Publicado en
abril 18, 2010
Una formidable aventura intergaláctica en la línea de la mejor ciencia-ficción clásica.
Poul Anderson, el escritor norteamericano de origen escandinavo, nacido en 1926, es uno de los grandes nombres de la ciencia-ficción contemporánea. Ganador de cinco premios Hugo y dos premios Nébula, ha escrito hasta el momento más de doscientos relatos cortos y unas cincuenta novelas, entre las que destacan títulos como Guardianes del Tiempo, Extraños en la Tierra y La Onda Cerebral. El Avatar es la historia del aventurero Dan Brodersen que, a bordo de una nave comercial, parte a la conquista de las estrellas y localiza al Emissary, un antiguo bajel espacial aprisionado muchos años antes cuando regresaba de contactar con una misteriosa raza de extraterrestres conocida por el nombre de Los Otros. Brodersen, atrapado en la inmensidad del espacio y del tiempo, lleva a cabo una desesperada búsqueda de Los Otros, los extraños seres que pueden hacerle regresar al hogar.
Agradecimientos
La máquina T no es sólo un fruto de mi imaginación. Su principio básico ha sido descrito por F. J. Tipler en la Physical Review, vol. D-9, N.° 8 (15 de abril de 1974), páginas 2.203-6; en Physical Review Letters, vol. 37, N.° 14 (4 de octubre de 1976), págs. 879-82, y en su tesis Casuality Violation in General Relativity (Universidad de Maryland, 1976). No es de ningún modo responsable del uso que he hecho de la idea, especialmente porque me he alejado mucho de su modelo matemático.
Del mismo modo, el concepto de vida en un pulsar procede de una entrevista con Frank Drake, publicada en la revista Astronomy de diciembre de 1973, págs. 5-8, y de una conferencia que pronunció en la reunión de 1974 de la Asociación Americana para el Progreso de la Ciencia. El también es un científico de gran reputación que no presenta su idea más que como una especulación. Por otra parte, puedo haber cometido terribles errores técnicos de los que él no es responsable.
Mi agradecimiento a ambos científicos por permitirme utilizar sus ideas. Sólo espero que aparezcan aquí sin demasiadas magulladuras.
Partes de los capítulos II y XXIII aparecieron de forma algo diferente en el número de otoño de 1977 de Isaac Asimov's Science Fiction Magazine, en un cuento titulado Joelle, copyright 1977, de Davis Publications, Inc.
Tengo una deuda especial con Karen Anderson, Mildred Downey Broxon, Víctor Fernández Dávila, Robert L. Porward, Larry J. Friesen, David G. Hartwell y Sandra Miesel por sus sugerencias, sus informaciones y su ayuda, en general. Varias cosas buenas de este libro se deben a ellos. Las cosas malas las inventé yo solo.
Poul Anderson
1
Yo era un abedul, blanca esbeltez en medio de una pradera, pero no sabía designar lo que era. Mis hojas bebían de la luz del sol que fluía por ellas y hacía brillar su verde, mis hojas bailaban en el viento que convertía mis ramas en un arpa, pero yo no veía ni oía. La decadencia de los días me volvía dorado y quebradizo, el hielo me desnudaba, la nieve se arremolinaba a mi alrededor durante mi larga somnolencia, y luego Orión cazaba a su presa más allá de este cielo y el sol corría hacia el Norte para despertarme con su resplandor; pero yo no sentía nada de esto.
Y sin embargo, yo lo notaba todo, porque vivía. Cada una de mis células sentía de manera secreta cuando el cielo brillaba ruidosamente por vez primera y después se aquietaba, el aire pasaba en ráfagas, saltaba o descansaba soñando, la lluvia traía frío y risas, el agua y los gusanos hacían su trabajo para mis raíces extendidas, los pajarillos piaban donde yo los albergaba, susurrando, la hierba y los dientes de león me envolvían en riquezas, la tierra se estremecía, mientras la Tierra giraba entre las estrellas. Cada año, al partir, dejaba en mí un anillo, como recuerdo. Aunque no tenía conciencia, yo estaba aún en Creación y pertenecía a ella; aunque no comprendía, sabía. Yo era Árbol.
2
Cuando la Emissary atravesó el pórtico y Febo volvió a brillar en el firmamento, la mitad de la docena de tripulantes que habían sobrevivido se encontraban reunidos en la sala común, junto con el pasajero de Beta. Después de su larga ausencia, querían contemplar el regreso en las pantallas visoras más grandes que tenían y compartir una ceremonia, levantando copas del último vino de a bordo para brindar por un feliz regreso al hogar. Los que estaban trabajando hicieron llegar sus voces por el intercom. Salud. Proost. Skol. Banzai. Saude. Zdoroviye. Prosit. Mazel tov. Santé. Viva. Aloha. Cada palabra hablaba de un lugar muy especial.
Desde su puesto en el ordenador de enlace, Joelle Ky susurró, en nombre de los que habían quedado atrás para siempre, Zivio, por Alexander Vlantis, Kan bei, por Yuan Chichao; Cheers, por Christine Burns. No añadió nada propio, pensó que era una sentimental incurable y confió en que nadie la hubiese oído. Su mirada fue hacia una pequeña pantalla que podía proporcionarle datos visuales, en el caso de que fueran necesarios. Metida entre los contadores, los controles, los indicadores de carga y descarga que se amontonaban en la cabina, parecía una ventana abierta al mundo.
«Mundo», pensó, significaba «universo». La ampliación estaba en el punto uno, revelando simplemente lo que hubiese visto el ojo. Pero había tantas estrellas y tan brillantes, diamantes, zafiros, topacios, rubíes de brillo rojo, que la obscuridad que había alrededor y detrás de ellas era como un cáliz. Aun en el Sistema Solar, Joelle no hubiese podido distinguir constelaciones en semejante tropel. Pero la forma de la Vía Láctea cambiaba poco con respecto a las noches en América del Norte. Con ese brillo helado como guía encontró un resplandor fantasmal que era M31; tenía el mismo aspecto desde Beta, también, porque es hermana de toda nuestra galaxia.
Con todo, sintió la necesidad súbita de una visión más familiar. Su necesidad de la tranquilidad que le daría la sorprendió... ella, la holoteta, para quien todo lo visible era sólo un velo que cubría la realidad. Los últimos ocho años terrestres debían de haberla desgastado más de lo que suponía. Poco dispuesta a aguardar las horas, quizá los días, hasta ver nuevamente Sol, hizo correr los dedos por el teclado que tenía enfrente, dirigiendo la antena para que enfocara a Febo. Por lo menos le había echado una ojeada al salir y había visto incontables fotos suyas a lo largo de su vida.
El casco estaba ya en su cabeza, la conexión con el ordenador, el banco de memoria y el instrumental de la nave. En cuanto deseó esa zona celestial en particular, estuvo calculada. Para ella, esa operación era cotidiana; era como saber mover una mano para coger una herramienta, o como saber de dónde proviene un sonido. No tenía nada de mágico.
La escena enfocó un sector diferente. Apareció un disco ligeramente más grande que Sol observado desde Tierra o Luna, algo más amarillento, tipo G5. Luminosidad fotosférica diez por ciento mayor que la recibida por Tierra, que había sido detenida automáticamente para que no la cegara. Los resplandores menores no habían sido velados, de modo que distinguió manchas en la superficie, el nácar de la corona, esbeltas alas de luz zodiacal. Sí –pensó–; Febo tiene la misma clase de belleza de mi sol. Centro no la tiene, y sólo ahora siento cuan solitaria era esa carencia.
Sus dedos se adelantaron, pidiendo una imagen de De-méter. Ese problema lo hubiese podido resolver su cerebro, sin ayuda. Al haber efectuado el tránsito recientemente, la Emissary flotaba cerca del pórtico y tenía una posición Lagrange 4 con respecto al planeta, en la misma órbita, pero 60 grados más adelantado. La antena sólo debía recorrer la eclíptica para encontrar lo que ella deseaba.
A una distancia de 0,81 unidades astronómicas, sin ampliar, Deméter se parecía a las estrellas que había a su alrededor, más intensa que la mayoría y más azul que cualquiera. ¿Todavía estás allá, Dan Brodersen? –se preguntó Joelle, y después–: Oh, sí debes de estar. Yo he estado fuera ocho años, pero sólo han pasado unos pocos de tus meses.
¿Cuántos, exactamente? No lo sé. Fidelio no está seguro.
El anuncio general del capitán Langendijk interrumpió su ensoñación.
–Atención, por favor. Hemos registrado la presencia de dos naves en nuestros radares. Una es, obviamente, la embarcación de vigilancia oficial, que solicita circuito de comunicación. Dejaré el intercomunicador abierto, pero os ruego que no interrumpáis la conversación y no hagáis ruidos innecesarios. Será mejor que no sepan que estáis escuchando.
Por un momento, Joelle se sintió desconcertada. ¿Por qué tomaría precauciones, como si el retorno de la Emissary no fuera una razón para el regocijo universal? ¿Por qué aparecía esa nota de tensión en su voz? La respuesta le llegó desde dentro. Había sido indiferente a los problemas de las facciones, apenas existían para ella, pero cuando la reclutaron para esta tripulación, no pudo dejar de escuchar historias de disputas e intrigas. Brodersen le había explicado los hechos con bastante severidad, hechos que con frecuencia habían sido tema de conversación en Beta. Una considerable coalición dentro de la humanidad nunca había deseado esta expedición y no se alegraría de su éxito.
Dos naves, ambas presumiblemente en órbita alrededor de la máquina T. La segunda debe de ser la de Dan.
–Habla Thomas Archer, comandante de la nave de vigilancia Faraday, de la Unión Mundial –dijo una voz de hombre. Su castellano tenia el mismo acento que el de Joelle–. Identifíquese.
–Willem Langendijk, comandante de la nave de exploración Emissary –respondió su capitán–. Acabamos de pasar, camino al Sistema Solar. ¿Podemos comenzar la maniobra?
–¿Qué? Pero... –Evidentemente, Archer estaba atónito–. Bueno, en realidad parece que... ¡Pero todo el mundo suponía que el viaje duraría años!
–Así fue.
–No. Fui testigo de su tránsito. Eso fue hace... esto... cinco meses, no más.
–Aja. Por favor, comuníqueme la fecha y la hora de hoy.
–Pero... ustedes...
–Por favor. –Joelle podía imaginar muy bien la dureza de la expresión de la cara de Langendijk, a tono con su sequedad.
Archer leyó las cifras en un cronómetro. Ella solicitó al banco de memoria la hora exacta que era cuando, junto con sus compañeros, habían terminado de recorrer el sendero hasta aquí y se habían lanzado en espiral por el espacio-tiempo hacia su desconocido destino. La resta dio un intervalo de veinte semanas y tres días. Con la misma facilidad habría podido decir cuántos segundos o microsegundos habían transcurrido en la vida de Archer, pero sólo había suministrado información en minutos.
–Gracias –dijo Langendijk–. Para nosotros han pasado ocho años terrestres. Diríase que la máquina T es una especie de máquina del tiempo, además de un transportador espacial. Los betanos –los seres a quienes seguimos– calcularon nuestro derrotero para que llegáramos cerca de la fecha de nuestra partida.
El silencio vibraba. Joelle notó que tenía más conciencia de la habitual del ambiente que la rodeaba. En caída libre, un flojo arnés de seguridad sujetaba su cuerpo ingrávido. La sensación era agradable, y le recordaba los tiempos en que soñaba que volaba, cuando era joven. (Después sus sueños habían cambiado, con su mente y su alma, cuando se había transformado en holoteta.) El aire que salía de un ventilador murmuraba y acariciaba sus mejillas. Tenía un ligero olor a madera verde, a causa de las sustancias químicas recicladas, y, en la presente etapa de variación necesaria para la salud, era fresco y un poco picante, por los iones. Su corazón resonaba con fuerza en sus oídos. Y, sí, los calambres en su muñeca izquierda se habían transformado en un dolor constante; tenía que reforzar su tratamiento para la artritis, el tiempo pasaba, el tiempo pasaba. Probablemente ni los mismos Otros podían cambiar eso...
–Bueno –dijo Archer en inglés–. Que me aspen. Esto..., bienvenidos. ¿Cómo están?
Langendijk cambió al mismo idioma, en el que se sentía un poco más cómodo y que, de hecho, se usaba a bordo de la Emissary con tanta frecuencia como el castellano.
–Perdimos tres tripulantes. Pero por lo demás, capitán, puede creerme, traemos noticias estupendas. Además de estar deseando llegar a casa, usted lo comprenderá, estamos deseando contar nuestra historia a toda la Unión.
–¿Encontraron...? –Archer calló, como si temiera decir el resto. Era muy posible que sintiera temor. Joelle oyó como respiraba hondo antes de lanzarse–: ¿Encontraron a los Otros?
–No. Lo que encontramos fue una civilización avanzada, no humana, pero amistosa, que está en contacto con muchos mundos habitados. Están deseando establecer relaciones estrechas también con nosotros; nos ofrecieron tratos que a mi tripulación y a mí nos parecen fabulosamente buenos. No; no saben más que nosotros acerca de los Otros, pero conocen más pórticos que han aprendido a usar. Pero nosotros, las próximas generaciones humanas, tendremos bastante tratando de asimilar lo que los betanos pueden aportarnos.
»Y ahora, capitán, si me disculpa... comprendo que le gustaría oírlo todo, pero eso nos llevaría días y, de todos modos, tenemos órdenes de no demorarnos. El Consejo de la Unión Mundial ordenó esta misión y debemos informarle en primer término. Es razonable, ¿no? Por lo tanto, solicitamos autorización para proseguir hacia el Sistema Solar.
Nuevamente, Archer guardó silencio unos instantes. ¿Sentiría algo más que sorpresa? En un impulso, Joelle conectó los circuitos exoinstrumentales de la nave. La inmediata aparición de los datos la sedujo. No era una percepción completa, pero dentro de lo posible, ¡qué fácil, qué bendición comprender el cosmos en su totalidad, asimilarse a él! Resistiéndose, se concentró únicamente en el radar y la información de navegación. En menos de un instante calculó cómo hacer aparecer la Faraday en su pantalla.
No había ninguna razón especial para eso. Sabía qué aspecto tenia la nave de vigilancia: un cilindro gris, puntiagudo, capaz de aterrizar en un planeta, con el lanzamisiles y el proyector de rayos ocultos en su esbeltez... totalmente diferente de la enorme y frágil esfera erizada de aparatos que era la Emissary. Cuando la imagen cambió, no la amplió para hacer visible la nave situada a mil kilómetros. En cambio, la imagen de dos globos de brillo mate, rojo y verde, que aparecían en la pantalla contra las estrellas, se apoderó de ella. Eran balizas, cercanas a la máquina T. Los Otros las habían puesto allí. Sus sentidos ampliados le dijeron que otra similar se distinguía en la pantalla receptora: era de color ultravioleta.
Vagamente, escuchó a Archer:
–¿...Cuarentena?
Y a Langendijk:
–Bueno, si insisten, pero pasamos ocho años andando por Beta y tenemos con nosotros a un betano, y nadie ha enfermado. Pinski y de Carvalho, nuestros biólogos, estudiaron el tema y me dijeron que el contagio interracial es imposible. Bioquímicas demasiado diferentes.
Absorta por las balizas, dejó de escuchar por completo. Oh, seguramente, un día ella, la holoteta, podría comunicarse de mente a mente con sus autores, si alguna vez los hallaba.
Aunque, ¿qué harían con ella, quizá en más de un sentido? Quizá, aún la apariencia física no fuera totalmente irrelevante para ellos. Era una cosa rara para hacer en estas circunstancias, pero por primera vez en más de una década, Joelle Ky consideró brevemente su cuerpo como carne, no como maquinaria.
A sus cincuenta y ocho años terrestres de edad, sus ciento setenta y cinco centímetros se conservaban esbeltos, por no decir flacos, su piel clara y pálida, apenas arrugada. En eso y en los pómulos salientes, sus genes habían conservado algo de la historia que también recordaba su apellido: había nacido en América del Norte, en lo que quedaba de los Estados Unidos antes de que se federaran con Canadá. Sus rasgos eran delicados, sus ojos grandes y obscuros. Su cabellera, antes negra, cortada por debajo de las orejas, tenía la tonalidad del hierro. Vestía el uniforme de fajina de la nave, un mono con abundantes bolsillos y presillas; pocas veces llevaba algo más elegante cuando estaba en casa.
Sonrió fugazmente. Me estoy poniendo tonta. ¡Si algo es seguro, es que ninguno de los Otros vendrá a hacerme la corte! ¿Será el recuerdo de Dan, allá en Deméter? Más tonterías. Pero si en Beta me volví ocho años mayor que él...
Por alguna razón eso le recordó a Eric Stranathan, el primer y último hombre de quien se había enamorado plenamente. Atravesando un cuarto de siglo –más los ocho años de esta misión– volvió, sentado frente a ella en una canoa en el lago Louise, entre montañas, aire perfumado por los pinos, bajo un cielo nocturno casi tan vasto como el que rodeaba a la Emissary, y mirando hacia arriba, ella susurró:
–¿Cómo verán estos los Otros? ¿Qué significará para ellos?
–¿Qué son? –respondió él–. Animales que han evolucionado más que nosotros; máquinas que piensan; ángeles que moran junto al trono de Dios; seres o un ser de una clase que nunca hemos imaginado, que nunca podremos imaginar ¿o qué? Los humanos nos lo estamos preguntando desde hace más de cien años.
–Llegaremos a saberlo –aseguró ella con orgullo.
–¿Gracias a la holotética? –preguntó él.
–Quizá. Si no, por medio de... ¿quién sabe? Pero creo que lo lograremos. Tengo que creerlo.
–Quizá no deberíamos intentarlo. Me parece que no volveremos a ser los mismos. El precio puede resultar demasiado elevado.
Ella se estremeció.
–¿Quieres decir que renegaríamos de todo lo que tenemos aquí?
–Y de todo lo que somos. Sí; es posible. –Su querida silueta alargada se movió, meciendo la barca–. Y no me gustaría. Me siento tan feliz donde estoy, en este momento...
Esa fue la noche en que se hicieron amantes.
Joelle se sobresaltó. Basta. Sé sensata. Ya sé que los Otros me obsesionan. Al ver nuevamente su obra, al servicio de los humanos, se debe de haber destapado algún manantial en mi interior. Pero Willem tiene razón. Los betanos serán suficientes para muchas generaciones de mi raza. ¿Lo sabrán los Otros? ¿Lo habrán previsto?
Se escandalizó un poco cuando notó que hacía varios minutos que no atendía al intercomunicador. En general, no era dada a la introspección ni a las ensoñaciones. Quizá había sucedido porque estaba conectada al ordenador. En esas ocasiones un operador se transformaba, en orden de magnitud, en el matemático y lógico más grande que hubiese vivido nunca en la Tierra, antes de que se desarrollara esa conjunción. Pero el operador seguía siendo un simple mortal, lleno de necedad humana. Supongo que mi hábito de concentración total mientras estoy en este estado se apoderó de mí. Como no estoy habituada a tratar con emociones, me descontrolé.
Marginalmerite, sabía que estaba discutiendo. Prestó atención y oyó que Archer declaraba:
–Muy bien, capitán Langendijk, nadie previo que ustedes volverían tan pronto..., si volvían, para decirle la verdad... y, por lo tanto, no tengo órdenes concretas para este caso. Pero mis superiores me dieron instrucciones y orientaciones generales.
–¿Ah, sí? –replicó el capitán de la Emissary–. ¿Y cuáles son?
–Bueno..., ejem... Algunas personas muy influyentes están preocupadas por algo más que la posibilidad de que traigan un microbio raro a la Tierra. La cuestión es que no saben qué es lo que pueden traer. Mire, no estoy insinuando que un monstruo se haya apoderado de su nave y finja ser usted..., nada paranoico como eso.
–¡Mejor así! En realidad, señor, los betanos..., es el nombre que les damos nosotros, por supuesto..., los betanos no sólo son amistosos sino que están deseosos de conocernos bien. Por eso comerciarán con nosotros en condiciones que de otro modo serían increíblemente favorables. Consideran que saldrán ganando.
La cautela respondió:
–¿Qué?
–Sería largo de explicar. Hay algo vital que esperan aprender de nosotros.
La frase se enroscó en Joelle. Algo que yo misma nunca aprendí realmente y que posiblemente nunca aprenda.
La voz de Archer le arrebató el pensamiento de un golpe.
–Bueno; quizá. Aunque creo que eso confirma mi punto de vista; nadie puede decir cuál será el efecto sobre... nosotros. Y la Unión Mundial, como usted sabe, no es muy estable. Usted piensa informar directamente al Consejo...
–Sí –dijo Langendijk–. Seguiremos hasta las cercanías de la Tierra, llamaremos a Lima y pediremos instrucciones. ¿Qué tiene de malo eso?
–¡Demasiado público! –exclamó Archer. Y después de unos segundos–: Mire, no estoy autorizado a decir gran cosa. Pero los funcionarios que mencioné quieren, ejem, recibir su informe de forma privada, examinar sus datos, esa clase de cosa, antes de publicar un comunicado de prensa. ¿Entiende?
–Hum, tenía mis sospechas –retumbó Langendijk–. Siga.
–Bueno, considerando las circunstancias, etcétera, voy a interpretar mis órdenes así: lo acompañaremos por el pórtico, hasta el Sistema Solar. Por supuesto, trabaremos nuestros autopilotos por radio, para estar seguros de que saldremos simultáneamente. Usted no se comunicará con nadie más que con nosotros, por un canal sellado. Nosotros nos ocuparemos de todo lo demás... hasta que le digamos otra cosa. ¿Está claro?
–Demasiado claro.
–Por favor, capitán, no quiero ofenderlo, nada de eso. Debe entender que es un asunto importantísimo. Las personas que son, ejem..., responsables de millones de vidas humanas, tienen que ser cautelosas. Incluyéndome a mí, para empezar.
–Sí; admito que está cumpliendo con su deber, tal como lo entiende, capitán Archer. Además, tiene los medios.
La Emissary llevaba un par de cañones, pero casi como una idea de último momento; sus oficiales de control de fuego eran también los pilotos de lanzamiento. Aunque podía alcanzar grandes velocidades, si se le daba tiempo, su tope de aceleración, considerando la carga útil y la masa, era de menos de dos gravedades, y sus giroscopios o reactores laterales sólo la hacían girar con lentitud. Nadie había imaginado que fuera una nave de guerra, sino un bajel solitario, encaminándose hacia lo que podía ser una galaxia entera. La Faraday estaba diseñada para el combate. (No se había dado el caso, pero ¿quién sabía qué podía surgir un día de un pórtico?) Además, su gran maniobrabilidad la hacía adecuada para el trabajo de rescate y para transportar grupos de exploración.
–Estoy tratando de hacer lo más conveniente para nuestro gobierno, señor.
–Me gustaría que me dijera quién está en el gobierno.
–Lo siento, pero sólo soy un oficial astronáutico. No sería correcto que hablara de política. Esto... ha comprendido, ¿verdad?, que no tiene ninguna razón para preocuparse. Esto no es más que una precaución extra.
–Sí, sí –suspiró Langendijk–. Vamos allá.
Y la conversación se centró en los detalles técnicos.
La charla terminó. Langendijk se dirigió a su tripulación.
–Lo habéis oído, por supuesto. ¿Preguntas? ¿Comentarios?
La respuesta fue una explosión de indignación y consternación; la más furiosa era Prieda von Moltke:
–Hollenfeuer und Teufelscheiss!' (Al carajo. N. del T.)
El primer ingeniero Dairoku Mitsukuri fue más moderado:
–Esto es quizá un poco prepotente, pero no creo que nos hagan perder mucho tiempo. El hecho de nuestra llegada generará una enorme presión popular para que nos liberen.
Carlos Francisco Rueda Suárez, el primer oficial, añadió con su tono más altanero:
–Además, mi familia tendrá mucho que decir sobre este asunto.
Un temor que deseaba fuera ridículo se alzó en Joelle, heló su cuerpo y endureció su voz de contralto:
–Estás presuponiendo que se enterarán –dijo.
–Por Dios, no puedes decir eso –protestó el segundo ingeniero Torsten Sverdrup–. Los Rueda mantenidos en la ignorancia... eso es imposible.
–Temo que no –respondió Joelle–. ¿Os dais cuenta de que estamos a merced de esa nave de vigilancia? Y su capitán no se comporta como si solamente quisiera actuar correctamente. ¿Lo hace? No pretendo ser muy sensible cuando se trata de gente, pero he tenido algunos contactos con camarillas y cabalas de alto nivel político. Y además, la última vez que hablamos en la Tierra, Dan Brodersen me advirtió que, a la vuelta, podríamos encontrar no sólo la hostilidad de algunas facciones sino auténticos problemas.
–¿Brodersen? –preguntó Sam Kalahele, el artillero compañero de Von Moltke.
–El propietario de las Empresas Chehalis, en Deméter –explicó Marie Feuillet, química–. Se puede suponer que exageraba. Es un típico capitalista y, por lo tanto, desconfía del gobierno y quizá de la misma Unión.
–Pronto tendremos que iniciar la aceleración –declaró Langendijk–. Todos a sus puestos de vuelo.
–¡Por favor! –gritó Joelle–. Escúchame un momento, capitán. Admito que soy horriblemente ingenua ante muchas cosas, pero Dan... el capitán Brodersen me dijo que dejaría un robot cerca del pórtico, programado para aguardarnos, por si surgían problemas. Previó la posibilidad de que volviéramos en una fecha cercana a la de nuestra partida. Bueno, ¿qué otra cosa puede ser esa segunda nave en órbita allá lejos...? El radar la registró... ¿Qué otra cosa puede ser más que su robot?
La voz de Rueda resonó:
–Virgen Santa, Joelle, ¿por qué no lo dijiste nunca en todos estos años?
–Oh, él creía que no debíamos preocuparnos por algo que quizá no sucediera nunca. Me lo dijo, bueno... porque somos amigos, sabiendo que almacenaría la información en el fondo del cerebro. La puse en mi cinta resumen, para que vosotros pudierais oírla si yo moría.
–Pero, en ese caso, no hay problema –dijo Rueda, contento–. No pueden mantenernos incomunicados, si eso es lo que teméis. En cuanto el robot le informe, él lo comunicará al mundo. Tendría que haberlo imaginado. Quizá sepáis que es pariente mío, por su primer matrimonio.
Joelle meneó la cabeza. Los cables que entraban en el casco eran flexibles y permitían el gesto, aunque la masa añadida causaba un notable esfuerzo y, en la ausencia de peso, hacía que su torso tuviera que compensar ligeramente el movimiento.
–No –respondió–. Fíjate qué lejos está. Ninguno de los sistemas ópticos que ha construido el hombre puede distinguir a la Emissary de las... ¿son siete, no? naves similares a esta distancia. Después de todo, no es más que un transporte del tipo Reina modificado.
–Y entonces, ¿qué utilidad tiene aparcar un observador aquí? –dijo en tono cortante el contramaestre Bruno Benedetti.
–Lo que ha sucedido es obvio –replicó la planetóloga Olga Razumovski–. Pero dínoslo, Joelle.
La holoteta inspiró.
–Lo que Brodersen planeaba es esto –dijo–. Enviaría el robot con el pretexto de estudiar la máquina T durante un período de varios años, con la esperanza de obtener algunas claves acerca de su funcionamiento. En realidad, las naves de vigilancia no realizan un programa muy satisfactorio, de modo que difícilmente podrían prohibir su proyecto. Además no lo habrá hecho en su nombre. Habrá conseguido que la Fundación de Investigación de Deméter lo auspicie. Ha sido un generoso colaborador. Y de todos modos, la nave realizaría observaciones auténticas.
»Y entonces, ¿por qué un conjunto de instrumentos tan valiosos es obligado a mantenerse a más de un millón de kilómetros de lo que está investigando? Yo diría que las autoridades utilizaron el pretexto de la seguridad, de una posible colisión si una nave salía con vectores equivocados. La probabilidad de que eso suceda es de una entre diez a la décima potencia. Pero podrían haber impuesto la regla, si les interesaba.
»De modo que el hecho de que estén así las cosas muestra sus verdaderas motivaciones. No quieren perder el control de las noticias del pórtico... otra nave betana, quizá, o nuestro retorno, o cualquier cosa maravillosa. Quieren ejercer la censura.
»¿Nos censurarán a nosotros? Hay poderosos elementos antiestelares en la Tierra, en más de un gobierno nacional. Podrían haber ganado influencia dentro de la jerarquía de la Unión. Podrían tener planes que no han comunicado a sus colegas.
Maldiciones, gruñidos, un par de objeciones rascaron el intercomunicador. Solitario entre ellos se oyó el aflautado sonido de asombro de Fidelio: «¿Cuál es el problema? –cantaba el betano–. ¿Por qué no estáis alegres?»
Langendijk silenció los ruidos.
–Como capitán de la nave de vigilancia, Archer tiene autoridad sobre mí –dijo–. Preparaos a obedecer sus instrucciones.
–Willem, escúchame –rogó Joelle–. Puedo enviar un haz al robot sin que se enteren en la Faraday, y decir la verdad a Brodersen...
Langendijk la interrumpió:
–Obedeceremos las órdenes. Esta es una orden directa que haré constar en el diario de a bordo. –Su tono se suavizó–. No discutamos, después de haber hecho juntos un viaje tan largo y duro. Calmaos. Pensad en que hay muchísimas posibilidades de que muchos de vosotros estéis sobreexcitados, transformando en montaña un grano de arena. Archer se comunica secretamente, con la secreta complicidad del comandante en jefe del Sistema Solar..., se comunica en secreto con sus amos secretos que le ordenan llevarnos a un lugar secreto. ¿No es un poco melodramático?
Con la mayor seriedad agregó:
–Además, pensad... la ley del espacio está por encima de la política. Tiene que estarlo. Si no, el hombre no va a las estrellas y muere. Cada uno de nosotros ha jurado solemnemente defenderla.
Después de una pausa en la que sólo se oyó el aire del ventilador:
–Todos a sus puestos. Aceleramos dentro de diez minutos.
Joelle sintió que se derrumbaba. La desesperanza la abrumó. En efecto, podría haber enviado el imperceptible mensaje de que había hablado si sus conexiones con el ordenador se hubiesen extendido al sistema de comunicaciones externas, pero los conmutadores para eso no estaban en su cámara.
y Willem tiene razón en cuanto a la ley. Y probablemente también tenga razón cuando dice que la idea de un complot contra nosotros es una fantasía enfermiza. ¿Quién soy yo para juzgarlo? He estado demasiado alejada de la humanidad común durante demasiado tiempo para saber como funciona. La realidad esencial es más fácil de entender, si, es más fácil formar parte de ella, que de nosotros, chispas que cruzan el noúmeno.
–¿Lista, Joelle? –preguntó suavemente y algo contrito Langendijk.
–¡Oh! –Joelle se sobresaltó–. Sí. Cuando quieras.
–He transmitido a la Faraday nuestra intención de acelerar a una g a las 15 y 35 y están de acuerdo. Ellos marcarán el paso; están maniobrando para eso. Conectaremos los autopilotos a cien kilómetros de la baliza Charlie. ¿Tienes ya la información que necesitas? Ach... tienes que tenerla. Sólo un idiota olvidadizo lo preguntaría.
Deseosa ella misma de reconciliación, Joelle esbozó una sonrisa que él no podía ver y respondió:
–Es lógico que lo olvides, Willem. Estoy haciendo el trabajo de Christine. –Christine Burns, la computadora humana titular que había muerto en brazos de Joelle pocos meses antes de que la Emissary emprendiera el viaje de vuelta a casa.
–La navegación queda a tu cargo, entonces –dijo Langendijk en tono formal–. Lista para iniciar la maniobra.
–Sí.
Joelle se puso en acción. La información la inundó, vectores de situación, vectores de velocidad, inercia, empujes, fuerzas del campo gravitatorio, las derivadas temporales y espaciales de éstas, cambiando continuamente, suaves y poderosas. La información salía de instrumentos, transformada en números digitales, y, mientras tanto, el banco de memoria le proporcionaba, no sólo los hechos específicos del pasado y las constantes naturales que requería, sino la entera y magnífica estructura analítica de la mecánica celeste y los esfuerzos de tensión. Tenía instantáneamente a su disposición los conocimientos físicos de siglos y del punto único del espacio-tiempo en que se encontraba.
La información pasaba, desde su fuente, a una unidad que la traducía, en nanosegundos, convirtiéndola en las señales adecuadas. Después, entraban en su cerebro. La conexión no se hacía por medio de cables conectados con su cráneo; nada tan crudo. La inducción electromagnética era suficiente. A su vez, ella consultaba al poderoso ordenador al que también estaba conectada, a medida que surgían los problemas, momento a momento.
La relación era total. Había sumado a su sistema nervioso la inmensa potencia de entrada, la capacidad de almacenamiento y la velocidad de localización de la maquinaria electrónica, junto con la inmensa capacidad lógico-matemática para el volumen y la velocidad de operación que pertenecía a su otra mitad. Por su parte, ella aportaba la capacidad humana para percibir lo inesperado, para pensar de forma creadora, para cambiar de opinión. Era el único componente no metálico de todo el sistema, un programa que podía reescribirse continuamente; director de una enorme orquesta muda que podía tener que tocar jazz sin advertencia previa o componer una sinfonía enteramente nueva.
Los números y manipulaciones no fluían ante ella como objetos individuales. (Tampoco planeaba las incontables decisiones cinestésicas que tomaba su cuerpo cuando andaba.) Los percibía como una sensación de continua corrección, como una función. Su conciencia superaba, iba más allá del mecánico baraje de símbolos; daba forma al diseño continuo como un escultor moldea la arcilla con manos que saben, por sí mismas, lo que deben hacer.
Artista, científica, atleta en el breve pináculo del logro..., eso le parecía la conexión a Christine Burns.
A Joelle, no. Christine había sido una conexión corriente. Joelle era una holoteta que había trascendido esa experiencia. Quizá la diferencia fuera similar a la que hay entre un católico devoto, mientras reza, y San Juan de la Cruz.
Además, este trabajo era rutinario. Joelle sólo tenía que dirigir, con sus pensamientos, la maquinaria que impulsaba la nave a lo largo de un conjunto de curvas tipo, a través de un conjunto de configuraciones conocidas. El ordenador habría podido hacerlo sin ayuda, si hubiera valido la pena tomarse el trabajo de reajustar varios circuitos. El robot de Brodersen realizaba el mismo tipo de tarea.
Christine, la conexión, había sido contratada porque la Emissary se dirigía a lo totalmente desconocido, donde la supervivencia podía depender de una decisión relámpago, nunca prevista o programada. Ella misma, si hubiera vivido, hubiese considerado fáciles estas maniobras.
Joelle las encontraba sedantes. Se recostó en su silla, consciente de haber recuperado el peso, y disfrutó de su unidad con la nave. No podía oír ni sentir, pero percibía el susurro del impulso. Las células de migma generaban gigavatios de energía de fusión para dividir el agua, ionizar sus átomos, lanzar el plasma por los compresores a reacción a una velocidad cercana a la de la luz. Pero su eficiencia era soberbia, un triunfo tan grande como la catedral de Chartres; sólo se notaba un resplandor apagado, manando a popa durante unos kilómetros, y el movimiento hacia adelante del casco.
Movimiento... duraría varias horas, en direcciones siempre cambiantes, mientras la Emissary tejía su camino por el pórtico de estrellas, entre Febo y Sol. Sin embargo, ahora sólo había un impulso directo hacia la primera baliza. Joelle se movió y frunció el ceño. Con menos de la mitad de su atención comprometida, no podía ignorar por mucho tiempo su temor a ser aprisionada en la Tierra.
Pero entonces la pantalla captó la propia máquina T y fue arrebatada por un milagro que nunca perdía interés.
A aquella distancia, el cilindro era una rayita entre la multitud, las nubes de estrellas. Magnificó, y la forma se volvió más clara, aunque sus dimensiones seguían siendo una abstracción: unos mil kilómetros de longitud, algo más de dos kilómetros de diámetro. Giraba alrededor de su eje mayor a tanta velocidad que cualquier punto de su superficie viajaba a tres cuartos de la velocidad de la luz. No había nada en su superficie plateada y brillante que revelara eso al ojo desnudo, pero de algún modo, un resplandor apenas perceptible e interminable de colores cambiantes transmitían la sensación del torbellino de energía que había en su interior. Los humanos creían que el resplandor provenía de campos de energía que mantenían materia comprimida a densidades inimaginables. Había lunas que tenían menos masa que la máquina misteriosa que abría los pórticos de las estrellas.
Más atrás, brillaban dos de las balizas que la rodeaban, una púrpura y una dorada; por medio de los instrumentos, Joelle espió una tercera, cuyo color era radio.
Esta cosa que habían forjado los Otros y habían puesto en órbita alrededor de Febo, como habían puesto otra en Sol y una en Centro y una en... ¿quién se atrevía a suponer en cuántas estrellas, a lo largo de cuántos años y años-luz? ¿Qué cantidad de razas inteligentes las habían hallado en el espacio, habían obtenido la misma autorización impersonal para utilizarlas y habían deseado para siempre saber quiénes eran, en realidad, sus autores?
Y, entre ellas, ¿qué proporción se habrá mutilado como lo estamos haciendo nosotros? –se preguntó Joelle, en un arranque de amargura–. Oh, Dan, Dan, no sirvió para nada que trataras de dar la noticia que nos pondría en libertad...
Y entonces, como en un amanecer, vio lo que él había visto antes. Tenía que haberlo pensado; lo recordó diciendo: «Cada zorro tiene dos entradas en su madriguera.» Sintió renacer la esperanza. No se detuvo a observar cuan débil era, cuan fácilmente podía ser aventada. Por ahora, la chispa era suficiente.
3
Daniel Brodersen había nacido en lo que aún se llamaba el estado de Washington y que, por cierto, no se había separado de los EK.UU. durante las guerras civiles, como habían intentado varias regiones y había logrado la Sagrada República Occidental. Sin embargo, durante las tres generaciones anteriores a la suya, el jefe de la familia había llevado el título de Capitán General del Dominio Olímpico y había ejercido su liderazgo sobre esa península, incluyendo la ciudad de Tacoma, un liderazgo real a diferencia de las pretensiones del gobierno federal, meras palabras.
Esos barones no se consideraban nobles. Mike era un pescador casado con una india Quinault, que había invertido su dinero en varias barcas. Cuando los Conflictos llegaron a América, él y sus hombres fueron el núcleo de un grupo que restauró el orden en la vecindad, sobre todo para proteger a sus familias. A medida que las cosas empeoraban, recibió peticiones de auxilio de un número siempre creciente de granjas y pueblos hasta que, bastante sorprendido, descubrió que era señor de muchas montañas, bosques, valles y riberas, con toda la gente que los poblaban. Cualquiera podía hacerse oír por él; no tenía ínfulas de grandeza.
Cayó en una batalla contra los bandidos. Bob, su hijo mayor, lo vengó de manera terrible, anexó el territorio fuera de la ley, para evitar una repetición, y se dedicó a defender y administrar una tosca justicia en sus tierras, para que la gente pudiera trabajar. Bob era leal a los Estados Unidos, y dos veces reclutó regimientos de voluntarios para luchar por su integridad. Así perdió a dos de sus hijos y murió defendiendo Seattle contra una flota que los Sagros habían enviado al Norte.
Durante su vida, acontecimientos similares ocurrieron en la Columbia Británica. El nacionalismo norteamericano o canadiense significaba mucho menos que la necesidad de cooperación local. Bob casó a John, el hijo que le quedaba, con Barbara, la hija del Capitán General del valle de Fraser. La alianza maduró en una estrecha amistad entre las dos familias. Después de la muerte de Bob, una elección especial dio su puesto a John. «Nos ha ido bien con los Brodersen, ¿no?», era la frase que se repetía en muelles y barcas, cabanas y casas, huertos, campos, bosques, talleres, tabernas, desde el cabo Plattery hasta Puget Sound y desde Tatoosh hasta Hoquiam.
Los primeros años de John en su cargo fueron turbulentos, pero eso se debió a acontecimientos exteriores a la Península Olímpica que, gradualmente, fueron perdiendo su violencia. Con la paz llegó la prosperidad y la civilización volvió a crecer. Los barones siempre habían sido bastante instruidos, pero hombres de acción. John fundó escuelas, importó profesores, los escuchó y leyó libros en sus pocos ratos libres.
Por eso pudo comprender, mejor aún de lo que permitía la astucia nativa, que el período feudal estaba acabando. Primero, el comando militar federal logró controlar la totalidad de los EE.UU., como había hecho el general McDonough en Canadá. Luego, estableció paulatinamente una nueva administración civil, logró una especie de acuerdo con la Sagrada República Occidental y el Imperio Mexicano y abrió negociaciones para unirse con su vecino del norte. Mientras tanto, la Unión Mundial, creada por el Convenio de Lima, se estaba ampliando. La Federación Norteamericana se asoció a los tres años de su proclamación, cumpliendo la promesa hecha con anterioridad. Este ejemplo arrastró a las últimas naciones que se resistían, y un gobierno limitado para todos los seres humanos fue realidad... durante un tiempo, al menos.
Cuando se iniciaron estos acontecimientos, John decidió que su misión sería preservar para su gente un nivel de autonomía que le permitiera seguir viviendo en alguna medida de acuerdo a sus tradiciones y sus deseos. A lo largo de los años, cedió a la centralización paso a paso, negociando cada concesión, y logró lo que deseaba. Al final era, nominalmente, un caballero, con considerables propiedades y merecedor de varios honores y beneficios, pero un simple ciudadano. En la práctica, estaba entre los magnates y apoyaba su fuerza en el respeto y el afecto de todo el noroeste del Pacífico.
Daniel era su tercer hijo, que heredaría pocas riquezas y ningún rango. Esto le parecía muy bien a Daniel. Disfrutó su infancia..., bosques, mesetas, ríos salvajes, el mar, caballos, lanchas, aviones, armas de fuego, amigos, ceremonias de la guardia, rudo esplendor del castillo hasta que se transformó en una mansión, visitas a parientes de su madre y a ciudades cercanas, donde tanto el placer como la cultura se volvían más complicados... Pero era inquieto, el resultado de una familia de luchadores, y en su adolescencia a menudo se metió en pendencias, cuando no salía a alborotar con amigos de mal vivir. Finalmente, se alistó en el Cuerpo de Emergencia del Comando de Paz de la Unión Mundial. Fue poco después de su fundación. La Unión misma no era más que una criatura a quien muchos querían estrangular. La gente del Cuerpo saltaba de un sitio a otro del Globo –y últimamente fuera de él– y la mayoría estaban llenos de armas que se usaban con frecuencia. Para Brodersen, comenzaron así una serie de correrías que, eventualmente, lo depositaron en Deméter.
Las amistades que hizo posteriormente asumían que ese joven estaba ya a mucha distancia en el espacio y quizá, a los cincuenta años terrestres de edad, a mucha más distancia en el tiempo. El mismo pensaba pocas veces en eso. Estaba demasiado ocupado.
Instalando su humanidad en una silla, sacó la pipa y la bolsa del tabaco.
–Al diablo con los torpedos –dijo con voz tonante–. Adelante a toda velocidad.
La gobernadora general de Deméter parpadeó al otro lado del escritorio.
–¿Qué?
–Un dicho de mi padre –le explicó Brodersen–. Significa que me pediste que viniera personalmente a tu despacho porque no querías que charláramos sobre lo que sea por teléfono, y ahora andas de puntillas alrededor del tema como si fuera un establo que no se limpia desde hace mucho.
Sonrió, para demostrar que sus intenciones eran buenas, aunque no estaba seguro de eso.
–No me mantengas aquí barajando metáforas más tiempo del necesario. Lis me espera para cenar y, si se pasa el asado, es implacable.
Aurelia Hancock frunció el ceño. Era una mujer robusta, bastante gorda, con rasgos fuertes y cortos cabellos grises. Un cigarrillo ardía entre dedos manchados de amarillo; el tabaco había enronquecido su voz y se rumoreaba que se daba una cantidad muy grande de inyecciones reforzadoras de cáncer. Como de costumbre, llevaba ropas a la moda de la Tierra, pero conservadoras, una túnica verde de cuello abierto con adornos plateados, pantalones acampanados y sandalias doradas.
–Estaba tratando de ser amable –dijo.
El pulgar de Brodersen aplastó el contenido de la cazoleta.
–Gracias –respondió–, pero me temo que no hay modo de que este tema resulte agradable.
Ella reaccionó.
–¿Cómo sabes de qué quiero hablar?
–Oh, bájate de esa incómoda plataforma, Aurie. ¿De qué va a ser, más que de la Emissary?
Hancock aspiró de su cigarrillo, lo bajó y dijo:
–De acuerdo, Dan. Tienes que dejar de propagar esas historias acerca de su vuelta. Simplemente, no son ciertas. Mi personal y yo tenemos ya bastante que hacer, sin necesidad de que surjan sospechas infundadas de que el mismo Consejo miente al pueblo.
Brodersen levantó sus pobladas cejas.
–¿Y quién dice que he estado propagando historias? No he aparecido en ninguna transmisión, ni he montado una plataforma para discursear en Godard Park, ¿no? Hace cuatro o cinco semanas te pregunté si sabías algo de la Emissary, y te lo volví a preguntar un par de veces, desde entonces, y tú me has dicho que no. Eso es todo.
–No es así. Has estado hablando...
–Con amigos, claro. ¿Desde cuándo controlan las conversaciones tus espías?
–¿Espías? Supongo que te refieres a los investigadores policiales. No, Dan; no es así. ¿Por quién me tomas? ¿Para qué iba a hacerlo, por cierto, con sólo medio millón de personas en Eópolis, y con lo que les gustan los chismes? Todo me llega automáticamente.
Brodersen la miró con renovado respeto. Su nombramiento había sido político. Tenía una actuación destacada en el partido de Acción de la Federación Norteamericana, era la colaboradora y la protegida de Ira Quick, pero, en general, no había hecho las cosas mal en Deméter, como intermediaria entre el Consejo de la Unión y una variedad de colonos cada vez más descontentos. (Un toque de piedad: Su marido había sido un poderoso abogado en la Tierra, pero aquí sus servicios no eran muy necesarios y a pesar de que disimulaba bien, todo el mundo sabía que era un alcohólico y no quería curarse. En todo caso eso hacía parecer aun más formidable a Aurelia Hancock.) Sería mejor jugar sus cartas con precaución.
–Primero hablé contigo –dijo.
–Sí, y te dije que seguramente yo me habría enterado si...
–No me convenciste de que mis pruebas fueran falsas.
–Traté de hacerlo, pero no me escuchaste. Piensa. A esa distancia, ¿cómo podía saber tu robot si era la Emissary? –Hancock volvió a fruncir el ceño–. El hecho de haber engañado al Control Astronáutico acerca de la verdadera finalidad de esa nave podría afectar la continuidad de tus licencias, ¿sabes?
Brodersen había esperado esta línea de ataque.
–Aurie –suspiró elaboradamente–. Déjame que te explique exactamente lo que ocurrió.
Encendió su pipa. Dejó vagar su mirada. La habitación y los muebles le gustaban; había pocos sintéticos, la mayoría habían sido hechos a mano con los materiales existentes unos setenta años antes, cuando hacía una sola generación que había humanos en Deméter. (Eso sería medio siglo terrestre –pasó por su cabeza–. Realmente he asumido este planeta, ¿no?) El revestimiento de madera clara de las paredes daba relieve a un florero lleno de pimpollos y a un asombroso holograma del monte Lorn con las dos lunas llenas sobre la nieve. A su derecha, dos ventanas se abrían sobre un jardín. Allí, rosas y césped terrestres llegaban hasta una cerca de hierro forjado, pero quedaba un enorme roble trueno del bosque desaparecido, con sus hojas azul verdoso exhalando un suave olor a jengibre. Las enredaderas crecían jubilosas sobre el metal. El tránsito ordinario se movía por la calle, peatones, ciclistas, la burbuja de un auto y la serpiente de un camión, zumbando sobre sus colchones de aire. En la acera de enfrente una casa moderna alzaba su trapezoide color pastel. Pero el cielo curvo era más azul que en cualquier lugar de la Tierra, y Febo por la tarde tenía una suavidad similar a la de Sol al atardecer. Durante medio segundo recordó que la presión barométrica era más baja y también la gravedad (80 por 100), pero su cuerpo estaba demasiado habituado para seguir sintiéndolo.
Aspiró de la pipa, saboreó el aroma entre la lengua y las ventanas de la nariz, y continuó:
–Nunca mantuve en secreto mi opinión. La teoría dice que una máquina T puede enviarte a cualquier lugar a su alcance del espacio-tiempo..., lo que significa espacio y tiempo. La Emissary seguía a una nave desconocida que había sido vista usando un pórtico en este sistema, obviamente para pasar entre dos puntos que desconocemos. Imaginé que la tripulación y los dueños serían amistosos. ¿Por qué no iban a serlo? Como mínimo, ayudarían a volver a la Emissary, una vez completada su misión. Y en ese caso, ¿por qué no enviarla a casa cerca de la fecha de partida?
–Ya he oído tu argumento –dijo Hancock–, pero después de que comenzaras tu agitación. Si te pareció tan plausible, tan importante, ¿por qué no presentaste antes un informe a la oficina indicada?
Brodersen se encogió de hombros. –¿Por qué? La idea no era una exclusividad mía. Además, sólo soy un ciudadano común.
Ella le miró con los ojos entrecerrados.
–El hombre más rico de Deméter no es exactamente un ciudadano común.
–No soy nadie al lado de los ricos de la Tierra –dijo con blandura.
–Como el clan Rueda, en Perú, con quienes tienes relaciones comerciales y familiares. No; no eres exactamente un ciudadano común.
Sin moverse, ella le miró fijamente. El se recostó, acunando la tibieza de la cazoleta, y la dejó mirarle. No porque se hiciera ilusiones acerca de su aspecto personal. Era un hombre grande, de un metro ochenta y ocho de estatura, huesos grandes, musculoso, ancho de hombros, pero en los últimos años había añadido centímetros a su cintura y parecía rechoncho. Su cabeza también era maciza, mesocefálica, su cara cuadrada con boca y mandíbula fuertes, una pronunciada nariz aguileña, ojos grises y separados con patas de gallo, la piel curtida y arrugada. Como la mayoría de los hombres en Deméter, iba afeitado y llevaba corto el pelo; que era liso, áspero, negro, con algunas franjas blancas, una última herencia de su bisabuela. Para esta reunión, como para la mayoría de las ocasiones, llevaba la ropa habitual de los colonos: un chaleco de piel de orosaurio sobre una blusa suelta, pantalones flojos metidos dentro de las botas cortas y un ancho cinturón con presillas que sujetaban pequeñas herramientas e instrumentos, además de un cuchillo en su vaina.
–A pesar de todo –dijo él, siempre en tono amistoso– no creo haber quebrantado ninguna ley, ni siquiera haberla torcido como para que sea ir reconocible.
–No estés demasiado seguro de eso.
–¡Hum! Será mejor que recordemos la historia desde el principio, a ver si puedes señalar el momento en que quedé fuera de la ley. Por lo demás, relájate y disfrútala.
Brodersen respiró hondo antes de continuar:
–Pensé, y lo comenté con diversas personas, que la Emissary podría volver pronto. Pocos me prestaron atención. Sí; como supusiste, patrociné ese observador robot que la Fundación envió a estudiar la máquina T, pero el trabajo que realizaba era legítimamente científico y todavía no me han dado una explicación satisfactoria de la razón por la que tuvo que colocarse en una órbita tan distante.
«Espera, por favor. Déjame hablar un minuto más... –Aunque sus párpados se entrecerraron, dulcificando la nota imperiosa, su voz siguió adelante–. Los reglamentos espaciales no exigen que los planes de investigación sean explicados en detalle. Y ¿qué tenía de malo mantener una lente enfocada a la espera de la Emissaryl ¿Me acusas de fraude? ¡Caray, Aurie, fue al revés!
»De todos modos, después de unos meses, el observador volvió y envió un mensaje a la estación a la que debía informar, en ciertas circunstancias. Te llamé y te pregunté... prudentemente, creo... si sabías algo del asunto. Dijiste que no. Consulté con la Tierra y todos dijeron que no, allí también. El caso es que no me gustaría llamar embusteros a todos. Y especialmente a ti, Aurie. Y sin embargo, hoy me has invitado a una discusión confidencial, acerca de la forma de amordazarme.
Ella se enderezó en su silla, se apoyó en el escritorio y lo desafió:
–Estás sacando conclusiones apresuradas desde el principio. Conclusiones absurdas.
–¿Debo correr descalzo por el establo para complacerte? –La nota de paciencia no era espontánea; había planeado su táctica mientras iba hacia allí–. Directa o indirectamente, tienes que haber oído mi razonamiento. Pero no importa; aquí está de nuevo.
»E1 robot registró un transporte de la clase Reina saliendo de un pórtico –dijo–. Por supuesto que estaba demasiado lejos para identificar la nave, pero nosotros los humanos no hemos construido ninguna otra cosa tan grande, y la forma era la correcta. O era una Reina o era una nave no humana de la misma clase. Luego, el robot registró a la Faraday, acercándose a la recién llegada y después siguió su trayectoria cuando seguían la senda Febo - Sol. Eso fue suficiente para que su programa decidiera que debía volver a casa e informar.
»Pese a eso, Aurie, no me precipité a armar un escándalo. Empecé por pedir a mis agentes en la Tierra que averiguaran exactamente dónde estaban todas las otras Reina en ese momento. Y resultó que ninguna de ellas podía haber sido vista por mi robot; todas estaban en el Sistema Solar o en éste.
«Mientras tanto, la Faraday volvió a Febo y reasumió sus funciones. Hice que uno de los directores de la Fundación preguntara cortésmente al capitán Archer lo que había sucedido. Respondió que nada raro, una nave de carga había tenido problemas en el tránsito hacia Sol y la había escoltado, como precaución, y que no, no era una Reina sino una Princesa, y si nuestro robot decía otra cosa, había que someterlo a una revisión general.
«Mira, Aurie. Sé que el observador está en perfecto estado. Así que, ¿qué diablos quieres que piense? O era una nave extraterrestre o era la Emissary, cosa bastante más probable. En cualquier caso, es la noticia más importante desde..., elígelo tú..., ¡y ninguna autoridad tiene una maldita palabra que decir sobre el tema!
Brodersen se inclinó hacia adelante. El caño de su pipa cortó el aire.
–Te concedo que probablemente, la mayoría de quienes mis agentes y yo hemos interrogado, son honestos –dijo–. Realmente, no tienen datos. En un par de casos, se tomaron el trabajo de hacer sus propias averiguaciones y no obtuvieron nada. Es comprensible que no hayan seguido preguntando. Su tiempo es valioso y yo tengo fama de alborotador. ¿Por qué iban a suponer que mis informaciones eran válidas? Sin duda, algunos supusieron que, por alguna obscura razón, yo mentía.
«Bueno, has estado en Deméter el tiempo suficiente para conocerme mejor, ¿verdad? Y, por mi parte, cuando me puse en contacto contigo por primera vez por este asunto y me dijiste que no sabías nada, te creí. Cuando volví a preguntarte y me dijiste que estabas investigando, también te creí. Sin embargo, desde entonces..., francamente, me siento cada vez más escéptico. Así que, ¿por qué me has mandado llamar hoy?
Hancock arrojó la colilla por un destructor de cigarrillos, sacó otro de una caja y lo encendió con un movimiento brusco.
–Dijiste que quería amordazarte –dijo–. Llámalo como quieras. Es lo que pienso hacer.
En realidad no me sorprende. Brodersen ordenó a los músculos de su tórax que se aflojaran y a su respuesta que fuera suave:
–¿Por qué razón, y con qué derecho?
Ella le miró sin acobardarse.
–He recibido una respuesta a mis mensajes sobre este asunto. Proviene de los más altos niveles de la administración. El interés público exije que, por un tiempo indefinido, no se publique ninguna información. Y eso incluye tus alegaciones.
–El interés público, ¿eh?
–Sí. Me gustaría... –La mano que llevaba el cigarrillo hasta los labios de Hancock, temblaba–. Dan, nos hemos enfrentado otras veces. Sé que te opones a ciertas políticas de la Unión y que te estás transformando en el portavoz de esa actitud aquí en Deméter. Sin embargo, te estimo y confiaba en que creías que yo también deseo lo mejor para este planeta. Y hasta hemos trabajado juntos, ¿verdad? Como cuando convencí al Consejo de que concediera esos fondos extra a la Universidad, como tú querías, o cuando persuadiste a tu altanero parlamento colonial de que aprobara la Autoridad Ecológica, haciendo caso a mis argumentos. ¿Podría pedirte hoy que sigas confiando en mí?
–Claro –dijo él–, si me das razones.
Ella meneó la cabeza.
–No puedo. ¿Sabes?, no me han dado detalles. Es tan importante... Pero tengo fe en quienes han pedido mi ayuda.
–Sobre todo en Ira Quick. –Brodersen no pudo neutralizar la acritud de su respuesta.
Ella se puso rígida.
–Como quieras. Quick es el ministro de Investigación y Desarrollo.
–Y una correa de transmisión del Partido de Acción, que encabeza todas esas facciones de la Tierra que prefieren que no vayamos a la galaxia. –Brodersen controló su temperamento–. No discutamos de política. ¿Qué es lo que puedes decirme? Supongo que podrás darme algún argumento para que entierre el hacha.
Hancock despidió humo mientras miraba fijamente la brillante colilla que sostenía en la mano.
–Me sugirieron un caso hipotético. Imagina que tienes razón, que la Emissary ha vuelto, efectivamente, pero que trae algo terrible.
–¿Una peste? ¿Un enjambre de vampiros? ¡Por el amor de Dios, Aurie! ¡Y el de María Santísima, y el de San José y San Pedro!
–Podrían ser simplemente malas noticias. Hemos dado muchas cosas por sentadas. Por ejemplo, que toda civilización tecnológicamente más avanzada que la nuestra tiene que ser pacífica, porque si no, no hubiese durado. Lo que, en realidad, es un non sequitur lógico. Supón que la Emissary descubrió una raza conquistadora de hunos interestelares.
–Estoy seguro de que los Otros no permitirían eso. Pero suponiéndolo, bueno, yo querría alertar a mi especie, para que preparara sus defensas.
Hancock sonrió desanimada.
–Fue un ejemplo improvisado por mí. Admito que no es muy plausible.
–Entonces dame uno que lo sea.
Ella hizo una mueca.
–De acuerdo. Ya que mencionaste a los Otros... supón que no existen.
–¿Eh? Alguien construyó las máquinas T y nos permite usarlas.
–Robots. Cuando los primeros exploradores llegaron a la máquina del Sistema Solar, la cosa que les habló no ocultó que era un robot. Hemos edificado nuestros conceptos acerca de los Otros basándonos solamente en lo que dijo. Que es poquísimo, si te paras a pensarlo, Dan. Supón que la Emissary hubiese encontrado pruebas de que estamos equivocados. De que los Otros se han extinguido. O de que nunca existieron. O de que son básicamente malvados. O de cualquier otra cosa que puedas imaginar. Eres un hereje nato. Nada de esto te parecerá imposible, ¿verdad?
–N-no. Pero me parece muy improbable. Pero suponiendo que fuera así, entonces, ¿qué?
–Tú podrías seguir siendo cuerdo; eres una persona excepcional. Pero la humanidad, en su conjunto, ¿podría?
–¿Dónde quieres llegar?
Una vez más, Hancock levantó su atormentada cabeza para enfrentarlo.
–Te gusta leer historia –dijo–, y como empresario eres una especie de político práctico. ¿Tengo que detallarte lo que significaría para nosotros la destrucción de la imagen de los Otros?
La pipa de Brodersen había muerto. La resucitó.
–Quizá debas hacerlo.
–Bueno. Mira, hombre –se sintió absurdamente conmovido por el americanismo. Compartían los mismos antecedentes, aunque ella venía del Medio Oeste. Y Joelle nació en Pennsylvania, recordó. ¿Dónde estarás ahora, Joelle?–. Cuando descubrieron que ese extraño objeto era una máquina T, y oyeron lo que el robot les dijo, sufrieron la más fuerte sacudida que había experimentado nunca la humanidad..., toda la humanidad. Habría que pensar en Jesús o Buda, para la fe, y la fe se extiende lentamente. Pero allí, de un día para otro, se encontraron pruebas directas de que existían seres superiores a nosotros. No sólo en la ciencia y la tecnología..., no; lo que dijo la Voz indicaba que estaban más allá como seres. Angeles, dioses, cualquier nombre que quieras darles. Y, aparentemente, benignos, pero indiferentes. Se nos dijo cómo podíamos ir de Sol a Febo, y cómo volver; que éramos libres de instalarnos en Deméter si así lo queríamos. El resto quedaba a cargo de nosotros, incluyendo cómo seguir adelante.
–Sí, claro –la alentó él.
–Probablemente ésa fue la causa más importante de la sacudida, la indiferencia. Súbitamente, los humanos comprendieron que no eran algo especial en el universo. Pero, al mismo tiempo, había algo a lo que aspirar. No es sorprendente que surgieran un millón de cultos, teorías, autoafirmaciones, locuras. No es sorprendente que, después de un tiempo, la Tierra estallara.
–Hum... Yo no creo que los Conflictos fueran sólo consecuencia de la revelación –dijo Brodersen–. El equilibrio que se había alcanzado era muy precario. Más bien creo que la idea de los Otros ayudó a evitar la locura colectiva..., evitó que las armas destructoras del planeta se usaran mucho..., así que la Tierra sigue siendo habitable.
–Como prefieras –replicó Hancock–. Lo importante es que la idea significó una gran diferencia, quizá mayor que la de cualquier religión tradicional. Bueno. Supón que la expedición de la Emissary haya descubierto que es una idea falsa. Como sugerí, quizá los Otros hayan muerto, o se hayan trasladado o sean menos de lo que pensamos, o peores de lo que pensamos. Deja que se sepa sin advertencia previa, deja que comentaristas histéricos derrumben los puntos de apoyo de cientos de millone de personas, y ¿qué puede pasar? La Unión no está tan arraigada como para sobrevivir a una locura generalizada. Y la próxima vez, las armas destructoras del planeta podrían dispararse.
»Dan –rogó–, ¿entiendes por qué tendremos que guardar silencio durante algún tiempo?
El chupó su pipa.
–Lo siento, pero necesitaré más detalles –respondió.
–Pero...
–Reconociste que todo era hipotético, ¿no? Bueno: no acepto la hipótesis. Si los Otros fueran monstruos, no estaríamos sentados aquí. Nos habrían destruido, o seríamos sus animales domésticos, o algo así. Se han extinguido..., hum, dime cómo una raza capaz de construir máquinas T va a permitir su propia extinción. Ni puedo imaginar que no sean mejores que nosotros; con esa clase de tecnología, ¿no mejorarías tu raza, suponiendo que no lo hubiese hecho la evolución? Y en cuanto a que se hayan marchado todos a vivir en alguna clase de universo paralelo..., ¿por qué iban a hacerlo, cuando este que tenemos está tan lleno de cosas divertidas que nadie podrá agotarlas antes de que se apague la última estrella?
–No dije que se tratara de esas cosas –dijo Hancock–. Eran sólo ejemplos.
–Hum. ¿Has oído hablar de la navaja de Ockham? De vez en cuando me afeito con ella.
–Sí; se trata de elegir la explicación más simple de los hechos.
–Exacto. Y, en este caso, ¿cuál es la más simple? Propongo que la Emissary volvió; que la historia que trajo tenía que ver con la forma de ir más allá de los dos sistemas planetarios que tenemos; que a ciertos políticos terrestres no les gusta la posibilidad y quieren suprimirla; y que tú, Aurie, has recibido tus órdenes. De todos modos, supongo que estás de acuerdo. Perteneces al Partido de Acción.
Brodersen ladró todo eso. Tanto daba que lo hiciera, entre la espada y la pared a causa de una decisión ya tomada, y quizá podría extraer alguna verdad de aquella que se había transformado en su enemiga.
Sin embargo, se sorprendió desagradablemente cuando ella dijo en su tono más frío:
–Considero eso como un insulto, capitán Brodersen. Pero no importa. Si no está dispuesto a colaborar libremente, tendré que obligarlo. No seguirá hablando como lo ha hecho hasta ahora.
El sintió frío. Había venido suponiendo que sería presionado, pero no que lo iban a maniatar.
–¿Has leído el Convenio? –preguntó en voz baja–. Quiero decir la cláusula sobre la libertad de palabra.
–¿Has leído las previsiones de emergencia y las leyes que fueron aprobadas para ponerlas en vigor? –replicó ella, aunque un poco dolorida.
–Sí. ¿Y qué?
–Declaro una emergencia. Vuelve dentro de cinco años y preséntate ante los tribunales. –Hancock cogió otro cigarrillo–. Dispongo de la policía. Hasta que nos pongamos de acuerdo, estás arrestado.
Quería decir que quedaría confinado en su casa y su correo y su teléfono serían intervenidos. Quizá fuera sincera cuando dijo que sus vigilantes sólo activarían las escuchas electrónicas cuando recibiera visitas. Podría manejar sus negocios como de costumbre desde su casa –actualmente se manejaban solos, de todas maneras– y podría dar cualquier razón que se le ocurriera, como un prolongado ataque de urticaria galopante, para justificar su encierro. Pero si decía que era por orden de Aurie, ella diría a los medios informativos que estaba detenido mientras se investigaba a su compañía por una sospecha de fraude.
Ella pensaba que, probablemente, podría dejarlo en libertad dentro de uno o dos meses. Dependía de lo que mandaran decir desde la Tierra.
El no desperdició esfuerzos protestando.
–Eres un gobierno, Aurie –observó. Cuando ella le miró inquisitivamente, explicó–: La única definición de gobierno que tiene sentido es ésta: un gobierno es la organización que se arroga el derecho de matar a la gente que no hace lo que ella quiere.
Podría haber añadido, además, que estaba haciendo una simplificación, ya que era obvio que ella actuaba en beneficio de un grupo cuya conducta bien podía ser ilegal; pero pensó que no valía la pena.
4
Dos corteses detectives de paisano escoltaron a Brodersen desde la casa de la gobernadora y le acompañaron a casa en su coche. Por entonces, Deméter estaba completando otro día, diez por ciento más corto que en Tierra. Sol estaba escondido detrás de la colina de Anvil, que asomaba azulgrís al final de la avenida de los Pioneros, con la cúpula del Capitolio, oro brillante, en su ladera. A la derecha y a la izquierda se extendía la ciudad, una ordenada vista de viviendas, pequeñas industrias, tiendas, empresas de servicios, la mayoría de los edificios rodeados por césped y flores. A su espalda, el río Europa, ancho y resplandeciente, se dirigía a la bahía Apolo y después al mar de Hefestos. La otra ribera era agrícola, campos de trigo y maíz, vividamente verdes en esta estación, contra unas pocas manchas azuladas de mariflora y paralluvia. Una luna estaba alta, a media fase, triste y multicolor en medio del azul sin nubes. Había alas allí arriba, frágiles y bucearos buscando sus nidos, alondras estelares subiendo para cazar en el crepúsculo. El aire soplaba fresco y traía aromas salvajes de la tierra firme del Este.
Qué hermoso es esto, pasó por su cabeza cuando salió, junto con unas líneas de su poeta favorito, escritas más de dos siglos antes:
Dios dio a todos los hombres toda la tierra para amar, Pero como nuestros corazones son pequeños, Ordenados, para cada uno habrá un lugar Amado por encima de todos;
y, al mismo tiempo, ¡No, maldición, no es suficiente! Tenemos todo un universo donde vivir, si podemos liquidar a los traficantes del poder.
Vividos, llegaron los recuerdos... la Tierra vista desde el espacio, pequeña, llena de brillantes torbellinos, infinitamente preciosa; cráteres lunares bajo el resplandor de las estrellas; un amanecer marciano, rojo, rojo, rojo, sobre las arenas, las rocas y los colores; la impresionante visión de Júpiter con sus muchas franjas; su primera visión de Febo a través de otras constelaciones. ¿Qué más había visto Joelle? ¿Qué otras cosas podía haber?
–Buen tiempo –dijo uno de los oficiales–. Parece que no habrá tormentas de verano hasta Hektos o Hebdomos.
–Sí –respondió maquinalmente Brodersen. Una parte suya notó que los chicos que iban con él habían nacido aquí. Usaban el calendario demetriano automáticamente. Había pocos átomos en ellos que hubiesen venido de la Tierra. ¿Qué pensarían individualmente de la libertad de la humanidad en el cosmos? Sin duda dirían que era una gran idea... hasta que algún neocolectivista les diera una estimación del costo social. ¿Y entonces qué? Se abstuvo de preguntar.
En cambio, giró hacia el suburbio de la Église de Saint-Michel. (No había tanto tránsito en Eópolis como para que los autopilotos fueran obligatorios.) El camino de la Montaña Oculta era dorado al atardecer, casas y jardines muy separados, bosques y praderas nativos entre ellas. Su propio alojamiento había sido proyectado para este clima, una casa de estilo hawaiano, en media hectárea de césped lódix y rosas terráqueas.
–¿Cómo pensáis volver? –preguntó mientras entraba en el autopuerto.
–Estaremos por aquí hasta que nos releven, señor –fue la respuesta.
–Aja. ¿Queréis tomar una taza de café?
–Mejor no, señor. Gracias, de todas maneras.
Brodersen sonrió ante el embarazo de sus pasajeros, que disminuyó un poco su irritación, y se alejó. Los policías salieron de la propiedad, desvaneciéndose detrás de un gran seto de davisia, buscando sin duda un emplazamiento que les permitiera vigilar la entrada principal y la del fondo.
Después de saludar con unas palmadas a su pastor alemán entró en la casa. El salón era largo y alto; las paredes estaban revestidas de madera, como el despacho donde había estado, y tenía una arcaica chimenea de piedra que él mismo había hecho, enfrentada a un ventanal que daba al patio. Estaba lleno de fragancia, gracias a las flores que había dispuesto su mujer. Estaba escuchando música, su adorado Sibelius, pero no muy alta, mientras, sentada en un sofá con el gato en el regazo, estudiaba un informe de ingeniería. (Después de contratarla había descubierto pronto que merecía rápidos ascensos; después de casarse la hizo su socio. Estos días, Elisabet Leino ocupaba buena parte de su tiempo en actividades ajenas a las Empresas Chehalis: cívicas, teatrales, hortícolas –por no hablar de dos vivaces criaturas–, pero la compañía no funcionaría bien sin ella.)
–Hola –dijo. Apoyó los papeles y se levantó, con la intención de besarlo. Era una mujer ágil de piel marfileña, cabellos castaños y voz ronca; llevaba un vestido corto que hacía justicia a sus piernas. Sus rasgos acusados, casi clásicos, perdieron su aspecto de alegría–. Estás lleno de arrugas. No te ha ido bien, ¿verdad?
–Quiero cerveza –gruñó él, y sacó una botella de la pequeña nevera que había en el bar. Recordó sus modales–. ¿Tú también quieres una?
Ella se acercó y le besó ligeramente.
–Esperaré a la hora del aperitivo. ¿Qué pasó, cariño?
–Mucho, y todo malo. –Sirvió en una jarra de plata de un juego que había traído en su último viaje a la Tierra, al diablo con el exceso de equipaje, para su noveno aniversario de bodas, en este año demetriano. El contacto en su mano y la amarga frialdad en su boca lo confortaron.
Ella lo estudió.
–Ya has decidido lo que vas a hacer –dijo.
–Estoy trabajando en eso. Tú estás incluida, por supuesto; empezarás como principal consultador.
–Entonces, cuéntame. –Lo cogió de la mano y lo llevó hasta el sofá.
Ella se sentó mientras él andaba y hablaba, tragando entre frase y frase. Al final, resumió:
–A mí me parece obvio. Un grupo de tipos antiestelares han formado una cabala. Deben de tener miembros en varios gobiernos nacionales y sin duda en el Consejo de la Unión, la burocracia y los cuerpos espaciales. Es muy posible que se hayan tomado más en serio de lo que dijeron la posibilidad de que la Emissary volviera antes de lo previsto y estuvieran a la expectativa. De modo que están manteniendo incomunicada a la nave mientras deciden qué hacer con ella. Mientras tanto, yo he hecho demasiado ruido, de modo que le dijeron a Hancock que me pusieran un bozal. No creo que forme parte de la conspiración, pero es leal al Partido de Acción en general y a sus patrocinadores políticos en particular. Si le dicen qué su deber es obligarme a callar, lo acepta sin hacer preguntas inconvenientes. –Se encogió de hombros–. Supongo que tengo que agradecer que no sea del tipo que toma medidas más enérgicas de las que ha tomado.
Lis dejó que cayera un poco de silencio junto con al crepúsculo antes de murmurar:
–Supongo que no hay ninguna posibilidad de que hayan actuado bien.
–¿A ti qué te parece?
–Oh, hemos hablado de esto muchas veces y sabes que estoy de acuerdo contigo. Simplemente, me lo preguntaba. Me parece odioso imaginar corrupción en las altas esferas de la Unión... ¡La Unión! ¿Qué piensas hacer?
El se detuvo, la contempló y dijo:
–¿Qué puedo hacer salvo ser un buen chico? Y tú serás una buena chica. Hancock aceptó que te dijera lo que sucede, pero me advirtió que también te encerraría si hablabas. Haremos saber que estoy..., hmmm, «indispuesto» durante varias semanas no será creíble..., que me he hecho ermitaño para desarrollar una nueva idea para el negocio, que debe mantenerse en secreto hasta que esté lista. Y tú ocuparás mi puesto en el despacho.
–¿Qué? –Estaba atónita–. ¿Tú, Dan, tan manso? El meneó la cabeza y apoyó un dedo en los labios.
–¿Qué podemos hacer? Podría ser peor que unas vacaciones forzosas. Puedo leer alguno de esos libros que siempre estás recomendándome. Mira, preciosa, estoy cansado y malhumorado y no podré apreciar tu cena si no puedo relajarme un poco antes. ¿De acuerdo?
La mirada de ella reflejó la comprensión.
–De acuerdo –dijo.
Por lo tanto, durante el rato siguiente se dedicaron a la rutina familiar. Después de una segunda cerveza, llevó a los niños al cuarto de recreo para la media hora larga con papá que les pertenecía por derecho propio. Mike, que iba a cumplir tres años (dos, según el calendario terrestre), se contentó con dar saltos, riendo, ser balanceado por un tobillo y acompañar algunas canciones sin palabras. Era un poco más entonado que su padre, aunque eso no era decir mucho. Barbara, de siete años, pidió además que le hiciera un dibujo y le contara la última entrega de su saga de Pietorcido, el orosaurio. (En su infancia, el Capitán General John le había contado acerca de Pietorcido, el oso, pero eso sucedía en la Tierra.) Terminó la aventura bastante abruptamente con un seguro retorno al castillo de Queets.
La niña sintió su prisa.
–¿Vas a marcharte de nuevo? –preguntó.
–No estoy seguro, cariño –respondió. Algo se removió en su interior–. Quizá tenga que hacerlo.
Cuan tibia la sentía entre sus manos.
–¿Por mucho tiempo?
–Espero que no. Sabes que a veces tengo que salir de viaje para ganar dinero. Si debo irme, bueno, volveré a casa lo más pronto posible, con un montón de regalos y un montón de cuentos nuevos. –Abrazándola–. Ayudarás a mamá como las otras veces, ¿verdad? Esa es mi niña.
Ella le echó los brazos al cuello.
Suponía que los espías, que podían estar utilizando escuchas, a pesar de la promesa de Hancock, no darían importancia a ese diálogo. Sin embargo, cuando los niños volvieron a su habitación y se sentó a beber una copa con Lis, tomó la precaución de comentar:
–Acerca de mi confinamiento... me pregunto si me darán permiso para visitar Chinook. Hay varias cosas que debo atender personalmente. Hasta Barbara se dió cuenta de que estoy deseando ir allí. Podrían mandarme con un par de malditos guardias, para asegurarse de que no revelo secretos.
–Bueno, podrías intentarlo –respondió ella. –Lo haré dentro de unos días, cuando se hayan enfriado las pasiones.
Entendiendo tan bien como su hija el estado de ánimo de Dan, Lis cambió de tema. Siempre tenían mucho de que hablar; su negocio era enormemente variado. Che-halis poseía la mayor parte de las naves espaciales del Sistema Pebiano y se ocupaba de la mayor parte de las empresas de Deméter, por su cuenta o como contratista: transportes, minería, fábricas, exploraciones, investigación pura. Todo esto la comprometía inevitablemente con amplios aspectos de la economía y la política de la colonia y cada vez más, con la Tierra. Más allá de eso, aunque no tenían ambiciones políticas, ambos seguían con mucho interés los asuntos públicos, salían juntos a navegar o a explorar a pie, esquiaban, hacían patinaje artístico, jugaban al tenis, al ajedrez despreocupado y al póquer maquiavélico, trabajaban en la casa y en el jardín y a menudo salían a pasear, para observar las estrellas y preguntarse qué habría más allá. Esta tarde, hablaron de algunos descubrimientos recientes, acerca de una extraña relación entre los hipersáuridos dominantes, y los teroides primitivos a lo largo del litoral del golfo, y casi olvidaron sus problemas. Después, los niños alegraron la cena.
Pero cuando sólo estuvieron despiertos marido y mujer, Brodersen dijo:
–Estoy inquieto. Trataré de arreglar ese grabador de monofilmes. ¿Por qué no vienes y me ayudas?
El proyecto no era uno de los hobbies de Lis, pero recibió el mensaje y dijo: –Bueno.
Fueron hasta el taller. Media hora después, él terminó de armar el aparato que necesitaba gracias a su generosa provisión de recambios, y lo puso en funcionamiento. Un silbido llenó la habitación atiborrada de equipo. Chasqueó la lengua. –Vaya. Ineficaz.
–¿Es para cubrir nuestras voces? –inquirió ella. Había comprendido su preocupación. En la granja de sus padres en la región de Trollberg se hablaba finés, y él había aprendido unos cuantos idiomas en sus años de vagabundeo por la Tierra, pero los únicos que tenían en común era el inglés –su lengua cotidiana– y el español, idiomas que hablaba cualquier policía.
–No –explicó él–. Los sonidos no serían suficientes, por lo menos sin un montón de equipo heterodino especial. Esto no es más que un generador de ruido radial de banda ancha que tendría que interferir las comunicaciones electrónicas en un radio de doscientos metros y parecer accidental. Estoy suponiendo que la oposición ha colocado escuchas en nuestras paredes para grabar las conversaciones. Es muy fácil; esas cosillas son muy pequeñas. Puedes alojarlas en los setos tirándolas con una honda.
El miedo la rozó.
–¿Realmente crees que Aurie Hancock daría esa orden y que la policía la obedecería? Se supone que Deméter es una sociedad libre.
–Se supone. En realidad es un grupo de sociedades, y hay muchos países madre que no son exactamente libertarios. Si yo fuera gobernador, mantendría dentro de la policía a unos pocos hombres cuyos antecedentes no incluyeran el respeto por la intimidad. Un día podrías necesitarlos para enfrentarte con criminales que consideraran este planeta como un agradable coto de caza.
Brodersen se sentó en la mesa de trabajo, balanceando las piernas.
–De todas maneras, Lis, no creo que hayan instalado micrófonos; lo supongo. Este asunto es demasiado gordo para ser optimista. Mañana haz venir a Mamoru Sai-go con un detector, para que busque escuchas. Si encuentra alguna..., hum, te sugiero que la destruyas, pero primero transmite un mensaje diciendo que si vuelve a suceder recurrirás a los tribunales y a los medios de comunicación.
Ella quedó muda entre las herramientas mientras su mirada lo observaba. La ventana que había detrás de ella estaba cerrada y con las cortinas corridas, pero exhalaba frío, como transmitiendo la obscuridad externa.
–Entonces, no estarás aquí. –Lo sabía.
El buscó la pipa y el tabaco.
–Me parece que no, cariño. No podemos dejar que esos hijos de perra nos hagan eso, ¿verdad? ¡Se trata del futuro de la exploración espacial de la humanidad! Además no habrás olvidado que el primer oficial de la Emissary es Carlos Rueda Suárez, mi amigo, el primo de Tony. No olvido a mi familia.
–Ni tampoco a Joelle Ky, si vive –dijo Lis en voz baja.
El hizo una mueca viendo el dolor de ella.
–Sí, claro; otra vieja amiga.
–Más que una amiga –Lis levantó una mano–. No; no te molestes en fingir. Nunca he puesto objeciones a tus escapadas, ¿verdad? Me gustaría conocer a Joelle. Debe de ser muy especial si significa tanto para ti. Nunca la has nombrado con tanta indiferencia como supones.
–De acuerdo –dijo él, sonrojándose–. No es que nos hayamos puesto románticos, ¿sabes? Es demasiado... rara para eso. Pero... de todos modos, lo principal es que no veo cómo la cabala podría dejar en libertad a la Emissary. La publicidad sería calamitosa para sus fines y arruinaría sus carreras. Al mismo tiempo, es peligroso retener prisioneros. Pueden decidirse por hacer una masacre.
–Si son tan villanos. Si existe una cabala.
El asintió:
–Correré el riesgo de equivocarme.
–Tu vida también correrá riesgo, Dan.
–No mucho. Honestamente, valoro mi pellejo. Es el único que tengo.
–Básicamente, ¿qué quieres hacer?
–Ir a la Tierra. Investigar. Actuar. Principalmente, alertar al clan Rueda. Como mucho, habrán oído algunos rumores. No les he escrito directamente, como sabes, porque no estaba seguro de mis datos; cuando los confirmé fui tan ingenuo que pedí a Aurie que investigara más y hoy me tiró la vajilla a la cabeza. Seguramente interceptarán nuestra correspondencia y la detendrán si dice algo inconveniente. Nadie que yo conozca en Deméter a quien pudiera contarle esto tiene vinculaciones en la Tierra. No; debo ir personalmente a Lima, a hablar con el Señor( En castellano en el original.)
–¿Cómo?
El dejó de rellenar la pipa y sonrió a medias.
–Lis, sólo con esa pregunta simple y práctica, conseguirías que me enamorara de ti.
No la había visto sonrojarse y bajar la vista desde hacía mucho tiempo. Ella apretó su muslo:
–Somos socios, ¿recuerdas?
–Difícilmente lo olvidaría. –Apoyó su aparato de fumar y le cogió una mano–. De acuerdo; no tenemos tanto tiempo, será mejor que empecemos a conspirar.
«Todavía no tengo un plan exacto. En general, supongo que es necesario que yo desaparezca y quede fuera de su alcance. Inmediatamente. Si no soy visto ni oído durante los próximos dos o tres días, Aurie dará por sentado que estoy encerrado y de mal humor. Pero después de eso parecerá raro si no hago una llamada telefónica de vez en cuando. Así que arrancaré esta noche.
Ella no pidió detalles. Nadie más que ellos sabía de la existencia del túnel. Unos años antes había alquilado una excavadora para agregar una bodega a su refugio para tormentas. Y ya que la tenía, excavó un túnel hasta el centro del bosque que había al norte de su casa, reforzándolo con cemento instantáneo. Eso había sido durante la grave disputa, en y alrededor de la Tierra, acerca de la jurisdicción y los derechos de propiedad en los asteroides, cuando durante un tiempo la Liga Iliádica estuvo al borde de la secesión. Si esa federación de colonias lunares y orbitales dejaban la Unión –y la Unión, probablemente, recurriría a las armas para traerlas de vuelta– Dios sabía lo que podía suceder, también en Deméter. La crisis se desvaneció, tras un malhumorado compromiso, pero Brodersen todavía se reprochaba no haber construido antes una salida secreta de su casa. Había visto suficientes desastres, la mayoría causados por los gobiernos, como para haberse asegurado desde el primer momento.
Desde el bosque podía andar cinco kilómetros hasta una solitaria parada de aerobús, volar a una ciudad distante y alquilar un coche. Poseía un par de identidades falsas, completadas con excelentes cartas de crédito, para proteger su intimidad cuando él y los suyos viajaban. En la charca que era Deméter, con menos de tres millones de habitantes, era una rana más llamativa de lo que hubiera deseado.
–¿Y después? –preguntó Lis.
–Pensemos –dijo él, encendiendo la pipa y sorbiendo humo–. Obviamente, necesitaré transporte hacia Sol, transporte que me sea útil cuando esté allí. La Chinook... ¿qué otra cosa?..., su tripulación, las provisiones de a bordo, la lancha auxiliar. Además, la Williwmo fue diseñada prácticamente para trabajos como sacarme sin ser visto de cualquier lugar de este planeta.
–¿Y cómo esperas pasar la Chinook por el pórtico, con esa nave de vigilancia?
El sonrió. La posibilidad de manejar, en vez de ser manejado, lo alegraba muchísimo. No era que se alegrara del lío en que estaba metido. Pero en los últimos años, sus jornadas se habían vuelto demasiado previsibles para su gusto.
–Ya veremos. Si no puedes conducir las negociaciones, será mejor que nos presentemos a la clínica geriátrica. Así, en principio..., hum..., bueno, «Aventureros», la compañía madre de Chehalis, ciertamente necesitaría otra nave de carga grande en el Sistema Solar, y como la Chinook no va a salir al espacio, bueno, podríamos alquilarla allí. –Chasqueó los dedos–. Pero claro, eso le proporcionaría una razón oficial perfecta para entrar en contacto con los Rueda.
Se inclinó hacia adelante y habló con total seriedad. –Sí, contemos con eso. Mañana, llamas a la tripulación. Habla de un posible viaje a Sol, casi sin preaviso, e invítalos aquí para discutirlo. La Hancock me dijo muy francamente que nos escucharían siempre que recibiésemos visitantes, y provocar interferencias en ese momento sería demasiado sospechoso. Pero puedes preparar resúmenes escritos y toda la conversación real puede ser por escrito mientras se dicen cosas inocentes que también puedes escribir por anticipado. Yo los elegí, son inteligentes y rápidos. Su actuación será convincente. Lis frunció el ceño.
–¿Y estarán dispuestos a una aventura tan arriesgada?
–Bueno; algunos pueden sentir un verdadero respeto por la ley, o algo así. Pero estoy seguro de que si alguno rehusa, será lo suficientemente leal como para no ir corriendo a contarlo todo. No los elegí para que fueran mi tripulación en un posible viaje a nuevos planetas sin tratar de conocerlos bastante bien.
–Aun así, Aurelia no es tonta. Si se entera de que la Chinook está por zarpar, pondrá objeciones, con cualquier pretexto, para no correr riesgos.
–No tiene por qué saberlo. El despacho del Gobernador General no se ocupa de las entradas y salidas de naves. No dudo de que podrás arreglarlo.
Brodersen vaciló antes de agregar:
–Esto... finalmente, estará segura de que he desaparecido y muy posiblemente imaginará que entré de contrabando en la nave. Supongo que tendrás que escuchar unas cuantas cosas.
–Además de escuchar puedo hablar –le aseguró ella.
El sonrió.
–Sí, lo sé muy bien. No veo cómo podría causarte problemas serios sin enseñar la mano, y no puede hacerlo. ¿Qué podría probar salvo, quizá, que ayudaste a tu marido a escapar de una dudosa custodia legal? Y si eso se discutiera en un juicio, ¡huy!
–Podría inventar algo peor –dijo Lis–. No creo que quiera; básicamente no es un comisario. Pero podrían ordenárselo.
–Nuestros abogados pueden prolongar durante meses la discusión de un caso –le recordó él–. A esas alturas habré hecho estallar el maldito abceso. Claro que si fracaso...
–No te preocupes por mí –interrumpió ella–. Sabes que me las arreglaré.
Volvió a callar, de pie junto a él.
–Tendré miedo por ti –dijo finalmente.
–No temas. –Cambió la posición de la pipa y le rodeó los hombros con el brazo.
–Bueno; si tienes que marcharte, hagamos un plan cuidadoso. Para empezar, ¿cómo nos comunicaremos?
–Por medio de Abner Croft –propuso él. Era una de sus personalidades ficticias. Abner Croft tenía una cabaña en el lago Artemisa, a cien kilómetros de distancia. Su teléfono tenía un chisme militar que Brodersen había descubierto en la Tierra y reproducido para sí mismo, durante la crisis Iliádica, como una precaución extra. Si la línea era intervenida, sólo se podían oír unas pocas conversaciones banales, grabadas con anticipación. Lis y él se habían divertido inventando varias, disimulando sus voces o alterándolas con el voder. El podía entrar en el circuito desde cualquier teléfono solicitando una conferencia; a la maquinaria interruptora no le importaba.
–Hum –dijo ella–. ¿Dónde crees que estarás?
–En las Tierras Altas. Es el lugar lógico, ¿no?
Ella hizo una pausa.
–¿Con Caitlin?
Desconcertado por la gravedad de su tono, tartamudeó:
–Bueno..., en fin..., allí está ella en esta época del año. Todos sabrán dónde encontrarla y les parecerá natural que un forastero quiera escuchar algunas de sus canciones. ¿Y quién podría ocultarme mejor, o decirme dónde puede aterrizar la lancha... o lo que sea?
La pipa soltaba nubes de humo. Lis volvió a tocarlo y esta vez no lo soltó.
–Perdona que te lo haya preguntado –dijo en voz baja–. No estoy protestando. Tienes razón; ella podrá ayudarnos mucho. Pero... ¿sabes...? no, no estoy celosa, pero quizá nunca vuelva a verte después de esta noche, y ella significa mucho más para ti que Joelle, ¿no es cierto?
–Oh, cariño. –El apoyó la pipa, bajo la mesa y la abrazó.
Con la cabeza apoyada en su pecho, abrazándolo con fuerza, dejó salir las palabras, aunque en tono bajo.
–Dan, amor mío, compréndeme. Sé que me amas. Y cuando fracasó mi horrible matrimonio anterior, cuando te conocí... Todo lo que has sido afirma que me amas. Pero tú, tu primera esposa... nunca fuiste tan feliz como cuando tenías a Antonia, ¿verdad?
–No –confesó él contra su voluntad–. Pero tú me has dado...
–Calla. Te he dicho claramente que no me importa tanto... si de vez en cuando vagabundeas un poco. Conoces a mucha gente, y en general no te acompaño en tus viajes de negocios a la Tierra, y eres un toro muy atractivo, ¿te lo he dicho alguna vez? No; calla, cariño, déjame terminar. Joelle no me preocupa. Por lo poco que me has dicho, hay algo de brujería en ella..., una holoteta y... Pero nunca inventaste pretextos para volver a ella. En cambio, Caitlin...
–Ella tampoco... –intentó él.
–Me dijiste que era sólo una amiga y amante ocasional. Bueno; no me habías dicho eso de nadie. A tu manera, eres muy reservado, Dan. Pero pese a eso, he llegado a conocerte. Os observé cuando ella vino de visita. Caitlin se parece mucho a Toni, ¿no?
Como respuesta, él sólo pudo estrecharla con fuerza.
–Dijiste que yo tampoco tenía por qué ser monógama –continuó Lis–. Y quizá no siempre lo seré.
Tragó una risita.
–Qué par de anacronismos somos... ¡conocemos el significado de «monogamia»! Pero desde que nos casamos, Dan, nadie ha valido la pena. Y nadie la valdrá mientras estés de viaje y yo no sepa si volverás.
–Volveré –prometió él–. Volveré a ti.
–Harás todo lo posible, seguro. Lo que es mucho. –Levantó la cara y él vio lágrimas, y las sintió y las saboreó. Ella continuó–: Lo siento. No tendría que haber hablado de Caitlin. Pero... dale recuerdos míos, por favor.
–Hace un rato te dije que tu pregunta práctica podía hacer que me enamorara de ti –tartamudeó–. Y ahora... esto. Tú eres total, increíblemente buena.
Lis se soltó, retrocedió y dejó caer sus manos desde las costillas hasta las caderas de Dan. Después dijo con voz ronca:
–Gracias, amigo. Ahora... mira, ésta será una noche breve; querrás coger el aerobús cuando los pasajeros estén adormilados... y todavía tenemos que conspirar mucho. Pero primero... ¿mmmmmmmm?
La calidez lo invadió.
–Mmmmmmmm –respondió.
5
Las Tierras Altas se alzaban a trescientos kilómetros al este del mar Hefestos y a dos mil al norte de Eópolis. Allí se habían instalado muchos emigrantes del norte de Europa, durante el siglo pasado. Como la mayoría de los colonos, en cuanto fue posible sobrevivir más allá del pueblo original y su apoyo tecnológico, tendieron a agruparse entre sí. Granjeros, ganaderos, carpinteros, cazadores, vivían en condiciones primitivas a causa de la falta de maquinaria; los costes de transporte desde la Tierra eran enormes. Después, cuando la industria de Deméter comenzó a crecer, adquirieron equipos modernos, pero no muchos, porque mientras tanto habían desarrollado métodos para enfrentarse con las condiciones locales. Además, a la mayoría no le gustaba depender de forasteros. Ellos, o sus antepasados, habían emigrado para liberarse de gobiernos, corporaciones, sindicatos y otros monopolios. Esa actitud sobrevivía.
La gente que la asumía había desarrollado toda una ética. En sus casas, muchos de ellos seguían hablando su idioma original, pero dada su variedad, el inglés ere la lengua común, en un nuevo dialecto. Las tradiciones se mezclaban, sufrían mutaciones o surgían espontáneamente. Por ejemplo, en el solsticio de invierno –frío, humedad, nieve en esta parte del continente que los humanos llamaban Ionia– festejaban Yule (no Navidad, que todavía se regía por el calendario terrestre) con comilonas, alegría, adornos, regalos y reuniones. Después de medio año del calendario de Deméter, encontraban otra ocasión para reuniones, con más aire de bacanales.
Entonces cada hoguera saludaba a otra hoguera a través de la distancia, mientras alrededor de ellas se bailaba, se bebía, se cantaba, se bromeaba, se apostaba, se competía, se hacía el amor, desde el amanecer hasta la puesta del sol.
Durante los últimos tres años, Caitlin Margaret Mulryan había suministrado música en esa estación a quienes se reunían en Trollberg, cuando no estaba ocupada en placeres asociados. Se había puesto nuevamente en camino, ya que el viaje era parte de la diversión. Mientras andaba, practicaba la última canción que había hecho para el festival, moviéndose a ritmo de vals, mientras se alzaba su clara voz de soprano:
En la noche de verano
brilla el rocío plateado.
Coge bien fuerte mi mano
Porque en nuestras tierras la música ha despertado.
Sus dedos saltaban por el tablero de control del sonador que sostenía debajo del brazo izquierdo. Programada para imitar una flauta, aunque más sonora, la caja de color caoba acompañaba el ritmo de su canción:
¡Arriba y abajo, baila alegremente! La dama vuela como la risa Desde las montañas a las tierras calientes. Y todos disfrutan de esta guisa.
Sus zapatos levantaban nubes de polvo. A su alrededor, las montañas soñaban a la luz ambarina de Febo que declinaba en el oeste, cerca de su punto más al norte, en un cielo en que unas pocas nubes blancas eran arrebatadas por el viento. El camino seguía el río Astrid, lleno de ondas y remolinos, verde de harina glacial, a su derecha, bajando hacia Aguabranca, donde desembocaba en el caudaloso Europa. Más allá de las aguas había tierras vírgenes nativas, que bajaban abruptamente hacia un valle ya obscuro, vestido de vegetación verdeazulada donde no surgían los peñascos... lódix, parecido a hierba o trébol, adornado con pétalos de puntas de flecha y pimpollos de sol, entre setos de altas lanzas rojas y flexibles dafnes. Había enjambres de insectoides, alas de llama de rico colorido, saltamatas que brincaban, multitud de embustes. Un frágil de plumaje brillante pasó volando, un juglar pió desde un matorral, una pareja de bucearos levantó el vuelo y un draco se cernía en las alturas; éstos no eran pájaros sino hipersáuridos, como todos los vertebrados bien desarrollados de Deméter. Aromas que recordaban a la resina y la canela eran arrastrados por la brisa del sur que refrescaba rápidamente la tarde.
A la izquierda de Caitlin había una cerca metálica. Bastante nivelada, hasta una escarpadura a tres o cuatro kilómetros, esta tierra había sido dedicada al pastoreo para ganado terrestre y, más allá, en campos de cebada, para los humanos. Para los invasores del espacio, la carne y la vegetación de Deméter eran frecuentemente comestibles, a veces deliciosas. Ella había estado cogiendo lunamoras, manzanas perladas y dulcifrutos desde que había bajado del bus en Freidorp. Pero no tenían todas las vitaminas y aminoácidos necesarios, y contenían algunos inútiles. Las plantas importadas eran de un verde intenso y el ganado que pacía en ellas increíblemente rojo.
Detrás de ella el camino desaparecía de la vista tras una colina. Adelante, trepaba como una culebra. Más allá de la cumbre siguiente, veía Trollberg, cubierta de bosques y prados hasta la cima. Detrás, borrosas como fantasmas, flotaban las cumbres nevadas de las montañas Faecianas, y el monte Lorn, su señor.
La música chispea
Y ella ante él se balancea.
Con su guirnalda de luz de estrellas
que cubre la cabeza de las más bellas
¡Arriba y abajo, baila alegremente!
La danza vuela como la risa...
Caitlin se detuvo. Había salido un garmo de un matorral. Pelaje gris, hocico redondeado, cola corta, el tamaño de un tigre, cruzó delante de ella con tanta gracia que le cortó el aliento. Ninguno de los dos sintió temor. A los carnívoros de Deméter no les gustaba el olor de los animales terrestres, y nunca los atacaban. Los cazadores humanos, por su parte, trataban de preservar el equilibrio de una naturaleza que les proporcionaba pieles para la venta, y el Consejo Popular de las Tierras Altas había declarado especie protegida a los garmos.
El animal también se detuvo y la contempló. Vio a una mujer joven. (Su edad exacta era de treinta y cuatro años, aunque como había nacido en la Tierra, los consideraba veinticinco.) De altura mediana, busto generoso, piernas largas, esbeltez de mimbre, llevaba una melena rizada de color castaño cobrizo que caía hasta sus hombros. Su cara era ancha en la frente, alta en los pómulos, ahusada en la barbilla, pero su boca era grande y llena. Debajo de las obscuras cejas arqueadas había ojos esmeralda y una nariz respingona. El aire libre había tostado su piel blanca, agregándole un montón de pecas. Su túnica y sus pantalones estaban muy usados. Un criocinturón, faja alegre como el arco iris, los rodeaba. En una mochila llevaba una muda de ropa, un saco de dormir, un poco de comida seca, los poemas de Yeats y otras cosas necesarias para viajar.
–Alabada sea la Creación –susurró–. Eres bellísimo, semental mío.
El garmo volvió a desaparecer en sus dominios. Caitlin suspiró y continuó su camino.
El desdeña el césped que antaño pisó.
Con su brazo radiante rodea su cintura
y la hace girar en torno al mundo.
Así, en su vértigo, ella lo percibe,
ligero como el viento y más alto que los árboles.
Se remonta gozoso.
Había empezado a cantar nuevamente, pero se interrumpió. Saliendo de atrás de una enorme roca que había detrás de la cerca, había aparecido un hombre. Igualmente sorprendido, después de un instante levantó la mano y gritó un saludo. Caitlin se le acercó corriendo. Vió que él también era joven, fuerte, rubio. Vestido con un mono, llevaba un cuerno hecho con un asta de tordenero, para llamar a sus vacas.
–Buenos días, mi niña –dijo con acento cantarín cuando ella llegó a su lado. En estas tierras, eso era muy cortés–. ¿Cómo va para ti?
–Muy bien. Te deseo lo mejor del día –respondió ella en el suave inglés de su tierra natal, que mucho tiempo antes había adoptado la lengua de sus conquistadores, apropiándosela.
–¿Puedo preguntar adonde vas?
–A Trollberg, para la fiesta del verano.
Los ojos de él se abrieron mucho.
–¡Ah! Eso suponía. ¿Eres Cathleen, cierto? Te llamaría señorita, como debe hacer un caballero, pero ignoro tu apellido. Nadie parece usarlo.
Ella toleró su pronunciación. Pocos Sasenachs o cabezas cuadradas podían hacer algo mejor.
–Sí, porque sólo estoy aquí cuando vuelve el sol, cuando toda la provincia es una gran taberna. Es un hermoso país este, y de gente amable, pero hay mucho más donde viajar en el planeta. ¿Y quién eres?
–Elias Daukantas. De la granja Vilnus. –Señaló hacia atrás con el pulgar. Sobre una hilera de álamos se levantaba lo que debía ser el humo de una chimenea. Tímidamente–: He oído mucho acerca de ti y desearía que Trollberg estuviera en la vecindad. O, por lo menos, la fortuna de haberte visto arribar antes. Ah..., ¿siempre caminas?
Ella asintió.
–¿Para qué conducir y no saber por dónde voy?
–Pero ¿dónde pasas tus noches? Nunca he oído que visites nuestras escasas posadas, aunque más de dos mesoneros dicen que te pagarían bien por una noche de música.
Ella sonrió, para mostrar que no se había ofendido, mientras replicaba:
–Los bardos no cantan para ganar dinero, terrateniente Daukantas y creo ser un bardo, aunque no un Brian Merriman. Podemos aceptar presentes, pero cantamos por amor u hospitalidad. Duermo donde me dan la bienvenida, si no, extiendo mi saco en el lódix.
Torpe, él exclamó:
–¿Pero cómo vives? –y luego sus mejillas enrojecieron por el atrevimiento.
–¿Te sientes embarazado? –dijo ella alegremente, dando una palmada a la mano que aferraba la cerca–. Vaya, si todos me preguntan eso.
A propósito, siguió hablando en eopolitano. –Fui a la escuela de Medicina, aunque no me licencié. En invierno trabajo en la ciudad y su zona de influencia, desde el Hospital de San Enoch. La escasez de personal médico me permite dictar mis propios términos. Por supuesto, si fuera una persona decente trabajaría a jornada completa. Pero como toda mi alma no bastará para explorar Deméter... –Se puso tensa–. Y cuando tengo que ver gente que sufre...
Se interrumpió, se estremeció, liberándose de la tensión y rió.
–Por favor, ¡si no hablo más que de mí! ¿Hablaremos de ti?
–Nada hay que decir. Este es el lugar de mi padre y yo soy su tercer hijo.
Ella inclinó la cabeza a un lado. –¿Eres soltero, entonces? El asintió.
–Tja, conocéis nuestras costumbres en las Tierras Altas. Cuando me case podremos quedarnos en la casa grande, como socios, u obtener ayuda para limpiar tierras y levantar una morada. Creo que elegiré eso. El nuevo comienzo.
–¿Y no hay una doncella que pueda decirte sus deseos a ese respecto?
–No. Algún día... Pero ya hemos hablado bastante de mí, oh, oh, Cathleen –dijo apresuradamente–. ¿Pasarás la noche con nosotros? Prometo que todo el grupo se sentirá muy feliz.
Ella miró hacia el oeste. Aunque las sombras se alargaban y las montañas se teñían de púrpura, Febo disponía de más de una hora antes de que el horizonte lo capturara.
–Te lo agradezco y también a tu familia –respondió–. Pero debo estar en Trollberg dentro de tres días y mi plan era seguir después de la puesta de sol, ya que Perséfone se levantará llena, grande y brillante, como Luna sobre Tierra.
Erion, con la mitad de tamaño aparente, ya se había levantado; su curva era marfileña sobre el azul.
–Te conduciré mañana, tan lejos como quieras –se ofreció él. La expresión de ella era renuente. El insistió–. Si quieres estar cerca de la tierra, bueno, aquí hay una familia que jamás has encontrado. Nuestro hogar, nuestros modales, deberían interesarte, son poco corrientes. Lo juro, no somos suecos ni británicos ni... ¡Por favor! Nos darías júbilo. No lo olvidaríamos nunca.
–Bueeeno... –Ella se acercó y entornó un poquillo los ojos–. Eres demasiado bueno, Elias Daukantas, y sin duda tendría una hermosa velada si descansara allí. De modo que si estás seguro de que no habrá objeciones...
El zumbido se hizo más fuerte. Volviéndose, vieron acercarse un coche pequeño. Su colchón de aire arrojaba polvo a izquierda y derecha, como la espuma a popa de una lancha rápida. Se acercó a ellos y frenó ruidosamente. Los trípodes bajaron haciendo ruido. La burbuja del techo se dilató. Un hombre alto bajó a trompicones.
–¡Caitlin! –gritó.
Ella dejó caer su sonador.
–¡Dan, oh Dan! –y corrió hacia él.
Se abrazaron. Después de un momento la boca de él dejó la de ella y buscó su oreja.
–Oye, mascushla (Queridísima, amor mío, en Mandes. (N. del T.) –susurró–. Estoy huyendo. Me persiguen. Me llamo Dan Smith. ¿De acuerdo?
–De acuerdo –susurró ella. El sintió la flexible esbeltez de ella, aspiró aromas soleados de cabello y aromas más tibios de carne–. ¿Qué deseas, corazón mío?
–Salir rápidamente de aquí e ir a algún lugar donde esté a salvo. Entonces hablaremos. –Brodersen necesitaba toda su concentración para seguir siendo cauteloso, en vez de tirarla al suelo y tirarse él encima.
El mismo esfuerzo se estremeció en ella, más fuerte que el de Dan. Se soltó, giró en redondo y dijo vacilante al asombrado granjero:
–Elias, querido, es una gran sorpresa la que he tenido. Aquí está mi prometido, Daniel Smith. No pensábamos encontrarnos antes del festival, él recorría los caminos. Pero ya que los dioses son tan bondadosos... ¿Podrás perdonarme, acaso? Volveré, si los Poderes lo permiten, y entonces cantaré para vosotros.
Ambos hombres se estrecharon la mano, murmurando torpes fórmulas de cortesía. Caitlin recogió su instrumento y tiró de la manga de Brodersen. Se metieron en el auto, que saltó hacia adelante. Daukantas miró largo rato en la dirección en que desapareció antes de levantar el cuerno y convocar a su ganado.
Con una luna y media brillando, Febo no lejos de la vista, el cielo estaba violeta más que negro y mostraba pocas estrellas. De las constelaciones, sólo Medea y Ariadna parecían completas. Afrodita y Zeus, los planetas hermanos, resplandecían como bujías. Tres nubecillas brillaban. La plata se esparcía en las copas de los árboles y salpicaba el suelo, abajo, en la sombra traslúcida. A través de un corte del bosque se distinguía el monte Lorn. Las moscas luminosas saltaban como pequeñas linternas. Los coristas chillaban por decenas de miles, llamando a sus parejas entre las hojas y las ramitas; una alondra estelar cantaba; cerca de la cueva un manantial cristalino manaba reluciente.
Caitlin había guiado a Brodersen hasta allí, por un sendero de caza, después que aparcara el auto. Había traído equipo de acampar propio, incluyendo una estufa de células combustibles que daba una bienvenida tibieza a su refugio. Los sacos de dormir rellenos de mollite volvían confortable el suelo. Pero ellos dos no durmieron. Después de un rato, entre tiernas bromas, prepararon la cena y la comieron. Cuando terminaron con esto, tampoco durmieron.
Hacia el amanecer ella se incorporó, apoyándose en el codo, para contemplarlo mejor. La cueva daba al oeste y los rayos de Perséfone entraban directamente, tan fantásticamente brillantes que, en medio de la blancura de ella, él creyó poder ver el color de rosa de sus pezones. Se estiró, para coger en el hueco de su mano un suave peso que se apoyó con fuerza cuando ella se inclinó para besarlo, con un beso prolongado.
–Mi amor, mi queridísimo, mi vida –casi cantó ella–. Si tuviera palabras para describir la maravilla que eres, los humanos me recordarían cuando Safo y Catulo hubiesen sido olvidados. Pero ni la misma Birgit podría disponer de esa magia.
–Por Cristo, cuánto te amo –dijo él, ronco a causa del poder de su amor–. ¿Cuánto hace? ¿Tres años?
–Un poquito más. Yo cuento también los meses que pasaron desde que supe lo que le estaban haciendo a mi alma hasta que tuve la oportunidad de asirte.
–Y yo pensé que no era más que otra calaverada. ¡Qué pronto demostraste que me equivocaba! Tú, no sólo tu cuerpo delicioso y el mismo infierno en la cama; sino todo lo que eres tú.
–Si no fuera porque han sido tus problemas los que te han traído a mi senda, mi bienaventuranza sería isotópicamente perfecta, Dan, mi Dan. Siendo así, alabaré a tus enemigos por ello, mientras conspiro para sacarles las entrañas. No suponía que nos veríamos antes del otoño.
–Si te quedaras en Eópolis...
Los lustrosos rizos se movieron, obscureciendo sus rasgos cuando meneó la cabeza.
–No. –Se puso muy seria–. ¿Todavía no hemos terminado con ese tema? No sería justo para Lis. Ni para ti. También la amas a ella, como debes. Yo la quiero y nunca le causaría más pena de la necesaria, y espero que la amistad que me brinda no nazca sólo del sentido del deber..., porque es seguro que sabe lo que hay entre nosotros, aunque nunca me habló de ello en voz alta.
Caitlin se sentó, abrazando sus rodillas, mirando por encima de la cabeza de él el plateado desierto.
–También, porque no tengo su don para los números y la organización. No podría compartir la aventura de tus empresas –dije–. No quiero ser un parásito. Y un trabajo continuado y seguro en un mismo sitio me idiotizaría. Un ave de paso he sido, desde la hora en que nací.
Brotó alegría de ella.
–¡Oh, estoy trastornada! ¿Cómo nacería un pájaro?
El se enderezó y se sentó con las piernas cruzadas junto a ella.
–Del mismo modo que se incuba una idea –sugirió.
–Sí –respondió rápidamente–. Einstein meditó mucho tiempo acerca de la suya; tenían que llevarle comida y tabaco al sitio donde estaba... hasta que un buen día el huevo hizo crac y asomó el pequeño principio de la relatividad, todo mojado y desnudo, y el pobre hombre tuvo que correr de aquí para allá, buscando largas ecuaciones para meterlas en su pico; pero al final creció y se convirtió en un gran gallo de la teoría de la relatividad general y la mecánica cuántica vino y le construyó una buena percha.
–Sí. –La abrazó–. En cuanto al lanzamiento de un proyecto, lo veo yaciendo en los raíles engrasados y tú vienes y rompes una botella de champaña contra el director... es el mascarón de proa, por supuesto...
Siguieron diciendo tonterías. La alegría de Caitlin era una parte indivisible de lo que hacía que la amara.
–Eh –observó finalmente él–. No me has dicho cómo encontraste esta cueva. No es que haya perdido tiempo preguntándolo. Pero ya que estamos descansando, ¿cómo fue? Ella sonrió.
–¿Cómo crees que fue? –Esto...
–Un cazador guapísimo, el año pasado. ¿Sabes, tesoro? Casi desearía que hubieses llegado un día después. Estaba haciendo planes con ese muchacho cuando llegaste. Bueno; podrá esperar un poco.
El trató de no ponerse rígido. Ella se apercibió, lo abrazó y dijo:
–Lo siento. ¿Te he herido? Lo lamento.
–Bueno; naturalmente no puedo pretender que seas célibe durante meses interminables –se obligó a responder–. Hay demasiada vida en ti.
–Tú eres el que amo, Daniel. Es cierto; hubo otros amores, también ardientes, pero ninguno como éste. Tu fuerza, tu sabiduría, la habilidad de tus adoradas manos, oh, eres realmente un hombre y, sin embargo, eres bueno, generoso y solícito. A ti te amaré hasta que mis ojos se cierren. El resto..., unos pocos son malos, la mayoría son buenos, ninguno ha sido aburrido, pero sólo han servido para jugar. O, como máximo, para estrechar una amistad.
–Sí, claro –dijo él–. Yo tampoco soy monógamo.
Ella trató de superar la barrera que había en él.
–Te lo he dicho, corazón mío, no soy ninguna gata. Un impulso, de vez en cuando, sí, pero en general tengo que pensar bien de él, y después tengo que suponer que no perjudico a nadie antes de darle más de un beso. No he tenido un número tan vasto de amantes. Unos veinte, quizá, desde que cumplí dieciséis en la Tierra.
–Y yo no siempre he elegido mucho –admitió Brodersen.
La acercó a él y la mantuvo así un momento. –Perdóname –dijo después, tembloroso–. No debí reaccionar así ante una broma. Pero...
–¿Pero? –instó ella unos segundos después.
–Creo que fue porque me dijiste que podría haberme marchado de casa hoy, en vez de ayer. Súbitamente recordé que había dejado mi casa, y por qué.
–Y te refugiaste en los celos porque el verdadero pensamiento te hacía mucho daño. Oh, bienamado. –Se arrodilló ante él, acarició su cara, le miró a través de sus lágrimas.
–Puede ser –dijo él–. No tengo el hábito de explorar mi psique. Mientras la maldita cosa funciona sin hacer demasiado ruido, simplemente le cambio el aceite de tanto en tanto. De acuerdo, dejemos de lado este tema, sin que haga demasiado ruido al caer. Ella seguía muy seria.
–No, Dan. Estás en peligro y lo que más te preocupa son Lis y los niños. No merecería ser tu amante si tuvieras que ocultarme tus preocupaciones. Cuéntamelo.
–Lo hice, mientras veníamos hacia aquí.
–Diseñaste un esqueleto. Ahora echa aliento sobre él, para que se levante y viva.
–Yo..., esto.., no sé qué decir, Pegeen. –Así la llamaba en privado.
–Entonces, deja que te ayude. Volvió a instalarse a su lado; se tocaban, brazo con brazo, flanco con flanco, mientras contemplaban las alas de llama, los árboles y las estrellas fugaces. Salvo por el manantial, la noche se había vuelto silenciosa a medida que envejecía.
–¿Por qué te has rebelado? –preguntó ella–. Claro que yo también aspiro a explorar soles lejanos. Pero tú tienes la Chinook, que fue remodelada con esa finalidad.
–Sí, después de que la nave extragaláctica pasó por el pórtico de Febo. ¿Lo has olvidado? Sólo había una nave de vigilancia, para observar qué camino tomaba..., cosa que sólo supo un par de oficiales especializados. Malditos sean, sólo suministraron la información al alto mando y el gobierno de la Unión lo declaró inmediatamente supersecreto de estado. El mismo don Pedro, el Señor( En castellano en el original.), el jefe del clan Rueda, él mismo no pudo conocer el secreto. Si el resto de la tripulación no hubiese hablado, tú y yo no sabríamos que una nave extragaláctica había pasado por allí.
»Oh, sí –continuó Brodersen, amargamente–. Entendí el razonamiento. Y hasta podía estar casi de acuerdo..., ¿me crees? No teníamos la menor idea acerca de la clase de seres que estaban al otro lado de ese pórtico. No podíamos dejar que un grupo cualquiera lo atravesara y provocara quién sabe qué problemas. Eso nos incluía a mí, y a mi compañía. Cuando puse en servicio activo la Chinook lo hice en la esperanza de que la expedición oficial volvería trayendo buenas noticias, de modo que el gobierno autorizaría a partir a expediciones privadas responsables. O, si la expedición no volvía, el Consejo de la Unión me autorizaría, unos años después, a hacer un segundo intento. Por eso la mantenía totalmente aprovisionada, para poder despegar rápido, antes de que un burócrata o un político pudiese anular mi permiso. »Pero la Emissary volvió, ¡diablos! ¡Y lo están ocultando! Quieren anular nuestras posibilidades de salida para siempre...
Se dejó caer de espaldas.
–Esto es infernal –dijo–. Me has oído contar una y otra vez lo que todo el mundo sabe. La última vez que nos encontramos me oíste hablar de mis primeras sospechas. Ahora me oyes despotricar acerca de lo que ha pasado desde entonces. ¿Por qué soportas estas repeticiones?
Ella apoyó la cabeza contra su hombro.
–Porque lo necesitas, querido mío –respondió. Y después de un momento–: Y ahora dime: ¿qué necesidad tenías de cargar, como el toro de O'Shaughnessy? Sabes controlarte. ¿Por qué no fuiste paciente y astuto, hasta poder reunir toda la verdad entre tus dedos y ser el verdugo de los culpables?
Más que las palabras, su tono lo calmó.
–Bueno –dijo–, ya me había comprometido, en alguna medida. Después deposité demasiada fe en Aurelia Hancock, y ya ves lo que pasó.
–Podrías haber aguardado. ¿Cuántos años, o millones de años pasaron mientras los Otros crecían en la galaxia y nosotros seguíamos ciegos, en nuestro globo? ¿Importarían unos cuantos más?
–Para la tripulación de la Emissary, sí –dijo en tono áspero–. Sabes que el primer oficial, si vive, es pariente mío. Y hay otra tripulante que es una buena amiga. Por no hablar del resto. Ellos también tienen sus derechos.
–Sí. Pero te estás jugando el bienestar de Lis y Barbara y Mike, por no hablar de los cientos que se ganan la vida en Chehalis. –Caitlin cogió la mano que tenía más cerca–. Dan, mi queridísimo, hay algo más que te impulsa. ¿Qué podrá ser? Sí, muchas veces me has dicho cuan maravilloso sería para los humanos disponer de la libertad de las estrellas, más que el fuego o la escritura o el fin de las enfermedades. Y no he disentido. Pero ¿por qué esta terrible prisa, a cualquier precio? Moriremos, amor mío, viejos, si se cumplen mis deseos, antes de haber conocido todo lo que hay aquí, en Deméter.
–Pegeen, en la Tierra vi mucho de lo que las convicciones grandes y apasionadas le hacen a la gente y especialmente a los gobiernos. Luego empecé a leer historia y supe los horrores que provocaron en el pasado. Eso me hizo jurar que sería siempre objetivo. Aunque sólo fuera eso, supuse que me impediría soltar discursos ante el primero que se presentase.
»Pero... supongo que cuando llegamos a lo que importa, yo tampoco puedo poner mis convicciones en un estante, a la espera del momento más conveniente para usarlas.
Ella lo besó y pidió:
–Cuéntame, entonces. Ojalá lo hubieras hecho antes.
El oía la tensión de su voz, pero no podía remediarla.
–Lo que temo es esto: si la raza humana no despega pronto en dirección a las estrellas, morirá.
»La Unión tiene graves problemas. Cuando salí del Comando de Paz, siendo aún muy joven, pensé que nos habíamos quedado sin trabajo. La Tierra parecía ordenada y sensata. Bueno; me equivocaba. Hay demasiados animales bípedos amontonados en ese planeta. Cada vez aparecen más locuras. Religiones como el Transdeísmo. Herejías como el Nuevo Islam. Credos políticos como el Asianismo. Naciones donde el populacho o los ministros del gabinete gritan pidiendo la secesión si no pueden obtener lo que quieren cuando lo quieren, sea factible o no. Y lo peor es que la mayoría de las quejas contra la Unión son legítimas. Cada vez más, el gobierno mundial está tratando de controlarlo todo, todo, desde el centro. Como si un mariculturista de Oceanía, un caballero del Himalaya, un hombre de negocios de Nairobi y un hombre del espacio que trabaja en una base Iliádica no supieran mejor cuáles son sus problemas especiales y qué deben hacer para solucionarlos. Diablos, ¿sabías que se está hablando con muchísima seriedad en el Consejo de resucitar la política fiscal de Keynes?
–Espero que no hayas tenido necesidad de estudiarla.
–Lo que importa es que cada vez que voy a la Tierra la veo más enferma. Muchos sociólogos afirman que la revelación de los Otros, una raza totalmente superior, tuvo mucho que ver con la locura que provocó los Conflictos. No lo sé. Quizá. Pero si es así, entonces el Convenio sólo ha servido para hacernos ganar algo de tiempo. Todavía no hemos aceptado el hecho de los Otros. Y no lo haremos hasta que podamos ir hasta allá. No; estoy seguro de que si las cosas siguen así, la Tierra estallará muy pronto. La consecuencia menos grave podría ser una especie de César, y los cesares, en realidad, no duraron mucho. Lo peor que podría pasar..., lo peor ni siquiera se puede imaginar, Caitlin.
»Y no pienses que podremos observar el desastre a salvo, desde aquí. Mi experiencia personal de las últimas semanas dice otra cosa. Deméter podrá estar a doscientos veinte años luz de la Tierra, según la última estimación que he visto, pero eso no es más que una excursión por el pórtico, para una nave con misiles de fusión.
»Oh, sí –terminó–. Quizá sea demasiado apocalíptico; dije que quería evitar el fanatismo. Quizá se las arreglen, de alguna manera. Pero estoy totalmente seguro de que la Tierra sólo encontrará ideas nuevas en las estrellas, y mientras tanto las ideas viejas están matando gente. Como mataron a mi primera esposa.
Calló, agotado.
–Dan, estás sangrando –dijo ella llorando a medias, y lo acunó lo mejor que pudo.
Y finalmente:
–En realidad, nunca me dijiste qué le pasó a Antonia. La amabas, te casaste con ella y murió de una mala muerte. ¿Me contarás la historia completa esta noche?
El miraba fijamente al vacío.
–¿Por qué echarte eso a cuestas?
–Para que pueda entender, mi muy querido. Entenderte a ti y lo que hay en ti, porque es seguro para mí que ésa es tu gran herida y la razón por la que no pudiste callar acerca de la Emissary.
–Quizá –murmuró–. Fue un asesinato político, ¿sabes?, y esa política no existiría si no estuviésemos varados en estos dos miserables sistemas planetarios.
–Habla, Dan. Acerca de tu Antonia. Haré una canción en honor a su memoria, si quieres.
–Sí, me gustaría.
–Entonces, primero debo saber.
Estaba medianamente lúcido y lleno de pena; buscaba a tientas y gruñía.
–De acuerdo. Para empezar: cómo nos conocimos. Cuando salí del Comando de Paz quería dedicarme a la ingeniería espacial y tuve la suerte de que me aceptaran en la academia de la Confederación Andina. Cuando me licencié, entré a trabajar en Aventureros Planetarios... la gran corporación, ¿sabes?, dominada por el clan Rueda. No lo hice mal, me invitaron a algunas fiestas, y allí estaba Toni.
»Ella misma decía que no quería que nos prendiéramos de la teta de la plutocracia. Se dedicaba a la astrografía, y era muy buena. Nos agenciamos puestos para los dos en Nueva Cíbola. Como quizá recuerdes, es un satélite Iliádico, donde hay una oficina de Aventureros, y también está el observatorio Arp.
«Seis años terrestres... Yo estaba obligado a viajar mucho, hasta Júpiter a veces, pero ¿sabes, Pegeen?, aunque siempre había mujeres cerca, durante todo ese tiempo fui monógamo. No porque a Toni le hubiese molestado, pero ella existía y no había más que pensar.
Quedó mudo; Caitlin lo abrazaba.
–Finalmente, decidimos comenzar una familia –resumió–. Le encantaban los niños. Y los animales... y todos los seres vivos. Quería tener el niño en casa, en la mansión de los Rueda, a causa de sus abuelos. Eran demasiado frágiles para salir de Tierra, pero hubiese significado un cosmos para ellos ver llegar a la siguiente generación.
»¿Por qué no? Yo tenía una misión en Luna que me llevaría varias semanas. Ella podía volver con el clan y disfrutarlo. Son gente estupenda. Yo esperaba terminar antes de la fecha del parto, pedir una licencia y reunirme con ella.
«Bueno..., poco después de su llegada, la residencia fue bombardeada. Por terroristas. Publicaron un manifiesto anónimo diciendo que protestaban porque los Rueda despojaban a las masas de los beneficios del desarrollo espacial. Fue un incidente de una ola de violencia revolucionaria que recorrió América del Sur.
«Eso se acabó, por un tiempo. Ahora está surgiendo de nuevo. Los Rueda siguen siendo un blanco. Sí, claro que son ricos, porque sus antepasados tuvieron la astucia de invitar a la empresa privada espacial al Perú. Pero ¿despojar a las masas? Supón que el dinero se dividiera por partes iguales entre los oprimidos, ¿qué suma tocaría a cada uno? ¿De dónde saldría el capital para la próxima inversión? Pegeen, Pegeen, ¿cuándo aprenderán economía elemental los salvadores de la humanidad?
»De todos modos..., la bomba no hizo gran cosa. Destruyó un ala de la casa y mató a tres sirvientes que habían pasado allí la mayor parte de sus vidas... y sí, sí, a Toni y a su niño.
–No murió inmediatamente. La llevaron a un hospital. Preguntó si no podría ver la Luna en el cielo... fue lo último que pidió..., pero la fase estaba mal. Y yo estaba al otro lado, en un lunatrac, y una llamarada solar entorpecía las comunicaciones... Bueno, ésa es la historia. Durante un año no hice nada, pero los Rueda me apoyaron, y me ayudaron a recuperarme y me proporcionaron fondos, cuando decidí ir a Deméter e iniciar un negocio como el de ellos. ¿Entiendes ahora por qué me preocupo por Carlos en la Emissary?
Brodersen y Caitlin quedaron en silencio. La noche menguaba. Finalmente, él dijo: –Toni era muy parecida a ti.
Siendo un bardo, ella sabía cuándo guardar silencio.
Sólo le dio lo que tenía para darle. Al principio él estaba pasivo, luego trató de responder y ella le hizo comprender que no era necesario, y luego, lentamente, él comprendió con todo su ser que el pasado había muerto, pero ella estaba allí.
Más tarde, durmieron un rato.
Ella despertó antes que él. Incorporándose, la vio sentada en la entrada de la caverna, delineada contra el azul misterioso que aparece justo antes del amanecer en los planetas de tipo Tierra. Había programado su sonador para guitarra sola, y pulsaba el instrumento. En voz muy baja, cantó la última estrofa de la canción del festival.
Las montañas se doran, el este se aclara,
La brisa anuncia el final
De la noche prolongada.
Y por toda la amplia comarca
Con las manos enlazadas
Los danzarines vuelven a casa.
6
Yo era una oruga que se arrastraba, una pupa que dormía, una polilla que volaba buscando la Luna. Los cambios eran tan profundos que mi cuerpo no podía recordar lo que había sido antes; era como si hubiera renacido con alas. Ni tenía los medios para asombrarme de eso. Simplemente, era. ¡Pero qué brillante era mi ser!
Hasta mi ser infantil, una velluda longitud de hambre, vivía entre riquezas; jugo y crujiente dulzura de una hoja, luz de sol cálida o rocío fresco o brisas actuando sobre su piel, interminables olores, cada uno con su sutil mensaje. Luego, finalmente, los días menguantes hablaron a su fuero interno. Encontró una rama protegida e hiló seda de sus entrañas para hacerse un lugar solitario, y enroscado dentro de su obscuridad murió la pequeña muerte. Durante una estación, su carne trabajó en su propia transformación hasta que eso que abrió el capullo y salió pertenecía a un mundo totalmente distinto. Pronto mi piel externa resbaló de mí, mis alas liberadas se volvieron secas y fuertes y me lancé al cielo.
Mía era la noche. A mis ojos brillaba y chispeaba, llena de vagas formas que reconocía mejor por su fragancia. Mi alimento era el néctar de las flores, tomado mientras me sostenía con mis alas temblorosas, aunque a veces la savia fermentada de un árbol hacía que yo y miles como yo trazáramos alocadas espirales a su alrededor. Más audaz era esforzarse elevándose, después de la Luna llena, más perdido en su resplandor que en una tormenta. Y cuando el olor de una hembra pronta para aparearse flotaba alrededor de mí, me transformaba en Deseo volador.
Otra ciega compulsión envió a nuestra bandada en un viaje a través de las distancias. Noche tras noche pasamos sobre colinas, valles, aguas, bosques, campos, las luces del hombre como sorprendentes estrellas debajo de nosotros. Día tras día descansábamos en algún árbol, recargándolo con nuestro peso. Mientras estaba allí, respirando extraños vientos. Uno me recogió, haciéndome volver a la Unicidad, y en ese momento Supimos lo que había sido toda mi vida desde que yacía en el huevo. Sus maravillas eran muchas. Yo era Insecto.
7
Fría y vacía, la Emissary estaba en órbita alrededor de Sol, cien kilómetros detrás de la Rueda de San Jerónimo. Disminuido por la distancia, Sol le suministraba apenas una débil luz y parecía perdido entre las estrellas. La Rueda era más impresionante, dos kilómetros de diámetro, rotando majestuosamente para proporcionar gravitación terrestre a los talleres y viviendas que había en su borde. El núcleo, en el centro de los radios que eran pasillos, tenía espacio como para que una nave atracara en su muelle. Con su escudo antirradiación cubierto de aluminio, toda la estructura brillaba como si estuviera bruñida.
Sin embargo, había sido un fracaso. Los hombres la habían construido cien años antes, como base de operaciones en los asteroides. Aunque esos restos de un mundo abortado están muy esparcidos, podían ser explotados provechosamente por robots, como las lunas de Júpiter, en las épocas de conjunción inferior. Pronto, las naves espaciales perfeccionadas volvieron anticuada la idea. Era más barato, además de más productivo, que los hombres fueran en persona, acelerando continuamente a una gravedad o más, directamente entre estas regiones y los satélites industriales de la Tierra. La Rueda quedó abandonada. Se habló de aprovechar su metal, pero el incentivo no era suficiente. Ya en aquella época, el precio de los metales estaba bajando. Eventualmente, su propiedad pasó al gobierno de la Unión, que la restauró y la declaró monumento histórico. Recibía pocos visitantes.
Cuando Ira Quick, ministro consejero de Investigación y Desarrollo, autorizó su ocupación, nadie prestó mucha atención. Declaró que era un buen lugar para estudiar los gases interplanetarios. Este sería un trabajo prolijo, con pocas cosas fundamentales por aprender, pero presumiblemente útil; además, una institución privada patrocinaba el proyecto. Como las mediciones eran delicadas, la Rueda y sus alrededores serían cerrados al público durante algunas semanas o meses. Eso difícilmente molestaría a alguien, y menos que a nadie, al personal de custodia, que disfrutaría de unas vacaciones con paga completa. La noticia mereció un par de líneas en algunas revistas astronáuticas y treinta segundos en quizá una docena de noticiarios.
Una escotilla en el apartamento de Joelle Ky mostraba el cielo; la vista se volvía vertical gracias a un juego de prismas. No pasaba demasiado rápido para ser observado, ya que una vuelta duraba casi tres horas, y la vista era gloriosa. Pero pronto se cansó de ella, y hubiese pasado la mayor parte de su tiempo en estado de holotesis si hubiese tenido el equipo a mano. Hasta ahora, sus carceleros habían declinado retirarlo de la nave o llevarla allí.
Se disculpaban explicando que no se atrevían a actuar sin las correspondientes órdenes. Los veinte hombres que vigilaban a los tripulantes y el pasajero de la Emissary eran bastante decentes, a su manera, agentes del servicio secreto norteamericano en misión especial. Creían sinceramente que lo que hacían era correcto y necesario. Pero por supuesto habían sido elegidos uno a uno y educados en el culto de la disciplina y la obediencia que había prevalecido durante el anterior régimen militar. Su jefe, que presidía los interrogatorios y exhortaciones a los cautivos, era menos simpático. (En castellano en el original.) Pero no era un bruto, y cuando le dijo a Joelle que el mismo Quick iría a verlos, prometió pedirle autorización para llevarle sus aparatos.
–Claro, doctora Ky –añadió–, que si usted cooperara mejor y comprendiera cuál era su deber, quedaría completamente libre.
Ella se sintió demasiado cansada para responder. Se había refugiado en los libros, las artes visuales grabadas y la música. El director no se había negado a que se transfirieran el enorme banco de referencias, el material de recreo y los datos de la nave..., especialmente porque el aspecto más importante de su tarea era descubrir qué habían hecho y aprendido los exploradores en los ocho años últimos. Salvo para las comidas, Joelle abandonó prácticamente la vida social.
Sus antiguos compañeros eran más comunicativos. Aunque el capitán Langendijk era fríamente correcto con los agentes, Rueda Suárez, deliberadamente condescendiente y Benedetti un poco abusivo, los demás confraternizaron en diversas medidas. Frieda von Moltke hasta encontró en ellos una novedad sexual que deseaba desde hacía mucho. Las otras mujeres desdeñaron eso, reservando sus favores a sus amigos, pero no se negaban a una partida de cartas o balonmano.
Aún más solitario, aunque no del mismo modo que lo hubiese estado un humano entre no humanos, Fidelio buscó primero la clase de solaz de Joelle y luego, de forma creciente, la buscó a ella. Pedía explicaciones sobre cosas que le dejaban perplejo. Había estudiado español antes de embarcarse, pero no las mil culturas de una especie extranjera. Ella podía ayudarlo mejor porque se había dedicado a aprender sus dos lenguajes, al principio usando la holotética para ayudar a Alexander Vlantis, y después haciéndose cargo de la investigación cuando una marea ahogó al lingüista.
Estaba proyectando a Swinburne durante una guardia diurna cuando llegó el betano. Había mucha ficción y mucha poesía que la dejaban indiferente o, si no, intrigada; tenía una experiencia demasiado limitada de las relaciones emocionales corrientes y demasiado amplias de las que están en la base del universo. Sin embargo, los sensualistas románticos eran tan atractivos para sus vísceras como los precisionistas para su cerebro. Creía entender:
Time and the Gods are at strife; ye dwell in the mist thereof,
Draining a little Ufe from the barren breasts of love. I say to you, cease, take rest; yea, I say to you all be at peace,
Tul the bitter milk of her breast and the barren bosom shall cease'.
(El Tiempo y los Dioses se enfrentan; tú habitas en medio de ellos, arrancando un poco de vida de los estériles pechos del amor. Yo te digo, termina, descansa; sí, te digo que todo quede en paz, hasta que la amarga leche de su pecho y el estéril seno se terminen -N. del T.)
Sus pensamientos se alejaron del texto, como estaban haciendo desde que había empezado a leer. El impulso que había detrás de ambos era el mismo; había enseñado estas palabras a Dan Brodersen la última vez que habían estado juntos. En su actual aislamiento, con frecuencia se le aparecía la imagen de Dan, cada vez más vivida, hasta que podía oler su pipa y contar las patas de gallo de sus ojos. Se preguntó si sería porque estaba vivo (oh, ¡tenía que estar vivo!) y Christine en cambio, estaba muerta, o porque su virilidad era de alguna manera más segura que el recuerdo de ella, o... Perdóname, Chris, se dijo mientras se rendía a la evidencia de lo que había sido.
–Bueno –dijo él–, es bonito. No más que eso. Se estaba enfrentando con algo real. Pero, disculpa: ¿no es un poco rebuscado? Kipling hubiese conseguido lo mismo en una página, como máximo.
–Quizá sea por eso que nunca he logrado apreciar a Kipling –respondió ella.
El la miró, levantando una ceja.
–¿Ni siquiera los poemas sobre maquinaria? Y sin embargo, tú, la holoteta, cuya alma se supone es un programa de ordenador, ¿disfrutas con Swinburne? –Encogiéndose de hombros–: Bueno, las personas son generadores de paradojas.
Súbitamente, sintiéndose irracionalmente herida, ella dijo:
–Seguramente, no te comprendo del todo. Pero suponía que vosotros, las personas normales, a veces captabais las resonancias de los demás. ¿Quieres decir que tampoco puedes hacer eso?
Por un instante, ella imaginó que entendía un antiguo mito. Por cierto, se sentía como si el demonio de este lugar la poseyera. Estaban pasando los pocos días de que disponían para estar juntos en una isla del archipiélago de Tuamotú, que él había conocido hacía tiempo (sí, con otra mujer, había admitido descaradamente). Desde la galería donde estaban, su mirada fue más allá de un macizo de hibiscos rojos y verdes y siguió hasta el sendero que llevaba a la playa, que se curvaba alrededor de una laguna. Hileras de palmeras asentían y susurraban en respuesta a la suave brisa. El agua era lapislázuli moteado de estrellas, salvo en los arrecifes, donde se blanqueaba y tronaba. Las únicas nubes estaban contra el Sol, un muro con el arco iris como puerta. No sabía el nombre de la dulzura y los aromas que el aire arrojaba. Por la mañana, ella y Brodersen habían paseado cogidos de la mano por la playa, desnudos salvo por las zapatillas que los defendían de los hermosos corales, habían nadado, después habían descansado (la luz atravesaba su piel hasta la médula) hasta que él le advirtió del peligro de las quemaduras y se habían vestido. Cuando volvían, habían encontrado a un hombre de piel obscura que sonrió, habló en español torpe, los invitó a su cercana casa a comer algo y después sacó una guitarra y cantó unas canciones, alternando con Brodersen. La lluvia que cayó entonces fue como si el cielo y la tierra estuvieran haciendo el amor.
Ahora, Dan, que había venido a ella desde Deméter, sugería que él también habitaba eternamente entre muros. El demonio conoció el horror. El dolor creció.
–Oh, bueno, no lo sé, nunca me preocupé mucho por... –Se interrumpió–. Eh, ¿qué te pasa? Parece que te hubieran pegado.
Ella meneó la cabeza con los ojos bien cerrados.
–No es nada –articuló su lengua.
El se acercó, cogió sus brazos con manos que temblaban un poco y gruñó:
–¿Cómo, no es nada? Cualquier cosa que pueda inquietarte a ti, Joelle...
–No lo sé, no lo sé –respondió ella, sin poder detenerse. Recuperó el control–. Yo también..., tengo... mis momentos irracionales.
Y observando su desconcierto:
–¿No te habías dado cuenta?
El tragó saliva, cosa que la asombró. Seguramente tenía experiencia en materia de extravagancias femeninas. Después de un rato, Dan dijo lentamente:
–Bueno, sí, debes disfrutar de mi compañía... aparte de la cama, quiero decir..., cosa que no es muy lógica.
Ella comprendió que, por debajo de la desenvoltura con que había aprendido a tratarla, a lo largo de los años, él seguía maravillándose ante su intelecto.
–Pero si tú también tienes debilidades reales... –Se interrumpió cuando ella se arrojó contra él.
–Abrázame fuerte, Dan –suplicó y ordenó, porque no quería recordar la despreciable psique que había debajo de su mente consciente–. Vamos adentro.
Apacigüemos la parte animal.
Pero esta vez no consiguió hacerla funcionar. El fue tan generoso y fuerte como siempre, y eso significó algo de alivio, y después le aseguró que estaba simplemente en un mal día y que todo volvería a ser maravilloso muy pronto, cosa que sin duda era cierta.
Pero... Ninguno de nosotros escapa al hecho de que con frecuencia es difícil, con mucha frecuencia imposible para nosotros –pensó Joelle en la Rueda–. Es peor para los betanos, por supuesto. ¿Cómo será tener que concentrar las esperanzas de amor en una raza desconocida y apenas civilizada a medias? ¿Será ésa la razón, además de nuestra holotesis compartida, por la que me siento tan cerca de Fidelio?
La puerta sonó. «Adelante», dijo ella, y se sintió más que complacida cuando comprobó que era él. No sólo había estado pensando en él. En la habitación tristemente funcional, que la pintura color pastel no alegraba, parecía una sólida confirmación de que existía otra realidad.
–Buenos dias (En castellano en el original) –saludó con la voz ronca y gutural de su raza en tierra. Unas vibraciones sibilantes dificultaban la comprensión de las palabras.
–Bienvenido –respondió ella, y sugirió que empleara su lengua natal, la que servía en el aire. Ella seguiría en español. Sin equipo computerizado voder no podía pronunciar los vocablos betanos, y no tenía gana de bajar con él al laboratorio y hablar ante los ojos del guardia apostado en el vestíbulo, que vendría tras ellos. Ciertamente, sin su maquinaria holotética, sus conocimientos eran limitados. Los idiomas contenían más matices desconocidos para ella de los que podía controlar un cerebro sin ayuda. (La «lengua» submarina era peor., tanto desde el punto de vista de la pronunciación como en cuanto a la comprensión.) Pero si las cosas no se ponían demasiado complicadas hoy, se las arreglaría.
–¿Estás actuando, hembra de intelecto? –preguntó él, cortésmente–. No interrumpiría un sueño-lógica.
Esa era la versión de Joelle de un cierto concepto, no muy satisfactoria, pero sin duda mejor que «meditación», o «pensamiento filosófico» o «ensoñación intencionada».
–No; estoy ociosa y ojalá no lo estuviera –le aseguró–. ¿Cómo estás? No te veía desde..., no lo sé. El tiempo no tiene sentido en este maldito lugar.
–Estaba en la piscina –dijo él. Un tiempo antes, los biólogos de la Emissary habían advertido que Fidelio enfermaría y moriría si no podía pasar varias horas semanales en agua similar a la de sus mares nativos. Su composición no era idéntica a la de los océanos terrestres, pero tampoco exótica; cualquier laboratorio químico podía suministrar los ingredientes. Los habían traído de la nave a la Rueda y habían construido una bañera. El comercio de la sal entre las comunidades costeras y las del interior había condicionado buena parte de la historia betana.
–Qué bien –dijo Joelle, y pensó cuan inadecuada era la frase. Qué tragedia sería perderlo, para ambas especies y quizá para muchas más. Además, era brillante y gentil, valía más que un millón de Ira Quick.
Lo perderemos, si se acaba su comida, recordó. No podía nutrirse con tejidos terrestres; la mayoría eran venenosos para él. La expedición traía raciones para un año, para Fidelio, sobre todo de alimentos congelados y evaporados. Habían dado por sentado que mucho antes de eso, la Unión habría empezado a comerciar regularmente con Beta.
No era dada a la cólera, pero bruscamente la saboreó. Tratando de calmarse, lo observó mientras se sentaba en pies y cola ante su butaca. Joelle siempre encontraba algo, una forma o un movimiento o alguna sutileza menos fácilmente identificable que no había notado antes.
Bueno; nosotros dos somos los productos de cuatro mil millones de años de evolución separada, provenientes de las materias primordiales que componían nuestros muy diferentes planetas. Los nombres son necesarios, pero engañosos, nos dan la impresión de que entendemos, cuando en realidad no es así.
Su arbitrariedad es doblemente engañosa. Los exploradores apodaron «Centrum» al sol que encontraron al otro lado del pórtico, a falta de una proposición más imaginativa, y a sus acólitos «Alfa», «Beta», «Gamma»..., desde dentro hacia afuera. «Fidelio» fue sugerido por Torsten Sverdrup, que adoraba a Beethoven, y quedó. En su casa, el ser era llamado aproximadamente «K'thrr'u» en tierra y «Gaung Ro Mm» en el agua, pero ningún alfabeto terrestre podía traducir correctamente ninguno de esos nombres.
El era tan típico de su especie como ella de la suya, que abarcaba desde chinos hasta papúes, desde celtas hasta pigmeos, desde negros hasta esquimales, y más. Específicamente, él venía de la costa este del principal continente del hemisferio norte, en una latitud media, y pertenecía a la sociedad que había encabezado la revolución industrial mil años antes. En Beta, las civilizaciones no parecían nacer y morir en Tierra. Sin embargo, todo su mundo y sus colonias en otras estrellas se enfrentaban hoy con una crisis muy especial...
Fidelio era un bípedo de seis miembros. Tenía el tamaño de un hombre alto, excluyendo una potente cola, que terminaba en escamas horizontales y le agregaba otro tanto de longitud. A causa de su postura inclinada hacia adelante, medía alrededor de un metro cincuenta, y una grasa como de ballena cubría sus formidables músculos. Sus piernas, que recordaban a Joelle las del Tyranosaurio Rex, terminaban en pies anchos y membranosos, los brazos superiores en largas garras con membranas, los brazos inferiores, más pequeños, en manos con tres dedos y un pulgar, de aspecto no muy humano. La anatomía de su esqueleto hacía que sus miembros, más el torso, la cola y el esbelto cuello, fueran tan flexibles como para parecer desprovistos de huesos. Su cabeza era angosta y tenía un bulto en la parte posterior, que contenía el cerebro. Un hocico corto y afilado, rodeado de patillas, tenía una sola ventanilla que podía cerrar y una boca cuyos dientes variados de omnívoro incluían unos alarmantes colmillos. Las dos orejas eran pequeñas. Los dos ojos, grandes y de un azul uniforme, disponían de membranas, que cambiaban sus propiedades ópticas para la visión subacuática. Una piel suave y brillante de color marrón obscuro cubría todo su cuerpo; era más clara en el vientre. Despedía un olor picante, parecido al de yodo. Como vestido llevaba una bandolera con bolsillos. Como sus órganos reproductores eran retráctiles y, de todos modos, no muy parecidos a los de un hombre, no era obviamente macho..., salvo en casa, donde, para empezar, tenía dos tercios del volumen de la hembra corriente...
Su visión lejana, en el aire, no era igual a la humana, aunque veía mucho mejor sumergido o en la obscuridad, e igualmente bien a poca distancia. Su oído era superior y poseía sensibilidades químicas que Joelle había decidido no etiquetar como «gusto» y «olfato». Por su parte, él siempre se asombraba de la sensibilidad de la punta de los dedos de ella.
Aquí está, pensó ella, el embajador de buena fe y buena voluntad de su pueblo, metido en la cárcel, y ni siquiera sé qué piensa de eso. Ha tratado de decírmelo, pero no puede hacerse entender, a menos que yo esté holotética y quizá tampoco pueda así.
–¿Qué puedo hacer por ti, Fidelio? –preguntó suavemente.
–Busco meter en mis corrientes de sueño (¿saber con todo su ser?) cómo los tuyos encontraron primero las máquinas de transporte e información de los Otros.
–Pero si lo sabes –dijo, sorprendida–. Simplemente, encontramos la máquina en el Sistema Solar, igual que vuestros exploradores interplanetarios encontraron antes la que está en órbita en Centrum.
¿Antes?, se preguntó. ¿Qué quiere decir eso? La simultaneidad no es un concepto que se aplique en distancias interestelares. Además, resulta que la T de máquina T significa no sólo «Tipler» y «Transporte» sino también «Tiempo». Los mismos betanos no están seguros de visitar el futuro o el pasado cuando pasan a un sistema diferente. Y si es por eso, nosotros no sabemos cuál es nuestra relación temporal con nuestra colonia en Deméter. Lo único que han podido determinar es que los tres pórticos se abren en la misma era general de esta galaxia.
Y, por lo que pueda importar, que puede ser nada, tenemos el hecho de que los betanos llevan muchos más siglos de civilización científica que nosotros en Tierra..., si es que somos civilizados.
–Esa es una verdad tirada en un arrecife y reseca –dijo Fidelio–. Yo busco el coral vivo. (Por supuesto, en Beta no había coral, pero sí había un genotipo que se comportaba de manera similar.) Tú me has dicho, Joelle (pronunciación indescriptible), que no predecías esta detención. Comienzo a dudar que lo sucedido sea consecuencia de una desviación (¿villanía?, ¿equivocación?, ¿desacuerdo? La palabra contenía la posibilidad de que Quick y sus validos tuvieran razón.) El impacto de aquella revelación original fue tremendo sobre Beta. Habrá sido comparable en Tierra. Pero la ola que levantó tenía una forma que es particular de los tuyos en cualquier condición que estuviera la humanidad contemporánea. Y las ondas no pueden haber desaparecido... He estado leyendo historias, Joelle, pero están llenas con referencias a acontecimientos y personalidades sin significado para mí.
–Ya veo –respondió ella lentamente. Comprendo (En castellano en el original )
(«I grasp». El inglés y el castellano no son equivalentes. En cuanto a él, en el mar hubiera dicho «mis dientes se cierran sobre eso», y en tierra «lo siento en mis vi-brissas».)
–Bueno –continuó ella–, creo que difícilmente podría darte una respuesta completa, porque yo misma estoy desconcertada. Pero lo intentaremos.
Se rascó la barbilla, pensando.
–Sí; recuerdo un documental sobre el tema, para las escuelas, que contiene mucho material original. Trataré de hallarlo.
Como todos los apartamentos de la Rueda, éste tenía una terminal de ordenador, con su pantalla. La cinta que recordaba era un clásico tal y tan antigua –de la época en que la gente suponía que habría una población permanente aquí, incluyendo niños– que supuso podría estar en el banco de datos. Activó el teclado y marcó su pedido.
Estaba.
8
(VISTA DE LA MAQUINA tomada desde lejos, un objeto de mil kilómetros de longitud, como una aguja flotando en el espacio, empequeñecida por la Vía Láctea.)
Narrador
...sondas no tripuladas transmitieron indicaciones acerca de algo curioso, en órbita alrededor de Sol, en el mismo sendero que Tierra, pero a ciento ochenta grados de distancia, de modo que estaba siempre en el lado opuesto. Un vuelo de aproximación confirmó que era un objeto extraño. Ningún asteroide podía tener una forma perfectamente cilíndrica. Y ciertamente, la mayoría no eran tan grandes ni giraban a semejante velocidad...
(Un astrofísico, famoso en esa época, habla desde su escritorio, poniendo ocasionalmente en pantalla un diagrama animado como ilustración.)
Ionescu
...no es posible. Esa cosa es tan densa como un colapsar; está al borde de la condición de agujero negro.
Sus átomos deben de haber sido comprimidos hasta que dejaron de ser átomos y se transformaron en materia nuclear casi continua, lo que llamamos neutronio. Sólo el campo de gravitación de una estrella mayor que Sol, derrumbándose dentro de sí misma cuando el fuego se extingue, puede llevarlos a esa condición. El cilindro no puede. Aunque sea gigantesco, su masa es demasiado pequeña... de hecho, no es suficiente para perturbar los planetas. Además, un cuerpo natural, formaría un esferoide.
Sin embargo, ahí está la cosa. Fuerzas de las que nada sabemos la formaron, le comunicaron su increíble energía rotatoria y la mantienen unida. No tengo ninguna duda de que es el producto de una tecnología mucho más alejada de la nuestra que la nuestra de la Edad de Piedra...
(Escenas de nerviosismo, discursos, multitudes, demostraciones, sermones, oraciones en todos los puntos de Tierra y en los satélites. Extractos de una rueda de prensa de Manuel Fernández Dávila, Donald Napier y Saburo Tonari, los tres hombres que irán, el grupo más internacional que el caos que reina en buena parte del mundo ha permitido reunir. Despegue de la lanzadera, una vivida explosión contra una austera cordillera. Reunión con la nave Descubridor, y traslado de los tripulantes.)
(Escenas durante el vuelo, que en ese tiempo llevaba semanas, la mayor parte en caída libre. Tomas por las escotillas: el cilindro creciendo a la vista hasta que su enormidad comienza a ser aparente y sus brillantes sirvientes se vuelven visibles. Hombres con trajes espaciales salen al exterior, sujetos por largos cables, para tomar fotografías y comprobar instrumentos. Hablan a Tierra por medio de un relé que ha sido puesto en órbita especialmente para ellos. Las palabras son generalmente escuetas, pero transmiten el pavor.)
Fernandez Dávila
...no son satélites. No giran alrededor del cilindro; todos se mantienen en su lugar en relación a Sol y a los demás. Dios sabe cómo se consigue esto, pero suponemos que están sujetos por parte de la energía que mantiene entera a la estructura principal. Hemos contado diez. No tienen rasgos diferenciales, salvo que emiten diferentes longitudes de onda. Están espaciados a lo largo del eje del cilindro –que es exactamente normal a la eclíptica– en diferentes distancias y orientaciones, el más lejano a un millón de kilómetros, el más cercano a unos mil. Cuando observamos el sistema con nuestro telescopio principal, es un hermoso espectáculo. Bueno, toda la astronomía es...
(En una fecha posterior, cuando la meta está cerca.)
Tonari
...resplandecientes servidores son sin duda esferas, de un diámetro estimado en diez kilómetros. No parecen ser materiales. Más bien, bolas de energía, nexos en un campo de fuerza. Hemos confirmado que no son totalmente estacionarias. Su configuración cambia, lenta, pero continuamente, de acuerdo a una pauta que no podemos descifrar...
(Vista exterior filmada por Tonari: una toma fugaz de la nave, otra larga del cilindro que llena la pantalla y un par de sus lunas, que no son lunas, y detrás y en todas partes, las estrellas.)
NAPIER (Mientras tanto, a bordo.)
...curva de aproximación satisfactoria. Nos pondremos en órbita a nueve mil quinientos kilómetros, retrocederemos a cien mil, luego calcularemos una órbita circular y... ¡Dios mío! ¿Qué es eso?
Voz
(Melodiosa, andrógina, hablando castellano con el acento de un habitante de Lima educado.)
Atención, por favor. Atención, por favor. Este es un mensaje para ustedes de los constructores del aparato que están investigando. Les damos la bienvenida. Pero deben cambiar su rumbo. Su presente camino es peligroso para ustedes. Prepárense a acelerar y aguarden instrucciones. Por favor, graben. Van a necesitar la información que están a punto de recibir. Por favor, graben. Dentro de cinco minutos estas palabras se repetirán, con ese propósito, seguidas por los datos necesarios. Son palabras de júbilo, de bienvenida porque ustedes, finalmente, han llegado hasta aquí. Gracias.
(Escena interior. Fernández Dávila ha puesto en marcha las fumadoras, pensando en los libros de historia.)
NAPIER Pero ¿cómo puede ser que...?
Fernández Dávila
Probablemente, vibraciones sonoras dirigidas al casco. Para ellos será facilísimo... ¡Saburo! ¡Saburo! ¡Saca el culo de la escotilla!
(No hay repetición del saludo: este documental ha utilizado la repetición prometida, ya que el original fue recibido por medio de un has radial de doscientos diez millones de kilómetros de longitud, después de lo cual recorrió una distancia equivalente hasta Tierra, perdiendo calidad a lo largo de todo el camino.)
Voz
...comprendan que no será fácil contar la verdad. Ahora, mientras ustedes se calman, deben retirarse aproxi- madamente quinientos mil kilómetros, y quedar en ór- bita. Si no, difícilmente volverán a sus hogares. Aquí están los horarios y los vectores...
(Tomas variadas, exteriores e interiores filmadas durante los días siguientes: el titánico artefacto, estrellas, Via Láctea, Nubes Magallánicas, la siniestra nebulosa de Andrómeda, los hombres que de algún modo continuaban con su rutina, haciendo bromas o jugando a las cartas, en medio de graves discusiones acerca de lo que habían aprendido cada vez que recibían un mensaje.)
Voz
(Extractos.)
Están escuchando una especie de sistema de computación activado, un robot si lo prefieren. Ningún ser viviente podría ni debería aguardar aquí su llegada...
El universo es una cornucopia de vida...
Los constructores han existido a través de las edades. Desean lo mejor para el cosmos y por esa misma razón no tratan de ser amos y, menos aún, dioses. Es mejor que cada raza forje su propio destino, aunque eso pueda ser trágico. Sólo así puede crecer, en fuerza, mente y espíritu. Además, los constructores tienen vidas propias que vivir, sueños propios que perseguir. Por lo tanto, nunca oirán mucho más que esto acerca de ellos. Para ustedes, para incontables seres que hay entre los soles, deben seguir siendo los desconocidos Otros...
Pero están interesados en ustedes. Los aman. Como es obvio, los han observado larga y profundamente. Habiendo llegado hasta aquí, ustedes pueden usar libremente su máquina para viajes interestelares. Serán guiados hacia un sistema donde hay un planeta similar a su mundo de origen, salvo que en él no se ha desarrollado vida inteligente. Es suyo, si deciden aceptarlo...
Narrador
Cuando las transmisiones de la Descubridor llegaron a Tierra fueron muy pocas las personas que conservaron algo de calma.
(El despacho del astrofísico.)
Ionescu
...especulaciones que comenzaron a ser oídas en el momento de las primeras observaciones próximas parecen haber sido confirmadas. Por lo que podemos suponer, esa cosa es una máquina de Tipler.
La llamo así en honor del teórico que, extendiendo los trabajos de Kerr y otros, publicó, en 1974, un ensayo sobre este tema y después siguió estudiándolo con imaginación y rigor matemático. Es cierto que se vio obligado a hacer ciertas suposiciones simplistas. Pero usó principios de física estrictos y bien fundados para demostrar que el transporte por el espacio-tiempo era una idea conceptualmente sólida, aunque requería, aparentemente, condiciones imposibles de lograr en el universo real. (Sonriendo.) Temo que la prueba es bastante esotérica. Pero en palabras sencillas, equivale a esto: un cilindro de materia ultradensa, girando a una velocidad mayor a la mitad de la velocidad de la luz, genera un campo. No un campo de fuerza en el sentido estricto. Llamémoslo, en cambio, una región en la que algunas cantidades varían según la posición del observador. Un cuerpo que pasa por ese campo puede ser transportado directamente de acontecimiento en acontecimiento. En un lenguaje más popular, según el camino que tome, puede ir desde cualquier punto del espacio-tiempo a cualquier otro dentro del alcance de la máquina.
Como he dicho, ese efecto parecía exigir condiciones imposibles. Por ejemplo, densidades de materia de muchísimo mayor magnitud que las de los mismos nucleones, como las que podrían existir quizá dentro de un agujero negro, pero en ningún otro sitio. Por lo tanto, sospecho que la densidad que hemos medido en el lejano cilindro, aunque es elevada, es sólo un promedio; que aumenta dentro hasta el punto en que ocurren fenómenos de tipo agujero negro; que en el mismo centro es una singularidad real. Sólo podemos suponer cómo lograron esto los Otros... podemos especular que la condición de energía débil puede, después de todo y en las circunstancias adecuadas, ser violada... y lo más posible es que nuestras suposiciones estén totalmente equivocadas. Con algo más de seguridad pensamos que la longitud finita de este objeto del mundo real limita el alcance de su efecto, aunque obviamente ese alcance es interestelar y quizá interepocal.
También estamos comenzando a tener una idea vaga acerca de la forma en que el cilindro se mantiene en su posición con respecto a Tierra. Esta posición no es estable. Las perturbaciones planetarias tendrían que hacer que un cuerpo se alejara de allí en un tiempo bastante corto. Pero, presumiblemente, el aparato ha estado donde está durante siglos, por lo menos. ¿Qué le proporciona esa estabilidad posicional? Analizando los datos disponibles, pensamos que, probablemente, existe una continua interacción con los campos magnéticos interplanetario y galáctico, aunque esto también debe suceder a través de distancias terribles.
Espero vivir lo suficiente para ver cómo adquirimos algo más de conocimientos acerca de la creación que los Otros han agregado a la Creación. Y quizá, finalmente, podamos hacer que nuestros descubrimientos sean comprensibles para el lego... y para nosotros mismos. (El rostro profesoral resplandece.) Pero eso no importa ahora. Lo que hoy importa por encima de todo es que ¡nos han dado la posibilidad de empezar de nuevo!
Narrador
Antes de que la Descubridor volviera a casa, la Voz ofreció conducir a la nave por el pórtico, de ida y de vuelta. Como dijo después Fernández Dávila: «¿Cómo no íbamos a aceptar?»
(Vistas de una nave que después recorrió esa ruta, tomadas desde una nave acompañante. Están intercaladas con simulaciones y dibujos animados, además de fotografías tomadas en el primer viaje. Esto y la narración aclaran lo que sucede. La nave espacial se mueve de esfera a esfera en un orden preciso.)
Voz
Las esferas son simples balizas, ayudas para la navegación: Con su ayuda, ustedes podrán seguir el sendero exacto por el campo de transporte, que los llevará al lugar preparado para ustedes.
¡Tengan cuidado! Cualquier sendero diferente los llevaría a un destino muy distinto. Y bien podría ser que allí no existiera ninguna máquina. Ustedes perecerían en algún lugar distante. Cuando los constructores desean establecer un nuevo punto de partida, deben enviar todos los materiales necesarios y el equipo a través de una máquina existente y construir una nueva en el nuevo sitio, antes de poder regresar.
Y aunque emergieran junto a una máquina, no encontrarían el camino de vuelta. Consideren esto: diez esferas, tomadas en sus distintas permutaciones, definen 3.628.800 senderos. En realidad, las combinaciones son muchas más, ya que no todos los senderos requieren el pasaje junto a cada baliza; si se ignora totalmente a éstas, el número se vuelve virtualmente infinito. Se debatirían en la obscuridad hasta morir o, más probablemente, hasta que emergieran en algún lugar donde no hubiera máquina.
Deben de haber notado que la configuración de las esferas no es constante; cambia gradualmente. Sin duda habrán supuesto que es para compensar los cambios de posición de las estrellas. No se preocupen por eso. Simplemente, sigan el mismo orden de pasaje junto a cada una, como se les ha explicado. Del mismo modo, el orden correcto en el punto opuesto de este viaje suyo los traerá siempre de allá hasta aquí. Habrán notado que es enteramente diferente del curso que los llevó de aquí
Cuidado, repito, cuidado con desviarse de cualquiera de estas pautas. Envíen sondas no tripuladas por senderos elegidos al azar, si lo desean, pero no una tripulación viviente, porque quizá no regresaría nunca.
(El estudio de un famoso filósofo.)
Samuelson
...no creo que ningún ser humano tenga la posibilidad de entender a lOS Otros. Deben de tener algo infinitamente más importante que una ciencia y una tecnología superiores a las nuestras, quizá en millones de años. Estoy convencido de que tienen mentes superiores... y, sí, supongo que almas más nobles y superiores. No puedo creer que hayan existido durante tanto tiempo, con semejantes poderes, y no hayan evolucionado.
Sin embargo, en el caso de las máquinas T, me arriesgaré a adivinar sus razones. ¿Por qué la Voz no describió más senderos que los que hay entre Sol y esta sola estrella distante? ¿Por qué no sugirió siquiera cuál es la relación matemática entre un sendero dado y dos puntos dados del espacio-tiempo, para que podamos deducir cómo ir desde A, donde estamos, hasta B, donde nos gustaría ir? ¿Por qué, ciertamente, la Voz ha guardado silencio desde su primer contacto con los humanos?
Creo que eso es parte esencial de su doctrina de no intervención.
Pensad. Pusieron la máquina del Sistema Solar en oposición a Tierra y ni siquiera soñamos que existía hasta que desarrollamos una capacidad sustancial en el espacio. Pero la máquina del otro sistema gira en su órbita mucho más a mano, en un sendero estable, sesenta grados más adelante del planeta que probablemente colonizaremos, claramente visible para cualquier astrónomo de allí. Pero aparentemente, allí no hay astrónomos, no hay criaturas auténticamente pensantes que puedan ser tentadas por su visión a realizar esfuerzos febriles y desequilibrados en una lucha a muerte por él control.
La Voz dijo que los Otros nos aman. Debe de ser así: nos han regalado todo un mundo nuevo. Pero deben de amar a todas las razas inteligentes. Sospecho que una estirpe como la nuestra, con toda su historia de guerras, opresión, rapiña y explotación provocaría un desastre si, de un día para otro, se esparciera por la galaxia. Sospecho, además, que no somos inusualmente malos o miopes, que muchas especies se convertirían en una amenaza semejante, si se les diera la oportunidad.
Al mismo tiempo, los Otros se niegan, aparentemente, a tutelarnos. Estoy seguro de que, desde su punto de vista, tienen mejores cosas que hacer. Y desde el punto de vista de nuestro bienestar, pueden creer que estaría mal domesticarnos.
De modo que nos dejan nuestro libre albedrío, nos permiten usar sus pórticos estelares, pero no hacen más regalos. Debemos soportar la frustración de ver a Alfa de Centauro o a Sirio brillando inaccesibles en nuestro cielo, hasta que encontremos nuestro propio camino en el cosmos. Supongo que esperan que el largo esfuerzo común que requiere esto nos madurará un poco:..
(Vista de una nave espacial completando su camino. Súbitamente se desvanece. Vista de la máquina T en el Sistema Febiano. Súbitamente la nave aparece, aproximadamente a medio millón de kilómetros del cilindro.)
(Tomas realizadas durante el primer viaje. Fernández Dávila, Tonari y Napier miran fijamente desde su pequeña cabina. Balbucean. Dos de ellos rezan. Finalmente se controlan y miran hacia afuera con ojos expertos. Un terráqueo no distingue las constelaciones en el espacio; las estrellas visibles son demasiadas. Un astronauta puede. Aquí, ninguna es familiar. Después de un rato los hombres creen haber descifrado unas pocas, aunque sus formas están cambiadas, y los objetos extra-galácticos no parecen diferentes. Suponen, toscamente, que se han desplazado más de cien y menos de quinientos años luz al noroeste de Sol.)
Voz
El planeta que les interesará más está en el cielo, justo al lado de la nebulosa del Cangrejo...
(La toma se detiene en un punto de zafiro, infinitamente hermoso.)
NARRADOR El mundo al que bautizamos Deméter...
(Toma fija de Febo. Vista de la cabina de la Descubridor y tres hombres abrumados por la gloria.)
Voz
Su nave no tiene reservas para llegar hasta allí. Será mejor que regresen inmediatamente al Sistema Solar. Seguramente otras naves, aparejadas para la exploración, vendrán hasta aquí. Y ustedes mismos podrán estar a bordo...
(Escenas del camino de vuelta por el pórtico, totalmente distinto del de ida. Escenas de la salida en el otro extremo, de júbilo, de solemnidad, del largo viaje de retorno. Escenas tumultuosas, manifestaciones, ceremonias, fiestas, predicciones extravagantes, y, de vez en cuando, una palabra ocasional de presagio.)
Narrador
...finalmente prontos para mandar a nuestros primeros colonos. Antes, tuvimos que investigar durante varios años, aprendiendo las cosas más elementales acerca de Deméter. Los Otros prometieron que valdría la pena, pero no que sería el Paraíso...
(La casa de un famoso hombre del espacio.)
Fernández Dávila
El precio por persona que enviamos es alto y no sabemos qué podrán enviar de vuelta para pagarlo. Por esta razón, oímos protestas, oímos exigencias de que se abandone el programa. Bueno; yo sostengo que el estímulo que ha significado para la tecnología espacial, el orden de magnitud de mejora en naves e instrumentos, ya han amortizado todo el coste y han proporcionado una elevada ganancia. Además, hay que considerar la revolución científica, especialmente en la biología, que ha provocado Deméter. ¡Un grupo enteramente independiente de formas de vida! Necesitaremos décadas, siglos quizá, para examinarla a fondo, con sus consecuencias para la medicina, la genética, la agricultura, la maricultura, y quién sabe cuántas cosas más. Eso requiere una colonización permanente.
Además de esto, y en los términos económicos más crasos, afirmo que, dentro de una generación, los humanos de Deméter estarán reintegrando la inversión de Tierra multiplicada por mil. Recordad lo que significó América para Europa. Recordad lo que Luna y los satélites significan actualmente.
Y más allá de esto, pensad en los imponderables, en lo imprevisible: desafíos, oportunidades, ilustración, libertad...
El principio de nuestro acercamiento a los Otros...
Joelle descubrió que se había añadido un epílogo. Pensó que era igualmente honesto, pero era la honestidad de una generación posterior.
Trataba de la historia de Deméter. Cada año sólo se podían enviar unos pocos miles de individuos por el pórtico, para que aterrizaran en el planeta. La capacidad de transporte aumentó cuando la colonia comenzó a dar dividendos..., pero lentamente, a causa de las encontradas reclamaciones de esas riquezas. Los emigrantes viajaban auspiciados por los diferentes países, de acuerdo a un complicado sistema de cuotas. Sin embargo, por medio de sobornos o arreglos legales, muchos viajaban bajo banderas que no eran las suyas propias.
Las razones para ir eran tan variadas como las personas que iban. La ambición, la aventura, las visiones utópicas figuraban entre ellas. Pero algunos gobiernos subsidiaron la partida de ciudadanos disidentes y los presionaron para que aceptaran; otros se propusieron obtener puestos avanzados de poder para sí mismos, y otros aun tenían motivos más demenciales, como muchos individuos y organizaciones extraoficiales.
Al principio, todos debían vivir en Eópolis o cerca de ella, y una activa cooperación era indispensable para la supervivencia. La idea de que los Otros debían estar por allí, observando, reforzaba la solidaridad. Eso se desvaneció con el tiempo, y mientras tanto la población y la economía crecieron. También creció el conocimiento. La gente aprendió a vivir con independencia de la ciudad. El campo se transformó en un mosaico de grupos étnicos y contratos sociales.
Finalmente, se percibió la necesidad de una legislación demetriana. Quedó subordinada a la Unión, representada por el gobernador general, y su autoridad fue aún más limitada por el hecho de que la mayoría de las comunidades manejaba sus asuntos sin consultarlo.
En otros sitios, el tiempo también pasaba. El orden precario que había prevalecido en Tierra se rompió y llegaron los Conflictos. No pocos retóricos afirmaron que los había provocado la existencia de los Otros; era demasiado inquietante, provocaba demasiado la herejía. Había cosas que era mejor que los hombres no supieran nunca. En opinión de Joelle –derivada en buena parte de sus conversaciones con Dan Brodersen, que era totalmente terco– eso eran tonterías. En todo caso, el milagro era que el equilibrio hubiera durado, zigzagueando, hasta entonces, y la existencia de los Otros proporcionó una pausa para la reflexión e hizo que la locura no arrasara todo el planeta. Fuera como fuese, lo indiscutible era que, aunque muchos millones murieron y desaparecieron muchas naciones, el mundo sobrevivió. La civilización sobrevivió en la mayoría de las zonas. Las exploraciones espaciales sobrevivieron y no hubo un hiato importante más allá de Tierra, ya fuera en la industria, la exploración o la colonización de Deméter.
Un esfuerzo continuo fue considerado más importante aún que el envío de sondas no tripuladas a las estrellas cercanas. Fue el envío de esas naves a través de los pórticos, por senderos arbitrarios, programadas para regresar desde cualquier lugar por senderos igualmente arbitrarios. Ninguna lo hizo.
Lentamente, la humanidad parecía calmarse. En Lima se firmó el Convenio.
(El despacho de un famoso astrofísico, todavía vivo.)
ROSSET
...la teoría que estamos estudiando dice que una máquina T tiene un alcance finito. Lo estimamos en quinientos años luz en el espacio, quizá más, quizá menos. Lo importante es que si se quiere abarcar más que eso, hay que pasar por una máquina intermedia que actúa como relé.
Hasta ahora no hemos tenido suerte con nuestras sondas. Pero si insistimos durante el tiempo necesario, el cálculo de probabilidades garantiza que, finalmente, una encontrará el camino de vuelta, con el registro del sendero recorrido. Si eso sucede un cierto número de veces, tendremos, por lo menos, la información necesaria para alcanzar un cierto número de estrellas. También podremos vislumbrar los principios básicos de la elección de un sendero.
Esto será especialmente cierto si encontramos otra raza que también esté explorando. Podríamos comparar notas...
La cinta terminaba allí, unos veinte años atrás. Joelle se preguntó cómo habría llegado aquí. Quizá algún cuidador meticuloso había decretado que si la Rueda de San Jerónimo iba a ser un monumento, las referencias históricas de su banco de datos debían estar al día.
Por un minuto imaginó otra actualización, que comenzaba cuatro años atrás en el tiempo de Sol o Febo, doce años en su propia vida.
(Vista desde la nave de vigilancia en la máquina Febiana, de una nave desconocida que llega súbitamente. Larga, con la nariz despuntada, serrada, rodeada por un halo azul, no es, obviamente, humana. No responde a las señales y a una elevada aceleración recorre un sendero entre las balizas que los oficiales de la nave de vigilancia anotan cuidadosamente, hasta que desaparece.)
(Escenas de furor público y debates secretos después de que la noticia se hace pública. La burocracia ha desesperado de la efectividad de las sondas robot y hace tiempo que no se envía ninguna. Se toma la decisión de no enviar una ahora; irá, en cambio, una nave tripulada por ese sendero. No faltarán voluntarios para formar la tripulación.)
(La Emissary atraviesa el portal desconocido y desaparece.)
(Asombrosamente pronto, la Emissary regresa.)
(Entrevista con una famosa holoteta que explica lo que ha aprendido de los betanos. Han estado usando esta máquina de transporte, que descubrieron a fuerza de puro empirismo, durante los tres últimos siglos, pero con poca frecuencia, como relé hacia o desde una parte de la galaxia que visitaban con muy poca frecuencia. Ningún planeta de ese sistema los atraía como posibilidad de colonización, y en cuanto a la investigación científica, ya tenían demasiado entre manos. Volvían a casa a toda prisa y acostumbrada a emplear neutrinos más bien que radio o láseres para las comunicaciones en el espacio, la tripulación de esta nave no notó la presencia de los recién llegados.)
(Esta secuencia difiere de las precedentes porque la famosa holoteta no se dirige a toda la humanidad, sino a los pocos hombres que la mantienen cautiva.)
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9
Las palabras que dijo Lis hicieron que Brodersen mirara a su alrededor. El único teléfono público de Novy Mir estaba en una pared de la taberna. Sin embargo, nadie parecía interesado. La luz del sol entraba por las ventanas y una puerta abierta, junto con los olores de la tierra y la hierba, iluminando un icono y alegrando la pequeña habitación en penumbras. Un par de ancianos bebían té y jugaban al ajedrez. Un hombre más joven estaba sentado junto al samovar, aunque bebía vodka, y charlaba perezosamente con el posadero. Sus ojos se desviaban constantemente..., pero hacia Caitlin, que ocupaba una mesa y miraba con desconfianza una jarra de lo que estos rusos suponían era cerveza. De todos modos, por aquí hay poca gente que hable inglés, recordó Brodersen. Quizá nadie.
–De acuerdo. –Volvió a mirar la pantalla–. ¿Qué me decías, cariño?
Por un instante, mirando la imagen de su cara y los signos de falta de sueño en ella, sintió que estaban muy distantes.
La distancia física era trivial, pero no se atrevía a ir a ella, ni ella a él, para poder tocarse. Ni siquiera se podían llamar directamente. Desde aquí, su voz iba a la cabaña del lago Artemisa, donde era cifrada y pasada a su casa; allí, el instrumento de Lis transmitía la conversación grabada con antelación entre «Abner Croft» y su marido, que debía convencer a los escuchas de Hancock de que estaba en casa y reconstruía el mensaje de él. La respuesta de ella debía recorrer la misma ruta.
–Digo que sólo cinco de la tripulación están dispuestos a ir. –Lis los nombró–. El resto prometió guardar silencio y creo que lo harán, pero, bueno, lo que dijo Ram Das Gupta fue que tiene familia, y que este proyecto no es sólo desesperado; puede llegar a ser criminal.
–¡Malditos sean! –gruñó Brodersen–. Estaban muy dispuestos a atravesar el pórtico, en la misma dirección que la Emissary, si obteníamos la autorización y los datos del sendero... yendo Dios sabe dónde, y El no suele decirlo.
–Esto no es lo mismo. Yo... no puedo evitar comprenderlos. La Unión significa mucho. Desafiarla es una especie de blasfemia.
–La cábala es quien está desafiándola, subvirtiéndola.
–Puedes estar equivocado, querido. Puedes estarlo. Y lo estés o no, si intentas esto y fracasas... –Se esforzó por mantener la angustia fuera de su voz y sus rasgos–. Siempre estaré orgullosa de ti, lo sabes, pero no podré convencer a Barbara y Mike de que su padre no murió como un criminal.
El puño de Brodersen golpeó la pared. Los que estaban en la habitación lo miraron, sorprendidos. Respiró hondo y sintió que su garganta se aflojaba un poco.
–Ya hablamos de esto, la otra noche –dijo él–. Te repito que no pienso ser imprudente.
Forzó una sonrisa.
–¿Hubiese durado hasta hoy si fuese un tipo audaz?
–Lo siento, disculpa. –Ella parpadeó con fuerza–. No puedo evitar sentir temor por ti. Si pudiera ir contigo, oh, daría todos los años que me quedan de vida contigo.
Abrumado, él sólo pudo murmurar:
–Bueno, cariño...
Aunque sólo enseñaba su cabeza, la pantalla le dijo que ella se había erguido.
–Si te respaldo desde aquí será como si fuera contigo –dijo–. ¡Haz tu tarea, Elisabet Leino, y hazla bien!
–Oye, mira yo nunca quise...
–Hablemos de negocios. –Ella usó un tono enérgico–. ¿Te las arreglarás con sólo cinco tripulantes?
El luchó por entrar en esa clase de calma.
–En lo que se refiere a tripular la Chinook o la Williwaw sí, sin duda. Además, recuerda que lo primero que pienso hacer es ponerme en contacto con el Señor. Es muy posible que él pueda hacerse cargo de todo a partir de ese momento. Todo puede volverse enormemente seguro y fácil.
–En ese caso, cuando vuelvas haremos cosas infernales en privado.
–Seguro. –La sonrisa voló entre los dos y se esfumó–. De acuerdo. Disponemos de una tripulación básica. ¿Qué hay de la autorización para despegar?
–Estoy trabajando en eso.
Brodersen frunció el ceño.
–Hum... ¿Cuánto tiempo supones que te llevará? Hancock sospechará pronto que me he dado de baja.
–No he hecho nada que le recuerde nuestra existencia. En cambio, he trabajado a Barry Two Eagles. –Como Comisionado del Control Astronáutico para el Sistema Febiano, ejercía su autoridad sobre el tránsito espacial-. Algo confidencial, ¿entiendes? Anoche cenamos téte-á-téte en el Apolo. Quiere conquistarme, ¿sabes? ¿No lo sabías? –Lis rió–. No eres tan depravado como afirmas, mi querido Dan.
–Oh, sí, es un buen chico –dijo Brodersen con una mala gana que le sorprendió.
–Es cierto. Me agrada, y no me gusta usarlo, porque no obtendrá lo que pretende, pero no lo sabe, todavía. De todos modos, él no haría nada ilegal, por supuesto, pero está en su derecho si autoriza la salida de la Chinook hacia Sol sin decírselo al gobernador. Especialmente porque no sabe que se supone que estás arrestado. Le expliqué que estás muy ocupado, que te has enterado de que Aventureros necesita alquilar tu nave y que me pediste que me ocupara del asunto. Para él, fue una típica decisión rápida de Brodersen-Leino.
«Además le dije que Aurie Hancock lo vetaría si se enteraba, porque ella y su marido tienen acciones en una compañía rival... oh, te hubieras divertido con la historia que inventé. El se sorprendió y negó que ella fuera tan venal, pero seguí parloteando hasta que accedió a guardar el secreto, y después le ofrecí un soborno. Lo estás pensando.
–¿Eh? Barry no acepta sobornos.
–En realidad, no. Pero cuando comenté que si cerrábamos ese trato podríamos hacer una importante donación para las investigaciones acerca de la clonación de tejidos cerebrales...
Vio que Dan hacía una mueca y ella también hizo una. Two Eagles había ordenado a un médico que desconectara la máquina que mantenía vivo a lo que quedaba de su hijo después de que un accidente le destrozara el cráneo.
–Dan, la haremos. Pase lo que pase.
–Claro. Pero hubiera preferido que no tuvieras que hacer eso.
–Yo también. Pero no hubo más remedio.
Después de una pausa, Brodersen dijo:
–Bueno. ¿Supones que lo hará?
–Estoy casi segura. Tendría que llamarme esta tarde.
–¿Y cómo me recogerán?
–Ya hablamos de eso. Le dije que varios de los tripulantes de la Chinook tenían compromisos de último momento en tierra, y a causa de la necesidad de discreción no podían contratar un transbordador para ir hasta la nave. Se reunirán en un punto donde la Williwaw pueda recogerlos, si él lo autoriza. ¿Dónde?
Brodersen ya lo había pensado.
–En la costa este del lago Spearhorn. En los bosques que hay detrás, ¿lo recuerdas? Hay una especie de camino..., un buen lugar para aterrizar..., ¿de acuerdo?
–De acuerdo. –Ella miró su reloj–. Espera.
El vio que estaba pulsando una tecla.
–Ahora. Nuestra cinta se está acabando. Conecté la segunda sección.
–Buena chica. –No podía besarla–. Oh, buena chica.
–No estoy segura de que tengamos mucho más que hablar –dijo ella con aire triste–. Si la lancha no llega esta noche, supongo que mañana tendrás que buscar un teléfono y llamarme de nuevo.
–Naturalmente, querida.
–Los niños están muy bien, pero te echan de menos. Barbara está durmiendo la siesta. Podría despertarla.
–No.
–Me dijo que te diera recuerdos suyos y de Pietorcido.
–Dale recuerdos míos y... y...
Se atascaron durante un minuto o dos hasta que Brodersen estalló:
–¡Por Dios! ¡Esto es inútil!
–Sí. Y será mejor que te pongas en camino. Ese lago está bastante lejos de Novy Mir.
–Sí, tienes razón. Te quiero, Lis.
–Adiós, cariño. –Apretó las teclas que correspondían a una despedida grabada–. Quiero decir hasta pronto, hasta la vista. Y no te preocupes si te lleva algún tiempo. Siempre estaré aquí.
La pantalla quedó gris. No muy firmemente, Brodersen llegó a la mesa de Caitlin. La silla crujió cuando dejó caer su peso.
Ella se estiró y le cogió la mano.
–¿Todo bien, cariño mío? –preguntó en voz baja.
–Así parece –murmuró él, mirando fijamente la mesa.
–Y por dentro, todo va mal. Esa pobre dama valerosa. Demostraste tu buen juicio eligiéndola, Dan, por cierto.
El enfrentó su mirada verde e intentó una sonrisa.
–Soy buen juez en materia de mujeres. Termina tu copa y vámonos de aquí.
–Con júbilo te acompañaré a cualquier parte, bien mío, pero –hizo una mueca–, ¿tengo que beber esto?
–Oh, no importa. Déjalo para los pobres.
–¿Quieres que inicie una revolución?
Un poco más alegre, dijo Adiós' al posadero y la acompañó fuera. Febo se acercaba al mediodía, la mayoría de los colonos estaba en las tierras comunales, las casas soñaban una junto a la otra, a lo largo de la única calle polvorienta. Su madera olía a alquitrán por el calor, aunque imágenes coloridas adornaban los tejados. Pasó un gato. Una babushka tricotaba, sentada en su taburete, mientras vigilaba a un par de niños cuyos gritos eran casi el único sonido. Más allá, el verdor del valle llegaba hasta las montañas que lo encerraban. La escena parecía salida de un libro de cuentos para niños, pensó Brodersen.
Pero sus creadores habían llegado aquí en naves espaciales impulsadas por la fusión; los agroquímicos dirigían la conversión del suelo, hasta que las plantas terrestres, modificadas por los biólogos, podían florecer; la tecnología ecológica, trabajando a nivel de microbios, mantenía a distancia la vida nativa para que no volviera y reconquistara la zona; por la noche, las constelaciones llevaban nombres como Eneas y Grifo, y sólo un poderoso telescopio podía encontrar la estrella que era Sol.
–¿Hacia dónde nos dirigimos? –inquirió Caitlin cuando él abrió el auto burbuja.
–A encontrarnos con la lancha que me recogerá –contestó Brodersen–. Por favor, ¿devolverás este coche a la agencia de alquiler?
–¿Cómo? ¿No tienen un autopiloto que puedas usar?
–Sí, pero tú te quedarías en el fin del mundo.
–Eso es lo que tú crees.
–Eh, espera, no pensarás que...
–Entra –dijo ella–. Conduce mientras discutimos, así ya habremos terminado al llegar y estaremos listos para pasatiempos más interesantes.
–Pegeen –dijo él, dejando la culpa a un lado, porque Lis no le reprocharía el alivio que pudiera obtener–, siempre se te ocurre la misma idea.
–Así es –concedió ella–. ¿No es una idea bonita?
La Chinook giraba alrededor de Deméter como una luna cercana. Después, se convertiría en cometa.
Copiada de la Emissary, ya que su propósito habría sido el mismo si los dioses hubiesen sido bondadosos con Brodersen, era una esfera de doscientos metros de diámetro, bruñida como un espejo. (Su planta energética podía mantenerla tibia sin problemas; más difícil era, a veces, liberarse del calor excesivo.) A popa, sus tubos de escape formaban un dibujo parecido a un tulipán. En medio de la nave estaban los motores químicos auxiliares, montados sobre pivotes. Alrededor del hemisferio delantero, escotillas, torretas, alojamientos y platos electrónicos interrumpían la continuidad del casco. En el polo opuesto a la dirección principal, dos grúas flanqueaban una gran puerta circular.
La tripulación estaba a bordo. Habían llegado con más facilidad de lo que había insinuado Leino a Two Eagles. Habían tomado el trasbordador habitual que iba a Perséfone, desapercibidos entre los demás pasajeros. En el puerto, contrataron una lancha privada, cuyo piloto y propietario pidió autorización para ir a Erion y los llevó, en cambio, a la nave. El tránsito entre satélites no estaba muy controlado, y la mayoría de los hombres del espacio estaban dispuestos a transgredir un par de reglas para ayudar a un colega.
Recoger al capitán sin ser vistos era un problema mayor.
Llegó la orden. La puerta se abrió. Una cinta transportadora llevó a la Williwaw hasta ella. Las grúas la cogieron, la sacaron y la balancearon para que su escape no tocara a la nave madre. La forma de sus setenta y cinco metros de longitud sugería un torpedo, con aletas en la parte posterior, alas retráctiles en el centro y un botalón en forma de lanza proyectándose desde la nariz.
Lanzaba vapor, demasiado caliente para ser visible. Las grúas la soltaron y aceleró. Parte del agua se condensó, muchos kilómetros más atrás, formando una blanca nube espectral. Era un sistema poco eficiente, comparado con la propulsión de plasma, pero podía soportar el duro pasaje por una atmósfera. Pese a su gran tamaño y a la energía inimaginable que producía su maquinaria, la Chinook era demasiado frágil para eso y hasta para aterrizar en cualquier parte.
Obedeciendo las disposiciones del plan de vuelo oficialmente aprobado, la Williwaw pasó un par de horas acercándose al planeta antes de alcanzar los bordes de su estratosfera. Todavía habría que disminuir mucho la velocidad; lentamente, para no arder. Las alas achaparradas se extendieron. Los cohetes callaron, cerrados por sus válvulas. Durante un tiempo, el piloto y su ordenador condujeron la lancha en un largo vuelo sin motor. Finalmente, llegó a un nivel en el que los motores a reacción de las alas tendrían la entrada de aire necesaria. Los encendió. Un aullido creciente llenó la cabina. Aunque seguía decelerando furiosamente, ahora la Wüliwaw era un avión. Los transmisores ópticos revelaron al piloto un mar de muchas nubes iluminadas por el sol, muy lejanas, allá abajo. Tendría que recorrer la mitad del globo antes de aterrizar.
Las lunas de Deméter giran con más rapidez que la Luna de Tierra. Esta noche, Erion se había puesto y Perséfone no saldría hasta después del amanecer. Por eso, se veían muchas más estrellas que antes, suaves en el crepúsculo azul violáceo; el silencio habitaba aquí. Amurallado por las masas de bosques en sombras, el lago negro resplandecía. En su centro, Zeus arrojaba un claro perfecto. Como el valle que lo rodeaba estaba mucho menos alto que la caverna, conservaba la tibieza que levantaba el fantasma de la fragancia ahumada de las flores que crecían en el lódix, en el prado donde estaban sentados Caitlin y Brodersen.
El se desperezó sobre la hierba elástica. Se estaba poniendo húmedo.
–Maldita sea, Pegeen –dijo–. No puedes venir y basta.
En lo profundo de su cerebro, sintió que su vehemencia profanaba la paz a su alrededor.
Ella se enroscó, con el tobillo debajo de la rodilla, se apoyó contra él, lo despeinó, mordisqueó su oreja.
–Me gustas cuando te pones firme –murmuró–. Tómalo en el sentido que más te guste.
–¡Esto es ridículo! ¿Cuántas veces tendré que repetirlo? Te falta el entrenamiento...
–Tú mismo has prometido que me lo suministrarías, y aprenderlo es fácil, y nada igual a joder en caída libre.
–Sé formal, ¿quieres? Hablaba de un viaje corto de placer, hasta Afrodita o Ares.
Ella dejó caer la mano para apoyarse. El antebrazo, la cadera y el muslo continuaron presionando suavemente contra él, que sintió su aliento en la mejilla, mientras su tono revelaba diversión:
–Bueno; entonces, con seriedad hablaré, verruguita de mis entrañas. Has confesado que no tienes contramaestre y, lo que es peor, no tienes médico. ¿No podría yo ser ambos? ¿Debo dejar que te alejes hacia el peligro sin mí, cuando puedo auxiliarte? Pensad también en vuestra tripulación, capitán Brodersen. ¿Le negaríais lo que puede salvar una vida para estar libre de temores a mi respecto?
–Pero el viaje no será peligroso.
–En ese caso, ¿por qué negarme la experiencia? Sabes que las naves de los emigrantes son como cuarteles volantes. Tengo más conciencia de que hay un universo alrededor mío aquí... o, sí, mirando las noticias del espacio... de la que tuve nunca en la Isabel.
–Bueno..., mira... nunca se sabe lo que puede pasar. Estamos yendo contra la corriente y...
–Y tu amante no debe estar a tu lado. Daniel, Daniel, me enfadaría contigo si no estuviera tan desilusionada.
–¡Demonio, Pegeen! –La abrazó, acercándola aún más.
–Claro –dijo ella taimada– que si temes el escándalo, puedo ser decorosa contigo. Seguramente, alguno de los chicos de a bordo podrá consolarme.
–No digas eso, bruja. –Sabía que ésta era la última escaramuza de una batalla que ella había ganado, con sus especiales armas, en cuanto llegaron allí–. Me rindo. Vendrás.
Su rendición le alegró. Ella selló su victoria aguardando –¿treinta segundos?– a que él la besara, aunque inmediatamente después nadie supo quién tenía la iniciativa.
Se detuvieron allí, ya que la lancha podía llegar en cualquier momento, y se quedaron sentados, dejando que la serenidad los colmara. Finalmente, Caitlin se levantó.
–Me despediré –dijo. El la veía claramente a la luz del crepúsculo, pero modificada por éste, hasta transformarse en una visión un poco irreal, de la tonalidad de la Vía Láctea, que se movía por la pradera. Metió una mano en el lago y bebió, arrancó un pétalo a una flor y lo aplastó amorosamente entre labios y dientes, rodeó con los brazos a un koost de la altura de un hombre y abrazó el matorral, enterrando su cara en las hojas... Finalmente, volvió junto a él.
–Realmente tratas de ser parte de todo esto, ¿verdad? –murmuró él.
–No; lo soy. –Su mano trazó un arco desde las estrellas hasta el agua, pasando por los bosques–. Y tú también, Dan. Todo. ¿Por qué la gente no se da cuenta?
–Supongo que no podemos ser tú. Una vez dijiste algo acerca de que tenías sangre de hada. Creí que era sólo una metáfora. Esta noche, no estoy tan seguro.
Ella se quedó con la mirada perdida. –No estoy segura de mi verdadero ser.
–Bueno, hasta un viejo agnóstico como yo podría creer que hay algo de cierto en eso de las hadas.
–Oh, no. Nada de palabrería mística. Ni siquiera a Yeats le acepto su metafísica. –Miró hacia arriba–. Empero es seguro que éste es un extraño cosmos, más extraño de lo que suponemos, ¿no es así, encanto mío?
El asintió.
–Su tamaño. He tratado y tratado de imaginar un año luz, un solo año luz, pero, por supuesto, no pude. Después he tratado de imaginar la pequeñez de un átomo y tampoco pude. La mecánica de las ondas. La radiación de fondo que queda del Comienzo. Expansión permanente... ¿hasta dónde? Agujeros negros. Quasars. Máquinas T. Los Otros. Sí. –Después de un silencio, tocándola–: Pero me parece que te referías a un misterio en particular.
–Bueno, es una extraña historia que me contó mi madre, y es una buena católica.
–¿Quieres contármela?
–Seguro, pero, ay, no sé cómo. Porque no es realmente una historia, algo que sucedió en realidad o si no es un embuste. No; es la forma y el momento en que fue narrada, y quién la contó. ¿De cierto te gustaría escucharla?
El la estrechó más. –¿Por qué me preguntas eso? Caitlin respondió a su gesto. –Gracias; eres un oso adorable.
–Primero debes entender. Madre era de Lahinch, en Country Clare. Esa es una de las partes de Erin que se empobrecieron durante los Conflictos, hasta que sólo quedaron granjeros pobres, muchos de ellos iletrados. Entonces, volvieron a creer en el Sidhe, si alguna vez habían dejado de hacerlo, aunque supongo que Lady Gregory no reconocería sus historias. Y sabiendo de la existencia de los Otros, ¿por qué no iban a creer?
Allá en el lago el enorme bulto negro de un wassergeist apareció en la superficie, profirió su sobrenatural silbido y se hundió.
–Bueno, como ya te he dicho, madre fue a Dublín con una beca para estudiar música; un profesor que había ido de pesca la oyó cantar. Pero estuvo poco tiempo en la ópera porque se casó con Padraig Mulryan y le dio dos hijos. Después le vino la morriña. El, un médico, no podía emprender el viaje, pero la envió de vacaciones a la granja de sus padres y sintió gran alegría recorriendo la campiña que amaba.
Caitlin estaba sentada muy erguida, con los dedos entrelazados, ordenando sus pensamientos. Brodersen aguardaba. El perfil de la muchacha contra la noche clara era entrañable para él.
–Esto lo relató mucho después, y yo fui la primera en oírlo, después de su confesor. Mi padre, ese hombre bueno y seco, quince años mayor que ella, lo hubiese llamado un mero sueño, como probablemente fue. Pero madre estaba tratando de conmoverme cuando vio que rompería con mi religión y mi familia. Quería que yo supiera que ella también había sentido lo que yo, para advertirme que me precaviera.
»Y sin embargo, no pudo decir más que esto. Hacía una semana que iba de excursión, durmiendo en la casa más cercana cuando el sol se ponía, y todos se alegraban de conocer a una persona nueva. Pero esa noche de luna, bajo Slieve Bernagh, era tan clara que extendió su saco de dormir en el musgo y se acostó, con los ojos perdidos allá arriba.
«Entonces surgió una música de la luz de la luna, como una llamarada, y uno cuya belleza era tal que lloró al verlo, le pidió que fuera a la montaña con él. Ninguna mujer nacida de mujer podía haber rehusado, o habría sido una santa si hubiera podido, me dijo mi madre. Ella dejó el césped como un pájaro y él la anidó en sus brazos y se la llevó. En cuanto a lo que siguió, ella sólo podía hablar de arco iris y soles, púrpura y oro, viento y mares embravecidos, y todo una gloria. Si así fue como le hizo el amor, entonces así fue como le hizo el amor. Despertó donde se había acostado y un rayo de sol le hizo cosquillas en la nariz hasta que estornudó... Te he contado en inglés, Dan, una canción que hice sobre esto en gaélico, porque a madre le faltaban las palabras. A mí también, pero yo vi sus ojos y oí su voz. El tampoco tenía nada que decir. –Nueve meses después nací yo y crecí hasta ser idéntica a ella –continuó Caitlin, después de un rato durante el cual un meteoro pasó por encima de sus cabezas–. Sí; sé muy bien lo que estás pensando. El bueno de mi padre nunca lo pensó. Para él, me había llevado unos días de más o unas días de menos, no importaba. Y cuánto me mimó, porque yo era su única hija y el último hijo que tuvieron. El tenía razón, Dan. Supongo que me concederás que conozco bien a la gente. Ella no conoció a más hombre que él, nunca.
–Oh, no quise decir eso –protestó torpemente Brodersen–. No es que me importe, pero... No; supongo que alimentaba alguna fantasía..., ¿estás de acuerdo en que podía tener alguna...? Quizá sin darse cuenta... y se emborrachó un poco.
–Nunca le interesaron la hierba ni la botella. –Cuando él trató de disculparse, Caitlin le cubrió los labios con la mano–. Ya, quieres decir que se emborrachó con el claro de luna.
–A veces sucede –replicó él cuando ella le soltó–. Vaya, si recuerdo un viejo enebro, detrás de casa, que me hablaba. He olvidado lo que me decía, pero lo recuerdo hablando, tan bien como recuerdo haber aprendido a montar a la misma edad, cuatro o cinco años, supongo. Los sueños permanecen de las formas más extrañas. Y si eres como ella, Pegeen, entonces ella es como tú, y tú eres una soñadora..., excepto a veces, cuando eres tan práctica que me asustas. Ella no rió como él esperaba, pero sí sonrió.
–Soy simplemente una mujer, Dan. Vosotros, los hombres, sois el sexo romántico.
–Muy bien. ¿Qué supones que sucedió? Si piensas que realmente fue a Elhoy..., así lo llamamos en mis lares..., si piensas eso no me burlaré. Viviendo en el mismo mundo de los Otros, no hay problemas para aceptar el Mundo Subterráneo.
–¿Y a los demonios? –Sintió que ella se estremecía–. Eso es lo que temía madre, que el infierno la había tentado y había caído. El sacerdote dijo que no debía creer eso; lo más posible era que se le hubiese aflojado un tornillo. Pero en el alma, conserva ese temor hasta hoy. Mi padre me ha contado que era muy alegre, en su juventud y que, por esa época, se volvió devota.
La presión estaba presente, ciertamente, reflexionó Brodersen. Donde el hecho de los Otros no destruyó las religiones, ha inspirado otras nuevas, o revitalizado las antiguas. ¿Se lo habrán propuesto?
–¿Tú qué crees?
–¿Yo? No lo sé. Sé en qué consiste una prueba científica, y no las hay.
–Pero debes de haber especulado. Es obvio que te importa mucho.
–Naturalmente. Norah es mi madre. Y aunque estoy muy lejos, la amo, y a mi padre, y a mis hermanos, y espero verlos nuevamente durante nuestro viaje.
Caitlin le cogió la mano con fuerza y prosiguió:
–¿Recuerdas que esta conversación se inició cuando me preguntaste sobre mi sensación de formar parte del universo? Creo que la tuvo, esa noche, mucho más fuerte que yo. Si fuera budista, hubiese hablado del Nirvana, o el conocimiento o alguna otra cosa maravillosa. Pero como era una campesina irlandesa, por más que se hubiese casado con un médico y cantado ópera, retrocedió horrorizada y eso es una lástima terrible. Pero en cuanto a lo que provocó su experiencia y le dio esa forma, no hago conjeturas.
–¿Puedo hacerlas yo? –respondió él–. Tenía una naturaleza aventurera, como tú, y quería vivir, pero nunca luchó por su libertad como tú. De modo...
Br-r-ruu-uuum-m, dijo el cielo. Se pusieron en pie de un salto. Allá arriba, el metal reflejó la luz del sol oculto y resplandeció, después se zambulló y eclipsó. Sin embargo, pudieron seguirlo mientras se acercaba a ellos. El zumbido se transformó en rugido, las hojas temblaron, el aire se agitó. La lancha hizo girar sus alas, descendió verticalmente, bajó las ruedas, aterrizó, apagó los motores y descansó. El silencio volvió, como un trueno.
Brodersen y Caitlin cogieron sus cosas y corrieron hacia ella.
10
El auditorio de la Rueda de San Jerónimo incluía una habitación entre bastidores donde oradores o artistas podían aguardar, preparándose, si era necesario. Ira Quick no lo necesitaba, pero pasó unos segundos ante un espejo, controlando su aspecto. El espejo le mostró a un hombre caucasiano, delgado, de cuarenta y cuatro años, huesos finos, con una frente ancha coronando rasgos finos y regulares, ojos castaños, una barba Vandyke negra, y cabellos negros y ondulados, apenas salpicados de gris, que escaseaban en la coronilla, pero caían abundantes detrás de las orejas hasta la mitad del cuello. Era la moda, como la apagada iridiscencia de su túnica y el brillo de sus pantalones negros, mucho menor que el año pasado: era la moda, no la última moda. «No seas el primero en probar lo nuevo.»
Vaya, parezco un actor, preparándose para la entrada que cautivará a un público hostil, ¿eh?, pensó, apreciando su habilidad para reírse de sí mismo. Por debajo de eso tuvo plena conciencia de la terrible seriedad de la gestión que iba a realizar; sí, una tragedia. La tragedia no consistía en el choque entre el bien y el mal; eso era melodrama. La tragedia ocurría cuando se planteaba un conflicto ineluctable entre personas de la misma moralidad, la misma (bueno, casi la misma) inteligencia y sensibilidad.
Henry Troxell, director de la guardia, se movió.
–Esto... ¿Está usted... hum... listo, señor?
–Sí –dijo Quick–. Nada de presentaciones fantasiosas, por favor.
–De todos modos no sabría hacerlo, señor. De acuerdo.
Troxell salió. Su tono agresivo reverberaba a través de la puerta abierta.
–Damas y caballeros. Tengo el placer..., les he explicado muchas veces que mis hombres y yo hemos estado cumpliendo nuestro deber, tal como nos fue indicado por nuestro gobierno y el suyo. Ustedes han exigido una entrevista con alguien que esté en el poder. Ahora esa persona ha llegado. Tengo el honor de presentarles a Ira Quick, representante del Oeste Medio en la Asamblea de la Federación Norteamericana, y Ministro de Investigación y Desarrollo en el Consejo de la Unión Mundial. El señor Quick.
Retrocedió por el escenario, mientras entraba el recién llegado, dirigiendo el aplauso, hasta que se dio cuenta de que era el único que aplaudía.
Quick fue hasta el atril, que psicológicamente le parecía un apoyo valioso, y sonrió. Previsto para cientos de personas, el salón parecía enorme y hueco. Doce prisioneros sentados en la primera fila lo miraban con odio..., el extraterrestre no estaba con ellos, notó, sin saber si sentirse aliviado o irritado. Los guardias, sentados o de pie, añadían un número similar; los demás estaban en sus puestos, aunque el riesgo de una emergencia era minúsculo. Todo el mundo llevaba monos espaciales. Los agentes del servicio secreto portaban armas cortas en sus pistoleras, unas pocas pistolas y sobre todo paralizadores sónicos.
En el silencio, sintió el zumbido de la ventilación. El aire olía adecuadamente fresco; con seguridad un aroma ligeramente rancio era producto de su imaginación. Como estaba casi vacío, el auditorio tema mala acústica, resonaba un poco. Bueno, pensó, he hablado en peores lugares. Evocó fugaces recuerdos: la escuela de un pueble-cito lleno de peones, con olor a estiércol; una tarde lluviosa en una logia masónica semidestruida por las bombas en la última guerra civil; un cruel amanecer de invierno junto a la puerta de una fábrica cuyos obreros sabían que serían despedidos cuando se reinstaurara la automatización; la clase de cosas a que debía habituarse, un joven y brillante abogado que se había transformado en un joven y brillante político. En cierto modo fue deseable. Me ayudó a entender al hombre de la calle.
–¿Les importa si hablo en inglés? –comenzó–. Es mi lengua nativa y ustedes la usaban tanto como el español en su nave, ¿verdad?
La hosquedad que lo enfrentaba no cambió.
–Gracias.
Habiendo dado una nota informal, apoyó la punta de los dedos en el atril y dio libre curso a su famosa voz de barítono.
–Buen día, señoras y señores. Y espero que éste sea un buen día para ustedes y para la humanidad. Más de lo que puede expresar cualquier lenguaje, lamento, deploro, lo que les ha sucedido. Allí estaban ustedes, de vuelta de su expedición, una expedición cuya importancia empequeñecía a la de Colón. Habían trabajado, habían sufrido, habían perdido tres camaradas queridos, y lo habían soportado todo. Pero finalmente, traían de vuelta el premio que abriría una era nueva y más brillante, según creían sinceramente. Tenían todo el derecho a esperar un triunfo, honores durante el resto de sus vidas, inmortalidad en la historia. En cambio...
–Ach, basta de mierda –gritó una mujer rubia y alta–. No nos la tire. Ya hemos tenido bastante.
Debía de ser Frieda von Moltke, artillero y piloto, como el mulato, Sam Kalahele, sentado a su lado. El capitán Willem Langendijk se volvió, con la exagerada corrección que Quick recordaba, para hacerla callar. El primer oficial Carlos Francisco Rueda Suárez alzó ligeramente sus aristocráticas cejas para mirar despreciativamente... al escenario. Las expresiones de los demás iban de la sonrisa al embarazo..., salvo la mujer delgada, de pelo gris, Joelle Ky, que se mantenía impasible.
Quick levantó la mano.
–No me he ofendido –dijo–. Créanme, simpatizo con ustedes. He recorrido todo el camino desde la Tierra para que podamos tener un diálogo significativo y lograr un modus vivendi que también les satisfaga a ustedes. La idea era que yo les hablara brevemente y después mantendríamos una discusión libre. ¿Están de acuerdo?
–Oigámoslo –ordenó Langendijk.
El contramaestre Bruno Benedetti se cruzó de brazos, se recostó y bostezó artificialmente.
–Ya que estamos aquí –dijo–. No tenemos otra cosa que hacer.
–Por favor. –Esther Pinski, médico y bióloga asistente hablaba con timidez (aunque había atravesado el pórtico en dirección a lo desconocido, como los demás, para estudiar formas de vida que, por lo que sabía, podían ser letales)–. Seamos corteses.
–Sí –añadió el ingeniero Dairoku Mitsukuri–. Si no, ¿cómo obtendremos la libertad?
La tripulación se calmó. Quick retomó su postura de orador.
–Gracias –dijo–. Son ustedes muy generosos. Sois mortalmente peligrosos pensó y en seguida: No, no es culpa de ellos. Es lo único que saben. Debo tratar de educarlos. La educación es la clave del futuro. Sintió que la tolerancia crecía en su fuero interno.
»E1 coronel Troxell y, sin duda, sus hombres habrán hecho todo lo posible por explicarles por qué han sido retenidos todo este fastidioso tiempo –comenzó–. Sin embargo, y con todo respeto, quizá no sean demasiado elocuentes. Hablar no es lo suyo. Es lo mío..., tendría que serlo, si quiero mantenerme en mi cargo.
Nadie se hizo eco de su risita. La planetóloga Olga Razumovski se rascó la nariz.
–Pensaba hablar también con el... ah... betano –continuó–. ¿Puedo preguntar por qué no está aquí?
Las miradas buscaron a Joelle Ky. Cruzó las piernas y dijo secamente:
–Le aconsejé que no viniera. Después proyectaremos esta escena en su presencia y trataremos de explicársela, punto por punto.
Quick se alejó del atril y redujo su sonrisa. Nada perdía tan rápidamente a un público como una actitud rígida o un rostro insensible. Además, las holotetas le ponían muy nervioso. No eran humanas... Nunca debía admitir este prejuicio. Era suficientemente adulto como para reconocer que era un prejuicio.
Marie Feuillet, química, suavizó la respuesta de Ky cuando dijo:
–Fidelio está tan desconcertado y creo que tan ofendido...
–Bueno, sus compañeros de a bordo lo conocen mejor –concedió Quick–. Fidelio, por favor, acepte mis mejores deseos y la bienvenida de mi gobierno al Sistema Solar.
Cocentrándose en la tripulación:
–Una bienvenida espantosa; estoy de acuerdo. He venido a pedir disculpas y, al mismo tiempo, a explicarles por qué el gobierno no tenía otra salida. Sus custodios quizá hayan insinuado las razones; pienso completarlas. Háganme las preguntas más duras que puedan y yo les daré las respuestas más francas que pueda. Pero, en primer lugar, creo que será mejor que describa la situación desde el principio, tal como la vemos mis colegas y yo. Por favor, no piensen «esto ya lo he oído». Por favor, escuchen. Quizá no lo hayan oído todo.
»Cuando firmaron su contrato para este viaje, sabían que probablemente estarían en cuarentena durante un período indefinido al retorno, independientemente de los resultados de sus investigaciones. En el caso de Deméter, aun cuando la Voz de los Otros nos había asegurado que estaba libre de cualquier enfermedad que pudiese contraer la humanidad, aun en ese caso, pasaron diez años antes de que cualquier científico que hubiera estado allí volviera a poner los pies en cualquier cuerpo celeste del Sistema Solar. Por supuesto, no tendrían que haber aguardado tanto en órbita. Pero ese período podría haber sido más largo del que han pasado hasta ahora en la Rueda.
Floriano de Carvalho, el biólogo jefe, se ruborizó.
–¡Un período diferente, Quick! –gritó enfadado.
El orador retrocedió un poco en el escenario, como podría haberlo hecho un matador de antaño.
–Sí, ciertamente, ciertamente. Estarían en contacto audiovisual con sus seres queridos y el mundo entero, recibirían regalos, disfrutarían de... mejor comida y bebida de la que temo les han dado... oh, sí, y por encima de todo, ¿me equivoco?, estarían transmitiendo su mensaje. El mensaje de que la humanidad puede desplazarse libremente por la galaxia.
–Bueno, todavía no –dijo un tipo delgado–. En mil años, los betanos han descifrado los senderos que los llevan a unas cien estrellas y luego de vuelta a casa. Pero es el comienzo.
Por un instante, Quick no lo reconoció. Un bloqueo mental. Había conocido personalmente a cada tripulante y a su sustituto, había estudiado cada expediente después de fracasar en el intento de impedir la expedición. Pero había supuesto que pasarían muchos años; si había suerte, la Emissary no volvería. Después llegó la catastrófica noticia y casi deseó tener un Dios al que dar gracias de que Tom Archer comandara la nave de vigilancia en ese momento. No había tenido la oportunidad de persuadir a muchos oficiales como él de que debían cooperar. De todos modos, la contingencia había parecido remota... que una máquina T pudiera enviarte con la misma facilidad por el tiempo que por el espacio... teórico, sí, como e=mc2 había sido teórico alguna vez... El mensaje de Archer: la Faraday había escoltado a la Emissary por el pórtico hacia el Sistema Solar, después de engañar astutamente a su colega, y montaba guardia. ¿Qué debía hacer? Más tarde, Quick se sintió orgulloso de la rapidez con que había cristalizado las soluciones de la Rueda e, incidentalmente, de la Faraday. (Enviarla nuevamente a su puesto en el Sistema Febiano. Antes de que terminara su turno allí, asignarla a una expedición cartográfica al distante Hades, con las generosas pagas extraordinarias de costumbre para la tripulación. Eso le daba cierta cantidad de semanas en las que inventar una solución más permanente.) De todas maneras, había sido una pesadilla realizar la tarea manteniéndola en el más absoluto secreto. Ningún hombre solo podría haberlo hecho. Un vínculo de algo más que hermandad existiría siempre entre esas personas, en puestos importantes e inferiores de una docena de países diferentes, que se habían jugado sus carreras mientras se esforzaban, entre bambalinas, por evitar el desastre.
Y después... Los mensajes radiofónicos entre Tierra y la Rueda no podían ir en clave, cuando se suponía que sólo estaban allí unos pocos científicos inofensivos. Las naves correo tardaban días y, en cualquier caso, no viajaban con mucha frecuencia. Eso también podía provocar comentarios. (Además, los fondos discrecionales disponibles no eran suficientes. ¡Oh, esos malditos reaccionarios tacaños que siempre frenaban a las personas de visión!) Así, Quick había llegado con un panorama muy fragmentario de lo que habían averiguado Troxell y sus hombres.
Por suerte aprendo rápido. Su chiste habitual rompió el conjuro. No había durado más de un segundo, mientras él se maravillaba ante la magnitud de lo que estaba haciendo por la humanidad. Supo el nombre del último alborotador, el segundo ingeniero de la Emissary, tan bien como el de su propia mujer.
–Estaba hablando en metáfora, señor Sverdrup –dijo–. Pero, por lo que sé de su relato, los betanos podrían guiarnos a planetas que podríamos colonizar, cuando Deméter se haya llenado. Y lo que es más importante –¿me equivoco?–, pueden presentarnos a unas veinte razas inteligentes de las que podríamos aprender muchísimo: ciencia, arte, filosofía, ¿quién podría preverlo?
–Empezando por los betanos –dijo Rueda en tono cortante–. Tecnológicamente son los más avanzados. Si los comparamos con sus ingenieros, los nuestros son niños que juegan con ramitas. Para empezar, pueden enseñarnos a construir naves espaciales con posibilidades que, para nosotros, son de ciencia ficción, tan fáciles y baratas de hacer como los automóviles. Y están dispuestos. Nos han ofrecido unas posibilidades de intercambio comercial tan generosas que todavía estoy atontado. Les dijimos que en Tierra la persona de un embajador es sagrada. Señor, ¿dónde está el embajador en este momento? ¿Cuáles son sus intenciones con respecto a él?
El matador esquivó la embestida.
–Por favor, señor Rueda, es lo que discutiremos ahora. Seguramente, usted no me considera anticientífico. Soy el ministro de Investigación y Desarrollo.
Rueda replicó con las cejas. Maldito sea, ha pasado toda su vida adulta en el espado, pensó Quick, pero sigue siendo un miembro de su clan plutocrático y deben de haber hablado de política delante de él. Sabe que no me propuse obtener el puesto de I & D en el gabinete porque quisiera dar vía libre a esas fuerzas ciegas. No, mi misión es controlarlas: Son buenos vasallos pero malos señores. Aja, Ira, citando tu discurso habitual, ¿eh?
–Volvamos al siglo veinte –dijo– y a la moratoria en la investigación de las técnicas de recombinación del ADN, que impusieron los científicos responsables, hasta que se redactasen reglamentaciones de seguridad. El resultado fue que ninguna nueva plaga arrasó al mundo y en cambio, el hombre cosechó los frutos de los nuevos conocimientos en el campo de la genética.
«Damas y caballeros: hoy ustedes están en la posición de esos pioneros. Saludo su heroísmo, simpatizo con su situación y aprecio el amplio potencial para el bien que derivará de su hazaña. Sin embargo, estoy seguro de que no desearían descargar una enfermedad terrible sobre la humanidad. Lo que pido no es el fin de las exploraciones, sino una moratoria. Y rezo para que ustedes estén de acuerdo.
»¿Qué enfermedad?, preguntarán. Amigos, la misma pregunta se hizo en los laboratorios genéticos. "¿Qué enfermedad?" Nadie lo sabía. Si lo hubieran sabido, no se hubiese planteado el problema. Sin embargo, tuvieron la sabiduría de admitir las limitaciones de sus conocimientos.
»Su gobierno toma con mucha seriedad su papel de guía. Cuando se observó a la nave betana pasando por el pórtico de Febo, la expedición que la seguiría fue autorizada después de largos debates, públicos y oficiales. Tras una horrible batalla política, que perdieron los míos, aunque obtuvimos unas pocas concesiones, y después algunos nos reunimos para planear cómo ganaríamos la próxima batalla. En gran medida, la decisión de autorizar el viaje se apoyó en la suposición de que ustedes tardarían años en volver. Parecía claro que necesitarían mucho tiempo para establecer comunicación con una especie totalmente desconocida. Mientras tanto, nosotros, en casa, podríamos imaginar las contingencias y prepararnos para ellas. ¡Y forcejear para saber quién diría la última palabra! Pero, en cambio, habiendo pasado varios años allí, ¡ustedes volvieron a los pocos meses!
Quick pasó de la excitación a la solemnidad.
–Fidelio, querido amigo de las estrellas, perdona lo que debo decir. Moralmente, estoy seguro de que tú y los tuyos sois benignos. Pero la certeza moral no es suficiente, cuando un gobierno debe velar sobre millones de vidas. Y, de hecho, ¿qué sabéis de nosotros? ¿Tenéis pruebas positivas de nuestra honestidad, de nuestro pacifismo? Creo que debemos a nuestras posteridades la toma de grandes precauciones.
Un par de sus oyentes reían disimuladamente. La golfa de la Von Moltke rió en voz alta y gritó:
–Sólo sabe español, señor Estadista Elocuente. ¿Quiere que traduzca?
Quick controló un brote de furia, consideró la posibilidad de repetirse en el segundo idioma, decidió que eso sólo serviría para subrayar su error, y replicó con su sonrisa más agresiva:
–Si lo desea, hágalo, madame. Pero la respuesta no pareció impresionarla. Se dirigió nuevamente a la tripulación: –Dejando a un lado las posibles intenciones agresivas, que a mí también me parecen improbables, dejando eso a un lado, piensen en el impacto en la sociedad. Los Otros nos dieron Deméter; también nos dieron los Conflictos. La Unión sigue siendo muy vulnerable. El Comando de Paz tiene más trabajo cada día. Ustedes son idealistas. Suponen que un torrente de informaciones revolucionarias, tecnología, ideas, filosofías, fe... suponen que sólo puede ser deseable, que puede provocar un renacimiento.
«Amigos, les recuerdo que el Renacimiento europeo original fue, ciertamente, brillante en las artes y las ciencias, pero fue también una era en la que la civilización estalló, la era no sólo de Miguel Ángel y Leonardo, sino de los Borgia y los Cenci. Y el arma más letal de que disponían era la pólvora. Nosotros tenemos cabezas de fusión.
«Pido perdón por repetir argumentos que se barajaron una y otra vez antes de su partida. Pero, después de todo, ustedes han pasado ocho años de sus vidas lejos de aquí, en un lugar exótico. El entusiasmo de los descubrimientos y los logros ha borrado esas precauciones de sus memorias. Y, evidentemente, el coronel Troxell y sus hombres no han logrado convencerlos de su importancia.
«Permítanme repetir que quienes cuidamos del bien público creíamos contar con años de preparación para su regreso. Previendo el peligro nos proponíamos, al mismo tiempo, fortalecer las instituciones de la ley y el orden y educar al público. Francamente, al volver tan pronto, ustedes mismos han provocado la emergencia.
Rueda levantó un brazo.
–¿Sabe por qué lo hicimos? –gritó.
Desconcertado, el ministro escuchó su propia voz:
–¿Qué? Bueno... no. Supongo que no. Sin duda estará en los informes... el coronel Troxell me ha dicho que han sido muy francos... pero es mucho material y no quise hacerlos esperar más. –Reunió su coraje–. Muy bien, señor Rueda. Di por sentado que así funcionaba el pórtico.
–Se equivoca, señor Quick –dijo el primer oficial–. Los betanos han tenido mil años para estudiar las máquinas T. Inventaron sondas baratas y enviaron millones, mientras nosotros sólo pudimos enviar unos pocos miles. De modo que recuperaron algunas. Con la información obtenida pudieron empezar a ver trazas de un esquema, indicios de una teoría. Están muy lejos de haberlo entendido todo, es cierto. Pero han descubierto que pequeñísimas variaciones en un sendero, que no son suficientes para llevarte a un destino diferente en el espacio, pueden llevarte a un momento diferente en el tiempo. La gama no es muy amplia; una o dos décadas en cualquier sentido. Más allá de eso, su información sigue siendo incompleta. Pero nos dijeron que podrían calcular un sendero alrededor de la máquina de Centrum que nos traería de vuelta antes o después de la hora en que dejamos Febo, en cualquier lugar –en cualquier momento– de un lapso de varios años. –Elegimos volver unos días después de nuestra partida. Si fueron meses es porque no pudimos conducir la Emissary con tanta precisión como ellos controlan sus naves. Fue una decisión nuestra. Nuestra.
Langendijk frunció el ceño. Rueda le dijo que no con la cabeza.
Horrorizado –sintió que sus labios perdían la sensibilidad– y aunque ya sabía la respuesta, Quick preguntó:
–¿Por qué?
–No habíamos olvidado los debates previos –dijo Rueda–. No; pasamos ocho años pensando. Vimos el riesgo de que su facción, señor, se impusiera, porque sabe exactamente lo que quiere, mientras nuestra gente sólo ofrece esperanzas. Decidimos que sería mejor volver pronto.
Sobreponiéndose a su abatimiento (por Dios, ¡encima de todo, viajes por el tiempo!), Quick se alegró de descubrir que su contraataque estaba listo.
–Gracias, señor Rueda –susurró–. Me gustaría que me dijese qué es lo que se propone mi facción, como usted la llama. Me interesaría saberlo. Yo creía que el Partido de Acción y otras organizaciones similares se proponían simplemente el bienestar de la humanidad.
Rueda se encogió de hombros.
–¿Qué es el bienestar de la humanidad? ¿Quién lo determina? Permítame citar una pequeña historia. Hace varios siglos, los shoguns japoneses excluyeron a los extranjeros... nada nuevo, nada fresco. El señor Mitsukuri me ha contado cómo trataron de reglamentar toda la vida, hasta el precio que se podía pagar por una muñeca para un niño.
–Festung Menschenheim ( Para reforzar los lazos humanos. N. del T.) –agregó venenosa Von Moltke–. Este reino de ermitaños podría durar. Mantenga misiles junto a las dos máquinas T y haga trizas cualquier cosa rara que pueda aparecer. Oh, sí.
No es una mala idea. Quick levantó las manos.
–¿Qué clase de monstruo creen que soy? –gritó–. ¿Cómo suponen que puedo responder a esa clase de acusaciones? ¿He dejado de golpear a mi mujer? Damas y caballeros, no quiero creer que esos años en Beta los hayan transformado en paranoicos. ¡Les ruego que dejen de hablar así!
El capitán Langendijk intervino:
–Por favor, todos ustedes, por favor. Seamos civilizados. –Se puso de pie y se dirigió al escenario–. Señor, no adelantamos la fecha del regreso porque sufriéramos un complejo de persecución. Simplemente, parecía sensato. Además, puede imaginar las razones personales. En ocho años, muchas de las personas a quienes queremos podían haber muerto, otras habrían envejecido. Confiábamos en escapar a eso.
Quick intentó responder. La autoritaria voz de Langendijk continuó:
–Como dijo Carlos, recordábamos las polémicas antes de nuestra partida. Las discutimos una y otra vez... incluyendo el peligro de revivir los Conflictos. Descubrimos que era ínfimo.
»Usted habló de un torrente de novedades. Bueno; eso no puede suceder. En cien años, apenas hemos empezado a conocer Deméter, que no tiene pobladores nativos inteligentes. En cuanto a Beta, los betanos, que tienen experiencia en encuentros entre especies diferentes, estiman que pasarán cincuenta años antes de que ellos y nosotros progresemos más allá del intercambio de misiones culturales y científicas. Tanto tiempo necesitaremos para conocernos. Tierra tendrá mucho tiempo para adaptarse.
»Por favor, déjeme terminar. La tecnología llegará más rápido, es cierto. Pero ¿y qué? O ¿y qué no? La tecnología de más rápida aplicación será astronáutica Senderos por los pórticos, naves espaciales baratas, abundantes, prácticas, planetas del tipo Tierra deshabitados... la válvula de escape, ¿comprende? La libertad de marcharse y empezar de nuevo, no unos pocos miles por año, amontonados en un transportador, sino ilimitada. Libertad. Eso es lo que hemos traído.
Se sentó, con la cara roja, poco habituado a discursear y aguardó. Toda la habitación aguardó.
Quick dejó crecer el silencio para subrayar las palabras que estaba reuniendo, antes de volver a apoyarse en el atril, reasumiendo su postura pastoral, y dijo:
–Aquí sólo hay idealistas. Ustedes no hubieran ido a Beta si no lo fueran. Yo no serviría en Lima y Toronto si no lo fuera. Y si es por eso, los hombres que se han hecho cargo de ustedes aquí no hubiesen aceptado ese trabajo duro y difícil si no lo fueran.
Distorsiono apenas la verdad, pensó. Emocionalmente, debo ser yo, Ira Wallace Quick, quien da forma al destino. No hay éxtasis como ése. En el nivel más crudo, oír a una multitud que me vitorea, ver cómo me adora, es mejor que llevarse a una mujer a la cama.
Qué honesto soy conmigo mismo. (Estoy siendo irónico. Con frecuencia lo soy. Me gusta ese rasgo, si es moderado.) Por lo tanto me atreveré a ser franco y añadir que alguien debe hacerse cargo de la administración, y yo, a lo largo de los años, he llegado a conocer al hombre común y sus necesidades.
–Capitán Langendijk –dijo–. Admito que es sincero, pero ¿ha considerado realmente las consecuencias de la introducción temeraria de ese tipo de astronáutica? Habló de una válvula de escape. Permítame hablar, en cambio, de los miserables de la Tierra, naciones enteras que aún no han salido del hambre y la barbarie, millones de pobres y oprimidos dentro de los denominados países avanzados. ¿Acaso podemos olvidarlos? Seguramente no supone que pueden empacar y marcharse. ¿De dónde sacarían el importe del billete más barato, de las herramientas que necesitarán al llegar? ¿Dónde obtendrían la instrucción necesaria para la supervivencia? Deméter ya se ha cobrado varios cientos de vidas, de emigrantes cuidadosamente escogidos transportados a un mundo cuidadosamente investigado. ¿Pero, de dónde sacarían el incentivo para partir, las energías necesarias? »No; lo que usted propone distraería recursos imprescindibles y mano de obra calificada aún más imprescindible. Para beneficiar a unos pocos privilegiados, la mayoría vería prolongados sus sufrimientos. ¿No se siente solidario con sus semejantes?
–Mamma mia!1 –gritó Benedetti–. ¿No sabe nada de economía elemental? Che sdochezza!2 Quick se puso rígido.
–Creo que un gobierno debe ser compasivo –declaró. Ky se movió en su silla.
–Gobierno compasivo –dijo– es una frase en código que significa: «Nadie sentirá compasión por los contribuyentes.»
1. ¡ Madre mía!
2. ¡Qué barbaridad! (Notas del traductor).
Ese chiste no es suyo, pensó Quick, irritado. Está demasiado alejada de la realidad. Apuesto que lo oyó de labios de Daniel Brodersen, ese hijo de perra de Deméter. Los investigadores me dijeron que tenían una estrecha vinculación.
Se controló, relajó un músculo y luego otro, se inclinó sobre el atril y exhortó, con toda suavidad:
–Damas y caballeros, entiendo su amargura. No preví que nuestro encuentro se alejaría tanto del tema principal, ni que sería tan hostil. Miren, he abandonado mis otras responsabilidades y he viajado varios días desde Tierra para elaborar un plan con ustedes, que sea satisfactorio para sus vidas privadas y cumpla con el deber que tenemos ante la humanidad y la civilización. ¿Qué les parece si mantenemos un auténtico diálogo?
Horas más tarde estaba sentado en el apartamento que le habían asignado, con un whisky con soda en la mano, buscando una decisión. Pronto debería reunirse con Troxell para cenar. Sin duda podría esquivar las preguntas y sugerencias indeseables alegando fatiga, para lo que, por cierto, no necesitaría fingir. De ninguna manera podía permitirse el lujo de ser sincero. Y no podía quedarse mucho tiempo aquí, enjaulado en el espacio exterior, mientras los hechos se precipitaban en casa. Para él, la Rueda tenía un mal karma. De modo que si podía estructurar bien la conversación durante la guardia nocturna obtendría ideas acerca de cómo actuar. Pero esto exigía tener, por lo menos, un plan de acción provisional, cosa que, a su vez, exigía que examinara unos hechos terribles.
Una ducha caliente le había quitado el sudor y un cambio de ropas lo liberó del olor. La bata arropaba su cuerpo. El vaso estaba fresco en su mano, húmedo, y cada sorbo le recordaba el olor del humo... una hoguera en un mitin político, la fogata de un campamento en las Rocallosas, el fuego aprés-ski en el hogar de un chalet suizo, un habano después de una cena de cuatro estrellas y al otro lado de la mesa una jovencita en actitud de adoración, perteneciente al pool de programadores del gobierno... Haydn resonaba. Las estrellas desfilaban, magníficas, por una escotilla de la pared. Apenas notaba todo eso.
¿Qué hacer, qué hacer?
Tragedia, una verdadera tragedia, a años luz de lo que había tenido que vivir cuando era un joven fiscal, en tiempos del antiguo gobierno militar, y ayudaba a condenar malhechores que sólo eran el producto del caos de la sociedad. Los que embarcaron en la Emissary en dirección a Beta eran, a su modo, lo mejor que podía ofrecer Tierra, inteligentes, instruidos, idealistas. Ni siquiera podía llamarlos tecnófilos rabiosos, como ellos tampoco podían llamarlo correctamente xenófobo rabioso. El y ellos poseían partes separadas de la verdad, como los ciegos que palpaban al elefante.
Tendría que enfrentarse con los problemas difíciles, sin embargo, o dejar de considerarse un estadista. ¿Qué posición era más correcta, o menos errónea? ¿Qué era más esencial para el elefante, la trompa o la cola?
Vi demasiada miseria cuando comenzaron los Conflictos, leí demasiadas estadísticas sobre eso. Siempre lo perseguiría la imagen de una niñita desconocida. Había ocurrido un enfrentamiento fronterizo entre los Estados Unidos y la Sagrada República Occidental, una bala de mortero se había desviado y él, como oficial de la comisión mixta de armisticio, había buscado pruebas de culpabilidad. En cambio, la había encontrado a ella, apretando su osito contra la herida por la que se había desangrado hasta morir. Y, con todo, por lo menos una muerte rápida, en las ruinas de su casa. El hombre era peor, la pelagra peor aún. ¿Qué raison d'étre tiene un gobierno, salvo cuidar de su pueblo? ¿Y quién lo cuidará, salvo un gobierno?
Quick bebió un trago, le prestó atención mientras pasaba por su garganta y se puso conscientemente sarcástico. Ahora estoy citando el discurso 17-B. Eso ayudó a calmarlo, sin modificar los hechos.
El hecho más destacado era que el homo sapiens no tenía nada que hacer en las estrellas. Eventualmente, cuando estuviera listo, entonces adelante. Pero primero debía poner su casa en orden. En realidad, se podía sostener que todas las iniciativas interplanetarias, desde el primer Sputnik, habían sido una equivocación. Por supuesto, eso era una herejía. Quick nunca lo había dicho en público. Los tecnófilos se hubieran precipitado sobre él como una avalancha, con sus cifras de aumento en la riqueza real a causa de minerales y manufacturas, sus citas sobre avances del conocimiento científico y todo lo que eso había significado en todos los campos, desde el control de seísmos hasta la medicina.
Y habrían dicho la verdad. Lo que no se habían preguntado nunca era qué podría haber hecho la humanidad para construir un mundo estable y decente si se hubiese quedado en casa tranquilamente.
Fuera como fuese... Oh, ¡malditos sean los Otros! Ya deben de estar condenados. Hacen que uno crea en Satanás.
A la desbandada, hacia Deméter, a cualquier coste en trabajo y materiales, para dar nuevas esperanzas a algunos miles de los millones de terráqueos... Sí, sí, las inversiones estaban dando buenos dividendos; Deméter proporcionaba muy buenas rentas, parte de las cuales volvían al pueblo en forma de sueldos más altos y precios más bajos... pero ¿y los pobres que debieron arreglárselas de cualquier modo mientras se hacían las inversiones? Con ese capital se les hubiera podido proporcionar mucho bienestar.
Más importante, fundamental, incurable, era la pérdida de atención. Los mejores de Tierra, en número creciente, ya no se preocupaban por el gobierno de Tierra. Se iban al espacio. Déjalos en total libertad, deja entrar a los betanos, y eso será el fin del programa de Ira Quick para una civilización humana y racional.
Acarició su barba, cuya suavidad le resultó calmante. Siguió revisando la situación. Los suyos no eran los únicos intereses que estaban en juego. Las razones de sus aliados eran todas diferentes. Stedman, de la Sagrada República Occidental, temía el colapso de una fe y un estilo de vida que ya habían sido debilitados por influencias seculares terrestres. Makarov, de Gran Rusia, preveía la destrucción de su sueño de reunificación con Bielorrusia, Ucrania y Siberia. Abdallah, del Califato de La Meca, sospechaba que Irán, ya comprometido a favor de la industria de alta energía, ganaría una ventaja decisiva en su zona del Islam. Garcilaso, de la Confederación Andina, había logrado para su corporación una relación viable con su principal competidor, Aventureros Planetarios, y no quería que se alterara, no tanto por los perjuicios económicos como por la pérdida de posición para su familia. Broussard, de Europa, hablaba de política práctica, pero básicamente temía el olvido en que podrían precipitarse su cultura y su tradición. La lista seguía.
Quick detuvo su ensoñación y apretó su vaso. Un realista debe aceptar la realidad. No podía hacer desaparecer Deméter, ni los pórticos estelares ni a los Otros; ni siquiera la Liga Iliádica. El agua no corre cuesta arriba. Pero sí se puede excavar una hoya para atraparla. Y después de eso, quizás, con suerte y esfuerzo, se pueda instalar una bomba para devolverla a su sitio. Hoy confirmé mis temores. No hay forma de hacer que esa tripulación coopere. Sólo puedo agradecer que ninguno de ellos tenga la habilidad de fingir, con la finalidad de traicionarme más tarde.
Son seres humanos valiosos, y sin duda el extranjero que está con ellos tiene derecho a que me preocupe por él. No podemos mantenerlos en cautividad hasta que mueran de viejos, ¿verdad? No. Demasiadas posibilidades de que el secreto se sepa.
Bueno, ¿cuál es la alternativa? ¿Liberarlos? Eso no sólo anularía toda nuestra lucha sino que destruiría al Partido de Acción y a todos los grupos que colaboraron conmigo. ¿Qué sería de mis esperanzas?
Muy bien. ¿Cuáles son los hechos? La tripulación de la Emissary había hablado con franqueza en los interrogatorios.
a) Aunque los betanos podían entrar en el Sistema Febiano cuando querían, no tenían la menor idea de cómo entrar en el Sistema Solar, desde esa máquina o desde cualquier otra. Y pese á su estrecha relación con los betanos, los visitantes humanos habían respetado el compromiso de mantener en secreto ese sendero. b) Los betanos reconocían la posibilidad que el contacto con la humanidad no fuera beneficioso, después de todo, para ellos o para nosotros. Enviaron un embajador, que es también un investigador, pero no mandarán a nadie más a Febo. La próxima jugada es nuestra. Si ninguna nave terrestre llega a Beta para iniciar relaciones regulares, aguardarán mucho tiempo antes de tomar la iniciativa. (Quick tenía dificultades para creer en tanta discreción hasta que recordó que estaba pensando como un terrestre, no como un betano. Su interés primario en nosotros tenía una motivación totalmente extrahumana, y difícilmente podrían satisfacerla si imponían su presencia.)
c) Cuando la Emissary partió casi todos dieron por sentado que estaría ausente durante años, por lo menos, y que quizá no volvería. De modo que había tiempo para organizar las cosas en Tierra y Deméter.
d) En la Faraday sabían que la Emissary había regresado. Según un reciente informe de Aurelia Hancock, al parecer el peligroso Brodersen sospechaba algo y, sin duda, sus socios sospechaban también. Además, en la Rueda de San Jerónimo había veintiún hombres que sabían más aún, si no todo. Sin embargo, una cantidad tan pequeña no era imposible de manejar. Apelaciones al deber o a la vanidad; persuasión de diversas clases; presión, ya que cada persona tiene sus puntos débiles. Y, por supuesto, la creación de un estado de opinión tal que nadie en su sano juicio aceptase las acusaciones de un par de locos aislados. Eso llevaría tiempo y dinero, pero era posible. A pesar de decenas de miles de testigos, la comunidad intelectual de occidente no aceptó la verdad acerca del imperio de Stalin durante décadas, y tardó aún más en hacerlo con el de Mao.
No es que Ira Quick quisiera instalar campos de concentración, ni nada por el estilo. El ejemplo demostraba, simplemente, lo que se podía conseguir con un buen esfuerzo propagandístico, para bien o para mal. En general, una doctrina era propagada por gente que ni siquiera la apoyaba en su totalidad pero daba por sentado que ciertas afirmaciones básicas eran ciertas. Estas entraban en los libros de texto y...
e) La tripulación de la Emissary. Eso era lo más difícil. Dejarlos en libertad para que propagaran su historia...
Porque la historia no era sólo que habían estado allí, era la revelación que predicaban Rueda y Langendijk...
...y puedes olvidarte de la justicia social. Y de la carrera de Ira Quick. Oh, mis socios y yo podríamos evitar las acusaciones criminales. Revisamos cuidadosamente los detalles legales. La Enmienda de Potencialidades Peligrosas permitía a su ministerio el secuestro de materiales que pudieran transformarse en una amenaza. El caso de los Finalistas (miembros de una secta nihilista que había encontrado varias cabezas de fisión de la época de los Conflictos) constituyó un precedente para mantener personas incomunicadas. Aunque el asunto de la Emissary provocaría un escándalo ruinoso, no podrían acusarlo... a menos que los mantuviera prisioneros demasiado tiempo, digamos más de tres meses. Quizás podría volver a abrir mi estudio jurídico cuando se acallara el escándalo. Con el mundo patas arriba, supongo que los abogados tendrán mucho trabajo. Pero ¿para qué serviría todo? Entonces, ¿qué hacer? Por el bien de la humanidad.
Quick tragó saliva. Troxell era sumiso; se le había dicho que el gabinete de la Unión había ordenado este arresto en una sesión ejecutiva. No era exactamente así. En cambio, un grupo decidido dentro del gobierno, había actuado.
¿Y ahora qué?
Quick dudaba de que la misma Unión, abierta y legal-mente, pudiera convencer a Troxell de que hiciera una masacre.
Fea palabra. Y fea idea.
Y sin embargo, muy fácil de realizar. Por ejemplo, con algún gas misericordioso.
Relevar a los hombres de Troxell. Encontrarles destinos individuales que los dispersaran. Después, dos o tres hombres de toda confianza...
Caería sobre mi cabeza y las cabezas de mis colegas. Nunca podríamos lavar nuestras manos...
Pero esa niñita muerta. Pobreza. Ignorancia. Los mejores, los más inteligentes, marchándose en busca de aventuras en vez de quedarse a servir. ¿Es tan diferente de una guerra?
Vació su vaso y lo apoyó, golpeándolo. No lo sé. Tengo que pensar. Consultar. Compartir la culpa. Pero pronto, de todos modos, habrá que hacer algo con esa tripulación.
–No lo entiendo –dijo Fidelio.
–Yo tampoco –respondió Joelle, allí, en sus habitaciones.
–El tampoco. El macho llamado Quick (Kh'eh-yih-kh-k). ¿No ha visto en resúmenes y oído la narración de nuestro dilema en nuestro mundo? ¿No puede darse cuenta de cómo deseamos venir hacia vosotros, si vosotros vais a recibirnos?
–O no puede o no quiere hacerlo –dijo Joelle–. Puede ser demasiado sutil para él. O... no lo sé. No lamento estar tan alejada de esas cosas como lo estoy.
Su mirada fue hacia la portilla. En la noche cristalina del espacio, las Pléyades se habían vuelto visibles gracias a la rotación de la Rueda. Los betanos habían calculado que Beta estaba aproximadamente en esa dirección. Allí yacían tres humanos cuyos rincones de un planeta extranjero serían para siempre Tierra'.
–Si Chris estuviera aquí –dijo Joelle en voz casi inaudible– quizá podría explicarlo.
1. El autor está citando a Rupert Brooke, poeta inglés que escribió un famosísimo poema acerca de un soldado británico muerto en Francia en la Primera Guerra Mundial: There is a córner in a foreign field that is forever England (Hay un rincón en tierra extranjera que será por siempre Inglaterra). (N. del T.)
11
El banco de memoria
El sol que los humanos bautizaron Centrum es una enana K3, con una luminosidad equivalente a 0,183 de la de Sol. Girando a su alrededor, a una distancia media de 0,427 unidades astronómicas, Beta, el segundo planeta, recibe una irradiación total equivalente a la de Tierra... más infrarrojos, muchos menos ultravioletas. El período orbital es de aproximadamente 118 días terrestres. La rotación se ha reducido a dos tercios de esto. Por lo tanto, el período que va del amanecer a la puesta del sol es un año betano, y la inclinación del eje mantiene permanentemente helado el hemisferio sur. (La precesión cambia eso, pero a nivel de épocas geológicas, porque Beta no tiene luna.) También hay un importante casquete de hielo en el polo norte.
La lenta rotación hace que el campo magnético sea débil. Por eso, las auroras son pocas y débiles y el brillo del cielo por la noche es más fuerte que en Tierra o Deméter. Los ciclones son, igualmente, flojos. Pero el tiempo turbulento es común a lo largo del terminator, donde el día encuentra a la noche. En las zonas templadas y tropicales del norte, el ciclo característico es: deshielo por la mañana temprano, lluvia desde media mañana hasta mediodía; sequía por la tarde; lluvias al anochecer; después nevadas y eventualmente heladas y tranquilidad hasta el amanecer, cuando nuevos vendavales anuncian el nuevo deshielo. La vida ha evolucionado adaptándose a estas condiciones.
Básicamente, es de la misma clase que en Tierra o Deméter: proteínas en soluciones acuosas, plantas que fotosintetizan, animales que comen la vegetación o se comen entre sí. Eso no es sorprendente en un globo tan similar... diámetro medio, 11.902 kilómetros, densidad media, 5,23 g/cc, agua líquida que cubre el sesenta y cinco por ciento de la superficie. Comparados con –por ejemplo– Mercurio o Júpiter, los tres mundos son prácticamente trillizos.
Pero sus ligeras diferencias condicionan la naturaleza y el destino de todo lo que vive en ellos.
Joelle Ky y Christine Burns recorrían la costa oriental. A su alrededor se extendía la soledad. Estaban a cincuenta kilómetros de una megalópolis que albergaba a quince millones de individuos, pero los betanos adoraban al campo. Por cierto, era imposible reconocer una ciudad desde arriba. Sólo se veía el núcleo histórico, edificios amontonados en mil hectáreas o menos y, por lo demás, un parque interrumpido por un camino ocasional, jardines alrededor de un lago artificial o de una elegante aguja. La mayor parte de la ciudad era subterránea. Hasta las regiones agrícolas carecían del aspecto regimentado de los campos y las praderas humanas.
Joelle y Christine habían aparcado su aerocoche y habían seguido a pie. El vehículo lo había prestado una matrona local, deseosa de complacer. Ni los asientos ni los controles se adaptaban a sus cuerpos, pero el autopiloto se hizo cargo cuando Joelle le dio instrucciones, y en un vuelo corto como éste podían sentarse de cualquier manera.
Anduvieron un rato, en silencio, antes de que Joelle reuniera el coraje para decir:
–Querías que encontráramos un lugar para hablar en privado, Chris –y se preguntaba por qué le costaba tanto. ¿Estaría retrocediendo ante lo que iba a escuchar?
La conexión computadora de la Emissary respiró hondo.
–Así es –dijo en su musical inglés de Jamaica. Era alta y delicada, con rasgos dulces y ojos de cervatillo. Su piel era casi ébano, sus cabellos una aureola obscura. Llevaba un vestido cuyo escarlata desafiaba al paisaje. »No era necesario venir tan lejos. Cualquier sitio desde el que no se oyeran las conversaciones en el campamento hubiera servido. –Rió. Desde que se habían conocido, Joelle envidiaba la facilidad con que reía–. Y nuestros anfitriones no espían las conversaciones.
–Oh, un cambio de ambiente –dijo la holoteta. Luchaba por expresar: Desea confiarte a mí. Mi fría personalidad siente el calor de tu necesidad. ¿Acaso no mereces un lugar hermoso para tu confesión?, Fracasó. He estado aquí otras veces. Me gusta el lugar.
–A mí también. ¿Por qué no nos hablaste de él?
–Hay muchos otros lugares estupendos. Sabes que, de vez en cuando, necesito estar sola.
–Es un buen sitio para ti, Joelle. Eso avivó su conciencia del lugar, casi hoja por hoja. El hábito desapareció y sintió cómo la gravedad quitaba siete u ocho kilos a su peso terrestre, y alteraba ligeramente su forma de andar, todos sus movimientos. No podía sentir la reducción en la presión del aire, pero notó el calor, aliviado por la brisa salada del mar, a su derecha, y olor tras olor, dulces, sulfurosos, a rosas, a queso, a especias indescriptibles. La marea golpeaba; el viento cantaba; una criatura voladora con alas de cuero emitía sonidos aflautados.
El cielo era de un azul púrpura. Centrum estaba bajo, al oeste, casi inmóvil, tres cuartas partes del tamaño aparente de Sol visto desde Tierra, un disco anaranjado al que podía mirar sin riesgo durante un segundo. Al otro lado se cernían inmensas nubes sobre el horizonte oriental, obscuras en el centro, salvo donde las iluminaban los relámpagos, rojas y doradas en los bordes. Reflejaban sus tonalidades en el océano que, en los otros sitios, era gris acero con crestas blancas, hasta que se estrellaba en una playa llena de guijarros.
Las terráqueas andaban más arriba, a través de matas que raspaban sus tobillos y volvían a cerrarse detrás de ellas. Tierra adentro, las cañas resonaban y árboles solitarios balanceaban sus frondas en ramas delgadas que se agitaban sin cesar. Los rayos de sol horizontales descubrían infinitos matices de marrón, alazán, rubí, alba-ricoque, ocre, oro, una obscura riqueza a lo Rembrandt.
Ocho años, pensó Joelle. ¿Todavía puedo recordar con claridad un maizal en Kansas, un bosque en Tennessee?
El mundo que la rodeaba voló, porque Chris le había cogido la mano.
Los dedos de Joelle respondieron, tímidos, y las dos mujeres siguieron andando. Finalmente, Christine dijo, con voz ahogada:
–Espero que no te importe si... descargo mis problemas en ti.
–No. Adelante. –El pulso de Joelle tartamudeaba. Eligió sus palabras–: Pero te darás cuenta de que soy la última persona de la tripulación indicada para dar consejos personales. ¿Qué puedo saber de las emociones?
–Más que el resto de nosotros. No serías una holoteta en funciones si no te pareciera que es una vida completa.
–Una vida no muy humana.
–Lo es, lo es. Cualquier cosa que pueda hacer un ser humano es humana.
–Por definición, si insistes. Eso no quiere decir que un asceta y un libertino sean iguales. Sólo he podido ser lo que soy.
Christine la contempló.
–No quiero ser indiscreta –dijo finalmente–. Si lo soy, dame una bofetada, por favor. Pero pienso que sabes más acerca de la gente de lo que crees que sabes.
–¿Cómo? Crecí desde los dos años en la institución donde se desarrolló la holotética; fui una huérfana de guerra adoptada por una institución militar de investigación. Se ha venido a saber que una holoteta debe comenzar casi a esa edad. Tú tenías... ¿dieciocho, me dijiste?, cuando empezaste el adiestramiento para ser conexión. Mi primer recuerdo es estar conectada. Eso marca a una persona. –Joelle apretó la mano que sostenía la suya–. No me quejo. En conjunto, he tenido una vida satisfactoria. Pero no ha sido como la tuya.
–¿Para nada? Yo... bueno, tú has evitado las relaciones íntimas durante este viaje, te he visto rechazar avances que no siempre eran frívolos, pero... Perdona, no quiero ser indiscreta. Pero se dice... no, se sabe, para hablar claramente, que has tenido tus cosas.
Eric Stranathan, recordó Joelle, y por un instante Beta desapareció totalmente, él y ella estaban en el lago Louise y no había nadie más. Después él, un hombre orgulloso, hijo del Capitán General del valle de Fraser, no pudo soportar la idea de ser una mera conexión con respecto a ella (pues así se había sentido cuando surgió la comprensión de lo que significaba ser holoteta) y se marchó. No creo que hayas oído hablar de Eric, Chris. En esos tiempos, ni habías nacido. Estás pensando en mis amantes ocasionales posteriores, otros holotetas, en general, placer físico y poco más, excepto, supongo, hasta cierto punto, Dan Brodersen.
–Nada profundo –dijo. La mano en la suya la contradecía.
–Has sido como una madre para mí –dijo la jamaicana–. Por eso me he atrevido a recurrir a ti ahora.
¿Una madre, una madre? No; una imagen materna. En tu mente, Chris, tú eres una conexión corriente, yo una holoteta parecida a un dios. La verdad es que he sido sólo un superior simpático, que te proporcionó instrucción avanzada. (Tú eres la juventud y el encanto. Yo soy la vejez que súbitamente está intentando... intentando, contra su voluntad.)
Joelle sintió que el viento aumentaba, minuto a minuto. Tuvo que levantar la voz:
–Gracias. Ja, dejemos de hablar de mí y ataquemos tu problema. Dime lo que quieras, querida.
–Querida.
–Hace semanas que estoy reuniendo valor para esto –dijo Chris, como si rodeara un obstáculo–. Como acordamos que ya habíamos hecho lo suficiente, podemos volver a casa pronto. No es que sienta miedo de ti. Siento miedo de mí misma, de encarar los conflictos que hay en mi interior. ¿Puedes ayudarme?
–Puedo intentarlo.
–Tú... tú recordarás que, al comienzo, nos divertimos mucho en la nave. (Cuando seis candidatos femeninos y nueve masculinos obtuvieron los puestos de tripulantes, las chicas no tuvieron motivo de queja, especialmente después de que Joelle se borró de ese deporte en particular.) Después Chi y yo nos lo tomamos en serio. Cuando murió... (Yuan Chichao, planetólogo, fue a un barranco a examinar unas rocas graníticas y cayó muerto. Un análisis posterior demostró que las plantas de ese sitio exhalaban un gas letal al calor del mediodía, que fue atrapado y concentrado por una capa de inversión. Los betanos estaban desesperados. No tenían ni idea. Ese vapor era inofensivo para ellos.) Recordando, supongo que estuve un poco loca, llorando primero, después haciendo tonterías. Torsten me estabilizó. Fue increíblemente bueno, fuerte, considerado. Tiemblo al pensar que pude transformarme en una zombi drogada, si no fuera por él.
Yo no podría haber hecho eso por ti, ¿verdad?, se retorció dentro de Joelle. En voz alta:
–Te subestimas. Eres sana, te has recuperado por ti misma. –A regañadientes–: De todos modos, es obvio que él te ayudó mucho. Te sientes en deuda con él. Os he observado, a ti y a él, día a día, os he observado hora a hora, Chris.
–Así es. Quiere que nos casemos cuando volvamos a Tierra.
–Vaya, espléndido –dijo automáticamente Joelle.
Chris tragó saliva.
–Estoy enamorada de Dairoku.
Su aspecto es similar al de Chi. Nunca lo pensé, pero...
–¿Y qué piensa él?
–Soy su buena amiga, su respetada camarada de a bordo y disfrutada compañera de cama –dijo Chris rápidamente–. Junto con Frieda, Esther, Marie y Olga. Y tú también, si quisieras. Desde que supimos de la posibilidad de trasladarse en el tiempo, habla cada vez más de una chica que conoce en Kyoto... Es cortés conmigo, considerado, hasta diría que afectuoso, pero... ahí termina todo.
–¿Le has dicho lo que sientes por él?
–No. En realidad no. Las cosas que se dicen en un colchón... después se olvidan, ¿no? ¿Tendría que hacerlo?
–Tendría que pensarlo antes de darte un consejo –dijo Joelle–. Y muy probablemente, me equivocaría.
Seguían andando. El viento era cada vez más fuerte, el mar crecía. Las nubes, al este, eran un muro que se acercaba velozmente. Despedían un ruido que recorría el cielo color índigo.
Chris encogió los hombros para protegerse del frío.
–¿Y Torsten? –preguntó.
–No tienes obligación de casarte, ¿sabes? –dijo Joelle con brusca irritación.
–Claro que no. Pero...
–No se consumirá. Encontrará a alguien cuando volvamos. O a una serie de álguienes.
–Sí, claro. Pero... si no puedo conseguir a Dai... ¿querré perder a Torsten? Me gustaría hablarte más de él, contarte cosas pequeñas, para que me aconsejaras qué es lo mejor. Creo que no soy enteramente egoísta. Me quiere... Pero, tú conoces a Dai, él y tú habéis trabajado juntos, en el mantenimiento del motor y los propulsores. Quizá podrías darme una idea acerca de mis posibilidades... –Chris llevó la mano de Joelle hasta su pecho.
¡No respondas!
Qué curiosos son los caminos del amor. Dudo de que sean menos poderosos en nosotros que en los betanos, y aquí han creado una encrucijada en la historia. Joelle encontró fuerzas repasando los hechos.
Los antepasados de los betanos eran omnívoros que se habían vuelto cazadores a lo largo de la costa, sin especializarse en tierra ni en el agua, aunque nadaban con más rapidez de lo que corrían. Quizá la destreza y la inteligencia emergieron cuando cambios en las corrientes oceánicas, debidos a modificaciones en la glaciación, hicieron que disminuyera la «pesca» y abundara la caza, animales grandes, de los que se ven favorecidos por el frío. Eventualmente, la especie se esparció ampliamente; algunos de sus miembros quedaron demasiado tierra adentro para visitar el mar. Seguían sujetos al ciclo de día y noche.
La hembra era dos veces más grande que el macho; su cuerpo proporcionalmente más fornido, pero sus miembros de la misma longitud. De modo que era más poderosa y ágil en el agua, pero comparativamente lenta y torpe en tierra. Tenía cuatro salidas para nutrir a sus hijos. Difícilmente se podía llamarlas tetas, dado lo diferente que era su estructura, o llamar leche a su producto. En general daba a luz una carnada de cuatro, de los que tres eran machos; su equivalente de los cromosomas, no el de su compañero, determinaba el sexo de las crías.
Los óvulos eran producidos de uno en uno, durante un período de unas cien horas, a lo largo de la época de cría, y en general eran fertilizados por diferentes machos.
Esto sucedía alrededor de mediodía. El parto se producía al anochecer del día siguiente; el período de gestación era similar al humano. Las crías nacían de un útero compartimentado, a intervalos correspondientes con sus respectivas concepciones. A causa del tamaño de la madre, esto era más fácil que en un parto humano. La madre los alimentaba durante la noche, a lo largo de la cual crecían velozmente, y comenzaba a destetarlos por la mañana. Mientras los alimentaba no era fértil, y continuaba haciéndolo durante el tiempo necesario para seguir siendo estéril hasta el mediodía siguiente. En consecuencia, la separación entre nacimientos era de cuatro años betanos, o diecisiete meses terrestres.
En ambientes primitivos la madre estaba en desventaja en tierra firme, pero debía quedarse allí, para cuidar a los pequeños durante la primera noche de sus vidas. Sus compañeros –tres por lo general– obtenían la comida mientras ella trabajaba en el campamento y lo custodiaba. (Los ojos betanos se adaptan magníficamente a la obscuridad.) Cuando se desarrollaron costumbres matrimoniales tomaron, naturalmente, una forma poliándrica.
Quizás a causa de las relaciones sexuales poco frecuentes y también de las diferencias somáticas, las diferencias psicomentales entre macho y hembra eran mucho más notorias en Beta que en Tierra. Los primeros tendían a ser agresivos, inventivos, prácticos, con tendencia a la abstracción, pero no muy creadores en las artes que apelan directamente a la emoción. Las hembras eran firmes, persistentes, despiadadas si era necesario, prácticas, pero artísticas, con una sensibilidad para el mundo viviente que los machos ni siquiera sospechaban. Casi todas las sociedades eran matriarcales, y la Gran Madre era el arquetipo religioso.
Esto era así a causa de la forma del vínculo que mantenía unidos a los padres y aseguraba un cuidado adecuado de las crías, que maduraban lentamente. En el hombre, es una libido que funciona todo el año. En los betanos, la concupiscencia era, en todo caso, una fuerza disruptiva, capaz de provocar pasiones que podían ser incontrolables. Muchas instituciones de muchas culturas diferentes evolucionaron para mantener a una esposa en celo compañera exclusiva de sus maridos, para proteger la virtud de una hija.
Más bien que un celo atenuado y permanente, la naturaleza en Beta utilizó la nutrición para ligar a macho y hembra. Además de alimentar a sus hijos, ésta lo alimentaba a él.
Mutilando una palabra (había miles) para designar el fluido que producía la hembra, los científicos de la Emtssary lo llamaron enin, y eninación a su proceso de producción. El enin alimentaba a los lactantes de ambos sexos. También contenía una hormona que provocaba el crecimiento... y era esencial para la salud y el vigor del macho adulto. Sólo necesitaba pequeñas cantidades, y extraerlas de la hembra le daba un placer tan intenso que pronto quedaba saciado, pero debía volver varias veces por rotación planetaria. (A ella le gustaba dar enin, aunque sus sensaciones eran suaves y difusas.) De este modo, la hembra normal estaba segura de retener a sus esposos.
Durante el período de celo quedaba seca. La feromona que producía en ese momento incitaba a sus compañeros a la concupiscencia. Al finalizar ese período estaban hambrientos. Cuando a comienzos del embarazo se volvía a producir una eninación limitada, era una ocasión de júbilo, la fiesta más importante de numerosas fes.
Esta dependencia directa hacía que los machos consideraran a las hembras seres misteriosos y terribles. En algunas zonas, los dos sexos formaban dos subsociedades diferentes, con leyes, rituales y lenguajes separados; la «lengua» común podía ser un torpe dialecto.
Universalmente, la unidad básica estaba formada por los maridos de una esposa dada y los hijos adolescentes. Se suponía que formaban una fraternidad indisoluble. Por supuesto, en la práctica esto podía ser diferente. Los solterones eran muy escasos, ya que eso requería formas rebuscadas de prostitución; la homosexualidad era desconocida. Cuando la civilización se hizo sofisticada y cosmopolita, aumentaron los esfuerzos para hacer que los sexos fueran –no «iguales» porque eso era impensable– más asimilables.
Como en Tierra, finalmente hizo su aparición el estado, tanto sedentario (a lo largo de las afortunadas costas) como nómada (en el adusto interior de los continentes). Como en Tierra, trajo obras públicas, guerras, conquistas, esclavitudes, tiranías, corrupciones, decadencias y caídas. También como en Tierra, fue el agente de considerables progresos materiales e intelectuales.
Pero ningún estado betano era comparable con un estado terrestre. Sus jefes eran invariablemente hembras –un monarca podía ser proclamado divino– que mantenían bajo control la combatividad masculina. La estructura familiar preservaba a sus súbditos de ser movilizados en ejércitos parecidos a máquinas o atomizados. Además, al tener acceso al mar, cualquier persona sana podía vivir mediante la antigua caza marina, y alejarse nadando de la opresión. A causa de esto, la mayoría de las naciones eran o quietistas y tradicionalistas o activas pero racionales. Sus empresas imperialistas solían tener objetivos definidos, y se detenían en cuanto los lograban.
En conjunto, pues, la historia betana, con sus más y sus menos, era menos angustiosa que la de Tierra. Pero, en cambio, la violencia privada entre machos era más común.
Finalmente, llegó una revolución científico-industrial. Trajo sus peligros y sus desastres, pero nunca se acercó tanto al abismo como la terrestre, sobre todo porque ocurrió muy gradualmente en esas civilizaciones conservadoras, dominadas por las hembras, con su fuerte ética ambientalista. Pero, a la larga, cambió más completamente el carácter de la vida betana de lo que la revolución terráquea cambió la condición humana.
Esto sucedió a través de las ciencias biológicas, que habían sido preferidas a las físicas. Los investigadores aprendieron a sintetizar la principal hormona del enin.
Los cambios no llegaron de un día para el otro. Las fuerzas que los contrarrestaban eran las costumbres, los hábitos, la religión, la ley, las emociones, incluyendo las que se asociaban al acto de tomar el enin, la sexualidad recurrente, el deseo de descendencia. Pero ahora, los machos podían vivir alejados de las hembras durante todo el tiempo que lo desearan y mantenerse saludables.
Los individuos jóvenes comenzaron a postergar el matrimonio y a buscar compañeras adecuadas en todo sentido. Por primera vez, Beta conoció algo parecido al amor romántico. Mientras tanto, la mística que rodeaba a la hembra en la mente masculina (y a menudo en la femenina) comenzó a disiparse.
Algunos machos se volvieron célibes para explorar... explorar Beta y los planetas vecinos, la ciencia, la filosofía, los logros. Se fundaron órdenes monásticas. El idealismo extremo engendró el fanatismo, con todas sus consecuencias. Muchos machos comprendieron que eran libres de ir tan lejos como quisieran en ciertas zonas, como la ingeniería, por la que las hembras no demostraban mucho entusiasmo. Una industria de alta energía nació y se desarrolló.
Esto no sucedió, de ninguna manera, en una única convulsión. Individuos reflexivos de ambos sexos trabajaron para impedirlo. Un resultado fue el gobierno mundial. Otro fueron los viajes espaciales. Como buena parte de la antigua reverencia por la vida, encarnada en la hembra, seguía existiendo, pareció natural orientar la nueva tecnología hacia afuera, donde no podría dañar al planeta sino, más bien, aportarles nuevos recursos.
La libre empresa, en el sentido humano, nunca había existido. Como para compensar esto, la guerra y otras locuras similares habían ocurrido siempre en una escala increíblemente pequeña, para la medida humana. El estado mundial disponía de amplias reservas para un programa espacial.
Pronto, los betanos descubrieron la máquina T en órbita alrededor de Centrum, en exacta oposición al planeta. En los diez siglos siguientes, con enorme esfuerzo y paciencia, encontraron senderos que pasaban por cien pórticos estelares diferentes; colonizaron media docena de planetas deshabitados; conocieron a una veintena de razas inteligentes, aprendieron de ellas, y de esa forma enriquecieron su civilización más allá de toda medida.
Pero, al mismo tiempo, las bases de esa civilización estaban siendo velozmente erosionadas. La revolución biológica continuó, mucho más lentamente de lo que una cosa tan importante hubiese avanzado en la humanidad, pero continuó, inexorablemente. Mientras los machos, habiendo superado su dependencia física de las hembras, seguían perdiendo, generación tras generación, también su dependencia espiritual, la química permitió controlar el ciclo reproductor. Una hembra podía estar en celo o no, cuando lo deseara.
Los efectos psicológicos de esto fueron, al mismo tiempo, liberadores y devastadores. La armonía primordial con el sol y las estrellas había dejado de existir o era, como máximo, el resultado de una decisión personal. Al entrar en un campo que hasta entonces había sido exclusivamente masculino, como los viajes espaciales, la hembra tuvo que resolver no sólo sus relaciones laborales sino el problema de su identidad, quién y qué era en realidad. Nunca lo logró completamente. La confusión y la amargura se extendieron, abarcando también a las que se quedaban en casa. Con frecuencia, la sexualidad se transformó en un arma.
Los profetas, los filósofos y la gente en general buscaron un nuevo ideal viable y satisfactorio. El ejemplo de otras razas inteligentes, el conocimiento de la existencia de los Otros, duplicaron la intensidad de sus búsquedas y sus desengaños.
Cuando la Emissary llegó, el dilema psicosexual había llevado a Beta a la crisis. La inquietud, la excentricidad, las enfermedades mentales, el crimen, los tumultos aumentaban marcadamente. Por ocupados, prósperos, interesados en su trabajo que estuvieran, pocos de los más afortunados eran felices y, en muchos casos, la tristeza era un telón de fondo permanente.
Algunos llegaron a proponer los viajes en el tiempo para abortar todo el desarrollo de la ciencia, pero, de todos modos, eso era imposible porque no se conocía ningún sendero que condujera a una nave al pasado de Centrum, ni parecía posible encontrarlo. Las propuestas, que se oían con más frecuencia, de que la raza «volviera a la naturaleza» por su propia voluntad, eran igualmente idealistas. Sin la tecnología moderna casi toda la población, como la misma especie, moriría, y esa tecnología estaba en manos de los sexualmente emancipados. Sólo se podía seguir hacia adelante... pero ¿en qué dirección?
Entonces llegó la Emissary.
A medida que las comunicaciones mejoraban, aumentó la excitación entre los betanos más perspicaces. Lo que había sido una interesante investigación académica adquirió otro significado. Estos bípedos no eran solamente un nuevo tipo de seres inteligentes. Eran, por derecho propio, lo que los betanos querían llegar a ser.
Sus costumbres sexuales eran similares a las de otras razas que conocían, pero que incluían demasiadas diferencias, que afectaban en exceso a sus formas. (Por ejemplo, una raza alada migraba perpetuamente, dando vueltas y vueltas a su mundo. Ninguna de sus instituciones, costumbres, actitudes, creencias, podían ser adoptadas por habitantes de una superficie.) Los humanos, pese a todas las divergencias, tenían un parecido básico con sus anfitriones. La prueba eran las afinidades que se desarrollaron entre individuos de las dos especies.
Los estudios científicos, la literatura, la amistad, permitían a los betanos la esperanza de aprender a ser esa clase de machos y hembras. Eso no sucedería en una sola generación ni en un solo siglo; lo que se aprendiera podría tardar mil años en transformar la civilización; el resultado sería, seguramente, no una copia sino cien por ciento betano. Pero esto podría ser una forma de comprender. La estrella Polar que tantos habían buscado durante tanto tiempo, ciegos en su dolor, bien podía ser Sol.
Fidelio se lo había suplicado a Joelle:
–Enseñadnos vuestra forma de amar.
Ni ella ni Christine prestaron mucha atención al tiempo. Los vendavales del crepúsculo eran peligrosos, a veces, pero Centrum estaba a muchos días terrestres del horizonte. Además, esos vientos venían del oeste. Una lluvia tan temprana era poco corriente pero bienvenida, porque aliviaría el calor. Si llovía, sus ropas y su calzado se secarían rápidamente después. Siguieron andando, envueltas en sus tormentas privadas.
Pero, finalmente, Christine se acercó a la mujer mayor, porque si no, el viento hubiese arrancado las palabras de su boca:
–Oye, ¿no sería mejor volver?
Joelle miró a su alrededor. El cielo estaba color tinta, cruzado por relámpagos, resonando por los truenos. Retazos de nubes eran arrastrados más abajo. Una especie de rocío llegaba desde el mar, que se retiraba, reptaba, se estrellaba y hacía estallar su obscuridad en blancas espumas, moliendo los guijarros con un ruido ensordecedor. No podía ver muy lejos, pero hasta donde alcanzaban sus ojos, los matorrales se movían formando olas marrones, doradas o rojas; los árboles se columpiaban; hojas y ramas eran arrastradas por el viento. El viento rugía y gritaba. Se cerró alrededor de ella y la empujó como una ola helada y turbulenta, como la marea solar que había ahogado a Alexander Vlantis. Y su fuerza seguía aumentando.
–Sí –gritó. Refugiarse en el auto. No tratar de levantarse hasta que haya pasado esto.
Dieron la vuelta. Ahora la lluvia las golpeaba, primero como una espada, después como un hacha, finalmente como un martillo cuyo único golpe durara eternamente. Caía a torrentes sobre el suelo reseco, aferrándose a los pies hasta que empezó a disolverse en lodo. Las mujeres resbalaron, cayeron, se arrastraron erguidas a medias, cogidas la una a la otra para auxiliarse, siguieron avanzando vacilantes. La tempestad llenó el cráneo de Joelle con explosiones, aullidos, alaridos. Los truenos conmovieron sus huesos.
¡Esto es imposible!, gritó una parte aislada de su mente. En ocho años terrestres, veinticinco betanos, nunca sucedió algo así... antes del anochecer... ¡nunca!
La holoteta que había dentro de ella respondió sin pasión: ¿Qué son veinticinco años en la duración de un mundo? Dando el tiempo suficiente, cualquier cosa que pueda suceder, sucederá. Probablemente un frente frío masivo, deslizándose desde el ártico por un camino inusual, ha empujado ante sí las tormentas del terminator. Tendrías que haber consultado el informe meteorológico antes de partir. Pero no te sientas culpable. Sólo cuando estás conectada con tu máquina puedes pensar en todo.
El viento seguía arreciando. Los relámpagos transformaban la lluvia en mercurio, y después volvía a reinar la obscuridad. Llegó el granizo. Los pedruscos rebotaban en el suelo y lo blanqueaban. Golpearon la, carne, amorataron, hirieron, salió sangre que fue lavada instantáneamente. No había modo de hacer frente al bombardeo. Las humanas se volvieron y se dirigieron hacia el oeste, buscando un refugio.
Una sombra se cernió delante, un árbol tras el cual protegerse. Lo rodearon, ciegas, sordas, abrazadas.
Una rama delgada como un látigo abrió el cuero cabelludo de Joelle. Cayó sobre manos y rodillas en el barro. Un relámpago le mostró la rama envolviendo el cuello de Christine.
La rama se soltó y la dejó caer. A gatas, Joelle se arrastró hasta ella. La sangre brotaba de la boca de Christine; quiso incorporarse en el granizo. Joelle trató de protegerla, con la espalda. Las manos de Christine cayeron, sus ojos quedaron en blanco, brillando a la luz de los relámpagos. Joelle puso sus labios en los de ella.
Inútil. Una laringe fracturada es inmediatamente fatal.
Joelle se arrodilló bajo el árbol, con el cuerpo de Christine en sus brazos.
12
En el punto adecuado de su órbita alrededor de Deméter, el motor principal de la Chinook entró en funcionamiento. Durante unos segundos, su escudo electromagnético contra las radiaciones cósmicas quedó desconectado. Volvió a funcionar, logrando rápidamente un alto potencial positivo en el casco, en cuanto el motor a reacción de plasma alcanzó el equilibrio dinámico. Con una aceleración promedio de una gravedad, que era su tope superior cuando los tanques estaban llenos, la nave trazó una espiral y se dirigió hacia la máquina T. Como estaba en el punto L4, en la misma órbita que el planeta, pero sesenta grados más adelante, el viaje llevaría setenta y tres horas en teoría, y algo más en la práctica.
Cuando todo estuvo en orden, Brodersen ordenó que todos los sistemas se pusieran en automático y todos los tripulantes se presentaran en la sala de reunión. Cuando iba hacia allí desde el centro de mando (que en su mente, recordando sus viajes a lo largo de Juan de Puca y hacia el norte, atravesando las austeras glorias del Pasaje Interior, aún llamaba el puente) sintió que la gravedad de Tierra tiraba de él, veinticinco por ciento mayor que la de Deméter. Hacía demasiados viajes interplanetarios todos los años como para no saber que se acostumbraría pronto a esto, y a los relojes que medían el tiempo según el día terrestre, pero cada vez su cuerpo tardaba un poco más en adaptarse. Mientras bajaba una escalera y recorría un pasillo circular, con una alfombra verde y paredes pintadas de gris y blanco, se preguntó si no estaría empezando a considerarse viejo, de no existir Caitlin.
Aparte de los muebles y los juegos, la sala de reunión era igualmente triste. Con tan poco preaviso, nadie había tenido tiempo de decorarla o hacer algo para alegrarla. Pero cuando la vio a ella, la cámara se volvió radiante.
Había sacado de su mochila un breve vestido color azafrán. Parecía un sol, contra la gran pantalla visual junto a la que estaba embelesada. Deméter llenaba un cuarto de su superficie, con el azul cobalto de la zona diurna obscureciéndose hasta el turquesa y el zafiro, rodeada por torbellinos de un blanco virginal que aquí y allá permitían ver vislumbres ocres de tierra y de la zona nocturna, como un fantasma a la luz de la luna. Su brillo hacía desaparecer las estrellas hasta que se desviaba la vista hacia el marco y se dejaba que los ojos se dispusieran a recibir sus miríadas de estrellas.
–Gloria, gloria –la oyó cantar–. ¿Cómo no ibas a estar lleno de vida?
–Muy fácilmente. –No pudo evitar el decirlo.
Ella dio un salto, rió de alegría y corrió descalza hacia él. No parecía sentir el aumento de peso. Bueno, suprime la gravedad, pasó por su cabeza antes de que la adorada masa entrara en colisión y lo abrazara. Olía a jabón y restregado reciente, pero también a sí misma, y algo de olor a sol quedaba en los cabellos sueltos. Unos pechos oprimieron el suyo. El beso continuó.
–So, caballito –murmuró cuando subieron a respirar–. Los otros estarán aquí en seguida.
–¿Los Otros? –Sus tonos eran tan variados, y además veía su sonrisa, así que oyó la mayúscula–. ¿Acaso nos espían a hurtadillas? Quizás aprendan algo. Quizás podamos intercambiar información técnica.
–Sabes que me refería a la tripulación, cabeza de chorlito. –Se soltó–. Las cosas ya son bastante complicadas sin que encuentren a su anciano y supuestamente respetable capitán en tus garras.
–¿Tendrían que encontrarlo en las garras de otra persona? Y no puedes esperar que me tomen por tu tía solterona. No lo parezco.
La alegría de Dan se desvaneció.
–Y temo que haya reacciones peores que la envidia. Especialmente... Después, te lo explicaré, después. Pero mira, Pegeen, macushla', comprendo que para ti esto es una gran aventura. Pero no lo es. Es un asunto feo. Hay demasiadas posibilidades de que sea de los que se recuerdan diciendo: Muy divertido, y hubo muchos muertos... –El puño golpeó la palma–. Y tú podrías ser uno de ellos, oh, por Dios que podría suceder.
Ella, que se había puesto seria, respondió en voz baja:
–O tú. Sí. Si quieres que salte menos, haré lo posible, por ti. –El impulso volvió y envió sus dedos a recorrer la cabeza de él y la fuerte línea de su quijada, acariciando la barba naciente–. Pero ten fe, Daniel, el pesimismo no te va bien, no al luchador nato que eres.
–Soy realista, o trato de serlo. Tú vives en un universo bueno y alegre, como tú, y por eso te amo. Y alegras mucho el mío. Pero sin embargo, a la realidad le importa un bledo lo que pensamos.
Brodersen sintió que sus orejas se calentaban y oyó sus palabras saliendo a tropezones. Necesitaba alguna forma de terminar su sermón y escogió la que le pareció más fácil.
1. Queridísima, amor mío. (N. del T.)
–Deja que ponga un ejemplo. Cuando entré te sorprendí afirmando que Deméter tenía que ser... bueno... vivífero, porque es hermoso. Eso no es así. Cada planeta que he visto es hermoso en su estilo, y casi todos están muertos y lo han estado siempre. Haces que la vida parezca más importante de lo que es.
Ella pareció un poco picada.
–¿Estás pensando que no me he encontrado con el dolor y la muerte, siendo una paramédica? Y que nunca me quedé contemplando un fósil y... –se interrumpió. Entró un tripulante.
Los demás estaban detrás de él. Brodersen estrechó manos, presentó a Caitlin a quienes no había conocido antes, ofreció cervezas o refrescos de la nevera, y finalmente los tuvo sentados en hilera delante de él, su chica muy formal en un extremo. Se sentó en la mesa de billar, balanceó las piernas y sacó la pipa y la bolsa de tabaco.
–Muy bien –comenzó en inglés, lengua que su auditorio usaba con más frecuencia que el español–. En primer lugar, dejadme deciros que no sé cómo daros las gracias y que no voy a intentarlo. No debemos ser muy duros con los que decidieron no venir. Probablemente no hay justos ni pecadores absolutos en este asunto. Uno tiene que elegir, y quizás a la hora de la verdad desearemos haber elegido otra cosa. Yo creo que no. Pero, pase lo que pase, que acabe cantando en falsete en el harén del Gran Khan si algún día olvido vuestra lealtad.
No es simple lealtad, pensó. Son demasiado inteligentes y libres para seguir a otro hombre como perros. No los hubiera contratado si no fueran lo que son. Pero ¿qué son? ¿Lo saben ellos? Arriesgar el pellejo contra una estrella hostil no es lo mismo que arriesgar el honor contra un gobierno legalmente constituido. De catorce, nueve se negaron. Y supongo que, entre estos cinco, no encontraré dos razones iguales. ¿Podré imaginar cuáles son las que los impulsan? No puedo preguntarlo. Nunca sabes lo que podrías provocar. Sin embargo es una información importantísima, ¿no es verdad, hijo?(En castellano en el original. )Su mirada los escudriñó.
Stefan Dozsa, primer oficial y encargado de electrónica. Desafiante, como siempre.
Philip Weisenberg, ingeniero. Tranquilo y vigilante.
Martti Leino, ingeniero ayudante. Mirando furioso de Caitlin a Brodersen, alternativamente.
Susanne Granville, conexión de computadora. Seria, inclinada hacia adelante en su asiento, los ojos fijos en el capitán.
Sergei Nicolaievitch Zarubayev, artillero y piloto principal. Su expresión, habitualmente seria, se había iluminado cuando Caitlin le dio un enérgico beso de saludo; eran viejos amigos.
¡No des más vueltas! ¡Levanta las velas!
–Mi mujer os ha explicado en qué clase de lío nos encontramos –prosiguió Brodersen–, pero, dadas las circunstancias... comunicación escrita y charla falsa, ¿no?... probablemente no pudo entrar en detalles. Hablaré acerca del tema tanto y tan detalladamente como queráis, ahora que estáis todos o después, individualmente. Pero por ahora, permitidme que haga un resumen.
Marcó los puntos con sus gruesos dedos.
–El robot observador que estaba en el pórtico y que todos conocéis informó de lo que juro fue la vuelta de la Emissary. Fue escoltada al Sistema Solar... ¿adonde si no?... y no se supo nada más desde entonces. Algunos de vosotros, que estabais cerca, me oísteis gruñir mis sospechas. Después, algunas investigaciones elementales las confirmaron. Cuando me enfrenté con la gobernadora intentó hacerme tragar una historia absurda, condimentada con insinuaciones acerca de cosas horribles que se arrastraban por la galaxia, y terminó por ponerme bajo arresto domiciliario y colocarle una mordaza a Lis. Bueno, me marché y aquí estamos.
»Esto no es exactamente lo que habíais previsto cuando os presentasteis voluntarios para tripular la Chinook y os quedasteis en vuestros trabajos habituales, esperando que os llamara para tener la oportunidad de viajar a las estrellas. Mi enhorabuena a vuestros cerebros. Habéis visto anticipadamente el camino que tendremos que recorrer y habéis entendido que si no lo hacemos nosotros, nadie lo hará.
«Supongo que Lis os explicó lo que sospecho. No ha sido el conjunto del gobierno de la Unión el que ha actuado, sino una facción interna. Con la publicidad bastará para quitar de en medio a los conspiradores, si no les damos tiempo para acorazar sus defensas.
»Me propongo ir a Tierra y ponerme en contacto con varias personas que conozco, sobre todo el clan Rueda. Eso lo haré bajo cuerda, para evitar que suenen ciertas alarmas. Mientras tanto, vosotros podréis pasarlo bien a bordo; oficialmente no sois más que una tripulación que lleva la Chinook a quienes la han fletado. Y quizás eso sea todo, en lo que a nosotros se refiere. Quizá mis contactos puedan hacerse cargo de todo; me gustaría que así fuera.
»Si no... bueno, mi mujer os advirtió, ¿no? No sé qué puede suceder. Jugaré mis cartas a medida que lleguen, y si hago una mala apuesta, vosotros también os quedaréis en la calle. –Agitó la pipa en dirección a los demás antes de llenar la cazoleta–. No sé si aún quedan leyes acerca de la piratería. Podrían llamarlo así.
«Escuchad, si esto es más de lo que estabais dispuestos a afrontar, hacedme el favor de decírmelo. Os licenciaré formalmente, anotaré en el libro de bitácora que protestasteis, os mantendré en las mejores condiciones posibles limitando vuestros movimientos y os dejaré en el primer lugar que sea seguro para todos ¿De acuerdo? Hablad.
Apretó el tabaco y lo encendió mientras aguardaba. El silencio se prolongó.
–No suponía que lo haríais –dijo, finalmente–. La oferta seguirá en pie mientras naveguemos pacíficamente. Cuando comience la acción, si es que llega, será demasiado tarde para renunciar. ¿Entendido?
¿Y mataré a quienes retrocedan ante el fuego enemigo... aunque sean éstos, mis amigos? Sí, tendría que hacerlo e invocar la ley del espacio en mi juicio, a menos que resulte que todo este safari surgió de una terrible equivocación mía. En ese caso, mereceré el trato que mis antepasados daban a los bandidos.
La ventilación zumbaba. El humo dio a su lengua un calmante mordisco amoroso.
–Final del discurso –terminó–. ¿Preguntas? ¿Comentarios? ¿Rechifla?
–Sí. –Martti Leino se inclinó hacia adelante, un movimiento que derramó cerveza de la jarra que sostenía. Ásperamente–: La señorita Mulryan, ¿qué... hace a bordo?
Previsible. Brodersen lo estudió antes de responder. El hermano menor de Lis no se parecía a ella sino a sus antepasados Ladogan: bajo, fuerte, chato, un rostro ligeramente asiático, con cabellos negros y ojos celestes rasgados. Su buen talante habitual había desaparecido.
–Me ocultó cuando huí –dijo Brodersen–. Sin ella, hubiese tenido que quedarme en algún lugar habitado y podría haber sido reconocido. Principalmente, será nuestro oficial médico.
–¿Ella? –El tono era despectivo.
–Trabaja en el hospital St. Enoch y está calificada para tratar cualquier cosa que nos suceda... como heridas, por ejemplo. También trabajará como contramaestre. No tendrá tiempo de aburrirse.
Leino miró con odio a Caitlin, que estaba sentada con las manos cuzadas sobre el regazo, y le lanzó una pequeña sonrisa conciliatoria.
–Sí, no dudo de que la mantendrás muy ocupada, ¿verdad? –dijo en tono cortante.
–Eh, cuidado –aconsejó Weisenberg.
Brodersen se enderezó e hizo sentir el látigo del soldado aristócrata en sus palabras:
–Ya es suficiente, señor Leino. Si tiene quejas acerca de cualquier persona, incluyendo al capitán, preséntelas formalmente. Por lo demás, demuestre a su compañera el respeto que merece.
El joven se recostó en su silla como si lo hubieran golpeado en el estómago. Lo traté con demasiada dureza, ¿no?, comprendió Brodersen. No debí hacerlo, aunque me enfadé, por Pegeen.
–Cuidado, cuidado –repitió Weisenberg–. Nada de palabras fuertes, por favor. No podemos permitirnos ese lujo. Señorita Mulryan, le doy la bienvenida.
Surgieron arrugas alrededor de su sonrisa.
–No me hacía mucha ilusión ocuparme del trabajo de contramaestre –añadió.
–Le agradezco su amabilidad, señor –susurró ella y dejó que su brillante mirada se detuviera unos segundos en él. Era de estatura mediana, delgado, de rostro nudoso; su nuez era saliente, sus ojos pequeños y castaños bajo las cejas pobladas. Tenía la costumbre de llevar un gorro escocés sobre sus cabellos blancos y cortos, y a quienes le preguntaban, decía que era el ingeniero jefe de la nave.
Yo también te lo agradezco, Phil, trató de proyectar el capitán. Probablemente no era necesario. Los Weisenberg y los Brodersen eran viejos amigos.
Susanne Granville dio unas palmadas en el hombro a Caitlin.
–Sí, bienvenida –dijo en su inglés con acento francés–. Tienes que entender que la gente del espacio siente horror ante las personas sin entrenamiento... ¿verdad, Martti? Pero tus deberes, estoy segura de que podrás aprenderlos. Por favor, pídeme ayuda si la necesitas.
Su estuvo muy bien, siendo tan fea y Pegeen tan atractiva, pasó por la mente de Brodersen. Se controló. ¿Qué diablos estoy pensando? Si es buena persona, eso es todo.
Zarubayeb levantó la mano. El artillero era un hombre grande y fuerte y tosco; tenía cabellos rubios que le llegaban a los hombros y llevaba barba, dos cosas que no estaban a la moda en Deméter, salvo en su región natal de Novy Mir. Le daban un aire a lo Tolstoy.
–¿Y si hacemos instrucción de combate? –inquirió.
–¿Eh? –gruñó Brodersen.
–Dijiste que tendríamos que estar preparados para luchar si íbamos a las estrellas. «Por si acaso», dijiste. Por lo tanto, llevamos armas retráctiles, como la Emissary, además de armas cortas. Ahora hablas de un posible choque. Piratería, dijiste.
–Aguarda un momento –protestó Stefan Dozsa.
–No; déjalo seguir –dijo Brodersen.
–Capitán –replicó Dozsa con su propio acento–. Estoy de acuerdo con la idea, pero no con el lenguaje. Cuando era joven aprendí que el gobierno es el enemigo natural del pueblo. Si aceptamos su semántica tendremos la mitad de la batalla perdida. No somos piratas, somos liberadores.
Caitlin se agitó. La alarma se traslucía en su voz:
–Habláis como un fanático, señor. Mi patria lo recuerda demasiado bien, demasiado bien.
Dozsa rió. Era un hombre fornido y obscuro con ojos almendrados en una cara ancha y plana.
–Entonces llamémosnos policía privada. O evangelistas. O lunáticos; posiblemente esto sea lo mejor. Pero no piratas. Los piratas esperan ganar dinero.
–Di lo tuyo, Sergei –apremió Brodersen.
–Creo que deberíamos hacer instrucción y práctica con armas cortas,–afirmó Zarubayev–. Sin duda todos pueden disparar, a bordo, pero sólo tú y yo, capitán, hemos servido en los Comandos de Paz y conocemos las técnicas de combate... combate espacial, también. Podemos enseñar. Faltan días para llegar a la máquina T, más días desde el pórtico Solar hasta Tierra y ¿quién sabe cuánto más? El tiempo necesario para hacer instrucción básica y algo de teoría.
–Bueno... hum... –Brodersen movió las caderas encima de la mesa–. No queremos problemas.
–Un poco de entrenamiento no nos hará daño –dijo Dozsa–. En este viaje, la mayoría de nosotros no tendrá mucho que hacer. Yo me alegraría de tener algo que llenara las horas en que no estoy de guardia. ¿Qué pensáis vosotros?
Echó una mirada a Leino, que seguía inmóvil.
–¿Quizás ayudaría a unificarnos?
Comenzó una discusión. Después de aprobar la propuesta y los correspondientes detalles, surgieron otros puntos. Habían pasado más de dos horas cuando Brodersen despidió a la tripulación. Los que no estaban de guardia podrían haberse quedado en la sala de reuniones, pero ninguno lo hizo. Cuando salía, Weisenberg murmuró:
–Veré qué puedo hacer con Martti, Dan, pero en realidad es cosa tuya, ¿no?
–¡Uf! –dijo Brodersen cuando él y Caitlin quedaron solos.
Ella le cogió las dos manos.
–Pobre querido. Seguro que no es muy divertido ser capitán, por cierto.
El levantó un ángulo de su boca.
–Y tú descubrirás que ser contramaestre no es exactamente gracioso, reina. El trabajo incluye más que cocinar y ser camarero, aunque eso ya es bastante. Distribuyes, te ocupas del inventario, te fijas en que la estiba esté equilibrada... Será mejor que empiece a enseñarte ya.
Ella se acercó.
–¿La prisa es tan absoluta? –insinuó.
–Desgraciadamente, sí –respondió él.
Ella suspiró.
–Bien. Más tarde. –Haciendo un gesto hacia la pantalla de visión más cercana–: Allá fuera siempre es más tarde mientras vivimos, ¿no es cierto, corazón?
El no respondió; estaba demasiado absorto contemplándola enmarcada por las estrellas.
13
Yo era un gran salmón orgulloso, pero no tenía palabras para grandeza u orgullo; yo era ellas. Mis flancos tenían el azul del acero y mi vientre el blanco de la plata, pero todo lo que sabía de metal era un anzuelo que había mordido y del que me había liberado desgarrando mi carne. Era uno con el agua y siempre lo había sido. Cuando salí del huevo, ondulaba y susurraba alrededor de mí mientras me refugiaba entre guijarros, mientras la sombra de un lucio se deslizaba por los amarillos fragmentos de sol. Después fluyó, burbujeó, acarició, envolvió, cuando me lancé río abajo hacia el mar. Cuando se volvió salada hizo brotar a la vida un conocimiento que había tenido en el huevo y salté de júbilo, hacia arriba, a través de una catarata de luz donde el aire ponía un filo en mis agallas. Luego, durante años fuera del tiempo, rondé por el mar, perseguí, me apoderé, hundí dientes en dulzuras que se debatían y me regocijé.
Pero finalmente llegó una fragancia anhelante y giré, poderoso, hacia el hogar.
Eramos muchos, éramos muchos, afrontando un río que rugía contra nosotros mientras cobraba vida con el brillo de nuestros cuerpos. Ahora nosotros éramos presas, moríamos y moríamos, pero seguramente cada muerte participaba del mismo júbilo que tenían los vivientes. Yo gané el pasaje. La vida que había en mi interior clamaba a voces.
Bajo la paz de una charca en las tierras altas, fabriqué con mi cola, entre los guijarros que una vez me habían albergado, un lugar para mis hijos. No entendía que eso era lo que serían –los hubiese devorado, de haberlos encontrado– pero aun así, los amaba. Y luego me buscó, él. Pronto estuve listo para morir. Entonces, el Convocador vino y me llevó a la Unidad. Yo era Pez.
14
Deméter disminuyó rápidamente de tamaño, de un mundo a un globo, a un contorno azul, a un punto brillante entre tantos otros. La gente entró en la rutina de sus obligaciones. Estas consistían sobre todo en montar guardia, cuando la Chinook funcionaba automáticamente como ahora, salvo en el caso del contramaestre. Mientras ella trabajaba alegremente en la cocina, preparando la primera comida del viaje que no sería sacada del depósito y calentada, Brodersen estaba en el camarote del capitán, sin más obligación que ser accesible.
La parte interna y privada del camarote era de tamaño confortable y estaba bien amueblada: una cama doble, plegada para aumentar el espacio, sillas, armario, cómoda, estanterías, mesa, pantallas para ver el exterior y el interior. Murmurando apenas, los ventiladores mantenían el aire en movimiento, fresco a pesar de su pipa; en la presente etapa de su ciclo de temperatura e ionización, tenía aroma nocturno. Los mamparos grises con bordes azules estaban vacíos de imágenes; las estanterías, de libros; toda la habitación, de objetos personales, ya que había sido imposible traer más de lo que Caitlin y él llevaban en la espalda. Sin embargo, la habitación podía cobrar vida cuando lo desearan, porque un buen porcentaje de toda la cultura de la humanidad estaba en el banco de memoria de la nave.
Brodersen sabía que le convenía dormir una siesta y seguir durmiendo durante toda la guardia nocturna, después de cenar. Había estado demasiado tiempo en acción. Si estaba demasiado tenso, no podía actuar. El tabaco por sí solo no podía luchar contra eso, y en el espacio ahorraba mucho el alcohol y la marihuana. Decidió reencontrarse con viejos conocidos. Apretando las palancas que había en los brazos de su butaca, soltó las ventosas que la mantenían fija por si había cambios en la aceleración, y la enfrentó con las terminales, volviendo a anclar las patas con su peso. Después de pedir el código de referencias y estudiarlo un momento, marcó la Quinta de Beethoven para el audio y las «Treinta y seis vistas de Fuji», de Hokusai, para el vídeo, a intervalos que podía controlar manualmente, y se instaló. Quizás, más tarde, algo de Monet o hasta un poco de Van Gogh, pensó, o quizás cuadros no, sino... m-m-m-m... ¿un poco de Kipüng? Hace años que no leo Tres soldados.
Sus gustos en materia de arte no eran más esotéricos que eso. Básicamente se consideraba un hombre sencillo, aunque no despreciaba la buena comida –la que preparaban Lis y Caitlin, como la mayoría de las mujeres atractivas– u otras sutilezas. Sus padres se habían preocupado de que tuviera una buena educación, pero su mente había sido bastante pragmática hasta que se enroló en los Comandos de Paz. Entonces, sintió el deseo de entender lo que experimentaba, alrededor de Tierra y más allá. Eso lo llevó a leer bastante historia, antropología y otras disciplinas vinculadas a éstas, cosa que lo hizo más consciente de la existencia de los grandes creadores. Su primera mujer había alentado estos intereses, y la segunda seguía haciéndolo.
–No soy un intelectual –observaba a veces–; prefiero a los pensadores.
Pero había donado una cátedra de Humanidades a la universidad de Eópolis. La especie necesitaba preservar, entender y amar su herencia... de cara a los Otros, y a todo el cosmos.
Estaba empezando a sentir que los músculos de su cuello y sus hombros se aflojaban, cuando la puerta sonó. ¡Maldita sea! ¡Al infierno! Tacos, también. El capitán nunca está tranquilo. Levantó su masa y la llevó hasta la parte externa del camarote. Era pequeña, estrictamente un despacho, salvo por la existencia de complicados enlaces electrónicos con el centro de mando. Sentado detrás de su escritorio, apretó el botón de admisión. La puerta retrocedió, permitiéndole vislumbrar el pasillo que se curvaba en este nivel, donde vivía la gente.
Martti Leino entró con paso majestuoso y, como si recordara el procedimiento planeado, se cuadró, en estilo civil.
–Solicito una entrevista privada, señor –dijo.
Oh, oh. Bueno. Sabía que iba a suceder.
–Claro –dijo Brodersen, y cerró la puerta–. Pero ¿desde cuándo mi tripulación tiene que ponerse formal conmigo, por no hablar de mi propio cuñado? Siéntate. En cualquier silla.
El joven (treinta y siete, demetrianos) obedeció rígidamente. El rojo y el blanco se perseguían por su rostro. Su respiración era entrecortada.
–Pareces el profeta Nahum con resaca –observó Brodersen–. Afloja un poco. Ya que no fumas, ¿quieres una copa?
–No.
–¿Qué pasa?
–¡Lo sabes bien! –Como el rostro frente a él lo observaba en silencio, Leino se obligó–: Tu... ¡tu hembra!
No ha perdido el control, no del todo, comprendió Brodersen. Mejor. No me gustaría que la llamara de un modo que no me dejara elección.
Sorbió el sabor amargo de su pipa mientras elegía palabras. Mantuvo la voz baja.
–¿Te refieres a la señorita Mulryan? Para tu información, no es la hembra de nadie más que de sí misma. Si piensas de otro modo, trata de empujarla en cualquier dirección que ella no haya elegido antes.
–¡Está viviendo contigo... abiertamente!
–Eso sólo nos importa a nosotros.
–¡Y a Lis, hijo de perra! –gritó Leino. Se incorporó a medias, con los puños apretados, volvió a sentarse y apretó las mandíbulas.
–Claro. Al decir «nosotros» quería decir «nosotros». Ella lo sabe y no le importa.
–¿O es demasiado orgullosa y leal para decir lo que siente? La conozco desde hace más tiempo que tú y la conozco mejor, Daniel Brodersen.
Más tiempo, sí, pensó el capitán. ¿Mejor? Podría ser. Aunque la familia en la granja bajo Trollberg era larga, siete hijos. Lis la mayor, Martti el quinto, el enorme desierto que los rodeaba, el trabajo, el placer y los descubrimientos compartidos –y a veces también el peligro– los había unido estrechamente. Por alguna profunda razón, el vinculo entre estos dos había sido siempre particularmente fuerte. Cuando él llegó a Eópo-lis, para estudiar ingeniería nuclear, ella estaba recién divorciada y compartían un apartamento. Ella empezó a trabajar en Chehalis, se volvió cada vez más valiosa –y atractiva– para su jefe, y rehusó amistosamente sus proposiciones, lo que no era corriente, hasta que, finalmente, se casó con ella. Ella quiso que su hermano fuera el padrino en la modesta ceremonia.
–Permite que te recuerde que hace casi diez años que soy su marido –dijo Brodersen, aún de buen modo–. ¿No supones que eso me permite entenderla mejor que tú?
–Diez años... siete de Tierra... ¿No hay un dicho en Tierra acerca de la picazón del séptimo año? –La sonrisa de Leino era provocativa.
–¿Estás insinuando una aventura casual? –Brodersen controló su ira. Dentro de sí se agitaba la sardónica confesión de que había tenido varias. No tenía por qué decirlo en voz alta. Se inclinó hacia adelante, los brazos en el escritorio, la pipa en la mano derecha, apuntada a su visitante, y la agitó.
«Martti –dijo–. Escucha. Escucha bien. Evidentemente no te has encontrado con el hecho de que se puede amar a más de una persona a la vez. Apostaría a que te sucederá, pero eso no interesa ahora. Lo que importa entre nosotros dos es esto: Tu hermana aprueba esta relación. Ella y Caitlin Mulryan son íntimas amigas. Exagero un poco, pero seguramente porque los tres no hemos tenido suficientes oportunidades de estar juntos. Seguramente son buenas amigas, y serán aún mejores. Si no crees en mi palabra, te autorizo a preguntárselo a ella cuando volvamos. ¿De acuerdo? Leino tragó saliva. –No. Mentiría valerosamente –siguió en el dialecto de su tierra– para proteger a aquel a quien dio su palabra, para ocultar sus heridas a mis ojos.
Brodersen lo miró de frente.
–Tú me conoces bastante. ¿Crees seriamente que soy la clase de persona que hiere deliberadamente a su mujer?
Leino se mordió el labio. Está tratando de ser justo, pensó Brodersen. Está recordando.
Después de licenciarse, Leino también había empezado a trabajar en Chehalis. En todo caso, era nepotismo al revés, ya que los profesionales calificados siempre escaseaban en Deméter. El único favoritismo que había demostrado Brodersen había consistido en asignarlo a unos pocos proyectos espaciales... exploración, prospección, establecimiento de minas en un asteroide y un cometa... proyectos en los que él, Brodersen, lo acompañó. No lo hubiera hecho si Leino no fuera competente. Los humanos establecen relaciones muy estrechas en esas circunstancias,
El capitán trató de consolidar su ventaja.
–Ni Lis ni yo sentimos esto como una traición. Usa tu imaginación. Hay un millón de formas diferentes de traicionar que puede poner en práctica un cónyuge monógamo, y la mayoría lo hace. Pequeñas crueldades. Negligencias. No aceptar tu parte del trabajo. Ciertas deshonestidades básicas. Y hay más. Tienes razón; tu hermana no aceptaría tranquilamente la traición... la verdadera traición.
»De modo que, cálmate. Recibiste una sorpresa, nada más. Ya te repondrás.
–La humillación –dijo Leino–. Exhibiendo públicamente a tu amante.
La pipa de Brodersen se estaba apagando. Se recostó, sopló hasta reavivar el fuego y formó una sonrisa.
–¿En estos tiempos? Bueno, reconozco que Lis y yo somos excepcionales. Hacemos todo lo posible para que nuestros asuntos privados sean privados.
–¿Vuestros asuntos? –chispeó Leino–. ¿Te gustaría que ella te hiciera lo mismo a ti?
Brodersen se encogió de hombros.
–Es adulta y libre. Y además supongo que nunca me traicionaría. De todos modos, Caitlin está a bordo a causa de una emergencia. Sin su ayuda quizás no estariamos aquí... y ninguno de nosotros, ellos o yo, ninguno de nosotros es hipócrita.
Eso, pensó, en lo que a mí se refiere, puede ser mi mayor hipocresía hasta la fecha. Bueno, un hombre totalmente sincero sería un monstruo.
La reflexión fue fugaz. Terminó cuando Leino se puso en pie de un salto, los puños cerrados, la cara contraída, y gritó:
–¿Quieres decir, cerdo, que corromperías a Lis? Me importa un carajo lo que pueda sucederte, pero por el Dios que le dio vida, ¡manten tus manos fuera de su alma!
El instinto hizo que Brodersen respondiera:
–¡Silencio! –con el volumen exacto–. Siéntate. Es una orden.
Los hombres del espacio aprenden pronto que todas las vidas de una nave pueden depender de la obediencia instantánea. Leino se derrumbó. Salvo por el ventilador y su jadeo, el despacho se vació de sonidos por un tiempo que Brodersen midió hasta que dijo con calma:
–Martti, hermano de Lis, escúchame. Has hablado de su orgullo. También admiras su inteligencia. Y entonces, ¿por qué supones que podría ser corrompida? Simplemente ha decidido comportarse de forma algo diferente a la que hubieses preferido tú.
»Si te preocupan su fe y su moral, ¿por qué no pusiste objeciones cuando se divorció de su primer marido? Juró serle fiel sobre una Biblia, ¿recuerdas? Es de la Sagrada República Occidental.
Leino lo miraba fijamente con la boca abierta.
–Porque sabías que a pesar de su impresionante inteligencia es un hijo de perra dominante, desconsiderado y estrecho de miras –siguió Brodersen–. Si algún día llega a la conclusión de que yo soy tan malo como él, se deshará de mí, también, y tú aplaudirás, ¿no? Me propongo hacer lo posible para que no lo haga nunca. Pero ¿qué son el divorcio y el nuevo casamiento, más que poligamia en el tiempo, en vez de en el espacio?
Dejó que su pregunta calara antes de continuar:
–No me entiendas mal. Respeto tus principios. Funcionan en el lugar de donde vienes. Son tradiciones sólidas y probadas: la familia por encima del individuo, la casa presentando un frente sólido ante el mundo... diablos, yo también crecí en medio de eso. Y no estoy diciendo que esté mal. Por lo que sé, es la verdad absoluta. Estoy diciendo que no es la única forma de vida posible. Y tú, Martti... no quiero parecer superior, sólo estoy enunciando un hecho... tú no has estado en contacto con las alternativas. Llegaste a Eópolis, que se considera cosmopolita, directamente del campo. Bueno, Eópolis no es cosmopolita. Es un montón de pueblecitos, que se desconocen entre sí, amontonados en unos pocos kilómetros cuadrados. Nunca has estado en Tierra. Lis sí. Además, siempre has trabajado mucho, a menudo en el espacio, cosa que ha limitado tus contactos humanos. Repito: no estoy diciendo que debas cambiar tu filosofía. Digo que no has tenido la oportunidad de aprender a ser tolerante... realmente tolerante, cuando realmente importa, acerca de cosas que afectan a las personas que quieres. Inténtalo, amigo mío.
–La ley de Dios... –murmuró Leino.
Brodersen, que era agnóstico desde la pubertad, se encogió nuevamente de hombros.
–No te preocupes por Dios. Primero, tratemos de entendernos con los Otros. –Volvió al ataque–. Aunque nunca te he espiado, pocas veces vi que te levantaras para ir a la iglesia después de una partida de póquer nocturna, o cualquier cosa así. Y te he oído jactarte un poco acerca de lo que has hecho con las damas, y te he visto rondando a una o dos de mala reputación. Por no hablar de las bacanales anuales de tu zona natal.
Leino se sonrojó.
–Todavía soy soltero.
–Y, por supuesto, supones que te casarás con una virgen. Y después, ella no sufrirá a causa de tus escapadas ocasionales, sobre todo si eres discreto. –Brodersen rió a carcajadas–. Martti, he estado bastante tiempo en las Tierras Altas. Te dije que me recordaban a mis lares. No juguemos al escondite, ¿eh?
Las palabras siguieron yendo y viniendo durante media hora. Leino se tranquilizó.
Al final, Brodersen resumió:
–De acuerdo, no lo apruebas y no supuse que lo hicieras tan de improviso, pero estás de acuerdo en que nuestra misión es demasiado importante para hacerla peligrar por una discrepancia personal, y en que Caitlin es importante para la misión. ¿Correcto?
Leino tragó saliva –estaba a punto de llorar– y asintió.
–Bueno, eso es todo lo que ella o yo podemos pedir razonablemente –dijo Brodersen–. Pero, por tu conveniencia, además de la nuestra, te voy a hacer un pequeño ruego. No es más que un ruego, ¿entiendes?
Los dedos de Leino estaban tensos y unidos en su regazo.
–Si puedes –continuó Brodersen– no la mantengas a distancia, rígido y formal. Recuerda que Lis no lo hace. Sé amable. A ella le gustaría ser amiga tuya. Y a mí me gustaría que fuerais amigos. Después de todo, te he explicado que lo nuestro no es una aventura pasajera; estoy tratando de pensar en el futuro. Dale una oportunidad y disfrutarás de su compañía. Por ejemplo, sé que te gustan las baladas. Bueno: canta baladas maravillosamente bien.
–Estoy seguro de que así es –dijo Leino.
–Descúbrelo por ti mismo –exhortó Brodersen–. Te sobrará mucho tiempo, aun cuando empecemos con la instrucción militar. El noventa por ciento del valor consiste en aguardar que sucedan las cosas, cualquier cosa. Caitlin puede animar muchísimo esa espera.
Después, a solas, meditó con su pipa y un trago de whisky que se permitió. De modo que establecemos otro compromiso absurdo que puede mantenerse durante un breve período de tiempo, para que nuestra empresa –olvidemos nuestra vida cotidiana– siga adelante. Me pregunto, me pregunto... ¿los Otros, tendrán que hacer lo mismo?
15
Si sabías exactamente dónde mirar, la máquina T brillaba como una chispita entre las estrellas... a popa, porque la Chinook había dado media vuelta y retrocedía hacia ella. Pero Susanne Granville, sin embargo, había enfocado la pantalla visora de su camarote en dirección a Febo. Aunque las lentes le quitaban luminosidad, dejándole la de una luna, de modo que la corona y la luz zodiacal brillaban como nácar, el disco todavía borraba del ojo del observador la mayoría de los soles distantes.
–Una última visión familiar –explicó a Caitlin–. El pórtico será nuevo para mí. Nunca he guiado una nave por él, salvo en simulaciones de entrenamiento. ¿Sabes?, habíamos previsto hacer varios ensayos entre aquí y Sol antes de iniciar nada nuevo.
–Pero ¿acaso eres necesaria? –preguntó Caitlin–. Me enseñaron que el esquema del pasaje es exacto, no una danza, ni siquiera un desfile o una parada, sino como una pieza de ajedrez que salta de una casilla a otra... y cualquier autopiloto puede conducir una nave de esa guisa.
–Eso es cierto casi siempre y, en efecto, el autopiloto lo hace. Pero las variaciones permisibles son muy pequeñas. Si excedes el margen de tolerancia, entras en otro pórtico. Y donde vamos entonces, sólo Dios puede decirlo, y no creo en Dios. Muy posiblemente llegamos a algún punto del espacio interestelar, ninguna máquina a mano, el vacío rodeándonos, y morimos. Ciertamente, ninguna de las sondas de Sol volvió nunca. –Susanne se estremeció apenas–. Es una regla prudente mantener a una conexión en el circuito durante el tránsito, pronta para hacerse cargo con flexibilidad y buen juicio si ocurre algo imprevisto... El té está listo. ¿Cómo lo quieres?
–Con leche, por favor. No; olvidaba que no hay leche fresca. Solo, como tú, y muchas gracias.
Caitlin dejó que su anfitriona sirviera el té en las tazas de la nave. Su mirada verde vagabundeaba.
Encontró poca cosa, fuera de la grandeza de la pantalla. Como todos los demás, Susanne había embarcado a toda prisa. Aparte del despacho anexo al camarote del capitán, los demás sólo se diferenciaban por los colores; éste era rosa y blanco. Por lo demás, sólo lo distinguía el aroma de las tazas y la tetera.
Dos ocupantes les hubiesen proporcionado un toque extra, y había sido planeado con esa posibilidad, pero lo más posible era que la conexión de la computadora siguiera en solitario. Baja, delgada, encorvada, de brazos largos y rasgos de rana, desde los que sus cabellos negros y escasos iban a reunirse en una cola de caballo, representaba más de sus veintiocho años terrestres. Una voz aguda y un quimono chillón no ayudaban. Uno tendía a concentrarse en sus ojos, que eran bellísimos: grandes, con pestañas abundantes, de un castaño brillante.
–Hubiera traído un té mejor, si hubiese podido –se disculpó–. Sé lo suficiente de cocina como para apreciar lo que preparas para nuestra mesa con las raciones habituales. Quizás, cuando tenga tiempo, me permitirás ayudarte.
–Oh, hacerlo para tan pocos no da trabajo –dijo Caitlin–. Aunque si lo que buscas es la distracción, me alegraré de tener tu compañía.
–Pensé que debíamos conocernos –propuso tímidamente Susanne. Se sentó frente a su invitada–. Este viaje puede volverse largo o peligroso.
–O las dos cosas. Y nosotras somos las dos mujeres de a bordo. Además, puedes hablarme del resto de la tripulación. Apenas he tenido oportunidad de hablar con ninguno de los hombres, salvo con Sergei Zarubayev, para otra cosa que para saludarlos o abrumarlos con preguntas técnicas. Dan me ha mantenido muy ocupada, aprendiendo mis obligaciones.
Susanne se sonrojó.
–El entiende mejor a la gente. Tiene un don para eso. Yo no soy... desenvuelta.
–Igualmente podrás darme otro punto de vista. Además, cuando estamos libres y juntos, no perdemos el tiempo con informes.
La sonrisa de Caitlin se desvaneció cuando Susanne se sonrojó más aún y bebió haciendo ruido. Acercándose, dio unas palmaditas en la rodilla a su anfitriona.
–Lo siento. Disculpa mi lengua. Trataré de no ser tan desvergonzada. Es que soy muy feliz.
–El y tú... estáis enamorados, ¿no? –Las palabras apenas se oían.
–Sí. Ruiseñores, rosas y whisky añejo. Pero no temas por su matrimonio. Nunca le haría daño, porque él también la ama y ella a él, y es una dama maravillosa.
Susanne miró la taza, el sol y la taza de nuevo.
–¿Dónde os conocisteis?
–Los dioses quisieron que fuera a través de Lis. Sin duda sabes que trabaja en el teatro Apolo, organizando, reuniendo fondos, calmando susceptibilidades... Bueno, yo he actuado allí, varias veces, en papeles secundarios, o cantando unas canciones. Lis organizó una fiesta en su casa para los actores... ¿Nunca me viste actuar?
Susanne meneó la cabeza.
–No salgo mucho.
Caitlin habló en un tono más suave:
–Dicen que las conexiones tienen intereses más elevados que las personas corrientes.
–No; sólo diferentes, y sólo cuando estamos conectados. Sueltos, somos como todos los demás. –Susanne levantó la palma de la mano y enfrentó la mirada de la otra–. La verdad es que los años de duro entrenamiento, el trabajo lui-méme, tienen una influencia. Con frecuencia, es cierto lo que se dice de nosotros, somos introvertidos. La profesión atrae al tipo.
Trató de reír.
–Pero hay excepciones. Una minoría es normal.
–Yo no te llamaría otra cosa, creo –la tranquilizó Caitlin–. Tímida quizás, lo cual me parece un atractivo,
a mí que soy una descarada. Tu acento en inglés también es bonito. ¿Eres del sur de Francia?
–No. Mis padres sí. Yo nací en Eópolis. ¿Conoces La Quincaillerie, la gran ferretería de la avenida Tonari? Es de ellos. Bueno, yo era hija única y poco sociable, y todos sus amigos eran franceses, así que... –Habiendo dejado su taza en una mesita, Susanne extendió los brazos.
–Dan me dijo que venías de Tierra.
–Ha visto mi curriculum vitae, pero por supuesto, mi infancia... ¿por qué iba a recordarla? Mis padres me enviaron allá a estudiar cuando tenía... dieciséis... terrestres... y los tests mostraron que tenía talento. En Deméter no puedes estudiar para ser conexión. Vivía con mis tíos, y después de licenciarme trabajé con una firma en Burdeos, pero cuando pasaron seis años sentí nostalgia y volví. Pronto me contrató el capitán Brodersen.
Hubo un silencio, largo e incómodo. Caitlin lo rompió.
–Mi turno, si te interesa. (La computadora asintió, deseosa de enterarse.) Aunque tengo menos que decir que tú. Nací en Baile Atha Cliath... Dublín, dirías tú. Como mi padre era un médico próspero, podía enviar a sus hijos de vacaciones a lugares famosos, como tu zona, Susanne. Pero en general yo prefería recorrer los caminos de Eire; supongo que era una chica rebelde, que se sentía cada vez más encerrada hasta que a los diecinueve terrestres pedí autorización para emigrar. La cuota irlandesa estaba casi vacía... tuvimos que volver a llenar nuestra tierra después de los Conflictos... y me aceptaron. Y he estado en Deméter desde entonces. –Suspiró–. Pero cómo suspiro por volver a andar por mis verdes tierras una vez más y besar a mis padres. Pese a nuestras diferencias y a los disgustos que les di, sus cartas han sido melancólicas.
–Estoy sorprendida de que hayas conservado tu patois todos estos años.
–Bueno, nuestro primer lenguaje es el gaélico, ¿sabes?, y además tenemos el hábito de tratar de conservar nuestra identidad dentro del cantón de las Islas, y encima de eso Europa, y encima de eso la Unión Mundial. –Caitlin cambió su entonación–. Puedo hablar inglés de Eópolis cuando quiero. O británico, o escocés, o yanqui del este, o sureño... Si coleccionas baladas, aprendes.
–¿Vives en Eópolis?
–Sí, en una cabaña junto al río en la ribera Anyway, junto a un perro mestizo, un par de ratones blancos, un tanque de mariposas arco iris, una gata vieja y cachonda y un número variable de gatitos. Y trabajo como paramédico. Cuando no estoy vagabundeando por cualquier parte. Y ya basta de hablar de mí, seguramente... ¿Por qué me miras así, Susanne?
–La ribera Anyway es un barrio malo –murmuró la conexión.
Caitlin rió.
–Es un distrito políglota, barato, disoluto y divertido, pero no es malo si haces amigos y no pierdes la calma. Lo que queda de mi virtud ha corrido más peligro en la sala de enfermeras de St. Enoch o en residencias a la moda de la colina de Anvil que en la ribera.
–¿Dices que viajas por el planeta?
–Sí.
–¿Quién cuida de tus animalitos cuando te marchas?
–Un viejo granuja a quien llaman Matt Fry. Ni yo ni nadie sabremos nunca cómo consiguó meterse en una nave de transporte. Nunca narra dos veces la misma historia y no tenía ninguna calificación especial para justificar su peso, salvo que es el pícaro más encantador desde Falstaff. Yo, por lo menos, podía prometer que me calificaría en medicina, porque mi papá había dado un buen punto de partida a su niña. Bueno, Matt es bondadoso y comprensivo con los animales, y mantiene la casa limpia y a salvo, y sólo pide dormir allí, más las botellas que dejo detrás de mí, y ninguna suele estar llena. –Caitlin meneó la cabeza–. Ojalá pudiera albergarlo todo el año, pero ninguno de los dos tendría intimidad y, claro, mis amigos masculinos...
Se detuvo.
–Oh, mi mala sombra. He vuelto a turbarte. ¿Podrás perdonarme?
–No, no, no –tartamudeó Susanne entre sonrojos–.
No me has ofendido. Creía que... tú y Daniel... no, como tú dices, la intimidad... allons', cambiemos de tema, ¿eh?
–Será mejor –asintió sobriamente Caitlin–. Tengo la lengua demasiado suelta. Un defecto irlandés, como la bebida. Dan siempre me está diciendo que la controle.
–Hablar y beber; creo que ésos son problemas de la especie, no de algunas naciones. –Susanne habló con rapidez, alejando la conversación de los temas personales, ganando confianza a medida que lo lograba–. Eres la primera irlandesa que conozco. He leído algunas de las obras de tu pueblo, y proyectado algunos de sus dramas, y visto documentales... Quizá durante el viaje puedas enseñarme tu tierra.
–A fe mía que me encantaría.
–Y después yo te llevaré a la Provenza. Y más, si tenemos tiempo. Pero primero iremos a Irlanda, por tus padres.
–Magnífico. ¿Qué prefieres, una ciudad moderna... me dicen que Dublín está estupenda... o monumentos históricos y paisajes solitarios y encantadores? Tendremos que elegir una cosa o la otra.
–El campo. Las ciudades de Tierra son demasiado parecidas. Pero cada paisaje campestre es único.
–En nuestro campo llueve –advirtió Caitlin–, y llovizna, y llueve, y hay niebla, y llueve y puede nevar un poco. Ya no recuerdo en qué estación está ahora.
–Cela ne fait ríen2. Igual me gustaría verlo. Nuestra campagne francesa está demasiado civilizada ahora: agrodominios, parques, comunidades, y en medio algunos lugares que se conservan típicos para los turistas. Caitlin sonrió tristemente.–Entonces date prisa en ir a Irlanda que, por lo que oigo, está siguiendo el mismo camino. Me alegro de haberla conocido salvaje y de que Deméter seguirá siendo lo que es mientras yo viva. –Tarareó un par de compases de una canción.
–¿Qué era eso? –preguntó Susanne.
–Oh, se dice que es una antigua canción de cuna. Yo
Ande.
Da lo mismo.
3. Campiña. (Notas del traductor.)
le escribí una letra cuando mi madre me escribió desde Lahinch, donde estaba pasando sus vacaciones.
–¿La letra? ¿La cantarías?
–¿Cuándo se ha negado un bardo? –Caitlin rió–. Es misericordiosamente corta.
Atraer a los turistas Como si esto fuera la luna; Atraer a los turistas Cobrándoles una fortuna Para cantarles canciones Sobre la piedra de Blarney, Eso es Irlanda, señores.
Y a partir de eso, las dos estuvieron mucho más animadas.
16
Cuando la Chinook estuvo aproximadamente a un millón de kilómetros de la máquina T, la nave de vigilancia Bohr estableció contacto láser. La notificación de su partida hacia Sol ya había llegado allí. Sólo quedaban un par de formalidades y el envío de un pequeño «pez piloto» automático que advertiría a la guardia en el otro lado del pórtico que una nave estaba pasando y que había que poner en práctica las habituales medidas de precaución. Estos trámites se completaron mientras la Chinook maniobraba para acercarse a la primera baliza.
Esta no era la más exterior. El sendero que recorrería rodeaba siete globos brillantes. No era similar al sendero que llegaba a Febo desde la máquina Solar, que incluía diez balizas. Muchas mentes habían especulado acerca de las razones de esas diferencias. Posiblemente, los viajeros extragalácticos habían encontrado algunas respuestas.
Estaba solo, en el centro de mando. Existían probabilidades abrumadoras de que no fuese más que un simple pasajero durante el tránsito. Los sistemas cibernéticos se ocuparían de todo. Si fallaban, o parecían a punto de fallar, Su Granville en el computador, Phil Weisenberg y Martti Leino en la sala de máquinas –dirigidos por ella– se harían cargo de todo. Sin embargo, se sentía obligado a estar en su puesto, y sin Pegeen que podría distraerlo, aunque a los dos les hubiera gustado pasar estas horas juntos. Brodersen nunca se cansaba de observar. Visualmente, la aproximación a un pórtico era menos espectacular que muchas cosas en el espacio. Pero pensaría en el significado de lo que veía, y trataría de asimilar la idea de la existencia de seres que habían creado aquello, y sentiría que su alma se ahogaba y después subía vertiginosamente, llena de temor reverencial.
Cada pasaje era ligeramente distinto del anterior, ya que las balizas modificaban continuamente su configuración para adaptarse al movimiento de las estrellas por la galaxia (y quién sabe a qué otros aspectos proteicos del universo). Los cambios eran demasiado pequeños para que los sentidos los notaran en menos de décadas, eran fácilmente compensables y, en cualquier caso, había un cierto nivel de tolerancia. Si se desviaban unos pocos kilómetros de su camino, seguirían llegando al lugar previsto, aunque el momento y la posición exactos de su aparición no serían estrictamente los mismos. Aun así, las leyes del espacio prescribirían un recorrido muy lento del sendero, con un amplio margen de error.
Después de todo, un error grave podía arrojarte a lo desconocido. Asumiendo que un tránsito completo incluía dos o más balizas, siete significaban 5.913 destinos posibles. (Las sondas robot habían verificado esta suposición, partiendo desde aquí y desde el Sistema Solar. Ninguna había vuelto.) Además, había un número infinito de senderos que no iban directamente de baliza en baliza, cada uno de los cuales también te llevaba a algún lado. (Las sondas robot también habían verificado eso, hasta que las autoridades decidieron que habían perdido demasiadas.)
Brodersen sabía que un sendero en particular lo llevaría dondequiera que hubiese ido la nave desconocida... y la Emissary, que había vuelto para desaparecer en otra clase de trampa. Como el resto del público, ignoraba cuál era ese sendero. (En su momento había estado de acuerdo en que era sensato mantenerlo en secreto.) Debía haber una máquina T al final del sendero. Una de las sondas humanas debían haber aparecido por allí. Pero si los desconocidos la habían visto, no tenían modo de saber quién la había enviado, ni desde dónde.
Como la mayoría de la gente, Brodersen daba por sentado que muchos, quizás todos los recorridos de baliza en baliza llevaban a otras máquinas T. El problema era, una vez que habías pasado, ¿cómo volvías? Vagarías ciegamente dé pórtico en pórtico, hasta que se acabaran las provisiones, a menos que encontraras una sociedad avanzada que te ayudara. La Emissary había zarpado con esa esperanza, pero la Emissary estaba segura de la existencia de esa civilización. Pero la siguiente máquina T podía ser, simplemente, un relé en un lugar vacío... Era seguro que muy pocos caminos llevaban a razas que supieran de esas cosas. El Sistema Febiano, por ejemplo, estaba vacío no ya de navegantes espaciales sino de inteligencia hasta que la Voz guió a los hombres hasta allí... Pasaron horas.
La mayor parte del tiempo, la Chinook estuvo en caída libre y él flotaba sujeto por un arnés a su silla, en la exhilarante fantasmagoría de la gravedad cero. Luego, cuando la nave llegaba a la distancia prescrita de una baliza, los giroscopios, zumbando suavemente, la hacían girar; los tubos de reacción se encendían y durante unos minutos tenía un ligero peso; luego volvía a perderlo. El silencio era vasto. Podría haber usado el intercom para hablar con Pegeen, pero toda la tripulación lo habría oído. Por otra parte, nadie tenía nada que decir, mientras las majestuosas visiones se balanceaban por las pantallas.
Una esfera que parecía tener el tamaño de Luna, verde como Irlanda, recortada contra la negrura hasta que desapareció... la máquina T en el momento de máxima aproximación, un cilindro escorzado, que medía unos pocos grados de arco, blanco, con una insinuación de brillo perlado contra las estrellas, una sensación en la espalda de cuánta masa, cuan apretada sobre sí misma estaba girando, cuan furiosamente... Una esfera cuyo color no estaba en el espectro visible... la Vía Láctea, las nebulosas, las galaxias detrás de nuestra galaxia... Y ahora el cielo se estaba alterando tanto que hasta él lo notaba; esta estrella brillante y aquella estrella acercándose o alejándose, finalmente revoloteando y ondulando en la obscuridad como luciérnagas, mientras la Chinook se adentraba cada vez más en ese campo que creaba el monstruo de masa que giraba monstruosamente...
El tiempo fue largo y el tiempo no existió hasta que una sirena gritó: «Atención.» El pulso de Brodersen dio un salto. Aferró los brazos de su silla. La nave giró pesadamente, se detuvo, colgó un instante. La fuerza lo aferró. La maniobra final en cualquier sendero era una fuerte aceleración directamente hacia la máquina.
No sintió el salto, ni la torsión, nada más que la caída libre cuando los motores a reacción se apagaron. En sus pantallas el mundo pareció tambalearse momentáneamente. En seguida quedó firme; era una ilusión óptica debida a la persistencia de la visión. A su alrededor no vio más que una titánica serenidad; un cilindro, achicado por la distancia hasta parecer un trocito de hilo, que no era el cilindro que había estado viendo; un disco como el de Febo pero más blanco, más fiero, que era el disco de Sol.
La Chinook había pasado.
Reasumió su capitanía.
–Aram Janigian, comandante de la nave de vigilancia Copérnico –dijo la cara que apareció en su pantalla con fuerte acento extranjero en su español–. Bienvenida, Chinook.
–Daniel Brodersen, comandante. Gracias –fue la respuesta igualmente ritual–. Todo bien a bordo.
Aunque ya era un fenómeno familiar, Brodersen volvió a sentirse impresionado por el hecho de que una nave siempre emergiera con la misma velocidad relativa a la segunda máquina T que la que tenía con respecto a la primera en el instante del salto. De alguna manera, la diferencia de energía entre las estrellas era compensada dentro de los campos de transporte... a menos que alguna ley de conservación desconocida para el hombre estuviera funcionando.
–Aquí está su actualización –dijo Janigian.
Fue directamente de computador a computador, comenzando por la hora local exacta. Una lectura mostró a Brodersen que estaba a menos de dos horas de su ETA'; 1. bastante bien. Luego llegó información acerca del viento solar, noticias de otras naves que estaban en el sistema, etc. Cuando esto estuvo hecho, Janigian transmitió personalmente ciertas informaciones selectas. Puerto Helena, de la Liga Iliádica, estaba cerrado por huelga; se le había acordado prioridad A a un cargamento de agua cometaria e hidratos de carbono que se dirigía a Luna; un asteroide del espacio interestelar que pasaba en órbita hiperbólica se acercaría mucho a Marte el 3 de febrero; hasta nuevo aviso, una esfera de un millón de kilómetros de radio alrededor de la Rueda de San Jerónimo quedaba prohibida a personas y transportes no autorizados...
Brodersen se sobresaltó, fue sostenido por su arnés y volvió a caer.
–¿Eh? –exclamó–. ¿Y por qué?
–Un proyecto científico para el que sería perjudicial la contaminación por gases; eso me han dicho –respondió Janigian, aburrido–. ¿Qué le importa? Usted va a Tierra.
ETA: Estimated time of arrival, o sea: Hora estimada de llegada. (N. del T.)
–Esto... había pensado visitar la Rueda, ya que estoy aquí. –Brodersen mintió con rapidez–. Para recordar tiempos felices. ¿En qué consiste ese proyecto?
–No lo sé. Si quiere le transmitiré el anuncio completo a su banco. Quizá pueda obtener autorización.
–Gracias. Siga, por favor.
Una vez transmitida toda la información, intercambiadas las corteses despedidas y calculados los vectores, la Chinook se puso en marcha a una gravedad. Necesitaría entre cuatro y cinco días terrestres para rodear Sol y llegar a Tierra. Sería un viaje totalmente rutinario.
Brodersen pidió la proyección de la prohibición. Después de mirarla con odio, se quitó el arnés y se paseó entre los instrumentos, las superficies lisas y las pantallas llenas de estrellas del centro de mando. Luego, activó el intercom.
–Phil, ¿podrías venir aquí? –Una parte suya imaginó la desilusión de Caitlin, porque no le había dicho nada. Después, después... a ella y a todos. Primero necesitaba una consulta con el mejor técnico de a bordo, que era también el más antiguo de sus amigos de a bordo.
Weisenberg atravesó tranquilamente la puerta. Los pliegues de su rostro estaban flojos; pocas veces parecía excitado.
–¿Qué pasa, Dan? –preguntó en su inglés lento. Sus padres, neochasiditas, habían ido a Deméter huyendo de la persecución en la Sagrada República Occidental.
–Lo has oído todo, ¿no? –Siguiendo la costumbre, Brodersen había puesto su conversación con Janigian en el intercom–. De acuerdo, mira este informe sobre lo de la Rueda de San Jerónimo y dime a qué huele.
Weisenberg colocó su largo cuerpo, articulación por articulación, en una silla frente a la terminal. Hubo un silencio. Brodersen sintió que brotaba sudor en su piel y lo olió.
–¿Y bien? –dijo finalmente.
Weisenberg lo miró.
–Es bastante equívoco, ¿no? –dijo.
–¿Equívoco? ¡Diablos! ¿Quién esperan que se tome en serio toda esa chachara acerca de cerrar durante meses un monumento nacional para una investigación tan tonta?
–Cualquiera que no esté paranoico, Dan. Las fundaciones, a veces, financian iniciativas raras, y el monumento en cuestión es monumentalmente poco importante para casi todo el mudo.
Brodersen golpeó el puño contra el mamparo, haciéndose daño.
–¡Muy bien! ¡Estoy paranoico! Tú también. Todos nosotros. Por buenas razones. La Emissary está siendo retenida en algún lado, si ella y su tripulación no han sido destruidos. ¿No te parece que la Rueda es un lugar lógico?
Weisenberg asintió con su blanca cabeza.
–Bueno, si insistes, si. No es muy probable que una nave pasara cerca de la zona prohibida. Y si alguna lo hiciera, no tendría razones para dirigir sus antenas hacia allí, con el máximo de amplificación, e identificar una nave de tipo Reina modificado orbitando junto a la Rueda. –Largos dedos rascaron una larga barbilla–. ¿Dónde está la Rueda actualmente?
Susanne ya había terminado su guardia; si no, Brodersen no hubiese tenido más que preguntar. De modo que marcó su pregunta en el teclado. El y Weisenberg observaron la exhibición visual que acompañó a las coordenadas.
–Sí –dijo–. No lejos de la conjunción inferior con Tierra. Lo que la hace más recomendable como prisión.
Desde su silla, Weisenberg consideró al capitán, de pie a su lado.
–¿Quieres decir que deberíamos dar media vuelta y mirar un poco? –dijo en voz baja.
–¿Y qué hacemos si no?
–Bueno, seguimos hacia Tierra, según nuestro plan de vuelo, y alertamos a los Rueda según nuestro propio plan.
–Dudoso –gruñó Brodersen–. Les llevará tiempo buscar una excusa para enviar una nave, y ocuparse de los preparativos y el papeleo. Mientras tanto, puede pasar cualquier cosa. Seguro que Aurie Hancock va a sospechar de mí tarde o temprano... y apostaría que será temprano: es una hembra de coyote inteligente. Ahora, les llevamos ventaja. Si la Emissary está allí podemos llevar la historia a Lima... fotografías... y hasta podemos hacer una declaración por radio que hará trizas la conspiración.
–Tranquilo, tranquilo –advirtió Weisenberg–. El rodeo significará dos o tres días de viaje, como comprenderás. Supón que no vemos nada. ¿Cómo lo explicaremos cuando lleguemos a Tierra?
–Oh, escribiremos un cuento mientras vamos allá –dijo Brodersen impaciente–. Bueno, como que un meteorito nos golpeó y estropeó nuestras comunicaciones, de modo que no pudimos avisar, pero quedamos en caída libre mientras hacíamos las reparaciones. Es tan improbable como una serpiente con muletas, sí, lo admito. Pero no es totalmente imposible, y podemos falsificar los daños y, además, Aventureros puede persuadir al consejo de investigación de que lo trate como un incidente trivial.
»Oh, sin duda podemos inventar algo mejor. Tenemos varios días. –Brodersen se alejó de la terminal, recorriendo la cubierta, con las manos cogidas tras la espalda y pisando fuerte. Cada vez que pasaba frente a una pantalla visora su frente se llenaba de estrellas–.Consultaremos a los demás, por supuesto, pero estoy seguro de que estarán de acuerdo. De hecho, voy a ordenar un cambio inmediato de vectores, hacia la Rueda.
–No –dijo Weisenberg–. Aguarda un poco.
–¿Eh? –exclamó Brodersen, deteniéndose bruscamente.
–Hasta que nos alejemos de la máquina T y la nave de vigilancia no pueda notar que nos estamos desviando –explicó el ingeniero.
Brodersen chasqueó los dedos.
–Tienes razón.
–Tú también tienes razón, chico. Tenemos que aprovechar la oportunidad. Esta puede ser la última ocasión de llegar a los Otros.
Weisenberg estaba sentado tranquilamente y no alzó la voz, pero en sus ojos apareció una luz que Baal Shem Tov hubiera reconocido.
La lluvia había llegado desde el mar apoderándose de Eópolis. Aurelia Hancock, gobernadora general de De-méter para la Unión Mundial, había abierto las dos ventanas más próximas a su escritorio para respirar la frescura. La humedad la envolvió y gratificó su olfato, junto al sonido del agua cayendo, golpeando, gorgoteando, olores a rosas mojadas y a hierba y a roble trueno. La vista, enmarcada en paneles de color dafne pálido, era gris plateada y descendía diagonalmente volviéndose de un azul negro, llegando hasta verdes obscuros y rojos. Más allá del césped y la cerca, los autos pasaban como sombras. El otro lado de la calle se desvanecía en el misterio.
Su teléfono la alejó de todo eso.
–Su llamada a la señora Leino está lista.
–Uf –se oyó gruñir. No había habido respuesta cuando había intentado hablar, una hora antes. Habiendo dejado el instrumento en «insista», había hojeado compendios de noticias y caído en una ensoñación... y ni siquiera había fumado, le recordó su paladar. Además, sus pantorrillas latían y su sacro protestaba. He estado demasiado tiempo en esta silla, comprendió. A mi edad, fabricas grasa muy pronto si no te mueves–. Conecte –dijo mientras su mente seguía divagando. Tengo que hacer más ejercicio. Jugar al tenis de nuevo, regularmente, más vale que reconozca que nunca podré hacer gimnasia todos los días, con lo aburrida que es. Pero ¿con quién juego? ¿Con Jim? Solían hacerlo, ella y su marido. Además jugábamos a otras cosas. Ahora estaba demasiado entregado a la bebida; nada desagradable, encantador como siempre, sólo se ponía muy indolente, pero estaba claro que no le interesaba curarse. Y entonces ¿con quién? La idea de sus piernas gordas y varicosas saltando por la pista ante la mirada de algún funcionario joven y obsequioso, no la atraía. Y no pensaba solicitar la colaboración de una de las socias coloniales del club, después de los desaires que les habían hecho a ella y a Jim. Y aquí llegaba Elisabet Leino a la pantalla, delgada, tostada, feliz en su hogar y sin duda en su cama, con una expresión cortésmente hostil.
–Como está, gobernadora Hancock –dijo, no preguntó–. Siento no haberla atendido antes. Estaba trabajando en el invernadero y no oí el timbre.
¿O me estabas posponiendo durante una plausible media hora? Los escuchas informan que casi siempre tardas en atender las llamadas. Aurie colocó una sonrisa en su cara.
–¿Por qué tanta formalidad, Lis? Somos viejas enemigas en la mesa de juego. Y hemos sido aliadas en problemas cívicos.
Unos ojos ligeramente almendrados de color azul hielo se burlaron de los suyos.
–Usted sabe por qué, gobernadora Hancock.
Aurie reunió fuerzas. Sus dedos encontraron un cigarrillo.
–Como quieras. Si todavía no he logrado aclarar las cosas, no vale la pena insistir. ¿Puedo hablar con tu marido?
Sólo los labios se movieron en el rostro de Atenea.
–No.
–¿Cómo? –Por un instante fue como si la lluvia cayera de abajo arriba.
–Está enfermo.
¡Ataca!
–¿De veras? No creo que ningún médico haya ido a tu casa.
–¿Sus agentes toman nota de todos los detalles que nos conciernen?
Aurie encendido el cigarrillo e inhaló su sabor acre, que desafiaba a la lluvia, mientras preparaba su respuesta.
–Señora Leino, si prefiere que le hable así, su marido debe de haberle explicado la situación. Cuando solicité su colaboración y la negó, no tuve otra alternativa que ponerlo bajo arresto domiciliario y ponerla a usted bajo vigilancia temporal.
»Desde entonces, algunas conversaciones telefónicas... sí; las estamos escuchando. Cuando haya pasado la emergencia, tendrá derecho a pedir daños y perjuicios. Mientras tanto, seguiremos escuchando. Dos conversaciones telefónicas indicaron que se estaba quedando quieto, como debía. Pero sucede que la segunda de esas llamadas llegó cuando usted salió de su casa y evadió la vigilancia de nuestros agentes.
Fue hacia los bosques, aparcó el auto, entró en los matorrales y despistó a sus seguidores, criados en la ciudad. Horas después, los escuchas registraron una conversación entre Dan Brodersen y Abner Croft. Horas más tarde, Lis Leino volvió a su auto y regresó a casa.
¿Las dos llamadas serían falsificaciones? Ira Quick me ha enviado un memorándum confidencial acerca de un sistema para realizarlas. Leino podría haber hecho que su hija recibiera una de las llamadas; la niña no necesitaba saber lo que estaba sucediendo. Y mis investigadores aún no han logrado demostrar que Abner Croft exista.
Aurie exhibió sus intenciones.
–Y ahora, querida –dijo de los dientes para afuera–, examinando unos documentos de rutina, he descubierto que la Chinook salió rumbo a Sol hace unos días. No me lo habían informado. La ley no lo requiere. Pero la Chinook es la nave preferida de Dan y el comisionado Two Eagles es un buen amigo suyo. Estoy segura de que usted me entiende. Debo hablar con Dan.
–Ya le he dicho que está enfermo –dijo Lis, abominablemente tranquila–. Necesita dormir. No pienso despertarlo.
–¿Permitirá entonces la entrada de agentes policiales para confirmar que está ahí?
Por primera vez, el rostro de Lis se coloreó.
–De ninguna manera. Consiga una orden de registro.
–Yo misma la redactaré –advirtió Aurie–, y si está ausente, usted será considerada cómplice, señora Leino.
Arrogancia.
–Proceda, señora Hancock. Consultaré a mi abogado. –La pantalla quedó en blanco.
Aurie se hundió en su butaca. Fuera, la lluvia seguía cayendo y el cielo se obscureció.
Se ha marchado, supo. De algún modo escapó, embarcó en su nave y llegó al Sistema Solar.
¿Cómo alcanzarlo? ¿O cómo reparar el daño?
Hay que informar a Ira.
Tenía que hacerlo, inmediatamente, pero durante un momento su mano sólo pudo levantar el cigarrillo, para que resecara la parte interna de sus labios, y volver a bajarlo. Ira, pensó, hermoso Ira Quick, me hiciste ver con tanta claridad que nuestro primer interés humano debe ser la justicia social, y que los Otros y su búsqueda son... ¿como el Lucifer de Milton, dijiste? Hermoso Ira Quick, haré lo que pueda por ti.
17
Un mensaje recorrió el rayo transmisor de Eópolis a un satélite de comunicaciones, que lo pasó al gran transmisor, en órbita a gran distancia de Deméter. Desde allí cruzó el espacio interplanetario hasta la máquina T, cerca de la cual lo recibió la Bohr. La primera parte era un nombre y dos direcciones en Tierra, seguidos por URGENTE OFICIAL; el resto estaba en clave. Obediente, el oficial de comunicaciones de la nave de vigilancia puso la cinta donde había sido registrado en un pez piloto que atravesó el pórtico hacia el Sistema Solar y se dirigió a la Copérnico. El oficial de ésta lo envió a otra estación relé que compartía la órbita de Tierra y esta máquina T, a noventa grados de ambas, y que lo transmitió al planeta. En esa vecindad, tuvieron lugar varias complejidades electrónicas. Después de unos milisegundos, un teléfono sonó y se iluminó en los dos despachos de Ira Quick, en Lima y Toronto. Era de noche, no había nadie y no había dejado dicho dónde se le podía localizar. (Como dato trivial, estaba disfrutando un coñac después de cenar con una bonita y ambiciosa joven estadística, cuya persona disfrutaría más tarde.) Al no obtener respuesta, los teléfonos grabaron el mensaje en un banco de grabaciones especial cuya combinación sólo conocía Quick.
Casualmente, estaba en Toronto. Había ido allí después de su reciente retorno de la Rueda, llevando consigo a su familia, ya que parecía que estaría disponible durante algún tiempo. Existía la deplorable necesidad de ocuparse del aspecto nacional de su carrera, después de haberse concentrado mucho en el internacional. Los inviernos en Norteamérica central eran peores cada año, como para refutar a los expertos que afirmaban que Tierra se estaba enfriando lentamente y entrando en una nueva edad glacial. (Enfrentarse con eso significaría un inmenso esfuerzo para el gobierno. Y sin embargo, los que estaban infatuados con los Otros permitirían que se malgastaran gente, esfuerzos y recursos incontrolados en dirección a las estrellas.)
A la mañana siguiente de esa agradable ocasión, llegó una ventisca desde las tundras y cegó la ciudad con su blancura. Los compromisos exigían que fuera a su cuartel general. Ni siquiera la hologramía tamaño natural con sonido estereofonico podía sustituir siempre el apretón de manos a un humilde elector o a la comida con uno importante. Desde el hotel podría haber ido fácilmente por el subterráneo hasta el edificio Churchill, pero primero debía ir a su casa en los suburbios a cambiarse de ropa. Había pensado alquilar una habitación en el centro para estas frecuentes contingencias, pero decidió no hacerlo. Si se sabía, podría haber chistes.
Su mujer le dio el desayuno y no le hizo preguntas. Le dio un beso grande y cariñoso antes de irse. Lo merecía. Alice McDonough no sólo era sobrina del hombre que había reunificado Canadá después de los Conflictos, y por lo tanto un nexo con inestimables conexiones políticas; era atractiva, sabía recibir, era la madre de sus tres hijos y lo quería... o, por lo menos, tenía la decencia de mantener sus peleas en privado.
Su auto se abrió camino hacia el complejo del capitolio. El viento aullaba y lo balanceaba, la nieve cubría el techo, el frío se colaba dentro, pese a la calefacción. Se sintió irracionalmente alegre cuando llegó al aparcamiento; la tormenta despertaba sus temores más primitivos. Saludando a sus empleados con la simpatía habitual, entró en su despacho personal y cambió la pantalla gigante de la vista directa del exterior a una de una playa hawaiana.
Ahora el ambiente era agradable: un escenario cálido, lleno de azul y blanco y espuma que se derramaba; sillón confortable; un escritorio ancho, sólido y lleno de aparatos; una alfombra blanda bajo sus pies, después de quitarse los zapatos; retratos autografiados de celebridades; dibujos originales, diplomas honorarios, certificados de asociación, cartas enmarcadas, cada una, un signo de estima y afecto. El trabajo que lo esperaba, aunque menos importante que el que hacía para la Unión, tenía su fascinación propia. La noche anterior, se prolongaba, estimulante, en su conciencia.
–Aaaah –murmuró, sonrió, y activó el registro del teléfono.
Se encendió una luz roja. ¿Qué diablos? Marcó la secuencia de números necesaria. La pantalla se iluminó con su nombre y la dirección de Aurelia Hancock. Su corazón dio un salto. Marcó la siguiente imagen, vio un galimatías identificado con un número y pulsó el programa de desciframiento adecuado. Apareció un inglés normal:
Querido Ira:
Rezo para que éstas no sean muy malas noticias y para que las recibas a tiempo para hacer lo que te parezca mejor. Recuerdas a Daniel Brodersen, ¿verdad? (Más números y letras. Quick podía haber solicitado el archivo de correspondencia, pero no fue necesario. Recordaba muy bien que había aprobado la sugerencia de Hancock de encerrar al alborotador.) Bueno, acabo de descubrir que huyó y va en camino hacia Tierra. (Seguían detalles hasta el silencio insolente de Elisabet Leino, y la comadreja que había contratado como abogado. No parecía práctico arrestarla, tenía demasiados amigos, pero Aurie la había amenazado con la Disposición de Poderes de Emergencia, el Decreto de Mediaciones Peligrosas y la jurisprudencia de los Finalistas, si cometía más infracciones.)
Comprobé los datos, con el pretexto de controlar las densidades de tránsito, y descubrí que la Chinook pasó por el pórtico de acuerdo con su plan de vuelo (adjunto). Tendría que estar en Tierra o muy cerca cuando recibas este mensaje.
No sé qué se propone Brodersen. Quizás él tampoco lo sepa. Pero me atrevo a apostar que tratara de comunicarse con sus ex parientes, los Rueda, y conseguir su ayuda.
Ira, querido Ira (no era su tipo de mujer, físicamente, pero había descubierto que era sensible a sus insinuantes galanteos; eso había asegurado que su indudable competencia quedara al servicio de la causa), no puedo decirte cuánto siento que haya sucedido esto, ni lo que daría por arreglarlo. Haré lo que me ordenes. Mientras tanto, me quedaré quieta. Estoy segura de que podrás manejar el problema, como lo haces siempre, pero me dan ganas de llorar cuando pienso en tanto trabajo y tantas preocupaciones. Sinceramente,
Aurelia.
Quick se enorgulleció de su reacción fría y rápida. Pidió noticias de la nave en el intercom; sus subordinados la obtendrían pronta y discretamente. Luego releyó la carta y sus suplementos con cuidado, se sentó, se acarició la barba y consideró la situación.
En primer lugar había que evitar el pánico, la agitación visible. En segundo, poner bajo fuerte vigilancia a Brodersen y a cada miembro de su pandilla desde el momento en que aterrizaran o desde este momento, si ya lo habían hecho. (¡Maldita incertidumbre! El momento en que una nave emergía del pórtico, medido en ese sitio, tenía una relación muy variable con el momento en que había entrado en el otro extremo, presumiblemente a causa de las variaciones en el sendero que seguía alrededor de la máquina T. Ninguno había llegado antes que su pez piloto, pero algunas habían aparecido casi en seguida y otras hasta tres días después.) Podía utilizar al servicio secreto norteamericano –o más bien a algunos agentes bien elegidos dentro de él– a través de los mismos canales que había utilizado para obtener cooperación en el asunto de la Emissary.
Sí, vigilar a Brodersen y ver qué había pasado, qué se podía averiguar. Pero en el momento en que cualquiera de ellos quisiera ponerse en contacto con los Rueda, apresarlo a él y a toda la pandilla. Una orden de arresto figuraba junto al mensaje de Hancock. Podrían reunirse con los prisioneros de la Rueda, para compartir su destino.
Quick se dedicó a otros asuntos. Después de una hora, lo llamó su jefe de personal. Chaveau parecía preocupado.
–Señor, acerca de la nave Chinook –dijo–. Lleva retraso y tampoco ha enviado ningún mensaje.
–¿Qué? –Quick aferró los brazos de su butaca–. ¿Y a Control de Tránsito no le interesa eso?
–No conocía su rutina, ni a quién preguntar en el Control Astronáutico, y me llevó un rato averiguarlo. Parece que cuando una nave entra en el Sistema Solar, la nave de vigilancia envía su plan de vuelo a su destino... Tierra, en este caso... pero eso simplemente ingresa en el banco de datos. Les parece que cualquier otra cosa sería complicada e innecesaria, ya que si una nave se ve obligada a cambiar de planes siempre puede notificarlo a una de las estaciones que reciben las llamadas de emergencia.
«Bueno, esta persona que encontré buscó el registro; decía que la Chinook llegaría ayer a la órbita de Tierra. Después lo comprobó con Control de Tránsito y luego con su colega iliádico y... bueno, jefe, para abreviar, nadie sabía nada. Mi contacto está muy preocupado, pero me las arreglé para convencerla de que aguardara... sugerí una misión especial que puede haber tenido un pequeño contratiempo... de que aguardara antes de avisar a la División de Seguridad. Pero me parece que no esperará mucho.
–Muy bien –dijo Quick, con una dosis de calidez extra. Sintió que se encendía una esperanza. El accidente uno-en-un-millón, el que nunca ha sucedido aún, sucedió y los destruyó. Recuperó la calma. No.
–¿Qué hacemos, señor? –preguntó Chaveau.
La mente de Quick se disparó. Nadie sabía por qué estaba preocupado. Para proseguir con esto con la energía necesaria, tenía que dar una razón. Ya estaba preparada.
Asumiendo su expresión más seria, dijo:
–Jacques, esto es estrictamente confidencial y quizá no tendría que decírtelo. Pero tengo confianza en ti y quiero que estés motivado. Sabes del descontento que hay en Deméter, quejas, protestas formales y peticiones, un par de tumultos. Sobre todo hombres de negocios coloniales que no quieren pagar impuestos a su madre patria y a la Unión –afirman que no obtienen casi nada a cambio–, como si ya no formaran parte de la humanidad y no estuvieran obligados a ayudar a sus hermanos más pobres... ¡No necesitas predicarte el evangelio a ti mismo, Ira Quick! Y debo admitir que unas pocas quejas son legítimas. El gobierno no se ha preocupado tanto por su bienestar como debiera. Lo que no ha recibido publicidad es el desarrollo de francos sentimientos revolucionarios, que han evolucionado desde las proclamas sediciosas a la acción. No es una mentira total. Estoy anticipándome a lo que temo sucederá algún día si las personas adecuadas no están alerta y lo controlan. Oh, sólo es una pequeña minoría, por ahora. Pero tú sabes cuánto daño pueden hacer unos pocos terroristas.
»La gobernadora Hancock me ha advertido que el capitán propietario de la Chinook puede estar mezclado en eso y puede venir hacia aquí con propósitos nada inocentes. Se comunicó conmigo, más bien que con otras personas, porque tenemos una estrecha vinculación política, ¿sabes?, y confía en que yo procederé con prudencia. Recuerda que no tiene pruebas sólidas contra ese Brodersen. Podría ser honesto. Un arresto en falso provocaría más antagonismos allá, y constituiría una violación de sus derechos.
Quick peinó su barba con los dedos.
–Pero su conducta es sospechosa, ¿verdad? –terminó–. Empecemos por averiguar dónde está.
–Será mejor que lo ponga en contacto con la Comisario Ayudante Palamas, la persona con quien hablé –dijo Chaveau.
–Sí. Mientras hablo con ella, manten listas comunicaciones con... –Quick los nombró. Unos pocos lo habían ayudado a tomar la iniciativa de secuestrar la Emissary. Otros no sabían nada de eso, pero de una u otra forma se los podía persuadir para que ejercieran su influencia en direcciones útiles, sin necesidad de dar muchos detalles. Tenían fe en él, o le debían favores, o se alegrarían de que él se los debiera. Entre todos, ejercían un considerable poder.
Su conversación con Palamas fue satisfactoria. Organizaría una investigación, en todo el Sistema si era necesario, y le informaría directamente de los resultados.
Pero después de eso, las horas fueron ratas que lo roían.
Esas inmensidades, cientos de millones de millones de kilómetros, no estaban exactamente patrulladas. Aquí y allá –en naves, lunas, asteroides, estaciones hechas por el hombre– había poderosos radares u otros instrumentos, como espectrómetros de multiplicación, sobre todo con finalidades científicas. Podían ser puestos en funcionamiento, pero no en un abrir y cerrar de ojos, sobre todo porque con frecuencia pasaban considerables fracciones de una hora entre el mensaje y la respuesta. Y después, debían explorar distancias aún más enormes, grado tras grado de arco, mientras el tiempo se desangraba.
Quick tenía una intuición acerca del paradero de la Chinook. No se había atrevido más que a sugerirlo a Palamas, insinuando que los estudios que se realizaban en la Rueda de San Jerónimo eran más importantes de lo que había indicado el gobierno y que sería terrible si una estela de iones los alteraba. Sólo podía esperar que alguien en el espacio estuviera de acuerdo con él y pudiera comprobarlo. Ciertamente, era mejor no comunicarse directamente con Troxell.
De algún modo se las arregló para completar el día, estrechar la mano humilde, dar la enhorabuena al ganador de la beca, discutir la estrategia para las próximas elecciones durante una comida que –lo notó vagamente– era excelente, enfrentarse con diversos asuntos de rutina y mantener una máscara afable estirada sobre su cara. A las diecisiete horas llamó a Alice para decirle que no volvería a casa esa noche, tampoco.
–Trabajaré hasta tarde, quizá toda la noche –explicó.
–Sí –dijo ella, inexpresiva.
Su aspecto me da pena. Soy un hombre compasivo.
–Es verdad –dijo–. Si no me crees, llámame más tarde.
–¿Para qué? –suspiró ella.
El frunció el ceño.
–¿Te estás deprimiendo de nuevo, cariño? Te he dicho muchísimas veces que si mi trabajo me obliga a moverme mucho, eso no significa que tengas que quedarte en casa, deprimida. Tienes que buscarte intereses, actividades...
–Me dijiste que no me asociara al club Galaxia, porque es un grupo de presión para la exploración en el espacio. Fui leal y lo hice. Ya he llegado al límite de las cosas a las que quieres que me asocie.
–Oye, no empecemos a pelear.
–Oh, no. Mi problema es que te quiero. –Su voz seguía siendo llana y cansada–. Y a los chicos. Creo que necesitan la protección que puedo darles. ¿Alguna vez te has preguntado qué clase de relaciones amorosas tendrán los Otros?
Irritado, respondió bruscamente:
–He oído cincuenta mil especulaciones acerca de todas las cosas posibles concernientes a los malditos Otros... y gente que dice haber tenido contacto con ellos, credos, chifladuras, malas canciones, peor literatura, pero nunca nada constructivo, nada que no fuera la evitación de nuestros deberes humanos.
–Buenas noches, Ira –dijo ella, y cerró el circuito.
El levantó los ojos hacia el cielorraso.
–Dios, si existes, dame fuerzas –declamó–, y si no existes, dámelas igual, ¿eh?
Los preparativos lo tranquilizaron un poco, como a un perro que da vueltas antes de acostarse sobre la hierba. Esta no era su primera vigilia aquí y el lugar estaba equipado. En teoría podía hacer todo desde su casa. En la práctica, eso requería interconexiones –por ejemplo a sistemas especiales de datos– cuya instalación sería cara y poco segura. Envió a buscar la cena, transformó el sofá en una cama, aflojó sus ropas, se instaló entre los brazos del sofá y consideró qué entretenimiento pediría a la pantalla. Quizás un libro clásico que siempre había querido leer o un espectáculo clásico que siempre había querido ver. No; estaba demasiado tenso. O un entretenimiento superficial o una afirmación, uno de esos nobles discursos de los fundadores del Partido... no; espera. ¿Por qué no un par de sus propios discursos, para estudiar su forma y tratar de mejorarlos? Estiró el brazo para coger el control de búsqueda.
Su teléfono sonó.
Saltó de la butaca, pero se obligó a recuperar la calma. Con todo, sudaba y temblaba en su interior.
–Finalmente tengo noticias –dijo Palamas. El ruido de ambiente indicaba que llamaba desde su apartamento, o lo que fuera–. Parece que han localizado la Chinook, acercándose a la Rueda desde la parte exterior.
Brodersen... ojalá su teórica alma arda por siempre en el mítico infierno; lo imaginó...
–¿Cuál es, exactamente, su información?
Según la respuesta, las probabilidades eran elevadas. Un objeto metálico del tamaño adecuado había sido registrado en el borde de la zona prohibida. Iba hacia dentro, a una baja aceleración, o sin ninguna. Un par de días antes, un monitor del tiempo solar había registrado la estela de un motor a reacción en lo que constituía un camino apropiado. Todos los hechos indicaban que la Chinook se dirigía a las proximidades de la Rueda de San Jerónimo, usando la aceleración suficiente para rodearla y después volver a dirigirse en dirección a Sol, rodearla una vez más (para poder observar mejor) y después, presumiblemente, acelerar en dirección a Tierra, a una gravedad, y llegar con la historia que hubiese elaborado su tripulación. No; llegar con una transmisión radiofónica que miles de receptores sintonizarían en cuanto estuviera a su alcance.
–Supongo que podremos comunicarnos con ella –dijo Palamas–. Los láseres quizá no lleguen, pero si su radio está abierta, como ordenan los reglamentos, tendrían que oír una señal fuerte.
–No... quiero decir, espere. –Quick eligió las palabras–. Aprecio sus esfuerzos, señora Palamas, y no los olvidaré. Pero este asunto es más importante de lo que puedo decirle. Deberé apelar nuevamente a su paciencia.
Se inclinó hacia el receptor.
–Esto debe hacerse lo más secretamente posible –dijo–. Los medios informativos no deben siquiera sospecharlo. Básicamente, estoy invocando mis poderes ministeriales, según el Convenio de la Unión. A esa nave se le ordenará dirigirse directamente a la máquina T y volver al Sistema Febiano, manteniendo silencio radiofónico bajo las más severas penalidades si no lo cumplen.
»¿Me ha entendido, señora Palamas? Las más severas penalidades. Usted y yo tenemos una larga noche de trabajo por delante. Tengo que notificar los hechos a las personas adecuadas, consultar con ellas, hacer los arre-glos necesarios. Usted tendrá que llamar a sus superiores, indicarles que se comuniquen conmigo y dar por sentado que darán su conformidad mientras hace que las unidades espaciales pongan en práctica mis órdenes lo más pronto posible. ¿Me ha entendido bien, señora Palamas?
–Creo... creo que sí, señor ministro.
–Bien. –Quick exhibió una sonrisa tensa–. Le repito que sus servicios no serán olvidados. Ahora dediquemos unos minutos a discutir qué significa exactamente todo esto y cómo debemos actuar.
Ella era cincuentona y regordeta; durante el día un control había revelado que estaba plácidamente casada y afiliada al Partido Constitucional, pero Quick había obtenido colaboración en casos más difíciles que éste.
Su miedo comenzó a disiparse. Brodersen y compañía eran prófugos de la ley de Deméter, estaban acusados de conspirar contra el orden público. Tenía los mandatos judiciales que lo decían. Y también tenía autoridad –si lo apoyaban en los lugares adecuados– para enviarlos de vuelta por el pórtico, incomunicados y sujetos al impacto de una cabeza nuclear al menor signo de rebelión. Mientras tanto, avisaría a Aurie, para que se preparara a hacerse cargo.
Los detalles y las contingencias eran infinitos, por supuesto. Por ejemplo, no había ninguna nave cerca de la Rueda, con excepción de la Chinook y la vacía Emissary. Brodersen podía intentar algo desesperado. Por bien que fueran las cosas, Ira Quick tenía muchísimo que hacer y después muchos rastros que cubrir y explicar. Necesitaría ayuda ilimitada, sí, en el más alto nivel.
Además, esta crisis le hacía ver con claridad que él y sus aliados habían vacilado demasiado, habían sido demasiado débiles y misericordiosos acerca de las medidas definitivas con respecto a la Emissary y su tripulación. Había llegado el momento de actuar, por el bien de la humanidad.
El saberlo le provocó euforia. Quick ensayó una sonrisa de luchador. Por el cielo, Brodersen, pensó, te tengo acorralado, estoy a punto de ensillarte y montarte y quebrarte... pero ¡gracias por el desafío!
18
Cuando la orden llegó a la Chinook, la primera respuesta de su capitán fue dar otra orden:
–Apaguen las máquinas. Deceleración en cinco minutos.
Una sirena gritó su advertencia. Los tripulantes sujetaron a toda prisa los objetos sueltos y encontraron asideros para sí mismos. Mientras tanto, la aceleración disminuyó rápidamente hasta que la nave quedó en caída libre, atraída sólo por el sol, disminuido por la distancia, hacia donde se dirigía.
Caitlin salió como una flecha de su camarote hacia el despacho donde se encontraba Brodersen. Había aprendido rápida y alegremente a moverse en la ausencia de peso. Los problemas no lograban borrar de su cara y su cuerpo la alegría del vuelo. La esbelta forma cubierta por un mono entró velozmente por la puerta, rebotó en dos mamparos sucesivos con una mano y un pie, se sujetó a un barrote, se detuvo con un esfuerzo que coloreó sus mejillas y arrojó rizos bronceados sobre ellas y, flotando, se estiró hasta plantar un beso en la boca del hombre.
–Cuidado, eh, cuidado –dijo él. Su voluminoso cuerpo estaba sujeto a un sillón–. Tenemos que tomar un par de decisiones, y pronto.
Ella se puso grave.
–¿Qué te trajo aquí?
–Esa llamada de Stef –dijo él, innecesariamente. El primer oficial, de guardia en el centro de mando, había recibido el mensaje y alertado a Brodersen en la línea privada.
–Hay truenos en tu frente. ¿Qué pasa, vida mía?
–Lo sabrás junto con los demás. –Su brazo la rozó y casi la arrastró al dirigirse a la clavija del intercom.
El temperamento fulguró. Ella trató de devolver el golpe.
–¿Me vas a empujar como si fuera un cadáver?
–Maldición –dijo él entre cortante y suplicante–. Quizá tengamos que ir a la Rueda, y cada segundo estamos doscientos kilómetros más cerca de pasar de largo.
Instantáneamente contrita, ella no perdió tiempo pidiendo disculpas; le acarició la cabeza.
–Capitán a tripulación –declamó él–. Atención. Hemos recibido un mensaje de Tierra, radio de largo alcance, y debe de haberles dado mucho trabajo localizarnos e identificarnos. Tiene las características del gobierno. Se nos requiere en Deméter, por «graves cargos de conspiración contra el orden y la seguridad pública». Debemos ir directamente a la máquina T. No; no tan directamente. Especifican los parámetros de vuelo. No estaremos cerca de ninguna parte para hacer nuestro anuncio con el equipo transmisor que tenemos. Además, se nos prohibe hablar con nadie, salvo con una nave oficial que entrará en contacto con nosotros. Se nos advierte que las naves de vigilancia asignadas harán cumplir todo esto con «los medios más apropiados». El mandato está firmado por Ira Quick, ministro de I&D, e invoca nada menos que plenos poderes de emergencia.
Respiró hondo.
–En resumen, hermanos y hermanas, el enemigo ha descubierto nuestro juego antes de lo que temíamos, y nuestro destino es sumirnos en el mismo olvido en que está la Emissary, o en algo peor. ¿Qué haremos?
–¡Jesús, María y José! –había surgido de Caitlin, antes de que se enderezara, colgando del barrote con los nudillos blancos, y lo mirara con ojos duros como esmeraldas. Por el intercom llegaba una chachara confusa.
–¡Silencio! –gritó Brodersen.
Cuando lo obtuvo, dijo:
–Podemos obedecer, como buenos pagadores de im-puestos, o reaccionar de alguna manera. Pero la reacción tiene que comenzar en seguida, supongo. Por eso corté la aceleración. Aunque no ganamos mucho tiempo con eso. Pensad rápido.
–Tendríamos que estar todos reunidos, y no ser sólo voces para los demás –protestó Caitlin.
–Sí, pero te lo he dicho, nuestra velocidad...
–Y ya que la hemos disminuido, sí, ¿por qué no dirigirnos a esa Rueda de la infamia? Si decidimos ser mansos, después de todo, entonces no conocerán en Tierra lo que hicimos antes, ¿no creéis?
–Por Dios, puede que tengas razón. Esperad, todos. –Brodersen se restregó la barbilla mientras reflexionaba en voz alta–: Veamos... si liquidamos nuestro presente vector y aplicamos otro para la cita... sí, supongo que podríamos maniobrar dos o tres horas antes de que radares que están muy alejados de nosotros puedan notar la diferencia... la velocidad de la señal es finita, el error probable es grande... y además, el camino que se supone debemos tomar está más o menos en esa dirección... ¡Sí!
Golpeó la tapa de su escritorio; el ruido de un disparo y un violento contramovimiento de su cuerpo dentro del arnés.
–Apuesto mi huevo izquierdo contra tu virginidad, Pegeen, que podemos trazar una ruta tal hacia la Rueda que ninguno de los que están más allá de la órbita de Marte pueda decir que no nos dirigimos al camino que nos indicaron. –Su tono se acercó al rugido–. ¡Stef y Phil! Empezad a frenar. Media gravedad. Eso nos dará un par de horas de tiempo.
–¿No sería mejor enviar un mensaje a Tierra, en seguida, diciendo que obedeceremos? –preguntó Zaru-bayev.
–Claro, claro –concedió Brodersen–. La orden especifica la forma que debe tener nuestra respuesta. Nada más que el número cero-cero-uno, dirigido a un funcionario concreto del Consejo Astronáutico, pero sin identificación nuestra. Les importa mantener el secreto, ¿eh? De acuerdo, Stef, ponió en el láser.
–Su –continuó–. ¿Entiendes de qué se trata? Antes de hacer planes, necesitamos más hechos. Enchúfate y computa si podremos llegar a la Rueda mientras desde el sistema interior parece que nos estamos dirigiendo al camino que nos indicaron. Quiero decir, ¿cuánto tiempo podemos engañarlos, razonablemente? Toma en cuenta todas las estaciones de radar que pueden estar siguiéndonos, pero no olvides calcular el aumento del disco de radar de la Rueda a causa el escudo antirradiación. ¿Puedes hacerlo?
–Sólo probabilidades. –La respuesta de Granville fue más fría de lo que esperaban quienes no la conocían bien–. No puedo garantizar nada.
–Diablos, en este universo siempre estamos jugando con probabilidades. ¿Cuánto tiempo necesitas?
–Media hora, quizá, sobre todo para encontrar los datos.
–Bueno. Si tu respuesta es positiva, empezaremos a acelerar en cualquier dirección que te parezca óptima para llegar a la Rueda sin que nos vean. Luego nos encontraremos en el salón y discutiremos. Yo creo que hay que rescatar a la gente de la Emissary. Vosotros podéis discrepar –dijo Brodersen a su tripulación–. Reunid vuestros argumentos mientras aguardáis. Pensad mucho. Rezad pidiendo ayuda, si os parece... ¡pero pensad!
Después, trató de reconstruir lo que habían dicho... no las palabras reales que estaban esparcidas en fragmentos, dichas de boca a boca, desorganizadas como lo están siempre las palabras cuando varios seres humanos tratan de razonar juntos, sino una especie de sinopsis, un intento de enmarcar los distintos estados de ánimo en que habían abandonado la reunión.
Sergei Zarubayev, práctico y glacial:
–¿Qué opción le queda a la cabala, más que matarnos?
Stefan Dozsa, toscamente, con el puño golpeando en la rodilla:
–Y seguirán en el gobierno. Bien pueden transformarse en el gobierno. De modo que pasaremos del despotismo a la tiranía.
Philip Weisenberg, temblando con una emoción que pocas veces demostraba:
–Esto parece nuestra primera oportunidad, la primera oportunidad del hombre de hallar a los Otros. ¿Dejaremos que sea la última?
Martti Leino, furioso: –No, maldito seas, Daniel Brodersen, ¿no has metido ya a la familia de la que se supone eres responsable en suficientes problemas? –Pero después cedió, hoscamente, en parte porque era el único, en parte porque Dozsa se burló de su coraje hasta que el capitán lo frenó.
Caitlin Mulryan, fuerte y ardientemente:
–¿Qué quiere decir eso de que debo quedarme a bordo mientras vosotros hacéis vuestra incursión? Es hora de que sepáis... –Y a ella también hubo que calmarla antes de que diera un desganado consentimiento a su táctica.
Susanne Granville, suavemente:
–¿Por qué iba a venir, capitán, más que para seguirte?
El mismo:
–Quizá sobreestimé nuestras fuerzas al venir hacia aquí. Honestamente, pienso que no. Pero subestimé a la oposición... sobre todo, supongo, a Aurie Hancock. Pero es lógico suponer que hubiesen actuado con la misma velocidad y decisión si hubiéramos ido directamente a Tierra, y hubiésemos tenido menos capacidad de maniobra, y seguramente no tendríamos las pruebas que tenemos para demostrar que la Emissary volvió.
«Bueno, sería facilísimo enviarla a Sirio, servida por los cadáveres de su tripulación, y no mucho más difícil disponer de nosotros. No estoy diciendo que eso vaya a suceder; estoy diciendo que no me sorprendería. ¿Queréis quedaros quietos ante semejante riesgo?
»Si podemos deslizar a la banda de Langendijk fuera de esa cárcel... yo personalmente creo que es una cárcel... bueno, "Y entonces ¿qué?", preguntaréis. No lo sé, salvo que entonces dispondremos de la prueba irrefutable. Las fotografías de la Emissary que tomamos podrían ser falsificadas, pero ¿cómo podríamos falsificar a las personas? Y, sabéis, pueden haber aprendido cosas muy útiles donde sea que estuvieron.
»Por supuesto, no podemos contar con eso. He desarrollado un par de planes alternativos que me gustaría explicaros. Son estrictamente teóricos. Tendremos que ver cómo ruedan los dados. Os daréis cuenta de que ya no jugamos al póquer, sino a los dados.
»Si aceptáis mis ideas, después tendré que averiguar si existe alguna posibilidad de que tengamos suerte en la Rueda. Quizá no la haya.
Weisenberg cortó insignias de una hoja de metal, Caitlin arregló una chaqueta y Brodersen quedó vestido como un contralmirante de las fuerzas espaciales del Comando de Paz. Solo en el centro de mando, aguardó que la radio estableciera contacto.
El silencio envolvía su cabeza, y se volvía más profundo, de algún modo, a causa del bajo peso que lo mantenía en su sillón. Oyó la respiración en su nariz, sintió el cuello contra la piel. Una multitud de estrellas relucía en las pantallas, la Vía Láctea brillaba alrededor de sus senderos obscuros y el disco de Sol resplandecía faraónico entre alas luminosas. Una pantalla de alta magnificación le enseñaba su blanco, radios y borde girando lentamente, como para moler una piedra desconocida. La nave cautiva no estaba en ese campo y no ajustó el radar en dirección a ella, porque la había visto y lo había registrado. Había visto.
La protesta inicial de Leino brotó mientras aguardaba y se movió como un fantasma por su interior. ¿Tengo la razón? Ahora estoy comprometido, pero ¿tendría que haber empezado? Podría ser que Quick y su pandilla estén tratando de protegernos de algo espantoso.
¡Ja! Su ser volitivo y su ser racional respondieron simultáneamente.
Bueno, pero quizá debí quedarme en casa, dudó el fantasma. No tanto por Lis, aunque era en ella en quien pensaba Martti, sino por Barbara y Mike. Sus cuerpecitos amados vinieron a sentarse en sus rodillas; casi pudo sentir la tibieza y el perfume, el suave aroma que sólo tienen los niños pequeños. ¿Acaso Deméter no es suficiente para el curso de sus vidas? Es cierto que una apertura a la galaxia significaría toda clase de revoluciones, quizá buenas –creo eso, pero puedo equivocarme– y quizá malas, pero nada volverá a ser seguro... la clase de seguridad que su padre tendría que proporcionarles...
Se enderezó. ¡Mierda!, dijo como si fuera un exorcismo. ¿Debo volver a considerar eso? La Unión no es estable, ningún país lo es, el verdadero y seguro infierno se está preparando en Tierra y Deméter está a un salto de allí. Pero a nuestro alrededor hay un universo de novedad, nuevos hogares, nuevos conocimientos, nuevas ideas. La única cosa de que carece es de una seguridad total. Ninguna parte del universo la tiene. Sólo contiene oportunidades.
Huy, el timbre. Fin del sermón.
Marcó la aceptación. La pantalla presentó la imagen de un joven vestido de paisano pero con aspecto disciplinado. Pese a eso, su asombro era evidente. La ansiedad de Brodersen disminuyó un punto. Obviamente, en la Rueda no sabían nada de él.
–Misión especial del Comando de Paz –dijo–. Almirante Matthew Fry, comandante del transporte Chinook. –Había tomado prestado su sinónimo del casero de Caitlin. En cuanto a la nave, un nombre ficticio no era aconsejable; había demasiadas pocas astronaves de la clase Reina.
Pasaron unos tres segundos mientras las ondas luminosas llevaban su afirmación por el espacio, más el tiempo de reacción al otro lado, más el tiempo para que llegara la respuesta... once latidos del corazón. Brodersen los contó y en el fondo de su mente se alegró de que no fueran más.
–Señor, usted... perdone, señor –el joven tragó saliva–. No teníamos la menor idea de que había alguien cerca de aquí.
Lo que suponía. ¿Por qué van a tener un vigía? ¿Y por qué Quick iba a avisarles? Eso los hubiese preocupado. Y sus radares no le dirán si vamos hasta allí, porque la Rueda nos ocultará durante horas.
Temía que hubieseis oído el mensaje que nos enviaron. Pero, de nuevo, no había razón para que estuvieseis escuchando. Cualquier comunicación para la Rueda irá en un económico rayo láser, ya que su órbita se conoce con exactitud.
–No se suponía que ustedes tuvieran esa información hasta ahora –dijo Brodersen–. Comuníqueme con su jefe; circuito cerrado.
Tiempo.
–Señor, está durmiendo. ¿Puede aguardar?
Brodersen estaba alerta esperando una oportunidad así para saber algo más. Asumió su expresión de ordenancista.
–Insubordinación, ¿en? –ladró–. Diga su arma, rango y nombre.
Tiempo. Era difícil intimidar a una persona con semejante demora en la transmisión. Pero un alto oficial de los CP impresionaba, sobre todo en el espacio, donde casi tenía poderes de vida o muerte.
–¿Cómo ha dicho, señor? Yo, sí, claro, llamaré inmediatamente al coronel Troxell.
–He preguntado su arma, rango y nombre. Dígamelos.
Tiempo. El de la Rueda palideció y dijo, desvalido:
–Servicio secreto norteamericano. Teniente Samuel Webster, señor.
De modo que ésas tenemos. Sí, Quick es norteamericano. Es lógico.
–Será mejor que aprenda a obedecer rápidamente las órdenes si no quiere que lo echen, teniente Webster. Bueno, no informaré sobre esto. Póngame con el coronel.
Tiempo.
–Sí, señor. ¡Gracias, señor!
Pasó más tiempo, minutos. Brodersen deseó que su imagen le permitiera encender su pipa.
Un hombre corpulento, con el cabello cepillado con prisas y la túnica mal puesta, apareció en la pantalla.
–Troxell al habla. –Su mirada exploraba–. ¿Almirante... esto... Fry? Bienvenido, señor. Me parece que nos ha cogido desprevenidos, pero estamos a sus órdenes.
La forma en que cerró sus labios, que significaba que había terminado de hablar, tenía una precisión militar.
–Muy bien –dijo Brodersen–. Primero, mantendrá un silencio total en las comunicaciones al exterior, salvo con esta nave. Si recibe algún mensaje comuníquemelo; yo dictaré su respuesta. Dentro de poco le explicaré las razones. Segundo, quiero aumentar mi aceleración a una gravedad, para atracar en la Rueda dentro de cinco o seis horas. ¿Es factible?
Tiempo.
–Bueno... sí..., pero... Almirante, como precaución de rutina, me gustaría ver sus órdenes.
No es inesperado.
–¿Me transmitirá las suyas, coronel?
Tiempo.
–¿Qué? Perdón. Tenga la bondad de explicarse.
Brodersen soltó una risita como supuso que lo haría el almirante Fry.
–Usted opera en condiciones de máxima seguridad. El servicio secreto norteamericano no es famoso por la facilidad con que facilita documentos confidenciales. El Comando de Paz tampoco. Ambos pondremos nuestros carretes Omega en su lector cuando llegue y compararemos.
Tiempo.
–¿Tan secreta es su misión?
–Sí, porque se relaciona con la suya. Coronel, prepárese. Ha estado vigilando a los miembros de la expedición de la Emissary. ¿Está dispuesto a hacerse cargo de un cargamento de no humanos?
El efecto fue tan poderoso como Brodersen esperaba. (Si no, hubiese dado media vuelta en ese mismo momento y hubiese tratado de comunicar sus noticias a un par de naves estelares, a un par de asteroides aislados antes de que las naves de vigilancia le dieran caza... aunque las posibilidades de que eso sirviera para algo fueran pocas.) Las dudas de Troxell se desvanecieron. No habían sido fuertes desde el primer momento, ya que no tenían razones para suponer que nadie, fuera del gobierno y la tripulación de la Faraday, conociera los hechos.
Con todo, Brodersen debía proceder con cautela, aunque sacando el máximo de provecho a sus triunfos. En efecto, él, que sólo tenía dobles parejas, estaba tratando de hacer creer que tenía un póquer. Simulando conocimientos que no tenía, debía sacárselos a Troxell, fingiendo que le contaba su propia historia.
Inventó lo siguiente: después de la vuelta de la Emissary, el CP había apostado vigilancia extra en la máquina T febiana. Una nave desconocida emergió. Fue abordada y su tripulación hecha prisionera sin oponer resistencia. Habiendo fletado la bien equipada nave de exploración de Chehalis, el CP se los llevó, en custodia. Para evitar especulaciones, Fry declaró al entrar al Sistema Solar que su destino era Vesta y se dirigió a su verdadero destino disimuladamente.
Troxell le creyó. No era un tonto, pero estaba predispuesto. Brodersen lo había imaginado. Los carceleros de la Rueda –veintiuno en total, supo fingiendo un malentendido– debían de ser de ideología Accionista. Si no, Quick no los hubiese elegido, después de estudiar sus expedientes y obtener, sin duda, psicoexámenes en profundidad de voluntarios «para una tarea confidencial de la mayor importancia».
Pronto, Troxell estuvo deseoso de hablar. Necesitaba justificarse a sí mismo, después de haber estado encerrado durante tantas semanas con sus prisioneros, que eran también sus acusadores. Brodersen escuchó pacientemente, alentadoramente, todas las tesis antiestelares. Durante un minuto siguió decidido por el Consejo. Pero no. Unas pocas frases no pueden cambiar la fe de un hombre.
Mientras tanto su corazón saltaba, su piel se enfriaba y latía, su alma gritaba tras una difícil calma..., porque en el discurso había alusiones a la verdad. La tripulación de la Emissary había pasado ocho años al otro lado del pórtico. Habían perdido a tres personas. Carlos y Joelle estaban vivos. Sostenían que los extraterrestres eran amistosos y que deseaban realizar intercambios culturales. Tenían un extraterrestre consigo.
Tenían un extraterrestre consigo.
Brodersen no logró encontrar una forma segura de averiguar qué aspecto tenía la criatura. Dedujo que podía vivir en condiciones terrestres, era de un tamaño aproximadamente humano y afirmaba ser el único representante que enviaría su raza a menos que la humanidad decidiera libremente establecer relaciones...
–Y después mandaron una nave, pese a eso, ¿eh? –dijo Troxell–. ¿Pensarán que somos tontos?
–Bueno, quizá tuvieran que cambiar de idea –contemporizó Brodersen–. Hay que investigarlo, y usted tiene ahí a la única gente con experiencia.
«Además, y quizá esto sea más importante, el Consejo ha decidido que tenemos que saber mucho más acerca de ellos antes de permitir que suceda nada. Espero que al arrestar a este grupo todo quede claro y no necesitemos tomar medidas más drásticas. Usted comprenderá, coronel, que no podemos permitir una histeria generalizada. De ahí el secreto.
Tiempo.
–Sí, claro, almirante Fry; de acuerdo. Discutamos los arreglos, ¿le parece? ¿En qué precauciones ha pensado?
Poco después, la conferencia terminó.
La gravedad terrestre volvió a aparecer cuando la Chinook siguió adelante. La Rueda ya era visible! Cuando se interrumpió la comunicación externa la tripulación pudo llenar el intercom con su chachara. Brodersen sabía que tenía que organizarlos bien. La empresa sería, por lo menos muy difícil.
Se puso de pie, se desperezó, volvió a desperezarse hasta que los nudos más duros desaparecieron de sus músculos. Es mejor que me dé prisa, decidió. Oh, les daré instrucciones y los ejercitaré lo mejor posible. Pero eso no es gran cosa, no llevará más de un par de horas. Primero debemos descansar.
Primero iré con Pegeen. Podría ser nuestro último rato juntos.
19
Mediante los delicados impulsos de sus motores auxiliares, la Chinook se alineó con el centro abierto de la Rueda. Humos del color de las llamas tiñeron la noche y se disiparon. Eso hacía posible una rápida sangría del enorme potencial electrostático que la defendía de los rayos cósmicos. Cuando estuvo en buena posición, deslizándose por una trayectoria cuidadosamente controlada, un giroscopio comenzó a girar en su interior. Su casco reunió velocidad hasta que giró lentamente más rápido que la estación. En ese momento ya estaba muy próxima.
La tripulación estaba sentada y quieta, para evitar el mareo causado por las variaciones en el peso radial y la aceleración de Coriolis. Brodersen se tranquilizó escuchando la voz firme del oficial de control. La historia que había inventado justificaba la ausencia de insignias en la Chinook, aparte del número de registro y el llamativo emblema de su compañía, y también de la presencia de una torreta de cañones de energía, contrapesada por un tubo para misiles. Igualmente podían haber sospechado, en la Tierra quizá, y haber mandado una advertencia a la velocidad de la luz. Pero, evidentemente, no había sido así. Pero su corazón se arrastraba, las mandíbulas le hacían daño de tanto apretarlas y el sudor frío goteaba por sus costillas. Había pasado más de un cuarto de siglo terrestre desde su último combate.
La nave espacial se deslizó en el hangar a unos pocos metros por segundo. Estaba apenas desviada del centro. (Era mejor así. Una nave de su tamaño tenía el espacio muy justo.) Unos brazos se extendieron desde las paredes del cilindro. Unos cojinetes giratorios detuvieron la Chinook, con la proa sobresaliendo hacia adelante y la popa y los tubos direccionales hacia atrás. Sus revoluciones se volvieron idénticas a las de la Rueda en el momento en que las puertas de pasajeros y carga quedaron enfrentadas con las correspondientes de entrada. Esto hizo que la Rueda ganara momento angular, pero el cambio era minúsculo. Después de que un número suficiente de maniobras de atraque hubiese afectado la rotación de forma significativa, los motores a reacción del borde la reducirían.
Como los visitantes no tenían bultos que descargar, sólo un tubo se adelantó para permitir la salida de la tripulación. Un tanque de reserva lo llenó de aire. Cuando la presión se igualó, un sensor encendió una luz verde y emitió un «bip». Pueden pasar.
Brodersen hizo pasar una lengua de madera sobre labios arenosos. Pero, por lo demás, como antes, recuperó bruscamente la calma; estaba demasiado ocupado para estar nervioso.
–Ahora –dijo a sus hombres–. Recordad las instrucciones y las señales. Tiró un beso a Caitlin, que estaba detrás de ellos, con una metralleta en las manos. Susanne no estaba allí; conectada con su computadora y, a través de ella con toda la nave, la haría responder a cualquier orden. Las limitaciones de energía la restringirían a unas pocas acciones básicas, pero Brodersen se alegraba de disponer de ese limitado respaldo.
Caitlin tocó con los labios el caño de su arma y lo movió en dirección a él. El dio la espalda a la gloria que era ella.
–Buena suerte –deseó a sus hombres y echó a andar.
La fuerza centrífuga puso la compuerta debajo de sus pies, pero la compuerta tenía escalones. Más allá de la válvula exterior el tubo tenía más escalones, muy apretados porque estaba plegado como un acordeón en un mínimo de longitud. La luz de flúor arrojaba extrañas sombras entre los pliegues. La baja gravedad tenía su propia magia.
Al salir ascendió por una escalera fija hasta una plataforma parecida a un balcón, prevista para ayudar en la descarga de equipaje. Desde allí, una segunda escalera subía al puente, pero se detuvo y miró a su alrededor. Este era el momento en que deberían cargar o huir.
Un amplio corredor de cinco metros de altura se arqueaba, perdiéndose de vista hacia ambos lados, convexo por encima de él, cóncavo por debajo. Había puertas que daban a él, cerradas. Una escotilla daba a un radio; era un pasaje hacia el borde. El vestíbulo tenía pinturas y alfombras de colores tristes; la corriente de aire de las rejas de los ventiladores hacía ruido y tenía un ligero olor a aceite, un signo de descuido reciente.
Había hombres amontonados debajo de él. Salvo Troxell, que llevaba su túnica de uniforme y pantalones, los demás vestían monos. Cada uno llevaba una pistolera de cuero, golpeadoras, no aturdidoras. Brodersen contó. Veintiuno. Sintió algo de optimismo. Por ahora, la cosa funciona. Están aquí, todos, incluyendo a los oficiales de comunicaciones y control, los técnicos de mantenimiento, el contramaestre...
De eso había convencido al coronel. Que encerrara a sus prisioneros en el auditorio (Brodersen había averiguado dónde se encontraba), que trajera a todos sus hombres a recibir a los recién llegados y los ayudara a escoltar a los extraterrestres (que quizá pudieran usar sus capacidades extraterrestres para intentar la huida) hasta un lugar seguro.
–¡Bienvenido, señor! –gritó Troxell en inglés. Su voz de bajo resonó un poco entre los paneles desnudos–. ¿Todo en orden?
–Sí –contestó Brodersen.
–Baje.
–Espere un minuto. Quiero un hombre que me cubra la espalda.
–¿Eh?
–Tenemos que ser muy cautos, ¿no cree? Muy bien, Sergei.
Apareció Zarubayev, llevando una metralleta. Se reunió con su capitán de un salto. Los agentes parecían sorprendidos. Barbudo, con los cabellos largos, vestido como ellos, el ruso rompía sus esquemas.
Aquí vamos. Brodersen sacó su pistola. La metralleta de Zarubayev apuntó hacia abajo.
–¡Que nadie se mueva! –gritó Brodersen–. ¡Manos arriba o disparamos!
–¿Qué demonios...? –El rugido de Troxell se interrumpió cuando habló el arma de Zarubayev. La ráfaga de advertencia resonó desagradablemente contra el mamparo del fondo. Los guardianes quedaron inmóviles.
–Las manos en la cabeza –ordenó Brodersen–. ¡Rápido! Bueno, muchachos; venid.
Weisenberg y Leino se reunieron con él. Llevaban rifles automáticos y más armas en la espalda.
–Quedaos como estáis y nadie sufrirá daños –dijo Brodersen–. Pero el que haga algo raro morirá. ¿Está claro? Morirá.
Interiormente rogó que eso no sucediera. Aquellos tipos sólo hacían su trabajo. Pero había encontrado algunos como ellos, cuando llevaba realmente el uniforme de la Unión, y había ayudado a matarlos. Los compromisos de ambas partes eran irreconciliables.
Miró a derecha e izquierda. Zarubayev sonreía, como si disfrutara de la situación. Quizá era así. Weisenberg estaba tenso, su boca deformada, pero su arma no temblaba. La cara de Leino estaba húmeda y deformada, bajo su casco de pelo negro, y su respiración era agitada, pero tampoco parecía sentir miedo. Y a mí me llamaban la Mole de Piedra, recordó Brodersen.
En la escotilla estaban Dozsa y Caitlin, sus reservas, vigilando la línea de retirada. Se preguntó qué aspecto tendrían. No era un picnic llevar a cabo una operación paramilitar con aficionados. Había asignado los puestos lo más cuidadosamente posible. Zarubayev, aunque nacido en Deméter, había pasado unos años en el cuerpo interplanetario de CP antes de entrar a trabajar en Chehalis; nunca había luchado, pero había hecho mucha instrucción y maniobras. Leino, criado en el campo, era un tirador de primera. Weisenberg podía convertir cualquier herramienta en parte de su cuerpo, y un arma era una herramienta. Los tres tenían mucha experiencia en el espacio. Dozsa también, pero no con armas, y no fuera de una nave. Pegeen... Sí; hice lo que pude en el tiempo que tuve. Ahora sabremos si calculé bien.
La rabia desfiguraba la cara de Troxell.
–¿Está loco? –gritó–. ¡Esto es piratería! Si creen que podrán salirse con la suya, hijos de perra...
–Tómelo con calma –respondió Brodersen–. Ya le he dicho que no les haremos daño a menos que nos obliguen. Oiga, nos proponemos liberar a la tripulación de la Emissary. Están detenidos por acusaciones falsas. Se han burlado de ustedes. Ira Quick es un criminal y dentro de poco será sometido a juicio.
–¡Pruébelo! –desafió un agente.
Brodersen meneó la cabeza.
–Como le dijo Antonio a Cleopatra, no me gusta discutir. Los noticiarios darán la información. Hoy, tendrán que obedecer mis órdenes.
–Vayan hacia allá, junto a la puerta número catorce. –La señaló. Estaba bastante alejada de la entrada del radio–. Agrúpense. Quiero que este tipo los tenga en su línea de fuego.
Señaló con el pulgar a Zarubayev.
–El los vigilará mientras los demás vamos a buscar a los prisioneros. Luego, los desarmaremos y los encerraremos. Les dejaremos un taladro eléctrico, o un martillo y un escoplo o cualquier cosa que les permita liberarse en un par de horas, después de nuestra partida. ¿Entienden? No queremos hacer daño a nadie. No somos bandidos, estamos tratando de corregir un error terrible que amenaza a la Unión. Consideren que están arrestados por otros ciudadanos, obedezcan y todo irá bien. Pero repito que, si es necesario, dispararemos.
«¡Muévanse! Mantengan las manos en la cabeza. ¡Muévanse!
Se alejaron. Tuvo conciencia del ruido de los pies al arrastrarse, de jadeos, temblores y maldiciones en voz baja, de olor a sudor y miradas de odio.
–¡Deténganse! –gritó. Y a Leino y Weisenberg–: ¡Adelante!
Ignoraron la escalerilla y saltaron, cayendo como hojas en otoño. Los siguió. El impacto fue leve en pies y rodillas. La escotilla estaba a dos saltos. Estaba abierta. Brodersen indicó a sus compañeros que entraran. Cuando desaparecieron, su mano libre aferró un pasamanos y, saltando, se dejó caer en la escalera.
Un disparo de pistola lo detuvo. Dos. Tres. Resonó en sus tímpanos. Se dio la vuelta. El grupo de agentes se estaba disolviendo como una gota de mercurio cuando cae. Los hombres se dispersaron, o se dejaron caer en la cubierta, sacaron sus pistolas y dispararon. La metralleta de Zarubayev respondió, abajo un par de cuerpos se derrumbaron, y después el ruso se tambaleó. Salía sangre de su cuello y su vientre.
Brodersen disparó sobre el enemigo. Por su cabeza pasó: Un fanático, un devoto, un héroe... Se debe de haber agachado un poco cuando dos o tres de los otros lo ocultaban..., ha sacado su arma y disparado... Sabía que seguramente no daría en el blanco, pero provocaría un tiroteo..., nunca sabré quién fue...
Oyó gritar a Troxell, vio cómo se retiraban los supervivientes cuando Dozsa llegó a la plataforma, se agachó junto a Zarubayev y roció el corredor con metal. Aullaba y rebotaba en medio del ruido de las explosiones. Troxell y sus hombres desaparecieron por la curvatura de aquel mundo en miniatura.
No continuará una batalla a tiros en estas condiciones. Las pistolas no tienen precisión aquí..., baja gravedad, vectores Coriolis, es difícil apuntar...
Había dos muertos, sus formas desprovistas de gracia, sus rasgos horribles. Tres más estaban malheridos. Uno se alejaba arrastrando las piernas, uno miraba una rodilla deshecha y gemía, uno estaba sentado contra el mamparo, aturdido. La sangre de Zarubayev goteaba desde la plataforma, lenta y escarlata, lenta y escarlata. Dozsa gruñía en el borde. Caitlin estaba a su lado ahora, con el rostro alterado, diciendo tacos ininterrumpidamente y moviendo firmemente su arma de un lado a otro.
Lo que intentará Troxell será impedirnos liberar a los prisioneros.
La parálisis de Brodersen terminó. Sólo había durado unos segundos.
–¡Manteneos firmes! –gritó–. ¡Quedaos a cubierto! ¡Volveremos!
Y se precipitó por una corta escalera circular en dirección al ascensor.
Weisenberg y Leino estaban allí. Obviamente el ingeniero mayor había impedido que el más joven se precipitara a participar en la batalla, cosa que hubiese sido inútil, o peor. Seguían forcejeando.
–Vamos –dijo Brodersen, y pulsó el botón.
El ascensor era poco más que una plancha de acero en ángulo recto con la cremallera que la transportaba. Había tres más en la misma galería. Entre ellos había escaleras, generosamente provistas de descansos, para situaciones de emergencia. El túnel tenía unos novecientos metros de longitud. Brodersen miró cómo convergía, en perspectiva, en un término pequeño como un átomo, y se sintió ligeramente mareado.
Weisenberg se dejó caer en un banco y miró fijamente al suelo.
–Eli, Eli –murmuró–, que haya tenido que jasar esto.
Leino, de pie, aferraba el pasamanos como para romperlo y sacudía su rifle. Su habla de las Tierras Altas se oyó:
–Cayeron por sus propias obras, los cerdos.
–Todavía no hemos terminado con ellos. –La respuesta de Brodersen fue mecánica. La mayor parte de su ser aullaba yo metí a Pegeen en esto, a Pegeen–. Estoy seguro de que tratarán de cazarnos en el auditorio.
Weisenberg levantó los ojos, instantáneamente alerta.
–¿Podrán?
–No lo sé. Tú oíste lo que pude sacarle a Troxell acerca de la distribución de este sitio. No me atreví a insistir mucho.
–Jesu Kriste –gruñó Leino–. Esta cosa se arrastra.
–Tiene que hacerlo –le dijo Weisenberg–. Cambios en la gravedad y la presión del aire. Necesitas tiempo para adaptarte. Y el que haya cogido el enemigo no irá más rápido. Y se retiraron en la dirección del giro. El auditorio está contra la dirección del giro, desde aquí. Tenemos una pequeña ventaja.
–Sí, y nosotros tres tenemos más potencia de fuego que ellos –añadió Brodersen–. Siéntate, Martti. Recupera fuerzas.
El mismo dio el ejemplo después de elegir un rifle de los que llevaba Leino, pero su mente no cooperaba. Pegeen. Lis. Barbara. Mike. Las estrellas.
Una vez, cuando era niño, durante un crucero a vela en las islas de San Juan, había padecido un dolor de oídos galopante. No podía hacer nada, más que aguantar hasta que el tímpano se rompió, aliviando el satánico dolor. Eso llevó un par de horas. Este viaje de cinco minutos le pareció más largo.
Pero, finalmente, terminó. Una puerta doble, bajo un mural fotográfico –Armstrong en Luna–; había supuesto que tendría que disparar a la cerradura, pero sólo había un pasador, una barra de acero sujeta en dos ganchos que debían haber sido soldados a toda prisa cuando él llamó desde el espacio. La quitó y abrió las puertas.
En filas de cien, las butacas enfrentaban un escenario tan vacío como ellas. Cerca, los exploradores de la Emissary se pusieron de pie, atónitos. La mayoría vestía descuidadamente y le parecieron borrosos a Brodersen mientras se acercaba, hasta que vio a Joelle... por Dios, tiene el pelo gris, está flaca, bueno, ocho años... Vio al extra-terrestre, cruce quimérico entre nutria, langosta, foca, pato, canguro, cocodrilo, marsopa, no, en realidad no, nada que tuviera nombre, nada para lo que sus ojos estuvieran preparados, una mancha marrón...
–¡Venimos a liberaros! –gritó–. ¡Somos amigos! ¡Os sacaremos de aquí! Joelle, ¿me reconoces?
–¡Libertad, libertad, libertad! –cantó Leino.
Un hombre alto se separó del grupo. Brodersen reconoció al capitán Langendijk. Weisenberg corrió a saludarlo. Brodersen y Joelle se detuvieron, se miraron, se tendieron las manos.
Weisenberg y Langendijk se detuvieron.
–Esto es un rescate –dijo el ingeniero, jadeante–. Estáis detenidos ilegalmente... hemos venido a poneros en libertad., hacer conocer la verdad... encontramos resistencia... quizá tengamos que luchar para volver a la nave... aquí hay armas...
–Dan –se maravilló Joelle. Sus ojos eran enormes, ébano en el rostro marfileño.
El trató de recuperar la lucidez.
–De prisa –dijo sibilante y la cogió por la muñeca. A su vez ella hizo señas al extraterrestre, que se acercó.
Un hombre se acercó.
–¡Daniel! –exclamó–. Por todos los santos...1 –Carlos Francisco Miguel Rueda Suárez. Se estaba quedando calvo.*
1. En castellano en el original.
Una enorme rubia lo siguió. Brodersen recordó apenas su nombre, Frieda von Moltke. El resto dudó, desconcertado. Brodersen comenzó a retroceder. Mejor no quedar bloqueados.
–De prisa, de prisa –gritó. Cuando estuvieran al otro lado de las puertas, Weisenberg y Leino podrían repartir las armas que llevaban. Después de eso, que Troxell tuviera cuidado. Los dos ingenieros estaban junto a Brodersen, gritando, haciendo señas. Langendijk los apremiaba, pero no eran soldados, ni estaban ligados emocionalmente a estos salvajes invasores. Los clamores y las armas despertaron el instinto de ocultarse. Necesitaban unos minutos para entender la situación.
Brodersen volvió al corredor. Su mano derecha sujetaba el rifle, la izquierda a Joelle. El extraterrestre los seguía de cerca. Leino venía tras ellos. Weisenberg se detuvo en la puerta para dar prisa a los retrasados, y Von Moltke aprovechó la oportunidad para coger una metralleta de las que llevaba en la espalda. Rueda Suárez la imitó.
Por la curva de la cubierta llegaron Troxell y sus hombres. La primera fila llevaba un par de mesas grandes cogidas por las patas, con la parte superior mirando hacia adelante... escudos.
Después, Brodersen nunca pudo recordar con exactitud lo sucedido. Se inició una nueva batalla. El y los suyos retrocedieron hasta el vestíbulo; zigzaguearon, se arrodillaron, se tiraron al suelo, corrieron un poco más, siguieron disparando y, de algún modo, ninguno fue alcanzado. De alguna manera, el enemigo había desaparecido cuando llegaron al próximo radio.
Supuso que su fuego había sido demasiado fuerte, y no había permitido que las pistolas fuesen eficaces. O los agentes se habían quedado sin municiones. O las dos cosas. Troxell habría dejado unos cuantos hombres para mantener atrapados a los tripulantes de la Emissary que no se habían movido inmediatamente. Volver al auditorio sería un suicidio.
Joelle sacudió a Brodersen, haciéndole recuperar la conciencia.
–Oye, Dan, tenemos que ir hasta uno de los depósitos. Fidelio... el betano... el extraterrestre, no puede comer nuestros alimentos. Tenemos provisiones para él.
–¿En? –dijo–. No. Demasiado arriesgado.
–No, si nos damos prisa –dijo rápidamente Rueda–. ¡Por Dios, Daniel, Fidelio es nuestro vínculo con toda su raza!
–De acuerdo –dijo Brodersen–. Guíanos. A toda prisa.
El depósito de víveres no estaba muy lejos ni estaba cerrado con llave, y las raciones estaban acondicionadas para un fácil transporte, secas y congeladas, aparentemente. Con su carga, el grupo buscó el siguiente túnel, se amontonó en el ascensor y se dirigió al centro.
Casi no hablaron en el camino. Estaban atontados. Brodersen contó: él, Joelle, el extraterrestre, Weisenberg, Rueda, Leino, Von Moltke. Cuatro salvados. Bueno, era mucho, si podían prestar declaración en Tierra. Si no, él se transformaría en una nota al pie de la historia, un desesperado que se hizo matar en una incursión que intentó con algún obscuro propósito.
El ascensor terminó su recorrido. Corrieron por una galería curva. Allí estaba la plataforma. Allí estaban Pegeen, Dozsa, Pegeen, Pegeen. Ella gritó alegremente. Brodersen no vio a Zarubayev, que debía de haber sido llevado a la nave. Ella podría haberlo hecho, en esta gravedad reducida. ¿Vivía? La pregunta debía aguardar su turno. Troxell idearía algo pronto. Sería mejor marcharse antes.
El grupo de Brodersen subió velozmente la escalerilla y se metió en la nave, seguido por él. Fue hasta el intercom más cercano.
–¡Su, vamonos de aquí, rápido! –dijo con voz ronca.
Las válvulas se cerraron. La máquina despertó. A baja aceleración la Chinook se retiró de la maquinaria que la rodeaba y volvió al espacio abierto.
Unos dedos tiraron de la manga de Brodersen. Miró y vio a Von Moltke.
–Por favor, capitán –dijo ella con acento ronco–, he oído que su artillero está herido. He oído también que su armamento es como el de la Emissary.
–Sí –dijo, atontado por el cansancio–. Sí; así es.
–Yo era artillera en la Emissary –le recordó ella–. Puedo a justar los detalles con sus ingenieros. Déjeme destruir los platos de transmisión de la Rueda y la nave. Mejor incapacitar la nave, también. Entonces no podrán avisar a Tierra sobre nosotros. Y cuando él vaciló:
–Dudo de que hayan llamado, pero lo harán pronto, a menos que lo impidamos. Si lo impedimos, no sufrirán daños. Tendrán que quedarse quietos hasta que alguien se preocupe y mande una nave rápida a comprobar. Mientras, usted llevará a cabo su plan. ¿Correcto?
–De acuerdo –dijo él–. Coordínelo con Phil, el jefe de ingenieros Weisenberg y con nuestra conexión, Granville.
Mientras, sólo deseaba a Caitlin.
Minutos más tarde, un rayo de energía hizo enmudecer la Rueda de San Jerónimo. No causó más daños, pero un misil transformó a la Emissary en un montón de chatarra. Eso dolió.
Dos delitos más, pensó Brodersen. Será mejor que preparemos un alegato estupendo para merecer el perdón oficial.
No. Por encima de eso, antes, dormir. Apenas pudo poner todo en orden y encaminar la nave por la ruta que le pareció apropiada antes de derrumbarse en la cama.
Sergei había muerto. Caitlin lo abrazó estrechamente.
20
Nuevamente a una gravedad terrestre, la Chinook se dirigió a la máquina T. En la ruta prescrita el viaje duraría seis días terrestres.
–Nuestra mejor opción es obedecer por ahora, mientras tratamos de elaborar una estrategia –había explicado Brodersen–. Si no, vendrán a buscarnos, y una nave de vigilancia tiene más patas que nosotros. Y, por cierto, no podríamos escapar a un misil de seguimiento.
Posiblemente, Von Moltke los había salvado de eso, agregó su mente. Las noticias de su incursión habrían proporcionado la excusa perfecta para ordenar que la nave estallara en mil pedazos. Eso, en sí mismo, no aliviaría a Quick y sus socios de la incomodidad creada por los pasajeros de la Emissary que habían quedado atrás, por no hablar de las preguntas que podían estar haciéndose los mismos hombres de Troxell, pero, presumiblemente, podrían arreglárselas. Ciertamente, lo intentarían; un fallo podía resultar letal.
Tal como estaban las cosas, mientras la Chinook siguiera en libertad, teniendo la posibilidad de hacer público todo el asunto, el grupo de Langendijk estaría a salvo de algo peor que la persistencia del encarcelamiento. Por cierto, desde un punto de vista táctico, era mejor que Brodersen no hubiese logrado liberarlos. Ahora, la causa de ¿la libertad? no tenía todos los huevos en una canasta muy frágil. A medias por casualidad, su operación había resultado bien.
No; no fue así. Hay hombres heridos, hombres muertos. Lo de los agentes ya es bastante malo, pero puedo tolerarlo... que hayan luchado contra nosotros fue criminal e imprudente, quizá tantas semanas de encierro los volvieron un poco locos... pero Sergei, uno de mis hombres, mi amigo, ha muerto.
Había despertado junto a Caitlin y por un momento sólo tuvo conciencia de ella. Luego, el recuerdo lo abrumó. Su respiración temblorosa la despertó, para abrazarlo y murmurar cosas durante un buen rato.
–Esto es una guerra, Daniel, amor mío, y siempre han caído hombres en las guerras. La tuya es justa, como las que se hacían contra los tiranos y los amos extranjeros, una y otra vez, en Tierra, y ahora somos más felices por eso. Yo también conocía a Sergei, sí, y más de lo que te he dicho. El universo le causaba júbilo, pero si debía dejarlo, estará orgulloso de que la razón sea ésta.
Y así, lentamente, le devolvió el ánimo hasta que pudo levantarse y dedicarse a su trabajo.
Pero más tarde, cuando entró a su camarote a buscar algo, la encontró sentada, silenciosa, con rastros de lágrimas en la cara. Cuando le preguntó qué le sucedía ella dijo, apenas en un susurro, que estaba componiendo una canción y deseaba estar sola.
Caitlin estaba ausente, de guardia, cuando él se encontró con Joelle Ky, Carlos Rueda y el extraterrestre. Pronto combinaría una reunión general en la que todo el grupo pudiera oír la historia de la Emissary. Pero no podía postergar el obtener una síntesis de los hechos, para poder hacer planes, y eso se hacía más rápidamente con un grupo pequeño. Pese a estar muy agradecido a Frieda von Moltke no la invitó, ya que su escaso conocimiento mutuo podía volver más lento el proceso. Carlos era primo de Antonia, la primera mujer de Brodersen. Aunque era un niño cuando ella murió y no había visto mucho a su pariente político, compartían muchas cosas. Brodersen había empezado a hacer negocios con Joelle diecinueve años terrestres antes; desde que se trasladó a Deméter la había visitado cada vez que viajaba al planeta madre y, durante la última década...
Nunca había estado seguro de lo que sentía por ella, porque era diferente de todas las mujeres de su vida. Cuando entró, volvió a sentirse sorprendido. Cumplían años con un mes de diferencia, pero de pronto, ella tenía cincuenta y ocho, había estado mucho tiempo en un lugar cuya rareza había ayudado a agrisar los rizos que recordaba azul-negros, a arrugar una frente que recordaba serena, a adelgazar la carne hasta no ser más que un manto tirante sobre huesos que seguían siendo tan exquisitos como antes.
Se puso en pie de un salto.
–Joelle –dijo con la garganta apretada–. Hola. Es maravilloso tenerte aquí.
Ella sonrió. Eso y su voz tampoco habían cambiado. Ambas cosas eran agradables y un poco remotas, como composiciones de Brancusi o Delius.
–Gracias por todo, Dan. Estoy ansiosa por saber exactamente qué significa «todo»... ciertamente, muchísimo... –Las cuatro manos se unieron y podrían haberse besado, pero entró Rueda y abrazó al capitán, a la peruana.
–¡Daniel, Daniel, qué magnífico! –Su español parecía casi una canción–. Nuestro salvador, nuestro guerrero... he estado hablando con algunos de tus hombres... ¿Sabes? Cuando era pequeño, tú eras mi ídolo. Y tenía razón. Por Dios, ¡eres todo un hombre!
Retrocediendo, volvió a asumir su aristocrática dignidad. Brodersen lo observó unos segundos. Había algo de Tony en el rostro de rasgos firmes, en la nariz breve y en los ojos color avellana de Rueda. De estatura mediana, había agregado unos centímetros al contorno de su cintura durante su ausencia, y Brodersen comprendió cuánto debía molestarle ese rasgo de madurez prematura; sin duda, más que haberse quedado con sólo una franja de pelo castaño. Por lo menos, sus bigotes eran los mismos.
Luego llegó el extraterrestre y anuló todas las otras impresiones. Lo más posible era que él (¿ella, ello?) no tuviese esa intención, decidió Brodersen. Si algo, su actitud parecía tímida aunque, ¿cómo saberlo? Pero su aspecto –necesitaría práctica antes de entender bien todos esos contornos– su paso, su olor que recordaba a una costa, pero en realidad no...
–¿Puedo presentarte formalmente a Fidelio? –dijo.
Rueda, sonriente. El extraterrestre extendió el brazo derecho inferior. Brodersen estrechó su mano. Una vez había hecho lo mismo con un gibón domesticado, en Asia, en tiempos de los CP, y había quedado asombrado; el pulgar del antropoide estaba en una posición rarísima y no tenía carne. El apretón de Fidelio volvió fraterno al del gibón.
Brodersen lo miró a los ojos, que no se parecían a los de ningún animal terrestre o demetriano, y se olvidó de los apretones de manos. Dentro de sí, un rugido: Este es un ser no humano inteligente. Lo es, lo es. Mi sueño se ha vuelto realidad.
–Fidelio –tartamudeó–. Mucho gusto. Bienvenido .
–Buenos días, señor, y muchas gracias' –tosió y silbó la boca de grandes colmillos. Súbitamente, Brodersen rió a carcajadas... no de nada, ni de nadie, rió, había recuperado la alegría.
–Venid a mi camarote –urgió cuando terminó de reír–. ¿Qué puedo ofreceros? ¿A Fidelio le molesta que fume? Será mejor que nos pongamos cómodos.
Dos horas más tarde, compartían una idea embrionaria acerca de lo que había estado sucediendo alrededor de Sol, Centrum y Febo.
Rueda no podía quedarse sentado. Recorría la habitación, haciendo gestos que parecían golpes de karate. La sangre había desaparecido de sus rasgos, volviendo gris su piel olivácea, y miraba el estrecho espacio que lo rodeaba como sus antepasados habían mirado entre las puntas de las espadas, antes de un duelo.
–No podemos soportarlo –declaró–. No puede ser. Se rebelan contra el Convenio, desean cerrar los pórticos estelares, ay el secuestro y el asesinato son los menores de sus crímenes. Daniel, Joelle... Fidelio... No temáis equivocaros al luchar contra ellos. Tenemos razón.
Sentado en un sillón con las piernas cruzadas, la cazoleta de la pipa caliente en su mano y el humo mordiendo su lengua quemada, Brodersen dijo:
–Supongo que eso es axiomático, Carlos. La cuestión que se ha planteado ante esta asamblea es, dónde vamos desde aquí. Y cómo. Y si lo hacemos.
Joelle había elegido una silla de respaldo recto frente a él y apenas se había movido, salvo para hablar, casi siempre dando una visión objetiva de Beta. Sus manos descansaban en su regazo. Fidelio estaba sentado junto a ella, en un trípode de patas y cola, y tampoco se movía mucho, salvo que sus patillas temblaban.
–Debes de tener alguna idea, Dan –dijo ella.
–¡Sí! –Rueda se detuvo de golpe y miró con fijeza al capitán–. Siempre fuiste audaz, pero no imprevisor.
Brodersen frunció el ceño.
–Quizá esta vez lo he sido. O quizá hubiesen demasiados comodines en esa baraja. En realidad yo... bueno, confiaba de forma algo infantil en que vosotros, los de la Emissary, hubieseis traído alguna carta insólita que pudiésemos jugar.
Los labios de Joelle se curvaron apenas.
–Si la tuviésemos, no habríamos languidecido en la Rueda.
–No, pero... –Brodersen se encogió de hombros, chupó de su pipa, la apoyó en un cenicero y enfrentó sus miradas–. Bueno; mis compañeros y yo hemos discutido varios planes. Ninguno es muy atractivo, pero veamos qué os parecen.
Los contó con los dedos.
–Podemos desafiar inmediatamente a los hijos de perra, virar, pasearnos por el Sistema Solar. No podremos vagabundear por siempre, pero tenemos un montón de delta V antes de que se agoten nuestros tanques. Los alimentos son suficientes para varios años y podemos reciclar el aire y el agua mientras el combustible para las células migma no se agote, lo que significa años... Oh, claro que Fidelio está limitado a ¿qué? ¿Unos meses? Pero, de todos modos, no podríamos estar tanto tiempo en el espacio.
»Sabéis, las naves de vigilancia pueden cazarnos. Una nave que acelera es un blanco difícil y sin duda podríamos hacer estallar algunos de sus misiles, pero finalmente liquidarían nuestras defensas. Y, mientras tanto, nos mantendrían alejados de Tierra y de cualquier colonia. Semejante esfuerzo podría ser demasiado grande y notorio para la oposición... no pueden permitirse una publicidad incontrolada... pero yo no contaría con eso. Tened presente que tienen suficiente influencia sobre los resortes del poder como para haber hecho cosas como encarcelaros.
–Aguarda –dijo Rueda–. Podemos transmitir nuestro mensaje, ¿no? Supongo que vuestro transmisor de radio es como el nuestro, que no podía enviar un mensaje a distancias astronómicas. Además, probablemente, nadie lo sintonizaría. Pero las radios son limitadas precisamente porque los láseres llegan muy lejos.
–Ahí hay dos problemas –replicó Brodersen–. Primero, un mensaje como ése a Tierra o Luna o los satélites, es recibido por un comsat, y de allí va a su destino. Lo que quizá no sepas, porque no supone ninguna diferencia, casi nunca, es que el programa incluye censura. Sólo algunas comunicaciones oficiales pueden estar cifradas. Todo lo demás es revisado por un computador, y si encuentra una referencia a un tema «señalado», el mensaje pasa a un humano que decide si es inofensivo o no. El sistema data de la época de los Conflictos, y hasta yo tengo que admitir que no es malo. Por ejemplo, fue lo que atrapó a los Finalistas antes de que estuvieran listos para activar su bomba atómica. Pero puedes apostar tu alma a que cuando la pandilla de Quick planeó lo que harían si la Emissary volvía, una de las primeras medidas que tomaron fue hacerse con el control de esas comunicaciones, sin hacer ruido... colocar los programas y el personal adecuado para poder interceptar cualquier comunicación reveladora.
«Segundo; podríamos comunicarnos con otros lugares, como una nave, un asteroide, una base en Marte, o algo. Digo "podríamos" porque la mayoría tienen aparatos receptores muy limitados... habría que acercarse mucho... y sólo las naves están constantemente a la escucha. Bueno, igual podríamos hacerlo. Pero, si alguien nos oyera, ¿nos creería? Y si lo hiciera, ¿le creerían los demás? No olvidéis que no vamos contra un disidente como yo, nos estamos enfrentando con algunas de las figuras políticas vivientes más importantes y respetadas... que lo son, la mayoría, por ser maestros de la propaganda y las relaciones públicas.
»En conjunto, supongo que el ataque tendría pocas posibilidades de éxito. La más fácil sería que nos mataran antes de que hiciéramos algo útil.
»¿Qué más hemos considerado? Bueno, cuando nos acerquemos a la máquina T, estaremos en comunicación con su nave de vigilancia. Por cierto, en las actuales circunstancias, lo más fácil es que haya más de una. Es de suponer que la mayor parte de los oficiales y los tripulantes no son villanos, simplemente obedecen órdenes que quizá los intriguen un poco. Si les contamos nuestra historia... les enseñamos a Fidelio... ¿entendéis?
»E1 problema es que la cabala debe de haber pensado en esto, también, y cerrado las escotillas. Si no, no nos hubieran dicho que fuéramos allí, ¿no? Pueden ignorar que tenemos a Fidelio a bordo, pero saben que vimos y fotografiamos la Emissary. Eso ya es muy peligroso para ellos. Lo que yo sospecho es que en alguna de las naves tienen un par de oficiales que están en la conspiración. En cuanto empecemos a contar la historia, nos enviarán una descarga cerrada. Después, las explicaciones son fáciles. Estamos notoriamente armados y estoy seguro de que en Deméter hay una orden de arresto contra nosotros. No sería difícil afirmar que, según el criterio de esos oficiales, estábamos a punto de abrir fuego.
»La tercera posibilidad es ir por el pórtico a Febo y ver qué pasa en ese lado. Quizá estén menos preparados, menos equipados, y podamos escapar o hacer algo que valga la pena. Hasta he considerado... ya que os tengo aquí, con vuestros conocimientos... he considerado tratar de recorrer el sendero que lleva a Centrum desde Febo, y pedir ayuda en Beta. Pero es una idea un poco loca, porque los guardias no nos darán tantas facilidades.
»En la práctica, lo que más me preocupa es... bueno, Deméter está poco poblado y bastante aislado; no es difícil controlar la información. Les resultaría fácil retorcernos el pescuezo. Por ejemplo, en cuanto nos alejáramos de la máquina T y los vigilantes habituales, la nave de escolta podría disparar un misil. Después, el mundo se enteraría del trágico accidente que destruyó la Chinook. No me gusta pensar esto de Aurie Hancock, pero es posible. También podrían internarnos indefinidamente. El Sistema Febiano tiene muchos lugares adecuados para campos de detención secretos. Y me atrevo a suponer que se nos reuniría el resto de vuestra tripulación.
»Y hasta aquí hemos llegado. Mi instinto me dice que tendríamos que pensar en volver a Febo y hacer lo que parezca mejor cuando lleguemos allí, aunque manteniendo abiertos los ojos y las opciones hasta entonces. Bien puedo equivocarme. Y me alegraría escuchar sugerencias.
»¡Vaya! –terminó Brodersen–. ¡Qué conferencia! Me vendría bien otra cerveza. ¿Alguien más?
Se levantó para ir hasta la nevera.
–Aguarda –dijo Joelle.
–¿Qué?
Pocas veces –cuando un problema era especialmente interesante, o cuando las cosas iban muy bien en la cama– había visto una luz como la que iluminaba su rostro.
–Dan –le dijo con voz ligeramente insegura–, podemos ir directamente de Sol a Centrum.
–¿Cómo? –exclamó él.
–Sí. –Ella se enderezó en su asiento–. Los betanos hace mil años que están explorando los portales. Han superado los tanteos. No tienen una teoría completa, nada parecido a lo que saben los Otros...
–Los Otros –murmuró Rueda.
–...pero han logrado cierta comprensión –siguió diciendo Joelle–. Toma tres lugares, tres estrellas, si quieres, A, B, C, con pórticos conocidos... senderos conocidos... de A a B y de B a C. Entonces los betanos pueden calcular una ruta directa de A a C.
Era como si una nova hubiese estallado ante Brodersen.
–No con total certeza –estaba diciendo Joelle–. No han medido tan exactamente la curvatura del continuo. Pero las probabilidades de éxito son elevadas. Seguramente más elevadas que para los planes que expusiste.
–Y... y... –Brodersen tanteaba entre esplendores–.
Podemos ir hasta la máquina de Sol... fingir que nos dirigimos a Febo... y después mentir, fingir, amenazar o lo que sea hasta que estemos tan metidos en el campo de transporte que seamos un blanco imposible... Saldremos en Centrum. Iremos a Beta. Volveremos encabezando una armada betana.
–Cuya única arma ofensiva sería la verdad –dijo Rueda–. Hubiese oído antes o no la parte técnica, la idea era nueva para él. También quedo transfigurado ante la revelación.
Brodersen cogió el vaso de cerveza que estaba junto a su silla y lo hizo trazar círculos encima de su cabeza.
–Por el honor de la casa –gritó con brío juvenil–. ¡Lo haremos!
–La computación es difícil –advirtió Joelle–. Fidelio y yo haremos las investigaciones y tendré que usar la holotética. Tienes instalaciones holotéticas a bordo, ¿no?
La llama que había en ella no la había visto nunca. Volveré a ser lo que soy, irradiaba. El calor y el frío pasaban por sus mejillas. Volveré a ser Una con el Todo.
Rueda la miró absorto. Fue como si Brodersen pudiera leer los pensamientos del peruano. ¿Serás para nosotros lo que los Otros no quieren ser?
Harían un funeral de hombre del espacio para Sergei Nikolaievich Zarubayev, lanzando su cuerpo envuelto en la bandera por una escotilla, en un ataúd conducido por un cohete de señales, mientras sus compañeros, en posición de firmes, escuchaban la lectura del servicio por el capitán.
Primero, Caitlin asumió las obligaciones del oficial médico, lavándolo y disponiéndolo en su camarote. Con cuatro tazones que llenó de aceite y trocitos de cordel que flotaban sobre corchos, hizo lámparas que ardían junto a su cabeza y sus pies. Apagó las luces fluorescentes y pidió que lo velaran.
Encontró una cierta sorpresa, ciertas objeciones –una costumbre bárbara; lo civilizado era reunirse después y tomar café–, pero Brodersen, Dozsa, Granville y Von Moltke entendieron, aunque era extraño a sus tradiciones, e hicieron que los demás lo aceptaran. (El capitán sentía que él y los suyos necesitaban emborracharse en esta pausa entre batallas y que a Sergei le hubiese gustado ser el motivo.) La reunión se celebró en la sala común. Su y Stefan la habían decorado un poco, con flores de papel y cosas así. Además de los refrescos habituales, había alcohol y marihuana; las pantallas presentaban el universo como ornamento; la música que había preferido y los ballets que había amado Sergei eran la música de fondo. La gente estaba allí y lo recordaba.
Después de varias horas, Martti Leino se alejó. A esas alturas, reinaba la animación. Abrazados, Brodersen, Weisenberg y Dozsa cantaban desafinando El vado del rio Kabul. Von Moltke y Rueda estaban muy juntos en un rincón. Granville y Ky mantenían una seria conversación. Fidelio observaba a la raza exótica.
Leino bajó por el vestíbulo circular hasta la habitación de Zarubayev. La puerta estaba abierta. Oyó unas notas musicales, vaciló, frunció el ceño y entró.
Tan desnuda como las demás, esta habitación estaba envuelta en sombras y luces amarillentas. Zarubayev yacía en su cama, vestido de uniforme. Sus cabellos y su barba brillaban en la media luz, pero su rostro estaba vacío. Las lámparas que lo rodeaban despedían un aroma limpio y algo de calor. Caitlin estaba sentada a su lado. Llevaba un caftán azul, el mejor vestido que había traído. Sus rizos sueltos caían. En el brazo izquierdo acunaba el sonador, mientras su mano derecha le arrancaba sonidos parecidos al de un instrumento de viento de madera.
Cuando Leino entró, se detuvo.
–Oh –murmuró.
–¿Qué...? –El se puso rígido–. No importa. Siento haber interrumpido.
–No. Aguarda. No te vayas. –Caitlin iba a ponerse de pie, y cuando vio que él parecía un poco menos incómodo, volvió a sentarse–. Viniste a despedirte. No te molestaré.
El apretó los puños y volvió a aflojarlos.
–No, señorita Mulryan.
–No tienes bondad para mí.
–Oh, éste no es momento de discusiones.
–Sólo quería decir esto, señor Leino; si desea estar a solas con su amigo, bien pudo venir más tarde. –Se puso de pie.
Sorprendido, él exclamó:
–No, por favor. Sabía que lo conocía, pero no que le... importaba.
Ella sonrió dulcemente.
–Sí, era un joven callado, ¿no? –Un silencio y después, en voz baja–: Aun cuando me enseñó, durante este viaje, a manejar armas de fuego, no aprovechó ninguna oportunidad de ponerse fresco, aunque bien sabía que me gustaría. Porque me veía como la mujer de Daniel, no su capitán, sino su amigo. Y eso dice mucho acerca de él, ¿no?
El se sonrojó.
–¿Cuándo lo conoció?
–Antes que a Daniel. Vino al hospital, herido; quizá lo recuerde. Bromeábamos en medio de su dolor. La gente creía que no tenía sentido del humor, pero eso no era cierto. Oh, me contó una historia muy absurda acerca de su problema, era ruso y no le gustaba el ajedrez... Cuando sanó nos encontrábamos, siempre que podíamos, hasta que yo empecé a pasar temporadas con Daniel en Eópolis. Nunca estuvimos muy enamorados, Serge y yo, pero significaba un océano para mí.
–Y para mí –dijo Leino lentamente, mirándola donde estaba, frente al muerto–. Hicimos trabajos juntos en el espacio, de esos en que uno confía su vida a su compañero. En Deméter hacíamos excursiones, navegábamos, íbamos a fiestas...
Su voz se apagó. Ella asintió.
–Lo que sucede entre hombre y hombre ninguna mujer lo entenderá nunca, realmente; pero es muy valioso.
Medio borracho él le espetó:
–¿Y entre hombre y mujer?
Ella se volvió para rozar con la punta de los dedos el rostro que había sido de Zarubayev.
–Es más difícil encontrar palabras para eso, por mucho que lo hayan intentado los poetas con todas sus fuerzas. –Su mirada volvió a Leino–. En los hechos, Sergei y yo compartimos más que el simple placer.
»Los demás nunca comprendieron –dijo en un susurro–. Lo tomaban por severo, cuando sólo era tímido, pero oh, ¡cuan divertido era cuando se sentía cómodo! Creían que era prosaico como una máquina, pero recuerdo una noche en que sacamos un telescopio fuera y, cuando nos perdimos en la eternidad, empezó a hablar de los Otros. Creía que no podían ignorarnos, como parece, sino que sentían un cuidado y una compasión que somos demasiado pequeños para experimentar...
Se interrumpió.
–Bueno –dijo–, usted no quiere que divague, quiere darle su mensaje. Buenas noches, Martti Leino.
–No. –El levantó la mano, como para bloquearla–, Por favor, quédese. No sabía que alguien más había estado tan cerca de él.
Se restregó los ojos con la muñeca.
–Perdóneme. ¿Puedo preguntar qué estaba haciendo cuando llegué?
–Nada importante.
El insistió:
–Estaba cantando.
Ella enderezó los hombros.
–Bueno, sí, eso hacía, una canción, como hacemos en el campo irlandés. Pero estaría mal dar un espectáculo cuando ése no es el hábito de mis compañeros de a bordo. Buenas noches.
El estiró un brazo en su camino.
–Por favor, señorita Mulryan... Caitlin..., por favor, no te vayas.
La mirada verde de ella encontró su mirada azul.
–¿Por qué?
–Porque... oh, te lo dije, los dos hemos perdido a alguien y..: están cantando canciones de Kipling en la sala de reuniones. La tuya, ¿qué es?
Ella bajó los ojos.
–Simplemente un ochlan. Tú dirías una endecha.
–¿La cantarías de nuevo?
Ella lo contempló un momento antes de decidirse.
–Sí, porque eres tú quien lo desea. El lo hubiera deseado.
Se sentaron a ambos lados de la cama. Las lámparas parpadeaban, las sombras se movían, los ventiladores susurraban. Los ruidos apagados y desordenados que llegaban desde el velatorio no parecían fuera de lugar. Los dedos de Caitlin evocaron el Aria de Londonderry:
Si las estrellas lloraran por nuestro camarada
Con lágrimas de luz, dando al cielo un fulgor,
Si la lluvia que cae sobre su madre patria
Le estuviera dando un largo, último adiós,
Si por lo menos un pimpollo cayera a darle un beso
Desde un árbol repleto de capullos en flor,
Entonces no estaríamos tan solos y afligidos,
El mundo lloraría, el mundo que él amó.
Pero el silencio reina entre soles y planetas,
Las hojas están mudas, el tiempo sordo y ciego.
Sólo estamos nosotros con nuestro compañero
Y nadie más conoce su bondad y su belleza.
21
Yo era un cuervo. Mis primeras vagas ensoñaciones terminaron en hambre, cuando el universo se quedó vacío. Irritado, golpeé su cáscara hasta que se rompió; allí estaba el día. Mis ojos se llenaron de brillos. Abrí mi boca en dirección a ellos y grazné pidiendo comida. Unas alas proyectaron sombra sobre mí, un pico ancho y duro se metió en el mío abierto y el amor se derramó así en mi interior. Pronto tuve conciencia de que otros desnudos me empujaban, de modo que yo también empujé y exigí con tanta fuerza como ellos.
El plumaje creció en nosotros y pasamos mucho tiempo admirando con alegría nuestra brillante negrura. Pero antes de mucho, nuestros padres nos arrojaron del nido. Después del primer y hermoso terror y los aleteos frenéticos, aprendí cómo me sostendría el viento y qué poder aguardaba pronto para desplegarse en mis alas. Me apoderé del aire, subí, me precipité, me deslicé, disfruté. El cielo era mío y toda la tierra que había debajo estaba madura para ser saqueada.
Pertenecía a la bandada por supuesto, y tenía mi lugar en su jerarquía y mis deberes ocasionales, como vigilar si llegaban halcones u hombres, cuando íbamos a las tierras que estaban más allá de nuestro bosque. Nunca deseé que las cosas fueran de otro modo. Los cuervos se divierten. Charlábamos, intrigábamos, gritábamos nuestro júbilo, hacíamos expediciones, perseguíamos mochuelos, encontrábamos cosas para comer y cosas brillantes para llevar a casa, nos divertíamos con las travesuras de criaturas desconocidas, desde las copas de los árboles. En lo más profundo del frío, sin hojas todavía, podíamos picotearnos la vida en la nieve. Pero, ¡oh, los veranos verdes y susurrantes! ¡Oh, mi hembra y nuestros queridos pichones!
Al final me volví viejo, débil, lento, aunque mi conocimiento de esto era brumoso. Un día un zorro me cogió en la tierra. Me liberé de sus fauces, pero la sangre chorreó de mí, hasta que no pude volar más. Encontré un matorral y me acosté en la tierra húmeda y llena de hongos, sin ver el cielo, jadeando mientras la obscuridad soplaba cada vez con más fuerza dentro de mí. Entonces llegó El Convocador y, vivo aún por un rato, abandoné aquel país en el cual había sido Pájaro.
22
Una campanada resonó en el camarote de Joelle.
–Entre –dijo.
Brodersen lo hizo, cerrando la puerta detrás de él. Enmarcado por la habitación impersonal parecía doblemente grande y lleno de vida. En su interior, ella sintió que lo deseaba.
¡Déjate de tonterías!, se ordenó. Tiene mucho que hacer, está preocupado, mira sus ojeras, la forma en que sus poderosos brazos cuelgan a sus lados, los ojos grises, más caídos que nunca. Además, pronto comenzaré con mi propio trabajo, la maravilla de la Unidad me poseerá y nada más será importante.
Sin embargo, el deseo seguía latiendo débilmente por sus venas. Ocho años, no; más bien nueve, y Brodersen había sido su último amante, cuando visitó Tierra... No había encontrado dificultades con el celibato durante la expedición, cuando cada hora de vigilia estaba cargada de descubrimientos. El riesgo de que un hombre se comprometiera emocionalmente y la persiguiera cuando ella estaba interesada en un proyecto (como había sucedido un par de veces en casa) era un precio demasiado alto para calmar una picazón que, de todas maneras, no era muy frecuente. Claro que al final lo pagué. Christine... Christine estaba enterrada en Beta. Dan estaba aquí, a dos metros de ella.
–Vengo a ver cómo te encuentras –dijo con su voz profunda.
–Muy bien, gracias –respondió Joelle por encima de su pulso–. Tuvimos mucha suerte de que tuvieses la previsión de mantener preparada esta nave.
–Previsión, mierda. –Sonrió–. Estaba tascando el freno y supuse que si algo aparecía cerca de mí... como tú, volviendo pronto... debía estar listo para levantar el vuelo antes de que algún burócrata me negara la autorización.
Miró a su alrededor.
–De todos modos, nos cogieron bastante desprevenidos –dijo–. Y vosotros, los de la Rueda, estáis peor. Oh, acerca de ropa para ti. Pegeen... Caitlin Mulryan, nuestro contramaestre, ¿recuerdas?, tendrá mucho gusto en prestarte un par de cosas; sois más o menos del mismo tamaño. Después, cuando tenga tiempo, hará más cosas con la tela que tenemos, para quien lo necesite. Es una buena modista. Puedes empezar a pensar en la clase de prendas que prefieres.
Joelle se encogió de hombros.
–Sabes que no me importa, con tal que la ropa sea cómoda. Pero dale las gracias en mi nombre, por favor. Trataré de hacerlo personalmente, pero también sabes que soy muy olvidadiza con las cosas de todos los días.
–¿Qué más necesitas? Por ejemplo, la mayoría de nosotros guardamos un pequeño surtido de comida y bebidas. Imagino que no tendrás ganas de tomar todas las comidas en el comedor.
–Oh, si no os importa que sea poco conversadora, puedo sentarme en una mesa colectiva. Ignoro el ruido. Pero me gustaría poder ofrecerte algo... si pudiera ofrecer algo a una visita. –Hizo un gesto, notando que era muy torpe–. ¿Quieres sentarte? Y, bueno, durante mi ausencia no ha dejado de gustarme el olor de una pipa.
–Lo noté en la conferencia y me alegré. –Se sentó y ella se sentó frente a él. Sacando la bolsa del tabaco, continuó–: Sólo puedo quedarme un minuto o dos. Tengo que arreglar lo necesario para que Fidelio disponga del baño de agua salada que necesita. Estoy seguro de que tenemos los productos químicos y el metal o el plástico o lo que sea para el contenedor, pero será mejor prever el reciclaje, en caso de que el viaje dure más de lo que espero.
–¿No es eso un problema para tus ingenieros?
–Sí, pero antes Fidelio tendrá que explicar exactamente sus necesidades. Eso llevará mucho tiempo, aun con la ayuda de Carlos, que sabe un poco del lenguaje betano. No; lenguajes, ¿verdad? Tú eres la experta en eso, pero creo que te espera una sesión con los computadores.
–Llámame si tienes problemas lingüísticos serios. Por cierto, ¿considerarías la posibilidad de modificar un juego de conexiones encefalográficas para Fidelio, para que pueda conectarse conmigo? Es un holoteta.
–¿Sí? No tenía ni idea.
–Parece que afecta menos la personalidad entre los betanos que entre los humanos. –El silencio llegó mientras ella trataba de decir lo que quería decir. Rompiendo la barrera a toda prisa–: Dan, es maravilloso volver a verte. Más que haber sido liberada. Tú has sido quien lo ha hecho.
El quedó muy atareado cargando su pipa.
–No; nosotros lo hicimos, todo el grupo, y Sergei... Quizá no te hayamos hecho un favor. Vas hacia el peligro.
–¿No estábamos en peligro en la Rueda?
–Sí... supongo que así era. Tengo que seguir alejando esa idea pesadillesca de que estamos totalmente equivocados. De que estoy arriesgando vidas para nada.
Ella se las arregló para inclinarse hacia adelante y apoyar una mano en la rodilla de él.
–No te angusties. La política siempre me confunde, pero tú tienes intuición y conocimiento. Confío en tu juicio, tal como tú confías en mis cálculos. Confía en ti mismo, Dan.
–Será mejor –dijo él secamente. Sus dedos siguieron trabajando en la pipa–. Bueno, ¿estás dispuesta para hacer ese análisis, Joelle?
¿Estaré demasiado flaca y canosa para él? Retiró la mano.
–Sí. Sería más fácil y quizá más seguro si Fidelio y yo pudiésemos funcionar como una unidad holotética y tomar una estructura teórica completa de un banco de memoria. Con todo, yo llegué a dominar los principios físicos que, según los betanos, se aplican a las máquinas T... era lo mío, como dirías tú... y él y yo hemos terminado de analizar los datos que hay en esta nave en materia de parámetros exactos de espaciotiempo local. La información parece suficiente. Supongo que hoy tendré que hacer una especie de repaso y mañana podré estudiar el sendero en detalle.
Había arrugas de preocupación en la frente de él, como cuando se conocieron y él era un ingeniero de Aventureros que la consultaba acerca de un diseño muy complicado. Oh, había quedado tan deslumbrado ante su intelecto, aunque en realidad ella dudaba de que fuera mejor que el suyo –configurado y orientado de otra manera, pero no intrínsecamente mejor– salvo cuando ella quedaba conectada con su máquina. E1 había encontrado excusas para volver a verla, cosa que llevó a citas para cenar cuando enviudó y se fue a vivir a Deméter, haciendo viajes ocasionales a Tierra. Ella disfrutaba de su compañía como disfrutaba del viento del mar. Eventualmente, en un impulso, lo había dejado llegar a su cama y había quedado atónita... Qué joven parecía con esas arrugas de preocupación.
–Suponiendo que lleguemos a Beta –dijo–, ¿nos ayudarán? Carlos y tú subrayasteis que no quieren interferir, que han sido siempre muy cuidadosos, respetando a las especies menos avanzadas.
–Pero la humanidad es algo especial para ellos –le aseguró Joelle–. Tendremos que dar muchas explicaciones y ser muy persuasivos, lo admito. Pero cuando nosotros, los de la Emissary, describimos nuestra historia y nuestra sociología, lo poco que pudimos transmitir, no las encontraron más grotescas que lo que habían hallado en otras razas. Sus líderes creen que podremos ayudarlos en su crisis psicosexual.
–Y entonces ellos harían... ¿qué?
–Una aparición en el Sistema Solar, supongo, invencibles, para protegernos mientras transmitimos los hechos a Tierra.
–Y dices que nos ofrecen un trato fabuloso. Su tecnología a cambio de la autorización para explotar Júpiter y Saturno, cosa que nosotros no podríamos hacer, de todos modos. ¿Es eso?
Brodersen encendió el tabaco mirándola a través del humo.
–Por supuesto que eso destruirá a los Accionistas y todos los partidos como ése. Además del escándalo, quiero decir. Su filosofía moriría. –¿Cómo?
–Vaya, es obvio. En cuanto dispongamos de su misma tecnología, nos meteremos por todos los pórticos que han registrado los betanos, además de iniciar un programa para encontrar más. Las ganancias posibles en incontables lugares, de incontables maneras, son inimaginables. Si no, ¿por qué se iban a molestar los betanos con nuestros planetas gigantes? De modo que aun antes de que comencemos con la emigración a gran escala, el poder económico se desplazará fuera de Tierra. Y también se desplazará de los gobiernos, los sindicatos y las grandes corporaciones hacia las empresas pequeñas y los individuos. Y eso será lo que quede del estado mundial de bienestar que los Accionistas quieren construir. Me atrevería a decir que Quick lo ha previsto.
Joelle frunció el ceño, tratando de entender. –Pero eso no es lógico, Dan. Presumiblemente, las medidas de asistencia social responden a una necesidad. Si la necesidad desaparece, ¿para qué continuar con ellas?
Brodersen rió con la risa resonante que ella conocía. Salía humo de su boca. Tenía un aroma masculino.
–Querida, lo estás haciendo otra vez. Suponer que la gente es lógica. No es así. El estado de bienestar... cualquier estado... es un fin en sí mismo. Es la forma de que unos pocos impongan su voluntad a la mayoría. Y, por Dios, ¡cómo les importa hacerlo! Necesitan hacerlo. –Aspiró de su pipa–. Habla con Stef Dozsa, si te interesa. A su país lo han hecho papilla mil veces. Santo Imperio Romano, Imperio Mongol, Imperio Otomano, Imperio Austríaco, Imperio Soviético, Imperio Balcánico... No; mejor no lo hagas. Esa historia lo ha convertido en un anarquista rabioso. En su caso es inofensivo, pero si te convirtiera a ti... bueno, bajo tu rígido aspecto, Joelle, encierras mucho de salvaje. Lo sé.
¡Lo sabes, Dan!
Brodersen se estiró.
–Mi debilidad personal es que divago –dijo–. Será mejor que deje de aburrirte y siga haciendo mi trabajo.
–No me aburres, Dan –respondió con dificultad Joelle. Sentía calor en la cara y en los pechos–. Nunca lo hiciste. Siempre fuiste fascinante, supongo que porque somos tan diferentes.
–Sí, así es. Bueno, de todos modos... –Se puso de pie.
Ella también lo hizo.
–¿Por qué no vienes durante la guardia vespertina, cuando los dos estemos libres? –sugirió–. Podría requisar algo de comida y vino. ¿Te acuerdas cuando cocinabas tú? Yo sigo siendo terrible para eso, pero... supongo que tú habrás mejorado.
–No mucho. –Se miró los pies–. Además, yo... tengo una cita. Lo siento, pero no es de las que se pueden deshacer.
–¿Puedo preguntar con quién? –dijo ella por su herida.
–Caitlin y yo festejamos un aniversario. Por el calendario demetriano; así se repite con más frecuencia–. Levantó los ojos–. ¿No lo sabías? Creía que era obvio. No, no estamos casados; sigo con Lis y no pienso cambiar, pero Caitlin... bueno, estamos muy unidos.
–Ya veo.
El le cogió las manos.
–Joelle... oye... no es celosa. Quiero decir... demonios, es estupendo que estés aquí y... No es que te esté haciendo una proposición, pero si quieres... más adelante. ..
Ella se obligó a sonreír, a inclinarse, a rozar los labios de él con los suyos.
–Podría ser. Pero no hay prisa. Y no te sientas obligado. Porque temo que es lo que te sucede ahora, te sientes obligado. Caitlin es como una Chris de piel blanca.
Además, pronto seré transhumana. –Muy bien, Dan. Hasta pronto.
Parte 2