resultado de todo ello era que no hacía nada.




    Una vez al mes, según había oído Haplo, los «welfos» descendían de lo alto con sus trajes metálicos en sus naves voladoras y recogían la sustancia más preciosa:
    el agua. Los welfos llevaban siglos haciéndolo y los gegs habían terminado por convencerse de que éste era el propósito último de su amada y sagrada máquina:
    producir agua para los divinos welfos. Sin embargo, Haplo había constatado que el agua era un mero subproducto de la Tumpa-chumpa, tal vez incluso un producto de desecho. El propósito de la fabulosa máquina era, sin duda, algo más importante, algo mucho más grandioso que escupir agua para saciar la sed de la nación elfa. No obstante, cuál pudiera ser ese propósito y por qué los sartán se habían marchado antes de alcanzarlo eran dos incógnitas que Haplo no podía ni empezar a desentrañar.
    No iba a encontrar la respuesta en los túneles. Tal vez diera con ella más adelante. Haplo, como todos los patryn, había aprendido que la impaciencia —el menor desliz en el control de las tensas riendas con que uno se dominaba a sí mismo— podía conducir al desastre. El Laberinto no tenía piedad con los descuidados. La paciencia, una paciencia infinita, era uno de los regalos que los patryn habían recibido del Laberinto, aunque les llegara empapado en su propia sangre.
    Los gegs se mostraban excitados, ruidosos y vocingleros. Haplo avanzó por los túneles tras ellos, sin causar más ruido del que hacía su sombra, recortada por la luz de las lámparas de los gegs. El perro avanzaba al trote junto a él, silencioso y vigilante como su amo.
    — ¿Estáis seguros de que éste es el camino? —preguntó Jarre en más de una ocasión, cuando daba la impresión de que estaban caminando en interminables círculos.
    Los guías gegs le aseguraron que sí. Al parecer, varios ciclos atrás, el cerebro mecánico de la Tumpa-chumpa había decidido que debía abrir los túneles. Y así lo había hecho, taladrando el suelo con sus puños y pies de hierro. Los gegs se habían afanado debajo de ella, apuntalando los muros y proporcionando apoyo a la máquina. Entonces, tan de improvisto como había empezado, la Tumpa-chumpa había cambiado de idea y se había lanzado en otra dirección totalmente distinta.
    Los dos gegs que ahora los conducían habían formado parte de aquel truno de zapadores y conocían los túneles casi mejor que sus propias casas.
    Por desgracia, los túneles no estaban desiertos, como había esperado Haplo.
    Los gegs los utilizaban para desplazarse de un lugar a otro y, camino de la Factría, los miembros de la Unión se cruzaron con muchos de ellos. La presencia de Haplo creó una gran expectación y los guías se sintieron obligados a proclamar a todos quién era, y que el geg que lo acompañaba era Limbeck. Así, casi todos los gegs que no tenían otros asuntos más urgentes que atender decidieron seguir a la comitiva.
    Pronto se congregó una multitud de gegs que avanzaba por los túneles camino de la Factría. «Adiós al sigilo y a la sorpresa», se dijo Haplo, a quien le quedó el consuelo de saber que podría haber recorrido el túnel un ejército de gegs a lomos de dragones aullantes sin que nadie en la superficie se enterase de ello, debido al estruendo de la máquina.
    —Hemos llegado —gritó uno de los gegs con voz atronadora, y señaló una escalera metálica vertical que ascendía por un hueco hasta perderse en la oscuridad. Haplo echó un vistazo al siguiente tramo del túnel, observó la existencia de otras numerosas escaleras similares colocadas a intervalos (era la primera vez que encontraban un fenómeno semejante) y dedujo que el geg tenía razón. Evidentemente, aquellas escaleras conducían a alguna parte. Confió en que llevaran a la Factría.
    Haplo indicó por señas a los guías, a Jarre y a Limbeck que se acercaran. Con un gesto de la mano, Jarre mantuvo a distancia al resto del numeroso tropel de gegs.
    — ¿Qué hay en lo alto de la escalera? ¿Cómo entramos en la Factría?
    Los gegs le explicaron que había un agujero en el suelo, cubierto con una tapa de metal. Moviendo la tapa, se accedía a la planta baja de la Factría.
    —Esa Factría es un lugar enorme —dijo Haplo—. ¿A qué lugar de ella saldremos? ¿En cuál se encuentra ahora ese dios?
    Sus preguntas provocaron una larga discusión. Un geg había oído que el dios estaba en la sala del dictor, dos pisos por encima de la planta baja. Según el otro geg, había sido conducido a la Sala de Juntos por orden del survisor jefe.
    — ¿Qué es eso? —preguntó Haplo con voz paciente.
    —Es el lugar donde se celebró mi juicio —explicó Limbeck, a quien se le iluminó el rostro con el recuerdo de su momento de suprema importancia—.
    Presiden el lugar la estatua de un dictor y la silla que ocupa el survisor jefe durante el juicio.
    — ¿Dónde queda esa sala?
    Los gegs calcularon que un par de escaleras más allá y todo el grupo avanzó en esa dirección. Los dos guías continuaron discutiendo entre ellos hasta que
    Jarre, tras lanzar una avergonzada mirada a Haplo, les ordenó en tono severo que cerraran la boca.
    —Les parece que es por aquí —añadió a continuación, apoyando la mano en los peldaños metálicos de la escalera vertical.
    Haplo asintió.
    —Yo iré delante —indicó, en el tono de voz más bajo que le permitiera hacerse oír sobre el estruendo de la máquina.
    Los guías gegs protestaron. Era su aventura: ellos conducían al grupo y ellos tenían que ser los primeros en subir.
    —Ahí arriba podría haber gardas del survisor jefe —insinuó Haplo—. Y ese presunto dios podría ser peligroso.
    Los gegs se miraron el uno al otro, volvieron los ojos hacia Haplo y se apartaron de la escalera. No hubo más discusiones.
    — ¡Pero yo quiero verlos! —protestó entonces Limbeck, que empezaba a pensar que habían llegado hasta allí para nada.
    — ¡Silencio! —Lo reprendió Haplo—. Ya los verás. Sólo voy a subir para..., para echar un vistazo. Un reconocimiento. Volveré a buscarte cuando no haya riesgos.
    —Haplo tiene razón, Limbeck, así que estate quieto —intervino Jarre—. Tú tendrás tu oportunidad muy pronto. ¡Sería un desastre que el survisor nos detuviera antes del mitin de esta noche!
    Insistiendo en la necesidad de guardar silencio —al oír lo cual todos los gegs lo miraron como si estuviera completamente chiflado—, Haplo se volvió hacia la escalera.
    — ¿Qué hacemos con el perro? —preguntó Jarre—. No puede subir los peldaños y tú no puedes llevarlo encima.
    Haplo se encogió de hombros, despreocupado.




    —No le pasará nada, ¿verdad, perro? —Se inclinó y dio unas palmaditas en la cabeza al animal—. Tú, quieto aquí, ¿de acuerdo? Quieto.
    El perro, con la boca abierta y la lengua fuera, se tumbó en el suelo y miró a su alrededor con interés y con las orejas muy erguidas.
    Haplo inició el ascenso, escalando los peldaños lenta y cuidadosamente y dando tiempo a que sus ojos se acostumbraran a la creciente oscuridad a medida que se alejaba de la brillante luz de las lámparas. La subida no fue muy larga y pronto advirtió que la luz procedente del fondo del hueco arrancaba reflejos como alfileres de una superficie metálica situada encima de él.
    Extendió el brazo hacia la plancha metálica, apoyó la mano en ella y empujó hacia arriba con cautela y suavidad. La plancha cedió sin ofrecer resistencia y —
    comprobó aliviado— sin hacer ruido. No era que temiese problemas, sino que deseaba tener ocasión de observar a aquellos «dioses» sin que ellos lo vieran.
    Pensando con tristeza que, en los viejos tiempos, la amenaza —o promesa— del peligro habría movido a los enanos a lanzarse escaleras arriba en un vociferante tropel, Haplo maldijo en silencio a los sartán, levantó discretamente la tapa y asomó la cabeza.
    Los focos bañaban la Factría con una luz mucho más intensa que la del día.
    Haplo pudo observar el lugar con toda claridad y comprobó, complacido, que los guías habían acertado en sus cálculos. Justo en su línea de visión se alzaba la estatua de una figura alta, envuelta en una túnica y encapuchada. Descansando en las inmediaciones de la estatua había tres siluetas humanas: dos adultos y un niño. A primera vista, ésta fue la impresión que le causaron, pero Haplo se dijo que los sartán también eran de ascendencia humana.
    Inspeccionó detenidamente a cada uno de los tres pero, aun así, se vio obligado a reconocer que no era capaz de distinguir, por su mero aspecto, si aquellos humanos eran o no sartán. Uno de los adultos estaba sentado a la sombra de la estatua. Vestido con ropas sencillas, parecía de mediana edad y tenía un cabello ralo, con grandes entradas que destacaban aún más su frente abovedada y sobresaliente, y su rostro surcado de arrugas y cargado de inquietud.
    El hombre se movió, nervioso, y volvió una mirada preocupada hacia el niño. Al hacerlo, Haplo advirtió que sus movimientos, en especial los de manos y pies, eran torpes y desgarbados.
    En agudo contraste con éste, el otro adulto presente tenía un aspecto tal que
    Haplo habría podido tomarlo por un colega superviviente del laberinto. Ágil y musculoso, el hombre producía la impresión de mantenerse en un involuntario estado de vigilia a pesar de que yacía en el suelo, relajado, fumando una pipa. Su rostro, con los profundos y oscuros cortes y la barba negra y crespa, reflejaba un alma de duro y frío hierro.
    El niño era un niño, nada más, aunque era de destacar su considerable guapura. Un extraño trío. ¿Qué los habría juntado? ¿Qué los habría llevado allí?
    Al pie de la escalera, uno de los excitadísimos gegs olvidó la orden de guardar silencio y preguntó a gritos —en lo que a él debió parecerle apenas un susurro— si
    Haplo podía ver algo.
    El hombre de la barba crespa reaccionó al instante, se puso en pie de un brinco y sus ojos recorrieron las sombras mientras cerraba la mano en torno a la empuñadura de una espada. Haplo escuchó un resonante bofetón debajo de él y supo que Jarre había castigado convenientemente al infractor.




    — ¿Qué sucede, Hugh? —preguntó el hombre sentado a la sombra de la estatua. La voz era humana y temblaba de nerviosismo.
    El hombre al que había llamado Hugh se llevó los dedos a los labios y dio unos pasos cautos en dirección a Haplo; no bajó la mirada pues de lo contrario habría visto la plancha, sino que continuó escrutando las sombras.
    —Me ha parecido oír algo.
    —No sé cómo puedes oír nada, aparte del matraqueo de esta maldita máquina
    —declaró el chiquillo mientras daba cuenta de un pedazo de pan, vuelto hacia la estatua.
    —Cuida tu lenguaje, Alteza —lo regañó el hombre nervioso. Éste se había puesto en pie y parecía dispuesto a unirse a Hugh en su búsqueda, pero dio un traspié y sólo se salvó de caer de bruces agarrándose a la estatua—. ¿Ves algo, Hugh?
    Los gegs, debido sin duda a la amenaza de recibir una caricia de Jarre, lograron guardar completo silencio. Haplo permaneció inmóvil, sin atreverse a respirar apenas, mirando y escuchando con atención.
    —No —respondió Hugh—. Vuelve a sentarte antes de que te mates, Alfred.
    —Habrá sido la máquina, hazme caso —replicó Alfred con cara de querer convencerse a sí mismo.
    El muchacho, aburrido, arrojó el pedazo de pan al suelo y anduvo unos pasos hasta colocarse justo delante de la estatua del dictor. Una vez allí, alargó la mano para tocarla.
    — ¡No! —gritó Alfred con voz alarmada.
    El muchacho dio un brinco y retiró la mano.
    — ¡Me has asustado! —exclamó en tono acusador.
    —Lo siento, Alteza. Por favor..., aléjate de la estatua.
    — ¿Por qué? ¿Me va a hacer daño?
    —No, Alteza. Sólo sucede que la estatua del dictor es..., es sagrada para los gegs. Seguro que no les gustaría ver que la molestas.
    — ¡Bah! —Replicó el pequeño, echando un vistazo a la Factría—. Se han ido todos. Además, parece como si la estatua quisiera darme la mano o algo así —soltó una risilla—. Tal como tiene puesta la mano, realmente parece que quiera estrecharla con la mía...
    — ¡No! ¡Alteza!
    Pero el torpe hombrecillo llegó tarde para impedir que el muchacho alargara el brazo y encajara su mano en la palma mecánica del dictor. Para delicia del príncipe, el globo ocular parpadeó con una luz brillante.
    — ¡Mira! —Bane apartó la mano desesperada de Alfred, que intentaba tirar de su brazo—. ¡Déjame seguir! ¡Se ven imágenes! ¡Quiero mirar!
    — ¡Alteza, debo insistir! ¡Ahora estoy seguro de que he oído algo! Los gegs...
    —Me parece que podemos tratar con esos gegs —lo interrumpió Hugh, acercándose para observar las imágenes—. Déjalo seguir, Alfred. Yo también quiero ver qué aparece.
    Aprovechando la distracción del trío, Haplo emergió furtivamente del agujero, llevado también él de un profundo interés por la estatua.
    — ¡Mirad, es un mapa! —exclamó el pequeño, muy excitado.
    Los tres estaban concentrados en el globo ocular. Haplo se acercó con sigilo por detrás y reconoció las imágenes que parpadeaban en la superficie del ojo como un mapa del Reino del Aire. Un mapa considerablemente parecido al que su amo había descubierto en las Mansiones de los Sartán, en el Nexo. En la parte superior estaban las islas conocidas como los Señores de la Noche. Debajo de ellas quedaba el firmamento y en sus proximidades flotaba la isla del Reino Superior. Después venía el Reino Medio. Más abajo aparecían el Torbellino y la tierra de los gegs.
    Lo más sorprendente era que el mapa se movía. Las islas se desplazaban en sus órbitas oblicuas, las nubes de la tormenta giraban en espiral y el sol quedaba oculto periódicamente por los Señores de la Noche.
    Luego, de pronto, las imágenes cambiaron. Las islas y continentes dejaron de trazar sus órbitas y se alinearon en fila, cada reino inmediatamente debajo del superior. A continuación, la imagen parpadeó, titubeó y se detuvo.
    El llamado Hugh no pareció muy impresionado.
    —Una linterna mágica. Ya las había visto en el reino de los elfos.
    —Pero ¿que significa? —Preguntó el muchacho, mirando con fascinación el globo—. ¿Por qué todo da vueltas y, de pronto, se detiene?
    Haplo estaba haciéndose la misma pregunta. También había visto con anterioridad una linterna mágica. En su nave llevaba algo parecido, que proyectaba imágenes del Nexo, pero había sido diseñado por su amo y era mucho más complicado. A Haplo le dio la impresión de que debía haber más imágenes de las que estaban viendo, pues se habían detenido bruscamente y se advertía que quedaba alguna a medio pasar.
    Se escuchó entonces un grave chirrido y, de pronto, las imágenes se animaron de nuevo. Alfred, a quien Haplo tomó por una especie de criado, empezó a extender la mano para estrechar la de la estatua, con el probable propósito de detenerlas.
    —Por favor, no lo hagas —dijo Haplo con su voz calmosa.
    Hugh giró en redondo, desenvainó la espada y se enfrentó al intruso con una agilidad y una habilidad que Haplo aplaudió interiormente. El hombre nervioso cayó derrumbado al suelo y el niño, volviéndose, contempló al patryn con unos ojos azules en los que, más que miedo, había astucia y curiosidad.
    Haplo permaneció donde estaba con las manos en alto, mostrando las palmas.
    —No estoy armado —le aseguró a Hugh. Al patryn no le daba ningún miedo la espada del hombre. No había en aquel mundo ninguna arma que pudiera herirlo, protegido como estaba por las runas grabadas en su cuerpo, pero debía evitar la lucha pues el mero acto de protegerse pondría al descubierto, a ojos conocedores, quién y qué era realmente—. No le deseo ningún mal a nadie. —Sonrió y se encogió de hombros, siempre con las manos levantadas y visibles—. Soy como el chico. Sólo quiero ver las imágenes.
    De todos ellos, fue el chico quien más intrigó a Haplo. El cobarde criado, hecho un patético guiñapo en el suelo, no mereció su interés. Respecto al hombre que parecía ser un guardaespaldas, también podía despreocuparse de él una vez que hubo comprobado su fuerza y agilidad. En cambio, cuando miró al chiquillo, Haplo notó un escozor en los signos mágicos de su pecho y supo, gracias a esa sensación, que le estaba afectando algún encantamiento. Su propia magia entraba en acción automáticamente para repelerlo, pero Haplo advirtió con sorpresa que el hechizo que intentaba arrojarle el pequeño no habría funcionado en ningún caso.
    Su magia, fuera cual fuese el origen, había sido destruida.
    — ¿De dónde has salido? ¿Quién eres? —exigió saber Hugh.




    —Me llamo Haplo. Mis amigos, los gegs —señaló el agujero del que había salido; al escuchar una conmoción, supuso que el siempre curioso Limbeck había subido tras él— y yo nos hemos enterado de vuestra llegada y hemos decidido que debíamos encontrarnos y hablar en privado, si era posible. ¿Hay gardas del survisor jefe por aquí?
    Hugh bajó un tanto la espada, aunque sus ojos pardos siguieron atentos al menor movimiento de Haplo.
    —No, se han marchado. Pero probablemente nos vigilan.
    —Sin duda. Entonces, no tenemos mucho tiempo antes de que se presente alguien.
    Limbeck apareció detrás de Haplo, jadeando y resoplando después de su rápido ascenso por la escalerilla. El geg miró de reojo la espada de Hugh, pero pudo más la curiosidad que el miedo.
    — ¿Sois dictores? —preguntó, pasando la mirada de Haplo al muchacho.
    Haplo, que observaba atentamente a Limbeck, vio una expresión de asombro que alisaba su rostro. Los ojos miopes del geg, empequeñecidos tras las gafas, se abrieron como platos.
    —Tú eres un dios, ¿verdad?
    —Sí —respondió el niño, en el idioma de los gegs—. Soy un dios.
    — ¿Alguno de ésos habla la lengua de los humanos? —preguntó Hugh, indicando a Limbeck, Jarre y los otros dos gegs, que asomaban con cautela la cabeza por el agujero.
    Haplo dijo que no con la cabeza.
    —Entonces, a ti puedo decirte la verdad —le confío Hugh—. Ese chico es tan dios como tú o como yo. —A juzgar por la expresión de los ojos pardos, Hugh había llegado a la misma conclusión respecto a Haplo que éste respecto a él. Seguía mostrándose cauto, suspicaz y alerta, pero las posadas llenas obligan a veces a dormir con extraños compañeros de cama, si no quiere uno pasar la noche al raso—. El Torbellino atrapó nuestra nave y la estrelló contra Drevlin, no lejos de aquí. Los gegs nos han encontrado y nos han tomado por dioses, de modo que les hemos seguido la corriente.
    —Igual que yo —dijo Haplo, asintiendo. Dirigió una mirada al criado, que había abierto los ojos y miraba a su alrededor con aire confundido—. ¿Quién es ése?
    —El chambelán del chico. Yo soy Hugh, la Mano. Ése es Alfred y el niño se llama Bane y es hijo del rey Stephen de Ulyandia y las Volkaran.
    Haplo se volvió hacia Limbeck y Jarre —que observaba al trío con intensa suspicacia— y efectuó las presentaciones. Alfred se incorporó, tambaleándose, y contempló a Haplo con una curiosidad que aumentó al ver sus manos vendadas.
    Haplo, advirtiendo la mirada de Alfred, tiró tímidamente de las vendas.
    — ¿Estás herido, señor? —Preguntó con aire respetuoso el chambelán—.
    Perdona la pregunta, pero me he fijado en los vendajes que llevas. Tengo cierta experiencia en curaciones y...
    —No, gracias. No estoy herido. Se trata de una enfermedad de la piel, habitual entre mi pueblo. No es contagiosa ni me causa ningún dolor, pero las pústulas que produce no son agradables de ver.
    En el rostro de Hugh apareció una mueca de desagrado. Alfred palideció ligeramente y se esforzó por expresar su condolencia con las palabras adecuadas.




    Haplo observó la reacción general con secreta satisfacción y consideró que nadie iba a hacerle más preguntas acerca de sus manos.
    Hugh envainó la espada y se acercó.
    — ¿Tu nave también se estrelló? —preguntó a Haplo en voz baja.
    —Sí.
    — ¿Y quedó destruida?
    —Por completo.
    — ¿De dónde procedes?
    —De más abajo. Soy de una de las islas inferiores. Probablemente, nunca habrás oído hablar de ellas. No son muchos lo que conocen su existencia. Estaba librando un combate en mi tierra cuando la nave resultó alcanzada y perdí el control...
    Hugh avanzó unos pasos hacia la estatua. Profundamente absorto en la conversación, al parecer, Haplo lo imitó. Sin embargo, tuvo tiempo de echar una mirada indiferente al criado. La piel de Alfred había adquirido una palidez mortal y sus ojos seguían fijos en las manos del patryn, como si el chambelán ansiara con desesperación atravesar las vendas con la mirada.
    —Entonces, tú también estás atrapado aquí, ¿no es eso? —inquirió la Mano.
    Haplo asintió.
    — ¿Y quieres...? —Hugh no terminó la frase. Estaba seguro de cuál iba a ser la respuesta, pero quería que fuera su interlocutor quien la pronunciara.
    — ¡... quiero salir! —completó sus palabras Haplo, categóricamente.
    Esta vez fue Hugh quien asintió. Los dos hombres se entendían a la perfección. Entre ellos no existía confianza, pero ésta no era necesaria mientras cada uno de ellos pudiera utilizar al otro para conseguir un objetivo común. Eran compañeros de cama que, al parecer, no se pelearían por las mantas. Los dos continuaron su conversación en un murmullo, estudiando el problema que debían resolver.
    Alfred seguía mirando las manos del desconocido. Bane, con el entrecejo fruncido, observaba también a Haplo. Los dedos del chiquillo acariciaban el amuleto que colgaba de su cuello. Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la pregunta de Limbeck.
    —Entonces, ¿no eres un dios? —Llevado por un impulso irresistible, Limbeck se había acercado a Bane.
    —No —respondió éste, apartando los ojos de Haplo. Cuando se volvió hacia el geg, el príncipe dulcificó rápida y cuidadosamente su áspera expresión—. No lo soy, pero mis compañeros me han aconsejado que le dijera lo contrario a ese rey vuestro, el survisor, para que no nos hicieran daño.
    — ¿Haceros daño? —Limbeck parecía desconcertado. Tal idea escapaba de su comprensión.
    —En realidad, soy un príncipe del Reino Superior — prosiguió el chiquillo—.
    Mi padre es un poderoso hechicero. Ibamos a verlo cuando nuestra nave se accidentó.
    — ¡Me encantaría ver el Reino Superior! —Exclamó Limbeck—. ¿Cómo es?
    —No estoy seguro. No lo he visitado nunca, ¿sabes? He pasado toda mi vida en el Reino Medio, con mi padre adoptivo. Es una larga historia.
    —Tampoco yo he estado nunca en el Reino Medio, pero he visto grabados en un libro que descubrí en una nave welfa. Te contaré cómo lo encontré.




    Limbeck empezó a recitar su narración preferida: la de cómo había topado con la nave elfa. Bane, impaciente, volvió la cabeza para mirar a Haplo y Hugh, que conferenciaban delante de la estatua del dictor. Alfred seguía murmurando para sí.
    Nadie prestaba la menor atención a Jarre.
    A ésta no le gustaba nada de lo que veía. No le gustaban los dos dioses altos y fornidos que intercambiaban ideas y hablaban en un idioma incomprensible para ella. No le gustaba la manera en que Limbeck miraba al niño dios, ni la manera en que éste miraba a los demás. Ni siquiera le gustaba cómo había tropezado y caído al suelo el otro dios alto y desgarbado. Jarre tuvo la sensación de que aquellos dioses, como parientes pobres que llegaran de visita, iban a devorar toda la comida y, cuando hubieran dado cuenta de ella, se marcharían dejando a los gegs con la despensa vacía.
    Jarre se acercó furtivamente a los dos guías gegs, que aguardaban nerviosos junto a la boca del pozo.
    —Decid a todos que suban —les dijo en el tono de voz más bajo posible para un geg—. El survisor jefe ha tratado de engañarnos con unos falsos dioses. ¡Los capturaremos y los llevaremos ante el pueblo para demostrar que el survisor es un falsario!
    Los guías observaron a los presuntos dioses y cruzaron una mirada. Aquellos dioses no parecían demasiado impresionantes. Eran altos, sí, pero no muy robustos. Sólo uno de ellos portaba un arma de aspecto intimidador. Si se le echaba encima un montón de gegs, no tendría ocasión de emplearla. Haplo había lamentado la desaparición del legendario valor de los gegs, pero la llama no se había apagado por completo. Sólo había quedado enterrada bajo siglos de sumisión y de trabajos forzados. Ahora que se habían removido las ascuas, esa llama empezaba a parpadear de nuevo aquí y allá.
    La pareja de gegs descendió por la escalerilla, presa de una gran excitación.
    Jarre se inclinó hacia adelante y observó cómo bajaban los peldaños. El rostro cuadrado de la enana, débilmente iluminado por las luces del fondo del pozo, resultaba imponente, casi etéreo, visto desde abajo. Más de un geg evocó de improviso una imagen de los tiempos antiguos, cuando las sacerdotisas de los clanes los convocaban a la guerra.
    Ruidosos, pero exhibiendo la misma disciplina con la que habían aprendido a servir a la gran máquina, los gegs subieron uno tras otro por la escalera. El estruendo incesante que lo llenaba todo hizo que nadie los oyera.
    Olvidado en la confusión, el perro de Haplo permaneció tendido al pie de la escalera. Con el hocico sobre las patas, miró y escuchó, y pareció sopesar si su amo había hablado en serio, realmente, al decirle que se quedara allí, quieto.




    CAPÍTULO
    WOMBE, DREVLIN, REINO INFERIOR
    Haplo escuchó un gañido y notó que una pata le tocaba la pierna. Apartando la atención de las imágenes que aparecían en el globo ocular del dictor, volvió la vista hacia sus pies.
    — ¿Qué sucede, muchacho? Creía haberte dicho que... ¡Ho! —El patryn advirtió la presencia de los gegs que surgían del agujero.
    Simultáneamente, la Mano escuchó un ruido tras él y le dio la espalda a
    Haplo, volviéndose hacia la entrada principal de la Factría.
    —Tenemos compañía —masculló Hugh—. El survisor jefe y sus guardianes.
    —Por aquí también llegan visitas —replicó Haplo.
    Hugh dirigió una rápida mirada hacia el agujero y llevó la mano a la espada, pero Haplo movió la cabeza en gesto de negativa.
    —No, nada de luchas. Son demasiados y, además, no pretenden hacernos daño. Quieren aclamarnos. Somos su premio. O su botín. Parece que estamos atrapados en mitad de unos disturbios. Será mejor que te ocupes de ese príncipe tuyo.
    —Es una inversión para mí... —empezó a decir Hugh.
    — ¡Los gardas! —exclamó Jarre al descubrir la presencia del survisor jefe—.
    ¡Deprisa! ¡Coged a los dioses antes de que nos lo impidan!
    —Entonces, será mejor que vayas a proteger tu inversión —sugirió Haplo.
    — ¿Qué sucede? —soltó Alfred al ver que Hugh corría hacia el príncipe, espada en mano.
    Los dos grupos de gegs intercambiaban gritos e insultos, agitaban los puños y recogían armas improvisadas del suelo de la Factría.
    —Tenemos problemas. Coge al chico y ve con... —comenzó a decir Hugh—.
    ¡No! ¡Maldita sea, no vayas a desmayarte...!
    Alfred puso los ojos en blanco. Hugh alargó la mano para darle una sacudida, un bofetón o algo parecido, pero era demasiado tarde. El cuerpo fláccido del chambelán se derrumbó y rodó sin gracia a los pies de la estatua del dictor.




    Los gegs se precipitaron hacia los dioses. El survisor jefe advirtió al instante el peligro y ordenó a sus gardas que cargaran contra los gegs. Con gritos vehementes, unos a favor de la Unión y otros en defensa del survisor, los dos grupos chocaron. Por primera vez en la historia de Drevlin, se produjo un intercambio de golpes con derramamiento de sangre. Haplo cogió a su perro en brazos, se retiró entre las sombras y observó la escena en silencio, con una sonrisa.
    Jarre se quedó cerca del agujero, ayudando a los gegs a salir e incitándolos a atacar. Cuando hubo subido el último geg de los túneles, miró a su alrededor y descubrió que la pelea ya había estallado sin ella. Peor aún, había perdido completamente de vista a Limbeck, Haplo y los tres extraños seres. Encaramándose de un salto a una caja, echó una ojeada sobre las cabezas de la masa de combatientes y advirtió la presencia del survisor y del ofinista jefe cerca de la estatua del dictor. Horrorizada, comprobó que los dos dirigentes aprovechaban la confusión para llevarse en secreto no sólo a los dioses, ¡sino también al augusto líder de la UAPP!
    Furiosa, Jarre saltó de la caja y corrió hacia ellos, pero se encontró en medio del tumulto. A empujones, apartando a manotazos a los gegs que se interponían en su camino, se abrió paso dificultosamente hacia la estatua. Cuando llegó por fin a su objetivo estaba sofocada y jadeante, llevaba los pantalones desgarrados y el cabello caído sobre el rostro, y tenía un ojo cerrado de un golpe.
    Los dioses habían desaparecido. Limbeck había desaparecido. El survisor jefe se había salido con la suya.
    Con el puño apretado, Jarre se disponía a sacudir en la cabeza al primer garda que se acercara a ella cuando escuchó un gemido y, al mirar hacia abajo, vio dos grandes pies apuntando hacia el techo. No eran unos pies de geg. ¡Eran los pies de un dios!
    Jarre rodeó a toda prisa la peana hasta quedar frente a la figura del dictor y advirtió con asombro que la base de la estatua estaba abierta de par en par. Uno de los dioses del survisor —el alto y desgarbado— había caído al parecer por aquella abertura y se hallaba en ella, mitad dentro y mitad fuera.
    — ¡He tenido suerte! —exclamó Jarre—. ¡Al menos, tengo a éste!
    Volvió una mirada temerosa a su espalda, esperando encontrar a los gardas del survisor, pero nadie le había prestado atención en el fragor de la lucha. El survisor debía de estar concentrado en conducir a los dioses fuera de peligro y, sin duda, nadie había echado en falta a aquél, hasta el momento.
    —Pero no tardarán en hacerlo. Tenemos que sacarte de aquí —murmuró
    Jarre. Al llegar junto al dios, vio que estaba caído en una escalera que conducía al interior de la estatua. Los peldaños, que descendían bajo el nivel del suelo, proporcionaban una vía de escape rápida y cómoda.
    La enana vaciló. Estaba violando la estatua, el objeto más sagrado de los gegs.
    No tenía idea de por qué había aparecido allí aquella abertura ni de adonde conducía, pero no importaba. Sólo tenía intención de utilizar el hueco como escondite temporal. Esperaría allí dentro hasta que todo el mundo se hubiera marchado. Jarre pasó por encima del dios inconsciente y descendió unos peldaños. Después se volvió, tomó por las axilas al dios y lo arrastró al interior de la estatua dando tumbos, jadeando y a punto de resbalar.
    Jarre no tenía ningún plan concreto en la cabeza. Sólo esperaba que, cuando el survisor jefe volviera en busca de aquel dios y descubriera la abertura en la estatua, ella ya hubiese conseguido trasladarlo a escondidas a la sede central de la
    UAPP.
    Sin embargo, cuando tiró de los pies del dios para introducirlos en el hueco, la abertura se cerró silenciosa e inesperadamente y Jarre se encontró en completa oscuridad.
    Se quedó sin mover un músculo e intentó decirse a sí misma que no sucedía nada, pero el pánico continuó creciendo en su interior hasta que le pareció que iba a reventar. La causa de aquel pánico no era el miedo a la oscuridad pues los gegs, que pasaban casi toda su vida en el interior de la Tumpa-chumpa, estaban acostumbrados a la ausencia de luz. Jarre se estremeció. Le sudaban las manos, tenía la respiración acelerada, el corazón le latía desbocado, y no sabía por qué.
    Entonces, de pronto, lo descubrió.
    Todo estaba en silencio.
    No se escuchaba la máquina, no llegaban a sus oídos los reconfortantes estampidos, silbidos y martilleos que habían arrullado sus sueños desde que naciera. Ahora no reinaba más que un silencio terrible, sobrecogedor. La vista es un sentido externo y separado del cuerpo, una imagen en la superficie del ojo. El sonido, en cambio, penetra en los oídos, en la cabeza, y vive en el interior de uno.
    En ausencia de otro sonido, el silencio resuena.
    Abandonando al dios en la escalera, sobreponiéndose al dolor y olvidando el miedo a los gardas, Jarre se lanzó contra la puerta cerrada de la estatua.
    — ¡Socorro! —gritó—. ¡Ayudadme!
    Alfred recuperó el conocimiento pero, al incorporar la cabeza, empezó a escurrirse involuntariamente escaleras abajo y sólo se salvó de la caída agarrándose por puro reflejo a los peldaños hasta detenerse. Lleno de perplejidad, envuelto en una oscuridad total y con una geg chillando como un silbato de vapor junto a su oído, el chambelán tuvo que preguntar varias veces qué estaba sucediendo. La geg continuó sin prestarle atención. Por último, ascendiendo a gatas y a ciegas los peldaños por los que acababa de deslizarse, extendió una mano en dirección a la casi histérica Jarre.
    — ¿Dónde estamos?
    Ella continuó dando golpes y chillando, sin hacerle el menor caso.
    — ¿Dónde estamos? —Alfred agarró a la geg con sus manazas (sin saber muy bien, en la oscuridad, por dónde la sujetaba) y empezó a zarandearla con energía—
    . ¡Basta! ¡Esto no sirve de nada! ¡Dime dónde estamos y tal vez pueda encontrar el modo de que los dos salgamos de aquí!
    Sin entender muy bien lo que Alfred le decía, pero molesta con sus modales bruscos, Jarre volvió en sí con un jadeo y apartó al chambelán con un empujón de sus robustos brazos. Alfred trastabilló, resbaló y estuvo a punto de rodar escaleras abajo, pero consiguió evitar la caída.
    — ¡Ahora, escúchame! —Dijo Alfred, separando cada palabra y pronunciándolas lentamente y con claridad—. ¡Dime dónde estamos y tal vez pueda ayudarte a salir!
    — ¡No sé cómo! —Con la respiración aún alterada, temblando de pies a cabeza, Jarre rehuyó a Alfred encogiéndose todo lo posible en el rincón opuesto de la escalera—. Aquí eres un extraño. ¿Cómo ibas a ayudarme?
    — ¡Tú dime dónde estamos! —Le rogó Alfred—. Ahora no puedo explicártelo pero, al fin y al cabo, ¿qué mal hay en ello?
    —Bueno... —musitó Jarre, pensativa—. Estamos en el interior de la estatua.




    — ¡Ah! —exclamó Alfred.
    — ¿Qué significa ese « ¡ah!»?
    —Significa que..., hum..., que ya me lo había parecido.
    — ¿Puedes hacer que se abra de nuevo?
    No, no podía. Ni él ni nadie. Desde dentro, era imposible. Sin embargo, ¿cómo era que sabía tal cosa, si no había estado nunca allí? ¿Qué podía responder a la geg? Alfred agradeció que el lugar estuviera a oscuras. No servía para mentir y el hecho de que no pudiera verle el rostro, ni ella ver el suyo, hacía más fáciles las cosas.
    —Bueno..., no estoy seguro, pero lo dudo. Verás, hum... Por cierto, ¿cómo te llamas?
    —Eso no importa.
    —Claro que sí. Estamos los dos aquí, juntos en la oscuridad, y es preciso que sepamos quiénes somos. Yo me llamo Alfred, ¿y tú?
    —Jarre. Continúa. Si has abierto una vez, ¿por qué no puedes volver a hacerlo?
    —Yo..., yo no he hecho nada —balbució Alfred—. Creo que se abrió por casualidad. Verás, tengo esa maldita costumbre de desmayarme cuando me asusto. Es una reacción que no puedo controlar. Vi la lucha, y que algunos de los tuyos corrían hacia nosotros y..., y perdí el sentido. —Hasta este punto, todo era verdad. Lo que vino a continuación, ya no—. Supongo que, al caer, debí de tropezar con algo que hizo que la estatua se abriera.
    Y Alfred añadió para sí: «Cuando recuperé el conocimiento, alcé la vista hacia la estatua y, por primera vez en muchísimo tiempo, me sentí seguro y a salvo y lleno de una paz profunda e intensa. La sospecha que había despertado en mi mente, la responsabilidad, las decisiones que me veré obligado a tomar si tal sospecha se confirma, me abrumaron. Deseé escapar y mi mano se movió por propia voluntad, sin que yo la guiara, hasta tocar la túnica de la estatua en determinado lugar, de determinada manera.
    »La base se abrió, mostrando un hueco, pero la enormidad de mi acto debió resultarme excesiva en aquel instante y supongo que me desmayé otra vez.
    Entonces se acercaría la geg y, buscando cobijo de la refriega que se había desencadenado en la Factría, me arrastraría aquí dentro. La base ha debido cerrarse automáticamente, y así seguirá. Sólo quienes conocen la manera de entrar saben el modo de salir. Nadie que descubriese la entrada por casualidad podría regresar para contarlo. ¡Ah!, tales curiosos no morirían. La magia, la máquina, se ocuparía de ellos y los cuidaría muy bien. Pero serían sus prisioneros el resto de sus vidas.»
    Por fortuna, se dijo Alfred, él conocía el modo de entrar y también el de salir.
    Sin embargo, ¿cómo podía explicárselo a la geg?
    Le vino a la cabeza un pensamiento terrible. Según la ley, debería dejar a
    Jarre allí dentro. Al fin y al cabo, ella tenía la culpa por haber entrado en la estatua sagrada. Pero, por otra parte, reflexionó Alfred, con una vocecilla acusadora en la conciencia, tal vez Jarre se había puesto en peligro por él, tratando de salvarle la vida. No podía abandonarla sin más. Y decidió que no lo haría, dijera lo que dijese la ley. No obstante, de momento, todo resultaba muy confuso. ¡Ojalá no se hubiera dejado llevar por su debilidad!
    — ¡No pares! —Jarre se agarró a él.
    — ¿Parar, qué?




    — ¡No dejes de hablar! ¡Es el silencio! ¡No puedo soportarlo! ¿Por qué no se oye nada, aquí dentro?
    —Se construyó así a propósito —respondió Alfred con un suspiro—. Se diseñó para ofrecer descanso y refugio. —El chambelán había tomado una decisión.
    Probablemente no era la acertada, pero eran contadas las decisiones correctas que había adoptado en su vida, de modo que...—. Pronto voy a sacarte de aquí, Jarre.
    — ¿Conoces el modo?
    —Sí.
    — ¿Cuál es? —Jarre era terriblemente suspicaz.
    —No te lo puedo explicar. De hecho, vas a ver muchas cosas que no entenderás y que no puedo explicarte. Ni siquiera puedo pedirte que confíes en mí porque, como es obvio, no me conoces y no espero que me creas. —Alfred hizo una pausa y meditó sus siguientes palabras—. Míralo de este modo: ya has intentado salir por ahí y no has podido. Ahora, puedes hacer dos cosas: quedarte aquí, o acompañarme y dejar que te conduzca fuera.
    Alfred escuchó que Jarre tomaba aire para replicar, pero se le adelantó.
    —Hay una cosa más que deberías meditar. Yo quiero regresar con los míos tan desesperadamente como tú deseas volver con los tuyos. Ese niño que has visto está a mi cuidado, y el hombre siniestro que lo acompaña me necesita, aunque no lo sepa.
    Alfred permaneció un momento en silencio pensando en el otro hombre, el que se hacía llamar Haplo, y advirtió que allí dentro el silencio era muy intenso, más de lo que recordaba.
    —Te acompañaré —dijo Jarre—. Lo que has dicho parece razonable.
    —Gracias —contestó Alfred con aire grave—. Ahora, guarda silencio un momento. La escalera es empinada y peligrosa, a oscuras.
    Alfred alargó la mano y palpó la pared a su espalda. Era de piedra, como los túneles, y resultaba lisa al tacto. Pasó la mano por su superficie y, casi en el ángulo donde se encontraban la pared y los peldaños, sus dedos notaron unas líneas, espirales y muescas talladas en la piedra, que formaban un dibujo bien conocido para el chambelán. Mientras las yemas de sus dedos recorrían los ásperos bordes de los signos grabados, siguiendo los trazos de un dibujo que su mente reconocía claramente, Alfred pronunció la runa.
    El signo mágico que estaba tocando empezó a brillar con una luz azul, suave y radiante. Jarre, al ver aquello, contuvo el aliento y retrocedió hasta topar con la pared. Alfred le dio unas suaves palmaditas en el brazo para tranquilizarla y repitió la runa. Un signo esotérico tallado junto al primero y en contacto con él empezó a irradiar el mismo fulgor mágico. Pronto, una tras otra, aparecieron en la oscuridad una serie de runas que se extendían a lo largo de la empinada escalera.
    Al pie de ésta, marcaban una curva que conducía hacia la derecha.
    —Ahora ya podemos bajar sin peligro —dijo Alfred mientras se incorporaba y sacudía de sus ropas el polvo de incontables siglos. Con palabras y gestos deliberadamente enérgicos y un tono de voz indiferente, le tendió la mano a
    Jarre—. Si puedo prestarte ayuda...
    Jarre titubeó, tragó saliva y se ciñó con más fuerza el manto en torno a los hombros. Luego, apretando los labios y con rostro ceñudo, apoyó su manita encallecida por el trabajo en la de Alfred. El fulgor azulado de las runas se reflejó, brillante, en sus ojos asustados.




    Bajaron la escalera con rapidez, pues las runas les permitían ver dónde pisaban. Hugh no hubiera reconocido al chambelán bamboleante, de torpes andares. Los movimientos de Alfred estaban ahora llenos de seguridad y su porte era erguido y elegante mientras avanzaba a toda prisa con una expectación cargada de impaciencia, pero también de nostalgia y melancolía.
    Al llegar al pie de la escalera, observaron que se abría a un pasadizo corto y estrecho, del que salía un verdadero laberinto de corredores y túneles en innumerables direcciones. Las runas azules los condujeron hasta uno de los túneles, el tercero a la derecha de los exploradores. Alfred siguió los signos, sin vacilar, llevando consigo a una Jarre asombrada y anonadada.
    Al principio, la geg había dudado de las palabras del hombre. Había pasado toda su vida entre las excavaciones y las galerías abiertas por la Tumpa-chumpa y, como sus compatriotas, tenía un ojo penetrante para los menores detalles y una memoria excelente. Lo que para un humano o para un elfo no es más que una pared lisa, posee para un geg infinidad de características individuales —grietas, salientes, desportilladuras de pintura— que, una vez vistas, no olvidan con facilidad. En consecuencia, los gegs no suelen extraviarse, ni en la superficie ni bajo tierra. Pues bien, a pesar de ello, Jarre se perdió casi al momento en aquellos túneles. Las paredes eran perfectamente lisas y completamente vacías de la vida que un geg solía apreciar, incluso en la piedra. Y, aunque los túneles se abrían en todas direcciones, no se apreciaba que formaran recodos, sinuosidades o curvas.
    No había la menor indicación de que alguno de los túneles hubiera sido construido porque sí, por puro sentido de la aventura. Los pasadizos se extendían rectos y uniformes y daban la impresión de que, donde quiera que se dirigieran, lo hacían por la ruta más corta posible, la más directa. Jarre apreció en aquella disposición una manifiesta intencionalidad, un calculado propósito que la atemorizó por su esterilidad. En cambio, su extraño acompañante parecía encontrarlo reconfortante y la confianza que mostraba aliviaba su temor.
    Los signos mágicos los guiaron por una suave curva que los condujo sostenidamente hacia su derecha. Jarre no tenía idea de cuánto llevaban caminando, pues allí abajo se perdía también la noción del tiempo. Las runas azules los precedían e iluminaban su camino, encendiendo su suave fulgor cuando se aproximaban. Jarre estaba hipnotizada; era como si estuviese caminando en sueños y fuera capaz de seguir haciéndolo eternamente, mientras los signos mágicos continuaran guiándola. La voz del hombre contribuía a aquella impresión fantasmagórica pues, siguiendo su petición, no dejaba de hablar un solo instante.
    Entonces, de pronto, llegaron a un recodo y Jarre vio que los signos ascendían en el aire formando un arco luminoso que brillaba en la oscuridad, invitándolos a cruzarlo. Alfred hizo una pausa.
    — ¿Qué es eso? —preguntó Jarre saliendo de su trance con un parpadeo y apretando con más fuerza la mano de aquél—. ¡No quiero entrar ahí!
    —No tenemos más remedio. Tranquilízate —murmuró Alfred, y en su voz sonó de nuevo aquella nota de añoranza y melancolía—. Lamento haberte asustado. No me he detenido porque tenga miedo. Es sólo que conozco lo que hay ahí dentro, ¿sabes?, y..., y me llena de tristeza, eso es todo.
    —Regresemos —dijo Jarre con vehemencia. Se volvió en redondo y dio un paso pero, casi de inmediato, las runas que les habían mostrado el camino hasta allí emitieron un brillante destello azul y luego, poco a poco, empezaron a apagarse. Pronto, la oscuridad los envolvió, con la única excepción de los parpadeantes signos azules que dibujaban el arco.
    —Ya estoy preparado —anunció Alfred, exhalando un profundo suspiro—.
    Podemos entrar. No tengas miedo, Jarre —añadió, al tiempo que le daba unas palmaditas en la mano—. No te asustes por nada de lo que veas. Nada puede hacerte daño.
    Pero Jarre estaba asustada, aunque no hubiera sabido decir de qué. Lo que la esperaba tras el arco estaba oculto en las sombras, pero la sensación que la atenazaba no era el miedo a un daño físico ni el terror a lo desconocido. Era una sensación de tristeza, como Alfred había dicho. Tal vez se debía a las palabras que él había venido hablando durante su larga caminata, aunque Jarre estaba tan desorientada y confusa que no lograba recordar nada de cuanto había dicho. En cualquier caso, experimentaba una sensación de desesperación, de abrumadora pesadumbre, de algo perdido y nunca recuperado, ni siquiera buscado jamás. La pena le provocó una doliente sensación de soledad, como si todas las cosas y todos los seres que había conocido en su vida hubieran desaparecido de pronto. Los ojos se le llenaron de lágrimas y se echó a llorar, y no tuvo la menor idea de por quién lloraba.
    —Vamos, tranquilízate —repitió Alfred—. No es nada. ¿Entramos ya? ¿Te sientes con ánimos?
    Jarre no puedo responder ni dejar de llorar, pero asintió. Llorosa y asida con fuerza a Alfred, cruzó el arco a su lado. Y entonces comprendió, en parte, la razón de su miedo y de su tristeza.
    Estaba en un mausoleo.




    CAPÍTULO
    WOMBE, DREVLIN, REINO INFERIOR
    — ¡Esto es terrible! ¡Sencillamente terrible! ¡Inaudito! ¿Qué vas a hacer? ¿Qué te propones hacer?
    El ofinista jefe se estaba poniendo visiblemente histérico. Darral Estibador notó una comezón en las manos y hubo de esforzarse para resistir la tentación de propinarle un derechazo en la mandíbula.
    —Ya ha habido suficiente derramamiento de sangre —musitó para sí, sujetándose con fuerza las manos a la espalda por si alguno de sus puños decidía actuar por su cuenta. A duras penas logró acallar la vocecilla que le susurraba:
    «Aunque un poco más de sangre tampoco empeoraría las cosas, ¿verdad?».
    Sacudir a su cuñado, aunque sin duda sería una satisfacción, no iba a resolver los problemas.
    — ¡Domínate! —Dijo Darral en voz alta—. ¿No has tenido suficiente con lo sucedido?
    —Jamás se había derramado sangre en Drevlin! —chilló el ofinista en un tono insoportable—. ¡Y todo es culpa del genio perverso de Limbeck! ¡Debemos expulsarlo, hacerle descender los Peldaños de Terrel Fen! Que los dictores se encarguen de juzgarlo y...
    — ¡Oh, basta ya! ¡Si fue precisamente eso lo que desencadenó todo este quebradero de cabeza! Mandamos a Limbeck a los dictores, ¿y qué hicieron?
    ¡Devolvérnoslo! ¡Y enviar con él a un dios! ¿Qué quieres ahora? ¿Volver a echarlo a los Peldaños? —Darral agitó los brazos, furioso—. ¡Quizás esta vez regrese con todo un ejército de dioses y nos destruya a todos!
    — ¡Pero ese dios de Limbeck no es tal dios! —protestó el ofinista jefe.
    —En mi opinión, ninguno de ellos lo es —afirmó Darral Estibador.

    . Una bebida caliente que se prepara hirviendo en agua, durante media hora, la corteza de cierto arbusto llamado ferben. Para los elfos, la bebida tiene un ligero efecto narcótico y actúa como sedante; en cambio, a los humanos y enanos sólo les proporciona una sensación de sosiego y relajación. (N. del a.)


    — ¿Ni siquiera el niño?
    La pregunta, hecha en tono melancólico y pensativo por su cuñado, planteó un problema a Darral. Cuando estaba en presencia de Bane, sentía que sí, que realmente había topado por fin con un dios. Pero en el mismo instante en que dejaba de ver los ojos azules, el rostro hermoso y las suaves curvas de los labios del muchacho, era como si despertara de un sueño. No: el niño no era más que un niño y él, Darral Estibador, era un estúpido por haber pensado en algún momento lo contrario.
    —No —respondió, pues—. Ni siquiera el niño.
    Los dos gobernantes de Drevlin estaban solos en la Factría, bajo la estatua del dictor, inspeccionando con aire pensativo el campo de batalla.
    En realidad, no había sido una gran batalla. Casi no cabía catalogarla ni de escaramuza. Era cierto que se había derramado sangre, pero no de ningún corazón, sino de algunos golpes en la cabeza y de algunas narices tumefactas. El ofinista jefe lucía un chichón y el survisor se había magullado un pulgar, que se le había hinchado y estaba adquiriendo un colorido muy notable. Nadie había resultado muerto, ni siquiera herido de gravedad, pues la costumbre de muchos siglos de vida pacífica es difícil de romper. Sin embargo, Darral Estibador, survisor jefe de su pueblo, era lo bastante inteligente como para darse cuenta de que aquello era sólo el comienzo. Un veneno había penetrado en el cuerpo colectivo de los gegs y, aunque el cuerpo lograra sobrevivir, no volvería nunca a estar sano.
    —Además —dijo Darral, con sus pobladas cejas levantadas en un gesto irónico—, si esos dioses no lo son, como proclama Limbeck, ¿cómo podemos castigarlo por decir la verdad?
    Inhabituado a caminar por tan profundas aguas filosóficas, el ofinista jefe hizo caso omiso de la pregunta y buscó un terreno más firme bajo sus pies.
    —No lo castigaríamos por tener razón, sino por propagar sus ideas.
    Darral tuvo que admitir que había cierta lógica en las palabras de su cuñado.
    Se admiró con amargura de que a su pariente se le hubiera ocurrido una idea tan magnífica y concluyó que debía de ser cosa del golpe que había recibido en la cabeza. Apretándose el pulgar lesionado y deseando estar de vuelta en su casa del tanque de almacenamiento, con su esposa revoloteando a su alrededor y llevándole un reconfortante tazón de corteza caliente, Darral sopesó la idea, nacida de la desesperación, que corría furtivamente por los oscuros recovecos de su mente.
    —Quizás esta vez, al arrojarlo a los Peldaños de Terrel Fen, podríamos prescindir de la cometa —apuntó el ofinista jefe—. Siempre he pensado que era una ventaja injusta.
    — ¡No! —replicó Darral. Las atolondradas ideas de su cuñado lo impulsaron a tomar la decisión—. Nunca más enviaremos a Limbeck ni a nadie Abajo. Es evidente que Abajo no es seguro. Ese dios que no lo es, el que está con Limbeck, dice que viene de Abajo. Por tanto —el survisor jefe hizo una pausa durante un acceso de golpes y ruidos especialmente virulentos de la Tumpa-chumpa—, voy a mandarlo Arriba.
    — ¿Arriba?
    En esta ocasión, el chichón en la cabeza no iba a acudir en ayuda del ofinista, que estaba absolutamente desconcertado.




    —Voy a entregar a esos dioses a los welfos —declaró Darral Estibador con siniestra satisfacción.
    El survisor jefe hizo una visita a la cuba-prisión para anunciar el castigo a los detenidos. Un anuncio que, supuso, causaría terror en sus corazones culpables.
    Pero, si así fue, los prisioneros no dieron ninguna muestra de ello. Hugh reaccionó con un gesto de desdén, Bane con otro de aburrimiento y Haplo permaneció impasible, mientras que Limbeck estaba tan abatido que, posiblemente, no oyó siquiera las palabras del survisor. Al no obtener de sus prisioneros más que unas miradas frías y fijas y, en el caso de Bane, un bostezo y una sonrisa soñolienta, Darral se marchó muy enojado.
    —Supongo que habéis entendido a qué se refería —comentó Haplo—. ¿Qué es eso de que nos entregará a los «welfos»?
    —Elfos —lo corrigió Hugh—. Una vez al mes, los elfos descienden en una nave de transporte y recogen una carga de agua. Esta vez, nos recogerán a nosotros con ella. Pero no debemos terminar prisioneros de los elfos; sobre todo, si nos atrapan aquí abajo, con su preciado suministro de agua. Esos malditos pueden hacer muy desagradable nuestra muerte.
    Los cautivos estaban encerrados en la prisión local, un conjunto de cubas de almacenamiento abandonadas por la Tumpa-chumpa y que, dotadas de puertas y cerrojos, constituían unas magníficas celdas. Por lo general, estas celdas eran poco utilizadas y apenas acogían a algún esporádico ladrón o a algún geg que se había mostrado negligente en el servicio a la gran máquina. No obstante, debido a la agitación social del momento, las cubas estaban ahora llenas a rebosar de perturbadores del orden. Una de las cubas hubo de ser evacuada por sus moradores para hacer sitio a los dioses. Los gegs arrestados estaban agrupados en otra cuba para impedirles el contacto con Limbeck, el Loco.
    La cuba tenía las paredes empinadas y sólidas. Varias aberturas con rejas taladraban los costados. Hugh y Haplo investigaron los barrotes y descubrieron que entraba por ellos aire fresco, impregnado de la humedad de la lluvia, lo que llevó a los dos hombres a la conclusión de que las rejas daban a unos pozos de ventilación que, finalmente, se abrían al exterior.
    —Entonces, ¿sugieres que nos resistamos? —Inquirió al fin Haplo—. Supongo que las naves elfas llevarán una dotación numerosa. Nosotros somos cuatro, contando al chambelán, y un niño. Y entre todos tenemos una única espada; una espada que en este momento se encuentra en manos de los guardianes.
    —El chambelán no nos será de ninguna ayuda —gruñó Hugh. Apoyándose cómodamente en la pared de ladrillo de su prisión, sacó la pipa y se la llevó a los labios—. Al primer indicio de peligro, el tipo cae desmayado. Ya lo has visto durante la pelea.
    —Una cosa muy extraña, ¿no te parece?
    —Sí. El mismo es un tipo muy raro —declaró Hugh.
    Haplo recordó la mirada de Alfred tratando desesperadamente de traspasar la venda que cubría las manos del patryn, casi como si supiera lo que ocultaba debajo.
    —Me pregunto dónde se habrá metido. ¿Lo viste durante el tumulto?
    Hugh movió la cabeza en gesto de negativa.
    —Lo único que veía eran gegs, y sólo me ocupé del chico. Pero estoy seguro de que ese chambelán aparecerá. O, más bien, tropezará con nosotros. Alfred no abandonará al príncipe. —La Mano señaló con la barbilla a Bane, que estaba charlando con un abatido Limbeck.
    Haplo siguió la mirada de Hugh y estudió al geg.
    —Siempre nos queda Limbeck y su Unión. Seguro que lucharán por salvarnos, si no a nosotros, al menos a su líder.
    — ¿De veras lo crees? —Hugh lo miró con aire dubitativo—. Siempre he oído que los gegs tienen el espíritu combativo de un rebaño de corderos.
    Hugh volvió de nuevo la vista hacia Limbeck y sacudió la cabeza.
    El geg estaba sentado en un rincón, acurrucado, con los hombros hundidos y los brazos colgándole lasos entre las rodillas. El príncipe le estaba hablando pero el geg parecía completamente ausente.
    —Limbeck siempre ha tenido la cabeza en las nubes —afirmó Haplo—. No ha visto que se precipitaba contra el suelo y se ha hecho daño en la caída, pero él es quien ha de guiar a su pueblo.
    —Estás muy informado de los detalles de esta revuelta —observó Hugh—.
    Cualquiera se preguntaría por qué te interesa tanto.
    —Limbeck me salvó la vida —respondió Haplo mientras rascaba perezosamente las orejas del perro, que estaba tendido a su lado con la cabeza apoyada en el regazo de su amo—. Me caen bien, tanto él como su pueblo. Como he dicho, conozco algunas cosas de su pasado y me disgusta ver en qué se han convertido —sus suaves facciones se ensombrecieron—. Corderos, creo que los has llamado.
    Hugh dio una chupada a su pipa vacía, pensativo y silencioso. La respuesta parecía clara, pero a Hugh le costaba aceptar que Haplo estuviera tan preocupado por un puñado de enanos. El hombre era retraído y discreto, tanto que uno tendía a no hacer caso de su presencia, a olvidar que estaba allí. Y eso, se dijo Hugh, podía ser un gran error. Los lagartos que se camuflan con las rocas lo hacen para cazar mejor las moscas.
    —Entonces, tenemos que infundir un poco de determinación en nuestro
    Limbeck —comentó a Haplo—. Si queremos salvarnos de los elfos, necesitaremos que los gegs nos ayuden.
    —Deja el asunto en mis manos —asintió Haplo—. ¿Adonde os dirigíais, antes de veros envueltos en todo esto?
    —Me disponía a devolver a ese chico a su padre. A su padre auténtico, el misteriarca.
    —Cuánta amabilidad por tu parte —comentó Haplo.
    —Hum... —gruñó Hugh, torciendo los labios en una extraña sonrisa.
    —Esos magos que viven en el Reino Superior..., ¿por qué abandonaron el mundo inferior? Debían de disfrutar de un gran poder entre tu gente.
    —La respuesta depende de a quién se lo preguntes. Los misteriarcas afirman que se retiraron porque habían progresado en cultura y sabiduría y el resto de nosotros, no. Nuestras costumbres bárbaras les disgustaban y no quisieron seguir educando a sus hijos en un mundo malvado.
    — ¿Y qué decís a todo eso vosotros, los bárbaros? —inquirió Haplo, sonriendo. El perro se había puesto de espaldas, con las cuatro patas al aire y la lengua colgándole de la boca con aire de embobado placer.
    Hugh dio una nueva chupada a la pipa vacía y pronunció su respuesta entre la boquilla de ésta y los dientes que la sostenían.




    —Nosotros decimos que los misteriarcas se asustaron del creciente poder de los elfos y se largaron. Desde luego, nos dejaron en la estacada. Su partida fue la causa de nuestra decadencia. De no haber sido por una revuelta entre sus propias filas, los elfos aún serían nuestros amos.
    —Así pues, esos misteriarcas no serían bien recibidos si regresaran, ¿no es eso?
    — ¡Claro que serían bien recibidos! ¡Si del pueblo dependiera, les darían la bienvenida con frío acero! Pero nuestro rey mantiene relaciones amistosas con ellos, o al menos eso he oído. Y el pueblo se pregunta la razón.
    Hugh dirigió de nuevo la mirada a Bane. Haplo estaba al corriente de la historia de la suplantación pues el propio príncipe se la había contado, lleno de orgullo.
    —Pero los misteriarcas podrían regresar si uno de ellos fuera el hijo del rey humano.
    Hugh no respondió a lo que resultaba totalmente obvio. Apartó la pipa de los labios y la guardó de nuevo en el bolsillo. Cruzó los brazos sobre el pecho, apoyó la barbilla en el pecho y cerró los ojos.
    Haplo se puso en pie, desperezándose. Necesitaba andar, ejercitar los músculos para quitarse las agujetas. Deambulando por la celda, el patryn meditó sobre todo lo que había oído. Al parecer, le quedaba muy poco trabajo por hacer.
    Todo el reino estaba maduro y a punto de caer. Su amo no tendría ni que extender la mano para tomarlo. La fruta aparecería podrida en el suelo, a sus pies.
    Sin duda, aquélla era la demostración más palpable de que los sartán ya no intervenían en el mundo. ¿O no? El único interrogante era el niño. Bane había evidenciado tener poderes mágicos, pero tal cosa era de esperar en el hijo de un misteriarca de la Séptima Casa. Mucho tiempo atrás, antes de la Separación, la magia de aquellos hechiceros había alcanzado el nivel inferior de la que poseían los sartán y los patryn. Era probable que, desde entonces, sus poderes hubieran aumentado.
    Pero Bane también podía ser un joven sartán, lo suficientemente listo como para no delatarse. Haplo volvió la vista hacia el muchacho, que seguía sumido en una profunda conversación con el afligido Limbeck.
    El patryn hizo un gesto casi imperceptible con su mano vendada. El perro, que rara vez apartaba los ojos de su amo, trotó al instante hasta el geg y le propinó un lametón en sus manos laxas. Limbeck alzó la vista y dirigió una débil sonrisa al perro, que, meneando la cola, se instaló cómodamente al lado del geg.
    Haplo se dirigió al extremo opuesto de la cuba y se dedicó a mirar por uno de los conductos de aire, aparentemente absorto. Ahora podía escuchar con claridad todo lo que hablaban.
    — ¡No puedes abandonar! —Decía el chiquillo—. ¡Ahora, no! ¡La lucha no ha hecho más que empezar!
    — ¡Pero yo no pretendía que hubiera ninguna lucha! —Protestó el pobre
    Limbeck—. ¡Gegs atacando a otros gegs! ¡En toda nuestra historia no se había producido nada semejante, y es todo culpa mía!
    — ¡Vamos, deja de lamentarte! —insistió Bane. Notando una extraña sensación en el estómago, echó un vistazo en torno a sí y frunció el entrecejo—.
    Tengo hambre. No pretenderán dejarnos sin comer, ¿verdad? Me alegraré cuando lleguen los welfos. Yo...




    El muchacho calló de pronto, como si alguien le hubiera ordenado que cerrara la boca. Haplo miró a hurtadillas por encima del hombro y vio que Bane sostenía en su mano el amuleto de la pluma y se acariciaba la mejilla con ella. Cuando el príncipe volvió a hablar, le había cambiado la voz.
    —Tengo una idea, Limbeck —murmuró, inclinándose hacia adelante hasta quedar muy cerca del geg—. ¡Cuando nos marchemos de aquí, puedes venir con nosotros! Verás lo bien que viven los elfos y los humanos allá arriba, mientras los gegs permanecéis aquí abajo, esclavizados. Después podrás regresar y contar a tu gente lo que has visto. Se pondrán furiosos. Incluso ese rey vuestro tendrá que estar de acuerdo contigo. Mi padre y yo te ayudaremos a organizar un ejército para atacar a los elfos y a los humanos...
    — ¡Un ejército! ¡Atacar! —Limbeck lo miró, horrorizado, y Bane se dio cuenta de que había ido demasiado lejos.
    —No te preocupes por eso ahora —dijo, quitándole hierro a la sugerencia de una guerra entre reinos—. Lo importante, de momento, es que puedas ver la verdad.
    —La verdad... —repitió Limbeck.
    —Sí —afirmó Bane, percibiendo que el geg, por fin, estaba impresionado—. La verdad. ¿No es eso lo que importa? Tú y tu pueblo no podéis seguir viviendo en la mentira. Espera. Acabo de tener una idea. Háblame de ese Juicio que, supuestamente, ha de llegarles a los gegs.
    Limbeck adoptó un gesto pensativo y su aire apenado fue difuminándose. Era como si se hubiera puesto las gafas. Todo lo que antes resultaba borroso, podía verlo ahora con claridad: las líneas eran nítidas y los contornos, marcados.
    —Cuando se celebre el Juicio y seamos declarados dignos de ello, ascenderemos a los reinos superiores.
    — ¡Exacto, Limbeck! —dijo Bane, con aire admirado—. ¡Éste es el Juicio! Todo ha sucedido tal como decía la profecía. ¡Hemos bajado y te hemos encontrado digno y ahora vas a ascender a los reinos superiores!
    «Muy astuto, muchacho», se dijo Haplo. «Muy astuto.» Bane ya no tenía el amuleto entre sus dedos. Ya no era su padre quien le dictaba las palabras. Aquello último había sido idea del propio Bane, al parecer. Aquel suplantador era un chiquillo notable, añadió Haplo para sí. Notable..., y peligroso.
    —Pero nosotros pensábamos que el Juicio iba a ser pacífico.
    — ¿Dónde se afirma tal cosa? —Replicó Bane—. ¿Lo dice la profecía?
    Limbeck volvió su atención al perro, le dio unas palmaditas en la cabeza y trató de evitar una respuesta hasta haberse acostumbrado a aquella nueva visión.
    — ¿Qué contestas, Limbeck? —lo presionó el príncipe.
    El geg siguió acariciando al perro, que permanecía inmóvil entre sus manos.
    —Una nueva visión —dijo al fin, levantando la vista—. Eso es. Ya sé qué haré cuando lleguen los welfos.
    — ¿Qué? —preguntó Bane, expectante.
    —Pronunciaré un discurso.
    Esa noche, cuando los carceleros les hubieron llevado la cena, Hugh convocó una reunión.
    —No queremos terminar prisioneros de los elfos, ¿verdad? —Explicó el asesino—. Pues bien, tenemos que salir de este lugar y tratar de escapar. Podemos lograrlo..., si los gegs nos ayudan.
    Limbeck no le prestaba atención, pues estaba componiendo su discurso.




    —«Welfos y miembros de la Unión, gegs todos...» No, no me gusta.
    «Distinguidos visitantes de otro reino...» Eso está mejor. ¡Ah, me gustaría tener con qué ponerlo por escrito! —El geg deambulaba arriba y abajo ante sus compañeros de celda, dándole vueltas al discurso y tirándose de la barba distraídamente. El perro trotaba tras él meneando la cola, con aire comprensivo.
    Haplo movió la cabeza en gesto de negativa.
    —Aquí no busques ayuda.
    — ¡Pero, Limbeck, si no sería una gran batalla! —Protestó Bane—. Los gegs superan en número a los elfos. Además, los tomaremos totalmente por sorpresa.
    Los elfos no me gustan. Me arrojaron de su nave y estuve a punto de morir.
    —«Distinguidos visitantes de otro reino...»
    Haplo insistió en su planteamiento.
    —Los gegs no tienen instrucción ni disciplina. Ni siquiera tienen armas e, incluso si las tuvieran, no podríamos confiar en ellos. Sería como enviar un ejército de niños..., de niños normales —añadió, al ver que Bane montaba en cólera—. Los gegs no están preparados todavía.
    Sin darse cuenta, Haplo hizo hincapié en esta última palabra, lo cual despertó el interés de Hugh.
    — ¿Todavía? —repitió.
    —Cuando mi padre y yo regresemos —intervino Bane—, pondremos orden entre esos gegs. Atacaremos a los elfos y venceremos. Después nos haremos con el control de toda el agua del mundo, y seremos más ricos y poderosos de lo que es posible imaginar.
    Ricos. Hugh se mesó la barba. Un pensamiento cruzó por su cabeza. Si se producía la guerra abierta, cualquier humano con una nave y el valor para pilotarla por el Torbellino podría hacerse una fortuna con un viaje. Y para ello necesitaría una nave de transporte. Un carguero de agua elfo con una dotación de tripulantes. Sería una lástima destruir a aquellos elfos.
    — ¿Y qué será entonces de los gegs? —preguntó Haplo.
    — ¡Oh!, nos ocuparemos de ellos —respondió Bane—. Tendrán que combatir mucho mejor de lo que he visto hasta ahora, pero...
    — ¿Combatir? —Repitió Hugh, interrumpiendo a Bane a media frase—. ¿Por qué estamos hablando de combatir? —Se llevó la mano al bolsillo, extrajo la pipa y sujetó la boquilla entre los dientes—. ¿Qué tal cantas? —preguntó a Haplo.




    CAPÍTULO
    EL LUGAR DE DESCANSO, REINO INFERIOR
    La mano de Jarre se escurrió, fláccida, de entre los dedos de Alfred. La enana era incapaz de moverse; las fuerzas parecían haber abandonado su cuerpo.
    Encogiéndose, retrocedió contra el arco y se sostuvo en él buscando apoyo. Alfred no pareció darse cuenta y continuó su avance, dejando allí a la geg, temblorosa y asustada, para que lo esperara.
    La cámara en la que penetró era inmensa; Jarre no recordaba haber visto en su vida un espacio abierto tan enorme. Un espacio no ocupado por ninguna pieza de la Tumpa-chumpa que girara, martilleara o retumbara. Construidas con la misma piedra lisa y sin marcas que los túneles, las paredes de la cámara despedían una suave luz blanca que empezó a irradiar de ellas cuando Alfred puso el pie en el interior del arco. Gracias a esa luz, Jarre vio los ataúdes. Abiertos en las paredes y cubierto cada uno con un cristal, los ataúdes se contaban por cientos y contenían cuerpos de hombres y de mujeres. Jarre no podía distinguir con claridad los cuerpos, que eran poco más que siluetas recortadas contra la luz.
    Sin embargo, advirtió que pertenecían a la misma raza que Alfred y los otros dioses que habían llegado a Drevlin. Los cuerpos eran altos y esbeltos y yacían horizontales, con los brazos a los costados.
    El suelo de la cámara era amplio y uniforme, y los ataúdes lo rodeaban en hileras que se extendían hasta el techo abovedado, muy alto. La sala en sí estaba totalmente vacía. Alfred avanzó despacio, mirando a su alrededor con gestos evocadores y apesadumbrados, como quien regresa al hogar tras una larga ausencia.
    La luz de la estancia se hizo más brillante y Jarre distinguió unos símbolos en el suelo, parecidos en forma y diseño a las runas que habían iluminado su camino hasta allí. Había doce signos mágicos, cada uno de ellos tallado, separado de los demás, sin rozar ni superponerse con ninguno de ellos. Alfred se movió con cuidado entre los símbolos; su figura delgada y desgarbada se desplazó por la cámara vacía en una danza solemne, y las líneas y movimientos de su cuerpo parecieron dibujar cada uno de los símbolos mágicos sobre los que iba pasando.
    Dio una vuelta completa a la sala, desplazándose sobre el suelo al son de una música silenciosa. Se deslizó hacia cada runa sin llegar a tocarla, pasando luego a la siguiente, honrándolas una tras otra por turno, hasta que llegó al centro de la cámara. Una vez allí, se arrodilló, puso las manos en el suelo y empezó a cantar.
    Jarre no entendió lo que decía, pero la canción la llenó de una alegría que resultaba agridulce porque no contribuía en absoluto a aliviar la terrible tristeza.
    Las runas del suelo despidieron un brillo más intenso, casi cegador, durante la canción de Alfred. Cuando ésta cesó, el resplandor empezó a desvanecerse y, al cabo de unos momentos, se apagó del todo.
    Alfred, de pie en el centro de la sala, lanzó un suspiro. Su cuerpo, que se había movido con tanta gracia durante la danza, volvió a encorvarse y sus hombros se hundieron de nuevo. Luego, miró a Jarre y le dirigió una sonrisa melancólica.
    — ¿No estarás asustada todavía? —Dijo, señalando los ataúdes con un débil gesto—. Aquí nadie puede hacerte daño. Ya no. Tampoco es que hubieran querido hacértelo..., al menos, no adrede. —Suspiró de nuevo y, girando sobre sí mismo sin moverse del sitio, paseó su mirada por la estancia—. Sin embargo, ¿cuánto mal hemos hecho sin querer, proponiéndonos lo mejor? No éramos dioses, pero estábamos dotados del poder de los dioses. Y, en cambio, carecíamos de su sabiduría.
    Se acercó lentamente y con la cabeza gacha a una hilera de ataúdes situados muy cerca de la entrada, próximos a Jarre. Alfred posó la mano en uno de los paneles de cristal y sus dedos lo tocaron casi en una caricia. Con un suspiro, apoyó la frente en otro ataúd de la hilera superior. Jarre advirtió que este último nicho estaba vacío. Los de alrededor contenían cuerpos y la geg, concentrando en ellos su atención debido al gesto de Alfred, observó que todos ellos parecían jóvenes. Más jóvenes que él, pensó Jarre, contemplando su cabeza calva y su frente alta y redonda, surcada por unas arrugas de ansiedad, preocupación y solicitud tan marcadas que la sonrisa de sus labios no hacía sino resaltarlas.
    —Éstos son mis amigos —anunció a Jarre—. Te he hablado de ellos mientras bajábamos. —Acarició con la mano el panel de cristal—. Te he dicho que tal vez no estuvieran aquí, que quizás hubiesen desaparecido, pero en el fondo de mi corazón sabía que no era cierto lo que estaba diciendo. Seguro que estarían aquí. Aquí seguirán para siempre. Porque están muertos, Jarre, ¿lo ves? Muertos antes de su hora. ¡Y yo estoy vivo mucho tiempo después!
    Cerró los ojos y se cubrió el rostro con la mano. Un sollozo traspasó el cuerpo delgado y falto de gracia que se apoyaba en los ataúdes. Jarre no entendió de qué le hablaba. No había oído nada acerca de aquellos amigos y no podía ni quería pensar en lo que estaba viendo. Pero Alfred estaba afligido de dolor y su pena le rompía el corazón. Viendo a aquellos jóvenes de hermosas facciones, serenas e intactas y frías como el cristal tras el cual yacían, Jarre comprendió que Alfred no lloraba por uno sino por muchos, entre ellos por él mismo.
    La geg se despegó con esfuerzo del arco, avanzó hacia Alfred y deslizó su mano en la de él. La solemnidad, la desesperación, el dolor de aquel lugar y de aquel hombre habían afectado a Jarre profundamente, aunque no llegaría a saber cuánto hasta mucho tiempo después. Avanzada su vida, en un momento futuro de gran crisis en que le parecería que estaba perdiendo lo más valioso para ella, volvería a su recuerdo todo lo que Alfred hombre le había contado: su historia personal, la de su pueblo y la de sus fracasos.
    —Alfred, lo siento.
    El hombre la miró, a punto de saltarle las lágrimas. Apretando su manita, musitó algo que Jarre no entendió, pues no lo dijo en el idioma de los gegs ni en ningún otro que se hubiera hablado en el mundo de Ariano desde hacía eras.
    —Por eso fracasamos —musitó, pues, en esa lengua antigua—. Pensamos en los muchos..., y nos olvidamos del uno. Y por eso estoy solo. Solo y abandonado para hacer frente, tal vez, a un peligro antiquísimo. El hombre de las manos vendadas —añadió, sacudiendo la cabeza—. El hombre de las manos vendadas...
    Alfred abandonó el mausoleo sin mirar atrás. Olvidado ya el miedo, Jarre avanzó con él.
    Hugh despertó al oír el sonido. Se incorporó, extrajo el puñal de la bota y se puso en acción antes de haberse despertado del todo. Sólo tardó un instante en reconocer dónde estaba: con un parpadeo, despejó de sus ojos la bruma de la somnolencia y ajustó la visión al resplandor mortecino de las lámparas que iluminaban la perpetua actividad de la Tumpa-chumpa.
    Volvió a escuchar el sonido y se dijo que había apuntado en la dirección correcta: el ruido procedía del otro lado de una de las rejas situada en las ventanas laterales de la cuba prisión.
    Hugh tenía el oído muy agudo y los reflejos muy rápidos. Se había disciplinado a dormir con un sueño muy ligero y, debido a ello, no le gustó nada descubrir a Haplo, completamente despierto, plantado junto al conducto de aire con toda tranquilidad, como si llevara allí horas enteras. El sonido se escuchaba ahora con claridad. Algo o alguien se acercaban, arrastrándose por el suelo y rozando las paredes. El perro, con el pelaje brillante en torno al cuello, volvió el hocico hacia la abertura y emitió un leve gañido.
    — ¡Chist! —siseó Haplo; el animal enmudeció, dio unos pasos en un nervioso círculo y volvió a detenerse bajo el conducto. Al ver a Hugh, Haplo hizo un gesto con la mano, indicándole que cubriera uno de los lados.
    Hugh no dudó en obedecer la silenciosa orden. Habría sido una estupidez discutir sobre liderazgos en aquel momento, cuando algo desconocido se acercaba furtivamente al amparo de la noche y los dos hombres sólo tenían sus manos desnudas y un puñal para hacerle frente. Mientras ocupaba su posición, la Mano pensó para sí que Haplo no sólo había oído y reaccionado ante el sonido, sino que se había movido con tal sigilo que Hugh, pese a haber escuchado el sonido, no había oído a Haplo.
    El sonido se hizo cada vez más audible, más cercano. El perro se puso en tensión y descubrió los dientes. De pronto, se oyó un golpe y un amortiguado «
    ¡Ay!».
    Hugh se relajó.
    —Es Alfred —dijo.
    — ¿Cómo ha podido encontrarnos? —murmuró Haplo.
    Una cara pálida apareció al otro lado de las rejas.
    — ¿Maese Hugh?
    —Ese hombre posee una amplia gama de cualidades innatas —apuntó Hugh.




    —Me gustaría conocer cuáles son —replicó Haplo—. ¿Cómo lo sacamos de ahí? ¿Quién viene contigo? —añadió, escrutando las sombras al otro lado de los barrotes.
    —Una de las gegs. Se llama Jarre.
    La geg asomó su cabeza bajo el brazo de Alfred. Al parecer, el espacio donde ambos estaban era muy reducido y Alfred se vio obligado a encogerse hasta quedar prácticamente doblado por la cintura para dejar sitio a su acompañante.
    — ¿Dónde está Limbeck? —exigió saber Jarre—. ¿Se encuentra bien?
    —Está por ahí, dormido. Las rejas están muy firmes por este lado, Alfred. ¿No hay algún perno suelto donde estáis vosotros?
    —Voy a ver, maese Hugh, pero será difícil con esta oscuridad. Tal vez si utilizara los pies para empujar los barrotes...
    —Buena idea —asintió Haplo, apartándose de la reja con el perro pegado a sus talones.
    —Ya era hora de que esos pies le sirvieran para algo —murmuró Hugh, retirándose también hacia la pared de la cuba—. Aunque va a producir un estrépito tremendo.
    —Por fortuna, la máquina también organiza un escándalo mayúsculo.
    Quédate quieto, perro.
    — ¡Quiero ver a Limbeck!
    —Dentro de un momento, Jarre —contestó la voz apaciguadora de Alfred—.
    Ahora, haz el favor de acurrucarte ahí para dejarme sitio.
    Hugh escuchó un golpe sordo y vio que la reja se estremecía levemente. Dos golpes más, un gruñido de Alfred y la reja saltó del costado de la cuba y cayó al suelo.
    Para entonces, Limbeck y Bane ya estaban despiertos y se habían acercado para contemplar con curiosidad a sus visitantes nocturnos. Jarre fue la primera en pasar al interior de la cuba cárcel, colándose por la abertura con los pies por delante. Cuando éstos tocaron el suelo, corrió hacia Limbeck, le pasó los brazos por el cuello y lo estrechó con fuerza.
    — ¡Oh, querido! —Dijo la geg en un enérgico susurro—. ¡No puedes imaginar dónde he estado! ¡No lo puedes imaginar!
    Limbeck, notándola temblorosa entre sus brazos, le acarició el cabello con cierta perplejidad y le dio unas afectuosas palmaditas en la espalda.
    — ¡Pero eso no importa ahora! —Continuó ella, volviendo al grave asunto que tenían entre manos—. Los cantores de noticias dicen que el survisor jefe va a entregaros a los welfos. No te preocupes. Vamos a sacarte de aquí ahora mismo. El conducto de aire que ha encontrado Alfred llega hasta las afueras de la ciudad. No estoy muy segura de adonde iremos cuando hayamos huido de aquí, pero esta misma noche podemos salir de Wombe y...
    — ¿Te encuentras bien, Alfred? —preguntó Hugh mientras ayudaba al chambelán a evacuar el conducto.
    —Sí, señor. —Alfred pasó por la abertura hecho un ovillo, trató de apoyar el peso en las piernas y se derrumbó sobre el suelo hecho un guiñapo—. Es decir, tal vez no —rectificó, sentado en el suelo de la cuba con una expresión dolorida en el rostro—. Temo que me he hecho daño, señor, pero no es nada grave. —
    Sosteniéndose sobre un pie con la ayuda de Hugh, apoyó la espalda en la pared de la cuba—. Puedo andar.
    —Si no eras capaz de hacerlo ni con las dos piernas buenas...




    —No es nada, señor. La rodilla...
    — ¿Sabes qué, Alfred? —Lo interrumpió Bane—. ¡Vamos a enfrentarnos a los elfos!
    — ¿Cómo dices, Alteza?
    —No vamos a tener que escapar, Jarre —explicó Limbeck—. Al menos, yo no pienso hacerlo. Me propongo dirigir un discurso a los welfos y solicitarles ayuda y cooperación. Así, los welfos nos conducirán a los reinos superiores y entonces podré ver la verdad, Jarre. ¡Podré verla con mis propios ojos!
    — ¡Dirigir un discurso a los welfos! —jadeó Jarre, a quien la asombrosa declaración había dejado sin aliento.
    —Sí, querida. Y tú tienes que difundir la noticia entre nuestro pueblo, pues necesitaremos su colaboración. Haplo te dirá lo que debes hacer.
    —No pensarás..., pelearte con nadie, ¿verdad?
    —No, querida —contestó Limbeck mientras se mesaba la barba—. Vamos a cantar.
    — ¡A cantar! —Jarre miró al resto de los presentes con aire de absoluto desconcierto—. Yo..., yo no sé mucho acerca de los welfos. ¿Les gusta la música?
    — ¿Qué está diciendo la enana? —Quiso saber Hugh—. ¡Alfred, tenemos que poner en marcha ese plan! Ven aquí y traduce mis palabras. Tengo que enseñarle esa canción antes del amanecer.
    —Muy bien, señor —dijo Alfred—. Supongo que te estás refiriendo a la canción de la Batalla de Siete Campos.
    —Sí. Dile a esa geg que no se preocupe por el significado de las palabras.
    Tendrán que aprenderla a cantar en idioma humano. Haz que la aprenda de memoria línea por línea y te la repita para estar seguros de que ha captado las palabras. La música no ha de resultarles muy difícil, pues los niños siempre la están tarareando.
    —Yo te ayudaré —se ofreció Bane.
    Haplo, puesto en cuclillas, acarició al perro, observó la escena y escuchó la conversación sin intervenir.
    — ¿Jarre? Es así como te llamas, ¿no? —Hugh se acercó a los dos gegs mientras Bane bailaba a su lado. Bajo la luz vacilante, la expresión de la Mano era sombría y severa. Los ojos azules de Bane brillaban de excitación—. ¿Puedes congregar a tu pueblo y hacer que aprenda esta canción y que acuda a la ceremonia? —Alfred se encargó de traducir—. Ese rey vuestro ha dicho que los welfos llegarían hoy a mediodía, de modo que no dispones de mucho tiempo.
    — ¡Cantar! —murmuró Jarre con la mirada fija en Limbeck—. ¿De veras te propones irte, subir a esos otros reinos?
    Limbeck se quitó las gafas, frotó los cristales en la manga de la camisa y se las volvió a poner.
    —Sí, querida. Si a los welfos no les parece mal...
    —«Si a los welfos no les parece mal...» —tradujo Alfred, lanzando una expresiva mirada a Hugh.
    —No te preocupes por los welfos, Alfred —intervino Haplo—. Limbeck va a pronunciar un discurso.
    — ¡Oh, Limbeck! —Jarre, muy pálida, se mordió el labio inferior—. ¿Estás seguro de que debes subir ahí? Yo creo que no deberías dejarnos. ¿Qué hará la
    Unión sin ti? Si te largas de esta manera..., ¡parecerá que el survisor jefe ha salido vencedor!




    —No había pensado en eso —murmuró Limbeck, frunciendo el entrecejo. Se quitó las gafas y empezó a limpiar los cristales. Luego, en lugar de volver a ponérselas, las guardó en el bolsillo con aire ausente. Miró a Jarre y parpadeó como preguntándose por qué la veía tan borrosa—. No sé... Quizá tengas razón tú, querida.
    Hugh apretó los dientes con frustración. No sabía qué estaban diciendo, pero advirtió que el geg titubeaba en su decisión y supo que aquello podía costarle la nave y, probablemente, la vida. Se volvió con impaciencia hacia Alfred en busca de ayuda pero el chambelán, renqueante de un pie, parecía encogido y abrumado, como si se sintiera muy triste y desgraciado. Hugh empezaba a reconocer interiormente que debería confiar en Haplo cuando vio que éste, con un gesto de la mano, mandaba al perro hacia la pareja de gegs.
    Atravesando el suelo de la cuba, el animal se acercó a Limbeck y apoyó el morro en su mano. Limbeck se sobresaltó ante el inesperado contacto con el frío hocico y retiró la mano. Sin embargo, el perro no se apartó y clavó los ojos en él, al tiempo que meneaba lentamente el rabo de un lado a otro. La mirada miope del geg pasó del perro a su amo, atraída por un impulso irresistible. Hugh dirigió una rápida mirada a Haplo para intuir qué mensaje le estaba transmitiendo, pero el rostro del hombre estaba relajado y tranquilo, con su habitual sonrisa apacible.
    Limbeck acarició al perro, con gesto ausente, mientras sus ojos permanecían fijos en Haplo. Por fin, exhaló un profundo suspiro.
    — ¿Querido? —Jarre lo tocó en el brazo.
    —La verdad. Y mi discurso. Tengo que pronunciar el discurso. Voy a ir, Jarre, y cuento contigo y con nuestro pueblo para que me ayudéis. ¡Y, a mi regreso, cuando haya visto la verdad, empezaremos la revolución!
    Jarre advirtió en la voz de Limbeck el tono terco que ya conocía y comprendió que era inútil discutir con él. Además, ni siquiera estaba segura de querer hacerlo.
    Una parte de ella estaba excitada ante la perspectiva de lo que se proponía hacer
    Limbeck, pues aquello era realmente el inicio de la revolución. Pero, esto significaba su separación y Jarre no se había dado cuenta hasta aquel momento de lo mucho que amaba a aquel geg.
    —Podría acompañarte —propuso, pues.
    —No, querida —respondió Limbeck, mirándola con cariño—. Marcharnos los dos no serviría de nada. —Dio un paso adelante y llevó las manos hacia donde sus miopes ojos creyeron que Jarre tenía sus hombros. Ella, acostumbrada al gesto, se acercó un poco para colocarse donde Limbeck creía que estaba—. Tú debes preparar al pueblo para mi regreso.
    — ¡Lo haré!
    El perro, asaltado por un súbito escozor, se sentó para rascarse con una de las patas traseras.
    —Empieza a enseñarle la canción, maese Hugh —propuso Alfred.
    Traducido por el chambelán, Hugh dio las instrucciones pertinentes a Jarre, le enseñó la canción y volvió a encaramarla al conducto de aire. Limbeck se acercó a la abertura y, antes de que Jarre se marchara, extendió la mano para asir la de ella.
    —Gracias, querida. Estoy seguro de que esto es lo mejor.
    —Sí, yo también lo estoy.
    Para ocultar el nudo que tenía en la garganta, Jarre se inclinó y estampó un tímido beso en la mejilla de Limbeck. Agitando la mano, se despidió de Alfred, quien le respondió con una solemne reverencia; tras esto, la geg dio media vuelta rápidamente y empezó a ascender por el conducto de aire.
    Hugh y Haplo levantaron la reja y la colocaron en su sitio como mejor pudieron, utilizando los puños como martillos.
    — ¿Te has hecho mucho daño, Alfred? —preguntó Bane, luchando contra el sueño y las ganas de volver a la cama, por si se perdía algo importante.
    —No, Alteza. Te agradezco tu interés.
    Bane asintió con un bostezo.
    —Creo que voy a acostarme, Alfred. No para dormir, que quede claro; sólo para descansar.
    —Deja que te arregle las mantas, Alteza. —Alfred echó una rápida mirada a hurtadillas hacia Hugh y Haplo, que seguían golpeando la reja—. ¿Te molesta que te haga una pregunta?
    Bane bostezó hasta que le crujieron las mandíbulas. Con los párpados casi cerrados, se dejó caer al suelo de la cuba y respondió, soñoliento:
    —Claro que no.
    —Alteza... —Alfred bajó la voz y mantuvo los ojos fijos en la manta que, como de costumbre, retorcía y arrugaba con torpeza entre sus manos sin conseguir arreglarla—, cuando miras a ese tal Haplo, ¿qué ves?
    —Veo a un hombre. No muy agradable, pero tampoco repulsivo como Hugh.
    Ya que me lo preguntas, ese Haplo no es nada especial. ¡Eh, Alfred!, ya estás montando un lío con esa manta, como siempre.
    —No, Alteza. Ahora lo soluciono. —El chambelán continuó maltratando la manta—. Volviendo a mi pregunta, no era a eso a lo que me refería.
    Alfred hizo una pausa y se humedeció los labios. Sabía que, sin duda, su siguiente pregunta daría qué pensar a Bane; con todo, también consideraba que no tenía otra elección, dadas las circunstancias. Tenía que descubrir la verdad.
    — ¿Qué es lo que ves con..., con tu visión especial?
    Bane abrió los ojos como platos y luego los entrecerró, con un destello de astucia y perspicacia. El brillo de inteligencia desapareció de ellos tan deprisa, enmascarado por la falsa mueca de inocencia, que Alfred lo habría creído producto de su imaginación si no lo hubiera visto ya en ocasiones anteriores.
    — ¿Por qué lo preguntas, Alfred?
    —Por pura curiosidad, Alteza. Sólo por eso.
    El chiquillo lo observó con aire especulativo, calculando tal vez cuánta información más podría conseguir del chambelán con halagos. Quizás estaba sopesando si sacaría más diciendo la verdad, mintiendo o combinando ambas cosas de la manera más conveniente.
    El príncipe dirigió una cauta mirada furtiva a Haplo, se inclinó hacia Alfred y añadió en tono confidencial:
    —No veo nada.
    Alfred se sentó en cuclillas, con un gesto de preocupación en su rostro contraído y agobiado, y miró intensamente a Bane tratando de determinar si el muchacho era sincero o no.
    —Sí —continuó Bane, tomando la mirada por otra pregunta—. No veo nada. Y sólo conozco a otra persona con la que me suceda lo mismo: tú, Alfred. ¿Qué deduces de ello?
    El muchacho lo miró con unos ojos luminosos, resplandecientes. De pronto, la manta pareció extenderse sola, lisa y perfecta, sin la menor arruga.




    —Ya puedes acostarte, Alteza. Parece que mañana nos espera otro día emocionante.
    —Te he hecho una pregunta, Alfred —insistió el príncipe mientras se acostaba, obediente.
    —Sí, Alteza. Debe de ser una coincidencia. Nada más.
    —Supongo que tienes razón, Alfred.
    Bane le dirigió una dulce sonrisa y cerró los ojos. La sonrisa se mantuvo en sus labios; el muchacho debía de estar riéndose de alguna gracia íntima.
    Alfred se dio un masaje en la rodilla y llegó a la conclusión de que, una vez más, había metido la pata. Le acababa de dar una pista a Bane y antes, contraviniendo todas las órdenes expresas al respecto, había conducido a un ser de otra raza a la cámara del mausoleo y le había permitido salir de nuevo. De todos modos, se dijo, ¿tenía aquello alguna importancia, todavía? ¿De veras importaba?
    No pudo evitar una mirada a Haplo, que se estaba preparando para pasar la noche. Ahora, Alfred sabía la verdad; sin embargo, se resistió a aceptarla. Se dijo a sí mismo que era una coincidencia. Bane no conocía a todas las personas del mundo. Podía haber muchas cuya vida pasada resultara invisible a sus facultades clarividentes.
    El chambelán vio que Haplo se acostaba, vio que le daba unas palmaditas al perro y vio que el animal adoptaba una posición protectora al costado de su amo.
    «Tengo que asegurarme —pensó—. Tengo que salir de dudas y así se tranquilizará mi mente. Y podré burlarme de mis temores.»
    O podría prepararse para hacerles frente.
    No, era mejor que dejara de pensar así. Bajo las vendas sólo encontraría llagas, como el hombre había dicho.
    Alfred esperó. Limbeck y Hugh volvieron a sus camas y la Mano dirigió una mirada hacia el chambelán. Éste fingió dormir. El príncipe parecía profundamente dormido, pero no estaría de más asegurarse. Limbeck permanecía despierto, con la vista fija en el techo de la cuba, asustado y preocupado, repasando mentalmente todas sus resoluciones. Hugh apoyó la espalda en la pared de la cuba y, sacando la pipa, la sostuvo entre sus dientes y miró al vacío con aire sombrío.
    El chambelán no disponía de mucho tiempo. Se apoyó sobre un codo, con los hombros hundidos y la mano junto al cuerpo, y se volvió hacia Limbeck.
    Levantando los dedos índice y corazón, dibujó entonces un signo en el aire.
    Musitando la runa, volvió a dibujar los trazos. Limbeck bajó los párpados, los alzó, le volvieron a caer y, tras unas vibraciones, quedaron definitivamente cerrados e inmóviles. La respiración del geg se hizo rítmica y pausada. Con movimientos ágiles y sigilosos, Alfred se volvió ligeramente hasta quedar de cara a la Mano y repitió el signo mágico. La cabeza de Hugh cayó hacia adelante. La pipa se deslizó de sus labios y resbaló hasta el regazo. A continuación, Alfred miró a Bane y dibujó la runa una vez más; si el chiquillo estaba despierto todavía, con esto quedaría dormido al instante.
    Por fin, vuelto hacia Haplo, Alfred trazó el signo mágico y susurró las mismas palabras, pero esta vez con más concentración, con más fuerza.
    Por supuesto, el perro era muy importante pero, si las sospechas de Alfred respecto al animal eran acertadas, todo saldría bien.




    Se obligó a esperar pacientemente unos momentos más, para permitir que el encantamiento sumiera a todo el mundo en un sueño profundo. Nadie se movió.
    Todo estaba en silencio.
    Alfred se puso en pie lenta y cautelosamente. El hechizo era poderoso;
    hubiera podido echar a correr por la cuba gritando, batiendo tambores y haciendo sonar las cornetas, y ninguno de los presentes habría pestañeado siquiera. Pese a ello, sus propios temores irracionales lo contenían, atenazaban sus pasos. Avanzó con sigilo y agilidad, sin asomo de cojera pues el dolor de la rodilla había sido fingido. Aun así, a juzgar por la lentitud de sus movimientos, el dolor podría haber sido auténtico y la herida, realmente debilitadora. Notaba los latidos del corazón en el cuello y tenía los ojos llenos de chiribitas que le oscurecían la visión.
    Se obligó a continuar. El perro estaba dormido, con los ojos cerrados; de lo contrario, Alfred no habría podido acercarse a su amo. Sin atreverse a respirar, luchando contra unos espasmos en el pecho que lo dejaban sin aliento, el chambelán se arrodilló junto a la figura dormida de Haplo. Alargó una mano tan temblorosa que apenas consiguió guiarla hacia donde debía ir y se detuvo. En aquel instante, habría rezado una plegaria si hubiera habido algún dios cerca para oírla. Pero allí sólo estaba él.
    Apartó las vendas que envolvían la mano de Haplo.
    Allí, tal como había sospechado, estaban los símbolos mágicos.
    Los ojos de Alfred se llenaron de unas lágrimas que le escocían y le impedían ver con claridad. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para volver a cubrir la piel tatuada con la venda para que Haplo no advirtiera que había hurgado en ella. Sin apenas ver por dónde iba, Alfred regresó a trompicones hasta su manta y se dejó caer en ella. Cuando su cuerpo tocó el suelo, le dio la impresión de que no se detenía, sino que seguía cayendo y cayendo en espiral por un oscuro pozo de inexpresable horror.

    . «En armonía con los elementos», en elfo. (N del a.)


    CAPITULO
    EN CIELO ABIERTO, SOBRE EL TORBELLINO
    El capitán de la nave elfa Carfa'shon era miembro de la familia real. No un miembro muy importante, pero un miembro en cualquier caso, hecho del cual se sentía extraordinariamente consciente y así se lo hacía sentir también a quienes lo rodeaban. Con todo, había una pequeña cuestión acerca de aquella sangre real que nunca era aconsejable sacar a relucir, y era su desafortunada relación de parentesco con el príncipe Reesh'ahn, el líder de la rebelión que había estallado entre los elfos.
    En los prósperos tiempos de antaño, el capitán solía proclamar modestamente que era nada menos que primo quinto del elegante, joven y guapo príncipe elfo.
    Ahora, tras la desgraciada actuación de Reesh'ahn, el capitán Zankor'el aseguraba a la gente que era apenas un primo quinto del hombre, y eso parecía poner un par de primos más de por medio.
    Siguiendo la costumbre y tradición de toda la estirpe real elfa, tanto rica como pobre, el capitán Zankor'el servía a su pueblo trabajando dura y enérgicamente durante su vida. Y, siguiendo asimismo la tradición de la realeza, esperaba continuar sirviendo a los elfos en el momento de su muerte. A los señores y damas de sangre real no se les permite pasar apaciblemente al olvido eterno cuando les llega la hora, sino que sus almas son capturadas antes de que puedan alejarse aleteando para pasar el tiempo futuro en los eternos prados primaverales.
    Las almas de la estirpe real son mantenidas entonces en estasis por los magos elfos, que emplean la energía de las almas para llevar a cabo su magia.
    Debido a ello, es necesario que los magos acompañen constantemente a los miembros de la familia real, dispuestos en todo momento —de día y de noche, en la paz y en mitad de una feroz batalla— para hacerse cargo del alma si se produce la muerte. Los hechiceros destinados a tal deber tienen un título oficial, weesham, por el que se los nombra entre la alta sociedad elfa. En cambio, entre todos los demás se los conoce por geir, palabra cuyo antiguo significado era
    «buitre».

    . Algunas opiniones consideran que la orden de los monjes kir pudo desarrollarse entre los humanos como una forma corrupta de las Sombras Élficas. Los monjes kir constituyen una organización cerrada y secreta, por lo que se niegan a hablar de sus orígenes. La leyenda, por su parte, dice que la organización fue fundada por un grupo de magos humanos que se proponía descubrir el secreto de la captura de almas. Los magos no consiguieron su propósito, pero la orden que fundaron se mantuvo. Se permitió el acceso a ella de humanos normales —los no poseedores de facultades mágicas— y, con el transcurso del tiempo, los monjes pasaron del intento de burlar a la muerte, a rendirle adoración. (N. del a.)


    El geir sigue al elfo de sangre real desde la infancia hasta la vejez, sin abandonarlo nunca. Al nacer, al niño se le adjudica un geir y éste lo ve dar los primeros pasos, viaja con él durante los años de aprendizaje, vigila junto a su cama todas las noches (incluso la de bodas) y lo asiste en la hora de la muerte.
    Los magos que aceptan esta tarea —que, entre los elfos, ha adquirido un carácter sagrado— son sometidos a un meticuloso aprendizaje. Se les estimula a desarrollar una estrecha relación personal con aquel sobre el cual extienden la sombra negra de sus alas. El o la geir no puede casarse, de modo que el pupilo se convierte en toda su vida, ocupando el lugar del marido, la esposa y el hijo. Como los geir son de más edad que sus pupilos (por lo general están entre los veinte y treinta ciclos cuando aceptan la responsabilidad de los niños), suelen asumir el papel adicional de mentor y confidente. Entre la sombra y su pupilo surgen muchas amistades profundas y duraderas. En tales casos, a menudo, los geir no sobreviven mucho tiempo a su protegido, sino que envía el alma a la Catedral del
    Albedo y luego se esconde para morir de pena.
    Así pues, los miembros de la familia real viven, desde su nacimiento, con el recuerdo constante de su mortalidad revoloteando en torno a sus hombros. Y han llegado a vanagloriarse de los geir. Los magos de la túnica negra denotan la estirpe regia y simbolizan ante los elfos que sus líderes no sólo les sirven en vida, sino también tras la muerte. La presencia del geir tiene el efecto adicional de aumentar el poder real. Resulta difícil negarle al rey elfo lo que desea, con la figura de túnica oscura presente siempre a su lado.
    Es comprensible que los miembros de la familia real, en especial los más jóvenes, sean un poco alborotados y temerarios y vivan la vida con despreocupación. Las fiestas reales suelen ser acontecimientos caóticos. El vino corre con prodigalidad y la alegría tiene un punto de frenesí, de histeria. Una doncella elfa refulgente, bellamente vestida, baila y bebe, y no se priva de nada que pueda darle placer pero, allí donde vuelva la mirada, tiene que ver a su geir de pie, apoyado en la pared, con los ojos siempre puestos en aquel o aquella cuya vida —
    y, más importante aún, cuya muerte— le ha sido confiada.
    El capitán de la nave elfa de transporte de agua tenía su correspondiente geir y es preciso reconocer que a bordo había más de uno que deseaba que la sombra del primo quinto del príncipe Reesh'ahn diera pronto cumplimiento a su sagrada misión; la mayoría de quienes servían al capitán expresaban (en vo baja) la opinión de que el alma del capitán sería mucho más valiosa para el reino de los elfos si dejara de estar unida a su cuerpo.
    Alto, delgado y bien parecido, el capitán Zankor'el sentía una gran consideración personal para consigo mismo y ninguna en absoluto para con aquellos que tenían la manifiesta desgracia de no ser de alto rango, de no ser de estirpe real y, en resumen, de no ser él.
    —Capitán...
    — ¿Teniente?




    Esto último siempre sonaba con un ligero retintín de suficiencia.
    —Estamos entrando en el Torbellino.
    —Gracias, teniente, pero no estoy ciego ni soy tan estúpido como tal vez lo fuera su último y difunto capitán. Viendo las nubes de tormenta, he sido capaz de deducir casi al instante que estábamos en una tormenta. Si quiere, puede pasar el anudo al resto de la tripulación, que quizá no se ha dado cuenta.
    El teniente se puso tenso y su piel clara enrojeció hasta un delicado tono carmesí.
    — ¿Puedo recordar al capitán con todo respeto que tengo la obligación reglamentaria de informarle de nuestra entrada en cielos peligrosos?
    —Puede recordárselo si quiere, pero yo que usted no lo haría, porque al capitán le parece que está usted al borde de la insubordinación —replicó
    Zankor'el, llevándose a los ojos un catalejo y echando un vistazo por las portillas de la nave dragón—. Ahora, vaya abajo y encárguese de los esclavos. Por lo menos, supongo que para esta tarea estará preparado, ¿verdad, teniente?
    El capitán no llegó a pronunciar en voz alta esta última frase, pero quedaba implícita en su tono de voz. Tanto el teniente como los demás tripulantes que se hallaban en el puente escucharon con toda claridad sus mudas palabras.
    —Muy bien, señor —respondió el teniente Bothar'in. El tono carmesí había desaparecido de sus mejillas, dejándolas blancas de cólera contenida.
    Ninguno de los otros miembros de la tripulación se atrevió a mirar a los ojos al teniente, pues era absolutamente inaudito que se enviara al segundo de a bordo a la cubierta inferior durante un descenso. Siempre era el propio capitán quien se encargaba de aquella arriesgada maniobra, ya que el control de las alas era fundamental para la seguridad de la nave. Se trataba de un puesto peligroso durante un descenso (el anterior capitán había perdido la vida allí abajo), pero un buen comandante ponía la seguridad de la nave y de la tripulación por encima de la suya y por ello, al ver que era el teniente quien bajaba a la cubierta inferior mientras el capitán se quedaba en el puesto más cómodo, en el puente, la tripulación elfa no pudo evitar intercambiar unas miradas sombrías.
    La nave dragón se sumergió en la tormenta. Los vientos empezaron a sacudir el casco y en torno a él estallaron los relámpagos, casi cegadores, acompañados de unos truenos ensordecedores. En la cubierta de los galeotes, los esclavos humanos, sujetos a los correajes que los unían a las alas mediante cables, luchaban con todas sus energías para mantener derecha la nave y continuar el vuelo a través de la tormenta. Las alas habían sido cerradas lo más posible, reduciendo su efecto mágico para posibilitar el descenso. Sin embargo, las alas no podían plegarse del todo pues, de hacerlo, la magia dejaría de actuar por completo y la nave se desplomaría sin control hasta estrellarse en la superficie de Drevlin.
    Así pues, era preciso mantener un delicado equilibrio durante la maniobra, que era una tarea sencilla cuando el tiempo era bueno y despejado pero que entrañaba dificultades extremas en mitad de una furiosa tormenta.
    — ¿Dónde está el capitán? —preguntó el contramaestre.
    —Yo me encargaré de la maniobra aquí abajo —respondió el teniente.
    El contramaestre echó un vistazo al rostro tenso y pálido del teniente, observó sus mandíbulas encajadas y sus labios apretados y comprendió la situación.
    —Tal vez no sea pertinente que diga esto, señor, pero me alegro de que esté aquí usted, en lugar de él.




    —Tiene razón, contramaestre, su comentario no es pertinente —respondió el teniente mientras ocupaba su posición delante de los galeotes.
    Prudentemente, el contramaestre no dijo nada más, pero cruzó una mirada con el mago de la nave, cuya tarea consistía en mantener la magia en funcionamiento. El mago se encogió de hombros y el contramaestre sacudió la cabeza en gesto de negativa. Tras ello, los dos se dedicaron a sus respectivas tareas, que eran lo bastante complicadas como para exigir toda su atención.
    Arriba, el capitán Zankor'el permanecía firme en la oscilante cubierta, con las piernas abiertas, contemplando a través del catalejo la masa de nubes que se arremolinaba debajo de la nave. El geir estaba sentado a su lado en una silla de cubierta; demudado de terror y mareado hasta la náusea, el mago se agarraba a todo lo que alcanzaban sus manos como si en ello le fuera la vida.
    —Ten, weesham. Creo que he visto los Escollos Flotantes. Sólo ha sido un momento, en el ojo de ese remolino de nubes. ¿Quieres echar un vistazo? —
    añadió, ofreciéndole el catalejo.
    — ¡No lo permitan las almas de nuestros antepasados! —replicó el hechicero con un escalofrío. Ya era suficientemente terrible tener que viajar en aquel frágil artefacto de piel, madera y magia, para encima tener que mirar por dónde se desplazaban—. ¿Qué ha sido eso?
    El hechicero levantó la cabeza con gesto alarmado y en su mentón afilado, desprovisto de barba, apareció un temblor. Abajo, en la cubierta de los galeotes, acababa de resonar un perceptible crujido. La nave cabeceó de pronto y el capitán perdió el equilibrio.
    — ¡Maldito sea ese Bothar'in! —masculló Zankor'el—. ¡Le abriré un expediente por esto!
    —Si aún está vivo —acotó el pálido hechicero con un jadeo.
    — ¡Por su bien, será mejor que no lo esté! —exclamó el capitán, incorporándose.
    Entre la tripulación se cruzaron nuevas miradas y un joven elfo imprudente llegó a abrir la boca para replicar, pero un compañero le dio un codazo en las costillas justo a tiempo y el joven tripulante se tragó sus palabras sediciosas.
    Durante un aterrador instante, la nave pareció quedar fuera de control y a merced del viento. Se desplomó vertiginosamente y estuvo a punto de volcar por impulso de una violenta ráfaga de aire. Una corriente ascendente la elevó a continuación, para dejarla caer de nuevo. El capitán gritó maldiciones y órdenes contradictorias a la cubierta inferior, pero se cuidó mucho de abandonar la seguridad del puente. El geir se encogió en un rincón y la expresión de su rostro pareció dar a entender que ojalá hubiera escogido otra ocupación en su vida.
    Por fin, la nave se enderezó y alcanzó el centro del Torbellino, donde reinaba la calma y lucía el sol, y donde, por contraste, el remolino de nubes que lo circundaba parecía mucho más negro y amenazador. Allá abajo, en Drevlin, los
    Escollos Flotantes titilaban brillantes bajo los rayos solares.
    Construidos por los dictores con el propósito de estar permanentemente enfocados hacia el ojo de la eterna tormenta, los Escollos Flotantes eran el único lugar del continente donde los gegs podían alzar la vista y contemplar el rutilante firmamento, y sentir el calor del sol. No es de extrañar, pues, que aquél fuera para los gegs un lugar sagrado, y más aún por el hecho de que allí se producía el descenso mensual de los «welfos».

    . Término empleado por los elfos para referirse a los humanos. (N. déla.)


    Tras un breve intervalo, durante el cual la respiración se hizo más relajada y muchos rostros pálidos recuperaron el color, el teniente hizo acto de presencia en el puente. El joven imprudente tuvo la osadía de entonar unos vítores que provocaron una mirada malévola del capitán, y el joven elfo comprendió que le quedaba poco tiempo como tripulante en aquella nave.
    —Bien, ¿qué estragos has causado ahí abajo, además de haber estado a punto de matarnos a todos? —exigió el capitán.
    Al teniente le corría un reguero de sangre por el rostro, tenía sus rubios cabellos salpicados de coágulos y manchas del rojo líquido y sus mejillas mostraban un tono ceniciento, con los ojos nublados por el dolor.
    —Se soltó un cable, señor, y el ala derecha se deslizó. Ya hemos aparejado provisionalmente un nuevo cable y volvemos a tener el control de la nave.
    El teniente Bothar'in no hizo mención de la caída contra la cubierta, de su esfuerzo hombro con hombro junto a un esclavo humano, ambos luchando desesperadamente para recuperar el dominio del ala y salvar las vidas de todos. No era preciso explicar tales cosas. La experimentada tripulación era consciente de la lucha a vida o muerte que se había desarrollado bajo sus pies. Tal vez el capitán también, pese a no haber comandado nunca una nave hasta aquel viaje, o quizá lo vio reflejado en el rostro de los tripulantes. Por eso no se lanzó a una diatriba contra el teniente y su incompetencia, sino que se limitó a preguntar:
    — ¿Ha muerto alguna de las bestias?
    Al teniente se le ensombreció la expresión.
    —Un humano ha resultado gravemente herido, señor: el esclavo al que se le rompió el cable. Ha salido despedido y se ha estrellado contra el casco. El cable se le ha enroscado a la cintura y casi lo parte en dos antes de que pudiéramos liberarlo.
    —Pero no ha muerto, ¿no es eso? —El capitán levantó una ceja perfectamente depilada.
    —No, señor. El mago de a bordo se está ocupando de él ahora.
    — ¡Tonterías! Es una pérdida de tiempo. Que lo arrojen por la borda. Hay muchas más bestias como ésa en el lugar del que ha salido.
    —Sí, señor —respondió el teniente con la mirada fija en algún punto inconcreto a la izquierda del hombro del capitán.
    Una vez más, los ojos almendrados de los tripulantes elfos intercambiaron miradas con disimulo. Para ser sinceros, debe reconocerse que ninguno de ellos sentía el menor amor por los esclavos humanos. Con todo, aquellos humanos gozaban al menos de un cierto respeto, reconocido de mala gana, por no hablar del hecho de que la tripulación había decidido, perversamente, tomar partido siempre por aquel que sufriera los ataques del capitán. Todos los presentes en el puente, incluido el propio capitán Zankor'el, sabían que el teniente no tenía la menor intención de cumplir la orden.
    La nave se estaba acercando al punto de encuentro con el Conducto Vital. El capitán Zankor'el no tenía tiempo para hacer una cuestión de aquel asunto, ni podía hacer otra cosa, en realidad, sino bajar y ocuparse en persona de que la orden fuera obedecida. Sin embargo, tal cosa iría en detrimento de su dignidad de comandante y podía salpicarle de sangre el uniforme.
    —Eso es todo, teniente.

    . Cada mes, todos los cachivaches y trastos viejos acumulados en las tierras de los elfos son transportados hasta el puerto mediante carretas tiradas por tieros. Una vez allí, se cargan a bordo de la nave y son enviados como recompensa a los fieles y resignados gegs, sin los cuales el Reino Medio no sobreviviría mucho tiempo. (N. del a.)


    Vuelva a sus obligaciones —dijo, pues, y se dio la vuelta catalejo en mano para mirar por las portillas, alzando el artilugio óptico para comprobar si ya estaba a la vista la tubería. No obstante, Zankor'el no olvidó el incidente ni perdonó al teniente.
    —Esto le costará la cabeza —murmuró a su geir, que se limitó a asentir, cerró los ojos y pensó en ponerse gravemente enfermo.
    Por fin, la tubería del agua fue avistada descendiendo del cielo y la nave elfa se colocó en posición para guiarla y escoltarla. El conducto del agua era muy antiguo y había sido construido por los sartán cuando llevaron a los supervivientes de la Separación al mundo de Ariano, que tenía abundancia de agua en el Reino
    Inferior pero carecía de ella en los reinos superiores. La tubería era de un metal que no se oxidaba nunca. La aleación seguía siendo un misterio para los alquimistas elfos, que habían pasado siglos tratando de reproducirla. Accionada mediante un enorme mecanismo, la tubería caía por un pozo que atravesaba el continente de Aristagón. Una vez al mes, de forma automática, descendía por cielo abierto hasta el continente de Drevlin.
    Aunque el conducto podía bajar por sí solo, era precisa una nave elfa para guiarlo hacia los Escollos Flotantes, donde tenía que ser conectado a un enorme surtidor. Cuando ambas bocas quedaban sujetas, la Tumpa-chumpa recibía una misteriosa señal y abría el paso del agua. Una combinación de fuerzas mágicas y mecánicas enviaban el líquido tubería arriba. Y en lo alto, en Aristagón, los elfos conducían el agua a inmensas cisternas de almacenamiento.
    Después de la Separación, elfos y humanos habían convivido en paz en
    Aristagón y las islas que lo rodeaban. Bajo la dirección de los sartán, las dos razas compartían por igual el líquido vital. Sin embargo, con la desaparición de los sartán, su caro sueño de paz se hizo añicos. Los humanos dijeron que la guerra era culpa de los elfos, que habían caído poco a poco bajo el control de una poderosa facción de hechiceros. Los elfos afirmaron que los responsables eran los humanos, manifiestamente belicosos y bárbaros.
    Los elfos, con sus vidas más largas, su población más numerosa y su conocimiento de las artes mágicas, habían demostrado ser los más fuertes y habían expulsado a los humanos de Aristagón, la fuente de agua del Reino Medio.
    Los humanos contraatacaron con ayuda de los dragones, asaltando las ciudades elfas para robarles el agua o abordando las naves elfas que transportaban el preciado líquido a las islas vecinas bajo el control elfo.
    Un transporte de agua como el comandado por el capitán Zankor'el llevaba a bordo ocho enormes toneles de rara madera de roble (obtenida sólo los sartán sabían dónde), ribeteados con aros de acero. Cuando la nave regresaba a las islas elfas, llevaba agua en esos toneles, pero en su viaje de ida los recipientes iban llenos de la chatarra que los elfos daban a los gegs como pago.
    Los elfos tenían un desprecio absoluto por los gegs. Si los humanos eran bestias, los gegs eran insectos.




    CAPÍTULO
    WOMBE, DREVLIN, REINO INFERIOR
    Los sartán construyeron la Tumpa-chumpa, nadie sabe cómo ni por qué. Los magos elfos habían hecho hacía tiempo un estudio minucioso de la máquina, del que sacaron en conclusión un montón de teorías, pero ninguna respuesta. La
    Tumpa-chumpa tenía algo que ver con el mundo, pero ¿qué? El bombeo de agua a los reinos superiores era importante, desde luego, pero para los magos resultaba evidente que tal trabajo podría haberlo llevado a cabo una máquina mágica mucho más pequeña y menos complicada (aunque también menos maravillosa).
    De todas las construcciones de los sartán, los Levarriba eran las más impresionantes, misteriosas e inexplicables. Nueve brazos gigantescos, hechos de latón y acero, se alzaban de la coralita, algunos de ellos a varios menka de altura sobre el suelo. Sobre cada brazo había una mano enorme con los dedos de oro y goznes de latón en todas las articulaciones y en la muñeca. Las manos resultaban visibles a las naves elfas en su descenso y todos cuantos alcanzaban a verlas coincidían en que muñecas y dedos —de un tamaño tal que hubieran podido sostener una de las enormes naves de transporte de agua en la dorada palma—
    eran móviles.
    ¿Para qué habían sido diseñadas aquellas manos? ¿Habían cumplido su cometido? ¿Lo estaban cumpliendo todavía? Esto último parecía improbable.
    Todas, menos una, habían languidecido hasta caer en una agotada rigidez, como la de un cadáver. La única mano que aún poseía vida pertenecía a un brazo más corto que los demás y se erguía en un enorme círculo de brazos que circundaba una extensa zona correspondiente en tamaño, aproximadamente, a la circunferencia del ojo de la tormenta. El brazo corto estaba situado cerca del orificio de salida del agua y tenía la mano extendida y plana, con los dedos juntos y la palma hacia arriba, formando una plataforma perfecta en la que podía sostenerse en pie quien así quisiera. El interior del brazo estaba hueco, con un pozo en su centro. Un portalón en la base permitía el acceso, y cientos de peldaños que subían en espiral alrededor del hueco central permitían ascender hasta lo alto a los dotados de buenos pulmones y piernas resistentes.
    Aparte de las escaleras, una puerta dorada y bellamente tallada conducía al pozo central del brazo. Entre los gegs corría una leyenda según la cual todo el que entrara por la puerta sería aspirado hasta la cima con la fuerza y velocidad del agua que surgía del geiser, y de ahí el nombre que daban los gegs a los artefactos, «Levarriba», aunque no se guardaba recuerdo de nadie que se hubiera atrevido a abrir la puerta dorada.
    Allí, en aquel brazo, el survisor jefe, el ofinista jefe y otros gegs considerados dignos de compartir el honor se congregaban cada mes para dar la bienvenida a los welfos y recibir su pago por los servicios prestados. Todos los gegs de la ciudad de Wombe y los que acudían en peregrinación de sectores vecinos de Drevlin se aventuraban bajo la furiosa tormenta para reunirse en torno a la base de los brazos, observando el cielo y esperando que cayera de éste el soldó, como se lo conocía. Durante la ceremonia, se producían frecuentes heridos entre los gegs, pues nunca se sabía qué podía caer de los toneles de las naves welfas. (En cierta ocasión, un voluminoso sofá de terciopelo con patas como garras había acabado con una familia entera.) Pese a ello, todos los gegs estaban de acuerdo en que el riesgo merecía la pena.
    La ceremonia de aquella mañana estaba especialmente concurrida, pues los cantores de noticias y el misor-ceptor habían corrido la voz de que Limbeck y sus dioses que no lo eran iban a ser entregados a los dioses que sí lo eran, los welfos.
    El survisor jefe, que esperaba problemas, parecía bastante desconcertado al observar que no se producían. La multitud, que había apretado el paso entre la coralita aprovechando un respiro entre tormenta y tormenta, estaba tranquila y en orden. Demasiado tranquila, pensó el survisor jefe mientras avanzaba chapoteando entre los charcos.
    A su lado marchaba el ofinista jefe, cuyo rostro era el retrato de la indignación más hipócrita. Tras ellos venían los dioses que no lo eran. Considerando su situación, se tomaban las cosas bastante bien. También ellos guardaban silencio;
    incluso Limbeck, el agitador, quien parecía, al menos, amansado y serio. Su actitud proporcionó al survisor jefe la satisfacción de pensar que, por fin, el joven rebelde había aprendido la lección.
    Los brazos apenas podían distinguirse entre las veloces nubes, con su acero y su metal despidiendo reflejos de la luz solar que únicamente brillaba en aquel lugar de todo Drevlin. Haplo los observó con indisimulado asombro.
    —En nombre de la creación, ¿qué es eso?
    Bane también los contemplaba boquiabierto y con los ojos como platos. Hugh explicó en breves palabras lo que sabía de los brazos; es decir, lo que había oído comentar sobre ellos a los elfos y que se reducía a casi nada.
    — ¿Entendéis ahora por qué resulta tan frustrante? —Dijo Limbeck, despertando de sus preocupaciones y contemplando casi con enfado los Levarriba que centelleaban en el horizonte—. Sé que si los gegs reuniéramos nuestros conocimientos y analizáramos la Tumpa-chumpa, comprenderíamos el cómo y el porqué. Pero no quieren. Sencillamente no quieren.
    Irritado, dio un puntapié a un fragmento suelto de coralita y lo envió rodando por el suelo.

    . Conocido entre los humanos como gaita. (N, del a.)


    El perro, animado, se lanzó a perseguirlo dando alegres saltos entre los charcos. Los gardas que rodeaban a los prisioneros echaron miradas nerviosas al animal.
    —El «porqué» es un arma peligrosa —comentó Haplo—. Desafía los usos antiguos a los que uno está acomodado; obliga a la gente a pensar en lo que hace, en lugar de llevarlo a cabo mecánica y estúpidamente. No es extraño que tus congéneres le tengan miedo.
    —Creo que el peligro no está tanto en preguntarse el «porqué» como en creer que ha topado uno con la única respuesta —intervino Alfred, casi como si hablara consigo mismo.
    Haplo lo oyó y pensó que era una sentencia bastante extraña para proceder de un humano. Aunque aquel Alfred era, en efecto, un humano muy extraño. La mirada del chambelán ya no se volvía furtivamente hacia las manos vendadas del patryn. Al contrario, parecía evitar mirarlas y también parecía evitar en lo posible el roce con él. Alfred parecía haber envejecido durante la noche. Las arrugas de preocupación eran más hondas y unas marcadas ojeras cubrían las bolsas de piel bajo sus párpados. Era evidente que había dormido poco o nada, aunque ello tal vez no fuera insólito tratándose de un hombre que iba a afrontar una batalla por su vida esa mañana.
    Haplo se tocó las vendas, pensativo, para cerciorarse de que los reveladores signos mágicos tatuados en su piel estaban a cubierto. Mientras lo hacía, se vio obligado a preguntarse por qué razón el gesto le parecía, de pronto, vacío e inútil.
    —No te preocupes, Limbeck —dijo Bane en voz muy alta, olvidando que estaban alejándose del estruendo de la enorme máquina—. ¡Cuando lleguemos junto a mi padre, el misteriarca, él tendrá todas las respuestas!
    Hugh no sabía que acababa de decir el chiquillo, pero vio que Limbeck fruncía el entrecejo y echaba una mirada de temor hacia los guardianes, y advirtió que éstos observaban con suspicacia al príncipe y a sus compañeros. Sin duda, Bane había dicho alguna inconveniencia. ¿Dónde diablos estaba Alfred? Se suponía que debía ocuparse de su príncipe...
    Se volvió, dio un golpe en el brazo al chambelán y, cuando éste alzó la mirada, la Mano le señaló al muchacho. Alfred parpadeó como si por un momento se preguntara quién era, pero enseguida reaccionó. Apretando el paso, resbalando y tropezando, y moviendo los pies en direcciones que uno no hubiera creído humanamente posibles, Alfred llegó al lado de Bane y, para distraer su atención, empezó a responder a las preguntas de Su Alteza sobre las armas de fuego.
    Por desgracia, la mente de Alfred seguía concentrada en el terrible descubrimiento de la noche anterior y no en lo que estaba diciendo. Bane, a su vez, estaba concentrado en hacer cierto descubrimiento y, gracias a las irreflexivas respuestas del chambelán, se estaba acercando mucho a su objetivo.
    Jarre y los miembros de la UAPP marchaban tras los gardas, quienes lo hacían a su vez detrás de los prisioneros. Ocultos bajo las capas, mantones y largas barbas llevaban tronadores, tintineadoras, un surtido de bocinas y alguno que otro gemidor de fuelle. En una reunión de la UAPP celebrada apresuradamente y en secreto avanzada la noche, Jarre había enseñado la canción a sus correligionarios. Siendo una raza amante de la música —los cantores de noticias habían mantenido informados a los gegs durante siglos—, no tuvieron problemas en aprenderla muy pronto. Luego, regresaron a sus casas y la cantaron a sus esposas, hijos y vecinos de confianza, que también la aprendieron. Nadie sabía muy bien por qué cantaban aquella pieza en concreto. Jarre había sido bastante imprecisa al respecto, pues ella tampoco estaba muy segura.
    Corría el rumor de que era así cómo luchaban welfos y humanos: cantaban y hacían sonar las bocinas y los demás instrumentos. Cuando los welfos fueran derrotados (y podían serlo, ya que no eran inmortales) serían obligados a entregar más tesoros a los gegs.
    Jarre, cuando supo que corría este rumor entre los miembros de la Unión, no lo negó. Al fin y al cabo, era algo parecido a la verdad.
    Camino de los Levarriba, sus correligionarios parecían tan ansiosos y entusiasmados que Jarre estaba convencida de que los gardas leerían sus planes en los ojos radiantes y las sonrisas presumidas de la comitiva —por no hablar del hecho de que quienes portaban los instrumentos tintineaban, tronaban y en ocasiones gemían de la manera más misteriosa—. Al entender de los gegs, perturbar la ceremonia era en cierto modo un acto de justicia, pues aquellos rituales mensuales con los welfos eran un símbolo del trato de esclavos que recibía el pueblo geg. Quienes vivían en Drevlin —la mayoría de ellos pertenecientes al mismo truno que el survisor jefe— eran los únicos que recibían con regularidad el soldó mensual y, aunque el survisor jefe insistía en que todos los gegs podían acudir a reclamar el suyo, tanto él como el resto de moradores de Drevlin sabían que los gegs estaban atados a la Tumpa-chumpa y que sólo un puñado de ellos —
    y, en su mayor parte, ofinistas— podían abandonar su servidumbre el tiempo suficiente para complacerse con la visión de los welfos y para conseguir una parte de la recompensa que éstos entregaban en sus visitas.
    Los gegs, muy exaltados, marchaban a la batalla y en sus manos tintineaban, tronaban y gemían las armas. Jarre, avanzando entre ellos, les recordó las instrucciones que les había impartido.
    —Cuando los humanos empiecen a cantar, irrumpiremos en las escaleras cantando a voz en grito. Limbeck pronunciará un discurso...
    Sonaron algunos aplausos.
    —... y, junto con los dioses que no lo son, entrará en la nave...
    — ¡Queremos esa nave! —gritaron varios de sus correligionarios.
    — ¡No, no! —replicó Jarre con irritación—. Lo que queréis es la recompensa.
    Esta vez vamos a conseguir nuestro soldó. Integro.
    El aplauso fue ahora multitudinario.
    — ¡El survisor jefe no se llevará esta vez ni un tapete de punto! ¡Limbeck subirá a la nave y viajará en ella a los mundos superiores, donde conocerá la
    Verdad, y volverá para proclamarla y liberar a su pueblo!
    En esta ocasión, no hubo aplausos. Después de la promesa de acceder a la recompensa de los welfos —en especial a los tapetes de punto, de los que había una gran demanda últimamente—, a nadie le importaba ya la Verdad. Jarre se dio cuenta de ello y se entristeció, pues sabía que también apenaría a Limbeck si alguna vez se enteraba.
    Pensando en Limbeck, Jarre se abrió paso poco a poco entre la multitud hasta que se encontró caminando detrás de él. Cubriéndose la cabeza con el mantón para que nadie la reconociera, mantuvo sus ojos y sus pensamientos fijos en Limbeck.
    Jarre quería acompañarlo; al menos, se decía a sí misma que lo deseaba. Sin embargo, no había protestado demasiado y había guardado completo silencio cuando Limbeck le había dicho que debía quedarse en Drevlin y encabezar el movimiento en su ausencia.
    En realidad, Jarre estaba asustada. Al parecer, había espiado por una rendija y había visto fugazmente algún fragmento de la Verdad durante su recorrido por los túneles con Alfred. La Verdad no era algo que uno salía a buscar y encontraba con facilidad. La Verdad era amplia, vasta, profunda e inacabable, y lo único que uno podía esperar era ver una pequeña parte de ella. Y ver esa pequeña parte y confundirla por el todo era falsear tal Verdad.
    Pero Jarre había dado su promesa. No podía defraudar a Limbeck, cuando aquello significaba tanto para él. Y también estaba su pueblo, sumido en la mentira. Sin duda, un poco de Verdad lo beneficiaría y no le haría daño.
    Los gegs que avanzaban junto a Jarre comentaban lo que harían con su soldó. Jarre permaneció callada, con los ojos clavados en Limbeck; no estaba muy segura de si prefería que sus planes se cumplieran o se vieran frustrados.
    El survisor jefe llegó ante el portalón ubicado al pie del brazo. Vuelto hacia el ofinista jefe, aceptó ceremoniosamente una gran llave, casi mayor que su mano, y la utilizó para abrir el cerrojo.
    —Traed a los prisioneros —ordenó, y los gardas condujeron al grupito hacia la puerta.
    — ¡Cuidado con el perro! —masculló el ofinista jefe, largando un puntapié al animal, que le olisqueaba los zapatos con gran interés.
    Haplo llamó al perro a su lado. El survisor jefe, su cuñado el ofinista, varios miembros de la guardia personal del survisor y el grupo de prisioneros penetraron en el Levarriba. En el último momento, Limbeck se detuvo en el umbral y, volviéndose, paseó la mirada por la multitud. Al reconocer a Jarre, la contempló larga e intensamente. La expresión de Limbeck era serena y resuelta. No llevaba puestas las gafas, pero Jarre tuvo la sensación de que la estaba viendo con toda claridad.
    Tragándose las lágrimas, Jarre alzó una mano en un amoroso gesto de despedida. La otra mano, oculta bajo la capa, asía su arma: una pandereta.




    CAPÍTULO
    LEVARRIBA, DREVLIN, REINO INFERIOR
    —Capitán —informó el teniente tras estudiar el terreno a sus pies—, se observa una cantidad inusual de gegs esperándonos en la Palma.
    —No son gegs, teniente —replicó el capitán, con el ojo en el catalejo—. Por su aspecto, yo diría que son humanos.
    — ¡Humanos! —El teniente continuó mirando hacia la Palma. Sus manos deseaban vehementemente arrancarle el catalejo al capitán para comprobar lo que decía.
    — ¿Qué deduce usted de eso, teniente? —inquirió el capitán.
    —Yo diría que problemas, señor. He servido muchos años en esta ruta, y mi padre antes que yo, y jamás he oído hablar de que se haya encontrado a algún humano en el Reino Inferior. Yo le sugeriría... —el teniente se interrumpió, mordiéndose la lengua.
    — ¿Sugeriría? —repitió el capitán Zankor'el en tono peligroso—. ¿Usted le sugeriría a su comandante? Vamos, teniente, ¿qué sugeriría?
    —Nada, señor. No es mi cometido.
    —No, no, teniente. Insisto —replicó Zankor'el, con una mirada a su geir.
    —Sugeriría que no atracásemos hasta haber descubierto qué sucede.
    Era una propuesta perfectamente lógica y razonable, como bien sabía el capitán, pero ello significaba dialogar con los gegs y Zankor'el no conocía una sola palabra del idioma geg. El teniente, en cambio, sí lo hablaba. El capitán llegó de inmediato a la conclusión de que estaba ante otro truco de su subordinado para burlarse de él, ¡del capitán Zankor'el de la familia real, ante los ojos de la tripulación! Bothar'in ya lo había hecho en una ocasión, con su condenada y estúpida heroicidad.
    Zankor'el decidió que prefería ver su alma en la cajita con incrustaciones de lapislázuli y calcedonia que el geir llevaba consigo en todo momento, antes que permitir que tal cosa sucediera de nuevo.




    —No sabía que le dieran tanto miedo los humanos, teniente —contestó, pues—. No puedo tener a mi lado a un hombre asustado en lo que podría ser una situación peligrosa. Vaya a su camarote, teniente Bothar'in, y quédese allí lo que resta de viaje. Yo me ocuparé de las bestias.
    Un silencio de perplejidad cayó sobre el puente. Nadie sabía dónde mirar y, por tanto, todos evitaban mirar a cualquier lado. Una acusación de cobardía contra un oficial elfo significaba la muerte a su regreso a Aristagón. Desde luego, el teniente podría hablar en su propia defensa ante el tribunal, pero su único recurso sería denunciar al capitán. Y, si éste era miembro de la familia real, ¿a quién creerían los jueces?
    La cara del teniente estaba rígida; sus ojos almendrados no parpadeaban. Un tripulante abatido comentaría más tarde que había visto más vida en muchos cadáveres.
    —Como ordene, señor. —El teniente dio media vuelta con marcialidad y abandonó el puente.
    — ¡Si hay algo que no voy a tolerar, es la cobardía! —exclamó el capitán
    Zankor'el—. ¡Que todo el mundo lo tenga presente!
    —Sí, señor —fue la respuesta seca y fría de unos hombres que habían servido a las órdenes del teniente en varias batallas contra los elfos rebeldes y contra los humanos, y que conocían mejor que nadie el valor de Bothar'in.
    —Que venga el mago de a bordo —ordenó el capitán, observando de nuevo por el catalejo al pequeño grupo congregado en la palma de la mano gigantesca.
    Mandaron llamar al mago de a bordo, que apareció de inmediato. Algo aturdido, el hechicero estudió la expresión de los reunidos en el puente como si quisiera asegurarse de que era cierto el rumor que había oído mientras acudía hacia allí.
    Nadie lo miró. Nadie se atrevía a hacerlo. No era preciso: viendo sus caras tensas sus miradas fijas, el mago de a bordo adivinó la respuesta.
    —Vamos a tener un encuentro con humanos, mago. —El capitán lo dijo con voz imperturbable, como si no sucediera nada anormal—. Supongo que se habrán repartido silbatos a toda la tripulación.
    —Sí, capitán.
    — ¿Todo el mundo está familiarizado con su uso?
    —Creo que sí, señor. El último combate de esta nave fue con un grupo de rebeldes elfos que nos abordó...
    —No te he pedido que recites el historial bélico de la nave, ¿verdad, mago?
    —No, capitán.
    El mago de a bordo no se disculpó. A diferencia de la tripulación, él no estaba obligado a obedecer las órdenes de un capitán de nave. Dado que sólo ellos conocían el empleo adecuado de sus artes misteriosas, los hechiceros eran responsables únicamente de mantener la magia a bordo de las naves. Un capitán insatisfecho con el trabajo de un mago podía presentar acusaciones contra él, pero el hechicero sería juzgado por el Consejo de los Arcanos, no por el Tribunal Naval.
    Y, en tal juicio, no importaría si el capitán era miembro de la familia real pues todo el mundo sabía quiénes eran los auténticos gobernantes de Aristagón.
    — ¿La magia funciona? —Prosiguió el capitán—. ¿Está en plena operatividad?
    —Los tripulantes sólo tienen que llevarse el silbato a los labios. —El mago de a bordo se puso muy erguido y miró al capitán con aire altivo. Ni siquiera añadió el acostumbrado «señor». Se estaba poniendo en duda su capacidad.

    . Difíciles de encontrar, los grenkos son animales salvajes de gran tamaño, muy apreciados por sus dientes. Dado su escaso número, están protegidos de la caza por una estricta ley elfa. Los grenkos cambian los dientes cada año y las piezas descartadas quedan esparcidas por el suelo de la madriguera del animal. La dificultad de obtenerlas reside en el hecho de que el grenko sólo abandona la madriguera —por lo general, una cueva— una vez al año para ir a buscar pareja, y suele regresar en el plazo de un día. Dotado de una gran inteligencia y un agudo sentido del olfato, el grenko ataca de inmediato a cualquiera que descubra en su cueva. (N. del a.)


    El geir, que también era mago, advirtió que Zankor'el se había excedido en su autoridad.
    —Y lo has hecho todo muy bien, mago de a bordo —intervino con voz apaciguadora y zalamera—. Desde luego, comentaré elogiosamente tu trabajo cuando volvamos a puerto.
    El mago de a bordo replicó con una sonrisa burlona. ¡Como si le importara mucho la opinión de un geir! Pasarse la vida corriendo tras chiquillos malcriados con la esperanza de atrapar un alma... ¡Eso era casi lo mismo que ser un criado y correr tras un perro faldero con la esperanza de poder recoger sus excrementos!
    — ¿Nos acompañarás en el puente? —preguntó el capitán con cortesía siguiendo la sugerencia del geir.
    El mago de a bordo no tenía intención de moverse de él. Allí estaba su puesto de combate y, aunque en esta ocasión el capitán actuaba con absoluta corrección al formular la invitación, el hechicero decidió tomarla como un insulto.
    —Por supuesto —declaró en tono seco y frío. Se acercó a las portillas, observó la Palma y el grupo de gegs y humanos y añadió—: Creo que deberíamos establecer contacto con los gegs y averiguar qué sucede.
    ¿Sabía el mago que ésta había sido la sugerencia del teniente? ¿Sabía que tal comentario había precipitado la crisis en que se encontraban? El capitán, con sus enjutas mejillas encendidas, le dirigió una mirada furibunda. El mago de a bordo, vuelto de espaldas, no la advirtió. El capitán abrió la boca pero, al percatarse de que su geir movía la cabeza a modo de advertencia, volvió a cerrarla rápidamente.
    — ¡Esta bien! —Zankor'el estaba haciendo un evidente esfuerzo por contener su cólera. Al escuchar un ruido a sus espaldas, se volvió en redondo y clavó una mirada furiosa en la tripulación, pero todos los hombres parecían concentrados en sus respectivas tareas.
    Con una rígida reverencia, el mago de la nave ocupó una posición en la proa, junto al mascaron. Ante él tenía una bocina cónica fabricada con un diente de grenko ahuecado. En el extremo más ancho, el diente llevaba un parche de piel de tiero que amplificaba por arte de magia la voz que se proyectaba en su interior.
    El sonido surgía con gran potencia por la boca abierta del dragón y resultaba muy impresionante incluso para aquellos que sabían cómo funcionaba. Para los gegs, constituía un milagro.
    Inclinado junto al cono, el mago gritó algo en la lengua tosca de los enanos, que sonaba a oídos de los elfos como un matraqueo de piedras en el fondo de un tonel. Mientras lo hacía, el capitán mantuvo una postura rígida, con las facciones pétreas, dando a entender con su actitud que consideraba todo aquello un capricho sin sentido.
    Les llegó de abajo un gran griterío: los gegs respondían a su llamada. El mago elfo prestó atención a lo que decían y contestó. Después, se dio la vuelta y miró al capitán.




    —Resulta muy desconcertante. Por lo que he podido entender, parece que esos humanos han llegado a Drevlin y les han contado a los gegs que nosotros, los
    «welfos», no somos dioses sino explotadores que hemos tenido esclavizados a los enanos. El rey geg pide que aceptemos a los humanos como regalo y, a cambio, hagamos algo para restaurarnos como divinidades. Sugiere —añadió el mago— que doblemos la cantidad habitual de «obsequios» que les traemos.
    El capitán elfo pareció recobrar el buen humor.
    — ¡Prisioneros humanos! —Se frotó las manos—. ¡Más aún!, prisioneros que evidentemente han tratado de sabotear nuestros suministros de agua. Un descubrimiento muy valioso. Me valdrá una condecoración. Informa a los gegs que nos satisface el acuerdo.
    — ¿Qué hay de su recompensa?
    — ¡Bah!, tendrán la cantidad de costumbre. ¿Qué esperan? No traemos más.
    —Podríamos prometer que enviaremos otra nave —apuntó el mago, frunciendo el entrecejo.
    El capitán enrojeció de cólera.
    — ¡Si hiciera un trato semejante, sería el hazmerreír de la Armada! ¿Poner en peligro una nave para llevarle más basura a esos gusanos? ¡Ja, ja!
    —Señor, hasta hoy, jamás se había producido nada semejante. Parece que los humanos han descubierto una manera de descender a través del Torbellino y tratan de perturbar la sociedad geg para su proyecto. Si los humanos consiguieran hacerse con el control de nuestros suministros de agua...
    El mago movió la cabeza; las meras palabras parecían incapaces de trasmitir la gravedad de la situación.
    — ¡Perturbar la sociedad geg! —Zankor'el se echó a reír—. ¡Yo sí que perturbaré su sociedad! Voy a descender y tomar el control de su estúpida sociedad. Es lo que deberíamos haber hecho mucho tiempo atrás. Di a esos gusanos que vamos a quitarles de las manos a los prisioneros. Con eso bastará.
    El mago de la nave frunció aún más el entrecejo, pero no podía hacer nada más..., al menos de momento. No podía autorizar el envío de una nave con un nuevo cargamento ni se atrevía a formular una promesa que no podía mantener.
    Con ello sólo empeoraría las cosas. En cambio, podía informar al Consejo de todo aquello de inmediato y recomendar que se adoptara alguna decisión, tanto respecto a la nave extra como a aquel imbécil de capitán.
    Hablando por la bocina, el mago formuló la negativa en términos vagos y oscuros que pretendían hacerla pasar por una aceptación salvo que uno se fijara de verdad en lo que decían. Como la mayoría de los elfos, consideraba que los procesos mentales de los gegs eran parecidos al sonido de su idioma: guijarros matraqueando en un barril.
    La nave planeó con las alas extendidas, majestuosa y temible. La tripulación elfa, empuñando pértigas, ocupó la cubierta y guió la tubería descendente hasta colocarla con precisión sobre el geiser. Una vez logrado el objetivo, entró en acción la magia. Encajonada en un conducto de luz azul que surgía del suelo, el agua brotaba del orificio y era aspirada por la tubería y transportada a miles de menkas hasta los elfos que la esperaban arriba, en Aristagón. Una vez iniciado este proceso, la nave elfa había completado su objetivo principal. Cuando los tanques de almacenamiento estaban a plena capacidad, el flujo mágico de líquido cesaba y la tubería era izada de nuevo. La nave podía entonces dejar caer su cargamento y regresar o, como en este caso, atracar y perder unos minutos para impresionar a los gegs.




    CAPTÍTULO
    LOS LEVARRIBA, DREVLIN, REINO INFERIOR
    Al survisor jefe no le gustaba nada de aquello. No le gustaba que los prisioneros se estuvieran tomando las cosas con tanta docilidad, no le gustaban las palabras que los welfos estaban dejando caer sobre ellos en lugar de mandar más soldó, y tampoco le gustaban las esporádicas notas musicales que escapaban de la multitud congregada bajo la Palma.
    Contemplando la nave, el survisor se dijo que nunca había visto ninguna que se moviera tan despacio. Escuchó el chasquido del cable que tiraba de las alas gigantescas hacia el casco enorme de la nave, acelerando así su descenso, pero ni siquiera entonces le pareció lo bastante rápido a Darral Estibador, que mantenía la ardiente esperanza de que, una vez que aquellos dioses y Limbeck, el Loco, hubieran desaparecido, la vida retornaría a la normalidad. Si conseguía salir bien librado de los momentos que se avecinaban...
    La nave quedó en posición, con las alas recogidas de modo que actuara la magia suficiente para mantenerla a flote en el aire, inmóvil sobre la Palma. Las bodegas de carga se abrieron y los gegs que esperaban abajo recibieron su soldó.
    Unos cuantos gegs empezaron a vociferar mientras caían los objetos, y los que tenían más vista y sentido comercial se lanzaron sobre las piezas de valor.
    Sin embargo, la mayoría de los gegs no hizo caso y permaneció donde estaba, mirando hacia lo alto del brazo con tensa, nerviosa (y tintineante) expectación.
    — ¡Deprisa, deprisa! —murmuró el survisor jefe.
    La apertura de la escotilla se prolongó interminablemente. El ofinista jefe, haciendo caso omiso de todo lo demás, contemplaba la nave dragón con su habitual e insoportable expresión de farisaica santurronería. Darral sintió la tentación de hacerle tragar aquella mueca (junto con su dentadura).




    — ¡Aquí vienen! —Parloteó el ofinista jefe con excitación—. ¡Aquí vienen! —Se volvió en redondo y miró a los prisioneros con severidad—. ¡Procurad tratar con respeto a los welfos! ¡Ellos, al menos, sí son dioses!
    — ¡Lo haremos, no te preocupes! —Respondió Bane con una dulce sonrisa—.
    Vamos a obsequiarles con una canción.
    — ¡Silencio, Alteza, por favor! —lo reprendió Alfred, posando una mano en el hombro del príncipe. Añadió algo en idioma humano que el survisor jefe no logró entender y echó al muchacho hacia atrás, sacándolo de en medio.
    ¿De en medio de qué? ¿Y qué era aquella tontería sobre una canción?
    Al survisor jefe no le gustó aquello, tampoco. No le gustó lo más mínimo.
    Se abrió la compuerta y la pasarela se deslizó de la amura hasta quedar sujeta con firmeza a las yemas de los dedos de la Palma. Luego apareció el capitán elfo. Plantado en el hueco de la compuerta y contemplando los objetos dispersos a sus pies, el elfo parecía enorme con el traje de hierro profusamente decorado que cubría su cuerpo delgado desde el cuello hasta los dedos de los pies. Su rostro no era visible pues un casco en forma de cabeza de dragón le cubría la testa. Colgada al hombro llevaba una espada ceremonial enfundada en una vaina incrustada de piedras preciosas que pendía de un cinto de seda bordada desgastado por el uso.
    Viendo que todo parecía en orden, el elfo avanzó con pasos pesados por la pasarela. Al caminar, la vaina le rozaba el muslo produciendo un tintineo metálico.
    Llegó a los dedos de la Palma, se detuvo y miró en torno a sí. El casco de cabeza de dragón le daba un aire severo e imperioso. El traje de hierro añadía un palmo más de la estatura del elfo, ya de por sí considerable, y le permitía cernerse sobre los gegs y también sobre los humanos. El casco estaba trabajado con tal realismo y resultaba tan atemorizador que incluso los gegs que ya lo habían visto antes lo contemplaban con respeto y espanto. El ofinista jefe se postró de rodillas.
    Pero el survisor jefe estaba demasiado nervioso para mostrarse impresionado.
    —Ahora no hay tiempo para esas cosas —masculló, agarrando a su cuñado y obligándolo a incorporarse otra vez—. ¡Gardas, traed a los dioses!
    — ¡Maldición! —juró Hugh por lo bajo.
    — ¿Qué sucede? —Haplo se acercó a él.
    El capitán elfo había descendido ruidosamente hasta los dedos, el ofinista jefe había caído de rodillas y el survisor lo estaba levantando a tirones. Limbeck, por su parte, revolvía en ese momento un puñado de papeles.
    —El elfo. ¿Ves eso que lleva en torno al cuello? Es un silbato.
    —Son una creación de sus hechizos. Se supone que, cuando un elfo lo sopla, el sonido que produce puede anular por arte de magia los efectos de la canción.
    —Lo cual significa que los elfos lucharán.
    —Sí. —Hugh soltó una nueva maldición—. Sabía que los guerreros los portaban, pero no pensé que los tripulantes de un transporte de agua..., y no tenemos nada con qué luchar, salvo nuestras manos desnudas y un puñal.
    Nada. Y todo. Haplo no necesitaba armas. Con sólo quitarse las vendas de las manos, y utilizando únicamente la magia, podría haber destruido a todos los elfos a bordo de la nave, o hechizarlos para que hicieran su voluntad o sumirlos en el sopor mediante un encantamiento. Pero le estaba vedado el uso de la magia. El primer signo mágico que trazara en el aire lo identificaría como un patryn, el viejo enemigo que hacía tanto tiempo había estado muy cerca de conquistar el mundo antiguo.




    «Antes la muerte que traicionarnos. Tienes la disciplina y el valor para tomar tal decisión y posees la habilidad y la astucia precisas para hacerla innecesaria.»
    El survisor jefe estaba ordenando a los gardas que acercaran a los dioses. Los gardas se dirigieron hacia Limbeck, que los apartó con firmeza y cortesía.
    Avanzando por propia iniciativa, manoseó sus papeles y exhaló un profundo suspiro.
    —«Distinguidos visitantes de otro reino, survisor jefe, ofinista jefe, colegas de la Unión. Me produce un gran placer...
    —Al menos, moriremos luchando —dijo Hugh—. Y contra los elfos. Es un consuelo.
    Haplo no tenía que morir luchando, no tenía que morir de ningún modo. No había pensado que la situación resultara tan frustrante.
    El misor-ceptor, colocado para transmitir a todos las bendiciones de los welfos, difundía ahora a toda potencia el discurso de Limbeck.
    — ¡Haced que calle! —gritó el survisor jefe.
    —« ¡Salvad los grillos!» ... No, esto no puede ser. —Limbeck hizo una pausa.
    Sacó las gafas, las montó en la nariz y repasó sus papeles—. « ¡Sacudíos los grilletes!» —corrigió sus palabras. Los gardas se abalanzaron sobre él y lo sujetaron por los brazos.
    — ¡Empieza a cantar! —Susurró Haplo—. Tengo una idea.
    Hugh abrió la boca y entonó con una voz grave de barítono las primeras notas de la canción. Bane se unió a él y su voz aguda se elevó por encima de la de Hugh en un chillido que taladraba los tímpanos, discordante, pero sin confundir una sola palabra. La voz de Alfred los acompañó temblorosa, casi inaudible; el chambelán estaba pálido de miedo como un hueso calcinado y parecía al borde del colapso.
    La Mano que sostiene el Arco y el Puente, el Fuego que cerca el Trayecto Inclinado...
    A la primera nota, los gegs al pie del brazo metálico aplaudieron y, enarbolando sus instrumentos, empezaron a soplar, golpear, tintinear y cantar con todas sus fuerzas. Los gardas de la Palma escucharon el cántico de la gente de abajo y dieron muestras de aturdimiento y nerviosismo. Al escuchar las notas de la odiada canción, el capitán elfo asió el silbato que le colgaba del cuello, levantó la visera del yelmo y se llevó el instrumento a los labios.
    Haplo dio una suave palmadita en la testa al perro y, con un gesto de la mano, señaló al elfo.
    —Ve a cogerlo —le ordenó.
    ... toda Llama como Corazón, corona la Sierra, todos los Caminos nobles son Ellxman.
    Rápido y silencioso como una saeta en pleno vuelo, el perro se lanzó entre el grupo confuso que ocupaba la Palma y saltó directamente contra el elfo.
    El traje de hierro de éste era viejo y arcaico, diseñado sobre todo para intimidar. Era una reliquia de los viejos tiempos en que había que llevar tal indumentaria para protegerse de la penosa dolencia conocida por «las embolias», que afligía a aquellos que ascendían demasiado deprisa desde los Reinos Inferiores a los situados más arriba. Cuando el capitán elfo descubrió al perro, éste ya cruzaba los aires hacia él. En un gesto instintivo, trató de prepararse para el impacto pero su cuerpo, enfundado en la incómoda armadura, no consiguió reaccionar con la debida rapidez. El perro aterrizó en mitad del pecho y el capitán cayó hacia atrás como un árbol podrido.
    Haplo se había puesto en movimiento con el perro, seguido a no mucha distancia por Hugh. Los labios del patryn no entonaban ninguna canción, pero la
    Mano cantaba por los dos con su potente voz.
    El fuego en el Corazón guía la Voluntad, la Voluntad de la Llama, prendida por la Mano...
    — ¡Siervos, uníos! —gritó Limbeck, sacudiéndose de encima a los molestos gardas. Concentrado en el discurso, no prestó atención al caos que lo rodeaba—.
    Yo mismo ascenderé a los reinos superiores para descubrir la Verdad, la más valiosa de las recompensas...
    «Recompensas...», repitió el misor-ceptor.
    — ¿Recompensa? —Los gegs a los pies de la Pala se miraron unos a otros—.
    ¡Ha dicho recompensas! ¡Van a darnos más! ¡Aquí! ¡Aquí!
    Los gegs, sin dejar de cantar, avanzaron hacia el portalón de la base del brazo. Una reducida dotación de gardas había recibido la orden de proteger la entrada, pero se vio arrollada por la multitud (más tarde se descubriría desmayado a uno de los hombres, con una pandereta a modo de collar). Los gegs se precipitaron escaleras arriba, entonando siempre la canción
    ...la Mano que mueve la Canción del Ellxman, la Canción del Fuego, el Corazón y la Tierra...
    Los primeros gegs asomaron por la puerta de lo alto del brazo e irrumpieron en la superficie dorada de la Palma, cuyo piso estaba resbaladizo debido al rocío que esparcía el agua al elevarse en el aire. Los gegs patinaron y trastabillaron y algunos estuvieron peligrosamente cerca de caer al vacío. Reaccionando con prontitud, los gardas trataron sin éxito de detener la invasión y hacerlos retroceder escaleras abajo. Darral Estibador se encontró en medio de la turba que hacía sonar sus instrumentos y contempló, con muda cólera e indignación, cómo cientos de años de paz y tranquilidad se esfumaban en una canción.
    Antes de que Alfred pudiera detenerlo, Bane echó a correr tras Hugh y Haplo, muy excitado. Sorprendido en medio del tumulto, Alfred trató de alcanzar a su príncipe. A Limbeck le habían saltado las gafas en el alboroto. Logró recuperarlas pero, zarandeado en todas direcciones, no consiguió volver a ponérselas. Con un parpadeo de desconcierto, miró a su alrededor, incapaz de distinguir al camarada del adversario. Advirtiendo los apuros del geg, Alfred lo agarró por el hombro y lo arrastró hacia la nave.
    ...el Fuego nacido al Final del Camino, la Llama una parte, una llamada iluminada...
    El capitán elfo, tendido de espaldas sobre los dedos de la Palma, luchó sin éxito con el perro, cuyos afilados dientes trataban de encontrar un camino entre el yelmo y el peto. Al llegar a la pasarela, Haplo observó con cierta preocupación la presencia de un hechicero elfo, inclinado sobre el comandante caído. Si el hechicero utilizaba su magia, al patryn no le quedaría más remedio que responder con las mismas armas. En medio de tanta confusión, tal vez pudiera hacerlo sin que nadie se fijara. Sin embargo, el hechicero no parecía interesado en la lucha, sino que permanecía junto al capitán contemplando con atención la lucha con el perro. El hechicero tenía en las manos una cajita con incrustaciones de piedras preciosas; una expresión de impaciencia le iluminaba el rostro.
    Sin perder de vista al extraño hechicero, Haplo hincó la rodilla por un instante junto al elfo y, con cuidado de no llevarse un mordisco del perro, deslizó la mano bajo el cuerpo recubierto de metal buscando a tientas la espada. Por fin, la asió y tiró de ella. El cinto a la que estaba sujeta cedió y el patryn se encontró con el arma en su poder. Empuñándola, titubeó por un instante. Haplo se sentía reacio a matar a nadie en aquel mundo, y en especial a un elfo, pues empezaba a ver cómo podía utilizarlos su amo en el futuro. Se volvió hacia Hugh y le arrojó el arma.
    Con la espada en una mano y el puñal en la otra, Hugh cruzó a la carrera la pasarela y penetró por la compuerta, sin dejar de cantar.
    — ¡Perro! ¡Aquí! ¡A mí! —ordenó Haplo.
    El perro obedeció de inmediato y saltó del pecho del elfo acorazado, quien continuó debatiéndose impotente como una tortuga panza arriba. Mientras esperaba al perro, Haplo consiguió agarrar a Bane cuando el chiquillo pasaba corriendo ante él. El príncipe se hallaba en un estado de intensa excitación y cantaba la canción a pleno pulmón.
    — ¡Suéltame! ¡Quiero ver la lucha!
    — ¿Dónde diablos está tu guardián? ¡Alfred!
    Mientras buscaba al chambelán entre la multitud, Haplo sujetó con firmeza al chiquillo, que seguía protestando y luchando por zafarse. Vio a Alfred que conducía con torpeza a Limbeck entre el caos que reinaba en la Palma. El geg, que a duras penas se mantenía en pie, aún seguía con su perorata.
    —«Y ahora, distinguidos visitantes de otro reino, me gustaría exponeros los tres principios de la UAPP. El primero...»
    La multitud se concentró en torno a Alfred y Limbeck. Haplo soltó a Bane, se volvió hacia el perro, señaló al príncipe y le ordenó al animal:
    —Vigílalo.
    El perro, con una sonrisa, se sentó sobre las patas traseras y fijó los ojos en
    Bane. Cuando Haplo se alejó, Bane miró al animal.
    —Buen chico —dijo, y se dio media vuelta con la intención de cruzar la compuerta.
    El perro se incorporó despreocupadamente, hundió los dientes en la parte posterior de los calzones de Su Alteza y lo retuvo donde estaba.
    Haplo retrocedió por la pasarela hasta la Palma, rescató a Alfred y al charlatán Limbeck del seno del tumulto y los empujó hacia la nave. Tras ellos aparecieron varios miembros de la Unión soplando sus instrumentos en un guirigay que ensordecía a cuantos trataban de detenerlos. Haplo reconoció entre ellos a Jarre e intentó llamar su atención, pero la geg estaba sacudiendo a un garda con un gemidor y no se percató de ello.




    Pese a la confusión, Haplo procuró mantener el oído atento a cualquier ruido de lucha a bordo de la nave. Sin embargo, no oyó nada salvo los cánticos de Hugh;
    ni siquiera el sonido de los silbatos.
    — ¡Aquí, chambelán! El chico es responsabilidad tuya.
    Haplo liberó al príncipe de la vigilancia del perro y lo arrojó en brazos de un tembloroso Alfred. El patryn y el perro subieron a la carrera por la pasarela y
    Haplo dio por sentado que todos los demás lo seguían.
    Al pasar del resplandor del sol que se reflejaba en la superficie dorada de la
    Palma a la oscuridad que reinaba en la nave, el patryn se vio obligado a hacer una pausa para que sus ojos se acostumbraran a ella. Detrás de él escuchó que
    Limbeck soltaba una exclamación, tropezaba y caía de rodillas; la súbita ausencia de luz y la pérdida de las gafas se aliaban para dejar al geg prácticamente ciego.
    La vista de Haplo no tardó en habituarse a la situación. Por fin, distinguió la razón de que no hubiera oído ruidos de combate: Hugh hacía frente a un elfo que empuñaba una espada desnuda. Detrás del elfo se encontraba el resto de la tripulación de la nave, armado y a la espera. En la retaguardia del grupo, la túnica de combate plateada de un mago de a bordo reflejaba la luz del sol con un destello cegador. Nadie hablaba. Hugh había dejado de cantar y observaba al elfo con atención, a la espera de su ataque.
    —«El camino lóbrego, el objeto parpadeante...» —Bane entonó las palabras con voz estentórea y chillona.
    El elfo volvió la mirada hacia el chiquillo; la mano que sostenía la espada fue presa de un ligero temblor y se pasó la lengua por los labios resecos. Los demás elfos, dispuestos tras el primero, parecían esperar las órdenes de éste pues tenían la mirada fija en él.
    Haplo se volvió en redondo.
    — ¡Cantad, maldita sea! —exclamó.
    Alfred, sobresaltado por el grito, alzó su aguda voz de tenor. Limbeck aún seguía revolviendo sus papeles, buscando el punto donde había dejado el discurso.
    El patryn vio que Jarre cruzaba la pasarela seguida de algunos correligionarios, estimulados y expectantes ante la perspectiva de hacerse con un tesoro. Haplo le hizo unos gestos frenéticos y Jarre, al fin, reparó en él.
    — ¡Alejaos! —vio que le decía por gestos, al tiempo que su boca articulaba la palabra—. ¡Alejaos!
    Jarre detuvo a sus camaradas y éstos, disciplinadamente, obedecieron la orden de retirada. Los gegs estiraron el cuello para ver qué sucedía, vigilando con suma atención que nadie cogiera una sola cuenta de cristal antes que ellos.
    ...el Fuego conduce de nuevo desde los futuros, todos.
    El cántico era ahora más potente, la voz de Alfred era más firme y entonada, la de Bane, cada vez más ronca pero sin flaquear un solo instante. Seguro ya de que los gegs no estorbarían, Haplo les dio la espalda para observar a Hugh y al elfo. Los dos seguían observándose con cautela, con las espadas en alto y sin cambiar de postura.
    —No os deseamos ningún mal —declaró Hugh en élfico.
    El elfo levantó una de sus delicadas cejas y volvió la mirada a su tripulación armada, que superaba a su adversario en proporción de veinte a uno.
    —No me vengas con bromas —replicó.
    La Mano parecía conocer bastante las costumbres de los elfos, pues continuó hablando sin pausa, mostrando un dominio fluido del idioma.




    —Hemos naufragado aquí abajo y queremos escapar. Nos dirigimos al Reino
    Superior...
    El elfo mostró una sonrisa burlona.
    —Mientes, humano. El Reino Superior está vedado. Lo rodea un círculo mágico de protección.
    —Para nosotros, no lo está. Nos franquearán el paso —insistió Hugh—. Ese niño —añadió, señalando a Bane— es hijo de un misteriarca y...
    Limbeck encontró el punto.
    —«Distinguidos visitantes de otro reino...»
    Procedente de fuera de la nave, les llegó un rechinar de metal y una voz:
    — ¡Los silbatos! ¡Usad los silbatos, idiotas!
    Y dos de ellos sonaron a continuación: el del capitán y el del hechicero que portaba la cajita.
    El perro lanzó un gañido, irguió las orejas y se le erizó el pelo del cuello. Haplo acarició al animal para tranquilizarlo, pero no lo consiguió y el animal empezó a aullar de dolor. El sonido metálico y el pitido de los silbidos se oían más cerca.
    Una figura apareció en la escotilla y ocultó la luz del sol.
    Alfred se echó hacia atrás, llevando con él a Bane, pero Limbeck seguía leyendo el discurso y no vio al capitán. Un brazo enfundado en metal apartó con violencia al geg y lo mandó contra un mamparo. El elfo se detuvo junto a la escotilla y se quitó el casco. Sus ojos, inyectados en sangre, miraban con rabia a la tripulación.
    El capitán apartó el silbato de los labios el tiempo suficiente para gritar, enfurecido:
    — ¡Haga lo que le ordeno, teniente, maldita sea!
    El hechicero, caja en mano, apareció al costado de su pupilo.
    El elfo plantado frente a Hugh levantó el silbato con una mano que parecía moverse por propia voluntad. Su mirada fue del capitán a Hugh, y de nuevo al primero. Los demás tripulantes levantaron también sus respectivos silbatos o llevaron los dedos a ellos. Algunos ensayaron un titubeante pitido.
    Hugh no entendía qué estaba sucediendo, pero intuyó que la victoria pendía de una nota, por decirlo así, y se puso a cantar con su voz ronca. Haplo se unió a él, el capitán hizo sonar enérgicamente su silbato, el perro lanzó otro aullido de dolor y todos, incluso Limbeck, entonaron con fuerza los dos últimos versos:
    El Arco y el Puente son pensamientos y corazón, el Trayecto una vida, la Sierra una parte.
    La mano del teniente se movió y asió el silbato. Haplo, acercándose a un guerrero elfo próximo al oficial, tensó los músculos dispuesto a saltar sobre él para intentar arrebatarle el arma. Sin embargo, el teniente no se llevó el silbato a la boca: con un enérgico tirón, rompió la correa de la que colgaba el instrumento mágico y arrojó éste a la cubierta de la nave. Entre los tripulantes se alzaron unos vítores airados y muchos, incluso el mago de abordo, siguieron el ejemplo del teniente.
    El capitán, rojo de rabia y lanzando espumarajos por la boca, exclamó escandalizado:
    — ¡Traidores! ¡Sois unos traidores conducidos por un cobarde! Tú eres testigo, weesham: estos puercos rebeldes se han amotinado y cuando volvamos...




    —No vamos a volver, capitán —replicó el teniente, erguido y tenso, con una mirada fría en sus ojos grises—. ¡Cesad de cantar! —añadió.
    Hugh sólo tenía una vaga idea de lo que estaba sucediendo; al parecer, habían topado con una especie de querella privada entre los elfos. No tardó en reconocer que la situación podía resultarle ventajosa, de modo que efectuó un gesto con la mano. Todo el mundo calló, aunque Alfred hubo de ordenarle por dos veces a Bane que guardara silencio y, al cabo, tuvo que taparle la boca con la mano.
    — ¡Ya os dije que ese teniente era un cobarde! —Repitió el capitán, dirigiéndose a la tripulación—. ¡No tiene valor ni para luchar con estas bestias!
    ¡Quítame esto de encima, geir! —El capitán elfo no podía moverse dentro de la armadura. El geir levantó una mano sobre ella y pronunció una palabra: al instante, la cubierta de metal desapareció por arte de magia. Lanzándose hacia adelante, el capitán elfo se llevó la mano al costado y descubrió que su espada había desaparecido, aunque la localizó casi al instante: Hugh apuntaba con ella a su garganta.
    — ¡No, humano! —Gritó el teniente, avanzando un paso para impedir que
    Hugh llevara a cabo su propósito—. Este combate debo librarlo yo. Por dos veces, capitán, me has llamado cobarde sin que yo pudiera defender mi honor. ¡Ahora ya no puedes protegerte con tu rango!
    — ¡Eres muy valiente para decir esto, teniendo en cuenta que estoy desarmado y tú empuñas una espada!
    El teniente se volvió hacia Hugh.
    —Como puedes ver, humano, ésta es una cuestión de honor. Me han dicho que vosotros, los humanos, comprendéis tales asuntos. Te pido que entregues la espada al capitán. Por supuesto, esto te deja indefenso, pero no tenías muchas oportunidades de cualquier modo, siendo uno contra tantos. Si vivo, me comprometo a ayudarte. Si caigo, te encontrarás en la misma situación que ahora.
    Hugh sopesó las alternativas y, con encogimiento de hombros, entregó la espada. Los dos elfos se aprestaron al combate, poniéndose en guardia. Los tripulantes concentraron su atención en la batalla entre el capitán y el teniente.
    Hugh se acercó con sigilo a uno de ellos y Haplo tuvo la certeza de que el humano no estaría mucho tiempo desarmado.
    El patryn tenía otros asuntos de qué ocuparse. No había dejado de vigilar el enfrentamiento que se desarrollaba junto a la nave y vio que las fuerzas de la
    Unión, tras derrotar a los gardas, estaban sedientas de sangre y ávidas de lucha.
    Si los gegs abordaban la nave, los elfos pensarían que se trataba de un ataque en toda regla, olvidarían sus diferencias y responderían unidos. Haplo ya podía ver a los gegs señalando la nave y pro» metiéndose un sustancioso botín.
    Las espadas entrechocaron. El capitán y el teniente lanzaron estocadas y las pararon. El mago elfo observaba la escena con expectación, sujetando con fuerza la cajita que sostenía contra el pecho. Con movimientos rápidos pero tranquilos, esperando atraer lo menos posible la atención, Haplo se desplazó hasta la escotilla.
    El perro lo acompañó al trote, pegado a sus talones.
    Jarre estaba en la pasarela, con las manos cerradas en torno a una pandereta rota y los ojos fijos en Limbeck. Impertérrito, el geg se había incorporado y, tras ajustarse las gafas y localizar de nuevo el pasaje, reanudó el discurso.
    —«... una vida mejor para todos...»




    Detrás de Jarre, los gegs seguían tomando ánimos, estimulándose unos a otros a asaltar la nave y apoderarse del botín de guerra. Haplo encontró el mecanismo para bajar y alzar la pasarela y se apresuró a estudiarlo para entender su funcionamiento. Ahora, el único problema era la mujer geg.
    — ¡Jarre! —Le gritó, agitando la mano—. ¡Baja de la pasarela! ¡Voy a izarla!
    ¡Tenemos que irnos enseguida!
    — ¡Limbeck! —La voz de Jarre era inaudible, pero Haplo leyó el movimiento de sus labios.
    — ¡Me ocuparé de él y lo devolveré sano y salvo, te lo prometo!
    Era una promesa fácil de hacer. Una vez que lo tuviera convenientemente moldeado, Limbeck estaría preparado para conducir a los gegs y convertirlos en una fuerza de combate unida, en un ejército dispuesto a entregar la vida por el
    Señor del Nexo.
    Jarre dio un paso adelante. Haplo no quería que lo hiciera pues no confiaba en ella. Algo la había cambiado. Alfred. Sí, él la había cambiado. La geg ya no era la feroz revolucionaria que había conocido antes de que apareciera con el chambelán.
    Aquel hombre de aspecto débil e inofensivo en realidad no lo era tanto.
    Para entonces, los gegs ya se habían decidido a ponerse en acción y avanzaban sin obstáculos hacia la nave. A sus espaldas, Haplo escuchó en todo su furor el duelo entre los dos elfos y preparó el mecanismo para levantar la pasarela.
    Jarre caería y se precipitaría a la muerte. Parecería un accidente y los gegs echarían la culpa a los elfos. Puso la mano en la palanca, dispuesto a ponerlo en acción, cuando vio que el perro pasaba junto a él y corría pasarela abajo.
    — ¡Perro! ¡Vuelve aquí!
    Pero el animal, o bien no le obedeció o, entre los cánticos y el fragor de las armas, no oyó su orden.
    Frustrado, Haplo soltó la palanca y saltó a la pasarela tras el perro. Éste había atrapado con sus dientes la manga de la blusa de Jarre y tiraba de ella, obligando a la geg a descender hacia la Palma.
    Jarre, desconcertada, miró al perro y, al hacerlo, vio a sus congéneres que avanzaban hacia la nave.
    — ¡Jarre! —Gritó Haplo—. ¡Detenlos! ¡Los welfos los matarán! ¡Nos matarán a todos, si atacáis!
    La geg volvió la mirada hacia él, y luego hacia Limbeck.
    — ¡De ti depende, Jarre! —Insistió Haplo—. ¡Ahora, tú eres su líder!
    El perro había dejado de tirar y la miraba con un brillo en los ojos, moviendo la cola.
    —Adiós, Limbeck —susurró Jarre. Inclinándose, dio un feroz abrazo al perro;
    luego se volvió y, sacando pecho, descendió por la pasarela hasta los dedos de la
    Palma. Colocándose frente a los gegs, alzó los brazos y todos se detuvieron.
    —Van a repartir un soldó extra. Debéis ir todos abajo para recibirlo. Aquí arriba no hay nada.
    — ¿Abajo? ¿Lo van a repartir abajo?
    Los gegs se apresuraron a dar media vuelta y empezaron a empujar y apelotonarse, tratando de alcanzar la escalera.
    — ¡Entra aquí, perro! —ordenó Haplo.
    El animal trotó por la cubierta, con la lengua colgando de una boca abierta en una irreprimible sonrisa de triunfo.




    —Orgulloso de ti mismo, ¿eh? —dijo su amo y, soltando la palanca y recogiendo los cabos, izó la pasarela lo más deprisa que pudo. Escuchó la voz de
    Jarre dando órdenes y a los gegs lanzando vítores. La pasarela quedó en su sitio y
    Haplo cerró a cal y canto la escotilla, con lo que dejó de ver y de oír a los gegs.
    —Estúpido mestizo. Debería despellejarte —murmuró Haplo, acariciando las orejas sedosas del can.
    Alzando su voz sobre el estruendo del acero, Limbeck continuó:
    «Y, por último, me gustaría decir...»




    CAPÍTULO
    LOS LEVARRIBA, DREVLIN, REINO INFERIOR
    Haplo volvió la cabeza de la escotilla a tiempo de ver cómo el teniente hundía la espada en el pecho del capitán elfo. El teniente soltó su arma y el capitán se derrumbó en cubierta. La tripulación guardó silencio, sin lanzar vítores ni lamentos. El teniente, con rostro frío e impasible, se apartó para dejar sitio al mago, que se arrodilló junto al elfo agonizante. Haplo imaginó que el mago, que en todo momento había estado tan próximo al capitán, debía de ser un sanador a su servicio. Por eso, el patryn se sorprendió al ver que el hechicero no hacía el menor gesto de ayudar al herido y se limitaba a acercar la cajita taraceada a los labios del capitán.
    — ¡Pronuncia las palabras! —dijo el geir con un siseo.
    El capitán hizo un intento, pero su boca escupió un borbotón de sangre.
    El mago pareció enfadarse y, levantando la cabeza del elfo, forzó a los ojos que se apagaban rápidamente a mirar hacia la cajita.
    — ¡Pronuncia las palabras! ¡Es tu deber para con tu pueblo!
    Golpe a golpe, con evidente esfuerzo, el moribundo susurró unas palabras que a Haplo le resultaron ininteligibles. Después, el capitán cayó hacia atrás, sin vida. El hechicero cerró la cajita y, con una mirada recelosa a los demás elfos, la guardó celosamente como si en ella acabara de guardar alguna joya rara y preciosa.
    — ¡No os atreváis a hacerme daño! —Exclamó con un gemido—. ¡Soy un weesham y la ley me protege! ¡Una maldición os perseguirá todos los días de vuestra vida si me impedís llevar a cabo mi sagrada misión!
    —No tengo intención de hacerte daño —replicó el teniente, con una mueca de desdén en los labios—. Aunque supongo que vos sabréis mejor que nadie qué utilidad puede tener para nuestro pueblo el alma de ese canalla. En todo caso, ha muerto con honor aunque no lo tuviera en vida. Tal vez eso cuente para algo.




    Bajó el brazo, tomó la espada del elfo muerto y se la entregó a Hugh, con la empuñadura por delante.
    —Gracias, humano. Y a ti —añadió, mirando a Haplo—. Me he percatado del peligro que representaban los gegs. Tal vez, cuando tengamos tiempo para ello, me explicaréis qué está sucediendo en Drevlin. De momento, debemos aprestarnos para zarpar enseguida. —El elfo se volvió de nuevo a Hugh—. Eso que has dicho del Reino Superior, ¿era verdad?
    —Sí. —Hugh despojó al cadáver de la vaina y guardó la espada en ella—. El muchacho —señaló con el pulgar a Bane, que permanecía mudo ante el cadáver, contemplándolo con aire curioso— es hijo de un tal Sinistrad, un misteriarca.
    — ¿Cómo es que tienes a tu cuidado a un chiquillo como él?
    El elfo observó a Bane, pensativo. El príncipe, con el rostro casi traslúcido de tan pálido, captó la mirada y, fijando la suya en los ojos grises del elfo, le lanzó una sonrisa entre dulce y valiente, acompañada de una seria y garbosa reverencia.
    El teniente quedó encantado.
    A Hugh se le ensombreció el rostro.
    —Eso no tiene importancia —contestó—. No es asunto tuyo. Tratábamos de alcanzar el Reino Superior cuando nuestra nave fue atacada por tu pueblo.
    Logramos desembarazarnos de ellos, pero mi nave resultó dañada y nos precipitamos al Torbellino.
    — ¿Tu nave? ¡Los humanos no tienen naves dragón!
    — ¡Los humanos que se llaman Hugh la Mano tienen lo que se les antoja!
    Entre los elfos se elevó un murmullo, el primer sonido que hacían desde que se iniciara el duelo. El teniente asintió.
    —Comprendo. Esto explica muchas cosas.
    El elfo extrajo un retal de tela con puntillas del bolsillo del uniforme, lo utilizó para limpiar de sangre la hoja de su espada y guardó el arma en la vaina.
    —Tienes fama de ser un humano de honor... Un honor bastante peculiar, pero honor al fin y al cabo. Si me excusáis, humanos, tengo deberes que atender en mi nueva calidad de capitán de esta nave. El guardiamarina Ilth os conducirá a los camarotes.
    Haplo pensó que así habrían sido despedidos de la presencia de su amo unos esclavos. El elfo había decidido hacerlos sus aliados, pero no sentía por ellos el menor amor y, al parecer, muy poco respeto. El tripulante elfo les indicó que lo siguieran.
    Limbeck estaba arrodillado junto al cuerpo del capitán.
    —Entonces, yo tenía razón —murmuró al notar la mano de Haplo en su hombro—: no son dioses.
    —En efecto, no lo son. Ya te dije que no hay dioses en este mundo.
    Limbeck miró a su alrededor como si hubiera perdido alguna cosa y no tuviera la más remota idea de dónde empezar a buscarla.
    — ¿Sabes? —Comentó al cabo de un momento—, casi lo lamento.
    Mientras abandonaba el puente tras el guardiamarina, Haplo oyó preguntar a uno de los elfos:
    — ¿Qué hacemos con el cuerpo, teniente? ¿Lo arrojamos por la borda?
    —No —respondió aquél—. Era un oficial y sus restos serán tratados con respeto. Colocad el cuerpo en la bodega. Nos detendremos en el Reino Medio y lo dejaremos allí con su geir. Y, a partir de ahora, cuando te dirijas a mí, llámame capitán.




    El elfo se daba prisa en imponer respeto a la tripulación, sabiendo que debía remendar los cabos de la disciplina que él mismo había deshilado. Haplo dedicó una muda alabanza al elfo y acompañó a los demás escalerilla abajo.
    El joven guardiamarina los llevó a lo que, según Hugh, era el equivalente a una mazmorra en la nave. El calabozo era inhóspito y sombrío. En los tabiques había unos ganchos de los que, por la noche, podían colgarse unas hamacas para dormir. Durante el día, se recogían para dejar suficiente espacio para moverse.
    Unas pequeñas portillas proporcionaban una vista del exterior.
    Tras informarles de que volvería con agua y comida cuando la nave hubiera atravesado sin contratiempos el Torbellino, el tripulante cerró la puerta y oyeron cómo pasaba el cerrojo.
    — ¡Estamos prisioneros! —exclamó Bane.
    Hugh se acomodó, poniéndose en cuclillas con la espalda apoyada en un mamparo. Con aire malhumorado, sacó la pipa del bolsillo y apretó la boquilla entre los dientes.
    —Si quieres ver prisioneros, ve a echar una ojeada a los humanos que emplean como galeotes debajo de la cubierta. El teniente nos ha hecho encerrar precisamente por su causa. Si liberáramos a los esclavos, podríamos adueñarnos de la nave y él lo sabe.
    — ¡Entonces, hagámoslo! —propuso Bane, con el rostro encendido de excitación. Hugh le dirigió una mirada furibunda.
    — ¿Crees que puedes pilotar esta nave, Alteza? ¿Tal vez piensas hacerlo como con la mía?
    Bane enrojeció de cólera. Cerrando la mano en torno al amuleto de la pluma, el chiquillo se tragó la rabia y cruzó la estancia para asomarse a la portilla con expresión airada.
    — ¿Y tú? ¿Confías en él, en ese elfo? —inquirió Alfred con cierto nerviosismo.
    —No más de lo que él se fía de nosotros. —Hugh dio una malhumorada chupada a la pipa vacía.
    —Entonces, ¿esos elfos se han «convertido», o como quiera que llaméis a lo que les sucede cuando escuchan esta canción? —quiso saber Haplo.
    — ¿Convertirse? Creo que no. —Hugh movió la cabeza—. Los elfos que experimentan de verdad el efecto de esta canción pierden toda conciencia de dónde se encuentran. Es como si se vieran transportados a otro mundo. Ese teniente actúa como lo hace por su propio impulso. Lo que lo atrae es el señuelo de las legendarias riquezas del Reino Superior y el hecho de que ningún elfo se haya atrevido nunca a viajar hasta allí.
    — ¿Y no se le pasará por la cabeza que sería más sencillo arrojarnos por la borda a la tormenta y quedarse al chiquillo para él solo?
    —Sí, es posible, pero los elfos tienen un «peculiar» sentido del honor. De algún modo, aunque probablemente nunca sabremos cómo, parece que le hicimos un favor a ese elfo poniendo en sus manos al capitán. Su tripulación ha sido testigo de ello y el nuevo capitán perdería reputación ante sus ojos si ahora nos eliminara sólo para hacerse las cosas más fáciles.
    — ¿Entonces, el honor es importante para los elfos?
    — ¡Importante! —Exclamó Hugh—. ¡Por él venderían sus almas..., si sus buitres no las devoraran antes!




    Un detalle interesante, del que Haplo tomó buena nota. Su amo también tenía intereses en el mercado de almas.
    —Así que llevamos a una dotación de piratas elfos al Reino Superior... —
    Alfred suspiró y empezó a moverse con nerviosismo—. Debes estar cansado, Alteza. Deja que prepare una de esas hamacas y...
    Tropezando con un tablón, el chambelán cayó de bruces sobre la cubierta.
    — ¡No estoy cansado! —Protestó Bane—. Y no te preocupes por mi padre y esos elfos. ¡Mi padre se ocupará de ellos!
    —No te molestes en levantarte —sugirió Hugh al postrado chambelán—.
    Vamos a atravesar el Torbellino y nadie podrá sostenerse en pie cuando llegue el momento. Que todo el mundo se siente y se agarre donde pueda.
    Era un buen consejo. Haplo vio pasar a gran velocidad las primeras nubes de la gran tormenta. Los relámpagos estallaban, cegadores, acompañados del retumbar de los truenos. La nave empezó a cabecear y dar sacudidas. El patryn se relajó en un rincón y el perro se enroscó a sus pies, con el hocico bajo la cola.
    Alfred se encogió miserablemente contra el mamparo y tiró de un quejoso Bane por el trasero de los pantalones.
    Sólo Limbeck permaneció en pie, mirando extasiado por la portilla.
    —Siéntate, Limbeck. Es peligroso —le avisó Haplo.
    —No puedo creerlo —murmuró el geg sin volverse—. No hay dioses..., y estoy volando hacia el cielo.

    . Los sufijos añadidos a un nombre propio indican el rango. El nombre de un capitán termina en «el>. El de un teniente termina en «in». Un príncipe, como el príncipe Reesh, añade a su nombre el sufijo «ahn». (N. del a.)


    CAPITULO
    EN CIELO ABIERTO, REINO MEDIO
    El teniente Bothar'in, ahora capitán Bothar'el, condujo la nave dragón sana y salva al otro lado del Torbellino. Rehuyendo el encuentro con otras naves elfas, puso rumbo a la ciudad portuaria de Suthnas, en Aristagón, un puerto seguro que le recomendó Hugh la Mano y donde proyectaba hacer una breve escala para abastecerse de comida y agua, y desembarazarse del geir, del cuerpo del antiguo capitán y de la cajita del weesham.
    Hugh conocía bien Suthnas, pues había atracado allí cuando su nave necesitaba reforzar su carga de magia o reparar alguna avería. Le facilitó el nombre al capitán elfo porque él, la Mano, tenía intención de abandonar allí la nave.
    El asesino había tomado una decisión. Maldecía el día en que había topado con aquel «mensajero del rey». Maldecía la hora en que había cargado con aquel contrato. Nada había salido bien; ahora había perdido su nave dragón, por poco la vida y casi del todo el respeto por sí mismo. Su plan para capturar la nave elfa había dado resultado, era cierto, pero, como todo lo que tocaba últimamente, no el que Hugh había previsto. Se suponía que era él quien debía haber tomado el mando, no aquel elfo. ¿Por qué se había dejado enredar en aquel condenado duelo? ¿Por qué no los había matado a ambos?
    Hugh era lo bastante inteligente para comprender que, si hubiera luchado, él y todos los demás estarían ahora muertos, muy probablemente. Pese a ello, hizo caso omiso de la lógica. Se negó a reconocer que había obrado como lo había hecho para salvar unas vidas, para proteger a Alfred, a Limbeck..., al príncipe.
    « ¡No!», se dijo. «Lo he hecho por mí mismo: por nadie más. No me importa nadie más y voy a demostrarlo. Los abandonaré; desembarcaré en Suthnas y dejaré que esos estúpidos continúen hasta el Reino Superior y se aventuren con un misteriarca. Que me olviden. Yo haré recuento de mis pérdidas, arrojaré las cartas, me levantaré y abandonaré la partida.»
    El puerto de Suthnas estaba gobernado por unos elfos a quienes importaba más su bolsa que la política y se había convertido en guarida de contrabandistas de agua, rebeldes, desertores y un puñado de renegados humanos. Los prisioneros gozaron de una buena vista de la ciudad a través de la portilla y la mayoría de ellos, después de verla, decidió que estaban más seguros encerrados en su calabozo.
    La ciudad no era más que un sórdido montón de tabernas y posadas edificadas cerca de los muelles, y las viviendas de los habitantes se agrupaban como un rebaño de ovejas en la ladera de un acantilado de coralita. Las casas eran viejas y destartaladas y el aire estaba impregnado de un olor a col hervida —uno de los platos favoritos de los elfos—, debido sin duda a que en las callejas infestadas de desperdicios se pudrían montones de ella. No obstante, como en la ciudad lucía un sol radiante y el cielo sobre ella era azul y luminoso, Suthnas resultó una visión maravillosa e imponente para Limbeck.
    El geg no había visto nunca calles bañadas por el sol ni un firmamento tachonado por el brillo de un millón de gemas. Nunca había visto gente deambulando sin un propósito determinado, sin ir de acá para allá por algún asunto relacionado con la Tumpa-chumpa. Nunca había sentido una brisa suave en el rostro ni había olido los aromas de los seres vivos, animales o vegetales, o tan siquiera de las cosas putrefactas o moribundas. Las casas que Hugh catalogaba de chabolas le parecían palacios y, mientras contemplaba todo aquel esplendor, Limbeck reflexionó que cuanto estaba viendo había sido adquirido y pagado con el sudor y la sangre de su pueblo. Al geg se le entristeció el rostro y permaneció callado y retraído. Haplo lo observó con una sonrisa.
    Hugh deambuló por la bodega y se asomó a las portillas, impaciente y consumiéndose por dentro. El capitán Bothar'el le había concedido permiso para irse, si quería.
    —Deberíais iros todos —dijo el capitán—. Marchaos ahora que aún tenéis ocasión de hacerlo.
    — ¡Pero si íbamos al Reino Superior! ¡Nos lo prometiste! —Gritó Bane—. ¡Lo prometiste! —repitió, mirando al elfo con expresión suplicante.
    —Es cierto —respondió Bothar'el, con los ojos fijos en el muchacho. Sacudió la cabeza como si quisiera sacarse de encima un hechizo y se volvió a Alfred—. ¿Y tú?
    —Yo me quedo con mi príncipe, por supuesto.
    El elfo miró a Limbeck y éste, que no había entendido lo que hablaban, volvió los ojos hacia Haplo. Cuando hubo oído la traducción, el geg declaró con firmeza:
    —Yo voy a ver el mundo, todo el mundo. Al fin y al cabo, existe gracias a mi pueblo.
    —Yo voy con él —informó el patryn, sonriendo y señalando a Limbeck con un pulgar envuelto en la venda.
    —Entonces —dijo Bothar'el a Hugh—, ¿tú eres el único que se va?
    —Eso parece.
    Sin embargo, la Mano no se marchó. Mientras estaban atracados, uno de los tripulantes se asomó al calabozo.
    — ¿Aún estás a bordo, humano? El capitán ya está de vuelta. Si has de bajar a tierra, date prisa.




    Hugh no se movió.
    —Ojalá vinieras con nosotros, maese Hugh —dijo Bane—. A mi padre le gustaría mucho conocerte..., y darte las gracias.
    El comentario resultó decisivo: el príncipe lo quería con él. Se marcharía ahora mismo. Ahora... mismo.
    — ¿Y bien, humano? —Insistió el tripulante—. ¿Vienes?
    Hugh rebuscó en un bolsillo y sacó su última moneda, el pago por asesinar a un niño. Con un gruñido, lanzó la moneda al elfo.
    —He resuelto quedarme y buscar fortuna. Ve a comprarme un poco de tabaco.
    Los elfos no permanecieron mucho tiempo en Suthnas. Una vez que el geir llegara a tierras civilizadas, informaría del motín y la Carfa'shon sería buscada por todas las naves de la flota. Una vez en cielo abierto, el capitán Bothar'el obligó a trabajar casi hasta el agotamiento a los esclavos humanos, a los tripulantes y a sí mismo, hasta considerar que la nave estaba a salvo de cualquier posible perseguidor.
    Horas después, cuando los Señores de la Noche ya habían tendido sus capas sobre el sol, el capitán encontró tiempo para conversar con sus «huéspedes».
    —Así pues, te has enterado de las noticias —fueron sus primeras palabras, dirigidas a Hugh—. Quiero que sepáis que podría haber sacado una bonita suma por todos vosotros, pero tenía una deuda pendiente contigo, la Mano. Ahora la considero saldada, al menos en parte.
    — ¿Dónde está mi tabaco? —quiso saber Hugh.
    — ¿Qué noticias? —intervino Alfred.
    El capitán puso cara de sorpresa.
    — ¿No lo sabéis? Pensaba que ésta era la razón de que no abandonaras la nave —añadió mientras arrojaba una bolsa a las manos de Hugh. Éste la cogió con destreza, la abrió y olió el contenido. Sacó la pipa y empezó a llenar la cazoleta—.
    Hay una recompensa por tu cabeza, Hugh la Mano.
    —No es ninguna novedad —gruñó el asesino.
    —Un total de doscientos mil barls.
    Hugh levantó la cabeza y lanzó un silbido.
    — ¡Vaya, un buen pellizco! Eso tiene que ver con el muchacho, ¿verdad?
    Volvió la mirada hacia Bane. El príncipe había pedido papel y pluma a los elfos y no había hecho otra cosa que escribir desde su subida a bordo. Nadie lo perturbaba cuando estaba dedicado a aquel nuevo pasatiempo, pues era más inofensivo que dejarlo ir a recoger bayas.
    —Sí. Tú y ese hombre —el elfo señaló a Alfred— habéis sido acusados de secuestrar al príncipe de las Volkaran. Hay una recompensa de cien mil barls por tu cabeza —informó al horrorizado chambelán— y otra de doscientos mil por Hugh la Mano, y sólo se hará efectiva si uno o ambos son entregados con vida.
    — ¿Qué hay de mí? —Preguntó Bane, alzando la cabeza—. ¿No hay ninguna recompensa por mí?
    —Stephen no quiere que vuelvas —gruñó Hugh.
    El príncipe pareció meditar esto último y soltó una risilla.
    —Sí, supongo que tienes razón —respondió, y volvió a su quehacer.
    — ¡Pero eso es imposible! —Exclamó Alfred—. ¡Yo..., yo soy el criado de Su
    Alteza! Lo acompaño para protegerlo...
    —Exacto —lo cortó Hugh—. Eso es precisamente lo que Stephen no quería.

    . Una marmita de hierro que contiene unas brasas mágicas, utilizadas para proporcionar luz y calor. (N. del a.)


    —No entiendo una palabra de todo esto —declaró el capitán Bothar'el—.
    Espero por vuestro bien que no me hayáis mentido acerca del Reino Superior.
    Necesito dinero para mantener la nave y pagar a la tripulación y acabo de dejar pasar una oportunidad muy favorable.
    — ¡Por supuesto que es verdad! —Protestó Bane, adelantando el labio inferior en una mueca encantadora—. ¡Soy hijo de Sinistrad, misteriarca de la Séptima
    Casa, y mi padre te recompensará con largueza!
    — ¡Será mejor que lo haga! —replicó el capitán. Dirigió una severa mirada a los prisioneros y salió de la bodega. Bane lo vio alejarse, se echó a reír y tomó de nuevo la pluma.
    — ¡No podré regresar jamás a las Volkaran! —Murmuró Alfred—. Soy un exiliado.
    —Y puedes considerarte muerto a menos que encontremos un modo de salir de ésta —añadió Hugh mientras encendía la pipa con una brasa del pequeño caldero mágico que utilizaban para calentar la comida y combatir el frío por la noche.
    —Pero Stephen nos quiere vivos...
    —Sólo para reservarse el placer de matarnos personalmente.
    Bane lo miró con una sonrisa taimada y murmuró:
    —Entonces, si hubieras abandonado la nave, alguien te habría reconocido y entregado a los elfos. Te has quedado por mi causa, ¿no es cierto? Entonces, te he salvado la vida.
    Hugh no hizo comentarios. Prefirió simular que no lo había oído, y cayó en un silencio pensativo y abatido. Ni se dio cuenta de que se le había apagado la pipa.
    Cuando volvió en sí un rato después, observó que todos, excepto Alfred, se habían quedado dormidos. El chambelán estaba junto a la portilla, contemplando la penumbra gris de la noche. La Mano se incorporó para estirar las piernas y se acercó a él.
    — ¿Qué piensas de ese Haplo? —le preguntó.
    — ¿Por qué? —Contestó Alfred con un respingo, lanzando una mirada atemorizada al asesino—. ¿Por qué lo preguntas?
    —Por nada. Tranquilízate. Sólo quería saber qué opinión te merecía, eso es todo.
    — ¡Ninguna! ¡No pienso nada de él! Si me disculpas, señor —lo interrumpió
    Alfred adelantándose a su réplica—, estoy muy cansado y debería dormir un poco.
    ¿Qué significaba aquello? El chambelán volvió a su manta y se acostó pero
    Hugh, observándolo con atención, advirtió que Alfred estaba lejos de dormirse.
    Yacía tieso y tenso, frotándose las manos y trazando líneas invisibles sobre la piel.
    Su rostro podría haber sido una máscara de alguna obra titulada Terror y aflicción.
    Hugh casi sintió lástima de él.
    Casi, pero no del todo. No; los muros que Hugh había levantado en torno a sí mismo seguían aún en pie, sólidos e intactos. Se había producido una pequeña grieta por la que había penetrado un rayo de luz, cegador y doloroso para unos ojos acostumbrados a la oscuridad, pero él se había apresurado a impedirle el paso, rellenando la grieta. El poder que ejercía el chiquillo sobre él, fuera lo que fuese, era consecuencia de un hechizo. Era algo que quedaba fuera del control del asesino, al menos hasta que llegaran al Reino Superior. Retirándose a un rincón de la celda, Hugh se relajó y cayó dormido.




    La nave dragón elfa empleó casi dos semanas en el viaje hasta el Reino
    Superior, mucho más tiempo del que había calculado el capitán Bothar'el. Lo que éste no había tenido en cuenta era que su tripulación y sus esclavos se fatigarían tanto y tan pronto. Los conjuros realizados por el mago de a bordo permitían gobernar la nave pese a la reducida presión del aire, pero el hechicero no podía hacer nada por aliviar el propio enrarecimiento del aire que los hacía sentir en todo instante como si estuvieran faltos de aliento.
    La tripulación se mostraba nerviosa, malhumorada y preocupada. Volar por aquel cielo inmenso y vacío producía pavor. Encima de ellos, el firmamento brillaba y titilaba de día y resplandecía con un tono pálido por la noche. Incluso el más crédulo de a bordo podía apreciar que el misterioso firmamento no estaba compuesto de piedras preciosas flotando en los cielos.
    —Pedazos de hielo —anunció el capitán Bothar'el, observándolo por el catalejo.
    — ¿Hielo? —Su segundo de a bordo pareció casi aliviado—. Entonces, eso nos cierra el paso, ¿verdad, capitán? No podemos volar entre el hielo. Será mejor que demos media vuelta.
    —No. —Bothar'el cerró el catalejo con un chasquido. Más que a las palabras de su subordinado, parecía responderse a sí mismo, a algún dilema que debatía en su mente—. Hemos llegado muy lejos y el Reino Superior está ahí, en alguna parte.
    Y vamos a encontrarlo.
    «O a morir en el intento», añadió para sí el segundo de a bordo.
    Y continuaron navegando, cada vez más arriba, cada vez más cerca del firmamento que pendía abarcando el cielo como un inmenso y radiante collar. No vieron signo de vida de ningún tipo, y mucho menos tierra alguna donde vivieran los más dotados de los hechiceros humanos.
    La temperatura descendió. Se vieron obligados a ponerse encima todas las prendas de abrigo que tenían e, incluso así, costaba mantenerse en calor. Los tripulantes empezaron a murmurar que su nuevo capitán estaba loco y que todos iban a morir allí, bien de frío o perdidos en cielo abierto, sin fuerzas para regresar.
    Cuando transcurrieron unos días más sin ver rastro de vida y empezaron a escasear las provisiones y el frío se hizo casi insoportable, el capitán Bothar'el bajó a comunicar a sus «invitados» que había cambiado de idea y regresaban al Reino
    Medio.
    Encontró a los prisioneros envueltos en todas las mantas que tenían a su alcance, acurrucados en torno al caldero mágico. El geg estaba mortalmente enfermo, ya fuera por el frío o debido al cambio de presión atmosférica. El capitán no sabía qué lo mantenía vivo todavía. (Alfred sí lo sabía, pero se cuidó mucho de que nadie se lo preguntara.)
    Bothar'el se disponía a anunciar su decisión cuando un grito lo detuvo.
    — ¿Qué es eso? —El capitán corrió de nuevo al puente—. ¿Lo habéis encontrado?
    El segundo oficial, con los ojos desorbitados y fijos en la portilla, balbuceó:
    — ¡Más bien diría, señor, que él nos ha encontrado a nosotros!




    CAPITULO
    CASTILLO SINIESTRO, REINO SUPERIOR
    Iridal, apoyada en el bastidor, contemplaba el paisaje tras la ventana acristalada. La belleza de la vista que se extendía ante ella resultaba incomparable. Las paredes de ópalo del castillo refulgían bajo la luz del sol, sumándose a los colores titilantes de la mágica cúpula que constituía el cielo del
    Reino Superior. Al pie de las murallas, los parques y bosques del castillo, primorosamente cuidados y modelados, eran atravesados por senderos cuyo piso de mármol triturado estaba salpicado de brillantes piedras preciosas. Tanta belleza podía detener un corazón, pero hacía mucho tiempo que Iridal había dejado de apreciar la belleza en cosa alguna. Su propio nombre, que significaba «del arco iris», resultaba irónico pues todo en su mundo era gris. En cuanto a su corazón, parecía haber dejado de latir hacía mucho tiempo.
    —Esposa...
    La voz surgió a sus espaldas e Iridal se estremeció. Había creído estar sola en la habitación. No había oído el silencioso avance de las babuchas y el roce de las ropas de seda que anunciaban invariablemente la presencia de su esposo. Este no había entrado en sus aposentos desde hacía muchos años y ella notó que el escalofrío causado por su llegada le atenazaba el corazón y lo estrujaba con fuerza.
    Temerosa, se volvió y lo miró.
    — ¿Qué quieres? —Su mano apretó con fuerza la túnica en torno a sí, como si la frágil tela pudiera protegerla contra él—. ¿Por qué has venido a mis aposentos privados?
    Sinistrad contempló el lecho de cortinas ondulantes, doseles con borlas y sábanas de seda, aspirando el leve aroma de las hojas de espliego esparcidas sobre ellas cada mañana y cuidadosamente retiradas cada noche.
    — ¿Desde cuándo tiene prohibido un marido entrar en el dormitorio de su esposa?
    — ¡Déjame en paz! —El frío de su corazón parecía haberse extendido a sus labios. Iridal apenas podía moverlos.




    —No te preocupes, esposa. Hace diez años que no me acerco a ti con el propósito que estás temiendo, y no tengo intención de probarlo otra vez. Tales actos me resultan tan repugnantes como a ti; es como si fuéramos animales en celo en un corral oscuro y apestoso. De todos modos, esto me lleva al tema que he venido a comentarte. Nuestro hijo llega por fin.
    — ¿Nuestro hijo? —Repitió Iridal—. ¡Tu hijo! ¡No tiene nada que ver conmigo!
    —Celebrémoslo —replicó Sinistrad con una sonrisa pálida y seca—. Me alegro de que tengas este punto de vista, querida. Confío en que lo recordarás cuando llegue el muchacho, y que no te entrometerás en nuestro trabajo.
    — ¿Qué podría hacer para impedirlo?
    —La ironía no es tu fuerte, mujer. Recuerda que conozco tus trucos.
    Lágrimas, pucheros, abracitos al niño cuando creas que no miro... Te lo advierto, Iridal: te estaré viendo. Mis ojos están en todas partes, incluso cuando me vuelvo de espaldas. El muchacho es mío, tú lo has dicho. No lo olvides nunca.
    — ¡Lágrimas! No temas mis lágrimas, marido. Se secaron hace mucho tiempo.
    — ¿Temer? No le tengo miedo a nada, y menos aún a ti, esposa —replicó
    Sinistrad con un tonillo de diversión—. Pero podría ser una molestia, confundir la mente del muchacho, y no tengo tiempo para andarme con tonterías contigo.
    — ¿Por qué no me encierras en una mazmorra? Ya soy tu prisionera en todo, salvo en el nombre.
    —He pensado en hacerlo, pero el muchacho sentiría un interés inapropiado por una madre a la que tuviera prohibido ver. No; será mucho mejor si apareces y le lanzas tiernas sonrisas, y le haces ver que eres débil y sumisa.
    — ¡Quieres que le enseñe a despreciarme!
    —No aspiro a tanto, querida. —Sinistrad se encogió de hombros—. Será mucho mejor para mis planes que no se forme ninguna opinión en absoluto sobre ti. Y, por fortuna, contamos con algo que hará que te comportes como es debido:
    rehenes. Tres humanos y un geg son sus compañeros de viaje. ¡Qué importante debes sentirte, Iridal, sabiendo que tienes tantas vidas en tus manos!
    La mujer se puso muy pálida, le flojearon las rodillas y se dejó caer en una silla.
    — ¡Has caído muy bajo, Sinistrad, pero nunca has cometido un asesinato! ¡No creo en tu amenaza!
    —Permíteme que corrija tus palabras, esposa. Tú no has sabido nunca que haya dado muerte a nadie pero, reconozcámoslo, tú no has sabido nunca nada de mí. Punto. Que tengas un buen día, esposa. Te mandaré avisar cuando tengas que aparecer para recibir a nuestro hijo.
    Con una reverencia, Sinistrad se llevó la mano al corazón en el gesto ancestral de saludo entre esposos y abandonó los aposentos de Iridal. Incluso en aquel ademán había un aire de mofa y desdén.
    Presa de un temblor incontrolable, la mujer se encogió en la silla y volvió hacia la ventana unos ojos secos, ardorosos...
    —Mi padre dice que eres un hombre malvado.
    La muchacha, Iridal, estaba asomada a la ventana en la casa de su padre.
    Muy cerca de ella, casi tocándola pero sin llegar a hacerlo en ningún momento, estaba un joven misteriarca. Era el héroe apuesto y perverso de los cuentos románticos de la doncella de Iridal: una piel fina y pálida, unos ojos castaños acuosos que siempre parecían dos minas de secretos fascinantes, una sonrisa que prometía compartir esos secretos si una conseguía acercarse lo suficiente a ella. El casquete negro con orlas doradas que denotaba su calidad de maestro de disciplina de la Séptima Casa —el rango más alto que podía alcanzar un hechicero— terminaba en una afilada punta sobre el puente de su nariz aguileña.
    El casquete, que se ensanchaba desde allí entre los ojos, le proporcionaba un aspecto de sabiduría y añadía expresividad a un rostro que de otro modo habría carecido de ella, pues el misteriarca no tenía cejas ni pestañas. Por una tara de nacimiento, todo su cuerpo era lampiño.
    —Tu padre tiene razón, Iridal —respondió Sinistrad sin alzar la voz.
    Alargando la mano, jugó con un mechón del cabello de la muchacha. Era el gesto de intimidad más atrevido que había hecho desde que se habían conocido—. Soy malvado, no lo niego.
    En su voz había un deje de melancolía que conmovió el corazón de Iridal igual que el contacto de sus dedos le conmovía la piel.
    Vuelta hacia él, extendió las manos, tomó las suyas y le sonrió.
    — ¡No, querido! ¡Puede que el mundo lo diga, pero es porque no te conoce bien! ¡No te conoce como yo!
    —Pero sí lo soy, Iridal. —La voz de Sinistrad era suave y sincera—. Te digo la verdad ahora porque no quiero que me lo reproches más tarde. Si te casas conmigo, te casas con las tinieblas.
    El dedo enroscó el mechón en torno a sí cada vez con más fuerza, obligando a la muchacha a acercarse. Las palabras de Sinistrad y el tono grave en que las había pronunciado hicieron que el corazón de Iridal vacilara dolorosamente, pero el dolor le resultaba dulce y excitante. La oscuridad que envolvía al hombre
    (rumores tenebrosos, comentarios sombríos sobre él entre la comunidad de misteriarcas) también resultaba emocionante. La vida de Iridal, sus dieciséis años, había sido aburrida y prosaica. En compañía de un padre que se había volcado en ella tras la muerte de su madre, la había criado una nodriza melindrosa. Su padre no podía soportar que los vientos ásperos de la vida soplaran con demasiada fuerza sobre las tiernas mejillas de su hija, y la había mantenido abrigada y recluida, envuelta en un sofocante capullo de amor.
    La mariposa que había emergido de aquella crisálida era brillante y deslumbrante. Sus débiles alas la condujeron directamente a la red de Sinistrad.
    —Si eres malvado —murmuró, cerrando las manos en torno al brazo del hombre—, es porque el mundo te ha hecho así al negarse a escuchar tus planes y al contrariar tu genio en cada ocasión. Cuando yo camine a tu lado, te conduciré a la luz.
    —Entonces, ¿serás mi esposa? ¿Irás en contra de los deseos de tu padre?
    —Tengo edad de tomar mis propias decisiones. Y, querido mío, te escojo a ti.
    Sinistrad no dijo nada pero, con aquella sonrisa prometedora de secretos en los labios, besó el mechón de cabello enroscado con fuerza en torno al dedo...
    ... Iridal yacía en el lecho, debilitada por las labores del parto. La comadrona había terminado de bañar al niño y, envuelto en un lienzo, lo presentó a la madre.
    El momento debería haber sido de regocijo pero la vieja comadrona, que había traído al mundo a la propia Iridal, se echó a llorar cuando dejó al niño en brazos de su madre.
    Se abrió la puerta de la cámara. Iridal emitió un lánguido gemido y apretó con tal fuerza al niño que éste se echó a llorar. La comadrona alzó la vista y, con manos amorosas, arregló los rizos bañados en sudor de la mujer. Una mirada de desafío endureció el rostro arrugado de la asistenta.
    —Déjanos —ordenó Sinistrad, dirigiéndose a la comadrona con la vista fija en su esposa.
    — ¡No abandonaré a mi pequeña!
    Los ojos se volvieron hacia ella. La mujer permaneció firme, aunque la mano que acariciaba los rubios cabellos de Iridal se estremeció. Tomando entre los suyos los dedos de la comadrona, Iridal los besó y, con un trémulo susurro, le indicó que saliera.
    — ¡No puedo, niña! —La mujer se echó a llorar—. ¡Lo que se propone es cruel!
    ¡Cruel y antinatural!
    — ¡Vete! —Masculló Sinistrad—. ¡Sal, o te reduciré a cenizas aquí mismo!
    La comadrona le dirigió una mirada malévola, pero se retiró de la estancia.
    Sabía quién sufriría las consecuencias, si no lo hacía.
    —Ahora que hemos terminado con esto, esa mujer debe irse, esposa —declaró
    Sinistrad, acercándose hasta el costado de la cama—. No tolero desafíos en mi propia casa.
    — ¡Por favor, marido, no! Es la única compañía que tengo. —Los brazos de
    Iridal se agarraban a su hijo. Alzó una mirada suplicante a su esposo mientras tiraba del lienzo con una de las manos—. Y necesitaré ayuda con nuestro hijo.
    ¡Mira! —Echó atrás el lienzo y dejó a la vista un rostro enrojecido y arrugado, unos ojos cerrados con fuerza y unos diminutos puños apretados enérgicamente—. ¿No es hermoso, marido? —Iridal tenía la desesperada, imposible esperanza de que la visión de una criatura de su propia sangre haría cambiar de idea a Sinistrad.
    —Conviene a mis planes —dijo él, alargando las manos.
    — ¡No! —Iridal lo rehuyó—. ¡Mi hijo, no! ¡Por favor, no!
    —Te expliqué mis intenciones el día que me anunciaste tu embarazo. Te dije entonces que me había casado contigo con este único y exclusivo propósito, y que me había acostado contigo por esa misma razón, y no otra. ¡Dame al niño!
    Iridal se encogió sobre su hijo con la cabeza gacha, cubriendo el cuerpecito con sus largos cabellos, como una brillante cortina. Se negó a mirar a su esposo, como si al hacerlo él ejerciera un poder sobre su voluntad. Cerrando sus ojos a él, podría hacer que desapareciera. Sin embargo, la estratagema no funcionó porque, al cerrar los párpados, vio a Sinistrad como aquel día terrible en que sus radiantes ilusiones de amor se habían roto completa e irrevocablemente; aquel día en que le había comunicado la gozosa noticia de que portaba un hijo en sus entrañas; aquel día en que Sinistrad le había revelado, con voz fría y desapasionada, lo que se proponía hacer con el bebé.
    Iridal debería haber sabido que tramaba algo. Lo había sabido, pero no había querido reconocerlo. La noche de bodas, su vida había pasado de unos sueños irisados a un vacío gris. Su marido hacía el amor sin amor, desapasionadamente.
    Era rápido, práctico, siempre con los ojos abiertos y mirándola con fijeza, induciéndola a algo que ella no alcanzaba a entender. Noche tras noche, Sinistrad acudió a ella. Durante el día, rara vez la veía o hablaba con ella. Iridal llegó a temer las visitas nocturnas y en una ocasión se había atrevido a rechazarlo, suplicándole que la tratara con amor. Esa noche, él la había tomado con violencia y dolor, y la mujer no se había atrevido nunca más a decirle que no. Tal vez su hijo fue concebido esa misma noche. Un mes más tarde, supo que estaba embarazada.
    A partir de ese día, Sinistrad no volvió a pisar su alcoba.




    El niño lloraba en sus brazos. Unas manos fuertes asieron a Iridal por los cabellos y la obligaron a levantar la cabeza. Las manos fuertes arrancaron al bebé de sus brazos. Suplicante, la madre se arrastró de la cama y avanzó tambaleándose tras su esposo mientras éste se alejaba con el lloriqueante recién nacido, pero estaba demasiado débil. Enredada en las sábanas manchadas de sangre, Iridal cayó al suelo. Una mano se agarró a la túnica del hombre, impidiéndole avanzar.
    — ¡Mi hijo! ¡No te lleves a mi hijo!
    Sinistrad la miró con una fría mueca de desagrado.
    —El día en que te pedí que fueras mi esposa, te conté lo que era. Nunca te he mentido. Tú decidiste no creerme, y eso es culpa tuya. Tú te » has buscado.
    El hombre bajó la mano, asió la túnica y tiró de ella. La tela se deslizó entre los dedos débiles de Iridal, y Sinistrad abandonó la estancia.
    Cuando regresó, esa misma noche, traía otro bebé: el auténtico heredero de los desdichados reyes de las Volkaran y Ulyandia. Sinistrad se lo entregó a su esposa como si le arrojara un cachorro que hubiera encontrado abandonado en el camino.
    — ¡Quiero a mi hijo! —protestó ella—. ¡No el de alguna otra desdichada como yo!
    —Haz lo que quieras con él, pues —dijo Sinistrad. Su plan había resultado y casi se sentía de buen humor—. Dale de mamar, asfíxialo... No me importa.
    Iridal se apiadó del recién nacido y, esperando que el amor que volcaba en él fuera correspondido en su propio hijo donde estuviera, lo cuidó con ternura. Pero el pequeño no pudo adaptarse a la atmósfera enrarecida. Murió a los pocos días, y algo dentro de Iridal murió con él.
    Un mes más tarde, acudió a ver a Sinistrad en su laboratorio y le declaró tranquila y claramente que se marchaba, que volvía a casa de su padre. En realidad, su idea era viajar al Reino Medio y rescatar a su hijo.
    —No, querida, creo que no lo harás —replicó Sinistrad sin alzar la vista del texto que estaba estudiando—. Mi boda contigo alejó de mí la nube de dudas.
    Ahora, los demás confían en mí. Para que nuestros planes de escapar de este reino tengan éxito, necesitaré la ayuda de todos los miembros de mi comunidad. Es preciso que hagan mi voluntad sin titubeos. No puedo permitirme el escándalo de una separación de ti.
    Por fin, dirigió la mirada hacia ella e Iridal supo que conocía sus planes, que conocía los secretos de su corazón.
    — ¡No puedes detenerme! —gritó—. Los hechizos que urdo son poderosos, pues soy experta en magia, tan experta como tú, esposo, que has dedicado toda tu vida a tu arrogante ambición. ¡Yo proclamaré tu maldad al mundo! ¡Entonces no te seguirán, sino que se levantarán para destruirte!
    —Tienes razón, querida, no puedo detenerte. Pero tal vez quieras discutir este asunto con tu padre...
    Marcando con el dedo el punto del libro donde estaba leyendo, Sinistrad levantó la cabeza e hizo un gesto con una mano. Una caja de ébano se elevó de la mesa donde se encontraba, flotó en el aire y fue a posarse junto al libro del hechicero. Abriéndola con una mano, sacó del interior un relicario que pendía de un cordón de terciopelo negro y se lo entregó a Iridal.
    — ¿Qué es? —preguntó ella, mirando el relicario con suspicacia.




    —Un regalo, querida. De un esposo amante a su amada esposa. —Su sonrisa era un cuchillo que le atravesaba el corazón—. Ábrelo.
    Iridal cogió el relicario con dedos tan ateridos y torpes que estuvo a punto de caérsele. En el interior había un retrato de su padre.
    —Ten cuidado de no romperlo o dejarlo caer —comentó Sinistrad despreocupadamente, mientras retomaba su lectura.
    Iridal observó, horrorizada, que el retrato le devolvía la mirada con un aire suplicante, desvalido, en sus ojos vivos y atrapados. ..
    Unos sonidos procedentes del exterior despertaron a Iridal de sus melancólicas meditaciones. Levantándose de la silla, se acercó a la ventana con pasos débiles e inestables. El dragón de Sinistrad flotaba entre las nubes, cortando la niebla con su cola hasta convertirla en finos jirones que se esparcían hasta desvanecerse. «Igual que los sueños», se dijo Iridal. El dragón de azogue había acudido a las órdenes de Sinistrad y ahora daba vueltas y vueltas en torno al castillo, aguardando a su amo. La bestia era enorme, con la piel plateada y reluciente, un cuerpo delgado y sinuoso, y unos ojos encendidos y llameantes.
    Carecía de alas, pero podía volar sin ellas más deprisa que sus primos alados del
    Reino Medio.
    Nerviosos e impredecibles, estos dragones llamados de azogue, los más inteligentes de su especie, sólo podían ser controlados por los magos más poderosos. E, incluso así, el dragón sabía que estaba sometido a un hechizo y libraba una constante batalla mental con el mago que lo había encantado, obligándolo a mantenerse en guardia en todo instante. Iridal contempló a la bestia desde la ventana. El dragón estaba en perpetuo movimiento; en un momento dado, se enroscaba hasta convertirse en una gigantesca espiral cuya cabeza se alzaba por encima de la torre más alta del castillo; en el momento siguiente, se desenrollaba con la velocidad del rayo hasta rodear con su largo cuerpo la base del castillo, envuelta en la niebla. Hubo un tiempo en que Iridal temía al dragón de azogue pues, si se liberaba de sus ataduras mágicas, podía matarlos a todos. Ahora, en cambio, ya no le importaba.
    Cuando vio aparecer a Sinistrad, Iridal se apartó involuntariamente de la ventana para que no la viera si se le ocurría mirar hacia arriba. Sin embargo, su esposo no hizo el menor ademán de alzar la vista, concentrado en asuntos más importantes. La nave elfa había sido avistada y en ella viajaba su hijo. Sinistrad y los demás miembros del Consejo debían reunirse para llevar a cabo los planes y preparativos finales. Por eso había decidido emplear el dragón.
    Como misteriarca de la Séptima Casa, Sinistrad podría haberse transportado mentalmente a la sala del Consejo, disolviendo su cuerpo y volviéndolo a formar cuando la mente llegara a su destino. Tal había sido el modo en que había viajado antes al Reino Medio. No obstante, tal hazaña requería un gran esfuerzo y sólo impresionaba de verdad si había alguien presente para ver materializarse al mago, supuestamente de la nada. Era mucho más probable que los elfos se atemorizaran ante la visión de un dragón gigante que ante una exhibición de las técnicas más refinadas y delicadas de magia mental.
    Sinistrad montó el dragón de azogue, al que había puesto el nombre de
    Gorgona, y la bestia remontó el aire hasta desaparecer de la vista de Iridal. El hechicero no miró atrás una sola vez. ¿Por qué iba a hacerlo? No tenía miedo de que su esposa tratara de huir. Ya no. En el castillo no había centinelas apostados, ni sirvientes que la espiaran para informar de sus movimientos a su amo.
    Sinistrad no tenía necesidad de ellos, incluso si hubiera podido encontrarlos. Iridal era su propia guardiana, encerrada en el castillo por su propia vergüenza, cautiva de su propio terror.
    Su mano se cerró en torno al relicario. El retrato del interior ya no vivía. Su padre había muerto hacía algunos años. Atrapada su alma por Sinistrad, el cuerpo se había marchitado. Pese a ello, cada vez que Iridal contemplaba la imagen del rostro de su padre, aún podía apreciar la pena en sus ojos.
    El castillo estaba vacío y silencioso, casi tanto como su corazón. Tenía que vestirse, se dijo con tristeza mientras se despojaba de la camisa de dormir que últimamente llevaba casi en todo instante, pues los sueños eran su única evasión.
    Volviendo la espalda a la ventana, se vio en el espejo de enfrente. Veintiséis años, y parecía haber vivido un centenar... Sus cabellos, que un día habían sido del color de las fresas bañadas en miel dorada, eran ahora blancos como las nubes que pasaban ante la ventana. Iridal tomó un cepillo e inició un desganado intento de desenredar la enmarañada melena.
    Llegaba su hijo y debía causarle una buena impresión. De lo contrario, Sinistrad se disgustaría.




    CAPITULO
    NUEVA ESPERANZA, REINO SUPERIOR
    Veloz como el viento, el dragón de azogue condujo a Sinistrad a Nueva
    Esperanza, la capital del Reino Superior. Al misteriarca le gustaba utilizar el dragón para impresionar a su propia gente. Ningún otro mago había conseguido ejercer un dominio sobre el inteligentísimo y peligroso animal y no estaría de más, en aquel momento de crisis, recordar de nuevo a los otros por qué lo habían escogido como líder.
    Cuando llegó a Nueva Esperanza, Sinistrad se encontró con que ya se había efectuado el encantamiento: relucientes cristales, altísimas torres, paseos bordeados de árboles... Casi no reconoció la ciudad. Dos colegas misteriarcas lo esperaban a la puerta de la sala del Consejo con un aire de sentirse muy orgullosos de sí mismos, pero también tremendamente fatigados.
    En su descenso desde las alturas, Sinistrad les dio ocasión de contemplar a fondo su montura; después, soltó a la bestia y le ordenó que no se alejara y que aguardase su llamada.
    El dragón abrió la boca, armada de grandes colmillos, y soltó un gruñido con los ojos llameantes de odio. Sinistrad volvió la espalda a la bestia.
    —Te digo, Sinistrad, que un día ese dragón va a sacudirse el hechizo que has tendido sobre él y ninguno de nosotros estará seguro. Capturarlo fue un error... —
    comentó uno de los hechiceros, un misteriarca de edad avanzada, mirando de reojo al dragón de azogue.
    — ¿Tan poca fe tienes en mi poder? —replicó Sinistrad con voz suave.
    El anciano no dijo nada, pero miró a su compañero. Al advertir el intercambio de miradas, Sinistrad supuso, acertadamente, que los dos brujos habían estado hablando de él antes de que se presentara.
    — ¿Qué sucede? —Exigió saber—. Seamos sinceros entre nosotros. Siempre he insistido en ello, ¿verdad?




    —Sí, es cierto. ¡Siempre nos restriegas por las narices tu sinceridad! —
    masculló el anciano.
    —Vamos, Baltasar, tú me conoces perfectamente. Sabías cómo era cuando me votaste como líder. Sabías que era despiadado y que no permitiría que nada se interpusiera en mi camino. Algunos me llamasteis perverso entonces. Ahora insistes en ello y es un calificativo que no rechazo. Sin embargo, yo fui el único entre nosotros con visión. Fui yo quien urdió el plan para salvar a nuestro pueblo, ¿no es cierto?
    Los misteriarcas miraron a Sinistrad, intercambiaron una nueva mirada y apartaron los ojos, uno hacia la hermosa ciudad y el otro hacia el dragón de azogue que desaparecía en el cielo despejado.
    —Sí, es cierto —repuso uno de ellos.
    —No teníamos elección —añadió el otro.
    —No es un comentario muy halagador, pero puedo pasarme sin halagos. Y, hablando de ello, debo decir que habéis hecho un trabajo excelente. —Sinistrad inspeccionó con ojo crítico los capiteles, los paseos y los árboles. Alargando la mano, tocó la puerta del edificio ante el cual se encontraban—. Tanto, que no estaba muy seguro de que esto no fuera también parte del hechizo. ¡Casi me daba miedo entrar!
    Uno de los misteriarcas ensayó una triste sonrisa ante su tímido asomo de humor. El otro, el anciano, frunció el entrecejo, dio media vuelta y se alejó.
    Sinistrad recogió la capa en torno a sí y siguió a sus colegas. Ascendieron la escalinata de mármol y cruzaron las deslumbrantes puertas de cristal del Consejo de Hechiceros.
    Dentro de la sala se habían congregado una cincuentena de brujos que charlaban entre ellos con voces graves y solemnes. Hombres y mujeres vestían túnicas similares a la de Sinistrad en confección y diseño, aunque en una amplia gama de colores, cada uno de los cuales indicaba la dedicación particular del brujo que lo portaba: verde para la tierra, azul marino para el agua, rojo para el fuego (o magia de la mente), azul celeste para el aire. Unos pocos, entre ellos Sinistrad, lucían el negro que representaba la disciplina; una disciplina férrea, que no admitía ninguna debilidad. Cuando penetró en la sala, los presentes, que estaban conversando con voces contenidas pero excitadas, guardaron silencio. Todos hicieron una reverencia y se apartaron, formando un pasillo por el cual avanzó
    Sinistrad.
    Repartiendo miradas a un lado y otro, saludando a los amigos y tomando nota de la presencia de sus enemigos, Sinistrad avanzó sin prisa por el gran salón.
    Construida en mármol, la sala del Consejo estaba desnuda, vacía y sin adornos.
    No había tapices que alegraran sus paredes, ni estatuas que adornaran la entrada, ni ventanas que permitieran el paso de la luz, ni magia que disipara la penumbra.
    Las mansiones de los misteriarcas en el Reino Medio habían tenido fama en todo el mundo de ser las creaciones humanas más maravillosas. Recordando la belleza de la que provenían, la austeridad y la aridez de la sala del Consejo en el Reino
    Superior producía escalofríos a los hechiceros. Con las manos guardadas en las mangas de sus túnicas, todos se mantenían apartados de las paredes y parecían tratar de evitar que sus ojos se fijaran en otra cosa que en sus colegas y en su líder, Sinistrad.
    Este era el más joven de los congregados. Todos los misteriarcas presentes recordaban cuándo había ingresado en el Consejo, siendo un joven bien dotado, con propensión a mostrarse quejoso y servil. Sus padres habían estado entre los primeros exiliados en sucumbir allá arriba, dejándolo huérfano. Los demás se apiadaron del muchacho, aunque no en exceso pues, al fin y al cabo, había muchos en su misma situación por aquella época. Concentrados en sus propios problemas, que eran enormes, nadie había prestado mucha atención al joven brujo.
    Los hechiceros humanos tenían su propia versión de la historia, desfigurada
    —como la de cualquier otra raza— por su propia perspectiva. Después de la
    Separación, los sartán habían conducido a la gente allí, a aquel reino bajo la cúpula mágica (y no a Aristagón primero, como habría explicado un elfo). Los humanos, y en especial los brujos, se volcaron en un esfuerzo tremendo para hacer aquel reino no sólo habitable, sino hermoso. Les daba la impresión de que los sartán no acudían nunca a prestarles ayuda, sino que siempre estaban ausentes por algún asunto «importante».
    En las escasas oportunidades en que los sartán hacían acto de presencia, les echaban una mano en el trabajo, utilizando su magia de runas. Así fueron creados aquellos edificios fabulosos, y así se reforzó la cúpula. La coralita producía frutos y el agua abundaba. Pero los hechiceros humanos no se sintieron demasiado agradecidos, pues tenían envidia de los sartán y codiciaban la magia de las runas.
    Llegó el día en que los sartán anunciaron que el Reino Medio estaba preparado para ser habitado. Humanos y elfos fueron trasladados a Aristagón, mientras que los sartán se quedaban en el Reino Superior. Como razón para el traslado, los sartán dijeron que la tierra bajo la cúpula se estaba poblando demasiado, pero los hechiceros humanos consideraron que los sartán los expulsaban porque se estaban informando demasiado sobre la magia de las runas.
    Pasó el tiempo y los elfos se hicieron fuertes y se unieron bajo la dirección de sus poderosos brujos, en tanto los humanos se convertían en bárbaros piratas.
    Los hechiceros humanos observaron el ascenso de los elfos con desdén, por fuera, y con temor, por dentro.
    — ¡Si poseyéramos la magia de las runas, podríamos destruir a esos elfos! —
    se dijeron.
    Así pues, en lugar de ayudar a su pueblo, empezaron a concentrar su magia en la búsqueda de un modo de regresar al Reino Superior. Al fin lo encontraron y un gran contingente de los brujos más poderosos, los misteriarcas, ascendió al
    Reino Superior para desafiar a los sartán y recuperar la tierra que habían llegado a considerar legítimamente suya.
    Los humanos dieron a este episodio el nombre de la guerra de la Ascensión, aunque de guerra tuvo poco. Una mañana, al despertar, los misteriarcas descubrieron que los sartán se habían marchado, dejando abandonadas sus ciudades y vacías sus moradas. Pero cuando los brujos regresaron victoriosos junto a su pueblo, encontraron el Reino Medio sumido en el caos y desgarrado por la guerra. Así pues, se vieron obligados a luchar por sobrevivir, sin poder utilizar la magia para trasladar a su gente a la tierra prometida.
    Al cabo, tras años de sufrimientos y penalidades, los misteriarcas consiguieron abandonar el Reino Medio y acceder a la tierra que sus leyendas tenían por hermosa, fructífera, segura y acogedora. Allí, asimismo, esperaban descubrir por fin los secretos de las runas. Todo parecía un sueño maravilloso, pero pronto habría de resultar una pesadilla.




    Las runas retuvieron sus secretos y los misteriarcas descubrieron con horror cuánta de la belleza y abundancia de la tierra había dependido de aquellos signos mágicos. Obtenían cosechas, pero no las suficientes para alimentar a su pueblo. El hambre azotó la tierra. El agua se hizo más y más escasa, y cada familia tenía que invertir unas cantidades inmensas de magia para producirla. Siglos de endogamia habían debilitado a los hechiceros y la continuación de tal práctica en aquel reino cerrado produjo terribles taras genéticas que no podían remediarse con la magia.
    Los niños que las presentaban morían y, finalmente, escasearon los nacimientos. Y lo más terrible de todo fue la constatación, por parte de los misteriarcas, de que la magia de la cúpula estaba perdiendo fuerza.
    Tendrían que abandonar aquel reino, pero ¿cómo podrían hacerlo sin reconocer su fracaso, su debilidad? Uno de ellos tuvo una idea. Uno de ellos les dijo cómo podían conseguirlo. Estaban desesperados, y prestaron oídos a su propuesta.
    A medida que pasó el tiempo y Sinistrad progresó en sus estudios mágicos, sobrepasando en poder a muchos de los ancianos, dejó de mostrarse servil y empezó a hacer alarde de sus facultades. Los ancianos se disgustaron cuando decidió cambiar su nombre por el de Sinistrad, pero no le dieron importancia en aquel momento. En el Reino Medio, un bravucón podía hacerse llamar Bruto o el
    Navaja o cualquier otro apodo de rufián para imponer un respeto que no se había ganado. El hecho no tenía nada de extraordinario.
    Igual que al cambio de nombre, los misteriarcas habían prestado poca atención a Sinistrad, aunque hubo algunos que alzaron su voz, entre ellos el padre de Iridal. Algunos trataron de hacer ver a sus colegas la arrogante ambición del joven, su despiadada crueldad, su capacidad para manipular, pero las advertencias no fueron oídas. El padre de Iridal perdió a su amada hija única en manos de Sinistrad, y perdió la vida en la mágica cautividad del hechicero. La prisión en que se encontraba estaba hecha con tal habilidad que nadie llegó a advertirla. El viejo brujo deambulaba por la tierra, visitaba a sus amigos y llevaba a cabo sus tareas. Si alguien comentaba que parecía abatido y apático, todos lo atribuían a la tristeza por la boda de su hija. Nadie sabía que el alma del viejo estaba prisionera como un insecto en un recipiente de cristal.
    Paciente, imperceptiblemente, el joven hechicero fue urdiendo su red sobre todos los hechiceros supervivientes del Reino Superior. Los filamentos eran prácticamente invisibles, ligeros al tacto, y apenas se notaban. No tejía una red gigantesca que todos pudieran ver, sino que enroscaba con habilidad un hilo en torno a un brazo y trababa un pie con otro, con tanta suavidad que sus víctimas no se dieron cuenta de que estaban atrapados hasta el día en que se descubrieron inmovilizados.
    Ahora estaban apresados, acorralados por su propia desesperación. Sinistrad tenía razón: no les quedaba otra elección. Tenían que confiar en él porque era el único lo bastante listo como para proyectar y llevar a cabo una estrategia para escapar de su hermoso infierno.
    Sinistrad llegó al fondo de la sala. Hizo surgir del suelo un podio dorado, se encaramó a él y se volvió para dirigirse a sus colegas.
    —La nave elfa ha sido avistada. A bordo viene mi hijo. Siguiendo nuestros planes, iré a su encuentro y lo conduciré...




    —No habíamos accedido a permitir que una nave elfa entrara en la cúpula —
    protestó la voz de una misteriarca—. Tú hablaste de una nave pequeña, pilotada por tu hijo y su zafio • acompañante.
    —Me vi obligado a efectuar un cambio de planes —replicó Sinistrad, torciendo los labios en una sonrisa débil y desagradable—. La primera nave fue atacada por los elfos y se estrelló en Drevlin. Mi hijo consiguió adueñarse de ese transporte elfo y tiene sometido a su capitán. No hay más de treinta elfos a bordo y sólo un brujo.
    Un brujo muy débil, por supuesto. Creo que podemos controlar la situación, ¿no os parece?
    —Sí, en los viejos tiempos, cualquiera de nosotros podría haberse enfrentado a elfos, pero ahora... —contestó una mujer, dejando la frase en el aire mientras sacudía la cabeza en gesto de negativa.
    —Por eso hemos utilizado nuestra magia, creando estos espejismos. —
    Sinistrad señaló con un gesto el exterior del Consejo—. Su mera visión los intimidará. No nos darán ningún problema.
    — ¿Por qué no sales a su encuentro en el Firmamento, coges a tu hijo y dejas que prosigan su camino? —sugirió el anciano misteriarca conocido por el nombre de Baltasar.
    — ¡Porque necesitamos la nave, viejo decrépito y estúpido! —Masculló
    Sinistrad, visiblemente irritado ante la pregunta—. Con ella podemos transportar a gran número de los nuestros hasta el Reino Medio. De lo contrario nos habríamos visto obligados a esperar hasta poder encontrar naves o encantar mas dragones.
    — ¿Y qué vamos a hacer con los elfos? —preguntó la mujer.
    Todos miraron a Sinistrad. Conocían la respuesta tan bien como él, pero querían oírla de sus labios.
    Sin la menor pausa, sin vacilaciones, el hechicero contestó:
    —Matarlos.
    El silencio resultó sonoro y elocuente. El anciano misteriarca sacudió la cabeza.
    —No. No pienso ser partícipe de algo semejante.
    — ¿Por qué no, Baltasar? Tú mismo has dado muerte a muchos elfos en el
    Reino Medio.
    —Entonces estábamos en guerra. Esto sería un asesinato.
    —La guerra es una cuestión de «o ellos o nosotros». Pues bien, esto es una guerra: ¡es su vida o la nuestra!
    Los misteriarcas que lo rodeaban asintieron entre murmullos, aparentemente de acuerdo. Varios de ellos discutieron con el anciano, tratando de convencerlo de que cambiara de postura.
    —Sinistrad tiene razón —decían—. ¡Esto es una guerra! Entre nuestras dos razas no puede existir otra cosa. Al fin y al cabo —añadían—, Sinistrad sólo pretende conducirnos a casa.
    — ¡Os compadezco! —Insistió Baltasar—. ¡Os compadezco a todos! —Se volvió hacia Sinistrad y añadió—: Él os está dirigiendo. Os lleva por el ronzal como a terneros cebados. Cuando llegue el momento de llenar el buche, os sacrificará a todos para alimentarse de vuestra carne. ¡Bah! ¡Dejadme en paz! Prefiero morir aquí arriba antes que seguirlo al Reino Medio.
    El anciano hechicero se encaminó hacia la puerta.
    «Y eso es lo que harás, barbicano», murmuró Sinistrad para sus adentros.




    —Dejadlo salir —ordenó en voz alta cuando algunos de sus colegas hicieron ademán de lanzarse en pos de Baltasar—. Salvo que haya alguien más que prefiera marcharse con él...
    El misteriarca barrió la sala con una mirada rápida y escrutadora, recogiendo los cabos de su red y tirando de ellos progresivamente. Nadie más consiguió liberarse. Los que hasta entonces se habían debatido para hacerlo, se hallaban ahora tan debilitados por el miedo que se sentían dispuestos y ansiosos por cumplir sus mandatos.
    —Muy bien. Traeré la nave elfa a través de la bóveda y conduciré a mi hijo y a sus compañeros a mi castillo. —Sinistrad habría podido contar a su pueblo que uno de los acompañantes del muchacho era un consumado asesino, un hombre que podía derramar la sangre de los elfos con sus manos, dejando limpias las de los misteriarcas. Sin embargo, el hechicero deseaba endurecer a su pueblo, obligarlo a hundirse más y más hasta que hiciera voluntaria e incondicionalmente cuanto él ordenara—. Aquellos de vosotros que os presentasteis voluntarios para aprender a pilotar la nave elfa ya sabéis qué hacer. El resto debe esforzarse en mantener el hechizo de la ciudad. Cuando llegue el momento, daré la señal y nos pondremos en acción.
    Contempló a los presentes, estudiando uno por uno sus rostros pálidos y sombríos y quedó satisfecho.
    —Nuestros planes progresan bien. Mejor de lo que habíamos previsto, incluso.
    Con mi hijo viajan varios individuos que nos pueden ser útiles en aspectos que no habíamos pensado. Uno de ellos es un enano de los Reinos Inferiores. Los elfos han explotado durante siglos a los enanos y es probable que podamos incitar a esos gegs, como se llaman a sí mismos, a lanzarse a la guerra. Otro es un humano que afirma proceder de un reino situado más abajo del Reino Inferior; un lugar que, hasta ahora, ninguno de nosotros sabía que existiera. Esta noticia podría ser de enorme valor para todos nosotros.
    Se produjeron murmullos de aprobación y asentimiento.
    —Mi hijo trae información sobre los reinos humanos y sobre la revolución elfa, todo lo cual nos será de gran utilidad cuando emprendamos la conquista. Y, lo más importante, ha visto la gran máquina construida por los sartán en el Reino
    Inferior. Por fin tendremos la oportunidad de descubrir el misterio de la llamada
    Tumpa-chumpa y emplearla, también, en nuestro provecho.
    Sinistrad alzó las manos en una bendición y añadió por último:
    —Ve ahora, pueblo mío. ¡Id todos y sabed que con esto estáis saliendo al mundo, pues pronto será nuestro todo Ariano!
    Los reunidos prorrumpieron en vítores, en su mayor parte entusiastas.
    Sinistrad descendió del podio y éste desapareció, pues la magia debía ser cuidadosamente racionada y dedicada sólo a lo esencial. Muchos lo detuvieron para felicitarlo, hacerle preguntas o pedirle aclaraciones sobre pequeños detalles del plan de acción. Algunos le preguntaron cortésmente por su salud, pero nadie se interesó por su esposa. Iridal no había asistido a una reunión del Consejo desde hacía diez años; es decir, desde el día en que el Consejo de Brujos había votado su aceptación del plan de Sinistrad de coger a su hijo y cambiarlo por el príncipe humano. En realidad, a los miembros del Consejo les aliviaba el hecho de que
    Iridal no asistiera a las reuniones pues, pese al tiempo transcurrido, aún les habría resultado difícil mirarla a los ojos.




    Sinistrad, consciente de la necesidad de emprender viaje, se sacudió de encima a los aduladores que se arremolinaban en torno a él y salió de la sala del
    Consejo. Con una orden mental, llamó al dragón de azogue al pie mismo de la escalinata. Pese a su malévola mirada de odio, la bestia soportó que el misteriarca montara sobre su lomo y lo obligara a cumplir sus órdenes. El dragón no tenía más remedio que obedecer al misteriarca, pues éste lo tenía hechizado. En esto, la bestia era distinta de los magos apiñados en el sombrío umbral de la sala del
    Consejo, pues ellos se habían entregado a Sinistrad por su propia voluntad.




    CAPÍTULO
    EL FIRMAMENTO
    La nave dragón elfa colgaba inmóvil en el aire frío y enrarecido. Una vez alcanzados los bloques de hielo flotantes conocidos como el Firmamento, se había detenido, pues sus tripulantes no se atrevían a seguir avanzando. Témpanos de hielo diez veces mayores que la nave se cernían encima de ésta. Otros escollos menores rodeaban los bloques de mayor tamaño y el aire brillaba con miles de gotitas de rocío helado. El reflejo del sol en los témpanos resultaba cegador. Todos se preguntaban qué grosor tendría el Firmamento, hasta dónde se extendía. Nadie, excepto los misteriarcas y los sartán, había volado nunca tan alto y había vuelto para ofrecer una crónica de tal viaje. Los mapas trazados estaban basados en conjeturas y, a aquellas alturas, todo el mundo a bordo sabía que no eran acertados. Nadie había adivinado que los misteriarcas hubiesen atravesado el
    Firmamento para construir su reino al otro lado.
    —Una barrera defensiva natural —comentó Hugh, asomándose por la portilla para contemplar con detenimiento el panorama de aterradora belleza—. No me extraña que hayan mantenido intactas sus riquezas durante tanto tiempo.
    — ¿Cómo pasaremos? —preguntó Bane, que se había puesto en puntillas para atisbar por la abertura.
    —No lo haremos.
    — ¡Pero tenemos que pasar! —La voz del pequeño fue un chillido agudo—. ¡Es preciso que llegue hasta mi padre!
    —Muchacho, si nos toca uno solo de esos témpanos, aunque sea uno pequeño, nuestros cuerpos se convertirán en unas estrellas más de esas que titilan en el cielo diurno. Será mejor que le digas a tu padre que venga a buscarte.
    Bane endulzó la expresión y desapareció de sus mejillas el rubor de la cólera.
    —Gracias por la sugerencia, maese Hugh —dijo cerrando el puño en torno a la pluma—. Eso haré. Y me aseguraré de contarle todo lo que has hecho por mí, lo que todos habéis hecho por mí. Todos. —Su mirada recorrió a todos los expedicionarios, desde Alfred hasta un Limbeck anonadado por la belleza de lo que estaba viendo, incluido el perro de Haplo—. Estoy seguro de que os recompensará..., como merecéis.
    Cruzando de extremo a extremo el calabozo, Bane se dejó caer en un rincón de la bodega y, con los ojos cerrados, empezó aparentemente a comunicarse con su padre.
    —No me ha gustado esa pausa entre «recompensará» y «como merecéis» —
    comentó Haplo—. ¿Qué le impide a ese hechicero arrebatarnos al niño y envolvernos en llamas?
    —Nada, supongo —respondió Hugh—, salvo que estoy seguro de que quiere algo, y no es sólo al muchacho. Si no, ¿a qué vienen tantas molestias?
    —Lo siento, pero no te entiendo.
    —Ven aquí, Alfred. Bien, tú nos contaste que ese Sinistrad penetró de noche en el castillo, cambió a los bebés y se marchó otra vez. ¿Cómo lo consiguió, si la guardia protegía el lugar?
    —Los misteriarcas poseen la facultad de transportarse por el aire. Triano se lo explicó a Su Majestad, el rey, más o menos así: el hechizo se realiza enviando la mente por delante del cuerpo; una vez que la mente está firmemente asentada en un lugar en concreto, puede invocar al cuerpo para que se reúna con ella. El único requisito para quien realice el hechizo es que debe haber visitado el lugar con anterioridad, para que se pueda hacer una imagen precisa del punto al que se dirige. Los misteriarcas han visitado a menudo el palacio real de Ulyandia, que es casi tan viejo como el mundo.
    — ¿Pero no podría Sinistrad, por ejemplo, transportarse al Reino Inferior o al palacio de los elfos en Aristagón?
    —No, señor, no podría. Al menos, mentalmente. Ninguno de ellos podría hacerlo. Los elfos siempre han odiado y temido a los misteriarcas y jamás los han tolerado en su reino. Y tampoco podrían transportarse al Reino Inferior porque nunca han viajado hasta él. Deberían recurrir a otro medio de transporte... ¡Ah, ya entiendo a qué te referías!
    — ¡Aja! Primero, Sinistrad trató de hacerse con mi nave. Eso le salió mal, pero ahora tiene ésta. Si logra...
    —Silencio. Tenemos compañía —murmuró Haplo.
    La puerta del calabozo se abrió y entró el capitán Bothar'el, flanqueado por dos miembros de la tripulación.
    —Tú —dijo señalando a Hugh—, ven conmigo.
    La Mano se encogió de hombros y obedeció, alegrándose de la oportunidad de echar un vistazo a lo que sucedía arriba. La puerta se cerró tras ellos, el centinela pasó el cerrojo y Hugh siguió al elfo escalerilla arriba hasta la cubierta superior.
    Hasta que estuvo en el puente no advirtió la presencia del perro de Haplo trotando pegado a sus talones.
    — ¿De dónde ha salido? —preguntó el capitán, mirando al animal con irritación. El perro alzó hacia él unos ojos pardos resplandecientes, meneando la cola y con la lengua colgando.
    —No sé. Me ha seguido, supongo.
    —Oficial, saque a ese animal del puente. Devuélvaselo a su dueño y dígale que lo vigile o lo arrojaré por la borda.
    —Sí, señor.
    El oficial se agachó para coger al perro, pero la actitud del animal cambió al instante. Aplastó las orejas y la cola dejó de menearse para iniciar un lento y amenazador movimiento de lado a lado. Sus fauces se abrieron en una mueca feroz y un ronco gruñido surgió de su pecho.
    «Si aprecias esos dedos», parecía decir al oficial, «será mejor que los apartes».
    El oficial siguió el consejo del perro. Echándose las manos a la espalda, miró a su capitán, temeroso y dubitativo.
    —Perro... —probó Hugh. El animal alzó ligeramente las orejas y lo miró, sin perder de vista por un instante al oficial pero dando a entender a Hugh que lo consideraba un amigo.
    —Aquí, perro —ordenó Hugh, chasqueando con torpeza los dedos.
    El perro volvió la cabeza, como preguntándole si estaba seguro de aquello.
    Hugh chasqueó de nuevo los dedos y el perro, con una sonrisa burlona al desventurado elfo, avanzó hasta Hugh, que le dio unas torpes palmaditas. El animal se echó a sus pies.
    —No hará nada. Yo lo vigilo.
    —Capitán, el dragón se acerca —informó un vigía.
    — ¿Un dragón? —Hugh miró al elfo.
    Como respuesta, el capitán Bothar'el señaló en una dirección.
    Hugh se acercó a la portilla y miró. Abriéndose camino por el firmamento, el dragón era apenas visible como un río de plata que fluía entre los témpanos.
    Un río de plata con dos ojos encarnados, llameantes.
    — ¿Conoces esa especie, humano?
    —Sí. Es un dragón de azogue —Hugh hizo una pausa hasta recordar la palabra elfa—. Silindistani.
    —No podemos superarlo en velocidad —comentó Bothar'el—. ¡Fíjate qué rápido es! Tendremos que combatir.
    —Me parece que no —replicó Hugh—. Más bien supongo que vamos a conocer al padre del muchacho.
    Los elfos sienten un profundo desagrado y una gran desconfianza hacia los dragones. La magia de los hechiceros elfos no podía controlarlos y la conciencia de que los humanos sí podían era como la punzada constante de una muela cariada en la boca de los elfos. Los tripulantes de la nave estaban nerviosos e incómodos en presencia del dragón de azogue que giraba, se retorcía y serpenteaba con su largo cuerpo reluciente en torno a la nave. Los elfos volvían la cabeza constantemente para observar los movimientos de la criatura, o saltaban de alarma cuando la testa del dragón surgía en un lugar que dos segundos antes estaba vacío. Estas reacciones nerviosas parecían divertir al misteriarca, que se hallaba en el puente. Aunque el hechicero era la amabilidad misma, Hugh apreció el destello bajo sus párpados sin pestañas y la leve sonrisa que aparecía de vez en cuando en sus labios finos y exangües.
    —Estoy en deuda eterna contigo, capitán Bothar'el —declaró Sinistrad—. Mi hijo significa más para mí que todos los tesoros del Reino Superior. —Mirando al muchacho, que se agarraba de su mano y lo miraba con evidente admiración, la sonrisa de Sinistrad se ensanchó.
    —Me alegra haberte sido de utilidad. Como ha explicado el muchacho, ahora somos considerados forajidos por nuestra propia gente. Tenemos que encontrar a las fuerzas rebeldes para unirnos a ellas. Tu hijo nos prometió una recompensa...
    — ¡Ah, sí! La recibiréis y en abundancia, os lo aseguro. Y tenéis que visitar nuestro encantador reino y conocer a nuestro pueblo. Tenemos tan pocos invitados, que llegamos a cansarnos unos de otros. No es que fomentemos las visitas —añadió Sinistrad con delicadeza—, pero ésta es una circunstancia especial.
    Hugh miró a Haplo, que había sido conducido al puente con los demás
    «invitados» a la llegada de Sinistrad. A la Mano le habría gustado mucho tener algún indicio de qué pensaba Haplo de todo aquello. No podían hablar, por supuesto, pero con sólo alzar un poco una ceja o con un guiño apresurado, Hugh habría sabido que Haplo tampoco se tragaba aquella fruta endulzada. Pero Haplo miraba a Sinistrad con tal fijeza que cualquiera habría dicho que contaba los poros de la larga nariz del misteriarca.
    —No arriesgaré mi nave volando a través de eso —repuso el capitán Bothar'el señalando el Firmamento "con un gesto de cabeza—. Danos lo que llevas —la mirada del elfo se fijó en varias joyas refinadas que adornaban los dedos del misteriarca— y regresaremos a nuestro reino.
    Hugh habría podido decirle al elfo que estaba malgastando saliva, pues
    Sinistrad no permitiría bajo ninguna circunstancia que aquella nave escapara de sus manos cubiertas de rubíes y diamantes.
    No lo hizo.
    —El viaje puede ser algo complicado, pero no imposible y, desde luego, tampoco peligroso. Yo seré vuestro práctico y os guiaré por un paso seguro a través del Firmamento. —Echó una ojeada al puente y añadió—: Sin duda, no negaréis a la tripulación la posibilidad de contemplar las maravillas de nuestro reino, ¿me equivoco?
    La riqueza y el esplendor legendarios del Reino Superior, convertidos en reales gracias a la visión de las joyas que el hechicero lucía con tan despreocupada gracia, avivaron una llama que consumió el temor y el sentido común de los tripulantes. Así lo advirtió Hugh en su mirada y sintió una fría lástima por el capitán elfo, que sabía que se estaba metiendo en una telaraña pero no podía hacer nada por evitarlo. Si daba la orden de abandonar el lugar y regresar a casa, sería él solo quien volvería..., y de mala manera, boca abajo a través de menkas y menkas de cielo vacío.
    —Está bien —asintió Bothar'el con displicencia. Los vítores de la tripulación se apagaron ante la mirada furibunda del capitán.
    — ¿Puedo montar contigo en el dragón, padre? —preguntó Bane.
    —Claro, hijo mío. —Sinistrad pasó la mano por el cabello dorado del chiquillo—. Y ahora, aunque me gustaría quedarme y seguir hablando con todos vosotros, en especial con mi nuevo amigo Limbeck... —Sinistrad dedicó una reverencia al geg, que inclinó torpemente la cabeza en respuesta—, mi esposa aguarda con gran impaciencia para ver a su hijo. ¡Mujeres! ¡Qué deliciosas criaturitas! —Se volvió hacia el capitán y añadió—: No he pilotado nunca una nave, pero se me ocurre que el principal problema que podéis encontrar en la travesía del Firmamento será la formación de hielo en las alas. Sin embargo, estoy seguro de que este experimentado y capaz colega —saludó con otra reverencia al brujo de a bordo, que le devolvió la cortesía con respeto, y también con cierta prevención—, sabrá hundirlo.
    Sinistrad pasó el brazo en torno a los hombros de su hijo y se dispuso a marcharse, utilizando la magia para transportar al chiquillo la corta distancia de regreso al dragón. Los cuerpos de padre e hijo se habían desvanecido ya casi por completo cuando el misteriarca se detuvo y clavó una mirada de acero en los ojos del capitán.
    —Sigue el camino del dragón —murmuró—. Exactamente.
    Tras esto, desapareció.
    — ¿Entonces, qué piensas de él? —preguntó Hugh a Haplo en un murmullo mientras ambos hombres, junto con el perro, Alfred y Limbeck, eran conducidos de regreso al calabozo.
    — ¿Del hechicero?
    — ¿De quién, si no?
    — ¡Ah! Es poderoso —afirmó Haplo, encogiéndose de hombros—. Pero no tanto como esperaba.
    Hugh soltó un gruñido, pues había encontrado intimidador a Sinistrad.
    — ¿Y qué esperabas encontrar, un sartán?
    Haplo estudió intensamente a Hugh y comprendió que era una broma.
    —Sí —respondió con una sonrisa.




    CAPÍTULO
    EL FIRMAMENTO
    La Carfa'shon avanzó entre los témpanos de hielo, dejando a su paso una estela de cristales brillantes que se arremolinaban y centelleaban. El frío era intenso. El brujo de a bordo se había visto obligado a retirar el calor mágico de las zonas de trabajo y de descanso de la nave y utilizarlo para mantener aparejos, cables, alas y casco libres del hielo que caía sobre ellos con un traqueteo que, en palabras de Limbeck, sonaba como un millón de guisantes secos.
    Haplo, Limbeck, Alfred y Hugh se acurrucaban en torno al pequeño brasero de la bodega para darse calor. El perro se había enroscado a sus pies, con el hocico bajo la cola de tupido pelaje, y dormía profundamente. Ninguno de los cuatro decía palabra. Limbeck estaba demasiado asombrado ante las cosas que había contemplado y las que esperaba presenciar. En cuanto a Haplo, nadie podía saber qué le rondaba por la cabeza.
    Hugh estaba meditando sus opciones: «El asesinato está descartado. Ningún asesino que valga lo que su daga aceptaría el encargo de matar a un hechicero, y mucho menos a un misteriarca. Ese Sinistrad es poderoso. ¿Qué digo, poderoso?
    ¡Ese hombre es el poder mismo! Vibra con él como un pararrayos bajo una tormenta. ¡Ah!, si pudiera descubrir por qué me quiere ahora, cuando hace un tiempo intentó matarme... ¿Por qué, de pronto, soy tan valioso?»
    — ¿Por qué me has hecho traer a Hugh, padre?
    El dragón de azogue se abría paso entre los témpanos de hielo moviéndose con inusual lentitud, pues Sinistrad retenía su marcha para que la nave elfa pudiera seguirlos. Aquel avance calmoso irritaba al dragón, al cual, además, le habría encantado engullir como cena a las criaturas de delicioso aroma que viajaban a bordo. Pero la bestia sabía que no debía desafiar a Sinistrad. Los dos habían librado numerosas batallas mágicas con anterioridad y la Gorgona siempre había perdido, por lo que sentía hacia el hechicero una mezcla de odio y de rencoroso respeto.
    —Tal vez necesite a ese Hugh la Mano, hijo. Al fin y al cabo es un piloto.
    —Pero si ya tenemos uno: el capitán elfo.




    —Mi querido muchacho, te queda mucho que aprender, de modo que empezaré a enseñarte ahora mismo. No confíes nunca en los elfos. Aunque su inteligencia es igual a la de los humanos, tienen unas vidas más largas y tienden a superarlos en sabiduría. En los tiempos antiguos, los elfos constituían una raza noble y los humanos, como suelen afirmar esos elfos con aire de burlona superioridad, eran poco más que animales en comparación con ellos. Sin embargo, los hechiceros elfos no podían dejar de envidiar a sus equivalentes humanos. De hecho, estaban celosos de su magia.
    —Pero yo vi cómo el hechicero atrapaba el alma del elfo moribundo —lo interrumpió Bane en un susurro, recordando la escena con asombro y temor.
    —Sí —respondió Sinistrad en tono burlón—. Así es cómo pensaban enfrentarse a nosotros.
    —No te comprendo, padre.
    —Es importante que lo hagas, hijo, y pronto, pues vamos a tener que tratar con el brujo elfo de a bordo. Déjame describirte en cuatro frases la naturaleza de la magia. Antes de la Separación, la magia espiritual y la física, como todos los demás elementos del mundo, estaban fundidas y presentes en todos los pueblos.
    Tras la Separación, el mundo quedó dividido en sus elementos sueltos (al menos, así lo narran las leyendas sobre los sartán) y lo mismo sucedió con la magia.
    »Cada raza busca, de manera natural, emplear el poder de la magia para compensar sus deficiencias. Así, los elfos, que tienden por naturaleza a lo espiritual, necesitaban la magia para mejorar sus poderes físicos y estudiaron el arte de proporcionar facultades mágicas a los objetos físicos que podían serles de utilidad.
    — ¿Como la nave dragón?
    —Sí, como la nave dragón. Los humanos, por su parte, tenían más capacidad para controlar el mundo físico, de modo que trataron de alcanzar nuevos poderes a través de lo espiritual. Así, nuestro mayor talento pasó a ser la capacidad de comunicarnos con los animales, de obligar al viento a seguir nuestra voluntad o de forzar a las piedras a levantarse del suelo. Y, gracias a nuestra preocupación por lo espiritual, desarrollamos la facultad de la magia mental, la capacidad de ejercitar nuestra mente para alterar y controlar las leyes físicas.
    — ¿Fue así como pude volar?
    —Sí. Y, si hubieras sido un elfo, habrías perdido la vida pues ellos no poseen tal poder. Los elfos volcaron toda su capacidad mágica en los objetos físicos y estudiaron en profundidad el arte de la manipulación mental. Un mago elfo con las manos atadas no puede hacer nada. Un hechicero humano en las mismas circunstancias sólo necesita concentrarse en que sus muñecas están encogiendo de grosor y así sucede, de modo que puede liberarse de las ataduras.
    — ¡Padre! —Indicó Bane, mirando hacia atrás—, la nave se ha detenido.
    —Es verdad. —Sinistrad exhaló un suspiro de impaciencia y tiró de las riendas del dragón—. Ese mago de a bordo no debe de haber pasado de la Segunda
    Casa, si no es capaz de mantener las alas libres de hielo mejor de lo que lo hace.
    —Y por eso tenemos dos pilotos. —Bane volvió el cuerpo sobre la silla del dragón para observar mejor la nave. Los tripulantes elfos se habían visto obligados a tomar las hachas para desprender el hielo que se había formado en los aparejos.
    —No por mucho tiempo —añadió Sinistrad.




    Si el misteriarca se proponía utilizar la nave, necesitaría un piloto. Una vez establecido este hecho, Hugh sacó la pipa y empezó a llenar a medias la cazoleta con su menguante provisión de tabaco, mientras pensaba: «Y ahora tiene dos pilotos, el elfo y yo. Tal vez desee mantenernos a ambos en ascuas, enfrentados entre nosotros. El ganador sobrevive, el perdedor muere. O tal vez no. Quizá
    Sinistrad no confíe en absoluto en el elfo. Muy interesante. No estoy seguro de si debería poner sobre aviso a Bothar'el».
    Hugh encendió la pipa y observó a sus compañeros con los ojos entrecerrados. Limbeck. ¿Por qué Limbeck? Y Haplo. ¿Dónde encajaba éste?
    —Hijo, ese geg que has traído... ¿Dices que es el líder de su pueblo?
    —Bueno, algo parecido —respondió Bane, moviéndose inquieto—. No fue culpa mía. Yo intenté que viniera su rey, al que llaman survisor jefe, pero...
    —Survisor jefe... —repitió el misteriarca.
    —... pero ese otro hombre quiso que fuera Limbeck quien nos acompañara, y así se hizo —continuó el chiquillo, encogiéndose de hombros.
    — ¿Qué otro hombre? ¿Alfred?
    —No. Alfred, no —dijo Bane en tono despectivo—. El otro, el más callado. El amo del perro.
    Sinistrad dirigió su mente hacia el puente de la nave. En efecto, recordaba la presencia de otro humano, pero no lograba evocar su aspecto, sino sólo una especie de bruma gris, indefinida. Debía de tratarse del hombre procedente del reino recién descubierto.
    —Quizá deberías haberle lanzado tu hechizo y convencerlo de que quería lo que tú querías. ¿No lo intentaste?
    — ¡Por supuesto, padre! —contestó Bane, enrojeciendo de indignación.
    —Entonces, ¿qué sucedió?
    —Que el encantamiento no produjo efecto. —Bane agachó la cabeza.
    — ¿Qué? ¿Es posible que Triano consiguiera realmente romper el hechizo? ¿O acaso ese hombre posee un amuleto que...?
    —No, no posee nada salvo un perro. Haplo no me gusta. Yo no quería que viniera con nosotros, pero no pude impedirlo. Cuando lo envolví con el hechizo, éste no funcionó como lo hace con la mayoría de la gente. Todos los demás lo absorben como una esponja que se empapa de agua. En cambio, en ese Haplo, la magia rebotó sin producir ningún efecto.
    —Imposible. Debe de tener algún amuleto oculto, o fue cosa de tu imaginación.
    —No, padre. No fue ninguna de las dos cosas.
    — ¡Bah! ¿Qué sabes tú? No eres más que un niño. Ese Limbeck es el líder de una especie de rebelión entre su pueblo, ¿no es cierto?
    Bane, aún con la cabeza gacha y un gesto enfurruñado en los labios, se negó a contestar.
    Sinistrad obligó al dragón a detenerse. La nave avanzaba pesadamente tras ellos, rozando con la punta de las alas los témpanos de hielo que podían romper el casco en pedazos. Volviéndose en la silla de montar, el misteriarca agarró con una mano la barbilla de su hijo y lo obligó a levantar la cabeza. La presión de los dedos era dolorosa y a Bane se le llenaron los ojos de lágrimas.
    —Responderás con prontitud a todas las preguntas que te haga. Obedecerás mis mandatos sin replicar ni protestar. Me tratarás con respeto en todo momento.
    No te culpo de que ahora no lo hagas, pues has vivido entre gente que no hacía nada por imponer ese respeto, que no era merecedor de él. Pero esto ha cambiado.
    Ahora estás con tu padre. No lo olvides nunca.
    —No —musitó Bane.
    —No, ¿qué? —La presión de los dedos aumentó.
    — ¡No, padre! —respondió Bane.
    Satisfecho, Sinistrad soltó al muchacho y lo recompensó con una ligera mueca en sus labios finos y exangües. Volviendo la cabeza, ordenó al dragón que reanudara la marcha.
    Los dedos del hechicero dejaron unas marcas blancas en las mejillas del muchacho y unas manchas rojizas en sus mandíbulas. Bane, callado y pensativo, se pasó la mano por ellas tratando de aliviar el dolor. No había derramado ninguna lágrima y se obligó a engullir las que tenía en la garganta al tiempo que secaba con un acelerado parpadeo las que le acudían a los ojos.
    —Ahora, responde a mi pregunta. Ese Limbeck es el líder de una rebelión, ¿sí o no?
    —Sí, padre.
    —Entonces, puede sernos útil. Al menos, nos proporcionará información sobre la máquina.
    —Yo he hecho dibujos de esa máquina, padre.
    — ¿De veras? —Sinistrad volvió la mirada hacia él—. ¿Buenos croquis? No, no los saques ahora. Podría llevárselos el viento. Ya los estudiaré cuando lleguemos a casa
    Hugh dio unas lentas chupadas a la pipa, sintiéndose más relajado. Fueran cuales fuesen los planes del misteriarca, Limbeck le proporcionaría información y acceso al Reino Inferior. Pero ¿y Haplo? ¿Cuál era su papel allí? A menos que los hubiera acompañado por casualidad. No. Hugh observó con detenimiento al hombre, que incordiaba al perro dormido provocándole cosquillas en el hocico con los pelos de la cola. El perro estornudó, se despertó, buscó con aire irritado la presunta mosca que lo estaba molestando y, al no encontrarla, volvió a dormirse.
    Hugh evocó su encarcelamiento en Drevlin y el profundo sobresalto que había experimentado al ver a Haplo de pie junto a los barrotes. No, Hugh no podía imaginar a Haplo haciendo algo por casualidad. Así pues, estaba allí con algún propósito. Pero ¿cuál?
    La Mano volvió la mirada hacia Alfred. El chambelán tenía la vista fija en el vacío y su expresión era la de quien sufre una pesadilla despierto. ¿Qué le había sucedido en el Reino Inferior? ¿Y por qué estaba allí, salvo que el chiquillo hubiera querido que su criado lo acompañara? Pero Hugh recordaba muy bien que no había sido Bane quien había subido a bordo a Alfred. El chambelán se había sumado al viaje por propia iniciativa. Y aún seguía con ellos.
    — ¿Y qué me dices de Alfred? —Inquirió Sinistrad—. ¿Por qué lo has traído?
    El misteriarca y su hijo se estaban acercando al límite del Firmamento. Los témpanos de hielo se hacían más pequeños y la distancia entre ellos aumentaba progresivamente. Ante ellos, deslumbrador en la distancia y brillando entre el hielo como una esmeralda incrustada entre diamantes, se hallaba lo que Sinistrad identificó como el Reino Superior. A sus espaldas, en la lejanía, se alzó un griterío discordante en la nave elfa.
    —Descubrió el plan del rey Stephen para hacerme asesinar —respondió Bane a su padre—, y vino a mi encuentro para protegerme
    — ¿Sabe algo más, aparte de eso?




    —Sabe que soy hijo tuyo y conoce la existencia del encantamiento.
    —Todos los estúpidos la conocen. Por eso ha resultado tan eficaz: porque todo el mundo es deliciosamente consciente de su propia impotencia frente a él. ¿Sabe
    Alfred que manipulaste a tus padres y a ese idiota de Triano para que creyeran que fueron ellos los responsables de expulsarte? ¿Lo has traído por eso?
    —No. Alfred ha venido porque no ha podido evitarlo. Tiene que estar siempre a mi lado. No es lo bastante despierto para hacer otra cosa.
    —Nos irá bien tenerlo con nosotros cuando regreses. Podrá certificar tu historia.
    — ¿Regresar? ¿Regresar adonde? —Replicó Bane, agarrándose a su padre como si se hubiera asustado—. ¡Voy a quedarme contigo!
    — ¿Por qué no descansas, ahora? No tardaremos en llegar a casa y quiero que causes buena impresión a mis amigos.
    — ¿Y a mi madre? —Bane se instaló más cómodo en la silla.
    —Sí, claro. Ahora, contén la lengua. Nos estamos acercando a la cúpula y debo comunicarme con los que esperan para recibirnos.
    Bane descansó la cabeza en la espalda de su padre. No le había contado toda la verdad acerca de Alfred. Quedaba aquel extraño incidente del bosque, cuando le había caído encima el árbol. Alfred había creído que aún estaba inconsciente, pero no era así. Bane no estaba seguro de qué había sucedido, pero se dijo que allí arriba lo averiguaría. Tal vez algún día se lo preguntara a su padre, pero todavía no. Al menos, hasta enterarse de qué significaba aquel «cuando regreses». Hasta entonces, guardaría para sí el extraño comportamiento de Alfred.
    Bane se cobijó aún más cerca de Sinistrad.
    Hugh vació el tabaco de la pipa y, envolviendo ésta cuidadosamente con el paño, la guardó en su lugar junto al pecho. Desde el primer momento había sabido que cometía un error ascendiendo hasta allí, pero no había podido evitarlo, pues el muchacho lo tenía sometido a un encantamiento. Por tanto, resolvió no pensar más sobre sus alternativas.
    No tenía ninguna.




    CAPÍTULO
    NUEVA ESPERANZA, REINO SUPERIOR
    Guiada por el misteriarca y el dragón de azogue, la Carfa'shon cruzó la cúpula mágica que envolvía el Reino Superior. Elfos y humanos, así como el geg, asomaron la cabeza por las portillas para admirar el mundo maravilloso que tenían a sus pies. Deslumbrados por tan extraordinaria belleza y asombrados ante la magnificencia de cuanto estaban viendo, cada uno de los espectadores se recordó a sí mismo con inquietud lo poderosos que eran los seres que habían creado tales maravillas. Instantes después, dejaron atrás el mundo de hielo brillante y frío para entrar en una tierra verde calentada por el sol, con el cielo brillante de matices irisados.
    Los elfos guardaron las capas de pieles con las que habían combatido el frío extremo. El hielo que cubría la nave empezó a fundirse, resbalando por el casco para caer en forma de lluvia a la tierra bajo sus pies.
    Todos los tripulantes que no estaban directamente encargados de la navegación contemplaron aquel reino encantado con ojos como platos. El primer pensamiento de casi todos fue que allí debía de haber agua en abundancia, pues el suelo estaba cubierto de frondosa vegetación, y árboles de gran porte y verde follaje tachonaban un paisaje de suaves colinas. Aquí y allá, altas torres perladas se alzaban hacia el cielo y unas anchas carreteras formaban una urdimbre en los valles y desaparecían sobre las sierras.
    Sinistrad volaba delante de ellos. El dragón de azogue avanzaba como un cometa en el cielo bañado por el sol, haciendo que la esbelta nave pareciera, en comparación, tosca y torpe. La nave elfa siguió su estela y delante de ella, en el horizonte, apareció un grupo de torres terminadas en agujas. Sinistrad dirigió el dragón hacia allí y, cuando la nave estuvo más cerca, todos sus ocupantes vieron que se trataba de una ciudad gigantesca.




    Cierta vez, en sus tiempos de esclavo, Hugh había visitado la capital elfa de
    Aristagón, de la que sus habitantes se sentían justamente orgullosos. La belleza de sus edificios, construidos con coralita modelada en formas artísticas por renombrados artesanos elfos, es legendaria. Sin embargo, las joyas de Tribus no eran más que bastos cristales de imitación, en comparación con la ciudad prodigiosa que se extendía ante ellos, brillante como un puñado de perlas esparcido sobre un terciopelo verde, y salpicado aquí y allá con algún zafiro, un rubí o un diamante.
    Un silencio de profundo asombro, casi de temor reverencial, envolvió la nave elfa. Nadie hablaba, como si temieran perturbar un sueño delicioso. Hugh había aprendido de los monjes kir que la belleza es efímera y que, al final, todas las obras del hombre quedan reducidas a mero polvo. En toda su vida no había visto aún nada que pudiera convencerlo de lo contrario, pero ahora empezaba a pensar que tal vez se había equivocado. A Limbeck le caían las lágrimas por las mejillas, lo cual lo obligaba a quitarse constantemente las gafas para secarlas y poder ver algo. Alfred parecía haber olvidado el tormento interior que estaba sufriendo, fuera cual fuese, y admiraba la ciudad con una expresión amortiguada por lo que uno casi podría calificar de melancolía.
    En cuanto a Haplo, si estaba impresionado no lo demostró, salvo evidenciando un leve interés mientras se asomaba a las portillas con los demás.
    Tiras observar con atención al hombre, Hugh se dijo que el rostro de Haplo jamás demostraba nada: ni miedo, ni alegría, ni preocupación, ni júbilo, ni cólera, y, pese a ello, si uno se fijaba mejor, en su expresión había indicios, casi como cicatrices, de unas emociones que habían quedado profundamente marcadas. La sola voluntad del hombre había disimulado su existencia, casi las había borrado, aunque no del todo. No era extraño que le hiciera desear llevarse la mano a la espada; Hugh pensó que antes prefería a un enemigo declarado a su lado, que a
    Haplo como amigo.
    Sentado a los pies de Haplo y mostrando más interés del que evidenciaba su amo, el perro volvió de pronto la cabeza y se rascó el flanco con los dientes, dispuesto al parecer a poner fin a una persistente comezón.
    La nave elfa entró en la ciudad y avanzó a marcha lenta sobre los anchos paseos bordeados de flores que se abrían paso entre elevados edificios. Nadie sabía de qué podían estar hechos aquellos edificios. Pulidos y esbeltos, parecían creados con perlas, esas gemas que a veces se encuentran entre la coralita y que son escasas y preciadas como gotas de agua. Los elfos contuvieron la respiración y se miraron unos a otros por el rabillo de sus ojos almendrados. Una piedra angular de tales perlas, solamente, les proporcionaría más riqueza de la que poseía el propio rey. Hugh se frotó las manos y sintió que recobraba el ánimo. Si salía con vida de allí, su fortuna estaba asegurada.
    Al descender un poco más, advirtieron bajo el casco unos rostros que se alzaban a su paso y los observaban con aire curioso. Las calles estaban repletas y
    Hugh estimó que la población de la ciudad debía de sumar muchos miles de habitantes. Sinistrad guió la nave hasta un enorme parque central e indicó, gesticulando, que debían anclar allí. Un grupo de hechiceros se había congregado en el lugar y los contemplaba con el mismo aire curioso. Aunque ninguno de los magos había visto nunca un artilugio mecánico como la nave, no tardaron en coger los cabos que los elfos arrojaban por la borda y atarlos a diversos árboles. El capitán Bothar'el hizo que la nave dragón plegara las alas casi por completo, de modo que bastara un mínimo de magia para mantenerla a flote.
    Hugh y sus compañeros fueron conducidos al puente, donde llegaron en el mismo momento en que hacían acto de presencia Sinistrad y Bane, que parecieron surgir del aire. El misteriarca efectuó un respetuoso saludo al capitán.
    —Confío en que el viaje no haya sido demasiado difícil y tu nave no haya sufrido daños importantes con el hielo.
    —Poca cosa, gracias —replicó el capitán Bothar'el, correspondiéndole con otra reverencia—. Sin duda, podremos reparar los daños que hayamos podido sufrir.
    —A mi pueblo y a mí nos complacerá mucho proveeros del material necesario:
    madera, cuerda...
    —Te lo agradezco, pero no será necesario. Estamos habituados a arreglárnoslas con lo que tenemos.
    Era evidente que la belleza de aquel reino y toda su riqueza no habían cegado a Bothar'el. Estaban en tierra extraña, entre una raza enemiga. A Hugh cada vez le caía mejor aquel elfo: no era preciso advertirle del peligro que corría.
    Sinistrad no pareció ofenderse. Con un rictus sonriente en los labios, añadió que esperaba que la tripulación desembarcaría y aceptaría disfrutar de los placeres de la ciudad y propuso que algunos de sus hombres subieran a bordo para ocuparse de los esclavos.
    —Gracias. Tal vez yo mismo y alguno de mis oficiales aceptemos tu invitación más tarde. De momento, tenemos trabajo que hacer. Y no querría cargar sobre tus hombros la responsabilidad de nuestros esclavos.
    Dio la impresión que Sinistrad, de haberlas tenido, habría levantado las cejas.
    Lo cierto fue que las arrugas de su frente se alzaron ligeramente, pero no dijo nada y se limitó a inclinar la cabeza en gesto de asentimiento. Su sonrisa se hizo más marcada y siniestra. «Si quisiera, podría adueñarme de la nave en un abrir y cerrar de ojos», decía aquella sonrisa.
    El capitán Bothar'el hizo otra reverencia y también él sonrió.
    La mirada del misteriarca abarcó a Hugh, Limbeck y Alfred. Pareció que se detenía un poco más en Haplo y entre sus ojos se hizo visible la ligera arruga de su expresión pensativa. Haplo respondió a la inspección con su aire tranquilo e impasible, y la arruga desapareció.
    —Espero, capitán, que no pondrás objeciones a que conduzca a tus pasajeros ante mi esposa y se queden como invitados en mi casa. Les estamos muy reconocidos por salvarle la vida a nuestro único hijo.
    El capitán Bothar'el respondió que estaba seguro de que a los pasajeros les encantaría escapar de la monotonía de la vida a bordo. Hugh, leyendo entre líneas, adivinó que el elfo se alegraba de librarse de ellos. Se abrió la escotilla y se echó por ella una escalerilla. Hugh fue el último en abandonar la nave. Mientras esperaba junto a la escotilla, observando el lento y torpe descenso de los demás, le sobresaltó notar unos golpecitos en el brazo.
    Al volverse, encontró los ojos del capitán elfo.
    —Sí —dijo Bothar'el—, ya sé lo que quiere ese Sinistrad y haré cuanto pueda para asegurarme de que no lo consiga. Si regresas con dinero, te sacaremos de aquí. Te esperaremos todo el tiempo que podamos. —El elfo torció la boca en una mueca—. Espero ser recompensado según lo prometido..., de un modo o de otro.
    Un grito y un golpe sordo procedentes de abajo anunciaron que Alfred, como de costumbre, había sufrido un contratiempo. Hugh no dijo nada: no había nada que decir. Todo quedaba entendido. Empezó a descender por la escalerilla. Los demás ya estaban en el suelo, donde Haplo y Limbeck atendían a un Alfred inconsciente y hecho un ovillo. Plantado al lado de Haplo, lamiéndole la cara al yaciente, estaba el perro. Mientras bajaba, Hugh se preguntó cómo habrían logrado el animal o su amo semejante hazaña, pues jamás había oído hablar de un animal de cuatro patas capaz de descender por una escalera de cuerda. Sin embargo, cuando preguntó a los demás, nadie parecía haberse fijado.
    Un grupo de veinte misteriarcas, diez hombres y diez mujeres, se habían reunido para recibirlos. Sinistrad los presentó como misteragogos, maestros de las artes mágicas y legisladores de la ciudad. Sus edades parecían variar, aunque no había ninguno tan joven como Sinistrad. Dos de ellos, hombre y mujer, eran unos ancianos de rostros acartonados con numerosas arrugas que casi les ocultaban los ojos, astutos e inteligentes y con una sabiduría adquirida a lo largo de quién sabía cuántos ciclos. Los demás eran de mediana edad, con rostros firmes y tersos y cabellos tupidos, con apenas algunas hebras grises o plateadas en las sienes.
    Tenían un aspecto agradable y cortés, dando la bienvenida a su hermosa ciudad a los visitantes con la intención de ofrecerles cuanto estaba en su mano para hacer su estancia memorable.
    Memorable. Hugh tuvo la sensación de que, al menos, eso sí lo sería.
    Caminando entre los hechiceros y mientras se efectuaban las presentaciones, la
    Mano escrutó unos ojos que nunca se cruzaban con los suyos, vio unos rostros que habrían podido estar tallados en la misma sustancia nacarada que los rodeaba, vacíos de cualquier otra expresión que la de una cortés y digna bienvenida. La sensación de peligro e inquietud creció dentro de él y se puso de manifiesto gracias a un curioso incidente.
    —Me pregunto, amigos míos —dijo Sinistrad—, si os apetecería dar un paseo por nuestra ciudad y contemplar sus maravillas. Mi casa está a cierta distancia y tal vez no tengáis otra oportunidad de ver gran cosa de Nueva Esperanza antes de vuestra partida.
    Todos asintieron y, tras asegurarse de que Alfred no estaba herido —salvo un chichón en la cabeza— siguieron a Sinistrad por el parque. Gran número de hechiceros se reunió en la hierba o se sentó a la sombra de los árboles para verlos pasar, pero ninguno de ellos dijo una palabra, ni a los visitantes ni entre ellos. El silencio producía escalofríos y Hugh pensó que prefería mil veces el estrépito de la
    Tumpa-chumpa.
    Cuando llegaron a la calzada, él y sus compañeros avanzaron entre los deslumbrantes edificios cuyos capiteles se alzaban hacia el cielo de colores irisados. Unos pórticos en arco daban paso a unos atrios frescos y umbríos. Las ventanas en arco dejaban entrever las fabulosas riquezas de los interiores.
    —Esas de la izquierda pertenecen al colegio de las artes mágicas, donde aprenden nuestros jóvenes. Al otro lado están las viviendas de estudiantes y profesores. El edificio más alto que se puede ver desde aquí es la sede del gobierno, donde se reúnen los miembros del Consejo, a los que acabáis de conocer. ¡Ah!, debo advertiros una cosa... —Sinistrad, que venía caminando con una mano apoyada amorosamente en el hombro de su hijo, se volvió para mirar a sus acompañantes—. El material que utilizamos en nuestros edificios es de origen mágico y por tanto no es... ¿Cómo podría decirlo para que lo entendierais?




    Digamos que no es de este mundo. Por tanto, sería una buena idea que vosotros, perteneciendo al mundo, no lo tocarais. Bien, ¿qué estaba contando?
    Limbeck, siempre curioso, había alargado la mano para acariciar la piedra fina, nacarada. Se escuchó un siseo y el geg lanzó un grito de dolor y retiró las yemas de los dedos, chamuscadas.
    — ¡Él no entiende tu idioma! —dijo Alfred, con una mirada de reproche al hechicero.
    —Pues sugiero que alguien se lo traduzca —replicó Sinistrad—. La próxima vez, podría costarle la vida.
    Limbeck contempló con temeroso asombro los edificios, chupándose las puntas de los dedos lesionados. Alfred comunicó la advertencia al geg en voz baja y continuaron su marcha por la calle. Ante sus ojos se sucedían las maravillas. Las aceras estaban repletas de gente que iba y venía a sus asuntos, y todos se detenían a mirarlos con curiosidad y en silencio.
    Alfred y Limbeck seguían el paso de Bane y Sinistrad. Hugh también, hasta que advirtió que Haplo se quedaba atrás, caminando lentamente para ayudar a su perro, que de pronto se había puesto a cojear de una pata. Hugh se detuvo a esperarlos, respondiendo a una silenciosa petición. Tardaron mucho en alcanzarlo, pues el animal venía con evidentes dificultades, y los demás se adelantaron bastante. Haplo se detuvo e hincó la rodilla junto al animal, concentrado al parecer en la lesión. Hugh llegó junto a él.
    —Bueno, ¿qué sucede con el mestizo?
    —Nada, en realidad. Quería enseñarte algo. Extiende la mano y toca la pared que tienes detrás.
    — ¿Estás loco? ¿Quieres que me queme los dedos?
    —Hazlo —insistió Haplo con su calmada sonrisa. El perro también sonrió a
    Hugh como si compartiese un secreto maravilloso—. No te pasará nada.
    Sintiéndose como un chico que no puede resistirse a un reto aunque sabe que sólo va a buscarse problemas, Hugh alargó cautelosamente el brazo hacia la pared de brillo perlado. Se encogió, esperando el dolor, cuando sus dedos tocaron la superficie, pero no notó nada. ¡Absolutamente nada! Su mano atravesó por completo la piedra. ¡El edificio no era más sólido que una nube!
    -¿Qué...?
    —Un espejismo —dijo Haplo, dando unas palmaditas en el flanco al perro—.
    Vamos, el hechicero nos busca. ¡Una espina en la pata! —Le gritó a Sinistrad—. Ya la he extraído. El perro se pondrá bien enseguida.
    Sinistrad los observó con aire suspicaz, preguntándose tal vez dónde había podido el perro pisar una espina en plena ciudad. Sin embargo, continuó adelante aunque pareció que su encomio de las maravillas de Nueva Esperanza era un poco forzado, con unas descripciones algo teñidas de mordacidad.
    Hugh, desconcertado, dio un ligero codazo a Haplo.
    — ¿Por qué?
    Haplo se encogió de hombros.
    —Y hay algo más —dijo en voz baja, mascullando las palabras por la comisura de los labios de modo que, si Sinistrad volvía la mirada, no pareciera que estaban hablando—. Fíjate bien en la gente que nos rodea.
    —Son tipos taciturnos, eso sí puedo asegurártelo.
    —Fíjate en ellos. Míralos bien.
    Hugh obedeció.




    —Es cierto que hay algo extraño en ellos —reconoció—. Me suenan... —Hizo una pausa.
    — ¿Familiares?
    —Sí, familiares. Como si ya los hubiera visto antes. Pero es imposible...
    —No, no lo es..., si estás viendo a las mismas veinte personas, una y otra vez.
    En aquel instante, casi como si los hubiera oído, Sinistrad puso un brusco final a la gira turística.
    —Es hora de que nos dirijamos a mi humilde morada —anunció—. Mi esposa estará esperando.




    CAPÍTULO
    CASTILLO SINIESTRO, REINO SUPERIOR
    El dragón de azogue los condujo a la mansión de Sinistrad. El viaje no fue largo. El castillo parecía flotar en una nube y, cuando la bruma se abría, dominaba una vista de la ciudad de Nueva Esperanza que resultaba espectacular, grandiosa y, para Hugh, perturbadora. Los edificios, la gente..., no eran más que un sueño. Y, si era así, ¿el sueño de quién? ¿Y por qué eran invitados —no, forzados— a compartirlo?
    Lo primero que hizo Hugh al entrar en el castillo fue echar una mirada a hurtadillas a los muros. Advirtió que Haplo hacía lo mismo e intercambiaron una mirada. El castillo, al menos, era sólido. Era real.
    Y la mujer que descendía la escalinata..., ¿lo era también?
    — ¡Ah!, ya estás aquí, querida. Pensé que te encontraría en la entrada, aguardando impaciente para recibir a nuestro hijo.
    El vestíbulo del castillo era enorme y su rasgo dominante era una soberbia escalinata cuyos peldaños de mármol eran tan anchos que podría haber subido por ellos un dragón de guerra con las alas completamente extendidas, sin que sus puntas tocaran las paredes. Los muros interiores eran del mismo ópalo nacarado y fino al tacto que las paredes del exterior y brillaban mortecinos bajo la luz de un sol que lucía débilmente entre los jirones de niebla que envolvían el castillo. Piezas de mobiliario raras y valiosas —recios arcones de madera, sillas de respaldo alto ricamente talladas— adornaban el vestíbulo. Viejas armaduras humanas de metales preciosos, con incrustaciones de plata y oro, montaban guardia en silencio. Una gruesa y suave alfombra de lana tejida cubría los peldaños.
    Cuando Sinistrad llamó la atención sobre su presencia, el grupo distinguió en mitad de la escalinata a una mujer, empequeñecida por el enorme tamaño del escenario. Estaba inmóvil, contemplando a su hijo. Bane se mantuvo muy cerca de
    Sinistrad, con su manita firmemente asida a la del hechicero. La mujer llevó una mano al collar que lucía en la garganta y lo apretó entre sus dedos. Con la otra mano, se apoyó pesadamente en la barandilla. Hugh se dio cuenta de que aquella mujer no se había detenido en la escalinata para realizar una gran entrada, para atraer todas las miradas; se había detenido porque no podía dar un paso más.
    La Mano se preguntó, durante unos segundos, qué clase de mujer era la madre de Bane. ¿Qué mujer participaría en un cambio de niños? Hugh había creído saberlo y no le habría sorprendido ver a alguien tan traicionero y ambicioso como su padre. Ahora, viéndola allí, se dio cuenta de que no era cómplice de la suplantación, sino una víctima de ella.
    —Querida, ¿te han crecido raíces para que no te muevas de ahí? —Sinistrad parecía disgustado—. ¿Por qué no hablas? Nuestros invitados...
    La mujer estaba a punto de derrumbarse y, sin detenerse a pensar lo que hacía, Hugh corrió escalera arriba y tomó en brazos el cuerpo en el instante en que se desmayaba.
    —Así que ésa es mi madre... —murmuró Bane.
    —Sí, hijo mío —contestó Sinistrad—. Señores, mi esposa, Iridal —añadió, señalando con gesto indiferente el cuerpo inmóvil—. Debéis disculparla, pues es un ser débil, muy débil. Y ahora, si queréis seguirme, os mostraré vuestros aposentos. Estoy seguro de que desearéis descansar de vuestro fatigoso viaje.
    — ¿Qué hay de ella..., de tu esposa? —preguntó Hugh mientras olía la fragancia del espliego machacado y marchito.
    —Llévala a sus estancias —respondió Sinistrad, dedicando una mirada de indiferencia a la mujer—. Está en lo alto de la escalera, junto al balcón. La segunda puerta a la izquierda.
    — ¿Debo llamar a los criados para que se ocupen de ella?
    —No tenemos criados. Los encuentro..., una molestia. Iridal tendrá que ocuparse de sí misma. Como todos vosotros, me temo.
    Sin volverse a mirar si sus huéspedes los seguían, Sinistrad y Bane doblaron a la derecha y penetraron por una puerta que surgió, al parecer bajo la orden del misteriarca, en mitad de la pared. Pero los demás no avanzaron enseguida tras ellos: Haplo contemplaba ociosamente la sala, Alfred parecía indeciso entre seguir a su príncipe o atender a la pobre mujer que Hugh tenía en brazos, y Limbeck contemplaba con ojos saltones y asustados la puerta que se había materializado en plena roca y no dejaba de frotarse las orejas, añorando tal vez los siseos, matraqueos y estampidos que rompieran aquel silencio opresivo.
    —Sugiero que me sigáis, caballeros, pues nunca encontraríais el camino sin ayuda. En este castillo sólo tenemos algunos aposentos fijos; el resto aparece o desaparece cuando los necesitamos. No me gusta el despilfarro, ¿entendéis?
    Los demás, algo desconcertados ante tales palabras, cruzaron la puerta tras él, aunque Limbeck se entretuvo hasta que Alfred lo obligó a avanzar con un suave empujón. Hugh se preguntó dónde estaría el perro y, al bajar la vista, lo encontró junto a sus pies.
    — ¡Lárgate! —exclamó Hugh, apartando de en medio al animal con la punta de la bota. El perro lo esquivó limpiamente y se quedó quieto en la escalinata observándolo con interés, ladeando la cabeza y con las orejas tiesas.
    La mujer que sostenía en brazos se agitó levemente y emitió un gemido.
    Viendo que no iba a contar con la colaboración de sus compañeros de viaje, la
    Mano se volvió y llevó a la mujer escaleras arriba. La subida hasta el balcón era larga, pero la carga que portaba era ligera, demasiado ligera.




    Hugh transportó a Iridal a sus habitaciones, que encontró sin dificultad gracias a la puerta entreabierta y al leve aroma de la misma fragancia dulce que envolvía su cuerpo. Dentro había un saloncito, seguido de un vestidor y, por último, de una alcoba. Al cruzar las sucesivas estancias, Hugh reparó con sorpresa en que estaban casi vacías de mobiliario; escaseaban los objetos decorativos y los pocos que había a la vista estaban cubiertos de polvo. La atmósfera de aquellas cámaras privadas era yerma y helada, muy distinta del cálido lujo del vestíbulo principal.
    Hugh depositó con suavidad a Iridal sobre un lecho cubierto de sábanas del tejido más fino, rematadas en encaje. Echó un cobertor de seda sobre el cuerpo delgado de la mujer y se quedó mirándola.
    Era más joven de lo que había creído al verla. Tenía el cabello canoso pero tupido y tan delgado como el hilo de una gasa. En reposo, sus facciones eran dulces, moldeadas con delicadeza y carentes de arrugas. Y su piel era pálida, terriblemente pálida.
    Antes de que Hugh pudiera echar mano al perro, éste se escurrió entre sus piernas y le dio a la mujer un lametón en la mano, que colgaba a un costado del lecho. Iridal se movió y despertó. Abrió los ojos con un parpadeo, miró a Hugh y sus facciones se contrajeron en una mueca de miedo.
    — ¡Sal de aquí! —Susurraron sus labios—. ¡Tienes que marcharte enseguida!
    ... El sonido de los cánticos saludaba al sol en la helada mañana. Era la canción de los monjes de túnicas negras que descendían hacia el pueblo, ahuyentando a las otras aves carroñeras:
    Con cada niño que nace, morimos en nuestros corazones, negra verdad, la que aprendemos:
    que la muerte vuelve siempre.
    Con... con... con...
    Hugh y los demás muchachos caminaban tras él, tiritando bajo sus finas ropas y con los pies descalzos y ateridos avanzando a trompicones sobre el suelo helado. Todos habían llegado a esperar con ansia el calor de las terribles hogueras que pronto arderían en el pueblo.
    No había un ser viviente a la vista; sólo los muertos tendidos en las calles, donde sus parientes habían arrojado los cuerpos infestados con la peste, para ocultarse de inmediato ante la llegada de los kir. Ante algunas puertas, sin embargo, había cestos de comida o incluso una jarra de agua, aún más preciada, como pago del pueblo por los servicios prestados.
    Los monjes estaban acostumbrados a aquello y se concentraron en su tétrico trabajo de recoger los cuerpos y transportarlos a la gran zona abierta donde los huérfanos a su cuidado ya estaban apilando el carcristal. Otros muchachos, entre ellos Hugh, recorrían la calle recogiendo las ofrendas que más tarde llevarían al monasterio. Al llegar ante una puerta, un sonido lo hizo detenerse en el momento en que sacaba una hogaza de pan de una cesta. Hugh se asomó al interior de la casa.
    —Mamá —decía un chiquillo, dando unos pasos hacia una mujer que yacía en la cama—. Tengo hambre, mamá. ¿Por qué no te levantas? Es hora de desayunar.




    —Esta mañana no puedo levantarme, cariño. —La voz de la madre, aunque dulce, pareció resultarle extraña al niño, pues éste se asustó—. No, no, cariño. No te acerques. Te lo prohíbo. —Exhaló un suspiro y Hugh advirtió que le silbaban los pulmones. Tenía el rostro tan pálido como el de los cadáveres esparcidos por la calle, pero el muchacho apreció que en otro tiempo había sido una mujer hermosa—. Deja que te mire, Mikal. Serás bueno cuando..., mientras esté enferma, ¿me lo prometes? ¡Prométemelo! —insistió débilmente.
    —Sí, madre, te lo prometo.
    — ¡Ahora, sal de aquí! —Murmuró ella en voz baja, con las manos agarradas a las mantas—. ¡Tienes que marcharte enseguida! Ve..., ve a buscarme un poco de agua.
    El niño dio media vuelta y corrió hacia Hugh, que ocupaba el umbral de la puerta. Hugh vio que el cuerpo de la mujer experimentaba unas convulsiones agónicas, se ponía rígido y, al fin, perdía todas las fuerzas. Sus ojos abiertos miraron fijamente el techo.
    —Tengo que conseguir agua, agua para mamá —dijo el niño, mirando a Hugh.
    El pobre chiquillo, de espaldas a su madre, no había visto lo sucedido.
    —Te ayudaré a traerla —contestó Hugh—. Tú sostén esto —añadió, entregando el pan al chiquillo, para que fuera acostumbrándose a la vida que le esperaba.
    Tomando al pobre huérfano de la mano, Hugh lo alejó de la casa. El chiquillo llevaba bajo el brazo la hogaza de pan que su madre, probablemente, estaba cociendo en el instante en que empezó a notar los primeros síntomas de la enfermedad que en poco tiempo la consumiría. A sus espaldas, Hugh podía oír todavía el suave eco de la orden de la madre, mandando lejos a su hijo para que no la viera morir. « ¡Sal de aquí!»
    Agua. Hugh tomó una jarra y sirvió un vaso. Iridal no volvió la vista, sino que la mantuvo fija en el hombre.
    — ¡Tú! —Su voz era suave y susurrante—. Tú eres uno..., uno de los que..., han venido con mi hijo, ¿verdad?
    Hugh asintió. La mujer se levantó, incorporándose a medias en el lecho y apoyándose en un brazo. Su cara estaba pálida y en sus ojos había un brillo febril
    — ¡Vete! —Repitió con voz trémula y ronca—. ¡Corres un peligro terrible!
    ¡Abandona esta casa enseguida!
    Sus ojos. Hugh estaba hipnotizado por aquellos ojos grandes y hundidos que mostraban todos los colores del arco iris, como unos prismas brillantes en torno a unas pupilas negras que se movían y cambiaban al incidir en ellas la luz.
    — ¿Me has oído? —preguntó Iridal.
    En realidad, Hugh no le había prestado atención. Algo acerca de un peligro, le pareció recordar.
    —Toma, bebe esto —respondió, pues, acercándole el vaso.
    Iridal, airada, lo apartó de un golpe; el vaso se estrelló contra el suelo y derramó su contenido sobre las losas de piedra.
    — ¿Crees que quiero tener también vuestras vidas en mis manos?
    —Háblame de ese peligro, entonces. ¿Por qué debemos irnos?
    Pero la mujer se hundió de nuevo entre los almohadones y no le respondió. Al acercarse a ella, Hugh observó que estaba temblando de miedo.
    — ¿Qué peligro? —insistió, y se agachó para recoger los fragmentos de cristal, sin dejar de observarla.




    La mujer movió la cabeza en un gesto frenético de negativa y sus ojos recorrieron la estancia.
    —No. Ya he hablado suficiente, ¡quizá demasiado! Mi esposo tiene ojos en todas partes y sus oídos siempre están atentos.
    Los dedos de sus manos se cerraron con fuerza contra la palma.
    Hacía mucho tiempo que Hugh no sentía el dolor de otro. Hacía mucho tiempo que había dejado de sentir el suyo. Recuerdos y sensaciones que habían quedado muertos y enterrados en lo más profundo de su ser cobraron vida de nuevo, extendieron sus manos huesudas y hundieron las uñas en su alma. Su mano dio una brusca sacudida; un fragmento de cristal acababa de clavársele en la palma.
    El dolor lo enfureció.
    — ¿Qué hago con esto?
    Iridal hizo un débil gesto con la mano y los añicos de cristal que Hugh sostenía en las suyas desaparecieron como si nunca hubieran existido.
    —Lamento que te hayas hecho daño —murmuró ella en tono apagado—, pero esto es lo que te espera si insistes en quedarte.
    Hugh apartó la mirada de la mujer y, volviéndose de espaldas, se asomó a la ventana. Debajo de él, con su piel plateada visible a través de la caprichosa niebla, el dragón había rodeado el castillo con su enorme cuerpo y permanecía allí murmurando para sí una y otra vez el odio que sentía por el hechicero.
    —No podemos marcharnos —dijo entonces—. Ahí fuera está el dragón, montando guardia...
    —Siempre hay maneras de evitar al dragón de azogue, si de veras quieres escapar.
    Hugh guardó silencio, reacio a decirle la verdad por miedo a lo que pudiera oír en respuesta. Pero tenía que saberlo.
    —No puedo irme. Estoy hechizado; tu hijo me tiene sometido a un encantamiento.
    Iridal se movió penosamente y lo miró con ojos tristes.
    —El hechizo sólo actúa porque tú quieres que lo haga. Tu voluntad lo refuerza. Si lo hubieras deseado de verdad, lo habrías roto hace mucho. Eso fue lo que descubrió el mago Triano. Tú te preocupas por el muchacho, ¿entiendes? Y esa preocupación es una prisión invisible. Yo lo sé... ¡Lo sé muy bien!
    El perro, que se había estirado a los pies de Hugh con el hocico sobre las patas, se sentó de pronto en actitud de atención y miró a su alrededor con ferocidad.
    — ¡Ya viene! —exclamó Iridal con voz desmayada—. Rápido, vete de aquí. Ya has estado conmigo demasiado tiempo.
    Hugh, con expresión sombría y cargada de malos presagios, permaneció inmóvil.
    — ¡Oh, por favor, déjame! —Suplicó Iridal, extendiendo las manos—. ¡Por mi bien! ¡Seré yo quien reciba el castigo si no lo haces!
    El perro ya estaba a cuatro patas y se dirigía a las habitaciones exteriores.
    Hugh, tras echar una última mirada a la espantada mujer, consideró preferible hacer lo que le decía..., al menos, de momento. Hasta que pudiera rumiar sobre lo que le había dicho. Cuando salía, se encontró a Sinistrad a la puerta del salón. La
    Mano se adelantó a cualquier pregunta.
    —Tu esposa descansa.




    —Gracias. Estoy seguro de que la habrás dejado muy cómoda.
    Los ojos desprovistos de pestañas de Sinistrad repasaron los brazos y el torso musculoso de Hugh y una sonrisa cargada de intención asomó a sus finos labios.
    Hugh enrojeció de cólera. Inició el gesto de continuar su marcha apartando al hechicero, pero éste se desplazó ligeramente para impedirle el paso.
    —Estás herido —dijo el misteriarca. Alargó la mano, tomó la de Hugh por la muñeca y volvió la palma hacia la luz.
    —No es nada. Un pedazo de cristal roto, nada más.
    — ¡Hum! ¡No puedo permitir que un invitado sufra daño! Vamos-a ver. —
    Sinistrad posó unos dedos largos, finos y vibrantes como las patas de una araña sobre la herida de la mano de Hugh, cerró los ojos y se concentró. La herida se cerró y el dolor (el de la herida) remitió.
    Sonriendo, Sinistrad abrió los ojos y los clavó en Hugh.
    —No somos tus invitados —dijo la Mano—. Somos tus prisioneros.
    —Eso, mi querido señor —replicó el misteriarca—, depende por completo de ti.
    Una de las pocas estancias del castillo que tenían existencia permanente en éste era el estudio del hechicero. Su ubicación, en relación con las demás salas de la mansión, cambiaba constantemente según el humor o las necesidades de
    Sinistrad. Aquel día se hallaba en la parte superior del castillo y sus cortinas abiertas permitían el paso de los últimos rayos de Solaris antes de que los Señores de la Noche apagaran la vela de la luz diurna.
    Extendidos sobre el gran escritorio del hechicero estaban los dibujos de la
    Tumpa-chumpa que había realizado su hijo. Algunos eran diagramas de partes de la enorme máquina que Bane había visto en persona. Otros habían sido trazados con la ayuda de Limbeck e ilustraban las partes de la Tumba-chumpa que funcionaban en el resto de la isla de Drevlin. Los planos eran excelentes y notablemente precisos ya que Sinistrad había enseñado al muchacho a utilizar la magia para mejorar su trabajo. Haciéndose una imagen mental, Bane sólo tenía que conectar esa imagen con el movimiento de la mano para traducirla al papel.
    El hechicero se encontraba estudiando los diagramas con gran atención cuando un ladrido ahogado le hizo levantar la cabeza.
    — ¿Qué hace aquí el perro?
    —Le gusto —respondió Bane, pasando los brazos en torno al cuello del perro y acariciándolo. Los dos llevaban un rato peleándose en broma por el suelo y, en el forcejeo, se había escapado el gañido—. Siempre me sigue. Le caigo mejor que
    Haplo, ¿verdad, muchacho?
    El perro sonrió, batiendo la cola contra el suelo.
    —No estés muy seguro de eso. —Sinistrad lanzó una mirada penetrante al animal—. No me fío. Creo que deberíamos librarnos de él. En los tiempos antiguos, los magos utilizaban a animales como éste para que les hicieran de espías, entrando en lugares donde ellos no podían penetrar.
    —Pero Haplo no es un mago. Es sólo un..., un humano.
    —Y poco de fiar. Ningún hombre se muestra tan tranquilo y seguro a menos que crea tenerlo todo bajo control. —Sinistrad dirigió una mirada de soslayo a su hijo—. No me gusta la exhibición de debilidad que he descubierto en ti, Bane. Empiezas a recordarme a tu madre.
    El chiquillo apartó lentamente los brazos del cuello del perro, se incorporó y acudió al lado de su padre.




    —Podríamos librarnos de Haplo. Así podría quedarme el perro y tú no tendrías que ponerte nervioso.
    —Una idea interesante, hijo mío —respondió Sinistrad, absorto en los diagramas—. Bueno, saca a ese animal de aquí para que corra y juegue un poco.
    —Pero, papá, si el perro no le hace mal a nadie. Si se lo digo, se quedará quieto. ¿Ves?, ya está ahí tumbado.
    Sinistrad volvió los ojos y encontró la mirada del can. El animal tenía unos ojos de sorprendente inteligencia. El misteriarca frunció el entrecejo.
    —No lo quiero aquí, apesta. Largaos los dos. —Sinistrad alzó uno de los dibujos, lo colocó junto a otro y contempló ambos, pensativo—. ¿Cuál sería su propósito original? Algo tan gigantesco, tan enorme... ¿Qué se proponían los sartán? Sin duda, no era un simple medio de recoger agua.
    —Produce el agua para mantenerse en funcionamiento —afirmó Bane, encaramándose a un taburete para ponerse a la altura de su padre—. Necesita el vapor para impulsar los motores que producen la electricidad que mueve la máquina. Es probable que los sartán construyeran esta parte —Bane señaló uno de los dibujos— para almacenar agua y enviarla al Reino Medio, pero es evidente que no era éste el cometido principal de la máquina. Verás, yo...
    Bane captó la mirada de su padre, y la frase murió en sus labios. Sinistrad no dijo nada. Lentamente, el muchacho bajó del taburete.
    Sin una sola palabra más, el misteriarca se concentró de nuevo en los dibujos.
    Bane llegó hasta la puerta. El perro se incorporó y lo siguió alegremente, pensando sin duda que era hora de jugar. Cuando llegó al umbral, el muchacho hizo un alto y dio media vuelta.
    —Yo lo sé.
    — ¿Sabes, qué? —Sinistrad alzó la vista, irritado.
    —Sé por qué se inventó la Tumpa-chumpa. Sé cuál era su cometido. Sé cómo se puede conseguir que lo cumpla. Y sé cómo podemos dominar el mundo entero.
    Lo he descubierto mientras hacía los dibujos.
    Sinistrad contempló a su hijo. Había algo de su madre en la dulzura de la boca y en las facciones, pero los ojos astutos y calculadores que le sostenían la mirada, impávidos, eran sin duda los suyos.
    El misteriarca señaló los diagramas con un gesto negligente.
    —Muéstramelo.
    Bane volvió hasta el escritorio y lo hizo. El perro, olvidado, se dejó caer a los pies del hechicero.

    . Una fruta que aprecian especialmente los humanos. Su agria piel púrpura cubre una pulpa rosada casi embriagadoramente dulce. Los paladares más refinados consideran que no hay nada comparable a la sutil mezcla de sabores cuando piel y pulpa se consumen al mismo tiempo. El vino elaborado con esta fruta es muy codiciado por los elfos, quienes, en cambio, rehusan comer el bua natural. (N. del a.)


    CAPÍTULO
    CASTILLO SINIESTRO, REINO SUPERIOR
    El tintineo de múltiples campanillas invisibles llamó a cenar a los invitados de
    Sinistrad. El comedor del castillo —sin duda recién creado— era largo, oscuro, helado y carente de ventanas. Una gran mesa de roble cubierta de polvo presidía la desolada estancia, rodeada de sillas cubiertas con lienzos como fantasmagóricos centinelas. El hogar estaba frío y sin leña. La sala había aparecido ante las mismas narices de los invitados y éstos pasaron adentro, la mayoría de mala gana, a la espera de que llegara el anfitrión.
    Haplo se acercó a la mesa, cubierta con dos dedos de polvo y suciedad.
    —No sabes lo impaciente que estoy por probar la comida —declaró.
    Sobre sus cabezas se encendieron unas luces, y unos candelabros hasta entonces ocultos cobraron brillante vida, llameantes. El lienzo que cubría las sillas fue recogido por unas manos invisibles. El polvo desapareció. La mesa vacía quedó de pronto repleta de comida: carne asada, verduras al vapor, fragantes panes.
    Aparecieron vasos llenos de vino y agua. Una música sonó suavemente de algún rincón invisible.
    Limbeck, boquiabierto, retrocedió unos pasos y estuvo al borde de caer al fuego que ahora rugía en la chimenea. Alfred estuvo a punto de salirse de su propio pellejo y Hugh no pudo reprimir un respingo y se apartó de la mesa, observándola con suspicacia. Haplo, con una tranquila sonrisa, tomó un búa y lo mordió. El crujido se escuchó en el silencio, «Un buen truco de ilusionismo», pensó, secándose el jugo del mentón. Engañaría a todo el mundo hasta que, pasada una hora, empezaran a preguntarse por qué seguían hambrientos.
    —Tomad asiento, por favor —indicó Sinistrad con una mano. Con la otra, sostenía la de Iridal. Bane avanzó al lado de su padre—. Aquí no es preciso que andemos con formalidades. Querida... —Condujo a su esposa hasta el extremo de la mesa y la ayudó a sentarse con una reverencia—. Para recompensar a sir Hugh sus esfuerzos por atenderte hace un rato, esposa mía, lo colocaré a tu derecha.
    Iridal se sonrojó y no levantó la vista del plato. Hugh se sentó donde le habían indicado y no dio muestras de disgusto.
    —El resto de vosotros puede sentarse donde quiera, menos Limbeck. Mi querido señor, te pido disculpas. —Pasando a hablar en el idioma de los enanos, el hechicero realizó una elegante reverencia—. Es una desconsideración por mi parte haber olvidado que no hablas el idioma de los humanos. Mi hijo me ha contado tu valiente lucha por liberar de la opresión a tu pueblo. Te ruego que tomes asiento a mi lado y me cuentes cosas de ti. No te preocupes por los demás invitados; mi esposa los atenderá.
    Sinistrad ocupó su lugar en la cabecera de la mesa. Complacido, turbado y sonrojado, Limbeck encaramó su robusto cuerpecillo a una silla a la derecha de
    Sinistrad. Bane se colocó frente a él, a la izquierda de su padre. Alfred corrió a asegurarse el asiento al lado del príncipe. Haplo escogió colocarse en el extremo opuesto de la gran mesa, cerca de Iridal y de Hugh. El perro se echó en el suelo junto a Bane.
    Taciturno y reservado como siempre, Haplo podía parecer absorto en su comida y, al mismo tiempo, escuchar perfectamente todas las conversaciones.
    —Espero que disculparás mi indisposición de esta tarde —dijo Iridal. Aunque se dirigía a Hugh, sus ojos no dejaban de desviarse, como si se viera obligada a ello, hacia su esposo, sentado frente a ella al otro extremo de la mesa—. Soy propensa a tales accesos, que me afligen a menudo.
    Sinistrad, que la observaba, hizo un leve gesto de asentimiento. Iridal se volvió hacia Hugh y lo miró a los ojos por primera vez desde que el hombre había ocupado la silla junto a ella. Ensayó una sonrisa y añadió:
    —Espero que no harás caso de lo que pueda haber dicho. La enfermedad..., me hace desvariar.
    —Lo que me has dicho no eran desvaríos, señora —replicó Hugh—. Hablabas en serio. Y no estabas enferma. ¡Estabas asustada hasta la médula!
    Al hacer acto de presencia en el comedor, Iridal tenía las mejillas sonrosadas, pero el color desapareció de ellas ante los ojos de Hugh. Volviendo la mirada a su esposo, la mujer tragó saliva y llevó la mano a la copa de vino.
    — ¡Debes olvidar lo que dije, señor! ¡Si aprecias tu vida, no vuelvas a mencionarlo!
    —Mi vida, en estos momentos, tiene muy poco valor. —La mano de Hugh asió la de ella por debajo de la mesa y la sujetó con fuerza—. Excepto si puede ser útil para salvarte, Iridal.
    —Prueba un poco de pan —intervino Haplo, pasándole un pedazo a Hugh—.
    Es delicioso. Sinistrad lo recomienda.
    El misteriarca estaba, de hecho, observándolos detenidamente. Hugh soltó a regañadientes la mano de Iridal, tomó el pedazo de pan y lo dejó en el plato, sin probarlo. Iridal jugó con la comida y fingió dar un bocado.
    —Entonces, por mi bien, no vuelvas a mencionar mis palabras, sobre todo si no piensas tenerlas en cuenta.
    —No podría marcharme, sabiendo que te dejo atrás y en peligro.
    — ¡Estúpido! —Iridal se enderezó y el calor inundó su rostro—. ¿Qué podrías hacer tú, un humano que carece del don, contra nosotros? ¡Yo soy diez veces más poderosa que tú, diez veces más capaz de defenderme, si fuera necesario! ¡Recuérdalo bien!
    —Perdóname, pues. —El rostro cetrino de Hugh había enrojecido—. Me parecía que estabas en dificultades y...
    —Mis asuntos son cosa mía y no te interesan para nada, señor.
    —No volveré a molestarte, señora. ¡Puedes estar segura!
    Iridal no respondió y mantuvo la vista en la comida del plato. Hugh dio cuenta de la suya, impasible, y no añadió nada más.
    En vista del silencio que reinaba ahora en aquel extremo de la mesa, Haplo prestó atención a lo que se decía en el otro.
    El perro, bajo la silla de Bane, mantenía las orejas tiesas y miraba de un lado a otro ávidamente, como si esperara que le cayera alguna sobra.
    —Pero, Limbeck, has visto muy poco del Reino Medio —estaba diciendo
    Sinistrad.
    —Lo suficiente.
    Limbeck lo miró con un parpadeo grave tras sus gafas de gruesos cristales. El geg había cambiado visiblemente durante las últimas semanas. Las cosas que había presenciado, los pensamientos que había discurrido, habían tallado como a martillo y escoplo su idealismo soñador. Había visto la vida que se le había negado a su pueblo durante tantos siglos, había contemplado la existencia que los gegs proporcionaban, y de la que nada compartían. Los primeros golpes del martillo le dolieron. Después, llegó la rabia.
    —He visto suficiente —repitió. Apabullado por la magia, la belleza y sus propias emociones, no se le ocurría otra cosa que decir.
    —Desde luego que sí —replicó el hechicero—. Me siento profundamente apenado por tu pueblo; todos aquí, en el Reino Superior, compartimos tu pena y tu justísima cólera. Considero que tenemos una parte de culpa. No porque os hayamos explotado nunca pues, como verás por lo que te rodea, no tenemos necesidad de explotar a nadie, pero aun así siento que estamos en deuda con vosotros, de algún modo. —Tomó con delicadeza un sorbo de vino—.
    Abandonamos el mundo porque estábamos hartos de guerra, hartos de ver gente sufriendo y muriendo en nombre de la codicia y el odio. Hablamos contra la guerra e hicimos cuanto pudimos por evitarla, pero éramos demasiado pocos, demasiado pocos...
    En la voz del hombre había auténticas lágrimas. Haplo podría haberle dicho que estaba desperdiciando una gran actuación, al menos para aquel extremo de la mesa. Iridal hacía mucho rato que había abandonado cualquier intento de fingir que comía. Había permanecido en silencio, con la vista en el plato, hasta que se hizo evidente que su esposo estaba absorto en la conversación con el geg.
    Entonces levantó los ojos, pero no dirigió la mirada a su esposo ni al hombre que estaba sentado a su lado. Miró a su hijo y vio a Bane quizá por primera vez desde su llegada. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Rápidamente, bajó la cabeza y, alzando una mano para apartar un mechón suelto de cabello, se enjugó el llanto de las mejillas con disimulo.
    La mano de Hugh, posada en la mesa, se contrajo de rabia y dolor.
    ¿Cómo había podido penetrar el amor, como un cuchillo de filo dorado, en un corazón tan duro como aquél? Haplo no lo sabía ni le importaba. Lo único que sabía era que era un hecho de lo más inconveniente. El patryn necesitaba un hombre de acción, ya que le estaba vedado actuar directamente, y sería terrible que Hugh se hiciera matar en un gesto caballeroso, noble y estúpido.
    Haplo empezó a rascarse la mano derecha, hurgando bajo la venda y desplazándola un poco. Cuando el signo mágico quedó al descubierto, alargó la mano como si fuera a coger más pan y se las ingenió para —en el mismo movimiento— presionar con fuerza el revés contra la jarra del vino. Cuando tuvo el pan en la mano, devolvió ésta al plato y pasó la izquierda sobre las vendas hasta que los símbolos mágicos quedaron ocultos de nuevo.
    —Iridal, no puedo soportar verte sufrir... —empezó a decir Hugh.
    — ¿Por qué has de preocuparte por mí?
    — ¡Yo mismo no lo entiendo! Yo...
    — ¿Más vino? —preguntó Haplo, con la" jarra en la mano.
    Hugh le lanzó una mirada iracunda, irritado, y decidió no hacer caso de su compañero.
    Haplo sirvió una copa y la arrastró hacia Hugh. La base de la copa tropezó con los dedos del hombre y el vino, un vino de verdad, le salpicó la mano y la manga de la camisa.
    — ¿Qué diablos...? —Hugh se volvió hacia el patryn, furioso.
    Haplo levantó una ceja e hizo un gesto disimulado hacia el otro extremo de la mesa. Atraídos por la conmoción, todos, incluido Sinistrad, se habían vuelto a mirarlos. Iridal permanecía erguida y altiva, con la cara pálida y fría como las paredes de mármol. Hugh alzó la copa y tomó un largo sorbo. Por su expresión sombría, habría podido estar bebiendo la sangre del hechicero.
    El patryn sonrió; su intervención no había podido ser más oportuna. Con un pedazo de pan en los dedos, hizo un ademán a Sinistrad.
    —Perdón. ¿Decías?
    Frunciendo el entrecejo, Sinistrad continuó:
    —Decía a Limbeck que deberíamos haber advertido lo que sucedía con su pueblo en el Reino Inferior y acudir a ayudarlos, pero ignorábamos que pasaran dificultades. Dimos por buenas las historias que los sartán nos habían dejado. No sabíamos, entonces, que mentían...
    Un súbito estrépito los sobresaltó a todos. Alfred había dejado caer la cuchara en el plato.
    — ¿A qué te refieres? ¿Qué historias? —preguntó Limbeck, expectante.
    —Después de la Separación, según los sartán, tu pueblo fue conducido al
    Reino Inferior para su propia protección, por ser de inferior estatura que humanos y elfos. En realidad, ahora es evidente que los sartán os querían como fuente de mano de obra barata.
    — ¡Eso no es cierto!
    Era la voz de Alfred, que no había pronunciado palabra en toda la cena.
    Todos, incluso Iridal, lo miraron con sorpresa.
    Sinistrad se volvió hacia él con una sonrisa cortés en sus finos labios.
    — ¿Ah, no? ¿Y tú conoces la verdad?
    Alfred enrojeció desde el cuello hasta la calva.
    —Yo..., he hecho un estudio de los gegs y... —Embarazado, tiró y retorció el borde del mantel—. Bueno, yo..., opino que los sartán pretendían..., eso que has dicho acerca de protegerlos. No era exactamente que los enan..., que los gegs fueran más bajos y por ello corrieran peligro ante las razas de mayor talla, sino porque su número era escaso..., después de la Separación. Además, los enan..., los gegs son un pueblo de mentalidad muy mecánica y los sartán necesitaban esa característica para la máquina. Pero nunca pretendieron... Es decir, los sartán siempre pretendieron...
    La cabeza de Hugh cayó hacia adelante y golpeó la mesa con un ruido sordo.
    Iridal saltó de la silla con un grito de alarma. Haplo se incorporó al instante y se acercó a la Mano.
    —No es nada —dijo, tomando a Hugh por la cintura. Pasando el brazo fláccido del asesino en torno al cuello, Haplo incorporó de la silla el pesado cuerpo. La mano exánime de Hugh arrastró el mantel, derribó varias copas y mandó un plato al suelo, donde se hizo añicos.
    —Un buen tipo, pero sin aguante para el vino. Lo llevaré a su habitación. No es preciso que los demás os molestéis.
    — ¿Estás seguro de que no le pasa nada? —Iridal los miró con ansiedad—.
    Quizá debería acompañarte...
    —Un borracho ha caído inconsciente en tu mesa, querida. No es preciso molestarse —declaró Sinistrad—. Llévatelo, por lo que más quieras —añadió, dirigiéndose a Haplo.
    — ¿Puedo quedarme el perro? —inquirió Bane acariciando al animal que, al ver a su amo dispuesto para marcharse, se había incorporado de un salto.
    —Claro —respondió Haplo de inmediato—. ¡Perro, quédate!
    El perro se instaló otra vez al lado de Bane, satisfecho.
    Haplo puso en pie a Hugh. Ebrio y tambaleándose, el hombre apenas consiguió arrastrarse —con ayuda— hacia la puerta. Los demás volvieron a sentarse. Los balbuceos de Alfred quedaron olvidados y Sinistrad miró de nuevo a
    Limbeck.
    —Esa Tumpa-chumpa vuestra me fascina. Creo que, dado que ahora tengo una nave a mis disposición, viajaré a tu reino para echarle un vistazo. Por supuesto, también me alegraré mucho de hacer cuanto pueda para ayudar a tu gente a prepararse para la guerra...
    — ¡Guerra! —La palabra resonó en la estancia. Haplo, volviendo la cabeza, vio el rostro de Limbeck preocupado y muy pálido.
    —Mi querido geg, no pensaba que te sorprendería. —Con una amable sonrisa, Sinistrad añadió—: Siendo la guerra el siguiente paso lógico, he dado por hecho que habías acudido aquí con ese propósito: pedirme apoyo. Te aseguro que los gegs tendrán la plena colaboración de mi gente.
    A través de los oídos del perro, las palabras de Sinistrad llegaron a Haplo mientras transportaba a un vacilante Hugh por un pasillo oscuro y helado.
    Empezaba a preguntarse en qué dirección quedaban los aposentos de los invitados cuando se materializó ante él un pasillo con varias puertas tentadoramente abiertas.
    —Espero que no haya ningún sonámbulo —murmuró a su embotado compañero.
    Haplo captó en el comedor el crujir de la túnica de seda de Iridal y el ruido de la silla al arrastrarse sobre el suelo de piedra. La voz de la mujer, cuando habló, estaba tensa de contenida cólera.
    —Si me excusáis, me retiro a mis aposentos.
    — ¿No te sientes bien, querida mía?

    . Palabra utilizada por los patryn y los sartán para referirse a los menos dotados de poderes, y que aplican por igual a elfos, humanos y enanos.(N. del a.)


    —Gracias, pero me encuentro bien. —Tras una pausa, Iridal añadió—: Es tarde, el muchacho ya debería estar en la cama.
    —Sí, esposa, me ocuparé de ello. No te preocupes. Bane, dale las buenas noches a tu madre.
    «Bien», se dijo Haplo. «Ha sido una velada interesante: falsa comida, falsas palabras...» Haplo dejó a Hugh sobre la cama y lo cubrió con una manta: la Mano no despertaría del hechizo hasta la mañana.
    Luego se retiró a su habitación. Al entrar, cerró la puerta y pasó el cerrojo.
    Necesitaba tiempo para descansar y pensar sin distracciones, para asimilar todo lo que había oído durante el día.
    Le siguieron llegando voces a través del perro, pero no decían nada interesante; todos se despedían para ir a acostarse. Tumbado en el lecho, el patryn envió una silenciosa orden al animal y se puso a ordenar sus pensamientos.
    La Tumpa-chumpa. Había deducido su función gracias a las imágenes parpadeantes que surgían en el globo ocular sostenido por la mano del dictor, del sartán que exhibía el poder de los suyos, que anunciaba con orgullo su grandioso plan. Haplo volvió a ver las imágenes en su mente. Volvió a ver la representación del mundo, del Reino del Aire. Vio las islas y continentes esparcidos en desorden, la furiosa tormenta que era a la vez mortífera y creadora de vida; vio el conjunto del mundo moviéndose de una manera caótica que resultaba detestable para los sartán, tan amantes del orden.
    ¿Cuándo habían descubierto su error? ¿Cuándo se habían dado cuenta de que el mundo que habían creado para el traslado de un pueblo tras la Separación era imperfecto? ¿Después de haberlo poblado? ¿Había sido entonces cuando habían advertido que las hermosas islas flotantes del cielo eran áridas y yermas y no podrían alimentar la vida que se les había confiado?
    Los sartán corregirían la situación, como habían corregido todo lo demás;
    incluso habían separado un mundo antes que permitir que lo gobernaran aquellos a los que consideraban indignos de hacerlo. Los sartán construirían una máquina que, con la ayuda de su magia, alinearía y ordenaría las islas y continentes. Haplo, con los ojos cerrados, volvió a ver con claridad las imágenes: una fuerza tremenda irradiada de la Tumpa-chumpa que se adueñaría de las tierras flotantes, las arrastraría por los cielos y las alinearía, una encima de otra; un geiser de agua, procedente de la tormenta perpetua, que se elevaría constantemente proporcionando a todos la sustancia dadora de vida.
    Haplo había resuelto el rompecabezas y le sorprendió bastante que Bane también hubiera encontrado la solución. Ahora, Sinistrad la conocía también y había tenido la ocurrencia, muy amable por su parte, de explicar sus planes a su hijo..., y al perro que acompañaba a éste.
    Un movimiento del interruptor de la Tumpa-chumpa y el misteriarca dominaría un mundo realineado.
    El perro saltó sobre la cama junto a Haplo. Relajado y a punto de conciliar el sueño, el patryn alargó la mano y dio unas palmaditas al animal. Con un suspiro de satisfacción, el perro apoyó la cabeza en el pecho de Haplo y cerró los ojos.
    «Vaya locura criminal», pensó Haplo mientras acariciaba las suaves orejas del animal. «Construir algo tan poderoso y, a continuación, marcharse y abandonarlo para que cayera en manos de algún mensch ambicioso.» Haplo no lograba imaginar por qué lo habían hecho. A pesar de todos sus defectos, los sartán no eran estúpidos. Debía de haberles sucedido algo antes de poder terminar su proyecto. Ojalá supiera qué, reflexionó. Pero, al mismo tiempo, aquélla era la demostración más evidente que podía imaginar de que los sartán ya no estaban en aquel mundo.
    Su mente evocó entonces el eco de unas palabras pronunciadas por Alfred durante la confusión que siguió al desmayo alcohólico de Hugh, unas palabras que probablemente sólo había escuchado el perro, y que éste se había apresurado a trasladar a su amo:
    «Pensaron que eran dioses. Pretendían hacer el bien pero, por alguna razón, todo les salió torcido.»




    CAPITULO
    CASTILLO SINIESTRO, REINO SUPERIOR
    —Iré a Drevlin contigo, padre...
    — ¡No, y deja de discutir conmigo, Bane! Debes regresar al Reino Medio y ocupar tu puesto en el trono.
    — ¡Pero no puedo volver! ¡Stephen quiere matarme!
    —No seas estúpido, hijo. No tengo tiempo para tonterías. Para que heredes el trono, es preciso que Stephen y la reina mueran, y eso puede arreglarse.
    Naturalmente, en el fondo seré yo quien gobierne de verdad en el Reino Medio, pero no puedo estar en dos lugares a la vez y tendré que quedarme en el Reino
    Inferior, preparando la máquina. ¡Deja de gimotear! No lo soporto.
    Las palabras de su padre resonaron una y otra vez en la cabeza de Bane como el chirrido de algún irritante insecto nocturno que no lo dejara dormir.
    «En el fondo seré yo quien gobierne de verdad en el Reino Medio.»
    «Sí, pero ¿dónde estarías ahora, padre, si yo no te hubiera revelado el modo de conseguirlo?»
    Tendido de espaldas, tenso y rígido en la cama, Bane apretó entre las manos la manta lanuda que lo cubría. El muchacho no lloró. Las lágrimas eran un arma valiosa en su lucha con los adultos y a menudo le habían resultado muy útiles frente a Stephen y la reina. En cambio, llorar a solas, en la oscuridad, era una muestra de debilidad. Al menos, así lo calificaría su padre.
    Pero ¿qué le importaba lo que pensara su padre?
    Bane agarró con fuerza la manta, pero las lágrimas estuvieron a punto de saltarle de los ojos, de todos modos. Sí, le importaba. Le importaba tanto que le dolía por dentro.
    El muchacho recordaba con claridad el día en que se había dado cuenta de que las personas que consideraba sus padres sólo lo adoraban, pero no lo querían.
    Ese día se había escapado de la vigilancia de Alfred y estaba revolviendo en la cocina, engatusando al cocinero para que le diera un poco de masa de dulce, cuando entró corriendo uno de los mozos de cuadra, llorando y quejándose del arañazo que le había producido la zarpa de un dragón. Era el hijo del cocinero, un chiquillo no mucho mayor que Bane, que había sido puesto a trabajar con su hermano mayor, uno de los cuidadores de los dragones. La herida no era grave. El cocinero la limpió y la vendó con un retal de tela; luego, tomando al chiquillo en brazos, lo besó repetidamente, lo abrazó y lo mandó de nuevo a sus tareas. El niño se había marchado corriendo con el rostro resplandeciente, sin acordarse para nada del dolor y del susto.
    Bane había presenciado la escena desde un rincón. El día anterior, precisamente, también él se había hecho un corte en la mano con un vaso de cristal descantillado. El suceso había desencadenado una tormenta de excitación.
    El rey había mandado llamar a Triano, que había traído consigo un cuchillo de plata maciza pasado por las llamas, unas hierbas curativas y una gasa para taponar la hemorragia. El vaso causante de la herida fue hecho añicos y Alfred había estado a punto de ser despedido de su cargo a causa del incidente; el rey
    Stephen le estuvo gritando al chambelán veinte minutos seguidos. La reina Ana casi se había desmayado al ver la sangre y había tenido que salir de la estancia.
    Pero su «madre» no lo había besado. No lo había cogido en sus brazos ni lo había hecho reír para que se olvidara del dolor.
    Bane había experimentado luego cierta satisfacción al moler a palos al mozo de cuadra; una satisfacción aumentada por el hecho de que el mozo fuera severamente castigado por pelearse con el príncipe. Esa noche, Bane le había pedido a la voz del amuleto de la pluma, aquella voz suave y susurrante que solía hablarle durante la noche, que le explicara por qué sus padres no lo querían.
    La voz le había revelado la verdad: Stephen y Ana no eran sus auténticos padres. Bane sólo estaba utilizándolos durante un tiempo. Su verdadero padre era un poderoso misteriarca. Su verdadero padre vivía en un espléndido castillo de un reino fabuloso. Su verdadero padre estaba orgulloso de su hijo y llegaría el día en que lo haría volver a su lado y estarían juntos para siempre.
    La última parte de la frase era un añadido de Bane, en lugar de y seré yo quien gobierne de verdad en el Reino Medio.
    Bane soltó la manta, tomó entre sus dedos el amuleto de la pluma que llevaba en torno al cuello y tiró con fuerza de la correa de cuero. No se rompió. Enfadado, mascullando palabras que había aprendido del mozo de cuadra, tiró de nuevo con fuerza, pero sólo consiguió hacerse daño. Por fin sus ojos derramaron unas lágrimas de dolor y frustración. Sentado sobre la cama, prosiguió sus esfuerzos hasta que al fin, tras costarle nuevos dolores al enredarse la correa en su cabello, consiguió quitársela pasándola por la cabeza.
    Alfred se adentró en el pasillo, buscando su alcoba en aquel palacio ominoso y desconcertante. Su cabeza bullía en cavilaciones.
    «Limbeck está cayendo bajo el influjo del misteriarca. Veo el conflicto sangriento al que van a ser arrastrados los gegs. Miles de ellos morirán y, ¿para qué? ¡Para que un hombre malvado se haga con el control del mundo! Debería impedirlo, pero ¿cómo? ¿Qué puedo hacer, yo solo? O tal vez no debería detenerlo.
    Al fin y al cabo, el intento de controlar lo que debería haberse dejado en paz fue la causa de nuestra tragedia. Y, por otro lado, está Haplo. Sé perfectamente quién y qué es pero, de nuevo, ¿qué puedo hacer? ¿Debo hacer algo? ¡No lo sé! ¿Por qué me he quedado solo? ¿Es un error, o se supone que debo actuar de alguna manera? Y, en este último caso, ¿de cuál?»




    En su deambular sin rumbo, el chambelán se encontró cerca de la puerta de
    Bane. Inmerso en su agitación interior, el pasillo lóbrego y sombrío se le hizo borroso delante de los ojos. Se detuvo hasta que se le aclarara la vista, ansiando que sucediera lo mismo con sus pensamientos, y llegó a sus oídos el murmullo de unas sábanas y la voz del chiquillo llorando y maldiciendo. Tras echar un vistazo arriba y abajo del pasillo para cerciorarse de que no lo veía nadie, Alfred alzó dos dedos de la mano derecha y trazó un signo mágico sobre la puerta. La madera pareció desaparecer bajo sus órdenes y le permitió ver el interior como si no estuviera.
    Bane arrojó el amuleto a un rincón de la estancia.
    — ¡Nadie me quiere y me alegro de ello! ¡Yo tampoco los quiero! ¡Los odio! ¡Los odio a todos!
    El chiquillo se dejó caer en el lecho y hundió el rostro en la almohada. Alfred exhaló un suspiro profundo y agitado. ¡Por fin! ¡Por fin había sucedido, y justo cuando su corazón empezaba ya a desesperar!
    Había llegado el momento de alejar al muchacho del borde de la trampa de
    Sinistrad. Alfred dio un paso adelante, sin acordarse de la puerta, y estuvo a punto de darse de frente contra la madera, pues el hechizo no la había quitado de su sitio sino que, simplemente, le permitía ver a través de ella.
    El chambelán se dominó y, al propio tiempo, se dijo: «No; yo, no. ¿Qué soy yo?
    Un criado, nada más. Su madre. ¡Sí, su madre!».
    Bane escuchó un ruido en la alcoba. Se apresuró a cerrar los ojos y permaneció inmóvil. Se había cubierto la cabeza con la manta y se enjugó las lágrimas con un rápido y sigiloso movimiento de la mano.
    ¿Era Sinistrad, que venía a decirle que había cambiado de idea?
    — ¿Bane?
    La voz era suave y delicada. Su madre.
    El muchacho fingió estar dormido. « ¿Qué querrá?», pensó. « ¿Quiero hablar con ella?» Sí, decidió, escuchando de nuevo las palabras de su padre; le apetecía conversar con su madre. Toda su vida, se dijo, los demás lo habían utilizado para sus propósitos. Era hora de que él empezara a hacer lo mismo con ellos.
    Con un parpadeo soñoliento, Bane alzó su cabecita despeinada de debajo de las sábanas. Iridal se había materializado en la alcoba y se encontraba al pie de la cama. Poco a poco, una luz que surgía de su interior empezó a iluminar a la mujer y bañó al muchacho con un resplandor cálido y delicioso mientras el resto de la estancia permanecía en sombras. Bane miró a su madre y supo, por la expresión apenada de su rostro, que había advertido sus ojos llorosos. «Estupendo», pensó.
    Una vez más, podía recurrir a su arsenal.
    — ¡Oh, hijo mío! —Iridal se acercó a él y se sentó en la cama. Pasándole el brazo por los hombros, lo estrechó contra sí y lo llenó de caricias.
    Una sensación de deliciosa calidez envolvió al chiquillo. Acurrucado en aquellos brazos acogedores, se dijo a sí mismo: «Le he dado a mi padre lo que quería. Ahora le toca el turno a ella. ¿Qué quiere de mí?»
    Nada, al parecer. Iridal rompió a llorar y a decirle con murmullos incoherentes lo mucho que lo había añorado y cuánto había deseado tenerlo junto a ella. Esto dio una idea a Bane.
    — ¡Madre! —La interrumpió, mirándola con sus ojos azules llenos de lágrimas—. ¡Yo quiero estar contigo, pero mi padre dice que va a mandarme lejos!
    — ¡Mandarte lejos! ¿Adonde? ¿Por qué?




    — ¡Al Reino Medio, con esa gente que no me quiere! —Tomó su mano y la estrechó con fuerza entre las suyas—. ¡Quiero quedarme contigo! ¡Contigo y con mi padre!
    —Sí —murmuró Iridal. Atrajo a Bane contra su pecho y lo besó en la frente—.
    Sí... Una familia, como siempre he soñado. Tal vez existe una posibilidad. Quizá no pueda salvarlo yo, pero sí su propio hijo. Seguro que no podrá traicionar un amor y una confianza tan inocentes. Esta mano —besó los dedos del niño, bañándolos de lágrimas—, esta mano puede apartarlo del oscuro camino que ha emprendido.
    Bane no entendió de qué hablaba. Para él, todos los caminos eran uno, ni luminoso ni oscuro, y todos conducían al mismo objetivo: que la gente hiciera lo que él quería.
    —Hablarás con mi padre —pidió mientras se escabullía del abrazo de la mujer, considerando que, después de todo, los besos y abrazos podían llegar a ser un fastidio.
    —Sí, hablaré con él mañana.
    —Gracias, madre. —Bane bostezó.
    —Deberías estar durmiendo —dijo Iridal, levantándose—. Buenas noches, hijo mío. —Con ternura, arregló las ropas en torno a Bane y se inclinó para posar un beso en su mejilla—. Buenas noches.
    El resplandor mágico empezó a apagarse. Iridal levantó las manos, se concentró con los ojos cerrados y desapareció de la habitación.
    Bane sonrió en la oscuridad. No tenía idea de qué clase de influencia podría ejercer su madre; sólo podía tomar como referencia a la reina Ana, que normalmente conseguía lo que quería de Stephen.
    Pero, si aquello no funcionaba, siempre quedaba el otro plan. Para que este último diera resultado, tendría que revelar gratis algo que suponía de inestimable valor. Sería discreto, desde luego, pero su padre era listo. Sinistrad podía adivinarlo y robárselo. De todos modos, pensó el chiquillo, quien nada arriesga, nada gana.
    Probablemente, no tendría que resignarse. Todavía no. No lo mandarían lejos.
    Su madre se encargaría de eso.
    Bane, satisfecho, apartó la ropa de la cama a patadas.




    CAPITULO
    CASTILLO SINIESTRO, REINO SUPERIOR
    A la mañana siguiente, Iridal penetró en el estudio de su esposo. Encontró allí a su hijo con Sinistrad, ambos sentados ante el escritorio de su esposo, repasando unos dibujos realizados por Bane. El perro, tendido a los pies del niño, levantó la cabeza al verla y batió el suelo con la cola.
    Iridal hizo una pausa en el umbral. Todas sus fantasías se habían hecho realidad. Un padre amante, un hijo adorable; Sinistrad dedicando pacientemente su tiempo a Bane, estudiando el resultado del trabajo del muchacho con una fingida seriedad que resultaba enternecedora. En aquel instante, viendo la cabeza cubierta con el bonete tan cerca de la cabecita rubia, oyendo el murmullo de las voces —una joven, vieja la otra— llenas de excitación por lo que sólo podía ser algún proyecto infantil de su hijo, Iridal se lo perdonó todo a Sinistrad. Con gusto habría barrido y desterrado de su recuerdo todos los años de horror y sufrimiento, si él le hubiera concedido aquello.
    Adentrándose en la estancia casi con timidez —hacía muchos años que no pisaba el santuario de su esposo—, Iridal intentó hablar pero no le salieron las palabras. Sin embargo, el sonido ahogado llamó la atención de padre e hijo. Uno la miró con una sonrisa radiante, cautivadora. T. otro pareció molesto.
    —Bien, esposa, ¿qué quieres?
    Las fantasías de Iridal se tambalearon, desvanecida la brillante niebla por la voz fría y la mirada helada de los ojos sin pestañas.
    —Buenos días, madre —dijo Bane—. ¿Quieres ver mis dibujos? Los he hecho yo mismo.
    —Si no molesto... —La mujer miró a Sinistrad, dubitativa.
    —Acércate, pues —concedió él con displicencia.
    —Vaya, Bane, son magníficos. —Iridal tomó varias láminas y las volvió a la luz del sol.




    —He usado la magia. Padre me ha enseñado. He pensado lo que quería dibujar, y la mano se ha encargado de hacerlo. Aprendo magia muy deprisa —
    aseguró el chiquillo, mirando a su madre con una expresión encantadora—. Padre y tú podríais enseñarme en las horas libres. No os molestaría.
    Sinistrad tomó asiento. La túnica de grueso moaré crujió con un ruido seco, como el aleteo de un murciélago. Entreabrió los labios en una helada sonrisa que disipó los últimos jirones de las fantasías de Iridal. La mujer habría huido a sus aposentos de no haber estado allí Bane, mirándola esperanzado y rogándole en silencio que continuara. El perro volvió a apoyar la cabeza entre las patas y sus ojos se movieron de un lado a otro, atentos a quien hablaba.
    — ¿Qué..., qué son esos dibujos? —Preguntó Iridal con un titubeo—. ¿La gran máquina?
    —Sí —contestó Bane—. Mira, ésa es la parte que los gegs llaman el utro.
    Padre dice que eso quiere decir el «útero» y es donde nació la Tumpa-chumpa. Y esta parte pone en acción una gran fuerza que pondrá todas las islas...
    —Con eso basta, Bane —lo interrumpió Sinistrad—. No debemos entretener a tu madre; tiene que atender a los... invitados. —Tardó en decir la palabra y dedicó a Iridal una mirada que la hizo enrojecer y que causó la confusión en sus pensamientos
    —. Supongo que has venido aquí con algún propósito, esposa. ¿O tal vez sólo para asegurarte de que tenía el tiempo ocupado, de modo que tú y ese atractivo asesino...?
    — ¿Cómo te atreves...? ¿Qué? ¿Cómo lo has llamado?
    A Iridal empezaron a temblarle las manos y se apresuró a dejar de nuevo sobre el escritorio las láminas que sostenía en ellas.
    — ¿No lo sabías, querida? Uno de nuestros invitados es un asesino profesional. Hugh la Mano, es su apodo; una mano manchada de sangre, si me perdonas la pequeña broma. Tu galante campeón fue contratado para matar al niño. —Sinistrad le desordenó el cabello a Bane—. De no haber sido por mí, esposa, este chico tuyo no habría vuelto nunca a casa. Yo desbaraté los planes de
    Hugh...
    — ¡No te creo! ¡No es posible!
    —Sé que te sorprende, querida, descubrir que tenemos en casa a un invitado que nos asesinaría a todos en nuestros propios lechos. Pero no temas: he adoptado todas las precauciones. El mismo me hizo un favor anoche al beber en exceso y caer en ese ciego letargo. Ha resultado muy fácil trasladar su cuerpo empapado en vino a un lugar bajo custodia. Bane dice que hay una recompensa por ese hombre, así como por el criado traidor del muchacho. Esa cantidad servirá para financiar mis planes en el Reino Medio. Y bien, querida, ¿qué es lo que querías?
    — ¡Que no me quites a mi hijo! —Iridal jadeó buscando aire, como si acabaran de echarle encima un cubo de agua fría—. Haz lo que quieras, no me opondré, ¡pero déjame a mi hijo!
    —Hace apenas unos días, renegabas de él. Ahora dices que lo quieres contigo.
    —Sinistrad se encogió de hombros—. Esposa mía, no puedo someter al muchacho a tus impulsos caprichosos, que cambian cada día. Bane debe regresar al Reino
    Medio y asumir sus obligaciones. Y, ahora, es mejor que te vayas. Me alegro de que hayamos tenido esta pequeña charla. Deberíamos tenerlas más a menudo.
    —Madre —intervino Bane—, creo que antes deberías haber hablado de esto conmigo. ¡Yo quiero volver allí! Estoy seguro de que padre sabe qué es lo mejor para mí.




    —Yo también estoy segura —musitó Iridal.
    Dando media vuelta, la mujer salió del estudio con porte digno y sereno, y consiguió alejarse por el pasillo helado y tenebroso antes de echarse a llorar por su hijo perdido.
    —En cuanto a ti, Bane —declaró Sinistrad, devolviendo a su lugar correspondiente los dibujos que Iridal había desordenado—, no vuelvas a intentar nada parecido conmigo. Esta vez he castigado a tu madre, que debería haber sido más prudente. La próxima vez, te tocará a ti.
    Bane aceptó en silencio la reprimenda. Era estimulante que, para variar, su oponente en la partida fuera tan habilidoso como él mismo. Empezó a repartir la siguiente mano, con movimientos rápidos para que su padre no advirtiera que las cartas salían del fondo de una baraja preparada.
    —Padre —dijo Bane—, quiero preguntarte una cosa sobre magia.
    — ¿Sí? —Una vez restaurada la disciplina, a Sinistrad le complació el interés del muchacho.
    —Un día vi a Triano dibujando algo en una hoja de papel. Era como una letra del alfabeto, pero no exactamente. Cuando le pregunté, estrujó el papel y lo arrojó al fuego con gesto nervioso. Dijo que era magia y que no debía molestarlo con preguntas al respecto.
    Sinistrad levantó la cabeza de los dibujos que estaba estudiando y volvió la atención a su hijo. Bane respondió a la mirada curiosa de sus ojos penetrantes con la expresión ingenua que tan bien sabía utilizar el muchacho. El perro se sentó sobre las patas traseras y empujó con el hocico la mano de Bane, pidiendo que lo acariciara.
    — ¿Cómo era ese símbolo?
    Bane trazó una runa en el reverso de uno de los dibujos.
    — ¿Eso? —Sinistrad soltó un bufido—. Es un signo esotérico, utilizado en la magia rúnica. Ese Triano debe de ser más estúpido de lo que yo pensaba, para andar jugando con ese arte arcano.
    — ¿Por qué?
    —Porque sólo los sartán eran expertos en runas.
    — ¡Los sartán! —El muchacho pareció asombrado—. ¿Sólo ellos?
    —Bueno, se decía que en el mundo que existía antes de la Separación, los sartán tenían un enemigo mortal, un grupo tan poderoso como ellos y más ambicioso; un grupo que quería usar sus poderes casi divinos para gobernar, y no para guiar. Se los conocía como los patryn.
    — ¿Seguro que nadie más puede utilizar esa magia?
    — ¿No te lo he dicho ya una vez? ¡Cuando yo digo una cosa, hablo en serio!
    —Lo siento, padre.
    Ahora que estaba seguro, Bane podía permitirse ser magnánimo con un oponente perdedor.
    — ¿Qué hace esa runa, padre?
    Sinistrad observó el dibujo.
    —Es una runa curativa, creo —repuso sin interés.
    Bane sonrió y dio unas palmaditas al perro, que le lamió los dedos en agradecimiento.




    CAPÍTULO
    CASTILLO SINIESTRO, REINO SUPERIOR
    Los efectos del hechizo tardaron en disiparse. Hugh no podía distinguir entre sueño y realidad. En cierto momento, vio al monje negro de pie a su lado, burlándose de él.
    — ¿Amo de la muerte? No, nosotros somos tus amos. Toda tu vida nos has servido.
    Y, luego, el monje negro era Sinistrad.
    — ¿Por qué no te pones a mi servicio? Me conviene un hombre de tus facultades. Es preciso que me deshaga de Stephen y Ana. Mi hijo tiene que sentarse en el trono de Ulyandia y las Volkaran, y esa pareja se interpone en su camino. Un hombre listo como tú puede encontrar el modo de darles muerte.
    Ahora tengo cosas que hacer, pero regresaré más tarde. Quédate aquí y piénsalo.
    «Aquí» era una húmeda mazmorra creada de la nada. Sinistrad había conducido a Hugh a aquel lugar, fuera el que fuese. El asesino se había resistido, pero no mucho. Era difícil hacerlo, cuando uno apenas podía distinguir el techo del suelo, los pies se le multiplicaban y las piernas parecían haber perdido los huesos.
    Por supuesto, era Sinistrad quien lo había hechizado.
    Hugh tenía un vago recuerdo de haber intentado decirle a Haplo que no estaba ebrio, que aquello era producto de alguna magia terrible, pero Haplo sólo había hecho aquella irritante sonrisilla y le había dicho que se sentiría mejor cuando hubiera dormido la borrachera.
    Cuando Haplo despertara y viera que había desaparecido, tal vez acudiera a rescatarlo.
    Hugh se llevó las manos a la cabeza, que le latía dolorosa-mente, y maldijo su estupidez. «Aunque Haplo decida buscarme —se dijo—, no me encontrará nunca.
    Esta celda no se encuentra en las entrañas del castillo, debidamente situada al pie de una escalera larga y retorcida. Yo vi el vacío del cual surgieron las paredes. La mazmorra está en mitad de ninguna parte, al pie de la noche. Nadie me encontrará jamás. Me quedaré aquí hasta que muera...
    »... o hasta que acepte por amo a Sinistrad.
    » ¿Y por qué no? He servido a muchos hombres; ¿qué es uno más? O, mejor aún, puede que me quede donde estoy. Esta celda no es muy diferente de mi vida:
    una cárcel fría, vacía y desolada. Yo mismo construí sus paredes..., las levanté con dinero. Me recluí en ellas y cerré la puerta. Yo era mi propio guardián, mi propio carcelero. Y dio resultado. Nada me ha afectado. El dolor, la compasión, la pena, el remordimiento: ninguno de ellos podía pasar los muros. Incluso decidí matar a un niño por el dinero.
    »Y ese niño se apoderó de la llave.
    »Pero eso fue cosa del encantamiento. Fue la magia lo que me hizo apiadarme de él. ¿O ésa era mi excusa? Una cosa es segura: el encantamiento no conjuró esos recuerdos..., recuerdos de mí mismo antes de esta celda.»
    «El hechizo sólo actúa porque tú quieres que lo haga. Tu voluntad lo refuerza. Si lo hubieras deseado de verdad, lo habrías roto hace mucho. Tú te preocupas por el muchacho, ¿entiendes? Y esa preocupación es una prisión invisible.»
    Tal vez no. Tal vez era la libertad.
    Confuso, medio despierto y medio en sueños, Hugh se levantó del suelo de piedra donde estaba sentado y se acercó a la puerta de la celda. Extendió el brazo..., y detuvo el gesto. Tenía la mano cubierta de sangre, y la muñeca, el antebrazo... Estaba empapado hasta el codo.
    Y, tal como él se veía, también debía verlo ella.
    —Maese Hugh...
    La Mano dio un respingo y volvió la cabeza. ¿Era real, aquella presencia, o sólo un truco de su mente dolorida que se había puesto a pensar en ella?
    Parpadeó, pero la figura no desapareció.
    — ¿Iridal?
    Cuando advirtió en sus ojos que ella sabía la verdad acerca de él, Hugh bajó la vista a sus manos, cohibido.
    —De modo que Sinistrad tenía razón —musitó ella—. Eres un asesino.
    Los ojos irisados estaban descoloridos, grises. En ellos no brillaba luz alguna.
    ¿Qué podía decir? Lo que acababa de oír era la verdad. Podría haberse disculpado, haberle hablado de Nick el Tres Golpes. Podía explicarle que había decidido que no haría daño al niño, que había proyectado devolvérselo a la reina
    Ana, pero nada de aquello cambiaría un ápice el hecho de que había cerrado el contrato, de que había aceptado el dinero; de que, en el fondo de su corazón, había sabido que era capaz de matar a un niño.
    Por eso se limitó a decir simple y llanamente:
    —Sí.
    — ¡No lo entiendo! ¡Es una cosa perversa y monstruosa! ¿Cómo puedes emplear tu vida matando gente?
    Hugh habría podido decir que la mayoría de hombres a los que había matado merecían morir. Podría haberle dicho que, probablemente, había salvado la vida de los que se habrían convertido en sus siguientes víctimas.
    Pero Iridal le preguntaría: ¿Quién eres tú para juzgar?
    Y él contestaría: ¿Quién lo es? ¿Quién es el rey Stephen, que puede proclamar, «ese hombre es un elfo y, por tanto, debe morir»? ¿Quiénes son los nobles, que pueden decir, «ese hombre tiene unas tierras que quiero y que no me quiere dar; por tanto, debe morir»?
    Buenos argumentos, se dijo, pero había accedido. Había aceptado el dinero.
    Había sabido, en el fondo de su corazón, que era capaz de matar a un niño. Por eso respondió:
    —Ahora ya no tiene importancia.
    —No, excepto que vuelvo a estar sola. Otra vez.
    Iridal musitó esas palabras en voz muy baja. Hugh comprendió que no las había dicho para que él las oyera. La mujer estaba en el centro de la celda con la cabeza inclinada y sus largos cabellos blancos caídos hacia adelante, cubriéndole el rostro. Iridal se había preocupado por él. Había confiado en él. Tal vez había acudido a él con la intención de pedirle ayuda. La puerta de su celda interior se abrió lentamente y bañó su alma con la luz del sol.
    —No estás sola, Iridal. Hay alguien en quien puedes confiar. Alfred es un buen hombre, y está consagrado a tu hijo. —«Mucho más de lo que Bane se merece», pensó, pero no lo dijo. En voz alta, añadió—: Le salvó la vida al muchacho en una ocasión, cuando le cayó encima un árbol. Si quieres escapar, si tú y tu hijo queréis hacerlo, Alfred podría ayudaros. Podría llevaros a la nave elfa. El capitán de la nave necesita dinero. A cambio de eso y de una ruta segura para escapar del
    Firmamento, os dará pasaje.
    — ¿Escapar? —Iridal dirigió una mirada desesperada en torno a los muros de la celda y hundió el rostro entre las manos. Pero no eran las paredes de la celda de
    Hugh lo que veía, sino las suyas.
    «También ella está prisionera», se dijo Hugh. «Yo le he abierto la puerta de la celda, le he ofrecido una visión fugaz de la luz y el aire libre. Y ahora ve cómo esa puerta vuelve a cerrarse.»
    —Es cierto, Iridal, soy un asesino. Peor aún, he matado por dinero. No pretendo disculparme. ¡Pero lo que he hecho no es nada comparado con lo que trama tu esposo!
    — ¡Te equivocas! Él no ha dado muerte a nadie. Sería incapaz de una cosa así.
    — ¡Sinistrad habla de una guerra en todo el mundo! ¡De sacrificar miles de vidas para instalarse en el poder!
    —No lo has entendido. Es nuestra vida lo que intenta salvar. La vida de su pueblo.
    Al advertir su expresión de desconcierto, Iridal hizo un gesto de impaciencia, irritada por verse obligada a explicar lo que había considerado evidente.
    —Sin duda, te habrás preguntado por qué los misteriarcas abandonaron el
    Reino Medio, una tierra donde tenían de todo: poder, riqueza... ¡Ah, ya sé lo que se cuenta de nosotros! Lo sé porque fuimos nosotros mismos quienes hicimos correr la voz de que nos habíamos hartado de aquella vida bárbara y de las guerras constantes contra los elfos. Lo cierto es que nos marchamos porque nos vimos obligados a ello, porque no teníamos otra posibilidad. Nuestra magia estaba decayendo. Los matrimonios con humanos normales la habían diluido. Por eso existen tantos hechiceros en tu reino. Muchos, pero débiles. Los que quedábamos de sangre pura éramos pocos, pero poderosos. Para asegurar la continuidad de nuestra raza, huimos a algún lugar donde no pudiéramos ser...
    — ¿Contaminados? —sugirió Hugh.




    Iridal se sonrojó y se mordió el labio. Luego, alzando la cabeza, lo miró con orgullo.
    —Sé que lo dices con desprecio, pero sí, es cierto. ¿Acaso puedes culparnos por ello?
    —Pero no dio resultado, ¿verdad?
    —El viaje fue difícil y muchos murieron. Otros sucumbieron antes de que pudiéramos estabilizar la cúpula mágica que nos protege del frío y nos proporciona el aire que respiramos. Por fin, todo parecía estar bien y nos nacieron hijos, pero no en abundancia y la mayoría de ellos murió. —La mirada altanera desapareció de sus facciones y hundió de nuevo la cabeza—. Bane es el único de su generación que queda con vida. Y ahora, la cúpula se derrumba. Ese leve resplandor del cielo que encuentras tan hermoso es mortal para nosotros.
    »Los edificios no son reales y nuestra gente finge ser una población numerosa para que no adivinéis la verdad.
    —Es decir, que estáis obligados a regresar al mundo de abajo pero tenéis miedo de volver y revelar la debilidad en que os halláis —dijo Hugh—. El suplantador se convirtió en príncipe de las Volkaran, ¡y ahora va a volver como rey!
    — ¿Rey? Imposible. Ya tienen un rey.
    —No tan imposible. Tu esposo proyecta contratarme para librarse del rey y de la reina; entonces Bane, su hijo, heredará el trono.
    — ¡No te creo! ¡Mientes!
    —Sí que me crees. Lo veo en tu rostro. No es a tu marido a quien defiendes, sino a ti misma. Sabes muy bien de lo que es capaz Sinistrad. ¡Sabes muy bien lo que ha hecho y lo que tú dejaste de hacer! Tal vez no fuera un asesinato, pero les habría causado menos dolor a esos padres del Reino Medio si los hubieran apuñalado que llevándose a su hijo.
    Los ojos sombríos, descoloridos, trataron de sostener su mirada, pero titubearon y volvieron a clavarse en el suelo.
    —Lloré por ellos. Intenté salvar a su niño... Habría dado mi vida para que el pequeño viviera, pero... Y también están las vidas de tantos otros...
    —Yo he obrado mal, pero me parece, Iridal, que el mismo mal puede haber en abstenerse de actuar. Sinistrad va a volver para cerrar el trato conmigo. Escucha lo que he planeado y juzga por ti misma.
    Iridal lo miró y empezó a decir algo. Luego sacudió la cabeza, cerró los ojos y, en un instante, desapareció. Las cadenas eran demasiado pesadas e Iridal no podía liberarse de ellas.
    Hugh se dejó caer al suelo, de nuevo solo en la celda dentro de otra celda.
    Sacó la pipa, apretó la boquilla entre los dientes y miró con rabia los muros de su prisión.
    Paseando por el ala del dragón.
    Si Sinistrad pretendía sobresaltarlo con su repentina aparición, debió de llevarse una decepción. Hugh alzó la vista hacia él, pero no se movió ni dijo nada.
    —Bien, Hugh la Mano, ¿te has decidido?
    —No hay mucho que decidir. —Hugh se incorporó con esfuerzo, envolvió cuidadosamente la pipa en el paño y la guardó en el bolsillo del pecho—. No quiero pasarme el resto de la vida en este lugar, así que trabajaré para ti. He trabajado para otros peores. Al fin y al cabo, una vez acepté dinero para matar a un niño.




    CAPÍTULO
    CASTILLO SINIESTRO, REINO SUPERIOR
    Haplo vagaba por los pasadizos del castillo, perdiendo el tiempo ociosamente
    —o así parecía cuando alguien le prestaba alguna atención—. Cuando no tenía a nadie cerca, continuaba buscando, siguiendo el rastro de todos los demás lo mejor que podía.
    El perro estaba con Bane. Haplo había escuchado hasta la última palabra de la conversación entre padre e hijo. La extraña pregunta sobre el signo mágico había pillado desprevenido al patryn. Rascándose la piel bajo las vendas, Haplo se preguntó si el chiquillo habría visto sus runas tatuadas y trató de recordar algún momento en que hubiera cometido un desliz, un error. Al fin, decidió que no había sufrido ninguno. Habría sido imposible. Entonces, ¿de qué estaba hablando el muchacho? Desde luego, no de un hechicero mensch probando a jugar con las runas. Ni siquiera un mensch sería tan estúpido.
    Bueno, no merecía la pena perder el tiempo en conjeturas. Pronto lo descubriría. Bane —con el perro trotando fielmente a su lado— se había cruzado con él por el pasillo hacía un rato, en busca de Alfred. Tal vez esa conversación le diera la clave. Mientras, tenía que espiar a Limbeck.
    Se detuvo ante la puerta de la habitación del geg y miró a un lado y a otro del pasillo. No había nadie a la vista. Haplo trazó un signo mágico sobre la puerta y la madera desapareció..., al menos a sus ojos. Para el geg, sentado con aire desconsolado ante un escritorio, la puerta seguía tan sólida como siempre.
    Limbeck había pedido instrumentos de escritura a su anfitrión y parecía absorto en su pasatiempo favorito: redactar discursos. Sin embargo, Haplo comprobó que no escribía gran cosa. Con las gafas levantadas sobre la frente, el geg permanecía con la cara apoyada en la mano y la vista fija en una pared de piedra cubierta de tapices que, para él, era una masa confusa multicolor.
    —«Colegas míos de la Unión...» No, eso es demasiado restrictivo. «Compañeros de la UAPP y demás gegs...» Pero tal vez esté presente el survisor jefe. «Survisor jefe, ofinista jefe, compañeros de la UAPP, hermanos gegs... hermanos y hermanas gegs, he visto el mundo superior y es hermoso» —la voz de Limbeck se suavizó—, «más hermoso y maravilloso de lo que podáis imaginar. Y yo..., yo...» ¡No! —Se dio un enérgico tirón de la barba—. Así —añadió, encogiéndose de dolor y parpadeando para que no le saltaran las lágrimas—. Como diría Jarre, divago demasiado. A ver si ahora puedo pensar mejor. «Mis queridos miembros de la
    Unión...» No. Ya estamos otra vez. Me he dejado al survisor jefe...
    Haplo trazó un nuevo signo mágico y la puerta volvió a tomar forma y a hacerse visible. Cuando reanudó su recorrido por el pasillo, le siguió llegando la voz de Limbeck recitando el discurso en voz alta para él solo. «El geg sabe lo que tiene que decir», pensó Haplo, «pero se resiste a hacerlo.»
    — ¡Ah, Alfred, estás aquí! —Era la voz de Bane, que le llegaba a Haplo a través del perro—. No te encontraba por ninguna parte.
    El chiquillo sonaba malhumorado, irritado.
    —Lo siento, Alteza. Estaba buscando a maese Hugh...
    No era el único.
    Haplo se detuvo ante la puerta siguiente y echó un vistazo al interior. La habitación estaba vacía; Hugh había desaparecido. Al patryn no le sorprendía mucho que así fuera. Si Hugh seguía con vida, sólo sería porque Sinistrad tenía intención de hacerlo sufrir. O, mejor aún, de utilizarlo para hacer sufrir a Iridal.
    Los celos que mostraba el hechicero respecto a su esposa eran extraños, considerando que no le tenía el menor afecto.
    «Iridal es una posesión suya», dijo Haplo para sí mientras daba media vuelta y desandaba sus pasos por el corredor, en dirección a la alcoba de Limbeck.
    Sinistrad se habría enfurecido lo mismo, probablemente, si hubiera pillado a Hugh hurtando la cubertería. «En fin, yo he tratado de protegerlo. Una lástima. Era un tipo osado y habría podido serme útil. De todos modos, ahora que Sinistrad está ocupado con él, sería una ocasión excelente para que los demás nos marcháramos.»
    —Alfred... —Bane había adoptado un tono meloso—, quiero hablar contigo.
    —Desde luego, Alteza.
    El perro se echó en el suelo entre los dos.
    «Es momento de irse», se repitió Haplo. «Sí, recogeré a Limbeck, volveremos a la nave elfa y me adueñaré de ella. Y dejaré a ese hechicero mensch abandonado en su reino. No tengo por qué seguir soportando a ese entrometido. Trasladaré al geg de vuelta a Drevlin y, cuando lo haya hecho, habré cumplido los objetivos de mi amo, salvo llevarle a alguien de este mundo para que lo instruya como discípulo. Había pensado en Hugh pero, a lo que parece, ya puedo descartarlo.
    »Sin embargo, mi amo y señor tendrá que sentirse satisfecho. Este mundo está tambaleándose al borde del desastre. Si todo sale bien, podré darle el empujón definitivo. Y creo que podré asegurarle que ya no queda aquí ningún sartán...»
    —Alfred —dijo Bane—, sé que eres un sartán.
    Haplo se detuvo en seco.
    Debía de ser una confusión. No habría escuchado bien. Como tenía aquella palabra en la cabeza, le parecía haberla oído cuando, en realidad, el muchacho había dicho otra cosa. Conteniendo el aliento y casi deseando con impaciencia poder calmar los latidos de su corazón para escuchar con más claridad, Haplo prestó atención.




    Alfred notó que el mundo se abría bajo sus pies. Las paredes se agrandaron, el techo pareció caerle encima y, durante unos benditos y terribles instantes, pensó que iba a desmayarse. Pero esta vez su cerebro se negó a dejar de funcionar.
    Esta vez tendría que afrontar el peligro lo mejor que pudiera. Sabía que debía decir algo, rechazar la afirmación del muchacho, por supuesto, pero la verdad era que no sabía si sería capaz de hablar. Tenía paralizados los músculos faciales.
    —Vamos, Alfred —insistió Bane mientras lo contemplaba con pagada suficiencia—, no tiene objeto que lo niegues. Sé que es verdad. ¿Quieres saber por qué lo sé?
    El chiquillo estaba disfrutando inmensamente con la situación. Y Alfred advirtió que allí estaba el perro, con la cabeza levantada y los ojos fijos en él, como si hubiera entendido cada palabra y también aguardara su reacción. ¡El perro! ¡Por supuesto que entendía cada palabra! Y también su amo...
    — ¿Recuerdas el día en que me cayó encima el árbol? —Dijo Bane—. Yo estaba muerto. Y sé que estaba muerto porque me noté flotando y miré atrás y vi mi cuerpo tendido en el suelo, atravesado por las puntas de cristal. Pero, de pronto, fue como si una gran boca se abriera y me absorbiera hacia atrás.
    Entonces desperté y ya no tenía ninguna herida. Y, cuando me miré, vi que tenía esto en el pecho. —Bane mostró el papel que había cogido del escritorio de su padre—. Le he preguntado a mi padre qué era y me ha dicho que se trataba de un signo mágico, una runa curativa.
    «Niégalo», se dijo Alfred. «Tómate sus palabras a la ligera. ¡Qué imaginación tienes, Alteza! ¡Todo eso lo soñaste, por supuesto! Seguro que fue cosa del golpe que recibiste en la cabeza.»
    —Y luego está lo de Hugh —continuó Bane—. Sé que le administré suficiente veneno como para acabar con él. Cuando cayó al suelo hecho un guiñapo, estaba muerto. Igual que yo. ¡Y tú lo devolviste a la vida!
    «Vamos, vamos, Alteza. Si yo fuera un sartán, ¿por qué tendría que ganarme la vida como criado? No; si lo fuera, viviría en un espléndido palacio y vosotros, mensch, correríais a presentaros ante mí y os postraríais a mis pies y me suplicaríais que os concediera esto y lo otro, que os ayudara a derrotar a vuestros enemigos, y me ofreceríais todo lo que quisiera, excepto la paz.»
    —Y ahora que sé que eres un sartán, tienes que ayudarme. Lo primero que vamos a hacer es matar a mi padre. —Bane llevó la mano bajo la túnica y sacó un puñal que Alfred reconoció como perteneciente a Hugh—. Mira, he encontrado esto en el escritorio de mi padre. Sinistrad quiere bajar al Reino Inferior y mandar a los gegs a la guerra y reparar la Tumpa-chumpa para alinear todas las islas y controlar así el suministro de agua. ¡Él se quedará con toda la riqueza y todo el poder, y eso no es justo, porque la idea es mía! ¡He sido yo quien ha descubierto cómo funciona la máquina! Y, por supuesto, tú también puedes ayudarme en esto, Alfred; dado que fue tu gente quien la construyó, estoy seguro de que conocerás a fondo su funcionamiento.
    El perro miraba a Alfred con su expresión excesivamente inteligente. Lo miraba directamente a los ojos. Era demasiado tarde para negarlo: había dejado escapar la oportunidad. Nunca había sido rápido de pensamientos y de reacciones.
    Por eso su cerebro había adquirido la costumbre de cerrarse cuando se encontraba ante un peligro. Era incapaz de afrontar la batalla constante que rugía en su interior, de dominar el impulso instintivo de utilizar sus poderes prodigiosos para protegerse a sí mismo y a otros, frente a la terrible certeza de que, si lo hacía, quedaría desenmascarado como el semidiós que era..., y que no era.
    —No puedo ayudarte Alteza. No puedo arrebatar una vida.
    —Vas a tener que hacerlo, Alfred. No tienes alternativa. Si no lo haces, le diré a mi padre quién eres y, cuando mi padre lo sepa, también él tratará de utilizarte.
    —Y yo, Alteza, me negaré.
    — ¡No podrás! Si no lo obedeces, querrá matarte. ¡Entonces tendrás que luchar con él, y lo derrotarás porque eres más fuerte!
    —No, Alteza. Perderé. Moriré.
    Bane reaccionó con sorpresa, perplejo. Era evidente que no se le había pasado por la cabeza tal posibilidad.
    — ¡Cómo! ¡Eres un sartán!
    —No somos inmortales... Algo que ya lo olvidamos una vez, creo.
    Había sido la desesperanza lo que los había matado. La misma desesperanza que ahora sentía Alfred. Una enorme y abrumadora tristeza. Habían osado pensar y actuar como dioses y habían dejado de escuchar a los verdaderos dioses. Las cosas habían empezado a torcerse, desde el punto de vista de los sartán, y éstos habían tomado la responsabilidad de decidir qué era mejor para el mundo y actuar en consecuencia. Pero, entonces, otras cosas empezaron a andar mal y ellos tuvieron que dedicarse a arreglarlas. Y cada vez que arreglaban algo, el apaño hacía que se estropeara otra cosa. Pronto, la tarea se hizo demasiado grande y los sartán eran demasiado pocos. Y, al cabo, se dieron cuenta de que habían manipulado indebidamente lo que deberían haber dejado intacto. Pero, para entonces, ya era demasiado tarde.
    —Moriré —repitió Alfred.
    El perro se incorporó, se acercó hasta él y apoyó la cabeza en su rodilla. Con un gesto lento, titubeante, Alfred alargó la mano y tocó al animal, notó su calor y la solidez de sus bien formados huesos de la cabeza bajo el pelaje sedoso.
    « ¿Qué está haciendo tu amo en este momento?», le preguntó en silencio. «
    ¿Qué estará pensando Haplo, al saber que aún tiene al alcance a uno de sus ancestrales enemigos? No puedo ponerme a darle vueltas. Todo depende, supongo, de lo que Haplo haya venido a hacer a este mundo.»
    Para frustración y cólera de Bane, Alfred sonrió. El chambelán se preguntaba qué haría Sinistrad si supiera que tenía, no sólo uno, sino dos semidioses bajo su techo.
    —Tal vez tú estés dispuesto a morir, Alfred —murmuró Bane con inesperada y socarrona astucia—, pero ¿qué me dices de nuestros amigos, el geg y Hugh y
    Haplo?
    Al oír el nombre de su dueño, el perro meneó lentamente de un lado a otro el rabo despeinado.
    Bane dio unos pasos hasta colocarse al lado del chambelán y sus manitas se apoyaron con fuerza en el hombro de su sirviente.
    —Cuando le diga a mi padre quién eres y cuando le demuestre cómo sé lo que eres, él se dará cuenta, igual que yo ahora, de que ya no necesitaremos a ninguno de los demás. No necesitaremos a los elfos ni su nave, porque nuestra magia puede llevarnos donde queramos. No necesitaremos a Limbeck porque tú podrás hablar con los gegs y convencerlos de que vayan a la guerra. Tampoco necesitaremos a Haplo; en realidad, nunca lo hemos necesitado. Yo me haré cargo del perro. Y no necesitaremos siquiera a Hugh. Mi padre no te matará, Alfred. ¡Te controlará con la amenaza de matarlos! Así, pues, no puedes morir.
    «Lo que dice es cierto», pensó Alfred. «Y Sinistrad lo entenderá así, sin duda.
    Los he convertido a todos en rehenes. Pero, ¿qué puedo hacer para salvarlos, sino matar?»
    —Y lo auténticamente magnífico —añadió Bane con una risilla— es que, en último término, ¡ni siquiera necesitaremos a mi padre!
    «Es la vieja maldición de los sartán que vuelve a mí, finalmente. Si hubiera dejado morir al muchacho como, tal vez, era su destino, nada de esto habría sucedido. Pero tuve que entrometerme. Tuve que jugar a dios. Pensé que había bondad en el chiquillo, que cambiaría..., ¡Pensé que yo podría salvarlo! ¡Yo, yo, yo!
    Eso es lo único en que pensamos los sartán, en nosotros mismos. Quisimos moldear el mundo a nuestra imagen. Aunque tal vez no era eso lo que pretendíamos.»
    Alfred se puso en pie muy despacio, apartando con suavidad al perro. Dio unos pasos hasta el centro de la estancia, alzó los brazos al aire y empezó a moverse en una danza solemne y extrañamente garbosa para su habitual torpeza.
    —Alfred, ¿qué diablos estás haciendo?
    —Me voy, Alteza —respondió el sartán.
    El aire a su alrededor empezó a brillar tenuemente mientras proseguía su baile. Estaba trazando las runas en el aire con las manos y escribiéndolas en el suelo con los pies. Bane abrió la boca.
    — ¡No puedes! —exclamó. Corrió hacia él e intentó agarrarlo, pero el muro mágico que Alfred había construido a su alrededor era ya demasiado poderoso.
    Cuando Bane lo tocó, se produjo un chisporroteo y el muchacho, con un gemido, retiró la mano con los dedos chamuscados y doloridos—. ¡No puedes dejarme!
    ¡Nadie puede abandonarme si yo no quiero que lo haga!
    —Tu hechizo no me afecta, Bane —repuso Alfred casi con tristeza, mientras su cuerpo empezaba a disolverse—. Nunca lo ha hecho.
    Una gran silueta peluda saltó de detrás de Bane. El perro atravesó la pantalla titilante y aterrizó con agilidad al lado de Alfred. Con los dientes abiertos, el perro saltó e hizo presa en el tobillo, sujetándolo con fuerza.
    Una expresión de sorpresa apareció en el rostro ya fantasmal de Alfred. Con gestos frenéticos, intentó desasirse a patadas de las fauces del perro.
    El perro sonrió, como si considerara aquello un gran juego. Sujetó con más fuerza y empezó a tirar del tobillo con unos gruñidos festivos. Alfred tiró con más fuerza. Su cuerpo había dejado de desvanecerse y empezaba a recuperar la solidez progresivamente. Dando vueltas y vueltas en círculo, el chambelán rogó y suplicó, amenazó y reprendió al perro para que lo soltara. El animal lo siguió, girando también; sus patas resbalaban sobre el suelo de losas, sin asideros para las uñas, pero sus mandíbulas continuaron cerradas con firmeza en torno a la pierna de
    Alfred.
    La puerta de la estancia se abrió de par en par. El perro miró en dirección a ella y meneó con furia la cola, pero no soltó a Alfred.
    —Así que te vas y nos dejas atrás, ¿eh, sartán? —Dijo la voz de Haplo—.
    Como en los viejos tiempos, ¿no?




    CAPITULO
    CASTILLO SINIESTRO, REINO SUPERIOR
    En otra habitación, pasadizo adelante, Limbeck llevó por fin la pluma al papel.
    «Pueblo mío...», empezó a escribir.
    Haplo había imaginado muchas veces el encuentro con un sartán, con alguien que había encerrado para siempre a su pueblo en aquel laberinto infernal. Se había imaginado furioso, pero ahora ni siquiera él podía creer la rabia que sentía.
    Miró a aquel hombre, a aquel Alfred, a aquel sartán, y vio al caodín atacándolo, vio el cuerpo del perro tendido en el suelo, roto y sangrante. Sintió que se ahogaba.
    Las venas, rojas contra un intenso amarillo, nublaron su visión y tuvo que cerrar los ojos y concentrarse para recobrar el aliento.
    — ¡Nos abandonas otra vez! —Buscó aire con un jadeo—. ¡Igual que nuestros carceleros nos abandonaron para que muriésemos en esa prisión!
    Haplo masculló las últimas palabras entre dientes. Alzando las manos vendadas como si fueran espolones al ataque, se aproximó a Alfred y observó fijamente el rostro del sanan, que parecía rodeado por un halo de llamas. Si aquel sartán sonreía, si sus labios hacían la menor mueca, Haplo lo mataría. Su amo, su objetivo, sus instrucciones..., todo desapareció tras el violento latir de las oleadas de rabia en su mente.
    Pero Alfred no sonrió. No palideció de miedo ni retrocedió; ni siquiera se movió para defenderse. Las arrugas de su rostro envejecido, consumido por las preocupaciones, se hicieron más profundas. Sus ojos mansos estaban apagados y enrojecidos, trémulos de pena.
    —El carcelero no os abandonó —repuso—. El carcelero murió.
    Haplo notó la cabeza del perro contra su rodilla y, alargando la mano, cogió su suave pelaje y lo agarró con fuerza. El perro alzó la vista con ojos preocupados y se apretó más contra su amo, gimoteando. El patryn fue recuperando la respiración, su visión se aclaró y la claridad volvió también a su mente.




    —Ya estoy bien —dijo Haplo, exhalando un tembloroso suspiro—. Ya estoy bien.
    — ¿Significa eso que Alfred no se va? —preguntó Bane.
    —No, no se va. Por lo menos, no ahora. No se irá hasta que yo esté preparado.
    Dueño de sí mismo otra vez, el patryn se encaró con el sartán. La expresión de Haplo era ahora tranquila, con una leve sonrisa. Frotándose las manos con gestos lentos, desplazó ligeramente las vendas que cubrían su piel.
    — ¿Que el carcelero murió? ¡No lo creo!
    Alfred titubeó y se humedeció los labios.
    — ¿Tu pueblo ha estado..., atrapado en ese lugar todo este tiempo?
    —Sí. Pero eso ya lo sabías, ¿verdad? ¡Ésa fue vuestra intención!
    Limbeck, sin oír nada de lo que estaba sucediendo a dos puertas de su habitación, continuó escribiendo:
    «Pueblo mío, he estado en los reinos superiores. He visitado los reinos que nuestras leyendas nos dicen que son el cielo. Y lo son. Y no lo son. Son bellos y son ricos, más de lo que es posible imaginar. El sol los ilumina todo el día. El
    Firmamento reluce en su cielo. La lluvia cae mansa, no con violencia. Las sombras de los Señores de la Noche los invitan al sueño. Viven en casas, no en piezas de desecho de una máquina o en un edificio que la Tumpa-chumpa decide que no necesita de momento. Tienen naves aladas que vuelan por el aire. Tienen bestias aladas amaestradas que los conducen donde quieren. Y todo eso lo tienen gracias a nosotros.
    »Nos han mentido. Nos dijeron que eran dioses y que debíamos trabajar para ellos. Nos prometieron que, si trabajábamos bien, nos juzgarían dignos y nos llevarían a vivir al paraíso. Pero nunca han tenido intención de cumplir esa promesa.»
    — ¡No! ¡Nunca tuvimos tal intención! —Respondió Alfred—. Tienes que creerme. Y tienes que creer que yo..., que nosotros no sabíamos que aún estabais ahí. Se suponía que sólo ibais a estar un tiempo corto, unos ciclos, varias generaciones...
    — ¡Un millar de ciclos! ¡Cien generaciones..., los que sobrevivieron! ¿Y dónde estabais vosotros? ¿Qué sucedió?
    —Nosotros..., teníamos nuestros propios problemas. —Alfred bajó los ojos e inclinó la cabeza.
    —Tienes toda mi comprensión.
    Alfred alzó rápidamente los ojos, vio la mueca en los labios del patryn y, con su suspiro, los apartó de nuevo.
    —Vas a venir conmigo —dijo Haplo—. ¡Te llevaré a que veas por ti mismo el infierno que crearon los tuyos! Y mi señor te interrogará. Como a mí, le costará creer que «el carcelero murió».
    — ¿Tu señor?
    —Un gran hombre, el más poderoso de nuestra estirpe que ha vivido jamás.
    Mi amo tiene planes, muchos planes, de los que no dudo que te hará partícipe.
    —Y ésta es la razón de que estés aquí... —murmuró Alfred—. ¿Sus planes?
    No. No iré contigo. No te acompañaré voluntariamente. —El sartán movió la cabeza acompañando sus palabras. En el fondo de sus ojos mansos brilló una chispa.
    —Entonces, usaré la fuerza. ¡Me encantará hacerlo!




    —No lo dudo. Pero si pretendes ocultar tu presencia en este mundo —su mirada se clavó en las manos vendadas del patryn—, sabes que un combate entre nosotros, un duelo de tal magnitud y ferocidad mágica, no podría pasar inadvertido y sería desastroso para ti. Los hechiceros de este mundo son poderosos e inteligentes. Existen leyendas sobre la Puerta de la Muerte. Muchos, como Sinistrad o incluso este niño —Alfred acarició los rubios cabellos de Bane—, encontrarían la explicación de lo sucedido y se pondrían a buscar con ansia la entrada de lo que se supone un mundo maravilloso. ¿Está dispuesto a ello tu amo?
    — ¿Amo? ¿Qué amo? ¡Mírame, Alfred! —estalló Bane, harto—. ¡Nadie se irá a ninguna parte mientras viva mi padre!
    Ninguno de los dos hombres respondió, ni lo miró siquiera. El muchacho les dirigió una mirada de odio. Como de costumbre, los adultos, absortos en sus propias preocupaciones, habían olvidado las suyas.
    «Por fin, nuestros ojos se han abierto. Por fin vemos la verdad.» A Limbeck le molestaban las gafas y se las colocó en lo alto de la cabeza. « Y la verdad es que ya no los necesitamos...»
    — ¡No os necesito! —Exclamó Bane—. De todos modos no ibais a colaborar.
    Lo haré yo mismo.
    Se llevó la mano bajo la túnica, sacó el puñal de Hugh y lo contempló con admiración, pasando el dedo con cuidado por el filo de la hoja tallada de runas.
    —Vamos —dijo al perro, que seguía quieto al lado de Haplo—. Tú ven conmigo.
    El perro miró al chiquillo y meneó la cola, pero no se movió.
    — ¡Vamos! —Insistió Bane—. ¡Sé buen chico!
    El perro ladeó la cabeza y se volvió a Haplo, gimiendo y levantando la pata. El patryn, concentrado en su enemigo, apartó al animal de un empujón. Con un gañido y una última mirada suplicante a su amo, el perro acudió al lado de Bane con la cabeza gacha y las orejas caídas.
    El muchacho guardó el puñal al cinto y dio unas palmaditas en la cabeza al perro.
    —Buen chico. Vámonos.
    «Por eso, en resumen...» Limbeck hizo una pausa. Le temblaba la mano y una niebla le cubría los ojos. Una gota de tinta cayó sobre el papel. Colocándose de nuevo las gafas, las sujetó en la nariz y permaneció sentado e inmóvil, contemplando la línea en blanco donde escribiría las palabras finales.
    — ¿De veras te puedes permitir un enfrentamiento conmigo? —insistió Alfred.
    —No creo que vayas a luchar —respondió Haplo—. Creo que estás demasiado débil, demasiado cansado. Ese niño que tanto mimas es más...
    Alfred cayó en la cuenta de Bane y miró a su alrededor.
    — ¿Dónde está?
    —Se ha ido a alguna parte —Haplo hizo un gesto de impaciencia—. No intentes...
    — ¡No intento nada! Ya has oído lo que me pedía, y tiene un puñal. ¡Va a matar a su padre! ¡Tengo que impedir...!
    —No. —Haplo sujetó al sartán por el brazo—. Deja que los mensch se maten entre ellos. No importa.
    — ¿No te importa en absoluto? —Alfred lanzó una mirada extraña, inquisitiva, al patryn.




    —No, claro que no. El único que me interesa es el líder de la revuelta geg, y
    Limbeck está a salvo en su habitación.
    — ¿Y dónde tienes al perro? —preguntó Alfred.
    «Pueblo mío...» La pluma de Limbeck trazó lenta y meticulosamente cada palabra, «...vamos a la guerra.»
    Ya estaba. Había terminado. Se quitó las gafas y las arrojó sobre la mesa.
    Luego, hundió la cabeza entre las manos y se echó a llorar.




    CAPITULO
    CASTILLO SINIESTRO, REINO SUPERIOR
    Sinistrad y Hugh estaban sentados en el estudio del misteriarca. Era casi mediodía y la luz del sol entraba por una ventana acristalada. Entre la niebla del exterior, como si flotaran sobre ella, se alzaban las torres resplandecientes de la ciudad de Nueva Esperanza; de una ciudad que, por lo que le había contado Iridal, bien podría haberse llamado Ninguna Esperanza. Hugh se preguntó si los edificios habrían sido puestos allí para que él los viera. Al pie de los muros del castillo, enroscado en torno a él y calentándose al sol, distinguió al dragón de azogue.
    —Veamos, ¿qué será lo mejor? —Sinistrad dio unos golpecitos en el escritorio con sus dedos largos y finos—. Trasladaremos al muchacho a Djern Volkain en la nave elfa..., asegurándonos, por supuesto, de que la nave sea vista por los humanos. Así, cuando descubran a Stephen y Ana asesinados, acusarán del atentado a los elfos. Bane puede contar una historia fantástica: que fue capturado y logró escapar, y que los elfos lo siguieron y dieron muerte a sus padres cuando éstos trataban de rescatarlo. Supongo que podrás hacer que las muertes parezcan cometidas por los elfos, ¿verdad?
    El aire en torno a Hugh se agitó, una brisa fría lo envolvió y unos dedos helados parecieron rozarle el hombro, Iridal estaba obrando su magia contra su esposo. La mujer estaba allí, atenta a la conversación.
    —Desde luego. Será facilísimo. ¿Y el muchacho? ¿Querrá colaborar? —
    preguntó Hugh, tenso pero haciendo lo posible para parecer relajado. Ahora que
    Iridal se veía enfrentada con la ineludible verdad, ¿cuál sería su reacción?—. Tu hijo no parece nada entusiasmado.
    —Colaborará. Sólo tengo que hacerle comprender que todo esto va en beneficio suyo. Cuando sepa el provecho que puede obtener de esta acción, estará impaciente por iniciarla. El muchacho es ambicioso y así debe ser pues, al fin y al cabo, es hijo mío.
    Invisible a cualquier ojo, Iridal permaneció detrás de Hugh, observando la escena y escuchando. No sintió nada al escuchar a Sinistrad tramando un asesinato; tenía la mente y los sentidos entumecidos, insensibles. « ¿Por qué me he molestado en venir?», se preguntó. «No hay nada que yo pueda hacer. Es demasiado tarde para él y para mí. Pero no es demasiado tarde para Bane. ¿Cómo decía el antiguo lema? "Un niño los conducirá." Si, para él aún hay esperanzas.
    Bane todavía es inocente, no está corrupto. Acaso algún día nos salvará.»
    — ¡Ah!, estás aquí, padre.
    Bane penetró en el estudio haciendo caso omiso de la mirada ceñuda de
    Sinistrad. El chiquillo traía los colores muy subidos y parecía irradiar una luz interior. Sus ojos brillaban con una energía febril. Tras el muchacho, haciendo resonar sus uñas sobre las losas del suelo, el perro parecía triste y preocupado.
    Sus ojos se volvieron a Hugh con aire suplicante; después, su mirada se desvió hacia un punto a la espalda del asesino, contemplando a Iridal con tal atención que la mujer sintió una oleada de pánico y se preguntó si el hechizo de invisibilidad habría dejado de actuar.
    Hugh se movió con inquietud en su asiento. Bane estaba tramando algo.
    Probablemente, nada bueno, a juzgar por la expresión beatífica de su rostro.
    —Estoy ocupado, Bane. Déjanos —dijo Sinistrad.
    —No, padre. Sé de qué estáis hablando. Quieres enviarme de vuelta a las
    Volkaran, ¿verdad? ¡No lo hagas, padre! —De pronto, la voz del pequeño se había hecho dulce y suave—. No me hagas volver a ese lugar. Allí no le gusto a nadie y me siento solo. Quiero estar contigo. Puedes enseñarme la magia, igual que me enseñaste a volar. Te mostraré todo lo que sé de la gran máquina y te presentaré al survisor jefe...
    — ¡Deja de gimotear! —Sinistrad se puso en pie. Sus finas ropas susurraron en torno a su cuerpo cuando salió de detrás del escritorio para plantarse frente a su hijo—. Tú quieres agradarme, ¿verdad, Bane?
    —Sí, padre... —titubeó el muchacho—. Eso es lo que anhelo, por encima de todo. ¡Por eso deseo quedarme contigo! ¿Y tú? ¿No me quieres a tu lado? ¿No fue para eso para- lo que me trajiste hasta ti?
    — ¡Bah! Cuánta tontería. Te he traído conmigo para poder poner en marcha la segunda fase de nuestro plan. Desde tu llegada, algunas cosas han cambiado, pero sólo para mejor. En cuanto a ti, mientras yo sea tu padre irás donde te diga y harás lo que te ordene. Ahora, déjanos. Te mandaré llamar más tarde.
    Sinistrad volvió la espalda al niño. Bane, con una extraña sonrisa en los labios, se llevó una mano al interior de la túnica. Cuando la sacó, empuñaba el puñal de Hugh.
    — ¡Entonces, creo que no serás mi padre por mucho tiempo!
    — ¿Cómo te atreves...? —Sinistrad giró en redondo, vio la daga en la mano del chiquillo y soltó un jadeo de sorpresa. Pálido de furia, el misteriarca levantó la mano derecha disponiéndose a efectuar el hechizo que disolvería el cuerpo del muchacho en un instante—. ¡Puedo hacer más hijos!
    El perro dio un salto, golpeó a Bane en mitad de la espalda y lo derribó al suelo. El puñal voló de la mano del chiquillo.
    Algo invisible sacudió a Sinistrad, y unas manos fantasmales asieron las del misteriarca. Furioso, éste se revolvió contra su esposa, cuyo hechizo se desmoronó durante el forcejeo dejándola a la vista de su marido.
    Hugh se puso en pie, se apoderó del puñal caído en el suelo y esperó su oportunidad. Estaba dispuesto a liberar a la mujer y a salvar a su hijo.




    El cuerpo del hechicero crepitó con un chisporroteo azulado e Iridal salió repelida por una atronadora onda de choque que la lanzó, aturdida, contra la pared. Sinistrad se volvió hacia su hijo y encontró al perro encima del aterrado chiquillo.
    Con los dientes descubiertos y listo para la pelea, el animal emitió un ronco gruñido.
    Hugh lanzó una estocada y hundió el puñal en el cuerpo del hechicero.
    Sinistrad lanzó un grito de furia y dolor. El asesino sacó la daga. El cuerpo el misteriarca brilló tenuamente y se difuminó, y Hugh pensó que había dado muerte a su enemigo pero, de pronto, Sinistrad volvió, sólo que esta vez su cuerpo era el de una serpiente enorme.
    Como un dardo, la cabeza del reptil buscó a Hugh. El asesino hundió de nuevo el puñal en el cuerpo, pero era demasiado tarde. La serpiente clavó sus colmillos en la nuca de Hugh. La Mano lanzó un grito agónico mientras el veneno se extendía por su cuerpo. Consiguió seguir empuñando con fuerza el arma y la serpiente, en sus agitados esfuerzos, no hizo sino agrandar la herida. Atacando con saña en sus estertores de muerte, enroscó la cola en torno a las piernas de
    Hugh y ambos rodaron por el suelo.
    La serpiente desapareció. Sinistrad yacía muerto, con las piernas enroscadas alrededor de los pies de Hugh.
    La Mano contempló el cadáver e hizo un débil esfuerzo por incorporarse. No sentía el menor dolor, pero había perdido las fuerzas y cayó de nuevo.
    —Hugh.
    A duras penas logró volver la cabeza. La celda estaba negra como la brea. No podía ver nada.
    — ¡Hugh! Tenías razón. Lo mío era pecar por omisión. Y ahora es demasiado tarde..., ¡demasiado tarde!
    Se estaba abriendo una grieta en los muros. Un fino rayo de luz brillaba, cegador. Hugh aspiró el olor a aire puro, perfumado con el aroma del espliego.
    Pasando las manos entre los barrotes de su celda interior, Hugh las alargó hacia ella. Iridal, extendiendo las suyas cuanto podía desde detrás de los muros de su propia prisión, logró rozar las yemas de sus dedos.
    Y entonces se presentó el monje negro y liberó por fin a Hugh.




    CAPÍTULO
    CASTILLO SINIESTRO, REINO SUPERIOR
    Un sonido grave, atronador, hizo que las piedras del castillo se estremecieran hasta los cimientos. El sonido creció en intensidad como un trueno lejano que avanzara hacia ellos haciendo temblar el suelo. El castillo vibró como si lo agitara una fuerza telúrica. Un aullido triunfal hendió los aires.
    — ¿Qué diab...? —Haplo miró a su alrededor.
    — ¡El dragón se ha soltado! —Murmuró Alfred, abriendo los ojos con sorpresa y temor—. ¡Algo le ha sucedido a Sinistrad!
    —La bestia matará a todo ser viviente del castillo. Yo ya me he enfrentado a dragones otras veces, pues son numerosos en el Laberinto. ¿Y tú?
    —No, nunca. —Alfred miró al patryn y advirtió su acre sonrisa—. Seremos necesarios los dos para luchar contra esa bestia, y emplear todos nuestros poderes.
    —No —replicó Haplo, encogiéndose de hombros—. Tenías razón. No me atrevo a poner al descubierto mi identidad. No se me permite luchar, ni siquiera para salvar mi propia vida. Así pues, supongo que todo depende de ti, sartán.
    El suelo tembló. En el pasadizo se abrió una puerta y Limbeck asomó la cabeza.
    —Esto se parece más a mi patria —comentó con alegres gritos por encima del estruendo. Avanzando con facilidad por el suelo en movimiento, traía en la mano un puñado de papeles que agitaba con excitación—. ¿Queréis escuchar mi discur...?
    Los muros exteriores se derrumbaron. Alfred y Limbeck perdieron el equilibrio mientras Haplo chocaba con una puerta que cedió bajo su peso con un crujido. Un centelleante ojo encarnado del tamaño del sol miró entre los restos de la muralla a las víctimas atrapadas en el interior. El trueno se convirtió en un rugido. El dragón irguió la cabeza y abrió las fauces, descubriendo sus blancos colmillos.




    Haplo se incorporó tambaleándose. Limbeck yacía de espaldas, con las gafas destrozadas junto a él. Mientras las buscaba a tientas, el geg volvió la vista, impotente, hacia la borrosa silueta plateada de ojos llameantes que era el dragón.
    Cerca de Limbeck estaba el cuerpo inconsciente de Alfred.
    Un nuevo rugido sacudió el edificio. Una lengua de plata centelleó como un rayo. Si el dragón acababa con ellos, Haplo no sólo perdería la vida, sino también el objetivo de su viaje hasta allí. Perdería a un Limbeck que debía conducir la revolución entre los gegs. A un Limbeck que debía iniciar la guerra que había de provocar el caos en aquel mundo.
    Haplo se arrancó las vendas de las manos. Plantado entre el geg y el sartán, cruzó los brazos y levantó por encima de la cabeza los puños tatuados con los signos mágicos. Por un instante, se preguntó dónde estaría el perro. No oía nada procedente del animal pero, por otra parte, los rugidos del dragón le impedían oír cualquier otra cosa.
    La bestia se abalanzó sobre él con la boca abierta para capturar a su presa.
    Haplo no mentía: había combatido en otras ocasiones contra dragones..., dragones del Laberinto, al lado de cuyos poderes mágicos aquel dragón de azogue era un gusano. Lo más difícil era mantenerse firme, dispuesto a recibir el golpe, cuando todos los instintos de su cuerpo le gritaban que echara a correr.
    En el último instante, la cabeza plateada se desvió a un lado y sus mandíbulas se cerraron en el aire. El dragón se retiró y contempló al patryn con suspicacia.
    Los dragones son seres inteligentes y, cuando salen de un encantamiento, reaccionan con furia y desconcierto. Su primer impulso es revolverse contra el mago que los ha hechizado pero, incluso enfurecidos, no atacan a la ligera. Aquella bestia había experimentado fuerzas mágicas de muchos tipos en su vida, pero ninguna como la que tenía ante sí en aquel momento. Aun sin verlo, notaba el poder que envolvía a aquel hombre como un poderoso escudo de metal.
    No había acero que se resistiese a la bestia. Incluso habría sido capaz de hacer pedazos aquella magia, si se hubiera tomado el tiempo necesario para enfrentarse a ella y desenmarañarla, pero ¿para qué molestarse?, había otras posibles víctimas. Podía oler la sangre caliente. El dragón dirigió una última mirada, curiosa y malévola, a Haplo y desapareció de su vista.
    —Pero regresará, sobre todo si prueba el sabor de la carne fresca —murmuró
    Haplo mientras bajaba las manos—. ¿Qué puedo hacer, pues? Sólo coger a mi amiguito y sacarlo de aquí. Mi trabajo en este reino ya está terminado..., o casi.
    Por fin, escuchó algo, y lo que captó fue lo que estaba oyendo el perro.
    Frunció el entrecejo y se frotó la piel de las manos con gesto ausente. A juzgar por el estruendo, el dragón estaba derribando otra parte del castillo. Iridal y el muchacho aún estaban vivos, pero no por mucho tiempo.
    Haplo volvió la vista al sartán inconsciente.
    —Podría mantenerte en un sopor que durara todo el tiempo necesario para trasladarte ante mi amo, pero tengo una idea mejor. Ahora sabes dónde voy. Ya encontrarás el modo de encontrarlo y vendrás a mí por tu propia voluntad. Al fin y al cabo, tenemos el mismo objetivo: los dos queremos averiguar qué le sucedió a tu pueblo. Así pues, viejo enemigo, te dejaré aquí para que me cubras la retirada.
    Hincó la rodilla al lado de Alfred, lo agarró por la ropa y le dio una enérgica sacudida.
    —Despierta de una vez, escoria pusilánime.




    Alfred parpadeó y se incorporó hasta quedar sentado, con aire confundido.
    —Me he desmayado, ¿verdad? Lo siento. Es un acto reflejo. No puedo controlarlo...
    —No quiero oír una palabra más sobre eso —lo interrumpió Haplo—. He ahuyentado al dragón de momento, pero la bestia sólo ha ido a buscar otra comida que no se le resista.
    — ¡Tú..., me has salvado la vida! —Alfred miró al patryn.
    —La tuya, no. La de Limbeck. Tú sólo estabas en medio.
    Un agudo grito infantil de terror surgió en el aire. El aullido del dragón resquebrajó las sólidas piedras.
    Haplo señaló en dirección al dragón.
    —El chico y su madre aún están vivos. Será mejor que te apresures.
    Alfred tragó saliva con esfuerzo y el sudor perló su frente. Se puso en pie y, con mano temblorosa, trazó un signo mágico sobre su pecho. Su cuerpo empezó a desvanecerse.
    — ¡Adiós, sartán! —Exclamó Haplo—. ¡De momento! —Se volvió a Limbeck y le preguntó—: ¿Te encuentras bien? ¿Puedes andar?
    — ¡Mis..., mis gafas! —El geg alzó del suelo una montura torcida y pasó los dedos por sus aros vacíos.
    —No te preocupes —dijo el patryn, ayudándolo a ponerse en pie—. Me parece que, de todos modos, no querrás ver adonde vamos.
    Haplo hizo una breve pausa para repasarlo todo mentalmente.
    Fomentar el caos en el reino.
    Su mano cubierta de runas se cerró con fuerza sobre la de Limbeck. «Eso ya lo he cumplido, mi amo. Ahora transportaré al enano a Drevlin. Allí será el líder de la revuelta de su pueblo, el que lance a este mundo a la guerra.»
    Tráeme de ese mundo a alguien que me sirva como discípulo. Alguien que después regrese para enseñar la palabra, mi palabra, al pueblo.
    Alguien que conduzca a la gente como ovejas a mi redil. Debe ser alguien inteligente, ambicioso... y dócil.
    Haplo, con su calmada sonrisa, llamó al perro con un silbido.
    Iridal había domado dragones en su infancia, pero sólo a unas bestias dóciles que casi habrían obedecido sus órdenes sin necesidad de hechizos. El dragón que tenía ante sí en aquel momento siempre le había producido terror, y la mujer deseó poder refugiarse en el rincón de la segura y acogedora celda donde había permanecido oculta, pero la prisión había desaparecido. Los muros habían sido derribados, la puerta estaba abierta de par en par y los barrotes habían caído de las ventanas. Un viento helado la atravesó y la luz resultó cegadora para sus ojos, largo tiempo acostumbrados a las sombras.
    El pecado de la inacción. Y ahora era demasiado tarde para ella y para el muchacho. La muerte era su única liberación.
    Los rugidos del dragón atronaron sobre ella, pero Iridal observó impasible cómo el techo se partía en dos. Polvo y rocas cayeron en torno a ella como una cascada. Un feroz ojo llameante miró a los dos humanos; una lengua centelleante se relamió de gula. La mujer continuó sin moverse.
    Demasiado tarde. Demasiado tarde.




    Acurrucado detrás de su madre, con el brazo cerrado con fuerza en torno al cuello del perro, Bane miró la escena con los ojos desorbitados. Tras un primer grito de miedo, había guardado silencio, observando lo que sucedía y esperando. El dragón aún no podía alcanzarlos. No podía pasar su enorme cabeza por el pequeño agujero que había abierto y se veía forzado a derribar nuevos bloques de piedra de los muros del castillo. Impulsada por la rabia y el ansia de la sangre que ya olfateaba, la bestia se daba prisa en abrir la brecha.
    De pronto, el perro volvió la cabeza hacia la puerta de la estancia y lanzó un gañido.
    Bane siguió la mirada del perro y vio a Haplo; éste, desde el umbral, le hacía gestos para que se acercara. Junto a Haplo estaba Limbeck; el geg, casi a ciegas entre el polvo y los cascotes, contemplaba tranquilamente un horror que no alcanzaba a ver.
    El chiquillo miró a su madre. Iridal tenía los ojos fijos en el dragón. Bane le tiró de la falda.
    —Tenemos que irnos, madre. Podemos ocultarnos en alguna parte. ¡Ellos nos ayudarán!
    Iridal no volvió la cabeza. Tal vez ni siquiera lo oyó.
    El perro emitió otro gimoteo y, sujetando a Bane por la túnica con los dientes, trató de tirar del muchacho hacia la puerta.
    — ¡Madre! —insistió con un grito.
    —Vete, hijo —respondió ella—. Escóndete en alguna parte. Sí, es una buena idea.
    Bane la tomó de la mano.
    —Pero... ¿no vas a venir, madre?
    —No me llames así. Tu no eres mi hijo. —Iridal lo miró con una calma extraña, irreal—. Cuando naciste, alguien cambió a los bebés. Vete, pequeño —era como si hablara al hijo de otra—. Corre a esconderte. No dejaré que el dragón te haga daño.
    El muchacho la miró.
    — ¡Madre! —exclamó de nuevo, pero ella le volvió la espalda.
    Bane se llevó la mano al amuleto del cuello, pero no lo encontró. Enseguida recordó que se lo había quitado.
    — ¡Tráelo! —gritó Haplo.
    El perro hizo presa en la camisa del pequeño y tiró de él. Bane vio cómo el dragón introducía una de sus zarpas por el agujero que había abierto en el techo y la alargaba hacia su presa. Los muros de piedra se derrumbaron y se alzó una nube de polvo que ocultó a Iridal.
    La zarpa buscó a tientas la cálida carne cuyo aroma le llegaba a los ollares.
    Un ojo encendido se asomó al agujero, buscando a su presa. Iridal retrocedió, pero no había dónde esconderse en la cámara semidestruida y sembrada de escombros.
    Estaba atrapada en una pequeña zona bajo el agujero del techo; cuando el polvo se posara y la criatura volviera a ver, la atraparía.
    Trató desesperadamente de concentrarse en la magia. Con los ojos cerrados para evitar aquella visión terrible, dio forma en su mente a unas riendas y se las echó al cuello al dragón.
    Con un rugido, la enfurecida criatura apartó la cabeza. La réplica del dragón arrancó las riendas de la mano mental que las sostenía y estuvo cerca de perturbar definitivamente la razón de Iridal. Una zarpa se alargó hacia su brazo y le abrió una herida.
    El techo se hundió, fragmentos de piedra la golpearon y la derribaron al suelo.
    El dragón, con un alarido de triunfo, se abalanzó sobre ella. Con un jadeo, tosiendo debido al polvo, Iridal se encogió en el suelo y apartó la vista de la muerte que se le venía encima.
    Aguardó casi con impaciencia el dolor agudo y lacerante de las zarpas desgarrando su carne pero, en lugar de ello, notó una mano suave que la asía del brazo.
    —No tengas miedo, hija.
    Iridal levantó la cabeza, incrédula. Ante ella estaba el criado de Bane. Con los hombros hundidos, la calva cubierta de polvo de mármol y sus cabellos canos ridículamente de punta, el hombre le dirigió una sonrisa tranquilizadora y se volvió hacia el dragón.
    Lentamente, solemne y garboso, Alfred se puso a bailar.
    Su voz se alzó en una cantilena aguda y tenue de acompañamiento. Sus manos y pies trazaron signos invisibles, su voz les dio nombres y poder, su mente los potenció y su cuerpo les dio vigor.
    De la lengua centelleante del dragón rezumaba un ácido ardiente.
    Desconcertada por un instante al percibir la magia del hombre y no saber de qué se trataba, la bestia retrocedió para estudiar la cuestión. Pero ya lo habían detenido una vez con aquel truco; el ansia de carne y el recuerdo de lo que ya había soportado a manos del detestado hechicero lo impulsaron a lanzarse adelante. Unas fauces abiertas descendieron por la abertura del techo e Iridal se estremeció de pavor, convencida de que el hombre quedaría despedazado.
    — ¡Huye! —le gritó.
    Alfred alzó la cabeza y vio el peligro, pero se limitó a sonreír y asentir casi distraídamente, concentrado en su magia. La danza aumentó de ritmo y la cantilena subió un poco de volumen; nada más.
    El dragón titubeó. Las mandíbulas no se cerraron, sino que siguieron abiertas encima de su víctima. La bestia ladeó ligeramente la cabeza, al compás de la voz de hombre. Y, de pronto, los ojos del dragón se abrieron como platos y empezaron a mirar a su alrededor con aire de asombro.
    La danza de Alfred se hizo cada vez más lenta y su cántico se hizo inaudible.
    A poco se detuvo, fatigado y jadeante, y contempló con fijeza al dragón de azogue.
    La bestia no parecía advertir su presencia. Sus ojos, introducidos por el boquete abierto en el muro del castillo, miraban algo que sólo ellos podían ver.
    Alfred se volvió hacia Iridal e hincó la rodilla a su lado.
    —Ya no hará ningún daño —le aseguró—. ¿Estás herida?
    —No. —Sin apartar su cautelosa mirada del dragón, Iridal asió la mano de
    Alfred y la apretó con fuerza—. ¿Qué le has hecho? —preguntó.
    —El dragón cree que está de nuevo en su hogar, en su antigua casa; un mundo que sólo él puede recordar. En este instante ve la tierra abajo, el cielo arriba, el agua en el centro y el fuego del sol dando vida a todo ello.
    — ¿Cuánto tiempo durará el hechizo? ¿Eternamente?
    —Nada dura para siempre. Un día, dos, un mes tal vez. En algún momento parpadeará y la ilusión se desvanecerá y sus ojos sólo verán la destrucción que ha causado. Tal vez para entonces se habrán apaciguado su cólera y su dolor. Ahora, al menos, está en paz.




    Iridal contempló con respeto y temor al dragón, cuya enorme cabeza se balanceaba adelante y atrás como si escuchara un arrullo tranquilizador.
    —Lo has encarcelado en su mente —murmuró.
    —Exacto —asintió Alfred—. Ésa es la prisión más sólida que se ha construido jamás.
    —Y yo estoy libre —añadió ella con asombro—. Y no es demasiado tarde. ¡Aún hay esperanza! ¡Bane, hijo mío! ¡Bane!
    Iridal corrió a la puerta donde había visto al chiquillo por última vez. La puerta no estaba. Los muros de su prisión se habían derrumbado, pero los cascotes le impedían el paso.
    — ¡Madre! ¡Soy tu hijo! ¡Soy...!
    Bane intentó llamarla a gritos una vez más, pero un sollozo le llenó la garganta y le quebró la voz. La mujer había desaparecido tras el polvo del derrumbamiento.
    El perro, entre frenéticos ladridos, daba círculos en torno a él mordisqueándole los tobillos en un intento de alejarlo del lugar. El dragón soltó un espantoso alarido y Bane, aterrado, dio media vuelta para escapar. Camino a la puerta, estuvo a punto de caer al suelo al tropezar con el cuerpo de Sinistrad.
    — ¡Padre! —musitó el muchacho, alargando una mano temblorosa—. Padre, lo siento...
    Los ojos sin vida lo miraron sin ver, sin responder.
    Bane retrocedió trastabillando y tropezó con Hugh, el asesino contratado para matarlo y que había muerto para salvarle la vida.
    — ¡Lo siento! —sollozó—. ¡Lo siento! ¡No me dejes solo! ¡Por favor! ¡No me dejéis solo!
    Unas manos fuertes, con unos signos mágicos tatuados en azul en el revés, asieron a Bane y lo levantaron de entre los escombros. Tras cruzar el umbral en volandas, Haplo depositó al muchacho, asustado y confuso, junto a Limbeck.
    —Quedaos a mi lado los dos —ordenó el patryn.
    Levantó los brazos y cruzó los puños. Unas runas flameantes empezaron a arder en el aire. Aparecían una tras otra, tocándose entre ellas pero sin superponerse en ningún momento. Los signos mágicos formaron un círculo de llamas que rodeaba por completo al trío y los cegaba con su resplandor, pero no los quemaba.
    — ¡Perro, aquí! —Haplo lanzó un silbido. El perro, sonriendo, saltó con agilidad el círculo de llamas y se plantó al lado de su amo—. Volvemos a casa.




    EPILOGO
    Y así, Señor del Nexo, ésa fue la última vez que vi al sartán. Sé que estás disgustado, tal vez incluso enfadado, porque no lo traje conmigo, pero yo estaba seguro de que Alfred no me permitiría nunca llevarme al muchacho y al geg. Y, como él mismo dijo, no podía arriesgarme a un enfrentamiento con él. Me pareció una espléndida ironía que fuera él quien debiera cubrirme la retirada. Alfred vendrá a nosotros por su propia voluntad, mi señor. No podrá evitarlo, ahora que sabe que la Puerta de la Muerte se puede abrir.
    Sí, mi señor, tienes razón. El sartán tiene otro estímulo: la búsqueda del muchacho. Alfred sabe que me lo llevé y, antes de abandonar Drevlin, llegó la noticia de que el sartán y la madre del muchacho, Iridal, se han aliado para buscar a Bane.
    En cuanto a éste, creo que te agradará, señor. Tiene muchas posibilidades.
    Por supuesto, está afectado por lo que sucedió finalmente en el castillo: la muerte de su padre, el terror del dragón... Todo ello lo ha hecho precavido, de modo que debes tener paciencia con él si lo encuentras callado y deprimido. Es un chiquillo inteligente y pronto aprenderá a honrarte, mi amo, como hacemos todos.
    Y ahora, para terminar mi historia te diré que, al abandonar el castillo, llevé al muchacho y al geg hasta la nave elfa. Allí descubrimos que el capitán elfo y su tripulación eran prisioneros de los misteriarcas. Hice un trato con Bothar'el: a cambio de su libertad, él nos devolvería a Drevlin. Una vez en la tierra de los gegs, me cedería su nave.
    Bothar'el no tenía más remedio que acceder. O aceptaba mis términos o encontraba la muerte a manos de los misteriarcas, que son poderosos y están desesperados por escapar de su reino agonizante. Por supuesto, me vi obligado a utilizar la magia para liberarnos, pues sin ella no podríamos habernos enfrentado con éxito a los hechiceros. De todos modos, conseguí obrar mis hechizos sin que los elfos me vieran, así que no saben nada de las runas. En realidad, ahora mismo me creen uno de esos misteriarcas, y no los he desengañado.
    Hugh, el asesino, tenía razón al juzgar a los elfos, mi señor. Descubrirás que son gente de honor, como también lo son los humanos a su curiosa manera.
    Cumpliendo la palabra empeñada, Bothar'el nos condujo al Reino Inferior. El geg, Limbeck, fue recibido por su pueblo como un héroe y es ahora su nuevo survisor jefe. Su primer acto como tal fue lanzar un ataque contra una nave elfa que pretendía atracar para cargar agua. «Lo ayudaron en esta acción el capitán
    Bothar'el y su tripulación. Una fuerza combinada de elfos y enanos abordó la nave y, entonando esa extraña canción de la que te he hablado, consiguió reducir a todos los elfos que iban en ella. Antes de partir, Bothar'el me dijo que se proponía llevar la nave a ese tal príncipe Reesh'ahn, el líder de la rebelión. Espera formar una alianza entre los elfos rebeldes y los enanos contra el imperio de Tribus. Se rumorea que el rey Stephen, del conglomerado de Ulyndia, se unirá a ellos.
    Sea cual sea el resultado, la guerra agita el mundo de Aria-no, mi señor. El camino para tu llegada está preparado. Cuando decidas entrar en el Reino del Aire, las gentes cansadas de guerra te verán como un salvador.
    En cuanto a Limbeck, como yo había predicho, se ha convertido en un líder poderoso. Gracias a él, los enanos han descubierto de nuevo la dignidad, el valor y el espíritu combativo. Es un dirigente despiadado, decidido, que no le tiene miedo a nada. Su idealismo soñador se quebró junto con esas gafas suyas y ahora ve con más nitidez que nunca. Me temo que ha perdido una novia, pero esa Jarre estuvo un tiempo a solas con el sartán, de modo que quién sabe qué extrañas ideas le metería éste en la cabeza.
    Como puedes imaginar, mi amo, me llevó cierto tiempo preparar la nave elfa para el viaje a la Puerta de la Muerte. Trasladé la nave y a Bane a los Peldaños de
    Terrel Fen, cerca de donde se estrelló mi propio vehículo, para poder trabajar sin molestias. Fue mientras realizaba las modificaciones necesarias —utilizando la ayuda de la Tumpa-chumpa—, cuando me enteré de la suerte del sartán y de la madre del muchacho, y de la búsqueda que habían emprendido. Ya habían llegado hasta Drevlin pero, por fortuna, para entonces ya estaba a punto para zarpar.
    Sumí al muchacho en un profundo letargo y emprendí el viaje a través de la
    Puerta de la Muerte. Esta vez conocía los peligros que afrontaría y estaba preparado para ellos. La nave sólo sufrió algunos desperfectos sin importancia y puedo tenerla reparada y dispuesta a tiempo para el siguiente viaje. Es decir, mi señor, si consideras que me he ganado el derecho a ser enviado a otra misión.
    Gracias, mi amo. Tus alabanzas son mi mayor recompensa. Y ahora seré yo quien te proponga un brindis. Esto es vino de bua, regalo del capitán Bothar'el.
    Creo que encontrarás su sabor en extremo interesante, y me pareció adecuado que bebiéramos por el éxito de nuestra siguiente misión con lo que podría llamarse la sangre de Ariano.
    Por la Puerta de la Muerte, mi señor, y por nuestro siguiente destino: el Reino del Fuego.

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