Publicado en
mayo 02, 2010
PRÓLOGO
«... que teníamos a nuestro alcance el dominio del mundo. Nuestros antiguos enemigos, los sartán, asistían impotentes a nuestro auge. La certeza de que se verían obligados a vivir bajo nuestro mando les resultaba mortificante, amarga como el ajenjo, y, decididos a tomar medidas drásticas, cometieron un acto de desesperación casi imposible de concebir. Antes que permitir que nos adueñáramos del mundo, los sartán lo destruyeron.
»En su lugar, crearon cuatro nuevos mundos, formados con los elementos del viejo: Aire, Fuego, Piedra y Agua. Los pueblos del mundo que sobrevivieron al holocausto fueron transportados a estos mundos para que los habitaran. Nosotros, el antiguo enemigo, fuimos arrojados a una prisión mágica conocida como el Laberinto.
»Según los registros que descubrí en el Nexo, los sartán esperaban que la vida en la prisión nos "rehabilitaría", que saldríamos del Laberinto, con nuestra naturaleza —dominante y lo que ellos denominaban cruel— apaciguada. Pero algo salió mal en sus planes. Nuestros carceleros sartán, los que debían controlar el
Laberinto, desaparecieron. Y el Laberinto mismo tomó su lugar, y, de prisión, se convirtió en verdugo.
»Son incontables los hijos de nuestro pueblo que han muerto en ese lugar espantoso. Generaciones enteras han sido aniquiladas. Pero, antes de ser destruida, cada una de ellas consiguió ganarle terreno al Laberinto y dejar a sus descendientes un poco más cerca de la libertad. Por fin, gracias a mis extraordinarios poderes mágicos, logré derrotar al Laberinto y fui el primero en escapar de sus trampas. Atravesé la Puerta Final y emergí a este mundo, conocido como el
Nexo. Aquí, vi lo que los sartán habían hecho con nosotros y descubrí la existencia de cuatro nuevos mundos así y relaciones entre ellos. Pero lo que es más importante: descubrí la Puerta de la Muerte.
»Regresé al Laberinto —sigo haciéndolo con frecuencia— y utilicé mi magia para combatir y estabilizar diversas partes del mismo, proporcionando así refugios seguros para el resto de mi gente, que todavía lucha por liberarse de su cautiverio.
El Señor del Nexo, Historia de los patryn después de la Destrucción del Mundo.
(N. del a.)
. Extracto de los diarios privados del Señor del Nexo. (TV. del a.)
Quienes lo logran, llegan al Nexo y trabajan para mí, levantando la ciudad y preparándose para el día en que de nuevo ocuparemos al lugar que nos corresponde como dueños del universo. Con este fin, decidí mandar exploradores a cada uno de los cuatro mundos, a través de la Puerta de la Muerte.»
«(...) Escogí a Haplo entre el gran número de patryn a mi servicio por diversas razones: su sensatez, su rapidez de pensamiento, su capacidad para hablar con fluidez diversos idiomas y su dominio de la magia. Haplo demostró su capacidad en su primer viaje a Ariano, el mundo del aire. No sólo hizo cuanto pudo para perturbar el orden de ese mundo y para precipitarlo a una guerra devastadora, sino que me proporcionó abundantes y valiosas informaciones, así como un joven discípulo, un niño extraordinario llamado Bane.
»Estoy muy satisfecho de Haplo y su talento. Si lo vigilo con cierta severidad es debido a esa desafortunada tendencia suya a pensar por su cuenta. Yo no le digo nada, pues en el momento presente ese rasgo de su carácter me resulta de incalculable valor. En realidad, no creo que ni él mismo se dé cuenta de su defecto. Haplo imagina estar dedicado a mí, sacrificaría su vida por mí sin dudarlo.
Pero una cosa es ofrecer la propia vida, y otra distinta ofrecer el alma.
»Reunificar los cuatro mundos y derrotar a los sartán..., ¡qué dulces serán tales victorias! Pero mucho más dulce será el espectáculo de Haplo y sus congéneres, hincados de rodillas ante mí, reconociéndome en sus corazones y en sus mentes como su amo y señor absoluto».
«Haplo, mi querido hijo.
»Espero que me permitas llamarte así. Eres tan querido para mí como los hijos que he engendrado, tal vez porque creo haber desempeñado un papel fundamental en tu nacimiento..., o renacimiento. No cabe duda de que te arranqué de las fauces de la muerte y te devolví a la vida. Al fin y al cabo, ¿qué hace un padre natural para tener un descendiente, salvo compartir unos breves momentos de placer con una mujer?
»Tenía la esperanza de ayudarte a ganar tiempo en tu viaje a Pryan, el reino del Fuego. Por desgracia, los observadores me han mandado aviso de que el campo mágico se está desmoronando en las cercanías de la puerta cuatrocientas sesenta y tres. El Laberinto ha desencadenado una plaga de hormigas carnívoras que ha matado a centenares de los nuestros. Debo acudir a presentar batalla y, por tanto, estaré ausente cuando te marches. No es preciso decir que me gustaría tenerte a mi lado como en tantísimo combates, pero tu misión es urgente y no quiero apartarte de tu deber.
»Mis instrucciones son parecidas a las que te di al partir hacia Ariano. Por supuesto, ocultarás a la gente normal tus poderes mágicos. Como en Ariano, debemos mantener en secreto nuestro regreso al mundo. Si los sartán me descubren antes de que esté preparado para llevar a cabo mis proyectos, moverán cielo y tierra (como ya hicieron una vez) para impedirlo.
»Recuerda, Haplo, que eres un observador. Si es posible, no intervengas directamente para alterar los acontecimientos del mundo; actúa sólo a través de medios indirectos. Cuando me presente en esos mundos, no quiero escuchar acusaciones de que mis agentes han cometido atrocidades en mi nombre.
. Haplo, Pryan mundo del Fuego, vol. de Diarios de la Puerta de la Muerte. (N.
del a.)
Tu labor en Ariano fue excelente, hijo mío, y si vuelvo a comentarte esta precaución, lo hago sólo como recordatorio.
»Respecto a Pryan, el mundo del Fuego, sabemos poco, salvo que su extensión parece ser inmensa. Los indicios que nos han dejado los sartán describen una gigantesca bola de roca que envuelve un núcleo de fuego, parecida al mundo antiguo pero muchísimo mayor. Es ese tamaño lo que me desconcierta. ¿Por qué sentirían los sartán la necesidad de hacer tan increíblemente inmenso ese planeta?
Y hay otra cosa que no acabo de entender: ¿dónde está el sol? Tu deber, Haplo, será encontrar respuesta a estas y a otras preguntas.
»La vasta inmensidad de las tierras de Pryan me lleva a pensar que sus habitantes deben de estar repartidos en pequeños grupos, aislados entre sí. Me baso para ello en el cálculo del número de seres de las distintas razas que los sartán debieron de trasladar a Pryan. Incluso con una explosión demográfica sin precedentes, elfos, humanos y enanos no podrían en modo alguno haberse expandido hasta ocupar un espacio tan enorme. En tales circunstancias, de nada me serviría un discípulo que pudiera unificar a las gentes, como el que has traído de Ariano.
»Te envío a Pryan con la misión principal de investigar. Descubre cuanto puedas de ese mundo y de sus habitantes. Y, al igual que en Ariano, busca con diligencia cualquier rastro de los sartán; aunque, salvo una excepción, no encontraste a ninguno con vida en el mundo del Aire, es posible que huyeran de allí y se exiliaran en Pryan.
»Ten cuidado, Haplo. Sé discreto y prudente. No hagas nada que pueda atraer la atención sobre ti. Te abrazo de todo corazón. Y espero estrecharte entre mis brazos cuando regreses, sano y salvo y triunfante.
»Tu amo y padre.»
CAPÍTULO
PRISIÓN DE YRENI, DANDRAK, REINO MEDIO
Calandra Quindiniar estaba sentada tras el enorme escritorio de madera pulimentada, sumando las ganancias del último mes. Sus dedos blancos manejaban con rapidez el ábaco, deslizando las cuentas arriba y abajo, y sus labios murmuraban las sumas en voz alta mientras escribía las cifras en el viejo libro de contabilidad encuadernado en piel. Su caligrafía era muy parecida a la propia Calandra: fina, erguida, precisa y fácil de leer.
Sobre su cabeza giraban cuatro aspas de plumas de cisne que mantenían el aire en movimiento. Pese al calor sofocante de mitad de ciclo en el exterior, el interior de la casa permanecía fresco. La mansión se hallaba en la máxima elevación de la ciudad y recibía, gracias a ello, la brisa que más abajo solía quedar sofocada por la vegetación de la jungla.
Era la mansión más grande de la ciudad, después del palacio real. (Lenthan
Quindiniar tenía dinero suficiente para hacerse una casa mayor incluso que el palacio real, pero era un elfo humilde que conocía muy bien cuál era su lugar.) Las estancias eran espaciosas y aireadas, con techos altos y numerosas ventanas y el mágico sistema de ventiladores, al menos uno por estancia. Los salones, muy amplios, se hallaban en la segunda planta y estaban bellamente amueblados.
Unas persianas los dejaban frescos y en penumbra durante las horas brillantes del ciclo. Cuando se producía una tormenta, las persianas eran levantadas para dejar paso a la refrescante brisa cargada de humedad.
Paithan, el hermano menor de Calandra, estaba sentado en una mecedora cerca del escritorio. Se balanceaba adelante y atrás indolentemente, con un abanico de palma en la mano, y estudiaba el movimiento de las plumas de cisne sobre la cabeza de su hermana. Desde el estudio, Paithan podía divisar varios ventiladores más: el del salón y, más allá, el del comedor. Los vio girar en el aire y entre el rítmico temblor de las plumas, el chasquido de las cuentas del ábaco y el leve crujido de la mecedora, cayó en un estado casi hipnótico.
. Elaborado con un compuesto de depósitos de calcio procedentes de los huesos de animales, mezclados con otros elementos orgánicos hasta formar una pasta dúctil y manejable. (TV. del a.)
Una violenta explosión que sacudió los tres pisos de la casa hizo que Paithan se incorporara de un brinco.
— ¡Maldición! —masculló, observando con irritación una fina nube de yeso que caía del techo hasta su bebida helada.
Su hermana soltó un bufido y no dijo nada. Había hecho una pausa para limpiar de un soplido el polvo de yeso que se depositaba en la hoja del libro de contabilidad, pero no interrumpió sus cálculos. Se oyó entonces un gemido de terror procedente del piso inferior.
—Debe de ser la nueva criada del fregadero —comentó Paithan poniéndose en pie—. Será mejor que vaya a tranquilizarla y decirle que sólo son cosas de nuestro padre...
—No harás nada de eso —replicó Calandra sin levantar la vista y sin dejar de escribir—. Te quedarás ahí sentado y esperarás a que termine las cuentas; luego, repasaremos los detalles de tu próximo viaje al norint. Ya es suficientemente poco lo que haces para ganarte el sustento, siempre perdiendo el tiempo en Orn a saber con qué asuntos con tus amigos de la nobleza. Además, la chica nueva es una humana; y muy fea, por cierto.
Calandra se concentró de nuevo en sus sumas y restas. Paithan volvió a acomodarse de buen grado en la mecedora.
«Debería haber dado por sentado —se dijo el joven elfo— que si Calandra contrataba a una humana sería a algún adefesio con cara de cerdo. Eso es lo que se llama amor fraternal. ¡Ah!, en fin, muy pronto emprenderé viaje y entonces, mi querida Calandra, ojos que no ven...»
Paithan se meció en la silla, su hermana continuó murmurando y los ventiladores siguieron girando tranquilamente.
Los elfos adoraban la vida y por ello la envolvían de magia en casi todas sus creaciones. Las plumas producían la ilusión de estar aún sujetas al ala del cisne.
Mientras las contemplaba, Paithan pensó que constituían una buena analogía de su familia: todos sus miembros vivían en la creencia ilusoria de estar aún vinculados a algo, tal vez incluso unos a otros.
Sus apacibles meditaciones se vieron interrumpidas por la aparición de un elfo tiznado, desaliñado y con las puntas de los cabellos chamuscados, que entró en la estancia dando brincos y frotándose las manos.
—Esta vez no ha estado mal, ¿verdad? —comentó.
De baja estatura para tratarse de un elfo, era evidente que en otra época había sido rotundamente obeso. En los últimos tiempos, sus carnes se habían vuelto fofas, y su piel, cetrina y ligeramente hinchada. Aunque la capa de hollín lo ocultaba a la vista, el cabello gris que rodeaba la extensa calva de la coronilla indicaba que estaba en la madurez. De no ser por las canas, habría sido difícil calcular la edad del elfo pues tenía el cutis terso, sin una arruga; demasiado terso.
Y unos ojos brillantes; demasiado brillantes. El recién llegado se frotó las manos y miró alternativa y nerviosamente a su hija y a su hijo.
—Esta vez no ha estado mal, ¿verdad? —repitió.
—Desde luego que no, jefe —asintió Paithan, de buen humor—. Un poco más y me caigo de espaldas.
Lenthan Quindiniar le dirigió una sonrisa espasmódica.
— ¿Calandra? —insistió.
. La sociedad élfica de Equilan mide el tiempo de la siguiente manera: una hora tiene cien minutos, veintiuna horas son un ciclo, cincuenta ciclos son una estación, y cinco estaciones, un año. La medición del tiempo varía de un lugar a otro en Pryan, según las condiciones meteorológicas locales. Al contrario que el mundo de Ariano, donde existe el día y la noche, en Pryan nunca se pone el sol. (N. del a.)
—Has conseguido poner histérica a la ayudante de cocina y has causado nuevas grietas en el techo, si es a eso a lo que te refieres, padre —replicó
Calandra, haciendo chasquear las cuentas con gesto irritado.
— ¡Has cometido un error! —dijo de pronto el ábaco con su voz chillona.
Calandra dirigió una mirada de rabia al aparato, pero éste se mantuvo firme—.
Catorce mil seiscientos ochenta y cinco más veintisiete no son catorce mil seiscientos doce. Son catorce mil setecientos doce. Te has olvidado de llevar una.
— ¡Me extraña que sólo haya cometido un error! ¿Ves lo que has hecho, padre? —exclamó Calandra.
Lenthan se mostró bastante alicaído durante unos instantes, pero recuperó el ánimo enseguida.
—Ya no falta mucho —comentó, frotándose las manos—. Esta vez, el cohete se ha elevado por encima de mi cabeza. Creo que ya estoy cerca de encontrar la mezcla adecuada. Voy al laboratorio otra vez, queridos míos. Estaré allí si alguien me necesita.
— ¡Esto último es muy probable! —murmuró Calandra.
—Vamos, deja tranquilo al jefe —dijo Paithan, observando con aire divertido al elfo tiznado que, tras un titubeo, desandaba el camino entre el surtido de bellos muebles hasta desaparecer por una puerta trasera del comedor—. ¿Acaso prefieres verlo como estaba después de que muriera madre?
—Preferiría verlo cuerdo, si te refieres a eso, pero supongo que es demasiado pedir. Entre los galanteos de Thea y el estado mental de padre, somos el hazmerreír de la ciudad.
—No te preocupes, querida hermana. Quizá la gente se burle, pero lo hará siempre a escondidas si eres tú quien recauda el dinero de los Señores de Thillia.
Además, si el viejo recuperara la cordura, volvería a ocuparse del pastel.
— ¡Bah! —Masculló Calandra—. Y no utilices esas expresiones. Ya sabes que no puedo soportarlas. Es lo que sucede cuando uno anda siempre por ahí con unos amigos como esos que tienes. Un grupo de indolentes holgazanes...
— ¡Error! —Informó el ábaco—. Tienes que...
— ¡Ya lo haré yo!
Calandra frunció el entrecejo, consultó la última anotación y, con un gesto irritado, volvió a sumar las cantidades.
—Deja que esa..., esa cosa se encargue de las cuentas —apuntó Paithan, refiriéndose al ábaco.
—No confío en las máquinas. ¡Silencio! —exclamó Calandra cuando su hermano se disponía a añadir algo más.
Paithan permaneció en silencio unos momentos, abanicándose, mientras se preguntaba si tendría energía suficiente para llamar al criado y mandarle traer un vaso de ambrosia fría..., uno que no estuviera lleno de yeso. Sin embargo, dado su carácter, el joven elfo era incapaz de quedarse callado mucho rato.
—Hablando de Thea, ¿dónde está? —preguntó, volviendo la cabeza como si esperara verla emerger de debajo de alguna de las fundas que protegían varios muebles de la estancia.
—En la cama, por supuesto. Todavía no es la hora del vino —contestó su hermana, refiriéndose al período del final de cada ciclo conocido como «arrebato»
en el que los elfos dejaban el trabajo y se relajaban tomando un vaso de vino con especias.
Paithan se meció adelante y atrás. Estaba aburriéndose. El noble Durndrun salía con un grupo a navegar por el estanque del árbol y ofrecía una cena campestre a continuación y, si Paithan quería asistir, ya era hora de vestirse adecuadamente y ponerse en camino. Aun sin ser de noble cuna, el joven elfo era lo suficientemente rico, guapo y encantador como para hacerse un nombre entre la aristocracia. Le faltaba la educación de la nobleza pero era lo bastante listo como para reconocerlo y no intentar fingirse algo distinto a lo que era: el hijo de un comerciante de clase media. El hecho de que ese padre comerciante de clase media fuera, precisamente, el elfo más rico de toda Equilan, más rico incluso (así se rumoreaba) que la propia reina, compensaba de largo sus ocasionales caídas en la vulgaridad. El joven elfo era un buen camarada que gastaba el dinero con prodigalidad.
«Es un diablo interesante; cuenta las historias más estrafalarias», había dicho de él uno de los nobles.
La educación de Paithan procedía del mundo, no de los libros. Desde la muerte de su madre, unos ocho años atrás, y el posterior hundimiento de su padre en la locura y la enfermedad, Paithan y su hermana mayor se habían hecho cargo de los negocios familiares. Calandra se quedaba en casa y llevaba la contabilidad de la próspera empresa de armamento. Aunque hacía más de cien años que los elfos no iban a la guerra, a los humanos todavía les gustaba practicarla, y más aún les gustaban las armas mágicas que los elfos creaban para librarla. Paithan se encargaba de salir por el mundo, negociar los contratos, asegurarse de que se entregaban los envíos y mantener satisfechos a los clientes.
Debido a ello, había viajado por todas las tierras de Thillia y en una ocasión se había aventurado hasta los propios territorios de los reyes del mar, hacia el norint. Los nobles elfos, por el contrario, rara vez abandonaban sus propiedades en las copas de los árboles. Muchos de ellos ni siquiera habían pisado las partes inferiores de Equilan, su propio reino. Debido a ello, Paithan era considerado una maravillosa rareza y era cortejado como tal.
Paithan era consciente de que los nobles y las damas lo tenían entre ellos como a sus monos domésticos, para divertirlos. La alta sociedad elfa no lo aceptaba de corazón. Él y su familia eran invitados al palacio real una vez al año, en una concesión de la reina a quienes mantenían llenas sus arcas, pero eso era todo. Nada de ello preocupaba a Paithan.
En cambio, el hecho de que unos elfos que no eran la mitad de listos y no tenían ni la cuarta parte de sus riquezas miraran a los Quindiniar por encima del hombro porque éstos no podían reconstruir su árbol genealógico hasta el tiempo de la Peste le dolía a Calandra como una flecha en el pecho. No encontraba ninguna virtud en la «nobleza» y, al menos delante de su hermano, dejaba patente el desdén que le inspiraba. Y le irritaba muchísimo que Paithan no compartiera sus sentimientos.
Paithan, en cambio, encontraba a los nobles elfos casi tan divertidos como él les resultaba a ellos. Sabía que, si proponía matrimonio a cualquiera de las hijas de uno de los duques, habría abrazos y sollozos y lágrimas ante la idea de que la «querida hija» se casara con un plebeyo... y la boda se celebraría tan pronto como lo permitiera la etiqueta cortesana. Al fin y al cabo, las casas nobles eran caras de mantener.
El joven elfo no tenía intención de casarse; al menos, por el momento.
Procedía de una familia aventurera y trashumante cuyos antepasados eran los exploradores elfos que habían descubierto la omita. Llevaba casi una estación completa en casa y era hora de ponerse en marcha otra vez, razón por la cual estaba allí sentado junto a su hermana, cuando debería encontrarse remando en un bote acompañado de alguna damita encantadora. Pero Casandra, abstraída en sus cálculos, parecía haberse olvidado de su presencia. Paithan decidió de pronto que, si oía chasquear otra vez las cuentas del ábaco, se iba a «mosquear» (otra expresión de la jerga de «su peña» que provocaría la irritación de Calandra).
Paithan tenía una noticia para su hermana que se había estado guardando para un momento como aquél. Una noticia que provocaría una explosión parecida a la que había sacudido la casa un rato antes, pero que sacaría a Calandra de su ensimismamiento. Así, Paithan podría escapar de allí.
— ¿Qué opinas de que padre haya mandado llamar a ese sacerdote humano?
—preguntó.
Por primera vez desde que entrara en la habitación, su hermana interrumpió sus cálculos, levantó la cabeza y lo miró.
-¿Qué?
—Padre ha mandado llamar al sacerdote humano. Pensaba que estabas al corriente. —Paithan parpadeó repetidamente, aparentando inocencia.
En los ojos oscuros de Calandra apareció un fulgor. Sus labios se apretaron.
Después de secarla con meticuloso cuidado en un paño manchado de tinta que utilizaba expresamente con tal propósito, dejó la pluma con delicadeza en su lugar correspondiente, sobre el libro de contabilidad, y volvió la cabeza hacia su hermano, dedicándole toda su atención.
Calandra nunca había sido hermosa. Toda la belleza de la familia, se decía, había quedado reservada y concedida a su hermana menor. Calandra era tan delgada que su aspecto resultaba casi cadavérico. (De niño, Paithan había recibido una azotaina por preguntar si su hermana se había pillado la nariz en un lagar.)
Ahora, ya en sus últimos años mozos, parecía como si toda su cara hubiera sido comprimida en una prensa. Llevaba el cabello recogido hacia atrás con un moño apretado en lo alto de la cabeza, sujeto con tres peinetas de púas agudas y aspecto atroz. Su piel tenía una palidez mortal, pues rara vez abandonaba el interior de la casa y, cuando lo hacía, llevaba un parasol como protección. Sus severas ropas siempre se confeccionaban según el mismo patrón: abotonadas hasta la barbilla y con faldas que se arrastraban por el suelo. A Calandra nunca le había importado no ser hermosa. La belleza se otorgaba a la mujer para que pudiera atrapar a un hombre, y Calandra no quería ninguno.
—Al fin y al cabo —gustaba de decir Calandra—, ¿qué son los hombres sino seres que se gastan el dinero de una y se meten en su vida?
«Todos, excepto yo», pensó Paithan. «Y eso porque Calandra se ocupó de educarme como es debido.»
—No te creo —dijo ella.
—Claro que sí. —Paithan se estaba divirtiendo—. Ya sabes que el vie..., perdona, ha sido un desliz..., que padre está lo bastante chiflado como para hacer cualquier cosa.
— ¿Cómo te has enterado?
—Porque la última hora de cenar me dejé caer por el local del viejo Rory a tomar una copa rápida antes de ir a casa de...
. Ave voladora de la familia de los gansos de mar que se utilizan para comunicaciones a larga distancia. Un ánsar debidamente entrenado, vuela entre dos puntos sin equivocarse jamás. (N. del a.)
. Medida de cambio de Equilan. Es un papel de cambio por el equivalente en piedras, que son extremadamente escasas y sólo suelen encontrarse en el fondo mismo del mundo de Pryan. (N. del a.)
—No me interesa adonde ibas —lo cortó Calandra, en cuya frente apareció una arruga—. No te contaría Rory ese rumor, ¿verdad?
—Me temo que sí, querida hermana. El chiflado de nuestro padre estaba en la taberna, hablando de sus cohetes, y salió con la noticia de que había mandado llamar a un sacerdote humano.
— ¡En la taberna! —Calandra abrió unos ojos como platos, aterrada—. ¿Lo oyó mucha..., mucha gente?
— ¡Desde luego que sí! —contestó Paithan, animadamente—. Era su hora de costumbre, ya sabes, justo la hora del vino, y el local estaba abarrotado.
Calandra emitió un ronco gemido y sus dedos se cerraron en torno al marco del ábaco, que protestó sonoramente.
—Tal vez padre lo haya... imaginado —murmuró. Sin embargo, su voz sonó desesperanzada. A veces, Lenthan Quindiniar estaba demasiado cuerdo en su locura.
Paithan movió la cabeza.
—No —dijo—. He hablado con el hombre de los pájaros. Su ánsar llevó el mensaje a Gregory, Señor de Thillia. La nota decía que Lenthan Quindiniar de
Equilan quería consultar con un sacedote humano acerca de los viajes a las estrellas. Comida y alojamiento y quinientas piedras.
Calandra lanzó un nuevo gemido. Se mordió el labio y exclamó:
— ¡Estaremos asediados!
—No, no. Yo no lo veo así. —Paithan sintió cierto remordimiento por ser causa de aquella desazón. Alargó la mano y acarició los dedos agarrotados de su hermana—. Esta vez quizá tengamos suerte, Cal. Los sacerdotes humanos viven en monasterios y pronuncian, entre otros, estrictos votos de pobreza. No pueden aceptar dinero. Además, llevan una vida bastante buena en Thillia, por no hablar del hecho de que están organizados en una rígida jerarquía. Todos son responsables ante alguna especie de padre superior y no pueden limitarse a coger los bártulos y desaparecer en la espesura.
—Pero la ocasión de convertir a un elfo...
— ¡Bah! No son como nuestros sacerdotes. No tienen tiempo de convertir a nadie. Su principal ocupación es intervenir en política y tratar de hacer volver a los
Señores Perdidos.
— ¿Estás seguro? —Las pálidas mejillas de Calandra habían recuperado en parte el color.
—Bueno, no del todo —reconoció Paithan—, pero he estado mucho tiempo con los humanos y los conozco. Por un lado, no les gusta venir a nuestras tierras.
Y tampoco les gustamos nosotros. No creo que deba preocuparnos la aparición de ese sacerdote.
—Pero, ¿por qué? —Quiso saber Calandra—. ¿Por qué ha hecho padre una cosa así?
—Porque los humanos creen que la vida procede de las estrellas, las cuales según ellos son en realidad ciudades, y predican que algún día, cuando en nuestro mundo aquí abajo reine el caos, los Señores Perdidos regresarán y nos conducirán a ellas.
— ¡Tonterías! —replicó ella, crispada—. Todo el mundo sabe que la vida proviene de Peytin Sartán, Matriarca del Paraíso, que creó este mundo para sus hijos mortales. Las estrellas son sus hijas inmortales, que nos vigilan. —La elfa pareció con-mocionada al comprender las consecuencias últimas de lo que estaba diciendo—: No insinuarás que padre cree en lo que acabas de decirme, ¿verdad?
¡Sería...! ¡Es una herejía!
—Me parece que está empezando a creerlo —asintió Paithan con aire más sombrío—. Si lo piensas, Calandra, para él tiene sentido. Ya estaba experimentando con el empleo de cohetes para transportar mercancías antes de que madre muriera. Entonces, ella muere y nuestros sacerdotes le dicen que se ha ido al cielo para ser una de las hijas inmortales. A nuestro pobre padre le salta un tornillo de la mente y alumbra la idea de utilizar los cohetes para ir a encontrar a madre. Después, pierde el siguiente tornillo y decide que tal vez madre no es inmortal, sino que vive ahí arriba, sana y salva, en una especie de ciudad.
— ¡Orn bendito! —Calandra emitió un nuevo lamento. Permaneció en silencio unos instantes, contemplando el ábaco y moviendo entre los dedos una de las cuentas adelante y atrás, adelante y atrás—. Iré a hablar con él —dijo por fin.
Paithan se esforzó en mantener el dominio de su expresión.
—Sí, tal vez sea una buena idea, Cal. Ve a hablar con él.
Calandra se puso en pie, con un susurro ceremonioso de la falda. Hizo una pausa y miró a su hermano.
—íbamos a hablar del próximo embarque...
—Eso puede esperar a mañana. Lo que tenemos entre manos es mucho más importante.
— ¡Bah! No es preciso que finjas estar tan preocupado. Sé qué te propones, Paithan. Largarte a una de esas juergas alocadas con tus amigos de la nobleza en lugar de quedarte en casa, ocupándote del negocio como deberías. Pero tienes razón, aunque es probable que no tengas suficiente juicio para saberlo. En efecto esto tiene más importancia. —Debajo de ellos sonó una explosión ahogada, un estruendo de platos estrellándose contra el suelo y un grito procedente de la cocina. Calandra suspiró—. Iré a hablar con él, aunque debo decir que dudo de que sirva de mucho. ¡Si pudiera conseguir que padre mantuviera la boca cerrada!
Cerró el libro de contabilidad con un fuerte golpe. Con los labios apretados y la espalda envarada, se encaminó hacia la puerta del extremo opuesto del comedor. Llevaba las caderas tan firmes como la espalda; nada de atractivos balanceos de falda para Calandra Quindiniar.
Paithan movió la cabeza en gesto de negativa.
—Pobre jefe —murmuró. Por unos momentos, sintió verdadera lástima de él.
Después, agitando el aire con el abanico de hoja de palma, fue a su habitación a vestirse.
CAPÍTULO
EQUILAN, NIVEL DE LA COPA DE LOS ÁRBOLES
Tras descender las escaleras, Calandra atravesó la cocina, situada en la planta baja de la mansión. El calor aumentaba claramente al pasar de las aireadas plantas superiores a la zona inferior, más cerrada y cargada de humedad. La criada del fregadero, con los ojos enrojecidos y la marca de la manaza de la cocinera cruzándole el rostro, estaba recogiendo con gesto irritado los fragmentos de la loza que acababa de estrellar contra el suelo. Tal como le había contado a su hermano, la criada era una muchacha humana realmente fea y sus ojos llorosos y sus labios hinchados no contribuían en absoluto a mejorar su aspecto.
Sin embargo, lo cierto era que, a los ojos de Calandra, todos los humanos eran feos y toscos, poco más que brutos y salvajes. La muchacha humana era una esclava, comprada en un mismo lote junto a un saco de harina y una cazuela de madera de piedra. En adelante, trabajaría en las tareas más humildes a las órdenes de una jefa estricta, la cocinera, durante unas quince de las veintiuna horas del ciclo. Compartiría una minúscula habitación con la camarera de la planta baja, no tendría nada de su propiedad y ganaría una miseria con la que, cuando ya fuera una anciana, podría comprarse la emancipación. Y, a pesar de todo ello, Calandra tenía la firme creencia de que había hecho un tremendo favor a la humana al traerla a vivir entre gente civilizada.
La visión de la muchacha en su cocina avivó las ascuas de la ira de Calandra.
¡Un sacerdote humano! Qué locura. Su padre debería tener más juicio. Una cosa era volverse loco y otra olvidar el menor sentido del decoro. Calandra cruzó a toda marcha la despensa, abrió con energía la puerta de la bodega y descendió los peldaños cubiertos de telarañas que conducían al sótano fresco y oscuro.
La mansión de los Quindiniar se alzaba en una planicie de musgo que crecía entre las capas de vegetación más altas del mundo de Pryan. El nombre Pryan significaba reino del Fuego en una lengua que, supuestamente, utilizaban las primeras gentes que llegaron a aquel mundo. La denominación era acertada, pues el sol de Pryan brillaba constantemente, pero otro nombre aún más preciso para el planeta hubiera sido el de reino del Verdor pues, debido al sol permanente y a las frecuentes lluvias, el suelo de Pryan estaba cubierto por una capa de vegetación tan densa que eran contados los habitantes del planeta que lo habían visto alguna vez.
Sucesivas capas de follaje y de diversas formas de vida vegetal se dirigían hacia arriba, dando lugar a numerosos niveles escalonados. Los lechos de musgo era increíblemente tupidos y resistentes; la gran ciudad de Equilan estaba edificada encima de uno de ellos y sobre sus masas espesas, de color verde parduzco, se extendían lagos e incluso océanos. Las ramas superiores de los árboles se alzaban sobre ellas formando inmensos bosques, impenetrables como junglas. Y era allí, en las copas de los árboles o en las llanuras de musgo, donde la mayoría de civilizaciones de Pryan habían levantado sus ciudades.
Las llanuras de musgo no cubrían por entero el planeta, sino que se interrumpían en lugares conocidos como «muros de dragón». En ellos, el espectador situado al borde de la planicie se encontraba ante un abismo de vegetación, ante una sucesión de troncos grises y una espesura de hierbas y arbustos y hojas que descendían hasta perderse de vista en la impenetrable oscuridad de las regiones inferiores.
Los muros de dragón eran lugares colosales y espantosos, a los que muy pocos se atrevían a acercarse. El agua de los mares del musgo se despeñaba por el borde de las enormes grietas y caía en cascadas a la oscuridad con un rugido que hacía temblar los poderosos árboles. Tormentas perpetuas se desencadenaban allí.
Enormes extensiones umbrías de todos los tonos de verde se extendían cuanto alcanzaba la vista hasta tocar el radiante cielo azul en el horizonte. Todos aquellos que alguna vez habían llegado hasta el borde de la sima, y contemplaban aquella masa de jungla sin límite debajo de sus pies, se sentían pequeños, insignificantes y frágiles como la hoja más tierna recién abierta.
En ocasiones, si el observador conseguía reunir el valor suficiente para pasar algún tiempo observando la jungla que se abría debajo de él, era posible que observara el siniestro movimiento de un cuerpo sinuoso serpenteando entre las ramas y escurriéndose entre las intensas sombras verdes con tal rapidez que el cerebro llegara a dudar de lo que el ojo captaba. Eran estas criaturas, los dragones de Pryan, las que daban su nombre a las impresionantes simas. Pocos eran los exploradores que los habían visto alguna vez, pues los dragones eran tan precavidos ante la presencia de los pequeños seres extraños que habitaban las copas de los árboles, como cautos se mostraban humanos, enanos y elfos ante la visión de los dragones. No obstante, existía la creencia de que éstos eran animales de gran inteligencia, enormes y sin alas, que desarrollaban su vida muy, muy abajo, tal vez incluso en el mismo suelo del planeta del que hablaban las leyendas.
Lenthan Quindiniar no había visto nunca un dragón. Su padre, sí; había visto varios. Quintain Quindiniar había sido un explorador e inventor legendario que había contribuido a fundar la ciudad élfica de Equilan y había ideado numerosas armas y otros artefactos que despertaron de inmediato la codicia de los pobladores humanos de la zona. Quintain había utilizado la ya considerable fortuna familiar, basada en la omita, para establecer una compañía comercial que cada año fue haciéndose más próspera. Pese al éxito de la empresa, Quintain no se había contentado con quedarse tranquilamente en casa y contar las ganancias. Cuando Lenthan, su único hijo, tuvo edad suficiente, Quintain le cedió el negocio y volvió a sus exploraciones. Nunca se había vuelto a tener noticias de él y todos habían dado por sentado, transcurrido un centenar de años, que había muerto.
Lenthan llevaba en sus venas la sangre trashumante de su familia pero nunca se le permitió entregarse a los viajes, sino que se vio obligado a ocuparse de los asuntos del negocio. También él poseía el don de la familia para hacer dinero, pero en ningún momento había tenido la sensación de que aquel dinero fuera suyo. Al fin y al cabo se limitaba a llevar el negocio establecido por su padre.
. Piedra imán. Quindiniar fue el primero en descubrir y reconocer sus propiedades, que, por primera vez, hicieron posibles los viajes por tierra. Hasta el descubrimiento de la omita, los viajeros no tenían modo de saber qué dirección llevaban y se perdían irremisiblemente en la jungla. La ubicación de la patria es un secreto de familia que se guarda celosamente. (N. del a.)
Lenthan había buscado durante mucho tiempo el modo de dejar su propia huella en el mundo pero, por desgracia, no quedaba demasiado por explorar. Los humanos dominaban las tierras al norint, el océano Terinthiano impedía la expansión hacia el est y hacia el vars, y los muros de dragón cerraban la marcha hacia el sorint. Para las aspiraciones de Lenthan, sólo quedaba una dirección en la que encaminar sus pasos: hacia arriba.
Calandra entró en el laboratorio del sótano recogiéndose la falda para no mancharla de polvo. La expresión de su rostro habría agriado la leche. De hecho, estuvo a punto de helarle la sangre a su padre. Cuando Lenthan vio a su hija en aquel lugar que tanto le desagradaba, palideció y se aproximó con gesto nervioso al otro elfo presente en la estancia. El elfo sonrió e hizo una somera reverencia. La expresión de Calandra se nubló al verle.
—Cuánto..., cuánto me alegro de verte por aquí, quería... —balbuceó el pobre
Lenthan, depositando un tarro de un líquido pestilente sobre una mesa mugrienta.
Calandra arrugó la nariz. El musgo que formaba las paredes y el suelo despedía un olor acre y almizcleño que no combinaba bien con los diversos olores químicos, sobre todo sulfurosos, que impregnaban el laboratorio.
—Querida Calandra —dijo el elfo que acompañaba a su padre—, confío en que te encuentres bien de salud.
—Así es, Maestro Astrólogo. Te agradezco el interés y también yo espero que te encuentres bien.
—En fin, el reuma me molesta un poco, pero es algo de esperar a mi edad.
« ¡Ojalá ese reuma se te llevara, viejo charlatán!», murmuró Calandra para sus adentros.
« ¿Qué habrá venido a hacer aquí esta bruja?», se preguntó el astrólogo bajo el cuello estirado y almidonado que se alzaba desde sus hombros y le cubría el rostro casi completamente.
Lenthan se quedó entre los dos con expresión desdichada y culpable, aunque no tenía idea, todavía, de qué había hecho.
—Padre —dijo Calandra con voz severa—, quiero hablar contigo. A solas.
El astrólogo hizo otra reverencia y empezó a retirarse. Lenthan, viendo que se quedaba sin apoyo, lo agarró de la manga.
—Vamos, querida, Elixnoir forma parte de la familia...
—Desde luego, come lo suficiente como para ser parte de ella —lo cortó
Calandra, olvidando la paciencia y dejándose llevar por el terrible mazazo que le había producido la noticia de la llegada del sacerdote humano—. ¡Come lo suficiente como para ser varias partes!
El astrólogo se irguió, muy envarado, y sus ojos la miraron por encima de una nariz larga y casi tan aguileña como las puntas del cuello azul oscuro entre las cuales asomaba.
— ¡Calandra! ¡Recuerda que es nuestro invitado! —Exclamó Lenthan, escandalizado hasta el punto de reprender a su hija mayor—. ¡Y un Maestro
Hechicero!
—Invitado, sí, en eso te doy la razón. Elixnoir no se pierde nunca una comida, ni una ocasión de probar nuestro vino ni de ocupar nuestra habitación de huéspedes. En cambio, dudo mucho de su maestría en las artes mágicas. Todavía no le he visto hacer otra cosa que murmurar cuatro palabras sobre esas pociones apestosas que preparas, padre, y luego apartarse de ellas para contemplar cómo burbujean y despiden humos. ¡Entre los dos, cualquier día prenderéis fuego a la casa! ¡Hechicero! ¡Ja! Lo único que hace, padre, es calentarte la cabeza con historias blasfemas de gentes antiguas que viajaban a las estrellas en naves con velas de fuego...
— ¡Se trata de hechos científicos, jovencita! —intervino el astrólogo. Las puntas del cuello de la capa temblaban de indignación—. Lo que hacemos tu padre y yo son investigaciones científicas y no tiene nada que ver con religiones o...
— ¿Que no? —Lo interrumpió Calandra, lanzando la estocada verbal directamente al corazón de su víctima—. Entonces, ¿por qué mi padre ha mandado traer a un sacerdote humano?
Los ojos del astrólogo, pequeños como cuentas, se agrandaron de estupor. El cuello almidonado se volvió de Calandra al desdichado Lenthan, que pareció desconcertado ante las palabras de su hija.
— ¿Es eso cierto, Lenthan Quindiniar? —inquirió el hechicero, enfurecido—.
¿Has mandado llamar a un sacerdote humano?
—Yo..., yo... —fue lo único que logró balbucir Lenthan.
—Así pues, me has engañado, señor —declaró el astrólogo. A cada momento que pasaba, aumentaba su indignación y, con ella, parecía crecer el cuello de la capa—. Me habías hecho creer que compartías nuestro interés por las estrellas, sus ciclos y su situación en los cielos.
— ¡Y así era! ¡Es! —Lenthan se retorció las manos ennegrecidas de hollín.
—Afirmabas estar interesado en el estudio científico de cómo estas estrellas rigen nuestras vidas...
— ¡Blasfemia! —exclamó Calandra, con un estremecimiento de su cuerpo huesudo.
—Y ahora, en cambio, te descubro asociado a un..., un...
Al hechicero le faltaron las palabras. El cuello puntiagudo de la capa pareció cerrarse en torno a su rostro de modo que sólo quedaron a la vista, por encima de él, sus ojos brillantes y enfurecidos.
— ¡No! ¡Por favor, deja que te explique! —Graznó Lenthan—. Verás, mi hijo me habló de la creencia de los humanos en la existencia de gente que vive en esas estrellas y pensé que...
— ¡Paithan! —dijo Calandra con un jadeo, identificando a un nuevo culpable.
— ¡Que ahí vive gente! —masculló el astrólogo, desdeñoso, con la voz sofocada tras la ropa almidonada.
—Pues a mí me parece posible... y, desde luego, explica por qué los antiguos viajaron a las estrellas y concuerda con las enseñanzas de nuestros sacerdotes de que, cuando morimos, nos hacemos uno con las estrellas. Sinceramente, echo en falta a Elithenia...
. Profundidad a la que se suele enterrar en el musgo a los elfos difuntos. (N. del a.)
Dijo esto último con una voz desdichada y suplicante que despertó la piedad de su hija. A su modo, Calandra quería a su madre, igual que quería a su hermano y a su hermana menor. Era un amor severo, inflexible e impaciente, pero amor al fin y al cabo, y la muchacha se acercó hasta posar sus dedos delgados y fríos en el brazo de su padre.
—Vamos, padre, no te alteres. No tenía intención de inquietarte, ¡pero creo que deberías haber discutido el asunto conmigo en lugar de..., de hacerlo con los parroquianos de la taberna de la Dorada Aguamiel! —Calandra no pudo reprimir un sollozo. Sacó un decoroso pañuelo con puntillas y se cubrió con él la boca y la nariz.
Las lágrimas de su hija produjeron el efecto (perfectamente calculado) de aplastar por completo a Lenthan Quintiniar contra el suelo de musgo, como si lo hubieran enterrado doce palmos bajo él. El llanto de Calandra y el temblor de las puntas del cuello del hechicero eran demasiado para el maduro elfo.
—Tenéis razón los dos —declaró, mirándolos alternativamente con aire apesadumbrado—. Ahora me doy cuenta de que he cometido un error terrible.
Cuando llegue el sacerdote, le diré que se marche de inmediato.
— ¡Cuando llegue! —Calandra alzó los ojos, ya secos, y observó a su padre—.
¿Cómo que cuando llegue? Paithan me ha dicho que no vendría...
— ¿Y él cómo lo sabe? —preguntó Lenthan, considerablemente perplejo—.
¿Ha hablado con él después que yo? —El elfo se llevó una mano cerúlea al bolsillo del chaleco de seda y sacó una hoja arrugada de papel—. Mira, querida —añadió, mostrándole la carta.
Calandra la cogió y la leyó con ojos febriles.
—«Cuando me veas, estaré ahí. Firmado, el Sacerdote Humano.» ¡Bah! —
Calandra devolvió la misiva a su padre con gesto despectivo—. ¡Esto es ridículo...!
Tiene que ser una broma de Paithan. Nadie en sus cabales mandaría una carta así. Ni siquiera un humano. ¡El Sacerdote Humano! ¡Por favor!
—Tal vez no está en sus cabales, como dices —apuntó el Maestro Astrólogo en tono siniestro.
Un sacerdote humano loco venía camino de la casa.
— ¡Que Orn se apiade de nosotros! —murmuró Calandra, asiéndose del canto de la mesa del laboratorio para sostenerse.
—Vamos, vamos, querida mía —dijo Lenthan, pasándole el brazo por los hombros—. Yo me ocuparé de eso. Déjalo todo en mis manos. No tendrás que preocuparte en absoluto.
—Y, si puedo ser de alguna ayuda —el Maestro Astrólogo olisqueó el aire; de la cocina llegaba el aroma de un asado de targ—, me alegraré de colaborar también. Incluso podría pasar por alto ciertas cosas que se han dicho en el calor de una discusión agitada.
Calandra no prestó atención al mago. Había recuperado el dominio de sí y su único pensamiento era encontrar lo antes posible a aquel despreciable hermano suyo para arrancarle una confesión. No tenía ninguna duda —mejor dicho, tenía muy pocas— de que todo aquello era obra de Paithan, una muestra de lo que entendía por una broma pesada. Probablemente, pensó, en aquel instante estaría partiéndose de risa a su costa. ¿Seguiría riéndose cuando le recortara su asignación a la mitad?
Dejando al astrólogo y a su padre para que volaran hechos trizas en aquel sótano, si así lo querían, Calandra ascendió la escalera con pasos enérgicos y atravesó la cocina, donde la muchacha de los platos se escondió tras un trapo de secar hasta que el horrible espectro hubo desaparecido. Subió al tercer nivel de la casa, donde estaban las alcobas, se detuvo ante la puerta de la habitación de su hermano y llamó sonoramente.
— ¡Paithan! ¡Abre la puerta ahora mismo!
—Paithan no está —dijo una voz soñolienta desde el fondo del pasillo.
Calandra lanzó una mirada furiosa a la puerta cerrada, llamó de nuevo y probó un par de veces el tirador. No escuchó ningún ruido. Se dio la vuelta, continuó avanzando por el corredor y entró en la alcoba de su hermana menor.
Vestida con un frívolo camisón que dejaba al descubierto sus hombros lechosos y lo suficiente de sus pechos para despertar el interés, Aleatha estaba recostada en una silla ante el tocador, cepillándose el cabello con gesto lánguido mientras se admiraba en el espejo. Éste, potenciado por medios mágicos, susurraba elogios y piropos y ofrecía alguna que otra sugerencia sobre la cantidad correcta de carmín.
Calandra se detuvo a la entrada de la estancia, casi sin hablar de puro escandalizada.
— ¿Qué pretendes, ahí sentada medio desnuda a plena luz y con las puertas abiertas de par en par? ¿Y si pasara algún sirviente?
Aleatha alzó los ojos. Llevó a cabo el movimiento lentamente, con languidez, sabiendo el efecto que producía y disfrutándolo plenamente. La joven elfa tenía los ojos de un azul claro, vibrante, pero que —bajo la sombra de sus gruesos párpados y de sus pestañas largas y tupidas— se oscurecían hasta adoptar un tono púrpura. Por eso, cuando los abría como en aquel instante, daban la impresión de cambiar completamente de color. Eran numerosos los elfos que habían escrito sonetos a aquellos ojos y corría el rumor de que uno incluso había muerto por ellos.
— ¡Ah!, ya ha pasado uno de los criados —contestó Aleatha sin inmutarse—.
El mayordomo. Le he visto deambular por el pasillo al menos tres veces en la última media hora.
Apartó la vista de su hermana mayor y empezó a colocar los volantes del salto de cama para que dejaran a la vista su cuello largo y fino.
Aleatha tenía una voz modulada y grave, que siempre sonaba como si estuviera a punto de sumirse en un profundo sueño. Esto, combinado con los gruesos párpados, le daba un aire de dulce lasitud hiciera lo que hiciese y fuera donde fuese. Durante la febril alegría de un baile real, Aleatha prescindía del ritmo de la música y bailaba siempre lentamente, casi como en sueños, con el cuerpo completamente rendido a su pareja y produciendo a ésta la deliciosa impresión de que, sin su fuerte brazo como apoyo, la muchacha caería al suelo. Sus ojos lánguidos permanecían fijos en los del bailarín, con una levísima chispa en el fondo de aquel púrpura insondable, e incitaban al hombre a imaginar qué daría por conseguir que aquellos ojos soñolientos se abrieran de par en par.
— ¡Eres la comidilla de Equilan, Thea! —dijo Calandra en tono acusador, llevándose el pañuelo a la nariz. Aleatha se estaba rociando de perfume el cuello y el pecho—.
. La hora oscura no es realmente «oscura», si por ello se entiende que caiga la noche. Se refiere a ese período del ciclo en que se cierran las persianas y la gente decente se acuesta. Sin embargo, también son éstas las horas en que los niveles inferiores y «más oscuros» de la ciudad cobran vida, y por ello la referencia ha cobrado unas connotaciones bastante siniestras. (N. del a.)
¿Dónde estabas la última hora oscura?
Los ojos púrpura se abrieron de par en par o, al menos, bastante más que antes. Aleatha no desperdiciaría nunca con una hermana el efecto que provocaba el gesto completo.
— ¿Desde cuándo te preocupa dónde estoy? ¿Qué abeja se te ha metido en el corsé en esta hora amable, Cal?
— ¿Hora amable? ¡Si es casi la hora del vino! ¡Llevas durmiendo la mitad del día!
—Si quieres saberlo, estuve con el noble Kevanish y fuimos al Oscura...
— ¡Kevanish! —Calandra emitió un gemido agitado—. ¡Ese sinvergüenza!
Desde ese asunto del duelo, se le ha negado la entrada en todas las casas decentes. Fue por su culpa que la pobre Lucillia se colgó, y puede decirse que prácticamente asesinó al hermano de ésta. ¡Y tú, Aleatha..., dejarte ver en público junto a él...! —Calandra se atragantó.
—Tonterías. Lucillia fue una estúpida al pensar que un hombre como
Kevanish podía enamorarse realmente de ella. Y su hermano fue aún más estúpido al exigirle una reparación. Kevanish es el mejor arquero de Equilan.
— ¡Existe una cosa que se llama honor, Aleatha! —Calandra se detuvo tras la silla de su hermana y cerró ambas manos sobre el respaldo, con los nudillos blancos de la presión. Parecía que, con un mínimo movimiento y en cualquier instante, podría cerrarlas con igual fuerza en torno el frágil cuello de su hermanita—. ¿Acaso nuestra familia lo ha olvidado ya?
— ¿Olvidado? —murmuró Thea con su voz soñolienta—. No, querida Cal, nada de olvidado. Simplemente, hace mucho tiempo que la familia lo ha comprado y pagado.
Con una absoluta falta de recato, Aleatha se levantó de la silla y empezó a desatar los lazos de seda que mantenían casi cerrada la parte frontal de su salto de cama. Calandra contempló el reflejo de su hermana en el espejo y advirtió unas marcas rojizas en la carne blanca de los hombros y el pecho: las marcas de los labios de un amante ardiente. Asqueada, Calandra dio media vuelta y cruzó la estancia con pasos rápidos hasta detenerse junto a la ventana.
Aleatha sonrió con indolencia al espejo y dejó que el camisón se deslizara al suelo. El espejo se deshizo en comentarios extasiados.
— ¿Buscabas a Paithan? —Le recordó su hermana—. Entró volando en su habitación como un murciélago de las profundidades, se vistió su traje de estopilla y salió volando otra vez. Creo que iba a casa de Durndrun. Yo también estaba invitada, pero no sé si ir o no. Los amigos de Paithan son unos pelmazos.
— ¡Esta familia se está hundiendo! —Calandra se apretó las manos—. ¡Padre manda llamar a un sacerdote humano! ¡Paithan está hecho un vulgar vagabundo que no se preocupa más que de correrse juergas! ¡Y tú...! ¡Tú terminarás soltera y embarazada y hasta puede que colgada como la pobre Lucillia!
—No lo creo, querida Cal —replicó Aleatha, apartando el camisón con el pie—.
Para colgarse se requiere mucha energía. —Admirando su esbelto cuerpo en el espejo, que lo llenó de elogios a su vez, frunció el entrecejo, alargó la mano e hizo sonar una campanilla realizada con la cáscara de huevo de pájaro cantor—.
¿Dónde está esa criada mía? Preocúpate menos de la familia, Cal, y más del servicio. Nunca he visto gente más holgazana.
— ¡Es culpa mía! —Suspiró Calandra, y volvió a cerrar con fuerza las manos, llevándoselas a los labios—. Debería haber obligado a Paithan a ir a la escuela.
Debería haberte prestado más atención y no dejarte tan suelta. Y debería haber detenido las locuras de padre. Pero entonces, ¿quién hubiera llevado el negocio?
¡Cuando empecé a ocuparme de dirigirlo, la situación no era nada boyante! ¡Nos hubiéramos arruinado! ¡Arruinado! Si lo hubiéramos dejado en manos de padre...
La doncella entró corriendo en la estancia.
— ¿Dónde estabas? —preguntó Aleatha, con su habitual lasitud.
—Lo siento, señora. No había oído la campanilla.
—No ha sonado. Pero deberías saber cuándo te necesito. Saca el azul. Esta hora oscura me quedaré en casa. No, espera. El azul, no. El verde con rosas de musgo. Creo que aceptaré la invitación de Durndrun, finalmente. Podría ocurrir algo interesante y, por lo menos, siempre podré atormentar al barón, que se muere de amor por mí. Y ahora, Cal, ¿qué es eso de un sacerdote humano? ¿Es guapo?
Calandra exhaló un profundo sollozo y hundió los dientes en el pañuelo.
Aleatha la miró y, aceptando la bata vaporosa que la criada le ponía sobre los hombros, cruzó la habitación hasta colocarse detrás de su hermana. Aleatha era tan alta como Calandra, pero su silueta era suave y bien torneada donde la de su hermana mayor era huesuda y angulosa. Una mata de cabello ceniciento enmarcaba el rostro de Aleatha y le caía por la espalda y sobre los hombros. La muchacha nunca se adornaba el pelo según la costumbre imperante. Igual que el resto de su figura, el cabello de Aleatha siempre estaba desaliñado, siempre producía la impresión de que acababa de levantarse de la cama. Posó sus suaves manos en los hombros temblorosos de Calandra y murmuró:
—La flor de las horas ha cerrado sus pétalos a estas alturas, Cal. Continúa esperando inútilmente a que vuelva a abrirse y pronto estarás tan loca como padre. Si madre hubiera vivido, tal vez las cosas habrían sido distintas... —A
Aleatha se le quebró la voz y se acercó aún más a su hermana—. Pero no sucedió así. Y no hay más que hablar —añadió, encogiendo sus perfumados hombros—.
Hiciste lo que debías, Cal. No podías dejarnos morir de hambre.
—Supongo que tienes razón —respondió Calandra secamente, recordando que la doncella seguía en la estancia. No quería discutir sus asuntos personales en presencia del servicio. Enderezó los hombros y estiró unas imaginarias arrugas de su falda rígida, almidonada—. Así pues, ¿no te quedarás a cenar?
—No. Si quieres, se lo diré a la cocinera. ¿Por qué no me acompañas a casa del barón Durndrun, hermana? —Aleatha dio unos pasos hasta la cama, sobre la cual la doncella estaba colocando un juego de ropa interior de seda—. Vendrá
Randolfo. ¿Sabes que nunca se ha casado, Cal? Tú le rompiste el corazón.
—Más bien le rompí el bolsillo —replicó Calandra con voz severa mientras se contemplaba en el espejo, se componía el peinado donde se le había deshecho ligeramente el moño y volvía a clavar en su lugar las tres peinetas atroces—.
Randolfo no me quería a mí, sino que codiciaba el negocio.
—Es posible. —Aleatha se detuvo unos instantes a medio vestirse. Sus ojos púrpura se volvieron hacia el espejo y se clavaron en el reflejo de la mirada de su hermana—. Pero al menos te habría hecho compañía, Cal. Estás demasiado tiempo sola.
— ¿Y tú crees que voy a permitir que irrumpa un hombre y que se adueñe y eche a perder lo que me ha costado tantos años consolidar, sólo para ver su rostro cada mañana, me guste o no? Muchas gracias, pero no. Hay cosas peores que estar sola, Thea.
Los ojos púrpura de Aleatha se ensombrecieron hasta adquirir un tono casi rojo vivo.
—No sé cuáles —respondió en voz baja. Su hermana no llegó a oírla. Aleatha se apartó el cabello de la cara, sacudiéndose de encima al mismo tiempo las lúgubres sombras que velaban sus ojos—. ¿Quieres que le diga a Paithan que le andas buscando?
—No te molestes. Debe de estar a punto de quedarse sin dinero y seguro que viene a verme a la hora del trabajo. Ahora, tengo que ir a revisar unas cuentas. —
Calandra se encaminó hacia la puerta—. Procura volver a una hora razonable.
Antes de mañana, por lo menos.
Aleatha sonrió ante la ironía de su hermana mayor y bajó sus párpados cargados de sueño con aire recatado.
—Si quieres, Cal, no volveré a ver más al barón Kevanish.
Calandra se detuvo y dio media vuelta. Su rostro severo resplandeció de alegría, pero se limitó a decir:
— ¡No tengo la menor esperanza de que lo hagas!
Al salir de la estancia, cerró dando un violento portazo.
—De todos modos, Kevanish ya empieza a resultarme pesado... —añadió
Aleatha para sí. Volvió a recostarse ante el tocador y estudió sus facciones perfectas en los efusivos espejos.
. En Pryan, el nombre de las estaciones viene dado por la parte del ciclo de los cultivos que corresponde: renacer, siembra, crecimiento, cosecha y barbecho. La rotación de cosechas es un descubrimiento humano. Los humanos, con su habilidad en la magia de los elementos —en contraste con las dotes de los elfos para la magia mecánica— son mucho mejores que éstos en las labores agrícolas. ÍN. del a.)
CAPITULO 1
GRIFFITH, TERNCIA, THILLIA
Calandra volvió a concentrarse en los libros de contabilidad como antídoto reconfortante contra las extravagancias y caprichos de su familia. La casa estaba en silencio. Su padre y el astrólogo seguían con sus cosas en el sótano pero, sabedor de que la hija mayor estaba aún más cerca de estallar que su pólvora mágica, Lenthan consideró conveniente aplazar cualquier otro experimento con dicha sustancia.
Después de la cena, Calandra llevó a cabo una gestión más, relacionada con el negocio. Mandó a un sirviente con un mensaje para el hombre de los pájaros, que debería enviarlo a maese Roland de Griffith, en la taberna La Flor del Bosque.
«El embarque llegará a principios del barbecho.
El pago se efectuará a la entrega del género.
Calandra Quindiniar.»
El hombre de los pájaros ató el mensaje a la pata del ave de brillantes colores, que había sido entrenada para volar a aquella parte de Thillia, y la soltó en el aire.
Ésta batió las alas con rumbo norint-vars, en una travesía que la llevaría sobre los campos y mansiones de la nobleza élfica y sobre el lago Enthial.
El ave mensajera se deslizó sin esfuerzo por los aires, aprovechando las corrientes que fluían entre los árboles gigantescos. Sólo tenía un objetivo: llegar a su destino, donde la esperaba su pareja, encerrada en una jaula. Durante el vuelo no tenía que vigilar la presencia de depredadores, pues no era un bocado apetitoso para ninguno de ellos, ya que segregaba un aceite que mantenía secas sus plumas durante las frecuentes tormentas y que resultaba un veneno mortal para cualquier otra especie.
Voló a baja altura sobre las tierras de labor que los elfos cultivaban en los lechos de musgo más altos, formando un dibujo de líneas artificialmente rectas.
Esclavos humanos araban los campos y recogían las cosechas. El ave no estaba especialmente hambrienta, pues había sido alimentada antes de la partida, pero un ratoncillo sería un buen remate para la cena. Sin embargo, no descubrió ninguno y continuó su viaje, decepcionada.
Pronto, los cuidados campos de cultivo de los elfos dieron paso a la espesura de la jungla. Los arroyos alimentados por las lluvias diarias formaban caudalosos ríos sobre los lechos de musgo. Serpenteando entre la jungla, los ríos encontraban a veces alguna grieta en las capas superiores del musgo y formaban cascadas que se precipitaban hacia las profundidades insondables.
Ante los ojos del ave viajera empezaron a flotar unas nubes vaporosas y ganó altura, ascendiendo sobre las tormentas de la hora de la lluvia. Finalmente, la masa de nubes negras y densas, sacudida por los relámpagos, ocultó totalmente la tierra. Sin embargo, el ave, guiada por el instinto, no perdió la orientación. Debajo de ella se extendían los bosques del barón Marcins; los elfos les habían dado ese nombre, pero ni ellos ni los humanos habían reclamado derechos sobre aquellas junglas impenetrables.
La tormenta descargó y pasó, como venía sucediendo desde tiempo inmemorial, casi desde la creación del mundo. El sol brillaba ahora con fuerza, y la mensajera distinguió tierras cultivadas: Thillia, el reino de los humanos. Desde allá arriba, alcanzó a ver tres de las torres resplandecientes, bañadas por el sol, que señalaban las cinco divisiones del reino de Thillia. Las torres, antiguas para la medida del tiempo de los humanos, estaban construidas de ladrillo de cristal cuyos secretos de fabricación habían sido desvelados por los hechiceros humanos durante el reinado de Georg el Único. Estos secretos, así como muchos de los hechiceros, se habían perdido en la devastadora Guerra por Amor que siguió a la muerte del viejo rey.
El ave utilizó las torres como referencia para orientarse y luego descendió rápidamente, sobrevolando a baja altura las tierras de los humanos. Situado en una amplia llanura de musgo salpicada aquí y allá de árboles que se habían conservado para proporcionar sombra, el país era llano, pero entrecruzado de caminos y salpicado de pequeñas poblaciones. Los caminos eran muy transitados, pues los humanos sentían la curiosa necesidad de andar constantemente de un sitio a otro, necesidad que los sedentarios elfos no habían entendido nunca y que consideraban propia de bárbaros.
En aquella parte del mundo, la caza era mucho más propicia y la mensajera dedicó unos breves instantes a recuperar fuerzas con una rata de buen tamaño.
Cuando hubo dado cuenta de ella, se limpió las garras con el pico, arregló las plumas y reemprendió el vuelo. Cuando vio que las tierras llanas empezaban a dar paso a una densa selva, cobró nuevos ánimos pues se acercaba ya al término de su largo viaje. Estaba sobre Terncia, el reino más al norint. Cuando llegó a la ciudad amurallada que circundaba la torre de ladrillos de cristal de la capital de
Terncia, captó la áspera llamada de su compañera. Descendió en espiral hasta el centro de la ciudad y se posó, finalmente, en el parche de cuero que protegía el brazo de un pajarero thilliano. El hombre recuperó el mensaje, vio el nombre del destinatario y dejó a la fatigada ave en la jaula de su compañera, que la recibió con unos suaves picotazos.
El pajarero entregó el mensaje a un jinete repartidor que, varios días más tarde, entró en una aldea remota y semiolvidada que se alzaba en las mismas lindes de la selva y dejó el recado en la única posada del lugar.
. Planta de floración perpetua cuyos pétalos se enroscan cada ciclo siguiendo el ritmo del ciclo climático. Todas las razas utilizan esta planta para determinar las horas del día, aunque cada una conoce éstas por un nombre distinto. Los humanos utilizan la propia planta, mientras que los elfos han desarrollado unos artilugios mecánicos mágicos que imitan sus movimientos. (N. del a.)
Sentado en su banco favorito de La Flor del Bosque, maese Roland de Griffith estudió el fino pergamino de quin. Después, con una sonrisa lo empujó sobre la mesa hacia una mujer joven que estaba sentada frente a él.
— ¡Aquí tienes! ¿Qué te había dicho, Rega?
— ¡Gracias a Thillia! Es lo único que puedo decir. —El tono de voz de Rega era lúgubre; en su rostro no había la menor sonrisa—. Por lo menos, ahora tienes algo que enseñarle al viejo Barbanegra y tal vez nos deje en paz algún tiempo...
— ¿Dónde debe de estar? —Roland echó un vistazo a la flor de horas que presidía la barra en una maceta. Casi una veintena de sus pétalos estaban cerrados—. Ya ha pasado su hora habitual.
—Vendrá, no te preocupes. Esto es demasiado importante para él.
—Sí, por eso me inquieta el retraso.
— ¿Tienes cargos de conciencia, acaso? —Rega apuró la jarra de kegrot y buscó a la camarera con la mirada.
—No, pero no me gusta tratar estos asuntos aquí, en un lugar público...
—Es lo mejor. Así está todo sobre la mesa, al descubierto. No podemos levantar las sospechas de nadie. ¡Ah!, aquí está. ¿Qué te decía?
Se abrió la puerta de la taberna y el brillante sol de la hora de los dados bañó la Silueta de un enano. Fue una visión imponente y, por un instante, casi todos los parroquianos dejaron de beber, de jugar o de charlar para observarlo. Un poco más alto de lo habitual entre su pueblo, el enano tenía la piel morena clara y lucía una hirsuta melena negra y una barba a la que debía su apodo entre los humanos.
Las cejas negras y espesas que se juntaban sobre su nariz ganchuda y los centelleantes ojos producían una impresión de perpetua ferocidad que le resultaba muy útil en tierras extrañas. Pese al calor, llevaba una camisa de seda a bandas blancas y rojas y, encima de ella, la pesada armadura de cuero de su pueblo, con unos brillantes pantalones rojos metidos en las recias botas de caña.
Los presentes en el bar intercambiaron risillas y comentarios irónicos ante la chillona indumentaria del recién llegado pero, si hubieran sabido algo sobre la sociedad de los enanos y sobre el significado de los colores brillantes de su ropa, no se habrían reído en absoluto.
El enano hizo una pausa en el umbral de la taberna y parpadeó, deslumbrado por el sol del exterior.
— ¡Barbanegra, amigo mío! —Exclamó Roland, levantándose del asiento—.
¡Aquí!
El enano entró pesadamente en la taberna y sus ojos fueron de un rincón a otro, retando con la mirada a cualquiera que intentara decirle algo. Los enanos eran una rareza en Thillia. El reino de los enanos estaba lejos, al norint-est de las tierras de los humanos, y había muy pocos contactos entre ambos. Sin embargo, aquel enano en concreto llevaba ya cinco días en el pueblo y su presencia había dejado de ser una novedad. Griffith era un pueblo sórdido situado en el límite de dos reinos, ninguno de los cuales lo reclamaba. Sus habitantes hacían lo que querían, asunto en el que estaba muy conforme la mayoría de ellos, pues casi todos procedían de lugares de Thillia donde hacer la santa voluntad solía conducirle a uno a la horca. Las gentes de Griffith tal vez se preguntaran qué hacía un enano en su pueblo, pero nadie haría la pregunta en voz alta.
— ¡Tabernero, tres más! —Pidió a gritos Roland, levantando su jarra—.
Tenemos motivos para brindar, amigo mío —dijo al enano, que tomó asiento con parsimonia.
— ¿Sí? —gruñó el enano, observando torvamente a la pareja.
Roland, con una sonrisa, hizo caso omiso de la evidente incomodidad de su invitado y le dejó delante el mensaje.
—No puedo leer lo que pone ahí —declaró el enano, volviendo a arrojar sobre la mesa el manuscrito de quin.
Los interrumpió la llegada de la camarera con el kegrot. Distribuyeron las jarras. La desaliñada sirvienta pasó un trapo grasiento por encima de la mesa, dirigió una mirada de curiosidad al enano y se alejó con su andar indolente.
—Lo siento, he olvidado que no sabes leer elfo. El embarque está en camino, Barbanegra —dijo Roland en voz baja y con gesto despreocupado—. Llegará durante el próximo barbecho.
—Me llamo Drugar. ¿Es eso lo que pone en el papel? —El enano tocó el mensaje con su mano de dedos rechonchos.
—Claro que sí, Barbanegra, amigo mío.
—No soy amigo tuyo, humano —murmuró el enano, pero lo hizo en su lengua y hablándole a su propia barba. Luego, entreabrió los labios en lo que casi podía pasar por una sonrisa__. Pero la noticia es excelente. —Su voz pareció llena de animosidad.
—Bebamos por ello. —Roland alzó la jarra y dio un suave codazo a Rega, que había estado observando al enano con la misma suspicacia que éste había mostrado hacia ellos—. Por nuestro trato.
—Beberé por ello —asintió el enano después de meditar la respuesta unos instantes, aparentemente. Alzó la jarra y repitió—: Por nuestro trato.
Roland apuró la suya sonoramente. Rega tomó un sorbo. Ella nunca bebía en exceso y uno de los dos tenía que permanecer sobrio. Además, el enano no bebía, sino que se le limitaba a humedecer los labios. A los enanos no les entusiasma el kegrot, que todo el mundo reconoce flojo e insípido en comparación con su excelente bebida fermentada.
—Me estaba preguntando, socio —insistió Roland, inclinándose hacia adelante y encorvándose sobre la jarra—, qué destino pensáis dar a esas armas.
— ¿Acaso tienes cargos de conciencia, humano?
Roland lanzó una agria mirada a Rega, la cual, al escuchar sus propias palabras en boca del enano, se encogió de hombros y apartó la vista, reclamándole en silencio qué otra respuesta podía esperar a una pregunta tan estúpida.
—Se te paga suficiente para que no hagas preguntas, pero te lo diré de todos modos porque el mío es un pueblo honorable.
— ¿Tanto que tenéis que tratar con contrabandistas, Barba-negra? —sonrió
Roland, pagándole al enano con la misma moneda.
Las negras cejas de éste se juntaron en un gesto alarmante y los ojos negros despidieron fuego.
—Yo habría tratado de forma abierta y legal, pero las leyes de vuestra tierra lo impiden. Mi pueblo necesita esas armas. ¿No habéis tenido noticia del peligro que viene del norint?
— ¿Los reyes del mar?
Roland hizo un gesto a la camarera. Rega puso su mano sobre la de él, advirtiéndole para que fuera con tiento, pero Roland la rechazó.
— ¡Bah! ¡No! —El enano soltó una risotada de desprecio—. Hablo del norint.
Muy lejos en esa dirección, sólo que ahora ya no tan lejos.
—No hemos oído nada en absoluto, Barbanegra, viejo amigo. ¿De qué se trata?
Rega vio que las facciones del enano adquirían un aire sombrío y el fuego de sus ojos se nublaba de miedo, y la mujer sabía o adivinaba lo suficiente sobre el carácter de Barbanegra como para darse cuenta de que el enano no había experimentado temor a menudo en su vida.
—Humanos... del tamaño de montañas. Vienen del norint y lo destruyen todo a su paso.
Roland estuvo a punto de atragantarse y se echó a reír. El enano pareció hincharse literalmente de rabia y Rega clavó las uñas en el brazo de su compañero. Roland, con dificultades, reprimió la risa.
—Lo siento, amigo, lo siento, pero ya había oído esta historia de labios de mi querido padre cuando aún estaba en sus cabales. Así que los titanes van a atacarnos... Y supongo que los Cinco Señores Perdidos de Thillia volverán al mismo tiempo. —Alargó la mano por encima de la mesa y dio unas palmaditas en el hombro al irritado enano—. Guarda el secreto, pues, amigo mío. Mientras tengamos nuestro dinero, a mi esposa y a mí no nos importa lo que hagáis ni a quién matéis.
El enano volvió a enrojecer y apartó el brazo del contacto con el humano con gesto enérgico.
— ¿No tienes que ir a ninguna parte, esposo querido? —dijo Rega con toda intención.
Roland se incorporó. Era un hombre alto y musculoso, rubio y atractivo. La camarera, que lo conocía bien, rozó su cuerpo con el suyo cuando se puso en pie.
—Dispensadme. Tengo que ir a visitar un árbol. Este maldito kegrot se me ha subido a la cabeza —comentó, y se alejó abriéndose paso por la estancia, que se estaba llenando rápidamente de gente y de ruido.
Rega esbozó su mejor sonrisa y rodeó la mesa para sentarse al lado del enano.
La mujer era casi el reverso de la moneda comparada con su esposo. De corta estatura y figura rellena, iba vestida para el calor y para ocuparse de los negocios con una blusa de lino que dejaba a la vista más de lo que ocultaba; anudada bajo los pechos, dejaba al aire la cintura. Unos pantalones de cuero por las rodillas cubrían sus piernas como una segunda epidermis. Su piel, de un intenso tono bronceado, brillaba con una fina película de sudor bajo el calor de la taberna. Los cabellos castaños, partidos en el centro de la cabeza, le caían a la espalda lacios y brillantes como la corteza de un árbol empapada por la lluvia.
Rega se dio cuenta de que no despertaba la menor atracción física en el enano. Probablemente se debía a que no llevaba barba, se dijo con una sonrisa, recordando lo que había oído contar de las mujeres enanas. En cambio, el recién llegado parecía ansioso por explicar aquel cuento de hadas que había imaginado su pueblo. A la mujer no le gustaba que un cliente se marchara enfadado, de modo que dijo:
—Perdona a mi esposo, señor. Ha bebido un poco más de la cuenta. A mí, en cambio, me interesa lo que dices. Cuéntame más cosas de los titanes.
—Titanes... —El enano pareció paladear la palabra, extraña a sus labios—.
¿Es así cómo los llamáis en vuestro idioma?
—Supongo que sí. Nuestras leyendas hablan de unos humanos gigantescos, grandes guerreros, formados hace mucho tiempo por los dioses de las estrellas para servirlos. Sin embargo, tales seres no han sido vistos en Thillia desde antes de la época de los Señores Perdidos.
—No sé si esos... titanes... son los mismos o no —respondió Barbanegra con un movimiento de cabeza—. En nuestras leyendas no aparecen tales criaturas. A nosotros no nos interesan las estrellas, puesto que vivimos bajo tierra y rara vez las vemos. En nuestros mitos aparecen los Forjadores, los que construyeron este mundo al principio de los tiempos junto con Drakar, el padre de todos los enanos.
Se dice que un día los Forjadores volverán y nos permitirán construir ciudades de tamaño y magnificencia inimaginables.
—Pero, si creéis que esos gigantes son los..., los Forjadores, ¿a qué vienen entonces las armas?
El rostro de Barbanegra se ensombreció, sus arrugas se hicieron más profundas.
—Parte de mi pueblo sigue creyendo en esas leyendas, pero otros hemos hablado con los refugiados procedentes de las tierras al norint. Y nos han relatado terribles episodios de destrucción y de muerte. En mi opinión, tal vez las leyendas se equivoquen. De ahí el acopio de armas.
Al principio, Rega pensó que el enano mentía. Ella y Roland habían supuesto que Barbanegra tenía intención de utilizar las armas para atacar alguna colonia humana aislada en los campos pero, al ver cómo se nublaban los ojos negros del enano y al escuchar el tono grave y abrumado de sus palabras, Rega cambió de idea. Al menos una cosa era cierta: Barbanegra creía en la existencia de aquel enemigo fantástico y ésa era la auténtica razón de que hubiera adquirido el armamento. La idea le resultó reconfortante. Era la primera vez que Roland y ella hacían contrabando de armas y, dijera Roland lo que dijese, a la mujer le alivió saber que no sería responsable de la muerte de sus propios congéneres.
— ¡Eh, Barbanegra! ¿Qué andas haciendo, tratar de conquistar a mi esposa?
—Roland cambió de posición al otro lado de la mesa. Otra jarra lo esperaba y tomó un largo trago de kegrot.
Rega advirtió la expresión ceñuda y sombría del rostro de Barbanegra y lanzó un rápido y doloroso puntapié a Roland por debajo de la mesa.
—Estábamos hablando de mitos y leyendas, querido. He oído que a los enanos les gusta mucho las canciones, señor, y mi esposo tiene una voz excelente.
¿Te gustaría escuchar La balada de Thillia? Cuenta la historia de los señores de nuestra tierra y cómo se formaron los cinco reinos.
A Barbanegra se le iluminó el rostro.
— ¡Sí, me encantaría oírla!
La mujer agradeció a las estrellas haber dedicado el tiempo a estudiar todo cuanto había podido sobre la sociedad de los enanos. Estos, más que aprecio por la música, sentían una absoluta pasión por ella. Todos los enanos tocaban instrumentos musicales y la mayoría estaba dotada de una excelente voz y un oído perfecto. Sólo tenían que escuchar una canción una vez para quedarse con la melodía y, con otra vez que la oyeran, eran capaces de recordar toda la letra.
Roland tenía una magnífica voz de tenor y cantó la balada, de hechizadora belleza, con una sensibilidad exquisita. Los parroquianos de la taberna reclamaron silencio con siseos para escucharlo y, cuando llegó a la estrofa final, entre la multitud de hombres rudos y toscos había muchos que tenían los ojos bañados en lágrimas. El enano escuchó con arrebatada atención, y Rega, con un suspiro, comprendió que tenía a otro cliente satisfecho.
Del pensamiento y el amor todo nació un día:
tierra, aire, cielo e insondable mar.
De las antiguas tinieblas se abrió paso la luz, y, libre para siempre, su resplandor se alzó.
Con voz reverente, cinco hermanos hablaron de obligaciones reales y cargas prodigiosas.
Su rey, agonizante bajo el yugo de la fortuna, de cada uno exige el cuidado de sus haciendas.
Cinco grandes reinos, nacidos de una tierra.
A cada buen príncipe su parte concede.
Legados de la voluntad del difunto monarca, para que se gobiernen con justicia y valor.
Al primero los campos, los mansos arroyos, los vientos susurrantes que mecen las hierbas.
A otro el mar, el dominio de las naves, y las olas rompientes que las cosas suavizan.
El tercero de troncos y amenísimos prados, velos de verdor que oscurecen la vista.
Al cuarto, señor de las colinas y los valles, donde están las llanuras feraces y productivas.
El último, del sol hizo su brillante hogar, en lo alto con su ardiente calor, duraría para siempre.
De los cinco se acordó el leal corazón del monarca, fiel a toda palabra y a los grandes reyes del pasado.
Todos los hijos gobernaron con la mejor intención, cuidando la herencia como buenos soberanos.
Con justicia y firmeza, dotados de gran sabiduría, provocaban palabras de gratitud en todas las bocas.
Pero el cruel destino echó a perder sus puros corazones y los llevó a volverse en armas contra ellos mismos.
Cinco hombres consumidos por la casta mujer y cinco ánimos conmovidos por un amor estridente.
Dulce como el corazón de una poesía nació la hermosa mujer.
Sutil como todo el arte de la naturaleza, su maravilloso corazón inflamó los de todos.
Cuando cinco hombres orgullosos, hermanos de cuna, contemplaron aquel embalse, su amor se desbordó.
Por la dulce Thillia, cinco amores jurados, otros tantos reinos marcharon a la guerra.
Cinco ejércitos chocan, los arados vueltos espadas, campesinos de la tierra, a las órdenes de la pasión.
Hermanos un día justos y amorosos guardianes arrojaron sal al mar e hirieron las tierras.
Thillia se alzó en la llanura ensangrentada con los brazos extendidos y las manos muy abiertas.
Con el corazón apenado, abrumada de vergüenza huyó muy lejos bajo la amorosa superficie del lago.
La perfección lloró su alma perdida, los cinco hermanos cesaron su lucha vana.
Clamaron a lo alto, sus corazones hechos uno, y prometieron rescatarla bajo su luto guerrero.
Llenos de fe se encaminaron con paso humilde hacia Thillia, que dormía en el fondo.
Las olas agitadas gritaron su valor y los reinos lloraron su sombra en el agua.
Del pensamiento y el amor todo nació un día: tierra, aire, cielo e insondable mar.
De las antiguas tinieblas se abrió paso la luz, y, libre para siempre, su resplandor se alzó.
Rega terminó de contar la historia:
—El cuerpo de Thillia fue recuperado y colocado en una urna sagrada en el centro del reino, en un lugar que pertenece por igual a los cinco reinos.
. Basado en un juguete infantil conocido como bandalor, el raztar fue convertido en arma por los elfos. Una caja redonda que se acopla a la palma de la mano contiene siete cuchillas de madera unidas a un perno mágico. Un zarcillo de enredadera, enroscado en torno al perno, se ajusta por el otro extremo al dedo corazón. Con un veloz movimiento de muñeca, el perno es impulsado hacia adelante y las cuchillas se extienden mágicamente. Otro gesto devuelve el arma, con las cuchillas recogidas, a la palma de la mano. Los expertos en su uso pueden enviar el arma a más de quince palmos de distancia y desgarrar con sus afiladas zarpas la carne del oponente sin que éste tenga tiempo de saber qué le golpea. (N. del a.)
Los cuerpos de sus amantes no fueron recuperados nunca y de ahí surgió la leyenda de que algún día, cuando la nación esté en terrible peligro, los hermanos volverán para salvar a su pueblo.
— ¡Me ha gustado mucho! —exclamó el enano, descargando con fuerza el puño sobre la mesa para expresar su aprobación. Incluso llegó a tocar a Roland en el antebrazo con uno de sus dedos cortos y rechonchos; era la primera ocasión en que tocaba a alguno de los dos humanos durante los cinco días que el enano llevaba con ellos—. ¡Me ha gustado muchísimo! ¿He cogido bien la melodía? —
Barbanegra tarareó la tonada con una profunda voz de bajo.
— ¡Sí, señor! ¡Exacta! —exclamó Roland, muy sorprendido—. ¿Quieres que te enseñe la letra?
—Ya la tengo. Aquí. —Barbanegra se tocó la frente—. Soy un alumno despierto.
— ¡Desde luego que sí! —respondió Roland, haciendo un guiño a la mujer.
Rega le devolvió el gesto con una sonrisa.
—Me gustaría oírla otra vez, pero tengo que irme —dijo el enano con sincero sentimiento, levantándose de la mesa—. Debo llevar la buena noticia a mi gente. —
Serenándose un momento, añadió—: Se sentirá muy aliviada.
Después, se llevó las manos a un cinturón que rodeaba su grueso cuerpo, lo desabrochó y lo arrojó sobre la mesa.
—Ahí va la mitad del dinero, según lo acordado. La otra mitad, a la entrega.
Roland se apresuró a cerrar la mano en torno al cinto y arrastrarlo hacia Rega por encima de la mesa. La mujer lo abrió, miró el contenido, lo contó a ojo rápidamente y asintió.
—Muy bien, amigo mío —dijo Roland sin molestarse en ponerse en pie—. Nos encontraremos en el lugar acordado a finales del barbecho.
Temerosa de que el enano se diera por ofendido, Rega se incorporó y le tendió la mano (con la palma abierta para demostrar que no ocultaba ninguna arma, siguiendo el ancestral gesto humano de amistad). Los enanos no tienen tal costumbre, pues entre ellos nunca se han registrado enfrentamientos. Barbanegra llevaba el tiempo suficiente entre los humanos como para reconocer la importancia de aquel apretón de manos. Hizo lo que se esperaba de él y abandonó la taberna a toda prisa mientras se restregaba la mano en el chaleco de cuero, tarareando la melodía de La balada de Thillia.
—No está mal, para una noche de trabajo —murmuró Roland, colocándose el cinturón y ajustándolo a duras penas, pues su cintura era esbelta y el enano, muy robusto.
— ¡No ha sido gracias a ti! —murmuró Rega. La mujer extrajo el raztar de la vaina redonda que llevaba atada al muslo y procedió a afilar a la vista de todos sus siete cuchillas, al tiempo que dirigía una expresiva mirada a los parroquianos de la taberna que pudieran sentir un excesivo interés por sus asuntos—. Te he sacado las castañas del fuego. De no ser por mí, Barbanegra se habría marchado.
— ¡Ja! Habría podido afeitarle la barba y no se habría atrevido a darse por ofendido. No se lo podía permitir.
—Es cierto —asintió Rega en un tono inusualmente sombrío y meditabundo—
. Estaba realmente asustado, ¿verdad?
— ¿Y qué si lo estaba? Mejor para el negocio, hermanita —replicó Roland, animado.
Rega lanzó una severa mirada a su alrededor.
— ¡No me llames hermanita! ¡Pronto estaremos viajando con ese elfo y un desliz como éste lo echaría todo a perder!
—Lo siento, «querida esposa». —Roland apuró el kegrot y movió la cabeza, pesaroso, cuando la sirvienta se lo quedó mirando. Con tanto dinero encima, era preciso andarse bastante alerta—. De modo que los enanos proyectan un ataque a algún asentamiento humano. Probablemente contra los reyes del mar. ¿No podríamos tratar de venderles el siguiente cargamento a éstos?
—No creerás que los enanos atacarán Thillia, ¿verdad?
— ¿Quién tiene ahora cargos de conciencia? ¿Qué nos importa eso? Si no atacan Thillia esos enanos, lo harán los reyes del mar. Y si no son éstos, la propia
Thillia se atacará a sí misma. Suceda lo que suceda, como he dicho antes, todo será bueno para el negocio.
La pareja dejó un par de monedas de madera sobre la mesa y abandonó la taberna. Roland caminaba delante, con la mano en la empuñadura de su espada, de afilada hoja de madera. Rega lo seguía a un par de pasos de distancia para protegerle la espalda, como de costumbre. La pareja producía un efecto impresionante y había vivido en Griffith el tiempo suficiente como para labrarse una reputación de dureza, astucia y escasa tendencia a la piedad. Varios ojos los siguieron, pero nadie los molestó. Los ojos y el dinero llegaron sanos y salvos a la cabaña que llamaban su casa.
Rega cerró la pesada puerta de madera y pasó cuidadosamente el cerrojo.
Tras asomarse al exterior, cerró los harapos que había colgado sobre los ventanucos y dirigió un gesto de asentimiento a Roland. Levantó una mesa de madera de tres patas y la colocó contra la puerta. Apartando de un puntapié una alfombra harapienta que cubría el suelo, dejó al descubierto una trampilla y, al abrirla, un agujero excavado en el musgo. Roland arrojó el cinto del dinero en el hoyo, cerró la trampilla y volvió a colocar la alfombra y la mesa.
Rega sacó un mendrugo de pan rancio y una tajada de queso mohoso.
—Hablando de negocios, ¿qué sabes de ese elfo, el tal Paithan Quindiniar?
Roland arrancó un pedazo de pan con sus fuertes dientes y se llevó un pedazo de queso a la boca.
—Nada —murmuró, masticando esforzadamente—. Es un elfo, lo cual significa que será una lánguida flor, salvo por lo que se refiere a ti, mi encantadora hermana.
—Soy tu encantadora esposa, no lo olvides. —Rega, con aire juguetón, acarició la mano de su hermano con una de las cuchillas de madera del raztar.
Después, cortó con la zarpa otra loncha de queso—. ¿De veras crees que dará resultado?
—Desde luego. El tipo que me lo contó dice que la treta no falla nunca. Ya sabes que los elfos están locos por las mujeres humanas. Nos presentaremos como marido y mujer, pero nuestro matrimonio no es precisamente muy apasionado. Te sientes falta de afecto, coqueteas con el elfo y lo engatusas hasta que, cuando te ponga la mano en tus pechos ardientes, recuerdas de pronto que eres una respetable mujer casada y te echas a gritar como una posesa.
Entonces me presento al rescate, amenazo el elfo con cortarle sus puntiagudas... hum... orejas, y él compra su vida cediéndonos su mercancía a mitad de precio. Luego se la vendemos a los enanos al precio real, más un pequeño extra por nuestras molestias, y tendremos la vida solucionada durante las próximas estaciones.
—Pero, después de nuestra jugarreta, tendremos que enfrentarnos otra vez con la familia Quindiniar...
—Sí, eso será lo que haremos. He oído que esa elfa que lleva el negocio y dirige a la familia es una vieja mojigata de carácter avinagrado. Su hermanito no se atreverá a contarle que ha intentado romper nuestro feliz hogar. Y siempre podremos asegurarnos de que, en nuestra próxima transacción, los Quindiniar obtengan unos beneficios extra.
—Expuesto así, el plan parece bastante fácil —reconoció Rega. Alzó una bota de vino, dio un trago y pasó el pellejo a su hermano—. Por nuestro feliz matrimonio, mi amado esposo.
—Por la infidelidad, mi querida esposa.
Entre risas dieron un nuevo tiento a la bota.
Drugar salió de la taberna La Flor del Bosque, pero no abandonó Griffith de inmediato. Se ocultó a la sombra de una palmera de enorme copa y aguardó allí hasta que el hombre y la mujer aparecieron a la puerta del local. Le habría gustado mucho seguirlos, pero era consciente de sus limitaciones. Los enanos, con sus torpes andares, no están hechos para persecuciones disimuladas. Además, en aquella ciudad humana, era imposible que alguien como él pudiera pasar inadvertido entre la multitud.
Se contentó con seguirlos atentamente con la mirada mientras se alejaban.
Drugar no confiaba en la pareja, pero tampoco habría confiado en santa Thillia aunque ésta se hubiera aparecido ante él. Le desagradaba tener que estar pendiente de un intermediario humano y habría preferido tratar directamente con los elfos, pero esto último era imposible. Los actuales Señores de Thillia habían alcanzado un acuerdo con los Quindiniar por el cual la familia no vendería sus armas mágicas e inteligentes a los enanos ni a los bárbaros reyes del mar. A cambio de ello, los thillianos accedían a garantizar la compra de determinada cantidad de armamento cada estación.
El acuerdo era conveniente para los elfos y, si alguna arma élfica terminaba en manos de los reyes del mar o de los enanos, no sería por culpa de los
Quindiniar, desde luego. Al fin y al cabo, como solía repetir Calandra con irritación, ¿cómo podía esperarse de ella que fuera capaz de distinguir a un humano traficante de raztares de un legítimo representante de los Señores de
Thillia? Para ella, todos los humanos tenían el mismo aspecto. Igual que sus monedas.
Justo antes de que Roland y Rega desaparecieran de la vista de Drugar, el enano alzó una piedra negra, con una runa grabada, que colgaba de una tirilla de cuero en torno a su cuello. La piedra era lisa y redondeada, desgastada de tanto frotarla amorosamente, y muy vieja, más que el padre de Drugar, que era uno de los habitantes más longevos de todo Pryan.
Tomándola entre sus dedos, Drugar alzó la piedra hasta que, desde su perspectiva, quedaron ocultas tras ella las siluetas de Roland y de Rega. El enano trazó entonces un dibujo en el aire con el amuleto y murmuró unas palabras acompañando los gestos, que reproducían la runa grabada en la piedra. Cuando hubo terminado, volvió a guardar la piedra mágica bajo los pliegues de sus ropas con gesto reverente y dirigió unas palabras en voz alta a la pareja, que se disponía a doblar una esquina y no tardaría en desaparecer de la vista del enano.
—No he entonado la runa por vosotros porque me caigáis bien... ninguno de los dos. Sólo os he proporcionado este hechizo de protección para asegurarme de conseguir las armas que necesita mi pueblo. Cuando hayamos terminado la transacción, romperé el encantamiento. Y que Drakar se os lleve a ambos.
Tras escupir en el suelo, Drugar se internó en la jungla, abriéndose paso a golpe de machete entre la tupida maleza.
CAPITULO 2
EQUILAN, LAGO ENTHIAL
Calandra Quindiniar no se hacía ilusiones respecto a los dos humanos con los que estaba negociando. Suponía que eran contrabandistas pero le traía sin cuidado. Al fin y al cabo, a Calandra le resultaba imposible imaginar que un humano pudiera hacer un negocio honrado. En su opinión, todos eran contrabandistas, granujas y ladrones.
Por eso le resultó gracioso —como pocas veces le ocurría— ver a Aleatha salir de la casa y cruzar el patio de musgo hacia el deslizador. El viento que soplaba entre las copas de los árboles le levantó el delicado vestido y lo hinchó en torno a ella en vaporosas olas verdes. La moda élfica de la época dictaba cinturas largas y ceñidas, cuellos altos y rígidos y faldas rectas. Una moda que no favorecía a
Aleatha y que, por tanto, ésta no seguía. El vestido llevaba un amplio escote que dejaba a la vista sus espléndidos hombros y tenía un talle suavemente recogido para cubrir y realzar sus hermosos pechos. Cayendo en suaves pliegues, las capas de tela finísima la envolvían como una nube salpicada de prímulas, acentuando sus gráciles movimientos.
Aquel estilo de vestir había hecho furor en tiempos de su madre. Cualquier otra elfa —«incluida yo misma», pensó Calandra agriamente— ataviada de aquella manera habría parecido carente de atractivo y pasada de moda. Aleatha, en cambio, hacía que fuera la moda del momento la que pareciera anticuada y fea.
Por fin, la vio llegar al cobertizo de los deslizadores. Estaba de espaldas a ella, pero Calandra supo muy bien qué estaba haciendo su hermana menor. Aleatha lanzaba una sonrisa al esclavo humano que la ayudaba a subir al vehículo.
La sonrisa de Aleatha era la de una perfecta damisela, con los ojos bajos como era debido y el rostro casi oculto bajo el sombrero de ala ancha, adornado de rosas. Su hermana nunca podría acusarla. Pero Calandra, que vigilaba desde las ventanas del piso superior, conocía muy bien los trucos de Aleatha. Aunque sus párpados siguieran bajos, los ojos púrpura no lo estaban y miraban al humano tras las largas pestañas negras. Tenía los labios carnosos entreabiertos y movía el inferior contra la hilera de dientes superiores, pequeños y muy blancos, humedeciéndolo constantemente. El esclavo humano era alto y musculoso, endurecido por el trabajo. Llevaba el torso desnudo bajo el calor de mitad de ciclo y lucía los pantalones de cuero ajustados que acostumbraban los humanos.
Calandra vio la radiante sonrisa del hombre en respuesta a la de Aleatha, lo vio tardar un tiempo excesivo en ayudar a ésta a montar en el deslizador, y apreció que su hermana lograba rozar su cuerpo con el del humano mientras subía al estribo. La mano enguantada de Aleatha incluso permaneció unos instantes más de lo necesario entre los dedos del esclavo. Por fin, la muchacha tuvo la flema de asomarse a la ventanilla del vehículo, con el ala del sombrero vuelta hacia arriba, y agitar la mano en dirección a Calandra.
El esclavo siguió la mirada de Aleatha, recordó súbitamente su deber y se apresuró a ocupar su posición. El vehículo estaba construido con hojas de bentán, tejidas hasta formar una cesta redonda abierta por delante. Varios porteadores sujetaban la parte superior de la cesta, colgada de una gruesa maroma que salía de la casa paterna de Aleatha y se adentraba en la jungla. Despertados de su permanente letargo, los porteadores tiraron de la maroma, acercando el vehículo a la casa. Al volver a su estado de sopor, los porteadores dejarían que la cesta resbalara maroma abajo, llevando el vehículo hasta una encrucijada donde
Aleatha tomaría otra de aquellas cestas, cuyos porteadores la conducirían a su destino.
El esclavo puso en marcha el deslizador de un empujón y Calandra vio perderse a su hermana entre la frondosa vegetación de la jungla, con su falda verde ondeando al viento.
Calandra dirigió una sonrisa desdeñosa al esclavo, que permanecía en su posición contemplando el vehículo con admiración. Qué estúpidos eran aquellos humanos. Ni siquiera entendían cuándo una se burlaba de ellos. Aleatha era disoluta pero, por lo menos, sus coqueteos eran con elfos de su raza. Sólo coqueteaba con los humanos porque era divertido observar sus reacciones animalescas. Aleatha, como su hermana mayor, antes permitiría que la besara el perro de la casa a que lo hiciera un humano.
Paithan era otra historia. Calandra volvió al trabajo, tomando nota de enviar a la nueva criada de la cocina a trabajar en el taller del arco centelleante.
Con la espalda apoyada en el vehículo, disfrutando del viento fresco que golpeaba su rostro mientras descendía rápidamente entre los árboles, Aleatha se imaginó ofreciendo a cierta persona presente en la fiesta del noble Durndrun el relato de cómo había despertado la pasión del esclavo humano. Por supuesto, su versión de lo sucedido sería ligeramente distinta.
«Te juro, mi señor, que su manaza se cerraba sobre la mía con tal fuerza que he creído que iba a estrujármela. ¡Y luego ese animal ha tenido el valor de restregar su cuerpo bañado en sudor contra el mío!»
« ¡Terrible!», respondería su interlocutor, con sus pálidas facciones élficas enrojecidas de indignación... ¿O sería de excitación ante el pensamiento de los dos cuerpos apretados el uno contra el otro? Entonces se acercaría un poco más a ella.
«Y tú ¿qué has hecho?»
«Seguir como si tal cosa, por supuesto. Es la mejor manera de tratar a esas bestias..., aparte del látigo, por supuesto. Pero, claro, no iba a azotarlo yo...»
« ¡No, pero yo sí podría hacerlo...!», añadiría el noble con gallardía.
« ¡Oh, Thea!, ya sabes que tus bromas vuelven locos a los esclavos.»
Aleatha dio un ligero respingo. ¿De dónde había salido aquella voz perturbadora? Un imaginario Paithan..., que invadía sus pensamientos.
Sujetándose el sombrero que el viento estaba a punto de arrancarle de la cabeza, Aleatha tomó nota mentalmente de asegurarse de que su hermano estuviera haciendo bromas en otra parte antes de empezar a relatar aquella seductora aventura. Paithan era un buen chico y no le aguaría la fiesta deliberadamente a su hermana, pero era demasiado candido para dejarlo suelto.
La cesta llegó al final de la cuerda, deteniéndose en la encrucijada. Otro esclavo humano, bastante feo —Aleatha no se dignó mirarlo dos veces—, la ayudó a bajar.
—A casa del barón Durndrun —le indicó fríamente, y el esclavo la acompañó a uno de los deslizadores que esperaban en la encrucijada, cada uno de los cuales pendía de una maroma que se dirigía a una parte distinta de la jungla. El esclavo azuzó a los porteadores, éstos se aplicaron a su trabajo y el vehículo surcó los aires hacia las sombras, cada vez más profundas, transportando a su pasajera a las entrañas de la ciudad de Equilan.
Las cestas eran el medio de transporte de los ricos, que pagaban una cuota a los padres de la ciudad para su disfrute. Quienes no podían permitirse pagar este sistema se servían de los oscilantes puentes que comunicaban la selva. Tales puentes conducían de una casa a otra, de una tienda a otra, de las casas a las tiendas y viceversa. Habían sido tendidos cuando los primeros pobladores elfos fundaran Equilan, para comunicar las escasas viviendas y talleres edificados en los árboles con propósitos defensivos. Con el crecimiento de la ciudad, aumentó también el sistema de puentes, sin orden ni concierto, para mantener conectada cada casa con las vecinas y con el corazón de la ciudad.
Equilan había prosperado y también sus habitantes. Miles de elfos vivían en la ciudad, que tenía casi el mismo número de puentes. Recorrerla a pie era extraordinariamente complicado, incluso para quienes habían pasado allí toda su vida. Nadie que tuviera cierta importancia en la sociedad élfica deambulaba por los puentes salvo, quizás, en alguna correría temeraria durante la hora oscura. No obstante, aquellos puentes constituían una excelente defensa frente a los vecinos humanos de los elfos, quienes, en tiempos ya remotos, habían mirado con ojos envidiosos las viviendas arborícolas élficas.
Los humanos construían sus ciudades directamente sobre las llanuras de musgo, nunca en los árboles. En una ocasión habían enviado una fuerza para invadir Equilan pero cuando los grandes y torpes guerreros humanos, embutidos en sus voluminosas armaduras de cuero y empuñando desmañadamente sus espadas de madera, echaron un vistazo a los angostos pasos de madera de balsa sujeta con cuerda confeccionada con zarcillos de enredadera que se mecían a miles de palmos por encima del lecho de musgo, dieron media vuelta de inmediato y regresaron a su tierra. Los elfos habían comprobado que se tardaba cierto tiempo en aclimatar a los esclavos humanos a la vida en las copas de los árboles, y que la mayoría de ellos no parecía llegar nunca a sentirse cómodo allá arriba.
Con el tiempo, Equilan se hizo más rica y más segura, y sus vecinos humanos del norint decidieron que sería mejor dejar en paz a los elfos y pelearse entre ellos.
Thillia quedó dividida en cinco reinos, cada uno de ellos enemigo de los demás, y los elfos sacaron provecho del suministro de armas de todos los bandos en conflicto.
. Lechos de musgo que crecen en la propia copa de los enormes árboles de la jungla. (N. del a.)
Las familias reales y las de clase media que habían alcanzado riqueza y poder se trasladaron a mayor altura en los árboles. El hogar de Lenthan Quindiniar se alzaba en la colina más elevada de Equilan, signo de posición social entre sus iguales de clase media pero no entre la realeza, que construía sus mansiones a orillas del lago Enthial. Por mucho que Lenthan pudiera comprar y vender la mayoría de las casas del lago, nunca se le permitiría vivir allí.
Para ser sincero, Lenthan tampoco aspiraba a ello. Estaba muy satisfecho de vivir donde lo hacía, con una buena vista de las estrellas y un claro entre la vegetación de la jungla para poder lanzar sus cohetes.
Aleatha, en cambio, había decidido vivir junto al lago. La condición de noble podría adquirirla con su encanto, su cuerpo y la parte del dinero de su padre que le correspondería cuando éste muriese. Sin embargo, lo que aún no había decidido
Aleatha era cuál de los duques, condes, barones o príncipes comprar. Todos eran tan pesados... La tarea que tenía ante sí la muchacha era como ir de tiendas, en busca de uno menos aburrido que el resto.
El deslizador depositó suavemente a Aleatha en la adornada mansión donde el barón Durndrun ofrecía la recepción. Un esclavo humano se dispuso a ayudarla a descender pero un joven noble, llegado al mismo tiempo, lo privó del honor. El noble estaba casado pero, pese a ello, Aleatha le dedicó una sonrisa dulce y encantadora. El joven quedó fascinado y se alejó con Aleatha, dejando que el esclavo se ocupara de su esposa.
La casa de Durndrun, como todas las del lago Enthial, se alzaba en el borde superior de una gran concavidad de musgo. Las mansiones de la nobleza elfa se hallaban repartidas a lo largo de aquel borde superior mientras que la residencia de Su Majestad, la Reina, ocupaba el extremo más alejado, apartada de la abigarrada ciudad donde residían sus súbditos. Todas las demás casas tenían la fachada orientada hacia el palacio, como si le prestaran un perpetuo homenaje.
En el centro de la concavidad del terreno estaba el lago, sostenido sobre un grueso lecho de musgo que acunaban los brazos leñosos de los árboles gigantescos. Debido a sus lechos de musgo, la mayoría de lagos de la zona tenía un color verde, nítido y cristalino. Pero, gracias a una rara especie de peces que nadaba en el lago (regalo del padre de Lenthan Quindiniar a la Reina), las aguas del Enthial ofrecían un vibrante y asombroso tono azul y eran consideradas una de las maravillas de Equilan.
Los jardines del barón Durndrun se extendían desde la casa hasta las propias orillas del lago. Siguiendo la costumbre élfica, los jardines eran cuidados y cultivados para que ofrecieran un aspecto de silvestre abandono. Arco iris de flores competían con los que formaba el sol al traspasar la húmeda atmósfera, rivalizando por ver cuál de ellos podía crear los efectos más maravillosos. Helechos plumosos daban sombra a las pálidas mejillas de las doncellas elfas. Gran número de orquídeas colgaba de los árboles o se alzaba de la vegetación putrefacta que formaba una gruesa capa sobre el lecho de musgo. Aves y animales terrestres (sólo los más vistosos, interesantes y pacíficos) retozaban entre el lujurioso follaje. Unos umbríos cenadores con bancos de madera de teca, importada a alto precio de las tierras humanas que bordeaban el océano Terinthiano, ofrecían una espléndida panorámica del lago y de los terrenos del palacio real, justo enfrente.
Aleatha no prestó la menor atención a la vista, pues ya la había contemplado en otras ocasiones. Su objetivo ahora era hacerla suya. Ella y el noble Daidlus ya se conocían, pero hasta aquel momento Aleatha no había advertido que era agudo, inteligente y moderadamente atractivo. Sentada junto al joven admirador en uno de los bancos de teca, Aleatha apenas había empezado a contar su anécdota del esclavo cuando, como sucediera en su imaginario diálogo, la interrumpió una voz jovial.
— ¡Ah! , estás aquí, Thea. He oído que habías venido. Y tú eres Daidlus, ¿no?
¿Sabes que tu mujer te anda buscando? No parece muy contenta...
El noble Daidlus tampoco lo parecía. Lanzó una mirada colérica a Paithan, que se la devolvió con el aire inocente y ligeramente nervioso de quien sólo pretende ayudar a un amigo.
Aleatha estuvo tentada de retener al noble y librarse de Paithan, pero se dijo que tenía cierta gracia dejar que la olla cociera a fuego lento antes de aplicar todo el calor. Además, tenía que hablar con su hermano.
—Me avergüenzo de mí misma, mi señor —dijo, pues, ruborizándose deliciosamente—. Te estoy apartando de tu familia. He sido muy egoísta y desconsiderada, pero estaba disfrutando tanto de tu compañía...
Paithan cruzó los brazos sobre el pecho, se apoyó en el muro del jardín y observó la escena con interés. Daidlus replicó, entre protestas, que podría quedarse con ella para siempre.
—No, no, mi señor —dijo Aleatha con un aire de noble altruismo—. Ve con tu esposa. Insisto.
Tras esto, extendió la mano para que el joven noble la besara. Daidlus lo hizo con más ardor del que las normas de urbanidad habrían considerado correcto.
—Pero..., me gustaría tanto oír el final de la historia... —protestó el frustrado
Daidlus.
—La oirás, mi señor —respondió Aleatha entornando los párpados tras cuyas pestañas siguieron brillando las chispas púrpura azulado de sus ojos—. La oirás.
El joven noble logró arrancarse de su lado. Paithan tomó asiento en el banco junto a su hermana y ésta se quitó el sombrero y se abanicó con el ala.
—Lo siento. Thea. ¿He interrumpido algo?
—Sí, pero es mejor así. Las cosas iban demasiado deprisa.
—Daidlus está felizmente casado, ¿sabes? Y tiene tres hijos pequeños.
Aleatha se encogió de hombros. Aquello no le interesaba.
—Un divorcio sería un escándalo tremendo —continuó Paithan, oliendo una flor que se había prendido en el ojal del largo traje de linón blanco. De líneas holgadas, la chaqueta caía sobre unos pantalones de la misma tela blanca, cerrados en los tobillos.
—En absoluto. El dinero de padre lo acallaría.
—Habría de concederlo la Reina.
—Por supuesto. También se encargaría de eso el dinero de padre.
—Calandra se pondría furiosa.
—No, te equivocas. Estaría contentísima de verme convertida por fin en una respetable mujer casada. No te inquietes por mí, querido hermano. Tienes otros asuntos de qué preocuparte. Calandra te buscaba esta tarde.
— ¿Ah, sí? —replicó Paithan, tratando de aparentar indiferencia.
—Sí, y la expresión de su rostro podría haber encendido uno de esos infernales aparatos de padre.
—Mala suerte. Debe de haber estado hablando con el jefe, ¿verdad?
—Sí, creo que sí. No hablé mucho con ella porque no quería ponerla furiosa.
De lo contrario, aún estaría allí. Dijo algo sobre un sacerdote humano, creo. Yo...
¡Orn bendito! ¿Qué ha sido eso?
—Un trueno. —Paithan alzó la vista hacia la densa vegetación que impedía observar el cielo—. Debe de acercarse una tormenta. Mala suerte, pues eso significa que van a cancelar el paseo en barca.
—No ha sido ningún trueno. Es demasiado temprano. Además, he notado que el suelo temblaba, ¿tú no?
—Tal vez sea Cal, que viene a por mí.
Paithan se quitó la flor del ojal y se puso a jugar con ella, deshojándola y lanzando los pétalos al regazo de su hermana.
—Me alegro de que esto te divierta tanto, Paithan. Ya veremos qué opinas cuando te reduzca la asignación a la mitad. Por cierto, ¿qué es eso del sacerdote humano?
Paithan se acomodó en el banco y clavó los ojos en la flor que estaba descuartizando. Su rostro juvenil adquirió una inhabitual seriedad.
—Verás, Thea. Al volver de mi último viaje, me sorprendió el cambio obrado en padre. Tú y Cal no os dais cuenta porque estáis siempre con él, pero..., me pareció tan..., no sé..., gris, creo. Y abatido.
—Pues lo has visto en uno de sus momentos más lúcidos —apuntó Aleatha con un suspiro.
—Sí, y esos malditos cohetes que construye nunca sobrepasan las copas de los árboles, y mucho menos se acercan a las estrellas. Y no deja de darle vueltas y vueltas a la muerte de madre... En fin, tú ya sabes cómo están las cosas...
—Sí, ya sé cómo están. —Aleatha juntó los pétalos en el regazo e, inconscientemente, formó con ellos una tumba en miniatura.
—Yo quería que se animara, de modo que dije la primera tontería que me vino a la cabeza. « ¿Por qué no hacer venir a un sacerdote humano?», le propuse. «Esa gente sabe mucho de las estrellas, pues afirman proceder de ellas. Dicen que éstas son, en realidad, ciudades.» Añadí otras sandeces por el estilo y mis palabras —
Paithan parecía modestamente satisfecho de sí mismo— lograron que padre se sintiera mucho mejor. No lo había visto tan activo desde el día en que su cohete cayó en medio de la ciudad y provocó el incendio del basurero.
— ¡Estupendo, Paithan! Como tú no tardarás en emprender un nuevo viaje, te da igual lo que suceda. —Aleatha arrojó los pétalos al viento con gesto irritado—.
¡Pero Calandra y yo tendremos que vivir con ese humano, y ya tenemos suficiente con la presencia de ese viejo astrólogo lujurioso!
—Lo siento mucho, Thea. Te aseguro que no pensé que me hiciera caso.
Paithan parecía compungido y verdaderamente lo estaba. El era un explorador despreocupado. Su hermana mayor era una fría comerciante. Su hermana menor era egoísta y despiadada. La única llama que ardía en todos ellos era el amor y el afecto que se profesaban entre sí. Un amor que, desafortunadamente, no extendían el resto del mundo.
Alargando una mano, Paithan tomó la de su hermana y la apretó entre sus dedos.
—Además —dijo—, ese sacerdote humano no se presentará nunca. Yo lo conozco, ¿sabes?, y...
El lecho de musgo se alzó de pronto bajo sus pies y volvió a descender. El banco en el que estaban sentados dio una sacudida y un súbito oleaje agitó la plácida superficie del lago. Un estruendo que recordaba a un trueno y que más parecía proceder del suelo que de las alturas acompañó la vibración del terreno.
— ¡Esto no es ninguna tormenta! —exclamó Aleatha, mirando a su alrededor con expresión alarmada. A lo lejos se oían gritos y exclamaciones. Paithan se incorporó con cara muy seria.
—Creo que será mejor volver a la casa, Thea —declaró, y le tendió la mano.
Aleatha se movió con tranquila presteza, recogiendo sus faldas vaporosas en torno a las piernas con calmosa rapidez.
— ¿Qué debe de estar sucediendo?
—No tengo la menor idea —respondió Paithan, cruzando el jardín a toda prisa—. ¡Ah, Durndrun! ¿Qué ha sido eso? ¿Algún nuevo juego de sociedad?
— ¡Ojalá lo fuera! —El noble anfitrión parecía considerablemente preocupado—. La sacudida ha producido una gran grieta en la pared del comedor y mi madre está histérica del susto.
El estruendo empezó de nuevo, esta vez más potente. El suelo dio una sacudida seguida de un temblor. Paithan retrocedió tambaleándose hasta agarrarse a un árbol. Aleatha, pálida pero sin descomponerse, se asió a una liana que colgaba junto al banco. El noble Durndrun perdió el equilibrio y estuvo a punto de quedar aplastado bajo una estatua que cayó de su pedestal. El seísmo duró el tiempo que un elfo tardaba en respirar tres veces y, a continuación, cesó.
Del musgo surgió entonces un extraño olor. El olor de una humedad rancia y helada. El olor de la oscuridad. El olor de algo que vivía en la oscuridad.
Paithan fue a ayudar al barón a incorporarse.
—Creo que deberíamos armarnos —dijo Durndrun en un susurro, con objeto de que sólo lo oyera Paithan.
—Sí —contestó Paithan en el mismo tono, al tiempo que dirigía una mirada de reojo a su hermana—. Yo iba a proponer eso mismo.
Aleatha los oyó y entendió lo que decían. Un escalofrío de miedo recorrió su espinazo. La sensación le resultó muy agradable. Desde luego, todo aquello añadía interés a una velada que había esperado aburrida como de costumbre.
—Si me excusáis los dos —dijo, doblando el ala del sombrero para que la favoreciera al máximo—, volveré adentro por si puedo serle de alguna ayuda a la señora de la casa.
—Gracias, Aleatha Quindiniar. Te estoy muy reconocido. Qué valiente es —
añadió el barón, contemplando a la muchacha mientras ésta se dirigía a la casa sin compañía, impávida—. La mitad de las demás mujeres corren por ahí chillando, presa de un ataque de nervios, y la otra mitad se ha desmayado de la impresión. ¡Tu hermana es una mujer admirable!
—Sí, ¿verdad? —contestó Paithan, a quien no había escapado que Aleatha se lo estaba pasando en grande—. ¿Qué armas tienes?
Mientras volvían apresuradamente hacia la casa, el noble miró al joven elfo que corría junto a él.
— ¿Quindiniar...? —Durndrun se acercó aún más y le tomó del brazo—. No pensarás que esto tiene que ver con esos rumores que nos confiaste la otra noche, ¿verdad? Ya sabes, lo de los..., los gigantes...
Paithan pareció levemente avergonzado.
— ¿Yo hablé de gigantes? ¡Por Orn, el vino que nos diste esa noche era muy fuerte, Durndrun!
—Tal vez los rumores no son rumores, después de todo —murmuró Durndrun en tono lúgubre.
Paithan pensó en el origen de aquel estruendo y en aquel olor a oscuridad.
Movió la cabeza en gesto de negativa y dijo:
—Creo que vamos a desear tener enfrente unos gigantes, mi señor. Ahora mismo, me encantaría escuchar uno de esos cuentos humanos para conciliar el sueño.
Los dos llegaron al edificio, donde empezaron a revisar el catálogo de armamento del arsenal. Otros elfos varones que asistían a la fiesta se unieron a ellos entre gritos y exclamaciones, con un comportamiento no mucho mejor que el de sus mujeres, en opinión de Paithan. Los estaba observando con una mezcla de diversión e impaciencia cuando, de pronto, se dio cuenta de que todos ellos lo contemplaban, y que sus rostros estaban extraordinariamente serios.
— ¿Qué crees que debemos hacer? —preguntó el barón Durndrun.
—Yo... yo... Bueno... —balbució Paithan, mirando con aire confuso a la treintena aproximada de miembros de la nobleza elfa—. Vamos, estoy seguro de que vosotros...
— ¡Vamos, vamos, Quindiniar! —Le cortó Durndrun—. Tú eres el único de nosotros que ha estado en el mundo exterior, el único con experiencia en este tipo de asuntos. Necesitamos un jefe y vas a serlo tú.
«Y, si sucede algo, tendréis a alguien a quien echar la culpa», pensó Paithan, pero no lo dijo en voz alta aunque en sus labios apareció durante un segundo una sonrisa irónica.
El trueno empezó de nuevo, esta vez con tal potencia que muchos de los elfos cayeron de rodillas. Entre las mujeres y niños que habían sido conducidos a la casa en busca de protección se alzaron gritos y gemidos. Paithan escuchó el crujido de unas ramas al quebrarse en la jungla, y el coro de roncos graznidos de las aves asustadas.
— ¡Mirad! ¡Mirad eso! ¡En el lago! —gritó la voz áspera de uno de los nobles, situado en la última fila de la multitud.
Todos se volvieron hacia donde indicaba. Las aguas del lago se agitaban y hervían, y en el centro, serpenteando hacia lo alto, se veían las escamas relucientes de un enorme cuerpo verde. Una parte de aquel cuerpo sobresalía del agua, para volverse a sumergir en ella.
— ¡Ah!, lo que yo pensaba —murmuró Paithan.
— ¡Un dragón! —exclamó el barón Durndrun. Se agarró al joven elfo y añadió—: ¡Por Orn, Quindiniar! ¿Qué vamos a hacer?
—Me parece —respondió Paithan con una sonrisa— que lo mejor será ir adentro y tomar la que, probablemente, será nuestra última copa.
CAPITULO 3
EQUILAN, LAGO ENTHIAL
Aleatha lamentó inmediatamente haber ido junto a las mujeres. El miedo es una enfermedad contagiosa y el salón hedía a pánico. Probablemente, los hombres estaban tan asustados como las mujeres, pero al menos mantenían una apariencia de arrojo..., si no por ellos mismos, al menos por lo que pensarían los demás. Las mujeres no sólo podían dejarse llevar por el terror, sino que era eso lo que se esperaba de ellas. Pero incluso el miedo tenía definidas sus normas de etiqueta.
La matrona de la casa —madre del barón Durndrun y dueña absoluta de la mansión ya que su hijo aún era soltero— tenía prioridad en las demostraciones de histeria. Ella era la de más edad, la de rango más alto, y estaba en su casa.
Ninguna de las damas presentes, por lo tanto, tenía derecho a mostrarse tan sobrecogida de pánico como ella. (La esposa de un simple duque, que se había desmayado en un rincón, estaba condenada al ostracismo.)
La matrona yacía postrada en un sofá mientras su sirvienta lloraba junto a ella y le aplicaba diversos remedios: baños de agua de espliego en las sienes, untaduras de tintura de rosa en el amplio pecho, que se alzaba y descendía con un temblor mientras la mujer trataba en vano de recuperar el aliento.
— ¡Oh... oh... oh...! —jadeaba, palpándose el corazón.
Las esposas de los invitados se cernían sobre ella, retorciéndose las manos, abrazándose de vez en cuando y lanzando apagados sollozos. Su miedo servía de inspiración a los niños, que hasta entonces habían mostrado una ligera curiosidad, pero que ahora lloriqueaban a coro y se metían entre las piernas de todo el mundo.
— ¡Oh... oh... oh...! —gimió la matrona, exhibiendo un leve color amoratado.
—Dale unos cachetes —indicó Aleatha con frialdad.
La sirvienta pareció tentada de hacerlo, pero las esposas de los nobles consiguieron recuperarse de su pánico el tiempo suficiente para mostrarse escandalizadas. Aleatha se encogió de hombros, dio media vuelta y se encaminó hacia los grandes ventanales que hacían de puertas y se abrían al espacioso porche desde el que se contemplaba el lago. Detrás de la muchacha, las convulsiones de la matrona parecían ir remitiendo. Quizás había oído la sugerencia de Aleatha y había visto la mano crispada de la criada.
—En los últimos minutos no se ha vuelto a oír ese ruido —musitó la esposa de un conde—. Tal vez ya ha pasado todo.
La respuesta al comentario fue un silencio lleno de inquietud. Aquello no había terminado. Aleatha lo sabía y las demás mujeres congregadas en la estancia lo sabían también. De momento reinaba la calma, pero era un silencio tenso, cargado y terrible que a Aleatha le hizo añorar los gemidos de la matrona de la casa. Las mujeres formaron una apretada pina y los niños reanudaron sus sollozos.
El estruendo se alzó de nuevo, esta vez con más fuerza. La casa se estremeció alarmantemente. Las sillas se movieron de sitio y los pequeños adornos cayeron de las mesas, haciéndose añicos contra el suelo. Las que pudieron, se agarraron a la que encontraron; las que no tenían dónde apoyarse, perdieron el equilibrio y cayeron también. Desde la ventana, Aleatha vio alzarse del lago aquel cuerpo verde y escamoso.
Por fortuna, ninguna de las mujeres de la estancia advirtió la presencia de aquel ser. Aleatha se mordió los labios para no soltar un grito de pavor. En un abrir y cerrar de ojos, la criatura desapareció con tal rapidez que la muchacha llegó a dudar de si la había visto de verdad o si había sido una mera alucinación causada por su propio miedo.
El trueno cesó y Aleatha vio a los hombres corriendo hacia la casa, con su hermano a la cabeza. La muchacha abrió las puertas y descendió a toda prisa la amplia escalinata.
— ¡Paithan! ¿Qué era eso? —preguntó a su hermano, asiéndolo por la manga de la casaca.
—Un dragón, me temo —respondió él.
— ¿Qué será de nosotros?
—Imagino que todos vamos a morir —dijo Paithan tras pensárselo unos momentos.
— ¡Pero no es justo! —protestó Aleatha, pateando el suelo con gesto de rabia e impotencia.
—No, supongo que no. —Las palabras de su hermana le parecieron un enfoque bastante extraño de su desesperada situación, pero Paithan le acarició la mano con un gesto tranquilizador—. Vamos, Thea, tú no vas a desmayarte como las demás mujeres de ahí dentro, ¿verdad? Es impropio que alguien como tú se deje llevar por la histeria.
Aleatha se llevó las manos a las mejillas y notó la piel caliente y enrojecida.
Su hermano tenía razón, se dijo. Debía de estar hecha un adefesio. Tras una profunda inspiración, se obligó a relajarse, se alisó el cabello y volvió a componer los pliegues desordenados de su vestido. El rubor fue desapareciendo de su rostro.
— ¿Qué vamos a hacer? —insistió con voz firme.
—Armarnos. Será inútil, Orn lo sabe, pero al menos podremos mantener a raya al monstruo durante algún tiempo.
— ¿Y la Guardia de la Reina?
Al otro lado del lago, se distinguía al regimiento de la Guardia de la Reina desplegándose. Todos los soldados corrían a ocupar sus posiciones.
. El ejército élfico se divide en tres ramas: la Guardia de la Reina, los Guardianes de las Sombras y la Guardia de la Ciudad. Los Guardianes de las Sombras se mantienen en las regiones inferiores de la ciudad y, según parece, son expertos en enfrentarse con los diversos monstruos que habitan bajo las llanuras de musgo. (N.
del a.)
—La guardia protege a Su Majestad, Thea. Los soldados no pueden abandonar el palacio. Tengo una idea: puedes llevar a las demás mujeres y a los niños al sótano y...
— ¡No! ¡No voy a morir como una rata en un agujero!
Paithan miró fijamente a su hermana, midiendo su valor.
—Está bien, Aleatha. Hay otra cosa que puedes hacer. Alguien tiene que ir a la ciudad y alertar al ejército. No podemos prescindir de ningún hombre y las demás mujeres no están en condiciones de viajar. Es una misión peligrosa; el medio de transpone más rápido es el deslizador y si esa bestia rompe nuestras líneas de defensa...
Aleatha imaginó con toda claridad la enorme cabeza del dragón alzándose y agitándose violentamente hasta romper los cables que sostenían el vehículo sobre el vacío. Se vio cayendo vertiginosamente...
Pero luego se imaginó encerrada con la dueña de la casa en un sótano oscuro y mal ventilado.
—Iré. —Aleatha empezó a recogerse las faldas.
—Espera, Thea. Escucha. No intentes bajar al centro mismo de la ciudad, pues te perderías. Busca el puesto de guardia del lado de vars. Las cestas te llevarán una parte del camino y luego tendrás que seguir a pie, pero distinguirás el puesto desde la primera encrucijada. Es una atalaya construida en las ramas de un árbol karabeth. Diles que...
— ¡Paithan! —Durndrun salió de la casa a toda prisa, con el arco y un carcaj en la mano y señalando hacia el lago con la otra—. ¿Quién diablos anda ahí abajo?
¿No habían vuelto todos con nosotros?
—Eso creía —asintió Paithan, forzando la vista hacia donde indicaba el barón.
El reflejo del sol en las aguas del lago resultaba cegador pero alcanzó a ver, sin la menor duda, una figura que se movía al borde del agua—. Déjame ese arco. Iré a por él. Es fácil que nos hayamos dejado a alguien, en la confusión.
— ¿Piensas..., piensas bajar ahí? ¿Con el dragón? —El noble contempló a
Paithan con asombro.
Como siempre hacía en la vida, Paithan se había prestado voluntario sin pensárselo. Pero, antes de que le diera tiempo a añadir que, de pronto, había recordado que tenía otro compromiso anterior, Durndrun se apresuró a colocar el arco y la aljaba con las flechas en las manos del joven elfo mientras murmuraba algo acerca de una medalla al valor. Póstuma, sin duda.
— ¡Paithan! —Aleatha le sujetó un brazo.
El elfo tomó la mano de la muchacha entre sus dedos, la estrechó y, a continuación, la depositó en la de Durndrun.
—Aleatha se ha ofrecido a alertar a los Guardianes de las Sombra para que acudan a rescatarnos.
— ¡Qué valentía! —Murmuró el noble, besando la mano helada de la muchacha—. ¡Qué ánimo! —añadió, y contempló a Aleatha con ferviente admiración.
—El mismo que tenéis todos los que os quedáis aquí, mi señor. Tengo la impresión de estar huyendo. —Aleatha suspiró profundamente y dirigió una fría mirada a su hermano—. Ten cuidado, Pait.
—Lo mismo digo, Thea.
Con el arma dispuesta, Paithan se dirigió a la carrera hacia el lago.
Aleatha lo vio alejarse y notó en el pecho una sensación horrible, sofocante.
Una sensación que ya había experimentado una vez en su vida, la noche en que muriera su madre.
—Permíteme que te escolte, querida Aleatha. —El barón Durndrun no le soltaba la mano.
—No, mi señor. ¡No digas tonterías! —replicó Aleatha de inmediato. Tenía un nudo en el estómago y el corazón en un puño. ¿Por qué se había marchado
Paithan? ¿Por qué la había abandonado? Lo único que deseaba era escapar de aquel lugar horrible—. Tú eres necesario aquí.
— ¡Aleatha! ¡Qué valiente y hermosa eres! —El barón Durndrun la atrajo hacia sí; sus brazos la rodearon y sus labios le rozaron los dedos—. Si, por algún milagro, escapamos de este monstruo, quiero que te cases conmigo.
Aleatha dio un respingo, trastornada por el miedo. El barón Durndrun era uno de los nobles de más alto rango en la corte y uno de los elfos más ricos de
Equilan. Siempre la había tratado con cortesía, pero se había mostrado frío y distante. Paithan había tenido la amabilidad de informar a su hermana de que el barón la consideraba «demasiado alocada, con un comportamiento indecoroso». Al parecer, había cambiado de idea.
— ¡Mi señor! ¡Por favor, tengo que irme! —Aleatha se debatió, aunque no mucho, para desasirse del brazo que rodeaba su cintura.
—Lo sé y no voy a impedir tu valeroso acto. Pero prométeme que serás mía, si sobrevivimos.
Aleatha cesó en sus esfuerzos y bajó sus ojos púrpura, con aire tímido.
—Estamos en unas circunstancias terribles, mi señor. No somos nosotros mismos. Si salimos de ésta, no te consideraré obligado por esta promesa. Pero —se acercó aún más a él, susurrante— sí prometo a mi señor que le escucharé si me lo vuelve a pedir entonces.
Desasiéndose por fin, Aleatha hizo una elegante reverencia, dio media vuelta y echó a correr, grácil y veloz, por el césped de musgo hacia el cobertizo de los carruajes. La muchacha sabía que el barón la seguía con la mirada.
«Ya lo tengo», pensó. «Seré la esposa de Durndrun y desplazaré a su madre como primera dama de compañía de la reina.»
Mientras corría, con las faldas recogidas para evitar tropiezos, Aleatha sonrió.
Si la matrona de la casa se había puesto histérica por causa de un dragón, ¡a saber cómo reaccionaría cuando se enterara de la noticia! Su único hijo, sobrino de Su Majestad, unido en matrimonio con Aleatha Quindiniar, una rica plebeya.
Sería el escándalo del año.
Pero, de momento, sólo podía rogar a la bendita Madre Peytin que saliera con vida de aquel trance.
Paithan continuó su descenso por el inclinado jardín, en dirección al lago. El suelo empezó a vibrar otra vez y se detuvo a echar un rápido vistazo a su alrededor, buscando algún indicio del dragón. Sin embargo, el temblor cesó casi al instante y el joven elfo reemprendió la marcha.
Estaba asombrado de sí mismo, de aquella demostración de valentía. Era un experto en el uso del arco, pero aquella pequeña arma no le sería de mucha utilidad frente a un dragón. ¡Por la sangre de Orn! ¿Qué estaba haciendo allí?
Después de pensar seriamente en ello, mientras acechaba tras unos matorrales para ver mejor la orilla, llegó a la conclusión de que no era una cuestión de valentía. Sólo lo impulsaba la curiosidad, aquella misma curiosidad que siempre había causado problemas en su familia.
Fuera quien fuese la persona que deambulaba junto al lago, tenía totalmente desconcertado a Paithan. Éste podía comprobar ahora que se trataba de un varón y que no era ningún invitado. En realidad, no era ningún elfo. Era un humano, y bastante viejo, a juzgar por su aspecto. Un anciano de largos cabellos canosos que le caían sobre la espalda y luenga barba blanca que le llegaba al pecho. Iba vestido con una túnica larga, sucia y de color ceniciento. Un gorro cónico, desastrado y con la punta rota, se sostenía inciertamente sobre la cabeza. Y lo más increíble era que parecía haber salido del lago. De pie junto a la orilla, despreciando el peligro, el viejo se retorcía la barba para escurrir el agua y, vuelto hacia el lago, murmuraba algo por lo bajo.
—Un esclavo, sin duda —dijo Paithan—. Debe de haberse aturdido y anda desorientado. Aunque no entiendo por qué iba nadie a conservar un esclavo tan viejo y decrépito. ¡Eh, tú! ¡Viejo!
Paithan se encomendó a Orn y se lanzó abiertamente pendiente abajo. El anciano no le prestó atención y, recogiendo un largo bastón de madera que había visto tiempos mejores, empezó a batir el agua con él.
Paithan casi pudo ver el cuerpo serpenteante y escamoso ascendiendo desde las profundidades del lago azul. Notó una presión en el pecho, un ardor en los pulmones.
— ¡No! ¡Anciano! ¡Padre...! —Gritó, hablando en humano y utilizando el tratamiento habitual con que los humanos se dirigían a sus mayores varones—.
¡Padre! ¡Apártate de ahí! ¡Padre!
— ¿Eh? —El anciano se volvió y miró a Paithan con ojos confusos—. ¿Hijo?
¿Eres tú, muchacho? —Soltó el bastón y abrió los brazos de par en par. El movimiento le hizo tambalearse—. ¡Ven a mis brazos, hijo! ¡Ven con tu padre!
Paithan intentó detener su propio impulso a tiempo de sujetar al anciano, que se tambaleaba al borde del agua. Sin embargo, el elfo resbaló sobre la húmeda hierba y le fallaron las rodillas. El viejo perdió su precario equilibrio y, agitando los brazos, cayó al lago con un gran chapoteo.
— ¡Ésta no es la manera en que un hijo debe tratar a su anciano padre! —El humano miró a Paithan, colérico—. ¡Mira que tirarme al lago!
— ¡Yo no soy tu hijo, viejo! Y ha sido un accidente. —Paithan tiró del anciano, arrastrándolo pendiente arriba—. ¡Vamos! ¡Tenemos que marcharnos de aquí enseguida! Hay un dragón y...
El humano se detuvo de improviso y Paithan, desequilibrado, estuvo a punto de caer al musgo. Tiró del flaco brazo del anciano para que continuara avanzando, pero fue como intentar mover un tronco de vortel.
—No seguiré sin mi sombrero —declaró el anciano.
— ¡Por Orn bendito! —Paithan hizo rechinar los dientes. Volvió la mirada al lago con una mueca de temor, esperando ver en cualquier momento que el agua empezaba a hervir otra vez—. ¡Olvídate del gorro, viejo idiota! ¡Hay un dragón en...!
—Miró de nuevo al humano y exclamó, exasperado—: ¡Pero si lo llevas en la cabeza!
—No me mientas, hijo —replicó el anciano con terquedad. Se inclinó para recoger el bastón y el gorro se le cayó sobre los ojos—. ¡Dioses! ¡Y ahora me he quedado ciego de repente! —añadió con voz de asombro y pavor, alzando las manos para tantear lo que tenía ante sí.
— ¡Es el gorro! —Paithan se acercó de un salto, agarró el adminículo del viejo y se lo arrancó de la cabeza—. ¡El gorro! —repitió agitándolo ante sus narices.
—Ése no es el mío —protestó el anciano, observando la prenda con recelo—.
Me has cambiado el sombrero. El mío tenía mucho mejor aspecto...
— ¡Vamos! —exclamó de nuevo, reprimiendo las ganas de echarse a reír.
— ¡El bastón! —chilló el viejo, negándose a moverse de donde estaba plantado.
Paithan acarició la idea de dejar al viejo para que echara raíces en el musgo, si eso quería, pero el elfo no soportaba la idea de ver a un dragón devorando a alguien... aunque fuera a un humano. Volvió sobre sus pasos a toda prisa, recuperó el bastón, lo puso en la mano del anciano y continuó tirando de él hacia la casa.
El elfo temió que el viejo humano tuviera dificultades para llegar hasta allí, pues el camino era largo y cuesta arriba. Paithan se oyó a sí mismo respirando con esfuerzo y notó las piernas cansadas por la tensión. En cambio, el anciano parecía poseer una resistencia extraordinaria y avanzaba resueltamente, dejando agujeros en el musgo allí donde apoyaba el bastón.
— ¡Ah, creo que algo nos viene siguiendo! —exclamó de pronto el anciano.
— ¿Sí? —Paithan se volvió en redondo.
— ¿Dónde? —El viejo agitó el bastón y estuvo a punto de dejar sin sentido a
Paithan—. ¡Por los dioses que le daré con esto...!
— ¡Basta! ¡Ya es suficiente! —El elfo agarró el bastón que el anciano seguía moviendo de un lado al otro—. Ahí no hay nada. Pensaba que habías dicho que..., que algo nos seguía.
—Si no es así, ¿a qué viene que me lleves corriendo por esta condenada cuesta?
—Hay un dragón en el la...
— ¡El lago! —Al humano se le erizó la barba y sus tupidas cejas se pusieron de punta en todas direcciones—. ¡De modo que es ahí donde está! ¡Me ha metido en el agua a propósito! —El viejo levantó el puño y lo agitó en el aire en dirección al lago—.
¡Ya te arreglaré yo, gusano! ¡Ven! ¡Sal donde pueda verte! —dejó caer el bastón y empezó a levantarse las mangas de sus ropas sucias y húmedas—. Ya estoy a punto. Sí, señor. ¡Y esta vez te voy a lanzar un conjuro que te sacará los ojos de las órbitas!
— ¡Espera un momento! —Paithan notó que el sudor empezaba a helársele sobre la piel—. ¿Estás diciendo que..., que ese dragón es... tuyo?
— ¿Mío? ¡Por supuesto que es mío! ¿No es cierto, especie de reptil resbaladizo?
— ¿Quieres decir que..., que el dragón está bajo tu control? —Paithan empezó a respirar un poco mejor—. Entonces, debes de ser un hechicero.
— ¿Debo...? —El humano pareció muy sorprendido de la noticia.
—Tienes que ser un mago, y muy poderoso, para controlar a un dragón.
—Bueno, yo..., hum..., verás, hijo. —El anciano empezó a mesarse la barba con evidente incomodidad—. Ésa es una cuestión entre nosotros dos..., el dragón y yo.
— ¿A qué te refieres? —Paithan notó que se le empezaba a hacer un nudo en el estómago.
—A quién tiene el control sobre quién. No es que yo tenga ninguna duda al respecto, desde luego; lo que sucede es que... hum... que el dragón suele olvidarse de ello.
El elfo no se había equivocado: aquel viejo humano estaba loco. Paithan se las tenía que ver con un dragón y un humano loco. Pero, en el bendito nombre de la
Madre Peytin, ¿qué estaba haciendo en el lago aquel viejo chiflado?
— ¿Dónde estás, sapo hinchado? —Continuó gritando el hechicero—. ¡Sal! ¡No servirá de nada que te escondas! ¡Daré contigo...!
Un chillido agudo interrumpió la perorata.
— ¡Aleatha! —exclamó Paithan, volviendo la vista a lo alto de la colina.
— ¡Auxilio! ¡Por favor...! —El grito terminó en un gemido ahogado.
— ¡Ya voy, Thea! —El elfo salió de su momentánea parálisis y echó a correr hacia la casa.
— ¡Eh, muchacho! —gritó el viejo, con los brazos en jarras, contemplando encolerizado cómo se alejaba—. ¿Dónde crees que vas con mi sombrero?
CAPITULO 4
EQUILAN, LAGO ENTHIAL
Paithan se unió a un grupo de hombres que, conducido por el barón
Durndrun, corría hacia donde había sonado el grito de auxilio. Al doblar la esquina del ala norint de la casa, el pelotón se detuvo en seco. Aleatha se encontraba inmóvil en una pequeña loma de musgo. Delante de ella, interponiendo su cuerpo enorme entre la elfa y el cobertizo de los deslizadores, se hallaba el dragón.
Era un ser enorme, cuya cabeza se alzaba hasta las copas de los árboles. Su cuerpo se perdía en las umbrías profundidades de la jungla y carecía de alas, pues había pasado toda su existencia en las oscuras entrañas de la impenetrable vegetación, deslizándose entre los troncos de los gigantescos árboles de Pryan. Sus fuertes patas, dotadas de grandes zarpas, podían abrirse paso en la selva más cerrada o derribar a un hombre de un golpe. Cuando avanzaba, su larga cola se agitaba como un látigo y cortaba la vegetación como una guadaña, formando unos senderos que eran bien conocidos (e inmensamente temidos) por los aventureros.
Sus ojos enormes, rojos y de mirada inteligente, estaban fijos en Aleatha. El dragón no se mostraba amenazador; sus grandes mandíbulas no estaban abiertas, aunque eran visibles los colmillos superiores e inferiores sobresaliendo de sus fauces. Una lengua roja asomaba y desaparecía velozmente entre los dientes. Los hombres armados observaban aquella aparición inmóviles, sin saber qué hacer.
Aleatha permanecía muy quieta.
El dragón ladeó la cabeza, observándola.
Paithan se abrió paso hasta colocarse en la vanguardia del grupo. El barón
Durndrun estaba soltando furtivamente el seguro de una ballesta. El arma despertó mientras Durndrun empezaba a llevarse la culata al hombro. La saeta preparada para el disparo preguntó con voz chillona:
— ¿Objetivo? ¿Objetivo?
—Él dragón —ordenó Durndrun.
— ¿El dragón? —La flecha pareció alarmada y dispuesta a iniciar una protesta, problema que solían presentar las armas inteligentes—. Por favor, consulte el manual del usuario, sección B, párrafo tres. Cito: «No utilizar contra un adversario cuyo tamaño sea superior a...»
—Apunta al corazón...
— ¿A cuál?
— ¿Qué pretendes hacer con eso? —Paithan agarró por el codo al joven noble.
—Le puedo meter un buen dardo en los ojos...
— ¿Estás loco? ¡Si fallas, el dragón se lanzará sobre Aleatha!
Durndrun estaba pálido y tenía una expresión preocupada, pero continuó preparando el arco.
—Soy un tirador excelente, Paithan. Hazte a un lado.
— ¡No!
— ¡Es nuestra única oportunidad! ¡Maldita sea, Paithan, esto me gusta tan poco como a ti, pero...!
—Discúlpame, hijo —exclamó a su espalda una voz irritada—. ¡Me estás arrugando el sombrero!
Paithan soltó un juramento. Se había olvidado del anciano humano, que se abría camino entre el grupo de elfos tensos y ceñudos.
— ¡Ya no se tiene respeto por los ancianos! Creéis que todos somos unos viejos decrépitos, ¿verdad? ¡Pues una vez tuve un hechizo que os habría hecho caer de espaldas! Ahora mismo no recuerdo bien cómo era... ¿Campana de fuego?
No, no era eso... ¡Ya lo tengo! ¡Círculo de fuego! No, tampoco me suena. ¡En fin, ya me saldrá! ¡Y tú, muchacho...! —El anciano estaba enfurecido—. ¡Mira cómo me has dejado el sombrero!
— ¡Toma el maldito sombrero y...! —empezó a replicar Paithan sin advertir, en su irritación, que el anciano había dicho lo anterior en correcto elfo.
— ¡Silencio! —susurró Durndrun.
El dragón había vuelto la cabeza lentamente y los estaba observando, con los ojos entrecerrados.
— ¡Tú! —exclamó el dragón con una voz que sacudió los cimientos de la casa del barón.
El anciano estaba tratando de devolverle cierta forma al gorro a base de golpes. Al escuchar el atronador « ¡Tú!», dirigió a un lado y al otro su vista nublada y finalmente distinguió la enorme cabeza verde que se alzaba a la altura de las copas.
— ¡Aja! —exclamó el anciano. Con paso inseguro, retrocedió un poco al tiempo que alzaba un dedo tembloroso y acusador hacia el dragón—. ¡Sapo monstruoso! ¡Has intentado ahogarme!
— ¡Sapo! —El dragón irguió todavía más la cabeza y clavó las patas delanteras en el musgo, haciendo temblar el suelo. Aleatha trastabilló y cayó el suelo con un grito. Paithan y Durndrun aprovecharon la distracción del dragón para correr en ayuda de la muchacha. Paithan se agachó junto a ella, protegiéndola con sus brazos. El barón Durndrun cubrió a los hermanos con el arma levantada. Desde la casa llegó a sus oídos el lamento de las mujeres, convencidas de que aquello era el fin.
El dragón bajó la cabeza y el viento que levantó a su paso agitó las hojas de los árboles. La mayoría de los elfos se tiraron al suelo; sólo un puñado de valientes permaneció firme. Durndrun disparó un dardo. Con un chillido de protesta, la saeta chocó contra las escamas verdes tornasoladas, rebotó en ellas, cayó al musgo y se escurrió bajo la vegetación. El dragón no pareció enterarse. Su cabeza se detuvo a escasos palmos del anciano y exclamó:
— ¡Tú, mala imitación de hechicero! ¡Tienes mucha razón al decir que he tratado de ahogarte! Pero ahora he cambiado de idea. ¡Morir ahogado sería demasiado bueno para ti, reliquia apolillada! Cuando me haya saciado de carne de elfo, empezando por este apetitoso bocadito rubio que tengo delante, te voy a limpiar los huesos de carne uno a uno, empezando por ese dedo que tienes alzado...
— ¿Ah, sí? —replicó a gritos el anciano. Se ajustó el gorro a la cabeza, arrojó el bastón al suelo y, de nuevo, empezó a subirse las mangas—. ¡Eso ya lo veremos!
—Voy a disparar ahora, aprovechando que no nos mira —cuchicheó
Durndrun—. Paithan, tú y Aleatha echad a correr cuando lo haga...
— ¡No digas tonterías, Durndrun! ¡No podemos luchar contra esa criatura!
Espera a ver que consigue el humano. ¡Dice que él controla al dragón!
— ¡Paithan! —Aleatha le clavó las uñas en el brazo—. ¡Ese humano es un viejo chiflado! ¡Hazle caso al barón!
— ¡Silencio!
La voz del anciano empezó a alzarse en un tono vibrante y agudo. Con los ojos cerrados agitó los dedos en dirección al dragón e inició un canturreo, meciéndose hacia adelante y hacia atrás al ritmo de las palabras.
El dragón abrió la boca; sus dientes perversamente afilados brillaron en la penumbra y su lengua se agitó entre ellos, en gesto amenazador.
Aleatha cerró los ojos y ocultó el rostro en el hombro de Durndrun, desplazando la ballesta, que lanzó un chirrido de protesta. El barón apartó el arma, pasó torpemente el brazo en torno a la mujer y la sujetó con fuerza.
—Paithan, tú sabes humano. ¿Qué está diciendo?
Cuando era joven salí a buscar el amor y las cosas que soñaba.
Emprendí la marcha bajo el cielo nublado y con un gorro en la cabeza.
Partí con grandes intenciones confiando en la intervención divina; pero nada podía prepararme para las cosas que finalmente aprendí.
Al principio busqué batallas anhelando el estrépito de las espadas, pero nos condujeron como ganado y jamás llegamos a presenciar un combate.
Estuve en el campo durante horas, entre las lanzas y las flores;
decidí que era tiempo de marcharme y me escabullí en plena noche.
He estado vagando sin rumbo, he visto guerras, reyes y cabañas, he conocido a muchos hombres atractivos que todavía no han besado a una chica.
Sí, he recorrido el mundo entero he visto hombres borrachos y serenos pero nunca he visto a nadie que beba tanto como el noble Bonnie.
Paithan soltó un jadeo y tragó saliva.
—Yo no..., no estoy seguro. Supongo que debe de ser... magia. —Se puso a buscar por el suelo alguna rama de buen tamaño o cualquier cosa que pudiera utilizar como arma. No le parecía el mejor momento para explicarle al noble que el anciano estaba tratando de hechizar al dragón sirviéndose de una de las canciones de taberna más populares de Thillia.
Viví en palacios reales y un rey me llevó a sus aposentos para que aprendiera los usos cortesanos y observara el poder de la nobleza.
Acepté el ofrecimiento del buen rey, pero le vacié el cofre y con la bolsa cargada de oro a rebosar desaparecí de su vista.
Después conocí a una dama en un rincón discreto y en sombras, yo era muy hábil con las palabras y se nos hizo muy tarde charlando.
La mujer me ofreció su lecho esa noche pero la familia me exigió el matrimonio, así, con precio puesto a mi cabeza, huí de la casa con las primeras luces del alba.
He estado vagando sin rumbo, he visto guerras, reyes y cabañas, he conocido a muchos hombres atractivos que todavía no han besado a una chica.
Sí, he recorrido el mundo entero, he visto hombres borrachos y serenos pero nunca he visto a nadie que beba tanto como el noble Bonnie.
— ¡Por Orn bendito! —exclamó Durndrun, jadeando—. ¡Da resultado!
Paithan alzó la cabeza y miró, asombrado. La testa del dragón había empezado a moverse al compás de la tonada.
El anciano continuó cantando la historia del noble Bonnie en incontables estrofas. Los elfos permanecieron inmóviles, temiendo que el menor gesto pudiera romper el hechizo. Aleatha y Durndrun se apretaron un poco más el uno contra el otro. El dragón tenía los párpados entrecerrados y la voz del anciano se hizo más dulce. La criatura parecía casi dormida cuando, de pronto, abrió los ojos y alzó de nuevo la cabeza.
Los elfos asieron sus armas. Durndrun colocó a Aleatha detrás de él. Paithan enarboló una rama.
— ¡Cielos, mi señor! —Exclamó el dragón, contemplando al viejo—. ¡Estás totalmente empapado! ¿Qué te ha sucedido?
El humano pareció avergonzado:
—Bien, yo...
—Tienes que cambiarte inmediatamente esas ropas mojadas, señor, o pillarás una pulmonía mortal. Necesitas un buen fuego y un baño caliente.
—Ya he tenido suficiente agua con...
—Por favor, señor. Yo sé qué es lo mejor. —El dragón volvió la cabeza a un lado y otro—. ¿Quién es el dueño de esta hermosa mansión?
Durndrun dirigió una breve mirada de interrogación a Paithan.
— ¡Síguele la corriente! —susurró el joven elfo.
—Esto..., soy yo. —El noble parecía desorientado, como si se preguntara vagamente si había alguna norma de etiqueta que estableciera el modo adecuado de presentarse uno mismo a un enorme reptil babeante. Por último, decidió ser conciso y ceñirse a la pregunta—. Soy..., soy Durndrun. El barón Durndrun.
Los ojos enrojecidos del dragón se concentraron en el balbuciente aristócrata.
—Discúlpame, señor. Lamento interrumpir la fiesta, pero conozco mis deberes y es imperioso que mi mago reciba atención inmediata. Es un anciano frágil y...
— ¿A quién estás llamando frágil, monstruo plagado de hongos...?
—Supongo que mi mago será hospedado en tu casa, ¿verdad, señor?
— ¿Hospedado? —Durndrun parpadeó, desconcertado—. ¿Hospedado? ¡Pero qué...!
— ¡Por supuesto que lo invitas! —masculló Paithan por lo bajo, en tono colérico.
— ¡Ah, claro! ¡Ya entiendo! —murmuró el barón. Hizo una reverencia ante el humano y añadió—: Será un gran honor para mí recibir a... hum... ¿cómo se llama? —murmuró en un aparte a Paithan.
— ¡Que me aspen si lo sé! —replicó éste.
— ¡Averígualo!
Paithan se acercó furtivamente al anciano.
—Gracias por rescatarnos...
— ¿Has oído lo que me ha llamado? —Inquirió el humano—. ¡Frágil! ¡Ya le daré yo frágil! ¡Voy a...!
— ¡Presta atención, por favor! El barón Durndrun, ese caballero de ahí, estará encantado de invitarte a su casa. Si tienes la amabilidad de revelarnos tu nombre...
—Me resulta imposible.
Desconcertado, Paithan acertó a preguntar:
— ¿El qué, te resulta imposible?
—Me resulta imposible aceptar la invitación. Tengo otros compromisos anteriores.
— ¿A qué viene este retraso? —intervino el dragón. Paithan dirigió una mirada inquieta a la criatura.
—Discúlpame, anciano, me temo que no comprendo y..., verás, no querríamos irritar al...
—Me esperan —declaró el anciano—. Me esperan en otra parte. La casa de un colega. He prometido que iría y un hechicero no falta jamás a su palabra. Si lo hace, le suceden cosas terribles a su nariz.
— ¿Y no me podrías decir dónde te esperan? Se trata de tu dragón, ¿sabes?
Parece...
— ¿Excesivamente solícito? ¿Un mayordomo de película de serie B? ¿Una madre judía? Exacto —replicó el humano en tono lúgubre—. Siempre se pone así cuando está bajo el hechizo. Me vuelve loco. Yo lo prefiero de la otra manera, pero tiene la irritante costumbre de comerse a la gente si no lo mantengo subyugado.
— ¡Por favor, anciano! —exclamó Paithan, desesperado, al ver que los ojos del dragón empezaban a despedir un fulgor rojizo—. ¿Dónde vas a alojarte?
—Está bien, muchacho, está bien. No te excites. Vosotros, los jóvenes, siempre con prisas. ¿Por qué no me lo has preguntado antes? En casa de
Quindiniar. De un tipo que se llama Lenthan Quindiniar. Él me ha mandado llamar —añadió el anciano, con aire altivo—. «Se precisa un sacerdote humano.»
En realidad, yo no soy sacerdote. Soy un mago. Todos los sacerdotes habían salido a recaudar fondos cuando llegó el mensaje...
— ¡Por las orejas de Orn! —murmuró Paithan. Tenía la extrañísima sensación de encontrarse en medio de un sueño. Si era así, ya iba siendo hora de que
Calandra le arrojara un vaso de agua a la cara. Se volvió hacia Durndrun—. Yo...
lo siento, barón, pero el... el caballero ya tiene otro compromiso. Se alojará en casa de... de mi padre.
Aleatha se echó a reír y Durndrun le dio unas nerviosas palmaditas en el hombro, pues advirtió un tono histérico en su carcajada. La muchacha, sin embargo, se limitó a echar la cabeza hacia atrás y continuó riéndose, aún más fuerte.
El dragón, aparentemente, consideró que la risa iba dirigida a él y entrecerró sus ojos encarnados, con aire amenazador.
— ¡Thea! ¡Basta! —Ordenó Paithan—. ¡Domínate! ¡Seguimos en peligro! No confío en ninguno de los dos y no estoy seguro de cuál de ellos está más loco, si el dragón o el viejo.
Aleatha se enjugó las lágrimas que le habían saltado de los ojos.
— ¡Pobre Calandra! —Murmuró con una risilla—. ¡Pobre Cal!
—Te ruego que recuerdes, caballero, que mi mago sigue aquí con esas ropas empapadas —tronó el dragón—. Puede pillar un resfriado y es muy propenso a padecer de los pulmones.
—A mis pulmones no les sucede nada...
—Si me facilitas la dirección de la casa —continuó el dragón, haciéndose el mártir—, me adelantaré para prepararle un baño caliente.
— ¡No! —Gritó Paithan—. Es decir... —Intentó pensar algo, pero su cerebro ya tenía suficientes problemas para adaptarse a la situación. Desesperado, se volvió hacia el humano—. Los Quindiniar vivimos en una colina con vistas a la ciudad.
Imagina el efecto de la presencia de un dragón, surgiendo de pronto entre nuestra gente... No pretendo ser desconsiderado, pero ¿no podrías decirle que...?
— ¿Que meta las narices en otra parte? —El anciano emitió un suspiro—. Tal vez merezca la pena intentarlo. ¡Eh, tú, Cyril!
— ¿Señor?
—Soy perfectamente capaz de prepararme el baño yo mismo. ¡Y no me resfrío nunca! Además, no puedes ir haciendo cabriolas por la ciudad de los elfos con ese enorme corpachón escamoso. Dejarías helados del susto a estos ángeles.
— ¿Ángeles, señor? —El dragón ladeó ligeramente la cabeza y lanzó una mirada colérica.
— ¡Olvídalo! —El anciano hizo un gesto con una de sus manos nudosas y ordenó a la criatura—: Ahora, vete a otra parte hasta que te llame.
—Muy bien, señor —respondió el dragón en tono dolido—. Si es eso lo que quieres, realmente.
—Sí, sí. Vamos, márchate enseguida.
—Yo sólo pretendo velar por ti y por tus intereses, señor.
—Desde luego. Ya lo sé.
—Significas mucho para mí, señor —añadió el dragón. Luego, empezó a mover su pesada mole hacia la jungla, pero hizo una pausa y volvió su cabeza gigantesca, mirando a Paithan—. ¿Te ocuparás de que mi mago se ponga calzado impermeable para andar por terrenos húmedos? —Paithan asintió, como si le hubieran atado la lengua—. ¿Y de que se abrigue bien y se enrolle el pañuelo al cuello y lleve el gorro calado hasta las orejas? ¿Y que tome su reconstituyente cada día, nada más despertar? Mi mago sufre trastornos intestinales, ¿sabes?
Paithan agarró del brazo al anciano, que había empezado de nuevo a soltar maldiciones y parecía a punto de lanzarse contra el dragón.
—Mi familia y yo nos ocuparemos de él, Cyril —logró decir por fin—. Al fin y al cabo, es nuestro invitado de honor.
Aleatha había hundido la cara en un pañuelo. Era difícil distinguir si estaba riendo o llorando.
—Gracias, señor —asintió el dragón, con gesto solemne—. Dejo al mago en tus manos. Ocúpate de él como es debido; de lo contrario, no te gustarán las consecuencias.
Las enormes zarpas delanteras del dragón excavaron el musgo, levantando pedazos de éste hacia lo alto, y la criatura desapareció lentamente en el agujero que iba creando. Los elfos escucharon, procedente de muy abajo, el crujido de enormes ramas al partirse y, finalmente, un golpe sordo. El temblor continuó unos momentos más y, por fin, todo quedó quieto y silencioso. Después, las aves probaron a emitir sus primeros gorjeos, titubeantes.
— ¿Estamos a salvo de él, si permanece ahí debajo? —preguntó Paithan al humano con voz nerviosa—. No es probable que se libere del hechizo y venga a buscar problemas, ¿verdad?
—No, no. No debes preocuparte por eso, muchacho. Soy un hechicero poderoso. ¡Muy poderoso! Si hasta sabía un conjuro que...
— ¿De verdad? ¡Qué interesante! Y ahora, si quieres acompañarme...
Paithan condujo al anciano hacia el cobertizo de los deslizadores. El joven elfo consideró preferible abandonar aquel lugar lo antes posible. Además, era probable que la fiesta se diera por concluida. Aunque debía reconocer que había sido una de las mejores de Durndrun. Sin duda, se hablaría de ella durante el resto de la temporada de actividades sociales.
El barón se acercó de nuevo a Aleatha, que se enjugaba las lágrimas con el pañuelo, y le ofreció el brazo.
— ¿Puedo escoltarte hasta el deslizador?
—Como quieras, barón —respondió Aleatha, apoyando la mano en su brazo al tiempo que un hermoso rubor cubría sus mejillas.
— ¿Cuándo sería un buen momento para una visita? —preguntó Durndrun en un susurro.
— ¿Una visita, barón?
—A tu padre —respondió éste en tono muy serio—. Tengo que pedirle una cosa. —Posó la mano sobre las de ella y la atrajo hacia sí—. Algo que afecta a su hija.
Aleatha echó una mirada hacia la casa por el rabillo del ojo. La madre de
Durndrun estaba asomada a una ventana, observándolos. La vieja matrona parecía más alarmada que ante la presencia del dragón. Aleatha bajó los ojos y lanzó una tímida sonrisa.
—Cuando gustes, barón. Mi padre está siempre en casa y se sentirá muy honrado de recibirte.
Paithan ayudó al anciano a introducirse en el deslizador.
—Me temo que aún no sé tu nombre, señor —comentó mientras tomaba asiento al lado del hechicero.
— ¿Ah, no? —respondió éste con aire alarmado.
—No, señor. No me lo has dicho.
—Mala cosa... —El hechicero se rascó la barba—. Esperaba que lo conocieras.
¿Estás seguro de que no?
—En efecto, señor. —Paithan volvió la cabeza, inquieta, deseando que su hermana se diera prisa. Sin embargo, Aleatha y el barón Durndrun se tomaban su tiempo en llegar.
— ¡Hum...! Bien, veamos... —murmuró el anciano para sí—. Fiz... No, ése no lo puedo usar. Se querellarían contra mí. «Bola de pelo». No; no suena lo bastante digno. ¡Ya lo tengo! —Exclamó, dándole un codazo a Paithan—. ¡Zifnab!
— ¡Salud!
— ¡No, no! Ése es mi nombre: Zifnab. ¿Qué sucede, hijo? —El anciano le dirigió una mirada colérica, con las cejas erizadas—. ¿No te parece bien?
—Esto..., sí, claro que sí. Es un..., hum..., un nombre muy bonito.
Realmente... bonito. ¡Ah, ya estás aquí, Aleatha!
—Gracias, barón —dijo ella, dejando que Durndrun la ayudara a subir al carruaje. Tomó asiento detrás de Paithan y del anciano y dirigió una sonrisa a su admirador.
—Os acompañaría a vuestra casa, amigos míos, pero me temo que debo ir en busca de los esclavos. Parece que esos cobardes han salido huyendo tan pronto han visto al dragón. Que los sueños iluminen vuestra hora oscura. Mis respetos a vuestro padre y a vuestra hermana.
El barón Durndrun despertó a los operarios, azuzándolos personalmente, y dio con sus propias manos el empujón que puso en marcha el vehículo. Aleatha volvió la cabeza y lo vio allí plantado, contemplándola con ojos embelesados. La muchacha se acomodó en el deslizador y alisó los pliegues de su vestido.
—Parece que te han salido bien las cosas, Thea —comentó Paithan con una sonrisa, volviéndose en el asiento y lanzándole un golpecito afectuoso a las costillas. Aleatha levantó la mano para componerse el peinado, que llevaba desordenado.
— ¡Vaya! He olvidado el sombrero. ¡En fin, supongo que Durndrun me comprará otro nuevo!
— ¿Para cuándo la boda?
—Lo antes posible...
Un ronquido interrumpió sus palabras. La muchacha apretó los labios y dirigió una mirada de desagrado al anciano, que se había quedado profundamente dormido con la cabeza apoyada en el hombro de Paithan.
—Antes de que la matrona de la casa tenga tiempo de quitárselo de la cabeza a su hijo, ¿no? —El elfo le guiñó el ojo.
Aleatha frunció el entrecejo.
—Sin duda lo intentará, pero no conseguirá nada. Mi boda será...
— ¿Boda? —Zifnab despertó con un respingo—. ¿Boda, dices? Oh, no, querida. Me temo que no va a ser posible. No queda tiempo, ¿sabéis?
— ¿Cómo que no, vejestorio? —replicó Aleatha con un tono burlón—. ¿Por qué no ha de haber tiempo para una boda?
—Porque, hijos míos —proclamó el hechicero, y su voz cambió de pronto, haciéndose sombría y cargada de tristeza—, he venido a anunciar el fin del mundo.
CAPÍTULO
EN LAS COPAS DE LOS ÁRBOLES, EQUILAN
— ¡Muerte! —Exclamó el anciano, sacudiendo la cabeza—. ¡Muerte, ruina y..., y...! ¿Cómo era lo otro? No logro acordarme...
— ¿Destrucción? —apuntó Paithan. Zifnab le dirigió una mirada de agradecimiento.
—Sí, eso. Ruina y destrucción. ¡Espantoso! ¡Espantoso! —El humano alargó una mano nudosa y asió por el brazo a Lenthan Quindiniar—. ¡Y tú, señor, serás quien conduzca a tu pueblo hacia adelante!
— ¿Que yo...? —replicó Lenthan, y lanzó una nerviosa mirada a Calandra, convencido de que su hija no se lo permitiría—. ¿Y adonde he de conducirlos?
— ¡Adelante! —Insistió Zifnab, contemplando un pollo asado, con ojos hambrientos—. ¿Te molesta si...? Sólo un bocado. Tanto revolver con los misterios de la magia despierta el apetito, ¿sabes?
Calandra resopló, pero no dijo nada.
Paithan guiñó el ojo a su airada hermana y le dijo:
—Vamos, Cal. Este humano es el huésped de honor de nuestra casa. Toma, hechicero, permite que te acerque la fuente. ¿Te apetece algo más? ¿Unos tohahs?
—No, gracias...
— ¡Sí! —intervino una voz que sonó como el rumor de un trueno deslizándose por el suelo.
Los demás presentes a la mesa parecieron alarmarse. Zifnab se encogió en su asiento.
—Tienes que comerte la verdura, mi señor. —La voz parecía surgir del suelo—
. ¡Piensa en tu colon!
Desde la cocina llegó hasta sus oídos un grito, seguido de un lamento desconsolado.
—Es esa sirvienta. Ya vuelve con su histeria —dijo Paithan. Dejó a un lado la servilleta y se puso en pie. Quería escapar de allí antes de que su hermana se enterase de qué estaba sucediendo—. Sólo voy a...
— ¿Quién ha dicho eso? —Calandra lo agarró del brazo.
—... echar un vistazo, si me sueltas...
—No te excites tanto, Cal —intervino Aleatha con su habitual languidez—.
Sólo es un trueno.
— ¡Mi colon no es de tu maldita incumbencia! —Exclamó el anciano, dirigiendo sus palabras hacia el suelo—. No me gusta la verdura...
—Si sólo ha sido un trueno —la voz de Calandra estaba cargada de ironía—, este desgraciado está hablando de sus intestinos con sus propios zapatos. Está chiflado. Paithan, échalo de aquí.
Lenthan dirigió una mirada de súplica a su hijo. Paithan miró de reojo a
Aleatha, la cual se encogió de hombros y movió la cabeza. El joven elfo volvió a coger la servilleta y se hundió de nuevo en su asiento.
—No está loco, Cal. Está hablando con..., con su dragón. Y no podemos echarlo porque el dragón no se lo tomaría nada bien.
—Su dragón.
Calandra apretó los labios y entrecerró sus ojillos. Toda la familia, así como el astrólogo hospedado en la casa, que ocupaba el otro extremo de la mesa, conocía aquella expresión. Sus hermanos la denominaban en privado «la cara de limón».
Cuando estaba de aquel humor, Calandra podía ser terrible.
Paithan mantuvo la vista en el plato, amontonando un poco de comida con el tenedor y abriendo un agujero en el centro. Aleatha contempló su propia imagen en la bruñida superficie de la tetera de porcelana y ladeó un poco la cabeza, admirando el reflejo del sol en sus rubios cabellos. Lenthan intentó desaparecer ocultando la cabeza tras un jarrón de flores. El astrólogo se consoló con una tercera ración de tohahs.
— ¿Es esa bestia la que aterrorizó la casa del barón Durndrun? —La mirada de Calandra barrió la mesa—. ¿Queréis decir que lo habéis traído aquí? ¿A mi casa?
El tono helado de su voz parecía rodear de blanco su rostro, igual que el hielo mágico rodeaba los vasos de vino escarchados. Paithan dio un ligero puntapié a su hermana menor por debajo de la mesa y buscó su mirada.
—No tardaré en marcharme otra vez. Vuelvo a mis viajes —murmuró el muchacho para sí.
—Y yo pronto seré dueña de mi propia casa —le replicó Aleatha, sin alzar más la voz.
—Dejaos de cuchicheos, vosotros dos. Todos vamos a terminar asesinados en nuestro propio lecho —exclamó Calandra, cada vez más furiosa. Cuanto más ardiente era su furia, más fría sonaba su voz—. ¡Supongo que entonces estarás satisfecho, Paithan! ¡Y tú, Aleatha, he oído hablar de esa tontería de casarte...!
Deliberadamente, Calandra dejó la frase sin acabar. La yuxtaposición de las dos ideas mencionadas prácticamente sin tiempo a respirar —la boda y ser asesinados en sus propias camas— dejaba pocas dudas respecto a lo que pretendía decir.
Nadie se movió, salvo el astrólogo (que se metió en la boca un tohah con mantequilla) y el anciano. Sin la menor idea, aparentemente, de que era la manzana de la discordia, el humano estaba partiendo a cuartos un pollo asado.
Nadie dijo una palabra. En el silencio, con toda nitidez, se escuchó el tintineo musical de un pétalo mecánico «abriendo» la hora.
El silencio se hizo incómodo. Paithan vio a su padre hundido en el asiento con aire abatido y pensó de nuevo lo débil y gris que parecía. El pobre viejo no tenía otra cosa que sus absurdos proyectos. Por él, podía continuarlos. Al fin y al cabo, ¿qué mal hacía con ello? Decidió arriesgarse a recibir la cólera de su hermana.
—Esto... Zifnab, ¿dónde decías que padre iba a conducir a... su pueblo?
Calandra lo fulminó con la mirada pero, como había previsto Paithan, su padre se reanimó al oírlo.
—Sí, eso. ¿Dónde? —preguntó Lenthan con timidez, sonrojándose.
El humano levantó una pata del pollo, señalando hacia arriba.
— ¿Al techo? —preguntó Lenthan, algo desconcertado. El anciano levantó aún más la pata de pollo.
— ¿A los cielos? ¿A las estrellas?
Zifnab asintió, incapaz de hablar por unos instantes. Pedazos de pollo le resbalaban por la barba.
— ¡Mis cohetes! ¡Lo sabía! ¿Has oído eso, Elixnoir? —Lenthan se volvió hacia el astrólogo elfo, quien había dejado de comer y observaba al humano con aire torvo.
—Mi querido Lenthan, haz el favor de considerar esto de manera racional. Tus cohetes son maravillosos y estamos haciendo considerables progresos al mandarlos por encima de las copas de los árboles, pero de eso a hablar de que lleven gente a las estrellas... Deja que te explique. Aquí tenemos una representación de nuestro mundo según las leyendas que nos han legado los antepasados y que nuestras propias observaciones han confirmado. Pásame ese higo. —Sostuvo el fruto en alto y continuó—: Pues bien, esto es Pryan y éste es nuestro sol.
Elixnoir miró a un lado y otro, echando en falta de inmediato otro sol.
—Un sol —dijo Paithan, pelando una mandarina.
—Gracias —replicó el astrólogo—. ¿Te importaría...? Me faltan manos.
—Desde luego. —Paithan se estaba divirtiendo inmensamente. No se atrevió a mirar a Aleatha pues, si lo hacía, seguro que estallaría en carcajadas. Siguiendo las instrucciones de Elixnoir, colocó con gesto serio la mandarina a corta distancia del higo.
—Y ahora... —El astrólogo levantó un terrón de azúcar y, sosteniéndolo a gran distancia de la mandarina, lo hizo girar en torno al higo—, esto representa una de las estrellas. ¡Fíjate lo lejana que está de nuestro mundo! Puedes imaginar qué enorme distancia tendrías que recorrer...
—Al menos siete mandarinas —murmuró Paithan a su hermana.
—Bien que creía en nuestro padre cuando ello significaba comer gratis —
asintió Aleatha con voz fría.
— ¡Lenthan! —El astrólogo señaló a Zifnab con aire severo y declaró—: ¡Ese humano es un embaucador! ¡Yo...!
— ¿A quién estás llamando embaucador?
La voz del dragón estremeció la casa. El vino se derramó de los vasos, manchando el mantel de encaje. Los adornos de las mesillas auxiliares, pequeños y frágiles, cayeron al suelo. Desde el estudio llegó el ruido sonoro de una librería al derrumbarse. Aleatha echó una ojeada por una ventana y vio a una muchacha saliendo de la cocina entre alaridos.
—Creo que no tendrás que preocuparte más por la criada del fregadero, Cal.
— ¡Esto es intolerable!
Calandra se puso en pie. La escarcha que cubría su nariz se había extendido al resto de su rostro, congelándole las facciones y helando, al mismo tiempo, la sangre de los que la observaban. Su cuerpo delgado, enjuto, parecía un armazón de piezas angulosas cuyos agudos vértices podían herir a quien se acercara.
Lenthan se encogió visiblemente. Paithan, con una mueca en los labios, se concentró en doblar la servilleta hasta formar con ella un sombrero de tres picos.
Aleatha suspiró y dio unos golpecitos en la mesa con sus largas uñas.
—Padre —proclamó Calandra con voz terrible—, cuando terminemos de cenar, quiero que ese viejo y su... su...
—Cuidado con lo que dices, Cal —apuntó Paithan sin alzar la vista—. No vayas a provocar que nos destruya la casa.
— ¡Quiero que se marchen de mi casa! —Las manos de Calandra se cerraron en torno al respaldo de la silla, con los nudillos blancos. Su cuerpo se estremeció bajo el viento helado de su ira, el único viento helado que soplaba en aquella tierra tropical. Luego, su voz se alzó en un chillido—: ¿Me has oído, humano?
— ¿Eh? —Zifnab miró a su alrededor. Al ver a su anfitriona, le sonrió apaciblemente y sacudió la cabeza—. No, gracias, querida. No podría comer un bocado más. ¿Qué hay de postre?
Paithan soltó media risilla y sofocó la otra media tras la servilleta. Calandra dio media vuelta y salió de la estancia hecha una furia, con las faldas crujiendo en torno a sus tobillos.
—Vamos, Cal —la llamó Paithan con voz conciliadora—. Lo siento, no quería reírme...
Se oyó un portazo.
—En realidad, Lenthan —dijo Zifnab, haciendo un gesto con el hueso de pollo, que había dejado limpio—, no vamos a utilizar los cohetes. No son ni con mucho lo bastante grandes. Tendremos que transportar a mucha gente, ¿entiendes?, y para eso hará falta una nave grande. Muy grande. —Se dio unos golpecitos en la nariz con el hueso, en actitud pensativa, y añadió—: Y, como dice ese tipejo del cuello duro, las estrellas están muy lejos.
—Si me disculpas, Lenthan —intervino el astrólogo elfo, al tiempo que se ponía en pie, echando fuego por los ojos—, yo también me retiro.
—... sobre todo ahora que parece que no habrá postre —apuntó Aleatha en voz lo bastante alta como para asegurarse de que el astrólogo la oiría. Así fue; las puntas del cuello de la capa vibraron visiblemente y su nariz adquirió un ángulo que parecía imposible.
—Pero no te preocupes —continuó Zifnab plácidamente, sin hacer el menor caso a la conmoción que se había levantado en torno a él—. Tendremos una nave, un vehículo grande. Aterrizará precisamente en el jardín trasero y llevará un hombre a los mandos. Un hombre joven. Con un perro. Muy callado; el hombre, no el perro... Y tiene algo raro en las manos, pues siempre las lleva vendadas. Por eso tenemos que continuar lanzando esos cohetes tuyos, ¿comprendes? Son muy importantes, esos cohetes.
— ¿De veras? —Lenthan seguía desconcertado.
— ¡Me voy! —exclamó el astrólogo.
—Promesas, promesas... —Paithan suspiró y tomó un sorbo de vino.
—Sí, claro que son importantes. Sin ellos, ¿cómo iba a encontrarnos? —
añadió el anciano.
— ¿Quién? —quiso saber Paithan.
—El que tripula esa nave. ¡Presta atención! —replicó Zifnab, con irritación.
— ¡Ah! ¡Ése! —Paithan se inclinó hacia su hermana y le murmuró, en tono confidencial—: El dueño del perro.
—Verás, Lenthan... ¿Puedo llamarte por el nombre? —preguntó el anciano educadamente—. Pues bien, Lenthan, necesitamos una nave grande porque tu esposa querrá volver a ver juntos a todos vuestros hijos. Ha pasado mucho tiempo, ¿sabes? Y han crecido mucho.
— ¿Qué? —Lenthan palideció y lo miró con los ojos flameando de ira. Se llevó una mano temblorosa al corazón y añadió—: ¿Qué has dicho? ¿Mi esposa?
— ¡Blasfemia! —exclamó el astrólogo.
El leve zumbido de los ventiladores y el suave murmullo de las palas emplumadas eran los únicos sonidos de la estancia.
Paithan había dejado la servilleta en la bandeja y la contemplaba, ceñudo.
—Por una vez, estoy de acuerdo con ese estúpido.
Aleatha se incorporó y se desplazó hasta colocarse tras el asiento de su padre, sobre cuyos hombros posó las manos.
—Padre —murmuró, con una ternura en la voz que nadie más de la familia había oído nunca—, ha sido un día agotador. ¿No crees que deberías acostarse?
—No, querida. No estoy nada cansado. —Lenthan no había apartado los ojos del anciano—. Por favor, ¿qué decías de mi esposa?
Zifnab no dio muestras de oírlo. Durante el silencio anterior, el anciano había hundido la cabeza hacia adelante hasta apoyar la barba en el pecho y había cerrado los ojos. Su única respuesta fue un apagado ronquido. Lenthan alargó la mano hacia él.
—Zifnab...
— ¡Padre, por favor! —Aleatha cerró sus suaves dedos sobre la mano de
Lenthan, ennegrecida y llena de cicatrices de quemaduras—. Nuestro invitado está exhausto. Paithan, llama a los criados para que conduzcan al hechicero a sus aposentos. Los hermanos intercambiaron una mirada. A los dos se les había ocurrido la misma idea.
—Con un poco de suerte, podríamos sacarlo de casa a escondidas esta misma noche. Podríamos echarlo a su propio dragón para que lo devorara. Luego, por la mañana, no nos costaría mucho esfuerzo convencer a padre de que era, simple-mente, un viejo humano chiflado.
— ¡Zifnab! —repitió Lenthan, sacudiéndose de encima la mano de su hija y agarrando la del hechicero. El viejo despertó bruscamente.
— ¿Quién...? —preguntó, mirando a su alrededor con ojos nublados—.
¿Dónde...? — ¡Padre!
—Silencio, pequeña mía. Ahora, sé buena niña y vete a jugar por ahí. Papá está ocupado. Y bien, señor, estabas diciendo algo acerca de mi esposa...
Aleatha miró a Paithan con aire suplicante. Su hermano no pudo hacer otra cosa que encogerse de hombros. Mordiéndose los labios y reprimiendo unas lágrimas, Aleatha dio unas palmaditas en el hombro a su padre y salió corriendo de la estancia. Una vez estuvo fuera de la vista de los comensales, se llevó la mano a la boca y rompió en sollozos...
... La chiquilla estaba ante la puerta de la alcoba de su madre. La niñita estaba sola; llevaba tres días así y cada vez se sentía más asustada. A Paithan lo habían enviado a casa de unos parientes.
—El muchacho es demasiado revoltoso —había oído decir a alguien—. La casa tiene que estar tranquila.
Así pues, no tenía a nadie con quien hablar, nadie que le prestara atención.
Quería ver a su madre —a su hermosa madre, que jugaba con ella y le cantaba tonadas—, pero no la dejaban entrar en la alcoba. La casa estaba llena de gente extraña, curanderos con sus cestas de plantas de raros aromas y astrólogos que observaban el cielo por las ventanas.
La casa estaba silenciosa, terriblemente silenciosa. Los criados lloraban mientras realizaban sus tareas, enjugándose las lágrimas con el borde del delantal. Una de las sirvientas, al ver a Aleatha sentada en el pasillo, dijo que alguien debería ocuparse de la pequeña, pero nadie lo hizo.
Cada vez que se abría la puerta de la habitación de la madre, Aleatha se incorporaba de un salto e intentaba entrar, pero el adulto que salía —casi siempre un sanador o su ayudante— se lo impedía.
— ¡Pero yo quiero ver a mamá!
—Tu madre está enferma. Necesita mucha tranquilidad. No querrás molestarla, ¿verdad?
—No la molestaría. —Aleatha estaba segura de ello. Podía estar callada y quieta. Llevaba tres días así. Su madre debía de echarla mucho de menos. ¿Quién le peinaba sus hermosos y suaves cabellos? Aquélla era una labor reservada a
Aleatha, que la niña llevaba a cabo todas las mañanas con cuidado de no dar tirones en los nudos, desenredándolos suavemente con el peine de carey e incrustaciones de marfil que había sido un regalo de bodas de su madre.
Sin embargo, la puerta permanecía cerrada, con el pestillo echado, y Aleatha no conseguía colarse dentro.
Hasta que una noche, por último, la puerta se abrió y no volvió a cerrarse.
Aleatha comprendió que ya podía entrar, si quería, pero de pronto tuvo miedo.
— ¿Papá? —preguntó al hombre que estaba junto a la puerta, sin reconocerlo.
Lenthan no la miró. Sus ojos no veían nada. Tenía la mirada perdida, las mejillas hundidas, el paso vacilante. De pronto, con un violento sollozo, se derrumbó en el suelo y allí quedó, inmóvil. Los curanderos acudieron corriendo, lo levantaron a fuerza de brazos y lo condujeron por el pasillo hasta su alcoba.
Aleatha se apartó de su camino, apretándose contra la pared.
— ¡Mamá! —gimió después—. ¡Quiero a mi mamá!
Calandra salió al pasadizo. Fue la primera en advertir la presencia de la pequeña.
—Mamá se ha ido, Thea —murmuró la hermana mayor. Estaba muy pálida, pero tranquila. En sus ojos no había lágrimas—. Estamos solas...
Sola. Sola... No; otra vez, no. Nunca más.
Aleatha echó una frenética mirada en torno a la estancia vacía en que se hallaba y volvió al comedor. No había nadie.
— ¡Paithan! —exclamó, echando a correr escaleras arriba—. ¡Calandra!
Vio luz por debajo de la puerta del estudio de su hermana y apresuró el paso hacia ella. La puerta se abrió y apareció Paithan. Su rostro, casi siempre alegre, tenía una expresión sombría. Al ver a Aleatha, le dirigió una triste sonrisa.
—Yo... Te andaba buscando, Pait. —Aleatha se sintió más tranquila. Se llevó las manos heladas a las mejillas, que le ardían, para devolver a éstas la palidez que tanto realzaba su belleza—. ¿Es un mal momento?
—Sí, bastante malo. —Paithan le dirigió una sonrisa desangelada.
—Vamos a dar un paseo por el jardín.
—Lo siento, Thea, pero tengo que preparar el equipaje. Calandra me obliga a partir mañana.
— ¡Mañana! —Aleatha frunció el entrecejo, disgustada—. ¡No puedes hacerlo!
Durndrun vendrá a hablar con padre y luego se celebrarán las fiestas del compromiso y no puedes faltar...
—Lo siento, Thea, pero no puedo hacer nada. —Paithan se inclinó hacia adelante y la besó en la mejilla—. Los negocios son los negocios, ya lo sabes. —
Echó a andar de nuevo por el corredor, encaminándose a su habitación. De pronto se volvió, movió la cabeza en dirección a la puerta del estudio de Calandra y añadió—: ¡Ah! Un consejo: no entres ahí ahora.
Aleatha retiró lentamente la mano del tirador. Ocultos tras los pliegues sedosos de la túnica, sus dedos se cerraron con fuerza.
—Que tengas una dulce hora sombría, Thea —le deseó su hermano, antes de penetrar en su alcoba y cerrar la puerta.
Una explosión, procedente de la parte de atrás de la casa, hizo vibrar las ventanas. Aleatha se asomó a una de ella y vio a su padre y al anciano humano en el jardín, disparando cohetes alegremente. De detrás de la puerta del estudio le llegó el suave crujido de las faldas de Calandra, el taconeo de sus severos zapatos de tacón alto. Su hermana estaba deambulando de un extremo al otro de la estancia. Mala señal. Como bien había dicho Paithan, no era buen momento para interrumpir los pensamientos de su hermana mayor.
Desde la ventana, Aleatha distinguió al esclavo humano, que holgazaneaba en su puesto junto al cobertizo de los deslizadores contemplando el estallido de los cohetes. Bajo la mirada de la muchacha, el esclavo estiró los brazos por encima de la cabeza con un bostezo. Los músculos se marcaron en su espalda desnuda. El humano se puso a silbar, una fea costumbre de aquellos bárbaros. Faltando tan poco para la hora sombría, nadie iba a utilizar ya los deslizadores y muy pronto, cuando empezara la tormenta, daría por terminado su turno.
Aleatha corrió por el pasillo hasta su habitación. Al entrar, se detuvo ante el espejo para dar unos retoques a su exuberante cabello. Se echó un chal sobre los hombros y, recuperando la sonrisa, bajó la escalera con paso ligero.
Paithan emprendió viaje muy temprano, la siguiente hora brumosa. Se marchó solo, con la intención de unirse a la caravana del equipaje en las afueras de Equilan. Calandra se levantó a despedirlo. Con los brazos cruzados enérgicamente sobre el pecho, lo miró con una expresión severa, fría y distante. Su malhumor no había mejorado durante la noche. Estaban los dos solos. Si Aleatha estaba levantada alguna vez a aquella hora del día, era sólo porque aún no se había acostado.
—Bien, Paithan, ten cuidado. Vigila a los esclavos cuando cruces la frontera.
Ya sabes que esos animales tratarán de huir en el mismo momento en que huelan la presencia de sus congéneres. Supongo que perderemos algunos, pero es inevitable. Intenta reducir al mínimo nuestras pérdidas: sigue las rutas más apartadas y evita, si puedes, las tierras civilizadas. Es menos probable que escapen si no tienen una ciudad en las cercanías.
—Lo haré, Calandra.
Paithan, que ya había realizado numerosos viajes a Thillia, sabía mucho más del asunto que su hermana. Cal le hacía el mismo discurso cada vez que marchaba, lo que se había convertido en un ritual entre ambos. El muchacho la escuchó, sonrió y asintió plácidamente, sabedor de que dar aquellas instrucciones tranquilizaba a su hermana y le hacía sentir que aún conservaba cierto control sobre aquella faceta del negocio.
—Vigila especialmente a ese tal Roland. No me fío de él.
—Tú no te fías de ningún humano, Cal.
—Por lo menos, de nuestros demás clientes sabía con certeza que eran deshonestos. Sabía qué tretas intentarían para estafarnos. En cambio, de ese
Roland y su esposa no conozco nada. Habría preferido hacer negocios con nuestros clientes de costumbre, pero esta pareja fue la que pujó más alto.
Asegúrate de cobrar en efectivo antes de entregar una sola hoja y comprueba que el dinero es auténtico, y no una falsificación.
—Lo haré, Cal. —Paithan se relajó y se apoyó en un poste de la verja. El discurso iba a prolongarse un rato más. Podría haberle dicho a su hermana que, en su mayor parte, los humanos eran honrados hasta la estupidez, pero sabía que
Cal no le creería.
—Convierte el dinero en materias primas lo antes posible. Llevas la lista de lo que necesitamos; no la pierdas. Y asegúrate de que la madera para espadas es de buena calidad, y no como esa que trajo Quintín. Tuvimos que tirar más de la mitad, por defectuosa.
— ¿Te he traído yo un mal cargamento alguna vez, Cal? —replicó Paithan con una sonrisa.
—No, y será mejor que no empieces a hacerlo. —Calandra creyó notar que algunos mechones de cabello se le escapaban del moño y volvió a aplastarlos contra él, hundiendo enérgicamente la horquilla para sujetarlos—. Hoy en día, todo anda mal. ¡Por si fuera poco tener que ocuparme de padre, ahora se le añade un viejo humano chiflado! Y eso, por no hablar de Aleatha y esa parodia de boda...
Paithan alargó la mano y posó los dedos sobre el hombro huesudo de la hermana mayor.
—Deja que Thea haga lo que quiera, Cal. Durndrun es un muchacho bastante agradable. Al menos, no va detrás de ella por su dinero...
— ¡Hum! —resopló Calandra, apartándose del contacto de su hermano.
—Deja que se case con el barón, Cal...
— ¡Dejarla! —Estalló Calandra—. ¡Mi opinión pesa muy poco en eso, puedes estar seguro! Claro, para ti es muy fácil quedarte ahí plantado con esa sonrisa, Paithan. ¡Como no estarás aquí para afrontar el escándalo...! Y padre, por supuesto, es más que inútil.
— ¿Qué es eso, querida? —dijo una suave voz a su espalda. Lenthan
Quindiniar había aparecido en el quicio de la puerta, acompañado del anciano.
—Decía que no servirás en absoluto para sacarle de la cabeza a Aleatha esa loca idea de..., de casarse con el barón Durndrun —replicó Calandra, sin humor para complacer a su padre.
— ¿Y por qué no se van a poder casar? —Dijo el padre—. Si se quieren...
— ¿Querer a alguien? ¿Thea? —Paithan soltó una carcajada. Al advertir la mueca de desconcierto de su padre y el gesto ceñudo de su hermana, el muchacho decidió que era hora de emprender la marcha—. Debo darme prisa. Quintín pensará que me he caído por el musgo o que me ha comido un dragón. —El elfo se inclinó y besó a su hermana en la mejilla, fría y ajada—. Permitirás que Thea lleve el asunto a su manera, ¿verdad?
—No veo que tenga muchas alternativas. Desde que murió madre, siempre se ha salido con la suya en todo. Recuerda lo que te he dicho y que tengas buen viaje.
Calandra apretó los labios y los posó en el mentón de Paithan. El beso fue casi brusco como el del pico de un ave y el joven elfo tuvo que contenerse para no llevarse la mano a la zona y frotarse enérgicamente.
—Adiós, padre. —Paithan le estrechó la mano y añadió—: Buena suerte con los cohetes.
Lenthan le dirigió una sonrisa radiante.
— ¿Viste los de anoche? Se alzaron como unas centellas brillantes sobre las copas de los árboles. Conseguí una buena altura. Apuesto a que el resplandor se pudo ver desde Thillia.
—Estoy seguro de ello, padre. —Se volvió hacia el anciano humano—.
Zifnab...
— ¿Dónde...? —El hechicero se volvió a un lado y a otro. Paithan carraspeó y mantuvo el rostro imperturbable—. No, no, anciano. Me dirijo a ti. El nombre. —El muchacho extendió la mano hacia él—. ¿Recuerdas? Zifnab...
— ¡Ah!, encantado de conocerte, Zifnab —replicó el anciano, estrechándole la mano—. ¿Sabes una cosa?, ese nombre me suena bastante familiar. ¿Somos parientes?
Calandra le hizo un gesto con la mano.
—Será mejor que te marches ya, Pait.
—Despídeme de Thea —dijo Paithan.
Su hermana soltó un bufido y sacudió la cabeza con gesto sombrío.
—Que tengas buen viaje, hijo —le deseó Lenthan en tono nostálgico—.
¿Sabes?, a veces pienso que tal vez debería salir a los caminos. Creo que me lo pasaría bien...
Al advertir la mirada torva de Calandra, Paithan se apresuró a interrumpirlo.
—Tú deja los viajes de mi cuenta, padre. Tienes que quedarte aquí y trabajar en los cohetes. Para llevar adelante a tu pueblo y todo eso.
—Sí, tienes razón —dijo Lenthan con aire de importancia—. Ya va siendo hora de que vuelva a poner manos a la obra. ¿Vienes, Zifnab?
— ¿Qué? ¡Ah!, ¿hablabas conmigo? Sí, sí, mi querido colega. Voy en un momento. Tal vez convendría aumentar la cantidad de ceniza de madera de sinco.
Creo que así conseguiremos más potencia ascensional.
—Sí, claro. ¡Cómo no se me habrá ocurrido! —Lenthan exhibió una sonrisa radiante, hizo un vago gesto de despedida con la mano hacia su hijo y entró corriendo en la casa.
—Es probable que nos quedemos sin cejas —murmuró el humano—, pero conseguiremos mayor altura. Bueno, parece que te marchas, ¿no?
—Sí, anciano. —Paithan sonrió y, en un cuchicheo confidencial, añadió—: No permitas que toda esa muerte y esa destrucción se inicie en mi ausencia.
—No te preocupes. —El anciano lo miró con unos ojos que, de pronto, se habían vuelto desconcertantemente astutos y maliciosos. Hundiendo uno de sus dedos nudosos en el pecho del muchacho, murmuró—: ¡La muerte y la destrucción llegarán contigo!
CAPÍTULO
EL NEXO
Haplo anduvo lentamente en torno a la nave, inspeccionándola detenidamente para cerciorarse de que todo estaba a punto para emprender el vuelo. Al contrario que los constructores y primeros dueños de la nave dragón, no inspeccionaba los cables guía y los aparejos que controlaban las alas gigantescas. Su atenta mirada recorría el casco de madera, pero no revisaba el calafateado. Cuando sus manos recorrieron la cubierta de las alas, no buscaban desgarros o roturas. Lo que estudiaba con tanta atención eran los extraños y complicados signos que habían sido tallados, bordados, pintados y grabados a fuego en las alas y en el exterior de la nave.
Hasta el último rincón estaba cubierto de fantásticos dibujos: espirales y elipses, líneas rectas y curvas, puntos y rayas, círculos, cuadrados y trazos en zigzag. El patryn recitó las runas en un murmullo, pasando la mano sobre los signos mágicos. Los encantamientos no sólo protegerían la nave, sino que la harían volar.
Los elfos que habían construido la nave —denominada Ala de Dragón en honor al viaje de Haplo al mundo de Ariano— no habrían reconocido aquel producto de sus artes. La nave de Haplo, de la que se había apoderado durante su estancia en aquel mundo, se había destruido en su anterior entrada en la Puerta de la Muerte. Debido a la persecución de un antiguo enemigo, se había visto obligado a abandonar Ariano a toda prisa y sólo había recurrido a las runas indispensables para su propia supervivencia (y la de su joven pasajero) a través de la Puerta de la Muerte. Sin embargo, una vez en el Nexo, el patryn había podido dedicar tiempo y magia a modificar la nave para adecuarla a sus propias necesidades.
La embarcación voladora, diseñada por los elfos del imperio de Tribus, había utilizado en un principio la magia élfica, combinada con la mecánica. El patryn,
que la había dotado de una fuerza extraordinaria gracias a su magia, se había desembarazado por completo de los elementos mecánicos. Haplo limpió la galera del revoltijo de arneses y aparejos que llevaban los esclavos para mover las alas, fijó éstas en posición totalmente abierta y bordó y pintó runas en la piel de dragón para proporcionarle fuera ascensional, estabilidad, velocidad y protección. Las runas reforzaron el casco de madera de tal modo que no existía fuerza capaz de partirlo o abrirle un boquete. Los signos mágicos grabados en los cristales de las claraboyas del puente impedían que éstos se rompieran y, al mismo tiempo, permitían una visión sin obstáculos de lo que había al otro lado.
Haplo penetró por la escotilla de popa y recorrió los pasadizos de la nave hasta llegar al puente. Al entrar en éste, miró a su alrededor con satisfacción, notando cómo el poder de todas las runas convergían allí, concentrándose en aquel punto.
También allí había eliminado todos los complejos mecanismos diseñados por los elfos como ayuda para la navegación y el pilotaje. El puente, situado en el
«pecho» del dragón, era ahora una cámara espaciosa y vacía, salvo por un cómodo asiento y un gran globo de obsidiana posado en la cubierta.
Haplo se acercó al globo y se agachó para estudiarlo críticamente. Tuvo buen cuidado de no tocarlo. Las runas talladas en la superficie de la obsidiana eran tan sensibles que hasta el menor aliento sobre ellas podía activar su magia y botar la nave al aire prematuramente.
El patryn estudió los signos, repasando mentalmente la magia que representaban. Los hechizos de vuelo, navegación y protección eran complejos.
Tardó horas en terminar la recitación y, cuando terminó, estaba tenso y dolorido, pero satisfecho. No había encontrado el menor defecto.
Se incorporó con un gruñido y flexionó sus músculos entumecidos. Tras ocupar el asiento, contempló la ciudad que pronto abandonaría. Una lengua húmeda lamió su mano.
— ¿Qué sucede, muchacho? —preguntó, volviendo la mirada hacia un perro negro con manchas blancas, flaco y de raza indefinida—. ¿Creías que me había olvidado de ti?
El perro sonrió y meneó la cola. Aburrido, se había quedado dormido durante la inspección de la piedra de gobierno y se alegró de que su amo le volviera a prestar atención. Unas cejas blancas, dibujadas sobre unos ojos castaño claro, proporcionaban al animal una expresión de inteligencia fuera de lo común. Haplo acarició las orejas sedosas del perro y dirigió una vaga mirada al mundo que se extendía ante él...
El Señor del Nexo recorrió las calles de su mundo, un lugar construido para él por sus enemigos y que, precisamente por ello, le resultaba muy apreciado. Cada uno de sus pilares de mármol artísticamente esculpidos, cada una de sus elevadas torres de granito, cada uno de sus esbeltos minaretes y prósperos templos, era un monumento a los sartán, un monumento a la ironía. Y al Señor del Nexo le gustaba deambular entre todo aquello, riéndose en silencio para sí.
El señor del lugar no suele reírse en voz alta. Un rasgo acusado entre quienes han estado aprisionados en el Laberinto es que rara vez se ríen y, cuando lo hacen, la alegría nunca llega a iluminarles la mirada. Ni siquiera quienes han escapado de la infernal prisión y han alcanzado el maravilloso reino del Nexo llegan a reírse jamás.
. Antiguamente, en el Laberinto, la edad de una persona se calculaba por la cantidad de Puertas que había cruzado en el intento de escapar. Este sistema fue normalizado más adelante por el Señor del Nexo para poder conservar un registro exacto de la población patryn. Cuando uno de éstos emerge del Laberinto, el Señor del Nexo lo somete a un extenso interrogatorio y, según los detalles que proporciona, le adjudica una edad determinada. (N. del a.)
En el mismo instante en que atraviesan la Puerta de la Muerte, sale a su encuentro el Señor del Nexo, quien fue el primero en escapar. Y sólo les dice tres palabras:
«No olvides nunca.»
Y los patryn no olvidan. No olvidan a los de su raza que siguen atrapados en el Laberinto. No olvidan a sus amigos y parientes muertos por la violencia de una magia convertida en paranoia. No olvidan las heridas que han sufrido en sus propias carnes. También ellos ríen en silencio mientras deambulan por las calles del Nexo. Y, cuando se encuentran con su señor, se inclinan ante él en muestra de reconocimiento y respeto.
El Señor del Nexo es el único de los patryn que se atreve a regresar al
Laberinto. E, incluso para él, este regreso es laborioso.
Nadie conoce la procedencia del Señor del Nexo. El nunca hace referencia al tema y no es una persona a la que sea fácil acceder o hacer preguntas. Nadie sabe su edad aunque se conjetura, por ciertos comentarios suyos, que tiene bastante más de noventa puertas. Es un hombre de inteligencia aguda, rápida y fría. Sus facultades mágicas producen un temor reverencial entre los propios patryn, cuyos conocimientos de magia les harían ser considerados auténticos semidioses en los diversos mundos. Desde su fuga ha regresado al Laberinto en muchas ocasiones con objeto de crear en aquel infierno, mediante su magia, una serie de refugios seguros para sus congéneres. Y cada vez, cuando se dispone a entrar, este ser frío y calculador es presa de un temblor que estremece su cuerpo. Cruzar de nuevo la
Última Puerta le exige un gran esfuerzo de voluntad pues siempre lo asalta, desde lo más profundo de su mente, el temor de que esta vez se impondrá el Laberinto y lo destruirá. De que esta vez no volverá a encontrar el camino de salida.
Aquel día, el Señor del Nexo se encontraba cerca de la Última Puerta. En torno a él estaba su gente, los patryn que ya habían logrado escapar. Con sus cuerpos cubiertos de runas tatuadas que constituían su escudo, su arma y su armadura, un puñado de ellos había decidido que esta vez volverían a penetrar en el Laberinto acompañando a su amo.
Este no les dijo nada, pero consintió su presencia. Se adelantó hasta la
Puerta, tallada en lustroso azabache, y apoyó las manos en un signo mágico que él mismo había trazado. La runa despidió un resplandor azul al contacto con sus dedos, los signos mágicos tatuados en el revés de sus manos respondieron emitiendo también una luz del mismo tono azul y la Puerta, que no había sido pensada para abrirse hacia adentro, sino sólo hacia afuera, cedió a una orden suya.
Ante los reunidos apareció una panorámica del Laberinto, con sus formas extrañas e imprecisas, en perpetuo cambio. El Señor del Nexo contempló a quienes lo rodeaban. Todas las miradas estaban fijas en el Laberinto. El patryn observó cómo sus rostros perdían el color, cómo sus puños se cerraban y el sudor bañaba su piel cubierta de runas.
— ¿Quién va a entrar conmigo? —preguntó, mirándolos uno a uno. Todos los patryn intentaron sostener la mirada de su señor, pero ninguno lo consiguió y,
finalmente, el último de ellos bajó la vista. Algunos valientes quisieron dar un paso adelante, pero los músculos y los tendones no pueden ponerse en acción sin un acto de voluntad y la mente de todos aquellos hombres y mujeres estaba sobrecogida con el recuerdo del terror. Sacudiendo la cabeza, muchos de ellos llorando abiertamente, todos se volvieron atrás de su propósito.
El Señor se acercó al grupo y posó las manos sobre sus cabezas en gesto conciliador.
—No os avergoncéis de vuestro miedo. Utilizadlo, pues os dará fuerzas. Hace mucho tiempo intentamos conquistar el mundo y gobernar a todas esas razas débiles, incapaces de gobernarse a sí mismas. Entonces, nuestra fuerza y nuestro número eran grandes y estuvimos a punto de alcanzar nuestro objetivo. A los sartán, nuestros enemigos, sólo les quedó un medio para vencernos: destruir el propio mundo, fraccionándolo en otros cuatro mundos separados. Divididos por aquel caos, caímos en poder de los sartán y éstos nos encerraron en el Laberinto, una prisión que ellos mismos habían creado, con la esperanza de que saliéramos de allí «rehabilitados».
»Hemos logrado salir, pero las terribles penalidades que hemos soportado no nos han ablandado y debilitado como habían previsto nuestros enemigos. El fuego por el que hemos pasado nos ha forjado en un acero frío y afilado. Somos una hoja capaz de atravesar a nuestros enemigos. Somos un filo que ganará una corona.
»Volved. Regresad a vuestras tareas. Tened presente siempre lo que sucederá cuando regresemos a los mundos separados. Y llevad siempre con vosotros el recuerdo de lo que hemos dejado atrás.
Los patryn, consolados, ya no se sentían avergonzados. Vieron entrar a su amo en el Laberinto, lo vieron entrar en la Puerta con paso firme y resuelto, y lo honraron y adoraron como a un dios.
La Puerta empezó a cerrarse tras él, pero la detuvo con una áspera orden.
Cerca de ella, tendido en el suelo boca abajo, acababa de descubrir a un joven patryn. Su cuerpo musculoso, tatuado de símbolos mágicos, llevaba las señales de terribles heridas; unas heridas que, al parecer, él mismo había curado empleando su propia magia, pero que lo habían dejado casi sin vida. El Señor del Nexo, en un nervioso primer examen al patryn, no observó la menor señal de que éste respirara.
Se agachó, alargó la mano hasta el cuello del joven buscando el pulso y se llevó una sorpresa al escuchar junto a sí un ronco gruñido. Una cabeza hirsuta se alzó junto al hombro del joven yacente.
El Señor comprobó con asombro que era un perro.
También el animal había sufrido graves heridas. Aunque emitía gruñidos amenazadores y hacía valientes intentos para proteger al joven, no podía sostener la cabeza en alto y el hocico le caía sin fuerza sobre las patas ensangrentadas. Sin embargo, los gruñidos no cesaron.
«Si le haces daño», parecía decir el animal, «encontraré de alguna manera las fuerzas necesarias para despedazarte.»
Con una leve sonrisa —una expresión muy extraña en él—, el Señor del Nexo alargó la mano en gesto apaciguador y acarició la suave pelambre del perro.
—Tranquilo, muchacho. No voy a hacerle ningún daño a tu dueño.
El perro se dejó convencer y, arrastrándose sobre el vientre, consiguió levantar la cabeza y frotar el hocico contra el cuello del joven. El contacto con la fría nariz despertó al patryn. Este alzó la mirada, vio al extraño individuo que se inclinaba sobre él y, siguiendo el instinto y la voluntad que le habían mantenido con vida, hizo un esfuerzo para incorporarse.
—No necesitas ninguna arma contra mí, hijo —dijo el Señor del Nexo—. Estás en la Última Puerta. Más allá existe un nuevo mundo, un lugar de paz y seguridad.
Yo soy su dueño y te doy acogida.
El joven patryn consiguió ponerse a gatas y, oscilando ligeramente, alzó la cabeza y miró al otro lado de la Puerta. Sus ojos, nublados, apenas pudieron distinguir las maravillas de aquel mundo. Pese a ello, en su rostro se dibujó lentamente una sonrisa.
— ¡Lo he conseguido! —murmuró en un ronco susurro entre sus labios manchados de sangre coagulada—. ¡Los he vencido!
—Eso mismo dije yo cuando llegué ante esta Puerta. ¿Cómo te llamas?
El joven tragó saliva y carraspeó antes de responder.
—Haplo.
—Un buen nombre. —El Señor del Nexo pasó los brazos por las axilas del herido—. Vamos, deja que te ayude.
Para su sorpresa, Haplo lo rechazó.
—No. Quiero... cruzar esa puerta... por mis propias tuerzas.
El Señor del Nexo no dijo nada, pero su sonrisa se agrandó. Se incorporó y se hizo a un lado. Apretando los dientes de dolor, Haplo se puso en pie con gran esfuerzo. Se detuvo un momento, mareado, y se sostuvo tambaleándose. El Señor del Nexo dio un paso hacia él, temiendo que volviera a caerse, pero Haplo lo rechazó de nuevo extendiendo una mano.
— ¡Perro! —Dijo con voz quebrada—. ¡A mí!
El animal se levantó, débil, y se acercó a su amo renqueando. Haplo apoyó la mano en la cabeza del perro para mantener el equilibrio. El animal soportó el peso con paciencia y con los ojos fijos en Haplo.
—Vamos —dijo éste.
Juntos, paso a paso con andar titubeante, los dos avanzaron hacia la Puerta.
El Señor del Nexo, admirado, los siguió. Cuando los patryn del otro lado vieron aparecer al joven, no aplaudieron ni lanzaron vítores, sino que le dedicaron un respetuoso silencio. Nadie se ofreció a ayudarlo, aunque todos advertían que cada movimiento le causaba un evidente dolor. Todos sabían lo que representaba atravesar aquella última puerta por sí mismos, o con la única ayuda de un amigo fiel.
Haplo entró en el Nexo, parpadeando bajo el sol cegador. Con un suspiro, hincó la rodilla. El perro lanzó un gañido y le dio un lametón en el rostro.
El Señor del Nexo se apresuró a arrodillarse junto al joven. Haplo aún estaba consciente y el Señor le tomó la mano, pálida y fría.
— ¡No olvides nunca! —le cuchicheó, apretando la mano contra su rostro.
Haplo alzó los ojos hacia el Señor del Nexo y sonrió...
—Bien, perro —murmuró el patryn, mirando a su alrededor en una última comprobación del estado de la nave—, creo que ya está todo dispuesto. ¿Qué me dices tú, muchacho? ¿Estás preparado?
El animal levantó las orejas y lanzó un sonoro ladrido.
—Está bien, está bien. Tenemos la bendición de mi Señor y hemos recibido sus últimas instrucciones. Ahora, veamos qué tal vuela este pájaro.
Extendió las manos sobre la piedra de gobierno de la nave y empezó a recitar las primeras runas. La piedra se levantó de la cubierta, sostenida por la magia, y se detuvo bajo la palma de las manos de Haplo. Una luz azul se filtró a través de sus dedos, compitiendo con el fulgor rojo que despedían las runas de sus manos.
Haplo volcó todo su ser en la nave, inundó el casco con su magia, la notó penetrar en las alas de piel de dragón como si fuera sangre, dándoles vida y energía para guiar y controlar la nave. Su mente se elevó y llevó consigo a la embarcación. Poco a poco, ésta empezó a levantarse del suelo.
Pilotándola con los ojos, el pensamiento y la magia, Haplo remontó los aires a más velocidad de la que los constructores de la nave habían podido imaginar y sobrevoló el Nexo. Encogido a los pies de su amo, el perro suspiró y se resignó al viaje. Tal vez recordaba su primera travesía de la Puerta de la Muerte, un viaje que casi había resultado fatal.
Haplo hizo unas maniobras de prueba y, volando a placer sobre el Nexo, disfrutó de una insólita panorámica de la ciudad a vista de pájaro (o, más bien, de dragón).
El Nexo era una creación extraordinaria, una maravilla de construcción.
Paseos anchos, orlados de árboles, se extendían como radios desde un punto central hasta el horizonte borroso del lejano Límite. Edificios asombrosos de mármol y cristal, acero y granito, adornaban las calles. Parques y jardines, lagos y estanques, proporcionaban rincones de serena belleza por los que pasear, pensar y reflexionar. A lo lejos, cerca del Límite, se extendían suaves colinas y verdes campos, preparados para la siembra.
Sin embargo, no había agricultores que cultivaran aquellos terrenos. Ni se veía a nadie deambulando por los parques. Ni había tráfico por las calles. Toda la ciudad, los campos, jardines, avenidas y edificios, estaban vacíos y sin vida, esperando.
Haplo condujo la nave en torno al punto central del Nexo, un edificio de agujas de cristal —el más elevado de la ciudad—, que su amo había tomado como palacio. Dentro de sus agujas de cristal, el Señor del Nexo había encontrado los libros abandonados por los sartán, libros en los que se narraba la Separación y la formación de los cuatro mundos y en cuyas páginas se hablaba del encarcelamiento de los patryn y de las esperanzas de los sartán en la «redención»
de sus enemigos. El Señor del Nexo había aprendido por sí mismo a leer aquellos libros y así había descubierto la traición de los sartán que había condenado al tormento a su pueblo. Leyendo los libros, el Señor había urdido su plan de venganza. Haplo inclinó las alas de la nave en gesto de respeto hacia su amo.
Los sartán habían previsto que los patryn ocuparan aquel mundo maravilloso... después de su «rehabilitación», por supuesto. Haplo sonrió y se acomodó mejor en el asiento. Después, soltó la piedra de gobierno, dejando que la nave volara con sus pensamientos. Pronto, el Nexo estaría poblado, pero no sólo por los patryn. En breve, el Nexo acogería a elfos, humanos y enanos, las razas inferiores. Una vez trasladados allí a través de la Puerta de la Muerte, el Señor del
Nexo destruiría los cuatro mundos espurios creados por los sartán y volvería a instaurar el viejo orden. Salvo que esta vez serían los patryn quienes lo gobernasen, por derecho propio.
Una de las misiones de Haplo en sus viajes de investigación era observar si vivía algún sartán en cualquiera de los cuatro nuevos mundos. Haplo se sorprendió a sí mismo deseando descubrir a alguno más... A algún sartán que no fuera una pobre imitación de semidiós como aquel Alfred a quien se había enfrentado en el mundo de Ariano. Deseaba que toda la raza de los sartán estuviera aún con vida, para que fueran testigos de su propia y aplastante derrota.
—Y cuando los sartán hayan visto caer a pedazos todo lo que construyeron, cuando hayan visto pasar a nuestro poder a las razas a las que esperaban dominar, llegará el momento de dar su justo castigo a nuestros enemigos. ¡Esta vez, seremos nosotros quienes los arrojaremos a ellos al Laberinto!
Haplo desvió la mirada hacia el caótico torbellino negro con vetas rojas que acababa de aparecer a lo lejos tras la ventana. Recuerdos teñidos de horror surgieron de las nubes para rozarlo con sus manos espectrales y Haplo los combatió utilizando como arma el odio. En lugar de verse a sí mismo, imaginó la lucha de los sartán, los vio vencidos donde él había triunfado, los vio morir donde él había escapado con vida.
El agudo ladrido de advertencia del perro lo sacó de sus sombríos pensamientos. Haplo comprobó que, perdido en ellos, casi se había precipitado al Laberinto. Rápidamente, colocó las manos sobre la piedra de gobierno e hizo virar la nave. El Ala de Dragón surcó de nuevo el cielo azul del Nexo, libre de los tentáculos de maléfica magia que habían intentado apresarlo.
Haplo volvió sus ojos y sus pensamientos hacia el cielo sin estrellas y pilotó la nave hacia el punto de paso, hacia la Puerta de la Muerte.
. El tyro es una araña gigante de cuerpo acorazado y ocho patas. Seis de ellas le sirven para trepar por los árboles y por sus propios hilos, mientras que las dos delanteras terminan en una «mano» articulada que utiliza para levantar y manipular los objetos. La carga se coloca en la parte trasera del tórax, entre las articulaciones de las patas. (N. del a.)
CAPITULO 5
DE CAHNDAR A ESTPORT, EQUILAN
Paithan estuvo muy atareado con los preparativos de marcha de la caravana y las palabras del anciano volaron de su mente. Se reunió con Quintín, su capataz, en los límites urbanos de Cahndar, la Ciudad de la Reina. Los dos elfos inspeccionaron el convoy de mercancías, cerciorándose de que arcos, ballestas y raztars, guardados en cestos, estaban bien sujetos a los tyros. Paithan abrió algunos cestos para inspeccionar los juguetes que habían colocado por encima, y se aseguró de que no se viera el menor rastro de las armas ocultas debajo. Todo parecía en orden. El joven elfo felicitó a Quintín por su excelente trabajo y le prometió recomendarle ante su hermana.
Cuando Paithan y la caravana estuvieron dispuestos para emprender el viaje, las flores de las horas indicaban que la hora del trabajo ya estaba bastante avanzada y que pronto sería mediociclo. Tras ocupar su lugar a la cabeza de la caravana, Paithan dio la orden de emprender la marcha. Quintín montó en el primero de los tyros, ocupando la silla situada entre los cuernos. Con grandes aspavientos y lisonjas, los esclavos convencieron a los demás tyros para que avanzaran en fila tras su líder y el convoy se sumergió en las tierras selváticas.
Pronto, la civilización quedó muy atrás.
Paithan impuso un paso rápido y la caravana avanzó a buena marcha. Los senderos entre las tierras humanas y élficas estaban bien cuidados, aunque eran un tanto traicioneros. El comercio entre los reinos era un negocio lucrativo. Las tierras humanas eran ricas en materias primas: maderas de teca y de espada, enredadera y alimentos, mientras que los elfos eran expertos en transformar estos recursos en productos elaborados. Las caravanas entre los reinos iban y venían a diario.
Los mayores peligros para las caravanas eran los ladrones humanos, los animales de la jungla y las posibles caídas en los esporádicos abismos entre un lecho de musgo y el siguiente. Sin embargo, los tyros eran animales especialmente adecuados para viajar por terrenos difíciles, razón por la cual los había escogido
Paithan a pesar de sus defectos (muchos conductores, en particular los humanos, eran incapaces de habérselas con los tyros, animales muy sensibles que se enroscan formando una bola y se enfurruñan cuando alguien hiere su sensibilidad). El tyro podía arrastrarse por los lechos de musgo, encaramarse a los árboles y salvar barrancos tejiendo su tela sobre el vacío y suspendiéndose de ella.
Las telarañas de tyro eran tan fuertes que algunas habían sido convertidas en puentes permanentes, cuidados por los elfos.
Paithan había recorrido aquella ruta muchas veces. Estaba familiarizado con sus peligros y preparado para ellos; en consecuencia, no le preocupaban demasiado. No se sentía especialmente inquieto por los ladrones. La caravana era numerosa e iba bien provista de armas élficas. Los bandoleros humanos solían cebarse en los viajeros solitarios y, sobre todo, en los de su propia raza. A pesar de ello, Paithan se daba cuenta de que si los ladrones se enteraban de la verdadera naturaleza de la carga que transportaban, estarían dispuestos a correr grandes riesgos para apoderarse de ella, pues los humanos tenían en gran consideración las armas que fabricaban los elfos, en especial las armas «inteligentes».
La ballesta, por ejemplo, era parecida a la humana, consistente en un arco fijo a un eje de madera, con un mecanismo para tensar y soltar la cuerda. La
«flecha» que disparaba era un dardo que la magia élfica había dotado de inteligencia y capaz de reconocer visualmente un objetivo y dirigirse hacia él por sí solo. El arco mágico, una versión mucho menor de la ballesta, podía llevarse a la cintura, guardado en una funda, y se disparaba con una sola mano. Ni los humanos ni los enanos podían producir armas inteligentes con su magia, y los ladrones que las vendían en el mercado negro pedían precios exorbitantes por ellas.
Pero Paithan había tomado precauciones para evitar robos. Quintín, un elfo que había estado con la familia desde que Paithan era un niño, había embalado los cestos personalmente y sólo él y Paithan sabían qué transportaban realmente, bajo las muñecas y barquitos y cajas de sorpresas. Los esclavos humanos, cuyo deber era conducir los tyros, creían llevar un cargamento de juguetes para niños y no de mortíferos juguetes para hombres adultos.
En su fuero interno, Paithan consideraba todo aquello una molestia innecesaria. Las armas de los Quindiniar eran de gran calidad, superior incluso a las que fabricaban normalmente los elfos. El propietario de una ballesta
Quindiniar debía conocer una palabra clave para poder activar su magia y sólo
Paithan poseía tal información, que transmitiría al comprador cuando llegara el momento. Sin embargo, Calandra estaba convencida de que cada humano era un espía, un ladrón y un asesino que sólo esperaba la ocasión de lanzarse al robo, la violación, el pillaje y el saqueo.
Paithan había tratado de señalarle a su hermana que su actitud era incoherente: por un lado, adjudicaba a los humanos una inteligencia y una astucia extraordinarias y, por otro, sostenía que eran poco más que animales.
—En realidad, los humanos no son muy distintos de nosotros, Cal —había comentado el muchacho en una memorable ocasión.
Jamás había vuelto a probar un argumento semejante. Calandra se había alarmado tanto ante su actitud liberal que había considerado seriamente la decisión de prohibirle aventurarse de nuevo en tierras humanas. La terrible amenaza de tener que quedarse en casa había bastado para que el joven no volviera a mencionar el tema nunca más.
La primera etapa del viaje era sencilla. El único obstáculo sería el golfo de
Kithni, la gran extensión de agua que dividía las tierras élficas de los territorios humanos, pero aún quedaba muy lejos, al vars. Paithan se acomodó al ritmo de la marcha, disfrutando del ejercicio y de la oportunidad de volver a ser él mismo. El sol iluminaba los árboles con mil tonos de verde, como joyas, el aroma de un millar de flores perfumaba el aire y los breves y frecuentes chubascos refrescaban el calor que producía la marcha. A veces oía el ruido de algún animal que se escabullía al borde del camino, pero no prestaba gran atención a la fauna de la jungla. Tras haberse enfrentado a un dragón, Paithan decidió que era capaz de hacer frente a cualquier cosa.
Sin embargo, fue durante aquel tranquilo período cuando las palabras del anciano empezaron a zumbarle en la cabeza.
¡La muerte y la destrucción llegarán contigo!
En cierta ocasión, cuando era pequeño, a Paithan le había entrado una abeja en el oído. El frenético zumbido casi lo había vuelto loco hasta que su madre había conseguido extraer el insecto. Igual que la abeja, la profecía de Zifnab había quedado atrapada en el cerebro de Paithan, repitiéndose una y otra vez, y no parecía que él pudiera hacer gran cosa por librarse de ella.
Trató de quitarle importancia, burlándose del anciano. Al fin y la cabo, éste parecía tan chiflado como su padre. Sin embargo, cuando ya había conseguido convencerse, Paithan vio los ojos del hechicero. Astutos, inteligentes, indeciblemente tristes. Era esa tristeza lo que inquietaba a Paithan, lo que le producía un escalofrío que su madre habría atribuido a alguien que se levantaba de la tumba. Eso le evocó recuerdos de su madre. Y Paithan recordó, asimismo, que el anciano había dicho que madre quería ver de nuevo a sus hijos.
El joven elfo sintió una punzada que en parte era dulce y, en parte, estaba cargada de remordimientos e inquietud. ¿Y si las creencias de su padre fueran ciertas? ¿Y si realmente podía reunirse con su madre después de tantos años?
Soltó un grave silbido y movió la cabeza.
—Lo siento, madre. Supongo que no estarías demasiado satisfecha.
Su madre había querido que Paithan recibiera una educación; que todos sus hijos la recibieran. Elithenia era hechicera de la fábrica de armas cuando Lenthan
Quindiniar la había conocido y le había entregado su corazón. Pese a tener fama de ser una de las mujeres más hermosas de Equilan, Elithenia nunca se había sentido cómoda entre la alta sociedad, cosa que Lenthan no había conseguido entender jamás.
—Tus ropas son las más espléndidas, querida. Tus joyas, las más costosas.
¿Qué tienen esos nobles que los ponga por encima de los Quindiniar? ¡Dímelo, y hoy mismo saldré a comprarlo!
—Lo que tienen no es algo que se pueda comprar —le había respondido su esposa, con voz apenada.
— ¿De qué se trata?
—Ellos saben cosas.
Y por eso la mujer había decidido ocuparse de que sus hijos también supieran cosas. Para ello contrató a una institutriz que diera a sus pequeños la misma educación que recibían los hijos de un noble. Pero los resultados habían sido decepcionantes. Calandra, desde muy joven, supo exactamente lo que quería de la vida y aprendió de la institutriz lo que necesitaba: el conocimiento necesario para manipular personas y números. Paithan no sabía lo que quería, pero sabía muy bien lo que no: odiaba las aburridas lecciones, se escapaba de la institutriz cuando era posible y, si no podía hacerlo, perdía el tiempo de mil maneras. Aleatha, consciente de sus recursos desde pequeña, lanzaba candorosas sonrisas, se escondía en el regazo de la mujer y logró que nunca se le exigiera aprender otra cosa que a escribir su nombre.
Tras la muerte de la madre, su padre había conservado a la institutriz. Fue
Calandra quien dejó marcharse a la mujer, para ahorrar dinero, y así terminó la instrucción escolar de los hermanos.
—No, me temo que madre no estaría demasiado contenta de nosotros —
musitó Paithan, sintiéndose inexplicablemente culpable. Al darse cuenta de lo que había estado pensando, se echó a reír un tanto avergonzado y sacudió la cabeza—.
Si no corto estas divagaciones, terminaré tan chiflado como mi pobre padre.
Para despejarse y librarse de recuerdos desagradables, Paithan se encaramó a los cuernos del primer tyro y se puso a charlar con el capataz, un elfo de muy buen juicio y de gran experiencia mundana. Desde aquel momento hasta la hora de la tristeza de esa noche, el primer ciclo después de la hora del torrente, Paithan no volvió a pensar en Zifnab y en la profecía. Y, cuando lo hizo, sólo fue momentos antes de caer dormido.
El viaje hasta Estport, de donde zarpaba el trasbordador, fue apacible y desprovisto de incidentes, y Paithan se olvidó por completo de la profecía. El placer de viajar, la embriagadora conciencia de libertad después de la sofocante atmósfera de la casa familiar, levantaron el ánimo del joven elfo. Al cabo de algunos ciclos en ruta, Paithan volvió a reírse abiertamente del viejo hechicero y de sus ideas absurdas, y deleitó a Quintín con anécdotas de Zifnab durante los descansos en la marcha. Cuando por fin llegaron al golfo de Kithni, Paithan casi no podía creérselo. El viaje le había parecido cortísimo.
El golfo de Kithni era un lago enorme que formaba la frontera entre Thillia y
Equilan, y allí se encontró Paithan con el primer retraso. Estaban reparando uno de los transbordadores y sólo quedaba otro en servicio. A lo largo de la costa musgosa se alineaban varias caravanas a la espera de cruzar.
Cuando llegaron, Paithan envió al capataz a enterarse de cuánto tendrían que esperar. Quintín regresó con un número que señalaba su turno y dijo que podrían cruzar en algún momento del ciclo siguiente.
Paithan se encogió de hombros. No tenía excesiva prisa y daba la impresión de que los congregados sacaban el máximo provecho de aquel contratiempo. El muelle del trasbordador había adquirido el aspecto de una ciudad de tiendas. Los caravaneros deambulaban por el lugar visitando conocidos, intercambiando noticias y comentando las últimas tendencias del mercado. Paithan se ocupó de instalar y dar de comer a los esclavos, de alabar y felicitar a los tyros y de comprobar la seguridad de la mercancía que transportaba. Después, dejándolo todo en las competentes manos del capataz, decidió ir a sumarse al jolgorio.
. El hielo no existe de forma natural en ninguna de las tierras conocidas de Pryan.
Empezó a ser un artículo de uso común tras su descubrimiento, durante los experimentos mágicos de los humanos con el tiempo atmosférico. El hielo es uno de los escasos productos fabricados por humanos de los que existe demanda en las tierras élficas. (N. del a.)
Un emprendedor granjero elfo, enterado de la situación de los caravaneros, había instalado en la explanada un carromato con varios toneles de vingin casero, enfriado con hielo. El vingin era una bebida fuerte, elaborada con uvas prensadas y reforzada con un líquido destilado de tohahs fermentados, muy del gusto de Paithan. Al ver un numeroso grupo reunido en torno al tonel, el joven elfo se acercó a los bebedores. Entre ellos había algunos viejos amigos suyos y Paithan fue acogido con entusiasmo. Los caravaneros acaban por conocerse en los caminos y a veces viajan juntos, tanto por razones de seguridad como para tener compañía.
Humanos y elfos dejaron un sitio a Paithan y pusieron en su mano una jarra fría, escarchada.
—Puntar, Ulaka, Gregor... Me alegro de volver a veros. —El elfo saludó a sus antiguos camaradas y fue presentado a los que no lo conocían. Tomando asiento sobre un fardo junto a Gregor, un humano corpulento y pelirrojo de barba encrespada, Paithan tomó un trago de vingin y, por un instante, agradeció mentalmente que Calandra no pudiera verlo.
Tras los saludos, varios de los presentes se interesaron por su salud y la de su familia; el joven elfo respondió a las preguntas y les devolvió la cortesía.
— ¿Qué transportas esta vez? —inquirió Gregor, apurando una jarra de un largo trago. Después, con un eructo de satisfacción, devolvió la jarra al granjero para que la volviera a llenar.
—Juguetes —respondió Paithan con una sonrisa.
Risas complacidas y guiños de complicidad.
—Entonces, debes de llevarlos al norint —comentó un humano, al que le habían presentado como Hamish.
—En efecto —asintió el elfo—. ¿Cómo lo has sabido?
—Por ahí arriba andan necesitados de «juguetes», según hemos oído —
respondió Hamish.
Las risas cesaron y los demás humanos asintieron a sus palabras con aire sombrío. Los mercaderes elfos, perplejos, quisieron saber a qué se debía aquello.
— ¿Hay guerra con los reyes del mar? —aventuró Paithan, entregando al granjero su jarra vacía. Una noticia así alegraría a Calandra. Le enviaría un ave mensajera para comunicárselo. Si algo podía poner de buen humor a su hermana, era una guerra entre los humanos. Ya se la imaginaba contando los beneficios que le reportaría.
—No —respondió Gregor—. Los reyes del mar tienen sus propios problemas, si es cierto lo que hemos oído. Unos humanos desconocidos, llegados del otro lado del mar Susurrante en toscas embarcaciones, han arribado como náufragos a las costas del país de los reyes del mar. Al principio, éstos acogían a los refugiados, pero han seguido llegando más y más y ahora les resulta difícil darles comida y refugio a todos.
—Que se los queden —intervino otro caravanero humano—. Nosotros ya tenemos suficientes problemas en Thillia, para tener que recibir a unos extraños.
Los mercaderes elfos escuchaban con la sonrisa de complacencia de quienes no se sienten afectados por lo que oyen, salvo en lo que se refiere a sus negocios.
Una llegada de más humanos a la región sólo podía significar un aumento de los beneficios.
—Pero..., ¿de dónde salen esos humanos? —preguntó Paithan.
Se produjo una acalorada discusión entre los humanos, que sólo terminó cuando Gregor declaró:
—Yo lo sé de primera mano, pues he hablado con alguno de ellos. Dicen proceder de un reino conocido como Kasnar, que está muy lejos al norint de nuestras tierras, al otro lado del mar Susurrante.
— ¿Por qué huyen de su patria? ¿Acaso se libra allí alguna gran guerra? —
insistió Paithan, preguntándose mentalmente si le resultaría muy difícil fletar un barco para transportar tan lejos un cargamento de armas. Gregor movió la cabeza en gesto de negativa, arrastrando su barba roja sobre el pecho colosal.
—No se trata de una guerra —respondió con voz grave—. Hablan de destrucción. De una destrucción total.
Ruina, muerte y destrucción.
Paithan notó unas pisadas hollando su tumba y sintió un hormigueo en la sangre en manos y pies. Debía de ser el vingin, se dijo, y dejó de inmediato la jarra en la mesa.
— ¿De qué se trata entonces? ¿Los dragones? No puedo creerlo. ¿Cuándo se ha oído que un dragón atacara un asentamiento?
—No, incluso los dragones escapan ante esta amenaza.
—Entonces, ¿qué?
Gregor miró a su alrededor con aire solemne antes de responder.
—Titanes.
Paithan y los demás elfos se miraron, boquiabiertos, y finalmente estallaron en una carcajada.
— ¡Gregor, viejo cuentista! ¡Esta vez sí que me has tomado el pelo! —Paithan se enjugó las lágrimas que resbalaban de sus ojos—. De acuerdo, yo pago la próxima ronda. ¡Refugiados y náufragos...!
Los humanos permanecieron en silencio, con expresiones cada vez más sombrías y abatidas. Paithan los vio intercambiar lúgubres miradas y contuvo su hilaridad.
— ¡Vamos, Gregor, una broma es una broma! He picado. Reconozco que ya estaba calculando los posibles beneficios para mis arcas. Supongo que todos lo hacíamos —añadió, señalando con un gesto a los restantes elfos—, pero ya es suficiente.
—Me temo que no es ninguna broma, amigos míos —contestó Gregor—. Yo he hablado con esas gentes. He visto el terror en sus rostros y lo he oído en sus voces.
Unos seres gigantescos, de facciones y cuerpo idénticos a los humanos, pero cuya estatura sobrepasa las copas de los árboles, han aparecido en sus tierras procedentes del norint. Son capaces de partir las rocas con su sola voz y lo destruyen todo a su paso. Agarran a los humanos entre sus manos enormes y los estrellan contra el suelo o los estrujan entre sus dedos hasta matarlos. No hay arma capaz de detenerlos. Las flechas les hacen el mismo efecto que a nosotros la picadura de un mosquito. Las espadas no penetran en su piel curtida, aunque no les causarían demasiado daño si lo hicieran.
El peso de las palabras de Gregor resultaba opresivo para los presentes y todos lo escuchaban en atento silencio, aunque algunos aún seguían moviendo la cabeza en gesto de incredulidad.
. Peytin, Matriarca del Paraíso. Los elfos creen que Peytin creó un mundo para sus hijos mortales. Para gobernarlo, designó a sus primogénitos, los gemelos Orn y
Obi. El hijo menor, San, sintió celos de ellos y, tras reunir a los codiciosos y belicosos humanos, emprendió una guerra contra sus hermanos. Esta guerra causó; la separación del mundo antiguo. San fue desterrado abajo y los humanos fueron expulsados del antiguo mundo y enviados a Pryan. Peytin creó una raza, que fue la élfica, y la envió para restaurar la pureza del mundo. (N. del a.)
Otros caravaneros, al observar la solemne reunión, se acercaron a ver qué sucedía y añadieron sus propios rumores de penalidades a los que ya corrían entre los congregados.
—Kasnar era un gran imperio —continuó Gregor—, y ahora ha desaparecido, completamente arrasado. De una nación antaño poderosa sólo queda un puñado de gente que ha huido en sus embarcaciones a través del mar Susurrante.
El granjero, advirtiendo que sus ventas de vingin descendían, colocó la espita en un nuevo tonel. Todos se levantaron a llenar de nuevo la jarra y empezaron a hablar a la vez.
— ¿Titanes? ¿Los seguidores de San? ¡Bah, eso no es más que una leyenda!
—No seas sacrílego, Paithan. Si crees en la Madre, tienes que creer en San y sus seguidores, que gobiernan la Oscuridad.
— ¡Sí, Umbar, todos sabemos que eres muy religioso! ¡Si alguna vez entraras en uno de los templos de la Madre, probablemente se te caería encima! Escucha, Gregor, tú eres un hombre sensato; no me digas que crees en duendes y espíritus.
—No, pero creo en lo que veo y oigo. Y he visto cosas terribles en los ojos de esa gente.
Paithan observó fijamente a su interlocutor. Conocía a Gregor desde hacía años y siempre había considerado a aquel humano como una persona valiente, sincera y digna de confianza.
—Está bien. Acepto que hayan llegado huyendo de algo, pero ¿por qué hemos de inquietarnos tanto? Sea lo que sea, es imposible que cruce el mar Susurrante.
—Esos titanes...
—Lo que sean...
—... podrían descender a través de los reinos enanos de Grish, Klag y Thurn
—prosiguió Gregor en tono cargado de malos presagios—. De hecho, nos han llegado rumores de que los enanos estaban preparándose para una guerra.
—Sí. Una guerra contra vosotros, los humanos, y no contra demonios gigantescos. Esa es la razón de que vuestros dirigentes hayan planteado ese embargo de armas.
Gregor se encogió' de hombros, casi reventando las costuras de su ajustada camisa; luego, sonrió y su rostro barbirrojo pareció partirse en dos, con una negra hendidura de oreja a oreja.
—Suceda lo que suceda, Paithan, los elfos no tenéis que preocuparos. Los humanos los detendremos. Nuestras leyendas dicen que el Dios Cornudo nos somete a prueba constantemente, enviándonos adversarios dignos de enfrentarse a nosotros. Tal vez, en esta batalla, los Cinco Señores Perdidos regresen para ayudarnos.
Fue a dar un trago, hizo una mueca de disgusto y volvió la jarra del revés.
Estaba vacía.
— ¡Más vingin! —exigió.
El granjero elfo abrió la espita, pero no salió nada. Golpeó los toneles. Todos le devolvieron un deprimente sonido hueco.
Entre suspiros, los caravaneros se incorporaron, desperezándose.
—Paithan, amigo mío —dijo Gregor—, cerca del embarcadero del trasbordador hay una taberna. Ahora estará abarrotada, pero creo que podríamos conseguir una mesa. —El corpulento humano flexionó los músculos y se echó a reír.
—Desde luego —asintió Paithan al instante. Su capataz era un elfo competente y los esclavos estaban exhaustos. No era probable que hubiera problemas—. Tú encuentra un lugar donde podamos sentarnos, y yo invitaré las dos primeras rondas.
—Me parece justo.
Tambaleándose ligeramente, los dos se cogieron por los hombros (el brazo de
Gregor casi sofocando al esbelto elfo) y se dirigieron hacia el muelle haciendo eses.
—Oye, Gregor, tú que has estado en tantos sitios —comentó Paithan—, ¿has oído hablar alguna vez de un hechicero humano llamado Zifnab?
CAPITULO 6
VARSPORT, THILLIA
Paithan y su caravana pudieron cruzar en el trasbordador el ciclo siguiente.
La travesía les llevó un ciclo entero y el elfo no disfrutó del viaje, pues tuvo que soportar los efectos de la resaca del vingin.
Los elfos tenían merecida fama de malos bebedores, de no tener el menor aguante para el alcohol, y Paithan había sabido muy bien que no debía seguir el ritmo de Gregor. Pero luego se había recordado a sí mismo que estaba de juerga, que no había allí ninguna Calandra que lo mirara severamente por tomar un segundo vaso de vino en la cena. Además, el vingin había empañado el recuerdo del necio hechicero humano, de su estúpida profecía y de los lúgubres cuentos de gigantes de Gregor.
El traqueteo constante del cabrestante giratorio, los resoplidos y chillidos de los cinco jabalíes que tiraban de él y los constantes gritos de apremio del humano que atendía a los animales retumbaban como explosiones en la cabeza del elfo. El cable que tiraba de la embarcación por encima del agua, recubierto de una sustancia grasienta y resbaladiza, pasaba por encima de su cabeza y desaparecía, enroscándose en torno al cabrestante. Apoyado en un fardo de mantas a la sombra de un toldo, con una compresa húmeda sobre la frente dolorida, Paithan contempló el agua que se deslizaba bajo la quilla del barco, compadeciéndose de sí mismo.
El trasbordador del golfo de Kithni llevaba unos sesenta años en funcionamiento. Paithan recordaba haberlo visto de niño, en compañía de su abuelo, durante el último viaje que los dos habían hecho juntos antes de que el viejo desapareciera para siempre en la espesura. Entonces, Paithan había considerado el trasbordador como el invento más maravilloso del mundo y le habían desconcertado tremendamente la revelación de que sus creadores habían sido los humanos.
Con voz paciente, su abuelo le había explicado aquella sed humana por el dinero y el poder que se conocía como ambición, consecuencia de la lamentable brevedad de sus vidas, y que les impulsaba a toda clase de esforzadas empresas.
. Palabra élfica que significa «jefe». (N. del a.)
Los elfos se habían apresurado a aprovechar el servicio de transbordadores, ya que aumentaba de forma notable el comercio entre los dos reinos, pero seguían mirándolo con suspicacia. No tenían la menor duda de que el trasbordador, como la mayoría de las empresas humanas, terminaría mal de un modo u otro. Mientras no llegara ese momento, sin embargo, los elfos permitían magnánimamente que los humanos les prestaran servicio.
Amodorrado por el chapoteo del agua y los vapores de vingin que aún flotaban en su cabeza, Paithan se quedó dormido bajo el calor. Antes de sumirse en el sueño, recordó vagamente a Gregor metido en una pelea y casi provocando que lo mataran (a él, a Paithan). Cuando despertó, Quintín, el capataz, lo sacudía por el hombro.
— ¡Auana! ¡Auana Quindiniar! ¡Despierta! El barco está amarrando.
Paithan se incorporó con un gemido. Se sentía un poco mejor. Aunque seguía latiéndole la cabeza, al menos ya no tenía la impresión de que iba a perder el sentido al menor movimiento. Se puso en pie tambaleándose y atravesó la abarrotada cubierta, donde los esclavos permanecían en cuclillas sobre el entarimado de madera, al descubierto y sin ninguna protección contra el sol ardiente. A los esclavos no parecía importarles el calor. Sólo llevaban encima unos taparrabos, indumentaria aceptable ya que no había esclavas hembras. Paithan, que llevaba tapado hasta el último centímetro de su blanca epidermis, contempló la piel morena, casi negra, de aquellos humanos y recordó la enorme distancia que había entre las dos razas.
—Calandra tiene razón —murmuró para sí—. No son más que animales y ni toda la civilización del mundo cambiará este hecho. No debería habérseme ocurrido ir de juerga con Gregor anoche. En adelante, me quedaré con los de mi propia raza.
Paithan mantuvo esta firme resolución durante, más o menos, una hora. Para entonces, sintiéndose ya mucho mejor, estaba de nuevo en compañía de un Gregor magullado pero sonriente mientras ambos permanecían en la cola, esperando turno para presentar sus documentos a las autoridades del puerto. Paithan se mostró alegre y animado durante la larga espera. Cuando Gregor lo dejó para pasar la inspección de la aduana, el elfo se sorprendió a sí mismo escuchando la cháchara de sus esclavos humanos, que parecían presa de una ridícula excitación al volver a encontrarse en su patria.
Si tanto apreciaban su tierra, ¿cómo era que se habían dejado vender como esclavos?, se preguntó Paithan ociosamente, guardando su turno en una cola que se movía con la lentitud de una babosa del musgo mientras los funcionarios de aduanas humanos hacían innumerables preguntas absurdas y manoseaban la mercancía de los caravaneros que le precedían. Durante la espera surgieron altercados, generalmente entre humanos que, cuando eran sorprendidos con una carga de contrabando, parecían adoptar la actitud de que la ley debe aplicarse a todos, menos a ellos mismos. Los mercaderes elfos rara vez tenían problemas en las fronteras pues, o bien obedecían escrupulosamente las leyes o, como Paithan, recurrían a medios sutiles y discretos para saltárselas.
Por fin, uno de los funcionarios le indicó que se acercara. Paithan y su capataz hicieron avanzar a los esclavos y los tyros.
— ¿Qué carga llevas? —dijo el hombre, mirando fijamente los cestos.
—Juguetes mágicos, señor —respondió Paithan con una seductora sonrisa. El funcionario le observó atentamente.
— ¡Buen momento para traer juguetes...! —murmuró.
— ¿A qué te refieres, señor?
—A esos rumores de guerra, por supuesto. ¡No me digas que no has oído comentarios al respecto!
—Ni una palabra, señor. ¿Con quién os peleáis este mes? ¿Con Strethia, quizás, o con Dourglasia?
—Nada de eso. No malgastaríamos nuestros dardos con esa escoria. Corre el rumor de que unos guerreros gigantes vienen del norint.
— ¡Ah, eso! —Paithan se encogió de hombros con aire condescendiente y añadió—: He oído algo al respecto, pero no le he dado importancia. Vosotros, los humanos, estáis preparados para hacer frente a un riesgo así, ¿verdad?
—Por supuesto que sí —declaró el funcionario. Sospechando que era objeto de una burla, clavó la vista en el elfo. Paithan tenía una expresión angelical cuando explicó, con lengua suave como la seda:
—A los niños les encantan nuestros juguetes mágicos y falta poco para la fiesta de santa Thillia. No querrás que los pequeños se lleven un disgusto, ¿verdad? —Se inclinó hacia adelante con aire confidencial y añadió—: Supongo que serás abuelo, ¿me equivoco? ¿Qué te parece si me dejas pasar y nos olvidamos de los trámites de rigor?
—Soy abuelo, es cierto —respondió el funcionario, ceñudo y severo—. Tengo diez nietos, todos menores de cuatro años, y todos ellos viven en mi casa. ¡Abre esos cestos!
Paithan se dio cuenta de que había cometido un error táctico. Con el suspiro del inocente condenado injustamente, volvió a encogerse de hombros y se encaminó al primero de los cestos. Quintín desató las correas con solícita y servicial presteza. Los esclavos próximos a la escena observaban ésta con una expresión que Paithan reconoció como de alegría apenas contenida, y que le inquietó mucho, ¿A qué diablos venían aquellas risillas? Era casi como si supieran...
El funcionario de aduanas alzó la tapa del cesto. Un montón de juguetes de colores chillones brilló a la luz del sol. El humano, con una mirada de soslayo a
Paithan, hundió la mano en el cesto.
La retiró de inmediato con una exclamación, sacudiendo los dedos.
— ¡Algo me ha mordido! —dijo en tono acusador.
Los esclavos estallaron en risas. El capataz, sorprendido, hizo chasquear el látigo a su alrededor y no tardó en restaurar el orden.
—Lo lamento muchísimo, señor. —Paithan se apresuró a cerrar el cesto—.
Debe de haber sido una caja de sorpresas. Les gusta mucho morder. Lo lamento de veras.
— ¿Y vas a reparar esos juguetes malévolos a los niños? —exclamó el funcionario, chupándose el pulgar herido.
—Algunos padres desean cierta carga de agresividad en los juguetes, señor.
No querrás que los pequeños sean unos blandengues, ¿verdad? Hum..., señor..., yo iría con especial cuidado al revolver ese cesto. Ahí llevamos las muñecas.
El funcionario de aduanas alargó la mano, titubeó y se lo pensó mejor.
—Está bien, seguid adelante. Largaos de aquí.
Paithan dio la orden a Quintín, quien puso de inmediato a los esclavos a tirar de las riendas de los tyros.
. Expresión élfica que significa colar por cierta una falsedad. El caramelo de soom es un producto humano muy apreciado por los elfos, que son terriblemente golosos.
El caramelo tiene un sabor delicioso, pero comido en exceso puede tener penosas consecuencias en el sistema digestivo de los elfos. (N. del a.)
Pese a las recientes marcas de latigazos en la piel, algunos de los esclavos conservaban todavía la expresión burlona y Paithan se admiró de aquel extraño rasgo de carácter de los humanos que les movía a gozar ante la visión de la desdicha ajena.
Los documentos de embarque fueron inspeccionados y aprobados rápidamente y Paithan los guardó en el bolsillo de su gabán de viaje, cerrado con un cinturón. Tras una cortés reverencia al funcionario, se disponía a correr tras su caravana cuando notó una mano que le agarraba del brazo. Su buen humor empezó a desvanecerse rápidamente. Notó una punzada en las sienes.
— ¿Sí, señor? —dijo mientras se volvía, con una sonrisa forzada.
El funcionario de aduanas se inclinó hacia él.
— ¿Cuánto me pides por diez de esas cajas de sorpresas?
El viaje por tierras humanas transcurrió sin sobresaltos. Uno de los esclavos huyó, pero Paithan había previsto tal eventualidad llevando consigo más hombres de los precisos, y la mayoría de ellos no le preocupaba pues había escogido deliberadamente a humanos que dejaban familia en Equilan. Al parecer, un esclavo había escogido la libertad, antes que volver con su mujer y sus hijos.
Bajo la influencia de las historias de Gregor, la profecía de Zifnab empezó a torturarlo de nuevo. Paithan intentó descubrir todo lo posible sobre los gigantes que se acercaban y, en cada taberna que visitó, encontró a alguien con algo que comentar al respecto. Sin embargo, poco a poco fue convenciéndose de que se trataba de un mero rumor sin fundamento. Aparte de Gregor, no encontró a un solo humano que hubiera hablado realmente y en persona con alguno de los refugiados.
—El tío de mi madre conoció a tres de ellos, y él le contó a mi madre lo que le dijeron y...
—El chico de mi primo segundo estaba en Jendi el mes pasado cuando llegaban los barcos y habló con mi primo, que se lo contó a su padre, y él me puso al corriente.
—Me lo explicó un mendigo que estaba allí...
Finalmente, Paithan llegó con cierto alivio a la conclusión de que Gregor le había estado vendiendo caramelo de soom. El elfo apartó de su mente la profecía de Zifnab. Completa, definitiva e irrevocablemente.
Paithan cruzó la frontera de Marcinia con Terncia sin que los centinelas echaran siquiera un vistazo a los cestos. Estudiaron los documentos de embarque firmados por el funcionario de Varsport con gestos aburridos y le franquearon el paso. El elfo disfrutaba del viaje y no se dio prisas. Hacía un tiempo especialmente bueno y los humanos, en su mayor parte, eran amistosos y corteses. Por supuesto, se encontró con esporádicos comentarios hostiles que tachaban a los elfos de
«ladrones de mujeres» y «asquerosos esclavistas» pero Paithan, que apenas se alteraba por nada, hizo oídos sordos a los epítetos o los disculpó con una carcajada y un ofrecimiento de pagar la siguiente ronda.
A Paithan le atraían las mujeres humanas tanto como a cualquier elfo pero, habiendo viajado largamente por tierras humanas, sabía que flirtear con una de ellas era la manera más fácil de arriesgarse a que le cortaran a uno las orejas (y tal vez otras partes de su anatomía). Así pues, consiguió dominar sus impulsos y se contentó con lanzar miradas de admiración o robar un breve beso en algún rincón a oscuras. Si la hija del posadero acudía a su puerta en mitad de la noche, deseosa de comprobar la legendaria capacidad erótica de los varones elfos, Paithan siempre tenía buen cuidado de echarla de su cama al llegar la hora brumosa, antes de que nadie se levantara para iniciar la jornada.
El elfo y su caravana llegaron a su destino, la pequeña e insulsa población de
Griffith, con algunas semanas de retraso respecto a la fecha prevista. Paithan se sentía bastante satisfecho de la travesía, considerando lo arriesgado que resultaba viajar por los estados thillianos, en permanente conflicto entre ellos. Cuando llegó a la taberna de La Flor del Bosque, se ocupó de alojar a los esclavos y a los tyros en el establo, buscó un lugar para el capataz en el henal y alquiló una habitación en la posada para él.
En La Flor del Bosque no estaban habituados a alojar huéspedes elfos, pues el propietario estudió largo rato el dinero de Paithan e hizo sonar la moneda sobre la mesa para asegurarse de que era de madera noble. Cuando hubo comprobado que el dinero era auténtico, el hombre se mostró más cortés.
— ¿Cómo has dicho que te llamas?
—Paithan Quindiniar.
—Hum... —El tabernero lanzó un gruñido—. He recibido dos mensajes para ti.
Uno me lo entregaron en mano; el otro llegó por un ave mensajera.
—Muchas gracias —respondió Paithan, entregándole otra moneda. La actitud servil del dueño de la taberna se intensificó notoriamente.
—Debes de tener hambre, señor. Toma asiento en la sala común y te traeré algo para mojar el gaznate.
—Que no sea vingin —dijo Paithan, y se encaminó a la sala con las cartas en la mano.
Una de las misivas era de procedencia humana; el elfo lo advirtió porque venía en un fragmento de pergamino que ya habla sido utilizado anteriormente. Se había procurado borrar el escrito original, pero no se había conseguido del todo.
Tras desatar la cinta, sucia y deshilachada, Paithan desenrolló la carta y, con algunas dificultades, leyó el mensaje escrito sobre la que al parecer había sido una notificación de impuestos.
«Quindiniar, llegas con retraso. La presente....]
...a ti. Hemos tenido que salir ... viaje ...
tener contento al cliente. Volveremos...»
El elfo se acercó a la ventana y observó el pergamino al trasluz pero no hubo modo de descifrar cuándo volverían. Firmaba la carta, con un tosco garabato, un tal Roland Hojarroja. Paithan sacó del bolsillo los documentos de embarque y buscó el nombre del cliente. Allí estaba consignado, con la caligrafía precisa y derecha de Calandra. Roland Hojarroja. El elfo se encogió de hombros, echó la misiva al cubo de la basura y, a continuación, se lavó las manos a conciencia. A saber dónde había estado aquel pergamino.
El dueño del local se apresuró a llevarle una jarra de espumeante cerveza.
Paithan la probó y comentó que era excelente; sus palabras convirtieron al satisfechísimo tabernero en su esclavo de por vida (o, al menos, mientras tuviera dinero). Sentado en un reservado, con los pies sobre la silla que tenía enfrente, Paithan se acomodó a sus anchas y abrió el otro pergamino, preparándose a disfrutar.
La carta era de Aleatha, quien debía de haberla escrito por amor.
CAPÍTULO
MANSIÓN DE QUINDINIAR, EQUILAN
«Mi querido Paithan:
»Supongo que te sorprenderá recibir noticias mías, pues no soy muy amante de las cartas. Sin embargo, estoy segura de que no te ofenderás si te digo la verdad: se me ha ocurrido escribirte por puro aburrimiento. Desde luego, espero que este noviazgo no dure demasiado, o me volveré loca.
»Sí, querido hermano; he abandonado mis "costumbres licenciosas". Al menos, de momento. Cuando sea una "respetable mujer casada'' tengo intención de llevar una vida más interesante; sólo será preciso ser más discreta que antes.
»Como había previsto, nuestro próximo enlace ha provocado un buen escándalo. La madre del barón es una vieja presuntuosa que ha estado a punto de echarlo todo a perder. La muy bruja tuvo el valor de contar a Durndrun que yo había tenido un lío con el conde R..., que frecuentaba ciertos establecimientos de
Abajo y que incluso había tenido relaciones con los esclavos humanos. En resumen, le dijo que era una furcia indigna de gozar del dinero de Durndrun, de su casa y de su apellido.
»Afortunadamente, yo había imaginado que sucedería algo así y había conseguido de mi "amado" la promesa de que me tendría al corriente de las acusaciones que formulara su querida madre y me daría la oportunidad de rebatirlas. Durndrun cumplió su palabra, pero se le ocurrió venir a verme, precisamente, en plena hora brumosa. ¡Por Orn que, si es una costumbre, se la voy a quitar enseguida! ¿Qué hace una a hora tan intempestiva? Pero ya no había remedio y tuve que hacer acto de presencia. Por suerte, al contrario que algunas, yo siempre tengo buen aspecto al despertar.
»Encontré a Durndrun en el salón, con aire muy serio y adusto, acompañado de Calandra, que parecía divertirse a lo grande con la situación.
»Cal nos dejó solos —algo perfectamente correcto entre parejas prometidas, ¿sabes?— y, lo creas o no, querido hermano, ¡el barón empezó a lanzarme a la cara las acusaciones de su madre!
^Naturalmente, yo estaba preparada para ello.
»Una vez hube entendido el contenido exacto de las quejas (y su fuente), me dejé caer al suelo, desvanecida. (Desmayarse como es debido tiene su arte, ¿sabes?
Una debe caerse sin hacerse daño y, preferiblemente, sin causarse desagradables cardenales en los codos. No es tan sencillo como parece.) Al verlo, Durndrun se alarmó mucho y se vio obligado —por supuesto— a levantarme en sus brazos y depositarme en el sofá.
»Recobré el sentido justo a tiempo de impedir que el barón pidiera ayuda a los criados y, al verlo inclinado sobre mí, lo llamé "sinvergüenza" y estallé en lágrimas.
De nuevo, él se sintió obligado a tomarme en brazos. Yo, entre sollozos y balbuceos incoherentes sobre mi honor mancillado y sobre cómo podría amar a un hombre que no confiaba en mí, intenté apartarlo a empujones, asegurándome de que, en la agitación consiguiente, se me desgarrara la túnica y el barón descubriera que había puesto la mano en un lugar inconveniente.
»"¡Ah, de modo que es eso lo que piensas de mí!", le dije, y me arrojé de nuevo sobre el sofá, no sin asegurarme de que, en mis frenéticos intentos por reparar el desgarrón, no hiciera sino empeorar aún más las cosas. Mi única preocupación era que Durndrun llamara al servicio. Por eso impedí que mis lágrimas degeneraran en histeria.
»Cuando se puso en pie, observé por el rabillo del ojo la lucha en que se debatía su pecho. Acallé mis sollozos y volví la cabeza, mirándolo a través de un velo de cabellos rubios y con un tenue brillo seductor en los ojos.
»"Reconozco que he sido lo que alguien podría tachar de irresponsable", dije con voz apagaba, "pero es que no he tenido una madre que me guiara. Llevo muchísimo tiempo buscando a alguien a quien querer y honrar con todo mi corazón y ahora que te había encontrado..."
»No pude continuar. Hundí el rostro en el cojín empapado en lágrimas y extendí el brazo.
»"¡Vete!", le dije. "¡Tu madre tiene razón! ¡No merezco tu amor!"
»Bien, Pait, estoy segura de que ya debes de adivinar el resto. En menos de lo que se tarda en decir "matrimonio", tenía al barón Durndrun a mis pies...
¡suplicando mi perdón! Yo le concedí otro beso y una larga y detenida mirada antes de cubrir recatadamente los "tesoros" que no conseguirá hasta la noche de bodas.
» ¡Durndrun estaba tan arrebatado de pasión que incluso habló de echar a su madre de casa! Tuve que poner en acción toda mi capacidad de persuasión para convencerlo de que acabaría queriendo a esa vieja bruja como a la madre que nunca conocí. Tengo algunos planes para la matrona. Ella aún no lo sabe, pero me va a cubrir en mis pequeñas escapadas cuando la vida de casada se haga demasiado aburrida.
»Así pues, me encuentro ya camino del altar. El barón Durndrun habló con su madre en tono autoritario, poniendo en su conocimiento que íbamos a casarnos y declarando que, si no le gustaba la idea, nos iríamos a vivir a otra parte. Esto último, por supuesto, no me pareció nada bien, pues la principal razón de que me case con él es la casa, pero no me preocupó demasiado. La vieja idolatra a su hijo y cedió enseguida, tal como yo estaba segura que haría.
»La boda tendrá lugar dentro de unos cuatro meses. Me habría gustado que fuera antes, pero es preciso cumplir ciertas formalidades y Calandra insiste en que todo se lleve a cabo como es debido. Mientras llega el momento, no me queda otro remedio que dar la impresión de que soy una doncella modesta y bien educada y quedarme prudentemente en casa. Estoy segura de que te reirás al leer esto, Paithan, pero te aseguro que no he estado con ningún hombre en todo el mes pasado. ¡Cuando llegue la noche de bodas, hasta el propio Durndrun me parecerá apetecible!
» (No estoy nada segura de poder resistir tanto. Supongo que no te habrás dado cuenta, pero uno de los esclavos humanos es un ejemplar magnífico. Es muy interesante hablar con él e incluso me ha enseñado algunas palabras en ese idioma animalesco que utilizan. Hablando de animales, ¿crees que será verdad lo que dicen de los machos humanos?)
»Lamento los borrones de estas últimas líneas. Calandra ha entrado en la habitación y he tenido que esconder la carta entre la ropa interior antes de que se secara la tinta. ¿Te imaginas qué habría hecho Cal si hubiera leído la última parte?
»Por suerte, no es preciso que se preocupe. Pensándolo bien, creo que no sería capaz de tener una relación con un humano. No te lo tomes a mal, Pait, pero
¿cómo puedes soportar tocar a sus mujeres? En fin, supongo que para un hombre es distinto.
»Te preguntarás qué hacía Cal levantada a estas horas tan intempestivas. Era a causa de los cohetes, que no la dejaban dormir.
«Hablando de los cohetes, la vida en casa ha ido de mal en peor desde que te marchaste. Padre y ese viejo hechicero chiflado se pasan toda la hora del trabajo en el sótano, preparando sus proyectiles, y toda la hora oscura en el jardín de atrás, disparándolos. Creo que hemos superado todas las marcas en el número de criados que nos han abandonado. Cal se ha visto obligada a pagar grandes sumas a varias familias de la ciudad, ramas abajo de nuestra mansión, debido a los incendios causados en sus viviendas. ¡Padre y el hechicero envían los cohetes hacia arriba con la pretensión de que "el hombre de las manos vendadas" los verá y sabrá dónde posarse!
» ¡Ah, Paithan!, estoy segura de que te estarás riendo, pero hablo en serio. La pobre Cal está tirándose de los pelos de frustración y me temo que yo no estoy mucho mejor. Por supuesto, nuestra hermana está preocupada por el dinero y el negocio y por la visita del alcalde con una petición para que nos deshagamos del dragón.
»A mí me preocupa nuestro pobre padre. Ese astuto humano tiene a padre totalmente embelesado con esa tontería de la nave para ir a las estrellas a encontrar a madre. Padre no habla de otra cosa. Está tan excitado que no come y está más delgado cada día. Cal y yo estamos seguras de que el viejo hechicero tiene algún plan, tal vez hacerse con la fortuna de padre. Pero, si es así, todavía no ha hecho ningún movimiento sospechoso.
»Cal ha intentado en dos ocasiones sobornar a Zifnab, o como quiera que se llame, ofreciéndole más dinero del que la mayoría de humanos ven en toda su vida a cambio de que se vaya y nos deje en paz. La segunda vez, el viejo la cogió de la mano y, con una mueca de tristeza, le dijo, "Pero, querida mía, si el dinero no tiene importancia...".
» ¡No tiene importancia! ¡Que el dinero no tiene importancia! Hasta aquel momento, Cal lo había tenido por un chiflado pero, desde entonces, lo considera un loco furioso y está convencida de que deberían tenerlo encerrado en alguna parte. Creo que lo haría ella misma, si no temiera la reacción de padre.
»Y luego está el día en que el dragón estuvo a punto de quedar suelto.
¿Recuerdas que el viejo tiene bajo un hechizo a esa criatura (Orn sabe cómo y por qué)? Nos habíamos sentado a desayunar cuando, de pronto, se produjo una terrible conmoción fuera de la casa; ésta tembló como si fuera a derrumbarse, las ramas se quebraron y las astillas se clavaron en el lecho de musgo, y apareció por la ventana del comedor un feroz ojo encarnado que nos miró.
»"¡Toma otro bollo, anciano!", dijo con voz amenazadora y siseante. "Con mucha miel. Necesitas engordar, estúpido. ¡Igual que el resto de esa carne rolliza y jugosa que te rodea!"
»Le centelleaban los dientes y la saliva rezumaba de su lengua bífida. El humano estaba pálido como un fantasma. Los escasos criados que aún quedaban en la casa corrieron hacia la puerta dando alaridos.
»"¡Ja, ja!", exclamó el dragón. "¡Comida rápida!"
»E ojo desapareció. Corrimos a la puerta principal y vimos descender la cabeza del dragón, con las mandíbulas a punto de cerrarse sobre la cocinera.
»"¡No! ¡Ella no!", gritó el hechicero. "¡Ella sabe hacer maravillas con el pollo!
Coge al mayordomo. Nunca me ha caído bien", se volvió hacia padre y añadió: "No sabe estar en su sitio."
»"¡Pero no puedes dejar que se coma a todo el personal!"
»"¿Por qué no?", gritó Cal. "¡Que se nos coma a todos! ¿Qué le importa eso a él?"
»Deberías haber visto a Cal, hermano. Daba miedo. Se puso tensa, rígida, y se limitó a quedarse en el porche delantero, con los brazos cruzados ante el pecho y las facciones duras como el pedernal. El dragón parecía jugar con sus víctimas, empujándolas como si fueran corderos, observando cómo se escondían tras los árboles y lanzándose sobre ellas cuando salían a campo abierto.
»"¿Y si le entregamos al mayordomo y, pongamos, un par de criados? Para templarle los ánimos, por decirlo de algún modo..."
»"Yo... me temo que no", contestó el pobre padre, que temblaba como una hoja. El humano exhaló un suspiro.
»"Tienes razón, supongo. No debo abusar de tu hospitalidad. Aunque es una lástima, porque los elfos son muy fáciles de digerir. Pasan muy suavemente. Pero siempre se queda con hambre, después." El anciano empezó a subirse las mangas.
"Enanos, no. No volveré a dejar que se coma un enano, después de lo sucedido la última vez. Tuve que pasarme la noche despierto a su lado. Veamos. ¿Cómo era ese hechizo? Esto... necesito una bola de excrementos de murciélago y un pellizco de azufre. No, un momento. Creo que me confundo de encantamiento..."
»Y, tras esto, el viejo se puso a caminar por el jardín, con toda la calma del mundo en medio de aquel caos, hablando consigo mismo sobre excrementos de murciélago. Para entonces ya había llegado un grupo de ciudadanos, armados hasta los dientes. El dragón estuvo encantado de ver tanta gente, y gritó no sé qué sobre "un buffet libre". Cal estaba plantada en el porche, chillando: "¡Cómete a todos!". Padre se retorció las manos hasta que se derrumbó en un sofá.
»Me avergüenza decirlo, Pait, pero me puse a reír. ¿Por qué me sucede esto?
Debo de tener alguna tara que me hace romper a reír cunado se produce un desastre. Deseé con todo mi corazón que estuvieras presente para ayudarnos, pero no estabas. Padre no servía para nada y Cal no estaba mucho mejor. Desesperada, bajé corriendo al jardín y agarré al hechicero por el brazo en el mismo instante en que se disponía a alzarlo en el aire.
»"¿No tienes que cantar algo?", le pregunté. "¡Ya sabes, no sé qué sobre el conde Bonnie!"
»Era lo único que había entendido de la condenada cantinela. El humano parpadeó y su rostro se iluminó. Después, se volvió en redondo y me lanzó una mirada furiosa, con la barba erizada. El dragón, mientras tanto, perseguía a los ciudadanos por el jardín.
»"¿Qué te propones?", me preguntó el viejo, furioso. "¿Quieres encargarte de mi trabajo?"
»"No, yo..."
»"No metas las narices en asuntos de hechiceros", insistió con voz altisonante, "porque somos gente sutil y fácil de encolerizar. No es mío; lo dijo un mago amigo mío. Un tipo competente en su trabajo, que sabía mucho sobre joyería. Y tampoco era malo en fuegos artificiales. Aunque no era elegante en su indumentaria, como
Merlín. Veamos, ¿cómo se llamaba...? Raist... No, ése era el joven tan irritante que siempre estaba dando hachazos y salpicando sangre. Muy desagradable. El nombre del otro era Gand... Gand no sé qué..."
» ¡Me eché a reír como una loca, Pait! No pude evitarlo. No tenía idea de qué estaba parloteando el tipejo. ¡Era todo tan ridículo! Debo de ser una persona realmente perversa.
»"¡E dragón!" Agarré al anciano y lo sacudí hasta que le castañetearon los dientes. "¡Detenlo!"
»Zifnab me lanzó una mirada dolida.
»"¡Ah, sí!, para ti es muy fácil decirlo. ¡Tú no tienes que soportarlo después!"
»Tras un nuevo suspiro, empezó a cantar con esa voz aguda y temblorosa que le atraviesa a una la cabeza como un taladro. Como la vez anterior, el dragón levantó la cabeza y miró al hechicero. A la criatura se le nublaron los ojos y no tardó en empezar a mecerse al ritmo de la música. De pronto, el dragón volvió a abrir los ojos como platos y miró al viejo y dio un respingo.
»"¡Señor!", dijo con voz atronadora. "¿Qué haces aquí fuera, en mitad del jardín, en ropa de dormir? ¿No te da vergüenza?"
»La cabeza del dragón serpenteó sobre el jardín y se cernió sobre el pobre padre, que se había encogido debajo del sofá. Los ciudadanos, viendo distraída a la criatura, empezaron a levantar sus armas y a acercarse a ella cautelosamente.
»"Perdóname, maese Quindiniar", dijo el dragón con voz ronca y resonante.
"Todo es culpa mía. Esta mañana no he llegado a tiempo de atender a mi amo." El dragón volvió la cabeza hacia el anciano hechicero. "Señor, había preparado la levita malva con los pantalones de rayas finas y..."
»"¿La levita malva?", lo interrumpió el viejo, con voz chillona. "¿Acaso se vio alguna vez a Merlín pasear por Camelot y lanzar encantamientos vestido con una levita malva? ¡Por todos los sapos, seguro que no! No conseguirás que..."
»Me perdí el resto de la conversación, pues tuve que dedicarme a convencer a los ciudadanos de que volvieran a casa. En realidad, no me habría disgustado librarme del dragón, pero era evidente que sus débiles armas apenas podían causarle daño y, en cambio, cabía la posibilidad de que rompieran el hechizo. Por cierto, fue poco después de esta escena, a la hora del almuerzo, cuando llegó al alcalde con la petición.
»Desde entonces, Pait, algo parece haberse roto en el interior de Cal. Ahora, nuestra hermana no hace el menor caso a la presencia del hechicero y su dragón.
Sencillamente, hace como si no estuvieran. No le dirige la palabra al humano; ni siquiera lo mira. Se pasa el rato en la fábrica o encerrada en su despacho.
Tampoco habla apenas con padre, aunque él ni se ha dado cuenta pues está demasiado atareado con sus cohetes.
»Bueno, Paithan, de momento dejo aquí el repaso a las novedades. Tengo que concluir para acostarme. Mañana voy a tomar el té con la madre de Durndrun y creo que cambiaré mi taza por la suya, no sea que me haya echado un poco de veneno.
» ¡Ah!, casi se me olvida. Cal dice que el negocio va viento en popa, debido a los rumores de problemas procedentes del norint. Lamento no haber prestado más atención, pero ya sabes cuánto me aburre hablar de negocios. Supongo que eso significa más ingresos pero, como dice el anciano, ¿qué importa el dinero?
» ¡Vuelve pronto, Pait, y sálvame de esta casa de locos!
»Tu hermana que te quiere, »Aleatha»
CAPITULO 7
GRIFFITH, TERNCIA, THILLIA
Concentrado en la carta de su hermana, Paithan advirtió vagamente que alguien entraba en la taberna, pero no levantó la vista hasta que una bota, de un enérgico puntapié, le quitó la silla en la que tenía apoyados los pies.
— ¡Ya era hora! —dijo una voz en el idioma de los humanos.
Paithan alzó la vista y encontró la mirada de un humano alto, musculoso, de buena complexión y con una larga melena rubia que llevaba recogida en la nuca con una tirilla de cuero. El hombre tenía la piel muy bronceada salvo donde la cubrían las ropas y Paithan pudo apreciar que, de natural, era blanca y rubicunda como la de un elfo. Sus ojos azules eran francos y amistosos y en sus labios había una sonrisa congraciadora. Vestía los calzones de cuero con flecos y la túnica de piel sin mangas habituales entre los humanos.
— ¿Quincejar? —Dijo el individuo, tendiéndole la mano—. Soy Roland. Roland
Hojarroja. Encantado de conocerte.
Paithan dirigió una rápida mirada a la silla, volcada en medio de la taberna a consecuencia del puntapié. «Bárbaros», pensó. Pero de nada servía enfadarse, de modo que se puso en pie, adelantó la mano y estrechó la del humano siguiendo aquella extraña costumbre que elfos y enanos encontraban tan ridícula.
—Me llamo Quindiniar. Acompáñame a beber algo, por favor —respondió, sentándose de nuevo—. ¿Qué te apetece tomar?
—Hablas nuestro idioma bastante bien, sin ese estúpido ceceo de la mayoría de los elfos. —Roland agarró otra silla y tomó asiento—. ¿Qué bebes tú? —Asió la jarra casi llena de Paithan y olfateó su contenido—. ¿Está bueno eso? Normalmente, la cerveza de por aquí sabe a meados de mono. ¡Eh, tabernero! ¡Tráenos otra ronda!
Cuando llegaron las bebidas, Roland alzó su jarra.
— ¡Por los juguetes!
Paithan tomó un sorbo. El humano apuró la suya de un trago. Parpadeando y secándose las lágrimas, añadió con ojos llorosos:
—No está mal. ¿Vas a terminarte la tuya? ¿No? Ya me encargaré yo de hacerlo. No puedo permitir que se desperdicie. —Vació la otra jarra y, cuando hubo terminado, la dejó sobre la mesa con un fuerte golpe.
— ¿Por qué estamos brindado? ¡Ah, ya recuerdo! Por los juguetes. Ya iba siendo hora, como decía. —Roland se inclinó hacia adelante, lanzando su aliento de cerveza a la nariz de Paithan por encima de la mesa—. ¡Los niños se estaban impacientando! He hecho cuanto he podido por aplacar a los pequeños... Supongo que entiendes a qué me refiero, ¿verdad?
—No estoy muy seguro —respondió Paithan suavemente—. ¿Quieres tomar otra jarra?
—Desde luego. ¡Tabernero! ¡Dos más!
—Corre de mi cuenta —añadió el elfo al observar el gesto ceñudo del propietario del local.
Roland bajó la voz.
—Los niños... Los compradores, es decir, los enanos... están realmente impacientes. El viejo Barbanegra quería arrancarme la cabeza cuando le dije que el embarque se retrasaría.
— ¿Le estás vendiendo las... los juguetes a los enanos?
—Sí. ¿Hay algún problema, Quinpar?
—Quindiniar. No; es sólo que ahora entiendo cómo has podido pagarlos a un precio tan alto.
—Entre nosotros, los muy idiotas habrían pagado el doble para conseguir lo que les llevamos. Están muy excitados por no sé que cuentos infantiles sobre unos gigantes humanos. Pero ya lo verás tú mismo...
Roland dio un largo sorbo a la cerveza.
— ¿Yo? —Paithan sonrió y movió la cabeza a un lado y otro—. Debes de estar confundido. Una vez me hayas pagado, los «juguetes» son tuyos. Tengo que volver a mi casa. En estos tiempos estamos muy ocupados.
— ¿Y cómo se supone que hemos de transportarlos? —Roland se pasó la manga por los labios—. ¿Llevando los cestos encima de la cabeza? He visto tus tyros en el establo. Todo está perfectamente embalado y podemos ir y volver en muy poco tiempo.
—Lo siento, Hojarroja, pero esto no estaba incluido en el trato. Págame el dinero y...
—Pero... ¿no crees que encontrarías fascinante el reino de los enanos?
Esto último lo dijo la voz de una mujer, detrás de Paithan.
—Quincehart —dijo Roland, haciendo un gesto con la jarra—. Te presento a mi esposa.
El elfo se puso en pie educadamente y se volvió hacia la mujer.
—Me llamo Quindiniar.
—Encantada de conocerte. Soy Rega.
Era una humana de corta estatura, cabellos negros y ojos oscuros. Su indumentaria, de cuero con flecos como la de Roland, apenas cubría su cuerpo y dejaba poco de éste a la imaginación. Sus ojos, protegidos por unas largas pestañas negras, parecían llenos de misterio. Le tendió la mano y Paithan la tomó en la suya pero, en lugar de estrecharla como parecía esperar la mujer, se la llevó a los labios y depositó un beso en sus dedos.
La humana se ruborizó y dejó que su mano permaneciera unos instantes en la del elfo.
—Fíjate en esto, marido. ¡Tú nunca me tratas así!
—Porque eres mi mujer —replicó Roland encogiéndose de hombros, como si aquello diera por zanjada la cuestión—. Toma asiento, Rega. ¿Qué quieres tomar?
¿Lo de costumbre?
—Un vaso de vino para la dama —pidió Paithan. Cruzó la taberna, volvió con una silla y la colocó junto a la mesa para que Rega la ocupara. Ella se deslizó en el asiento con la agilidad de un animal. Sus movimientos fueron rápidos, limpios y decididos.
—Vino, sí. ¿Por qué no? —Rega lanzó una sonrisa al elfo, con la cabeza ligeramente ladeada y el cabello, oscuro y brillante, acariciando su hombro desnudo.
—Convence a Quinspar para que venga con nosotros, Rega.
La mujer mantuvo los ojos y la sonrisa fijos en el elfo.
— ¿No tienes que ir a algún sitio, Roland?
—Tienes razón. Estoy lleno de esa maldita cerveza.
Roland se incorporó y salió de la taberna en dirección al patio trasero.
La sonrisa de Rega se ensanchó. Paithan vio unos dientes afilados, muy blancos, entre unos labios que parecían teñidos con el zumo de alguna baya.
Quien besara aquellos labios, probaría la dulzura...
—Me gustaría que nos acompañaras. No vamos lejos. Conocemos la mejor ruta, atajando por las tierras de los reyes del mar pero por las regiones más agrestes. Por donde vamos, no hay guardas fronterizos. El camino es a veces traicionero, pero no pareces un tipo a quien moleste un poco de riesgo. —La mujer se le acercó un poco más y el elfo captó un leve aroma almizclado que envolvía su piel lustrosa de sudor. Su mano se deslizó sobre la de Paithan—. Mi esposo y yo nos aburrimos tanto en nuestra mutua compañía...
Paithan advirtió premeditación en su actitud seductora. Era lógico que se diera cuenta: su hermana, Aleatha, era una verdadera maestra en aquel arte y le hubiera podido dar lecciones a aquella tosca humana. Al elfo, todo aquello le resultó muy divertido y, desde luego, un verdadero entretenimiento después de los largos días de viaje. Con todo, en algún rincón de su mente, no dejó de preguntarse si la mujer estaría dispuesta a entregar lo que estaba ofreciendo.
«No he estado nunca en el reino de los enanos», reflexionó Paithan. «Ningún elfo ha estado allí. Tal vez merezca la pena ir.»
Ante él apareció una imagen de Calandra; los labios apretados, la nariz huesuda muy pálida, los ojos llameantes. Se pondría furiosa. Un viaje como aquél retrasaría su regreso un mes, por lo menos.
«Pero Cal, escucha», se oyó decir a sí mismo. «He establecido contacto comercial con los enanos. Contacto directo. Sin intermediarios que se lleven tajada...»
—Di que vendrás con nosotros. —Rega le apretó la mano. El elfo advirtió que la humana poseía una fuerza impropia de una mujer, y que tenía la piel de la palma de la mano áspera y encallecida.
—Entre los tres no podríamos dominar a tantos tyros... —respondió evasivamente.
—No los necesitamos todos. —La mujer era práctica, eficiente. Su mano se demoró unos instantes entre los dedos del elfo—. Supongo que has traído juguetes de verdad como tapadera, ¿no? Deshazte de ellos. Véndelos. Luego cargaremos las... hum... la carga más valiosa en sólo tres tyros.
Bien, aquello podía dar resultado. Paithan tuvo que reconocerlo. Además, la venta de los juguetes pagaría de sobra el viaje de regreso de su capataz, Quintín.
Los beneficios podían moderar la furia de Calandra.
— ¿Cómo podría negarte nada? —contestó, pues, apretando un poco más su mano cálida.
En el otro extremo de la taberna sonó un portazo y Rega retiró la mano, sonrojada.
—Mi marido —murmuró—. ¡Es terriblemente celoso!
Roland cruzó de nuevo el local mientras se ataba la correa de la bragueta. Al pasar por la barra, se apropió de tres jarras de cerveza destinadas a otros parroquianos y las llevó a la mesa. Las dejó caer sobre ella con estrépito, salpicándolo todo y a todos, y sonrió.
—Bueno, Quinsinard, ¿te ha logrado convencer mi esposa? ¿Vendrás con nosotros?
—Sí —confirmó Paithan, pensando que Hojarroja no se comportaba en absoluto como los maridos celosos que el elfo había conocido—. Pero tengo que enviar de vuelta a mi capataz a y los esclavos. Mi familia los necesitará en Equilan.
Y me llamo Quindiniar.
—Buena idea. Cuanta menos gente conozca nuestra ruta, mejor. Oye, ¿te importa que te llame Quin?
—-Mi nombre es Paithan.
—Estupendo, Quin. Un brindis por los enanos. Por sus barbas y su dinero.
¡Que se queden las unas, que yo me quedaré el otro! —Roland se echó a reír—.
Vamos, Rega. Deja de beber ese zumo de uva. Ya sabes que no lo soportas.
Rega volvió a sonrojarse. Con una mirada de desaprobación a Paithan, apartó el vaso de vino. Llevándose una jarra de cerveza a los labios teñidos de jugo de bayas, dio cuenta de su contenido a grandes tragos con aire experto.
« ¡Qué diablos!», pensó Paithan, y apuró su cerveza de un trago.
CAPÍTULO
EN ALGÚN LUGAR SOBRE PRYAN
Los lametones de una lengua áspera y húmeda y unos insistentes gañidos sacaron a Haplo de su estado inconsciente. De inmediato, se incorporó hasta quedar sentado con aire pensativo y con sus sentidos pendientes del mundo que lo rodeaba, aunque su mente seguía tratando de recobrarse de los efectos de la sacudida que lo había dejado sin sentido.
Advirtió que estaba en la nave, tendido en el camarote del capitán; había un colchón extendido sobre una litera de madera clavada al casco de la nave. El perro se echó en el catre junto a él, con los ojos brillantes y la lengua colgando. Por lo visto, el animal se había cansado y había decidido que su dueño ya llevaba suficiente tiempo inconsciente.
Al parecer, lo habían conseguido. De nuevo habían cruzado la Puerta de la
Muerte.
El patryn no se movió y contuvo su respiración, aguzando el oído y los demás sentidos. No percibió ningún peligro, al contrario que la última vez que atravesara la Puerta. La nave se mantenía equilibrada y, aunque no tenía la menor sensación de movimiento, dio por sentado que estaba volando porque no había efectuado las modificaciones necesarias en sus instrucciones mágicas para que aterrizara.
Observó que varias runas emitían su resplandor, anunciando que se habían activado. Las estudió y vio que sus signos mágicos estaban relacionados con el aire, la presión y el mantenimiento de la gravedad. Le pareció extraño y se preguntó por qué se habrían puesto en acción.
Haplo se relajó y acarició las orejas del perro. Una brillante luz solar entraba por la escotilla del techo. Volviéndose perezosamente, el patryn curioseó por la portilla para observar el nuevo mundo al que había accedido.
No distinguió nada, salvo el cielo y, muy lejos, como un círculo de llamas brillantes a través de la calina, el sol. Al menos, aquel mundo tenía un sol; de hecho, tenía cuatro. Recordó que su amo y señor había mostrado sus dudas sobre aquel punto y se preguntó brevemente por qué los sanan no habían incluido aquellos soles en sus mapas. Tal vez fuera porque, como Haplo había descubierto, la Puerta de la Muerte estaba localizada en el centro de aquel cúmulo de soles.
Se levantó de la cama y se dirigió al puente. Las runas del casco y de las alas evitarían que la nave se estrellara contra nada, pero no estaría de más asegurarse de que no estaba flotando ante algún farallón gigantesco de granito.
Pronto comprobó que no era así. La visión desde el puente siguió mostrándole una enorme extensión de aire vacío hasta donde alcanzaba su vista, en todas direcciones: arriba, abajo y a ambos lados.
Haplo se agachó en cuclillas, rascando la cabeza del perro con aire ausente para que el animal se quedara quieto. Aquello no entraba en sus cálculos y no estaba seguro de qué hacer. De alguna manera, aquel vacío brumoso y de un tono azulado ligeramente teñido de verde resultaba tan aterrador como la feroz tormenta perpetua a la que se había visto arrojado al penetrar en el mundo de
Ariano. El silencio que lo envolvía ahora resultaba tan atronador como el estruendo ensordecedor del Torbellino. Al menos, la nave no se veía sacudida como un juguete en manos de un niño revoltoso y la lluvia no azotaba el casco, ya dañado por el paso a través de la Puerta de la Muerte. Esta vez, el cielo estaba sereno, sin nubes... y sin un solo objeto a la vista, salvo el sol ardiente.
Aquel cielo despejado producía un efecto casi hipnótico sobre Haplo, y el patryn se obligó a apartar la mirada de él. Luego, avanzó hasta la piedra de gobierno de la nave. Colocó las manos sobre ella, una a cada lado, y completó así el círculo: la mano derecha sobre la piedra, la piedra entre las manos, la mano izquierda en la piedra, la mano unida al brazo, el brazo al cuerpo, el cuerpo al brazo derecho, y el brazo a la mano otra vez. Pronunció las runas en voz alta. La piedra empezó a emitir un resplandor azul entre sus manos y la luz fluyó a través de ellas. Haplo pudo ver las venas rojas de su vida. La luz se hizo más brillante, hasta que casi no pudo seguir resistiéndola, y entrecerró los ojos. El resplandor aumentó aún más y, de pronto, unos rayos de potente luz azul surgieron de la piedra como radios, en todas direcciones.
Haplo se vio obligado a apartar la mirada, volviendo a medias la cabeza para protegerse de los destellos cegadores. Pero tenía que seguir mirando hacia la piedra, tenía que seguir observando. Cuando uno de los rayos de navegación encontrara una masa sólida, una posible tierra donde atracar, rebotaría, volvería a la nave y encendería otra runa de la piedra, que adquiriría un color rojo. Haplo podría entonces dar un rumbo preciso a la nave.
Confiado y expectante, el patryn esperó.
Nada.
La paciencia era una virtud que su raza había aprendido a practicar en el
Laberinto, que había asimilado a base de golpes y de penalidades. Si uno perdía la calma, si actuaba impulsivamente o con precipitación, el Laberinto daba cuenta de él. Si era afortunado, uno moría. Si no, si lograba sobrevivir, se llevaba una lección que le perseguía el resto de sus días. Pero aprendía. Sí, uno aprendía...
Haplo aguardó, con las manos en la piedra.
El perro se sentó a su lado con las orejas levantadas, los ojos alerta y la boca abierta en una sonrisa de expectación. Pasó algún tiempo. El perro se tumbó en el suelo con las patas delanteras extendidas y la cabeza erguida, sin dejar de mirarlo y barriendo el suelo con su cola plumosa. Pasó más tiempo. El perro bostezó y apoyó la cabeza entre las patas; sus ojos miraron a Haplo con aire de reproche.
Haplo siguió esperando, con las manos sobre la piedra. Los rayos azules habían cesado hacía un buen rato. El único objeto que podía apreciar era el cúmulo de soles, reluciente como una moneda sobrecalentada.
El patryn empezó a preguntarse si la nave seguía volando. Era incapaz de decirlo. Bajo el control de la magia, los cabos no crujían, las alas no vibraban y la nave no producía el menor ruido. Haplo carecía de puntos de referencia, pues no había nubes ni tierra alguna a la vista. No había ningún horizonte por el cual guiarse.
El perro se tumbó de costado y se quedó dormido.
Las runas permanecieron apagadas y sin vida bajo sus manos. Haplo notó que los afilados dientecillos del miedo empezaban a roerle por dentro. Se dijo que estaba reaccionando como un estúpido y no había absolutamente nada que temer.
«Precisamente se trata de eso», respondió una voz dentro de su cabeza. «No hay nada.»
¿Acaso la piedra no funcionaba como era debido? La pregunta cruzó su mente, pero Haplo la rechazó de inmediato. La magia no fallaba jamás. Podían fracasar quienes la utilizaban, pero Haplo estaba seguro de haber activado los rayos correctamente. Los imaginó viajando a increíble velocidad en el vacío, alejándose hasta una distancia tremenda. Si no volvía ninguno, ¿cómo debía interpretarlo?
Haplo le dio vueltas al asunto. Un rayo de luz que brilla en la oscuridad de una caverna ilumina el camino hasta cierta distancia, hasta que se debilita y termina por difuminarse completamente. El rayo es brillante y concentrado cuando surge de su fuente. Pero cuando se aleja de ella, empieza a descomponerse, a disgregarse. Un escalofrío recorrió la piel de Haplo y le erizó el vello de los brazos.
El perro se incorporó de pronto, se sentó sobre los cuartos traseros y enseñó los colmillos con un ronco gruñido en la garganta.
Los rayos azules eran increíblemente poderosos. Tendrían que viajar a una distancia tremenda antes de debilitarse hasta el punto de no poder regresar. ¿O acaso habían encontrado algún tipo de obstáculo? Haplo retiró lentamente las manos de la piedra.
Se acomodó junto al perro y lo acarició. El animal, percibiendo la inquietud de su amo, lo miró con ansiedad, golpeando la cubierta con la cola y preguntando qué hacer.
—No lo sé —murmuró Haplo, oteando el aire vacío y deslumbrante.
Por primera vez en su vida, se sentía totalmente impotente. En Ariano, había librado una batalla desesperada por su vida y no había experimentado el terror que ahora sentía. En el Laberinto se había enfrentado a incontables enemigos muy superiores a él en tamaño y en fuerza —y, a veces, en inteligencia— y nunca había sucumbido al pánico que empezaba a bullir en su interior.
— ¡Ya basta de tonterías! —dijo en voz alta, incorporándose de un salto con una energía que acobardó al perro y lo hizo retroceder, apartándose del paso.
Haplo recorrió la nave asomándose a todas las portillas, mirando por todas las rendijas y resquicios, con la desesperada esperanza de ver algo, lo que fuera, en el cielo azul verdoso iluminado por aquellos malditos soles cegadores. Subió a la cubierta y salió junto a las enormes alas de la nave. La sensación del viento azotándole el rostro le proporcionó la primera indicación de que estaba moviéndose realmente por los aires. Agarrado a la borda, asomó la cabeza fuera del casco y contempló el infinito vacío que se extendía debajo de él. Y de pronto se preguntó si estaría mirando realmente hacia abajo. Tal vez estaba volando del revés y lo que veía estaba arriba. El patryn no tenía modo de saberlo.
El perro se quedó al pie de la escalerilla, levantó la cabeza hacia su amo y lanzó un gañido. El animal tenía miedo de subir. Haplo se imaginó por un instante cayendo de la cubierta, cayendo y cayendo interminablemente, y comprendió que el perro no quisiera correr tal riesgo. Las manos del patryn, asidas a la borda, estaban bañadas en sudor. Con un esfuerzo, las retiró y volvió abajo corriendo.
Una vez en el puente, deambuló por éste con paso agitado y maldijo su cobardía.
— ¡Maldición! —exclamó, al tiempo que descargaba el puño contra el mamparo de recia madera.
Las runas tatuadas en su piel impidieron que se lastimara. El patryn ni siquiera tuvo la satisfacción de sentir dolor. Furioso, se disponía a golpear de nuevo el casco cuando lo detuvo un ladrido seco, imperioso. El perro se alzó sobre las patas traseras y le lanzó unos frenéticos manotazos, suplicándole que se detuviera.
Haplo vio su propia imagen reflejada en los ojos acuosos del animal, vio a un hombre frenético, al borde de la locura.
Los horrores del Laberinto no habían quebrantado su ánimo. ¿Por qué, entonces, había de hacerlo esto? ¿Sólo porque no tenía idea de adonde iba, porque no era capaz de distinguir dónde era arriba y dónde abajo, por aquella horrible sensación de estar condenado a vagar sin fin por aquel espacio vacío verdeazulado...? « ¡Basta!», se dijo.
Exhaló un profundo y tembloroso suspiro y dio unas palmaditas al perro en el flanco.
—Está bien, muchacho, ya me siento mejor. Está bien.
El perro volvió a ponerse a cuatro patas, mirando a su dueño con inquietud.
—Control —dijo Haplo—. Tengo que recobrar el control de mí mismo. —La palabra le sorprendió—. Control. He perdido el control; esto es lo que me sucede.
Incluso en el Laberinto, siempre he tenido el dominio de la situación, siempre he tenido la posibilidad de hacer algo que afectara a mi propio destino. Cuando me enfrenté a los caodín estaba en inferioridad numérica, estaba derrotado de antemano, pero tuve una oportunidad de actuar. Al final, escogí morir, pero entonces te presentaste tú —acarició la testa del animal— y decidí seguir viviendo.
En cambio, aquí no hay nada que pueda hacer, parece. No tengo la menor posibilidad de acción...
¿O sí la tenía? El pánico remitió; el terror desapareció. Y un razonamiento frío, lógico, llenó el vacío que dejaba. Haplo cruzó el puente hasta la piedra de gobierno. Puso las manos sobre ella por segunda vez, colocándolas sobre otra serie de runas distinta, y pronunció las palabras mágicas. Los rayos azules surgieron de nuevo en todas direcciones, esta vez con otro propósito.
En esta ocasión no buscaban materia, tierra o roca. Ahora buscaban signos de vida.
La espera se hizo interminable y Haplo ya empezaba a sentirse de nuevo arrojado al negro abismo del miedo cuando, de pronto, los rayos volvieron. Haplo observó la escena, desconcertado. Las luces llegaban de todas direcciones,
bombardeándole y lloviendo sobre la piedra desde arriba, desde abajo, desde todas partes.
Aquello era imposible, carecía de sentido. ¿Cómo podía estar rodeado de vida por todas partes? Evocó la imagen del mundo de Pryan según lo había visto en el diagrama de los sartán: una esfera flotando en el espacio. Los rayos deberían haber llegado de una sola dirección. Haplo se concentró, estudió las luces y, por último, decidió que los rayos que llegaban desde detrás de su hombro izquierdo eran más potentes que los demás. Se sintió aliviado y resolvió volar en esa dirección.
Haplo llevó las manos a otro punto de la piedra y la nave empezó a virar lentamente, alterando el rumbo. La cabina, hasta aquel momento iluminada por el brillo de los soles, empezó a oscurecerse y las sombras se alargaron en la cubierta.
Cuando el rayo quedó alineado con el punto preciso de la piedra, la runa emitió un brillante centelleo rojizo. El rumbo quedó establecido y Haplo retiró las manos.
Con una sonrisa, se sentó junto al perro y se relajó. Había hecho cuanto había podido. Ahora navegaban hacia algo vivo, fuera lo que fuese. Respecto a las demás señales recibidas, tan desconcertantes, Haplo sólo podía suponer que había cometido algún error.
No los cometía a menudo, pero llegó a la conclusión de que podía perdonarse uno, dadas las circunstancias.
. Medida de tiempo humana, equivalente a la quincena. (N. del a.)
CAPITULO 8
EN ALGÚN LUGAR DE GUNIS
«Conocemos las mejores rutas», le había dicho Rega a Paithan.
Pero no existían rutas mejores que otras. Sólo había una. Y ni Rega ni Roland la habían visto nunca. Ninguno de los dos hermanos había estado jamás en el reino de los enanos, detalle que se cuidaron de revelar al elfo.
— ¿Qué puede tener de especial? —Le había dicho Roland a su hermana—.
Será como cualquier otra ruta a través de la selva.
Pero no lo era y, al cabo de algunos ciclos de viaje, Rega empezó a pensar que habían cometido un error, o varios.
El camino, donde podía llamarse así, era muy reciente. Había sido abierto en la jungla por manos enanas, lo cual significaba que avanzaba muy por debajo de los niveles superiores de los enormes árboles, donde humanos y elfos se sentían más cómodos. La senda daba vueltas y revueltas a través de regiones umbrías y lóbregas. En las escasas ocasiones en que la luz del sol llegaba hasta ellos, parecía reflejada a través de un tejado de verdor.
Allá abajo, el aire parecía atrapado por las ramas que quedaban más arriba.
Era rancio, cálido y húmedo. Las lluvias torrenciales sobre las copas de los árboles descendían en regueros hasta allí, filtradas a través de incontables ramas, hojas y lechos de musgo. El agua no era clara y fresca, sino que tenía un color parduzco y un intenso sabor a musgo. Era un mundo distinto, deprimente, y al cabo de un pentón de marcha, los dos humanos del grupo estaban profundamente hartos de él. El elfo, siempre interesado en nuevos lugares, lo encontró bastante emocionante y mantuvo su habitual actitud animosa.
Sin embargo, el sendero no había sido abierto para el paso de caravanas cargadas. Con frecuencia, las enredaderas, árboles y zarzas eran tan tupidos que los tyros no podían atravesarlos con la carga sobre sus cuerpos acorazados.
Cuando tal cosa sucedía, los tres tenían que descargar las cestas y arrastrarlas a mano por la jungla, sin dejar de regalar los oídos de los tyros con halagos para convencerlos de que siguieran adelante.
En varias ocasiones, el camino se interrumpía al borde de un lecho de musgo gris e hirsuto y era preciso descender hasta profundidades aún más lóbregas, pues los enanos no habían tendido puentes que unieran los bordes de los precipicios. Al llegar a uno de ellos, fue preciso descargar de nuevo a los tyros para que pudieran tender sus hilos y bajar por su cuenta. Los pesados cestos de la mercancía tendrían que bajarse a mano.
Arriba, con los brazos casi descoyuntados, los humanos se prepararon y fueron dando cuerda lentamente, transportando el equipaje. La mayor parte del trabajo correspondía a Roland. El cuerpo delgado y la escasa musculatura de
Paithan servían de poco. Finalmente, éste se encargó de fijar la cuerda en torno a la rama de un árbol y atarla con firmeza mientras Roland, con una fuerza que al elfo le pareció maravillosa, se ocupaba del descenso de los bultos sin ayuda alguna.
Primero bajó Rega, a fin de poder desatar los cestos cuando llegaran al fondo y para asegurarse de que los tyros no escapaban. A solas en el fondo del precipicio, entre aquellas procelosas tinieblas gris verduscas, acompañada de gruñidos y resoplidos y de la súbita llamada espeluznante del mono vampiro, Rega asió el raztar y maldijo el día en que había permitido que Roland la metiera en aquel asunto. Y no sólo por el peligro, sino por otra razón: algo completamente imprevisto, inesperado. Rega estaba enamorándose.
— ¿De veras viven los enanos en sitios así? —preguntó Paithan mirando cada vez más arriba, pero sin ni siquiera así conseguir ver el sol a través de la densa masa de musgo y ramas que lo cubría.
—Sí —respondió Roland lacónicamente, no muy dispuesto a tratar el asunto por miedo a que el elfo le hiciera más preguntas sobre los enanos de las que estaba preparado para contestar.
Los tres estaban descansando tras salvar el mayor de los precipicios que habían encontrado hasta entonces. Las cuerdas de cáñamo apenas habían alcanzado el fondo e incluso Rega había tenido que subirse a un árbol para desatar los cestos, que habían quedado colgando a unos palmos del suelo.
— ¡Vaya, si tienes las manos cubiertas de sangre! —exclamó Rega.
— ¡Bah, no es nada! —Dijo Paithan, mirándose con tristeza las palmas llenas de rasguños—. He resbalado cuando ya estabas en el último tramo de cuerda.
—Es este maldito aire húmedo —murmuró Rega—. Me parece estar viviendo en el fondo del mar. Ven, deja que me ocupe de ella. Roland, querido, tráeme un poco de agua limpia.
Roland, rendido de agotamiento sobre el musgo gris, lanzó una mirada furiosa a su «esposa»: « ¿Por qué yo?», decía su actitud.
Rega devolvió a su «marido» una torva mirada de reojo que parecía replicar:
«Dejarme a solas con él fue idea tuya».
Roland, rojo de ira, se puso en pie y se adentró en la jungla llevándose el odre del agua.
Aquélla era la ocasión perfecta para que Rega continuara su maniobra de seducción del elfo. Era evidente que Paithan la admiraba, tratándola con indefectible cortesía y respeto. De hecho, Rega no había conocido nunca a un hombre que la tratara tan bien. Pero al tener aquellas manos finas y blancas de dedos largos y esbeltos entre las suyas, cortas y morenas, con los dedos rechonchos, Rega se sintió de pronto tímida y torpe como una muchacha de pueblo en su primer baile.
—Tu tacto es muy agradable —dijo Paithan.
Rega se sonrojó, alzó los ojos hacia él bajo sus largas pestañas negras y encontró los de Paithan, que la contemplaban con una expresión inusual en el despreocupado elfo: su mirada era grave, seria.
«Ojalá no fueras la esposa de otro hombre.»
« ¡No lo soy!», quiso gritar Rega.
La mujer notó un temblor en los dedos, los retiró rápidamente y se volvió para rebuscar algo en su equipaje. « ¿Qué me sucede?», se dijo. « ¡Es un elfo! ¡Lo que nos interesa es su dinero! ¡Esto es lo único que importa!»
—Tengo un ungüento de corteza de sporn. Me temo que te va a escocer, pero mañana por la mañana estarás curado.
—La herida que sufro no curará nunca.
La mano de Paithan acarició el brazo de Rega con gesto dulce y cariñoso. Rega se quedó completamente inmóvil y dejó que la mano se deslizara sobre su piel, brazo arriba, despertando a su paso un verdadero incendio de pasiones. La piel le ardía y las llamas se le extendían por el pecho y le oprimían los pulmones. La mano del elfo se deslizó luego por la espalda de la mujer hasta rodearla por la cintura para atraerla hacia él. Rega, asida con fuerza al frasco de ungüento, no opuso resistencia pero no miró a Paithan en ningún momento. Era incapaz de hacerlo. Todo aquello saldría bien, se dijo.
La piel del elfo era suave, los brazos delgados, el cuerpo ágil. Rega trató de pasar por alto el hecho de que el corazón le latía como si fuera a salírsele del pecho.
«Roland volverá y nos encontrará... besándonos... y entre los dos vamos a... a jugársela a este elfo...»
— ¡No! —exclamó Rega, y se zafó del abrazo de Paithan. La piel le ardía pero, inexplicablemente, fue presa de un escalofrío—. ¡No..., no hagas eso!
—Lo siento —murmuró Paithan, retirando el brazo de inmediato. También él respiraba agitadamente, con jadeos entrecortados—. No sé qué me ha sucedido. Tú estás casada y debo aceptarlo.
Rega no respondió. Se mantuvo de espaldas al elfo, deseando más que nada en el mundo que él la estrechara entre sus brazos pero consciente de que volvería a rechazarlo si lo hacía.
«Es una locura», se dijo, secándose una lágrima con el revés de la mano. «He dejado que me pusieran la mano encima hombres que no me importaban en absoluto y ahora, en cambio, a éste..., lo quiero..., y no puedo...»
—No volverá a suceder, te lo prometo —añadió Paithan.
Rega comprendió que hablaba en serio y maldijo su corazón, que se encogía y agonizaba ante tal perspectiva. Le diría la verdad. Ya tenía las palabras en los labios, pero se contuvo.
¿Qué iba a explicarle? ¿Que Roland y ella no eran esposos, sino hermanos, que le habían mentido para sorprender al elfo en una relación indecorosa, que habían proyectado someterlo a chantaje? Rega imaginó su mirada de asco y de odio. Seguro que la abandonaría.
«Será mejor que lo hagas», le susurró la voz fría y dura de la lógica. « ¿Qué posibilidades tienes de ser feliz con un elfo? Aunque encontraras un modo de decirle que estás libre para aceptar su amor, ¿cuánto duraría? Él no te quiere de verdad; ningún elfo puede amar de verdad a un humano. Sólo está entreteniéndose.
No serías más que un pasatiempo, un coqueteo que duraría un par de estaciones, como mucho. Después, te abandonaría para regresar con los suyos y tú serías una proscrita entre tu propia gente por haberte entregado a las caricias de un elfo.»
«No», replicó Rega con terquedad. «Paithan me ama. Lo he visto en sus ojos y tengo una prueba de ello: no ha intentado forzarme en sus requerimientos.»
«Muy bien», insistió la irritante vocecilla. «Digamos que tienes razón y te quiere. ¿Qué sucede entonces? Los dos quedáis proscritos. El no puede volver con los suyos y tú, tampoco. Vuestro amor es estéril, pues elfos y humanos no pueden reproducirse. Los dos vagáis por el mundo en soledad. Transcurren los años y tú te vuelves vieja y ajada, mientras él se mantiene joven y lleno de vida...»
—Eh, ¿qué sucede aquí? —exclamó Roland, surgiendo inesperadamente de entre los arbustos. Al ver la escena, se quedó paralizado.
—Nada —respondió Rega con voz fría.
—Ya me doy cuenta —murmuró Roland, acercándose a su hermana. Ésta y el elfo estaban uno en cada extremo del pequeño claro del bosque, lo más alejados posible el uno del otro—. ¿Qué sucede, Rega? ¿Os habéis peleado?
— ¡No sucede nada! ¡Déjame en paz! —Rega alzó la vista hacia los árboles oscuros y retorcidos, se rodeó el cuerpo con los brazos y se estremeció visiblemente—. Éste no es un lugar demasiado romántico, ¿sabes? —añadió en voz baja.
— ¡Vamos, hermanita! —Insistió Roland con una sonrisa—. Tú harías el amor en una pocilga, si el hombre te pagara lo suficiente.
Rega le soltó un bofetón. El golpe fue duro y preciso. Roland la miró perplejo, al tiempo que se llevaba la mano a la mejilla dolorida.
— ¿Por qué has hecho eso? Sólo lo decía como un cumplido...
Rega dio media vuelta sobre los talones y abandonó el claro de bosque. Al llegar al lindero de la espesura, se volvió a medias nuevamente y le arrojó un objeto al elfo.
—Toma, ponte esto en las rozaduras.
«Tienes razón», se dijo a sí misma mientras se adentraba en la jungla para poder echarse a llorar sin que la vieran. «Dejaré las cosas tal como están.
Entregaremos las armas, él se marchará y así terminará todo. Yo le sonreiré y le haré bromas y no le daré a entender en ningún momento que significa para mí nada más que un coqueteo...»
Paithan, cogido por sorpresa, pudo agarrar el frasco justo a tiempo de evitar que se estrellara contra el suelo. Luego, vio desaparecer a Rega en la espesura y la oyó abrirse paso entre los arbustos.
— ¡Mujeres! —masculló Roland, frotándose la mejilla dolorida y meneando la cabeza. Transportó el odre del agua hasta el elfo y lo depositó a sus pies—. Debe de tener el período.
Paithan se sonrojó intensamente y lanzó una mirada de disgusto al humano.
Roland le guiñó el ojo.
— ¿Qué sucede, Quin? ¿He dicho algo inconveniente?
—En mi tierra, los varones no hablamos nunca de estas cosas —contestó el elfo.
— ¿Ah, no? —Roland volvió la cabeza en dirección al lugar por el que había desaparecido Rega; después, miró de nuevo al elfo y su sonrisa se ensanchó—.
Supongo que, en tu tierra, son muchas las cosas que no hacen los varones.
El acceso de furia de Paithan se convirtió en un sentimiento de culpabilidad.
¿Los habría visto juntos? ¿Sería aquélla su manera de hacérselo saber, de advertirle que tuviera las manos quietas?
El elfo tuvo que tragarse el insulto, por el bien de Rega. Se acomodó en el suelo y empezó a aplicarse el ungüento sobre las palmas de las manos, despellejadas y ensangrentadas. Cuando la pócima pardusca tocó la carne viva y las terminaciones nerviosas al descubierto, Paithan no pudo evitar una mueca de dolor. Sin embargo, acogió este dolor con satisfacción; al menos, era preferible al que roía su corazón.
Paithan se había divertido con las ligeras insinuaciones de
Rega durante el primer par de ciclos de trayecto hasta que, de pronto, se había dado cuenta de que estaba deleitándose demasiado con aquellas muestras de coquetería. Con excesiva frecuencia, se descubría admirando con gran atención el movimiento de los músculos de sus piernas bien torneadas, el cálido fulgor de una llama en sus ojos pardos, el gesto de pasarse la lengua por sus labios teñidos de jugo de bayas cuando la humana estaba sumida en profundos pensamientos.
La segunda noche de viaje, cuando Rega y Roland habían llevado sus mantas al otro extremo del claro de bosque y se habían acostado uno al lado del otro bajo la luz mortecina de la hora de la lluvia, Paithan había notado que se le revolvían las tripas de celos. No importaba que nunca los sorprendiera besándose o siquiera acariciándose con afecto. De hecho, la pareja se trataba con una despreocupada familiaridad que resultaba desconcertante, incluso entre esposos. Luego, el cuarto ciclo de marcha, había llegado a la conclusión de que Roland —pese a ser un tipo bastante agradable para lo que cabía esperar de un humano— no apreciaba el tesoro que tenía por mujer.
Paithan se sintió a gusto con aquel descubrimiento, pues le proporcionaba una excusa para dejar que crecieran y florecieran sus sentimientos por la humana, cuando sabía perfectamente que debería haberlos arrancado de raíz. En los ciclos transcurridos, la planta había florecido por completo y los zarcillos se enroscaban ahora en torno a su corazón. Demasiado tarde, se dio cuenta del daño que había causado... a ambos.
Rega lo amaba. Estaba seguro de ello: lo había notado en el temblor de su cuerpo y lo había visto en aquella única y breve mirada que la humana le había dirigido. Pero Paithan, cuyo corazón debería estar dando saltos de alegría, se sentía embotado de doliente desesperación. ¡Qué locura! ¡Qué estúpida locura! Sí, claro, podía obtener de ella unos momentos de placer, como había hecho con tantas mujeres humanas. Las amaba y, a continuación, las dejaba. Ellas no esperaban nada más, no querían nada más. Y él tampoco. Hasta aquel momento.
Pero, ¿qué deseaba? ¿Una relación que los apartaría de sus respectivas vidas?
¿Una relación contemplada con aversión por ambos mundos? ¿Una relación que no les daría nada, ni siquiera hijos? ¿Una relación que, en poco tiempo, llegaría a un amargo e inevitable final?
«No», se dijo. «De una cosa así no puede salir nada bueno. Me marcharé.
Volveré a casa. Les regalaré los tyros. Calandra se pondrá furiosa conmigo de todos modos, así que lo mismo da si es por una causa o por otra. Me iré ahora mismo. En este mismo instante.»
Pero continuó sentado en el claro, aplicándose el ungüento con gesto ausente.
Creyó oír un llanto a lo lejos y, aunque trató de no prestar atención al sonido, llegó un momento en que no pudo seguir soportándolo.
—Creo que oigo llorar a tu esposa —dijo a Roland—. Tal vez algo anda mal.
— ¿Rega llorando? —Roland dejó de alimentar a los tyros y lo miró con expresión divertida—. No; debe de haber sido algún pájaro. Rega no llora nunca;
no derramó una lágrima ni siquiera cuando la hirieron en una pelea con raztares.
¿Has visto alguna vez la cicatriz? La lleva aquí, en el muslo izquierdo...
Paithan se puso en pie y se internó en la jungla, en dirección contraria a la que había tomado Rega.
Roland siguió al elfo por el rabillo del ojo hasta que desapareció y, a continuación, empezó a tararear una canción obscena que por aquel entonces corría de boca en boca por las tabernas.
—Se ha enamorado de ella como un adolescente inexperto —confió a los tyros—. Rega se lo está tomando con más calma de lo habitual, pero supongo que sabe lo que se trae entre manos. Al fin y al cabo, el tipo es un elfo. En cualquier caso, el sexo es el sexo. Los bebés elfos deben venir de alguna parte y no creo que sea del aire. En cambio, las mujeres elfas... ¡Puaj! Son pura piel y huesos; es como si uno se llevara a la cama un palo. No me extraña que el pobre Quin vaya detrás de Rega con la lengua fuera. Sólo es cuestión de tiempo. Un par de ciclos más y terminaré por pillarle con los pantalones bajados. Entonces le ajustaremos las cuentas al elfo. Aunque será una lástima... —reflexionó Roland. Arrojó el odre del agua al suelo, apoyó la espalda en un árbol con gesto de cansancio y se estiró para aliviar la rigidez de sus músculos—. El tipo empieza a caerme bien.
CAPÍTULO
EL REINO DE LOS ENANOS, THURN
Amantes de la oscuridad, las cavidades y los túneles, los enanos de Pryan no construían sus ciudades en las copas de los árboles, como los elfos, ni en las planicies de musgo, como hacían los humanos. Los enanos se abrían camino hacia abajo a través de la sombría vegetación, buscando la tierra y la roca que eran su herencia, aunque ésta no era más que un vago recuerdo de un tiempo pasado en otro mundo.
El reino de Thurn era una enorme caverna de vegetación. Los enanos vivían y trabajaban en casas y talleres tallados como nichos en los troncos de gigantescos árboles chimenea, así llamados porque su madera no ardía fácilmente y el humo de las hogueras de los enanos podía ascender a través de unos conductos naturales que los troncos tenían en el centro. Ramas y raíces formaban calles y caminos iluminados con antorchas de llama vacilante. Elfos y humanos vivían en un día perpetuo. Los enanos vivían en una noche sin fin, una noche que amaban y consideraban una bendición, pero que Drugar temía que estuviera a punto de hacerse permanente.
El enano recibió el mensaje de su rey durante la hora de comer. El hecho de que llegara precisamente entonces le dio una idea de la importancia de su contenido, pues la hora de la comida era un momento en que uno debía prestar plena y total atención a alimentarse y al importantísimo proceso digestivo posterior. Durante la ingestión de los alimentos estaba prohibido hablar y, en la hora siguiente, sólo se trataban temas agradables para evitar que los jugos estomacales se volvieran agrios y provocaran trastornos gástricos.
El mensajero real se disculpó profusamente por distraer a Drugar de la comida, pero añadió que el asunto era muy urgente. Drugar saltó de su silla, volcando los vasos y platos de barro y haciendo que su viejo criado gruñera y predijera cosas terribles para el estómago del joven enano.
Drugar, que tuvo la lúgubre sensación de saber el propósito de la llamada, estuvo a punto de replicarle que los enanos podían darse por afortunados si todas sus preocupaciones se reducían a una mala digestión. Sin embargo, guardó silencio. Entre los enanos, los viejos eran tratados con respeto.
La casa de su padre en el tronco estaba contigua a la suya y Drugar no tuvo que andar mucho. Cubrió la distancia a la carrera pero al llegar a la puerta se detuvo. De pronto, le daba miedo entrar; se resistía a oír lo que tenía el deber de conocer. De pie en la oscuridad, mientras acariciaba la piedra rúnica que llevaba en torno al cuello, suplicó al Uno Enano que le diera valor y, tras exhalar un profundo suspiro, abrió la puerta y penetró en la estancia.
La casa de su padre era exactamente igual a la suya, que a su vez era idéntica a las demás viviendas de los enanos de Thurn. La madera del árbol había sido alisada y pulida hasta adquirir un cálido tono amarillento. El suelo era plano y las paredes se alzaban hasta formar un techo en arco. El mobiliario era muy sencillo.
Ser el rey no proporcionaba ningún privilegio especial, sólo más responsabilidades.
El rey era la cabeza del Uno Enano y, aunque la cabeza pensaba por el cuerpo, no era desde luego más importante para éste que, por ejemplo, el corazón o el estómago (el órgano más importante, en opinión de muchos enanos).
Drugar encontró a su padre sentado a la mesa, con los platos medio llenos a un lado. Tenía en la mano un pedazo de corteza cuyo lado liso estaba profusamente cubierto con las letras enérgicas y angulosas de la escritura de los enanos.
— ¿De qué se trata, padre?
—Se acercan los gigantes —dijo el viejo enano. Drugar era fruto de un matrimonio tardío de su padre. Su madre, aunque mantenía relaciones muy cordiales con el progenitor de Drugar, tenía casa propia como era costumbre entre las enanas cuando sus hijos alcanzaban la madurez—. Los exploradores los han visto. Los gigantes han barrido Kasnar: la gente, las ciudades, todo. Y vienen hacia aquí.
—Quizá los detenga el mar —apuntó Drugar.
—Sí, el mar los detendrá, pero no por mucho tiempo —continuó el viejo enano—. Los exploradores dicen que no son hábiles con las herramientas. Las pocas que tienen las utilizan para destruir, no para crear. No se les ocurrirá construir naves. Pero darán un rodeo y vendrán por tierra.
—Tal vez se den la vuelta. Puede que sólo quisieran adueñarse de Kasnar.
Drugar pronunció lo anterior por pura esperanza, no por convencimiento. Y una vez salieron de sus labios las palabras, comprendió que incluso esa esperanza era vana.
—No se han adueñado de Kasnar —replicó su padre con un suspiro abrumado—. Lo han destruido. Por completo. Su objetivo no es conquistar, sino destruir.
—Entonces, padre, ya sabes qué debemos hacer. Tenemos que hacer oídos sordos a esos estúpidos que dicen que los gigantes son nuestros hermanos.
Tenemos que fortificar la ciudad y armar a nuestro pueblo. Escucha, padre. —
Drugar se inclinó hacia el anciano y bajó la voz, aunque en la casa del monarca no había nadie más—. Me he puesto en contacto con un traficante de armas humano.
¡Arcos y ballestas elfos! ¡Serán nuestros!
El viejo enano miró a su hijo y en el fondo de sus ojos, hasta aquel momento oscuros y carentes de brillo, se encendió una llama.
. Tea; pieza de madera empapada en resina que se enciende rápidamente cuando se pronuncia la runa pertinente. (N. del a.)
— ¡Excelente! —Alargó el brazo y posó sus dedos nudosos sobre la fuerte mano de su hijo—. Eres atrevido y rápido de pensamiento, Drugar. Serás un buen rey. Pero no creo que las armas lleguen a tiempo —añadió, meneando la cabeza y mesándose la barba de color gris acero que le cubría casi hasta la rodilla.
— ¡Será mejor que sí, o alguien va a pagarlo! —gruñó Drugar.
El joven se incorporó y empezó a pasear por la pequeña estancia a oscuras, construida muy por debajo de las llanuras de musgo, lo más lejos posible del sol.
—Pondré en acción al ejército...
—No —dijo el anciano.
—Padre, no seas terco...
— ¡Y tú no seas kadak! —El viejo monarca levantó el bastón, nudoso y retorcido como sus propios brazos y piernas, y apuntó con él a su hijo—. He dicho que serías un buen rey. Y no me cabría duda si... supieras dominar tu fuego. La llama de tus pensamientos arde limpia y se eleva muy alto pero, en lugar de mantener el fuego reposado, dejas que prenda y lance llamaradas sin control.
Drugar frunció sus pobladas cejas y se le ensombreció la expresión. El fuego del que hablaba su padre ardía en su interior, calentando palabras mordaces.
Drugar luchó contra su temperamento: las palabras le laceraban los labios, pero logró contenerlas tras ellos. Amaba y respetaba a su padre, aunque consideraba que el anciano estaba derrumbándose bajo aquel golpe terrible.
—Padre, el ejército...
—... se volverá contra sí mismo y los enanos se pelearán entre ellos —
pronosticó el monarca, con voz tranquila—. ¿Es eso lo que quieres, Drugar?
El anciano se incorporó. Su estatura ya no resultaba impresionante: la espalda encorvada ya no se enderezaba, las piernas ya no podían sostener el cuerpo sin ayuda. Pero Drugar, imponente al lado de su padre, vio tal dignidad en la tambaleante figura de éste, tal sabiduría en su apagada mirada, que volvió a sentirse un niño.
—La mitad del ejército se negará a empuñar las armas contra sus
«hermanos», los gigantes. ¿Qué harás entonces, Drugar? ¿Ordenarles que vayan a la guerra? ¿Y cómo harás que se cumpla la orden, hijo? ¿Mandando a la otra mitad del ejército que tome las armas contra ellos? ¡No lo hagas! —El viejo monarca golpeó el suelo con el bastón y las paredes de paja vibraron bajo su cólera—. ¡Que no llegue nunca el día en que el Uno Enano se rompa! ¡Que no llegue nunca el día en que el cuerpo vierta su propia sangre!
—Perdóname, padre. No había pensado en ello.
El anciano rey suspiró. Su cuerpo se encogió y se hundió sobre sí mismo.
Tambaleándose, asió la mano de su hijo y, con la ayuda de éste y del bastón, se dejó caer de nuevo en la silla.
—Contén sus ardores, hijo. Contenlos o lo destruirán todo a su paso, incluyéndote a ti mismo, Drugar. Incluyéndote a ti mismo. Ahora, ve a terminar de comer. Lamento haber tenido que interrumpirte.
Drugar dejó a su padre y regresó a su casa, pero no volvió a sentarse a la mesa, sino que se puso a caminar arriba y abajo por la estancia. Trató con todas sus fuerzas de controlar el fuego que le ardía por dentro, pero fue inútil. Una vez avivadas, las llamas del temor por su pueblo no eran fáciles de aplacar. No podía ni quería desobedecer al anciano que además de su padre era también su rey. A pesar de ello, Drugar decidió no dejar que el fuego se apagara del todo. Cuando llegara el enemigo, encontraría una llama ardiente, no unas cenizas frías y apagadas.
El ejército enano no fue movilizado pero Drugar, en privado y sin conocimiento de su padre, preparó planes de batalla y aleccionó a los enanos que opinaban como él para que tuvieran las armas a mano. Asimismo, se mantuvo en estrecho contacto con los exploradores para seguir, mediante sus informes, los progresos de los gigantes. Llegados al obstáculo insalvable del mar Susurrante, los invasores se encaminaron por tierra hacia el este, avanzando inexorablemente hacia su objetivo... fuera cual fuese.
Drugar no creía que el propósito de los gigantes fuera aliarse con los enanos.
A Thurn llegaron sombríos rumores de matanzas de enanos en las poblaciones de
Grish y Klan, hacia el norint, pero era difícil seguir la pista de los invasores y las noticias de los exploradores (los escasos informes que llegaban) eran confusas y no tenían mucho sentido.
— ¡Padre —suplicó al viejo rey—, es preciso que me dejes convocar al ejército!
¿Cómo podemos seguir ignorando estos mensajes?
Con un suspiro, el anciano respondió:
—Son los humanos... El consejo ha decidido que son los refugiados humanos quienes, huyendo de los gigantes, cometen esas tropelías. ¡Dicen que los gigantes se aliarán con nosotros y que entonces llegará la hora de nuestra venganza!
—He interrogado personalmente a los exploradores, padre —insistió Drugar con creciente impaciencia—. Con los que quedan. Cada día nos llegan menos informes y los pocos exploradores que vuelven, lo hacen conmocionados de pánico.
— ¿De veras? —inquirió su padre, mirándolo con aire perspicaz—. Y ¿qué cuentan que han visto?
Drugar titubeó, frustrado.
— ¡Está bien, padre! ¡Hasta ahora, no han visto nada, en realidad!
—Yo también los he oído, hijo —asintió pesadamente el anciano—. He oído esos rumores desquiciados sobre «la jungla en movimiento». ¿Cómo puedo presentarme ante el consejo con tal argumento?
Drugar estuvo a punto de decirle a su padre dónde podía meterse el consejo sus propios argumentos, pero se dio cuenta de que una respuesta tan brusca no serviría para nada, salvo para irritar aún más al anciano. El monarca no tenía la culpa; Drugar sabía que su padre había defendido ante el consejo la misma posición que él sostenía. El consejo del Uno Enano, formado por los ancianos de la tribu, no había querido escucharlo.
Con los labios apretados para que no escaparan de su boca palabras ardientes, Drugar abandonó furioso la casa de su padre y echó a andar por la vasta y compleja serie de túneles excavados en la vegetación, encaminándose hacia arriba. Cuando emergió, entornando los ojos, en las regiones bañadas por el sol, contempló la maraña de hojas.
Allí fuera había algo. Y venía en dirección a él. Y a Drugar no le pareció que lo hiciera con espíritu fraternal. El enano aguardó, con una sensación de creciente desesperación, la llegada de las armas élficas, mágicas e inteligentes.
Si aquellos dos humanos lo habían engañado... Drugar juró por el cuerpo, la mente y el alma del Uno Enano que, si así era, se lo haría pagar con la vida.
CAPÍTULO
EN OTRA PARTE DE GUNIS
— ¡No lo soporto! —declaró Rega.
Habían transcurrido dos ciclos más y el viaje los había llevado aún más abajo en las entrañas de la jungla, muy lejos del nivel de las copas, muy lejos del sol, del aire puro y de la lluvia refrescante. La caravana se hallaba al borde de una planicie de musgo. El sendero quedaba cortado por un profundo barranco cuyo fondo se perdía en las sombras. Tendidos boca abajo en el borde del acantilado de musgo, los dos humanos y el elfo escrutaron la sima sin poder distinguir qué había debajo de ellos. El tupido follaje y las ramas de los árboles sobre sus cabezas impedían totalmente el paso de la luz solar. Si seguían descendiendo, tendrían que viajar en una oscuridad casi absoluta.
— ¿Nos queda mucho? —preguntó Paithan.
— ¿Para llegar hasta los enanos? Un par de jornadas de marcha, calculo —
respondió Roland, sin dejar de escrutar las sombras.
— ¿Calculas? ¿No lo sabes con certeza?
El humano se puso en pie y explicó:
—Aquí abajo, uno pierde el sentido del tiempo. No hay flores de las horas, ni de ninguna otra clase.
Paithan no hizo comentarios y siguió contemplando el abismo, como hechizado por la oscuridad.
—Voy a ver qué hacen los tyros.
Rega se incorporó, lanzó una mirada penetrante y expresiva al elfo e hizo un gesto a Roland. Juntos y en silencio, los dos hermanos se alejaron del precipicio y regresaron al pequeño claro de bosque donde tenían atados los tyros.
—Esto no funciona. Tienes que decirle la verdad —murmuró Rega, tirando de la correa de uno de los cestos.
— ¿Yo? —replicó Roland.
— ¡Baja la voz! Está bien, tenemos que decírsela.
— ¿Y qué parte de la verdad piensas revelarle, querida esposa?
Rega lanzó una torva mirada de soslayo a su hermano. Después, apartó el rostro con aire hosco.
—Sólo..., sólo reconocer que no hemos recorrido nunca este camino. Admitir que no sabemos dónde diablos estamos ni adonde vamos.
—El elfo se marchará.
— ¡Espléndido! —Rega dio un enérgico tirón a la correa, provocando el gemido de protesta del tyro—. ¡Ojalá lo haga!
— ¿Qué te sucede? —inquirió Roland.
Rega miró a su alrededor y se estremeció.
—Es este lugar. Lo odio. Además... —volvió a concentrar la vista en la correa y pasó los dedos por ella con gesto ausente—, está el elfo. Es muy diferente a cómo me lo habías pintado. No es presumido ni arrogante. No teme ensuciarse las manos. Y no es un cobarde. Hace las guardias que le corresponden y se ha hecho trizas las manos con esas cuerdas. Es un tipo animado y divertido. ¡Incluso cocina, que es mucho más de lo que tú has hecho nunca, Roland! Paithan es..., es encantador, ni más ni menos. No se merece... lo que hemos tramado.
Roland advirtió una oleada de rubor que ascendía por el cuello moreno de su hermana hasta teñir de carmesí sus mejillas. Rega mantuvo la mirada baja.
Roland alargó la mano, la cogió por la barbilla y la obligó a volver el rostro hacia él.
Sacudiendo la cabeza de un lado a otro, soltó un largo silbido.
— ¡Me parece que te has enamorado de él!
Furiosa, Rega apartó la mano de un golpe.
— ¡Nada de eso! ¡Al fin y al cabo, es un elfo!
Asustada de sus propios sentimientos, nerviosa y tensa, furiosa consigo misma y con su hermano, Rega lo dijo con más energía de la que pretendía. Al pronunciar la palabra «elfo» frunció los labios como si la escupiera con repugnancia, como si hubiera probado algo asqueroso y nauseabundo.
O, al menos, así fue cómo le sonó a Paithan.
El elfo se había levantado de su posición sobre el precipicio y volvía para informar a Roland que las cuerdas le parecían demasiado cortas y que no iban a poder bajar la carga. Paithan avanzaba con los movimientos ligeros y ágiles propios de los elfos, sin la idea premeditada de sorprender la conversación de los humanos. Sin embargo, eso fue precisamente lo que sucedió. Llegó a sus oídos con nitidez la declaración final de Rega y, de inmediato, se agachó entre las sombras de un zarcillo de evir, oculto tras sus anchas hojas acorazonadas, y prestó atención al diálogo.
—Escucha, Rega, ya que hemos llegado tan lejos, propongo que llevemos a cabo el plan hasta el final. ¡El elfo está loco por ti! Caerá en la trampa. Sorpréndelo a solas en algún rincón oscuro e incítale a un cuerpo a cuerpo. Entonces aparezco y pongo a salvo tu honor, amenazando con contárselo a todo el mundo. Él afloja el dinero para tenernos callados y ya está. Entre eso y la venta de las armas, viviremos estupendamente hasta la próxima estación. —Roland alargó la mano y acarició afectuosamente la larga melena negra de su hermana—. Piensa en el dinero, nena. Hemos pasado hambre demasiadas veces para dejar escapar esta oportunidad. Como bien has dicho, es un elfo.
A Paithan se le encogió el estómago. Dio media vuelta y se alejó entre los árboles con rapidez y en silencio, sin preocuparse ni mirar muy bien qué dirección tomaba. No llegó a oír la respuesta de Rega a su marido, pero daba igual. Prefería no verla dirigir una sonrisa de complicidad a Roland; si volvía a oírla pronunciar la palabra «elfo» en aquel tono de desprecio, era capaz de matarla.
Apoyado en un árbol, mareado y presa del vértigo, Paithan buscó aire entre jadeos y se asombró de su comportamiento. No podía dar crédito a su reacción.
¿Qué importaba todo aquello, al fin y al cabo? ¿Que aquella golfa había estado jugando con él...? ¡Pero si había descubierto su juego en la taberna, antes incluso de emprender el viaje! ¿Cómo era posible que se hubiera dejado cegar de aquel modo?
Había sido ella. ¡Y él había sido lo bastante estúpido como para pensar que la humana estaba enamorándose de él! Todas aquellas conversaciones a lo largo de la travesía... Paithan le había contado historias de su tierra, de sus hermanas, de su padre y del viejo hechicero loco. Ella se había reído, había parecido interesada.
Y en sus ojos había visto un brillo de admiración.
Y luego estaban aquellas ocasiones en que se habían tocado, por pura casualidad, el roce de sus cuerpos, el encuentro de sus manos al buscar a la vez el mismo odre de agua. Y aquella vibración de los párpados, aquellos suspiros en el pecho, aquel rubor en la piel.
— ¡Lo haces muy bien, Rega! —Masculló para sí, apretando los dientes—.
¡Realmente bien! ¡Sí, estaba loco por ti! ¡Habría caído en la trampa! ¡Pero ya no!
¡Ahora sé muy bien lo que eres, pequeña zorra! —El elfo cerró con fuerza los ojos, conteniendo las lágrimas, y apoyó todo su peso en el árbol—. ¡Bendita Peytin, Sagrada Madre de todos nosotros! ¿Por qué me has hecho esto?
Quizá fue la plegaria, una de las pocas que el elfo se había preocupado de hacer en su vida, pero le asaltó una punzada de culpabilidad. Paithan había sabido desde un principio que Rega pertenecía a otro hombre y, pese a ello, había flirteado con ella en presencia del propio Roland. El elfo tuvo que reconocer que había encontrado muy divertida la idea de seducir a la esposa en las propias narices del marido.
«Has tenido tu merecido», parecía decirle la Madre Peytin. Pero la voz de la diosa guardaba un infausto parecido con la de Calandra y sólo consiguió poner más furioso a Paithan.
«No era más que una diversión», se justificó a sí mismo. «Nunca habría permitido que las cosas fueran tan lejos, seguro que no. Y desde luego no tenía intención de..., de enamorarme.»
Esto último, al menos, era verdad e hizo que Paithan diera por cierto todo lo demás.
— ¿Qué sucede, Paithan? ¿Te pasa algo?
El elfo abrió los ojos y volvió la cabeza. Rega estaba ante él y alargaba una mano para tomarlo del brazo. Con gesto brusco, lo apartó, rehuyendo el contacto.
—Nada —respondió, conteniéndose.
— ¡Pero si tienes un aspecto horrible! ¿Te encuentras mal? —Rega intentó cogerlo otra vez—. ¿Tienes fiebre?
Paithan retrocedió otro paso. Estaba dispuesto a golpearla, si le tocaba.
—Sí. No. Hum..., fiebre, no. Ha sido... un mareo. El agua, tal vez. Déjame..., déjame un rato solo.
Sí, ya se sentía mejor. Prácticamente curado. Pequeña zorra. Le costaba mucho esfuerzo disimular su rencor y su desprecio y por ello mantuvo la vista apartada de ella, fija en la jungla.
—Creo que debería quedarme contigo —dijo Rega—. No haces buena cara.
Roland ha salido a explorar en busca de otra ruta para bajar o de un lugar donde el precipicio no sea tan hondo. Supongo que tardará bastante en volver...
— ¿De veras? —Paithan la miró con una expresión tan extraña y penetrante que esta vez fue ella quien dio un paso atrás—. ¿De veras tardará mucho en volver?
—Yo no... —titubeó Rega.
Paithan se lanzó sobre ella, la agarró por los hombros y la besó con fuerza, hundiendo los dientes en sus labios carnosos. Sabían a jugo de bayas y a sangre.
Rega se debatió, tratando de desasirse. Por supuesto: tenía que fingir cierta resistencia.
— ¡No luches! —le susurró—. ¡Te quiero! ¡No puedo vivir sin ti!
El elfo esperaba que ella se derritiera, que gimiera, que lo cubriera de besos.
Entonces aparecería Roland, confuso, horrorizado y dolido. Sólo el dinero calmaría el dolor de la traición.
« ¡Entonces me echaré a reír!», se dijo. « ¡Me reiré de los dos y les diré dónde se pueden meter el dinero...!»
Pasando un brazo por la espalda de la mujer, el elfo apretó el cuerpo semidesnudo de ésta contra el suyo. Con la otra mano, tentó sus carnes.
Un violento rodillazo en la entrepierna hizo doblarse de dolor al elfo. Unos puños contundentes lo golpearon en las clavículas, haciéndolo retroceder y mandándolo al suelo entre la maleza.
Inflamada de ira, con ojos llameantes, Rega se plantó junto a él.
— ¡No se te ocurra volverme a tocar! ¡No te acerques a mí! ¡Ni me dirijas la palabra!
Sus negros cabellos se erizaron como la piel de un gato asustado. Dio media vuelta sobre sus talones y se alejó a grandes zancadas.
Mientras rodaba de dolor por el suelo, Paithan tuvo que reconocer que aquello le había dejado absolutamente perplejo.
Al regreso de su búsqueda de un pasaje más conveniente para el descenso, Roland avanzó sigilosamente por el musgo con la esperanza, una vez más, de sorprender a Rega y a su «amante» en una situación comprometedora. Llegó al lugar del camino donde había dejado a su hermana y al elfo, aspiró profundamente para lanzar el alarido de indignación de un esposo ultrajado y echó un vistazo, oculto tras las hojas de un frondoso arbusto. De inmediato, soltó el aire con gesto de decepción y desesperación.
Rega estaba sentada al borde del precipicio de musgo, encogida en un ovillo como una ardilla de lomo erizado, con la espalda encorvada y los brazos cogidos con fuerza en torno a las rodillas. Observó su rostro de perfil y, ante su expresión sombría y turbulenta, casi imaginó todo su cuerpo rodeado de púas como un erizo.
El «amante» de su hermana estaba lo más lejos posible de ella, al otro extremo del claro, y Roland advirtió que estaba inclinado en una postura bastante extraña, como protegiéndose alguna parte del cuerpo dolorida.
— ¡Ésta es la manera más extraña de llevar un asunto de amor que he visto nunca! —Murmuró Roland para sí—. ¿Qué tengo que hacer con ese elfo? ¿Pintarle la escena? ¡Tal vez los bebés elfos aparezcan realmente en el portal de la casa de sus padres en plena noche! O tal vez es eso lo que él piensa. Será preciso que ese elfo y yo tengamos una conversación de hombre a hombre, parece.
— ¡Eh! —Gritó, pues, apareciendo de entre la jungla acompañado de un gran estrépito—. He encontrado un sitio, un poco más abajo, donde sobresale de la pared de musgo algo parecido a una cornisa de roca. Podemos llevar los cestos hasta allí y luego seguir bajándolos hasta el fondo. ¿Qué te sucede? —añadió mirando a Paithan, que caminaba encorvado y con movimientos cautelosos.
—Se ha caído —dijo Rega.
— ¿De veras? —Roland, que se había encontrado en el mismo trance tras un encuentro con una camarera poco amistosa, observó a su hermana con aire suspicaz. Rega no se había negado abiertamente a llevar adelante el plan para seducir al elfo pero, cuanto más pensaba en ello, mejor recordaba que tampoco había dicho explícitamente que lo cumpliría. Pese a ello, no se atrevió a decir nada más. La cara de Rega parecía petrificada por un basilisco y la mirada que dirigió a su hermano también podría haberlo convertido en estatua.
—Sí, me he caído —afirmó Paithan con voz cuidadosamente inexpresiva—.
Yo... hum... he tropezado con una rama baja.
— ¡Uaj! —Roland le hizo un guiño de complicidad.
—Sí, ¡uaj! —repitió Paithan. El elfo no miró a Rega, ni ésta a él. Con las facciones tensas y las mandíbulas encajadas, los dos tenían la vista fija en Roland.
Pero ninguno de los dos parecía verlo.
Roland se quedó totalmente desconcertado. No se creía lo que le estaban diciendo y le habría gustado mucho interrogar a su hermana y sacarle la verdad de lo sucedido, pero no podía llevarse aparte a Rega para tener una conversación con ella sin despertar las sospechas del elfo.
Y, además, Roland no estaba muy seguro de desear un encuentro a solas con
Rega cuando ésta se ponía de aquella manera. El padre de Rega había sido el carnicero del pueblo y el de Roland, el panadero. (La madre de ambos, pese a todos sus deslices, siempre había procurado que su familia estuviera bien alimentada.)
Había momentos en que Rega mostraba un asombroso parecido con su padre. Y éste era uno de esos momentos. Roland casi pudo verla ante una res recién sacrificada, con un brillo sediento de sangre en la mirada.
El humano tartamudeó e hizo un gesto vago con la mano.
—El... hum... el lugar que he encontrado está en esa dirección, no muy lejos de aquí. ¿Crees que podrás llegar hasta allí?
— ¡Sí! —Paithan apretó los dientes.
—Iré a ocuparme de los tyros —intervino Rega.
—El elfo podría ayudarte con los animales... —apuntó Roland.
— ¡No necesito que nadie me ayude! —replicó Rega.
— ¡No necesita que nadie la ayude! —asintió Paithan en un murmullo.
Rega se alejó en una dirección y el elfo lo hizo en la contraria. Ninguno de los dos se volvió a mirar al otro. Roland se quedó solo en medio del claro, acariciándose la barba cerdosa, entre rubia y pardusca.
—En fin, parece que andaba equivocado —murmuró para sí—. A Rega no le gusta el elfo, en realidad. Y me parece que su desagrado empieza a provocar la misma reacción en Paithan. Con lo bien que parecían ir las cosas entre ellos...
¿Qué habrá sucedido? Cuando Rega está de ese humor, no sirve de nada tratar de hablar con ella. Pero debe de haber algo que yo pueda hacer...
Le llegó la voz de su hermana suplicando y halagando a los tyros, tratando de convencer a los reacios animales de que se pusieran en movimiento. Y vio a Paithan, que avanzaba renqueante junto al borde del despeñadero de musgo, volver la cabeza y dirigir una mirada de aversión a Rega.
—Sólo se me ocurre una cosa que puedo hacer —continuó murmurando
Roland—. Seguir fomentando los encuentros a solas entre ellos dos. Tarde o temprano, algo sucederá.
CAPÍTULO
EN LAS SOMBRAS, GUNIS
— ¿Estás seguro de que eso es una roca? —preguntó Paithan, escrutando en la penumbra una cornisa de color blanco grisáceo que asomaba debajo de su posición, apenas visible entre una maraña de hojas y enredaderas.
—Claro que estoy seguro —contestó Roland—. Recuerda que nosotros ya hemos hecho esta ruta anteriormente.
—Es que no he oído hablar nunca de formación de roca tan arriba en la jungla.
—Recuerda que ya no estamos tan arriba, precisamente. Hemos descendido un trecho considerable, desde el inicio del viaje.
__ ¡Escuchad! Quedándonos aquí a contemplar el panorama no vamos a ninguna parte —intervino Rega con los brazos en jarras—. Ya llevamos ciclos de retraso respecto a la fecha de la entrega y podéis estar seguros de que ese
Barbanegra va a exigirnos una rebaja en el precio. ¡Si tú tienes miedo, elfo, bajaré yo!
—No, lo haré yo —replicó Paithan—. Peso menos que tu y, si la cornisa es inestable, podré...
__ ¡Que pesas menos que yo! —lo interrumpió ella—. ¿Acaso insinúas que estoy gor...?
—Bajaréis los dos —intervino Roland en tono conciliador—. Primero os descolgaré a ambos hasta la cornisa; desde allí, tú, Paithan, ayudarás a Rega a descender hasta el fondo. Luego, iré bajando los cestos hasta la roca y tú te encargarás de pasarlos a mi her..., hum..., a mi esposa.
—Mira, Roland, yo opino que el elfo debería descolgarnos a ti y a mí y...
—Sí, Hojarroja. A mí también me parece que esto último es la mejor solución...
— ¡Tonterías! —lo cortó Roland, complacido de su tortuosa estratagema y tramando nuevos planes para la pareja—. Yo soy el más fuerte de los tres y el trecho hasta la cornisa es el más largo del descenso. ¿Tenéis algo que decir a esto?
Paithan dirigió una mirada furiosa al humano, observó su rostro atractivo de mandíbulas cuadradas y sus poderosos bíceps y mantuvo la boca cerrada. Rega no miró siquiera a su hermano; mordiéndose el labio, cruzó los brazos y clavó la vista en las lóbregas sombras de la jungla que se adivinaba a sus pies.
El elfo fijó una cuerda en torno a una rama gruesa, se ciñó el otro extremo a la cintura y saltó del borde del precipicio casi sin dar tiempo a que Roland agarrara la cuerda para controlar su descenso. Bajó a saltos, amortiguando ágilmente con las piernas los golpes contra las paredes verticales de musgo, mientras
Roland sujetaba la cuerda para que Paithan no oscilara demasiado.
De pronto, desapareció la tensión de la cuerda y se escuchó la voz del elfo desde muy abajo:
— ¡Muy bien! ¡Ya he llegado! —Tras unos instantes de silencio, los humanos volvieron a oír su voz, entre disgustada y asqueada—. ¡Esto no es una roca! ¡Es un maldito hongo!
— ¿Un qué? —gritó Roland, asomándose al precipicio cuanto se atrevía.
— ¡Un hongo! ¡Una seta gigante!
Al percatarse de la mirada colérica que le dirigía su hermana, Roland se encogió de hombros.
— ¿Cómo iba a saberlo? —murmuró.
—De todos modos, me parece que es lo bastante resistente como para utilizarlo de plataforma —prosiguió Paithan tras otra breve pausa. Los dos humanos captaron algo más acerca de que habían tenido «una suerte increíble», pero las palabras se perdieron entre la vegetación.
—Es todo lo que necesitábamos saber —comentó Roland con aire animoso—.
Muy bien, her...
— ¡Deja de llamarme así! ¡Hoy ya lo has hecho dos veces! ¿Qué te propones?
—Nada. Lo siento. Es sólo que tengo muchas cosas en la cabeza. Vamos, es tu turno.
Rega se anudó la cuerda a la cintura, pero no se descolgó de inmediato por el borde. Echando un vistazo a la jungla que tenía detrás, se estremeció y se frotó los brazos.
—Odio todo esto.
—No haces más que repetirlo y ya te estás poniendo pesada. A mí tampoco me entusiasma, pero cuanto antes terminemos, antes podremos volver donde luce el sol.
—No..., no es sólo la oscuridad de aquí abajo. Se trata de algo más. Algo anda mal, ¿no lo notas? Hay demasiado..., demasiado silencio.
Roland hizo una pausa, miró a su alrededor y prestó atención. Su hermana y él habían pasado juntos tiempos difíciles. El mundo exterior se había mostrado esquivo con ellos desde la cuna y los dos hermanos habían aprendido a confiar únicamente el uno en el otro. Rega poseía una percepción intuitiva, casi animal, respecto a las personas y a la naturaleza. Las pocas veces que Roland, el mayor de los dos, había hecho caso omiso de los consejos o advertencias de su hermana, lo había lamentado. El humano conocía a fondo los bosques y, ahora que prestaba atención a la espesura, también él advertía el extraño silencio.
—Es posible que aquí abajo reine siempre esta calma —apuntó—. No corre la más leve brisa y, como estamos acostumbrados al murmullo del viento en las hojas y todo eso...
—No, no es sólo eso. Tampoco se escucha el menor sonido de animales, ni se aprecia el menor rastro de su presencia. Y ya hace casi un ciclo que han dejado de oírse. Incluso por la noche. Hasta los pájaros han enmudecido. —Rega meneó la cabeza—. Es como si todas las criaturas de la jungla se hubieran ocultado.
—Tal vez sea porque estamos cerca del reino de los enanos. Sí, tiene que ser eso, nena. Querida. ¿Qué, si no?
—No lo sé —respondió Rega, escrutando atentamente las sombras—. No lo sé.
En fin, espero que tengas razón. ¡Vamos allá! —añadió de improviso—. ¡Acabemos de una vez!
Roland ayudó a su hermana a saltar del borde del precipicio y Rega descendió con la misma soltura que Paithan. Al llegar abajo, el elfo alzó las manos para ayudarla a posarse en el hongo, pero la mirada que ella le lanzó con sus ojos oscuros le advirtió que era mejor que se apartara. Rega aterrizó ágilmente en la amplia plataforma que constituía el hongo y en sus labios apareció una leve mueca de asco al observar la desagradable masa blanca grisácea en la que se apoyaban sus pies. La cuerda, que Roland soltó desde arriba, cayó a sus pies formando un ovillo. Paithan empezó a atar la cuerda a una rama de la pared del precipicio.
— ¿A qué está adherido este hongo? —preguntó Rega en un tono de voz frío, desprovisto de emoción.
—Al tronco de algún árbol enorme —respondió Paithan en el mismo tono, al tiempo que señalaba las estrías de la corteza de un tronco más grueso que el elfo y la humana puestos hombro con hombro.
— ¿Está firme? —quiso saber ella, asomándose al vacío, con inquietud. Abajo se divisaba otra planicie de musgo. La distancia no era excesiva si una descendía con la cuerda firmemente atada a la cintura pero, sin ella, la caída sería larga y desagradable.
—Yo, que tú, no me pondría a dar saltos —apuntó Paithan.
Rega escuchó el comentario irónico y le lanzó una mirada furiosa; luego, volvió la cabeza hacia arriba y gritó:
— ¡Apresúrate, Roland! ¿Qué andas haciendo?
— ¡Un momento, querida! Tengo un pequeño problema con uno de los tyros.
Roland, con una sonrisa, se sentó al borde del precipicio, apoyó la espalda en una rama y se relajó. Con una vara, azuzaba de vez en cuando a uno de los tyros para hacerlo berrear.
Rega frunció el entrecejo, se mordió el labio y se quedó en el borde del hongo, lo más lejos posible del elfo. Paithan, silbando para sus adentros, aseguró su cuerda en torno a la rama, la probó y empezó a atar la de Rega.
No quería mirarla, pero no pudo evitarlo. Sus ojos no dejaban de lanzar miradas en dirección a ella, de decirle a su corazón cosas que éste no tenía el menor interés por escuchar.
«Mírala», le decían. «Estamos en medio de esta tierra maldita por Orn, los dos solos encima de un hongo que cuelga de un abismo, y ahí la tienes, más fría que el lago Enthial. ¡Nunca has conocido otra mujer igual!»
« ¡Y con suerte», le susurró al oído otra vocecilla maliciosa, «nunca volverás a encontrar otra!»
«Qué suaves cabellos... ¿Qué aspecto tendrán cuando se suelta esa trenza y le caen sobre los hombros desnudos y se desparraman sobre sus senos...? Sus labios..., el beso me ha sabido tan dulce como imaginaba...»
« ¿Por qué no te arrojas al precipicio?», le aconsejó la molesta vocecilla.
«Ahórrate toda esta agonía. Ella se propone seducirte, hacerte chantaje. Te está tomando por estúp...»
Rega soltó un jadeo y retrocedió involuntariamente hasta asirse con ambas manos al tronco que tenía a su espalda.
— ¿Qué sucede? —Paithan soltó la cuerda y se acercó a ella. Rega tenía la vista fija al frente, concentrada en la jungla. Paithan siguió la dirección de la mirada. — ¿Qué es? —preguntó. — ¿Lo ves?
-¿Qué?
Rega parpadeó y se frotó los ojos.
—No..., no sé. —Su voz expresaba perplejidad—. Parece como..., ¡como si la jungla se moviera!
—Será el viento —replicó Paithan, casi irritado, sin querer reconocer el miedo que había pasado, ni el hecho de que no lo había sentido por sí mismo.
— ¿Notas alguna corriente de aire? —insistió ella.
No, no la notaba. La atmósfera era calurosa y opresiva; el aire estaba inmóvil.
Le vino a la cabeza la imagen inquietante de un dragón, pero no se notaba vibrar el suelo. No se oía el ruido sordo de las criaturas que vivían entre la maleza al desplazarse.
Paithan no captaba sonido alguno. Todo estaba silencioso. Demasiado silencioso.
De pronto, encima de ellos, surgió un grito:
— ¡Eh! ¡Volved aquí! ¡Condenados tyros...!
— ¿Qué sucede? —aulló Rega dándose la vuelta y, acercándose al extremo del hongo cuanto le pareció prudente, intentó sin éxito ver qué sucedía—. ¡Roland! —
La voz se le quebró de miedo—. ¿Qué sucede ahí arriba?
— ¡Esos estúpidos tyros se han desbocado!
Las exclamaciones de Roland se desvanecieron en la distancia. Rega y Paithan oyeron el crujido de ramas y enredaderas al quebrarse y notaron las fuertes pisadas de Roland, que hacían vibrar el tronco. Luego, reinó de nuevo el silencio.
—Los tyros son animales dóciles. No se dejan llevar por el pánico —afirmó
Paithan, tragando saliva para humedecer su seca garganta—. No lo hacen nunca, a menos que vean algo que realmente los aterrorice.
— ¡Roland! —Aulló Rega—. ¡Deja que se vayan!
—Calla, Rega. No puede hacerlo... Los tyros llevan las armas...
— ¡Me da igual! —gritó ella, frenética—. ¡Por mí, os podéis ir todos al infierno:
las armas, los enanos, el dinero y tú! ¡Roland! ¡Vuelve! —Descargó los puños sobre el tronco del árbol mientras añadía—: ¡No nos dejes atrapados aquí abajo! ¡Roland!
— ¿Qué ha sido eso...?
Rega se volvió en redondo, jadeante. Paithan, muy pálido, estaba observando la jungla.
—Nada —dijo con una mueca tensa.
—Mientes. ¡Lo has visto! —Replicó ella con un siseo—. ¡Has visto cómo se movía la jungla!
—Es imposible. Es un efecto óptico. Estamos cansados, no hemos dormido lo suficiente y los ojos nos engañan...
Un grito aterrador hendió el aire encima de ellos.
— ¡Roland! —exclamó Rega. Apretando el cuerpo contra la corteza del árbol, sus manos se aferraron a la madera e intentaron escalar el tronco. Paithan la agarró y tiró de ella para impedírselo. Furiosa, la humana se debatió en sus brazos.
Tras otro grito ronco, llegó a sus oídos un alarido:
-¡Reg...!
La palabra quedó cortada por un jadeo sofocado.
De pronto, a Rega le fallaron las piernas y se derrumbó contra Paithan. El elfo la sostuvo y llevó una mano a su cabeza, presionando el rostro moreno contra su pecho. Cuando la hubo tranquilizado, volvió a apoyarla en el árbol y se movió hasta colocarse delante de ella, protegiéndola con el cuerpo.
Cuando ella advirtió lo que hacía, intentó apartarlo a un lado.
—No, Rega, Quédate donde estás.
— ¡Quiero ver, maldita sea! Lucharé... —En su mano brilló el raztar.
—No sé contra qué —susurró Paithan—. ¡Ni cómo!
El elfo se apartó y Rega se asomó detrás de él, con los ojos abiertos como platos. Al momento, volvió a encogerse contra el pecho del elfo, deslizando el brazo en torno a su cintura. Abrazados, los dos contemplaron cómo la jungla se movía en silencio, envolviéndolos.
No lograron distinguir ninguna cabeza, ni ojos, brazos, piernas o cuerpo alguno, pero los dos tuvieron la profunda impresión de que estaban siendo observados, escuchados y localizados por unos seres terriblemente inteligentes y extremadamente malévolos.
Y, entonces, Paithan los vio. O, más que verlos, advirtió que una parte de la jungla se separaba del resto y avanzaba hacia él. Pero hasta que no la tuvo muy cerca, con la cabeza casi a la altura de la suya, el elfo no se dio cuenta de que estaba ante lo que parecía un humano gigantesco. Paithan advirtió la silueta de dos piernas y dos pies caminando sobre la vegetación. La cabeza del ser monstruoso estaba casi a la altura del hongo en el que se hallaban y la criatura avanzaba directamente hacia ellos, mirándolos con fijeza. Incluso aquel sencillo acto de dar unos pasos producía horror debido a que, aparentemente, la criatura no podía ver lo que perseguía.
El ser carecía de ojos; en su lugar, en el centro de la frente, parecía tener horadado un gran agujero rodeado de piel.
— ¡No te muevas! —dijo Rega con un jadeo entrecortado—. ¡No hables! Quizá no pueda localizarnos.
Paithan la abrazó con fuerza y no respondió. No quería echar por tierra sus esperanzas. Un momento antes, los dos habían armado tal alboroto que hasta un elfo ciego, sordo y borracho podría haberlos descubierto.
El gigante se acercó y Paithan apreció por qué le había producido la impresión de una porción de jungla en movimiento. Su cuerpo estaba cubierto de hojas y enredaderas de pies a cabeza, y su piel tenía el color y la textura de la corteza de un árbol. Incluso cuando lo tuvo casi encima, a Paithan le costó diferenciarlo del fondo selvático. La cabeza bulbosa estaba desnuda, y la coronilla y la frente, calvas y de color blancuzco, destacaban de lo que tenía alrededor.
El elfo lanzó una rápida mirada en torno a sí y distinguió veinte o treinta de aquellos gigantes emergiendo de la espesura y deslizándose hacia ellos con movimientos ágiles y en un silencio absoluto, sobrenatural.
Paithan, arrastrando consigo a Rega, retrocedió hasta que su espalda chocó con el tronco del árbol. Fue un gesto desesperado y vano, pues era evidente que no había escapatoria. Las cabezas los miraban fijamente con sus espantosos agujeros vacíos y oscuros. El gigante más próximo posó sus manos en el borde del hongo y dio una sacudida a éste.
La precaria plataforma tembló bajo los pies de Paithan. Otro gigante se unió al primero, alargando sus dedos enormes hasta agarrar la seta. Paithan contempló las manos inmensas y, con una especie de terrible fascinación, advirtió que estaban cubiertas de sangre seca.
Los gigantes tiraron del hongo, éste tembló de nuevo y Paithan oyó cómo se desgarraba del árbol. A punto de perder el equilibrio, el elfo y la humana se abrazaron.
— ¡Paithan! —Gritó Rega, quebrándosele la voz—. ¡Lo siento! ¡Te quiero! ¡Te quiero de veras!
Paithan quiso responder, pero no pudo. El miedo le había atenazado la garganta, lo había dejado sin aliento.
— ¡Bésame! —jadeó ella—. Así no veré cómo...
El elfo tomó el rostro de Rega entre sus manos, obstruyéndole la visión.
Luego, también él cerró los ojos y apretó sus labios contra los de ella.
Y el mundo pareció hundirse bajo sus pies.
CAPITULO 9
EN ALGÚN LUGAR SOBRE PRYAN
Haplo, con el perro a sus pies, estaba sentado cerca de la piedra de gobierno, en el puente, escrutando el exterior por los tragaluces del Ala de Dragón con gesto cansado y desesperado. ¿Cuánto tiempo debían de llevar volando?
Un día, se respondió a sí mismo con amarga ironía. Un largo, estúpido, aburrido e interminable día.
Los patryn carecían de aparatos para medir el tiempo, pues no los necesitaban. En el Nexo, su sensibilidad mágica al mundo que los rodeaba les proporcionaba una conciencia innata del paso del tiempo. Sin embargo, Haplo sabía por experiencia que el paso por la Puerta de la Muerte y la entrada en otro mundo alteraba la magia. Cuando se aclimatara a aquel nuevo mundo, su cuerpo recobraría la percepción mágica perdida pero, de momento, no tenía la menor idea de cuánto tiempo había transcurrido en realidad desde su entrada en Pryan.
Haplo no estaba acostumbrado a aquella luminosidad permanente, sino a las alternancias naturales en su ritmo vital. Hasta en el Laberinto existían el día y la noche. Muchas veces, el patryn había tenido razones para maldecir la caída de la noche, pues con ella llegaba la oscuridad y a su amparo acechaban los enemigos.
Ahora, en cambio, se habría postrado de rodillas y habría suplicado una bendita pausa de aquel sol ardiente, una bendita sombra que le permitiera descansar y dormir, aunque fuera con grandes precauciones.
El patryn se había alarmado al sorprenderse, después de otra «noche» en vela, considerando seriamente la posibilidad de arrancarse los ojos.
En ese instante, había comprendido que estaba volviéndose loco.
El terror diabólico del Laberinto no había logrado vencerlo y, en cambio, lo que otros considerarían un paraíso —paz y tranquilidad y luz eterna— iba a conseguirlo ahora.
—Era de esperar —murmuró. Soltó una carcajada y se sintió mejor. De momento había esquivado la locura, aunque sabía que ésta seguía rondándolo.
Al menos, tenía comida y agua. Mientras le quedara un poco de ambas, podía obtener más mediante un conjuro. Por desgracia, la comida era siempre la misma, pues sólo podía reproducir la materia que ya tenía, y no estaba a su alcance modificar su estructura para hacer aparecer otra nueva. Pronto estuvo tan harto de carne seca y guisantes que tuvo que obligarse a comer algo. No había previsto llevar un surtido de alimentos variados. Ni verse atrapado en el paraíso.
Haplo, hombre de acción obligado a la inactividad, pasaba la mayor parte del tiempo mirando fijamente por las ventanas de la nave. Los patryn no creían en dioses, sino que se veían a sí mismos como lo más próximo que existía a seres divinos (aunque reconocían a regañadientes la misma consideración a sus enemigos, los sartán). Así pues, Haplo tampoco podía suplicarle a nadie que aquello terminara. Lo único que podía hacer era esperar.
Cuando avistó las nubes por primera vez, no dijo nada, negándose a aceptar
—ni siquiera ante el perro— la esperanza de que tal vez pudieran escapar de su prisión alada. Podía tratarse de una ilusión óptica, de uno de esos espejismos que le hacían a uno ver agua donde sólo había desierto. Al fin y al cabo, no era más que un ligero oscurecimiento del aire azul verdoso a un tono gris blancuzco.
Dio una rápida vuelta en torno a la nave para comparar el color del aire ante la proa con el del vacío que dejaban atrás y con el de los costados.
Y fue entonces, al levantar la cabeza hacia el cielo desde la cubierta superior de la nave, cuando vio la estrella.
—Este es el fin —dijo al perro, parpadeando bajo la luz blanca que brillaba sobre él en la brumosa lejanía verde azulada—. Los ojos me engañan...
¿Cómo era posible que no hubiera visto ninguna estrella hasta entonces? Eso, si realmente era una estrella...
—Recuerdo que a bordo, en alguna parte, hay un artilugio que utilizan los elfos para ver a grandes distancias.
El patryn podría haber utilizado la magia para potenciar su visión pero, al hacerlo, habría tenido que fiarse nuevamente de su propia percepción. En cambio, tuvo la impresión —por confusa que fuera— de que, si colocaba un objeto neutro entre sus ojos y la estrella, el objeto le revelaría la verdad.
Revolvió la nave hasta encontrar el catalejo, guardado en un cajón como curiosidad. Se lo llevó al ojo y enfocó la luz brillante, titilante, casi esperando que se desvaneciera. Sin embargo, apareció ante él, agrandada y más brillante, con una blancura inmaculada.
Si era una estrella, ¿por qué no la había visto antes? ¿Y dónde estaban las demás? Según le había contado su Señor, el mundo antiguo estaba rodeado de incontables estrellas pero, durante la separación del mundo llevada a cabo por los sartán, todas ellas habían desaparecido, se habían desvanecido. Según su amo y señor, no debería haber estrellas visibles en ninguno de los nuevos mundos.
Preocupado y pensativo, Haplo volvió al puente. Sería mejor cambiar el rumbo, volar hacia la luz, investigarla... Al fin y al cabo, no podía ser una estrella...
Su Señor lo había dicho.
Colocó las manos sobre la piedra de gobierno, pero no pronunció las palabras que daban vida a las runas. En su mente saltó la duda.
¿Y si su Señor se equivocaba?
Haplo asió la piedra con fuerza y los agudos bordes de las runas se clavaron en la carne blanda y desprotegida de sus palmas. El dolor fue un adecuado castigo por haber dudado de su Señor, por dudar de aquel que los había salvado del
Laberinto infernal, de aquel que los conduciría a la conquista de los mundos.
Su Señor, con sus conocimientos de astronomía, había dicho que no habría estrellas. Volaría hacia aquella luz para investigarla. Tendría fe. Su Señor no le había fallado nunca.
Pero siguió sin pronunciar las palabras mágicas.
¿Y si volaba hacia la luz y su Señor se equivocaba respecto a aquel mundo?
¿Y si resultaba ser similar al antiguo, un planeta orbitando un sol en un espacio frío, negro y vacío? Si era así, podía terminar volando en la nada, surcando la nada hasta que la muerte lo alcanzara. Por lo menos, ahora había avistado lo que esperaba y creía que eran unas nubes. Y donde había nubes, podía haber tierra.
«Mi Señor es mi dueño», se dijo el patryn. «Lo obedeceré incondicionalmente en todo. El es sabio, inteligente y omnisciente. Lo obedeceré. Lo...»
Haplo alzó las manos de la piedra de gobierno. Dando media vuelta con gesto malhumorado, se acercó a uno de los tragaluces y observó el exterior.
—Ahí está, muchacho —murmuró.
El perro, al percibir el tono de preocupación en la voz de su amo, lanzó un gañido de simpatía y barrió el suelo con el rabo para indicar que estaba a su disposición si lo necesitaba.
— ¡Tierra! —Continuó Haplo—. ¡Por fin! ¡Lo hemos conseguido!
Ya no quedaba ninguna duda. Las nubes se habían abierto y, bajo ellas, pudo ver una masa verde oscura. Al acercarse más, advirtió que en ella se distinguían varias tonalidades, zonas que iban desde un glauco grisáceo hasta un verdeazul intenso y un verde esmeralda moteado de amarillo.
— ¿Cómo voy a volverme atrás, ahora?
Una parte de su mente le dijo que hacerlo sería ilógico. Aterrizaría allí, establecería contacto con los habitantes como se le había ordenado y luego, al marcharse, podría poner rumbo a la luz resplandeciente para investigarla.
Sí, era un plan coherente y Haplo se sintió aliviado. El patryn no era dado a perder el tiempo en recriminaciones o análisis profundos sobre sus propios actos y se concentró con calma en la tarea de preparar la nave para el aterrizaje. Al percibir la creciente excitación de su amo, el perro se puso a retozar en torno a él, mordisqueándolo y dando saltos.
Sin embargo, bajo la excitación y el júbilo y la sensación de victoria fluía una corriente oculta mucho más sombría. Aquellos últimos instantes habían traído una revelación terrible y Haplo se sentía sucio, indigno. Se había atrevido a pensar que su amo y señor podía equivocarse.
La nave siguió acercándose a la masa de verdor y, por primera vez, Haplo se dio cuenta de la velocidad a la que había viajado. La tierra parecía venírsele encima y se vio obligado a recanalizar la magia de las runas de las alas en una maniobra que redujo la velocidad e hizo más lento el descenso. Empezó a distinguir árboles y grandes extensiones verdes, desiertas, que parecían adecuadas para un aterrizaje. Mientras sobrevolaba un mar, divisó a lo lejos otras extensiones de agua, lagos y ríos, apenas visibles debido a la espesa pantalla de vegetación que las rodeaba. Pero no encontró ningún rastro de civilización.
Continuó volando sobre las copas de los árboles y no vio ciudades, ni castillos, ni murallas. Por fin, cansado de contemplar el interminable océano de verdor bajo la quilla, Haplo se dejó caer en el suelo frente a uno de los amplios miradores del puente. El perro se había dormido. No se veían navíos en los mares ni barcas en los lagos. No había caminos que cruzaran las planicies abiertas, ni puentes que salvaran los ríos.
Según los registros dejados por los sartán en el Nexo, aquel mundo debía de estar habitado por elfos, humanos y enanos, y tal vez incluso por los propios sartán. Pero, si era así, ¿dónde estaban? Sin duda, ya debería de haber visto algún rastro de su presencia. O tal vez no...
Por primera vez, Haplo empezó a hacerse una idea de la inmensidad de aquel mundo. Aunque estuviera poblado por decenas de millones de habitantes, podía pasarse toda la vida buscándolos sin encontrarlos jamás. Bajo el tupido dosel de árboles podían ocultarse ciudades enteras, invisibles al ojo que las buscara desde arriba. No habría modo de descubrirlas, de detectar su existencia, si no era aterrizando e intentando penetrar en aquella densa masa de vegetación.
— ¡Eso es imposible! —murmuró para sí.
El perro despertó y acarició la mano de su amo con su frío hocico. Haplo frotó la suave pelambre y estrujó sin darse cuenta sus oídos sedosos. El animal, con un suspiro, se relajó y cerró los ojos.
— ¡Haría falta todo un ejército para batir esta tierra! Y quizá ni siquiera así encontraría nada. Tal vez no deberíamos molestarnos... ¿Eh? ¿Qué...? ¡Alto! ¡Un momento!
El patryn se puso en pie de un salto, alarmando al perro, que se puso a ladrar. Con las manos en la piedra de gobierno, Haplo hizo virar la nave suavemente mientras observaba con atención una pequeña mancha de verde grisáceo más clara que el resto.
— ¡Sí! ¡Ahí! —exclamó excitado, señalando el lugar por la ventana como si estuviera presentando su descubrimiento ante cientos de testigos, en lugar de hacerlo ante un simple can blanquinegro.
Contra el fondo verde, eran claramente visibles unos pequeños destellos de luz, de diferentes colores, seguidos de unas nubéculas negras. Haplo las había visto por el rabillo del ojo y había dado la vuelta para cerciorarse. Tras una breve pausa, los destellos reaparecieron. Podía ser un fenómeno natural, se dijo, y se obligó a tranquilizarse, consternado ante la falta de dominio de sí mismo.
No importaba. Aterrizaría y comprobaría qué era. Al menos, así saldría de aquella maldita nave y respiraría aire fresco.
Haplo descendió en círculos, guiado por los estallidos luminosos. Cuando estuvo por debajo de las copas más altas, contempló una vista que le habría hecho dar gracias a su dios por lo milagrosa que era, si hubiera creído en algún dios al que dar gracias.
Junto a la zona despejada se alzaba una especie de estructura, construida evidentemente por unas manos inteligentes. Los destellos procedían de aquel lugar, precisamente. Y ahora podía distinguir gente, pequeñas siluetas como insectos en la planicie verde grisácea. Las chispas luminosas empezaron a hacerse más frecuentes, como si fueran presa de la excitación. Daba la impresión de que las luces se elevaban de entre el grupo congregado allá abajo.
El patryn se dispuso a entrar en contacto con los habitantes de aquel nuevo mundo. Ya tenía preparada una historia, parecida a la que le había contado a
Limbeck, el enano, en Ariano.
. Término utilizado por los patryn y los sartán para referirse a los individuos de las razas inferiores: elfos, humanos y enanos. Se aplica a todas ellas por igual. (N.
del a.)
Procedía de otra parte de Pryan, y su pueblo (según se fueran presentando las circunstancias) hacía exactamente lo que ellos: combatir para liberarse de sus opresores. Una vez ganada la batalla en su tierra de procedencia, Haplo había acudido allí para ayudar a otros a conseguir la libertad.
Naturalmente, cabía la posibilidad de que aquellas gentes —elfos, humanos y enanos— vivieran en paz y tranquilidad entre ellas, que no tuvieran opresores, que la vida se desarrollara plácidamente bajo el gobierno de los sartán y que no necesitaran liberarse de nadie. Haplo meditó sobre aquella posibilidad y no tardó en rechazarla con una sonrisa. Los mundos cambiaban, pero un hecho permanecía constante. Sencillamente, no entraba en la naturaleza de los mensch vivir en armonía con los demás mensch.
El patryn distinguía ya con claridad a la gente que había sobre el suelo y advirtió que desde abajo también lo habían visto. Algunos salían apresuradamente del edificio, mirando hacia el cielo. Otros corrían por una ladera hacia el lugar donde brillaban los destellos. Empezó a distinguir lo que parecía una gran ciudad oculta bajo las amplias ramas de un árbol. Por un resquicio de la espesura selvática, vio un lago rodeado de edificios enormes con huertos cultivados y vastas extensiones de suave césped.
La distancia se redujo aún más y Haplo observó que los presentes contemplaban su dragón alado, cuyo cuerpo y cuya cabeza estaban tan bien pintados que, desde allá abajo, debía de parecer de carne y hueso. Notó que muchos testigos evitaban aventurarse en la zona despejada, donde era ya evidente que Haplo se disponía a posarse. La gente se refugiaba al abrigo de los árboles, curiosa pero demasiado precavida como para acercarse más. En realidad, al patryn le sorprendió que toda aquella gente no huyera presa del pánico ante su aparición. Más aún; varios de los presentes, dos de ellos en particular, se quedaron justo debajo de la nave, con la cabeza vuelta hacia arriba y una mano alzada para protegerse los ojos del resplandor del sol.
Haplo advirtió que uno de los dos, una figura envuelta en unas ropas anchas de tonos morados, señalaba una zona llana y despejada gesticulando con los brazos en alto. Si no hubiera sido demasiado increíble para plantearse siquiera tal posibilidad, el patryn habría dicho que estaban esperando su aparición.
—Llevo demasiado tiempo aquí arriba —le comentó al perro. Con las patas firmemente plantadas en la cubierta del puente, el animal miraba por uno de los grandes ventanales de la nave, ladrando frenéticamente a la gente congregada bajo el casco.
El patryn no disponía de tiempo para seguir contemplando la escena. Con las manos en la piedra de gobierno, conjuró las runas para aminorar la marcha del
Ala de Dragón, dejar la nave suspendida en el aire y posarla en el suelo sana y salva. Por el rabillo del ojo, vio que la figura de la indumentaria morada se ponía a dar saltos, agitando en el aire un gorro viejo y desgarbado.
La nave tocó el suelo y, para sorpresa y alarma de Haplo, continuó bajando.
¡Se estaba hundiendo! Haplo advirtió entonces que no estaba en tierra firme, sino posado en un lecho de musgo que cedía bajo el peso de la nave voladora. Ya se disponía a activar la magia para detener el descenso de la embarcación cuando ésta quedó asentada por fin, meciéndose casi como una cuna y enterrada en el musgo como un perro en una manta gruesa.
Por fin, después de una travesía que le había parecido durar siglos, Haplo había llegado a su destino.
Se asomó a las ventanas, pero estaban enterradas bajo el espeso musgo y no se veía por ellas otra cosa que una masa de hojas verde grisácea contra el cristal.
Tendría que salir por la cubierta superior.
Desde arriba le llegaron unas débiles voces, pero Haplo consideró que la nave habría sembrado tal temor reverencial entre los nativos que éstos no se atreverían a acercarse. Si lo hacían, se llevarían una conmoción. Textualmente. El patryn había levantado un escudo mágico en torno al casco y quien lo tocara creería, por una fracción de segundo, que le había caído un rayo encima.
Una vez llegado a su destino, Haplo volvió a ser él mismo. Su cerebro volvió a pensar, a guiar sus actos, a dirigirlo. Se vistió de modo que todo su cuerpo, tatuado de signos mágicos, quedara a salvo de miradas. Para ello, se enfundó unas botas de cuero, suaves y flexibles, ajustadas sobre unos pantalones también de cuero, una camisa de manga larga, cerrada de cuello y de puños y, encima, un chaleco de piel. Por último, se ató un pañuelo al cuello, introduciendo las puntas bajo la camisa.
Los tatuajes no se extendían por la cabeza ni por el rostro, pues su magia podría perturbar los procesos mentales. Surgiendo de un punto del pecho por encima del corazón, las runas ocupaban todo el resto de su cuerpo, recorriendo el tronco hasta los riñones, los muslos, las pantorrillas y el empeine del pie, pero no la planta. Círculos y espirales y complejos dibujos en rojo y azul rodeaban su cuello, se extendían por sus hombros, bajaban por los brazos y cubrían tanto la palma como el revés de sus manos, pero no los dedos. Así, las únicas zonas de su epidermis libres de tatuajes mágicos eran el cráneo, para que su cerebro pudiera guiar la magia, los ojos, oídos y boca, para poder percibir el mundo exterior, y los dedos de las manos y las plantas de los pies, para conservar el tacto.
La última precaución de Haplo, una vez que la nave hubo aterrizado y él ya no necesitó más las runas para pilotarla, fue envolverse las manos con unos fuertes vendajes. Se ajustó la venda en torno a la muñeca y cubrió toda la palma, pasando la tela entre los dedos y dejando éstos al descubierto.
Una enfermedad de la piel, había explicado Haplo a los mensch en Ariano. No era dolorosa, pero las pústulas enrojecidas y llenas de pus que provocaba la dolencia resultaban repulsivas a la vista. En Ariano, después de escuchar sus explicaciones, todo el mundo se había cuidado de evitar sus manos vendadas.
Bueno, casi todo el mundo.
Un hombre había adivinado que mentía; un hombre, después de someterlo a un hechizo, había mirado bajo las vendas y había visto la verdad. Pero aquel hombre era un sartán, Alfred, y ya sospechaba por adelantado lo que iba a descubrir. Haplo había advertido que Alfred prestaba una atención fuera de lo normal a sus manos, pero no había hecho caso..., lo cual había resultado un error casi fatal para sus planes. Esta vez, el patryn sabía qué debía vigilar; esta vez, estaba preparado.
Conjuró una imagen de sí mismo y la inspeccionó detenidamente, dando una vuelta completa en torno a aquel Haplo simulado. Por fin, se dio por satisfecho. No se veía ni rastro de runas. Disolvió la imagen. Colocó en su sitio los vendajes de las manos, subió a la cubierta superior, abrió la escotilla y salió, deslumbrado, bajo el brillante sol.
El murmullo de voces se apagó ante su aparición. Haplo se incorporó en la cubierta y miró a su alrededor, deteniéndose un instante para aspirar profundamente aquel aire fresco, aunque terriblemente húmedo. Debajo de él vio unas cabezas levantadas, unas bocas abiertas, unos ojos asombrados.
Eran elfos, con una excepción. La figura de amplios ropajes de color morado era un humano, un viejo de largo cabello canoso y luenga barba blanca. Al contrario que los demás, el anciano no lo contemplaba con asombro y temor.
Radiante, se volvía a un lado y a otro mientras se alisaba la barba.
— ¡Os lo dije! —lo oyó exclamar—. ¿No os lo dije? ¡Supongo que me creeréis ahora!
— ¡Perro, aquí! —Haplo soltó un silbido y el animal apareció en cubierta, trotando pegado a sus talones. Su presencia provocó una nueva oleada de asombro entre los presentes.
Haplo no se preocupó de echar la escalerilla; la nave se había hundido tanto en el musgo —con las alas posadas sobre éste— que pudo saltar al suelo sin problemas desde la cubierta. Los elfos congregados en torno al Ala de Dragón retrocedieron apresuradamente, observando al piloto de la nave con incredulidad y suspicacia. Haplo aspiró profundamente y se dispuso a contar la historia que tenía pensada. Su mente, trabajando a marchas forzadas, evocó el idioma de los elfos.
Pero no tuvo ocasión de hablar.
Antes de que lo hiciera, el anciano corrió hasta él y le estrechó una de sus manos vendadas.
— ¡Nuestro salvador! ¡Justo a tiempo! —Exclamó, sacudiéndole el brazo enérgicamente en el tradicional saludo humano—. ¿Has tenido un buen vuelo?
CAPITULO 10
EN LA FRONTERA DE THURN
Roland, tendido en el suelo, se contorsionó para cambiar de postura en un intento de aliviar el dolor de sus músculos entumecidos. La maniobra dio resultado durante unos instantes, pero brazos y nalgas no tardaron en dolerle de nuevo, sólo que en puntos distintos. Con una mueca en el rostro y con movimientos disimulados, trató de soltarse las enredaderas que le atenazaban las muñecas pero el dolor le forzó a dejarlo. Las ataduras eran más resistentes que el cuero y le habían dejado las muñecas en carne viva.
—No malgastes tus fuerzas —dijo una voz.
Roland volvió la cabeza para ver quién hablaba.
— ¿Dónde estás?
—Al otro lado del árbol. Esas ataduras son de liana de pytha y no podrás romperlas. Cuanto más lo intentes, más te apretarán.
Vigilando de reojo a sus captores, Roland consiguió arrastrarse en torno al gran tronco hasta descubrir, al otro lado, la figura de un humano de piel morena vestido con ropas de brillantes colores. El hombre estaba firmemente atado, con enredaderas en torno al pecho, los brazos y las muñecas. Del lóbulo de su oreja izquierda pendía un aro de oro.
—Andor —se presentó, con una sonrisa. Tenía un lado de la boca hinchado y medio rostro manchado de sangre seca.
—Roland Hojarroja. ¿Eres un rey del mar? —añadió, haciendo referencia al arete.
—Sí. Y tú eres de Thillia. ¿Qué andabais haciendo en tierras de Thurn?
— ¿Thurn? No estamos en Thurn. Vamos camino de las Tierras Ulteriores.
—No te hagas el tonto conmigo, thilliano. Sabes muy bien dónde estamos. De modo que estáis comerciando con los enanos... —Andor hizo una pausa y se pasó la lengua por los labios—. Cuánto daría por poder beber algo...
—Soy un explorador —explicó Roland, lanzando una cauta mirada a sus captores para asegurarse de que no lo observaban.
—Podemos hablar libremente. A ellos no les importa. Y no es preciso ocultar nada, ¿sabes? No vamos a vivir lo bastante como para que importe.
— ¿Qué...? ¿Qué quieres decir?
—Esos gigantes matan todo lo que se les pone por delante... Veinte personas, en mi caravana. Todos muertos. Los animales, incluso. ¿Por qué los animales?
Ellos no habían hecho nada. No tiene el menor sentido, ¿verdad?
¿Muertos? ¿Veinte personas muertas? Roland miró severamente al otro prisionero pensando que tal vez mentía, que sólo pretendía ahuyentar a un thilliano de las rutas comerciales de los señores del mar. Andor apoyó la espalda en la corteza del árbol, con los ojos cerrados. Roland observó el sudor que resbalaba por su frente, las oscuras ojeras en torno a sus cuencas hundidas, los labios cenicientos... No, el tipo no mentía. El corazón se le encogió de miedo al recordar el grito frenético de Rega, llamándolo, y tragó saliva tratando de quitarse de la boca un regusto amargo.
— ¿Y..., y tú? —consiguió articular.
Andor se estiró, abrió los ojos y volvió a sonreír. Fue una sonrisa torcida, debido a la hinchazón de la boca, y a Roland le pareció atroz.
—Yo me había alejado del campamento para atender una llamada de la naturaleza. Oí la pelea, los gritos... Cuando llegó la hora oscura... ¡Dios de las
Aguas, qué sed tengo! —Volvió a pasarse la lengua por los labios—. Me quedé inmóvil. ¿Qué otra cosa podía hacer? Al llegar la hora oscura, volví al lugar dando un rodeo. Y allí los encontré: mis socios comerciales, mi tío... —Andor movió la cabeza a un lado y a otro—. Eché a correr. Traté de alejarme, pero me cogieron y me trajeron aquí justo antes de que aparecieran contigo. Es extraño que puedan ver tan bien, sin ojos.
— ¿Quiénes..., qué diablos son? —preguntó Roland.
— ¿No lo sabes? ¡Son titanes!
Roland soltó un bufido.
— ¡Ésas son historias de crios...!
— ¡Sí, niños...! —Andor se echó a reír—. Mi sobrino tenía siete años. Encontré su cuerpo. Tenía la cabeza destrozada, como si alguien se la hubiera aplastado de un pisotón. —Inició una carcajada estridente, un aullido que se le rompió en la garganta, seguido de una tos agónica.
—Cálmate —susurró Roland.
Andor tomó aire con un estremecimiento.
—Son titanes, te lo aseguro. Los mismos que han destruido el imperio de
Kasnar. ¡Allí lo arrasaron todo! No quedó un solo edificio en pie, una sola persona con vida salvo los que consiguieron huir de su avance. Y ahora se dirigen al sur a través de los reinos de los enanos.
—Pero los enanos los detendrán, sin duda...
Andor suspiró, hizo una mueca y trató de mover el cuerpo.
—Corre el rumor de que los enanos están aliados con ellos, que adoran a esos carniceros. Los enanos proyectan dejar que los titanes sigan su marcha y nos destruyan; entonces, los enanos se adueñarán de nuestras tierras.
Roland recordó vagamente que Barbanegra había comentado algo de su pueblo y los titanes, pero ya hacía demasiado tiempo de aquello y, además, él iba muy cargado de cerveza esa noche.
Por el rabillo del ojo captó un movimiento que lo impulsó a volverse. En el amplio espacio abierto donde estaban atados los dos humanos aparecieron más gigantes, desplazándose más silenciosos que el viento y sin que una sola hoja se moviera a su paso.
Roland observó con cautela a los recién llegados, que traían unos bultos en los brazos. Reconoció una cabellera oscura...
— ¡Rega! —Se incorporó hasta quedar sentado, luchando con rabia por librarse de las ataduras.
— ¿De modo que erais más? —Andor sonrió, torciendo la boca—. ¡Y llevabais a un elfo con vosotros! ¡Dios de las Aguas, si os hubiéramos cogido nosotros...!
Los titanes llevaron a sus cautivos al pie del árbol junto al que estaba Roland y los depositaron suavemente en el suelo. A Roland le levantó el ánimo observar que los captores trataban con delicadeza a sus prisioneros. Tanto Paithan como
Rega estaban inconscientes y llevaban las ropas cubiertas de lo que parecían fragmentos de hongo, pero ninguno de los dos parecía herido. Roland no advirtió rastro alguno de sangre, contusiones o huesos rotos. Los titanes ataron a los cautivos con movimientos ágiles y experimentados, los observaron durante unos instantes como si los estudiaran y, por último, los dejaron en paz. Después, reunidos en el centro del claro del bosque, los gigantes formaron un círculo y parecieron conferenciar, volviendo sus enormes cabezas a un lado y a otro para hablar entre ellos.
—Vaya grupo más espantoso —murmuró Roland. Arrastrándose lo más cerca de Rega que pudo, apoyó su cabeza en el pecho de su hermana y escuchó los latidos de su corazón, fuertes y regulares. Con unos ligeros codazos, intentó despertarla—. ¡Rega!
La mujer agitó los párpados. Al abrirlos, vio a Roland y pestañeó, sorprendida y confusa. El recuerdo del espanto inundó su mirada. Intentó moverse, descubrió que estaba atada y contuvo el aliento en un jadeo aterrado.
— ¡Rega! ¡Silencio! Quédate quieta. ¡No, no lo intentes! Esas malditas lianas aprietan aún más si tratas de liberarte.
— ¡Roland! ¿Qué ha sucedido? ¿Qué son esos...? —Rega volvió la vista a los titanes y se estremeció.
—Los tyros debieron de olfatear a esos seres y salieron huyendo. Yo iba tras ellos cuando la jungla cobró vida a mi alrededor. Apenas me dio tiempo a gritar. Al momento, me cogieron y me dejaron sin sentido.
—Paithan y yo estábamos en..., en la plataforma. Los gigantes vinieron y apoyaron las manos en el hongo y empezaron a sacudirlo...
—Vamos, vamos. Ya ha pasado todo. ¿Quin está bien?
—Me..., me parece que sí. —Rega observó sus ropas cubiertas de esporas y murmuró—: El hongo debió de amortiguar nuestra caída. ¡Paithan! —Añadió en un susurro, inclinándose hacia el elfo—. Paithan, ¿me oyes?
— ¡Ayyy! —El elfo recobró el conocimiento con un gemido.
— ¡Hacedlo callar! —gruñó Andor.
Los titanes habían dejado de mirarse unos a otros y desplazaron su ciega atención a los prisioneros. Uno a uno, con movimientos lentos y ágiles sobre el suelo selvático, los gigantes se acercaron a ellos.
— ¡Se acabó! —musitó Andor con voz lúgubre—. Nos veremos en el infierno, thilliano.
Alguien soltó un lamento quejumbroso; Roland no pudo distinguir si era Rega o el elfo. No pudo apartar los ojos de los gigantes el tiempo suficiente para averiguarlo. Notó el cuerpo tembloroso de Rega, apretado contra el suyo, y el movimiento del musgo le indicó que Paithan, atado como el resto de ellos, trataba de arrastrarse hacia la mujer.
Mirando atentamente a los titanes, Roland no vio ninguna razón para sentir miedo. Eran enormes, desde luego, pero no se mostraban especialmente amenazadores o agresivos.
—Escucha, hermanita —susurró a Rega por la comisura de los labios—, si quisieran matarnos, ya lo habrían hecho. Conserva la calma. No parecen excesivamente inteligentes y creo que podemos salir de ésta.
Andor soltó una carcajada, una risotada espantosa, escalofriante. Los titanes, una decena de ellos, se habían reunido en torno a sus prisioneros, formando un semicírculo. Las cabezas sin ojos estaban vueltas hacia ellos. Y llegó a sus oídos una voz muy suave, muy pacífica, muy dulce.
¿Dónde está la ciudadela?
Roland alzó la vista hacia ellos, perplejo.
— ¿Habéis dicho algo? —preguntó. Habría jurado que sus bocas no se habían movido.
— ¡Sí, yo lo he oído! —le respondió Rega, espantada y asombrada.
¿Dónde está la ciudadela?
Volvieron a escuchar la pregunta, en el mismo tono de voz apacible, como si las palabras les fueran susurradas en la mente. Andor soltó de nuevo su risa desquiciada.
— ¡No lo sé! —chilló de pronto, sacudiendo la cabeza hacia adelante y hacia atrás—. ¡No tengo idea de dónde está la maldita ciudadela!
¿Dónde está la ciudadela? ¿Adonde debemos ir?
Las palabras tenían ahora un tono de urgencia; ya no eran un susurro sino un grito que retumbaba como un alarido encerrado dentro de su cráneo.
¿Dónde está la ciudadela? ¿Adonde debemos ir? ¡Decidnos! ¡Mandadnos!
Molesto al principio, el grito que taladraba la cabeza de Roland se hizo rápidamente más y más doloroso. Rebuscó en su torturado cerebro, tratando desesperadamente de recordar, pero no había oído hablar jamás de ninguna
«ciudadela», al menos en Thillia.
— ¡Preguntad... al... elfo! —consiguió articular, filtrando las palabras entre sus dientes, encajados por efecto de aquel dolor insoportable.
Un grito terrible detrás de él le reveló que los titanes habían seguido su indicación. Paithan intentó resistirse, rodando por el suelo y retorciéndose de dolor, al tiempo que gritaba algo en elfo.
— ¡Basta! ¡Basta! —suplicó Rega y, de pronto, las voces cesaron.
En sus cabezas reinó de nuevo el silencio. Roland dejó de agitarse, agotado.
Paithan yacía en el musgo, sollozando. Rega, con los brazos firmemente atados, se encogió a su lado. Los titanes contemplaron a sus prisioneros y uno de ellos, sin el menor previo aviso, asió de pronto una rama caída y golpeó con ella el cuerpo atado e indefenso de Andor.
El rey del mar no tuvo ocasión de gritar siquiera; el impacto le aplastó la caja torácica, desgarrándole los pulmones. El titán levantó la rama y descargó un nuevo golpe, que le hundió el cráneo al desgraciado humano.
Una rociada de sangre caliente salpicó a Roland. Los ojos de Andor miraban fijamente a su asesino. El señor del mar había muerto con aquella desagradable sonrisa en los labios, como si celebrara alguna broma espantosa. Su cuerpo se agitó con los estertores de su agonía.
El titán continuó descargando golpes, empuñando la rama cubierta de sangre, hasta reducir el cadáver a un amasijo sanguinolento. Cuando lo hubo dejado irreconocible, el gigante se volvió hacia Roland.
Aturdido y aterrado, Roland reunió todo su empuje en un último esfuerzo y se impulsó hacia atrás, derribando a Rega. Reptando por el musgo, se encorvó encima de ella para protegerla con su cuerpo. Rega se quedó inmóvil, demasiado inmóvil, y su hermano pensó que tal vez se había desmayado. Esperó que así fuera. Así sería más fácil..., mucho más fácil. Paithan yacía cerca de ellos, mirando lo que había quedado de Andor con ojos desorbitados. El elfo tenía el rostro de un tono ceniciento y parecía haber dejado de respirar.
Roland se preparó para recibir el golpe, rogando que el primero lo matara enseguida.
Escuchó el crujido del musgo debajo de él y notó la mano que surgía del suelo y lo agarraba por la hebilla del cinturón, pero aquella mano no le pareció real, no tan real como la muerte que se cernía sobre él. El inesperado tirón y el hundimiento a través del musgo lo devolvieron bruscamente a la conciencia. Soltó un jadeo y farfulló y forcejeó, como un sonámbulo que cayera de bruces en una charca helada.
La caída terminó brusca y dolorosamente. Abrió los ojos. No estaba sumergido en agua, sino en un túnel oscuro que parecía excavado en la gruesa capa de musgo. Una mano enérgica lo empujó y una hoja afilada lo liberó de las ataduras.
— ¡Vamos, vamos! ¡Son bastante estúpidos, pero nos seguirán!
—Rega... —murmuró Roland, tratando de retroceder.
— ¡Ya la tengo! ¡A ella y al elfo! ¡Vamos, adelante!
Rega le cayó casi encima, empujada por atrás. La mujer fue a dar con la mejilla contra el hombro de su hermano y alzó la cabeza, otra vez consciente.
— ¡Corred! —ordenó la voz.
Roland agarró a su hermana, arrastrándola consigo. Ante ellos se extendía un estrecho túnel que se internaba en el musgo. Rega abrió la marcha, avanzando a gatas. Roland la siguió. El temor dictaba a su cuerpo lo que debía hacer para escapar, pues su cerebro parecía bloqueado.
Confundido, tanteando el camino entre la oscuridad verde grisácea, gateó y se arrastró y chapoteó torpemente en su loca huida. Rega, cuyo cuerpo era más fibroso, se abría paso por el túnel con facilidad; de vez en cuando, se detenía para mirar atrás, buscando con los ojos al elfo, que avanzaba detrás de Roland.
El rostro de Paithan mostraba una palidez espectral y más parecía un fantasma que un ser vivo, pero no dejaba de avanzar, empleando manos, rodillas y vientre como un reptil. Detrás de él, la voz no dejaba de darles prisa.
— ¡Adelante, vamos!
La tensión no tardó en hacer mella en Roland. Le dolían los músculos, tenía las rodillas en carne viva y el aire le quemaba en los pulmones. «Ya estamos a salvo», se dijo. «El túnel es demasiado estrecho para esos monstruos...»
Un estruendo de crujidos, como si unas manos gigantescas estuvieran desgarrando el suelo, impulsó a Roland a continuar la marcha. Como una mangosta a la caza de una serpiente, los titanes estaban abriendo el musgo, ensanchando el pasadizo para localizarlos.
Los fugitivos siguieron descendiendo por el túnel, cayendo y rodando en ocasiones, cuando la pendiente se hacía demasiado acusada y la oscuridad los impedía ver el camino. El temor a sus perseguidores y la voz insistente les impulsó más allá de los límites de su resistencia hasta que un jadeo y un golpe sordo a su espalda le indicó a Roland que las fuerzas habían abandonado finalmente al elfo.
— ¡Rega! —exclamó. Su hermana hizo un alto, se volvió lentamente y lo miró con aire cansado—. El elfo se ha desmayado. ¡Ven a ayudarme!
La mujer asintió, sin aliento para hablar, y volvió atrás arrastrándose. Roland alargó la mano, la agarró por el brazo y la notó temblar de cansancio.
— ¿Por qué os detenéis? —preguntó la voz.
— ¡Mira al... elfo...! —respondió Roland entrecortadamente—. Está... acabado.
Todos lo estamos... Descanso. Necesito... un descanso.
Rega se dejó caer junto a él, jadeando y con agujetas en los músculos. A
Roland le rugía la sangre en los tímpanos; los latidos de su corazón desbocado le impedían oír si sus perseguidores aún iban tras ellos. Aunque tampoco importaba mucho, se dijo, si los oía llegar o no.
—Descansaremos un poco —dijo la voz áspera—. Pero sólo un rato. Abajo.
Tenemos que ir más abajo.
Roland miró a su alrededor, parpadeando para eliminar las grandes manchas
.y chiribitas que aparecían ante sus ojos, nublándole la visión. De todos modos, no había mucho que ver. La oscuridad era densa, intensa.
—Seguro... que no nos seguirán... tan lejos...
—Vosotros no los conocéis. Son terribles.
Aquella voz... Ahora que la escuchaba con más atención, le sonaba conocida...
— ¿Barbanegra? ¿Eres tú?
—Ya te dije que me llamo Drugar. ¿Quién es el elfo?
—Paithan —se presentó el aludido, apoyándose en las paredes del túnel hasta quedar en cuclillas—. Paithan Quindiniar. Es un honor para mí conocerlo, señor;
quiero expresarle mi agradecimiento por...
— ¡Déjate de zarandajas ahora, elfo! —Gruñó Drugar—. ¡Abajo! ¡Tenemos que seguir bajando!
Roland flexionó las manos. Tenía las palmas sangrando, llenas de arañazos producidos al apoyarlas en las ásperas paredes del túnel de musgo.
— ¿Rega? —inquirió, preocupado.
—Sí, puedo seguir. —Roland la oyó suspirar. Después, su hermana se separó de él y empezó a gatear de nuevo.
Roland también exhaló un profundo suspiro, se secó el sudor de los ojos y continuó la marcha, sumergiéndose más y más en la oscuridad.
CAPITULO 11
LOS TÚNELES, THURN
Los fugitivos avanzaron a rastras por el túnel, siempre descendiendo, y la voz siguió insistiendo: « ¡Vamos, adelante!». Sus mentes perdieron pronto la conciencia de dónde estaban o qué hacían. Se convirtieron en autómatas que se movían en las sombras como juguetes de cuerda, sin pensar sus actos, demasiado agotados y aturdidos para que les importara.
En un momento dado, los invadió una sensación de inmensidad. Al alargar la mano, ya no tocaban las paredes del túnel. El aire, aunque estancado, tenía un sorprendente frescor y olía a humedad y a lozanía.
—Hemos llegado al fondo —anunció el enano—. Ahora, debéis descansar.
Se derrumbaron en el suelo, tendidos de espaldas y buscando aire entre rápidos jadeos, y estiraron los músculos para aliviar las dolorosas rigideces de la penosa marcha. Drugar no volvió a abrir la boca. De no haber sido por su respiración estentórea, podrían haber pensado que ya no estaba con ellos. Por fin, algo recuperados, empezaron a percibir mejor el lugar en el que estaban. El material sobre el cual estaban tendidos, fuera lo que fuese, era duro y resistente, resbaladizo y ligeramente áspero al tacto.
— ¿Qué es esta sustancia? —preguntó Roland, incorporándose un poco.
Hundió la mano, sacó un puñado y lo dejó correr entre los dedos.
— ¿Qué importa? —replicó Rega. En su voz jadeante había un tono agudo, chillón—. ¡No soporto esto! La oscuridad... ¡Es terrible! ¡No puedo respirar! ¡Me ahogo...!
Drugar pronunció unas palabras en el idioma de los enanos, que sonaron como el fragor de unas rocas entrechocando. Al instante, se encendió una luz cuyo brillo resultó doloroso al resto del grupo. El enano sostuvo en alto una antorcha.
— ¿Mejor así, humana?
—No, no mucho —contestó Rega. Se incorporó hasta quedar sentada y miró a su alrededor con gesto de temor—. La luz sólo hace más oscura la oscuridad. ¡Odio este lugar! ¡No soporto estar aquí abajo!
— ¿Prefieres volver arriba? —preguntó Drugar.
Rega palideció y abrió unos ojos como platos.
—No —musitó, y cambió de posición para acercarse a Paithan.
El elfo inició el gesto de pasar el brazo por los hombros de la humana para reconfortarla, pero volvió la vista hacia Roland. Después, enrojeciendo, se puso en pie y se alejó unos pasos. Rega lo siguió con la mirada.
— ¿Paithan?
Él no se volvió. Hundiendo la cara entre las manos, Rega se puso a sollozar amargamente.
—Eso en lo que estás sentado es tierra —indicó Drugar.
Roland estaba desconcertado, sin saber qué hacer. Sabía que, como «marido»
suyo, debía acercarse a consolar a Rega; sin embargo, tenía la impresión de que su presencia sólo empeoraría las cosas. Además, sentía la necesidad de consolarse a sí mismo. Al mirarse las ropas a la luz de la antorcha, vio las manchas rojas que lo cubrían. Era sangre. La sangre de Andor.
—Tierra —repitió Paithan—. Fango y rocas... ¿Quieres decir que estamos realmente a nivel del suelo?
—Sí —intervino Roland—. ¿Dónde estamos?
—Esto es un k'tark, una encrucijada de caminos, en vuestra lengua —
respondió Drugar—. Aquí se juntan varios túneles. Nosotros lo consideramos un buen lugar de reunión. Hay reservas de comida y agua. —Señaló varios bultos sombríos, apenas visibles bajo la luz parpadeante de la antorcha—. Servios.
—Yo no tengo hambre —murmuró Roland mientras se frotaba frenéticamente las salpicaduras de sangre de la camisa—. Pero agradecería un poco de agua.
— ¡Sí, agua! —Rega levantó la cabeza y las lágrimas de sus mejillas brillaron a la luz de la tea.
—Yo te la traeré —se ofreció el elfo.
Los bultos en sombras resultaron ser barricas de madera. El elfo sacó la tapa de una de ellas, acercó la cabeza y olió su contenido.
—Agua —informó. Llenó una calabaza y fue a llevársela a Rega.
—Bebe —le dijo con dulzura, mientras su mano le acariciaba el hombro.
Rega tomó la calabaza entre ambas manos y bebió con avidez. Sus ojos estaban fijos en el elfo, y los de éste en los suyos. Roland, al verlos, notó un nudo siniestro en sus entrañas. Había cometido un error: su hermana y el elfo se gustaban. Se gustaban mucho. Y aquello no entraba en los planes. No le importaba un céntimo que Rega sedujera a un elfo, pero no iba a tolerar que se enamorara de él.
— ¡Eh! —exclamó—. Yo también quiero beber.
Paithan se incorporó. Rega le entregó la calabaza vacía, con una débil sonrisa.
El elfo regresó hasta la barrica del agua. Rega lanzó una mirada enfadada y penetrante a su hermano. Roland se la devolvió, ceñudo. Rega echó hacia atrás su oscura melena.
— ¡Quiero marcharme! —declaró—. ¡Quiero salir de aquí!
—Desde luego —replicó Drugar—. Ya te lo he dicho: vuelve por donde hemos venido. Te estarán esperando.
Rega se estremeció. Reprimiendo un alarido, ocultó el rostro entre sus brazos cruzados. Paithan protestó:
—No es necesario que seas tan duro con ella, enano. ¡Ahí arriba hemos tenido una experiencia espantosa! ¡Y, por lo que a mí se refiere —añadió, dirigiendo una torva mirada a su alrededor—, aquí abajo no me siento mucho mejor!
—El elfo ha dicho algo... —intervino Roland—. Nos has salvado la vida. ¿Por qué?
Drugar acarició un hacha de madera que llevaba colgada al cinto.
— ¿Dónde están las ballestas?
—Ya lo imaginaba —asintió Roland—. Pues bien, si ésa es la razón de que nos hayas salvado, has perdido el tiempo. Tendrás que reclamárselas a esos gigantes.
¡Pero tal vez lo has hecho ya! El señor del mar me dijo que vosotros, los enanos, adoráis a estos monstruos. Me dijo que tu pueblo va a aliarse a esos titanes para adueñarse de las tierras de los humanos. ¿Es cierto eso, Drugar? ¿Para eso querías las armas?
Rega alzó la cabeza y miró al enano. Paithan tomó un lento sorbo de agua, con la vista fija en Drugar. Roland se puso tenso. No le gustó el brillo en los ojos del enano, la sonrisa helada que apareció en su boca.
—Mi pueblo... —musitó Drugar—. ¡Mi pueblo ya no existe!
— ¿Qué? ¡Explícate, Barbanegra, maldita sea!
—Está muy claro —intervino Rega—. Míralo, Roland. ¡Pobre Thillia! ¡Está diciendo que todo su pueblo ha muerto!
— ¡Por la sangre de Orn! —masculló Paithan en elfo, con espanto.
— ¿Es cierto eso? —Exigió saber Roland—. ¿Es verdad lo que dices? ¿Tu pueblo... muerto?
— ¡Míralo! —chilló Rega, al borde de la histeria.
Aturdidos y cegados por sus propios temores, ninguno de ellos se había fijado gran cosa en el enano. Con los ojos ya bien abiertos, advirtieron que Drugar llevaba las ropas rotas y manchadas de sangre. Su barba, que siempre lucía muy cuidada, estaba enredada y sucia; el cabello, revuelto y despeinado. En el antebrazo tenía una herida larga y de feo aspecto y un reguero de sangre coagulada corría por su frente. Sus manazas acariciaban el hacha.
—Si hubiéramos tenido las armas —murmuró Drugar con la mirada vacía y fija en las sombras que se movían en los túneles—, habríamos podido hacerles frente. Y los míos aún estarían vivos.
—No ha sido culpa nuestra. —Roland levantó las manos, mostrando las palmas—. Hemos venido lo antes posible. El elfo... —indicó a Paithan—, el elfo llegó tarde.
— ¡Yo no sabía nada! ¿Cómo iba a saberlo? Ha sido ese maldito camino que tomamos, Hojarroja, arriba y abajo por barrancos enormes y junglas interminables... ¡Nos condujo directamente hasta esos malditos...!
— ¡Ah!, ¿de modo que ahora me vas a echar toda la culpa a mí...?
— ¡Basta de discusiones! —Chilló la voz de Rega—. ¡No importa quién tenga la culpa! ¡Lo único que interesa es salir de aquí!
-Sí, tienes razón —dijo Paithan, tranquilizándose y bajando la voz—. Tengo que volver y poner sobre aviso a mi pueblo.
— ¡Bah! Los elfos no tenéis que preocuparos. ¡Mi pueblo sabrá hacer frente a esos monstruos! —Roland miró al enano y se encogió de hombros—. No te ofendas,
Barbanegra, amigo mío, pero unos buenos guerreros, unos guerreros de verdad, y no un grupo de gente a la que han cortado las piernas a la altura de las rodillas, no tendrán ningún problema para destruir a esos gigantes.
— ¿Qué me dices de Kasnar? —Replicó Paithan—. ¿Qué ha sido de los guerreros humanos de ese imperio?
— ¡Campesinos! ¡Granjeros! —Roland hizo un ademán despectivo—.
¡Nosotros, los thillianos, sí somos guerreros! Tenemos experiencia.
—En aporrearos los unos a los otros, tal vez. ¡Ahí arriba no parecías tan valiente!
— ¡Me pillaron desprevenido! ¿Qué esperabas que hiciera, elfo? Se me echaron encima antes de que pudiera reaccionar. Está bien; tal vez no podamos abatirlos de un flechazo, pero te garantizo que, cuando tengan clavadas cinco o seis lanzas en esos agujeros de la cabeza, no les quedarán ganas de seguir haciendo preguntas estúpidas acerca de ninguna ciudadela...
...¿Dónde están las ciudadelas?
La pregunta resonó en la mente de Drugar, lo fustigó como un martilleo, cada sílaba como un golpe que le causaba dolor físico. Desde su puesto de observación en una de los miles de casas enanas, Drugar contempló la inmensa planicie de musgo donde su padre y la mayoría de su pueblo había salido al encuentro de la vanguardia de gigantes.
No, «vanguardia» no era el término correcto. La noción de vanguardia implica un orden, un movimiento dirigido. A Drugar, en cambio, le pareció que el reducido grupo de gigantes había tropezado casualmente con los enanos, que había topado con ellos sin haberlo previsto y que se habían distraído unos instantes de su objetivo principal para..., ¿para preguntar una dirección?
« ¡No salgas ahí, padre!», había estado tentado de suplicarle al viejo. «Déjame a mí hablar con ellos, ya que insistes en tamaña tontería. Tú quédate atrás, dónde estés a salvo.»
Sin embargo, Drugar sabía que, si decía algo así a su padre, éste era muy capaz de hacerle probar el bastón con el que andaba. Y hubiera tenido mucha razón al hacerlo, reconoció Drugar. Al fin y al cabo, su padre era el rey y él debía estar a su lado.
Pero no lo estaba.
—Padre, ordena que la gente se quede en casa. Tú y yo iremos a tratar con esos...
—No, Drugar. Todos formamos el Uno Enano. Yo soy el rey, pero sólo soy la cabeza y debe estar presente todo el cuerpo para escuchar y ser testigo y participar en la conversación. Así es como se ha hecho desde el tiempo de nuestra creación.
—Las facciones del anciano se relajaron con una mueca apenada—. Si éste es realmente nuestro final, que se diga que caímos como vivimos: unidos.
El Uno Enano se presentó, surgiendo de sus moradas en la entrañas de la jungla, y se reunió en la inmensa llanura de musgo que formaba el techo de su ciudad, parpadeando y entrecerrando los ojos, maldiciendo el brillo del sol.
Llevados por la emoción de recibir a sus «hermanos», cuyos enormes cuerpos eran casi del tamaño de Darkar, su dios, los enanos no se dieron cuenta de que muchos de sus conciudadanos se quedaban atrás, cerca de la entrada de su ciudad.
Drugar había apostado allí a sus guerreros, con la esperanza de poder cubrir una retirada.
El Uno Enano vio avanzar la jungla sobre el musgo.
Medio cegados por el sol, al que no estaban acostumbrados, los enanos vieron cómo las sombras entre los árboles o incluso los propios troncos se deslizaban con pies silenciosos por el musgo. Drugar frunció el entrecejo y observó a los gigantes tratando de distinguir cuántos eran, pero fue como contar las hojas en un bosque.
Perplejo, anonadado, se preguntó con pavor cómo combatía uno algo que no podía ver.
Con armas mágicas, armas élficas, armas inteligentes que buscaban su presa, tal vez los enanos habrían tenido alguna oportunidad.
¿Qué debemos hacer?
La voz que le sonaba en la cabeza no resultaba amenazadora. Era triste, lastimera, frustrada.
¿Dónde está la ciudadela? ¿Qué debemos hacer?
La voz exigía una respuesta. Estaba desesperada por obtenerla. Drugar experimentó una extraña sensación; por un instante, pese al miedo, compartió la tristeza de aquellas criaturas. Lamentó sinceramente no poder ayudarlas.
—Nunca hemos oído hablar de ninguna ciudadela, pero nos alegraría unirnos a vuestra búsqueda, si os parece bien...
Su padre no tuvo ocasión de pronunciar una palabra más.
Moviéndose en silencio, actuando sin aparente rabia ni malicia, dos de los gigantes alargaron la mano, agarraron al viejo monarca entre sus dedos y lo despedazaron. Después, arrojaron los pedazos sanguinolentos al suelo, con gesto despreocupado, como si fueran basura. Acto seguido, con la misma ausencia de ferocidad y de premeditación, los titanes se dedicaron a matar sistemáticamente a los enanos.
Drugar contempló la escena, abrumado e incapaz de reaccionar. Con la mente paralizada por el horror de lo que había presenciado y no había podido evitar, el enano actuó por instinto. Su cuerpo hizo lo que debía, sin responder a ninguna orden consciente. Agarró un cuerno de kurt, se lo llevó a los labios y lanzó un trompetazo estridente y quejumbroso, avisando a su pueblo de que volviera a sus reductos, que se pusiera a salvo.
Él y sus guerreros, algunos de ellos apostados en las ramas altas de los árboles, arrojaron sus flechas a los gigantes. Los aguzados dardos de madera, capaces de atravesar al humano más corpulento, rebotaban en la gruesa piel de los gigantes. Éstos reaccionaron a la lluvia de saetas como si fuera una nube de mosquitos, tratando de librarse de ellas a manotazos cuando se tomaban un respiro en la carnicería.
La retirada de los enanos no se produjo en desorden. El cuerpo era uno y cualquier cosa que le sucediera a un individuo, les sucedía a todos. Así, se detenían a ayudar a los que caían. Los viejos se quedaban atrás, instando a los jóvenes a que buscaran refugio. Los fuertes llevaban a los débiles. Por todo ello, los enanos fueron presa fácil.
Los gigantes los persiguieron, los alcanzaron rápidamente y los destruyeron sin piedad. La planicie de musgo quedó empapada de sangre. Los cuerpos se apilaban unos encima de otros. Algunos colgaban de los árboles a los que habían sido lanzados; la mayoría había quedado irreconocible.
Drugar aguardó hasta el último momento antes de buscar protección, tras asegurarse de que los pocos aún con vida en aquella llanura espantosa habían conseguido escapar. Ni siquiera entonces quiso marcharse. Dos de sus hombres tuvieron que arrastrarlo a fuerza de músculos hasta los túneles.
Encima de ellos pudieron oír el crujido de las ramas al quebrarse. Parte del
«techo» de la ciudad excavada en la vegetación se hundió. Cuando el túnel por el que avanzaban se derrumbó, Drugar y lo que quedaba de su ejército se volvieron para enfrentarse al enemigo. Ya no era necesario correr a buscar refugio. Ya no había lugar donde ponerse a salvo.
Cuando Drugar recobró el conocimiento, se descubrió caído en una sección de la galería parcialmente hundida. Encima de él se apilaban los cuerpos de varios de sus hombres. Mientras apartaba los restos de los enanos, se detuvo a escuchar, atento a cualquier ruido que revelara la presencia de los titanes.
Sólo percibió silencio. Un silencio inquietante, cargado de presagios. Durante el resto de sus días, seguiría oyendo aquel silencio y, con él, la palabra que susurraba en su corazón:
—Nadie...
—Os llevaré con vuestro pueblo —dijo Drugar de pronto. Eran las primeras palabras que pronunciaba en muchísimo rato.
Los humanos y el elfo interrumpieron sus mutuas recriminaciones, se volvieron y lo miraron.
—Conozco el camino. —Señaló hacia donde las tinieblas eran más densas y añadió—: Esos túneles... conducen a la frontera de Thillia. Estaremos a salvo si nos mantenemos aquí abajo.
— ¿Todo..., todo el trayecto? ¿Por aquí abajo? —protestó Rega.
— ¡Puedes volver arriba, si quieres! —le recordó Drugar, indicando un pasadizo. Rega miró hacia donde señalaba, tragó saliva con un escalofrío y movió la cabeza negativamente.
— ¿Por qué? —quiso saber Roland.
—Eso —asintió Paithan—, ¿por qué habrías de hacer algo así por nosotros?
Drugar los contempló con una llamarada de odio en los ojos. Sí, odiaba a aquellos humanos, odiaba sus cuerpos escuálidos, sus rostros lampiños. Odiaba su olor, su afán de superioridad; odiaba su estatura.
—Porque es mi deber —respondió.
Lo que le sucede a un enano, le sucede a todos.
La mano de Drugar, oculta bajo la barba florida, buscó algo bajo el cinto. Sus dedos se cerraron en torno al cuchillo de caza de hueso de vampiro.
Una terrible alegría inundó el pecho del enano.
CAPÍTULO
EN LAS COPAS DE LOS ÁRBOLES, EQUILAN
— ¿Y cuánta gente crees que llevará tu nave? —preguntó Zifnab.
— ¿Llevar? ¿Adonde? —Replicó Haplo con cautela—. Mirad, señor, mi nave no irá a ninguna parte...
— ¡Pues claro que sí, querido muchacho! Tú eres el salvador. Ahora, veamos...
—Zifnab se puso a contar con los dedos, murmurando para sí—. Los elfos de
Tribus llevan una tripulación de hmm... y hay que añadir los esclavos galeotes, que son otros mmfp..., más algunos pasajeros..., eso serán hum... más mmpf...
más..., llevo una...
— ¿Qué sabéis vosotros de los elfos de Tribus? —inquirió Haplo.
—... el resultado es... —El viejo hechicero pestañeó—. ¿Elfos de Tribus? No he oído nunca hablar de ellos.
— ¡Si acabas de mencionarlos...!
—No, no, querido muchacho. Me parece que no oyes bien. Qué lástima, tan joven... Tal vez ha sido el vuelo. Debes de haberte olvidado de presurizar la cabina como era debido. A mí me sucede continuamente. Me quedo sordo como una tapia durante días. Lo que he dicho, y muy claro, ha sido «tribu de» elfos. Pásame el aguardiente, por favor.
—Ya has bebido bastante, señor —tronó una voz bajo el suelo. El perro, tumbado a los pies de Haplo, alzó la cabeza, con el pelo del cuello erizado y un gruñido en la garganta. El viejo se apresuró a dejar la jarra.
—No te alarmes —murmuró, algo avergonzado—. Es mi dragón. Se cree mi ángel de la guarda.
—Un dragón —murmuró Haplo. Tras echar una ojeada al salón, volvió la cabeza hacia las ventanas. Notó un escozor en las runas de su piel, presagio de algún peligro. Sin que nadie lo advirtiera, con las manos ocultas bajo el mantel blanco, apartó las vendas y se dispuso a afrontarlo.
—Sí, un dragón —soltó la mujer, malhumorada—. Vive debajo de la casa. Se pasa la mitad del tiempo creyéndose un mayordomo, y la otra mitad sembrando el terror en la ciudad. Ese de ahí es mi padre, Lenthan Quindiniar. Ya lo conoces. Se propone llevarnos a todos a las estrellas para ver a mi madre, que lleva años muerta. Ahí es donde intervienes tú... ¡Tú y ese infernal artefacto alado que tienes ahí fuera!
Haplo miró a su anfitriona. Alta y delgada, era una serie de líneas rectas de arriba abajo, toda ella ángulos sin curva alguna, y caminaba con la rigidez de un caballero de las Volkaran enfundado en su armadura.
—No hables así de padre, Calandra —murmuró otra elfa que admiraba su reflejo en una ventana—. Trátalo con respeto.
— ¡Con respeto! —Calandra se incorporó en su asiento. El perro, ya nervioso, se sentó sobre las patas traseras y volvió a gruñir. Haplo apoyó una mano tranquilizadora en la testa del animal. La mujer estaba tan furiosa que ni se dio cuenta—. ¡Cuando seas «la baronesa Durndrun» podrás decirme cómo debo hablar, pero no antes!
La mirada inflamada de cólera de Calandra barrió la estancia, chamuscando visiblemente a su padre y al viejo hechicero.
—Me molesta tener que soportar a unos lunáticos, pero ésta es la casa de mi padre y sois sus invitados. Por tanto, os alimentaré y os cobijaré. ¡Pero no tengo por qué escucharos o contemplaros! ¡A partir de ahora, padre, comeré en mi habitación!
La elfa se inclinó hacia adelante sobre la silla; sus manos agarraban el respaldo con tanta fuerza que le marcaban las venas como brillantes trazos azules sobre los brazos pálidos, largos y delgados.
— ¡Y nadie se alegrará como yo cuando por fin os larguéis a las estrellas y me dejéis en paz! —añadió.
Se volvió y, al hacerlo, las faldas y enaguas susurraron como las hojas de un árbol bajo el soplo del viento. Salió enérgicamente del salón y cruzó el comedor, creando a su paso una oleada de destrucción, derribando sillas y barriendo los objetos frágiles de encima de la mesa. Al llegar al otro extremo, salió al pasillo dando un portazo con tal fuerza que casi hizo astillas la madera. Cuando el torbellino hubo cesado, volvió el silencio.
—Creo que no he visto una escena igual en mis once mil años —tronó la voz bajo el suelo, en tono escandalizado—. Si queréis mi consejo...
—No lo queremos —se apresuró a decir Zifnab.
—... esa joven necesita una buena zurra —acabó la frase el dragón.
Disimuladamente, Haplo volvió a cubrirse las manos con las vendas.
—La culpa es mía —dijo Lenthan, encorvado en su silla con aire abatido—.
Calandra tiene razón. Estoy loco. Mis sueños de viajar a las estrellas, de reencontrarme con mi amada...
— ¡No, señor, no! —Zifnab descargó el puño sobre la mesa—. Tenemos la nave
—añadió, señalando a Haplo—. Y al hombre que sabe gobernarla. ¡Nuestro salvador! ¿No os anuncié que vendría? ¡Pues aquí lo tenéis!
Lenthan alzó la cabeza, y sus ojos apacibles y de mirada borrosa contemplaron a Haplo.
—Sí. El hombre de las manos vendadas. Tú lo anunciaste, pero...
— ¡Pues bien...! —Continuó Zifnab, con la barba erizada de triunfo—. Yo anuncié mi llegada y vine. Luego, dije que él aparecería y aquí está. También he dicho que viajaremos a las estrellas y así será. No nos queda mucho tiempo —
añadió, bajando la voz con una mueca de tristeza—. La destrucción se acerca.
Mientras permanecemos aquí sentados, la destrucción está cada vez más próxima.
Aleatha exhaló un suspiro. Dio la espalda a la ventana, avanzó unos pasos hacia su padre y, posando suavemente las manos en sus hombros, lo besó.
—No te preocupes por Calandra, padre. Trabaja demasiado, eso es todo. Ya sabes que la mitad de lo que dice no lo piensa en serio.
—Sí, sí, querida —contestó Lenthan, dando unas palmaditas en la mano a su hija menor, casi sin darse cuenta. Su mirada estaba fija en el viejo hechicero con renovado entusiasmo—.
Así ¿crees sinceramente que podemos utilizar esa nave para volar a las estrellas?
—Sin la menor duda. Sin la menor duda. —Zifnab echó una ojeada a la estancia con gesto nervioso e, inclinándose hacia Lenthan, le dijo en un audible cuchicheo—: ¿Por casualidad no llevarás encima una pipa y un poco de tabaco...?
— ¡Te he oído! —rugió el dragón. El anciano hechicero se encogió.
— ¡Gandalf disfrutaba de una buena pipa!
— ¿Por qué crees que lo llamaban Gandalf el Gris? ¡No era por el color de sus ropas! —añadió el dragón, con aire siniestro.
Aleatha abandonó la estancia.
Haplo se incorporó para salir tras ella e hizo un breve gesto al perro, que rara vez apartaba los ojos de su amo. El animal, obediente, se levantó, trotó hasta donde estaba Zifnab y se tumbó a los pies del hechicero. Haplo encontró a Aleatha en el comedor, recogiendo los objetos que Calandra había derribado a su paso.
—Ten cuidado con los bordes de los cristales. Puedes cortarte. Ya lo haré yo.
—En condiciones normales, los criados se ocuparían de recoger todo esto —
comentó Aleatha con una triste sonrisa—, pero no nos ha quedado ninguno. La única que aún sigue aquí es la cocinera, y creo que se ha quedado porque no sabría qué hacer si no nos tuviera. Lleva en la casa desde que murió madre.
Haplo estudió la figurilla hecha pedazos que tenía en sus manos. Era una figura femenina y parecía algún tipo de icono religioso, pues tenía las manos levantadas, con las palmas a la vista, en un gesto ritual de bendición. Con la caída, la cabeza se había roto y separado del cuerpo. Cuando la colocó de nuevo en su sitio, Haplo vio que lucía una melena larga y blanca, salvo las puntas de los cabellos, que tenían un tono castaño oscuro.
—Ésta es la Madre, la diosa de los elfos. La Madre Peytin. Pero tal vez ya lo sepas... —comentó Aleatha, acomodándose en cuclillas. Su vestido vaporoso era como una nube rosada que la envolviera; sus ojos, de un tono púrpura azulado, miraban fijamente a Haplo con una expresión seductora, hechizadora.
El le devolvió la mirada con una sonrisa serena, discreta.
—No, no lo sabía. No sé nada de vuestro pueblo.
— ¿No hay elfos, en la tierra de la que procedes? Y, por cierto..., ¿de dónde vienes? Ya llevas varios ciclos con nosotros y no recuerdo que lo hayas mencionado nunca.
Había llegado el momento del discurso. Había llegado el momento de que
Haplo le contara la historia que había perfilado durante el viaje. A su espalda, en el salón, la voz del anciano seguía hablando sin cesar. Aleatha, con una linda sonrisa, se incorporó y fue a cerrar la puerta que comunicaba ambas estancias.
Pese a ello, Haplo siguió oyendo con toda nitidez las palabras del hechicero, que le llegaban a través de los oídos del perro.
—... las losetas refractarias seguían desprendiéndose. Un gran problema para la reentrada. La nave varada ahí fuera está hecha de un material más seguro que las losetas. ¡Escamas de dragón! —añadió en un susurro penetrante—. Pero yo no dejaría que corriera la noticia. Podría trastornar a..., a ya sabes quién.
— ¿Quieres que intente arreglar esto? —preguntó Haplo, mostrando los dos fragmentos de la estatuilla.
—De modo que no piensas desvelar el misterio, ¿eh? —Aleatha alargó la mano y cogió los pedazos del icono, haciendo que sus dedos rozaran levemente los de
Haplo—. Está bien. No importa, ¿sabes? Padre te creería aunque le dijeras que has caído del cielo, y Calandra no aceptaría tu palabra aunque le juraras que has salido de la puerta de al lado. Sea cual fuese la historia que cuentes, procura que resulte interesante.
La muchacha encajó con gesto ocioso los fragmentos de la estatuilla y la sostuvo en alto a contraluz.
— ¿Cómo pueden saber qué aspecto tenía? Me refiero al cabello, por ejemplo.
Nadie tiene el pelo así, blanco en la raíz y castaño en las puntas. —Los ojos púrpura se concentraron en Haplo, taladrándolo—. Retiro lo dicho. Es casi como el tuyo, pero al contrario. Tu cabello es marrón con canas en las puntas. Qué extraño, ¿verdad?
—En el lugar de donde procedo, no lo es. Todo el mundo tiene el pelo como el mío.
Aquello, al menos, era cierto. Los patryn nacían con el cabello castaño, y, cuando llegaban a la pubertad, las puntas empezaban a volverse blancas. Haplo se calló que con los sartán sucedía lo contrario. Éstos nacían con el cabello blanco y las puntas se les volvían de color castaño con el paso del tiempo.
Observó de nuevo la imagen de la diosa que Aleatha sostenía en la mano. Allí tenía la prueba de que los sartán habían estado en aquel mundo. ¿Seguirían allí todavía?
Sus pensamientos volvieron al hechicero. Haplo tenía un oído excelente y
Zifnab no lo había engañado. El viejo había mencionado a los elfos de Tribus, es decir, a los elfos que vivían en Ariano, en otro mundo diferente, remoto y distante de Pryan.
—... propulsor de combustible sólido. Pero estalló en la plataforma de lanzamiento. Horrible, horrible. Pero no me creyeron, ¿sabes? Les dije que la magia era mucho más segura. El impedimento era el excremento de murciélago. Se necesitaban toneladas para conseguir el despegue, ¿sabes?
La perorata del anciano no tenía mucho sentido, pero era indudable que en su locura había cierto método, y Haplo recordó que Alfred, el sartán que había conocido en Ariano, se ocultaba bajo el disfraz de un criado torpe e inepto.
Aleatha depositó los dos fragmentos de la estatuilla de la diosa en un cajón.
Los restos de una taza y un platillo terminaron en el cesto de los desperdicios.
— ¿Te apetece beber algo? El aguardiente está muy bueno.
—No, gracias —contestó Haplo.
—Pensaba que quizá necesitarías un trago, después de la escena de Calandra.
Tal vez deberíamos reunimos con los demás...
—Preferiría hablar a solas contigo, si está permitido hacerlo.
— ¿Te refieres a si podemos vernos a solas, sin carabina? ¡Claro que sí! —
Aleatha soltó una carcajada alegre y cantarina—. Mi familia ya me conoce. ¡No perjudicarás mi reputación, por lo que a ella se refiere! Te invitaría a sentarnos en el porche delantero, pero aún está lleno de gente que viene a contemplar tu
«artefacto diabólico». Podemos pasar al saloncito. Allí estaremos frescos.
Aleatha abrió la marcha, cimbreando el cuerpo. Haplo estaba protegido de los encantos femeninos... no por la magia, puesto que ni siquiera la runa más poderosa trazada sobre una piel podía proteger a un individuo del insidioso veneno del amor, sino por la experiencia: en el Laberinto, el amor resultaba peligroso. No obstante, el patryn sabía admirar la belleza femenina, como había sabido admirar a menudo el cielo caleidoscópico del Nexo.
—Entra, por favor —dijo Aleatha con un gesto.
Haplo penetró en el saloncito. Aleatha entró tras él, cerró la puerta y se apoyó contra ella, estudiando al misterioso desconocido.
Situada en el centro de la casa, lejos de las ventanas, la estancia era privada y aislada. El único sonido procedía del ventilador del techo, que giraba con un leve chirrido. Haplo se volvió hacia su anfitriona, que lo observaba con otra sonrisa traviesa.
—Si fueras un elfo, correrías un riesgo quedándote a solas conmigo.
—Perdona que lo diga, pero no pareces peligrosa.
— ¡Ah!, pero lo soy. Estoy aburrida. Y estoy prometida. Las dos cosas son sinónimas. Tienes un cuerpo muy atractivo, para ser un humano. La mayoría de los humanos que he visto son muy gruesos, de cuerpos muy robustos. Tú eres delgado, ágil y flexible. —Aleatha alzó una mano y la posó en el brazo de Haplo, acariciándolo—. Tus músculos son firmes, como las ramas de un árbol. No te dolerá cuando te toco, ¿verdad?
—No —respondió Haplo con su serena sonrisa—. ¿Por qué? ¿Debería dolerme?
—No sé. Lo digo por esa enfermedad de la piel.
El patryn recordó la mentira que había contado.
— ¡Ah, eso! No, sólo me afecta las manos —dijo, levantándolas hacia ella.
Aleatha contempló los vendajes con una leve mueca de disgusto.
—Es una lástima. Estoy profundamente aburrida. —La elfa volvió a apoyar la espalda en la puerta, estudiando lánguidamente al patryn—. El hombre de las manos vendadas... Tal como predijo ese viejo chiflado. Me pregunto si se cumplirá también el resto de lo que anunció. —Frunció el entrecejo y una leve arruga surcó su frente blanca y lisa.
— ¿De veras dijo eso? —quiso saber Haplo.
— ¿Decir qué?
—Lo de mis manos. ¿Realmente predijo... mi llegada?
—Sí, la anunció. —Aleatha se encogió de hombros y añadió—: Dijo eso y muchas otras tonterías, respecto a que no me iba a casar. Anunció que se acerca la ruina y la destrucción y habló de volar a las estrellas en una nave. Pero me voy a casar. —La elfa apretó los labios antes de continuar—: He trabajado en exceso,
he pasado demasiados malos tragos. Y no voy a quedarme en esta casa un ciclo más de lo necesario.
— ¿Por qué quería tu padre viajar a las estrellas? —Haplo recordó el objeto que había visto desde la nave, la luz titilante que brillaba en el cielo bañado por el sol. El patryn sólo había visto una, pero, al parecer, había más—. ¿Qué sabe de ellas?
— ¡... vehículo de exploración lunar! Parecía un escarabajo, —le llegó la voz del hechicero, chillona y quejumbrosa—. Recorría el terreno recogiendo muestras de roca.
— ¿Que qué sabe? —Aleatha volvió a reírse. Sus ojos eran cálidos y suaves, oscuros y misteriosos—. ¡Mi padre no sabe nada de las estrellas! ¡Ni él ni nadie!
¿Quieres besarme?
Haplo no tenía especiales deseos de hacerlo. Lo que quería era que la elfa siguiera hablando.
—Pero debéis tener alguna leyenda acerca de las estrellas. Mi pueblo las tiene.
—Sí, por supuesto. —Aleatha se acercó más al patryn—. Depende de quién haga los comentarios. Vosotros, los humanos, por ejemplo, tenéis la estúpida creencia de que son ciudades. Esta es la razón de que el viejo...
— ¡Ciudades!
— ¡Orn bendito! ¡No me vayas a morder! ¿A qué viene esa mirada de ferocidad?
—Lo siento. No pretendía sobresaltarte. Mi pueblo no comparte esa creencia
—dijo Haplo.
— ¿De veras?
—No. ¡Es que resulta una estupidez! —Explicó Haplo, tanteando a su interlocutora—. Unas ciudades no podrían dar vueltas en el cielo como si fueran estrellas...
— ¡Dar vueltas! Aquí, los únicos que dais vueltas sois vosotros. Nuestras estrellas nunca cambian de posición. Vienen y van, pero siempre en el mismo lugar.
— ¿Vienen y van?
—He cambiado de idea. —Aleatha se le acercó aún más—. Adelante, muérdeme.
—Más tarde, tal vez —respondió Haplo cortésmente—. ¿Qué quieres decir con eso de que las estrellas vienen y van?
Aleatha suspiró, se apoyó de nuevo en la puerta y contempló a su interlocutor tras la cortina de sus negras pestañas.
—Tú y el hechicero... estáis juntos en esto, ¿verdad? Entre los dos os proponéis robarle la fortuna a mi padre. Voy a contárselo a Cal...
Haplo avanzó un paso y alargó la mano.
—No, no me toques —le ordenó Aleatha—. Bésame...
Con una sonrisa, Haplo apartó las manos, se inclinó hacia adelante y besó sus suaves labios. Después, retrocedió un paso. Aleatha lo contempló con aire pensativo.
—No resultas muy distinto de un elfo.
—Lo siento. Beso mucho mejor cuando puedo utilizar las manos.
—Tal vez es cosa de los hombres en general. O quizá sean los poetas y su palabrería sobre corazones derretidos, fuegos en el cuerpo y sensaciones a flor de piel. ¿Alguna vez has sentido algo así cuando estás con una mujer?
—No —mintió Haplo, recordando una ocasión en la que esa llama del amor había sido su única razón de vivir.
—Está bien, no importa —suspiró Aleatha. Dio media vuelta con intención de marcharse y posó la mano en el tirador de la puerta—. Me siento fatigada. Si me disculpas...
—Háblame de las estrellas. —Haplo apoyó la mano en la puerta, impidiendo que la abriera.
Atrapada entre la hoja de madera y el cuerpo de Haplo, Aleatha alzó la vista hacia el rostro del patryn. Éste sonrió, clavando su mirada en los ojos púrpura de la muchacha, y se arrimó aún más a ella, dando a entender que estaba prolongando la conversación por una única razón. Aleatha bajó las pestañas, pero siguió mirándolo fijamente tras ellas.
—Puede que te haya subestimado. Muy bien, si quieres que charlemos de las estrellas...
Haplo enroscó un mechón de cabellos grises de la elfa en torno a uno de sus dedos.
—Háblame de las que vienen y van.
—Pues eso. —Aleatha agarró el mechón y tiró de él, atrayendo al patryn más cerca de ella, como si recogiera el sedal con un pez en el anzuelo—. Brillan durante muchos años y, de pronto, se apagan y permanecen oscuras durante otros muchos.
— ¿Todas a la vez?
—No, tonto. Unas se encienden y otras se apagan. Pero yo no sé gran cosa del tema, te lo aseguro. Si de verdad te interesa saber más, pregúntale a ese rijoso amigo de mi padre, el astrólogo. —Aleatha volvió a levantar la vista—. ¡Qué extraño que tengas el pelo así, justo al revés que la diosa! Quizá sea cierto que eres un salvador, uno de los hijos de la Madre Peytin llegado para redimirme de mis pecados. Si quieres, puedes probar a darme otro beso.
—No. Me has herido en lo más hondo. Nunca volveré a ser el mismo.
Haplo soltó un mudo silbido. Los tiros al azar de la mujer estaban dando demasiado cerca del blanco. Necesitaba librarse de ella para pensar. Al otro lado de la puerta, algo se puso a arañar la madera.
—Es el perro —dijo Haplo, retirando la mano de la puerta.
—Olvídate de él —replicó la elfa con una mueca.
—No sería prudente. Probablemente necesita salir.
Los arañazos se hicieron más sonoros e insistentes. El animal se puso a gemir.
— ¿No querrás que se... En fin, ya sabes..., dentro de la casa?
—Si lo hace, Cal te cortará las orejas y las servirá asadas para desayunar...
Está bien, llévate fuera al bicho. —Aleatha abrió la puerta y el perro entró de inmediato, dio un brinco y le plantó las patas delanteras en el pecho a su amo.
— ¡Hola, muchacho! ¿Me has echado de menos? —Haplo le rascó las orejas y le dio unas palmaditas en el flanco—. Vamos. Saldremos a dar un paseo.
El animal se puso de nuevo a cuatro patas con un gañido de contento, salió corriendo y volvió enseguida para asegurarse de que Haplo lo había dicho en serio.
—He disfrutado mucho con nuestra conversación —dijo el patryn a Aleatha.
La muchacha se había hecho a un lado y estaba apoyada contra la puerta abierta, con las manos a la espalda.
—Y yo me he aburrido menos de lo habitual.
—Tal vez podríamos volver a hablar de las estrellas...
—Me parece que no. He llegado a la conclusión de que los poetas son unos mentirosos. Será mejor que te lleves de aquí a ese animal. Calandra no tolerará esos aullidos.
Haplo cruzó el umbral de la estancia y se volvió para añadir algo sobre los poetas. Aleatha le cerró la puerta en las narices.
El patryn salió con el perro, se dirigió a la zona abierta donde estaba amarrada la nave y alzó la vista hacia el cielo iluminado por el sol. Las estrellas eran perfectamente visibles. Ardían con un brillo sostenido, sin «parpadear» como solían afirmar los poetas.
Intentó concentrarse para comprender el confuso enredo en el que se había metido. ¿Un salvador que había venido para destruir...? Su mente, sin embargo, se negó a colaborar.
Poetas. Había querido replicar a las palabras finales de Aleatha que estaba equivocada. Los poetas decían la verdad.
El mentiroso era el corazón...
... Haplo llevaba diecinueve años en el Laberinto cuando conoció a la mujer.
Tenía casi su edad y, como él, era una corredora. Su objetivo era el mismo:
escapar. Viajaron juntos, complaciéndose en su mutua compañía. El amor, si no era totalmente desconocido en el Laberinto, era desde luego inadmisible. La lujuria y el deseo eran aceptables por la necesidad de procrear, de perpetuar la especie, de traer hijos al mundo para luchar contra el Laberinto. De día, viajaban en busca de la siguiente Puerta. De noche, sus cuerpos tatuados de runas se buscaban.
Al cabo de un tiempo, encontraron un asentamiento de ocupantes, patryn que viajaban en grupo, que avanzaban despacio y representaban el más alto grado de civilización en aquella prisión infernal. Como de costumbre, Haplo y su compañera se presentaron con un regalo en forma de carne y, devolviéndoles la cortesía, los ocupantes los invitaron a utilizar sus toscos habitáculos y a disfrutar de cierta paz y seguridad durante unas noches.
Haplo, cómodamente sentado junto al fuego, observó a la mujer mientras ésta jugaba con los niños. Era ágil y encantadora. El cabello color avellana le caía en una abundante mata sobre unos pechos firmes y redondos, tatuados con las runas mágicas que eran a la vez escudo y arma. El bebé que tenía en los brazos lucía parecidos tatuajes, como todos los niños desde el día en que nacían. La mujer alzó la vista hacia Haplo y ambos compartieron algo especial y secreto. El pulso de
Haplo se aceleró.
—Ven —fue a cuchichearle, arrodillándose a su lado—. Volvamos a la choza.
—No —respondió ella con una sonrisa, mirándolo tras el tupido velo de cabellos—. Es demasiado temprano. Nuestros anfitriones se ofenderán.
— ¡Al diablo con nuestros anfitriones! —Haplo la quería en sus brazos, quería perderse en su calor y en aquella dulce oscuridad.
Ella no le hizo caso. Siguió cantándole al bebé y continuó burlándose de Haplo durante el resto de la velada, hasta que el patryn sintió que le ardía la sangre en las venas. Cuando por fin estuvieron en la intimidad de la choza, ninguno de los dos pegó ojo el resto de la noche.
— ¿Te gustaría tener un hijo? —preguntó ella en un momento de quietud entre los arrebatos de placer.
— ¿Qué quieres decir? —Haplo la miró con un ansia voraz, feroz.
—Nada. Sólo quería... saber si te gustaría. Tendrías que hacerte ocupante, ¿sabes?
—No necesariamente. Mis padres eran corredores y me tuvieron a mí.
Haplo vio a sus padres, muertos; evocó sus cuerpos despedazados. Le habían dado un golpe en la cabeza, dejándolo sin sentido para que no viera nada, para que no gritara.
A la mañana siguiente, los ocupantes tuvieron noticias: al parecer, una de las
Puertas había caído. El camino seguía siendo peligroso; pero, si conseguían pasar, estarían un paso más cerca de la meta, un paso más cerca de alcanzar aquel mítico refugio del Nexo.
Haplo y la mujer se despidieron del grupo de ocupantes y se adentraron cautelosamente en la espesura del bosque. Los dos eran luchadores experimentados —única razón de que hubieran sobrevivido hasta entonces— y percibieron los rastros, el olor y el escozor de las runas sobre sus músculos. Por eso, casi estaban preparados.
Una enorme silueta peluda, del tamaño de un hombre, saltó de pronto de la espesura y atrapó a Haplo por detrás, tratando de hundirle los dientes en el cuello para darle muerte rápidamente. Haplo agarró los brazos hirsutos de la bestia y aprovechó su propio impulso para quitársela de encima. El asaltante, un animal lobuno, se estrelló contra el suelo, pero se revolvió y logró incorporarse antes de que Haplo le hundiera la lanza en el cuerpo. Con los ojos amarillentos fijos en la garganta de Haplo, la furiosa fiera saltó de nuevo y lo derribó al suelo. Mientras caía e intentaba llevarse la mano al puñal, Haplo vio que las runas de la mujer empezaban a despedir un fulgor azulado, y vio también que otra de aquellas criaturas se lanzaba sobre ella y escuchó el crepitar de la magia; pero, de pronto, su campo de visión quedó tapado por un cuerpo peludo que trataba de acabar con su vida.
Los colmillos del ser lobuno buscaron de nuevo su cuello. Las runas lo protegieron y oyó resoplar de frustración a su adversario. Empuñando la daga, hundió la hoja en el cuerpo que tenía encima. El animal gruñó de dolor y Haplo vio un destello de odio en sus ojos amarillos. La fiera tenía una piel coriácea y era difícil acabar con ella. Sólo había conseguido enfurecerla más. Ahora, los colmillos buscaban la cabeza, el único lugar de su cuerpo que no estaba protegido por las runas.
Paró el golpe con el brazo derecho y luchó por repeler el ataque, sin dejar de clavar el puñal con la zurda. Las manos de afiladas garras del ser lobuno le asieron la cabeza. Un giro brusco y le romperían el cuello.
Las zarpas se hundieron en su rostro. De pronto, el cuerpo de la criatura se quedó rígido; un barboteo surgió de su garganta y la fiera se derrumbó sobre
Haplo. El patryn se lo quitó de encima y vio a la mujer de pie junto a él. El resplandor azulado de sus runas estaba apagándose y su lanza estaba hundida en el lomo de la fiera. Ella le tendió la mano y lo ayudó a incorporarse. El no le dio las gracias por haberle salvado la vida, ni ella esperaba que lo hiciera. La próxima vez, quizá sería él quien le devolvería el favor. Así eran las cosas en el Laberinto.
—Esas dos bestias... —murmuró Haplo, contemplando los cadáveres.
La mujer extrajo la lanza y la inspeccionó para comprobar que seguía en buen estado. La otra fiera había muerto de la descarga eléctrica que había tenido tiempo de generar con las runas. El cadáver aún humeaba.
—Exploradores —apuntó ella—. Una partida de caza. —Se apartó del rostro la melena color avellana y añadió—: Deben de ir tras los ocupantes.
—Sí. —Haplo se volvió y observó el camino por el que habían venido. Las criaturas lobunas cazaban en jaurías de treinta a cuarenta individuos. Los ocupantes eran una quincena, cinco de ellos niños—. No tienen la menor oportunidad.
Era una observación ociosa, que acompañó de un encogimiento de hombros mientras limpiaba de sangre su daga.
—Podríamos volver y ayudarlos a defenderse —propuso la mujer.
—Dos lanzas más no arreglarían nada. Moriríamos con ellos, lo sabes muy bien.
En la lejanía se alzaron los gritos roncos de los ocupantes alertándose unos a otros. Por encima de los gritos sonaban las voces de las mujeres, más agudas, entonando las runas. Y, por encima de todo, más estridente todavía, el chillido de un niño.
A la mujer se le ensombreció la expresión y miró en la dirección en que habían sonado las voces, indecisa.
— ¡Vamos! —Le urgió Haplo, envainando el puñal—. Tal vez haya más bestias de ésas en los alrededores.
—No. Están todas en la matanza.
El chillido del niño se convirtió en un estridente alarido de terror.
— ¡Son los sartán! —Exclamó Haplo con voz ronca—. Ellos nos encerraron en este infierno. ¡Ellos son los responsables de esta maldad!
La mujer lo miró con unos puntos de luz dorada en sus ojos pardos.
—No lo sé. Tal vez la maldad está dentro de nosotros.
Empuñando la lanza, echó a andar. Haplo permaneció inmóvil, viendo cómo se alejaba por un camino distinto del que los había llevado hasta allí. Tras ellos, el fragor de la batalla iba apagándose. El alarido infantil enmudeció de pronto, piadosamente acallado.
— ¿Llevas un hijo mío? —gritó Haplo.
Si la mujer lo oyó, no dio muestras de ello y continuó andando. Las sombras moteadas de las hojas se cerraron sobre ella. Desapareció de la vista y Haplo aguzó el oído tratando de escuchar sus movimientos entre la vegetación. Pero ella era una corredora, y era buena, silenciosa.
Haplo observó los cuerpos tendidos a sus pies. Los seres lobunos estarían ocupados con sus víctimas un buen rato, pero finalmente olfatearían sangre fresca y acudirían a buscarla.
Al fin y al cabo, ¿qué importaba? Un niño no habría hecho sino entorpecer su marcha. Avanzó, de nuevo en solitario, por el camino que había escogido. El camino que conducía a la Puerta, a la evasión.
CAPÍTULO
LOS TÚNELES, DE THURN A THILLIA
Los enanos habían invertido siglos en la construcción de los túneles. Los pasadizos se extendían en todas direcciones y las rutas principales se extendían al norint hasta los reinos enanos de Klag y Grish —reinos envueltos ahora en un silencio cargado de malos presagios— y al vars sorint hasta la tierra de los reyes del mar y más allá, hacia Thillia. Los enanos podrían haber viajado por las sendas superiores; las rutas comerciales al sorint, sobre todo, estaban bien establecidas.
Sin embargo, preferían la oscuridad e intimidad de sus túneles y rehuían, desconfiados, el contacto con los buscadores de luz, como denominaban despectivamente a los humanos y a los elfos.
Viajar por las galerías era lo más lógico, lo más seguro, pero Drugar sintió un malévolo placer ante la certeza de que sus «víctimas» no soportaban la sensación de asfixia y claustrofobia y, sobre todo, la oscuridad.
Los pasadizos habían sido construidos para gente de la estatura de Drugar.
Los humanos y el elfo —este último, el más alto de todos— tenían que agacharse al caminar; a veces, incluso tenían que avanzar a gatas. Los músculos se rebelaban, los cuerpos dolían y las manos y rodillas quedaban despellejadas y ensangrentadas. Complacido, Drugar los vio sudar, los oyó jadear en busca de aire y gemir de dolor. Lo único que lamentaba era que avanzaban demasiado deprisa.
El elfo, en particular, estaba tremendamente impaciente por alcanzar su patria.
Rega y Roland tenían la misma prisa por salir de allí.
Sólo tomaban breves descansos, y únicamente cuando estaban a punto de desmayarse de agotamiento. Drugar solía quedarse en vela, vigilando el sueño de sus acompañantes mientras acariciaba la hoja del cuchillo con los dedos. Podría haberlos matado en cualquier momento, pues los muy estúpidos confiaban en él, pero sus muertes habrían sido un gesto inútil. Para eso, mejor habría sido dejar que los titanes se ocuparan de ellos. No; no había arriesgado su vida salvando a aquellos desgraciados para ahora acuchillarlos mientras dormían.
. Aparato para la navegación desarrollado por los Quindiniar. Consta de una hebra de ornita suspendida en una pequeña esfera de cristal con propiedades mágicas. La omita apunta siempre en una dirección determinada (que los astrónomos elfos identifican con el polo magnético). A esta dirección se la denomina norint. Las demás direcciones se determinan a partir de ésta. (N. del a.)
Era preciso que antes vieran lo que él había presenciado, que fueran testigos de la matanza de sus seres queridos. Debían experimentar el horror, la impotencia que él había sentido. Debían plantar batalla sin esperanzas, conscientes de que toda su raza iba a desaparecer. Entonces, y sólo entonces, les permitiría morir. Y, a continuación, también él podría dejarse morir.
Pero el cuerpo no puede vivir sólo de obsesiones. El enano tuvo que rendirse al sueño y, cuando empezaron a oírse sus sonoros ronquidos, sus víctimas empezaron a cuchichear entre sí.
— ¿Sabes dónde estamos?
Paithan cubrió penosamente la distancia que lo separaba de Roland, quien, sentado en el suelo, estaba cuidándose las manos llenas de rasguños.
—No.
— ¿Y si nos está llevando en la dirección indebida? ¿Y si vamos hacia el norint?
— ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Queda un poco de ese ungüento de Rega?
—Un poco, creo —dijo Paithan—. Está en su bolsa.
—No la despiertes. La pobrecilla está al borde del agotamiento. Pásamelo. —
Roland extendió el remedio por las manos con una mueca de dolor—. ¡Ah, cómo escuece este condenado bálsamo! ¿Quieres un poco?
Paithan dijo que no con la cabeza. Su interlocutor no pudo ver el gesto, pues el enano había insistido en apagar la antorcha cuando no estuvieran en marcha.
La madera utilizada tardaba en arder, pero el viaje estaba resultando muy largo y la tea empezaba a consumirse rápidamente. Roland restituyó las menguadas reservas de ungüento a la bolsa de su hermana.
—Creo que deberíamos arriesgarnos a subir —dijo Paithan tras unos instantes de pausa—. Llevo encima mi eterilito y con él puedo calcular dónde nos hallamos.
—Haz lo que quieras —replicó Roland con un gesto de indiferencia—. Yo no quiero volver a ver a esos gigantes asesinos. Estoy pensando en quedarme aquí abajo permanentemente. Me estoy habituando al ambiente.
— ¿Y tu pueblo?
— ¿Qué diablos puedo hacer para ayudarlo?
—Deberías llevar el aviso...
—A la velocidad que viajan esos monstruos, es probable que ya hayan llegado a tierras humanas. ¡Que se enfrenten con ellos los caballeros! Para eso se han preparado...
— ¡Eres un cobarde! ¡No eres merecedor de...! —Paithan se dio cuenta de lo que se disponía a decir y cerró la boca sin acabar la frase. Roland lo ayudó a terminarla.
— ¿No soy merecedor de quién? ¿De mi esposa? ¿De Rega, que sólo piensa en salvar el pellejo?
— ¡No hables así de ella!
— ¡Puedo hablar de ella como me dé la gana, elfo! Es mi esposa, ¿o acaso has olvidado ese pequeño detalle? Sí, me da la impresión de que se te ha pasado por alto.
Roland hablaba sin reflexionar, sin medir sus palabras. Su locuacidad era una protección para que no se notara que, por dentro, estaba temblando de miedo.
Al humano le gustaba aparentar que llevaba una vida llena de peligros, pero no era verdad. Una vez, habían estado a punto de clavarle una navaja en una pelea de taberna y, en otra ocasión, había sufrido la acometida de un jabalí furioso. Luego, estaba la vez en que él y Rega se habían peleado con otro grupo de contrabandistas durante una disputa sobre la libertad de comercio. Fuerte y poderoso, rápido y astuto, Roland había salido de aquellas aventuras con un par de contusiones y cuatro arañazos.
En plena pelea, es fácil que cualquiera se muestre valiente.
Los ánimos se encienden y la sed de sangre se hace abrasadora. En cambio, es mucho más difícil mostrar valor cuando uno ha estado atado a un árbol y le han salpicado la sangre y los sesos del hombre que estaba prisionero a su lado.
Roland estaba acobardado, trastornado. Cada vez que caía dormido, volvía a ver representada ante sus ojos cerrados aquella escena terrible. Llegó a agradecer la oscuridad, pues ocultaba sus temblores. Una y otra vez, el humano despertaba de improviso, sobresaltado, con un grito en los labios.
La idea de dejar la seguridad de los túneles y enfrentarse a los monstruos le resultaba casi insoportable. Como un animal herido que teme delatar su debilidad para que no acudan otros depredadores y acaben con él, Roland terminó refugiándose tras lo único que, a su modo de ver, le podía proporcionar protección;
lo único que ofrecía la promesa de ayudarlo a olvidar: el dinero.
Cuando los titanes hubieran pasado, el mundo allá arriba sería diferente. Sólo habría gente muerta y ciudades destruidas. Los supervivientes se apropiarían de todo, sobre todo si tenían dinero. Dinero élfico.
Roland había perdido cuanto pensaba obtener por la venta de las armas. Pero aún quedaba el elfo. Ahora, el humano estaba seguro de los verdaderos sentimientos de Paithan por su hermana y proyectaba servirse del amor del elfo para exprimirlo hasta dejarlo seco.
—Te estaré vigilando, Quin. Como no dejes en paz a mi mujer, vas a desear que los titanes te hubieran aplastado la cabeza como al pobre Andor.
A Roland le falló la voz. No habría tenido que decir eso. Por suerte, estaban a oscuras y el elfo no lo veía. Tal vez podría atribuir el temblor a la indignación por el presunto ultraje.
—Eres un cobarde y un pendenciero —replicó Paithan entre dientes, con todo el cuerpo en tensión para no lanzarse sobre la garganta del humano—. ¡Rega vale por diez como tú! Yo...
Pero el elfo no pudo continuar. Estaba demasiado furioso; tal vez no estaba seguro de qué decir. Roland oyó moverse al elfo, y captó cómo se dejaba caer al suelo al otro lado del túnel.
Si aquello no forzaba al elfo a hacerle el amor a su hermana, se dijo Roland, nada lo haría. Con la vista fija en la oscuridad, el humano pensó desesperadamente en el dinero.
Rega, acostada a cierta distancia de su hermano y del elfo, permaneció muy callada fingiendo dormir y se tragó las lágrimas.
—Los túneles terminan aquí —anunció Drugar.
— ¿Dónde es aquí? —preguntó Paithan.
—Estamos en la frontera de Thillia, cerca de Griffith.
— ¿Tan lejos hemos llegado?
—Por los túneles, el camino es más corto y fácil que por arriba. Hemos viajado en línea recta, en lugar de vernos obligados a seguir los senderos serpenteantes de la jungla.
—Uno de nosotros debería subir ahí arriba —propuso Rega—, para observar..., para observar qué está sucediendo.
— ¿Por qué no vas tú, Rega? —Sugirió su hermano—. Si tantas ganas tienes de salir de aquí...
La mujer no se movió ni lo miró.
—Yo... pensaba que las tenía, en efecto. Pero ahora creo que no.
—Iré yo —se ofreció Paithan. Estaba dispuesto a cualquier cosa por alejarse de Rega, por poder pensar con claridad y sin que la mera presencia de la mujer le desmoronara los pensamientos como si fueran piezas de un juguete roto.
—Toma esa galería hasta arriba —le indicó el enano, alzando la antorcha y señalando una de las bocas en sombras—. Te conducirá a una caverna de musgo y helechos. La ciudad de Griffith queda a la derecha, no muy lejos. El camino está claramente indicado.
—Iré contigo —propuso Rega, avergonzada de su miedo—. Iremos los dos, ¿verdad, Roland?
— ¡Iré yo solo! —replicó Paithan con brusquedad.
El túnel ascendía en espiral en torno al tronco de un árbol enorme, dando una vuelta tras otra como una escalera de caracol. El elfo se detuvo ante la abertura, observando el conducto, cuando notó que una mano le tocaba el brazo.
—Ten cuidado —musitó Rega.
Las yemas de sus dedos enviaron oleadas de calor a través del cuerpo del elfo.
Paithan no se atrevió a volverse, no se atrevió a asomarse a sus ojos pardos, llenos de fuego. Dejándola bruscamente, sin una palabra ni una mirada, el elfo empezó a subir por el túnel.
Pronto quedó fuera de la luz de la antorcha y tuvo que seguir a tientas, lo cual hizo más fatigosa y lenta la marcha. Le daba igual. Paithan ansiaba y temía, a la vez, volver al mundo superior. Una vez emergiera a la luz del sol, sus interrogantes encontrarían respuesta y se vería obligado a actuar con decisión.
¿Habrían alcanzado Thillia los titanes? ¿Cuántos eran éstos? Si no había más que la partida que habían visto en la jungla, Paithan casi podía dar por buena la fanfarronada de Roland respecto a que los caballeros humanos de los cinco reinos podrían hacerles frente. Deseó profundamente poder convencerse de ello, pero, por desgracia, la lógica siguió reventando con su afilada punta las pompas de jabón de reflejos irisados que producía su mente.
Aquellos titanes habían destruido un imperio. Y habían destruido la nación enana. «Ruina, muerte y destrucción», había dicho el anciano. «Las traerás contigo.»
«No, no será así. Llegaré a tiempo junto a los míos. Estaremos prevenidos.
Rega y yo los alertaremos.»
Por lo general, los elfos eran estrictos observadores de las leyes. Aborrecían el caos y se basaban en normas para mantener el orden en su sociedad. La unidad familiar y la santidad del matrimonio se consideraban sagradas. Paithan, sin embargo, era distinto. Toda su familia era distinta. Calandra consideraba sagrados el dinero y el éxito; Aleatha creía en el dinero y la posición social, y Paithan, en hacer sólo lo que se le antojaba. Si, en alguna ocasión, las normas y convenciones de la sociedad se interponían en las creencias de un Quindiniar, tales normas y convenciones eran convenientemente arrojadas al cubo de la basura.
Paithan era consciente de que debería sentir algún tipo de remordimiento por haber pedido a Rega que huyera con él, pero comprobó con satisfacción que no era así. Si Roland no era capaz de retener a su esposa, era problema suyo, no de
Paithan. De vez en cuando, el elfo recordaba la conversación entre marido y mujer que había oído a escondidas, y en la que Rega parecía participar de un plan para someterlo a chantaje; sin embargo, también recordaba la cara de la muchacha cuando los titanes se les echaban encima y, con ellos, una muerte cierta.
Entonces, ella le había dicho que lo amaba. No le habría mentido, en un momento así. Paithan llegó, por tanto, a la conclusión de que el plan había sido obra de
Roland y que Rega no había participado en él voluntariamente. Tal vez el humano la obligaba, amenazándola con hacerle daño.
Absorto en sus pensamientos y en la dificultosa ascensión, Paithan se sorprendió al encontrarse en lo alto antes de lo que esperaba. Se dijo que el último tramo del túnel de los enanos debía de haberse hecho más empinado sin que lo advirtiera. Asomó la cabeza con cautela por la abertura del pasadizo y descubrió, con cierta decepción, que seguía envuelto en la oscuridad. Entonces recordó que estaba en una caverna. Afanosamente, miró a su alrededor y advirtió luz a cierta distancia de su posición. Aspiró a pleno pulmón y saboreó el frescor del aire.
El elfo recobró el ánimo. Casi se convenció de que los titanes no habían sido sino producto de una pesadilla. Sólo gracias a ello logró contener el impulso de saltar del túnel y echar a correr bajo aquel bendito sol. Con mucho cuidado, dejó atrás la boca del pasadizo y, sin hacer ruido, atravesó la caverna hasta llegar a la entrada.
Se asomó al exterior. Todo parecía absolutamente normal. Recordando el silencio ominoso de la jungla justo antes de la aparición de los titanes, le reconfortó escuchar los trinos y graznidos de las aves, el rumor de los animales, dedicados a sus asuntos entre los árboles. Varios grivilos asomaron la cabeza entre los arbustos y lo observaron con sus cuatro ojos, venciendo una vez más el miedo con su legendaria curiosidad. Paithan les dirigió una sonrisa y, rebuscando en el bolsillo, les arrojó unas migas de pan.
Una vez fuera de la caverna, se estiró cuan alto era y dobló la columna hacia atrás para aliviar los músculos, acalambrados tras el largo viaje encogido y encorvado. Miró detenidamente en todas direcciones, aunque no esperaba ver moverse la jungla. La actitud de los animales le resultaba muy reveladora Los titanes no estaban en las proximidades.
Tal vez ya habían estado allí y habían seguido adelante, se dijo. Quizá, cuando llegara a Griffith, encontraría una ciudad muerta.
No. Paithan no podía aceptar tal posibilidad. El mundo era demasiado radiante, demasiado soleado y perfumado. Tal vez era cierto, realmente, que todo había sido un mal sueño.
Decidió retroceder para informar a los demás. No había ninguna razón que les impidiera viajar juntos hasta Griffith. Cuando ya se daba media vuelta, con la lúgubre perspectiva de internarse de nuevo en los túneles, llegó a sus oídos una voz, repetida por el eco en la caverna.
— ¿Paithan? ¿Todo anda bien?
— ¿Bien? —Exclamó el elfo—. ¡Es maravilloso, Rega! ¡Ven al sol! Ven, no hay peligro. ¿Oyes los pájaros?
Rega cruzó corriendo la caverna y, al salir a plena luz, alzó el rostro hacia el cielo y respiró profundamente.
— ¡Es una delicia! —suspiró. Volvió los ojos hacia Paithan y de pronto, sin que ninguno de los dos supiera cómo había sido, se encontraron abrazados. Sus labios se buscaron, se juntaron, se fundieron.
—Tu esposo —murmuró Paithan cuando logró recobrar el aliento—. Podría presentarse y sorprendernos...
— ¡No! —Murmuró Rega, asiéndose a él con desesperación—. Está abajo, con el enano. Esperará allí para..., para vigilar a Drugar. Además —exhaló un profundo suspiro y se apartó un poco para poder mirar a los ojos al elfo—, no importa si nos encuentra. He tomado una decisión. Tengo que contarte una cosa.
Paithan acarició sus negros cabellos, enredando los dedos en la melena espesa y reluciente.
—Que has decidido fugarte conmigo. Ya lo sé. Todo saldrá bien. En tierras élficas, nunca dará con nosotros...
— ¡Por favor, escúchame y no me interrumpas! —Rega sacudió la cabeza, acurrucándola bajo la mano de Paithan como una gatita que exigiera caricias—.
Roland no es mi marido.
Pronunció la frase en un jadeo forzado, con sonidos que parecían surgir del fondo del estómago. Paithan la miró, perplejo.
-¿Qué?
—Es..., es mi hermano. Mi medio hermano. —Rega tuvo que tragar saliva y humedecer la garganta para poder seguir hablando.
Paithan continuó estrechándola en sus brazos, pero, de pronto, las manos se le habían quedado frías. Recordó una vez más la conversación en el claro del bosque, y las palabras allí pronunciadas cobraron otro sentido nuevo y más siniestro.
— ¿Por qué me mentisteis?
Rega notó el temblor en las manos del elfo, advirtió el frío de sus dedos y vio cómo su rostro palidecía y se volvía tan helado como sus manos. No pudo soportar su mirada intensa, inquisitiva, y bajó la vista, concentrándola en la punta de los zapatos.
—No te mentimos sólo a ti —respondió al fin, tratando de dar un tono más ligero a su voz—. Lo hacemos con todo el mundo. Por seguridad, ¿entiendes? Los hombres no..., no se meten conmigo si creen que... estoy casada... —Rega notó que el elfo se ponía en guardia y lo miró. Se quedó sin palabras, desconcertada—. ¿Qué sucede? ¡Pensaba que te alegraría saberlo! ¿No..., no me crees?
Paithan la apartó de un empujón. Rega tropezó con una enredadera, trastabilló unos pasos y cayó al suelo. Empezó a reincorporarse, pero el elfo se plantó a su lado y su amedrentadora mirada la mantuvo clavada en el musgo.
— ¿Que si te creo? ¡No! ¿Por qué iba a hacerlo? ¡Ya me has mentido otras veces! ¡Y sigues mintiéndome ahora! ¡Por seguridad! Os oí hablar, a ti y a tu hermano —pronunció esta última palabra como si la escupiera—. ¡Conozco vuestro plan para seducirme y extorsionarme! ¡Zorra!
Paithan dio la espalda a Rega y decidió tomar el camino que conducía a la ciudad. Inició la marcha y siguió adelante, dispuesto a dejar tras él todo el dolor y el horror del viaje. Sin embargo, no avanzó muy deprisa y su paso se redujo aún más cuando oyó un rumor en la maleza y el sonido de unas pisadas ligeras que corrían tras él.
Una mano le tocó el brazo. Paithan continuó caminando, sin volver la cabeza.
—Me lo merezco —dijo Rega—. Soy..., soy lo que me has llamado. He hecho cosas terribles en mi vida. ¡Ah!, podría decirte... —la presión sobre el brazos se intensificó—, podría decirte que no ha sido culpa mía. Podría decir que, conmigo y con Roland, la vida se ha portado como una madre: cada vez que nos hemos dado la vuelta, nos ha soltado un bofetón en plena cara. Podría decirte que vivimos como lo hacemos porque es así como sobrevivimos...
»Pero no sería verdad. ¡No, Paithan, no me mires! Sólo quiero decir una cosa más; luego podrás irte. Si estás al corriente de nuestro plan para hacerte chantaje, te habrás dado cuenta de que no he querido llevarlo a cabo. Aunque no lo he hecho por motivos nobles, sino por egoísmo. Cada vez que me mirabas me sentía..., me sentía fatal. Y lo que te dije es cierto. Te amo. Por eso prefiero que te vayas. Adiós, Paithan.
La mano resbaló de su brazo. Paithan se volvió, capturó aquella mano y depositó un beso en ella. Después, lanzó una sonrisa arrepentida a los ojos pardos de la humana.
—Yo tampoco soy un gran partido, ¿sabes? Mírame. Estaba dispuesto a seducir a una mujer casada y arrancarla del lado de su marido. Te quiero, Rega.
Esta era mi excusa. Pero los poetas dicen que, cuando quieres a alguien, sólo deseas lo mejor para el otro. Eso significa que me aventajas en nuestro juego, pues has buscado lo mejor para mí. —El elfo cambió la sonrisa en una mueca—. Lo mismo que yo.
— ¿Me amas, Paithan? ¿Me quieres de verdad?
—Sí, pero...
—No. —Le cubrió la boca con sus dedos—. No digas nada más. Yo también te quiero y, si ambos nos amamos, no importa nada más. Ni el pasado, ni el presente, ni lo que pueda venir.
Ruina y destrucción. Las palabras del viejo resonaron en el corazón de
Paithan, pero hizo caso omiso de la voz. Tomando a Rega entre sus brazos, arrinconó con firmeza los temores en las sombras de su mente, junto a otras dudas inquietantes, como la incertidumbre de adonde conduciría aquella relación.
El elfo no vio la necesidad de encontrar respuesta a aquel interrogante. De momento, su amor los conducía al placer, y eso era lo único que importaba.
— ¡Te lo advertí, elfo!
Por lo visto, Roland se había cansado de esperar. El humano y el enano estaban frente a ellos. Roland sacó el raztar del cinto.
— ¡Te advertí que te apartaras de ella! ¡Barbanegra, tú eres testigo...!
Rega, acurrucada entre los brazos de Paithan, miró a su hermano con una sonrisa.
—Déjalo, Roland. Lo sabe todo.
— ¿Lo sabe? —El humano la miró, desconcertado.
—Yo se lo he contado —dijo Rega con un suspiro, devolviéndole la mirada.
— ¡Vaya! ¡Estupendo! ¡Simplemente, estupendo! —Roland arrojó el raztar al musgo, con las hojas recogidas. De nuevo, disimuló bajo unos aspavientos de furia el miedo que sentía—. Primero perdemos el dinero de las armas y ahora perdemos al elfo. ¿De qué vamos a vivir...?
El estruendo de un enorme tambor de piel de serpiente atronó la jungla y espantó a los pájaros, que abandonaron los árboles batiendo alas entre chillidos.
El tambor retumbó de nuevo, y aún otra vez más. Roland, pálido, enmudeció y prestó atención. Rega, entre los brazos de Paithan, se puso tensa y volvió la vista en dirección a la ciudad.
— ¿Qué es eso? —preguntó Paithan.
—Están haciendo sonar la alarma. ¡Llaman a los hombres a defender la ciudad frente a un ataque! —Rega miró a su alrededor, asustada. Los pájaros habían remontado el vuelo al sonar el tambor, pero ahora habían cesado en su vocinglera protesta. De pronto, la jungla había quedado envuelta en un silencio de muerte.
— ¿Querías saber de qué ibas a vivir? —Murmuró Paithan, mirando a
Roland—. Puede que la pregunta sea innecesaria.
Nadie prestaba atención al enano; de lo contrario, habrían visto el rictus de una sonrisa en sus labios, bajo la barba.
CAPITULO 12
GRIFFITH, THILLIA
Echaron a correr por el sendero hacia la protección de la ciudad. El camino era llano y despejado, y se advertía transitado. La tensión les daba fuerzas en su carrera. Ya estaban a la vista de Griffith cuando Roland se detuvo.
— ¡Esperad! —jadeó—. ¡Barbanegra!
Rega y Paithan se detuvieron. Sus manos y cuerpos fueron al encuentro, apoyándose el uno en el otro.
— ¿Por qué...?
—El enano. No ha podido seguir nuestro ritmo —dijo Roland, recobrando el aliento—. No lo dejarán cruzar las puertas si no respondemos por él.
—En tal caso, volverá a los túneles —dijo Rega—. Tal vez lo haya hecho ya. No lo oigo. —Se arrimó más a Paithan y añadió—: ¡Démonos prisa!
—Id delante —replicó Roland con aspereza—. Yo esperaré.
— ¿Qué te ha dado ahora?
—El enano nos salvó la vida.
—Tu esp..., tu hermano tiene razón —asintió Paithan—. Debemos esperarlo.
Rega movió la cabeza, enfurruñada.
—Esto no me gusta nada. Y el enano, tampoco. A veces, le he sorprendido mirándonos y...
El sonido de unos pies enfundados en pesadas botas y de una respiración acelerada la interrumpió. Drugar apareció a la carrera por el sendero, con la cabeza baja y agitando brazos y piernas enérgicamente. Venía atento al terreno que pisaba, no a lo que tenía alrededor, y habría arremetido de cabeza contra
Roland si éste no hubiera alargado la mano para detener el golpe.
El enano levantó la vista, perplejo, y parpadeó para quitarse el sudor que le goteaba de las cejas.
— ¿Por qué... nos paramos? —preguntó cuando logró recuperar el aliento lo suficiente como para jadear unas palabras.
—Te estábamos esperando —dijo Roland.
—Muy bien, pues ya está aquí. ¡Vámonos! —insistió Rega, mirando a su alrededor con inquietud. Los tambores batían igual que sus corazones. Eran los únicos sonidos en la jungla.
—Aquí, Barbanegra, dame la mano —se ofreció Roland.
— ¡Déjame en paz! —Replicó Drugar, apartándose de un salto—. Puedo seguiros.
—Como prefieras...
Roland se encogió de hombros y echaron a correr otra vez, aminorando ligeramente el paso para no dejar atrás al enano.
Cuando llegaron a Griffith, no sólo encontraron cerradas las puertas, sino que descubrieron a los ciudadanos erigiendo una barricada delante de ellas. Toneles, piezas de mobiliario y otros enseres eran arrojados a toda prisa desde los muros por la multitud, presa del pánico.
Roland gritó y agitó la mano hasta que, por último, alguien se asomó.
— ¿Quién va?
— ¡Soy yo, Roland! ¡Harald, estúpido, ya que no me reconoces a mí, al menos reconocerás a Rega! ¡Vamos, abrid y dejadnos entrar!
— ¿Quién viene contigo?
—Un elfo llamado Quin, que viene de Equilan, y un enano de nombre
Barbanegra, procedente del reino de Thurn..., o de lo que queda de él. ¿Y bien, nos abres de una vez, o piensas tenernos todo el día aquí, de cháchara?
—Tú y Rega podéis entrar. —La cabeza calva de Harald asomó tras un tonel—
. Los otros dos, no.
— ¡Harald, imbécil, cuando te ponga la mano encima voy a romperte...!
— ¡Harald! —La voz clara de Rega se impuso a la de su hermano—. ¡Este elfo es un tratante de armas! ¡Armas élficas, con poderes mágicos! Y el enano tiene información sobre el... el...
—El enemigo —apuntó Paithan rápidamente.
— ¡... el enemigo! —Rega tragó saliva. La garganta se le había quedado seca.
—Esperad ahí —respondió Harald. La cabeza desapareció y en su lugar aparecieron otras, que contemplaron con suspicacia a los cuatro recién llegados.
— ¿Adonde diablos pensará ese imbécil que vamos a ir? —murmuró Roland, volviendo la cabeza repetidamente hacia el camino por el que habían venido—.
¿Qué ha sido eso? ¡Por allí...!
Los otros tres se apresuraron a mirar, asustados, en la dirección que indicaba.
— ¡Nada! Sólo es el viento —dijo Paithan al cabo de un momento.
— ¡No hagas eso, Roland! —Exclamó Rega—. Me has dado un susto de muerte.
Paithan estudió la barricada y comentó:
—Eso no va a detenerlos, ¿sabéis?
— ¡Claro que sí! —Musitó Rega, entrelazando sus dedos con los del humano—
. ¡Es preciso que resista!
Por encima de la barricada aparecieron una cabeza y unos hombros. La cabeza iba enfundada en un casco marrón de caparazón de tyro, perfectamente bruñido, y otras piezas de armadura a juego protegían los hombros.
— ¿Dices que esa gente es de la ciudad? —preguntó la figura del casco a la cabeza calva que asomó junto a ella.
—Sí. Los dos humanos. El enano y el elfo, no...
—... pero este último es un comerciante de armas. Está bien. Dejadlos entrar y traedlos al puesto de mando.
La cabeza del casco desapareció y se produjo una breve espera, pues hubo que desmontar la barrera de fardos y toneles y apartar varios carros. Por fin, las puertas de madera se entreabrieron lo justo para permitir el paso del cuarteto. El rechoncho enano, enfundado en su dura coraza de cuero, se quedó atascado y
Roland se vio obligado a empujarlo por detrás, mientras Paithan tiraba de él por delante.
La puerta se cerró rápidamente tras ellos.
—Ahora os llevaremos a presencia del barón Lathan —indicó Harald, señalando una posada con el pulgar. Varios caballeros con armadura deambulaban por la plaza probando las armas, o charlaban en grupo, apartados en todo momento de la multitud de ciudadanos que los observaba con aire preocupado.
— ¿Lathan? —dijo Rega, sorprendida—. ¿El hermano menor de Reginald? ¡No me lo puedo creer!
—Sí, yo tampoco pensaba que nos tuviera en tanta valía —asintió Roland.
— ¿Reginald? ¿Quién es? —quiso saber Paithan.
Los tres se encaminaron a la posada seguidos del enano, que miraba a su alrededor con sus ojos oscuros y sombríos.
—Reginald de Terncia, nuestro señor feudal. Por lo visto, ha enviado un regimiento de caballeros bajo el mando de su hermano. Supongo que pretenden detener a los titanes aquí, antes de que lleguen a la capital.
—Puede..., puede que no hayan venido para enfrentarse a esos monstruos —
apuntó Rega, tiritando bajo el sol radiante—. Puede que estén aquí por otra causa.
Una incursión de los reyes del mar o... ¡No lo sabes, de modo que cierra la boca!
La muchacha se detuvo y observó la posada y la multitud congregada a su alrededor, transmitiéndose el miedo unos a otros.
—No pienso entrar ahí. Me voy a casa a... ¡a lavarme la cabeza! —Rodeó el cuello de Paithan con sus brazos, se puso de puntillas y besó al elfo en los labios—
. Te espero esta noche —añadió sin aliento.
Paithan intentó detenerla, pero Rega se separó de él a toda prisa y se abrió paso entre la muchedumbre, casi a la carrera.
—Tal vez debería ir con ella...
Roland posó firmemente una mano en el brazo del elfo y murmuró:
—Déjala sola. Está asustada. Asustada hasta la médula. Necesita un rato para recuperar el dominio de sí misma.
—Pero yo podría ayudarla...
—No, a Rega no le gustaría. Es muy orgullosa. Cuando éramos pequeños y madre la azotaba hasta hacerle sangre, ella nunca permitía que la viéramos llorar.
Además, me parece que no tienes más remedio que quedarte.
Roland señaló a los caballeros. Paithan advirtió que sus conversaciones habían cesado y que todos lo miraban abiertamente. El humano tenía razón: si se marchaba en aquel momento, pensarían que no se proponía nada bueno.
Los dos continuaron la marcha hacia la posada. Drugar avanzó tras ellos, pisando ruidosamente. La ciudad era un caos: unos corrían hacia la barricada con armas en la mano; otros se alejaban de las puertas. Familias enteras evacuaban la población abandonando sus hogares. De pronto, Roland dio media vuelta y alzó un brazo al frente para detener a Paithan. El elfo se vio obligado a retroceder para no arrollarlo.
—Escucha, Quindiniar... Cuando hayamos hablado con el barón y se haya convencido de que no estás aliado con el enemigo, ¿por qué no te marchas a tu tierra... solo?
—No me marcharé sin Rega —declaró Paithan sin alterarse.
Roland lo miró de soslayo y sonrió.
— ¿Oh? ¿Vas a casarte con ella?
La pregunta pilló por sorpresa al elfo. Tenía la firme intención de responder afirmativamente, pero ante sus ojos se alzó la imagen de su hermana mayor.
—Yo..., yo...
—Mira, Paithan, no estoy tratando de proteger el honor de Rega. Ninguno de nosotros lo ha tenido nunca; no hemos podido permitírnoslo. Nuestra madre fue la fulana de la ciudad. Rega también ha pasado por bastantes camas, pero eres el primer hombre que le interesa de verdad y no voy a permitir que le hagas daño, ¿me entiendes?
—La quieres mucho, ¿verdad?
Roland se encogió de hombros, se volvió con brusquedad y echó a andar de nuevo.
—Nuestra madre se fugó de casa cuando yo tenía quince años. Rega tenía doce. Sólo nos teníamos el uno al otro y siempre nos hemos buscado la vida sin pedir ayuda a nadie. Así que lárgate y déjanos en paz. Le diré a Rega que tenías que adelantarte para ocuparte de tu familia. Le dolerá, pero no tanto como si tú...
En fin, ya sabes...
—Sí, ya sé.
Roland tenía razón. Debía marcharse, irse inmediatamente. Solo. Aquella relación no podía sino partirle el corazón. Paithan lo sabía, lo había sabido desde el principio. Pero nunca había sentido por ninguna mujer lo que Rega le inspiraba.
El deseo le ardía, le dolía en las entrañas. Cuando ella había mencionado la noche, cuando la había mirado a los ojos y había visto en ellos la promesa, había creído que no iba a poder soportarlo. Aquella noche iba a tenerla entre sus brazos, a dormir con ella.
¿Y abandonarla mañana?
No; se la llevaría con él, mañana. La llevaría a su casa, con..., ¿con Calandra?
Imaginó la furia de su hermana, pudo oír sus comentarios mordaces, hirientes. No;
no sería justo para Rega.
— ¡Eh! —Roland le dio un codazo en las costillas.
El elfo alzó la cabeza y comprobó que habían llegado a la posada. El local estaba irreconocible. La zona destinada a taberna había sido transformada en un arsenal. De las paredes colgaban escudos decorados con la divisa de cada caballero y, delante del escudo, sus armas respectivas. En el centro de la estancia había otro montón de armas, que probablemente serían distribuidas entre el pueblo en caso de necesidad. Paithan advirtió unas pocas armas mágicas de procedencia élfica entre el séquito de los caballeros.
El único ocupante de la sala era un caballero que comía y bebía sentado a una mesa.
—Ése es —murmuró Roland por la comisura de los labios.
Lathan era joven. No tenía más de veintiocho años. Era bien parecido, con el cabello negro y el bigote azabache de los Señores de Thillia. Una mellada cicatriz de guerra le cruzaba el labio superior, proporcionando a su rostro una leve y perpetua mueca burlona.
—Disculpadme la descortesía de comer y beber delante de vosotros —dijo el barón Lathan—, pero no he probado bocado desde hace un ciclo.
—Nosotros tampoco hemos comido gran cosa —respondió Paithan.
—Ni bebido —añadió Roland, mirando la jarra llena del caballero.
—Hay otras tabernas en la ciudad —dijo éste—. Tabernas donde sirven a los de vuestra clase. —Alzó la vista del plato el tiempo justo para fijar sus ojos en el elfo y el enano, y volvió a concentrarse en el plato. Se llevó un pedazo de carne a la boca y lo engulló con la ayuda de un trago—. ¡Más cerveza! —exclamó, buscando con la vista al posadero. Hizo sonar la jarra sobre la mesa y el posadero apareció con una expresión malhumorada.
— ¡Y esta vez —dijo Lathan, arrojándole la jarra a la cabeza— tráela del tonel bueno! ¡No me gusta aguada!
El posadero frunció el entrecejo.
—No te preocupes. Lo pagará todo la tesorería real —añadió el noble.
El hombre torció aún más el gesto. El barón Lathan lo miró fríamente. El posadero recogió la jarra, que había rodado por el suelo con estrépito, y desapareció.
—De modo que vienes del norint, ¿no es eso, elfo? ¿Qué estabas haciendo allí, con ése? —El noble señaló al enano con el tenedor.
—Soy explorador —declaró Paithan—. Este humano, Roland Hojarroja, es mi guía. Y ése es Barbanegra. Nos conocimos...
—Drugar —gruñó el enano—. Me llamo Drugar.
— ¡Hum! —Lathan tomó un bocado, lo masticó y escupió la carne en el plato—. ¡Puaj! Tendones. ¿Y qué hace un elfo con los enanos? ¿Establecer alianzas, tal vez?
—Si así fuera, es asunto mío.
—Los Señores de Thillia podrían considerarlo asunto suyo, también. Os hemos dejado vivir en paz mucho tiempo, elfos. Algunos, entre ellos mi señor, creemos que demasiado.
Paithan no dijo nada; se limitó a lanzar una significativa mirada a las armas élficas que se mezclaban con las panoplias de los caballeros. El barón Lathan advirtió la mirada y lanzó una sonrisa de inteligencia.
— ¿Crees que no podemos hacer nada sin vosotros? Pues bien, hemos dado con unos artilugios que os harán restregar los ojos, elfo. ¿Ves eso? Se llama ballesta. Arroja dardos capaces de atravesar cualquier armadura. Incluso una pared.
—Contra los gigantes no servirá de nada —intervino Drugar—. Será como arrojarles palos.
— ¿Cómo puedes saberlo? ¿Acaso te has enfrentado a ellos?
—Esos gigantes arrasaron mi pueblo. Fue una carnicería.
Lathan estaba llevándose un pedazo de pan a la boca y detuvo el gesto, lanzando una penetrante mirada al enano. Después, dio un bocado al pan.
—Enanos... —murmuró despreciativamente, con la boca llena.
Paithan observó enseguida a Drugar, interesado en su reacción. El enano miraba al noble con una expresión extraña. De júbilo, casi habría jurado el elfo.
Perplejo, Paithan empezó a preguntarse si el enano se habría vuelto loco. Pensando en ello, perdió el hilo de la conversación y sólo volvió a tomarlo al oír que hablaban de los reyes del mar.
— ¿Qué es eso de los reyes del mar? —preguntó.
— ¡Presta más atención, elfo! —Gruñó el barón—. Decía que los titanes los atacaron. Y, al parecer, los derrotaron. Entonces, esas ratas tuvieron la desfachatez de pedirnos ayuda.
El posadero volvió con la cerveza y dejó la jarra ante el noble.
— ¡Lárgate! —le ordenó de inmediato Lathan, gesticulando con una mano grasienta.
— ¿Se la ofrecisteis? —inquirió Paithan.
— ¡Si son el enemigo! Podría haber sido un truco.
—Pero no lo era, ¿verdad?
—No —reconoció el caballero—. Supongo que no. Quedaron totalmente aplastados, según algunos refugiados a los que interrogamos antes de echarlos fuera de las murallas...
— ¡Los echasteis!
Lathan alzó la jarra, dio un largo y abundante trago y se secó los labios con el revés de la mano.
— ¿Qué sucedería si fuéramos nosotros quienes acudiéramos al sorint pidiendo ayuda, elfo? ¿Qué haríais vosotros si nos presentáramos en busca de protección?
Paithan notó que se ruborizaba desde el cuello hasta las mejillas.
— ¡Pero vosotros y los reyes del mar sois dos pueblos humanos! —Era un argumento endeble, pero no se lo ocurrió qué otra cosa decir.
— ¿Te refieres a que nos ayudaríais si fuéramos de vuestra raza? Pues ya podéis prepararos, elfo, porque me han llegado rumores de que vuestras gentes de las Tierras Ulteriores también han sido atacadas.
—Esto significa —intervino Roland, calculando rápidamente— que los titanes se están extendiendo, moviéndose hacia el est y hacia el vars, rodeándonos. Y rodeando Equilan... —añadió, haciendo hincapié en esto último.
— ¡Tengo que irme! ¡Tengo que avisarles! —Murmuró Paithan—. ¿Cuándo esperáis que lleguen a Griffith?
—En cualquier momento —dijo Lathan. Después de limpiarse las manos en el mantel, se puso en pie acompañado del estrépito de la armadura de tyro—. El flujo de refugiados ha cesado, lo cual significa que todos los demás deben de haber perecido. Tampoco hemos tenido noticias de nuestros exploradores, así que también los damos por muertos.
— ¿Cómo puedes tomarte esto con tanta frialdad? ¡Es terrible!
—Los detendremos —aseguró el barón, ciñéndose la espada.
Roland contempló el arma, con su afilada hoja de madera, y de pronto soltó una risotada, una carcajada aguda y estridente que hizo estremecerse a Paithan.
¡Por Orn!, se dijo, tal vez el enano no era el único que se estaba volviendo loco.
— ¡Yo los he visto! —Exclamó Roland con voz ronca, hueca—. Los vi golpear a un hombre... Estaba atado. Le pegaron y pegaron y pegaron —Roland gritaba cada vez más, agitaba los puños—... y pegaron y...
— ¡Roland!
El humano estaba doblado sobre sí mismo, encogido, retorciendo los dedos espasmódicamente. Parecía estar desmoronándose.
. Animales parecidos a la ardilla, de gran tamaño, que pueden avanzar velozmente por las planicies de musgo dando saltos sobre las cuatro extremidades, o planear de copa en copa utilizando un pliegue de piel en forma de ala, que se extiende desde las patas anteriores a las posteriores. (N. del a.)
— ¡Roland! —Paithan rodeó al humano con los brazos, lo sujetó con fuerza por los hombros y le hundió los dedos en los músculos.
—Sácalo de aquí —dijo Lathan con una mueca de desagrado—. No soporto a los cobardes. —Se detuvo un momento y, tras meditar lo que iba a decir, formuló la pregunta de mala gana—: ¿Podrías conseguirnos armas, elfo?
El barón escupió las palabras como si tuvieran mal sabor.
Paithan estuvo a punto de responder que no, pero se contuvo. Casi tuvo que morderse la lengua para impedir que las palabras brotaran de sus labios.
Necesitaba llegar a Equilan. Enseguida. Y no podría hacerlo si tenía que detenerse y ser interrogado en todos los puestos fronterizos entre Griffith y Varsport.
—Sí, os conseguiré armas. Pero estoy muy lejos de casa y...
Roland lo miró con expresión abrumada.
— ¡Vas a morir! ¡Todos vamos a morir!
Varios caballeros se asomaron por la ventana al oír los gritos. El posadero, que se había puesto muy pálido, empezó a balbucear mientras su mujer rompía en sollozos. El barón llevó la mano a la espada y movió ésta dentro de la vaina.
— ¡Hazlo callar antes de que lo atraviese!
Roland se sacudió de encima al elfo y se dirigió a la puerta. Hizo rodar varias sillas, derribó una mesa y casi echó al suelo a dos caballeros que trataban de detenerlo. A un gesto de Lathan, sus hombres lo dejaron pasar. Paithan se asomó por una ventana y vio a Roland tambaleándose por la calle, haciendo eses con paso inseguro como si estuviera ebrio.
—Te extenderé un salvoconducto —dijo Lathan.
—También necesitaré carganes. —El elfo recordó las débiles barricadas e imaginó a los titanes derribándolas, aplastándolas como si fueran meras pilas de hojas arrojadas a su paso. La ciudad estaba condenada.
Paithan tomó una resolución. Llevaría a Rega consigo, y ella no querría ir sin
Roland, de modo que lo llevaría a él también. En realidad, no era tan mal tipo.
—Suficientes carganes para llevarnos a mí y a mis amigos.
Lathan frunció el entrecejo. Evidentemente, no estaba satisfecho.
—Ese es el trato —insistió Paithan.
— ¿Qué hay del enano? ¿Él también es amigo tuyo?
Paithan se había olvidado de Drugar, que había permanecido en silencio a su lado hasta aquel momento. El elfo bajó los ojos y encontró la mirada del enano. En sus ojos negros seguía brillando aquel curioso destello de júbilo.
—Puedes venir con nosotros, Drugar —le dijo, tratando de fingir que lo decía en serio—. Pero no estás obligado, si no...
—Os acompañaré —respondió el enano.
Paithan bajó la voz para añadir:
—Podrías volver a los túneles. Allí estarías a salvo.
— ¿Qué encontraría allí, elfo?
Drugar dijo esas palabras en un susurro, mientras se acariciaba la barba larga y florida con una mano. La otra estaba oculta bajo su ancho cinturón.
—Si quiere venir con nosotros, que venga —dijo Paithan en voz alta—. Se lo debemos, pues nos salvó la vida.
—Entonces, preparad el equipaje y daos prisa. Los carganes estarán ensillados y a punto en el patio de ahí fuera. Daré las órdenes oportunas.
Lathan cogió el yelmo y se dispuso a salir de la posada. Paithan titubeó, debatiéndose entre emociones contrapuestas. Cuando pasó junto a él, asió por el brazo al barón.
—Mi amigo no es un cobarde —le dijo—. Tiene razón. Esos gigantes son implacables. Yo...
El barón Lathan se inclinó hacia él, bajo la voz para que sólo lo oyera el elfo y susurró:
—Los reyes del mar son guerreros feroces. Lo sé porque he combatido contra ellos. Por lo que he oído, no tuvieron la menor oportunidad y fueron destruidos como los enanos. Permíteme un consejo, elfo. —El caballero miró directamente a los ojos a Paithan—. Cuando te hayas ido, olvídate de regresar.
— ¡Pero...! ¿Y las armas...? —Paithan lo miró, desconcertado.
—Hablaba por hablar. Por guardar las apariencias. Lo he hecho por mis hombres y por la gente de la ciudad. No podrías volver a tiempo. Además, no creo que las armas, mágicas o no, sirvieran de mucho. ¿Tú qué opinas?
Paithan movió la cabeza lentamente, en gesto de negativa. El noble guardó silencio con expresión grave y pensativa. Cuando volvió a hablar, pareció hacerlo consigo mismo.
—Si alguna vez ha habido un momento oportuno para el regreso de los
Señores Perdidos, es ahora. Pero no vendrán. Están dormidos bajo las aguas del golfo de Kithni. No los culpo por dejar que nos enfrentemos solos a esta amenaza.
La suya fue una muerte fácil. La nuestra no lo será.
El barón se irguió y lanzó una mirada iracunda a Paithan.
— ¡Basta de regateos! —Exclamó en voz alta, apartándolo de su camino con un brusco empujón—. Tendrás tu maldito dinero, elfo —añadió, lanzando las palabras por encima del hombro—. Eso es lo único que os preocupa, ¿verdad? ¡Tú, palafrenero, ensilla tres...!
—Cuatro —lo corrigió Paithan, saliendo de la posada detrás del barón. Lathan frunció el entrecejo, malhumorado.
—Ensilla cuatro carganes. Estarán preparados en medio pliegue de pétalo, elfo. Sé puntual.
Paithan, confuso, no supo qué decir, y, por tanto, no dijo nada. Drugar y él echaron a anclar calle abajo tras los pasos de Roland, a quien distinguieron a lo lejos, apoyado en una pared, desfallecido. El elfo se detuvo y, volviéndose a medias, dio las gracias al caballero.
Lathan se llevó la mano a la visera del yelmo con un gesto solemne y sombrío.
—Humanos... —murmuró Paithan para sí, reemprendiendo la marcha tras
Roland—. No hay quien los entienda.
CAPITULO 13
SORINT, A TRAVÉS DE THILLIA
— ¡El barón incluso ha reconocido que él y sus hombres no pueden hacer frente a esos monstruos! Tenemos que dirigirnos al sorint, a tierras élficas. ¡Y tenemos que irnos enseguida! —Paithan se asomó a la ventana, con la vista en la jungla, envuelta en un silencio sobrenatural—. No sé vosotros, pero yo noto un olor extraño en el aire, como la vez que nos apresaron los titanes. ¡No podemos quedarnos aquí!
— ¿Qué te hace pensar que tiene alguna importancia adonde vayamos? —
replicó Roland con voz apenas audible. Estaba derrumbado en una silla con la cabeza entre las manos y los codos apoyados sobre la basta mesa. Cuando Drugar y Paithan hubieron conseguido entrar al humano en su casa, Roland se hallaba en un estado lamentable. Su terror, tanto tiempo contenido, había estallado destrozando su espíritu en mil fragmentos—. Da igual si nos quedamos aquí, a morir con los demás.
Paithan apretó los labios. Sentía vergüenza ajena por el humano, probablemente porque sabía que aquel guiñapo encorvado sobre la mesa podía muy bien ser él. Cada vez que el elfo se imaginaba enfrentado con aquellos terribles seres sin ojos, el espanto le hacía un nudo en el estómago. A casa. El pensamiento le impulsaba como la punta de un cuchillo en la espalda, obligándolo a seguir adelante.
—Yo me voy. Tengo que hacerlo, tengo que volver con mi gente...El retumbar de los tambores de piel de serpiente se alzó de nuevo. Esta vez, el sonido era más potente, más urgente. Drugar se asomó a la ventana y preguntó:
— ¿Qué significa eso, humano?
—Significa que se acercan —respondió Rega, con los labios apretados—. Es la señal de alarma que indica que el enemigo está a la vista.
Paithan se quedó donde estaba, indeciso entre la lealtad a la familia y el amor a aquella humana.
—Tengo que ir —dijo por fin, con brusquedad. Los carganes, atados frente a la puerta, estaban nerviosos y tiraban de las bridas entre gruñidos asustados—.
¡Deprisa! ¡Temo que vayamos a perder a los animales!
— ¡Roland, vamos! —Rega aumentó la presión sobre el brazo de su hermano.
— ¿Para qué molestarse? —replicó él, desasiéndose.
Drugar cruzó pesadamente la estancia y se inclinó sobre la mesa tras la cual estaba sentado Roland, tiritando.
— ¡No debemos separarnos! Tenemos que ir todos juntos. ¡Vamos, vamos! Es nuestra única esperanza. —El enano sacó un frasco del interior del bolsillo y se lo ofreció al humano—. Toma, bebe esto. Encontrarás el valor necesario en el fondo.
Roland alargó la mano, asió el frasco y se lo llevó a los labios. Tomó un largo sorbo, hasta atragantarse y empezar a toser. Unas lágrimas resbalaron por sus mejillas, pero un leve rubor bañó sus pálidas facciones.
—Está bien —dijo al fin, respirando pesadamente—. Iré con vosotros.
Levantó otra vez el frasco, dio un nuevo trago y volvió a taparlo.
—Roland...
—Vamos, hermana. ¿No ves que tu amante elfo te espera? Quiere llevarte a su casa, al seno de su familia... si es que llegamos alguna vez. Drugar, camarada, viejo amigo, ¿tienes más bebida de ésta?
Roland pasó el brazo por los hombros del enano y los dos se encaminaron a la puerta. Rega se quedó sola en el centro de la pequeña casa. Tras echar una mirada a su alrededor, meneó la cabeza y abandonó la estancia casi tropezando con
Paithan, que había vuelto sobre sus pasos para esperarla.
— ¿Sucede algo malo, Rega?
—Nunca hubiera pensado que me entristecería abandonar este cuchitril, pero así es. Supongo que será porque es lo único que he tenido en mi vida.
— ¡Yo te compraré lo que quieras! ¡Tendrás una casa cien veces mayor que ésta!
— ¡Oh, Paithan! ¡No me mientas! No tienes ninguna esperanza. Podemos escapar —Rega miró a los ojos al elfo—, pero ¿adonde iremos?
El sonido de los tambores se hizo más urgente; los golpes rítmicos atravesaban sus cuerpos como mazazos.
La muerte y la destrucción llegarán contigo. ¡Y tú, señor, conducirás adelante a tu pueblo! El cielo. ¡Las estrellas!
—A casa —respondió Paithan, estrechando a Rega contra sí—. Iremos a casa.
Dejaron atrás el estruendo de los tambores y se internaron en la jungla, exigiendo a los carganes la mayor rapidez posible. Sin embargo, montar en cargan requería habilidad y práctica. Cuando el animal extendía las alas —parecidas a las de un murciélago— para planear entre los árboles, el jinete tenía que agarrarse con las manos, apretar las rodillas y hundir casi la cabeza en el cuello peludo del cargan, so riesgo de ser desmontado por las ramas o las enredaderas.
Paithan era un experimentado jinete de cargan. Los dos humanos, aunque no estaban habituados a la silla como el elfo, habían cabalgado anteriormente y conocían la técnica. Incluso Roland, completamente ebrio, consiguió sujetarse al animal como si en ello le fuera la vida.
En cambio, estuvieron a punto de perder al enano. Drugar, que no había visto nunca un animal de aquéllos, no tenía idea de que el cargan pudiera volar o tuviera inclinación a hacerlo y, la primera vez que saltó de una rama y surcó los aires con agilidad, el enano cayó de su lomo como una piedra.
Por un verdadero milagro —la bota de Drugar quedó enganchada en el estribo—, el cargan y el enano consiguieron posarse en el siguiente árbol casi a la vez. Sin embargo, el grupo perdió un tiempo precioso ayudando a Drugar a montar de nuevo en la silla y más tiempo aún en convencer al animal de que siguiera llevando al enano como pasajero.
—Tenemos que volver al camino principal. Iremos más de-prisa —apuntó
Paithan.
Llegaron al camino principal, pero allí descubrieron una masa casi compacta de humanos que se dirigía hacia el sorint. Paithan tiró de las riendas, contemplando la columna de refugiados. Roland, que había dado cuenta del frasco de licor, se echó a reír.
— ¡Condenados estúpidos!
Los humanos fluían lentamente por el sendero convertido en un río de pánico.
Encorvados bajo los fardos, llevando en brazos a los niños demasiado pequeños para andar, arrastrando a los ancianos en carretas. Su marcha quedaba sembrada de paquetes abandonados en las cunetas: objetos domésticos que se hacían demasiado pesados, cosas de valor que dejaban de tenerlo cuando estaba en juego la vida, vehículos averiados...
Aquí y allá caída junto al camino, se veía gente demasiado exhausta para seguir andando. Algunos extendían las manos a los que iban en carro, suplicando que los llevaran. Otros, sabiendo cuál iba a ser la respuesta, permanecían sentados con la mirada nublada, helada de miedo, esperando a recuperar fuerzas para proseguir la marcha...
—Volvamos a la jungla —propuso Rega, que cabalgaba junto a Paithan—. Es el único modo de escapar y conocemos la ruta. Esta vez, es cierto que la conocemos —añadió con un ligero sonrojo.
—La ruta de los contrabandistas —asintió Roland, tambaleándose sobre la silla—. Desde luego que la conocemos.
—Me parece buena idea —dijo Paithan.
—Entonces, vamos —apremió Rega.
Paithan siguió sin moverse, contemplando la fila de fugitivos.
—Todos estos humanos se dirigen a Equilan. ¿Qué vamos a hacer?
— ¡Paithan!
—Sí, ya voy.
Abandonaron, pues, los caminos despejados de las planicies de musgo y se adentraron en los senderos de la espesura. La ruta de los contrabandistas era angosta y serpenteante, difícil de atravesar, pero mucho menos transitada. Paithan obligó a los demás a forzar la marcha ciclo tras ciclo, hasta que los animales y los propios jinetes se caían de agotamiento. Entonces, a menudo demasiado agotados para comer, se echaban a dormir. El elfo sólo les permitía unas breves horas de reposo antes de reemprender la marcha. En el trayecto encontraron otros transeúntes, gentes como ellos, que vivían al margen de la sociedad y estaban familiarizados con aquellas sendas oscuras y recónditas. Todos se dirigían, como el elfo y su grupo, al sorint. Uno de los caminantes, un humano, apareció en el campamento al tercer día de viaje.
—Agua... —dijo, y se derrumbó.
Paithan fue en busca de agua. Rega incorporó la cabeza del humano y le acercó el cazo a los labios. El individuo era de mediana edad y tenía las facciones cenicientas de cansancio.
—Ya estoy mejor, gracias —dijo. Sus mejillas hundidas recobraron cierto color; consiguió incorporarse hasta quedar sentado y hundió la cabeza entre las rodillas, jadeando profundamente.
—Puedes quedarte a descansar con nosotros —le ofreció Rega—. Comparte nuestra comida.
— ¡Descansar! —El humano alzó la cabeza y los miró con asombro. Después, volvió la vista hacia la jungla y, con un escalofrío, se incorporó tambaleándose—.
¡No puedo descansar! —balbució—. ¡Vienen detrás de mí, pisándome los talones!
Su pánico era palpable. Paithan se incorporó de un salto y miró al humano, alarmado.
— ¿A qué distancia?
El humano huía ya del campamento, dirigiéndose al sendero, con paso inseguro. Paithan corrió tras él y lo asió por el brazo.
— ¿A qué distancia? —repitió. El humano movió la cabeza.
—A un ciclo. No más.
— ¡Un ciclo! —Rega dejó escapar un jadeo entre dientes.
—Ese tipo se ha vuelto loco —murmuró Roland—. No le creas.
— ¡Griffith, destruida! ¡Terncia, en llamas! ¡El barón Reginald, muerto! He sido testigo de todo. —El hombre se pasó una mano temblorosa por el cabello entrecano y añadió—: ¡Yo era uno de sus caballeros!
Observando al humano con más detenimiento, advirtieron que iba vestido con las prendas acolchadas de algodón que se empleaban bajo las armaduras de caparazón de tyro. No era extraño que no se hubieran fijado antes. La tela estaba desgarrada y bañada en sangre y le colgaba del cuerpo en retales sucios y harapientos.
—Conseguí quitármela —prosiguió diciendo, al tiempo que se llevaba la mano a la ropa que le cubría el pecho—. Me refiero a la armadura. Era demasiado pesada y no servía de mucho. Los demás caballeros murieron con ella puesta. Los enemigos los capturaron y los aplastaron... rodeándolos con sus brazos. La armadura cedió y... entre sus restos rezumó la sangre y asomaron los huesos... ¡Y los gritos...!
— ¡Thillia bendita! —Roland estaba pálido y tembloroso.
— ¡Hazlo callar! —exigió Rega a Paithan.
Nadie prestó atención a Drugar; el enano continuó sentado a solas como siempre hacía, con su leve y extraña sonrisa oculta tras la barba.
— ¿Sabes cómo escapé? —El humano agarró al elfo por la delantera de la túnica. Paithan bajó la vista y apreció que la mano del caballero estaba salpicada de gotas de un color marrón rojizo—. Los demás huyeron. Yo..., ¡yo estaba demasiado asustado! ¡Estaba paralizado de miedo! —Empezó a soltar una risilla—.
¡Paralizado! ¡No podía moverme! ¡Y los gigantes se limitaron a pasar junto a mí!
¿No es gracioso? ¡Paralizado de miedo!
Su risotada chillona, acobardada, terminó en una tos sofocada. Con un gesto áspero, el humano empujó a Paithan hacia atrás, desasiéndose.
—Pero ahora puedo escapar. Llevo huyendo... tres ciclos. Sin parar. No puedo parar. —Avanzó un paso, se detuvo, dio media vuelta y miró al grupo con unos ojos furibundos y enrojecidos—. ¡Se suponía que regresarían a ayudarnos! —
Exclamó con rabia—. ¿Vosotros los habéis visto?
— ¿A quiénes?
— ¡Se suponía que volverían para ayudarnos! ¡Cobardes! ¡Hatajo de malditos cobardes inútiles! ¡Igual que yo! —El caballero soltó una nueva carcajada y, meneando la cabeza, se internó en la jungla.
— ¿De quién diablos hablaba ese tipo? —preguntó Roland.
—No lo sé. —Rega empezó a recoger su equipaje, arrojando la comida a las alforjas de cuero—. Ni me importa. Loco o no, tiene razón en una cosa: tenemos que continuar la marcha.
Llenos de fe se encaminaron con paso humilde hacia Thillia, que dormía en el fondo.
Las olas agitadas gritaron su valor y los reinos lloraron su sombra en el agua.
La grave voz de bajo de Drugar entonó la estrofa.
—Ya veis —dijo el enano al terminar—. Me aprendí bien la canción.
—Tienes razón —asintió Roland, sin hacer el menor ademán de ayudar a empaquetar. Sentado en el suelo con los brazos colgando apáticamente entre las rodillas, añadió—: A eso se refería el caballero. Y no han vuelto. ¿Por qué? —Alzó la vista, furioso—. ¿Por qué no han acudido? ¡Todo aquello por lo que trabajaron...
destruido! ¡Nuestro mundo, arrasado! ¿Por qué? ¿Qué sentido tiene?
Rega apretó los labios y siguió tirando de las correas para asegurar los paquetes a lomos del cargan.
—Era sólo una leyenda. Nadie lo creía de verdad.
—Sí —replicó Roland en un murmullo—. Pero nadie creía tampoco en los titanes.
A Rega le empezaron a temblar las manos. Ocultó la cabeza en el flanco del cargan y agarró la cincha con fuerza, hasta que le hizo daño, conteniendo las lágrimas. No quería que nadie la viera perder los ánimos.
La mano de Paithan se cerró sobre las suyas.
— ¡No! —exclamó ella en tono fiero, apartándolo de un codazo. Alzó la cabeza, apartó el cabello del rostro y dio un fuerte tirón a la correa—. ¡Vete! ¡Déjame sola!
Cuando el elfo dejó de mirarla, con gesto furtivo, Rega se pasó la mano por las húmedas mejillas.
Desanimados, descorazonados e impulsados por el miedo, se pusieron en marcha de nuevo. Sólo habían recorrido unas leguas cuando encontraron al caballero, tendido boca abajo en mitad del sendero.
Paithan saltó del cargan, hincó la rodilla junto al humano y le puso la mano en el cuello.
—Muerto.
Viajaron dos ciclos más, forzando a los fatigados animales hasta el límite de sus fuerzas. Ahora, cuando hacían un alto, no desmontaban el equipaje sino que dormían en el suelo, con las riendas de los carganes sujetas a la muñeca. Estaban aturdidos de agotamiento y falta de comida. Las escasas provisiones se habían terminado y no se atrevían a perder tiempo cazando. Hablaban poco, conteniendo el aliento, y cabalgaban con los hombros hundidos y la cabeza gacha. Lo único que los sacaba del ensimismamiento eran los ruidos extraños a su espalda.
Una rama que se quebraba tras ellos los hacía dar un brinco en la silla, volver la cabeza con gesto de temor y escrutar las sombras. De vez en cuando, el elfo y los humanos se dormían cabalgando y se tambaleaban sobre la silla hasta que se ladeaban demasiado y despertaban con un sobresalto. El enano, siempre en la cola del grupo, lo observaba todo con una sonrisa.
Paithan estaba maravillado con el enano, a la vez que crecía la inquietud que le inspiraba. Drugar no parecía nunca fatigado y, a menudo, se ofrecía voluntariamente a montar guardia mientras los demás dormían.
Paithan tenía unos sueños terroríficos en los que imaginaba a Drugar puñal en mano, arrastrándose hacia él mientras dormía. Cuando despertaba, alarmado, siempre encontraba a Drugar sentado pacientemente bajo un árbol con las manos cruzadas sobre la barba, que le caía sobre el estómago en largos rizos. El elfo debería haberse burlado de sus temores pues, al fin y al cabo, el enano les había salvado la vida. Sin embargo, cuando volvía la vista atrás y observaba a Drugar cerrando el grupo, o cuando le lanzaba una mirada furtiva en los breves momentos que se detenían a descansar, Paithan advertía el brillo de sus ojos negros y vigilantes, que siempre parecían estar esperando algo, y la sonrisa se le borraba de los labios.
Paithan pensaba en el enano, preguntándose qué le impulsaría, qué terrible combustible mantenía vivo su fuego, cuando Rega lo despertó de sus lúgubres meditaciones.
— ¡El transbordador! —Exclamó la mujer, señalando un tosco rótulo clavado en un tronco—. El sendero termina aquí. Tendremos que volver al...
Su voz quedó sofocada por un sonido horrible, un alarido que se alzó de cientos de gargantas, un grito colectivo de espanto.
— ¡El camino principal! —Paithan tiró de las riendas con manos temblorosas, empapadas en sudor—. ¡Los titanes han alcanzado el camino!
El elfo vio mentalmente la columna de humanos e imaginó a aquellos seres gigantescos y desprovistos de ojos abatiéndose sobre ellos. Vio a los humanos dispersándose, tratando de huir, pero en la planicie abierta no había adonde ir, adonde escapar. La corriente de agua se volvería un río de sangre.
Rega se tapó los oídos con las manos.
— ¡Basta! —Gritó una y otra vez, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas—. ¡Basta! ¡Basta! ¡Basta...!
Como en respuesta a sus gritos, un súbito silencio sobrenatural cayó sobre la jungla, roto únicamente por los gritos no muy lejanos de los moribundos.
—Están aquí —dijo Roland con una media sonrisa en los labios.
— ¡Al transbordador! —Exclamó Paithan—. ¡Esos seres tal vez sean gigantes, pero no lo suficiente como para vadear el golfo de Kithni! Eso los detendrá, al menos de momento.
Espoleó al cargan, y el sorprendido animal, asustado también, saltó hacia adelante movido por el pánico.
Los demás lo siguieron, volando a través de la jungla, esquivando las ramas y recibiendo en el rostro el azote de las lianas. Al salir a terreno despejado, vieron ante ellos la superficie plácida y rutilante del golfo de Kithni, en marcado contraste con el caos que se producía al borde del agua.
Los humanos corrían desesperadamente por el camino que conducía al transbordador. El miedo borraba de sus mentes cualquier consideración que pudieran haber tenido por sus semejantes. Quienes caían quedaban aplastados por cientos de pies. Los niños eran arrancados de los brazos de sus padres por la presión de la multitud y sus cuerpecitos eran lanzados al suelo. Quien se detenía a intentar ayudar a los caídos no volvía a levantarse. Paithan volvió la cabeza y a lo lejos, en el horizonte, vio la selva avanzando.
— ¡Paithan! ¡Mira! —Rega lo agarró, señalando algo. El elfo observó de nuevo el transbordador. El embarcadero estaba abarrotado de gente que empujaba para abrirse paso. La embarcación, cargada en exceso, hacía aguas y se hundía por momentos.
No conseguiría cruzar. Y no serviría de nada que lo hiciera.
El otro transbordador había zarpado de la orilla opuesta. Iba ocupado por arqueros elfos, con las ballestas preparadas y los dardos montados y apuntando a
Thillia. Paithan los vio acudir en ayuda de los humanos y se le llenó de orgullo el corazón. El barón Lathan se había equivocado. Los elfos rechazarían a los titanes...
Un humano que trataba de cruzar el golfo a nado se acercó al transbordador, alargó la mano.
Y los elfos dispararon contra él. El cuerpo se deslizó bajo las aguas hasta desaparecer. Asqueado e incrédulo, Paithan contempló cómo su pueblo volvía las armas no contra los titanes invasores, sino contra los humanos que trataban de huir del enemigo.
— ¡Tú, malnacido!
Paithan se volvió y vio a un humano de mirada furiosa que trataba de desmontar a Roland tirando de él. Algunos humanos del camino principal, a la vista de los carganes, se dieron cuenta de que los animales ofrecían una posibilidad de escapar. El elfo advirtió que una turba frenética se les venía encima.
Roland se desasió de un golpe, enviando al humano al musgo con su potente puño. Otro fugitivo se acercó a Rega con una rama por garrote. La muchacha le acertó en el rostro con la bota y el hombre retrocedió, aturdido. El cargan, ya presa del pánico, empezó a encabritarse y a dar saltos, soltando zarpazos con sus afiladas garras. Drugar empleaba las riendas como un látigo para mantener a raya a la multitud, mientras soltaba juramentos en el idioma de los enanos.
— ¡Volvamos a los árboles! —gritó Paithan, azuzando a su montura.
Rega galopó a su lado, pero Roland se vio atrapado, incapaz de liberarse de las manos que lo agarrotaban. Cuando ya estaba a punto de caer de la silla, Drugar advirtió que el humano estaba en peligro y obligó a su cargan a interponerse entre Roland y la muchedumbre. El enano asió las riendas del animal de Roland y lo obligó a avanzar, hasta que ambos alcanzaron a Paithan y a Rega.
Al galope, los cuatro retrocedieron al abrigo de la jungla.
Una vez a salvo, hicieron una pausa para recobrar el aliento. Todos evitaron mirarse; ninguno de ellos deseaba alzar la vista y ver lo inevitable en los ojos de los demás.
— ¡Tiene que haber un sendero que conduzca al golfo! —Declaró Paithan—.
Los cargan son buenos nadadores.
— ¿Para que nos disparen los elfos? —Roland se limpió de sangre un corte en el labio.
—A mí no me dispararían.
— ¡Para lo que nos sirve eso a los demás...!
—Si estáis conmigo, tampoco os harán nada. —Paithan habría querido estar seguro de ello, pero le pareció que, en aquellas circunstancias, no importaba.
—Si hay un camino... no lo conozco —apuntó Rega. Un temblor estremeció su cuerpo y se agarró a la silla para no caerse.
Paithan abandonó el camino en dirección al golfo. Instantes después, el cargan y él se vieron irremisiblemente enmarañados en la tupida espesura. El elfo se debatió, negándose a reconocer el fracaso, pero comprendió que, aunque consiguiera abrirse paso, le llevaría horas. Y no disponían de ellas. Con gesto cansado, volvió sobre sus pasos.
El griterío de muerte del camino se hizo más estentóreo y oyeron el chapoteo de los que se arrojaban a las aguas del Kithni.
Roland se deslizó de la silla y, al llegar al suelo, echó un vistazo a su alrededor.
—Éste me parece un lugar tan bueno como cualquier otro para morir.
Lentamente, Paithan desmontó del cargan, se acercó a Rega y le tendió los brazos. La muchacha se dejó caer en ellos y el elfo la estrechó contra sí.
—No puedo mirar, Paithan —murmuró ella—. ¡Prométeme que no tendré que verlos!
—Te lo prometo —susurró el elfo, acariciando su oscura melena—. Tú no apartes los ojos de los míos.
Sus miradas se concentraron sólo en el otro.
Roland permaneció en el camino, vuelto en la dirección por la que tenían que llegar los titanes. Había dejado de sentir miedo, o tal vez estaba demasiado cansado para seguir preocupándose.
Drugar, con una torva sonrisa en su rostro barbudo, se llevó la mano al cinto y sacó la daga de empuñadura de hueso.
Una puñalada a cada uno, y una última para sí mismo.
CAPÍTULO
EN LAS COPAS DE LOS ÁRBOLES, EQUILAN
Haplo estaba tendido de espaldas en el musgo, con los ojos protegidos del sol y contando estrellas.
Desde su puesto de observación había logrado identificar ya veinticinco luces brillantes perfectamente distinguibles. Lenthan Quindiniar le había asegurado que, en total, los elfos habían contado noventa y siete. Por supuesto, no todas ellas eran visibles a la vez. Algunas se apagaban y permanecían apagadas durante varias estaciones antes de volver a brillar. Los astrónomos elfos también habían calculado que había estrellas próximas al horizonte que no podían observarse debido a la atmósfera. Así pues, habían calculado que en los cielos debía de haber un total de entre ciento cincuenta y doscientas estrellas.
Cuyo comportamiento era muy diferente al de cualquier estrella de la que
Haplo tuviera noticia. Estudió la posibilidad de que se tratara de lunas. Según las investigaciones de su amo, en el mundo antiguo había habido una luna. En cambio, en la representación del mundo de Pryan que habían legado los sartán no aparecía ninguna luna, y Haplo tampoco había descubierto ningún cuerpo similar durante su vuelo. Además, lo más probable era que una luna diera vueltas en torno a su planeta, y aquellas luces eran, al parecer, estacionarias. Pero, a su vez, también el sol permanecía inmóvil. O más bien era aquel planeta el estacionario, el que no giraba. No existían el día ni la noche. Y, luego, estaba también el extraño ciclo de las estrellas, que brillaban durante largos períodos y se apagaban después, para reaparecer al cabo de un tiempo.
Haplo se incorporó hasta quedar sentado, buscó con la mirada al perro y lo descubrió deambulando por el jardín, husmeando los extraños rastros de la gente y de otros animales que no reconocía. El patryn, a solas en el jardín mientras los demás dormían, se rascó las manos. Los primeros días, el vendaje siempre le irritaba la piel.
. Sin medios para orientarse, la exploración era terriblemente arriesgada porque había pocas posibilidades de que quien abandonaba un lugar fuera capaz de encontrar el camino de vuelta. (N. del a.)
Cabía la posibilidad de que aquellas luces no fueran más que un fenómeno natural característico del planeta, lo cual significaría que estaba perdiendo el tiempo con sus especulaciones acerca de ellas y de aquel sol. Al fin y al cabo, se dijo Haplo, no había sido enviado allí para estudiar astronomía. Tenía problemas más importantes. Como qué hacer en aquel mundo.
La tarde anterior, Lenthan Quindiniar había trazado al patryn un diagrama del mundo tal como lo concebían los elfos. El dibujo era parecido al que Haplo había visto en el Nexo: un globo redondo con una bola de fuego en el centro. Sobre el mundo, el elfo añadió las estrellas y el sol. Después le indicó su situación en aquel mundo —o lo que los astrónomos elfos habían determinado como tal— y le contó cómo, siglos atrás, los elfos habían cruzado el mar de Paragna hacia el est hasta alcanzar las Tierras Ulteriores.
—Fue la peste —le había explicado Lenthan—. Los elfos huían de ella. De lo contrario, jamás habrían abandonado su hogar.
Una vez llegados a las Tierras Ulteriores, los elfos quemaron sus naves para cortar cualquier contacto con su vida anterior. Volvieron la espalda al mar y se internaron jungla adentro. El tatarabuelo de Lenthan había sido uno de los pocos dispuestos a explorar el nuevo territorio hacia el vars y, al hacerlo, había descubierto la ornita, la piedra de navegación que iba a proporcionarle la fortuna. Gracias a ella, logró regresar al punto de donde había salido. De nuevo en las Tierras Ulteriores, informó a los elfos de su descubrimiento y ofreció empleo a quienes estuvieran dispuestos a aventurarse en la espesura.
Equilan había sido en sus inicios una pequeña comunidad minera, y habría continuado siéndolo de no haber mediado el progreso de los reinos humanos hacia el vars. Los humanos que poblaban lo que ahora se conocía por Thillia habían llegado por sus propios medios a través de un pasaje que conducía hasta allí por debajo del océano Terinthiano. El rey Georg el Único, padre de los cinco hermanos de la leyenda, llevó a su pueblo a esas nuevas tierras huyendo, al parecer, de un terror cuyo nombre y cuyo rostro se habían perdido en el pasado.
Los elfos no eran una raza obligada a expandir constantemente su territorio.
No sentían ningún impulso que los incitara a conquistar a otros pueblos o a posesionarse de nuevas tierras. Una vez establecido el dominio en Equilan, los elfos disponían de toda la tierra que precisaban. Lo que necesitaban era potenciar el comercio.
La colonia élfica recibió con agrado la presencia de los humanos, quienes, a su vez, estuvieron contentísimos de poder adquirir armas y otros productos elaborados por los elfos. Con el paso del tiempo y el aumento de población, los humanos empezaron a ver con creciente disgusto que los elfos poseyeran tanta tierra valiosa en su frontera sorint. Los thillianos intentaron extenderse hacia el norint, pero toparon con los reyes del mar, un pueblo de feroces guerreros que había cruzado el mar de Estrellas durante una guerra con el imperio de Kasnar.
Más al norint y al est quedaban las plazas fuertes de los enanos, lóbregas y sombrías. Para entonces, la nación élfica se había hecho fuerte y poderosa. Los humanos —débiles, divididos y dependientes de los elfos, no podían sino refunfuñar y contemplar con envidia las tierras de sus vecinos.
Respecto a los enanos, Lenthan sabía poca cosa, salvo que había noticias de que ya llevaban mucho tiempo establecidos en sus reinos cuando los antepasados de los elfos habían llegado.
— ¿Pero de dónde procedéis todos, originariamente? —le había preguntado
Haplo. El patryn conocía la respuesta, pero sentía curiosidad por comprobar si aquella gente sabía algo de la Separación. Esperaba que tal información le proporcionara una pista sobre el paradero y las actividades de los sartán—. Me refiero al principio de todo...
Lenthan se había lanzado entonces a una larga y minuciosa explicación y
Haplo se había perdido muy pronto en las complejas leyendas. Al parecer, la respuesta dependía de a quién hacía la pregunta. Entre elfos y humanos, la creación tenía algo que ver con ser expulsados de un paraíso. En cuanto a los enanos, sólo Orn sabía cuáles eran sus creencias.
— ¿Cuál es la situación política en el reino humano?
Lenthan se había mostrado apesadumbrado.
—Me temo que no sé decirte gran cosa. El explorador de la familia es mi hijo.
Mi padre nunca creyó que yo estuviera hecho para...
— ¿Tu hijo? ¿Está aquí? —Haplo había echado un vistazo a su alrededor preguntándose si lo tendrían oculto en algún armario, lo cual no sería nada raro teniendo en cuenta la excentricidad de aquella familia—. ¿Puedo hablar con él?
— ¿Con Paithan? No, no está. Se encuentra viajando por el reino de los humanos y me temo que no regresará en algún tiempo.
Todo lo anterior había sido de poca ayuda para Haplo. El patryn empezaba a creer que su misión en aquel mundo era una causa perdida. Estaba allí, presuntamente, para fomentar el caos y facilitar así la llegada de su amo. Sin embargo, en Pryan, los enanos no pedían sino que los dejaran en paz, los humanos luchaban entre ellos y los elfos les suministraban las armas. Haplo no tenía muchas posibilidades de incitar a los humanos a guerrear contra los elfos, pues es difícil atacar a quien lo provee a uno de los únicos medios de que dispone para hacerlo. Respecto a los enanos, nadie quería pelearse con ellos, pues nadie ambicionaba nada de cuanto tenían. Y los elfos no podían ser incitados a conquistar territorios porque, sencillamente, el término conquista no figuraba en su vocabulario.
—Status quo —había comentado Lenthan Quindiniar—. Es una palabra antigua que significa..., en fin..., status quo.
Haplo reconoció el término y comprendió su significado. Quería decir «sin cambios». Muy distinto al caos que había descubierto (y ayudado a potenciar) en
Ariano.
Mientras seguía observando las luces que brillaban en el cielo, el patryn se sintió cada vez más molesto y perplejo. Aunque consiguiera crear agitación en aquel reino, ¿cuántos más iba a tener que visitar para hacer lo mismo? Podía haber tantos como..., como luces relucientes en el firmamento. Y quién sabía cuántos más, de cuya existencia no había ni indicios. Sólo en descubrirlos, podía pasarse toda una vida y Haplo no disponía de tanto tiempo. Y su señor, tampoco.
No tenía sentido. Los sartán eran organizados, sistemáticos y lógicos. Ellos jamás habrían esparcido civilizaciones de aquella manera, al azar, para luego dejar que sobrevivieran por sí mismas. Tenía que existir algún vínculo unificador aunque, de momento, no tuviera ninguna pista de cómo dar con él.
. El Laberinto se cobraba un alto precio entre los allí encarcelados. Los patryn que se volvían locos ante las penalidades eran conocidos como «rompepuertas»
debido a la forma peculiar que adoptaba esa locura, y que llevaba a todas sus víctimas a internarse en la espesura en una carrera ciega, imaginando que habían alcanzado la Última Puerta. (TV. del a.)
Salvo, tal vez, que recurriera al viejo hechicero. Era evidente que estaba loco, pero ¿lo estaba como un rompepuertas o como un ser lobuno? Lo primero significaría que era inofensivo para todos, salvo quizá para sí mismo; lo segundo indicaría que era preciso tener cuidado con él. Haplo recordó el error que había cometido en Ariano, cuando había tomado por loco a quien luego había demostrado no tener nada de tal. No volvería a caer en el mismo error. Tenía muchas preguntas que hacer respecto al hechicero.
Como si al pensar en él hubiera conjurado su presencia (igual que sucedía en ocasiones en el Laberinto), Haplo volvió la vista y encontró a Zifnab observándolo.
— ¿Eres tú? —dijo la voz temblorosa del anciano.
Haplo se puso en pie y se sacudió de las ropas unos fragmentos de musgo.
— ¡Ah! No lo eres... —murmuró Zifnab, moviendo la cabeza con gesto de decepción—. De todos modos —añadió, mirando fijamente a Haplo—, creo recordar que también te andaba buscando a ti. Ven conmigo. —Asió a Haplo por el brazo y repitió—: Ven. Tenemos que volar a... ¡Oh, vaya! ¡Qué..., qué perro más simpático!
Al ver que un extraño se acercaba a su amo, el animal había dejado la persecución de una presa inexistente y había acudido corriendo a enfrentarse a una pieza de caza viva. El perro se plantó delante del hechicero, enseñando los dientes y gruñendo amenazadoramente.
—Te sugiero que me sueltes el brazo, anciano —le aconsejó Haplo.
— ¡Hum! Sí. —Zifnab retiró la mano al instante—. Un buen... animal.
El perro dejó de gruñir pero continuó mirando al hechicero con intensa suspicacia. Zifnab se palpó los bolsillos.
—Hace semanas tenía por aquí un hueso de las sobras de una comida... Por cierto, ¿conoces a mi dragón?
— ¿Es una amenaza? —preguntó Haplo.
— ¿Amenaza? —El viejo pareció tambalearse, tan desconcertado que se le cayó el sombrero—. ¡No, no..., claro que no! Es sólo que... comparaba nuestros animales de compañía... —Zifnab bajó la voz y lanzó una mirada nerviosa a su alrededor—. En realidad, mi dragón es totalmente inofensivo. Lo tengo bajo un hechizo...
— ¿Un hechizo? —Debajo de sus pies resonó una carcajada. Al perro se le erizó el pelo del cuello. Haplo se puso tenso y tiró de las vendas de las manos—.
¡Miserable intrigante! ¡Prestidigitador maloliente! ¡Brujo engreído! ¿Que me tienes bajo un hechizo, dices...? ¡Yo sí que voy a tenerte a ti! ¡Tendré a un hechicero deshuesado en una campana de cristal!
—Vamos, vamos... —replicó Zifnab, dando un paso atrás y pisando el sombrero, que quedó aplastado en el suelo.
— ¡Carne de perro como entrante! ¡Carne de humano como plato principal! ¡Y, de postre, elfo!
El suelo empezó a temblar bajo sus pies.
— ¡Déjate ya de gritos! —exclamó el anciano, enfurecido—. ¡Vas a despertar a todo el maldito vecindario! ¡Se supone que estamos escapándonos a escondidas mientras todos duermen!
El temblor aumentó de intensidad. Los gruñidos del perro se transformaron en gemidos y el animal miró a su amo, con aire alarmado.
— ¡Maldita sea, esto es realmente irritante! Precisamente le estaba contando a este caballero que eras un maravilloso animal de compañía y...
— ¡De compañía!
La fuerza explosiva de la exclamación provocó ondas de choque en el suelo. El dragón asomó la cabeza entre el musgo. Haplo trató sin éxito de quitarse de encima al anciano, que se asía a él para sostenerse. El perro se agazapó en el suelo, pero siguió valientemente al lado de su amo. Maldiciendo para sí, el patryn se dispuso a quitarse las vendas de las manos y dejar a la vista las runas que precisaría para hacer frente al dragón. Tal enfrentamiento también dejaría al descubierto quién era en realidad: un hombre con los poderes mágicos de un semidiós.
El dragón se alzó y volvió a descender sobre ellos, rugiendo como una tormenta de viento y rezumando saliva por los colmillos. De pronto, la mano del viejo se cerró con sorprendente firmeza sobre los vendajes de Haplo.
—No es necesario, mi querido muchacho —murmuró Zifnab, y se puso a cantar.
El dragón cerró la boca y empezó a mover la cabeza adelante y atrás. Los ojos se le cerraron de placer y Haplo habría jurado que lo oyó ronronear.
Zifnab se detuvo a media estrofa para tomar aire. El dragón abrió sus ojos flameantes. Bajó la cabeza como una centella y Haplo notó en toda su piel el escozor de los signos mágicos reaccionando instintivamente al peligro.
Con delicadeza, con cuidado, el dragón recogió entre sus dientes el sombrero del hechicero y lo levantó del suelo.
—Me parece que se te ha caído esto, señor.
— ¡Oh! ¡Ah, gracias! —Zifnab alargó la mano con cierta prevención y recuperó el sombrero—. ¡Mira esto! ¡Lo has llenado de baba!
—Te ruego me perdones, señor. Y..., ¿te importa que te recuerde la hora? Ya deberías estar acostado. Un hombre de tu edad...
—Sí, sí, ya voy. —Zifnab trataba de devolver cierta forma al sombrero, hundiendo el fieltro en unas partes y levantándolo en otras—. No es preciso que te quedes por aquí. Estoy en buena compañía.
— ¿Un vaso de leche de cabra calentito antes de retirarte, señor?
— ¡No quiero leche de cabra ni nada parecido!
—Si no necesitas nada más...
— ¡No, no necesito nada más! ¡Puedes irte! ¡Esfúmate...!
—Sí, señor, que tengas felices sueños. No te olvides de la píldora azul.
La cabeza del dragón se hundió progresivamente, hasta desaparecer por completo entre las sombras. Haplo recobró el aliento y se frotó los brazos; la leve comezón de los signos mágicos tardaba en remitir. Se miró los vendajes y luego dirigió la vista al hechicero.
— ¡La píldora azul! —refunfuñó éste.
—Zifnab..., ¿a qué te referías cuando me has agarrado y has dicho: «No es necesario»?
— ¡Por supuesto que no es necesario! —Dijo el anciano—. Estoy harto de esas malditas píldoras. Me nublan la cabeza.
—No, no te hablo de eso. Cuando el dragón se disponía a atacar, yo... —Haplo titubeó. No quería revelar demasiado, pero le había parecido evidente que el anciano hechicero conocía la existencia de las runas y sabía lo que el patryn se disponía a hacer—. Es decir..., pusiste la mano sobre las mías y...
Zifnab le lanzó una mirada incierta.
— ¿El dragón? ¿Atacar? ¡No, no! No hemos corrido ningún riesgo, te lo aseguro. Lo tengo sometido a un hechizo, ¿sabes? Soy un hechicero magnífico.
Uno de los encantamientos que me ha dado fama es una..., una tremenda explosión de fuego. ¡Buum! Bola de goma, se llama. Me parece que... ¿Goma, he dicho? No, no puede ser...
Zifnab se rascó la cabeza y, doblando el sombrero, se lo guardó distraídamente en el bolsillo.
—Vamos, perro —dijo Haplo, irritado, y se encaminó hacia su nave.
— ¡Por el espíritu del gran Gandalf! —Exclamó Zifnab—. Si es que tenía espíritu, cosa que dudo. Era tan presuntuoso... ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí, el rescate!
Casi me olvido... —El anciano se recogió la túnica y echó a correr junto a Haplo—.
¡Vamos, vamos! No hay tiempo que perder. ¡Deprisa!
Con los cabellos canosos agitándose sobre su cabeza y la barba proyectándose en todas direcciones, Zifnab dejó atrás a Haplo. Después, se volvió y se llevó el índice a los labios.
—Y guarda silencio. No quiero que él se entere —dijo, señalando hacia el musgo con una mueca.
Haplo se detuvo y cruzó los brazos sobre el pecho esperando con cierto regocijo ver cómo el humano se estrellaba contra la barrera mágica que el patryn había establecido en torno a la nave dragón.
Zifnab llegó hasta el casco y lo tocó con la mano.
No sucedió nada.
— ¡Eh, apártate de ahí! —Haplo echó a correr—. ¡Perro, detenlo!
El animal salió disparado, volando sobre el suelo de musgo en un galope silencioso, y agarró la túnica de Zifnab en el momento en que éste trataba de encaramarse sobre la borda.
— ¡Atrás! ¡Atrás! —Zifnab golpeó con el sombrero la cabeza del perro—. ¡Te convertiré en un tenco! Así a bula...
No, espera. Eso me convertiría a mí en un tenco. ¡Suéltame, animal!
— ¡Perro, quieto! —ordenó Haplo, y el perro obedeció y se sentó, soltando al viejo pero sin dejar de vigilarlo—. Escucha, anciano, no sé cómo has conseguido atravesar mi barrera mágica pero te lo advierto: apártate de mi nave o...
— ¿Es que no nos vamos de viaje? Sí, claro que sí. —Zifnab alargó la mano y dio unas animadas palmaditas en el brazo al patryn—. Para eso hemos venido, ¿no? Tienes un joven amo muy agradable —añadió, dirigiéndose al perro—, pero un poco tonto.
El hechicero terminó de saltar la barandilla y atravesó la cubierta en dirección al puente con una agilidad y una rapidez sorprendentes en un humano de edad avanzada.
— ¡Maldición! —masculló Haplo, saltando tras él—. ¡Perro!
El animal cruzó la cubierta a la carrera. Zifnab ya había desaparecido por la escalerilla que conducía al puente. El perro saltó tras él.
Haplo los siguió, se deslizó por la escalerilla y corrió hasta el puente. Zifnab estaba dentro, estudiando con aire curioso la piedra de gobierno cubierta de runas. El perro se hallaba a su lado, alerta. El viejo alargó el brazo para tocar la piedra. El animal soltó un gruñido y Zifnab retiró rápidamente la mano.
Haplo se detuvo en la escotilla a considerar la situación. Se le había ordenado que fuera un observador pasivo, que no interfiriera directamente en la vida de aquel mundo, pero no le quedaba otro remedio que actuar. El hechicero había visto las runas. No sólo eso, sino que las había reconocido como tales. Por lo tanto, sabía quién era él. El patryn no podía permitir que difundiera tal información.
Además, aquel anciano era —tenía que serlo— un sartán.
En Ariano, las circunstancias le habían impedido vengarse personalmente de su ancestral enemigo, pero esta vez tenía a otro sartán y no importaba si lo eliminaba. Nadie echaría en falta al chiflado Zifnab. ¡Qué diablos!, se dijo Haplo, ¡aquella mujer Quindiniar le concedería una medalla, probablemente!
Haplo no se movió de la escotilla, obstruyendo con el cuerpo la única salida del puente.
—Te lo he advertido. No deberías haber bajado aquí, anciano. Ahora has visto lo que no debías. —Empezó a quitarse las vendas de las manos—. Y por eso vas a tener que morir.
Sé que eres un sartán. Son los únicos que tienen el poder para desbaratar mi magia. Dime una cosa: ¿dónde está el resto de tu pueblo?
—Me lo temía —respondió Zifnab, mirando con pena a Haplo—. Éste no es modo de comportarse un salvador, lo sabes muy bien.
—No soy ningún salvador. En cierto modo, podría decirse que soy lo contrario.
Mi intención es sembrar problemas, provocar el caos, y preparar así el día en que mi amo y señor entrará en este mundo y tomará posesión de él. Mandaremos, por fin, quienes por derecho deberíamos haber gobernado hace mucho tiempo. Ahora ya debes saber quién soy. Echa un vistazo a tu alrededor, sartán. ¿Recuerdas las runas? ¿O tal vez has sabido desde el principio quién era yo? Al fin y al cabo, predijiste mi llegada. Me gustaría saber cómo lo hiciste, porque me lo vas a contar todo.
El patryn terminó de quitarse las vendas, dejando a la vista los signos tatuados en sus manos, y avanzó hacia el anciano.
Zifnab no retrocedió, no se retiró ante el patryn. Al contrario, se mantuvo donde estaba, plantándole cara con aire calmado y digno.
—Cometes un error —dijo con voz tranquila y con una mirada repentinamente penetrante y astuta—. No soy un sartán.
— ¡Bah! —Haplo arrojó las vendas a la cubierta y se frotó las runas de la piel—. El mero hecho de que lo niegues lo demuestra. Aunque no se tiene noticia de que un sartán haya mentido nunca... ¡Bah! —repitió—. En cualquier caso, tampoco se sabe de ninguno que diera tus muestras de senilidad.
El patryn agarró del brazo al anciano, notando sus huesos frágiles y quebradizos entre los dedos.
— ¡Habla, Zifnab, o comoquiera que te llames en realidad! Tengo poder para romperte los huesos uno a uno dentro del cuerpo. Es una manera de morir terriblemente dolorosa. Cuando llegue a la columna vertebral, me suplicarás que te libere del tormento.
A sus pies, el perro lanzó un gañido y se frotó contra la rodilla del patryn.
Haplo no hizo caso del animal y aumentó la presión en torno a la muñeca del hechicero. Luego colocó la palma de la otra mano en el pecho de Zifnab, justo sobre el corazón.
—Dime la verdad y terminaré enseguida. Lo que hago con los huesos, también puedo hacerlo con los órganos. Te reventaré el corazón. Es doloroso, pero rápido.
Haplo tuvo que reconocer el valor del humano. Seres mucho más fuertes habían temblado bajo el poder del patryn, pero el anciano permanecía tranquilo. Si sentía algún miedo, lo dominaba muy bien.
—Te estoy diciendo la verdad. No soy ningún sartán.
Haplo incrementó la presión. Se dispuso a pronunciar la primera runa, la que provocaría una sacudida agónica en aquel cuerpo endeble. Zifnab no hizo el menor movimiento.
—Respecto a cómo he desbaratado tu magia, en este universo hay fuerzas que desconoces totalmente. —Los ojos, siempre fijos en el rostro de Haplo, se entrecerraron—. Fuerzas que han permanecido ocultas porque nunca las has buscado.
—Entonces, ¿por qué no las empleas para salvar la vida, viejo?
—Lo hago.
Haplo movió la cabeza con gesto de disgusto y pronunció la primera runa. Los signos mágicos de su mano emitieron un fulgor azulado. La energía fluyó de su cuerpo al del anciano. Haplo notó cómo los huesos de la muñeca se quebraban y aplastaban bajo su mano. Zifnab exhaló un gemido contenido.
Haplo apenas alcanzó a ver por el rabillo del ojo al perro en el instante en que saltaba sobre él. Tuvo tiempo de levantar el brazo para parar el ataque, pero la fuerza del golpe lo derribó sobre la cubierta y le cortó la respiración. Quedó en el suelo jadeando, tratando de recobrar el aliento. El perro se quedó junto a él y le dio unos lametazos en el rostro.
— ¡Vaya, vaya! ¿Te has lastimado, muchacho? —Zifnab se inclinó sobre el patryn con gesto solícito y le tendió una mano para ayudarlo a incorporarse. La misma mano que Haplo acababa de inutilizarle.
El patryn la contempló, vio los huesos de la muñeca bajo la piel envejecida y arrugada. Parecían enteros, intactos. El viejo no había pronunciado ninguna runa, no había hecho ningún trazo en el aire. Cuando estudió el campo mágico que lo rodeaba, Haplo no advirtió el menor indicio de que hubiera sido perturbado. ¡Pero él había notado cómo se rompía el hueso!
Rechazó la mano del hechicero y se puso en pie sin ayuda.
—Eres bueno —reconoció—, pero ¿cuánto tiempo podrá resistir un viejo chiflado como tú?
Dio un paso hacia el viejo y se detuvo.
El perro se interpuso en su camino.
— ¡Perro! ¡Aparta! —ordenó Haplo.
El animal no se movió, pero miró a su amo con ojos desdichados, suplicantes.
Zifnab, con una leve sonrisa, dio unas palmaditas en la negra cabeza peluda.
—Buen chico. Ya lo pensaba. —Hizo un gesto solemne, juicioso, y añadió—:
Ya ves que lo sé todo del perro.
— ¡No sé a qué diablos te refieres!
—Estoy seguro, querido muchacho —replicó el anciano con una sonrisa de ironía—. Y ahora que todos estamos presentados como es debido, será mejor que emprendamos la marcha. —Dio media vuelta, se inclinó sobre la piedra de gobierno y se frotó las manos, impaciente—. Tengo verdadera curiosidad por ver cómo funciona esto. —Se llevó una mano a un bolsillo de la túnica morada, sacó una cadena a la que no iba atada nada y la miró—. ¡Por mis barbas, llevamos retraso!
— ¡A él! —le ordenó Haplo al perro.
El animal se echó sobre la cubierta y se arrastró sin levantar el vientre del suelo hasta refugiarse en un rincón. Con la cabeza entre las patas, el pobre can se puso a gimotear. Haplo dio un paso hacia el viejo.
— ¡Empecemos de una vez el espectáculo! —Exclamó Zifnab con entusiasmo, cerrando algo invisible con un chasquido y devolviendo la cadena al bolsillo—.
Paithan está en...
— ¿Paithan...? —repitió Haplo.
—El hijo de Quindiniar. Un buen muchacho. El puede responder a esas preguntas que querías hacer: te hablará de la situación política entre los humanos, de lo que sería preciso para impulsar a los elfos a ir a la guerra, de cómo agitar a los enanos. Paithan conoce todas las respuestas. Aunque, ahora, eso no sirve de gran cosa. —Zifnab suspiró y movió la cabeza—. La política no interesa a los muertos. Pero salvaremos a algunos de ellos. A los mejores y a los más brillantes. Y, ahora, ha llegado el momento de que nos vayamos. —El hechicero miró a su alrededor con interés y preguntó—: Por cierto, ¿cómo se pilota este artefacto?
Haplo observó al viejo mientras se rascaba con irritación los tatuajes del revés de la mano.
Era un sartán. ¡Tenía que serlo! Era la única explicación para la curación. A menos que no hubiera sido tal curación...
Tal vez había cometido un error al invocar la runa; tal vez sólo le había parecido que le aplastaba la muñeca. Y el perro, protegiéndolo... Pero eso no significaba gran cosa. El animal hacía extrañas amistades, se dijo, recordando la ocasión, en Ariano, en que el can le había salvado la vida a aquella enana cuando se disponía a matarla.
Destructor, salvador...
—Está bien, hechicero. Prosigamos con ese juego tuyo, sea cual sea. —Haplo hincó la rodilla y rascó las sedosas orejas del perro. El animal barrió el suelo con la cola, contento de que todo quedara perdonado—. Pero sólo hasta que averigüe las reglas. Cuando las conozca, iré a por todas. Y me propongo vencer.
Incorporándose, colocó las manos sobre la piedra de gobierno.
— ¿Adonde vamos?
Zifnab parpadeó, desconcertado.
—Me temo que no tengo la menor idea —reconoció—. ¡Pero, por Orn que, cuando llegue, lo sabré! —añadió solemnemente.
CAPITULO 14
VARSPORT, THILLIA
La nave dragón sobrevoló los árboles rozando las copas. Haplo puso rumbo hacia donde el hechicero le había indicado que se extendían los territorios humanos. Zifnab sacó la cabeza por la claraboya y contempló con nerviosismo el paisaje que se deslizaba debajo de él.
— ¡El golfo! —anunció de improviso—.Ya estamos cerca. ¡Ah, Orn bendito!
— ¿Qué sucede?
Haplo distinguió una fila de elfos, dispuesta a lo largo de la orilla en formación militar. Dejó atrás la costa y se adentró en las aguas. La fumarola de unos incendios lejanos le impidió la visión momentáneamente. Una ráfaga de viento despejó el humo y Haplo observó una ciudad en llamas y una multitud que huía hacia la playa. A un centenar de pasos de ésta, una embarcación se estaba hundiendo, a juzgar por el número de puntos negros visibles en el agua.
—Terrible, terrible —murmuró Zifnab, mesándose sus ralos cabellos canosos con dedos temblorosos—. Tendrás que volar más bajo. No distingo...
Haplo también quería echar un vistazo con más detenimiento. Tal vez se había equivocado respecto a la situación pacífica de aquel reino. La nave dragón descendió aún más. Muchos de los humanos de la costa notaron la sombra oscura que pasaba sobre ellos y, levantando la cabeza, señalaron su presencia. La multitud se agitó: unos empezaron a huir a la carrera de lo que tomaban por una nueva amenaza, y otros se arremolinaron sin saber hacia dónde ir, conscientes de que no podían buscar cobijo en ninguna parte.
Maniobrando el timón del Ala de Dragón, Haplo realizó otra pasada. Los arqueros elfos de una barcaza situada en mitad del golfo alzaron sus armas y apuntaron sus flechas hacia la nave. El patryn no les prestó atención y descendió aún más para observarlos mejor. Las runas que protegían la nave impedirían que las débiles armas de aquel mundo alcanzaran a sus ocupantes.
— ¡Allí! ¡Allí! ¡Allí! —El viejo hechicero agarró a Haplo, haciendo que casi perdiera el equilibrio. Zifnab señaló una zona de espeso arbolado, no muy lejos de la orilla donde se amontonaba la multitud. El patryn guió la nave en la dirección indicada.
—No veo nada, anciano.
— ¡Sí! ¡Sí! —Zifnab empezó a dar saltitos de excitación. El perro, notando la agitación, se puso a brincar por la cubierta entre frenéticos ladridos.
— ¡Ahí abajo, en la arboleda! No hay mucho espacio para posarse, pero puedes conseguirlo.
No mucho espacio... Haplo reprimió las palabras que habría querido utilizar para describir la opinión que le merecía el punto de aterrizaje, un minúsculo claro apenas visible entre una maraña de árboles y lianas. Estaba a punto de decirle al hechicero que sería imposible posar la nave cuando una mirada más detenida, a regañadientes, le permitió ver que, si modificaba la magia y cerraba las alas al máximo, tal vez podría completar la maniobra.
— ¿Qué hacemos cuando lleguemos ahí abajo, hechicero?
—Recoger a Paithan, a los dos humanos y al enano.
—Aún no me has explicado qué sucede.
Zifnab volvió la cabeza y observó a Haplo con mirada astuta.
—Tienes que verlo por ti mismo, muchacho. De lo contrario, no lo creerías.
Al menos, eso fue lo que a Haplo le pareció entender. Con los ladridos del perro, no estuvo seguro. De lo que no había duda era de que se disponía a posar la nave en mitad de una cruenta batalla. Mientras descendía, advirtió la presencia del reducido grupo en el claro y vio sus rostros vueltos hacia lo alto.
— ¡Agárrate! —gritó al perro... y al anciano, suponiendo que éste lo estuviera escuchando—. ¡Esto va a ser peligroso!
El casco de la nave se abrió paso entre las copas de los árboles. Las ramas cedieron bajo la quilla, se rompieron con un crujido y cayeron de los troncos. La visión de la claraboya quedó tapada por una masa de vegetación y la nave cabeceó y se inclinó hacia adelante. Zifnab perdió el equilibrio y terminó contra el cristal, sentado y con las piernas abiertas. Haplo se agarró a la piedra de gobierno para no caerse. El perro abrió las patas, buscando un punto de apoyo en la escorada cubierta.
Con un chasquido chirriante, la nave terminó de atravesar las copas y bajó en picado hacia el claro. Mientras pugnaba por recuperar el gobierno de la nave, Haplo vio por un instante a los mensch a los que se disponían a rescatar. Estaban acurrucados en un rincón del claro, junto a la espesura, con visibles muestras de no saber si su aparición significaba una posible salvación o más problemas.
— ¡Ve a buscarlos, hechicero! —Gritó Haplo al anciano—. ¡Perro, quieto!
El animal ya se disponía a correr alegremente tras Zifnab, que se había despegado de la claraboya y avanzaba tambaleándose hacia la escalerilla que conducía a la cubierta superior. Al oír la orden, el perro obedeció echándose de nuevo y meneó el rabo, mirando a su amo con gran expectación. Haplo se maldijo en silencio por haberse metido en aquella desquiciada situación. Para pilotar la nave tendría que seguir con las manos desnudas y se preguntó cómo iba a explicar los signos mágicos tatuados en su piel. En aquel preciso instante, un golpe inesperado contra el casco hizo vibrar toda la nave.
El patryn estuvo a punto de perder el equilibrio.
— ¡No! —Murmuró para sí—. ¡No puede ser!
El patryn contuvo la respiración, se quedó completamente quieto y esperó, con todos los sentidos alerta. El golpe se repitió, más fuerte y contundente. El casco tembló y las vibraciones taladraron la magia, la madera y al propio Haplo.
La protección de las runas se estaba desmoronando.
Haplo se encogió sobre sí mismo y se concentró, mientras su cuerpo reaccionaba instintivamente a un peligro que la mente le decía imposible. Desde la cubierta superior le llegó el sonido de unas pisadas y la voz chillona del anciano gritando algo.
Un nuevo golpe sacudió la nave. Haplo oyó que el hechicero pedía socorro, pero no hizo caso de las súplicas. El patryn tenía todos sus sentidos aguzados al máximo. La magia de las runas estaba siendo desbaratada lenta pero imparablemente. Los golpes aún no habían hecho mella en la embarcación, pero ya habían debilitado su magia protectora. Al próximo golpe, o al siguiente, acabarían por traspasar la barrera y producir daños.
Sólo había una magia lo bastante poderosa como para oponerse a la suya, y era la magia rúnica de los sartán.
¡Era una trampa! ¡El anciano le había tendido un cebo y él había sido lo bastante estúpido para volar directo hacia la red!
Otro impacto, y la nave dio un bandazo. Haplo creyó oír un crujido en las cuadernas. El perro enseñó los dientes, con el pelo del cuello erizado.
—Quieto —dijo el patryn, acariciándole la cabeza y obligándolo a seguir tumbado mediante la presión de la mano—. Esto es cosa mía.
Hacía mucho tiempo que quería enfrentarse a un sartán, combatir con él y matarlo. Corrió a la cubierta superior, donde el anciano estaba incorporándose del suelo. Haplo se disponía a saltar sobre él cuando lo detuvo la expresión de absoluto espanto de su rostro. Zifnab lanzaba unos alaridos frenéticos, señalando algo a la espalda de Haplo, por encima de su cabeza.
— ¡Detrás de ti!
— ¡Oh, no! No voy a caer en un truco tan viejo...
Un nuevo golpe lo hizo caer de rodillas. La sacudida había venido de atrás. Se incorporó y volvió la cabeza.
Un ser cuya altura era cinco o seis veces la estatura de un humano descargaba lo que parecía el tronco de un árbol pequeño contra el casco de la nave dragón. Varias criaturas más observaban la escena en las proximidades. Otras no prestaban la menor atención al ataque y avanzaban resueltamente hacia el pequeño grupo acurrucado en un rincón del claro.
Varios tablones del casco ya se habían desfondado y las runas de protección estaban rotas, borradas, inútiles.
Haplo trazó unos símbolos mágicos en el aire, los vio multiplicarse a la velocidad de la luz y salir lanzados hacia su objetivo. Una bola de llamas azules estalló en el pequeño tronco, arrancándolo de las manos de la criatura. El patryn no quería matarla. Todavía no. Hasta que averiguara qué eran aquellos seres.
De una cosa estaba seguro: no eran sartán. Sin embargo, utilizaban la magia de éstos.
— ¡Buen disparo! —Gritó el anciano—. Espera aquí. Iré en busca de nuestros amigos.
Haplo no se volvió a mirar, pero escuchó unas pisadas que se alejaban. Al parecer, el hechicero se proponía ir al rescate del elfo y de sus atrapados acompañantes y conducirlos a bordo. Haplo le deseó suerte, imaginando a otras criaturas de aquéllas cerniéndose a su alrededor, pero él no podía ayudarlo, pues tenía sus propios problemas.
La criatura gigantesca se miró con perplejidad las manos vacías, como si intentara descifrar qué había sucedido, y volvió lentamente la cabeza hacia el responsable. Carecía de ojos, pero Haplo tuvo la certeza de que lo estaba observando, de que tal vez lo veía mejor incluso que él a aquel extraño ser. El patryn percibió unas ondas sensoras que emanaban de la criatura y lo tocaban, lo olían, lo analizaban. Ahora, el ser no utilizaba magia alguna, sino que se fiaba de sus propios sentidos, por extraños que éstos fueran.
Haplo se puso en tensión, esperando el ataque y dibujando mentalmente la trama de runas con la que se proponía atrapar a la criatura y dejarla paralizada para someterla a interrogatorio.
¿Dónde está la ciudadela? ¿Qué debemos hacer?
La voz sorprendió a Haplo, pues sonó en su cabeza, no en sus oídos. No resultaba amenazadora, sino más bien llena de frustración, de desesperación, de ansiedad casi nostálgica. Al captar las mudas preguntas de su compañera, otras criaturas gigantescas del claro cesaron en su persecución y se volvieron hacia ella.
—Háblame de la ciudadela —dijo Haplo con cautela, alzando las manos en gesto apaciguador—. Tal vez así pueda...
Una luz lo cegó; un trueno lo golpeó, derribándolo al suelo. Boca abajo en la cubierta, confuso y aturdido, Haplo luchó por conservar la conciencia y trató de analizar y entender lo sucedido.
El hechizo de la criatura había sido muy tosco, una sencilla configuración elemental que invocaba fuerzas presentes en la naturaleza. Cualquier niño podría haberlo elaborado, y cualquier niño habría sido capaz de protegerse contra él.
Haplo ni siquiera lo había visto llegar. Era como si el niño hubiese lanzado el encantamiento con la fuerza de setecientos. Su magia lo había salvado de la muerte, pero el escudo protector se había resquebrajado. Estaba herido, vulnerable.
Haplo aumentó sus defensas. Los signos mágicos de su piel empezaron a emitir el resplandor azul y rojo, creando una luz fantasmagórica que brillaba a través de sus ropas. Vagamente, se dio cuenta de que la criatura había recuperado el tronco de árbol que le servía de maza y lo volvía a levantar, disponiéndose a descargarlo sobre él. Se incorporó a duras penas y envió su conjuro. Las runas envolvieron el garrote y lo desintegraron en las manos del extraño gigante.
El patryn oyó a su espalda unos gritos, unas pisadas apresuradas y unos jadeos. Aprovechando que él desviaba la atención de las criaturas, el hechicero debía de haber tenido tiempo de rescatar al elfo y a sus compañeros. Haplo notó
(más que verlo u oírlo) que uno de ellos se le acercaba con sigilo.
—Te ayudaré... —se ofreció una voz, hablando en elfo.
— ¡Vete abajo! —replicó el patryn, enfurecido porque la interrupción dio al traste con todo un entramado de runas. No alcanzó a ver si el elfo lo obedecía o no, ni le importó si lo hacía.
Estaba concentrado en la criatura, analizándola. Había dejado de utilizar la magia y recurría de nuevo a la fuerza bruta. Haplo llegó a la conclusión de que era un ser lerdo, con muy pocas luces. Sus reacciones anteriores habían sido instintivas, animales, irreflexivas.
Tal vez era incapaz de controlar conscientemente la magia...
La ráfaga de viento se abatió sobre él con la fuerza de un huracán. Haplo luchó contra el encantamiento creando unas tupidas y complejas estructuras de runas que lo envolvieran y protegieran.
Fue como si construyera una muralla de plumas. La fuerza bruta de aquella magia tosca se filtraba por las minúsculas rendijas de las siglas y las hacía trizas.
El viento lo derribó sobre la cubierta. A su alrededor volaron hojas y ramas y algo le golpeó en el rostro, dejándolo casi sin sentido. Luchó contra el dolor, agarrado con ambas manos a la barandilla y zarandeado por las rachas de viento. Se encontraba impotente ante aquella magia; no podía razonar con la criatura, ni hablar con ella. Su resistencia se desvanecía por momentos y el viento seguía aumentando de intensidad.
Un siniestro refrán patryn decía que en el Laberinto sólo había dos tipos de gente, los rápidos y los muertos, y aconsejaba: «Cuando estés en desventaja, echa a correr».
Decididamente, era el momento de escapar de allí.
Consiguió volver la cabeza y mirar tras él. Cada movimiento le costaba un esfuerzo supremo para vencer la fuerza del viento. Observó la escotilla abierta y vio al elfo agachado, esperando, con la cabeza asomada al exterior. No se le movía un sólo cabello de la cabeza. Toda la fuerza de la magia estaba concentrada sólo en
Haplo.
Aquello no podía durar mucho más, se dijo el patryn.
Se soltó del pasamanos y el viento lo arrastró por la cubierta hacia la escotilla. Con un movimiento desesperado, logró asirse al dintel de la escotilla mientras pasaba junto a ella y trató de resistir. El elfo lo agarró por las muñecas y probó a tirar de él. El viento redobló su fuerza. Cegador, como un millar de aguijones, ululaba y los zarandeaba como un ser vivo que viera su presa a punto de escapar.
De pronto, Haplo notó que las manos aflojaban la presión y se soltaban. El elfo desapareció.
No iba a resistir mucho más. Maldiciendo para sí, concentró todas sus fuerzas, toda su magia, en seguir agarrado. Abajo, el perro lanzaba ladridos frenéticos. Y, entonces, otras manos lo asieron por las muñecas. No eran las manos largas y finas de un elfo, sino las recias y firmes de un humano. Haplo observó un rostro humano, ceñudo y resuelto, enrojecido por el esfuerzo que estaba desarrollando. Unos signos mágicos rojos y azules, surgidos de las runas de las manos y los brazos del patryn, se enroscaron en torno a los antebrazos del humano, proporcionándoles la fuerza de Haplo. Los músculos se hincharon, se tensaron, tiraron enérgicamente, y el patryn se encontró volando escotilla abajo con la cabeza por delante.
Fue a caer pesadamente encima del humano y oyó cómo éste se quedaba sin respiración, con un jadeo y un gemido de dolor.
Haplo se incorporó y reaccionó moviéndose de inmediato, sin prestar oídos a la parte de su mente que intentaba llamarle la atención sobre sus propias lesiones.
No se volvió ni a mirar al humano que acababa de salvarle la vida. Apartó con un gesto brusco al anciano que le murmuraba algo al oído. La nave se estremeció y el patryn oyó crujir las cuadernas. Las criaturas estaban descargando su rabia contra el casco, o tal vez se proponían hacer saltar aquella cáscara que protegía las frágiles vidas refugiadas en su interior.
El único objeto que concentraba la atención de Haplo era la piedra de gobierno. Todo lo demás desapareció, engullido por la niebla negra que se formaba lentamente a su alrededor. Sacudiendo la cabeza para despejarse, hincó las rodillas ante la piedra, colocó las manos sobre ella y extrajo del fondo de su ser las fuerzas necesarias para activarla.
Notó que la nave daba un nuevo bandazo. Sin embargo, esta vez, la sacudida fue distinta a las que le estaban infligiendo las criaturas. El Ala de Dragón se alzaba lentamente del suelo.
Haplo notó los párpados casi completamente pegados con una sustancia gomosa; probablemente, era su propia sangre. Entreabrió los ojos cuanto pudo, esforzándose por ver algo por la claraboya. Las criaturas estaban reaccionando como había previsto. Sorprendidas, desconcertadas por la brusca ascensión de la nave, se habían apartado de ella.
Pero no estaban asustadas. No huían, presas del pánico. Haplo notó de nuevo sus ondas sensoras tanteando el aire, olfateando, escuchando, viendo sin ojos. El patryn luchó contra la niebla negra y concentró sus energías en mantener la nave en el aire, cada vez más arriba.
Vio que uno de los extraños seres alzaba el brazo y una mano gigantesca se cerraba en el aire, atrapando una de las alas. La nave se inclinó, arrojando a la cubierta a todos sus ocupantes.
Haplo siguió agarrado a la piedra, concentrando su magia. Las runas emitieron unos destellos azules y la criatura retiró rápidamente la mano. La nave ganó altura. Entre sus pestañas pegadas, Haplo vio las copas de los árboles y el cielo verdeazulado envuelto en bruma. Luego, todo quedó cubierto por una densa niebla negra, teñida de dolor...
CAPÍTULO
EN ALGÚN LUGAR DE EQUILAN
— ¿Qué...? ¿Qué es ese hombre? —preguntó Rega, mirando al patryn que yacía inconsciente en la cubierta. Era evidente que el individuo estaba herido de gravedad: tenía la piel quemada y ennegrecida y le rezumaba sangre de un corte en la cabeza. Sin embargo, la mujer se mantuvo a distancia, temiendo aventurarse demasiado cerca—. ¡Su..., su cuerpo despedía luz! ¡Lo he visto!
—Sé que has pasado por un trance muy difícil, querida... —Zifnab la miró con aire de profunda preocupación.
— ¡Es verdad! ¡Tenía la piel luminosa! ¡Roja y azul!
—Sí, has tenido un día muy duro —insistió Zifnab, dándole unas afectuosas palmaditas en el brazo.
—Yo también lo he visto —intervino Roland, frotándose el plexo solar con una mueca de dolor—. Más aún: ya estaba a punto de soltarlo, mis brazos y manos ya no resistían más y... entonces, esas marcas que tiene en la piel se han encendido como una antorcha. Al momento, mis manos se han iluminado también y han recobrado la fuerza suficiente para arrastrarlo al interior de la escotilla.
—Es la tensión —apuntó el anciano—. Le juega malas pasadas a la mente.
Una respiración adecuada, ésa es la clave. Todos a la vez, seguidme. Inspirar aire bueno, espirar aire malo; inspirar aire bueno...
—Lo vi ahí fuera, de pie en la cubierta, enfrentándose a esos gigantes —
murmuró Paithan, asombrado—. ¡Todo su cuerpo irradiaba luz! ¡Él es nuestro salvador! ¡Es Orn, el hijo de la Madre Peytin, llegado para conducirnos a lugar seguro!
— ¡Eso es! —Exclamó Zifnab, secándose el sudor de la frente con la barba—.
Orn viene en nombre de su Madre...
— ¡No! —Protestó Roland, gesticulante—. ¡Mirad! Es un humano. El hijo de esa Madre como se llame debería ser un elfo, ¿no? ¡Esperad! ¡Ya sé! ¡Es uno de los
Señores de Thillia, que vuelve a nosotros como predijo la leyenda!
— ¡Sí, claro! —Se apresuró a asentir el viejo hechicero—. No sé cómo no lo he reconocido antes. Es la verdadera imagen de su padre...
Rega se mostró escéptica.
—Sea quien sea, está en bastantes malas condiciones. —Se acercó a él con cautela y alargó la mano para tocarle la frente—. Me parece que está agonizando...
¡Oh!
El perro se colocó entre ella y su amo con una mirada que los abarcaba a todos y decía claramente: Agradecemos las buenas intenciones, pero mantened las distancias.
—Vamos, vamos, sé buen chico —dijo Rega, acercándose un poco más. El perro gruñó y enseñó sus afilados dientes. La cola despeinada empezó a agitarse lentamente de un lado a otro.
—Déjalo en paz, hermana.
—Creo que tienes razón.
Rega retrocedió hasta llegar a la altura de su hermano.
Agachado en las sombras, olvidado por todos, Drugar guardó silencio, como si no se hubiera dado cuenta siquiera de la conversación. Toda su atención estaba concentrada en las marcas de los brazos y del revés de las manos de Haplo. Tras asegurarse de que nadie lo miraba, extrajo lentamente de debajo de la túnica un medallón que llevaba colgado al cuello. Sosteniéndolo a la luz, comparó la runa grabada en la obsidiana con los signos mágicos tatuados en la piel del humano. El enano frunció el entrecejo con desconcierto, entrecerró los ojos y apretó los labios.
Rega se volvió ligeramente y Drugar ocultó el medallón bajo la barba y la camisa.
— ¿Qué opinas tú, Barbanegra? —preguntó la mujer.
—Me llamo Drugar. Y opino que no me gusta estar aquí arriba, flotando en el aire sobre este monstruo alado —declaró el enano. Hizo un gesto hacia la claraboya. La orilla vars del golfo se deslizaba bajo ellos. Los titanes habían alcanzado a los humanos en la ribera y a lo largo de la playa, abarrotada de cientos de ellos, desesperados, las aguas del golfo empezaban a teñirse de rojo.
Roland contempló la escena y musitó con aire siniestro:
—Prefiero estar aquí arriba que ahí abajo, enano.
Paithan apartó los ojos del dios para asomarse a la claraboya. La matanza se desarrollaba rápidamente. Algunos de los titanes habían dejado el asunto a sus compañeros e intentaban vadear las profundas aguas del golfo, con las cabezas desprovistas de ojos vueltas en dirección a la orilla opuesta.
—Tengo que regresar a Equilan —declaró Paithan al tiempo que sacaba su eterilito y lo estudiaba con gran atención—. No queda mucho tiempo y creo que estamos demasiado al norint...
—No te preocupes. —Zifnab se subió las mangas de la túnica y se frotó las manos con entusiasmo—. Yo me hago cargo. Estoy altamente cualificado. He volado mucho. Más de cuarenta horas en el aire. Primera clase, por supuesto. En un DC. Cada vez que la azafata abría la cortina, tenía una espléndida panorámica del panel de instrumentos. Veamos... —El hechicero dio un paso hacia la piedra de gobierno de la nave, con las manos extendidas—. Alerones arriba. Morro abajo. Y ahora...
— ¡No toques eso, anciano!
Zifnab dio un respingo, retiró las manos y trató de adoptar un aire de inocencia.
—Yo sólo...
— ¡Ni con la yema del meñique! A menos que te guste la idea de ver cómo tu carne se derrite y se desprende de los huesos.
El anciano lanzó una mirada furiosa a la piedra, con las cejas erizadas.
— ¡No deberías dejar una cosa tan peligrosa al alcance de cualquiera! ¡Alguien podría resultar lastimado!
—Alguien ha estado a punto de resultarlo —replicó Haplo—. No vuelvas a intentarlo, anciano. La piedra tiene una protección mágica y soy el único que puede usarla.
Aún conmocionado, Haplo se incorporó hasta quedar sentado, sofocando un gemido. El perro le dio unos lametazos en el rostro y el patryn pasó el brazo en torno al cuerpo del animal para apoyarse, ocultando su debilidad. La urgencia había remitido y ahora necesitaba curarse las heridas; no era una tarea difícil para su magia, pero prefería llevarla a cabo sin público.
Luchando contra el mareo y el dolor, hundió el rostro en el flanco del perro y notó el calor del cuerpo del animal bajo sus manos. ¿Qué importaba si lo veían? Ya se había descubierto, ya había exhibido y empleado la magia de las runas, la de los patryn, que no habían visto en su mundo durante incontables generaciones.
Aquellos pueblos mensch tal vez no sabrían reconocerla, pero un sartán, sí. Un sartán... como el anciano...
—Vamos, vamos. Todos te estamos muy agradecidos por rescatarnos y lamentamos muchísimo tus sufrimientos, pero no tenemos tiempo para contemplar cómo te revuelcas en ellos. Cúrate y volvamos a poner la nave en el rumbo debido lo antes posible —dijo Zifnab.
Haplo alzó la vista hacia el hechicero, con los ojos entrecerrados.
— ¡Al fin y al cabo, eres un dios! —insistió Zifnab, guiñándole el ojo repetidamente.
¿Un dios? Qué diablos, ¿por qué no? Haplo estaba demasiado cansado, demasiado débil para preocuparse de adonde le llevaría aquella deificación.
—Buen chico. —Dio unas palmaditas al perro y lo hizo apartarse. El animal miró a su alrededor con preocupación y emitió un gruñido—. Todo va bien.
El patryn levantó la mano izquierda y la colocó, con las runas boca abajo, sobre la diestra. Cerró los ojos, se relajó y dejó que su mente fluyera por los canales de la renovación, el renacimiento y el descanso.
El círculo estaba formado. Notó que los signos mágicos del revés de las manos se volvían cálidos al tacto y brillaban mientras realizaban su trabajo, curando y aliviando. El resplandor se esparcía por todo su cuerpo, reponiendo la piel dañada por otra intacta. Un murmullo de voces le indicó que la escena no había pasado inadvertida a los presentes.
— ¡Thillia bendita, mirad eso!
En aquel momento, Haplo no podía pensar en los mensch, no podía ocuparse de ellos. No se atrevía a romper su concentración.
—Muy bien hecho —graznó Zifnab, lanzándole una mirada radiante, como si el patryn fuera una obra de arte que él, el hechicero, hubiera conjurado—. Se le podría dar un retoque más a esa nariz...
Haplo se llevó las manos al rostro y lo palpó con los dedos. Tenía la nariz rota y un corte en la frente, goteándole sobre el párpado. También parecía fracturado uno de los pómulos. De momento, tendría que hacer unas reparaciones superficiales. Para conseguir una cura más completa, tendría que sumirse en un sueño curativo.
—Si es un dios —preguntó de pronto Drugar, que era la segunda vez que abría la boca desde el rescate—, ¿cómo es que no ha podido detener a los titanes?
¿Por qué ha huido?
—Porque esas criaturas son engendros del mal —respondió Paithan—. Y todos sabemos que la Madre Peytin y sus hijos se han pasado la eternidad combatiendo al mal.
Lo cual le ponía en el bando del bien, se dijo Haplo con cansada ironía.
—Pero luchó con ellos sin ayuda, ¿no es cierto? —Prosiguió el elfo—. Los mantuvo a raya para que pudiéramos escapar y ahora utiliza el poder del viento para llevarnos a lugar seguro. Ha venido a salvar a mi pueblo...
— ¿Y por qué no al mío? —quiso saber Drugar, ceñudo—. ¿Por qué no ha salvado a mi pueblo?
—Y al nuestro —intervino Rega con un temblor en los labios—. Ha dejado que todo nuestro pueblo muera...
—Todo el mundo sabe que los elfos son la raza escogida... —soltó Roland, lanzando una agria mirada a Paithan. Éste se sonrojó; un leve rubor bañó sus delicados pómulos.
— ¡No me refería a eso! ¡Es sólo que...!
— ¡Eh! ¡Callad todos un momento...! —ordenó Haplo. Una vez aliviado el dolor, volvía a pensar con claridad y decidió que iba a tener que ser sincero con aquellos mensch, no porque fuera un gran partidario de la sinceridad, sino porque mentir parecía llevarlo a un montón de problemas—. El viejo se equivoca. No soy ningún dios.
El elfo y los humanos se pusieron a balbucear a la vez y el enano frunció aún más el entrecejo. Haplo levantó una de sus manos tatuadas, pidiendo silencio.
—No importa quién soy, ni lo que soy. Esos trucos que habéis visto son un tipo de magia. Una magia diferente a la de vuestros hechiceros, pero magia al fin y al cabo.
Se encogió de hombros y dio un respingo. Le dolía la cabeza. Le pareció que aquellos mensch no sabrían deducir, por lo que acababa de contarles, que estaban ante su enemigo. Ante su antiguo enemigo. Si aquel mundo se parecía en algo a
Aria-no, sus pobladores habrían olvidado todo lo referente a los oscuros semidioses que una vez habían pretendido dominarlos. Pero, ¡ay de ellos si lo averiguaban y llegaban a darse cuenta de quién era él en realidad! Haplo estaba demasiado magullado y cansado para andarse con remilgos. No le sería difícil librarse de ellos antes de que causaran más perjuicios. Y, de momento, necesitaba respuestas a una serie de interrogantes.
— ¿Qué rumbo? —preguntó. No era aquélla la pregunta más importante, pero los mantendría ocupados a todos.
El elfo levantó un artilugio, lo manipuló con gestos nerviosos y señaló en una dirección. Haplo puso la nave en el rumbo indicado. Habían dejado muy atrás el golfo de Kithni y la escabechina de su ribera. La nave dragón sobrevolaba los árboles, y su sombra se deslizaba sobre el tapiz de mil tonos de verde como un oscuro reflejo de la nave real.
Los humanos y el elfo permanecieron en pie, muy juntos, acurrucados en el mismo rincón y mirando con arrebatada fascinación por la claraboya. De vez en cuando, alguno de ellos dirigía una mirada penetrante hacia Haplo. Sin embargo, éste advirtió que, en ocasiones, también se miraban entre ellos con idéntica suspicacia. Ninguno de los tres se había movido desde que subieran a bordo, ni siquiera mientras discutían, sino que se mantenían tensos, rígidos. Probablemente temían que el menor movimiento dejara la nave fuera de control y la lanzara contra las copas de los árboles. Haplo podría haberlos tranquilizado, pero no lo hizo.
Prefería tenerlos allí paralizados, pegados a la cubierta, donde pudiera vigilarlos.
El enano continuó agachado en su rincón. Tampoco él se había movido. En cambio, mantenía su sombría mirada fija en Haplo, sin volverla en ningún momento hacia la claraboya. Sabedor de que los enanos preferían estar bajo tierra siempre que fuera posible, el patryn comprendió que surcar los aires de aquel modo debía de ser una experiencia traumática para Drugar. Con todo, no advirtió temor o inquietud en su expresión. Lo que encontró en ella, extrañamente, fue una gran confusión y una rabia amarga y contenida. Una rabia que, al parecer, iba dirigida contra él.
Alargó la mano como si fuera a acariciar las orejas sedosas del perro y obligó a éste a volver la cabeza, dirigiendo su inteligente mirada hacia el enano.
—Vigílalo —ordenó Haplo en un susurro. El perro levantó las orejas y movió lentamente el rabo a un lado y a otro. Instalándose a los pies de su amo, el animal apoyó la cabeza sobre las patas delanteras, muy atento, con la vista fija en Drugar.
Quedaba el anciano. Un ronquido le indicó a Haplo que no debía preocuparse por Zifnab, de momento. El hechicero estaba tendido boca arriba en la cubierta, con las manos cruzadas sobre el pecho y el rostro cubierto con el sombrero hecho trizas, profundamente dormido. Aunque estuviera fingiendo, sabía que no iba a intentar nada. El patryn meneó su dolorida cabeza.
—Esos seres... ¿Cómo los habéis llamado? ¿Titanes? ¿Qué son? ¿De dónde proceden?
—Ojalá lo supiéramos —respondió Paithan.
— ¿No lo sabes? —Haplo miró al elfo con suspicacia, convencido de que mentía. Después, volvió la vista hacia los humanos—. ¿Vosotros tampoco?
Los dos movieron la cabeza en gesto de negativa. El patryn buscó con la mirada a Drugar, pero el enano no estaba dispuesto a decir nada.
—Lo único que sabemos —dijo Roland, optando por hablar tras el codazo en las costillas que le propinó su hermana— es que han llegado del norint. Oímos rumores de que habían destruido el imperio Kasnar, y ahora les damos crédito.
—Han barrido a los enanos —añadió Paithan— y... bien... ya has visto lo que han hecho con el reino de Thillia. Y ahora se mueven hacia Equilan.
— ¡No puedo creer que hayan salido de la nada! —Haplo insistió en su escepticismo—. ¡Seguro que habíais oído hablar de ellos alguna vez!
Rega y Roland se miraron y la mujer se encogió de hombros.
—Había algunas viejas leyendas... —dijo—. Cuentos de comadres, de esos que se cuentan por la noche en torno al fuego, cuando todos compiten por explicar la historia más espeluznante. Había una sobre una niñera...
—Cuéntamela —la instó Haplo.
Rega, pálida, dijo que no con la cabeza y apartó el rostro.
— ¿Por qué no la dejas en paz? —exclamó Roland con aspereza.
Haplo se volvió hacia Paithan y le preguntó:
— ¿Qué profundidad tiene el golfo? ¿Cuánto tardarán en cruzarlo?
Paithan se pasó la lengua por los labios resecos y exhaló un jadeo entrecortado.
—El golfo es muy profundo, pero podrían rodearlo. Y hemos oído que vienen también por otras partes, por el est.
—Será mejor que me lo contéis todo, creo. Siempre se ha dicho que las viejas comadres guardan la sabiduría de las anteriores generaciones.
—Está bien —dijo Roland con voz resignada—. La leyenda dice que una vieja aya se quedó a cargo de los hijos del rey mientras éste y la reina estaban ausentes, dedicados a los asuntos propios de la realeza. Los pequeños, por supuesto, eran unos niños traviesos y malcriados; muy pronto, consiguieron dejar al aya atada a una silla y se dedicaron a poner el castillo patas arriba.
»A cabo de un rato, sin embargo, les entró hambre. La vieja aya les prometió prepararles unas galletas si la desataban. Así lo hicieron y la mujer fue a la cocina a hornear las galletas, a las que dio forma humana. La vieja era en realidad una poderosa hechicera y, cuando las tuvo hechas, cogió una de las galletas en forma de hombre y le insufló vida. La galleta creció y creció hasta hacerse mayor que el propio castillo. Entonces, el aya ordenó al gigante que vigilara a los niños mientras ella echaba la siesta. Llamó al gigante titán y...
—Ese término, titán —lo interrumpió Paithan—. No es una palabra élfica, ni tampoco humana. ¿Será enana? —inquirió, volviéndose hacia Drugar. El enano movió la cabeza negativamente.
—Entonces, ¿de dónde procede? —Continuó el elfo—. Si supiéramos su sentido original y su procedencia, tal vez nos daría alguna pista.
Era un dardo disparado al azar, pero podía ir a clavarse demasiado cerca del blanco. Haplo conocía la palabra, y su origen. Era un vocablo de su propio idioma, el mismo que hablaban los sartán. Procedía del mundo antiguo y se refería en un principio a los antiguos forjadores de ese mundo. Con el paso del tiempo, el sentido del término se había ampliado hasta convertirse en un sinónimo de gigante. Sin embargo, aquello sugería una idea muy inquietante. Los únicos que podían haber llamado titanes a aquellos monstruos eran los sartán... y ello abría todo un abanico de posibilidades.
—No es más que una palabra —respondió a Paithan—. Continúa con el relato, humano.
—Al principio, los niños tenían miedo del titán, pero pronto descubrieron que era dócil, amable y cariñoso. Entonces empezaron a burlarse de él. Le enseñaron las galletitas con forma humana, las decapitaron a mordiscos y amenazaron al gigante con hacerle lo mismo. El titán terminó tan enfadado que huyó del castillo y...
—Roland hizo una pausa y frunció el entrecejo, pensativo—. Qué extraño. No me había dado cuenta de este detalle: en la leyenda, el titán se extravía y va preguntando a la gente con la que se encuentra...
—«... ¿Dónde está el castillo?» —completó la frase Paithan.
—«... ¿Dónde está la ciudadela?» —lo corrigió Haplo.
Paithan asintió, excitado:
—« ¿Dónde está la ciudadela? ¿Qué debemos hacer?»
—Sí, eso es lo que preguntaba ese monstruo. ¿Cuál es la respuesta? ¿Dónde está la ciudadela?
— ¿Qué es una ciudadela? —Replicó Paithan, gesticulando como un loco—.
¡Nadie sabe con seguridad qué significa esa palabra!
—Si alguien tuviera la respuesta a sus preguntas, sería un verdadero salvador
—declaró Rega con voz grave y los puños apretados—. ¡Si, al menos, supiéramos qué buscan!
—Corren rumores de que los hombres y mujeres más sabios de Thillia se pasaban los días y las noches estudiando los libros antiguos, buscando desesperadamente una pista.
—Tal vez deberían haber preguntado a las viejas comadres —apuntó Paithan.
Haplo se frotó las manos con gesto ausente sobre la piedra de gobierno cubierta de runas. Ciudadela significaba «pequeña ciudad». Era otra palabra en el idioma de los Patryn y de los sartán. Ante él, el camino se abría, liso y despejado, en una dirección. Titanes: una palabra sartán para llamar a unos seres que utilizaban la magia sartán y preguntaban por las ciudadelas sartán. Y, en aquel punto, el camino lo conducía de cabeza a un muro de piedra.
Los sartán no habrían creado o adoptado nunca a unos seres tan malévolos y brutales. No los habrían dotado jamás de facultades mágicas... a menos, tal vez, que tuvieran la seguridad de poder controlarlos. Aquellos titanes desmandados, presas de aquella furia asesina... ¿eran tal vez una clara indicación de que los sartán habían desaparecido de aquel mundo como lo habían hecho (con una excepción) de Ariano?
Haplo observó al hechicero. Zifnab dormía con la boca abierta y el sombrero se le deslizaba lentamente más abajo de la nariz. Un ronquido más potente que el resto hizo que el viejo aspirara el ajado fieltro, casi sofocándose. Entre toses y carraspeos, se incorporó de golpe y miró a su alrededor con aire suspicaz.
— ¿Quién ha sido?
Haplo apartó la vista y empezó a reconsiderar el asunto. Hasta aquel momento, el patryn sólo había conocido a un sartán, el torpe hombrecillo de
Ariano que se hacía llamar Alfred Montbank. Y, aunque no se había dado cuenta de ello en aquel instante, más adelante había alcanzado a comprender que había sentido cierta afinidad con Alfred. Aunque mortales enemigos, los dos eran extraños para el resto del mundo..., pero no lo eran entre sí.
Aquel viejo hechicero era un extraño. Para ser más preciso, era extraño.
Probablemente, no era más que un chiflado, otro de aquellos profetas desquiciados e iluminados. Había desbaratado la magia de Haplo, pero era sabido que los locos hacían muchas cosas insólitas e inexplicables.
— ¿Cómo terminaba la leyenda? —se le ocurrió preguntar mientras guiaba la nave en busca de un punto donde posarla.
—El titán encontraba el castillo, regresaba y se zampaba las cabezas de los niños —explicó Roland.
— ¿Sabéis? —Intervino Rega en un murmullo—. Cuando era pequeña y oía esa historia, siempre sentía lástima del titán. Siempre me pareció que los niños se merecían su horrible destino. Pero ahora... —Sacudió la cabeza y unas lágrimas corrieron por sus mejillas.
—Nos acercamos a Equilan —anunció Paithan, adelantándose con cautela para asomarse por la claraboya—. Distingo el lago Enthial. Al menos, creo que es eso que brilla a lo lejos, ¿me equivoco? Vista desde arriba, el agua tiene un aspecto extraño.
—Lo es —respondió Haplo sin interés, con sus pensamientos en otra parte.
—No entendí tu nombre —dijo el elfo—. ¿Cómo te llamas?
—Haplo.
— ¿Qué significa?
El patryn no respondió.
—Soltero —apuntó el hechicero.
Haplo frunció el entrecejo y le lanzó una mirada irritada. ¿Cómo podía saberlo?
—Lo siento —se apresuró a decir Paithan, siempre cortés—. No pretendía ser indiscreto... —Hizo una breve pausa y luego añadió, titubeante—: Yo... hum... es cierto lo que dijo Zifnab... que eras un salvador. Dijo que podías llevarnos a... a las estrellas. Yo no lo creí. No pensé que fuera posible. Ruina, muerte y destrucción.
El anciano dijo que los traería conmigo a mi regreso, ¡y así ha sido, que Orn me ampare! —Miró un momento por la claraboya la vegetación a sus pies—. Lo que quiero saber es si... puedes hacerlo. Si lo harás. ¿Podrás salvarnos de... esos monstruos?
—No os podrá salvar a todos —intervino Zifnab con voz apenada mientras retorcía entre sus manos el sombrero, destrozándolo definitivamente—. Sólo puede salvar a algunos. Los mejores y los más brillantes.
Cuando Haplo miró a su alrededor, sólo encontró ojos: los ojos almendrados del elfo, los grandes y oscuros de la mujer, los luminosos ojos azules del otro humano, incluso los negros y sombríos del enano. Y los de Zifnab, deliberantes y llenos de astucia.
Todos ellos lo miraban, expectantes y esperanzados.
—Sí, claro —respondió.
¿Por qué no?, se dijo. Cualquier cosa que ayudara a conservar la paz, a mantener a la gente contenta. Contenta e ignorante.
En realidad, Haplo no tenía la menor intención de salvar a nadie, excepto a sí mismo. Pero antes tenía que hacer una cosa. Era preciso que hablara con uno de los titanes.
Y aquellos mensch que lo acompañaban iban a servirle de cebo. Al fin y al cabo, los niños no habían recibido más que su merecido.
. Los elfos formaban una sociedad matriarcal; según las leyes élficas, la propiedad de las tierras, residencias y bienes domésticos pasaban de la madre a la hija mayor. Los negocios quedan en manos de los varones. La casa, por tanto, pertenecía a Calandra. Todos los Quindiniar —incluido Lenthan, su padre— vivían allí con su permiso. Sin embargo, los elfos tenían un gran respeto por sus mayores y
Calandra solía, por cortesía, referirse a «la casa de mi padre». (N. del a.)
CAPITULO 15
EN LAS COPAS DE LOS ÁRBOLES, EQUILAN
—Bien —dijo Calandra, mirando a Paithan y a Rega, a quienes tenía ante la puerta—, debería haberlo imaginado.
Empezó a cerrar, pero Paithan interpuso el cuerpo impidiendo que lo hiciera y penetró en la casa. Calandra dio un paso atrás, muy erguida y con los puños apretados a la altura de su delgada cintura, y contempló a su hermano con frío desdén.
—Veo que ya has adoptado sus costumbres. ¡Bárbaro! ¡Entrar por la fuerza en mi casa!
—Perdonadme —empezó a decir Zifnab, asomando la cabeza por la puerta—, pero es muy importante que...
— ¡Calandra! —Paithan alargó la mano hacia su hermana mayor y asió sus dedos helados—. ¿No lo entiendes? Ya no importa nada. Se acerca la destrucción, como dijo el viejo. ¡Yo lo he visto, Cal! —La elfa trató de desasirse. Paithan la retuvo, aumentando la presión de sus manos con la intensidad del miedo—. ¡El reino de los enanos ha sido destruido! ¡El reino de los humanos agoniza, si no ha perecido ya, a estas alturas! Estos tres —lanzó una mirada frenética al enano y a los dos humanos que aguardaban, incómodos y turbados, bajo el porche de la entrada— son tal vez los únicos supervivientes de sus razas respectivas. ¡Miles de ellos han tenido una muerte horrible! ¡Y ahora vienen a buscarnos a nosotros, Cal!
—Si me permites añadir a eso que... —Zifnab levantó el índice.
Calandra se desasió las manos y se alisó el delantal de la falda.
—Desde luego, hay que ver lo sucio que vienes —murmuró con desdén—. Has dejado la alfombra perdida con tus pisadas. Ve a la cocina a lavarte y deja allí las ropas que llevas. Me encargaré de echarlas al fuego. Encontrarás ropa nueva en tu habitación. Después, baja a cenar. Tus amigos —lanzó una breve mirada burlona al grupo que esperaba en el umbral— pueden dormir en los aposentos de los esclavos. Y eso va también por el viejo. Anoche trasladé sus cosas.
Zifnab le dirigió una radiante sonrisa e inclinó la cabeza humildemente.
—Gracias por molestarte, querida, pero no era necesario que...
— ¡Hum! —La elfa giró en redondo y se encaminó hacia la escalera.
— ¡Calandra, maldita sea! —Paithan asió por el codo a su hermana y la obligó a volverse—. ¿No has oído lo que he dicho?
— ¡Cómo te atreves a hablarme en ese tono! —Los ojos de Calandra eran más fríos y sombríos que las profundidades de los túneles enanos—. Si quieres vivir en esta casa, tendrás que comportarte civilizadamente. De lo contrario, puedes acompañar a tus compañeros bárbaros y acostarte con los esclavos. —Torció los labios y volvió los ojos hacia Rega antes de añadir—: ¡Pero ya debes de estar acostumbrado a eso! En cuanto a tus alarmantes noticias, la reina está al corriente de la invasión desde hace algún tiempo. Si es cierto el rumor (cosa que dudo, ya que procede de los humanos), nos encontrará preparados. La guardia real está alerta, la guardia de reserva estará preparada por si es necesario y se ha suministrado el armamento más avanzado a los soldados. He de reconocer —
añadió de mala gana— que, al menos, todo este disparate ha ido bien para el negocio.
—La Bolsa abrió en alza —comentó Zifnab sin dirigirse a nadie en particular—
. Después, el índice Dow Jones ha experimentado un progresivo descenso...
Paithan abrió la boca, pero no se le ocurrió qué decir. La vuelta a casa era como un sueño, como caer dormido después de haber luchado con una terrible realidad. Hacía apenas el tiempo que tardaban en abrirse unos pocos pétalos, se había enfrentado a una muerte espantosa en las manos asesinas de los titanes.
Había experimentado horrores indecibles, había visto escenas espantosas que lo seguirían obsesionando el resto de su vida. Paithan había cambiado, se había desprendido de la capa de indolencia y despreocupación que siempre lo había cubierto. Y lo que había emergido no era tan bello, pero se había hecho más duro, más resistente y —esperaba el elfo— más sabio. Era una metamorfosis a la inversa, una mariposa transformada en oruga.
Pero en Equilan, nada había cambiado. ¡La guardia real en alerta! ¡La reserva preparada por si es necesario! Paithan no podía creerlo, no podía entenderlo. Había imaginado que encontraría a su pueblo en pleno desconcierto, corriendo de un lado a otro bajo el sonido de las alarmas. En lugar de ello, todo seguía tranquilo, en calma, pacífico. Sin cambios. Status quo.
La paz, la serenidad, el silencio... resultaban horribles. En el interior de
Paithan creció un grito. Quería tañir las campanas de madera, quería asir a los elfos por las solapas, sacudirlos y gritarles: « ¿Es que no veis? ¿No sabéis qué se nos echa encima? ¡La muerte! ¡Se acerca la muerte!». Pero la muralla de tranquilidad era demasiado gruesa para atravesarla, demasiado alta para saltarla.
Lo único que podía hacer era quedarse mirando, balbuciendo incoherencias en un estado de confusión que su hermana tomó por vergüenza.
Poco a poco, se quedó callado y soltó el brazo de Calandra. Su hermana mayor, sin dirigir una mirada más a los presentes, abandonó la estancia con aire altivo.
Tenía que avisarles de algún modo, se dijo Paithan, confundido. Tenía que hacerles entender lo que se avecinaba.
— ¡Paithan...!
— ¡Aleatha! —El elfo se volvió, aliviado de encontrar a alguien que atendería a razones. Alargó las manos...
... Y Aleatha le cruzó la cara de un bofetón.
— ¡Thea! —Paithan se llevó la mano a la ardiente mejilla. Su hermana tenía el rostro muy pálido, los ojos febriles y las pupilas dilatadas.
— ¿Cómo te atreves? ¡Cómo te atreves a repetir esas malditas mentiras humanas! —Aleatha señaló a Roland—. ¡Coge a esa sabandija y lárgate! ¡Fuera!
— ¡Ah! ¡Encantado de volver a verte, mi...! —empezó a decir Zifnab.
Roland no entendía una palabra de la conversación, pero el odio con que lo miraban aquellos ojos azules salvaba cualquier barrera de lenguaje. Alzó las manos en gesto de disculpa y murmuró:
—Escucha, elfa, no sé qué estás diciendo, pero...
— ¡He dicho que fuera!
Con los dedos curvados como garras, Aleatha se lanzó sobre Roland y, antes de que éste pudiera detenerla, le hundió las uñas en la cara, dejando cuatro largos surcos sangrantes en su mejilla. El humano, desconcertado, trató de sacarse de encima a la elfa sin hacerle daño, intentando sujetarla por los brazos.
— ¡Paithan, sácamela de encima!
Cogido por sorpresa ante el inesperado acceso de furia de su hermana, el elfo saltó tras ella con retraso. Agarró a Aleatha por la cintura, Rega tiró de sus brazos y, entre los dos, consiguieron alejar de Roland a aquella furia que lanzaba zarpazos y escupitajos.
— ¡No me toques! —chilló Aleatha, revolviéndose inútilmente contra Rega.
—Será mejor que me dejes a mí —jadeó Paithan en humano.
Rega retrocedió hasta llegar junto a su hermano. Roland se tocó con cuidado la mejilla herida y lanzó una torva mirada a la elfa.
— ¡Maldita zorra! —murmuró al ver la sangre en los dedos.
Aleatha no comprendió lo que decía, pero captó perfectamente el tono y se lanzó de nuevo hacia el humano. Paithan se lo impidió, reteniéndola por la fuerza hasta que, de pronto, Aleatha cesó en su furia y se derrumbó en los brazos de su hermano, jadeando agitadamente.
— ¡Dime que es todo mentira, Paithan! —Murmuró con voz grave, apasionada, mientras apoyaba la cabeza en su pecho—. ¡Dime que no es verdad!
—Ojalá pudiera, Thea —respondió Paithan, abrazándola y acariciándole el cabello—. Pero lo que he visto... ¡Oh, bendita Madre! ¡Lo que he visto, Aleatha! —El elfo rompió en sollozos y estrechó a su hermana entre convulsiones.
Aleatha le puso ambas manos en el rostro, alzó su cabeza y lo miró a los ojos.
Después, levantó las cejas y entreabrió los labios en una ligera sonrisa.
—Voy a casarme. Voy a tener una casa junto al lago. Nada ni nadie me lo impedirá. —Se desasió de los brazos de su hermano, echó la cabeza hacia atrás y se arregló los rizos de la melena sobre los hombros—. Bienvenido a casa, querido.
Ahora que has vuelto, ¿querrás deshacerte de esa basura?
Aleatha lanzó una sonrisa a Roland y a Rega, se inclinó hacia adelante y besó en la mejilla a su hermano. Había pronunciado las últimas palabras en un burdo humano.
Roland llevó una mano al brazo de su hermana.
—Basura, ¿eh? Vamos, Rega. Salgamos de aquí.
Rega lanzó una mirada de súplica a Paithan, que la miró con impotencia. Se sentía como si acabara de despertar y fuera incapaz de moverse.
— ¡Ya ves cómo están las cosas! —exclamó Roland en tono burlón—. ¡Te lo advertí! —Soltó el brazo de su hermana y dio un paso, apartándose de la puerta—.
¿Vienes?
—Discúlpame —intervino Zifnab—, pero debo recordarte que, en realidad, no tienes adonde ir...
— ¡Paithan! ¡Por favor! —suplicó Rega.
Roland bajó con paso enérgico los peldaños que llevaban al suelo de musgo, exclamando por encima del hombro:
— ¡Quédate a calentarle la cama a ese elfo! ¡Puede que te dé un empleo en la cocina!
Paithan enrojeció de cólera y dio un paso hacia Roland.
— ¡Yo quiero a tu hermana! Yo...
El sonido de unos cuernos de caza hendió el aire sereno de la mañana. El elfo volvió la vista hacia el lago Enthial y apretó los labios. Alargó la mano, cogió a
Rega y la atrajo hacia sí. El musgo empezó a vibrar y dar sacudidas bajo sus pies.
Drugar, que no había dicho nada ni había hecho el menor gesto durante toda la escena, se llevó la mano bajo el cinto.
— ¡Por fin! —Exclamó Zifnab con irritación, asiéndose al pasamanos del porche para mantener el equilibrio—. Si me permitís que termine una frase, me gustaría decir que...
—Señor —tronó la voz del dragón bajo el musgo—, ya están aquí.
Haplo oyó la llamada de alarma de los cuernos. Desde su escondite en la espesura, hizo un gesto al perro.
—Muy bien, ya sabes qué tienes que hacer —le murmuró—. Recuerda, ¡sólo quiero uno!
El perro se internó de inmediato en la jungla, desapareciendo de la vista entre el tupido follaje. Haplo, tenso de expectación y tendido entre los matorrales, estudió por enésima vez el soto donde se ocultaba. Todo estaba a punto. Sólo le quedaba esperar.
El patryn no había acudido a la casa élfica con el resto de pasajeros de la nave, sino que se había quedado a bordo con la excusa de tener que efectuar unas reparaciones. Cuando se hubieron alejado por la gran planicie de musgo, chamuscada y ennegrecida por los experimentos con cohetes de Lenthan, Haplo había saltado del casco de la nave para recorrer los «huesos» de madera de las alas de dragón.
Recorrer el ala de dragón. Arriesgarlo todo, incluso la vida, por conseguir un objetivo. ¿Dónde había oído aquel dicho? Le parecía recordar que lo había mencionado Hugh, la Mano. ¿O había sido el capitán elfo cuya nave había
«incautado»? En cualquier caso, no importaba mucho. Aquel refrán no tenía mucho sentido con la nave varada en suelo firme, cuando la caída desde las alas era de apenas unos palmos y no de miles. Mientras saltaba ágilmente al musgo, Haplo había pensado que, de todos modos, el proverbio resultaba muy oportuno en aquel momento.
Recorrer el ala de dragón.
Se encogió en su escondite, repasando mentalmente las runas que iba a emplear, revisándolas una por una como un joyero elfo que buscara imperfecciones en una sarta de perlas. La estructura era perfecta. El primer hechizo atraparía a la criatura. El segundo la retendría y el tercero taladraría lo que el titán tuviera por mente.
El sonido de los cuernos en la lejanía se hizo más urgente y más caótico; de vez en cuando, alguno se rompía en un horrible lamento barboteante. Los elfos debían de estar combatiendo a sus enemigos, y la batalla, a juzgar por el estruendo, se aproximaba a su escondite. Haplo no hizo caso. Si los titanes trataban a los elfos como lo habían hecho con los humanos —y Haplo no tenía ninguna razón para suponer que los primeros salieran mejor parados—, la lucha no duraría mucho más.
Aguzó el oído, atento a otro sonido. Por fin, lo captó: era el ladrido del perro.
También el animal se desplazaba en dirección a él. Haplo no oyó nada más y, al principio, se preocupó. Luego recordó el silencio con que los titanes se desplazaban a través de la jungla y comprendió que no oiría el gigante hasta que lo tuviera encima. Se pasó la lengua por los labios resecos y se humedeció la garganta.
El perro apareció en la zona de los matorrales. Venía jadeando frenéticamente, con la lengua fuera y los ojos desorbitados de terror. Al llegar al centro del soto, se dio la vuelta y volvió a lanzar unos furiosos ladridos.
El titán apareció detrás de él. Tal como había previsto Haplo, la extraña criatura se había separado de sus compañeras tras el señuelo del animal. Al penetrar en la arboleda, el gigante se detuvo y olisqueó el aire. La cabeza sin ojos se volvió lentamente. Había olido, oído o «visto» un hombre.
El cuerpo inmenso del titán se alzó sobre Haplo y la cabeza ciega miró directamente hacia el patryn. Cuando dejó de moverse, la figura camuflada de la criatura se confundió casi perfectamente con el resto de la jungla. Haplo parpadeó y casi lo perdió de vista. Por un instante sintió pánico, pero se calmó. No importaba. Si su plan daba resultado, el titán volvería a moverse. ¡De eso no cabía ninguna duda!
Haplo empezó a pronunciar las runas. Alzó sus manos tatuadas y unos signos mágicos parecieron desprenderse de su piel y danzar en el aire. Lanzando deslumbrantes destellos azules y rojos, las runas se entrelazaron y empezaron a multiplicarse con extraordinaria rapidez.
El titán volvió la cabeza hacia los signos mágicos con desinterés, como si ya hubiera visto todo aquello anteriormente y le provocara un profundo aburrimiento.
A continuación, avanzó hacia Haplo repitiendo la misma muda pregunta con su mente.
—Sí, la ciudadela. Que dónde está la ciudadela, ya sé. Lo siento, pero ahora mismo no tengo tiempo de contestar a eso. Hablaremos de ello dentro de un momento —prometió el patryn, retrocediendo.
El entramado de runas estaba completo y a Haplo sólo le quedaba esperar que funcionara. Miró fijamente al titán. Éste seguía acercándose; su súplica lastimera había dado paso, en un abrir y cerrar de ojos, a un tono de violenta frustración. Haplo titubeó, con un nudo en el estómago. A su lado, el perro lanzó un ladrido de terror.
El titán se detuvo, volvió la cabeza y abrió la boca babeante. Parecía desconcertado y Haplo respiró de nuevo.
Los signos mágicos, como llamaradas rojas y azules, se habían entretejido y colgaban del aire como una enorme cortina sobre los árboles de la jungla. El encantamiento abarcaba todo el soto, rodeando al titán. Este se movió a un lado y a otro. Las runas le devolvían su propio reflejo, inundando su cerebro con imágenes y sensaciones de sí mismo.
—No te preocupes, no voy a hacerte daño —dijo Haplo en tono tranquilizador, hablando en su propio idioma, en la lengua que compartían los patryn y los sartán—. Te dejaré ir, pero antes vamos a hablar de la ciudadela. Cuéntame qué es.
El titán se lanzó hacia donde sonaba la voz de Haplo. El patryn se apartó de un ágil salto. La mano del gigante se cerró en el aire. Haplo, que había previsto el ataque, repitió la pregunta en tono paciente.
—Háblame de la ciudadela. ¿Acaso los sartán...?
¡Sartán!
La furia del titán, desatada en toda su fuerza bruta, descargó un golpe terrible sobre la pantalla mágica creada por Haplo. Las runas temblaron y se desmoronaron. La criatura, liberada de la ilusión, volvió la cabeza hacia el patryn.
Este pugnó por recuperar el control y reforzó la protección. El titán volvió a perderlo de vista y agitó los brazos, buscando a tientas su presa.
¡Eres un sartán!
—No —replicó Haplo, secándose el sudor de la frente, que le goteaba en los párpados, y rogando tener fuerzas para resistir—. No soy ningún sartán. ¡Soy enemigo de ellos, igual que vosotros!
¡Mientes! ¡Eres un sartán! ¡Tú y los tuyos nos engañasteis! ¡Construisteis la ciudadela y luego nos robasteis los ojos! ¡Nos dejasteis ciegos a esa luz brillante y resplandeciente!
La rabia del titán golpeó a Haplo, debilitándolo con cada nueva acometida. El hechizo no resistiría mucho más. Tenía que escapar enseguida, mientras la enfurecida criatura continuara confundida por su artimaña. Sin embargo, había merecido la pena. Había conseguido algo: Nos dejasteis ciegos a esa luz brillante y resplandeciente. Le pareció que empezaba a entender. Brillante y resplandeciente...
delante de él... encima de él...
— ¡Perro! —Dio media vuelta para echar a correr y se quedó paralizado. Los árboles habían desaparecido. Delante de él, a los lados, en cualquier dirección que mirara, se vio a sí mismo.
El titán había vuelto contra Haplo su propia magia.
Haplo luchó por dominar el miedo. Estaba atrapado, sin escapatoria. Podía disolver el encantamiento que lo rodeaba pero, si lo hacía, desmontaría también el hechizo que envolvía al titán. Agotado, consumido, no le quedaban fuerzas para tejer otra cortina mágica de protección que fuera capaz de detener al gigante. Se volvió a la derecha y se vio a sí mismo. Miró hacia el otro lado y topó con su propio rostro, pálido y con los ojos desorbitados. A sus pies, el perro corría en círculos, ladrando frenéticamente.
Haplo notó que el titán se movía con torpeza, buscándolo. Tarde o temprano, daría con él y... Algo lo rozó; algo cálido y vivo, tal vez una mano gigantesca...
A ciegas, Haplo se arrojó a un lado, apartándose de la furiosa criatura, y topó con un árbol. La fuerza del impacto le cortó la respiración. Buscó aire entre jadeos y, de pronto, se dio cuenta de que volvía a ver los árboles, las lianas... El espejismo mágico se desvanecía. Lo invadió una oleada de alivio, cortada al instante por el miedo.
Aquello significaba que el hechizo estaba perdiendo su efecto. Si él podía ver dónde estaba el titán, lo mismo le sucedía a su enemigo.
El titán se cernió sobre él. Haplo se arrojó al suelo y hundió las manos en el musgo, tratando de abrirse paso escarbando. Oyó al perro detrás de él, tratando valientemente de defender a su amo, y escuchó un agudo aullido lleno de dolor. Un cuerpo peludo y oscuro se estrelló en el musgo junto a él.
Asiendo una rama caída, el patryn se incorporó, tambaleándose.
El titán lo desarmó, alargó la mano y lo agarró del brazo. La mano del gigante era enorme: la palma rodeaba el hueso y el músculo y los dedos los estrujaban. Su enemigo tiró del brazo, descoyuntándolo, y lo arrojó al suelo sin soltarlo. Después, volvió a incorporarlo y apretó aún más fuerte. Haplo luchó contra el dolor, contra la oscuridad que se cerraba sobre él. Otro tirón y le arrancaría el brazo.
«Discúlpame, señor, pero ¿puedo serte de alguna ayuda?»
Unos feroces ojos rojos asomaron del musgo, casi a la altura de Haplo.
El titán tiró del brazo; Haplo notó un crujido y el dolor casi le hizo perder el conocimiento.
Los ojos encarnados flamearon y una cabeza verde cubierta de escamas y festoneada de zarcillos se elevó del musgo. Una boca de labios rojos se entreabrió y dejó a la vista unos dientes blanquísimos entre los que se agitaba una lengua negra.
Haplo notó que la mano lo soltaba y lo arrojaba al suelo. Se sujetó el hombro.
Tenía el brazo dislocado, pero aún estaba unido al cuerpo. Apretando los dientes para resistir el dolor, temeroso de atraer de nuevo la atención del titán y demasiado débil para moverse, permaneció tendido en el musgo y observó la escena.
El dragón estaba hablando. Haplo no podía entender lo que decía, pero notó que la furia del titán se aplacaba, sustituida por una sensación de asombro y temor. El dragón volvió a hablar, en tono imperioso, y el titán se retiró de inmediato a la jungla. Su enorme mole verde y moteada se desplazó con rapidez y en silencio; para los ojos cansados del patryn, fue como si los propios árboles se alejaran a la carrera.
Haplo hundió la cara en el musgo y perdió el sentido.
CAPITULO 16
EN LAS COPAS DE LOS ÁRBOLES, EQUILAN
— ¡Zifnab, has vuelto! —exclamó Lenthan Quindiniar.
— ¿Ah, sí? —respondió el viejo, con aire de extrema sorpresa.
Lenthan corrió al porche, agarró la mano del hechicero y la estrechó animadamente.
— ¡Y Paithan! —Añadió al advertir la presencia de su hijo—. ¡Orn bendito!
¡Nadie me ha dicho que...! ¿Saben tus hermanas que estás aquí?
—Sí, jefe, ya me han visto. —El elfo observó a su padre con preocupación—.
¿Te encuentras bien, padre?
— ¿Y tú? ¿Has traído invitados? —Lenthan dirigió una sonrisa vaga y tímida a
Roland y a Rega. El primero, con la mano en la mejilla ensangrentada, hizo un hosco gesto de reconocimiento. La muchacha se acercó a Paithan y lo tomó de la mano. El elfo le pasó el brazo por los hombros y los dos se quedaron plantados ante Lenthan, en actitud desafiante.
— ¡Oh, vaya! —Murmuró Lenthan, y se puso a manosear las puntas del sobretodo—. ¡Vaya, vaya!
— ¡Padre, escucha la llamada de los cuernos! —Paithan posó una mano en el delicado hombro de su padre—. Están sucediendo cosas terribles. ¿Lo sabías? ¿Te ha informado Cal?
Lenthan miró a su alrededor como si deseara ayuda para cambiar de tema, pero Zifnab había desviado la mirada hacia la espesura, con una mueca pensativa.
El elfo descubrió entonces a un enano que, agachado en un rincón, masticaba un pedazo de pan y queso que Paithan había ido a buscar a la cocina. (Había quedado bastante claro que nadie tenía intención de invitarlos a comer.)
—Yo... —dijo Lenthan—. Creo que tu hermana mencionó algo. Pero el ejército lo tiene todo bajo control.
—No, padre. Es imposible. ¡Yo he visto a nuestros enemigos! Han destruido la nación enana y Thillia ha quedado borrada. ¡Borrada, padre! No podremos detenerlos. Es lo que dijo el hechicero: ruina, muerte y destrucción.
Lenthan se estremeció, retorciendo las puntas del sobretodo hasta hacerles un nudo, y bajó la vista a los tablones del porche. Por lo menos, aquellos maderos eran de fiar: no iban a salirle con nuevas sorpresas.
— ¿Me has oído, padre? —Paithan dio una ligera sacudida a su padre.
— ¿Qué? —Lenthan lo miró con sobresalto y ensayó una sonrisa nerviosa—.
¡Ah, sí! Has tenido una buena aventura. Me alegro, muchacho. Me alegro mucho.
Pero, ahora, ¿por qué no entras a hablar con tu hermana? A decirle a Calandra que has vuelto.
— ¡Cal ya sabe que estoy aquí! —exclamó Paithan, impaciente—. Me ha prohibido la entrada, padre. ¡Nos ha insultado, a mí y a la mujer que va a ser mi esposa! ¡No volveré a pisar esta casa!
— ¡Oh, vaya! —Lenthan miró sucesivamente a su hijo, a los dos humanos, al enano y al viejo hechicero—. ¡Oh, vaya!
—Escucha, Paithan —intervino Roland, acercándose al elfo—, ya has vuelto a casa y has visto a tu familia. Has hecho todo lo posible por advertirles del peligro.
Lo que suceda ahora no es responsabilidad tuya. Tenemos que emprender la marcha si queremos alejarnos antes de que lleguen los titanes.
— ¿Y adonde piensas ir? —inquirió Zifnab, alzando la cabeza y adelantando el mentón.
— ¡No lo sé! —Roland se encogió de hombros y miró con irritación al anciano—. No conozco demasiado esta parte del mundo. A las Tierras Ulteriores, tal vez. Quedan al est, ¿verdad? O a Sinith Paragna...
—Las Tierras Ulteriores han sido destruidas, y sus gentes, asesinadas en masa —afirmó Zifnab con un brillo en los ojos, bajó las cejas pobladas y canosas—
. Es posible que consigas eludir a los titanes en las junglas de Sinith Paragna durante algún tiempo, pero finalmente te encontrarán. ¿Qué harás entonces?
¿Seguir corriendo? ¿Huir hasta que te acorralen contra el océano Terinthiano? ¿Te dará tiempo a construir una embarcación para cruzar las aguas? Incluso si lo consiguieras, seguiría siendo cuestión de tiempo. Esos gigantes te seguirían...
— ¡Calla, anciano! ¡Cierra el pico! ¡O eso, o dinos cómo vamos a salir de aquí!
—Os lo diré —replicó Zifnab—. Solamente hay un camino. —Levantó un dedo hacia el cielo y exclamó—: ¡Hacia arriba!
— ¡A las estrellas! —Por fin, Lenthan pareció entender y se puso a batir palmas—. Es lo que tú dijiste, ¿verdad? ¡Conduciré a mi pueblo...
—... adelante! —Zifnab completó la frase con entusiasmo—. ¡Lo sacaré de
Egipto! ¡Romperé sus cadenas! ¡Cruzaremos el desierto! ¡El pilar de fuego...!
— ¿Desierto? —Lenthan hizo un nuevo gesto de nerviosismo—. ¿El fuego? ¡Yo creía que íbamos a las estrellas!
—Lo siento. —Zifnab parecía perturbado—. Me he equivocado de texto. Es culpa de esos cambios de última hora que se hacen en los guiones. Lo único que consiguen es confundirme. Y, claro, también está la vena literaria que...
— ¡Por supuesto! —Exclamó Roland—. ¡La nave! ¡Al diablo con las estrellas!
¡Esa nave nos llevará al otro lado del océano Terinthiano...!
— ¡Pero no nos librará de los titanes! —insistió el hechicero, testarudo—. ¿No te has dado cuenta todavía, muchacho? Dondequiera que vayas en este mundo, te los encontrarás. O, más bien, ellos te encontrarán a ti. Las estrellas. Ese es el único refugio seguro.
Lenthan alzó la vista hacia el cielo soleado. Los radiantes puntos luminosos brillaban sin parpadeos, serenamente, lejos de la sangre, el terror y la muerte.
—Ya no tardaré, querida mía —susurró.
Roland tiró de la manga a Paithan y lo llevó aparte junto a la casa, cerca de una ventana abierta.
—Escucha —le dijo al elfo—. Síguele la corriente a ese viejo chiflado. ¡Las estrellas! ¡Bah! Cuando estemos a bordo de esa nave, iremos a donde nosotros queramos.
—Querrás decir que iremos a donde Haplo decida llevarnos —lo corrigió
Paithan, moviendo la cabeza—. Es un tipo extraño. No sé qué pensar de él.
Absortos en sus preocupaciones, ninguno de los dos advirtió que una mano blanca y delicada tocaba la cortina de la ventana y la corría ligeramente.
—Sí, yo tampoco sé cómo tomármelo —reconoció Roland—, pero...
— ¡Y no quiero meterme en líos con él! ¡Lo vi arrancarle de las manos al titán ese tronco como si no fuera más que una pajita! Además, me preocupa mi padre.
No está bien y dudo de que pueda resistir esta loca fuga.
—Está bien, no es preciso que tengamos líos con Haplo. Nos conformaremos con ir a donde él nos lleve. ¡Y apuesto a que no va a mostrar mucho interés por alcanzar las estrellas!
—No lo sé. Escucha, tal vez no tengamos que ir a ninguna parte. ¡Puede que nuestro ejército consiga detenerlos!
— ¡Sí, y puede que a mí me salgan alas y pueda volar a las estrellas sin ayuda!
Paithan lanzó una agria mirada al humano y se apartó de él en dirección al fondo del porche. Una vez a solas, cortó una flor de un hibisco y empezó a arrancarle los pétalos y arrojarlos al jardín, con aire pensativo. Roland se dispuso a ir tras él, con ánimo de continuar la discusión. Rega lo asió por el brazo y lo retuvo.
—Déjalo en paz un rato.
— ¡Bah! Está diciendo tonterías...
— ¡Roland! ¿No lo entiendes? ¡Tiene que dejar atrás todo esto! ¡Es eso lo que lo perturba!
— ¿Dejar qué? ¿Una casa?
—Su vida.
—Tú y yo no tuvimos muchos problemas para hacerlo.
—Porque nosotros siempre nos hemos tomado la vida como venía —apuntó
Rega con expresión sombría—. Pero aún recuerdo cuando dejamos nuestro hogar, la casa en la que nacimos.
— ¡Vaya una pocilga! —murmuró Roland.
—Para nosotros, no lo era. No conocíamos otra mejor. Recuerdo esa vez, cuando madre no regresó. —Rega se aproximó a su hermano y apoyó la mejilla en su brazo—. Nos quedamos esperando... ¿cuánto tiempo?
—Un par de ciclos —dijo Roland, encogiéndose de hombros.
—Y no teníamos comida ni dinero. Tú me hacías reír todo el rato, para que no tuviera miedo. —La muchacha entrelazó sus dedos con los de su hermano y apretó con fuerza—. Entonces me dijiste: «Bueno, hermanita, ahí fuera hay un mundo muy grande y no vamos a ver nada de él si nos quedamos encerrados en este agujero». En un abrir y cerrar de ojos, nos marchamos de allí. Pero aún recuerdo una cosa, Roland. Recuerdo que te detuviste en mitad del camino y volviste la cabeza para echar una última mirada a la casa. Y recuerdo que, cuando reemprendimos la marcha, había lágrimas en tus...
—Yo era un niño, entonces. Paithan es un adulto. O pasa por serlo. Sí, muy bien, lo dejaré en paz. Pero voy a subir a esa nave tanto si él viene como si no. ¿Y tú qué vas a hacer, si decide quedarse?
Roland se alejó y Rega permaneció junto a la ventana, observando a Paithan con preocupación. Detrás de ella, dentro de la casa, la mano soltó la cortina dejando que la tela adornada con encajes volviera a cerrar suavemente el resquicio.
— ¿Cuándo nos vamos? —Preguntó Lenthan con expectación al anciano—.
¿Ahora? Sólo tengo que recoger unas cuantas cosas y...
— ¿Ahora? —Zifnab pareció alarmado—. ¡Oh, no, todavía no! Tenemos que reunir a todo el mundo. Nos queda tiempo. No mucho, pero sí un poco.
—Escucha, anciano —dijo Roland, interrumpiendo la conversación—. ¿Estás seguro de que ese Haplo querrá seguir nuestro plan?
— ¡Pues claro! —afirmó Zifnab con confianza.
Roland lo observó fijamente, con los ojos entrecerrados.
—Bueno... —titubeó el hechicero—. Tal vez no al principio...
— ¡Aja! —Roland movió la cabeza y apretó los labios.
—De hecho... —Zifnab parecía más incómodo—. El no nos quiere en su nave, en realidad. Tendremos..., tendremos que encontrar el modo de colarnos a bordo...
— ¡Colarnos a bordo!
—Pero eso déjalo de mi cuenta. —El hechicero movió la cabeza pero con gesto de saber lo que decía—. Yo os daré la señal.
Veamos... ¡Cuando ladre el perro! Ésa será la señal, ¿me habéis oído todos? —
Alzó la voz en tono quejumbroso—. ¡Cuando ladre el perro, será el momento de abordar la nave!
Se oyó un ladrido.
— ¿Ahora? —dijo Lenthan, dando un respingo.
— ¡Todavía no! —Zifnab pareció muy desconcertado—. ¿Qué significa esto?
¡Aún no es el momento!
El perro apareció a la carrera, doblando la esquina de la casa. Se dirigió a
Zifnab, capturó entre sus dientes las ropas de éste y empezó a dar tirones.
— ¡Quieto! Me estás rompiendo el dobladillo. ¡Suelta!
El animal gruñó y tiró más fuerte, con los ojos fijos en el viejo.
— ¡Por el gran Nabucodonosor! ¿Por qué no lo decías desde el principio?
¡Tenemos que irnos! Haplo tiene dificultades y necesita nuestra ayuda.
El perro soltó las ropas del anciano y echó a correr en dirección a la jungla.
Recogiendo las puntas de la túnica y arremangándolas por encima de sus tobillos desnudos y huesudos, el viejo hechicero salió corriendo tras el animal.
El resto de los reunidos lo siguió con la mirada, incómodo, recordando de pronto lo que significaba enfrentarse a los titanes.
— ¡Qué diablos! ¡Haplo es el único que sabe pilotar la nave! —exclamó
Roland, y echó a correr tras Zifnab.
Rega siguió a su hermano y Paithan se disponía a seguirlos cuando oyó un portazo a su espalda. Al volverse, descubrió a Aleatha.
—Yo también voy.
El elfo la observó. Su hermana iba vestida con sus viejas ropas: pantalones de cuero, túnica de lino blanco y chaleco de cuero. Las prendas le quedaban demasiado ajustadas. Los pantalones casi no podían contener sus muslos redondeados y las costuras parecían a punto de reventar. La tela de la camisa se tensaba sobre sus pechos firmes y altos. La ropa le quedaba tan ceñida que era como si fuese desnuda. Paithan notó que le subía un cálido rubor a las mejillas.
— ¡Aleatha, vuelve a la casa! ¡Esto va en serio...!
—Iré con vosotros. Quiero verlo con mis propios ojos. —Lanzó una mirada altiva a su hermano y añadió—: ¡Te voy a hacer comer esas mentiras!
La elfa dejó atrás a su hermano, avanzando decidida tras los otros. Llevaba sus hermosos cabellos sujetos en un tosco moño bajo la nuca, y en la mano portaba un bastón que sujetaba con cierta torpeza, como si se tratara de un garrote. Tal vez con ciertas intenciones de utilizarlo como arma.
Paithan exhaló un suspiro de frustración. No había modo de discutir con ella, de razonar. Aleatha había hecho durante toda su vida lo que había querido, y no iba a cambiar ahora. Corrió hasta llegar a su altura y advirtió con cierta consternación que Aleatha tenía la vista fija en el hombre que corría por delante de ella, en la fornida espalda y los poderosos músculos de Roland.
Lenthan Quindiniar, que se había quedado solo en el porche, se frotó las manos, sacudió la cabeza y murmuró: — ¡Oh, Madre! ¡Oh, Madre Peytin!
Arriba, en su despacho, Calandra se asomó a la ventana para observar la comitiva que cruzaba el jardín a toda prisa, en dirección a los árboles. Los cuernos de caza resonaban como locos a lo lejos. Con un bufido, volvió a concentrarse en las cifras de sus libros y comprobó, sonriendo con los labios apretados, que iban camino de superar los beneficios del ejercicio anterior por un margen considerable.
CAPITULO 17
EN LAS COPAS DE LOS ÁRBOLES, EQUILAN
Cuando Haplo recuperó la conciencia se encontró rodeado, no por titanes, sino por todos los mensch que había conocido en aquel mundo, más lo que parecía ser la mitad del ejército elfo. Con un gruñido, lanzó una mirada al perro.
—Todo esto es cosa tuya.
El animal agitó la cola y lo miró con la lengua fuera y una sonrisa, saboreando el elogio sin saber que no lo era. Haplo observó a los que se arremolinaban a su alrededor. Todos lo miraban con aire suspicaz, dubitativo y expectante. El viejo hechicero, algo apartado, lo contemplaba con profunda ansiedad.
— ¿Te..., te encuentras bien? —preguntó la mujer humana. Haplo no recordaba su nombre. La mirada de la mujer se centró en el hombro del patryn, vuelto en un escorzo anormal, y alargó tímidamente una mano—. ¿Podemos hacer... algo?
— ¡No toques! —soltó Haplo entre dientes.
La mujer retiró la mano al instante. Naturalmente, aquello fue una invitación clara a que la mujer elfa se arrodillara junto a él. Haplo se incorporó penosamente hasta quedar sentado, y la apartó de un empujón con la mano buena.
— ¡Tú! —Exclamó, mirando a Roland—. ¡Tienes que ayudarme a..., a poner eso en su sitio! —Haplo señaló el hombro dislocado, que le colgaba del resto del cuerpo en un ángulo extraño. Roland asintió, poniéndose en cuclillas. Movió los dedos para quitarle la camisa y el chaleco que llevaba sobre ésta. El patryn lo sujetó por la muñeca y murmuró:
—Limítate a encajarme el hombro.
—Pero la camisa molesta y...
—Sólo el hombro.
Roland miró al herido a los ojos, y apartó los suyos al instante. El humano empezó a tantear con cuidado la zona lesionada. Varios elfos se acercaron aún más a mirar. Entre ellos estaba Paithan, que hasta entonces había permanecido en segundo término del grupo que rodeaba a Haplo, conversando con otro elfo que vestía los restos ensangrentados y hechos trizas de lo que debía de haber sido un elegante uniforme. Al oír la voz de Haplo, los dos elfos habían interrumpido su conversación.
—No sé qué llevarás bajo esa camisa, pero debe de ser algo especial, ¿verdad?
—dijo Aleatha, la mujer elfa.
Roland dirigió a ésta una mirada sombría.
— ¿No tienes nada más que hacer?
—Lo siento —respondió ella con frialdad—, no he entendido lo que has dicho.
No hablo humano.
Roland frunció el entrecejo e intentó no prestarle atención, pero Nº resultó fácil. Aleatha estaba inclinada sobre Haplo, dejando a la vista las formas generosas de sus redondos pechos.
El patryn se preguntó a quién iría destinada tal exhibición. De no estar tan irritado consigo mismo, la situación le habría resultado graciosa. Observando a
Roland, Haplo se dijo que, esta vez, quizás Aleatha habría topado con la horma de su zapato. El humano estaba estrictamente concentrado en lo que iba a hacer; sus manos poderosas sujetaron con fuerza el brazo descoyuntado.
—Esto va a doler.
—Sí. —A Haplo le dolían las mandíbulas de tanto apretar los dientes. No era preciso que le doliera; podía haber empleado la magia, activando las runas, ¡pero estaba más que harto de andar revelando sus poderes a una cuarta parte del universo conocido!—. ¡Hazlo de una vez!
—Creo que deberíamos darnos prisa —comentó el elfo que se encontraba junto a Paithan—. Los hemos rechazado, pero me temo que sólo provisionalmente.
—Necesito que alguno de vosotros lo sujete —dijo Roland, mirando a su alrededor.
—Yo lo haré —respondió Aleatha. Habló en elfo, pero sus intenciones eran patentes.
—Esto es importante —le soltó Roland con brusquedad—. No necesito a una mujer que se va a desmayar...
—Yo nunca me desmayo... sin una buena razón. —Aleatha le dedicó una dulce sonrisa—. ¿Qué tal la mejilla? ¿Te duele?
Roland no entendió lo que decía; lanzó un gruñido y, sin alzar la vista del paciente, ordenó:
—Agárralo fuerte. Sujétalo contra este árbol para que no se vuelva cuando le coloque el hueso en su sitio.
Aleatha cogió al patryn sin hacer caso de sus protestas.
— ¡No necesito que me sujete nadie! —Exclamó Haplo, apartando las manos de la elfa—. Espera un momento, Roland. Todavía no. Antes, una pregunta... —
Volvió la cabeza tratando de observar al elfo del uniforme, interesado en lo que había dicho momentos antes—. ¡Los habéis rechazado! ¿Qué...? ¿Cómo...?
El dolor le recorrió el brazo, el hombro y la espalda hasta la cabeza. Tomó aire en un jadeo que le arrancó un gemido.
— ¿Puedes moverlo, ahora? —Roland volvió a ponerse en cuclillas y se secó el sudor del rostro.
El perro, con un gimoteo, se arrastró al lado de Haplo y le lamió la muñeca.
Poco a poco, rechinando los dientes de agonía, Haplo movió la articulación del brazo.
—Habría que vendarlo —protestó Roland al ver que Haplo intentaba incorporarse—. Podría volver a salirse con mucha facilidad. Por dentro, todo está distendido.
—No te preocupes —le contestó Haplo, sujetándose el hombro herido y reprimiendo la tentación de utilizar las runas para completar la curación.
Esperaría a estar a solas... y eso sucedería muy pronto, si todo salía bien. ¡A solas y lejos de aquel lugar! Se apoyó contra el tronco y cerró los ojos, esperando que el humano y la elfa captaran la indirecta y lo dejaran en paz.
Paithan y el elfo habían reanudado la conversación:
—... exploradores informaron de que las armas convencionales no los afectaban. La derrota de los humanos de Thillia lo hizo evidente. Con nuestras armas mágicas, la defensa de los humanos resultó más efectiva, pero finalmente fueron derrotados. Era de esperar, ya que podían utilizar la magia que posee el arma, pero no podían potenciarla, como nosotros. Aunque potenciarla tampoco nos sirvió de mucho. Nuestros propios hechiceros estaban totalmente desconcertados. Les arrojamos todo nuestro arsenal y sólo una cosa resultó eficaz.
— ¿Los dracos, tal vez? —apuntó Paithan.
—Sí, los dracos.
¿Qué diablos era un draco? Haplo entreabrió los párpados y echó un vistazo.
Debía de ser lo que el guerrero elfo sostenía en sus manos. Su dueño y Paithan lo estudiaban detenidamente. Lo mismo hizo Haplo.
El draco tenía un aspecto similar al de la ballesta, pero era considerablemente mayor. Los proyectiles que disparaba eran de madera, tallados con el aspecto de pequeños dragones.
—Su efectividad no parece estar en las heridas que inflige a los titanes. La mayoría de los proyectiles llegó a alcanzarlos —añadió el guerrero a regañadientes—. Es la mera visión del draco lo que los aterra. Cuando disparábamos, los monstruos renunciaban a luchar, daban media vuelta y, simplemente, salían huyendo. —El elfo contempló su arma con frustración, sacudiéndola ligeramente—. ¡Ojalá supiera qué tiene esta arma en concreto que los espanta! ¡Tal vez así podríamos derrotarlos!
Haplo observó el drago con los ojos entreabiertos. ¡Él sabía por qué! Imaginó que, cuando era disparado contra el enemigo, el proyectil cobraba vida. A veces, las armas élficas funcionaban de aquel modo. Los titanes debían de percibir que eran atacados por pequeños dragones, y recordó la sensación de terror abrumador que había emanado del gigante al aparecer el dragón en el claro.
Así pues, cabía la posibilidad de emplear los dragones para controlar a aquellos monstruos. A su señor, todo aquello le resultaría muy interesante, pensó
Haplo. Se acarició el hombro y sonrió en silencio.
Un tirón del cinto atrajo su atención. Al bajar la vista, descubrió al enano, Barbanegra, Drugar o comoquiera que se llamara. ¿Cuánto tiempo llevaba allí?
Haplo no había advertido su presencia y se recriminó por ello. Uno tendía a olvidarse del enano y, por la mirada de sus ojos oscuros, tal olvido podía resultar fatal.
—Tú hablas mi idioma. —No era una pregunta. Drugar ya sabía la respuesta.
Haplo se preguntó por un instante cómo era posible.
—Sí. —El patryn consideró innecesario disimular.
— ¿Qué dicen? —Preguntó Drugar, moviendo su cabeza desgreñada hacia
Paithan y el guerrero—. Entiendo el humano, pero no el elfo.
—Hablan del arma que sostiene ese individuo. Al parecer, produce cierto efecto en los titanes. Los hace huir.
El enano frunció el entrecejo y los ojos parecieron hundírsele en el rostro, prácticamente invisibles salvo por la chispa de odio que brillaba en sus negras profundidades. El patryn conocía y apreciaba el odio. Era el sentimiento que mantenía vivos a los atrapados en el Laberinto. Haplo se había estado preguntando por qué viajaba Drugar con una gente a la que despreciaba abiertamente.
De repente, creyó entenderlo.
— ¡Las armas élficas los detienen! —Masculló Drugar bajo su tupida barba—.
¡Podrían haber salvado a mi pueblo!
La voz de Paithan se alzó con aspereza, como si le respondiera.
—Pero no los hizo huir muy lejos, Durndrun.
El barón movió la cabeza.
—No, no muy lejos. Volvieron y nos atacaron por detrás, utilizando esa mortífera magia de los elementos que dominan. Nos arrojaron fuego y unas rocas traídas de la Madre sabe dónde. Pero se cuidaron de no aparecer a la vista y, cuando escapamos, no nos siguieron.
— ¿Qué dicen? —preguntó Drugar, llevándose la mano bajo la barba.
Haplo advirtió que movía los dedos, acariciando algo.
—Las armas los detuvieron, pero no mucho tiempo. Los titanes les respondieron con magia elemental.
— ¡Pero están aquí, están vivos!
—Sí. Los elfos se retiraron y, al parecer, los titanes no los persiguieron.
Haplo advirtió que el guerrero elfo dirigía una mirada al grupo reunido entre los matorrales y llevaba aparte a Paithan con la visible intención de continuar la conversación.
—Perro —dijo el patryn. El animal levantó la cabeza. Con un gesto, su amo lo conminó a incorporarse y trotar en silencio tras los elfos.
— ¡Bah! —El enano escupió en el suelo, a sus pies.
— ¿No los crees? —Inquirió Haplo, interesado—. ¿Sabes qué es la magia elemental?
—Lo sé —gruñó Drugar—, aunque nosotros no la usamos. Los enanos empleamos ésa.
Drugar señaló con su índice rechoncho las manos del patryn, cubiertas de runas. Haplo, confundido momentáneamente, miró con perplejidad al enano.
Éste no pareció notar el desconcierto de su interlocutor. Sacando la mano de debajo de la barba, le mostró un disco de obsidiana colgando de una correa de cuero y lo sostuvo en alto para que el patryn lo inspeccionara. Haplo se inclinó y observó una única runa tallada en la piedra preciosa. Estaba grabada toscamente y, por sí sola, tenía poco poder. Sin embargo, sólo tenía que mirarse las manos para ver su duplicado tatuado en su propia piel.
—Pero no podemos utilizarla como tú. —El enano siguió mirando las manos de Haplo con ojos codiciosos y nostálgicos—. No sabemos juntar las runas. Somos como niños pequeños: podemos decir palabras sueltas, pero no sabemos encadenarlas en frases.
— ¿Quién os enseñó la..., la magia de las runas? —preguntó Haplo cuando se hubo recobrado lo suficiente de la sorpresa.
Drugar alzó la cabeza y su mirada se perdió en la jungla.
—Las leyendas dicen... que fueron ellos.
Haplo, desconcertado, creyó al principio que se refería a los elfos. Pero los negros ojos del enano estaban fijos más arriba, casi en las copas de los árboles, y el patryn comprendió.
—Los titanes...
—Algunos de nosotros creíamos que volverían, que nos ayudarían a desarrollarnos, que nos enseñarían. En lugar de ello... —La voz de Drugar se apagó hasta enmudecer, como un trueno que se desvaneciera en la distancia.
Otro misterio que meditar, que desvelar, pensó Haplo. Pero no allí. No en aquel momento. Lo haría más tarde, a solas... y lejos. Haplo vio que Paithan y el guerrero elfo volvían, con el perro trotando tras sus talones sin llamar la atención.
El rostro de Paithan reflejaba una lucha interior. Una lucha desagradable, a juzgar por su expresión. El guerrero se encaminó directamente hacia Aleatha quien, después de ayudar a Roland con Haplo, se había quedado aparte, callada, en un rincón del soto.
—Me has estado evitando —afirmó ella.
—Lo siento, querida mía —respondió el barón Durndrun con una leve sonrisa—. La gravedad de la situación...
—Pero la situación ha terminado —dijo Aleatha con voz ligera—. Y aquí me tienes, con mi ropa de «doncella guerrera», vestida para matar, por así decirlo.
Pero, al parecer, me he perdido la batalla. —Alzando los brazos, se ofreció a la admiración de su prometido—. ¿Te gusta? Lo llevaré después de la boda, cada vez que nos peleemos. Aunque supongo que tu madre no aprobaría...
Durndrun vaciló y ocultó su pesar apartando el rostro.
—Tienes un aspecto encantador, querida. Y ahora he pedido a tu hermano que te lleve a casa.
—Sí, claro. Casi es hora de cenar. Te esperaremos. Cuando te hayas adecentado...
—No habrá tiempo, me temo, querida mía. —El barón tomó la mano de la muchacha y se la llevó a los labios—. Adiós, Aleatha.
Parecía dispuesto a soltarla, pero Aleatha se asió a sus dedos, reteniéndolo.
— ¿A qué viene este «adiós» tan solemne? —La muchacha trató de dar un tono irónico a su voz, pero ésta reflejó la tensión que le producía el miedo.
El barón Durndrun retiró suavemente su mano.
—Quindiniar...
Paithan se acercó a ellos y tomó por el brazo a su hermana.
—Tenemos que irnos...
Aleatha se desasió.
—Adiós, mi señor —murmuró fríamente. A continuación, volviéndoles la espalda, se internó en la jungla.
— ¡Thea! —la llamó Paithan, preocupado. Ella no le hizo caso y siguió su marcha—. ¡Maldita sea, mi hermana no debería ir sola! —añadió Paithan, mirando a Roland.
— ¡Oh, está bien! —murmuró el humano, y desapareció entre los árboles.
—No entiendo, Paithan. ¿Qué sucede? —preguntó Rega.
—Te lo explicaré más tarde. Que alguien despierte al viejo. —Paithan señaló con gesto irritado a Zifnab, que estaba cómodamente tumbado bajo un árbol, roncando a pierna suelta. El elfo volvió a mirar a Durndrun—. Lo siento, barón.
Hablaré con ella y le explicaré...
—No, Quindiniar —respondió el guerrero moviendo la cabeza—. Es mejor que no lo hagas. Prefiero que Aleatha no sepa...
—Durndrun, creo que debería acompañarte...
—Adiós, Quindiniar —replicó el barón con firmeza, impidiendo que el joven elfo terminara la frase—. Cuento contigo.
Reuniendo a sus cansadas tropas en torno a él con un gesto, Durndrun dio media vuelta y se adentró de nuevo en la jungla con su reducida fuerza. Zifnab, ayudado por el empujón que le dio Rega con la puntera de la bota, despertó con un resoplido.
— ¿Qué...? ¡Oh! ¡Lo he oído todo! Sólo estaba descansando la vista. Los párpados pesan, ya sabéis. —Todas sus articulaciones crujieron y chasquearon cuando se incorporó, olisqueando el aire—. Hora de cenar. Oí hablar a la cocinera de preparar unos tangos. Estupendo. Podemos secar algunas de esas frutas y llevárnoslas para el viaje.
Paithan dirigió una mirada preocupada al viejo y volvió la vista hacia Haplo.
— ¿Vienes?
—Id delante. Yo tengo que tomármelo con calma y no haré sino retrasaros.
—Pero los titanes...
—Id delante —insistió Haplo, luchando contra el dolor y empezando a perder la paciencia.
El elfo tomó de la mano a Rega y emprendió la marcha tras Roland y Aleatha, que ya llevaba una buena delantera.
— ¡Tengo que ir con ellos! —declaró Drugar, saliendo a toda prisa tras
Paithan y su compañera humana. Sin embargo, cuando los alcanzó, se quedó unos pasos atrás, aunque sin perderlos de vista en ningún momento.
— ¡Supongo que me veré obligado a hacer todo el camino a pie! —Murmuró
Zifnab, malhumorado, al tiempo que se ponía en movimiento—. ¿Dónde estará ese condenado dragón? Nunca aparece cuando lo busco y en cambio, cuando no lo quiero cerca, enseguida se presenta de improviso, amenazando con comerse a la gente o haciendo comentarios maleducados sobre el estado de mi digestión.
¿Necesitas ayuda? —preguntó por último, volviéndose hacia Haplo.
« ¡Que el Laberinto me lleve si te vuelvo a ver!», pensó Haplo mientras el anciano se alejaba. « ¡Viejo hechicero estúpido!»
El patryn llamó a su perro, le hizo un gesto para que se acercara y apoyó la mano en su cabeza. La conversación privada que habían sostenido Paithan y el guerrero elfo, captada por los oídos del perro, llegó a Haplo con toda claridad.
No descubrió gran cosa y se sintió decepcionado. El guerrero había declarado, sencillamente, que los elfos no tenían la menor oportunidad. Que todos ellos iban a morir.
—Eres un auténtico bicho, ¿verdad? —dijo Roland.
Le había costado mucho alcanzar a la elfa y no le gustaba nada tener que cruzar los estrechos y oscilantes puentes de soga tendidos de copa a copa de los árboles. El piso de la jungla quedaba muy lejos bajo sus pies y los puentes se balanceaban alarmantemente cuando se movía. Aleatha, acostumbrada a recorrerlos, se movía por ellos con facilidad.
. «No entiendo», en elfo. (N. del a.)
De hecho, podría haber escapado por completo a la persecución de Roland, pero eso habría significado internarse a solas en la jungla.
Al oír al humano justo a su espalda, la muchacha se detuvo y le hizo frente.
—Kitkninit. Pierdes el tiempo hablando conmigo. —Aleatha iba completamente despeinada. Los cabellos flotaban en torno a su cabeza, echados hacia atrás por el viento mientras atravesaba velozmente los puentes. Un marcado rubor, provocado por el ejercicio, bañaba sus mejillas.
—Al diablo con tu kitkninit. Hace un rato, cuando te he dicho que sujetaras a nuestro paciente, has seguido mis instrucciones sin ningún problema.
Aleatha no le hizo caso. La elfa era alta, casi tanto como Roland. Su paso, con los pantalones de cuero, era amplio y firme.
Abandonaron los puentes y tomaron un sendero a través del musgo. La ruta era estrecha y difícil de atravesar; para Roland, las dificultades aumentaban, ya que Aleatha hacía todo lo posible por complicarle la marcha: apartaba las ramas y las soltaba para que le dieran en el rostro a su perseguidor o, tras un brusco cambio de dirección, lo dejaba forcejeando con una zarza espinosa, pero el humano parecía tomarse con un perverso placer los problemas que Aleatha le causaba. Cuando salieron al extenso jardín de la mansión de los Quindiniar, la muchacha descubrió a Roland caminando tranquilamente a su lado.
—Mira, muchacha —dijo él, retomando la conversación donde la había dejado—, has tratado muy mal a ese elfo, cuando es evidente que el tipo daría su vida por ti. De hecho, eso es lo que va a hacer; dar su vida, me refiero. Y tú, portarte así con él...
Aleatha se volvió en redondo y se lanzó sobre el humano. Roland logró agarrarle las manos por las muñecas cuando las uñas de la elfa ya estaban a punto de clavarse en su rostro.
— ¡Atiende! Ya sé que te gustaría arrancarme la lengua para no tener que oír la verdad, pero ¿no viste, acaso, la sangre de su uniforme? ¡Era sangre de los elfos muertos! ¡De tu pueblo! ¡Muerto! ¡Igual que el mío! ¡Todos muertos!
—Me haces daño. —Aleatha habló con voz fría, calmando la fiebre de Roland.
El humano enrojeció, soltó lentamente sus muñecas y advirtió las marcas lechosas de sus dedos, las marcas del miedo, impresas sobre la piel pálida de la elfa.
—Lo siento. Perdona. Es que...
—Discúlpame, por favor —replicó Aleatha—. Es tarde y debo vestirme para la cena.
La muchacha se alejó por la llana extensión de musgo verde en dirección a la casa. Se escuchó de nuevo la llamada de los cuernos de caza, mortecina y apagada en el aire húmedo y sofocante. Roland aún seguía inmóvil, contemplando a la mujer, cuando los demás lo alcanzaron.
—Ésa es la señal para que acuda la guardia de la ciudad —informó Paithan—.
Y yo formo parte de ella. Tengo que ir a luchar con los demás.
Pero no se movió. Se quedó mirando hacia la casa, hacia el Ala de Dragón posada tras el edificio.
— ¿Qué te contó el elfo del uniforme? —preguntó Roland.
—Ahora mismo, mi gente cree que el ejército ha rechazado a los titanes, que los ha derrotado. Pero Durndrun sabe que no es así. Ese grupo de titanes era una fuerza reducida. Según los exploradores, después de atacar a los enanos, esos monstruos se dividieron: la mitad se dirigió a vars para arrasar Thillia, y el resto vino al est, a las Tierras Ulteriores. Ahora, los dos ejércitos se vuelven a unir para un asalto frontal a Equilan. —Paithan pasó el brazo en torno a Rega y la atrajo hacia sí. Luego añadió—: No podremos resistir. El barón me ha ordenado que coja a Aleatha y a mi familia y huyamos. Que escapemos antes de que sea demasiado tarde. Por supuesto, Durndrun se refería a viajar a pie. Él desconoce la existencia de la nave.
— ¡Tenemos que salir de aquí esta noche! —exclamó Roland.
—Si es que Haplo tiene pensado llevarnos a alguno de nosotros... —apuntó
Rega—. No me fío de él.
—Y eso significa que huyo, que dejo perecer a mi pueblo... —musitó Paithan.
«No», respondió Drugar en silencio, con la mano en el puñal. «De aquí no se marchará nadie. Ni esta noche, ni nunca.»
-—Cuando ladre el perro —anunció el viejo hechicero con un jadeo, apareciendo tras ellos con paso vacilante—. Ésa será la señal. Cuando ladre el perro.
CAPITULO 18
EN LAS COPAS DE LOS ÁRBOLES, EQUILAN
Haplo dio una última vuelta en torno a la nave y repasó con ojo crítico las reparaciones que había efectuado. Los daños no habían sido importantes, pues la mayoría de las runas protectoras había actuado bien. El patryn había conseguido cerrar las grietas de las cuadernas y restablecer la magia de las runas. Cuando estuvo seguro de que la nave resistiría la larga travesía, Haplo subió de nuevo a la cubierta superior y se detuvo a descansar.
Estaba exhausto. Las reparaciones en la nave y las efectuadas en su propio cuerpo tras la lucha con el titán lo habían dejado sin fuerzas. Sabía que estaba débil porque sentía dolor; un dolor lacerante en el hombro. Si hubiera podido descansar, dormir, dejar que su cuerpo se renovase, la herida ya no sería a aquellas alturas sino un mal recuerdo. Sin embargo, no disponía del tiempo necesario. No podría resistir un asalto de los titanes y estaba obligado a dedicar su magia a la nave, y no a sí mismo.
El perro se instaló a su lado. Haplo acarició el hocico del animal, rascándole las quijadas. El perro se tumbó de costado, pidiéndole más caricias. Haplo le dio unas palmaditas en el flanco.
— ¿Preparado para volver ahí arriba?
El perro rodó sobre el lomo, se incorporó y se sacudió.
—Sí, yo también. —Haplo echó la cabeza hacia atrás, entrecerrando los ojos para no deslumbrarse. El humo de los incendios de la ciudad élfica le impidió ver las estrellas. — ¡... robarnos los ojos! ¡Cegarnos a la luz brillante y resplandeciente!
Bien, ¿por qué no? Tenía sentido. Si los sartán...
El perro lanzó un ronco gruñido. Haplo, cauto y alerta, miró rápidamente hacia la casa. Todos seguían dentro; los había visto entrar al regresar de la jungla.
Lo había sorprendido un poco que no hubieran acudido a la nave. Lo primero que había hecho él al llegar al Ala de Dragón había sido reforzar la barrera mágica que la protegía. Sin embargo, cuando había mandado al perro como espía, había descubierto que el grupo estaba haciendo lo que él debería haber supuesto:
discutir acaloradamente entre ellos.
Y, ahora que el perro había llamado su atención al respecto, el patryn captó unas voces airadas y estridentes que se alzaban llenas de rabia y frustración.
—Mensch. Son todos iguales. Deberían alegrarse de recibir un líder fuerte, como mi Señor. Alguien que imponga la paz, que ponga orden en sus vidas.
Siempre, claro está, que quede alguno de ellos en este mundo cuando mi Señor llegue. —Encogiéndose de hombros, Haplo se puso en pie y se encaminó al puente.
El perro lanzó un ladrido de advertencia. Haplo volvió la cabeza. Más allá de la casa, la jungla se estaba moviendo.
Calandra subió a su despacho hecha una furia, dio un portazo y cerró con llave. Sacó el libro de contabilidad de un cajón, se sentó rígidamente en su silla de respaldo recto y empezó a repasar las cifras de ventas del ciclo anterior.
No había modo de razonar con Paithan, absolutamente ninguno. Había invitado a unos extraños a la casa, incluso a los esclavos humanos, diciéndoles que podían refugiarse en ella. Había dicho a la cocinera que se trajera a su familia de la ciudad. Los había puesto a todos en un estado de pánico con sus historias horripilantes. La cocinera era presa de una terrible agitación. ¡Aquella noche no iba a haber cena! A Calandra le apenaba decirlo, pero resultaba evidente que su hermano era presa de la misma locura que afectaba a su pobre padre.
—He soportado a padre todos estos años —le gritó Calandra al tintero—. He soportado que casi nos quemara la casa con nosotros dentro, he soportado la vergüenza y la humillación... Al fin y al cabo, es mi padre y se lo debo. ¡Pero a ti no te debo nada, Paithan! Tendrás tu parte de la herencia, y eso es todo. Tómala, coge a esa fulana humana y al resto de tus zarrapastrosos seguidores e intenta abrirte camino en el mundo. ¡Seguro que vuelves! ¡De rodillas!
Fuera, ladró un perro. El ladrido sonó claro y alarmante. Calandra derramó una gota de tinta sobre una hoja del libro mayor. Le llegó del piso inferior una explosión de gritos, exclamaciones y ruidos. ¡Cómo esperaban que pudiera trabajar, con aquel estruendo! Agarró con furia el secante y lo aplicó sobre el papel, empapando la tinta. La mancha no había emborronado las cantidades y
Calandra aún podía leerlas: unas cifras limpias, precisas, desfilando en ordenadas hileras, calculando, haciendo la suma de su vida.
Dejó la pluma en el escritorio con cuidado y se dirigió a la ventana, dispuesta a cerrarla de un golpe. Cuando miró afuera, contuvo la respiración. Parecía que los propios árboles estaban arrastrándose hacia la casa.
Se frotó los ojos, cerrándolos y masajeándose los párpados con las yemas de los dedos. A veces, cuando trabajaba en exceso durante demasiado tiempo, los números le bailaban ante los ojos. Estaba trastornada, eso era todo. Paithan la había trastornado. Estaba viendo visiones y, cuando abriera de nuevo los ojos, todo volvería a estar como siempre.
Calandra abrió los ojos. Los árboles ya no parecían moverse. Lo que vio fue el avance de un ejército horrible.
Unas pisadas sonaron en la escalera y avanzaron por el pasillo. Un puño empezó a golpear la puerta y se oyó la voz de Paithan, gritando:
— ¡Calandra! ¡Ya vienen! ¡Por favor, Cal! ¡Es preciso evacuar la casa enseguida!
— ¿Marcharse? ¿Para ir adonde?
La voz ansiosa y nostálgica de su padre se coló por el ojo de la cerradura:
— ¡Querida! ¡Vamos a volar a las estrellas!
Los gritos procedentes de abajo ahogaron sus siguientes palabras y, cuando
Calandra volvió a oírlo, le pareció entender algo referente a «su madre».
—Vuelve abajo, padre. Yo hablaré con ella. ¡Calandra! —Paithan golpeó de nuevo la puerta—. ¡Calandra!
Ella siguió mirando por la ventana con una especie de fascinación hipnótica.
Los monstruos no parecían muy dispuestos a aventurarse en la amplia extensión de musgo verde y cuidado del jardín y seguían en las lindes del bosque, sin salir a terreno descubierto. De vez en cuando, alguno de los seres gigantescos alzaba su cabeza sin ojos y olfateaba el aire con evidentes muestras de que no le gustaba mucho lo que olía.
Un potente golpe sacudió la puerta. Paithan intentaba echarla abajo, empresa difícil porque Calandra solía contar el dinero en aquella estancia y la puerta era resistente, especialmente diseñada y reforzada.
La elfa oyó a su hermano suplicando que abriera, que fuera con ellos, que escapara. Una oleada de calor inhabitual en ella recorrió a Calandra. Paithan se preocupaba por ella. Se preocupaba de veras.
—Tal vez no he fracasado después de todo, madre —murmuró. Apretó la mejilla contra el frío cristal y contempló la extensión de musgo y el espantoso ejército que aguardaba en sus inmediaciones.
Los golpes a la puerta no cejaron. Paithan se haría daño en el hombro, si seguía. Calandra se dijo que sería mejor poner fin a aquello. Tras dar unos pasos tensos y rígidos, alzó la mano y corrió el pestillo, cerrándolo con decisión. El sonido se escuchó claramente al otro lado de la puerta y fue seguido de un desconcertado silencio.
—Estoy ocupada, Paithan —dijo Calandra con voz firme, hablando a su hermano como lo hacía cuando era un niño y se acercaba a pedirle que jugara con él—. Tengo trabajo. Vete y déjame en paz.
— ¡Calandra! ¡Mira por la ventana!
¿Por quién la tomaba? ¿Por una estúpida?
—Ya he mirado, Paithan —respondió con voz calmada—. Y me has hecho equivocarme en las sumas. ¡Largaos todos a donde os parezca y dejadme en paz!
Cal casi pudo ver la expresión del rostro de su hermano, la mueca de dolor y perplejidad. Era la misma expresión que había mostrado el día en que lo habían devuelto a casa tras el viaje con su abuelo. El día del funeral de Elithenia.
Madre se ha ido, Paithan. Y nunca más regresará.
Los gritos procedentes del piso inferior aumentaron de tono. Al otro lado de la puerta se oyó un arrastrar de pies. Otro de los malos hábitos de Paithan, pensó
Calandra. Casi podía verlo, con la cabeza hundida, mirando al suelo y dando puntapiés al zócalo, malhumorado.
—Adiós, Cal —dijo el elfo con un hilillo de voz apenas audible bajo el zumbido de las palas del ventilador—. Creo que comprendo...
Probablemente no era cierto, pero no importaba. Adiós, Paithan, le respondió en silencio, apoyando suavemente en la puerta sus manos manchadas de tinta y encallecidas por el trabajo como si acariciara la fina piel de la mejilla de un niño.
Cuida de padre... y de Thea.
Oyó unas pisadas que se alejaban rápidamente por el pasillo.
Calandra se secó las lágrimas. Volvió a la ventana, la cerró de un golpe y regresó a la silla del escritorio, donde tomó asiento con la espalda erguida y rígida.
Tomó la pluma, la mojó en el tintero con gesto cuidadoso y preciso, e inclinó la cabeza sobre el libro de contabilidad.
—Se han detenido —dijo Haplo al perro mientras observaba los movimientos de los titanes, que no se decidían a salir de la jungla—. Me pregunto por qué lo harán...
El suelo vibró bajo sus pies y el patryn tuvo la respuesta.
—El dragón del hechicero... —se dijo—. Deben de haberlo olfateado. Ven, perro. Salgamos de aquí antes de que esos gigantes se decidan y comprendan que son demasiados para tener miedo.
Haplo casi había alcanzado el puente cuando bajó la vista y descubrió que estaba hablando solo.
— ¡Perro! ¡Maldita sea! ¿Dónde...?
El patryn volvió la cabeza y distinguió al animal en el momento de saltar de la cubierta de la nave al suelo de musgo.
— ¡Perro, maldita sea! —Haplo corrió de nuevo a cubierta y se asomó por la borda de la nave. El animal estaba justo debajo de él, vuelto hacia la casa. Con las patas tiesas y el pelaje erizado, ladraba y ladraba sin cesar—. ¡Está bien, ya les has avisado! ¡Ya has advertido a todo el mundo en tres reinos a la redonda! ¡Ahora, vuelve aquí arriba!
El perro no hizo caso; tal vez ni siquiera lo oía debido a sus propios ladridos.
Mascullando una nueva maldición, con la atención dividida entre la casa y los monstruos que aún acechaban en la jungla, Haplo saltó al musgo.
—Vamos, muchacho. No queremos compañía...
Alargó la mano con la intención de agarrar al animal por el pelaje del cuello.
El can no volvió la cabeza, ni lo miró en ningún instante. Sin embargo, tan pronto como Haplo se acercó, dio un salto hacia adelante y salió a escape por el jardín, galopando hacia la casa.
— ¡Perro! ¡Vuelve aquí! ¡Perro! ¡Te voy a dejar! ¿Me oyes? —Haplo dio un paso hacia la nave—. ¡Perro estúpido y pulgoso...! ¡Oh, diablos!
El patryn echó a correr por el jardín tras el animal.
— ¡El perro está ladrando! —Gritó Zifnab—. ¡Corred! ¡Huid! ¡Fuego! ¡Hambre!
¡Volar!
Nadie se movió, salvo Aleatha, que volvió la cabeza con una mirada de aburrimiento.
— ¿Dónde está Calandra?
Paithan evitó los ojos de su hermana.
—No viene —anunció.
—Entonces, yo tampoco voy. De todos modos, era una idea estúpida.
Esperaré aquí a que vuelva mi prometido.
Dando la espalda a la ventana, Aleatha avanzó hasta el espejo y estudió sus cabellos, la ropa y los complementos. Llevaba su vestido más fino y las joyas que había recibido en herencia de su madre. El peinado, muy artístico, le sentaba estupendamente.
La imagen del espejo le permitió constatar que nunca había tenido un aspecto tan atractivo.
—No entiendo cómo no ha llegado todavía. Mi prometido no se retrasa nunca.
— ¡No ha llegado porque está muerto, Thea! —Le respondió Paithan, desgarrado, como si el miedo y la pena lo dejaran ardiendo en carne viva—. ¿No lo puedes entender?
— ¡Y nosotros vamos a ser los siguientes, a menos que abordemos la nave! —
Roland señaló hacia el exterior—. ¡No sé qué detiene a esos titanes, pero estoy seguro de que no tardarán en avanzar!
Paithan miró a su alrededor. Diez humanos, esclavos que habían desafiado al dragón por quedarse con los Quindiniar y sus familias, se habían refugiado en la casa. La cocinera sollozaba en un rincón, histérica. Numerosos adultos y varios humanos a medio crecer —tal vez hijos de la cocinera, aunque Paithan no estaba seguro— estaban congregados en torno a ella. Todos miraban a Paithan esperando que les dijera qué hacer. Paithan evitó sus miradas.
— ¡Seguid! ¡Corred a la nave! —gritó Roland en humano, acompañando sus palabras con grandes gestos.
Los esclavos no necesitaron que les dieran prisas. Los hombres cogieron a los niños, las mujeres se subieron las faldas y todos salieron por la puerta a la carrera. Los elfos no entendieron las palabras de Roland, pero sí la expresión de su rostro. Sosteniendo a la llorosa cocinera, la condujeron hasta la puerta y echaron a correr tras los humanos, cruzando el extenso jardín y ascendiendo la leve cuesta en cuyo alto estaba varada el Ala de Dragón.
Esclavos humanos. La cocinera y su familia. Ellos mismos. Los mejores y los más brillantes...
— ¡Paithan! —lo urgió Roland.
El elfo se volvió hacia su hermana.
— ¿Thea?
Aleatha palideció y la mano que alisaba sus cabellos tembló levemente.
Hundió los dientes en el labio inferior y, cuando estuvo segura de poder hablar sin que se le quebrara la voz, respondió:
—Me quedo con Cal.
—Si tú te quedas, yo también.
— ¡Paithan!
— ¡Déjalo, Rega! Si quiere suicidarse, es su...
— ¡Son mis hermanas! ¡No puedo huir y dejarlas!
—Si él se queda, Roland, yo también... —empezó a decir Rega.
—Te quedarás aquí a morir. ¿Quieres decirme para qué?
La voz de Lenthan Quindiniar cortó la discusión de un plumazo, limpiamente.
Los ojos del elfo habían perdido su mirada vaga y nebulosa. Durante unos breves instantes, los endurecidos exploradores elfos que habían arriesgado sus vidas para llevar una nueva esperanza a su pueblo renacieron en el cuerpo enfermo y agotado de su descendiente.
—Yo comprendo el deseo de quedarse de mi hija mayor —dijo Lenthan con voz pesarosa, firme y decidida—. Calandra tiene su vida aquí, y esa vida terminará tanto si ella abandona la casa como si no. En cambio tú, Paithan, y tú, Aleatha..., vuestras vidas no están acabadas. Tenéis una posibilidad de desarrollaros, de dar algo al futuro. ¡Vuestra madre luchó por su vida, combatió contra la enfermedad que la mató...!
Los ojos de Lenthan se llenaron de lágrimas, pero su voz continuó sin vacilaciones:
—Sus últimas palabras fueron: « ¡Es duro, es tan duro marcharse!» ¿Qué le diré cuando la vea? ¿Deberé decirle que sus hijos entregaron esa vida por la cual ella luchó con tanta valentía?
Los ventiladores zumbaban suavemente en el silencio. Aleatha tenía la cabeza gacha y la melena caída sobre el rostro, ocultándolo. A hurtadillas, se llevó una mano a los ojos. Nadie se movió: ni los titanes que se mantenían ocultos en la jungla, ni los ocupantes de la casa. Cualquier acción lo haría todo definitivo, irrevocable, sin posible marcha atrás. Mientras todo el mundo, todas las cosas permanecieran totalmente quietas, seguiría pareciendo que aquel instante de paz podía prolongarse para siempre.
El perro apareció de un salto en el porche, corrió al vestíbulo y lanzó un sonoro, penetrante y único « ¡guau!».
— ¡Se han puesto en marcha! —exclamó Roland desde su posición junto a la ventana.
—Cuando llegue mi prometido, decidle que estaré en el salón —dijo Aleatha.
Tras recoger tranquilamente la punta de sus faldas, dio media vuelta y salió de la estancia. Paithan se dispuso a ir tras ella, pero Roland lo sujetó por el brazo.
—Tú encárgate de Rega.
El humano salió tras la elfa. Cuando la alcanzó, la tomó en brazos, se la cargó al hombro y, boca abajo, la sacó de la casa mientras ella lanzaba patadas y gritos y descargaba puñetazos en su espalda.
Haplo dobló la esquina de la casa y se detuvo en seco, contemplando con incredulidad el numeroso grupo de elfos y humanos que apareció de pronto ante él, camino de la nave.
Salvador.
¡Ja! ¡Ya verían cuando llegaran a la barrera mágica!
Haplo no les prestó más atención y siguió tras el perro, al que vio saltar al porche.
— ¡Vámonos! —exclamó Paithan.
— ¡No sois los únicos que os habéis puesto en marcha! —murmuró Haplo. Los titanes habían iniciado su avance, moviéndose en silencio con su increíble rapidez.
Haplo miró al perro y observó después al gran grupo de elfos y humanos que corría hacia la nave. Los primeros ya habían llegado e intentaban aproximarse al casco, pero estaban comprobando que era imposible. Las runas del exterior del casco emitían su resplandor azul y rojo y su magia protegía la nave contra los intrusos.
Los mensch gritaban y se abrazaban entre ellos. Algunos se volvieron, dispuestos a matar al patryn.
Salvador.
Haplo resopló, exasperado. Mascullando un juramento, levantó la mano y trazó rápidamente varias runas en el aire. Los signos mágicos se encendieron como llamas, con un brillo azul. Las runas de la nave parpadearon en respuesta y su resplandor se apagó. Las defensas estaban bajadas.
—Será mejor que os deis prisa —gritó, lanzando una rápida patada al perro que saltaba y bailaba a su alrededor. El puntapié no acertó ni de lejos su blanco.
— ¡Vamos a tener que correr, Quindiniar! —gritó Zifnab recogiéndose la falda de la túnica y dejando a la vista una amplia porción de pierna huesuda—. Por cierto, amigo mío, has estado magnífico. Un discurso soberbio, Lenthan. Yo mismo no lo habría hecho mejor. —Posó la mano en el brazo del elfo y preguntó—:
¿Preparado?
Lenthan miró a Zifnab con un parpadeo de perplejidad. Los antepasados del elfo habían regresado a su tiempo inmemorial, abandonando de nuevo a aquel avejentado descendiente.
—Creo que lo estoy —respondió vagamente—. ¿Adonde vamos?
Dejó que el hechicero lo hiciera avanzar a empellones y lo oyó exclamar:
— ¡A las estrellas, mi querido colega! ¡A las estrellas!
Drugar corrió tras los demás. El enano era fuerte y tenía una gran resistencia.
Podría haber seguido corriendo cuando todos los humanos y elfos hubieran caído agotados en el camino. Sin embargo, con sus piernas cortas y rechonchas, las botas y la pesada armadura, no podía competir con ellos en una carrera. Pronto, todos lo habían dejado atrás en su loco galope hacia la nave.
El enano continuó su marcha con terquedad. No era preciso que volviera la cabeza para ver a los titanes; estaban detrás de él, pero se desplegaban a ambos lados con la esperanza de capturar su presa rodeándola en un enorme círculo. Los monstruos ganaban terreno lentamente a elfos y humanos, y más rápidamente al enano. Drugar aumentó la velocidad en una carrera desesperada, no por miedo a los titanes, sino a perder su posibilidad de venganza.
La puntera de su gruesa bota tropezó con el tacón de la otra. El enano trastabilló, perdió el equilibrio y cayó de cara al musgo. Trató de incorporarse, pero la bota se había hundido en el suelo y se le había salido casi por completo. Drugar saltó a la pata coja, tratando de volver a ponerse la bota con las manos resbaladizas de sudor, y notó un humo acre en el aire. Los titanes habían prendido fuego a la jungla.
— ¡Paithan, mira! —Exclamó Rega cuando volvió la cabeza—. ¡Barbanegra!
El elfo hizo alto apresuradamente. El y Rega estaban a unos pasos de la nave.
Los dos se habían quedado en la retaguardia para cubrir a. Zifnab, Haplo y
Lenthan, que corrían delante de ellos, y a Roland con la enfurecida Aleatha. Como de costumbre, se habían olvidado del enano.
—Tú sigue. —Paithan volvió sobre sus pasos por la suave pendiente y vio las llamas alzándose entre los árboles y la negra columna de humo ascendiendo hacia el firmamento. El incendio se extendía rápidamente hacia la casa. Apartó la vista y la volvió hacia el enano que se debatía con la bota y hacia los titanes que se acercaban. Un movimiento a su lado lo hizo volverse.
—Creo haberte dicho que fueras a la nave.
— ¡Convéncete, elfo! —replicó Rega, ensayando una sonrisa aviesa—. ¡No vas a deshacerte de mí!
Paithan le devolvió una mueca de preocupación y movió la cabeza con un jadeo, incapaz de decir nada más tras el esfuerzo de la carrera.
Los dos llegaron hasta el enano, que para entonces ya se había desprendido de la bota y avanzaba cojeando, con un pie calzado y el otro no. Paithan lo cogió por un hombro y Rega por el otro.
— ¡No necesito vuestra ayuda! —Gruñó Drugar, lanzándoles una mirada de odio de una intensidad que desconcertó a la pareja—. ¡Soltadme!
— ¡Paithan, se nos echan encima! —gritó Rega, moviendo la cabeza para señalar a los titanes.
— ¡Cierra el pico y deja de resistirte! —Gritó Paithan al enano—. ¡Al fin y al cabo, tú nos salvaste a nosotros!
Drugar se echó a reír. Fue una risotada ronca y frenética, que llevó a Paithan a preguntarse si el enano se estaría volviendo loco. Pero el elfo no tenía tiempo para dilemas. Por el rabillo del ojo advertía que los titanes estaban cada vez más cerca. No tenían la menor posibilidad. Miró a Rega; ella le devolvió la mirada y se encogió de hombros levemente. Los dos sujetaron con fuerza al recio enano, lo alzaron del suelo y echaron a correr.
Haplo alcanzó la nave antes que los demás gracias a las runas tatuadas en su cuerpo, que hicieron todo lo posible por mantener sus mermadas fuerzas y dar rapidez a su zancada. Hombres, mujeres y niños lloriqueantes se habían dispersado por la cubierta. Algunos de ellos habían encontrado la escotilla y había bajado al .interior de la nave. La mayoría del resto estaba en la borda, observando a los titanes.
— ¡Id todos abajo! —gritó Haplo, señalando la escotilla. Saltó la borda y se encaminó una vez más hacia el puente cuando escuchó un ladrido frenético y notó que algo le tiraba de la pernera de los pantalones.
— ¿Qué sucede ahora? —masculló mientras se daba la vuelta para reprender al perro, que casi lo había hecho caer de espaldas. Al mirar hacia la extensión de musgo entre el humo cada vez más denso, distinguió a la humana, al elfo y al enano, rodeados por los titanes.
— ¿Qué quieres que haga? ¡No puedo...! ¡Oh, por todos los...! —Haplo agarró a
Zifnab, que trataba sin éxito de saltar la borda y de ayudar a Lenthan Quindiniar a hacerlo—. ¿Dónde está tu dragón? —preguntó el patryn, tirando del hechicero para obligarlo a mirarlo.
— ¿El dragón? ¿Dónde? —Zifnab pareció muy alarmado—. Sé buen chico y no le digas que me has visto. Me esconderé abajo y...
— ¡Escucha, viejo chiflado despreciable, ese dragón tuyo es lo único que puede salvarlos!
Haplo señaló al pequeño grupo que pugnaba valientemente por alcanzar la nave.
— ¿Mi dragón? ¿Salvar a alguien? —Zifnab movió la cabeza con tristeza—.
Debes de haberlo confundido con otro. Con
Smaug, tal vez. ¿No? ¡Ah, ya lo tengo! Con ese lagarto que le hizo pasar tan mal rato a san Jorge..., ¿cómo se llamaba? ¡Ah, ése sí que era un dragón!
— ¿Quieres decir con eso que yo no lo soy?
La voz hendió el suelo y la cabeza del dragón asomó entre el musgo, provocando un temblor que sacudió la nave y mandó a Haplo de espaldas contra un mamparo. Lenthan se agarró a los pasamanos de la borda como si su vida peligrara.
Haplo recuperó el equilibrio y vio que los titanes se detenían y volvían sus cabezas sin ojos hacia el gigantesco animal.
El dragón sacó el cuerpo por el agujero que había hecho en el musgo y lo movió rápidamente. Su piel verde y escamosa brilló bajo la luz del sol.
— ¡Smaug! —Tronó la voz del dragón—. ¡Ese petimetre jactancioso! Y en cuanto a ese gusano gimoteante que san Jorge derrotó...
Roland llegó a la nave, alzó a Aleatha sobre la borda y la dejó en brazos de
Haplo, que sujetó a la elfa, la subió a la cubierta y la dejó al cuidado de su padre.
— ¡Sube!
Haplo tendió la mano a Roland, pero éste movió la cabeza en gesto de negativa, dio media vuelta y corrió a ayudar a Paithan, desapareciendo entre el humo. Haplo lo siguió con la vista, maldiciendo el retraso. Ahora era difícil ver algo, pues gran parte de la jungla estaba en llamas, pero el patryn tuvo la impresión de que los titanes se mantenían a distancia, arremolinándose con aire confuso, atrapados entre sus propias llamas y el dragón.
— ¡Y pensar que he terminado con un despreciable viejo farsante como tú! —
Seguía gritando el dragón—. ¡Debería haberme marchado a algún lugar donde se me apreciara, a Pern, por ejemplo! Y, en cambio, he...
El pequeño grupo avanzaba entre el humo, tosiendo y con lágrimas resbalándoles por el rostro. Costaba decir quién llevaba a quién, pues todos parecían apoyarse los unos en los otros. Con la ayuda de Haplo, consiguieron subir a bordo y se derrumbaron en la cubierta.
— ¡Todo el mundo abajo! —Exclamó el patryn—. ¡Deprisa! ¡Los titanes no tardarán mucho en darse cuenta de que no temen tanto al dragón como piensan!
Agotados, siguieron el camino que Haplo les indicaba y bajaron al puente por la escalerilla. Haplo se disponía a dar media vuelta e ir tras ellos cuando vio a
Paithan inmóvil junto a la borda, con la vista puesta en el denso humo y conteniendo unas lágrimas. Sus dedos agarraban con fuerza la madera.
— ¡Vamos! ¡No puedes quedarte aquí arriba! —exclamó Haplo.
—La casa... ¿La ves? —Paithan se enjugó las lágrimas con gesto impaciente.
—Ya no existe, elfo. Está ardiendo. Y ahora, ¿quieres...? —Haplo se detuvo a media frase—. Ahí dentro había alguien, ¿no?
Paithan asintió y se volvió lentamente.
—Supongo que era mejor morir así que..., que de la otra manera.
— ¡Como no salgamos de aquí enseguida, es probable que lo vivamos en carne propia! —Haplo agarró al elfo y lo arrastró abajo.
En el interior de la nave reinaba una calma mortal. La magia resguardaba la nave del humo y las llamas, y el dragón la protegía de los titanes. Los humanos y los elfos, junto al enano, se habían refugiado en los espacios libres existentes y se acurrucaban en grupos, con los ojos fijos en Haplo. Este lanzó una torva mirada a su alrededor, disgustado con sus pasajeros y molesto con la situación. Sus ojos se volvieron hacia el perro, tendido en la cubierta con el hocico entre las pezuñas.
—Estarás contento, ¿no? —murmuró.
El animal golpeó cansinamente el rabo contra los tablones.
Haplo colocó las manos sobre la piedra de gobierno, esperando conservar aún fuerzas suficientes para hacer que la nave se elevara. Los signos mágicos de su piel empezaron a despedir su fulgor rojo y azul y las runas de la piedra se iluminaron en respuesta. Una violenta sacudida estremeció la nave y las cuadernas crujieron y vibraron.
— ¡Los titanes!
Era el fin, se dijo Haplo. No podía luchar contra ellos, no le quedaban fuerzas.
Cuando su Señor viera que no volvía, sabría que algo había salido mal. El Señor del Nexo debería irse con cuidado, cuando llegara a aquel mundo...
Unas escamas verdes cubrieron la ventana, impidiendo casi totalmente la visión. Haplo se sobresaltó, pero se recuperó enseguida. Ya sabía cuál era la causa de que la nave temblara y crujiera como un bote de remos en una tormenta: el responsable era un enorme cuerpo escamoso que, enroscado en torno al casco, giraba y giraba a su alrededor.
Un ojo flameante miró con ferocidad al patryn desde el otro lado de la ventana.
—Preparado cuando tú digas, señor —anunció el dragón.
— ¡Ignición! ¡Motores! —Exclamó el viejo hechicero, plantándose en mitad del puente con el ajado sombrero ladeado sobre una oreja—. ¡La nave necesita un nuevo nombre! Uno más adecuado para un vehículo espacial. ¿Apolo? ¿Géminis?
¿Enterprise? No, ya están usados. ¿Halcón Milenario? Marca registrada. Todos los derechos reservados. ¡No, espera! ¡Ya lo tengo! ¡Estrella de Dragón! ¡Eso es!
¡Estrella de Dragón!
— ¡Mierda! —murmuró Haplo, y volvió a poner las manos sobre la piedra de gobierno.
Lenta y firmemente, la nave se levantó del musgo. Los mensch se pusieron en pie y se acercaron a mirar por las pequeñas portillas que se alinearon a lo largo del casco. Abajo, su mundo se alejaba.
La nave dragón sobrevoló Equilan. La ciudad élfica quedaba invisible debido al humo y las llamas que la devoraban, junto con los árboles en la que había sido construida.
La nave dragón surcó el aire sobre el golfo de Kithni, teñido de sangre humana, y sobrevoló Thillia, quemada y ennegrecida. Aquí y allá, agachados a lo largo de los senderos cortados, distinguieron a algunos supervivientes solitarios y desconcertados que vagaban sin esperanza por una tierra muerta.
Ganando altitud con curso firme y seguro, la nave pasó sobre la patria de los enanos, oscura y desierta.
Después, se zambulló en el cielo verde azulado, dejando atrás aquel mundo en ruinas, y puso rumbo a las estrellas.
CAPITULO 19
ESTRELLA DE DRAGÓN
La primera parte del viaje a las estrellas había sido relativamente tranquila.
Asombrados y atemorizados ante la visión del suelo deslizándose debajo de ellos, elfos y humanos se acurrucaban juntos, buscando de forma patética la compañía y el apoyo de los demás. En numerosas ocasiones, hablaban de la catástrofe que les había sobrevenido. Envueltos en el cálido manto de la tragedia compartida, intentaron incluso atraer a su círculo de camaradería al enano, pero Drugar no les hizo el menor caso y permaneció sentado en un rincón del puente, malhumorado y melancólico, sin apenas moverse de allí y haciéndolo, en esas contadas ocasiones, movido por la más estricta necesidad.
Los viajeros hablaron agitadamente sobre la estrella a la que se dirigían, sobre su nuevo mundo y su nueva vida. Haplo se sorprendió al advertir que, una vez estaban todos camino de una estrella, el viejo hechicero describía ésta con palabras muy evasivas.
— ¿Cómo es? ¿Qué causa la luz? —inquirió Roland en cierta ocasión.
—Es una luz sagrada —respondió Lenthan Quindiniar con un tono de leve reproche—. Y no deben hacerse preguntas acerca de ella.
—En realidad, Lenthan tiene razón... en cierto modo —intervino Zifnab, con aire de creciente y extrema incomodidad—. La luz es, podría decirse, sagrada. Y existe la noche. — ¿Noche? ¿Qué es la noche?
El hechicero se aclaró la garganta con un sonoro carraspeo y, con la mirada, buscó ayuda en torno a él. Al no encontrarla, se lanzó a responder.
—Bien, ¿recordáis las tormentas de vuestro mundo? Cada ciclo, hay cierto período durante el cual llueve, ¿verdad? Pues la noche es algo parecido, sólo que cada ciclo, en determinado momento, la luz... En fin, la luz desaparece.
— ¡Y todo queda a oscuras! —exclamó Rega con consternación.
—Sí, pero no produce miedo. Resulta muy agradable. Es el tiempo en que todo el mundo duerme. La oscuridad ayuda a mantener los párpados cerrados.
— ¡Yo no puedo dormir a oscuras! —Rega se estremeció y miró al enano, que seguía sentado en silencio, sin hacerles el menor caso—. Ya lo he intentado. No estoy segura de que me guste esa estrella. No estoy segura de querer ir.
—Ya te acostumbrarás. —Paithan le pasó el brazo por los hombros—. Yo estaré contigo.
Los dos se abrazaron y Haplo advirtió unas muecas de desaprobación en el rostro de los elfos que observaban a la pareja de amantes. También observó las mismas expresiones en los humanos presentes.
— ¡En público, no! —dijo Roland a su hermana, apartándola de Paithan de un tirón.
Tras esto, los mensch no volvieron a cruzar comentarios sobre la estrella.
Haplo previo la aparición de problemas en aquel paraíso.
Los mensch empezaron a darse cuenta de que la nave era más pequeña de lo que parecía al principio. La comida y el agua desaparecían a un ritmo alarmante.
Algunos humanos empezaron a recordar que habían sido esclavos y algunos elfos se acordaron de que habían sido amos.
Las reuniones en armonía cesaron. Nadie hacía comentarios sobre su destino;
al menos, en grupo. Elfos y humanos se reunían para hablar de sus cosas, pero ahora lo hacían por separado y sin alzar la voz.
Haplo percibió la creciente tensión y maldijo ésta y a sus pasajeros. No le importaban las disensiones; de hecho, estaba dispuesto a estimularlas. Pero no a bordo de su nave.
La comida y el agua no eran problema. Había cargado a bordo suministros para él y para el perro, asegurándose en esta ocasión de tener variedad de productos, y podía reproducir fácilmente cualquiera de ellos. No obstante, ¿quién sabía cuánto tiempo tendría que seguir alimentando y soportando a aquellos mensch? No sin cierto recelo, había establecido el rumbo basándose en las instrucciones del anciano. Ahora volaban hacia la estrella más brillante del firmamento y no había modo de saber cuánto tardarían en alcanzarla.
Desde luego, Zifnab no lo sabía.
— ¿Qué hay de cena? —preguntó el viejo hechicero, asomándose a la bodega donde Haplo estaba sumido en aquellos pensamientos. El perro, siempre al lado del patryn, alzó la cabeza y meneó la cola. Haplo le lanzó una mirada irritada.
— ¡Siéntate! —murmuró.
Al observar la cantidad relativamente pequeña de provisiones que quedaba, Zifnab pareció algo abatido, a la vez que terriblemente hambriento.
—No te preocupes, viejo. Yo me encargo de la comida —dijo Haplo. Para ello tendría que utilizar de nuevo la magia, pero, a aquellas alturas, suponía que ya no importaba si lo hacía. Lo que más le interesaba era conocer su destino y cuánto faltaba para poder librarse de todos aquellos refugiados—. Tú sabes algo de esas estrellas, ¿verdad?
— ¿Sí? —replicó Zifnab con cautela.
—Es lo que has dicho. Tanto hablar con ésos —Haplo indicó con el pulgar la zona principal del casco, donde solían congregarse los mensch— sobre ese «nuevo»
mundo...
— ¿Nuevo? Yo no he dicho nada de «nuevo» —protestó Zifnab. El hechicero se rascó la cabeza, haciendo caer de ella el sombrero, que se coló por la escotilla de la bodega y fue a posarse a los pies de Haplo.
—Un nuevo mundo... donde reunirse con esposas muertas hace mucho tiempo. —Haplo recogió el raído sombrero y se puso a jugar con él.
— ¡Es posible! —exclamó el hechicero con voz chillona—. ¡Todo es posible! —
Alargó la mano reclamando la prenda—. Ten... ten cuidado de no doblarle el ala.
— ¿Qué ala? Escucha, anciano, ¿a qué distancia estamos de esa estrella?
¿Cuántos días nos llevará llegar?
—Bueno, yo... supongo que... —Zifnab tragó saliva—. Todo depende... de... ¡de lo rápido que vayamos! ¡Eso es, depende de lo rápido que viajemos! —Empezó a darle vueltas a la idea—. Digamos que nos movemos a la velocidad de la luz...
Imposible, naturalmente, si uno cree a los físicos. Que, por cierto, no es mi caso.
Los físicos no creen en la magia, cosa que yo, siendo hechicero, considero muy insultante. Por lo tanto, me tomo venganza negándome a creer en la física. ¿Qué me estabas preguntando?
Haplo empezó otra vez, intentando ser paciente.
— ¿Tú sabes qué son, en realidad, esas estrellas?
—Desde luego —replicó Zifnab con tono altivo, contemplando al patryn con similar actitud.
— ¿Y qué son?
— ¿Que son, qué?
— ¡Las estrellas!
— ¿Quieres que te lo explique?
—Si no te molesta...
—Bien, yo... creo que la mejor manera de expresarlo... —la frente del anciano se perló de sudor—, en términos vulgares y para ser breve, es decir que... son...
estrellas.
— ¡Aja! —Exclamó Haplo con voz torva—. Oye, hechicero, ¿alguna vez has estado cerca de una estrella?
Zifnab se secó la frente con la punta de la barba y meditó su respuesta.
—Una vez me alojé en el mismo hotel que Clark Gable —apuntó en actitud servicial tras una interminable pausa—. ¿Te sirve eso?
Haplo soltó un bufido de disgusto y mandó el sombrero por la escotilla.
—Muy bien, tú sigue con tu juego, viejo.
El patryn le dio la espalda y estudió las provisiones: un tonel de agua, un barril de carne de targ salada, pan y queso y un saco de tangos. Ceñudo, Haplo exhaló un suspiro y se quedó mirando el tonel de agua con expresión sombría.
— ¿Te importa si miro? —preguntó Zifnab, muy educado.
— ¿Sabes, anciano?, podría poner fin a esto en un abrir y cerrar de ojos.
Liberarme de la «carga», supongo que me entiendes. Hay una buena caída...
—Sí, podrías —respondió Zifnab al tiempo que tomaba asiento en cubierta y dejaba las piernas colgando por el hueco de la escotilla—. Y lo harías en cualquier momento, además. Nuestras vidas no significan nada para ti, ¿verdad, Haplo? El único que te ha importado siempre eres tú mismo, ¿verdad?
—Te equivocas, viejo. Por encima de todo, hay alguien que tiene mi fidelidad, mi lealtad absoluta. Daría mi vida por salvar la suya y, aun así, me sentiría frustrado de no poder hacer más.
— ¡Ah, sí! —Comentó Zifnab en voz baja—. Tu señor. El que te ha enviado aquí.
Haplo torció el gesto. ¿Cómo diablos se habría enterado aquel viejo estúpido?
Atando cabos de las cosas que había dejado caer, por supuesto. ¡Maldita sea!, se recriminó el patryn. ¿Cómo podía ser tan descuidado? ¡Todo estaba saliendo mal!
Lanzó una violenta patada al tonel de agua y varios maderos se astillaron, derramando un diluvio de agua tibia sobre sus pies.
«Estoy habituado a mantener el control», se dijo; «toda mi vida, bajo cualquier situación, siempre he mantenido el control. Fue así cómo sobreviví en el Laberinto y cómo pude completar con éxito mi misión en Ariano. Ahora, en cambio, estoy haciendo cosas que no tenía intención de hacer, y diciendo cosas que me había propuesto no revelar. Un hatajo de mutantes con la inteligencia de una col ha estado a punto de destruirme. Y, por último, estoy transportando a un grupo de mensch hacia una estrella y estoy soportando a un viejo excéntrico que está completamente chiflado.»
— ¿Por qué? —exigió saber Haplo en voz alta, apartando al perro que lamía con ansia el líquido derramado—. Sólo dime por qué.
—Recuerda que la curiosidad ha matado a más de un gato —murmuró el anciano, complacido.
— ¿Es una amenaza? —Haplo alzó la vista con el entrecejo fruncido.
— ¡No! ¡Cielos, no! —Se apresuró a decir Zifnab, al tiempo que sacudía la cabeza—. Sólo una advertencia, querido muchacho. Hay gente que considera la curiosidad una noción muy peligrosa. Hacer preguntas repetidamente conduce a la verdad. Y eso lo puede meter a uno en muchos problemas.
—Sí, bien, depende de en qué verdad crea uno, ¿no te parece, viejo?
Haplo alzó un pedazo de madera empapada, trazó un signo mágico sobre él con el dedo y lo volvió a arrojar al suelo. Al instante, los demás fragmentos del tonel se alzaron del suelo y se unieron al primero. En un abrir y cerrar de ojos, el tonel quedó recompuesto. El patryn trazó unas runas sobre el tonel y junto a éste, en el aire. El tonel se duplicó y muy pronto numerosos toneles, todos ellos llenos de agua, ocuparon la bodega. Haplo trazó de nuevo unas enérgicas runas en el aire, haciendo que varios barriles de carne de targ salada se sumaran a las hileras de toneles de agua. Las jarras de vino se multiplicaron, entrechocando con un tintineo musical. En unos instantes, la bodega quedó rebosante de provisiones.
Haplo subió la escalerilla y Zifnab se hizo a un lado para dejarle paso.
—Todo depende de en qué verdad crea uno, viejo —repitió el patryn.
—Sí. Panes y peces. —Zifnab le hizo un guiño socarrón—. ¿Verdad, Salvador?
El agua y la comida condujeron, indirectamente, a la crisis que estuvo a punto de solucionar todos los problemas de Haplo.
— ¿Qué es ese hedor? —Preguntó Aleatha—. ¿Piensas hacer algo al respecto?
Llevaban una semana de viaje, más o menos. Para calcular el tiempo disponían de una flor de horas mecánicas que los elfos habían llevado a bordo.
Aleatha había subido al puente para contemplar la estrella a la que se dirigían.
—Es la sentina —respondió Haplo distraídamente, mientras intentaba encontrar algún sistema para medir la distancia entre la nave y su destino—. Ya os dije que deberíais turnaros todos en vaciarla con la bomba.
Los elfos de Ariano, que habían construido y diseñado la nave, habían incorporado un método efectivo de recuperación de desperdicios que utilizaba magia y maquinaria élfica. El agua era un bien escaso y valiosísimo en Ariano, el mundo del aire, donde se utilizaba como moneda de cambio y no se despilfarraba una sola gota. Varios de los primeros encantamientos creados en Ariano tenían que ver con la conversión de aguas residuales en líquido purificado. Los hechiceros humanos del agua actúan directamente sobre los elementos de la naturaleza, obteniendo agua pura de la contaminada. Los magos elfos empleaban máquinas y alquimia para conseguir el mismo efecto, y muchos elfos aseguraban que su hechicería química producía un agua de mejor sabor que la de los humanos con su magia de los elementos.
Tras apoderarse de la nave, Haplo había eliminado la mayor parte de la maquinaria élfica, dejando sólo la bomba de la sentina por si la nave encontraba alguna lluvia torrencial. Los patryn, mediante su magia rúnica, tenían sus propios métodos para disponer de los residuos corporales, métodos muy secretos y reservados (no por pudor, sino por simple supervivencia: como algunos animales entierran sus deposiciones para evitar que su enemigo las rastree).
Por ello, Haplo no se había preocupado gran cosa por el problema de la higiene. Había comprobado que la bomba funcionaba y los humanos y elfos de a bordo podían turnarse en accionarla. Ocupado en sus operaciones matemáticas, no volvió a pensar en el breve diálogo con Aleatha más que para tomar nota mental de poner a todo el mundo a trabajar.
Sus cálculos se vieron interrumpidos por un grito, una exclamación y un coro de voces coléricas. El perro, que dormitaba a su lado, se incorporó de un salto con un gruñido.
— ¿Qué sucede ahora? —murmuró Haplo, abandonando el puente para descender a los camarotes de la tripulación.
—Ya no son tus esclavos, ¿entiendes?
Al entrar en el camarote, el patryn encontró a Roland, vociferante y rojo de ira, frente a una pálida, serena y fría Aleatha. Los pasajeros humanos respaldaban a su salvador. Los elfos estaban en bloque tras Aleatha. Paithan y Rega estaban en medio, cogidos de la mano y con aire perturbado. Por supuesto, al viejo hechicero no se lo veía por ninguna parte, como siempre que surgía un problema.
— ¡Vosotros, los humanos, habéis nacido para ser esclavos! ¡No sabéis vivir de otra forma! —replicó un joven elfo, sobrino de la cocinera, un espléndido elfo adulto, alto y fuerte.
Roland se lanzó sobre él con el puño apretado, seguido de otros humanos.
El sobrino de la cocinera respondió al desafío, acompañado de sus hermanos y primos. Paithan se adelantó para tratar de separar al elfo y a Roland, pero recibió un fuerte golpe en la cabeza por parte de un humano que había permanecido con la familia Quindiniar desde niño y que buscaba desde hacía mucho tiempo una oportunidad de desahogar sus frustraciones. Rega, en su intento de ayudar a Paithan, se encontró en medio del tumulto.
La refriega se generalizó, la nave cabeceó violentamente y Haplo masculló un juramento. Advirtió que últimamente lo hacía con mucha frecuencia. Aleatha se había retirado a un lado y observaba la escena con despreocupación, atenta a que no le salpicara la falda alguna gota de sangre.
— ¡Basta! —rugió Haplo, metiéndose en la trifulca, agarrando a los contendientes y separándolos con energía. El perro corrió tras él, lanzando gruñidos y dolorosos mordiscos en los tobillos—. ¡Nos vamos a caer!
No era cierto, pues la magia sostendría la nave pese a todo, pero la idea resultaba sin duda amenazadora y Haplo calculó que pondría fin a las hostilidades.
La pelea cesó a duras penas. Los adversarios se limpiaron la sangre de los labios partidos y de las narices rotas y se miraron unos a otros con odio.
— ¿Qué diablos sucede ahora? —exigió saber Haplo.
Todos se pusieron a hablar a la vez. Ante un gesto furioso del patryn, se hizo de nuevo el silencio. Haplo fijó la vista en Roland.
—Muy bien, tú has empezado esto. ¿Qué ha sucedido?
—Le toca el turno de accionar la bomba de la sentina a la dama —Roland, aún jadeante, se frotó los doloridos músculos abdominales y señaló a Aleatha—, pero se ha negado a hacerlo. Se ha presentado aquí y ha ordenado a uno de nosotros que lo hiciera en su lugar.
— ¡Sí! ¡Eso es! —Los humanos, varones y mujeres, asintieron airadamente.
Por un breve y seductor instante, Haplo se imaginó utilizando su magia para abrir el fondo de la quilla de la nave y enviar a aquellas criaturas detestables e irritantes a una vertiginosa caída de cientos de miles de leguas hasta el mundo que habían abandonado.
¿Por qué no lo hacía? Por curiosidad, había dicho el anciano. Sí, sentía curiosidad; tenía ganas de ver dónde quería llevar el hechicero a toda aquella gente, de saber por qué lo hacía. Pero Haplo ya preveía el momento —que se aproximaba rápidamente— en que su curiosidad empezaría a decaer.
Parte de la ira que sentía debía de hacerse patente en su rostro, pues los humanos callaron y retrocedieron un paso ante él. Aleatha, al ver que la mirada de
Haplo se centraba en ella, palideció; sin embargo, se mantuvo firme y le devolvió la mirada con gesto de desdén, fría y altiva. Haplo no dijo nada. Alargó la mano, asió por el brazo a la elfa y la obligó a salir del camarote.
Aleatha jadeó, gritó y se resistió. Haplo tiró de ella, arrastrándola por la fuerza. La elfa cayó a cubierta. El patryn la incorporó con brusquedad y siguió arrastrándola.
— ¿Adonde la llevas? —exclamó Paithan. En su voz había auténtico miedo.
Haplo advirtió por el rabillo del ojo que Roland había perdido el color. A juzgar por su expresión, parecía convencido de que Haplo se disponía a arrojar a Aleatha por la borda.
«Estupendo», pensó el patryn, y continuó la marcha.
Aleatha se quedó pronto sin aliento para seguir gritando; había dejado de debatirse y se concentraba en mantenerse en pie para que no la arrastrara por la cubierta. Haplo descendió por una escalerilla, seguido de cerca por la elfa, y se detuvo entre puentes, en el rincón oscuro, pequeño y maloliente donde se encontraba la bomba de la sentina de la nave. El patryn obligó a entrar a Aleatha y ésta fue a darse de bruces contra el aparato.
— ¡Perro! —Dijo al animal, que había seguido a su amo o se había materializado junto a él—. ¡Vigila!
El perro se echó, obediente, con la cabeza ladeada y los ojos en la mujer.
Aleatha estaba muy pálida y lanzó una mirada de odio a Haplo tras una maraña de cabello desordenado.
— ¡No lo haré! —masculló, y se apartó un paso de la bomba.
El perro lanzó un ronco gruñido.
Aleatha lo miró, titubeó y dio otro paso.
El animal se puso a cuatro patas y el gruñido aumentó en intensidad.
Aleatha siguió observando al animal y apretó los labios. Echándose el cabello hacia atrás, pasó ante Haplo y se dirigió al pasadizo de salida.
El perro salvó de un salto la distancia que los separaba y se plantó frente a la mujer. Su gruñido retumbó por toda la nave. Aleatha retrocedió rápidamente, tropezó con la falda y estuvo a punto de caer.
— ¡Dile que pare! —Le gritó a Haplo—. ¡Me va a matar!
—No, no lo hará —respondió el patryn con frialdad, señalando la bomba—.
Mientras no dejes de trabajar...
Tragándose la rabia, Aleatha lanzó a Haplo una mirada que quería ser un puñal y se volvió de espaldas al perro y al patryn. Con la cabeza muy alta, se acercó al aparato. Agarró la manivela con ambas manos, blancas y delicadas, y empezó a bombear, arriba y abajo. Haplo se asomó a una portilla y comprobó que, por el costado del casco, surgía un reguero de aguas pestilentes que se pulverizaba en la atmósfera debajo de la nave.
— ¡Perro, quieto! ¡Vigila! —ordenó al can, y se marchó.
El perro se echó vigilante y alerta, sin apartar los ojos de Aleatha.
Cuando emergió de la cubierta inferior, Haplo encontró a la mayoría de los mensch reunida en lo alto de la escalera, esperándolo.
—Volved a vuestros asuntos —les ordenó cuando llegó a su altura. Esperó a que se marcharan y regresó al puente para continuar sus intentos de determinar su posición.
Roland se frotó la mano dolorida, lesionada al lanzar un buen derechazo al elfo. Intentó convencerse de que Aleatha sólo había obtenido su merecido, que así aprendería, que no le iría mal trabajar un poco. Cuando se descubrió en el pasadizo que llevaba al cuartito de la bomba, se llamó estúpido.
Al llegar a la escotilla, hizo una pausa y observó la escena en silencio. El perro estaba tendido en la cubierta, con el hocico entre las patas y los ojos fijos en
Aleatha. La elfa hizo una pausa en su esfuerzo, se estiró y se dobló hacia atrás para intentar aliviar la rigidez y el dolor de su espalda, nada acostumbrada a los trabajos duros. La orgullosa cabeza de la muchacha colgaba ahora, abatida, mientras se secaba el sudor de la frente y se miraba la palma de las manos.
Roland recordó, más vividamente de lo que esperaba, la delicada suavidad de aquellas manos menudas y las imaginó sangrando y en carne viva. Aleatha se secó de nuevo el rostro, esta vez enjugando unas lágrimas.
—Ven, deja que termine yo —se ofreció Roland con voz áspera, pasando por encima del perro de una zancada.
Aleatha se volvió y le plantó cara. Para desconcierto de Roland, la elfa lo mantuvo a distancia con los brazos estirados; luego volvió a accionar la bomba con toda la rapidez que le permitía el cansancio de sus brazos doloridos y el intenso escozor de sus palmas despellejadas.
Roland la miró con furia.
— ¡Maldita sea, mujer! ¡Sólo intento ayudarte!
— ¡No quiero tu ayuda! —Aleatha se quitó el cabello de la cara y las lágrimas de los ojos.
Roland quiso dar media vuelta, salir de allí y dejarla dedicada a su tarea. Sí, iba a darse la vuelta y marcharse. Ahora mismo se iría...
... Y se encontró pasando el brazo en torno a la esbelta cintura de la elfa y besando sus labios. Fue un beso salado, con sabor a sudor y a lágrimas, pero los labios de la mujer se mostraron cálidos y receptivos y su cuerpo se entregó a él;
Aleatha era pura ternura, con su cabello fragante y su piel suave... todo ello levemente impregnado del hedor pestilente de la sentina.
El perro se sentó a dos patas con una expresión de ligero desconcierto y volvió la cabeza buscando a su amo. ¿Qué se suponía que debía hacer, ante aquello?
Roland retrocedió soltando a Aleatha, que se tambaleó ligeramente al quedarse sin apoyo.
— ¡Eres la muchacha más obstinada, egoísta e irritante que he conocido en mi vida! ¡Espero que te pudras aquí abajo! —dijo el humano con voz fría. Después, girando en redondo, se alejó.
Aleatha lo vio alejarse, boquiabierta y con una mirada de asombro. El perro, perplejo, se echó de nuevo sobre los tablones para rascarse.
Finalmente, Haplo casi había encontrado una respuesta. Había improvisado un tosco teodolito que utilizaba como puntos de referencia comunes la posición estacionaria de los cuatro soles y la luz brillante que constituía su destino.
Comprobando diariamente las posiciones de las demás estrellas visibles en el cielo, el patryn observó que parecían cambiar de posición en relación con la Estrella de
Dragón.
Tales variaciones eran debidas al movimiento de la nave, y la coherencia de las mediciones lo llevó a plantear un modelo de desconcertante simetría. Se estaban aproximando a la estrella, de eso no había ninguna duda. De hecho, parecía...
El patryn comprobó de nuevo los cálculos. Sí, tenía sentido. Empezaba a entender; empezaba a comprender muchas cosas. Si estaba en lo cierto, sus pasajeros no iban a poder evitar la sorpresa cuando...
—Discúlpame, Haplo...
Cuando alzó la vista, molesto por la interrupción, encontró a Paithan y a Rega en la escotilla del puente, junto con el anciano hechicero. Por supuesto, ahora que el problema estaba resuelto, Zifnab había reaparecido.
— ¿Qué quieres? Date prisa... —murmuró Haplo.
—Verás..., nosotros... Rega y yo... queremos casarnos.
—Felicidades.
—Pensamos que serviría para unir a los pueblos, ¿entiendes?
—A mí me parece más probable que el anuncio desencadene otro alboroto, pero eso es cosa vuestra.
Con aspecto algo mohíno, Rega dirigió una mirada dubitativa a Paithan. El elfo suspiró profundamente y continuó:
—Queremos que tú celebres la ceremonia.
— ¿Que yo qué? —Haplo no podía dar crédito a sus oídos.
—Según las leyes antiguas —intervino Zifnab—, un capitán de barco puede celebrar matrimonios en alta mar.
— ¿Las leyes antiguas de quién? Y no estamos en ningún mar.
— ¡Vaya...! Debo reconocer que no estoy seguro de los términos precisos de esa ley y que...
—Ya tenéis al viejo. —El patryn señaló al hechicero—. Que lo haga él.
—Yo no soy sacerdote —protestó Zifnab, indignado—. Querían que tomara los hábitos, pero me negué. La partida necesitaba un curandero, me dijeron. ¡Ja! Unos combatientes con el cerebro de un picaporte atacan algo veinte veces su tamaño, con un millón de puentes de impacto, ¡y esperan que yo les saque la cabeza de la caja torácica! Yo soy un hechicero. Y tengo el hechizo más maravilloso. Si pudiera recordar cómo era... ¡Bola ocho! No, no era eso. Incendios..., no sé qué de incendios.
¡Extintor de incendios! Alarma de humos. No, no es eso. Pero me parece que me estoy acercando bastante...
— ¡Sacadle del puente! —Haplo volvió al trabajo.
Paithan y Rega se adelantaron al anciano. El elfo puso su mano con cautela en el brazo tatuado del patryn.
— ¿Lo harás? ¿Nos casarás?
—Yo no sé nada de ceremonias de boda élficas.
—No tiene por qué ser élfica, ni tampoco humana. De hecho, será mejor si no es ninguna de las dos. De este modo nadie se enfurecerá.
—Sin duda, tu pueblo tendrá algún tipo de ceremonias —apuntó Rega—. A nosotros nos bastaría...
... Haplo no echó en falta a la mujer.
Los corredores del Laberinto eran gente solitaria que se fiaba de su rapidez y de su fuerza, de su ingenio y de su astucia, para alcanzar su objetivo. Los ocupantes confiaban en su número. Estos, reunidos en tribus nómadas, se movían por el Laberinto a paso más lento, siguiendo a menudo las rutas exploradas por los corredores. Unos y otros se respetaban: los corredores representaban el conocimiento; los ocupantes, un breve instante de seguridad y estabilidad.
Haplo entró en el campamento de los ocupantes por la tarde, tres semanas después de que la mujer lo dejara. El jefe salió a recibirlo a su llegada, que había sido anunciada por los exploradores del grupo. El jefe era anciano, con cabellos y barba grisáceos; los tatuajes de sus manos nudosas resultaban prácticamente indescifrables. No obstante, su porte era erguido, sin señales de vejez. Tenía el vientre plano y los músculos de brazos y piernas abultados y bien definidos. El anciano juntó las manos, con los reveses tatuados hacia fuera, y se llevó los pulgares a la frente. El círculo quedó cerrado.
—Bienvenido, corredor.
Haplo hizo el mismo gesto y se obligó a sostener la mirada del jefe del asentamiento. Hacer otra cosa sería considerado un insulto; tal vez resultaría incluso peligroso, pues podría dar la impresión de que estaba calculando el número de miembros del grupo.
El Laberinto era inteligente y tramposo. Se sabía que había enviado impostores. A Haplo sólo se le permitiría la entrada en el campamento si se ceñía estrictamente a las formas. Pese a todo, no pudo evitar lanzar una mirada furtiva a los ocupantes que se acercaron a inspeccionarlo. Sobre todo, se fijó en las mujeres. Al no distinguir de inmediato ninguna cabellera castaña, Haplo volvió a centrar la atención en su anfitrión.
—Que las puertas se abran para ti, jefe. —Haplo hizo una reverencia con las manos ante la frente.
—Y para ti. —El jefe inclinó la cabeza.
—Y para tu pueblo, jefe. —Haplo hizo otra reverencia. La ceremonia había terminado.
Desde aquel momento, Haplo quedó considerado un miembro más de la tribu.
La gente continuó con sus asuntos como si tal cosa, aunque en varias ocasiones una mujer se detuvo a mirarlo, le sonrió y le indicó una choza con un gesto de cabeza. En otro momento de su vida, tal invitación habría hecho correr fuego por sus venas. Una sonrisa por su parte y habría sido llevado a la choza, alimentado y tratado con todos los privilegios de un marido. Pero, en aquella época, la sangre de sus venas parecía helada. Al no ver la sonrisa que deseaba encontrar, mantuvo su expresión cuidadosamente grave y la mujer se alejó decepcionada.
El jefe aguardó con prudencia a ver si Haplo aceptaba alguna de aquellas invitaciones. Al comprobar que no era así, le ofreció su propia choza para pasar la noche. Haplo le agradeció el ofrecimiento y, al advertir la sorpresa y el destello de cierta suspicacia en los ojos del jefe, añadió una explicación:
—Estoy en un ciclo de purificación.
El líder de la tribu asintió, comprensivo, olvidando toda sospecha. Muchos patryn, equivocados o no, creían que los encuentros sexuales debilitaban su magia. Los corredores que proyectaban adentrarse en un territorio desconocido solían efectuar un ciclo de purificación, absteniéndose de la compañía del sexo opuesto varios días antes de aventurarse en terreno inexplorado. Un ocupante que fuera a salir de caza o a afrontar una batalla lo haría también.
Haplo, personalmente, no creía en tales tonterías. Su magia nunca le había fallado, por muchos placeres que hubiera disfrutado la noche anterior. Pero resultaba una buena excusa.
El jefe condujo a Haplo a una choza confortable, cálida y seca. En el centro ardía un luminoso fuego, cuyo humo escapaba por un agujero en el techo. Su anfitrión se sentó cerca de las brasas.
—Una concesión a mis viejos huesos. Puedo correr con los jóvenes y mantener su paso, soy capaz de derribar a un karkan con las manos desnudas..., pero he descubierto que me gusta sentarme junto al fuego por la noche. Toma asiento, corredor.
Haplo escogió un lugar próximo a la entrada de la cabaña. La noche era cálida y la estancia resultaba sofocante.
—Has llegado a nosotros en un buen momento, corredor —dijo el viejo jefe—.
Esta noche celebramos una unión.
Haplo murmuró la fórmula de cortesía sin apenas pensarlo. Su mente estaba ocupada en otros asuntos. Ahora que se habían observado todas las formas como era debido, podía plantear su pregunta en cualquier momento. Sin embargo, se le quedó atascada en la garganta. El jefe le preguntó por los senderos y se pusieron a hablar de los viajes de Haplo. El corredor proporcionó al viejo toda la información posible sobre la tierra que se extendía ante él.
Al caer la noche, una agitación inusual en el exterior de la cabaña recordó a
Haplo la ceremonia que iba a tener lugar. Una hoguera convertía las sombras en días. La tribu debía de sentirse segura, pensó el corredor mientras seguía al jefe fuera de la choza. De lo contrario, no se habrían atrevido a encenderla. Hasta un dragón ciego podría ver su resplandor.
Se unió a la multitud congregada en torno al fuego.
Comprobó que la tribu era numerosa. No era extraño que se sintiera segura.
Los centinelas de los puestos avanzados les advertirían en caso de ataque. Eran tantos que podían defenderse de casi todo, tal vez incluso de un dragón. Los niños correteaban entre los adultos, vigilados por el grupo.
Los patryn del Laberinto lo compartían todo: comida, amantes, hijos... Las promesas de unión eran votos de amistad, más parecidos a los de un guerrero que a los de matrimonio. La unión podía tener lugar entre un hombre y una mujer, entre dos hombres o entre dos mujeres. La ceremonia era más habitual entre ocupantes que entre corredores, pero, en ocasiones, estos últimos se unían también a un compañero. Los padres de Haplo habían estado unidos, y él mismo había pensado en hacerlo. Si la encontraba...
El líder de la tribu alzó los brazos reclamando silencio. La gente, incluso los niños más pequeños, callaron de inmediato. Cuando lo vio todo preparado, el jefe abrió los brazos y tomó de la mano a los que estaban a ambos lados. Todos los patryn siguieron su ejemplo hasta formar un enorme círculo alrededor de la hoguera. Haplo se unió a ellos, dando la zurda a un hombre bien formado, aproximadamente de su edad, y la diestra a una muchacha apenas adolescente, que se sonrojó intensamente al contacto con sus dedos.
—El círculo está cerrado —dijo el jefe, mirando a su pueblo con una expresión de orgullo en su rostro lleno de arrugas y curtido por la intemperie—. Esta noche nos reunimos para ser testigos de las promesas entre los dos que formarán su propio círculo. Que se acerquen.
Un hombre y una mujer abandonaron el círculo, que se cerró de inmediato tras ellos, y se adelantaron hasta el jefe. Éste también se avanzó al círculo y extendió las manos. La pareja las asió, uno a cada lado, y luego entrelazaron las suyas.
—El círculo vuelve a estar cerrado —proclamó el anciano. Miraba a la pareja con intensidad, pero su gesto era severo y grave. Los congregados en torno al trío presenciaban el acto con solemne silencio.
Haplo advirtió que estaba disfrutando de aquello. Casi siempre, y sobre todo en aquellas últimas semanas, se había sentido vacío, hueco, solo. Allí estaba a gusto, con una sensación de estar lleno. El viento frío y ululante ya no lo atravesaba con su desconsuelo. Y se descubrió sonriendo, lanzando sonrisas a todos y a todo.
—Prometo protegerte y defenderte. —Las voces de la pareja repetían los votos, uno después del otro, en un círculo de ecos—. Mi vida por tu vida. Mi muerte por tu vida. Mi vida por tu muerte. Mi muerte por tu muerte.
Pronunciados los votos, la pareja guardó silencio. El jefe de la tribu asintió, satisfecho de la sinceridad del compromiso. Tomando las dos manos que asían las suyas, las juntó.
—El círculo está cerrado —repitió, y se retiró de nuevo al seno del círculo de testigos dejando que la pareja formara su propio círculo dentro de la gran comunidad. Los dos actores de la ceremonia se sonrieron mutuamente. El círculo exterior prorrumpió en vítores y se disolvió; sus componentes se separaron para preparar la celebración.
Haplo decidió que era buen momento para hacer la pregunta y buscó al jefe, que se había acercado a la rugiente hoguera.
—Busco a una mujer —le dijo Haplo, y la describió—. Es de buena estatura y tiene el cabello castaño. Es una corredora. ¿Ha estado aquí?
El viejo meditó la respuesta.
—Sí, ha estado aquí —dijo por fin—. Hace apenas una semana.
Haplo sonrió. No había pretendido seguirla, al menos conscientemente, pero parecía que los dos estaban recorriendo el mismo camino.
— ¿Cómo estaba? ¿Tenía buen aspecto?
El jefe le dirigió una mirada penetrante y escrutadora.
—Sí, tenía buen aspecto. Pero yo apenas la vi. Si quieres saber más, pregúntale a Antio, ese hombre de ahí. Pasó la noche con ella.
El calor desapareció. El aire era frío y el viento, cortante como una cuchilla.
Haplo se volvió y vio pasar por las inmediaciones al joven bien formado con el que había unido las manos en el círculo.
—Se marchó por la mañana —añadió el jefe—. Puedo enseñarte la dirección que tomó.
—No es necesario. De todos modos, gracias —añadió Haplo para mitigar la frialdad de su respuesta. Miró a su alrededor y vio a la muchacha. Ella lo estaba observando y se sonrojó hasta las orejas al notar que el corredor la había descubierto.
Haplo volvió a la choza del jefe y empezó a recoger sus pertenencias, escasas puesto que los corredores viajaban ligeros. El jefe de la tribu lo siguió y lo observó con asombro.
—Tu hospitalidad me ha salvado la vida —dijo Haplo, siguiendo la fórmula ritual de despedida—. Antes de marcharme, te contaré lo que sé. Los informes dicen que toméis el sendero oeste hasta la Puerta cincuenta y uno. Corren rumores de que el Poderoso, el que primero ha resuelto el secreto del Laberinto, ha regresado con su magia para limpiar de obstáculos ciertas zonas y dejarlas seguras... al menos temporalmente. Sin embargo, no puedo confirmarte si los rumores son ciertos o no, puesto que yo vengo del sur.
— ¿Te vas a ir ahora? ¿Con lo peligroso que es el Laberinto una vez anochece?
—No me importa —respondió Haplo. Juntando las palmas de las manos, se las llevó a la frente en el gesto ritual. El jefe de la tribu le devolvió el saludo y
Haplo dejó la choza. Se detuvo un momento en el umbral. El resplandor de la hoguera lo iluminaba todo en torno a las llamas, pero, por contraste, hacía mucho más negras las tinieblas allí donde no alcanzaba la luz. Haplo dio un paso hacia la oscuridad, cuando notó una mano en el brazo.
—El Laberinto mata lo que puede: si no alcanza nuestro cuerpo, trata de matar nuestro espíritu —dijo el viejo jefe—. Llora tu pérdida, hijo mío, y no olvides nunca de quién es la culpa. Recuerda a los que nos encarcelaron, a los que sin duda contemplan complacidos nuestros esfuerzos.
Son los sartán (...) Ellos nos trajeron a este infierno y son los responsables de esta maldad.
La mujer lo había mirado con los ojos pardos moteados de oro. No sé. Quizá la maldad está dentro de nosotros.
Haplo abandonó el campamento de los ocupantes y continuó su carrera solitaria. No, no echaba de menos a la mujer. No la añoraba en absoluto...
En el Laberinto había ciertos árboles, llamados barantos, que producían unos frutos especialmente suculentos y nutritivos. Sin embargo, quienes recolectaban el fruto corrían el riesgo de pincharse con las espinas venenosas que lo envolvían.
Las espinas penetraban muy hondas en la carne que las runas dejaban necesariamente desprotegida, y buscaban las venas. Si alcanzaban el torrente sanguíneo, el veneno que contenían podía resultar letal. Por lo tanto, aunque las espinas estaban erizadas de pequeñas púas que desgarraban la carne al ser arrancadas, era preciso extraerlas de inmediato... al precio de un dolor considerable.
Haplo creía haberse sacado la espina y le sorprendió descubrir que aún le dolía, que todavía llevaba el veneno en su cuerpo.
—No creo que te gustara la ceremonia de mi pueblo —dijo a Rega. Su voz sonó chirriante; sus ojos quedaban en sombras bajo el entrecejo fruncido—. ¿Quieres conocer nuestros votos? Son éstos: «Mi vida por tu vida. Mi muerte por tu vida. Mi vida por tu muerte. Mi muerte por tu muerte». ¿De veras quieres tomarlos?
Rega palideció y preguntó, con cierta vacilación:
— ¿Qué... qué significan? No lo entiendo.
—«Mi vida por tu vida» significa que, mientras vivamos, compartiremos la alegría de vivir con el otro. «Mi muerte por tu vida» quiere decir que estaré dispuesto a entregar mi vida por salvar la tuya. «Mi vida por tu muerte», que dedicaré mi vida a vengar tu muerte, si no puedo evitarla. «Mi muerte por tu muerte», que una parte de mí morirá cuando tu mueras.
—No es muy..., romántico —reconoció Paithan.
—El lugar del que procedo, tampoco.
—Creo que me gustaría pensarlo —dijo Rega, sin mirar al elfo.
—Sí, supongo que será lo mejor —añadió Paithan, más calmado.
La pareja abandonó el puente, esta vez sin cogerse las manos. Zifnab los contempló con afecto y se llevó la punta de la barba a los ojos para enjugar una lágrima.
—El amor hace girar el mundo —murmuró con satisfacción.
—Este mundo, no —replicó Haplo con una leve sonrisa—. ¿No es cierto, anciano?
CAPÍTULO
EN LAS COPAS DE LOS ÁRBOLES, EQUILAN
—No sé a qué te refieres —replicó Zifnab con un bufido, y se dispuso a abandonar el puente.
—Sí, claro que lo sabes. —La mano de Haplo se cerró sobre el brazo delgado y frágil—. Y yo sé adonde vamos y tengo una idea bastante clara de lo que encontraremos cuando lleguemos. Y a ti, anciano, se te avecinan un montón de problemas.
Un ojo feroz se asomó de pronto por la ventana, con una siniestra mirada de rabia.
— ¿Qué has hecho esta vez? —preguntó el dragón.
—Nada. Todo está bajo control —replicó Zifnab.
—«Bajo» parece ser la palabra clave. Quiero que sepas que tengo un hambre terrible.
El ojo del dragón se cerró y desapareció. Haplo notó una vibración en la nave bajo la creciente y siniestra presión del cuerpo del dragón, enrollado en torno al casco.
Zifnab se contrajo; su débil esqueleto se encogió sobre sí mismo y lanzó una mirada nerviosa al dragón.
— ¿Lo has notado...? No ha dicho «mi señor». Mala señal. Muy mala señal.
Haplo soltó un gruñido. Un dragón furioso, ¡lo que faltaba! De la parte inferior de la nave le llegaron unos gritos encolerizados, seguidos de un estrépito, un golpe sordo y una exclamación.
—Me parece que acaban de anunciar los proyectos de boda. — ¡Oh, no! —
Zifnab se quitó el sombrero y empezó a retorcerlo entre sus dedos temblorosos, al tiempo que lanzaba una mirada de súplica a Haplo—. ¿Qué voy a hacer?
—Tal vez pueda ayudarte. Dime quién y qué eres. Háblame de las «estrellas».
Cuéntame cosas de los sartán.
Zifnab meditó sus palabras y entrecerró los ojos. Alzó un índice huesudo y lo hundió repetidas veces en el pecho de Haplo.
—A mí me corresponde saberlo y a ti averiguarlo. ¡En ésas estamos!
El hechicero alzó la barbilla, dirigió una afable sonrisa al patryn y soltó una breve risilla estridente. Tras encasquetarse de nuevo el maltratado sombrero, dio unas solícitas palmaditas en el brazo a Haplo y abandonó el puente con paso inseguro.
Haplo lo vio marcharse y se preguntó cómo era que no le había arrancado la cabeza, con sombrero y todo. Ceñudo, el patryn se frotó el lugar del pecho donde lo había golpeado la punta del dedo del hechicero, como si quisiera librarse del contacto.
—Está bien, viejo. Espera a que alcancemos la estrella.
— ¡Se suponía que nuestro matrimonio iba a unir a los dos pueblos! —Se quejó Rega, enjugándose unas lágrimas de frustración y de rabia—. ¡No entiendo qué le ha sucedido a Roland!
— ¿Aún quieres que sigamos con esto? —preguntó Paithan, frotándose un chichón en la frente.
Los dos contemplaron con abatimiento los camarotes de la tripulación. El suelo estaba salpicado de sangre. Haplo no había aparecido para cortar aquel enfrentamiento y numerosos elfos y humanos habían salido de la cabina molidos a golpes. En un rincón, Lenthan Quindiniar seguía contemplando por una portilla la brillante estrella, que parecía crecer cada ciclo que pasaba. El elfo no parecía haber advertido en absoluto el altercado que se había desencadenado en torno a él.
Rega permaneció pensativa un instante y exhaló un suspiro.
— ¡Si pudiéramos conseguir que nuestros pueblos se unieran otra vez, como después del ataque de los titanes!
—No estoy seguro de que sea posible. El odio y la desconfianza entre ambos se remonta a miles de años y no es probable que tú y yo podamos hacer nada al respecto.
— ¿Estás diciendo que no quieres casarte? —La piel morena de Rega se encendió y sus ojos pardos brillaron entre las lágrimas.
— ¡Sí, claro que quiero! Pero estaba pensando en esos votos. Tal vez no sea el momento de...
— ¡Y tal vez sea verdad lo que Roland decía de ti! ¡Eres un niño mimado que en toda su vida no ha hecho nada honrado! ¡Y además eres un cobarde y...! ¡Oh, Paithan! ¡Lo siento!
Rega le pasó los brazos en torno a la cintura y acurrucó la cabeza en su pecho.
—Ya lo sé. —Paithan acarició el cabello negro, largo y brillante de la muchacha—. Le he dicho a tu hermano un par de cosas de las que no me siento muy orgulloso...
— ¡Lo que yo te he dicho ha salido de... una parte mala de mí! Es lo que tú apuntabas: ¡El odio entre nuestras razas ha durado demasiado!
—Tendremos que ser pacientes entre nosotros. Y con ellos. —Paithan miró por la portilla. La estrella emitía su sereno brillo con una luz pura y fría—. Quizás en este nuevo mundo descubramos que todos viven en paz. Puede que, entonces, los demás vean y comprendan. Aun así, no estoy seguro de que casarnos ahora sea lo más oportuno. ¿Qué opinas tú, padre?
Paithan se volvió hacia Lenthan Quindiniar, que seguía contemplando la estrella por la abertura, con aire extasiado.
— ¿Padre?
Con la mirada perdida, brillando aún con la luz de la estrella, Lenthan se volvió vagamente hacia su hijo.
— ¿Qué, hijo mío?
— ¿Crees que debemos casarnos?
—Opino..., opino que deberíamos esperar a preguntarle a tu madre. —
Lenthan emitió un suspiro de contento y volvió a mirar por la portilla—. La encontraremos cuando alcancemos la estrella.
Drugar no había participado en la pelea, como tampoco lo hacía en nada de cuanto se desarrollaba a bordo de la nave. Los demás, inmersos en sus problemas, no prestaban la menor atención al enano. Acurrucado en su rincón, aterrado ante la idea de que estaban muy por encima de las nubes que cubrían su amado suelo, Drugar intentó utilizar su sed de venganza para espantar el miedo. Pero el fuego de su odio se había quedado reducido a rescoldos.
Le habían salvado la vida. El enemigo al que había jurado matar le había salvado la vida poniendo en riesgo la suya.
«Hago solemne juramento, ante los cuerpos sin vida de mi pueblo, de matar a los responsables de su muerte.» Al notar que las llamas se apagaban, al sentirse frío sin el reconfortante ardor, el enano avivó el ímpetu de su rabia.
— ¡Esos tres sabían que los titanes venían a destruirnos! —Murmuró para sí—. ¡Lo sabían! ¡Y conspiraron entre ellos, aceptaron nuestro dinero y luego impidieron que las armas llegaran a mi pueblo! ¡Querían que nos aniquilasen!
¡Debería haberlos matado cuando tuve ocasión!
Sí, había sido un error no matarlos en los túneles. Entonces, el fuego ardía con fuerza dentro de él. Sin embargo, habrían muerto sin conocer sus propias pérdidas, también terribles. Habrían muerto sin remordimientos. No; no tenía que inventar justificaciones. Era mejor así. Llegaría hasta aquella estrella y dejaría que creyeran que todo iba a terminar felizmente.
Y, sin embargo, se avecinaba el fin. Punto.
—Me salvaron la vida —prosiguió—. ¿Y qué? ¡Eso sólo demuestra lo estúpidos que son! Yo salvé las suyas, antes. Ahora estamos en paz. No les debo nada, ¡nada!
Drakar es sabio, mi dios me protege. El ha contenido mi mano, me ha impedido actuar hasta que llegue el momento adecuado. —El enano cerró la mano en torno al mango de hueso del puñal—. Cuando alcancemos la estrella.
—Entonces, ¿vas a continuar con esta farsa? ¿Vas a casarte con el elfo?
—No —dijo Rega.
Roland esbozó una lúgubre sonrisa.
—Bien. Has pensado en lo que te he dicho. ¡Sabía que recobrarías la sensatez!
— ¡Sólo hemos retrasado la boda! Hasta que alcancemos la estrella. ¡Tal vez entonces seas tú quien recobre la cordura!
—Ya veremos —murmuró Roland mientras trataba torpemente de vendarse los nudillos, abiertos y sangrantes—. Ya veremos.
—Ven, deja que me encargue de eso. —Su hermana se ocupó de la venda—.
¿A qué te refieres? No me gusta esa mirada.
—No, claro. ¡Preferirías que tuviera los ojos rasgados y unas manos pequeñas y suaves y una piel del color de la leche! —Roland apartó la mano—. Sal de aquí.
¡Apestas a esos elfos! ¡Te han engatusado para que los quieras, para que desees su compañía, y no hacen otra cosa que burlarse de ti!
— ¿Qué estás diciendo? ¿Engatusarme? —Rega miró a su hermano con gesto de asombro—. ¡Si acaso, fui yo quien sedujo a Paithan y no al revés! ¡Y Thillia sabe que nadie se burla de nada, en esta nave...!
— ¿Ah, no? —Roland se acarició la mano herida y mantuvo la vista apartada de la de su hermana. Después, en un susurro y a espaldas de Rega, añadió—: Ya nos encargaremos de los elfos. Espera a que alcancemos la estrella.
Aleatha se pasó el revés de la mano por los labios por enésima vez. El beso era como el hedor de la sentina, que parecía adherirse a todo: a sus ropas, a su pelo, a su piel. La muchacha no podía quitarse de la boca el sabor y el tacto del humano.
—Deja que te vea las manos —dijo Paithan.
— ¿A qué viene eso? —Replicó Aleatha, sin oponerse a que su hermano le examinara las palmas de las manos, cuarteadas, llagadas y ensangrentadas—. No me has defendido. Te has puesto de su parte, ¡y todo por esa pequeña golfa! ¡Y has dejado que Haplo me arrastrara a ese condenado agujero!
—No creo que pudiera haberlo impedido —respondió Paithan con calma—.
Por la expresión de su rostro, creo que tuviste suerte de que no te arrojara de la nave.
—Ojalá lo hubiera hecho. ¡Sería mejor estar muerta, como el barón y..., y
Cal...! —Aleatha hundió la cabeza, llorando entrecortadamente—. ¡Qué clase de vida es ésta! —Se agarró la falda del vestido, sucio y lleno de desgarros, y tiró de ella entre sollozos—. ¡Vivimos entre la suciedad como humanos! ¡No me extraña que nos estemos rebajando a su nivel! ¡Al de meros animales!
—Vamos, Thea, no digas eso. Tú no los comprendes. —Paithan intentó consolarla, pero Aleatha lo rechazó.
— ¿Y tú qué sabes? ¡Te ciega la pasión! —Aleatha se pasó la mano por los labios—. ¡Puaj! ¡Salvajes! ¡Los odio! ¡Los odio a todos! ¡No, no te acerques! Ahora, no eres mejor que ellos, Paithan.
—Será mejor que te acostumbres, Thea —replicó su hermano, irritado—. Uno de ellos va a ser pariente tuyo.
— ¡Ja! —Aleatha alzó la cabeza y le dirigió una fría mirada con los labios apretados, severos y tensos. De pronto, el parecido con su hermana mayor resultaba aterrador—. ¡De ningún modo! Si te casas con esa furcia, dejo de tener hermano. ¡No volveré a mirarte ni a dirigirte la palabra!
—No lo dirás en serio, Thea. Ahora somos lo único que nos queda. Padre... Ya has visto a padre. No está..., no está bien.
—Está loco. Y aún se pondrá peor cuando lleguemos a esa «estrella» a la que nos ha arrastrado y madre no esté allí para recibirlo. Lo más probable es que eso acabe con él. ¡Y todo lo que le suceda será sólo culpa tuya!
—He hecho lo que he creído mejor.
El elfo estaba pálido y la voz, pese a sus esfuerzos, le temblaba y se le quebraba.
Aleatha lo miró compungida, alzó la mano y le echó el cabello hacia atrás con dedos suaves. Se acercó un poco más y le susurró:
—Tienes razón. Ahora sólo nos tenemos el uno al otro, Paithan. Sigamos así.
Quédate conmigo. No vuelvas con esa humana. Sólo está jugando contigo. Ya sabes cómo son los humanos..., las humanas, quiero decir —se corrigió, ruborizándose—. Cuando alcancemos la estrella, volveremos a empezar nuestras vidas desde el principio. Nos ocuparemos de padre y viviremos felices. Tal vez haya otros elfos, ahí. Elfos ricos, más que cualquiera en Equilan. Y tendrán casas magníficas y nos acogerán en sus mansiones. Y esos humanos salvajes y repulsivos volverán a internarse en sus junglas.
La muchacha descansó la cabeza en el pecho de su hermano, se enjugó las lágrimas y, una vez más, se pasó la mano por los labios.
Paithan no dijo nada y dejó soñar a su hermana. «Cuando alcancemos la estrella», pensó. « ¿Qué será de nosotros cuando la alcancemos?»
Los mensch se tomaron en serio la amenaza de Haplo de que la nave podía caerse de los cielos. Una paz inquietante se apoderó de la embarcación, una paz que difería poco de la guerra, salvo en que resultaba menos ruidosa y no había derramamientos de sangre. Pero si las miradas y los deseos hubieran sido armas, apenas habría quedado nadie con vida a bordo.
Humanos y elfos se ignoraban mutuamente. Rega y Paithan se mantenían apartados, fuera por mutuo acuerdo o porque las barreras erigidas por sus respectivos pueblos se hacían demasiado fuertes y altas para poderlas salvar. Las esporádicas peleas que surgían entre los jóvenes más exaltados eran detenidas rápidamente por sus mayores. Pero en las miradas, ya que no en los labios, se leía la promesa de que sólo era cuestión de tiempo.
«Cuando alcancemos la estrella...»
No se volvió a hablar de boda.
CAPITULO 20
LA ESTRELLA
Un ladrido seco, que advertía la presencia de un extraño, sacó a Haplo de su profundo sueño. Su cuerpo y sus instintos estaban completamente despiertos, aunque su mente no lo estuviera. Haplo aplastó al visitante contra el casco, lo sujetó por el pecho con un brazo y hundió los dedos de la otra mano en la mandíbula del hombre.
— ¡Un giro de muñeca y te rompo el cuello!
Con un jadeo, el cuerpo que Haplo sujetaba se puso rígido como un cadáver.
Haplo se despabiló y reconoció a su prisionero. Lentamente, relajó la presión.
— ¡No vuelvas a intentar acercarte a mí con ese sigilo, elfo, si quieres tener una vida larga y saludable!
— ¡Yo... no quería hacerlo! —Paithan se acarició la mandíbula dolorida, sin dejar de lanzar cautas miradas a Haplo y al perro, que seguía gruñendo con el pelaje erizado.
— ¡Basta! —Haplo acarició al animal—. ¡No sucede nada!
El perro bajó el tono de los gruñidos, pero continuó vigilando al elfo. Haplo se estiró para aliviar la tensión de los músculos y se acercó a la portilla. Se detuvo a mirar y lanzó un suave silbido.
—Eso que se ve... Yo sólo venía a preguntarte si sabes qué es.
El dolorido elfo se separó del casco, dio un precavido rodeo en torno al acechante animal y se acercó con cautela a la ventana.
Fuera había desaparecido todo, engullido por lo que parecía una capa de lana tupida y húmeda que se apretaba contra el cristal. Unas gotas de agua rodaban por él y brillaban en las escamas del dragón, cuyo cuerpo seguía abrazando la nave.
— ¿Qué es? —Insistió Paithan, esforzándose en mantener serena la voz—.
¿Qué ha sucedido con la estrella?
—Sigue ahí. De hecho, estamos cerca, muy cerca. Esto es una nube de lluvia, simplemente.
El elfo exhaló un suspiro de alivio.
— ¡Nubes de lluvia! ¡Como en nuestro viejo mundo!
—Sí —dijo Haplo—. Igual que en vuestro viejo mundo.
La nave descendió, las nubes fueron pasando como velos vaporosos y la lluvia resbaló por el cristal en gruesos lagrimones. Después, la capa de nubes quedó atrás y la Estrella de Dragón quedó bañada de nuevo por la luz del sol. Debajo de ellos se distinguía tierra claramente.
Las runas del casco que se habían ocupado de controlar el aire, la presión y la gravedad fueron apagándose lentamente. Los mensch se apretujaron contra las portillas y sus miradas se fijaron con ansia en el suelo que se deslizaba a sus pies.
El anciano hechicero no aparecía por ninguna parte, Haplo prestó atención a las conversaciones que se desarrollaban en torno a él y observó la expresión de los rostros de los mensch.
En primer lugar, vio alegría. El viaje había terminado y habían alcanzado la estrella sin incidencias. En segundo lugar, detectó alivio. Junglas de lujuriante follaje, lagos y mares parecidos a los de su mundo de procedencia.
La nave se acercó más. Entre los mensch se produjo un temblor de desconcierto y Haplo observó sus entrecejos fruncidos, sus labios entreabiertos. Se inclinaron más cerca de la ventana, hasta aplastar la cara contra el cristal con los ojos desorbitados.
Por fin, se daban cuenta.
Paithan regresó al puente. Un delicado color carmesí bañaba las pálidas mejillas del elfo, quien señaló la ventana.
— ¿Qué sucede? ¡Este vuelve a ser nuestro mundo!
—Y ahí tenéis vuestra estrella —dijo Haplo.
De los mil y un tonos de verde del musgo y la jungla emanaba una luz brillante, deslumbrante, blanca y pulsante; una luz que lastimaba los ojos. Era realmente como mirar al sol. Pero no era un sol, no era una estrella. Poco a poco, la luz empezó a apagarse y difuminarse bajo la mirada de los viajeros. Una sombra cruzó su superficie y cuando, finalmente, la hubo cubierto casi por completo, desde la nave pudieron distinguir la fuente de la luz.
— ¡Una ciudad! —murmuró Haplo en su propia lengua, asombrado. No sólo era una ciudad, sino que había algo familiar en ella.
La luz se apagó por completo y la ciudad desapareció en la oscuridad.
— ¿Qué es eso? —inquirió Paithan con voz ronca.
Haplo se encogió de hombros, irritado por la interrupción. Necesitaba pensar, necesitaba inspeccionar más de cerca aquel lugar.
—Yo sólo soy el piloto. ¿Por qué no le preguntas al hechicero?
El elfo dirigió una mirada de suspicacia al patryn. Haplo no hizo caso y se concentró en el vuelo de la nave.
—Buscaré una zona despejada para posarnos.
—Quizá no deberíamos hacerlo. Puede que haya titanes...
Era una posibilidad. Haplo tendría que afrontarla cuando llegara el momento.
—Vamos a tomar tierra —declaró rotundamente.
Paithan suspiró y volvió a mirar por la ventana.
— ¡Nuestro propio mundo! —musitó con amargura. Colocó las manos sobre el cristal, se apoyó en él y contempló los árboles y el paisaje cubierto de musgo que parecía alzarse para atraparlos y derribarlos—. ¿Cómo ha podido suceder una cosa así? ¡Después de un viaje tan largo! ¿Acaso nos hemos desviado del rumbo y hemos estado volando en círculos?
—Tú viste la estrella brillando en el cielo. Volamos hacia ella rectos como una flecha, directamente hacia ella. Ve a preguntarle a Zifnab; que te explique él lo sucedido.
—Sí, tienes razón. Iré a preguntarle al viejo. —El elfo tenía la expresión tensa, torva, resuelta.
Haplo advirtió que el cuerpo del dragón, visible al otro lado de la ventana, se contraía provocando una sacudida en la nave. Un ojo encarnado y furioso miró por la ventana unos instantes y a continuación, de pronto, el cuerpo del enorme animal soltó la nave.
El casco se estremeció y la nave dragón escoró precariamente. Haplo se agarró a la piedra de gobierno para no perder el equilibrio. La embarcación voladora se enderezó y siguió navegando gracilmente hacia el suelo, liberada de un gran peso.
El dragón había desaparecido. Mientras miraba hacia abajo en busca de un lugar donde posarse, Haplo creyó ver fugazmente un enorme cuerpo verde sumergiéndose en la jungla, pero en aquel momento estaba demasiado preocupado con sus propios problemas para fijarse en el lugar exacto. La jungla era tupida y enmarañada y las extensiones de musgo escaseaban. Haplo estudió la superficie bajo la nave, tratando de ver algo en la extraña oscuridad que parecía emanar de la ciudad, como si ésta hubiera tendido una sombra gigantesca sobre la tierra.
Sin embargo, tal cosa era imposible. Para crear la noche, deberían haber desaparecido los soles, pero éstos seguían encima de ellos, en sus posiciones fijas, inmutables. Su luz brillaba sobre la Estrella de Dragón, se reflejaba en sus alas y penetraba por la ventana. Debajo de la nave, en cambio, reinaba la oscuridad.
Escuchó unas airadas acusaciones, un chillido de protesta y una exclamación de dolor. Era el viejo hechicero. Haplo sonrió y se encogió de hombros. Había localizado un área despejada, suficiente para la nave, en las inmediaciones de la ciudad pero no demasiado cerca.
El patryn hizo descender la Estrella de Dragón. Las ramas de los árboles que se alzaban hacia ella se quebraron con un ruido seco y las hojas barrieron la ventana. La quilla de la nave tocó el musgo. El impacto, a juzgar por los gritos, hizo caer a' suelo a todos los mensch.
Haplo escrutó la oscuridad, negra como el betún.
Habían llegado a la estrella.
Mentalmente, Haplo había tomado nota de la situación de la ciudad antes de que la nave se posara, para determinar la dirección que debería tomar para llegar a ella. Dándose toda la prisa posible, sin atreverse a encender luz alguna, hizo un hato con un poco de comida y llenó de agua un odre. Cuando estuvo preparado, lanzó un cauto silbido. El perro se incorporó de un brinco y cruzó el puente hasta colocarse junto a su amo.
El patryn avanzó sigilosamente hasta la escotilla de entrada al puente y escuchó con atención. Los únicos sonidos que oyó fueron las voces asustadas procedentes de los camarotes de los mensch. En el pasadizo no se oía respirar a nadie; no parecía haber espías. Tampoco esperaba que los hubiera. Las tinieblas habían engullido toda la nave y habían provocado en la mayoría de los pasajeros, que jamás habían vivido tal fenómeno, una reacción que iba de la rabia al terror.
De momento, los mensch daban rienda suelta a su miedo y a su ira gritándole al viejo, pero no tardarían mucho en irrumpir en el puente para exigirle explicaciones, respuestas, soluciones.
Para exigirle la salvación.
Con movimientos silenciosos, Haplo cruzó el puente hasta el mamparo del casco. Dejó la bolsa en el suelo y colocó las manos sobre las cuadernas de madera.
Las runas de su piel empezaron a despedir su fulgor rojo y azul y unas llamas corrieron por sus dedos, extendiéndose a la madera. Los tablones emitieron un leve resplandor y empezaron a disolverse lentamente, dejando un hueco suficiente para permitirle el paso.
Haplo cargó al hombro las provisiones y salió a la planicie de musgo donde se había posado. El perro saltó tras él, pegado a los talones de su dueño. Detrás de ellos, el resplandor rojo y azul que envolvía el casco se difuminó y la madera volvió a su forma original.
El patryn cruzó rápidamente el descampado de musgo, perdiéndose en la oscuridad. Escuchó gritos coléricos en dos idiomas, humano y elfo. Las palabras eran distintas, pero su sentido era el mismo: muerte al hechicero. Haplo sonrió.
Los mensch parecían haber encontrado por fin algo que los uniera.
— ¡Haplo, hemos...! ¿Haplo? —Paithan entró a tientas en el puente y se detuvo en seco. El resplandor de las runas iba difuminándose lentamente y, a su luz, comprobó que el puente estaba vacío.
Roland irrumpió en la escotilla y apartó al elfo de un empujón.
— ¡Haplo, hemos decidido deshacernos del hechicero y dejar esta...! ¿Haplo?
¿Dónde está? —El humano se volvió y lanzó una mirada acusatoria a Paithan.
—No me he desembarazado de él, si es eso lo que piensas —replicó el elfo—.
Se ha ido... y el perro, también.
— ¡Lo sabía! ¡Haplo y Zifnab están juntos en esto! ¡Nos han traído con engaños a este lugar espantoso! ¡Te dejaste embaucar por ese par!
—Habrías podido quedarte en Equilan. Estoy seguro de que los titanes habrían estado encantados de recibirte. —Frustrado, furioso, presa de la extraña sensación de que, en cierto modo, todo aquello era culpa suya, Paithan contempló con aire lúgubre las runas que emitían su leve resplandor sobre las cuadernas de madera—. Evidentemente, así es cómo lo ha hecho. Empleando su magia. Me gustaría saber quién y qué es.
— ¡Le sacaremos la respuesta!
La luz azulada bañó con un parpadeo los puños apretados de Roland y sus facciones adustas. Paithan observó al humano y se rió.
—¡... Si volvemos a verlo! ¡Si alguna vez volvemos a ver algo! Esto es peor que los túneles de los enanos.
— ¿Paithan? ¿Roland? —dijo la voz de Rega.
—Por aquí, hermana.
Rega entró a tientas en el puente y se agarró a la mano extendida de Roland.
— ¿Se lo habéis dicho? ¿Nos vamos de aquí?
—Haplo no está. Se ha ido.
— ¡Y nos ha dejado aquí... en la oscuridad!
—Rega, tranquilízate...
El fulgor de los signos mágicos iba apagándose. Los tres apenas se distinguían entre ellos bajo el leve resplandor azul que bajaba de intensidad, mantenía brevemente su parpadeo y volvía a perder potencia. La luz mágica se reflejaba en los ojos hundidos y asustados de los presentes y realzaba sus labios apretados, tensos de temor.
Paithan y Roland apartaron la vista para no enfrentarse abiertamente, pero se lanzaron breves y furtivas miradas de suspicacia.
—El hechicero dice que esta oscuridad pasará dentro de medio ciclo —
murmuró por fin el elfo, desafiante y a la defensiva.
— ¡Por supuesto! ¡Y también decía que íbamos a un mundo nuevo! —Replicó
Roland—. Vamos, Rega, deja que te lleve de vuelta a...
— ¡Paithan! —La voz frenética de Aleatha rasgó la oscuridad. La elfa penetró precipitadamente en el puente y se agarró a su hermano en el mismo instante en que la luz de los signos mágicos se apagaba, dejándolos a ciegas.
— ¡Paithan! ¡Padre se ha ido! ¡Y el hechicero, también!
Los cuatro estaban en las proximidades de la nave, observando la jungla. La luz había vuelto, la extraña oscuridad había desaparecido y se distinguía fácilmente el camino que alguien —Lenthan, Zifnab, Haplo o los tres— había tomado. El filo de una espada de madera había cortado lianas y enredaderas y sobre el suelo de musgo yacían inertes varias enormes hojas de durnau, segadas de los tallos.
Aleatha se retorcía las manos.
— ¡Es todo culpa mía! Nada más llegar a este lugar horrible, padre empezó a parlotear sin parar. Que si madre estaba aquí, que dónde estaba, que por qué esperábamos tanto... ¡No callaba y yo... le grité! ¡No podía soportarlo más, Paithan!
¡Lo dejé solo!
—No llores, Thea. No es culpa tuya. Debería haberme quedado con él. Debería haberlo sabido. Iré a buscarlo.
—Voy contigo.
Paithan inició una negativa, pero, al ver la cara pálida y surcada de lágrimas de su hermana, cambió de idea y asintió con gesto cansado.
—Está bien. No te preocupes, Thea. No puede haber ido muy lejos. Será mejor que vayas a buscar agua.
Aleatha volvió a la nave apretando el paso. Paithan se acercó a Roland, que estaba inspeccionando meticulosamente las lindes de la espesura en busca de huellas. Rega, tensa y pesarosa, estaba de pie junto a su hermano. Sus ojos buscaron los de Paithan, pero el elfo se negó a cruzar una mirada.
— ¿Encuentras algo?
—Ni rastro.
—Haplo y Zifnab deben de haber huido juntos, pero ¿por qué llevarse a mi padre?
Roland se incorporó y miró a su alrededor.
—No lo sé, pero no me gusta. Este sitio tiene algo extraño. ¡Pensaba que la jungla cerca de Thurn era cerrada, pero, comparada con ésta, era un jardín real!
Zarzas enmarañadas y ramas de árboles se entretejían y amontonaban en tal abundancia que podrían haber formado el techo de una choza gigantesca. Una luz grisácea, mortecina, pugnaba por atravesar la vegetación. La atmósfera era húmeda y sofocante, impregnada de olores a podredumbre y descomposición.
Hacía un calor intenso y, aunque una selva como aquélla debería de estar rebosante de vida, Roland no podía captar el menor sonido pese a escuchar con atención. El silencio podía ser de sorpresa ante la presencia de la nave, pero también podía deberse a algo mucho más siniestro.
—No sé qué piensas tú, elfo, pero yo no quiero quedarme aquí un momento más de lo necesario.
—Creo que todos estamos de acuerdo en eso —respondió Paithan.
Roland lo miró entrecerrando los ojos y preguntó:
— ¿Qué hay del dragón?
—También ha desaparecido.
— ¡Confía en ello!
—No sé qué podemos hacer al respecto, si no aparece. —Paithan movió la cabeza. Estaba cansado y disgustado.
—Nosotros dos iremos contigo. —Rega tenía el rostro empapado en sudor y sus mojados cabellos se le adherían a la piel. Estaba temblando.
—No es necesario.
— ¡Claro que sí! —Replicó Roland con frialdad—. Por lo que sé, tú y el viejo y ese mago de los tatuajes estáis juntos en este asunto. No quiero que vueles también, dejándonos plantados.
Paithan palideció de ira y sus ojos echaron chispas. Abrió la boca para replicar, pero captó la mirada suplicante de Rega y cerró los labios a tiempo de contener sus palabras.
—Haced lo que queráis —murmuró con un encogimiento de hombros, y se alejó en dirección a la nave para esperar a su hermana.
Aleatha emergió de la nave arrastrando un odre de agua. Las faldas, en otro tiempo ligeras y vaporosas, colgaban ahora lacias y hechas trizas en torno a su esbelta figura. Se había atado el chal de la cocinera en torno a los hombros, pero llevaba los brazos desnudos. Roland observó sus pies marfileños cubiertos con unas zapatillas finas y gastadas y comentó:
— ¡No puedes meterte en la jungla vestida de esta manera!
Vio que los ojos de la mujer escrutaban las sombras que se espesaban en torno a los árboles y las enredaderas que se retorcían como serpientes sobre el suelo de musgo. Con la barbilla muy erguida, sus manos se retorcieron sobre el asa de cuero del odre, agarrándolo con energía.
—No recuerdo haber pedido tu opinión, humano.
— ¡Furcia estúpida! —masculló él. La elfa tenía coraje, eso debía reconocerlo.
Se la veía asustada, pero dispuesta a ir de todos modos. Roland sacó la espada y cargó contra la maleza, descargando furiosos tajos contra las enredaderas y las hojas acorazonadas que parecían la materialización misma de su admiración y su deseo por la enloquecedora muchacha.
—Rega, ¿vienes?
La humana titubeó y volvió la cabeza hacia Paithan. El elfo la miró y sacudió la cabeza. « ¿Es que no lo entiendes?», le decía el gesto. «Nuestro amor ha sido un error. Todo ha sido un terrible error.»
Con los hombros hundidos, Rega siguió a su hermano. Paithan suspiró y se volvió hacia su hermana.
—El humano tiene razón, ¿sabes? Podría ser peligroso y...
—Voy en busca de padre —replicó Aleatha y, por el brillo de sus ojos y el gesto de la cabeza, ligeramente ladeada, su hermano comprendió que era inútil discutir. Tomó el odre de sus manos y se lo colgó al hombro. Después, los dos se adentraron en la espesura, avanzando a toda prisa, como si trataran de correr más que su miedo.
Drugar se quedó en la escotilla, sacando filo a su puñal contra la madera. Los pesados enanos eran torpes acechando a sus presas y Drugar sabía que no tenía ninguna posibilidad de acercarse furtivamente a nadie, de modo que se proponía dejar a sus víctimas una buena ventaja antes de ir tras ellas.
CAPITULO 21
EN ALGÚN LUGAR SOBRE PRYAN
— ¡Tenía razón! ¡Es la misma! ¿Qué significa todo esto?
Ante Haplo se alzaba una ciudad hecha de luz de estrellas. Al menos, ésa era la impresión que le produjo hasta que estuvo más cerca. Su radiante belleza era increíble. El patryn no habría aceptado como real lo que veían sus ojos, habría temido que fuera un desvarío de su mente, desquiciada después de haber pasado su Señor sabía cuánto tiempo entre los mensch, de no ser porque ya conocía lo que tenía ante sí.
Pero no lo había visto allí, sino en el Nexo.
No obstante, había una diferencia. Una salvedad que Haplo consideró irónicamente tétrica. La ciudad del Nexo era oscura: una estrella, tal vez, cuya luz se había apagado. O que no había llegado a nacer.
— ¿Qué opinas tú, perro? —Murmuró, acariciando la cabeza del animal—. Es idéntica, ¿verdad? Absolutamente idéntica.
La ciudad estaba edificada muy por encima de la jungla, tras una enorme muralla que se alzaba más arriba que la copa más alta. En el mismo centro, en equilibrio sobre una cúpula de arcos de mármol, surgía una inmensa torre de cristal sobre pilares. La aguja que remataba la torre debía de ser uno de los puntos más elevados de aquel mundo, pensó Haplo levantando la vista. Aquella torre central era el punto en que la luz irradiaba con más brillo. El fulgor era tal que el patryn apenas podía mirar hacia él. Allí, en la torre, la luz estaba deliberadamente concentrada para enviarla hacia el cielo.
—Como la luz de un faro —indicó al perro—. Pero ¿a quién o a qué se supone que guía?
El animal miró a su alrededor, inquieto, sin mostrar el menor interés. Notaba un escozor en el pelaje del cuello y alzó la pata trasera para rascarse, pero decidió que quizás el problema no era el picor; no sabía cuál podía ser, pero notaba que había alguno. Emitió un gañido y Haplo le dio unas palmaditas para que guardara silencio.
La torre central estaba enmarcada por otras cuatro, no tan altas pero idénticas a la primera, que arrancaban de la plataforma que sostenía la cúpula. A un nivel inferior, se alzaban otras ocho torres iguales. Detrás de esas últimas se sucedían ocho enormes terrazas de mármol escalonadas. A imitación de las terrazas de tierra que sin duda les habían servido de modelo, las inmensas plataformas sostenían edificios y viviendas. Finalmente, a cada extremo de la muralla de defensa se levantaba otra torre rematada con su correspondiente aguja.
Si aquella ciudad seguía el mismo trazado que la del Nexo, y Haplo no tenía ninguna razón para pensar lo contrario, habría cuatro de esas torres, situada cada una en un punto cardinal.
Haplo continuó la marcha por la jungla, con el perro trotando junto a sus tobillos. Los dos avanzaban ágilmente y en silencio entre la enmarañada maleza, sin dejar otro rastro de su paso que el leve resplandor, que se desvanecía enseguida, de las runas en la vegetación.
Y entonces, bruscamente, la jungla se terminó como si alguien la hubiera cubierto de tierra. Delante de Haplo, bañado por el radiante sol, se distinguía un camino tallado entre ásperas peñas. A cubierto entre las sombras de los árboles, el patryn se inclinó hacia adelante y puso la mano en la piedra. Era real, sólida, de tacto rugoso y calentada por el sol; no se trataba de ningún espejismo, como había sospechado en un principio.
—Una montaña. Han construido la ciudad en la cima de una montaña —
murmuró. Alzó la cabeza y observó el camino que serpenteaba entre las rocas. La calzada era llana y despejada, y quien la recorriera quedaría irremediablemente expuesto a la vista de quien montara guardia en las murallas de la ciudad.
Haplo tomó un trago de agua, dio de beber al perro y observó la urbe, concentrado y meditabundo. Recordó las toscas viviendas de los mensch, construidas en madera y colgadas de los árboles.
—No hay duda —murmuró—. Esto es obra de los sartán. Y tal vez sigan ahí, todavía. Puede que vayamos al encuentro de un par de miles de nuestros ancestrales enemigos.
Se agachó y examinó el camino, aunque sabía que era en vano. El viento que soplaba con un lúgubre ulular entre los peñascos se habría llevado cualquier rastro de huellas de gente. Haplo sacó las vendas que había guardado en un bolsillo y empezó a enrollarlas lenta y metódicamente en torno a sus manos.
—Aunque no creo que esto nos sirva de mucho —comentó al perro, el cual pareció inquieto ante tal perspectiva—. En Ariano, ese sartán que se hacía llamar
Albert no tardó en descubrirnos. Claro que en esa ocasión fuimos muy descuidados, ¿verdad, muchacho? —El animal no parecía compartir su opinión, pero decidió no discutir—. Aquí, estaremos más alerta.
El patryn se colgó el odre al hombro, dejó atrás la selva y se encaminó hacia la senda salpicada de piedras que serpenteaba entre los peñascos, bordeada de unos pocos pinos ralos que se agarraban con tenacidad a las cunetas. Entornando los ojos bajo el fulgor del sol, tomó la calzada.
—Sólo somos un par de viajeros, ¿verdad, muchacho? Un par de caminantes... que han visto su luz.
—Eres muy amable al acompañarme —declaró Lenthan Quindiniar.
—Vamos, vamos. Sobra el comentario —respondió Zifnab.
—No creo que hubiera podido conseguirlo solo. Tienes una manera de moverte por la jungla realmente admirable. Es casi como si los árboles se apartaran de tu paso al verte llegar.
—Más bien es como si salieran huyendo al verlo —tronó una voz lejana bajo la planicie de musgo.
— ¡No empecemos! —gruñó Zifnab, dirigiendo una mirada colérica hacia el suelo al tiempo que descargaba un enérgico pisotón.
—Tengo un hambre terrible.
—Ahora, no. Vuelve dentro de una hora.
— ¡Hum...! —Algo de gran tamaño se alejó culebreando entre la maleza.
— ¿Era el dragón? —Preguntó Lenthan con tono de cierta preocupación—. No le hará daño a mi esposa, ¿verdad? Si se la encuentra, podría...
—No, no —respondió el hechicero, mirando a su alrededor—. Lo tengo bajo mi control. No hay nada que temer. Absolutamente nada. Por cierto, no te habrás fijado en qué dirección tomaba, ¿verdad? No es que importe mucho... —El viejo hechicero asintió con la cabeza, moviendo la barba—. Bajo mi control. Sí.
Absolutamente. —Acompañó sus palabras con una furtiva mirada a su espalda.
El hechicero humano y el viejo elfo se sentaron a descansar en las ramas de un viejo árbol cubierto de musgo que se alzaba en un claro del bosque fresco y umbrío, al abrigo del ardiente sol.
—Y gracias por traerme a esta estrella. Te lo agradezco de veras —continuó
Lenthan, y miró a su alrededor con plácida satisfacción, apoyando las manos en las rodillas y contemplando los árboles y las enredaderas y las sombras fugaces—.
¿Crees que nos queda mucho para encontrarla? Me siento bastante fatigado.
Zifnab miró a Lenthan y le dirigió una suave sonrisa. Cuando contestó, su voz se había dulcificado.
—Ya no está lejos, amigo mío. —El hechicero dio unas palmaditas en la mano lechosa y avejentada del elfo—. No está lejos. De hecho, creo que no es preciso que viajemos más. Me parece que ella vendrá a nuestro encuentro.
— ¡Maravilloso! —Una oleada de color inundó las pálidas mejillas de Lenthan.
Se puso en pie y su mirada buscó con ansia en la espesura, pero casi de inmediato volvió a sentarse. El color desapareció otra vez de sus mejillas, que recuperaron su habitual tono ceniciento y cerúleo. El elfo buscó aire con un jadeo y Zifnab le pasó el brazo en torno a los hombros, ofreciéndole sostén y consuelo.
Lenthan emitió un suspiro tembloroso y ensayó una sonrisa.
—No debería haberme incorporado tan deprisa. Me ha entrado un mareo terrible. —Hizo una pausa y añadió—: Creo que me estoy muriendo.
Zifnab volvió a darle unas palmaditas en el revés de la mano.
—Vamos, vamos, camarada. No es necesario que saques conclusiones precipitadas. Es otro de tus accesos de debilidad, eso es todo. Pronto pasará...
—No, por favor, no me mientas. —Lenthan le dirigió una desvaída sonrisa—.
Estoy preparado. He estado muy solo, ¿sabes? Muy solo.
El hechicero se secó las lágrimas con la punta de la barba.
—No volverás a sentirte solo, amigo mío. Nunca más.
Lenthan asintió; luego, suspiró.
—Es que me siento muy débil y necesitaré todas mis fuerzas para viajar con ella cuando llegue. ¿Te... importaría mucho que me apoyara en tu hombro? Será sólo un momento, hasta que todo deje de dar vueltas.
—Sé cómo te sientes —dijo Zifnab—. El condenado suelo no se queda quieto como cuando uno era joven. Para mí, mucha culpa de ello la tiene la tecnología moderna. Los reactores nucleares.
El hechicero se acomodó contra el grueso tronco del árbol y el elfo apoyó la cabeza en su hombro. Zifnab continuó comentando algo acerca de los quarks. A
Lenthan le agradó el sonido de la voz del anciano, aunque no prestó atención a sus palabras. Con una sonrisa en los labios y la mirada fija en las sombras, aguardó pacientemente la llegada de su esposa.
—Y bien, ¿qué hacemos ahora? —Roland dirigió una mirada furiosa a Aleatha y señaló con un gesto las aguas oscuras que les impedían el paso—. Te dije que ella no debería haber venido, elfo. Tendremos que dejarla atrás.
— ¡Nadie me va a dejar atrás! —replicó Aleatha, pero dejó que los demás pasaran delante, cuidando de no acercarse demasiado a la charca oscura y pestilente. Habló en elfo, pero había entendido al humano. Aunque elfos y humanos se habían pasado la travesía en la nave peleándose, al menos eso les había servido para aprender a insultarse en el idioma del otro.
—Tal vez exista algún vado —apuntó Paithan.
—Aunque lo haya, nos llevará días abrirnos paso entre la jungla hasta dar con él. —Rega se secó el sudor de la frente y añadió—: No sé cómo pueden avanzar tan deprisa entre esta maraña.
—Mediante la magia —murmuró Roland—. Y, probablemente, esa misma magia los ha transportado sobre estas aguas infectas. En cambio, a nosotros no va a ayudarnos. Tendremos que rodearlas o cruzarlas a nado.
— ¡A nado! —Aleatha dio un paso atrás con un escalofrío.
Roland no dijo nada, pero le dirigió una mirada... y sus ojos lo dijeron todo:
Niña mimada, engreída...
Aleatha se apartó los cabellos de la cara y, antes de que Paithan pudiera detenerla, echó a correr y se metió en la charca.
Se hundió hasta media pierna y la superficie del agua se rizó en ligeras ondas aceitosas. De pronto, una silueta sinuosa cortó las ondas, deslizándose rápidamente por la superficie hacia la elfa.
— ¡Una serpiente! —gritó Roland, al tiempo que se lanzaba a la charca y se colocaba delante de Aleatha, dando furiosos zarpazos en el agua con su raztar.
Paithan arrastró a su hermana a la orilla mientras Roland seguía luchando frenéticamente, batiendo el agua con sus golpes. Al perder de vista a su presa, se detuvo y miró a su alrededor.
— ¿Dónde se ha metido? ¿La habéis visto?
—Creo que ha escapado por allí, hacia los juncos. —Rega señaló el lugar.
Sin desviar un momento la atención y con el raztar preparado, Roland exclamó, dirigiéndose a Aleatha:
— ¡Idiota! ¡Has estado a punto de matarte! —La rabia casi le impedía hablar.
Aleatha se volvió, temblando bajo las ropas mojadas. Su cara tenía una palidez mortal, pero su mirada era desafiante.
— ¡No vais a... dejarme atrás! —Murmuró, venciendo a duras penas el castañeteo de dientes—. ¡Si vosotros podéis cruzar... yo también!
— ¡Nosotros llevamos botas y ropas de cuero! ¡Tenemos alguna posibilidad...!
¡Ah!, ¿de qué sirve discutir? —Roland agarró a Aleatha y la tomó en brazos mientras ella gemía y farfullaba.
— ¡Suéltame! —Aleatha se resistió, agitándose y dando puntapiés. Sin darse cuenta, sin pensarlo, estaba utilizando el idioma de los humanos.
—Todavía no. Cuando lleguemos al centro de la charca —murmuró Roland, chapoteando en el agua.
Aleatha contempló las negras aguas, recordó lo que acababa de suceder y se estremeció. Sus brazos rodearon el cuello del hombre, y se cerraron con fuerza.
—No lo harías, ¿verdad? —murmuró, agarrándose con desesperación.
Roland contempló su rostro, tan próximo. Los ojos púrpura de la elfa, desorbitados de terror, eran oscuros como el vino y mucho más embriagadores.
Sus cabellos al viento se mecían en torno al humano, produciéndole un cosquilleo.
Su cuerpo, cálido y tembloroso, apenas le pesaba en los brazos. Una oleada de amor lo traspasó, le hizo bullir la sangre, más dolorosa que el veneno de cualquier serpiente.
—No —respondió, y la voz se le quebró al pasar por el doliente nudo de deseo que le atenazaba la garganta. Sus manos estrecharon a Aleatha con más fuerza.
Rega y Paithan avanzaban tras ellos.
— ¿Qué ha sido eso? —jadeó ella, volviendo la cabeza.
—Un pez, creo —respondió Paithan, acercándose a ella rápidamente. La tomó del brazo y Rega alzó la cara con una sonrisa esperanzada.
El elfo tenía una expresión grave, solemne. Le ofrecía protección, nada más.
La sonrisa de Rega se desvaneció y los dos continuaron la travesía en silencio, con la mirada fija en las aguas. Por fortuna, la charca no era profunda y apenas cubría por la rodilla en su punto central. Cuando llegaron a la orilla opuesta, Roland salió del agua y depositó a Aleatha en el suelo.
Ya se disponía a continuar la marcha cuando notó un tímido contacto en el brazo.
—Gracias —murmuró Aleatha.
Le había costado decirlo. No porque la palabra fuera difícil de pronunciar en humano, sino porque a la elfa le suponía un esfuerzo encontrar palabras para dirigirse a aquel hombre, que despertaba en ella emociones tan agradables y desconcertantes. Sus ojos estudiaron los labios de dulces líneas de Roland y recordó el beso y el fuego que había encendido en su cuerpo. Se preguntó si sucedería una segunda vez. El humano estaba ahora tan cerca de ella que sólo tenía que moverse un poco más, ni siquiera medio paso, y...
Entonces, la elfa se acordó. Roland la odiaba, la despreciaba. Volvió a oír sus palabras: Espero que te pudras aquí..., golfa estúpida..., pequeña idiota... Su beso había sido un insulto, una burla.
El hombre contempló el rostro lechoso vuelto hacia él y lo vio petrificarse en una mueca de desdén. Toda su pasión se convirtió en hielo en sus entrañas. —No me las des, elfa. Al fin y al cabo, ¿qué somos los humanos, sino vuestros esclavos?
Roland se alejó, adentrándose en la jungla. Aleatha lo siguió. Su hermano y
Rega caminaban tras ella, separados y solitarios. Todos ellos se sentían desdichados y decepcionados. Todos ellos, irritados y resentidos, daban vueltas a una misma idea: con sólo que el otro dijera algo, cualquier cosa, el malentendido quedaría aclarado. Y, sin embargo, todos ellos avanzaban decididos a no ser los primeros en hablar.
El silencio entre los cuatro creció hasta convertirse casi en un ser vivo que los acompañaba. Su presencia era tan intensa que, cuando Paithan creyó oír un sonido tras ellos —un sonido como el de unas botas pesadas chapoteando en el agua—, continuó callado, negándose a comentarlo con los demás.
CAPÍTULO
EN ALGÚN LUGAR DE PRYAN
Haplo y el perro avanzaron por el camino. El patryn vigiló atentamente las murallas de la ciudad, pero no vio a nadie. Aguzó el oído, pero no captó más sonido que el suspiro del viento entre las peñas, como un cuchicheo. Estaba solo en la ladera requemada por el sol.
El camino lo condujo directamente a una gran puerta metálica en forma de hexágono con inscripciones rúnicas. Era la entrada a la ciudad. Sobre la cabeza de
Haplo se alzaban unas altísimas murallas de liso mármol blanco. Diez patryn de su tamaño, subidos uno encima de otro, no habrían bastado para que el último de ellos pudiera asomarse sobre el borde del muro. Tocó éste con una mano. El mármol era finísimo, pulido con gran cuidado. Una araña habría tenido dificultades para subir por él. La puerta de la ciudad estaba sellada. La magia que la protegía, y que resguardaba también la muralla, hizo que a Haplo le escocieran las runas tatuadas en su piel. Los sartán habían tenido el control absoluto. Nadie podría haber entrado en la ciudad sin su permiso y conocimiento.
— ¡Ah, de la guardia! —gritó, torciendo el cuello para distinguir algo en lo alto de la muralla.
Le llegó el eco de su propia llamada.
El perro, alarmado por el sonido fantasmal del eco de su amo, echó atrás la cabeza y emitió un aullido. El quejumbroso ladrido resonó en el mármol, desconcertando al propio Haplo, que posó una mano tranquilizadora en la testuz del animal. Cuando los ecos se apagaron, prestó atención, pero no oyó nada más.
Tras esto, le quedaron pocas dudas. La ciudad estaba vacía, abandonada.
Haplo pensó en aquel mundo donde el sol brillaba constantemente y en el impacto que un lugar así tendría en una gente acostumbrada a unos períodos regulares de noches y días. Pensó en los elfos y los humanos, colgados de los árboles como pájaros, y en los enanos, que se enterraban en madrigueras bajo el musgo, como desesperada evocación de sus hogares subterráneos. Y pensó en los titanes y su búsqueda, patética y horrible.
Volvió a contemplar las murallas lisas y relucientes y apoyó la mano en el mármol. Bajo el fulgor del sol, la piedra resultaba extrañamente fría. Fría, dura e impenetrable como el pasado para quienes habían sido expulsados del paraíso. El patryn no terminaba de entenderlo todo. La luz, por ejemplo. Era algo parecido a la
Tumpa-chumpa de Ariano. ¿Cuál era su objetivo? ¿Por qué estaba allí? En el mundo del Aire había podido resolver el misterio... o, más bien, se lo habían resuelto. Ahora, se sintió capaz de desentrañar el misterio de las estrellas de
Pryan. Al fin y al cabo, se disponía a entrar en una de ellas.
Estudió de nuevo la puerta hexagonal y reconoció la estructura de runas grabada en su reluciente superficie de plata. Faltaba una runa. Si se invocaba aquel signo mágico, la puerta se abriría. Era una muestra de magia sartán bastante elemental, de elaboración sencilla. No se habían roto la cabeza diseñándola, pero ¿por qué iban a hacer otra cosa? Al fin y al cabo, nadie salvo los sartán conocía la magia de las runas.
Bien, casi nadie.
Haplo pasó la mano arriba y abajo por la lisa superficie de la muralla. El conocía la magia de los sartán y podría haberla utilizado para abrir la puerta, pero prefirió no hacerlo. Utilizar las estructuras rúnicas de sus enemigos lo haría sentir torpe e inepto, como un niño trazando signos mágicos en el polvo del suelo.
Además, le causaría una gran satisfacción abrirse paso en aquel muro supuestamente impenetrable empleando su propia magia. La de los patryn, enemigos acérrimos de los sartán.
Haplo levantó las manos, puso los dedos sobre el mármol y empezó a recorrer los signos grabados en la piedra. — ¡Silencio!
— ¡Pero si no estaba diciendo nada!
—No, no. Quiero decir que no hagáis ruido. Me parece que he oído algo.
Los cuatro expedicionarios se quedaron inmóviles, absolutamente quietos, conteniendo incluso la respiración. También la jungla parecía paralizada. No corría la menor brisa que moviera las hojas, no se oía a ningún animal escabullándose y no llegaba hasta ellos ningún trino de pájaro. Al principio, no distinguieron nada.
El silencio era tan pesado y opresivo como el calor. Las sombras de los gruesos árboles se cerraban en torno a ellos y más de uno en el grupo se estremeció, secándose un sudor frío de la frente.
Y entonces oyeron una voz.
—Así que le dije a George: «George, la tercera película era una birria. Cositas peludas inteligentes... Quienes aún conservamos un poco de sentido común hemos sentido un deseo irrefrenable de cogerlas y disecarlas...»
—Aguarda —respondió otra voz, débil y tímida—. ¿No has oído algo? —
Añadió, con creciente excitación—. Sí, creo que lo oigo. ¡Es ella! ¡Por fin viene a mí!
— ¡Padre! —exclamó Aleatha, y se lanzó a la carrera por el sendero. Los demás, con las armas desenvainadas y prestas, siguieron a la elfa hasta salir a un claro. Una vez en él, se detuvieron desconcertados y se sintieron bastante estúpidos al descubrir que el viejo hechicero humano y el desquiciado elfo eran lo más peligroso que podían encontrar allí.
— ¡Padre! —repitió Aleatha mientras corría hacia Lenthan. Sin embargo, para su sorpresa, el hechicero se interpuso en su camino.
Zifnab se había levantado de su asiento en el árbol y se había plantado ante el grupo con expresión grave y solemne. Detrás del hechicero, Lenthan Quindiniar estaba de pie con los brazos abiertos y el rostro iluminado por un fulgor que no pro- cedía del cuerpo sino del alma.
— ¡Mi querida Elithenia! —Exclamó, avanzando un paso—. Qué encantadora estás. ¡Justo como te recordaba!
Los cuatro siguieron la dirección de su mirada sin ver otra cosa que sombras densas y cambiantes.
— ¿Con quién habla? —preguntó Roland en un murmullo asombrado.
Paithan movió la cabeza con los ojos llenos de lágrimas. Rega se acercó furtivamente al elfo, tomó la mano de éste entre las suyas y la estrechó con fuerza.
— ¡Déjame pasar! —gritó Aleatha, colérica—. ¡Padre me necesita!
Zifnab alargó el brazo y sujetó a la muchacha con una firmeza impensada en un hombrecillo de aspecto tan viejo y frágil.
—No, querida. Ya no.
Aleatha lo miró sin decir palabra; luego, observó a su padre. Lenthan seguía con los brazos abiertos, extendidos al frente, como si tratara de asir las manos de algún ser querido que se acercara.
—Han sido los cohetes, Elithenia —declaró el elfo con tímido orgullo—. Hemos viajado hasta aquí gracias a mis cohetes. Sabía que te encontraría aquí, estaba seguro de ello. Allí abajo, levantaba los ojos hacia el cielo y te veía brillando sobre mí, inmutable, pura y radiante.
—Padre... —susurró Aleatha.
Lenthan no la oía, no se daba cuenta de su presencia. Sus manos se cerraron, asiendo el aire convulsivamente. Una expresión de alegría bañó su rostro y unas lágrimas de placer corrieron por sus mejillas. Por último, cerró los brazos estrechando contra su pecho una figura invisible y se derrumbó sobre el musgo.
Aleatha apartó a Zifnab, corrió hasta su padre, se arrodilló junto a él y le incorporó el pecho.
—Lo siento, padre —murmuró entre sollozos—. ¡Lo siento! ¡Debería haberme ocupado de ti!
Lenthan le dirigió una sonrisa.
—Mis cohetes...
Se le cerraron los ojos, suspiró y se relajó en brazos de su hija. Al resto de los presentes les dio la impresión de que el elfo se había sumido en un sueño reparador.
— ¡Padre! ¡Por favor! Yo también me sentía sola. Yo no sabía... ¡No lo sabía, padre! ¡Pero ahora estaremos juntos, nos tendremos el uno al otro!
Con suavidad, Paithan se apartó de Rega, hincó la rodilla, alzó la cabeza fláccida de Lenthan y colocó sus dedos en la cara interna de la muñeca de éste.
Después, dejó caer la mano. Pasando el brazo en torno a los hombros de su hermana, la apretó contra sí.
—Es demasiado tarde. Ya no puede oírte, Thea. —El elfo forzó a la muchacha a retirar los brazos del cuerpo de su padre y depositó con suavidad el cadáver sobre el musgo—. Pobre hombre. Loco hasta el final.
— ¿Loco? —Zifnab lanzó una mirada furiosa al elfo—. ¿Qué quiere decir loco?
Ha conseguido encontrar a su esposa en la estrellas, tal como le había prometido.
¡Por eso lo traje aquí!
—No sé quién está más chiflado... —murmuró Paithan.
Aleatha no apartó la mirada de su padre. Había dejado de llorar de repente, bruscamente, con un profundo y tembloroso jadeo. Después de pasarse las manos por los ojos y la nariz para enjugarse las lágrimas, se puso en pie.
—No importa. Míralo. Ahora es feliz. Padre nunca fue feliz, hasta ahora.
Ninguno de nosotros lo ha sido. —Su voz se hizo amarga—. Deberíamos habernos quedado y morir...
—Me alegro de que os sintáis así —la interrumpió una voz ronca—. Eso os hará más fácil morir ahora.
Drugar apareció al final del sendero, sujetando enérgicamente a Rega por el brazo con su mano izquierda. En la diestra, el enano empuñaba su daga, cuya punta amenazaba hundir en el vientre de la humana.
— ¡Maldito! Suéltala o... —Roland dio un paso al frente.
El enano hundió un poco más de la punta de la daga, dejando una siniestra marca en las ropas de cuero blando de Rega.
— ¿Habéis visto alguna vez a alguien con una herida en el vientre? —Drugar miró al grupo con una mueca de odio—. Es una muerte lenta y dolorosa. Sobre todo aquí, en la jungla, con tantos insectos y animales...
Rega soltó un gemido, temblando bajo la mano de su captor.
—Está bien. —Paithan levantó las manos—. ¿Qué quieres?
—Dejad las armas en el suelo.
Roland y el elfo obedecieron la orden, arrojando el raztar y la afilada espada de madera a los pies de Drugar. El enano las arrastró hacia sí con una de sus gruesas botas y, de un puntapié, las envió detrás de la posición que ocupaba en el camino.
—Y tú, viejo, nada de magia —gruñó a continuación.
— ¿Yo? ¡Ni soñarlo! —respondió Zifnab con tono sumiso.
El suelo vibró ligeramente bajo sus pies y una mueca de preocupación cruzó el rostro del anciano hechicero—. ¡Oh, vaya! Yo... supongo que ninguno de vosotros ha... ha visto a mi dragón, ¿verdad?
— ¡Cállate! —masculló Drugar, y penetró en el claro arrastrando a Rega a su lado. El enano mantuvo la daga apretada contra ella y la mirada pendiente de cualquier movimiento—. Poneos allí —señaló un árbol con un gesto—. Todos.
¡Hacedlo enseguida!
Roland, con las manos en alto, retrocedió hasta topar con el tronco. Aleatha se encontró apretada contra el vigoroso cuerpo del humano. Roland se adelantó un paso, interponiendo su cuerpo entre la elfa y Drugar. Paithan se unió a él, protegiendo también a su hermana.
Zifnab bajó la vista al suelo y movió la cabeza mientras seguía murmurando:
— ¡Oh, vaya! ¡Señor, señor!
— ¡Tú también, viejo! —gritó Drugar.
— ¿Qué? —El hechicero alzó la cabeza y parpadeó—. Por cierto, ¿me permites que diga una cosa? —Zifnab avanzó unos pasos, con la cabeza inclinada hacia adelante en gesto de confidencialidad—. Creo que tenemos un buen problema. Es el dragón...
La daga cortó el cuero de los pantalones de Rega, dejando a la vista la carne.
La muchacha soltó un jadeo y se estremeció. El enano apretó el filo de la daga contra la piel desnuda.
— ¡Vuelve atrás, viejo! —gritó Paithan con la voz quebrada por el pánico.
Zifnab miró a Drugar con tristeza.
—Quizá tengas razón. Voy a colocarme con los demás, allí, junto al árbol...
El hechicero retrocedió rápidamente. Roland lo agarró, casi levantándolo del suelo.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Paithan.
—Ahora, todos vais a morir —respondió Drugar con una calma que sonó horrible a sus oídos.
—Pero ¿por qué? ¿Qué hemos hecho?
—Vosotros matasteis a mi pueblo.
— ¡No puedes acusarnos así! —Exclamó Rega, desesperada—. ¡No fue culpa nuestra!
—Está loco —murmuró Roland al oído del elfo—. Saltemos sobre él. ¡No puede enfrentarte a todos a la vez!
—No —replicó Paithan en tono terminante—. ¡Antes de llegar hasta él, mataría a Rega!
—Con las armas podríamos haberlos detenido —continuó Drugar, soltando espumarajos y con los ojos desorbitados bajo sus negras cejas—. ¡Podríamos haber luchado! ¡Pero nos dejasteis sin ellas! ¡Queríais que muriéramos!
Drugar hizo una pausa y prestó atención. Dentro de él, algo se agitó, susurrándole:
Ellos cumplieron su palabra. Trajeron las armas. Llegaron demasiado tarde, pero no fue culpa suya. Ignoraban la urgente necesidad que teníamos de ellas.
El enano tragó la saliva que parecía a punto de ahogarlo.
— ¡No! ¡Es falso! —gritó, enfurecido—. ¡Lo hicisteis a propósito! ¡Tenéis que pagar!
No habría importado. No habría servido de nada. Nuestro pueblo estaba condenado y nada podría haberlo salvado.
— ¡Drakar! —exclamó el enano, volviendo la cabeza hacia lo alto. El puñal temblaba en su mano—. ¿No lo ves? ¡Sin esto, no me queda nada!
— ¡Ahora!
Roland se lanzó hacia adelante y Paithan lo siguió rápidamente. El humano agarró a su hermana y la liberó de la mano de Drugar, empujándola al instante hacia el otro extremo del claro. Aleatha sostuvo en sus brazos a una Rega temblorosa y tambaleante.
Paithan sujetó la mano con la que el enano empuñaba el puñal y le retorció la muñeca. Roland arrancó el arma de sus dedos crispados, la empuñó y apoyó su cortante filo sobre la vena que corría bajo la oreja de Drugar.
—Nos veremos en el inf...
El suelo bajo sus pies se elevó y dio sacudidas, arrojándolos a todos por el suelo como muñecos de un niño enfadado. Una cabeza gigantesca asomó entre el musgo, arrancando árboles y lianas a su paso. Unos ojos encarnados, flameantes, los observaron desde lo alto y una lengua negra se agitó como un látigo ante unas fauces entreabiertas de colmillos blanquísimos.
— ¡Me lo temía! —Exclamó Zifnab sin alzar la voz—. ¡Se ha roto el hechizo!
¡Corred! ¡Huid para salvar la vida!
— ¡Podemos... luchar! —Paithan alargó la mano para alcanzar su espada, pero no pudo hacer más sin perder el equilibrio sobre el musgo ondulante.
— ¡No puedes luchar con un dragón! Además, yo soy el único que le interesa, en realidad. ¿No es así? —El hechicero se volvió lentamente hasta quedar cara a cara con el dragón.
. Cerveza fuerte. (N. del a.)
— ¡Sí! —declaró la criatura con un siseo. Su lengua y sus colmillos rezumaban odio como si fuera veneno—. ¡Sí! ¡Tú, viejo! Me tenías prisionero, amarrado con artes mágicas. Pero ya no. Eso ha quedado atrás. Estás débil, viejo.
No deberías haber invocado el espíritu de esa elfa. Total, ¿para qué? ¿Para engañar a un moribundo?
Desesperado, apartando los ojos del terror del dragón, Zifnab alzó la voz en una canción:
Siempre que a un sitio llegaba, con gusto rumores escuchaba sobre el hombre que no derrochaba la buena cerveza y la buena comida.
Dice el Señor, que no es gran pensador pero en sapiencia no hay nadie superior:
«No hay nada en el mundo mejor que una cerveza de víbora? bien servida».
El dragón acercó ligeramente la cabeza. El viejo hechicero lo miró sin querer, vio sus ojos llenos de ferocidad y titubeó.
He vagado por tierras y..., hum...
Veamos: He visto guerras y reyes y..., hum...
Dabada... ba
...que todavía era... no sé qué de una chica...
Tan cerca de ti, sentí el calor...
— ¡Los versos! ¡No son ésos, hechiceros! —Gritó Roland—. ¡Mira al dragón! ¡El hechizo no da resultado! ¡Es preciso huir antes de que sea demasiado tarde!
—Pero no podemos dejarlo aquí, luchando solo —replicó Paithan.
— ¡Os he traído a este mundo por una razón! ¡No desperdiciéis vuestras vidas o desbarataréis todo lo que he forjado! ¡Buscad la ciudad! —Gritó Zifnab, agitando los brazos—. ¡Buscad la ciudad!
El hechicero echó a correr. El dragón bajó la cabeza como una centella, y sus dientes atraparon la falda de su túnica, enviándolo al suelo. Las manos de Zifnab escarbaron en el musgo en un esfuerzo desesperado por liberarse.
— ¡Escapad, estúpidos! —gritó una vez más, y las mandíbulas del dragón se cerraron sobre él.
CAPITULO 22
EN ALGÚN LUGAR DE PRYAN
Haplo exploró a placer la ciudad desierta, tomándose tiempo y estudiándola con detenimiento para llevar un informe claro y preciso a su señor. En varios momentos se preguntó qué andarían haciendo los mensch, pero borró la pregunta de su mente por falta de interés. Lo que encontrara —o dejara de encontrar— dentro de las murallas de la ciudad era mucho más importante.
En el interior del recinto amurallado, la ciudad era distinta a su hermana del Nexo.
Las diferencias explicaban muchas cosas, aunque dejaban sin respuesta algunas cuestiones.
Al otro lado de la puerta hexagonal se abría una amplia plaza circular pavimentada.
Con una mano, Haplo trazó en el aire una serie de runas azules, brillantes, y retrocedió unos pasos para contemplar el efecto. Unas imágenes, recuerdos del pasado conservados en el interior de la piedra, cobraron vida poblando de fantasmas la plaza. De pronto, ésta quedó llena de leves reflejos de personas comprando, negociando o comentando las noticias del día. Caminando entre ellos, Haplo distinguió en algún momento la figura virtuosa, vestida con túnica blanca, de un sartán.
Era día de mercado en la plaza... Días de mercado, más bien, pues Haplo era testigo del paso del tiempo, que fluía como un rápido torrente ante sus ojos. No todo era paz y tranquilidad dentro de las blancas murallas. Elfos y humanos se enfrentaban; había derramamientos de sangre en el bazar. Los enanos organizaban tumultos, arrasando tenderetes y destrozando comercios. Los sartán eran demasiado pocos y ni siquiera su magia era suficiente para encontrar un antídoto para el veneno del odio y de los prejuicios raciales.
Y luego aparecieron, caminando entre los mensch, aquellas otras criaturas gigantescas, más altas que muchos edificios, carentes de ojos, mudas, recias y poderosas.
Estas criaturas restauraron el orden y protegieron las calles. Con su presencia, los mensch vivían en paz, pero era una paz forzada, débil, infeliz.
Conforme pasaba el tiempo, las imágenes se hacían menos claras. Haplo forzó la vista, pero le fue imposible distinguir lo que sucedía y se dio cuenta de que no era su magia la que fallaba, sino la de los sartán que había mantenido cohesionada la ciudad. La visión menguó, difuminándose y corriéndose como los colores de una acuarela mojada por la lluvia. Finalmente, Haplo no pudo ver nada en la plaza. La explanada estaba vacía;
todas las imágenes habían desaparecido.
—Así pues —comentó el patryn al perro, despertándolo; el aburrido animal se había dedicado a dormitar durante la fantasmagórica representación—, los sartán destruyeron nuestro mundo, dividiéndolo en sus cuatro elementos. Trajeron a los mensch a este mundo a través de la Puerta de la Muerte, igual que los llevaron a Ariano. Pero aquí, como en ese otro mundo, los sartán tropezaron con problemas. En Ariano, el mundo del Aire, los continentes flotantes tenían todo lo necesario para la supervivencia de los mensch, menos agua. Los sartán construyeron la gran Tumpa-chumpa con la intención de alinear las islas y bombear hasta ellas el agua obtenida de la tormenta que ruge en la zona inferior.
»Pero algo sucedió. Por alguna razón misteriosa, los sartán renunciaron al proyecto y, al mismo tiempo, abandonaron a los mensch. Cuando llegaron a este mundo, a Pryan, lo consideraron prácticamente inhabitable, desde su punto de vista. Estaba invadido por una jungla lujuriante, carecía de rocas y de metales fáciles de forjar y tenía un sol que brillaba constantemente. Entonces, construyeron estas ciudades y llevaron a los mensch a vivir entre sus murallas protectoras, proporcionándoles incluso, mediante la magia, unos ciclos artificiales de días y noches que les recordaran su lugar de origen.
El perro se lamió las patas, cubiertas del suave polvillo blanco que llenaba la ciudad, y dejó que su amo continuara divagando. De vez en cuando, ladeaba la cabeza para indicar que estaba atento.
—Sin embargo, los mensch no mostraron la debida gratitud.
Haplo lanzó un silbido al perro y se internó en las calles de la ciudad, dejando atrás la plaza y sus espectros.
—Mira, rótulos en la lengua de los elfos. Edificios construidos al estilo élfico:
minaretes, arcos, delicadas filigranas. Y, aquí, viviendas humanas: sólidas, robustas, macizas. Construidas para dar una falsa sensación de permanencia a sus breves vidas. Y en alguna parte, probablemente bajo nuestros pies, supongo que encontraríamos las moradas de los enanos, todo pensado para que convivieran en perfecta armonía.
»Por desgracia, los miembros de ese trío no tenían las mismas partituras. Y cada cual cantaba su propia melodía sin prestar oídos a los demás.
Haplo hizo una pausa y miró atentamente a su alrededor.
—Este lugar es muy distinto a la ciudad del Nexo. La ciudad que nos dejaron los sartán (sólo ellos saben por qué) no está dividida. Y los rótulos están en el idioma de nuestros ancestrales enemigos. Es evidente que tenían la intención de volver a ocupar la ciudad del Nexo. Pero ¿por qué? ¿Y por qué construir otra casi idéntica en Pryan? ¿Por qué se fueron los sartán? ¿Y adonde? ¿Qué hizo huir de las ciudades a los mensch? ¿Y qué tienen que ver los titanes con todo esto?
La cristalina torre central de la ciudad, destellante y tachonada de mil y un reflejos, se alzaba sobre Haplo desde cualquier sitio que mirara. De su interior surgía aquella luz blanca y cegadora, la luz de una estrella. Su fulgor se incrementó cuando el extraño crepúsculo mágico empezó a extenderse lentamente sobre la ciudad.
—Las respuestas tienen que estar aquí —dijo Haplo al perro.
El animal levantó las orejas, emitió un gañido y volvió la cabeza, mirando hacia la puerta. El perro y su amo oyeron el leve murmullo de unas voces —voces de mensch— y el rugido de un dragón.
—Vamos —dijo el patryn, sin apartar un solo instante la mirada de la torre luminosa.
El perro titubeó, meneando el rabo. Haplo chasqueó los dedos—. He dicho que vengas.
Con las orejas gachas y la cabeza hundida, el animal obedeció. Los dos continuaron andando por la calle desierta, internándose en el corazón de la ciudad.
Atenazando al hechicero entre los dientes, el dragón volvió a sumergirse bajo el musgo. Arriba, los cuatro testigos aguardaron, paralizados de sorpresa y espanto e incapaces de moverse. Instantes después, les llegó de abajo un grito terrible, como el de alguien a quien estuvieran descuartizando.
Luego, sólo un silencio terrible, siniestro. Paithan se estremeció, como si despertara de alguna pesadilla espantosa.
— ¡Corred! ¡Escapad o nosotros seremos los siguientes!
— ¿Hacia dónde? —preguntó Roland.
— ¡Por ahí! ¡Hacia donde nos ha dicho el viejo!
—Puede ser un truco...
— ¡Está bien! —Exclamó el elfo—. ¡Espera aquí y pregúntale la dirección al dragón, si lo prefieres!
Paithan agarró a su hermana, pero Aleatha se resistió a irse.
— ¡Padre! —gritó, acuclillándose junto al cadáver que descansaba pacíficamente en el suelo.
— ¡Aleatha! ¡Ahora es preciso pensar en los vivos, no en los muertos! —Insistió
Paithan—. ¡Mirad! ¡Ahí hay un camino! El viejo tenía razón...
Arrastrando prácticamente a su hermana, Paithan se adentró en la jungla. Roland empezó a seguirlo cuando Rega preguntó de pronto:
— ¿Y el enano?
Roland volvió la vista hacia Drugar. El enano estaba agachado en posición defensiva en el centro del claro. Sus ojos, en sombras bajo las prominentes cejas, no ofrecían el menor indicio de lo que pudiera estar pensando o sintiendo.
—Lo llevamos con nosotros —decidió Roland—. No quiero que siga acechándonos como hasta ahora y no tengo tiempo de matarlo, en este momento. ¡Recoge nuestras armas!
El sendero, aunque invadido de enredaderas y matas, era ancho y despejado y fácil de seguir. Mientras lo recorrían, pudieron distinguir todavía los tocones de árboles gigantescos que habían sido nivelados para abrir el paso, y las cicatrices, ya re-cubiertas de corteza, de las enormes ramas taladas para dejar el camino expedito. Cada uno de los caminantes se admiró interiormente de la inmensa fuerza necesaria para derribar árboles tan poderosos, y todos pensaron en los enormes titanes. Ninguno de ellos expresó en voz alta sus temores, pero todos se preguntaron si no estarían huyendo de las fauces de una muerte horrible para caer en brazos de otra peor.
Su enemigo les proporcionó una fuerza casi sobrenatural. Cada vez que se sentían cansados, notaban vibrar el suelo bajo sus pies y proseguían la marcha trastabillando. Sin embargo, el calor y el aire denso y ponzoñoso no tardaron en debilitar incluso esa voluntad impulsada por el deseo de escapar. Aleatha tropezó con unas zarzas, cayó al suelo y no volvió a levantarse. Paithan intentó ayudarla, pero, sacudiendo la cabeza, también él se derrumbó sobre el musgo.
Roland se detuvo junto a los elfos caídos a sus pies, incapaz de hablar debido a la fatiga, pues había venido arrastrando al enano todo el camino. Lastrado por sus pesadas botas y su gruesa coraza, Drugar cayó redondo al suelo y se quedó allí, inmóvil como un muerto. Rega avanzó tambaleándose tras su hermano. Tras arrojar las armas al camino, se derrumbó junto a un tocón y hundió el rostro entre los brazos, respirando entrecortadamente, casi en sollozos.
—Tenemos que descansar —dijo Paithan en respuesta a la muda mirada acusatoria de Roland, que los urgía a seguir corriendo—. Si el dragón nos atrapa... que nos atrape.
El elfo ayudó a su hermana a incorporarse hasta quedar sentada. Aleatha se apoyó contra él con los ojos cerrados. Roland se dejó caer al musgo.
— ¿Está bien tu hermana? —preguntó al elfo. Paithan asintió, demasiado fatigado para responder. Durante unos largos momentos, todos se quedaron sentados donde habían caído, jadeando pesadamente y tratando de calmar el galope desbocado de sus corazones y el latido de la sangre en los oídos. Continuamente, dirigían miradas en la dirección por la que habían venido, esperando ver abatirse sobre ellos la gigantesca cabeza escamosa de afilados dientes. Sin embargo, el dragón no apareció y, finalmente, dejaron de percibir la vibración del suelo.
—Supongo que a quien quería, en realidad, era al hechicero —musitó Rega. Eran las primeras palabras que pronunciaba cualquiera de ellos en mucho rato.
—Sí, pero cuando se sienta hambriento, volverá a buscar carne fresca —respondió
Roland—. Y, por cierto, ¿a qué se refería el viejo cuando mencionó una ciudad? Si existe realmente y no se trata de otra de sus tonterías de charlatán, tal vez podríamos refugiarnos en ella.
—Este camino tiene que conducir a alguna parte —apuntó Paithan. Se humedeció los labios resecos y exclamó—: ¡Estoy sediento! Y el aire tiene un sabor extraño, a sangre.
—Se volvió hacia Roland y su mirada fue del humano al enano que yacía a los pies de éste—. ¿Cómo está Barbanegra?
—Me parece que se encuentra bien. ¿Qué vamos a hacer con él?
—Matadme ahora —propuso Drugar con voz áspera—. Adelante. Estáis en vuestro derecho. Yo ya os habría matado.
Los ojos de Paithan siguieron fijos en el enano. Sin embargo, el elfo no veía ante sí a
Drugar. Veía a los humanos atrapados entre el agua y los titanes. Veía a los elfos abatiéndolos con sus flechas. Veía a su hermana, encerrada en su despacho. Veía su casa en llamas.
— ¡Estoy harto de muertes! ¿No ha habido acaso suficientes sin que nosotros contribuyamos a aumentar la cifra? Además, comprendo cómo se siente el enano. Todos lo entendemos. Todos hemos visto asesinar sanguinariamente a los nuestros.
— ¡No fue culpa nuestra! —Rega alargó una mano, indecisa, y tocó el recio brazo de
Drugar. Éste le dirigió una torva mirada llena de suspicacia y rehuyó el contacto. Ella insistió—: ¡No tuvimos la culpa! ¿Es que no puedes entenderlo?
—Quizá sí la tuvimos —murmuró Paithan, sintiéndose de pronto muy, muy cansado—. Los humanos dejaron que los enanos lucharan solos y, además, se enfrentaron entre ellos. Nosotros, los elfos, volvimos nuestras flechas contra los humanos. Tal vez, si nos hubiéramos aliado todos contra los titanes, habríamos podido derrotarlos. No lo hicimos y por eso fuimos destruidos. Fue culpa nuestra. Y, ahora, nosotros mismos estamos empezando a actuar de la misma manera.
Roland se sonrojó y desvió la mirada, sintiéndose culpable.
—Reconócelo —prosiguió Paithan—. ¿Qué te proponías hacer, una vez llegáramos a esta... «estrella»?
Roland se encogió de hombros y murmuró:
—Está bien. Yo... pensaba librarme de vosotros, elfos. Calculé que los demás humanos de a bordo me seguirían. —Alzando la cabeza, añadió desafiante—: Pero no te consideres mejor que yo, Quindiniar. Tú también debes de haber tenido la misma idea.
—Sí. Pensé que era el mejor modo de poner fin al dolor. Lo siento, Rega. Yo te quiero, de verdad. Creía que el amor bastaría, que sería una especie de elixir mágico que podríamos esparcir por el mundo y pondría fin a todo el odio. Ahora sé que me equivocaba. El agua del amor es clara, pura y dulce, pero no es mágica. No cambiaría nada. —Paithan se incorporó y dijo para terminar—: Será mejor que sigamos.
Roland fue el primero en seguirlo. En fila de a uno, todos se pusieron en marcha.
Todos, excepto Drugar. El enano había entendido las palabras de la conversación, pero el sentido de lo dicho seguía confuso en la cáscara vacía en que se había convertido su alma.
—Entonces, ¿no vais a matarme? —inquirió, a solas en el claro.
Los demás se detuvieron e intercambiaron una mirada.
—No —declaró Paithan, moviendo la cabeza.
Drugar estaba desconcertado. ¿Cómo se podía hablar de amar a alguien que no era de la misma raza que uno? ¿Cómo podía un enano amar a alguien que no fuera enano? Él era un enano y ellos, elfos y humanos. Y, sin embargo, habían arriesgado sus vidas para salvarlo. De entrada, eso era ya inexplicable. Pero ahora, además, no iban a matarlo cuando él casi había conseguido acabar con sus vidas, y eso resultaba totalmente incomprensible.
— ¿Por qué no? —reclamó Drugar, enfadado y frustrado.
—Me parece —contestó Paithan lentamente, midiendo sus palabras— que estamos demasiado cansados.
— ¿Y qué voy a hacer?
Aleatha se echó hacia atrás sus cabellos enmarañados, apartándolos de los ojos.
—Ven con nosotros. No querrás... quedarte solo, ¿verdad?
El enano titubeó. Se había aferrado a su odio durante tanto tiempo que, sin él, sentía las manos vacías. Quizá sería mejor buscar otra cosa en que ocuparlas que no fuera la muerte. Tal vez era esto lo que su dios, Drakar, trataba de inculcarle.
Así pues, Drugar echó a andar por el camino tras los demás viajeros.
Unos amplios arcos plateados, resistentes y de líneas elegantes rodeaban la base de la torre central de la ciudad. Sobre ellos se alzaban otros, formando un piso tras otro como sucesivas capas de plata, hasta juntarse en un punto resplandeciente. Entre los arcos, se sucedían alternativamente unas paredes de mármol blanco y unos ventanales de cristal diáfano que proporcionaban a la vez apoyo e iluminación interior. La entrada estaba protegida por una puerta hexagonal de plata, con las mismas runas que la de acceso a la ciudad. Igual que ante ésta, aunque conocía la runa que la abriría, Haplo prefirió entrar por sus propios medios, traspasando las paredes de mármol rápida y silenciosamente. El perro lo siguió con cautela.
El patryn se encontró en una enorme sala circular que marcaba la base de la torre.
Sus pisadas resonaron en el suelo de mármol rasgando un silencio que había durado quién sabía cuántas generaciones. La inmensa estancia no contenía más que una mesa redonda, rodeada de sillas.
En el centro de la mesa, suspendida en el aire gracias a un hechizo aún vigente, había una pequeña esfera de cristal, iluminada desde dentro por cuatro minúsculas bolas de fuego.
Haplo se acercó. Su mano trazó una runa, interrumpiendo el campo mágico. El globo cayó sobre la mesa y rodó hacia el patryn. Haplo lo cogió y lo sostuvo entre las manos. La esfera era una representación tridimensional del mundo, parecida a la que había visto en casa de Lenthan Quindiniar y al dibujo del Nexo. Sin embargo, ahora, después de haber viajado por él, Haplo comprendió por fin lo que estaba viendo.
Su señor se había equivocado. Los mensch no vivían en el exterior del planeta, como lo habían hecho en el viejo mundo.
En Pryan, vivían en el interior.
El globo era liso por fuera. De sólido cristal, de sólida roca. Por dentro, estaba hueco.
En el centro brillaban cuatro soles. Y en el centro de los soles se hallaba la Puerta de la
Muerte.
No había más planetas ni otras estrellas, pues cuando uno alzaba la cabeza no veía los cielos. Uno alzaba los ojos y lo que veía era el suelo. Lo cual significaba que las otras estrellas no podían ser tales, sino... ¡Ciudades! ¡Ciudades como aquélla! ¡Ciudades destinadas a acoger a los refugiados de un mundo hecho añicos!
Por desgracia, su nuevo mundo resultó un lugar que habría asustado a los mensch.
Un lugar que, tal vez, no había asustado menos a los propios sartán. La luz del sol, dadora de vida, había producido ésta en exceso. Árboles que crecían a alturas enormes, océanos de vegetación que cubrían su superficie... Probablemente, los sartán no habían previsto que sucediera algo así y se sintieron consternados ante lo que habían creado. Mintieron a los mensch y se mintieron a sí mismos. En lugar de someterse e intentar adaptarse al nuevo mundo salido de sus manos, se enfrentaron a él y trataron de subyugarlo a ellos.
Con cuidado, Haplo volvió a dejar el globo en el centro de la mesa y retiró su hechizo, permitiendo que el antiguo soporte mágico del globo lo suspendiera de nuevo en el aire.
Una vez más, Pryan flotó sobre la mesa de sus desaparecidos creadores.
Era una curiosa escena. El Señor del Nexo la apreciaría en toda su ironía.
Haplo echó un vistazo a su alrededor, pero no había nada más en la cámara. Luego, miró hacia arriba. Sobre su cabeza, a gran altura, un techo abovedado cerraba la estancia impidiendo la visión de la torre de cristal que arrancaba justo encima. Mientras sostenía la esfera en sus manos, el patryn había percibido un extraño ruido. Apoyó las manos sobre la mesa y comprobó que no se había equivocado. La madera vibraba y emitía un murmullo. A Haplo le recordó, no sabía por qué, aquella gran máquina de Ariano, la
Tumpa-chumpa. Sin embargo, lo cierto era que no había encontrado rastro alguno de una máquina semejante por ninguna parte.
—Pensándolo bien —comentó con el perro—, ahí tampoco captamos ningún sonido semejante. Por lo tanto, debe venir de aquí dentro. Quizás alguien nos diga de dónde.
Haplo levantó las manos de la mesa y empezó a trazar runas en el aire. El perro suspiró, echado en el suelo. Colocando el hocico entre las patas, el animal lo observó con una mirada solemne y desdichada.
En torno a la mesa cobraron vida unas imágenes flotantes apenas entrevistas, acompañadas de unas voces casi inaudibles. Las conversaciones que alcanzó a captar
Haplo le llegaron confusas y fragmentadas, como era de esperar ya que había conjurado el recuerdo, no de una, sino de muchas reuniones.
«Estas luchas constantes entre razas están escapando a nuestro control y debilitan nuestras fuerzas, cuando deberíamos concentrar nuestra magia en conseguir nuestro objetivo...»
«Hemos degenerado hasta convertirnos en padres obligados a perder el tiempo separando a unos hijos pendencieros. Nuestra gran visión se resiente de esta falta de atención...»
«Y no estamos solos. Nuestros hermanos y hermanas de las demás ciudadelas de
Pryan se enfrentan a las mismas dificultades. A veces me pregunto si fue una buena decisión traerlos aquí...»
La tristeza, la sensación de frustración e impotencia, eran palpables. Haplo las vio grabadas en los rostros de rasgos imprecisos, las vio tomar forma en los gestos de unas manos que intentaban desesperadamente sujetar unos sucesos que se les escapaban entre los dedos. El patryn recordó a Alfred, el sartán que había encontrado en Ariano, en quien había advertido la misma sensación de tristeza, de pesar, de impotencia. Haplo alimentó su odio con el sufrimiento que estaba presenciando y acogió con placer el fuego que se reavivó dentro de sí.
Las imágenes fueron sucediéndose. Pasó el tiempo. Los sartán envejecieron y se encogieron ante la mirada del patryn. Un fenómeno extraño, tratándose de semidioses.
«El consejo ha encontrado una solución a nuestros problemas. Como bien se dijo, nos hemos convertido en padres cuando nuestra intención era ser mentores. Debemos entregar esos "hijos" al cuidado de otros. ¡Es fundamental que las ciudadelas entren en funcionamiento! Ariano padece escasez de agua y necesidad de nuestra energía para contribuir al funcionamiento de su máquina. Jena permanece en una oscuridad eterna, algo mucho peor que la luz permanente. El mundo de Piedra también necesita nuestra energía. ¡Las ciudadelas deben ponerse en marcha, y pronto, o las consecuencias serán trágicas!
»Por todo ello, el consejo nos ha dado permiso para dejar salir del corazón de la fortaleza a los titanes que atienden allí la luz de la estrella. Los titanes cuidarán de los mensch y los protegerán de sí mismos. Cuando creamos a esos gigantes, los datamos de una fuerza increíble para que pudieran ayudarnos en nuestra labores físicas. Por esa misma razón les concedimos la magia de las runas. Sin duda, serán capaces de encargarse de los mensch.»
« ¿Es prudente hacerlo? ¡Yo protesto! ¡Les concedimos esa magia con el compromiso de que no abandonarían nunca el seno de la ciudadela!»
«Hermanos, calmaos, por favor. El consejo ha meditado largamente el asunto. Los titanes estarán constantemente bajo nuestro control y supervisión. Son ciegos, algo imprescindible para que pudieran trabajar en la luz de la estrella. Y, al fin y al cabo, ¿qué podría sucedemos?...»
El tiempo siguió pasando. Los sartán sentados en torno a la mesa desaparecieron, sustituidos por otros más jóvenes y fuertes, pero menores en número.
«Las ciudadelas ya funcionan. Sus luces llenan los cielos...» «Nada de cielos. Deja de engañarte a ti mismo.» «Sólo era una manera de hablar. No seas tan puntillosa.» «No me gusta esta espera. ¿Por qué no hay noticias de Aria-no, ni de Jena? ¿Qué creéis que ha sucedido?»
«Tal vez lo mismo que nos está pasando a nosotros. Mucho trabajo y demasiado pocos para hacerlo. Se abre una pequeña grieta en el techo y empieza a filtrarse agua.
Ponemos un cuenco debajo y empezamos a reparar la grieta, pero entonces se abre otra.
Ponemos otro cuenco bajo la segunda. Ahora tenemos dos grietas por reparar y nos disponemos a hacerlo, cuando se abre una tercera. Ya no tenemos más cuencos y nos ponemos a buscarlos. Por fin, encontramos uno pero, para entonces, las grietas se han agrandado y los recipientes ya no pueden contener el agua que cae. Corremos a buscar otros más grandes en los que recogerla el tiempo suficiente para encaramarnos al techo y reparar las goteras... pero, para entonces, todo el techo está ya a punto de hundirse.»
El tiempo continuó girando vertiginosamente en torno a los sartán sentados a la mesa, envejeciéndolos en un abrir y cerrar de ojos como habían hecho con sus padres. Su número se redujo aún más.
« ¡Los titanes! ¡El error fueron los titanes!» «Al principio dio buen resultado. ¿Quién podía preverlo?» «Son los dragones. Deberíamos haber hecho algo con esas criaturas desde el primer momento.»
«Los dragones no nos molestaron hasta que los titanes empezaron a escapar a nuestro control.»
«Aún podríamos utilizar a los titanes, si fuéramos más fuertes...»
«Si fuéramos más, quieres decir. Tal vez. No estoy seguro.» «Claro que podríamos. Su magia es tosca; apenas la que enseñamos a un niño...»
«Pero cometimos el error de dotar a ese niño con la fuerza de una montaña.»
«Yo opino que tal vez sea obra de nuestros antiguos enemigos. ¿Cómo podemos estar seguros de que los patryn siguen encerrados en el Laberinto? Hemos perdido todo contacto con sus carceleros.
» ¡Hemos perdido contacto con todos nuestros congéneres! Las ciudadelas funcionan, recogen energía y la almacenan, dispuestas para trasmitirla a través de la Puerta de la
Muerte, pero ¿queda alguien para recibirla? Tal vez nosotros somos los últimos, tal vez los otros también han menguado como nos ha sucedido aquí...»
La llama de odio que ardía en Haplo había dejado de ser tibia y reconfortante. Se había convertido en un fuego voraz. La mención casual de la prisión en la que había nacido, de la cárcel que había significado la muerte de tantos de su pueblo, le provocó tal acceso de furia que nubló su vista, su oído y su entendimiento. A punto estuvo de arrojarse sobre las figuras espectrales para estrangularlas con sus propias manos.
El perro se sentó sobre las patas traseras, inquieto, y lamió la mano de su amo.
Haplo se tranquilizó un poco. Al parecer, se había perdido buena parte de la conversación.
Se exigió disciplina. Su señor se enfadaría. Haplo se obligó a prestar atención de nuevo a la mesa redonda.
Y vio allí sentada, con los hombros hundidos bajo una carga invisible, una figura solitaria. El sartán, sorprendentemente, estaba vuelto hacia él.
«Tú, hermano nuestro que tal vez un día entres en esta cámara, te sentirás sin duda desconcertado ante lo que has encontrado, o más bien ante lo que no has encontrado. Te hallas en una ciudad, pero nadie vive entre sus murallas. Ves la luz —la figura del sartán señaló el techo y la torre que se levantaba sobre ella—, pero su energía se desperdicia. O quizá ya no veas la luz. ¿Quién sabe qué sucederá cuando ya no estemos aquí para guardar las ciudadelas? ¿Quién sabe si la luz menguará y se apagará, igual que nos ha sucedido a nosotros?
»Gracias a la magia, habrás repasado sin duda nuestra historia. La hemos registrado en libros para que puedas estudiarla a tu conveniencia. Hemos añadido las historias guardadas por los sabios de los pueblos mensch, escritas en sus propios idiomas. Por desgracia, como la ciudadela quedará sellada, ninguno de ellos podrá regresar para descubrir su pasado.
»Ahora conoces los terribles errores que cometimos. Sólo añadiré lo que ha ocurrido en estos últimos tiempos. Nos vimos forzados a enviar a los mensch fuera de la ciudadela.
Los enfrentamientos entre razas había alcanzado tal punto que temimos que se destruyeran mutuamente. Los enviamos a la jungla, donde esperamos que se verán obligados a dedicar sus energías a la supervivencia.
»Los escasos supervivientes que quedamos habíamos proyectado vivir en paz en las ciudadelas. Esperábamos encontrar algún medio de recobrar el control sobre los titanes y algún modo de comunicarnos con los otros mundos, pero no lo hemos conseguido.
»Nosotros mismos estamos siendo obligados a abandonar las ciudadelas. La fuerza que se nos opone es antigua y poderosa. No puede ser combatida ni aplacada. Las lágrimas no la conmueven, ni le afectan las armas que tenemos a nuestro alcance.
Cuando al fin hemos reconocido su existencia, ya es demasiado tarde. Así pues, nos inclinamos ante ella y nos despedimos.»
La imagen se desvaneció. Haplo probó de nuevo, pero su magia rúnica no pudo invocar a nadie más. El patryn se quedó largo rato en la cámara, contemplando en silencio la esfera de cristal y los minúsculos soles que envolvían la Puerta de la Muerte con su débil fulgor.
Sentado a sus pies, el perro volvió la cabeza a un lado y a otro, buscando algo indefinido, algo que no terminaba de oír, de ver o de percibir.
Pero que estaba allí.
CAPÍTULO
LA CIUDADELA
Los viajeros se detuvieron en el límite de la jungla, sin abandonar el sendero por el cual los había enviado el viejo hechicero, y contemplaron la refulgente ciudad edificada sobre la montaña. Su belleza e inmensidad los llenó de asombro y temor. Sus edificios les parecieron exóticos, salidos de otro mundo. Al verlos, casi se convencieron de que realmente habían viajado a una estrella.
Un rumor sordo, acompañado de un temblor del musgo bajo sus pies, les hizo recordar al dragón. De no haber sido por éste, el grupo no habría dejado nunca la espesura, no habría avanzado hacia la montaña, no habría osado acercarse a aquel sol de murallas blancas y torres de cristal.
Por mucho miedo que les produjera la criatura que acechaba debajo de ellos, los viajeros sintieron casi el mismo temor ante aquel lugar desconocido que se alzaba frente a sus ojos. Sus pensamientos fueron parecidos a los de Haplo e imaginaron también la presencia de centinelas en las altísimas murallas, encargados de vigilar los escarpados caminos tachonados de piedras. El grupo desperdició un tiempo precioso —teniendo en cuenta que el dragón podía aparecer ante ellos en cualquier momento— en discutir si debían avanzar con las armas desnudas o envainadas. ¿Debían acercarse a las murallas humildemente, como mendigos suplicantes, o con orgullo, como iguales?
Finalmente, decidieron llevar las armas en la mano, clara-mente visible.
Según Rega, era lo más sensato ante la amenaza de una irrupción repentina del dragón. Con gran cautela, dejaron atrás las sombras de la jungla —unas sombras que, de pronto, les parecieron amistosas y acogedoras— y se adentraron en terreno abierto, volviendo la cabeza a un lado y a otro con nerviosismo, pendientes de lo que pudiera acecharles delante o por la retaguardia.
El suelo había dejado de temblar, pero no se pusieron de acuerdo en si se debía a que el dragón había cesado en su persecución, o a que ahora avanzaban por un terreno de sólida roca. Continuaron la marcha por el despejado camino,
pendientes todos ellos de oír algún saludo, de responder a algún reto o, tal vez, de defenderse de un ataque.
Nada. Haplo había oído el viento. Los cinco viajeros ni siquiera captaron su murmullo, pues había dejado de soplar con la llegada del crepúsculo. Por fin, llegaron al extremo del camino y se detuvieron ante la puerta hexagonal con su extraña inscripción grabada en la piedra. De lejos, la ciudadela les había inspirado un temor reverencial. Cuando llegaron a sus proximidades, los llenó de desesperación. Sus brazos, fláccidos, apenas lograron sostener las armas con gesto abatido.
—Aquí deben de vivir los dioses —apuntó Rega en un susurro.
—No —le replicó una voz seca, lacónica—. En otro tiempo, esto fue vuestro hogar.
Una parte de la muralla empezó a despedir un fulgor azulado y de ella surgió
Haplo, seguido por el perro. El animal pareció contento de verlos sanos y salvos.
Maneó el rabo y les habría saltado encima para darles la bienvenida, de no haber mediado una áspera reprimenda de su amo.
— ¿Cómo has hecho para entrar ahí? —preguntó Paithan, cerrando la mano en torno a la empuñadura de su espada.
Haplo no se molestó en responder y el elfo debió de darse cuenta de que era inútil interrogar al hombre de las manos vendadas, pues no insistió. Aleatha, en cambio, se acercó con osadía al patryn.
— ¿Qué quieres decir con eso de que una vez vivimos tras esa muralla? ¡Es ridículo!
—Vosotros, no. Vuestros antepasados. Los antepasados de todos vosotros. —
Haplo abarcó en su mirada a los elfos y a los dos humanos que tenía ante sí y que lo observaban con lúgubre suspicacia. Los ojos del patryn se volvieron hacia el enano.
Drugar no le prestó atención. No prestó atención a nadie. Sus manos temblorosas tocaron la piedra, los huesos del mundo, que había sido poco más que un recuerdo entre su pueblo.
—Los antepasados de todos vosotros —repitió Haplo.
—Entonces, podríamos volver a entrar —propuso Aleatha—. Ahí dentro estaríamos a salvo. ¡Nada podría causarnos daño!
—Excepto lo que vosotros mismos llevarais dentro —apuntó Haplo con su leve sonrisa. Echó una ojeada a las armas que portaba cada cual y luego miró a los elfos, que permanecían a cierta distancia de los humanos. El enano, por su parte, se mantenía aparte de todos los demás. Rega palideció y se mordió el labio. Roland enrojeció de rabia. Paithan no dijo nada. Drugar apoyó la cabeza contra la piedra y le corrieron por las mejillas unas lágrimas que desaparecieron entre su barba.
Haplo llamó al perro con un silbido, se volvió y empezó a desandar el camino de la montaña en dirección a la jungla.
— ¡Espera! ¡No puedes dejarnos! —Gritó Aleatha a su espalda—. ¡Tú puedes llevarnos al otro lado de la muralla! ¡Puedes hacerlo con tu magia... o en tu nave!
—Si te niegas, nosotros... —Roland empezó a blandir el raztar, cuyas hojas letales centellearon bajo la luz crepuscular.
—Vosotros, ¿qué? —Haplo se volvió hacia los mensch y trazó un signo mágico en el aire, entre él y el amenazador humano.
Más rápida que la vista, la runa cruzó el aire con un siseo y golpeó a Roland en el pecho, produciendo un estallido y mandado hacia atrás al humano. Éste cayó pesadamente al suelo y el raztar se le escapó de la mano. Aleatha se arrodilló junto a él y sostuvo en su regazo la cabeza de Roland, herida y sangrante.
— ¡Es muy típico! —Haplo habló con calma, sin levantar la voz—. Los mensch siempre andáis con exigencias: « ¡Sálvame! ¡Sálvame o...!» Hacer de salvador vuestro es un trabajo muy ingrato. Esos estúpidos —hizo un gesto con la cabeza señalando hacia la torre de cristal— lo arriesgaron todo para salvaros de nosotros y luego trataron de salvaros de vosotros mismos... con el resultado que se puede ver. Pero esperad un poco más, mensch, y un día vendrá alguien que os salvará.
Tal vez no se lo agradeceréis, pero con él alcanzaréis la salvación. —Haplo hizo una pausa, sonrió y añadió—: Os salvaréis o...
El patryn reanudó la marcha, pero se volvió otra vez. —Por cierto, ¿qué ha sido del hechicero? Nadie contestó. Todos evitaron su mirada. Con aire satisfecho, Haplo asintió y continuó montaña abajo con el perro pegado a sus talones.
El patryn atravesó la jungla sin incidentes y, al llegar a la Estrella de Dragón, encontró junto a la nave a los elfos y a los humanos enzarzados en una encarnizada pelea. Ambos bandos le pidieron que se uniera a ellos, pero Haplo no les prestó atención y saltó a bordo. Cuando los combatientes se dieron cuenta de que iban a ser abandonados, ya era demasiado tarde.
El patryn escuchó con siniestro placer los lamentos aterrados y suplicantes que, pronunciados a la vez en dos idiomas distintos, llegaban a sus oídos en una sola voz.
La nave se alzó lentamente en el aire. Desde la portilla del puente, contempló las frenéticas figuras del suelo.
—«Hete aquí al que, viniendo después de mí, ha pasado por delante de mí.»
Haplo les dirigió la cita y los vio menguar hasta desaparecer mientras la nave lo transportaba una vez más a los cielos. El perro se echó a sus pies y lanzó un aullido, molesto por los gritos y lamentos.
Abajo, elfos y humanos contemplaron la escena con rabia, desesperados e impotentes. Siguieron distinguiendo la nave en el cielo hasta mucho después de la partida; los signos mágicos grabados en el casco emitían un intenso fulgor rojo en la falsa oscuridad creada por los sartán para recordarles a sus hijos el hogar del que procedían.
CAPÍTULO
LA CIUDADELA
Cuando el dragón apareció por sorpresa, los cinco mensch estaban alineados ante la puerta de la ciudadela, tratando sin éxito de acceder al interior. Las murallas de mármol eran lisas y resbaladizas, sin el menor asidero visible. Elfos y humanos golpearon la puerta hexagonal con los puños y, desesperados, se lanzaron contra ella. La puerta ni siquiera tembló.
Uno de ellos sugirió emplear arietes y otro propuso emplear la magia, pero fueron ideas inconexas y escépticas. Todos sabían que, si la magia humana o élfica hubiera resultado efectiva, la ciudadela ya habría sido ocupada mucho antes.
Y, entonces, aquella oscuridad extraña y terrible volvió a emanar de las murallas de la ciudad, extendiéndose lentamente por la montaña y por la jungla como las aguas de una inundación. Sin embargo, aunque abajo reinaban las tinieblas, la torre de cristal seguía iluminando desde arriba, seguía lanzando su radiante llamada blanca a un mundo que había olvidado la manera de responder.
La luz deslumbrante de la torre hacía que cada objeto quedara visible o invisible, sin términos medios: o bien cegadoramente bañado por su resplandor, o perdido en sombras insondables.
La oscuridad era aterradora, y aún la hacía más terrible el hecho de que el sol seguía luciendo en el cielo. Debido a la oscuridad, oyeron la presencia del dragón antes de verlo. La roca se estremeció bajo sus pies y las murallas de la ciudad temblaron bajo la mano del enano. Se dispusieron a huir hacia la jungla, pero la visión de la oscuridad engullendo los árboles los paralizó. Además, por lo que sabían, era probable que el dragón viniera precisamente de allí. Así pues, se pegaron a la muralla de la ciudad, reacios a abandonar aquel refugio aunque supieran que no les brindaba la menor protección.
El dragón surgió de las sombras con su respiración siseante. La luz de la torre arrancaba destellos de las escamas de su cabeza y se reflejaba en el rojo de sus ojos brillantes. La criatura abrió la boca y mostró unos dientes teñidos de una sangre que parecía negra bajo la luz blanquísima. Ensartado en un colmillo afilado y marfileño, vieron agitarse horriblemente un retal de tela de color parduzco.
Los mensch cerraron filas. Roland, delante de Aleatha en un ademán protector; Paithan y Rega, uno al lado del otro y cogidos de la mano.
Todos blandieron sus armas con desesperación, conscientes de su inutilidad.
Drugar, en cambio, permaneció de espaldas al peligro, sin prestar atención al dragón. El enano seguía contemplando, fascinado, la puerta hexagonal y sus runas, cuyo relieve quedaba resaltado bajo la luz de la torre.
—Las reconozco todas —murmuró, alargando la mano y pasando los dedos amorosamente por aquella extraña sustancia cuya superficie pulimentada reflejaba la luz y la imagen de la muerte que se acercaba—. Reconozco cada uno de estos signos mágicos —repitió, y los pronunció como leería las letras de un cartel sobre la puerta de una posada un niño que conociera el alfabeto pero aún no supiera leer palabras enteras.
Los demás oyeron al enano murmurar algo para sí en su idioma.
— ¡Drugar! —exclamó Roland en tono apremiante y con la mirada fija en el dragón, sin arriesgarse a volver la cabeza para mirar atrás—. ¡Te necesitamos!
El enano no respondió y siguió mirando la puerta, hipnotizado. En el centro mismo del hexágono, la superficie era lisa. Este centro estaba rodeado por un círculo de runas cuyos trazos superiores e inferiores se fundían o quedaban cortados, dejando amplios huecos en lo que, de otro modo, sería un flujo continuo.
Drugar vio mentalmente a Haplo trazando sus runas. La mano del enano rebuscó bajo la túnica y sus dedos helados se cerraron en torno al medallón de obsidiana que llevaba en el pecho. Extrayéndolo, lo sostuvo ante la puerta a la altura del punto central libre de runas y empezó a girar el amuleto.
—Déjalo en paz —dijo Paithan cuando Roland empezó a maldecir al enano—.
Al fin y al cabo, ¿qué ayuda puede prestarnos?
—En eso tienes razón, supongo —murmuró Roland. El sudor se mezclaba con la sangre adherida a su rostro. Notó los fríos dedos de Aleatha hincados en su brazo, el cuerpo de la elfa apretado contra el suyo, su larga melena rozándole el hombro. En realidad, las maldiciones de Roland no iban dirigidas contra el enano, sino que eran amargas protestas contra el destino—. ¿Por qué ese condenado espanto no ataca y acaba con nosotros de una vez?
El dragón seguía ante ellos, con su cuerpo desprovisto de alas o extremidades enroscado hacia lo alto y la cabeza casi al nivel de la parte superior de la muralla.
Parecía deleitarse ante la visión del tormento de sus víctimas y saborear su miedo, oler su aroma, tentador para el paladar.
— ¿Por qué ha sido precisa la muerte para unirnos? —susurró Rega, apretando con fuerza la mano de Paithan.
—Porque, como dijo nuestro «salvador», no aprendemos nunca.
Rega volvió la cabeza y contempló con nostalgia las murallas blanquísimas y la puerta sellada.
—Yo creo que esta vez habríamos podido. Sí, creo que podría haber sido distinto.
El dragón bajó la cabeza y los cuatro mensch que le hacían frente pudieron contemplarse reflejados en sus ojos. El aliento pestilente de la bestia, que hedía a sangre, bañó de ponzoñoso calor sus cuerpos helados mientras se preparaban para el ataque. Roland notó un suave beso en el brazo y la humedad de una lágrima tocó su piel. Volvió la mirada hacia Aleatha y vio su sonrisa. Roland cerró los ojos, rogando que aquella sonrisa fuera lo último que viese.
Drugar no se volvió. Mantuvo el medallón superpuesto al punto libre de runas de la puerta y, poco a poco, empezó a comprender. Las letras G... A... T... O...
dejaron de ser sonidos a recitar uno por uno y se transformaron ante sus ojos en un pequeño animal peludo.
Entusiasmado, transfigurado de excitación, se arrancó del cuello la cinta de cuero con el medallón y se lanzó hacia la puerta.
— ¡Ya lo tengo! ¡Seguidme!
Los demás apenas se atrevieron a alentar una esperanza, pero se volvieron y corrieron tras él.
Saltando todo lo que pudo, casi incapaz de alcanzar la parte más baja del gran círculo libre de runas en el centro del hexágono, Drugar apoyó el medallón contra la superficie de la puerta.
Su sencillo signo mágico, la runa tosca y elemental que habían colgado en torno al cuello del niño enano como amuleto para protegerlo del mal, entró en contacto con la parte superior de las runas talladas sobre la parte inferior de la puerta. El medallón era pequeño, apenas mayor que la mano de Drugar, y el signo mágico grabado en él era aún más pequeño.
El dragón atacó por fin. Con un rugido, se lanzó sobre sus víctimas.
El signo mágico bajo la mano del enano empezó a despedir un resplandor azul entre sus dedos rechonchos. La luz se intensificó, deslumbrante. La runa creció de tamaño, adquirió las proporciones del enano, luego la envergadura del humano y, por fin, la altura de los elfos.
El fuego del signo mágico se extendió por la puerta y, allí donde la luz de la runa tocaba otra runa, esta última estallaba en llamas. Y las llamas se expandieron y toda la puerta se encendió con aquel fuego mágico. Drugar emitió un poderoso grito y se lanzó corriendo contra ella, con los brazos por delante.
Las puertas de la ciudadela se estremecieron y se abrieron.
CAPÍTULO
EN ALGÚN LUGAR DE PRYAN
— ¡Creí que no darían nunca con ello! —afirmó el dragón, exasperado—. Me tomé mi tiempo para subir ahí arriba y aún me hicieron esperar y esperar. No se puede abusar de los gruñidos y babeos, ¿sabes?, o pierdes efectividad.
— ¡Siempre protestando! ¿No sabes hacer otra cosa? —Replicó Zifnab—. No me has dicho nada de mi actuación. « ¡Huid! ¡Escapad, estúpidos!» Creo que el papel me ha salido bordado.
—Gandalf lo hacía mejor.
— ¡Gandalf! —exclamó Zifnab, enojadísimo—. ¿Qué significa eso de que
«Gandalf lo hacía mejor»?
—Él daba a la frase más profundidad, más carga emotiva.
— ¡Pues claro que le daba carga emotiva! ¡Él tenía un balrog colgado de su ropa interior! ¡Así, también yo emocionaría!
— ¡Un balrog! —El dragón agitó su enorme cola—. ¡Y supongo que yo no soy nada! ¡Soy hígado picado!
— ¡Lagarto picado, diría yo!
— ¿Qué refunfuñas, hechicero? —inquirió el dragón con una mirada colérica—. Recuerda que tú sólo eres mi acompañante. Podrías ser reemplazado...
— ¡No! Estaba pensando en comida. ¡Pollo frito! —Se apresuró a decir
Zifnab—. ¡Nunca encuentras un restaurante de comida rápida cuando lo necesitas!
Por cierto, ¿qué ha sido del resto?
— ¿El resto de qué? ¿De pollos? ¿De restaurantes?— ¡De humanos y de elfos, tonto!
—No es culpa mía. Deberías ser más preciso con tus palabras. —El dragón se puso a inspeccionar con todo detenimiento su cuerpo rutilante—. He perseguido a la feliz comitiva hasta la ciudadela, donde sus compañeros los han recibido con los brazos abiertos. Abrirse paso por esta jungla no ha sido tarea fácil, te lo aseguro.
Fíjate, me he roto una escama.
—Nadie dijo que fuera a ser fácil —dijo Zifnab con un suspiro.
—En eso tienes razón —asintió el dragón. Sus ojos de feroz mirada se alzaron en dirección a la ciudadela que refulgía en el horizonte—. Para ellos tampoco lo será.
— ¿Crees que hay alguna posibilidad? —El anciano hechicero se movió, inquieto.
—Tiene que haberla —respondió el dragón.
EPILOGO
Mi Señor...
Mi nave vuela actualmente sobre... debajo... a través de... (no sé muy bien cómo describirlo) el mundo de Pryan. El viaje de regreso a los cuatro soles es largo y tedioso y he decidido ocupar el tiempo en registrar por escrito mis pensamientos e impresiones sobre las presuntas estrellas mientras los recuerdos aún están frescos en mi mente.
Gracias a los datos que entresaqué de mi inspección del Salón de los Sartán, he podido reconstruir la historia de Pryan. Ignoro qué se proponían los sartán cuando crearon este mundo (incluso me pregunto si realmente se proponían algo).
A mi modo de ver, es evidente que llegaron a este mundo esperando hallar algo distinto a lo que encontraron. Entonces, hicieron cuanto pudieron para compensar la situación y construyeron espléndidas ciudades en las que se encerraron junto con los mensch, aislándose del resto del mundo y engañándose a sí mismos respecto a la verdadera naturaleza de Pryan.
Durante un tiempo todo fue muy bien, aparentemente. Supongo que los mensch —aturdidos por el golpe de la desintegración de su mundo y el traslado a este otro— no tenían energías ni ganas para causar problemas. Sin embargo, este estado de calma pasó rápidamente. Llegaron nuevas generaciones de mensch que no sabían nada de los terribles padecimientos de sus antepasados. Las ciudadelas, por grandes que fueran, terminaron inevitablemente por resultar demasiado pequeñas para contener su codicia y su ambición, y las diferentes razas empezaron a disputar y enfrentarse unas con otras.
A lo largo de este período de disturbios, los sartán sólo se interesaban por sus prodigiosos proyectos y hacían cuanto podían por ignorar a los mensch. Movido por una profunda curiosidad acerca de estos proyectos, viajé al corazón de la torre de cristal desde la que irradiaba la luz de la «estrella» y allí descubrí una enorme máquina cuyo diseño guardaba cierta semejanza con la Tumpa-chumpa que encontré en el mundo de Aria-no. En la ciudadela, la máquina era mucho menor y su cometido, por lo que he visto, es muy diferente.
Para describirlo, voy a exponer primero una teoría. Después de visitar dos de los mundos construidos por los sartán, he descubierto que ambos son imperfectos.
También he averiguado que los sartán trataron, al parecer, de corregir y compensar tales imperfecciones. Los continentes flotantes de Ariano necesitan agua. El mundo de Piedra de Jena (el próximo que me propongo visitar) precisa luz. Los sartán pensaron emplear la energía obtenida de Pryan, que la tiene en abundancia.
Los cuatro soles de Pryan están envueltos por una esfera de piedra que encierra por completo su energía. Esta es irradiada constantemente desde los soles hasta el mundo que los rodea. La vegetación absorbe esta energía y la transmite hacia abajo hasta el lecho de roca que sustenta las plantas. He calculado que el calor acumulado en ese nivel inferior debe de ser increíble.
Los sartán construyeron las ciudadelas para absorber el calor. Excavaron profundos pozos en la roca a través de la vegetación. Estos conductos sirven de pozo de ventilación por el que asciende el calor de la roca, expulsándolo de nuevo hacia la atmósfera. La energía se recoge en un lugar conocido como el santuario, ubicado en el centro del complejo. Una máquina, accionada por esta energía, transmite la misma a la torre central, que a su vez la emite hacia el cielo en forma de luz. Los sartán no se encargaban personalmente de la tarea, sino que crearon mediante su magia una raza de poderosos gigantes destinada a trabajar en la ciudadela. Los llamaron titanes y los dotaron de una tosca magia que los ayudara en sus labores más penosas.
Reconozco que no tengo pruebas, pero sostengo la teoría, mi Señor, de que las demás «estrellas» visibles en Pryan son otras tantas máquinas captadoras de energía y difusoras de luz como la que inspeccioné. Según queda claramente explicado en los escritos que dejaron en la ciudadela, los sartán se proponían utilizar esas máquinas para transmitir el acopio de energía y de luz a los otros tres mundos. He leído las descripciones precisas de cómo pensaban conseguir tal hazaña, pero debo confesarte, mi Amo, que no he sacado mucho en claro al respecto. Traigo conmigo los planos y pronto te los entregaré para que puedas estudiarlos a tu conveniencia.
El principal propósito de las «estrellas» de Pryan era, estoy seguro, la transferencia de energía. Sin embargo, aunque no he podido probar mi teoría, creo también que dichas «estrellas» podían emplearse para establecer comunicación entre los sartán. Éstos mencionan en sus libros estar en contacto con sus hermanos de este mundo; no sólo eso, sino que al parecer esperaban recibir noticias de otros sartán situados en otros mundos. Y la capacidad para establecer comunicaciones entre mundos podría sernos de inestimable valor en el intento de restaurarnos como legítimos dueños de nuestro universo.
Así se entiende la prisa de los sartán por completar su trabajo. Pero sus progresos se vieron dificultados, cuando no impedidos, por los crecientes disturbios entre los mensch de las ciudadelas. Continuamente, nuestros enemigos tenían que dejar su tarea para intervenir en las disputas. Llegaron a sentirse desesperados y frustrados; según los datos de que disponían, sus hermanos de otros mundos estaban agonizando por falta de una energía que sólo ellos podían proporcionarles. Así pues, decidieron encomendar a los titanes la vigilancia de «los niños».
Mientras los sartán siguieron presentes para controlarlos, los gigantes resultaron muy útiles y beneficiosos. Demostraban una gran efectividad en el control de los mensch y se encargaban de todos los trabajos penosos y de las tareas de mantenimiento diario de la ciudad. Libres por fin, los sartán pudieron concentrar todos sus esfuerzos en la construcción de las «estrellas».
Hasta este punto, mi relato de la historia de Pryan ha sido claro y conciso. En adelante, habrá de ser necesariamente vago, por cuanto me ha resultado completamente imposible descubrir la respuesta al misterio de Pryan, una incógnita que comparte con el mundo de Ariano: ¿qué les sucedió a los sartán?
En mis investigaciones, quedó patente que el número de sartán empezó a reducirse y los pocos que quedaron tuvieron cada vez más dificultades para hacer frente a la situación entre los mensch, que se deterioraba rápidamente. Entonces se dieron cuenta, con horror, de la equivocación cometida al crear a los titanes y dotarlos de una rudimentaria magia rúnica. Conforme disminuía el control de los sartán sobre los gigantes, aumentaba la capacidad de éstos para utilizar la magia.
¿Acaso los titanes, como los legendarios golems de antaño, se volvieron contra sus creadores?
Después de haberme enfrentado cara a cara con su magia, puedo afirmar que es tosca pero extremadamente poderosa. Aún no he terminado de analizar los ataques y todavía no estoy seguro de la causa, pero, por ahora, baste con decir que es como si golpearan la delicada y compleja estructura de nuestras runas con un único, simple y sencillo signo mágico que lleva tras él la fuerza de una montaña.
Ahora, las ciudadelas están vacías, pero su luz aún brilla. Los mensch viven ocultos en la jungla y combaten entre ellos. Los titanes vagan por el mundo en una desesperada y mortífera búsqueda.
¿Dónde encajan aquí los dragones? ¿Y qué es esa «fuerza» de la que habló el fantasma del sartán en su último parlamento? «La fuerza que se opone a nosotros es antigua y poderosa.» Una fuerza que «no puede ser combatida, ni aplacada». Y, por último, ¿qué fue de los sartán? ¿Dónde fueron a parar?
Por supuesto, es posible que no hayan ido a ninguna parte, que todavía vivan en las otras «estrellas» de Pryan, pero yo no lo creo, mi Señor. Igual que fracasó su gran proyecto de Aria-no, también sus grandes planes para Pryan quedaron en nada. Las «estrellas» brillan durante un período aproximado de una década; luego, el suministro de energía se agota y su luz disminuye progresivamente hasta apagarse. Algunas no se recuperan nunca más; otras, después de una serie de años, vuelven a almacenar energía y, poco a poco, la «estrella» renace y brilla en un «firmamento» que, en realidad, no es otra cosa que el suelo. ¿No podría ser esto, mi Señor, una analogía con los sartán?
Quedan otros dos mundos por investigar, desde luego. Y sabemos que queda, al menos, un sartán con vida. Alfred también busca a su pueblo. Empiezo a preguntarme si nuestra búsqueda no se parecerá a la de esos titanes. Tal vez buscamos una respuesta que no existe a una pregunta que nadie recuerda.
Acabo de releer lo que he escrito. Perdona mis divagaciones, mi Señor. Se me hace pesado disponer de tanto tiempo. Pero, hablando de titanes, antes de terminar me aventuro a añadir otra observación importante.
Sí pudiera descubrirse el modo de controlar a esas criaturas —y estoy seguro de que tú, mi Señor, con tu enorme poder y capacidad, serás capaz de hacerlo con facilidad—, se podría disponer de un ejército poderoso, efectivo y completamente amoral. En otras palabras, invencible. Ninguna fuerza, ni siquiera esa tan «antigua y poderosa», podría oponérsete.
Sólo veo un peligro para nuestros planes, mi Señor, aunque la posibilidad de que se produzca es tan minúscula que no sé si mencionarlo. Sin embargo, tengo presente tu deseo de estar informado al detalle de la situación en Pryan y por eso someto a tu consideración lo siguiente:
Si los mensch lograran alguna vez volver a entrar en las ciudadelas, cabría la posibilidad de que, actuando juntos, fueran capaces de aprender a manejar las
«estrellas». Si recuerdas, mi Señor, los gegs de Ariano eran expertos en el funcionamiento de la Tumpa-chumpa. Ese niño humano, Bañe, fue capaz de deducir el auténtico propósito de la máquina.
En su infinita sabiduría, los sartán han dejado, como ya he dicho, incontables libros escritos en humano, enano y elfo. Los volúmenes que he repasado trataban principalmente de la historia de las razas y se remontaban hasta el mundo antiguo, previo a la Separación. Sin embargo, eran demasiados para inspeccionarlos todos y, por tanto, es posible que los sartán dejaran en algún tomo información relativa a las «estrellas», a su verdadero propósito y al hecho de que existen otros mundos además de Pryan. Ni siquiera puede descartarse la posibilidad de que los mensch pudieran encontrar incluso información relativa a la
Puerta de la Muerte.
No obstante, por lo que he observado, las probabilidades de que los mensch descubran tal información y hagan uso de ella parecen extremadamente remotas.
Las puertas de la ciudadela están cerradas y, a menos que los mensch tropiecen con algún impensado «salvador», mi pronóstico es que permanecerán cerradas para siempre pese a sus esfuerzos.
Hasta aquí las novedades, mi Señor. Quedo respetuosamente dedicado a tu servicio.
Haplo