Publicado en
mayo 02, 2010
PRÓLOGO
Tranquilízate, Haplo. Entra y acomódate. Toma asiento. Entre nosotros no son precisas las formalidades.
Permite que te llene la copa. Bebamos lo que en otro tiempo llamábamos la copa del estribo, un brindis por el largo viaje que vas a emprender.
¿Te gusta el vino? ¡Ah!, mis poderes son muchos y diversos, como sabes, pero empiezo a pensar que sólo el paso del tiempo, y no la magia, puede producir un buen vino. Al menos, eso es lo que enseñan los libros antiguos. No dudo que nuestros antepasados acertaban en esto, por muy equivocados que estuvieran en otras cosas. A esta bebida le echo en falta algo: una calidez, un sabor añejo que sólo proporciona el tiempo. Es demasiado áspera, demasiado agresiva; dos cualidades que cuadran al hombre, Haplo, pero no al vino.
Así pues, ¿estás preparado para el viaje? ¿Tienes alguna necesidad o deseo que pueda satisfacer? Dilo y lo tendrás. ¿No hay nada?
¡Ah!, de veras te envidio. Mis pensamientos estarán contigo en todo instante, despierto o dormido. Otro brindis. ¡Por ti, Haplo, mi emisario a un mundo confiado!
Y así debe seguir: confiado y sin recelos. Sé que ya hemos hablado de ello, pero voy a insistir una vez más. El peligro es grande. Si nuestros antiguos enemigos tienen el más leve indicio de que hemos escapado de su prisión, removerán tierra, mar, sol y cielo —como ya hicieron en una ocasión— para frustrar nuestros planes. Olfatea su presencia como ese perro tuyo husmea a las ratas, pero no permitas nunca que huelan el menor rastro de tu existencia.
Deja que vuelva a llenarte la copa para un brindis mas. Éste, por los sartán.
¿Dudas en beber? Vamos, insisto. Tu rabia es tu fuerza. Úsala: te dará energía. Así pues...
Por los sartán. Ellos nos han hecho lo que somos.
¿Qué edad tienes, Haplo? ¿No tienes idea?
Ya sé: el tiempo no tiene sentido en el Laberinto. Deja que piense... La primera vez que te vi, parecías rondar los veinticinco años. Una larga vida para los del Laberinto; una larga vida, que casi había llegado a su final.
–
Qué bien recuerdo ese momento, hace cinco años. Me disponía a entrar de nuevo en el Laberinto cuando tú emergiste de él. Sangrando, casi incapaz de caminar, agonizante. Pero me miraste con una expresión que nunca olvidaré: una expresión de triunfo. Habías escapado, los habías vencido. Aprecié aquel aire triunfal en tus ojos, en tu sonrisa exultante. Luego, te derrumbaste a mis pies.
Fue esa expresión lo que me atrajo de ti, querido muchacho. Yo sentí lo mismo cuando escapé de ese infierno hace tanto tiempo... Yo fui el primero que salió de él con vida.
Hace siglos, los sartán quisieron poner freno a nuestra ambición dividiendo el mundo que nos pertenecía por derecho y arrojándonos a su prisión. Como bien sabes, el camino para salir del Laberinto es largo y tortuoso. Llevó siglos resolver el zigzagueante rompecabezas de nuestra tierra. Los libros antiguos dicen que los sartán idearon ese castigo con la esperanza de que el tiempo y el sufrimiento moderaran nuestra desmedida ambición y nuestra naturaleza cruel y egoísta.
Debes recordar siempre su plan, Haplo. Eso te dará la fuerza necesaria para cumplir lo que te he pedido. Los sartán llegaron a convencerse de que, cuando emergiéramos del Laberinto a este mundo, estaríamos dispuestos a ocupar nuestro lugar en cualquiera de los cuatro reinos que escogiéramos.
Pero algo salió mal. Quizá descubras qué sucedió cuando penetres en la Puerta de la Muerte. Por lo que he podido descifrar de los libros antiguos, parece que los sartán tendrían que haber controlado el Laberinto y mantenido en orden su magia pero, bien con alguna intención malévola o por alguna otra causa, olvidaron su responsabilidad como celadores de nuestra prisión. Entonces, la prisión cobró vida propia; una vida que sólo conocía una cosa, la supervivencia.
Así, el Laberinto llegó a considerarnos a nosotros, sus prisioneros, como una amenaza. Después de que los sartán nos abandonaron a nuestra suerte, el Laberinto, movido por el miedo y el odio que nos tenía, se volvió letal.
Cuando al fin conseguí escapar, descubrí el Nexo, esa hermosa tierra que los sartán habían destinado para que nos instaláramos. Y encontré los libros. Incapaz de interpretarlos al principio, me esforcé en estudiarlos y pronto descubrí sus secretos. Leí sobre las «esperanzas» de los sartán respecto a nosotros y me eché a reír. Es la primera y única vez en la vida que me he reído. Tú me comprendes, Haplo. Sabes que en el Laberinto no hay alegría.
Pero volveré a reírme cuando se cumplan mis planes, cuando los cuatro mundos separados —los mundos del Fuego, del Agua, de la Piedra y del Aire—
vuelvan a ser uno. Sí, ese día me reiré largo y tendido.
Es hora de que te vayas. Has tenido mucha paciencia con las divagaciones de tu amo. Otro brindis.
Por ti, Haplo.
Así como yo fui el primero en salir del Laberinto y penetrar en el Nexo, que tú seas el primero en cruzar la Puerta de la Muerte y recorrer los mundos más allá.
El Reino del Aire. Estúdialo a fondo, Haplo. Observa a sus gentes. Investiga sus puntos fuertes y sus debilidades. Haz cuanto puedas por sembrar el caos en el reino, pero guarda siempre discreción. Mantén ocultos tus poderes. Por encima de todo, no hagas nada que atraiga la atención de los sartán porque, si nos descubren antes de que tenga ultimado mi plan, estamos perdidos.
Antes la muerte que traicionarnos. Sé que tienes la disciplina y el valor precisos para tomar esa decisión, Haplo, pero lo más importante es que posees los recursos y la astucia suficientes como para hacer innecesaria tal decisión. Por eso te he escogido para esta misión.
Te encomiendo, además, otra tarea. Tráeme de ese mundo a alguien que me sirva como discípulo. Alguien que después regrese para enseñar la palabra, mi palabra, al pueblo. No me importa su raza, si es un elfo, un humano o un enano, pero asegúrate de que sea inteligente, ambicioso..., y dócil.
En un texto antiguo encontré una analogía muy adecuada. Tú, Haplo, serás la voz del que grita en el desierto.
Y, ahora, un postrer brindis. Pongámonos de pie para beber.
Por la Puerta de la Muerte. «Preparad el camino.»
–
CAPITULO
PRISIÓN DE YRENI, DANDRAK, REINO MEDIO
Por el desparejo terreno de coralita avanzaba bamboleándose y saltando un carromato de tosca construcción cuyas ruedas de llantas de hierro tropezaban con todos los baches y salientes de lo que pasaba por ser una calzada. Tiraba del carro un tiero cuyo aliento formaba nubecillas de vapor en el aire helado. Era preciso un hombre para guiar a la terca e impredecible ave mientras otros cuatro, colocados a ambos lados del vehículo, empujaban y tiraban de éste. Una pequeña multitud, procedente de las casas de campo dispersas, se había congregado ante la prisión de Yreni con la intención de escoltar el carromato con su vergonzosa carga hasta las murallas de la ciudad de Ke'lith, donde aguardaba su llegada una muchedumbre mucho más numerosa.
El día tocaba a su fin. La luminosidad del firmamento empezaba a difuminarse y los Señores de la Noche iban extendiendo lentamente la sombra de sus capas sobre las estrellas vespertinas. La penumbra del anochecer era adecuada para aquella procesión.
Los campesinos, en su mayor parte, se mantenían a distancia del carro. Y no lo hacían por temor al tiero, aunque se conocían casos en que aquellas aves enormes se habían vuelto repentinamente y habían lanzado un malintencionado picotazo a cualquiera que tratara de acercarse a ellas por su lado ciego, sino por miedo al ocupante del carromato.
El prisionero tenía las muñecas atadas con unas tensas correas de cuero sujetas a los costados del carromato, y los tobillos cargados de pesados grilletes.
Varios arqueros de ojos penetrantes marchaban junto al carro, con las flechas emplumadas a punto para ser disparadas al corazón del criminal si éste hacía el menor movimiento sospechoso. Sin embargo, tales precauciones no parecían causar demasiado alivio entre quienes seguían la marcha del carro. El gentío, con aire sombrío y vigilante, tenía la mirada fija en el hombre y caminaba tras el carro manteniéndose a una respetuosa distancia, que aumentaba marcadamente cuando el hombre volvía la cabeza. Aquellos campesinos de la zona no habrían mostrado más miedo, más temor reverencial, si hubieran visto en el carro, encadenado, a un demonio de Hereka.
El mero aspecto del preso era lo bastante imponente como para llamar la atención y provocar escalofríos. Tenía una edad indefinida, pues era uno de esos hombres a los que la vida ha envejecido más allá de los ciclos. Sus cabellos eran negros, sin una sola cana, y los llevaba alisados hacia atrás desde la frente, ancha y huidiza, y recogidos en una trenza desde la nuca. Una nariz aguileña como el pico de un halcón sobresalía entre sus cejas oscuras y prominentes. La barba, también negra, formaba dos retorcidas trenzas, cortas y finas, bajo su recio mentón. Sus ojos azabache, hundidos tras unos pómulos altos, casi desaparecían bajo la sombra de las cejas. Casi, pero no del todo, pues no parecía haber en aquel mundo oscuridad capaz de apagar la llama que ardía en el fondo de aquellos pozos.
El prisionero era de estatura mediana; su torso, desnudo hasta la cintura, estaba lleno de cortes y contusiones pues se había resistido a la captura como un verdadero diablo. Tres de los hombres más osados del alguacil yacían en el lecho en aquel momento, y allí seguirían durante una semana, por lo menos, recuperándose de sus heridas. Enjuto y nervudo, el preso mostraba unos movimientos gráciles, rápidos y silenciosos. Uno diría, por su aspecto, que era un hombre nacido y criado para deambular en compañía de la Noche.
Desde lo alto del carro, el prisionero se divertía al comprobar cómo se retiraban los campesinos cada vez que dirigía la mirada hacia ellos. Empezó a volver la cabeza a cada momento para desconcierto de los arqueros, que no dejaban de apuntarle con sus flechas, con los dedos crispados y nerviosos en torno al arco, y dirigían rápidas miradas a su jefe, un joven alguacil de expresión solemne, a la espera de sus instrucciones. A pesar del frío de aquel atardecer otoñal, el alguacil sudaba profusamente y su rostro se iluminó cuando las murallas de coralita de Ke'lith, por fin, aparecieron a la vista.
Ke'lith era pequeña en comparación con las otras dos ciudades de la isla de Dandrak. Sus casas y tiendas, poco cuidadas, cubrían apenas un menka cuadrado. En el centro mismo de la población se alzaba una vieja fortaleza, construida con preciados y pocos comunes bloques de granito, cuyas torres más altas reflejaban aún los últimos rayos de sol. Nadie en Ke'lith recordaba cuándo ni quién había fundado y edificado aquel bastión, cuya historia pasada había quedado oscurecida por el presente, por las guerras que se habían librado por su posesión.
Los centinelas abrieron las puertas de la ciudad y dieron paso al carromato.
Por desgracia, el tiero se asustó al escuchar los grandes vítores que acogieron la entrada del carromato en Ke'lith y se detuvo en seco. El conductor de la terca ave amenazó y azuzó alternativamente al animal hasta que éste se puso en marcha de nuevo y el carro avanzó por la abertura de la muralla para tomar una calle de coralita pulimentada que llevaba el grandioso nombre de Avenida de los Reyes, a pesar de que nadie guardaba recuerdo de que ningún rey hubiera puesto el pie en ella.
Una gran multitud se había congregado para ver al prisionero. El alguacil gritó una orden con voz enérgica y los arqueros cerraron filas en torno al carromato, pese a que los hombres que protegían la parte delantera quedaron en grave riesgo de recibir un picotazo del nervioso tiero.
Envalentonados por su número, los congregados empezaron a lanzar maldiciones y levantar los puños. El prisionero los contempló con descaro, como si los encontrara más divertidos que amenazadores, hasta que una piedra de cantos afilados voló sobre los laterales del carromato e impactó en su frente.
La sonrisa burlona desapareció entonces de su rostro, que se contrajo en una mueca de rabia. Cerró los puños y saltó impulsivamente hacia un grupo de rufianes que habían encontrado coraje en el fondo de una jarra de vino. Las correas de cuero que mantenían al hombre sujeto al carro se tensaron, los costados del vehículo temblaron y se estremecieron, los grilletes de sus pies emitieron un discordante tintineo. El alguacil chilló una orden, alzando el tono de voz una octava debido al miedo, y los arqueros se apresuraron a levantar las armas, aunque se produjo cierta confusión respecto a su objetivo: unos apuntaron al criminal y otros a quienes lo habían atacado.
El carromato, aunque tosco, era sólido, y el hombre que lo ocupaba, pese a aplicar todas sus fuerzas, no consiguió romper sus ataduras ni la madera que las sujetaba. Abandonó sus esfuerzos y, bajo un velo de sangre, observó a uno de los tambaleantes rufianes.
—No te atreverías a hacer eso si no estuviera atado —le dijo.
— ¿De veras? —replicó el joven con aire burlón y las mejillas encendidas por efecto de la bebida.
—Desde luego que no —insistió con frialdad el prisionero. Sus ojos negros se clavaron en el joven y había tal animadversión, tal aire amenazador en sus pupilas, como ascuas al rojo, que el joven palideció y se le entrecortó el resuello.
Sus acompañantes, que lo animaban con sus voces aunque habían retrocedido a una distancia prudencial, tomaron a mal los comentarios del criminal y su actitud se hizo aún más amenazadora.
El prisionero volvió la cabeza para observar un lado de la calle, primero, y luego el otro. De nuevo, una piedra lo golpeó en el brazo y a ella siguió una lluvia de tomates podridos y un huevo hediondo que no acertó al criminal, sino que fue a estrellarse en pleno rostro del alguacil.
Los arqueros, hasta entonces dispuestos a matar al prisionero a la primera ocasión, se convirtieron de pronto en sus protectores y volvieron sus armas hacia la muchedumbre. Sin embargo, eran sólo seis arqueros contra un centenar de encolerizados seguidores y las cosas parecían bastante peliagudas, tanto para el criminal como para los guardianes, cuando un batir de alas y unos gritos estentóreos procedentes de las alturas hicieron que la mayor parte de la multitud pusiera pies en polvorosa.
Dos dragones, conducidos por jinetes armados y protegidos con armaduras, dieron una pasada a baja altura sobre la cabeza de los reunidos, haciendo que se refugiasen bajo los dinteles de las puertas o echaran a correr por las callejas. Una llamada de su jefe, que seguía volando en círculos en el firmamento, hizo volver a la formación a los dos caballeros de los dragones. El jefe descendió entonces, seguido de sus jinetes, y las puntas de las alas de los dragones salvaron por apenas un palmo los edificios a ambos lados de la calle. Por fin, con las alas perfectamente recogidas a los flancos y agitando sus largas colas con gesto feroz, los dragones se posaron cerca del carromato.
El capitán de los jinetes, un hombre barrigudo de edad madura que lucía una ígnea barba pelirroja, llevó su montura junto al carro.
EN EL LABERINTO vol. –
. En estado salvaje, estas enormes aves son una de las presas favoritas de los dragones. Los tieros poseen unas alas grandes y cubiertas de suave plumaje que no les son de casi ninguna utilidad. En cambio, pueden desplazarse a extraordinaria velocidad sobre sus poderosas patas. Constituyen unos excelentes animales de carga y son muy utilizados como tales en las tierras de los humanos. En cambio, los elfos consideran al tiero un ser repulsivo y sucio. (N. del a.)
. El barl es la principal medida de cambio, tanto en las tierras de los humanos como en las de los elfos. Su patrón es el tradicional barril de agua. Un trueque equivalente a un barril de agua vale un barl. (N. del a.)
El tiero, aterrorizado ante la visión y el olor de los dragones, se agitaba, y aullaba y no dejaba de dar brincos de todo tipo, poniendo en infinitas dificultades a su conductor.
— ¡Haz que se calme ese maldito animal! —gruñó el capitán.
El conductor del tiero consiguió sujetar a éste por la cabeza y fijó su mirada en los ojos del animal. Mientras mantuviera la mirada de aquella manera, el estúpido tiero —para el cual no existía lo que no tenía ante sus ojos— se olvidaría de la presencia de los dragones y se tranquilizaría.
Sin hacer caso del alguacil que, tartamudeando, se había agarrado al arnés de la silla como lo haría un niño perdido al encontrar de nuevo a su madre, el capitán de la escuadra de dragones contempló con aire severo al prisionero ensangrentado y cubierto de verduras.
—Parece que he llegado justo a tiempo de salvar tu miserable vida, Hugh la
Mano.
—No me has hecho ningún favor, Gareth —contestó el preso con voz lúgubre.
Alzó sus manos esposadas y añadió—: ¡Suéltame las manos y me enfrentaré a todos vosotros, y a ellos también! —Con un gesto, señaló a los mirones que aún asomaban la nariz entre las sombras para presenciar la escena.
El capitán de los dragones emitió un gruñido.
—Seguro que te gustaría. Una muerte así sería mucho más agradable que la que te espera, con el cuello en el tajo. Mucho más agradable..., demasiado para alguien como tú, Hugh la Mano. ¡Si por mí fuera, acabaría contigo de una cuchillada por la espalda, a traición y en la oscuridad!
La mueca burlona del labio superior de Hugh quedó realzada por el ligero bigote negro y se hizo claramente visible pese a la luz mortecina del atardecer.
—Conoces bien la técnica de mi oficio, Gareth.
—Sólo sé que eres un asesino a sueldo y que tu mano ha dado muerte a mi señor —replicó el caballero—. Si te acabo de salvar la cabeza, sólo ha sido para tener la satisfacción de ponerla con mis propias manos al pie del féretro de mi señor. Por cierto, al verdugo lo apodan Nick el Tres Golpes, porque aún no ha conseguido nunca separar la cabeza del cuello al primer intento.
Hugh contempló al capitán y murmuró en voz baja: —Repito una vez más que yo no he matado a tu señor. — ¡Bah! El mejor señor al que he servido, asesinado por un puñado de barls. ¿Cuánto te ha pagado el elfo, Hugh? ¿Cuántos barls te costará ahora devolverme la vida de mi señor?
El jinete parpadeó para contener las lágrimas y, tirando de las riendas, hizo que el dragón volviera la cabeza. Azuzó a su montura en los flancos, justo por detrás de las alas, y la obligó a elevarse del suelo y sobrevolar en círculos el carromato. Los ojos de serpiente de la criatura observaron a quienes acechaban en las sombras, retándolos a ponerse en su camino. El conductor del tiero parpadeó a su vez, con los ojos llenos de lágrimas. El tiero reemprendió de nuevo su perezosa marcha y el carro continuó traqueteando por la calzada.
Era ya de noche cuando el carromato y su escolta de dragones alcanzó la ciudadela de la fortaleza y la residencia del señor de Ke'lith. El dueño del lugar yacía con gran pompa en el centro del patio. Puñados de cristales de carbón empapados de aceites aromáticos rodeaban el cuerpo. Sobre el pecho reposaba su escudo. Una de sus manos, fría y rígida, asía la empuñadura de la espada; la otra sostenía una rosa que había depositado en ella su doliente esposa. Esta no se encontraba junto al cuerpo sino que estaba en la ciudadela, bajo los potentes efectos de un jarabe de adormidera, pues se temía que tratara de arrojarse sobre el féretro en llamas y, aunque tal inmolación era habitual en la isla de Dandrak, en este caso no podía permitirse ya que la esposa de Rogar de Ke'lith acababa de dar a luz a su primogénito y heredero. Cerca del difunto estaba su dragón favorito, sacudiendo con orgullo su crin espinosa. Al lado del animal, con el rostro lleno de lágrimas, se hallaba el palafrenero mayor con un enorme cuchillo de carnicero en la mano. No era por el difunto señor por quien lloraba. Mientras las llamas consumían el cuerpo de éste, aquel dragón que el jefe de cuadras había criado desde que era un huevo sería sacrificado para que su espíritu sirviera a su amo después de la muerte.
Todo estaba preparado. En cada mano ardía una antorcha. Los congregados en el patio sólo aguardaban una cosa antes de prender fuego al túmulo funerario:
que fuera puesta a sus pies la cabeza del asesino.
Aunque las defensas de la ciudadela no estaban reforzadas, se había establecido un cordón de caballeros para mantener alejados del castillo a los curiosos. Los caballeros se hicieron a un lado para permitir la entrada del carromato y volvieron a cerrar filas cuando lo hubo hecho. Entre los congregados en el patio estalló un clamor cuando el carro apareció a la vista, dando tumbos y traqueteando bajo el arco de la entrada. Los jinetes de la escolta desmontaron y sus escuderos se apresuraron a conducir a los dragones hacia las cuadras. El dragón del difunto lanzó un alarido de bienvenida —o quizá de despedida— a sus congéneres.
El tiero fue desenganchado y conducido a otra parte. El conductor del animal y los cuatro hombres que habían acompañado la marcha del carro fueron invitados a la cocina, donde les dieron de comer y les ofrecieron una buena cantidad de la mejor cerveza del amo. Maese Gareth, con la espada preparada y la mirada pendiente del menor movimiento del prisionero, subió al carro, sacó la daga que llevaba al costado y cortó las correas atadas a los tablones del vehículo.
—Capturamos al elfo, Hugh —murmuró Gareth por lo bajo mientras segaba las ataduras—. Lo cogimos vivo. Iba en su nave dragón, de vuelta a Tribus, cuando lo apresaron nuestros dragones. Lo sometimos a interrogatorio y, antes de morir, confesó que te había entregado el dinero a ti.
—Ya he comprobado cómo interrogas a la gente —replicó Hugh. Cuando tuvo libre una mano, dobló varias veces el brazo para relajar la rigidez de los músculos.
Mientras le soltaba la otra mano, Gareth lo contempló con cautela—. ¡Ese desgraciado te habría jurado que era humano, si se lo hubieras preguntado!
— ¡La daga maldita que sacamos de la espalda de mi señor era la tuya, esa de mango de hueso con extrañas inscripciones! ¡Yo la reconocí!
— ¡Es cierto, la encontraste! —Ambas correas quedaron sueltas. Con un movimiento rápido e inesperado, las fuertes manos de Hugh se cerraron sobre la armadura de cota de malla que cubría los hombros del caballero. Los dedos del asesino se clavaron con fuerza, hundiendo dolorosamente los aros de la cota de malla en la carne de su contrincante—. ¡Y los dos sabemos muy bien por qué la encontraste! —masculló.
Gareth aspiró profundamente y lanzó la daga hacia adelante. La hoja había recorrido tres cuartas partes de su camino hasta la caja torácica de Hugh cuando, con un esfuerzo de voluntad, el caballero detuvo su acto reflejo de defensa.
— ¡Atrás! —Rugió a varios de sus hombres que, viendo en dificultades a su capitán, habían desenvainado la espada y se disponían a acudir en su auxilio—.
Suéltame, Hugh —murmuró con los dientes apretados, su piel tenía un tono plomizo y el sudor perlaba su labio superior—. Te ha fallado el truco. No encontrarás una muerte fácil en mis manos.
Hugh se encogió de hombros y, con una sonrisa irónica, soltó al caballero.
Gareth asió la mano derecha del asesino, se la puso a la espalda con gesto enérgico y, haciendo lo mismo con la izquierda, las ató fuertemente con los restos de las correas de cuero.
—Te pagué bien —susurró el caballero—. ¡No te debo nada!
— ¿Y qué hay de ella, de tu hija, cuya muerte vengué...?
De un empujón, Gareth obligó a Hugh a volverse y le lanzó un golpe al rostro con el puño envuelto en la cota de malla. El impacto alcanzó al asesino en la mandíbula y lo hizo salir despedido del carro, tras romper los tablones de éste. La
Mano se encontró entre la mugre del patio, tendido de espaldas en el suelo. Gareth saltó del carro y, a horcajadas sobre el prisionero, lo miró fríamente.
—Morirás con la cabeza en el tajo, maldito asesino. ¡Lleváoslo! —ordenó a dos de sus hombres, al tiempo que golpeaba a Hugh en los riñones con la punta de su bota. Contempló con complacencia cómo se retorcía de dolor y añadió con gesto torvo—: Y amordazadlo.
CAPITULO
CIUDADELA DE KE'LITH, REINO MEDIO
—Aquí está el asesino, Magicka —anunció Gareth, señalando al prisionero atado y amordazado.
— ¿Te ha dado algún problema? —preguntó un hombre bien formado, de unos cuarenta ciclos de edad, que miraba a Hugh con aire pesaroso, como si le resultara imposible de aceptar que un ser humano pudiera albergar tanta maldad.
—Ninguno que no haya podido resolver, Magicka —respondió el caballero, amilanado ante la presencia del mago de la casa.
El mago asintió y, consciente de hallarse ante un vasto auditorio, se irguió cuanto pudo y cruzó ceremoniosamente las manos sobre su casaca de terciopelo marrón; por su condición de mago de tierra, éste era el color esotérico que le correspondía. En cambio, no lucía el manto de mago real, título que ambicionaba desde antiguo, según los rumores, pero que el difunto Rogar se había negado a concederle por alguna ignorada razón.
Los presentes en el embarrado patio de la fortaleza vieron cómo el prisionero era conducido ante la persona que, en ausencia del amo, era ahora la máxima autoridad del castillo feudal, y se apretaron en torno a él para escucharlo. La luz de las antorchas parpadeaba y oscilaba bajo la fresca brisa nocturna. El dragón del difunto señor feudal captó la tensión y confusión del ambiente y, tomándolos erróneamente por los preparativos para una batalla, emitió un sonoro trompeteo exigiendo que lo dejaran lanzarse sobre el enemigo. El jefe de cuadras le dio unas palmaditas para tranquilizarlo. Muy pronto, la criatura sería enviada a combatir a un enemigo que ni el hombre ni el dragón de larga vida podían evitar al fin.
—Quítale la mordaza —ordenó el mago.
Gareth carraspeó, soltó una tos y dirigió una mirada de soslayo a la Mano.
Después, inclinándose hacia el hechicero, murmuró en voz baja:
—No oirás más que una sarta de mentiras. Este asesino dirá cualquier cosa para...
—He dicho que se la quites —lo interrumpió Magicka en un tono imperioso que no dejaba lugar a dudas entre los presentes respecto a quién era ahora el dueño de la ciudadela de Ke'lith.
Gareth obedeció a regañadientes y arrancó la mordaza de la boca de Hugh con tal energía que forzó al prisionero a volver el rostro a un lado y le dejó una fea marca en una de las mejillas.
—Todo hombre, por horrible que haya sido su delito, tiene derecho a confesar su culpabilidad y limpiar así su alma. ¿Cómo te llamas? —preguntó el mago con voz enérgica.
El asesino, con la mirada fija por encima de la cabeza del hechicero, se abstuvo de responder. Gareth contempló al prisionero con aire de reprobación.
—Se lo conoce por Hugh la Mano, Magicka.
— ¿Cuál es tu apellido?
Hugh escupió sangre.
— ¡Vamos, vamos! —Insistió el hechicero, frunciendo el entrecejo—. Hugh la
Mano no puede ser tu verdadero nombre. Tu voz, tus modales... ¡Sin duda, eres un noble! Algún descendiente ilegítimo, seguramente. Sin embargo, tenemos que conocer el nombre de tus antepasados para encomendarles tu despreciable espíritu. ¿No piensas hablar? —El hechicero alargó la mano y, tomando a Hugh por la barbilla, le volvió el rostro hacia la luz de las antorchas—. Tienes una estructura ósea poderosa, una nariz aristocrática y unos ojos extraordinariamente bellos, aunque me parece apreciar un matiz campesino en las profundas arrugas del rostro y en la sensualidad de los labios. En resumen, es indudable que por tus venas corre sangre noble. Lástima que corra tan negra. Vamos, hombre, revela tu verdadera identidad y confiesa el asesinato de Rogar. Tal confesión limpiará tu alma.
En la boca hinchada del prisionero apareció una sonrisa y en sus ojos negros y hundidos brilló una débil llama.
—Donde está mi padre, pronto lo seguirá su hijo —replicó—. Y tú sabes mejor que ninguno de los presentes que yo no he matado a vuestro señor.
Gareth alzó el puño con intención de castigar a la Mano por sus osadas palabras, pero una rápida mirada al rostro del hechicero lo hizo titubear. Magicka abandonó por un instante su expresión ceñuda y su rostro quedó liso como un plato de natillas. No obstante, los perspicaces ojos del capitán de dragones no pasaron por alto la leve agitación que cruzó las facciones del hechicero ante la acusación de Hugh.
— ¡Insolente! —respondió el mago fríamente—. Eres muy osado para ser un hombre que se enfrenta a una muerte terrible, pero no tardaremos en oírte pedir clemencia a gritos.
—Será mejor que me hagas callar, y que lo hagas pronto —dijo Hugh, pasando la lengua por sus labios cuarteados y sangrantes—. De lo contrario, el pueblo podría recordar que ahora eres el guardián del nuevo amo, ¿no es cierto, Magicka? Y eso significa que ejercerás el gobierno del feudo hasta que el muchacho cumpla..., ¿cuántos ciclos? ¿Dieciocho? Puede que incluso gobiernes más tiempo, si consigues tejer una buena red en torno a él. Tampoco dudo que serás un gran consuelo para la doliente viuda. ¿Qué manto te pondrás esta noche?
¿La púrpura del mago real? Por cierto..., ¿no te parece extraño que mi daga desapareciera así, como por arte de magia...?
. Todas las islas flotantes del Reino del Cielo están compuestas de coralita. Este material, formado por las excreciones de una pequeña criatura inofensiva parecida a una serpiente y denominada gusano de coral, tiene un aspecto esponjoso. Cuando se endurece, es sólido como el granito, aunque no puede ser cortado ni pulimentado.
La coralita se forma muy deprisa y los edificios realizados con este material, más que ser construidos, crecen. Los gusanos de coral despiden también un gas más ligero que el aire. Este gas mantiene las islas suspendidas en el cielo, pero puede resultar una molestia cuando se pretende construir un edificio, por lo que es necesario recurrir a las artes de los magos de tierra de la primera casa para eliminarlo. En ocasiones se ha descubierto algún depósito de hierro y de otros minerales incrustado en la coralita. Se desconoce cómo han aparecido, pero se supone que son debidos a un fenómeno acaecido durante la Separación de los Mundos. (N.
del a.)
El hechicero levantó los brazos y gritó:
— ¡Que el suelo tiemble de furia ante la blasfemia de este hombre!
Y el patio empezó a agitarse y a temblar. Las torres de granito se balancearon.
Los presentes lanzaron gritos de pánico, apretujándose unos contra otros. Algunos cayeron de rodillas entre gemidos y, con las manos hundidas en la capa de barro y basura, suplicaron al mago que contuviera su cólera.
Magicka volvió su pronunciada nariz hacia el capitán de la escuadra de dragones. Un puñetazo de Gareth en la rabadilla de Hugh, descargado casi a regañadientes al parecer, hizo que el asesino lanzara un gemido de dolor, acompañado de un jadeo. En cambio, la mirada de la Mano no vaciló ni dio muestras de debilidad, sino que permaneció clavada en el mago, cuyo semblante estaba pálido de furia.
—He sido paciente contigo —dijo Magicka, respirando profundamente—, pero no pienso soportar esta vergüenza. Te pido disculpas, capitán Gareth —añadió a gritos para hacerse oír por encima del retumbar de la tierra en movimiento y del vocerío de la gente—. Tenías razón. Este hombre dirá cualquier cosa, con tal de salvar su vida miserable.
Gareth asintió con un gruñido, pero no dijo nada. Magicka alzó las manos en gesto apaciguador y, poco a poco, el suelo dejó de estremecerse. Los presentes en el patio exhalaron profundos suspiros de alivio y volvieron a ponerse en pie. El capitán dirigió un rápido vistazo a Hugh y topó con la mirada intensa y penetrante de la Mano. Gareth frunció el entrecejo y, con aire lúgubre y pensativo, desvió los ojos hacia el hechicero.
Magicka, que estaba dirigiéndose a la multitud, no advirtió su mirada.
—Lamento mucho, muchísimo, que este hombre deba abandonar esta vida con tales manchas negras en su alma —decía el hechicero en un tono de voz apenado y piadoso—. Sin embargo, así lo ha escogido. Todos los aquí presentes somos testigos de que ha tenido suficientes oportunidades para confesar.
Se escucharon unos respetuosos murmullos de asentimiento.
—Traed el tajo.
Los murmullos cambiaron de tono, haciéndose más sonoros y expectantes.
Los espectadores se movieron en busca de una buena panorámica. Dos corpulentos centinelas, los más fuertes que habían podido encontrar, aparecieron por una pequeña puerta que conducía a las mazmorras de la ciudadela. Entre los dos traían un bloque enorme de una piedra que no era la coralita, delicada como una labor de encaje y empleada en la construcción de toda la ciudad salvo de la propia fortaleza. Magicka, a quien le correspondía conocer el tipo, la naturaleza y los poderes de todas las rocas, apreció que el bloque era de mármol. La piedra no procedía de la isla ni del continente vecino de Ulyandia, pues en esos lugares no había yacimientos de tal roca. Por lo tanto, aquel mármol tenía que proceder del cercano y más extenso continente de Aristagón, lo cual significaba que había sido extraído de tierras enemigas.
O se trataba de una pieza de mármol muy antigua, importada legítimamente durante uno de los escasos períodos de paz entre los humanos y los elfos del
Imperio de Tribus (posibilidad que el hechicero descartaba), o bien Nick el Tres
Golpes, el verdugo, la había pasado de contrabando (lo más probable, en opinión de Magicka).
En el fondo, no tenía mucha importancia. Entre los amigos, familiares y seguidores del difunto Rogar había numerosos nacionalistas radicales, pero el mago no creía que ninguno de ellos pusiera objeciones a que un pedazo de escoria como Hugh la Mano fuera decapitado sobre una roca enemiga. Con todo, se trataba de un clan muy obcecado y el hechicero dio gracias de que el mármol estuviera tan cubierto de sangre seca que difícilmente podría nadie reconocer la piedra. Ninguno de los deudos pondría en cuestión su origen.
La roca de mármol medía seis palmos por lado y en uno de ellos tenía tallado un surco casi del tamaño de un cuello humano normal. Los centinelas trasladaron el tajo por el patio, trastabillando debido al peso, y lo colocaron delante de
Magicka. El verdugo, Nick el Tres Golpes, apareció por la puerta de las mazmorras y una oleada de expectación agitó a la multitud.
Nick era un verdadero gigante y nadie en Dandrak conocía su verdadera identidad, ni su rostro. Cuando llevaba a cabo una ejecución, vestía una túnica negra y llevaba la cabeza cubierta con una capucha para que, en su vida normal entre la gente, ésta no pudiera reconocerlo y rehuirlo. Por desgracia, la consecuencia de su astuto disfraz era que la gente tendía a sospechar de cualquier hombre que midiera más de dos metros y a evitar su compañía sin hacer discriminaciones.
Sin embargo, cuando se trataba de ajusticiar a alguien, Nick era el verdugo más popular y solicitado de Dandrak. Fuera un chapucero increíble o el hombre con dotes escénicas más brillantes de su época, lo cierto era que el Tres Golpes poseía una gran habilidad para entretener al público. Ninguna de sus víctimas moría enseguida, sino que soportaba entre gritos una terrible agonía mientras el verdugo descargaba un golpe tras otro con una espada tan obtusa como sus entendederas.
Todas las miradas fueron del encapuchado Nick a su maniatado prisionero, el cual —es preciso reconocerlo— había impresionado a la mayoría de los presentes con su frialdad. No obstante, todos los congregados en el patio aquella noche habían admirado y respetado a su difunto señor feudal e iba a constituir un gran placer para ellos ver sufrir una muerte horrible a su asesino. Por ello, la gente advirtió con satisfacción que, a la vista del verdugo y del arma ensangrentada que blandía en la mano, el rostro de Hugh adquiría una expresión tranquila como la de una máscara y que, pese a contenerse y reprimir un escalofrío, se le aceleraba la respiración.
Gareth asió por los brazos a la Mano y, apartándolo del hechicero, condujo al prisionero los contados pasos que lo separaban del tajo.
—Eso que has dicho de Magicka...
Gareth murmuró estas palabras en un susurro pero, notando tal vez la mirada del mago fija en su nuca, dejó la frase inacabada y se contentó con interrogar al asesino con la mirada.
Hugh le devolvió ésta con unos ojos como dos pozos negros en la noche iluminada por las antorchas.
—Vigílalo —respondió.
Gareth asintió. Tenía los ojos ojerosos e inyectados en sangre, y la barba sin afeitar. No había dormido desde la muerte de su señor, hacía dos noches. Se pasó los dedos por los labios orlados de sudor y, a continuación, llevó la mano al cinto.
Hugh percibió un destello de fuego reflejándose en una hoja de filo puntiagudo.
—No puedo salvarte —murmuró Gareth—, pues nos harían trizas a ambos, pero puedo poner fin a tu vida con rapidez. Seguramente me costará el cargo de capitán —volvió la cabeza y lanzó una sombría mirada al hechicero— pero, a juzgar por lo que he oído, es probable que ya lo haya perdido. Tienes razón, Hugh.
Se lo debo a ella.
Con un nuevo empujón, colocó a la Mano frente al bloque de mármol. Con gesto solemne, el verdugo se despojó de su capa negra (no le gustaba verla salpicada de sangre) y la entregó a un chiquillo que rondaba por allí.
Entusiasmado, el niño sacó la lengua a un compañero con menos suerte que también se había acercado con la esperanza de tener tal honor.
Empuñando la espada, Nick lanzó dos o tres golpes de práctica para calentar los músculos y luego, con un gesto de la cabeza, indicó que ya estaba a punto.
Gareth obligó a Hugh a arrodillarse ante el tajo. Después se retiró, pero no mucho, apenas un par de pasos. Sus dedos se cerraron con nerviosismo en torno a la daga oculta en los pliegues de la capa. En su cabeza iba tomando forma la excusa que daría: «Cuando la espada hendía su cuello, Hugh ha gritado que fuiste tú, Magicka, quien mató a mi señor. Lo he oído claramente y, según dicen, las palabras de un moribundo revelan siempre la verdad. Por supuesto, yo sé que ese asesino mentía, pero he tenido miedo de que los campesinos, siempre tan supersticiosos, le prestaran oídos. He creído más conveniente acabar de inmediato con su miserable existencia». Magicka no se lo tragaría; se daría cuenta de la verdad. ¡Ah!, de todos modos, a Gareth no le quedaba ya gran cosa por la que vivir.
El verdugo agarró a Hugh por el cabello con la intención de colocar la cabeza del prisionero sobre el bloque de mármol. Sin embargo, percibiendo tal vez en la multitud cierta inquietud que ni el espectáculo de una inminente ejecución lograba difuminar, Magicka alzó una mano para detener la ceremonia.
— ¡Alto! —exclamó.
Con la túnica ondeando en torno a él bajo el impulso del viento fresco que se había levantado, el hechicero dio unos pasos hacia el bloque de mármol.
— ¡Hugh la Mano! —proclamó entonces con voz potente y severa—, te ofrezco una última oportunidad. Ahora que estás al borde del reino de la Muerte, dinos:
¿tienes algo que confesar?
Hugh levantó la cabeza. Tal vez el miedo al inminente instante supremo había acabado por doblegarlo.
—Sí, tengo una cosa que confesar.
—Me alegro de ver que nos entendemos —dijo Magicka con voz satisfecha. La sonrisa de triunfo de su rostro fino y atractivo no pasó inadvertida al observador
Gareth—. ¿Qué es lo que lamentas en el momento de abandonar esta vida, hijo mío?
En los hinchados labios de la Mano se formó una mueca. Enderezando los hombros, miró a Magicka y proclamó fríamente:
—Lamento no haber matado nunca a uno de tu ralea, hechicero.
Una exclamación de horrorizada complacencia se alzó entre la multitud. Nick el Tres Golpes lanzó una risilla bajo la capucha. Cuanto más se prolongara la ejecución, mejor lo recompensaría el hechicero.
Magicka ensayó una sonrisa de fría piedad.
—Que tu alma se pudra junto a tu cuerpo —declaró.
Tras dirigir a Nick una mirada que era una clara invitación al verdugo para que empezara a divertirse, el mago se retiró de la escena para que la sangre no le manchara la vestimenta.
El verdugo mostró en alto un pañuelo negro y empezó a vendarle los ojos a su víctima.
— ¡No! —Rugió la Mano—. ¡Quiero llevarme esa cara conmigo!
— ¡Termina de una vez! —gritó el hechicero, echando espumarajos por la boca.
Nick agarró de nuevo el cabello de Hugh, pero éste se desasió con una sacudida. El prisionero colocó voluntariamente la cabeza sobre el mármol teñido de sangre; sus ojos, muy abiertos y acusadores, miraban a Magicka sin parpadear.
El verdugo bajó la mano, tomó la corta melena de su víctima y la apartó a un lado.
A el Tres Golpes le gustaba tener una buena porción de cuello en la que trabajar.
Nick levantó la espada. Hugh exhaló un suspiro, apretó los dientes y mantuvo los ojos fijos en el mago. Gareth, pendiente de la escena, vio que Magicka vacilaba, tragaba saliva y dirigía rápidas miradas a un lado y a otro, como si buscara una escapatoria.
— ¡El horror ante la maldad de este hombre es excesivo! —Exclamó el hechicero—. ¡Date prisa! ¡No puedo soportarlo!
Gareth empuñó la daga. Los músculos del brazo de Nick se hincharon, preparándose para descargar el golpe. Las mujeres se taparon los ojos y miraron a hurtadillas entre los dedos, los hombres estiraron el cuello para ver entre las cabezas de los demás y los niños fueron alzados rápidamente para que pudieran contemplar el espectáculo.
Y, en ese instante, procedente de las puertas de la ciudadela, se escuchó el fragor de unas armas.
CAPITULO
CIUDADELA DE KE'LITH, DANDRAK, REINO MEDIO
Una silueta gigantesca, más negra que los Señores de la Noche, apareció sobre las torres de la fortaleza. La penumbra impedía ver con claridad, pero resultaba audible el batir de unas alas enormes. Los centinelas de la puerta continuaron batiendo las espadas contra los escudos, dando la alarma, lo cual provocó que todos los congregados en el patio se olvidaran de la inminente ejecución y volvieran la atención a la amenaza que llegaba de lo alto. Los caballeros desenvainaron sus espadas y reclamaron a gritos las monturas. En
Dandrak eran habituales las incursiones de los corsarios de Tribus y, de hecho, se esperaba una de ellas como represalia por el apresamiento y posterior muerte del noble elfo que, presuntamente, había contratado a Hugh la Mano.
— ¿Qué sucede? —gritó Gareth, tratando en vano de ver de qué se trataba, indeciso entre continuar en su puesto al lado del prisionero o correr a defender las puertas que estaban bajo su responsabilidad.
— ¡No hagáis caso! ¡Proseguid la ejecución! —rugió Magicka.
Pero Nick el Tres Golpes necesitaba la atención del público y la acababa de perder. La mitad de los espectadores había vuelto la cabeza hacia la puerta y la otra mitad corría ya hacia ella. El verdugo bajó la espada con gesto de orgullo herido y aguardó, en un silencio dolido y digno, a ver cuál era la causa de aquel alboroto.
— ¡Es un dragón real, estúpidos! ¡Uno de los nuestros, no una nave élfica! —
Gritó Gareth—. ¡Vosotros dos, vigilad al prisionero! —ordenó el capitán, corriendo a las puertas de la ciudadela para acallar el creciente pánico.
El dragón de combate sobrevoló el castillo a baja altura. Un puñado de gruesos cabos, refulgentes a la luz de las antorchas, se agitaba en el aire. Del lomo del dragón saltaron varios hombres que se deslizaron por las cuerdas hasta descender en medio del patio. Todos advirtieron la insignia de plata de la Guardia
Real que relucía en sus panoplias y entre la multitud se alzaron unos murmullos agoreros.
Los soldados se desplegaron rápidamente, despejaron una amplia zona en el centro del patio y se colocaron en formación en torno a ella. Con el escudo en la zurda y la lanza en la diestra, permanecieron firmes en posición de relajada atención, vueltos hacia el exterior de la zona despejada, evitando las miradas de los presentes y haciendo caso omiso de sus preguntas.
Apareció entonces un solitario jinete montado en un dragón. Tras sobrevolar la puerta de la fortaleza, el pequeño dragón de rápido vuelo permaneció suspendido sobre el círculo despejado para él, planeando con las alas muy abiertas mientras estudiaba la zona en que se disponía a posarse. Para entonces ya resultaba fácilmente reconocible el elegante uniforme de su jinete, que despedía destellos rojos y dorados a la luz de las antorchas. Los espectadores contuvieron el aliento y se miraron unos a otros con aire de desconcierto.
Cuando el dragón se posó en el patio, le trepidaban las alas y jadeaba visiblemente, expandiendo y contrayendo los flancos. De su boca armada de colmillos caían regueros de saliva. Su jinete saltó de la silla y echó una rápida mirada en torno a sí. El hombre vestía la capa corta entretejida de hilo de oro y el abrigo rojo encendido de los correos del rey, y los congregados aguardaron con suma expectación a oír las noticias que venía a proclamar.
Casi todos esperaban que sería una declaración de guerra contra los elfos de
Tribus; algunos caballeros buscaban ya a sus escuderos para estar dispuestos a tomar las armas de inmediato. Por eso resultó una considerable sorpresa para quienes estaban en el patio ver que el correo alzaba una mano, enfundada en un guante del cuero más suave y flexible, y señalaba el bloque de mármol.
— ¿Es Hugh la Mano ese que os disponéis a ejecutar? —preguntó en una voz tan suave y flexible como sus guantes.
El mago cruzó el patio a grandes zancadas y los soldados de la Guardia Real le permitieron acceder al círculo despejado.
— ¿Y qué si lo es? —replicó Magicka, cauteloso.
—Si es Hugh la Mano, te ordeno en nombre del rey que me lo entregues..., vivo —dijo el correo.
Magicka le dirigió una sombría mirada cargada de odio. Los caballeros de
Ke'lith se volvieron hacia el hechicero, pendientes de sus órdenes.
Hasta tiempos muy recientes, los volkaranos no habían conocido ningún rey.
En los primeros días del mundo, los Volkaran habían constituido una colonia penitenciaria establecida por los habitantes del continente de Ulyandia. La famosa prisión de Yreni custodiaba a ladrones y asesinos; exiliados, prostitutas y demás elementos perniciosos de la sociedad eran desterrados en las islas próximas de
Providencia, Exilio de Pitrin y las tres Djern. La vida en estas islas exteriores era dura y, con el paso de los siglos, produjo una gente de igual dureza. Cada isla era regida por varios clanes, cuyos señores pasaban el tiempo repeliendo asaltos a sus propias tierras o atacando las de sus vecinos de Ulyandia.
Así divididos, los humanos fueron presa fácil de las naciones élfícas de
Tribus, más ricas y fuertes. Los elfos vencieron rápidamente a los fragmentados feudos humanos y, durante casi cuarenta ciclos, gobernaron Ulyandia y las islas
Volkaran. Su férreo dominio sobre los humanos había terminado hacía veinte ciclos, cuando un caudillo del clan más poderoso de Volkaran contrajo matrimonio con la matriarca del clan más fuerte de Ulyandia. Uniendo sus pueblos, Stephen de Exilio de Pitrin y Ana de Winsher formaron un ejército que venció a los elfos y los arrojó —literalmente, a algunos de ellos— fuera de las islas.
Cuando Ulyandia y las Volkaran quedaron libres de ocupantes, Stephen y
Ana se proclamaron monarcas, dieron muerte a sus rivales más peligrosos y, aunque últimamente se rumoreaba que estaban intrigando el uno contra el otro, seguían constituyendo la fuerza más poderosa y temida del reino. En otra época, Magicka se habría limitado a hacer oídos sordos a la orden, llevar a cabo la ejecución y acabar también con el correo real, si se mostraba demasiado insistente. Ahora, en cambio, de pie bajo la sombra de las alas del dragón de combate, negras como la brea, el hechicero no podía hacer otra cosa que protestar.
—Hugh la Mano ha asesinado a nuestro señor, Rogar de Ke'lith, y las propias leyes del rey ordenan que le quitemos la vida como castigo.
—Su Majestad aprueba y aplaude tu excelente y rápida administración de justicia en esta parte de su reino —replicó el correo con una airosa reverencia—, y lamenta tener que interferir en ella, pero existe una requisitoria real para la detención del hombre conocido como Hugh la Mano. Se lo busca para interrogarlo respecto a una conspiración contra el Estado, asunto que tiene prioridad ante cualquier otra cuestión local. Todo el mundo sabe —añadió el correo, mirando fijamente a los ojos a Magicka— que el asesino ha tenido tratos con los elfos de
Tribus.
Por supuesto, el hechicero sabía que Hugh no había tenido ningún trato con los elfos de Tribus y, en aquel mismo instante, se dio cuenta de que el correo real también lo sabía. Y pensó que, si el emisario real estaba al corriente de ello, también conocería otras cosas..., entre ellas cómo se había producido realmente la muerte de Rogar de Ke'lith. Preso en su propia red, Magicka se revolvió y balbució unas palabras:
—Muéstrame el documento real.
Nada, al parecer, produjo mayor placer al correo del rey que presentar el edicto real a la consideración del mago. Llevó la mano a una alforja de cuero que colgaba de la silla del dragón y extrajo un estuche que contenía un rollo de pergamino. Sacó el documento y se lo entregó al hechicero, quien fingió estudiarlo.
El edicto debía de estar en orden, pues lo contrario hubiera sido impropio de
Stephen. Allí estaba el nombre, Hugh la Mano, y el sello del Ojo Alado que constituía la divisa del monarca. Magicka se mordió el labio hasta sangrar, pero no pudo hacer otra cosa que dirigir a los reunidos una mueca de desaliento. Lo había intentado, se leía en su gesto, pero en aquel asunto intervenían poderes superiores. Llevándose la mano al corazón, inclinó la cabeza en un gesto mudo y áspero de asentimiento.
—Su Majestad te da las gracias —dijo el correo con una sonrisa—. ¡Tú, capitán! —Señaló con un gesto a Gareth. Éste se acercó con un rostro cuidadosamente inexpresivo, pese a que había seguido con suma atención tanto lo que se decía como lo que se callaba, y se colocó detrás del hechicero—. Tráeme al prisionero. ¡Ah!, también necesitaré un dragón descansado para el viaje de vuelta.
Asuntos del rey —añadió.
Ante estas palabras —«asuntos del rey»— debía ponerse a disposición del emisario real cualquier cosa que éste pidiera, desde un castillo a una botella de vino, desde un asado de jabalí hasta un regimiento. Quien desobedeciera lo hacía a costa de un extremo peligro. Gareth observó a Magicka. El hechicero temblaba de cólera, pero permaneció mudo y se limitó a asentir brevemente con la cabeza. El capitán se alejó para cumplir la orden.
El correo recuperó hábilmente el pergamino, lo enrolló y volvió a guardarlo en el estuche. Después, mientras su mirada recorría el patio a la espera del regreso de Gareth con el prisionero, advirtió por primera vez el féretro. Al instante, su rostro adquirió una expresión de profundo pesar.
—Sus Majestades quieren hacer extensiva su condolencia a la viuda de Rogar.
Si pueden serle de alguna ayuda, la dama puede estar segura de que sólo tiene que recurrir a ellos.
—Mi señora les queda muy agradecida —repuso Magicka con acritud.
El correo, tras una nueva sonrisa, se dio unos golpecitos con los guantes sobre los muslos en gesto de impaciencia. Gareth venía ya con el prisionero entre la Guardia Real, pero aún no había rastro de la montura de refresco.
— ¿Y ese dragón que he pedido...?
—Ten, mi señor, llévate éste —se apresuró a responder el palafrenero mayor, ofreciéndole las riendas del dragón de Rogar.
— ¿Estás seguro? —inquirió el mensajero real, mirando el féretro y volviéndose luego hacia el hechicero pues, por supuesto, conocía la costumbre de sacrificar al dragón, por valioso que fuera, en honor del difunto.
Magicka, gesticulante, replicó con un bufido:
— ¿Por qué no? ¡Llévate al asesino de mi señor en su dragón más preciado!
¡Al fin y al cabo, son «asuntos del rey»!
—Sí, exacto —dijo el correo—. ¡Asuntos del rey!
De pronto, la Guardia Real cambió de postura, volviendo hacia el exterior las puntas de las lanzas y juntando los escudos para formar un círculo de acero en torno al correo y a quienes estaban con él.
—Tal vez prefieras tratar con Su Majestad algunos aspectos de los asuntos reales. Nuestro amable monarca no tendrá inconveniente en disponer medidas para el gobierno de la provincia en tu ausencia, Magicka.
La sombra de las alas del dragón de combate que sobrevolaba la escena cruzó el patio.
— ¡No, no! —Se apresuró a protestar el mago—. ¡El rey Stephen no tiene súbdito más fiel que yo, de eso puede estar seguro!
El correo hizo una reverencia y respondió a Magicka con una sonrisa seductora. Los soldados que lo rodeaban continuaron atentos y alerta.
Gareth penetró en el círculo de acero, sudoroso bajo el yelmo de cuero. Sabía lo cerca que había estado de que le ordenaran enfrentarse a la Guardia Real y aún tenía un nudo en el estómago.
—Aquí tienes al hombre —dijo con rudeza, empujando a Hugh hacia el correo.
El emisario real dirigió una rápida mirada al prisionero y advirtió las señales de los azotes en la espalda, las contusiones y cortes del rostro, los labios hinchados. Hugh, cuyos ojos oscuros y hundidos parecían haberse desvanecido por completo bajo las sombras de las cejas, contempló al correo con una curiosidad cargada de indiferencia. En su mirada no había ninguna esperanza, sino una mera chispa irónica ante la perspectiva de nuevos tormentos.
—Suéltale los brazos y quítale esos grilletes.
— ¡Pero, mi señor, este hombre es peligroso...!
—Atado no puede montar y no tengo tiempo que perder. No te preocupes —
añadió el correo, moviendo la mano con gesto despreocupado—. Salvo que le crezcan alas, no creo que trate de escapar saltando del lomo de un dragón volador.
Gareth sacó la daga y segó las cuerdas que maniataban a Hugh. El palafrenero mayor llamó a gritos a sus ayudantes, penetró resueltamente en el círculo de acero, desató la silla de la agotada montura del correo y la colocó en el lomo del dragón de Rogar. Tras dar unas palmadas en el cuello al animal, entregó las riendas al emisario real, con gesto satisfecho. El anciano no volvería a ver al dragón, pues nada de cuanto caía en las manos del rey Stephen volvía a salir de ellas, pero era mucho mejor perderlo que verse obligado a hundir un cuchillo en la garganta de una criatura que lo amaba y confiaba en él, y luego contemplar cómo se le iba la vida, desperdiciada en honor de un hombre ya muerto.
El correo montó a la silla y, desde ella, extendió la mano para ayudar a Hugh a subir. El asesino pareció comprender por primera vez que lo acababan de liberar, que no tenía la cabeza en el tajo y que aquella espada terrible no iba a segarle la vida. Con movimientos tensos y dolorosos, alzó la mano, asió la del correo y dejó que el hombre lo alzara a lomos del dragón.
—Traedle una capa o se helará —ordenó el mensajero. De las muchas capas que le ofrecieron, escogió una de gruesa piel y la arrojó a Hugh. El prisionero se echó el abrigo en torno a los hombros y se agarró con fuerza al borde de la silla de montar. El correo dio una breve orden y el dragón, con un atronador anuncio, extendió las alas y remontó el vuelo.
El comandante de la Guardia Real lanzó un silbido que taladraba los tímpanos. El dragón de combate descendió hasta que las cuerdas que colgaban de su lomo quedaron al alcance de los soldados, que se apresuraron a subir por ellas y ocupar sus posiciones en el enorme lomo liso del animal. El dragón batió las alas y, en pocos instantes, la sombra desapareció del cielo y éste quedó vacío, recuperando la gris penumbra de la noche.
Abajo, en el patio de la ciudadela, los hombres se contemplaron en silencio, con rostros torvos. Las mujeres, viendo a sus maridos y percibiendo la atmósfera de tensión, se apresuraron a recoger a los niños, regañando e incluso dando cachetes a los que gimoteaban.
Magicka, muy pálido, penetró en las estancias de la ciudadela.
Gareth aguardó a que el hechicero desapareciera y luego ordenó a sus soldados que prendieran fuego al féretro. Hombres y mujeres, reunidos en torno al crepitar de las llamas, empezaron a cantar encomendando el alma del difunto a sus antepasados. El capitán de los caballeros entonó una canción por el señor feudal a quien había amado y servido con fidelidad durante treinta años. Cuando terminó, continuó observando cómo las llamas, agitadas y rugientes, consumían el cuerpo.
— ¿De modo que nunca has matado a un hechicero? Hugh, amigo mío, tal vez tengas ocasión de ello. Si vuelvo a verte... ¡Asuntos del rey! —Gruñó Gareth—. Y si no logro dar contigo... Bien, ya soy un viejo sin ninguna razón por la que vivir.
Su mirada se dirigió hacia los aposentos del hechicero, asomada a cuya ventana podía verse una silueta envuelta en una túnica. Recordando que tenía deberes que atender, el capitán se dirigió a la puerta para cerciorarse de que quedaba convenientemente guardada durante la noche.
Olvidado de todos, como un artista privado de su representación, Nick el Tres
Golpes permaneció sentado sobre el bloque de mármol, desconsolado.
CAPÍTULO
ALGÚN LUGAR DE LAS ISLAS VOLKARAN, REINO MEDIO
El emisario real mantuvo tirantes las bridas de su montura. De haberle dado rienda suelta, el pequeño dragón habría dejado atrás muy pronto al dragón de combate, de mucho mayor tamaño. Sin embargo, el correo no se atrevía a volar sin escolta pues los corsarios elfos solían acechar entre las nubes, aguardando el paso de algún solitario jinete humano. Así pues, la marcha era lenta pero, al fin, las antorchas de Ke'lith se desvanecieron a su espalda. Pronto, los abruptos picachos de Witheril ocultaron el humo que se alzaba de la pira funeraria del malogrado señor de la provincia.
Así pues, el correo obligó a su montura a volar junto a la cola de la quimera, o dragón de combate, cuya silueta era como una esbelta cuña negra que surcaba la gris penumbra de la noche. La Guardia Real, atada a sus arneses, era una serie de bultos negros en el lomo de la quimera.
Los dragones sobrevolaron la pequeña población de Hynox, visible sólo porque sus viviendas, bajas y cuadradas, estaban edificadas en terreno descubierto.
Después, dejaron atrás la orilla de Dandrak y se adentraron en el aire profundo. El correo miró arriba y abajo, a un lado y a otro, como si no hubiera volado con frecuencia, cosa extraña en un supuesto mensajero del rey. Creyó reconocer dos de las tres islas Caprichosas. Hanastai y Bindistai eran claramente visibles pues, incluso en el aire profundo, la oscuridad no era completa... La noche no era tan cerrada como decía la leyenda que había sido en el viejo mundo, antes de la
Separación.
Los astrónomos elfos habían escrito que existían tres Señores de la Noche y, aunque los supersticiosos creían que eran gigantes que extendían oportunamente sus capas ondeantes sobre Ariano para dar descanso a sus gentes, los eruditos sabían que los Señores de la Noche eran, en realidad, unas lejanas islas de coralita que flotaban sobre el reino, desplazándose en una órbita que las llevaba, cada doce horas, a interponerse entre Ariano y el sol.
Más allá de estas islas se hallaba el Reino Superior, donde se suponía que vivían los misteriarcas, poderosos brujos humanos que se habían retirado allí en un exilio voluntario. Debajo del Reino Superior estaba el Firmamento, la zona de las estrellas diurnas. Nadie sabía con exactitud qué era este Firmamento. Muchos
—y no sólo los supersticiosos— creían que se trataba de una franja de diamantes y otras piedras preciosas que flotaban en el aire. Esta creencia era el origen de las leyendas sobre la fabulosa riqueza de los misteriarcas, pues se suponía que éstos la habían atravesado para llegar al Reino Superior. Tanto los elfos como los humanos habían llevado a cabo numerosos intentos de volar hasta el Firmamento y descubrir sus secretos, pero quienes se habían atrevido a emprender el viaje no habían regresado jamás. Se decía que el frío era tan intenso allá arriba que la sangre se congelaba en las venas.
Durante el vuelo, el correo del rey volvió la cabeza atrás en varias ocasiones para observar a su compañero de montura, ya que sentía curiosidad por estudiar las reacciones de un hombre que acababa de ser arrebatado del cadalso. Sin embargo, si esperaba ver alguna expresión de alivio, alegría o triunfo en su rostro, se llevó una considerable decepción. Torvo, impasible, el asesino no dejaba traslucir un ápice sus sentimientos bajo la máscara de sus facciones. Era el rostro de quien podía presenciar la muerte de un hombre con la misma frialdad que otro contemplaría a alguien comiendo o bebiendo. En el momento de observarlo, Hugh tenía la cabeza vuelta en otra dirección y estudiaba con atención la ruta que seguían en su vuelo, según advirtió el correo con cierta inquietud. La Mano, captando tal vez sus pensamientos, alzó la cabeza y clavó su mirada en la del jinete.
Este no sacó nada en claro de su inspección. Hugh, en cambio, pareció deducir muchas cosas de su estudio del emisario real. Sus ojos entrecerrados daban la impresión de taladrar la piel y traspasar los huesos y ser capaces, en cualquier momento, de dejar al desnudo todos los secretos que el correo guardara en su cerebro; sin duda, así habría sucedido si el joven emisario no hubiera apartado la vista para concentrarla en la crin espinosa del dragón. El jinete no volvió a mirar a Hugh en todo el viaje.
Debió de ser una coincidencia pero, cuando el correo advirtió el interés de
Hugh por su ruta de vuelo, un manto de niebla empezó de inmediato a extenderse y oscurecer la tierra. La comitiva volaba velozmente y a gran altura, y a sus pies no había mucho que ver bajo las sombras que extendían los Señores de la Noche. Sin embargo, la coralita despide una leve luminosidad azulada que hace que las arboledas destaquen en negro sobre el ligero resplandor casi plateado que presenta el suelo. Los puntos sobresalientes del terreno eran fáciles de localizar. Los castillos y fortalezas de coralita que no habían sido cubiertos con una argamasa de granito triturado resplandecían levemente. Desde el aire, era fácil identificar los pueblos, con sus calles de coralita como cintas relucientes.
Durante la guerra, cuando las naves voladoras de los elfos merodeaban por los cielos, la gente cubría las calles con paja y juncos. Ahora, sin embargo, las islas Volkaran no sufrían conflictos armados. La mayoría de los humanos que las poblaban tenía el ferviente convencimiento de que se debía a su bravura en el combate, al miedo que habían provocado entre los señores de los elfos.
Al pensar en ello, el correo sacudió la cabeza de disgusto ante su ignorancia.
Sólo algunos humanos del reino, entre ellos el rey Stephen y la reina Ana, conocían la verdad.
. Término de navegación empleado como patrón en Tribus. El centro de todas las referencias es el Palacio Imperial de Tribus, respecto del cual se miden todas las distancias y posiciones para la navegación en el Reino Medio desde los primeros tiempos, cuando las razas convivían en paz. Un rydai negativo expresa un movimiento de aproximación hacia la situación presente de Tribus, mientras que un rydai positivo indica un movimiento en la dirección contraria. (N. del a.)
Los elfos de Aristagón habían dejado de prestar atención a Ulyandia y las
Volkaran porque estaban ocupados en otro problema más importante: una rebelión entre su propio pueblo.
Cuando la rebelión fuera aplastada con mano firme y despiadada, los elfos volverían a concentrarse en el reino de los humanos, aquellas fieras bárbaras que habían atizado el fuego inicial de la revuelta. Stephen sabía que, la próxima vez, los elfos no se contentarían con la conquista y la ocupación. La próxima vez se librarían de una vez por todas de la contaminación humana de su mundo. Por ello, con rapidez y en silencio, el rey estaba disponiendo sus piezas en el gran tablero, preparándose para el encarnizado enfrentamiento final.
El hombre que viajaba detrás del emisario real lo ignoraba, pero iba a ser una de esas piezas.
Cuando apareció la niebla, el asesino se encogió de hombros interiormente y renunció de inmediato a seguir intentando determinar hacia dónde se dirigían.
También él había sido capitán de una nave y conocía la mayoría de las rutas aéreas entre las islas y más allá. Según sus cálculos, habían recorrido un rydai negativo en dirección a Kurinandistai, aproximadamente. Después, al hacer acto de presencia la niebla, ya no había podido ver nada más.
Hugh sabía que la niebla no había surgido por casualidad, lo cual no hacía sino confirmar algo que ya había empezado a sospechar: que aquel joven «correo»
no era ningún vulgar lacayo del rey. La Mano se relajó y dejó que la niebla invadiera su mente. De nada servía hacer conjeturas sobre el futuro. No era probable que fuese mejor que el presente, aunque difícilmente podría ser peor.
Hugh había hecho todo lo posible para prepararse para lo que pudiera surgir;
incluso llevaba al cinto su daga de mango de hueso con inscripciones mágicas, que
Gareth le había deslizado en la mano en el último momento. Encogiendo sus hombros desnudos y lacerados bajo la gruesa capa de piel, Hugh se concentró únicamente en lo más urgente: protegerse del frío.
Con todo, sintió cierto sombrío placer al advertir que el correo se mostraba incómodo ante la presencia de la bruma, pues lo obligaba a disminuir la velocidad de la marcha y a descender continuamente hacia las zonas despejadas que se abrían y cerraban debajo del dragón, para comprobar dónde se hallaban. En un momento dado, dio la impresión de haberse perdido y tiró de las riendas de la montura. En respuesta a la orden de su jinete, la criatura batió las alas para mantenerse suspendida en el aire. Hugh notó la tensión del emisario real y advirtió las miradas rápidas y furtivas que dirigía a diversos puntos del suelo. Por las palabras que le oyó murmurar entre dientes, el prisionero creyó entender que se habían alejado demasiado en una dirección. Cambiando de rumbo, el correo hizo volver la cabeza al dragón y éste reemprendió el vuelo entre la niebla. El mensajero real lanzó luego una mirada ceñuda a Hugh, como si quisiera decirle que el error era culpa suya.
Hugh había aprendido a edad muy temprana, por pura cuestión de supervivencia, a estar alerta a todo cuanto sucedía a su alrededor. Ahora, cumplidos ya los cuarenta ciclos, tal cautela era involuntaria, como un sexto sentido. Era capaz de advertir al instante un cambio en la dirección e intensidad del viento, una subida o bajada de temperatura. Aunque no disponía de aparatos para medir el tiempo, podía calcular con un par de minutos de margen el que había transcurrido desde determinado momento hasta otro. Tenía un oído muy agudo y una vista aún más penetrante, y poseía un sentido de la orientación infalible. Eran pocos los lugares de las islas Volitaran y del continente de Ulyandia que no había recorrido. Sus aventuras de juventud le habían llevado a remotos (y desagradables) rincones del gran mundo de Ariano. Nada dado a alardes, que consideraba una pérdida de tiempo —sólo quien es incapaz de corregir sus defectos siente la necesidad de convencer al mundo de que no tiene ninguno—, Hugh siempre había tenido la íntima convicción de que, donde fuera que lo llevasen, adivinaría en un abrir y cerrar de ojos en qué lugar de Ariano se encontraba.
Pero cuando el dragón, bajo las suaves órdenes de su jinete, descendió de los aires y se posó en suelo firme, Hugh echó un vistazo a su alrededor y tuvo que reconocer que, por primera vez en su vida, estaba desorientado. Jamás hasta entonces había visto el lugar donde se hallaban.
El mensajero del rey descabalgó del dragón, sacó una piedra luminosa de las alforjas y la sostuvo en la palma de la mano. Una vez expuesta al aire, la gema mágica empezó a despedir una luz radiante. Las piedras luminosas también despiden calor y es preciso colocarlas en algún recipiente. El correo se dirigió sin vacilar hacia una esquina del ruinoso muro de coralita que rodeaba el punto de aterrizaje.
Allí se agachó y depositó la gema en una tosca lámpara de hierro.
Hugh no vio otros objetos en aquel patio desierto. La lámpara debía de haber sido colocada allí en previsión de la llegada del mensajero, o bien la había dejado él mismo antes de acudir a Ke'lith. La Mano sospechó que se trataba de esto último, sobre todo porque no había rastro de nadie más en las inmediaciones. Incluso la quimera había quedado atrás. Era lógico suponer, por tanto, que el correo había iniciado su viaje desde allí con la evidente intención de regresar. Hugh se deslizó al suelo desde el lomo del dragón, pensando que el hecho podía tener mucha, poca o ninguna importancia.
El correo levantó la lámpara de hierro. Regresó hasta el dragón, acarició su cuello orgullosamente arqueado y murmuró unas palabras apaciguadoras y reconfortantes que hicieron que la bestia se echara en el suelo recogiendo las alas bajo el cuerpo y enroscando la cola en torno a las patas. El dragón recostó la cabeza sobre el pecho, cerró los ojos y emitió un suspiro de satisfacción. Una ve dormido, despertar a un dragón es una tarea terriblemente difícil e incluso peligrosa pues a veces, durante el sueño, los hechizos de sumisión y obediencia a los que están sometidos se rompen por accidente y uno puede encontrarse ante una criatura confusa, airada y vociferante. Un jinete de dragones experimentado no permite nunca que su animal se duerma, excepto cuando sabe que hay algún mago competente en las inmediaciones. Un nuevo dato que Hugh apreció con interés.
Acercándose a él, el correo real alzó la lámpara y miró a la Mano con aire irónico, invitándolo a hacer alguna pregunta o comentario. Hugh no vio la necesidad de malgastar saliva haciendo preguntas para las que sabía que no habría respuesta y, en consecuencia, le devolvió la mirada en silencio.
El correo, desconcertado, empezó a decir algo, cambió de idea y exhaló suavemente el aire que había aspirado para hablar. Luego dio media vuelta con brusquedad sobre sus talones al tiempo que hacía un gesto a Hugh para que lo siguiera, y la Mano emprendió la marcha tras su guía. El emisario real lo condujo a un lugar que Hugh no tardó en reconocer, gracias a sus remotos y oscuros recuerdos de la infancia, como un monasterio kir.
Era un edificio antiguo, abandonado hacía mucho tiempo. Las losas del patio estaban resquebrajadas y, en muchos casos, habían desaparecido. La coralita había crecido sobre gran parte de los elementos arquitectónicos exteriores que seguían en pie, erigidos con la poco abundante piedra granítica que los kir preferían a la coralita, más común. Un viento helado ululaba a través de las estancias abandonadas, en las que ninguna luz ardía ni había ardido, probablemente, desde hacía siglos. Bajo las botas de Hugh crujían las ramas de unos árboles caídos y crepitaban las hojas secas.
Hugh la Mano, que había sido educado por la orden severa e inflexible de los monjes kir, conocía la ubicación de todos los monasterios en las islas Volkaran y no recordaba haber oído hablar nunca de ninguno que hubiera sido abandonado, de modo que el misterio de dónde estaba y por qué había sido conducido allí se hizo aún más oscuro.
El correo llegó ante una puerta de barro cocido al pie de un elevado torreón e introdujo una llave en la cerradura. La Mano miró hacia arriba pero no advirtió ninguna luz en las ventanas. La puerta se abrió en silencio, señal de que alguien solía acudir a aquel lugar, ya que las oxidadas bisagras estaban perfectamente aceitadas. Su guía se deslizó en el interior del torreón indicando con la mano a
Hugh que lo siguiera. Cuando ambos hubieron cruzado el umbral del frío y ventoso edificio, el correo cerró la puerta y se guardó la llave en el bolsillo de la túnica.
—Por aquí —dijo, aunque no eran necesarias demasiadas indicaciones puesto que sólo había un camino posible, y era hacia arriba. Una escalera de caracol ascendía por el interior del torreón. Hugh contó tres niveles, señalados por otras tantas puertas de adobe. La Mano empujó cada una de ellas a hurtadillas mientras subía, comprobando que todas estaban cerradas.
Al llegar al cuarto nivel, la llave de hierro reapareció en las manos del emisario frente a una nueva puerta de adobe. Delante de ellos se abrió un pasillo largo y estrecho, más oscuro que los Señores de la Noche. Las pisadas de las botas del guía resonaron en las losas del suelo. Hugh, acostumbrado a caminar en silencio con sus flexibles botas de cuero de suela blanda, no hizo más ruido que si fuera la sombra de su acompañante.
Hugh contó hasta seis puertas —tres a la izquierda y tres a la derecha— antes de que el correo alzara la mano y se detuviera ante la séptima. Una vez más, sacó la llave de entre sus ropas. La cerradura chirrió y la puerta se abrió sin esfuerzo.
—Entra —dijo el guía, haciéndose a un lado.
Hugh obedeció. No le extrañó oír que la puerta se cerraba tras él. Sin embargo, no se escuchó el ruido de la llave dando vuelta al pestillo. La única luz de la estancia procedía del leve resplandor que despedía la coralita del exterior, pero la débil iluminación era suficiente para sus penetrantes ojos. Permaneció inmóvil un instante, inspeccionando el lugar con detenimiento y advirtió que no estaba solo.
La Mano no tenía miedo. Bajo la capa de piel, sus dedos sujetaban con fuerza el mango de la daga, pero ésta era una precaución de sentido común en tal situación. Hugh era un hombre de negocios y supo reconocer al instante el escenario para una conversación comercial.
La otra persona presente en la sala era amante de ocultarse. Permanecía en silencio y se escondía en las sombras. Hugh no conseguía verla ni oírla, pero todos los reflejos que lo habían ayudado a sobrevivir a lo largo de cuarenta ásperos y amargos ciclos le decían que había alguien más en la estancia. La Mano olfateó el aire.
— ¿Eres un animal, acaso, para olisquearme así? —inquirió una voz masculina, grave y resonante—. ¿Ha sido así como has sabido que estaba esperándote?
—Sí, soy un animal —replicó Hugh, lacónico.
— ¿Y si te hubiera atacado?
La figura se desplazó hasta colocarse ante la ventana y Hugh vio recortarse su silueta contra el débil fulgor de la coralita. La Mano observó que su interlocutor era un hombre alto envuelto en una capa cuyo borde oyó arrastrarse por el suelo. La cabeza y el rostro de la figura estaban cubiertos por una cota de malla que sólo dejaba al descubierto sus ojos. Sin embargo, la Mano supo que sus sospechas habían sido acertadas. Ahora estaba seguro de con quién estaba hablando. Mostró la daga y respondió:
—Os habría hundido cuatro dedos de acero en el corazón, Majestad.
—Llevo la cota de malla —replicó Stephen, rey de las islas Volkaran y de las tierras de Ulyandia. Al parecer, no le sorprendía que Hugh lo hubiese reconocido.
En la comisura de los finos labios del asesino se formó una ligera sonrisa.
—La cota de malla no protege vuestra axila, Majestad. Levantad el codo. —
Avanzando un paso, Hugh llevó sus dedos largos y finos a la abertura entre la coraza y la pieza que protegía el brazo—. Una estocada con la daga, aquí...
Stephen no parpadeó siquiera al notar el contacto.
—Tengo que comentar esto con el armero.
—Haced lo que queráis, Majestad —dijo entonces Hugh, sacudiendo la cabeza—, pero si un hombre está dispuesto a mataros, consideraos muerto. Y si ésta es la razón de que me hayáis traído aquí, sólo puedo ofreceros un consejo:
decidid si queréis que vuestro cuerpo sea enterrado o incinerado.
—Habla el experto —murmuró Stephen, y Hugh captó el tono de ironía aunque no pudiera ver la sonrisa en el rostro cubierto de su interlocutor.
—Supongo que Su Majestad quería un experto, ya que se ha tomado tantas molestias.
El rey volvió el rostro hacia la ventana. Rondaba los cincuenta ciclos pero era fuerte, de constitución robusta y capaz de soportar increíbles penalidades. Se rumoreaba que dormía con la armadura para endurecer aún más su cuerpo.
Desde luego, teniendo en cuenta la fama de que gozaba su esposa, tal protección no parecía superflua.
—Sí, eres un auténtico experto. El mejor del reino, según me han dicho.
Tras esto, Stephen guardó silencio. La Mano también era experto en interpretar lo que decían los hombres con los gestos, no con palabras, y aunque el rey tal vez creía enmascarar bastante bien sus agitadas emociones, Hugh observó que los dedos de su mano izquierda se cerraban sobre sí mismos y escuchó el tintineo metálico de la cota de malla que traicionaba el temblor que atenazaba al monarca.
Así solían reaccionar los hombres mientras tomaban la decisión de asesinar a alguien.
—También sé que tienes un extraño sentido del orgullo, Hugh la Mano —
añadió el rey, rompiendo de improviso su prolongado silencio—. Te anuncias como una mano justiciera, como un instrumento de impartir castigos merecidos. Das muerte a aquellos que presuntamente han ofendido a otros, a aquellos que están por encima de la ley, a aquellos que mi ley, supuestamente, no puede tocar.
Su voz tenía un tono irritado, desafiante. Era evidente que Stephen estaba molesto, pero Hugh sabía que los clanes guerreros de las Volkaran y de Ulyandia sólo se mantenían unidos gracias a una argamasa de miedo y codicia, y no le pareció que mereciera la pena discutir el asunto con un rey que, sin duda, lo conocía a la perfección.
— ¿Por qué lo haces? —Insistió Stephen—. ¿Es alguna especie de código de honor?
— ¿Honor? ¡Su Majestad habla como un señor de los elfos! En Therpes, el honor no os serviría para pagar una comida barata en una taberna de mala muerte.
— ¡Ah! ¿Es el dinero, entonces?
— ¡El dinero...! Por un plato de asado, se puede tener a un asesino que apuñale a su víctima por la espalda. Esto les basta a los que sólo quieren ver muerto a su enemigo. En cambio, los que han sufrido algún agravio, los que han padecido a manos de otro... Éstos quieren que el causante de sus males sufra también. Quieren que su enemigo sepa, antes de morir, quién ha provocado su destrucción. Quieren que experimente el dolor y el terror que causó antes a su víctima. Y están dispuestos a pagar un alto precio por obtener esta satisfacción.
—Me han contado que tú llegas a correr unos riesgos extraordinarios, que incluso desafías a tus víctimas a un combate limpio.
—Si el cliente lo pide...
—...Y si está dispuesto a pagar, ¿no?
Hugh se encogió de hombros. La respuesta era tan obvia que no necesitaba comentarios. Aquella conversación no tenía sentido, no llevaba a ninguna parte. La
Mano conocía su propia fama y su cotización. No necesitaba oírla recitar a otros, pero estaba acostumbrado a ella. Era parte del negocio. Como cualquier otro cliente, Stephen estaba buscando las palabras adecuadas para proponerle un trabajo y la Mano observó con sorpresa que, en tal situación, un rey no reaccionaba de manera distinta de la del más humilde de sus súbditos.
Stephen se había vuelto de espaldas y contemplaba el paisaje por la ventana, apoyando en el alféizar un puño crispado, enfundado en un guante. Hugh aguardó pacientemente, en silencio.
—No lo entiendo. ¿Qué razón puede tener quien te contrata para ofrecer a su enemigo la posibilidad de luchar por su vida?
—Quizá sea porque así obtiene una doble venganza, pues en tal caso no es mi mano la que abate a ese enemigo, Majestad, sino la de los antepasados de mi víctima, que ya no le brindan su protección.
— ¿Y tú? ¿Crees eso también?
Stephen se volvió a mirarlo y Hugh captó el reflejo de la luz de la luna sobre la cota de malla que cubría la cabeza y los hombros del monarca.
Hugh frunció el entrecejo. Se llevó la mano a los mechones sedosos de la barba, que le caía del mentón peinada en dos trenzas. Nadie le había hecho jamás aquella pregunta, lo cual demostraba —al menos, así le pareció— que los reyes sí eran diferentes de sus súbditos. Por lo menos, aquél lo era. La Mano avanzó hasta la ventana y se detuvo junto a Stephen. Un pequeño patio a sus pies atrajo la mirada del asesino. Cubierto de coralita, el suelo del patio despedía un brillo mortecino y espectral en la oscuridad y Hugh observó, bajo la tenue luz azulada, la figura de un hombre inmóvil en su centro. La figura llevaba una capucha negra y empuñaba una espada de aguzado filo. Ante sus pies tenía un bloque de piedra.
Hugh sonrió, al tiempo que retorcía los extremos de su barba.
—Yo sólo creo en una cosa, Majestad: en mi astucia y en mi habilidad. Veo que no tengo elección. O acepto el trabajo que me propondréis, o de lo contrario...
¿No es así?
—No. Podrás escoger. Cuando te haya expuesto eso que llamas «trabajo», podrás optar entre aceptarlo o negarte a hacerlo.
—... En cuyo caso, mi cabeza ya puede ir despidiéndose de la compañía de los hombros.
—Ese hombre que ves ahí abajo es el verdugo real. Es muy ducho en su trabajo. Será una muerte limpia y rápida, mucho mejor que la que te esperaba. Es lo mínimo que te debo por tu tiempo. —Stephen se volvió para mirar cara a cara a
Hugh. Sus ojos, bajo la sombra del casco y de la cota de malla, eran oscuros y vacíos; no brillaba en ellos ninguna luz interior, ni reflejaban la del exterior—.
Tengo que tomar precauciones. No puedo esperar que aceptes mi encargo sin conocer de qué se trata, pero revelártelo significa ponerme a tu merced. No puedo permitirme que sigas con vida, sabiendo lo que pronto voy a confiarte.
—Si me niego, os libraréis de mí por la noche, aprovechando las sombras, sin testigos. Si acepto, me veré prendido en la misma red en la que Su Majestad se debate ahora.
— ¿Qué esperabas? Al fin y al cabo, no eres más que un asesino —replicó
Stephen con frialdad.
—Y vos, Majestad, no sois más que un hombre que quiere contratar a un asesino.
Con una pomposa reverencia cargada de ironía, Hugh dio media vuelta sobre sus talones.
— ¿Adonde vas? —preguntó Stephen.
—Si Su Majestad me excusa, llego tarde a una cita. Hace una hora que debería estar en el infierno.
La Mano se dirigió a la puerta.
— ¡Maldición! ¡Acabo de ofrecerte salvar la vida! —exclamó el rey.
Al replicar, Hugh no se molestó siquiera en volverse:
—Un precio demasiado bajo. Mi vida nada vale, y no le pongo precio. ¿Y pretendéis que, a cambio de ella, acepte un trabajo tan peligroso que habéis tenido que poner a un hombre entre la espada y la pared para obligarlo a aceptarlo? Prefiero afrontar la muerte que me estaba reservada, antes que aceptar las condiciones de Su Majestad.
Hugh abrió la puerta de la estancia. Delante de él, cerrándole el paso, estaba el correo del rey. A sus pies tenía la lámpara de hierro cuya piedra difundía su luz hacia arriba, bañando un rostro de belleza delicada y etérea.
Hugh pensó: « ¿Éste, un correo? ¡Tanto como yo un sartán!».
—Diez mil barls —dijo el joven.
Hugh se llevó la mano a las trenzas de la barba y las retorció, pensativo.
Lanzó una mirada de soslayo a Stephen, que se le había acercado por detrás.
—Apaga esa luz, Triano —ordenó el rey—. ¿De veras consideras esto necesario?
—Majestad —Triano habló con voz respetuosa y paciente, pero en el tono de un amigo que da consejos a otro, no en el de un siervo que responde a su amo—, este hombre es el mejor. No podemos confiar este asunto a nadie más. Hemos efectuado considerables esfuerzos para hacernos con él y no podemos permitirnos perderlo. Si Su Majestad recuerda, desde el primer momento le advertí que...
—Sí, lo recuerdo —lo cono Stephen. Después, guardó silencio, furioso. Sin duda, nada le habría gustado tanto como ordenar al «correo» que condujera al cadalso a aquel asesino. Era probable que, al llegar el momento, el propio rey quisiera blandir la espada del verdugo. El correo cubrió la luz con una pantalla de hierro, dejando la estancia a oscuras.
— ¡Está bien! —gruñó el rey.
— ¿Diez mil barls? —dijo Hugh, incrédulo.
—Sí —respondió Triano—. Cuando hayas terminado el trabajo.
—La mitad ahora y la mitad cuando haya terminado.
— ¡Ahora, tu vida! ¡Los barls, después! —masculló Stephen entre dientes.
Hugh dio un paso más hacia la puerta.
— ¡Está bien! ¡La mitad, ahora! —La voz de Stephen era un murmullo casi incoherente.
Hugh se volvió hacia el rey, hizo un gesto de asentimiento y formuló una pregunta:
— ¿Quién es la víctima?
Stephen exhaló un profundo suspiro. Hugh escuchó un gemido ahogado en la garganta del monarca, un sonido vagamente parecido a los estertores de un agonizante.
—Mi hijo —declaró el rey.
CAPÍTULO
MONASTERIO DE LOS KIR, ISLAS VOLKARAN, REINO MEDIO
La revelación no sorprendió a Hugh. Tenía que ser alguien próximo a Su
Majestad, para que éste llevara el apunto con tanta intriga y sigilo. La Mano sabía que Stephen temía un heredero, pero desconocía cualquier otro detalle. A juzgar por la edad del rey, el príncipe debía de tener dieciocho o veinte ciclos. Una edad suficiente para haberse metidos en serios problemas.
—El príncipe está aquí, en el monasterio. —Stephen hizo una pausa e intentó humedecer su lengua reseca. Luego añadió—: Le hemos dicho que su vida corre peligro y que tú eres un noble disfrazado al que hemos encargado que lo escolte a un lugar secreto donde estará a salvo. —Al monarca se le quebró la voz. Crispado, carraspeó y continuó hablando—. El príncipe no pondrá objeciones a la decisión, pues sabe muy bien que cuanto le decimos es cierto: se cierne en torno a él un complot amenazador...
—De eso no cabe duda —comentó Hugh.
El rey se crispó aún más. Su cota de malla rechinó y la espada tintineó en la vaina.
— ¡Contennos, Majestad! —Susurró el correo, apresurándose a interponer su cuerpo entre el monarca y el asesino—. ¡Recuerda a quién te diriges! —reprendió a éste.
Hugh no le hizo caso.
— ¿Adonde tengo que llevar al príncipe, Majestad? ¿Qué debo hacer con él?
—Yo te explicaré los detalles —respondió Triano.
Stephen ya no soportaba aquello por más tiempo y empezaba a perder el aplomo. Se encaminó hacia la puerta y, al hacerlo, volvió un poco el cuerpo para no rozarse con el asesino. Probablemente, el gesto fue inconsciente, pero la afrenta no pasó inadvertida a la Mano, que sonrió tétricamente en la oscuridad y murmuró en respuesta:
—Majestad, hay un servicio que ofrezco a todos mis clientes...
Stephen se detuvo, con la mano en el tirador de la puerta.
— ¿Y bien? ¿Cuál es? —preguntó sin volver la cabeza.
—Revelarle a la víctima quién lo hace matar y por qué. ¿Debo informar de ello a vuestro hijo, Majestad?
La cota de malla volvió a crujir, revelando que el cuerpo del monarca era presa de un acusado temblor. Pese a ello, Stephen mantuvo la cabeza enhiesta y los hombros erguidos.
—Cuando llegue el momento —sentenció—, mi hijo lo sabrá.
Tenso, erguido, el rey se adentró en el pasadizo. Hugh escuchó sus pisadas perdiéndose en la distancia. El correo se aproximó a él y guardó silencio hasta que oyó cerrarse una puerta a lo lejos.
—No había necesidad de decir eso —dijo entonces, sin alzar la voz—. Lo has herido profundamente.
— ¿Y quién es este «correo» que administra los fondos del tesoro real y se preocupa por los sentimientos del rey? —replicó Hugh.
—Tienes razón. —El joven emisario se había vuelto hacia la ventana y Hugh lo vio sonreír—. No soy ningún correo. Soy el mago del rey.
El asesino frunció el entrecejo.
—Eres muy joven para ser mago, ¿no?
—Tengo más edad de la que parece —respondió Triano con jovialidad—. Las guerras y el gobierno de un reino envejecen a los hombres. La magia, no. Y ahora, si quieres acompañarme, tengo ropas y provisiones para tu viaje, además de la información que precisas. Por aquí...
El mago se apartó para dejar paso a Hugh. El gesto de Triano era cortés, pero la Mano advirtió que su acompañante obstruía hábilmente con su cuerpo el pasadizo por el que había desaparecido Stephen. Avanzó en la dirección que le indicaba.
Triano hizo una pausa para recoger la lámpara de la piedra luminosa, alzó la pantalla y avanzó junto a Hugh, muy cerca de su codo.
—Por supuesto, deberás parecer un noble y actuar como tal. Para ello te hemos preparado un vestuario adecuado. Una de las razones de que te escogiéramos es que procedes de noble cuna, aunque no se te haya reconocido.
Posees un aire aristocrático innato. El príncipe es muy inteligente y no lo engañaría un patán con ropas caras.
No habían caminado más de diez pasos cuando el mago indicó a Hugh que se detuviera ante una de las muchas puertas que se abrían en el pasillo. Con la misma llave de hierro que había utilizado en las ocasiones anteriores, Triano abrió una vez más. Hugh entró y juntos recorrieron un pasillo transversal al primero y que no estaba en tan buen estado como éste. Las paredes empezaban a desmoronarse y tanto Hugh como el mago avanzaron con toda cautela, pues las grietas del suelo hacían traicionero el camino. Doblaron a la izquierda para entrar en otro pasadizo y un nuevo giro a la izquierda los introdujo en un tercero. Cada uno de los sucesivos corredores era más corto que el anterior. Hugh comprendió que estaban internándose cada vez más en las entrañas del gran monasterio. A continuación, iniciaron una serie de vueltas en zigzag, como si anduvieran al azar.
Triano no dejó de hablar un solo instante en todo el recorrido.
—Era aconsejable recoger toda la información posible acerca de ti. Sabemos que naciste en la cama que no debías después de una aventura de tu padre con una criada, y que tu noble padre (cuyo nombre, por cierto, he sido incapaz de descubrir)
arrojó a la calle a tu madre. Ella murió durante el ataque de los elfos a
Festfol y tú fuiste recogido y criado por los monjes kir. —Triano se estremeció—.
No debe de haber sido una vida fácil —añadió en un murmullo, mientras echaba un vistazo a los muros helados que los rodeaban.
Hugh no vio la necesidad de hacer comentarios y guardó silencio. Si el mago pensaba que dándole conversación y siguiendo aquella complicada ruta iba a distraerlo o confundirlo, no lo estaba consiguiendo. Normalmente, todos los monasterios kir estaban construidos según los mismos planos: un patio interior cuadrado, con las celdas de los monjes sobre dos de los lados. El tercero albergaba a los criados de los monjes o a los huérfanos, como Hugh, recogidos por la orden.
También estaban allí las cocinas, las salas de estudio y la enfermería.
El niño tendido en el jergón de paja sobre el suelo de piedra se agitó y volvió la cabeza. En la estancia, oscura y sin calefacción, hacía un frío terrible, pero la piel del chiquillo ardía con un calor innatural y, en sus movimientos convulsivos, había arrojado a un lado la fina manta con la que cubría sus brazos desnudos.
Otro muchacho, algunos años mayor que el enfermo, el cual parecía tener unos nueve ciclos, entró en la cámara y contempló con aire apesadumbrado a su amigo.
El muchacho traía en las manos un cuenco de agua que colocó con cuidado en el suelo al tiempo que se arrodillaba al lado del enfermo. Después, sumergiendo los dedos en el agua, humedeció sus labios resecos, cuarteados por la fiebre.
Esto pareció aliviar los sufrimientos del niño. Dejó de agitarse y volvió los ojos vidriosos hacia su cuidador. Una desvaída sonrisa iluminó su carita pálida y macilenta. El muchacho arrodillado a su lado le respondió con otra sonrisa, rasgó un retal de tela de sus ropas andrajosas y la sumergió en el agua. Después de escurrirla con cuidado para no desperdiciar ni una gota, aplicó la compresa en la frente enfebrecida del pequeño.
—Todo saldrá bien... —empezó a decir el muchacho, cuando una negra sombra se cernió sobre los dos y una mano fría y huesuda lo agarró por la muñeca.
— ¡Hugh! ¿Qué estás haciendo?
La voz sonaba tan fría, rancia y oscura como la estancia.
—Yo..., estaba ayudando a Rolf, hermano. Tiene la fiebre y Gran Maude ha dicho que, si no le baja, morirá...
— ¿Morir? —La voz hizo estremecerse la cámara de piedra—. ¡Por supuesto que morirá! Es un privilegio para él morir siendo un niño inocente y escapar del mal que es la herencia de la humanidad. De ese mal que debemos sacar de nuestros débiles cuerpos a base de disciplinas. —La mano obligó a Hugh a postrarse de rodillas—. Reza, Hugh. Reza para que te sea perdonado el pecado de intentar contrariar la voluntad de los antepasados llevando a cabo el acto innatural de sanar a un enfermo. Reza para que la muerte...
El niño enfermo emitió un sollozo y contempló con temor al monje. Hugh se desasió de la mano que lo forzaba a seguir de rodillas.
—Sí que rezaré por la muerte —masculló en un siseo, poniéndose en pie—.
¡Por la tuya, hermano!
El monje descargó su bastón sobre los lomos de Hugh y éste se tambaleó. El segundo golpe lo derribó al suelo. Después, siguieron lloviéndole golpes hasta que el monje se cansó de levantar el palo. Por fin, el hermano abandonó la enfermería.
El cuenco de agua se había roto durante la paliza. Lleno de golpes y contusiones, Hugh buscó a tientas en la oscuridad hasta encontrar el paño. Estaba húmedo de agua o de su propia sangre, no lo sabía a ciencia cierta. En cualquier caso, lo notó frío y reconfortante cuando lo colocó con ternura en la frente de su pequeño amigo.
Levantando el cuerpecito enjuto entre sus brazos, Hugh estrechó al enfermo contra su pecho acunándolo torpemente, consolándolo, hasta que el pequeño dejó de temblar y agitarse, y su cuerpo quedó frío y quieto...
—Cuando tenías dieciséis ciclos —continuó contando Triano—, escapaste de los kir. El monje con el que hablé me dijo que, antes de marcharte, irrumpiste en las salas de archivos y averiguaste la identidad de tu padre. ¿Lo encontraste?
—Sí —respondió la Mano, pensando para sí que aquel Triano se había tomado mucho interés, realmente, en averiguar cosas acerca de él. El mago había acudido a visitar a los kir y, al parecer, los había interrogado en profundidad. Eso significaba que... Sí, por supuesto. Aquello resultaba muy interesante: ¿quién iba a aprender más del otro durante aquel paseo por los pasadizos?
— ¿Era un noble? —lo tanteó Triano con suavidad.
—Así se hacía llamar. En realidad era un..., ¿cómo decías hace un rato?, «un patán con ropas caras».
—Hablas en pasado. ¿Ha muerto, pues?
—Sí. Yo mismo lo maté.
Triano hizo un alto y lo miró con los ojos como platos.
— ¡Me dejas helado! Hacer una declaración así con tanta despreocupación...
— ¿Y por qué diablos debería preocuparme? —Hugh continuó caminando y
Triano tuvo que correr para mantenerse a su lado—. Cuando el muy cerdo supo quién era yo, se me echó encima con la espada. Me enfrenté a él con las manos desnudas y el arma terminó clavada en su vientre. Juré que fue un accidente y el alguacil me creyó. Al fin y al cabo, yo era casi un chiquillo y mi «noble» padre tenía fama de lujurioso: muchachas, jóvenes..., a él le daba igual. No le revelé a nadie quién era, sino que les hice pensar que el muerto me había raptado. Los kir se habían ocupado de darme educación y aún hoy soy capaz de hablar como un noble, si quiero. El alguacil se convenció de que era el hijo de algún aristócrata, secuestrado para saciar la lascivia de mi padre. Supongo que el hombre tenía más interés en silenciar la muerte del viejo licencioso que en iniciar una enemistad entre clanes.
—Pero no fue un accidente, ¿verdad?
Una piedra se movió bajo el pie de Triano, que alargó instintivamente la mano hacia Hugh. Éste sostuvo al mago y lo ayudó a recobrar el equilibrio. Ahora, el camino descendía hacia las entrañas más profundas del monasterio.
—No, no fue ningún accidente. Le arranqué sin esfuerzo la espada de la mano, pues estaba borracho. Le dije el nombre de mi madre y el lugar donde estaba enterrada, y a continuación le clavé el arma en las tripas. Murió demasiado deprisa. Desde entonces he aprendido.
Triano estaba pálido y silencioso. Levantó la piedra luminosa en su candil de hierro y estudió el rostro ceñudo de Hugh, surcado por profundas arrugas.
—El príncipe no debe sufrir —indicó el mago.
—Bien, volvamos a ese asunto —dijo la Mano con una sonrisa—. Por cierto, estábamos teniendo una charla muy agradable. ¿Qué esperabas encontrar? ¿Que no soy tan malo como mi reputación? ¿O tal vez lo contrario, que soy todavía peor?
Triano hacía visibles esfuerzos por no irse por las ramas. Con la mano en torno al brazo de Hugh, se inclinó hacia él y le habló en voz baja, aunque los únicos oyentes que el asesino alcanzó a ver eran unos murciélagos.
—Debes hacerlo con limpieza y rapidez. Por sorpresa. Sin infundir temor.
Mientras duerme, tal vez. Hay venenos que...
Hugh se sacudió la mano del mago y replicó:
—Conozco bien mi oficio. Haré las cosas como dices, si es eso lo que deseas.
Tú eres el cliente. O, más bien, supongo que hablas por él.
—Sí, eso es lo que deseamos los dos.
Tranquilizado al respecto, Triano suspiró y continuó avanzando un corto trecho hasta detenerse frente a una nueva puerta cerrada. En lugar de abrirla, dejó el candil en el suelo y, con un gesto de la mano, indicó a Hugh que observara el interior. El asesino se agachó, aplicó el ojo al agujero de la cerradura y escrutó la estancia.
La Mano rara vez se emocionaba por nada, nunca exteriorizaba sus sentimientos... Sin embargo, en esta ocasión, su mirada aburrida y desinteresada se convirtió en un destello de sorpresa y conmoción al contemplar por el ojo de la cerradura a su futura víctima. No tenía ante sí al joven intrigante que había forjado en su imaginación; enroscado en un jergón, profundamente dormido, había un chiquillo de rostro pensativo que no debía de tener más de diez ciclos.
Hugh se incorporó lentamente. El mago levantó el candil y estudió el rostro del asesino. Su expresión era sombría y ceñuda y Triano suspiró de nuevo, con una mueca de preocupación en el rostro. Tras llevarse un dedo a los labios, el mago condujo a Hugh a una habitación dos puertas más allá de la anterior. Abrió la puerta con la llave, empujó a Hugh al interior y cerró de nuevo sin hacer ruido.
— ¡Ah! —Exclamó Triano sin alzar la voz—, hay algún problema, ¿verdad?
Hugh echó una ojeada rápida y completa a la estancia en que se hallaban y volvió a mirar al ansioso mago.
—Sí. Con gusto echaría unas chupadas a la pipa. La mía me la quitaron en la prisión. ¿No tendrás otra?
. El esterego es un hongo que crece en la isla de Tytan. Los humanos de esa tierra han utilizado desde antiguo el esterego machacado como bálsamo curativo. Durante la Primera Expansión, los exploradores elfos advirtieron que, por su sabor intenso y combustión lenta, era muy superior a su tabaco favorito, y menos costoso de cultivar. Transportaron el hongo a sus plantaciones pero, al parecer, existe algo especial en Tytan, y ninguna otra variedad puede igualar al original en aroma y sabor. (N. del a.)
CAPITULO
MONASTERIO KIR, ISLAS VOLKARAN, REINO MEDIO
—Pero acabas de fruncir el entrecejo y parecías enfadado. He supuesto que...
— ¿... que, tal vez, sentía escrúpulos de asesinar a un pobre niño?
«Es un privilegio para él morir siendo un niño inocente y escapar del mal que es la herencia de la humanidad.» Las palabras volvieron a su recuerdo desde el pasado. Era aquella estancia fría y oscura, las paredes de piedra resquebrajadas, lo que le hacía evocar aquel suceso de su vida. Hugh volvió a hundir el recuerdo en lo más profundo de su mente, lamentando que hubiera reaparecido. En el hogar ardía un fuego reconfortante. Levantó una brasa con las pinzas y la aplicó a la cazoleta de una pipa que el mago había extraído de un bulto tirado en el suelo. Al parecer, Stephen había pensado en todo.
Tras unas chupadas, el esterego despidió su brillo incandescente y los viejos recuerdos se desvanecieron como por arte de magia.
—El ceño era por mí mismo, porque he cometido un error. No había calculado debidamente..., una cosa. Y un error así puede resultar caro. Sin embargo, tienes razón: me gustaría saber qué puede haber hecho un niño de esa edad para merecer una muerte tan temprana.
—Se diría que..., que el hecho de haber nacido —respondió Triano, al parecer sin reflexionar, pues de inmediato lanzó una rápida mirada furtiva a Hugh para ver si lo había escuchado.
A la Mano se le escapaban muy pocos detalles. Con el tizón encendido sobre la cazoleta de la pipa, hizo una pausa y contempló al mago con aire burlón y curioso. Triano se sonrojó y añadió:
—Se te paga lo suficiente como para que no hagas preguntas. Por cieno, aquí tienes tu dinero.
. En el Reino Inferior, esas islas que se encuentran en el centro de la tormenta perpetua conocida por el Torbellino, existe abundancia de agua. Sin embargo, aún no se ha encontrado el dragón capaz de volar en el Torbellino. Los elfos, con sus mágicas naves dragón mecánicas, consiguen surcar la ruta agitada por la gran tormenta y, en consecuencia, mantienen un monopolio casi absoluto sobre el agua.
Los precios a que la venden (cuando acceden a comerciar con ella con los humanos)
resultan exorbitantes. Por eso, los abordajes a las naves de transporte élficas y los ataques a sus puertos de almacenamiento de agua no sólo son económicamente lucrativos para los humanos, sino verdadera cuestión de vida o muerte. (N. del a.)
Introdujo la mano en una bolsa que colgaba de su costado y sacó un puñado de monedas. Contó cincuenta piezas de a cien barls y las sostuvo ante sí.
—Confío en que el anticipo del rey será suficiente —murmuró.
Hugh arrojó el tizón a la chimenea.
—Sólo si puedo hacer uso de él.
Mientras daba unas chupadas a la pipa para mantenerla encendida, la Mano aceptó las monedas y las inspeccionó con cuidado. Eran auténticas, desde luego.
En la cara aparecía troquelado un barril de agua; una efigie de Stephen (no muy fiel, en realidad) adornaba la cruz. En un reino donde la mayoría de las cosas se adquiría por trueque o mediante el robo (el propio rey era un notorio pirata cuyos abordajes a las naves de los elfos lo habían ayudado a hacerse con el trono), la moneda del «doble barl», como era denominada, apenas se veía circular. Su valor podía cambiarse directamente por el más preciado líquido: el agua.
En el Reino Medio, el agua escaseaba. La lluvia era infrecuente y, cuando caía, era absorbida y retenida de inmediato por la coralita porosa. Por las islas de coralita no corrían ríos ni torrentes, aunque diversas especies vegetales que crecían en su suelo eran capaces de acumular agua. El cultivo de los árboles de cristal y de las plantas copa era un medio caro y laborioso de obtener el precioso líquido pero constituía, junto con el robo de la que recogían los elfos, la principal fuente de agua del Reino Medio para los humanos. Aquel encargo representaba una fortuna para Hugh. Con ella, no tendría que volver a trabajar, si quería. Y todo por dar muerte a un niño.
Aquello no tenía sentido. Hugh sopesó las monedas en la mano y se quedó mirando al mago.
—Está bien, supongo que tienes derecho a saber algo de la historia —accedió
Triano a regañadientes—. Por supuesto, estarás al corriente de la situación actual entre Volkaran y Ulyandia, ¿no?
Sobre una mesilla había una jarra, un cuenco grande y un tazón. El asesino dejó el dinero sobre la mesa, levantó la jarra de agua y, vertiendo parte de su contenido en el tazón, la cató con aire crítico.
—Esto viene del Reino Inferior —dijo—. No está mal.
—Es agua para beber y para asearse. Tienes que aparentar que eres un noble
—replicó Triano con irritación—. Tanto en tu aspecto exterior como en tu olor. Por cierto, ¿pretendes hacerme creer que no sabes nada de política?
Hugh se quitó la capa de los hombros, se inclinó sobre el cuenco y sumergió el rostro en el agua. Después, se mojó los hombros y el pecho y empezó a frotarse la piel con una pastilla de jabón. El escozor de la espuma al contacto con las marcas en carne viva de las heridas de la espalda hizo que se le escapara una pequeña mueca de dolor.
—Si pasaras dos días en la prisión de Yreni, como yo, también tú apestarías.
En cuanto a la política, no tiene nada que ver con mi oficio, salvo haberme proporcionado un par de clientes esporádicamente. Ni siquiera estaba seguro de si
Stephen tenía un hijo...
—Pues así es —dijo el mago, con frialdad—. Y también tiene una esposa. No es ningún secreto que fue un matrimonio de estricta conveniencia, para evitar que las dos poderosas naciones se enfrentaran entre ellas y quedáramos todos a merced de los elfos. Sin embargo, a la reina le gustaría tener consolidado en sus manos todo el poder. La corona de Volkaran no puede trasmitirse a una mujer y el único medio de que la reina Ana se haga con el mando es a través de su hijo.
Hemos descubierto su plan recientemente y, por esta vez, el rey ha salvado la vida por los pelos, pero tememos que la próxima no tenga tanta suerte.
—Y por eso queréis libraros del niño. Sí, supongo que esto resuelve el problema, pero deja al rey sin heredero.
Con la pipa sujeta con fuerza entre los dientes, Hugh se quitó los pantalones y vertió agua en abundancia sobre su cuerpo desnudo. Triano se volvió de espaldas por recato, o mareado tal vez a la vista de las numerosas contusiones y cicatrices de peleas, algunas aún tiernas, que desfiguraban la piel del asesino.
—Stephen no es ningún estúpido. Ese problema está en vías de resolverse.
Cuando declaremos la guerra a Aristagón, las naciones se unirán, incluida la de la reina. Durante la contienda, Stephen se divorciará de Ana y tomará por esposa a una mujer de Volkaran. Por fortuna, Su Majestad tiene aún una edad en la que puede engendrar hijos, muchos hijos. La guerra obligará a las naciones aliadas a permanecer unidas a pesar del divorcio. Cuando vuelva la paz (si tal cosa sucede algún día) Ulyandia estará demasiado debilitada, demasiado dependiente de
Stephen, para romper sus vínculos.
—Muy hábil —reconoció Hugh. Arrojando la toalla a un lado, tomó dos tragos de aquella agua del Reino Inferior, fría y de sabor dulce, y luego se alivió en un orinal situado en un rincón. Una vez refrescado, empezó a estudiar los diversos artículos de vestuario perfectamente doblados y dispuestos sobre un catre—. ¿Y cómo haréis para llevar a los elfos a la guerra? Ellos tienen sus propios problemas.
—Pensaba que no sabías nada de política... —murmuró Triano, cáustico—. La causa de la guerra será la..., la muerte del príncipe.
— ¡Ah! —Hugh se puso la ropa interior y los calzones de gruesa lana—. Todo limpio y sin rastros. ¡Por eso has tenido que confirmar el asunto en lugar de ocuparte de él tú mismo, con algunos mapas del castillo!
—Exacto.
A Triano se le quebró la voz y pareció a punto de sofocarse. La Mano se detuvo mientras se ponía la camisa y dirigió una mirada penetrante al mago, quien, sin embargo, siguió dándole la espalda. Hugh entrecerró los ojos, dejó la pipa a un lado y continuó vistiéndose, pero más despacio, prestando atención al menor matiz en las palabras y el tono de voz de su interlocutor.
-—El cuerpo del niño debe ser encontrado por nuestra gente en Aristagón. No te resultará difícil. Cuando se extienda la noticia de que los elfos han tomado cautivo al príncipe, se enviarán grupos armados en su busca. Te proporcionaré una lista de lugares adecuados. El rey y yo sabemos que posees una nave dragón...
—Diseñada y construida por los elfos. Resulta perfecto, ¿no? —Respondió
Hugh—. Teníais el plan muy estudiado, ¿verdad? Incluso hasta el punto de achacarme la muerte de Rogar.
Hugh se enfundó una casaca de terciopelo negro con galones de oro. Sobre la cama había una espada. Hugh la empuñó y la examinó con ojo crítico. Desenvainó la hoja y la probó con un gesto de muñeca rápido y ágil. Satisfecho, la devolvió a la funda y se ajustó el cinto al cuerpo. Después, guardó la daga en el interior de la bota.
—Y no sólo de achacarme esa muerte —añadió—, sino de cometerla incluso, ¿no es así?
— ¡No! —Triano se volvió al fin para mirarlo de frente—. Fue el mago de la fortaleza quien asesinó a su señor, como tú, creo, adivinaste enseguida. Nosotros estábamos observando la situación y, sencillamente, la aprovechamos. Nos apropiamos de tu daga y la pusimos en lugar del arma del crimen. Después, hicimos llegar a ese caballero amigo tuyo la voz de que te hallabas en las inmediaciones.
—Así que me dejas poner la cabeza en esa piedra empapada de sangre, me dejas ver al maníaco levantando su espada mellada sobre mí, y luego me salvas la vida y crees que puedes comprarme por puro miedo.
—Con cualquier otro, así habría sido. En tu caso tenía mis dudas, como habrás advertido, y ya se las había expresado a Stephen.
—De modo que me llevo al chico a Aristagón, lo mato y dejo el cuerpo para que lo encuentre su doliente padre, que entonces agita el puño y jura vengarse de los elfos, y toda la humanidad marcha a la guerra. ¿No se le ha ocurrido a nadie que los elfos no son tan estúpidos, en realidad? En este momento, no les interesa una guerra con nosotros. Esa rebelión entre los suyos es un asunto serio.
— ¡Pareces saber más de los elfos que de tu propia gente! A algunos, esto les resultaría chocante...
—Seguramente, a quienes ignoran que tengo que encargar las reparaciones de mi nave a constructores elfos y que su magia debe ser renovada por hechiceros elfos.
—De modo que tratas con el enemigo...
—En mi oficio, todo el mundo es enemigo —replicó Hugh con un encogimiento de hombros.
Triano se humedeció los labios. Era evidente que la conversación le estaba dejando un regusto amargo, pero esto era lo que sucedía, reflexionó Hugh, cuando uno bebía con los reyes.
—En ocasiones, los elfos han capturado a algún hombre y nos han provocado dejando los cuerpos donde pudiéramos descubrirlos con facilidad —dijo Triano en voz baja—. Debes disponer las cosas para que parezca...
—Ya sé cómo disponer las cosas. —Hugh posó la mano en el hombro del mago y tuvo la satisfacción de notar cómo el joven hechicero se encogía al contacto—.
Conozco mi oficio.
Bajó la mano, recogió las monedas, volvió a estudiarlas y dejó caer un par en un pequeño bolsillo interior de la casaca. Guardó cuidadosamente las demás en su talega y metió ésta en una alforja.
—Hablando de negocios —dijo entonces—, ¿cómo nos pondremos en contacto para recibir el resto de la paga y qué seguridad tengo de que me espera el dinero, y no una flecha en el pecho, cuando regrese?
—Tienes nuestra palabra, la palabra de un rey. En cuanto a la flecha... —
ahora era Triano quien parecía complacido—, supongo que sabrás cuidar de ti mismo.
—Desde luego —asintió Hugh—. Recordaré tus palabras.
— ¿Es una amenaza? —se burló Triano.
—Es una promesa —replicó la Mano con frialdad—. Y ahora, es mejor que nos demos prisa. Será preciso viajar de noche.
—El dragón te llevará a donde tienes amarrada la nave...
— ¿... para que luego vuelva y te diga dónde la tengo? —Hugh enarcó las cejas—. No.
—Tienes nuestra palabra de que...
Hugh sonrió.
— ¡La palabra de un hombre que me contrata para dar muerte a su hijo!
El joven mago enrojeció de ira.
— ¡No lo juzgues! Tú no puedes entender... —Triano se mordió la lengua, obligándose a callar.
— ¿Entender, qué? —Hugh le dirigió una mirada penetrante, aguda.
—Nada. Tú mismo has dicho que no te interesaba la política. —Triano tragó saliva—. Piensa lo que te plazca de nosotros. Poco importa eso.
Hugh lo observó con aire escéptico y llegó a la conclusión de que iba a conseguir más información.
—Dime dónde estamos y sabré llegar hasta el barco —propuso.
—Imposible. Esta fortaleza es secreta. Nos hemos esforzado muchos años para convertirla en un refugio seguro para Su Majestad.
— ¡Ah!, pero tienes mi palabra de que... —se burló Hugh—. Parece que estamos en un callejón sin salida.
Triano enrojeció de nuevo y se mordió el labio con tal fuerza que, cuando al fin volvió a hablar, Hugh advirtió unas marcas blancas en la carne.
— ¿Qué me dices a esto? Tú me indicas una dirección general..., el nombre de una isla, pongamos, y yo doy instrucciones al dragón de que os conduzca, a ti y al príncipe, a una ciudad de esa isla y os deje allí. Es lo máximo que puedo ofrecer.
Hugh meditó la propuesta y, finalmente, efectuó un gesto de asentimiento con la cabeza. Tras dar unos golpecitos para hacer caer la ceniza, guardó la pipa —de boquilla larga y curva y cazoleta redondeada— en la alforja e inspeccionó el resto del contenido de ésta. Su satisfacción ante lo que vio en ella fue evidente, pues la volvió a cerrar sin un comentario.
—El príncipe lleva su propia comida e indumentaria, suficiente para... —
Triano titubeó, pero se obligó a terminar la frase—: ... para un mes.
—El asunto no debería alargarse tanto —declaró la Mano, al tiempo que se cubría los hombros con la capa de piel—. Depende de si esa ciudad está muy lejos del lugar al que debemos ir. Puedo alquilar unos dragones...
— ¡El príncipe no debe ser visto! Son pocos quienes lo conocen, fuera de la corte, pero si por casualidad alguien lo reconociera. ..
—Tranquilízate. Sé lo que hago —replicó Hugh con voz calmada, pero en sus ojos negros brilló un destello de advertencia que el mago creyó conveniente atender.
Hugh cargó con la alforja y se encaminó hacia la puerta. Por el rabillo del ojo captó un movimiento que atrajo su atención. Fuera, en el patio, el verdugo real hizo una reverencia en respuesta a alguna orden inaudible y se retiró. En mitad del patio quedó sólo el bloque de piedra de las ejecuciones. El tajo brillaba con una luz blanca extrañamente tentadora en su frialdad, su pureza y su promesa de evasión. La Mano hizo una pausa. Era como si, por un instante, notara enroscarse en torno a su cuello un sedal invisible arrojado por el destino. Un filamento que tiraba de él, que lo arrastraba, enredándolo en la misma telaraña inmensa en la que ya se debatían Triano y el rey.
Un golpe de la espada, limpio y rápido, lo liberaría.
Un golpe, a cambio de diez mil barls.
Retorciéndose la trenza de la barba, Hugh se volvió hacia Triano.
— ¿Qué prueba debo enviarte?
— ¿Prueba? —Triano parpadeó, sin comprender a qué se refería su interlocutor.
—Para indicar que el trabajo está terminado. ¿Una oreja? ¿Un dedo? ¿Qué?
— ¡Nuestros benditos antepasados no lo permitan!
Al joven mago lo embargó una palidez mortal. Se tambaleó de un lado a otro y tuvo que apoyarse en una pared para mantenerse en pie. Por eso no llegó a advertir que en los labios de Hugh aparecía una torva sonrisa y que el asesino ladeaba ligeramente la cabeza como si acabara de recibir la respuesta a una pregunta importantísima.
—Por favor..., perdona esta muestra de debilidad —murmuró Triano, pasándose una mano temblorosa por la frente bañada en sudor—. Llevo varias noches sin dormir y..., y luego he tenido que ir y volver a Ke'lith a toda prisa, más de un rydai en cada dirección, a lomos del dragón. ¡Por supuesto que queremos una señal! El príncipe lleva... —Triano tragó saliva y, de pronto, pareció encontrar nuevas fuerzas para continuar—. El príncipe lleva un amuleto, una pluma de halcón que le fue entregada por un misteriarca del Reino Superior cuando acababa de nacer. Debido a sus propiedades mágicas, no se puede separar ese amuleto de su dueño a menos que el príncipe... —a Triano le vaciló de nuevo la voz—... a menos que esté muerto. —Exhaló un profundo y tembloroso suspiro y añadió—:
Mándanos ese amuleto y sabremos que...
El hechicero no terminó la frase.
— ¿Qué clase de propiedades mágicas? —quiso saber Hugh, suspicaz.
Pero Triano, pálido y desencajado, permaneció callado como un muerto y sacudió la cabeza. Hugh no pudo determinar si el mago se negaba a responder o si era físicamente incapaz de articular una palabra. En cualquier caso, era evidente que Triano no iba a revelarle mucho más acerca del príncipe y de su amuleto.
Probablemente, no importaba. Era habitual regalar objetos mágicos de aquel tipo a los bebés para protegerlos de la enfermedad o de las mordeduras de ratas, o para preservarlos de caer de cabeza al fuego de la chimenea. La mayoría de amuletos, vendidos por charlatanes ambulantes, poseía las mismas capacidades mágicas que la losa que Hugh estaba pisando en aquel momento. Por supuesto, era muy probable que el dije del hijo de un rey fuera auténtico, pero Hugh no conocía ningún amuleto —ni siquiera los dotados de verdadero poder— que pudiera proteger a su portador de que, por ejemplo, le rebanaran el pescuezo.
Según las leyendas, hubo una época en que ciertos hechiceros poseían esta capacidad, pero de eso ya hacía mucho tiempo. Tal conocimiento se había perdido desde que los brujos de antaño abandonaran el Reino Medio para instalarse en las islas que flotaban, lejanas, en el Reino Superior. ¿Era posible que uno de ellos hubiera descendido para entregar la pluma al bebé?
Aquel Triano debía de tomarlo por un verdadero chiflado, pensó Hugh.
—Domínate, mago —dijo a su interlocutor—, o el chico sospechará.
Triano asintió y bebió con avidez el cuenco de agua reconfortante que le sirvió el asesino. Cerrando los ojos, el mago exhaló varios suspiros, se concentró y, en unos instantes, consiguió volver a sonreír con expresión tranquila y normal mientras sus mejillas cenicientas recuperaban el color.
—Ya estoy listo —indicó por fin, saliendo al pasillo e iniciando la marcha hacia la cámara donde yacía dormido el príncipe.
El mago introdujo la llave en la cerradura, abrió la puerta en silencio y se apartó de la entrada.
—Adiós —dijo a Hugh mientras guardaba la llave en el bolsillo de su casaca.
— ¿No entras conmigo para presentarme, para explicarle qué sucede?
Triano movió la cabeza al tiempo que musitaba una negativa. Hugh advirtió que el mago se esforzaba en mantener la mirada al frente y que evitaba dirigirla al interior de la estancia.
—Ahora está en tus manos —lo oyó murmurar—. Te dejaré el candil.
El hechicero dio media vuelta sobre sus talones y prácticamente huyó a la carrera por el pasadizo. Pronto se perdió en las sombras. El agudo oído de Hugh captó el chasquido de una cerradura, seguido de una comente de aire fresco que cesó al poco rato. El mago se había marchado.
Hugh se encogió de hombros, acarició las dos monedas del bolsillo con los dedos de una mano y cerró la otra en torno a la empuñadura de la espada en un gesto que lo tranquilizó. Después, sosteniendo en alto el candil, penetró en la estancia e iluminó al pequeño.
A la Mano no le gustaban los niños, ni sabía nada acerca de ellos. No guardaba ningún recuerdo de su infancia, lo cual no era de extrañar pues había sido muy breve. Los monjes kir no encontraban ninguna utilidad en la inocencia infantil, feliz y despreocupada. Desde muy pequeños, los niños a su cuidado eran expuestos a las crudas realidades de la vida. En un mundo donde no existían dioses, los kir veneraban la única certeza de la vida: la muerte. La vida llegaba a la humanidad al azar, de manera fortuita. No había opción ni remedio para ella y demostrar alegría ante tan dudoso don era considerado un pecado. La muerte, en cambio, era la radiante promesa, la feliz liberación.
Como parte esencial de sus creencias, los kir llevaban a cabo las tareas que las mayorías de los humanos consideraban más ofensivas o peligrosas, y eran conocidos por ello como los Hermanos de la Muerte.
Los monjes no tenían piedad para con los vivos. A ellos les incumbían los muertos. No practicaban las artes curativas pero, cuando los cuerpos de las víctimas de una peste eran arrojados a las calles, eran ellos quienes se encargaban de recogerlos, de realizar los solemnes rituales y de incinerarlos. Los pobres a quienes los kir cerraban las puertas mientras estaban vivos eran admitidos una vez muertos. Los suicidas, malditos por los antepasados y considerados como una deshonra por sus familiares, eran acogidos por los kir y sus cuerpos, tratados con respeto. Los cadáveres de asesinos, prostitutas y ladrones..., todos eran recibidos por los kir. Después de una batalla, eran ellos quienes se ocupaban de aquellos que habían sacrificado su vida por la causa que estuviera en juego en ese momento.
Los únicos seres vivos a quienes extendían su caridad los monjes kir eran los hijos varones de los fallecidos, los huérfanos que carecían de cobijo. Los kir les proporcionaban techo y educación. Allí donde ellos iban —siempre algún escenario de miseria y sufrimiento— llevaban consigo a los niños, a quienes utilizaban como criados al tiempo que les enseñaban los hechos de la vida, ensalzando las piadosas ventajas de la muerte. Educando a tales muchachos según sus costumbres y sus lúgubres creencias, los monjes podían mantener el número de miembros de su negra orden. Algunos niños, como Hugh, conseguían escapar, pero ni siquiera él había conseguido huir de la sombra de las capuchas negras bajo cuya tutela había crecido.
Así pues, cuando la Mano contempló el rostro dormido del chiquillo, no sintió lástima ni indignación. Matar al pequeño era sólo un trabajo más para él, aunque podía resultar más difícil y peligroso que la mayoría. Hugh sabía que el mago le había mentido; ahora, sólo le quedaba averiguar la razón.
Dejó caer la alforja en el suelo y utilizó la punta de la bota para despertar al príncipe.
—Chiquillo, despierta.
El niño dio un respingo, abrió los ojos con un destello de cólera y permaneció sentado, en actitud reflexiva, hasta estar completamente despierto.
— ¿Qué es esto? —Preguntó, mirando al desconocido a través de una maraña de rizos dorados—. ¿Quién eres?
—Mi nombre es Hugh, maese Hugh de Ke'lith, Alteza —respondió la Mano, recordando a tiempo que debía hacerse pasar por noble y mencionando el primer lugar que le vino a la mente—. Corréis peligro y vuestro padre me ha contratado para llevaros a un lugar donde estéis a salvo. Levantaos. El tiempo apremia.
Debemos emprender la marcha mientras aún sea de noche.
Al observar el rostro impasible del hombre, con sus pómulos altos, la nariz aguileña y las trenzas negras colgando del mentón hendido, el chiquillo se echó hacia atrás en el jergón.
— ¡Vete! ¡No me gustas! ¿Dónde está Triano? ¡Quiero a Triano!
—Yo no soy guapo como el mago, pero tu padre no me ha contratado por mi aspecto. Si tú te espantas al verme, imagina lo que pensarán tus enemigos.
Hugh dijo estas frases en son de burla, sólo por decir algo. Estaba dispuesto a coger al chiquillo, por mucho que pataleara y chillara, y llevárselo por la fuerza.
Por eso le sorprendió observar que el pequeño meditaba sus palabras con una expresión seria y de profunda inteligencia.
—Lo que dices tiene sentido, maese Hugh —dijo el muchacho, poniéndose en pie—. Te acompañaré. Recoge mis cosas —añadió, señalando con su mano menuda un fardo colocado junto a él sobre el camastro.
Hugh hubo de morderse la lengua para no decirle al mocoso que cargara con ellas él mismo, pero logró reprimirse.
—Sí, Alteza —dijo humildemente, con una reverencia. Estudió al muchacho con detenimiento. El príncipe era pequeño para su edad y tenía unos ojos grandes de color azul claro, unos labios dulces y llenos y las facciones, blancas como la porcelana, de quien pasa la vida protegido bajo techo. La luz iluminaba una pluma de halcón colgada de una cadena de plata que rodeaba su cuello.
—Ya que vamos a ser compañeros de viaje, apéame el tratamiento y llámame por mi nombre —propuso el chiquillo algo vacilante.
— ¿Y cuál es vuestra gracia, Alteza? —preguntó Hugh, cargando con el fardo.
El niño lo miró y la Mano se apresuró a añadir:
—He pasado muchos años fuera del país, Alteza.
—Bane —dijo el pequeño—. Soy el príncipe Bane.
Hugh se quedó inmóvil, helado. ¡Bane! Aquélla era la palabra que usaban los monjes kir para designar la mala suerte, la causa de la ruina de los hombres. El asesino no era supersticioso, pero ¿por qué había de poner nadie a un niño un nombre de tan mal agüero? Hugh notó el hilo invisible de la telaraña del destino enroscándose a su cuello. Evocó la imagen del tajo de mármol, aquella piedra fría, pacífica y serena. Molesto consigo mismo, sacudió la cabeza. La sensación paralizante se desvaneció y la imagen de su propia muerte desapareció. Hugh cargó al hombro el fardo del príncipe y sus propias alforjas.
Para su sorpresa, el príncipe le rodeó el cuello con los brazos.
—Me alegro de que seas mi guardián —declaró, con su suave mejilla contra la de Hugh.
La Mano se quedó rígido, impertérrito. Bane se apartó por fin.
—Ya estoy preparado —anunció con excitación—. ¿Viajaremos en dragón?
Esta noche ha sido la primera vez que he montado en uno. Supongo que tú debes de montarlos continuamente.
—Sí —consiguió decir Hugh—. Tengo un dragón en el patio. Si Su Alteza me sigue... —Cargado con los dos bultos, tomó en la mano la lámpara de la piedra luminosa.
—Conozco el camino —respondió el príncipe, abandonando la estancia.
Hugh lo siguió, y notó el contacto de las manos del chiquillo, suave y cálido contra su piel.
CAPÍTULO
MONASTERIO KIR, ISLAS VOLKARAN, REINO MEDIO
Tres personas reunidas en una habitación ubicada en los pisos superiores del monasterio. La estancia había sido la celda de uno de los monjes y, por tanto, era fría, austera, pequeña y carente de ventanas. El trío —dos hombres y una mujer—
se hallaba en el centro mismo de la reducida habitación. Uno de los hombres tenía un brazo en torno a los hombros de la mujer y ésta lo enlazaba por la cintura; los dos parecían sostenerse mutuamente, como si fueran a caerse de no apoyarse el uno en el otro. El tercero de los presentes se encontraba muy cerca de la pareja.
—Están preparándose para la marcha.
El mago tenía la cabeza ladeada, aunque no era su oído físico el que captaba el batir de las alas del dragón a través de los gruesos muros del monasterio.
— ¡Se marcha! —comenzó a gemir la mujer, dando un paso adelante—.
¡Quiero volver a verlo! ¡Hijo mío! ¡Sólo una vez más!
— ¡No, Ana! —La voz de Triano era severa; su mano asió la de la mujer y la apretó con fuerza—. Fueron precisos largos meses para romper el hechizo. ¡De esta manera es más sencillo! ¡Tienes que ser fuerte!
— ¡Ojalá hayamos obrado bien! —sollozó la mujer, volviendo el rostro contra el hombro de su esposo.
—Deberías haberlos acompañado, Triano —dijo Stephen con voz áspera, aunque la mano con que acariciaba el cabello de su esposa era suave y cariñosa—.
Aún estamos a tiempo.
—No, Majestad. Hemos estudiado este asunto largo y tendido. Nuestros planes están bien urdidos. Ahora, debemos llevarlos a cabo y rogar que los antepasados estén con nosotros y que todo salga como esperamos.
— ¿Has advertido a ese..., Hugh?
—Un tipo duro como ese asesino a sueldo no me habría creído. No habría servido de nada y podría haber causado mucho daño. Ese hombre es el mejor. Es frío y despiadado. Debemos confiar en su habilidad y en su modo de ser.
— ¿Y si fracasa?
—En ese caso, Majestad —respondió Triano con un leve suspiro—, deberemos prepararnos para afrontar el final.
. El menka (o, más exactamente, el menkarias rydai) es la unidad de longitud entre los elfos. En su origen, se definía como «la altura de mil cazadores elfos».
Modernamente, la medida se ha normalizado determinando que los cazadores elfos miden nueve palmos de altura, con lo cual el menka queda establecido en nueve mil palmos. Esto ha provocado considerables confusiones entre las razas, dado que los palmos élficos son ligeramente menores que los humanos. (N. del a.)
CAPITULO
HET, DREVLIN, REINO INFERIOR
Casi en el mismo instante en que Hugh colocaba su cabeza sobre el tajo en el patio de Ke'lith, otra ejecución —la del tristemente famoso Limbeck
Aprietatuercas— se desarrollaba a miles de menkas por debajo de las Volkaran, en la isla de Drevlin. En un principio, cualquiera habría pensado que ambas ejecuciones no tenían otra cosa en común que la coincidencia en el tiempo. Sin embargo, los hilos invisibles tejidos por la araña inmortal del destino se habían enroscado en torno al alma de aquellos dos reos extrañamente dispares y, de forma lenta e inexorable, iban a propiciar su encuentro.
La noche en que fue asesinado Rogar de Ke'lith, Limbeck Aprietatuercas se hallaba en su acogedora y desordenada vivienda de Het, la ciudad más antigua de
Drevlin, preparando un discurso.
Limbeck era un geg, como éstos se denominaban a sí mismos. En los demás idiomas de Ariano, igual que en el mundo antiguo previo a la Separación, Limbeck y sus compatriotas recibían el nombre genérico de enanos. Limbeck levantaba del suelo unos respetables seis palmos (sin zapatos). Una barba abundante y despeinada adornaba su rostro, alegre y franco. Empezaba a tener un poco de barriga, algo inhabitual en un joven adulto geg pero que se debía al hecho de pasar gran parte de su tiempo sentado. Sus ojos eran brillantes, inquisitivos y terriblemente miopes.
Limbeck vivía en una pequeña caverna entre cientos de otras cavidades que formaban una especie de panal en un gran montículo de coralita situada en las afueras de Het. La caverna de Limbeck tenía ciertas diferencias con las de sus vecinos, lo cual parecía muy apropiado ya que el propio Limbeck era, sin duda, un geg fuera de lo corriente. Su caverna era más alta que las demás (el techo estaba casi al doble de la altura de un geg). Una plataforma especial, construida con planchas de madera nudosa, le permitía acceder al techo de la vivienda y disfrutar de otra de las rarezas de la caverna: las ventanas.
La mayoría de los gegs no precisaba ventanas pues las tormentas que azotaban la isla las hacían poco prácticas y, en general, los gegs se preocupaban más de lo que sucedía dentro que en el exterior. Con todo, algunos de los edificios originales de la ciudad —los construidos hacía tantísimo tiempo por los venerados y reverenciados dictores— contaban con ellas. Sus pequeños paneles de grueso cristal lleno de burbujas, colocados en los huecos abiertos en las sólidas paredes, estaban perfectamente adaptados a la exposición permanente al viento, la lluvia y el granizo. Limbeck había requisado algunos de tales paneles de un edificio abandonado del centro de la ciudad y los había trasladado a su caverna. Con unas cuantas vueltas de un taladro que había pedido prestado, había procedido entonces a crear dos aberturas perfectas para sendas ventanas al nivel del suelo y otras cuatro cerca del techo.
Con esto, Limbeck había establecido la principal diferencia entre él y la mayoría de sus congéneres. Éstos sólo miraban hacia adentro, mientras que a él le gustaba contemplar el exterior, aunque sólo fuera para ver caer la lluvia torrencial, el granizo y los relámpagos o, en los breves períodos en que las tormentas remitían, las cubas y los serpentines zumbantes, y los deslumbrantes mecanismos internos de la Tumpa-chumpa.
Otro detalle de la vivienda de Limbeck hacía a ésta decididamente inconfundible. En la puerta de entrada, que se abría al interior del montículo y a sus calles interconectadas, había un rótulo con las letras UAPP pintadas en rojo.
En todos sus restantes aspectos, la vivienda era una típica morada geg. El mobiliario, funcional y confeccionado con los pocos materiales al alcance de los enanos, carecía de cualquier frivolidad decorativa. Nada de cuanto podía verse allí permanecía quieto. Los muros, suelos y techos de la confortable caverna se estremecían y temblaban siguiendo el latido, el martilleo, el zumbido, las crepitaciones y el estrépito de la Tumpa-chumpa, el objeto dominante..., la fuerza dominante en Drevlin.
A Limbeck, augusto líder de la UAPP, no le importaba el ruido. El estruendo lo tranquilizaba, pues llevaba oyéndolo, aunque más amortiguado, desde que aún estaba en el vientre de su madre. Los gegs reverenciaban el ruido, igual que veneraban la Tumpa-chumpa, pues sabían que, si cesaba el estruendo, su mundo se derrumbaría. Entre ellos, la muerte era conocida como el Perpetuo Silencio.
Envuelto por el reconfortante rechinar y retumbar, Limbeck se esforzaba en dar forma a su discurso. Las palabras acudían con fluidez a su cabeza, pero le costaba mucho esfuerzo trasladarlas al papel. Lo que sonaba grandioso, solemne y noble cuando surgía de sus labios, parecía trivial y pretencioso una vez puesto por escrito. Al menos, a Limbeck se lo parecía. Jarre siempre insistía en que era demasiado crítico consigo mismo y que sus escritos eran igual de interesantes que su oratoria. Sin embargo, cuando la oía decir tal cosa, Limbeck replicaba depositando un beso en su mejilla e insistiendo en que su opinión no era objetiva.
Limbeck repitió en voz alta lo que iba escribiendo, para oír cómo sonaban sus palabras. Como era muy miope y le resultaba difícil concentrarse cuando llevaba las gafas, Limbeck se las quitaba invariablemente cuando se ponía a escribir. Con el rostro casi pegado al papel mientras deslizaba la pluma línea a línea, el enano terminaba con más tinta en la nariz y en la barba de la que empleaba en redactar sus escritos.
—Por tanto, nuestra intención como Unión de Adoradores para el Progreso y la Prosperidad es proporcionar a nuestro pueblo una vida mejor ahora, no en un tiempo futuro que tal vez no llegue nunca.
Limbeck, llevado de su entusiasmo, descargó el puño sobre la mesa y derramó un poco de tinta del recipiente que utilizaba como tintero. Un reguero de líquido azul se deslizó hacia el papel, amenazando con empapar el discurso. Limbeck cortó el paso de la tinta pasando el codo por la mesa y su túnica desgastada absorbió el líquido ávidamente. Como la tela había perdido hacía mucho tiempo el colorido que un día había tenido, la mancha en la manga representó una alegre mejora.
—Durante siglos, nuestros líderes han insistido en que fuimos enviados a este reino de las tormentas y el caos porque no se nos consideró merecedores de compartir las tierras superiores con los welfos. Nos han dicho que nosotros, que somos de carne y hueso, no podíamos aspirar a vivir en la tierra de los inmortales.
Cuando seamos merecedores de ello, apuntan nuestros líderes, los welfos vendrán de Arriba y juzgarán nuestros actos y nos elevarán a los cielos. Mientras llega ese día, añaden, nuestra obligación es servir a la Tumpa-chumpa y aguardar la llegada del gran momento. Pero yo afirmo..., ¡afirmo que ese día nunca llegará!
En este punto, Limbeck alzó por encima de la cabeza su puño apretado y manchado de tinta. Luego, añadió:
— ¡Afirmo que nos han mentido, que nuestros líderes viven en el engaño! Es lógico que el survisor jefe y los miembros de su truno hablen de aguardar al día del
Juicio para que lleguen los cambios. Al fin y al cabo, ellos no necesitan mejorar sus condiciones de vida. El survisor y los suyos reciben el pago divino, pero ¿lo reparten igualitariamente entre nosotros, acaso? ¡No! ¡Al contrario, nos hacen pagar, y a un precio muy alto, el producto que nosotros mismos hemos obtenido con el sudor de nuestras frentes!
Limbeck decidió hacer una pausa en aquel punto para permitir que se alzaran los vítores y marcó el párrafo con una señal que quería ser una estrella.
— ¡Es hora de alzarse y...!
Se interrumpió a media frase, creyendo haber oído un sonido extraño. Para los welfos que acudían cada mes en busca de su cargamento de agua, era un misterio cómo podía nadie en aquella tierra oír otra cosa que el ruido de la Tumpachumpa y el ulular y rugir de las tormentas que barrían Drevlin día a día. Sin embargo, los gegs, acostumbrados a los ruidos ensordecedores, prestaban a éstos la misma atención que un señor de los elfos de Tribus al murmullo de una corriente de aire entre las hojas de un árbol. Un geg podía dormir como un tronco en mitad de una furiosa tormenta y, en cambio, despertarse sobresaltado por el rumor de un ratón deambulando por la despensa.
Lo que había llamado la atención de Limbeck era el sonido de un grito lejano;
sobresaltado por la inesperada interrupción, echó un vistazo al aparato de medir el tiempo —invento suyo— que tenía colocado en un hueco de la pared. Del artilugio, una compleja combinación de engranajes, ruedas y púas, soltaba cada hora una alubia que era recogida en un recipiente colocado debajo. Cada mañana, Limbeck vaciaba el recipiente de las alubias por un agujero situado en la parte superior del aparato e iniciaba la medición de la nueva jornada.
Incorporándose de un brinco, Limbeck acercó sus ojos miopes al recipiente, contó apresuradamente las alubias y emitió un gruñido. Llegaba tarde. Tomando un abrigo, se encaminó a la puerta cuando, de pronto, le vino a la cabeza la siguiente frase del discurso y decidió retrasar la marcha unos instantes para anotarla. Tomó asiento de nuevo y no volvió a acordarse de la cita. Feliz y embadurnado de tinta se perdió una vez más en su retórica.
—Nosotros, la Unión de Adoradores para el Progreso y la Prosperidad, propugnamos tres medidas: primera, que todos los expertos se reúnan y compartan sus conocimientos de la Tumpa-chumpa y aprendan su funcionamiento para convertirse en sus dueños y dejar de ser sus esclavos. (Señal para aplausos.) Segunda, que los adoradores dejen de esperar el día del Juicio y empiecen a trabajar desde ahora para mejorar la calidad de sus vidas actuales.
(Otra señal.) Tercera, que los adoradores acudan al survisor y le exijan una participación justa en los ingresos obtenidos de los welfos. (Dos señales y un garabato.)
Al llegar a este punto, Limbeck emitió un suspiro. Sabía, por anteriores experiencias, que esta última medida sería la más popular entre los jóvenes gegs reacios a trabajar largas horas por una paga exigua. Pero también sabía que, de las tres, era la menos importante.
— ¡Si ellos hubieran visto lo que yo! —Se lamentó Limbeck—. ¡Si supieran lo que yo sé! ¡Si pudiera revelárselo!
De nuevo, el sonido de un grito lejano interrumpió sus pensamientos. Alzando la cabeza, sonrió con indisimulado orgullo. El discurso de Jarre estaba teniendo su efecto habitual. «Ella no me necesita», reflexionó Limbeck, no con pena sino con la alegría de un maestro que se enorgullece al ver florecer a un alumno prometedor.
Jarre lo estaba haciendo muy bien sin él. «Será mejor que continúe escribiendo y termine de una vez», añadió para sí.
Durante la hora siguiente, empapado de tinta y de inspiración, Limbeck permaneció tan absorto en su tarea que no volvió a oír las voces y, por tanto, no advirtió que cambiaban de tono y pasaban de gritos de aprobación a rugidos de cólera. Cuando, por fin, otro sonido distinto del monótono retumbar y chirriar de la Tumpa-chumpa atrajo su atención, fue el estruendo de un portazo. El sobresalto fue tremendo, pues el golpe sonó apenas a cinco palmos de su asiento.
Distinguió apenas una silueta oscura y borrosa a la que tomó por Jarre.
— ¿Eres tú, querida? —preguntó.
Jarre jadeaba como si hubiera hecho más esfuerzo del debido. Limbeck se palpó los bolsillos en busca de las gafas, no las encontró y tanteó la mesa con una mano.
—He oído los vítores. El discurso de hoy te ha salido espléndido, a lo que parece. Lamento no haber asistido como te prometí, pero he estado ocupado... —
señaló el papel con una mano salpicada de tinta.
Jarre se abalanzó sobre él. Los gegs son pequeños de estatura pero de constitución recia, con manos grandes y fuertes y una propensión a presentar mandíbulas cuadradas y hombros también cuadrados que les proporcionan un aspecto general de gran robustez. Hombres y mujeres gegs poseen pareja corpulencia, pues todos sirven a la Tumpa-chumpa hasta la edad de contraer matrimonio —en torno a los cuarenta ciclos—, momento en que se exige a ambos sexos que dejen su puesto de trabajo y se queden en sus casas para concebir y criar a la siguiente generación de adoradores de la Tumpa-chumpa. Jarre, que había servido a ésta desde los doce ciclos, era más fuerte que la mayor parte de las mujeres jóvenes. Limbeck, que no había servido a la máquina jamás, era bastante enclenque. En consecuencia, cuando Jarre se abalanzó sobre él, estuvo a punto de hacerlo caer de la silla.
— ¿Qué sucede, querida? —preguntó Limbeck mientras la escrutaba con sus ojos miopes, consciente por primera vez de que algo estaba sucediendo—. ¿No te ha ido bien con el discurso?
—Sí, me ha ido bien. ¡Muy bien! —respondió Jarre, hundiendo las manos en la túnica harapienta y manchada de tinta de Limbeck e intentando obligar a éste a ponerse en pie—. ¡Vamos! ¡Es preciso que te saquemos de aquí!
— ¿Ahora? —Protestó Limbeck con un parpadeo—. Pero mi discurso...
—Sí, es una buena idea. No debemos dejarlo aquí como prueba... —
Desasiéndose de Limbeck, Jarre se apresuró a recoger las hojas de papel que constituían un producto de desecho de la Tumpa-chumpa (nadie sabía por qué) y empezó a guardarlas bajo la parte delantera de su vestido—. ¡Deprisa, no tenemos mucho tiempo! —Echó un rápido vistazo al habitáculo y añadió—: ¿Tienes alguna cosa más que debamos llevarnos?
— ¿Prueba...? —Inquirió Limbeck, desconcertado, al tiempo que buscaba a tientas las gafas—. ¿Prueba de qué?
—De nuestra Unión de Adoradores —replicó Jarre con impaciencia. Ladeó la cabeza, escuchó con atención y corrió con expresión temerosa a asomarse a una de las ventanas.
— ¡Pero, querida mía, si ésta es la sede central de la Unión! —empezó a protestar Limbeck, pero ella lo hizo callar con un siseo.
— ¡Escucha! ¿Oyes eso? Ya vienen. —Alargó la mano, recogió las gafas de
Limbeck y con un gesto rápido se las colocó a éste en la nariz, donde se sostuvieron en un precario equilibrio—. Distingo sus linternas. Son los gardas.
¡No, por delante, no! ¡Por la puerta de atrás, por donde he entrado!
Jarre empezó a empujarlo para que se apresurara, pero Limbeck se detuvo y, cuando un geg se planta donde está, resulta casi imposible moverlo.
—No iré a ninguna parte, querida, hasta que me cuentes qué ha sucedido —
declaró, mientras se ajustaba las gafas con gesto calmado.
Jarre se retorció las manos, pero conocía bien al geg que amaba. Limbeck tenía un carácter testarudo que ni siquiera la Tumpa-chumpa podría haber derrotado. La mujer había aprendido en ocasiones anteriores a vencer su terquedad actuando con gran rapidez, sin darle tiempo a pensar, pero comprobó enseguida que la estratagema no resultaría esta vez.
— ¡Ah!, está bien —asintió exasperada, mientras volvía constantemente la vista hacia la puerta delantera—. Había una gran multitud en el mitin. Mucho mayor de la que esperábamos...
—Eso es estupen...
—No me interrumpas. No tenemos tiempo. Todos escuchaban mis palabras y..., ¡ah, Limbeck, ha sido tan maravilloso! —Pese al miedo y la impaciencia, a
Jarre le refulgió la mirada—. Ha sido como aplicar una cerilla a un puñado de salitre. ¡El público se ha inflamado hasta estallar!
— ¿Estallar? —Limbeck empezó a sentirse inquieto—. Querida mía, no queremos que se produzca ningún estallido.
—Eres tú quien no lo quería —replicó ella con desdén—. Pero ahora es demasiado tarde. El fuego ya está encendido y nos corresponde conducirlo, no intentar extinguirlo de nuevo. —Apretó los puños y echó hacia adelante su mentón cuadrado—. ¡Esta noche hemos atacado la Tumpa-chumpa!
— ¡No!
Limbeck la miró, horrorizado. La noticia le produjo tal conmoción que, al instante, cayó sentado de nuevo en la silla.
—Sí, y creo> que le hemos causado un daño irreparable. —Jarre se sacudió la mata tupida de cabello moreno y rizado, que llevaba bastante corto—. Los gardas y algunos de los ofinistas salieron a perseguirnos, pero todos los nuestros escaparon. Los gardas no tardarán en acudir a la sede de la Unión en tu busca, querido, y por eso he venido para alejarte del peligro. ¡Escucha! —Llegó a sus oídos el sonido de unos golpes en la puerta principal y unas voces roncas que exigían a gritos que abriera la puerta—. ¡Ya están aquí! ¡Deprisa! Es probable que ignoren la existencia de la puerta trasera...
— ¿Vienen a tomarme preso? —inquirió Limbeck, meditabundo.
A Jarre no le gustó la expresión de su rostro. Frunció el entrecejo y tiró de él, tratando de que se pusiera en pie otra vez.
—Sí. Vámooos ya...
—Me llevarán a juicio, ¿verdad? —continuó Limbeck con voz pausada—. Muy probablemente, ante el propio survisor jefe...
— ¿Qué estás pensando, Limbeck? —Jarre no tenía necesidad de preguntarlo:
sabía muy bien qué se proponía—. ¡Causar daños a la Tumpa-chumpa se castiga con la muerte!
Limbeck hizo caso omiso del comentario, como si aquélla fuera una cuestión sin importancia. Las voces se hicieron más estentóreas y persistentes. Una de ellas pidió a gritos un hacha.
— ¡Querida mía —declaró Limbeck—, por fin tendré el público que llevo buscando toda mi vida! ¡Ésta es nuestra oportunidad de oro! Piénsalo bien: ¡así podré presentar nuestra causa al survisor jefe y al Consejo de los Trunos! Estarán presentes cientos de gegs. Los cantores de noticias y el misor-ceptor...
El filo del hacha asomó a través de la puerta de madera. Jarre palideció.
— ¡OH, Limbeck! ¡No hay tiempo para jugar a hacerte el mártir! ¡Por favor, vamonos de una vez!
El hacha se liberó, desapareció y cayó con un nuevo golpe sobre la puerta maltrecha.
—No, vete tú, querida —replicó Limbeck, besándola en la frente—. Yo me quedo. Estoy decidido.
— ¡Entonces, yo me quedo también! —declaró Jarre con ferocidad, apretando la mano de Limbeck entre las suyas.
El hacha descargó sobre la puerta otro golpe, que hizo volar astillas por toda la estancia.
— ¡No, no! —Limbeck sacudió la cabeza—. Tú debes continuar el trabajo en mi ausencia. Cuando mis palabras y mi ejemplo inflamen a los adoradores, debes estar allí para conducir la revolución.
— ¡Oh, Limbeck! —Jarre titubeó—, ¿estás seguro?
—Sí, querida.
—Entonces, haré lo que dices. Pero te rescataremos. —Corrió hacia la salida, pero no pudo evitar detenerse allí para echar una última mirada a su espalda—.
Cuídate —suplicó a Limbeck.
—Lo haré, querida mía. Ahora, ¡vete! —El geg hizo un gesto festivo con la mano.
Jarre le mandó un beso y desapareció por la salida de atrás en el mismo instante en que los gardas irrumpían por la puerta principal.
—Buscamos a un tal Limbeck Aprietatuercas —dijo uno de los gardas, cuya expresión solemne quedaba algo deslucida por el hecho de que no dejaba de sacarse pequeñas astillas de la barba.
—Ya lo habéis encontrado —respondió Limbeck majestuosamente. Extendió los brazos al frente, juntó las muñecas y añadió—: Como adalid de mi pueblo, con gusto sufriré en su nombre cualquier tortura o indignidad. ¡Conducidme, pues, a vuestra mazmorra apestosa, infestada de ratas y embadurnada de sangre!
— ¿Apestosa? —El garda pareció enfurecerse—. Debes saber que limpiamos nuestra cárcel con regularidad. En cuanto a las ratas, no se ha visto una de ellas en más de veinte años, ¿no es cierto, Fred? —Preguntó a un colega de gremio que irrumpía en aquel instante por la puerta rota—. Desde que trajimos el gato. Y ya hemos limpiado la sangre de anoche, cuando Durkin Tornero llegó con el labio partido tras una pelea con su esposa. ¡No tienes ningún motivo para insultar mi cárcel! —añadió ceñudo el garda.
—Yo..., lo siento mucho —balbució Limbeck, desconcertado—. No tenía idea...
—Bien, acompáñanos —replicó su interlocutor—. ¿Por qué juntas las manos así, delante de mi rostro?
— ¿No vas a esposarme, a atarme de pies y manos?
— ¿Cómo caminarías, entonces? ¡No esperarás que te llevemos en andas! —El garda hizo un gesto de desdén—. Vaya espectáculo daríamos, cargando contigo por las calles... Y no eres un peso ligero, precisamente. Baja las manos. Las únicas esposas que teníamos dejaron de usarse hace unos treinta años. Seguimos empleándolas cuando algún joven se porta mal; a veces, un padre las pide prestadas para atemorizar al chiquillo revoltoso.
Limbeck, a quien tantas veces habían amenazado con los grilletes en su turbulenta infancia, quedó anonadado.
«Otra fantasía infantil que vuela», se dijo con tristeza al tiempo que se dejaba conducir a la prosaica prisión patrullada por los gatos.
El martirio no empezaba nada bien.
CAPITULO
DE HET A WOMBE, DREVLIN, REINO INFERIOR
Limbeck aguardaba con expectación el viaje a través de Drevlin hasta Wombe, la capital, a bordo de la centella rodante. Hasta aquel momento, jamás había montado en la centella. Nadie de su truno lo había hecho y entre la multitud corrían abundantes murmuraciones respecto a que un delincuente común gozara de privilegios que les estaban negados a los ciudadanos normales.
Algo dolido al oírse llamar delincuente común, Limbeck ascendió los peldaños y penetró en lo que parecía una caja de reluciente latón, dotada de ventanas y apoyada en numerosas ruedas que corrían por unos raíles metálicos. Sacó las gafas del bolsillo, ajustó las frágiles patillas de alambre tras las orejas y contempló a la multitud. Localizó enseguida a Jarre, aunque ésta tenía la cabeza y el rostro ocultos bajo la sombra de una voluminosa capa. Era demasiado arriesgado intentar establecer un diálogo por señas, pero Limbeck consideró que no sucedería nada si se llevaba sus gruesos dedos a los labios y le enviaba un breve beso.
Llamó su atención una pareja que permanecía apartada de los demás en el otro extremo del andén y le sorprendió comprobar que se trataba de sus padres. Al principio, lo conmovió pensar que habían acudido a despedirlo. Sin embargo, una ojeada al rostro sonriente de su padre, semioculto bajo una enorme bufanda que llevaba en torno al cuello para asegurarse de que nadie lo reconocía, llevó a
Limbeck a pensar que no estaban allí por amor a él, sino, probablemente, para cerciorarse de que veían por última vez a un hijo que no les había traído más que líos y descrédito. Con un suspiro, Limbeck se acomodó en el asiento de madera.
El conductor del vehículo, conocido popularmente como el centellero, echó un vistazo a Limbeck y al garda que lo acompañaba, los dos pasajeros que ocupaban el único compartimiento. Aquella inhabitual parada en la estación de Het le había hecho acumular un considerable retraso sobre el horario y no quería perder más tiempo. Al observar que Limbeck empezaba a ponerse en pie —el enano creyó ver entre la gente a su antiguo maestro—, el centellero se echó por encima de los hombros las dos trenzas de su barba, cuidadosamente partida en el mentón; a continuación, agarró dos de las numerosas clavijas metálicas que tenía ante sí y tiró de ellas. Varias mordazas de metal que sobresalían del techo del compartimiento se elevaron desde éste y se cerraron en torno a un cable suspendido encima del vehículo. Se produjo un chispazo azulado, un silbato dejó oír su voz aguda y potente y, entre chisporroteos y zumbidos eléctricos, la centella rodante arrancó con una sacudida.
La caja de metal se meció y cabeceó adelante y atrás. Las mordazas que se agarraban al cable encima de los viajeros despedían alarmantes chispas, pero el centellero no pareció inmutarse. Asió otra de las clavijas metálicas, la empujó hasta hundirla en la pared y el vehículo adquirió más velocidad. Limbeck pensó que en su vida había experimentado una sensación tan maravillosa.
La centella rodante había sido creada mucho tiempo atrás por los dictores para su empleo en la Tumpa-chumpa. Una vez que los dictores desaparecieron misteriosamente, la propia máquina se hizo cargo de su funcionamiento y mantuvo con vida aquel medio de transporte igual que se mantenía operativa ella misma. La vida de los gegs estaba destinada a servir a ambas.
Todos los gegs pertenecían a algún truno, es decir, formaban pare de un clan que había vivido en la misma ciudad y había adorado a la misma parte de la
Tumpa-chumpa desde que los dictores llevaran por primera vez a los enanos a aquel mundo. Cada geg realizaba la misma tarea que había desempeñado su padre, y el padre de éste, y el padre del abuelo, antes que él.
Los gegs realizaron su trabajo a conciencia. Eran competentes, hábiles y expertos, pero carentes de imaginación. Cada uno sabía servir a la Tumpa-chumpa en el puesto que tenía asignado y no mostraba el menor interés por las demás partes de la máquina. Más aún, ninguno se cuestionaba las razones para hacer lo que hacía. Por qué había que girar la rueda, por qué no debía permitirse que la flecha negra del silbato apuntara nunca hacia la zona roja, por qué había de tirar del tirador, pulsar el pulsador o girar la manivela, eran preguntas que no se le pasaban por la cabeza al geg corriente. Pero Limbeck no era un geg corriente.
Ahondar en los «cómo» y los «porqué» de la gran Tumpa-chumpa era una blasfemia y atraía la cólera de los ofinistas, que constituían la casta sacerdotal de
Drevlin. La máxima ambición de la mayoría de los gegs era llevar a cabo su acto de adoración según las enseñanzas de los maestros de su truno, y realizarlo satisfactoriamente. Esto les habría de proporcionar, a ellos o a sus hijos, un lugar en los reinos superiores. Pero Limbeck no se daba por satisfecho con ello.
Cuando pasó la novedad de moverse a una velocidad tan tremenda, el viaje en la centella empezó a resultarle muy deprimente. La lluvia batía contra las ventanas. Unos relámpagos naturales —no los rayos azulados que creaba la
Tumpa-chumpa— descendían de las nubes turbulentas y en ocasiones afectaban a los chisporroteos azules del vehículo, haciendo que la caja metálica saltara y vibrara. En el techo del compartimiento se oyó el repiqueteo del granizo.
Desplazándose alrededor, debajo, encima y a través de enormes secciones de la
Tumpa-chumpa, la centella parecía estar exhibiendo presuntuosamente —al menos, a los ojos de Limbeck— el grado de esclavitud de los gegs.
Las llamas de unos hornos gigantescos iluminaban la penumbra opresiva y permanente. Bajo su resplandor, Limbeck observó a sus congéneres —apenas unas sombras oscuras y achaparradas recortadas contra el fuego deslumbrante—
atendiendo las necesidades de la Tumpa-chumpa. La visión despertó en él una rabia que, advirtió compungido, había arrinconado y casi había dejado extinguirse en su interior mientras se dejaba absorber por la tarea de organizar la UAPP.
Se alegró de volverla a experimentar, de aceptar la energía que le proporcionaba, y empezó a meditar sobre cómo trasladar aquel sentimiento a su alegato cuando un comentario de su acompañante interrumpió momentáneamente sus pensamientos.
— ¿Qué has dicho? —preguntó.
—Digo que es hermosa, ¿verdad? —repitió el garda, contemplando la Tumpachumpa con admiración y respeto.
«Esto ya es demasiado», pensó Limbeck completamente indignado. «Cuando me conduzcan ante el survisor jefe, contaré a todos la verdad...»
— ¡Fuera! —Gritó el maestro, con la barba erizada de cólera—. ¡Vete de aquí, Limbeck Aprietatuercas, y que nunca vuelva a ver por esta escuela tus ojos miopes!
—No entiendo por qué se ha molestado así —replicó el joven Limbeck mientras se ponía en pie.
— ¡Fuera! —aulló el geg.
—Era una pregunta perfectamente lógica.
La visión de su instructor abalanzándose hacia él y blandiendo una llave de tuerca en la mano hizo que el alumno emprendiera una rápida e indecorosa retirada hasta salir del aula. Limbeck, del decimocuarto gremio, abandonó la escuela de la Tumpa-chumpa con tales prisas que no le dio tiempo a ponerse las gafas y, en consecuencia, cuando llegó a la rechinante rueda roja, se equivocó de dirección. Las salidas estaban señaladas, por supuesto, pero Limbeck era tan corto de vista que no distinguió el rótulo. Abrió la puerta que, creía, daba paso al corredor que conducía a la plaza del mercado, recibió el viento en pleno rostro como una bofetada y se dio cuenta de que aquella puerta se abría en realidad al
Exterior.
El joven geg no había estado nunca en el Exterior. Debido a las temibles tormentas que barrían la tierra al ritmo medio de dos por hora, nadie abandonaba nunca el refugio de la ciudad y la reconfortante presencia de la Tumpa-chumpa.
Repletos de túneles, pasadizos cubiertos y senderos subterráneos, los pueblos y ciudades de Drevlin estaban construidos de tal modo que los gegs podían recorrerlos durante meses sin que mojara su rostro una sola gota de lluvia.
Quienes tenían que viajar por la superficie utilizaban la centella rodante o los gegavadores. Pocos gegs salían alguna vez al Exterior caminando.
Limbeck titubeó en el umbral de la puerta, escrutando con sus ojos miopes el paisaje bañado por la lluvia y barrido por el viento. Aunque éste soplaba con fuerza, en aquel momento se producía una pausa entre dos tormentas y se filtraba entre las nubes perpetuas una débil luz grisácea que, en Drevlin, era lo más parecido a un día despejado y radiante bajo los rayos de Solarus. La luz daba un aspecto encantador al paisaje de la isla, habitualmente lóbrego, y titilaba y parpadeaba sobre las numerosas palancas, ruedas y mecanismos de la Tumpachumpa, que giraban, rodaban y se movían arriba y abajo incansablemente, mientras las nubes de vapor se alzaban hasta unirse a sus hermanas en el cielo.
El resplandor mortecino hacía que la superficie de Drevlin, melancólica y deslustrada, llena de grietas y montones de escoria y hoyos y zanjas, pareciera casi atractiva, sobre todo, cuando lo único que alcanzaba a ver el espectador era una especie de suave y borroso contorno de color fango.
Limbeck advirtió inmediatamente que se había equivocado de camino. Sabía que debía volver atrás, pero el único lugar al que podía acudir era su casa y estaba seguro de que, para entonces, ya habría llegado a oídos de sus padres la noticia de que lo habían expulsado de la escuela de la Tumpa-chumpa. Exponerse a los terrores del Exterior le resultaba mucho más atractivo que afrontar la cólera de su padre, de modo que, sin pensarlo más, traspasó el umbral y cerró la puerta de golpe a sus espaldas.
Aprender a caminar por el fango fue toda una experiencia en sí misma. Al dar el tercer paso, resbaló y cayó pesadamente en el cieno. Cuando se incorporó, descubrió que una de sus botas estaba atascada y necesitó todas sus fuerzas para sacarla. Escudriñó el terreno en penumbra y llegó a la conclusión de que los montones de escoria tal vez le proporcionarían un apoyo más firme. Avanzó chapoteando entre el fango hasta alcanzar al fin las pilas de coralita que dejaban a su paso las potentes palas excavadoras de la Tumpa-chumpa. Al escalar la superficie dura y compacta de la coralita, advirtió complacido que había acertado:
era mucho más fácil caminar sobre ella que por el barrizal.
También se dijo que la vista debía de ser espectacular y pensó que era preciso contemplarla. Sacó las gafas del bolsillo, se las colgó de la nariz y miró a su alrededor.
En las planicies de Dravlin se alzaban las chimeneas y los tanques contenedores, las antenas productoras de rayos y las enormes ruedas en movimiento de Tumpa-chumpa, muchas de cuyas estructuras se alzaban a tal altura que sus extremos humeantes se perdían entre las nubes. Limbeck observó con temor y respeto la Tumpa-chumpa. Cuando uno servía sólo a una parte de aquella gigantesca creación, tendía a concentrarse únicamente en esa parte y perdía de vista el conjunto. A Limbeck le vino a la cabeza el viejo dicho de que los dientes no le dejan a uno ver la rueda.
« ¿Por qué?», se preguntó (por cierto, era la misma pregunta que había provocado su expulsión de la escuela). « ¿Por qué está aquí la Tumpa-chumpa?
¿Por qué la construyeron los dictores, para luego dejarla aquí? ¿Por qué vienen y van cada mes los inmortales welfos, sin cumplir jamás con la promesa de elevarnos a los refulgentes reinos superiores? ¿Por qué? ¿Por qué?»
Las preguntas martillearon en la cabeza de Limbeck hasta que los resonantes porqués, las ráfagas de viento o la propia visión de la mole reluciente de la Tumpachumpa, o las tres cosas a la vez, empezaron a aturdirlo. Parpadeando, se quitó las gafas y se frotó los ojos. En el horizonte se cerraban las nubes, pero el geg calculó que aún quedaba algún tiempo hasta que descargara la siguiente tormenta. Si volvía ahora a casa, una tormenta muy distinta caería sobre él, de modo que decidió continuar explorando.
Temiendo romperse sus preciadas gafas en alguna caída, Limbeck las guardó cuidadosamente en el bolsillo de la camisa y empezó a abrirse paso por el montón de escoria. Los gegs —pequeños, robustos y hábiles de movimientos— caminan con gran seguridad. Deambulan por estrechos pasadizos construidos a cientos de metros de altura sin que se les mueva un pelo de la barba. Cuando desean trasladarse de un nivel a otro, suelen agarrarse a los dientes de una de las enormes ruedas y elevarse con ellas, colgados de las manos, desde el fondo hasta la altura deseada. Pese a su deficiente vista, Limbeck descubrió muy pronto el mejor modo de atravesar las pilas de coralita cuarteada y fragmentada.
Ya estaba moviéndose con soltura y avanzando bastante deprisa, cuando pisó un terrón suelto que se movió y lo hizo trastabillar. Tras ello, tuvo que concentrarse en vigilar dónde ponía el pie y, sin duda, fue ésta la causa de que olvidara vigilar la proximidad de las nubes. Sólo se acordó de la tormenta cuando una racha de viento casi lo derribó y unas gotas de lluvia le cayeron en los ojos.
Se apresuró a sacar las gafas, ponérselas y mirar a su alrededor. Sin darse cuenta, había caminado un trecho considerable. Las nubes se cerraban ya sobre él, el abrigo de la Tumpa-chumpa estaba a cierta distancia y volver sobre sus pasos entre la coralita rota le iba a llevar un buen rato. Las tormentas de Drevlin eran feroces y peligrosas. Limbeck observó en la coralita hoyos ennegrecidos donde habían impactado los relámpagos. Si no le caía encima un rayo, sin duda lo alcanzaría el gigantesco pedrisco que lo acompañaba y el geg empezaba ya a pensar que no tendría que preocuparse nunca más por presentarse ante su padre cuando, dando la vuelta en redondo, vio algo de gran tamaño en el horizonte, que se estaba tornando negro rápidamente.
Desde la distancia a la que se hallaba no podía precisar qué era aquel algo
(sus gafas estaban chorreando agua), pero cabía la esperanza de que pudiera ofrecerle refugio de la tormenta. Sin quitarse las gafas pues sabía que las necesitaba para localizar el objeto, Limbeck avanzó tambaleante por los montones de escoria.
Había empezado a llover y pronto advirtió que veía mejor sin gafas que con ellas, de modo que se las quitó. El objeto no era ahora más que una silueta borrosa frente a él, pero la silueta se agrandaba cada vez más, señal de que se estaba acercando. Sin las gafas, Limbeck continuó sin distinguir de qué se trataba hasta que lo tuvo justo delante.
— ¡Una nave welfa! —exclamó con un jadeo.
Aunque no había visto nunca ninguna, reconoció la nave al instante por las descripciones que había escuchado. Construida con piel de dragón tensada sobre madera y dotada de enormes alas que la mantenían suspendida en el aire, la nave tenía un aspecto y un tamaño monstruosos. El poder mágico de los welfos la hacía flotar para transportarse desde los cielos hasta el Reino Inferior donde vivían los gegs.
Pero aquella nave no volaba ni flotaba. Estaba apoyada en el suelo y Limbeck, contemplándola con sus ojos miopes a través de la lluvia torrencial, habría jurado que estaba rota —si tal cosa era posible en una nave de los welfos inmortales—.
Varias piezas de madera astillada sobresalían formando extraños ángulos y la piel de dragón estaba desgarrada, mostrando grandes agujeros.
El estallido de un relámpago muy cerca de él, y el trueno posterior, le recordaron el peligro que corría, así que se apresuró a saltar por uno de los huecos abiertos en el costado de la nave.
Un olor pestilente le provocó náuseas.
« ¡Uf!» Se llevó la mano a la nariz. «Me recuerda la vez en que una rata se metió en la chimenea y murió. Me pregunto qué causará este hedor.»
La tormenta se había desatado y la oscuridad en el interior de la nave era casi absoluta. Sin embargo, los relámpagos eran casi continuos y proporcionaban breves destellos de luz antes de que la nave quedara sumergida de nuevo en tinieblas.
La luz no fue de mucha ayuda a Limbeck. Tampoco las gafas, cuando se acordó de ponérselas. El interior de la nave era extraño y no le encontró ningún sentido. Fue incapaz de distinguir la parte superior de la inferior o de decir qué era el suelo y qué un tabique. Había varios objetos esparcidos a su alrededor, pero el geg no supo qué eran ni para qué servían y se mostró reacio a tocarlos. En el fondo de su cabeza, tenía miedo de que, si perturbaba algo de la extraña nave, ésta se elevara de pronto y desapareciera con él. Y, aunque la idea de tal aventura resultaba emocionante, Limbeck sabía que si su padre ya se había mostrado furioso en otras ocasiones, sin duda soltaría espumarajos por la boca si se enteraba de que su hijo había molestado de alguna manera a los welfos.
Limbeck decidió quedarse cerca de la salida, tapándose la nariz con los dedos, hasta que pasara la tormenta y pudiese regresar a Het. Sin embargo, los «porqués», los «cómo» y los «cuándo» que continuamente le creaban problemas en la escuela empezaron a darle vueltas en la cabeza.
—Qué serán esos bultos —murmuró, observando varios contornos borrosos de aspecto fascinante esparcidos por el suelo unos palmos delante de él.
Se acercó con cautela. No parecían peligrosos. De hecho, tenía aspecto de...
— ¡Libros! —Exclamó con asombro—. Igual que esos con los que el viejo escribiente me enseñó a leer.
Antes de que Limbeck se diera cuenta cabal de lo que estaba sucediendo, el «
¿porqué?» lo empujó hacia adelante.
Estaba muy cerca de los objetos y comprobó, con creciente expectación, que efectivamente eran libros. Entonces, su pie tocó algo blando y húmedo. Se inclinó, sufriendo arcadas debido a la pestilencia, y aguardó a que un nuevo rayo iluminara el obstáculo.
Horrorizado, observó que se trataba de un cadáver ensangrentado y descompuesto...
— ¡Eh, despierta! —dijo el garda, dando un codazo en el costado a Limbeck—.
La siguiente parada es Wombe.
CAPÍTULO
WOMBE, DREVLIN, REINO INFERIOR
En Drevlin, un ratero vulgar habría sido llevado ante el survisor local para ser juzgado. Pequeños maleantes, borrachos pendencieros y esporádicos alborotadores eran considerados bajo la jurisdicción del líder del propio truno del acusado. Sin embargo, un delito contra la Tumpa-Chumpa era considerado alta traición y era preciso que el acusado fuese presentado ante el survisor jefe.
El survisor jefe era el líder del truno más importante de Drevlin; al menos, así era cómo se veían sus miembros y cómo consideraban que los demás clanes gegs debían verlos. Era su truno el que estaba a cargo de la Palma, el altar sagrado donde, una vez al mes, los welfos descendían de los cielos en sus poderosas naves dragón aladas y aceptaban el homenaje de los gegs, ofrecido en forma de sagrada agua. A cambio, los welfos repartían «bendiciones» antes de partir.
Wombe, la capital, era muy moderna en comparación con otras ciudades de
Drevlin. Pocos de los edificios originales construidos por los dictores permanecían en pie. La Tumpa-chumpa, necesitada de espacio, los había derruido para crecer sobre sus restos, destruyendo con ello muchas de las viviendas de los gegs. Sin intimidarse, los gegs se habían limitado a trasladarse a secciones de la Tumpachumpa que ésta había abandonado. Vivir en la Tumpa-chumpa era considerado muy elegante. El propio survisor jefe tenía una casa en lo que una vez había sido un tanque de almacenamiento.
El survisor jefe celebraba sesión en el interior de un edificio conocido como la
Factría. Esta, una de las construcciones más grandes de Drevlin, estaba hecha de hierro y acero ondulado y, según la leyenda, era el lugar de nacimiento de la
Tumpa-chumpa. La Factría estaba abandonada desde hacía mucho tiempo y demolida en parte, pues la Tumpa-chumpa, como un parásito, se había alimentado de lo que la había hecho nacer. Con todo, aquí y allá, silencioso y fantasmal bajo la luz espectral de los reflectores, se veía el esqueleto de una grúa como una garra.
La Factría era un lugar sagrado para los gegs. No sólo era el lugar de nacimiento de la Tumpa-chumpa, sino que era allí donde se encontraba el icono más venerado de los gegs: la estatua metálica de un dictor. La estatua, que representaba la figura de un hombre con túnica y capucha, era más alta que los gegs y considerablemente más delgada. El rostro había sido esculpido de tal forma que quedaba oscurecido por la capucha. Se apreciaba un esbozo de nariz y el contorno de unos labios y de unos pómulos prominentes; el resto se difuminaba en el metal. El dictor sostenía en una de las manos un enorme globo ocular que miraba al frente. El otro brazo, en una postura forzada, aparecía doblado por el codo.
En una tarima elevada junto a la estatua del dictor había una silla alta rellena de cojines, construida obviamente para gentes de dimensiones muy distintas de las de un geg, pues el asiento quedaba casi a la altura de la cabeza de un geg, el respaldo era casi tan alto como el dictor y toda ella era estrecha en extremo. La silla constituía el trono ceremonial del survisor jefe, quien acomodaba en ella su grueso corpachón en las ocasiones de gran pompa. El cuerpo del survisor sobresalía por los costados del asiento y sus pies colgaban en el aire a buena altura sobre la tarima, pero estos detalles menores no desmerecían en absoluto su dignidad.
El gentío que había acudido a presencia del survisor estaba sentado con las piernas cruzadas sobre el suelo de cemento bajo la tarima, encaramado a viejos vástagos de la Tumpa-chumpa o asomado a las galerías que daban sobre el piso principal. Ese día, una multitud considerable se había congregado en la Factría para presenciar el juicio de aquel geg que tenía fama de problemático y a quien se consideraba líder de un grupo rebelde e insurrecto que, finalmente, había llegado al extremo de causar daños en la Tumpa-chumpa. Estaban presentes la mayoría de los trunos de noche de cada sector y también los gegs de más de cuarenta ciclos que ya habían dejado de trabajar en la Tumpa-chumpa y se encontraban en sus casas, criando a sus hijos. La Factría estaba abarrotada por encima de su capacidad y los que no podían ver o escuchar directamente eran informados de lo que sucedía mediante el misor-ceptor, un medio de comunicación sagrado y misterioso desarrollado por los dictores.
Un toque de silbato, repetido por tres veces, logró imponer un relativo silencio. Por supuesto, sólo callaron los gegs; la Tumpa-chumpa no se inmutó. Los prolegómenos estuvieron salpicados de golpes, martilleos, siseos y crujidos metálicos, esporádicos estampidos de truenos y ráfagas silbantes de viento del
Exterior. Acostumbrados a tales ruidos, los gegs consideraron que se había hecho el silencio y que la ceremonia de Justiz podía iniciarse.
Dos gegs con la cara rasurada, uno pintado de negro y el otro de blanco, aparecieron de detrás de la estatua del dictor, donde habían esperado a que sonara la señal. Entre los dos sostenían una gran plancha de metal. Después de recorrer la multitud con una mirada severa para comprobar que todo estaba en orden, los dos gegs empezaron a sacudir enérgicamente el metal, creando el efecto de un trueno.
Los truenos reales no impresionaban en absoluto a los gegs, que los escuchaban todos los días de su vida. El trueno artificial que se extendió por la
Factría por el misor-ceptor sonó misterioso y sobrenatural y provocó jadeos de temor y murmullos de admiración en la multitud. Cuando se desvanecieron las últimas vibraciones de la plancha metálica, hizo acto de presencia el survisor jefe.
Éste, un geg de unos sesenta ciclos, pertenecía al clan más rico y poderoso de
Drevlin, los Estibadores. Su familia había ejercido el cargo de survisor jefe durante varias generaciones, pese a los intentos de los Gruistas por arrebatárselo. Darral
Estibador había entregado sus ciclos de servicio a la Tumpa-chumpa antes de asumir los deberes de su cargo a la muerte de su padre. Darral era un geg astuto, nada estúpido, y, si había enriquecido a su propio clan a expensas de otros, no había hecho sino continuar una tradición largamente arraigada en Drevlin.
El survisor jefe Darral vestía la indumentaria de trabajo normal de los gegs:
unos calzones anchos que caían sobre unas botas gruesas y pesadas y un guardapolvo de cuello alto que le iba algo justo en su robusta caja torácica. Esta ropa sencilla quedaba rematada por una incongruente corona de hierro forjado, regalo de la Tumpa-chumpa, que constituía el orgullo del survisor jefe (pese a que, a los quince minutos de llevarla, le producía un intenso dolor de cabeza).
En torno a los hombros llevaba una capa confeccionada con grandes plumas de pájaro de feo aspecto —plumas de tiero—, un regalo de los welfos que simbolizaba el deseo de los gegs de volar hasta el cielo. Además de la capa de plumas, que sólo aparecía en las sesiones de Justiz, el survisor jefe llevaba el rostro pintado de gris, una mezcla simbólica de las caras blanca y negra de los guardianes geg, que se situaron a ambos lados de él, con la que se pretendía demostrar a los gegs que Darral era neutral en todas las cosas.
El survisor sostenía en la mano una larga vara de la que colgaba una cola larga, terminada en horquilla. A una señal de Darral, uno de los guardianes tomó el extremo de esa cola y la introdujo con gesto reverente en la base de la estatua, mientras murmuraba palabras de alabanza al dictor. Una bola alargada de vidrio fijada en el extremo de la vara emitió un siseo y un chisporroteo alarmantes por un momento y luego empezó a brillar mortecinamente con una luz blancoazulada.
Los gegs hicieron comentarios elogiosos y muchos padres llamaron la atención de sus hijos a otras luces similares que colgaban del techo boca abajo, como murciélagos, e iluminaban la oscuridad barrida por las tormentas donde se hallaban los gegs.
Cuando los murmullos se acallaron de nuevo, hubo una pequeña espera hasta que remitió una serie de estampido especialmente violentos de la Tumpachumpa.
A continuación, el survisor jefe inició su alocución.
Volviéndose hacia la estatua del dictor, alzó la vara luminosa.
—Invoco a los dictores para que desciendan de su elevado reino y nos guíen con su sabiduría al iniciar el juicio en el día de hoy.
No es preciso decir que los dictores no respondieron a la llamada del survisor jefe. Nada sorprendido ante el silencio —los gegs se habrían llevado un tremendo sobresalto si alguien hubiera contestado a la invocación— el survisor jefe, Darral
Estibador, determinó que era su deber, por ausencia, presidir el juicio.
Y así lo hizo, encaramándose a la silla con la ayuda de los dos guardianes y de un taburete.
Una vez colocado en el incomodísimo asiento, el survisor jefe indicó con un gesto que llevaran a su presencia al prisionero, con la secreta esperanza (por el bien de su torturado trasero y de su cabeza, ya dolorida) de que fuera un juicio rápido.
. Las mujeres geg sólo llevan faldas (su vestido tradicional) en ocasiones especiales, y únicamente cuando las secciones móviles de la Tumpa-chumpa están a considerable distancia. El resto de su vida, las gegs visten pantalones anchos, ajustados mediante cintas de colores brillantes. (N. del a.)
Un joven geg de unos veinticinco ciclos, que llevaba unos gruesos fragmentos de vidrio colgados de la nariz y un gran puñado de papeles en la mano, se adelantó respetuosamente hacia el estrado que ocupaba el survisor. Darral, con los ojos entrecerrados y cargados de suspicacia, contempló los fragmentos de vidrio que cubrían los ojos del joven geg. Estuvo a punto de preguntar qué era aquello, pero de inmediato recordó que se suponía que un survisor jefe lo sabía todo. Irritado, descargó su frustración sobre los guardianes.
— ¿Dónde está el prisionero? —rugió—. ¿A qué se debe el retraso?
—Si el survisor jefe me perdona, el prisionero soy yo —dijo Limbeck, ruborizándose de vergüenza.
— ¿Tú? —El survisor jefe frunció el entrecejo—. ¿Dónde está tu Voz?
—Si el survisor me permite, yo soy mi propia Voz, Seoría —replicó Limbeck con humildad.
—Todo esto es muy irregular, ¿no es cierto? —inquirió Darral a los guardianes, que parecieron perplejos al oír que se dirigía a ellos de aquel modo; su única respuesta fue encogerse de hombros ofreciendo, con el rostro pintado, un aspecto de increíble estupidez. El survisor resopló y buscó ayuda en otra dirección.
— ¿Dónde está la Voz de la Acusación?
—Tengo el honor de ser la Voz Acusadora, Seoría —respondió una geg de mediana edad cuya voz chillona resultaba claramente audible sobre el distante retumbar de la Tumpa-chumpa.
— ¿Se..., se ha hecho eso alguna vez? —El survisor, a falta de palabras, señaló a Limbeck con una mano.
—Es irregular, Seoría —replicó la geg, adelantándose y clavando en Limbeck una torva mirada de desaprobación—, pero tendrá que valer. Para ser sincera, Seoría, no encontraríamos a nadie dispuesto a defender al prisionero.
— ¿De veras? —El survisor jefe se animó. Se sentía inmensamente contento.
El juicio prometía ser muy corto—. Entonces, prosigamos.
La geg hizo una reverencia y regresó a su silla, tras una mesa construida con un bidón metálico oxidado. La Voz de la Acusación iba vestida con una falda larga y un guardapolvo ceñido a la cintura. Llevaba el cabello, de color gris acero, recogido en un moño sobre la nuca y sujeto con varias horquillas largas, de aspecto formidable. Era una mujer de espalda erguida, cuello erguido y labios apretados que, para gran incomodidad de Limbeck, le recordaba a su madre.
Mientras ocupaba su asiento tras otro bidón metálico que le servía de mesa, Limbeck se sintió rebosante de confianza y advirtió de pronto que estaba dejando un rastro de barro por todo el suelo.
La Voz de la Acusación llamó la atención del survisor jefe hacia el varón geg sentado junto a ella.
—El ofinista jefe representará a la Iglesia en este asunto, Seoría —anunció.
El ofinista jefe llevaba una camisa blanca bastante gastada con el cuello almidonado y las mangas demasiado largas, calzones atados con cintas deslustradas por debajo de las rodillas, medias altas y zapatos en lugar de botas.
Se puso en pie y saludó con aire digno.
El survisor jefe hundió la cabeza en los hombros y se resolvió en la silla, incómodo. No era frecuente que la Iglesia participara en un juicio, y menos aún que formara parte de la Acusación. Darral debería haber sabido que su santurrón cuñado estaría metido en aquello, ya que atacar la Tumpa-chumpa era un crimen blasfemo. El survisor jefe veía con suspicacia y preocupación a la Iglesia en general y a su cuñado, en particular. Sabía que éste se consideraba más capaz que él para dirigir adecuadamente a la nación. ¡Muy bien!, se dijo Darral: no iba a darle la oportunidad de decir lo mismo respecto a aquel juicio. Dirigió una fría mirada a
Limbeck y, acto seguido, una benevolente sonrisa a la Acusación.
—Presenta tus alegaciones.
La Voz Acusadora afirmó que, desde hacía algunos años, la Unión de
Adoradores para el Progreso y la Prosperidad (pronunció el nombre en un tono de voz grave y desaprobador) se habían convertido en una molestia en varias ciudades pequeñas entre los trunos del norte y del este.
—Su líder, Limbeck Aprietatuercas, es un conocido alborotador. Desde la infancia ha sido fuente de preocupaciones, disgustos y pesares para sus padres.
Por ejemplo, con la ayuda de un anciano ofinista descamado, el joven Limbeck aprendió a leer y a escribir.
El survisor jefe aprovechó la ocasión para dirigir una mirada de reproche al ofinista jefe.
— ¡Enseñarle a leer! ¡Un ofinista! —exclamó, alterado. Únicamente los ofinistas aprendían a leer y escribir, para poder transmitir al pueblo la Palabra de los Dictores, contenida en el Manal de Trucciones. Se consideraba que ningún otro geg tenía tiempo de molestarse en tal tontería.
Se escucharon murmullos en la sala. Los padres mostraban el ejemplo de
Limbeck a aquellos de sus hijos que estuvieran tentados de seguir su espinoso camino.
El ofinista jefe se sonrojó, con aspecto de sentirse profundamente mortificado ante aquel pecado cometido por un colega. Darral, con una sonrisa pese al dolor de cabeza, movió el trasero dolorido en la silla. Aunque la nueva postura no era más cómoda, se sintió mejor ante la satisfactoria certeza de que vencía por uno a cero en la competición con su cuñado.
Limbeck miró a su alrededor con una sonrisa de ligero placer, como si le divirtiera revivir los días de su infancia.
—Su siguiente fechoría les rompió el corazón a sus padres —continuó la Voz
Acusadora con severidad—. Estaba matriculado en la Escuela de Prentices de
Aprietatuercas y un nefasto día, en clase, el acusado Limbeck... —hizo una pausa señalándolo con mano temblorosa— ¡... se levantó y exigió saber por qué!
A Darral se le había dormido el pie izquierdo. Estaba concentrado en devolverle un poco de sensibilidad moviendo los dedos cuando escuchó exclamar el tremendo ¡por qué! a la Voz Acusadora y volvió la atención al juicio con un sobresalto y cierto sentimiento de culpabilidad.
— ¿Por qué, qué? —preguntó el survisor jefe.
La Acusadora, creyendo que ya había dicho lo suficiente, puso cara de desconcierto como si no supiera qué más añadir. El ofinista jefe se puso en pie con una mueca despectiva que no tardó en empatar el marcador entre la Iglesia y el
Estado.
—Simplemente por qué, Seoría. Una palabra que pone en cuestión todas nuestras creencias más profundas. Una palabra radical y peligrosa que, si se llevara muy lejos, podría conducir a un colapso del gobierno, a la decadencia de la sociedad y, muy probablemente, al término de la vida como la conocemos.
— ¡Ah, ese por qué! —asintió el survisor jefe con aire de suficiencia, al tiempo que dirigía una torva mirada a Limbeck y lo maldecía por haber proporcionado al ofinista jefe la oportunidad de apuntarse un tanto.
—El acusado fue expulsado de la escuela y, a continuación, trastornó a la ciudad de Het desapareciendo un día entero. Fue preciso mandar patrullas de búsqueda, con grandes costos. Es de imaginar la angustia de sus padres —
continuó la Voz con emoción—. Al ver que no lo encontraban, se dio por hecho que había caído en el interior de la Tumpa-chumpa. En aquel momento, alguien dijo que la Tumpa-chumpa, enfadada con el por qué, había decidido ocuparse en persona de él. Y justo cuando todos lo creían muerto y andaban ocupados en preparar un funeral, el acusado tuvo la osadía de reaparecer con vida.
Limbeck sonrió con aire de disculpa y pareció ruborizarse. El survisor, tras un bufido indignado, volvió su atención a la Acusación
—Declaró que había estado en el Exterior —dijo la Voz con un susurro de pavor que el misor-ceptor captó fielmente.
Los gegs congregados se quedaron boquiabiertos.
—No tenía intención de alejarme tanto —protestó Limbeck sin mucha convicción—. Me perdí.
— ¡Silencio! —rugió el survisor, y al instante se arrepintió de haber gritado. El dolor de cabeza arreció. Volvió la vara luminosa hacia Limbeck, casi cegándolo—.
Ya tendrás ocasión de hablar, joven. Hasta entonces, guarda silencio o te expulsaré de la sala, ¿entendido?
—Sí, Seoría —respondió Limbeck con docilidad, y se sentó.
— ¿Algo más? —preguntó el survisor jefe a la Acusadora, malhumorado. No notaba en absoluto el pie izquierdo y el derecho empezaba a ser presa de un extraño picor.
—Poco después de su regreso, el acusado formó la organización antes mencionada, conocida como UAPP. Esta autodenominada Unión propugna, entre otras cosas, la distribución libre e igualitaria de los pagos de los welfos, que todos los adoradores se reúnan y compartan sus conocimientos sobre la Tumpa-chumpa para descubrir con ello los «cómo» y los «porqué»...
— ¡Blasfemia! —gritó tembloroso el ofinista jefe con voz hueca.
—...Y que todos los gegs dejen de esperar el día del Juicio y trabajen para mejorar sus condiciones de vida...
— ¡Seoría! —El ofinista jefe se puso en pie de un salto—. ¡Solicito que los menores abandonen la sala! Es terrible que unas mentes jóvenes e impresionables deban someterse a unos conceptos tan profanos y peligrosos.
— ¡No son peligrosos! —protestó Limbeck.
— ¡Silencio! —El survisor frunció el entrecejo y meditó la petición. Le disgustaba conceder otro tanto a su cuñado, pero aquello le ofrecía una excusa perfecta para escapar de la silla—. Haremos una pausa. No se permitirá volver a la sala a los menores de dieciocho ciclos. Vayamos a comer y dentro de una hora reanudaremos la vista.
Con ayuda de los guardianes, que tuvieron que arrancarlo materialmente, el survisor jefe desalojó su grueso cuerpo del asiento. Se quitó de la cabeza la corona de hierro, devolvió la vida a su torturado trasero con unos masajes, dio una serie de fuertes pisotones hasta que volvió a sentir el pie y exhaló un suspiro de alivio.
CAPITULO
WOMBE, DREVLIN, REINO INFERIOR
Se reanudó la sesión, a la que faltaron los menores y los padres que se vieron forzados a volver a casa para cuidar de ellos. El survisor jefe, con resignada expresión de mártir, se encasquetó la corona y se encaramó una vez más a su silla de tortura. Trajeron al prisionero y la Voz de la Acusación terminó su exposición.
—Estas ideas peligrosas, tan seductoras para mentes impresionables, influyeron finalmente en un reducido grupo de jóvenes tan rebeldes y descontentos como el acusado. El survisor local y los ofinistas, sabedores de que los jóvenes son rebeldes por naturaleza y esperando que sólo se tratara de una fase por la que estuvieran pasando...
— ¿Como el sarampión? —apuntó el survisor jefe. La intervención provocó la deseada carcajada de la multitud, aunque los asistentes parecían algo remisos a reír en presencia del ceñudo ofinista jefe, y la risa terminó en un brusco estallido de toses nerviosas.
—Hum..., sí, Seoría —asintió la Voz, lamentando la interrupción. El ofinista jefe sonrió con el aire paciente de quien tolera la presencia de un estúpido. El survisor, cegado por el súbito impulso de retorcerle el cuello al ofinista jefe, se perdió una parte considerable del parlamento de la Voz Acusadora.
—... e incitó a una revuelta durante la cual sufrió daños de poca consideración la Tumpa-chupa, sector Y-. Por fortuna, la Tumpa-chumpa pudo repararse a sí misma casi de inmediato, de modo que no se han producido perjuicios irreparables. ¡Al menos, para nuestro adorado ídolo! —La Voz Acusadora aumentó de tono hasta convertirse en un chillido—. En cambio, es incalculable el daño que podría haber causado a quienes osaron llevar a cabo el acto. ¡Por eso pido que el acusado Limbeck Aprietatuercas, sea eliminado de esta sociedad para que no pueda conducir nunca más a nuestros jóvenes por este camino, que sólo puede llevarlos a la perdición y la destrucción!
La Voz Acusadora, terminada su exposición, se retiró tras su bidón. Un aplauso atronador resonó en la Factría. Sin embargo, aquí y allá, se escucharon siseos y algún abucheo, lo cual provocó una mueca ceñuda en el rostro del survisor jefe, al tiempo que su cuñado ofinista se ponía en pie de un brinco.
— ¡Seoría, esta actitud rebelde sólo viene a demostrar que el veneno se extiende! Pero podemos hacer una cosa para erradicarlo. —El ofinista jefe señaló a
Limbeck—. ¡Eliminar el origen! Me temo que, si no lo hacemos, el día del Juicio que muchos de nosotros creemos tener por fin al alcance de la mano se verá pospuesto, tal vez indefinidamente. ¡En realidad, Seoría, te insto a que prohíbas al acusado hablar a esta asamblea!
—Yo no considero una rebelión cuatro siseos y un abucheo —replicó Darral con dureza, lanzando una mirada feroz al ofinista jefe—. Acusado, podrás hablar en tu defensa, pero ten cuidado: no toleraré arengas blasfemas en este tribunal.
Limbeck se incorporó lentamente. Hizo una pausa como si meditara lo que se disponía a hacer y, tras profundas deliberaciones, dejó el legajo de papeles sobre el bidón y se quitó las gafas.
—Seoría —empezó a decir con profundo respeto—, lo único que pido es que se me permita relatar lo que me sucedió el día en que me perdí. Fue un hecho muy importante que, espero, servirá para explicar por qué he sentido la necesidad de hacer lo que he hecho. Jamás le he revelado esto a nadie —añadió con voz solemne—. Ni a mis padres, ni siquiera a la persona que más quiero en el mundo.
— ¿Tardarás mucho? —quiso saber el survisor, posando las manos en los brazos de la silla y tratando de encontrar cierto alivio de su incómoda posición apoyándola en un costado.
—No, Seoría —respondió Limbeck con aire grave.
—Entonces, adelante.
—Gracias, Seoría. Sucedió el día en que me expulsaron de la escuela. Tuve que buscar un rincón tranquilo para pensar a fondo en lo sucedido. Veréis, yo no consideraba que mi «por qué» hubiera sido blasfemo o peligroso. No siento odio por la Tumpa-chumpa. Al contrario, la venero y respeto, de verdad. Me fascina. ¡Es tan magnífica, tan grande, tan poderosa! —Limbeck alzó los brazos con el rostro iluminado por el sagrado resplandor—. Obtiene su energía de las tormentas y lo hace con increíble eficacia. Incluso puede extraer hierro en bruto de Terrel Fen, convertir ese mineral en acero y fabricar con el acero las piezas necesarias para permitir su continua expansión. Y sabe repararse a sí misma si sufre algún daño.
»La Tumpa-chumpa acepta gustosamente nuestra ayuda. Nosotros somos sus manos, sus pies, sus ojos. Nosotros acudimos donde ella no puede y la ayudamos cuando tiene algún problema. Si uno de sus garfios se atasca en Terrel Fen, nos encargamos de bajar allí para liberarlo. Nosotros pulsamos los botones, giramos las ruedas, manipulamos las palancas, y todo funciona como es debido. O, al menos, eso parece. Pero no puedo evitar preguntarme por qué —añadió Limbeck en un susurro.
El ofinista jefe frunció el entrecejo y se incorporó, pero el survisor Darral, satisfecho de tener la oportunidad de ganarle otro tanto a la Iglesia, miró a su cuñado con aire severo.
—He concedido permiso para hablar a este joven. Confío en que nuestro pueblo sea lo bastante fuerte como para oír lo que el acusado tenga que decir sin que por ello se tambalee su fe. ¿No opinas igual? ¿O acaso la Iglesia ha sido negligente en el cumplimiento de sus deberes?
El ofinista jefe se mordió los labios, volvió a sentarse y lanzó una mirada furiosa al survisor, quien sonrió complacido.
—El acusado puede continuar.
—Gracias, Seoría. Veréis, yo siempre me he preguntado por qué la Tumpachumpa tiene algunas partes muertas. En varios sectores, sus mecanismos permanecen parados, oxidándose o cubriéndose progresivamente con nuevos depósitos de coralita. Hay partes que no se han movido desde hace siglos. Sin embargo, los dictores deben haberlas construido por alguna razón. ¿Cuál era su cometido y por qué no lo están llevando a cabo? Pensando en ello, se me ocurrió que si descubríamos por qué funcionan las partes de la Tumpa-chumpa que lo hacen, y si estudiáramos cómo es ese funcionamiento, podríamos alcanzar a comprender su naturaleza y su verdadero propósito.
»Ésta es una de las razones por las que opino que todos los trunos deberían juntarse y aunar sus conocimientos...
— ¿Adonde nos lleva todo esto? —preguntó el survisor jefe con irritación. El dolor de cabeza empezaba a producirle náuseas.
—Ahora verás —respondió Limbeck, al tiempo que se ponía las gafas con gesto nervioso—. Me puse a pensar en estas cosas y a preguntarme cómo podría lograr que la gente las entendiera, de modo que no presté mucha atención adonde me llevaban mis pasos hasta que, cuando miré a mi alrededor, descubrí que me había alejado bastante de los límites de la ciudad de Het. ¡Os aseguro que no fue nada premeditado!
»En aquel instante no caía ninguna tormenta en la zona y decidí dar un breve vistazo por la zona para tratar de distraerme de mis problemas. El avance era muy difícil y supongo que me concentré demasiado en asegurarme de dónde ponía los pies, ya que de pronto me sorprendió una tormenta. Busqué entonces un lugar donde refugiarme y vi un objeto de gran tamaño en el suelo, de modo que corrí hacia él.
»Puedes imaginar mi sorpresa, Seoría —añadió Limbeck, con la vista vuelta hacia el survisor jefe y parpadeando tras los gruesos cristales de sus gafas—, cuando descubrí que se trataba de una nave dragón de los welfos.
Sus palabras, repetidas por el misor-ceptor, resonaron en la Factría. Los gegs se revolvieron en sus asientos e intercambiaron murmullos y comentarios.
— ¿Una nave posada en el suelo? ¡Imposible! ¡Los welfos no aterrizan nunca en Drevlin! —El ofinista jefe tenía un aire piadoso, relamido y complacido de sí mismo. Darral, el survisor, se sintió inquieto pero comprendió, a la vista de la reacción de la multitud, que había dejado que el asunto fuera demasiado lejos para detenerse ahora.
—No habían aterrizado —explicó Limbeck—. La nave se había estrellado...
Sus palabras causaron sensación entre los presentes. El ofinista jefe se incorporó de un salto. Los gegs cruzaron comentarios con voces excitadas; muchos de ellos gritaban: « ¡Hacedlo callar!», pero otros replicaban: « ¡Callad vosotros!
¡Dejadlo continuar!». El survisor hizo una señal a los guardianes, que agitaron la atronadora plancha metálica hasta que volvió el orden a la sala.
— ¡Exijo que se ponga fin a esta parodia de Justiz! —exclamó a gritos el ofinista jefe.
Darral estuvo a punto de aceptar la propuesta. Si ponía término al juicio en aquel instante, conseguiría tres cosas: librarse de aquel geg chiflado, poner fin al dolor de cabeza y recuperar la circulación sanguínea en sus extremidades inferiores. Sin embargo, por desgracia, sus partidarios considerarían tal decisión como una cesión ante la Iglesia y, por otra parte, su cuñado no le permitiría olvidar nunca el asunto. No, se dijo; era mejor dejar que el tal Limbeck continuara hablando y terminara de hacer su exposición. Sin duda, no tardaría en proporcionar suficiente cuerda como para colgarlo.
—Ya he tomado una decisión —replicó, pues, con una voz terrible mientras dirigía una furiosa mirada al ofinista jefe y a la multitud—. Y sigue en pie. —Volvió la severa mirada hacia Limbeck y le dijo—: Continúa.
—Reconozco que no estoy seguro de que la nave se estrellara —precisó
Limbeck—, pero deduje que así era, pues estaba caída entre las rocas, casi destrozada. El único lugar donde podía refugiarme era en el interior de la nave, de modo que penetré en ella por una gran abertura de su piel desgarrada.
—Si lo que cuentas es cierto, tuviste suerte de que los welfos no te fulminaran por tu osadía —lo interrumpió el ofinista jefe.
—Los tripulantes no estaban, precisamente, en situación de fulminar a nadie
—replicó Limbeck—. Esos welfos que tú llamas inmortales... ¡estaban muertos!
Voces indignadas, exclamaciones de horror y de alarma, junto a vítores amortiguados, inundaron la Factría. El ofinista jefe se dejó caer en el asiento, abrumado. La Voz Acusadora lo abanicó con su pañuelo y pidió agua. El survisor, dando un respingo, se sentó muy erguido y quedó encajado firmemente en la silla.
Incapaz de ponerse en pie para restaurar el orden, no pudo hacer otra cosa que menearse, maldecir y blandir la vara, casi cegando a los guardianes que intentaban liberarlo.
— ¡Escuchadme! —gritó Limbeck en un tono de voz que ya le había permitido calmar a la multitud en otras ocasiones. Ningún orador de la UAPP, incluida Jarre, podría resultar tan convincente y carismático como Limbeck cuando estaba inspirado. Aquel discurso era la razón por la que había permitido que lo llevaran preso y tal vez fuera la última oportunidad de trasmitir su mensaje al pueblo, por lo que estaba dispuesto a aprovecharla al máximo.
Así pues, se encaramó de un salto al bidón, desordenando los papeles bajo sus pies, y agitó las manos para atraer la atención de la multitud.
— ¡Esos welfos de los mundos superiores no son dioses, como nos quieren hacer creer! ¡No son inmortales, sino que están hechos de carne, hueso y sangre, como nosotros! Lo sé porque vi sus cuerpos descompuestos, su carne putrefacta.
Encontré sus cadáveres en la nave accidentada.
» ¡Y también vi su mundo! Vi su «glorioso paraíso». En la nave traían libros y hojeé varios de ellos. ¡Y, realmente, es el paraíso! Los welfos viven en un mundo de abundancia y riqueza. Un mundo de belleza que no podemos ni imaginar. Un mundo de comodidades que se sostiene gracias a nuestro sudor y a nuestro trabajo. Y dejad que os diga algo más: ¡no tienen ninguna intención de «llevarnos un día a ese reino», como nos repiten los ofinistas, «si nos hacemos merecedores de ello»! ¿Por qué habrían de hacerlo, si nos tienen aquí abajo para utilizarnos como esclavos voluntarios? Vivimos en la miseria, sirviendo a la Tumpa-chumpa, para que los welfos obtengan el agua que precisan para sobrevivir. ¡Nos enfrentamos a la tormenta todos los días de nuestra miserable vida, para que ellos vivan en el lujo a costa de nuestras lágrimas!
» ¡Por ello propugno —gritó Limbeck, imponiendo su voz sobre el creciente tumulto— que aprendamos todo lo posible acerca de la Tumpa-chumpa, que nos hagamos con el control de ésta y que obliguemos a esos welfos, que no son en absoluto dioses sino mortales como nosotros, a reconocer nuestros derechos!
En la sala estalló el caos. Los gegs gritaban, aullaban, se empujaban y tiraban unos de otros. Consternado ante el monstruo que había dejado suelto sin proponérselo, el survisor jefe (liberado por fin de la silla) pataleó enérgicamente y golpeó el piso de cemento con el extremo de la vara luminosa con tal energía que arrancó la cola bifurcada conectada a la estatua y el foco se apagó.
— ¡Despejad la sala! ¡Despejad la sala!
Los gardas realizaron una carga pero pasó cierto tiempo hasta que la Factría quedó vacía de excitados gegs. Durante un rato permanecieron arremolinados en los pasillos pero, por fortuna para el survisor jefe, el silbato anunció un cambio de truno y los reunidos se dispersaron, unos para ir a cumplir su servicio en la
Tumpa-chumpa y otros para volver a sus casas.
El survisor jefe, su pariente ofinista, la Voz Acusadora, Limbeck y los dos guardianes de rostros pintados quedaron a solas en la sala.
—Eres un hombre peligroso —dijo el survisor a Limbeck—. Esas mentiras...
— ¡No son mentiras! ¡He contado la verdad! Juro que...
—Esas mentiras no deberían haber sido creídas por el pueblo, por supuesto;
sin embargo, como hemos comprobado hace un rato cuando las has pronunciado, provocan inquietud y alborotos. Te has condenado a ti mismo, Limbeck. Tu destino está ahora en manos del dictor. ¡Sujetad al prisionero y haced que guarde silencio!
—ordenó a los guardianes, que inmovilizaron al prisionero enérgicamente, aunque a regañadientes, como si el contacto pudiera contaminarlos.
El ofinista jefe se había recuperado lo suficiente de la sorpresa como para adoptar de nuevo su aire relamido y santurrón, una expresión en la que se mezcla la justa indignación y la firme certeza de que el pecado iba a ser castigado.
El survisor jefe, apoyándose sin mucha seguridad sobre unas piernas que apenas empezaban a recuperar la circulación sanguínea normal, dio unos pasos hasta la estatua del dictor, con un intenso dolor de cabeza. Tras él avanzó
Limbeck, conducido por los guardianes. Como siempre, pese al peligro que corría, se dejó llevar por su insaciable curiosidad, más interesado por la estatua en sí que por el veredicto que el dictor pudiera pronunciar. El ofinista y la Voz se aproximaron a observar. El survisor jefe, tras muchas reverencias, alharacas y oraciones musitadas que el ofinista repetía con fervor, extendió el brazo, apretó la mano izquierda del dictor y tiró de ella.
De pronto, el globo ocular que el dictor sostenía en la diestra parpadeó y cobró vida. Un ligero resplandor y unas imágenes en movimiento empezaron a pasar rápidamente a través del globo. El survisor jefe dirigió una mirada triunfal a su cuñado y a la Voz. Limbeck estaba absolutamente fascinado.
— ¡Nos habla el dictor! —exclamó el ofinista jefe, cayendo de rodillas.
— ¡Una linterna mágica! —Murmuró Limbeck, excitado, contemplando el globo—. Pero no es verdadera magia; no es como la magia de los welfos. ¡Es una magia mecánica! Una vez encontré un artilugio de ésos en otra sección de la
Tumpa-chumpa y lo desmonté. Las imágenes que parecen moverse son pequeños cuadros que giran en torno a una luz a tal velocidad que engaña a nuestra vista...
— ¡Silencio, hereje! —Tronó el survisor—. La sentencia ha sido pronunciada.
Los dictores ordenan que te entreguemos en sus manos.
—No creo que digan nada parecido, Seoría —protestó Limbeck—. En realidad, no estoy seguro de qué pretenden decir. Me pregunto por qué...
— ¡Por qué! ¡Por qué! ¡Tendrás mucho tiempo para preguntártelo mientras estés cayendo hacia el corazón de la tormenta! —exclamó Darral.
Limbeck estaba observando la linterna mágica que repetía las mismas imágenes una y otra vez y no escuchó con claridad lo que acababa de decir el survisor jefe.
— ¿El corazón de la tormenta, Seoría?—Los gruesos cristales le hacían más grandes los ojos y le daban un aire de insecto que el survisor encontraba especialmente desagradable.
—Sí, ésta ha sido la sentencia de los dictores. —El survisor movió la mano de la estatua y el globo ocular parpadeó y se apagó.
— ¿Qué? ¿Con esas imágenes? ¡Desde luego que no, Seoría! —Protestó
Limbeck—. No estoy seguro de qué son, pero si me dieras la oportunidad de estudiarlas...
—Mañana por la mañana —lo interrumpió el survisor— serás obligado a recorrer los Peldaños de Terrel Fen. ¡Que los dictores tengan piedad de tu alma!
Cojeando, frotándose el trasero insensible con una mano y llevándose la otra a la dolorida cabeza, Darral Estibador dio media vuelta en redondo y abandonó la
Factría.
CAPITULO
WOMBE, DREVLIN, REINO INFERIOR
—Visita —anunció el carcelero al otro lado de los barrotes.
— ¿Qué? —Limbeck se incorporó hasta quedar sentado en el catre.
—Tienes visita. Tú hermana. Vamos.
Las llaves tintinearon. Hubo un chasquido en la cerradura y la puerta se abrió bruscamente. Limbeck, sorprendido y muy confuso, se levantó del catre y siguió al carcelero a la sala de visitas. Por lo que sabía, no tenía ninguna hermana.
Era cierto que llevaba varios años ausente de su casa y que no sabía gran cosa de cómo crecían los niños, pero tenía la vaga impresión de que un bebé tardaba un tiempo considerable en nacer, y luego en caminar y crecer lo suficiente como para visitar a un hermano en la cárcel.
Estaba realizando los cálculos necesarios para determinarlo cuando llegó a la sala de visitas, donde una mujer joven se echó sobre él con tal fuerza que casi lo derriba.
— ¡Mi querido hermano! —exclamó, pasándole los brazos en torno al cuello y besándolo con más afecto del que normalmente se exhibe entre hermanos.
—Tenéis hasta el toque de silbato del próximo cambio de turno —dijo el carcelero en tono aburrido antes de cerrar la puerta y la aldaba.
— ¿Jarre? —murmuró Limbeck, parpadeando en dirección a ella, pues se había dejado las gafas en la celda.
— ¡Por supuesto! —respondió Jarre, abrazándolo con fuerza—. ¿Quién creías que podía ser, si no?
—No..., no estaba seguro —balbuceó Limbeck. Tenía una alegría tremenda de ver a Jarre, pero no podía evitar un leve sentimiento de decepción ante la pérdida de una hermana. Era como si la familia pudiera representar un consuelo en un trance como aquél—. ¿Cómo has llegado aquí?
—Odwin Aflojatornillos tiene un cuñado que se ocupa de uno de los viajes de la centella rodante y me ha dejado subir. ¿No te puso furioso —continuó, aflojando su abrazo— ver expuesta ante tus propios ojos la esclavitud de tu pueblo?
—Sí, desde luego —respondió Limbeck. No le sorprendió comprobar que Jarre había experimentado las mismas sensaciones y los mismos pensamientos que habían ocupado su cabeza durante el viaje en la centella a través de Drevlin.
Aquello sucedía a menudo entre ellos.
Jarre se apartó de él y desenrolló lentamente la gruesa bufanda que le envolvía la cabeza. Limbeck no estaba seguro (sin gafas, el rostro de Jarre era apenas una mancha borrosa) pero tuvo la sensación de que lo miraba con expresión preocupada. Desde luego, podía deberse al hecho de que lo hubieran condenado a muerte, pero Limbeck no lo creía pues Jarre solía tomarse aquellos asuntos sin alterarse. Se trataba de algo diferente, más profundo.
— ¿Qué tal está la Unión? —preguntó.
Jarre suspiró. Ahora sí vamos a algún sitio, se dijo Limbeck.
— ¡Oh, Limbeck! —Exclamó ella, entre irritada y pesarosa—, ¿por qué tuviste que ir contando esos cuentos ridículos en el juicio?
— ¿Cuentos? —Las cejas tupidas de Limbeck se levantaron hasta las raíces de sus cabellos rizados—. ¿Qué cuentos?
—Ya sabes... Eso de los welfos muertos y de los libros con imágenes del cielo...
—Entonces, ¿los cantores de noticias lo han cantado? —A Limbeck le brilló la cara de placer.
— ¿Cantarlas? —Jarre apretó las manos—. ¡Las han gritado en cada cambio de truno! No hemos oído otra cosa que esos cuentos...
— ¿Por qué insistes en llamarlos así? —Entonces, de pronto, Limbeck lo comprendió—. Tú no los tomas en serio, ¿verdad? ¡Lo que conté en el tribunal es cierto, Jarre! Lo juro por...
—No lo jures por nadie —lo cortó Jarre con frialdad—. Nosotros no creemos en dioses, ¿recuerdas?
—Lo juro por el amor que te tengo, querida mía —declaró Limbeck—. Todo lo que dije ahí es verdad. Todas esas cosas me sucedieron realmente. Fue esa visión y lo que me reveló, el conocimiento de que los welfos no son dioses, sino mortales como nosotros, lo que me inspiró a fundar nuestra Unión. Es el recuerdo de ese suceso lo que me da el valor para afrontar lo que me espera —añadió con una serena dignidad que conmovió el corazón de Jarre.
Sollozando, se arrojó de nuevo en sus brazos.
Limbeck le dio unas suaves palmaditas en su robusta espalda y le preguntó dulcemente:
— ¿He perjudicado mucho a la causa?
—No... —musitó Jarre con voz ahogada, sin levantar la cara de la túnica, ahora empapada de lágrimas—. En realidad..., hum... Verás, querido, hicimos..., hum..., hicimos correr la voz de las torturas y penalidades que has padecido a manos del poder brutal e imperialista...
—Pero no me han torturado. Han sido realmente amables conmigo, querida.
— ¡Oh, Limbeck! —exclamó Jarre, apartándose de él con gesto de exasperación—. ¡No tienes remedio!
—Lo siento.
—Ahora, escúchame —continuó ella rápidamente, mientras se secaba las lágrimas—. No tenemos mucho tiempo. De momento, lo más importante para nosotros es tu ejecución. No se te ocurra estropear esa escena. No se te ocurra —
repitió, levantando el índice en gesto de advertencia— volver a hablar de welfos muertos y cosas así.
Limbeck emitió un suspiro.
—No lo haré —prometió.
—Ahora eres un mártir de la causa, no lo olvides. Y, por el bien de la causa, debes tratar de representar tu papel. —Jarre estudió la robusta figura de Limbeck con una mirada de desaprobación—. Pero me da la impresión de que incluso has aumentado de peso.
—Es que la comida de la cárcel es verdaderamente...
—En un momento así, deberías pensar en algo más que en ti mismo —lo reprendió Jarre—. Sólo te queda esta noche y supongo que no podrás adquirir un aspecto demacrado en ese tiempo, pero haz todo lo que puedas. ¿Serías capaz de aparecer ensangrentado?
—No lo creo —respondió Limbeck apenado, consciente de sus limitaciones.
—Bueno, tendremos que hacer lo que podamos —suspiró Jarre—. Hagas lo que hagas, intenta al menos parecer martirizado.
—No estoy seguro de cómo.
— ¡Ah!, ya sabes: muéstrate valiente, digno, desafiante y clemente.
— ¿Todo a la vez?
—Perdonar a tus verdugos es muy importante. Incluso puedes decir algo al respecto mientras te estén atando al pájaro rayo.
—Perdonar a los verdugos —murmuró Limbeck, confiando el detalle a su memoria.
—Y deberías lanzar un grito final de desafío cuando te empujen al vacío. Algo así como, « ¡Viva siempre la UAPP...! ¡No nos vencerán!». Y anuncia tu regreso, por supuesto.
—Desafío. Viva siempre la UAPP. Mi regreso. —Limbeck la miró con sus ojos miopes—. ¿Regresar? ¿Voy a hacerlo?
— ¡Por supuesto! He dicho que te sacaríamos de ésta, y hablaba en serio. No habrás pensado que dejaríamos que te ejecuten, ¿verdad?
—Bueno, yo...
—Eres un tonto —murmuró Jarre, revolviéndole los cabellos con un gesto festivo—. Bueno, ya sabes cómo funciona ese pájaro mecánico...
Sonó el silbato y su aullido resonó por la ciudad.
— ¡Tiempo! —gritó el carcelero, apretando su rostro obeso contra los barrotes de la puerta de la sala de visitas. Se oyó el tintineo de la llave al introducirse en la cerradura.
Jarre, con una mueca de enfado en el rostro, se acercó a la puerta y miró al hombre desde el otro lado de los barrotes.
—Danos unos minutos más.
El carcelero frunció el entrecejo. Jarre le mostró su puño, de aspecto formidable, y añadió, amenazadora:
—Recuerda que, al final, tendrás que abrirme...
El hombre murmuró algo ininteligible y se alejó.
—Bien, ¿dónde estábamos? —dijo Jarre, dando la espalda a la puerta—. ¡Ah, sí! Este artilugio que llaman «pájaro». Según dice Lof Letri...
— ¿Qué sabe ése del asunto? —inquirió Limbeck, celoso.
—Lof pertenece al truno de los Letricistas —replicó Jarre con tono orgulloso—
, que se ocupan de dirigir los pájaros rayo encargados de recoger letricidad para la
Tumpa-chumpa. Según él, van a colocarte encima de lo que parecen dos alas gigantes fabricadas con madera y plumas de tiero, enganchadas a un cable. Te atarán al artefacto y luego te soltarán en el vacío sobre los Peldaños de Terrel Fen.
Te encontrarás flotando en plena tormenta y recibirás el impacto del granizo, la lluvia intensa y la aguanieve...
— ¿Y los rayos? —preguntó Limbeck con nerviosismo.
—No hay rayos —respondió Jarre, tranquilizadora.
—Pero los llaman «pájaros rayo»...
—No es más que un nombre.
—Pero, cargado con mi peso, ¿no se hundirá en lugar de remontar los aires?
— ¡Por supuesto! ¿Quieres dejar de interrumpirme?
—Sí —respondió Limbeck débilmente.
—El artefacto romperá el cable y empezará a caer. Al fin, acabará por estrellarse en alguna de las islas de Terrel Fen...
— ¿De veras? —Limbeck palideció.
—Sí, pero no te preocupes. Según Lof, es casi seguro que el armazón principal resistirá el impacto. Es muy fuerte. La Tumpa-chumpa produce los listones de madera.
— ¿Por qué lo hará? —Musitó Limbeck—. ¿Por qué habrá de hacer listones de madera la Tumpa-chumpa?
— ¿Y cómo voy a saberlo? —gritó Jarre—. En cualquier caso, ¿qué importa eso ahora? Préstame atención, Limbeck.
Con ambas manos, agarró las trenzas de la barba de éste y tiró de ellas hasta que le hizo saltar las lágrimas. La experiencia le había enseñado que aquél era un buen método para borrar de la mente de Limbeck aquellas ociosas especulaciones.
—Como digo, irás a parar a una de las islas de Terrel Fen. Esas islas están siendo excavadas por la Tumpa-chumpa en busca de minerales. Cuando las garras excavadoras desciendan para cargar el mineral bruto, deberás colocar una señal en una de ellas. Los nuestros estarán a la espera y, cuando vuelva la pala, veremos tu marca y sabremos en qué isla estás.
— ¡Es un plan magnífico, querida mía! —Limbeck le dedicó una sonrisa de admiración.
—Gracias. —Jarre se ruborizó de placer—. Lo único que debes hacer es apartarte de las garras excavadoras para que no te alcancen mientras trabajan.
—Sí, estaré atento a eso.
—La siguiente vez que desciendan las excavadoras, nos aseguramos de que bajen un manipulador. —Al advertir que Limbeck parecía desconcertado, Jarre le explicó pacientemente—: Ya sabes, una de esas garras con una burbuja incorporada en la que los gegs descienden a las islas para liberar las palas atascadas.
— ¿Es así como lo hacen? —se asombró Limbeck.
— ¡Ah, ojalá hubieras servido alguna vez a la Tumpa-chumpa! —dijo Jarre, tirándole de la barba con gesto de irritación—. ¡Oh, querido, lo siento! No quería hacerlo... —Lo cubrió de besos y le frotó las mejillas para aliviar el dolor—. No te va a suceder nada, recuérdalo. Cuando te subamos, fingiremos que has sido declarado inocente. Será evidente que los dictores están de tu lado y que, por tanto, apoyan nuestra causa. ¡Seguro que los gegs se unirán a nosotros a montones! ¡Y llegará por fin el día de la revolución!
A Jarre le brillaban los ojos y Limbeck se sintió llevar por su entusiasmo.
— ¡Sí! ¡Estupendo!
El carcelero introdujo la nariz entre los barrotes y carraspeó.
— ¡Está bien, yo voy! —Jarre se envolvió de nuevo la cabeza con la bufanda.
Ya con ella puesta, y con cierta dificultad, besó a Limbeck por última vez, dejando un rastro de pelusa en su boca. El carcelero abrió la puerta.
—Recuerda —susurró Jarre en tono misterioso—, martirizado.
—Sí, martirizado —asintió Limbeck de buen grado.
— ¡Y no sigas con tus cuentos sobre dioses muertos!
Esto último lo cuchicheó Jarre en un tono desgarrador mientras el carcelero le daba prisa para que saliera.
— ¡No son cuentos...! —empezó a replicar Limbeck, pero se interrumpió con un suspiro. Jarre ya había desaparecido.
CAPÍTULO
WOMBE, DREVLIN, REINO INFERIOR
Los gegs, un pueblo muy pacífico y bonachón, no habían librado una sola guerra en toda su historia (hasta donde podían recordar). Quitarle la vida a otro geg era algo insólito, impensable, inimaginable. Únicamente la Tumpa-chumpa tenía derecho a matar a un geg, y ello sucedía casi siempre por accidente. Y, aunque los gegs tenían establecida en sus códigos legales la ejecución como castigo para ciertos crímenes terribles, eran incapaces de dar muerte a uno de sus semejantes con sus propias manos. Así pues, dejaban que se encargaran de ello los dictores, que no estaban presentes para protestar. Si los dictores decidían que el condenado viviera, se ocuparían de que así fuera. En caso contrario, no lo volverían a ver en Drevlin.
Los gegs utilizaban para deshacerse de los indeseables un método que denominaban «bajar los Peldaños de Terrel Fen». Terrel Fen era una serie de islotes que flotaban debajo de Drevlin, girando y cayendo en una espiral perpetua hasta que un día desaparecían en las nubes turbulentas de la Oscuridad Completa. Se decía que en tiempos antiguos, justo después de la Separación, era posible descender a pie a las Terrel Fen, pues las islas estaban tan próximas a Drevlin que un geg podía saltar de una a otra. Probablemente, éste era ya el castigo que imponían a los delincuentes los antiguos gegs.
Sin embargo, con el transcurso de los siglos, los islotes se habían unido más y más hacia el Torbellino; así, ahora sólo era posible —durante las pausas entre tormentas— distinguir el borroso contorno de la isla más próxima, desplazándose muy abajo. Según había señalado uno de sus survisores más ocurrentes, un geg debería tener alas para sobrevivir en su caída el tiempo suficiente para que los dictores emitieran una sentencia contra él. Naturalmente, este comentario hizo que los gegs se preocuparan de proporcionar unas alas al condenado, lo cual condujo al desarrollo del «pájaro» que Jarre había descrito.
Su denominación oficial era la de «Plumas de Justiz» y estaba confeccionado con los listones perfectamente aserrados y desbastados que escupía la Tumpachumpa para utilizarlos en los lectrozumbadores.
El armazón de madera, de seis palmos de ancho, tenía una envergadura de alas de unos veinte palmos. El armazón iba cubierto con un tejido (producto también de la Tumpa-chumpa), que era decorado a continuación con plumas de tiero sujetas mediante una sustancia pegajosa a base de harina y agua. Normalmente, un fuerte cable unido al lectrocumulador permitía que el artefacto se remontara hasta el corazón de la tormenta y recogiera los rayos. Sin embargo, como es lógico, mal podía elevarse si debía soportar el peso de un robusto geg.
Aprovechando una pausa entre tormentas, el reo Limbeck fue conducido al borde de Drevlin y colocado en el centro del Plumas de Justiz. Con las manos firmemente atadas al armazón de madera, sus pies quedaron colgados a los lados de la cola. Seis ofinistas levantaron el artefacto y, a una orden del survisor jefe, echaron a correr hacia el borde de la isla para lanzarlo.
Los únicos gegs presentes en la ejecución eran el survisor, el ofinista jefe y seis ofinistas ayudantes, necesarios para mandar al aire el Plumas de Justiz.
Mucho tiempo atrás, asistían a las ejecuciones todos los gegs que no estuvieran de servicio en la Tumpa-chumpa. Pero un día tuvo lugar el sensacional «descenso» del tristemente famoso Dirk Tornillo. Dirk, ebrio, se quedó dormido durante el trabajo y no advirtió que la manecilla del silbato conectado al caldero de burbujas se agitaba furiosamente. La explosión que se produjo sancochó a varios gegs y, aún más grave, causó graves daños en la Tumpa-chumpa, que se vio obligada a cerrar durante un día y medio para efectuar reparaciones.
Dirk, pese a la gravedad de sus quemaduras, salvó la vida y fue sentenciado a descender los Peldaños. Gran número de gegs acudieron a presenciar la ejecución.
Los que estaban más atrás, quejándose de que no veían, empezaron a empujar para abrirse paso hasta adelante, con el trágico resultado de que numerosos gegs que estaban en el borde de la isla iniciaron imprevistos «descensos». Desde entonces, una orden del survisor jefe prohibía la presencia de público en las ejecuciones.
En esta ocasión, el público no se perdió gran cosa. Limbeck estaba tan fascinado con los preparativos que se olvidó por completo de parecer martirizado y no dejó de molestar con una interminable retahíla de preguntas a los ofinistas que le ataban las manos al armazón de madera.
— ¿De qué está hecho este material? —se interesó, refiriéndose a la sustancia pegajosa—. ¿Cómo se mantiene sujeto al armazón? ¿Qué tamaño tienen las láminas del tejido que lo recubre? ¿Así de grandes salen? ¿De veras? ¿Por qué produce tejido la Tumpa-chumpa?
Finalmente, en interés de la protección a los inocentes, el ofinista jefe ordenó que Limbeck fuera amordazado. Así se hizo sin ceremonias, a las órdenes de un apurado survisor jefe, quien no disfrutaba en absoluto con la ejecución debido al penetrante dolor de cabeza que le producía la corona.
Seis robustos ofinistas sujetaron la sección central del artefacto y la levantaron por encima de sus cabezas. A una señal del ofinista jefe, iniciaron un tambaleante descenso a la carrera por una rampa, en dirección al borde de la isla.
De pronto, inesperadamente, una ráfaga de viento prendió el artilugio, lo arrancó de sus manos y lo levantó en el aire. El Plumas de Justiz cabeceó y se ladeó, dio tres círculos en picado y se estrelló contra el suelo.
— ¿Qué estáis haciendo? —Gritó el survisor jefe—. ¿Qué estáis haciendo, maldita sea? —preguntó a su cuñado. Este, con aire molesto, corrió a enterarse.
Los ofinista desataron a Limbeck del artefacto destrozado y lo condujeron de vuelta a la plataforma de salida, mareado y escupiendo plumas de la boca.
Mandaron traer otro Plumas de Justiz, mientras el survisor jefe se impacientaba ante el retraso, y ataron de nuevo al condenado. Los seis porteadores recibieron una severa arenga de su superior sobre la necesidad de sujetar con fuerza el armazón, y volvieron a partir.
El viento levantó las alas en el momento preciso y Limbeck surcó el cielo con elegancia. El cable se rompió con un chasquido. Los ofinistas, su superior y el survisor jefe permanecieron en el borde de la isla, observando cómo el artilugio emplumado se deslizaba lentamente hacia el vacío y se perdía hacia abajo, planeando, con la misma lentitud.
Limbeck debió de haberse ingeniado de algún modo para quitarse la mordaza de la boca, pues Darral Estibador hubiera jurado que escuchó un último « ¿Por qué...?» desvaneciéndose en el corazón del Torbellino. Se quitó la corona de hierro de la cabeza, reprimiendo el impulso de arrojarla por el borde de la isla, y con un profundo suspiro de alivio emprendió el regreso a su casa del tanque de almacenamiento.
Limbeck se encontró flotando en las corrientes de aire que lo impulsaban en suaves círculos y volvió la cabeza para contemplar la isla de Drevlin desde abajo.
En muchos momentos disfrutó con la sensación de volar, girando ociosamente debajo de la superficie de la isla y contemplando las formaciones de coralita que, desde aquella perspectiva, resultaban únicas y muy distintas de cuando se observaban desde arriba. No llevaba puestas las gafas (las guardaba en un bolsillo de los calzones, envueltas en un pañuelo), pero una corriente ascendente lo había arrastrado hasta muy cerca de la parte inferior de la isla y ello le proporcionó una excelente vista.
El interior estaba taladrado por millones y millones de agujeros. Algunos eran enormes, y Limbeck habría podido penetrar volando en varios de ellos si hubiera sabido y podido pilotar las alas. Le sorprendió observar que de tales agujeros salían miles de burbujas que reventaban casi inmediatamente al entrar en contacto con el aire y advirtió, como un destello, que había tropezado con un notable descubrimiento.
«La coralita debe de producir algún gas más ligero que el aire y eso mantiene a flote la isla.» Su mente evocó la imagen que había visto en el Globo Ocular. « ¿Por qué, entonces, unas islas flotan más arriba que otras? ¿Por qué la isla donde viven los welfos, por ejemplo, está más alta que la nuestra? Su isla debe de pesar menos, lógicamente. Sí, pero ¿por qué? ¡Ah, ya entiendo!» Limbeck no se dio cuenta, pero había empezado a descender a gran velocidad en una espiral que le habría causado vértigo de haberla advertido. «Depósitos minerales. Esto explicaría la diferencia de peso. En nuestra isla debe de haber más depósitos de minerales —hierro y demás— que en la de los welfos. Probablemente, por eso los directores montaron la
Tumpa-chumpa aquí abajo, en lugar de más arriba. De todos modos, eso sigue sin explicar por qué la construyeron.»
Limbeck decidió tomar nota de esta última observación y descubrió, irritado, que tenía las manos atadas a alguna parte. Cuando volvió los ojos para ver qué sucedía, recordó la interesante —si bien desesperada— situación en que se hallaba. A su alrededor, el cielo estaba oscureciendo deprisa. Ya no veía nada de
Drevlin. El viento era más fuerte y había adquirido un claro movimiento circular; el vuelo era considerablemente más agitado y errático. El aire lo zarandeó a un lado y a otro, arriba y abajo, y dándole vueltas. Empezó a caer la lluvia y Limbeck hizo otra observación. Aunque no era tan trascendente como la primera, ésta tenía bastante más impacto.
La pasta que sujetaba las plumas al tejido se disolvió con el agua. Limbeck observó con creciente alarma cómo, una a una y luego a puñados, las plumas de tiero empezaban a desprenderse. El primer impulso de Limbeck fue liberarse las manos, aunque no tenía una idea muy precisa de qué haría cuando lo consiguiera.
Dio un violento tirón con la muñeca derecha y el movimiento tuvo el efecto —un efecto realmente alarmante— de provocar que el artilugio volador quedara del revés en el aire. Cuando hubo pasado el primer momento de pánico paralizante y cuando se sintió bastante seguro de que no iba a vomitar, Limbeck advirtió que su situación había mejorado. El tejido, desprovisto ahora de casi todas las plumas, se había hinchado encima de él, aminorando la velocidad de descenso y, aunque el viento todavía lo zarandeaba bastante, la trayectoria era más estable y menos errática.
En la fecunda mente de Limbeck empezaban a tomar forma las leyes de la aerodinámica cuando vio ante él, apareciendo tras las nubes de tormenta a sus pies, un bulto oscuro. Forzando la vista, se cercioró por fin de que el bulto era una de las islas de Terrel Fen. Mientras descendía entre las nubes le había parecido que caía muy despacio y le asombró comprobar que la isla parecía levantarse hacia él a una velocidad alarmante. En aquel instante, Limbeck descubrió simultáneamente dos importantes leyes: una, la teoría de la relatividad; la otra, la ley de la gravedad.
Por desgracia, ambas leyes fueron borradas de su mente por el impacto.
CAPITULO
EN ALGÚN LUGAR DEL CONGLOMERADO
DE ULYNDIA, REINO MEDIO
La mañana en que Limbeck se precipitaba planeando hacia Terrel Fen, Hugh y el príncipe volaban en plena noche a lomos del dragón sobre algún lugar del conglomerado de Ulyndia. El vuelo era frío y desagradable. Triano había señalado la dirección al dragón y Hugh no tenía otra cosa que hacer más que permanecer en la silla y pensar. Ni siquiera podía saber qué ruta seguían, pues los acompañaba una niebla mágica.
De vez en cuando, el dragón descendía por debajo de las nubes para orientarse y Hugh aprovechaba esos instantes para, estudiando el paisaje de coralita que discurría bajo sus pies con su ligera luminiscencia, tratar de hacerse alguna idea de dónde se hallaba o de dónde había estado. La única duda de Hugh era si sería víctima de alguna traición y tendría que gastar la mitad del dinero de la bolsa en averiguar el paradero oculto del rey Stephen, en el caso de que decidiera protestar personalmente ante él por el trato recibido. Sin embargo, de momento era inútil preocuparse por ello y pronto dejó de darle vueltas al asunto.
—Tengo hambre... —empezó a decir Bane, cuya aguda voz infantil hendió el silencio nocturno.
— ¡Cierra el pico! —replicó Hugh con brusquedad.
Escuchó un rápido jadeo y, al volverse, vio que el chiquillo tenía los ojos muy abiertos y brillantes, a punto de que le saltaran las lágrimas. Probablemente, nadie le había hablado en aquel tono en toda su vida.
—En el aire nocturno, cualquier sonido se oye desde muy lejos, Alteza —
añadió la Mano con suavidad—. Si alguien nos viene siguiendo, es mejor que no le demos facilidades.
— ¿Nos siguen, pues? —Bane estaba pálido pero impertérrito y Hugh tuvo que reconocer que el chiquillo era valiente.
—Eso creo, Alteza. Pero no te preocupes.
El príncipe apretó los labios. Con timidez, pasó los brazos en torno a la cintura de Hugh.
—No te molesta, ¿verdad? —susurró.
Cuando los bracitos se apretaron en torno a él, Hugh notó un cuerpo caliente acurrucado contra el suyo. La cabecita del niño se apoyó ligeramente en su robusta espalda.
—No tengo miedo —añadió Bane con voz resuelta—. Es sólo que me siento mejor cuando estás cerca.
Una sensación extraña embargó al asesino. Hugh se sintió de pronto vacío, siniestro y terriblemente malvado. Apretó los dientes, combatiendo el impulso de desasirse del abrazo del chiquillo, y se concentró en el peligro inmediato que los acechaba.
Tenía la certeza de que alguien los seguía. Y, fuera quien fuese, era muy hábil haciéndolo. Se volvió sobre la silla y escrutó el cielo con la esperanza de que su perseguidor, temiendo perderlos de vista, cometiera un descuido y se dejara ver.
Sin embargo, no descubrió nada. Ni siquiera habría podido explicar por qué estaba tan seguro de que tenían compañía. Era una picazón en la nuca, una reacción maquinal a un sonido, un olor, algo entrevisto por el rabillo del ojo. Tomó la advertencia con calma y un solo pensamiento: ¿quién los seguía, y por qué?
Triano. Cabía esa posibilidad, por supuesto, pero Hugh la descartó. El mago conocía su destino mejor que ellos mismos, aunque tal vez los seguía para asegurarse de que la Mano no intentaba confundir al dragón y escapar con él. Pero tal cosa habría sido una solemne tontería. Hugh no era ningún hechicero y se abstendría de entrometerse en un conjuro, en especial si tenía que ver con un dragón. Hechizados, los dragones eran obedientes y tratables. Roto el encantamiento, los animales recobraban su inteligencia y su voluntad, con lo que se volvían totalmente caprichosos e imprevisibles. Podían seguir sirviéndolo a uno, pero también podían decidir convertirlo en su cena.
Y, si no era Triano, ¿de quién podía tratarse?
Algún partidario de la reina, sin duda. Hugh maldijo en silencio al mago y al rey. Aquel par de estúpidos chapuceros habían permitido que se conocieran sus planes y ahora, sin duda, Hugh tenía que enfrentarse a algún noble que trataba de rescatar al niño. La Mano tendría que librarse de tal molestia, lo que significaba tender una trampa, rebanar una garganta y esconder un cuerpo. Lo más probable era que el niño acabaría viendo al hombre y lo reconocería como un amigo. Ello despertaría sus suspicacias y Hugh tendría que convencerlo de que el amigo era un enemigo y de que su auténtico enemigo era su verdadero amigo. Iba a ser una buena complicación, ¡y todo por una indiscreción de Triano y su rey, abrumado por los remordimientos!
Bueno, pensó con ánimo sombrío, ya se lo cobraría.
Sin ninguna indicación de Hugh, el dragón empezó a descender en espiral y la
Mano intuyó que habían llegado a su destino. La nube mágica desapareció y Hugh observó un bosque de árboles en sombras contra el resplandor azulado de la coralita, seguido de una gran zona despejada y de las formas de perfiles rectos y definidos que no se encontraban nunca en la naturaleza, sino que eran obra de la mano del hombre.
Era una pequeña aldea, abrigada en un valle de coralita y rodeada de tupidos bosques. Hugh conocía muchos lugares como aquél, cuyos habitantes utilizaban los árboles y las montañas para ocultarse de las incursiones de los elfos.
A cambio, pagaban el precio de estar alejados de las principales rutas aéreas pero, cuando se trataba de escoger entre una buena vida y asegurar la supervivencia, había quienes se decidían gustosamente por la pobreza.
Hugh conocía el valor de una vida humana y, contraponiéndolo al disfrute de los goces y comodidades, consideraba unos estúpidos a quienes renunciaban a éstos.
El dragón sobrevoló en círculo la aldea dormida. Hugh divisó un claro en el bosque y guió al animal hasta posarse con suavidad. Mientras descargaba el equipaje de lomos del dragón, se preguntó dónde habría tomado tierra su perseguidor. Pero no perdió mucho tiempo dando vueltas al asunto, pues ya había preparado su celada. Sólo necesitaba un cebo.
El dragón los dejó apenas terminaron de descargar. Remontando el vuelo, desapareció sobre las copas de los árboles. Calmosamente, tomándose su tiempo, Hugh se cargó el equipaje a la espalda. Hizo un gesto al príncipe para que lo siguiera y empezó a dirigirse hacia la espesura cuando notó que Bane le tiraba de la manga.
— ¿Qué sucede, Alteza?
— ¿Ya podemos hablar en voz alta? —dijo el chico, con los ojos muy abiertos.
Hugh asintió.
—Puedo llevar mis cosas —afirmó Bane—. Soy más fuerte de lo que parece.
Dice mi padre que cuando crezca seré alto y fuerte como él.
¿De verdad había dicho Stephen tal cosa? ¿A un niño del que sabía que nunca iba a llegar a hombre? Si hubiese tenido a aquel maldito delante de él, Hugh le habría retorcido con gusto el pescuezo.
Sin una palabra, entregó su mochila al príncipe. Llegaron a la linde del bosque y se internaron en las densas sombras bajo los árboles.
Pronto quedaron fuera del alcance de cualquier ojo u oído, y sus pies avanzaron sin el menor ruido por la gruesa alfombra de finos cristales como arenas.
La Mano notó otro tirón en la manga.
—Maese Hugh —dijo Bane, señalando algo—, ¿quién es ése?
Sobresaltado, la Mano miró a un lado y a otro.
—No hay nadie, Alteza.
—Sí, ahí está —insistió el chiquillo—. ¿No lo ves? Es un monje kir.
Hugh se detuvo y miró fijamente al niño.
—Es normal que no lo veas —añadió entonces Bane, moviendo la mochila para colocársela mejor entre sus hombros poco desarrollados—. Suelo percibir muchas cosas que los demás no pueden captar, pero nunca había visto a nadie acompañado por la presencia de un monje kir. ¿Por qué viene contigo?
—Déjame llevar eso, Alteza. —Hugh tomó la mochila del príncipe y echó a andar de nuevo, empujando al chiquillo con mano firme para que abriera la marcha.
¡Maldito Triano!, se dijo. Al condenado mago debía de habérsele escapado algo más. El chiquillo debía de haberlo captado y ahora se le había desbocado la imaginación. Incluso era posible que hubiera adivinado la verdad. Bien, de momento no podía hacer nada al respecto. Sencillamente, aquello complicaba considerablemente su trabaja... y, por tanto, encarecía el precio en la misma proporción.
. La escasez de agua en el Reino Medio hace que gran parte de la empleada se extraiga de los vegetales. Los cultivadores de agua se ocupan de cuidar tales plantas acuíferas; los recolectores de agua son los encargados de extraer el líquido. (N. del a.)
Pasaron el resto de la noche en el cobertizo de un recolector de agua.
Empezaba a clarear; Hugh advirtió en el firmamento el leve resplandor que presagiaba el amanecer. Los bordes de los Señores de la Noche despedían un intenso brillo encarnado. Ahora podría determinar la dirección en la que se movían y orientarse un poco, por lo menos. Antes de abandonar el monasterio había inspeccionado el contenido de su mochila y se había asegurado de que contuviera todo el instrumental de navegación necesario, pues el suyo le había sido confiscado en la prisión de Yreni. Sacó del morral un librito encuadernado en cuero y una vara de plata con una esfera de cuarzo en la parte superior. En el otro extremo, la vara tenía un clavo largo que Hugh hundió en el suelo.
Todos los sextantes como aquél eran creaciones de los elfos, pues los humanos no poseían ningún artilugio mágico. La vara estaba prácticamente nueva y Hugh supuso que era un trofeo de guerra. Dio un golpecito en el objeto con la yema de un dedo y la esfera se elevó en el aire para sorpresa y placer de Bane, que observaba la escena con ojos fascinados.
— ¿Qué haces? —preguntó.
—Mira a través de ella —le sugirió Hugh. Con cierta vacilación, el príncipe situó los ojos a la altura de la esfera.
—Sólo veo un puñado de números —dijo entonces, decepcionado.
—Es lo que debe verse.
Hugh tomó nota mental de la primera cifra, hizo girar un anillo situado en el extremo inferior de la vara, apuntó la segunda cifra y, por último, una tercera.
Después, empezó a pasar las páginas del librito.
— ¿Qué buscas? —Bane se puso en cuclillas, tratando de mirar por encima del hombro de Hugh.
—Esos números que has visto son las posiciones de los Señores de la Noche, las cinco Damas de la Noche y Solarus; indican las posiciones relativas entre ellos.
Busco las cifras en este libro, las ajusto al momento del año, que me dice dónde se encuentran las islas en este preciso instante, y así puedo averiguar dónde nos encontramos, con un margen de pocos menkas.
— ¡Qué escritura más rara! —Bane ladeó la cabeza casi boca abajo para observarla. — ¿Qué letras son éstas?
—Es la escritura de los elfos. Fueron sus navegantes quienes hicieron todos esos cálculos y crearon el aparato mágico que realiza las mediciones.
El príncipe frunció el entrecejo.
— ¿Por qué no has usado algo semejante mientras volábamos a lomos del dragón?
—Porque los dragones saben instintivamente adonde se dirigen. Nadie ha averiguado cómo lo hacen, pero utilizan todos sus sentidos para guiarse: vista, oído, olfato, tacto... y posiblemente algunos otros que nosotros ni siquiera sabemos que posean. La magia de los elfos, en cambio, no ha funcionado nunca con los dragones y por eso tuvieron que construir naves dragón e inventar aparatos como éste para saber dónde se encontraban. Ésta es la razón de que los elfos nos consideren unos bárbaros —añadió Hugh con una sonrisa.
—Muy bien, ¿dónde estamos, pues? ¿Lo sabes?
—Lo sé —respondió Hugh—. Y ahora, Alteza, es hora de echar un sueñecito.
. Contracurso, procurso, kiracurso, y kanacurso son términos utilizados en la isla para indicar direcciones. «Curso» se refiere al curso medio del Conglomerado, o trayectoria que sigue un conglomerado en su órbita a través del aire. Avanzar procurso es viajar en la misma dirección; «contracurso» indica la dirección opuesta.
Kiracurso y kanacurso hacen referencia a movimientos en ángulo recto respecto a la trayectoria del conglomerado. (N. del a.)
Se encontraban en Exilio de Pitrin, probablemente a unos menkas a contracurso de Winsher. Hugh se sintió más relajado cuando tuvo el dato en su poder. Le había resultado muy inquietante no poder .distinguir, por decirlo así, los pies de la cabeza. Ahora lo sabía y podía descansar. No habría luz completa hasta pasadas otras tres horas.
Frotándose los ojos, bostezando y estirándose como quien ha viajado mucho y tiene los huesos molidos, Hugh condujo al príncipe al interior del cobertizo;
andaba con los hombros hundidos y arrastrando los pies. Con aire medio adormilado, dio un empujón a la puerta para cerrarla. La plancha no ajustó del todo pero el asesino estaba, al parecer, demasiado cansado para advertirlo.
Bane sacó una manta de la mochila, la extendió y se acostó. Hugh hizo lo mismo y cerró los ojos. Cuando oyó que la respiración del niño adoptaba una cadencia lenta y constante, se incorporó con un movimiento rápido y felino y se deslizó con rapidez por el interior de la estancia sin hacer el menor ruido.
El príncipe ya estaba profundamente dormido. Hugh lo observó con detenimiento, pero el chiquillo no parecía estar fingiendo y dormía hecho un ovillo sobre la manta. El aire frío de la madrugada podía helarlo y Hugh, sacando otra manta de su macuto, se la echó por encima a Bane. Después, continuó avanzando hasta el otro extremo del cobertizo, junto a la puerta.
Se quitó las botas de caña alta y las dejó en el suelo, colocándolas cuidadosamente de costado, una encima de la otra. Acercó a rastras el macuto y lo situó justo a continuación de las botas. Quitándose la capa, hizo una bola con ella y la colocó a continuación del macuto. Por último, extendió una manta sobre el macuto y la capa, dejando a la vista las suelas de las botas. Si alguien miraba a hurtadillas por la rendija de la puerta, vería los pies de un hombre envuelto en una manta y profundamente dormido.
Satisfecho, Hugh sacó el puñal de la bota y se sentó en cuclillas en un rincón en sombra del invernadero. Con los ojos fijos en la puerta, la Mano aguardó.
Transcurrió media hora. Su perseguidor le estaba dando mucho tiempo para que se durmiera, mientras Hugh continuaba su paciente vigilia. Ya no podía tardar mucho, pues había amanecido y el sol brillaba en el cielo.
El desconocido debía de temer que despertaran y reemprendieran la marcha.
El asesino observó la fina línea de luz grisácea que penetraba por la puerta, parcialmente ajustada. Cuando la línea se hizo más ancha, la mano de Hugh se cerró con más fuerza en torno a la empuñadura del arma.
Lenta y silenciosamente, la puerta se abrió y asomó por ella una cabeza. El individuo estudió con detenimiento la presunta figura de Hugh dormida bajo la manta y luego observó con la misma atención al muchacho. Hugh contuvo el aliento. Aparentemente satisfecho, el hombre entró en el cobertizo.
Hugh había calculado que el hombre estaría armado y atacaría de inmediato al muñeco que ocupaba su lugar; por eso le desconcertó comprobar que el hombre no empuñaba ninguna arma y que pasaba de largo junto al engaño para acercarse con pasos silenciosos al muchacho. «Así pues», pensó, «se trata de un rescate.»
Se incorporó de un salto, pasó un brazo en torno al cuello del desconocido y le puso el puñal en la garganta.
— ¿Quién te envía? ¡Dime la verdad y te recompensaré con una muerte rápida!
El cuerpo que Hugh acababa de sujetar se relajó y la Mano comprobó, con asombro, que el individuo se había desmayado.
CAPÍTULO
EXILIO DE PITRIN, ISLAS VOLKARAN, REINO MEDIO
—No es precisamente el tipo de hombre que yo enviaría con la misión de rescatar a mi hijo de las manos de un asesino —murmuró Hugh, tendiendo en el suelo del cobertizo al exánime desconocido—. Aunque podría ser que la reina tuviera problemas para encontrar caballeros osados, en estos tiempos. A menos que esté fingiendo...
El hombre tenía una edad indeterminada y un rostro macilento, cargado de ansiedad. Lucía una coronilla calva y de sus sienes colgaban unos mechones de cabellos grises que formaban una orla en torno a ella, pero su piel era fina y las arrugas en las comisuras de los labios eran producto de la preocupación, no de la edad. Alto y delgaducho, parecía ensamblado por alguien que se hubiera quedado sin las piezas adecuadas y se hubiera visto obligado a sustituirlas por las primeras que había encontrado. Las manos y los pies eran demasiado grandes; la cabeza, de facciones delicadas y sensibles, parecía demasiado pequeña.
Arrodillándose junto al hombre, Hugh le cogió un dedo y lo dobló hacia atrás hasta que la uña casi le tocaba la muñeca. El dolor era insoportable y cualquier persona que fingiera estar inconsciente se traicionaría inexorablemente, pero el tipo ni siquiera se movió.
Hugh le dio un sonoro bofetón en la mejilla para despenarlo y se disponía a añadir otro cuando oyó al príncipe acudir a su lado. — ¿Es ése el que nos seguía?
—Bane, pegado a Hugh, miró con curiosidad al hombre—. ¡Pero si es Alfred! —
exclamó. Agarró las solapas de la capa del hombre, le alzó la cabeza y lo sacudió—.
¡Alfred! ¡Despierta! ¡Despierta!
La cabeza del hombre golpeó el suelo con un ruido sordo.
El príncipe lo sacudió de nuevo. La cabeza volvió a dar en el suelo y Hugh, relajándose, se retiró un poco y observó la escena.
— ¡Ay, ay, ay! —gimió Alfred cada vez que su cabeza tocaba el suelo. Abrió los ojos, dirigió una mirada borrosa al príncipe e hizo un débil esfuerzo por apartar de su capa las pequeñas manos de éste.
—Por favor..., Alteza. Ya estoy despierto... ¡Oh! Gracias, Alteza, pero no es necesa...
— ¡Alfred! —El príncipe le echó los brazos al cuello y lo abrazó con tal fuerza que estuvo a punto de asfixiarlo—. ¡Pensábamos que eras un asesino! ¿Has venido para viajar con nosotros?
Alfred se incorporó hasta quedar sentado y dedicó una mirada nerviosa a.
Hugh (y, en particular, a su daga).
—Tal vez no sea muy factible acompañaros, Alt...
— ¿Quién eres? —lo interrumpió Hugh.
El hombre se frotó la cabeza y respondió humildemente:
—Señor, mi nombre es...
— ¡Es Alfred! —lo cortó Bane, como si eso lo explicara todo. Al advertir que no era así por la torva expresión de Hugh, el chiquillo añadió—: Está a cargo de todos mis criados y escoge a mis tutores, y se asegura de que el agua del baño no esté demasiado caliente...
—Me llamo Alfred Montbank, señor —dijo el hombre.
— ¿Eres criado de Bane?
—El término correcto es «chambelán», señor —lo corrigió Alfred, sonrojándose—. Y ese al que te refieres de manera tan irrespetuosa es tu príncipe, recuérdalo.
— ¡Oh!, no te preocupes por eso, Alfred —lo tranquilizó Bane, sentándose sobre los talones. Sus dedos juguetearon con el amuleto de la pluma que llevaba en torno al cuello—. Le he dicho a maese Hugh que podía apearme el tratamiento, ya que viajamos juntos. Es mucho más fácil que estar diciendo «Alteza» todo el tiempo.
—Tú eres el que venía siguiéndonos —lo acusó Hugh.
—Tengo el deber de estar siempre con Su Alteza, señor.
Hugh frunció sus negras cejas.
—Es evidente que alguien no creyó que debía ser así.
—Me dejaron atrás por error. —Alfred bajó los ojos y clavó la mirada en el suelo del cobertizo—. Su Majestad, el rey, escapó con tantas prisas que, sin duda, se olvidó de mí.
—Y por esto lo seguiste..., a él y al muchacho.
—Sí, señor. Por poco llego demasiado tarde. Tuve que recoger algunas cosas que sabía que el príncipe iba a necesitar y que Triano había olvidado. Luego tuve que ensillar personalmente mi dragón y, por último, tuve una discusión con los guardianes de palacio, que no querían dejarme salir. Cuando crucé las puertas, el rey y Triano, con el príncipe, habían desaparecido. Por un momento, no supe qué hacer, pero el dragón parecía tener cierta idea de adonde quería ir y...
—Debió de seguir a sus compañeros de establo. Continúa.
—Los encontramos. Es decir, el dragón los encontró. Pero no quise cometer la osadía de presentarme de improviso ante ellos y me mantuve a cierta distancia. Al fin, nos posamos en ese lugar horrible...
—El monasterio kir.
-Sí, yo...
— ¿Podrías volver allí si quisieras?
Hugh hizo la pregunta despreocupadamente, como por curiosidad, y Alfred respondió sin imaginar en absoluto que su vida estaba en juego.
—Vaya... Sí, señor, creo que podría. Tengo buen conocimiento del territorio, en especial de la zona que rodea al castillo. ¿Por qué lo preguntas? —añadió, alzando la vista y mirando a los ojos de Hugh.
La Mano procedía a guardar de nuevo la daga en la bota.
—Porque ese sitio con el que tropezaste por casualidad es el escondite secreto de Stephen. Los centinelas le dirán que lo seguiste y el rey sabrá que lo encontraste; tu desaparición concuerda con ello. Yo no apostaría una gota de agua por tus posibilidades de llegar a viejo, si vuelves a la corte.
— ¡Sartán piadoso! —Alfred tenía el rostro del color de la arcilla; era como si llevara una máscara de limo—. ¡No lo sabía! ¡Lo juro, noble señor! —alargó la mano y asió la de Hugh con gesto suplicante—. Olvidaré el camino, lo prometo...
—No quiero que lo olvides. ¿Quién sabe?, algún día podría ser útil conocerlo.
—Sí, señor... —dijo Alfred, titubeante.
—Este es maese Hugh —Bane terminó las presentaciones—. Tiene un monje negro que camina con él, Alfred.
Hugh miró al chiquillo en silencio. La expresión de su rostro, como una máscara de piedra, no mostró más cambio que, tal vez, una ligera vibración en sus ojos negros.
Alfred, ruborizado, alargó la mano y acarició los cabellos dorados de Bane.
— ¿Qué os he enseñado, Alteza? —Murmuró el chambelán, regañándolo con suavidad—. Ir contando los secretos de la gente no está bien. —Dirigió una mirada de disculpa a Hugh y le murmuró—: Debes ser comprensivo, maese Hugh. Su Alteza posee el don de la clarividencia pero aún no ha aprendido del todo a utilizarlo.
Hugh soltó un bufido, se puso en pie y empezó a guardar su manta.
—Por favor, permíteme.
Alfred se incorporó de un salto, con intención de quitarle la manta de las manos. Uno de los enormes pies del chambelán le obedeció, pero el otro pareció creer que había recibido otra orden distinta y giró en dirección opuesta. Alfred trastabilló, se tambaleó y habría caído de cabeza sobre Hugh si éste no lo hubiera agarrado del brazo y lo hubiera sostenido en pie.
—Gracias, señor. Me temo que soy muy torpe. Bueno, ya está. Ya puedo hacer eso.
Alfred empezó a luchar con la manta, que de pronto parecía haber adquirido vida propia, cargada de mala intención. Las esquinas se le escapaban de los dedos.
Doblaba una punta y la otra se le desdoblaba. Arrugas y bultos aparecían en los lugares más impensables. Durante el forcejeo, resultó difícil decir quién terminaría ganando.
—Lo que dice Su Alteza es verdad, señor —continuó Alfred mientras seguía su furiosa pugna con el pedazo de tela—. El pasado, y en especial la gente que ha influido en nuestras vidas, se adhiere a nosotros. Su Alteza tiene el don de visualizarlo.
Hugh avanzó un paso, inmovilizó la manta y rescató a Alfred, que volvió a sentarse entre jadeos, secándose el sudor de su alta y abovedada frente.
—Apuesto a que el muchacho también podría leerme el futuro en los posos del vino —murmuró Hugh en voz baja, de modo que el príncipe no pudiera oírlo—.
¿De dónde habrá sacado esa capacidad? Sólo los brujos engendran brujos. Tal vez
Stephen no sea su verdadero padre...
Hugh había lanzado este dardo verbal al azar, sin esperanzas de clavarlo en ningún sitio. En cambio, la flecha encontró una diana y se hundió en ella muy profundamente, a juzgar por las apariencias. El rostro de Alfred adquirió un enfermizo tono verdoso, el blanco de sus ojos destacó claramente en torno a los iris grises y sus labios se movieron sin pronunciar sonido alguno. Anonadado y mudo, el chambelán contempló a Hugh.
Aquello empezaba a cobrar sentido, se dijo la Mano. Al menos, explicaba el extraño nombre del chiquillo. Dirigió una mirada a Bane, que estaba rebuscando en el macuto de Alfred.
— ¿Me has traído los dulces? ¡Sí! —Con gesto triunfal, sacó los caramelos—.
Sabía que no te olvidarías.
—Recoge las cosas, Alteza —ordenó Hugh, echándose la capa sobre los hombros y cargando con su mochila.
—Yo me encargo de eso, Alteza —intervino Alfred en tono de alivio, contento de tener algo con que ocupar la cabeza y las manos y poder evitar la mirada de
Hugh. De los tres pasos que dio en el cobertizo, sólo falló uno; eso bastó para que cayera de rodillas, posición que, de todos modos, hubiera tenido que adoptar. Con gran coraje y determinación, se dispuso a entablar batalla de nuevo con la manta del príncipe.
—Alfred —dijo Hugh—, mientras nos seguías has podido ver las tierras que sobrevolamos. ¿Sabes dónde estamos ahora?
—Sí, maese Hugh. —El chambelán, sudoroso bajo el aire helado, no se atrevió a levantar la vista para evitar que la manta lo pillara desprevenido—. Creo que esta aldea se llama Watershed.
—Watershed —repitió la Mano—. No te alejes, Alteza —añadió al advertir que el príncipe se disponía a cruzar la puerta. Bane se volvió a mirarlo.
—Sólo quiero echar un vistazo ahí fuera. No me alejaré y tendré cuidado.
El chambelán había renunciado a intentar doblar la manta y, finalmente, la introdujo en el macuto por la fuerza. Cuando el muchacho hubo desaparecido tras la puerta, Alfred se volvió hacia Hugh.
—Me permitirás que os acompañe, ¿verdad, señor? Te juro que no daré ningún problema.
Hugh lo miró detenidamente.
—Te das cuenta de que no podrás volver nunca al palacio, ¿verdad?
—Sí, señor. He quemado mis naves, como reza el dicho.
—No sólo las has quemado. Has cortado las amarras y las has dejado a la deriva.
Alfred se pasó una mano temblorosa por la calva de la coronilla y bajó la mirada hacia el suelo.
—Te llevo con nosotros para que cuides del muchacho. Supongo que comprendes que tampoco él debe volver nunca a palacio. Soy muy ducho en seguir pistas y sería mi deber detenerte antes de que cometieras alguna tontería, como intentar escapar con él.
—Sí, señor. Lo comprendo muy bien. —Alfred volvió a mirar a los ojos a
Hugh—. ¿Sabes, maese Hugh?, yo conozco la razón de que el rey te contratara.
Hugh echó un vistazo al exterior. Bane se dedicaba a arrojar piedras contra un tronco. Tenía los brazos delgaduchos y su estilo de lanzar era torpe. La mayoría de los proyectiles se quedaba corta y no alcanzaba el blanco, pero el pequeño continuaba insistiendo con paciencia y optimismo.
— ¿Estás al corriente de los planes contra la vida del príncipe? —inquirió
Hugh como quien no quiere la cosa mientras, debajo de la capa, su mano se movía hasta la empuñadura de la espada.
—Conozco la razón— repitió Alfred—. Por eso estoy aquí. No me entrometeré, señor, te lo prometo.
Hugh estaba desconcertado. Precisamente cuando pensaba que la madeja estaba desenredada, se liaba todavía más. Aquel hombre afirmaba conocer la razón... ¡y lo decía como si se refiriera a la auténtica razón! El asesino pensó: «Este hombre conoce la verdad acerca del muchacho, sea la que sea. ¿Habrá venido a ayudar o a estorbar? ¿A ayudar?» Tal posibilidad casi daba risa. Aquel chambelán no era capaz ni de vestirse sin ayuda pero, por otro lado, Hugh tenía que reconocer que había realizado una excelente labor siguiéndoles el rastro, asunto nada fácil en una noche cerrada que contribuía a hacer más oscura la densa niebla mágica.
Y, en el monasterio kir, había sabido ocultar a los seis sentidos de un brujo no sólo su propia presencia, sino también la de su dragón.
No había duda de que aquel Alfred era un criado, pues era evidente que el príncipe lo conocía y lo trataba como tal, pero ¿a quién servía? La Mano lo ignoraba y estaba dispuesto a descubrirlo. Hasta entonces, tanto si era el tonto que parecía como si se trataba de un astuto mentiroso, Alfred le resultaría de utilidad, sobre todo para encargarse de atender a Su Alteza.
—Está bien, pongámonos en marcha. Daremos un rodeo en torno a la aldea y tomaremos la carretera a unos ocho kilómetros de las casas. No es probable que nadie de por aquí conozca de vista al príncipe, pero así nos ahorraremos posibles preguntas. ¿Tiene el príncipe alguna capucha? Si la tiene, pónsela. Y que no se la quite. —Contempló con desagrado la refinada indumentaria de Alfred, su casaca de satén, sus calzones hasta las rodillas, sus cintas y lazos y sus medias de seda—
. Apestas a cortesano a una legua de distancia, pero de momento no podemos hacer nada al respecto. Lo más probable es que te tomen por un charlatán de feria. A la primera ocasión que se presente, negociaremos con algún campesino un cambio de ropas.
—Sí, maese Hugh —murmuró Alfred.
Hugh salió al exterior.
—Nos vamos, Alteza —anunció.
Bane se apresuró a volver dando saltos de alegría y se agarró a la mano de
Hugh.
—Ya estoy preparado. ¿Nos detendremos a desayunar en alguna posada? Mi madre ha dicho que podíamos. Hasta ahora, nunca me habían permitido comer en uno de esos sitios...
Lo interrumpieron un golpe y un gemido ahogado a sus espaldas: Alfred había tropezado con la puerta.
Hugh se desasió de la mano del príncipe. El contacto con sus suaves dedos le resultaba casi físicamente doloroso.
—Me temo que no, Alteza. Quiero alejarme de la aldea mientras aún es temprano, antes de que los vecinos se levanten y empiecen a trabajar.
Bane puso una mueca de decepción.
—No sería prudente, Alteza —asintió Alfred, asomando por la puerta. Un gran chichón empezaba a formarse en su frente reluciente—. En especial si alguien trama..., hum..., causaros daño.
Mientras pronunciaba estas palabras, Alfred miró a Hugh y éste volvió a interrogarse acerca del chambelán.
—Supongo que tienes razón —dijo el príncipe con un suspiro, habituado a las servidumbres de la fama.
—Pero haremos una comida campestre bajo un árbol —añadió el chambelán.
— ¿Y comeremos sentados en el suelo? —Bane alegró el ánimo, pero pronto decayó de nuevo—. ¡Ah, me olvidaba! Mi madre no me permite nunca sentarme en el suelo. Dice que puedo pillar un resfriado o ensuciarme la ropa.
—No creo que esta vez le importe —afirmó Alfred con seriedad.
—Si estás seguro... —El príncipe ladeó la cabeza y clavó los ojos en Alfred.
—Lo estoy.
— ¡Hurra!
Bane se adelantó a la carrera, saltando alegremente cuesta abajo. Alfred corrió tras él, portando la mochila del príncipe. «Habría ido más deprisa», pensó
Hugh, «si hubiera podido convencer a sus pies para que se desplazaran en la misma dirección que el resto de su cuerpo.»
La Mano ocupó la retaguardia del grupo con la mano en la espada, manteniendo a sus dos compañeros de viaje bajo una atenta vigilancia. Si Alfred hacía el menor ademán de inclinarse hacia Bane y cuchichearle algo al oído, ese cuchicheo sería su último suspiro.
Cubrieron un kilómetro y medio. Alfred parecía completamente ocupado en la tarea de mantenerse sobre sus pies y Hugh, acompañándose al ritmo fácil y relajado del camino, dejó que su ojo interior se encargara de mantener la vigilancia. Libre, su mente divagó y el asesino se encontró contemplando, superpuesta al cuerpo del príncipe, la figura de otro muchacho que avanzaba por una carretera, aunque éste sin muestras de alegría. El muchacho caminaba con un ademán de desafío; todo su cuerpo llevaba las marcas de los castigos recibidos por tal actitud. A su lado caminaban unos monjes negros.
—... Vamos, muchacho. El señor abad quiere verte.
Hacía frío en el monasterio kir. Al otro lado de la muralla, el mundo sudaba y se sofocaba bajo el calor estival. Dentro, el frío de la muerte rondaba los sombríos pasadizos y se enseñoreaba de las sombras.
El muchacho, que ya no lo era sino que se hallaba en el umbral de la edad adulta, dejó su tarea y siguió al monje por los pasillos silenciosos. Los elfos habían hecho una incursión en una aldea cercana. Había muchos muertos y la mayoría de los hermanos habían acudido a quemar los cuerpos y rendir respeto a aquellos que habían escapado de la prisión de la carne.
Hugh debería haber ido con ellos. La tarea encomendada a él y a los demás muchachos era buscar el carcristal y construir las piras. Los hermanos sacaban los cuerpos, arreglaban sus posturas, les cerraban los ojos y los colocaban sobre los haces de ramas empapados en petróleo. Los monjes no dirigían una sola palabra a los vivos. Reservaban sus voces para los muertos y el murmullo de su cántico resonaba por las calles. Aquel cántico se había convertido en una música que cualquier habitante de Ulyandia y las Volkaran temía escuchar.
Parte de los monjes entonaba la letra:
...el nacimiento de cada nuevo niño, morimos en nuestros corazones, negra verdad, la que nos es revelada, la muerte siempre regresa...
Los demás monjes entonaban una y otra vez una sola palabra: «con».
Insertando el «con» tras la palabra «regresa», completaban un ciclo de la lúgubre canción.
Hugh había acompañado a los monjes desde que tenía seis ciclos de edad, pero esta vez le habían ordenado quedarse en el monasterio y completar sus tareas matutinas. El muchacho obedeció sin hacer preguntas; obrar de otro modo habría sido una invitación a recibir una paliza, administrada sin malicia y de modo impersonal por el bien de su alma. A menudo había rezado en silencio para que lo dejaran en el monasterio cuando los demás salían a una de sus lúgubres misiones, pero esta vez había rezado para que lo llevaran con ellos.
Las puertas se cerraron con un siniestro trueno ahogado; el vacío envolvió su corazón como un manto. Hugh llevaba una semana proyectando la huida. No había hablado de ello con nadie, pues el único amigo que había tenido durante su estancia en el monasterio había muerto y Hugh había cuidado de no hacer amistad con nadie más. Pese a ello, tenía la inquietante impresión de llevar grabadas en la frente sus secretas intenciones, pues le parecía que todos los que lo miraban lo hacían con mucho más interés del que habían demostrado nunca por él.
En esta ocasión le habían ordenado quedarse cuando los demás hermanos emprendían su misión. Y ahora lo llamaban a presencia del señor abad, un hombre al que sólo había visto en las ceremonias, al que no había dirigido nunca la palabra y que nunca hasta entonces lo había llamado a su presencia.
Cuando entró en la cámara de piedra que rehuía la luz del sol como si ésta fuera algo frívolo y pasajero, Hugh aguardó, con la paciencia que le había sido inculcada a golpes desde la infancia, a que el hombre sentado tras el escritorio advirtiera no sólo su presencia, sino su propia existencia. Mientras esperaba, el miedo y el nerviosismo en el que llevaba viviendo una semana se helaron, se secaron y se disiparon. Era como si la fría atmósfera de la estancia hubiera entumecido en su corazón cualquier emoción o sentimiento humanos. De pronto, allí plantado en mitad de la estancia, supo que nunca más sentiría amor, pena ni compasión. A partir de aquel instante, nunca más conocería el miedo.
El abad alzó la cabeza y sus ojos oscuros escrutaron el alma de Hugh.
—Te acogimos entre nosotros cuando tenías seis ciclos de edad y veo en los registros que ya han transcurrido diez ciclos desde entonces. —El abad no se dirigió a él por su nombre. Sin duda, ni siquiera lo conocía—. Ya tienes, pues, dieciséis ciclos. Es hora de que inicies la preparación para tomar los votos e ingresar en la hermandad.
Tomado por sorpresa y demasiado orgulloso para mentir, Hugh no respondió nada. Su silencio, sin embargo, resultó muy elocuente.
—Siempre has sido rebelde, pero eres un buen trabajador y nunca te quejas.
Aceptas el castigo sin protestas y puedo advertir claramente que has adoptado nuestros preceptos. ¿Por qué, entonces, quieres dejarnos?
Hugh, que se había hecho esa misma pregunta a menudo durante las noches oscuras en vela, tenía preparada la respuesta.
—No quiero servir a ningún hombre.
El rostro del abad, severo y amenazante como los muros de piedra que lo rodeaban, no mostró sorpresa ni cólera.
—Eres uno de nosotros, te guste o no —dijo—. Donde quiera que vayas, aunque no estés al servicio de nuestra hermandad, lo estarás al de nuestra vocación. La muerte siempre será tu dueña.
Hugh fue despedido de la presencia del abad. El dolor de la paliza que siguió a la entrevista no dejó mella en la coraza de hielo del alma del muchacho. Esa noche, Hugh llevó a cabo sus planes. Colándose en la cámara donde los monjes guardaban sus registros, encontró un libro con información sobre los niños huérfanos que los monjes habían adoptado. A la luz de una vela que había hurtado, Hugh buscó su nombre hasta descubrirlo.
«Hugh Backthorn. Madre: Lucy, apellido desconocido. Padre: según las últimas palabras de la madre antes de morir, el padre del niño es el noble sir
Perceval Blackthorn, de la mansión Blackthorn Hall, en Djern: Hereva.» Una anotación posterior, fechada una semana más tarde, añadía «Sir Perceval se niega a reconocer al niño y nos invita a "hacer lo que queramos con el bastardo"».
Hugh arrancó la hoja del libro encuadernado en cuero, devolvió el volumen a su sitio, apagó la vela y se escabulló en la oscuridad de la noche. Volviendo la vista a los muros cuyas lúgubres sombras habían apagado hacía mucho tiempo cualquier asomo de calor o de felicidad que hubiera conocido en la infancia, Hugh refutó en silencio las palabras del abad.
—Seré yo el dueño de la muerte.
CAPITULO
PELDAÑOS DE TERREL FEN, REINO INFERIOR
Limbeck recobró el conocimiento y descubrió que su situación había mejorado, pasando de desesperada a peligrosa. Por supuesto, dado su estado de confusión, le llevó un tiempo considerable recordar cuál era, exactamente, dicha situación. Tras meditar profundamente al respecto, llegó a la conclusión de que no estaba colgando por las muñecas de los barrotes de la cama. Se movió enérgicamente y notó un intenso dolor en la cabeza que lo hizo gemir. Miró a su alrededor en la penumbra de la tormenta y vio que había caído en una zanja gigantesca, excavada sin duda por las garras de la Tumpa-chumpa.
Una observación más precisa le reveló que no había caído en la zanja, sino que estaba suspendido sobre ella. Las enormes alas del artefacto estaban encajadas a ambos lados de la sima y lo habían dejado colgando en el vacío. El geg dedujo, por el dolor, que las alas debían de haberle infligido un buen golpe en la cabeza durante el aterrizaje.
Limbeck empezaba a preguntarse cómo iba a liberarse de aquella incómoda y poco airosa posición cuando le llegó la respuesta, muy desagradable, en forma de un seco crujido. El peso del geg estaba causando la rotura del armazón de madera.
Limbeck descendió un palmo hacia la zanja y luego las alas se inmovilizaron, sosteniéndolo todavía. El estómago se le comprimió pues, debido a la oscuridad y al hecho de que no llevaba puestas las gafas, no tenía idea de la profundidad que podía tener la zanja. Frenéticamente, trató de imaginar algún medio de salvarse.
En lo alto se estaba descargando una tormenta y el agua se deslizaba por las paredes de la zanja haciéndolas resbaladizas en extremo.
Y, en aquel momento, se produjo un nuevo crujido y las alas se hundieron otro palmo.
El geg soltó un jadeo, cerró con fuerza los ojos y se estremeció de pies a cabeza. De nuevo, las alas se detuvieron y lo sostuvieron, aunque no muy bien.
Limbeck notaba que se deslizaba lentamente hacia el fondo. Sólo tenía una posibilidad: si conseguía liberar una mano, tal vez pudiera agarrarse a uno de los agujeros de coralita que horadaban las paredes de la zanja. Dio un tirón con la mano derecha...
... y las alas se partieron.
Limbeck tuvo el tiempo justo de experimentar una sobrecogedora sensación de pánico antes de aterrizar pesada y dolorosamente en el fondo de la zanja, mientras las alas llovían en pedazos a su alrededor. Primero, se echó a temblar.
Luego, decidiendo que así no mejoraba su situación, se desembarazó de los restos del artefacto y miró hacia arriba. La zanja no tenía más de once o doce palmos de profundidad y advirtió que podría escalar las paredes con facilidad. Al estar compuesta de coralita, el agua que caía en ella era absorbida por la roca con rapidez.
Limbeck se sintió satisfecho, pues la zanja le ofrecía un abrigo de la tormenta. Allí no corría peligro.
Estaba a salvo hasta que las zarpas de la Tumpa-chumpa bajaran de nuevo para seguir cavando.
Limbeck se acababa de instalar bajo un enorme pedazo de tela desgarrado de las alas para protegerse de la lluvia, cuando le vino a la cabeza el terrible pensamiento de las zarpas excavadoras. De un salto, se puso en pie y miró hacia arriba, pero no distinguió otra cosa que una borrosa negrura que, probablemente, era una masa de nubes tormentosas, acompañada del difuso resplandor de unos relámpagos. Como no había trabajado nunca en la Tumpa-chumpa, el geg no tenía idea de si las excavadoras funcionaban durante las tormentas. No veía ninguna razón para que no lo hicieran pero, por otra parte, tampoco veía ningún motivo para lo contrario. Todo lo cual no le servía de mucho.
Volvió a sentarse, cuidando primero de sacar varias astillas afiladas y de hacerlas desaparecer por los agujeros de la coralita, y meditó sobre el asunto a pesar del dolor de la cabeza. Por lo menos, la zanja le ofrecía protección ante la tormenta. Y, con toda probabilidad, las zarpas de la excavadora, que eran unos objetos enormes, pesados y difíciles de manejar, se moverían con la lentitud suficiente como para permitirle evacuar la zanja.
Y así sucedió.
Limbeck llevaba poco más de treinta tocks en el fondo, sin que la tormenta diera muestras de remitir, y empezaba a lamentar no haber tenido la previsión de haber guardado un par de panecillos en los calzones, cuando se escuchó un pesado golpe y la zanja experimentó una tremenda vibración.
«Las garras excavadoras», pensó Limbeck, y empezó a escalar la pared de la fosa. La ascensión no era difícil. La coralita ofrecía numerosos asideros para manos y pies y el geg llegó arriba en un instante. De nada servía ponerse las gafas en aquellas circunstancias, pues la lluvia habría empañado los cristales impidiéndole ver. La zarpa, cuyo metal brillaba bajo el destello casi continuo de los relámpagos, estaba apenas a unos palmos de él.
Alzando la vista, distinguió otras zarpas que descendían del cielo por largos cables procedentes de la Tumpa-chumpa. El espectáculo era asombroso y el geg se detuvo a contemplarlo, boquiabierto e insensible al dolor de cabeza.
Construidas de reluciente metal y adornadas con dibujos grabados que evocaban las patas de una enorme ave rapaz, las excavadoras hundían en la coralita sus afilados espolones. Cerrándose sobre la roca desmenuzada, las zarpas la arrancaban del suelo como las garras de un ave arrebatan a su presa. Una vez en la isla de Drevlin, las excavadoras depositaban la roca recogida de Terrel Fen en grandes contenedores donde los gegs separaban la coralita y recuperaban la preciada mena gris de la cual se alimentaba la Tumpa-chumpa y sin la cual, según la leyenda, ésta no podía sobrevivir.
Fascinado, Limbeck observó cómo las excavadoras golpeaban el suelo a su alrededor y, tras hundirse en la coralita excavando la roca, se alzaban cargadas a rebosar. El geg estaba tan interesado en el proceso, totalmente nuevo para él, que se olvidó por completo de lo que había acordado con Jarre hasta que casi fue demasiado tarde. Las garras ya estaban llenas de coralita y a punto de alzarse del suelo cuando Limbeck recordó que debía dejar una señal en una de ellas para que
Jarre y los suyos supieran dónde estaba.
Unos fragmentos de coralita, caídos de una de las excavadoras, le serviría como útil de escritura. Agarró un pedazo y avanzó bajo la intensa lluvia en dirección a una de las zarpas, que acababa de tocar el suelo y empezaba a enterrarse en la coralita. Cuando llegó junto a ella, Limbeck se sintió amilanado ante la empresa que se proponía llevar a cabo. La excavadora era enorme; jamás había imaginado algo tan grande y poderoso. Entre sus garras habrían cabido cómodamente cincuenta gegs. La zarpa vibraba, mordía y se clavaba en la superficie de la coralita, lanzando afiladas lascas de rocas en todas direcciones.
Era imposible acercarse a ella, pero Limbeck no tenía elección.
Tenía que llegar hasta allí. Apenas había dado un paso, con el fragmento de coralita en una mano y toda su valentía en la otra, cuando un relámpago cayó sobre la excavadora. Una llamarada azul envolvió la superficie metálica y el trueno que estalló simultáneamente hizo rodar a Limbeck por el suelo. Confundido y aterrado, el geg se disponía a abandonar su empresa y refugiarse de nuevo en la zanja (donde temía que pasaría el resto de una vida breve y desgraciada), cuando la excavadora se detuvo con una vibración. Todas las zarpas en torno a Limbeck quedaron paralizadas: unas en el suelo, otras suspendidas en el aire a medio camino de vuelta, y unas terceras con los espolones abiertos, esperando a terminar de descender.
Tal vez el rayo las había estropeado, o tal vez tenía lugar el cambio de trunos.
Quizás algo había fallado en Drevlin. Limbeck no lo sabía. Si hubiera creído en los dioses, les habría dado las gracias. En lugar de ello, avanzó trastabillando por las rocas, empuñando todavía el fragmento de coralita, y se aproximó con cautela a la excavadora más próxima.
Observó que había numerosas marcas en la parte de las zarpas que se hundían en la coralita y comprendió que debería dejar la marca en la parte superior del brazo excavador, una parte que no entraba en contacto con el suelo.
Esto significaba que tendría que escoger una zarpa que ya estuviera enterrada. Y esto significaba que existían grandes posibilidades de que la maquinaria se pusiera de nuevo en marcha, se levantara del suelo y derramara toneladas de rocas sobre la cabeza del geg.
Con cautela, Limbeck tocó el costado de la pala excavadora con el fragmento de coralita. Le temblaba la mano de tal manera que produjo un tintineo como el de una campanilla. La piedra no dejó marcas en el metal. Limbeck apretó los dientes y, con la fuerza que da la desesperación, repitió el gesto con más energía. El chirrido de la coralita sobre el costado metálico de la zarpa le taladró los oídos y pensó que le iba a estallar la cabeza, pero tuvo la satisfacción de observar una larga raya vertical en la superficie lisa e impoluta del brazo de la excavadora.
Sin embargo, aún era fácil que cualquiera tomara aquel único trazo por un hecho fortuito. Limbeck hizo otra raya en la zarpa, perpendicular a la primera en el extremo inferior. La zarpa se estremeció con una vibración. Limbeck dejó caer la piedra y retrocedió asustado. Las excavadoras empezaban a funcionar otra vez. El geg se detuvo un instante a contemplar con orgullo su obra.
Una de las zarpas que se alzaba en el cielo tormentoso llevaba marcada una letra L.
Corriendo bajo la lluvia, Limbeck regresó a la zanja. No parecía probable que ninguna de las zarpas descendiera sobre él, al menos en esta ocasión. Bajó las paredes y, ya en el fondo, se acomodó lo mejor que pudo. Cubriéndose la cabeza con la tela, intentó no pensar en comida.
CAPÍTULO
PELDAÑOS DE TERREL FEN, REINO INFERIOR
Las palas excavadoras se alzaron con su carga hacia las nubes de la tormenta, camino de los depósitos de Drevlin. Limbeck, viéndolas ascender, se preguntó cuánto tardarían en descargar la coralita y volver en busca de más.
¿Cuánto tardaría alguien en descubrir su marca? ¿La advertiría alguien? Y, si era así, ¿sería algún simpatizante de su causa, o un ofinista? Si la encontraba un ofinista, ¿cuál sería su reacción más probable? Si era un amigo, ¿cuánto tardaría en ensamblar el manipulador? ¿Llegaría a tiempo de salvarlo de la muerte por frío o inanición?
Estos lúgubres pensamientos eran inusuales en Limbeck, quien por lo general no se atormentaba con preocupaciones, sino que tenía un carácter alegre y optimista. Tendía a ver lo mejor en la gente. No sentía ninguna animadversión contra nadie por el hecho de que lo hubieran atado al Plumas de Justiz y lo hubieran lanzado allí abajo a una muerte segura. El survisor jefe y el ofinista jefe habían hecho lo que consideraban mejor para el pueblo. No era culpa suya si creían en aquellos que afirmaban ser dioses. No era extraño que el survisor y sus seguidores no hubieran creído la historia que les contaba: ni la propia Jarre la había aceptado.
Tal vez fue pensar en Jarre lo que dejó a Limbeck triste y desanimado.
Confiadamente, había dado por seguro que ella, al menos, tomaba en serio su descubrimiento de que los welfos no eran dioses. Limbeck, encogido y tiritando en el fondo de la zanja, aún no podía aceptar el hecho de que no era así. Aquella certeza casi había echado a perder toda la ejecución. Ahora que la emoción inicial había pasado y no tenía otra cosa que hacer sino esperar que todo saliera bien e intentar no pensar que había un increíble número de cosas que podían salir mal, Limbeck empezó a reflexionar seriamente en lo que sucedería cuando (no si) fuera rescatado.
— ¿Cómo pueden aceptarme como líder, si creen que miento? —Preguntó a un reguero de agua que corría por la pared de la zanja—. ¿Por qué quieren que vuelva, siquiera? Jarre y yo siempre hemos dicho que la virtud más importante es la verdad, que la búsqueda de la verdad debía ser nuestro objetivo supremo.
Ahora, Jarre cree que miento y, pese a ello, es evidente que espera que continúe como líder de nuestra Unión.
» ¿Y cuando regrese, qué? —Limbeck lo vio claramente, con más nitidez de lo que había visto nada en años—. Me seguirá la corriente. Sí, eso hará todos. ¡Oh, sí!, me mantendrán como líder de la Unión... Al fin y al cabo, los dictores me han juzgado y me han dejado vivir. Pero sabrán que es un engaño. Más aún: ¡yo mismo sabré que es un engaño! Los dictores no tienen nada que ver en esto. Habrá sido la astucia de Jarre lo que me habrá devuelto a Drevlin, y ella lo sabrá y yo también.
¡Mentir! ¡Eso será lo que haremos!
El geg estaba cada vez más trastornado.
—Sí, claro —continuó—, tendremos muchos nuevos simpatizantes, pero vendrán a nosotros por razones equivocadas. ¿Puede basarse una revolución en una mentira? ¡No! —Limbeck apretó con fuerza su puño recio y mojado—. Es como edificar una casa sobre barro. Tarde o temprano, se hundirá bajo tus pies. ¡Tal vez me quede aquí abajo! ¡Eso es! ¡No volveré!
»Pero eso no demostraría nada —reflexionó-—. Simplemente, pensarán que los dictores me han condenado y esto no ayudaría en absoluto a la causa. ¡Ya sé!
Les escribiré una nota y la enviaré en el manipulador en lugar de subir yo. Veo algunas plumas de tiero por aquí. Usaré una para escribir. Como tinta emplearé limo. —Se incorporó de un salto y murmuró—: "Al escoger quedarme aquí abajo y tal vez morir donde me encuentro..." Sí, suena bien. "... espero demostraros que cuanto os he dicho sobre los welfos es cierto. No puedo ser líder de quienes no creen en mí, de quienes han perdido la fe en mí." Sí, está muy bien.
Limbeck trató de parecer animado, pero advirtió que la complacencia por el discurso se desvanecía con rapidez. Tenía hambre y estaba mojado, frío y asustado. La tormenta estaba cesando y descendía sobre él un silencio espantoso, terrible; un silencio que le recordaba el gran silencio, el Perpetuo Oír Nada.
Recordó que estaba ante el Perpetuo Oír Nada y se dio cuenta de que la muerte de la que hablaba con tanta ligereza podía resultarle sumamente penosa.
Después, como si la muerte no fuera suficiente, imaginó a Jarre recibiendo la nota, leyéndola con los labios apretados y aquella arruga que siempre le aparecía sobre la nariz cuando estaba disgustada. Limbeck ni siquiera necesitaría las gafas para leer la nota que ella le enviaría entonces. Casi podía oír ya su contestación:
« ¡Limbeck, déjate de tonterías y sube inmediatamente!»
— ¡Oh, Jarre! —Musitó con tristeza para sí—. Si al menos tú me hubieras creído... Los demás no importan, pero tú...
Un impacto que sacudió el suelo le hizo vibrar los huesos y rechinar los dientes, sacándolo de su desesperación y arrojándolo al suelo simultáneamente.
Tendido de espaldas, desconcertado y mirando hacia lo alto de la zanja, el geg se preguntó si ya habrían regresado las excavadoras. ¿Tan pronto? ¡Si no le había dado tiempo de escribir la nota!
Se incorporó, aún aturdido, y contempló la penumbra gris. La tormenta había amainado. Seguía cayendo una lluvia fina y había niebla, pero habían cesado los truenos, los relámpagos y el granizo. No divisó las zarpas descendiendo, pero lo cierto es que no podía distinguir una mano delante de la cara. Buscó las gafas en el bolsillo, se las puso y volvió a observar el cielo.
Entrecerrando los ojos, creyó observar una serie de borrosos globos que se materializaban entre las nubes. Pero, si se trataba de las excavadoras, se encontraban a una buena altura todavía y, a menos que alguna hubiera descendido prematuramente o se hubiera estrellado —lo cual parecía improbable ya que la Tumpa-chumpa rara vez permitía que se produjeran accidentes de este tipo— las palas mecánicas no podían haber sido la causa de aquel ruido sordo.
¿Cuál era, entonces?
Limbeck se apresuró a escalar las paredes de la zanja. Se sentía más animado. ¡Ahora tenía un «qué» o un «por qué» para investigar!
Al llegar al borde de la zanja, se asomó con cautela para observar. Al principio no vio nada, pero fue porque no miraba en la dirección correcta. Cuando volvió la cabeza, reprimió una exclamación, maravillado.
Una luz brillante, que irradiaba más colores de los que Limbeck había imaginado nunca que existieran en su mundo gris y metálico, surgía de un agujero gigantesco a no más de veinte pasos de él. Sin detenerse a pensar que la luz podía ser peligrosa, o que cualquiera que fuera el objeto o ser que había causado el tremendo golpe pudiera resultar letal, o que las palas excavadoras podían estar descendiendo lenta e inexorablemente, Limbeck se encaramó sobre el borde de la zanja y corrió hacia la luz todo lo deprisa que sus piernas, cortas y gruesas, podían trasladar su cuerpo rechoncho.
Numerosos obstáculos le impedían el paso. La superficie de la pequeña isla estaba salpicada de hoyos producidos por las zarpas excavadoras y Limbeck tuvo que evitarlos, así como los montones de coralita suelta caídos de las palas cuando éstas transportaban la roca hacia arriba. Abrirse camino entre tantos impedimentos le llevó cierto tiempo, además de unas energías considerables. Cuando por fin alcanzó la luz, estaba jadeante, tanto por el esfuerzo físico, al que no estaba acostumbrado, como por la expectación que sentía. Porque, al llegar a las proximidades, Limbeck advirtió que los colores de la luz formaban claramente dibujos y formas.
Abstraído por las hermosas imágenes que observaba en la luz, Limbeck trastabilló casi a ciegas sobre el suelo rocoso y se salvó de caer de cabeza en el hoyo al tropezar con un saliente de coralita y caer de cara junto al borde del agujero. Tembloroso, se llevó la mano al bolsillo para comprobar si se le habían roto las gafas. No las encontró en su sitio. Al cabo de un terrible momento de pánico, recordó que las llevaba puestas. Avanzando a rastras, observó con admiración el fondo del hoyo.
Al principio, sólo distinguió una luminosidad brillante, multicolor y en perpetuo cambio. Después, los colores se aglutinaron en diversas formas y combinaciones. Las imágenes luminosas eran verdaderamente fascinantes y
Limbeck las contempló con cauteloso asombro. Mientras observaba aquel carrusel de luces en constante cambio, la parte de su mente que siempre andaba interrumpiendo sus pensamientos maravillosos y trascendentales con cuestiones mundanas como « ¡Ten cuidado de no tropezar con esa puerta!», « ¡La sartén está caliente!» o « ¿Por qué no fuiste antes de que nos marcháramos?», le dijo ahora en tono apremiante: « ¡Las zarpas excavadoras están bajando!».
Limbeck, concentrado en las imágenes, no hizo caso.
Comprendió que estaba viendo un mundo. No el suyo, sino un mundo ajeno.
Era un lugar de una belleza increíble que le recordó algunas de las imágenes que había visto en los libros de los welfos, aunque no era el mismo. El cielo no era gris, sino de un azul luminoso, claro e inmenso, salpicado apenas de unas cuantas nubecillas blancas. La vegetación abundaba por todas partes, y no sólo en las macetas caseras. Vio espléndidas construcciones de líneas fantásticas, vio amplios paseos y avenidas y vio gentes que hubieran podido ser gegs, sólo que eran altos y delgados, y con los brazos y las piernas más esbeltos...
¿De veras lo había visto? Limbeck parpadeó y observó la luz. ¡Estaba empezando a descomponerse en pedazos! Las imágenes se desfiguraban. Limbeck deseaba que reaparecieran aquellas gentes. Desde luego, no había visto nunca a nadie —ni siquiera a los welfos— que se pareciera a lo que había creído distinguir en la fracción de segundo antes de que la luz se apagara con un parpadeo, volviera a ponerse en marcha al instante y pasara a otra imagen.
Limbeck, con los ojos escocidos y doloridos pero deseosos de sacar algún sentido a las imágenes parpadeantes, se arrastró sobre el borde del hoyo hasta localizar la fuente de la luz. Ésta irradiaba de un objeto situado en el fondo.
—Ha sido eso lo que ha producido el impacto —murmuró Limbeck, protegiéndose los ojos con la mano y observando el objeto con interés—. Ha caído del cielo, igual que yo. ¿Es una parte de la Tumpa-chumpa? Si lo es, ¿por qué ha caído? ¿Por qué me muestra esas imágenes?
¿Por qué?, ¿por qué?, ¿por qué? Limbeck no podía soportar no saber las respuestas. Sin pensar en absoluto en el posible peligro, salvó el borde del hoyo y se deslizó por la pendiente. Cuanto más se acercaba al objeto, mejor podía verlo.
La luz que surgía de él se difundía hacia arriba y, desde su nueva posición, resultaba menos brillante y cegador.
Al principio, el geg quedó decepcionado.
— ¡Pero si no es más que un pedazo de coralita! —exclamó, levantando unos fragmentos de roca que se había desprendido—. Aunque, desde luego, es la pieza de coralita más grande que he visto nunca. Pues es mayor que mi casa... Y, por otra parte, jamás he oído hablar de un trozo de coralita que cayera del cielo.
Bajó deslizándose un poco más, desplazando pequeños guijarros de roca que resbalaron debajo de él y cayeron dando tumbos por la pendiente del cráter.
Limbeck contuvo el aliento. Complacido, asombrado y pasmado, acalló al instante la advertencia mental que le estaba recordando: « ¡Las zarpas excavadoras! ¡Las zarpas!».
La coralita era sólo una cáscara, una envoltura externa. Se había agrietado, probablemente en la caída, y Limbeck podía observar el interior.
Al principio creyó que era parte de la Tumpa-chumpa, pero luego pensó que no era así. Estaba hecho de metal, como la Tumpa-chumpa, pero el cuerpo metálico de ésta era liso e impoluto. El metal del objeto estaba cubierto de símbolos extraños y estrambóticos, y la luz cegadora surgía de las grietas abiertas en él. Y esas grietas eran también —o así le parecía a Limbeck— la causa de que no pudiera ver la imagen completa.
—Si abriera un poco más las grietas, tal vez podría ver mejor. ¡Esto es realmente emocionante!
Se dejó caer hasta el fondo del cráter y corrió hacia el objeto metálico. Medía unas cuatro veces su estatura y era grande como una casa —como bien había calculado desde el primer momento—. Alargó resueltamente la mano y efectuó un rápido tamborileo sobre el metal con las yemas de los dedos. No estaba caliente al tacto, cosa que Limbeck temía debido a la luz resplandeciente que surgía de su interior. El metal estaba frío y el geg pudo apoyar la mano en él e incluso seguir con los dedos los símbolos grabados en su superficie.
Encima de él sonó un crujido extraño y de mal agüero, mientras aquella molesta parte de su cerebro seguía chillándole algo acerca de palas excavadoras que descendían, pero Limbeck ordenó a aquella voz interna que se callara y dejara de molestarlo. Aplicó la mano a una de las rendijas y advirtió que éstas corrían alrededor de los símbolos pero no cortaban ninguno de ellos. Limbeck empezó a dar tirones de ambas panes de la grieta para ver si podía abrirla un poco más.
Sin embargo, sus manos parecían reacias a llevar a cabo la tarea asignada y
Limbeck entendió la razón: de pronto, lo había asaltado el desagradable recuerdo de la nave welfa accidentada.
«Cuerpos putrefactos. Pero me condujeron a la verdad.»
La idea pasó por su mente con la rapidez de un latido y, obligándose a no volver a pensar en ello, dio un enérgico tirón a los bordes de la rendija de metal.
La grieta se ensanchó y toda la estructura metálica empezó a estremecerse con una vibración. Limbeck retiró las manos y retrocedió de un salto pero, al parecer, el objeto sólo estaba asentándose mejor en el cráter, pues el movimiento no tardó en cesar. Con cautela, Limbeck se acercó de nuevo y esta vez escuchó algo.
Era una especie de gemido. Aplicó el oído a la rendija y escuchó con atención, deseando que los crujidos de las palas excavadoras que descendían de los cielos cesaran y le permitieran oír mejor. Volvió a captar el gemido, más fuerte esta vez, y no tuvo la menor duda de que había algo vivo en el interior de la cáscara metálica y que estaba herido.
Todos los gegs, incluso los más débiles, poseen una fuerza tremenda en los brazos y el cuerpo. Limbeck colocó las manos a ambos lados de la grieta y empujó con todas sus energías. Aunque el metal se le clavó en la carne, las planchas se abrieron bajo la presión y, tras un breve esfuerzo, el geg pudo colarse por la rendija.
Si fuera la luz habría resultado muy brillante, allí dentro el fulgor era cegador y Limbeck desesperó de poder ver algo. Finalmente, localizó la fuente del resplandor, irradiando desde el centro de lo que el geg, por asociación con el pasado, había dado en considerar una nave. Los gemidos procedían de algún lugar a su derecha y Limbeck, utilizando las manos como visera, consiguió evitar la mayor parte de la potente luz y escrutar la nave en busca del autor de aquellas muestras de dolor.
De pronto, el corazón le dio un vuelco.
— ¡Un welfo! —Fue su primer pensamiento—. ¡Y está vivo!
Lleno de excitación, se acuclilló junto a la figura y observó una gran mancha de sangre bajo la cabeza, pero ningún otro signo de heridas en el resto del cuerpo.
También comprobó, con cierta decepción, que no se trataba de un welfo. Limbeck sólo había visto en una ocasión a un humano, y había sido en los grabados de los libros de la nave welfa. La criatura que ahora tenía ante él guardaba parecido con los humanos, aunque no era del todo como ellos. No obstante, una cosa era cierta:
Aquel ser, de gran estatura y cuerpo delgado y musculoso, era sin duda uno de los presuntos dioses.
En aquel instante, los alarmados avisos del cerebro de Limbeck se hicieron tan insistentes que, a regañadientes, se vio obligado a prestarles atención.
Echó un vistazo por la grieta del armazón de la nave y se encontró contemplando la boca abierta de una pala excavadora que se cernía directamente sobre su cabeza y descendía a gran velocidad. Si se daba prisa, tendría el tiempo justo de escapar de la nave antes de que la zarpa cayera sobre ella.
El dios que no lo era soltó un nuevo gemido.
— ¡Tengo que sacarte de aquí! —le dijo Limbeck.
Los gegs son una raza de buen corazón y no cabe duda de que Limbeck actuó movido por consideraciones altruistas al poner en peligro su propia vida para salvar la del dios, pero es preciso reconocer que lo movió también el pensamiento de que, si volvía con un dios que no lo era, Jarre se vería obligada a aceptar su historia.
Asió al dios por las muñecas y empezó a arrastrarlo por el suelo de la nave accidentada, cubierto de escombros, cuando notó —con un escalofrío— que las manos del herido lo agarraban a su vez. Sobresaltado, miró al dios. Los ojos de éste estaban muy abiertos y lo observaban. Sus labios se movieron.
— ¿Qué? —Con el estruendo de las excavadoras, Limbeck no podía oírlo—.
¡No hay tiempo! —añadió, alzando la cabeza.
El dios dirigió la vista hacia arriba. En su rostro había una mueca de dolor y
Limbeck se percató de que estaba realizando un esfuerzo supremo por conservar la conciencia. Pareció reconocer el peligro, pero éste no hizo sino ponerlo más frenético y apretó con fuerza las muñecas de Limbeck. Las marcas le durarían semanas.
— ¡Mi... perro! —musitó.
Limbeck observó al dios. ¿Había oído bien? Echó una rápida ojeada a la nave accidentada y de pronto vio, justo a los pies del dios, a un animal atrapado bajo unas planchas de metal retorcido. Limbeck lo contempló con un acelerado parpadeo, sorprendido de no haberlo visto antes. El perro lanzaba gañidos y se meneaba entre los hierros que lo apresaban. No podía liberarse, pero no parecía estar herido y era evidente que todos sus esfuerzos estaban concentrados en acercarse a su amo, pues no prestó la menor atención a Limbeck.
El geg levantó la vista. La zarpa bajaba con una rapidez que a Limbeck le resultó muy fastidiosa, teniendo en cuenta la lentitud con que habían descendido todas la vez anterior. Enseguida, volvió los ojos de nuevo hacia el dios y el perro.
—Lo siento —dijo con aire impotente—. ¡No hay tiempo!
El dios, con los ojos fijos en el perro, intentó desasirse de las manos del geg pero el esfuerzo consumió sus últimas energías pues, de pronto, sus brazos quedaron fláccidos y la cabeza le cayó hacia atrás. El perro, viendo a su amo, gimoteó con más fuerza e incrementó los esfuerzos por liberarse.
—Lo siento —repitió Limbeck dirigiéndose al animal, que continuó sin prestarle atención. El geg apretó los dientes, oyendo cada vez más cerca el sonido de la zarpa, y arrastró el cuerpo del dios por el suelo lleno de escombros. Los esfuerzos del perro se hicieron frenéticos y sus gemidos se convirtieron en aullidos, pero Limbeck advirtió que sólo era porque veía que se llevaba a su amo y él no podía seguirlo.
Con un nudo en la garganta que era a la vez de lástima por el animal atrapado y de miedo por sí mismo, Limbeck tiró y arrastró y empujó el cuerpo del dios hasta alcanzar al fin la brecha en la cubierta metálica. Con enorme esfuerzo logró pasar por ella al herido y, tras depositar el cuerpo exánime en el fondo del cráter, se arrojó al suelo junto a él en el instante en que la pala excavadora golpeaba la nave de metal.
Se produjo una explosión ensordecedora. La sacudida levantó a Limbeck del suelo y lo volvió a arrojar contra él, dejándolo sin aliento. Una lluvia de fragmentos de coralita cayó sobre él y los afilados cantos se clavaron dolorosamente en su piel.
Cuando la lluvia cesó, todo quedó en silencio.
Aturdido, Limbeck levantó la cabeza muy despacio. La zarpa colgaba inmóvil sobre el cráter, dañada sin duda por la explosión. Miró a su alrededor para observar qué había sido de la nave, esperando encontrar un amasijo de restos retorcidos.
Sin embargo, no vio absolutamente nada. La explosión la había destruido. No, aquello no era del todo exacto, pues no se veía ningún fragmento metálico en el cráter. No quedaba resto alguno de la nave. Ésta no sólo había resultado destruida, sino que se había volatilizado como si nunca hubiera existido.
Aun así, Limbeck todavía tenía al dios para demostrarle a Jarre que no había perdido la razón. El dios se agitó y abrió los ojos. Con un gemido de dolor, movió la cabeza para mirar a su alrededor.
— ¡Perro! —murmuró con voz débil—. ¡Eh, perro, ven aquí!
Limbeck volvió la vista a la coralita hecha añicos por la explosión y sacudió la cabeza, sintiéndose inexplicablemente culpable pese a que sabía que no había tenido la menor oportunidad de rescatar al animal si quería salvar la vida de su amo.
— ¡Perro! —insistió el dios con una voz que parecía quebrada por el pánico.
El geg sintió una nueva punzada de dolor en el corazón y alargó la mano con la intención de procurar tranquilizar al dios, pues temía que acabara causándose nuevas heridas.
— ¡Ah, perro! —Musitó de nuevo el dios con un profundo suspiro de alivio y con la mirada fija en el lugar que había ocupado la nave—. ¡Estás ahí! ¡Ven! ¡Ven aquí! Vaya un viaje, ¿verdad, muchacho?
Limbeck miró en aquella dirección, ¡y allí estaba el perro! Arrastrándose entre los fragmentos de roca, renqueante y apoyado solamente sobre tres patas, el animal avanzó hacia su amo. Con un alegre brillo en los ojos y las fauces abiertas en lo que Limbeck hubiera jurado que era una sonrisa de satisfacción, el perro lamió la mano de su amo herido. El dios que no lo era volvió a caer en la inconsciencia. El perro, con un gañido y una sacudida, se dejó caer a su lado, apoyó la cabeza sobre las patas y clavó sus inteligentes ojos en Limbeck.
CAPÍTULO
PELDAÑOS DE TERREL FEN, REINO INFERIOR
—Hasta aquí he llegado. ¿Qué hago ahora?
Limbeck se pasó la mano por la frente sudorosa y frotó con los dedos la montura de las gafas, que le resbalaban por la nariz. El dios se encontraba en bastante mal estado; al menos, eso le pareció a Limbeck, que no estaba muy seguro de las características físicas de los dioses. La profunda brecha de la cabeza habría sido gravísima en un geg y Limbeck no podía hacer otra cosa que considerarla igualmente grave en un dios.
— ¡El manipulador!
Limbeck se puso en pie de un salto y, tras una última mirada al dios sin sentido y a su sorprendente perro, subió gateando la pendiente del cráter. Al llegar al borde, vio todas las zarpas dedicadas a su trabajo. El ruido era casi ensordecedor; crujidos, chirridos y resoplidos: todo muy reconfortante para un geg. Dirigió una rápida mirada a lo alto para comprobar que no estuvieran bajando otras zarpas, salió del cráter y volvió corriendo a la zanja.
Era lógico pensar que el geg de la Unión que encontrara la L en el brazo de la excavadora enviaría el manipulador al mismo punto o lo más cerca posible de éste.
Naturalmente, era más que posible que nadie hubiera advertido la marca, o que no pudieran haber preparado el manipulador a tiempo, o innumerables otros contratiempos. Mientras corría, tambaleándose y tropezando sobre los montones de coralita suelta, Limbeck intentó prepararse para aceptar sin decepcionarse d hecho de que no hubiera ningún manipulador.
Pero allí estaba.
La oleada de alivio que recorrió a Limbeck cuando vio el aparato posado en el suelo, justo al lado de la zanja, casi lo sofocó. Le fallaron las rodillas, se sintió mareado y tuvo que sentarse un momento para reponerse.
Su primer pensamiento fue echar a correr, pues las zarpas estaban a punto de levantarse otra vez. Tambaleándose, retrocedió a la carrera hacia el cráter. Las piernas le informaron en términos nada amistosos que estaban a punto de rebelarse contra aquel despliegue de ejercicio físico tan inhabitual. Se detuvo un momento para que remitiera el dolor y se dijo que, después de todo, probablemente no era preciso que se diera prisa. Sin duda, sus amigos no harían subir el manipulador hasta tener la seguridad de que él estaba dentro.
El dolor de las piernas desapareció, pero pareció llevarse consigo todas las fuerzas que le quedaban. Le parecía que los brazos le pesaban seis veces más de lo normal y, además, tenía la clara impresión de estar arrastrando las piernas, en lugar de sostenerse sobre ellas. Fatigosamente, tropezando y cayendo al suelo, cubrió de nuevo la distancia hasta el cráter. Se deslizó por la pendiente casi contra su voluntad, convencido de que el dios que no lo era habría muerto durante su ausencia.
Sin embargo, observó que todavía respiraba. El perro, acurrucado lo más cerca posible del cuerpo de su amo, tenía apoyada la cabeza en el pecho del dios y sus ojos vigilaban su cara pálida y manchada de sangre.
La idea de arrastrar el pesado cuerpo del dios por la pendiente del cráter y el campo de coralita, lleno de montículos y zanjas, descorazonó a Limbeck y dejó sus ánimos tan exhaustos como lo estaban sus piernas.
—No podré hacerlo —murmuró, dejándose caer al lado del dios y apoyando la cabeza en las rodillas dobladas de éste—. Ni siquiera creo..., que pueda regresar..., yo solo.
Se le velaban las gafas del acaloramiento del esfuerzo. Estaba entumecido de frío y sudoroso. Un nuevo elemento vino a sumarse a su aturdimiento físico y mental: el rumor de un trueno anunciaba la proximidad de otra tormenta. A
Limbeck no le importó. Con tal de no tener que ponerse en pie otra vez...
« ¡Pero este dios que no lo es demostrará que tenías razón!», le sermoneó aquella vocecilla irritante. «Por fin estarás en posición de convencer a los gegs de que han sido engañados y utilizados como esclavos. ¡Éste podría ser el amanecer de un nuevo día para tu pueblo! ¡Podría ser el inicio de la revolución!»
¡La revolución! Limbeck levantó la cabeza. La niebla de las gafas le impedía ver nada, pero no importaba. De todos modos, no estaba mirando el paisaje. Volvía a encontrarse en Drevlin, vitoreado por los gegs. Y algo todavía más hermoso:
estaban siguiendo sus consejos.
¡Estaban preguntándose « ¿por qué?»!
Limbeck no logró nunca recordar con claridad lo que sucedió a partir de entonces. Le quedó la vaga imagen de que se desgarraba la camisa para improvisar una venda y envolver con ella la cabeza del dios. Recordaba haber mirado de soslayo al perro, sin saber cómo reaccionaría si alguien se acercaba a su amo, y que el perro le lamía la mano y lo miraba con sus ojos acuosos y permanecía a un lado, observando con nerviosismo cómo el geg agarraba el cuerpo exánime del dios y empezaba a tirar de él, ascendiendo la pendiente del cráter. A partir de ahí, los únicos recuerdos de Limbeck eran el dolor de sus músculos y la respiración jadeante mientras se arrastraban unos palmos, él y el cuerpo, y caían al suelo, y volvían a avanzar y a caer, sin cejar nunca en el empeño.
Las zarpas excavadoras volvieron a perderse en el cielo, aunque el geg no llegó a advertirlo. La tormenta estalló, lo que aumentó su terror pues sabía que no tenían ninguna posibilidad de sobrevivir a toda su furia en terreno abierto, sin protección. Se vio obligado a quitarse las gafas y entre su miopía, la lluvia cegadora y la creciente oscuridad, no consiguió localizar el manipulador. Lo único que podía hacer era seguir avanzando en la dirección que esperaba fuera la correcta.
Más de una vez, Limbeck pensó que el dios había muerto, pues el cuerpo aterido por la lluvia mostraba una piel cenicienta y unos labios amoratados. El agua había limpiado la sangre y el geg apreció la herida de la cabeza, profunda y de feo aspecto, de la cual aún salía un reguero rojo de sangre. Con todo, el dios aún respiraba.
«Tal vez es realmente inmortal», pensó Limbeck en su aturdimiento.
Consideró que se había perdido pues, según sus cálculos, debían de haber recorrido la mitad de aquella inhóspita isla, por lo menos. No había visto el manipulador o tal vez el aparato, cansado de esperar, había sido izado otra vez. La tormenta arreciaba y a su alrededor caían los relámpagos, abriendo agujeros en la coralita y ensordeciendo a Limbeck con sus intimida-dores truenos. El viento lo mantenía aplastado contra el suelo y el geg no tenía fuerzas para intentar ponerse en pie. Se disponía a arrastrarse hasta la primera zanja para escapar de la tormenta
—o para morir, si tenía esa suerte— cuando advirtió confusamente que la zanja que tenía ante él era la suya. Allí estaban los restos destrozados del armazón de las alas. ¡Y, junto a la zanja, estaba el manipulador!
La esperanza dio fuerzas al geg. Se incorporó y, batido por el viento, consiguió pese a todo arrastrar al dios los últimos pasos que quedaban. Dejando el cuerpo en el suelo, abrió la portezuela de la burbuja de cristal y observó el interior con curiosidad.
El manipulador era un aparato destinado a facilitar el descenso de los gegs para auxiliar a las palas excavadoras, en caso necesario. De vez en cuando, alguna de ellas quedaba atascada en la coralita, o se rompía o funcionaba defectuosamente. Cuando tal cosa ocurría, un geg ocupaba el manipulador y descendía en él hasta una de las islas para efectuar las reparaciones necesarias.
El manipulador tenía el aspecto que evocaba su nombre: el de una gigantesca mano metálica seccionada a la altura de la muñeca. Un cable atado a la muñeca permitía izar y bajar el artefacto desde arriba. La mano estaba doblada formando un hueco, con todos los dedos juntos, y sostenía en su seguro interior una gran burbuja de cristal protectora en la que viajaban los gegs encargados de las reparaciones. Una puerta con bisagras servía de entrada y salida de la burbuja, y una bocina de metal unida a un tubo que corría junto al cable permitía a los ocupantes comunicarse con sus colegas de arriba.
En el interior de la burbuja de cristal cabían con comodidad dos gegs de proporciones normales. El dios, considerablemente más alto que un geg, representaba un problema. Limbeck arrastró al dios hasta la burbuja y lo empujó adentro, pero las piernas le quedaron colgando fuera. Al fin, logró alojarlas en la burbuja, doblándoselas hasta que las rodillas le tocaban la barbilla y cruzándole los brazos sobre el pecho. Agotado, Limbeck se introdujo como pudo en el artefacto y, a continuación, saltó adentro el perro. Los tres iban a estar aún más apretados, pero Limbeck no estaba dispuesto a abandonar al animal otra vez. No creía que pudiera soportar el sobresalto de verlo aparecer por segunda vez de entre los muertos.
El perro se enroscó contra el cuerpo de su amo. Limbeck alargó la mano entre los brazos fláccidos del dios, luchando contra la ventolera en un esfuerzo inútil por cerrar la puerta. El viento cambió para atacar desde otra dirección y, de pronto, la puerta se cerró por sí sola, arrojando a Limbeck contra la pared de la burbuja. Así permaneció durante un largo instante, entre gemidos y jadeos.
Limbeck advirtió que la mano temblaba y se mecía bajo la tormenta. Imaginó que el cristal se rompía, que el cable se soltaba, y de pronto sólo tuvo un deseo:
acabar de una vez con aquel bamboleo. Le costó un acto supremo de voluntad mover los músculos, pero consiguió alargar la mano y asir la bocina.
— ¡Arriba! —exclamó jadeante.
No hubo respuesta y comprendió que su voz quizá resultaba inaudible.
Llenando de aire los pulmones, Limbeck cerró los ojos y concentró las escasas fuerzas que le quedaban.
— ¡Arriba! —gritó con tal fuerza que el perro se levantó de un brinco, alarmado, y el dios se agitó y emitió un gruñido.
— ¿Kplf guf? —le llegó una voz, cuyas palabras retumbaron por el tubo como un puñado de guijarros.
— ¡Arriba! —chilló de nuevo con exasperación, desesperación y absoluto pánico.
El manipulador dio un tremendo bandazo que hubiera arrojado a Limbeck al suelo, de haber estado de pie. Por fortuna, ya estaba encajado contra el costado de la burbuja para dejar sitio al dios. Lentamente, con un alarmante crujido y balanceándose a un lado y a otro bajo el viento huracanado, el aparato empezó a ascender por los aires.
Tratando de no pensar en qué sucedería si el cable se partía, Limbeck se apoyó en el cristal de la burbuja, cerró los ojos y esperó no marearse.
Por desgracia, al cerrar los ojos le vino el vértigo. Se sintió como si todo diera vueltas y estuviera a punto de caer en una profunda zanja oscura.
—No puede ser —se dijo Limbeck, temblorosamente—.
No me puedo desmayar. Es preciso que explique a los de arriba lo que sucede.
El geg abrió los ojos y, para evitar mirar al exterior, se concentró en estudiar al dios. Advirtió que lo había considerado un varón desde el primer momento. Al menos, su aspecto era más el de un geg que el de una geg, y era lo único en lo que podía basarse Limbeck para determinarlo. Las facciones del dios eran angulosas:
la barbilla, cuadrada y hendida, estaba cubierta con una perilla corta; los labios, firmes y tensos, cerrados con fuerza, no se relajaban en ningún momento y parecían guardar secretos que se llevaría con él a la tumba. Las arrugas en torno a los ojos parecían indicar que el dios, aunque no era un viejo, tampoco era ningún muchacho. El cabello contribuía a darle esta impresión de edad. Lo llevaba corto
—muy corto— y, pese a estar salpicado de sangre y empapado por la lluvia, Limbeck advirtió unos mechones canosos en las sienes, sobre la frente y en la nuca. El cuerpo del dios parecía hecho sólo de huesos, músculos y tendones. Era muy delgado; para los criterios geg, demasiado delgado.
—Probablemente, por eso lleva tanta ropa —murmuró Limbeck para sí, esforzándose en no mirar por los laterales de la burbuja, donde los relámpagos hacían la noche tormentosa más brillante que el día más luminoso que conocían los gegs en su mundo sin sol.
El dios llevaba una gruesa túnica de cuero sobre una camisa de cuello cerrado, ajustado con una cinta. En torno al cuello llevaba una banda de tela con los extremos anudados debajo de la barbilla y recogidos bajo la túnica. Las mangas de la camisa, largas y amplias, le cubrían las muñecas, cerradas también con sendas cintas. Llevaba unos pantalones de cuero blando con las perneras metidas por dentro de unas botas hasta las rodillas, que se abrochaban por los costados con botones de un material que parecía el hueso o el asta de algún animal. Encima de todo esto, lucía una casaca larga sin cuello, con mangas anchas que le llegaban hasta el codo. Los colores de la ropa eran apagados:
blancos y pardos, grises y negros deslustrados. Las telas estaban desgastadas, deshilachadas en algunos lugares. La túnica de cuero, los pantalones y las botas se ajustaban a los contornos del cuerpo como una segunda piel.
Lo más peculiar eran los harapos que le cubrían las manos. Sorprendido por aquel detalle que debería haber advertido, pero que se le había pasado por alto hasta aquel instante, Limbeck estudió con más detenimiento las manos del dios.
Los jirones de tela estaban dispuestos con gran cuidado. Partiendo de las muñecas, le cubrían el revés y la palma de la mano, y estaban entrelazados en torno a la base de los dedos.
— ¿Por qué? —se preguntó Limbeck, adelantando la mano para averiguarlo.
El gruñido del perro resultó tan amenazador que el geg notó cómo se le erizaba el vello de la cerviz. El animal se había incorporado de un salto y observando al geg con una mirada que decía claramente: «Yo, en tu lugar, dejaría en paz a mi amo».
—Está bien —balbució Limbeck, encogiéndose contra el cristal de la burbuja.
El perro le lanzó una mirada de aprobación. Volvió a acomodarse e incluso cerró los ojos, como si dijera: «Ahora sé que te portarás bien, de modo que, si me disculpas, echaré una cabezadita».
El animal tenía razón, Limbeck iba a portarse bien. Estaba paralizado, temeroso de moverse, casi asustado de respirar.
A los gegs, con su mentalidad práctica, les gustaban los gatos. El gato era un animal útil que se ganaba el sustento cazando ratones y que se ocupaba de sí mismo. A la Tumpa-chumpa también le gustaban los gatos o, al menos, así se suponía, ya que habían sido sus creadores, los dictores, quienes habían traído los primeros gatos desde los reinos superiores para que vivieran con los gegs. En cambio, había pocos perros en Drevlin. Sus propietarios eran, por lo general, los gegs más ricos, como el survisor jefe y los miembros de su clan. Los perros no eran animales de compañía, sino que se empleaban para proteger las riquezas. Los gegs eran incapaces de dar muerte a sus semejantes, pero había algunos que no mostraban reparos en coger lo que pertenecía a otros.
Aquel perro era diferente de los que tenían los gegs, los cuales guardaban cierto parecido con sus propietarios: paticortos, de cuerpos como toneles, con rostros chatos, redondos y de grandes narices..., y una expresión de malvada estupidez. El perro que tenía a Limbeck a raya tenía la piel lisa y el cuerpo enjuto, un morro alargado, cara de excepcional inteligencia y ojos grandes, de un pardo aguado. El pelaje era de un negro indefinido con manchas blancas en las puntas de las orejas, y cejas blancas. Eran estas últimas, se dijo Limbeck, lo que daban al perro un aire excepcionalmente expresivo para tratarse de un animal.
Tales fueron las observaciones de Limbeck sobre el dios y su perro. Fueron muy detalladas, porque tuvo un buen rato para estudiar a ambos durante la ascensión en el manipulador, de regreso a la isla de Drevlin.
Y, mientras duró el viaje, no pudo dejar de preguntarse un solo instante:
¿Qué?... ¿Por qué?...
CAPÍTULO
LEK, DREVLIN, REINO INFERIOR
Jarre aguardó con impaciencia a que la Tumpa-chumpa recuperara lenta y trabajosamente el cable del que colgaba el manipulador. De vez en cuando, si se acercaba por casualidad algún otro geg, se cubría el rostro con un pañuelo y miraba con profundo y ceñudo interés una gran caja redonda de cristal que encerraba una flecha negra que en toda su vida no hacía prácticamente otra cosa que oscilar, vacilante, entre un sinfín de rayas negras junto a las que había unos símbolos extraños y misteriosos. Lo único que sabían los gegs de esta flecha negra
—conocida familiarmente por «el dedo puntiagudo»— era que, cuando oscilaba hacia la zona donde las rayas negras pasaban a ser rojas, todos salían huyendo para salvar la vida.
Esa noche, el dedo puntiagudo se portaba bien y no daba ninguna muestra de que fuera a desencadenar uno de sus terribles chorros de vapor que sancocharía a cuantos gegs pillara en su camino. Esa noche todo funcionaba muy bien, perfectamente. Las ruedas giraban, las palancas impulsaban y los engranajes encajaban. Los cables subían y bajaban. Las excavadoras depositaban la carga de roca en las carretillas empujadas por los gegs, que volcaban su contenido en la enorme boca de la Tumpa-chumpa, la cual masticaba la roca, escupía lo que no quería y digería el resto.
La mayoría de los gegs que trabajaban esa noche eran miembros de la UAPP.
Durante el día, uno del grupo había observado la L grabada por Limbeck en el brazo de la excavadora. Por un extraordinario golpe de suerte, la zarpa pertenecía a la parte de la Tumpa-chumpa situada cerca de la capital de la isla, Wombe.
Jarre, desplazándose en la centella rodante (gracias a la ayuda de unos miembros de la Unión), había llegado a tiempo para recibir a su amado y afamado líder.
Todas las excavadoras habían subido ya salvo una, que parecía haberse estropeado en la isla de abajo. Jarre abandonó su supuesto lugar de trabajo y se reunió con los otros gegs, que se asomaban nerviosamente al vacío —un enorme hueco excavado en el suelo de coralita de la isla, a través del cual podía observarse el cielo que quedaba debajo de Drevlin—. De vez en cuando, Jarre dirigía una inquieta mirada a su alrededor pues se suponía que no pertenecía a aquella cuadrilla de trabajo y, si la sorprendían allí, debería dar muchas explicaciones. Por fortuna, rara vez acudían a la zona reservada al manipulador otros gegs, que sólo se acercaban allí si surgían problemas con alguna de las zarpas.
Jarre observó con inquietud las carretillas que rodaban por el nivel superior al que ocupaban.
—No te preocupes —dijo Lof—. Si alguien mira hacia aquí, creerá que estamos ayudando a reparar alguna zarpa.
Lof era un geg joven y bien parecido que sentía una inmensa admiración por
Jarre y a quien no había producido un gran pesar, precisamente, el anuncio de la ejecución de Limbeck. Lof estrechó la mano de Jarre y pareció que trataba de prolongar el contacto, pero Jarre necesitaba la mano y la retiró.
—¡Ahí está! —Gritó ella, excitada, mientras señalaba el fondo del hueco—.
¡Ahí está!
— ¿Te refieres a eso que acaba de recibir la descarga de un rayo?
— ¡No! —replicó Jarre—. Es decir, sí, pero no le ha caído encima ningún rayo.
Todos los presentes pudieron observar cómo ascendía por la inmensa abertura el manipulador, sosteniendo entre los dedos la burbuja de cristal. Jamás hasta aquel momento le había parecido tan lenta la Tumpa-chumpa a la impaciente Jarre. En varias ocasiones se preguntó si no estaría estropeada y alzó la vista a la enorme grúa elevadora, pero siempre comprobó que seguía funcionando imperturbablemente.
Por fin, el manipulador penetró en el seno de la Tumpa-chumpa. La grúa se detuvo con un chirrido y unas planchas metálicas se deslizaron desde ambos costados de la zanja con un ruido atronador, formando un piso firme debajo del artilugio.
— ¡Es él! ¡Es Limbeck! —gritó Jarre al distinguir una forma borrosa a través del cristal de la burbuja, que aún chorreaba agua.
—Yo no estoy tan seguro —replicó Lof dubitativamente, asido a un último resto de esperanza—. ¿Acaso Limbeck tiene rabo?
Pero Jarre ya no lo escuchaba. Había echado a correr sobre las planchas móviles del suelo antes de que el hueco terminara de cerrarse y los demás gegs se apresuraron detrás de ella. Al llegar a la puerta de la burbuja, se puso a tirar de ella con impaciencia.
— ¡No quiere abrirse! —exclamó, dejándose llevar por el pánico.
Lof soltó un suspiro, alargó el brazo y movió el tirador de la portezuela.
— ¡Limbeck! —chilló Jarre al tiempo que se precipitaba en el interior de la burbuja. Casi al instante, se apartó del aparato con una rapidez inusitada.
Del interior de la burbuja surgió entonces un sonoro gruñido cargado de hostilidad.
Al advertir la palidez que se había adueñado de Jarre, los demás gegs retrocedieron hasta una distancia prudencial de la burbuja.
— ¿Qué es eso? —preguntó uno.
—Un..., un perro, creo —balbuceó Jarre.
—Entonces, ¿no es Limbeck? —intervino Lof, ansioso.
Una voz débil se dejó oír en el interior de la burbuja. '
— ¡Sí, soy yo! No os preocupéis del perro. Lo habéis sobresaltado, eso es todo.
Está preocupado por su amo. Vamos, echadme una mano. Aquí dentro estamos muy apretados.
Junto a la puerta vieron agitarse las yemas de unos dedos. Los gegs se miraron con aire aprensivo y, al unísono, dieron otro paso atrás.
Jarre hizo una pausa, nerviosa, esperando la colaboración de los demás gegs.
Éstos, amedrentados, volvieron la mirada a la grúa elevadora, a la trituradora de rocas o al suelo abatible..., a cualquier parte, salvo a la burbuja que acababa de gruñir.
— ¡Vamos, ayudadme a salir de aquí! —insistió Limbeck a gritos.
Jarre, con los labios apretados hasta quedar reducidos a una fina línea recta que no auguraba nada bueno, cubrió la distancia que la separaba de la burbuja e inspeccionó la mano. Parecía la de Limbeck..., incluidas las manchas de tinta. Con cierta cautela, agarró los dedos y tiró de ellos. Las esperanzas de Lof se desvanecieron definitivamente cuando Limbeck, sudoroso y con el rostro enrojecido, saltó al suelo.
—Hola, querida —dijo a Jarre mientras le estrechaba la mano, sin advertir en absoluto (con su habitual despiste) que ella le había acercado la cara para recibir un beso. Limbeck se apartó unos pasos de la burbuja pero, de inmediato, dio media vuelta y pareció disponerse a entrar de nuevo en ella.
—Ven, ayúdame a sacarlo de aquí —gritó una vez dentro, y su voz resonó con un extraño eco.
— ¿A quién? ¿Al perro? —inquirió Jarre—. ¿No puede salir por sí solo?
Limbeck se volvió y lanzó una mirada radiante a los gegs.
— ¡Al dios! —respondió con aire triunfal—. ¡He traído conmigo a un dios!
Los gegs lo observaron en un silencio entre asombrado y suspicaz.
Jarre fue la primera en recuperarse lo suficiente como para decir algo.
—Limbeck —murmuró en tono severo—, ¿era necesario eso?
— ¿Que si era...? ¡Sí! ¡Claro que sí! —contestó, algo desconcertado—. Tú no me creías. Vamos, ayúdame a sacarlo. Está herido.
— ¿Herido? —repitió Lof, viendo titilar de nuevo un rayo de esperanza—.
¿Cómo puede estar herido un dios?
— ¡Aja! —Exclamó Limbeck, y fue un « ¡Aja!» tan potente y rotundo que el pobre Lof quedó paralizado y se encontró, completamente y para siempre, fuera de la carrera—. ¡Eso mismo digo yo!
Con estas palabras, Limbeck desapareció de nuevo en el interior de la burbuja.
Tuvo algunas dificultades con el perro, que se había plantado delante de su amo y gruñía. Limbeck estaba bastante preocupado por su presencia. Durante el ascenso en la burbuja, el perro y él habían llegado a un entendimiento, pero este acuerdo —que Limbeck permanecería en su rincón y que el perro, a cambio, no le saltaría a la garganta— no parecía que fuera a bastar para tranquilizar al animal y convencerlo de que se apartara. Con frases como « ¡perrito bonito!» o « ¡sé buen chico!» no consiguió ningún resultado. Desesperado y temiendo que su dios estuviera muñéndose, el geg intentó razonar con el animal.
—Escucha —le dijo—, no queremos hacerle daño. ¡Tratamos de ayudarlo! Y el único modo de hacerlo es sacarlo de este artefacto y llevarlo a un lugar seguro.
Tendremos mucho cuidado con él, te lo prometo. —Los gruñidos del perro disminuyeron y el animal observó a Limbeck con un aire que parecía de cauto interés—. Tú puedes acompañarlo y, si sucede algo que no te gusta, puedes saltarme al cuello entonces.
El perro ladeó la cabeza, con las orejas tiesas, escuchándolo con atención.
Cuando el geg terminó de hablar, el animal lo contempló gravemente.
Voy a darte una oportunidad, pero recuerda que sigo teniendo los dientes.
—Dice que está bien —explicó Limbeck, satisfecho.
— ¿Qué quiere? —chilló Jarre cuando el perro saltó ágilmente de la burbuja y se posó en el suelo a los pies de Limbeck.
Los gegs retrocedieron al instante para ponerse a cubierto y se refugiaron tras las piezas de la Tumpa-chumpa que parecían más seguras para protegerse de los afilados colmillos. Jarre fue la única en permanecer donde estaba, dispuesta a no abandonar a su amado fuera cual fuese el peligro. Pero el perro no estaba en absoluto interesado por los temblorosos gegs, sino que tenía concentrada toda su atención en su amo.
— ¡Toma! —Dijo Limbeck con un jadeo, tirando de los pies del dios—. Tú cógelo por ahí, Jarre. Yo le sostendré la cabeza. Así, con cuidado. Con mucho cuidado. Creo que ya lo tenemos.
Tras haber desafiado al perro, Jarre se sentía capaz de cualquier cosa, incluso de arrastrar por los pies a un dios. Dirigió una seca mirada a sus acobardados congéneres, agarró al dios por sus botas de cuero y tiró de él. Limbeck guió la salida del cuerpo a través de la portezuela y lo sostuvo por los hombros cuando éstos aparecieron. Entre los dos, depositaron al dios en el suelo.
— ¡Oh, vaya! —musitó Jarre, pasando del miedo a la lástima. Tocó suavemente la herida de la cabeza con la yema de los dedos y las retiró cubiertas de sangre—. ¡Tiene una herida terrible!
—Ya lo sé —contestó Limbeck, agitado—. Y he tenido que moverlo sin muchos miramientos para arrastrarlo fuera de su nave antes de que la zarpa excavadora lo hiciera pedazos.
—Tiene la piel helada y los labios amoratados. Si fuera un geg, yo diría que se está muriendo. Pero tal vez los dioses tengan este aspecto, precisamente.
—No lo creo. No estaba así la primera vez que lo vi, justo después de que se estrellara su nave. ¡Oh, Jarre, no podemos dejar que muera!
El perro, al escuchar el tono de voz compasivo de Jarre y comprobar que trataba a su amo con cariño, le dio un lametón en la mano y la miró con unos ojos pardos suplicantes.
Al principio, Jarre se sobresaltó al notar el húmedo contacto, pero pronto se tranquilizó.
—Vamos, vamos, no te preocupes. Todo saldrá bien —dijo con voz dulce al animal, al tiempo que alargaba la mano y le daba unas tímidas palmaditas en la cabeza. El perro consintió que lo hiciera, agachando las orejas y meneando ligerísima-mente su cola de tupido pelaje.
— ¿De veras lo crees? —inquirió Limbeck con profunda preocupación.
— ¡Claro que sí! Mira cómo mueve los párpados. —Jarre se volvió y empezó a dar enérgicas órdenes—: Lo primero que haremos será llevarlo a un lugar caliente y tranquilo donde podamos ocuparnos de él. Es casi la hora del cambio de turno y no nos interesa que nadie lo vea...
— ¿No nos interesa...? —la interrumpió Limbeck.
— ¡No! Hasta que el dios se recupere y nosotros estemos preparados para conocer las respuestas a nuestras preguntas. Este va a ser un gran momento en la historia de nuestro pueblo y es mejor que no lo estropeemos precipitando las cosas. Tú y Lof id a buscar una camilla...
— ¿Una camilla? ¿Cómo quieres que el dios quepa en ella? —replicó Lof, resentido—. Le colgarán las piernas y arrastrará los pies por el suelo.
—Es cierto. —Jarre no estaba acostumbrada a tratar con alguien tal alto y delgado. Se detuvo a pensar, arrugando la frente, cuando de pronto el poderoso sonido de un gong la sacó de sus meditaciones y la hizo mirar a su alrededor, alarmada—. ¿Qué es eso? —preguntó.
— ¡Van a abrir de nuevo el suelo! —exclamó Lof.
— ¿Qué suelo? —quiso saber Limbeck.
— ¡Éste! —Lof señaló las planchas metálicas sobre las que apoyaban los pies.
— ¿Por qué...? ¡Ah, ya entiendo...!
Limbeck alzó la vista hacia las zarpas excavadoras que habían soltado su cargamento y se disponían a descender de nuevo por el agujero para recoger el siguiente.
— ¡Tenemos que salir de aquí! —dijo Lof con voz apremiante. Indinándose hacia Jarre, le susurró al oído—: Deja estar al dios. Cuando se abra el suelo, volverá a caer al aire del que ha venido. Y el perro también.
Pero Jarre no le prestaba atención, con la mirada vuelta hacia las carretillas que trajinaban de un lugar a otro en el nivel superior.
— ¡Lof! —exclamó con excitación, agarrando al joven por la barba y tirando de ella (costumbre que había adquirido en su relación con Limbeck y que le costaba mucho reprimir) —. ¡Las carretillas! ¡El dios cabrá en una de ellas! ¡Deprisa!
¡Deprisa!
El suelo empezaba a vibrar amenazadoramente y cualquier cosa era preferible a que le tiraran a uno de la barba de aquella manera. Lof asintió y echó a correr con otros gegs en busca de una carretilla vacía.
Jarre envolvió al dios con su pequeña capa y, entre ella y Limbeck, alejaron el cuerpo del centro de la plataforma, arrastrándolo lo más cerca posible del borde.
Para entonces, Lof y compañía ya estaban de vuelta con la carretilla, que habían hecho rodar por la empinada rampa que conectaba el nivel inferior con el siguiente. El gong sonó de nuevo. El perro gimoteó y se puso a ladrar. Una de dos:
o el ruido le lastimaba los oídos, o el animal presentía el peligro y animaba a los gegs a darse prisa. (Lof insistió en lo primero. Limbeck apostaba por lo segundo.
Jarre ordenó a ambos que cerraran la boca y se apresuraran.)
Entre todos, los gegs lograron levantar el cuerpo e introducirlo en la carretilla.
Jarre envolvió la cabeza herida del dios con la capa de Lof —éste pareció decidido a protestar, pero el sonoro bofetón en la mejilla que le propinó una Jarre nerviosa y enojada resultó muy convincente—. El gong sonó por tercera vez. Las excavadoras iniciaron el descenso entre los chasquidos y chirridos de los cables, y el suelo empezó a abrirse con un ruido sordo. Los gegs, casi perdiendo el equilibrio, se alinearon detrás de la carretilla y le dieron un fuerte empujón. La carretilla empezó a rodar pendiente arriba mientras los gegs se esforzaban tras ella, sudorosos, y el perro corría entre sus pies mordisqueándoles los talones.
Los gegs son fuertes, pero la vagoneta era de hierro y pesaba mucho, por no hablar de la carga que suponía el dios que transportaba. El vehículo no estaba pensado para ascender por una rampa que era de uso exclusivo de los gegs, y mostraba una tendencia mucho más pronunciada a rodar hacia abajo que a hacerlo hacia arriba.
Limbeck, dándose cuenta de ello, empezó a divagar sobre conceptos como el peso, la inercia y la gravedad y, sin duda, habría acabado desarrollando alguna ley física de no haber estado en inminente peligro su vida. Debajo de ellos, el suelo se había abierto ya por completo y las zarpas excavadoras se precipitaban al vacío;
durante un instante particularmente tenso, dio la impresión de que los gegs no podían aguantar más y que la carretilla terminaría por ganar, arrastrando al abismo a gegs, dios y perro.
— ¡Vamos, una vez más! ¡Todos a la vez! —gruñó Jarre. Su cuerpo robusto apuntalaba la carretilla, con el rostro encendido por el esfuerzo. Limbeck, a su lado, no era de gran ayuda pues su natural debilidad se veía agravada por la agotadora experiencia que acababa de padecer. Pese a todo, hacía valientemente lo que podía. Lof flaqueaba y parecía a punto de rendirse.
— ¡Lof! —jadeó Jarre—. ¡Si empieza a deslizarse hacia abajo, pon el pie bajo la rueda!
La orden de su líder fue un nuevo estímulo para Lof, quien ya tenía los pies planos pero no veía ninguna razón para llevar las cosas a tal extremo. Con renovadas fuerzas, aplicó el hombro a la vagoneta, apretó los dientes, cerró los ojos y dio un poderoso empujón. La carretilla alcanzó la repisa superior de la rampa y los gegs se dejaron caer junto a ella, agotados. El perro dio un lametón en la cara a
Lof, para gran disgusto de éste. Limbeck escaló la rampa arrastrándose a cuatro patas y, cuando llegó arriba, cayó desvanecido.
— ¡Lo que faltaba! —murmuró Jarre, exasperada.
— ¡No pienso cargar también con él! —protestó Lof con acritud. El joven geg empezaba a pensar que su padre tenía razón cuando le decía que no se metiera nunca en política.
Un malicioso tirón de la barba y un sonoro cachete en la mejilla consiguieron despertar a medias a Limbeck. Éste empezó a balbucear algo acerca de inclinaciones y planos, pero Jarre le ordenó que callara e hiciera algo útil, como coger al perro y meterlo en la carretilla con su amo.
— ¡Y dile que se esté quieto! —añadió Jarre.
Limbeck abrió tanto los ojos que parecieron a punto de saltarle de las órbitas.
— ¿Yo...? ¿Coger a ese...?
Pero el perro, como si los entendiera, solventó el problema saltando ágilmente a la carretilla, donde se enroscó a los pies de su amo.
Jarre echó un vistazo al dios e informó que seguía vivo y que tenía un aspecto algo mejor, ahora que iba envuelto en las capas. Los gegs cubrieron el cuerpo con pequeños fragmentos de coralita y otra escoria que la Tumpa-chumpa dejaba caer de vez en cuando, arrojaron un saco de yute sobre el perro y dirigieron la vagoneta hacia la salida más próxima.
Nadie los detuvo. Nadie les preguntó por qué empujaban una carretilla de mineral por los túneles. Nadie se interesó en saber adonde se dirigían, ni qué pensaban hacer cuando llegaran allí. Jarre, con un suspiro, meneó la cabeza y consideró tal falta de curiosidad una triste característica de su pueblo.
CAPÍTULO
LEK, DREVLIN, REINO INFERIOR
En el Laberinto, uno tiene que aguzar los reflejos hasta hacerlos tan afilados y penetrantes como la hoja de una espada o una daga, pues también ellos son armas para la autoconservación y, a menudo, resultan tan valiosos o más que el acero. Luchando por recobrar la conciencia, Haplo se abstuvo instintivamente de revelar que había recuperado el conocimiento. Hasta que no volviera a tener el control completo de todas sus facultades, permanecería absolutamente quieto e insensible; reprimió un gemido de dolor y resistió con firmeza el arrollador impulso de abrir los ojos y ver dónde estaba.
«Hazte el muerto. Muchas veces, el enemigo te dejará en paz.»
Escuchó voces que entraban y salían de su radio de audición. Se agarró mentalmente a ellas, pero fue como agarrar un pez con las manos desnudas;
conseguía tocarlas, pero nunca atraparlas del todo. Eran voces potentes, profundas, que se dejaban oír con claridad por encima del rugiente traqueteo que parecía resonar por todas partes; incluso dentro de él, pues notaba que todo su cuerpo vibraba. Las voces hablaban a cierta distancia de él y parecían discutir, pero lo hacían sin violencia. Haplo no se sintió amenazado y se relajó.
«Al parecer, he ido a caer entre Ocupantes Ilegales...», pensó.
—... El chico aún está vivo. Tiene una fea brecha en la cabeza, pero saldrá bien librado.
— ¿Y los otros dos? Supongo que eran sus padres.
—Muertos. Fugitivos, por su aspecto. Los snogs los atraparon, sin duda.
Supongo que el niño les pareció demasiado pequeño para preocuparse de él.
—No. Los snogs no tienen miramientos a la hora de matar. No creo que advirtieran su presencia: el pequeño estaba bien escondido entre los arbustos y, si no hubiera gemido, tampoco nosotros lo habríamos descubierto. Esta vez, el gemido le ha salvado la vida, pero es una mala costumbre. Tendremos que quitársela. Para mí que los padres sabían que estaban en peligro, de modo que le dieron un buen golpe al pequeño para que no hiciera ruido, lo ocultaron y luego trataron de alejar de él a los snogs que los seguían.
—Tuvo suerte de que fueran snogs y no dragones. Los dragones lo habrían olido.
— ¿Cómo se llama?
El pequeño notó unas manos recorriendo su cuerpo, que estaba desnudo salvo una tira de cuero suave en torno a la cintura. Las manos siguieron los trazos de una serie de tatuajes que empezaban en el corazón, se extendían por el pecho y el estómago hasta las piernas y los empeines, pero no las plantas de los pies, y por los brazos hasta el revés de las manos, pero no los dedos ni la palma. Los tatuajes ascendían también por el cuello, dejando libres la cabeza y el rostro.
—Haplo —dijo el hombre, leyendo las runas grabadas sobre el corazón—.
Nació en la época en que cayó la Séptima Puerta. De eso hace unos nueve ciclos.
—Tiene suerte de haber vivido tanto. No puedo imaginarme a unos fugitivos tratando de escapar cargados con un niño. Será mejor que nos vayamos pronto de aquí. Los dragones no tardarán en oler la sangre. ¡Vamos, muchacho, despierta!
¡En pie! No podemos llevarte a cuestas. ¿Qué, estás despierto? Estupendo. —El hombre agarró a Haplo por los hombros y lo depositó junto a los cuerpos mutilados y desfigurados de sus padres—. Fíjate bien y recuérdalo. Y recuerda otra cosa: no han sido los snogs quienes han matado a tu padre y a tu madre. Han sido los mismos que nos encerraron en esta prisión y nos dejaron aquí para que muriéramos. ¿Quiénes son, muchacho? ¿Lo sabes?
Sus dedos se clavaron en la carne de Haplo.
—Los sartán —respondió con voz apagada.
—Más alto.
— ¡Los sartán! —gritó.
—Está bien, muchacho. No lo olvides nunca. Nunca...
Haplo flotó de nuevo hasta la superficie de la conciencia. El ruido sordo y traqueteante, acompañado de silbidos y tamborileos, no le impedía escuchar unas voces, las mismas que recordaba vagamente haber oído antes, sólo que ahora parecían ser menos. Trató de concentrarse en las palabras pero no lo consiguió.
Los aguijonazos de dolor de la cabeza le impedían cualquier chispa de pensamiento racional. Tenía que poner fin al dolor.
Con cautela, Haplo abrió un poco los ojos y miró entre las pestañas. La luz de una única vela, colocada cerca de su cabeza, no bastaba para iluminar los alrededores. No tenía idea de dónde estaba, pero se dio perfecta cuenta de que no estaba solo.
Poco a poco, levantó la mano izquierda y, cuando la acercó a la cabeza, advirtió que tenía ésta envuelta en tiras de tela. Un recuerdo titiló en su mente, lanzando un débil rayo de luz en las tinieblas de dolor que lo envolvían.
Razón de más para librarse enseguida de aquella herida que lo debilitaba.
Apretando los dientes y moviéndose con gran cuidado de no hacer el menor ruido, Haplo movió la mano derecha y tiró de las vendas que le cubrían la zurda.
Debido a los nudos entre los dedos, no consiguió soltarlas del todo, pero las dejó lo bastante flojas como para dejar al descubierto una parte del revés.
La piel estaba cubierta de tatuajes. Los remolinos y espirales, las curvas y rizos, estaban grabados en diversos tonos de rojo y azul y tenían un aire y un dibujo de apariencia fantástica.
. Igual que dos palabras, cada cual con su definición, pueden combinarse para formar una tercera con un sentido propio, aunque derive de las otras dos. Se trata de una explicación un tanto tosca del lenguaje rúnico de los patryn, capaces de producir una amplia gama de efectos mágicos combinando cada signo cabalístico con cada uno de los otros. (N. del a.)
. Los patryn del laberinto miden el tiempo en «puertas». Probablemente, este patrón data de los primeros días de su encarcelamiento, cuando la edad de una persona venía determinada por el número de puertas que había atravesado, siendo este tránsito el símbolo más importante de su sociedad.
Cuando el Señor del Nexo regresó finalmente al Laberinto para recuperar en parte el control sobre éste mediante su magia, estableció un sistema normalizado de medición del tiempo (basado en los ciclos regulares del sol en el Nexo) al que se aplica hoy el término «puerta». (N. del a.)
Sin embargo, cada signo cabalístico tenía su significado propio y especial que, combinado con cualquier otro signo que tocara, se expandía en un significado nuevo y superior. Alerta para paralizar sus movimientos al menor indicio de que alguien lo observara, Haplo levantó el brazo y apretó el revés de la mano sobre la brecha de la frente.
El círculo quedó cerrado. Una sensación de calor pasó de su mano a la cabeza, corrió de ésta hacia el brazo y, por éste, volvió a la mano. Ahora vendría el sueño y, mientras su cuerpo reposaba, el dolor se aliviaría, la herida se cerraría, las lesiones internas quedarían curadas y, al despertar, habría recuperado la conciencia y la memoria de todo lo sucedido. Con sus últimas fuerzas, Haplo colocó la venda de modo que le cubriera la mano. El brazo le cayó al costado y golpeó un objeto duro debajo de él. Una nariz fría le buscó la mano..., un hocico suave le frotó los dedos...
... Lanza en mano, Haplo se enfrentaba a dos caodines. La única emoción que sentía era la cólera, una furia feroz y rabiosa que ahogaba el miedo. Tenía a la vista su objetivo. En el horizonte ya se distinguía la Ultima Puerta. Para llegar a ella sólo tenía que cruzar una gran pradera abierta que le había parecido desierta al estudiarla. Pero debería haber sabido que el Laberinto no le permitiría nunca escapar. Dirigiría contra él cualquier arma que tuviera. Y el Laberinto era muy listo. Su malévola inteligencia había combatido contra los patryn durante mil años antes de que algunos de sus enemigos lograran hacerse con la habilidad necesaria para conquistarlo. Haplo había vivido y luchado durante veinticinco puertas para ser derrotado en el último instante. Porque no tenía ninguna posibilidad de salir vencedor. El Laberinto le había permitido adentrarse en la pradera desierta, donde no había un solo árbol o roca con los que cubrirse la espalda. Y había lanzado contra él a dos caodines.
Los caodines son enemigos mortales. Engendrados por la desquiciada magia del Laberinto, esas inteligentes criaturas parecidas a insectos gigantes son diestras en el manejo de todo tipo de armas (aquellas dos blandían espadas anchas de dos filos). Altas como un hombre, con el cuerpo protegido por una dura coraza negra, los ojos saltones, cuatro brazos y dos poderosas patas traseras, existe un modo de acabar con ellas... Sí, existe un modo de acabar con cualquier criatura del
Laberinto. Pero, para dar muerte a un caodín, hay que acertarle justo en el corazón, quitándole la vida en el mismo instante. Porque si vive, aunque sólo sea un segundo, de una gota de su sangre saldrá otro como él y los dos, intactos y frescos, reanudarán la lucha.
Haplo se enfrentaba a dos de ellos y sólo disponía de una lanza con signos cabalísticos grabados y su puñal de caza. Si sus armas erraban el blanco y herían a sus oponentes, tendría frente a él a cuatro caodines. Si volvía a fallar, serían ocho. No, así no podía ganar.
Los dos caodines avanzaron, uno por la derecha de Haplo y otro por su izquierda. Cuando atacara a uno, el otro lo asaltaría por detrás. La única posibilidad del patryn sería matar a uno a la primera con la lanza y luego volverse para hacer frente al otro.
Con esta estrategia en la cabeza, Haplo retrocedió lanzando una finta hacia uno, primero, y luego hacia el otro, obligándolos a guardar las distancias. Así lo hicieron los caodines, jugando con él, conscientes de que lo tenían en su poder, pues los caodines disfrutan jugando con sus víctimas y rara vez las matan enseguida, para tener ocasión de divertirse un poco con ellas.
Furioso hasta perder la razón, sin importarle ya si vivía o moría, sin otro deseo que acabar con aquellas criaturas y, a través de ellas, con el Laberinto, Haplo sacó fuerzas de toda una vida de miedo y desesperación, y utilizó la energía de su rabia y su frustración para impulsar la lanza. El arma salió despedida de su mano y él gritó tras su estela las invocaciones mágicas que la harían volar rápida y recta hasta su enemigo. Su puntería fue excelente: la lanza atravesó el negro caparazón del insecto y éste cayó hacia atrás, muerto antes de tocar el suelo.
Un destello doloroso recorrió a Haplo. Con un gemido de dolor, encogió el cuerpo hacia un lado y se volvió para hacer frente a su otro enemigo. Notaba la sangre, caliente sobre su piel fría, que manaba de la herida. El caodín no puede usar la magia de los signos, pero su larga experiencia combatiendo a los patryn le ha permitido averiguar dónde es vulnerable a los ataques un cuerpo tatuado. El mejor blanco es la cabeza. El caodín, sin embargo, había clavado su espada en la espalda de Haplo. Sin duda, el insecto no deseaba matarlo..., todavía.
Haplo se había quedado sin lanza y se enfrentaba con una daga de caza a la espada de dos filos. Sólo podía hacer una de dos cosas: arremeter bajo la guardia del caodín y tratar de apuñalarlo directamente en el corazón, o arriesgarse a otro lanzamiento. El puñal, que utilizaba para despellejar, afilar y cortar, no llevaba grabados símbolos mágicos para volar. Si fallaba, quedaría desarmado y, probablemente, frente a dos enemigos. Sin embargo, era preciso que terminara pronto aquella batalla. Estaba perdiendo sangre y no tenía escudo con el que parar los golpes de espada del caodín.
Éste, advertido del dilema de Haplo, alzó su inmensa hoja. Apuntando al brazo izquierdo, el insecto intentó cortárselo de cuajo para dejarlo impedido, pero aún con vida. Haplo vio venir el golpe y lo esquivó lo mejor que pudo, volviéndose para recibirlo en el hombro. La hoja se hundió profundamente y el hueso crujió bajo ella. El dolor dejó a Haplo al borde del desmayo. No notaba la mano izquierda, y mucho menos podía utilizarla.
El caodín retrocedió, disponiéndose para el siguiente golpe. Haplo asió la daga y trató de ver algo entre la bruma rojiza que rápidamente nublaba su visión. La vida ya no le importaba. Sólo lo movía el odio. La última sensación que quería experimentar antes de morir era la satisfacción de saber que se había llevado con él a su enemigo.
El caodín alzó de nuevo la espada, preparándose para descargar otro hachazo torturador a su víctima impotente. Lleno de serena determinación, perdido en un estupor que no era del todo ficticio, Haplo esperó. Tenía una nueva estrategia.
Significaba que moriría, pero lo mismo sucedería con su enemigo. El caodín echó el brazo hacia atrás y, en aquel mismo instante, una silueta negra surgió de alguna parte a espaldas de Haplo y se lanzó sobre su enemigo.
Desconcertado ante aquel súbito e inesperado ataque, el caodín apartó la mirada de Haplo para ver qué era lo que se le echaba encima y, al hacerlo, cambió el movimiento de la espada para enfrentarse a su nuevo enemigo. Haplo escuchó un aullido cargado de dolor, un gañido, y creyó ver vagamente un cuerpo peludo que caía al suelo. Sin embargo, no prestó atención a qué era. El caodín, al bajar los brazos para golpear a su nuevo enemigo, había dejado el pecho al descubierto y
Haplo apuntó su daga directamente al corazón.
El caodín vio el peligro e intentó revolverse, pero Haplo ya estaba demasiado cerca. La espada de la criatura insectil hirió en el costado al patryn, resbalando sobre sus costillas. Haplo no notó siquiera el golpe y hundió la daga en el pecho del caodín con tal fuerza que los dos perdieron el equilibrio y rodaron por el suelo.
Cuando consiguió desembarazarse del cuerpo de su enemigo, Haplo no intentó siquiera ponerse en pie. El caodín estaba muerto y, ahora, también él moriría y encontraría la paz, como tantos antes que él. El Laberinto había triunfado, pero él le había plantado batalla hasta el instante final.
Se quedó tendido en el suelo y dejó que la vida se le escapara del cuerpo.
Podría haber intentado curarse las heridas, pero ello hubiera requerido esfuerzo, movimiento y más dolor. No quería moverse. No quería luchar con nadie más.
Bostezó, sintiéndose soñoliento. Se estaba muy bien allí tendido, sabiendo que muy pronto las luchas terminarían para siempre.
Un leve gemido le hizo abrir los ojos, no tanto por miedo como de irritación por el hecho de que no le permitieran ni siquiera morir en paz. Volvió ligeramente la cabeza y vio un perro. Así que era eso la cosa negra y peluda que había atacado al caodín... ¿De dónde habría salido? Probablemente, el animal estaba en la pradera, de caza tal vez, y había acudido en su ayuda.
El perro estaba tumbado sobre el vientre, con la cabeza entre las patas. Al ver que Haplo lo miraba, emitió un nuevo gañido y, avanzando a rastras, hizo ademán de lamerle la mano al hombre. Fue entonces cuando Haplo advirtió que el perro estaba herido.
De un profundo tajo en el cuerpo del animal manaba sangre a borbotones.
Haplo recordó confusamente haber oído su aullido y los gemidos posteriores al caer abatido. El perro lo miraba con aire expectante, esperando —como hacen los perros— que aquel humano se ocupara de él e hiciera desaparecer el terrible dolor que estaba padeciendo.
—Lo siento —murmuró Haplo, adormilado—, no puedo ayudarte. Ni siquiera puedo hacer nada por mí mismo...
El perro, al sonido de la voz del hombre, meneó débilmente la cola de tupido pelaje y continuó mirándolo con una fe ciega.
— ¡Vete a morir a otra parte!
Haplo hizo un brusco gesto de enfado. El dolor le atravesó el cuerpo y lanzó un grito de agonía. El perro respondió con un breve ladrido y Haplo notó un hocico frío que le frotaba la mano. Herido como estaba, el animal le ofrecía su compasión.
Y entonces, al volver la mirada hacia él entre irritado y reconfortado, Haplo observó que el perro malherido luchaba por incorporarse. El animal, que se sostenía a duras penas, volvió la vista hacia la hilera de árboles que se alzaban detrás de ambos. Lamió la mano de Haplo una vez más y luego emprendió la marcha hacia los troncos, cojeando y casi sin fuerzas. Había malinterpretado el gesto de Haplo e iba a intentar encontrar ayuda. Ayuda para el hombre.
El perro no llegó muy lejos. Renqueante, apenas consiguió dar dos o tres pasos antes de caer. Tras una breve pausa para recobrar fuerzas, volvió a intentarlo.
— ¡Basta! —Susurró Haplo—. ¡Déjalo! ¡No merece la pena!
El animal no le entendió. Volvió la cabeza y miró a Haplo como si le dijera:
«Ten paciencia. No puedo ir muy rápido pero no te dejaré en la estacada».
La compasión, la lástima y la abnegación no son actitudes que los patryn consideren virtudes, sino defectos propios de razas inferiores que disimulan sus debilidades internas exaltándolas. Haplo no se sintió impresionado. Cruel, desafiante e inflamado de odio, se había abierto paso por el Laberinto luchando a diestro y siniestro, siempre solo. Jamás había pedido ayuda, y jamás la había ofrecido. Y había sobrevivido donde muchos otros habían caído. Hasta aquel momento.
—Eres un cobarde —se dijo a sí mismo con un murmullo—. Ese perro idiota tiene el valor para luchar por la vida, y tú prefieres rendirte. Y algo aún peor:
morirás con deudas. Morirás con una deuda en el alma pues, te guste o no, ese perro te ha salvado la vida.
No fueron sentimientos de ternura los que llevaron a Haplo a alargar la mano derecha para asir con ella su zurda inutilizada. Lo que lo impulsó fue el orgullo y la vergüenza propia.
— ¡Ven aquí! —ordenó al perro.
Éste, demasiado débil para sostenerse sobre las patas, avanzó a rastras por el suelo, dejando tras él un reguero de sangre sobre la hierba.
Rechinando los dientes, entre jadeos y maldiciones ante el dolor, Haplo apretó el signo cabalístico del revés de la mano contra el flanco desgarrado del can. Sin moverla de este punto, colocó la mano derecha sobre la testuz del animal. El círculo curativo quedó cerrado y Haplo comprobó, con la mirada nublada, cómo se cerraba instantáneamente la herida de su peludo salvador...
—Si se recupera, lo llevaremos al survisor jefe para demostrarle que cuanto le dije era cierto. ¡Les demostraremos, a él y a nuestro pueblo, que los welfos no son dioses! Nuestro pueblo comprenderá entonces que hemos sido utilizados y engañados durante todos estos años.
—Eso, si se recupera —musitó una voz femenina, más suave—. Está malherido de veras, Limbeck. Tiene esa herida profunda en la cabeza y tal vez haya recibido más en otras partes de su cuerpo, aunque el perro no me deja acercarme lo suficiente para comprobarlo. De todos modos, no importa mucho que lo haga pues una herida en la cabeza de tal gravedad conduce casi siempre a la muerte. ¿Recuerdas cuando Hal Martillador tropezó en la pasarela elevada y cayó de cabeza...?
—Ya lo sé, ya lo sé —replicó la otra voz con abatimiento—. ¡Oh, Jarre, no puede morirse ahora! Quiero que lo conozcas todo de su mundo. Es un lugar hermoso, como el que vi en los libros. Con un cielo azul despejado de nubes y un sol brillante y resplandeciente que lo ilumina todo, y unos edificios altos y maravillosos, grandes como la Tumpa-chumpa...
—Limbeck —lo interrumpió la voz severa de la mujer—, no te darías también tú un golpe en la cabeza, ¿verdad?
—No, querida. Yo vi esos libros, de verdad. Igual que vi a los dioses muertos.
¡Ahora he traído una prueba, Jarre! ¿Por qué te niegas a creerme?
— ¡Oh, Limbeck, ya no sé qué creer! Antes tenía las cosas muy claras; todo era blanco o negro, con perfiles claros y precisos, y yo sabía exactamente lo que quería para nuestro pueblo: mejores condiciones de vida y una participación igualitaria en los pagos de los welfos. Eso era todo. Mi idea era causar un poco de agitación, presionar al survisor jefe, y éste se vería obligado a ceder, finalmente.
Ahora, todo está confuso y borroso. ¡Me estás hablando de una revolución, Limbeck! ¡De echar por tierra todas las creencias que hemos profesado durante siglos! ¿Qué te propones instaurar en su lugar?
—Tenemos la verdad, Jarre.
Haplo sonrió. Llevaba ya una hora despierto y pendiente de lo que oía.
Comprendía parte de las palabras y, aunque aquellos seres se llamaban a sí mismos «gegs», advirtió que hablaban un idioma derivado del que en el Mundo
Antiguo se había conocido por «lengua de los enanos». Sin embargo, eran muchas las cosas que no entendía. Por ejemplo, ¿qué era aquella Tumpa-chumpa a la que se referían con tan reverente respeto? Para eso lo habían mandado allí, se dijo:
para aprender. Para tener los ojos y oídos bien abiertos, la boca cerrada y las manos quietas.
Alargando la mano hacia el suelo, al costado de la cama, Haplo le rascó la cabeza al perro para tranquilizarlo. El viaje a través de la Puerta de la Muerte no había empezado precisamente como lo había previsto. De algún modo, en alguna parte, su amo y protector había cometido graves errores de cálculo. Los signos mágicos estaban mal alineados y Haplo lo había advertido demasiado tarde, cuando poco podía hacer ya para evitar el choque y la consiguiente destrucción de la nave.
La constatación de que se encontraba atrapado en aquel mundo no preocupó excesivamente a Haplo. Ya había estado encerrado en el Laberinto y había conseguido escapar. Tras semejante experiencia, en un mundo normal como aquél sería —como le había dicho su amo— «invencible». De momento, tenía que dedicarse a cumplir su cometido. Cuando hubiera completado lo que había venido a hacer, ya encontraría algún modo de regresar.
—Me ha parecido oír algo.
Jarre entró en la habitación acompañada de la suave luz de un candelabro.
Haplo entrecerró los ojos, parpadeando. El perro emitió un gruñido y empezó a incorporarse, pero volvió a tenderse a un gesto imperioso y furtivo de su amo.
— ¡Limbeck! —exclamó Jarre.
— ¡Ha muerto! —El robusto geg irrumpió en la estancia a toda prisa.
—No, no —replicó ella. Indinándose sobre el costado de la cama, señaló con una mano temblorosa la frente de Haplo y añadió—: ¡Mira! ¡La herida está curada!
¡Completamente curada! ¡Ni..., ni siquiera le queda cicatriz! ¡Oh, Limbeck, tal vez estás equivocado, después de todo! ¡Tal vez éste sea de verdad un dios!
—No —respondió Haplo. Incorporándose sobre un codo, miró resueltamente a los sorprendidos gegs—. Yo era un esclavo. —Habló despacio y con voz grave, buscando las palabras en la complicada lengua de los enanos—. Una vez fui lo que sois ahora vosotros, pero mi pueblo triunfó sobre sus dominadores y he venido para ayudaros a hacer lo mismo.
CAPITULO
EXILIO DE PITRIN, REINO MEDIO
El viaje a través de Exilio de Pitrin resultó más sencillo de lo que Hugh había previsto. Bane mantuvo la marcha con valentía y, cuando se sintió cansado, hizo cuanto pudo para no demostrarlo. Alfred observaba con inquietud al príncipe y, cuando éste empezaba a dar señales de que le dolían los pies, era el chambelán quien anunciaba que era incapaz de dar un paso más. En realidad, Alfred lo pasaba mucho peor que su pequeño pupilo. Los pies del hombrecillo parecían poseídos de una voluntad propia y continuamente tomaban caminos diferentes, tropezaban con baches inexistentes y se enredaban con pequeñas ramas casi imperceptibles.
En consecuencia, el avance no fue muy rápido; Hugh, sin embargo, no les dio prisa. Tampoco él la tenía. No estaban lejos de una cala, abrigada por los bosques en el extremo de la isla, donde tenía amarrada su nave y, sin embargo, sentía muy pocos deseos de llegar hasta ella. Tal sensación le producía irritación, pero se negó a averiguar la causa de ésta.
La caminata resultó agradable, al menos para Bane y para Hugh. El aire era frío, pero brillaba el sol y sus rayos evitaban que el frío fuera constante. Apenas soplaba el viento. En la carretera encontraron más viajeros de lo normal, los cuales aprovechaban aquel breve intervalo de buen tiempo para emprender los viajes urgentes que debían realizarse durante el invierno. El tiempo también era bueno para los asaltantes de caminos y
Hugh advirtió que todo el mundo tenía, como decía el refrán, un ojo en el camino y otro en el cielo.
Vieron tres naves élficas, con mascarones de dragón en la proa y dotadas de velas como alas, pero pasaron muy lejos, rumbo a algún destino desconocido, en dirección kiracurso. Ese mismo día, una formación de cincuenta dragones pasó justo por encima de sus cabezas. Distinguieron a los jinetes de los dragones en sus sillas de montar, con el brillante sol invernal reflejado en el casco, la coraza y las puntas de la jabalina y de las saetas. El destacamento llevaba con él a una hechicera que volaba en el centro, rodeada de jinetes. La bruja no llevaba armas a la vista, sólo su magia y ésta estaba en su mente. Los jinetes también pasaron a kiracurso. Los elfos no eran los únicos que aprovechaban los días despejados y sin viento.
Bane contempló las naves élficas con asombro infantil, boquiabierto y con los ojos como platos. Jamás había visto ninguna, afirmó, y tuvo una terrible decepción al comprobar que no se acercaban. De hecho, un escandalizado Alfred se vio forzado a impedir que Su Alteza se quitara la capucha y la utilizara como bandera para señalar su posición. A los viajeros que recorrían el camino no les divirtió en absoluto la inconsciente osadía del pequeño. Hugh se entretuvo contemplando con torvo interés cómo los campesinos se dispersaban en busca de un refugio hasta que Alfred pudo poner freno al entusiasmo del príncipe.
Esa noche, reunidos en torno a la fogata tras la cena frugal, Bane fue a sentarse al lado de Hugh, en lugar de ocupar su lugar habitual cerca del chambelán. Se sentó en cuclillas y se acomodó.
— ¿Me hablarás de los elfos, maese Hugh?
— ¿Cómo sabes que conozco alguna historia sobre ellos?
Hugh sacó del macuto la pipa y la bolsa de esterego. Apoyado en un árbol y con los pies estirados hacia las llamas, sacó unos hongos secos de la bolsita de cuero y los introdujo en la cazoleta, lisa y redonda.
Bane no fijó la mirada en Hugh sino en un punto a la derecha de éste, por encima de su hombro. Sus ojos azules dejaron de enfocar. Hugh acercó un palo a las llamas y lo utilizó para encender la pipa. Tras echar una chupada, observó al muchacho con ociosa curiosidad.
—Veo una gran batalla —anunció Bane, como si estuviera sonámbulo—. Veo elfos y hombres que combaten y mueren. Veo derrota y desesperación, y luego oigo voces de hombres cantando y estalla la alegría.
Hugh permaneció callado tanto tiempo que se le apagó la pipa. Alfred, incómodo, cambió de postura y apoyó la mano sobre una brasa. Reprimiendo un grito de dolor, sacudió violentamente la mano quemada.
—Alteza —murmuró con voz lastimera—, ya os he dicho...
—No, no importa —lo interrumpió Hugh. Con gesto despreocupado, sacó la ceniza de la pipa, volvió a llenar la cazoleta y la encendió de nuevo. Luego, dio unas chupadas lentas con la vista fija en el muchacho—. Acabas de describir la batalla de los Siete Campos.
—Tú estuviste allí.
Hugh dejó escapar al aire una fina columna de humo.
—Es cierto. Igual que casi todos los varones de la raza humana de mi edad, incluido tu padre, el rey. —Dio una larga chupada y añadió—: Si es esto lo que llamas clarividencia, Alfred, he visto trucos mejores en una taberna de tercera. El muchacho debe de haber escuchado la historia de labios de su padre un centenar de veces.
La expresión de Bane sufrió un cambio súbito y desconcertante. La felicidad dio paso a un dolor intenso, lacerante. Mordiéndose el labio, bajó la cabeza y se pasó la mano por los ojos.
Alfred dirigió una mirada extraña, casi suplicante, a Hugh.
—Te aseguro, maese Hugh, que ese don de Su Alteza es totalmente real y no debe tomarse a la ligera. Bane, maese Hugh no entiende de magia, eso es todo. Lo lamenta mucho. Y ahora, ¿por qué no coges tú mismo un caramelo del macuto?
Bane dejó su lugar junto a Hugh y se acercó al macuto del chambelán para buscar la golosina. Alfred bajó la voz para que sólo lo escuchara Hugh.
—Es que... Verás, señor, el rey nunca ha hablado mucho con el chico. El rey
Stephen nunca se ha sentido muy..., muy cómodo en presencia de Bane.
Es cierto, pensó Hugh, a Stephen no debe de haberle resultado agradable mirar a la cara a su vergüenza. Tal vez el monarca veía en las facciones del muchacho el rostro de un hombre que él —y la reina— conocían muy bien.
El resplandor de la pipa se apagó. Mientras vaciaba las cenizas, Hugh encontró un palito y, tras aguzar el extremo con el puñal, lo introdujo en la cazoleta para intentar desatascar el conducto. Echó un vistazo al chico y lo vio revolviendo todavía en el macuto.
—Tú crees de verdad que el chico es capaz de hacer lo que dice, ¿verdad? Eso de ver imágenes en el aire.
—Sí, claro que es capaz —le aseguró Alfred con vehemencia—. Lo he visto hacerlo demasiadas veces para tener dudas. Y tú también debes creerlo, señor, pues de lo contrario...
Hugh hizo un alto en sus manipulaciones y miró a Alfred.
— ¿O qué? Eso me suena mucho a amenaza.
Alfred bajó los ojos y su mano lesionada arrancó con gesto nervioso las hojas de una planta cáliz.
—Yo..., no pretendía tal cosa.
—Sí, claro que sí. —Hugh dio unos golpecitos con la pipa en una roca—. No tendrá esto algo que ver con esa pluma que lleva encima, ¿verdad? Esa que le dio un misteriarca...
Alfred se puso mortalmente pálido, tanto que Hugh casi temió que fuera a desmayarse otra vez. El chambelán tragó saliva varias veces hasta que recobró la voz.
—Yo no...
El crujido de una rama al quebrarse lo interrumpió: Bane regresaba junto al fuego. Hugh vio que Alfred dirigía al muchacho la mirada agradecida del náufrago a quien se ha arrojado un cabo.
El príncipe, absorto en disfrutar del caramelo, no lo advirtió. Se dejó caer en el suelo y, tomando un palo, revolvió el fuego con él.
— ¿Quieres oír la historia de la batalla de Siete Campos, Alteza? —preguntó
Hugh sin alzar la voz.
El príncipe lo miró con ojos brillantes.
—Apuesto a que fuiste un héroe, ¿verdad, maese Hugh?
—Ruego me disculpes, señor —intervino Alfred humildemente—, pero no te tengo por un patriota. ¿Cómo fue que te encontraste en la batalla por la liberación de nuestra patria?
Hugh se disponía a responder cuando el chambelán frunció el entrecejo y se incorporó de un salto. Agachándose frente al lugar donde había estado sentado, el hombrecillo levantó un fragmento de coralita de buen tamaño cuyos bordes afilados como cuchillas destellaban a la luz de la fogata. Por fortuna, los calzones de cuero que llevaba, adquiridos a un zapatero, lo habían protegido de sufrir un buen contratiempo.
—Tienes razón. La política no me importa nada. —Una fina columna de humo se elevó formando volutas de entre los labios de Hugh—. Digamos que estaba allí por cuestión de negocios...
... Un hombre entró en la posada y se detuvo parpadeando bajo la luz mortecina. Era primera hora de la mañana y en la sala común no había más que una mujer desaliñada fregando el suelo y un viajero sentado a una mesa y oculto en la sombra.
— ¿Eres Hugh, a quien llaman la Mano? —preguntó el recién llegado al viajero.
—Si.
—Quiero contratarte.
El hombre puso una maleta delante de Hugh. Este la abrió e inspeccionó el interior. Había monedas, joyas e incluso algunas cucharas de plata. Hizo una pausa, extrajo lo que sin duda era un anillo de boda de mujer y observó al hombre minuciosamente.
—Esto lo hemos reunido entre varios, pues ninguno era lo bastante rico como para contratarte por su cuenta. Hemos puesto los objetos de valor que teníamos.
— ¿Quién es el objetivo?
—Cierto capitán que se pone al servicio de los nobles para instruir y conducir a soldados de infantería en el combate. Es un mentiroso y un cobarde y ha enviado a la muerte segura a más de una patrulla, mientras él se quedaba a salvo en la retaguardia, y cobraba su sueldo. Lo encontrarás con Warren de Kurinandistai, marchando en el ejército del rey Stephen. He oído que se dirigen a un lugar llamado Siete Campos, en el continente.
— ¿Y cuál es el servicio especial que quieres de mí? Tú y..., y todos ésos. —
Hugh dio unos golpecitos en la maleta del dinero.
—Viudas y parientes de los últimos al mando de ese hombre, señor —dijo el hombre, con los ojos brillantes—. Te pedimos lo siguiente, a cambio de nuestro dinero: que muera de tal modo que resulte evidente que no le tocó ninguna mano enemiga, que él sepa quién ha pagado por su muerte y que dejes esto en su cuerpo. —El hombre entregó ceremoniosamente a Hugh un pequeño pergamino.
— ¿Maese Hugh? —dijo Bane, impaciente—. Continúa. Cuéntame lo de Siete
Campos.
—Fue en los tiempos en que nos gobernaban los elfos. Con el paso de los años, los elfos se habían relajado en su ocupación de nuestras tierras. —Hugh contempló el humo que ascendía enroscándose hasta perderse en la oscuridad—.
Los elfos consideran a los humanos poco más que animales, de modo que nos subestiman. Desde luego, en muchas cosas tienen razón, así que mal se los puede culpar por seguir cometiendo el mismo error una y otra vez.
»E conglomerado de Ulyndia, en la época de su dominación, estaba dividido en fragmentos y cada uno de éstos era gobernado nominalmente por un señor humano, aunque en realidad ejercía el control un virrey elfo. Los elfos no tenían que actuar para impedir que los clanes humanos se unieran; los clanes colaboraban activamente a ello.
—Muchas veces me he preguntado por qué no exigieron que destruyéramos nuestras armas, como se hacía en los siglos pasados —intervino Alfred.
Hugh sonrió, dando una nueva chupada.
— ¿Por qué iban a preocuparse? Les convenía tenernos armados, pues utilizábamos las armas entre nosotros ahorrándoles multitud de problemas. De hecho, su plan funcionó tan bien que terminaron encerrándose en sus refinados castillos sin preocuparse siquiera de abrir una ventana y echar un buen vistazo a lo que estaba cociéndose a su alrededor. Lo sé porque solía escuchar sus conversaciones.
— ¿Eso hiciste? —Bane, sentado, se inclinó hacia adelante con un destello en sus ojos azules—. ¿Cómo? ¿Cómo sabes tantas cosas de los elfos?
En la pipa, el ascua despidió su fulgor rojizo y fue apagándose hasta desaparecer. Hugh hizo caso omiso de la pregunta.
—Cuando Stephen y Ana consiguieron unificar a los clanes, los elfos abrieron por fin las ventanas. Y por ellas entraron flechas y lanzas, mientras los humanos escalaban los muros empuñando espadas. El alzamiento fue rápido y bien planificado. Cuando llegó la noticia al imperio de Tribus, la mayoría de los virreyes elfos había perdido la vida o había huido de su mansión. Los elfos se desquitaron.
Reunieron su flota, la mayor nunca visto en este mundo, y zarparon hacia
Ulyandia. Cientos de miles de preparados guerreros elfos, junto a sus hechiceros, se enfrentaron a unos miles de humanos (sin la ayuda de sus magos más poderosos, pues para entonces los misteriarcas habían huido). Nuestro pueblo no tuvo la menor oportunidad. Cientos resultaron muertos. Muchos más fueron hechos prisioneros. El rey Stephen fue capturado con vida...
— ¡No fue su voluntad! —exclamó Alfred, picado por el tonillo irónico de la voz de Hugh.
La pipa brilló y volvió a apagarse. La Mano no dijo nada y el silencio impulsó a
Alfred a continuar hablando, cuando no había tenido el menor deseo de intervenir.
—El príncipe elfo, Reesh'ahn, identificó a Stephen y ordenó a sus hombres que lo apresaran ileso. Los nobles del rey cayeron al lado de su monarca, defendiéndolo. E incluso cuando se quedó solo, Stephen continuó luchando. Dicen que había un círculo de muertos a su alrededor, pues los elfos no se atrevían a desobedecer a su comandante y, sin embargo, ninguno lograba acercarse lo suficiente como para inmovilizarlo antes de que lo matara. Al fin, se lanzaron en masa sobre él, lo derribaron al suelo y lo desarmaron. Stephen luchó con valentía, tanto como el que más.
—No sabía nada de eso —respondió la Mano—. Lo único que sé es que el ejército se rindió...
Desconcertado, Bane se volvió hacia los dos hombres.
— ¡Debes de estar equivocado, maese Hugh! ¡Fue nuestro ejército el que ganó la batalla de Siete Campos!
— ¿Nuestro ejército? —Hugh levantó la ceja—. No, no fue el ejército. Fue una mujer quien derrotó a los elfos, una trovadora que llamaban Cornejalondra porque se dice que tenía la piel negra como el ala de un cuervo y la voz de una alondra cuando canta su bienvenida al día. Su señor la había llevado al campo de batalla para que cantara su victoria, supongo, pero terminó entonando su canto fúnebre.
La mujer fue capturada y hecha prisionera como el resto de los humanos, y la condujeron con los demás por una carretera que atravesaba los Siete Campos, una carretera sembrada con los cuerpos de los muertos y regada con su sangre. Los cautivos formaban una columna abatida, pues sabían el destino que les esperaba:
la esclavitud. Envidiando a los muertos, avanzaban con los hombros hundidos y la cabeza gacha.
»Y entonces la trovadora se puso a cantar. Era una vieja canción, que todo el mundo recuerda de su infancia.
— ¡Yo la conozco! —Exclamó Bane con animación—. Esa parte de la historia ya la he oído.
. Término élfico para referirse a ellos mismos. (N. del a.)
—Cántala, entonces —dijo Alfred con una sonrisa, contento de ver animado al príncipe. —Se titula Mano de llama. La voz del pequeño sonó aguda y ligeramente desentonada, pero entusiasta:
La Mano que sostiene el Arco y el Puente, el Fuego que cerca el Trayecto Inclinado, toda Llama como Corazón, corona la Sierra, todos los Caminos nobles son Ellxman.
El Fuego en el Corazón guía la Voluntad, la Voluntad de la Llama, prendida por la Mano, la Mano que mueve la Canción del Ellxman, la Canción del Fuego, el Corazón y la Tierra:
el Fuego nacido al Final del Camino, la Llama una parte, una llamada iluminada, el camino lóbrego, el objetivo parpadeante, el Fuego conduce de nuevo desde los futuros, todos.
El Arco y el Puente son pensamientos y corazón, el Trayecto una vida, la Sierra una parte.
—Mi niñera me la enseñó cuando era pequeño, pero no supo decirme qué significaban las palabras. ¿Lo sabes tú, maese Hugh?
—Dudo que nadie sepa interpretarlas hoy día. La tonada conmueve el corazón. Cornejalondra empezó a cantarla y los prisioneros no tardaron en levantar las cabezas con orgullo, erguidos y marciales, y en cerrar filas en formación, dispuestos a caminar con dignidad hacia la esclavitud o hacia la muerte.
—He oído que esta canción es de origen élfico —murmuró Alfred—. Y que se remonta a antes de la Separación.
— ¿Quién sabe? —Hugh se encogió de hombros, desinteresado—. Lo único que importa es que ejerce un efecto sobre los elfos. Desde que sonaron sus primeras notas, los elfos se quedaron paralizados, con la vista fija al frente.
Parecían sumidos en un sueño, aunque movían los ojos. Algunos afirmaron estar
«viendo imágenes».
Bane se sonrojó y su mano se cerró con fuerza en torno a la pluma.
—Los prisioneros, al darse cuenta de ello, continuaron cantando. La trovadora sabía la letra de todos los versos. La mayoría de los prisioneros se perdió tras la primera estrofa, pero continuaron entonando la música e interviniendo con entusiasmo en los coros. A los elfos les resbalaron las armas de las manos. El príncipe Reesh'ahn cayó de rodillas y se puso a llorar. Y, a una orden de Stephen, los prisioneros escaparon a toda la velocidad que les permitían sus pies.
—Dice mucho en favor de Su Majestad que no ordenara el exterminio de un enemigo indefenso —comentó Alfred.
—Por lo que el rey sabía —replicó Hugh con una sonrisa burlona—, una simple espada en la garganta de la trovadora podría haber roto el hechizo.
Nuestros hombres estaban derrotados y sólo querían salir de aquella situación.
Según me han contado, el rey tenía el plan de replegarse hacia uno de los castillos cercanos, reagruparse y atacar de nuevo. Sin embargo, no fue necesario. Los espías de Stephen informaron que, cuando los elfos despertaron del hechizo, fue como si salieran de un hermoso sueño y sólo desearan volverse a dormir.
Abandonaron sus armas y sus muertos donde habían caído, y regresaron a sus naves. Una vez allí, liberaron a sus esclavos humanos y volvieron a su tierra renqueantes.
—Y éste fue el inicio de la revolución élfica.
—Así parece. —Hugh dio una parsimoniosa chupada a su pipa—. El rey elfo declaró proscrito y deshonrado a su hijo, el príncipe Reesh'ahn, y lo sentenció al exilio. Ahora, Reesh'ahn se dedica a provocar problemas por todo Aristagón. Se han llevado a cabo varios intentos para capturarlo, pero siempre se les ha escurrido entre los dedos.
—Y dicen que con viaja la trovadora, la cual, según la leyenda, quedó tan conmovida ante el dolor del príncipe que decidió seguirlo —añadió Alfred en voz baja—. Juntos cantan esa tonada y, allí donde van, encuentran nuevos seguidores.
El chambelán se inclinó hacia atrás, calculó mal la distancia que lo separaba del árbol y se dio un sonoro golpe en la cabeza contra el tronco.
A Bane se le escapó una risilla, pero se apresuró a taparse la boca con la mano.
—Lo siento, Alfred —dijo en tono contrito—. No quería reírme. ¿Te has hecho daño?
—No, Alteza —respondió Alfred con un suspiro—. Gracias por tu interés. Y ahora, Alteza, es hora de acostarse. Mañana nos espera una larga jornada.
—Sí, Alfred. —Bane corrió a sacar la manta de la mochila—. Si te parece bien, esta noche dormiré aquí —añadió entonces y, dirigiendo una tímida mirada a
Hugh, extendió la manta junto a la de éste.
Hugh se puso en pie bruscamente y se acercó a la fogata. Sacudiendo la cazoleta de la pipa contra su mano, vació las cenizas.
—La rebelión... —La Mano fijó los ojos en las llamas, evitando mirar al pequeño—. Han transcurrido diez años y el imperio de Tribus sigue tan fuerte como siempre. Y el príncipe vive como un lobo acosado en las cuevas de las
Remotas Kirikai.
—Por lo menos, esa rebelión ha impedido que nos aplastaran bajo sus botas
—afirmó Alfred, envolviéndose en una manta—. ¿Estáis seguro de que no tendréis frío tan lejos de la fogata, Alteza?
—Sí, sí —respondió el príncipe con alegría—. Estaré al lado de maese Hugh.
Se incorporó hasta quedar sentado, encogió las rodillas y se cogió las manos rodeando éstas. Luego, alzó la mirada hacia Hugh con aire inquisitivo.
— ¿Qué hiciste en la batalla, maese Hugh...?
— ¿Adonde vas, capitán? Me parece que la batalla se está librando justo detrás de ti...
— ¿Eh?
El capitán se sobresaltó al escuchar una voz cuando creía estar a solas.
Desenvainó la espada, se volvió en redondo y escrutó la maleza.
Hugh, espada en mano, salió de detrás de un árbol. La espada del asesino estaba roja de sangre élfica y el propio Hugh había recibido varias heridas en el fragor del combate, pero en ningún instante había perdido de vista su objetivo.
Al ver que se trataba de un humano y no de un elfo, el capitán se relajó y, con una sonrisa, bajó su espada, aún limpia y brillante.
—Mis hombres están ahí atrás —afirmó, indicando la dirección con el pulgar—. Ellos se encargarán de esos bastardos.
Hugh mantuvo fija la mirada, con los ojos entrecerrados.
—Tus hombres están siendo destrozados.
El capitán se encogió de hombros y trató de continuar su camino. Hugh lo agarró por el brazo que blandía la espada, le hizo saltar el arma de la mano y lo obligó a volverse de cara a él. Sorprendido, el capitán masculló un juramento y lanzó un golpe a Hugh con su puño carnoso. Pero dejó de debatirse cuando advirtió la punta de la daga de Hugh en la garganta.
— ¿Qué...? —graznó, sudoroso y jadeante. Sus ojos parecían a punto de salirse de las órbitas.
—Me llaman Hugh la Mano. Y esto —añadió, mostrándole el puñal— es de parte de Tom Hales, de Henry Goodfellow, de Neds Carpenter, de la viuda Tanner, de la viuda Giles...
Hugh recitó los nombres. Una flecha elfa se clavó en un árbol próximo con un ruido sordo. La Mano no parpadeó. El puñal no se movió de sitio.
El capitán emitió un gemido, trató de encogerse y lanzó gritos de auxilio, pero en aquella jornada eran muchos los humanos que gritaban pidiendo ayuda y nadie le respondió. Su grito de muerte se confundió con el de otros muchos.
Cumplida su tarea, Hugh se marchó. Captó a su espalda unas voces que entonaban una canción, pero no prestó mucha atención. Se alejaba imaginando el desconcierto de los monjes kir, que encontrarían el cadáver del capitán lejos del campo de batalla, con un puñal en el pecho y una nota en la mano: «Nunca más enviaré a hombres valientes a la muerte...»
— ¡Maese Hugh! —La manita de Bane le estaba dando tirones de la manga—.
¿Qué hiciste en la batalla? —Me enviaron allí a entregar un mensaje.
CAPITULO
EXILIO DE PITRIN, REINO MEDIO
Al principio del viaje, la carretera que seguía Hugh era una calzada ancha y despejada en la que encontraron numerosos caminan tres, pues el interior de la isla estaba muy transitado. En cambio, cuando se acercaron a la costa, la vía se estrechó y se hizo áspera y descuidada, cubierta de fragmentos de roca y de ramas caídas. Los árboles hargast, o «árboles de cristal», como eran denominados en ocasiones, crecían silvestres en aquella región y eran muy diferentes de sus congéneres «civilizados», que eran cultivados con esmero en las plantaciones.
No existe nada más hermoso que un huerto de árboles hargast, con sus troncos plateados reluciendo al sol y sus ramas cristalinas, concienzudamente podadas, tintineando con sus sonidos musicales. Los campesinos laboran entre ellos, podándolos para evitar que alcancen su espectacular tamaño natural, que impide sacarles provecho. El árbol hargast tiene la facultad natural no sólo de almacenar agua, sino de producirla también en cantidades limitadas. Cuando los árboles son de pequeño tamaño, de nueve o diez palmos de altura, el agua producida no es utilizada para potenciar su crecimiento y puede ser recolectada introduciendo canillas en los troncos. El hargast completamente desarrollado, de más de ciento cincuenta palmos de altura, utiliza el agua para sí mismo y su corteza resulta demasiado dura para colocar las espitas. En estado silvestre, las ramas de este árbol alcanzan longitudes extraordinarias. Duras y frágiles, se quiebran con facilidad y se rompen en fragmentos al tocar el suelo, de tal modo que éste queda cubierto de letales astillas de afilada corteza cristalina. Atravesar un bosque de árboles hargast resulta peligroso y, en consecuencia, Hugh y sus compañeros encontraron cada vez menos transeúntes en la carretera.
El viento soplaba con fuerza, como sucede siempre cerca de la costa, pues las corrientes de aire que se alzan de debajo de la isla forman torbellinos que barren los mellados acantilados. Las fuertes ráfagas hacían trastabillar al trío mientras los árboles crujían y se estremecían a su alrededor, y más de una vez oyeron el chasquido de una rama al desprenderse del tronco y caer al suelo, donde se hacía añicos con estrépito. Alfred se mostró cada vez más nervioso, escrutando el cielo en busca de naves elfas e inspeccionando la espesura con el temor de que apareciera algún guerrero elfo, a pesar de que Hugh le aseguró, divertido, que ni siquiera los elfos se molestaban en hacer incursiones por aquella zona de Exilio de
Pitrin.
La región era agreste y desolada. Unos acantilados de coralita se alzaban en el aire. Los grandes árboles hargast se apretaban al borde del camino, ocultando el sol con sus coriáceos filamentos pardos, largos y delgados. El follaje se mantenía en el árbol durante el invierno y sólo caía en primavera, antes de que crecieran los nuevos filamentos que absorberían la humedad del aire. Casi era ya mediodía cuando Hugh, después de prestar una inhabitual atención a los troncos de una serie de árboles hargast que bordeaban el camino, ordenó de pronto un alto.
— ¡Eh! —Gritó a Alfred y al príncipe, que avanzaban trabajosamente delante de él—. Por aquí.
Bane se volvió a mirarlo, perplejo. Alfred también se volvió; al menos, parte de él lo hizo. Su mitad superior giró en respuesta a la orden de Hugh, pero la mitad inferior continuó obedeciendo las instrucciones que ya tenía. Cuando todo su cuerpo se puso de acuerdo por fin, Alfred se encontró ya tendido sobre el polvo del camino.
Hugh aguardó con paciencia a que el chambelán se incorporara.
—Dejamos el camino en este punto —indicó la Mano, señalando el bosque con un gesto.
— ¿Por aquí? —Alfred observó con desmayo la tupida maraña de matorrales y árboles hargast que se alzaban inmóviles y cuyas ramas se rozaban con un siniestro tintineo musical bajo el impulso del viento.
—Yo me ocuparé de ti, Alfred —dijo Bane al chambelán, tomándolo de la mano y apretando ésta con fuerza—. Vamos, vamos, ya no tienes miedo, ¿verdad?
Yo no estoy nada asustado, ¿lo ves?
—Gracias, Alteza —respondió Alfred, muy serio—. Ya me siento mucho mejor.
De todos modos, si me permites la pregunta, maese Hugh, ¿cómo es que nos haces tomar esta dirección?
—Tengo mi nave voladora oculta aquí cerca.
— ¿Una nave elfa? —exclamó Bane, boquiabierto.
—Por aquí —volvió a indicar Hugh—. Démonos prisa, antes de que aparezca alguien —añadió, mientras volvía la mirada a un extremo y otro de la senda desierta.
— ¡Oh, Alfred, vamos! ¡Vamos! —El príncipe tiró de la mano del chambelán.
—Sí, Alteza —repuso Alfred, desconsolado, al tiempo que ponía el pie en la masa de filamentos putrefactos de la primavera anterior que se acumulaba al borde del camino. Se escuchó un ruido misterioso, algo saltó y se estremeció entre la maleza y Alfred hizo lo mismo.
— ¿Qué..., qué ha sido eso? —preguntó con un jadeo, señalando las matas con un dedo tembloroso.
— ¡Adelante! —gruñó Hugh, y empujó a Alfred para que avanzara.
El chambelán resbaló y trastabilló. Más por miedo a caer de cabeza entre lo desconocido que por agilidad, logró mantenerse en pie entre la tupida maleza. El príncipe echó a andar tras él y mantuvo al pobre chambelán en un constante estado de pánico al anunciar la presencia de serpientes bajo cada roca y cada tronco caído. Hugh los observó hasta que el denso follaje los dejó fuera de su vista..., y a él de la suya. Entonces bajó la mano al suelo, levantó una roca y sacó de debajo una astilla de madera que volvió a colocar en la muesca tallada en el tronco de uno de los árboles.
Cuando penetró en el bosque, no tuvo problemas para encontrar de nuevo a los otros dos; un jabalí abriéndose paso en la espesura no habría hecho más ruido.
Avanzando con su habitual sigilo, Hugh se encontró al lado de sus compañeros sin que ninguno de los dos se percatara de su presencia. Carraspeó a propósito, pensando que el chambelán podía caer muerto de miedo si se presentaba sin anunciarse. En efecto, Alfred casi se salió de su pellejo al oír el alarmante sonido, y estuvo a punto de derramar lágrimas de alivio al comprobar que era Hugh.
— ¿Dónde...? ¿Por dónde seguimos, señor?
—Continúa recto al frente. Saldrás a una senda despejada dentro de unos treinta palmos.
— ¡Treinta palmos! —balbuceó Alfred, señalando las espesas matas en las que estaba enredado—. ¡Tardaremos al menos una hora en avanzar esa distancia!
—Si no nos atrapa algo antes —se burló Bane con un brillo de animación en sus ojillos.
—Muy divertido, Alteza.
—Aún estamos demasiado cerca de la carretera. Seguid caminando —ordenó
Hugh.
—Sí, señor —murmuró el chambelán.
Llegaron a la senda en menos de una hora, pero el avance fue arduo, a pesar de todo. Aunque pardas y sin vida en invierno, las zarzas eran como las manos de los no muertos que alargaban sus afiladas uñas desgarrando las ropas y hendiendo la carne. En el corazón del bosque, los tres captaron perfectamente el leve murmullo cristalino causado por el roce del viento contra las ramas de los árboles hargast. Sonaba como si alguien pasara el dedo mojado sobre una plancha de cristal y producía una terrible dentera.
— ¡Nadie en su sano juicio se metería en este maldito lugar! —gruñó Alfred, alzando la vista a los árboles, con un escalofrío.
—Exacto —asintió Hugh sin dejar de abrirse paso entre los matorrales.
Alfred avanzaba delante del príncipe y apartaba las ramas espinosas para que
Bane pudiera pasar sin pincharse, pero las zarzas eran tan tupidas que, a menudo, tal cosa resultaba imposible. Bane soportó sin quejarse los arañazos en las mejillas y los rasguños en las manos, lamiéndose las heridas para aliviar el dolor.
« ¿Con qué valentía afrontará el dolor de morir?»
Hugh no había querido formularse la pregunta y se obligó a responderla. «Con la misma que otros muchachos que he visto.» Al fin y al cabo, es mejor morir joven, como dicen los monjes kir. ¿Por qué va a considerarse más valiosa la vida de un niño que la de un hombre maduro? En buena lógica, debería serlo menos, pues un adulto contribuye a la sociedad y un niño es un parásito. «Es algo instintivo», se dijo Hugh. «Nuestra necesidad animal de perpetuar la especie. Sólo se trata de un encargo más. ¡El hecho de que sea un niño no debe, no puede importar!»
Las zarzas cedieron por fin, tan de improviso que, como era lógico, pillaron por sorpresa a Alfred. Cuando Hugh llegó hasta él, el chambelán estaba tendido de bruces en un estrecho claro de bosque libre de matojos.
— ¿Hacia dónde? Por ahí, ¿verdad? —inquirió Bane, bailando lleno de excitación alrededor de Alfred. El sendero sólo conducía en una dirección y, deduciendo que debía llevar a la nave, el príncipe echó a correr por él sin darle tiempo a Hugh a responder.
Hugh abrió la boca para ordenarle que regresara, pero la volvió a cerrar bruscamente.
—Señor, ¿no deberíamos detenerlo? —preguntó Alfred, nervioso, mientras
Hugh esperaba a que se pusiera en pie.
El viento gemía y aullaba a su alrededor, impulsando pequeños fragmentos de cortante coralita y de corteza de hargast contra sus rostros. A sus pies se arremolinaban las hojas y sobre sus cabezas se mecían las ramas cristalinas de los árboles. Hugh aguzó la mirada entre el fino polvo y vio al muchacho corriendo temerariamente por el sendero.
—No le pasará nada. La nave no está lejos y no puede confundir el camino.
— ¿Pero..., asesinos?
«El pequeño está huyendo de su único peligro real», se dijo Hugh en silencio.
«Que escape.»
—En estos bosques no hay nadie. Habría visto los rastros.
—Si no te importa, señor, Su Alteza es responsabilidad mía. —Alfred avanzó un par de pasos por el camino—. Me apresuraré a...
—Adelante —aceptó Hugh, moviendo la mano.
Alfred sonrió y movió la cabeza en un gesto de servil agradecimiento. Luego, echó a correr. La Mano casi esperaba ver al chambelán abrirse la cabeza a las primeras de cambio, pero Alfred consiguió que sus pies lo sostuvieran y apuntaran en la misma dirección que su nariz. Balanceando sus largos brazos y con las manos aleteando a los costados, el hombrecillo se lanzó camino abajo tras el príncipe.
Hugh se retrasó, haciendo más lentos sus pasos, como si esperara que se produjera algo incierto y desconocido. Había experimentado a veces aquella sensación con la proximidad de una tormenta: una tensión, una comezón en la piel. Sin embargo, el aire no olía a lluvia ni llevaba el acre olor fugaz del relámpago. Los vientos siempre soplaban con fuerza en la costa...
El ruido de un crujido hendió el aire con tal potencia que el primer pensamiento de Hugh fue que se trataba de una explosión y, el segundo, que los elfos habían descubierto la nave. El estrépito que siguió y el grito de dolor, cortado bruscamente, revelaron a Hugh lo que había sucedido en realidad.
Y lo embargó una abrumadora sensación de alivio.
— ¡Auxilio, maese Hugh! ¡Ayuda! —La voz de Alfred, entrecortada por el viento, era casi ininteligible—. ¡Un árbol! ¡Un árbol..., caído..., mi príncipe!
«Un árbol, no», se dijo Hugh; «una rama.» Una de buen tamaño, a juzgar por el ruido. Arrancada por el viento, había ido a caer en mitad del camino. Hugh había visto aquello muchas veces en aquel bosque; en ocasiones, él mismo había escapado por poco de que le cayera encima.
No echó a correr. Era como si el monje negro que llevaba a su lado lo tuviera agarrado por el brazo y le susurrara: «No es necesario que te apresures». Las astillas de una rama de hargast desgarrada eran afiladas como puntas de flecha.
Si Bane estaba aún con vida, no sería por mucho tiempo. En el bosque había plantas que aliviarían su dolor, que adormecerían al pequeño y que, aunque Alfred nunca lo sabría, acelerarían su muerte al tiempo que la endulzaban.
Hugh continuó avanzando lentamente por el sendero. Los gritos de auxilio de
Alfred habían cesado. Tal vez se había dado cuenta de su inutilidad, o quizás había encontrado ya muerto al príncipe. Llevarían el cuerpo a Aristagón y lo dejarían allí, como había querido Stephen. Daría la impresión de que los elfos habían abusado de mala manera del muchacho antes de matarlo, lo cual inflamaría aún más a los humanos. El rey Stephen tendría su guerra, y que le hiciera buen provecho.
Pero esto no era asunto suyo. Llevaría consigo al torpe chambelán para que lo ayudara y, al mismo tiempo, para sonsacarle la oscura trama que sin duda encubría y apoyaba. Luego, con Alfred a buen recaudo, la Mano se pondría en contacto con el rey desde un lugar seguro y exigiría que se le pagara el doble. Le diría...
Al doblar un recodo del camino, Hugh vio que Alfred no se había equivocado mucho al decir que había caído un árbol. Una rama enorme, mayor que muchos troncos, se había quebrado bajo la fuerza del viento y, en su caída, había partido por la mitad el tronco de un viejo hargast. El árbol debía de estar podrido, para haberse partido de aquel modo. Al acercarse, Hugh apreció en lo que quedaba de tronco los túneles de los insectos que habían sido los verdaderos asesinos del árbol.
Incluso caída en el suelo, la rama tenía otras secundarias que sobrepasaban en altura a Hugh. Las que habían chocado con el suelo se habían hecho añicos y habían lanzado una amplia oleada de devastación a través del bosque. Los restos cristalinos obstruían totalmente el paso, y el polvo levantado por la caída aún llenaba el aire. Hugh miró entre las ramas pero no logró ver nada. Se encaramó sobre el tronco hendido y, cuando llegó al otro lado, se detuvo a observar de nuevo.
El muchacho, que debería haber estado muerto, se encontraba sentado en el suelo y se frotaba la cabeza, desconcertado y perfectamente vivo. Tenía las ropas sucias y arrugadas, pero ya las llevaba así cuando había entrado en el bosque.
Hugh estudió al muchacho con la mirada y apreció que no había fragmento alguno de corteza o de filamentos en sus cabellos. Tenía sangre en el pecho y en los jirones de la camisa, pero el resto de su cuerpo estaba intacto. La Mano contempló el tronco partido y volvió luego su mirada al camino, haciendo unos cálculos mentales. Bane estaba sentado justo en el punto en el que debía de haber caído la rama, y en torno al cual se amontonaban las astillas afiladas y mortales.
Y sin embargo, no estaba muerto. —Alfred... —llamó Hugh.
Y entonces vio al chambelán, agachado en el suelo junto al muchacho, de espaldas al asesino, concentrado en algo que Hugh no alcanzó a ver. Al sonido de una voz, el cuerpo de Alfred dio un brinco de desconcierto y se incorporó como si alguien hubiera tirado de él con una cuerda atada al cuello de la camisa. Hugh reconoció por fin qué estaba haciendo: vendarse un corte en la mano.
— ¡Oh, señor! Agradezco tanto que estés aquí...
— ¿Qué ha sucedido? —preguntó Hugh.
—El príncipe Bane ha tenido una suerte extraordinaria, señor. Nos hemos librado de una tragedia terrible. Por muy poco, la rama no le ha caído encima a Su
Alteza.
Hugh, que estaba mirando fijamente a Bane, advirtió la expresión de extrañeza del pequeño al escuchar a su chambelán. Alfred no se dio cuenta, pues tenía los ojos en la mano herida, que había intentado vendar (sin mucho éxito, al parecer) con una tira de tela.
—He oído gritar al muchacho —afirmó.
—De miedo —explicó Alfred—. Yo he echado a correr...
— ¿Está herido? —Hugh volvió una mirada torva hacia Bane y señaló la sangre del pecho del príncipe y de la parte delantera de su camisa.
Bane se miró la zona señalada.
—No, yo...
—La sangre es mía, señor —lo interrumpió Alfred—. Cuando venía corriendo para ayudar a Su Alteza, me he caído y me he cortado en la mano.
Alfred exhibió la herida. Era un corte profundo, del que goteaba sangre sobre los restos destrozados de la rama. Hugh observó al príncipe para estudiar su reacción a la declaración de Alfred y vio el ceño fruncido del muchacho, que seguía mirándose el pecho detenidamente. Hugh trató de descubrir qué había llamado la atención del príncipe, pero sólo vio la mancha de sangre.
¿O era aquello? Hugh empezó a inclinarse hacia adelante para examinarla mejor cuando Alfred, con un gemido, se tambaleó y rodó por el suelo. Hugh dio unos golpecitos al chambelán con la puntera de la bota pero no obtuvo respuesta.
Una vez más, Alfred se había desmayado.
Al levantar los ojos, encontró a Bane tratando de borrar la sangre de su pecho con el faldón de la camisa. Bien, hubiera allí lo que hubiese, ahora ya no estaba.
Sin hacer caso del inconsciente Alfred, Hugh se dirigió al príncipe.
— ¿Qué ha sucedido realmente, Alteza?
Bane lo miró con ojos encandilados.
—No lo sé, maese Hugh. Recuerdo un crujido y luego... —se encogió de hombros—, eso es todo.
— ¿La rama te cayó encima?
—No me acuerdo. En serio.
Bane se incorporó, moviéndose con cuidado entre las astillas afiladas como el cristal. Luego, cepillándose la ropa, acudió en ayuda de Alfred.
Hugh arrastró el cuerpo exánime del chambelán fuera del camino y lo apoyó contra el tronco de un árbol. Tras unos cuantos cachetes en las mejillas, Alfred empezó a volver en sí, parpadeando agitadamente.
—Yo..., lo siento mucho, señor —murmuró Alfred, tratando de incorporarse y fracasando penosamente—. Es la visión de la sangre. Jamás he podido...
—Entonces, no la mires —lo cortó Hugh, viendo que la horrorizada mirada de
Alfred iba a la mano y volvía a perderse mientras le rodaba la cabeza.
—Está bien, señor... No lo haré. —El chambelán cerró con fuerza los párpados.
Arrodillado a su lado, Hugh le vendó la mano, aprovechando la oportunidad para examinar la herida. Era un corte limpio y profundo.
— ¿Con qué te has cortado?
—Con un pedazo de corteza, creo.
« ¡Mentiroso!», pensó Hugh. «Eso le hubiera producido un corte irregular. La herida es producto de un cuchillo afilado...»
Se oyó otro crujido, seguido de un estruendo.
— ¡Sartán bendito! ¿Qué ha sido eso? —Alfred abrió unos ojos como platos y se puso a temblar de tal manera que Hugh tuvo que agarrarle la mano y sostenerla con fuerza para terminar de ajustarle el vendaje.
—Nada —respondió Hugh. Se sentía completamente perplejo y no le gustaba la sensación, igual que no le había gustado la sensación de alivio por no tener que matar al príncipe. No le gustaba nada de aquello. El árbol le había caído encima a
Bane, tan seguro como que la lluvia caía del cielo. El príncipe debería estar muerto.
¿Qué diablos estaba sucediendo?
Hugh dio un enérgico tirón de la venda. Cuanto antes se librara del pequeño, mejor. Cualquier sensación de disgusto que hubiera experimentado ante la perspectiva de matar a un niño quedó muy pronto sofocada.
— ¡Ay! —Exclamó Alfred—. Gracias, señor —añadió humildemente.
—Vamos, en pie, no podemos retrasarnos más. Continuemos hacia la nave.
En silencio, sin mirarse siquiera entre ellos, los tres retomaron el camino.
CAPÍTULO
EXILIO DE PITRIN, REINO MEDIO
— ¿Es eso? —El príncipe asió por el brazo a Hugh y señaló la cabeza de dragón que se veía flotar sobre las hojas. El cuerpo principal de la nave aún quedaba oculto a la vista por los altos árboles hargast que la rodeaban.
—Sí, es eso —respondió Hugh.
El chiquillo miró hacia arriba, lleno de curiosidad y temor. Fue preciso un empujón de Hugh para obligarlo a ponerse en marcha de nuevo.
No era una cabeza de dragón de verdad; sólo una máscara tallada y pintada, pero los artesanos elfos son muy hábiles y el mascarón parecía más real y mucho más feroz que la mayoría de dragones vivos que surcaban los aires.
La cabeza medía aproximadamente lo que la de un dragón de verdad, pues la de Hugh era una nave pequeña, para un solo tripulante, pensada para navegar entre las islas y continentes del Reino Medio. Los mascarones de las gigantescas naves que utilizaban los elfos en las batallas o para descender al Torbellino eran tan enormes que un hombre de diez palmos podía caminar por el interior de sus bocas abiertas sin tener que agacharse.
La cabeza del dragón estaba pintada de negro, con los ojos rojos llameantes y los colmillos blancos al descubierto en un gesto de fiereza, y oscilaba encima de ellos, mirando al frente con una expresión malévola y un aire tan amenazador que tanto a Alfred como a Bane les resultó difícil dejar de observarla mientras se acercaban. (La tercera vez que Alfred tropezó con un hoyo y cayó de rodillas, Hugh le ordenó que no levantara los ojos del suelo.)
El sendero que habían seguido a través del bosque los condujo a una hendidura natural en un acantilado. Cuando llegaron al otro lado, salieron a una pequeña hondonada. En su interior apenas se apreciaba el viento, pues las abruptas paredes del acantilado le cortaban el paso. En el centro flotaba la nave dragón. La cabeza y la cola sobresalían de las paredes de la hondonada y el cuerpo estaba inmovilizado mediante numerosos cabos tensos atados a los árboles. Bane lanzó una exclamación de placer y Alfred, alzando la vista a la nave, dejó que le resbalara entre los dedos, sin darse cuenta, la mochila del príncipe.
Esbelto y garboso, el cuello del dragón, rematado en una crin espinosa que era a la vez decorativa y funcional, se dobló hacia atrás hasta tocar el casco de la nave, que constituía el cuerpo del dragón. El sol de la tarde arrancó destellos de sus escamas negras y brilló en los ojos encendidos.
— ¡Parece un dragón de verdad! —Suspiró Bane—. Sólo que más poderoso.
—Es el aspecto que debe tener, alteza —dijo Alfred con una insólita nota de severidad en su voz—. Está hecho con el pellejo de un dragón auténtico y las alas son las de uno de verdad, muerto por los elfos.
— ¿Alas? ¿Dónde tiene las alas? —Bane estiró el cuello hasta casi caer de espaldas.
—Están plegadas a lo largo del cuerpo. Ahora no las ves, pero ya aparecerán cuando emprendamos el vuelo. —Hugh siguió dándoles prisa—. Vamos, quiero zarpar esta noche y nos quedan muchas cosas que hacer.
— ¿Qué sostiene la nave entonces, si no son las alas? —preguntó Bane.
—La magia —contestó Hugh con un gruñido—. ¡Y ahora, seguid andando!
El príncipe se lanzó adelante y se detuvo de pronto para intentar agarrar de un salto una de las cuerdas de sujeción. No lo consiguió y corrió hasta situarse bajo la panza de la nave, donde alzó la cabeza hasta que se sintió mareado.
—Entonces, señor, es así como has llegado a conocer tantas cosas de los elfos... —comentó Alfred en voz baja.
Hugh le dirigió una mirada de soslayo, pero el chambelán mantuvo una expresión insulsa, que sólo mostraba una ligera preocupación.
—Sí —respondió el asesino—. La nave precisa renovar su magia una vez cada ciclo, y siempre es preciso hacer alguna reparación menor: un ala rota o un desgarro en la piel que cubre el armazón.
— ¿Dónde aprendiste a pilotar? He oído que requiere una enorme habilidad.
—Fui esclavo en una nave de transporte de agua durante tres años.
— ¡Sartán bendito! —Alfred se detuvo a contemplarlo.
Hugh le lanzó una mirada irritada y el chambelán, apartando la suya, continuó avanzando.
— ¡Tres años! ¡No he oído de nadie que hubiera sobrevivido tanto! ¿Y, a pesar de ello, aún eres capaz de hacer negocios con ellos? ¿No deberías odiarlos?
— ¿En qué me beneficiaría odiarlos? Los elfos hicieron lo que debían, y yo también. Aprendí a pilotar sus naves y hablo su idioma con fluidez. No, Albert; he descubierto que el odio suele costarle a un hombre más de lo que puede permitirse.
— ¿Qué me dices del amor? —inquirió Alfred con suavidad.
Hugh no se molestó siquiera en responder.
— ¿Por qué una nave? —El chambelán juzgó conveniente cambiar de tema—.
¿Por qué arriesgarse con ella? La gente de las Volkaran te despedazaría si la descubriera. ¿No te serviría igual un dragón de verdad?
—Los dragones se cansan. Es preciso darles descanso y alimento. Pueden sufrir heridas, ponerse enfermos o caer muertos. Además, siempre se corre el riesgo de que el hechizo se rompa y uno se encuentre manteniendo al animal a raya, discutiendo con él o tranquilizando su ataque de histeria. Con esta nave, la magia dura un ciclo. Si sufre daños, la hago reparar. Con esta nave, tengo siempre el control.
—Y eso es lo que cuenta, ¿verdad? —replicó Alfred, pero lo hizo en un murmullo inaudible.
La precaución de Alfred era innecesaria pues Hugh había concentrado ya toda su atención en la nave. Pasando por debajo de ella, inspeccionó detenida y meticulosamente cada palmo de la quilla, desde la cabeza hasta la cola (de proa a popa). Bane lo siguió al trote, haciéndole una pregunta tras otra.
— ¿Para qué sirve ese cable? ¿Por qué? ¿Qué la hace funcionar? ¿Por qué no nos damos prisa y partimos ya? ¿Qué estás haciendo?
—Porque si descubrimos algún desperfecto allá arriba, Alteza —Hugh señaló hacia el cielo—, no será preciso repararlo.
— ¿Por qué?
—Porque estaremos muertos.
Bane guardó silencio durante un par de segundos y luego empezó otra vez:
— ¿Cómo se llama? No alcanzo a ver las letras. Ala..., Ala de...
—Ala de Dragón.
— ¿Cuánto mide?
—Setenta y cinco palmos.
Hugh inspeccionó la piel de dragón que cubría el casco. Las escamas negro azuladas despedían destellos irisados al contacto con los rayos del sol. Tras recorrer a todo lo largo y ancho la quilla, Hugh se convenció de que no faltaba ninguna.
Rodeó la nave hasta la parte frontal, con Bane pegado prácticamente a sus talones, estudió con detenimiento dos grandes paneles de cristal situados en la zona correspondiente al pecho de un dragón. Los paneles, ideados para parecer las placas pectorales de la armadura de un dragón, eran en realidad dos ventanas.
Hugh frunció el entrecejo al advertir unos arañazos en una de ellas. Una rama debía de haberla rozado en su caída.
— ¿Qué hay detrás? —quiso saber Bane al advertir la concentrada mirada de
Hugh.
—La sala de mandos. Es donde va el piloto.
— ¿Podré entrar? ¿Me enseñarás a volar?
—Aprender a pilotar una nave requiere meses y meses de estudio, Alteza —
intervino Alfred, viendo que Hugh estaba demasiado ocupado para contestar—. No sólo eso, sino que el piloto ha de tener mucha fuerza física para maniobrar las velas.
— ¿Meses? —Bane parecía decepcionado—. Pero, ¿qué hay que aprender?
Sencillamente, uno se sube ahí —hizo un gesto con la mano—... ¡y a volar!
—Es preciso saber cómo llegar al lugar que uno quiere —explicó el chambelán—. En cielo abierto, según me han dicho, no hay puntos de referencia y a veces cuesta distinguir dónde queda arriba y dónde abajo. Uno debe saber utilizar el equipo de navegación de a bordo, además de conocer las rutas celestes y las aeropistas...
—Todo eso no es difícil de aprender. Yo te enseñaré —dijo Hugh al ver la expresión abatida del pequeño.
El rostro de Bane se iluminó.
. Los árboles epsol crecen en los bosques de Aristagón y de varias islas de los
Marjales de Tribus, y pueden alcanzar más de cuatrocientos cincuenta palmos de altura. Son parecidos a los hargast en que pertenecen a la clase de los vegetales metálico-orgánicos, que absorben los minerales naturales del suelo y utilizan un proceso termoquímico para su crecimiento. Se diferencian de ellos, sin embargo, en que son flexibles y en que sus troncos crecen rectos y redondos, con un núcleo hueco.
Esto los hace ideales para la construcción de aeronaves. (N. del a.)
Mientras retorcía el amuleto de la pluma en un sentido y en otro, echó a correr detrás de Hugh, quien ya estaba de nuevo recorriendo el casco para examinar las junturas donde el metal y el hueso se fusionaban con la quilla de epsol. No apreció ninguna grieta. Le habría sorprendido encontrarlas, pues era un piloto habilidoso y cauto. Había sido testigo de primera mano de lo que les sucedía a quienes no lo eran, a quienes descuidaban sus naves.
Hugh continuó hasta la popa. El casco se alzaba en un grácil arco, formando el castillo. Una única ala de dragón —el timón de la nave— colgaba del final del casco. Varios cables sujetos al extremo del timón se mecían fláccidamente al viento. Asiéndose a la cuerda, Hugh balanceó las piernas y se encaramó a la costilla inferior del timón. Desde allí, a fuerza de brazos, ascendió por un cable.
— ¡Déjame ir contigo, por favor!
En el suelo, Bane saltaba para agarrar la cuerda sacudiendo los brazos como si pudiera echar a volar sin ayuda.
— ¡No, Alteza! —Exclamó un pálido Alfred, tomando al príncipe por el hombro y sujetándolo con fuerza contra sí—. En realidad, vamos a subir ahí enseguida.
Ahora, deja que maese Hugh continúe con su trabajo.
—Está bien —aceptó Bane de buen talante—. Oye, Alfred, ¿por qué no vamos a buscar unas bayas para llevárnoslas?
— ¿Bayas, Alteza? —dijo Alfred, algo desconcertado—. ¿Qué clase de bayas?
—Las que encontremos. Podemos comerlas con la cena. Sé que crecen en bosques como éste; Drogle me lo dijo.
El chiquillo tenía los ojos muy abiertos, como solía ponerlos cuando hacía alguna propuesta; sus iris azules brillaban al sol del mediodía. Sus dedos jugueteaban con el amuleto de la pluma.
—Un mozo de cuadra no es compañía adecuada para Su Alteza —replicó
Alfred, dirigiendo una mirada a los tentadores cables, atados a los árboles al alcance de la mano y que parecían colocados allí casi a propósito para que un chiquillo subiera por ellos—. Está bien, Alteza, vayamos juntos a buscar bayas.
—No os alejéis —les advirtió Hugh desde lo alto.
—No te preocupes, señor —contestó Alfred con voz hueca.
Los dos se internaron en el bosque, el chambelán resbalando en las hondonadas y el muchacho penetrando resueltamente en la espesura hasta perderse entre los tupidos matorrales.
—Bayas —murmuró la Mano.
Agradeciendo que hubieran desaparecido, se concentró en la nave. Asido al pasamano de la borda, se encaramó a la cubierta superior. El entarimado abierto
—una plancha cada cuatro palmos— permitía caminar, aunque no era fácil hacerlo. Hugh estaba habituado y avanzó de plancha en plancha, tomando nota mental de impedir que subiera allí el torpe Alfred. Debajo de las planchas corría lo que a ojos de un navegante bisoño parecía un número abrumador y desconcertante de cables de control. Tendido sobre el entarimado, examinó los cables para comprobar si estaban deshilachados o gastados.
Se tomó su tiempo en la inspección. Hacerla con prisa podía llevar a que se partiera algún cable de las alas con la consiguiente pérdida de control. Bane y
Alfred regresaron poco después de que hubo terminado el trabajo. A juzgar por la animada charla del muchacho, Hugh dedujo que la recolección de bayas había sido fructífera.
— ¿Podemos subir ya? —gritó Bane.
Hugh empujó con el pie un rollo de cuerda atado a la cubierta. La cuerda se desplegó junto al costado de la nave, formando una escala que quedó colgando casi a ras de suelo. El príncipe ascendió por ella animosamente. Alfred dirigió una mirada aterrada a la escala y anunció su intención de quedarse abajo para guardar el equipaje.
— ¡Es maravilloso! —exclamó Bane, saltando la borda. Hugh lo pescó justo a tiempo de impedir que cayera entre las planchas.
—Quédate aquí y no te muevas —ordenó la Mano, empujando al muchacho contra la amura. Bane se asomó por la borda y contempló el casco.
— ¿Qué es esa pieza larga de madera de ahí abajo...? ¡Ah, ya sé! Son las alas, ¿verdad? —dijo con voz aguda y excitada.
—Es un mástil —le explicó Hugh, revisando el palo con ojo crítico—. La nave lleva dos, unidos al palo mayor ahí, en el castillo de proa.
— ¿Son como las alas de un dragón? ¿Baten el aire arriba y abajo?
—No, Alteza. Una vez extendidas, se parecen más a las de un murciélago. Es la magia lo que sostiene la nave. Quédate ahí un momento más. Voy a soltar el mástil y verás.
El mástil se desplegó hacia afuera, abriendo con él el ala de dragón. Hugh tiró de un cable para impedir que se extendiera demasiado, pues ello pondría en acción la magia y despegaría prematuramente. Soltó el mástil de babor y se cercioró de que el mástil central, que se extendía a lo largo de la nave apoyado en su armazón de soporte, estuviera libre de trabas para elevarse como era debido. Cuando hubo comprobado que todo funcionaba a su gusto, se asomó por la borda.
—Alfred, voy a bajar un cabo para los bultos. Átalos bien. Cuando lo hayas hecho, sueltas las amarras. La nave se elevará un poco, pero no te preocupes: no despegará hasta que las alas laterales estén extendidas y la central quede completamente levantada. Cuando todos los cabos estén libres, sube por la escala.
— ¡Subir por ahí! —Alfred contempló horrorizado la escala de cuerda que se mecía bajo la brisa.
—A menos que sepas volar —sentenció Hugh mientras lanzaba el cabo por la borda.
El chambelán lo ató a las mochilas y dio un tirón para indicar que podían subirlas. Hugh las izó hasta la cubierta. Entregó un bulto a Bane, le dijo que lo siguiera y se dirigió a proa, saltando de plancha en plancha. Tras abrir una escotilla, bajó los peldaños de una recia escalerilla de madera seguido de un jubiloso
Bane.
Penetraron en un estrecho pasillo que, bajo la cubierta superior, comunicaba la sala de gobierno de la nave con los camarotes del pasaje, los compartimientos de carga y las dependencias del piloto, situadas en el castillo de popa. El pasadizo estaba en sombras, en contraste con la luminosidad del exterior, y tanto el hombre como el chiquillo se detuvieron para adaptar sus ojos a la oscuridad.
Hugh notó que una manita asía con fuerza la suya.
— ¡No puedo creer que vaya a volar de verdad en una nave como ésta! ¿Sabes, maese Hugh? —Añadió Bane con melancólica jovialidad—, una vez que haya volado en una nave dragón, se habrán cumplido todos mis deseos en esta vida. De veras, creo que después de esto podría morir contento.
A Hugh le embargó un dolor opresivo en el pecho que casi lo sofocó. Se quedó sin respiración y, durante un largo instante, sin visión. Y no era la oscuridad del interior de la nave lo que lo cegaba. Era el miedo, se dijo la Mano; el miedo a que el muchacho hubiera descubierto sus intenciones. Sacudiendo la cabeza para apartar de sus ojos la sombra que había caído sobre ellos, se volvió y miró intensamente al muchacho.
Pero Bane lo contemplaba con afectuosa inocencia, no con malévola astucia.
Hugh sacudió la mano para desasirse del pequeño.
—Alfred y tú dormiréis en ese camarote —indicó—. Poned el equipaje ahí. —
Encima de sus cabezas se oyó un golpe sordo, seguido de un gemido ahogado—.
¿Alfred? Baja aquí y ocúpate del príncipe. Yo tengo mucho trabajo.
—Sí, señor —respondió la voz temblorosa del chambelán, quien se deslizó
(resbaló, en realidad) por la escalerilla y aterrizó en la cubierta inferior hecho un ovillo.
Hugh dio media vuelta bruscamente y se alejó hacia la sala de gobierno, apartando de su camino a Alfred, sin decir palabra.
— ¡Sartán piadoso! —exclamó el chambelán, retirándose para no ser arrollado. Contempló a Hugh mientras se alejaba y luego se volvió hacia Bane—.
¿Has hecho o dicho algo para molestarlo, Alteza?
—Desde luego que no, Alfred —respondió el muchacho mientras alargaba la mano para asir la del chambelán—. ¿Dónde has dejado esas bayas?
— ¿Puedo entrar?
—No. Quédate en la escotilla —le ordenó Hugh.
Bane se asomó a la sala de gobierno y sus ojos se abrieron de asombro.
Después, soltó una risilla.
— ¡Parece que estés atrapado en una telaraña enorme! ¿Para qué son todos esos cabos? ¿Y por qué llevas puesto ese artilugio?
La pieza que Hugh estaba ajustándose al cuerpo parecía un peto de cuero, del cual salían numerosos cables sujetos con ganchos. Los cables, que se extendían en diversas direcciones, pasaban por un complejo sistema de poleas colgadas del techo.
— ¡En toda mi vida no había visto tanta madera! —La voz de Alfred flotó en la sala—. Ni siquiera en el palacio real. Sólo por la madera, esta nave debe de valer su peso en barls. Por favor, Alteza, no entres ahí. ¡Y no se te ocurra tocar esos cables!
— ¿Puedo ir a mirar por las ventanas? ¡Por favor, Alfred! No molestaré.
—No, Alteza —intervino Hugh—. Si uno de esos cabos se te enrosca al cuello, te lo segaría en un instante.
—Desde donde estás puedes ver bastante bien. Muy bien, diría yo —añadió
Alfred, con el rostro ligeramente verdoso. El suelo quedaba muy abajo y lo único que se divisaba eran las copas de los árboles y la pared de un farallón de coralita.
Una vez ajustado debidamente el arnés, Hugh se instaló en una silla de madera de respaldo alto clavada al piso en el centro de la sala de gobierno. La silla giraba a izquierda y derecha, facilitando las maniobras del piloto. Delante de él, surgiendo entre las planchas del suelo, había una larga palanca de metal.
— ¿Por qué tienes que llevar eso? —quiso saber Bane, contemplando el arnés.
—Así puedo manipular los cables con facilidad, impedir que se enreden y saber adonde va a parar cada uno.
Hugh tocó suavemente la palanca con el pie. Una serie de alarmantes golpes recorrió la nave. Los cables se deslizaron por las poleas hasta quedar tensos. Hugh tiró de varios de ellos, sujetos al pecho. Su acción provocó varios crujidos y ruidos sordos, un brusco bamboleo, y todos notaron que la nave se alzaba ligeramente bajo sus pies.
—Las alas se van desplegando y la magia empieza a actuar —dijo Hugh.
Una bola de cristal que utilizaba como sextante, situada justo encima de la cabeza del piloto, empezó a emitir una suave luz azulada. En su interior aparecieron unos símbolos. Hugh tiró con más fuerza de los cables y, de pronto, las copas de los árboles y la pared del acantilado empezaron a desaparecer del campo de visión. La nave estaba elevándose.
Alfred soltó un jadeo y retrocedió tambaleándose, buscando apoyo en la amura para no perder el equilibrio. Bane, saltando de alegría, batió palmas. De pronto, el acantilado y los árboles se desvanecieron y ante ellos apareció la inmensidad del firmamento, azul y despejado.
— ¡Oh! Maese Hugh, ¿puedo subir a la cubierta? Quiero ver adonde vamos.
—De ningún modo, Alteza... —empezó a responder Alfred.
—Claro que sí —le interrumpió Hugh—. Ve por la escalerilla que usamos para bajar. Sujétate del pasamano y no te llevará el viento.
Bane salió a escape y, al cabo de un momento, Hugh y Alfred escucharon sus pisadas encima de ellos.
— ¡El viento! —Exclamó el chambelán—. ¡Se puede caer!
—No le sucederá nada. Los magos elfos tienden una red mágica en torno a la nave. No podría saltar aunque quisiera. Mientras las alas sigan extendidas y la magia funcione, está a salvo. —Hugh lanzó una breve y divertida mirada a Alfred—
. Pero tal vez quieras subir a vigilarlo de todos modos...
—Sí, señor —respondió el chambelán, tragando saliva—. Yo..., será mejor que haga lo que dices.
Pero no se movió. Asido a la amura como si de ello dependiera su vida y con el rostro paralizado y blanco como las nubes que pasaban junto a ellos, Alfred mantuvo fija la mirada en el cielo azul.
— ¿Alfred? —insistió Hugh mientras tiraba de uno de los cables.
La nave se escoró hacia la izquierda y de improviso apareció ante la vista la fugaz y vertiginosa visión de la copa de un árbol.
—Ya voy, señor. Ahora mismo —aseguró el chambelán, sin mover un músculo.
En la cubierta superior, Bane se asomó sobre la pasarela, extasiado por la visión panorámica. Distinguió Exilio de Pitrin deslizándose tras la nave. Debajo y delante de él se abría un cielo azul moteado de nubes blancas; arriba, centelleaba el firmamento. La piel coriácea de las alas de dragón, extendidas a ambos lados, apenas vibraba con el avance de la nave. El ala central se alzaba vertical detrás de su posición, meciéndose ligeramente adelante y atrás.
El muchacho se llevó la mano al amuleto y, sin darse cuenta, empezó a pasarse la pluma por la barbilla mientras murmuraba para sí:
—La nave se controla mediante el arnés. La magia la sostiene a flote. Las alas son como las de un murciélago. La bola de cristal del techo indica dónde está uno.
—Se puso de puntillas y miró hacia abajo, preguntándose si desde allí se vería el
Torbellino—. Realmente, es sencillo —añadió mientras seguía jugando distraídamente con la pluma.
CAPITULO
EN CIELO ABIERTO, REINO MEDIO
La nave dragón hendió la noche perlada y de color gris tórtola, planeando con la magia elfa y las corrientes de aire que se alzaban sobre la isla flotante de Djern
Hereva. Enfundado en el arnés de piloto y acomodado en la reducida sala de gobierno, Hugh encendió la pipa y se relajó, dejando que la nave casi volara sola. Un esporádico tirón de los cables sujetos al arnés hacía oscilar las alas para atrapar las corrientes de aire y deslizarse sin esfuerzo por el cielo, de un remolino al siguiente, avanzando procurso hacia Aristagón
La Mano mantuvo una laxa vigilancia del cielo en busca de otros transportes alados, fueran vivos o mecánicos. A bordo de la nave, era muy vulnerable al ataque de sus congéneres humanos, pues los jinetes de los dragones lo tomarían al instante por un espía elfo. Sin embargo, Hugh no estaba demasiado preocupado, pues conocía las rutas del aire que seguían los jinetes de los dragones en sus incursiones contra Aristagón o contra los convoyes elfos. Para evitar riesgos, había llevado la nave muy arriba, donde consideraba improbable que nadie les molestara. Y, si tropezaba con alguna patrulla, siempre podría esquivarla ocultándose entre las nubes.
La atmósfera estaba en calma, el vuelo era fácil y Hugh tuvo un momento para pensar. Y fue entonces cuando decidió no matar al príncipe. La necesidad de tomar una determinación ya le rondaba la cabeza hacía algún tiempo, pero había ido retrasando el momento de pensar en ello hasta aquel instante, en que se hallaba a solas y todo a su alrededor estaba tranquilo y propicio para cavilaciones.
La Mano no había incumplido jamás un contrato y necesitaba convencerse de que su razonamiento era lógico y válido, y no influido por los sentimientos.
Los sentimientos. Aunque la Mano hubiera sentido interiormente alguna simpatía por un chiquillo con una infancia como la de Bane —una infancia fría, triste y sin amor—, el asesino se había vuelto demasiado insensible para apreciar siquiera su propio dolor, y mucho menos el de los demás. Dejaría con vida al muchacho por la sencilla razón de que le sería más valioso vivo que muerto.
Hugh no tenía demasiado perfilados sus planes. Necesitaba tiempo para pensar, para sonsacarle la verdad a Alfred, para desentrañar los misterios que envolvían al príncipe. La Mano tenía un escondrijo en Aristagón, que utilizaba cuando necesitaba reparar la nave. Iría allí y esperaría a tener la información precisa; después, o bien volvería para enfrentarse a Stephen con estos conocimientos y exigirle más dinero a cambio de guardar silencio, o bien se pondría en contacto con la reina para saber cuánto estaba dispuesta a pagar por la devolución de su hijo. Hugh se dijo que, fuera cual fuese la decisión, le procuraría una fortuna.
Cuando ya se había acostumbrado a la rutina de pilotar la nave, cosa que podía llevar a cabo con el cuerpo y una parte de su mente mientras la otra seguía sumida en profundos pensamientos, el objeto de éstos asomó su cabecita por la escotilla.
—Alfred te envía algo de cenar.
Los ojos del muchacho, vivaces y curiosos, estudiaron los cables sujetos al arnés, sobre los cuales Hugh apoyaba cómodamente los brazos.
—Acércate —lo invitó el piloto—. Pero ten cuidado con lo que tocas y dónde pisas. Y mantente a distancia de los cables.
Bane hizo lo que le decía y, colándose por la escotilla, puso los pies en la sala de gobierno con sumo cuidado. Llevaba en las manos un tazón de carne y verduras. La cena ya estaba fría, pues Alfred la había preparado antes de dejar
Exilio de Pitrin y la había reservado para tomarla cuando hubiera ocasión. Sin embargo, el aroma era exquisito para un hombre acostumbrado, como un buen viajero, a vivir de pan y queso o a padecer los grasientos cocidos de alguna posada.
—Trae eso aquí. —Con unos golpecitos, Hugh vació la ceniza de la pipa en un recipiente de loza que llevaba a tal objeto. Luego, extendió las manos para recoger el tazón.
Bane abrió asombrado los ojos.
— ¿No estás pilotando la nave?
—Puede volar sola —afirmó Hugh, tomando el tazón y llevándose a la boca la cuchara de hueso.
— ¿Y no nos caeremos? —insistió Bane, mirando por las ventanas de cristal.
—La magia nos mantiene a flote y, aunque no lo hiciera, las alas podrían sostenemos en este aire encalmado. Sólo tengo que asegurarme de que sigan extendidas. Si las plegara, empezaríamos a caer.
Bane asintió, pensativo, y volvió sus ojos azules hacia Hugh.
— ¿Cuáles son los cables para cerrarla?
—Estos. —Señaló dos gruesos cabos sujetos al arnés a la altura del pecho, cerca de los hombros—. Tiro de ellos así, delante del cuerpo, y eso hace que se cierren. Estos otros cables me permiten dirigir la nave, levantando las alas o bajándolas. Éste controla el palo mayor y este otro gobierna la cola. Haciéndola oscilar a un lado o a otro, puedo controlar la dirección de nuestro avance.
—Entonces, ¿cuánto tiempo podríamos mantenernos a flote como estamos?
—Indefinidamente, supongo —contestó—. O hasta que llegásemos a una isla.
Entonces, las corrientes de aire nos atraparían y podrían atraernos contra un acantilado o debajo de la isla, para estrellarnos a continuación contra la coralita.
Bane asintió, muy serio, pero añadió:
—Sigo pensando que podría gobernarla.
Hugh se sentía lo bastante satisfecho consigo mismo como para ensayar una sonrisa condescendiente.
—No. No eres lo suficientemente fuerte.
El muchacho contempló el arnés con codicia.
—Compruébalo —lo invitó Hugh—. Ven, colócate aquí, a mi lado.
Bane obedeció con movimientos cautos, atento a no tropezar con ningún cable. Una vez colocado delante de Hugh, puso la mano en una de las cuerdas que hacían subir o bajar el ala y tiró de ella. La cuerda se movió ligeramente, lo justo para provocar que el ala vibrara un poco, pero no sucedió nada más.
El príncipe, poco acostumbrado a ver contrariados sus deseos, apretó los dientes y enrolló el cable en torno a ambas manos, tirando de él con todas sus fuerzas. El armazón de madera crujió y el ala se movió un par de dedos. Con una sonrisa, Bane afianzó los pies en la cubierta y tiró aún más fuerte. Una ráfaga de viento ascendente hinchó el ala. El cable se deslizó entre las manos del príncipe y éste lo soltó con un grito. Cuando se miró las palmas, las tenía ensangrentadas y llenas de arañazos.
— ¿Aún piensas que puedes pilotar? —inquirió la Mano con frialdad.
Bane parpadeó, tragándose las lágrimas.
—No, maese Hugh —murmuró, desconsolado, al tiempo que cerraba las manos con fuerza en torno al amuleto de la pluma como si buscara algún tipo de consuelo. Tal vez se lo dio, pues el pequeño tragó saliva y levantó sus trémulos ojos azules hasta encontrar los de Hugh—. Gracias por dejarme probar.
—Lo has hecho bastante bien, Alteza —dijo Hugh—. He visto a hombres del doble de tu tamaño hacerlo mucho peor.
— ¿De veras? —Las lágrimas desaparecieron.
Ahora, Hugh era rico. Podía permitirse una mentira.
—Sí. Y ahora, ve abajo a ver si Alfred necesita ayuda.
— ¡Volveré para recoger el tazón! —dijo Bane antes de desaparecer por la escotilla. Hugh escuchó su voz excitada llamando a Alfred para contarle que había pilotado la nave dragón.
Mientras comía en silencio, Hugh dejó vagar la mirada por el cielo. Decidió que, una vez que tomaran tierra en Aristagón, lo primero que haría sería llevar la pluma a Kev'am, la hechicera elfa, para ver qué averiguaba acerca del objeto. Era uno de los misterios menores que tenía que resolver.
O, al menos, eso era lo que pensaba entonces.
Transcurrieron tres días. Volaban de noche, ocultándose durante el día en pequeñas islas que aún no aparecían en las cartas de navegación. Hugh anunció que tardarían una semana en llegar a Aristagón.
Bane acudió cada noche a sentarse con Hugh, a observarlo pilotar y a hacer preguntas. La Mano respondía o no, según el humor que tuviera. Ocupado con sus planes y el pilotaje, no prestaba a Bane más atención de la obligada. En aquel mundo, los afectos eran nefastos, pues no traían más que dolor y pena. El muchacho, simplemente, era oro en paño.
Quien llevaba de cabeza a Hugh era el chambelán. Alfred vigilaba al príncipe con ansiedad, con nerviosismo. Quizá fuera una reacción excesiva tras la caída del árbol, pero su actitud no era de protección. A Hugh le recordaba poderosamente la ocasión en que un obús de fuego de los elfos había caído tras las almenas de un castillo que habían capturado en una incursión. Mientras rodaba sobre las losas, el negro recipiente metálico parecía inocuo, pero todo el mundo sabía que en cualquier momento podía estallar en llamas. Los hombres observaban el obús exactamente igual que Alfred miraba a Bane.
Percibiendo la tensión del chambelán, Hugh se preguntó —no por primera vez—, qué sabía Alfred que él ignoraba. La Mano incrementó también su vigilancia sobre el muchacho cuando estaban en tierra, con la sospecha de que podía intentar escapar, pero Bane obedecía con docilidad la orden de Hugh de no dejar el campamento al menos que lo escoltara Alfred, y sólo para buscar en los bosques las bayas que tanto parecía gustarle recolectar.
Hugh no los acompañaba nunca en esas expediciones, que consideraba estúpidas. De haber tenido que buscarse la comida, habría pasado con lo primero que tuviera a mano, con tal que lo mantuviera vivo. En cambio, Alfred insistía en que Su Alteza tuviera lo que deseaba y, cada día, el torpe chambelán se internaba con decisión en el bosque para batallar con las ramas bajas, los matorrales tupidos y las zarzas traicioneras. Hugh los esperaba en el campamento, reposando en un estado de duermevela que le permitía oír el menor ruido.
La cuarta noche, Bane acudió a la sala de gobierno y se quedó observando por las ventanas acristaladas la espléndida vista de las nubes y el inmenso cielo desierto a sus pies.
—Alfred dice que la cena estará enseguida.
Hugh dio una chupada a la pipa con un gruñido evasivo.
— ¿Qué es esa gran sombra de ahí fuera? —preguntó Bane.
—Aristagón.
— ¿De veras? ¿Llegaremos pronto?
—No. Está más lejos de lo que parece. Un par de días más.
—Pero ¿dónde vamos a detenernos hasta que lleguemos? No veo ninguna isla más. —Hay algunas. Lo más probable es que las oculte la niebla. Son pequeños islotes que utilizan las naves pequeñas como la nuestra para las escalas cortas.
Bane se puso de puntillas para mirar debajo de la nave dragón.
—Allí, muy abajo, distingo unas grandes nubes oscuras que giran y giran. Es el Torbellino, ¿verdad?
Hugh no consideró necesario responder a una pregunta tan obvia. Bane continuó mirando, aún más concentrado.
—Esas dos cosas de ahí abajo parecen dragones, pero son mucho más grandes que todos los dragones que he visto en mi vida.
Hugh se levantó de la silla con cuidado de no enredar los cables y echó un vistazo.
—Son corsarios elfos, o naves de transporte de agua.
— ¡Elfos! —El príncipe pronunció la palabra con voz tensa, ansiosa. Su mano se alzó para acariciar la pluma que llevaba al cuello. Cuando volvió a hablar, lo hizo con fingida calma—. ¿No deberíamos escapar de ellos, entonces?
—Están lejos de nosotros. Probablemente, ni nos ven y, aunque así fuera, pensarían que es una de sus naves. Además, parece que tienen otros asuntos de que ocuparse...
El príncipe miró de nuevo, pero sólo vio las dos naves y nada más. Hugh, en cambio, adivinó qué se estaba cociendo.
—Son rebeldes que tratan de escapar de una nave de guerra imperial.
Bane apenas le echó un vistazo.
—Creo que Alfred me llama. Debe de ser hora de cenar.
Hugh continuó observando la confrontación con interés. La nave de guerra se había puesto a la altura de los rebeldes. Del dragón imperial surgieron unos garfios que fueron a caer en la cubierta de la nave rebelde. Hugh recordó que debía su liberación de la esclavitud de los transportes de agua elfos a un ataque similar a aquél, llevado a cabo por los humanos.
Varios de los elfos rebeldes, en un intento de incrementar su nivel de magia y escapar al abordaje, estaban realizando la peligrosa maniobra conocida como «el paseo del ala de dragón». Hugh los vio correr velozmente, con firmes pisadas, por el mástil del ala. En las manos llevaban amuletos que les había entregado el hechicero de la nave y que debían sujetar al palo.
La maniobra era peligrosa, temeraria y desesperada. A aquella distancia del centro de la nave, la red mágica no los alcanzaba y no podía protegerlos. Una racha de viento o, como sucedía en aquel instante, una flecha enemiga podía derribarlos y, haciéndolos resbalar del ala, arrojarlos a la vorágine del Torbellino.
La expresión de «el paseo del ala de dragón» se había convertido entre los elfos en sinónimo de una aventura arriesgada que merecía la pena. El término, al parecer de Hugh, tenía un significado especial para él y para su modo de vida, y había puesto el nombre a la nave en su honor.
Bane regresó con un tazón.
— ¿Dónde están los elfos? —preguntó, entregando la cena a Hugh.
—Los hemos dejado atrás. Ya están fuera de la vista. —Hugh tomó un bocado, se atragantó y lo escupió—. ¡Maldita sea! ¿Qué ha hecho Alfred, vaciar el tarro de la pimienta en la olla? —Ya le he dicho que estaba demasiado picante. Toma, te he traído un poco de vino.
El príncipe pasó el pellejo de vino a Hugh, quien dio un largo trago, engulló el líquido y dio otro tiento. Tras devolver el odre, apartó el tazón de un puntapié.
—Llévate esa bazofia y que se la coma Alfred.
Bane recogió la cena intacta, pero no abandonó la sala. Jugueteando una vez más con la pluma colgada de su cuello, se quedó mirando a Hugh con una extraña y calmosa expectación.
— ¿Qué sucede? —masculló la Mano.
Pero en aquel mismo instante lo supo.
No había notado el veneno, pues la pimienta lo había encubierto. Pero ya empezaba a notar los primeros efectos: unos retortijones en el vientre. Una sensación ardiente se extendió por su cuerpo y la lengua pareció hinchársele en la boca. Los objetos que tenía ante los ojos parecieron alargarse, primero, y luego encogerse. El muchacho se hizo enorme cuando se inclinó sobre él con una sonrisa dulce, encantadora, y la pluma colgando en la mano.
Una sensación de rabia recorrió a Hugh, aunque no con la rapidez y la fuerza del veneno.
Mientras caía hacia atrás y se le nublaba la visión, Hugh entrevió la pluma y escuchó la voz de asombro del muchacho como si llegara de muy lejos.
— ¡Ha funcionado, padre! ¡Se está muriendo!
Hugh alargó la mano para atrapar y estrangular a su asesino, pero el brazo le pesaba demasiado para levantarlo y siguió colgado a su costado, fláccido e inerte.
Y, a continuación, ya no vio junto a él al muchacho, sino a un monje negro con una mano extendida.
—Y ahora, ¿quién es el amo? —preguntó el monje.
CAPÍTULO
EN CIELO ABIERTO, REINO MEDIO
Hugh se derrumbó sobre la cubierta arrastrando consigo los cables sujetos al arnés. La nave cabeceó bruscamente y lanzó a Bane contra un mamparo. El tazón de comida le cayó con estrépito de las manos. Del camarote inferior le llegó un estruendo seguido de un quejido lleno de dolor y de pánico.
El príncipe se incorporó a duras penas, se apoyó en el costado de la nave y miró en torno a sí, aturdido. La cubierta se inclinó en un ángulo precario. Hugh permaneció tendido de espaldas, enredado en los cables. Bane echó una rápida mirada al exterior, vio que las fauces del dragón apuntaban directamente hacia abajo y se dio cuenta de lo que había sucedido. Hugh, en su caída, había cerrado las alas y la magia había dejado de actuar y ahora caían sin control por el aire, para zambullirse en el Torbellino.
A Bane no se le había pasado por la cabeza que tal cosa pudiera ocurrir. Y, al parecer, tampoco a su padre. Esto último no era sorprendente ya que un misteriarca humano de la Séptima Casa, habitante de unos reinos muy por encima de los conflictos y la agitación del resto del mundo, no podía tener conocimiento de los artefactos mecánicos. Probablemente, Sinistrad no había visto jamás una nave dragón elfa. Y, al fin y al cabo, Hugh le había asegurado al muchacho que la nave volaba sola.
Bane se abrió paso entre el lío de cables y, apoyado en el cuerpo de Hugh, tiró de las cuerdas con todas sus fuerzas. No logró moverlas. Las alas no se desplegaban.
— ¡Alfred! —Chilló el príncipe—. ¡Alfred, ven enseguida!
Abajo se oyó otro golpe y un forcejeo; instantes después, asomó por la escotilla el rostro del chambelán, pálido como un cadáver.
— ¡Maese Hugh! ¿Qué sucede? ¡Estamos cayendo...! —Sus ojos descubrieron el cuerpo del asesino—. ¡Sartán bendito!
Con una rapidez y una agilidad inusuales en un hombre tan torpe y desmañado, Alfred cruzó la escotilla, se abrió paso entre el desorden de cabos y se arrodilló junto a Hugh.
— ¡Bah, déjalo en paz! ¡Está muerto! —gritó el príncipe. Asiendo a Alfred por la camisa, lo obligó a incorporarse y mirar hacia la proa de la nave—. ¡Mira eso!
¡Tienes que detenerla! ¡Quítale el arnés y haz que esta cosa vuele como antes!
— ¡Alteza —Alfred estaba cerúleo—, no sé pilotar una nave! ¡Se requiere pericia y años de práctica! —El chambelán entrecerró los ojos—. ¿Qué quieres decir, con eso de que está muerto?
Bane le lanzó una mirada desafiante, pero tuvo que bajarla ante la de Alfred.
El chambelán ya no era ningún bufón; de pronto, sus ojos resultaban extrañamente apremiantes e intensos y su penetrante mirada le producía al muchacho una profunda incomodidad.
—Ha tenido su merecido —murmuró con aire hosco—. Era un asesino contratado por el rey Stephen para acabar conmigo. Yo lo he matado antes, eso es todo.
— ¿Tú? —La mirada de Alfred se clavó en la pluma—. ¿O tu padre?
Bane expresó su desconcierto. Abrió la boca y volvió a cerrarla con fuerza.
Llevó la mano al amuleto como para esconderlo y empezó a balbucear.
—No es preciso que mientas —insistió Alfred con un suspiro—. Estoy al corriente desde hace mucho. Desde antes que tus padres, o debería decir que tus padres adoptivos, aunque la adopción implica una elección y ellos no tuvieron ninguna. ¿Qué clase de veneno le has dado, Bane?
— ¿A Hugh? ¿Por qué te preocupas por él? ¿Vas a dejar que nos estrellemos?
—chilló el príncipe con voz muy aguda.
— ¡Él es el único que puede salvarnos! ¿Qué le has dado? —exigió saber
Alfred, alargando el brazo para agarrar al muchacho y sacarle la información por las malas si era preciso.
Bane retrocedió de un brinco, resbaló y rodó por la cubierta inclinada hasta que el mamparo lo detuvo. Volviéndose, miró por la ventana y soltó una exclamación de alegría.
— ¡Bravo! ¡Las naves elfas! ¡Vamos directos hacia ellas! ¡No necesitamos a ese sucio asesino, los elfos nos salvarán!
— ¡No! ¡Espera! Bane, han sido las bayas, ¿verdad?
El muchacho salió corriendo de la sala de gobierno. Oyó a Alfred gritarle que los elfos eran peligrosos, pero no prestó atención.
«Soy príncipe de Ulyandia», se dijo a sí mismo mientras subía la escalerilla hasta la cubierta superior. Una vez allí, sujeto con fuerza al pasamano, cruzó las piernas en torno a los barrotes para asegurarse mejor. «No se atreverán a ponerme la mano encima. Aún tengo el encantamiento. Triano cree que lo ha roto, pero sólo porque le he dejado que lo crea. Mi padre dice que no debemos correr ningún riesgo, y por eso hemos tenido que matar al asesino para conseguir su nave. ¡Pero sé que aún llevo conmigo el encantamiento! Ahora tendré una nave elfa. Haré que me lleven junto a mi padre y entre él y yo los gobernaremos. ¡Sí, los gobernaremos a todos, tal como lo hemos proyectado!»
— ¡En! —gritó Bane. Sujetándose al pasamano con las piernas, se soltó lo suficiente para agitar los brazos—. ¡Eh! ¡Los de ahí! ¡Auxilio! ¡Auxilio!
Los elfos estaban muy abajo, demasiado lejos para oír los gritos del muchacho. Además, tenían otras cosas más importantes que atender..., como salvar la vida. Asomado desde lo alto, Bane vio que la nave de guerra y el dragón de guerra imperial estaban trabados y se preguntó qué estaría sucediendo. Estaba demasiado lejos para distinguir la sangre que bañaba las cubiertas, para escuchar los gritos de los encargados de los cables que, atrapados en sus arneses, eran arrastrados a través de los cascos hechos astillas, para oír la canción de los elfos rebeldes que trataban de levantar el ánimo de sus camaradas mientras continuaban defendiéndose.
Las alas de dragón de brillantes colores batían el aire frenéticamente o pendían, rotas, de los cables sueltos. Largos garfios sujetos a cuerdas mantenían firmemente unidas las dos naves. Los guerreros elfos se descolgaban a mano por los cables para abordar la nave rebelde o saltaban por los aires para aterrizar en la cubierta. Al fondo, las nubes negras del Torbellino giraban y hervían, con sus bordes blancos como la espuma iluminados de púrpura por el incesante destellear de los relámpagos.
Bane contempló con ansia a los elfos. No sentía ningún temor, sólo un embriagador regocijo causado por el contacto del viento en el rostro, la novedad de la situación y la excitación de ver empezar a cumplirse los planes de su padre. La caída del dragón se había hecho un tanto más lenta. Alfred había conseguido abrir las alas lo suficiente como para que la nave no continuara precipitándose de cabeza en el Torbellino, pero aún seguía fuera de control y continuaba cayendo en una perezosa espiral.
Le llegó desde abajo la voz de Alfred. Sus palabras eran confusas y le resultaron ininteligibles, pero algo en el tono o en el ritmo despertó en su mente el borroso recuerdo del momento en que le había caído encima el árbol. Bane no prestó mucha atención. Estaban acercándose a los elfos, aproximándose por momentos. Distinguió unos rostros vueltos hacia arriba, mirándolo y señalándolo.
Empezó a gritar de nuevo cuando, de pronto, las dos naves elfas se separaron y se despedazaron ante sus ojos.
Unas delgadas figuras cayeron hacia la nada a su alrededor. Bane estaba lo bastante cerca como para escuchar sus gritos, que se apagarían cuando fueran engullidos por el Torbellino. Aquí y allá, pedazos de las dos naves flotaban en el aire sostenidos gracias a sus propios encantamientos y el príncipe pudo ver a los elfos agarrados a ellos o, en los fragmentos mayores, algunos que aún combatían.
Y Bane y su pequeña nave estaban zambulléndose justo en el centro del caos.
Los monjes kir no se ríen. No encuentran nada gracioso en la vida y les gusta señalar que, cuando los humanos se ríen, suelen hacerlo de la desgracia ajena. La risa no está prohibida en un monasterio kir. Sencillamente, no se practica. La primera vez que un niño entra en las estancias de los monjes negros, tal vez suelte alguna risa el primer par de días, pero no más.
El monje negro que llevaba de la mano a Hugh no sonreía, pero Hugh vio una risa en sus ojos. Furioso, luchó y se debatió contra aquel oponente con más ferocidad de la que había mostrado ante cualquier otro enemigo. Este no era de carne y hueso. Ninguna arma dejaba su marca en él. Ninguna estocada lo detenía.
Era eterno y lo tenía sujeto.
—Tú nos odiabas —dijo el monje negro, riéndose de él en silencio—, pero nos has servido. Nos has servido toda tu vida.
— ¡Yo no sirvo a ningún hombre! —gritó Hugh. Las fuerzas lo abandonaban.
Se sentía cada vez más débil, más cansado. Quería descansar. Sólo la vergüenza y la rabia le impedían sumirse en un placentero olvido: vergüenza, porque sabía que el monje decía la verdad; rabia, por haberse dejado engañar durante tanto tiempo...
Amargado, frustrado, juntó las pocas fuerzas que le quedaban en un último intento por liberarse. Fue un golpe débil y lastimoso que no hubiera hecho asomar las lágrimas a los ojos de un chiquillo, pero el monje lo soltó.
Confuso, privado de apoyo, Hugh cayó. Pero no sintió pavor, pues tuvo la extrañísima impresión de que no estaba cayendo hacia abajo, sino hacia arriba. No estaba zambulléndose en la oscuridad.
Estaba sumergiéndose en la luz.
— ¿Maese Hugh? —La cara de Alfred, angustiada y temerosa, apareció sobre él—. ¿Maese Hugh? ¡Oh, alabado sea el Sartán! ¡Te has recuperado! ¿Cómo te encuentras?
Con la ayuda de Alfred, Hugh se incorporó hasta quedar sentado. Echó una rápida mirada en torno a sí, buscando al monje. No vio a nadie más que al chambelán, nada salvo un lío de cuerdas y su arnés.
— ¿Qué ha sucedido?
Hugh sacudió la cabeza para despejarse. No sufría ningún dolor, sino sólo una especie de atontamiento. Le parecía como si el cerebro no le cupiera en el cráneo, como si la lengua fuera demasiado grande para la boca. A veces había despertado en alguna posada con aquella misma sensación y un odre de vino vacío a su lado.
—El muchacho te ha narcotizado, pero ya te están pasando los efectos. Sé que no te sientes demasiado bien, maese Hugh, pero estamos en un apuro. La nave está cayendo...
— ¿Narcotizado? —Hugh miró a Alfred, tratando de concentrar la vista en él entre la bruma—. ¡Lo que me ha dado no era ninguna droga! ¡Era un veneno!
Notaba que me moría —añadió, entrecerrando los ojos.
—No, no, maese Hugh. Sé que debes de haber tenido esa impresión, pero...
Hugh se inclinó hacia adelante, agarró a Alfred por el cuello de la camisa y lo atrajo hacia sí, clavando la mirada en los ojos claros del chambelán como si quisiera asomarse al fondo de su alma.
—Yo estaba muerto. —Hugh lo asió aún más enérgicamente—. ¡Y tú me has devuelto a la vida!
Alfred sostuvo la mirada de Hugh con aire calmado y, con una sonrisa algo triste, sacudió la cabeza.
—Te confundes. Era un narcótico. Yo no he hecho nada.
¿Cómo era posible que aquel hombrecillo inepto y simplón pudiera mentir sin que él lo notara? Y otra cosa aún más importante: ¿cómo era posible que Alfred le hubiera salvado la vida? Su expresión era de candidez y sus ojos lo miraban con pena y tristeza, nada más. El chambelán parecía incapaz de ocultar nada. Si hubiera tenido enfrente a cualquier otra persona, sin duda le habría convencido.
Pero la Mano conocía el veneno que había tomado. Él mismo lo había administrado a otros y los había visto morir igual que él. Y ninguno se había recuperado.
— ¡Maese Hugh, la nave...! —Insistió Alfred—. ¡Estamos cayendo! Las alas..., se plegaron. He intentado abrirlas de nuevo, pero no lo he conseguido.
Ahora que prestaba atención a lo que decía el chambelán, Hugh advirtió el curso de la nave. Miró a Alfred y relajó la presión de su mano. Un misterio más, se dijo, pero no lo aclararía desplomándose en el Torbellino. Se puso en pie a duras penas, llevándose las manos a la cabeza. El dolor era insoportable y la notaba demasiado pesada. Tuvo la aturdida sensación de que, si retiraba las manos, la cabeza se soltaría y rodaría de su cuello.
Una mirada por la ventana le mostró que no corrían un peligro inmediato; al menos, de seguir cayendo. Alfred había conseguido proporcionar a la nave cierto grado de estabilidad y Hugh podía recuperar el control completo con bastante facilidad, pese a que algunos de los cables estaban rotos.
—Caer al Torbellino es la menor de nuestras preocupaciones.
— ¿Qué quieres decir, señor? —Alfred corrió a su lado y miró.
Muy cerca de ellos, tanto que los dos hombres podían apreciar con todo detalle sus vestimentas desgarradas y ensangrentadas, tres guerreros elfos con unos garfios de abordaje en la mano tenían vuelta la mirada hacia la nave.
— ¡Vamos, arrojad los garfios! ¡Yo los aseguraré!
Era la voz de Bane, que se dirigía a los elfos desde la cubierta superior. Alfred soltó un jadeo.
—Su Alteza ha dicho algo de pedir ayuda a los elfos...
— ¡Ayuda! —Hugh torció los labios en una sonrisa burlona. Parecía que había vuelto a la vida sólo para morir de nuevo.
Los garfios serpentearon en el aire y la Mano escuchó sus golpes sordos al chocar con la cubierta y el chirrido de las puntas metálicas al arrastrarse sobre la madera. Unos bruscos vaivenes le hicieron perder el equilibrio, precario como sus fuerzas. Los garfios habían encontrado asidero. Hugh se llevó la mano al costado.
La espada había desaparecido.
— ¿Dónde...?
Alfred había observado el gesto y ya retrocedía por la inclinada cubierta, resbalando y gateando.
—Aquí, señor. He tenido que usarla para cortar los nudos.
Hugh empuñó el arma y ésta casi le cayó de la mano. Si Alfred le hubiera entregado un yunque, no le habría parecido más pesado que la espada en su puño débil y tembloroso. Los garfios estaban deteniendo el avance de la nave, que quedó flotando en el aire junto a la destartalada nave elfa. Tras un brusco tirón, Ala de
Dragón derivó ligeramente hacia abajo. Los elfos estaban escalando las cuerdas y disponiéndose para el abordaje. Hugh escuchó a Bane parloteando animadamente encima de su cabeza.
Tomando la espada con esfuerzo, Hugh dejó la sala de gobierno y avanzó sin hacer ruido por el pasillo hasta situarse bajo la escotilla. Alfred lo siguió haciendo eses y sus pisadas, torpes y sonoras, pusieron fuera de sí a Hugh. La Mano lanzó una mirada asesina al chambelán, adviniéndole que guardara silencio. Luego, extrajo el puñal de la bota y se lo ofreció.
Alfred palideció, sacudió la cabeza y se llevó las manos a la espalda.
—No —declaró con labios temblorosos—. ¡No podría! ¡No puedo..., poner fin a una vida!
Hugh alzó la vista al techo de la estancia, donde podían oírse unos pies calzados con botas que deambulaban por la cubierta.
— ¿Ni siquiera para salvar la tuya? —musitó.
—No. Lo siento...
—Si no lo lamentas ahora, ya lo harás muy pronto—murmuró Hugh al tiempo que empezaba a subir en silencio por la escalerilla.
CAPITULO
EN CIELO ABIERTO, DESCENDIENDO
Bane observó a los tres elfos que se encaramaban a pulso por las cuerdas, agarrados a ellas con los talones y las rodillas de sus piernas delgadas y bien proporcionadas. Debajo de ellos no había más que el vacío y, al fondo, la oscura y pavorosa tormenta perpetua del Torbellino. Sin embargo, los elfos eran expertos en abordajes y no se detuvieron para mirar abajo. Alcanzaron la borda de la pequeña nave dragón, pasaron las piernas sobre la pasarela y, con movimientos ágiles, aterrizaron de pie en la cubierta.
El príncipe no había visto en su vida a un elfo y lo estudió con la misma curiosidad que desinterés mostraron por él los asaltantes. Los elfos tenían la misma altura aproximada que los humanos, pero sus cuerpos delgados los hacían parecer más altos. Sus facciones eran delicadas, pero duras y frías, como talladas en mármol. De fina musculatura, estaban dotados de una excelente coordinación de movimientos y caminaban con gracia y facilidad pese a la inclinación de la nave. Tenían la piel de color marrón avellanado y el cabello y las cejas blancas, con unas sombras plateadas que brillaban al sol. Vestían chalecos y faldas cortas confeccionados con una tela de tapicería, decorada con bellos motivos de aves, flores y animales. A menudo, los humanos se burlaban de la indumentaria de brillantes colores de los elfos (y la mayoría descubría demasiado tarde —para su pesar— que esa vestimenta era en realidad la armadura elfica; los hechiceros elfos poseen la capacidad de potenciar mediante su magia el hilo de seda normal, haciéndolo tan duro y resistente como el acero).
El elfo que parecía ser el líder del grupo indicó por gestos a los otros dos que echaran un vistazo a la nave. Uno corrió a popa y se asomó por la borda a observar las alas, probablemente para evaluar los daños que había provocado la caída sin control de la nave. El otro corrió a proa. Los elfos iban armados, pero no empuñaban sus armas. Al fin y al cabo, se encontraban en una de sus naves.
Una vez desplegados sus hombres, el comandante elfo se dignó por fin advertir la presencia del pequeño.
— ¿Qué hace un cachorro humano a bordo de una nave de mi pueblo? —El comandante apuntó su nariz aguileña hacia Bane—. ¿Y quién es el capitán de esta embarcación?
Hablaba el idioma de los humanos con fluidez, pero acompañándose de un rictus en los labios, como si las palabras tuvieran mal sabor y se alegrara de librarse de ellas. Su voz era melodiosa y animada; su tono, imperioso y altivo.
Bane estaba irritado, pero supo ocultarlo.
—Soy el príncipe heredero de Volkaran y de Ulyandia. Mi padre es el rey
Stephen.
Bane juzgó que lo mejor era empezar de aquel modo, al menos hasta que hubiera convencido a los elfos de que era alguien importante. Después les contaría la verdad, les revelaría la auténtica importancia de su persona..., una importancia mayor de lo que podía imaginar.
El capitán elfo sólo prestó atención a medias a Bane, pendiente de los movimientos de sus hombres.
—De modo que los nuestros han capturado a un principito humano, ¿no es eso? Me pregunto qué piensan que conseguirán de ti.
—Me capturó un hombre malo —dijo Bane, derramando rápidamente unas lágrimas—. Quería matarme, pero vosotros me habéis rescatado. ¡Seréis unos héroes! Llevadme ante vuestro rey para que pueda expresarle mi gratitud. Esto puede significar el principio de la paz entre nuestros pueblos.
El elfo que se había dedicado a inspeccionar las alas regresó, dispuesto a ofrecer su informe. Al escuchar las palabras del chiquillo, miró a su capitán y ambos se echaron a reír al unísono.
Bane se quedó boquiabierto. ¡Nunca nadie se había reído de él de aquella manera! ¿Qué estaba pasando? El encantamiento debería haber producido su efecto, pues estaba seguro de que Triano no había logrado romper el hechizo.
Entonces ¿por qué no afectaba a los elfos?
En aquel instante, vio los talismanes en torno al cuello de éstos. Los talismanes habían sido creados por los hechiceros elfos para proteger a su pueblo de la magia de guerra de los humanos. Bane no entendía mucho del tema, pero sabía reconocer un talismán de protección cuando lo veía y comprendió que, inadvertidamente, aquellos collares ponían a los elfos a salvo de su encantamiento.
Antes de que pudiera reaccionar, el capitán lo agarró y lo lanzó por los aires como un saco de basura. El otro elfo, cuya fuerza no se correspondía con su cuerpo extremadamente delgado, lo cogió en el aire. El capitán dio una orden en tono indiferente y el soldado, sujetando al muchacho lo más lejos posible con el brazo extendido al frente, dio unos pasos hasta la borda de la nave. Bane no hablaba elfo, pero entendió la orden del capitán por sus gestos.
Iban a arrojarlo por la borda.
Bane trató de gritar pero el miedo le atenazó la garganta. Se debatió con todas sus fuerzas, pero el elfo lo sujetaba por el cogote y parecía divertirse mucho con los frenéticos esfuerzos del chiquillo por liberarse. Bane poseía los poderes de la magia, pero era inexperto en su uso pues no había sido educado en la casa de su padre. Notaba que la magia impregnaba su cuerpo como la adrenalina, pero carecía de los conocimientos para hacerla actuar.
Pero había alguien que podía guiarlo.
— ¡Padre! —gritó, cerrando una mano en torno al amuleto de la pluma.
—Ahora no puede ayudarte —se burló el elfo.
— ¡Padre! —volvió a gritar Bane.
—Yo tenía razón —dijo el capitán a su subordinado—. Hay alguien más a bordo de la nave. El padre del cachorro. Ve a buscarlo —ordenó con un gesto al tercer elfo, pero regresó corriendo a su posición. Acto seguido, el capitán murmuró con un gruñido—: Adelante, librémonos de ese pequeño demonio.
El elfo que sujetaba a Bane pasó el cuerpo del príncipe por encima de la borda y lo dejó caer.
Bane se precipitó hacia abajo. Aspiró profundamente para exhalar el aire en un aullido de terror y, en aquel instante, una voz le ordenó bruscamente que guardara silencio. La voz llegó al muchacho como siempre, con palabras que sonaban en su mente, que sólo eran audibles para él.
«Tienes el poder para salvarte a ti mismo, Bane. Pero antes debes vencer el miedo.»
En su rápida caída, viendo a sus pies los fragmentos flotantes de las naves elfas y, más abajo, las nubes negras del Torbellino, el miedo tenía rígido y paralizado a Bane.
—No..., no puedo, padre —gimió.
«Si no puedes, morirás, y eso será lo mejor. No me sirve de nada un hijo cobarde.»
Durante toda su corta vida, Bane se había esforzado en agradar al hombre que le hablaba a través del amuleto, al hombre que era su verdadero padre, y su mayor deseo era obtener la aprobación del poderoso brujo.
«Cierra los ojos», fue la siguiente orden de Sinistrad.
Bane obedeció.
«Ahora, vamos a utilizar la magia. Piensa que eres más ligero que el aire. Tu cuerpo no es de carne sólida, sino gaseoso, etéreo. Tus huesos son huecos como los de un ave.»
El príncipe quiso reírse, pero algo en su interior le dijo que, si lo hacía, no lograría volverse a dominar y caería hacia la muerte. Reprimió la risilla histérica, desquiciada, e intentó seguir las instrucciones de su padre. Parecían ridículas. Sus ojos se negaban a permanecer cerrados y, con una desesperación impulsada por el pánico, seguían parpadeando en busca de algún resto del naufragio al que agarrarse hasta que pudieran rescatarlo. Pero el viento que azotaba su rostro le hacía saltar las lágrimas y la visión se le hacía borrosa. De su garganta brotó un sollozo.
« ¡Bane!» La voz de Sinistrad chasqueó como un látigo en la mente del pequeño.
Sofocando el sollozo, Bane apretó resueltamente los párpados e intentó imaginar que era un pájaro.
Al principio le costó y le pareció imposible, pero generaciones de brujos ya desaparecidos, más las facultades y la inteligencia innatas del muchacho, vinieron en su auxilio. El truco era abstraerse de la realidad, convencer a la mente de que el cuerpo no pesaba sus sesenta y pico piedras, que no pesaba nada, o menos aún que nada. Era una habilidad que la mayoría de jóvenes brujos humanos sólo conseguía dominar tras años de estudio, pero Bane tenía que aprenderla en unos instantes. Las aves enseñan a volar a sus polluelos arrojándolos desde el nido.
Bane tenía que adquirir el arte de la magia del mismo modo. La conmoción y el puro terror obligaron a sus facultades naturales a hacerse cargo de la situación y salvarlo.
«Mi carne está hecha de nubes. Mi sangre es una bruma tenue. Mis huesos son huecos y están llenos de aire.»
Un hormigueo se extendió por el cuerpo del príncipe. Parecía como si la magia lo estuviera transformando en una nube, pues se sentía ingrávido y etéreo. A medida que esta sensación fue aumentando, también lo hizo su confianza en la ilusión que estaba tejiendo en torno a sí, y la confianza incrementó a su vez el efecto de la magia, haciéndolo más fuerte y potente. Abriendo los ojos, Bane comprobó con satisfacción que ya no seguía cayendo. Más ligero que un copo de nieve, se sostenía en el aire.
— ¡Lo he logrado! ¡Lo he logrado! —se rió, jubiloso, batiendo los brazos como un pájaro.
« ¡Concéntrate!», le espetó Sinistrad. « ¡No estamos jugando! ¡Si pierdes la concentración, perderás el poder!»
Bane se serenó —no tanto por efecto de las palabras de su padre como por la súbita y aterradora sensación de que empezaba a recobrar su peso— y concentró sus pensamientos en la tarea de mantenerse a flote entre las nubes.
— ¿Qué hago ahora, padre? —preguntó, más calmado.
«De momento, quédate donde estás. Los elfos te rescatarán.»
— ¡Pero si han querido matarme!
«Sí, pero verán que estás dotado con el poder y querrán llevarte ante sus hechiceros. Tal vez pases algún tiempo entre ellos antes de que vuelvas conmigo.
Podrías conseguir informaciones útiles.»
Bane miró hacia arriba para intentar ver qué sucedía en la nave. Las únicas partes visibles desde su posición eran la quilla y las alas semidesplegadas. Y la nave dragón seguía cayendo.
El muchacho se relajó, flotando en el aire, y aguardó a que llegara a su altura.
CAPÍTULO
EN CIELO ABIERTO, DESCENDIENDO
Hugh y Alfred se agacharon al pie de la escalerilla. Oyeron los pasos de los elfos que inspeccionaban la nave y escucharon la conversación de Bane con el capitán elfo.
—Pequeño bastardo —murmuró Hugh.
A continuación, llegó a sus oídos el grito de Bane.
Alfred palideció.
—Si lo quieres, será mejor que me ayudes a rescatarlo —dijo Hugh al chambelán—. Mantente cerca de mí.
Subiendo la escalerilla, Hugh abrió de golpe la escotilla. Puñal en mano, saltó a cubierta seguido inmediatamente por Alfred. Lo primero que vio fue al elfo en el momento de arrojar a Bane por la borda. Alfred soltó un grito de terror.
— ¡No hagas caso! —Gritó Hugh, buscando con una rápida mirada cualquier cosa que pudiera utilizar como arma—. Cúbreme la espalda... ¡Por todos los antepasados, no...! ¡No vayas a...!
Alfred había puesto los ojos en blanco y, con el rostro ceniciento, se tambaleaba de un lado a otro. Hugh extendió la mano, lo cogió por el hombro y lo sacudió enérgicamente, pero era demasiado tarde: el chambelán se desplomó y quedó hecho un bulto patético en la cubierta.
— ¡Maldición! —exclamó Hugh con un grito feroz.
Los elfos estaban fatigados y doloridos tras el combate con los rebeldes. No esperaban encontrar humanos a bordo de una nave dragón y tardaron en reaccionar. Hugh alargó la mano hacia una percha en el instante en que uno de los guerreros elfos trataba de alcanzarla primero. La Mano fue más rápido. Alzando la percha, la volteó con toda la fuerza de que fue capaz y alcanzó al elfo en pleno rostro. El guerrero cayó hacia atrás y se golpeó la cabeza contra la escotilla.
Probablemente, estaría fuera de combate un buen rato. Hugh no se atrevió a acabar con él pues aún debía enfrentarse a sus dos compañeros.
Los elfos no son demasiado hábiles con la espada. Prefieren el arco y la flecha, que requieren habilidad y temple, a la lucha con el acero, que consideran una mera exhibición de fuerza bruta. Por lo general sólo utilizan las espadas cortas que portan al costado para la lucha cuerpo a cuerpo y para acabar con los enemigos ya heridos con las flechas.
Conocedor del poco agrado de los elfos por el acero, Hugh blandió su espada de un lado a otro con ferocidad, obligando a sus adversarios a mantenerse fuera de su alcance. Retrocedió, saltando de plancha en plancha, hasta chocar con la amura; los elfos lo acosaron, pero sin lanzarse al ataque todavía. Lo que les faltaba de buena esgrima, lo compensaban en paciencia y cautela. Hugh estaba consumiendo sus escasas energías en sostener a duras penas la espada y los elfos se daban cuenta de que estaba enfermo y débil; a base de fintas y tientos, lo estaban agotando. Podían permitirse esperar a que el cansancio lo obligara a bajar la guardia.
A Hugh le dolía el brazo y aún más la cabeza. Sabía que no podría resistir mucho tiempo y que debía encontrar el modo de acabar rápidamente con sus enemigos. Sus ojos captaron un movimiento.
— ¡Alfred! —gritó—. ¡Eso es! ¡Sorpréndelos por atrás!
Era un viejo truco y ningún guerrero humano merecedor de tal nombre habría caído en él. En efecto, también el capitán elfo mantuvo los ojos fijos en Hugh, pero el otro guerrero se amilanó y volvió la cabeza. Detrás no encontró a ningún amenazador humano abalanzándose sobre él, sino a Alfred, sentado en el suelo y mirando a su alrededor con aire confuso.
Hugh se lanzó contra el elfo como un rayo, le hizo saltar la espada de la mano con un golpe de su acero y lo derribó al suelo de un puñetazo en el rostro. Este último movimiento lo dejó al descubierto para el ataque del capitán, pero no pudo evitarlo. El capitán elfo saltó adelante para lanzar una estocada, pero sus pies resbalaron en la cubierta inclinada; en torpe golpe no alcanzó su blanco en el corazón de Hugh, sino que le desgarró los músculos del brazo que empuñaba el arma. Hugh giró sobre los talones, golpeó al capitán en la mandíbula con la empuñadura de la espada y lo mandó de espaldas sobre la cubierta, donde quedó tendido mientras le volaba la espada de la mano.
Hugh se dejó caer de rodillas, luchando por sobreponerse al mareo y las náuseas.
— ¡Maese Hugh! ¡Estás herido! Deja que te ayude...
Unas manos le tocaron el brazo, pero Hugh las rechazó.
—Estoy bien —replicó. Se incorporó tambaleándose y lanzó una mirada de ira al chambelán, que se sonrojó y bajó la cabeza.
—Yo..., lamento haberte fallado —tartamudeó Alfred—. No sé qué me sucede...
Hugh no lo dejó terminar y señaló a los elfos.
—Echa a esta escoria por la borda antes de que despierten.
Alfred se puso tan pálido que Hugh pensó que iba a desmayarse de nuevo.
—No puedo hacerlo. Arrojar a un hombre indefenso..., a la muerte...
— ¡Ellos han arrojado a ese crío tuyo! —Hugh levantó la espada, apuntando al cuello del elfo inconsciente—. Entonces, tendré que acabar con ellos aquí. No puedo arriesgarme a que vuelvan en sí.
Se dispuso a rebanar el esbelto cuello pero lo detuvo una extraña aversión a hacerlo. Una voz, surgida de una oscuridad inmensa y aterradora, resonó en su mente.
Toda tu vida nos has servido.
— ¡Por favor, señor! —Alfred lo cogió del brazo—. Los restos de su nave aún están sujetos a la nuestra —añadió, señalando el gran fragmento de la embarcación elfa anclado al costado del Ala de Dragón mediante los garfios de abordaje—. Puedo encargarme de trasladarlos allí. Al menos, tendrán una oportunidad de que los rescaten.
—Está bien. —Demasiado cansado y mareado para discusiones, Hugh aceptó con disgusto la propuesta—. Haz lo que quieras, pero líbrate de ellos. De todos modos, ¿por qué te preocupas por esos elfos? Ellos acaban de matar a tu preciado príncipe.
—Todas las vidas son sagradas —musitó Alfred mientras se inclinaba para levantar por los hombros al inconsciente capitán elfo—. Nosotros lo aprendimos.
Demasiado tarde. Demasiado tarde.
Al menos, eso fue lo que Hugh creyó escuchar. El viento silbaba en los aparejos, se sentía dolorido y enfermo y, en todo caso, a quién le importaba qué había dicho el chambelán.
Alfred llevó a cabo la tarea con su habitual torpeza, tropezando con las planchas, dejando caer los cuerpos y, en un momento dado, casi ahorcándose al enredarse en uno de los cables de las alas. Por último, consiguió arrastrar a los elfos sin sentido hasta la borda de la nave y pasarlos al pecio demostrando una fuerza que a la Mano le costó de creer en un hombre delgaducho como aquél.
Sin embargo, eran muchas las cosas de Alfred que resultaban inexplicables.
Hugh se hizo muchas preguntas: ¿Había muerto realmente? ¿Alfred lo había devuelto a la vida? Y, si así era, ¿cómo? Ni siquiera los misteriarcas tenían la facultad de revivir a los muertos.
«Todas las vidas son sagradas... Demasiado tarde. Demasiado tarde.»
Hugh sacudió la cabeza y lo lamentó de inmediato, pues creyó que los ojos iban a salírsele de las órbitas.
Cuando Alfred regresó a su lado, lo encontró tratando de anudar un improvisado vendaje en torno al brazo.
—Maese Hugh... —lo llamó Alfred con timidez.
La Mano no levantó los ojos de la venda. Con suavidad, el chambelán se encargó del asunto, atando el vendaje con dedos expertos.
—Creo que deberías venir a ver una cosa, señor.
—Ya sé. Seguimos cayendo, pero aún podemos salir de ésta. Estamos muy cerca del Torbellino
—No se trata de eso. Es el príncipe. ¡Está a salvo!
— ¿A salvo? —Hugh lo miró, pensando que Alfred se había vuelto loco.
—Es muy extraño, señor. Aunque no tanto, supongo, teniendo en cuenta quién es él y quién es su padre.
¿Quién diablos es?, quiso preguntar Hugh. Pero no era el momento. Mareado y exhausto, atravesó la cubierta, cuyos movimientos se hacían cada vez más irregulares a medida que se aproximaban a la tormenta. Cuando miró hacia abajo no pudo reprimir un largo silbido de asombro.
—Su padre es un misteriarca del Reino Superior —explicó Alfred—. Supongo que le ha enseñado al muchacho a hacer eso.
—Se comunican mediante el amuleto —añadió la Mano, recordando la última visión del muchacho con la mano cerrada en torno a la pluma, justo antes de perder el sentido.
—Sí.
Hugh alcanzó a ver el rostro del príncipe vuelto hacia arriba, mirándolos con aire triunfal y visiblemente satisfecho de sí mismo.
—Supongo que tengo que rescatarlo. Un crío que ha intentado envenenarme.
Un crío que ha destrozado mi nave. ¡Un crío que ha intentado entregarnos a los elfos!
—Al fin y al cabo, señor —replicó Alfred, mirándolo fijamente—, tu accediste a darle muerte..., por dinero.
Hugh volvió la vista hacia Bane y comprobó que se estaba acercando al
Torbellino. Se distinguían ya las nubes de polvo y escombros que flotaban sobre él y llegaba a sus oídos el sordo retumbar del trueno. Un viento frío y húmedo con olor a lluvia hacía que el timón de cola diera furiosos bandazos. En aquel instante, Hugh debería haber estado examinando los cables rotos y tratando de repararlos para poder extender las alas y ganar altura antes de que la nave derivara demasiado y los vientos de la tormenta le impidieran remontar el vuelo a posiciones menos peligrosas. Y el martilleo en la cabeza le seguía provocando náuseas.
Dándose media vuelta, la Mano se apartó de la borda.
—No te culpo —dijo Alfred—. Es un chico difícil...
— ¡Difícil! —Hugh soltó una risotada; luego enmudeció, con los ojos cerrados, mientras la cubierta se escoraba bajo sus pies. Cuando recuperó el dominio de sí mismo, exhaló un profundo suspiro—. Toma esa percha y tiéndesela. Trataré de maniobrar para acercarnos a él, aunque estamos arriesgando nuestras vidas al hacerlo. Es posible que el viento nos atrape y nos aspire al centro de la tormenta.
—Sí, maese Hugh.
Alfred corrió a coger la percha y, por una vez, sus pies y su cuerpo avanzaron en la misma dirección.
La Mano se dejó caer en la sala de gobierno a través de la escotilla, contempló el lío de cables y se preguntó por qué estaba haciendo aquello. «Muy sencillo», se respondió: «hay un padre que pagará para que su hijo no vuelva y otro padre que pagará por tener junto a sí al muchacho».
Parecía un motivo lógico, reconoció Hugh para sí. Siempre, por supuesto, que no terminaran todos en el Torbellino. A través de las ventanas de cristal vio al muchacho flotando entre las nubes. La nave dragón estaba cayendo a su encuentro pero, a menos que consiguiera corregir el rumbo, pasaría a cierta distancia de él.
Con el ánimo abatido, la Mano inspeccionó los daños y forzó a su dolorida mente a ponerse en marcha e identificar los diversos cables que se deslizaban y retorcían por el suelo como serpientes. Cuando encontró los que necesitaba, los desenrolló y los extendió para que corrieran libremente a través de los escobenes.
Una vez que los tuvo dispuestos, cortó con la espada los nudos que los ataban al arnés y se los enroscó en los brazos. Hugh había visto a muchos hombres romperse los huesos haciendo aquella maniobra. Si perdía el control, la enorme ala se desplegaría de pronto, tensaría los cables y éstos le arrancarían los brazos como si fueran dos palillos.
Tomó asiento con los pies firmes en el suelo y empezó a arriar los cables poco a poco. Uno de ellos corrió rápidamente y sin problemas a través del agujero. El ala empezó a levantarse y a poner en acción la magia. Sin embargo, el cable del brazo derecho permaneció flojo e inmóvil, balanceándose en la cubierta. Hugh se secó el sudor de la frente con el revés de la mano. El ala estaba atascada, trabada".
Tiró del cable con todas sus fuerzas, pero no sirvió de nada y Hugh dedujo que uno de los cabos exteriores atados al cable guía debía de haberse partido.
Mascullando un juramento, abandonó el cable inutilizado y se concentró en tratar de pilotar la nave con una sola ala.
— ¡Más cerca! —Gritó Alfred—. Un poco más a la izquierda..., ¿o es a estribor?
Nunca lo recuerdo. ¿Babor? ¿Es babor, acaso? Así, muy bien. Ya casi lo tengo...
¡Ahora! ¡Sujétate bien, Alteza!
Hugh escuchó la voz chillona del príncipe en un excitado parloteo y el sonido de sus pequeñas botas sobre la cubierta.
Después le llegó la voz de Alfred, grave y amonestadora, y el gimoteo defensivo de Bane.
Hugh volvió a tirar del cable, notó que el ala se levantaba y la nave dragón, ayudada de la magia, empezó a planear ganando altura. Abajo, las nubes del
Torbellino continuaron sus vertiginosos giros como si les enfureciera ver que su presa se escapaba. Hugh contuvo el aliento y concentró todas sus energías en sostener firme el ala mientras proseguían su lenta ascensión.
Entonces fue como si una mano gigantesca se hubiera levantado para aplastarlos como a un molesto mosquito. De pronto, la nave empezó a caer vertiginosamente, a tal velocidad que les pareció que sus cuerpos descendían con ella pero sus estómagos y tripas se quedaban arriba. Hugh escuchó un chillido asustado y un fuerte golpe, y supo que alguien había rodado por la cubierta.
Esperó que tanto Alfred como el chiquillo hubieran encontrado algo de que agarrarse pues, en caso contrario, no podría hacer nada por ellos.
Con gesto ceñudo, continuó asido a los cables tratando de mantener desplegada la vela para frenar la caída. Entonces llegó a sus oídos el siniestro sonido de algo que se desgarraba y el ominoso silbido que paraliza el corazón de cualquier piloto de nave dragón: el ala se había rasgado y a través de ella se colaba el viento. Hugh largó todo el cabo posible para abrir la vela al máximo. Aunque no podía usarla para gobernar el rumbo, su magia contribuiría al menos a amortiguar la caída cuando tocaran tierra..., si aterrizaban en alguna parte y si el Torbellino no los hacía pedazos antes.
Hugh desenrolló el cable del brazo y lo dejó caer sobre la cubierta. Todavía no habían llegado al Torbellino y el viento ya sacudía la nave de un lado a otro. No consiguió ponerse en pie y tuvo que gatear por las planchas, asiéndose a los cables y usándolos para avanzar hasta el pasillo. Una vez allí, se arrastró escalerilla arriba y asomó la cabeza. Alfred y Bane estaban tendidos en la cubierta superior.
El chambelán estrechaba contra sí al muchacho con el brazo.
— ¡Bajad! —gritó Hugh para hacerse oír entre el aullido del viento—. ¡La vela se ha partido y nos precipitamos en el Torbellino!
Alfred se arrastró por la cubierta llevando consigo al príncipe. Hugh sintió cierto malévolo placer al observar que el chiquillo parecía haber enmudecido de terror. Al llegar a la escotilla, el chambelán introdujo primero por ella a Bane.
Hugh lo agarró sin miramientos, lo arrastró adentro y lo dejó caer sobre las planchas del suelo.
Bane soltó un grito de dolor que interrumpió bruscamente cuando la nave cabeceó y lo lanzó contra los mamparos, donde quedó sin aliento. El brusco movimiento mandó a Alfred de cabeza por la escotilla, haciendo que Hugh perdiera pie y rodara por la escalerilla hasta el suelo.
Se incorporó a duras penas y volvió a subir los peldaños (o tal vez era a bajarlos, pues la nave se movía tanto que Hugh ya había perdido por completo el sentido de la orientación). Buscó a tientas la tapa de la escotilla. Una ráfaga de lluvia alcanzó la nave con unas gotas que caían con la fuerza de unas saetas elfas.
El quebrado centelleo de un relámpago hendió el aire tan cerca de ellos que el olor le hizo arrugar la nariz; el estruendo que lo siguió de inmediato casi lo dejó sordo.
Sus dedos asieron por fin la tapa de la escotilla, mojada y resbaladiza, y consiguieron cerrarla de una vez. Agotado, Hugh se deslizó de nuevo escalerilla abajo y cayó derrumbado al suelo.
— ¡Tú...! ¡Estás vivo! —Bane lo contempló con absoluto desconcierto. Luego, su expresión se transformó en una sonrisa de alegría. Corriendo hacia Hugh, el muchacho le echó los brazos al cuello y lo apretó contra sí—. ¡Ah, qué contento estoy! ¡Tenía tanto miedo! ¡Me has salvado la vida!
Hugh se desasió del abrazo y apartó al príncipe a prudente distancia. Tanto la voz entrecortada por las lágrimas como la inocencia de su rostro resultaban incuestionablemente sinceras. En sus ojos azules no había engaño ni artificio. La
Mano casi llegó a convencerse de que lo había soñado todo.
Casi, pero no del todo.
Aquel Bane, de nombre tan apropiado, había intentado envenenarlo. Hugh cerró la mano en torno al blanco cuello del príncipe. Sería muy sencillo. Un gesto.
El cuello, roto. El contrato, cumplido.
La nave continuó cabeceando y dando vueltas en la tormenta. El casco crujía y gruñía y parecía a punto de romperse en pedazos en cualquier momento. A su alrededor destelleaban los relámpagos y en sus oídos resonaban los truenos.
Toda tu vida nos has servido.
Hugh apretó con más fuerza. Bane lo miró con aire confiado y una tímida sonrisa. Era como si el asesino estuviera reconfortando al príncipe con una tierna caricia.
Enfurecido, la Mano arrojó al muchacho lejos de sí, mandándolo contra
Alfred, quien lo recogió con buenos reflejos.
Hugh, tambaleándose, dejó atrás a ambos y se encaminó a la sala de gobierno, pero antes de llegar cayó al suelo de cuatro manos y vomitó hasta las tripas.
CAPÍTULO
DREVLIN, REINO INFERIOR
Bane fue el primero en recuperar el conocimiento. Abrió los ojos y echó un vistazo a su alrededor, a la nave dragón y sus otros dos ocupantes. Escuchó el grave retumbar de un trueno y, por un instante, le acometió de nuevo el pánico.
Después, se dio cuenta de que la tormenta estaba a bastante distancia. Miró afuera y observó que el tiempo estaba en calma y que sólo empapaba la nave una lluvia ligera. El espantoso vaivén había cesado. Todo estaba tranquilo, nada se movía.
Hugh yacía en el suelo entre los cables, con los ojos cerrados, el brazo y la cabeza ensangrentados y una mano asida a uno de los cables como si su último esfuerzo hubiera sido un intento final para salvar la nave. Alfred estaba tendido de espaldas y no parecía herido. Bane recordaba poco del aterrador descenso a través de la tormenta, pero tenía la vaga impresión de que el chambelán se había desmayado en algún momento de la caída.
También a él le había entrado pánico, más incluso que cuando el elfo lo había arrojado por la borda. Entonces, todo había sucedido tan rápido que apenas había tenido tiempo de sentir miedo. La caída en el Torbellino, en cambio, le había parecido eterna y el pánico lo había atenazado más y más a cada segundo.
Realmente, había llegado a pensar que iba a morirse de miedo. Entonces, la voz de su padre le había susurrado unas palabras que lo habían adormecido. El príncipe intentó incorporarse hasta quedar sentado. Se sentía raro; no dolorido, sino raro.
Notaba el cuerpo demasiado pesado, como si una fuerza tremenda lo empujara contra el suelo, aunque no tenía nada encima. Atemorizado, Bane lloriqueó un poco ante la sensación de encontrarse solo. Aquel extraño estado no le agradaba y se arrastró hasta Alfred para intentar despertarlo. En ese momento vio la espada de Hugh en el suelo, debajo del cuerpo del asesino, y se le ocurrió una idea.
—Podría matarlos a ambos ahora —murmuró, asiendo con fuerza el amuleto de la pluma—. Podríamos librarnos de ellos, padre.
« ¡No!» La réplica fue seca y cortante, y sorprendió a Bane.
— ¿Por qué?
«Porque los necesitas para salir de donde estas y llegar junto a mí. Pero, antes de eso, quiero que lleves a cabo una tarea. Habéis aterrizado en la isla de Drevlin, en el Reino Inferior. Ocupa esta tierra un pueblo conocido como los gegs. En realidad, me alegro mucho de que el azar te haya conducido ahí. Había pensado en acudir yo mismo, cuando tuviera una nave.
»En esa isla existe una gran máquina que me intriga mucho. Fue construida hace mucho tiempo por los sartán, pero nadie ha conseguido descubrir con qué propósito. Quiero que la investigues mientras estés ahí. Hazlo y averigua lo que puedas sobre esos gegs. Aunque dudo que me sean de mucha utilidad para la conquista del mundo, conviene saber cuanto sea posible de los pueblos que me propongo conquistar. Tal vez incluso puedan servirme de algo. Debes buscar la ocasión para informarte, hijo mío.»
La voz se desvaneció y Bane frunció el entrecejo. Ojalá Sinistrad abandonara aquella irritante costumbre de decir: «Cuando yo conquiste, cuando yo gobierne...».
El príncipe había decidido que debía emplear el plural: «Cuando nosotros...».
«Es lógico», se dijo: «mi padre no puede saber mucho de mí, todavía, y por eso no me ha incluido jamás en sus planes. Cuando nos reunamos, llegará a conocerme, se enorgullecerá de mí y le alegrará compartir su poder conmigo. Me enseñará toda su magia. Lo haremos todo juntos y no volveré a estar solo.»
Hugh empezó a gemir y revolverse, por lo que Bane se apresuró a tenderse de nuevo en la cubierta y cerró los ojos.
Hugh se incorporó dolorosamente, apuntalando el cuerpo con los brazos. Su primer pensamiento fue de absoluto asombro al descubrir que seguía vivo. El segundo fue que, aunque le hubiera pagado al mago elfo el doble de lo que le había pedido por el hechizo para la nave, seguiría pareciéndole barato. El tercer pensamiento fue para la pipa. Se llevó la mano bajo la túnica de terciopelo llena de manchas y de humedad y la descubrió entera, a salvo.
La Mano observó a sus compañeros. Alfred estaba sin sentido. Hugh no había visto en su vida a nadie que se desmayara de puro miedo. Un tipo maravilloso para tenerlo cerca en un momento de apuro. El muchacho también estaba inconsciente, pero su respiración era cadenciosa y sus mejillas tenían buen color. No apreció que estuviera herido. El seguro del futuro de Hugh estaba vivito y coleando.
—Pero antes —murmuró la Mano, arrastrándose por la cubierta hasta el muchacho—, es preciso que nos deshagamos de papá, si es realmente quien Albert me dijo.
Con movimientos cautos y lentos, atentos a no despertar al chiquillo, Hugh pasó los dedos bajo la cadena de plata de la que pendía el amuleto de la pluma y empezó a levantarla del cuello del pequeño
La cadena se escurrió entre sus dedos.
Hugh la miró, desconcertado. La cadena no le había resbalado de los dedos, sino que había pasado a través de ellos, literalmente. La había visto atravesar la carne y el hueso con la misma facilidad que si su mano fuera intangible como la de un fantasma.
—Son imaginaciones mías. El golpe en la cabeza —murmuró, y agarró la cadena, esta vez con fuerza.
Y no encontró en la mano otra cosa que aire.
Advirtió entonces que Bane había abierto los ojos y lo miraba, no con enfado o suspicacia, sino con tristeza.
—No se puede sacar —explicó—. Ya lo he intentado. —El príncipe incorporó el cuerpo—. ¿Qué ha sucedido? ¿Dónde estamos?
—A salvo —respondió Hugh, sentándose también y sacando la pipa. Ya había dado cuenta de sus últimas provisiones de esterego y tampoco hubiera tenido con qué encenderlo, de todos modos. Sujetó la boquilla entre los dedos y dio una chupada a la cazoleta vacía.
—Nos has salvado la vida —le dijo Bane—. Incluso después de que intentara matarte. Lo siento. ¡Lo siento de veras! —Sus diáfanos ojos azules se alzaron hacia
Hugh—. ¡Es que te tenía miedo!
Hugh dio una nueva chupada y permaneció callado.
—Me siento muy extraño —continuó el príncipe con despreocupación, una vez aclarado por fin aquel pequeño asunto pendiente entre ambos—. Como si me pesara demasiado el cuerpo
—Es la presión de aquí abajo, el peso del aire. Ya te acostumbrarás. Quédate sentado y no te muevas.
Bane obedeció, inquieto, y fijó la mirada en la espada de Hugh.
—Tú eres un guerrero y puedes defenderte de forma honorable, pero yo soy débil. ¿Qué otra cosa podía hacer? Al fin y al cabo, tú eres un asesino, ¿verdad? Te contrataron para darme muerte, ¿no?
—Y tú no eres hijo de Stephen —replicó Hugh.
—No, señor, no lo es. —Era la voz de Alfred. El chambelán se irguió, mirando a su alrededor con aire confuso—. ¿Dónde estamos?
—Calculo que estamos en el Reino Inferior. Con suerte habremos ido a caer en Drevlin.
— ¿Por qué «con suerte»?
—Porque Drevlin es el único continente habitado de este reino. Si conseguimos llegar a alguna de sus ciudades, los gegs nos ayudarán. Este Reino
Inferior está barrido constantemente por terribles tormentas —añadió como explicación—. Si nos sorprende una de ellas en terreno abierto... —Hugh terminó la frase con un encogimiento de hombros.
Alfred palideció y dirigió una mirada de preocupación al exterior. Bane volvió la cabeza en la misma dirección.
—Ahora no hay tormenta. ¿Por qué no aprovechamos para salir?
—Espera a que tu cuerpo se acostumbre al cambio de presión. Cuando nos pongamos en marcha, tendremos que movernos deprisa.
—Así pues, ¿crees que estamos en ese..., Drevlin? —inquirió Alfred.
—A juzgar por nuestra posición cuando caímos, diría que sí. La tormenta nos arrastró un poco, pero Drevlin es la masa de tierra más grande aquí abajo y sería difícil confundirla. Si nos hubiéramos desviado demasiado de rumbo, no habríamos llegado a ningún sitio.
—Tú has estado aquí antes —afirmó Bane, sentado con la espalda muy erguida y los ojos fijos en Hugh. —Sí. — ¿Cómo es? —preguntó con avidez.
Hugh no respondió enseguida, sino que volvió los ojos hacia Alfred. Este había levantado la mano y la observaba con perplejidad, como si estuviera seguro de que pertenecía a otra persona.
—Sal afuera y compruébalo tú mismo, Alteza —dijo Hugh por fin.
— ¿Lo dices de veras? —Bane se puso en pie con esfuerzo—. ¿Puedo salir?
—Observa si encuentras algún signo de una población geg. En este continente hay una gran máquina. Si descubres alguna parte de esa máquina, sin duda habrá gegs viviendo en los alrededores. No te alejes de la nave. Si te sorprende una tormenta sin un buen lugar donde refugiarte, estás acabado.
— ¿Es prudente eso, señor? —intervino Alfred dirigiendo una nerviosa mirada al muchacho, que ya estaba escurriendo su pequeño cuerpo por un boquete abierto en el casco.
—No llegará lejos. Terminará agotado antes de que se dé cuenta. Y ahora que
Bane está ausente, cuéntame la verdad.
Alfred palideció una vez más. Incómodo, cambió de postura, bajó los ojos y se miró las manos, desproporcionadamente grandes.
—Estabas en lo cierto, señor, cuando has dicho que Bane no era hijo de
Stephen. Te contaré lo que sé, lo que cualquiera de nosotros conoce de cierto, aunque creo que Triano ha elaborado algunas teorías para explicar lo ocurrido.
Debo puntualizar que tales teorías no parecen abarcar por completo todas las circunstancias que... —Advirtió que Hugh torcía el gesto y fruncía el entrecejo impaciente—. Hace diez ciclos, Stephen y Ana tuvieron un hijo. Era un bebé hermoso, con el cabello oscuro del padre y los ojos y orejas de la madre. Te parecerá extraño que mencione las orejas, pero más adelante entenderás su importancia en la historia. Verás: Ana tiene un corte en la oreja izquierda, justo aquí, en la hélice. Es un rasgo peculiar de su familia. Según la leyenda, cuando los sartán aún recorrían el mundo, uno de su estirpe se salvó de resultar herido gracias a que una flecha lanzada contra él fue desviada por un antepasado de la reina. La punta del arma le quitó al hombre un fragmento de oreja y, desde entonces, todos sus descendientes han nacido marcados con ese corte como símbolo del honor familiar.
»E hijo de Ana tenía la marca. Yo mismo la vi cuando trajeron al niño para la presentación. —Alfred bajó la voz—. El bebé que ocupaba la cuna a la mañana siguiente, no
—Eso significa que el recién nacido fue suplantado —comentó Hugh—. Sin duda, los padres debieron darse cuenta.
—En efecto. Todos lo advertimos. El bebé parecía de la misma edad que el príncipe, apenas un par de días de vida, pero aquel niño era rubio y tenía los ojos azules, pero no de ese azul lechoso que luego se vuelve castaño. Y sus orejas tenían una curva exterior perfecta. Interrogamos a todos los moradores del palacio, pero nadie supo decir cómo se había efectuado la suplantación. Los guardianes juraron que no había entrado nadie en los aposentos. Todos eran hombres fieles y
Stephen no dudó de su palabra. La niñera pasó toda la noche en la habitación con el niño y se despertó para llevarlo al ama de cría, quien aseguró que había dado el pecho al niño mono de Ana. Debido a estos y otros indicios, Triano llegó a la conclusión de que el niño había sido cambiado mediante algún acto de magia.
— ¿Otros indicios?
Alfred suspiró y su mirada se desvió hacia el exterior. Bane estaba de pie sobre una roca, escudriñando atentamente la lejanía. En el horizonte empezaban a asomar unos negros nubarrones orlados de relámpagos. Y comenzaba a levantarse viento.
—Un poderoso encantamiento envolvía al pequeño. Todo el que lo miraba sentía el imperioso deber de amarlo. No, «amarlo» no es la palabra. —El chambelán buscó el término adecuado—. «Idolatrarlo», tal vez, o «perder el juicio por él». Verlo infeliz era una idea insoportable. Una lágrima que resbalaba de sus ojos nos dejaba roto el corazón durante días. Antes habríamos perdido la vida que separarnos del pequeño. —Alfred hizo una pausa y se pasó la mano por la calva—.
Stephen y Ana conocían el peligro de aceptar al niño como suyo pero tanto ellos como todos los demás éramos totalmente impotentes para evitarlo. Por eso le pusieron por nombre Bane, que significa ponzoña o veneno en la lengua antigua.
— ¿Y cuál era ese peligro?
—Un año después de que se produjera la suplantación, en el aniversario del nacimiento del auténtico hijo de Ana, apareció entre nosotros un misteriarca del
Reino Superior. Al principio nos sentimos muy honrados porque hacía muchos ciclos que no se producía una cosa igual: que uno de los poderosos magos del
Reino Superior se dignara rebajarse a abandonar su glorioso reino para visitar a sus inferiores. Sin embargo, nuestros vítores de orgullo y de alegría se nos helaron en los labios. Sinistrad es un mago perverso y se encargó enseguida de que lo conociéramos y lo temiéramos. Dijo que venía a honrar al pequeño príncipe y que le había traído un regalo. Cuando Sinistrad alzó al niño en sus brazos, hasta el último de nosotros supo de quién era en realidad el pequeño.
»Nadie podía hacer nada al respecto, por supuesto, pues no había modo de enfrentarse a un hechicero de la Séptima Casa. Triano, que es uno de los magos más sabios del reino, apenas pertenece a la Tercera Casa. Así pues, tuvimos que presenciar con unas fingidas sonrisas en los labios cómo el misteriarca colocaba ese amuleto con la pluma en torno al cuello de Bane. Sinistrad felicitó a Stephen por su heredero y se marchó. El énfasis que puso en la palabra nos causó a todos un escalofrío de horror, pero Stephen no pudo hacer otra cosa que idolatrar al pequeño con más intensidad que nunca, aunque empezaba a repugnarle su presencia.
Hugh se mesó la barba y frunció el entrecejo.
—Pero, ¿por qué iba a desear una tierra en el Reino Medio un hechicero del
Mundo Superior? Ellos nos abandonaron por su propia voluntad hace incontables ciclos, y su reino tiene más riquezas de las que podemos imaginar, según se dice.
—Ya te he dicho que lo ignoramos. Triano tiene varias teorías, la más evidente de las cuales es un plan de conquista. Pero, si quisieran sojuzgarnos, podrían traer un ejército de misteriarcas y derrotarnos con facilidad. No; como he comentado, no tiene sentido. Stephen sabía que Sinistrad estaba en comunicación con su hijo. Bane es un espía muy astuto. Ha descubierto todos los secretos del reino y tenemos la certeza de que los ha transmitido íntegramente a su padre. Parecía que la vida iba a transcurrir con normalidad a pesar de este incidente, pues han transcurrido diez ciclos desde entonces y nuestra fuerza ha aumentado. Si los misteriarcas querían adueñarse de nosotros, podrían haberlo hecho ya. Sin embargo, últimamente ha sucedido algo que obliga a Stephen a quitar de en medio al suplantador. —Alfred echó un nuevo vistazo al exterior y observó al muchacho ocupado todavía en divisar una ciudad, aunque se le notaba visiblemente cansado y descansaba ahora sentado en la roca, en lugar de permanecer de pie. El chambelán hizo un gesto a Hugh para que se acercara y le cuchicheó al oído—: ¡Ana espera otro hijo!
— ¡Ah! —Hugh asintió, comprendiendo de pronto el meollo del asunto—. Y, ahora que tienen otro heredero en camino, quieren librarse del primero, ¿no es eso? ¿Qué hay de ese encantamiento?
—Triano lo ha roto. Le ha costado diez ciclos de estudios, pero al fin lo ha conseguido. De este modo, Stephen se ha encontrado en disposición de... —Alfred hizo una pausa y balbuceó, turbado—: El rey ha podido...
—... contratar a un asesino para que le diera muerte. ¿Cuánto tiempo hace que lo sabes?
—Desde el principio. —Alfred se sonrojó—. Por esta razón te seguí.
— ¿Y habrías intentado impedírmelo?
—No estoy seguro. —Alfred frunció el entrecejo y sacudió la cabeza, desconcertado—. No..., no lo sé.
Una semilla oscura cayó en la mente de Hugh y arraigó en ella. Y creció deprisa, dando vuelta en su cerebro, echando flores y produciendo un fruto dañino. ¿Por qué había decidido incumplir el contrato? ¿Porque el muchacho era más valioso vivo que muerto? También lo eran muchos de los hombres que se había comprometido a matar, y nunca había faltado a su palabra. Nunca había quebrantado un contrato, aunque a veces hubiera podido sacar con ello diez veces más de lo que le pagaban por realizar el trabajo. ¿Por qué lo hacía ahora? ¡Si incluso había arriesgado la vida por salvar al pequeño bastardo! ¡Si no había sido capaz de matarlo ni siquiera después de que el príncipe había intentado acabar con él!
¿Y si el encantamiento no estaba roto? ¿Y si Bane aún seguía manipulándolos a todos, empezando por el rey Stephen?
Hugh miró fijamente a Alfred.
— ¿Y cuál es la verdad acerca de ti, chambelán?
—Me temo que la tienes ante ti, señor —respondió Alfred con aire humilde, al tiempo que abría los brazos—. He servido a la familia de la reina toda mi vida. Ya estaba con la familia de Su Majestad en su castillo de Ulyandia. Cuando Su Majestad se convirtió en reina, tuvo la amabilidad de llevarme con ella.
Un lento azoramiento cubrió el rostro de Alfred. Su mirada se clavó en las tablas del suelo y sus manos dieron unos tirones nerviosos de sus ropas andrajosas con dedos torpes.
Hugh pensó que aquel hombre tenía pocas aptitudes para contar mentiras, al contrario de lo que sucedía con el príncipe. Sin embargo, le pareció que, al igual que Bane, Alfred era un redomado falsario.
El asesino no insistió en el tema y cerró los ojos. Le dolía el hombro y se sentía aletargado y mareado, por efecto del veneno y de la presión atmosférica.
Pensando en todo lo que había sucedido, torció los labios en una amarga sonrisa.
Lo peor de todo era que él, un hombre con las manos manchadas por la sangre de tantas víctimas, un hombre que había creído con orgullo ser indomable, se había visto sometido..., por un chiquillo.
El príncipe Bane asomó la cabeza por el destartalado costado de la nave.
—Creo que he visto la gran máquina. Está bastante lejos, en esa dirección.
Ahora no se alcanza a ver porque la han ocultado las nubes, pero recuerdo hacia dónde quedaba. ¡Vayámonos enseguida! Al fin y al cabo, no es tan peligroso. Sólo un poco de lluvia y...
Un rayo cayó de las nubes con una explosión que abrió un agujero en la coralita. El trueno consiguiente hizo temblar el suelo y estuvo a punto de derribar al muchacho.
—Ahí tienes —comentó Hugh.
Otro relámpago descargó con una fuerza descomunal. Bane cruzó la cubierta a toda prisa y se agachó junto a Alfred. La lluvia resbaló sobre el casco. El granizo tamborileaba sobre la madera con ensordecedora fiereza. Pronto, el agua empezó a filtrarse por las grietas de la quilla destrozada. Bane puso unos ojos como platos y palideció, pero no chilló ni se echó a llorar. Cuando vio que le temblaban las manos, las apretó con fuerza. Observando al muchacho, Hugh se vio a sí mismo mucho tiempo atrás, luchando con orgullo contra el miedo, la única arma de su arsenal.
Y se le ocurrió que quizás era aquello, precisamente, lo que Bane quería demostrarle.
El asesino acarició la empuñadura de su espada. Sólo emplearía unos segundos. Desenvainarla, blandiría y hundirla en el cuerpo del muchacho. Si se lo iba a impedir algún encantamiento, quería verlo en acción. Quería saberlo con certeza.
Aunque quizá ya lo había comprobado.
Hugh apartó la mano de la espada. Levantó la pipa y encontró la mirada de
Bane. El príncipe tenía una sonrisa dulce y encantadora en los labios.
CAPITULO
WOMBE, DREVLIN, REINO INFERIOR
El survisor jefe estaba pasando una temporada pésima. Los dioses lo estaban atormentando. Como caídos textualmente de los cielos, los dioses llovían sobre su cabeza indefensa. Nada funcionaba como era debido. Su reino antes pacífico, que no había conocido el menor asomo de agitación durante los últimos siglos, se estaba volviendo loco por momentos.
Mientras avanzaba pesadamente por la coralita, seguido a regañadientes de su dotación de gardas y acompañado de un escandalizado ofinista jefe, el survisor pensó largo y tendido en los dioses y decidió que le caían demasiado bien. En primer lugar, en vez de desembarazarse limpiamente de Limbeck, el Loco, los dioses habían tenido la audacia de devolverlo con vida. ¡No sólo eso, sino que habían vuelto con él! Bueno, uno de ellos lo había hecho. Un dios que se hacía llamar Haplo. Y, aunque habían llegado a oídos del survisor jefe confusos informes acerca de que el dios no se consideraba tal, Darral Estibador no les había hecho el menor caso.
Por desgracia, lo fuera o no, aquel Haplo estaba causando problemas allí donde iba... Es decir, casi en todas partes, incluida ahora la ciudad de Wombe, capital de los gegs. Limbeck, el Loco, y sus bárbaros de la UAPP llevaban al dios por todo el país, pronunciaban discursos diciendo a la gente que habían sido utilizados, maltratados, esclavizados y los dictores sabían qué más. Desde luego, Limbeck, el Loco, ya llevaba cierto tiempo propagando aquellos desvaríos pero ahora, con el dios a su lado, los gegs empezaban a prestarle atención.
La mitad de los ofinistas se habían dejado convencer por completo. El ofinista jefe, viendo que su Iglesia se hacía pedazos a su alrededor, exigía al survisor jefe que hiciera algo.
— ¿Y qué se supone que debo hacer? —preguntó Darral con voz agria—.
¿Arrestar a ese Haplo, el dios que dice no ser un dios? ¡Con eso sólo conseguiríamos convencer a quienes creen en él de que han tenido razón desde el principio, y convencer a quienes no creen de que deberían hacerlo!
— ¡Tonterías! —bufó el ofinista jefe, sin haber entendido una palabra de lo que acababa de decir el survisor, pero seguro de que no podía estar de acuerdo con él.
— ¿Tonterías? ¿Eso es todo lo que tienes que decir? ¡En el fondo, esto es culpa tuya! —Exclamó el survisor jefe, hecho una furia—. Dejemos que los dictores se ocupen de Limbeck, el Loco, dijiste. ¡Desde luego que se han ocupado de él! ¡Lo han enviado de vuelta para destruirnos!
El ofinista jefe se había retirado con muestras de enojo, pero se había apresurado a regresar junto al survisor tan pronto como había sido avistada la nave.
Desplomándose de los cielos cuando no lo esperaba nadie, ya que aún no era la fecha de la ceremonia mensual, la nave dragón se había posado en el Exterior, a poca distancia de una zona periférica de Wombe conocida como Estomak. El survisor jefe la había visto caer desde la ventana de su dormitorio y el corazón le había dado un vuelco. ¡Más dioses! ¡Precisamente lo que necesitaba!
Al principio, Darral pensó que tal vez fuera el único testigo presencial del descenso y podía fingir que no había visto nada, pero no tuvo tanta suerte. Un puñado de gegs, incluido el ofinista jefe, vio también la nave. Peor aún, uno de sus gardas de ojo penetrante y cerebro vacío había asegurado que había observado
Algo Vivo saliendo de ella. Como castigo, el garda avanzaba ahora dando tumbos detrás de su jefe, formando parte del destacamento de exploradores.
— ¡Supongo que con esto aprenderás! —continuó reprendiendo Darral al desdichado garda—. Es culpa tuya que nos hayamos visto obligados a salir aquí fuera. ¡Si hubieses mantenido la boca cerrada! ¡Pero no! ¡Tenías que ver, además, a un dios con vida junto a la nave! ¡No sólo eso, sino que tenías que contárselo a gritos a la mitad del reino!
—Sólo se lo he comunicado al ofinista jefe —protestó el garda.
—Es lo mismo —murmuró Darral.
—Está bien, pero me parece estupendo que también nosotros tengamos ahora nuestro dios, survisor jefe —insistió el garda—. A mi modo de ver, no era justo que esos zoquetes de Het tuvieran un dios y nosotros, ninguno. ¡Creo que esto les enseñará!
El ofinista jefe levantó una ceja. Olvidando rencores, se acercó furtivamente al survisor.
—En eso tiene razón —murmuró al oído de Darral—. Si tenemos nuestro propio dios, podremos utilizarlo para contrarrestar al dios de Limbeck.
Mientras avanzaba a trompicones sobre la coralita resquebrajada e irregular, el survisor jefe tuvo que reconocer que, por una vez en la vida, su cuñado había planteado algo que sonaba medianamente inteligente. «Mi propio dios», meditó
Darral Estibador mientras chapoteaba entre los charcos, camino de la nave dragón. Tenía que existir un modo de sacar provecho de todo aquello.
Al comprobar que se aproximaban a la nave accidentada, el survisor jefe redujo la marcha y alzó la mano para advertir a quienes lo seguían que aminoraran la suya. Su gesto resultó innecesario, pues los gardas ya se habían detenido quince palmos detrás de su líder.
El survisor miró a sus hombres con exasperación y estuvo a punto de llamarlos cobardes, pero lo pensó mejor y llegó a la conclusión de que era preferible que sus hombres se mantuvieran a distancia. Quedaría mejor visto que fuera él solo quien tratara con los dioses.
Darral dirigió una mirada de soslayo al ofinista jefe y le dijo:
—Creo que deberías quedarte aquí. Puede ser peligroso.
Dado que Darral Estibador no se había preocupado jamás por su bienestar, el ofinista jefe se tomó el súbito interés de su pariente con lógica suspicacia y rechazó el consejo rápida e inequívocamente.
—Es justo y razonable que un miembro de la Iglesia acuda a recibir a estos seres inmortales —declaró en tono altisonante—. De hecho, sugiero que permitas que sea yo quien hable.
La tormenta había despejado, pero ya se estaba formando otra (en Drevlin siempre se estaba formando otra) y Darral no tenía tiempo para discusiones.
Limitándose a murmurar que el ofinista jefe podría hablar cuanto quisiera, el survisor y su pariente se pusieron en marcha de nuevo hacia el casco astillado de la nave naufragada, con un valor heroico que más tarde sería celebrado en relatos y canciones. (En el fondo, la valentía exhibida por los gegs no debería haberse considerado tan heroica, pues el garda había informado que la Criatura que había visto salir de la nave era menuda y de aspecto debilucho. Su verdadero valor se pondría a prueba en breve.)
Cuando llegó junto al casco dañado, el survisor jefe se encontró momentáneamente desorientado. Hasta aquel momento, jamás había hablado con un dios. En la sagrada ceremonia mensual de la Entrega, los welfos aparecían en sus enormes naves aladas, aspiraban el agua, arrojaban su recompensa y partían.
No era una mala manera de hacer las cosas, se dijo el sur-visor, pesaroso. Se disponía a abrir la boca para anunciar al dios pequeño y debilucho del interior de la nave que allí estaban sus siervos, cuando apareció un dios que era cualquier cosa menos menudo y enclenque.
Era un ser alto y moreno, con una barba negra que le colgaba del mentón en dos trenzas y una melena negra que se desparramaba sobre sus hombros. Tenía un rostro de facciones duras y unos ojos fríos y cortantes como la coralita sobre la que estaba plantado el geg. El dios portaba en la mano un arma de acero pulido y destellante.
A la vista de aquella criatura formidable y aterradora, el ofinista jefe olvidó por completo el protocolo eclesiástico, dio media vuelta y puso pies en polvorosa.
La mayor parte de los gardas, al ver que la Iglesia abandonaba el campo, pensó que había llegado el día del Juicio y huyó también. Sólo se quedó un fornido garda:
el que había visto al dios y había informado que era pequeño y débil. Tal vez pensó que no tenía nada que perder.
— ¡Oh! ¡En buena hora se me ocurrió venir! —murmuró Darral. Volviéndose hacia el dios, hizo una reverencia tan profunda que su luenga barba se arrastró por el suelo encharcado—. Venerable Señor —empezó a decir con voz humilde—, sé bienvenido a tu reino. ¿Has venido para el Juicio?
El dios lo miró; acto seguido, se volvió hacia otro dios (« ¿Cuántos más habrá ahí dentro?», se preguntó interiormente el survisor) y le dijo algo en una lengua ininteligible para el survisor. El segundo dios (un dios calvo, débil y de aspecto apacible, si alguien le hubiera pedido su opinión a Darral Estibador) movió la cabeza de un lado a otro con rostro inexpresivo.
Y al survisor jefe se le ocurrió pensar que aquellos dioses no habían entendido una palabra de lo que había dicho.
En aquel instante, Darral Estibador comprendió que Limbeck, el Loco, no estaba desquiciado después de todo. Aquellos seres no eran dioses. Los dioses le habrían comprendido. Aquéllos eran hombres mortales. Y habían llegado en una nave dragón, lo cual significaba que los welfos a bordo de las naves dragón también eran, muy probablemente, seres mortales. El survisor jefe no se habría sentido más consternado si la Tumpa-chumpa hubiese dejado de funcionar de pronto, si todos los engranajes hubieran dejado de girar, si todas las palancas hubiesen dejado de impulsar, si todos los silbatos hubieran dejado de sonar.
¡Limbeck, el Loco, tenía razón! ¡No habría ningún Juicio! Jamás serían elevados hasta la Esperanza de los Gegs. Darral observó con irritación a los dioses y su nave hecha trizas y se dio cuenta de que ni siquiera ellos podrían marcharse jamás de Drevlin.
El sordo rumor de un trueno advirtió al survisor que él y aquellos «dioses» no disponían de tiempo para quedarse mirando unos a otros. Desilusionado, enfadado y necesitado de tiempo para meditar, Darral volvió la espalda a los «dioses» y se dispuso a desandar el camino hasta la ciudad.
— ¡Espera! —Dijo una voz—. ¿Adonde vas?
Sobresaltado, Darral giró en redondo. Había aparecido un tercer dios. Éste debía de ser el que había visto el garda, pues era pequeño y de aspecto frágil.
¡Aquel dios era un niño! El survisor no sabía si eran sólo imaginaciones suyas, pero ¿no le acababa de hablar el dios niño con palabras inteligibles?
—Saludos. Soy el príncipe Bane —declaró el niño en un geg excelente aunque algo vacilante, como si alguien le estuviera apuntando cada palabra. Una de sus manos apretaba con fuerza un amuleto con una pluma que llevaba colgando sobre el pecho. La otra mano estaba extendida hacia adelante con la palma a la vista, en el gesto ritual de amistad entre los gegs—. Mi padre es Sinistrad, misteriarca de la
Séptima Casa y gobernante del Reino Superior.
Darral Estibador se estremeció y exhaló un suspiro. Jamás en su vida había visto un ser tan hermoso como aquél. Relucientes cabellos dorados, relucientes ojos azules... El niño brillaba como el metal pulido de la Tumpa-chumpa.
Tal vez se había confundido y Limbeck, el Loco, se equivocaba después de todo. ¡Sin duda, aquel ser debía ser inmortal! De lo más hondo del geg, enterrada bajo siglos de Separación, holocausto y ruptura, surgió en la mente de Darral una frase: «Y un chiquillo los conducirá».
—Saludos, príncipe Bane —respondió, vacilando al pronunciar aquel nombre que, en su idioma, no tenía ningún significado—. ¿Has venido a celebrar el Juicio por fin?
El chiquillo parpadeó; luego, dijo fríamente:
—Sí, he venido a juzgaros. ¿Dónde está tu rey?
—Soy el survisor jefe, Venerable, gobernante de mi pueblo. Sería un gran honor que te dignaras visitar nuestra ciudad.
El geg dirigió una nerviosa mirada a la tormenta que se aproximaba.
Probablemente, a los dioses no les afectaban los rayos que caían de los cielos, pero a Darral le resultaba algo embarazoso dar a entender que a los survisores jefes, sí.
El niño pareció darse cuenta de los apuros del geg y apiadarse de él. Con una mirada a sus dos compañeros, a quienes Darral tomó ahora por sirvientes o guardianes del dios, el príncipe Bane indicó que estaba dispuesto para el viaje y miró a su alrededor como si buscara un vehículo.
—Lo siento, Venerable —murmuró el survisor jefe, sonrojándose y sudando—.
Me temo que..., tendremos que andar.
— ¡Ah! ¡Está bien! —respondió el dios, saltando alegremente en mitad de un charco.
CAPÍTULO
WOMBE, DREVLIN, REINO INFERIOR
Limbeck se hallaba en la ventosa sede central de la UAPP, escribiendo el discurso que pronunciaría en el mitin de esa noche. Con las gafas en precario equilibrio sobre su nariz, el geg garabateaba sus palabras en el papel, salpicándolo todo de tinta y completamente abstraído del caos que lo rodeaba. Cerca de él se sentaba Haplo, con el perro a sus pies.
Silencioso, taciturno y discreto —de hecho, casi inadvertido—, el patryn estaba repantigado en una silla geg demasiado pequeña para su tamaño. Con las piernas extendidas frente a él, contemplaba ociosamente la organizada confusión y bajaba de vez en cuando la mano vendada para rascarle la cabeza al perro o para darle unas palmaditas reconfortantes si algo asustaba al animal.
La sede central de la UAPP en la ciudad de Wombe era, textualmente, un agujero en un muro. En cierto momento, la Tumpa-chumpa había dispuesto que necesitaba extenderse en determinada dirección, había abierto un hueco en la pared de una vivienda geg y después, por alguna razón desconocida, había acabado decidiendo que no quería ampliarse en aquella zona, después de todo.
El agujero en la pared había quedado tal cual y la veintena de familias geg que habían ocupado la vivienda se habían trasladado a otra parte, pues nadie podía estar seguro de que la Tumpa-chumpa no volvería a cambiar de idea.
Salvo algunos inconvenientes menores, como la perpetua corriente de aire, el lugar resultó ideal, en cambio, para la instalación de la sede central de la UAPP.
En la capital de Drevlin no había existido ninguna sede de la Unión hasta aquel momento, pues el survisor jefe y la Iglesia ejercían allí un dominio aplastante. Pero cuando llegó a Wombe la noticia del triunfal retorno de Limbeck de entre los muertos, trayendo consigo a un dios que afirmaba no serlo, los gegs reclamaron conocer más a fondo a la Unión y a su líder. Jarre viajó personalmente a la ciudad para instituir la Unión, distribuir panfletos y buscar un edificio adecuado que les sirviera de centro de operaciones y de vivienda. Sin embargo, su principal y secreto objetivo era descubrir si el survisor jefe y/o la Iglesia iban a plantearles problemas.
Jarre esperaba que así fuera. Casi podía oír a los cantores de noticias de todo
Drevlin voceando: « ¡Gardas golpean a conversos!». Pero nada por el estilo había sucedido, para disgusto de Jarre, y Limbeck y Haplo (y el perro) habían sido recibidos por una multitud jubilosa al entrar en la ciudad. Jarre había apuntado que se trataba sin duda de un oscuro y sutil ardid tramado por el survisor jefe para tenderles una trampa, pero Limbeck había replicado que, sencillamente, demostraba que Darral Estibador era justo y razonable.
Ahora, una multitud de gegs se agolpaba ante el agujero de la pared, estirando el cuello para echar un breve vistazo al famoso Limbeck y a su dios que no lo era. Los miembros de la UAPP entraban y salían con aire de importancia llevando mensajes de Jarre o para ésta, quien estaba tan ocupada encargándose de los asuntos que ya no tenía tiempo para preparar discursos.
Jarre estaba en su elemento, dirigiendo la UAPP con implacable eficacia. Su capacidad organizativa, su conocimiento interno de los gegs y su manejo de
Limbeck habían logrado que el mundo de los gegs estallara de cólera y de llamadas a la revolución. Ella se encargó de azuzar, pinchar y sacudir a Limbeck hasta moldearlo, lo impulsó a pronunciar palabras brillantes y lo contuvo cuando fue momento de callar. El temor reverencial que sentía por Haplo no tardó en desvanecerse y empezó a tratarlo igual que lo hacía con Limbeck, indicándole qué decir y cuánto tiempo hablar.
Haplo se sometió a ella en todo con una docilidad relajada y despreocupada.
Jarre descubrió que era un hombre de pocas palabras, pero esas palabras tenían el efecto de quemar en el corazón, en el que dejaban una marca que seguía escociendo mucho después de que el hierro se hubiera enfriado.
— ¿Tienes preparado el discurso de esta noche, Haplo?
Jarre, a quien Limbeck había enseñado a su vez a leer y a escribir, tenía a medio redactar el borrador de una réplica a un ataque que la Iglesia había vertido sobre ellos. Un ataque tan ridículo que contestarlo era darle más crédito del que merecía.
—Diré lo de siempre, si eso te agrada, señora —respondió Haplo con la calmosa respetabilidad que distinguía todos sus tratos con los gegs.
—Sí —respondió Jarre, acariciándose el mentón con el extremo de la pluma de escribir—. Creo que será lo más conveniente. Ya sabes que probablemente reuniremos el mayor auditorio hasta el momento. Según dicen, algunos trunos hablan incluso de dejar el trabajo, ¡algo que no tiene el menor precedente en la historia de Drevlin!
Limbeck se sobresaltó lo suficiente con el tono de voz de Jarre como para levantar sus ojos miopes del papel y volverlos hacia ella. En realidad, lo único que alcanzó a distinguir de Jarre fue una borrosa silueta rechoncha rematada en un bulto que era su cabeza. No le podía ver los ojos, pero Limbeck la conocía lo suficiente como para imaginarlos chispeantes de placer.
—Querida, ¿te parece bien eso? —intervino, con la pluma suspendida sobre el papel. Una gran gota de tinta fue a caer justo en mitad del texto sin que se diera cuenta—. Seguro que hará montar en cólera al survisor jefe y a los ofinistas...
— ¡Eso espero! —declaró Jarre enérgicamente, para gran disgusto de
Limbeck. Nervioso, metió la manga en el borrón de tinta.
—Ojalá envíe a sus gardas para disolver el mitin —continuó ellas—. ¡Con eso ganaríamos cientos de seguidores más!
Parte 2