PICNIC JUNTO AL CAMINO (Arkadi y Boris Strugatsky)
Publicado en
abril 18, 2010
Título original: Piknik na obochinie
Año de publicación: 1972
Editorial: Ediciones B
Colección: Nova nº 143
Traducción: Miquel Barceló
Edición: 2001
ISBN: 978-84-666-0515-1
Es preciso sacar bueno de lo malo,
Pues es todo cuanto se puede hacer.
Robert Penn Warren
De la entrevista realizada por el enviado especial de radio Harmont al doctor Valentine Pilman, premio Nobel de física 19..
Tengo entendido, doctor Pilman, que su primer descubrimiento de importancia fue lo que ha dado en llamarse el Foco Irradiador de Pilman.
—No lo creo. El Foco Irradiador de Pilman no fue el primero, ni fue importante; ni siquiera fue un descubrimiento. Por otra parte tampoco fue del todo mío.
—Debe estar bromeando, doctor. El Foco Irradiador de Pilman es un concepto corriente hasta para los escolares.
—Eso no me sorprende. Según algunas fuentes, el Foco Irradiador de Pilman fue descubierto por un escolar. Por desgracia no recuerdo cómo se llamaba. Búsquelo en la Historia de la Visitación, de Stetson; allí está descrito con lujo de detalles. Él sostiene que el foco irradiador fue descubierto por un escolar, que fue un estudiante universitario quien publicó las coordenadas, pero que por alguna razón desconocida, se le dio mi nombre.
—Sí, con cualquier descubrimiento pasan cosas sorprendentes. ¿Le molestaría explicar a nuestros oyentes de qué se trata, doctor?
—El Foco Irradiador de Pilman es la cosa más simple del mundo. Supongamos que hacemos girar un globo enorme y disparamos balas contra él. Los agujeros de esas balas quedarán marcados en la superficie en una suave curva. La base de lo que para usted es mi primer descubrimiento de importancia consiste en el simple hecho de que las seis Zonas de Visitación están dispuestas sobre la superficie del planeta como si alguien hubiera disparado seis tiros hacia la Tierra con una pistola ubicada en algún punto de la línea Tierra-Deneb. Deneb es la estrella Alfa en la constelación de Cygnus. El punto espacial del que provienen los disparos, por así decirlo, se llama Foco Irradiador de Pilman.
—Gracias, doctor ¡Compañeros harmonitas! ¡Al fin hemos recibido una clara explicación de lo que es el Foco Irradiador de Pilman! A propósito: anteayer se cumplieron treinta años de la Visitación. Doctor Pilman, ¿quiere decir a sus conciudadanos algunas palabras sobre el particular?
—¿Hay algo que le interese en especial? Recuerde que yo no estaba en Harmont por entonces.
—Por eso mismo será aún más interesante saber qué sintió usted al enterarse de que su ciudad natal era el centro de una invasión de seres ultracivilizados provenientes del espacio.
—Para serle sincero, al principio pensé que eran mentiras. Me costaba creer que pudiera pasar algo así en nuestra pequeña Harmont. Habría sido más plausible en Gobi o en Terranova.
—Pero al fin tuvo que creerlo.
—Ah sí, al fin...
—¿Y entonces?
—De repente se me ocurrió que Harmont y las otras cinco zonas de Visitación... Perdón, me equivoco: por entonces había sólo otras cuatro zonas conocidas. Se me ocurrió que todas entraban en una leve curva. Calculé las coordenadas y las envié a Naturaleza.
—¿Y no se preocupó en ningún momento por la suerte de su ciudad natal?
—La verdad es que no. Vea, aunque yo había llegado a creer en la Visitación, no podía convencerme de que había algo de cierto en esos informes histéricos sobre barrios incendiados, monstruos que devoraban selectivamente sólo a los viejos y a los niños, batallas sangrientas entre los invasores invulnerables y los tanques reales, tripulados por humanos muy vulnerables, pero valientes y decididos.
—Tenía razón. Si mal no recuerdo, nuestros periodistas arruinaron bastante la información. Pero volvamos a la ciencia. El descubrimiento del Foco Irradiador de Pilman fue el primero, pero no el último, probablemente, de sus aportes al estudio de la Visitación.
—El primero y el último.
—Pero sin duda usted se mantendrá muy al tanto de la investigación internacional que se lleva a cabo en las Zonas de Visitación.
—Sí. De vez en cuando leo los Informes.
—¿Se refiere a los Informes del Instituto Internacional de Culturas Extraterrestres?
—Sí.
—En su opinión, ¿cuál ha sido el descubrimiento más importante en estos últimos treinta años?
—La Visitación en sí.
—Perdón, no comprendo.
—La Visitación, en sí, es el descubrimiento más importante, no sólo de los últimos treinta años, sino de toda la historia de la Humanidad. No importa tanto saber quiénes fueron esos visitantes. No importa saber de dónde venían, por qué vinieron, por qué se quedaron tan poco tiempo ni dónde están desde que se fueron de aquí; lo que importa es que la humanidad ahora puede estar segura de algo: no estamos solos en el universo. Temo que el Instituto de Culturas Extraterrestres jamás tendrá la buena suerte de hacer un descubrimiento más fundamental que ése.
—Lo que usted dice es fascinante, doctor Pilman, pero en realidad yo me refería a descubrimientos y progresos de índole técnica. A descubrimientos y progresos que nuestros científicos y nuestros ingenieros pudieran utilizar con provecho. Después de todo, muchos científicos famosos han sugerido que los descubrimientos hechos en las Zonas de Visitación podrían cambiar todo el curso de nuestra historia.
—Bueno, yo no estoy de acuerdo con esa opinión. En cuanto a descubrimientos, específicamente hablando, no caen dentro de mi especialidad.
—Sin embargo usted, desde hace dos años, es asesor por el Canadá de la comisión de las Naciones Unidas que estudia los Problemas de la Visitación.
—Sí, pero no tengo nada que ver con el estudio de las culturas extraterrestres. En la Comisión, mis colegas y yo representamos a la comunidad científica internacional cuando surgen dilemas al poner en práctica las decisiones de las Naciones Unidas con respecto a la internacionalización de las Zonas. Dicho en otros términos: nuestra función es ver que todas las maravillas extraterrestres halladas en las Zonas vayan a manos del Instituto Internacional.
—¿Hay alguien más que se interese por esos tesoros?
—Sí.
—¡Supongo que se refiere a los merodeadores!
—No sé qué es eso.
—Así llamamos en Harmont a los ladrones que arriesgan la vida entrando a la Zona para llevarse todo lo que encuentran al alcance. Se ha convertido en una verdadera profesión.
—Comprendo. Pero no, eso no está dentro de nuestra jurisdicción.
—Por supuesto, es cosa de la policía. Pero me gustaría saber qué es lo que cae dentro de su jurisdicción, doctor Pilman.
—Hay una constante pérdida de materiales provenientes de las Zonas de Visitación que caen en manos de personas u organizaciones irresponsables. Nosotros debemos encargarnos de las consecuencias de esas pérdidas.
—¿Podría explicarse mejor, doctor?
—¿Por qué no hablamos de arte, mejor? ¿No cree que a los oyentes les interesaría conocer mi opinión sobre el incomparable Godi Müller?
—¡Por supuesto! Pero antes me gustaría terminar con la parte científica. Como científico, ¿no le gustaría tener un contacto directo con los tesoros extraterrestres?
—¿Cómo le diré? Supongo que sí.
—En ese caso, ¿podemos esperar que un buen día los harmonitas podamos ver a nuestro famoso conciudadano en las calles de su ciudad natal?
—Puede ser.
1. Redrick Schuhart, veintitrés años, soltero, ayudante de laboratorio en la división Harmont del instituto internacional de culturas extraterrestres.
La noche anterior, él y yo estuvimos en el depósito. Ya estaba anocheciendo; yo podía tirar el guardapolvo e ir a Borscht, a echar una o dos gotas de algo fuerte en mi organismo. Pero seguía allí, sosteniendo la pared, con el trabajo terminado y un cigarrillo en la mano. Me moría de ganas de fumar; hacía dos horas que no echaba una pitada. Y él no dejaba de dar vueltas con todo aquello. Ya había llenado, cerrado y sellado una caja fuerte y estaba empezando con la otra; sacaba los vacíos del transportador, los examinaba uno por uno desde todos lados (y eran bien pesados, los malditos; como siete kilos cada uno) y después volvía a ponerlos cuidadosamente en el estante.
Se había pasado la vida peleando con esos vacíos; a mi modo de ver, sin beneficio alguno, ni para la humanidad ni para sí. En su lugar yo habría mandado todo al diablo desde hacía rato para dedicarme a trabajar en otra cosa ganando lo mismo. Claro que si uno lo piensa bien, un vacío es algo misterioso, hasta incomprensible, se podría decir. Yo he tenido muchos entre las manos, pero no dejo de sorprenderme cada vez que veo uno. Son sólo dos discos de cobre, del tamaño de un platito y de medio centímetro de grosor, más o menos, separados por una distancia de cuarenta y cinco centímetros. Nada más. Nada, absolutamente, sólo espacio vacío. Uno puede pasar la mano por el medio y hasta la cabeza, si el asunto lo deja tan fuera de combate; no hay más que vacío y vacío; aire puro. Claro, tiene que haber alguna fuerza entre los dos, según creo, porque no se los puede juntar ni separarlos más de lo que están.
La verdad, compañeros, es difícil describírselos a alguien que no los haya visto. Son demasiado simples; sobre todo cuando uno los mira bien de cerca y acaba por creer en lo que ve. Es como tratar de describir el vidrio: uno termina retorciéndose los dedos y diciendo malas palabras por la frustración. Okey, supongamos que lo han entendido; para los que no tengan una copia de los Informes del Instituto, en cualquier número hay un artículo sobre los vacíos, con fotos y todo.
Kirill llevaba casi un año rompiéndose los sesos con los vacíos, yo había trabajado con él desde el principio, pero todavía no estaba muy seguro de lo que quería averiguar: para serles sincero, no me esforzaba mucho por descubrirlo. Que primero lo descubriera él solo; después, a lo mejor, yo haría la prueba. Por el momento sólo entendía una cosa: Kirill quería averiguar, a toda costa, cómo funcionaban esos vacíos; los perforaba con ácidos, los estrujaba en la prensa, los ponía a fundir en el horno. Así comprendería todo y lo llenarían de vítores y de honores: el mundo de la ciencia se estremecería de gozo. A mi modo de ver le faltaba mucho para eso. Todavía no había llegado a nada y ya estaba agotado. Andaba como gris y callado, con ojos de perro enfermo, hasta lagrimeaba. Si se hubiera tratado de otro, yo lo habría emborrachado de lo lindo y lo habría puesto en manos de alguna chica experta para que lo desenredara. Y a la mañana lo habría vuelto a emborrachar y a mandarlo con otra fulana. En un semana, ¡como nuevo!: los ojos brillantes y la cola espesa. Pero con Kirill esos remedios no servían. Ni siquiera valía la pena sugerirlo: no era de esos.
Así que estábamos en el depósito. Yo lo observaba, viendo qué mal andaba, cómo se le habían hundido los ojos, y sentí más lástima por él de la que había sentido por nadie en la vida. Fue entonces cuando decidí... No, no es que lo haya decidido, fue como si alguien me abriera la boca y me hiciera hablar.
—Oye —dije—, Kirill...
Allí estaba, con el último vacío en la balanza, como si estuviera dispuesto a trepar sobre él.
—Escúchame —dije—. ¡Kirill! ¿Qué tal si encontraras un vacío lleno, eh?
—¿Un vacío lleno? —replicó, con cara de no entender.
—Sí, Tu trampa hidromagnética, cómo se llama..., el objeto 77 b. Tiene una especie de cosa azul adentro.
Vi que empezaba a entender. Me miró, parpadeó, y un destello de razón, como a él le gustaba decir, surgió tras las lágrimas de perro.
—Un momento —dijo—. ¿Lleno? ¿Como éste, pero lleno?
—Sí, eso es lo que digo.
—¿Dónde?
Mi Kirill estaba curado. Ojos brillantes, cola espesa.
—Vamos a fumar un cigarrillo.
Metió el vacío en la caja fuerte, golpeó la puerta con fuerza y la cerró con tres vueltas y media de llave; después volvimos al laboratorio. Ernest paga cuatrocientos al contado por un vacío vacío; podría haberle sacado hasta la última gota de jugo por uno lleno, grandísimo hijo de puta; pero créase o no, ni siquiera me pasó por la cabeza, porque Kirill volvía a la vida ante mis ojos. Bajó los escalones de a cuatro por vez, sin dejarme siquiera terminar el cigarrillo. Le conté todo: cómo era, dónde estaba y cuál era la mejor manera de llegar hasta allí. Él sacó un mapa, buscó la ubicación del garaje y me lo indicó con el dedo, Inmediatamente se imaginó que era yo, por supuesto; ¿cómo no iba a entender?
—Qué perro eres —dijo, sonriendo—. Bueno, vamos a buscarlo. Lo primero que haremos a la mañana. Pediré los pases y el equipo para las nueve y saldremos a las diez con las mejores esperanzas. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dije—. ¿Quién será el tercero?
—¿Para qué queremos un tercero?
—Oh, no —exclamé—. Éste no es un picnic con señoritas. ¿Y si te pasa algo? Está en la Zona. Tenemos que obedecer los reglamentos.
Él soltó una risa breve y se encogió de hombros.
—Como quieras. Sabes más que yo de esto.
¡Sí, seguro! Claro que sólo estaba tratando de seguirme la corriente. Por lo que a él concernía, el tercero no haría más que estorbar. Si íbamos los dos solos todo saldría bien. nadie sospecharía nada sobre mí. Pero había un inconveniente: los del Instituto no entraban de a dos en la Zona. Las reglas indican que dos trabajen mientras un tercero mira, para que pueda hablar cuando le pregunten, más tarde.
—Por mi parte llevaría a Austin —dijo Kirill—. Pero a lo mejor a ti no te gusta. ¿O te parece bien?
—No —dije—. Cualquiera menos Austin. Puedes llevar a Austin otra vez, ¿eh?
Austin no es mal tipo; tiene la mezcla exacta de valor y cobardía, pero creo que está condenado. Era algo que no podía explicar a Kirill, pero lo sentía. El hombre cree que conoce y entiende la Zona perfectamente. Esto significa que pronto va a estirar la pata. Que vaya, pero no conmigo, gracias.
—Bueno, está bien. ¿Qué te parece Tender?
Tender era su segundo ayudante. Uno de esos tipos callados. que no se meten con nadie.
—Es un poco viejo —dije—. Y tiene hijos.
—Eso no importa. Ha ido antes a la Zona.
—Bueno. Llevemos a Tender.
Mientras él se abocaba al estudio del mapa, yo fui directamente al Borscht; estaba muerto de hambre y tenía la garganta seca.
A la mañana llegué al laboratorio como siempre, alrededor de las nueve, y mostré el pase. El guardia de turno era ese polaco larguirucho al que le rompí el alma el año pasado, por propasarse con Guta cuando estaba borracho.
—¡Qué bien! —dijo—, Te están buscando por todo el instituto, Red.
Lo paré en seco, muy cortésmente.
—¿Qué es eso de «Red»? Nada de intimidades conmigo, pedazo de sueco imbécil.
—¡Vamos, Red! Todo el mundo te llama así.
Yo estaba muy nervioso por la perspectiva de entrar a la Zona y sobrio como un pescado. Lo levanté por la correa del pecho y le dije claramente qué opinaba de él y de quién descendía por la rama materna. Escupió en el suelo, me devolvió el pase y dijo, sin más amabilidades:
—Redrick Schuhart, tiene órdenes de presentarse inmediatamente al jefe de Seguridad, capitán Herzog.
—Así me gusta más —dije—. Por ahí andamos. Siga es forzándose, sargento; aún puede llegar a teniente.
Pero mientras tanto pensaba qué novedad era aquélla. ¿Para qué me querría el capitán Herzog durante el horario de trabajo? Bueno, fui y me presenté.
Su oficina estaba en el tercer piso; un lindo despacho, con barrotes en las ventanas, justo como una comisaría. Willy estaba sentado a su escritorio, fumando su pipa y escribiendo a máquina no sé qué jerigonza. Un sargentito revolvía el interior del archivo metálico, en el rincón; era nuevo; yo no lo conocía. En el Instituto hay más sargentos que en el cuartel de policía; son todos tipos robustos y saludables; no tienen que entrar a la Zona y les importan un bledo las cuestiones mundiales.
—Hola —dije—. ¿Me llamaba?
Willy me miró sin verme, se apartó de la máquina de escribir, dejó un pesado archivo sobre el escritorio y empezó a revisar el contenido.
—¿Redrick Schuhart?
—El mismo —respondí.
Por dentro me subía una risa nerviosa todo era muy extraño. No podía evitarlo:
—¿Cuánto hace que está en el Instituto?
—Dos años y pico.
—¿Tiene familia?
—Soy solo —respondí—. Huérfano.
En seguida se volvió hacia el sargento y ordenó, en tono severo:
—Sargento Lummer, vaya a los archivos y traiga la carpeta número ciento cincuenta.
El sargento hizo la venia y desapareció. Mientras tanto Willy cerró el archivo con un golpe y preguntó, ceñudo:
—¿Ha vuelto a las andadas?
—¿Qué andadas?
—Ya sabe a qué andadas me refiero. Aquí hay información nueva sobre usted.
«Ajá», pensé.
—¿De dónde?
Él frunció el ceño y golpeó la pipa contra el cenicero, irritado.
—Eso no le importa —dijo—. Se lo advierto como si fuera un viejo amigo: deje eso, déjelo por su propio bien. Si lo atrapan por segunda vez no va a salir a los seis meses. Y lo expulsarán del Instituto definitivamente, entiéndalo.
—Entiendo —dije—. Eso lo entiendo. Lo que no entiendo es quién fue el malnacido que pasó el dato.
Pero ya había dejado de mirarme; seguía chupando la pipa vacía y hojeando las fichas del archivo. Con eso estoy diciendo que el sargento Lummer había vuelto trayendo la carpeta número ciento cincuenta.
—Gracias Schuhart —dijo el capitán Willy Herzog, también conocido como «El chancho»— Eso es todo lo que quería aclarar. Puede irse.
Volví al vestuario, me puse el guardapolvo y me animé. No podía dejar de pensar en quién habría pasado los rumores. Si provenían del mismo instituto eran todas mentiras, por fuerza, porque allí nadie sabía nada de mí ni había forma de que lo supieran. Si era un informe de la policía, también: ¿qué podían saber, salvo mis viejos pecados? Tal vez habían atrapado a Cuervo. Ese hijo de perra habría vendido hasta la madre por salvar el pellejo. Pero ni siquiera Cuervo sabía nada de mí. Pensé y pensé, sin llegar a nada grato. Al final entrado por última vez en la Zona, de noche; ya me había decidido a mandar todo al diablo. Hacía ya tres meses que había desprendido de casi todo el botín y el dinero se me estaba acabando. Si no me habían pescado con la mercadería en las manos, menos lo harían ahora, siendo yo tan escurridizo.
Pero en ese momento, justo cuando me dirigía hacia las escaleras, se me iluminó repentinamente la cabeza, y tan claramente que volví al vestuario, me senté y encendí otro cigarrillo. Eso significaba que no podía ir a la Zona ese día. Ni al siguiente, ni dos días después. Significaba que esos escuerzos me tenían otra vez entre ojos, que no me habían olvidado; o, si me habían olvidado, alguien se encargaba de hacerles acordar. Ningún merodeador, a menos que estuviera completamente chiflado, se arrimaría a la Zona, sabiendo que lo vigilaban, ni con un revólver a la espalda. Lo que me hubiera convenido en ese momento habría sido esconderme en el rincón más oscuro. ¿Zona? ¿Qué Zona? ¡Hace meses que no voy a siquiera con pase! ¿Por qué tienen que ninguna Zona, ni molestar a un honrado ayudante de laboratorio?
Lo pensé bien y decidí, casi con alivio, que ese día no iría a la Zona. Pero ¿cuál era la mejor manera de decírselo a Kirill?
Se lo dije directamente.
—No voy a la Zona. ¿Qué instrucciones tienes para darme?
Al principio me miró con ojos de huevo duro, por supuesto. Después pareció entender. Me agarró por el codo para llevarme a su pequeña oficina, me hizo sentar ante el escritorio y él se instaló en el antepecho de la ventana, frente a mí. Encendimos los cigarrillos. Silencio. Al fin me preguntó, como con cautela:
—¿Pasó algo, Red?
¿Qué iba a decirle?
—No. No pasó nada. Ayer perdí veinte al póker; ese Noonan es muy buen jugador, el desgraciado.
—Un momento —interrumpió—. ¿Has cambiado de idea?
La tensión me hizo soltar un ruido ahogado.
—No puedo —dije entre dientes—. No puedo, ¿entiendes? Herzog me hizo llamar a su oficina.
Se quedó tieso. Puso otra vez aquella cara patética, con ojos de caniche enfermo, Se estremeció, encendió otro cigarrillo con la colilla del viejo y hablo con suavidad.
—Puedes confiar en mí, Red. No le dije una palabra a nadie.
—Por supuesto, nadie habla de ti.
—Ni siquiera hablé todavía con Tender. Hice extender un pase a nombre de él, pero ni siquiera le he preguntado si quiere ir.
No dije nada y seguí fumando. Era extraño y triste. Ese hombre no entendía nada.
—¿Qué te dijo Herzog?
—Nada en especial. Alguien pasó el dato, eso es todo.
Él me echó una mirada extraña, se bajó del antepecho y empezó a pasearse, mientras yo hacía anillos de humo en silencio. Lo sentía por él, naturalmente, y lamentaba que las cosas no hubieran salido mejor. ¡Vaya cura la que había encontrado para la melancolía de Kirill! ¿Y de quién era la culpa? Mía; había ofrecido una galletita a un nene, pero la galletita estaba escondida en un lugar custodiado por hombres malos... De pronto él dejó de pasearse y se acercó a mí. Miró de soslayo hacia cualquier parte y murmuró:
—Escucha, Red, ¿cuánto costará un vacío lleno?
Al principio no entendí; pensé que tenía esperanzas de comprar alguno. ¿Dónde lo iba a conseguir? Tal vez ése fuera el único del mundo; además él no debía tener tanta plata como para comprarlo. ¿De dónde pensaba sacarla? Era un científico extranjero, ruso, para colmo. De pronto comprendí. ¿Así que el malnacido pensaba que yo lo estaba haciendo por plata?
«Grandísimo tal por cual», pensé, «¿por qué me tomas?» Abrí la boca para decírselo, pero la volví a cerrar. Porque en realidad, ¿por qué iba a tomarme? Un merodeador es un merodeador. Cuanta más plata, mejor. Se juega la vida por plata. Tenía derecho a pensar que el día anterior yo había tirado la línea y ahora la estaba recogiendo, tratando de subir el precio.
La idea me dejaba mudo. Y él seguía mirándome intensamente, sin parpadear. No había disgusto en sus ojos, sino una especie de comprensión, me parece. Al fin se lo expliqué, con calma.
—De los que entran con pase, nadie ha llegado hasta el garaje todavía. No hay caminos. Tú lo sabes. En cuanto volvamos de la Zona ese Tender le va a contar a todo el mundo que fuimos directamente al garaje, recogimos lo que queríamos y volvimos en seguida. Como si fuéramos al depósito. Entonces todo el mundo se dará cuenta de que sabíamos de antemano lo que buscábamos y dónde estaba. Eso quiere decir que alguien nos lo dijo. Y de nosotros tres, ¿quién puede haber estado allí? No hace falta decirlo. ¿Comprendes lo que me espera?
Terminé mi discursito. Nos miramos fijamente a los ojos, sin decir nada. De pronto él juntó las manos, con ruido se las frotó y anunció cordialmente:
—Bueno, tú no podrás ir, comprendo. No voy a juzgarte, Red. Iré solo. Tal vez me vaya bien. No será la primera vez.
Tendió el mapa sobre el antepecho de la ventana y se apoyó en las manos para inclinarse sobre él. Toda su cordialidad pareció evaporarse ante mis ojos. Le oí musitar:
—Cuarenta metros, cuarenta y uno, podría ser, y tres hasta llegar al garaje. No, no llevaré a Tender. ¿Qué te parece, Red? ¿Dejo a Tender? Después de todo tiene dos hijos.
—No te dejarán ir solo.
—Me dejarán —murmuró—. Conozco a todos los sargentos y a los tenientes. ¡No me gustan esos camiones! Llevan treinta años expuestos a los elementos y parecen nuevos. A cinco metros de allí hay un envase de gasolina y está completamente herrumbrado, pero los camiones parecen recién salidos de la fábrica. ¡Así es la Zona!
Apartó la vista del mapa y miró por la ventana. Yo también lo hice. Los vidrios de nuestras ventanas son gruesos y emplomados. Y más allá... la Zona. Allí está, como si bastara con estirar la mano para tocarla. Desde el piso trece es como si uno pudiera recogerla en la palma de la mano.
A simple vista parece una extensión de tierra como cualquier otra. El sol brilla sobre ella como en cualquier rincón del planeta. Daría la impresión de que nada ha cambiado mucho en ella; todo está como hace treinta años. Mi padre, que en paz descanse, no encontraba nada fuera de lugar cuando la miraba, salvo que preguntara, tal vez, por qué no había humo en la chimenea de la planta. ¿Había una huelga o algo así? El metal amarillo se amontonaba en forma de conos, los altos hornos brillaban bajo el sol; había rieles, rieles y más rieles, y una locomotora con vagonetas sobre los rieles. En otras palabras, una ciudad industrial. Pero sin gente, ni viva ni muerta. Allí estaba también el garaje: un largo intestino gris con las puertas abiertas de par en par. Los camiones estaban estacionados en un sitio pavimentado, junto a él.
Kirill tenía razón con respecto a aquellos vehículos: la cabeza le funcionaba bien. ¡Y pobre del que se metiera entre dos camiones! Había que dar la vuelta por alrededor. Hay una grieta en el asfalto, si es que las zarzas no la han cubierto aún.
Cuarenta metros. ¿Desde dónde contaba? Oh, probablemente desde el último poste. Tenía razón, la distancia no era mayor; esos científicos tragalibros iban progresando. Habían trazado toda la ruta hasta el vaciadero de basuras, y bien trazada. Allí estaba la fosa donde había caído Zalamero, a dos metros de. la ruta. Nudillos había avisado a Zalamero: «Mantente tan lejos de las fosas como puedas, o no quedará de ti ni siquiera un resto que podamos enterrar». Cuando miré en el agua no había nada. Así son las cosas de la Zona: si uno vuelve con botín, es un milagro; si vuelve vivo, es un triunfo; si la patrulla no le acierta ningún disparo, es un golpe de suerte. En cuanto a todo lo demás, es el destino.
Al mirar a Kirill noté que me observaba secretamente. Fue la expresión de su cara la que me hizo cambiar de idea. «Al diablo con todos», pensé; «al fin y al cabo, ¿qué me pueden hacer estos esfuerzos?» No hacía falta que me dijera nada, pero lo hizo.
—Ayudante de laboratorio Schuhart —dijo—. Fuentes oficiales (y lo repito: oficiales) me han inducido a creer que convendría realizar una inspección del garaje, que podría ser de gran valor científico. Sugiero que lo hagamos. Garantizo una bonificación.
Y sonrió, luminoso como el sol del verano.
—¿Qué fuentes oficiales? —pregunté, sonriendo a mi vez como un tonto.
—Son confidenciales, pero a ti puedo revelártelas —dijo, frunciendo el ceño—. Digamos que me lo dijo el doctor Douglas.
—Oh, el doctor Douglas. ¿Qué doctor Douglas?
—Sam Douglas —respondió él, secamente—. Murió el año pasado.
Se me erizó la piel. ¿Quién se atreve a hablar de esas cosas antes de ponerse en marcha? ¡Estos tragalibros! Uno puede darles por la cabeza con un mazo y no entienden. Aplasté la colilla en el cenicero y dije:
—Está bien. ¿Dónde está ese Tender? ¿Hasta cuándo tenemos que esperarlo?
En otras palabras, no volvimos a tocar el tema. Kirill telefoneó a Transportes y pidió una cabina voladora. Mientras tanto yo estudiaba el mapa; no era malo; se trataba de un proceso fotográfico, una vista aérea muy ampliada. Se veían hasta los picos de la cubierta que estaba junto a los portones del garaje. Si los merodeadores pudieran hacerse de un mapa así... Pero no serviría de mucho por la noche, cuando ni siquiera las estrellas iluminan y uno no se ve ni los dedos de la mano.
En ese momento entró Tender. Estaba rojo y sin aliento; tenía la hija enferma y había ido a buscar un médico. Se disculpó por haber llegado tarde. Bueno, le entregamos el regalito: los tres íbamos a entrar en la Zona. En el primer momento hasta dejó de jadear y de bufar, de puro miedo.
—¿Cómo que a la Zona? —dijo—. ¿Y por qué yo?
Sin embargo recuperó la respiración en cuanto le dijimos que había doble bonificación y que Red Schuhart iría también.
Al fin bajamos al «boudoir» y Kirill fue a buscar los pases. Se los mostramos a otro sargento, que nos entregó trajes especiales. En realidad son cosas muy prácticas; si uno los tiñera de cualquier color, menos el rojo que tienen, cualquier merodeador pagaría gustosamente unos quinientos por uno de ellos, sin parpadear siquiera. Yo juré hace tiempo que un día cualquiera encontraría el modo de hacerme de uno. A primera vista no parecen nada extraordinario; algo así como un traje de buceo con un casco en forma de burbuja, provisto de visor. En realidad no es exactamente un traje de buceo; más bien se parece al de los pilotos de estatorreactores o al de los astronautas. Era liviano, cómodo, sin ninguna costura, y no hacía sudar. Con un trajecito como ése uno podía caminar entre el fuego y el gas, Dicen que ni siquiera las balas lo perforan. Claro que el fuego, las armas y el gas mostaza son todas cosas humanas y terráqueas; en la zona no hay nada de eso. Y de cualquier modo, para decir la verdad, la gente cae como moscas con traje o sin él. Eso sí, tal vez sin trajes morirían muchos más. Esos equipos ofrecen un cien por ciento de protección contra la pelusa ardiente, por ejemplo, y contra la col del diablo escupidera... Bueno.
Nos pusimos los trajes especiales. Yo volqué en el bolsillo de la cadera las tuercas y los tornillos que llevaba en una bolsa, y todos cruzamos el patio del Instituto hacia la entrada de la Zona. Así lo establecía la rutina, para que todos vieran a los héroes de la ciencia que depositaban la vida en el altar de la humanidad, del conocimiento y del Espíritu Santo, amén. Y sin duda alguna, desde el piso quince hasta la planta baja había caras solidarias que nos observaban. No nos faltaba más que un agitar de pañuelos y una orquesta.
—¡Arriba! —dije a Tender—. ¡Saca pecho, gordinflón! ¡La humanidad te estará eternamente agradecida!
Cuando se dio vuelta a mirarme comprendí que no estaba de humor para bromas. Y tenía razón, no era momento para hacer chistes. Pero cuando uno va a entrar en la Zona puede llorar o bromear... y yo nunca lloré, ni siquiera de niño. Miré a Kirill; él soportaba bien la tensión, pero movía los labios como si estuviera rezando.
—¿Rezas? —pregunté—. Reza, reza. Cuanto más se entra en la Zona más cerca se está del Paraíso.
—¿Qué?
—¡Reza! —grité—. Los merodeadores son los primeros en la cola hacia el Paraíso.
Con una súbita sonrisa, me palmeó la espalda como diciendo: «No tengas miedo, nada pasará mientras estés conmigo, y si pasa... Bueno, sólo se muere una vez», Qué tipo simpático es, de veras.
Mostramos nuestros pases al último de los sargentos, sólo que en esa oportunidad, para cambiar, era un teniente. Lo conozco; el padre vende losetas para tumbas en Rexópolis, allí nos esperaba la cabina voladora; los muchachos de Transporte la habían dejado en el pasillo. También esperaban allí todos los demás: el equipo de primeros auxilios, los bomberos y nuestros valientes guardianes, nuestros temerarios salvadores: un puñado de tontos sobrealimentados dentro de un helicóptero. ¡Ojalá no los hubiera visto nunca!
En cuanto subimos a la cabina, Kirill se hizo cargo de los mandos, diciendo:
—Okey, Red, tú guías.
Bajé tranquilamente la cremallera del pecho y saqué una petaca; tomé un trago largo antes de volver a guardarla. Sin eso no puedo. He estado muchas veces en la Zona, pero sin eso... no, no puedo. Los dos me miraban, esperando.
—Bueno —dije—, no les ofrezco porque es la primera vez que salimos juntos y no sé qué efecto les causa. Trabajaremos de este modo: lo que yo diga, ustedes lo harán inmediatamente y sin preguntas. Si alguien comienza a dar vueltas o a hacer preguntas le tiraré con lo primero que encuentre a mano. Quiero pedirles disculpas desde ahora. Por ejemplo: señor Tender, si te ordeno caminar en cuatro patas levantarás inmediatamente ese culo gordo y harás lo que te digo. Y si no lo haces, quién sabe si volverás a ver a tu enfermita. ¿De acuerdo? Pero yo me encargaré de que vuelvas a verla.
—No te olvides de darme las órdenes —bufó Tender, enrojecido, sudoroso, mordisqueándose los labios—. Caminaré de panza, no en cuatro patas, si es preciso. No soy novato.
—En lo que a mí respecta los dos son novatos —dije—. Y no me olvidaré de dar las órdenes, no se preocupen. A propósito, ¿sabe manejar cabinas?
—Sabe —dijo Kirill—. Maneja bien.
—Bueno, de acuerdo. Aquí vamos. Buen viaje. Bajen las viseras. Poca velocidad, en línea recta a lo largo de los postes, altura tres metros. En el poste veintisiete, alto.
Kirill elevó la cabina a tres metros y avanzamos a marcha lenta. Me volví sin que nadie se diera cuenta para escupir sobre el hombro izquierdo. Vi que la patrulla de rescate había trepado al helicóptero; los bomberos estaban en posición de firme, por puro respeto y el teniente de la puerta nos hacía la venia, el imbécil; sobre todo aquello flameaba el enorme y desteñido estandarte: «Bienvenidos, Visitantes» Tender parecía a punto de responder a los saludos, pero le di tal codazo en las costillas que inmediatamente descartó cualquier ceremonia. ¡Ya te enseñaré a decir adiós! ¡Ya te tocará decir adiós!
Y partimos.
El Instituto estaba a nuestra derecha; el Cuartel de la Peste, a nuestra izquierda. Avanzábamos de poste en poste bien por el medio de la calle. Habían pasado siglos desde la última vez que alguien caminara o manejara por esa calle. El asfalto estaba todo resquebrajado y había pastos en las grietas, pero siquiera se trataba de nuestro pasto, el humano. En la acera izquierda crecían zarzas negras; los límites de la Zona eran bien visibles: los pastos negros terminaban en el cordón como si los hubiesen podado. Sí, aquellos visitantes eran educados; revolvieron un montón de cosas, pero al menos se marcaron límites bien establecidos. Ni siquiera la pelusa incendiada llegaba a nuestro sector de la Zona, aunque cualquiera diría que con un viento fuerte podía llegar.
Las casas en los Cuarteles de la Peste estaban descascaradas y muertas; las ventanas, sin embargo, no estaban rotas, pero sí tan sucias que no se veía nada. A la noche, cuando uno pasaba furtivamente por ahí, se veía un resplandor allí dentro, como de alcohol que ardiera con llamas azules. Es la jalea de brujas que se filtra por los sótanos. Si uno mira al descuido se lleva la impresión de que es un barrio como cualquier otro, de que las casas son como todas, aunque necesiten algún arreglo, pero eso no es nada extraño. Lo único extraño es que no hay gente por allí.
En aquella casa de ladrillos, ya que estamos en el tema, vivía nuestro profesor de matemáticas; le llamábamos La Coma. Era aburrido, un fracasado; la segunda esposa lo abandonó justo antes de la Visitación; la hija tenía cataratas en un ojo y nosotros nos burlábamos de ella hasta hacerla llorar, me acuerdo. Cuando comenzó el pánico, él y los otros vecinos corrieron al puente en ropa interior, tres millas, sin parar. El pasó mucho tiempo enfermo con la peste; perdió toda la piel y las uñas. Se enfermaron casi todos los que vivían en ese barrio; por eso lo llamamos el Cuartel de la Peste. Algunos murieron; los viejos, en su mayoría, y no fueron muchos. Por mi parte, creo que no los mató la peste, sino el miedo. Era terrorífico. Todos los que vivían allí cayeron enfermos. Y la gente de tres barrios quedó ciega. Ahora esas Zonas se llaman Primer Cuartel de Ciegos, Segundo Cuartel de Ciegos, etcétera. No es que hayan quedado ciegos por completo, pero sí con una especie de ceguera nocturna. A propósito, dicen que eso no fue consecuencia de ninguna explosión, aunque explosiones hubo muchas; dicen que fue un ruido fuerte. Dicen que de tan fuerte perdieron inmediatamente la vista. Los médicos les dijeron que era imposible, que trataran de recordar, pero ellos insistían en que fue un trueno lo que los cegó. Lo raro es que nadie más oyó ese trueno.
Sí, era como si allí no hubiera pasado nada. Había un kiosco de vidrios, intacto. Un cochecito de bebé en la entrada de una casa; hasta las sábanas parecían limpias. Pero las antenas estropeaban el efecto: todas estaban cubiertas por una cosa peluda que parecía algodón. Hacía rato que los tragalibros venían rompiéndose los sesos con ese asunto del algodón. Querían examinarlo, ¿entienden? No había nada parecido en otros lugares, sólo en el Cuartel de la Peste y sólo en las antenas. Más aún: lo tenían precisamente allí, bajo las ventanas. Al fin tuvieron una idea luminosa: desde un helicóptero bajaron un ancla sujeta por un cable de acero y engancharon un trozo de algodón. En cuanto el helicóptero tiró, se oyó un «psst», y vimos salir humo de la antena, del ancla y del cable. Pero el cable no se limitaba a humear: siseaba ponzoñosamente, como una serpiente de cascabel. Bueno, el piloto no era ningún tonto (por algo había llegado a teniente); en seguida se imaginó lo que pasaba, soltó el cable y salió a toda velocidad. Allí estaba el cable, colgando casi hasta el suelo, cubierto de algodón.
Así llegamos al final de la calle, donde debíamos girar, fácilmente y sin problema. Kirill me miró: ¿doblaba? Le indiqué por señas que lo hiciera bien despacio. Nuestra cabina dobló, avanzando lentamente por sobre los últimos centímetros de tierra humana. La acera se estaba aproximando y la sombra de la cabina caía sobre las zarzas. Listo. ¡Estábamos en la Zona! Sentí un escalofrío. Siempre siento el mismo escalofrío. Y nunca sé si es la Zona que me saluda a mis nervios de merodeador que se ponen en funcionamiento. Siempre digo que cuando vuelva preguntaré a los otros si ellos sienten lo mismo, pero siempre me olvido.
Bueno, así que íbamos avanzando silenciosamente sobre los antiguos jardines. El motor canturreaba parejo bajo nuestros pies, tranquilo; a él nada lo preocupaba, nada podía hacerle mal allí. Y entonces el viejo Tender se nos vino abajo.
Todavía no habíamos llegado al primer poste cuando comenzó a parlotear. Todos los novatos suelen hablar como si les dieran cuerda cuando llegan a la Zona. Le castañeteaban los dientes, le palpitaba el corazón, le fallaba la memoria; se sentía avergonzado, pero de cualquier modo no podía dominarse. Creo que es como cuando nos chorrea la nariz: no depende de nosotros: chorrea y chorrea. ¡Y qué tonterías dicen! Comentan el paisaje, expresan sus puntos de vista sobre los Visitantes o hablan de cosas que no tienen nada que ver con la Zona. Como Tender, que se puso a charlar sobre su nuevo traje sin poder parar. Cuánto le había costado, qué buena era la tela, y los botones nuevos que le había puesto el sastre...
—Cállate.
Me miró patéticamente, hizo un puchero y siguió: cuánta seda había hecho falta para el forro.
Los jardines ya habían terminado; por debajo de nosotros estaba el baldío que antes se usaba como basurero municipal. Sentí una ligera brisa. Pero no había viento, nada de viento. De pronto sentí un soplo fuerte; los pastos sueltos rodaron y me pareció oír algo.
—¡Cállate, idiota! —dije a Tender.
No, no podía callarse. Ya andaba por los bolsillos. No me quedaba más remedio.
—¡Detén la cabina! —ordené a Kirill.
Él frenó inmediatamente. Buenos reflejos; me sentí orgulloso de él. Tomé a Tender por el hombro, lo hice girar hacia mí y le lancé una trompada hacia el visor. Se le estrelló la nariz contra el vidrio, pobre tipo; cerré los ojos y quedó mudo.
En cuanto calló volví a oírlo: trrr, trrr, trrl... Kirill me miró con los dientes apretados y descubiertos. Le hice una seña para que se estuviera quieto. Dios, por favor, quédate quieto, no muevas un músculo. Pero él también oía el ruido y, como todos los novatos, sentía la necesidad de hacer inmediatamente algo, cualquier cosa.
—¿Retrocedo? —susurró.
Sacudí desesperadamente la cabeza y agité el puño bajo su visera: ¡silencio! De veras, con los novatos nunca se sabe para dónde mirar: si al terreno o a ellos. Pero en ese momento me olvidé de todo. Sobre la montaña de viejos desechos, vidrios rotos y harapos, trepaba un estremecimiento, un temblor, como si fuera el aire caliente que vibra sobre los techos de lata, a mediodía. Cruzó por sobre el montículo y avanzó, más y más, hacia nosotros, justo al lado del poste; quedó suspendido por un momento sobre la ruta (¿o era sólo imaginación mía?), para deslizarse finalmente hacia el suelo, entre matas y cercas podridas, hacia el cementerio de los automóviles.
¡Malditos tragalibros! ¿A quién se le ocurre trazar la ruta sobre el vaciadero de basuras? Y yo también, ¡qué inteligente! ¿En qué estaba pensando cuando me entusiasmé con ese mapa estúpido?
—Despacio, adelante —indiqué a Kirill.
—¿Qué era eso?
—Sabrá el diablo. Era algo y ya no está. Gracias a Dios. Y ahora cállate, por favor; ya no eres un ser humano, ¿entiendes? Eres una máquina, mi volante, nada más.
De pronto me di cuenta de que estaba hablando demasiado.
—Suficiente. Ni una palabra más.
Necesitaba otro trago. Déjenme que les diga algo: esos trajes de buceo eran una tontería. He sobrevivido a muchas cosas sin ese maldito equipo y sobreviviré a muchas más, pero sin un buen trago en el momento justo... ¡Bueno, ya basta!
La brisa parecía haberse calmado. No oía nada amenazador. El único ruido era el ronroneo tranquilo y soñoliento del motor. El sol estaba fuerte y hacía mucho calor. Sobre el garaje pendía una neblina. Todo parecía andar bien; los postes pasaban uno tras otro, Tender estaba callado, Kirill estaba callado. Los novatos se iban puliendo. No se preocupen, compañeros, en la Zona se puede respirar también, si uno sabe lo que hace. Llegamos al Poste 27; el cartel de metal tenía un círculo rojo con el número 27 dentro. Kirill me miró, yo asentí y nuestra cabina se detuvo.
Ya habían caído los capullos y era el tiempo de las cerezas. Ahora lo importante era mantener una calma absoluta. No había apuro. El viento había cesado y la visibilidad era buena. Todo iba como la seda. Vi la fosa en donde Zalamero había estirado la pata; dentro había algo de color, tal vez sus ropas. Era una porquería, que en paz descanse: avaricioso, estúpido y sucio. Justo el tipo de gente que se enreda con Cuervo Burbridge, Cuervo los ve venir desde lejos y les echa mano en seguida. Por lo general, la Zona no pregunta quién es bueno y quién es malo. Así que gracias, Zalamero; eres un idiota y nadie se acuerda de tu verdadero nombre, pero al menos serviste para que los vivos supieran por dónde no tenían que pasar.
Claro, nuestra mejor salida consistía en llegar, al asfalto. El asfalto es liso y se puede ver todo lo que hay en él; además esa grieta la conozco bien. ¡Pero no me gusta el aspecto de esos dos montículos! Entre ellos corría una línea recta hacia el asfalto. Allí estaban, muy pagados de sí, esperando. No, por allí no pasaríamos. Una de las reglas de todo merodeador aconseja mantener cuanto menos treinta metros de espacio libre a la derecha o a la izquierda. Pasaríamos por sobre el montículo izquierdo. Claro que yo no sabía lo que había del otro lado. Según el mapa, nada, pero ¿quién confía en los mapas?
—Escucha, Red —susurró Kirill— ¿Por qué no saltamos por encima? Veinte metros hacia arriba, después bajamos, y estaremos junto al garaje, ¿eh?
—Cállate, abriboca —dije—, no me molestes.
Quería subir. ¿Y si algo nos atrapaba a los veinte metros? No quedarían siquiera nuestros huesos. O tal vez apareciera la roncha de mosquitos por cualquier parte y no dejaría ni un pedacito húmedo de nosotros. Ya estaba hasta la coronilla de los arriesgados. Él no puede esperar; saltemos, dice. Pero yo sabía ya perfectamente cómo llegar hasta el montículo. Después nos detendríamos allí por un ratito a pensar el movimiento siguiente. Tomé un puñado de las tuercas y tornillos que tenía en el bolsillo y se los mostré a Kirill sobre la palma.
—¿Recuerdas el cuento de Hansel y Gretel que te enseñaban en la escuela? Bueno, vamos a hacer lo mismo, pero al revés. ¡Mira!
Arrojé la primera tuerca; no muy lejos, a unos diez metros, como yo quería. Llegó sin problemas.
—¿Viste eso?
—¿Y qué? —preguntó él.
—Nada de «y qué». Te pregunté si lo viste.
—Lo vi.
—Ahora lleva la cabina, bien despacio, hasta donde está la tuerca; detente a medio metro. ¿Entendido?
—Entendido. ¿Buscas graviconcentrados?
—Busco lo que debo buscar. Espera, arrojaré otra. Mira bien dónde cae y no vuelvas a sacarle los ojos de encima.
La segunda tuerca también cayó sin inconvenientes junto a la primera.
—Vamos.
Hizo arrancar la cabina. Su cara estaba tranquila y despejada. Comprendía bien, por lo visto. Todos son iguales, estos tragalibros; para ellos lo más importante es encontrar un nombre para cada cosa. Mientras no encontró el nombre tenía un aspecto lamentable, era un verdadero idiota. Pero ahora tenía una etiqueta, graviconcentrados; entonces entendía todo y la vida era unas pascuas.
Pasamos sobre la primera tuerca, sobre la segunda, sobre una tercera. Tender suspiraba, cambiaba el peso del cuerpo de uno a otro pie, bostezaba de puros nervios; se sentía encerrado, pobre tipo. Pero le haría bien. Bajaría como cinco kilos; eso es mejor que cualquier dieta. Cuando arrojé la cuarta tuerca su trayectoria no me gustó del todo. No habría podido explicar qué andaba mal, pero me daba cuenta de que algo fallaba, y sujeté a Kirill por la mano.
—Quieto —dije—. No te muevas ni un centímetro.
Tomé otra y la lancé más alto y más lejos. ¡Allí estaba la roncha de mosquitos! La tuerca voló normalmente; parecía caer sin problemas, pero a mitad de camino fue como si algo la atrajera hacia un lado, con tanta fuerza que cuando aterrizó quedó hundida en la arcilla.
—¿Viste eso? —susurré.
—Sólo en las películas —observó, estirándose tanto para ver que tuve miedo de que se cayera—. Tira otra, ¿quieres?
Era triste y divertido. ¡Una! ¡Como si con una bastara! Oh, la ciencia. Arrojé otras ocho tuercas y tornillos hasta conocer la forma de esa ronda de mosquito. Para ser sincero habría alcanzado con siete, pero lancé uno más, bien hacia el medio, para que él pudiera disfrutar con su concentrado. Se estrelló en la arcilla como si fuera una pesa de cinco kilos y no un tornillo, dejando un agujero en la arcilla. Kirill gruñó de gusto.
—Okey —dije—, ya nos divertimos bastante. Ahora sigamos. Mira bien, te estoy marcando el camino, así que no lo pierdas de vista.
Así dejamos a un lado la roncha de mosquitos y llegamos al montículo. Era tan pequeño que parecía un sorete de gato. Hasta entonces yo no había reparado en él. Quedamos suspendidos en el aire por sobre el montículo. El asfalto estaba a menos de seis metros. La visibilidad era muy buena; se veía cada brizna de pasto, cada grieta, como en una instantánea. Bueno, con arrojar una tuerca podríamos seguir.
No pude arrojar esa tuerca.
No entendía lo que me pasaba, pero no podía decidirme a arrojarla.
—¿Qué pasa? —preguntó Kirill—. ¿Por qué no seguimos?
—Espera —dije—. Cállate.
Había pensado arrojar la tuerca para que avanzáramos tranquilamente, como sobre manteca derretida, sin mover siquiera las briznas de pasto. En treinta segundos podíamos llegar al asfalto. ¡Y de pronto empecé a sudar! El sudor me chorreaba hasta los ojos. Supe que no podía arrojar la tuerca hacia allí. A la izquierda, todas las que quisiera, aunque la ruta era más larga y había un montón de guijarros poco simpático. Hacia allí sí, pero no hacia adelante; por nada del mundo.
Arrojé la tuerca hacia la izquierda. Kirill, sin decir nada, hizo girar la cabina y avanzó hacia ella. Después me miró. Debo haber tenido bastante mala cara, porque en seguida apartó la vista.
—Está bien —dije—. Ahorraremos tiempo si damos un rodeo.
Y lancé la última tuerca hacia el asfalto.
A partir de ese momento fue mucho más fácil. Encontré la grieta; estaba limpia, sin desperdicios y sin cambios de olor. Me limité a observarla, con silencioso regocijo. Nos levó hasta las puertas del garaje mejor que cualquier poste, cualquier señal.
Ordené a Kirill que descendiera hasta un metro veinte; me eché de panza al suelo y miré hacia las puertas abiertas. Al principio la poderosa luz del sol no me dejó ver nada. Sólo negrura. Después mis ojos se fueron acostumbrando. Vi entonces que nada había cambiado en el garaje desde la última vez. El camión de la basura seguía aún estacionado sobre la fosa, en perfecto estado, sin agujeros ni manchas. Todo estaba en su sitio sobre el piso de cemento, tal vez porque en la fosa no había demasiada jalea de brujas y no había salpicado hacia afuera desde la última vez.
Sólo una cosa no me gustaba. En la parte trasera del garaje, cerca de las latas, se veía algo plateado. Eso no estaba allí antes. Bueno, había algo plateado, y qué. ¡No íbamos a volvernos sólo por eso! No tenía ningún brillo especial; relucía un poquito, suave, tranquilamente. Me levanté, me cepillé la ropa y eché una mirada a mi alrededor. Allí estaban los camiones, en el baldío, siempre como nuevos. Hasta parecían más nuevos que la última vez, Y el camión de gasolina, pobrecito, estaba completamente herrumbrado, listo para caerse a pedazos. Allí estaba también la cubierta, como ellos lo tenían indicado en el mapa.
No me gustaba el aspecto de esa cubierta. La sombra no estaba bien; teníamos el sol a la espalda, pero la sombra de la cubierta venía hacia nosotros. Bueno, no importaba, estaba bastante lejos. Todo parecía bien; podíamos empezar el trabajo.
Pero esa cosa plateada que brillaba allá atrás, ¿qué era? ¿Imaginación mía, no más? Sería lindo sentarse a fumar un cigarrillo y pensarlo bien: por qué ese resplandor por sobre las latas, por qué no estaba entre ellas, por qué la sombra de la cubierta. Cuervo Burbridge me había dicho algo sobre las sombras: que eran extrañas, pero no peligrosas; algo pasa aquí con las sombras.
Pero ¿qué era ese brillo plateado? Parecía una telaraña de las que suele haber en los árboles de los bosques. ¿Qué clase de araña podría haber tejido su tela allí? Nunca había visto bichos en la Zona.
Lo peor era que mi vacío estaba precisamente allí, a dos pasos de las latas. Tendría que haberlo robado la última vez, y entonces ahora no estaría pasando por todos esos problemas. Pero era demasiado pesado. Después de todo el degenerado estaba lleno; lo levanté sin dificultad, pero eso de llevarlo sobre la espalda, en cuatro patas, en la oscuridad... Si ustedes nunca anduvieron con un vacío a cuestas, hagan la prueba: es como llevar diez litros de agua sin balde.
Ya era hora de ponerse en marcha. Tenía ganas de un trago. Me volví hacia Tender.
—Kirill y yo vamos a entrar al garaje. Quédate aquí y no toques los mandos si yo no te lo ordeno, pase lo que pase, aunque la tierra estalle en llamas aquí mismo. Si te acobardas te espero a la salida.
Asintió seriamente, como quien dice: «No me voy a acobardar». Tenía la nariz como una ciruela; mi trompada había sido fuerte de veras. Bajé cuidadosamente las sogas de emergencia, observé una vez más aquel resplandor plateado, hice señas a Kirill y comencé a bajar. Una vez en el asfalto esperé a que él descendiera por la otra soga.
—No te apures —le dije—. No nos corre nadie.
Nos detuvimos sobre el asfalto, con la cabina flotando al lado y las cuerdas culebreándonos bajo los pies. Tender asomó la cabeza por encima del riel y nos miró con ojos llenos de desesperación. Era hora de ponerse en marcha.
—Sígueme paso a paso, a dos pasos de distancia. No apartes los ojos de mi espalda y mantente alerta.
Avancé. Me detuve en el vano de la puerta para mirar a mi alrededor. ¡Es muchísimo más fácil trabajar a la luz del día que de noche! Recuerdo que una vez estuve tendido en ese mismo vano. Aquello estaba negro como boca de lobo; la jalea de brujas llameaba desde la fosa en lenguas de color celeste, como el alcohol encendido. Pero no iluminaban nada. Al contrario, todo parecía más oscuro, malditas sean. ¡Ahora, en cambio, era jauja!
Ya había acostumbrado los ojos a aquella luz lóbrega y podía ver hasta el polvo en los rincones más oscuros. En verdad había algo plateado por allí; eran hilos plateados que iban desde las latas hasta el techo. Sí, parecían una tela de araña; tal vez no fueran más que eso, pero era mejor no acercarse.
Fue entonces cuando cometí mi error. Tendría que haberme detenido, con Kirill bien al lado, esperar a que él también acostumbrara los ojos a la penumbra y entonces señalarle la telaraña. Señalársela. Pero estaba habituado a trabajar solo. Vi lo que debía ver y me olvidé de Kirill.
Di un paso hacia el interior y me dirigí en línea recta hacia las latas. Me incliné sobre el vacío. En él parecía no haber ninguna telaraña. Levanté un extremo y dije a Kirill:
—Agarra de ahí y no lo dejes caer; es pesado.
Levanté la vista y sentí que algo me apretaba la garganta. No pude abrir la boca. Quería gritar: «¡Quieto! ¡No te muevas!», pero no pude. Tal vez de cualquier modo no habría tenido tiempo, pues todo ocurrió demasiado rápido. Kirill se acercó al vacío, de espaldas a las latas, y apoyó toda la espalda en la telaraña plateada. Cerré los ojos; quedé aturdido; no oí más que el ruido de la telaraña al desgarrarse. Era un sonido coruscante y débil.
Así estaba todavía, con los ojos cerrados, sin sentir los brazos ni las piernas, cuando Kirill habló:
—Bueno, ¿lo llevamos?
—Vamos.
Levantamos el vacío y nos dirigimos hacia la puerta, caminando de costado. Era terriblemente pesado, el maldito; aun entre dos resultaba difícil llevarlo. Salimos al sol y nos detuvimos junto a la cabina. Tender se estiró para tomarlo.
—Bueno —dijo Kirill—. Uno, dos...
—No —interrumpí—. Esperemos un segundo. Primero déjalo en el suelo.
Lo dejamos.
—Date vuelta. Quiero verte la espalda.
Se volvió sin decir palabra. Miré; no tenía nada allí. Lo hice girar para aquí y para allá, pero no tenía nada. Volví los ojos hacia las latas; allí tampoco había nada.
—Oye —dije a Kirill, sin sacar los ojos de las latas—. ¿no viste la telaraña?
—¿Qué telaraña? ¿Dónde?
—Bueno, tuvimos suerte.
Sin embargo pensaba: «En realidad todavía no se puede saber».
—De acuerdo. Levantemos esto.
Metimos el vacío en la cabina y lo ubicamos de modo tal que no se moviera. Allí estaba, el minino, brillante y limpito; el cobre relumbraba a la luz del sol. Su contenido azul vagaba en lentes no corrientes de nubes entre los dos discos. Comprendimos que no era un vacío, sino algo así como un recipiente, como una jarra de vidrio, lleno de jarabe azul. Lo observamos un rato más antes de trepar a la cabina e iniciar el viaje de regreso sin más vueltas.
¡Qué fácil era todo para los científicos! Para empezar trabajaban a la luz del día. Además, lo único bravo era entrar a la Zona, porque para regresar, la cabina se conduce sola. En otras palabras, tiene un mecanismo, un cursógrafo, creo que se llama, que lleva a la cabina exactamente por donde vino.
Mientras flotábamos en el aire, en el trayecto de regreso, repitió todas las maniobras, deteniéndose por un momento para proseguir en cada cambio de dirección. Pasamos sobre cada uno de los tornillos y las tuercas; podría haberlos recogido, si se me hubiera dado la gana.
Mis novatos estaban eufóricos, por supuesto. Miraban hacia todos lados, prácticamente sin miedo ya. Empezaron a parlotear. Tender agitaba los brazos y amenazaba con volver apenas terminara de cenar para trazar la ruta hasta el garaje. Kirill me tironeó de la manga y comenzó a explicarme el fenómeno de la graviconcentración, es decir, la roncha de mosquito. Bueno, los puse en línea, pero no a la fuerza. Les conté, tranquilamente, de todos los idiotas que reventaban en el camino de regreso.
—Cierren el pico —les dije— y mantengan los ojos abiertos si no quieren que les pase lo mismo que al petiso Lyndon.
Eso dio resultado. Ni siquiera preguntaron qué habla pasado con el petiso Lyndon. Avanzamos en silencio. Yo sólo pensaba en una cosa: cómo iba a sacarle la tapa a la botella. Trataba de imaginarme el primer trago, pero esa telaraña me seguía brillando ante los ojos.
Al fin salimos de la Zona y nos enviaron al despiojador (los científicos lo llaman hangar médico) junto con la cabina. Nos bañaron en tres tinas diferentes donde hervían tres soluciones alcalinas; nos embadurnaron con cierta pasta, nos rociaron con no sé qué polvo y nos volvieron a lavar. Después nos secaron y dijeron:
—¡Okey, muchachos, pueden irse!
Tender y Kirill llevaban el vacío. Eran tantos los que habían venido a mirar que no se podía caminar. ¡Muy típico! No hacían más que mirar y gruñir frases de bienvenida, pero ninguno tenía el valor de tender una mano a los cansados héroes. Bueno, eso no era cosa mía. Ahora ya nada era de mi incumbencia.
Me quité el traje especial y lo tiré al suelo (que los malditos sargentos se encargaran de recogerlo). Fui directamente a las duchas, porque estaba empapado en sudor de la cabeza a los pies. Me encerré en uno de los cubículos, busqué mi petaca, desenrosqué la tapa y me prendí a ella como una lamprea.
Después me senté en el banco, con las rodillas vacías, la cabeza vacía, el alma vacía. Tragaba ese líquido fuerte como si fuera agua. Vivía. La Zona me había dejado salir. Me había dejado salir, la puta. Esa maldita y traicionera puta. Estaba vivo. Los novatos nunca sabían apreciarlo, sólo un merodeador sabía lo que era eso. Las lágrimas me corrían por las mejillas, no sé si por los tragos o por qué. Mamé de la petaca hasta dejarla seca. Yo estaba mojado; la petaca, seca. Por supuesto, no alcanzó para ese último sorbo que necesitaba. Pero eso se podía arreglar. Todo se podía arreglar ahora. Vivo.
Encendí un cigarrillo, y mientras fumaba, allí sentado, sentí que todo andaba bien. Entonces me acordé de la bonificación. Ésa era una de las grandes ventajas que teníamos en el Instituto; podía ir ya mismo a retirar el sobre. O tal vez me lo alcanzaran hasta allí, a las duchas.
Empecé a desvestirme lentamente. Me quité el reloj y comprobé que habíamos pasado cinco horas en la Zona. ¡Dios mío, cinco horas! Me estremecí. Cinco horas, Dios... Realmente, en la Zona no pasa el tiempo. Pero pensándolo bien, ¿qué son cinco horas para un merodeador? Un abrir y cerrar de ojos. ¿Y si hablamos de doce, de dos días? Cuando uno no logra salir en una noche tiene que pasarse todo el día de cara contra el suelo. Ni siquiera reza; murmura, nomás, delirando; no sabe si está muerto o vivo. Al llegar la segunda noche termina con lo suyo y se arrima al puesto de la patrulla con el botín. Allí están los guardias, con las ametralladoras. Y esos malnacidos, esos esfuerzos, lo odian a uno con toda el alma. Pero arrestar a un merodeador no les hace ninguna gracia, porque les aterroriza la idea de que uno esté contaminado. Lo único que quieren es liquidarlo, directamente, y para eso llevan todas las de ganar: ¡a ver quién puede probar que lo mataron ilegalmente! Así que uno vuelve a enterrar la cara en el suelo y reza hasta que llega la aurora y hasta que vuelva a oscurecer. Y allí está el botín, al lado, y no sabemos si está allí, nomás, o si nos está matando lentamente. También se puede terminar como Nudillos Itzak, que se empantanó al alba entre dos fosas. No podía avanzar ni hacia la derecha ni hacia la izquierda. Dispararon contra él durante dos horas, pero no pudieron acertarle. Durante dos horas él se fingió muerto. Gracias a Dios, al fin le creyeron y lo dejaron en paz. Yo lo vi después de eso; ni siquiera lo reconocí. Era un hombre destrozado; ni siquiera seguía siendo humano.
Me sequé las lágrimas y abrí la canilla; para ducharme por largo rato. Primero con agua caliente, después con fría, después otra vez con caliente. Usé una barra entera de jabón. Al final me aburrí y cerré la ducha. Alguien estaba golpeando la puerta con ganas. Kirill gritaba.
—¡Eh, merodeador! ¡Sal de una vez! ¡Aquí fuera se huele a plata!
Plata. Eso nunca viene mal. Abrí la puerta. Allí estaba él, medio desnudo, en calzoncillos. Parecía en éxtasis; toda su melancolía había desaparecido.
—Toma —dijo, entregándome el sobre—. De parte de la humanidad agradecida.
—Me cago en tu humanidad. ¿Cuánto hay?
—Teniendo en cuenta tu coraje más allá del deber y como excepción, ¡dos meses de sueldo!
—Sí, ganando dinero así yo podía vivir tranquilamente. Si pudiera cobrar dos meses de sueldo por cada vacío habría mandado al diablo a Ernest hace mucho tiempo.
—Bueno, ¿estás contento? —preguntó Kirill. Por su parte, estaba radiante, feliz; sonreía de oreja a oreja.
—No está mal. ¿Y tú?
Él no respondió. Se prendió a mi cuello, me apretó contra su pecho sudoroso y en seguida me apartó de un empujón. Desapareció en la ducha de al lado.
—¡Eh! —lo llamé a gritos—. ¿Cómo está Tender? Lavándose los calzoncillos, supongo.
—Nada de eso. Tender está rodeado de periodistas. Tendrías que verlo. Se ha convertido en un personaje importantísimo. Está explicándoles autenticadamente...
—¿Cómo es que les está explicando?
—Autenticadamente.
—Está bien, señor. La próxima vez vendré con el diccionario, señor.
Y en ese momento sentí como un shock eléctrico.
—Espera, Kirill. Ven aquí.
—Estoy desnudo.
—Vamos, ven. No soy una damisela.
Salió. Lo tomé por los hombros y lo puse de espaldas a mí. Nada. Ya podía haberlo imaginado. Tenía la espalda limpia; las gotitas de sudor se estaban secando.
—¿Qué tienes con mi espalda?
Le di una patada en el traste desnudo, volví a mi cubículo y cerré la puerta. ¡Malditos nervios! Primero había estado viendo cosas raras allá; ahora las veía aquí. ¡Al diablo con todo! Esa noche me iba a emborrachar. Lo que me hubiera gustado era ganarle a Richard, eso era lo que me hubiera gustado. Ese degenerado sabe jugar a las cartas. No le puedo ganar nunca, ni aunque vuelva a barajar las cartas, ni aunque las bendiga por debajo de la mesa.
—Kirill —grité—, ¿irás al Borscht esta noche?
—No se dice «Borscht»; se pronuncia «Borshch». Cuántas veces tengo que repetírtelo.
—Qué importa. Se escribe B-O-R-S-C-H-T. No jorobes con tus costumbres. ¿Vas o no? Me encantaría ganarle a Richard.
—Oh, no sé, Red. Tú, alma simple, ni siquiera imaginas lo que hemos traído.
—Y tú sí, supongo.
—Bueno, yo tampoco, eso es verdad. Pero ahora, por primera vez, sabemos para qué sirven los vacíos; si mi brillante idea funciona, voy a escribir una monografía y te la dedicaré personalmente: «A Redrick Schuhart, honorable merodeador, con mi respeto y mi gratitud».
—Sí, y me mandarán a la sombra por dos años.
—Pero quedarás en los anales de la ciencia. Le llamarán «la jarra de Schuhart». ¿Qué te parece cómo suena?
Mientras bromeábamos me vestí y puse la petaca vacía en el bolsillo; después conté mi dinero y me retiré.
—Buena suerte, alma complicada.
No respondió. El agua hacía muchísimo ruido.
En el corredor estaba Tender en persona, enrojecido e inflado como un pavo, rodeado de compañeros de trabajo, periodistas y un par de sargentos, que recién acababan de comer y de escarbarse los dientes. Parloteaba sin parar.
—La tecnología de que gozamos —decía el muy charlatán— permite contar con una garantía casi absoluta de seguridad y de éxito.
En ese momento, al verme, se sofrenó un poquito. Sonrió y me saludó con pequeñas sacudidas de mano. «Bueno, será mejor que desaparezcamos», pensé. Seguí en línea recta hacia la puerta, pero ya me habían pescado. En seguida oí pasos tras de mí.
—¡Señor Schuhart, señor Schuhart! ¡Unas palabritas sobre el garaje!
—No habrá declaraciones.
Eché a correr, pero no había forma de escaparse. Tenía un tipo con un micrófono a la derecha y otro con una cámara a la izquierda.
—¿Había algo extraño en el garaje? ¡Dos palabras, no más!
—No habrá declaraciones —repetí, tratando de poner la nuca hacia la cámara—. Es un garaje, nada más.
—Gracias. ¿Qué le parecen las turboplataformas?
—Maravillosas.
Empecé a correrme hacia el baño de caballeros.
—¿Qué Piensa de la Visitación?
—Pregunte a los científicos —respondí, deslizándome tras la puerta del baño.
Oí que rascaban la puerta y grité:
—Les recomiendo efusivamente que pregunten al señor Tender por qué razones le ha quedado la nariz como una remolacha. Es demasiado modesto para sacar el tema, pero fue nuestra aventura más interesante.
Salieron a la disparada por el corredor, más veloces que caballos de carrera. Aguardé un minuto. Silencio, Saqué la cabeza. Nadie. Entonces proseguí tranquilamente mi camino, silbando una melodía. Bajé el vestíbulo, mostré el pase al sargento polaco y vi que me hacía la venia. Al parecer, yo era el héroe de la jornada.
—Descanse, sargento —dije—. Me siento muy complacido.
Exhibió tantos dientes como si le hubieran dicho el mejor de los elogios.
—Bueno, Red, usted es un héroe, sin duda. Estoy orgulloso de conocerlo —dijo.
—Así que ahora tendrá algo que contar a las chicas cuando vuelva a Suecia.
—¡Qué le parece! ¡Caerán en mis brazos como moscas!
Supongo que tiene razón, A decir verdad no me gustan los tipos altos y de mejillas rosadas. Las mujeres se enloquecen por ellos, vaya a saber por qué. La estatura no es lo más importante.
Pensando en estas cosas iba caminando por las calles, bajo el sol; no había nadie por ahí. De pronto sentí ganas de encontrarme con Guta en ese mismo instante, en ese mismo lugar. Así nomás, mirarla y tenerla de la mano por un rato. Después de estar en la Zona no se puede hacer otra cosa: tenerse de las manos y basta. Especialmente si uno piensa en lo que se comenta sobre cómo salen los hijos de merodeadores. ¿Pero a quién le hacía falta estar con Guta? ¡Lo que me hacía falta era una botella, por lo menos una botella de algo fuerte!
Pasé junto a la playa de estacionamiento. Allí había un puesto de control, con dos patrulleros en su mejor estilo: bajos, amarillos, dotados de reflectores y ametralladoras, los esfuerzos. Y por supuesto llenos de policías con cascos azules. Bloqueaban toda la calle y no había forma de pasar. Seguí caminando con los ojos bajos, porque no me convenía verlos en ese momento, a la luz del día. Entre ellos había dos o tres personajes que tenía miedo de reconocer, pues en cuanto lo hiciera ¡pobres de ellos! Era una suerte para ellos que Kirill me hubiera convencido de trabajar para el Instituto; de lo contrario, por Dios, habría descubierto a esas víboras para liquidarlas definitivamente.
Me abrí paso por entre la multitud, y estaba casi del otro lado cuando oí que alguien gritaba:
—¡Eh, merodeador!
Bueno, eso no tenía nada que ver conmigo, así que no me detuve; seguí caminando mientras buscaba un cigarrillo en los bolsillos. Alguien me alcanzó y me tomó por la manga. Me sacudí aquella mano; volviéndome a medias hacia el hombre, dije cortésmente:
—¿Qué diablos está haciendo, señor?
—Un momento, merodeador —dijo él—. Dos preguntas, no más.
Lo miré fijamente. Era el capitán Quarterblad, un viejo amigo. Estaba deshidratado y medio amarillento.
—¡Ah, mis saludos, capitán! ¿Cómo anda su hígado?
—No trates de zafarte charlando, merodeador —replicó, enojado, sin quitarme los ojos de encima—. Será mejor que me digas por qué no te detuviste en seguida cuando te llamé.
Detrás de él había dos cascos azules con las manos en las pistoleras. No se les veían los ojos; sólo las mandíbulas moviéndose bajo los cascos. ¿De qué parte del Canadá traen a esos ursos? ¿O los mandan a criar allá? Por lo general, los patrulleros no me dan miedo a la luz del día, pero aquellos escuerzos podían tener la idea de revisarme, cosa que no me gustaba nada.
—¿Me llamaba a mí, capitán? —exclamé—. Me pareció que llamaba a algún merodeador.
—¿Y vas a decirme que tú no lo eres?
—Cuando terminé el tiempo que me dieron gracias a usted, capitán, me enderecé. Abandoné el merodeo. Gracias a usted abrí los ojos, si no hubiera sido por usted...
—¿Qué estabas haciendo en el área de Prezona?
—¿Cómo qué estaba haciendo? Trabajo allí. Desde hace dos años.
Para terminar de una vez con aquella desagradable conversación mostré mis papeles al capitán Quarterblad. Tomó mi libreta y la revisó página por página, olfateando cada uno de los sellos. Cuando me la devolvió lo hizo con gran placer. Tenía color en las mejillas y brillo en los ojos.
—Perdóname, Schuhart —dijo—. No lo esperaba de ti. Me alegro de ver que no echaste en saco roto mis consejos. ¡Vaya, esto es maravilloso! No sé si me creerás, pero hasta en aquel momento yo sabía que terminarías enderezándote. No podía creer que un tipo como tú...
Siguió y siguió, como si fuera un disco. Al parecer me había echado encima otro melancólico curado. Lo escuché, por supuesto, con los ojos bajos en señal de modestia, entre gestos de asentimiento, abriendo los brazos con inocencia; si mal no recuerdo también restregué tímidamente los pies contra la acera. Los gorilas que custodiaban al capitán escucharon un poco, pero en seguida se aburrieron y buscaron un lugar más interesante. Mientras tanto, el capitán seguía pintando gloriosos paisajes de mi futuro: la educación era luz; la ignorancia, oscuridad; el Señor ama y aprecia a los trabajadores honestos, etcétera, etcétera. Las mismas idioteces que nos encajaba el cura en la prisión, todos los domingos. Y yo necesitaba un trago; mi sed no podía esperar.
«Bueno, me dije, tendrás que pasar también por esto. No hay más remedio, así que ten paciencia, Red, No puede seguir por mucho tiempo; mira, ya está perdiendo el aliento.
Qué suerte, se detiene» Uno de los patrulleros empezó a hacer señales. El capitán miró hacia allá con un suspiro de fastidio y me tendió la mano.
—Bueno, me alegro de haberte visto, mi honrado señor Schuhart. Me habría gustado brindar por esta amistad. No puedo tomar whisky porque me lo prohibió el médico, pero me habría gustado tomar una cerveza contigo. Pero el deber me reclama. Ya nos volveremos a encontrar.
Dios no lo permita. Pero le estreché la mano, me ruboricé y volví a restregar el pie, todo como él quería. Al fin me dejó ir. Salí como bala hacia el Borscht.
A esa hora del día el Borscht está siempre vacío. Detrás del mostrador estaba Ernest, secando vasos y mirándolos a trasluz. A propósito, es extraño que cuando uno entra los barman estén siempre secando vasos como si de ello dependiera su salvación. Él se pasa el día así: levantar un vaso, mirarlo de reojo, sostenerlo a la luz, empañarlo con el aliento y frotar. Frota y frota, lo vuelve a mirar (esta vez por el fondo) y frota otro rato.
—¡Hola, Ernie! Deja eso en paz. Le harás un agujero de tanto frotarlo.
Me miró a través del vidrio, murmuró algo incomprensible y sin decir una palabra me sirvió cuatro dedos de vodka. Yo trepé a un taburete, tomé un trago, hice una mueca, sacudí la cabeza y tomé otro trago. La heladera ronroneaba, la vitrola automática tocaba algo suave y lento y Ernest trabajaba con otro vaso. Todo era paz. Terminé mi copa y la dejé sobre el mostrador. Ernest me sirvió en seguida otros cuatro dedos.
—¿Mejor? —murmuró—. ¿Vas volviendo en ti, merodeador?
—Sigue frotando, ¿quieres? Sabrás que un tipo frotó hasta que apareció un genio. Terminó forrado en plata.
—¿Quién era? —preguntó Ernest, suspicaz.
—Otro barman de aquí. Antes de que vinieras.
—¿Y qué pasó?
—Nada. Por qué crees que ocurrió esto de la Visitación, fue de tanto que frotó. ¿Quiénes crees que eran los visitantes?
—Eres un vago —replicó Ernie, aprobando.
Fue a la cocina y volvió con un plato de salchichas asadas. Me puso el plato delante, me arrimó el ketchup y volvió a sus vasos. Ernest conoce su oficio. Tiene el ojo entrenado para reconocer al merodeador que vuelve de la Zona con botín; sabe también qué es lo que un merodeador necesita después de estar en la Zona. Este bueno de Ernie. Todo un humanitario.
Terminé las salchichas, encendí un cigarrillo y empecé a calcular cuánto podía sacar Ernie con nosotros. No sé muy bien a cuánto se venderá el botín en Europa, pero dicen que un vacío puede llegar casi a los dos mil quinientos; Ernie no nos da más que cuatrocientos. Las pilas, allá, cuestan al menos cien, y a nosotros, con suerte, nos dan veinte. Claro que embarcar eso para Europa debe salir un ojo de la cara. Untar una mano por aquí y otra por allá... y el jefe de estación también debe estar en la lista de pagos. Pensándolo bien, Ernest no gana tanto; un quince o veinte por ciento, cuanto más. Y si lo pescan son diez años de trabajos forzados.
En este punto un tipo muy cortés interrumpió mis honorables meditaciones. Yo ni siquiera lo había visto entrar. Se anunció bien al lado mío, pidiendo permiso para sentarse.
—Por favor, no tiene por qué.
Era un tipo flaquito de nariz afilada, con corbata de moño. Su cara me parecía conocida, pero no podía ubicarlo. Subió al lado y dijo a Ernest:
—¡Whisky canadiense, por favor!
En seguida se volvió hacia mí.
—Disculpe —dijo—, ¿no nos conocemos? Usted trabaja en el Instituto Internacional, ¿no?
—Sí. ¿Y usted?
Sacó rápidamente su tarjeta de presentación y me la puso enfrente:
«Aloysius Maenaught, Agente Plenipotenciario de la Oficina de Emigración» Claro que lo conocía. Es de los que joden a la gente para que salga de la ciudad. Si tal como son las cosas apenas queda la mitad de la población inicial de Harmont, qué pretenderá este tipo, limpiar la ciudad por completo. Aparté la tarjeta con la uña.
—No, gracias. No tengo interés. Mi sueño es morir en mi ciudad natal.
—Pero ¿por qué? —gritó él en seguida—. Perdone mi indiscreción, pero ¿qué lo retiene aquí?
—¿Cómo? Lindos recuerdos de la infancia. El primer beso en la plaza municipal. Mamita y papito. Mi primera borrachera, en este mismo bar. La comisaría, tan querida para mí.
Saqué un pañuelo muy usado y me sequé los ojos.
—¡No, no me iría ni por todo el oro del mundo!
Él se echó a reír, tomó un sorbito del whisky canadiense y respondió pensativo.
—No entiendo cómo piensan ustedes, los harmonitas. En esta ciudad la vida es dura. Hay control militar, pocas diversiones. La Zona está a un paso, como si uno estuviera sentado sobre un volcán. Podría estallar una epidemia en cualquier momento, o algo peor. Comprendo que los viejos quieran quedarse, pero usted, ¿qué edad tiene usted? ¿Veintidós, veintitrés? ¿No se da cuenta de que la Oficina es una organización de caridad? No ganamos nada con esto. Lo único que deseamos es que la gente se vaya de este agujero infernal y vuelva a la corriente de la vida. Nosotros salimos de garantía para la mudanza, le buscamos trabajo. En el caso de la gente joven, como usted, le pagamos estudios. No, no entiendo.
—¿Es decir que nadie quiere irse?
—No tanto como nadie. Algunos se están yendo, sobre todo los que tienen familia. Pero los jóvenes y los ancianos... ¿Qué buscan aquí? Esto es un agujero, un pueblo de provincia.
Entonces le contesté como merecía.
—¡Señor Aloysius Maenaught! Usted tiene toda la razón del mundo, Nuestra pequeña ciudad es un agujero. Siempre lo ha sido y lo sigue siendo. Pero ahora es un agujero hacia el futuro. Vamos a pasar tantas cosas por ese agujero a su podrido mundo que lo cambiaremos por completo. Y cuando obtengamos los conocimientos haremos ricos a todos, y volaremos a las estrellas, y viajaremos adonde nos plazca. Esa es la clase de agujero que tenemos aquí.
Me interrumpí en ese punto porque vi que Ernest me miraba atónito. Me sentí incómodo; por lo común no me gusta usar palabras ajenas, ni siquiera cuando estoy de acuerdo con ellas. Además todo eso me salía medio raro. Cuando lo dice Kirill uno escucha y se olvida de cerrar la boca. Pero por más que yo dijera lo mismo no me salía igual. Tal vez porque Kirill nunca le pasaba cosas robadas a Ernest por debajo del mostrador.
Ernie reaccionó velozmente y se apresuró a servirme seis dedos de combustible, como para que recuperara la cordura. El narigudo señor Maenaught volvió a sorber su whisky.
—Claro, por supuesto. Las pilas inagotables, la panacea azul. Pero señor, ¿de veras cree que todo será como usted dice?
—Lo que yo creo no es asunto suyo. Hablaba en nombre de la ciudad. En cuanto a mí: ¿qué tienen ustedes en Europa que yo no haya visto? Se aburren, lo sé bien. Se rompen el lomo todo el día y miran televisión toda la noche.
—No es obligatorio que vaya a Europa.
—Todo es igual, salvo que en la Antártida hace frío.
Lo más asombroso es que yo creía hasta con la panza todo lo que le estaba diciendo. Nuestra Zona, esa puta, esa asesina, me era cien veces más querida que todas las
Europas y las Áfricas. Y todavía no estaba borracho. Por un instante había imaginado cómo tendría que volver a casa, arrastrándome, con una manga de cretinos como yo; cómo me empujarían y me estrujarían en el subte, y lo cansado, lo harto que estaba de todo.
—¿Y usted? —preguntó el hombre a Ernest.
—Yo tengo mi negocio —respondió éste, dándose importancia—. No soy ningún pobretón. He invertido todo mi dinero en este negocio. Hasta el comandante de la base viene aquí de vez en cuando; un general, ¿qué le parece? ¿Cómo me voy a ir?
El señor Aloysius Maenaught trató de ganar algunos puntos citando muchas cifras. Pero yo no escuchaba. Tomé un buen trago, bien largo saqué un montón de cambio del bolsillo, me bajé del taburete y cargué la vitrola automática. Hay una canción allí que se llama «No vuelvas si no estás seguro». Me causa un buen efecto después de haber estado en la Zona.
La vitrola aullaba y arrullaba. Me llevé el vaso a un rincón, donde esperaba igualar viejos cantos con el bandido de un solo brazo, y el tiempo pasó volando, como un pájaro. Cuando echaba el último centavo en el artefacto entraron Richard Noonan y Gutalin, para echarse en los brazos hospitalarios del bar. Gutalin estaba mamado; los ojos se le daban vuelta para todos lados y buscaba dónde poner el puño. Richard Noonan lo tenía tiernamente por el codo y lo distraía con chistes. ¡Linda pareja! Gutalin es un mono negro y enorme; las manos le llegan hasta las rodillas; Dick, en cambio, es una cosita regordete y rosada, toda sonrisas.
—¡Eh! —gritó Dick—. ¡Allá está Red! ¡Ven con nosotros!
—¡Biennnn! —rugió Gutalin—. En esta ciudad hay sólo dos hombres de verdad: ¡Red y yo! Los demás son todos cerdos o hijos de Satanás. Tú también sirves al demonio, Red, pero todavía eres humano.
Me acerqué con mi copa. Gutalin me quitó la chaqueta y me hizo sentar a la mesa.
—¡Siéntate, Red! Siéntate, sirviente de Satanás. Me gustas. Lloremos por los pecados de la humanidad. Lloremos, larga y amargamente.
—Lloremos —dije—. Bebamos las lágrimas del pecado.
—Porque el día está cerca —anunció Gutalin—. Porque el corcel blanco está ensillado y su jinete ha puesto el pie en el estribo. Y las plegarias de los que se hayan vendido a Satanás serán en vano. Sólo los que han resistido a él se salvarán. Ustedes, hijos del hombre, que fueron seducidos por el diablo, que juegan con los juguetes del diablo, que desentierran los tesoros de Satanás, a ustedes les digo: ¡Están ciegos! ¡Despierten, idiotas, despierten antes de que sea demasiado tarde! ¡Pisoteen esas baratijas del diablo!
Se interrumpió como si hubiera olvidado lo que seguía. De pronto preguntó, en tono distinto.
—¿Puedo tomar un trago aquí? Sabes, Red, me emborraché de nuevo. Me acusaron de agitador. Les digo: «Despierten, ciegos, están cayendo al abismo y arrastran a otros también». Pero ellos se ríen, nada más. Por eso le aplasté la nariz al dueño del negocio. Ahora me van a arrestar. ¿Y por qué?
Dick se acercó y puso la botella sobre la mesa.
—Hoy corre por mi cuenta —dije a Ernest.
Dick me echó una mirada de soslayo.
—Está dentro de la ley —dije—. Nos estamos tomando el cheque de la bonificación.
—¿Fuiste a la Zona? —preguntó Dick—. ¿Trajiste algo?
—Un vacío lleno. Para el altar de la ciencia. ¿Vas a servir o no?
—¡Un vacío! —repitió Gutalin, lleno de pena—. ¡Arriesgaste la vida por vaya a saber qué vacío! Has sobrevivido, pero trajiste otro artefacto del demonio al mundo. ¿Cómo sabes, Red, cuánto de pena y de pecado...?
—Calla, Gutalin —dije severamente—. Bebe y festeja que yo haya vuelto con vida. Por el éxito, amigos míos.
Dio buen resultado aquel brindis por el éxito. Gutalin se vino abajo por completo. Sollozaba, las lágrimas le brotaban como agua de una canilla. Lo conozco bien; es nada más que una etapa. Solloza y predica que la Zona es una tentación del diablo. Que no deberíamos sacar nada de allí y que deberíamos poner de nuevo en ella todo lo que hemos sacado. Y seguir viviendo como si la Zona no existiera. Dejar al diablo las cosas del diablo. Me gusta; me refiero a Gutalin. Siempre me gustan los tipos raros. Cuando tiene dinero compra el botín sin regateo, por el precio que los merodeadores le pidan, y de noche lo lleva a la Zona y lo entierra. Estaba esperando, pero pronto pararía.
—¿Qué es un vacío lleno? —preguntó Dick—. Sé qué son los vacíos, a secas, pero es la primera vez que oigo hablar de uno lleno.
Se lo expliqué. Él asintió y se lamió los labios.
—Sí, es muy interesante. Una cosa nueva. ¿Con quién fuiste, con el ruso?
—Sí, con Kirill y Tender. Lo conoces, ¿no? Es nuestro asistente de laboratorio.
—Te habrán vuelto loco.
—Nada de eso, se portaron muy bien. Especialmente Kirill. Es un merodeador nato. Necesita un poco más de experiencia que le lime el apuro. Con él iría a la Zona todos los días.
—¿Y todas las noches? —preguntó, con una mueca de borracho.
—Termínala, ¿quieres? Un chiste es un chiste.
—Un chiste es un chiste, ya lo sé, pero me puede meter en un montón de problemas. Te debo uno.
—¿Quién tiene uno? —preguntó Gutalin, excitado—. ¿Cuál es?
Lo sujetamos por los brazos y volvimos a sentarlo en su silla. Dick le puso un cigarrillo en la boca y se lo encendió. Al fin lo calmamos. Mientras tanto iba entrando más y más gente. El bar estaba lleno; muchas de las mesas se habían ocupado. Ernest llamó a las muchachas, que empezaron a servir bebidas a los clientes: cerveza, cócteles, vodka. Noté que había muchas caras nuevas en la ciudad, últimamente; en su mayoría, jóvenes novatos con bufandas largas y brillantes que les colgaban hasta el suelo. Se lo mencioné a Dick y él asintió.
—¿Qué quieres?
—Están empezando un montón de construcciones. El Instituto va a levantar tres edificios nuevos. Además piensan cerrar tras un muro toda la Zona, desde el cementerio hasta el rancho viejo. Ya se acabaron los buenos tiempos para los merodeadores.
—¿Cuándo fueron buenos los tiempos para los merodeadores? —observé yo.
Y pensé: «Caramba, ¿qué novedades son éstas? Parece que ya no voy a poder hacer un poco de plata extra por ese lado. Tal vez sea para mejor. Menos tentaciones. Iré a la Zona de día, como un ciudadano decente. No se gana lo mismo, por supuesto, pero es mucho más seguro. La cabina, el traje especial y todo eso, y nada de preocuparse por la patrulla. Puedo vivir del sueldo y emborracharme con las bonificaciones». Pero entonces me sentí verdaderamente deprimido. Otra vez a juntar centavitos: Esto lo puedo comprar, esto no. Tendría que ahorrar para comprar a Guta los trapos más baratos, dejar los bares, limitarme a los cines modestos. El panorama no era nada prometedor. Los días eran grises, y también las tardes, y también las noches.
Y mientras yo pensaba así Dick me chillaba en la oreja:
—Anoche, en el hotel, fui al bar para tomar algo antes de acostarme. Había unos tipos nuevos. No me gustó nada el aspecto que tenían. Uno se acercó a mí e inició una conversación con muchas vueltas, sugiriendo que me conocía, que sabe lo que hago, dónde trabajo, e insinuando que él me pagaría muy bien por varios servicios.
—Un pasador de datos —dije.
Eso no me interesaba mucho. Estaba harto de pasadores de datos y de charlas sobre trabajitos.
—No, compañero, no era eso. Escucha. Le seguí la corriente por un rato, con mucho cuidado, por supuesto. Tiene interés en ciertos objetos que hay en la Zona. De los importantes; las pilas, las picapicas, las gotitas negras y esas tonterías no le atraen en absoluto. Se limitó a sugerir indirectamente lo que quiere.
—¿Qué es?
—Jalea de brujas, por lo que entendí —respondió Dick, mirándome con expresión extraña.
—Oh, así que quiere jalea de brujas, ¿eh? Y ya que estamos, ¿no le gustarían algunas lámparas de la muerte?
—Eso mismo le pregunté yo.
—¿Y?
—¿Me creerás si te digo que también quiere?
—¿Ah, sí? —dije—. Bueno, que vaya a buscarlas, Es una pavada. Los sótanos están llenos de jalea de brujas. Que agarre un balde y vaya a recoger toda la que quiera. Es cosa suya.
Dick no respondió; me miró sin sonreír siquiera. ¿Qué diablos estaba pensando? ¿No tendría intenciones de contratarme a mí? Y en ese momento se me ocurrió.
—Un momento —dije—. ¿Quién era ese tipo? Ni siquiera en el Instituto dejan estudiar la jalea.
—Está bien —replicó Dick, hablando con lentitud y sin dejar de observarme—. Es en la investigación donde está el verdadero peligro para la humanidad. ¿Ahora comprendes quién era ése?
No, no entendía nada.
—¿Te refieres a los Visitantes?
Él rió, me palmeó la mano y dijo:
—¿Por qué no tomas un trago? ¡Pobre alma simple!
—Por mi parte, de acuerdo.
Pero me sentía enojado. Así que los hijos de puta me tienen por idiota, ¿eh?
—Eh, Gutalin —dije—. ¡Gutalin! ¡Despierta! ¡Bebamos!
Gutalin estaba profundamente dormido. Su negra mejilla yacía sobre la negra mesa; las manos le colgaban hasta el suelo. Dick y yo tomamos una copa sin su compañía.
—Ahora bien —exclamé después—. No sé si soy un alma simple o un alma complicada, pero te diré lo que puedes hacer con ese tipo. Ya sabes cómo quiero a la policía, pero lo denunciaría.
—Seguro. Y entonces la policía te preguntaría por qué ese tipo fue a hablar contigo y no con cualquier otro. ¿Y?
—No importa —repuse, sacudiendo la cabeza—. Tú, pedazo de idiota gordinflón, hace sólo tres años que estás en esta ciudad y nunca fuiste a la Zona. No has visto la jalea de brujas más que en el cine. Tendrías que verla en la vida real, y ver lo que hace con los seres humanos. Es algo espantoso; no hay que sacarla de la Zona. Sabes muy bien que los merodeadores son tipos de agallas, que no piden más que plata y más plata, pero ni siquiera el finado Zalamero se habría metido en un asunto de esos. Cuervo Burbridge tampoco aceptaría. No quiero ni pensar qué clase de tipo puede querer esa jalea de brujas y para qué.
—Bueno, tienes razón —dijo Dick—. Pero te diré: no me gustaría que cualquier día me encontraran en la cama, habiendo cometido suicidio. No soy merodeador, pero si una persona práctica, y me gusta vivir. Hace mucho que lo hago y ya me acostumbré.
—¡Señor Noonan! —gritó Ernest desde el mostrador—. ¡Teléfono!
—¡Qué diablos! —exclamó Dick, enojado—. Debe ser otra vez Contralor de Envíos. Se encuentran en cualquier parte. Permiso, Red.
Se levantó para atender el teléfono, mientras yo me quedaba con Gutalin y la botella; puesto que Gutalin no ayudaba en nada, ataqué la botella por mi cuenta. Maldita Zona; es imposible escapar de ella. Vaya uno donde vaya, hable con quien hable, siempre la Zona, la Zona. Para Kirill es fácil hablar de la paz eterna y de la armonía que vendrá de la Zona. Kirill es un buen tipo, nada tonto (por el contrario, es inteligente de veras), pero no sabe un bledo de la vida. Ni siquiera imagina qué clase de malhechores y criminales merodean por la Zona. Y ahora alguien quiere meter la mano en esa jalea de brujas. Gutalin será un borrachín y un chiflado por la religión, pero a lo mejor no está tan desacertado. Tal vez deberíamos dejar al diablo las cosas del diablo y no tocar.
Uno de aquellos novatos de bufanda brillante ocupó la silla de Dick.
—¿El señor Schuhart?
—Sí. ¿Qué hay?
—Me llamo Creonte. Soy de Malta.
—¿Cómo andan las cosas por Malta?
—Las cosas andan muy bien por Malta, pero no es de eso que quería hablarle. Ernest me dijo que lo viera a usted.
«Ajá», pensé. «Ese Ernest es un hijo de puta. No hay una gota de piedad en él. Aquí está este muchacho: bronceado, limpio, lindo. Todavía no sabe lo que es afeitarse o besar a una mujer. Pero a Ernest no le importa nada. Lo único que quiere es mandar más gente a la Zona. Sólo uno de cada tres sale con botín, pero eso para él es dinero.»
—¿Cómo anda el viejo Ernest? —pregunté. Él miró hacia el mostrador.
—Tiene buen aspecto. Me gustaría estar en lugar de él.
—A mí no. ¿Quiere una copa?
—Gracias, no bebo.
—¿Un cigarrillo?
—Perdone, pero tampoco fumo.
—Maldito seas. ¿Para qué diablos quieres la plata, entonces? Él se ruborizó y dejó de sonreír.
—Tal vez eso sea cosa mía solamente —dijo en voz baja—. ¿No le parece, señor Schuhart?
—Tienes toda la razón del mundo.
Me serví otros cuatro dedos, Ya me estaba zumbando la cabeza y sentía una agradable pesadez en los miembros. La Zona me había liberado por completo.
—En este momento estoy completamente borracho —aclaré—. Estoy celebrando, como puedes ver. Entré en la Zona, salí vivo y además con dinero. Eso no ocurre con frecuencia; que la gente salga viva, y con dinero menos todavía. Así que preferiría dejar cualquier asunto serio para más tarde.
Él se levantó de un salto, pidiendo disculpas. Entonces vi que Dick había regresado. Estaba de pie junto a la silla. Por la cara que traía me di cuenta de que pasaba algo feo.
—A que tus tanques pierden otra vez el vacío.
—Sí —dijo—. Otra vez.
Se sentó, se sirvió un trago y volvió a llenar mi vaso. Comprendí que el problema no tenía ninguna relación con mercaderías en mal estado. En realidad le importaba un cuerno lo de los envíos: ¡un empleado modelo!
—Bebamos, Red —dijo, y sin esperarme bajó su vaso de un trago y se sirvió otro—. ¿Sabes que murió Kirill Panov?
Estaba tan aturdido que no entendí bien. Alguien había muerto, y qué.
—Bueno, bebamos por el difunto.
Me miró abriendo mucho los ojos. Sólo entonces sentí como si se me hubiera roto un resorte dentro del cuerpo. Recuerdo que me levanté y me apoyé contra la mesa para mirarlo.
—¿Kirill?
Tenía la telaraña ante los ojos, la oía crujir al romperse. Y a través del misterioso ruido de ese crujir oí la voz de Dick, como si viniera de otra habitación.
—Ataque al corazón. Lo encontraron en la ducha, desnudo. Nadie entiende qué le pasó. Preguntaron por ti. Les dije que estabas perfectamente.
—¿Qué quieren entender? Es la Zona.
—Siéntate. Siéntate y toma algo.
—La Zona —repetí, sin poder dejar de pronunciar esa palabra—. La Zona, la Zona...
No veía nada a mi alrededor, salvo la telaraña. Todo el bar estaba preso en la telaraña, y cuando la gente se movía la telaraña crujía suavemente. El muchacho maltés estaba de pie en el medio, con cara de sorprendido. No comprendía una palabra.
—Muchachito —le dije con suavidad—, ¿cuánto necesitas? ¿Te alcanzaría con mil? Toma, aquí tienes. ¡Toma!
Le arrojé el dinero a puñados y empecé a gritar:
—¡Ve a decirle a Ernest que es un hijo de puta, una porquería! ¡No tengas miedo, díselo! Porque además es cobarde. Díselo, y después te vas directamente a la estación y sacas pasaje para Malta. ¡No te detengas en ninguna parte! —No sé que otra cosa grité. Pero sí recuerdo que terminé ante el mostrador, donde Ernest me dio un vaso de soda.
—Parece que hoy tienes dinero —dijo.
—Sí, tengo un poco.
—¿Por qué no me haces un préstamo? Mañana tengo que pagar los impuestos.
En ese momento me di cuenta de que tenía un manojo de billetes en la mano.
—Así que no acepto —dije, mirando el montón—. Creonte de Malta es un joven orgulloso, por lo que veo. Bueno, yo no tengo nada que ver con eso. Todo está en manos del destino.
—¿Qué te pasa? —dijo mi amigo Ernie—. ¿Tomaste demasiado?
—No, estoy muy bien —dije—. En perfectas condiciones.
Listo para las duchas.
—¿Por qué no te vas a tu casa? Bebiste demasiado.
—Murió Kirill —le dije.
—¿Qué Kirill? ¿El manco?
Más manco serás tú, hijo de puta. Ni con mil como tú se podría hacer un solo hombre como Kirill. Rata, malnacido, degenerado hijo de puta. Compras y vendes muerte, eso es. Nos tienes a todos comprados con tu plata. ¿Te gustaría que te hiciera pedazos el local?
Justo cuando retrocedo para asestarle uno de los buenos alguien me sujetó y me llevó a otro lado. Yo no entendía nada ni quería entender. Grité, luché, lancé puntapiés. Cuando recobré el sentido estaba en el baño, todo mojado, con la cara a la miseria. Ni siquiera me reconocí al mirarme en el espejo. Se me contraía la mejilla, cosa que nunca me había pasado. Desde fuera me llegó ruido de pelea, platos rotos, gritos de mujeres y los rugidos de Gutalin, más potentes que los de un oso pardo:
—¡Arrepiéntanse, inútiles! ¿Dónde está Red? ¿Qué le han hecho, simientes del diablo?
Y el ulular de las sirenas de policía.
En cuanto las oí, mi cerebro se aclaró como un cristal. Recordé todo, supe todo, comprendí todo. En el alma no me quedaba más que un odio helado. «¡Muy bien!, pensé, ¡te daré una fiesta. Ya te mostraré cómo es un merodeador, grandísimo chupasangre!».
Saqué un picapica del bolsillo chico. Era nuevito, sin usar. Lo apreté un par de veces para ponerlo en funcionamiento, abrí la puerta que daba al bar y lo dejé caer silenciosamente en la escupidera. Después abrí la ventana y salí a la calle. Me habría gustado quedarme por allí para ver qué pasaba, pero tenía que irme cuanto antes. Los picapicas me provocan hemorragias nasales.
Mientras corría por el patio trasero oí que mi picapica funcionaba a toda marcha. Primero todos los perros del vecindario comenzaron a aullar y a ladrar; los perros sienten los picapicas antes que los humanos. En seguida alguno de los que estaban en el bar chilló con tantas ganas que se me taparon los oídos, aun a esa distancia. No me costó imaginar a esa multitud que se enloquecía allí dentro: algunos caerían en una profunda depresión, otras saldrían volando y algunos se dejarían ganar por el pánico. El picapica es algo terrible. Pasará mucho tiempo antes de que Ernest vuelva a llenar el local. No le costará mucho adivinar que fue obra mía, por supuesto, pero me importa un rábano. Se acabó. Red, el merodeador, ya no existe. Estoy harto. Basta de arriesgar mi vida y enseñar a otros tontos a arriesgar la de ellos. Kirill, compañero, viejo amigo, estabas equivocado. Lo siento, pero estabas equivocado. Es Gutalin quien tiene razón. Ése no es sitio para seres humanos. La Zona está maldita.
Salté por el cerco y tomé rumbo a casa. Me mordía los labios; tenía ganas de llorar, pero no podía. No veía más que vacuidad, tristeza. Kirill, compañerito, mi único amigo, ¿cómo pudo ocurrir esto? ¿Cómo me las arreglaré sin ti? Tú me pintabas imágenes maravillosas de un mundo nuevo y distinto. ¿Y ahora? Alguien, en la lejana Rusia, llorará por ti, pero yo no puedo. Y todo fue culpa mía. Mía, mía solamente, porque soy un inútil. ¿Cómo se me ocurrió meterte en ese garaje sin dejar que acostumbraras los ojos a la oscuridad?
Había vivido toda mi existencia como un lobo, sin preocuparme más que por mí mismo. Y de pronto había decidido convertirme en un benefactor, hacerle un pequeño regalo. ¿Para qué demonios le mencioné ese vacío? Cada vez que lo pensaba sentía un dolor en la garganta, ganas de aullar. Tal vez lo hice, porque la gente me evitaba por la calle. Y de pronto las cosas mejoraron: Guta venía hacia mí. Venía hacia mí, mí preciosa, mi querida, caminando con esos piececitos hermosos, con la falda balanceándose sobre las rodillas. En cada puerta había un par de ojos que la seguían, pero ella caminaba en línea recta, sin mirar a nadie. Me di cuenta entonces de que me estaba buscando.
—Hola —dije—. Guta, ¿adónde vas?
Apreció con una sola mirada mi cara aporreada, mi chaqueta empapada, mis manos lastimadas, pero no dijo una palabra.
—Hola, Red. Iba a verte.
—Ya lo sé. Vamos a mi casa.
Se volvió sin decir nada. Tiene una cabeza preciosa y un cuello largo, como una yegua joven, orgullosa, pero sumisa ante el amo.
—No sé, Red. Tal vez no quieras verme más.
Se me estrujó el corazón. ¿Y eso? Pero hablé tranquilamente:
—No entiendo adónde quieres llegar, Guta. Perdona, hoy estoy un poco borracho y no razono bien. ¿Por qué crees que no voy a querer verte más?
La tomé de la mano y los dos echamos a andar lentamente hacia mi casa. Todos los que la habían estado mirando se apresuraron a esconderse. Vivo en esa calle desde que nací y todos conocen muy bien a Red. Y el que no me conoce no tardará en hacerlo; es algo que se siente.
—Mamá quiere que me haga un aborto —dijo, de pronto—. Y yo no quiero.
Di varios pasos más antes de comprender lo que estaba diciendo.
—No quiero abortar. Quiero tener un hijo tuyo. Puedes hacer lo que quieras, irte al último rincón del mundo. No te voy a retener.
La escuché, vi que se iba alterando más y más, mientras yo me sentía cada vez más aturdido. Eso no tenía pies ni cabeza. En el cerebro me zumbaba un pensamiento absurdo: un hombre menos, un hombre más.
—Ella me dice que si tengo un hijo de un merodeador será un monstruo, que eres un vagabundo, que la criatura y yo no tendremos familia. Que hoy estás libre y mañana en la cárcel. Pero todo eso no me importa, estoy dispuesta a cualquier cosa. Puedo arreglarme sola y criarlo hasta que sea hombre: sola. Lo tendré sola, lo criaré sola y lo educaré sola.
Me las puedo arreglar sin ti, también, pero no vuelvas a buscarme. No te dejaré pasar de la puerta.
—Guta, querida mía —dije—, espera un minuto...
No pude seguir hablando. Una risa nerviosa, idiota, me crecía dentro, surgía ya.
—Pichoncita mía, entonces ¿para qué me buscas?
Estaba riendo como un campesino estúpido mientras ella lloraba contra mi pecho.
—¿Qué será de nosotros, Red? —preguntó entre sus lágrimas—. ¿Qué será de nosotros?
2. Redrick Schuhart, veintiocho años, casado, sin ocupación permanente.
Redrick Schuhart, echado tras una lápida, observaba al patrullero por entre las ramas del fresno, los reflectores del coche se paseaban por el cementerio; de vez en cuando le daban en los ojos, haciéndole parpadear y contener el aliento.
Habían pasado dos horas, pero nada cambiaba en la ruta. El patrullero seguía estacionado en el mismo lugar, con el motor en marcha, revisando con sus tres reflectores las tumbas en decadencia, las cruces torcidas y herrumbradas, los fresnos demasiado crecidos y sin podar, y la parte alta del muro de tres metros de ancho, que terminaba allí, a la izquierda.
La patrulla de la costa tenía miedo a la Zona. Ni siquiera bajaban del coche. Cerca del cementerio el miedo era tan grande que no se atrevían a disparar. Redrick los oía hablar en voz baja de tanto en tanto; a veces, alguna colilla volaba desde los vidrios del coche para rodar por la ruta, resbalando, esparciendo débiles chispas rojas. Todo estaba muy húmedo; había llovido poco antes, y aquel frío malsano se le filtraba por el mameluco impermeable.
Redrick soltó la rama con cuidado, volvió la cabeza y prestó atención. Hacia la izquierda (en algún sitio no demasiado alejado, pero tampoco demasiado cerca) había otra persona. Oyó crujir las hojas una vez más, y la tierra que cedía; al fin se oyó el golpe seco de algo duro y pesado al caer. Redrick empezó a arrastrarse hacia atrás, con mucha prudencia y sin volver la cabeza, aferrado al pasto húmedo. El rayo luminoso le pasó por sobre la cabeza. Él permaneció un instante quieto como una estatua, siguiéndolo en su silencioso paseo. Entre las cruces le pareció ver a un hombre de negro, sentado sin moverse en una de las tumbas. Estaba apoyado sin disimular contra un obelisco de mármol y volvía hacia Redrick la cara blanca, las cuencas negras y hundidas. No lo había visto con claridad, pues apenas fue un segundo, pero tenía todos los detalles archivados en la imaginación.
Se arrastró unos pasos más y buscó la petaca que tenía en la chaqueta. La sacó; apoyó el metal caliente contra la mejilla durante un rato. Después, aún aferrado a la petaca, siguió reptando. Dejó de escuchar y miró a su alrededor.
En la pared había una abertura. Allí estaba Burbridge, con un agujero de bala en el impermeable a rayas de color gris plomo. Todavía seguía de espaldas, tironeando del cuello de su tricota con las dos manos y gimiendo de dolor. Redrick se sentó junto a él y desenroscó la tapa de la petaca. Levantó con cuidado la cabeza a su compañero, sintiendo en la palma la calva caliente, sudorosa, pegajosa, y le llevó el pico a los labios. Estaba oscuro, pero los débiles rayos de los reflectores le permitieron ver los ojos dilatados y vidriosos de Burbridge, la oscura barba de pocos días que le cubría las mejillas. Burbridge bebió ávidamente varios tragos; en seguida tendió una mano nerviosa para palpar el saco donde tenía el botín.
—Volviste... Red... Buen compañero. No eres capaz de abandonar a un viejo para que muera.
Redrick echó la cabeza atrás y tomó un trago largo.
—Todavía está allí, como si estuviera clavado a la ruta.
—No es casualidad. Alguien pasó el dato. Nos estaba esperando.
Hablaba con grandes esfuerzos, en un solo aliento.
—Puede ser —respondió Redrick—. ¿Quieres otro trago?
—No. Por ahora basta. No me abandones. Si no me abandonas no moriré. No tendrás que arrepentirte. ¿Verdad que no me abandonarás, Red?
Redrick no respondió. Estaba mirando hacia la carretera, hacia los destellos de luz. Desde allí veía el obelisco de mármol, pero no si él estaba sentado allí o no.
—Oye, Red, no estoy diciendo tonterías. No te arrepentirás. ¿Sabes por qué vive todavía el viejo Burbridge? ¿Lo sabes? Bob el Gorila reventó. Faraón el Banquero estiró la pata, y qué merodeador era, pero murió. Zalamero también. Y Norman el Cuatro-Ojos, y Culligan, y Pedro el Roña. Todos. Soy el único que sigue vivo. ¿Y por qué? ¿Lo sabes?
—Siempre fuiste una rata —dijo Red, sin quitar los ojos de la carretera—. Un hijo de puta.
—Una rata, es cierto. Si no lo eres, no pasas adelante. Pero todos lo eran. Faraón, Zalamero... Sin embargo soy el único que queda. ¿Sabes por qué?
—Sí, lo sé —dijo Red, para acabar con la charla.
—Mientes. No lo sabes. ¿Has oído hablar de la Bola Dorada?
—Sí.
—¿Crees que se trata de un cuento de hadas?
—Será mejor que calles. Ahorra fuerzas.
—Estoy bien. Tú me sacarás de aquí. Hemos ido a la Zona tantas veces... ¿Serías capaz de abandonarme? Te conocí cuando... Eras tan chiquito... Tu padre...
Redrick no respondió. Hubiera dado cualquier cosa por fumar un cigarrillo. Sacó uno, rompió el tabaco entre las manos y lo olfateó. No sirvió de nada.
—Tienes que sacarme de aquí. Me quemé por causa tuya. Fuiste tú el que no quiso traer al maltés.
El maltés ardía por ir con ellos. Los había tentado toda la tarde, ofreciéndoles un buen porcentaje, jurando que conseguiría un traje especial. Burbridge, que estaba sentado junto a él, seguía guiñando el ojo a Red bajo su mano curtida: «Llevémoslo, no nos irá mal». Tal vez fue por eso que Red se negó.
—Te pasó eso por ambicioso —dijo fríamente Red—, Yo no tengo nada que ver. Será mejor que te quedes quieto.
Por un rato Burbridge se limitó a gemir. Volvió a meterse los dedos por el cuello de la tricota, echando la cabeza hacia atrás.
—Puedes quedarte con todo el botín —jadeó—. Pero no me abandones.
Redrick miró su reloj. No faltaba mucho para el alba, y el patrullero no se iba. Los reflectores seguían buscando entre los arbustos, y ellos habían dejado el jeep camuflado muy cerca de donde estaba el patrullero; lo encontrarían en cualquier momento.
—La Bola Dorada —dijo Burbridge—. La hallé. Se contaban tantas leyendas sobre ella. Yo mismo inventé unas cuantas. Que te concedía cualquier deseo... ¡Ja, cualquier deseo! Si eso fuera cierto yo no estaría aquí. Estaría dándome la gran vida en Europa, nadando en plata.
Redrick bajó la vista hacia él. Ante aquella luz azulada y parpadeante, la cara de Burbridge, vuelta hacia arriba, parecía la de un muerto, pero sus ojos vidriosos estaban fijos en Redrick.
—Juventud eterna, qué diablos la iba a conseguir. Plata, eso menos, qué diablos. Pero conseguí salud. Y buenos hijos. Y estoy vivo. Ni siquiera imaginas en qué lugares he estado, pero todavía estoy vivo.
Se lamió los labios y prosiguió:
—Sólo pido una cosa: seguir vivo. Y tener salud. Y los hijos.
—¿Quieres callarte? —dijo Redrick, al fin—. Pareces una mujer. Si puedo te sacaré de aquí. Lo siento por tu Dina. Tendrá que hacer la calle.
—Dina —susurró ásperamente el viejo—. Mi pequeña. Mi preciosa. Están malcriados, Red. Nunca les negué nada. Se verán perdidos. Arthur, mi Artie. Tú lo conoces, Red. ¿Alguna vez viste un muchacho como él?
—Ya te lo dije: si puedo te salvaré.
—No —replicó Burbridge, tercamente—. Me sacarás de aquí sea como sea. La Bola Dorada. ¿Quieres que te diga dónde está?
—Dale.
Burbridge gimió y movió el cuerpo.
—Mis piernas... Fíjate cómo están.
Redrick alargó una mano y la deslizó por la pierna, por debajo de la rodilla.
—Los huesos... —gimió el herido—. ¿Todavía hay huesos allí?
—Hay huesos. Deja de meter bulla.
—Estás mintiendo. ¿Para qué mentir? ¿Crees que no lo sé, que nunca he visto nada de esto?
En realidad no tocaba más que la rótula. Por debajo, hasta el tobillo, la pierna era como un palo de goma. Se podían haber hecho nudos con ella.
—Las rodillas están enteras —dijo Red.
—Seguro que mientes —dijo tristemente Burbridge.
—Bueno, está bien. Tú sácame de aquí, nada más. Te daré todo. La Bola Dorada. Te dibujaré un mapa. Con todas las trampas. Te contaré todo.
Prometió muchas otras cosas, pero Redrick no le prestaba atención. Estaba mirando hacia la carretera. Los reflectores habían dejado de recorrer las matas. Estaban paralizados. Todos convergían sobre aquel obelisco. En la neblina azul brillante, Redrick vio que la silueta negra y encorvada se paseaba por entre las cruces; parecía moverse a ciegas, directamente hacia los focos. Redrick lo vio chocar contra una cruz enorme, tambalearse, volver a caer contra la cruz y finalmente caminar alrededor de ella para continuar la marcha, con los brazos extendidos hacia adelante y los dedos estirados, abiertos. De pronto desapareció como si lo hubiera tragado la tierra; pocos instantes después reapareció hacia la derecha, algo más lejos; caminaba con una terquedad inhumana y estrafalaria, como un juguete al que le hubieran dado cuerda.
De pronto las luces se apagaron. Chirrió la transmisión, rugió el motor; entre las matas aparecieron las luces de señales, azules y rojas. El patrullero salió disparado, acelerando salvajemente rumbo a la ciudad, y desapareció tras el muro.
Redrick tragó saliva y bajó la cremallera de su mameluco.
—Se han ido —murmuró Burbridge, febril—. Red, vámonos, pronto.
Giró sobre sí, buscando a tientas su bolsa, y trató de levantarse.
—Vamos, ¿qué esperas?
Redrick seguía mirando hacia la ruta. Estaba a oscuras y ya no se veía nada, pero él merodeaba todavía por ahí, seguramente, como un autómata, tropezando, cayendo, golpeándose contra las cruces o enredándose en los matorrales.
—Bueno —dijo Red en voz alta—, vamos.
Levantó a Burbridge, que se le colgó del cuello con la mano izquierda. Redrick, imposibilitado de erguirse, se arrastró en cuatro patas, llevándolo sobre la espalda; así pasó por la grieta de la pared, agarrándose del pasto mojado.
—Vamos, vamos —susurró ásperamente Burbridge—. No te preocupes: yo tengo el botín y no lo soltaré. ¡Anda!
El sendero le era conocido, pero el pasto mojado lo hacía resbaloso y las ramas de los fresnos le azotaban la cara; aquel viejo robusto era insoportablemente pesado, como un cadáver; la bolsa del botín hacía ruido y se enganchaba en todas partes; además Red tenía miedo de encontrarse con él, que podía estar en cualquier lugar, en medio de aquella oscuridad.
Cuando salieron a la carretera todavía estaba oscuro, pero ya se presentía el alba. En los bosquecillos, del otro lado de la ruta, los pájaros comenzaban a piar, inseguros y soñolientos, la penumbra nocturna estaba tomando un tono azul sobre las casas negras de los suburbios distantes. Desde allí venía una brisa húmeda y fría. Redrick dejó a Burbridge en el recodo de la ruta y cruzó el pavimento como una gran araña negra. No tardó en hallar el jeep; apartó las ramas que cubrían los paragolpes y la capota, y condujo hacia el asfalto sin encender las luces. Allí estaba Burbridge, con la bolsa en una mano, tocándose las piernas con la otra.
—¡Apúrate! Apúrate, las rodillas, todavía tengo rodillas. ¡Si al menos pudiera salvar las rodillas!
Redrick lo levantó y lo arrojó por sobre su costado, hacia el asiento trasero. Burbridge aterrizó allí con un gruñido, pero sin soltar la bolsa. Redrick recogió el impermeable de rayas grises y lo cubrió con él. Burbridge logró incluso quitarse el saco.
Red sacó una linterna y revisó el recodo en busca de huellas. No había muchas. El jeep había aplastado algunos pastos altos al salir a la carretera, pero la hierba se volvería a erguir en un par de horas. Había una enorme cantidad de colillas en torno al sitio que ocupara un rato antes el patrullero. Al verlas, Redrick recordó que tenía ganas de fumar. Encendió un cigarrillo, aunque más aun deseaba salir de allí lo antes posible. Pero todavía no podría hacerlo. Era necesario actuar lentamente y a conciencia.
—¿Qué pasa? —gimió Burbridge desde el auto—. Todavía no volcaste el agua y los aparejos de pesca están secos. ¿Qué espera? ¡Vamos, esconde el botín!
—¡Cállate! ¡No me molestes! Iremos hacia los suburbios del sur.
—¿Qué suburbios? ¿Estás loco? ¡Me arruinarás las rodillas, hijo de puta! ¡Las rodillas!
Redrick dio una última chupada y guardó la colilla en la caja de fósforos.
—No seas idiota, Cuervo. No podemos pasar directamente por la ciudad. Hay tres calles bloqueadas. Nos detendrán por lo menos una vez.
—¿Y qué?
—En cuanto te vean los pies se acabó la juerga.
—¿Qué hay con mis pies? Estuvimos pescando. Me lastimé las piernas, eso es todo.
—¿Y si te las palpan?
—Que las palpen. Gritaré tanto que no volverán a palpar, una pierna en su vida.
Pero Redrick ya estaba decidido. Levantó el asiento del conductor, con la linterna encendida; abrió un compartimiento secreto y dijo:
—A ver, dame eso.
El tanque de nafta que tenían bajo el asiento era falso. Redrick tomó la bolsa y la puso dentro, prestando atención a los tintineos que se oían en ella.
—No quiero correr ningún riesgo —murmuró—. No tengo derecho.
Volvió a poner la tapa, la cubrió con basuras y trapos y colocó nuevamente el asiento. Burbridge gemía, gruñía, le suplicaba que se apurara y le prometía la Bola Dorada. Agitándose en el asiento, miraba ansiosamente los rayos de luz, cada vez más intensos. Redrick no le prestó atención; abrió la bolsa plástica llena de agua, que contenía un pez, y volcó el agua sobre los aparejos de pesca; en cuanto al agitado pez, lo echó en el canasto. Después dobló la bolsa de plástico y se la guardó en el bolsillo. Ya estaba todo en orden: dos pescadores que volvían de una salida no muy provechosa. Se instaló al volante y puso el motor en marcha.
No encendió las luces hasta no llegar a la curva. Hacia la izquierda se extendía aquel muro de tres metros de ancho, bordeando la Zona; hacia la derecha, de vez en cuando, alguna cabaña abandonada, con las ventanas claveteadas y la pintura saltada. Redrick veía bien en la oscuridad; además, de cualquier modo, ya no estaba tan oscuro, y por otra parte él sabía que vendría. Así que cuando vio aquella silueta encorvada delante del auto, caminando a paso rítmico, ni siquiera aminoró la marcha. Se encorvó sobre el volante. Él caminaba por el medio de la ruta; como todos los de su especie, se dirigía hacia la ciudad. Redrick lo dejó a la izquierda y aceleró.
—¡Madre Santa! —murmuró Burbridge desde el asiento trasero—. Red, ¿viste eso?
—Sí.
—¡Dios! ¡Justo lo que nos faltaba!
Y de pronto Burbridge empezó a rezar en voz alta.
—¡Cállate! —le gritó Redrick.
La curva tenía que estar allí, muy cerca. Redrick aminoró la marcha, buscando entre la hilera de casas decadentes y entre los cercos de la derecha. La vieja cabaña del transformador, la pértiga con los soportes, el puente podrido sobre la alcantarilla. Redrick hizo girar el volante. El coche viró con una sacudida.
—¿Adónde vas? —gimió Burbridge—. ¡Me vas a arruinar las piernas, hijo de puta!
Redrick se volvió por un segundo y le asestó una bofetada en la cara barbuda. Burbridge, con un balbuceo, optó por guardar silencio. El coche se sacudía mucho; las ruedas resbalaban en el barro fresco dejado por la lluvia de esa noche.
Redrick encendió las luces; los rayos blancos y bamboleantes iluminaron viejos senderos invadidos por la lluvia, grandes charcos, cercos podridos e inclinados. Burbridge lloraba, sollozaba, sorbía. Ya no prometía nada más. Se quejaba y amenazaba, pero en voz muy baja y nada clara; Redrick no comprendía más que unas pocas palabras sueltas. Algo sobre piernas, rodillas y su querido Artie. Al fin calló.
La aldea se extendía a lo largo del borde occidental de la ciudad. En otros tiempos había allí casas de verano, jardines, huertas y las mansiones de verano pertenecientes a los fundadores de la ciudad y a los directores de la planta. Terrenos verdes y agradables, con pequeños lagos y limpias playas de arena, bosquecillos de abedules y estanques llenos de carpas. El hedor y la contaminación de la planta nunca llegaban a ese verde claro... y tampoco el agua corriente ni el sistema cloacal de la ciudad. Pero ahora estaba todo abandonado. Sólo una de las casas ante las cuales pasaron estaba habitada; en la ventana se veía una luz amarilla a través de las cortinas corridas, en la soga había ropa mojada por la lluvia y un perro enorme se precipitó furiosamente contra el vehículo, para perseguirlo a través del barro que lanzaban las ruedas.
Redrick condujo con cuidado por un viejo puente desvencijado. Cuando tuvo a la vista la entrada a la Autopista del Oeste detuvo el coche y apagó el motor. Después se bajó para caminar hasta la ruta sin mirar a Burbridge, con las manos metidas en los bolsillos húmedos del mameluco. Ya estaba claro. Todo, a su alrededor, seguía húmedo, silencioso y soñoliento. Observó la ruta por entre los arbustos del costado. Desde ese punto se veía claramente el puesto de policía: una pequeña casa rodante con tres ventanas iluminadas. El patrullero estaba estacionado junto a ella, vacío. Redrick siguió observando por un rato. No se veía actividad en el puesto de policía; los vigilantes quizás habían sentido frío y cansancio durante la noche y se estaban calentando en la casa rodante, soñando sobre los cigarrillos que les colgaban del labio inferior. «Qué esfuerzos» dijo Redrick, suavemente. Buscó la manopla de bronce que tenía en el bolsillo y deslizó los dedos en los anillos, apretando el metal frío en el puño; acurrucado aún para protegerse del aire helado, con las manos en los bolsillos, retrocedió. El jeep, ligeramente desviado hacia un lado, había quedado entre los arbustos; era un sitio silencioso y oculto. Tal vez nadie había estado por allí en los últimos diez años.
Cuando Redrick llegó hasta el vehículo, Burbridge se incorporó para mirarlo, boquiabierto. Parecía más viejo. aún, arrugado, calvo, sin afeitar y con los dientes carcomidos. Se miraron mutuamente en silencio; al cabo Burbridge dijo claramente:
—El mapa... todas las trampas, todas... La hallarás: no tendrás por qué arrepentirte.
Redrick lo escuchó sin moverse. Al fin aflojó los dedos y dejó que la manopla de bronce cayera en su bolsillo.
—Bueno. Te limitarás a quedarte allí acostado, como si estuvieras sin conocimiento. ¿Entendido? Gime y no dejes que te toquen.
Se instaló tras el volante y puso el jeep en marcha.
Todo salió bien. Nadie salió de la casa rodante para detenerlos; pasaron lentamente, obedeciendo todas las indicaciones de tránsito y haciendo las señales debidas. Después Redrick aceleró y puso rumbo al centro por la parte sur. Eran las seis de la mañana. Las calles estaban vacías; el pavimento, mojado y brillante, negro; los semáforos parpadeaban solitarios e inútiles en las intersecciones. Pasaron junto a la panadería, de ventanas altas y bien iluminadas; Redrick se sintió envuelto en una ola de olor a pan recién horneado, cálido, increíblemente delicioso.
—Estoy muerto de hambre —dijo Redrick, mientras estiraba los músculos entumecidos, apretando las manos contra el volante.
—¿Qué? —preguntó Burbridge, asustado.
—Dije que estoy muerto de hambre. ¿Adónde vamos? ¿A casa o directamente al Matasanos?
—Al Matasanos, y pronto —vociferó Burbridge, inclinándose hacia adelante y lanzando su aliento caliente contra el cuello de Redrick—. Derecho a la casa de él. ¡Vamos! Todavía me debe setecientos. ¿Vas a manejar más rápido o no? Pareces una tortuga.
Impotente, enojado, se lanzó en una serie de insultos, jadeos y protestas, para acabar con un ataque de tos. Redrick no contestó; no tenía tiempo ni fuerzas para tranquilizar a Cuervo, pues iba a toda velocidad. Quería terminar lo antes posible y dormir por lo menos una hora antes de acudir a la cita en el Metropole. Viró en la calle 17, siguió dos cuadras y estacionó frente a una casa particular de dos plantas, de color gris.
Fue el mismo Matasanos quien abrió la puerta. Acababa de levantarse e iba camino al baño, vestido con una lujosa bata de flecos dorados; llevaba en un vaso los dientes postizos; tenía el pelo despeinado y grandes círculos oscuros bajo los ojos.
—¡Ah, Red! ¿Cómo estás?
—Ponte los dientes y vamos.
—Ajá.
Le señaló la sala de espera con un gesto de la cabeza y salió corriendo hacia el baño, chancleteando con sus pantuflas persas. Desde allí preguntó:
—¿Quién fue?
—Burbridge.
—¿Qué tiene?
—Las... piernas.
Redrick oyó correr el agua; hubo resoplidos, chapoteos; algo cayó y rodó por el piso de mosaicos del baño. Se dejó caer en un sillón, exhausto, y encendió un cigarrillo. La sala de espera parecía muy agradable. El Matasanos no escatimaba en gastos; era un cirujano muy competente y promocionado, con mucha influencia en los círculos médicos, tanto de la ciudad como del Estado. Si se había mezclado con los merodeadores, no era por el dinero, naturalmente, sino por los diversos tipos de objetos robados en la Zona que utilizaba en sus investigaciones. Obtenía nuevos conocimientos en el estudio de los merodeadores accidentales y de las diversas enfermedades, mutilaciones y traumas del cuerpo humano desconocidos hasta entonces. Además ganaba gloria y fama como único médico del planeta especializado en afecciones no humanas. Por otra parte no le hacía asco al dinero, y en grandes cantidades menos todavía.
—¿Qué es lo que le pasa en las piernas, específicamente? —preguntó, saliendo del bajo con un toallón al cuello, con una esquina del cual se secaba cuidadosamente los sensibles dedos.
—Cayó en la jalea.
El Matasanos soltó un silbido.
—Bueno, se acabó Burbridge. Qué pena; era un merodeador famoso.
—No importa —observó Redrick, recostándose en el sillón—, le harás piernas artificiales y con ellas podrá volver a la Zona.
—De acuerdo.
El Matasanos puso cara de profesional dedicado a lo suyo y agregó:
—Un momento, voy a vestirme.
Mientras se vestía hizo un llamado, probablemente a su clínica para que prepararan todo a fin de operar. Entre tanto, Redrick seguía inmóvil en la silla, fumando. Sólo se movió una vez, para sacar su petaca. Bebió pequeños sorbos, porque sólo quedaba un poquito en el fondo. Trató de no pensar en nada, de esperar, simplemente.
Después fueron hasta el coche; Redrick ocupó el asiento del conductor y el Matasanos se sentó junto a él. Inmediatamente se inclinó hacia el asiento trasero para palpar las piernas de Burbridge. Éste, sumiso e intimidado, murmuró patéticamente, prometiendo cubrirlo de oro, hablando una y otra vez de su difunta esposa y de sus hijos, rogándole que le salvara por lo menos las rodillas.
Cuando llegaron a la clínica el Matasanos estalló en maldiciones al ver que no había enfermeros esperándolos a la entrada; saltó del coche antes de que éste se detuviera y corrió hacia el interior. Redrick encendió otro cigarrillo. Burbridge habló súbitamente, con claridad y calma, en completa calma, al fin, según parecía:
—Quisiste matarme. No lo olvidaré.
—Pero no te maté —replicó Redrick.
—No, no me mataste.
Hubo una pausa. Al cabo Burbridge agregó:
—Eso también lo recordaré.
—Ajá. Claro, tú no habrías tratado de matarme —observó Red, volviéndose para mirarlo—. Me habrías abandonado allí, sin más. Me habrías dejado en la Zona. Me habrías tirado al agua, como a Cuatro-Ojos.
El viejo movía nerviosamente los labios. Al fin dijo, sombrío:
—Cuatro-Ojos se mató solo. Yo no tuve nada que ver con eso.
—Hijo de puta —repuso Redrick tranquilamente, dándole la espalda—. Grandísimo hijo de puta.
Los enfermeros, soñolientos y arrugados, corrieron hacia la entrada, desplegando la camilla por el trayecto. Redrick se desperezó y bostezó, mientras ellos extraían trabajosamente a Burbridge del asiento trasero y lo tendían en la camilla.
El viejo se mantuvo inmóvil, con las manos unidas sobre el pecho, mirando al cielo con resignación. Sus enormes pies, cruelmente carcomidos por la jalea, estaban vueltos hacia afuera de un modo extraño. Era el último de los viejos merodeadores que habían comenzado a buscar tesoros inmediatamente después de la Visitación, cuando la Zona no se llamaba todavía Zona, cuando no había institutos, ni muros, ni fuerzas de las Naciones Unidas, cuando la ciudad estaba petrificada por el terror y el mundo disfrutaba secretamente de las mentiras inventadas por los periódicos. En aquella época Redrick tenía sólo diez años; Burbridge era aún fuerte y ágil; le gustaba beber cuando pagaba otro, alborotar, arrinconar a las muchachas desprevenidas. No se interesaba en absoluto por sus propios hijos; aun entonces era un lindo hijo de puta; cuando estaba borracho castigaba a su mujer, con repugnante placer, ruidosamente, para que todos lo supieran. Y siguió pegándole hasta que ella murió.
Redrick dio la vuelta con el coche y voló hacia su casa, sin prestar atención a los semáforos, virando en las esquinas en ángulos cerrados y alertando con la bocina a los pocos peatones que encontraba. Estacionó frente al garaje. Al salir vio que el encargado se acercaba a él desde el parquecito; el tipo estaba medio indispuesto como de costumbre, y su cara fruncida, sus ojos hinchados, expresaban un profundo disgusto, como si no caminara sobre el suelo, sino sobre estiércol líquido.
—Buenos días —dijo cortésmente Redrick.
El encargado se detuvo a medio metro de él, apuntando el pulgar hacia atrás por sobre el hombro.
—¿Eso es obra suya? —preguntó.
Sin duda eran las primeras palabras que pronunciaba en el día.
—¿De qué me habla?
—De las hamacas. ¿Fue usted el que las colgó?
—Sí.
—¿Para qué?
Redrick, sin responder, fue a abrir la puerta del garaje. El encargado lo siguió.
—Le pregunté por qué colgó esas hamacas. ¿Quién se lo pidió?
—Mi hija —respondió él, tranquilamente, mientras hacía correr la puerta hacia atrás.
—No le estoy preguntando por su hija —exclamó el otro, alzando la voz—. Ésa es otra cuestión. Le pregunto quién le dio permiso. Quién le dejó adueñarse del parque.
Redrick se volvió hacia él y le miró fijamente el puente de la nariz, pálido y surcado de venas ramificadas. El encargado dio un paso atrás y dijo, más aplacado:
—Además no ha pintado la terraza, Cuántas veces tengo que decirle que...
—No me moleste. No pienso mudarme.
Volvió a subir al jeep y puso el motor en marcha. Al tomar el volante vio que tenía los nudillos muy blancos. Entonces se asomó por la ventanilla y dijo, ya sin poder dominarse:
—Pero si me obligan a mudarme será mejor que rece, miserable.
Metió el coche en el garaje, encendió la luz y cerró la puerta. Después sacó el botín del tanque falso, acomodó el vehículo, puso la bolsa en un viejo cesto de mimbre, puso arriba de todo el aparejo de pesca, todavía húmedo y cubierto de pasto y hojas, y finalmente agregó el pescado que Burbridge había comprado por la noche en un negocio de los suburbios. Finalmente volvió a revisar el auto. Por pura costumbre. Una colilla aplastada se había pegado al paragolpes trasero, hacia la derecha. Redrick la quitó; era de cigarrillos suecos. Después de pensarlo un momento la guardó en la caja de fósforos. Ya tenía tres colillas allí.
No encontró a nadie al subir las escaleras. Se detuvo ante su puerta, pero ésta se abrió de par en par sin darle tiempo a sacar las llaves. Entró de costado, sujetando el pesado cesto bajo el brazo, y se sumergió en la calidez, en los olores familiares del hogar. Guta le echó los brazos al cuello y se quedó inmóvil, con la cara apoyada contra su pecho. Redrick sintió que el corazón de su mujer palpitaba locamente, aun a través del mameluco y de la camisa gruesa. No la apresuró; esperó, pacientemente, a que ella se calmara, aunque por primera vez se daba cuenta de lo cansado que estaba.
—Bueno —dijo ella al rato, con voz baja y ronca.
Lo soltó y fue a la cocina, encendiendo al pasar la luz de la entrada.
—En un minuto te prepararé el café —dijo desde adentro.
—Traje un poco de pescado —replicó él, fingiendo un tono liviano y alegre—. ¿Por qué no lo fríes? Estoy muerto de hambre.
Ella volvió, con la cara oculta tras el pelo suelto. Redrick dejó el canasto en el suelo, la ayudó a sacar la red con el pescado y llevarla hasta la cocina, para echar el pescado en la pileta.
—Ve a lavarte —dijo Guta—. Cuando termines el pescado ya estará listo.
—¿Cómo está Monita? —pregunta él, quitándose las botas.
—Se pasó la tarde parloteando. Apenas conseguí acostarla. No deja de preguntar dónde está papá, dónde está papá. No puede vivir sin su papá.
Se movía con celeridad y gracia por la cocina, fuerte y silenciosa. Hervía el agua en la cacerola, sobre el fuego, y las escamas volaban bajo el cuchillo; la manteca chirriaba ya en la cacerola grande; el aire estaba impregnado con el regocijante aroma del café recién preparado.
Redrick caminó descalzo hasta el vestíbulo y recogió el canasto para llevarlo a la despensa. Después miró hacia el dormitorio. Monita dormía pacíficamente, con la sábana arrugada colgando hasta el suelo y el camisón enroscado. Era tibia y suave como un animalito que respiraba profundamente. Redrick no pudo resistir la tentación de acariciarle la espalda cubierta de cálido pelaje dorado; por milésima vez se maravilló ante el espesor y la suavidad de aquella piel. Habría querido levantarla, pero tenía miedo de despertarla; además estaba asquerosamente sucio, empapado de muerte, de Zona. Volvió a la cocina y se sentó a la mesa.
—Sírveme una taza de café. Me lavaré después.
Sobre la mesa estaba la correspondencia de la tarde: «La Gaceta de Harmont», «Deportes», «Playboy» (de revistas había una verdadera pila), y el grueso volumen de tapas grises: los «Informes del Instituto Internacional de Culturas Extraterrestres», número 56. Redrick tomó la jarrita de café humeante que le tendía Guta y tomó los Informes. Marcas y símbolos, una especie de cianotipos y fotografías de objetos conocidos, tomadas desde ángulos raros. Otro artículo póstumo de Kirill: «Una inesperada propiedad de la Trampa Magnética Tipo 77B». El apellido Panov estaba recuadrado en negro; debajo, en letras muy pequeñas, decía: Doctor Kirill A. Panov, URSS, trágicamente fallecido durante un experimento, en abril de 19.. Redrick arrojó el diario a un lado, sorbió un poco de café, quemándose la boca, y preguntó:
—¿Vino alguien?
Hubo una ligera pausa. Guta estaba de pie ante la cocina.
—Estuvo Gutalin —respondió finalmente—. Vino borracho como una cuba; lo desperté un poco.
—¿Y Monita?
—No quería dejarlo ir, por supuesto. Empezó a gritar. Pero le dije que el tío Gutalin no se sentía muy bien, entonces me dijo: «Gutalin está otra vez todo roto».
Redrick se echó a reír y tomó otro sorbo. Después preguntó otra cosa.
—¿Y los vecinos?
Guta volvió a vacilar antes de responder.
—Como siempre —dijo.
—Bueno, no me cuentes.
—¡Bah! —exclamó ella, agitando la mano en señal de disgusto—. La mujer de abajo me golpeó la puerta, anoche. Tenía los ojos desorbitados; tartamudeaba del enojo, qué por que serruchamos en el baño en medio de la noche.
—Esa vieja puta peligrosa —dijo Redrick, entre dientes—. Oye, ¿no sería mejor que nos mudáramos? ¿Que compráramos una casa en el campo, donde no haya nadie, alguna cabaña vieja, abandonada?
—¿Y Monita?
—Dios mío, ¿no crees que nosotros dos nos bastaríamos para hacerla feliz?
Guta meneó la cabeza.
—A ella le encantan los chicos. Y los chicos la adoran. No es culpa de ellos que...
—No, no es culpa de ellos.
—No vale la pena hablar de eso. Alguien te llamó. No dejó mensaje. Le dije que habías salido a pescar. —Redrick dejó la jarrita y se levantó.
—Okey. Me voy a bañar. Tengo un montón de cosas que hacer.
Se encerró en el baño, arrojó las ropas al balde y colocó en el estante las manoplas de bronce, el resto de las tuercas y los tornillos y los cigarrillos. Pasó largo rato girando bajo el agua hirviente, frotándose el cuerpo con una esponja áspera hasta que le quedó rojo brillante. Después cerró la ducha y se sentó en el borde de la bañera, fumando. Las cañerías borboteaban; Guta hacía ruido de platos en la cocina. En seguida se sintió olor a pescado frito. Guta llamó a la puerta; le traía ropa interior limpia.
—Apúrate —indicó—. El pescado se está enfriando.
Ya había vuelto a su estado normal... y a sus modales autoritarios. Redrick rió entre dientes mientras se vestía, es decir, mientras se ponía los calzoncillos y la camiseta para ir a la mesa.
—Ahora puedo comer —dijo, sentándose a la mesa—. ¿Pusiste la ropa interior en el balde?
—Ajá —respondió él, con la boca llena—. Qué pescado rico.
—¿Le pusiste agua?
—Nooo, lo siento, señor; no lo haré más, señor. ¿Quieres sentarte y quedarte quieta? ¡Bueno, no!
La tomó por la mano y trató de atraerla hasta sus rodillas, pero ella se apartó y tomó asiento frente a él.
—Estás descuidando a tu marido —observó él, otra vez con la boca llena— ¿Te sientes demasiado remilgada?
—Lindo marido tengo en este momento. Eres una bolsa vacía, no un marido. Primero hay que llenarte.
—¿Y si pudiera? —preguntó Redrick—. A veces pasan milagros, ¿sabes?
—Nunca he visto milagros como ese. ¿Quieres una copa?
Redrick, indeciso, jugueteó con el tenedor.
—No, gracias.
En seguida miró el reloj y se levantó.
—Me voy. Prepárame el traje bueno. Tengo que estar bien presentable. Camisa y corbata.
Fue a la despensa, disfrutando la sensación del piso fresco bajo los pies descalzos y limpios, y cerró la puerta; en seguida empezó a poner sobre la mesa el botín que había traído. Dos vacíos. Una caja de alfileres. Nueve pilas. Tres brazaletes. Una especie de argolla parecida a los brazaletes, pero más liviana y dos centímetros más ancha, de metal blanco. Dieciséis gotitas negras en envase de polietileno. Dos esponjas maravillosas conservadas, del tamaño de un puño. Tres picapicas. Una jarra de arcilla carbonatada. Todavía quedaba en la bolsa un recipiente de porcelana gruesa, cuidadosamente envuelto en fibra de vidrio, pero Redrick no lo tocó. Siguió fumando mientras examinaba las riquezas esparcidas sobre la mesa.
Después abrió un cajón y sacó una hoja de papel, un cabo de lápiz y una calculadora. Corrió el cigarrillo hasta la comisura de los labios y escribió número tras número, bizqueando a causa del humo, hasta formar tres columnas. Sumó las dos primeras; las cifras eran impresionantes. Dejó la colilla en un cenicero y abrió cuidadosamente la caja, para esparcir los alfileres en la hoja de papel. Éstos, bajo la luz eléctrica, eran ligeramente azulados, a veces salpicados con otros colores: amarillo, verde y rojo. Tomó uno y lo apretó cuidadosamente entre el pulgar y el índice, con prudencia, para no pincharse. Apagó la luz y aguardó un momento, mientras se acostumbraba a la oscuridad. Pero el alfiler permaneció en silencio. Lo dejó y tomó otro, para apretarlo también. Nada. Apretó. un poco más, arriesgándose al pinchazo, y el alfiler habló: débiles relampagueos rojos corrieron por él; súbitamente fueron reemplazados por pulsaciones verdes más lentas. Redrick disfrutó por un rato de ese extraño juego de luces. Los Informes decían que tal vez esas luces significaran algo, quizá muy importante. Lo dejó aparte y tomó otro.
Así probó setenta y tres alfileres, de los cuales doce hablaban. El resto guardaba silencio. En realidad también ésos podían hablar, pero hacía falta una máquina especial, del tamaño de una mesa; con los dedos no bastaba. Redrick encendió la luz y agregó dos números más a su lista. Y sólo entonces decidió hacerlo.
Metió las dos manos en la bolsa y, conteniendo el aliento, sacó un paquete suave que dejó sobre la mesa. Lo contempló largo rato, frotándose pensativamente la barbilla con el dorso de la mano. Al fin recogió el lápiz, jugueteó con él entre los dedos torpes, enfundados en goma, y volvió a dejarlos. Tomó otro cigarrillo y lo fumó hasta el final sin quitar los ojos del paquete.
—¡Qué diablos! —dijo al fin en voz alta, mientras volvía a guardar, el paquete en la bolsa con gesto decidido—. Ya está. Basta.
Juntó rápidamente todos los alfileres para guardarlos en la caja y volvió a levantarse. Era hora de salir. Con media hora de sueño tal vez se le despejara la mente, pero por otra parte era tal vez mucho mejor llegar allá temprano y ver cómo estaba la situación. Se quitó los guantes, colgó el delantal y salió de la despensa sin apagar la luz.
Su traje ya estaba listo, extendido sobre la cama. Redrick se vistió. Mientras se anudaba la corbata frente al espejo el suelo crujió tras él; oyó una respiración pesada e hizo un gesto para no echarse a reír.
—¡Ja! —gritó una vocecita junto a él.
Algo le agarró la pierna.
—¡Oh, oh! —exclamó Redrick, cayendo hacia atrás, sobre la cama. Monita, riendo y chillando, trepó inmediatamente sobre él. Lo pisoteó, le tiró del pelo y lo anegó con un interminable chorro de noticias. Willy, el hijo del vecino, le había arrancado una pierna a su muñequita. Había un gatito nuevo en el tercer piso, todo blanco y de ojos colorados; tal vez no había hecho caso a la mamá y se había metido en la Zona. Había cenado gachas de avena y jalea. Tío Gutalin estaba otra vez todo roto y enfermo; hasta lloraba. ¿Y por qué no se ahogan los peces que viven en el agua? ¿Por qué no había dormido mamá en toda la noche? ¿Por qué tenemos cinco dedos y sólo dos manos y nada más que una nariz? Redrick abrazó cautelosamente a aquella criatura cálida que trepaba por él; miró aquellos ojos enormes y oscuros, sin parte blanca, y frotó la mejilla contra la otra mejilla regordete, cubierta de sedoso pelaje dorado.
—Monita. Mi Monita. Mi dulce y pequeña Monita, tú.
El teléfono sonó junto a su oído. Levantó el tubo.
—Escucho.
Silencio.
—¡Hola! ¡Hola!
No hubo respuesta. Se oyó un chasquido y después tonos cortos y repetidos. Redrick se levantó, dejó a Monita en el suelo y se puso la chaqueta y los pantalones, sin prestarle más atención. Monita charlaba sin cesar, pero él se limitó a sonreír mecánicamente, con gesto distraído. Al fin ella anunció que papá se había tragado la lengua y lo dejó en paz.
Redrick volvió a la despensa, puso en un portafolios todo lo que había sobre la mesa y fue al baño a buscar sus manoplas de bronce; volvió a la despensa, tomó el portafolios en una mano y el cesto con la bolsa en la otra; salió, cerró con llave y llamó a Guta.
—Me voy.
—¿Cuándo vuelves? —preguntó Guta, saliendo de la cocina.
Se había arreglado el pelo y estaba maquillada. También había cambiado la bata por un vestido de entrecasa, el favorito de Red: uno de escote bajo, de color azul brillante.
—Te llamaré —respondió él, observándola.
Se le acercó y la besó en el escote.
—Será mejor que te vayas —dijo ella, suavemente.
—¿Y yo? ¿Un beso? —gimió Monita, metiéndose entre los dos.
Él tuvo que inclinarse más aún. Guta lo miraba fijamente.
—Tonterías —dijo Red—. No te preocupes. Te llamaré.
En el rellano, un piso más abajo, vio que un gordo en pijama a rayas luchaba con la cerradura de su puerta. De las profundidades de su departamento llegaba un olor cálido y agrio. Redrick se detuvo.
—Buen día.
El gordo lo miró cautelosamente por sobre el hombro rollizo, murmurando algo.
—Anoche vino su esposa —dijo Redrick—. No sé qué dijo de que serruchábamos. Debe haber un malentendido.
—¿Y a mí qué? —dijo el del pijama.
—Anoche mi esposa estaba lavando la ropa —prosiguió Red—. Si los molestamos, le pido disculpas.
—Yo no dije nada. Haga lo que quiera.
—Bueno, me alegro.
Redrick salió, fue al garaje, puso el canasto con la bolsa en el rincón y lo cubrió con un asiento viejo. Después observó su obra y salió a la calle.
No tuvo que caminar mucho: dos cuadras hasta la plaza, cruzar después el parque y caminar otra cuadra hasta el Boulevard Central. Frente al Metropole, como de costumbre, había una brillante hilera de coches con brillo de lava y cromados. Los porteros, de uniformes morados, entraban maletas al hotel; había también gente de aspecto extranjero, en grupos de a dos o tres, fumando y conversando sobre los escalones de mármol. Redrick decidió no entrar todavía. Se puso cómodo bajo el toldo del pequeño bar de enfrente; pidió café y encendió un cigarrillo. A medio metro de su mesa había dos agentes secretos de la fuerza de policía internacional; comían a toda prisa salchichas asadas al estilo Harmont y bebían cerveza en grandes vasos de vidrio. Del otro lado, a unos tres metros, un sargento sombrío devoraba papas fritas, con el tenedor apretado en el puño; había dejado el casco azul junto a la silla, invertido, y la pistolera colgada en el respaldo del asiento. No había más clientes que ésos. La camarera, una mujer de cierta edad a quien Redrick no conocía, bostezaba tras el mostrador, cubriéndose delicadamente la boca pintada. Eran las nueve menos veinte.
Redrick vio que Richard Noonan salía del hotel masticando algo y acomodándose el sombrero suave. Bajaba enérgicamente los escalones, rosado, bajito y regordete, siempre afortunado, bien vestido, recién bañado y seguro de que el día no le acarrearía disgustos. Se despidió de alguien con un ademán, se echó el impermeable sobre el hombro izquierdo y avanzó hacia su Peugeot. El Peugeot de Dick también era regordete, bajito, recién lavado y seguro, al parecer, de que el día no le acarrearía disgustos.
Redrick se cubrió a cara con la mano para observar a Noonan, que subió apresuradamente, se acomodó en el asiento delantero y pasé algo al de atrás; en seguida lo vio inclinarse para recoger algo y ajustar el espejo retrovisor. El Peugeot expelió una nube de humo azul, tocó la bocina para alertar a un africano que vestía su traje típico y bajó garbosamente hacia la calle. Al parecer iba hacia el Instituto, para lo cual tendría que virar alrededor de la fuente y pasar por el café. Ya era demasiado tarde para marcharse, de modo que Redrick se cubrió completamente la cara y se inclinó sobre la taza. No sirvió de nada. El Peugeot hizo sonar la bocina en su mismo oído, chirriaron los frenos y la voz alegre de Noonan llamó:
—¡Eh, Schuhart! ¡Red!
Redrick lanzó un juramento en voz baja y levantó los ojos. Noonan venía hacia él con la mano extendida, sonriente.
—¿Qué estás haciendo aquí a estas horas de la madrugada? —le dijo al acercarse.
Y agregó, volviéndose a la camarera:
—Gracias, señora, no voy a pedir nada. Hace mil años que no te veo, hombre. ¿Dónde estabas? ¿En qué andas?
—En nada especial —respondió Redrick, a desgano—. Cosas sin importancia.
Noonan se instaló en la silla opuesta, apartó hacia un lado el vaso con las servilletas y hacia otro el plato de sándwiches, y se lanzó en su cháchara.
—Te veo un poco pálido. ¿No duermes bien? Te diré que últimamente estoy muy ocupado con estos nuevos equipos automáticos, pero no dejo de dormir lo necesario, eso sí que no. Los automáticos se pueden ir al cuerno.
De pronto echó una mirada a su alrededor y agregó:
—Perdona, a lo mejor esperas a alguien. ¿Te interrumpo? ¿Molesto?
—No, no —dijo mansamente Redrick—. Tenía un poco de tiempo libre y se me ocurrió tomar un café, eso es todo.
—Bueno, no voy a demorarte mucho —dijo Dick, mirando la hora—. Oye, Red, ¿por qué no dejas esas cosas sin importancia y vuelves al Instituto? Sabes que te aceptarían cuando quisieras. ¿Quieres trabajar con otro ruso? Hay uno nuevo.
Red meneó la cabeza.
—No, no ha nacido quien se parezca a Kirill. Además no tengo nada que hacer en tu Instituto. Ahora es todo automático; tienen robots que van a la Zona y son esos robots los que cobran todas las bonificaciones, a los ayudantes de laboratorio les pagan chauchas y palitos. No me alcanzaría ni para cigarrillos.
—Todo eso se puede arreglar.
—No quiero que nadie me arregle nada, me las he compuesto solo toda la vida y pienso seguir así.
—Te has vuelto muy orgulloso —observó Noonan, con tono de acusación.
—No, nada de eso, pero no me gusta contar los centavitos.
—Creo que tienes razón —dijo el otro distraído. Miró el portafolios de Redrick, que estaba en la silla de al lado, y frotó la plaquita de plata con letras cirílicas impresas.
—Tienes razón —reconoció—, hace faltar tener plata para no estar preocupándose siempre por ella. ¿Éste es regalo de Kirill?
—Lo recibí en herencia. ¿Cómo es que ya no te veo por el Borscht?
—Eres tú el que no va —contraatacó Noonan—. Yo almuerzo allí casi todos los días. En el Metropole cobran un ojo de la cara por una simple hamburguesa.
De pronto agregó:
—Oye, ¿cómo andas de dinero?
—¿Quieres un préstamo?
—No, precisamente lo contrario.
—¿Quieres prestarme dinero?
—Tengo trabajo.
—¡Oh, Dios! —exclamó Redrick—. ¡Tú también!
—¿Quién más? —preguntó Noonan.
—Hay montones de... contratistas.
Noonan, como si al fin hubiera comprendido, se echó a reír.
—No, no se trata de tu especialidad.
—¿De qué, entonces?
Noonan volvió a mirar el reloj.
—Hagamos una cosa —dijo, levantándose—. Ven a almorzar al Borscht, a eso de las dos, y hablaremos.
—Tal vez no haya terminado a esa hora.
—Entonces esta tarde, a eso de las seis. ¿De acuerdo?
—Veremos —dijo Redrick, mirando la hora a su vez.
Eran las nueve menos cinco. Noonan lo saludó con la mano y volvió a su Peugeot. Redrick lo siguió con la vista, llamó a la camarera, pagó la cuenta y compró un atado de Lucky Strike; después se dirigió lentamente hacia el hotel, con su portafolios.
El sol ya quemaba; la calle se había puesto rápidamente sofocante. Sintió una sensación de quemadura bajo los párpados. Parpadeó con fuerza; era una lástima no haber dormido una hora antes de atender aquel asunto.
Y en ese momento ocurrió.
Nunca había experimentado algo así fuera de la Zona. Y en la Zona misma, sólo dos o tres veces. Tenía la impresión de estar en un mundo distinto. Un millón de olores se precipitó bruscamente sobre él: ásperos, dulces, metálicos, suaves, peligrosos, rudos como adoquines, delicados y complejos como mecanismos de relojería, enormes como casas y diminutos como partículas de polvo. El aire se tornó duro, echó filos, esquinas y superficie, mientras el espacio se llenaba de enormes globos rígidos, pirámides resbalosas, gigantescos cristales espinosos. Y él tenía que avanzar a través de todo aquello, abriéndose camino en sueños, como por un negocio de compraventa lleno de muebles viejos y feos. Duró sólo un instante.
Abrió los ojos y todo había desaparecido. No era un mundo distinto: era este mismo mundo que le mostraba una faz desconocida. Esa faz le era revelada por un segundo antes de desaparecer, sin que tuviera tiempo para comprenderla.
Se oyó un bocinazo colérico; Redrick caminó más y más rápido, hasta echar a correr en dirección al muro del Metropole. El corazón le palpitaba enloquecido. Dejó el portafolios en la acera y abrió, impaciente, el atado de cigarrillos. Encendió uno, aspiró profundamente y descansó, como si acabara de librar una pelea. Un policía se detuvo junto a él, preguntando:
—¿Necesita ayuda, don?
—N... no —logró pronunciar Redrick, y tosió—. Es que hace un calor sofocante.
—¿Puedo llevarlo a alguna parte?
Redrick recogió el portafolios.
—Todo está bien, muy bien, amigo. Gracias.
Se dirigió rápidamente hacia la entrada, subió los peldaños y entró al vestíbulo; era fresco, oscuro y resonante. Le habría gustado sentarse un rato en una de esas voluminosas sillas de cuero hasta recobrar el aliento, pero ya era tarde. Se permitió acabar el cigarrillo mientras observaba a la multitud con los ojos entornados. Ahí estaba Huesos, hojeando irritado las revistas del puesto. Redrick arrojó la colilla al cenicero y se acercó al ascensor.
No logró cerrar la puerta a tiempo; subieron otros amontonándose en el interior: un hombre gordo que respiraba como si fuera asmático; una señora muy perfumada con un muchachito gruñón que comía chocolate; una anciana corpulenta, de barbilla mal afeitada. Redrick quedó apretado en un rincón. Cerró los ojos, tratando de olvidar al niño, su cara era fresca y limpia, sin un solo vello. Y trató también de olvidar a la madre, que chorreaba saliva con chocolate por la barbilla; cuyo seno huesudo estaba embellecido por un collar hecho de grandes gotitas negras engarzadas en plata. Y el abultado, esclerótica blanco de los ojos del gordo, y las desagradables verrugas de la cara hinchada de la vieja. El gordo trató de encender un cigarrillo, pero la vieja inició un ataque contra él que siguió hasta el piso quinto, donde se bajó. En cuanto ella hubo desaparecido, el gordo encendió un cigarrillo con cara de quien defiende sus derechos civiles, pero echó a toser y a sacudiese en cuanto aspiró el humo, estirando los labios como un camello y clavando el codo en las costillas de Redrick.
Éste se bajó en el octavo y recorrió el pasillo, de gruesa alfombra, coquetamente iluminado por lámparas ocultas. Olía a tabaco caro, perfume francés, suave cuero legitimo de billeteras abultadas, damiselas caras y cigarreras de oro macizo. Hedía a todo eso, al hongo asqueroso que crecía en la Zona, bebía en la Zona, comía, explotaba y engordaba en la Zona sin importarle un bledo de nada, especialmente de lo que pasaría después, cuando estuviera harto y lleno de poder, cuando todo lo que en un tiempo estuvo en la Zona hubiera ido a parar afuera. Redrick abrió la puerta del 874 sin llamar.
Ronco, sentado en una mesa junto a la ventana, estaba llevando a cabo cierto rito con un cigarro. Aún seguía en pijama; el pelo ralo, todavía húmedo, estaba cuidadosamente peinado. La cara, enfermiza y mofletuda, había sido bien afeitada.
—Ajá —dijo, sin levantar la vista—. La puntualidad es la cortesía de los reyes. ¡Buen día, joven!
Terminó de despuntar el cigarro, lo tomó con ambas manos y se lo pasó por debajo de la nariz.
—¿Dónde está el bueno de Burbridge? —preguntó, levantando al fin la vista.
Tenía ojos claros, azules, angelicales.
Redrick dejó el portafolios sobre el sofá, se sentó y sacó sus cigarrillos.
—Burbridge no vendrá.
—El bueno de Burbridge —repitió Ronco, tomando el cigarro entre dos dedos para llevárselo cuidadosamente a la boca—. Los nervios le están jugando feo.
Seguía mirando a Redrick con aquellos ojos de color celeste, sin parpadear. Nunca parpadeaba. La puerta se abrió ligeramente y entró Huesos.
—¿Con quién hablabas? —preguntó desde el vano.
—Ah, hola —dijo Redrick, alegremente, sacudiendo las cenizas en el suelo.
Huesos hundió las manos en los bolsillos y se aproximó un poco más, marcando grandes pasos con sus enormes pies, de largos dedos de pájaro.
—Te lo hemos dicho cien veces —reprochó a Redrick, deteniéndose ante él—: nada de contactos antes de una reunión. ¿Y qué haces?
—Digo hola. ¿Y tú?
Ronco rió. Huesos estaba irritable.
—Hola, hola, hola.
Apartó la mirada incriminatoria de Redrick y se dejó caer en el sofá, a su lado.
—No puedes comportarte así —prosiguió—. ¿Me entiendes? ¡No puedes!
—En ese caso encontrémonos en otro lugar, donde yo no conozca a nadie.
—El muchacho tiene razón —intervino Ronco—. El error es nuestro. ¿Quién era ese hombre?
—Richard Noonan. Representa a algunas compañías proveedoras del Instituto. Vive aquí, en el hotel.
—Ya ves: es muy sencillo —dijo Ronco a Huesos.
Tomó un encendedor colosal, con la forma de la Estatua de la Libertad, lo miró dubitativamente y volvió a ponerlo en la mesa.
—¿Dónde está Burbridge? —preguntó Ronco en tono amistoso.
—Burbridge sonó.
Los dos hombres intercambiaron una rápida mirada.
—Que en paz descanse —dijo Ronco, tenso—. ¿O lo arrestaron?
Redrick no respondió de inmediato; primero aspiró larga y lentamente el humo de su cigarrillo; después arrojó la colilla al suelo.
—No se preocupen, no hay peligro. Está en el hospital.
—¡Y te parece que no hay peligro! —exclamó Huesos nervioso.
Se levantó de un salto y fue hacia la ventana.
—¿En qué hospital? —preguntó.
—No te preocupes, todo está en orden. Vamos al grano.
Tengo sueño.
—¿En qué hospital, concretamente? —volvió a preguntar Huesos, irritado.
—Ya te lo he dicho —replicó Redrick, levantando su portafolios—. ¿Hacemos negocio o no hacemos negocio?
—Lo hacemos, lo hacemos, hijo —dijo Ronco, animosamente.
Bajó de un brinco, sorprendentemente ágil, barrió todas las revistas y los periódicos que había en la mesa ratona y se sentó frente a ella, apoyando las manos rosadas y velludas en las rodillas.
—Muestra lo que traes.
Redrick abrió el portafolios, sacó la lista de precios y la puso sobre la mesa, ante Ronco. Éste le echó una mirada y la apartó de un papirotazo. Huesos, de pie tras él, empezó a leerla por sobre su hombro.
—Ésa es la cuenta —explicó Redrick.
—Ya veo. Quiero ver la mercadería —dijo Ronco.
—La plata.
—¿Qué es esto de argolla? —preguntó Huesos, suspicaz, señalando un artículo de la lista por sobre el hombro de Ronco.
Redrick no respondió. Sostenía el portafolios abierto sobre las rodillas, con la mirada fija en aquellos ojos azules y angelicales. Al fin Ronco rió entre dientes.
—Por qué será que te quiero tanto, hijo mío —murmuró—. Después dicen que el amor a primera vista no existe.
Suspiró dramáticamente y agregó:
—Phil, compañero, ¿cómo dicen los de aquí? Saca el rollo y pásale unos cuantos billetes... Y dame un fósforo. Ya ves.
Y agitó el cigarro ante él.
Phil, el Huesos, murmuró algo en voz baja, le arrojó una cajetilla de fósforos y pasó al cuarto contiguo, separado por una cortina. Redrick lo oyó hablar con alguien, con voz irritada y confusa; decía algo de moscas y bocas cerradas. Ronco, encendido finalmente su cigarro, seguía mirando a Redrick con una sonrisa helada en los labios delgados y pálidos. El merodeador, con la barbilla apoyada en el portafolios, trataba de sostenerle la mirada sin parpadear, aunque le ardían los párpados y le lagrimeaban los ojos. Huesos volvió con tres fajos; los arrojó sobre la mesa y se sentó, ofendido. Redrick alargó perezosamente la mano hacia el dinero, pero Ronco le indicó, con un gesto, que esperara; arrancó las fajas de los billetes y las guardó en el bolsillo del pijama.
—Veamos ahora. Redrick tomó el dinero y se lo metió en el bolsillo interior de la chaqueta sin contarlo. En seguida presentó su mercadería.
Lo hizo lentamente, dejando que los dos examinaran el botín y verificaran cada artículo con la lista. La habitación estaba silenciosa no se oía más que la pesada respiración de Ronco y un repiqueteo proveniente del cuarto contiguo, como el de una cuchara que golpeara la pared de un vaso.
Cuando Redrick cerró el portafolios, haciendo chasquear el cierre, Ronco levantó los ojos.
—¿Y lo más importante?
—No es posible.
Meditó un instante y agregó:
—Por ahora.
—Me gusta ese «por ahora» —dijo Ronco, suavemente—. ¿Qué dices tú, Phil?
—Nos estás echando tierra a los ojos, Schuhart —dijo Huesos, suspicaz—. Por qué tanto misterio, es lo que quiero saber.
—Eso es inevitable: negocios secretos —respondió Redrick—. La nuestra es una profesión arriesgada.
—Bueno, bueno —exclamó Ronco—. ¿Dónde está la cámara?
—¡Demonios! —barbotó Redrick, rascándose la mejilla, sintiendo que se le subía el color a la cara—. Lo siento, la olvidé.
—¿Allá? —preguntó Ronco, haciendo un vago ademán con el cigarro.
—No recuerdo. Probablemente allá.
Redrick cerró los ojos y se recostó en el sofá. En seguida agregó:
—No. La olvidé por completo.
—Qué desgracia —dijo Ronco—. ¿Pero al menos viste eso?
—No, ni siquiera —respondió Redrick, tristemente—. Ése es el asunto. No llegamos hasta los altos hornos. Burbridge cayó en la jalea y tuve que volver atrás en seguida. Puedes estar seguro de que me habría acordado si la hubiera visto.
—¡Eh, Hugh, mira esto! —susurró Huesos, asustado—. ¿Qué es esto?
Extendió el índice derecho. La argolla de metal blanco giraba velozmente en torno a él. Huesos la miraba con ojos desorbitados.
—¡No para! —dijo en voz alta, apartando por un segundo la mirada para clavarla en Ronco.
—¿Cómo que no para? —preguntó éste cautelosamente, apartándose.
—Me la puse en el dedo y le di impulso, porque si nomás, y lleva un minuto girando sin parar.
Huesos se levantó de un salto, con el dedo extendido hacia adelante, y se precipitó detrás de la cortina. La argolla plateada giraba fácilmente frente a él, como un trompo.
—¿Qué diablos has traído? —preguntó Ronco.
—¡Dios lo sabe! No tenía idea. De haberlo sabido, habría pedido más.
Ronco lo miró fijamente. Después se levantó y pasó también del otro lado de la cortina. Inmediatamente se oyó un parloteo. Redrick tomó una de las revistas caídas y la hojeó. Estaba llena de mujeres impresionantes, pero en ese momento le daban asco. Recorrió la habitación con la mirada, buscando algo para beber. Después sacó el fajo del bolsillo interior y contó los billetes. Todo estaba en orden, pero para no quedarse dormido contó el otro. Justo cuando lo estaba guardando otra vez volvió Ronco.
—Tienes suerte, hijo —anunció, sentándose una vez más frente a Redrick—. ¿Sabes lo que es el movimiento perpetuo?
—No, nunca estudié eso.
—Ni falta te hace —replicó Ronco, mientras sacaba otro fajo—. Ahí tienes el precio de este primer ejemplar. Por cada uno que me traigas te daré dos fajos como ése. ¿Entiendes, hijo? Dos por cada uno. Pero con una condición: que nadie sepa de esto, salvo tú y yo. ¿De acuerdo?
Redrick se guardó silenciosamente el dinero en el bolsillo.
—Me voy —dijo, levantándose— ¿Cuándo y dónde la próxima vez?
Ronco también se levantó.
—Te llamaremos. Espera nuestra llamada todos los viernes entre las nueve y las nueve y media de la mañana. Te darán saludos de Phil y de Hugh y concertarán una cita contigo.
Redrick asintió y se encaminó hacia la puerta. Ronco lo siguió y le puso una mano en el hombro.
—Quiero que me entiendas —agregó—. Todo esto está muy lindo, encantador y lo que quieras, y la argolla es una maravilla, pero sobre todo necesitamos dos cosas: las fotos y el envase lleno. Devuélvenos la cámara, pero con la película expuesta, y el envase, pero no vacío: lleno. Y no necesitarás volver a la Zona nunca más.
Redrick se sacó del hombro aquella mano, abrió la puerta y salió. Caminó sin volverse por el corredor alfombrado, consciente de que aquella mirada angelical seguía fija en su nuca. Ni siquiera esperó el ascensor: bajó por la escalera desde el octavo piso.
Al salir del Metropole llamó un taxi y fue hasta la otra punta de la ciudad. El conductor era nuevo; Redrick no lo conocía; era un fulano de nariz ganchuda, lleno de granos.
Uno de los cientos que afluían a Harmont en los últimos años, buscando aventuras excitantes, riquezas desconocidas, fama internacional o alguna religión especial. Venían a montones y acababan como conductores, obreros de construcción o delincuentes; arruinados, sedientos, torturados por vagos deseos, profundamente desilusionados y seguros de haber sido engañados una vez más. La mitad de ellos, después de un mes o dos, volvían a su patria, maldiciendo, para extender la desilusión a todos los países del mundo. Unos pocos, muy pocos, se convertían en merodeadores y perecían rápidamente, antes de aprender las triquiñuelas del oficio. Algunos conseguían trabajo en el Instituto, pero sólo los más instruidos e inteligentes, que al menos podían trabajar como ayudantes de laboratorio. En cuanto al resto, malgastaban las noches en los bares, armaban trifulcas por pequeñas diferencias de opinión, por mujeres o simplemente porque estaban borrachos, enloqueciendo a la policía del municipio, al ejército y a los guardianes.
El conductor granujiento apestaba a alcohol a más de un kilómetro y tenía los ojos más colorados que un conejo, pero estaba muy excitado. Contó a Redrick que esa mañana, en su cuadra, había aparecido un fiambre recién llegado del cementerio.
—Volvió a su casa, pero la casa estaba cerrada desde hacía años y todos se habían mudado: la viuda, que ya es una señora anciana, la hija con el marido y los nietos. Los vecinos dijeron que el tipo había muerto hace como treinta años, es decir, antes de la Visitación. Y allí está. Caminaba alrededor de la casa, olfateaba y rascaba... Al final se sentó en el cerco a esperar. Vino gente de todo el vecindario; lo miraban y lo miraban, pero tenían miedo de acercarse, claro. Al final no sé quién tuvo una gran idea: hicieron saltar la puerta de la casa para que pudiera entrar. ¿Y qué cree que hizo? Se levantó, entró y cerró la puerta. A mi se me hacía tarde para el trabajo, así que no sé cómo terminaron las cosas, pero cuando me fui estaban por llamar al Instituto para que alguien viniera a llevárselo.
—Pare —dijo Redrick—. Es aquí mismo.
Hurgó en los bolsillos, pero no tenía dinero menudo y tuvo que cambiar uno de los billetes nuevos. Después se detuvo ante la puerta y esperó a que el taxi se alejara.
La casita de Cuervo no estaba tan mal: dos plantas, una galería de vidrios con una mesa de billar, un jardín bien cuidado, un invernadero y una glorieta blanca bajo los manzanos, todo eso rodeado por una cerca de hierro forjado, pintada de verde pálido. Redrick apretó varias veces el timbre; el portón se abrió de par en par con un crujido. Avanzó lentamente por el sendero sombreado, a cuya vera crecían rosales. Cobayo apareció en el porche; era un negro encorvado que temblaba siempre con el deseo de ser útil. Se volvió, impaciente; bajó una pierna insegura en busca de equilibrio, recuperó la estabilidad y arrastró el otro pie en busca del compañero. El brazo derecho se le agitaba convulsivamente en dirección a Redrick, como si dijera: «Estoy yendo, estoy yendo, un minuto».
—¡Hola, Red! —gritó una voz de mujer, desde el jardín.
Redrick volvió la cabeza; hombros desnudos y tostados, boca roja, brillante, una mano que lo saludaba entre el verdor, junto al techo blanco de la glorieta. Hizo a Cobayo un ademán con la cabeza y abandonó el sendero; pasó por entre los rosales para dirigirse hacia la glorieta, cruzando el césped verde y suave. Había una gran estera roja extendida sobre el prado; allí estaba Dina Burbridge, regiamente sentada, con un vaso en la mano y un minúsculo traje de baño en el cuerpo. Sobre la estera había también un libro de tapas brillantes; un baldecillo de hielo, por cuyo borde asomaba el cuello esbelto de una botella, descansaba en la sombra cercana.
—¡Hola, Red! —dijo Dina Burbridge, saludándolo con un movimiento del vaso—. ¿Dónde está el viejo? ¡No me digas que volvió a meterse en líos!
Redrick se detuvo junto a ella con el portafolios a la espalda. SI, Cuervo había logrado imaginar unos hijos maravillosos al expresar su deseo, allá en la Zona. Ésta era toda seda y satén, de firmes curvas, impecable, sin una sola arruguita indispensable: sesenta kilos de carne acaramelado, ojos de esmeralda con fulgor propio, boca grande y húmeda, dientes blancos, parejos, y pelo negro como ala de cuervo, que brillaba en el sol, descuidadamente caído sobre un hombro. El sol, acariciándola, se volcaba sobre ella, desde los hombros hasta el vientre, hasta la cadera, dejando profundas sombras entre sus pechos casi desnudos. Redrick, de pie a su lado, la miró abiertamente. Ella lo miró a su vez y rió, comprendiendo; después se llevó el vaso a los labios y tomó varios sorbos.
—¿Quieres? —preguntó, pasándose la lengua por los labios.
Esperó el tiempo justo para que él captara la doble intención y le tendió el vaso. Él buscó a su alrededor hasta encontrar una reposera a la sombra; allí se sentó y tendió las piernas.
—Burbridge está en el hospital —dijo—. Le van a amputar las piernas.
Ella lo miró con un solo ojo, sin dejar de sonreír. El otro quedó cubierto por la espesa cabellera que le caía sobre el hombro. Pero su sonrisa se había petrificado; era una mueca de azúcar sobre la cara tostada. Después hizo girar el vaso, escuchando el tintineo de los cubitos.
—¿Las dos?
—Las dos. Tal vez por debajo de la rodilla, tal vez por encima.
Ella dejó el vaso y se apartó el pelo hacia atrás. Ya no sonreía.
—Qué pena —dijo—. Y eso significa que tú...
Sólo a Dina Burbridge habría podido contarle en detalle cómo había pasado todo. Hasta habría podido contarle que se había acercado a él con las manoplas listas y que Burbridge le había rogado, no por él, sino por sus hijos, por ella y por Artie, prometiéndole la Bola Dorada. Pero no se lo contó.
Sacó un fajo de dinero del bolsillo superior y lo arrojó sobre la estera roja, bien junto a las piernas largas de la muchacha.
Los billetes se abrieron en un arco iris. Dina recogió algunos, distraídamente, y los examinó como si no los conociera; sin embargo no tenía mucho interés.
—Éstas son las últimas ganancias, entonces —dijo.
Redrick se estiró desde la reposera para tomar la botella del baldecito y miró la etiqueta. El agua goteaba desde el vidrio oscuro; tuvo que apartarla para que no le goteara en los pantalones. No le gustaba el whisky caro, pero en un momento como ése podía hacer el sacrificio de tomar un trago.
Iba a llevarse la botella a la boca cuando lo interrumpió un balbuceo de protesta a sus espaldas. Allí estaba Cobayo, arrastrando penosamente los pies por el prado, sujetando con las dos manos un vaso lleno de líquido claro. El esfuerzo le estaba haciendo sudar la cabeza lanuda y le sacaba los ojos de las órbitas. Al ver que Redrick lo miraba tendió el vaso en un gesto desesperado, mugió y aulló, abriendo inútilmente la boca desdentada.
—Espero, espero —dijo Redrick, y volvió a dejar la botella en el balde.
Cobayo llegó al fin, entregó el vaso a Redrick y le palmeó tímidamente el hombro con una mano artrítica.
—Gracias, Dixon —dijo Redrick, seriamente—. Es precisamente lo que necesitaba en este momento. Como de costumbre estás en todo.
Y mientras Cobayo sacudía la cabeza, azorado y feliz, y se golpeaba la cadera con el brazo sano, él levantó el vaso, lo saludó con un gesto de la cabeza y tragó la mitad de una sola vez. En seguida se volvió a Dina.
—¿Quieres? —preguntó, refiriéndose al vaso.
Ella no respondió, Estaba doblando un billete por la mitad; lo dobló otra vez, y otra más.
—Termínala —dijo él—. No quedarás en la calle. Tu viejo...
Ella lo interrumpió:
—Así que lo sacaste a la rastra —dijo, sin preguntar como quien establece un hecho—. Lo sacaste, idiota, cruzando toda la Zona. Sacaste a ese hijo de puta llevándolo sobre la espalda, barro, pelirrojo cretino, Echaste a perder una oportunidad como ésa.
Él la miró, olvidado del vaso. Dina se levantó para acercarse a él, pisando el dinero esparcido. Se detuvo ante él con los puños clavados en la suave curva de las caderas, ocultándole todo el mundo con ese cuerpo maravilloso, que olía a perfume y a sudor dulce.
—El viejo tiene en el puño a todos los idiotas como tú. Te va a pisar los huesos. Ya verás, caminará sobre tu cráneo con sus muletas. ¡Ya te enseñará qué es el amor fraternal y la piedad!
A esa altura la chica ya estaba hablando a gritos.
—Te prometió la Bola Dorada, ¿no es cierto? El mapa, las trampas, ¿no es cierto? ¡Idiota! ¡Ya te veo en la cara que fue así! Espera, verás qué mapa te da. Que Dios tenga piedad del alma de Redrick Schuhart, este pelirrojo estúpido.
Redrick se levantó sin apuro y le dio una fuerte bofetada. Ella cerró el pico, se dejó caer en el pasto y hundió la cara entre las manos.
—Qué tonto... Red —murmuró—. Dejar pasar una oportunidad como ésa.
Redrick la miró sin hablar mientras terminaba el vodka. Arrojó el vaso a Cobayo sin mirarlo siquiera. No había nada que decir. Qué lindos hijos había evocado Burbridge en la Zona. Amantes y respetuosos.
Salió a la calle y llamó un taxi. Indicó al conductor que lo llevara al Borscht. Tenía que terminar con sus asuntos, aunque se moría de sueño. Todo le daba vueltas; al final se quedó dormido en el taxi, con todo el cuerpo doblado sobre el portafolios; despertó sólo cuando el conductor, sacudiéndolo, le dijo:
—Ya llegamos, señor.
—¿Adónde llegamos? —preguntó, mirando a su alrededor—. Al Banco, le dije.
—Nada de eso, compañero. Al Borscht, me dijo. Éste es el Borscht.
—Okey —gruñó Redrick—. Debo haber soñado.
Pagó y descendió del coche; apenas podía mover las piernas pesadas, El asfalto humeaba en el sol; hacia muchísimo calor. Redrick se dio cuenta de que estaba empapado, que tenía mal gusto en la boca y que le lloraban los ojos. Miró a su alrededor antes de entrar. La calle estaba desierta, como era habitual a esa hora del día. Los negocios no habían abierto aún y el Borscht debía estar cerrado también, pero Ernest ya estaba en su puesto, secando vasos y echando miradas sucias al trío que chupaba cerveza en la mesa del rincón. Todavía no habían retirado las sillas de las otras mesas. Un peón desconocido, vestido con chaqueta blanca, limpiaba los pisos; otro luchaba detrás de Ernest con un cajón de cerveza. Redrick se acercó al mostrador, dejó allí su portafolios y dijo hola. Ernest murmuró algo que no era exactamente una bienvenida.
—Dame otra cerveza —dijo Redrick, con un bostezo convulsivo.
Ernest plantó una jarrita vacía en el mostrador, sacó una botella de la heladera, la abrió y la suspendió sobre la jarra. Redrick, cubriéndose la boca, miró fijamente la mano del barman. Temblaba. La botella golpeó varias veces al borde de la jarrita. Redrick le miró entonces la cara. Tenía bajos los párpados pesados, torcida la boca gordinflona y las mejillas caídas. El peón pasó el trapo precisamente bajo los pies de Redrick; los del rincón discutían en voz alta sobre las carreras; el otro peón retrocedió con los cajones, tropezando con Ernest en forma tan ruda que éste se tambaleó. El hombre murmuró una disculpa.
—¿Lo trajiste? —preguntó Ernest, con voz ahogada.
—¿Que si traje qué?
Redrick miró por sobre el hombro. Uno de los tipos se levantó perezosamente y fue hasta la puerta. Allí se detuvo para encender un cigarrillo.
—Ven, hablemos —dijo Ernest.
El peón que pasaba el trapo también estaba en ese momento entre Redrick y la salida. Era un negro grandote, del tipo de Gutalin, pero doblemente corpulento.
—Vamos —dijo Redrick, recogiendo el portafolios.
Ya no tenía sueño, ni en un ojo ni en el otro. Pasó por detrás del mostrador, esquivando al peón que llevaba los cajones de cerveza; al parecer el hombre se había pellizcado el dedo, pues se chupaba la yema, mirando a Redrick. Era un tipo grandote, de nariz quebrada y orejas de repollo. Ernest pasó a la trastienda y Redrick fue tras él, porque los tres fulanos del rincón ya estaban bloqueando la puerta y el peón de limpieza se había detenido junto a las cortinas que daban al depósito.
Ya en la trastienda, Ernest dio un paso a un lado y se sentó en una silla, junto a la pared. Ante la mesa estaba el capitán Quarterblad amarillento y furioso. A la izquierda, quién sabe de dónde apareció un enorme soldado de las Naciones Unidas, con el casco sobre los ojos, que lo cacheó rápidamente con sus grandes manos. Se detuvo en el bolsillo derecho y sacó las manoplas de bronce. En seguida empujó a Redrick en dirección al capitán. El pelirrojo se acercó a la mesa y puso el portafolios frente al capitán Quarterblad.
—Chupasangre —dijo a Ernest.
Éste levantó las cejas y encogió un solo hombro. Todo estaba a la vista: los dos peones, junto a la puerta, sonreían muy satisfechos. No había otra salida y la ventana tenía barrotes por fuera.
El capitán Quarterblad, con la cara contraria por el disgusto, revolvía el portafolios con las dos manos, sacando el botín para ponerlo sobre. la mesa: dos pequeños vacíos; nueve pilas; gotitas negras de diversos tamaños, dieciséis piezas en una bolsa de polietileno; dos esponjas perfectamente conservadas y un pote de arcilla carbonatada.
—¿Tienes algo en los bolsillos? —preguntó el capitán, suavemente—. Vacíalos.
—Víboras —murmuró Redrick—, canallas.
Sacó un fajo dé billetes y lo arrojó sobre la mesa; allí quedaron, esparcidos.
—¡Ajá! —exclamó el capitán—. ¿Algo más?
—¡Malditos esfuerzos! —gritó Redrick, arrojando al suelo el segundo fajo—. Ahí tienen. Ojalá se les atraganto.
—Muy interesante —dijo el capitán, con calma—. Ahora recógelo.
—¡Cualquier día! —replicó Redrick, poniendo las manos tras la espalda—. Que lo recojan sus esclavos. Por mí puede recogerlo usted mismo.
—Recoge ese dinero, merodeador —repitió el capitán Quarterblad sin alzar la voz, apoyando el puño sobre la mesa para inclinarse hacia Redrick.
Se miraron mutuamente por algunos segundos. Al fin el merodeador, murmurando maldiciones, se agachó para recoger desganadamente los billetes. Los peones se burlaban a sus espaldas y el soldado de las Naciones Unidas resopló con alegría.
—¡No resoples! —dijo Redrick—. Se te van a saltar los mocos.
Mientras se arrastraba de rodillas por el suelo, recogiendo los billetes uno por uno, se iba acercando más y más al anillo de oscuro bronce que descansaba pacíficamente en el polvoriento piso de parquet. Se volvió para lograr un mejor acceso, sin dejar de gritar obscenidades, todas las que sabía y algunas otras que inventaba en ese momento. Cuando llegó el momento adecuado cerró el pico, tensó; agarró el anillo y tiró de él con todas sus fuerzas; antes de que la trampa abierta hubiera llegado al suelo se había lanzado ya, de cabeza, hacia la prisión fría y gris de la bodega.
Cayó sobre las manos, dio un salto mortal y se levantó de un salto. Echó a correr encorvado, sin ver nada, confiado en su memoria y en su suerte, por el angosto pasillo abierto entre los cajones de botellas, volteándolos a su paso; los oyó caer y estrellarse tras él. Resbaló. Subió a la carrera algunos escalones invisibles y lanzó todo el peso de su cuerpo contra la puerta, de goznes herrumbrados. Así salió al garaje de Ernest.
Estaba estremecido y jadeante; ante los ojos le bailaban manchas de sangre y el corazón le palpitaba con fuerza, con sacudidas que le llegaban a la garganta. Pero no se detuvo ni por un instante. Corrió hasta el rincón más alejado y allí, despellejándose las manos, revolvió en la montaña de basura que ocultaba el sitio donde la pared estaba sin tablas. Se deslizó de panza por ese agujero. Se le desgarró la chaqueta, pero pronto estuvo en el angosto patio. Allí se agachó entre las latas de basura, se quitó la chaqueta y la corbata, se revisó apresuradamente, se cepilló los pantalones y, finalmente, se irguió y corrió hacia el patio.
Se zambulló en un túnel bajo y maloliente que llevaba al fondo siguiente. Allí prestó atención, esperando oír las sirenas de la policía, pero no fue así; corrió a mayor velocidad, asustando a los chicos que jugaban, esquivando la ropa tendida a secar, arrastrándose por los agujeros de los cercos podridos. Tenía que salir de ese vecindario de inmediato, antes de que el capitán Quarterblad lo hiciera rodear. Conocía bien la zona, pues había jugado en todos aquellos patios y sótanos, en aquellos tendederos abandonados y en las carboneras. Tenía allí muchos conocidos y hasta algunos amigos; en otras circunstancias no le habría costado ocultarse en ese barrio, incluso por una semana. Pero no era para eso que había escapado tan audazmente, bajo las mismas narices del capitán Quarterblad, añadiendo fácilmente doce meses a su sentencia.
Tuvo mucha suerte. En la calle Siete algún tipo de hermandad avanzaba ruidosamente por la calzada, en manifestación; eran unos doscientos, tan desarrapados y mugrientos como él. Algunos tenían peor aspecto, como si hubieran pasado toda la tarde arrastrándose por los agujeros de los cercos y echándose latas de basura encima; tal vez habían pasado la noche alborotando en alguna carbonera. Redrick salió de un portal, agachado, para mezclarse entre la multitud; la atravesó a fuerza de empujones y tirones; pisoteó pies ajenos, recibió algún puñetazo ocasional y lo devolvió, y finalmente salió al otro lado de la calle, para ocultarse en otro portal.
Fue precisamente entonces cuando se oyó el gemido familiar y desagradable de los coches patrulleros; la manifestación se detuvo, ruidosamente, plegándose como un acordeón. Pero Redrick ya estaba en otro vecindario y el capitán Quarterblad no tenía modo de saber en cuál.
Se acercó a su propio garaje desde el costado del negocio de radio y electrónica; tuvo que esperar en tanto los obreros cargaban un camión con televisores. Se puso cómodo entre las magulladas matas de lilas de las casas vecinas, donde no había ventanas, para recobrar el aliento y fumar un cigarrillo. Fumó ávidamente, agachado contra la áspera pared a prueba de incendios, tocándose de tanto en tanto la mejilla para calmar el tic nervioso. Pensó, pensó, pensó. Cuando el camión y los obreros se alejaron a bocinazos por la calle se echó a reír, diciendo suavemente:
—Gracias, muchachos; demoraron a este tonto... y lo hicieron pensar.
Entonces empezó a caminar con rapidez, pero sin demasiada prisa, inteligente y premeditadamente, tal como cuando trabajaba en la Zona.
Entró al garaje por el pasillo oculto; levantó silenciosamente el viejo asiento, sacó el rollo de papel que había en la bolsa guardada dentro del canasto, con mucho cuidado, y se lo deslizó dentro de la camisa. Después tornó de una percha una chaqueta de cuero, vieja y gastada; encontró en el rincón una gorra grasienta y se la encasquetó hasta los ojos. Las hendijas de la puerta dejaban pasar finos rayos de luz que iluminaban el polvo danzarín del sombrío garaje. Afuera, los chicos jugaban y chillaban. Al marcharse oyó la voz de su hija; acercó un ojo a la más ancha de las ranuras y contempló a Monita, que corría entre las hamacas agitando dos globos, tres ancianas, sentadas en un banco cercano con el tejido sobre el regazo, la observaban con labios fruncidos; las viejas cerdas estarían intercambiando sucias opiniones. Los chicos se portaban bien; jugaban con ella como si fuera una más. Valía la pena el soborno empleado: les había hecho un tobogán, una casa de muñecas, las hamacas... y el banco en donde estaban las viejas. «Bueno», se dijo. Se apartó de la grieta, volvió a inspeccionar el garaje y entró arrastrándose al agujero.
En la parte sudoeste de la ciudad, cerca del surtidor de nafta abandonado al final de la calle Miner, había una cabina telefónica. Sólo Dios sabe quién la usaba por entonces, pues todas las casas de alrededor estaban cerradas con tablas; más allá se veía tan sólo aquel baldío interminable que fuera el basurero de la ciudad. Redrick se sentó a la sombra de aquella cabina y metió la mano en una hendija que había allí debajo. Palpó un papel encerado, polvoriento, y la culata del arma envuelta en él; también estaba la caja de plomo con balas y la bolsa con los brazaletes y la billetera vieja, con documentos falsos. Su escondrijo estaba en orden. Se quitó la chaqueta y la gorra; palpó dentro de su camisa. Allí permaneció por un minuto, o más, sopesando en la mano el envase de porcelana, la muerte invencible e inevitable que contenía. Y el tic nervioso recomenzó.
—Schuhart —murmuró, sin oír su propia voz—, ¿qué estás haciendo, gusano, basura? Con esto pueden matarnos a todos.
Se sostuvo la mejilla contorsionada, pero no sirvió para calmarla.
—Hijos de perra —dijo, pensando en los obreros que cargaban los aparatos de televisión—. Se me pusieron en el camino. Yo habría tirado esto otra vez a la Zona, esa puta, y todo estarla terminado.
Miró a su alrededor, con tristeza. El aire caliente reverberaba sobre el cemento agrietado; las ventanas claveteadas lo contemplaban sombríamente; por el baldío rodaban briznas secas. Estaba solo.
—Bueno —dijo, decidido— Que cada uno se ocupe de si; sólo Dios cuida de todos. A mí me ha llegado el turno.
Rápidamente, para no cambiar de idea, puso el envase en la gorra y envolvió la gorra en la chaqueta de cuero. Después se arrodilló, recostándose contra la cabina, que se movió. Aquel paquete voluminoso entraba bien en el fondo del pozo que había debajo y aún quedaba lugar. Volvió a poner la cabina en su sitio, la sacudió para ver si estaba firme y finalmente se levantó, limpiándose las manos.
—Listo. Todo arreglado.
Entró a la cabina caldeada, depositó una moneda y marcó un número.
—Guta —dijo—. Por favor, no te preocupes. Me atraparon otra vez.
Oyó el suspiro estremecido y se apresuró a agregar:
—Es un delito menor, seis a ocho meses con derecho a visitas. Nos arreglaremos. Y no te faltará dinero. Ellos te enviarán.
Guta seguía en silencio.
—Mañana por la mañana te llamarán al puesto de comando. Allí nos veremos. Trae a Monita.
—¿Habrá alguna inspección? —preguntó ella.
—Que la hagan. En la casa no hay nada. No te preocupes y mantén el ánimo en alto. Ya sabes: los ojos brillantes y el rabo erguido. Te casaste con un merodeador, así que no te quejes. Mañana nos vemos. Y recuerda, yo no he llamado. Un beso en la naricita.
Colgó abruptamente y permaneció algunos segundos con los ojos cerrados y los dientes tan apretados que le tintinearon los oídos. Después depositó otra moneda y volvió a marcar un número.
—Escucho —dijo Ronco.
—Habla Schuhart. Escucha bien y no me interrumpas.
—¿Schuhart? ¿Qué Schuhart? —preguntó Ronco, con naturalidad.
—Te dije que no me interrumpas. Me atraparon y escapé, pero voy a entregarme. Me darán entre dos y medio y tres años. Mi esposa queda sin un centavo. Tú te encargarás de ella. Que no le falta nada, ¿entendido? ¿Entendido, dije?
—Sigue —dijo Ronco.
—Cerca del sitio donde nos encontramos la primera vez hay una cabina telefónica. Es la única, no hay forma de confundirse. La porcelana está debajo de ella. Si la quieres, tómala; si no, no. Pero quiero que cuiden de mi esposa. Todavía nos quedan muchos años de jugar juntos. Si al volver descubro que me jugaron sucio... te aconsejo que no lo hagas. ¿Comprendiste?
—Comprendí todo —dijo Ronco—. Gracias. Y después de una pausa agregó: —¿Quieres un abogado?
—No —dijo Redrick—. Todo a mi esposa, hasta el último centavo. Saludos.
Colgó y miró a su alrededor. Después, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, subió lentamente por la calle Miner entre las casas vacías y claveteadas.
3. Richard H. Noonan, cincuenta y un años, supervisor de compras de equipos electrónicos en la división Harmont del instituto internacional de culturas extraterrestres.
Richard H. Noonan estaba sentado ante el escritorio de su estudio, garabateando sobre un bloc de tamaño legal. Sonreía también, simpáticamente, asintiendo con la cabeza calva, sin escuchar a su visitante. No hacía más que aguardar una llamada telefónica mientras su visitante, el doctor Pilman, lo sermoneaba perezosamente. O imaginaba que lo estaba sermoneando. O trataba de convencerse a sí mismo de que lo estaba sermoneando.
—Tendremos en cuenta todo eso —dijo finalmente Noonan, cruzando otro grupo de cinco rayitas y cerrando el bloc—. Realmente es muy extraño.
La esbelta mano de Valentine sacudió limpiamente las cenizas de su cigarrillo en el cenicero.
—¿Y qué es, exactamente, lo que tendrán en cuenta? —preguntó con mucha cortesía.
—Bueno... todo lo que usted acaba de decir —respondió alegremente Noonan, recostándose en su sillón—. Hasta la última palabra.
—¿Y qué es lo que dije?
—Eso no importa. Lo que haya dicho lo tendremos en cuenta.
Valentine (el doctor Valentine Pilman, ganador de un Premio Nobel) estaba sentado frente a él, en un mullido sillón. Era menudo, delicado y limpio. No tenía una sola mancha en su chaqueta de ante ni una arruga en los pantalones. Camisa de un blanco cegador, corbata de color liso, muy seria, zapatos relucientes. Una sonrisa maliciosa en los labios delgados y pálidos; enormes anteojos oscuros. La frente ancha y baja, coronada por un corte casi al rape.
—En mi opinión, a usted se le paga un sueldo fantástico para nada —dijo—. Y además, también en mi opinión, usted es un saboteador, Dick.
—¡Shhhh! —susurró Noonan—. No tan fuerte, por el amor de Dios.
—En realidad —agregó Valentine—, hace mucho tiempo que lo vengo observando. Creo que usted no hace nada.
—¡Un momento! —interrumpió Noonan, agitando su dedito rosado—. ¿Qué es eso de que no hago nada? ¿Acaso he dejado de hacerle entregar un solo pedido de repuestos?
—No sé —respondió Valentine, volviendo a sacudir las cenizas—. Recibimos equipos buenos y equipos malos. El bueno llega con más frecuencia, pero no sé qué tiene usted que ver con eso.
—Bueno, si no fuera por mí, los materiales buenos serían mucho más escasos. Además, ustedes los científicos se la pasan rompiendo buenos equipos y pidiendo repuestos. ¿Y quién les cubre las espaldas? Por ejemplo...
En ese momento sonó el teléfono. Noonan se interrumpió para tomar el receptor.
—¿Señor Noonan? —preguntó la secretaria—. Otra vez el señor Lemchen.
—Comuníqueme.
Valentine se levantó, se llevó dos dedos a la frente en señal de despedida y salió del despacho. Menudo, erguido y proporcionado.
—¿Señor Noonan? —dijo en el tubo la voz conocida y pesada.
—Sí, escucho.
—No es fácil comunicarse con usted en el trabajo, señor Noonan.
—Acaba de llegar un nuevo embarque.
—Sí, ya lo sé, señor Noonan. Estoy aquí por poco tiempo. Quisiera que discutiéramos personalmente unas cuantas cosas. Me refiero a los últimos contratos con Mitsubishi Denshi. El aspecto legal.
—A sus órdenes.
—En ese caso, si no tiene inconvenientes, ¿por qué no pasa por nuestras oficinas dentro de media hora? ¿Le parece bien?
—Perfecto. Dentro de media hora.
Richard Noonan colgó y se levantó frotándose las manos regordetas. Se paseó por la oficina y hasta empezó a cantar alguna cancioncita pop, pero se interrumpió en una nota especialmente agria, riéndose jovialmente de sí mismo. Tomó su sombrero, se echó el impermeable al hombro y salió a la zona de recepción.
—Voy a ver a algunos clientes, linda —dijo a la secretaria—. Quédate aquí y cúbreme la espalda, como dicen; cuando vuelva te traeré un regalo.
Ella pareció transformarse. Noonan le arrojó un beso y salió a los corredores del instituto. Aquí y allá tuvo que enfrentarse con algunos intentos de detenerlo, pero logró zafarse de todas las conversaciones bromeando, pidiendo a los interesados que le cubrieran las espaldas o que tuvieran paciencia. y finalmente emergió, ileso y sin compromisos, para agitar el pase cerrado bajo las narices del sargento de guardia.
Sobre la ciudad pendían nubes bajas y pesadas. El día era bochornoso; las primeras gotas vacilantes empezaban ya a esparcirse por la acera como pequeñas estrellas negras. Noonan se echó el saco sobre la cabeza y los hombros y corrió junto a la larga fila de coches hasta su Peugeot; se metió de cabeza y arrojó la chaqueta al asiento trasero. Sacó del bolsillo el palo negro y redondo del así-así, lo puso en la instalación del tablero y empujó con el pulgar para meterlo hasta la empuñadura. Se meneó un poco para acomodarse mejor tras el volante y pisó el acelerador. El Peugeot salió silenciosamente al medio de la calle; un segundo después corría hacia la salida de la Pre-Zona.
La lluvia se precipitó de repente, como si alguien hubiera volcado un balde en el cielo. La ruta se tornó resbaladiza; el coche derrapaba en las esquinas. Noonan puso los limpiaparabrisas a funcionar y aminoró la marcha. «Así que recibieron el informe», pensó. Ahora estarán elogiándome. Bueno, me lo merezco; me gusta que me elogien. Especialmente el señor Lemehen en persona. A pesar de si mismo. Extraño, ¿verdad? ¿Por qué nos gusta que nos elogien? Eso no da dinero. ¿Gloria? ¿Qué clase de gloria tenemos? «Es famoso: ya lo conocen tres personas» Bueno, digamos cuatro, contando a Bayliss. ¡Qué ser extraño es el hombre! Se diría que nos gusta el elogio por el elogio mismo, como a los chicos les gusta el helado. Y es tan estúpido... ¿Cómo puedo ser mejor a mis propios ojos? ¿Como si no me conociera? Ese gordo bueno de Richard H. Noonan, a propósito, ¿qué quería decir esa H.? ¡Qué sé yo! Y no tengo a quien preguntarle; no es cosa de preguntarlo al señor Lemehen. ¡Ah, ya recuerdo! ¡Herbert! Richard Herbert Noonan. Caramba, está diluviando.
Viró hacia la calle Central y de pronto se dio cuenta de lo mucho que había crecido la ciudad en los últimos años. Enormes rascacielos. Allá están construyendo otro. ¿Qué será? Oh, el Complejo Luna: el mejor jazz internacional, un espectáculo de variedades y varias cosas más. Todo para nuestras gloriosas tropas y nuestros valientes turistas, especialmente los más ancianos, y para los nobles caballeros de la ciencia. Y los suburbios se están vaciando.
Sí, me gustaría saber dónde va a terminar todo esto. Bueno, hace diez años estaba seguro de saberlo: barreras policiales impenetrables, zonas de seguridad de treinta kilómetros, científicos y soldados, y nada más. Una horrible lastimadura en la cara del planeta, perfectamente bloqueada. Y no era yo el único que pensaba así. ¡Tantos discursos, tanta legislación! Y ahora uno ni siquiera se acuerda cómo fue que la férrea resolución universal se fundió en un tembloroso charco de jalea. «Por una parte no se puede dejar de reconocerlo, y por otra no se puede estar en desacuerdo.» Creo que todo empezó cuando los merodeadores trajeron los así-así de la Zona. Pequeñas pilas. Sí, creo que fue entonces. Sobre todo cuando se descubrió que las pilas se multiplicaban. La herida ya no pareció tal; antes bien, una caja de tesoros, la tentación del demonio, la caja de Pandora o el diablo. Descubrieron el modo de darles uso. Llevaban veinte años bufando y rezongando, malgastando billones, sin haber podido organizar el robo. Cada uno tenía su negocito, mientras los científicos arrugaban significativa y portentosamente el ceño; por una parte no se puede dejar de reconocerlo, y por otra no se puede estar en desacuerdo. Puesto que tal y cual objeto, fotografiado con rayos X en un ángulo de 18 grados, emite electrones cuasitermales en un ángulo de 22 grados... ¡Al diablo con todo esto! De cualquier modo moriré sin ver el final.
El coche pasaba frente a la casa que Cuervo Burbridge tenía en el centro. Debido a la intensa lluvia estaban todas las luces encendidas. Dick pudo ver varias parejas que bailaban en las habitaciones del segundo piso, que correspondían a la hermosa Dina. O bien habían comenzado muy temprano o todavía la seguían con ganas desde la noche anterior. Era la nueva ola en la ciudad: dar fiestas que duraban varios días. Sin duda estamos criando muchachos fuertes, llenos de resistencia y tesoneros en la búsqueda de sus deseos.
Noonan detuvo el coche frente a un edificio feo, cuyo discreto cartel decía: «Oficinas legales de Korsh, Korsh y Simak». Sacó el así-así y se lo guardó en el bolsillo; volvió a ponerse el impermeable, tomó el sombrero y corrió hacia la entrada. Pasó corriendo junto al portero, que estaba sepultado en un periódico, y subió las escaleras cubiertas por una alfombra gastada. Sus zapatos repiquetearon por el largo corredor del segundo piso; aquel lugar exhalaba un olor que había renunciado a identificar mucho tiempo antes. Finalmente abrió la última puerta del pasillo y entró. Ante el escritorio no estaba la secretaria, sino un joven desconocido, muy bronceado, en mangas de camisa, que escarbaba las tripas de algún artefacto electrónico instalado sobre el escritorio, en vez de la máquina de escribir.
Richard Noonan colgó su sombrero y su chaqueta, alisó con ambas manos el poco pelo que le restaba y miró interrogativamente al joven. Éste asintió. Noonan abrió entonces la puerta de la oficina. El señor Lemehen se levantó pesadamente del gran sillón de cuero instalado frente a la ventana, cubierta por cortinajes. Su angulosa cara de general estaba arrugada, ya fuera en una sonrisa de bienvenida o en un gesto de disgusto por el mal tiempo; quizás fuera también un estornudo contenido.
—Ah, ya llegó, pase, póngase cómodo.
Noonan buscó algún lugar para ponerse cómodo, pero sólo encontró una silla dura, de respaldo recto, arrinconada detrás del escritorio. Prefirió sentarse en el borde del escritorio. Su ánimo jovial se estaba evaporando por algún motivo, aunque él mismo no sabía cuál. De pronto se dio cuenta de que ese día no habría elogios. Todo lo contrario. «El día de la ira», pensó filosóficamente, endureciéndose para enfrentar lo peor.
—Fume si quiere —dijo el señor Lemchen, volviendo a descender hasta su sillón.
—No, gracias, no fumo.
El señor Lemehen asintió, como si aquello confirmara sus peores sospechas; juntó las puntas de los dedos formando una torre y las contempló por un rato. Al fin dijo:
—Creo que no vamos a discutir los asuntos legales de la Mitsubishi Denshi Company.
Eso era un chiste. Richard Noonan sonrió de inmediato.
—¡Como quiera!
Estaba endemoniadamente incómodo allí sentado; además los pies no le llegaban al suelo.
—Siento decirle, Richard, que su informe ha causado una impresión muy favorable allá arriba.
—Hum —murmuró Noonan, mientras pensaba: «Aquí viene»
—Estaban por recomendarlo para una condecoración —prosiguió el señor Lemehen—. Sin embargo los convencí de que esperaran un poco. Y yo tenía razón.
Abandonó con esfuerzo la contemplación de sus diez dedos y levantó los ojos hacia Noonan.
—Usted se preguntará por qué me comporté con tanta cautela.
—Probablemente tenía sus motivos —dijo Noonan, inexpresivamente.
—En efecto. ¿Cuáles son los resultados de su informe, Richard? La banda del Metropole está liquidada; gracias a sus esfuerzos. La banda de la Flor Verde fue apresada con las manos en la masa; brillante trabajo, también suyo, Quasimodo, los Músicos Vagabundos y todas las otras bandas, no recuerdo cómo se llaman, se desmembraron porque sabían que el baile se había terminado y que cualquier día los iban a atrapar. Todo esto es cierto; lo hemos verificado por otras fuentes. El campo de batalla está despejado. La victoria es suya, Richard. El enemigo se retiró en desbandada, sufriendo grandes pérdidas. ¿Es correcto lo que digo?
—En todo caso —dijo Noonan, cauteloso—, en los últimos tres meses ha cesado la pérdida de materiales de la Zona a través de Harmont. Al menos, según las informaciones que tengo.
—El enemigo se ha retirado, ¿verdad?
—Bueno, si prefiere esa metáfora, sí.
—¡No! El asunto es que este enemigo jamás se retira. Lo sé sin lugar a dudas. Al apresurarse a presentar un informe de victoria, Richard, usted ha demostrado falta de madurez. Por eso sugerí que esperaran antes de darle una recompensa.
«Vete al diablo, tú y tus recompensas», pensó Noonan, balanceando el pie y observando ceñudo el zapato brillante, «¡Métete las recompensas en las telarañas del desván! No me falta más que escuchar tus conferencias. Sé perfectamente con quién trato sin necesidad de que me lo digas. No vengas a hablarme del enemigo. Dime, simplemente cuándo, dónde y cómo me equivoqué, qué han robado esos hijos de puta, dónde y cómo fallaron la forma de pasar. Y sin tantas pavadas, que no soy un novato; tengo más de medio siglo encima y no estoy aquí sentado para oírte hablar de órdenes y decoraciones estúpidas.»
—¿Qué sabe usted de la Bola Dorada? —preguntó súbitamente el señor Lemehen.
«Dios, qué tiene que ver la Bola Dorada con todo esto». pensó Noonan, irritado. «Por qué no te irás al diablo con tus enfoques indirectos.»
—La Bola Dorada es una leyenda —informó, en tono aburrido—. Un artefacto mítico localizado en la Zona, con la forma de una pelota de oro, que concede deseos a los hombres.
—¿Cualquier deseo?
—Según la versión canónica de la leyenda, cualquier deseo. Sin embargo, hay versiones distintas.
—De acuerdo. ¿Qué sabe de las lámparas de la muerte?
—Hace ocho años, un merodeador llamado Stefan Norman, alias Cuatro-Ojos, trajo de la Zona un aparato que, hasta donde se puede juzgar, era algún tipo de emisor de rayos fatales para los organismos terrícolas. Este Cuatro-Ojos ofreció el aparato al Instituto, pero no se pusieron de acuerdo en cuanto al precio. Cuatro-Ojos volvió a entrar a la Zona y jamás regresó. Se ignora el paradero actual del aparato. La gente del Instituto sigue tirándose de los pelos por ese asunto. Hugh (el del Metropole, usted lo conoce) ofrece por él cualquier suma que se pueda escribir en un cheque.
—¿Es todo? —preguntó el señor Lemehen.
—Es todo.
Noonan paseaba descaradamente la vista por la habitación. Era aburrida; no había nada para mirar.
—Muy bien. ¿Y qué sabe de los ojos de la langosta?
—¿Qué clase de ojos?
—Ojos de langosta. Langpátas, ¿entiende? Ésas que tienen pinzas —explicó Lemchen, moviendo los dedos como si fueran tenazas.
—Nunca los oí nombrar —respondió Noonan, frunciendo el ceño.
—¿Y de las servilletas castañeteantes?
Noonan se bajó del escritorio para erguirse frente a Lemehen con las manos en los bolsillos.
—No sé nada de ellas. ¿Y usted?
—Yo tampoco, por desgracia; ni sobre las servilletas castañeteantes ni sobre los ojos de langosta. Pero existen.
—¿En mi Zona?
—Siéntese, siéntese —indicó el señor Lemehen, agitando la mano—, Recién empezamos la charla. Siéntese.
Noonan dio la vuelta al escritorio y se sentó en la silla dura de respaldo recto.
«¿Adónde quiere ir a parar?», pensó, febrilmente. «¿Qué es todo ese material nuevo? Tal vez lo encontraron en otras Zonas y trata de hacerme pasar por tonto, el muy cerdo. Nunca me tuvo aprecio; este viejo zorro; no se puede olvidar de aquella copia.»
—Prosigamos con nuestro pequeño examen —anunció Lemchen, mientras apartaba una esquina del cortinaje para mirar por la ventana—. Está diluviando. Me gusta.
Soltó la cortina, volvió a sentarse en el sillón y preguntó, mirando hacia el cielo raso:
—¿Cómo anda el viejo Burbridge?
—¿Burbridge? Cuervo Burbridge está bajo vigilancia. Está inválido y en muy buena posición. No tiene vinculaciones con la Zona. Es dueño de cuatro bares y de una escuela de baile. Organiza picnics para los oficiales del cuartel y para los turistas. Dina, la hija, lleva una vida disoluta. Arthur, el hijo, acaba de graduarse en la escuela de leyes.
El señor Lemehen asintió, satisfecho.
—¿Y qué hace Creonte, el maltés?
—Es uno de los pocos merodeadores que siguen activos. Anduvo con la banda de Quasimodo; ahora vende su botín al Instituto utilizándome como intermediario. Le doy rienda libre: tarde o temprano alguien lo hará desaparecer. Últimamente bebe mucho; creo que no va a durar.
—¿Contactos con Burbridge?
—Anda detrás de Dina. Sin resultados.
—Muy bien —dijo el señor Lemehen—. ¿Qué sabe de Red Schuhart?
—Salió de la cárcel el mes pasado. No tiene dificultades económicas. Trató de emigrar, pero tiene...
Noonan hizo una pausa. Al fin completó:
—Bueno, tiene problemas de familia. No le queda tiempo para la Zona.
—¿Eso es todo?
—Es todo.
—No parece mucho. ¿Qué pasa con Suertudo Carter?
—Hace muchos años que dejó el merodeo. Vende coches usados y tiene un taller para adaptar automóviles al así-así. Cuatro hijos; la mujer murió el año pasado. Tiene suegra.
Lemehen asintió.
—Bueno, ¿a quién he olvidado de los viejos? —preguntó amablemente.
—A Jonathan Miles, más conocido como Cacto. Está en el hospital; va a morir de cáncer. Y olvidó a Gutalin.
—Ah, sí, sí, ¿qué se sabe de Gutalin?
—Sigue en lo mismo. Tiene una banda de tres hombres. Van a la Zona y pasan allí varios días en cada oportunidad, destrozando todo lo que encuentran. Su antigua organización, los Ángeles Luchadores, se disolvió.
—¿Por qué?
—Bueno, usted recordará que solían comprar botín; Gutalin lo llevaba nuevamente a la Zona: las cosas del demonio debían estar con el demonio. Ahora no tienen nada que comprar; además el nuevo director del Instituto los ha hecho perseguir por la policía.
—Comprendo —dijo el señor Lemehen—. ¿Y qué hay de los jóvenes?
—Bueno, los jóvenes van y vienen. Hay cinco o seis con un poco de experiencia, pero últimamente no tienen quién reduzca el botín, de modo que están perdidos. Los estoy adiestrando poco a poco. Creo que los merodeos han cesado casi por completo en mi Zona, jefe. Los antiguos están retirados, los jóvenes no saben qué hacer y el prestigio de la profesión se va perdiendo. La tecnología ha ganado terreno. Ahora hay merodeadores robóticos.
—Sí, si, eso he oído decir. Pero las máquinas necesitan mucha energía. ¿O me equivoco?
—Es cuestión de tiempo, no mas. Pronto valdrá la pena.
—¿Cuándo?
—En cinco o seis años.
El señor Lemehen volvió a asentir.
—A propósito, tal vez usted no sabe que el enemigo ha empezado a emplear los merodeadores automáticos.
—¿En mi Zona? —preguntó Noonan, poniéndose en guardia.
—También en la suya. Tienen la base en Rexópolis; desde allí trasladan el equipo en helicóptero, por sobre las montañas, hasta el Cañón Serpiente, hasta el Lago Negro y al pie de las colinas de Monte Rocoso.
—Pero ese es el perímetro de la Zona —dijo Noonan, suspicaz—. Esa área está vacía. ¿Qué pueden encontrar allí?
—Muy poco, muy poco, pero algo encuentran. De cualquier modo era una información, nada más; eso no le concierne. Recapitulemos. En Harmont no quedan ya, prácticamente, merodeadores profesionales. Los que aún siguen aquí ya no tienen relación con la Zona. Los jóvenes están perdidos y cercados.
—El enemigo está diseminado y se ha retirado a algún rincón a lamerse las heridas. No hay botín, y cuando lo hay no se encuentra a quién vendérselo. Los robos de materiales en la Zona de Harmont cesaron hace tres meses. ¿Correcto?
Noonan guardó silencio. «Ahora, pensó. Ahora me la va a dar. Pero ¿dónde estuvo el error? Ha de haber sido uno realmente grande. ¡Bueno, habla, viejo del diablo! ¡No demores las cosas!».
—No he oído su respuesta —observó Lemehen, poniendo la mano como pantalla tras su oreja arrugada y velluda.
—Bueno, jefe —dijo Noonan, sombrío—. Basta ya. Me tiene frito y hervido, ahora póngame en el plato.
El señor Lemehen carraspeo vagamente.
—No tiene nada que decir en su defensa —comentó, con inesperada amargura—. Se queda ahí, con las orejas bajas ante la autoridad. ¿Cómo le parece que me sentía anteayer?
Se interrumpió para levantarse y se acercó a la caja fuerte.
—Para abreviar: en los dos últimos meses, según nuestra información, el enemigo ha recibido más de seis mil artículos provenientes de las diversas Zonas.
Se detuvo ante la caja fuerte, palmeó su flanco pintado y se volvió ásperamente hacia Noonan.
—¡No se consuele con ilusiones! —gritó—. ¡Las huellas digitales de Burbridge! ¡Las del Maltés! ¡Las de Ben Halevy, el Narigón, a quien usted ni siquiera se dignó mencionar! ¡Las de Hindus Heresh y Pygmy Zmyg! ¿Así entrena usted a sus jóvenes? ¡Brazaletes, alfileres, molinetes blancos! Y encima ese asunto de los ojos de langosta, los cascabeles de perra, las servilletas repiqueteantes, sean lo que sean! ¡Al diablo con todo!
Volvió a interrumpirse, se instaló nuevamente en el sillón, formó otra torre con los dedos y preguntó cortésmente:
—¿Qué piensa usted de todo esto, Richard?
Noonan se secó la frente con el pañuelo.
—No sé nada de todo esto —respondió sinceramente—. perdone, jefe, estoy un poco... Déjeme recobrar el aliento, ¡Burbridge! Pero si Burbridge ya no tiene nada que ver con la Zona. ¡Le sigo todos los pasos! Organiza picnics y cócteles a la orilla de los lagos y gana muchísimo con eso. ¡No necesita más dinero! Perdone, creo que estoy diciendo tonterías, pero le aseguro que no lo he perdido de vista desde que salió del hospital.
—Bueno, no quiero demorarlo más —dijo el señor Lemchen—. Le concedo una semana. A ver si me trae alguna idea sobre cómo llega el material de la Zona a manos de Burbridge... y los otros. Adiós.
Noonan se levantó, saludó al perfil de Lemehen y salió a la recepción, aún enjugándose el cuello sudoroso. El joven bronceado estaba fumando y contemplaba pensativamente las entrañas del mutilado aparato electrónico. Su mirada, al posarse brevemente en Noonan, pareció tan vacía como si estuviera mirando hacia dentro.
Richard Noonan se encasquetó el sombrero, agarró su impermeable y salió. Nunca le había pasado algo así. Sus pensamientos, confusos, parecían enmarañarse. Debo... ¡Ben J. Halevy el Narigón! ¡Hasta apodo tiene! ¿Cuándo? Es sólo un pequeño novato, un mocoso. No, aquí pasa algo raro. Ese rengo de porquería, Cuervo, esta vez me agarró. Me pescó en pelotas. ¿Cómo pudo ocurrir? Justo como aquella vez, en Singapur; la cara sobre la mesa y de golpe aplastado contra la pared...
Subió al auto. Por un momento buscó en el tablero la llave de contacto, olvidado de todo. La lluvia le goteaba desde el sombrero sobre los pantalones. Se lo quitó y lo arrojó al asiento posterior sin mirar. El agua corría a chorros por el parabrisas; Richard Noonan tuvo la impresión de que eso le impedía comprender cuál era el próximo paso a dar. Se dio unos coscorrones y se sintió mejor. Inmediatamente recordó que no había llave ni podía haberla, porque él tenía el así-así en el bolsillo. La pila eterna; había que sacarla del bolsillo, maldición, y meterla en la instalación. Así podría a menos conducir el coche hasta alguna parte... alguna parte, lejos de ese edificio donde estaba el viejo hijo de puta, probablemente mirando desde una ventana.
En el momento en que tendía la mano hacia el así-así quedó inmóvil por un instante. Ya sé por quién empezar. Empezaré con él. ¡Oh, qué bien, empezar con él! Nadie habrá empezado nunca con nadie como yo con él. Y será un placer.
Encendió los limpiaparabrisas y bajó por la avenida, sin ver casi nada frente a él, pero calmándose lentamente. Muy bien. Que sea como en Singapur. Después de todo allá las cosas terminaron bien. ¡Y qué si me tiraron de cara contra la mesa de una sola vez! Pudo ser peor, pudo haber sido otra parte de mi cuerpo, o algo con clavos en vez de una mesa. Bueno, sigamos la pista. ¿Dónde está mi pequeño negocio? No veo un pito. Ah, allí está.
No estaba dentro del horario comercial, pero el Cinco Minutos estaba tan iluminado como el Metropole. Richard Noonan, sacudiéndose como un perro que saliera del agua, entró a aquella clara habitación, que olía a tabaco, perfume y champaña rancio. El viejo Benny, aún sin uniforme, estaba sentado ante el mostrador, comiendo algo con el tenedor en el puño. Madame lo miraba comer, con los enormes pechos apoyados en el mostrador entre los vasos vacíos. Aún no habían limpiado la suciedad de la noche anterior. Cuando Noonan entró, Madame volvió hacia él su cara ancha y espesamente maquillada; su primera expresión de enojo se disolvió en una sonrisa profesional.
—¡Hola! —dijo, con su voz profunda—. ¡El señor Noonan en persona! ¿Extrañaba a las chicas?
Benny siguió comiendo; era más sordo que una tapia.
—¡Saludos, anciana dama! ¿Para qué quiero a las chicas si tengo frente a mí a una mujer de veras?
Benny, finalmente, notó su presencia y contorsionó en una sonrisa de bienvenida aquella cara horrible, cubierta de cicatrices azules y purpúreas.
—¡Hola, patrón! ¿Lo trajo la lluvia?
Noonan sonrió como respuesta y agitó la mano. No le gustaba hablar con Benny; había que gritar constantemente.
—¿Dónde está mi gerente, compañeros? —preguntó.
—En su cuarto —respondió Madame—. Tiene que pagar mañana los impuestos.
—¡Oh, esos impuestos! Bueno. Madame, por favor, busque a mi favorita. En seguida vuelvo.
Caminando silenciosamente sobre la gruesa alfombra sintética, cruzó el salón y las puertas encortinadas de los cubículos; junto a cada una había una flor pintada en la pared. Entró en el silencioso pasillo sin salida y abrió sin golpear la puerta tapizada en cuero.
Mosul Kitty estaba sentado al escritorio, examinando en el espejo una dolorosa lastimadura que tenía en la nariz. Le importaba un bledo tener que pagar los impuestos al día siguiente. En el escritorio, completamente despejado, no había más que una jarra con ungüento de mercurio y un vaso con cierto liquido claro. Mosul Kitty alzó hacia Noonan los ojos irritados y se levantó de un salto, dejando caer el espejo. Noonan, sin decir palabra, se sentó en el sillón, frente a él, y lo observó en silencio, oyéndole murmurar algo sobre la maldita lluvia y su reumatismo. Después dijo:
—Por qué no cierras la puerta, amigo.
Mosul corrió hasta la puerta cacheteando el piso con los pies planos; hizo girar la llave y volvió al escritorio. Inclinó sobre Noonan la cabeza peluda, fija en su boca la mirada leal. Noonan seguía mirándolo con los ojos medio cerrados; recordó entonces, por alguna razón, que el verdadero nombre de Mosul Kitty era Rafael. Aquel hombre era famoso por sus grandes puños huesudos, purpúreos y desnudos entre el grueso vello que le cubría los brazos como una manga. Se había puesto el apodo de Kitty porque estaba convencido de que era el nombre tradicional de los grandes reyes mongoles. Rafael. Bueno, Rafaelito, comencemos.
—¿Cómo andan las cosas? —preguntó gentilmente.
—Todo en orden, jefe —replicó velozmente Rafael Mosul.
—¿Arreglaste el problema con la comisaría?
—Costó ciento cincuenta. Todo el mundo está contento.
—Saldrá de tu bolsillo. Fue culpa tuya, amigo. Tenías que encargarte de eso.
Mosul puso cara patética y extendió las manos en señal de sumisión.
—Hay que cambiar el parquet del salón —dijo Noonan.
—Lo haremos.
Noonan hizo una pausa, arrugando los labios.
—¿Botín? —preguntó, bajando la voz.
—Hay un poco —respondió Mosul, también en voz baja.
—Veamos.
Mosul corrió a la caja fuerte, sacó un paquete y lo abrió sobre el escritorio, frente a Noonan. Éste revolvió con un dedo el montón de gotitas negras; recogió un brazalete y lo examinó por todos lados a antes de volver a ponerlo allí.
—¿Nada más?
—No traen —explicó Mosul, culpable.
—Así que no traen —repitió Noonan.
Apuntó con cuidado y clavó la punta del pie, con toda su fuerza, en la espinilla de Mosul. Este, gruñendo, se agachó para agarrarse el lugar dolorido, pero inmediatamente volvió a erguirse, en posición de firme. Noonan saltó, aferró a Mosul por el cuello y se acercó soltando patadas, haciendo girar los ojos, susurrando obscenidades. Mosul gemía y gruñía, echando la cabeza hacia atrás como un caballo asustado; retrocedió de ese modo hasta caer en el sofá.
—Así que trabajas para los dos bandos, ¿eh? Grandísimo hijo de puta —siseó Noonan, bien frente a sus ojos aterrorizados—. Cuervo Burbridge está nadando en botón y tú me traes cuentitas envueltas en papel.
Le dio una bofetada en pleno rostro, tratando de golpearle la magulladura de la nariz.
—Te haré meter en la cárcel. Tendrás que dormir sobre estiércol y comer pan duro. ¡Vas a maldecir el día en que naciste!
Otro golpe a la nariz lastimada.
—¿De dónde saca Burbridge el botín? ¿Por qué se lo llevan a él y no a ti? ¿Quién lo trae? ¿Cómo es posible que yo no sepa nada? ¿Para quién trabajas, cerdo asqueroso? ¡Habla!
Mosul abrió y cerró la boca, mudo. Noonan lo dejó ir, volvió a la silla y puso los pies sobre el escritorio.
—¿Y? —preguntó.
Mosul sorbió la sangre que le chorreaba de la nariz y dijo:
—De veras, patrón, ¿qué pasa? ¿Qué botín puede tener Cuervo? No tiene nada. Nadie tiene.
—¡Qué! ¿Vas a discutir conmigo? —preguntó suavemente Noonan, bajando los pies.
—No, no, patrón, de veras —fue la apresurada respuesta—. ¿Yo, discutir con usted? ¡Ni soñarlo!
—Voy a deshacerme de ti —amenazó Noonan—. No sabes trabajar. ¿Para qué diablos te quiero, grandísimo tal por cual? Tipos como tú hay por docenas. Lo que necesito es un hombre de verdad, que sepa moverse.
—Espere, patrón —replicó Mosul razonablemente, untándose toda la cara con sangre—. ¿Por qué me ataca así, tan de pronto? Hablemos un poco.
Se tocó la nariz cautelosamente y agregó:
—Usted dice que Burbridge tiene botín a montones. No sé, pero alguien le ha estado mintiendo. En estos días nadie tiene botín. Después de todo, ahora sólo los novatos entran a la Zona y son los únicos que salen. No, patrón, alguien le ha mentido.
Noonan lo observaba disimuladamente. Al parecer Mosul, en verdad, nada sabía. De cualquier modo no le habría convenido, mentir; Cuervo Burbridge no pagaba muy bien.
—Esos picnics, ¿dejan ganancias?
—¿Los picnics? No creo. No es como para nadar en plata. Pero ya no queda nada que dé ganancias en esta ciudad.
—¿Dónde se hacen esos picnics?
—¿Dónde? Bueno, en diferentes lugares. Junto a la Montaña Blanca, en las Fuentes Termalcá, en el lago Arcoiris...
—¿Quiénes son los clientes?
—¿Los clientes? —Mosul olfateó, parpadeó y habló en tono confidencial—. Si piensa dedicarse usted también a ese negocio, patrón, no se lo aconsejo. No podrá competir mucho contra Cuervo.
—¿Por qué?
—Los clientes de Cuervo son los cascos azules, para empezar —respondió el grandote, contando los argumentos con los dedos—. Después, oficiales del puesto de comando. Después, los turistas del Metropole, el Lirio Blanco y el Plaza. Además hace mucha propaganda. Hasta los de aquí van con él. De veras, patrón, no vale la pena mezclarse en este negocio. Tampoco nos paga mucho por las chicas, usted ya sabe.
—¿Así que los de aquí también van con él?
—La gente joven, en su mayoría.
—Bueno, ¿qué pasa en esos picnics?
—¿Qué pasa? Vamos en ómnibus, ¿entiende? Y cuando llegamos todo está listo: mesas, carpas, música... Y todos la disfrutan. Los oficiales suelen ir con las muchachas. Los turistas van a mirar la Zona; si es en Fuentes Termales la Zona está a un tiro de piedra, del otro lado del Cañón Sulfuroso. Cuervo ha desparramado unos cuantos huesos de caballo por ahí y se los muestra con binoculares.
—¿Y los de aquí?
—¿Los de aquí? Bueno, eso no les interesa, por supuesto.. Se divierten de otro modo.
—¿Y Burbridge?
—¿Burbridge? Burbridge... es como cualquier otro.
—¿Y tú?
—¿Yo? Yo soy como cualquier otro. Vigilo que nadie lastime a las chicas y... bueno, como cualquier otro, más o menos.
—¿Y cuánto dura todo eso?
—Depende. A veces tres días, a veces una semana entera.
—¿Y cuánto cuesta ese viaje de placer? —preguntó Noonan, ya pensando en algo completamente distinto.
Mosul respondió, pero él no le prestó atención. Ahí está la cosa, pensaba; varios días, varias noches; en esas condiciones es simplemente imposible vigilar a Burbridge, por mucho que se quiera. Pero seguía sin entender. Burbridge no tenía piernas, y allí estaba el barranco. No, había algo más.
—Entre los de aquí, ¿quiénes son los clientes habituales?
—¿Entre los de aquí? Ya se lo dije, los jóvenes, en su mayor parte. Ya sabe, Halevy, Rajba, el Pollo Tsapfa, ese muchacho, Zmyg... El Maltés también va con frecuencia. Un lindo grupito. Le dicen la escuela dominical. ¿Vamos a la escuela dominical?, dicen. Se dedican a las señoras grandes y hacen bastante dinero. Algunas fulanas viejas que vienen de Europa...
—La escuela dominical... —repitió Noonan.
Se le había ocurrido un pensamiento extraño. Escuela. Se levantó.
—Muy bien —dijo—. Al diablo con los picnics. Eso no es para nosotros. Pero entiéndeme bien: Cuervo tiene botín y ese negocio es nuestro, amigo. Busca, Mosul, busca o te echaré a los perros. Dónde lo consigue, quién se lo da. Descúbrelo y daremos un veinte por ciento más. ¿Entiendes?
—Entiendo, patrón.
Mosul también estaba de pie, en posición de firme, con la lealtad pintada en el rostro manchado de sangre.
—¡Muévete! ¡Usa el cerebro, animal! —le gritó Noonan al marcharse.
Ya en el bar tomó rápidamente su aperitivo, charló un rato con Madame sobre la decadencia moral, sugirió que planeaba agrandar el negocio y, bajando la voz para lograr más énfasis, le pidió consejo sobre lo que podía hacer con Benny; el pobre estaba viejo, sordo y lento de reacciones; ya no se movía como antes.
Ya eran las seis y tenía hambre. Un pensamiento le daba vueltas en el cerebro, salido de la nada, pero capaz de explicar muchas cosas. En realidad ya se habían aclarado muchas; estaba desapareciendo el aura mítica que tanto lo irradiaba y lo fastidiaba en ese asunto. Sólo quedaba en él la desilusión de no haber calculado antes esa posibilidad. Pero lo más importante era eso que seguía flotando en su cabeza sin darle paz.
Se despidió de Madame, estrechó la mano a Benny y fue directamente al Borscht.
El problema es que no nos damos cuenta de cómo se van los años, pensó. Al diablo con los años; no nos damos cuenta de que todo cambia. Sabemos que todo cambia, nos enseñan desde chicos que todo cambia y vemos cambiar las cosas con nuestros propios ojos, muchas veces; sin embargo somos totalmente incapaces de reconocer el momento en que el cambio se produce, o lo buscamos donde no está. Ahora hay nuevos merodeadores, creados por la cibernética. El antiguo merodeador era un tipo sucio y sombrío, que se arrastraba centímetro a centímetro por la Zona, de panza, con tozudez de mula, juntando su botín. El nuevo merodeador es un pisaverde de corbata fina, un ingeniero que se sienta a dos kilómetros de la Zona con un cigarrillo en la boca y un buen vaso al lado, sin nada que hacer, salvo vigilar unas pocas pantallas. Un caballero a sueldo. Muy lógico. Tan lógico que a nadie se le ocurren las otras posibilidades. Pero hay otras posibilidades: la escuela dominical, por ejemplo.
Y de pronto, desde la nada, surgió una oleada de desesperación que lo tragó por completo. Todo era inútil, sin sentido. Dios mío, pensó, ¡no podremos hacer nada! ¡No tenemos fuerzas para combatir esta plaga! No porque trabajemos mal, ni porque ellos sean más inteligentes, sino porque as! es el mundo; y así está el hombre en el mundo. Si nunca hubiéramos tenido una Visitación habría sido otra cosa. Los cerdos siempre encuentran el barro.
El Borscht estaba encendido y de él brotaba un olor delicioso. También el Borscht había cambiado; ya no había baile ni diversiones; Gutalin no iba más, lo habían hecho a un lado. Y si Redrick Schuhart hubiera asomado la nariz, probablemente se habría marchado haciendo una mueca. Ernest seguía en la jaula; era la vieja, su mujer, la que finalmente había vuelto a poner en marcha el local, con una clientela sólida y estable. Todo el personal del instituto almorzaba allí, incluyendo a los funcionarios más importantes. Los reservados eran bonitos; la comida, buena; los precios, razonables; la cerveza, burbujeante. Una buena taberna a la usanza antigua.
Noonan descubrió a Valentine Pilman en uno de los reservados. El laureado científico tomaba café y leía una revista doblada en dos. Noonan se acercó, preguntando:
—¿Puedo sentarme con usted?
Valentine volvió hacia él sus anteojos oscuros.
—Ah, sí, por favor.
—Un segundo. Primero voy a lavarme.
Acababa de recordar lo de la nariz de Mosul. Allí lo conocían bien. Cuando volvió al reservado de Valentine, le esperaba un plato de embutidos humeantes y una jarra de cerveza, ni fría ni caliente, como a él le gustaba. Valentine dejó la revista y tomó un sorbo de café.
—Escúcheme, Valentine —dijo Noonan, cortando la carne—. ¿Cómo piensa que terminará todo esto?
—¿Qué cosa?
—La Visitación. Las Zonas, los merodeadores, los complejos militar-industriales... todo. ¿Cómo puede terminar?
Valentine lo miró por largo rato con sus lentes negras impenetrables.
—¿Para quién? Especifique.
—Bueno, digamos que para nuestro sector del planeta.
—Eso depende de la suerte que tengamos. Ahora sabemos que en nuestro sector del planeta la Visitación no dejó efectos posteriores, en su mayor parte. Eso no descarta, por supuesto, la posibilidad de que al sacar todas esas castañas del fuego saquemos algo que arruine la vida, no sólo la nuestra sino la de todo el planeta. Eso sería mala suerte. Pero admitirá usted que esa amenaza pende siempre sobre la humanidad.
Rió entre dientes y prosiguió:
—Le diré: hace tiempo he perdido el hábito de hablar sobre la humanidad en general. La humanidad, como un todo, es un sistema demasiado fijo; no hay modo de cambiarlo.
—¿Le parece? Puede ser, quién sabe.
—Sea sincero, Richard —dijo Valentine, obviamente entretenido—. ¿En qué ha cambiado su vida con la Visitación? Usted es un hombre de negocios. Ahora sabe que hay al menos otra criatura racional en el universo, además del hombre.
—¿Qué puedo decirle?
Noonan hablaba en murmullos. Lamentaba haber iniciado la conversación; no había nada de qué hablar.
—¿Qué ha cambiado para mí? —prosiguió—. Bueno, desde hace varios años me siento intranquilo, inseguro. Bien. Ellos vinieron y se fueron en seguida. ¿Qué pasaría si volvieran y decidieran quedarse? Como hombre de negocios debo tomar esta cuestión en serio: quiénes son, cómo vinieron y qué necesitan. En el nivel más básico, tengo que pensar en cómo cambiar mi producción. Debo estar preparado. ¿Y si yo resultara ser totalmente superfluo en el sistema de ellos?
Noonan se iba animando.
—¿Y si todos somos superfluos? —continuó— Escuche, Valentine, ya que estamos hablando de esto, ¿hay respuesta para estas preguntas? ¿Quiénes son, qué quieren, y si regresarán?
—Hay respuestas —dijo Valentine, sonriendo—. Montones de respuestas. Puede elegir.
—Y usted, ¿qué piensa?
—A decir verdad nunca me permití el lujo de pensar seriamente en eso. Para mí la Visitación es, fundamentalmente, un acontecimiento único que nos permite saltar varios escalones en el proceso del conocimiento. Como un viaje al futuro de la tecnología. Como si un generador cuántico fuera a parar al laboratorio de Isaac Newton.
—Newton no habría entendido nada.
—Se equivoca. Newton era muy perspicaz.
—¿De veras? Bueno, de cualquier modo, quién habla de Newton. ¿Qué piensa de la Visitación? Puede contestar en broma.
—De acuerdo, le diré. Pero debo advertirle que su pregunta, Richard, cae bajo el rótulo de la xenología. Xenología: mezcla artificial de ciencia ficción y lógica formal. Se basa en la premisa falsa de que la psicología humana es aplicable a los seres inteligentes extraterrestres.
—¿Falsa por qué? —preguntó Noonan.
—Porque los biólogos ya se han roto el seso tratando de aplicar la psicología humana a los animales. Y eran animales terráqueos.
—Perdóneme, pero este asunto es muy distinto. Estamos hablando de la psicología de seres racionales.
—Si, y todo estaría muy bien si supiéramos al menos qué es la razón.
—¿No lo sabemos? —preguntó Noonan, sorprendido.
—Créase o no, no lo sabemos. Por lo común se emplea una definición trivial: la razón es la parte de la actividad humana que diferencia al hombre de los animales. Es como un intento de distinguir al amo del perro, que comprende todo pero no puede hablar. En realidad, esta definición trivial da origen a otra más ingeniosa, basada en la amarga observación de las actividades humanas ya mencionadas. Por ejemplo: la razón es la capacidad que permite a una criatura viva llevar a cabo actos irracionales o antinaturales.
—Si, eso se refiere a nosotros, a mí y a los que son como yo —concordó Noonan, amargamente.
—Por desgracia. O qué le parece esta definición hipotética: la razón es una especie de instinto complejo que aún no se ha formado del todo. Eso implica que la conducta instintiva es siempre natural y que persigue un fin. Dentro de un millón de años nuestro instinto habrá madurado y dejaremos de cometer los errores que probablemente debemos a la razón. Y entonces, si algo cambiara en el universo, todo; nos extinguiríamos..., precisamente porque habríamos olvidado cómo cometer errores, es decir, cómo intentar varios enfoques que no han sido estipulados por un programa inflexible de alternativas permitidas.
—Usted se las arregla para que suene despectivo.
—De acuerdo, probemos con otra definición, una muy noble y sublime. La razón es la capacidad de utilizar las fuerzas del medio sin destruir ese medio.
Noonan hizo una mueca y sacudió la cabeza.
—No, eso no se refiere a nosotros. ¿Qué. le parece ésta? El hombre, a diferencia del animal, es una criatura dotada de una indefinible necesidad de conocimiento. Lo leí en alguna parte.
—Yo también. Pero el problema consiste en que el hombre común (ese en que usted piensa al hablar de «nosotros» y «los otros») supera con mucha facilidad esa necesidad de conocimiento. Ni siquiera creo que haya tal necesidad. La hay, sí, pero de comprender, y para eso no hace falta el conocimiento. La hipótesis de Dios, por ejemplo, nos proporciona una oportunidad incomparablemente absoluta de comprenderlo todo sin conocer nada. Da al hombre un sistema muy simplificado del mundo y explica todos sus fenómenos sobre la base de ese sistema. Esa clase de enfoques no requiere conocimiento de ninguna especie. Sólo unas pocas fórmulas aprendidas de memoria, más lo que la gente llama intuición y lo que llama sentido común.
—Un momento —dijo Noonan.
Terminó su cerveza y depositó ruidosamente la jarra sobre la mesa. Después contestó:
—No se salga del tema. Volvamos al tema de nuestra conversación. El hombre se encuentra con una criatura extraterrestre. ¿Cómo descubren ambos que los dos son criaturas racionales?
—No tengo la menor idea —dijo Valentine, con gran placer—. Todo lo que he leído sobre ese tema cae en un círculo vicioso. Si son capaces de establecer contacto, son racionales. Y viceversa; si son racionales son capaces de establecer contacto. Y en general: si una criatura extraterrestre tiene el honor de dominar una psicología humana, es racional. Una cosa así.
—¿Ah, sí? ¡Y yo creía que ustedes tenían todo bien acomodado, cada cosa en su casillero!
—Los monos también pueden poner cosas en casilleros —replicó Valentine.
—No, espere —exclamó Noonan, sintiéndose defraudado por algún motivo—. Si no saben cosas tan simples como ésa... Bueno, al diablo con la razón. Por lo visto es un verdadero pantano. Okey, pero ¿qué pasa con la Visitación? ¿Qué piensa usted de la Visitación?
—Será un placer. Imagine un picnic.
Noonan se estremeció.
—¿Qué dijo?
—Un picnic. Imagine un bosque, una pradera. Un coche sale de la ruta y se de él baja un grupo de gente joven, con botellas, cestos de comida, radios a transistores y máquinas fotográficas. Encienden fuego, arman carpas, ponen música. Por la mañana se marchan. Los animales, los pájaros y los insectos que los han estado observando horrorizados durante la larga noche vuelven a salir de sus escondrijos. ¿Y con qué se encuentran? Nafta y aceite derramados en el pasto. Válvulas y filtros usados, estropajos, bombitas quemadas y alguna llave inglesa que alguien olvidó. Manchas de aceite en el estanque. Y también, por supuesto, las basuras de costumbre: corazones de manzana, envolturas de caramelos, restos chamuscados de la hoguera, latas, botellas, un pañuelo, una navaja, periódicos destrozados, monedas, flores marchitas recogidas en otra pradera.
—Ya entiendo; un picnic junto al camino.
—Precisamente. Un picnic junto a algún camino del cosmos. Y usted pregunta si van a volver.
—Déjeme fumar un cigarrillo. ¡Maldita sea esta seudociencia! Lo había imaginado todo muy distinto.
—Está en su derecho.
—Eso significa que ni siquiera repararon en nosotros.
—¿Por qué?
—Bueno al menos que no nos prestaron atención.
—En su lugar, yo no me preocuparía por eso, ¿sabe?
Noonan aspiró el humo, tosió y arrojó el cigarrillo.
—No me preocupo —dijo, terco—. No puede ser así. ¡Malditos sean todos ustedes, los científicos! ¿De dónde sacan tanto disgusto con respecto al hombre? ¿Por qué tratan siempre de poner a la humanidad por el suelo?
—Un momento —dijo Valentine—. Escuche: —y citó:
—«¿Me Pregunta usted en qué consiste la grandeza del hombre? ¿En que recrea la naturaleza? ¿En que domina las fuerzas cósmicas? ¿En que conquistó el planeta en poco tiempo y abrió una ventana al universo? ¡No! En que, a pesar de todo eso, ha sobrevivido y tiene intenciones de seguir sobreviviendo en el futuro».
Hubo un silencio. Noonan pensaba.
—No se deprima —le dijo Valentine, con amabilidad—. Eso del picnic es una teoría mía, nada más. Ni siquiera una teoría: imaginación, simplemente. Los xenólogos serios están trabajando en versiones mucho más consistentes y halagadoras para la vanidad humana. Por ejemplo, que todavía no se produjo la Visitación, sino que está por venir. Una cultura altamente racional arrojó envases con artefactos de su civilización hacia la Tierra. Esperan que estudiemos esos artefactos, que demos un gigantesco salto tecnológico y que enviemos una señal de respuesta, indicando que estamos listos para el contacto. ¿Le gusta ésa?
—Es mucho mejor. Veo que, después de todo, entre los científicos hay gente decente.
—Aquí tiene otra. La Visitación ha tenido lugar, pero no ha terminado, ni por asomo. Estamos en contacto incluso mientras hablamos, aunque no tenemos conciencia de ello. Los visitantes viven en la Zona y nos observan cuidadosamente, mientras nos preparan para las crueles maravillas del futuro.
—¡Ahora comprendo! Al menos eso explicaría la misteriosa actividad que hay en las ruinas de la fábrica. A propósito, su picnic no explica eso.
—¿Cómo que no? Alguna de las niñas pudo olvidar su osito a cuerda en la pradera.
—¡Vamos! ¡Lindo osito! ¡Hace temblar la tierra a su alrededor! ¿Qué le parece si tomamos una cerveza? ¡Rosalie! ¡Dos cervezas para los xenólogos! Es muy agradable charlar con usted, ¿sabe? Me despeja el cerebro, como si echara sal Inglesa en el cráneo. Uno trabaja y trabaja, y acaba por olvidar para qué, y lo que pasa, y cómo disfrutar de la vida.
Vino la cerveza. Noonan tomó un sorbo, mirando a Valentine por sobre la corona de espuma. Éste examinaba su jarrita con cara de disgusto.
—¿No le gusta?
—Generalmente no bebo —respondió Valentine, no muy seguro.
—¿En serio?
—¡Al diablo con todo! —exclamó el científico, apartando la jarra de cerveza—. Ya que estamos, pídame un coñac.
—¡Rosalie! —volvió a llamar Noonan, ya alegre.
Llegó el coñac.
—Pero, en verdad, ustedes no deberían seguir así —dijo Noonan—. No hablo de su picnic, que ya es demasiado; pero aunque aceptemos la versión de que esto es un preludio al contacto, sigue sin gustarme. Comprendo eso de los brazaletes y los vacíos, pero ¿qué sentido tienen la jalea de brujas, las ronchas de mosquitos y esa horrible pelusa?
—Perdón —dijo Valentine, tomando una rodaja de limón—. No comprendo esa terminología. ¿Qué roncha?
Noonan se echó a reír.
—Son términos populares, el argot de los merodeadores, lo que se usa en el comercio. Las ronchas de mosquitos son las zonas de gravitación acentuada.
—Ah, los graviconcentrados. Gravedad dirigida. Eso es algo de lo que me gustaría hablar durante un par de horas, pero usted no comprenderla una palabra.
—¿Por qué no? Soy ingeniero, ¿sabe?
—Porque yo mismo no entiendo. Tengo sistemas de ecuaciones, pero no la forma de interpretarlas. Y la jalea de brujas, ¿es el gas coloidal?
—Exactamente. ¿Oyó hablar de esa catástrofe en los laboratorios Currigan?
—Algo me dijeron.
—Esos idiotas pusieron un envase de porcelana con esa jalea en un cuarto especial, completamente aislados. Es decir, ellos creyeron que estaba aislado. Y cuando abrieron el envase, mediante manipuladores, la jalea atravesó el metal y el plástico y pasó afuera, como agua por un colador. Todo lo que tocó se convirtió también en jalea. Murieron treinta y cinco personas, hubo más de cien heridos que quedaron lisiados y todo el edificio quedó destruido. ¿Conocía las instalaciones? ¡Magníficas! Ahora la jalea se ha filtrado hasta el sótano y los pisos inferiores. Lindo preludio para un contacto.
Valentine hizo una mueca.
—SI, estaba enterado de todo eso. Pero estaremos de acuerdo, Richard, en que los visitantes no tuvieron nada que ver con eso. No podían conocer la existencia de nuestros complejos de industria militar.
—Debieron saberlo —insistió Noonan.
—Tal vez ellos responderían que esos complejos hace tiempo debieron haber desaparecido.
—Seguro. Y ellos mismos debieron encargarse de eso, ya que son tan poderosos.
—¿Sugiere usted una interferencia en los asuntos internos de la raza humana?
—¡Hum! —farfulló Noonan—. Creo que estamos llegando demasiado lejos. Dejémoslo así. Propongo que volvamos al principio de nuestra discusión. ¿Cómo terminará todo esto? Usted, por ejemplo; es científico. ¿Tiene esperanzas de que obtengamos algo fundamental de la Zona, algo que altere la ciencia, la tecnología, nuestro modo de vida?
Valentine se encogió de hombros.
—Se equivoca de puerta, Richard. No me gusta fantasear porque sí. Cuando el tema es serio prefiero volverme a un saludable y prudente escepticismo. Basándonos en lo que ya hemos recibido hay un amplio espectro de posibilidades; no puedo decir nada concreto.
—Muy bien, probemos otro enfoque. Según su opinión: ¿qué hemos recibido hasta ahora?
—Le parecerá divertido, pero es muy poco. Hemos desenterrado muchos milagros; en unos pocos casos descubrimos cómo emplear esos pocos milagros en provecho propio. Un mono oprime un botón rojo y obtiene una banana; oprime uno blanco y obtiene una naranja; pero no sabe cómo obtener bananas y naranjas sin los botones. Tampoco entiende qué relación tienen los botones con la fruta. Fíjese en los así-así, por ejemplo. Descubrimos el modo de emplearlos. Hasta llegamos a descubrir las circunstancias bajo las cuales se multiplican, por un proceso similar a la división celular. Pero todavía no hemos podido hacer un solo así-así. Ni siquiera sabemos cómo funcionan, y a juzgar por las evidencias actuales pasará mucho tiempo antes de que lo sepamos.
»Lo diré de otro modo. Hay objetos a los cuales hemos hallado utilidad. Los empleamos, pero casi con seguridad no les damos el uso que les daban los visitantes. Estoy seguro de que en la gran mayoría de los casos estamos martillando clavos con microscopios. Pero al menos damos utilidad a algunas cosas: los así-así y los brazaletes, con los que estimularnos los procesos vitales. Y varios tipos de masas cuasi biológicas, que han provocado una revolución en la medicina. Hemos recibido nuevos tranquilizantes nuevos tipos de fertilizantes minerales, que son una novedad en la agricultura. Pero para qué hacer una lista. Usted lo sabe mejor que yo; veo que usa un brazalete. Digamos que este grupo de objetos es benéfico. Se puede decir que han beneficiado a la humanidad en cierto grado, aunque no debemos olvidar que, en nuestro mundo euclidiano, cada palo tiene dos extremos.
—¿Aplicaciones indeseables?
—Exactamente. Por ejemplo, el uso de los así-así en la industria bélica. Pero no es de eso de lo que estoy hablando. Ya se ha estudiado y explicado, más o menos, el efecto de los objetos benéficos. Nuestra tecnología avanza. Dentro de cincuenta años, o más, sabremos cómo fabricarlos por nuestra cuenta y podremos roer huesos a gusto. Pero con el otro grupo de objetos las cosas son más complicadas, porque no les hemos hallado aplicación; sus cualidades, en el marco de nuestros conceptos presentes, nos son definitivamente incomprensibles. Las trampas magnéticas, por ejemplo. Sabemos que son trampas magnéticas; Panov lo probó con mucha inteligencia, Pero no conocemos la fuente de ese poderoso campo magnético, ni qué causa su superestabilidad. En lo que a ellos se refiere, no entendemos nada. Sólo podemos tejer fantásticas teorías acerca de propiedades del espacio que hasta ahora no hablamos sospechado. O el K-23. ¿Cómo lo llaman? Esas lindas cuentas negras que se usan en joyería.
—Gotitas negras.
—Eso es, las gotitas negras. El nombre es adecuado. Bueno, usted ya conoce sus propiedades. Si uno proyecta un rayo de luz en una de esas cuentas, la transmisión de la luz se demora, y esa demora depende del peso de la cuenta y de varios parámetros más. Y la unidad de luz que sale es siempre menor que la entrada. ¿Qué es esto? ¿Por qué se produce? Hay una descabellada teoría, según la cual las gotitas negras son gigantescas expansiones de espacio con propiedades distintas a las del nuestro, y que se han comprimido bajo la influencia de nuestro espacio.
Valentine suspiró profundamente y concluyó:
—En pocas palabras, los objetos de este segundo grupo no tienen aplicación alguna para la vida humana actual, aunque desde un punto de vista puramente científico son de una importancia fundamental. Son respuestas que nos han caído del cielo antes de que pudiéramos plantearnos las preguntas. Tal vez Sir Isaac no habría podido desentrañar los Láser, pero al menos habría comprendido que son posibles y eso habría tenido una gran influencia en su criterio científico. No quiero entrar en detalles, pero la existencia de objetos tales como las trampas magnéticas, el K-23 y el anillo blanco ha invalidado muchas de nuestras teorías recientes, para aportar ideas completamente nuevas. Y todavía hay un tercer grupo.
—Sí —dijo Noonan—, la jalea de brujas y otras mercaderías.
—No, no. Esos pueden entrar en la primera o en la segunda categoría. Hablo de objetos de los que no sabemos nada o tenemos sólo conocimientos de oídas. Esas cosas que los merodeadores nos sacaron bajo nuestras narices, para venderlas Dios sabe a quién, o para esconderlas. Cosas de las que nadie habla. Cosas que se han convertido en leyendas, o casi, La Máquina de los deseos, Dick el Vagabundo y los fantasmas alegres.
—¡Un momento! ¿Qué es todo eso? Lo de la máquina de los deseos más o menos lo imagino, pero...
Valentine se echó a reír.
—Ya ve que también nosotros tenemos nuestro vocabulario comercial. Dick el Vagabundo... es el hipotético osito a cuerda que hace estragos en la vieja planta. Y el fantasma alegre es cierta peligrosa turbulencia que se produce en algunos sectores de la Zona.
—Primera vez que los oigo nombrar.
—¿Comprende, Richard? Hace veinte años que escarbamos en la Zona, pero todavía no sabemos ni la milésima parte de lo que contiene. Y si vamos a hablar de los efectos de la Zona sobre el hombre... A propósito, al parecer vamos a tener que agregar otra categoría, un cuarto grupo. No de objetos, sino de efectos. Este grupo ha sido vergonzosamente descuidado aunque, en lo que a mí atañe, hay hechos de sobra para investigar. A veces, Richard, a veces se me ponen los pelos de punta cuando pienso en esos hechos.
—Los zombies —propuso Noonan.
—¿Qué? Oh, no, eso es meramente enigmático. Cómo le diré... Es algo que al menos podemos imaginar. Me refiero cosas que comienzan a pasar súbitamente, sin motivos; fenómenos ni físicos ni biológicos.
—Ah, se refiere a los emigrantes.
—Exactamente. La estadística es una ciencia muy precisa, como usted sabe, aunque se maneja con sucesos de azar. Además es una ciencia elocuente y bella.
Valentine parecía estar achispado. Hablaba más alto, se le subido el color a las mejillas y las cejas asomaban por encima de sus anteojos ahumados, convirtiéndole la frente en una tabla de lavar.
—Me gustan los abstemios —dijo Noonan.
—¡No se me salga del tema! —dijo Valentine—. Oiga, ¿qué puedo decirle? Es muy extraño.
Alzó la copa, bebió la mitad de un solo trago y prosiguió.
—No sabemos qué pasó con los pobres Harmonitas en el momento de la Visitación, pero ahora uno de ellos decide emigrar, el más típico de los hombres comunes. Un peluquero, hijo y nieto de peluqueros. Se muda a Detroit, digamos. Abre una peluquería. Y entonces empieza el baile. El noventa por ciento de sus clientes muere en el curso de un año: en accidentes de tránsito, cayéndose por cualquier ventana, víctimas de mafioso o asaltantes, ahogándose en aguas playas, etcétera, etcétera. En Detroit y sus suburbios se produce una cantidad de desastres naturales: de pronto aparecen en la zona tifones y tornados que no se han visto desde el mil ochocientos y pico. Toda esa clase de cosas. Y tales cataclismos ocurren en cualquier ciudad en que se establece un emigrante venido de cualquiera de las Zonas. El número de catástrofes es directamente proporcional al número de emigrantes que se hayan instalado en la ciudad. Además hay que hacer notar que esa reacción se produce sólo ante la presencia de emigrantes que vivían aquí en el momento de la Visitación. Quienes nacieron después de ella no influyen sobre las estadísticas de accidentes y desastres. Usted lleva diez años viviendo aquí, pero se mudó después de la Visitación; no habría problemas en reubicarlo, aunque fuera en el Vaticano. ¿Cómo se explica esto? ¿Qué debemos descartar, las estadísticas o el sentido común?
Valentine tomó su vaso y terminó la bebida de un trago. Richard Noonan se rascó la cabeza.
—Humm, sí. Ya había oído hablar de eso, claro, pero... este... pensé que eran... exageraciones, por decirlo suavemente. Realmente, desde el punto de vista de nuestra ciencia, altamente desarrollada...
—O, por ejemplo, el efecto de mutaciones que provoca la Zona —le interrumpió Valentine.
Se quitó los anteojos y miró a Noonan con ojos oscuros y miopes.
—Cualquiera que pase determinada cantidad de tiempo dentro de la Zona sufre cambios, fenotípicos y genotípicos. Ya sabe usted qué clase de hijos pueden tener los merodeadores, y sabe también qué les pasa a ellos mismos. ¿Por qué? ¿Dónde está el factor de mutación? En la Zona no hay radiación. Aunque el aire y el suelo tienen allí una estructura química particular, no presentan ningún peligro de mutación. ¿Qué debo hacer en esas circunstancias? ¿Creer en brujerías, en el mal de ojo?
—Estoy de acuerdo. Pero, francamente, me preocupan mucho más los cadáveres revividos que sus estadísticas. Especialmente porque nunca he visto las estadísticas, pero a los zombies sí... y los he olido.
Valentine descartó aquella afirmación con un gesto de la mano.
—Zombies, bah. Tendría que darle vergüenza, Richard. Después de todo, usted es hombre instruido. En primer lugar, no son cadáveres. Son moldeados, reconstrucciones sobre el esqueleto, maniquíes. Y le aseguro que, desde el punto de vista de los principios fundamentales, sus moldeados no son más sorprendentes que las pilas eternas. Lo que ocurre es que los así-así violan la primera ley de la termodinámica y los moldeados violan la segunda. Todos somos hombres de las cavernas, en un sentido o en otro. No podemos imaginar nada más Espantoso que un fantasma. Pero la violación a la ley de casualidad es mucho más espantosa que toda una estampida de fantasmas. Y que todos los monstruos, de Rubinstein. ¿O era...?
—Frankenstein.
—Ah, sí, Frankenstein. La señora Shalley. La esposa del poeta. O la hija.
De pronto se echó a reír, y agregó:
—Nuestros moldeados poseen una extraña propiedad: posibilidad de vida autónoma. Por ejemplo, si usted les corta una parte del cuerpo, esa parte sigue viviendo. Por su cuenta. Sin necesidad de nutrirla con soluciones fisiológicas. Hace poco trajeron uno de esos al Instituto. Me lo contó un ayudante de laboratorio de Boyd.
Valentine soltó una estruendoso carcajada.
—¿No es hora de que nos vayamos, Valentine? —preguntó Noonan, echando una ojeada a su reloj—. Tengo algunos asuntos importantes que atender.
—Vamos.
Valentine intentó meter la cara en los anteojos; al fin tuvo que tomarlos con las dos manos para ponérselos sobre la cara.
—¿Tiene coche? —preguntó.
—SI; lo llevo.
Pagaron la cuenta y se dirigieron hacia la puerta. Valentine no dejaba de hacer venias burlonas a algunos empleados de laboratorio que observaban con curiosidad a aquel físico de fama internacional. Ya en la puerta se le cayeron los anteojos por saludar al sonriente portero; los tres lanzaron sendos manotazos para atajarlos.
—Mañana tengo que hacer un experimento. Es muy interesante, sabe, murmuró Valentine mientras subía al automóvil.
Pasó a describir el experimento. Noonan lo llevó hacia el complejo de ciencias.
Ellos también tienen miedo, pensaba al volver al coche. También los tragalibros están asustados, Y así debe ser. Ellos tendrían que estar más asustados que todos nosotros untos, la gente común. Nosotros no entendemos nada; ellos, en cambio, entienden lo mucho que no entienden. Miran dentro de un pozo sin fondo y saben que inevitablemente deben descender a él. Se les estruja el corazón, pero tienen que bajar, y lo importante es: ¿podrán volver a subir? Mientras tanto nosotros, los meros mortales, apartamos la vista, por decirlo así. Bueno, tal vez así debe ser. Que todo siga su curso, que nosotros seguiremos el nuestro. Él tenía razón: el acto más heroico de la humanidad ha sido sobrevivir y querer seguir sobreviviendo. Pero aun así él mandaría a los visitantes al demonio, si pudiera. Por qué no hicieron el picnic en otra parte. En la Luna, o en Marte. Inútiles sin corazón, como todo el resto, aunque en verdad sepan comprimir el espacio. Así que hicieron un picnic. Un picnic.
¿Cuál es la mejor manera de tratar con mis organizadores de picnics?, pensó, mientras conducía lentamente por las calles mojadas y llenas de luz. ¿Cuál es el modo más inteligente? Seguir la ley del menor esfuerzo, como en mecánica. ¿Para qué diablos sirve ese estúpido diploma de ingeniero si ni siquiera puedo hallar la forma de atrapar a ese rengo hijo de puta?
Estacionó el coche frente a la casa donde vivía Redrick Schuhart y se quedó sentado, planeando el modo de abrir la conversación. Después retiró el así-así y bajó del auto. Recién entonces notó que la casa parecía deshabitada. Casi todas las ventanas estaban a oscuras; no había nadie en el parque y hasta las luces exteriores estaban apagadas.
Eso le recordó lo que estaba a punto de ver, haciendo que se estremeciera. Hasta pensó en la posibilidad de telefonear a Schuhart y hablar con él en el coche o en algún bar tranquilo, pero rechazó la idea por muchos motivos. Además, se dijo, no es cosa de comportarse como todos esos personajes que huyen como las ratas del barco que se hunde.
Entró por la puerta principal y subió lentamente las escaleras polvorientas. Todo estaba silencioso; muchas de las puertas instaladas en los rellanos estaban entornadas o completamente abiertas; los departamentos olían a tierra y a humedad. Se detuvo ante la puerta de Redrick, se alisó el pelo, aspiró profundamente y tocó el timbre. Por un rato no hubo ruido alguno del otro lado; al cabo crujió el piso, giró la cerradura y la puerta se abrió silenciosamente. Noonan no había oído los pasos.
En el vano apareció Monita, la hija de Schuhart. Una luz brillante emergía del vestíbulo, y al principio Noonan sólo pudo ver la silueta oscura de la niña. Notó lo mucho que había crecido en los últimos meses, pero en seguida ella dio un paso atrás, hacia el vestíbulo, con lo cual la cara le quedó a la vista. Noonan sintió la garganta seca por un segundo.
—Hola, María —dijo, tratando de ser tan gentil como fuera posible—. ¿Cómo estás, Monita?
Ella no respondió. Retrocedió silenciosamente hacia el living, mirándolo por debajo de las cejas, como si no lo reconociera. A decir verdad, tampoco él podía reconocerla. Es la Zona, pensó. Maldición.
—¿Quién es? —preguntó Guta, asomándose desde la cocina—. ¡Dios mío, es Dick! ¿Dónde te habías metido? ¿Sabes? ¡Redrick ha vuelto!
Corrió hacia él secándose las manos con el repasador que le colgaba del hombro. Todavía era hermosa, enérgica, fuerte, pero se la notaba fatigada; la cara le había adelgazado y tenía los ojos... ¿afiebrados, tal vez? Él le dio un beso en la mejilla y le entregó el sombrero y el impermeable.
—Disculpa, disculpa, pero no tenía tiempo para venir. ¿Está aquí?
—Está —replicó Guta—. Está con alguien, pero supongo que se irá pronto, porque hace rato que vino. Vamos, pasa, Dick.
Él dio varios pasos por el vestíbulo y se detuvo en la puerta del living. Ante la mesa había un hombre sentado. Un moldeado. Inmóvil, ligeramente inclinado. La luz rosada de la lámpara le caía sobre la cara ancha y oscura, iluminando la boca hundida y sin dientes, los ojos quietos, sin brillo. Noonan percibió inmediatamente el olor. Sabía que era sólo imaginación, que el olor duraba sólo unos pocos días antes de desaparecer por completo, pero Richard Noonan lo percibió con la memoria: el olor fétido y denso de la tierra removida.
—Podemos ir a la cocina —se apresuró a decir Guta—. Estoy preparando la comida. Así podremos charlar.
—¡Claro, por supuesto! —respondió él, animadamente—. No has olvidado que me gusta tomar un trago antes, de cenar, ¿verdad?
Pasaron a la cocina. Guta abrió la heladera mientras Noonan se sentaba a la mesa y miraba a su alrededor. Como de costumbre, todo estaba limpio y brillante; en las hornallas había cacerolas humeantes. La cocina era nueva, semiautomática; eso quería decir que en la casa había dinero.
—Bueno, dime cómo está —preguntó.
—Igual. Perdió peso en la cárcel, pero ya lo estoy engordando.
—¿Sigue pelirrojo?
—¡Por supuesto!
—¿Y de pocas pulgas?
—¡Qué te parece! Lo será hasta el día de su muerte. —Guta le alcanzó un Bloody Mary. La capa transparente de vodka ruso parecía flotar en la capa de jugo de tomate—. ¿Demasiado?
—No, está justo.
Noonan bajó el contenido del vaso. Era el primer trago fuerte que tomaba en todo el día.
—Ahora me siento mejor —dijo.
—Y tú, ¿andas bien? —preguntó Guta—. ¿Por qué pasaste tanto tiempo sin venir?
—Esos malditos negocios. Todas las semanas quería llegarme hasta aquí o por lo menos llamar por teléfono, pero primero tuve que ir a Rexópolis; después hubo mucho trabajo, y finalmente me dijeron que Redrick había vuelto; pensé que sería mejor dejarlos solos por unos días. Realmente, estoy enloquecido, Guta, A veces me pregunto para qué diablos corro tanto. Para hacer dinero, pero para qué quiero dinero si no hago más que correr haciéndolo.
Guta tapó las ollas con gran estruendo, sacó un atado de cigarrillos del estante y se sentó a la mesa, frente a Noonan, con los ojos bajos. Noonan buscó su encendedor y le dio fuego. Y una vez más, por segunda vez en su vida, vio que a Guta le temblaban las manos; como aquella vez, cuando acababan de sentenciar a Redrick y Noonan fue a llevarle algún dinero. Ella tuvo muchos problemas al principio; no disponía de un centavo, ni tenía en el vecindario quien le prestara. De pronto empezó a disponer de dinero, y en grandes sumas, a juzgar por las evidencias; Noonan tenía una idea bastante aproximada con respecto al origen, pero siguió visitándola. Llevaba dulces y juguetes a Monita, pasaba tardes enteras tomando café con Guta, planeando una vida nueva y feliz para Redrick. Después de haberla escuchado iba a la casa de los vecinos y trataba de hacerlos entrar en razón; explicaba, sobornaba o, ya acabada su paciencia, irrumpía en amenazas: «Saben que Red va a volver y los va a hacer pedazos». Pero no servía de nada.
—¿Cómo está tu novia? —preguntó Guta.
—¿Qué novia?
—La que vino contigo aquella vez, esa rubia.
—¡Ésa no era mi novia! Era mi secretaria. Se casó y renunció.
—Tendrías que casarte, Dick. ¿No quieres que te presente a alguna muchacha?
Noonan iba a darle la respuesta de costumbre: «Bueno, estoy esperando a que Monita termine de crecer». Pero no pudo. No iba a salirle nunca más.
—Lo que necesito no es una esposa, sino una secretaria —protestó—. ¿Por qué no abandonas a ese infernal pelirrojo y vienes a hacerme de secretaria? Eras una maravilla. El viejo Harris todavía se acuerda de ti.
—No lo dudo. Me quedaba la mano amoratada de tanto pegarle.
—¡No me digas! —exclamó Noonan, fingiendo sorpresa—. ¡Ese Harris!
—¡Dios! Nunca lo pude tragar. Mi único problema era que Red se enterara.
Monita entró silenciosamente y se demoró junto a la puerta. Miró las cacerolas, miró a Richard y finalmente se arrimó a su madre para recostarse contra ella, con la cara vuelta hacia otro lado.
—¿Qué tal, Monita? —dijo Richard, animoso—. ¿Quieres chocolate?
Sacó del bolsillo superior una barra de chocolate envuelta en plástico y la tendió a la niña. Ella no se movió. Guta tomó la barra y la dejó sobre la mesa. Tenía los labios pálidos.
—Bueno, Guta, ¿sabe que he decidido mudarme? Prosiguió él, siempre animoso—, Estoy cansado de vivir en hoteles; y tan lejos del Instituto.
—Comprende cada vez menos —dijo Guta suavemente casi nada, ya.
Él se interrumpió, levantó el vaso con ambas manos y lo hizo girar distraídamente.
—No has preguntado cómo nos va —continuó ella—. Y tienes razón. Pero eres un viejo amigo, Dick, y no tenemos secretos para ti. De cualquier modo no hay forma de guardar ese secreto.
—¿La han llevado a un médico? —preguntó él, sin levantar la vista.
—Sí. No pueden hacer nada. Uno de ellos dijo...
Guta se interrumpió. También él guardó silencio. No había nada que decir y tampoco quería pensar en eso. De pronto se le ocurrió una idea horrible: era una invasión. No se trataba de un picnic junto al camino ni de un preludio al Contacto, sino de una invasión. Como no pueden cambiarnos a nosotros, pensó, se meten en el cuerpo de nuestros hijos y los transforman a su imagen y semejanza. Sintió un escalofrío, pero entonces recordó que había leído algo por el estilo en un libro barato de cubierta chillona, y se sintió mejor. Uno es capaz de imaginar cualquier cosa. Y la vida real no es nunca como uno imagina.
—Uno de ellos dijo que ya no es humana.
—Tonterías —replicó Noonan con voz hueca—. Tendrían que ver a un buen especialista. ¿Por qué no van a ver a James Cutterfield? Si quieren yo puedo hablarle y combinar una cita.
—¿Te refieres al Matasanos? —preguntó ella, riendo nerviosamente—. Gracias, no te molestes. Él fue quien dijo eso. Creo que es el destino.
Cuando Noonan se atrevió a levantar la vista, Monita se había ido y Guta permanecía inmóvil, con la boca entreabierta y los ojos vacíos; en la punta de su cigarrillo había un largo cilindro de ceniza. Él empujó el vaso hacia ella.
—Prepárame otro, por favor, y uno para ti. Bebamos un poco.
Cayó la ceniza. Guta buscó el cenicero para dejar la colilla; acabó por arrojarla en el tacho de la basura.
—Por qué, eso es lo que no puedo entender, en la ciudad hay mucha gente más mala que nosotros.
Noonan creyó que estaba por llorar, pero no fue así. Ella abrió la heladera, sacó el vodka y el jugo y tomó otro vaso del armario.
—No pierdas la esperanza. Todo se arregla en esta vida. Y yo tengo conexiones muy importantes, Guta, créeme. Haré todo lo que pueda.
Lo decía sinceramente; incluso estaba repasando mentalmente la lista de los conocidos que tenía en diversas ciudades; le parecía haber oído hablar de casos similares que habían terminado bien. Sólo hacía falta recordar dónde era y de qué médico se trataba. Pero entonces recordó al señor Lemehen, y recordó también por qué se había hecho amigo de Guta, y no quiso pensar más en todo eso. Borró todos sus pensamientos sobre conexiones, se acomodé en la silla y se relajó para esperar su copa.
Hubo un ruido de pasos que se arrastraban y un golpe sordo en el vestíbulo. Después, la voz más que repulsiva de Cuervo Burbridge.
—¡Eh, Red! Parece que tu querida Guta tiene visitas. Veo un sombrero. Yo que tú no los dejaría solos.
Y la voz de Red:
—Ten cuidado con tu pierna ortopédica, Cuervo. Y cierra la boca. Allí tienes la puerta, no te olvides de irte. Tengo que cenar.
—¡Diablos, ni siquiera se puede hacer un chiste!
—Ya hemos hecho todos los chistes del mundo. Basta. Ahora vete.
Chasqueó la cerradura y las voces se oyeron más apagadas. Al parecer habían salido al vestíbulo. Burbridge dijo algo en voz baja y Redrick replicó:
—¡Bueno, basta, ya hemos hablado!
Más gruñidos de Burbridge y la áspera respuesta de Red:
—¡Dije que basta!
Un portazo y pasos en el vestíbulo, rápidos y firmes. Redrick Schuhart apareció en la puerta de la cocina. Noonan se levantó para saludarlo con un cálido apretón de manos.
—Estaba seguro de que eras tú —dijo Redrick, mientras sus ojos verdosos inspeccionaban sin demora a Noonan—. ¡Aumentaste de peso, gordo! Sigues sin ocuparte de eso, ¿eh? Veo que te das la gran vida. Guta, vieja, prepara uno para mí también. Tengo que alcanzarlos.
—Todavía no hemos comenzado. ¿Quién se te puede adelantar?
Redrick rió ásperamente y palmeó a su amigo en el hombro.
—¡Ahora veremos quién alcanza a quién! A ver, vamos, ¿qué estamos haciendo aquí, en la cocina? Guta, trae la cena.
Abrió la heladera y volvió con una botella de etiqueta brillante.
—¡Nos daremos un festín! —anunció—. Hay que tratar como a un rey a nuestro viejo amigo Richard Noonan, que no abandona a sus compañeros cuando lo necesitan. Aunque nunca sirvió de nada. Es una lástima que Gutalin no esté aquí.
—¿Por qué no lo llamas? —sugirió Noonan.
Redrick meneó la roja cabeza.
—Las líneas de teléfono todavía no llegan adonde él está esta noche. Vamos.
Fue al living y plantó la botella sobre la mesa.
—¡Vamos a celebrar, papá! —dijo al anciano inmóvil—. ¡Aquí está Richard Noonan, nuestro buen amigo! Dick, te presento a mi papá, Schuhart padre.
Richard Noonan, con la mente reducida a una bola impenetrable, sonrió de oreja a oreja, agitó la mano y dijo, mirando al moldeado:
—Encantado de conocerlo, señor Schuhart. ¿Cómo le va?
En seguida se dirigió a Schuhart hijo, que maniobraba por el bar, diciendo:
—Sabes, creo que ya nos conocemos, Red. Nos vimos una vez, pero muy brevemente, claro.
—Siéntate —le dijo Redrick, señalando la silla opuesta al viejo—. Si quieres hablarle, hazlo en voz alta. No oye nada.
Sacó vasos, abrió rápidamente la botella y se volvió hacia Noonan.
—Sirve tú. Para papá un poquito apenas; cúbrele el fondo. Noonan se tomó su tiempo para servir. El viejo seguía en la misma posición, mirando fijamente la pared. Tampoco reaccionó cuando Noonan le arrimó el vaso. Éste ya se había adaptado a la nueva situación. Era como un juego, terrible y patético. Red era quien lo jugaba y él lo siguió, como había seguido el juego a tanta gente durante toda su vida; juegos terribles, patéticos, vergonzosos y en algunos casos, mucho más peligrosos que aquél. Redrick levantó el vaso y dijo:
—Bueno, ¿empezamos?
Noonan asintió con total naturalidad. Ambos bebieron. El pelirrojo, con los ojos brillantes, siguió hablando en aquel tono excitado y ligeramente artificioso.
—¡Así es, hermano! La cárcel puede olvidarse de mi. ¡Si supieras qué bueno es estar otra vez en casa! Tengo plata y he elegido un pequeño chalet para mí, nuevo, con jardín... Tan lindo como el de Cuervo. Sabrás que quería emigrar; lo había decidido cuando estaba en la cárcel. Qué estaba haciendo en este pueblucho de mala muerte, pensaba; que se venga abajo, por mí. Pero cuando volví me esperaba una sorpresa: ¡Habían prohibido la emigración! ¿Es que en los últimos dos años nos ha atacado la peste?
Hablaba y hablaba. Noonan se limitaba a asentir, sorbía su whisky e intercalaba alguna exclamación de simpatía o cualquier pregunta retórica. Después empezó a preguntarle sobre su chalet: de qué clase era, dónde estaba, cuánto costaba. Y discutieron. Noonan insistía en que era caro y en que no estaba bien ubicado. Sacó la libreta de direcciones, la hojeó y le dio direcciones de chalets abandonados que se vendían por chauchas y palitos. Y las reparaciones le saldrían casi gratuitas, pues podía solicitar el permiso de emigración para que se lo negaran y le dieran la indemnización. Con eso pagaría los arreglos.
—Veo que tú también estás en el asunto de la no emigración.
—Estoy un poco en todo —replicó Noonan, guiñado el ojo.
—Lo sé, lo sé, nos hemos enterado de tus asuntos.
El amigo dilató los ojos en ademán de sorpresa y se llevó un dedo a los labios, señalando hacia la cocina con la cabeza.
—No te preocupes, todo el mundo lo sabe —dijo Redrick—. El dinero no tiene nombre, eso ya lo aprendí. ¡Pero poner a Mosul de gerente! ¡Casi me caigo de la risa cuando me enteré! Es como meter un elefante en un bazar. Es un caso perdido, ya lo sabes. Lo conocemos desde chicos.
Se quedó callado, mirando al viejo. Un estremecimiento le cruzó la cara. Noonan notó, sorprendido, la expresión de ternura, de auténtico y sincero amor en aquella máscara encallecida. Mientras lo observaba recordó lo que había pasado cuando los empleados del laboratorio Boyd fueron a la casa en busca del moldeado. Eran dos ayudantes de laboratorio, ambos jóvenes, atléticos y todo, y un médico del hospital municipal con dos enfermeros forzudos y corpulentos, de ésos a quienes se encarga llevar las camillas pesadas y dominar a los pacientes histéricos. Uno de los ayudantes dijo más tarde que «ese pelirrojo», al principio, parecía no comprender de qué se trataba, ya que los dejó entrar al departamento para revisar al padre. Tal vez habría permitido que se lo llevaran, porque al parecer Redrick creía que lo iban a hospitalizar en observación. Pero esos idiotas de los enfermeros (que hasta entonces no habían hecho sino mirar a Guta, quien lavaba las ventanas de la cocina) agarraron al viejo como si fuera un tronco y lo dejaron caer al suelo. Redrick enloqueció. Entonces el bobo del médico tuvo la mala idea de explicar de qué se trataba. Redrick lo escuchó por uno o dos minutos; súbitamente explotó sin previo aviso, como una bomba de hidrógeno. El ayudante que contó el caso no recordaba cómo fue a parar a la calle. Aquel diablo rojo los bajó a los cinco por la escalera, sin que ninguno pusiera nada de su parte. Salieron del vestíbulo como balas de cañón. Dos quedaron inconscientes en la calle, mientras Redrick perseguía a los otros tres a lo largo de cuatro cuadras. Después, al volver, rompió todas las ventanillas del coche del Instituto; el conductor había salido a la carrera al ver lo que estaba pasando.
—Aprendí a preparar un cóctel nuevo —decía Redrick, mientras servía más whisky—. Se llama «Jalea de Brujas». Después de comer te prepararé uno. No es algo que se pueda tomar con el estómago vacío, hermano; es peligroso para la salud. Basta un trago para que se te adormezcan las piernas y los brazos. Digas lo que digas, Dick, esta noche pienso tratarte como a un rey. Recordaremos los viejos tiempos, el Borscht. El viejo Ernie todavía está a la sombra, ¿sabías?
Bebió, se enjugó la boca con el dorso de la mano y preguntó en tono indiferente:
—¿Qué hay de nuevo en el Instituto? ¿Todavía no han dominado la jalea de brujas? Me he quedado un poco atrás con la ciencia.
Noonan comprendió por qué sacaba el tema y alzó las manos con desesperación.
—¿Estás bromeando? ¿Sabes lo que pasó con esa jalea? ¿No has oído hablar de los Laboratorios Currigan? Hay cierto pequeño proveedor particular... Y consiguieron un poco de jalea.
Le habló de la catástrofe. Le contó el misterioso hecho de que jamás hubieran podido atar cabos; no se sabía de dónde la había conseguido el laboratorio. Redrick escuchaba con cara de distraído, haciendo chasquear la lengua y meneando la cabeza. Después sacudió decididamente la botella sobre los vasos.
—Es lo que se merecen, esos chupasangres. Ojalá se les atraganto.
Bebieron. Redrick contempló a su padre y la cara volvió a estremecérsele.
—¡Guta! —gritó—. ¿Quieres matarnos de hambre? Y agregó, dirigiéndose a Noonan: —Se está rompiendo toda para atenderte. Quiere preparar tu ensalada favorita, con langosta. Había comprado un poco por las dudas vinieras.
—Bueno. Cómo andan las cosas Instituto, en general? ¿Descubrieron algo nuevo? Dicen que han puesto robots a trabajar con todo en la Zona, pero que no consiguen mucho con ellos.
Noonan se dedicó al tema del Instituto; mientras hablaba apareció Monita silenciosamente y se instaló ante la mesa, junto al anciano. Allí se quedó, con las zarpas peludas sobre la mesa. Después, como cualquier criatura, se recostó contra el moldeado y apoyó la cabeza sobre su hombro. Noonan siguió charlando, pero pensaba, sin poder apartar la vista de aquellos dos espantos originados en la Zona: Dios mío, ¿qué más? ¿Qué más tienen que hacernos para que comprendamos? ¿No basta con esto?. Pero sabía que no bastaba. Sabía que millones y millones de personas no sabían nada ni querían saberlo, y aunque lo descubrieran no harían más que decir «¡Ooh!» y «¡Ahh!» durante cinco minutos; después volvería cada uno a su rutina. Decidió bruscamente que era hora de marcharse. Al diablo con Burbridge, al diablo con Lemehen y al diablo con aquella maldita familia.
—¿Por qué los miras tanto? —preguntó Redrick suavemente—. No tengas miedo, él no le hará daño. Dicen incluso que generan buena salud.
—Sí, lo sé —dijo Noonan.
Y vació su copa. En ese momento entró Guta, ordenó a Redrick que pusiera la mesa y dejó sobre ella una gran fuente de plata con la ensalada favorita de Noonan.
—Bueno, amigos —anunció Redrick—, ahora nos daremos un festín.
4. Redrick Schuhart, treinta y un años.
El valle se había refrescado durante la noche; al amanecer hacía frío. Caminaban a lo largo del terraplén, pisando los durmientes podridos entre las vías herrumbradas. Redrick contemplaba las gotas de niebla que, al condensarse, brillaban sobre la chaqueta de cuero de Arthur Burbridge. El muchacho caminaba ágilmente, con alegría, como si nada supiera de la noche agotadora, de la tensión nerviosa que todavía le hacía doler las venas del cuerpo, ni de las dos horas terribles que habían pasado en la cima de la colina, apretados espalda contra espalda para darse calor, mientras esperaban, en torturante somnolencia, que pasara el flujo de materia verde y desapareciera en la garganta.
La niebla se espesaba a ambos lados del terraplén. De vez en cuando trepaba hasta los rieles con pesados pies grises; en esos lugares había que caminar hundidos hasta la rodilla entre vapores arremolinados. El aire olía a herrumbre; el basural, a la derecha del terraplén, a putrefacción y moho. La neblina lo ocultaba todo, pero Redrick sabía que estaban en una planicie ondulada, con cúmulos de desperdicios, y que había montañas ocultas en la penumbra, más allá. También sabía que al salir el sol, cuando la niebla se asentara en rocío, vería hacia la izquierda el helicóptero caído y hacia adelante, los vagones-plataformas para el transporte de metal en bruto. Entonces comenzaría el verdadero trabajo.
Redrick deslizó una mano bajo la mochila y la levantó un poco, para que el borde del tanque de helio no se le clavara en la columna. «Es pesada, pensó; ¿cómo voy a arrastrarme con ella? Un kilómetro y medio en cuatro patas. Bueno, merodeador, a qué protestar ahora. Ya sabías en qué te estabas metiendo. Hay quinientos mil al final del camino. Vale la pena aguantar un esfuerzo. Quinientos mil, no está nada mal. Que me maten si la doy por menos. O si le doy a Cuervo más de treinta. ¿Y el novato? El novato no recibe nada. Si el viejo dijo por lo menos media verdad, el novato no recibe nada.»
Volvió a mirar la espalda de Arthur y vio, entrecerrando los ojos, que el muchacho franqueaba dos durmientes a cada paso; era de espaldas anchas y cadera angosta. El pelo renegrido, como el de la hermana, saltaba rítmicamente. «Él se lo buscó», pensó Redrick, ceñudo. Él mismo. ¿Por qué insistió tanto en venir? ¿Con tanta desesperación?
Temblaba, tenía los ojos llenos de lágrimas. «¡Lléveme, señor Schuhart! Muchos otros se ofrecieron a llevarme, pero ninguno sirve. Mi padre... ¡Pero él ya no puede llevarme!». Redrick se obligó a descartar ese recuerdo, que le repugnaba; tal vez por eso empezó a pensar en la hermana de Arthur. Parecía increíble que esa mujer tan hermosa pudiera ser hechura plástica, un maniquí. Era como los botones que tenía su madre en la blusa, cuando era chico; ambarinos, semitransparentes y dorados; le daban ganas de metérselos en la boca para chuparlos, y en cada oportunidad sufría una terrible desilusión, pero siempre la olvidaba. No, no la olvidaba, sino que se negaba a aceptar lo que su memoria le decía.
Volviendo a Arthur, pensó: Tal vez fue el padre el que me lo envió; mira lo que lleva en el bolsillo trasero. No, no creo. Cuervo me conoce. Cuervo sabe que no bromeo y conoce mi manera de actuar dentro de la Zona. No, todo esto es una estupidez. Éste no es el primero que me suplica lleno de lágrimas; otros han llegado a echarse de rodillas. En cuanto a ese artefacto, todos traen revólveres la primera vez que entran a la Zona. La primera y la última. ¿Será realmente la última? Para ti, muchachito, lo es. Así son las cosas, Cuervo: la última para él. Sí, si hubieras sabido lo que pensaba hacer tu muchachito lo hubieras hecho puré con las muletas.
De pronto sintió que había algo hacia adelante; no muy lejos, a unos treinta o cuarenta metros.
—Alto —dijo a Arthur.
El muchacho, obediente, quedó hecho una estatua. Tenía buenos reflejos; se había detenido con un pie en el aire, y lo bajó lenta, cuidadosamente. Redrick se detuvo junto a él. Allí la huella descendía visiblemente y desaparecía por completo en la neblina. Y en la neblina había algo. Algo grande e inmóvil. Inocuo. Redrick olfateó el aire con cautela. Sí, inocuo.
—Adelante —dijo en voz baja.
Aguardó a que Arthur diera el primer paso y lo siguió. Por el rabillo del ojo podía observar su cara: el perfil cincelado, la piel clara de la mejilla y la línea decidida de los labios bajo el bigote fino.
La niebla los cubría hasta la cintura. Un momento después les llegó al cuello. A los pocos minutos pudieron ver el gran bulto de los vagones erguidos hacia adelante.
—Allí están —dijo Redrick, quitándose la mochila—. Siéntate allí, donde estás. Pausa para un cigarrillo.
Arthur le ayudó a bajar la mochila y se sentó junto a él, en los rieles herrumbrados. Redrick desabotonó uno de los bolsillos y sacó un paquete de sandwiches y un termo con café. Mientras el muchacho acomodaba los sandwiches sobre la mochila, él sacó su petaca, la abrió y tomó varios tragos lentos con los ojos cerrados.
—¿Quieres? —ofreció, limpiando el cuello de la petaca—. Para darte coraje.
Arthur, herido, sacudió la cabeza.
—Para darme coraje no necesito eso, señor Schuhart. Preferiría café, sí puedo. Aquí hay una humedad espantosa, ¿no es cierto?
—Hay humedad.
Apartó la petaca y escogió un sandwich.
—Cuando se levante la niebla —dijo, masticando— verás que estamos rodeados de pantanos. En los viejos tiempos los mosquitos eran terribles.
Cerró el pico y se sirvió un poco de café. Estaba caliente, fuerte y dulce; era mejor que el alcohol. Tenía olor a hogar. A Guta. Y no solamente a Guta, sino a Guta en salto de cama, recién levantada, con las arrugas de la almohada todavía marcadas en la mejilla.
¿Por qué me meto en estas cosas?, pensé. Quinientos mil. ¿Para qué los necesito? ¿Para comprar un bar, o algo por el estilo? Uno necesita plata para no pensar en la plata, ésa es la verdad. Dick tenía razón. Tengo casa, tengo terreno, en Harmont no me faltaría trabajo. Cuervo me atrapó, me sedujo como a un inocente.
—Señor Schuhart —dijo súbitamente Arthur, apartando la vista—, ¿usted cree que eso concede los deseos, de veras?
—¡Tonterías! —murmuró Redrick, distraído, mientras se quedaba inmóvil con la taza cerca de la boca—. ¿Cómo sabes qué es lo que vamos a buscar?
Arthur sonrió, azorado; antes de responder se peinó con los dedos, tirándose del pelo.
—¡Bueno, lo adiviné! No recuerdo exactamente qué fue lo que me puso sobre la pista. Para empezar, papá se la pasaba hablando de la Bola Dorada, pero últimamente no la menciona. En cambio ha estado hablando de usted. Y conozco muy bien a papá como para creer que ustedes son amigos. Además, en los últimos tiempos ha estado muy extraño.
Arthur echó a reír y sacudió la cabeza, como si recordara algo.
—Y en tercer lugar —agregó—, lo adiviné cuando probó con usted aquel pequeño dirigible, en el baldío.
Dio una palmada sobre la mochila que contenía el globo, bien enrollado, y prosiguió:
—Los seguí. Cuando vi que levantaban aquella bolsa de piedras y la conducían por sobre el suelo me di cuenta de todo. Por lo que sé, la Bola dorada es el único objeto pesado que queda en la Zona.
Mordió el sandwich y concluyó soñador, con la boca llena:
—Lo que no entiendo es cómo piensan engancharla; ha de ser bien lisa.
Redrick lo observó por sobre el borde de su taza, pensando en lo poco que se parecían padre e hijo. No tenían nada, absolutamente nada en común; ni la cara, ni la voz, ni el alma. La voz de Cuervo era áspera, quejosa, furtiva; pero cuando hablaba de ese tema lo hacía con un entusiasmo tal que era imposible ignorarlo.
—Red —le había dicho entonces, inclinándose sobre la mesa—, sólo quedamos nosotros dos, y dos piernas para los dos, que son las tuyas. ¿Quién otro puede ir? ¡Debe ser lo más valioso de la Zona! ¿Y a quién le corresponde? ¿Quieres que la encuentren esos tragalibros con sus maquinitas? ¿Eh? Yo la encontré, ¡yo! ¿Cuántos de los nuestros cayeron allá? ¡Pero yo la encontré! Quería guardarla para mí; no se la daría a nadie, pero ya ves que ahora no puedo... No queda nadie más que tú. Llevé a montones de muchachitos allá, toda una escuela. Eso es lo que abrí: una escuela para enseñarles. Pero no pueden, ¿te das cuenta? No sé si les faltan agallas o qué. Bueno, si no me crees no me importa. Quieres la plata. La tendrás. Me darás lo que te parezca; sé que no me vas a trampear. Y tal vez consiga piernas nuevas. Las piernas, ¿entiendes? La Zona me las quitó; quizá me las devuelva.
—¿Qué? —preguntó Redrick, saliendo de su ensueño.
—Le preguntaba si le molesta que fume, señor Schuhart.
—No, por supuesto. Fuma. Yo también voy a fumar uno.
Tragó de golpe el resto del café y sacó un cigarrillo. Mientras lo encendía contempló la niebla, que se iba levantando. Está chiflado, pensó. Le falta un tornillo. Quiere piernas nuevas, el hijo de puta.
Pero toda aquella charla había dejado un residuo, aunque no estaba seguro de que clase. Y no se evaporaba con el tiempo; por el contrario, se iba acumulando. Y si bien no comprendía de qué se trataba, aquello le estaba preocupando. Era como si Cuervo le hubiese contagiado algo no una enfermedad desagradable, sino, por el contrario... ¿Su fuerza, tal vez? No, no era fuerza. ¿Qué, entonces? Bueno, se dijo, mirémoslo desde este punto de vista; supongamos que yo no hubiera llegado hasta aquí. Estaba listo para Irme, hasta había empacado, pero pasó algo; digamos que me arrestaron, ¿Sería malo eso? Por supuesto. ¿Por qué? ¿Por la pérdida de plata? No, no tiene nada que ver con la plata. ¿Porque ese tesoro caería en las manos de Ronco y Huesos? Por allí estamos más cerca. Eso me dolería. Pero qué me importa, si al final son ellos los que se quedan con todo.
—¡Brrrr! —exclamó Arthur, estremeciéndose—. El frío se mete hasta los huesos. Señor Schuhart, ¿me daría un trago ahora?
Redrick le alcanzó la petaca en silencio, mientras pensaba: No acepté en seguida. Veinte veces le dije a Cuervo que se mandara mudar, pero a las veintiuna acepté. No podía resistir más. Nuestra última conversación resultó breve y comercial. «Hola, Red. Traje el mapa. ¿No querrías echarle un vistazo, a pesar de todo?». Y lo miré a los ojos, que eran como lastimaduras; amarillos, con motas negras; y le dije: «Déjamelo». Listo. Recuerdo que en ese momento yo estaba borracho; llevaba una semana bebiendo; y me sentía realmente deprimido. Ah, al diablo. ¿Qué importa? Fui. Por eso estoy acá. ¿Para qué me hago mala sangre? ¿Tengo miedo, acaso?
Se estremeció. Desde la neblina le llegaba un sonido largo y triste. Se levantó de un salto y Arthur hizo otro tanto. Pero todo estaba nuevamente silencioso; el único ruido era el de la grava que caía por la pendiente, bajo los pies.
—Ha de ser el metal que se está asentando —murmuró Arthur, vacilante, como si apenas pudiera pronunciar las palabras—. Estos vagones tienen una verdadera historia; hace mucho tiempo que están aquí.
Redrick miró hacia adelante sin ver nada. Entonces recordó. Había sido por la noche; lo despertó el mismo ruido, largo y triste, deteniéndole el corazón como en un sueño. Pero no había sido un sueño. Era Monita que gritaba desde su cama, junto a la ventana. También Guta despertó y se aferró a la mano de Redrick. El sintió su hombro sudoroso bajo el suyo. Se quedaron inmóviles, escuchando; cuando Monita dejó de llorar y volvió a dormirse él aguardó todavía un rato. Después se levantó y fue a la cocina, para bajar ávidamente media botella de coñac. Fue aquella noche cuando empezó a beber.
—Es el metal —dijo Arthur—. Ya se sabe, se asienta con el tiempo. La humedad, la erosión, todo eso.
Redrick observó su cara pálida y volvió a sentarse. El cigarrillo se le había evaporado entre los dedos; encendió otro. Arthur se demoró un poco más, mirando ansiosamente a su alrededor; al cabo se sentó también.
—Dicen que en la Zona hay vida. Gente. No visitantes, sino gente. Al parecer la Visitación los atrapó aquí y mutaron..., se aclimataron a las nuevas condiciones. ¿Sabe algo de eso, señor Schuhart?
—Sí. Pero no es aquí. En las montañas del noroeste. Algunos pastores.
Eso es lo que me contagió, pensó Redrick. Su locura. Por eso he venido. Eso es lo que busco.
Lo invadió un sentimiento extraño, completamente nuevo. Sabía que en realidad no era nuevo, que lo llevaba escondido en sí desde hacía mucho tiempo, pero sólo ahora cobraba conciencia de él; todo se ubicaba en su sitio. Y todo aquello que hasta entonces pareciera tontería, delirantes divagaciones de un viejo loco, se convertía en su única esperanza, en el único significado de su vida. Porque al fin comprendía; sólo eso le quedaba en el mundo, sólo para eso vivía desde hacía meses: por la esperanza de un milagro. Por tonto que fuera seguía haciendo a un lado la esperanza, pisoteándola, burlándose de ella, tratando de eliminarla, porque así estaba habituado a vivir. Desde la infancia no había confiado sino en sí mismo.
Y desde la infancia, la seguridad en sí mismo se medía por la cantidad de dinero que podía arrebatar, asir o arrancar a mordiscos del caos indiferente que lo rodeaba. Siempre había sido así, y así habría continuado, si no hubiera caído al pozo del que ninguna suma de dinero podía sacarlo, y en el cual resultaba completamente inútil confiar en sí. Y ahora esa esperanza..., que ya no era una esperanza, sino la fe en un milagro..., lo llenaba hasta los bordes; se sorprendió de haber podido vivir tanto tiempo en aquella sombra impenetrable y sin salida. Rió y dio a Arthur una palmada en el hombro.
—Bueno, merodeador, parece que saldremos de ésta, ¿eh?
Arthur lo miró sorprendido y sonrió, vacilante. Redrick arrugó el papel encerado de los sandwiches, lo arrojó bajo el vagón de metal y se recostó, apoyando el codo en la mochila.
—Bueno —dijo—. Supongamos que en verdad la Bola Dorada... ¿Qué pedirías?
—¿Entonces usted lo cree? —se apresuró a preguntar el muchacho.
—No importa lo que yo crea o no. Contéstame.
Le interesaba sinceramente lo que podría pedir un muchacho tan joven, apenas salido de la escuela. Se divirtió viéndolo arrugar el ceño, tironearse del bigote, mirarlo, apartar la vista.
—Bueno, las piernas de papá, por supuesto. Y que todo anduviera bien en casa.
—Eso es mentira —dijo Redrick, con simpatía—. No te olvides de esto, hermanito: la Bola Dorada sólo puede concederte los deseos más íntimos y profundos, aquellos que si no se te conceden significan el fin de tu vida.
Arthur Burbridge se ruborizó, miré a Redrick una vez más y enrojeció más todavía. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Redrick sonrió.
—Comprendo —dijo, casi con suavidad—. De acuerdo, no es asunto mío. Guárdate los secretos.
De pronto se acordó del revólver y se dijo que había llegado el momento de atender ciertas cosas que necesitaban atención.
—¿Qué es eso que llevas en el bolsillo trasero? —preguntó, indiferente.
—Un revólver.
—¿Para qué lo quieres?
—¡Para disparar! —replicó Arthur, desafiante.
—Nada de eso —respondió Redrick con firmeza, incorporándose. Dámelo. Aquí en la Zona no hay nadie a quien matar. Dámelo.
Arthur quiso decir algo, pero guardó silencio; tomó el Colt del ejército y se lo tendió a Redrick teniéndolo por el caño. Redrick recibió el revólver, tomándolo por la culata caliente y firme; lo hizo girar en el aire y volvió a atraparlo.
—¿Tienes un pañuelo o algo as!? Quiero envolverlo.
Tomó el pañuelo de Arthur, que estaba muy limpio y olía a colonia, envolvió con él la pistola y la dejó sobre el durmiente.
—Por ahora la dejaremos aquí. Si Dios quiere, volveremos a buscarla. A lo mejor tenemos que tiroteamos con la patrulla, pero tirotearse con ellos...
Arthur meneó decididamente la cabeza.
—No era para eso que la quería —dijo, con tristeza—. Hay sólo una bala. Era por si tenía algún accidente como el de papá.
—¿Ah, si? —Redrick lo miró fijamente—. Bueno, no te preocupes por eso. Si te pasa algo así yo te sacaré a la rastra. Te lo prometo. ¡Mira, está aclarando!
La neblina desaparece ante ellos. El terraplén estaba ya completamente despejado, y a la distancia los vapores se esparcían, descubriendo al abrirse los picos redondeados y ásperos de las colinas. Aquí y allá, entre las ondulaciones, se veía la superficie manchada de los pantanos, cubiertos por la espesura de los sauces dispersos; más allá de las colinas, el horizonte se llenaba con las explosiones amarillas y brillantes de los picos altos; el cielo, por sobre ellos, era azul y impido. Arthur miró hacia atrás soltó una exclamación de asombro.
Redrick también volvió la cabeza. Hacia el Este, las montañas parecían negras; sobre ellas refulgía iridiscente, el habitual borrón de color, la aurora verde de la Zona.
Redrick se levantó y se sentó en el terraplén, tras el vagón de metal, para contemplar aquel manchón verde que se convertía rápidamente en rosado. El borde anaranjado del sol asomó sobre el risco; las colinas tendieron sus sombras purpúreas. Todo adquirió un claro y agudo relieve, permitiéndole ver cada detalle con tanta nitidez como si lo tuviera en la palma de la mano. Hacia el frente, a doscientos metros de distancia, estaba el helicóptero. Al parecer había caído en medio de una roncha de mosquito; su fuselaje estaba convertido en un panqueque metálico. La cola permanecía intacta, aunque ligeramente doblada, y sobresalía en el claro como un gancho negro. También el estabilizador estaba entero; chirriaba claramente al girar a impulsos de la brisa. La roncha debió ser muy poderosa, pues ni siquiera se había producido incendio; la insignia de la Real Fuerza Aérea aún era bien visible en el metal abollado. Redrick hacía años que no veía ninguna; había llegado a olvidarlas.
Volvió hasta el sitio donde había dejado su mochila en busca del mapa y lo extendió en el montículo de metal caliente que contenía el vagón. Desde allí no se vela la cantera; estaba bloqueada por la colina, la que tenía un árbol quemado en la ladera. Tenía que rodear la colina por la derecha, a lo largo de la depresión que se abría entre ella y la colina siguiente, que también estaba a la vista, completamente desnuda, cubierta su ladera por rocas pardas.
Todos los puntos de referencia corresponden, pero Redrick no sintió la menor satisfacción. Su instinto, desarrollado en muchos años de merodeos, rechazaba la mera idea, irracional y nada natural, de pasar entre dos elevaciones próximas.
«Bueno», pensó, «ya veremos cuando lleguemos allí». Para llegar hasta aquella depresión debían pasar por el pantano, por la planicie abierta, cosa que desde allí parecía poco peligrosa. Pero al mirar desde más cerca Redrick reparó en una mancha de color gris oscuro entre las dos colinas secas. La buscó en el mapa. Estaba marcada con una X junto a la cual decía, en letras torpes: Látigo. La línea de puntos rojos pasaba a la derecha de la X.
El nombre le resultaba familiar, pero no lograba recordar quién era Látigo, cómo era ni qué hacia. Por alguna razón lo asociaba con el salón del Borscht, lleno de humo, con grandes manazas rojizas que levantaban los vasos, carcajadas estruendosas y bocas abiertas, mostrando dientes amarillentos: una fantástica horda de titanes y gigantes reunidos junto al abrevadero. Era su primera visita al Borscht, uno de los recuerdos más vivos de su infancia. ¿Qué había llevado yo aquella vez? Un vacío, creo. Fui directamente desde la Zona, mojado, hambriento, enloquecido, con una bolsa al hombro; entré al bar pisando fuerte y planté la bolsa sobre el mostrador; eché una mirada a mi alrededor, escuchando los chistes que se hacían, mientras esperaba a que Ernest (joven entonces, siempre con corbata de lazo) contara la debida cantidad de papeles verdes. No, un momento, en esa época no eran papeles verdes, sino aquellos billetes reales, cuadrados, con una damisela medio desnuda, de gorra y corona de laureles. Esperé, guardé el dinero, e inesperadamente, sin que yo mismo imaginara hacerlo, tomé un pesado jarro que estaba sobre el mostrador y lo estrellé contra la cara riente del que estaba más cerca. Tal vez ése era Látigo, se dijo Redrick, con una sonrisa satisfecha.
—¿No hay problemas en pasar entre las dos colinas, señor Schuhart? —preguntó Arthur en voz baja, junto a su oído, mientras miraba también el mapa.
—Ya veremos cuando lleguemos allí.
Redrick siguió estudiando el diagrama. Había otras dos X, una en cuesta de la colina del árbol y otra sobre las rocas. Caniche y Cuatro-Ojos. La ruta marcada pasaba por debajo de ellos. Levantó la vista hacia Arthur.
—Ya veremos —repitió, doblando el mapa para guardárselo en el bolsillo—, Ponme la mochila en la espalda. Seguiremos como hasta ahora.
Se inclinó bajo el peso de la mochila, tratando de acomodar las correas de modo más cómodo.
—Ve delante —indicó—, así podré tenerte a la vista en todo momento. No mires hacia atrás y estate atento. Mis órdenes son sagradas. Y no olvides que tendremos que arrastrarnos un buen trecho. ¡A ver si se te ocurre tenerle miedo a la tierra! Si yo te ordeno te tiras de cara al barro sin decir ni mú. Abotónate la chaqueta. ¿Estás listo?
—Listo.
Arthur estaba muy nervioso; el rosado de sus mejillas se había borrado por completo.
—Primero iremos por aquí —dijo Redrick, señalando enérgicamente hacia la colina más cercana, a cien pasos de las rocas— ¿Entendiste bien? Vamos.
Arthur dejó escapar un suspiro, subió a los rieles y comenzó a bajar el terraplén. El pedregullo caía silenciosamente a su paso.
—Tranquilo, tranquilo —dijo Redrick—. No hay apuro.
Echó a andar tras él, sin prisa, ajustando automáticamente los músculos de sus piernas al peso de la voluminosa mochila; mientras tanto no dejaba de observar a Arthur por el rabillo del ojo. Está asustado, pensó. Tal vez lo siente. Si tiene los sentidos del padre, así ha de ser. Si supieras cómo son las cosas, Cuervo. Si supieras, Cuervo, que esta vez seguí tu consejo. «A ese lugar, Red, no se puede ir solo. Te guste o no te guste tendrás que llevar a alguien. Puedo darte alguno de los míos, alguno que no me sea imprescindible.» Tú me convenciste. Es la primera vez en la vida que acepto algo así. Bueno, tal vez salga bien, después de todo; tal vez funcione, de algún modo. Después de todo, yo no soy Cuervo Burbridge; tal vez se me ocurra alguna idea.
—¡Alto! —indicó a Arthur.
El muchacho se detuvo, hundido hasta el tobillo en agua herrumbrosa. Cuando Redrick llegó hasta allí el pantano lo había tragado hasta las rodillas.
—¿Ves esa roca? —preguntó Redrick—. Allí, bajo la colina. Ve hacia allá.
Arthur reanudó la marcha. Redrick lo dejó adelantarse diez pasos antes de seguirlo. El barro chapoteaba bajo los pies. Era un pantano muerto: ni insectos, ni ranas; hasta los sauces estaban secos y podridos. Redrick miró a su alrededor, pero por el momento todo parecía en orden. La colina se acercaba lentamente, cubriendo el sol, que aún estaba bajo en el cielo; al fin acabó por cubrir todo el cielo hacia el Este. Al llegar a la roca el pelirrojo volvió a mirar hacia el terraplén. El sol lo iluminaba con fuerza. Sobre él había un convoy de diez vagones de metal. Algunos de los vagones habían descarrilado, cayendo de costado; el terraplén, por sobre ellos, estaba cubierto por montones rojos y herrumbrados del metal en bruto. Más allá, hacia el Norte, donde estaba la cantera, el aire temblaba y ondulaba sobre la huella, estallando en diminutos arco iris que desaparecían de inmediato. Redrick observó aquella reverberación, escupió en el suelo y se volvió.
—Vamos —dijo, y Arthur volvió hacia él la cara tensa—. ¿Ves aquellos harapos, allá? ¡No, hacia allá no! Allá, mira, a la derecha.
—Sí —dijo Arthur.
—Bueno, era un tipo que se llamaba Látigo. Hace mucho tiempo. No escuchó a los mayores; allí quedó, para indicar el camino a los más vivos. Ahora mira hacia la derecha de Látigo. ¿Ves? ¿Ves la mancha? Allá, donde los sauces son más espesos. Ésa es la dirección que tomaremos. ¡En marcha!
Avanzaron en dirección paralela al terraplén. Cada paso los metía en aguas más playas; pronto pisaron tierra seca y esponjosa. Según el mapa aún estaban en pantanos sólidos. El mapa es viejo, pensó Redrick; hace mucho tiempo que Burbridge no viene por aquí y el mapa ha envejecido. Eso no me gusta. Claro que es más fácil caminar sobre tierra seca, pero yo habría preferido que siguiera el pantano. Pero mira cómo marcha Arthur. Camina como si estuviera paseando por Central Avenue.
Arthur parecía haber recuperado el ánimo y andaba a toda velocidad, con una mano en el bolsillo y balanceando la otra con toda soltura. Redrick revolvió en su bolsillo y sacó un tornillo que pesaría unos treinta gramos. Apuntó y tiró.
El tornillo golpeó a Arthur en la nuca; éste soltó un grito ahogado, se tomó la cabeza, se dobló en dos y cayó sobre el pasto seco. Redrick se acercó a él.
—Así suceden aquí las cosas, Artie —pontificó—. Esto no es una avenida ni un paseo, ¿sabes?
Arthur se levantó lentamente; estaba muy pálido.
—¿Todo bien? —preguntó Redrick.
El muchacho tragó saliva y asintió.
—Me alegro. La próxima vez te la daré en la trompa. Si es que te encuentro vivo. ¡Adelante!
El muchacho habría sido buen merodeador, después de todo. Tal vez le habrían llamado Artie «el Lindo». En otros tiempos teníamos un Lindo, Dixon de apellido; ahora le dicen Cobayo: el único ser humano que cayó en la pica carne y salió vivo. El idiota sigue creyendo que fue Burbridge quien lo sacó. ¡Qué lo va a sacar! Nadie saca a nadie de la pica carne. Lo que Burbridge hizo fue sacarlo de la Zona, eso es cierto. Burbridge fue capaz de hacer algo así, tan heroico. ¡Si no...! Todo, el mundo estaba harto ya de sus trampas y los muchachos le habían dicho: «Si vas a volver solo, mejor no vuelvas». Fue entonces cuando empezaron a llamarle Cuervo; antes le decían Triunfador.
En ese momento Redrick sintió una corriente de aire apenas perceptible en la mejilla izquierda. En seguida, sin siquiera pensarlo, gritó:
—¡Alto!
Tendió la mano hacia la izquierda. La corriente era más fuerte. En algún punto, entre ellos y el terraplén, había una roncha de mosquitos; tal vez se extendía a lo largo del mismo terraplén; por alguna razón se habían tumbado los vagones. Arthur había quedado inmóvil, como plantado en el suelo; ni siquiera había vuelto la cabeza.
—A la derecha. Vamos.
Sí, hubiera podido ser un buen merodeador. Qué diablos, ¿ahora le voy a tener lástima? ¡Justo lo que me hacía falta! ¿Acaso alguna vez alguien sintió lástima por mí? Creo que sí; Kirill me tenía lástima. Dick Noonan también me la tiene. Claro que quizá lo que siente es interés por Guta y no lástima por mí, pero una cosa no quita la otra. Lo que pasa es que yo nunca puedo sentir lástima. Mis alternativas son siempre «o esto o lo otro».
Acababa de comprender, finalmente, cuál era su alternativa al presente: o ese muchacho o su Monita. En realidad, la alternativa no existía, eso estaba claro. Una voz interior le decía: «¡Si al menos los milagros fueran posibles!». La acalló, espantado.
Pasaron cerca del montón de harapos grises. Nada quedaba de Látigo. A cierta distancia, sobre el pasto seco, había una vara larga, completamente herrumbrada: un dragaminas. En aquellos días muchos merodeadores, usaban dragaminas, comprados muy en secreto a los proveedores de armas, y dependían de ellos como del mismo Dios. Pero dos de ellos murieron en el curso de pocos días, a consecuencia de explosiones subterráneas. Y eso acabó con el asunto. ¿Quién habría sido ese Látigo? ¿Habría venido con Cuervo o por su propia cuenta? ¿Por qué iban todos a esa cantera? ¿Por qué no sabía él nada sobre ese lugar? Maldición, pensó; hace calor. Y eso que es muy temprano; no quiero imaginar lo que va a ser más tarde.
Arthur, que iba cinco pasos más adelante, se secó el sudor de la frente. Redrick entrecerró los ojos para mirar el sol; estaba aún bajo. Y de pronto notó que el pasto seco no crujía bajo los pies, sino que chirriaba como corcho quemado; además ya no era rígido y frágil, sino tierno y grumoso; caía bajo las suelas como hojuelas de hollín. Vio también las claras huellas de Arthur y se arrojó al suelo, gritando:
—¡Cuerpo a tierra!
Cayó de cara contra el pasto, que se hizo polvo bajo su mejilla. Hizo rechinar los dientes, furioso por su mala suerte. Allí permaneció, tratando de no moverse, todavía con la esperanza de que pasara por encima, aunque sabía bien que estaban atrapados. El calor aumentaba; lo aplastó, le envolvió el cuerpo como si fuera una sábana empapada en agua hirviendo. Con el sudor chorreándole hasta los ojos, recordó tardíamente advertir a Arthur:
—¡No te muevas! ¡Aguanta!
Y se dedicó a aguantar también.
Pudo haberío soportado; todo habría pasado tranquilamente, sin problemas, sin más que mucho sudor, pero Arthur no pudo resistirlo. O bien no oyó el grito de Redrick o el miedo le hizo perder la cabeza; o tal vez sus quemaduras eran más intensas que las de Redrick. El caso es que perdió el dominio de sí y echó a correr, con un grito salvaje, hacia donde su instinto le indicaba: hacia atrás. Precisamente donde no debía. Redrick logró levantarse y tomarlo del tobillo con ambas manos. Arthur cayó al suelo con todo su peso, levantando una nube de cenizas; soltó un chillido extraño, pateó a Redrick en la cara con el otro pie y se debatió como enloquecido.
Redrick, con el cerebro cargado por el dolor, se arrastró hasta aplastarlo con el cuerpo, tocando con la mejilla quemada la chaqueta de cuero, tratando de apretarlo contra el suelo; mientras tanto pateaba desesperadamente, con pies y rodillas, las piernas y la retaguardia del muchacho. Oía apenas los gemidos ahogados bajo su cuerpo, sus propios gritos ásperos «¡Quédate allí, idiota, quédate quieto o te mataré!». Sobre ellos caían toneladas enteras de carbón encendido; tenía las ropas en llamas, el cuero de sus zapatos y de su chaqueta se ampollaba y crujía. La cabeza aplastada contra la ceniza gris, el pecho bregando por mantenerse contra el suelo, el cráneo de aquel maldito muchacho. No podía soportarlo más. Gritó con toda la fuerza de sus pulmones.
No supo cuándo terminó todo. Sólo supo que podía respirar otra vez, que el aire había vuelto a ser aire y no vapor ardiente. Comprendió que era necesario apresurarse a salir de allí, de aquel calor demoníaco, antes de que se estrellara nuevamente contra ellos. Dejó a Arthur, que se había quedado perfectamente inmóvil. Lo tomó de las piernas con un brazo y usó el otro para avanzar a la rastra, sin quitar los ojos de la línea donde el pasto volvía a crecer. Estaba seco, muerto, espinoso, pero era auténtico y daba la impresión de ser la mejor fuente de vida en el mundo entero.
Las cenizas le crujían entre los dientes, el rostro quemado despedía calor y el sudor le caía directamente en los ojos, tal vez porque ya no tenía cejas ni pestañas. Arthur, estirado hacia atrás, parecía engancharse la chaqueta en todos los sitios posibles. A Redrick le ardían las manos chamuscadas y la mochila no dejaba de golpearle el cuello ardido. El dolor, la falta de aire, le hicieron pensar que estaba demasiado quemado, que no llegaría. El temor le obligó a redoblar el impulso de codos y rodillas. Hay que llegar, un poquito más; vamos, Red, vamos, puedes. Así, un poquito más...
Allí se quedó por largo rato, con las manos y la cara en el agua fría y herrumbrosa, regodeándose con la frescura maloliente y podrida. Habría podido quedarse toda la vida, pero se obligó a levantarse sobre las rodillas para dejar la mochila y arrastrarse hasta Arthur, que permanecía inmóvil a unos diez metros del pantano. Lo puso de espaldas.
Bueno, había sido un lindo muchacho. Ahora estaba convertido en una máscara de color gris oscuro, hecha de sangre cocida y cenizas. Redrick contempló con cansado interés los surcos y los senderos abiertos en la máscara por piedras y palos. En seguida se levantó, tomó al muchacho por lo sobacos y lo arrastró hasta el agua.
Arthur respiraba pesadamente, gimiendo de tanto en tanto. Redrick lo arrojó de cara en el charco más profundo y se dejó caer junto a él, reviviendo el placer de aquella caricia gélida y mojada. El muchacho gorgoteó, se apoyó sobre las manos y alzó la cabeza. Tenía los ojos desorbitados y no entendía nada, pero aspiraba ávidamente el aire, tosiendo y escupiendo. Finalmente recobró el sentido y buscó a Redrick con la vista.
—¡Fiu! —exclamó, sacudiendo la cabeza entre salpicaduras de agua sucia—. ¿Qué era eso, señor Schuhart?
—Era la muerte —murmuró Redrick.
Tosió. Se palpó el rostro. Le dolía. Tenía la nariz hinchada, pero las pestañas y las cejas (cosa extraña) estaban en su lugar. También seguía intacta la piel de las manos, aunque enrojecidas.
Arthur también estaba tocándose ansiosamente la cara. Una vez lavada la horrible máscara, y también contra lo que cabía esperar, resultó estar perfectamente. Tenía unos cuantos arañazos y un chichón en la frente, además del labio inferior partido, pero mirando bien no era nada.
—Nunca oí hablar de nada parecido —observó Arthur, mirando hacia atrás.
Redrick hizo lo mismo. Había muchas huellas sobre el pasto gris y ceniciento; le sorprendió notar lo corto que había sido aquel trayecto horrible, interminable, mientras se arrastraba para salvarse, junto con su compañero, de la fatalidad. Había sólo veinte o treinta metros de uno a otro borde, pero él, cegado por el miedo, había avanzado en loco zigzag, como una cucaracha sobre una cacerola caliente; gracias a Dios lo había hecho en la dirección correcta. De lo contrario habría llegado a la roncha de mosquito de la izquierda; también pudo dar la vuelta completa. No, no tanto; él no era novato. Y de no haber sido por ese tonto nada habría pasado; cuanto más tendría unas cuantas ampollas en los pies.
Arthur se estaba lavando y gemía al tocarse los puntos doloridos. Redrick se levantó también; con una mueca de dolor, sintió el roce de las ropas sobre la piel quemada, en tanto caminaba hasta un sitio seco para examinar la mochila. La pobre las había pasado mal; las hebillas superiores estaban fundidas; las ampollas del botiquín de primeros auxilios habían estallado y había una mancha húmeda que olía a antiséptico. Redrick abrió la bolsa y empezó a recoger astillas de vidrio y plástico. En ese momento oyó la voz de Arthur.
—¡Gracias, señor Schuhart! ¡Me salvó la vida!
Redrick no respondió. ¡Gracias! Te viniste abajo y tuve que rescatarte.
—Fue culpa mía. Oí que me ordenaba quedarme allí, pero estaba asustado de veras, cuando el calor se volvió tan fuerte... perdí la cabeza. Tengo mucho miedo al dolor, señor Schuhart.
—¿Por qué no te levantas? —dijo Redrick sin volverse—. Eso fue sólo una muestra. ¡Levántate! ¿Qué haces haraganeando por allí?
Volvió a pasar los brazos por las correas, haciendo muecas dolor al sentir el peso de la mochila sobre los hombros quemados. Era como si se le hubiera arrugado la piel en los puntos afectados. Conque el chico tenía miedo al dolor, ¿eh? ¡Al diablo con él y su dolor! Miró los alrededores. Todo estaba en orden; no se habían apartado del camino. Ahora, hacia las colinas, donde estaban los cadáveres. Esas malditas colinas, allí erguidas, las muy piojosas, como si fueran los cuernos del diablo, con aquella maldita depresión en medio. Olfateó el aire. La maldita depresión, ésa es precisamente la parte asquerosa, la escuerza.
—¿Ves esa depresión entre las colinas? —preguntó.
—La veo.
—Derecho hacia allá. ¡Vamos!
Arthur se secó la cara con el dorso de la mano y echó a andar, chapaleando entre los charcos. Iba rengueando; ya no parecía tan erguido y bien proporcionado como antes. Caminaba encorvado, con mucha cautela. Uno más que he sacado, pensó Redrick; ¿y cuántos van? ¿Cinco, seis? Lo que me pregunto ahora es por qué. No es pariente mío. No soy responsable de lo que le pase. A ver, Red, ¿por qué lo salvaste? Estuviste a punto de sonar por culpa suya. Ahora que tengo la cabeza más despejada sé por qué. Hice bien en salvarlo; no puedo arreglármelas sin él: es mí rehén por Monita. No salvé a un ser humano, sino un dragaminas, una llave maestra.
Allá, en el calor, no lo pensé dos veces: lo saqué como si fuera de mi propia sangre y ni siquiera se me ocurrió abandonarlo allí, a pesar de que me había olvidado de todo: de la llave maestra y de Monita. ¿Qué significa eso? Significa que en el fondo, después de todo, soy un buen tipo. Eso es lo que Guta sostiene, lo que Kirill solía decir, lo que Richard no se cansa de repetir. ¡Lindo buen tipo han ido a encontrar! Bueno, basta. Hay que pensar primero y después usar los brazos y las piernas. ¿Entendido? El señor Buen
Tipo. Tengo que salvarlo para que lo agarre la pica carne (lo pensó fría, claramente). Podemos sobrevivir a todo, salvo a la pica carne.
—¡Alto!
Ante ellos estaba la depresión; Arthur, parado, esperaba órdenes con la vista clavada en Redrick. El suelo estaba allí cubierto por un limo verde, podrido, que centelleaba aceitosamente al sol. De él se desprendía un ligero vapor, que se espesaba entre las colinas; diez metros más allá no se veía nada. Y el hedor era terrible.
—Esto apesta, pero no te acobardes.
Arthur hizo un ruido gutural y retrocedió, mientras Redrick entraba decididamente en acción; sacó del bolsillo un copo de algodón empapado en desodorante, se rellenó con él las losas nasales y ofreció un poco a Arthur.
—Gracias, señor Schuhart. ¿No se puede ir por tierra firme? —preguntó el, muchacho con voz débil, Redrick lo tomó silenciosamente por el pelo y le hizo girar la cabeza en dirección al montón de harapos que se veía sobre la rocosa ladera de la montaña.
—Ése era Cuatro-Ojos —dijo—. Y en la colina de la izquierda, aunque desde aquí no se ve, está Caniche. En las mismas condiciones. ¿Entiendes? Adelante.
El limo estaba caliente y pegajoso. Al principio caminaron erguidos, hundiéndose hasta la cintura. Por suerte el fondo era rocoso y bastante parejo. Sin embargo Redrick no tardó en percibir un conocido tronar hacia ambos lados. En la colina izquierda no había nada, salvo la intensa luz solar, pero en la ladera derecha, a la sombra, parpadeaban luces de color púrpura claro.
—¡Agáchate! —susurró, dando el ejemplo—. ¡Más, estúpido!
Arthur se agachó, asustado; un batir de truenos quebró el aire. Un rayo bailaba furiosamente una intrincada danza precisamente encima de ellos, apenas visible contra el cielo claro. Arthur se sentó, hundiéndose hasta los hombros en el limo. Redrick, con los oídos taponados por el estruendo, se volvió: una mancha de color rojo brillante se fundía rápidamente en la sombra, entre rocas y pedregullo. Un nuevo trueno.
—¡Adelante! ¡Adelante! —gritó, sin poder oírse a sí mismo.
Avanzaron en fila india, agachados, asomando tan sólo la cabeza. Con cada trueno Redrick veía ponerse de punta los largos cabellos de Arthur y sentía, al mismo tiempo, mil agujas que le pinchaban la cara.
—¡Adelante! —seguía repitiendo—. ¡Adelante!
Ya no oía nada. En una oportunidad vio a Arthur de perfil y notó que tenía los ojos desorbitados por el terror, la boca pálida y fuerte, la mejilla sudorosa y manchada de verde. En seguida los relámpagos empezaron a estallar a tan poca altura que se vieron obligados a bajar la cabeza. El limo verde les llenó la boca, dificultándoles la respiración. Redrick, tratando de tomar aire, se arrancó el algodón de la nariz y descubrió que el hedor había desaparecido; sólo se percibía el aroma fresco y penetrante del ozono; el vapor estaba espesándose. O quizás era él, que se desvanece, pues ya no podía ver ninguna de las dos colinas; sólo vela la cabeza de Arthur, pegajosa de limo verde, y las ondulantes nubes de vapor amarillo.
Pasaré, pasaré, pensaba Redrick; esto no es nada nuevo. Toda mi vida es así: estoy varado en la mugre, con relámpagos sobre la cabeza. Nunca ha sido de otro modo. ¿De dónde sale toda esta basura? ¡Tanta basura en un solo lugar, es como para enloquecer a cualquiera, Cuervo Burbridge lo hizo: él pasó por aquí y siguió andando; Cuatro-Ojos quedó a la derecha y Caniche a la izquierda, todo para que Cuervo pudiera pasar entre ellos y dejar toda esta porquería detrás. Y te lo mereces; quien camine detrás de Cuervo se hundirá hasta el cuello en la porquería. ¿No lo sabías, acaso? Hay demasiados cuervos en este mundo; por eso es que ya no queda un solo rincón limpio.
Noonan es un tonto: «Redrick, Red, has violado el equilibrio, destruyes el orden, eres infeliz, Red, bajo cualquier orden y cualquier sistema. No eres feliz en un sistema bueno ni en uno malo. Por culpa de la gente como tú no podemos tener el Reino de los Cielos sobre la Tierra». ¿Qué sabes tú, gordo? ¿Dónde has visto un sistema bueno? ¿Cuándo me viste a mí en un sistema bueno?
En ese momento resbaló en una piedra que se dio vuelta bajo su pie y cayó en el limo, Al resurgir vio ante él la cara aterrorizada de Arthur. Por un segundo lo recorrió un escalofrío: creyó que había perdido el rumbo. Pero no era así: de inmediato comprendió que debían ir hacia allá, hacia donde la cima negra de la roca asomaba por el limo; lo comprendió a pesar de que no había otra cosa visible en la niebla amarilla.
—¡Alto! —gritó— ¡A la derecha! ¡A la derecha de la roca!
Ni siquiera podía oír su propia voz. Alcanzó a Arthur, lo aferró por el hombro y le señaló: mantente a la derecha de la roca y no levantes la cabeza. Mientras tanto pensaba: Ya pagarás por esto. Arthur hundió la cabeza precisamente en el momento en que un rayo reducía la roca a astillas. Ya pagarás por esto, repitió Redrick, mientras volvía a sumergirse y agitaba furiosamente brazos y piernas. Hubo otro trueno. ¡Te sacaré hasta el alma por todo esto! Por un momento pensó: ¿a quién me refiero? No lo sé, pero alguien tiene que pagar por esto, y alguien pagará. Espera, espera que ponga las manos en la bola; cuando ponga las manos en la bola... Yo no soy Cuervo; les sacaré lo que quiera.
Cuando al fin lograron salir a tierra seca, cubierta de pedregullo caliente por el sol, estaban medios sordos, hechos pedazos y tambaleantes; caminaban apoyándose uno en el otro. Redrick vio la pick up descascarada, hundida hasta el eje, y recordó que podían descansar a la sombra del vehículo. Se arrastraron hasta allí. Arthur se tendió de espaldas y empezó a desabotonarse la chaqueta con dedos exhaustos; Redrick apoyó la mochila contra el costado del camión, se limpió las manos contra los guijarros y hurgó dentro de su chaqueta.
—Yo también —dijo Arthur—. Yo también.
Redrick se sorprendió al oírlo hablar con voz tan potente. Tomó un sorbo, cerró los ojos y entregó la petaca a Arthur. Listo, pensó débilmente. Pasamos. Hasta esto pasamos. Y ahora, cuentas a cobrar a la vista. ¿Creen que me olvidé? Nada de eso, me acuerdo de todo. ¿Creen que les voy a dar las gracias por haberme dejado vivir, por no ahogarme? Váyanse al diablo. Se acabó, ¿entienden? Se acabó todo esto. Desde ahora en adelante seré yo quien tome las decisiones. Yo, Redrick Schuhart, en completa posesión de mis facultades físicas y mentales, tomaré las decisiones para todo el mundo. Y en cuanto a todos ustedes, cuervos, esfuerzos, Visitantes, señores Huesos, señores Quarterblads, chupasangres, platudos, Roncos, gente de saco y corbata, limpios y frescos, siempre llenos de portafolios, discursos, buenas acciones y oportunidades de empleo; a sus pilas eternas y a sus motores eternos y a sus ronchas de mosquito y a sus falsas promesas. Ya tengo bastante; hace rato que me llevan de las narices. Me he pasado la vida llevado de las narices, y siempre pensé que ésa era la vida que yo quería, y me llenaba la boca diciéndolo, pedazo de tonto, mientras ustedes me alentaban y se guiñaban el ojo, arrastrándome, metiéndome entre cárceles y rejas. ¡Ya estoy harto!
Soltó las hebillas de la mochila y quitó a Arthur la petaca.
—Nunca pensé... —decía en ese momento Arthur, con mansa sorpresa en la voz—. Ni siquiera lo hubiera imaginado. Sabía lo de la muerte, el fuego y todo eso, por supuesto, pero algo así... ¿Cómo vamos a volver?
Redrick no lo escuchaba. Lo que él dijera ya no tenía significado. Tampoco antes lo tenía, pero antes ese muchacho era al menos una persona. Ahora era una clave parlante, una llave que le abriría las puertas de la Bola Dorada. Que hablara, nomás.
—Si tuviéramos un poco de agua —dijo Arthur—. Para lavarnos la cara, por lo menos.
Redrick lo miró, contempló aquel pelo despeinado y sucio, la cara manchada de limo, que se iba secando, lleno de marcas de dedos, y en todo el cuerpo la costra de barro líquido. No sentía lástima, ni irritación, ni nada. Una clave parlante. Se volvió. Ante él bostezaba una temible extensión, como una construcción abandonada, cubierta de ladrillos partidos, salpicada de polvo blanco e iluminada fuertemente por el sol cegador, insoportablemente blanco, ardoroso, enojado y muerto. Desde allí se veía también el otro extremo de la cantera, igualmente blanco y deslumbrante; desde esa distancia parecía perfectamente liso y perpendicular. El extremo más cercano estaba marcado por grandes grietas y cantos rodados; un sendero bajaba hasta el fondo, donde se erguía la cabina del excavador, como una mancha roja contra la roca blanca. Era el único punto de referencia. Tenían que dirigirse hacia allí, guiándose sólo por la suerte.
Arthur se levantó con trabajo, metió el brazo bajo el camión y sacó una lata oxidada.
—Mire, señor Schuhart —dijo, animándose—. Esto lo debe haber dejado papá. Aquí abajo hay más.
Redrick no respondió. Eso es un error, pensó fríamente; es mejor no pensar ahora en tu padre; es mejor no decir nada.
Por el contrario, no importa.
Se levantó con una mueca: las ropas se le habían pegado al cuerpo, a la piel ardida; sintió un tirón, como si le arrancaran el vendaje seco de una herida. Arthur también gruñó al levantarse y dirigió a Redrick una mirada de mártir. Estaba a la vista que deseaba quejarse, pero no se atrevió. Se limitó a decir, con voz ahogada:
—¿Me hará mal tomar otro trago, señor Schuhart?
Redrick sacó la petaca que estaba guardando bajo la camisa.
—¿Ves aquello rojo entre las rocas?
—Sí —respondió Arthur, estremeciéndose.
—Derecho hacia allá. Vamos.
El muchacho estiró los brazos, enderezó los hombros con un gesto de dolor y miró en su torno.
—Ojalá pudiera lavarme. Me siento pegajoso.
Redrick aguardó en silencio. Arthur lo miró desoladamente y asintió. Iba a iniciar la marcha, pero se detuvo súbitamente.
—La mochila. Se olvida la mochila, señor Schuhart.
—¡Andando! —ordenó Redrick.
No quería explicar nada, no quería mentir. Tampoco hacía falta. Iría, de cualquier modo. No tenía adónde ir, si no. Iría. Y Arthur fue. Caminaba encorvado, arrastrando los pies, tratando de quitarse el barro seco de la cara; parecía menudo, escuálido y desamparado, como un gatito mojado y perdido. Redrick lo siguió. En cuanto salió de la sombra el sol cayó sobre él, cegándole. Se puso la mano sobre los ojos a modo de visera, lamentándose de no haber llevado los anteojos ahumados.
Cada paso levantaba una nube de polvo blanco; la nube, al asentarse sobre los zapatos, soltaba un hedor insoportable. O tal vez era Arthur quien hedía; resultaba imposible caminar tras él; Redrick demoró un rato en comprender que él mismo llevaba el olor encima. Era desagradable, pero familiar, en cierto modo: el mismo que invadía la ciudad cuando el viento norte traía el humo de la planta. También su padre olía así cuando llegaba a casa, hambriento, sombrío, con los ojos enrojecidos y, demenciales. Entonces Redrick corría a esconderse en algún rincón apartado y lo observaba, asustado, mientras él se quitaba los grandes zapatones gastados y los tiraba en el fondo del ropero, mientras se arrancaba las ropas de trabajo para arrojárselas a la madre; después iba a la ducha en medias, dejando huellas pegajosas. Allá se quedaba, bajo la ducha, gruñendo y palmeándose el cuerpo durante largo rato, entre chapaleos y murmullos incomprensibles, hasta que finalmente gritaba, estremeciendo toda la casa: «¡María! ¿Te has dormido?». Redrick tenía que esperar hasta que el padre estuviera lavado e instalado ante la mesa, con una botella, una escudilla de sopa espesa y un frasco de ketchup. Cuando terminaba de sorber la sopa y atacaba el cerdo con habichuelas, recién entonces podía dejarse ver, trepar a sus rodillas y preguntarle a cuántos ingenieros y a cuántos sindicalistas había ahogado en vitriolo durante la jornada.
Todo, a su alrededor, parecía estar al rojo blanco: se sentía mareado de tanto calor seco, de cansancio, del insoportable dolor en las articulaciones, donde la piel estaba ampollada. Era como si, a través de la niebla caliente que le envolvía la conciencia, la piel le estuviera pidiendo a gritos paz, agua, frescura. Los recuerdos, gastados hasta el punto de resultar irreconocibles, se le amontonaban en el cerebro hinchado, golpeándose entre sí, mezclados, tropezando, confundiéndose con aquel mundo al rojo blanco que llameaba ante sus ojos entrecerrados. Y todos eran amargos, y todos evocaban odio o piedad por si mismo. Trató de combatir el caos, de convocar algún espejismo dulce dentro del pasado, un sentimiento de ternura o de alegría. Se exprimió la memoria hasta sacar de ella la cara fresca y riente de Guta cuando era aún una muchacha deseada e intacta; pero su rostro, en cuanto apareció, quedó inmediatamente velado por la herrumbre; después se deformó, se retorció hasta convertirse en la cara sombría de Monita, cubierta de piel castaña, áspera. Se esforzó por recordar a Kirill, aquel hombre santo: sus movimientos rápidos y seguros, su risa, su voz, que prometía tiempos y lugares nunca vistos. Y Kirill apareció; pero en seguida explotó contra el sol una telaraña plateada y Kirill desapareció. En cambio aparecieron los ojos angelicales y fijos de Ronco, con un envase de porcelana en la manaza blanca... Los negros pensamientos que medraban en su subconsciente quebraron la barrera que él intentaba crear a fuerza de voluntad, extinguiendo lo poco de bueno que tenía entre los recuerdos, como si nunca hubiese visto más que caras feas y crueles.
Y durante todo ese tiempo no dejaba de ser un merodeador. Sin darse cuenta de ello, alguna parte de su sistema nervioso recogía la información esencial: a la izquierda, a bastante distancia había un fantasma alegre sobre un montón de planchas; estaba quieto, agotado, así que al diablo con él; hacia la derecha había una ligera brisa, y pocos pasos más adelante vio una roncha de mosquito, lisa como un espejo, de varios brazos. Parecía una estrella de mar (estaba lejos, no había peligro); bien en el centro, un pájaro aplastado; cosa extraña, puesto que los pájaros no solían sobrevolar la Zona. Allí, junto al sendero, había dos vacíos abandonados; tal vez Cuervo los había dejado al volver; el temor es más fuerte que la codicia. Lo vio todo y tomó debida cuenta de cada cosa. Y cuando Arthur se apartó veinte centímetros del camino, Redrick abrió la boca y lanzó una áspera advertencia, automáticamente. Una máquina, pensó. Me han convertido en una máquina. Las rocas partidas que marcaban el borde de la cantera se estaban acercando; ya se velan los caprichosos dibujos hechos por la herrumbre sobre el techo rojo de la cabina.
Qué tonto fuiste, Cuervo, qué tonto, pensó Redrick. Eres inteligente, pero tonto. ¿Cómo se te ocurrió confiar en mí? Nos tratamos desde hace tanto tiempo que deberías conocerme como a la palma de tu mano. A lo mejor es que te estás poniendo viejo. Más torpe. Pero qué digo, si me he pasado la vida tratando con tontos. Y entonces imaginó la cara de Cuervo cuando descubriera que Arthur, su dulce Artie, sir único hijo varón, su orgullo y su alegría, había ido a la Zona con Red para buscar las piernas de Cuervo, en lugar de algún novato prescindible. Imaginó aquella cara y se echó a reír. Cuando Arthur volvió el rostro asustado para mirarlo, siguió riendo y le indicó por señas que siguiera caminando. Y entonces la caras le cruzaron por la conciencia otra vez, como imágenes en una pantalla. Había que cambiarlo todo. No una vida o dos vidas, un destino o dos destinos: había que cambiar cada uno de los eslabones de este mundo podrido y maloliente.
Arthur se detuvo ante la escarpada pendiente que descendía a la cantera y se quedó inmóvil, forzando la vista para mirar hacia abajo, lejos, estirando el largo cuello. Redrick se reunió con él. Pero no miraba en la misma dirección que Arthur.
Precisamente bajo sus pies empezaba la ruta hacia la cantera, abierta muchos años antes por las ruedas de los vehículos pesados. Hacia la derecha había una pendiente blanca, escarpada, rajada por el calor; la cuesta siguiente estaba medio excavada; entre las rocas y el escombro había una aplanadora; la pala caída golpeaba impotente contra el costado de la ruta. Era de esperar: no había nada más sobre la ruta, con excepción de las estalactitas negras y retorcidas, que parecían velas gruesas colgadas de los bordes dentados de la cuesta, y un montón de manchas oscuras en el polvo, como si alguien hubiera salpicado grasa bituminoso.
Era todo lo que quedaba de ellos; resultaba imposible siquiera contar cuántos habían sido. Tal vez cada mancha representaba una persona o uno de los deseos de Cuervo. Aquél de allá era Cuervo, volviendo sano y salvo del sótano del Complejo Nº 7. Aquélla, la más grande, era Cuervo sacando de la Zona el imán contorsionante sin que nadie lo detuviera. Y aquel carámbano era la lujuriosa Dina Burbridge, ¡que no se parecía ni a la madre ni al padre!. Aquella mancha era Arthur Burbridge, también distinto de la madre y del padre; Artie, el hijo hermoso, su orgullo y su alegría.
—¡Lo conseguimos! —exclamó Arthur, ya en el delirio—. Señor Schuhart, después de todo lo conseguimos, ¿no es cierto?
Soltó una carcajada de felicidad, se agachó y golpeó la tierra con los puños, con toda su fuerza. El pelo enredado se le sacudió ridículamente, arrojando terrones de barro seco en todas direcciones. Y sólo entonces miró Redrick hacia la bola. Con cautela, con cuidado, con el oculto temor de que no fuera lo que esperaba, de que lo desilusionara y evocara dudas, de que lo expulsara de aquella nube en donde había logrado refugiarse, abandonándolo nuevamente en la mugre.
No era dorada; su color, antes bien, era el del cobre rojizo. La superficie pulida brillaba opacamente bajo el sol. Estaba al pie del costado opuesto de la cantera, cómodamente instalada entre los montones de rocas. Aun desde allí se veía lo voluminosa y pesada que era, lo sólidamente plantada que estaba en su lugar.
Nada en ella podía llevar a la desilusión o a las dudas, pero tampoco inspiraba muchas esperanzas. Por algún motivo, el primer pensamiento de Redrick fue que quizás fuera hueca y que debía estar caliente por su situación, a pleno sol. Obviamente no brillaba con luz propia ni podía elevarse ni bailar en el aire, tal como afirmaban muchas leyendas. Permanecía en el mismo sitio donde había caído. Tal vez había rodado desde algún bolsillo monstruosamente gigantesco; tal vez se había perdido durante algún juego entre titanes. El caso es que no parecía cuidadosamente instalada allí, sino abandonada, como todas las cosas que poblaban la Zona: los vacíos, los brazaletes, las pilas y la otra basura amontonada tras la Visitación.
Pero al mismo tiempo tenía algo especial. Cuanto más la miraba más claramente comprendía que era agradable de mirar, que le gustaría acercarse a ella, palparla... Y súbitamente se le ocurrió que sería lindo, tal vez, sentarse junto a ella, o mejor aún, recostarse en la bola, cerrar los ojos y pensar, recordar, tal vez perderse en ensoñaciones, amodorrándose, descansando...
Arthur se levantó de un salto, abrió a tirones todas las cremalleras de su chaqueta, se la quitó y la arrojó a los pies, levantando una nube de polvo blanco. Gritaba algo, hacía gestos y agitaba los brazos. Al fin puso las manos detrás de la espalda y se lanzó cuesta abajo, bailando una jiga. Ya no miraba a Redrick. Se había olvidado de él, se había olvidado de todo. Bajaba para convertir sus sueños en realidad, los pequeños deseos secretos de un estudiante ruborizado, de un muchacho que nunca veía un centavo fuera de su asignación; de un muchacho a quien castigaban sin misericordia si le sorprendían un dejo de alcohol en el aliento al volver a casa; de un muchacho predestinado a ser un abogado famoso y, en el futuro, ministro de gabinete y, en un futuro más distante, presidente de la nación. Redrick, entrecerrando los ojos hinchados ante la luz cegadora, lo observó en silencio. Permaneció calmo y frío. Sabía lo que iba a ocurrir y sabía que no sería capaz de mirar, pero que tenía todo el derecho de hacerlo. Y lo hizo, sin sentir nada en especial, salvo que, muy dentro de si, un gusanito comenzaba a girar y a retorcerse, hundiéndole la aguda cabeza en el vientre.
Y el muchacho seguía caminando hacia abajo, bailando una jiga, arrastrando los pies según su propio ritmo. Y el polvo se alzaba, blanco, bajo sus talones. Y gritaba con toda la fuerza de sus pulmones, con ganas, con alegría, festivamente, algo que podía ser una canción o una fórmula mágica. Y Redrick pensó que, quizá por primera vez en la historia de la cantera, un hombre bajaba a ella como si fuera una fiesta.
Al principio no escuchó lo que chillaba su clave parlante; al cabo alguna pieza, en su interior, echó a andar. Entonces oyó:
—¡Felicidad para todos! ¡Gratuita! ¡Toda la que uno quiera! ¡Que vengan todos! ¡Hay para todos! ¡Nadie quedará Insatisfecho! ¡Felicidad... gratuita! ¡Gratuita!
Y de pronto quedó en silencio, como si un enorme puño le hubiera pegado en el medio de la boca. Y Redrick vio que la vacuidad transparente, el acecho bajo la sombra de la pida excavadora, lo apresaba, lo lanzaba por los aires y lenta, muy lentamente, lo retorcía, tal como una lavandera retuerce su colada. Tuvo tiempo de ver que uno de sus zapatos polvorientos caía de su espasmódica pierna y volaba a gran altura por sobre la cantera.
Entonces le volvió la espalda y se sentó. Su cabeza estaba vacía de todo pensamiento; de algún modo había dejado de tener sensaciones. El silencio se espesaba en el aire, especialmente detrás de él, allá, en la ruta. Se acordó de su petaca, sin mayor alegría; era tan sólo una medicina y había llegado la hora de tomarla. Desenroscó la tapa y bebió a tragos muy medidos. Por primera vez habría deseado que esa petaca tuviera agua fresca y no licor.
Pasó el tiempo. Empezó a tener pensamientos más o menos coherentes. Bueno, ya está, pensó, sin querer. La ruta está abierta.
Ahora podía bajar. Pero siempre era mejor, por supuesto aguardar un poco. Las pica carnes suelen ser traicioneras. De cualquier modo tenía algunas cosas en qué pensar. El problema era que no estaba muy acostumbrado a hacerlo. ¿Y qué era «pensar», después de todo? Pensar quería decir encontrar una salida, aclarar un engaño, quitar la venda de los ojos de alguien... Pero todo eso estaba fuera de lugar en ese caso.
Bien. Monita, su padre... Que paguen por eso, hay que sacarles el jugo a esos malnacidos, que esos hijos de puta coman lo que yo he comido... No, Red, no es así... Quiero decir, si, lo es, pero ¿qué significa eso? ¿Qué necesito? Eso es maldecir, no pensar.
Un presentimiento terrible lo dejó helado. Salteó apresuradamente los muchos argumentos que aún tenía por delante y se dijo, enojado: Así son las cosas, Red, no podrás salir de aquí mientras no lo hayas comprendido; caerás muerto aquí, junto a la bola, para pudrirte en este sitio, pero no saldrás de aquí.
Dios, ¿dónde están las palabras, dónde están mis pensamientos? (Se dio una palmada en la cabeza) ¡Nunca en mi vida he pensado! Un momento, un momento, Kirill solía decir algo así.
¡Kirill! Escarbó febrilmente entre sus recuerdos y las palabras subieron a la superficie, palabras conocidas o desconocidas. Pero nada servía porque Kirill no había dejado palabras tras de sí. Había dejado imágenes, difusas y tiernas, pero totalmente improbables.
Perversidad y traición. También esta vez me abandonan, me dejan mudo. Un perro; siempre fui un perro, y ahora soy un perro viejo. No es justo, ¿me oyen? ¡En el futuro, de una vez por todas, tendrá que ser prohibido! El hombre nace para pensar (¡ahí está, al fin el viejo Kirill!). Lo que pasa es que no lo creo. No lo creía antes y tampoco lo creo ahora. Y no sé para qué nace el hombre. Yo nací. Por eso estoy aquí. La gente come lo que puede. Que todos nosotros tengamos buena salud y que todos ellos se vayan al diablo. ¿Quiénes somos nosotros y quiénes son ellos? No entiendo nada. Si yo soy feliz, Burbridge no lo es. Si Burbridge es feliz, Cuatro-Ojos no lo es. Si Ronco es feliz todos son desgraciados, y cuando a él le van mal las cosas es el único lo bastante idiota como para pensar que ya se las arreglará. ¡Dios, todo es una larga pelea! Me pasé la vida peleando con el capitán Quarterblad, y él se pasa la vida peleando con Ronco, y lo único que quiere de mi es que deje de merodear. Pero ¿cómo voy a dejar de merodear si tengo que alimentar una familia? ¿Que me consiga un trabajo? No quiero trabajar para ustedes, ese trabajo me da asco, ¿entienden? Para mí las cosas son más o menos así: cuando un hombre trabaja con ustedes está siempre trabajando para uno de ustedes y no es más que un esclavo. Y yo siempre quise depender de mí mismo, para poder escupirles a todos en la cara, para reírme de su aburrimiento y de su desesperación.
Acabó hasta las heces del coñac y arrojó la petaca vacía contra el suelo, con todas sus fuerzas. La petaca rebotó, centelleando bajo el sol, y salió rodando. En seguida se olvidó de ella. Se quedó allí sentado, cubriéndose los ojos con las dos manos, mientras intentaba, ya que no comprender, ver al menos siquiera en parte cómo deberían ser las cosas. Pero no veía más que las caras; caras, caras y más caras. Y billetes, botellas, montones de harapos que en otros tiempos fueron seres humanos, columnas de cifras. Sabía que era necesario destruir todo eso, y quería destruirlo, pero adivinaba que cuando todo eso desapareciera no quedaría sino la tierra desnuda y seca. En su frustración, en su desesperanza, sintió deseos de recostarse contra la bola.
Se levantó, se sacudió automáticamente los pantalones e inició el descenso hacia el fondo de la cantera.
El sol ardía. Ante los ojos le bailaban manchas rojas y el aire temblaba en el fondo de la cantera. En aquella reverberación, la bola parecía danzar en su sitio, como una boya entre las olas. Pasó junto a la pala excavadora, levantando supersticiosamente los pies, con cuidado de no pisar las manchas. Y en seguida, hundiéndose entre el pedregullo, se arrastró a través de la cantera hacia la bola danzarina, guiñadora.
Estaba cubierto de sudor, jadeante, pero al mismo tiempo un escalofrío le recorría el cuerpo. Temblaba como si recién saliera de una fuerte borrachera, con el dulce polvo de tiza chirriándole entre los dientes. Había abandonado todo intento de pensar. Se limitaba a repetir una y otra vez su letanía:
Soy un animal, ustedes lo saben. No tengo palabras, no me las enseñaron. No sé cómo se hace para pensar, porque los hijos de puta no me enseñaron a pensar. Pero si ustedes son en verdad... todopoderosos... omnisapientes... ¡bueno, adivínenlo! ¡Mírenme dentro del corazón! Sé que allí encontrarán cuanto necesitan. Tiene que ser. ¡Nunca vendí mi alma a nadie! Averigüen ustedes qué es lo que deseo... ¡No puede ser que desee algo malo! Maldición, no se me ocurre nada, nada, salvo esas palabras que él dijo... ¡Felicidad para todos, gratuita, y que nadie quede insatisfecho!
FIN