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abril 18, 2010
CAPÍTULO I
Un radiante día de mayo, en el año 1868, un caballero se hallaba cómodamente recostado en el gran diván circular que por aquellos tiempos ocupaba la parte central del Salón Carré, en el Museo del Louvre. Esta conveniente otomana ya no está allí, para inmenso desconsuelo de todos los amantes de las bellas artes que tienen las rodillas débiles; pero el caballero en cuestión había tomado serena posesión de su punto más mullido y, con la cabeza inclinada hacia atrás y las piernas estiradas, contemplaba la bella Madonna de la luna*, de Murillo, en profundo disfrute de su postura. Se había quitado el sombrero, y a su lado había dejado una pequeña guía roja y unos gemelos. El día era caluroso; la caminata le había sofocado, y se pasaba una y otra vez el pañuelo por la frente con gesto un tanto cansino. Y, sin embargo, evidentemente no se trataba de un hombre a quien la fatiga le fuese familiar; alto, delgado y musculoso, insinuaba esa clase de vigor que suele conocerse como «resistencia». Pero en este día concreto sus esfuerzos habían sido de un tipo inusitado, y a menudo había realizado grandes proezas físicas que le habían dejado menos exhausto que su tranquilo paseo por el Louvre. Había ido en busca de todos los cuadros que venían acompañados de un asterisco en las formidables páginas, de refinada impresión, de su Bädeker*; había hecho un sobreesfuerzo de atención y los ojos se le habían ofuscado, y había tomado asiento con una jaqueca estética. Además, no sólo había mirado los cuadros, sino también todas las copias que se desarrollaban en torno a ellos a manos de las innumerables jóvenes de intachable compostura que se dedican, en Francia, a la difusión de las obras maestras; y, a decir verdad, con frecuencia había admirado la copia mucho más que el original. Su fisonomía habría bastado para indicar que era un tipo sagaz y competente, y lo cierto era que con frecuencia se había quedado toda la noche frente a un enojoso fardo de cuentas, oyendo el canto del gallo sin un solo bostezo. Pero Rafael, Ticiano y Rubens constituían una nueva especie de aritmética, y a nuestro amigo le infundían, por primera vez en su vida, una vaga falta de confianza en sí mismo.
Un observador dotado de buen ojo para los tipos nacionales no habría tenido ninguna dificultad para determinar el origen local de este entendido inmaduro, y sin duda ese mismo observador habría podido sentir cierto disfrute cómico ante la perfección casi ideal con que encarnaba el carácter nacional. El caballero del diván era un rotundo ejemplar de americano. Pero no sólo era un magnífico americano; ante todo era, fisicamente, un hombre magnífico. Parecía poseer esa clase de salud y fuerza que, cuando se encuentra bajo su forma perfecta, es la más imponente: ese capital fisico que nada hace su dueño por «mantener». Si era un cristiano musculoso, lo era sin saberlo en absoluto. Si era necesario caminar hasta un lugar remoto, caminaba, pero nunca se había visto en las circunstancias de «hacer ejercicio». No albergaba ninguna teoría respecto a los baños fríos o el uso de mazas de gimnasia; no era remero, ni fusilero, ni espadachín -nunca había tenido tiempo para estas distracciones- e ignoraba por completo que la equitación se recomienda para ciertas formas de indigestión. Por tendencia propia era un hombre moderado; si bien la noche anterior a su visita al Louvre había cenado en el Café Anglais -alguien le había dicho que era una experiencia que no se podía pasar por alto-, aun así había dormido el sueño de los justos. Su actitud y su porte habituales eran de corte bastante relajado y holgazán, pero cuando, por alguna inspiración especial, se ponía firme, parecía un granadero en pleno desfile. Nunca fumaba. Le habían asegurado -se dicen cosas así- que los cigarros eran excelentes para la salud, y era perfectamente capaz de creérselo; pero sabía tan poco de tabaco como de homeopatía. Tenía una cabeza muy bien formada, con un equilibrio torneado y simétrico entre el desarrollo frontal y el occipital, y abundante pelo castaño, lacio y un tanto seco. Su tez era morena, y el arco de su nariz enérgico y bien pronunciado. Los ojos eran de un gris claro y frío, y, a excepción de un bigote bastante poblado, iba bien afeitado. Tenía la mandíbula plana y el cuello nervudo que tan frecuentes son en el tipo americano; pero los trazos del origen nacional atañen a la expresión aún más que al rasgo, y era en este aspecto donde el semblante de nuestro amigo resultaba sumamente elocuente. Con todo, el observador perspicaz que hemos estado imaginando podría perfectamente haber apreciado su expresividad y aun así haber sido incapaz de describirla. Su expresión poseía esa típica vaguedad que no es vacuidad, esa ausencia que no es simpleza, ese aire de no estar comprometido con nada en particular, de adoptar una actitud de hospitalidad general ante las oportunidades de la vida, de disponer enteramente de uno mismo, tan característico de muchos rostros americanos. Era sobre todo la mirada de nuestro amigo la que contaba su historia; una mirada en la que inocencia y experiencia se fundían de modo singular. Estaba llena de señales contradictorias; y aunque bajo ningún concepto era el astro ardiente de un héroe novelesco, se podía encontrar en ella casi todo lo que se buscase. Fría y aun así amistosa, franca pero cauta, astuta pero crédula, positiva pero escéptica, segura pero tímida, en extremo inteligente y en extremo jovial, había algo vagamente desafiante en sus concesiones y algo profundamente tranquilizador en su reserva. El corte del bigote de este caballero, junto con las dos arrugas prematuras en la parte superior de la mejilla y el estilo de su atuendo, en el que una pechera expuesta y un fular cerúleo desempeñaban quizá un papel demasiado prominente, completaban las condiciones de su identidad. Quizá nos hayamos acercado a él en un momento que no es especialmente favorable; no está, ni mucho menos, en pose de retrato. A pesar de estar lánguidamente repantigado y un tanto perplejo ante la cuestión estética, y de ser culpable del reprobable error (como nos hemos enterado hace poco) de confundir el mérito del artista con el de su obra (y es que admira la Madonna bizca de la joven del peinado amuchachado porque la propia joven le parece singularmente atractiva), la perspectiva de conocerle resulta bastante prometedora. Firmeza, salud, jocosidad y prosperidad parecen estar a su alcance; es a todas luces un hombre práctico, pero las ideas, en su caso, tienen imprecisos y misteriosos confines que invitan a la imaginación a activarse en beneficio propio.
Mientras la pequeña copista seguía con su trabajo, lanzaba de cuando en cuando una mirada de interés hacia su admirador. El cultivo de las bellas artes parecía exigir, a su juicio, un gran despliegue escénico, un frecuente apartarse con los brazos cruzados inclinando la cabeza de un lado a otro, un acariciarse el hoyuelo de la barbilla con una mano delicada, un suspirar y fruncir el ceño y dar golpecitos con el pie, un buscar a tientas horquillas nómadas entre los mechones revueltos. Estas actuaciones iban acompañadas de una mirada inquieta, que se posaba más rato sobre el caballero que hemos descrito que sobre ningún otro lugar. Por fin, súbitamente éste se levantó, se puso el sombrero y se acercó a la joven. Se colocó frente a su cuadro y lo miró unos instantes, durante los cuales ella fingió no darse cuenta de su inspección. Entonces, dirigiéndose a la joven con la única palabra que constituía el fuerte de su vocabulario francés y alzando un dedo con un ade-mán que le parecía que aclaraba su significado, preguntó con brusquedad:
-Combien ?
La artista le miró de hito en hito por un momento, hizo un pequeño mohín, se encogió de hombros, dejó a un lado la paleta y los pinceles y empezó a frotarse las manos.
-¿Cuánto? -dijo nuestro amigo, en inglés- Combien?
-¿Monsieur desea comprarlo? -preguntó la joven, en francés.
-Muy bonito, splendide. Combien? -repitió el americano.
-¿A monsieur le agrada mi pequeño cuadro? Es un tema muy hermoso -dijo la joven.
-La Madonna, eso es; no soy católico, pero quiero comprarlo. Combien ? Escríbalo aquí -sacó un lápiz de su bolsillo y le mostró la guarda de su guía. Ella se quedó mirándole y rascándose la barbilla con el lápiz-. ¿No está a la venta? -preguntó él. Y como la joven seguía reflexionando y mirándole con unos ojos que, a pesar de su deseo de darle a tan ávido mecenazgo el trato de una historia consabida, traicionaban una incredulidad casi conmovedora, temió haberla ofendido. La joven, simplemente, intentaba aparentar indiferencia mientras se preguntaba hasta dónde podría llegar-. No he cometido ningún error... pas insulté, ¿no? -prosiguió su interlocutor-. ¿No entiende usted un poco de inglés?
La aptitud de la joven para improvisar un papel era sorprendente. Clavó sobre él su mirada consciente y perceptiva y le preguntó si no hablaba nada de francés. Acto seguido, dijo brevemente: «Donnez!», y cogió la guía abierta. En la esquina superior de la guarda trazó un número con una caligrafía diminuta y extremadamente delicada. Después le devolvió el libro y volvió a coger su paleta.
Nuestro amigo leyó la cifra: «2.000 francos». Durante un rato no dijo nada, sino que se quedó mirando el cuadro mientras la artista empezaba a chapotear enérgicamente con la pintura.
-Tratándose de una copia, ¿no le parece mucho? -preguntó al fin-. Pas beaucoup?
La joven alzó los ojos de su paleta, le escrutó de la cabeza a los pies y encontró, con admirable sagacidad, la respuesta adecuada.
-Sí, es mucho. Pero mi copia tiene virtudes extraordinarias; no vale ni un ápice menos.
El caballero que nos ocupa no entendía nada de francés, pero ya he dicho que era inteligente, y he aquí una buena ocasión para demostrarlo. Se dio cuenta, por un instinto natural, de cuál era el significado de la frase de la joven, y le agradó pensar que fuese tan honrada. Belleza, talento, virtud; ¡lo tenía todo!
-Pero debe usted terminarlo -dijo-. Terminer, ya sabe -y señaló la mano, aún sin pintar, de la imagen.
-Ah, será terminado a la perfección... ¡a la perfección de perfecciones! -exclamó mademoiselle; y, para confirmar su promesa, depositó un borrón sonrosado en plena mejilla de la Madonna.
Pero el americano frunció el ceño.
-Ah, demasiado rojo, ¡demasiado rojo! -replicó-. Su tez dijo a la vez que apuntaba hacia el Murillo- es más delicada.
-¿Delicada? Oh, será delicada, monsieur; tan delicada como la porcelana de Sèvres. Voy a bajarle el tono; conozco todos los secretos de mi arte. ¿Y adónde nos permitirá que se lo enviemos? ¿Cuál es su dirección?
-¿Mi dirección? ¡Ah, sí! -y el caballero extrajo una tarjeta de su cartera y escribió algo en ella. Después vaciló un instante y dijo-: Sepa usted que, si no me gusta cuando esté terminado, no me veré en la obligación de adquirirlo.
La joven parecía ser tan buena adivina como él.
-Bueno, estoy segura de que monsieur no es antojadizo -dijo con una sonrisa pícara.
-¿Antojadizo? -y árate esto monsieur empezó a reírse-. No, no, no soy antojadizo. Soy muy fiel. Soy muy constante. Comprenez?
-Monsieur es constante; entiendo perfectamente. Es una virtud poco habitual. Para recompensarle, tendrá usted su cuadro en cuanto sea posible; la semana que viene... tan pronto como se seque. Cogeré la tarjeta de monsieur.
Cogió la tarjeta y leyó su nombre: «Christopher Newman».
Intentó repetirlo en voz alta y se rió de su mal acento.
-¡Sus nombres ingleses son tan estrafalarios!
-¿Estrafalarios? -dijo el señor Newman, riéndose también-. ¿Ha oído hablar alguna vez de Cristóbal Colón?
-Bien sûr! Inventó América; un gran hombre. ¿Es su patrón?
-¿Mi patrón?
-Su santo patrón, en el calendario.
-Ah, exactamente; mis padres me dieron su nombre.
-¿Monsieur es americano?
-¿Acaso no lo ve? -preguntó monsieur.
-¿Y tiene usted la intención de llevarse mi pequeño cuadro hasta allí? -y explicó la frase con un ademán.
-Bueno, mi intención es comprar muchos cuadros... beau coup, beaucoup -dijo Christopher Newman.
-Me hace usted un gran honor -respondió la joven-, ya que estoy segura de que monsieur tiene muy buen gusto.
-Pero ha de darme usted su tarjeta -dijo Newman-; su tarjeta, ya sabe.
La joven se puso seria por un instante, y después dijo:
-Mi padre le visitará.
Pero a Newman esta vez le fallaron los poderes adivinatorios.
-Su tarjeta, su dirección -se limitó a repetir.
-¿Mi dirección? -dijo mademoiselle. Ya continuación, encogiéndose de hombros-: ¡Felizmente para usted, es usted americano! Es la primera vez que le doy mi tarjeta a un caballero -y sacando de su bolsillo un monedero bastante pringoso, extrajo una pequeña tarjeta de visita glaseada y se la ofreció a su mecenas. Tenía una pulcra inscripción a lápiz, con muchas florituras: «Mlle. Noémie Nioche». Pero el señor Newman, a diferencia de su compañera, leyó el nombre con absoluta solemnidad; todos los nombres franceses se le antojaban igualmente estrafalarios.
-Y, precisamente, aquí está mi padre, que ha venido para acompañarme a casa -dijo mademoiselle Noémie-. Habla inglés. Concretará con usted los pormenores -y se volvió para recibir a un pequeño y anciano caballero que se acercaba arrastrando los pies y mirando a Newman con ojos escrutadores por encima de sus anteojos.
Monsieur Nioche llevaba un lustroso peluquín, de color poco natural, que caía sobre su pequeño rostro sumiso, pálido y anodino, apenas dotándole de mas expresión que la de las hormas sin facciones sobre las que se exponen estos artículos en el escaparate del barbero. Ofrecía una exquisita imagen de raído refinamiento. Su pequeño abrigo, de mala factura y cepillado con ahínco, los guantes zurcidos, las botas bruñidas, el simétrico sombrero descolorido, contaban la historia de una persona que había «tenido pérdidas» y que se aferraba al espíritu de los hábitos meticulosos, a pesar de que su sentido literal se había borrado irremediablemente. Entre otras cosas, monsieur Nioche había perdido denuedo. La adversidad no sólo le había llevado a la ruina sino que además le había atemorizado, y a todas luces recorría lo que le quedaba de vida de puntillas, por miedo a despertar a los hados hostiles. Si este extraño caballero le estaba diciendo algo impropio a su hija, monsieur Nioche le rogaría con voz ronca que, como un favor especial, desistiera de hacerlo; pero al mismo tiempo admitiría que era muy presuntuoso por pedir favores especiales.
-Monsieur ha comprado mi cuadro -dijo mademoiselle Noémie-. Cuando esté terminado, habrás de llevárselo en un cabriolé.
-¡En un cabriolé! -exclamó monsieur Nioche, y se quedó mirándola atónito, como si hubiese visto salir el sol a medianoche.
-¿Es usted el padre de la joven? -dijo Newman-. Creo que me ha dicho que habla usted inglés.
-Que hablo inglés... sí -dijo el anciano, frotándose pausadamente las manos-. Se lo llevaré en un cabriolé.
-Di algo, entonces -instó su hija-. Agradéceselo un poco... pero no demasiado.
-Un poco, hija mía, un poco -dijo monsieur Nioche, perplejo-. ¿Cuánto ha sido?
-¡Dos mil! -dijo mademoiselle Noémie-. No armes un escándalo o se echará atrás.
-¡Dos mil! -exclamó el anciano, y se puso a buscar a tientas su caja de rapé. Miró a Newman de la cabeza a los pies, después a su hija y por último al cuadro-. ¡Tenga cuidado, no vaya a estropearlo! -exclamó en un tono casi sublime.
-Debemos irnos a casa -dijo mademoiselle Noémie-. Ha sido un buen día de trabajo. ¡Cuidado con cómo lo llevas! -y empezó a guardar sus utensilios.
-¿Cómo se lo puedo agradecer? -preguntó monsieur Nioche-. Mi inglés no es suficiente.
-Ya quisiera yo hablar francés así de bien -dijo Newman de buen talante-. Su hija es muy mañosa.
-¡Ah, señor! -y monsieur Nioche miró por encima de sus lentes con ojos llorosos y asintió varias veces con aire de infinita tristeza-. ¡Ha tenido una educación... très supérieure! No se ha escatimado nada. Lecciones de pastel a diez francos cada una, lec-ciones de óleo a doce francos. En aquellos tiempos no contaba los francos. Es una artiste, ¿eh?
-¿Me está diciendo que ha sufrido usted un revés de fortuna? -preguntó Newman.
-¿Un revés? Oh, señor, desgracias... ¡terribles!
-Desafortunado en los negocios, ¿eh?
-Muy desafortunado, señor.
-Bueno, no tema, volverá a ponerse en pie -dijo animosamente Newman.
El anciano ladeó la cabeza y le miró con expresión de dolor, como si sus palabras hubiesen sido una burla cruel.
-¿Qué es lo que dice? -quiso saber mademoiselle Nioche.
Monsieur Nioche tomó un pellizco de rapé.
-Dice que recuperaré mi fortuna.
-Quizá él te ayude. ¿Y qué más?
-Dice que eres muy mañosa.
-Es muy posible que sí. ¿Tú lo crees así, padre?
-¿Creerlo, hija mía? ¡Con pruebas como ésta...! -y a modo de homenaje el anciano se volvió de nuevo hacia el osado borrón del caballete clavando en él una mirada de asombro.
-Pregúntale, entonces, si no le gustaría aprender francés.
-¿Aprender francés?
-Recibir lecciones.
-¿Lecciones, hija mía? ¿De ti?
-¡De ti!
-¿De mí, criatura? ¿Cómo habría yo de dar lecciones?
-Pas de raisons! ¡Pregúntaselo ahora mismo! -dijo mademoiselle Noémie con suave concisión.
Monsieur Nioche se quedó estupefacto, pero la mirada de su hija le hizo recobrar el juicio y, esforzándose por esbozar una sonrisa agradable, cumplió sus órdenes.
-¿Seria de su agrado instruirse en nuestro hermoso idioma? -preguntó con voz trémula y suplicante.
-¿Estudiar francés? -preguntó Newman, mirándole fijamente.
Monsieur Nioche se apretó las puntas de los dedos y alzó lentamente los hombros.
-¡Un poco de conversación!
-Conversación... ¡eso es! -murmuró mademoiselle Noémie, que había entendido la palabra-. La conversación de la sociedad más distinguida.
-Nuestra conversación francesa es famosa, sabe usted -se atrevió a añadir monsieur Nioche-. Es un gran talento.
-¿Pero no es enormemente difícil? -preguntó simple y llanamente Newman.
-¡No para un hombre de esprit como monsieur, un admirador de la belleza en todas sus formas! -y monsieur Nioche dirigió una expresiva mirada a la Madonna de su hija.
-¡No puedo imaginarme parloteando francés! -dijo Newman entre risas-. Y, por otro lado, supongo que cuanto más sepa un hombre, mejor.
-Monsieur lo ha expresado muy felizmente. Hélas, oui!
-Supongo que para mis andanzas por Paris me seria de gran ayuda conocer el idioma.
-¡Ah, hay tantas cosas que monsieur querrá decir... cosas dificiles!
-Todo lo que quiero decir es difícil. Pero ¿usted imparte lecciones?
El pobre monsieur Nioche se quedó turbado; esbozó una sonrisa aún más suplicante.
-No soy un profesor autorizado -admitió-. Es que no le puedo decir que soy profesor -le explicó a su hija.
-Dile que es una oportunidad excepcional -respondió mademoiselle Noémie-; ¡un homme du monde, un caballero, conversando con otro! Recuerda lo que eres, ¡lo que has sido!
-Profesor de idiomas, ¡en ningún caso! ¡Y mucho menos ahora que en otros tiempos! ¿Y si pregunta cuánto cuestan las lecciones?
-No lo preguntará -dijo mademoiselle Noémie.
-¿Puedo decirle que lo que le plazca?
-Jamás! Es de mal estilo.
-¿Y si pregunta, qué?
Mademoiselle Noémie se había puesto la toca y se estaba atando los lazos. Los alisó, alzando a la vez su pequeña y suave barbilla.
-Diez francos -dijo rápidamente.
-¡Hija mía! Jamás me atreveré.
-¡Pues no te atrevas! No preguntará hasta el final de las lecciones, y entonces seré yo quien haga la factura.
Monsieur Nioche se volvió de nuevo hacia el confiado extranjero y se quedó frotándose las manos con un aire que hacía parecer que se declaraba culpable, y que no resultaba más intenso sólo porque habitualmente ya era muy llamativo. En ningún momento se le pasó por la cabeza a Newman pedirle una garantía de su destreza para instruir; daba por supuesto que monsieur Nioche conocía su propio idioma, y su suplicante desamparo respondía a la perfección a lo que el americano, por razones vagas, siempre había asociado con cualquier extranjero de cierta edad perteneciente a la clase que imparte lecciones. Newman nunca había reflexionado sobre procesos filológicos. Su principal impresión respecto a cómo precisar cuáles eran los misteriosos correlatos de sus conocidos vocablos ingleses que circulaban por aquella extraordinaria ciudad que era París era que se reducía a una mera cuestión de enorme esfuerzo muscular, inusitado y bastante ridículo, por su parte.
-¿Cómo aprendió el inglés? -preguntó al anciano.
-Cuando era joven, antes de mis desgracias. Ah, en aquella época yo era muy despierto. Mi padre era un gran commerçant; me colocó durante un año en un despacho en Inglaterra. ¡Algo se me pegó, pero se me ha olvidado!
-¿Cuánto francés puedo aprender en un mes?
-¿Qué dice? -preguntó mademoiselle Noémie.
Monsieur Nioche se lo explicó.
-¡Llegará a hablar como un ángel! -exclamó su hija.
La integridad vernácula que vanidosamente se había ejercido para garantizar la prosperidad comercial de monsieur Nioche volvió a encenderse.
¡Bueno, monsieur! -respondió- ¡Todo lo que le pueda enseñar! -y acto seguido, recuperándose ante una señal de su hija-: Iré a visitarle a su hotel.
-Sí, me gustaría aprender francés -prosiguió Newman, con democrática confianza-. ¡Que me aspen, a mí nunca se me habría ocurrido! Daba por sentado que era imposible. Pero si usted aprendió mi idioma, ¿por qué no iba yo a aprender el suyo? -y su risa franca y amistosa le quitó veneno a la broma-. Sólo que, sabe usted, si vamos a conversar se le tendrá que ocurrir algo alegre de lo que hablar.
-Es usted muy bueno, señor; ¡estoy abrumado! -dijo monsieur Nioche, extendiendo las manos-. ¡Pero si tiene usted alegría y felicidad para los dos!
-Ah, no -dijo Newman con tono más serio-. Usted deberá mostrarse jovial y animado; es parte del trato.
Monsieur Nioche hizo una reverencia, con la mano sobre el corazón.
-Muy bien, señor; ya me ha animado usted.
-Venga entonces y tráigame el cuadro; le pagaré y hablaremos de él. ¡Ése sí que será un tema alegre!
Mademoiselle Noémie había recogido sus bártulos y confió la preciada Madonna al cuidado de su padre, que se retiró caminando de espaldas hasta perderse de vista, sosteniéndola con el brazo extendido y reiterando sus respetos. La joven se arropó con el chal como una perfecta parisina, y con la sonrisa de una parisina se despidió de su mecenas.
CAPÍTULO II
Regresó sin prisas al diván y se sentó al otro lado, con vistas al gran lienzo en el que Paolo Veronés pintó el festín de las bodas de Caná. A pesar de que estaba fatigado, el cuadro le pareció entretenido; sentía que creaba una impresión; satisfacía su idea, que era ambiciosa, de cómo debía ser un espléndido banquete. En la esquina izquierda del cuadro hay una joven de rizos rubios confinados en una toca dorada; está inclinada hacia adelante y escucha, con la sonrisa de una encantadora mujer en un convite, a su vecino. Newman la detectó entre el gentío, la admiró y se dio cuenta de que también ella tenía su propio copista devoto: un joven con el cabello de punta. De pronto fue consciente del germen de la manía del «coleccionista»; había dado el primer paso, ¿por qué no habría de seguir? No habían transcurrido más que veinte minutos desde que comprara el primer cua-dro de su vida y ya estaba imaginándose el mecenazgo artístico como una actividad fascinante. Sus reflexiones avivaron su buen humor, y a punto estuvo de abordar al joven con otro « Combien?». A este respecto hay dos o tres hechos dignos de atención, aunque la cadena lógica que los conecta pueda parecer imperfecta. Sabía que mademoiselle Nioche había pedido demasiado; no le guardaba ningún rencor por ello y estaba decidido a pagarle al joven exactamente la suma adecuada. En ese preciso instante, sin embargo, atrajo su atención un caballero procedente de otra parte de la sala y cuyo porte era el de alguien ajeno a la galería, a pesar de que no iba equipado con guía ni con gemelos. Llevaba un parasol blanco forrado de seda azul, y se paseaba frente al Paolo Veronés mirándolo vagamente, pero demasiado cerca para ver algo más que el grano del lienzo. Justo enfrente de Christopher Newman hizo una pausa y se dio la vuelta, y entonces nuestro amigo, que le había estado observando, tuvo la oportunidad de verificar la sospecha que una visión imperfecta de su rostro le había suscitado. El resultado de este examen más completo fue que acto seguido se puso en pie de un salto, cruzó la sala a zancadas y, alargando la mano, detuvo al caballero del parasol del forro azul. Éste le miró de hito en hito, pero le tendió su mano al azar. Era corpulento y sonrosado, y aunque su semblante, que estaba adornado con una hermosa barba blonda cuidadosamente dividida en el centro y cepillada hacia afuera por los lados, no destacaba por la intensidad de su expresión, parecía una persona dispuesta a estrecharle la mano a cualquiera. Ignoro lo que pensó Newman de su rostro, pero al estrecharle la mano notó una falta de respuesta.
-¡Vaya, vaya! -dijo entre risas-; ¡no me irá a decir ahora que no me conoce... porque no llevo un parasol blanco!
El sonido de su voz aguzó la memoria del otro. Su rostro se dilató hasta alcanzar su capacidad máxima, y también él estalló en risas.
-Vaya, Newman... ¡que me aspen! ¿Dónde demonios...?, confieso que... ¿quién lo habría dicho? ¿Sabe?, está usted muy cambiado.
-Usted no -dijo Newman.
-Para mejor no, sin duda. ¿Cuándo llegó?
-Hace tres días.
-¿Por qué no me avisó?
-No tenía ni idea de que usted estuviese aquí.
-Llevo aquí los seis últimos años.
-Habrán pasado seis o siete desde que nos conocimos.
-Algo así. Éramos muy jóvenes.
-Fue en Saint Louis, durante la guerra. Usted estaba en el ejército.
-No, no, yo no. Pero usted sí.
-En efecto, eso creo.
-¿Salió bien parado?
-Salí con las piernas y los brazos de una pieza... y contento. Todo aquello suena muy lejano.
-Y ¿cuánto tiempo lleva en Europa?
-Diecisiete días.
-¿Es la primera vez?
-Sí, así es.
-¿Qué, hizo su sempiterna fortuna?
Christopher Newman permaneció callado un instante, y después, con una sonrisa apacible, respondió:
-Sí.
-Y ha venido a París a gastársela, ¿eh?
-Bueno, ya veremos. Así que aquí llevan estos parasoles... los hombres, ¿no?
-Por supuesto. Son unos chismes fantásticos. Aquí saben bien lo que es el confort.
-¿Dónde se compran?
-En cualquier sitio, en todas partes.
-Bueno, Tristram, me alegro de haberle pillado. Me podrá enseñar cómo funciona todo. Supongo que conocerá París de cabo a rabo.
El señor Tristram esbozó una melosa sonrisa de autocomplacencia.
-Bueno, supongo que no hay muchos hombres que me puedan enseñar nada nuevo. Yo me ocuparé de usted.
-Es una pena que no estuviese usted aquí hace unos minutos. Acabo de comprar un cuadro. Quizá hubiese podido ultimar el trato por mí.
-¿Ha comprado un cuadro? -dijo el señor Tristram, recorriendo las paredes con una mirada vaga-. Vaya, ¿acaso los venden?
-Estoy hablando de una copia.
-Ah, ya entiendo. Éstos -dijo el señor Tristram, indicando con un gesto los ticianos y los vandykes-, éstos supongo que son los originales, ¿no?
-Eso espero -exclamó Newman-. No quisiera una copia de una copia.
-Ah -dijo misteriosamente el señor Tristram-, nunca se sabe. Imitan tan condenadamente bien, sabe usted... Es como los joyeros, con sus piedras falsas. Entre al Palais Royal, ahí mismo; verá la palabra «imitación» en la mitad de las vitrinas. La ley les obliga a ponerlo, ¿sabe?, pero es imposible distinguir entre una cosa y otra. A decir verdad -continuó el señor Tristram con una mueca-, no tengo nada que ver con la pintura. Dejo eso para mi esposa.
-Ah, ¿tiene esposa?
-¿No se lo había dicho? Es una mujer muy agradable; debe conocerla. Está ahí, en la Avenue d'Iéna.
-¿Así que ha sentado la cabeza: casa y niños y todo lo demás?
-Sí, una casa de primera y un par de jovenzuelos.
-Bueno -dijo Christopher Newman, estirando un poco los brazos y soltando un suspiro-, le envidio.
-Ah, no, eso sí que no -respondió el señor Tristram, dándole un golpecito con el parasol.
-Disculpe, pero así es.
-Bueno, pues entonces dejará de hacerlo cuando... cuando...
-Supongo que no querrá decir que cuando haya visto su residencia.
-Cuando haya visto París, amigo mío. Aquí, lo que uno desea es ser el único dueño de sí mismo.
-Llevo siendo mi propio dueño toda mi vida y ya estoy harto.
-Bueno, pruebe con París. ¿Qué edad tiene?
-Treinta y seis.
-C’est le bel âge, como dicen aquí.
-¿Qué significa?
-Significa que un hombre no debe apartar su plato hasta que no se ha hartado.
-¿Todo eso? Acabo de llegar a un acuerdo para recibir lecciones de francés.
-Bah, no necesita usted lecciones. Lo irá aprendiendo. Yo nunca recibí.
-Supongo que hablará francés tan bien como el inglés.
-¡Mejor! -dijo el señor Tristram rotundamente-. Es un idioma espléndido. Se puede decir todo tipo de agudezas.
-Pero supongo -siguió Christopher Newman con un sincero deseo de informarse- que para eso habrá que ser agudo.
-En absoluto; ésa es precisamente su belleza.
Mientras intercambiaban estos comentarios, los dos amigos se habían quedado de pie en el lugar donde se habían encontrado, apoyados contra el pretil que protegía los cuadros. El señor Tristram admitió al fin que estaba exhausto y que nada le haría más feliz que sentarse. Newman recomendó encarecidamente el gran diván en el que había estado descansando, y se prepararon para sentarse.
-Es un gran lugar, ¿no cree? -dijo Newman con ardor.
-Un gran lugar, un gran lugar. Lo más excelente que hay en el mundo -y de pronto, el señor Tristram titubeó y miró a su alrededor-. Supongo que aquí no dejarán fumar.
Newman se le quedó mirando fijamente.
-¿Fumar? No tengo ni idea. Usted conoce mejor que yo las normativas.
-¿Yo? ¡Nunca había estado aquí!
-¡Nunca! ¿En seis años?
-Creo que mi esposa me arrastró aquí una vez a nuestra llegada a París, pero no volví a encontrar el camino para regresar.
-¡Pero si dice que conoce París muy bien!
-¡A esto yo no lo llamo París! -exclamó el señor Tristram con aplomo-. Venga, vayamos al Palais Royal a echar unas caladas.
-No fumo -dijo Newman.
-Entonces, un trago.
Y el señor Tristram le mostró a su acompañante el camino de salida. Cruzaron las gloriosas salas del Louvre, bajaron las escaleras y a través de las frescas y oscuras galerías de escultura salieron al enorme atrio. Newman iba mirando a su alrededor mientras caminaba, pero no hizo comentarios; y sólo cuando al fin salieron al aire libre le dijo a su amigo:
-Creo que en su lugar yo habría venido aquí una vez a la semana.
-Ah, no, ¡no lo habría hecho! -dijo el señor Tristram-. Eso cree, pero no. No habría tenido tiempo. Siempre tendría la intención, pero nunca iría. Hay mejores diversiones, aquí en París. Para ver cuadros hay que ir a Italia; espere a ir. Allí hay que hacerlo; no se puede hacer otra cosa. Es un país terrible; no se puede conseguir ni un solo cigarro decente. No sé por qué he entrado hoy en el museo. Estaba paseando, bastante necesitado de distracción. Al pasar reparé más o menos en el Louvre, y se me ocurrió entrar a ver qué era lo que se estaba cociendo. Pero de no haberle encontrado dentro me habría sentido bastante estafado. ¡Diantre, los cuadros me traen sin cuidado, prefiero la realidad! -y el señor Tristram despachó esta feliz fórmula con un descaro que la nutrida clase que forman las personas que padecen una sobredosis de «cultura» le habría envidiado.
Los dos caballeros prosiguieron por la Rue de Rivoli hasta llegar al Palais Royal, donde se sentaron a una de las pequeñas mesas situadas a la puerta del café que se adentra en el gran patio cuadrado abierto. El lugar estaba lleno de gente, las fuentes soltaban chorros de agua, tocaba una banda, bajo los tilos se habían apiñado grupos de sillas, y las lozanas nodrizas, cubiertas con cofias blancas y repartidas por los bancos, ofrecían a las criaturas que estaban a su custodia las más holgadas facilidades para la nutrición. Recorría la escena una animación natural y sencilla, y Christopher Newman tuvo la sensación de que era típicamente parisina.
-Y ahora -empezó a decir el señor Tristram cuando probaron la decocción que a petición suya les habían servido-, ahora hábleme de usted. ¿Qué ideas tiene, cuáles son sus planes, de dónde viene y adónde va? En primer lugar, ¿dónde se aloja?
-En el Grand Hotel -dijo Newman.
El señor Tristram frunció su rollizo semblante.
-¡No sirve! Tiene que mudarse.
-¿Mudarme? -preguntó Newman-. Vaya, pero si nunca había estado en un hotel tan selecto.
-No le hace falta un hotel «selecto»; necesita usted algo pequeño, tranquilo y elegante donde respondan a su timbre y reconozcan su... su persona.
-No paran de corretear para ver si he llamado antes de haber tocado siquiera el timbre -dijo Newman-, y, en cuanto a mi persona, le hacen continuas reverencias y alharacas.
-Supongo que les estará dando propinas a todas horas. Eso es de muy mal tono.
-¿A todas horas? De ningún modo. Ayer, un hombre me trajo una cosa y después se quedó haraganeando como un mendigo. Le ofrecí una silla y le pregunté si quería sentarse. ¿Fue de mal tono?
-¡Mucho!
-Pero salió disparado al instante. En cualquier caso, es un sitio que me divierte. Al diantre con su elegancia, si me va a aburrir. Anoche estuve sentado en el patio del Grand Hotel hasta las dos de la madrugada observando el ajetreo y las idas y venidas de la gente.
-Se contenta usted con poco. Pero un hombre de su posición... puede hacer lo que le parezca. Ha amasado una buena pila de dinero, ¿eh?
-He ganado bastante.
-¡Dichoso el hombre que pueda decir lo mismo! ¿Bastante para qué?
-Bastante para descansar un tiempo, para olvidarme del dichoso dinero, mirar a mi alrededor, ver mundo, pasarlo bien, cultivarme y, si se me antoja, casarme con una mujer.
Newman hablaba lentamente, con cierto tono de indiferencia y frecuentes pausas. Ésta era su manera habitual de pronunciar, pero en las palabras que acabo de citar fue especial-mente marcada.
-¡Por Júpiter! ¡Eso sí que es un buen programa! -exclamó el señor Tristram-. Qué duda cabe de que todo eso cuesta dinero, sobre todo la esposa; a no ser, claro está, que sea ella quien lo aporte, como hizo la mía. Y ¿cuál es la historia? ¿Cómo lo ha conseguido?
Newman se había retirado el sombrero de la frente, se había cruzado de brazos y había estirado las piernas. Escuchó la música y observó la animada muchedumbre, las fuentes chapoteantes, las nodrizas y los bebés.
-¡Trabajando! -respondió al fin.
Tristram le miró durante unos instantes y dejó que sus plácidos ojos sopesaran la generosa longitud de su amigo y se posasen sobre su rostro, cómodamente contemplativo.
-¿En qué ha trabajado?
-Bueno, en varias cosas.
-Supongo que es usted un tipo listo, ¿eh?
Newman siguió mirando a las nodrizas y a los bebés; imprimían a la escena una suerte de sencillez primigenia, bucólica.
-Sí -dijo al cabo-, supongo que lo soy.
Y entonces, respondiendo a las preguntas de su amigo, le refirió brevemente su historia desde su último encuentro. Era una historia absolutamente típica del Oeste, y versaba sobre iniciativas que no hará falta darle a conocer al lector en detalle. Newman había acabado la guerra con el grado de general de brigada, honor que en este caso -sin comparaciones odiosas- había recaído sobre unos hombros sobradamente competentes para llevarlo. Pero aunque era capaz de desenvolverse en un combate si la ocasión lo exigía, a Newman todo ese asunto le desagradaba sobremanera; sus cuatro años en el ejército le habían dejado una conciencia furiosa y amarga del derroche de las cosas preciosas: vida, tiempo, dinero, «astucia», el vigor juvenil de las metas; y se había volcado sobre las tareas de la paz con una energía y un brío apasionados. Como es obvio, tan pobre era cuando se quitó los galones como cuando se los puso, y el único capital que tenía a su disposición era su tenaz denuedo y su intensa percepción de los fines y de los medios. El esfuerzo y la acción le eran tan naturales como respirar; jamás un mortal tan enteramente sano había pisado la flexible tierra del Oeste. Además, su experiencia era tan dilatada como su capacidad; cuando tenía catorce años, la necesidad le había prendido por sus delgados hombros juveniles y le había empujado a la calle para que se ganase la cena de esa noche. No se la había ganado, pero sí la de la noche siguiente, y, en lo sucesivo, cuan-do no había cenado era porque había renunciado a ello para emplear el dinero en otra cosa, en algún placer más intenso o en algún beneficio de mejor calidad. Se había puesto manos a la obra, y con ellas la cabeza, en muchas cosas; había sido emprendedor, en el sentido más eminente del término; había sido aventurero e incluso temerario, y había conocido el amargo fracaso tanto como el fulgor del éxito; pero era un experimentador nato, y siempre había encontrado algo que disfrutar bajo el apremio de la necesidad, aun cuando ésta fuese tan exasperante como el cilicio del monje medieval. En una época pareció que su sino era, inexorablemente, fracasar; la mala fortuna pasó a compartir su lecho, y todo lo que tocaba lo convertía no en oro sino en cenizas. Su concepción más gráfica de un elemento sobrenatural en los asuntos mundanos le había sobrevenido en cierta ocasión en que esta terquedad del infortunio llegó a su punto culminante; le pareció que en la vida había algo más fuerte que su propia voluntad. Pero ese misterioso algo sólo podía ser el demonio, y en consecuencia se apoderó de él una intensa hostilidad personal hacia esta impertinente fuerza. Había sabido lo que era agotar por completo su crédito, ser incapaz de ganar ni un dólar y encontrarse al anochecer en una ciudad extraña sin un solo penique con el que paliar la extrañeza. Fue en estas circunstancias como hizo su entrada en San Francisco, escenario, de ahí en adelante, de sus más felices golpes de fortuna. Si no caminaba calle arriba ronzando un panecillo, como el doctor Franklin en Filadelfia*, tan sólo se debía a que carecía del panecillo necesario para hacerlo. En sus días más funestos había tenido un solo estímulo, práctico y sencillo: el deseo, como él mismo habría dicho, de hacer las cosas a fondo. Por fin lo hizo; se abrió paso a golpes hasta que llegó a aguas tranquilas, y ganó dinero a mansalva. Hay que admitir, con toda franqueza, que el único objetivo en la vida de Christopher Newman había sido ganar dinero; desde su punto de vista, había venido al mundo simplemente para extraerle una fortuna, cuanto más grande mejor, a la desafiante circunstancia. Esta idea ocupaba todo su horizonte y satisfacía a su imaginación. Sobre los usos del dinero, sobre qué se podía hacer con una vida a la que se le había logrado inyectar un chorro de oro, apenas había reflexionado hasta los treinta y cinco años. La vida había sido para él un juego abierto, y había apostado a lo grande. Por fin había ganado y se había llevado sus ganancias; y ahora, ¿qué cabía hacer con ellas? Era un hombre al que, sin duda, tarde o temprano se le tenía que plantear la pregunta, y la respuesta pertenece a nuestro relato. Ya se había adueñado de él una vaga sensación de que había más respuestas posibles que aquellas con las que hasta entonces había soñado su filosofía, y parecía intensificarse dulce y agradablemente mientras descansaba con su amigo en este luminoso rincón de París.
-Debo confesar -continuó al poco rato- que aquí no me siento en absoluto listo. Mis extraordinarios talentos se me antojan inútiles. Me siento tan simple como un chiquillo, y un chiquillo podría cogerme de la mano y guiarme de un lado a otro.
Ah, yo seré su chiquillo -dijo alegremente Tristram-; yo le cogeré de la mano. Póngase bajo mi custodia.
-Soy un buen trabajador -siguió Newman-, pero tiendo a pensar que soy un mal gandul. He venido al extranjero a distraerme, pero tengo dudas de saber hacerlo.
-Eso se aprende fácilmente.
-Bueno, puede que aprenda, pero me temo que nunca llegaré a hacerlo sin pensar. Tengo la mejor voluntad del mundo, pero mi genio no apunta en esa dirección. A diferencia de lo que deduzco de usted, en lo que respecta al ocio yo nunca seré original.
-Sí -dijo Tristram-, supongo que soy original; como todos esos cuadros inmorales del Louvre.
-Además -continuó Newman-, no quiero tomarme el placer como un trabajo, de la misma manera que no me tomé el trabajo como un juego. Quiero tomármelo con tranquilidad. Me siento deliciosamente vago, y me gustaría pasar seis meses como estoy ahora, sentado bajo un árbol y escuchando a una banda de música. Sólo pido una cosa: quiero oír buena música.
-¡Música y pintura! Dios mío, ¡qué gustos más refinados! Es usted lo que mi esposa llama un intelectual. Yo no, ni pizca. Pero sabremos encontrarle algo mejor que hacer que sentarse bajo un árbol. Para empezar, ha de venirse al club.
-¿Qué club?
-El Occidental. Allí verá a todos los americanos; al menos, a los mejores. Por supuesto, juega usted al póquer, ¿no?
-¡Oiga! -exclamó enérgicamente Newman-, ¡no pretenderá encerrarme en un club y clavarme a una mesa de juego! No he venido de tan lejos para eso.
-¿A qué demonios ha venido si no? Recuerdo que bien que le gustaba jugar al póquer en Saint Louis cuando me desplumó.
-He venido a ver Europa, a sacar de ella lo mejor que pueda. Quiero ver todas las cosas importantes y hacer lo que hace la gente inteligente.
-¿La gente inteligente? ¡Muy agradecido! ¿Así que me coloca entre los zoquetes?
Newman, sentado de lado en su silla, tenía el codo en el respaldo y apoyaba la cabeza sobre la mano. Sin moverse, miró un rato a su compañero con su sonrisa seca, cauta, semiinescrutable y, aun así, en conjunto cordial.
-¡Presénteme a su esposa! -dijo al fin. Tristram dio un bote en la silla.
-A fe mía que no lo haré. ¡No necesita ayuda para hacerme ascos, ni usted tampoco!
-Yo no le hago ascos, mi querido amigo; ni a nadie, ni a nada. No soy arrogante, le aseguro que no soy arrogante. Por eso estoy dispuesto a seguir el ejemplo de la gente inteligente.
-Bueno, si, como dicen aquí, yo no soy la rosa, sí que he vivido cerca de ella. Además le puedo presentar a unas cuantas personas inteligentes. ¿Conoce al general Packard? ¿Conoce a C. P. Hatch? ¿Conoce a la señorita Kitty Upjohn?
-Será un placer conocerlos; quiero cultivar las relaciones sociales.
Tristram parecía inquieto y receloso; miró a su amigo de reojo y preguntó:
-De todos modos, ¿qué se trae entre manos? ¿Va a escribir un libro?
Christopher Newman guardó silencio durante un rato mientras se retorcía una punta del bigote, y al cabo respondió:
-Un día, hace un par de meses, me ocurrió algo muy curioso. Había ido a Nueva York por un importante asunto de negocios; una historia más bien larga... se trataba de ganarle la delantera a otra parte interesada, de una manera un tanto particular, en el mercado de valores. Este sujeto me había hecho una mala jugarreta en cierta ocasión. Le guardaba rencor; en aquel momento me sentía terriblemente furioso, y juré que, a la primera oportu-nidad que se me presentase, le partiría las narices, hablando en términos figurados. Había en juego un asunto de unos sesenta mil dólares. Si lo apartaba de su camino, el tipo habría de sentir el golpe, y realmente no merecía que se le diese cuartel. Me subí a un simón y me fui por ahí a hacer mis cosas, y fue en este simón (este simón inmortal, histórico) donde ocurrió ese extraño hecho del que le hablo. Era un simón como cualquier otro, tan sólo un poco más sucio, con una franja pringosa por encima de los cojines amarillentos, como si se hubiese utilizado en muchos funerales irlandeses. Es posible que me echase una siesta; había estado viajando toda la noche y, a pesar de que mi misión me tenía acalorado, sentía la necesidad de dormir. En todo caso me desperté bruscamente de un sueño o de una especie de ensoñación con la más sorprendente de las sensaciones: una repugnancia tremenda por lo que iba a hacer. ¡Me vino de golpe! -y chasqueó los dedos-, con la brusquedad de una vieja herida que empieza a doler. No pude explicarme su significado; tan sólo sentí que aborrecía todo ese asunto y que quería desentenderme de él. La idea de perder esos sesenta mil dólares, de dejar que se escabullesen y huyesen por completo sin volver a saber nada de ellos, comparecía ante mí como la cosa más dulce del mundo. Y todo esto tuvo lugar absolutamente al margen de mi voluntad, y me quedé sentado contemplándolo como si fuera una obra de teatro. Lo sentía desarrollarse en mi interior. Puede usted estar seguro de que en nuestro interior ocurren cosas de las que com-prendemos extraordinariamente poco.
-¡Por Júpiter! Me pone usted la carne de gallina -exclamó Tristram-. Y mientras estaba ahí sentado en el simón, viendo la obra de teatro, como dice usted, ¿irrumpió el otro hombre y se embolsó sus sesenta mil dólares?
-No tengo la menor idea. ¡Eso espero, pobre diablo! Pero nunca llegué a enterarme. Nos detuvimos en Wall Street frente al lugar al que me dirigía, pero me quedé quieto en el carruaje, hasta que al fin el conductor bajó de su silla para ver si su carruaje se había convertido en un coche fúnebre. Era tan incapaz de apearme como si hubiese sido un cadáver. ¿Qué me estaba pasando? Idiotez pasajera, dirá usted. De donde quería salir era de Wall Street. Le dije al hombre que condujese hasta el ferry de Brooklyn y que cruzase al otro lado. Una vez allí, le dije que me llevase al campo. Como al principio le había dicho que se dirigiese al centro de la ciudad como si le fuese la vida en ello, supongo que pensaría que estaba loco. Quizá lo estuviese, pero de ser así sigo estando loco. Pasé la mañana contemplando las primeras hojas verdes de Long Island. Estaba harto de los negocios; quería dar al traste con todo y cortar de cuajo; tenía el dinero suficiente, y, si no, debía tenerlo. Parecía como si sintiera que había un hombre nuevo bajo mi antigua piel, y anhelaba un mundo nuevo. Cuando deseas algo con tanto ahínco más vale que te des el gusto. No entendía ni un ápice de lo que estaba ocurriendo; pero le di al viejo caballo las bridas y le dejé que encontrase su propio camino. Tan pronto como me pude salir del juego, zarpé con rumbo a Europa. Así es como he llegado a estar aquí sentado.
-Debería usted haberse desprendido de aquel simón -dijo Tristram-; no es un vehículo lo bastante seguro para dejarlo por ahí. Entonces, ¿de verdad que se ha vendido; se ha retirado de los negocios?
-Le he traspasado mi parte a un amigo; cuando me sienta dispuesto, puedo volver a coger mis cartas. Me atrevo a decir que de aquí a doce meses el proceso cambiará de sentido. El vaivén del péndulo volverá a ser de regreso. Estaré sentado en una góndola o sobre un dromedario y de pronto me querré escabullir. Pero por el momento estoy absolutamente libre. Incluso he llegado al acuerdo de que no habré de recibir ninguna carta de negocios.
-¡Vaya, es un auténtico caprice de prince! -observó Tristram-. Me echo atrás; un pobre diablo como yo no le puede hacer malgastar un ocio tan magnífico como el suyo. Debería hacerse presentar a las testas coronadas.
Newman le miró un instante, y después, con su tranquila sonrisa, preguntó:
-¿Y eso cómo se hace?
-¡Mire, eso me gusta! -exclamó Tristram-. Demuestra que habla en serio.
-Por supuesto que hablo en serio. ¿No le acabo de decir que quiero lo mejor? Sé que lo mejor no se puede obtener solamente con dinero, pero me inclino a pensar que el dinero ayuda bastante. Además, estoy dispuesto a tomarme todas las molestias que haga falta.
-No es usted nada tímido, ¿eh?
-No tengo ni idea. Quiero el mejor recreo que pueda obtener un hombre. Gente, lugares, arte, naturaleza, ¡todo! Quiero ver las montañas más altas, los lagos más azules, los cuadros más bellos, las iglesias más nobles, a los hombres más célebres y a las mujeres más hermosas.
-Entonces quédese en París. Aquí no hay montañas, que yo sepa, y el único lago está en el Bois de Boulogne, y no es que sea especialmente azul. Pero hay de todo lo demás: cuadros e iglesias en abundancia, un sinfín de hombres célebres y más de una mujer hermosa.
-Pero no me puedo establecer en París esta temporada, justo cuando empieza el verano.
-Ah, para el verano suba a Trouville.
-¿Qué es Trouville?
-El Newport francés*. La mitad de los americanos va allí.
-¿Está cerca de los Alpes?
-Tan cerca como Newport de las Montañas Rocosas.
-Ah, quiero ver el Mont Blanc -dijo Newman-, y Amsterdam, y el Rin, y muchos sitios. Sobre todo, Venecia. Me imagino cosas magníficas de Venecia.
-¡Ah! -dijo el señor Tristram poniéndose en pie-. ¡Veo que tendré que presentarle a mi esposa!
CAPÍTULO III
Llevó a efecto esa ceremonia al día siguiente, cuando, tras previa cita, Christopher Newman fue a cenar con él. El señor y la señora Tristram vivían detrás de una de esas fachadas color tiza que decoran con su pomposa monotonía las anchas avenidas elaboradas por el barón Haussmann en las inmediaciones del Arco del Triunfo. Su apartamento abundaba en comodidades modernas, y a Tristram le faltó tiempo para dirigir la atención de su visitante a sus principales tesoros domésticos, las lámparas de gas y los tubos de las calderas.
-Siempre que se sienta nostálgico -dijo-, debe venir aquí. Le pondremos delante de un hornillo, bajo un estupendo quemador, y...
-Y pronto se le pasará la nostalgia -dijo la señora Tristram.
Su marido la miró fijamente; su esposa tenía a menudo un tono que le resultaba inescrutable; ni por todo el oro del mundo conseguía averiguar si bromeaba o si hablaba en serio. Lo cierto era que las circunstancias habían contribuido mucho a cultivar en la señora Tristram una notoria tendencia a la ironía. Su gusto difería en muchas cuestiones del de su marido; y aunque hacía frecuentes concesiones, hay que confesar que no siempre eran elegantes. Estaban basadas en su vago proyecto de hacer algún día algo muy positivo, algo ligeramente apasionado. Respecto a qué pretendía hacer, ni ella misma habría sido en absoluto capaz de decirlo; no obstante, mientras tanto se estaba comprando una buena conciencia, a plazos.
Habría que añadir, sin más dilación y para evitar malentendidos, que su pequeño plan de independencia no incluía expresamente la ayuda de otra persona del sexo opuesto; no estaba ahorrando virtud para cubrir los costes de un flirteo. Había varios motivos para ello. Para empezar, tenía un rostro muy vulgar, y estaba muy lejos de hacerse ilusiones sobre su aspecto. Le tenía tomadas las medidas hasta al último cabello, conocía lo peor y lo mejor, se había aceptado a sí misma. Y esto, sin duda, no sin esfuerzo. Cuando era una muchacha se había pasado horas de espaldas al espejo, llorando a lágrima viva; y más ade-lante, impulsada por la desesperación y a modo de bravucona da, había adoptado la costumbre de proclamarse la mujer menos agraciada del mundo, con el fin -como era inevitable según la cortesía habitual- de ser contradicha y reafirmada. Fue al venir a vivir a Europa cuando empezó a tomarse el asunto con filosofía. Sus dotes de observación, que aquí ejercitaba vivamente, le habían sugerido que el primer deber de una mujer no es ser hermosa, sino simpática; y se encontró con tantas mujeres que agradaban sin hermosura, que empezó a sentir que había descubierto su misión. En cierta ocasión, le había oído afirmar a un músico entusiasta, al que un inspirado zote le había agotado la paciencia, que en realidad una buena voz supone un obstáculo para cantar como es debido; y se le ocurrió que, de la misma manera, quizá fuese cierto que un rostro hermoso es un obstáculo para la adquisición de modales encantadores. La señora Tristram, por tanto, se dedicó a ser exquisitamente simpática, y le echó a la tarea una devoción realmente conmovedora. Hasta qué punto habría tenido éxito, no puedo saberlo; por desgracia, se apeó a medio camino. Su propia excusa fue la falta de ánimos por parte de su círculo inmediato. Pero me inclino a pensar que carecía de auténtico genio para el asunto, pues si no se habría dedicado al encantador arte por sí mismo. La pobre dama era muy incompleta. Recurrió a las armonías del tocador, que entendía a fondo, y se contentó con vestirse a la perfección. Vivía en París, ciudad que fingía detestar, porque sólo en París se podía hallar cosas que encajasen exactamente con el aspecto de uno. Además, fuera de París siempre suponía cierto trastorno conseguir guantes de diez botones. Cuando vituperaba esta servicial ciudad y se le preguntaba dónde preferiría residir, ofrecía respuestas harto inesperadas. Decía que en Copenhague o en Barcelona, habiendo pasado un par de días en cada uno de estos sitios cuando hizo la gira europea. En conjunto, con sus poéticos faralaes y su pequeño rostro mal formado e inteligente, era, cuando se la conocía, una mujer indudablemente interesante. Era tímida por naturaleza, y es probable que (puesto que carecía de vanidad) de haber nacido una belleza habría seguido siendo tímida. Ahora bien, era a la vez apocada e importuna; extremadamente reservada a veces con sus amigos y extrañamente expansiva con desconocidos. Despreciaba a su marido; le despreciaba en exceso, puesto que había tenido absoluta libertad para no casarse con él. Había estado enamorada de un hombre inteligente que la había desairado, y se había casado con un necio con la esperanza de que aquel ingrato listillo, al reflexionar, llegase a la conclusión de que era ciega al mérito, y de que se había hecho ilusiones al suponer que ella apreciaba el suyo. Inquieta, descontenta, quimérica, sin ambiciones personales pero con cierta codicia de imaginación, era, como he dicho antes, eminentemente incompleta. Estaba llena -para bien y para mal- de inicios que se quedaban en nada; pero a pesar de todo poseía, moralmente, una chispa del fuego sagrado.
A Newman le gustaba, en toda circunstancia, la compañía de las mujeres; y ahora que estaba fuera de su elemento nativo, y privado de sus intereses habituales, se volcó en ella para compensar. Cobró un gran afecto a la señora Tristram; ella le correspondió sinceramente, y después de su primer encuentro pasó un buen número de horas en su sala de estar. Al cabo de dos o tres charlas se hicieron amigos íntimos. Newman tenía una peculiar conducta con las mujeres, y exigía cierto ingenio por parte de una dama descubrir que la admiraba. Carecía de toda galantería, en el sentido habitual del término; ningún cumplido, ninguna lindeza, ningún discurso. Muy dado a lo que se llama hacer chanzas en sus tratos con los hombres, nunca se encontraba en un sofá junto a un miembro del sexo débil sin sentirse extremadamente serio. No era tímido, y, en la medida en que la torpeza nace de una lucha contra la timidez, no era torpe; serio, atento, sumiso, a menudo silencioso, simplemente se dejaba llevar por una especie de rapto de respeto. Esta emoción no era en absoluto teórica, ni siquiera era muy sentimental; había reflexionado muy poco sobre la «posición» de las mujeres, y no le resultaba familiar, ni por simpatía ni por ningún otro medio, la imagen de un presidente con enaguas. Su actitud era simplemente el fruto de su bondad general y parte de su suposición, instintiva y sinceramente democrática, de que todo el mundo tiene derecho a llevar una vida fácil. Si un mendigo harapiento tenía derecho a cama, alojamiento, salario y voto, por supuesto que las mujeres, que eran más débiles que los mendigos y cuyo tejido físico era en sí mismo un atractivo, debían ser mantenidas, sentimentalmente, con fondos públicos. Newman estaba dispuesto a pagar generosos impuestos para este fin, en proporción a sus medios. Es más, para él muchas de las tradiciones comunes con respecto a las mujeres eran refrescantes impresiones personales; ¡jamás había leído una novela! Le habían impresionado su agudeza, su sutileza, su tacto, sus acertados juicios. Le parecían exquisitamente organizadas. Si es cierto que en las tareas de este mundo uno siempre ha de tener una religión, o al menos un ideal, de algún tipo, Newman hallaba su inspiración metafísica en una vaga aceptación de su responsabilidad última con alguna esclarecida testa femenina.
Pasaba una buena parte del tiempo escuchando los consejos de la señora Tristram; consejos, todo sea dicho, que nunca había pedido. No habría sido capaz de hacerlo, pues carecía de la menor percepción de las dificultades y, por tanto, de la menor curiosidad respecto a los remedios. El complejo mundo parisino que le rodeaba le parecía un asunto muy simple; era un espectáculo inmenso, asombroso, pero ni inflamaba su imaginación ni excitaba su curiosidad. Se metía las manos en los bolsillos, miraba afablemente, deseaba no perderse nada importante, observaba de cerca un montón de cosas y nunca volvía sobre sí mismo. Los «consejos» de la señora Tristram formaban parte del espectáculo, y eran el elemento más entretenido de su abundante cotilleo. Disfrutaba oyéndole hablar de él; parecía parte de su hermoso ingenio, pero jamás llevó a la práctica nada de lo que decía ni lo recordaba cuando se alejaba de ella. En cuanto a ella, se apropió de Newman; hacía muchos meses que no se le presentaba una cosa tan interesante en la que pensar. Deseaba hacer algo con él; apenas sabía qué. Lo tenía todo; era tan rico y tan fuerte, tan natural, amigable y bien dispuesto que mantenía su imaginación en constante estado de alerta. Por ahora, lo único que podía hacer era tenerle afecto. Le dijo que era un hombre «terrible-mente típico del Oeste», pero en este cumplido el adverbio estaba teñido de insinceridad. Le llevaba con ella a todas partes, le presentó a cincuenta personas y se sentía extremadamente satisfecha con su conquista. Newman aceptaba cada propuesta, estre-chaba manos de manera generalizada y promiscua y parecía tan ajeno al azoramiento como a la euforia. Tom Tristram se quejaba de la avidez de su esposa, y proclamaba que nunca conseguía estar cinco minutos seguidos con su amigo. De haber sabido cómo se iban a desarrollar las cosas, no le habría llevado a la Avenue d'Iéna. En otros tiempos, estos dos hombres no habían sido íntimos, pero Newman recordaba la antigua impresión que tenía de su anfitrión, y le hizo la justicia a la señora Tristram, que de ningún modo le había franqueado el acceso a sus confidencias, pero cuyo secreto había descubierto, de admitir que su marido era un mortal bastante degenerado. A los veinticinco años era un buen tipo, y aunque a este respecto no había cambiado, cabía esperar algo más de un hombre de su edad. La gente decía que era sociable, pero esto era tan evidente como que una esponja mojada se dilata, y tampoco es que fuera la suya una sociabilidad de primer orden. Era un gran cotilla y un charlatán, y con el fin de provocar unas risas no habría perdonado ni la reputación de su anciana madre. Newman tenía cariño a los viejos recuerdos, pero le resultaba imposible no darse cuenta de que en la actualidad Tristram era un peso pluma. Sus únicas aspiraciones eran resistir en el póquer en su club, conocer los nombres de todas las cocottes, dar apretones de manos a diestro y siniestro, atiborrar su sonrosado gaznate de trufas y champaña y crear incómodos torbellinos y obstáculos entre los átomos constitutivos de la colonia americana. Era vergonzosamente holgazán, débil, sensual, pre-suntuoso. Irritaba a nuestro amigo con el tono de sus alusiones al país natal de ambos, y Newman no conseguía entender por qué Estados Unidos no era lo bastante bueno para el señor Tristram. Nunca había sido un patriota demasiado consciente, pero le exasperaba que su amigo apenas le diese mejor trato que a un olor vulgar ante sus narices, y finalmente estalló y juró que era el mejor país del mundo, que se podía meter toda Europa en el bolsillo del pantalón y que a un americano que hablase mal de Estados Unidos habría que enviarle de vuelta a casa con grilletes y obligarle a vivir en Boston. (Esto, para Newman, era una manera muy vindicativa de exponer las cosas.) Era cómodo reprender a un hombre como Tristram; no tenía malicia, y siguió insistiendo para que Newman pusiera término a sus veladas en el Club Occidental.
Christopher Newman cenó varias veces en la Avenue d'Iéna, y su anfitrión siempre proponía una clausura temprana a esta costumbre. La señora Tristram protestaba, y manifestaba que su marido agotaba todo su ingenio en intentar disgustarla.
-Ah, no, jamás lo intento, amor mío -respondía él-. Sé lo mucho que me aborreces cuando aprovecho la oportunidad.
Newman odiaba ver a un matrimonio en estas condiciones, y estaba convencido de que uno de los dos debía de ser muy infeliz. Sabía que no se trataba de Tristram. La señora Tristram tenía un mirador delante de sus ventanas, donde, en las tardes de junio, gustaba de sentarse, y Newman solía decir con toda franqueza que prefería el balcón al club. Tenía una hilera de macetas de plantas aromáticas, y al final de la ancha calle le permitía a uno ver el Arco del Triunfo, con su borrosa mole de esculturas bajo la luz de las estrellas del verano. En ocasiones Newman mantenía su promesa de seguir al señor Tristram al Occidental al cabo de media hora, y en otras se olvidaba. Su anfitriona le hacía numerosas preguntas sobre sí mismo, pero sobre este tema era un mediocre conversador. No era lo que se dice subjetivo, si bien cuando notaba que el interés era sincero hacía un intento casi heroico de serlo. Le contó un sinfín de cosas que había hecho y le deleitó con anécdotas de la vida del Oeste; ella era de Filadelfia, y al cabo de ocho años en París hablaba de sí misma como de una lánguida mujer del Este. Pero siempre era otro el héroe de los relatos de Newman, y ello no siempre contribuía a su propio lucimiento; además, las emociones de Newman apenas eran objeto de una parca crónica. La señora Tristram tenía un deseo especial de saber si alguna vez había estado enamorado -seria, apasionadamente-, y como las alusiones de Newman no le aportaban satisfacción alguna, terminó preguntándoselo sin mediaciones. Newman vaciló durante un rato, y al cabo dijo: «¡No!». La señora Tristram declaró que estaba encantada de oírlo, pues confirmaba su íntima convicción de que era un hombre sin sentimientos.
-¿De verdad? -preguntó Newman con tono muy grave-. ¿Eso piensa? ¿Cómo reconoce a un hombre con sentimientos?
-No consigo distinguir -dijo la señora Tristram- si es usted muy simple o muy profundo.
-Soy muy profundo. Es la pura verdad.
-Creo que si le dijese con cierto tono que carece usted de sentimientos, habría de creerme ciegamente.
-¿Con cierto tono? Inténtelo y verá.
-Me creería, pero no le importaría.
-Confunde usted todo. Me importaría muchísimo, pero no la creería. La verdad es que nunca he tenido tiempo para sentir cosas. He tenido que hacerlas, que hacer sentir mi presencia.
-Me es fácil suponer que a veces lo habrá hecho a lo grande.
-Sí, en eso no se equivoca.
-No debe de ser muy agradable cuando se enfurece.
-Nunca me enfurezco.
-Cuando se enfada, entonces, o cuando se disgusta.
-Nunca me enfado, y hace tanto tiempo que no me disgusto que se me ha olvidado por completo.
-No me creo -repuso la señora Tristram- que nunca se enfade. Un hombre debe enfadarse a veces, y no es usted ni lo bastante bueno ni lo bastante malo para guardar siempre la calma.
-Quizá la pierda una vez cada cinco años.
-Está llegando la hora, entonces -dijo su anfitriona-. Antes de que hayan pasado seis meses desde que le conozco, le veré con un buen ataque de ira.
-¿Tiene usted intención de provocármelo?
-No me importaría. Se toma usted las cosas demasiado a la ligera. Me exaspera. Y además es demasiado feliz. Posee algo que debe de ser la cosa más agradable del mundo: la certeza de que ha comprado su placer por adelantado y de que ya lo tiene pagado. No tiene en perspectiva ni un solo día de ajuste de cuentas. Sus ajustes de cuentas han terminado.
-Bueno, supongo que soy feliz -dijo Newman, meditabundo.
-Ha sido usted odiosamente afortunado.
-Afortunado en el cobre -dijo Newman-, tan sólo a medias en los ferrocarriles y un fiasco irremediable en el petróleo.
-Es muy desagradable enterarse de cómo han ganado su dinero los americanos. Ahora tiene el mundo ante sí. Sólo tiene que. disfrutar.
-Bueno, supongo que soy un hombre muy acomodado -dijo Newman-. Pero estoy harto de que me lo echen en cara. Además, hay varias desventajas. No soy nada intelectual.
-Nadie espera eso de usted -respondió la señora Tristram. Y a continuación-: ¡Además, sí que lo es!
-Bueno, mi intención es pasármelo bien, lo sea o no -dijo Newman-. No soy culto, ni siquiera me he educado; no sé nada de historia, ni de arte, ni de idiomas extranjeros ni de ninguna otra cuestión erudita. Pero tampoco soy un necio, y me encargaré de haber aprendido algo sobre Europa para cuando haya terminado con ella. Siento algo aquí, debajo de las costillas -añadió a continuación-, que no puedo explicar... una especie de anhelo intenso, un deseo de estirarme y de contraerme.
-¡Bravo! -exclamó la señora Tristram-, eso está muy bien. Es usted el Gran Bárbaro del Oeste, que con toda su inocencia y su poderío da un paso al frente y se queda un rato contemplando este pobre y estéril Viejo Mundo para abatirse después precipitadamente sobre él.
-Venga, venga -dijo Newman-. Disto mucho de ser un bárbaro. Soy justo lo contrario. He visto bárbaros; sé cómo son.
-No estoy diciendo que sea usted un jefe comanche, ni que se vista con capa y plumas. Hay pequeñas diferencias.
-Soy un hombre muy civilizado -dijo Newman-. Eso lo mantengo. Si no me cree, me gustaría demostrárselo.
La señora Tristram permaneció un rato en silencio.
-Me gustaría hacer que me lo demostrase -dijo al fin-. Me gustaría ponerle en una situación difícil.
-Por favor, hágalo.
-¡Eso suena un tanto presuntuoso! -replicó su compañera. Ah -dijo Newman-, es que tengo muy buena opinión de mí mismo.
-Ojalá fuera yo capaz de ponerla a prueba. Deme tiempo, y lo haré -y después la señora Tristram guardó silencio durante un buen rato, como si estuviese intentando mantener su compromiso. Esa noche no pareció conseguirlo, pero mientras Newman se levantaba para despedirse, la señora Tristram pasó, como era habitual en ella, de un tono de implacable burla a otro de simpatía casi trémula-. Hablando en serio -añadió-, creo en usted, señor Newman. Halaga usted mi patriotismo.
-¿Su patriotismo? -preguntó Christopher.
-Así es. Tardaría demasiado en explicárselo, y probablemente no me entendería. Además, podría tomárselo como... sí, se lo podría tomar como una declaración. Pero no tiene nada que ver con usted personalmente; es lo que usted representa. Por fortuna, no sabe nada de todo esto, porque si no su presunción crecería de manera insufrible.
Newman se quedó mirándola fijamente y preguntándose qué diantre «representaba».
-Disculpe mi entrometido parloteo, y olvídese de mi consejo. Es muy absurdo por mi parte ponerme a decirle lo que ha de hacer. Cuando esté en apuros, haga lo que considere mejor y le irá bien. Cuando tenga dificultades, juzgue por sí mismo.
-Recordaré todo lo que me ha dicho -dijo Newman-. Aquí hay tantas formalidades y ceremonias...
-A formalidades y ceremonias me refiero, por supuesto.
-Ah, pero yo quiero respetarlas -dijo Newman-. ¿Acaso no tengo yo el mismo derecho que cualquiera? No me asustan, y no tiene usted por qué darme permiso para violarlas. No lo acepto.
-No es eso a lo que me refiero. Quiero decir que las respete a su modo. Resuelva por sí mismo asuntos delicados. Corte el nudo o desátelo, como prefiera.
-Bueno, de lo que estoy seguro es de que nunca me enredaré con él -respondió Newman.
La siguiente ocasión en que cenó en la Avenue d'léna era domingo, día en que el señor Tristram se abstenía de barajar las cartas, de tal modo que por la tarde había un trío en el balcón. La conversación giraba en torno a muchas cosas, y al fin la señora Tristram le hizo notar súbitamente a Christopher Newman que ya iba siendo hora de que escogiese una esposa.
-¿Oye lo que dice? ¡Vaya descaro! -dijo Tristram, que los domingos por la tarde estaba siempre muy sarcástico.
-Me imagino que no habrá decidido no casarse, ¿no? -continuó la señora Tristram.
-¡Dios me libre! -exclamó Newman-. Estoy firmemente resuelto a hacerlo.
-Es muy fácil -dijo Tristram-, ¡fatalmente fácil!
-Bueno, pues entonces supongo que no pretenderá esperar a cumplir los cincuenta.
-Todo lo contrario, tengo mucha prisa.
-Nadie lo diría. ¿Espera que venga una dama y se le proponga?
-No; estoy dispuesto a declararme yo. Pienso mucho en ello.
-Cuénteme algunos de sus pensamientos.
-Bueno -dijo lentamente Newman-, quiero casarme muy bien.
-Entonces cásese con una mujer de sesenta años -dijo Tristram.
-¿«Bien» en qué sentido?
-En todos los sentidos. Me conformaré con poco.
-Debe usted recordar que, como dice el proverbio francés, ni la joven más hermosa del mundo puede dar más de lo que tiene.
-Ya que me lo pregunta -dijo Newman-, le diré con toda franqueza que tengo enormes deseos de casarme. Para empezar, ya es hora; antes de darme cuenta tendré cuarenta años. Y además me siento solo, desamparado y aburrido. Pero si me caso ahora, y ya que no lo hice precipitadamente a los veinte años, debo hacerlo con los ojos bien abiertos. Quiero hacerlo a lo grande. No sólo no quiero cometer ningún error, sino que además deseo que sea un gran éxito. Quiero escoger. Mi esposa ha de ser una mujer magnífica.
-Voilà ce qui s appelle parler! -exclamó la señora Tristram.
-Ah, he pensado en ello largo y tendido.
-Quizá piense usted demasiado. Lo mejor es, sencillamente, enamorarse.
-Cuando encuentre a la mujer que me agrade, la amaré de sobra. Mi esposa tendrá una posición muy desahogada.
-¡Es usted espléndido! Aún queda una oportunidad para las mujeres magníficas.
-No es justa -replicó Newman-. Le sonsaca usted a uno, le hace bajar la guardia y luego se mofa de él.
-Le aseguro -dijo la señora Tristram- que hablo completamente en serio. Para demostrárselo, le voy a hacer una propuesta. ¿Querría usted que, como dicen aquí, yo le casase?
-¿Que me busque una esposa?
-Ya la he encontrado. Los pondré en contacto.
-Venga, venga -dijo Tristram-, no tenemos una agencia matrimonial. Va a pensar que quieres comisión.
-Presénteme usted a una mujer que esté a la altura de mi concepto -dijo Newman- y me casaré con ella mañana mismo.
-Lo dice con un tono bastante extraño, y no acabo de entenderle. No le suponía con tanta sangre fría ni tan calculador.
Newman permaneció un rato en silencio.
-Bueno -dijo al fin-, quiero una gran mujer. Eso lo mantengo. Es algo en lo que puedo darme el gusto, y si puedo tenerlo me propongo que así sea. ¿Para qué si no he trabajado y he bregado durante todos estos años? Lo he logrado, y ¿qué debo hacer ahora con mi éxito? Para que sea perfecto, tal y como yo lo entiendo, debe haber una mujer hermosa coronando la cima, como una estatua en un monumento. Ha de ser tan buena como hermosa, y tan inteligente como buena. Le puedo dar mucho a mi esposa, así que por mi parte no temo exigirle mucho. Tendrá todo lo que puede desear una mujer; ni siquiera objetaré a que sea demasiado buena para mí; podrá ser más inteligente y más sabia de lo que yo alcance a comprender, y eso sólo me agradará más. Quiero poseer, en una palabra, el mejor artículo del mercado.
-¿Por qué no me soltó todo esto al principio? -quiso saber Tristram-. ¡Con todo lo que me he esforzado para que me aprecie a mí!
-Esto es muy interesante -dijo la señora Tristram-. Me gusta ver a un hombre que sabe lo que quiere.
-Lo he sabido desde hace mucho tiempo -siguió Newman-. Decidí en un momento más o menos temprano de mi vida que una mujer hermosa es lo que más vale la pena tener en este mundo. Es la mayor victoria sobre las circunstancias. Cuando digo hermosa, me refiero a su espíritu y a su conducta, así como a su persona. Es algo a lo que todo hombre tiene el mismo derecho; puede conseguirlo si es capaz. No tiene por qué haber nacido con ciertas facultades para ello; basta con que sea un hombre. Después sólo tiene que emplear su voluntad, además de todo el ingenio que tenga, e intentarlo.
-Me parece que su matrimonio es más bien una cuestión de vanidad.
-Bueno, qué duda cabe de que si la gente repara en mi mujer y la admira, me sentiré enormemente halagado.
-Después de esto -exclamó la señora Tristram-, ¡para qué queremos hombres modestos!
-Pero ninguno la admirará tanto como yo.
-Veo que le tiene usted afición al esplendor.
Newman vaciló un poco, y acto seguido dijo:
-¡Creo, honestamente, que sí la tengo!
-Y supongo que ya habrá mirado usted mucho a su alrededor.
-Bastante, según las ocasiones.
-¿Y no ha visto nada que le haya satisfecho?
-No -dijo Newman, medio a regañadientes-, he de decir con toda sinceridad que nada de lo que he visto me ha dejado realmente satisfecho.
-Me recuerda usted a los héroes de los poetas románticos franceses, Rolla y Fortunio*, y a todos esos caballeros insaciables para los que nada en este mundo era lo bastante excelente. Pero veo que es usted sincero, y quisiera ayudarle.
-Cariño, ¿a quién demonios le vas a colocar? -exclamó Tristram-. Conocemos un montón de muchachas bonitas, gracias a Dios, pero las mujeres magníficas no abundan.
-¿Tiene usted algo que objetar a una extranjera? -continuó su esposa dirigiéndose a Newman, que había inclinado su silla hacia atrás y, apoyados los pies en una barra de la baranda del balcón y con las manos en los bolsillos, miraba las estrellas.
-Irlandesas, abstenerse** -dijo Tristram.
Newman estuvo cavilando un rato.
-No por el hecho de ser extranjera -dijo finalmente-; no tengo prejuicios.
-¡Querido amigo, no tiene recelos! -exclamó Tristram-. No sabe usted lo terribles que son estas parroquianas extranjeras; sobre todo las «magníficas». ¿Qué le parecería una bella circasiana, con un puñal al cinto?
Newman se propinó un enérgico cachete en la rodilla.
-Me casaría con una japonesa, si me gustase -afirmó.
-Más vale que nos limitemos a Europa -dijo la señora Tristram-. Entonces, ¿lo único que pide es que la persona sea en sí misma de su gusto?
-¡Le va a ofrecer una institutriz a la que nadie quiere! -gimió Tristram.
-No me cabe duda. No negaré que, si no intervienen otros factores, preferiría a una de mis compatriotas. Hablaríamos el mismo idioma, cosa que sería un consuelo. Pero no temo a una extranjera. Además, más bien me gusta la idea de incluir Europa. Aumenta el campo de selección. Cuando se escoge entre un número mayor, se puede hacer una elección de mejor calidad.
-¡Habla usted como Sardanápalo! -exclamó Tristram.
-Le está usted diciendo todo esto a la persona adecuada -siguió la anfitriona de Newman-. He aquí que cuento entre mis amigos con la mujer más encantadora del mundo. Ni más ni menos. No diré que sea una persona embelesadora ni una mujer muy estimable ni una gran belleza; me limito a decir que es la mujer más encantadora del mundo.
-¡Por todos los demonios! -gritó Tristram-, te lo has tenido muy callado. ¿Me tenías miedo?
-La has visto -dijo su esposa-, pero no sabes percibir un mérito como el de Claire.
Ah, ¿se llama Claire? Me rindo.
-¿Desea casarse su amiga? -preguntó Newman.
-En absoluto. Le corresponde a usted hacerla cambiar de opinión. No será fácil; ha tenido un marido, y le dio una pobre opinión de lo que es la especie.
Ah, entonces, ¿es una viuda? -preguntó Newman.
-¿Ya tiene usted miedo? A los dieciocho años sus padres la desposaron, siguiendo la costumbre francesa, con un desagradable anciano. Pero tuvo el buen gusto de morirse un par de años después, y ella tiene ahora veinticinco años.
-¿Así que es francesa?
-Francesa por parte de padre, inglesa por la de madre. En realidad es más inglesa que francesa, y habla inglés tan bien como usted o como yo... por no decir que mucho mejor. Pertenece a la flor y nata, como dicen aquí. Su familia, por ambas partes, es de una antigüedad fabulosa; su madre es hija de un conde católico inglés. Su padre murió, y desde su viudez ha vivido con su madre y con un hermano casado. Hay otro hermano, más joven, que tengo entendido que es un alocado. Tienen una antigua mansión en la Rue de l'Université, pero su fortuna es pequeña y, por mor de la economía, han formado un hogar común. Cuando era niña me eduqué en un convento de aquí, mientras mi padre hacía la gira europea. Fue una tontería hacer esto conmigo, pero tuvo la ventaja de que me llevó a conocer a Claire de Bellegarde. Era más joven que yo, pero nos hicimos amigas íntimas. Le tomé un afecto tremendo y ella correspondió a mi pasión en la medida en que le era posible. La tenían atada tan corto que apenas podía hacer nada, y cuando me fui del convento tuvo que renunciar a mí. Yo no era de su monde; tampoco lo soy ahora, pero a veces nos vemos. Es una gente terrible, la de su monde; va montada en zancos de una milla de altura y tiene pedigrís proporcionalmente extensos. Es la nata de la leche de la antigua noblesse. ¿Sabe usted lo que es un legitimista, o un ultramontano? Entre usted cualquier tarde en la sala de estar de madame de Cintré, a las cinco, y verá los especímenes mejor conservados. Aunque le digo que vaya, no admiten a nadie que no pueda mostrar sus cincuenta escudos de armas.
-¿Y ésta es la mujer con la que sugiere usted que me case? -preguntó Newman-. ¿Una mujer a la que ni siquiera me puedo acercar?
-Pero si acaba de decir que no reconocía ningún obstáculo.
Newman miró a la señora Tristram durante un rato, acariciándose el bigote.
-¿Es una belleza? -quiso saber.
-No.
-Ah, entonces es inútil que...
-No es una belleza, pero es hermosa, dos cosas muy distintas.
El rostro de una belleza carece de defectos; el rostro de una mujer hermosa puede tener defectos que no hacen sino realzar su encanto.
-Ahora me acuerdo de madame de Cintré -dijo Tristram-. Es más corriente que el agua. Ningún hombre la miraría dos veces.
Al decir que él no la miraría dos veces, mi marido la describe de sobra -replicó la señora Tristram.
-¿Es buena, es inteligente? -preguntó Newman.
-¡Es perfecta! No diré más. Cuando le cantas las alabanzas de una persona a otra que la va a conocer, entrar en detalles no es una buena táctica. No voy a exagerar. Simplemente, la recomiendo. Destaca entre todas las mujeres que he conocido; está hecha de distinta pasta.
-Me gustaría verla -se limitó a decir Newman.
-Intentaré arreglarlo. El único modo será invitándola a cenar. No la he invitado nunca, y no estoy segura de que vaya a venir. Esa vieja condesa feudal que es su madre gobierna la familia con mano de hierro, y no le permite que tenga amigos aparte de los que ella misma le escoge ni que haga visitas más allá de cierto círculo sagrado. Pero al menos se lo puedo preguntar.
En ese instante la señora Tristram fue interrumpida; un sirviente se asomó al mirador y anunció que había visitas en la sala de estar. Cuando la anfitriona de Newman hubo salido a recibir a sus amigos, Tom Tristram abordó a su invitado.
-No meta la pezuña en esto, amigo mío -dijo mientras inhalaba las últimas caladas de su cigarro-. ¡No hay nada dentro!
Newman le miró de reojo, inquisitivo.
-Usted tiene otra versión, ¿no?
-Yo sólo digo que madame de Cintré es una gran muñecona blanca que cultiva una silenciosa altivez.
-Ah, entonces es altiva, ¿eh?
-Te mira como si fueras transparente y eso es más o menos lo que le importas.
-¡Así que es muy orgullosa!
-¿Orgullosa? Tan orgullosa como yo humilde.
-¿Y no es guapa?
Tristram se encogió de hombros.
-El suyo es un tipo de belleza que para entenderlo hay que ser un intelectual. En fin, debo irme a entretener al grupo.
Transcurrió un rato antes de que Newman siguiera a sus amigos a la sala de estar. Cuando al fin hizo acto de presencia se quedó poco tiempo, y durante este período guardó completo silencio, escuchando a una dama que la señora Tristram le había presentado al instante y que hablaba, sin una sola pausa, con la plena potencia de una voz extraordinariamente chillona. Newman la miraba con fijeza y atendía. Al cabo de un rato se dirigió a la señora Tristram para darle las buenas noches.
-¿Quién es esa dama? -preguntó.
-La señorita Dora Finch. ¿Qué tal le cae?
-Es demasiado ruidosa.
-¡Tiene fama de ser muy brillante! No cabe duda de que es usted exigente -dijo la señora Tristram.
Newman vaciló unos instantes y al fin dijo:
-No se olvide de su amiga, ¿madame... cómo-se-llama?, la orgullosa belleza. Invítela a cenar y avíseme con tiempo.
Y con estas palabras se marchó.
Varios días después regresó; era por la tarde. Encontró a la señora Tristram en su sala de estar; con ella había una visita, una mujer joven y bonita vestida de blanco. Las dos mujeres se habían puesto de pie y parecía que la visita se estaba despidiendo. Mientras se acercaba, Newman recibió de la señora Tristram una mirada repleta del más elocuente significado, que no fue capaz de interpretar inmediatamente.
-Es un buen amigo nuestro -dijo la señora Tristram interpelando a su acompañante-, el señor Christopher Newman. Le he hablado de usted y tiene enormes deseos de conocerla. Si hubiese consentido en venir a cenar, me habría permitido darle una oportunidad.
La desconocida volvió el rostro hacia Newman, con una sonrisa. Éste no se turbó, porque su inconsciente sang-froid era infinita; pero al darse cuenta de que ésta era la orgullosa y bella madame de Cintré, la mujer más encantadora del mundo, la perfección prometida, el ideal completo, hizo un movimiento instintivo para poner las ideas en orden. Más allá de la ligera absorción que reflejaba, percibió un rostro alargado e inmaculado, y dos ojos que eran a la vez brillantes y apacibles.
-Me habría hecho muy feliz -dijo madame de Cintré-. Por desgracia, como ya le he dicho a la señora Tristram, el lunes me voy al campo.
Newman hizo una reverencia solemne.
-Lo lamento mucho -dijo.
-En París está empezando a hacer demasiado calor -añadió madame de Cintré, estrechando de nuevo la mano de su amiga a modo de despedida.
La señora Tristram parecía haber tomado una determinación repentina y un tanto arriesgada, y sonrió con mayor intensidad, como hacen las mujeres cuando toman este tipo de decisiones.
-Quiero que el señor Newman la conozca -dijo, ladeando la cabeza y mirando los lazos del sombrero de madame de Cintré.
Christopher Newman guardó un profundo silencio, mientras su perspicacia nativa le precavía. La señora Tristram estaba decidida a forzar a su amiga a dirigirle una palabra de aliento que debía tenía que ser algo más que una de las fórmulas habituales de cortesía; y si era la caridad la que la inducía a ello, era la caridad que empieza por uno mismo. Madame de Cintré era su queridísima Claire, y objeto de su especial admiración; pero a madame de Cintré le había sido imposible cenar con ella, y por una vez había que forzarla con suavidad a rendir tributo a la señora Tristram.
-Sería un gran placer -dijo, mirando a la señora Tristram.
-¡En el caso de madame de Cintré -exclamó la otra mujer- eso ya es decir mucho!
-Le estoy muy agradecido -dijo Newman-. La señora Tristram puede hablar en mi nombre mejor de lo que yo pueda hablar de mí mismo.
Madame de Cintré le miró de nuevo con la misma viveza apacible.
-¿Piensa usted quedarse mucho tiempo en París? -preguntó.
-Le retendremos aquí -dijo la señora Tristram.
-¡A mí sí que me están reteniendo! -dijo madame de Cintré, y le estrechó la mano a su amiga.
-Sólo un rato más -dijo la señora Tristram.
Madame de Cintré volvió a mirar a Newman; esta vez, sin su sonrisa. Sus ojos se posaron sobre él un instante.
-¿Vendrá usted a verme? -le preguntó.
La señora Tristram le dio un beso. Newman expresó su agradecimiento y madame de Cintré se despidió. Su anfitriona la acompañó a la puerta y dejó solo a Newman un momento. En seguida volvió, frotándose las manos.
-Ha sido una afortunada coincidencia -dijo-. Había venido a declinar mi invitación. Ha triunfado usted en el acto, al conseguir que al cabo de tres minutos le invite a su casa.
-Ha sido usted quien ha triunfado -dijo Newman-. No debe ser demasiado exigente con ella.
La señora Tristram le miró fijamente.
-¿Qué quiere decir?
-No me pareció tan orgullosa. Más bien diría que es tímida.
-Es usted muy sagaz. Y ¿qué opina de su rostro?
-¡Es hermoso! -dijo Newman.
-¡Eso mismo diría yo! Por supuesto, irá a verla.
-¡Mañana! -exclamó Newman.
-No, mañana no; pasado mañana. Será domingo; se marcha de París el lunes. Si no la ve, al menos será un comienzo -dijo, y le dio la dirección de madame de Cintré.
Entrada ya la tarde de verano, Newman cruzó el Sena y se abrió camino por esas calles grises y silenciosas del Faubourg Saint-Germain, cuyas casas presentan al mundo exterior una fachada tan impasible y tan sugerente de la concentración de intimidad que hay en su interior como las desnudas paredes de los serrallos de Oriente. A Newman se le antojó un extraño modo de vida para la gente rica; su ideal de grandeza era una fachada espléndida que difunde también su lustre al exterior, irradiando hospitalidad. La casa a la que había sido dirigido tenía un oscuro y polvoriento portal pintado que se abrió de par en par en respuesta a su llamada. Le dio acceso a un ancho patio de gravilla, rodeado a tres bandas por ventanas cerradas y con una puerta que daba a la calle, a la que se llegaba subiendo tres escalones y rematada por una marquesina de estaño. Todo el lugar estaba a la sombra; respondía a la idea que tenía Newman de un convento. La portera no supo decirle si madame de Cintré estaba visible; le rogó que llamase a la puerta del fondo. Cruzó el patio; sentado en los escalones del pórtico había un caballero, con la cabeza descubierta, jugando con un hermoso pointer. Se alzó mientras Newman se acercaba y, posando la mano sobre el timbre, dijo en inglés con una sonrisa que se temía que habría de esperar; los sirvientes se habían extraviado; también él había estado llamando; no sabía qué diablos les pasaba. Era un hombre joven; su inglés era excelente, y su sonrisa muy franca. Newman pronunció el nombre de madame de Cintré.
-Creo -dijo el joven- que mi hermana está visible. Entre, y si me da usted su tarjeta yo mismo se la llevaré.
Acompañaba a Newman en su misión un ligero sentimiento, no diré tanto que de reto -una tendencia a la agresión o a la defensa, según fuera necesario- como de recelo reflexivo y jovial. Parado en el pórtico, se sacó del bolsillo una tarjeta en la que, bajo su nombre, había escrito las palabras «San Francisco», y mientras la presentaba miraba con cautela a su interlocutor. Su mirada era singularmente tranquilizadora; le gustaba el rostro del joven; se parecía mucho al de madame de Cintré. A todas luces, era su hermano. El joven, a su vez, había hecho una rápida inspección de la persona de Newman. Había cogido la tarjeta y estaba a punto de entrar con ella en la casa cuando apareció otra figura en el umbral: un hombre de más edad, de buena presencia, vestido con traje de etiqueta. Clavó la mirada en Newman, y Newman le miró. «Madame de Cintré», repitió el joven, a modo de presentación del visitante. El otro cogió la tarjeta de su mano, la leyó de una fugaz ojeada, volvió a mirar a Newman de la cabeza a los pies, titubeó un instante y dijo luego con tono grave pero cortés:
-Madame de Cintré no se encuentra en casa.
El más joven de los dos hizo un gesto, y a continuación, dirigiéndose a Newman, dijo:
-Lo siento mucho, señor.
Newman hizo una mueca amistosa para indicar que no le guardaba rencor y volvió sobre sus pasos. A la altura de la casa de la portera se detuvo; los dos hombres seguían de pie en el pórtico.
-¿Quién es el caballero que está con el perro? -le preguntó a la anciana, que apareció de nuevo. Había empezado a aprender francés.
-Ése es monsieur le Comte.
-¿Y el otro?
-Monsieur le Marquis.
-¿Un marqués? -dijo Christopher Newman en inglés, que afortunadamente la anciana no entendía-. ¡Ah, entonces no es el mayordomo!
CAPÍTULO IV
Una mañana temprano, cuando Christopher Newman aún no se había vestido, un anciano hombrecillo fue anunciado en su apartamento, seguido de un joven con blusón que llevaba un cuadro con un brillante marco. Newman, entre las distracciones de París, se había olvidado de monsieur Nioche y de su habilidosa hija, pero éste fue un eficaz recordatorio.
-Me temo que me había dado por perdido, señor -dijo el anciano tras muchas disculpas y salutaciones-. ¡Le hemos hecho esperar tantos días! Nos habrá acusado, quizá, de incons-tancia, de mala fe. ¡Pero mire, por fin estoy aquí! Y mire también la bonita Madonna. Ponla en una silla, amigo mío, con buena luz, para que monsieur pueda admirarla.
Y monsieur Nioche, dirigiéndose a su acompañante, le ayudó a colocar la obra de arte.
Había sido provista de una capa de barniz de una pulgada de espesor, y su marco, de primoroso diseño, tenía como poco un pie de anchura. Resplandecía y destellaba con la luz de la mañana, y a los ojos de Newman ofrecía un aspecto maravillosamente espléndido y refinado. Se le antojó que era una compra muy afortunada, y poseerla le hizo sentirse rico. Se quedó mirándola con satisfacción mientras continuaba su aseo, y monsieur Nioche, que había despedido a su acompañante, merodeaba alrededor sonriendo y frotándose las manos.
-Es de una maravillosa finesse-murmuró, con voz acariciadora-. Y aquí y allá tiene toques magníficos; sin duda los verá, señor. Ha llamado mucho la atención en el Boulevard, mientras veníamos. ¡Y esa gradación de tonos! Eso sí que es saber pintar. No lo digo porque sea su padre, señor; pero como hombre de buen gusto que se dirige a otro, no puedo privarme de observar que tiene usted ahí una obra exquisita. Resulta difícil crear cosas así y tener que separarse de ellas. ¡Ojalá nuestros medios nos permitiesen el lujo de quedárnosla! Sinceramente le digo, señor -y monsieur Nioche soltó una risita débilmente insinuante-, sinceramente le digo que le envidio. ¿Sabe? -añadió al momento-, nos hemos tomado la libertad de ofrecerle un marco. Aumenta una pizca la valía de la obra, y le ahorrará la molestia (tan grande para una persona de su sensibilidad) de ir regateando por las tiendas.
El lenguaje que hablaba monsieur Nioche era un curioso fárrago, y renuncio a intentar reproducirlo en su integridad. Parece que antaño había tenido ciertos conocimientos de in-glés, y su acento estaba estrambóticamente teñido del cockney de la metrópolis británica. Pero su saber se había oxidado debido a la falta de uso, y su vocabulario era deficiente y caprichoso. Lo había remendado con grandes parches de francés, con palabras anglicadas mediante un proceso propio y con giros nativos traducidos literalmente. El resultado, en la forma en que con toda humildad lo presentaba, apenas habría resultado comprensible para el lector, así que me he atrevido a adaptarlo y a cribarlo. Newman sólo le entendía a medias, pero le divertía, y el decoroso desamparo del anciano atraía sus instintos democráticos. El supuesto de una fatal caída en la miseria siempre ponía fuera de sí a su intensa benevolencia -era prácticamente lo único que lo hacía-, y sentía el impulso de borrarlo, por así decirlo, con la esponja de su propia prosperidad. Sin embargo, el padre de mademoiselle Noémie parecía haber sido enérgicamente adoctrinado para esta ocasión, y manifestaba cierta avidez medrosa de cultivar oportunidades inesperadas.
-¿Cuánto le debo, pues, con el marco incluido? -preguntó Newman.
-En total serán tres mil francos -dijo el anciano, sonriendo agradablemente pero entrecruzando los dedos a modo de instintiva súplica.
-¿Podría darme un recibo?
-He traído uno -dijo monsieur Nioche-. Me tomé la libertad de extenderlo por si acaso monsieur tenía a bien desear liquidar su deuda -y sacó un papel de su cartera que entregó a su protector. El documento estaba escrito con una caligrafía diminuta y estrafalaria, y expresado en el más selecto de los lenguajes.
Newman entregó el dinero, y monsieur Nioche dejó caer los napoleones uno a uno, solemne y amorosamente, en un viejo monedero de cuero.
-¿Y qué tal está su damita? -preguntó Newman-. Me causó una gran impresión.
-¿Impresión? Monsieur es muy amable. ¿Monsieur admira su aspecto?
-Es muy bonita, sin duda.
-¡Ay, sí, es muy bonita!
-¿Qué mal hay en que sea bonita?
Monsieur Nioche clavó los ojos en un punto de la alfombra y sacudió la cabeza. Después, alzándolos hacia Newman con una mirada que pareció volverse más animada y expansiva, dijo:
-Monsieur ya sabe lo que es París. Es peligroso para la belleza, cuando la belleza no puede ofrecer ni un penique.
-Ah, pero no es el caso de su hija. Ahora es rica.
-Muy cierto; seremos ricos durante seis meses. Pero, con todo, si mi hija fuese una muchacha corriente yo dormiría mejor.
-¿Teme usted a los jóvenes?
-¡A los jóvenes y a los viejos!
-Debería conseguir un marido.
-Ah, monsieur, no se consigue un marido a cambio de nada. Su marido deberá aceptarla tal y como es; no la puedo dotar ni con un penique. Pero los jóvenes no miran con esos ojos.
-Bueno -dijo Newman-, su talento es en sí mismo una dote.
-¡Ah, señor, primero hay que convertirlo en especie! -y monsieur Nioche le dio un tierno cachete a su portamonedas antes de guardarlo-. Una operación así no ocurre todos los días.
-Bueno, los jóvenes de aquí son muy mezquinos -dijo Newman-; no puedo decir otra cosa. Deberían ser ellos quienes pagasen por su hija, en vez de pedir dinero.
-Sus ideas son muy nobles; pero ¿qué quiere? No son las ideas de este país. Queremos saber qué nos traemos entre manos cuando nos vamos a casar.
-¿Qué dote necesita su hija?
Monsieur Nioche le miró fijamente, como si se estuviese preguntando qué venía a continuación; pero casualmente se recuperó al punto y replicó que conocía a un joven muy agradable, empleado de una compañía de seguros, que se contentaría con quince mil francos.
-Que su hija me pinte media docena de cuadros y tendrá su dote.
-¡Media docena de cuadros... su dote! ¿No estará hablando monsieur irreflexivamente?
-Si me hace seis u ocho copias del Louvre tan bonitas como esa Madonna, le pagaré el mismo precio -dijo Newman.
El pobre monsieur Nioche se quedó sin habla durante unos instantes, lleno de asombro y gratitud; después cogió la mano de Newman, la apretó entre sus diez dedos y clavó sobre él unos ojos húmedos.
-¿Tan bonitas como ésa? Serán mil veces más bonitas; serán magníficas, sublimes. ¡Ah, ojalá supiera yo pintar, señor, para echarle así una mano! ¿Qué puedo hacer para agradecérselo? Voyons! -dijo, y se estrujó la frente mientras intentaba que se le ocurriese algo.
-Bueno, ya me lo ha agradecido bastante -dijo Newman.
-¡Ah, ya sé, señor! -exclamó monsieur Nioche-. Para expresarle mi gratitud, no le cobraré nada por las lecciones de conversación francesa.
-¿Lecciones? Se me habían olvidado por completo. Escuchar su inglés -añadió Newman, riéndose- es casi una lección de francés.
-Ah, no digo que enseñe inglés, ciertamente -dijo monsieur Nioche-. Pero en cuanto a mi admirable lengua, sigo estando a su servicio.
-Entonces, puesto que está usted aquí -dijo Newman-, empezaremos. Es muy buena hora. Voy a tomarme el café; venga cada mañana a las nueve y media y tómese el suyo conmigo.
-¿Monsieur me ofrece el café, también? -exclamó monsieur Nioche-. Sin duda, regresan mis beaux jours.
-Venga -dijo Newman-, empecemos. El café está terriblemente caliente. ¿Cómo se dice eso en francés?
Así pues, cada día, durante las tres semanas siguientes, la figura circunstancialmente respetable de monsieur Nioche hacía acto de presencia, con una retahíla de pequeñas reverencias inquisitivas y exculpatorias, entre los aromáticos vapores de la bebida matinal de Newman. No sé cuánto francés aprendió nuestro amigo; pero como él mismo decía, si el esfuerzo no le servía de nada, en cualquier caso no le perjudicaba. Y le divertía; satisfacía ese lado irregularmente sociable de su naturaleza que siempre se había manifestado en su disfrute de la conversación agramatical, y que a menudo, incluso en sus días de ajetreo y preocupaciones, le había llevado a sentarse sobre las vallas de jóvenes pueblos del Oeste, en la penumbra, y sostener charlas poco menos que fraternales con cómicos haraganes y turbios buscadores de fortuna. Allá donde iba, tenía la intención de hablar con los nativos; le habían asegurado, y su propio juicio aprobaba el consejo, que cuando se viaja por el extranjero es una idea excelente examinar la vida del país. Monsieur Nioche era todo un nativo, y, aunque su vida quizá no mereciese un estudio especial, él era una parte palmaria y bien pulida de esa pintoresca civilización parisina que tanto recreo fácil le ofrecía a nuestro héroe y tantos problemas curiosos le planteaba a su entendimiento inquisitivo y práctico. Newman tenía aprecio por las estadísticas; le gustaba saber cómo se hacían las cosas; le gratificaba enterarse de cuántos impuestos se pagaban, qué beneficios se obtenían, cuáles eran los hábitos comerciales predominantes, cómo se libraba la batalla de la vida. Monsieur Nioche, en tanto que capitalista mermado, estaba familiarizado con estas consideraciones, y formulaba su información, que se sentía orgulloso de poder impartir, en los términos más claros posibles y con un pellizco de rapé entre el dedo índice y el pulgar. Como buen francés -muy al margen de los napoleones de Newman-, monsieur Nioche adoraba conversar, y ni siquiera en plena decadencia se le había olvidado la urbanidad. También como buen francés, sabía dar un informe claro de las cosas, y -también como buen francés- cuando sus conocimientos le fallaban sabía suplir los lapsus con las hipótesis más oportunas e ingeniosas. Al pequeño financiero venido a menos le producía un intenso placer que le hiciesen preguntas; rebañaba información mediante procedimientos frugales, y tomaba notas, en su pequeño y grasiento cuaderno de bolsillo, de incidentes que pudieran serle de interés a su munificente amigo. Leía viejos almanaques en los puestos de libros de los embarcaderos, y empezó a frecuentar otro café donde se recibían más periódicos y donde su demitasse de sobremesa le costaba un penique extra, y allí solía escudriñar las páginas descuartizadas en busca de anécdotas curiosas, fenómenos de la naturaleza y raras coincidencias. A la mañana siguiente relataba con solemnidad que se acababa de morir en Burdeos un niño de cinco años cuyo cerebro se había descubierto que pesaba sesenta onzas, ¡el cerebro de un Napoleón o un Washington!, o que madame P., charcutière de la Rue de Clichy, había encontrado en el forro de un viejo vestido la cantidad de trescientos sesenta francos que había perdido hacía cinco años. Pronunciaba estas palabras con gran precisión y sonoridad, y Newman le aseguró que su modo de contender con la lengua francesa era muy superior al des-concertante parloteo que oía en otras bocas. Ante esto, monsieur Nioche desarrolló una agudeza más primorosa que nunca; se ofreció a leer extractos de Lamartine, y afirmó que, a pesar de que se esforzaba en la medida de sus pocas luces por cultivar una dicción refinada, si monsieur quería el no va más, debía ir al Théâtre Français.
Newman mostró interés por la frugalidad francesa y concibió una viva admiración por las economías parisinas. Su propio genio económico estaba tan completamente volcado en operaciones a mayor escala, y tan imperiosa era su necesidad, para moverse con desenvoltura, de sentir que había grandes desafíos y grandes premios, que hallaba un sincero entretenimiento en el espectáculo de las fortunas que se habían amasado reunien-do monedas de cobre y en la minuciosa subdivisión de trabajo y beneficio. Preguntaba a monsieur Nioche por su modo de vida, y sentía una amistosa mezcla de compasión y respeto ante el recital de sus delicadas frugalidades. El digno señor le contó que en otra época él y su hija habían sustentado su existencia, cómodamente, con la cantidad de quince peniques per diem; en tiempos recientes, habiendo conseguido llevar a buen puerto los últimos restos flotantes del naufragio de su fortuna, su presupuesto había sido un poco más amplio. Pero todavía tenían que contar exhaustivamente cada penique, y monsieur Nioche le confió con un suspiro que mademoiselle Noémie no ponía en esa tarea el ferviente entusiasmo que cabía desear.
-Pero ¿qué le voy a contar? -preguntó filosóficamente-. Es joven y bonita, necesita trajes y guantes nuevos; no se puede estar con vestidos astrosos entre los esplendores del Louvre.
-Pero su hija gana lo suficiente para costearse su propia ropa -dijo Newman.
Monsieur Nioche le miró con ojos débiles e inseguros. Le habría gustado ser capaz de decir que los talentos de su hija eran objeto de aprecio y que sus pintarrajos deformes disponían de todo un mercado; pero parecía escandaloso abusar de la credulidad de este forastero dadivoso que, sin sospechas ni preguntas, le había reconocido los mismos derechos sociales. Se decantó por un término medio, y dijo que, aun siendo obvio que bastaba con ver las reproducciones de los maestros antiguos de mademoiselle Noémie para codiciarlas, los precios que se veía obligada a pedir por ellos en virtud de su especial finura de ejecución habían mantenido a los compradores a una respetuosa distancia.
-¡Pobre criatura! -suspiró monsieur Nioche-; ¡casi es una pena que su trabajo sea tan perfecto! Le irían mejor las cosas si no pintase tan bien.
-Pero si mademoiselle Noémie tiene tanta devoción por su arte -observó Newman en cierta ocasión-, ¿por qué habría usted de tener esos temores de los que me hablaba el otro día?
Monsieur Nioche se quedó meditando; había cierta inconsistencia en su postura que le hacía sentirse enormemente incómodo. A pesar de que no tenía el menor deseo de acabar con la gallina de los huevos de oro -la benévola confianza de Newman-, sentía un tímido impulso a expresarle todas sus tribulaciones.
-Ah, es una artista, señor mío, de eso no hay duda -declaró-. Pero, a decir verdad, también es una franche coquette. De veras lamento decir -añadió al instante, meneando la cabeza con toda la inofensiva amargura del mundo- que lo ha heredado. ¡Su madre ya lo fue antes que ella!
-¿No fue usted feliz con su esposa? -preguntó Newman.
Monsieur Nioche sacudió bruscamente la cabeza varias veces.
-¡Era mi purgatorio, monsieur!
-¿Le engañaba?
-Ante mis propias narices, año tras año. Fui demasiado estúpido, y la tentación era demasiado grande. Pero al fin la pillé. Una sola vez en mi vida he sido un hombre al que temer; lo sé muy bien: ¡fue en aquel momento! Pero no me gusta pensar en ello. La amaba... no sabría decirle lo mucho que la amaba. Era una mala mujer.
-¿Ya no vive?
-Se fue por su cuenta y riesgo.
-Entonces -dijo Newman para darle ánimos-, no hay por qué temer su influencia en su hija.
-¡Su hija le importaba tan poco como las suelas de sus zapatos! Pero a Noémie no le hace falta que influyan en ella. Se basta por sí sola. Es más fuerte que yo.
-No le obedece, ¿eh?
-No puede obedecer, señor, puesto que yo no ordeno. ¿De qué serviría? Se enfadaría y la empujaría a hacer un coup de tête. Es muy inteligente, como su madre; no se lo pensaría dos veces. De niña (cuando yo era dichoso, o eso creía) estudió dibujo y pintura con profesores de primera, y me aseguraron que tenía talento. Yo estaba encantado de creérmelo, y cuando me relacionaba con gente solía llevarme sus cuadros en un portafolios y se los enseñaba a unos y a otros. Recuerdo cierta ocasión en que una dama pensó que los estaba poniendo a la venta, y me lo tomé muy mal. ¡No sabemos hasta qué punto somos capaces de ceder! Después llegaron mis malos tiempos, y mi estallido con madame Nioche. Noémie no recibió más lecciones a veinte francos; pero al cabo del tiempo, cuando creció y fue sumamente imperioso que hiciese algo que contribuyese a mante-nernos vivos, se acordó de su paleta y de sus pinceles. Algunos amigos nuestros del quartier tacharon la idea de descabellada: recomendaron que probase a hacer sombreros, que consiguiera un empleo en una tienda o (si era más ambiciosa) que se anunciara para un puesto de dame de compagnie. Se anunció, y una anciana le escribió una carta pidiéndole que fuese a verla. A la anciana le gustó, y le ofreció la manutención y seiscientos francos al año; pero Noémie descubrió que se pasaba la vida en la butaca y que sólo recibía dos visitas, su confesor y su sobrino: el confesor, muy estricto, y el sobrino, un hombre de cincuenta años con la nariz rota y un cargo de dos mil francos al año en la administración del gobierno. Noémie abandonó a su vieja dama, se compró una caja de pinturas, un lienzo y un vestido nuevo y se fue al Louvre a colocar su caballete. Ahí, de un sitio a otro, ha pasado los dos últimos años; no puedo decir que nos haya hecho millonarios. Pero Noémie me dice que Roma no se ganó en una hora, que está haciendo grandes progresos y que debo dejarla a su aire. El hecho es que, sin menoscabo para su genio, no tiene la más mínima intención de enterrarse en vida. Le gusta ver mundo, y que la vean. Ella misma dice que no puede trabajar en la sombra. Con su aspecto, es natural. Sólo que no puedo evitar preocuparme y estremecerme y preguntarme por lo que le pueda ocurrir ahí sola, día tras día, entre tanto ir y venir de extraños. No siempre puedo estar a su lado. La acompaño por la mañana y voy a buscarla, pero en el intervalo no me permite estar con ella; dice que la pongo nerviosa. ¡Como si a mí no me pusiera nervioso estar todo el día deambulando sin ella! ¡Ay, si le ocurriese algo! -exclamó monsieur Nioche, apretando los puños y sacudiendo nuevamente la cabeza con un ademán de mal agüero.
-Bueno, me imagino que no ocurrirá nada -dijo Newman.
-¡Creo que le pegaría un tiro! -dijo el anciano con tono solemne.
-Bueno, la casaremos -dijo Newman-, ya que es así como trata usted la cuestión; y yo iré a verla mañana al Louvre y seleccionaré los cuadros que ha de copiar para mí.
Monsieur Nioche le había traído a Newman un mensaje de parte de su hija en el que la joven aceptaba el magnífico encargo y se declaraba su más devota servidora, prometiendo esforzarse con ahínco y lamentándose de que las normas de la etiqueta le impidiesen ir a agradecérselo en persona. La mañana siguiente a la conversación que se acaba de narrar, Newman volvió a referirse a su intención de encontrarse con mademoiselle Noémie en el Louvre. Monsieur Nioche parecía estar preocupado, y no abrió su saco de anécdotas; tomó rapé en abundancia y lanzó miradas oblicuas e implorantes a su resuelto alumno. Finalmente, cuando se estaba marchando, se detuvo un instante tras sacarle brillo al sombrero con su pañuelo de calicó, posando sus ojos pequeños y sin brillo de manera extraña sobre Newman.
-¿Qué ocurre? -preguntó nuestro héroe.
-¡Disculpe la inquietud del corazón de un padre! -dijo monsieur Nioche-. Usted me inspira una confianza infinita, pero no puedo evitar hacerle una advertencia. Al fin y al cabo, es usted un hombre, es joven y es libre. ¡Permítame implorarle, pues, que respete la inocencia de mademoiselle Nioche!
Newman se había estado preguntando qué vendría a continuación, y al oír esto estalló en una carcajada. Estuvo a punto de observar que más riesgo le parecía que corría su propia inocencia, pero se contentó con prometer que trataría a la joven poco menos que con veneración. La encontró esperándole, sentada en el gran diván del Salón Carré. No iba vestida con su traje de faena sino con sombrero y guantes y llevaba un parasol, en honor a la ocasión. Estos artículos habían sido seleccionados con un gusto infalible, y no cabía concebir una imagen más fresca y bonita de viveza juvenil y discernimiento en flor. Le hizo a Newman una respetuosa reverencia y le expresó su gratitud por su generosidad con un discursito deliciosamente grácil. A Newman le molestó tener ahí enfrente a una encantadora muchacha dándole las gracias, y le hizo sentirse incómodo pensar que esta perfecta joven, con sus excelentes modales y su modulada entonación, estaba literalmente a su servicio. Newman le aseguró, con el francés del que fue capaz, que no merecía la pena ni mencionarlo y que consideraba sus servicios un gran favor.
-Entonces, cuando usted quiera -dijo mademoiselle Noémie-, pasaremos revista.
Caminaron lentamente por la sala, después pasaron a las otras y pasearon durante una media hora. Era obvio que mademoiselle Noémie disfrutaba de la situación, y no sentía ningún deseo de concluir su entrevista pública con su atractivo mecenas. Newman observó que la prosperidad le sentaba bien. El airecillo insolente y perentorio con que se había dirigido a su padre durante su anterior encuentro había cedido paso a un tono de lo más reposado y acariciador.
-¿Qué tipo de cuadros desea? -preguntó-. ¿Sagrados o profanos?
-Bueno, unos cuantos de cada -dijo Newman-. Pero quiero algo luminoso y alegre.
-¿Algo alegre? No hay nada demasiado alegre en este solemne y viejo Louvre. Pero vamos a ver qué podemos encontrar.
Habla usted hoy francés con mucho encanto. Mi padre ha obrado maravillas.
-Bueno, soy un mal subordinado. Soy demasiado viejo para aprender un idioma -dijo Newman.
-¿Demasiado viejo? Quelle folie! -exclamó mademoiselle Noémie, con una risa cristalina y chillona-. Es usted un hombre muy joven. Y ¿qué le parece mi padre?
-Es un caballero muy agradable. Nunca se ríe de mis disparates.
-Es muy comme il faut, mi papá -dijo mademoiselle Noémie-, y tan honrado como la luz del día. ¡Ah, es de una probidad excepcional! Sería posible confiar varios millones a su custodia.
-¿Usted siempre le obedece?
-¿Obedecerle?
-¿Hace lo que le manda?
La joven se detuvo y le miró; tenía una mancha de rubor en cada mejilla, y sus expresivos ojos franceses, demasiado saltones para ser de una belleza perfecta, brillaban con un ligero descaro.
-¿Por qué me pregunta eso?
-Porque quiero saberlo.
-¿Me considera una niña mala? -y esbozó una extraña sonrisa.
Newman la miró un momento; vio que era bonita, pero no se quedó en absoluto deslumbrado. Recordó cómo había suplicado el pobre monsieur Nioche por su «inocencia», y volvió a reírse a la vez que se cruzaban sus miradas. Su rostro era una extrañísima mezcla de juventud y madurez, y bajo la cándida expresión su penetrante sonrisita parecía contener todo un mundo de intenciones ambiguas. Era lo bastante bonita, sin duda, para poner nervioso a su padre; pero en lo que se refiere a su inocencia, Newman habría afirmado allí mismo que no se había desprendido de ella. Sencillamente, nunca la había tenido; había estado mirando el mundo desde que tenía diez años, y el hombre que le pudiese contar algún secreto sería un hombre sabio. En sus largas mañanas del Louvre no se había limitado a estudiar madonnas y san juanes; había estado vigilando las diversas encarnaciones de la naturaleza humana que había a su alrededor y había sacado sus propias conclusiones. A juicio de Newman, en cierto sentido monsieur Nioche podía estar tranquilo; quizá su hija hiciera algo muy osado, pero nunca haría nada estúpido. Newman, con su sonrisa larga y sosegada y su manera de hablar serena y sin prisas, siempre se tomaba su tiempo, mentalmente; ahora se estaba preguntando por qué le miraba ella de esa manera. Tenía la impresión de que quería oírle confesar que, en efecto, la consideraba una niña mala.
-No, no -dijo al fin-; sería muy maleducado por mi parte juzgarla de esa manera. No la conozco.
-Pero mi padre se le ha quejado -dijo mademoiselle Noémie.
-Dice que es usted una coqueta.
-¡No debería ir por ahí diciéndoles esas cosas a los caballeros! Pero usted no se lo cree, ¿verdad?
-No -dijo Newman con gravedad-, no me lo creo.
Ella volvió a mirarle, se encogió de hombros y sonrió y después indicó un pequeño cuadro italiano, unas bodas de santa Catalina.
-¿Qué le parecería éste? -preguntó.
-No me gusta -dijo Newman-. La joven del vestido amarillo no es bonita.
-Ah, es usted un gran experto -murmuró mademoiselle Noémie.
-¿En cuadros? No, no lo soy; sé muy poco de cuadros.
-¿En mujeres bonitas, entonces?
-En eso apenas soy mejor.
-¿Qué me dice de éste, entonces? -preguntó la joven indicando un soberbio retrato italiano de una dama-. Se lo haré a una escala más pequeña.
-¿A menor escala? ¿Y por qué no del mismo tamaño que el original?
Mademoiselle Noémie echó un vistazo al radiante esplendor de la obra maestra veneciana e hizo un pequeño ademán con la cabeza.
-No me gusta esa mujer. Parece estúpida.
-A mí sí que me gusta -dijo Newman-. Decididamente, debo tenerla, y a tamaño natural. Y tan estúpida como es ahí.
La joven volvió a clavar los ojos sobre Newman, y dijo con su sonrisa burlona:
-¡Sin duda, me será fácil darle aspecto de estúpida!
-¿Qué quiere decir? -preguntó Newman, desconcertado. Mademoiselle Noémie volvió a encogerse de hombros.
-¿En serio, entonces, que quiere ese retrato... el cabello dorado, el raso púrpura, el collar de perlas, ese magnífico par de brazos?
-Todo, exactamente como está.
-¿No le serviría ninguna otra cosa?
-Bueno, quiero más cosas, pero también quiero éste.
Mademoiselle Noémie se apartó un momento, caminó hacia el otro lado de la sala y se quedó allí, mirando vagamente a un lado y a otro. Al fin regresó.
-Debe de ser delicioso poder encargar cuadros de ese modo. ¡Retratos venecianos a tamaño natural! Se comporta como un príncipe. ¿Y así es como va a viajar por Europa?
-Sí, tengo intención de viajar -dijo Newman.
-¿Encargando, comprando, gastando dinero?
-Por supuesto que gastaré algo de dinero.
-Es usted muy afortunado por tenerlo. ¿Y es usted completamente libre?
-¿Qué quiere decir con libre?
-¿No tiene nada que le moleste: familia, esposa, prometida?
-Sí, soy razonablemente libre.
-Es usted muy afortunado -dijo mademoiselle Noémie con tono solemne.
-Je le veux bien! -dijo Newman, demostrando que había aprendido más francés de lo que admitía.
-¿Y cuánto tiempo se va a quedar en París? -continuó la joven.
-Sólo unos cuantos días más.
-¿Por qué se marcha?
-Empieza a hacer calor, y me tengo que ir a Suiza.
-¿A Suiza? Es un hermoso país. ¡Daría mi parasol nuevo por verlo! ¡Lagos y montañas, románticos valles y cumbres nevadas! Ah, le felicito. Mientras tanto, yo me pasaré el caluroso verano aquí sentada, pintarrajeando sus cuadros.
-Bueno, tómese todo el tiempo que necesite -dijo Newman-. Hágalos cuando buenamente pueda.
Siguieron caminando y miraron unas cuantas cosas más. Newman señalaba lo que le gustaba, y mademoiselle Noémie por lo general lo criticaba y proponía otra cosa. Entonces, de pronto, se desvió hacia una cuestión personal.
-¿Qué le impulsó a hablarme el otro día en el Salón Carré? -preguntó de modo abrupto.
-Admiraba su cuadro.
-Pues estuvo usted dudando un buen rato.
-Bueno, no hago nada precipitadamente -dijo Newman.
-Sí, vi que me observaba. Pero en ningún momento pensé que fuese a hablar conmigo. Jamas soñé que hoy estaría paseándome por aquí con usted. Es muy curioso.
-Es muy natural -observó Newman.
-Oh, disculpe, para mí no. Por muy coqueta que pueda usted considerarme, nunca me había paseado en público con un caballero. ¿En qué estaría pensando mi padre cuando accedió a nuestro encuentro?
-Se estaba arrepintiendo de sus injustas acusaciones -replicó Newman.
Mademoiselle Noémie guardó silencio, y después se dejó caer en un asiento.
-Bueno, pues está todo dicho respecto a esos cinco. Cinco copias tan espléndidas y hermosas como me sea posible. Nos queda una por elegir. ¿No le gustaría uno de esos magníficos rubens... las bodas de Marie de Médicis? Mírelo, vea qué hermoso es.
-Ah, sí, ése me gustaría -dijo Newman-. Con él ya son seis.
-Con él ya son seis... ¡muy bien! -se rió. Siguió sentada un momento, mirándole, y de pronto se levantó y se irguió frente a él con las manos entrelazadas por delante-. No le comprendo -dijo con una sonrisa-. No comprendo cómo un hombre puede ser tan ignorante.
-Ah, soy ignorante, cierto -dijo Newman a la vez que se metía las manos en los bolsillos.
-¡Es ridículo! Yo no sé pintar.
-¿No sabe?
-Pinto como un gato; no soy capaz de dibujar ni una línea recta. No había vendido ni un solo cuadro hasta que usted me compró aquella cosa el otro día -y mientras ofrecía esta sorprendente información seguía sonriendo.
Newman prorrumpió en una carcajada.
-¿Por qué me cuenta esto? -preguntó.
-Porque me irrita que un hombre inteligente meta así la pata. Mis cuadros son grotescos.
Y el que yo poseo...
-Ése es bastante peor que los demás.
-Bueno -dijo Newman-, ¡en cualquier caso me gusta!
Ella le miró de refilón.
-Eso es muy amable por su parte -respondió-, pero mi deber es advertirle antes de que vaya usted más lejos. Este encargo suyo es imposible, ¿sabe? ¿Por quién me ha tomado? Es un trabajo para diez hombres. Escoge usted los seis cuadros más difíciles del Louvre y espera que me ponga a trabajar como si fuese a hacer dobladillos para una docena de pañuelos. Quería ver hasta dónde iba a llegar usted.
Newman miró a la joven con cierta perplejidad. A pesar del ridículo error del que se le acusaba, estaba muy lejos de ser un papanatas, y tenía la viva sospecha de que la súbita franqueza de mademoiselle Noémie no era esencialmente más honrada que haberle mantenido en el error. Estaba jugando a algo; no era mera compasión por su inmadurez estética. ¿Qué esperaba ganar? Las apuestas eran altas y el riesgo grande; el premio, por tanto, tenía que ser proporcional. Pero, aun concediendo que el premio pudiese ser grande, Newman no pudo resistir un impulso de admiración por la intrepidez de su acompañante. Estaba tirando con una mano, al margen de lo que se propusiese hacer con la otra, una bonita suma de dinero.
-¿Está usted de broma -le preguntó- o va en serio?
-¡Oh, es en serio! -exclamó mademoiselle Noémie, pero con su extraordinaria sonrisa.
-Sé muy poco de cuadros, o de cómo se pintan. Si no puede hacer todo eso, es obvio que no puede. Haga entonces lo que pueda.
-Quedará muy mal -dijo mademoiselle Noémie.
-Ah -dijo Newman, riéndose-, si ha decidido usted que va a quedar mal, por supuesto que lo estará. Pero ¿por qué sigue pintando si lo hace mal?
-No sé hacer otra cosa; no tengo ningún talento verdadero.
-Entonces está usted engañando a su padre. La joven titubeó un instante.
-¡Él lo sabe perfectamente!
-No -proclamó Newman-; estoy seguro de que cree en usted.
-Me tiene miedo. Sigo pintando aunque lo haga mal, como usted dice, porque quiero aprender. En cualquier caso, me gusta. Y me gusta estar aquí; es un lugar al que ir a diario; es mejor que sentarse en un cuartito húmedo y oscuro en una corrala, o que vender botones y ballenas de corsé detrás de un mostrador.
-Por supuesto, es mucho más entretenido -dijo Newman-. Pero para una muchacha pobre, ¿no es un entretenimiento más bien caro?
-Oh, hago muy mal, de eso no hay duda -dijo mademoiselle Noémie-. Pero antes que ganarme la vida como hacen algunas muchachas, afanándose con una aguja en un negro cuchitril, fuera del mundo, me tiraría al Sena.
-No hay ninguna necesidad -respondió Newman-; ¿le ha hablado su padre de mi oferta?
-¿Su oferta?
-Quiere que usted se case, y yo le he dicho que le daría la oportunidad de ganarse su dot.
-Me lo ha contado todo, ¡y ya ve usted el partido que le saco! ¿Por qué habría de tomarse tanto interés por mi matrimonio?
-Mi interés era por su padre. Mantengo mi oferta; haga lo que pueda y le compraré lo que pinte.
Durante un rato se quedó pensativa, con los ojos clavados en el suelo. Al fin, alzando la vista, preguntó:
-¿Qué tipo de marido se puede obtener por doce mil francos?
-Su padre me ha dicho que conoce a varios jóvenes muy apropiados.
-¡Tenderos y carniceros y pequeños maîtres de cafés! O me caso bien o no me caso.
-Le recomendaría que no fuese demasiado puntillosa -dijo Newman-. Es el único consejo que puedo darle.
-¡Estoy muy disgustada por lo que acabo de decir! -exclamó la joven-. No me ha hecho ningún bien. Pero no he podido evitarlo.
-¿Qué bien esperaba que le hiciera?
-Sencillamente, no he podido evitarlo.
Newman la miró por unos instantes.
-Bueno, puede que sus cuadros sean malos, pero aun así es usted demasiado inteligente para mí. No la comprendo. ¡Adiós! -dijo, y le tendió la mano.
Ella no hizo ninguna réplica ni devolvió ningún gesto de despedida. Se apartó, se sentó de lado en un banco y apoyó la cabeza sobre el dorso de la mano, agarrándose a la baranda que había frente a los cuadros. Newman se quedó un momento y después dio media vuelta de talón y se retiró. La había comprendido mejor de lo que confesaba; esta curiosa escena era todo un comentario práctico a la afirmación de su padre de que era una coqueta redomada.
CAPÍTULO V
Cuando Newman le refirió a la señora Tristram su infructuosa visita a madame de Cintré, aquélla le apremió a que en lugar de desanimarse pusiera en marcha su plan de «ver Europa» durante el verano, a que volviese a París en otoño y se instalase cómodamente para el invierno. «Madame de Cintré seguirá igual -dijo-; no es una mujer que se case de un día para otro.» Newman no hizo ninguna afirmación clara de que regresaría a París; incluso habló de Roma y del Nilo, y se abstuvo de manifestar ningún interés especial por la prolongada viudedad de madame de Cintré. Este detalle chocaba con su habitual franqueza, y quizá quepa considerarlo como característico del incipiente estado de esa pasión que se suele conocer más específicamente como la misteriosa. Lo cierto es que la expresión de un par de ojos que eran a la vez brillantes y suaves se había convertido en un recuerdo muy familiar, y no se habría resignado fácilmente a la perspectiva de no volver a mirarlos jamás. Le comunicaba a la señora Tristram otras muchas cosas, de mayor o menor importancia, según se mire; pero en este punto concreto seguía su propio consejo. Se despidió afablemente de monsieur Nioche después de asegurarle que, en lo que a él se refería, la mismísima Madonna del traje azul podría haber estado presente en su entrevista con mademoiselle Noémie, y dejó al anciano acariciándose el bolsillo de la pechera, en un éxtasis que hasta para la desgracia más inten-sa habría sido todo un reto disipar. Newman emprendió entonces sus viajes con su acostumbrado aire de calmada desocupación y con la claridad y profundidad de miras que le eran esenciales. No había hombre que pareciese tener menos prisas, y aun así ningún hombre llevaba tantas cosas a cabo en períodos breves. Tenía ciertos instintos prácticos que le eran de extraordinaria utilidad en su oficio de turista. Se orientaba en ciudades extranjeras intuitivamente, su memoria era excelente cuando volcaba su atención en cuerpo y alma y salía de diálogos en lenguas extranjeras, de los que formalmente no había entendido ni una sola palabra, en plena posesión del dato concreto que había deseado averiguar. Su hambre de datos era enorme, y aunque al típico viajero sentimental muchos de los que anotaba le podrían parecer tristemente áridos y desvaídos, un atento examen de la lista habría demostrado que su imaginación tenía un punto sensible. En la encantadora ciudad de Bruselas -su primera parada después de salir de París- hizo muchas preguntas sobre los tranvías, y se quedó extremadamente satisfecho con la reaparición de este conocido símbolo de la civilización americana; pero también le impresionó mucho la bella torre gótica del ayuntamiento, y se preguntó si no sería posible «levantar algo así en San Francisco. En la abarrotada plaza que hay frente a este edificio estuvo media hora escuchando de pie, exponiéndose al inminente peligro de las ruedas de los carruajes, a un viejo cicerone desdentado que farfullaba en un inglés roto la conmovedora historia de los condes Egmont y Horn; y escribió los nombres de estos caballeros -por razones que sólo él conocíaen el dorso de una vieja carta.
Al principio, nada más salir de París, su curiosidad no había sido intensa; parecía que el entretenimiento pasivo en los Champs Élysées y en los teatros era todo lo que le cabía esperar de sí mismo, y aunque, tal y como le dijo a Tristram, deseaba ver el misterioso y complaciente óptimo, ni por asomo sentía el Grand Tour* como un peso en la conciencia, y no era dado a poner en duda la diversión del momento. Consideraba que Europa estaba hecha para él y no él para Europa. Había dicho que quería cultivarse, pero habría sentido cierta turbación, incluso cierta vergüenza -aunque posiblemente falsa-, de haberse sorprendido a sí mismo estudiándose intelectualmente ante el espejo. Ni a este ni a ningún otro respecto poseía Newman un elevado sentido de la responsabilidad; su principal convicción era que la vida de un hombre tenía que ser fácil, y que él tenía que ser capaz de reducir el privilegio a algo natural. El mundo, a su modo de ver, era un gran bazar por el que uno se podía pasear y comprar objetos hermosos; pero, personalmente, era tan poco consciente de la presión de la sociedad como de que existiese algo como una compra obligatoria. No sólo sentía aversión, sino también una especie de desconfianza moral, los pensamientos incómodos, y le era a la vez molesto y ligeramente despreciable sentirse obligado a ajustarse a un patrón. El patrón de uno era alcanzar el ideal de la propia pros-peridad gozosa, esa prosperidad que permitía dar tanto como recibir. Abrirse sin preocuparse por ello -sin holgazana pusilanimidad, por un lado, ni locuaz entusiasmo, por otro- hasta abarcar la esfera completa de lo que habría llamado una experiencia «placentera» era el plan de vida más inequívoco de Newman. Siempre había odiado apresurarse para coger el tren, y aun así siempre lo había cogido; del mismo modo, un afán desmedido por la «cultura» le parecía como entretenerse tontamente en la estación, un proceder propiamente limitado a mujeres, extranjeros y otras personas poco prácticas. Reconocido todo esto, una vez que ya estaba moderadamente en marcha Newman disfrutaba de su viaje con la misma intensidad que el más entusiasta de los diletantes. Las teorías de uno, al fin y al cabo, importan poco; en realidad, lo grandioso es la disposición del ánimo. Nuestro amigo era inteligente, y eso no lo podía evitar. Se paseó por Bélgica, Holanda y Renania, por Suiza y el norte de Italia, sin hacer planes pero viéndolo todo. Los guías y valets de place le consideraban un tipo excelente. Siempre estaba accesible, pues era muy aficionado a quedarse en los vestíbulos y pórticos de las posadas y se aprovechaba poco de las impresionantes oportunidades para recluirse que tan abundante-mente se ofrecen en Europa a los caballeros que viajan con monederos bien dotados. Cuando le proponían una excursión, una iglesia, una galería o una ruina, lo primero que hacía Newman después de escudriñar a su postulante en silencio de la cabeza a los pies era sentarse a una mesita y pedir algo de beber. El cicerone, durante este proceso, solía retirarse a una distancia respetuosa; de no ser así, no estoy seguro de que Newman no le hubiese invitado a sentarse también a beber algo y a preguntarle si, sinceramente, esta iglesia o aquella galería merecían en verdad la pena. Al final se levantaba y estiraba sus largas piernas, le hacía una seña al hombre de los monumentos, miraba su reloj de bolsillo y clavaba la mirada sobre el adversario. «¿De qué se trata?», preguntaba. «¿A qué distancia?» Y fuese cual fuese la respuesta, aunque pareciese vacilar nunca se negaba. Se subía a un cabriolé abierto, hacía sentarse al guía a su lado para que respondiese a sus preguntas, pedía al conductor que fuese rápido (sentía una especial animadversión a la conducción lenta) y avanzaba, con toda probabilidad a través de un arrabal polvoriento, hacia la meta de su peregrinaje. Si la meta era decepcionante, si la iglesia era poca cosa o la ruina un montón de basura, Newman jamás protestaba ni regañaba a su cicerone; miraba con ojos imparciales los grandes monumentos y los pequeños, hacía que el guía recitase la lección, la escuchaba religiosamente, preguntaba si no había nada más que ver en las inmediaciones y se hacía llevar de vuelta con un rápido traqueteo. Es de temer que su percepción de las diferencias entre la buena y la mala arquitectura no fuese aguda, y que en algunas ocasiones se le haya podido ver contemplando con culpable serenidad producciones menores. Las iglesias feas formaban parte de su recreo en Europa tanto como las bellas, y su gira era toda ella un recreo. Pero a veces no hay nada como la imaginación de aquellas personas que carecen de ella, y Newman, de cuando en cuando, durante un paseo sin guía por una ciudad extranjera, ante una solitaria iglesia con un triste campanario o una torpe reproducción de alguien que había rendido algún servicio cívico en un pasado ignoto, había sentido un raro estremecimiento interior. No era excitación ni perplejidad; era una sensación plácida e insondable de estar divirtiéndose.
En Holanda se encontró por casualidad con un joven americano con quien, durante un tiempo, formó una especie de asociación viajera. Eran hombres de muy distinto tenor, pero cada uno a su modo era tan buen tipo que durante unas pocas semanas al menos, resultó un placer compartir los azares del camino. El camarada de Newman, de nombre Babcock, era un joven pastor unitarista; un hombre pequeño, enjuto y acicalado con una fisonomía que llamaba la atención por lo cándida. Era oriundo de Dorchester, Massachusetts, y se hacía cargo espiritual de un pequeño conjunto de feligreses en otro arrabal de esta metrópolis de Nueva Inglaterra. Era de digestión delicada y se sustentaba principalmente de pan integral y miel, régimen al que estaba tan apegado que le pareció que su gira estaba destinada a frustrarse cuando, al desembarcar en el Continente, se encontró con que tales manjares no florecían bajo el sistema de la table d'hôte. En París se había comprado una bolsa de maíz molido en un establecimiento llamado Agencia Americana, donde también era posible conseguir la prensa ilustrada de Nueva York, y había cargado con ella a todas partes, dando muestras de una serenidad y una fortaleza extremas al hallarse en la tesitura, un tanto difícil, de hacer que le preparasen y sirviesen su maíz molido a horas anómalas en los hoteles que iba visitando. Una vez, por motivos de negocios, Newman había pasado una mañana en el lugar natal del señor Babcock, y, por razones demasiado recónditas para ser desveladas, aquella visita revestía siempre en su imaginación un tono jocoso. Por hacer un chiste, que, qué duda cabe, resulta insulso si no se explica, a menudo solía dirigirse a su compañero como «Dorchester». Entre compañeros de viaje en seguida surge la intimidad, pero es muy improbable que aquellos caracteres tan sumamente dispares hubiesen descubierto en casa ningún punto cómodo de encuentro. De hecho, eran todo lo diferentes que cabe ser. Newman, que jamás reflexionaba sobre esas cuestiones, aceptaba la situación con gran ecuanimidad, pero, en cambio. Babcock la solía ponderar en privado; en efecto, por la noche solía retirarse temprano a su alcoba con el expreso propósito de analizarla a conciencia y con imparcialidad. No estaba seguro de que para él fuese bueno asociarse con nuestro héroe, cuyo modo de tomarse la vida tanto distaba del suyo. Newman era un tipo excelente y generoso; a veces el señor Babcock se decía a sí mismo que era un tipo noble, y, sin duda, era imposible no apreciarle. Pero ¿no sería deseable intentar ejercer alguna influencia sobre él, estimular su vida moral, agudizar su sentido del deber? Todo le gustaba, todo lo aceptaba, en todo hallaba solaz; no hacía discriminaciones, no era el suyo un espíritu distinguido. El joven de Dorchester acusaba a Newman de un defecto que consideraba muy grave y que él hacía todo lo posible por evitar: lo que habría llamado una carencia de «reacción moral». El pobre señor Babcock era muy aficionado a la pintura y a las iglesias, y llevaba las obras de la señora Jameson* en su baúl; se recreaba en el análisis estético, y de todo lo que veía sacaba curiosas impresiones. Pero, a pesar de todo, en lo más profundo de su corazón detestaba Europa, y sentía la irritante necesidad de protestar contra la crasa hospitalidad intelectual de Newman. Me temo que la malaise moral del señor Babcock estaba localizada en un lugar más profundo que el que pueda alcanzar una definición mía. Desconfiaba del temperamento europeo, sufría con el clima europeo, odiaba la hora de cenar europea; la vida europea le parecía sin escrúpulos e impura. Y, con todo, el señor Babcock poseía un exquisito sentido de la belleza; y como la belleza a menudo se asociaba de manera inextricable con las desagradables condiciones mencionadas, y como ante todo deseaba ser justo y desapasionado y, además, profesaba una devoción extrema a la «cultura», no podía llegar a la conclusión de que Europa era completamente mala. Pero pensaba que era muy mala, y su desavenencia con Newman consistía en que este desordenado epicúreo tenía una percepción lamentablemente insuficiente de lo malo. En realidad, el propio Babcock tenía tan poco conocimiento de lo malo, en cualquier parte del mundo, como un bebé de pecho; su comprensión más vívida del mal había sido el descubrimiento de que un condiscípulo de universidad que estudiaba arquitectura en París sostenía una relación amorosa con una joven que no contaba con que él fuese a desposarla. Babcock le había contado este incidente a Newman y nuestro héroe le había dedicado un epíteto poco halagüeño a la joven. Al día siguiente, su compañero le preguntó si estaba completamente seguro de haber empleado la palabra exacta para caracterizar a la amante del joven arquitecto. Newman se le quedó mirando y se rió.
-Existen muchísimas palabras para expresar una idea -dijo-; ¡escoja usted mismo!
-Oh, quiero decir -dijo Babcock-, ¿no sería posible juzgarla a otra luz? ¿No cree que en realidad contaba con que él se casaría con ella?
-La verdad es que no lo sé. Es probable que sí; no me cabe la menor duda de que es una estupenda mujer -dijo Newman, y empezó a reírse de nuevo.
-Tampoco quería decir eso -dijo Babcock-; tan sólo temía que pareciese que ayer no me acordé... que no tuve en cuenta...; bueno, creo que le escribiré a Percival al respecto.
Y había escrito a Percival (que le respondió de una manera realmente procaz), y había reflexionado que, en cierto sentido, por parte de Newman era injusto y temerario asumir con ese aire de indiferencia que la joven de París pudiese ser «estupenda». Con frecuencia, el laconismo de los juicios de Newman le escandalizaba y le dejaba turbado. Su manera de censurar a la gente sin posterior apelación posible, o de afirmar de alguien que era la mejor de las compañías a pesar de darse síntomas desagradables, parecía indigna de un hombre cuya conciencia se hubiese cultivado adecuadamente. Y aun así el pobre Babcock le tenía afecto y recordaba que, aunque a veces fuera desconcertante y doloroso, no era éste un motivo para renunciar a él. Goethe recomendaba la observación de la naturaleza humana en sus formas más variadas, y el señor Babcock consideraba que Goethe era absolutamente espléndido. A menudo intentaba, en conversaciones de más o menos media hora, infundirle a Newman algo de su propio almidón espiritual, pero la textura personal de Newman era demasiado suelta para dejarse entumecer. Tan incapaz era su entendimiento de retener principios como un cedazo de retener el agua. Sentía una gran admiración por los principios, y consideraba a Babcock un tipejo sensacional por tener tantos. Aceptaba todos los que su excitable compañero le ofrecía y los almacenaba en lo que se le antojaba un lugar muy seguro; pero después el pobre Babcock nunca reconocía sus regalos entre los artículos de uso diario de Newman.
Viajaron juntos por Alemania y entraron en Suiza, donde durante tres o cuatro semanas estuvieron caminando fatigosamente por desfiladeros y holgando en lagos azules. Al fin cruzaron el Simplon y se dirigieron a Venecia. El señor Babcock se había puesto taciturno e incluso algo irritable; parecía mohíno, ausente, preocupado; embrollaba sus planes, y tan pronto hablaba de hacer una cosa como al siguiente momento de hacer otra. Newman hacía su vida habitual, conocía a gente nueva, estaba a sus anchas en las galerías y en las iglesias, invertía un tiempo desorbitado en pasearse por la Piazza de San Marcos, compraba muchísimos cuadros malos y durante dos semanas disfrutó de Venecia a lo grande. Una noche, de regreso a su posada, vio a Babcock esperándole en el pequeño jardín contiguo. El joven salió a su encuentro con un aspecto muy lúgubre, le tendió la mano y dijo con tono solemne que se temía que debían separarse. Newman manifestó su sorpresa y su pesar, y quiso saber por qué se había hecho necesario separarse.
-No tenga miedo de que me haya hartado de usted -dijo Newman.
-¿No está harto de mí? -preguntó Babcock, mirándole fijamente con sus claros ojos grises.
-¿Por qué diantre iba a estarlo? Es usted un tipo muy animoso. Además, yo no me harto de las cosas.
-No nos entendemos -dijo el joven pastor.
-¿Que yo no le entiendo? -exclamó Newman-. Vaya, tenía la esperanza de que sí. Pero si no es así, ¿qué más da, qué tiene eso de malo?
-Yo no le entiendo a usted -dijo Babcock. Y se sentó y apoyó la cabeza en la mano, alzando la vista hacia su inconmensurable amigo.
¡Santo cielo, a mí no me importa! -exclamó Newman entre risas.
-Pero para mí es muy angustioso. Me produce un estado de inquietud. Me irrita; no puedo decidir nada. No creo que sea bueno para mí.
-Se preocupa usted demasiado; eso es lo que le pasa -dijo Newman.
-Por supuesto, así lo ve usted. Piensa que me tomo las cosas demasiado en serio, y yo pienso que usted se las toma demasiado a la ligera. Nunca podremos estar de acuerdo.
-Pero hasta ahora hemos estado completamente de acuerdo.
-No, yo no he estado de acuerdo -dijo Babcock meneando la cabeza-. Estoy muy incómodo. Tendría que haberme separado de usted hace un mes.
-¡Horror de horrores! ¡Me avendré a lo que sea! -exclamó Newman.
El señor Babcock ocultó la cabeza entre ambas manos. Al fin, alzando la vista, dijo:
-No creo que aprecie usted mi situación. Y además va usted demasiado aprisa. Para mí, es usted demasiado apasionado, demasiado extravagante. Siento como si tuviese que recorrerme de nuevo, yo solo, todas estas tierras que hemos atravesado juntos. Me temo que he cometido muchos errores.
-Ah, no tiene usted por qué dar tantas explicaciones -dijo Newman-. Sencillamente, está harto de mi compañía. Está usted en todo su derecho.
-¡No, no, no estoy harto! -exclamó, molesto, el joven sacerdote-. Hartarse está muy mal.
-¡Me doy por vencido! -se rió Newman-. Pero es evidente que de nada servirá seguir cometiendo errores. Siga su camino, a toda costa. Aunque le echaré de menos, ya ha visto que hago amistades con mucha facilidad. Usted se sentirá solo, pero escríbame unas líneas cuando le apetezca y le esperaré donde usted me diga.
-Creo que regresaré a Milán. Me temo que no le hice justicia a Luini.
-¡Pobre Luini! -dijo Newman.
-Quiero decir que me temo que le sobreestimé. No creo que sea un pintor de primera fila.
-¿Luini? -exclamó Newman-; ¡vaya, pero si es encantador! Hay algo en su genio que es como una mujer hermosa. Produce la misma sensación.
El señor Babcock frunció el ceño y dio un respingo. Hay que añadir que, para Newman, éste había sido un arrebato desacostumbradamente metafísico; pero es que en su paso por Milán le había cobrado una gran simpatía al pintor.
-¡Ya está usted con las mismas de siempre! -dijo el señor Babcock-. Sí, será mejor que nos separemos.
Y a la mañana siguiente volvió sobre sus pasos y se dirigió a atenuar sus impresiones sobre el gran artista de la Lombardía.
Unos cuantos días después, Newman recibió una nota de su antiguo compañero que decía lo siguiente:
Mi querido señor Newman:
Me temo que mi conducta en Venecia, hace una semana, le pareció extraña y desagradecida, y quisiera explicarle mi postura, que, como dije en su momento, creo que usted no aprecia.
Llevaba mucho tiempo pensando en proponerle que nos separásemos, y en realidad este paso no fine tan abrupto como pareció. En primer lugar, sabe usted, estoy recorriendo Europa financiado por mi feligresía, que amablemente me ofreció unas vacaciones y la oportunidad de enriquecer mi espíritu con los tesoros de la naturaleza y el arte del Viejo Mundo. Me siento, por tanto, como si tuviese que sacar el máximo provecho de mi tiempo. Tengo un elevado sentido de la responsabilidad. A usted parece que sólo le preocupa el placer del momento, y se vuelca en él con un ardor que, debo confesar, no soy capaz de emular. Siento que debo llegar a una conclusión y cristalizar mis opiniones sobre ciertos puntos. El Arte y la Vida se me antojan cosas profundamente serias, y durante nuestros viajes por Europa deberíamos recordar en especial la inmensa seriedad del Arte. Usted parece considerar que si una cosa le divierte en el momento, no necesita pedirle más; y su tendencia al mero esparcimiento también es muy superior a la mía. Además, incorpora usted a su placer una especie de confianza temeraria que a veces, lo confieso, me ha parecido -¿debo decirlo?- casi cínica. Su rumbo, en cualquier caso, no es el mío, y seria una imprudencia que siguiésemos intentando ir al alimón. No obstante, permítame añadir que sé que cabe decir muchas cosas a favor de su rumbo; he sentido inmensamente, en compañía de usted, su atractivo. Pero, justo por eso, debería haberle abandonado hace mucho. Sin embargo, ¡estaba tan confuso! Espero no haber obrado mal. Me siento como si tuviese que recuperar mucho tiempo perdido. Le ruego se tome todo esto como se lo digo, que, bien lo sabe el cielo, no es de mala fe. Le profeso una gran estima personal, y espero que algún día, cuando haya recuperado mi equilibrio, volvamos a encontrarnos. Espero que siga usted disfrutando de sus viajes; tan sólo recuerde que la Vida y el Arte son dos cosas extremadamente serias. Considéreme usted su amigo más sincero y bienqueriente,
BENJAMIN BABCOCK
P.D. - Luini me deja muy perplejo.
Esta carta sumió el ánimo de Newman en una singular mezcla de regocijo y asombro. En un primer momento pensó que la delicada conciencia del señor Babcock era una inmensa farsa, y le pareció que su regreso a Milán, que no hacía sino embrollarle más, era la justa recompensa, exquisita y ridícula, a su pedantería. Después reflexionó que se trataba de un enorme misterio; que quizá fuese él esa cosa funesta y apenas mencionable, un cínico, y que su modo de juzgar los tesoros del arte y los privilegios de la vida quizá fuera ruin e inmoral. Newman sentía un gran desprecio por la inmoralidad, y aquella noche, mientras se hallaba sentado contemplando el resplandor de las estrellas sobre el cálido Adriático, se sintió durante más de media hora reprendido y deprimido. No sabía cómo responder a la carta de Babcock. Su buen carácter le impedía ofenderse por las pomposas admoniciones del joven pastor, y su sentido del humor sólido y tenaz le prohibía tomárselas demasiado en serio. No le escribió ninguna respuesta, pero uno o dos días después encontró en una tienda de objetos curiosos una grotesca estatuilla de marfil del siglo xvi que le envió a Babcock sin comentarios. Representaba a un enjuto monje de aspecto ascético, vestido con un hábito y un capuchón andrajosos, arrodillado, con las manos entrelazadas y cara de mal agüero. Era una talla extraordinariamente delicada, y en seguida, a través de uno de los desgarrones del hábito, se columbraba un gordo capón que colgaba de la cintura del monje. ¿Cuál era la intención de Newman respecto a lo que simbolizaba la figurilla? ¿Sig-nificaba que iba a intentar ser tan «distinguido» como a primera vista parecía el monje, pero que temía lograrlo con tan poca fortuna como, bajo un examen más atento, había demostrado tener el fraile? No cabe suponer que su intención fuese hacer una sátira del propio ascetismo de Babcock, ya que habría sido un golpe verdaderamente cínico. En todo caso, le hizo a su antiguo compañero un regalito muy valioso.
Al salir de Venecia, Newman cruzó el Tirol rumbo a Viena, y después regresó por el oeste a través del sur de Alemania. El otoño le sorprendió en Baden-Baden, donde pasó varias semanas. El lugar era encantador y no tenía ninguna prisa por marcharse; además estaba mirando a su alrededor y decidiendo qué hacer durante el invierno. Su verano había sido muy completo, y sentado bajo los grandes árboles junto al río en miniatura que se escurre por los lechos florales de Baden estuvo rumiándolo con detenimiento. Había visto y hecho muchas cosas, había disfrutado y observado un montón; se sentía más viejo y aun así también se sentía más joven. Se acordó del señor Babcock y de su deseo de llegar a conclusiones, y también recordó que se había beneficiado muy poco de la exhor-tación de su amigo a que cultivase ese respetable hábito. ¿Acaso él no podía hacer acopio de unas cuantas conclusiones? Baden-Baden era el lugar más bonito que había visto hasta entonces, y la música de orquesta al anochecer, bajo las estrellas, era sin duda una gran institución. ¡Ésta era una de sus conclusiones! Pero de ahí pasó a reflexionar que había obrado muy sabiamente levantando el campamento y saliendo al extranjero; esto de ver mundo era muy interesante. Había aprendido una barbaridad; no sabía decir exactamente qué, pero ahí estaba, bajo la cinta de su sombrero. Había hecho lo que quería; había visto las cosas importantes y le había dado a su espíritu la oportunidad de «cultivarse», al menos. Creía alegremente que lo había cultivado. Sí, esto de ver mundo era muy agradable, y de buena gana seguiría haciéndolo un poco más. A sus treinta y seis años aún tenía ante sí un buen trecho de vida, y no tenía por qué empezar a contar las horas. ¿Adónde debía ir ahora a empaparse de mundo? Ya he dicho que recordaba los ojos de la dama que se había encontrado en la sala de estar de la señora Tristram; habían transcurrido cuatro meses y aún no los había olvidado. Desde entonces había mirado -se lo había propuesto- muchísimos ojos más, pero en los únicos que pensaba ahora era en los de madame de Cintré. Si quería ver más del mundo, ¿lo descubriría en los ojos de mada-me de Cintré? Sin duda, ahí encontraría algo, llámese este mundo o el siguiente. Durante estas caóticas cavilaciones a veces pensaba en su vida anterior y en la larga serie de años (¡había empezado tan pronto!) en los que nada había ocupa do su cabeza salvo la «iniciativa». Quedaban ahora muy lejanos, porque su actitud actual iba más allá de unas vacaciones: era casi una ruptura. Le había dicho a Tristram que el péndulo volvía a regresar, y daba la impresión de que el vaivén de vuelta aún no había terminado. Aun así la «iniciativa», que estaba allí en el otro rincón del globo, revestía ante su pensamiento distintos aspectos según el momento. En su estela, mil episodios olvidados volvieron a desfilar ante su memoria. Algunos los miraba de frente con bastante complacencia; ante otros apartaba la vista. Eran viejos esfuerzos, viejas proezas, añejos ejemplos de «astucia» y clarividencia. De algunos, al contemplarlos, se sentía indudablemente orgulloso; se admiraba a sí mismo como si hubiese estado contemplando a otro hombre. De hecho, muchas de las cualidades que definen una gran hazaña estaban ahí: la decisión, la resolución, el valor, la celeridad, la claridad de miras y la mano firme. De otros éxitos sería ir demasiado lejos decir que se sentía avergonzado de ellos, puesto que Newman nunca había tenido las tragaderas para hacer trabajo sucio. Estaba bendecido con el impulso natural a desfigurar, de un golpe directo y libre de argumentaciones, la atractiva faz de la tentación. Y, ciertamente, en ningún hombre habría sido menos excusable la falta de integridad. Newman sabía distinguir de un solo vistazo entre lo torcido y lo recto, y lo primero le había costado, sobre todo, muchísimos momentos de intensa aversión. No obstante, parecía que algunos recuerdos exhibían ahora un semblante bastante desairado y sórdido, y se le ocurrió que, si bien nunca había hecho nada feísimo, por otro lado tampoco había hecho nada especialmente hermoso. Había dedicado sus años al infatigable esfuerzo de añadir miles a más miles, y ahora que estaba bien lejos de todo aquello la tarea de obtener dinero se le antojaba extremadamente árida y estéril. Está muy bien sentir desprecio por ganar dinero cuando uno ya se ha llenado los bolsillos, y Newman, todo hay que decirlo, debería haber empezado un poco antes a moralizar con tanta finura. Cabe responder a esto que, de haberlo querido, podría haber amasado otra fortuna más; y debemos añadir que no es que estuviese precisamente moralizando. Sencillamente, le había venido a la cabeza que lo que había estado contemplando todo el verano era un mundo rico y hermoso, y que no todo él era obra de astutos ferroviarios y corredores de Bolsa.
Durante su estancia en Baden-Baden recibió una carta de la señora Tristram, en la que le reñía por las parcas noticias que había comunicado a sus amigos de la Avenue d'Íéna y le rogaba que confirmase que no había tramado ningún horrible plan para invernar en regiones remotas sino que iba a regresar con cordura y prontitud a la ciudad más cómoda del mundo. La respuesta de Newman rezaba así:
Supongo que usted sabía que soy un lamentable escritor de cartas y no esperaba nada de mí. No creo que haya escrito ni veinte cartas de pura amistad en toda mi vida; en América mantenía mi correspondencia exclusivamente por telegrama. Ésta es una carta de amistad pura; se ha hecho usted con una curiosidad, y confío en que sabrá apreciar su valor. Quiere saber todo lo que me ha ocurrido en estos tres meses. La mejor manera de contárselo sería, creo, enviarle mi media docena de guías, con mis comentarios a lápiz en los márgenes. Cada vez que se tope con una raya, una cruz, un «¡Precioso!», un «¡Así es!» o un «¡Se queda corto!», podrá usted saber que he tenido una sensación de algún tipo. Ésa viene a ser mi historia desde que la dejé. Bélgica, Holanda, Suiza, Alemania, Italia... he pasado por toda la lista, y no creo que me haya hecho ningún mal. No pensaba que un hombre pudiese saber tanto como sé yo de madonnas y campanarios de iglesia. He visto cosas muy bonitas, y quizá este invierno hablé de ellas junto al fuego de su hogar. No crea que me opongo por completo a París. He tenido todo tipo de planes e inspiraciones, pero su carta ha dado al traste con la mayoría. L appétit vient en mangeant, dice el proverbio francés, y me doy cuenta de que, cuanto más veo del mundo, más quiero ver. Ahora que me he enganchado al carro, ¿por qué no habría de trotar hasta el final de la pista? A veces pienso en el Extremo Oriente, y no paro de recitar los nombres de las ciudades orientales: Damasco y Bagdad, Medina y La Meca. El mes pasado estuve una semana en compañía de un misionero que había regresado de esos lugares, y me dijo que tendría que darme vergüenza estar haraganeando por Europa con las cosas tan magníficas que pueden verse allá. Es cierto que quiero dedicarme a explorar, pero creo que preferiría hacerlo allí, en la Rue de l'Université. ¿Tiene usted noticias de aquella linda dama? Si consigue que prometa estar en casa la próxima vez que le haga una visita, regresaré a París inmediatamente. Tengo, más que nunca, esa disposición de la que le hablé aquella tarde; quiero una esposa de primera. He vigilado a todas las muchachas bonitas con las que me he cruzado este verano, pero ninguna estaba a la altura de mi ideal, ni siquiera cerca. Habría disfrutado de todo esto mil veces más de haber estado conmigo la dama que le acabo de mencionar. Lo más parecido a ella fue un pastor unitarista de Boston, que en seguida exigió que nos separásemos por incompatibilidad de caracteres. Me dijo que yo tenía inclinaciones vulgares, que era un inmoral y un fanático del «arte por el arte»... sea lo que sea eso; todo lo cual me afligió mucho, pues se trataba de un tipo realmente entrañable. Pero poco después conocí a un inglés con quien entablé una relación que en un principio parecía muy prometedora: un hombre muy brillante que escribe en la prensa londinense y conoce París casi tan bien como Tristram. Anduvimos juntos de un lado a otro durante una semana, pero pronto renunció a mí con hastío. Yo era, con mucho, demasiado virtuoso; era un moralista demasiado rígido. Me dijo, en tono amistoso, que mi maldición era tener conciencia; que juzgaba las cosas como un metodista y hablaba de ellas como una anciana. Me quedé muy desconcertado. ¿A cuál de mis dos críticos había de creer? No me preocupé, y muy pronto decidí que ambos eran idiotas. Pero hay una cosa sobre la que nadie tendrá nunca la impudicia de alegar que estoy equivocado; a saber, que soy su fiel amigo,
C. N.
CAPÍTULO VI
Newman renunció a Damasco y a Bagdad y regresó a París cuando el otoño aún no había llegado a su fin. Se instaló en unas habitaciones que Tom Tristram había escogido para él, según el juicio que este último se había formado de lo que llamaba su posición social. Cuando Newman se enteró de que su posición social era algo a tener en cuenta, se confesó absolutamente incompetente y le rogó a Tom Tristram que le relevase de la preocupación.
-No sabía que tuviese una posición social -dijo-, y si es así no tengo ni la menor idea de lo que es. ¿No consiste en conocer a dos o tres mil personas e invitarlas a cenar? Yo le conozco a usted, a su esposa y al viejo señor Nioche, que me dio clases de francés la primavera pasada. ¿Puedo invitarlos a cenar para que se conozcan? Si es así, habrán de venir mañana.
-No me está usted muy agradecido que digamos -dijo la señora Tristram-; el año pasado le presenté a todas las criaturas vivientes que conozco.
-En efecto, lo hizo; se me había olvidado. Pero pensaba que quería que lo olvidase -dijo Newman con aquel tono de simple ponderación que a menudo caracterizaba sus expresiones, y que un observador no habría sabido si calificar de cierta afectación de ignorancia misteriosamente socarrona o de una modesta aspiración al conocimiento-; me dijo usted que todos ellos le' desagradaban.
Ah, al menos su manera de acordarse de lo que digo es muy halagadora. Pero en el futuro -añadió la señora Tristram- hágame el favor de olvidarse de todo lo malo y recuerde sólo lo bueno. Le será fácil, y no le fatigará la memoria. Le aviso de que si confía en mi marido para que escoja sus habitaciones, le espera algo horrendo.
-¿Horrendo, querida? -exclamó Tristram.
-Hoy no debo decir nada malvado; si no, usaría un lenguaje más ofensivo.
-¿Qué cree usted que diría si se pusiera a ello en serio, Newman? -preguntó Tristram-. Sabe expresar su descontento con soltura en dos o tres idiomas; en eso consiste ser intelectual. Me saca una absoluta ventaja, porque yo no sé blasfemar, aunque me maten, más que en inglés. Cuando me enfado tengo que acudir a nuestra vieja y querida lengua materna. Al fin y al cabo, no hay nada que se le compare.
Newman confesó que no sabía nada de mesas ni de sillas, y que en lo relativo al alojamiento aceptaría con los ojos cerrados cualquier cosa que le ofreciese Tristram. Esto respondía en buena medida a una auténtica sinceridad por parte de nuestro héroe, pero también a la caridad. Sabía que fisgonear y ver habitaciones, hacerle abrir ventanas a la gente, dar un golpecito a los sofás con la punta de su bastón, cotillear con las caseras y preguntar quién vivía arriba y quién abajo era, en suma, de todos los pasatiempos el más caro al corazón de Tristram, y se sintió aún más dispuesto a ponérselo en bandeja por cuanto era consciente de que, en relación con su servicial amigo, había experimentado cierta disminución del cariño de la antigua camaradería. Además, carecía de gusto para la tapicería; ni siquiera era demasiado dueño de un exquisito sentido del confort o de la utilidad. Gozaba del lujo y el esplendor, pero se satisfacía con artículos bastante vulgares. Apenas distinguía una butaca de una poltrona, y su don para estirar las piernas prescindía de facilidades adventicias. Su idea del confort consistía en habitar aposentos muy amplios, tener muchos y ser consciente de que había en ellos abundantes dispositivos mecánicos patentados, sin que se le fuera a presentar jamás la oportunidad de utilizar la mitad de ellos. Los apartamentos tenían que ser luminosos, brillantes, majestuosos; en cierta ocasión había dicho que le gustaban las habitaciones en las que daban ganas de dejarse puesto el sombrero. Por lo demás, se quedaba satisfecho con la garantía de cualquier persona respetable que le dijese que todo era «magnífico». En consecuencia, Tristram le consiguió un apartamento al que cabía aplicarle profusamente este epíteto. Estaba en el Boulevard Haussmann, en un primer piso, y consistía en una serie de habitaciones recubiertas del suelo al techo con estuco dorado de un pie de espesor, tapizadas con raso de varios tonos suaves y cuyo principal mobiliario eran espejos y relojes. A Newman le parecieron espléndidas, se lo agradeció de corazón a Tristram y tomó posesión al instante, y durante tres meses tuvo sin retirar de la sala de estar uno de sus baúles.
Un día, la señora Tristram le dijo que su hermosa amiga madame de Cintré había regresado del campo; que se habían encontrado tres días antes al salir de la iglesia de Saint Sulpice. La señora Tristram se había desplazado hasta aquel lejano barrio en busca de una encajera poco conocida, de cuya destreza había oído grandes alabanzas.
-Y ¿cómo estaban esos ojos? -preguntó Newman.
-¡Esos ojos estaban enrojecidos de tanto llorar, ya que me lo pregunta! -dijo la señora Tristram-. Se acababa de confesar.
-No cuadra con la descripción que hizo usted de ella -dijo
Newman- el que tenga pecados que confesar.
-No eran pecados; eran penas.
-¿Cómo lo sabe?
-Me pidió que fuese a verla; he ido esta mañana.
-¿Y de qué sufre?
-No se lo pregunté. Con ella, por alguna razón, una es muy discreta. Pero no me fue difícil adivinarlo. Sufre a causa de su vieja y malvada madre y de ese Gran Turco que es su hermano. La persiguen. Pero casi puedo perdonarlos, porque, como le dije, ella es una santa, y lo único que necesita para sacar a la luz su santidad y ser perfecta es una persecución.
-Es una teoría muy consoladora para ella. Espero que nunca se la comunique usted a sus parientes. ¿Por qué permite que la intimiden? ¿Acaso no es dueña de sí misma?
-Legalmente, sí, supongo; pero moralmente, no. En Francia nunca debes decirle «No» a tu madre, te exija lo que te exija. Puede ser la vieja más abominable del mundo y hacerte la vida un purgatorio, pero al fin y al cabo es ma mère y no tienes ningún derecho a juzgarla. Debes, simplemente, obedecerla. Esto tiene un lado bueno. Madame de Cintré agacha la cabeza y pliega las alas.
-¿No puede hacer, al menos, que su hermano la deje en paz?
-Su hermano es el chef de la famille, como dicen aquí; es la cabeza del clan. Para esa gente, la familia lo es todo; no debes obrar por tu propio placer, sino en beneficio de la familia.
-¡Me pregunto qué es lo que mi familia querría que yo hiciese! -exclamó Tristram.
-¡Ojalá la tuvieses! -dijo su esposa.
-Pero ¿qué quieren sacar de esta pobre dama? -preguntó Newman.
-Otro matrimonio. No son ricos, y quieren meter más dinero en la familia.
-¡Ahí tiene su oportunidad, amigo mío! -dijo Tristram.
Y madame de Cintré se opone -continuó Newman.
-Ya fue vendida una vez; como es natural, se opone a que la vendan de nuevo. Parece ser que la primera vez hicieron un mal negocio; monsieur de Cintré dejó una propiedad mezquina.
-Y ¿con quién quieren casarla ahora?
-Me pareció mejor no preguntar, pero puede estar seguro de que con algún horroroso y viejo nabab o con algún duquecillo disoluto.
-¡Ahí tiene usted a la señora Tristram en todo su esplendor! -exclamó su marido-. Observe la riqueza de su imaginación. No ha hecho ni una sola pregunta (es vulgar preguntar) y aun así lo sabe todo. Se sabe al dedillo la historia del matrimonio de madame de Cintré. Ha visto a la adorable Claire de rodillas, con los cabellos sueltos y los ojos anegados, y a los otros en guardia con estacas, aguijadas y hierros candentes, listos para abatirse sobre ella si rechaza al borrachín del duque. La triste verdad es que le han montado un número por la factura de su sombrerera o se han negado a darle un palco en la ópera.
Newman desplazó la mirada desde Tristram a su esposa, con cierta desconfianza en ambas direcciones.
-¿En serio quiere decir -le preguntó a la señora Tristram- que a su amiga la están forzando a contraer un matrimonio desdichado?
-Me parece sumamente probable. Esa gente es muy capaz de algo semejante.
-Es como algo que ocurriese en una obra de teatro -dijo Newman-; esa casa vieja y oscura tiene todo el aspecto de que en ella se han hecho cosas terribles, y de que podrían volver a hacerse de nuevo.
-Tienen una casa vieja aún más oscura en el campo, me ha dicho madame de Cintré, y ahí, durante el verano, es donde probablemente se haya tramado esta confabulación.
-¡Repare en eso: donde probablemente se haya tramado! -dijo Tristram.
-Al fin y al cabo -sugirió Newman tras un silencio-, quizá sea otro el motivo de sus penas.
-Si es por otra cosa, entonces es por algo peor -dijo la señora Tristram con elocuente decisión.
Newman permaneció un rato en silencio. Parecía sumido en reflexiones.
-¿Es posible -preguntó al fin- que aquí hagan ese tipo de cosas? ¿Que obliguen a mujeres indefensas a casarse con hombres a los que odian?
-Por todo el mundo hay mujeres indefensas que lo pasan mal dijo la señora Tristram-. Hay mucha intimidación en todas partes.
-Hay mucho de eso en Nueva York -dijo Tristram-. A las jóvenes se las intimida, se las convence o se las soborna (o las tres cosas juntas) para que se casen con tipejos desagradables. Eso ocurre sin tregua en la Quinta Avenida, además de otras cosas dañinas. ¡Los misterios de la Quinta Avenida! Alguien debería sacarlos a la luz.
-¡No me lo creo! -dijo Newman, muy serio-. No me creo que en América se someta jamás a las jóvenes a coacciones. No creo que haya habido ni una docena de casos desde los orígenes del país.
-¡Escuchen la voz del águila aliabierta!* -exclamó Tristram.
-El águila aliabierta debería usar las alas -dijo la señora Tristram-. ¡Vuele al rescate de madame de Cintré!
-¿Al rescate?
-Abaláncese, engánchela con sus garras y llévesela. Sea usted quien se case con ella.
Por unos instantes, Newman no respondió; pero al rato dijo:
-Supongo que estará ya harta de oír hablar de matrimonio. La manera más afectuosa de tratarla sería admirarla y a la vez no mencionarlo siquiera. Ese tipo de cosas es infame -añadió-; me pone furioso oír hablar de ello.
Sin embargo, posteriormente oyó hablar de ello más de una vez. La señora Tristram volvió a ver a madame de Cintré, y de nuevo la encontró con un aspecto muy triste. Pero en estas ocasiones no había habido lágrimas; sus bellos ojos estaban claros y serenos. «Está desalentada, tranquila y desesperanzada», declaró, añadiendo que cuando le había mencionado que su amigo el señor Newman había vuelto a París y seguía fiel a su deseo de conocer a madame de Cintré, la adorable mujer había sabido encontrar una sonrisa entre su desesperación y había manifestado que sentía haberse perdido su visita en primavera y que esperaba que Newman no hubiera perdido arrojo.
-Le conté algo de usted -dijo la señora Tristram.
-Es un consuelo -dijo plácidamente Newman-. Me gusta que la gente sepa cosas de mí.
Al cabo de varios días, una sombría tarde de otoño, volvió a la Rue de l'Université. Había caído la noche temprana cuando pidió que le diesen acceso al tan guarnecido Hôtel de Bellegarde. Le dijeron que madame de Cintré se hallaba en casa; cruzó el patio, entró por la puerta del fondo y fue dirigido a través de un vestíbulo amplio, oscuro y frío a una ancha escalera de piedra con una vetusta balaustrada de hierro, hasta que llegó a un apartamento del segundo piso. Una vez anunciado y cuando le hubieron hecho pasar, se encontró en una especie de gabinete artesonado, en uno de cuyos extremos había una dama y un caballero sentados frente al fuego. El caballero estaba fumando un cigarro; no había luz en la habitación, salvo la de un par de velas y el destello del hogar. Ambas personas se pusieron en pie para dar la bienvenida a Newman, que, a la luz del fuego, reconoció a madame de Cintré. Ella le tendió la mano con una sonrisa que parecía por sí sola una luz, y, señalando a su compañero, dijo suavemente: «Mi hermano». El caballero le dedicó a Newman un saludo franco y amistoso, y nuestro héroe se dio cuenta de que era el joven que le había hablado en el patio de la mansión en su anterior visita y que le había parecido un buen tipo.
-La señora Tristram me ha hablado mucho de usted -dijo con dulzura madame de Cintré mientras volvía a ocupar su sitio.
Una vez sentado, Newman empezó a pensar en cuál, sinceramente, era su misión. Tenía una sensación insólita e inesperada de haber llegado deambulando hasta un extraño rincón del mundo. No era dado, en general, a anticipar peligros o pronosticar desastres, y en esta ocasión concreta no había tenido estremecimientos sociales. No era tímido y no era impúdico.
Sentía demasiado aprecio por sí mismo para lo uno, y demasiada afabilidad hacia el resto del mundo para lo otro. Pero a veces su perspicacia natal ponía su carácter relajado a su merced; a pesar de su disposición a tomarse las cosas con sencillez, se veía obligado a percibir que algunas cosas no eran tan sencillas como otras. Se sentía como se siente uno cuando, durante un ascenso, no encuentra un escalón allí donde esperaba. Esta mujer extraña y bonita, de charla con su hermano frente al fuego del hogar, en las grises profundidades de su inhóspita casa... ¿qué le podía decir él? Parecía arropada por una especie de intimidad fantástica; ¿con qué motivos había descorrido él la cortina? Por un instante se sintió como si se hubiese zambullido en un medio tan profundo como el océano y tuviese que hacer un esfuerzo para no seguir hundiéndose. Mientras, miraba a madame de Cintré, que se estaba colocando en su silla y recogiéndose el largo vestido mientras volvía su rostro hacia él. Sus ojos se encontraron; al momento ella retiró la vista y le hizo una seña a su hermano para que añadiera un tronco al fuego. Pero ese momento, y la mirada que lo había recorrido, habían bastado para aliviar a Newman del primer y último arrebato de turbación que habría de conocer en toda su vida. Ejecutó aquel movimiento tan habitual en él, y que siempre era una especie de símbolo de que se apoderaba mentalmente de una escena: extendió las piernas. La impresión que le causó madame de Cintré en su primer encuentro volvió al instante; había sido más profunda de lo que pensó. Era una mujer agradable, era interesante; Newman había abierto un libro y las primeras líneas habían atrapado su atención.
Madame de Cintré le hizo varias preguntas: cuánto hacía que había visto a la señora Tristram, cuánto tiempo llevaba en París, cuánto tiempo esperaba quedarse, qué le parecía. Hablaba inglés sin acento, o más bien con aquel acento claramente británico que, a su llegada a Europa, a Newman se le había antojado un idioma por completo extranjero pero que, en las mujeres, había llegado a apreciar en grado sumo. Aquí y allá, la pronunciación de madame de Cintré tenía un vago tono de extrañeza, pero al cabo de diez minutos Newman se descubrió a sí mismo a la espera de estos suaves baches. Los disfrutaba y le maravillaba ver cómo esa cosa tan tosca, el error, se llevaba hasta un punto tan exquisito.
-Tiene usted un país precioso -siguió diciendo madame de Cintré.
-¡Ah, es magnífico! -dijo Newman-. Debería usted verlo.
-No lo veré nunca -dijo madame de Cintré con una sonrisa.
-¿Por qué no? -preguntó Newman.
-No viajo; sobre todo, tan lejos.
-Pero a veces se marcha; no está siempre aquí, ¿no?
-Me voy en verano, cerca de aquí, al campo.
Newman le quería preguntar algo más, algo personal, apenas sabía qué.
-¿No le resulta esto un poco... un poco silencioso? -dijo-; tan lejos de la calle...
Bastante «sombrío», iba a decir, pero pensó que sería descortés.
-Sí, es muy silencioso -dijo madame de Cintré-; pero eso nos gusta.
-Ah, les gusta -repitió lentamente Newman.
-Además, he vivido aquí toda mi vida.
-Ha vivido aquí toda su vida -dijo Newman, de la misma manera.
-Nací aquí, y antes que yo nació mi padre, y mi abuelo, y mis bisabuelos. ¿A que sí, Valentin? -y se dirigió a su hermano.
-¡Sí, nacer aquí es una costumbre familiar! -dijo el joven entre risas y levantándose para arrojar el resto del cigarro al fuego. Se quedó apoyado contra la repisa de la chimenea. Un buen observador se habría dado cuenta de que deseaba tener una mejor perspectiva de Newman, a quien escudriñaba con disimulo mientras se acariciaba el bigote.
-Su casa, entonces, es tremendamente antigua dijo Newman.
-¿Cuántos años tiene, hermano? -preguntó madame de Cintré.
El joven cogió las dos velas de la repisa, alzó una con cada mano y elevó la mirada hacia la cornisa de la habitación, por encima de la chimenea. Este último elemento del aparta-mento era de mármol blanco y del consabido estilo rococó del siglo pasado; pero encima había un artesonado de una fecha anterior, primorosamente tallado, pintado de blanco e iluminado en oro aquí y allá. El blanco se había vuelto amarillo, y el dorado estaba deslucido. En la parte superior, las figuras se alineaban formando una especie de escudo en el que estaba grabado un blasón de armas. Encima, en relieve, había una fecha: 1627.
Ahí lo tiene -dijo el joven-. Que sea viejo o nuevo dependerá de su punto de vista.
-Bueno -dijo Newman-, aquí el punto de vista de uno va cambiando considerablemente -echó hacia atrás la cabeza y recorrió la habitación con la mirada-. Su casa tiene un estilo muy curioso de arquitectura.
-¿Le interesa la arquitectura? -preguntó el joven, apostado en la chimenea.
-Bueno, este verano me tomé la molestia de examinar (según mis cálculos) unas cuatrocientas setenta iglesias. ¿Le llama usted «interés» a eso?
-Quizá le interese la teología -dijo el joven.
-No especialmente. ¿Es usted católica, madame? -y se volvió hacia madame de Cintré.
-Sí, señor -dijo ella solemnemente.
A Newman le sorprendió la gravedad de su tono; echó la cabeza hacia atrás y volvió a mirar la habitación.
-¿Nunca se había fijado usted en esa cifra de allá arriba? -preguntó al fin.
Ella vaciló un instante, y dijo después:
-Hace años, sí.
Su hermano había estado observando los movimientos de Newman.
-Quizá quiera usted ver la casa -dijo.
Newman bajó los ojos despacio y le miró, con la vaga impresión de que el joven de la chimenea tenía tendencia a la ironía. Era un tipo apuesto; cruzaba su rostro una sonrisa, su bigote tenía las puntas rizadas y había en su mirada un pequeño destello danzarín.
«¡Maldito sea su descaro francés! -estuvo a punto de decirse a sí mismo Newman-. ¿Por qué diablos se sourie?»
Lanzó una mirada a madame de Cintré; estaba sentada, mirando al suelo. Alzó los ojos, se encontraron con los de Newman y miró a su hermano. Newman se volvió de nuevo hacia el joven y observó que guardaba un sorprendente parecido con su hermana. Esto obraba en su favor, añadido a que la primera impresión que tuvo nuestro héroe del conde Valentin había sido agradable. Su desconfianza se disipó, y dijo que se alegraría mucho de ver la casa.
El joven soltó una abierta risotada y apoyó la mano sobre uno de los candelabros.
-¡Bien, bien, bien! -exclamó-. Vamos, pues.
Pero madame de Cintré se levantó rápidamente y le agarró por el brazo.
-¡Ay, Valentin! dijo-. ¿Qué pretendes hacer?
-Enseñarle la casa al señor Newman. Será muy divertido.
Ella retuvo la mano sobre su brazo y se dirigió a Newman con una sonrisa.
-No le permita que le lleve -dijo-; no le va a resultar divertido. Es una casa vieja y rancia como cualquier otra.
-Está llena de cosas curiosas -dijo el conde, resistiéndose-. Además, quiero hacerlo; es una ocasión única.
-Eres malo, hermano mío -respondió madame de Cintré.
-¡El que nada arriesga, nada gana! -exclamó el joven-. ¿Viene usted?
Madame de Cintré dio un paso hacia Newman, entrelazando pausadamente las manos y sonriendo con suavidad.
-¿No preferiría usted mi compañía, aquí, junto al fuego, a ir trompicando por esos oscuros pasillos detrás de mi hermano?
-¡Cien veces! -dijo Newman-. Ya veremos la casa otro día.
El joven bajó el candelabro con una solemnidad burlona y dijo, sacudiendo la cabeza:
-¡Ah, ha desbaratado usted un gran plan, caballero!
-¿Un plan? No entiendo -dijo Newman.
-Entonces, tanto mejor habría desempeñado usted su papel. Quizá otro día tenga ocasión de explicárselo.
-Calla, y avisa para que traigan el té -dijo madame de Cintré. El joven obedeció, y al poco rato un criado trajo el té, colocó la bandeja en una mesita y se marchó. Desde su sitio, madame de Cintré se ocupaba de prepararlo. Acababa de empezar cuando la puerta se abrió de par en par y una dama entró precipitadamente con un sonoro frufrú. Miró fijamente a Newman, hizo un pequeño ademán a modo de saludo y dijo: «¡Monsieur!», y acto seguido se dirigió a madame de Cintré y le ofreció la frente para que la besara. Madame de Cintré la saludó y siguió preparando el té. La recién llegada era joven y bonita, pensó Newman; llevaba sombrero y capa, y una cola de dimensiones regias. Se puso a hablar en francés a toda velocidad.
-¡Ah, dame un poco de té, bonita mía, por amor de Dios! Estoy exhausta, destrozada, masacrada.
Newman se vio incapaz de seguir sus palabras; hablaba con mucha menos claridad que monsieur Nioche.
-Ésta es mi cuñada -dijo el conde Valentin, inclinándose hacia él.
-Es muy bonita -dijo Newman.
-Exquisita -respondió el joven, y esta vez, de nuevo, Newman sospechó cierta ironía.
Su cuñada dio la vuelta hasta el otro lado del fuego con la taza de té en la mano, sosteniéndola con el brazo extendido para no derramarlo sobre su vestido y soltando grititos de alarma. Colocó la taza en la repisa y empezó a quitarse los alfileres del velo y los guantes, sin dejar de mirar a Newman.
-¿Hay algo que pueda hacer por ti, mi querida dama? -preguntó el conde Valentin con una especie de tono burlescamente zalamero.
-Preséntame a monsieur -dijo su cuñada. El joven respondió:
-¡El señor Newman!
-No puedo hacerle una reverencia, monsieur, porque derramaría el té -dijo la dama-. ¿Así que Claire recibe a extraños así, como si nada? -añadió en voz baja, en francés, a su cuñado.
-¡Eso parece! -respondió éste con una sonrisa. Newman permaneció un instante en su sitio y luego se acercó a madame de Cintré, que elevó la mirada hacia él como si estuviese pensando en algo que decir. Pero pareció que no se le ocurría nada, así que se limitó a sonreír. Newman se sentó a su lado y ella le ofreció una taza de té. Estuvieron hablando del té un rato, durante el cual él la estuvo mirando. Recordaba lo que le había dicho la señora Tristram acerca de su «perfección», y de que poseía, en conjunto, todas las cosas espléndidas que Newman soñaba con encontrar. Esto le llevó a observarla no sólo sin desconfianza, sino sin conjeturas inquietantes; desde el primer momento, la presunción había sido a su favor. Y aun sí, aunque era hermosa, no era una belleza deslumbrante. Era alta y de formas alargadas; su cabello era denso y rubio, tenía la frente ancha y había en sus rasgos una especie de irregularidad armónica. Sus claros ojos grises eran extraordinariamente expresivos; a la vez afables e inteligentes, a Newman le gustaron muchísimo, pero carecían de esos matices de esplendor -esos rayos multicolor- que ilu-minan el semblante de las bellezas famosas. Madame de Cintré era bastante delgada, y parecía más joven de lo que probablemente era. En toda su persona había algo a la vez juvenil y apagado, frugal y aun así pródigo, sereno y no obstante tímido; una mezcla de inmadurez y sosiego, de inocencia y dignidad. ¿A qué se habría referido Tristram, se preguntó Newman, cuando dijo de ella que era orgullosa? Ahora, con él, no era en absoluto orgullosa; y en caso de serlo era inútil, porque a él le pasaba desapercibido; tendría que apuntar más alto si esperaba que se diese cuenta. Era una hermosa mujer, y resultaba muy fácil llevarse bien con ella. ¿Era una condesa, una marquise, una suerte de formación histórica? Newman, que apenas había oído usar estas palabras, nunca se había tomado la molestia de adherirles imágenes concretas, pero ahora se le ocurrieron y parecían cargadas de una especie de sentido melodioso. Significaban algo bello y delicadamente espléndido, de aires tranquilos y amena conversación.
-¿Tiene usted muchos amigos en París; sale usted? -preguntó madame de Cintré, a quien por fin se le había ocurrido algo que decir.
-¿Se refiere usted a si bailo y cosas por el estilo?
-¿Va usted dans le monde, como decimos aquí?
-He visto a un montón de personas. La señora Tristram me ha paseado por ahí. Hago todo lo que me dice.
-¿No disfruta a solas de las diversiones?
-Sí, claro, de algunas. No me gusta bailar y ese tipo de cosas, soy demasiado viejo y sobrio. Pero quiero divertirme; para eso vine a Europa.
-Pero también se puede divertir en América.
-No podía; siempre estaba trabajando. Aunque, al fin y al cabo, ésa era mi diversión.
En ese instante madame de Bellegarde vino a por otra taza de té, acompañada del conde Valentin. Después de servirle, madame de Cintré reanudó su charla con Newman y, recordando las últimas palabras de éste, preguntó:
-¿Estaba usted muy ocupado en su país?
-Estaba metido en negocios. Llevo en los negocios desde que tenía quince años.
-Y ¿cuál era su negocio? -preguntó madame de Bellegarde, que, decididamente, no era tan bonita como madame de Cintré.
-Me he dedicado a todo -dijo Newman-. En una época vendía cuero; en otra, fabricaba pilas de baño.
Madame de Bellegarde hizo un pequeño mohín.
-¿Cuero? No me gusta. Mejor pilas de baño. Prefiero el olor a jabón. Espero que al menos le hicieran ganar una fortuna -parloteó con el aire de una mujer con fama de decir todo lo que se le venía a la cabeza, y con un marcado acento francés.
Newman había hablado con animada seriedad, pero el tono de madame de Bellegarde le hizo proseguir, tras una pausa reflexiva, con cierta jocosidad levemente adusta.
-No, perdí dinero con las pilas de baño, pero con el cuero salí bastante bien parado.
-He llegado a la conclusión dijo madame de Bellegarde- de que, al fin y al cabo, lo importante es (¿cómo dice usted?) ajustar cuentas. Me postro ante el dinero, no lo niego. Si usted lo tiene, no hago preguntas. En ese sentido soy una auténtica demócrata... igual que usted, monsieur. Madame de Cintré es muy orgullosa, pero a mí me parece que se obtiene mucho más placer en esta triste vida si no se miran las cosas demasiado de cerca.
-Santo cielo, señora mía, vaya enfoque el tuyo -dijo el conde Valentin, bajando la voz.
-Supongo que es un hombre al que se le puede hablar, ya que mi cuñada le recibe -respondió la dama-. Además, es verdad; ésas son mis ideas.
-Ah, las llamas ideas -murmuró el joven.
-La señora Tristram me dijo que había estado usted en el ejército, en su guerra -dijo madame de Cintré.
-¡Sí, pero eso no son negocios! -dijo Newman.
-¡Muy cierto! -dijo madame de Bellegarde-. En caso contrario, quizá yo no estaría sin blanca.
-¿Es verdad -preguntó Newman acto seguido- que es usted tan orgullosa? Ya lo había oído antes.
Madame de Cintré sonrió.
-¿Se lo parezco a usted?
-Ah -dijo Newman-, yo no soy un juez. Si es orgullosa conmigo, tendrá que decírmelo. Si no, no lo sabré. Madame de Cintré empezó a reírse.
-¡Mala posición sería ésa para el orgullo! -dijo.
-En parte, lo sería -continuó Newman-, porque yo no querría saberlo. Quiero que me trate usted bien.
Madame de Cintré, cuya risa había cesado, le miró apartando un poco la cabeza, como si tuviese miedo de lo que le iba a decir Newman.
-La señora Tristram le dijo la pura verdad -siguió él-; tengo grandes deseos de conocerla. No he venido hoy aquí simplemente a visitarla; he venido con la esperanza de que quizá usted me pida que vuelva.
-Oh, por favor, venga a menudo -dijo madame de Cintré.
-¿Pero estará usted en casa? -insistió Newman. Incluso ante sus propios ojos se veía un poco «avasallador», pero en realidad lo que estaba era un poco agitado.
-¡Eso espero! -dijo madame de Cintré. Newman se puso en pie.
-Bueno, ya veremos -dijo, alisándose el sombrero con el puño de su abrigo.
-Hermano -dijo madame de Cintré-, invita al señor Newman a que vuelva.
El conde Valentin miró a nuestro héroe de la cabeza a los pies con su peculiar sonrisa, que parecía una desconcertante mezcla de descaro y cortesía.
-¿Es usted un hombre valiente? -preguntó, mirándole de reojo.
-Bueno, eso espero -dijo Newman.
-Eso sospecho. En tal caso, vuelva.
-¡Ah, vaya invitación! -murmuró madame de Cintré, con algo doloroso en la sonrisa.
-Bueno, quiero que venga el señor Newman... de manera especial. Será un gran placer. Me sentiré desolado si me pierdo alguna de sus visitas. Pero sostengo que debe ser valiente. ¡Un corazón fuerte, caballero! -dijo el joven, y le tendió la mano a Newman.
-No vendré a verle a usted; vendré a ver a madame de Cintré -dijo Newman.
-Necesitará aún más valor.
-¡Ah, Valentin! -dijo madame de Cintré con tono implorante.
-¡Sin ninguna duda -exclamó madame de Bellegarde-, aquí soy la única persona capaz de decir algo cortés! Venga a verme a mí; no le hará falta tener valor -dijo.
Newman soltó una risa que no llegaba a ser un asentimiento y se despidió. Madame de Cintré no respondió al reto de su cuñada de ser cortés, sino que miró con cierto aire de preocupación al invitado que se retiraba.
CAPÍTULO VII
Una noche, ya muy tarde y más o menos una semana después de ir a ver a madame de Cintré, el criado de Newman le trajo una tarjeta de visita. Pertenecía al joven señor de Bellegarde. Instantes después, cuando fue a recibir a su visitante, le encontró en medio de su gran salón dorado, mirándolo desde la cornisa hasta la alfombra. A Newman le pareció que el rostro de monsieur de Bellegarde expresaba un aire de animada diversión. «¿De qué diablos se ríe ahora?», se preguntó nuestro héroe. Pero se hizo la pregunta sin acritud, ya que le daba la impresión de que el hermano de madame de Cintré era un buen tipo y tenía el presentimiento de que sobre esta base de camaradería estaban abocados a entenderse. Sólo que, si había algo de lo que reírse, también él quería echarle un vistazo.
-Antes que nada -dijo el joven tendiéndole la mano-, ¿he venido demasiado tarde?
-¿Demasiado tarde para qué? -preguntó Newman.
-Para fumarme un cigarro con usted.
-Para eso habría venido usted demasiado temprano –dijo Newman-. No fumo.
-¡Ah, es usted un hombre fuerte!
-Pero tengo cigarros -añadió Newman-. Siéntese.
-Está claro que aquí no puedo fumar -dijo monsieur de Bellegarde.
-¿Qué ocurre? ¿La habitación es demasiado pequeña?
-Es demasiado amplia. Es como fumar en un salón de baile o en una iglesia.
-¿De eso se reía usted ahora mismo? -preguntó Newman-; ¿Del tamaño de mi habitación?
-No se trata sólo del tamaño -replicó el señor de Bellegarde-, sino del esplendor, y de la armonía, y de la belleza de los detalles. Era una sonrisa de admiración.
Newman le miró por un momento, y después preguntó:
-¿Así que es muy fea?
-¿Fea, señor mío? Es magnífica.
-Viene a ser lo mismo, supongo -dijo Newman-. Póngase cómodo. Su visita, así lo interpreto, es un gesto de amistad. No estaba usted obligado. Así pues, si cualquier cosa de las que hay aquí le hace gracia, será para bien. Ríase tan alto como le plazca; me gusta que mis visitas estén alegres. Sólo he de pedirle esto: que me explique el chiste tan pronto como sea capaz de hablar. No quiero perderme nada.
Monsieur de Bellegarde se le quedó mirando fijamente, con aspecto perplejo pero sin resentimiento. Puso la mano sobre la manga de Newman y pareció a punto de decir algo, pero de pronto se contuvo, se recostó en su silla y dio una calada a su cigarro. No obstante, al fin rompió el silencio:
-En efecto, venir a verle es un gesto de amistad. Aun así, en cierta medida estaba obligado a hacerlo. Mi hermana me pidió que viniese, y para mí un ruego de mi hermana es una orden. Me hallaba cerca, y observé que había luces en lo que supuse que eran sus habitaciones. No era una hora ceremoniosa para hacer una visita, pero no me arrepentía de hacer algo que demostrase que no estaba cumpliendo con una mera ceremonia.
-Bueno, pues aquí estoy, de cuerpo entero -dijo Newman estirando las piernas.
-No sé a qué se refiere -prosiguió el joven- con eso de darme permiso ilimitado para reírme. Es cierto que soy un gran reidor, y es mejor reírse demasiado que demasiado poco. Pero debo decirle que no es para reírnos juntos (o por separado) para lo que he querido conocerle. Dicho con una sinceridad casi insolente, ¡usted me interesa!
Todo esto fue pronunciado por monsieur de Bellegarde con la modulada desenvoltura del hombre de mundo, y, a pesar de su excelente inglés, del hombre francés; pero Newman, a la vez que tomaba nota de su armoniosa fluidez, percibió que no se trataba de mera urbanidad mecánica. Sin duda, algo había en su visitante que le gustaba. Monsieur de Bellegarde era un extranjero de la cabeza a los pies, y si Newman se hubiese topado con él en una pradera del Oeste le habría parecido adecuado dirigirse a él con un «¿Qué tal va todo, monsieur?». Pero había algo en su fisonomía que parecía tender una especie de puente sobre el insuperable abismo producido por la diferencia de razas*. Estaba por debajo de la altura media, y su cuerpo era robusto y ágil. Valentin de Bellegarde, se enteró Newman más adelante, tenía mortal pavor a que la robustez superase su agilidad; tenía miedo de volverse grueso; era demasiado bajito, como decía él, para permitirse una barriga. Cabalgaba, practicaba la esgrima y la gimnasia con infatigable celo, y si uno le saludaba con un « ¡Qué buen aspecto tienes! » se estremecía y se ponía pálido. El «buen» lo interpretaba como una palabra más gruesa. Tenía una cabeza redonda que subía muy por encima de sus orejas, una mata de pelo a la vez densa y sedosa, la frente ancha y baja, la nariz corta (de tipo irónico e inquisitivo más que dogmático o susceptible) y un bigote tan delicado como el de un paje novelesco. Se parecía a su hermana no sólo en las facciones, sino también en la expresión de sus ojos claros y brillantes, carentes por completo de introspección, y en la manera de sonreír. El mejor rasgo de su rostro era que estaba intensamente vivo: vivo de un modo franco, ardoroso, valiente. Tenía el aspecto de una campana cuyo mango podría haber estado en el alma del joven: al menor movimiento del mango, repicaba con un fuerte sonido plateado. Había algo en sus intensos ojos castaños que aseguraba que no estaba haciendo economías con su conciencia; no vivía en una de sus esquinas con el fin de ahorrarse el mobiliario del resto. Había acampado de lleno en el centro, y tenía la puerta siempre abierta. Cuando sonreía, era como el movimiento de una persona que al vaciar una taza la pone boca abajo: le daba a uno hasta la última gota de su jovialidad. A Newman le inspiraba una bondad semejante a la que nuestro héroe solía sentir en sus años mozos hacia aquellos compañeros suyos que sabían realizar trucos raros y hábiles, los que chasqueaban las articulaciones en extraños lugares o silbaban con la parte trasera de la boca.
-Me dijo mi hermana -continuó monsieur de Bellegarde- que debía venir a borrar la impresión que tantas molestias me tomé en causarle; la impresión de que soy un loco. ¿Le pareció que tuve un comportamiento muy extraño el otro día?
-Más bien sí -dijo Newman.
-Eso dice mi hermana -y monsieur de Bellegarde observó un momento a su anfitrión a través de las espirales de humo-. Si es así, mejor que lo dejemos correr. No intenté que usted creyese que soy un loco, en absoluto; por el contrario, quería causarle una impresión favorable. Pero si, después de todo, hice el ridículo, sería designio de la Providencia. Me perjudicaría a mí mismo si protestase en exceso, porque parecería que reivindico una cordura que, en el transcurso de nuestra relación, no podría justificar de ninguna manera. Considéreme un loco con períodos de cordura.
-Bueno, adivino que sabe usted lo que se trae entre manos -dijo Newman.
-Cuando estoy cuerdo, estoy muy cuerdo; eso lo admito -respondió monsieur de Bellegarde-. Pero no he venido aquí a hablar de mí. Quisiera hacerle unas cuantas preguntas. ¿Me permite?
-Deme un ejemplo -dijo Newman.
-¿Vive aquí completamente solo?
-Absolutamente. ¿Con quién habría de vivir?
-Por el momento -dijo monsieur de Bellegarde con una sonrisa-, estoy haciendo preguntas, no respondiéndolas. ¿Ha venido a París por placer?
Newman guardó silencio durante un rato. Al fin, dijo:
-¡Todo el mundo me pregunta lo mismo! -dijo con su apacible morosidad-. Suena tremendamente absurdo.
-Pero, en todo caso, tendría usted un motivo.
-¡Ah, vine por placer! -dijo Newman-. Aunque sea absurdo, es cierto.
-¿Y lo está disfrutando?
Como buen americano, a Newman le pareció que lo mejor sería no plegarse al extranjero.
-Bueno, más o menos -respondió.
Monsieur de Bellegarde dio en silencio otra calada a su cigarro.
-En cuanto a mí -dijo al fin-, estoy enteramente a su servicio. Todo lo que pueda hacer por usted, tendré mucho gusto en hacerlo. Llámeme cuando le venga bien. ¿Hay alguien a quien desee conocer, algo que quiera ver? Sería una pena que no disfrutase usted de París.
-¡Oh, sí que lo disfruto! -dijo Newman, de buen talante-. Le estoy muy agradecido.
-Hablando francamente -siguió monsieur de Bellegarde-, me resulta algo absurdo oírme haciéndole estas ofertas. Representan mucha buena voluntad, pero poco más. Usted es un hombre de éxito y yo soy un fracaso, y hablar como si le pudiese echar una mano es cambiar las tornas.
-¿En qué sentido es usted un fracaso? -preguntó Newman.
-¡Bueno, no soy un fracaso trágico! -exclamó el joven entre risas-. No me he caído de las alturas, y mi fiasco no ha hecho ningún ruido. Usted, es evidente, ha tenido éxito. Ha hecho fortuna, ha construido un edificio, es usted un poder financiero y empresarial, puede viajar por todo el mundo hasta que encuentre un punto mullido y se tumbe en él con la conciencia de haberse ganado un descanso. ¿No es cierto? Bueno, imagínese el revés absoluto de todo eso y aquí me tiene. No he hecho nada, ¡no puedo hacer nada!
-¿Por qué no?
-Es una larga historia. Algún día se la contaré. Mientras tanto, ¿a que tengo razón? ¿A que es usted una persona de éxito? ¿A que ha hecho fortuna? No es asunto mío, pero, en pocas palabras, ¿es usted rico?
-Ésa es otra cosa que suena ridícula -dijo Newman-. ¡Qué demonios, ningún hombre es rico!
-He oído a los filósofos afirmar -se rió monsieur de Bellegarde- que ningún hombre es pobre; pero su fórmula me parece todo un adelanto. En términos generales, lo confieso, no me gustan las personas de éxito, y los hombres inteligentes que han amasado grandes fortunas me resultan muy ofensivos. Me molestan; me ponen incómodo. Pero nada más verle me dije para mis adentros: «Ah, he aquí un hombre con quien me he de llevar bien. Tiene la afabilidad del éxito y nada de su morgue; carece de nuestra condenadamente irritable vanidad francesa». En resumen, le cobré afecto. Somos muy diferentes, de eso estoy seguro; no creo que haya ni un solo tema del que pensemos o sintamos lo mismo. Pero tiendo a pensar que nos llevaremos bien, porque, sabe usted, existe una cosa tal como ser demasiado diferentes para discutir.
-Oh, yo nunca discuto -dijo Newman.
-¿Nunca? A veces es un deber... o al menos un placer. ¡Ah, en mis tiempos tuve dos o tres discusiones deliciosas! -dijo monsieur de Bellegarde, y su apuesta sonrisa adquirió, mientras recordaba aquellos incidentes, una intensidad casi voluptuosa.
Habiendo expresado los preámbulos en su parte del fragmento del diálogo anterior, le hizo a nuestro héroe una larga visita; sentados, con los talones apoyados sobre el resplandeciente hogar de Newman, oyeron cómo las primeras horas de la madrugada iban sonando cada vez más largas desde un campanario lejano. Valentin de Bellegarde era siempre, según confesaba, un gran conversador, y en esta ocasión estaba a todas luces de un humor especialmente locuaz. Era una tradición de su raza el que la gente de su sangre siempre otorgase un favor con su sonrisa y, puesto que los entusiasmos de monsieur de Bellegarde eran tan escasos como constante su buena educación, tenía doble motivo para no sospechar que su amistad pudiese ser nunca inoportuna. Además, siendo como era la flor de un antiguo tallo, la tradición (ya que he usado esta palabra) carecía en su temperamento de una rigidez desagradable. Iba arropada en sociabilidad y cortesía, como una vieja viuda con encajes y collares de perlas. Valentin era lo que en Francia se llama un gentilhomme, de la más pura cepa, y su norma de vida, hasta donde estuviese clara, era desempeñar el papel de gentilhomme. Esto, a su juicio, bastaba para tener cómodamente ocupado a un joven de talentos buenos y corrientes. Pero todo lo que era obedecía al instinto y no a la teoría, y la gentileza de su carácter era tanta que algunas de las virtudes aristocráticas, que en algunos aspectos resultan más bien ariscas y cáusticas, adquirían cuando él las ponía en práctica una cordialidad extrema. En sus años mozos había sido sospechoso de tener gustos vulgares, y su madre había tenido pavor a que resbalase en el lodazal y salpicase el escudo de la familia. Le habían obsequiado, por tanto, con ración doble de estudios y adiestramiento, pero sus instructores no habían logrado encaramarle sobre unos zancos. No consiguieron estropear su sana espontaneidad, y siguió siendo el menos cauto y el más afortunado de los jóvenes nobles. Le habían atado tan corto en su juventud que ahora guardaba un mortal rencor a la disciplina familiar. Se le había oído decir, en el seno de la familia, que, con todo lo frívolo que era, el honor del apellido estaba más seguro en sus manos que en las de algunos de sus otros miembros, y que si algún día había que demostrarlo, ya lo verían. Su charla era una rara mezcla de locuacidad casi juvenil con la reserva y la discreción del hombre de mundo, y Newman le consideraba, como a menudo habría de considerar más adelante a los jóvenes de las razas latinas, a ratos graciosamente juvenil y a ratos terriblemente maduro. En América, reflexionó Newman, los mozos de veinticinco y treinta años tienen cabezas viejas y corazones jóvenes, o al menos una moral joven; aquí tienen cabezas jóvenes y corazones muy envejecidos, y una moral de lo más entrecana y arrugada.
-Lo que envidio es su libertad -observó monsieur de Bellegarde-, su amplio margen de movimientos, su libertad para ir y venir, que no tenga a un montón de gente que se toma a sí misma demasiado en serio esperando algo de usted. Yo vivo -añadió con un suspiro- bajo la mirada de mi admirable madre.
-Es culpa suya; ¿qué podría impedir que vaya y venga? -dijo Newman.
-¡Su comentario es de una simpleza deliciosa! Todo me lo impide. Para empezar, estoy sin blanca.
-También yo estaba sin blanca cuando empecé a moverme por ahí.
-Ah, pero su pobreza era su capital. Siendo americano, era imposible que se quedase en lo que era al nacer, y como nació pobre (¿lo entiendo bien?) resultaba inevitable que se hiciera rico. Estaba usted en una posición que a uno se le hace la boca agua: miró a su alrededor y vio un mundo lleno de cosas que podía coger con sólo dar un paso. Cuando yo tenía veinte años, miraba a mi alrededor y veía un mundo en el que todo estaba etiquetado con «¡Prohibido tocar!», y lo más endiablado de todo era que la etiqueta parecía dirigida exclusivamente a mí.
No podía dedicarme a los negocios, no podía ganar dinero, porque era un Bellegarde. No podía meterme en política porque era un Bellegarde... y los Bellegarde no reconocen a los Bonaparte. No podía dedicarme a la literatura porque era un zote. No podía casarme con una muchacha rica porque ningún Bellegarde ha desposado jamás a una roturière, y no era decoroso que empezase yo. Pero acabaremos haciéndolo. Las herederas casaderas, de notre bord, no se pueden conseguir a cambio de nada; ha de ser apellido por apellido y fortuna por fortuna. Lo único que podía hacer era irme a luchar por el Papa. Eso hice, meticulosamente, y recibí una apostólica herida en Castelfidardo. Ni al Santo Padre ni a mí nos hizo ningún bien, de eso me di cuenta. Roma era, sin duda, un lugar muy entretenido en los tiempos de Calígula, pero desde entonces ha decaído tristemente. Pasé tres años en el castillo de Sant' Angelo, y después regresé a la vida secular.
-¿Así que no tiene usted una profesión, no hace nada? -dijo Newman.
-¡No hago nada! Se supone que debo divertirme, y, a decir verdad, me he divertido. Es posible, si se sabe cómo. Pero no puede durar para siempre. Serviré para unos cinco años más, quizá, pero preveo que después perderé el apetito. Y entonces ¿qué? Creo que me haré monje. En serio, creo que me ceñiré una cuerda a la cintura y entraré en un monasterio. Era una antigua costumbre, y las antiguas costumbres eran muy buenas. La gente entendía la vida tan bien como nosotros. Dejaban el Puchero hirviendo hasta que se resquebrajaba, y luego lo ponían sobre el estante.
-¿Es usted muy religioso? -preguntó Newman con un tono que dotó a la pregunta de un efecto grotesco.
Era evidente que monsieur de Bellegarde había reparado en el elemento cómico de la pregunta, pero miró un instante a Newman con enorme seriedad.
-Soy muy buen católico. Respeto a la Iglesia. Adoro a la Santa Virgen. Temo al diablo.
-Bueno, entonces -dijo Newman- lo tiene todo muy bien ordenado. Tiene usted placer en el presente y religión en el futuro; ¿de qué se queja?
-Quejarse forma parte del propio placer. Sus circunstancias tienen algo que me irrita. Es usted el primer hombre al que he envidiado. Es curioso, pero así es. He conocido a muchos hombres que, además de las ventajas artificiales que yo pueda tener, por si fuera poco tenían dinero y cerebro; pero por lo que sea nunca alteraron mi buen humor. Pero usted posee algo que yo habría deseado para mí. No es el dinero, ni siquiera es la inteli-gencia, aunque no cabe duda de que la suya es excelente. No son sus seis pies de altura, a pesar de que habría preferido ser un par de pulgadas más alto. Es esa especie de aire que tiene usted de sentirse completamente a gusto en el mundo. Cuando era niño, mi padre me dijo que era por ese tipo de aire por lo que la gente reconocía a un Bellegarde. Hizo que me percatase de ello. No me aconsejó que lo cultivase; me dijo que cuando crecíamos venía siempre por sí solo. Yo suponía que me había llegado, porque creo que siempre he tenido esa sensación. Mi puesto en la vida estaba hecho a mi medida, y parecía fácil ocuparlo. Pero usted, que, tal y como yo lo entiendo, se ha construido su propio lugar; usted que, como nos dijo el otro día, ha fabricado pilas de baño... me parece, de alguna manera, un hombre que está a sus anchas, que mira las cosas desde las alturas. Me lo imagino recorriendo el mundo como un hombre que viaja en un ferrocarril del que posee una gran cantidad de acciones. Hace usted que me sienta como si me hubiese perdido algo. ¿De qué se trata?
-Se trata de la orgullosa conciencia de haber hecho un esfuerzo honrado... de haber fabricado unas cuantas pilas de baño -dijo Newman, a la vez jocoso y serio.
-No, no; he conocido a hombres que habían hecho aún más, hombres que no sólo habían hecho pilas, sino tambien jabón, un jabón amarillo de olor muy fuerte, en grandes pastillas; y jamás me hicieron sentir mínimamente incómodo.
-Entonces se trata del privilegio de ser un ciudadano americano -dijo Newman-. Eso pone a un hombre en buena situación.
-Quizá -replicó monsieur de Bellegarde-. Pero me veo obligado a decir que he visto a muchísimos ciudadanos americanos que ni por asomo parecían bien situados, ni tampoco grandes accionistas. Nunca los envidié. Opino más bien que es un éxito suyo.
-¡Ande, ande! -dijo Newman-, ¡me va a volver un orgulloso!
-No, no lo haré. Usted no tiene nada que ver con el orgullo, ni con la humildad; forma parte de ese porte suyo tan desenvuelto. La gente sólo es orgullosa cuando tiene algo que perder, y humilde cuando tiene algo que ganar.
-No sé qué puedo perder -dijo Newman-, pero sin duda tengo algo que ganar.
-¿De qué se trata? -preguntó su visitante.
Newman vaciló unos instantes.
-Se lo diré cuando le conozca mejor.
-¡Espero que sea pronto! Si puedo ayudarle entonces a conseguirlo, me alegraré de hacerlo.
-Quizá pueda -dijo Newman.
-No se olvide, pues, de que estoy a su servicio -respondió monsieur de Bellegarde, y al poco rato se marchó.
Durante las tres semanas siguientes Newman vio varias veces a Bellegarde, y, sin jurarse formalmente una amistad eterna, ambos hombres establecieron una especie de camaradería. A juicio de Newman, Bellegarde era el francés ideal, el francés de la tradición y de las novelas, en la medida en que nuestro héroe tenía conocimiento de estas influencias místicas. Galante, expansivo, divertido, más complacido él con el efecto que ocasionaba que aquellos para quienes lo ocasionaba (aun cuando les complaciese mucho); dueño de todas las virtudes típicamente sociales y adepto de toda sensación agradable; devoto de algo misterioso y sagrado a lo que a veces aludía en términos aún más extáticos que aquellos en los que hablaba de la última mujer bonita, y que no era sino la imagen bella aunque algo anticuada del honor, Valentin de Bellegarde era irresistiblemente entretenido y animado, y formaba un personaje al que Newman era tan capaz de hacerle justicia una vez que ya había entablado relación con él, como improbable era que, al cavilar sobre las posibles mezclas de nuestros ingredientes humanos, lo hubiese prefigurado mentalmente. Bellegarde no le hizo modificar en absoluto su premisa necesaria de que todos los franceses están hechos de una sustancia hueca e imponderable; simplemente, le recordó que los materiales ligeros se pueden batir hasta conseguir un compuesto muy agradable. No podía haber dos compañeros más dispares, pero sus diferencias constituían una base excelente para una amistad cuya característica distintiva era que a ambos les resultaba enormemente entretenida.
Valentin de Bellegarde vivía en el bajo de una vieja casa de la Rue d'Anjou Saint Honoré, y sus pequeños aposentos se hallaban entre el patio de la casa y un viejo jardín que se extendía por atrás; uno de esos jardines grandes, sin sol y húmedos que uno descubre inesperadamente en París desde ventanas traseras y se pregunta cómo encuentran espacio entre las mezquinas moradas. Cuando Newman le devolvió la visita a Bellegarde, insinuó que su vivienda daba, como poco, tanta risa como la suya. Pero sus peculiaridades eran de distinto tipo a las de los salones dorados de nuestro héroe en el Boulevard Haussmann: el lugar era bajo, sombrío, estrecho, y estaba abarrotado de curiosas antigüedades. Bellegarde, aun siendo un patricio sin blanca, era un coleccionista insaciable; sus paredes estaban revestidas de herrumbrosas armas y vetustos artesones y plateles, sobre los vanos de las puertas colgaban tapices desvaídos, pieles salvajes cubrían los suelos. Aquí y allá había uno de aquellos incómodos tributos a la elegancia en los que el arte de la tapicería es tan prolífico en Francia; un hueco encortinado con una lámina de espejo en la que, entre las sombras, no se podía ver nada; un diván cuyos muchos festones y faralás impedían que uno se sentase; una pieza de chimenea bajo un drapeado de volantes y chorreras que excluía el fuego por completo. Las propiedades del joven estaban en pintoresco desorden, y el olor a cigarro, mezclado con perfumes más inescrutables, impregnaba el apartamento. A Newman se le antojaba un lugar húmedo y sombrío para vivir, y le desconcertó el carácter obstructor y fragmentario del mobiliario.
Bellegarde, siguiendo la costumbre de su país, hablaba muy generosamente de sí mismo, y desvelaba los misterios de su historia privada con mano implacable. Inevitablemente, tenía una infinidad de cosas que decir sobre las mujeres, y a menudo se abandonaba a apóstrofes sentimentales e irónicos a las autoras de sus dichas e infortunios.
-¡Ah, mujeres, mujeres, las cosas que me han llevado a hacer! -exclamaba con ojos brillantes-. ¡C’est égal; de todas las locuras y estupideces que he cometido por ellas, no me habría perdido ni una!
Sobre este tema, Newman solía mostrarse reservado; explayarse en detalle le había parecido siempre un proceder vagamente análogo al arrullo de las palomas y el parloteo de los monos, incluso contradictorio con una personalidad plenamente desarrollada. Pero las confidencias de Bellegarde le divertían sobremanera y raras veces le disgustaban, ya que el generoso joven francés no era un cínico.
-Realmente pienso -había dicho en cierta ocasión- que no soy más depravado que la mayoría de mis contemporáneos. ¡Son tolerablemente depravados, mis contemporáneos!
Decía cosas preciosas de sus amistades femeninas, y, aunque habían sido abundantes y variadas, afirmaba que en general había en ellas más de bueno que de malo. «Pero no debe usted tomarse esto como un consejo -añadía-. Soy muy poco de fiar como autoridad en la materia. Estoy predispuesto a su favor; ¡soy un idealista!» Newman le escuchaba con su sonrisa imparcial, y se alegraba, por su bien, de que tuviese excelentes sentimientos; pero mentalmente repudiaba la idea de que un francés hubiese descubierto algún mérito en el sexo amable que él no sospechase. Monsieur de Bellegarde, no obstante, no confinaba su conversación al cauce autobiográfico; interrogaba largo y tendido a nuestro héroe sobre los acontecimientos de su vida, y Newman le contó varias historias mejores que cualquiera de las que Bellegarde tenía en su surtido. De hecho, narraba su trayectoria desde el inicio con todas sus variantes, y, cuando le parecía que la credulidad de su amigo o bien sus hábitos de cortesía protestaban, se divertía realzando el tono del episodio. Newman se había unido a corros de humoristas del Oeste en torno a estufas de hierro fundido; había visto cómo los relatos «increíbles» iban creciendo sin venirse abajo, y su propia ima-ginación había aprendido el truco de ir apilando maravillas congruentes. La actitud habitual de Bellegarde acabó siendo de risueña autodefensa; para mantener su reputación de caballero francés omnisciente, dudaba de todo al por mayor. El efecto de esto era que a Newman le resultaba imposible convencerle de ciertas verdades consagradas.
-Pero los detalles carecen de importancia -dijo monsieur de Bellegarde-. Usted ha vivido, sin duda, unas cuantas aventuras sorprendentes; ha visto aspectos extraños de la vida, ha rodado de un lado a otro por todo un continente de la misma manera que yo voy y vengo por el bulevar. ¡Es usted un hombre de mundo en cuerpo y alma! Ha sufrido muchas horas de aburrimiento letal, y ha hecho cosas extremadamente desagradables: ha cavado arena, de niño, para obtener el almuerzo, y ha comido perro asado en un campamento de buscadores de oro. Se ha quedado sumando cifras durante diez horas seguidas, y ha soportado sermones metodistas con el fin de contemplar a una muchacha bonita que estaba sentada en otro banco. Todo esto es muy duro, como decimos nosotros. Pero, en cualquier caso, ha hecho algo y es usted algo; ha empleado su voluntad y ha hecho fortuna. No le ha atolondrado el libertinaje y no ha hipotecado su fortuna a las conveniencias sociales. Se toma las cosas con tranquilidad y tiene aún menos prejuicios que yo, que finjo no tener ninguno pero que en realidad tengo tres o cuatro.
Feliz usted que es un hombre fuerte y libre. Pero ¿qué diablos -preguntó el joven a modo de conclusión- se propone hacer con tales ventajas? Para aprovecharlas de verdad necesita un mundo mejor que éste. Aquí no hay nada que le merezca la pena.
-Ah, yo creo que sí lo hay -dijo Newman.
-¿De qué se trata?
-Bueno -murmuró Newman-, ¡se lo diré en algún otro momento!
De esta manera, nuestro héroe iba retrasando día a día abordar un tema que guardaba en lo más profundo de su corazón. No obstante, mientras tanto casi había llegado a serle familiar; en otras palabras, había vuelto a visitar, tres veces, a madame de Cintré. Tan sólo en dos de estas ocasiones la había encontrado en casa, y en ambas tenía otras visitas. Sus visitantes eran numerosos y extremadamente locuaces, y exigían mucha atención por parte de su anfitriona. Aun así, ésta conseguía sacar algo de tiempo para dedicárselo a Newman por medio de alguna que otra sonrisa vaga, cuya misma vaguedad agradaba a éste porque le permitía completarla mentalmente, en el momento y después, con aquellos significados que más le complacían. Se quedaba sentado sin hablar, mirando las entradas y salidas, los saludos y chismorreos de las visitas de madame de Cintré. Se sentía como si estuviese ante una obra de teatro, y como si al hablar fuese a interrumpir; a veces deseaba tener un libreto para seguir el diálogo, y en parte esperaba que saliese una mujer con una cofia blanca y cintas de color rosa ofreciéndole uno al precio de dos francos. Algunas de las damas le miraban con mucha firmeza... o con mucha suavidad, según se quiera entender; otras parecían profundamente ajenas a su presencia. Los hombres sólo miraban a madame de Cintré: esto era inevitable, pues, se la considerase o no hermosa, ocupaba y llenaba por completo el campo visual de uno, lo mismo que un sonido agradable colma el oído. Newman apenas cruzó con ella veinte palabras precisas, pero se llevó consigo una impresión a la que solemnes promesas no podrían haber dado un valor más alto. Ella formaba parte, tanto como sus acompañantes, de la obra a cuya representación él asistía; pero ¡cómo ocupaba el escenario, y cuánto mejor lo hacía ella! Ya se levantase o se sentase, o acompañase a la puerta a los amigos que se marchaban, apartando a su paso la pesada cortina, siguiéndoles un instante con la mirada y dándoles el último saludo, o se recostase en la silla con los brazos cruzados y los ojos en descanso mientras escuchaba y sonreía a la vez, a Newman le hacía sentir que le gustaría tenerla siempre ante él, en lento desplazamiento por toda la escala de las expresiones de hospitalidad. Si esto pudiera ocurrir para él, estaría bien; si ocurriese por él, ¡estaría aún mejor! ¡Era tan alta y aun así tan ligera, a la vez tan activa y serena, elegante y sencilla, franca y misteriosa! Era el misterio -lo que ella era fuera del escenario, por así decirlo- lo que más le interesaba a Newman. No podría haber dicho cuál era su autorización para hablar de misterios; de haber tenido el hábito de expresarse con figuras poéticas, quizá habría dicho que al observar a madame de Cintré le parecía ver el halo borroso que a veces rodea al disco semilleno de la luna. No es que fuese reservada; por el contrario, era tan diáfana como el agua que fluye. Pero Newman estaba seguro de que poseía cualidades que ni ella misma sospechaba.
Por varios motivos, Newman se había abstenido de contarle algunas de estas cosas a Bellegarde. Un motivo era que antes de emprender una acción siempre era circunspecto, conjetural, contemplativo; era poco vehemente, como correspondía a un hombre que sabía que cuando empezaba a moverse en serio caminaba con paso largo. Y además, sencillamente, le gustaba no hablar; le tenía ocupado, le estimulaba. Pero un día Belle-garde había estado cenando con él en un restaurante, y la sobremesa había sido larga. Al levantarse, Bellegarde sugirió que, para terminar la velada, fuesen a ver a madame Dandelard. Madame Dandelard era una damita italiana que se había casado con un francés que resultó ser un calavera y un bruto y el tormento de su vida. Su marido se había gastado todo su dinero, y entonces, sin medios para procurarse placeres más caros, se había aficionado a darle palizas en sus ratos muertos. En algún lugar tenía un cardenal que enseñaba a varias personas, incluido Bellegarde. Consiguió separarse de su marido, reunió las sobras de su fortuna (eran muy escasas) y se vino a vivir a Paris, donde se hospedaba en un hôtel garni*. Siempre estaba buscando apartamento, y visitaba con actitud inquisitiva los de otras personas. Era muy bonita, muy aniñada, y hacía extraordinarios comentarios. Bellegarde había entablado relaciones con ella, y la fuente de su interés era, según su propia confesión, la curiosidad respecto a qué habría de ocurrirle.
-Es pobre, es bonita, y es tonta -decía-; me parece que sólo puede ir por un camino. Es una pena, pero no tiene remedio. Le daré seis meses. No tiene nada que temer de mí, pero estoy observando el proceso. Siento curiosidad por ver cómo irán las cosas. Sí, sé lo que me va a decir usted: este horrible París le endurece a uno el corazón. ¡Pero agudiza el ingenio y termina por enseñarle a uno a observar con sutileza! Ver cómo se va interpretando ahora el pequeño drama de esta mujercita supone para mí un placer intelectual.
-Si se va a echar a perder -había dicho Newman-, debería usted pararla.
-¿Pararla? ¿Cómo pararla?
-Hable con ella; dele buenos consejos.
Bellegarde se rió.
-¡Dios nos salve a los dos! ¡Imagínese la situación! Vaya usted mismo a darle consejos.
Había sido después de esto cuando Newman había ido con Bellegarde a ver a madame Dandelard. Al marcharse, Bellegarde le reprochó a su acompañante:
-¿Qué hay de su famoso consejo? No escuché ni una sola palabra.
-Bah, renuncio a ello -se limitó a decir Newman.
-¡Entonces es usted tan malo como yo! -dijo Bellegarde.
-No, porque yo no saco un «placer intelectual» de sus posibles aventuras. No quiero ver ni por asomo cómo cae cuesta abajo. Prefiero mirar a otro lado. Pero ¿por qué -preguntó, acto seguido- no hace que vaya su hermana a verla?
Bellegarde le miró fijamente.
-¿Ir a ver a madame Dandelard... mi hermana?
-Podría dar muy buenos resultados que hablase con ella.
Bellegarde sacudió la cabeza con una seriedad repentina.
-Mi hermana no puede ver a este tipo de personas. Madame Dandelard no es nada; nunca se conocerían.
-Habría pensado -dijo Newman- que su hermana puede ver a quien le plazca.
Y decidió para sus adentros que, cuando la conociese un poco mejor, le pediría a madame de Cintré que fuese a hablar con la absurda damita italiana.
Después de la cena con Bellegarde en la ocasión que he mencionado, puso objeciones a la sugerencia de su amigo de que volviesen a escuchar cómo describía madame Dandelard sus desgracias y sus magulladuras.
-Se me ocurre algo mejor -dijo-; venga conmigo a casa y concluya la velada frente a mi chimenea.
Bellegarde siempre daba la bienvenida a la perspectiva de un largo trecho de conversación, y al poco rato los dos hombres estaban sentados, contemplando la gran hoguera que difundía sus destellos por los altos ornamentos del salón de baile de Newman.
CAPÍTULO VIII
-Cuénteme algo de su hermana -dijo bruscamente Newman.
Bellegarde se dio la vuelta y le echó un vistazo fugaz.
-Ahora que lo pienso, hasta ahora nunca me ha preguntado nada sobre ella.
-Lo sé muy bien.
-Si es porque no se fía usted de mí, tiene toda la razón -dijo Bellegarde-. No puedo hablar de ella racionalmente. La admiro demasiado.
-Hable de ella como pueda -replicó Newman-. Déjese llevar.
-Bueno, somos muy buenos amigos; somos un hermano y una hermana como no se conocen desde Orestes y Electra. Usted la ha visto; sabe cómo es: alta, delgada, liviana, imponente y afable, mitad grande dame y mitad ángel; una mezcla de orgullo y humildad, de águila y paloma. Se parece a una estatua que no está lograda en su condición de piedra y que, resignada ante sus grandes deficiencias, ha cobrado una vida de carne y hueso para llevar capas blancas y largas colas. Tan sólo puedo decir que realmente posee cada uno de los méritos que su rostro, su mirada, su sonrisa y el tono de su voz prometen; y eso ya es decir mucho. En general, cuando una mujer parece muy encantadora, yo diría: «¡Cuidado!». Pero en la misma proporción en que Claire parece encantadora, uno se puede cruzar de brazos y dejarse llevar por la corriente; no hay peligro. ¡Es tan buena! Nunca he visto a una mujer que sea ni la mitad de perfecta ni tan completa. Lo tiene todo; eso es lo único que puedo decir de ella. ¡Ya lo ve! -concluyó Bellegarde-. Le dije que hablaría con entusiasmo.
Newman guardó silencio unos instantes, como si estuviera dando vueltas a las palabras de su compañero.
-Es muy buena, ¿eh? -repitió al fin.
-¡Divinamente buena!
-¿Bondadosa, caritativa, dulce, generosa?
¡La generosidad misma; la bondad elevada al cuadrado!
-¿Es lista?
-Es la mujer más inteligente que conozco. Póngala a prueba algún día con algo difícil y ya verá.
-¿Le gusta ser admirada?
-Parbleu! -exclamó Bellegarde-; ¿a qué mujer no?
-Ah, cuando le tienen demasiado apego a la admiración cometen todo tipo de insensateces para obtenerla.
-¡Yo no he dicho que le tuviese demasiado apego! -exclamó Bellegarde-. Dios me libre de decir algo tan estúpido. ¡No es demasiado nada! Si fuese a decir que es fea, no me referiría a que es demasiado fea. Le gusta complacer, y si complace a alguien se siente agradecida. Si no, lo deja pasar y no piensa mal ni del otro ni de sí misma. No obstante, supongo que espera complacer a los santos del cielo, porque estoy seguro de que es incapaz de intentar agradar por ningún medio que ellos reprobasen.
-¿Es seria o alegre? -preguntó Newman.
Ambas cosas; no de manera alternativa, ya que siempre está igual. Hay seriedad en su alegría, y alegría en su seriedad. Pero no hay ninguna razón para que esté especialmente alegre.
-¿Es infeliz?
-No diré que lo es, porque la infelicidad depende de cómo se tome uno las cosas, y Claire se las toma siguiendo alguna fórmula que le haya podido comunicar la Santa Virgen en una revelación. Ser infeliz es ser desagradable, cosa que, para ella, está descartada. Así que ha dispuesto sus circunstancias de tal modo que pueda ser feliz con ellas.
-Es una filósofa -dijo Newman.
-No; sencillamente, es una mujer encantadora.
-En cualquier caso, ¿sus circunstancias han sido desagradables?
Bellegarde vaciló un momento, cosa que raramente hacía.
-Ah, querido amigo, si entro en la historia de mi familia habré de darle más de lo que espera.
-No, todo lo contrario, eso es lo que espero -dijo Newman.
-Entonces tendremos que fijar una sesión especial, y empezar temprano. Por ahora, baste con decir que Claire no ha dormido en un lecho de rosas. Contrajo, a los dieciocho años, un matrimonio que se esperaba que fuese espléndido, pero que resultó ser como una lámpara que se apaga: todo humo y mal olor. Monsieur Cintré tenía sesenta años y era un caballero odioso. Con todo, vivió poco tiempo, y después de su muerte su familia se abalanzó sobre su dinero, entabló un pleito contra su viuda y presionó al máximo. Su pleito tenía todas las de ganar, ya que resultó que monsieur Cintré, que había sido el administrador legal de algunos de sus parientes, había incurrido en prácticas muy irregulares. En el transcurso del juicio, se revelaron unos datos de su historia privada que a mi hermana le parecieron tan desagradables que dejó de defenderse y se lavó las manos en cuanto concernía a la propiedad. Esto exigía cierto valor, ya que estaba entre dos fuegos: la familia de su marido contra ella, y su propia familia forzándola. Mi madre y mi hermano querían que se aferrase a lo que consideraban que eran sus derechos. Pero ella se resistió firmemente, y al final compró su libertad: consiguió que mi madre accediese a que abandonase el pleito al precio de una promesa.
-¿Cuál fue la promesa?
-Hacer, durante los diez años siguientes, todo aquello que se le pidiese... esto es, todo excepto casarse.
-¿Tanto aborrecía a su marido?
-¡Nadie sabe hasta qué punto!
-¿El matrimonio se había celebrado siguiendo esa horrible costumbre francesa -continuó Newman-, organizado por ambas familias, sin darle a ella voz alguna?
-Fue un capítulo digno de una novela. Vio por vez primera a monsieur de Cintré un mes antes de la boda, cuando todo, hasta el más nimio de los detalles, estaba ya dispuesto. Al mirarle se puso pálida, y pálida se quedó hasta el día de su boda. La víspera de la ceremonia se desmayó, y pasó toda la noche sumida en sollozos. Mi madre se quedó con ella, cogiéndole las manos, y mi hermano estuvo paseándose de un extremo a otro de la habitación. Yo manifesté que todo ello era repugnante, y le dije públicamente a mi hermana que, si se negaba en redondo, yo la apoyaría. Me dijeron que me ocupase de mis asuntos, y se convirtió en la condesa de Cintré.
-Su hermano -dijo Newman con tono reflexivo- debe de ser un joven muy agradable.
-Es muy agradable*, pero no es joven. Tiene más de cincuenta años; me saca quince años. Ha sido como un padre para mi hermana y para mí. Es un hombre excepcional; tiene los mejores modales de toda Francia. Es extremadamente listo; sin duda, es muy culto. Está escribiendo la historia de Las princesas de Francia que nunca se casaron.
Esto fue dicho por Bellegarde con extrema gravedad, mirando a Newman a los ojos y con una expresión que no denotaba ninguna reserva mental; o, al menos, que casi no denotaba ninguna.
Es posible que Newman descubriese la poca que había, pues al poco rato dijo:
-Usted no quiere a su hermano.
-Discúlpeme -dijo Bellegarde ceremoniosamente-; la gente de buena crianza siempre quiere a sus hermanos.
-¡Bueno, pues yo no le quiero! -respondió Newman.
-¡Espere a conocerle! -replicó Bellegarde, y esta vez sonrió.
-¿Su madre también es excepcional? -preguntó Newman tras una pausa.
-Por mi madre -dijo Bellegarde, esta vez con una intensa solemnidad- siento la mayor de las admiraciones. Es una mujer extraordinaria. No se puede uno acercar a ella sin percibirlo.
-Es hija, según tengo entendido, de un noble inglés.
-Del conde de Saint Dunstan's.
-¿Es muy antigua la familia del conde de Saint Dunstan's?
-Más o menos; siglo dieciséis. Por el lado de mi padre es por donde nos remontamos hacia atrás... muy, muy atrás. Hasta los anticuarios de la familia se quedan sin aliento. Al final se detienen, jadeando y abanicándose, por ahí por el siglo noveno, en la época de Carlomagno. Ahí es cuando empezamos.
-¿No hay ningún error? -dijo Newman.
-Espero que no, sin duda. De ser así, habremos estado equivocados durante varios siglos.
-¿Y siempre se han casado con familias antiguas?
-Como norma, sí, aunque en un período de tiempo tan largo ha habido excepciones. Tres o cuatro Bellegardes, en los siglos XVII y XVIII, tomaron esposas de la bourgeoisie: se casaron con hijas de abogados.
-La hija de un abogado; eso está muy mal, ¿no? -preguntó Newman.
-¡Horrible! Uno de nosotros, en la Edad Media, hizo mejor las cosas: se casó con una mendiga del servicio, como el rey Cophetua*. Realmente, eso estuvo mejor; era como casarse con un pájaro o con un mono; no había que pensar para nada en su familia. Nuestras mujeres siempre han hecho bien las cosas; ni siquiera han entrado en la petite noblesse. Que yo sepa, entre las mujeres no hay constancia de ninguna alianza malograda.
Newman estuvo dándole vueltas a esto durante un rato, y al final dijo:
-La primera vez que vino usted a verme, se ofreció a hacer me cualquier favor que estuviese a su alcance. Le dije que en algún momento le diría algo que podría hacer. ¿Lo recuerda?
-¿Recordarlo? Vengo contando cada minuto desde entonces.
-Muy bien; aquí está su oportunidad. Haga lo que pueda para conseguir que su hermana tenga una buena opinión de mí.
Bellegarde le miró fijamente, sonriendo.
-Vaya, estoy seguro de que ya le merece la mejor opinión posible.
-¿Una opinión basada en que me ha visto tres o cuatro veces? Me da por zanjado con muy poca cosa. Quiero algo más. Lo he pensado bastante, y al fin he decidido decírselo a usted. Me gustaría mucho casarme con madame de Cintré.
Bellegarde le había estado mirando con animada expectación, y con la misma sonrisa con la que había recibido la alusión de Newman a su promesa de pedirle algo. Ante esta última declaración siguió con la mirada fija, pero su sonrisa recorrió tres o cuatro fases curiosas. Sintió, en apariencia, un impulso pasajero a ensancharse, pero inmediatamente lo reprimió. Después, la sonrisa estuvo consultando consigo misma durante unos instantes, al término de los cuales decretó la retirada. Se borró lentamente y dejó tras de sí una expresión de seriedad modificada por el deseo de no ser grosera. Una sorpresa extrema había irrumpido en la cara del conde Valentin, pero había reflexionado que sería descortés dejarla ahí. Sin embargo, ¿qué demonios iba a hacer con ella? Se levantó, en plena agitación, y se puso frente a la chimenea, sin dejar de mirar a Newman. Estuvo más tiempo pensando qué decir del que cabría haber esperado.
-Si no puede usted hacerme el favor que le pido -dijo Newman-, ¡dígalo!
-Déjeme oírlo una vez más, con claridad -dijo Bellegarde-. Es muy importante, ¿sabe? Defenderé su causa ante mi hermana, porque usted quiere... quiere... ¿casarse con ella? Es eso, ¿no?
-Bueno, no digo exactamente que defienda mi causa; intentaré hacerlo yo mismo. Pero de vez en cuando diga un par de cosas en mi favor... hágale saber que tiene usted buena opinión de mí.
Al oír esto, Bellegarde soltó una leve risita.
-Al fin y al cabo, lo que quiero -siguió Newman- es, fundamentalmente, tan sólo hacerle saber lo que tengo en la cabeza. Supongo que eso es lo que esperan de uno, ¿no? Quiero hacer lo que sea habitual aquí. Si hay que hacer algo en particular, hágamelo saber y lo haré. Por nada del mundo me acercaría a madame de Cintré sin guardar las formas correctas. Si he de ir a decírselo a su madre, pues iré y se lo diré. Incluso iré a decírselo a su hermano. Iré a decírselo a todo aquel que usted me diga. Como no conozco a nadie más, empiezo por decírselo a usted. Pero esto, aunque sea una obligación social, también es un placer.
-Sí, ya veo... ya veo -dijo Bellegarde, acariciándose suavemente la barbilla-. Tiene usted una opinión muy exacta del asunto, pero me alegro de que haya empezado conmigo -hizo una pausa, titubeó y después se dio la vuelta y cruzó lentamente la habitación.
Newman se levantó y se apoyó contra la repisa de la chimenea con las manos metidas en los bolsillos, mientras observaba el paseo de Bellegarde. El joven francés volvió y se detuvo frente a él.
-Me rindo -dijo-; no voy a fingir que no estoy sorprendido. Lo estoy... ¡enormemente! ¡Uf! ¡Vaya alivio!
-Este tipo de noticias siempre es una sorpresa -dijo Newman-. Hagas lo que hagas, la gente nunca está preparada. Pero aunque se sorprenda tanto, al menos espero que le complazca.
-¡Bueno! -dijo Bellegarde-. Voy a ser absolutamente sincero. No sé si me complace o si me horroriza.
-Si le complace, me animará -dijo Newman-, y me sentiré... estimulado. Si le horroriza lo lamentaré, pero no habré de desanimarme. Sáquele el mejor partido que pueda.
-Eso es cierto; no le cabe otra actitud. ¿Va usted absolutamente en serio?
-¿Acaso soy francés, para que no sea así? -preguntó Newman-. Pero ¿qué motivo iba a tener usted, dicho sea de paso, para horrorizarse?
Bellegarde se llevó la mano a la nuca y se frotó rápidamente la cabellera de arriba abajo, sacando a la vez la punta de la lengua.
-Vaya, no es usted noble, por ejemplo -dijo.
-¡Que me aspen si no lo soy!
-Ah -dijo Bellegarde, un poco más serio-, no sabía que tuviese usted un título.
-¿Un título? ¿A qué se refiere con un título? -preguntó Newman-. ¿Un conde, un duque, un marqués? No sé nada de eso, no sé quién lo es y quién no. Pero digo que soy noble. No sé con exactitud a qué se refiere usted con ello, pero es una palabra hermosa y una hermosa idea; la reclamo para mí.
-Pero ¿qué puede enseñar usted, mi querido amigo; qué pruebas tiene?
-¡Lo que usted quiera! Pero no vaya a suponer que voy a intentar demostrar que soy noble. Le corresponde a usted demostrar lo contrario.
-Eso es muy fácil. Ha fabricado pilas de baño.
Newman le miró fijamente un momento.
-¿Y por eso no soy noble? No acierto a verlo. Dígame algo que no haya hecho, algo que no pueda hacer.
-No se puede usted casar con una mujer como madame de Cintré tan sólo con pedirlo.
-Supongo que quiere decir -dijo lentamente Newman- que no soy lo bastante bueno.
-Hablando con crudeza... ¡sí!
Bellegarde había vacilado un momento, y mientras vacilaba la atenta mirada de Newman se había vuelto un tanto ansiosa. En respuesta a estas últimas palabras, por un instante no dijo nada. Simplemente, se sonrojó un poco. Después alzó la vista y se quedó mirando a uno de los sonrosados querubines que estaban pintados en el techo.
-Por supuesto, no espero casarme con una mujer sólo con pedirlo -dijo al fin-; primero, espero llegar a merecer su aceptación. Para empezar, le tengo que gustar. Pero que yo no sea lo suficientemente bueno como para hacer la prueba es toda una sorpresa.
En la expresión de Bellegarde se entremezclaban perplejidad, simpatía y diversión.
-Entonces, ¿usted no dudaría en acercarse mañana a una duquesa para pedirle que se casase con usted?
-Si pensara que me conviene, no. Pero soy muy exigente; podría ser que no me conviniese en absoluto.
La diversión empezó a prevalecer en Bellegarde.
-¿Y se quedaría usted sorprendido si le rechazase?
Newman titubeó un instante.
-Suena fatuo decir que sí, pero, con todo, creo que así es. Porque le haría una oferta muy generosa.
-¿Cuál sería?
-Todo lo que ella deseara. Si consigo una mujer que esté a la altura de mis exigencias, nada me parecerá lo bastante bueno para ella. Llevo mirando mucho tiempo, y creo que las mujeres así son infrecuentes. Parece que es difícil reunir las cualidades que exijo, pero vencer la dificultad merece una recompensa. Mi esposa tendrá una buena posición, y no temo decir que habré de ser un buen marido.
-Y esas cualidades que exige usted, ¿cuáles son?
-Bondad, belleza, inteligencia, una buena educación, elegancia personal... en una palabra, todo lo que adorna a una mujer espléndida.
-Y buena cuna, evidentemente -dijo Bellegarde.
-Ah, si la hay, inclúyala en el lote, sin duda. ¡Cuanto más, mejor!
-¿Y le parece que mi hermana tiene todas esas cosas?
-Es exactamente lo que he estado buscando. Es mi sueño hecho realidad.
-¿Y sería usted muy buen marido?
-Eso es lo que quería que usted le dijese.
Bellegarde puso por un momento la mano sobre el brazo de su amigo, le miró de arriba abajo con la cabeza ladeada y, a continuación, con una sonora risotada y sacudiendo la otra mano en el aire, se apartó. Volvió a cruzar la habitación, y de nuevo regresó y se apostó frente a Newman.
-Todo esto es muy interesante... es muy curioso. En lo que acabo de decir no estaba hablando por mí mismo, sino por mis tradiciones, mis supersticiones. En cuanto a mí, a decir verdad, su propuesta me agrada. Al principio me sobresaltó, pero cuanto más lo pienso mejor me parece. Es inútil que intente explicarle nada; no me entendería. Al fin y al cabo, no veo qué necesidad hay en ello; no se pierde gran cosa.
-¡Si queda algo por explicar, inténtelo! Quiero avanzar con los ojos abiertos. Haré todo lo que pueda por entender.
-No -dijo Bellegarde-, me resulta desagradable; renuncio. Me gustó usted la primera vez que le vi, y a eso me voy a atener.
Sería detestable por mi parte que me pusiera a hablar con usted como si pudiese favorecerle. Le he dicho antes que le envidio; vous m'imposez, como decimos aquí. No le conocía demasiado hasta hace cinco minutos. Así que dejaremos que las cosas fluyan, y no le diré nada que, si nuestras situaciones se intercambiasen, usted no me diría.
No sé si, al renunciar a la misteriosa oportunidad a la que aludió, Bellegarde pensó que estaba haciendo algo muy generoso. De ser así, no tuvo recompensa; su generosidad pasó desapercibida. Newman no supo reconocer el poder del joven francés para herir sus sentimientos, y no tenía ninguna sensación de estar escapándose o zafándose con facilidad. No le dio las gracias a su amigo, ni siquiera con una mirada.
-Aun así, tengo los ojos bien abiertos -dijo-, porque prácticamente me ha venido usted a decir que su familia y sus amigos me tratarán con desdén. Nunca he pensado mucho en las razones que justifican que la gente sea desdeñosa, y por tanto sólo puedo llegar a una conclusión improvisada. Analizándolo de este modo, no consigo ver nada en ello. Sencillamente pienso, si quiere saberlo, que valgo tanto como el que más. Respecto a quiénes sean los mejores, no pretendo decirlo. Tampoco lo he pensado mucho. A decir verdad, siempre he tenido una opinión bastante buena de mí mismo; un hombre de éxito no lo puede evitar. Pero admito que he sido presuntuoso. A lo que no respondo «sí» es a que yo no esté en lo alto, tan en lo alto como cualquiera. Es un hilo especulativo que yo no habría elegido, pero debe recordar que fue usted quien lo inició. Jamás habría pensado que estuviese a la defensiva ni que tuviese que justificarme; pero si es así como lo quiere su gente, haré todo lo que esté en mis manos.
-Hace un rato se ofreció a cortejar, como decimos nosotros, a mi madre y a mi hermano.
¡Maldita sea! -exclamó Newman-, quiero portarme con educación.
-¡Bien! -replicó Bellegarde-; esto va a llegar muy lejos, va a ser muy entretenido. Disculpe que hable de ello de manera tan despiadada, pero para mí, forzosamente, el asunto tiene algo de espectáculo. Qué duda cabe, es emocionante. Pero aparte de eso simpatizo con usted, y en la medida de lo posible ejerceré de actor tanto como de espectador. Es usted un tipo de primera; creo en usted y le apoyo. El mero hecho de que aprecie usted a mi hermana será esa prueba que le estaba pidiendo. Todos los hombres son iguales, ¡sobre todo los hombres de buen gusto!
-¿Piensa usted -preguntó entonces Newman- que madame de Cintré está decidida a no casarse?
-Ésa es mi impresión. Pero eso no obra en contra de usted; a usted le corresponde hacerle cambiar de opinión.
-Me temo que será difícil -dijo Newman con gravedad.
-No creo que vaya a ser fácil. En términos generales, no veo por qué una viuda tendría que volver a casarse. Ha conseguido los beneficios del matrimonio (libertad y respeto) y se ha librado de los inconvenientes. ¿Por qué iba a meter de nuevo el cuello en el lazo? Su motivo habitual es la ambición; si un hombre le puede ofrecer una gran posición, convertirla en princesa o en embajadora, puede que le parezca una compensación sufi-ciente.
-Y, en ese sentido, ¿madame de Cintré es ambiciosa?
-Quién sabe -dijo Bellegarde, encogiéndose de hombros-. No pretendo decir todo lo que ella es o todo lo que no es. Creo que puede sentirse emocionada ante la perspectiva de convertirse en la esposa de un gran hombre. Pero creo que, en cierto sentido, haga lo que haga será lo improbable. No se confie demasiado, pero tampoco dude absolutamente. Su mejor baza para el éxito será, precisamente, que ella le considere insólito, inesperado, original. No intente ser otra persona; sea simplemente usted, de arriba abajo. Es imposible que no salga nada de ahí; siento una gran curiosidad por ver de qué se trata.
-Le estoy muy agradecido por su consejo -dijo Newman-. Y -añadió con una sonrisa- me alegro por usted de que yo vaya a ser tan divertido.
-Será algo más que divertido -dijo Bellegarde-; será estimulante. Yo lo miro desde mi punto de vista, y usted desde el suyo. ¡Al fin y al cabo, todo sea por un cambio! ¡Y pensar que tan sólo ayer estaba bostezando como para dislocarme la mandíbula, y afirmando que no hay nada nuevo bajo el sol! O mucho me equivoco, o es toda una novedad verle entrar a usted en la familia como pretendiente. Permítame decirlo, querido amigo; no le daré ningún otro nombre, ni bueno ni malo; me limitaré a decir que es nuevo -y agotado por la sensación de novedad que se presagiaba, Valentin de Bellegarde se precipitó sobre una mullida butaca frente al fuego, y, con una intensa sonrisa inmóvil, parecía que estaba teniendo una visión de todo ello en la llama de los troncos. Al cabo de un rato alzó la mirada-. Adelante, amigo mío; le acompañan mis mejores deseos -continuó-. Pero es una verdadera lástima que no me entienda, que no sepa qué es exactamente lo que estoy haciendo.
-Ah -dijo Newman entre risas-, no haga nada malo. Mejor, déjeme a mis anchas o bien desafíeme abiertamente. Jamás pondría un peso sobre su conciencia.
Bellegarde volvió a levantarse de un salto; era obvio que estaba muy animado; el brillo de su mirada era aún más cálido que de costumbre.
-Nunca entenderá... nunca sabrá -dijo-; y si sale airoso y resulta que yo le he ayudado, nunca me lo agradecerá, no como mereceré que lo haga. Siempre será usted un tipo excelente, pero no será agradecido. Aunque no importa, porque yo le sacaré mi propia diversión a todo esto -y prorrumpió en una carcajada extravagante-. Parece usted perplejo -añadió-; casi parece asustado.
-Es realmente una lástima -dijo Newman- que no le entienda. Me voy a perder unos chistes buenísimos.
-Le dije, recuerde, que éramos unas personas muy extrañas -siguió Bellegarde-. Vuelvo a advertirle. ¡Lo somos! Mi madre es extraña, mi hermano es extraño, y sinceramente pienso que yo soy más extraño que cualquiera de los dos. Incluso mi hermana le parecerá un poco extraña. Los árboles viejos tienen ramas torcidas, las casas viejas tienen grietas curiosas, las viejas estirpes tienen raros secretos. ¡Recuerde que tenemos ochocientos años!
-Muy bien -dijo Newman-; para eso vine a Europa, en busca de cosas de ese tipo. Encajan ustedes con mi programa.
-Touchez-là, entonces -dijo Bellegarde, tendiéndole la mano-. Es un trato: le acepto; abrazo su causa. Se debe en gran medida a que le aprecio, pero no es ésta la única razón -y siguió sosteniendo la mano de Newman y mirándole al sesgo.
-¿Cuál es la otra?
-Formo parte de la oposición. Hay una persona que me desagrada.
-¿Su hermano? -preguntó Newman con su entonación plana.
Bellegarde se llevó el dedo a los labios y susurró: «¡Chitón!».
-¡Las viejas razas tienen extraños secretos! -dijo-. ¡Póngase en marcha, venga a ver a mi hermana y confíe en que cuenta con mi simpatía!
Y tras esto se marchó.
Newman se dejó caer en una butaca frente a su chimenea, y se quedó un largo rato con la mirada perdida entre las llamas.
CAPÍTULO IX
Al día siguiente fue a ver a madame de Cintré, y el criado le informó de que se hallaba en casa. Como de costumbre, pasó por la gran escalera gélida y después por un amplio vestíbulo, cuyas paredes parecían todas ellas compuestas por pequeños cuarterones con un toque de dorado descolorido hacía tiempo; de ahí se le hizo pasar a la sala de estar donde ya había sido recibido. Estaba vacía, y el criado le dijo que madame la Comtesse saldría en seguida. Tuvo tiempo, mientras esperaba, de preguntarse si Bellegarde habría visto a su hermana desde la noche anterior, y si en tal caso le habría hablado de su conversación. De ser así, que le recibiese madame de Cintré era alentador. Sintió cierto azoramiento al pensar que quizá ella entrase con la expresión en los ojos de conocer su profunda admiración y el proyecto que sobre ella había erigido; pero la sensación no era desagradable. Su rostro era incapaz de exhibir nada que le quitase hermosura, y tenía de antemano la certeza de que, se tomase como se tomase la proposición que tenía en reserva, no se la tomaría con escarnio ni con ironía. Tenía la impresión de que, con que pudiese apenas leer en el fondo de su corazón y medir la magnitud de su buena voluntad hacia ella, sería absolutamente bondadosa.
Al fin entró, después de un lapso tan largo que Newman se preguntó si no habría estado dudando. Madame de Cintré le sonrió con su habitual franqueza y le tendió la mano; le miró a la cara con sus ojos suaves y luminosos, y dijo, sin el menor asomo de temblor en la voz, que se alegraba de verle y que esperaba que estuviese bien. Newman encontró en ella lo que ya había encontrado antes: aquel leve perfume de una timidez personal atenuada por el contacto con el mundo, pero tanto más perceptible cuanto más se acercaba uno a ella. Este persistente recato parecía darle un valor especial a lo que de inequívoco y confiado había en su conducta; hacía que pareciese un don, un bello talento, algo que cabría comparar con un exquisito toque de un pianista. Era, de hecho, la «autoridad» de madame de Cintré, como dicen de los artistas, lo que especialmente impresionaba y fascinaba a Newman; siempre volvía a sospechar que, cuando se completase tomando una esposa, era ésta la versión de sí mismo que le gustaría que su esposa le ofreciese al mundo. El único problema era, claro está, que al ser el instrumento tan perfecto se interponía demasiado entre uno mismo y el genio que lo utilizaba. Newman percibía en madame de Cintré una educación minuciosa, el paso por misteriosas ceremonias y procesos de cultura en su juventud, una hechura y una adaptación fruto de ciertas necesidades sociales sublimes. Todo esto, como ya he dicho, la hacían parecer rara y preciosa: un artículo muy caro, como habría dicho Newman, y cuya posesión sería sumamente agradable para un hombre con la ambición de rodearse de todo lo mejor. Pero contemplando la cuestión con vistas a la felicidad privada, Newman se preguntó dónde, en mezcla tan exquisita, trazaban naturaleza y arte su línea divisoria. ¿Dónde se separaba la intención especial del hábito de los buenos modales? ¿Dónde acababa la cortesía y empezaba la sinceridad? Newman se hizo estas preguntas aun cuando estaba dispuesto a aceptar el admirado objeto en toda su complejidad; pensaba que podía hacerlo con absoluta confianza y que ya examinaría después, sin prisas, su mecanismo.
-Me alegro mucho de encontrarla a solas -dijo-. Ya sabe que hasta ahora no he tenido nunca tanta suerte.
-Pues parecía usted muy satisfecho con su suerte -dijo madame de Cintré-. Ha estado sentándose y observando a mis visitas con un aire de plácido disfrute. ¿Qué le han parecido?
-Bueno, las damas me han parecido muy elegantes y muy dignas, y asombrosamente agudas en las réplicas. Pero lo que más he pensado ha sido que no hacen sino ayudarme a admirarla a usted. -No era galantería por parte de Newman, arte éste en el que no estaba en absoluto versado. Era, sencillamente, el instinto del hombre práctico que había decidido lo que quería y estaba empezando ahora a dar pasos activos para obtenerlo.
Madame de Cintré dio un ligero respingo y arqueó las cejas; evidentemente, no se esperaba un cumplido tan fervoroso.
-Ah, en ese caso -dijo con una risa-, que me encuentre usted sola no me trae buena suerte. Espero que alguien entre pronto.
-Espero que no -dijo Newman-. Tengo algo especial que decirle. ¿Ha visto usted a su hermano?
-Sí; le vi hace una hora.
-¿Le dijo que me vio anoche?
-Eso dijo.
-¿Y le contó de qué estuvimos hablando?
Madame de Cintré vaciló un instante. Mientras Newman le hacía estas preguntas había palidecido un poco, como si estimase necesario lo que venía a continuación, pero no agradable.
-¿Le dio usted un recado para mí? -preguntó.
-No era exactamente un recado; le pedí que me hiciera un favor.
-El favor consistía en cantar sus virtudes, ¿no es así? -y madame de Cintré acompañó la pregunta con una sonrisita, como para facilitarse las cosas.
-Sí, en realidad se reduce a eso -dijo Newman-. ¿Ha cantado mis virtudes?
-Habló muy bien de usted. Aunque, sabiendo que obedecía a una petición especial, debo, por supuesto, tomarme su panegírico con reservas.
-Ah, eso no cambia las cosas -dijo Newman-. Su hermano no habría hablado bien de mí si no creyese lo que estaba diciendo. Es demasiado honrado para eso.
-Usted es muy astuto, ¿no? -preguntó madame de Cintré-. ¿Intenta complacerme alabando a mi hermano? Confieso que es un buen método.
-Para mí, cualquier método que tenga éxito será bueno. Me pasaré el día entero alabando a su hermano, si eso ha de ayudarme. Es un tipo noble. Me ha hecho sentir, al prometerme que haría todo lo posible por ayudarme, que puedo confiar en él.
-No le dé demasiada importancia a eso -dijo madame de Cintré-. Muy poco le puede ayudar.
-Naturalmente, debo abrirme camino yo solo. Lo sé muy bien; tan sólo quiero una oportunidad para hacerlo. Después de lo que le dijo, que usted consienta en verme casi parece como darme una oportunidad.
-Le veo -dijo madame de Cintré lenta y gravemente- porque le prometí a mi hermano que lo haría.
-¡Bendito sea su hermano! -exclamó Newman-. Lo que le dije anoche fue lo siguiente: que la admiraba más que a ninguna mujer que haya visto nunca, y que me gustaría enormemente convertirla en mi esposa -pronunció estas palabras con gran claridad y firmeza, sin confusión alguna.
Estaba embebido en su idea, la había domado por completo, y parecía estar mirando a madame de Cintré y toda su elegancia concentrada desde las alturas de su tonificante buena conciencia. Es probable que no hubiese podido dar con nada mejor que estos aires y este porte concretos. Pero la sonrisa leve, forzada de manera apenas perceptible, con que su acompañante le había escuchado se fue borrando, y entonces empezó a mirarle con los labios entreabiertos y un semblante tan solemne como el de una máscara trágica. Sin duda, había algo que le resultaba muy doloroso en la escena a la que Newman la estaba sometiendo, y aun así su impaciencia no se traducía en una voz de enfado. Newman se preguntó si le estaría haciendo daño; no conseguía imaginarse por qué la generosa devoción que intentaba expresarle habría de serle antipática. Se levantó y se puso frente a ella, apoyando una mano sobre la chimenea.
-Ya sé que la he visto demasiado poco para decirle esto, tan poco que tal vez lo que digo suene irrespetuoso. ¡Ésa es mi desgracia! Lo podría haber dicho la primera vez que la vi. En realidad, ya la había visto antes; la había visto con la imaginación; casi me pareció una vieja amiga. Así pues, lo que digo no son meras galanterías, ni cumplidos ni tonterías: no puedo hablar así, no sé hacerlo y, aunque pudiese, no lo haría con usted. Esto es tan serio como cabe ser a las palabras de este tipo. Me siento como si la conociera y supiese qué hermosa y admirable mujer es usted. Quizá llegue un día en que lo sepa mejor, pero ahora tengo una idea general. Usted es justo la mujer que he estado buscando, sólo que es mucho más perfecta. No haré declaraciones y promesas, pero puede confiar en mí. Es muy pronto, lo sé, para decir todo esto; casi es ofensivo. Pero ¿por qué no ganar tiempo si se puede? Y si necesita usted tiempo para reflexionar (y por supuesto que lo necesita), cuanto antes empiece, mejor para mí. No sé qué opinión le merezco, pero no tengo dema-siado misterio; lo que usted ve es lo que soy. Su hermano me dijo que mis antecedentes y mis ocupaciones obraban en contra mía; que de alguna manera su familia está en un nivel más alto que yo. Es una idea, por supuesto, que ni entiendo ni acepto. Pero a usted todo eso no le importa. Le puedo asegurar que soy un tipo muy concienzudo, y que si me empeño puedo organizar las cosas de tal modo que en muy pocos años no tendré que perder el tiempo explicando quién soy y lo que soy. Usted decidirá por sí misma si le gusto o no. Lo que hay, lo tiene usted delante. Sinceramente pienso que no tengo vicios ocultos ni malas artes. ¡Soy muy, muy bondadoso! Todo lo que un hombre puede darle a una mujer, yo se lo daré. Poseo una gran fortuna, una fortuna enorme; algún día, si usted me lo permite, entraré en detalles. Si quiere esplendor, todas las modalidades de esplendor que el dinero pueda darle, lo tendrá. Y respecto a cualquier cosa a la que pudiese tener que renunciar, no dé demasiado por hecho que su lugar no pueda ocuparse. Déjeme eso a mí; yo la cuidaré; sabré lo que necesita. La energía y el ingenio pueden arreglarlo todo. ¡Soy un hombre fuerte! ¡Ya está, he dicho lo que llevaba en el corazón! Era mejor soltarlo. Lo siento si le resulta desagradable, pero piense que es mucho mejor que las cosas estén claras. No me responda ahora si no quiere. Piénselo; piénselo todo lo despacio que le plazca. Por supuesto, no he dicho, no puedo decir, ni la mitad de lo que quiero decir, sobre todo de mi admiración por usted. Pero míreme desde una perspectiva favorable; no será sino lo justo.
Durante este discurso, el más largo que jamás había pronunciado Newman, madame de Cintré no apartó de él la mirada, que al final se amplió para convertirse en una especie de gesto fijo de fascinación. Cuando Newman dejó de hablar, madame de. Cintré bajó los ojos y siguió sentada unos instantes sin despegarlos del suelo. Luego se levantó despacio, y un par de ojos excepcionalmente agudos habrían percibido que su movimiento iba acompañado de un leve temblor. Su aspecto seguía siendo de una seriedad extrema.
-Le estoy muy agradecida por su oferta -dijo-. Aunque parezca extraño, me alegro de que haya hablado sin más demora. Será mejor descartar el asunto. Agradezco todo lo que dice; me hace usted un gran honor. Pero he decidido no casarme.
-¡Ah, no diga eso! -exclamó Newman con un tono absolutamente naïf por su cadencia implorante y melosa. Madame de Cintré había empezado a alejarse, y ante esto se detuvo un momento dándole la espalda-. Piénselo mejor. Es usted demasiado joven, demasiado hermosa, demasiado hecha para ser feliz y hacer felices a otros. Si teme perder su libertad, le puedo asegurar que esta libertad de aquí, esta vida que ahora lleva, es un sombrío cautiverio comparada con lo que yo le ofreceré. Hará cosas que no creo que se le hayan pasado jamás por la cabeza. La llevaré a vivir a cualquier parte del ancho mundo que usted proponga. ¿Es usted infeliz? Me da la impresión de que es infeliz. No tiene ningún derecho a serlo ni a que se lo hagan ser. Permítame que entre y ponga fin a esto.
Madame de Cintré se quedó allí un momento más, con la mirada apartada de Newman. Si estaba conmovida por su manera de hablar, era comprensible. La voz de Newman, siempre muy suave e interrogativa, se fue volviendo tan dulce y tan tiernamente razonadora como si le hubiese estado hablando a un chiquillo muy querido. Newman se quedó observándola y al fin ella se volvió, pero esta vez sin mirarle, y habló con un sosie-go en el que había evidentes indicios de esfuerzo.
-Hay numerosas razones por las que no debo casarme -dijo-, más de las que le puedo explicar. En cuanto a mi felicidad, soy muy feliz. Su proposición me resulta extraña, también por más razones de las que puedo decir. Por supuesto, está usted en todo su derecho a hacerla. Pero no la puedo aceptar: es imposible. Por favor, jamás vuelva a hablar de este asunto. Si no me lo puede prometer, tendré que pedirle que no regrese.
-¿Por qué es imposible? -quiso saber Newman-. Puede que se lo parezca a primera vista, sin que en realidad lo sea. No esperaba que le agradase de entrada, pero creo de verdad que, si piensa en ello un buen rato, se quedará satisfecha.
-No le conozco -dijo madame de Cintré-. Tenga en cuenta lo poco que le conozco.
-Muy poco, por supuesto, y por eso no le pido que me dé la respuesta en el acto. Sólo le pido que no diga que no y que me dé esperanzas. Esperaré todo lo que usted quiera. Mientras, podrá verme más y conocerme mejor, contemplarme como un posible marido (como un candidato) y decidirse.
Algo estaba sucediendo, a toda velocidad, en los pensamientos de madame de Cintré; estaba sopesando una cuestión ahí mismo, ante los ojos de Newman, sopesándola y decidiendo.
-Puesto que no le ruego con todos mis respetos que abandone la casa y no regrese nunca -dijo-, le escucho y parece que le doy esperanzas. Le he escuchado contra mi leal saber y entender. Se debe a que es usted elocuente. Si me hubiesen dicho esta mañana que habría de acceder a considerarle como un posible marido, me habría parecido que mi informante estaba un poco loco. ¡Le escucho!, ¿no lo ve? -y extendió las manos, dejándolas caer con un gesto que apenas traducía una expresión mínima de débil súplica.
-Bueno, en lo que respecta a decir, lo he dicho todo -dijo Newman-. Creo en usted sin reservas, y pienso de usted todo lo bueno que cabe pensar de un ser humano. Creo firmemente que casándose conmigo estará segura. Como acabo de decir -prosiguió con una sonrisa-, no tengo malas artes. Puedo hacer mucho por usted. Y si teme que yo no sea aquello a lo que ha sido acostumbrada, que no sea refinado y atento y puntilloso, quizá esté llevando demasiado lejos su interpretación. ¡Soy atento! ¡Ya lo verá!
Madame de Cintré se alejó una pequeña distancia y se detuvo ante una gran planta, una azalea que florecía en un tiesto de porcelana frente a su ventana. Arrancó una de las flores y, retorciéndola entre los dedos, deshizo sus pasos. Después se sentó en silencio, y su actitud parecía aprobar que Newman siguiese hablando.
-¿Por qué ha de decir que es imposible que usted se case? -continuó-. Lo único que podría llevar a que fuese realmente imposible seria que ya estuviese casada. ¿Se debe a que fue desdichada en su matrimonio? Razón de más. ¿Se debe a que su familia la coarta, le pone dificultades, la incomoda? Otra razón de más; usted debería ser absolutamente libre, y el matrimonio hará que lo sea. No digo nada contra su familia; ¡téngalo muy claro! -añadió Newman, con una vehemencia que a un observador perspicaz le podría haber hecho sonreír-. Sean cuales sean sus sentimientos hacia ellos, serán los debidos, y todo lo que usted desee que yo haga para serles simpático, lo haré lo mejor que sepa. ¡No lo dude!
Ella volvió a levantarse y avanzó hacia la chimenea, cerca de la cual estaba Newman. La expresión de dolor y turbación había abandonado el rostro de madame de Cintré, iluminado ahora con algo que, al menos esta vez, no debería haber confundido a Newman respecto a si obedecía al hábito o a la intención, al arte o a la naturaleza. Tenía el aire de una mujer que ha cruzado la frontera de la amistad y que, al mirar a su alrededor, ve que la región es extensa. El habitual fulgor discreto de sus ojos se mezclaba con cierta exaltación reprimida y controlada.
-No me negaré a volver a verle dijo-, ya que mucho de lo que ha dicho me ha sido grato. Pero le veré tan sólo con esta condición: que no vuelva a decir nada parecido en mucho tiempo.
-¿Cuánto tiempo?
-Seis meses. Ha de ser una promesa solemne.
-Muy bien; lo prometo.
-Entonces, adiós -dijo, y le tendió la mano.
Newman la sostuvo un momento, como si fuese a decir algo más. Pero se limitó a mirarla; luego, se marchó.
Esa noche, en el Boulevard, se encontró con Valentin de Bellegarde. Después de intercambiar saludos, Newman le dijo que había visto a madame de Cintré unas horas antes.
-Lo sé -dijo Bellegarde-. He cenado en la Rue de l'Universite.
Y después, durante unos instantes, ambos hombres guardaron silencio. Newman deseaba preguntarle a Bellegarde qué impresión palpable había causado su visita, y a su vez el conde Valentin tenía una pregunta que hacerle. Bellegarde habló primero.
-No es asunto mío, pero ¿qué diablos le dijo a mi hermana?
-Me complace decirle -dijo Newman- que le hice una proposición de matrimonio.
-¿Ya? -dijo el joven, y soltó un silbido-. ¡El tiempo es oro! ¿No es eso lo que se dice en América? ¿Y madame de Cintré? -añadió con una inflexión interrogativa.
-No me la aceptó.
-No podía hacerlo, sabe usted, de esa manera.
-Pero he de volver a verla -dijo Newman.
-¡Ah, extrañas mujeres! -exclamó Bellegarde. Entonces se interrumpió y retuvo a Newman a distancia de un brazo-. ¡Le miro con respeto! -exclamó-. ¡Ha logrado usted lo que llamamos aquí un éxito personal! Ahora, inmediatamente, debo presentarle a mi hermano.
-¡Cuando usted quiera! -dijo Newman.
CAPÍTULO X
Newman siguió viendo a sus amigos los Tristram con mucha frecuencia, aunque, de hacer caso a la versión de la señora Tristram, cabría suponer que se les había repudiado cínicamente en aras de relaciones más ilustres.
-Estábamos muy bien siempre y cuando no hubiese rivales: mejor nosotros que nada. Pero ahora que se ha puesto usted de moda y que cada día puede escoger entre tres invitaciones a cenar, nos tira a un rincón. No me cabe duda de que está muy bien por su parte eso de venir a vernos una vez al mes; me extraña que no nos envíe su tarjeta en un sobre. Cuando lo haga, que lleve, por favor, una orla negra, por la muerte de mi última ilusión.
Con este tono mordaz moralizaba la señora Tristram sobre el supuesto abandono de Newman, que en realidad no era sino una constancia de lo más ejemplar. Bromeaba, por supuesto, pero había siempre algo irónico en sus chistes, al igual que había siempre algo chistoso en su seriedad.
-No se me ocurre mejor prueba de que los he tratado muy bien -había dicho Newman- que el hecho de que se tome tantas libertades conmigo. La familiaridad engendra desprecio; no me he hecho valer. Si tuviese un mínimo de orgullo como es debido, me mantendría alejado un tiempo y cuando me invitasen ustedes a cenar les diría que iba a ver a la princesa Borealska. Pero carezco de orgullo cuando lo que está en juego es mi disfrute, y para que sigan teniendo ganas de verme (aunque sólo sea para insultarme) accederé a lo que usted quiera; estoy dispuesto a admitir que soy el mayor esnob de París.
De hecho, Newman había declinado una invitación que le había hecho personalmente la princesa Borealska, una fisgona dama polaca a quien había sido presentado, por el motivo de que ese día concreto cenaba siempre en casa de la señora Tristram; su infidelidad a las antiguas amistades no era más que una teoría tiernamente perversa de su anfitriona de la Avenue d'Iéna. Necesitaba la teoría para explicarse cierta irritación moral que a menudo le rondaba; aunque si esta explicación es defectuosa habrá de ser un analista más profundo que yo quien ofrezca la acertada. Después de haber lanzado a nuestro héroe a la corriente que con tanta rapidez le iba arrastrando, parecía que sólo estaba satisfecha a medias de su celeridad. La señora Tristram había tenido demasiado éxito; había llevado a cabo su juego con demasiada inteligencia y ahora quería revolver las cartas de la baraja. Newman le había dicho, en su día, que su amiga era «satisfactoria». El epíteto no era romántico, pero a la señora Tristram no le fue difícil percibir que, en lo esencial, el sentimiento latente sí que lo era. De hecho, la concisión moderada y expansiva con que él pronunció estas palabras, junto con cierta expresión a la vez suplicante e inescrutable que emitieron sus ojos entreabiertos mientras apoyaba la cabeza sobre el respaldo de la silla, se le antojaron el más elocuente testimonio de un sentimiento maduro que jamás había presenciado. Newman, como reza el dicho francés*, tan sólo contribuía a reafirmar la sensación que ella tenía, pero sus templados arrebatos producían un efecto singular en aquel ardor que ella misma había manifestado tan libremente varios meses antes. Ahora parecía dada a adoptar una opinión exclusivamente crítica de madame de Cintré, y deseaba dejar bien claro que no se hacía responsable de que ésta fuese un dechado de todas las virtudes.
-Jamás ha habido una mujer que fuese tan buena como parece serlo esta mujer -dijo-. Recuerde cómo llama Shakespeare a Desdémona: «una veneciana supersutil». Madame de Cintré es una parisina supersutil. Es una mujer encantadora, y tiene méritos a pares; pero a usted más le valdría tener eso presente.
¿No estaría descubriendo la señora Tristram que, sencillamente, tenía celos de su querida amiga del otro lado del Sena, y que al proponerse dotar a Newman de una esposa ideal había confiado demasiado en su propio desinterés? Nos podemos permitir ponerlo en duda. La inconsecuente damita de la Avenue d'Iéna tenía una necesidad insuperable de cambiar de sitio, intelectualmente hablando. Poseía una viva imaginación, y era capaz, en ciertas ocasiones, de imaginarse el polo opuesto de sus creencias más caras con una intensidad superior a la de la convicción. Se cansaba de pensar como es debido, pero no había ningún peligro en ello porque, de la misma manera, se cansaba de pensar mal. En lo más recio de sus misteriosos retorcimientos tenía admirables fogonazos de justicia. Uno de ellos sobrevino cuando Newman le contó que le había hecho una proposición formal a madame de Cintré. Repitió en pocas palabras lo que había dicho, y en muchas lo que ella había respondido. La señora Tristram le escuchó con sumo interés.
-Pero al fin y al cabo -dijo Newman- no hay nada por lo que felicitarme. No es ningún triunfo.
-Le ruego que me disculpe -dijo la señora Tristram-; es un gran triunfo. Es un gran triunfo que no le mandase callar a la primera palabra y le pidiese que no volviera a hablarle jamás.
-No lo veo así -observó Newman.
-Por supuesto que no; ¡líbrele el cielo! Cuando le dije que siguiera su propio camino e hiciese lo que se le viniera a la cabeza, no tenía ni idea de que fuese a ir al grano tan aprisa. Jamas imaginé que se declararía usted después de cinco o seis visitas matinales. Hasta ese momento, ¿qué había hecho usted para que ella le apreciase? Tan sólo quedarse sentado (y no muy derecho) y mirarla fijamente. Pero ella le aprecia.
-Eso está por ver.
-No, eso está demostrado. Lo que está por ver es qué va a salir de ahí. Que usted le fuese a proponer que se casen, sin más, nunca se le podría haber pasado por la cabeza. Apenas se puede hacer idea de lo que se le vino a la cabeza mientras usted hablaba; si en efecto llega a casarse con usted, el lance vendrá caracterizado por la justicia habitual que todos los asuntos humanos hacen a las mujeres. Usted creerá que se hace una idea amplia de ella; pero ni siquiera llegará a atisbar el extraño mar de sentimientos que habrá atravesado antes de aceptarle. El otro día, allí quieta frente a usted, se zambulló en él. Se dijo «¿Por qué no?» a algo que, unas horas antes, había sido inconcebible. Giró en torno al eje de mil prejuicios adquiridos y tradiciones y miró a donde nunca había mirado hasta entonces. Cuando lo pienso... cuando pienso en Claire de Cintré y en todo lo que representa, me parece que hay algo muy hermoso en todo esto. Cuando le recomendé que probase suerte con ella tenía, por supuesto, buena opinión de usted, y a pesar de sus pecados la sigo teniendo. Pero confieso que no llego a ver del todo qué es, ni qué es lo que ha hecho para conseguir que una mujer como ella haga una cosa así por usted.
-¡Ah, hay algo muy hermoso en todo esto! -se rió Newman, repitiendo sus palabras. Le producía una satisfacción inmensa oír que había algo hermoso en el asunto. Él, por su parte, carecía de la menor duda al respecto, pero ya había empezado a valorar la admiración del mundo por madame de Cintré como algo que aumentaba la probable gloria de la posesión.
Fue justo tras esta conversación cuando Valentin de Bellegarde fue a acompañar a su amigo a la Rue de l'Université con el objeto de presentarlo a los demás miembros de su familia.
-Ya ha entrado en la familia -dijo-, y se ha empezado a hablar de usted. Mi hermana le ha mencionado a mi madre sus sucesivas visitas, y ha sido una casualidad que mi madre no estuviese presente en ninguna. Yo he hablado de usted como de un americano de inmensa fortuna, además de como del mejor tipo del mundo, que va en busca de algo muy superior en lo que a una esposa se refiere.
-¿Cree usted -preguntó Newman- que madame de Cintré le ha contado a su madre la última conversación que tuve con ella?
-Estoy convencido de que no; seguirá su propio parecer. Mientras tanto, debe usted abrirse camino con el resto de la familia. Esto es lo que se sabe hasta ahora de usted: que ha amasado una gran fortuna con los negocios, que es un poco excéntrico y que admira sinceramente a nuestra querida Claire. Parece ser que mi cuñada, a quien recordará haber visto en la sala de estar de madame de Cintré, le ha cobrado cierta simpatía; según su descripción, tiene usted beaucoup de cachet. Mi madre, por ende, siente curiosidad por verle.
-Espera reírse de mí, ¿eh? -dijo Newman.
-Nunca se ríe. Si no es usted de su agrado, no espere obtener su favor siendo divertido. ¡Siga mi consejo!
Esta conversación tuvo lugar por la tarde, y media hora después Valentin dirigió a su camarada a un apartamento de la casa de la Rue de l'Université en el que aún no había entrado: el salón de la viuda marquise de Bellegarde. Era una habitación enorme y alta, con molduras recargadas y macizas pintadas de un gris blanquecino a lo largo de la parte superior de las paredes y del techo; una profusa tapicería desvaída, y cuidadosamente restaurada, en los dinteles de las puertas y en los respaldos de las sillas; una alfombra turca de colores claros sobre el suelo, todavía suave y mullida a pesar de su gran antigüedad, y los retratos de cada uno de los hijos de madame de Bellegarde a la edad de diez años colgados de una vieja mampara de seda roja. La habitación estaba iluminada -lo estrictamente necesario para conversar- con media docena de candelabros repartidos a grandes distancias por rincones apartados. Sentada en un mullido sillón, junto al fuego, había una anciana vestida de negro; en el otro extremo de la habitación había una persona al piano, tocando un vals muy expresivo. En esta última persona Newman reconoció a la joven marquise de Bellegarde.
Valentin presentó a su amigo, y Newman se dirigió a la vieja dama que estaba junto al fuego y le estrechó la mano. Tuvo una impresión fugaz de un rostro blanco, delicado y envejecido, con la frente alta, una boca pequeña y un par de fríos ojos azules que conservaban mucha de la frescura de la juventud. Madame de Bellegarde le miró con detenimiento y le devolvió el apretón de manos con una especie de flema británica que a Newman le recordó que era la hija del conde de Saint Dunstan's. Su nuera dejó de tocar y le dedicó una agradable sonrisa. Newman se sentó y se puso a mirar a un lado y a otro, mientras Valentin iba a besar la mano de la joven marquesa.
-Debería haberle visto antes -dijo madame de Bellegarde-. Le ha hecho usted varias visitas a mi hija.
-Así es -dijo, sonriente, Newman-; a estas alturas, madame de Cintré y yo somos ya viejos amigos.
-Ha ido usted deprisa -dijo madame de Bellegarde.
-No tan deprisa como yo quisiera dijo con osadía Newman.
-Ah, es usted muy ambicioso -respondió la anciana dama.
-Sí, confieso que lo soy -sonrió Newman.
Madame de Bellegarde le miró con sus fríos y finos ojos, y él le devolvió la mirada a la vez que reflexionaba que era una posible adversaria y se intentaba formar un juicio acerca de ella. Sus ojos permanecieron unos instantes en contacto. Entonces madame de Bellegarde desvió la mirada y, sin sonreír, dijo:
-También yo soy muy ambiciosa.
Newman notó que no era fácil formarse un juicio; era una mujer terrible, inescrutable. Se parecía a su hija, y sin embargo era absolutamente distinta. Madame de Cintré tenía la misma tez, y la noble delicadeza de su frente y de su nariz era hereditaria. Pero su rostro era una copia más grande y más libre, y su boca en especial divergía felizmente de aquel orificio prudente, de aquel diminuto par de labios a la vez rollizos y apretados que, cuando estaban cerrados, no parecían capaces de abrirse más que lo justo para tragarse una grosella o emitir un «¡Ay, Dios mío!», que con toda probabilidad pensaba que añadía la pincelada final a la lindeza aristocrática de lady Emmeline Atheling* tal y como la habían retratado, cuarenta años atrás, en varios Books of Beauty**. El rostro de madame de Cintré tenía, a juicio de Newman, un abanico expresivo tan deliciosamente vasto como la extensión de una pradera del Oeste con vientos racheados y salpicada de nubes. En cambio, el semblante blanco, intenso y respetable de su madre, con su mirada formal y su sonrisa limitada, sugería un documento firmado y sellado; algo hecho con pergamino, tinta y líneas regladas. «Es una mujer de fuertes convicciones y decoro -se dijo para sus adentros mientras la miraba-; su mundo es el mundo de las cosas sometidas a una sentencia inmutable. Pero ¡qué cómoda vive en él, y qué paraíso es para ella! Se pasea por él como si fuera un parque florido, un jardín del Edén; y cuando ve un mojón donde está escrito "Esto es distinguido" o "Esto es impropio", se detiene estáticamente, como si estuviera escuchando un ruiseñor u oliendo una rosa.» Madame de Bellegarde llevaba atada bajo la barbilla una pequeña capucha de terciopelo negro, y estaba envuelta en un viejo chal negro de cachemira.
-¿Es usted americano? -dijo al poco rato-. He visto a varios americanos.
-Hay varios en París -dijo Newman jocosamente.
-¿Ah, sí? -dijo madame de Bellegarde-. Fue en Inglaterra donde los vi, o en algún otro sitio; en París, no. Creo que debió de ser en los Pirineos, hace muchos años. Tengo entendido que sus damas son muy bonitas. ¡Una de aquellas damas era muy bonita! ¡Una tez maravillosa! Me dio una carta de presentación de parte de alguien (no recuerdo quién) y mandó con ella una nota suya. Guardé la nota durante mucho tiempo, por lo extraño de su expresión. Me sabía algunas frases de memoria. Pero ya se me han olvidado; han pasado tantos años... Desde entonces no he visto más americanos. Creo que mi nuera sí; es una pindonga, ve a todo el mundo.
Al oír esto la joven dama se acercó entre frufrús, estrujándose la delgadísima cintura y lanzando ojeadas perezosamente absortas al frente de su vestido, sin duda diseñado para un baile. Era, de modo singular, a la vez fea y bonita; tenía ojos protuberantes y los labios eran de un rojo extraño. A Newman le recordaba a su amiga, mademoiselle Nioche; así habría querido ser aquella joven que a tantos obstáculos se enfrentaba. Valentin de Bellegarde la siguió a cierta distancia, dando saltitos para apartarse de la larga cola desplegada de su vestido.
-Deberías enseñar más los hombros por atrás -le dijo con tono muy solemne-. Lo mismo te daba ponerte una gorguera que llevar un vestido como éste.
La joven se colocó de espaldas al espejo que había sobre la chimenea y se echó un vistazo por detrás para comprobar la afirmación de Valentin. El espejo llegaba cerca del suelo, pero aun así no reflejaba más que una gran superficie de carne desnuda. La joven marquesa se llevó las manos atrás y tiró hacia abajo de la cintura del vestido.
-¿Así quieres decir? -preguntó.
-Eso está un poco mejor -dijo Bellegarde con el mismo tono-, pero deja mucho que desear.
-Oh, nunca exagero las cosas -dijo su cuñada. Y luego, dirigiéndose a madame de Bellegarde-: ¿Cómo me acaba de llamar, madame?
-Te he llamado pindonga -dijo la anciana dama-. Pero también te podría llamar otra cosa.
-¿Pindonga? ¡Vaya palabra más fea! ¿Qué significa?
-Una persona muy hermosa -se atrevió a decir Newman, al ver que era una palabra francesa.
-Es un bonito cumplido, pero una mala traducción -dijo la joven marquesa. Y acto seguido, mirándole un momento-: ¿Baila usted?
-Ni un paso.
-Hace usted muy mal -se limitó a decir ella. Y después de dar otro vistazo a su espalda en el espejo, se alejó.
-¿Le gusta París? -siguió la vieja dama, que evidentemente se estaba preguntando cuál sería el mejor modo de hablarle a un americano.
-Sí, mucho -dijo Newman. Y añadió con una entonación amistosa-: ¿A usted no?
-No puedo decir que lo conozca. Conozco mi casa, conozco a mis amigos... no conozco París.
-Ah, se pierde usted mucho -dijo Newman con tono de condolencia.
Madame de Bellegarde le clavó la vista; posiblemente fuese la primera vez que alguien la compadecía por sus pérdidas.
-Estoy satisfecha con lo que tengo -dijo con dignidad.
En ese preciso momento, los ojos de Newman estaban vagando por la habitación, que le pareció un tanto triste y raída; pasaron desde los altos ventanales de bisagras y los recios marcos de sus pequeños cristales hasta los tonos cetrinos de dos o tres retratos al pastel, del siglo pasado, que colgaban entre ellos. Por supuesto, tendría que haber respondido que la satisfacción de su anfitriona era lo natural: poseía un montón de cosas. Pero la idea no se le ocurrió durante la breve pausa que vino a continuación.
-Bueno, querida madre -dijo Valentin, acercándose a apoyarse en la chimenea-, ¿qué piensas de mi querido amigo Newman? ¿Es o no el tipo excelente del que te hablé?
-Mi relación con el señor Newman no ha ido muy lejos -dijo madame de Bellegarde-. Por ahora sólo puedo apreciar su gran cortesía.
-Mi madre es una gran juez en estas cuestiones -le dijo Valentin a Newman-. Si le ha satisfecho, es un triunfo.
-Espero que habré de satisfacerle, algún día -dijo Newman dirigiéndose a la vieja dama-. Aún no he hecho nada.
-No debe escuchar a mi hijo; le meterá en líos. Es un infeliz tarambana.
-Ah, yo le aprecio... le aprecio -dijo cordialmente Newman.
-Le divierte, ¿eh?
-Sí, desde luego.
-¿Oyes esto, Valentin? -dijo madame de Bellegarde-. Diviertes al señor Newman.
-¡Puede que todos lleguemos a ese punto! -exclamó Valentin.
-Debe ver a mi otro hijo -dijo madame de Bellegarde-. Vale mucho más que éste. Pero no le divertirá.
-¡No sé... no sé! -murmuró reflexivamente Valentin-. Aunque en seguida lo sabremos. Aquí llega monsieur mon frère.
La puerta se acababa de abrir para dar acceso a un caballero de cuyo rostro se acordaba Newman. Había sido el autor del desconcierto de nuestro héroe la primera vez que intentó presentarse ante madame de Cintré. Valentin de Bellegarde fue al encuentro de su hermano, le miró un instante y después, cogiéndole del brazo, le llevó hasta Newman.
-Éste es mi excelente amigo el señor Newman -dijo melosa mente-. Tienes que conocerle.
-Estoy encantado de conocer al señor Newman -dijo el marqués, haciendo una profunda reverencia pero sin ofrecerle la mano.
«Es la viva imagen de la vieja», se dijo Newman para sus adentros a la vez que devolvía el saludo a monsieur de Bellegarde. Y éste fue el punto de partida para elaborar, mentalmente, una teoría especulativa respecto a que el difunto marqués había sido un extranjero muy afable y que tendía a tomarse la vida con tranquilidad; Newman tuvo la sensación de que al marido de la altisonante dama sentada junto al fuego le había sido difícil hacerlo. Pero si había hallado poco consuelo en su esposa, no así en sus dos hijos menores, que habían sido enteramente de su gusto, mientras que madame de Bellegarde había formado pareja con su primogénito.
-Mi hermano me ha hablado de usted -dijo monsieur de Bellegarde-; y puesto que también tiene usted trato con mi hermana, ya era hora de que nos conociésemos -se volvió hacia su madre y se inclinó galantemente sobre su mano, rozándosela con los labios, tras lo cual se apostó delante de la chimenea. De cara larga y enjuta, nariz aguileña y pequeños ojos opacos, tenía mucho aspecto de inglés. Sus bigotes eran rubios y lustrosos, y tenía un gran hoyuelo, de origen inconfundiblemente británico, en medio de la augusta barbilla. Era «distinguido» hasta la punta de sus uñas bruñidas, y no había un solo movimiento en su elegante persona perpendicular que no fuese noble y majestuoso. Hasta ahora, Newman nunca se había enfrentado a una encarnación semejante del arte de tomarse a uno mismo en serio; sintió una especie de impulso de dar un paso atrás, como cuando se busca una perspectiva de una gran fachada.
-Urbain -dijo la joven madame de Bellegarde, que aparentemente había estado esperando a su esposo para que la llevase al baile-, dirijo tu atención al hecho de que estoy vestida.
-Es una buena idea -murmuró Valentin.
-Estoy a tus órdenes, mi querida amiga -dijo monsieur de Bellegarde-. Permíteme tan sólo que converse primero un poco con el señor Newman.
-Ah, si van ustedes a una fiesta, no quisiera retenerlos -objetó Newman-. Estoy seguro de que volveremos a vernos. De hecho, si quiere conversar conmigo me alegraré de fijar una hora -dijo. Estaba impaciente por dejar claro que respondería de buen grado a todas las preguntas y satisfaría todos los requerimientos.
Monsieur de Bellegarde permaneció en una postura equilibrada frente al fuego, acariciándose un lado del rubio bigote con una de sus blancas manos y mirando a Newman de refilón, con unos ojos desde los cuales un singular destello observador se abrió paso a través de una sonrisa general y sin sentido.
-Es muy amable por su parte hacer un ofrecimiento así -dijo-. Si no me equivoco, sus ocupaciones son tales que convierten su tiempo en oro. Está usted en... esto... como decimos aquí, dans les affaires.
-¿Metido en negocios, quiere usted decir? Ah, no, por el momento he tirado los negocios por la borda. Estoy «ganduleando», como decimos nosotros. Mi tiempo está a mi entera disposición.
-Ah, está usted tomándose unas vacaciones -replicó monsieur de Bellegarde-. «Ganduleando.» Sí, he oído esa expresión.
-El señor Newman es americano dijo madame de Bellegarde.
-Mi hermano es un gran etnólogo -dijo Valentin.
-¿Etnólogo? -dijo Newman-. Ah, colecciona usted calaveras de negros y ese tipo de cosas.
El marqués miró fijamente a su hermano y se empezó a acariciar el otro lado del bigote. Después se volvió hacia Newman y le preguntó con una cortesía sostenida:
-¿Viaja usted por placer?
-Bueno, estoy trafagando para coger algo de aquí y algo de allá. Por supuesto, me es muy placentero.
-¿Qué le interesa especialmente? -preguntó el marqués.
-Bueno, me interesa todo -dijo Newman-. No soy pejiguero. las manufacturas son lo que más me gusta.
-¿Ha sido ésa su especialidad?
-No puedo decir que haya tenido ninguna especialidad. Mi especialidad ha sido hacer la mayor fortuna posible en el menor tiempo posible.
Newman hizo este último comentario con toda intención; quería dejar la vía libre, en caso de que fuese necesario, para un informe terminante de sus recursos.
Monsieur de Bellegarde se rió con agrado.
-Espero que haya tenido éxito -dijo.
-Sí, he hecho fortuna en un tiempo razonable. No soy tan viejo, ¿sabe?
-París es un sitio muy bueno para gastarse una fortuna. Le deseo un gran disfrute de la suya -y con esto, monsieur de Bellegarde sacó los guantes y empezó a ponérselos.
Newman estuvo observando unos instantes cómo deslizaba sus blancas manos dentro de la cabritilla blanca, y, mientras, sus sentimientos tomaron un curioso sesgo. Los buenos deseos de monsieur de Bellegarde parecían descender de la blanca extensión de su sublime serenidad con el suave movimiento disperso de una ducha de copos de nieve. Pero Newman no se molestó; no tenía la sensación de que le estuviese tratando con condescendencia; no era consciente de sentir ningún impulso especial de introducir discordia en tan noble armonía. Sólo que de pronto sintió que estaba en contacto personal con las fuerzas a las que su amigo Valentin le había dicho que tendría que oponerse, y se hizo sensible a su intensidad. Deseaba hacer algunas manifestaciones a modo de réplica, estirarse cuan largo era, tocar una nota del último extremo de su propia escala. Hay que añadir que, si bien no era un impulso feroz ni malicioso, en absoluto estaba desprovisto de expectativas humorísticas. Tan dispuesto estaba Newman a darle juego a esa sonrisa suya tan expedita, en el caso de que sus anfitriones se escandalizasen, como lejos de planear escandalizarlos intencionadamente.
-París es muy buen sitio para la gente ociosa -dijo-, o es muy buen sitio si la familia de uno lleva mucho tiempo establecida aquí y uno conoce a gente y tiene cerca a sus allegados; o si se tiene una casa grande como ésta, y esposa e hijos y madre y hermana, y todas las comodidades. No me gusta eso de vivir todos juntos en habitaciones puerta con puerta. Pero no soy un holgazán. Intento serlo, pero no lo consigo; no va con mi carácter. Mis hábitos comerciales están demasiado arraigados. Además, no tengo ninguna casa que pueda llamar mía, ni nada en lo que a familia se refiere. Mis hermanas están a cinco mil millas de distancia, mi madre murió cuando yo era un muchacho y no tengo esposa; ¡ojalá la tuviera! Así pues, ya ve, no sé claramente cómo ocupar el tiempo. No me gustan los libros como a usted, señor, y me canso de cenar fuera y de ir a la ópera. Echo de menos mi actividad empresarial. Y es que, ¿sabe?, empecé a ganarme la vida cuando casi era un bebé, y hasta hace pocos meses jamás había dejado de estar manos a la obra. El ocio elegante llega con dificultad.
Este discurso fue seguido de unos instantes de profundo silencio por parte de los anfitriones de Newman. Valentin se quedó mirándole firmemente con las manos en los bolsillos, y después, despacio, casi deslizándose, salió de la habitación. El marqués siguió poniéndose los guantes con una sonrisa benigna.
-¿Empezó a ganarse la vida cuando no era más que un bebé? -dijo el marqués.
-Poco más: un niño.
-Dice usted que no le gustan los libros -dijo monsieur de Bellegarde-; pero debe ser justo consigo mismo y recordar que sus estudios se interrumpieron a una edad temprana.
-Eso es cierto; en mi décimo cumpleaños dejé de ir a la escuela. Me pareció un modo magnífico de celebrarlo. Pero posteriormente fui adquiriendo información -dijo Newman con tono tranquilizador.
-¿Tiene usted hermanas? -preguntó la anciana madame de Bellegarde.
-Sí, dos hermanas. ¡Unas mujeres espléndidas!
-Espero que las penalidades de la vida no empezaran tan temprano para ellas.
-Se casaron muy pronto, si a eso le llama usted penalidad, como hacen las muchachas en nuestras tierras del Oeste. Una de ellas está casada con el propietario de la mayor casa comercial de caucho del Oeste.
-Ah, ¿también construyen casas de caucho? -preguntó el marqués.
-Se pueden estirar a medida que va aumentando la familia -dijo la joven madame de Bellegarde, que se estaba arrebujando con un largo chal blanco.
Newman se permitió un estallido de alborozo, y explicó que la casa donde vivía su cuñado era una gran estructura de madera, pero que fabricaba y vendía caucho a una escala colosal.
-Mis hijos tienen unos zapatos de caucho que se ponen cuando van a jugar a las Tullerías y el tiempo está húmedo -dijo la joven marquesa-. Me pregunto si los habrá hecho su cuñado.
-Posiblemente sí -dijo Newman-; en ese caso, puede usted estar segura de que están bien hechos.
-Bueno, no debe usted desanimarse -dijo monsieur de Bellegarde, vagamente cortés.
-Oh, no es mi intención. Tengo un proyecto que me da mucho que pensar, y eso es una ocupación -y tras esto Newman se quedó callado un momento, dudando y aun así pensando a toda prisa; quería dejar claras sus intenciones, y sin embargo esto le obligaba a expresarse de un modo que le era desagradable. No obstante continuó, dirigiéndose a la anciana madame de Bellegarde-: Les contaré mi proyecto; quizá puedan ustedes ayudarme. Quiero casarme.
-Es un proyecto muy bueno, pero no soy ninguna alcahueta -dijo la vieja dama.
Newman la miró un instante, y después, con absoluta sinceridad, afirmó:
-Habría pensado que sí lo era.
Al parecer, madame de Bellegarde le consideró demasiado sincero. Murmuró ásperamente algo en francés y clavó los ojos en su hijo. En ese preciso instante la puerta de la habitación se abrió de par en par, y con paso rápido apareció de nuevo Valentin.
-Tengo un mensaje para ti -le dijo a su cuñada-. Claire me dice que te pida que aún no salgas para el baile. Irá con vosotros.
-¡Claire viene con nosotros! -exclamó la joven marquesa-. Et voilà, du nouveau!
-Ha cambiado de parecer; lo decidió hace media hora, ¡y se está enganchando el último diamante en el pelo! -dijo Valentin.
-¿Qué habrá poseído a mi hija? -preguntó madame de Bellegarde severamente-. En estos tres últimos años no ha salido al mundo. ¿Da un paso así media hora antes y sin consultármelo?
-Me lo ha consultado a mí, querida madre, hace cinco minutos -dijo Valentin-, y le he dicho que una mujer tan hermosa (porque reconocerás que es hermosa) no tiene ningún derecho a enterrarse en vida.
-Deberías haber remitido a Claire a su madre, hermano mío -dijo monsieur de Bellegarde en francés-. Esto es muy raro.
-¡La remito a toda la compañía! ¡Aquí viene! -dijo Valentin, y, acercándose a la puerta abierta, se reunió con madame de Cintré en el umbral, la cogió de la mano y la condujo a la habitación. Iba de blanco, pero en torno a los hombros, abrochada con un pasador de plata, llevaba una larga capa azul que le colgaba casi hasta los pies. No obstante, se la había echado hacia atrás, dejando al descubierto sus largos brazos blancos. Una docena de diamantes rutilaba en su denso cabello castaño. Tenía aspecto serio y, pensó Newman, estaba bastante pálida, pero miró a todos y al verle sonrió y le tendió la mano. A Newman se le antojó tremendamente hermosa. Tuvo oportunidad de mirarla abiertamente a la cara, pues se detuvo un momento en el centro de la habitación, dudando a todas luces qué hacer y sin cruzar la mirada con la de Newman. Después se encaminó hacia su madre, que, sentada en su mullida butaca frente al fuego, la miraba casi con fiereza. De espaldas a los demás, madame de Cintré se retiró la capa para mostrar su vestido.
-¿Qué te parezco? -preguntó.
-Me pareces una descarada -dijo la marquesa-. Hace apenas tres días, cuando te pedí, como un favor especial, que fueses a ver a la duquesa de Lusignan, me dijiste que no ibas a ningún sitio y que tenías que ser coherente. ¿Es ésta tu coherencia? ¿Por qué habrías de distinguir a madame Robineau? ¿A quién deseas complacer esta noche?
-Deseo complacerme a mí misma, madre -dijo madame de Cintré, inclinándose y besando a la anciana.
-No me gustan las sorpresas, hermana -dijo Urbain de Bellegarde-; sobre todo cuando uno está a punto de entrar en un salón.
En esta coyuntura, Newman se sintió inspirado y habló.
-¡Ah, si entra en una habitación con madame de Cintré, no debe temer que se fijen en usted!
Monsieur de Bellegarde se volvió hacia su hermana con una sonrisa demasiado intensa para ser natural.
-Espero que aprecies un cumplido que se te concede a costa de tu hermano -dijo-. Venga, venga usted aquí, madame -y ofreciéndole el brazo a madame de Cintré, la sacó deprisa de la habitación. Valentin le hizo el mismo servicio a la joven madame de Bellegarde, que, aunque aparentemente había estado meditando sobre el hecho de que el vestido de baile de su cuñada era mucho menos radiante que el suyo, no había conseguido derivar de su reflexión un consuelo absoluto. Con una sonrisa de despedida, buscó el complemento a su consuelo en los ojos del visitante americano, y no es improbable que, al percibir en ellos cierto destello misterioso, se hiciese la ilusión de haberlo encontrado.
Newman, una vez a solas con madame de Bellegarde, siguió ante ella en silencio unos minutos.
-Su hija es muy hermosa -dijo al fin.
-Es muy rara -dijo madame de Bellegarde.
-Me alegra oír eso -replicó Newman, sonriendo-. Me da esperanzas.
-¿Esperanzas de qué?
-De que habrá de consentir, algún día, en casarse conmigo. La vieja dama se puso en pie lentamente.
-Así pues, ¿realmente es ése su proyecto?
-Sí; ¿lo apoyará usted?
-¿Apoyarlo? -madame de Bellegarde le miró un momento y acto seguido sacudió la cabeza-. ¡No! -dijo con voz queda.
-Entonces, ¿lo soportará? ¿Dejará que siga adelante?
-No sabe usted lo que está pidiendo. Soy una anciana muy orgullosa y muy entrometida.
-Bueno, yo soy muy rico -dijo Newman.
Madame de Bellegarde dirigió la vista al suelo, y a Newman le pareció probable que estuviese sopesando las razones para sentirse agraviada por la brutalidad de este comentario. Pero al fin, alzando la vista, se limitó a decir:
-¿Cómo de rico?
Newman expresó sus ingresos con una cifra redonda que tenía el magnífico sonido que adquieren las grandes sumas de dólares cuando se traducen a francos. Añadió unas cuantas consideraciones de carácter financiero, que completaban una exposición suficientemente atractiva de sus recursos.
Madame de Bellegarde escuchó en silencio.
-Es usted muy sincero -dijo al cabo-. También yo he de serlo. En términos generales, preferiré apoyarle a soportarle. Me será más fácil.
-Sean cuales sean los términos, le quedo agradecido -dijo Newman-. Pero, por ahora, ya me ha soportado bastante. ¡Buenas noches! -dijo, y se despidió.
CAPÍTULO XI
A su regreso a París, Newman no había reanudado el estudio de la conversación francesa con monsieur Nioche; descubrió que tenía demasiadas otras cosas a las que dedicar su tiempo. No obstante, monsieur Nioche fue a verle sin demora, después de averiguar su paradero mediante un misterioso proceso del que su patrón nunca tuvo la clave. El pequeño capitalista mermado repitió su visita más de una vez. Parecía abrumado por la humillante sensación de que se le había pagado de más, y por lo visto deseaba amortizar su deuda ofreciendo información gramatical y estadística a pequeños plazos. Lucía las mismas trazas decentemente melancólicas que meses antes; unos pocos meses más o menos de cepillado apenas podían modificar el lustre añejo de su abrigo y de su sombrero. Pero el espíritu del pobre hombre estaba un poco más raído; daba la impresión de que había sido objeto de duros restregones durante el verano. Newman preguntó con interés por mademoiselle Noémie, y al principio monsieur Nioche, a modo de respuesta, se limitó a mirarle sumido en un silencio lacrimógeno.
-No me pregunte, señor -dijo al fin-. Me siento y la miro, pero no puedo hacer nada.
-¿Quiere usted decir que se porta mal?
-No lo sé, de verdad. No puedo mantenerme al corriente. No la comprendo. Tiene algo en la cabeza; no sé qué es lo que intenta hacer. Es demasiado misteriosa para mí.
-¿Sigue yendo al Louvre? ¿Me ha hecho ya alguna de esas copias?
-Va al Louvre, pero yo de las copias no veo nada. Tiene algo en el caballete; supongo que será uno de los cuadros que usted encargó. Un encargo tan magnífico debería darles alas a los dedos. Pero no es formal. No le puedo decir nada; le tengo miedo. El verano pasado, una tarde en que la llevé a pasear por los Campos Elíseos, dijo unas cuantas cosas que me asustaron.
-¿Qué cosas?
-Excuse a un padre infeliz de contárselo -dijo monsieur Nioche mientras desdoblaba su pañuelo de calicó.
Newman se prometió que le haría otra visita a mademoiselle Noémie en el Louvre. Sentía curiosidad por ver cómo iban progresando sus copias, pero debe añadirse que aún sentía más curiosidad por el progreso de la propia joven. Una tarde se fue al gran museo y deambuló por varias de las salas, buscándola sin éxito. Estaba dirigiendo sus pasos hacia la gran sala de los maestros italianos cuando, de pronto, se encontró cara a cara con Valentin de Bellegarde. El joven le saludó con entusiasmo y le aseguró que le venía como caído del cielo. Se sentía del peor de los humores y necesitaba alguien a quien llevarle la contraria.
-¿De mal humor entre todas estas cosas hermosas? -dijo Newman-. Pensaba que era usted muy aficionado a los cuadros, sobre todo si son viejos y negros. Hay dos o tres así que deberían subirle los ánimos.
-Ah -contestó Valentin-, hoy no estoy de humor para cuadros, y cuanto más bellos son menos me gustan. Esos ojazos que te miran fijamente y esas posturas estáticas me resultan irritantes. Me siento como si estuviese en una fiesta enorme y aburrida, en una habitación llena de personas con las que no me apetece hablar. ¿Por qué habría de importarme su belleza? Es una lata, y, lo que es peor, es un reproche. Tengo un montón de ennuis, me siento sañudo.
-Si tan poco consuelo le ofrece el Louvre, ¿por qué demonios ha venido? -preguntó Newman.
-Ése es uno de mis ennuis. Vine a encontrarme con mi prima (una espantosa prima inglesa, de la familia de mi madre), que está pasando una semana en París con su marido y quiere que le indique las «principales bellezas». ¡Imagínese usted una mujer que va con un sombrero de cendal verde en diciembre y que lleva unas tiras colgando de los tobillos de sus interminables botas! Mi madre me suplicó que hiciese algo por complacerlos. Me he comprometido a hacer de valet de place esta tarde. Tenían que haberse reunido aquí conmigo a las dos, y llevo esperándolos veinte minutos. ¿Por qué no llega? Cuenta con un par de pies para traerla. No sé si estar furioso porque me han engañado, o encantado por haber huido de ellos.
-Creo que yo en su lugar estaría furioso -dijo Newman-, porque todavía pueden llegar, y entonces su furia aún le será útil. Mientras que si estuviese encantado y hubiesen de aparecer después, quizá no sabría usted qué hacer con su alegría.
-Me da usted un excelente consejo, y ya me siento mejor. Estaré furioso; dejaré que se vayan al diablo y yo me iré con usted... a no ser que, por un azar, también usted tenga una cita.
-No se trata exactamente de una cita -dijo Newman-. Pero, de hecho, he venido a ver a una persona, no un cuadro.
-¿Una mujer, quizá?
-Una joven.
-Bueno -dijo Valentin-, por su bien le deseo de todo corazón que no se haya vestido de tul gris y que sus pies no sean demasiado extravagantes.
-No sé gran cosa sobre sus pies, pero sus manos son muy bonitas.
Valentin soltó un suspiro.
-¿Y con esta garantía debo separarme de usted?
-No estoy seguro de que vaya a encontrar a mi joven dama -dijo Newman-, y ante un riesgo así no estoy dispuesto a perderme su compañía. No me parece especialmente deseable presentársela, y sin embargo me gustaría bastante saber qué opinión le merece.
-¿Es bonita?
-Supongo que se lo parecerá.
Bellegarde cogió del brazo a su compañero.
-¡Diríjame hacia ella al instante! Me avergonzaría que una mujer bonita tuviese que esperar mi veredicto.
Newman se dejó impulsar mansamente por la misma dirección que había estado siguiendo, pero su paso no era rápido. Le daba vueltas a algo en la cabeza. Los dos hombres entraron en la larga galería de los maestros italianos, y Newman, tras una breve ojeada a su magnífica vista, se desvió para entrar en el apartado menor dedicado a esta escuela, a la izquierda. Había muy pocas personas, pero en el extremo opuesto estaba sentada mademoiselle Nioche ante su caballete. No estaba trabajando; había dejado a un lado su paleta y sus pinceles y, con las manos cruzadas sobre el regazo, estaba reclinada en su silla mirando atentamente a dos damas que estaban al otro lado de la sala y que, de espaldas a ella, se habían detenido ante uno de los cuadros. Estas mujeres eran, evidentemente, personas de mucho estilo; vestían con esplendor, y sus largas colas y volantes de seda se desplegaban sobre el suelo pulido. Lo que miraba mademoiselle Noémie eran sus vestidos, si bien no sabría yo decir en qué estaba pensando. Aventuro la suposición de que se estaba diciendo que poder arrastrar una cola así por un suelo pulido era una felicidad digna de cualquier precio. Sus reflexiones, en todo caso, fueron interrumpidas por la llegada de Newman y su acompañante. Les echó un rápido vistazo, y después, sonrojándose un poco, se levantó y se puso de pie ante su caballete.
-He venido a propósito para verla -dijo Newman con su mal francés, ofreciéndole la mano. Y a continuación, como buen americano, presentó formalmente a Valentin-: Permítame presentarle al conde Valentin de Bellegarde.
Valentin hizo una reverencia que a mademoiselle Noémie debió de parecerle que armonizaba con lo imponente de su título, pero la grácil brevedad de su propia respuesta no hizo ninguna concesión a la vulgar sorpresa. Se volvió hacia Newman, llevándose las manos al cabello para alisar su delicado encrespamiento. Entonces, apresuradamente, le dio la vuelta al lienzo que estaba sobre su caballete.
-¿No se ha olvidado de mí? -preguntó.
-Nunca la olvidaré -dijo Newman-. Puede estar segura de ello.
-Oh, hay un montón de maneras distintas de recordar a una persona -y miró de frente a Valentin de Bellegarde, que la observaba como hace un caballero cuando se espera de él un «veredicto».
-¿Ha pintado algo para mí? -dijo Newman-. ¿Ha sido usted hacendosa?
-No, no he hecho nada.
Y, cogiendo la paleta, empezó a mezclar los colores al albur.
-Pues su padre me dice que ha venido aquí constantemente.
-¡No tengo otro sitio adonde ir! Aquí al menos hacía fresco durante el verano.
-Entonces, ya que estaba aquí -dijo Newman-, podría haber intentado algo.
-Ya le dije -respondió ella suavemente- que no sé pintar.
-Pero si tiene usted ahora algo encantador en el caballete -dijo Valentin-; si me dejase verlo...
Mademoiselle Noémie, abriendo los dedos, cubrió con ambas manos el reverso del lienzo; aquellas manos que Newman había llamado bonitas y que Valentin, a pesar de las manchas de pintura, podía admirar ahora.
-Mi pintura no tiene el menor encanto -dijo ella.
-Será entonces lo único en usted que no lo tenga, mademoiselle -dijo galantemente Valentin.
Ella cogió su pequeño lienzo y se lo dio en silencio. Valentin lo miró, y acto seguido dijo ella:
-Seguro que es usted un juez.
-Sí -respondió-, lo soy.
-Entonces sabrá que es muy malo.
-¡Mon Dieu -dijo Valentin, encogiéndose de hombros-, distingamos!
-Usted sabe bien que yo no debería intentar pintar -siguió ella.
-En fin, para ser sinceros, mademoiselle, creo que no debería.
La joven se puso a mirar de nuevo los vestidos de las dos espléndidas damas, punto éste sobre el cual, puesto que ya he aventurado una conjetura, pienso que bien puedo aventurar otra. Mientras miraba a las damas estaba viendo a Valentin de Bellegarde. En cualquier caso, él a ella la veía. Dejó el tosco lienzo embadurnado y le hizo un pequeño chasquido con la lengua a Newman, a la vez que arqueaba las cejas.
-¿Dónde se ha metido todos estos meses? -le preguntó mademoiselle Noémie a nuestro héroe-. ¿Hizo aquellos magníficos viajes, se lo pasó bien?
-Sí, sí -dijo Newman-. Me lo pasé muy bien.
-Me alegro mucho -dijo mademoiselle Noémie con suma gentileza, y empezó a chapotear de nuevo con los colores. Era especialmente bonita, con ese aspecto de seria simpatía que se le ponía en el rostro.
Valentin se aprovechó de que tenía la mirada baja para volver a telegrafiar a su compañero. Reanudó su misterioso juego fisonómico, al tiempo que sacudía los dedos en el aire con un rápido movimiento trémulo. Era obvio que mademoiselle Noémie le estaba pareciendo extremadamente interesante; los malos humores se habían disipado, dejando libre el terreno.
-Cuénteme algo sobre sus viajes -murmuró la joven.
-Ah, fui a Suiza... a Ginebra, Zermatt, Zurich y sitios así, ya sabe; bajé a Venecia, recorrí Alemania, bajé por el Rin y fui a Holanda y a Bélgica... el circuito habitual. ¿Cómo se dice eso en francés, el circuito habitual? -le preguntó Newman a Valentin.
Mademoiselle Nioche fijó los ojos un instante sobre Bellegarde, y después, con una sonrisita, dijo:
-No entiendo nada, monsieur, cuando dice tantas cosas a la vez. ¿Sería usted tan amable de traducir?
-Preferiría decirle cosas de mi propia cosecha -declaró Valentin.
-No -dijo gravemente Newman, todavía con su mal francés-, no debe hablar con mademoiselle Nioche, porque dice usted cosas desalentadoras. Debería usted decirle que trabaje, que persevere.
-¡Y que a nosotros los franceses, mademoiselle -dijo Valentin-, se nos tache de falsos aduladores!
-No quiero halagos, sólo quiero la verdad. Pero conozco la verdad.
-Lo único que digo es que sospecho que hay cosas que sabe hacer mejor que pintar -dijo Valentin.
-Conozco la verdad... conozco la verdad -repitió mademoiselle Noémie. Y, mojando el pincel en un grumo de pintura roja, cruzó su pintura inacabada con un gran borrón horizontal.
-¿Qué es eso? -preguntó Newman.
Sin responder, trazó otro largo borrón encarnado, en dirección vertical, por la mitad del lienzo, y así, en un instante, completó la tosca señal de una cruz.
-Es el signo de la verdad -dijo finalmente.
Los dos hombres se miraron, y Valentin se permitió otro destello de elocuencia fisonómica.
-Ha estropeado su cuadro -dijo Newman.
-Lo sé de sobra. Era lo único que cabía hacer con él. Llevaba todo el día mirándolo sin tocarlo. Había empezado a odiarlo. Tenía la sensación de que iba a ocurrir algo.
-Me gusta más así que como era antes -dijo Valentin-. Ahora es más interesante. Cuenta una historia. ¿Está en venta, mademoiselle?
-Todo lo que tengo está en venta -dijo mademoiselle Noémie.
-¿Cuánto cuesta esta cosa?
-Diez mil francos -dijo la joven, sin sonreír.
-Hoy por hoy, todo lo que haga mademoiselle Nioche es mío por adelantado -dijo Newman-. Forma parte de un encargo que le hice hace varios meses. Así que no se puede usted quedar con esto.
-Monsieur no pierde nada -dijo la joven, mirando a Valentin. Y después empezó a recoger sus bártulos.
-Habré ganado un recuerdo delicioso -dijo Valentin-. ¿Se marcha? ¿Ha terminado su jornada?
-Mi padre viene a buscarme -dijo mademoiselle Noémie.
Apenas había terminado de hablar cuando, por la puerta que estaba tras ella y que se abre sobre una de las grandes escalinatas de piedra blanca del Louvre, apareció monsieur Nioche. Entró, como de costumbre, arrastrando los pies pacientemente, y les hizo un profundo ademán de saludo a los dos caballeros que estaban de pie ante el caballete de su hija. Newman le estrechó la mano con musculosa cordialidad, y Valentin le devolvió el saludo con extrema deferencia. Mientras el anciano esperaba a que Noémie empaquetase sus utensilios, dejó que su mirada dócil y evasiva revolotease hacia Bellegarde, que estaba observando cómo mademoiselle Noémie se ponía el sombrero y la capa. Valentin no se esforzaba por disimular su examen. Miraba a una muchacha bonita como habría escuchado una pieza musical. La atención, en ambos casos, era una mera cuestión de buenos modales. Al fin, monsieur Nioche cogió la caja de pinturas de su hija con una mano, y con la otra, tras una solemne mirada de perplejidad, al lienzo emborronado, mostró el camino hacia la puerta. Mademoiselle Noémie les hizo a los jóvenes el saludo de una duquesa y siguió a su padre.
-Bueno -dijo Newman-, ¿qué le parece?
-Es muy sorprendente. Diable, diable, diable! -repitió con tono reflexivo monsieur de Bellegarde-; es muy sorprendente.
-Me temo que es una pequeña y triste aventurera -dijo Newman.
-Pequeña, no: una gran aventurera. Tiene el material.
Y Valentin empezó a alejarse despacio, mirando vagamente los cuadros de las paredes con un brillo pensativo en los ojos. Nada podría haberle sido más atractivo a su imaginación que las posibles aventuras de una joven dotada con el «material» de mademoiselle Nioche.
-Es muy interesante -siguió-. Es un hermoso ejemplar.
-¿Un hermoso ejemplar? ¿A qué diablos se refiere? -preguntó Newman.
-Quiero decir, desde el punto de vista artístico. Es una artista... al margen de su pintura, que evidentemente es execrable.
-Pero no es hermosa. A mí ni siquiera me parece muy bonita.
-Es lo bastante bonita para sus propósitos, y tiene un rostro y una figura que lo delatan todo. Si fuese más bonita sería menos inteligente, y su inteligencia constituye la mitad de su encanto.
-¿En qué sentido -preguntó Newman, a quien le divertía mucho la filosofación intuitiva que hacía su compañero de mademoiselle Nioche- le parece a usted que su inteligencia es tan sorprendente?
-Le ha tomado el pulso a la vida, y se ha propuesto ser algo: tener éxito a toda costa. La pintura, claro está, es un mero truco para ganar tiempo. Está esperando su oportunidad; quiere lanzarse, y hacerlo bien. Conoce su París. Es una entre cincuenta mil, en lo que respecta a la mera ambición; pero estoy convencido de que en cuanto a resolución y capacidad es una rareza. Y tiene un don (su absoluta insensibilidad) que le garantizo que nadie lo supera. No tiene ni el corazón que cabe en la cabeza de un alfiler. Ésa es una inmensa virtud. Sí, es una de las celebridades del futuro.
-¡El cielo nos asista! -dijo Newman-. ¡Hasta dónde puede llevar a un hombre el punto de vista artístico! Pero en este caso he de rogarle que no permita que le lleve demasiado lejos. Ha aprendido muchísimo sobre mademoiselle Noémie en un cuarto de hora. Baste con eso; no lleve sus investigaciones hasta el final.
-Mi querido amigo -exclamó Bellegarde con calidez-, espero que mis modales sean lo bastante buenos para no entrometerme.
-No se está entrometiendo. La chica no significa nada para mí. De hecho, más bien me desagrada. Pero me gusta su pobre y anciano padre, y por él le ruego que se abstenga de cualquier intento de verificar sus teorías.
-¿Por ese anciano caballero andrajoso que ha venido a recogerla? -preguntó Valentin, parándose de golpe. Y, al asentir Newman, prosiguió con una sonrisa-: Ah, no, no. Está usted muy equivocado, mi querido amigo; no debe preocuparse por él.
-Creo sinceramente que está usted acusando al pobre caballero de ser capaz de regocijarse por la deshonra de su hija.
-Voyons! -dijo Valentin-; ¿quién es él? ¿Qué es?
-Es lo que parece: más pobre que las ratas, pero con un tono superior.
-Exactamente. Le he reconocido perfectamente; no dude de que le hago justicia. Ha sufrido desgracias, des malheurs, como decimos aquí. Está muy desanimado, y no puede con su hija. Es la imagen de la respetabilidad, y lleva a las espaldas sesenta años de honradez. De todo esto me doy perfecta cuenta. Pero conozco a mi prójimo y a mi prójimo parisino, y haré un trato con usted.
Newman prestó oídos al trato y Valentin siguió.
-Él preferiría que su hija fuese una buena chica en vez de una mala, pero, en el peor de los casos, el viejo no hará lo que hizo Virginius*. El éxito todo lo justifica. Si mademoiselle Noémie destaca, su papá se sentirá... bueno, diremos que aliviado. Y destacará. El futuro del viejo caballero está asegurado.
-No sé lo que hizo Virginius, pero monsieur Nioche le pegará un tiro a la señorita Noémie -dijo Newman-. Después, supongo que el futuro lo tendrá asegurado en alguna confortable prisión.
-No soy un cínico; simplemente, soy observador -replicó Valentin-. Mademoiselle Noémie me interesa; es extremadamente sorprendente. Si hay un buen motivo, en aras del honor o de la decencia, para que la aleje para siempre de mis pensamientos, estoy completamente dispuesto a hacerlo. Su cálculo de las sensibilidades de su padre es un buen motivo, hasta que deje de tener validez. Le prometo no volver a mirar a la joven hasta que usted me diga que ha cambiado su opinión sobre su padre. Cuando éste haya dado pruebas nítidas de ser un filósofo, retirará usted su interdicto. ¿Está conforme?
-¿Tiene intención de sobornarle?
-Ah, ¿admite, entonces, que es sobornable? No, pediría demasiado, y no sería precisamente justo. Sencillamente, pienso esperar. Usted seguirá, supongo, viendo a esta interesante pareja, y será usted mismo quien me dé la noticia.
-Bueno -dijo Newman-, si el viejo resulta ser un farsante, puede usted hacer lo que quiera. Me lavo las manos.
-En cuanto a la chica, puede usted estar tranquilo. No sé qué daño me puede hacer ella, pero no me cabe duda de que yo no puedo hacérselo.
-Me da la impresión -dijo Newman- de que forman ustedes buena pareja. Los dos son casos difíciles, y monsieur Nioche y yo, creo, somos los únicos hombres virtuosos que cabe encontrar en París.
Poco después monsieur de Bellegarde, como castigo a su frivolidad, recibió en la espalda un firme golpecito de un instrumento afilado. Al darse rápidamente la vuelta, descubrió que el arma era un parasol esgrimido por una dama que llevaba un sombrero de cendal verde. Los primos ingleses de Valentin habían estado flotando a la deriva sin piloto, y evidentemente consideraban que tenían un motivo para sentirse agraviados. Newman le dejó a la merced de ambos, pero con una fe infinita en la capacidad de Valentin para defender su propia causa.
CAPÍTULO XII
Tres días después de su presentación a la familia de madame de Cintré, al volver a casa hacia el anochecer, Newman se encontró sobre su mesa la tarjeta del marqués de Bellegarde. Al día siguiente recibió una nota donde se le informaba de que el marqués de Bellegarde agradecería el honor de contar con su compañía durante la cena.
Naturalmente, fue, aunque para ello tuvo que anular otro compromiso. Se le condujo hasta la habitación en la que madame de Bellegarde ya le había recibido, y encontró ahí a su venerable anfitriona rodeada de toda su familia. La habitación estaba alumbrada tan sólo por el fuego crepitante, que iluminaba las pequeñísimas zapatillas rosa de una dama que, sentada en una silla baja, estiraba los pies ante el fuego. Esta dama era la joven madame de Bellegarde. Madame de Cintré estaba sentada en el extremo opuesto de la habitación, dando apoyo con la rodilla a una niña, la hija de su hermano Urbain, a quien evidentemente le estaba contando una maravillosa historia. Valentin había tomado asiento en un puf cerca de su cuñada, en cuyo oído estaba, sin duda, vertiendo las más sutiles de las tonterías.
El marqués estaba apostado frente al fuego con la cabeza erguida y las manos a la espalda, en actitud de espera formal.
La vieja madame de Bellegarde se puso en pie para saludar a Newman, y en su modo de hacerlo hubo algo que parecía dar la medida exacta del grado de su condescendencia.
-Estamos completamente solos, ya lo ve; no hemos invitado a nadie más -dijo con austeridad.
-Me alegro mucho de que no lo hayan hecho; esto es mucho más amistoso -dijo Newman-. Buenas tardes, señor -y le tendió la mano al marqués.
Monsieur de Bellegarde estuvo afable, pero a pesar de su dignidad estaba inquieto. Empezó a pasearse de un lado a otro de la habitación, miraba a través de los ventanales, cogía libros y volvía a soltarlos. La joven madame de Bellegarde le dio la mano a Newman sin moverse ni mirarle.
-Quizá piense usted que es fría -exclamó Valentin-, pero no; está siendo cordial. Demuestra que le trata como a un íntimo. Ella ahora me detesta, y sin embargo siempre me está mirando.
-¡No tiene nada de raro que te deteste si siempre te estoy mirando! -exclamó la dama-. Si al señor Newman no le gusta mi manera de estrecharle la mano, lo haré de nuevo.
Pero este encantador privilegio se desaprovechó con nuestro héroe, que ya estaba cruzando la sala en dirección a madame de Cintré. Ésta le miró mientras le, estrechaba la mano, pero siguió con el relato que le estaba contando a su sobrinita. Sólo le quedaban dos o tres frases por añadir, pero al parecer eran de una gran trascendencia. Puso una voz mas profunda, sonriendo a la vez, y la pequeña la miró absorta, con los ojos como platos.
-Pero al final el joven príncipe se casó con la hermosa Florabella -dijo madame de Cintré-, y se la llevó a vivir con él al País del Cielo Rosa. Allí fue tan feliz que se olvidó de todas sus cuitas, y todos los días de su vida salió a pasear en una carroza de marfil arrastrada por quinientos ratones blancos. La pobre Florabella -le explicó a Newman- había sufrido terriblemente.
-No había comido nada durante seis meses -dijo la pequeña Blanche.
-Sí, pero cuando pasaron los seis meses se comió una tarta de ciruelas tan grande como esa otomana -dijo madame de Cintré-. Con eso recuperó las fuerzas.
-¡Vaya trayectoria más accidentada! -dijo Newman-. ¿Le gustan mucho los niños? -tenía la certeza de que sí, pero quería oírselo decir.
-Me gusta hablar con ellos -contestó-; podemos hablar mucho más en serio con ellos que con las personas adultas. Hay muchas tonterías en lo que le he estado contando a Blanche, pero es mucho más serio que casi todo lo que decimos en sociedad.
-Desearía, entonces, que me hablase como si yo tuviese la edad de Blanche -dijo Newman entre risas-. ¿Estuvo contenta en el baile de la otra noche?
-¡Estaba en éxtasis!
-Ahora es usted quien dice las tonterías que decimos en sociedad -observó Newman-. No me lo creo.
-Si no estaba contenta, fue sólo por mi culpa. El baile fue muy bonito y todo el mundo estuvo muy amable.
-Tenía usted mala conciencia -dijo Newman- por haber molestado a su madre y a su hermano.
Madame de Cintré le miró un instante sin responder.
-Es cierto -respondió al fin-. Me había propuesto más de lo que podía llevar a cabo., Tengo muy poco valor; no soy ninguna heroína -dijo esto con cierto énfasis suave, pero a continuación, cambiando de tono, añadió-: Jamás podría haber pasado los sufrimientos de la hermosa Florabella; ni siquiera en aras de su futura recompensa.
La cena fue anunciada, y Newman acudió al lado de la vieja madame de Bellegarde. El comedor, al final de un frío pasillo, era vasto y sombrío; la cena fue sencilla y delicadamente excelente. Newman se preguntó si madame de Cintré habría tenido algo que ver con la elección de la comida, y deseó enormemente que así fuese. Una vez sentado a la mesa, rodeado por los diversos miembros de la antigua casa de Bellegarde, se preguntó para sus adentros cuál sería el significado de su posición. ¿Estaba respondiendo la vieja dama a sus insinuaciones? El hecho de que fuese un invitado solitario ¿aumentaba o disminuía su reconocimiento? ¿Se avergonzaban de mostrarle ante otras personas, o acaso deseaban señalarle que era objeto de una súbita adopción que le incorporaba a la última reserva de favor de la familia? Newman estaba en guardia; estaba alerta y hacía conjeturas, y, con todo, al mismo tiempo tenía una vaga sensación de indiferencia. Bien le diesen cuerda larga, bien corta, ahí estaba él ahora, y madame de Cintré estaba enfrente. Tenía un alto candelabro a cada lado; estaría allí sentada durante la próxima hora, y con eso bastaba. La cena fue extremadamente solemne y mesurada; se preguntó si siempre sería éste el estado de cosas de las «viejas familias». Madame de Bellegarde sostenía muy en alto la cabeza, y sus ojos, que en su pequeño rostro blanco y delicadamente arrugado parecían tener una peculiar penetración, estaban clavados con firmeza sobre la vajilla. Al parecer, el marqués había decidido que las bellas artes ofrecían un tema de conversación prudente, en tanto que no conducían a revelaciones personales alarmantes. De cuando en cuando, habiéndose enterado por Newman de que éste había recorrido los museos de Europa, pronunciaba algún bruñido aforismo sobre los tonos carnosos de Rubens y el buen gusto de Sansovino. Sus modales parecían revelar un sutil temor nervioso a que pudiese ocurrir algo desagradable si la atmósfera no se purificaba mediante alusiones a una casta absolutamente superior. «¿De qué diablos tendrá miedo este hombre? -se preguntó Newman-. ¿Pensará que le voy a proponer un trueque de navajas?» Era inútil cerrar los ojos al hecho de que el marqués le resultaba profundamente antipático. Nunca había sido un hombre de fuertes aversiones personales; sus nervios no habían estado a merced de las cualidades místicas de sus vecinos. Pero ante él había un hombre hacia el que sentía una oposición irreprimible; un hombre de ceremoniales y frases y posturas; un hombre lleno de posibles impertinencias y traiciones. Monsieur de Bellegarde le hacía sentirse como si estuviera descalzo sobre un suelo de mármol; y aun así, para conseguir su deseo, Newman se sentía perfectamente capaz de seguir ahí de pie. Se preguntó qué pensaría madame de Cintré de que le aceptasen, si es que le habían aceptado. Era imposible juzgar a partir de su rostro, que simplemente expresaba el deseo de ser agradable de la manera que exigiese el menor reconocimiento explícito posible. La joven madame de Bellegarde tenía siempre los mismos modales; siempre estaba absorta, distraída, escuchándolo todo sin oír nada, mirándose el vestido, los anillos y las uñas, con un aspecto bastante aburrido y, aun así, confundiéndole a uno respecto a cuál era su ideal de diversión en sociedad. Newman se enteró de este último punto más adelante. Ni siquiera
Valentin parecía conservar del todo la presencia de ánimo; su viveza era vacilante y forzada, aunque Newman observó que cuando hablaba parecía acalorarse. Sus ojos tenían un brillo más intenso que de costumbre. El efecto de todo esto fue que Newman, por primera vez en su vida, dejó de ser él mismo; que medía sus movimientos y contaba cada palabra, y que decidió que, si la ocasión le exigía estar más tieso que el palo de una escoba, haría frente a la emergencia.
Después de la cena, monsieur de Bellegarde le propuso a su invitado que fuesen a la sala de fumar y le mostró el camino hasta un cuarto pequeño y un tanto mustio, cuyas paredes estaban adornadas con viejos cortinajes de cuero estampado y trofeos de herrumbrosas armas. Newman rechazó un cigarro, pero se acomodó en uno de los divanes mientras el marqués echaba fumaradas de su propio tabaco frente a la chimenea, y Valentin, sentado, miraba de uno a otro a través de los tenues humos de un cigarrillo.
-No puedo seguir callado -dijo al cabo Valentin-. Debo darle la noticia y felicitarle. Mi hermano parece incapaz de ir al grano; gira en torno a su comunicado como un cura en torno al altar. Se le acepta a usted como candidato a la mano de nuestra hermana.
-¡Valentin, ten un poco más de decoro! -murmuró el marqués, con una expresión de delicado enojo que le hizo fruncir el puente de su nariz aguileña.
-Ha habido consejo familiar -prosiguió el joven-; mi madre y Urbain han arrimado las cabezas, y ni siquiera mi testimonio ha sido del todo excluido. Mi madre y el marqués se sentaron ante una mesa cubierta con un mantel verde; mi cuñada y yo estábamos en un banco apoyado contra la pared. Fue como un comité del Cuerpo Legislativo. Se nos convocó, uno tras otro, para que testificásemos. Hablamos magníficamente de usted. Madame de Bellegarde dijo que, de no haber sido informada de quién era, le habría tomado por un duque: un duque americano, el duque de California. Yo dije que podía garantizar que era usted agradecido con los favores más nimios: modesto, humilde, sin presunciones. Que estaba seguro de que siempre sabría cuál era su sitio, y que nunca nos daría motivo para recordarle ciertas diferencias. Que, al fin y al cabo, no podía evitar no ser un duque. No los hay en su país; pero, de haberlos habido, seguro que, inteligente y activo como es usted, habría tenido la flor y nata de los títulos. En ese momento me dieron la orden de sentarme, pero creo que les di una impresión favorable de usted.
Monsieur de Bellegarde miró a su hermano con peligrosa frialdad, y esbozó una sonrisa tan fina como el filo de un cuchillo. Después se quitó una mota de ceniza de la manga de la chaqueta; observó durante un rato la cornisa de la habitación y por último insertó una de sus blancas manos en la pechera del chaleco.
-Debo pedirle disculpas por la deplorable frivolidad de mi hermano -dijo-, y he de notificarle que probablemente no sea ésta la última vez que su falta de tacto le cause a usted un grave bochorno.
-Sí, confieso que carezco de tacto -dijo Valentin-. ¿Es muy doloroso el bochorno, Newman? El marqués volverá a poner las cosas en su sitio; el suyo es un tacto deliciosamente delicado.
-Valentin, lamento decirlo -continuó el marqués-, nunca ha tenido el tono, los modales propios de un joven de su posición. Esto le ha supuesto una gran aflicción a su madre, que tiene en gran estima las viejas tradiciones. Pero recuerde que no habla por nadie más que por sí mismo.
-Oh, no me molesta, señor -dijo Newman de buen humor-. Le conozco en lo que vale.
-En los buenos tiempos -dijo Valentin-, los marqueses y los condes solían tener payasos y bufones escogidos para que les hiciesen chistes. Hoy en día vemos cómo un gran demócrata robusto mantiene cerca a un conde para que haga de bufón. Es una buena situación, pero yo sin duda soy un degenerado.
Durante un rato, monsieur de Bellegarde no levantó la vista del suelo.
-Mi madre me ha informado -dijo al fin- de lo que le anunció usted la otra tarde.
-¿Que deseaba casarme con su hermana? -dijo Newman.
-Que deseaba usted concertar un matrimonio -dijo pausadamente el marqués- con mi hermana, la condesa de Cintré. La proposición era seria, y exigía, por parte de mi madre, muchísima reflexión. Como es natural, me pidió consejo, y le dediqué mi más ferviente atención al asunto. Había que tomar en consideración muchas cosas; más de las que usted parece imaginarse. Hemos contemplado la cuestión en todas sus facetas, hemos sopesado una cosa contra otra. Nuestra conclusión ha sido que aprobamos su petición de mano. Mi madre me ha rogado que le comunique nuestra decisión. Ella misma tendrá el honor de decirle unas cuantas palabras al respecto. Mientras, nosotros, los cabezas de familia, le aceptamos.
Newman se puso en pie y se acercó al marqués.
-No harán nada para impedírmelo, y sí todo lo posible por ayudarme, ¿no es así?
-Le recomendaré a mi hermana que le acepte.
Newman se pasó la mano por el rostro y por un momento la apretó contra los ojos. La promesa sonaba muy bien, y sin embargo el placer que le deparaba se amargó por tener que estar ahí de pie de esa manera, recibiendo su pasaporte de manos de monsieur de Bellegarde. La idea de que este caballero tuviese que estar mezclado con su galanteo y su matrimonio le causaba cada vez mayor disgusto. Pero Newman había decidido comulgar con ruedas de molino, pues así se lo representaba, y no iba a dar un grito ante el primer giro de la rueda. Guardó silencio un rato, y luego, con cierta aspereza de la que le diría más adelante Valentin que tenía un aire majestuoso, respondió:
-Le estoy muy agradecido.
-Tomo nota de la promesa -dijo Valentin-, registro el voto.
De nuevo, monsieur de Bellegarde empezó a mirar fijamente la cornisa; al parecer, tenía algo más que decir.
-Debo hacerle justicia a mi madre -continuó-, y debo hacerme justicia a mí mismo, diciéndole que nuestra decisión no fue fácil. Un acuerdo así no era lo que habíamos esperado. La idea de que mi hermana se case con un caballero... esto... metido en negocios tenía algo de novedosa.
-Ya se lo dije, recuerde -dijo Valentin, levantándole un dedo a Newman.
-La novedad aún no ha desaparecido, lo confieso -siguió el marqués-; quizá nunca lo haga del todo. Pero en conjunto a lo mejor no haya que lamentarlo -y volvió a esbozar su fina sonrisa-. Puede que haya llegado la hora de que tengamos que hacer alguna concesión a la novedad. No ha habido novedades en nuestra casa durante muchos años. Le hice esta observación a mi madre, y ella me hizo el honor de admitir que ésta era digna de atención.
-Mi querido hermano -interrumpió Valentin-, ¿no te estará descarriando un poco tu memoria justo en este punto? Nuestra madre, he de observar, se distingue por su flaco respeto al razonamiento abstracto. ¿Estás completamente seguro de que respondió a tu sorprendente propuesta de esa manera tan cortés que describes? Sabes lo terriblemente incisiva que es a veces. ¿No te haría, más bien, el honor de decirte: « ¡Vaya tonterías que dices! Hay razones mucho mejores que ésa»?
-Se debatieron otras razones -dijo el marqués sin mirar a Valentin, pero con un temblor perceptible en su voz-; es posible que algunas fuesen mejores. Somos conservadores, señor Newman, pero no somos además fanáticos. Consideramos la cuestión con amplitud de miras. No nos cabe la menor duda de que todo habrá de ser cómodo.
Newman había estado escuchando estos comentarios cruzado de brazos y con los ojos clavados en monsieur de Bellegarde.
-¿Cómodo? -dijo, con una especie de resolución adusta en el tono-. ¿Por qué no habríamos de estar cómodos? Si ustedes no lo están, será sólo por su culpa; yo tengo todas las condiciones para estarlo.
-Mi hermano quiere decir que con el paso del tiempo se podrá usted acostumbrar al cambio -explicó Valentin, haciendo una pausa para encender otro cigarrillo.
-¿Qué cambio? -preguntó Newman en el mismo tono.
-Urbain -dijo Valentin muy solemnemente-, me temo que el señor Newman no llega a comprender del todo el cambio. Deberíamos insistir en ello.
-Mi hermano va demasiado lejos -dijo monsieur de Bellegarde-. Una vez más, su funesta falta de tacto. Es deseo de mi madre, y también mío, que no se hagan alusiones así. Le ruego que nunca las haga usted. Preferimos dar por sentado que la persona aceptada como posible marido de mi hermana es uno de los nuestros, y que no tiene que dar explicaciones. Con algo de discreción por ambas partes, todo, creo, será fácil. Eso era exactamente lo que deseaba decir: que entendemos muy bien aquello a lo que nos hemos comprometido, y que puede usted confiar en que nos atendremos a nuestra decisión.
Valentin sacudió las manos en el aire y después ocultó el rostro entre ellas.
-Tengo menos tacto del que debería, qué duda cabe; pero ¡ah, hermano mío, si tú supieras lo que estás diciendo! -y soltó una larga carcajada.
El rostro de monsieur de Bellegarde se sonrojó un poco, pero irguió más la cabeza, como para repudiar esta concesión a la vulgar conturbación.
-Estoy seguro de que usted me entiende -le dijo a Newman.
-No, no le entiendo en absoluto -dijo Newman-. Pero no se preocupe por eso. No me importa. De hecho, creo que será mejor que no los entienda. Podría no gustarme, y eso no me convendría nada, ¿sabe? Quiero casarme con su hermana, nada más; hacerlo lo más aprisa posible, y que nada me parezca mal. Me da igual cómo. No me voy a casar con usted, ¿sabe, señor? Tengo mi permiso, y eso es lo único que necesito.
-Más le valdría recibir de mi madre la última palabra -dijo el marqués.
-Muy bien; iré a por ella -dijo Newman, y se preparó para volver a la sala de estar.
Monsieur de Bellegarde le hizo un ademán para que pasase primero, y cuando Newman hubo salido se encerró en la habitación con Valentin. A Newman le había dejado una pizca desconcertado la audaz ironía del hermano menor, y no había necesitado su ayuda para reparar en la moraleja del trascendente patrocinio de monsieur de Bellegarde. Tenía ingenio de sobra para apreciar la fuerza de esa cortesía que consiste en llamar la atención de uno sobre las impertinencias que se le ahorran. Pero había sentido vivamente la delicada afinidad con él que subyacía a la irreverencia fraternal de Valentin, y no estaba en absoluto dispuesto a que su amigo tuviese que pagar un precio por ella. Hizo una breve pausa en el pasillo tras avanzar unos cuantos pasos, esperando oír el retumbo del desagrado de monsieur de Bellegarde, pero sólo detectó una calma total. La propia calma parecía un poco ominosa; Newman reflexionó, sin embargo, que no tenía ningún derecho a estar escuchando, y se encaminó de vuelta al salón. Durante su ausencia habían entrado varias personas. Esparcidas por la habitación en pequeños grupos, dos o tres habían pasado a un pequeño gabinete, contiguo a la sala de estar, que ahora estaba iluminado y abierto. La vieja madame de Bellegarde ocupaba su sitio junto al fuego, donde hablaba con un caballero muy viejo que llevaba peluca y un exuberante corbatín blanco a la moda de 1820. Madame de Cintré prestaba oídos con la cabeza ladeada a las confidencias históricas de una vieja dama de quien cabía suponer que era la esposa del viejo caballero del corbatín, una anciana vestida con un vestido de raso rojo y una capa de armiño, y a la que le cruzaba la frente una cinta con un topacio engarzado. Cuando entró Newman, la joven madame de Bellegarde dejó a unas personas con las que estaba sentada y fue a sentarse al lugar que había ocupado antes de la cena. Dio entonces un pequeño empujón al puf que tenía al lado, y con una mirada pareció indicarle a Newman que lo había colocado para él. Newman fue a tomar posesión del puf; la esposa del marqués le divertía y le desconcertaba.
-Conozco su secreto -dijo ella, en su inglés malo pero encantador-; no tiene por qué hacer de ello un misterio. Quiere usted casarse con mi cuñada. C’est un beau choix. Un hombre como usted debería casarse con una mujer alta y delgada. Ha de saber que hablé a favor de usted; ¡me debe un cirio de primera!*
-¿Ha hablado con madame de Cintré? -dijo Newman.
-Oh, no, no se trata de eso. Quizá se le antoje raro, pero mi cuñada y yo no tenemos tanta intimidad. No; hablé con mi marido y con mi suegra; dije que estaba segura de que podíamos hacer lo que quisiéramos con usted.
-Se lo agradezco mucho -dijo Newman, riéndose-; pero no pueden.
-Lo sé muy bien; no me creía ni una sola palabra de lo que estaba diciendo. Pero quería que entrase usted en la casa; pensé que seríamos amigos.
-Estoy seguro de ello -dijo Newman.
-No esté demasiado seguro. Si tanto le gusta madame de Cintré, quizá yo no le guste. Somos tan diferentes como el azul y el rosa. Pero usted y yo tenemos algo en común. Yo he entrado en esta familia por la vía del matrimonio; usted quiere entrar de la misma manera.
-¡No, no; no quiero! -le interrumpió Newman-. Sólo quiero sacar a madame de Cintré.
-Bueno, para echar las redes hay que meterse en el agua. Nuestras situaciones son similares; podremos comparar apuntes. ¿Qué piensa usted de mi marido? Es una pregunta rara, ¿no cree? Pero aún habré de hacerle otras más raras.
-Quizá una más rara sería más fácil de responder -dijo Newnan-. Póngame a prueba.
-Ah, se escapa usted muy bien; el viejo conde de la Rochefrdèle, aquel de allá, no podría hacerlo mejor. Les dije que si le dábamos una pequeña oportunidad, sería usted un perfecto talon rouge*. Conozco a los hombres. Además, usted y yo pertenecemos al mismo bando. Yo soy una demócrata feroz. Por nacimiento soy vieille roche, una buena porción de la historia de Francia es la historia de mi familia. ¡Ah, usted nunca ha oído ha-blar de nosotros, por supuesto! Ce que c’est que la gloire! En todo caso, somos mucho mejores que los Bellegarde. Pero mi pedigrí no me importa un comino; quiero pertenecer a mi tiempo. ¡Soy una revolucionaria, una radical, una hija de la época! Estoy segura de que voy más allá que usted. Me gusta la gente inteligente, venga de donde venga, y me apunto a la diversión allí donde la encuentro. No le hago ascos al Imperio**; aquí, todo el mundo le hace ascos al Imperio. Naturalmente, tengo que tener cuidado con lo que digo; pero con usted espero resarcirme.
Madame de Bellegarde siguió discurseando un rato en esta simpática veta, con una vehemente profusión que parecía indicar que sus oportunidades de revelar su esotérica filosofia eran, en efecto, escasas. Esperaba que Newman, hiciera lo que hiciese con los demás, a ella nunca le tuviese miedo, porque, a decir verdad, ella iba muy lejos. Las «personas fuertes» -les gens foros- eran, a su juicio, iguales en todas las partes del mundo. Newman escuchaba con una atención a la vez seducida e irritada. Se preguntaba adónde demonios quería llegar, también ella, con ese deseo suyo de que no le tuviese miedo y con sus declaraciones de igualdad. Hasta donde era capaz de entenderle, estaba equivocada; una mujer necia y ruidosa no era, sin duda, el igual de un hombre sensato y absorto con una ambiciosa pasión. Madame de Bellegarde se detuvo de pronto y le miró con ojos penetrantes, sacudiendo el abanico.
-Veo que no me cree -dijo-, está usted demasiado en guardia. ¿No va usted a formar una alianza conmigo, ya sea ofensiva o defensiva? Está usted muy equivocado; yo podría ayudarle.
Newman respondió que se lo agradecía mucho y que por supuesto que le pediría ayuda; en su momento lo vería.
-Pero, antes que nada -dijo-, debo ayudarme a mí mismo.
Y fue a sumarse a madame de Cintré.
-Le he estado diciendo a madame de la Rochefidèle que es usted americano -dijo mientras se acercaba Newman-. Le interesa muchísimo. Su padre se marchó allí el siglo pasado con las tropas francesas para ayudarlos a ustedes en sus batallas, y, por tanto, siempre ha tenido grandes deseos de ver a un americano. Pero hasta esta noche nunca lo había conseguido. Es usted el primero (que ella sepa) que jamás haya visto.
Madame de la Rochefidèle tenía un rostro envejecido y cadavérico, con una caída de la mandíbula inferior que le impedía juntar los labios y limitaba su conversación a una serie de palabras guturales impresionantes pero inarticuladas. Elevó una antigualla de monóculo, prolijamente engastado en plata grabada, y miró a Newman de la cabeza a los pies. Entonces dijo algo que éste escuchó con deferencia, pero que no logró entender en absoluto.
-Madame de la Rochefidèle dice que está convencida de que debe de haber visto americanos sin saberlo -explicó madame de Cintré. Newman consideró probable que hubiese visto una gran cantidad de cosas sin saberlo; y la anciana, aplicándose de nuevo en la pronunciación, declaró (en interpretación de madame de Cintré) que ojalá lo hubiese sabido.
En ese momento, el viejo caballero que había estado hablando con la mayor de las Bellegarde se acercó con la marquesa agarrada de su brazo. Su esposa le señaló a Newman, obviamente para explicarle sus curiosos orígenes. Monsieur de la Rochefidèle, cuya vejez era sonrosada y rechoncha, hablaba con gran nitidez y claridad; casi tan lindamente, pensó Newman, como monsieur Nioche. Una vez informado, se volvió hacia Newman con un inimitable donaire de anciano.
-Monsieur no es, de ningún modo, el primer americano que he visto -dijo-. Casi la primera persona que vi en mi vida (como para reparar en él) fue un americano.
-¡Ah! -dijo Newman con simpatía.
-El gran doctor Franklin -dijo monsieur de la Rochefidèle-. Por supuesto, yo era muy joven. Fue muy bien recibido en nuestro monde.
-No más que el señor Newman -dijo madame de Bellegarde-. Le ruego que me ofrezca su brazo para ir a la otra habitación. No le podría haber ofrecido más alto privilegio al doctor Franklin.
Newman, accediendo al ruego de madame de Bellegarde, advirtió que sus dos hijos habían regresado a la sala de estar. Escudriñó sus rostros un instante en busca de rastros de la escena que había seguido a su partida, pero el marqués no parecía ni más ni menos gélidamente solemne que de costumbre, y Valentin estaba besando manos de damas con su, como poco, aire habitual de abandonarse a sí mismo en este acto. Madame de Bellegarde lanzó una mirada a su hijo mayor, y para cuando hubo cruzado el umbral de su gabinete él ya estaba a su lado. La habitación estaba ahora vacía y ofrecía un grado suficiente de intimidad. La anciana dama se soltó del brazo de Newman y apoyó su mano en el del marqués; y con esta postura se detuvo un momento, irguiendo la cabeza y mordisqueándose el pequeño labio inferior. Me temo que la escena le pasó desapercibida a Newman, pero, de hecho, en aquel momento madame de Bellegarde era una viva imagen de la dignidad que, aun en el caso de una pequeña mujer consumida por el tiempo, puede residir en el hábito de la autoridad incuestionada y en el poder absoluto de una teoría social favorable a uno mismo.
-Mi hijo le ha hablado tal y como yo deseaba -dijo-, y usted habrá entendido que no vamos a interferir. El resto le incumbe a usted.
-Monsieur de Bellegarde me dijo varias cosas que no comprendí -dijo Newman-, pero esto sí lo descifré. Me dejarán el terreno libre. Les estoy muy agradecido.
-Quisiera añadir algo que mi hijo probablemente no se sintió con libertad para decir -replicó la marquesa-. Debo decirlo por mi propia tranquilidad de conciencia. Estamos haciendo una concesión; le estamos haciendo un gran favor.
-Bueno, su hijo lo dijo muy bien; ¿no es cierto? -dijo Newman.
-No tan bien como mi madre -declaró el marqués.
-Sólo puedo repetir... que estoy muy agradecido.
-Conviene que le diga -continuó madame de Bellegarde que soy muy orgullosa, y que mantengo la cabeza muy alta. Puede que me equivoque, pero soy demasiado vieja para cambiar. Al menos lo sé, y no me hago pasar por otra cosa. No se haga la ilusión de que mi hija no es orgullosa. Es orgullosa a su manera; una manera algo distinta de la mía. Tendrá usted que componérselas con eso. Incluso Valentin es orgulloso, si se le toca el punto exacto... o el equivocado. Urbain es orgulloso; eso ya lo ve usted. A veces creo que quizá sea demasiado orgulloso, pero no le cambiaría. Es el mejor de mis hijos; se aferra a su vieja madre. Pero ya he dicho lo suficiente para demostrarle que todos en conjunto somos orgullosos. Es bueno que sepa entre qué tipo de personas se encuentra.
-Bueno -dijo Newman-, por mi parte, sólo puedo decir que no soy orgulloso; ¡no se lo tendré en cuenta! Pero habla usted como si tuviese intención de ser muy desagradable.
-No me va a gustar que mi hija se case con usted, y no fingiré que me gusta. Si a usted no le importa, tanto mejor.
-Si se adhiere a su parte del contrato, no nos pelearemos; es lo único que le pido -dijo Newman-. Tengan las manos quietas y déjenme el terreno libre. Actúo de buena fe, y no existe el menor peligro de que me desanime o me vuelva atrás. Me tendrá constantemente ante sus ojos; si no le gusta, lo siento por usted. Haré por su hija, si ella me acepta, todo lo que un hombre puede hacer por una mujer. Me es grato decírselo como una promesa, como un compromiso. Considero que por su parte me hacen una promesa equivalente. ¿No se echarán atrás, eh?
-No sé a qué se refiere usted con «echarse atrás» -dijo la marquesa-. Sugiere un movimiento del que no creo que ningún Bellegarde haya sido jamás culpable.
-Nuestra palabra es nuestra palabra -dijo Urbain-. La hemos dado.
-Bueno, entonces -dijo Newman- me alegra mucho que sean tan orgullosos; me hace pensar que la mantendrán.
La marquesa guardó silencio un momento, y luego, súbitamente, dijo:
-Siempre le trataré con cortesía, señor Newman; pero, sin ninguna duda, usted jamás me va a gustar.
-No esté tan segura -dijo Newman entre risas.
-Tan segura estoy que le voy a pedir que me lleve de nuevo a mi butaca sin el menor temor a que mis sentimientos se vayan a alterar por el servicio que me rinde -y madame de Bellegarde le tomó del brazo y regresó al salón y a su sitio acostumbrado.
Monsieur de la Rochefidèle y su esposa se estaban preparando para despedirse, y la conversación de madame de Cintré con la mascullante anciana había concluido. Estaba mirando a su alrededor, preguntándose, evidentemente, con quién debía hablar a continuación, cuando Newman se le acercó.
-Su madre me ha dado permiso (muy solemnemente) para venir a menudo -dijo-. Pienso venir a menudo.
-Me alegraré de verle -respondió simplemente ella. Y acto seguido dijo-: Probablemente le parezca muy extraño que haya tal solemnidad, como dice usted, respecto a sus visitas.
-Bueno, sí; bastante.
-¿Recuerda lo que dijo mi hermano Valentin la primera vez que vino usted a verme: que éramos una familia muy, muy extraña?
-No fue la primera vez que vine, sino la segunda -dijo Newman.
-En efecto. En aquella ocasión, Valentin me molestó, pero ahora que le conozco mejor puedo decirle que estaba en lo cierto. ¡Si viene a menudo, lo verá! -y madame de Cintré se alejó.
Durante un rato, Newman estuvo viendo cómo hablaba con otras personas, y después se despidió. Al último que estrechó la mano fue a Valentin de Bellegarde, que le acompañó hasta lo alto de la escalera.
-Bueno, ya tiene usted su permiso -dijo-. Espero que haya disfrutado del proceso.
-Su hermana me agrada más que nunca. Pero no inquiete más a su hermano respecto a mí -añadió Newman-. Su hermano no me importa. Me temo que al marcharme yo de la sala de fumar se le echó encima.
-Cuando mi hermano se me echa encima -dijo Valentin-, cae con fuerza. Tengo un curioso modo de recibirle. He de decir -siguió- que han dado la talla mucho antes de lo que me esperaba. No lo comprendo; han debido de apretarse bien las tuercas. Es un tributo a sus millones.
-Bueno, jamás han tenido ocasión tan preciosa -dijo Newman.
Se estaba marchando cuando Valentin le detuvo, mirándole con una expresión luminosa y ligeramente cínica.
-Me gustaría saber si, en estos últimos días, ha visto a su venerable amigo monsieur Nioche.
-Ayer vino a mi estancia.
-¿Qué le contó?
-Nada en especial.
-¿No se fijó en si le salía del bolsillo la boca de una pistola?
-¿Adónde quiere llegar? -preguntó Newman-. Me pareció que estaba bastante contento, para ser él.
Valentin soltó una risotada.
-¡Me encanta oír eso! He ganado la apuesta. Mademoiselle Noémie ha dado el disparo de salida, como decimos aquí. Ha abandonado el domicilio paterno. ¡Está lanzada! Y monsieur Nioche está muy contento... ¡para ser él! A este paso, no blanda usted el hacha de guerra; no la he visto ni me he puesto en contacto con ella desde aquel día en el Louvre. Andrómeda ha encontrado a otro Perseo que no soy yo. Mi información es exacta; en estas cuestiones, siempre lo es. Supongo que ahora presentará usted una protesta.
-¡Al diablo mi protesta! -murmuró Newman, disgustado.
Pero su tono no tuvo eco en aquél con que Valentin, apoyada la mano en la puerta para regresar al apartamento de su madre, exclamó:
-¡Pero ahora la veré! Es tan sorprendente... ¡tan sorprendente!
CAPÍTULO XIII
Newman mantuvo su promesa, o su amenaza, de ir a menudo a la Rue de l'Université, y durante las seis semanas siguientes vio a madame de Cintré en más ocasiones de las que habría sido capaz de contar. Creía que no estaba enamorado, pero cabe suponer que su biógrafo sabía que no era así. Al menos, no reivindicaba para sí ninguna de las prerrogativas y emolumentos de la pasión romántica. El amor, a su juicio, hacía de todo hombre un loco, y su actual emoción no era locura sino sabiduría: sabiduría cabal, serena, bien enfocada. Lo que sentía era una intensa e insaciable ternura que tenía por objeto a una mujer extraordinariamente elegante y delicada, además de impresionante, que vivía en una gran casa gris en la orilla izquierda del Sena. Esta ternura se convertía con frecuencia en auténtica congoja; signo éste en el que, sin duda, Newman tendría que haber leído la denominación que la ciencia ha otorgado a su sentimiento. Cuando el corazón soporta una pesada carga, apenas importa si la carga es de oro o de plomo; cuando, en cualquier caso, la felicidad pasa a ocupar ese lugar en el que se vuelve idéntica al dolor, un hombre puede admitir que el reino de la sabiduría se ha quedado transitoriamente en suspenso. Tanto deseaba Newman el bien de madame de Cintré, que nada de lo que se le pudiese ocurrir que podría hacer por ella en el futuro alcanzaba las elevadas cotas que su estado de ánimo actual se había impuesto. La consideraba un producto tan feliz de la naturaleza y de las circunstancias que la inventiva de Newman, cuando rumiaba combinaciones futuras, no dejaba de contener el aliento por temor a tropezarse con alguna brutal reducción o mutilación de su hermosa armonía personal. A esto me refiero al hablar de la ternura de Newman: madame de Cintré le agradaba tanto, tal y como era, que su deseo de interponerse entre ella y los apuros de la vida se asemejaba al afán de una joven madre por proteger el sueño de su primogénito. Newman estaba, sencillamente, embelesado, y trataba su embelesamiento como si fuese una caja de música que a la menor sacudida pudiera pararse. No cabe mejor prueba del anhelante epicúreo que se esconde en el temperamento de cada hombre, en espera de una señal con la que algún cómplice divino le indique que puede asomarse sin peligro. Newman, al fin, estaba disfrutando pura, libre y profundamente. Algunas cualidades personales de madame de Cintré -la luminosa dulzura de sus ojos, la delicada movilidad de su rostro, la fluidez profunda de su voz- ocupaban toda su conciencia. Un venerable griego de la antigüedad, en pleno acto de contemplar satisfechamente con todo su eximio intelecto a una diosa de mármol, no podría haber sido una encarnación más completa de la sabiduría que se abandona al disfrute de las armonías silenciosas.
No era el suyo un galanteo impetuoso: nada de discursos sentimentales. Nunca traspasaba lo que ella le había dado a comprender que era, por el momento, terreno prohibido. Pero Newman tenía, no obstante, la cómoda sensación de que madame de Cintré iba sabiendo mejor cada día lo mucho que la admiraba. Aunque en general no era muy hablador, hablaba mucho, y conseguía a la perfección que ella dijese muchas cosas. No temía aburrirla, ni con su discurso ni con su silencio; y tanto si de vez en cuando la aburría como si no, es probable que en conjunto ella no hiciera sino apreciarle más por su falta de escrúpulos embarazosos. Sus visitantes, que a menudo llegaban mientras Newman estaba allí sentado, se encontraban con un hombre alto, delgado y silencioso, en posición semirrecostada, que a veces se reía cuando nadie había pretendido ser gracioso y que permanecía serio en presencia de ocurrencias calculadas, para cuya apreciación no parecía poseer la cultura debida.
Hay que confesar que la cantidad de temas sobre los que Newman carecía de ideas era extremadamente amplia, y debe añadirse que respecto a aquellos temas sobre los que carecía de ideas también carecía por completo de palabras. Tenía poca calderilla de la que se usa en las conversaciones, y su caudal de fórmulas y frases hechas era exiguo. Por otro lado, podía prestar mucha atención, y su cálculo de la importancia de un asunto no dependía del número de cosas sagaces que podía decir al respecto. Él, por su parte, casi nunca se aburría, y con ningún otro hombre habría sido mayor el error de suponer que el silencio significaba desagrado. En cuanto a qué era lo que le entretenía durante algunas de sus sesiones mudas, debo, sin embargo, confesar mi incapacidad para determinarlo. Sabemos, en términos generales, que una gran cantidad de cosas que para mucha gente eran viejas historias poseían para él el encanto de la novedad, pero una lista completa de sus impresiones nuevas probablemente nos depararía más de una sorpresa. Le contó a madame de Cintré cientos de largas historias; le explicaba, al hablar de Estados Unidos, el funcionamiento de diversas instituciones locales y costumbres mercantiles. A juzgar por lo que venía después, a ella le interesaba, pero de antemano uno no habría estado seguro. Respecto a la conversación de madame de Cintré, Newman tenía la certidumbre de que ella disfrutaba: esto era una especie de enmienda al retrato que de ella había dibujado la señora Tristram. Descubrió que tenía por naturaleza una alegría considerable. Newman había estado en lo cierto al decir al principio que era tímida; su timidez, en una mujer cuyas circunstancias y serena belleza daban todas las facilidades para un descaro cortés, no era sino un encanto más. Con Newman le había durado bastante, e incluso cuando desapareció dejó algo detrás de sí que por algún tiempo desempeñó la misma función. ¿Era éste el triste secreto que había atisbado la señora Tristram y del cual, así como de la reserva de su amiga, de su noble crianza y de su hondura, le había hecho un esbozo de contornos quizá demasiado desalentadores? Eso suponía Newman, pero se encontró con que cada día se preguntaba menos cuáles podrían ser los secretos de madame de Cintré y se convencía más de que a ella los secretos, en sí mismos, le resultaban odiosos. Era una mujer hecha para la luz, no para las sombras; y su estilo natural no era el de la reserva pintoresca y la misteriosa melancolía, sino el de la acción sincera, alegre, brillante, con el mínimo de reflexión exigido y ni un ápice más. Era evidente que él había conseguido devolverla a todo esto. Newman se sentía como si él personalmente fuese un antídoto contra secretos abrumadores; de hecho, lo que le ofrecía era, por encima de todo, una vasta y soleada inmunidad a la necesidad de albergar ninguno. A menudo pasaba las tardes, cuando madame de Cintré así lo había establecido, junto al frío hogar de madame de Bellegarde, contentándose con mirar a través de los párpados entreabiertos a su amada, que, en el otro extremo de la habitación, siempre se esmeraba ante su familia por hablar con alguien que no fuera él. Madame de Bellegarde se quedaba junto al fuego en charla elegante y fría con quien quiera que se le acercase y recorriendo la habitación con su pausada mirada inquieta, cuyo efecto, cuando recaía sobre él, se le antojaba a Newman idéntico al de un súbito borbotón de grisú. Cuando le estrechaba la mano siempre le preguntaba entre risas si se sentía capaz de «soportarle» una velada más, y ella replicaba, sin reírse, que gracias a Dios siempre había podido cumplir con sus obligaciones. Newman, hablándole en cierta ocasión a la señora Tristram de la marquesa, dijo que, después de todo, era muy fácil llevarse bien con ella; siempre era fácil llevarse bien con granujas declarados.
-¿Y es con ese término tan elegante -dijo la señora Tristram- con el que designa usted a la marquesa de Bellegarde?
-Bueno -dijo Newman-, es malvada, es una vieja pecadora.
-¿Cuál es su crimen? -preguntó la señora Tristram.
-No me sorprendería que hubiese asesinado a alguien... por sentido del deber, claro está.
-¿Cómo puede ser usted tan desagradable? -suspiró la señora Tristram.
-No soy desagradable. Estoy hablando de ella favorablemente.
-Si se puede saber, ¿qué no dirá usted cuando quiere ser duro?
-Guardaré mi dureza para otra persona: para el marqués. He ahí un hombre al que no puedo tragar, mezcle como mezcle la bebida.
-Y él, ¿qué es o qué ha hecho?
-No llego a averiguarlo del todo; es algo terriblemente malvado, algo ruin y clandestino y que el descaro no ha redimido, como puede haber redimido las fechorías de su madre. Si nunca ha cometido un asesinato, como mínimo se ha vuelto de espaldas y ha mirado hacia otro lado mientras otra persona lo hacía.
A pesar de esta ingrata hipótesis, que no debe entenderse sino como un ejemplo del caprichoso juego del «humor americano», Newman hizo todo lo que pudo por mantener un estilo de comunicación fluido y amistoso con monsieur de Bellegarde. Mientras tuviese que tratar con la gente, le desagradaba en extremo tener que perdonar nada a nadie, y era capaz de hacer un gran e insospechado esfuerzo con la imaginación (en aras de su propia comodidad personal) para asumir de momento que eran buenos tipos. Hacía todo lo posible por tratar al marqués como tal; además, sinceramente pensaba que, en buena lógica, no podía ser el condenado necio que parecía ser. La familiaridad de Newman nunca era inoportuna; su conciencia de la igualdad humana no era un gusto agresivo ni una teoría estética, sino algo tan natural y orgánico como un apetito físico que nunca ha sido sometido a un parco racionamiento y que, en consecuencia, no incurre en una avidez desgarbada. Es probable que su tranquila falta de recelo ante la relatividad de su propio lugar en la escala social le resultase irritante a monsieur de Bellegarde, que se veía reflejado en la mente de su cuñado potencial de una forma tosca y descolorida, desagradablemente distinta a la grandiosa imagen que se proyectaba sobre su propio espejo intelectual. Jamás se olvidaba de sí mismo un solo instante, y respondía a lo que le debían de parecer las «insinuaciones» de Newman con una cortesía mecánica. Newman, que siempre se estaba olvidando de sí mismo y se permitía irresponsables indagaciones y conjeturas sin límite, de cuando en cuando se veía enfrentado a la deliberada sonrisa irónica de su anfitrión. Por qué demonios se sonreía monsieur de Bellegarde le resultaba imposible de adivinar. Cabe suponer que la sonrisa de monsieur de Bellegarde fuera, para él mismo, un compromiso entre numerosas emociones. Siempre y cuando sonriese sería cortés, y lo bueno era ser cortés. Asimismo, una sonrisa no le comprometía a nada más que a la cortesía, y dejaba el grado de cortesía convenientemente vago. También, una sonrisa no era ni disidencia -una cosa demasiado seria- ni conformidad. Y además una sonrisa cubría su propia dignidad personal, que en esta situación crítica estaba resuelto a mantener inmaculada; ya había bastante con que la gloria de su casa se fuese a eclipsar. Todos sus modales parecían afirmar que entre él y Newman no podía haber ningún intercambio de opiniones; estaba conteniendo el aliento para no inhalar el aroma de la democracia. Newman distaba mucho de estar versado en política europea, pero le gustaba tener una idea general de lo que ocurría a su alrededor y, por ello, le preguntó a monsieur de Bellegarde en varias ocasiones qué opinaba de asuntos públicos. Monsieur de Bellegarde le contestó con una engolada concisión que tenía la peor opinión posible, que iban de mal en peor y que la época estaba podrida hasta la médula. A Newman esto le suscitó, por el momento, un sentimiento casi benévolo hacia el marqués; compadecía a un hombre para quien el mundo era un lugar tan sombrío, y la siguiente vez que vio a monsieur de Bellegarde intentó hacerle reparar en algunos de los magníficos rasgos de la época. El marqués respondió al punto que tenía una sola convicción política, con la que le bastaba: creía en el derecho divino de Enrique de Borbón, Quinto de su nombre, al trono de Francia*. Newman se le quedó mirando fijamente, y en lo sucesivo dejó de hablar de política con monsieur de Bellegarde. No estaba horrorizado ni escandalizado, ni siquiera le hacía gracia; se sentía como se habría sentido de haber descubierto en monsieur de Bellegarde un gusto por ciertas extravagancias dietéticas; un apetito, por ejemplo, de espinas de pescado o cáscaras de nuez. En tales circunstancias, por supuesto, jamás le habría mencionado cuestiones dietéticas.
Una tarde, al ir a visitar a madame de Cintré, el criado le rogó a Newman que esperase unos instantes porque su anfitriona no se hallaba libre. Estuvo paseándose un rato por la habitación, cogiendo sus libros, oliendo sus flores y mirando sus grabados y fotografías (que le parecieron prodigiosamente bonitas), hasta que oyó que se abría una puerta a sus espaldas. Quieta en el umbral estaba una anciana con quien recordaba haberse encontrado varias veces al entrar y salir de la casa. Era alta y tiesa, vestía de negro y llevaba una cofia que, de haber estado Newman iniciado en este tipo de misterios, habría bastado para ase-gurarle de que no era una mujer francesa; una cofia de pura factura británica. Tenía un rostro pálido, decente y con aspecto deprimido, y una clara y mortecina mirada inglesa. Miró a Newman un instante, a la vez con empeño y timidez, y a continuación le hizo una breve y tiesa reverencia inglesa.
-Madame de Cintré le ruega que sea tan amable de esperar -dijo-. Acaba de llegar; pronto habrá terminado de vestirse.
-Ah, esperaré todo lo que me pida -dijo Newman-. Dígale por favor que no tenga prisa.
-Gracias, señor -dijo suavemente la mujer; y después, en vez de retirarse con el mensaje, entró en la habitación. Miró en torno a sí por un momento, y acto seguido se acercó a la mesa y empezó a colocar unos cuantos libros y chismes. A Newman le impresionó la suma respetabilidad de su apariencia; temía dirigirse a ella como a un sirviente. Estuvo un rato ocupada en poner la mesa en orden y alisar las cortinas, mientras Newman caminaba despacio de un lado a otro. Al fin, al pasar ante el espejo, la vio reflejada y percibió que tenía las manos desocupadas y que aun así le estaba mirando con empeño. Era evidente que quería decir algo, y Newman, al notarlo, la ayudó a empezar.
-¿Es usted inglesa? -preguntó.
-Sí, señor, con su permiso -respondió rápida y suavemente-; nací en Wiltshire.
-¿Y qué le parece París?
-Oh, París no me parece nada, señor -dijo en el mismo tono-. Llevo tanto tiempo aquí...
-Ah, ¿lleva aquí mucho tiempo?
-Son ya más de cuarenta años, señor. Vine con lady Emmeline.
-¿Se refiere a la vieja madame de Bellegarde?
-Sí, señor. Vine con ella cuando se casó. Era la dama de compañía de mi señora.
-¿Y lleva con ella desde entonces?
-Llevo en la casa desde entonces. Mi señora ha cogido a una persona más joven. Ya ve usted que soy muy vieja. Ahora no hago nada fijo. Pero aquí sigo.
-Parece muy fuerte y saludable -dijo Newman, observando lo erguido de su figura y cierto venerable sonrojo en su mejilla.
-Gracias a Dios no estoy enferma, señor; conozco mi deber lo bastante bien, espero, como para ir resollando y tosiendo por la casa. Pero soy una anciana, señor, y en calidad de anciana es como me atrevo a hablarle.
-Venga, hable -dijo Newman con curiosidad-. No tiene por qué temerme.
-Sí, señor. Creo que es usted bueno. Le he visto antes.
-¿En las escaleras, quiere decir?
-Sí, señor. Cuando ha venido a ver a la condesa. Me he tomado la libertad de reparar en que viene a menudo.
-Sí, vengo muy a menudo -dijo Newman, riéndose-. No habrá necesitado estar muy despierta para reparar en eso.
-He reparado en ello con placer, señor -dijo la anciana doncella con tono grave, y se quedó mirando a Newman con una expresión extraña. El viejo instinto de deferencia y humildad estaba ahí; el hábito de la decente modestia y el conocimiento del «lugar propio». Pero se mezclaba con él cierta audacia templada, fruto de la ocasión y, probablemente, de una percepción de la accesibilidad sin precedentes de Newman; y, más allá de todo esto, una vaga indiferencia respecto a las viejas formalidades, como si la dama de compañía de milady al fin hubiese empezado a reflexionar que, puesto que milady había cogido a otra persona, ella misma era una propiedad sobre la que tenía un leve derecho de reversión.
-¿Se interesa usted mucho por la familia? -dijo Newman.
-Me intereso mucho, señor. Sobre todo por la condesa.
-Eso me alegra -dijo Newman. Ya continuación añadió, sonriendo-: ¡Yo también!
-Eso suponía, señor. No podemos evitar percatarnos de estas cosas y formarnos nuestras propias opiniones, ¿no es así, señor?
-¿Se refiere usted a sus opiniones como criada? -dijo Newman.
-Ah, ahí está, señor. Me temo que cuando dejo que mis pensamientos se inmiscuyan en esas cuestiones dejo de ser una criada. Pero es que le tengo devoción a la condesa; si fuese mi propia hija no podría quererla más. Por eso soy tan atrevida, señor. Dicen que se quiere usted casar con ella.
Newman observó a su interlocutora y se convenció de que no era una cotilla sino una fanática; parecía ansiosa, suplicante, discreta.
-Es completamente cierto -dijo-. Quiero casarme con madame de Cintré.
-¿Y llevársela a América?
-La llevaré allá donde ella quiera ir.
-¡Cuanto más lejos, mejor, señor! -exclamó la anciana con súbita vehemencia. Pero se contuvo y, cogiendo un pisapapeles de mosaico, empezó a pulirlo con su delantal negro-. No es que esté hablando mal de la casa ni de la familia, señor. Pero pienso que un gran cambio le haría bien a la pobre condesa. Aquí es todo muy triste.
-Sí, no es muy animado -dijo Newman-. Pero madame de Cintré sí que es alegre.
-Ella es todo lo que es bueno. No le molestará a usted saber que hacía mucho tiempo que no estaba tan alegre como en los últimos meses.
Newman se sintió encantado de recabar este testimonio favorable a la prosperidad de su petición de mano, pero reprimió toda muestra impetuosa de júbilo.
-¿Estuvo alicaída antes madame de Cintré? -preguntó.
-Pobre señora, tenía sus buenas razones. Monsieur de Cintré no era un marido apropiado para una dama joven y dulce como ella. Y además, como le digo, ha sido una casa triste. Sería mejor, en mi humilde opinión, que no estuviese aquí. Así que, si me disculpa por decírselo, espero que se case con usted.
-¡Espero que lo haga! -dijo Newman.
-Pero no debe usted desanimarse, señor, si no se decide de inmediato. Eso es lo que le quería rogar, señor. No renuncie, señor. No se ofenda usted si digo que es un riesgo enorme para cualquier dama en cualquier momento; aún más cuando se ha librado de un mal convenio. Pero si se puede casar con un caballero bueno, afectuoso y respetable, creo que más le valdría decidirse a hacerlo. Hablan muy bien de usted, señor, en la casa, y, si me permite decirlo, me gusta su cara. Su aspecto es muy distinto al del difunto conde; no llegaba a los cinco pies de altura. Y dicen que su fortuna es desmesurada. No hay nada malo en eso. Así que le suplico que sea paciente, señor, y espere a que llegue su oportunidad. Si no le digo esto, señor, quizá nadie lo haga. Por supuesto, no me corresponde a mí hacer promesas. No puedo responder por nada. Pero creo que no tiene malas posibilidades, señor. No soy más que una anciana cansada que está en su tranquilo rincón, pero una mujer comprende a otra, y creo que sé descifrar a la condesa. La recibí en mis brazos cuando vino al mundo, y su primer día de bodas fue el más triste de mi vida. Tiene conmigo la deuda de dejarme ver otro y más brillante. Si se mantiene usted firme, señor (y tiene aspecto de hacerlo), creo que lo podremos ver.
-Le estoy muy agradecido por sus ánimos -dijo Newman calurosamente-. Nunca podrán ser excesivos. Pretendo mantenerme firme. Y si madame de Cintré se casa conmigo, ha de venir usted a vivir con ella.
La anciana le miró de una manera extraña con sus ojos suaves y mortecinos.
-Quizá parezca insensible decir esto, señor, cuando una ha vivido cuarenta años en una casa, pero puedo decirle que me gustaría dejar este lugar.
-Vaya, si es justo el momento para decirlo -dijo Newman con fervor-. Después de cuarenta años hace falta un cambio.
-Es usted muy amable, señor y esta fiel criada hizo otra reverencia y pareció dispuesta a retirarse. Pero vaciló un instante y esbozó una sonrisa tímida y falta de alegría. Newman se sintió decepcionado, y sus dedos entraron a hurtadillas, a medias entre la timidez y la impaciencia, en el bolsillo de su chaleco. Su informante advirtió el movimiento-. Gracias a Dios que no soy francesa -añadió-. Si lo fuera, le diría con una sonrisita descarada, aun siendo una vieja, que si me hace el favor, monsieur, mi información tiene un precio. Déjeme que se lo diga a mi propia manera inglesa y decente. Tiene un precio.
-¿Cuánto, por favor? -dijo Newman.
-Simplemente éste: la promesa de que no le va a insinuar a la condesa que he dicho todas estas cosas.
-Si eso es todo, la tiene -dijo Newman.
-Eso es todo, señor. Gracias, señor. Buenos días, señor.
Y tras recogerse una vez más como un telescopio en su breve refajo, la anciana se marchó. En ese preciso instante, madame de Cintré entró por la puerta opuesta. Advirtió el movimiento del otro cortinón y le preguntó a Newman quién le había estado distrayendo.
-¡La mujer inglesa! -dijo Newman-. Una anciana vestida de negro con una cofia, que hace reverencias de arriba abajo y que se expresa muy bien.
-¿Una anciana que hace reverencias y se expresa...? Ah, se refiere a la pobre señora Bread. Resulta que sé que usted la ha conquistado.
-Debería llamarse señora Cake* -dijo Newman-. Es muy dulce. Es una anciana deliciosa.
Madame de Cintré le miró un momento.
-¿Qué puede haberle dicho? Es una criatura excelente, pero nos parece bastante taciturna.
-Supongo -respondió Newman al momento- que me gusta porque ha vivido cerca de usted durante mucho tiempo. Desde que nació, me ha dicho.
-Sí -dijo simplemente madame de Cintré-; es muy fiel; puedo confiar en ella.
Newman jamás le había hecho a esta dama ninguna reflexión sobre su madre y su hermano Urbain; no había dado pistas de la impresión que le causaban. Pero, como si madame de Cintré hubiese adivinado sus pensamientos, parecía tener cuidado con evitar toda oportunidad que pudiese llevar a Newman a hablar de ellos. Jamás aludía a los decretos domésticos de su madre; jamás citaba las opiniones del marqués. Habían hablado, sin embargo, de Valentin, y no había hecho ningún secreto de su enorme afecto a su hermano menor. A veces Newman escuchaba con ciertos celos inofensivos; le habría gustado desviar a su favor algunas de sus tiernas alusiones. En cierta ocasión, madame de Cintré le habló, con un pequeño aire de triunfo, de algo que había hecho Valentin y que consideraba que le honraba mucho. Se trataba de un favor que le había hecho a un viejo amigo de la familia; algo más «serio» de lo que habitualmente se suponía que era capaz de ser Valentin. Newman dijo que se alegraba de oírlo, y después empezó a hablar de un asunto que llevaba en el corazón. Madame de Cintré escuchó, pero al cabo de un rato dijo:
-No me gusta cómo habla de mi hermano Valentin.
A esto Newman, sorprendido, dijo que nunca había hablado de él sino con afecto.
-Demasiado afectuosamente -dijo madame de Cintré-. Es un afecto que no cuesta nada; es el afecto que se le demuestra a un chiquillo. Es como si no le respetase.
-¿Respetarle? Vaya, creo que lo hago.
-¿Lo cree? Si no está seguro, no es respeto.
-¿Usted le respeta? -dijo Newman-. Si es así, yo también.
-Si alguien quiere a una persona, es una pregunta que no tiene la obligación de responder -dijo madame de Cintré.
-Entonces no debería usted haberme preguntado. Le tengo un gran aprecio a su hermano.
-Le divierte. Pero usted no querría parecerse a él.
-No quisiera parecerme a nadie. Ya es lo bastante difícil parecerse a uno mismo.
-¿Qué quiere decir -preguntó madame de Cintré- con eso de parecerse a uno mismo?
-Vaya, hacer lo que se espera de uno. Cumplir con el deber de uno.
-Pero eso sólo ocurre cuando se es muy bueno.
-Bueno, hay muchísimas personas que son buenas –dijo Newman-. Para mí, Valentin es suficientemente bueno.
Madame de Cintré guardó silencio durante un breve rato.
-No es lo suficientemente bueno para mí -dijo al fin-. Desearía que hiciese algo.
-¿Qué puede hacer?
-Nada. Y sin embargo es muy listo.
-Ser feliz sin hacer nada -dijo Newman- es una prueba de inteligencia.
-No creo que Valentin sea realmente feliz. Es listo, generoso, valiente... pero ¿qué le ha reportado todo esto? A mi modo de ver, hay algo triste en su vida, y a veces tengo una especie de presentimiento con él. No sé por qué, pero me imagino que va a tener algún problema serio... quizá un final desgraciado.
Ah, déjemelo a mí -dijo Newman jovialmente-. Velaré por él y apartaré los males.
Una tarde, en el salón de madame de Bellegarde, la conversación había decaído de manera muy notoria. El marqués se paseaba de arriba abajo en silencio, como un centinela a la puerta de una ciudadela de las reglas del decoro, uniformemente amurallada; su madre estaba sentada con la vista perdida en el fuego; la joven madame de Bellegarde trabajaba en una enorme cenefa de tapiz. Habitualmente había tres o cuatro visitas, pero en esta ocasión una intensa tormenta bastaba para explicar la ausencia de hasta los más devotos habitués. En los largos silencios, el ulular del viento y el batir de la lluvia se podían oír con claridad. Newman estaba sentado en completa quietud, mirando el reloj y decidido a quedarse hasta la campanada de las once, pero ni un momento más. Madame de Cintré se había puesto de espaldas al grupo y llevaba ya un rato de pie bajo la cortina alzada de una ventana, apoyando la frente en el cristal y con la mirada perdida en la diluviante oscuridad. De pronto, se volvió hacia su cuñada.
-Por el amor de Dios -dijo con un curioso ardor-, siéntate al piano y toca algo.
Madame de Bellegarde sostuvo su tapiz en alto y señaló una pequeña flor blanca.
-No me pidas que deje esto. Estoy en medio de una obra maestra. Mi flor va a tener un aroma de lo más dulce; estoy metiendo el olor con esta seda dorada. Estoy conteniendo el aliento; no puedo abandonarlo. Toca tú algo.
-Es absurdo que toque yo cuando estás tú presente -dijo madame de Cintré.
Pero acto seguido se acercó al piano y empezó a pulsar las teclas con ímpetu. Estuvo tocando un rato, de manera rápida y brillante; cuando paró, Newman se acercó al piano y le pidió que empezase de nuevo. Madame de Cintré sacudió la cabeza y, ante la insistencia de Newman, dijo:
-No he estado tocando para usted; he tocado para mí.
Regresó a la ventana y miró hacia afuera, y poco después salió de la habitación. Cuando Newman se despidió, Urbain de Bellegarde le acompañó, como hacía siempre, justo hasta el tercer peldaño de la escalera. Abajo estaba un criado con su paletó. Se lo acababa de poner cuando vio que madame de Cintré se encaminaba hacia él por el vestíbulo.
-¿Estará usted en casa el viernes? -preguntó Newman.
Ella le miró un instante antes de responder.
-Mi madre y mi hermano no son de su agrado -dijo.
Newman titubeó un momento, y luego dijo suavemente:
-No.
Madame de Cintré apoyó la mano en la balaustrada y se preparó para subir las escaleras, clavando los ojos sobre el primer peldaño.
-Sí, estaré en casa el viernes -dijo, y pasándole subió la ancha y oscura escalera.
El viernes, nada más llegar, madame de Cintré le pidió que por favor le dijese por qué le desagradaba su familia.
-¿Desagradarme su familia? -exclamó Newman-. Eso suena horrible. No dije eso, ¿no? Si lo hice, no era mi intención.
-Desearía que me dijese qué piensa de ellos -dijo madame de Cintré.
-No pienso nada de ninguno, salvo de usted.
-Eso es porque le desagradan. Diga la verdad; no puede usted ofenderme.
-Bueno, no se puede decir precisamente que quiera a su hermano -dijo Newman-. Ahora me acuerdo, pero ¿de qué sirve que se lo diga? Lo había olvidado.
-Es usted demasiado bondadoso -dijo gravemente madame de Cintré. Entonces, como si quisiera evitar que pareciese que le invitaba a hablar mal del marqués, se dio la vuelta y le hizo una seña para que se sentase.
Pero Newman siguió de pie frente a ella, y dijo al poco rato:
-Lo que tiene mucha más importancia es que yo no les gusto a ellos.
-No... no les gusta -dijo ella.
-¿Y no piensa que se equivocan? -preguntó Newman-. No creo que sea yo un hombre que desagrade.
-Supongo que un hombre que puede agradar también puede desagradar. Y mi hermano... mi madre... -añadió-, ¿no le han hecho enfadarse?
-Sí, a veces.
-Nunca ha dado muestras de ello.
-Tanto mejor.
-Sí, tanto mejor. Ellos piensan que le han tratado muy bien.
-No me cabe la menor duda de que podrían haberme dado mucho peor trato -dijo Newman-. Les estoy muy agradecido. Sinceramente.
-Es usted generoso -dijo madame de Cintré-. Es una situación ingrata.
-Para ellos, querrá decir. Para mí, no.
-Para mí -dijo madame de Cintré.
-¡No cuando se les perdona sus pecados! -dijo Newman-. No piensan que yo valga tanto como ellos. Yo sí. Pero no nos vamos a pelear por eso.
-Ni siquiera puedo darle la razón sin decir algo que suene desagradable. La presunción obraba en contra de usted. Es probable que esto no lo entienda.
Newman se sentó y la estuvo mirando un rato.
-No creo que realmente llegue a entenderlo. Pero si usted lo dice, su razón tendrá.
-Es una mala razón -dijo madame de Cintré, sonriendo.
-En absoluto, es muy buena. Usted tiene un temperamento superior, un criterio elevado. Pero en usted todo esto es natural y carece de afectación; no tiene aspecto de haber metido la cabeza en un torno, como si estuviese posando para la fotograba de la etiqueta social. Me considera un tipo cuya sola idea en esta vida ha sido ganar dinero y cerrar buenos tratos. A un hombre deberían importarle otras cosas, aunque no sé exactamente cuáles. Me ha importado ganar dinero, pero nunca me ha importado especialmente el dinero. No había otra cosa que hacer, y era imposible quedarse desocupado. He sido muy indulgente con otras personas y conmigo mismo. He hecho casi todo lo que me ha pedido la gente; no me refiero a los granujas. En lo que respecta a su madre y a su hermano -añadió Newman-, hay un solo punto en el que creo que podría pelearme con ellos. No les pido que le canten a usted mis virtudes, pero les pido que la dejen en paz. Si pensase que le hablan mal de mí, me echaría sobre ellos.
-Me han dejado en paz, como dice usted. No han hablado mal de usted.
-En tal caso -exclamó Newman-, ¡proclamo que son demasiado buenos para ser de este mundo!
Al parecer, hubo algo en su exclamación que a madame de Cintré le resultó alarmante. Quizá habría respondido, pero en ese preciso instante la puerta se abrió de par en par y Urbain de Bellegarde cruzó el umbral. Pareció sorprenderse de ver a Newman, pero su sorpresa apenas fue una sombra pasajera que cruzó la superficie de una inusitada jovialidad. Newman jamás había visto al marqués tan exultante; su pálido semblante sin brillo había sufrido una especie de débil transfiguración. Sostuvo la puerta para que entrase otra persona, y a continuación entró la vieja madame de Bellegarde apoyada en el brazo de un caballero a quien Newman no había visto antes. Ya se había puesto en pie, y madame de Cintré se levantó, como, hacía siempre ante su madre. El marqués, que había saludado a Newman casi con cordialidad, se apartó, frotándose lentamente las manos. Su madre avanzó con su acompañante. Saludó a Newman con un pequeño gesto majestuoso y después soltó al extraño caballero con el fin de que le pudiese hacer una reverencia a su hija.
-Hija mía -dijo-, te he traído a un pariente desconocido, lord Deepmere. Lord Deepmere es primo nuestro, pero hasta hoy no ha hecho lo que tendría que haber hecho hace tiempo: venir a conocernos.
Madame de Cintré sonrió y le tendió la mano a lord Deepmere.
-Es realmente extraordinario -dijo el noble holgazán-, pero ésta es la primera vez que paso en París más de tres o cuatro semanas.
-¿Y cuánto tiempo lleva aquí ya? -preguntó madame de Cintré.
-Oh, los dos últimos meses -dijo lord Deepmere.
Estos dos comentarios podrían haber constituido una impertinencia, pero un vistazo al rostro de lord Deepmere habría convencido a cualquiera, como al parecer convenció a madame de Cintré, de que tan sólo constituían una naïveté. Una vez sentados sus acompañantes, Newman, que estaba al margen de la conversación, se dedicó a observar al recién llegado. La observación, sin embargo, en lo relativo a la persona de lord Deepmere no daba mucho de sí. Era un hombre pequeño y flaco, de unos treinta y tres años de edad, con la cabeza calva, una nariz pequeña y sin dientes delanteros en la mandíbula superior; tenía unos redondos y cándidos ojos azules, y varios granos en la barbilla. Era, a todas luces, muy tímido, y se reía muchísimo, conteniendo la respiración con un sonido extraño y llamativo, como si fuera ésta la mejor imitación de la compostura. Su fisonomía denotaba una gran simplicidad, cierta dosis de tosquedad y un probable fracaso en el pasado a la hora de beneficiarse de insignes ventajas educativas. Comentó que París era tremendamente animado, pero que en lo que a diversión auténtica, perfecta se refería no tenía punto de comparación con Dublín. Incluso prefería Dublín a Londres. ¿Había ido madame de Cintré a Dublín? Todos tenían que ir algún día, y él les enseñaría lo que era la diversión irlandesa. Iba siempre a Irlanda a pescar, y venía a París para las cosas nuevas de Offenbach. Aunque siempre las ponían en escena en Dublín, no era capaz de esperar. Había ido diez veces a escuchar La Pomme de Paris. Madame de Cintré, recostada y con los brazos cruzados, miraba a lord Deepmere con un semblante más visiblemente descon-certado que el que solía mostrar en público. Madame de Bellegarde, por otro lado, tenía una sonrisa fija. El marqués dijo que entre las óperas ligeras su favorita era Gazza Ladra. La marquesa inició entonces una serie de preguntas respecto al duque y al cardenal, la vieja condesa y lady Barbara, y Newman, después de escucharla tanto a ella como las respuestas un tanto irreverentes de lord Deepmere, se levantó para despedirse. El marqués bajó tres peldaños con él, rumbo al recibidor.
-¿Es irlandés? -preguntó Newman, haciendo un ademán en dirección al visitante.
-Su madre era la hija de lord Finucane -dijo el marqués-; lord Deepmere posee un gran patrimonio en Irlanda. A lady Bridget, ante la absoluta ausencia de herederos masculinos, tanto directos como colaterales (circunstancia harto extraordinaria), le correspondió todo. Pero el título de lord Deepmere es inglés, y su patrimonio inglés es inmenso. Es un joven encantador.
Newman no respondió, pero retuvo al marqués cuando éste dio inicio a su donosa retirada.
-Es buen momento para agradecerle -dijo- que se haya ceñido tan meticulosamente a nuestro trato, que haya hecho tanto por ayudarme con su hermana.
El marqués se le quedó mirando fijamente.
-De veras, no he hecho nada de lo que pueda jactarme.
-Venga, no sea modesto -respondió Newman, riéndose-. No puedo hacerme la ilusión de que lo estoy haciendo tan bien simplemente por méritos propios. ¡Y dele también las gracias de mi parte a su madre!
Y con esto se alejó de monsieur de Bellegarde, que se quedó siguiéndole con la mirada.
CAPÍTULO XIV
La siguiente vez que Newman fue a la Rue de l'Université tuvo la buena fortuna de encontrar sola a madame de Cintré. Había venido con una intención inequívoca, y no tardó en llevarla a cabo. Ella, además, tenía una mirada que Newman interpretó con avidez como de expectación.
-Ya llevo seis meses viniendo a verla -dijo-, y no le he vuelto a hablar ni una sola vez de matrimonio. Eso es lo que me pidió; la obedecí. ¿Podría haberlo hecho mejor ningún otro hombre?
-Se ha portado usted con gran delicadeza -dijo madame de Cintré.
-Bueno, pues ahora voy a cambiar -dijo Newman-. No quiero decir que no vaya a ser delicado, pero voy a volver a donde empecé. Estoy allí de nuevo. He recorrido el círculo completo. O, más bien, nunca he salido de ahí. Nunca he dejado de querer lo que quería entonces. Sólo que ahora estoy más seguro de ello, si cabe; estoy más seguro de mí mismo, y más seguro de usted. La conozco mejor, aunque nada sé ahora que no creyese hace tres meses. Usted es todo (va más allá de todo) lo que yo pueda imaginar o desear. Ahora me conoce; debe conocerme.
No diré que ha visto lo mejor... pero ha visto lo peor. Espero que durante todo este tiempo haya estado pensando. Se ha tenido que dar cuenta de que sólo estaba esperando; no suponga que estaba cambiando de idea. ¿Qué me va a decir ahora? Diga que todo es claro y razonable, y que he sido muy paciente y considerado y que me merezco mi recompensa. Y después, concédame su mano. Madame de Cintré, hágalo. Hágalo.
-Sabía que sólo estaba esperando -dijo ella-; y estaba segura de que llegaría este día. He pensado mucho en ello. Al principio tenía algo de miedo. Pero ahora no.
Se detuvo un momento y añadió:
-Es un alivio.
Estaba sentada en una silla baja, y a su lado, en una otomana, estaba Newman. Se inclinó un poco y le cogió la mano, que madame de Cintré le permitió retener por un instante.
-Eso significa que no he esperado en vano -dijo Newman. Ella le miró un momento, y Newman vio que sus ojos se llenaban de lágrimas-. Conmigo -continuó- estará usted tan segura... tan segura... -e incluso en su ardor titubeó un instante en busca de una comparación- tan segura -dijo con una especie de sencilla solemnidad- como en los brazos de su padre.
Ella siguió mirándole y sus lágrimas se hicieron más abundantes. Entonces, bruscamente, hundió el rostro en el brazo acojinado del sofá que había junto a su silla y prorrumpió en sollozos silenciosos.
-Soy débil... soy débil -le oyó decir Newman.
-Razón de más para que se entregue usted a mí -respondió él-. ¿Qué es lo que la aflige? Nada de lo que hay aquí debería afligirla. No le ofrezco más que felicidad. ¿Tan difícil resulta creerlo?
A usted todo le parece sencillo -dijo ella alzando la cabeza-. Pero las cosas no son así. Usted me agrada enormemente. Me gustaba usted hace seis meses, y ahora estoy segura de ello, de la misma manera que usted dice estar seguro. Pero no es fácil, simplemente por eso, decidir casarme con usted. Hay muchísimas cosas en las que pensar.
-Sólo tendría que haber una cosa en la que pensar: que nos amamos -dijo Newman. Y como ella guardaba silencio, añadió rápidamente-: Muy bien; si no puede aceptar eso, no me lo diga.
-Me encantaría no pensar en nada -dijo al fin-; no pensar en absoluto; tan sólo cerrar los ojos y entregarme. Pero no puedo. Soy fría, soy vieja, soy cobarde; jamás imaginé que volvería a casarme, y me resulta muy extraño que le haya estado escuchando. Cuando, de niña, me ponía a pensar en lo que haría si me casaba libremente, por elección propia, pensaba en un hombre muy distinto de usted.
-Eso no dice nada en mi contra -dijo Newman con una sonrisa inmensa-; su gusto aún no se había formado.
Su sonrisa provocó la de madame de Cintré.
-¿El suyo está formado? -preguntó. Y después dijo, en un tono diferente-: ¿Dónde desea vivir?
-En cualquier parte del ancho mundo que usted desee. Eso lo podemos arreglar fácilmente.
-No sé por qué se lo pregunto -continuó ella al punto-. Poco me importa. Creo que si me casase con usted podría vivir casi en cualquier sitio. Se ha hecho unas cuantas ideas falsas de mí; piensa usted que necesito muchísimas cosas... que he de tener una rutilante vida mundana. Estoy segura de que está usted dispuesto a tomarse muchas molestias para darme cosas así. Pero eso es muy arbitrario; no le he dado ninguna prueba al respecto -volvió a hacer una pausa, mirándole, y su mezcla de sonido y silencio le resultó tan dulce a Newman que no tuvo el menor deseo de apremiarla, de la misma manera que no habría deseado apremiar un amanecer dorado-. Que sea usted tan diferente, cosa que al principio parecía una dificultad, un problema, empezó un día a parecerme un placer, un gran placer. Me alegraba que fuera usted diferente. Y, sin embargo, si lo hubiese dicho nadie me habría comprendido; no me refiero sólo a mi familia.
-Habrían dicho que soy un monstruo estrafalario, ¿no? -dijo Newman.
-Habrían dicho que jamás podría ser feliz con usted... que era usted demasiado diferente; y yo habría respondido que era justo por ser usted tan diferente por lo que yo podría ser feliz. Pero habrían dado mejores razones que las mías. Mi única razón... -y volvió a hacer una pausa.
Pero esta vez, en pleno amanecer dorado, Newman sintió el impulso de agarrar una nube rosa.
-¡Su única razón es que me ama! -murmuró con un ademán elocuente, y a falta de una razón mejor madame de Cintré se conformó con ésta.
Newman regresó al día siguiente, y en el vestíbulo, justo cuando entraba en la casa, se encontró con su amiga la señora Bread. Iba deambulando de un lado a otro con una actitud de honorable inactividad, y cuando los ojos de Newman se posaron sobre ella le dedicó una de sus reverencias. Acto seguido, dirigiéndose al criado que había recibido al visitante, dijo con la majestuosa mezcla de su superioridad vernácula y un tosco acento inglés: «Puede retirarse; tendré el honor de acompañar a monsieur». Sin embargo, a pesar de la mezcla Newman registró en su voz un ligero temblor, como si el tono de mandato no le fuese habitual. El hombre le lanzó una mirada impertinente pero se retiró con lentos andares, y la señora Bread guió a Newman al piso de arriba. A medio camino, la escalera tenía un recodo que formaba una pequeña plataforma. En el ángulo de la madera había una mediocre estatua de una ninfa del siglo XVIII, con una sonrisa boba, amarillenta y cuarteada. Aquí, la señora Bread hizo un alto y miró con tímida afabilidad a su acompa-ñante.
-Conozco la buena nueva, señor -murmuró.
-Tiene usted todo el derecho del mundo a ser la primera en saberlo -dijo Newman-. ¡Se ha tomado usted un interés tan cordial!
Como si esto pudiese ser una burla, la señora Bread se apartó y empezó a quitarle el polvo a la estatua.
-Supongo que me quiere dar la enhorabuena -dijo Newman-. Le estoy muy agradecido -y luego añadió-: El otro día me dio usted una gran satisfacción.
Ella se dio la vuelta; al parecer, esto le restituía la confianza.
-No piense que me lo han dicho; lo he adivinado. Pero al mirarle, cuando entraba usted, estaba segura de haber acertado.
-Es usted muy perspicaz -dijo Newman-. Estoy seguro de que, a su manera discreta, lo ve todo.
-No soy una necia, señor, gracias a Dios. Hay otra cosa que he adivinado -dijo la señora Bread.
-¿De qué se trata?
-No debo contárselo, señor; me parece que no se lo creería. En todo caso, no le agradaría.
-Ah, cuénteme sólo lo que me vaya a complacer -se rió Newman-. Así empezó usted.
-Bueno, señor, supongo que no le molestará oír que, cuanto antes acabe todo, mejor.
-¿Cuanto antes nos casemos, quiere decir? Para mí, mejor, sin duda.
-Mejor para todos.
-Mejor para usted, quizá. Ya sabe que se viene a vivir con nosotros -dijo Newman.
-Le estoy inmensamente agradecida, señor, pero no era en mí en quien estaba pensando. Sólo quería, si me permite la libertad, recomendarle que no pierda nada de tiempo.
-¿A quién teme?
La señora Bread miró escalera arriba y escalera abajo y después a la ninfa polvorienta, como si pudiese tener oídos sensibles.
-Temo a todo el mundo -dijo.
-¡Vaya disposición más incomoda! -dijo Newman-. ¿Acaso «todo el mundo» quiere impedir mi matrimonio?
-Me temo que ya he dicho demasiado -replicó la señora Bread-. No lo voy a retirar, pero no diré más.
Y, emprendiendo el ascenso, le llevó hasta el salón de madame de Cintré.
Newman se permitió una breve imprecación silenciosa cuando descubrió que madame de Cintré no estaba sola. Sentada con ella se hallaba su madre, y en medio de la habitación, con capa y sombrero, la joven madame de Bellegarde. La vieja marquesa, recostada en su sillón, cada mano firmemente agarrada a los remates de los brazos, le miró fijamente sin moverse. Apenas pareció advertir el saludo de Newman; parecía sumida en profundas cavilaciones. Newman se dijo para sus adentros que su hija había estado anunciando el compromiso, y que a la vieja dama se le había hecho difícil de tragar. Pero al darle la mano, madame de Cintré le dirigió también una mirada con la que al parecer quería decirle que había algo que tenía que entender. ¿Era una advertencia, o un ruego? ¿Le encarecía a hablar, o a guardar silencio? Estaba sorprendido, y la linda sonrisita de la joven madame de Bellegarde no le dio ninguna información.
-No se lo he dicho a mi madre -dijo súbitamente madame de Cintré, mirándole.
-¿Decirme qué? -quiso saber la marquesa-. Me cuentas demasiado poco; tendrías que contármelo todo.
-Eso es lo que hago yo -dijo la joven madame de Bellegarde, soltando unas risitas.
-Permítame que yo se lo diga a su madre -dijo Newman.
La anciana dama le volvió a clavar la mirada, y después se dirigió a su hija.
-¿Vas a casarte con él? -exclamó con suavidad.
-Oui, ma mère -dijo madame de Cintré.
-Su hija, para mi gran felicidad, ha accedido -dijo Newman.
-¿Y cuándo se ha concertado esto? -preguntó madame de Bellegarde-. ¡Parece que me entero de las novedades por casualidad!
-Mi incertidumbre llegó a su término ayer -dijo Newman.
-¿Y cuánto se supone que debía durar la mía? -le preguntó la marquesa a su hija. Hablaba sin irritación, con una especie de displacer frío y majestuoso.
Madame de Cintré permaneció en silencio, con la vista baja.
-Ya ha terminado -dijo.
-¿Dónde está mi hijo... dónde está Urbain? -preguntó la marquesa-. Haz que venga tu hermano e infórmale.
La joven madame de Bellegarde puso la mano sobre el cordón de la campanilla.
-Tenía que reunir conmigo a hacer unas visitas, y se supone que yo debía ir a su estudio y llamar muy, muy suavemente a la puerta. ¡Pero también puede venir él a mí!
Tiró de la campanilla, y en breves momentos apareció la señora Bread con una serena interrogación en el semblante.
-Manda llamar a tu hermano -dijo la vieja dama madame Cintré.
Pero Newman sentía un impulso irresistible a hablar, y a hablar de una manera concreta.
-Dígale al marqués que le necesitamos -le dijo Newman a la señora Bread, que se retiró sin hacer ruido.
La joven madame de Bellegarde se acercó a su cuñada y la abrazó. Después dio un giro hacia Newman con una intensa sonrisa.
-Es encantadora. Le felicito.
-Le felicito, señor -dijo madame de Bellegarde con gran solemnidad-. Mi hija es una mujer extraordinariamente buena. Quizá tenga defectos, pero yo no los conozco.
-Mi madre no suele hacer chistes -dijo madame de Cintré-, pero cuando los hace son terribles.
-Es una mujer deslumbrante -continuó la marquesa de Urbain, mirando a su cuñada con la cabeza ladeada-. Sí, le felicito.
Madame de Cintré se apartó, y, cogiendo una pieza de tapiz, empezó a afanarse con la aguja. Transcurrieron unos minutos de silencio que fueron interrumpidos por la llegada de monsieur de Bellegarde. Entró sombrero en mano, con los guantes puestos y seguido de su hermano Valentin, que parecía recién llegado a la casa. Monsieur de Bellegarde recorrió el grupo con la mirada y saludó a Newman con su habitual cortesía comedida. Valentin saludó a su madre y a sus hermanas*, y, mientras estrechaba la mano de Newman, le hizo una profunda interrogación con la mirada.
-Arrivez donc, messieurs! -exclamó la joven madame de Bellegarde-. Tenemos grandes noticias que darles.
-Habla con tu hermano, hija mía -dijo la vieja dama.
Madame de Cintré se había quedado mirando su tapiz. Elevó los ojos hacia su hermano.
-He aceptado al señor Newman.
-Su hermana ha consentido -dijo Newman-. Ya ve, después de todo, sabía lo que me traía entre manos.
-¡Estoy encantado! -dijo monsieur de Bellegarde, con suprema benignidad.
-También yo lo estoy -le dijo Valentin a Newman-. El marqués y yo estamos encantados. Aunque, en lo que a mí respecta, no me puedo casar, soy capaz de entenderlo. No sé hacer el pino, pero sé aplaudir a un acróbata hábil. Querida hermana, bendigo vuestra unión.
El marqués se quedó un rato mirando la copa de su sombrero.
-Nos hemos preparado para ello -dijo al fin-, pero es inevitable que en presencia del acontecimiento uno sienta cierta emoción -y puso una sonrisa de lo más sombrío.
-No siento ninguna emoción para la cual no estuviese perfectamente preparada -dijo su madre.
-No puedo decir lo mismo de mí -dijo Newman a la vez que sonreía, si bien de manera distinta a la del marqués-. Estoy más feliz de lo que esperaba. ¡Supongo que es porque los veo felices a ustedes!
-No exagere -dijo madame de Bellegarde, levantándose y apoyando la mano sobre el brazo de su hija-. No puede usted esperar que una honrada anciana le agradezca que se lleve a su hermosa hija única.
-Se olvida usted de mí, querida madame -dijo la joven marquesa con gazmoñería.
-Sí, es muy hermosa -dijo Newman.
-Y, díganme, ¿cuándo es la boda? -preguntó la joven madame de Bellegarde-; necesito un mes para pensarme bien el vestido.
-Eso habrá que discutirlo -dijo el marqués.
-¡Ah, lo discutiremos y se lo haremos saber! -exclamó Newman.
-No me cabe duda de que estaremos de acuerdo -dijo Urbain.
-Si no está de acuerdo con madame de Cintré, será usted muy poco razonable.
-Venga, Urbain, venga -dijo la joven madame de Bellegarde-. He de ir inmediatamente a mi sastre.
La vieja dama estaba de pie, apoyando la mano sobre el brazo de su hija y mirándola fijamente. Emitió un pequeño suspiro y murmuró:
-¡No, no me lo esperaba! Es usted un hombre afortunado -añadió, dirigiéndose a Newman con un ademán expresivo.
-¡Ah, lo sé! -respondió-. Me siento tremendamente orgulloso. Me entran ganas de ir pregonándolo a los cuatro vientos... de parar a la gente en la calle para decírselo.
Madame de Bellegarde frunció los labios.
-Por favor, no haga eso -dijo.
-Cuanta más gente lo sepa, mejor -declaró Newman-. Aquí todavía no lo he anunciado, pero esta mañana envié un telegrama a América.
-¿Un telegrama a América? -murmuró la vieja dama.
-A Nueva York, Saint Louis y San Francisco; son las principales ciudades, ¿sabe? Mañana se lo diré a mis amigos de aquí.
-¿Tiene usted muchos? -preguntó madame de Bellegarde, con un tono cuya impertinencia, me temo, Newman sólo supo medir en parte.
-Los suficientes para procurarme un montón de apretones de mano y enhorabuenas. Por no hablar -añadió a continuación- de los que recibiré de los amigos de ustedes.
-Ellos no usarán el telégrafo -dijo la marquesa, disponiéndose a marcharse.
Monsieur de Bellegarde -cuya esposa batía sus alas de seda emulando a su propia imaginación, que se había echado a volar rumbo a casa del sastre- estrechó la mano a Newman, y le dijo con un énfasis más persuasivo que el que hasta entonces le había oído:
-Puede contar conmigo.
A continuación, su esposa se lo llevó.
La mirada de Valentin iba de su hermana a nuestro héroe.
-Espero que ambos lo hayáis pensado seriamente -dijo.
Madame de Cintré sonrió.
-No tenemos ni tu capacidad de reflexión ni tus simas de seriedad, pero hemos hecho lo que hemos podido.
-Bueno, yo os tengo en gran estima a los dos -prosiguió Valentin-. Sois unos jóvenes encantadores. Pero en general no estoy seguro de que pertenezcáis a esa clase pequeña y superior, a ese grupo exquisito, integrada por personas que merecen seguir solteras. Son espíritus poco comunes; son la sal de la tierra. Pero no quiero ser injusto; a menudo, la gente que se casa es muy agradable.
-Valentin sostiene que las mujeres deberían casarse, y los hombres no -dijo madame de Cintré-. No sé cómo se las arregla.
-Me las arreglo adorándote, querida hermana -dijo ardientemente Valentin-. Adiós.
-Adore a alguien con quien pueda casarse -dijo Newman-. Algún día me ocuparé de disponer el asunto para usted. Preveo que me voy a convertir en un apóstol.
Valentin estaba en el umbral; miró hacia atrás un instante, con un semblante repentinamente serio.
-¡Adoro a una persona con la que no me puedo casar! -dijo, y después dejó caer el portière y se marchó.
-No les gusta -dijo Newman cuando se quedó a solas con madame de Cintré.
-No -dijo ella un momento después-; no les gusta.
-Y bien, ¿a usted le importa? -preguntó Newman.
-¡Sí! -dijo ella tras otro intervalo.
-Es un error.
-No puedo evitarlo. Preferiría que mi madre estuviese contenta.
-¿Por qué diablos -preguntó Newman- no está contenta? Le dio permiso para casarse conmigo.
-Es cierto; no lo entiendo. Y sin embargo, «me importa», como dice usted. Dirá usted que es algo supersticioso.
-Eso dependerá de hasta qué punto deje que esto la preocupe. Y en ese caso diré que es una lata tremenda.
-No diré nada -respondió madame de Cintré-. No le molestará.
Pasaron a hablar del día de la boda, y madame de Cintré asintió sin reservas al deseo de Newman de fijarlo para una fecha temprana.
Los telegramas de Newman fueron contestados con creces. Tan sólo había despachado tres misivas eléctricas y a cambio recibió no menos de ocho comunicados de enhorabuena. Se los metió en la cartera, y a la siguiente ocasión en que se encontró con la vieja madame de Bellegarde los sacó y se los enseñó. Esto, hay que confesarlo, fue una jugada ligeramente maliciosa; el lector debe juzgar hasta qué punto fue una ofensa venial. Newman sabía que a la marquesa le desagradaban sus telegramas, aunque no veía ningún motivo suficiente para ello. Por otro lado, a madame de Cintré le gustaban; y, siendo la mayoría de corte humorístico, la hicieron reír con desmesura y se interesó por el carácter de sus autores. Newman, ahora que había ganado su premio, sentía un curioso deseo de poner de manifiesto su triunfo. Tenía más que sospechas de que los Bellegarde lo estaban guardando en silencio, y de que en su selecto círculo no le estaban concediendo sino un eco limitado; y le agradaba pensar que, si se tomaba la molestia, podría, como decía él, romper todas las ventanas. A ningún hombre le gusta que le rechacen, y aun así Newman, si bien no se sentía halagado, tampoco es que estuviese exactamente ofendido. No contaba con esta buena excusa para su impulso, un tanto violento, de promulgar su felicidad; su sentimiento era de otro tipo. Quería que, por una vez, los jefes de la casa de Bellegarde le sintiesen; no sabía cuándo habría de tener una nueva oportunidad. Durante los seis últimos meses había tenido la impresión de que las miradas de la vieja dama y su hijo pasaban directamente por encima de su cabeza, y ahora se había propuesto que estuviesen a la altura de una raya que él personalmente tendría la satisfacción de trazar.
-Es igual que ver cómo se va vaciando una botella cuando el vino se vierte demasiado despacio -le dijo a la señora Tristram-. Consiguen que me entren ganas de sacudirles los codos para forzarlos a derramar el vino.
A esto, la señora Tristram respondió que más le valdría dejarlos en paz y que hicieran las cosas a su modo.
-Ha de ser indulgente con ellos -dijo-. Es absolutamente natural que sigan un tiempo en el aire. Pensaron que le aceptaban cuando hizo usted su pedido, pero no son personas de imaginación, no podían proyectarse hacia el futuro, y ahora tendrán que empezar de nuevo. Pero sí son personas de honor, y harán todo lo que sea necesario.
Newman se sumió durante unos momentos en hondas cavilaciones.
-No soy duro con ellos -dijo al fin-; y, para demostrarlo, voy a invitarlos a todos a una fiesta.
-¿A una fiesta?
-Se ha estado usted riendo de mis grandes habitaciones doradas todo el invierno; le demostraré que sirven para algo. ¿Qué es lo más espléndido que se puede hacer aquí? Contrataré a todos los grandes cantantes de la ópera y a todas las primeras figuras del Théâtre Français, y ofreceré un espectáculo.
-¿Ya quién va a invitar?
-A usted la primera. Y luego a la anciana y a su hijo. Y después a todos aquellos amigos suyos que he conocido en su casa o en otros lugares, a todos los que me hayan profesado un mínimo de cortesía, hasta el último de los duques y a sus esposas. Y además a todos mis amigos, sin excepciones: la señorita Kitty Upjohn, la señorita Dora Finch, el general Packard, C. P. Hatch y todos los demás. Y todos habrán de saber de qué se trata; esto es, de celebrar mi compromiso con la condesa de Cintré. ¿Qué le parece la idea?
-¡Me parece detestable! -dijo la señora Tristram. Y acto seguido-: ¡Me parece deliciosa!
Precisamente la tarde siguiente, Newman acudió al salón de madame de Bellegarde, donde la encontró rodeada de sus hijos, y la invitó a que cierta tarde a dos semanas vista honrase su pobre morada con su presencia.
La marquesa le miró fijamente.
-Querido señor mío -exclamó-, ¿qué es lo que quiere hacer conmigo?
-Presentarle a unas cuantas personas, y después colocarla en una silla muy cómoda y pedirle que escuche el canto de madame Frezzolini.
-¿Piensa ofrecer un concierto?
-Algo por el estilo.
-¿E invitar a una muchedumbre?
-A todos mis amigos, y espero que a algunos amigos suyos y de su hija. Quiero celebrar mi compromiso.
A Newman le pareció que madame de Bellegarde se ponía pálida. Desplegó su abanico, un precioso y viejo abanico pintado del siglo pasado, y miró el dibujo, que representaba una fête champêtre una dama con una guitarra, cantando, y un grupo de bailarines en torno a un Hermes enguirnaldado.
-Salimos tan poco -murmuró el marqués- desde la muerte de mi pobre padre...
-Pero mi querido padre sigue vivo, amigo mío -dijo su esposa-. Sólo estoy esperando a que se me invite, para aceptar -y miró con cordial atrevimiento a Newman-. Será magnífica, estoy completamente segura.
Siento decir que, para deshonra de la galantería de Newman, la invitación no le fue concedida a esta dama en el acto; estaba dedicándole toda su atención a la marquesa. Ésta, al fin, alzó la vista y sonrió.
-No puedo permitir que me ofrezca usted una fête -dijo- hasta que yo le haya ofrecido una. Queremos presentarle a nuestros amigos; los invitaremos a todos. Lo deseamos vivamente. Debemos hacer las cosas en orden. Venga a verme en torno al día 25; le haré saber de inmediato la fecha exacta. No tendremos a nadie de tanta calidad como madame Frezzolini, pero vendrán personas muy distinguidas. Después podrá usted hablar de su fête -la vieja dama hablaba con cierto entusiasmo apresurado, sonriendo de una manera cada vez más simpática.
A Newman se le antojó una propuesta atractiva, y las propuestas así siempre tocaban el venero de su buen carácter. Le dijo a madame de Bellegarde que tendría mucho gusto en venir el día 25 o cualquier otro día, y que importaba bien poco si conocía a sus amigos en casa de ella o en la suya propia. He dicho que Newman era observador, pero hay que admitir que en esta ocasión no llegó a reparar en una sutil mirada que se cruzó entre madame de Bellegarde y el marqués, y que podemos suponer que era un comentario sobre la inocencia de la que hacía gala esta última cláusula de su discurso.
Esa tarde, Valentin de Bellegarde acompañó dando un paseo a Newman, y una vez se hallaron a cierta distancia de la Rue de l'Université dijo con tono reflexivo:
-Mi madre es muy fuerte... muy fuerte -entonces, a modo de respuesta a un ademán interrogador de Newman, continuó-: Estaba entre la espada y la pared, pero nadie lo habría dicho. Su fête del 25 ha sido un invento improvisado. No tenía el menor propósito de dar una fête, pero, al ver que era la única manera de escapar a su propuesta, ha mirado la píldora de frente (disculpe la expresión) y la ha engullido, como ha podido ver usted, sin pestañear. Es muy fuerte.
-¡Dios mío! -exclamó Newman, dividido entre el deleite y la compasión-. Su fête me importa un rábano; estoy dispuesto a pensar que basta con la intención.
-No, no dijo Valentin, con un leve toque inconsecuente de orgullo familiar-. Ahora la cosa se va a celebrar, y además magníficamente.
CAPÍTULO XV
La noticia de Valentin de Bellegarde del alejamiento de mademoiselle Nioche del domicilio de su padre, y sus irreverentes reflexiones en torno a la actitud del ansioso progenitor ante tan grave catástrofe, tuvieron un comentario práctico en el hecho de que monsieur Nioche tardó en solicitar otra cita con su antiguo alumno. A Newman le había costado cierto disgusto verse forzado a asentir a la interpretación un tanto cínica que de la filosofía del anciano hacía Valentin, y, aunque las circunstancias parecían indicar que no se había abandonado a una noble desesperación, Newman creyó muy posible que estuviese sufriendo con más intensidad de la que dejaba ver. Monsieur Nioche había adquirido la costumbre de hacerle una pequeña visita de respeto cada dos o tres semanas, y su ausencia podía ser prueba tanto de una depresión extrema como de un deseo de ocultar el éxito con el que había enmendado su dolor. Newman se enteró poco después por Valentin de varios detalles relativos a esta nueva fase de la carrera de mademoiselle Noémie.
-Ya le dije que era sorprendente -proclamó este infatigable observador-, y su manera de ingeniárselas en esta hazaña así lo demuestra. Ha tenido otras oportunidades, pero estaba decidida a aprovechar la mejor. Durante un tiempo, le hizo el honor de pensar que quizá fuera usted esa oportunidad. No lo era, de modo que hizo acopio de paciencia y esperó un poco más. La oportunidad por fin le salió al paso, y jugó su baza con los ojos bien abiertos. Estoy completamente seguro de que no tenía ninguna inocencia que perder, pero sí toda su respetabilidad. Por mucho que usted la considerase una dudosa damisela, se había agarrado firmemente a eso; era imposible probar nada en su contra, y estaba resuelta a impedir que su reputación desapareciese antes de haber conseguido algo que le compensase. Respecto a la compensación tenía ideas elevadas. Al parecer, su ideal se ha cumplido. Tiene cincuenta años, es calvo y sordo, pero es muy desenvuelto con el dinero.
-Y ¿dónde demonios -preguntó Newman- ha recogido usted esta valiosa información?
-Charlando. Recuerde mis frívolas costumbres. En una conversación con una joven que se dedica al humilde oficio de limpiadora de guantes, y que tiene una pequeña tienda en la Rue Saint Roch. Monsieur Nioche vive en la misma casa, doce escalones más arriba y cruzando el patio, por cuyo portal mal barrido ha estado entrando y saliendo la señorita Noémie durante los últimos cinco años. La pequeña limpiadora de guantes era una vieja conocida mía; era antes la amiga de un amigo, que se ha casado y ha abandonado este tipo de amistades. La veía a menudo en su compañía. Tan pronto como la distinguí tras su pequeño y límpido escaparate, la recordé. Yo llevaba puesto un par de guantes inmaculadamente nuevos, pero entré y, poniendo las manos en alto, le dije: «Querida mademoiselle, ¿cuánto pide por limpiármelos?». «Querido conde -respondió inme-diatamente-, se los limpiaré gratis.» Me reconoció al instante, y tuve que escuchar su historia de los seis últimos años. Pero tras esto, la encarrilé por la de sus vecinos. Conoce y admira a Noémie, y me contó lo que le acabo de referir.
Pasó un mes sin que monsieur Nioche volviese a aparecer, y Newman, que cada mañana leía dos o tres suicidios en Le Figaro, empezó a sospechar que, ante la pertinacia de su humillación, había buscado en las aguas del Sena un bálsamo para su orgullo herido. En la billetera llevaba anotada la dirección de monsieur Nioche, y un día que pasaba por su quartier decidió aclarar, en la medida de lo posible, sus dudas. Se dirigió a la casa de la Rue Saint Roch cuyo número coincidía con el anotado, y en un bajo cercano observó, tras una hilera colgante de guantes primorosamente inflados, la atenta fisonomía de la informante de Bellegarde -una persona pálida vestida con una bata-, que avizoraba la calle como si esperase que aquel noble tan amable fuese a pasar de nuevo. Pero no fue a ella a quien recurrió Newman; se limitó a preguntarle a la portera si estaba monsieur Nioche en casa. La portera replicó, como invariablemente replican las porteras, que no hacía ni tres minutos que había salido su inquilino; pero después, al tomarle las medidas a la fortuna de Newman desde el agujerito cuadrado de la ventana de la portería, y viéndole, mediante un proceso no especificado, renovándoles los áridos lugares de la servidumbre a los ocupantes de los quintos pisos de los patios, añadió que monsieur Nioche probablemente habría tenido el tiempo justo de llegar al Café de la Patrie, al doblar la segunda esquina a la izquierda, local éste donde pasaba todas las tardes. Newman le agradeció la información, giró a la izquierda en la segunda esquina y llegó al Café de la Patrie. Titubeó un instante al ir a entrar; ¿acaso no era más bien mezquino «perseguir» al pobre viejo Nioche de ese modo? Pero le vino a la cabeza la imagen de un pequeño septuagenario macilento bebiendo de un vaso con agua y azúcar a lentos sorbitos, y dándose cuenta de su absoluta impotencia para endulzar su desolación. Newman abrió la puerta y entró, sin percibir al principio nada más que una densa nube de humo de tabaco. No obstante, a través de ésta, en un rincón, columbró al cabo la figura de monsieur Nioche, que estaba removiendo los contenidos de un vaso hondo y tenía sentada frente a él a una dama. La espalda de la dama estaba vuelta hacia Newman, pero monsieur Nioche percibió y reconoció en seguida a su visitante. Newman había avanzado hacia él, y el anciano se levantó despacio, mirándole fijamente con una expresión aún más agostada que de costumbre.
-Si está bebiendo ponche caliente -dijo Newman-, supongo que no estará muerto. Venga, venga, no se levante.
Monsieur Nioche le miró de hito en hito, con la mandíbula caída y sin atreverse a tenderle la mano. La dama, que se había sentado de cara a él, se dio la vuelta en su sitio y miró hacia arriba con un brioso cabeceo, revelando los agradables rasgos de la hija de monsieur Nioche. Ésta miró con atención a Newman para ver cómo él la miraba a ella, y acto seguido -no sé qué es lo que descubriría- dijo cortésmente:
-¿Qué tal está, monsieur? ¿No quiere venir a nuestro rinconcito?
-¿Ha venido... ha venido usted en mi busca? -preguntó muy quedamente monsieur Nioche.
-Fui a su casa para ver qué había sido de usted. Pensé que podría estar enfermo -dijo Newman.
-Es muy amable por su parte, como siempre -dijo el anciano-. No, no estoy bien. Sí, estoy enfermo.
-Dile a monsieur que se siente -dijo mademoiselle Nioche-. Garçon, acerca una silla.
-¿Nos hará el honor de sentarse? -dijo monsieur Nioche, con una actitud timorata y un acento cuyo timbre extranjero se había redoblado.
Newman se dijo a sí mismo que lo mejor sería presenciar el asunto hasta el final, y se sentó en una silla al otro extremo de la mesa, con mademoiselle Nioche a su izquierda y su padre al otro lado.
-Tomará usted algo, por supuesto dijo la señorita Noémie, que estaba dando sorbitos a una copa de madeira. Newman dijo que le parecía que no, y entonces ella se volvió hacia su padre con una sonrisa.
-Qué honor, ¿eh? Ha venido sólo por nosotros.
Monsieur Nioche apuró de un trago largo la bebida picante, y miró a través de unos ojos que en consecuencia se habían puesto más lacrimosos.
-Pero no ha venido usted por mí, ¿eh? -siguió mademoiselle Noémie-. ¿No esperaba encontrarme aquí?
Newman observó el cambio de su aspecto. Estaba muy elegante, y más bonita que antes; parecía uno o dos años mayor, y estaba claro que, al menos en lo que cabía ver, no había hecho sino ganar en lo que a respetabilidad se refiere. Tenía el aspecto «propio de una dama». Vestía de colores suaves, y lucía su traje caramente discreto con una gracia que bien podría haber sido el fruto de años de práctica. Su serenidad y su aplomb de ahora se le antojaron a Newman verdaderamente infernales, y se inclinó a coincidir con Valentin de Bellegarde en que la joven era muy sorprendente.
-No, a decir verdad, no he venido por usted -dijo-, y no esperaba encontrarla. Me habían dicho -añadió al momento- que había abandonado usted a su padre.
-Quelle horreur! -exclamó mademoiselle Nioche con una sonrisa-. ¿Acaso abandona alguien a su padre? He aquí la prueba de lo contrario.
-Sí, una prueba convincente -dijo Newman, echándole un vistazo a monsieur Nioche.
El anciano, con sus ojos apagados y suplicantes, sorprendió de refilón su mirada, y entonces, alzando su vaso vacío, fingió que volvía a beber.
-¿Quién le dijo eso? -quiso saber Noémie-. Lo sé perfectamente. Fue monsieur de Bellegarde. ¿Por qué no dice que sí? No es usted educado.
-Me siento violento -dijo Newman.
-Yo soy mejor ejemplo. Sé que monsieur de Bellegarde se lo dijo. Sabe mucho de mí... o eso cree él. Se ha tomado muchas molestias para enterarse, pero la mitad no es cierto. En primer lugar, no he dejado a mi padre; le quiero demasiado. ¿No es así, padrecito? Monsieur de Bellegarde es un joven encantador; sería imposible ser más ingenioso. También yo sé mucho sobre él; le puede decir eso la próxima vez que le vea.
-No -dijo Newman con una mueca firme-; no voy a darle ningún mensaje de su parte.
-Como usted guste -dijo mademoiselle Nioche-. No dependo de usted, ni tampoco lo hace monsieur de Bellegarde. Se interesa mucho por mí; puede apañárselas solo. Es todo un contraste con usted.
-Ah, es muy diferente a mí, no lo dudo -dijo Newman-. Pero no llego a saber en qué sentido lo dice usted.
-Lo digo en este sentido. Ante todo, jamás se ha ofrecido a servirme una dot y un marido y, sonriendo, mademoiselle Nioche hizo una pausa-. No digo que esto hable a favor de él, puesto que le hago a usted justicia. Por cierto, ¿qué fue lo que le llevó a hacerme una oferta tan extraña? No tenía ningún interés por mí.
-Sí, sí que lo tenía -dijo Newman.
-¿Y cómo es eso?
-Me habría dado un gran placer verla casada con un joven respetable.
-¡Con seis mil francos de renta! -exclamó mademoiselle Nioche-. ¿A eso le llama interesarse por mí? Me temo que sabe usted muy poco de las mujeres. No fue usted galant; no fue lo que pudo haber sido.
Newman enrojeció con cierta fiereza.
-¡Venga! -exclamó-. Eso es más bien fuerte. No tenía ni idea de que hubiese sido tan ruin.
Mademoiselle Nioche sonrió a la vez que recogía su manguito.
-En todo caso, es algo que le ha enfurecido.
Su padre había apoyado los dos codos sobre la mesa; se sostenía la cabeza, inclinada hacia adelante, con las manos, y con sus delgados dedos blancos se oprimía las orejas. Con esta postura, tenía la vista clavada en el fondo de su vaso vacío, y Newman supuso que no estaba escuchando. Mademoiselle Noémie se abotonó la chaqueta adornada en piel y, apartando su silla, echó una ojeada plenamente consciente de su caro aspecto, primero hacia abajo, a sus volantes, y después hacia arriba, a Newman.
-Más le valdría haber seguido siendo una muchacha honesta -dijo éste con serenidad.
Monsieur Nioche seguía sin apartar la vista del fondo del vaso, y su hija se levantó sin abandonar su audaz sonrisa.
-¿Tanto se lo parezco, entonces? Hoy en día, eso es más de lo que se puede decir de muchas mujeres. No me juzgue todavía -añadió-. Estoy decidida a tener éxito; ésa es mi intención. Los dejo; entre otras cosas, no quiero que me vean en los cafés. No se me ocurre qué puede usted querer de mi pobre padre; ahora está muy desahogado. Tampoco es culpa suya. Au revoir, padrecito -y le dio un toque al anciano en la cabeza con su manguito. Después se detuvo un instante, mirando a Newman-. ¡Dígale a monsieur de Bellegarde que, cuando quiera tener noticias mías, venga a obtenerlas de mí! -y dándose la vuelta, se marchó, mientras el camarero del delantal blanco, con una reverencia, le sostenía la puerta abierta de par en par.
Monsieur Nioche permaneció inmóvil, y Newman apenas supo qué decirle. El anciano ofrecía un aspecto deprimentemente ridículo.
-Así que decidió usted no pegarle un tiro, después de todo -dijo al poco rato Newman.
Monsieur Nioche, sin moverse, alzó los ojos y le dedicó una mirada larga y extraña. Parecía confesarlo todo y aun así no pedía compasión, ni se arrogaba, por otra parte, una capacidad inquebrantable para prescindir de ella. Podría haber expresado el estado de ánimo de un insecto inocuo y achatado que, consciente de la inminente presión de la suela de una bota, reflexiona que quizá sea demasiado achatado para que lo despachurren. La mirada de monsieur Nioche era una declaración de chatedad moral.
-Usted me desprecia terriblemente -dijo con la más débil de las voces.
-No, no -dijo Newman-; no es asunto mío. Tomarse las cosas con calma es un buen proyecto.
-Le he soltado a usted demasiados discursos hermosos -añadió monsieur Nioche-. En su momento los decía en serio.
-Sin duda, me alegro mucho de que no le pegase un tiro -dijo Newman-. También temí que se lo hubiese pegado usted. Por eso vine a buscarle -y empezó a abotonarse el abrigo.
-Ni lo uno ni lo otro -dijo monsieur Nioche-. Usted me desprecia, y yo no se lo puedo explicar. Esperaba no volver a verle.
-Vaya, eso que dice es bastante miserable -dijo Newman-. No debería usted desprenderse así de los amigos. Además, la última vez que vino a verme le vi especialmente animado.
-Sí, lo recuerdo -dijo pensativamente monsieur Nioche-; estaba febril. No sabía lo que decía ni lo que hacía. Era el delirio.
-Ah, bueno, ahora está usted más tranquilo.
Monsieur Nioche guardó silencio un momento.
-Tan tranquilo como una tumba -susurró suavemente.
-¿Es usted muy infeliz?
Monsieur Nioche se frotó la frente despacio y hasta se retiró un poco la peluca, mirando al sesgo su vaso vacío.
-Sí... sí. Pero es una vieja historia. Siempre he sido desdichado. Mi hija hace conmigo lo que quiere. Cojo lo que me da, sea bueno o malo. No tengo temperamento, y cuando no se tiene temperamento hay que estar callado. No le molestaré más.
-Bueno -dijo Newman, bastante disgustado con la blanda maniobra de la filosofia del anciano-, como usted quiera.
Parecía como si monsieur Nioche se hubiese preparado para ser objeto de desprecio, pero aun así apeló con un débil movimiento contra la vaga frase de Newman.
-Al fin y al cabo -dijo- es mi hija, y todavía puedo cuidarla. Si va a obrar mal, vaya, lo hará de todos modos. Pero hay muchos senderos distintos, hay grados. Puedo darle el beneficio... darle el beneficio... -y monsieur Nioche hizo aquí una pausa y se quedó mirando fijamente a Newman, que empezó a sospechar que se le había reblandecido el cerebro- el beneficio de mi experiencia -añadió.
-¿Su experiencia? -preguntó Newman, a la vez divertido y asombrado.
-Mi experiencia en los negocios -dijo gravemente monsieur Nioche.
-Ah, sí -dijo Newman, riéndose-, ¡eso le supondrá una gran ventaja! -y tras esto dijo adiós y le tendió la mano al pobre y ridículo anciano.
Monsieur Nioche se la estrechó y se apoyó contra la pared, sosteniendo la mano un momento y elevando los ojos hacia Newman.
-Supongo que pensará que estoy perdiendo el juicio -dijo-. Es posible; tengo un dolor en la cabeza a todas horas. Por eso no le puedo explicar, ni contar nada. ¡Y ella es tan fuerte que me hace ir al paso que quiere, a cualquier lugar! Pero es lo que hay... es lo que hay -y se detuvo sin dejar de mirar a Newman. Sus ojillos blanquecinos se dilataron y centellearon un instante como los de un gato en la oscuridad-. Esto no es lo que parece. No la he perdonado. ¡Ah, no!
-Así es; no lo haga -dijo Newman-. Su hija es un mal caso.
-Todo esto es horrible, es terrible -dijo monsieur Nioche-; pero ¿quiere usted saber la verdad? ¡La odio! Cojo lo que me da, y la odio aún más. Hoy me trajo trescientos francos; están aquí, en mi chaleco. Ahora la odio casi con crueldad. No, no la he perdonado.
-¿Por qué aceptó el dinero? -preguntó Newman.
-De no haberlo hecho -dijo monsieur Nioche-, la habría odiado aún más. En eso consiste la miseria. No, no la he perdonado.
-¡Tenga cuidado con hacerle daño! -dijo Newman, riéndose de nuevo. Y con esto se despidió. Mientras pasaba junto a la parte acristalada del café, al llegar a la calle vio cómo el anciano le indicaba al camarero, con un gesto melancólico, que le rellenase el vaso.
Un día, transcurrida una semana desde su visita al Café de la Patrie, fue a visitar a Valentin de Bellegarde y, por suerte, le halló en casa. Newman habló de su encuentro con monsieur Nioche y su hija, y dijo que se temía que Valentin había juzgado correctamente al anciano. Se había encontrado a la pareja confraternizando en armonía; el rigor del viejo caballero era meramente teórico. Newman confesó que estaba decepcionado; habría pensado que monsieur Nioche estaría por encima de eso.
-¿Por encima, querido amigo? -dijo Valentin riéndose-; no hay ninguna altura a la que se pueda subir. La única eminencia perceptible en el horizonte de monsieur Nioche es Montmartre, que no es un barrio edificante. No se puede ser montañero en un país llano.
-De hecho -dijo Newman-, señaló que no la había perdonado. Pero ella nunca lo descubrirá.
-Debemos hacerle a monsieur Nioche la justicia de suponer que no le gusta el asunto -replicó Valentin-. Mademoiselle Nioche es como los grandes artistas cuyas biografías leemos, que al inicio de su carrera han sufrido la oposición de su entorno doméstico. Sus familias no han reconocido su vocación, pero el mundo les ha hecho justicia. Mademoiselle Nioche tiene una vocación.
-Venga, venga -dijo Newman con impaciencia-, se toma usted demasiado en serio a esa picaruela.
-Sé que lo hago, pero cuando uno no tiene nada en qué pensar, debe pensar en picaruelas. Supongo que es mejor ser serio en cosas livianas que no ser serio en absoluto. Esta picaruela me entretiene.
-Eso ya lo ha averiguado ella. Sabe que la ha estado usted buscando por todas partes y preguntando por ella. Se siente muy halagada. Es bastante irritante.
-¡Irritante, querido amigo -se rió Valentin-; ni lo más mínimo!
-¡Que me aspen si fuese yo a querer que una pequeña aventurera codiciosa como ésta supiese que me tomo tantas molestias por ella! -dijo Newman.
-Una mujer bonita siempre merece las molestias de uno -objetó Valentin-. Mademoiselle Nioche está en su derecho de sentirse halagada por mi curiosidad, y de saber que me halaga que a ella la halague. No la halaga tanto, por cierto.
-Haría usted bien en ir a decírselo -replicó Newman-. Me dio para usted un mensaje que apuntaba en ese mismo sentido.
-Alabada sea su modesta imaginación -dijo Valentin-. He ido a verla... tres veces en cinco días. Es una anfitriona encantadora; hablamos de Shakespeare y de los vidrios musicales*. Es enormemente ingeniosa y es un caso muy curioso, nada ordinaria ni con ganas de serlo... decidida a no serlo. Tiene la intención de cuidar muy bien de sí misma. Es extremadamente perfecta; es tan dura y está tan bien definida como la figurilla de una ninfa marina en una talla antigua, y le garantizo que no tiene ni una pizca más de sentimiento o de corazón que si la hubiesen extraído de una enorme amatista. Ni con un diamante se le puede arañar. Enormemente bonita (de verdad que cuando se la conoce es maravillosamente bonita), inteligente, decidida, ambiciosa, sin escrúpulos, capaz de mirar a un hombre estrangulado sin que se le mude el color, es, a fe mía, extremadamente entretenida.
-Una buena lista de atractivos -dijo Newman-; podrían pasar por la descripción que hace un detective de su criminal predilecto. Yo las resumiría con otra palabra distinta de «entretenida».
-Vaya, ésa es justo la palabra que hay que usar. No digo que sea loable ni adorable. No la quiero como esposa ni como hermana. Pero es una pieza de maquinaria muy curiosa y sutil; me gusta verla en funcionamiento.
-Bueno, yo también he visto unas cuantas máquinas muy curiosas -dijo Newman-; y una vez, en una fábrica de agujas, vi cómo a un caballero de la ciudad, que se había acercado demasiado, una de ellas lo enganchaba tan limpiamente como si le hubiese pinchado un tenedor, se lo tragaba en derechura y lo molía a pedacitos.
Entrada ya la noche, al regresar a su domicilio tres días después de que madame de Bellegarde regatease con él -la expresión es lo bastante exacta- sobre el convite en el que le iba a presentar ante el mundo, se encontró en la mesa una tarjeta de considerables dimensiones que le anunciaba que esta dama estaría en casa el día 27 de ese mes a las diez de la noche. La prendió del marco de su espejo y la miró con cierta complacencia; le parecía un agradable emblema de su triunfo, una prueba documental de que su premio estaba ganado. Repantigado en una butaca, estaba mirándola amorosamente cuando Valentin de Bellegarde entró en la habitación. La mirada de Valentin siguió en el acto la dirección de la de Newman, y reparó en la invitación de su madre.
-¿Y qué es lo que han puesto en la esquina? -preguntó-. ¿No están los «música», «baile» o tableaux vivants de costumbre? Al menos, deberían poner: «Un americano».
-Bueno, seremos varios -dijo Newman-. Hoy la señora Tristram me ha dicho que había recibido una tarjeta y que había enviado su aceptación.
-Ah, entonces contará usted con el apoyo de la señora Tristram y su marido. Mi madre podría haber puesto en la tarjeta: «Tres americanos». Pero sospecho que no se va a quedar usted sin diversión. Verá a muchísimas personas de las más distinguidas de Francia. Me refiero a esas que tienen pedigrís larguísimos y van con la nariz en alto, y todo eso. Algunas son tremendamente idiotas; le aconsejo que lo tome con cautela.
-Bah, supongo que me caerán bien -dijo Newman-. Estoy dispuesto a que durante estos días me gusten todos y todo; estoy de un humor excelente.
Valentin le miró un momento en silencio, y luego se dejó caer en una silla con un inusitado aire de hastío.
-¡Hombre afortunado! -dijo con un suspiro-. Tenga cuidado con volverse ofensivo.
-Si alguien elige ofenderse, que lo haga. Tengo la conciencia tranquila -dijo Newman.
-Entonces, ¿de verdad está enamorado de mi hermana?
-¡Sí, señor! -dijo Newman tras una pausa.
-¿Y ella también?
-Supongo que soy de su agrado -dijo Newman.
-¿Qué tipo de hechizos ha utilizado? -preguntó Valentin-. ¿Cómo corteja usted?
-Ah, no tengo reglas generales -dijo Newman-. De cualquier manera que parezca oportuna.
-Sospecho que, suponiendo que uno lo sepa -dijo Valentin, riéndose-, es usted un tipo duro de pelar. Camina con botas de siete leguas.
-A usted le pasa algo esta noche -dijo Newman en respuesta a esto-. Está sañudo. Ahórreme sonidos discordantes hasta después de mi boda. Entonces, cuando haya sentado la cabeza de por vida, seré más capaz de tomarme las cosas tal y como vengan.
-Y ¿cuándo se celebra su matrimonio?
-Dentro de seis semanas, más o menos.
Valentin estuvo un rato en silencio, y luego dijo:
-¿Y confía mucho en el futuro?
-Confío. Sabía lo que quería, exactamente, y sé lo que tengo.
-¿Está seguro de que va a ser feliz?
-¿Seguro? -dijo Newman-. Una pregunta tan absurda merece una respuesta absurda. ¡Sí!
-¿No le teme a nada?
-¿A qué habría de temer? No se me puede hacer daño a no ser que se me mate de alguna manera violenta. Eso sí que me parecería una estafa tremenda. Quiero vivir y tengo la intención de vivir. No me puedo morir de enfermedad, soy demasiado ridículamente fuerte; y la hora de morir de viejo aún tardará un rato en llegarme. No puedo perder a mi mujer porque la cuidaré muy bien. Quizá pierda mi dinero o una buena parte de él, pero no tendrá importancia porque volveré a ganar el doble. Así pues, ¿a qué he de temer?
-¿No tiene miedo de que para un hombre de negocios americano sea más bien un error casarse con una condesa francesa?
-Para la condesa, posiblemente sí; ¡pero no para el hombre de negocios, si es que se refiere usted a mí! Pero mi condesa no se va a quedar decepcionada: ¡respondo por su felicidad! -y como si sintiera el impulso de celebrar su feliz certeza en torno a una fogata, se levantó para arrojar un par de troncos al ya llameante hogar.
Valentin observó por unos instantes la llama avivada, y luego, con la cabeza apoyada en la mano, soltó un suspiro melancólico.
-¿Le duele la cabeza? -preguntó Newman.
-Je suis triste -dijo Valentin, con simplicidad gala.
-Está triste, ¿eh? ¿Se trata de la mujer de la que dijo la otra noche que la adoraba y que no se podía casar con ella?
-¿De verdad dije eso? Después me pareció que se me habían escapado las palabras. Delante de Claire fue de mal gusto. Pero me sentía mohíno cuando hablaba, y me sigo sintiendo mohíno. ¿Por qué me habrá presentado usted a esa muchacha?
-Ah, así que se trata de Noémie, ¿verdad? ¡Que el cielo nos asista! No querrá usted decir que sufre de mal de amores por ella, ¿no?
-Mal de amores, no; no es una gran pasión. Pero llevo clavado a ese despiadado diablillo en mis pensamientos; me ha mordido con esos dientecillos uniformes que tiene; tengo la sensación de que podría volverme rabioso y cometer alguna locura. Todo esto es muy mezquino, asquerosamente mezquino. Es la mujerzuela más mercenaria de toda Europa. Y sin embargo, de veras que afecta a mi paz de espíritu; me corretea a todas horas por la cabeza. Contrasta extraordinariamente con la relación noble y virtuosa que tiene usted con ella; ¡un vil contraste! Resulta bastante lamentable que sea esto lo mejor que puedo hacer por mí mismo a mi respetable edad. En somme, soy un joven encantador, ¿no? No puede usted garantizar cuál será mi futuro, como hace con el suyo.
-Deje a esa chica, punto -dijo Newman-; no se vuelva a acercar a ella y le irá bien en el futuro. Véngase a América y le conseguiré un empleo en un banco.
-Es fácil decir que la deje -dijo Valentin con una risa leve-. No se puede dejar a una mujer bonita así como así. Hay que ser cortés, incluso con Noémie. Además, no voy a consentir que piense que la temo.
-Entonces, entre la cortesía por un lado y la vanidad por otro, ¿va usted a hundirse más en el fango? Consérvelas para algo mejor. Recuerde, también, que yo no quería presentársela; usted insistió. A mí me producía una sensación bastante inquietante.
-Ah, no se lo reprocho -dijo Valentin-. ¡Dios me libre! Por nada del mundo me habría perdido conocerla. Es verdaderamente extraordinaria. El modo en que ha desplegado ya las alas es asombroso. No sabría decir cuándo me ha entretenido más una mujer. Pero discúlpeme -añadió al instante-, a usted no le entretiene saber a través de terceros, y el tema es inmoral. Hablemos de otra cosa.
Valentin cambió de tema, pero a los cinco minutos Newman observó que, con una transición descarada, había retomado a mademoiselle Nioche y estaba retratando sus modales y citando muestras de sus mots. Eran muy ocurrentes, y, para una joven que seis meses antes había estado pintando las más torpes madonnas, eran asombrosamente cínicas. Pero al fin, de súbito, se detuvo, se tornó pensativo y durante un rato no dijo nada. Cuando se levantó para marcharse, saltaba a la vista que sus pensamientos seguían girando en torno a mademoiselle Nioche.
-¡Sí, es un terrible monstruillo! -dijo.
CAPÍTULO XVI
Los diez días siguientes fueron los más felices que hasta entonces había conocido Newman. Veía a madame de Cintré a diario, y no vio ni a la vieja madame de Bellegarde ni al mayor de sus futuros cuñados. A madame de Cintré le acabó pareciendo apropiado disculparse por el hecho de que jamás estuvieran presentes. «Están ocupadísimos -dijo- haciéndole los honores de París a lord Deepmere.» La solemnidad con que hizo esta declaración fue acompañada de una sonrisa, que se hizo más profunda cuando añadió: «Es nuestro primo séptimo, sabe usted, y la sangre es más espesa que el agua. Y además, ¡es tan interesante! ».
Y con esto se rió.
Newman se encontró dos o tres veces con la joven madame de Bellegarde, siempre deambulando con una elegante vaguedad, como si fuese en busca de algún inalcanzable ideal de diversión. Le recordaba un frasco pintado de perfume que tiene una grieta; pero había llegado a desarrollar un sentimiento afectuoso hacia ella, basado en que madame de Bellegarde le debía fidelidad conyugal a Urbain de Bellegarde. Compadecía a la esposa de monsieur de Bellegarde, sobre todo porque era una morenita boba y ansiosa por sonreír en la que se adivinaba un corazón desordenado. A veces la marquesita le miraba con una intensidad demasiado marcada para no ser inocente, pues la coquetería tiene matices más sutiles. Era evidente que le quería pedir o decir algo; Newman se preguntaba de qué se trataría. Pero se mostraba renuente a darle una oportunidad, porque si su mensaje se refería a la aridez de su suerte matrimonial no sabía de qué manera podría ayudarle. Tenía la impresión, no obstante, de que algún día ella se le acercaría y le diría (después de mirar en torno a sí) con un suave susurro apasionado: «Sé que detesta a mi marido; concédame el placer de asegurarle que por una vez tiene usted razón. ¡Compadézcase de una pobre mujer que está casada con la réplica en papel maché de un reloj!». Dueño, sin embargo, a falta de un conocimiento competente de los principios de la etiqueta, de un sentido muy claro de la «mezquindad» de ciertas acciones, a Newman le parecía que lo propio de su posición era mantenerse en guardia; no iba a darle a esta gente el poder de decir que en su casa había hecho nada desagradable. Así las cosas, madame de Bellegarde solía comunicarle las novedades relativas al vestido que pensaba llevar en su boda, y que, en su creativa imaginación, a pesar de sus numerosas entrevistas con el sastre, aún no se había resuelto en su compleja totalidad.
-Le dije a usted lazos azul claro en las mangas, en los codos -comentaba-. Pero hoy no veo mis lazos azules para nada. No sé qué ha sido de ellos. Hoy veo rosa, un rosa suave. Y luego paso por extrañas fases de aburrimiento en las que ni el azul ni el rosa me dicen nada. Y aun así he de tener los lazos.
-Que sean verdes, o amarillos -decía Newman.
-Malheureux! -exclamaba entonces la marquesita-. ¡Unos lazos verdes romperían su matrimonio: sus hijos serían ilegítimos!
Madame de Cintré se mostraba serenamente feliz ante el mundo, y Newman tenía la dicha de imaginarse que ante él, cuando el mundo se ausentaba, estaba casi agitadamente feliz. Madame de Cintré decía cosas muy tiernas.
-No me da usted ninguna alegría. Jamás me da la oportunidad de reñirle, de corregirle. Contaba con ello; esperaba disfrutarlo. Pero no hace nada espantoso; es usted tristemente inofensivo. Todo esto es una estupidez; no hay ninguna emoción; para eso, bien podría casarme con otro.
-Me temo que no sé hacerlo peor -decía Newman a modo de respuesta-. Tenga la amabilidad de pasar por alto la insuficiencia.
Le aseguraba que él, al menos, nunca la regañaría; era totalmente satisfactoria.
-¡Ojalá supiera -decía- con qué exactitud es usted lo que ambicionaba! Y empiezo a comprender por qué lo ambicionaba; el hecho de tenerlo cambia tanto las cosas como me esperaba. Ningún hombre ha estado jamás tan satisfecho con su buena suerte. Lleva manteniendo la calma durante la última semana justo como quería que lo hiciese mi esposa. Dice usted exactamente las cosas que quiero que diga. Se pasea por la habitación justo como quiero que se pasee. Tiene el gusto en el vestir que quiero que tenga. En suma, cumple usted las expectativas; y, no lo dude, mis expectativas eran altas.
Pareció que estos comentarios pusieron un tanto seria a madame de Cintré. Al fin dijo:
-Esté seguro de que no cumplo sus expectativas; sus expectativas son demasiado altas. No soy todo lo que usted supone; soy algo muy inferior. Es una mujer magnífica, ese ideal suyo. Dígame, ¿cómo llegó a alcanzar tanta perfección?
-Nunca fue de otra manera -dijo Newman.
-Pienso realmente -siguió madame de Cintré- que es mejor que mi propio ideal. ¿Sabe usted que es un cumplido excelente? En fin, caballero, ¡me adueñaré de ella!
La señora Tristram fue a ver a su querida Claire después de que Newman anunciase su compromiso, y al día siguiente le dijo a nuestro héroe que su buena suerte era, sin más, absurda.
Y es que la parte ridícula que tiene -dijo- es que, evidentemente, va usted a ser tan feliz como si se casara con la señorita Smith o la señorita Thompson. A esto le llamo yo una brillante boda para usted, pero recibe la brillantez sin pagar a cambio ningún impuesto. En estas cosas se suele tener que llegar a un compromiso, pero usted aquí lo tiene todo, y nada desplaza a nada. Además, va a ser brillantemente feliz.
Newman le dio las gracias por su manera amable y alentadora de decir las cosas; ninguna mujer podía animar o desanimar mejor que ella. Tristram tenía un modo distinto de decir las cosas; su esposa le había llevado a visitar a madame de Cintré, y dio un informe de la expedición.
-Esta vez no me pilla usted opinando sobre su condesa -dijo-; ya metí la pata en una ocasión. Es una cosa de lo más turbia, dicho sea de paso: rondarle a un tipo para sondear lo que piensa sobre la mujer con la que se va a casar uno. Se merece usted lo que le venga. Luego, por supuesto, corre usted a contárselo a ella, y ella se encarga de hacerle pasar un rato agradable al pobre diablo depravado en la primera visita que les hace. Con todo, le haré a usted la justicia de decir le que no parece que se lo haya contado usted a madame de Cintré; o, si lo ha hecho, es inusitadamente magnánima. Estuvo muy agradable; fue tremendamente cortés. Ella y Lizzie se sentaron en el sofá, estrechándose las manos y llamándose chère belle la una a la otra, y cada tres palabras madame de Cintré me dirigía una sonrisa magnífica, como para darme a entender que también yo soy un encanto. Ha compensado con creces su indiferencia del pasado, se lo aseguro; estaba muy simpática y sociable. Sólo que maldita la hora en que se le metió en la cabeza decir que tenía que presentarnos a su madre; su madre quería conocer a sus amigos de usted. Yo no quería conocer a su madre, y estuve a punto de decirle a Lizzie que entrase sola y me dejase esperarla fuera. Pero Lizzie, con su infernal habilidad de costumbre, adivinó mi propósito y me sojuzgó con un destello de sus ojos. Así que se marcharon cogidas del brazo, y yo las seguí como pude. Nos encontramos a la anciana en su butaca, jugueteando con sus pulgares aristocráticos. Miró a Lizzie de pies a cabeza; pero, si hay que ser justos, en ese juego Lizzie estuvo a la altura. Mi esposa le dijo que éramos grandes amigos del señor Newman. La marquesa se la quedó mirando un instante y luego dijo: «¡Ah, el señor Newman! Mi hija ha tomado la decisión de casarse con un tal señor Newman». Después, madame de Cintré empezó a agasajar a Lizzie de nuevo, y dijo que era esta querida dama quien había planeado el casamiento y los había unido. «Ah, es usted a quien debo dar las gracias por mi yerno americano -le dijo la anciana a la señora Tristram-. Una idea muy ingeniosa por su parte. No dude de mi gratitud.» Y entonces empezó a mirarme a mí, y al cabo dijo: «Hágame el favor de decirme, ¿se dedica usted a manufacturas de algún tipo?». Me entraron ganas de decirle que fabricaba escobas para que las monten brujas viejas, pero Lizzie se me adelantó. «Mi esposo, madame la Malquise -dijo-, pertenece a esa desdichada clase de personas que no tienen ni oficio ni beneficio, y que le hacen un flaco bien al mundo.» Con tal de atizar a la vieja, poco le importaba adónde me arrojaba a mí. «¡Santo cielo! -dijo la marquesa-. Todos tenemos nuestras obligaciones.» «Me temo que las mías me obligan a despedirme de usted», dijo Lizzie. Y nos marchamos sin ceremonias. Pero, en fin, tiene usted una suegra, en el sentido más fuerte del término.
-Ah -dijo Newman-, lo que más desea mi suegra es dejarme en paz.
Llegó con tiempo, la tarde del día 27, al baile de madame de Bellegarde. La antigua casa de la Rue de l'Université tenía un aspecto raramente espléndido. En el círculo de luz proyectado desde la verja exterior, un destacamento de la plebe miraba cómo iban entrando los carruajes; el patio estaba iluminado con refulgentes antorchas y el pórtico se había recubierto con una alfombra carmesí. Cuando llegó Newman, tan sólo unas cuantas personas habían hecho acto de presencia. La marquesa y sus dos hijas estaban en lo alto de la escalera, donde la vieja ninfa pálida del rincón se asomaba desde una enramada de plantas. Madame de Bellegarde, vestida de fina blonda púrpura, parecía una anciana pintada por Van Dyck; madame de Cintré vestía de blanco. La anciana saludó a Newman con majestuosa etiqueta, y, mirando a su alrededor, llamó a varias de las personas que se hallaban cerca. Eran caballeros ancianos, pertenecientes a la que Valentin de Bellegarde había denominado categoría de las narices en alto; dos o tres lucían cordones y estrellas. Se aproximaron con una presteza acompasada, y la marquesa dijo que deseaba presentarles al señor Newman, que se iba a casar con su hija. Entonces presentó sucesivamente a tres duques, tres condes y un barón. Estos caballeros hicieron una reverencia y sonrieron de manera muy cordial, y Newman se entregó a una serie de apretones de mano imparciales acompañados de un «Encantado de conocerle, señor». Miró a madame de Cintré, pero ella no le estaba mirando. Si la conciencia que de su propia persona tenía Newman hubiese sido de una naturaleza tal como para llevarle a referirse constantemente a ella, como un crítico ante quien, en público, representaba él su papel, quizá habría considerado una prueba halagadora de la confianza de madame de Cintré el hecho de que nunca la sorprendía posando los ojos sobre él. Es una reflexión que Newman no hizo, pero no obstante podemos arriesgarnos a decir que, a pesar de esta cir-cunstancia, es probable que ella viese hasta el último movimiento de su dedo meñique. La joven madame de Bellegarde vestía un audaz atavío de crespón carmesí, sembrado de enormes lunas plateadas: finos cuartos crecientes y lunas llenas.
-No dice usted nada de mi vestido -le dijo a Newman.
-Tengo la sensación -respondió- de estar mirándola a través de un telescopio. Es muy extraño.
-Si es extraño, entonces está a la altura de la ocasión. Pero yo no soy un cuerpo celeste.
-Nunca he visto el cielo de medianoche con ese tono particular de carmesí -dijo Newman.
-Ahí está mi originalidad; cualquiera podría haber escogido el azul. Mi cuñada habría escogido un lindo tono azul, con una docena de lunitas delicadas. Pero pienso que el carmesí es mucho más divertido. Y comunico mi idea, que es la claridad de la luna*.
-Claridad de la luna y derramamiento de sangre -dijo Newman.
-Un asesinato a la luz de la luna -se rió madame de Bellegarde-. ¡Qué idea tan deliciosa para un traje! Para terminar de completarla, llevo una daga de diamantes, ¿la ve?, hincada en mi cabello. Pero aquí viene lord Deepmere -añadió al instante-; he de averiguar qué opinión le merece.
Lord Deepmere se acercó, con la cara muy colorada y riéndose.
-Lord Deepmere no consigue decidir a quién prefiere, si a mi cuñada o a mí -dijo madame de Bellegarde-. Le gusta Claire porque es su prima, y yo porque no lo soy. Pero no tiene ningún derecho a cortejar a Claire, mientras que yo estoy totalmente disponible. Está muy mal cortejar a una mujer que está comprometida, pero está muy mal no cortejar a una casada.
-Ah, cortejar a mujeres casadas es muy divertido -dijo lord Deepmere-, porque no te pueden pedir que te cases con ellas.
-¿Es eso lo que hacen las otras... las solteras? -se interesó Newman.
-Santo cielo, sí -dijo lord Deepmere-; en Inglaterra, todas las chicas le piden a uno que se case con ellas.
-Y el tal uno se niega brutalmente -dijo madame de Bellegarde.
-Vaya, en realidad, ¿sabe usted?, uno no se puede casar con cualquier chica que se lo pida -dijo su señoría.
-Su prima no se lo pedirá. Se va a casar con el señor Newman.
-¡Ah, eso ya es otra cosa! -se rió lord Deepmere.
-Usted la habría aceptado a ella, supongo. Eso me da esperanzas de que, al fin y al cabo, me prefiere usted a mí.
-Ah, cuando las cosas son buenas nunca prefiero una a otra -dijo el joven inglés-. Me quedo con todas.
-¡Ay, qué horror! Me niego a que se me tome así; a mí hay que dejarme aparte -dijo madame de Bellegarde-. El señor Newman es mucho mejor; sabe escoger. Ah, escoge como si estuviese enhebrando una aguja. Prefiere a madame de Cintré sobre todos los seres o cosas concebibles.
-Bueno, no puede usted evitar que yo sea su primo -le dijo lord Deepmere a Newman con cándido regocijo.
-Oh, no, no puedo evitarlo -dijo Newman, riéndose a su vez-; ¡ni ella tampoco!
-Y no puede usted evitar que baile con ella -dijo lord Deepmere con decidida llaneza.
-Sólo podría impedirlo si yo mismo bailase con ella -dijo Newman-. Pero, por desgracia, no sé bailar.
-Ah, se puede bailar sin saber; ¿no es así, milord? -dijo madame de Bellegarde. Pero lord Deepmere replicó que un tipo tenía que saber bailar si quería evitar convertirse en el hazmerreír de todos; y justo en ese momento Urbain de Bellegarde se unió al grupo, a paso lento y con las manos a la espalda.
-Es una fiesta espléndida -dijo de buena gana Newman-. La vieja casa está resplandeciente.
-Si a usted le gusta, nos quedamos contentos -dijo el marqués, subiendo los hombros y arqueándolos hacia adelante.
-Oh, sospecho que a todo el mundo le gusta -dijo Newman-. ¿Cómo no habría de gustarles cuando lo primero que ven ahí de pie al entrar es a su hermana, tan bella como un ángel?
-Sí, es muy hermosa -asintió solemnemente el marqués-. Pero, como es natural, para otras personas eso no supone una fuente de satisfacción tan grande como para usted.
-Sí, estoy satisfecho, marqués, estoy satisfecho -dijo Newman con su morosa pronunciación-. Y ahora, dígame -añadió, echando un vistazo general- quiénes son algunos de sus amigos.
Monsieur de Bellegarde miró a su alrededor en silencio, inclinando la cabeza y llevándose la mano al labio inferior, que se estuvo frotando despacio. Un torrente de personas había estado entrando a la sala donde se hallaba Newman con su anfitrión, los salones se estaban llenando y el espectáculo se había vuelto magnífico. Recibía su resplandor, sobre todo, de los hombros lustrosos y de las profusas joyas de las mujeres, así como de la voluminosa elegancia de sus vestidos. No había uniformes, ya que la puerta de madame de Bellegarde estaba inexorablemente cerrada para los esbirros del poder advenedizo que por aquel entonces gobernaba sobre las fortunas de Francia, y la gran reunión de rostros sonrientes y parloteantes apenas estaba adornada con trazos de una belleza armónica. Es una pena, sin embargo, que Newman no fuese un fisonomista, porque muchos de los rostros eran agradables, expresivos y sugerentes de una manera irregular. De haber sido otra la ocasión, difícilmente le habrían agradado; le habría parecido que las mujeres no eran lo bastante bonitas y que los hombres sonreían con demasiada afectación; pero ahora estaba de humor para no recibir sino impresiones positivas, y no escudriñaba más allá que para percibir que todo el mundo era espléndido y para sentir que la suma de sus esplendores formaba parte de su propio crédito.
-Le presentaré a unas personas -dijo al cabo de un rato monsieur de Bellegarde-. Voy a encargarme de ello. ¿Me lo permite?
-Ah, daré todos los apretones de mano que usted quiera -dijo Newman-. Su madre me acaba de presentar a media docena de ancianos caballeros. Tenga cuidado con no volver a elegir a los mismos individuos.
-¿Quiénes son los caballeros que le ha presentado mi madre?
-A fe mía que se me ha olvidado -dijo Newman, riéndose-. Aquí todas las personas se parecen mucho.
-Sospecho que ellos a usted no le han olvidado -dijo el marqués, y empezó a cruzar las salas. Newman, para no alejarse de él en medio de la muchedumbre, le agarró del brazo, tras lo cual, durante algún tiempo, el marqués siguió avanzando en línea recta, en silencio. Al fin, al llegar al extremo de la serie de salas de recibo, Newman se vio en presencia de una dama de dimensiones monstruosas que estaba sentada en una butaca muy espaciosa, con varias personas de pie que la rodeaban formando un semicírculo. Este pequeño grupo se había ido dividiendo a medida que se acercaba el marqués, y monsieur de Bellegarde dio un paso adelante y durante unos instantes permaneció silencioso y solícito, con el sombrero alzado a la altura de sus labios, como había visto Newman que hacían en la igle-sia algunos caballeros tan pronto como llegaban a sus bancos. Verdaderamente, la dama guardaba una semejanza muy ecuánime con una venerable efigie de algún altar idólatra. Era de una corpulencia monumental y estaba imperturbablemente serena. A Newman su aspecto le pareció casi alarmante; tuvo una atribulada percepción de una triple barbilla, unos ojillos penetrantes, una vasta extensión de pecho descubierto, una destellante tiara de plumas y gemas que daba cabeceos y una inmensa circunferencia de faldones de satén. Con su pequeño grupo de espectadores, esta extraordinaria mujer le recordaba a la Mujer Gorda de las ferias. Clavó sus ojillos sobre los recién llegados, sin pestañear.
-Querida duquesa -dijo el marqués-, permítame que le presente a nuestro buen amigo el señor Newman, del que ya nos ha oído hablar. Como es mi deseo dar a conocer al señor Newman a todos aquellos que nos son queridos, no podía dejar de empezar por usted.
-Encantada, querido amigo; encantada, monsieur -dijo la duquesa con una vocecita que, aun siendo estridente, no era desagradable, mientras Newman le presentaba sus respetos-. He venido con el fin de ver a monsieur. Espero que aprecie el cumplido. Para eso, no tiene más que mirarme, señor -prosiguió, recorriendo su persona con una mirada que lo abarcaba todo. Newman apenas supo qué decir, aunque pensó que a una duquesa que bromeaba sobre su corpulencia se le podía decir casi cualquier cosa. Al oír que la duquesa había venido a propósito para ver a Newman, los caballeros que la rodeaban se volvieron un poco y le miraron con una curiosidad cordial. El marqués le mencionó, con gravedad sobrenatural, el nombre de cada uno, a la vez que el caballero aludido hacía una inclina-ción de cabeza; todos ellos eran lo que en Francia se conoce como beaux noms-. Tenía unas ganas enormes de verle -siguió la duquesa-. C’est positif. En primer lugar, le tengo mucho aprecio a la persona con la que se va a casar usted; es la criatura más encantadora de Francia. Cuídese de tratarla bien, o si no tendrá noticias mías. Pero parece usted bueno. Me han dicho que es usted muy sorprendente. He oído todo tipo de cosas extraordinarias acerca de usted. Voyons, ¿son ciertas?
-No sé qué ha podido oír -dijo Newman.
Ah, tiene usted su légende. Hemos oído que su carrera ha sido de lo más variada, de lo más bizarre. ¿Qué es eso de que hace unos diez años fundó una ciudad en el Gran Oeste, una ciudad que hoy cuenta con medio millón de habitantes? Es usted el propietario exclusivo de ese floreciente poblado, y en consecuencia es usted fabulosamente rico, y aún sería más rico si no cediese tierras y casas exentas de alquiler a todos los recién llegados que se comprometan a no fumar cigarros jamás. A este paso, nos han dicho, en tres años le nombrarán presidente de América.
La duquesa recitó esta divertida «leyenda» con un plácido aplomo que dio a su discurso, ajuicio de Newman, el aire de ser un fragmento de un divertido diálogo de una obra de teatro, interpretado. por una veterana actriz cómica. Antes de que terminase de hablar, Newman había estallado en una sonora carcajada incontenible. «Querida duquesa, querida duquesa», empezó a murmurar el marqués con voz tranquilizadora. Dos o tres per-sonas se allegaron hasta la puerta de la habitación para ver quién se estaba riendo de la duquesa. Pero la dama continuó con la confianza amable y serena de una persona que, por ser duquesa, tenía la certeza de que se le escuchaba, y que, por ser una mujer gárrula, era independiente del pulso de su auditorio.
-Pero sé que es usted extraordinario. Debe de serlo, para haberse ganado el afecto de este buen marqués y de su admirable madre. No conceden su estima a todo el mundo. Son muy exigentes. Ni yo misma, a estas alturas, estoy demasiado segura de poseerla. ¿Eh, Bellegarde? Ya veo que para gustarles hay que ser un millonario americano. Pero su verdadero triunfo, querido señor mío, es complacer a la condesa; es una mujer tan difícil como una princesa de un cuento de hadas. Su éxito es un milagro. ¿Cuál es su secreto? No le pido que lo revele delante de todos estos caballeros, pero venga a verme algún día y deme una muestra de sus talentos.
-El secreto es de madame de Cintré -dijo Newman-. Es a ella a quien ha de preguntar. Estriba en que tiene una caridad inmensa.
-¡Muy bonito! -dijo la duquesa-. Para empezar, ésta ha sido una muestra muy bonita. ¿Qué, Bellegarde, ya te estás llevando a monsieur?
-Tengo una obligación que cumplir, querida amiga -dijo el marqués, señalando a los otros grupos.
-Ah, en usted ya sé lo que eso significa. Bueno, he visto a monsieur; eso era lo que quería. No puede persuadirme de que no es listísimo. Adiós.
Mientras Newman seguía adelante con su anfitrión, preguntó quién era la duquesa.
-La dama más grande de Francia -dijo el marqués. Monsieur de Bellegarde presentó entonces a su futuro cuñado a unas veinte personas más de ambos sexos, al parecer seleccionadas por su carácter típicamente augusto. En algunos casos, este carácter iba escrito con buena letra sobre el semblante de su portador; en otros, Newman agradecía toda la ayuda que a su descubrimiento pudiese contribuir la referencia impresionan-temente breve que le daba su acompañante. Había hombres altos y majestuosos, y hombres pequeños y efusivos; había damas feas con encajes amarillos y joyas pintorescas, y damas bonitas de hombros blancos en los cuales las joyas y todo lo demás estaban ausentes. Todo el mundo prestaba una extrema atención a Newman, todo el mundo sonreía, todo el mundo estaba encantado de conocerle, todo el mundo le miraba con esa meliflua dureza de la buena sociedad, que saca la mano pero no deja de cerrar el puño sobre la moneda. Si el marqués estaba yendo de un lado a otro como un domador de osos, si cabía suponer que la ficción de la Bella y la Bestia había dado con su pieza de acompañamiento, la impresión general parecía ser que el oso era una buena imitación del género humano. Newman consideró muy «agradable» su acogida entre los amigos del marqués; no podría haber dicho nada mejor a su favor. Era agradable que le tratasen con tanta cortesía explícita; era agradable oír pronunciar cumplidos tan afinados, con un toque de ingenio, desde debajo de bigotes de cuidadas formas; era agradable ver cómo las inteligentes francesas -todas parecían inteligentes- daban la espalda a sus parejas para echarle un buen vistazo al extraño americano con quien se iba a casar Claire de Cintré, y recompensar al objeto de la exhibición con una encantadora sonrisa. Al fin, mientras se alejaba de un ejército de sonrisas y lisonjas varias, Newman sorprendió al marqués mirándole con dureza; y por eso, tan sólo por un instante, se pasó revista. «¿Me estaré comportando como un maldito necio? -se preguntó-. ¿Estaré andando como un terrier sobre sus patas traseras?» En ese momento reparó en la señora Tristram, que estaba al otro lado de la sala, y, despidiéndose de monsieur de Bellegarde con un gesto de la mano, se abrió paso hacia ella.
¿Llevo la cabeza demasiado estirada? -preguntó-. ¿Parece como si me hubiesen enganchado la barbilla con el extremo inferior de una polea?
-Tiene usted el aspecto de todos los hombres felices: muy ridículo -dijo la señora Tristram-. Es lo habitual, ni mejor ni peor. Llevo observándole desde hace diez minutos, y he estado observando a monsieur de Bellegarde. Esto no le gusta.
-Entonces, mayor mérito el suyo por pasar por ello -replicó Newman-. Aunque seré generoso. No voy a molestarle más. Pero es que soy muy feliz. No me puedo quedar aquí quieto. Por favor, cójame del brazo y demos un paseo.
Guió a la señora Tristram por todas las habitaciones. Había muchísimas, y, decoradas para la ocasión y llenas de una muchedumbre majestuosa, su nobleza algo deslucida recuperaba el lustre. La señora Tristram, mirando a su alrededor, dejó caer una serie de comentarios moderadamente incisivos sobre los demás invitados. Pero Newman daba respuestas vagas; apenas la oía; sus pensamientos estaban en otro lugar. Estaban sumidos en una jovial sensación de éxito, de logro y de victoria. Su inquietud pasajera respecto a si no estaría pareciendo un tonto se había desvanecido, dejándole sencillamente con una intensa satisfacción. Había conseguido lo que quería. El sabor del éxito siempre le había resultado sumamente grato, y había tenido la suerte de conocerlo a menudo. Pero jamás le había sido tan dulce, jamás se había asociado con tantas cosas brillantes y sugerentes y divertidas. Las luces, las flores, la música, la multitud, las espléndidas mujeres, las joyas, hasta la extrañeza del murmullo generalizado de una ingeniosa lengua extranjera: todo era un símbolo y una intensa reafirmación de que había conseguido su objetivo y de que había ensanchado el túnel de la mina. Si la sonrisa de Newman era más amplia que de costum-bre, no era la vanidad halagada la que movía los hilos; no tenía el menor deseo de que le señalasen con el dedo ni de conseguir un éxito personal. Si hubiese podido contemplar la escena desde arriba, invisible, a través de un agujero en el tejado, la habría disfrutado exactamente igual. La escena le habría representado su propia prosperidad y habría acentuado esa relajada sensación ante la vida a la que, tarde o temprano, conseguía orientar todas sus experiencias. Ahora mismo, la copa parecía estar llena.
-Es una fiesta muy bonita -dijo la señora Tristram cuando llevaban un rato paseando-. No he visto nada que objetar, salvo a mi marido apoyándose contra una pared y hablando con un individuo al que supongo que toma por un duque, pero del que más bien tiendo a sospechar que es el encargado de las lámparas. ¿Cree que los podría separar? ¡Tire una lámpara!
Dudo de que Newman, que no veía ningún mal en que Tristram charlase con un hábil mecánico, hubiese satisfecho este ruego, pero en ese mismo instante Valentin de Bellegarde se acercó. Newman, semanas antes, le había presentado al hermano menor de madame de Cintré a la señora Tristram, de cuyos méritos Valentin extraía un característico disfrute y a la cual le había hecho varias visitas.
-¿Ha leído usted Belle Dame sans Merci de Keats? -preguntó la señora Tristram-. Me recuerda usted al héroe de la balada:
Ah, ¿qué te aqueja, caballero
que vagas solitario y pálido?
-Si estoy solo, se debe a que he sido privado de su compañía -dijo Valentin-. Además, es de buenos modales que ningún hombre a excepción de Newman parezca feliz. Todo esto es en su beneficio. Ni a usted ni a mí nos compete ponernos ante el telón.
-La pasada primavera me prometió usted -le dijo Newman a la señora Tristram- que a los seis meses de aquella fecha sufriría un monstruoso arrebato de cólera. Me da la impresión de que ha llegado la hora, y, sin embargo, lo más parecido a algo tempestuoso que soy capaz de hacer en estos momentos es ofrecerle un café glacé.
-Le dije que haríamos las cosas a lo grande -dijo Valentin-. No me refiero a los cafés glacés. Pero todo el mundo está aquí, y mi hermana me acaba de decir que Urbain ha estado adorable.
-Es un buen tipo, es un buen tipo -dijo Newman-. Le quiero como a un hermano. Eso me recuerda que debería ir a decirle algo cortés a su madre.
-Sí, y que sea algo realmente cortés -dijo Valentin-. ¡Puede que sea la última vez que le entren tantas ganas de hacerlo!
Newman se fue, casi dispuesto a agarrar a la vieja madame de Bellegarde por la cintura. Recorrió varias habitaciones y al fin dio con la vieja marquesa en el primer salón. Estaba sentada en un sofá, con su joven pariente, lord Deepmere, a su lado. El joven parecía algo aburrido; tenía las manos metidas en los bolsillos y, habiendo estirado los pies, tenía los ojos clavados sobre las puntas de sus zapatos. Al parecer, madame de Bellegarde le había estado hablando con bastante intensidad y esperaba una respuesta a lo que había dicho, o alguna señal del efecto que habían causado sus palabras. Tenía las manos dobladas sobre el regazo, y miraba la simple fisonomía de su señoría con un aire de irritación educadamente contenida.
Lord Deepmere alzó la vista al acercarse Newman, se encontró con sus ojos y se le mudó el color.
-Me temo que interrumpo una conversación interesante -dijo Newman.
Madame de Bellegarde se puso en pie, y, al ver que su acompañante se levantaba a la vez, se agarró a su brazo. Por un instante no respondió, y luego, ante el silencio de lord Deepmere, dijo con una sonrisa:
-Lo cortés sería que lord Deepmere dijese que era muy interesante.
-¡Ah, no es cortesía! -exclamó su señoría-. Pero sí que era interesante.
-Madame de Bellegarde le estaba dando buenos consejos, ¿eh? -dijo Newman-; ¿le estaba bajando un poco el tono?
-Le estaba dando unos consejos excelentes -dijo la marquesa, clavando sus descarados ojos sobre nuestro héroe-. Él verá si los sigue.
-¡Sígalos, señor, sígalos! -exclamó Newman-. Cualquier consejo que le dé la marquesa esta noche será bueno; y es que esta noche, marquesa, debe usted hablar con un espíritu alegre y cómodo, y eso crea buenos consejos. Ya ve que todo lo que la rodea se desarrolla con éxito y esplendor. Su fiesta es magnífica; ha sido muy buena idea. Es mucho mejor de lo que habría sido aquella cosa mía.
-Si a usted le complace, estoy satisfecha -dijo madame de Bellegarde-. Mi deseo era complacerle.
-¿Quiere usted complacerme un poco más? -dijo Newman-. Deje a nuestro noble amigo; estoy seguro de que quiere marcharse y menear un poco los talones. Después, cójame del brazo y paseemos por las salas.
-Mi deseo es complacerle -repitió la vieja dama. Y liberó a lord Deepmere, dejando a Newman sorprendido ante su docilidad-. Si este joven es sabio -añadió-, irá a buscar a mi hija y le pedirá un baile.
-He estado respaldando su consejo dijo Newman, inclinándose hacia ella y riéndose-; ¡supongo que me lo tendré que tragar!
Lord Deepmere se enjugó la frente y se marchó, y madame de Bellegarde cogió el brazo de Newman.
-Sí, es una fiesta muy agradable y amistosa -afirmó éste mientras avanzaban por su circuito-. Parece que todos conocen a todos y que se alegran de verse. El marqués me ha presentado a muchísimas personas, y me siento como uno más de la familia. Es una ocasión -siguió Newman, queriendo decir algo concienzudamente amable y alentador- que siempre habré de recordar, y que recordaré con mucho placer.
-Creo que es una ocasión que ninguno de nosotros olvidará -dijo la marquesa con su pronunciación pura y esmerada.
La gente le abría paso mientras pasaba; algunos se volvían a mirarla, y recibió muchos saludos y apretones de mano que aceptaba con la más refinada de las dignidades. Pero, a pesar de que sonreía a todo el mundo, nada dijo hasta que llegó a la última de las habitaciones, donde encontró a su hijo mayor. «Es suficiente, señor», declaró entonces con moderada suavidad a Newman, y se dirigió hacia el marqués. Éste le tendió ambas manos y cogió las suyas, para llevarla después hasta un asiento con aire de tierna veneración. Formaban un grupo familiar sumamente armonioso, y Newman se retiró con discreción. Se desplazó por las habitaciones durante un rato más, circulando libremente, sobresaliendo entre casi todas las personas debido a su gran altura, renovando la relación con algunos de los grupos a los que Urbain de Bellegarde le había presentado y des-pachando de manera generalizada el sobrante de su ecuanimidad. Todo seguía pareciéndole extremadamente agradable, pero hasta las cosas más agradables tienen un final, y la velada empezó a llegar a su término. Sonaban los últimos acordes de música y la gente buscaba a la marquesa para despedirse. Al parecer, había cierta dificultad para encontrarla, y Newman oyó el rumor de que había abandonado el baile porque se sentía desfallecida. «Ha sucumbido a las emociones de la noche -oyó decir a una dama-. ¡Pobre marquesa querida; me imagino lo que ha tenido que ser para ella! »
Pero inmediatamente después oyó que se había recuperado y que estaba sentada en una butaca cercana a la puerta, recibiendo cumplidos de despedida de grandes damas que insistían en que no se levantase. Él, a su vez, fue en busca de madame de Cintré. La había visto muchas veces mientras pasaba por su lado en rápidos giros de vals, pero de acuerdo con sus instrucciones explícitas no había intercambiado ni una sola palabra con ella desde el inicio de la velada. Como toda la casa se había abierto de par en par, los cuartos de la rez de chaussée también estaban accesibles, si bien ahí se habían reunido menos personas. Newman deambuló por ellos, observando a unas cuantas parejas dispersas que parecían agradecer este relativo retiro, y llegó hasta un pequeño invernadero que daba al jardín. El final del invernadero estaba formado por una lámina de cristal transparente, sin plantas que la disimulasen y que admitía la luz de las estrellas de invierno, tan directamente que bien podía parecer que una persona que estuviese ahí quieta había salido al aire libre. Ahora se encontraban allí dos personas, una dama y un caballero; a la mujer, vista desde dentro de la habitación y a pesar de que estaba de espaldas, Newman la reconoció al instante como madame de Cintré. Dudó si avanzar o no, pero justo entonces ella se dio la vuelta y le miró, al parecer notando que él estaba ahí. Posó sus ojos sobre Newman un instante, y después se dirigió de nuevo a su acompañante.
-Casi es una pena no contárselo al señor Newman -dijo suavemente, pero con un tono que Newman pudo oír.
-¡Díselo si quieres! -respondió el caballero, con la voz de lord Deepmere.
-¡Ah, dígamelo, por lo que más quiera! -dijo Newman, avanzando.
Observó que lord Deepmere tenía la cara muy roja y que había retorcido sus guantes hasta formar una cuerda apretada, como si hubiese estado exprimiéndolos para secarlos. Cabía presumir que eran signos de una emoción violenta, y a Newman le pareció que en el rostro de madame de Cintré podían verse trazas de una agitación análoga. Los dos habían estado hablando muy efusivamente.
-Lo que le debería decir no hace sino honrar a milord –dijo madame de Cintré, sonriendo con bastante franqueza.
-No por ello le iba a gustar más -dijo milord con su torpe risa.
-Venga, ¿cuál es el misterio? -los apremió Newman-. Aclárenlo. No me gustan los misterios.
-Hemos de tener algunas cosas que no nos gustan, y prescindir de otras que sí -dijo el joven noble rubicundo sin dejar de reírse.
-A lord Deepmere le honra, pero no a todo el mundo -dijo madame de Cintré-. Así que no diré nada. Puedes estar seguro -añadió, tendiéndole la mano al inglés, que se la cogió entre tímida e impetuosamente-. Y ahora, ¡ve a bailar! -dijo.
-¡Ah, sí, tengo unas ganas enormes de bailar! Iré y me achisparé un poco -y se marchó caminando con una carcajada lúgubre.
-¿Qué ha ocurrido entre ustedes? -preguntó Newman.
-No se lo puedo decir... ahora -dijo madame de Cintré-. Nada que deba entristecerle.
-¿Ha intentado el inglesito hacerle la corte?
Ella vaciló, y luego dijo con gravedad:
-¡No! Es un tipo muy honesto.
-Pero está usted agitada. Algo ocurre.
-Nada, repito, que deba ponerle triste. Se me ha pasado la agitación. Algún día le contaré de qué se trataba; ahora, no. ¡Ahora no puedo!
-Bueno, confieso -observó Newman- que no quiero oír nada desagradable. Estoy satisfecho con todo... en especial, con usted. He visto a todas las damas y he hablado con muchas, pero es usted de quien estoy satisfecho.
Madame de Cintré le cubrió por un momento con su mirada larga y suave, y después desvió la vista hacia la noche estrellada. Así que guardaron silencio un momento, uno al lado del otro.
-Diga que está satisfecha conmigo -dijo Newman.
La respuesta se hizo esperar un momento; al fin llegó, en voz baja pero nítida:
-Soy muy feliz.
Fue seguida de unas cuantas palabras procedentes de otra fuente, que les hicieron darse la vuelta.
-Por desgracia, me temo que madame de Cintré se va a enfriar. Me he atrevido a traerle un chal.
La señora Bread estaba allí, discretamente solícita, sosteniendo un paño blanco.
-Gracias -dijo madame de Cintré-; la visión de esas frías estrellas deja una sensación glacial. No voy a coger el chal, sino que volveremos a entrar en la casa.
Volvió y Newman fue tras ella, y a su vez la señora Bread se hizo respetuosamente a un lado para abrirles paso. Newman se detuvo un instante ante la anciana, y ella le miró con un saludo silencioso.
-Ah, sí -dijo él-, debe venirse a vivir con nosotros.
-Pues entonces, señor, si me lo permite -respondió ella-, ¡no se ha librado usted de mí!
CAPÍTULO XVII
Newman era aficionado a la música y a menudo iba a la ópera. Un par de tardes después del baile de madame de Bellegarde estaba sentado escuchando Don Giovanni, obra ésta que nunca había visto representada y en cuyo honor había venido a ocupar su butaca de platea antes de la subida del telón. Con frecuencia reservaba un palco amplio e invitaba a un grupo de compatriotas; era un tipo de pasatiempo al que era muy adicto. Le gustaba organizar grupos de amigos y dirigirlos rumbo al teatro, y llevarlos a montar en carruajes altos o a cenar en remotos restaurantes. Le gustaba hacer cosas que implicasen pagar por la gente; la vulgar verdad es que disfrutaba «invitándolos». Esto no se debía a que estuviese lo que se dice envanecido por la opulencia; manejar dinero en público le resultaba, por el contrario, absolutamente antipático; tenía una especie de modestia personal al respecto, semejante a lo que habría sentido aseándose delante de espectadores. Pero de la misma manera que le resultaba grato ir primorosamente vestido, le suponía una íntima satisfacción (la disfrutaba muy clandestinamente) mediar, en términos pecuniarios, en un plan de placer. Poner en marcha a un grupo amplio de personas y transportarlas lejos, hacerse con vehículos especiales, fletar vagones de tren y barcos de vapor, todo eso armonizaba con su disfrute de las iniciativas audaces y hacía que la hospitalidad pareciese más activa y viniese más al caso. Unas cuantas tardes antes de la ocasión de la que hablo, había invitado a varias damas y caballeros a la ópera a escuchar a madame Alboni; un grupo que incluía a la señorita Dora Finch. Ocurrió, sin embargo, que la señorita Dora Finch, sentada cerca de Newman en el palco, había disertado con brillantez no sólo durante los entreactos sino también durante muchas de las mejores partes de la representación, de manera que Newman había salido con la irritante sensación de que madame Alboni tenía una vocecita chillona y que su fraseo musical estaba muy aderezado con risitas de tipo nervioso. Tras esto, se prometió a sí mismo que durante un tiempo iría solo a la ópera.
Cuando el telón hubo caído al concluir el primer acto de Don Giovanni, Newman se dio media vuelta en el asiento para observar la sala. Justo entonces, en uno de los palcos, vio a Urbain de Bellegarde y a su esposa. La pequeña marquesa estaba muy ocupada haciendo un barrido de la sala con unos anteojos, y Newman, suponiendo que le veía, decidió ir a desearle buenas tardes. Monsieur de Bellegarde estaba apoyado contra una columna, inmóvil, la mirada al frente, con una mano en la pechera de su chaleco blanco y con la otra sujetándose el sombrero sobre el muslo. Newman estaba a punto de dejar su sitio cuando advirtió, en aquella oscura región dedicada a los palcos pequeños que en Francia reciben el nada inadecuado nombre de «bañeras», un rostro que ni la tenue iluminación ni la dis-tancia llegaban a volver del todo impreciso. Era el rostro de una mujer joven y bonita, y estaba coronado por una coiffure de rosas y diamantes. La persona en cuestión estaba echando un vistazo por toda la sala, y su abanico se movía de atrás hacia adelante con calculada elegancia; cuando lo bajó, Newman percibió unos regordetes hombros blancos y el borde de un vestido rosado. Junto a ella, muy cerca de sus hombros y hablando, evidentemente con un fervor al que ella se complacía en apenas hacer caso, estaba sentado un joven con la cara colorada y el cuello de la camisa muy bajo. Una rápida ojeada dejó a Newman fuera de toda duda; la linda joven era Noémie Nioche. Newman estudió con atención las profundidades del palco, pensando que quizá su padre estuviese presente, pero, a juzgar por lo que conseguía ver, la elocuencia del joven no tenía más oyentes. Al cabo, Newman se abrió camino para salir, y al hacerlo pasó bajo la baignoire de mademoiselle Noémie. Ella le vio acercarse, y le dedicó un gesto y una sonrisa que parecían destinados a asegurarle que seguía siendo una chica de natural bondadoso, a pesar de su envidiable ascenso en la vida. Newman pasó al foyer y lo atravesó. De pronto, se detuvo delante de un caballero que estaba sentado en uno de los divanes. Los codos del caballero estaban apoyados sobre sus rodillas; inclinado hacia adelante, miraba fijamente el pavimento, al parecer perdido en reflexiones de corte bastante funesto. Pero a pesar de su cabeza gacha Newman le reconoció, y al momento se sentó a su lado. Entonces el caballero alzó la mirada y exhibió el semblante expresivo de Valentin de Bellegarde.
-¿En qué demonios piensa tan a fondo? -preguntó Newman.
-En un asunto que exige pensar a fondo para hacerle justicia -dijo Valentin-. Mi inconmensurable idiotez.
-¿Qué es lo que ocurre ahora?
-Lo que ocurre ahora es que vuelvo a ser un hombre, y tan necio como de costumbre. Pero estuve en un tris de tomarme a esa chica au sérieux.
-¿Se refiere a esa joven que está bajo la escalera, en una baignoire, con un vestido rosa? -dijo Newman.
-¿Se ha dado cuenta de lo luminoso que es ese rosa? -preguntó Valentin a modo de respuesta-. La hace parecer tan blanca como la leche fresca.
-Blanco o negro, como usted quiera. Pero ¿ha dejado de ir a verla?
-Ah, Dios le bendiga, no. ¿Por qué habría de hacerlo? Yo he cambiado, pero ella no -dijo Valentin-. Veo que, después de todo, es una pequeña y vulgar canalla. Pero es tan divertida como siempre, y uno debe divertirse.
-Bueno, me alegro de que la considere tan desagradable -replicó Newman-. Supongo que se habrá tragado usted todas aquellas preciosas palabras que le dedicó la otra noche. La comparó con un zafiro, o un topacio, o una amatista... alguna piedra preciosa; ¿cuál era?
-No me acuerdo -dijo Valentin-, ¡quizá con un carbúnculo!* Pero esta vez no me va a dejar en ridículo. No tiene ningún encanto auténtico. Es caer muy bajo, equivocarse con una persona así.
-Le felicito -declaró Newman- por habérsele caído la venda de los ojos. Es un gran triunfo, debería sentirse mejor.
-¡Sí, me hace sentir mejor! -dijo alegremente Valentin. Y a continuación, controlándose, miró de soslayo a Newman-. Me da la sensación de que se está riendo usted de mí. Si no fuera de la familia, me lo tomaría a mal.
-No, no me estoy riendo, ni tampoco soy de la familia. Me hace sentir mal. Es usted un tipo demasiado inteligente, está hecho de una pasta demasiado buena para perder el tiempo con altibajos causados por ese tipo de mercancías. ¡Hacer matizaciones sutiles sobre la señorita Nioche...! La idea me resulta enormemente absurda. Dice que ha renunciado usted a tomársela en serio; pero mientras se la tome de alguna manera, se la estará tomando en serio.
Valentin se dio media vuelta en su sitio y miró a Newman durante un rato, frunciendo el entrecejo y frotándose las rodillas.
-Vous parlez d'or. Pero tiene unos brazos asombrosamente bonitos. ¿Querrá creer que no lo supe hasta esta tarde?
-Pero, aun así, es una pequeña y vulgar canalla, recuérdelo -dijo Newman.
-Sí; el otro día tuvo el mal gusto de ponerse a insultar a su padre, a la cara, en mi presencia. Nunca lo habría esperado de ella; ¡ay, fue toda una decepción!
-Pero si quiere tanto a su padre como a su felpudo'-dijo Newman-. Eso lo descubrí la primera vez que la vi.
-Ah, ésa es otra cuestión; tiene derecho a pensar lo que quiera del viejo mendigo. Pero lo de insultarle fue mezquino; me dejó bastante perplejo. Tuvo que ver con unas enaguas de volantes que él tenía que haber recogido de la lavandera; al parecer, no había cumplido con su elegante obligación. Casi le pega un sopapo. Él se quedó mirándola con sus pequeños ojos ausentes y alisándose el viejo sombrero con el bajo de la chaqueta. Al final se dio la vuelta y se marchó sin decir palabra. Entonces yo le dije que era de muy mal gusto hablarle así al padre de uno. Ella dijo que me agradecería mucho que se lo hiciese saber cada vez que su gusto estuviera en falta; que tenía una confianza inmensa en el mío. Le dije que no me podía tomar la molestia de educar sus modales; que había supuesto que ya habían sido educados, siguiendo los mejores modelos. Me había decepcionado. No obstante, lo superaré -dijo Valentin alegremente.
-¡Ah, el tiempo lo cura todo! -respondió Newman con jocosa sobriedad. Permaneció un momento en silencio, y después añadió con otro tono-: Quisiera que pensara en lo que le dije el otro día. Véngase con nosotros a América, y le pondré en el camino de los negocios. Tiene usted muy buena cabeza, pero no la usa.
Valentin hizo una simpática mueca.
-Mi cabeza le está muy agradecida. ¿Se refiere a ese puesto en un banco?
-Hay varios sitios, pero supongo que el banco le parecería el más aristocrático.
Valentin se echó a reír.
-¡Mi querido amigo, de noche todos los gatos son pardos! Cuando uno se degrada, ya no hay niveles.
Newman estuvo un minuto sin responder. Después dijo:
-Creo que descubrirá que dentro del éxito hay niveles –dijo con cierta sequedad.
Valentin se había vuelto a echar hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas, y arañaba el suelo con su bastón. Al fin dijo, alzando la vista:
-¿De verdad piensa que tendría que hacer algo?
Newman posó la mano sobre el brazo de su amigo y le miró por un instante a través de unos párpados sagazmente entreabiertos.
-Inténtelo y verá. No da usted la talla, pero haremos la vista gorda.
-¿De verdad piensa que puedo ganar algo de dinero? Me gustaría saber qué se siente cuando se tiene un poco.
-Haga lo que le digo y será rico -dijo Newman-. Piénselo y, mirándose el reloj, se preparó para reemprender su camino hacia el palco de madame de Bellegarde.
-Palabra de honor que lo pensaré -dijo Valentin-. Iré a escuchar a Mozart otra media hora (siempre pienso mejor con música) y meditaré profundamente sobre ello.
El marqués estaba con su esposa cuando entró Newman en su palco; estaba desabrido, distante y correcto, como de costumbre; o, según apreció Newman, aún más que de costumbre.
-¿Qué le parece la ópera? -preguntó nuestro héroe-. ¿Qué opina del Don?
-Todos sabemos lo que es Mozart -dijo el marqués-; nuestras impresiones no datan de esta velada. Mozart es juventud, frescura, brillantez, facilidad; demasiada facilidad, quizá. Pero, por momentos, la interpretación es deplorablemente tosca.
-Tengo mucha curiosidad por ver cómo acaba -dijo Newman.
-Habla usted como si fuese un feuilleton en Le Figaro -observó el marqués-. Ya habrá visto esta ópera, ¿no?
-Nunca -dijo Newman-. Estoy seguro de que me acordaría. Doña Elvira me recuerda a madame de Cintré; no me refiero a sus circunstancias, sino a la música que canta.
-Es una matización muy fina -se rió con ligereza el marqués-. No hay muchas posibilidades, supongo, de que madame de Cintré sea traicionada.
-¡No muchas! -dijo Newman-. Pero ¿qué le acaba ocurriendo al Don?
-El diablo baja... o sube... -dijo madame de Bellegarde- y se lo lleva consigo. Supongo que Zerlina le recordará a mí.
-Me iré un rato al foyer -dijo el marqués- y le daré la oportunidad de decir que el comendador (el hombre de piedra) se parece a mí.
Y salió del palco.
La pequeña marquesa observó un instante el rellano aterciopelado del balcón, y después murmuró:
-Un hombre de piedra, no; un hombre de madera.
Newman había cogido la silla vacía de su marido. Ella no protestó, y entonces, súbitamente, se dio la vuelta y apoyó su abanico plegado sobre el brazo de Newman.
-Me alegro mucho de que haya venido al palco -dijo-. Quiero pedirle un favor. Quise hacerlo el jueves, en el baile de mi suegra, pero no me dio usted ninguna oportunidad. Estaba usted de tan buen humor que pensé que quizá me concediese mi pequeño favor en aquel momento; y no es que ahora pueda decirse que parece triste. Es algo que ha de prometerme. Ahora es el momento de cogerle; una vez casado, no servirá usted para nada. ¡Venga, prométalo!
-Nunca firmo un papel sin leerlo antes -dijo Newman-. Enséñeme su documento.
-No, ha de firmarlo con los ojos cerrados; yo le sostendré la mano. Venga, antes de que meta la cabeza en la soga. Debería usted darme las gracias por darle una ocasión de hacer algo divertido.
-Si tan divertido es -dijo Newman-, aún lo será más después de casarme.
-En otras palabras -exclamó madame de Bellegarde-, que no lo va a hacer. Tendrá miedo de su esposa.
-Bueno, si la cosa es intrínsecamente impropia -dijo Newman-, no tomaré parte en ella. Si no lo es, lo haré después de mi boda.
-Habla como un tratado de lógica, ¡y de lógica inglesa, por añadidura! -exclamó madame de Bellegarde-. Prométame, entonces, que lo hará después de casarse. Al fin y al cabo, disfrutaré obligándole a cumplirlo.
-Entonces, de acuerdo, después de casarme -dijo Newman con serenidad.
La pequeña marquesa vaciló un momento, mirándole, y Newman se preguntó qué vendría a continuación.
-Supongo que sabrá usted lo que es mi vida -dijo ella al cabo--. No me divierto, no veo nada, no hago nada. Vivo en París de la misma manera que podría vivir en Poitiers. Mi suegra me llama... ¿cómo es esa esa palabra tan bonita? ¿Pindonga? Me acusa de ir a lugares inauditos, y cree que debería darme suficiente motivo de alegría quedarme sentada en casa contando con los dedos a mis ancestros. Pero ¿por qué habría de preo-cuparme por mis ancestros? Estoy segura de que ellos nunca se han preocupado por mí. No tengo la menor intención de vivir con una visera verde sobre los ojos; opino que las cosas se hicieron para ser vistas. Mi esposo, sabe usted, tiene principios, y el primero de la lista es que las Tullerías son espantosamente vulgares. Si las Tullerías son vulgares, sus principios son una pesadez. Si quisiera, yo podría tener tantos principios como él. Si creciesen en el árbol familiar, me bastaría con sacudir un poco el mío para que cayese una ducha de los más distinguidos. En todo caso, prefiero Bonapartes inteligentes a Borbones estúpidos.
Ah, ya veo; quiere usted ir a palacio -dijo Newman, haciendo vagas conjeturas respecto a que quizá quisiera que él apelase a la legación de Estados Unidos para allanarle el camino a los salones imperiales.
La marquesa soltó una risita estridente.
-Está usted a mil millas de distancia. Ya me ocuparé yo misma de las Tullerías; el día que decida ir, se alegrarán mucho de recibirme. Tarde o temprano bailaré en una cuadrilla imperial. Sé lo que me va a decir: «¿Y se va a atrever?». Pues sí que me atreveré. Temo a mi marido; es suave, tranquilo, irreprochable, todo lo que usted ya sabe; pero le tengo miedo... le tengo un miedo horrible. Y sin embargo habré de llegar a las Tullerías. Pero no será este invierno, ni quizá tampoco el siguiente, y mientras tanto he de vivir. Por el momento, quiero ir a otro sitio; es mi sueño. Quiero ir al Bal Bullier.
-¿Al Bal Bullier? -repitió Newman, a quien al pronto nada le decían estas palabras.
-El baile del Quartier Latin, donde bailan los estudiantes con sus queridas. No me diga que no ha oído hablar de él.
-Ah, sí -dijo Newman-; he oído hablar de él; ahora me acuerdo. Incluso he estado ahí. Y ¿allí quiere ir?
-Es ridículo, es vulgar, es todo lo que usted quiera. Pero quiero ir. Algunos amigos míos han ido, y dicen que es tremendamente drôle*. Mis amigos van a todas partes; la única que se queda alicaída en casa soy yo.
-Me da la impresión de que ahora mismo no está en casa -dijo Newman-, y yo no diría exactamente que esté alicaída.
-Me aburro de muerte. En los últimos ocho años he ido a la ópera dos veces a la semana. Siempre que pido algo me tapan la boca con el consabido «Por favor, madame, ¿acaso no tiene un palco en la ópera? ¿Qué más puede desear una mujer de buen gusto?». En primer lugar, mi palco en la ópera iba incluido en mi contra; me lo tienen que dar. Esta noche, por ejemplo, habría preferido mil veces ir al Palais Royal. Pero mi marido se niega a ir al Palais Royal porque las mujeres de palacio van mucho allí. Ya se podrá usted imaginar, entonces, si me va a llevar al Bullier; dice que es una mera imitación (y mala) de lo que hacen en casa de la princesa Kleinfuss. Pero como yo no voy a lo de la princesa Kleinfuss, lo siguiente mejor es ir al Bullier. En cualquier caso, es mi sueño; es una idea fija. Lo único que le pido a usted es que me ofrezca su brazo; es usted la persona menos compromete-dora. No sé por qué, pero lo es. Lo puedo organizar. Algo habré de arriesgar, pero ése es asunto mío. Además, la fortuna favorece a los valientes. No me rechace; ¡es mi sueño!
Newman soltó una sonora risotada. Le parecía que no valía la pena ser la esposa del marqués de Bellegarde, una hija de los cruzados, heredera de seis siglos de glorias y tradiciones, para haber centrado las propias aspiraciones en una escena en la que varios centenares de muchachas les quitaban a los jóvenes los sombreros a puntapiés. Se le antojaba un tema digno de un moralista, pero no tenía tiempo para moralizar sobre ello. El telón se alzó de nuevo; monsieur de Bellegarde volvió y Newman regresó a su sitio.
Observó que Valentin de Bellegarde había tomado asiento en la baignoire de mademoiselle Nioche, detrás de la joven y de su acompañante, lugar donde se le podía ver sólo si se le buscaba con atención. Durante el siguiente acto, Newman se lo encontró en el vestíbulo y le preguntó si había reflexionado sobre su posible emigración.
-Si de verdad tenía intención de meditar -dijo-, podría haber escogido mejor sitio.
-Ah, el sitio no estaba mal -dijo Valentin-. No estaba pensando en esa muchacha. Escuchaba la música, y, sin pensar en la representación ni mirar el escenario, le daba vueltas a su propuesta. Al principio me parecía bastante descabellada. Yentonces cierto violín de la orquesta (pude distinguirlo) empezó a sonar diciendo: «¿Por qué no, por qué no?». Y acto seguido todos los violines recogieron ese rápido movimiento, y la batuta del director parecía batirlo en el aire: «¿Por qué no, por qué no?» ¡Sin duda, no puedo responder a eso! No veo por qué no. No veo por qué no habría de hacer algo. Realmente, me parece una idea muy brillante. Todo esto está muy trasnochado. Además, podría volver con un baúl lleno de dólares. Y es posible que lo encuentre divertido. Dicen que soy un raffiné, ¿quién sabe si quizá descubriré un encanto insospechado en hacer de tendero? Tendría cierto aspecto romántico, pintoresco; quedaría bien en mi biografía. Parecería que soy un hombre fuerte, un hombre de primera, un hombre que ha dominado las circunstancias.
-No se preocupe por cómo quedaría -dijo Newman-. Siempre queda bien tener medio millón de dólares. No hay ninguna razón para que no pueda usted tenerlos si atiende a lo que le digo (sólo a mí) y no habla con otros sujetos.
Metió su brazo en el de su amigo, y estuvieron caminando un rato de un extremo a otro por uno de los pasillos menos frecuentados. La imaginación de Newman empezó a arder con la idea de convertir a su brillante e indomable amigo en un hombre de negocios de primera. Sintió en ese momento una especie de fervor espiritual, el fervor del propagandista. Su ardor era, en parte, fruto de ese malestar general que le producía la contemplación de un capital sin invertir; una inteligencia de tanta calidad como la de Bellegarde tenía que aplicarse a usos de altura. Los usos más elevados que la experiencia le había dado a conocer a Newman eran ciertas artimañas trascendentes para comerciar en acciones de ferrocarril. Su fervor, además, se avivó por el cariño personal que le tenía a Valentin; sentía por él una suerte de compasión que, era consciente de ello, jamás podría haber hecho entender al conde de Bellegarde. No le abandonaba la sensación de que era una lástima que Valentin considerase una vida plena el rotar con botas bruñidas entre la Rue d'Anjou y la Rue de l'Université, recorriendo de paso el Boulevard des Italiens, cuando allá en América el paseo de uno abarcaba todo un continente y el bulevar se extendía desde Nueva York a San Francisco. Además, le mortificaba pensar que Valentin no tenía dinero; había en ello algo dolorosamente grotesco. A Newman le afectaba como lo habría hecho la ignorancia de un compañero, por lo demás irreprochable, en relación con alguna rama rudimentaria del saber. Ante un caso así, habría dicho que hay cosas que uno sabe de modo natural. De la misma manera, si uno pretendía estar cómodo en el mundo, tenía dinero como algo natural; ¡lo había ganado! Ajuicio de Newman, había algo casi ridículamente anómalo en el espectáculo de aspiraciones fogosas que no iban acompañadas de grandes inversiones en ferrocarriles; aunque puedo añadir que no habría sostenido que tales inversiones fuesen en sí mismas un buen fundamento para tener aspiraciones.
-Conseguiré que haga algo -le dijo a Valentin-; le pondré en marcha. Sé de unas cuantas cosas en las que le podremos hacer un hueco. Ya verá lo que es trabajar con energía. Tardará un poco en acostumbrarse a esta vida, pero en seguida se adaptará, y al cabo de seis meses (cuando haya hecho un par de cosas por su cuenta) le gustará. Y estando allí su hermana, le resultará muy grato. También para ella será grato tenerle a usted. Sí, Valentin -siguió Newman, dándole un cordial apretón al brazo de su amigo-, creo que veo cuál es el mejor estreno para usted. Guarde silencio y le empujaré directamente hacia adentro.
Newman continuó con esta veta protectora un rato más. Los dos hombres se estuvieron paseando durante un cuarto de hora. Valentin escuchaba y hacía preguntas, provocando con muchas de ellas las carcajadas de Newman ante la ingenuidad de su ignorancia de los procedimientos corrientes de ganar dinero; también él sonreía, a medias entre la ironía y la curiosidad. Y aun así, estaba serio; le fascinaba la versión prosaica que de la leyenda de El Dorado hacía Newman. Con todo, era cierto que, si bien aceptar un «estreno» en una casa comercial americana podía ser algo valiente, original y sumamente gustoso en sus consecuencias, objetivamente Valentin no llegaba a verse a sí mismo haciéndolo. Así que, cuando sonó la campana para indicar el final del entreacto, hubo cierto heroísmo fingido en el hecho de que dijese, con su brillante sonrisa:
-¡Bueno, entonces encarríleme; empújeme hacia adentro! Me pongo en sus manos. Sumérjame en el puchero y conviértame en oro.
Habían pasado al pasillo que rodeaba la fila de baignoires, y Valentin se detuvo frente al oscuro palquito en el que mademoiselle Nioche se había acomodado y apoyó la mano en el picaporte.
-Ah, venga, ¿vuelve usted ahí? -preguntó Newman.
-Mon Dieu, oui -dijo Valentin.
-¿No tiene otro sitio?
-Sí, tengo mi sitio habitual, en el patio de butacas.
-Entonces, más le valdría ir a ocuparlo.
-También desde allí veo muy bien a Noémie -añadió serenamente Valentin-; y esta noche merece la pena verla. Pero -añadió al instante-justo ahora tengo una razón concreta para volver.
-Ah, me rindo -dijo Newman-. ¡Está usted encaprichado!
-No, se reduce a lo siguiente. Hay un joven en el palco al que le fastidiará que entre, y quiero fastidiarle.
-Lamento oír eso -dijo Newman-. ¿No puede dejar en paz al pobre tipo?
-No, me ha dado un motivo. El palco no es suyo; Noémie llegó sola y se instaló. Fui a hablar con ella, y al poco rato me pidió que fuese a recoger su abanico del bolsillo de su abrigo, que se había llevado la ouvreuse. En mi ausencia, este caballero entró y cogió la silla de al lado de Noémie, en la que yo estaba sentado. Mi reaparición le disgustó, y tuvo la grosería de manifestarlo. Estuvo en un tris de ser impertinente. No sé quién es; un vulgar canalla cualquiera. No se me ocurre de dónde saca amistades así. Ha estado bebiendo, además, pero aun así sabe lo que se trae entre manos. Justo ahora, en el segundo acto, ha vuelto a ser grosero. Volveré a hacer acto de presencia durante diez minutos: tiempo de sobra para darle una oportunidad de explayarse si le apetece. De verdad que no puedo permitir que este bruto piense que me está dejando fuera del palco.
-Mi querido amigo -le reconvino Newman-, ¡vaya juego de niños! No irá usted a buscar pelea por esa chica, espero.
-La chica no tiene nada que ver en esto, y no tengo ninguna intención de buscar pelea. No soy un matón ni un matamoros.
Sencillamente, quiero que quede claro un punto, como corresponde a un caballero.
-¡Ah, maldito sea su punto! -dijo Newman-. Ése es el problema de ustedes los franceses; siempre tienen que estar aclarando puntos. Bueno -añadió-, sea breve. Pero si se va a dedi-car a este tipo de cosas, tendremos que embarcarle rumbo a América antes de lo previsto.
-Muy bien -respondió Valentin-, cuando usted quiera. Pero si me voy a América, no debo permitir que este caballero suponga que es para huir de él.
Y se separaron. Al terminar el acto, Newman observó que Valentin seguía en la baignoire. Se dirigió de nuevo hacia el pasillo, esperando encontrarse con él, y cuando estaba a pocos pasos del palco de mademoiselle Nioche vio salir a su amigo, acompañado del joven que se había sentado junto a su hermosa ocupante. Los dos caballeros caminaron a paso rápido hasta un extremo lejano del vestíbulo, donde Newman advirtió que se detenían y se ponían a hablar. Los gestos de ambos eran muy tranquilos, pero el desconocido, que parecía acalorado, se había empezado a enjugar enfáticamente el rostro con un pañuelo. Para entonces, Newman ya había llegado a la altura de la bagnoire, la puerta se había quedado abierta de par en par, y dentro veía un vestido rosa. Entró inmediatamente. Mademoiselle Nioche se volvió y le saludó con una espléndida sonrisa.
-Ah, ¿por fin se ha decidido a venir a verme? -exclamó-. Ahórrese los buenos modales. Me encuentra usted en un buen momento. Siéntese -en su mejilla había un pequeño rubor muy favorecedor, y su mirada tenía un brillo muy perceptible. Cualquiera habría dicho que acababa de recibir muy buenas noticias.
-¡Aquí ha ocurrido algo! -dijo Newman sin sentarse.
-Me encuentra usted en muy buen momento -repitió ella-. Dos caballeros (uno de ellos es monsieur de Bellegarde; a usted debo el placer de conocerle) acaban de cruzar unas palabras sobre su humilde servidora. Palabras muy fuertes, además. No pueden salir airosos si no cruzan las espadas. Un duelo... ¡eso me dará un empujoncito! -exclamó mademoiselle Noémie, dando palmadas con sus pequeñas manos-. C'est la qui pose une femme!
-¡No querrá usted decir que Bellegarde va a batirse por usted! -exclamó con desagrado Newman.
-¡Nada menos! -y le miró con una sonrisita dura-. ¡No, no, no es usted galante! Y si impide este lance le deberé una... ¡y pagaré mi deuda!
Newman articuló una imprecación que, si bien breve -tan sólo consistió en la interjección «¡Oh!» seguida de un sustantivo geográfico, o quizá, más correctamente, teológico, de cuatro letras*-, mejor será no trasladar a estas páginas. Le dio la espalda sin más ceremonias al vestido rosa y salió del palco. En el pasillo se encontró con Valentin y su acompañante, que venían caminando hacia él. Este último se estaba metiendo una tarjeta en el bolsillo del chaleco. El celoso adepto de mademoiselle Noémie era un joven alto y robusto con una nariz gruesa, azules ojos saltones, fisonomía germánica y una enorme cadena de reloj. Cuando llegaron al palco, Valentin, con una reverencia exagerada, le cedió el paso para que entrase primero. Newman tocó el brazo de su amigo en señal de que quería hablar con él, y éste le respondió que le esperase un instante. Valentin entró en el palco detrás del robusto joven, pero al cabo de un par de minutos reapareció, con una ancha sonrisa.
-Está inmensamente halagada -dijo-. Dice que le vamos a procurar su fortuna. No quiero ser fatuo, pero creo que es muy posible.
-¿Así que va a luchar? -dijo Newman.
-Mi querido amigo, no ponga ese gesto de mortal disgusto. No fue por elección mía. La cosa está organizada.
-¡Se lo dije! -gimió Newman.
-Yo se lo dije a él -dijo Valentin, sonriendo.
-¿Qué le ha hecho a usted?
-Mi buen amigo, eso no importa. Empleó una expresión... Yo se la tuve en cuenta.
-Pero insisto en saberlo; como hermano mayor de usted, no puedo permitir que se lance a una ridiculez así.
-Le estoy muy agradecido -dijo Valentin-. No tengo nada que ocultar, pero no puedo entrar en detalles aquí y ahora.
-Entonces nos iremos de este sitio. Me lo puede contar fuera.
-Ah, no, no puedo irme de aquí; ¿por qué habría de marcharme a toda prisa? Me iré a mi butaca y me quedaré hasta que termine la ópera.
-No la disfrutará; estará preocupado.
Valentin le miró un momento, se ruborizó un poco, sonrió y le dio unos golpecitos en el brazo.
-¡Es usted deliciosamente simple! Antes de un lance, un hombre debe estar tranquilo. Lo más tranquilo que puedo hacer es irme directamente a mi sitio.
-Ah -dijo Newman-, quiere que ella le vea ahí... a usted y a su tranquilidad. ¡No soy tan simple! Mal negocio es éste. Valentin se quedó, y los dos hombres, en sus respectivos lugares, presenciaron el resto de la representación, de la cual también disfrutaron mademoiselle Nioche y su truculento admirador. Al acabar, Newman se volvió a reunir con su amigo y salieron juntos a la calle. Valentin sacudió la cabeza ante la propuesta de que se subiese con él a su vehículo, y se detuvo al borde de la acera.
-He de irme solo -dijo-; tengo que buscar a un par de amigos que se harán cargo de esta cuestión.
-Yo me haré cargo -declaró Newman-. Póngalo en mis manos.
-Es usted muy amable, pero eso es imposible. En primer lugar, es, como acaba de decir, casi mi hermano; está a punto de casarse con mi hermana. Eso por sí solo le descalifica; siembra dudas respecto a su imparcialidad. Y, aunque no fuera así, para mí sería suficiente el hecho de que tengo la enorme sospecha de que desaprueba usted el lance. Intentaría impedir un encuentro.
-Por supuesto que lo haría -dijo Newman-. Sean quienes sean sus amigos, espero que lo hagan.
-No cabe duda de que lo harán. Insistirán en que se pidan excusas, excusas como es debido. Pero usted sería demasiado amable. No sirve.
Newman guardó silencio un momento. Estaba profundamente molesto, pero vio que era inútil intentar entrometerse.
-¿Cuándo va a tener lugar esta preciosa función? -preguntó.
-Cuanto antes, mejor -dijo Valentin-. Pasado mañana, espero.
-Bueno -dijo Newman-; ciertamente, tengo derecho a conocer los hechos. No puedo acceder a cerrar los ojos ante este asunto.
-Será todo un placer contarle los hechos -dijo Valentin-. Son muy simples, y será rápido. Pero ahora todo depende de que les eche el guante a mis amigos sin más tardanza. Cogeré un coche de punto; usted más vale que se dirija a mis habitaciones y me espere allí. Llegaré dentro de una hora.
Newman asintió entre protestas, dejó marcharse a su amigo y después se trasladó al pequeño y pintoresco apartamento de la Rue d'Anjou. Pasó más de una hora antes de que volviese Valentin, pero cuando lo hizo pudo anunciar que había encontrado a uno de los amigos deseados, y que este caballero se había responsabilizado de conseguir un socio. Newman había estado sentado, sin luz, junto al fuego debilitado de Valentin, al que había arrojado un tronco; la llama jugueteaba por la sala pequeña y recargada, creando fantásticos destellos y sombras. Escuchó en silencio el informe sobre lo que había ocurrido entre él y el caballero cuya tarjeta llevaba en el bolsillo -monsieur Stanislas Kapp, de Estrasburgo- tras su regreso al palco de mademoiselle Nioche. Esta hospitalaria joven había columbrado a un conocido en el otro extremo del edificio, y había expresado su enojo por el hecho de que éste no tuviese la atención de ir a hacerle una visita. «¡Ah, déjele en paz! -había exclamado monsieur Stanislas Kapp-. Ya hay demasiadas personas en el palco.» Y había clavado una mirada demostrativa sobre monsieur de Bellegarde. Valentin había replicado al punto que, si había demasiadas personas en el palco, a monsieur Kapp le sería fácil disminuir el número. «¡Estaré encantado de sujetarle a usted la puerta para que salga! », exclamó monsieur Kapp. Y Valentin respondió: « ¡Será un placer arrojarle a la platea! ». « ¡Ah, armen bulla, por favor, y salgan en los periódicos! », había gritado con alborozo la señorita Noémie. «Monsieur Kapp, échele; o, monsieur de Bellegarde, arrójele a la platea, al foso de la orquesta, ¡adonde sea! No me importa quién haga qué, con tal de que monten un número.» Valentin respondió que no montarían ningún número, sino que el caballero sería tan amable de salir con él al pasillo. En el pasillo, tras otro breve intercambio de palabras, había habido un intercambio de tarjetas. Monsieur Stanislas Kapp estaba muy tenso. Evidentemente, estaba empeñado en demostrar que era él el ofendido.
-El hombre, sin ninguna duda, estuvo insolente -dijo Newman-; pero si usted no hubiese regresado al palco, esto no habría ocurrido.
-Vaya, ¿no ve -replicó Valentin- que el acontecimiento confirma la suma conveniencia de mi regreso al palco? Monsieur Kapp quería provocarme; estaba esperando su oportunidad. En casos como éste (esto es, cuando un hombre, por decirlo así, está sobre aviso), hay que estar a mano para recibir la provocación. No haber vuelto habría sido, sencillamente, como decirle a monsieur Stanislas Kapp: «Oh, si se va a poner usted desagradable ...».
-«...Tendrá que componérselas usted solo; ¡que me aspen si le ayudo! » Decir eso sí que habría sido realmente sensato. Da la impresión de que para usted el único atractivo era la perspectiva de la impertinencia de monsieur Kapp -continuó Newman-. Me dijo que no regresaba por la chica.
-Ah, no siga mencionando a esa chica -murmuró Valentin-. Es un aburrimiento.
-De todo corazón. Pero si es eso lo que piensa de ella, ¿por qué no pudo dejarla en paz?
Valentin sacudió la cabeza con una hermosa sonrisa.
-No creo que llegue usted a entenderlo del todo, y no creo que yo sea capaz de hacérselo entender. Ella comprendió la situación; sabía lo que se cocía en el ambiente; nos estaba mirando.
-¡También un gato puede mirar a un rey! ¿Qué diferencia hay?
-Vaya, un hombre no se puede desdecir delante de una mujer.
-Para mí no es una mujer. Usted mismo dijo que era una piedra -exclamó Newman.
-Bueno -replicó Valentin-, sobre gustos no hay nada escrito. Es una cuestión de sensibilidad; se mide con el sentido del honor de cada uno.
-¡Ah, maldito sea su sentido del honor! -exclamó Newman.
-Esto es hablar por hablar -dijo Valentin-; las palabras ya pasaron, y el asunto está decidido.
Newman se dio la vuelta y cogió su sombrero. Entonces, haciendo una pausa con la mano sobre la puerta, preguntó:
-¿Qué van a utilizar?
-Eso le corresponde elegirlo a monsieur Stanislas Kapp, como parte desafiada. Mi propia elección sería una espada corta y ligera. La manejo bien. Soy un tirador mediocre.
Newman se había puesto el sombrero; se lo retiró hacia atrás y se rascó con suavidad la parte superior de la frente.
-Ojalá fuesen pistolas -dijo-. ¡Le podría enseñar cómo se encaja una bala!
Valentin estalló en risas.
-¿Qué es lo que dice cierto poeta inglés sobre ser consecuente? Que es una flor, o una estrella, o una joya... ¡La suya tiene la belleza de las tres juntas! -pero aceptó volver a ver a Newman por la mañana, una vez que los detalles de su encuentro con monsieur Stanislas Kapp se hubiesen ultimado.
En el curso del día, Newman recibió unas breves líneas de Valentin, en las que le decía que la decisión era que él y su adversario cruzasen la frontera, y que iba a coger el expreso nocturno a Ginebra. Tendría tiempo, aun así, de cenar con Newman. A media tarde, Newman fue a ver a madame de Cintré, pero su visita fue breve. Estaba tan afable y simpática como siempre, pero triste, y confesó, cuando Newman le acusó de tener los ojos rojos, que había estado llorando. Valentin había estado con ella un par de horas antes, y su visita le había dejado una dolorosa sensación. Se había reído y había chismorreado, no le había traído malas noticias; sólo que, a su manera, había estado bastante más afectuoso que de costumbre. Su ternura fraternal la había conmovido, y, al marcharse, madame de Cintré había prorrumpido en sollozos. Había sentido como si algo extraño y triste fuese a ocurrir; había intentado alejar la fantasía razonando, y el esfuerzo sólo le había dado dolor de cabeza. Newman, claro está, tenía forzosamente la lengua atada sobre el duelo, y su talento dramático no estaba a la altura de satirizar el presentimiento de madame de Cintré con tanta sutileza como exigía una salvaguardia perfecta. Antes de marcharse le preguntó a madame de Cintré si Valentin había visto a su madre.
-Sí -respondió-, pero no la ha hecho llorar.
Fue en el propio apartamento de Newman donde cenó Valentin. Se había traído la maleta, para poder así desplazarse directamente al tren. Monsieur Stanislas Kapp se había negado en redondo a presentar sus excusas, y él, como era obvio, por su parte no tenía ninguna que ofrecer. Valentin había descubierto con quién estaba tratando. Monsieur Stanislas Kapp era hijo y heredero de un rico cervecero de Estrasburgo, y era un joven de temperamento sanguíneo... y sanguinario. Estaba despilfarrando la cervecera paterna, y aunque en general se le tenía por un buen tipo, ya se había observado que después de cenar se ponía pendenciero. « Que voulez-vous? -dijo Valentin-. Si se ha criado con cerveza, no soporta el champán.» Había escogido pistolas. Valentin, durante la cena, tuvo un apetito excelente; se había propuesto, con vistas a su largo viaje, comer más de lo habitual. Se tomó la libertad de sugerirle a Newman una leve modificación en la receta de cierta salsa de pescado; pensaba que merecería la pena mencionársela al cocinero. Pero la cabeza de Newman no estaba para salsas de pescado; tenía un disgusto enorme. Sentado, mirando cómo su bondadoso e inteligente amigo daba cuenta de su excelente ágape con la delicada parsimonia del epicureísmo hereditario, la locura de que un tipo tan encantador se marchase de viaje para exponer su agradable y joven vida por mor de monsieur Stanislas y mademoiselle Noémie le golpeó con una fuerza insoportable. Le había tomado afecto a Valentin, ahora se daba cuenta de hasta qué punto; y su sensación de impotencia no hacía sino aumentar su exasperación.
-Bueno, puede que estas cosas estén muy bien -exclamó al fin-, pero confieso que no llego a verlo. Quizá no pueda impedírselo, pero al menos puedo protestar. Protesto, y violentamente.
-Mi querido amigo, no arme una escena -dijo Valentin-. Las escenas en estos casos son de muy mal gusto.
-Su duelo sí que es una escena -dijo Newman-; ¡no es otra cosa! Es un miserable asunto teatral. ¿Por qué no se lleva sin más una banda de música? Es una maldita barbaridad y una maldita perversión, las dos cosas.
-Ah, no puedo empezar, a estas horas del día, a defender la teoría del duelo -dijo Valentin-. Es nuestra costumbre, y creo que es una buena cosa. Al margen de la bondad de la causa por la que se pueda librar un duelo, posee una especie de encanto pintoresco que, en esta era de vil prosa, a mi juicio lo hace muy recomendable. Es una reliquia de una época de temperamento más elevado; hay que aferrarse a ella. No lo dude, un duelo nunca está de más.
-No sé a qué se refiere con una época de temperamento más elevado -dijo Newman-. Que su bisabuelo fuera un necio, ¿es razón para que usted lo sea? Por lo que a mí respecta, creo que mejor haríamos en dejar que nuestro temperamento se ocupase de sí mismo; en general, me parece que ya es bastante alto; no temo ser demasiado humilde. Si su bisabuelo se pusiera desagradable conmigo, creo que hasta sería capaz de componérmelas con él.
-Mi querido amigo -dijo Valentin, sonriendo-, usted no puede inventar nada que sustituya la satisfacción de responder a un insulto. Exigirla y darla son arreglos igualmente excelentes.
-¿Llama satisfacción a este tipo de cosa? -preguntó Newman-. ¿Le satisface recibir como regalo el cadáver de ese vulgar petimetre? ¿Le es grato que él reciba el suyo como regalo? Si un hombre le pega, devuélvale el golpe; si un hombre le difama, pídale cuentas.
-¿Pedirle cuentas, ante un tribunal? ¡Ah, eso está muy feo! -dijo Valentin.
-La fealdad es de él, no de usted. Y, si a eso vamos, lo que está usted haciendo no es especialmente bonito. Es usted demasiado bueno para ello. No digo que sea el hombre más útil del mundo, o el más inteligente, o el más bondadoso. Pero vale usted demasiado para ir a que le corten el cuello por una prostituta.
Valentin se ruborizó un poco, pero se rió.
-No me cortarán el cuello si puedo evitarlo. Además, el honor de uno no tiene dos raseros diferentes. Sólo sabe que está herido; no pregunta cuándo, ni cómo, ni dónde.
-¡Más tonto es, entonces! -dijo Newman.
Valentin dejó de reírse; tenía un aspecto solemne.
-Le ruego que no diga nada más -dijo-. Si lo hace, casi pensaré que no le importa... que no le importa... -y se detuvo.
-¿Qué?
-Esa cuestión... el honor de uno.
-Piense lo que le plazca -dijo Newman-. Imagínese, ya que está en ello, que me importa usted... aunque no lo merece. Pero regrese indemne -añadió a continuación- y le perdonaré. Y entonces -continuó mientras Valentin se marchaba- le embarcaré directamente a América.
-Bueno -respondió Valentin-, si he de pasar a una nueva página, éste puede ser el colofón a la antigua -y después encendió otro cigarro y se marchó.
-¡Maldita sea esa chica! -dijo Newman, mientras la puerta se cerraba tras Valentin.
CAPÍTULO XVIII
A la mañana siguiente Newman fue a ver a madame de Cintré, calculando su visita para llegar después del almuerzo de mediodía. En el patio de la mansión, frente al pórtico, estaba el viejo carruaje de madame de Bellegarde. El criado que abrió la puerta respondió a la pregunta de Newman con un murmullo ligeramente turbado y vacilante, y en ese preciso momento la señora Bread apareció al fondo, con su habitual semblante anublado y vestida con un gran sombrero negro y un chal.
-¿Qué ocurre? -preguntó Newman-. ¿Está madame la Comtesse en casa, o no?
La señora Bread avanzó, mirándole fijamente; Newman observó que sostenía entre los dedos, con mucha delicadeza, una carta sellada.
-La condesa ha dejado un mensaje para usted, señor; ha dejado esto -dijo la señora Bread a la vez que le presentaba la carta, que Newman cogió.
-¿Dejado? ¿Está fuera? ¿Se ha marchado?
-Se marcha, señor; abandona la ciudad dijo la señora Bread.
-¡Abandona la ciudad! -exclamó Newman-. ¿Qué ha pasado?
-No me corresponde a mí decirlo, señor -dijo la señora Bread, mirando al suelo-. Pero pensé que esto acabaría sucediendo.
-Por favor, dígame, ¿qué es lo que acabaría sucediendo? -exigió saber Newman. Había roto el sello de la carta, pero seguía preguntando-. ¿Se encuentra en casa? ¿Se la puede ver?
-No creo que le esperase esta mañana -replicó la vieja doncella-. Iba a partir de inmediato.
-¿Adónde va?
-A Fleurières.
-¿A Fleurières? Pero ¿seguro que no la puedo ver?
La señora Bread titubeó un momento, y después, juntando las manos, dijo: «¡Le acompañaré!». Y le guió escalera arriba. Al final de la escalera se detuvo y le miró con ojos secos y tristes. «Sea indulgente con ella -dijo-; ¡está muy triste!» Después siguió hacia el apartamento de madame de Cintré; Newman, perplejo y alarmado, la siguió rápidamente. La señora Bread abrió la puerta de par en par, y él retiró la cortina hasta el otro extremo del ancho alféizar. En medio de la habitación estaba madame de Cintré; tenía la cara pálida y estaba vestida para viajar. Tras ella, ante la chimenea, estaba Urbain de Bellegarde, mirándose las uñas; cerca del marqués estaba su madre, que, sumergida en una butaca, reparó al instante en Newman. Éste sintió, tan pronto como entró en la habitación, que se hallaba en presencia de algo maligno; sintió sobresalto y dolor, igual que si hubiese oído un grito amenazador en pleno silencio de la noche. Se dirigió directamente a madame de Cintré y le agarró la mano.
-¿De qué se trata? -preguntó con tono imperativo-; ¿qué está pasando?
Urbain de Bellegarde le miró de hito en hito, después cambió de sitio y se apoyó en la butaca de su madre, detrás. Era evidente que la súbita irrupción había incomodado tanto a la madre como al hijo. Madame de Cintré permanecía en silencio, posando sus ojos sobre los de Newman. A menudo le había mirado con toda su alma, tal y como él lo entendía; pero en esta mirada de ahora había una suerte de hondura sin fondo. Estaba sufriendo; jamás había visto Newman cosa tan conmovedora. El corazón se le subió a la garganta, y a punto estuvo de dirigirse a los acompañantes de madame de Cintré en furioso desafío; pero ella le contuvo, apretando la mano que sostenía la suya.
-Ha ocurrido algo muy serio -dijo-. No puedo casarme con usted.
Newman le soltó la mano y se quedó mirando, primero a ella y luego a los demás.
-¿Por qué no? -preguntó con toda la calma que le fue posible.
Madame de Cintré casi sonrió, pero el intento fue extraño.
-Debe preguntarle a mi madre, debe preguntarle a mi hermano.
-¿Por qué no se puede casar conmigo? -dijo Newman, mirándolos.
Madame de Bellegarde no hizo el menor movimiento, pero estaba tan pálida como su hija. El marqués bajó la vista hacia su madre. Ella no dijo nada durante un rato, pero valientemente sus penetrantes ojos claros no se apartaron de Newman. El marqués se irguió y miró al techo.
-¡Es imposible! -dijo Newman con suavidad.
-Es impropio -dijo madame de Bellegarde.
Newman empezó a reírse.
-¡Ah, están bromeando! -exclamó.
-Hermana, no tienes tiempo; vas a perder el tren -dijo el marqués.
-Venga, ¿está loco? -preguntó Newman.
-No, no piense eso -dijo madame de Cintré-. Pero me marcho.
-¿Adónde va?
-Al campo, a Fleurières; a estar sola.
-¿Para dejarme? -dijo lentamente Newman.
-No le puedo ver, ahora no -dijo madame de Cintré.
-Ahora... ¿por qué no?
-Estoy avergonzada -dijo simplemente madame de Cintré.
Newman se volvió hacia el marqués.
-¿Qué es lo que le han hecho... qué significa esto? -preguntó con el mismo esfuerzo por mantener la calma, fruto de su constante práctica en tomarse las cosas con tranquilidad. Estaba agitado, pero en él la agitación no era sino una deliberación más intensa; era como un nadador desnudo.
-Significa que he renunciado a usted -dijo madame de Cintré-. Eso significa.
Su rostro estaba demasiado cargado de una expresión trágica como para no confirmar sus palabras por completo. Newman estaba profundamente horrorizado, pero hasta ahora no sentía ningún resentimiento hacia ella. Estaba asombrado, aturdido, y la presencia de la vieja marquesa y de su hijo parecía golpearle los ojos como el fulgor de la linterna de un vigilante.
-¿No puedo verla a solas? -preguntó.
-Únicamente sería más doloroso. Esperaba no verle... iba a escaparme. Le escribí. Adiós.
Y volvió a tenderle la mano.
Newman se metió las manos en los bolsillos.
-Iré con usted -dijo.
Ella puso las dos manos sobre el brazo de Newman.
-¿Me concederá un último ruego? -dijo, y mientras le miraba encarecidamente sus ojos se llenaron de lágrimas-. Deje que me vaya sola... deje que me vaya en paz. No puedo llamarlo paz... es la muerte. Pero déjeme enterrarme. Así que... adiós.
Newman se pasó la mano por el cabello y se quedó frotándose lentamente la cabeza, mirando, con ojos entrecerrados por el anhelo, de una a otra de las tres personas que tenía enfrente. Tenía los labios apretados, y las dos líneas que se habían formado junto a su boca podrían haber dado la impresión, en un primer vistazo, de que estaba sonriendo. He dicho que su agitación no era sino una deliberación más intensa, y ahora presentaba un aspecto torvamente deliberativo.
-Esto tiene todos los visos de que se ha entrometido usted, marqués -dijo lentamente-. Pensaba que dijo que no se entrometería. Sé que no le gusto, pero eso no cambia las cosas. Pensaba que me había prometido que no se entrometería. Pensaba que había jurado por su honor que no se entrometería. ¿No lo recuerda, marqués?
El marqués arqueó las cejas; pero al parecer estaba decidido a observar una urbanidad aún mayor que la acostumbrada. Apoyó las dos manos sobre el respaldo de la silla de su madre y se inclinó hacia adelante, como si se estuviera asomando al borde de un púlpito o de una mesa de conferencias. No sonreía, sino que ofrecía un aspecto moderadamente solemne.
-Discúlpeme, señor -dijo-, le aseguré que no influiría en la decisión de mi hermana. Respeté, al pie de la letra, mi compromiso. ¿No es así, hermana?
-No apeles, hijo mío dijo la marquesa-, basta con tu palabra.
-Sí... me aceptó -dijo Newman-. Es completamente cierto; no lo puedo negar. Por lo menos -añadió en un tono distinto, volviéndose hacia madame de Cintré-, sí que me aceptó, ¿verdad?
Algo en su tono pareció conmoverla mucho. Se dio la vuelta, sepultando el rostro entre sus manos.
-Pero ahora se ha entrometido, ¿no es eso? -preguntó Newman al marqués.
-Ni entonces ni ahora he intentado influir en mi hermana. No hice uso entonces de la persuasión y no he hecho uso de ella hoy.
-¿Y de qué ha hecho uso?
-Hemos ejercido la autoridad -dijo madame de Bellegarde con una voz melodiosa, atimbrada.
-Ah, han ejercido la autoridad -exclamó Newman-. Han ejercido la autoridad -continuó, volviéndose hacia madame de Cintré-. ¿Qué es eso? ¿Cómo la han ejercido?
-Mi madre lo ordenó -dijo madame de Cintré.
-Le ordenó que renunciase a mí... ya veo. Y usted obedece... ya veo. Pero ¿por qué obedece? -preguntó Newman.
Madame de Cintré miró a la vieja marquesa; sus ojos la recorrieron lentamente de arriba abajo.
-Tengo miedo de mi madre -dijo.
Madame de Bellegarde se levantó con cierta rapidez, exclamando:
-¡Esta escena es de lo más indecente!
-No tengo ningún deseo de prolongarla -dijo madame de Cintré; y dirigiéndose hacia la puerta volvió a tenderle la mano-. Si puede usted compadecerme un poco, deje que me vaya sola.
Newman le estrechó la mano en silencio, con firmeza.
-Iré a verla -dijo.
El portière bajó tras ella, y Newman se hundió con un largo suspiro en la butaca más cercana. Se recostó, apoyando las manos en los remaches y mirando a madame de Bellegarde y a Urbain. Hubo un largo silencio. Estaban codo a codo, con las cabezas erguidas y arqueando sus espléndidas cejas.
-¿Así que hace usted una distinción? -dijo al cabo Newman-. ¿Una distinción entre persuadir y dar órdenes? Es muy sutil. Pero la distinción obra en favor de dar órdenes. Eso la estropea bastante.
-No tenemos ninguna objeción a definir nuestra postura -dijo monsieur de Bellegarde-. Comprendemos que, de entrada, no le resulte del todo clara. En efecto, más bien lo que esperamos es que no nos haga usted justicia.
-Ah, les haré justicia dijo Newman-. No teman. Por favor, siga.
La marquesa apoyó las manos en el brazo de su hijo, como para desaprobar el intento de definir su postura.
-Es bastante inútil -dijo- intentar zanjar esta cuestión de una manera que a usted le resulte agradable. Jamás podrá serle agradable. Es una decepción, y las decepciones son desagradables. Estuve dándole vueltas detenidamente e intenté organizarlo mejor; pero sólo obtuve un dolor de cabeza y perdí el sueño. Digamos lo que digamos, usted se sentirá maltratado, y difundirá sus agravios entre sus amigos. Pero eso no nos da miedo. Además, sus amigos no son los nuestros, y no tendrá importancia. Piense lo que quiera de nosotros. Sólo le ruego que no sea violento. Jamás en mi vida he presenciado una escena violenta de ningún tipo, y a mi edad no se puede esperar que empiece a hacerlo.
-¿Es eso todo lo que tiene que decir? -preguntó Newman, levantándose poco a poco de la silla-. Es una pobre representación para una dama tan inteligente como usted, marquesa. Venga, inténtelo de nuevo.
-Mi madre va al grano, con su habitual franqueza e intrepidez -dijo el marqués, jugueteando con la cadena de su reloj-. Pero quizá esté bien decir algo más. Por supuesto que repudiamos por completo la acusación de que hemos faltado a nuestra palabra. Le dimos plena libertad para que se le hiciese usted simpático a mi hermana. A ella le permitimos que considerase con toda libertad su propuesta. Cuando le aceptó, no le dijimos nada. Por tanto, respetamos absolutamente nuestra promesa. Fue tan sólo en una fase posterior de la relación, y sobre la base de consideraciones muy distintas, por así decirlo, cuando tomamos la determinación de hablar. Habría sido mejor, quizá, que hubiésemos hablado antes. Pero en realidad, sabe usted, todavía no se ha hecho nada.
-¿Todavía no se ha hecho nada? -Newman repitió las palabras, ignorante de su efecto cómico. Había perdido la conciencia de lo que estaba diciendo el marqués; el insigne estilo de monsieur de Bellegarde era un mero zumbido en sus oídos. Lo único que comprendía, en su profunda y simple indignación, era que la cuestión no era una broma violenta, y que las personas que estaban ante él hablaban completamente en serio-. ¿Suponen que puedo aceptar esto? -preguntó-. ¿Suponen que me pueda importar lo que digan? ¿Suponen que los puedo escuchar en serio? ¡Están sencillamente locos!
Madame de Bellegarde se dio un golpe seco con el abanico en la palma de la mano.
-Si no lo acepta, señor, lo puede dejar. Lo que usted haga tiene muy poca importancia. Mi hija ha renunciado a usted.
-Ella no lo dice en serio -declaró Newman después de un momento.
-Creo que le puedo asegurar que sí -dijo el marqués.
-Pobre mujer, ¿qué cosa tan condenable le han hecho? -exclamó Newman.
-¡Despacio, despacio! -murmuró monsieur de Bellegarde.
-Ya se lo ha dicho -dijo la vieja dama: yo se lo ordené.
Newman sacudió la cabeza, desalentado.
-Este tipo de cosas no puede ser, sabe usted -dijo-. No se puede utilizar a un hombre de esa manera. No tiene usted ningún derecho; no tiene ningún poder.
-Mi poder -dijo madame de Bellegarde- está en la obediencia de mis hijos.
-En su temor, según dijo su hija. Hay algo muy raro en esto. ¿Por qué habría de temerla su hija? -añadió Newman, después de mirar un instante a la vieja-. Aquí hay juego sucio.
La marquesa le devolvió la mirada sin inmutarse, y como si no escuchase ni tuviese en cuenta lo que decía.
-Hice lo que pude -dijo tranquilamente-. No pude soportarlo más.
-¡Era un experimento arriesgado! -dijo el marqués.
Newman sintió ganas de avanzar hasta él, agarrarle del cuello con los dedos y apretarle el gaznate con el pulgar.
-No hace falta que le diga lo que opino de usted -dijo-; por supuesto que lo sabe. Pero me atrevería a pensar que tendrá miedo de sus amigos... todas aquellas personas que me presentó la otra noche. Había entre ellos algunas personas muy simpáticas; puede usted estar seguro de que había bastantes hombres y mujeres honrados.
-Contamos con la aprobación de nuestros amigos -dijo monsieur de Bellegarde-; no hay ni una sola familia entre ellos que hubiese actuado de otra manera. Y, aunque no fuese así, no seguimos el ejemplo de nadie. Los Bellegarde han estado acostumbrados a dar ejemplo, no a esperar que se les dé.
-Habrían esperado mucho tiempo hasta que alguien les hubiese dado un ejemplo como éste -exclamó Newman-. ¿He hecho algo mal? ¿Les he dado motivos para cambiar de opi-nión? ¿Han descubierto algo contra mí? No puedo imaginármelo.
-Nuestra opinión -dijo madame de Bellegarde- es más bien la misma que al principio... exactamente la misma. No le tenemos ninguna malquerencia; estamos muy lejos de acusarle de mala conducta. Desde que empezaron sus relaciones con nosotros, ha sido usted, lo confieso con franqueza, menos... menos peculiar de lo que me esperaba. No es de su carácter de lo que tenemos queja, es de sus antecedentes. De verdad que no nos podemos resignar a una persona mercantil. En mala hora supusimos que seríamos capaces; fue una gran calamidad. Decidimos perseverar hasta el fin, y darle a usted todas las ventajas. Yo estaba resuelta a que no tuviese usted ningún motivo para acusarme de deslealtad. Ciertamente, dejamos que las cosas fuesen demasiado lejos: le presentamos a nuestros amigos. A decir verdad, fue eso, creo, lo que me descompuso. Sucumbí a la escena que tuvo lugar el jueves por la noche en estas habitaciones. Tendrá que disculparme si lo que digo le resulta desagradable, pero no podemos apearnos sin darle una explicación.
-No cabe mejor prueba de nuestra buena fe -dijo el marqués- que el que nos comprometiésemos con usted a los ojos del mundo en aquella velada. Intentamos comprometernos... atarnos las manos, por así decirlo.
-Pero fue eso mismo -añadió su madre- lo que nos abrió los ojos y rompió nuestras amarras. ¡Habríamos estado sumamente incómodos! Usted sabe -añadió a continuación- que se le puso sobre aviso. Le dije que éramos muy orgullosos.
Newman cogió su sombrero y empezó a alisarlo mecánicamente; la propia furia de su desprecio le impedía hablar.
-No son ustedes lo bastante orgullosos -observó al cabo.
-En realidad, en todo este asunto -dijo el marqués sonriendo- no veo más que nuestra humildad.
-No discutamos más de lo estrictamente necesario -prosiguió madame de Bellegarde-. Mi hija ya se lo contó todo cuando le dijo que renunciaba a usted.
-En lo que respecta a su hija, no me quedo satisfecho -dijo Newman-; quiero saber qué le han hecho. Es demasiado fácil hablar de autoridad y decir que usted se lo ordenó. No me había aceptado a ciegas, y no habría renunciado a mí a ciegas. No es que todavía me crea que realmente ha renunciado a mí; eso habrá de discutirlo conmigo. Pero la han asustado, la han intimidado, la han herido. ¿Qué es lo que le han hecho?
-¡Hice bien poco! -dijo madame de Bellegarde, con un tono que en lo sucesivo habría de darle a Newman escalofríos cada vez que se acordase.
-Permítame recordarle que le hemos ofrecido estas explicaciones -observó el marqués- con el entendimiento expreso de que se abstendría usted de recurrir a un lenguaje violento.
-No soy violento -respondió Newman-, ¡son ustedes los violentos! Pero no creo que tenga mucho más que decirles. Lo que esperan de mí, al parecer, es que siga mi camino, agradeciéndoles los favores recibidos y prometiendo no volver a molestarlos jamás.
-Esperamos de usted que actúe como un hombre inteligente -dijo madame de Bellegarde-. Ya lo ha demostrado, y lo que hemos hecho se basa por completo en que lo es. Cuando hay que rendirse, hay que hacerlo. Puesto que mi hija se retira totalmente, ¿de qué sirve que arme usted un alboroto?
-Queda por ver si su hija se retira totalmente. Su hija y yo seguimos siendo muy buenos amigos; nada ha cambiado a ese respecto. Como digo, lo hablaré con ella.
-Eso no servirá de nada -dijo la vieja dama-. Conozco a mi hija lo bastante bien para saber que, cuando pronuncia palabras como las que acaba de decirle, son terminantes. Además, me lo ha prometido.
-No me cabe la menor duda de que su promesa vale mucho más que la de usted -dijo Newman-; aun así, no renuncio a ella.
-¡Como usted guste! Pero si ella ni siquiera le ve (y así será), su constancia tendrá que quedarse en puramente platónica.
El pobre Newman estaba fingiendo una seguridad mayor que la que sentía. De hecho, la extraña intensidad de madame de Cintré le había helado el corazón; su rostro, que seguía grabado en la imaginación de Newman, había sido una imagen terriblemente gráfica de la renuncia. Se sintió enfermo y súbitamente indefenso. Se alejó y se detuvo un momento con la mano en la puerta; entonces se dio media vuelta y, tras un brevísimo titubeo, rompió a hablar con un acento distinto.
-¡Venga, piensen en lo que esto debe de significar para mí, y déjenla en paz! ¿Por qué se oponen tanto a mí... qué tengo de malo? No puedo hacerles daño, no se lo haría aunque pudiese. Soy el tipo más intachable del mundo. ¿Y qué si soy una persona mercantil? ¿A qué demonios se refieren con eso? ¿Una persona mercantil? Seré el tipo de persona que ustedes quieran que sea. Nunca les hablo de negocios. Suéltenla, y no haré ninguna pregunta. Me la llevaré conmigo, y jamás volverán a verme ni a saber de mí. Me quedaré en América, si lo desean. ¡Firmaré un papel con la promesa de no regresar nunca a Europa! ¡Lo único que quiero es no perderla!
Madame de Bellegarde y su hijo intercambiaron una mirada de lúcida ironía, y Urbain dijo:
-Mi querido señor, lo que propone apenas mejora las cosas. No tenemos el menor reparo en verle como a un cordial extranjero, y sí tenemos todas las razones para no desear sepa-rarnos eternamente de mi hermana. Nos oponemos al matrimonio, y tal y como usted lo expone -y monsieur de Bellegarde soltó una débil risita- estaría más casada que nunca.
-Bueno, entonces -dijo Newman-, ¿dónde está ese sitio... Fleurières? Sé que está cerca de una antigua ciudad que hay una colina.
-Precisamente. Poitiers está en una colina -dijo madame de Bellegarde-. No sé qué antigüedad tiene. No nos asusta decírselo.
-Es Poitiers, ¿no? Muy bien. Seguiré inmediatamente a madame de Cintré.
-Los trenes que salen a partir de esta hora no le servirán -dijo Urbain.
-¡Alquilaré un tren especial!
-Va a despilfarrar tontamente el dinero -dijo madame de Bellegarde.
-Ya habrá tiempo para hablar del despilfarro dentro de tres días -respondió Newman; y, encajándose el sombrero en la cabeza, se marchó.
No partió de inmediato hacia Fleurières; estaba demasiado aturdido y dolido para hacer nada a continuación. Se limitó a caminar; caminó en línea recta, siguiendo el río, hasta que salió de la enceinte*. Le estremecía una ardiente sensación de ultraje personal. Jamás en su vida había sido objeto de un rechazo tan absoluto; nunca le habían parado en seco o, como habría dicho él, «dejado plantado» tan bruscamente, y la sensación le resultó insoportable; siguió avanzando a zancadas, dando fieros golpecitos a los árboles y a las farolas con su bastón y bramando por dentro. Perder a madame de Cintré después de su jubilosa y triunfal toma de posesión era tanto una gran afrenta a su orgullo como una herida a su felicidad. ¡Yperderla por la intromisión y el dictado de otros, por culpa de una insolente anciana y un pretencioso petimetre que habían intervenido con su «autoridad»! Era demasiado grotesco, demasiado lamentable. En lo que juzgaba como la desvergonzada traición de los Bellegarde, Newman desperdició pocas cavilaciones; la encomendó, de una vez para siempre, a la eterna condenación. Sin embargo, la traición de la propia madame de Cintré le asombraba y le confundía; por supuesto, había una clave del misterio, pero en vano estuvo buscándola. Tan sólo habían transcurrido tres días desde que estuvo con él bajo la luz de las estrellas, hermosa y serena como la confianza que él le había inspirado, y diciéndole que la perspectiva de su matrimonio la hacía feliz. ¿Cuál era el significado del cambio? ¿De qué pócima infernal había bebido? El pobre Newman tenía la terrible aprensión de que realmente había cambiado. Era precisamente su admiración por ella lo que añadía fuerza y peso a su ruptura. Pero no la recriminó por falsa, porque estaba seguro de que era desdichada.
En su paseo había cruzado ya uno de los puentes del Sena, y aun así siguió, distraídamente, por el largo muelle continuo. París se había quedado atrás, y casi había llegado al campo; estaba en el bonito arrabal de Auteuil. Al fin se detuvo y miró a un lado y a otro, sin ver nada ni interesarse por el bonito entorno, y después se dio lentamente la vuelta y, a paso mas lento, deshizo lo andado. Al llegar a la altura del fantástico malecón conocido por el nombre de Trocadero, le vino, abriéndose paso a través de su punzante dolor, la idea de que estaba cerca de la morada de la señora Tristram, y pensó que ésta, en ocasiones especiales, sabía expresarse con la bondad típica de las mujeres. Sentía necesidad de verter toda su ira, y tomó el camino que se dirigía hacia su casa. La señora Tristram estaba allí, y sola, y nada más ver a Newman cuando entró en la habitación le dijo que sabía a lo que había venido. Newman se sentó con un ademán cansino, en silencio, y se quedó mirándola.
-¡Se han echado atrás! -dijo ella-. Bueno, le podrá parecer extraño, pero la otra noche noté algo en el ambiente.
A renglón seguido, Newman le contó su historia; la señora Tristram le escuchaba sin dejar de mirarle. Cuando hubo terminado, dijo con voz queda:
-Quieren que se case con lord Deepmere -Newman la miró fijamente. No sabía que ella supiese nada de lord Deepmere-. Pero no creo que lo haga -añadió su amiga.
-¡Ella, casarse con ese mocoso! -exclamó Newman-. ¡Ah, Señor! Aun así, ¿por qué me ha rechazado?
-Pero no es sólo eso -dijo la señora Tristram-. Realmente, no podían soportarle más. Habían sobreestimado su propio coraje. Debo admitir, para hacer honor a la verdad, que hay algo bastante exquisito en todo esto. Lo que no podían tragar era su aspecto mercantil en abstracto. Eso es verdaderamente aristocrático. Querían su dinero, pero han renunciado a usted por una idea.
Newman frunció el ceño con inmenso pesar, y volvió a coger su sombrero.
-¡Pensaba que usted me daría ánimos! -dijo con una tristeza casi infantil.
-Perdóneme -respondió ella con mucho tacto-. No dejo de tenerle lástima, sobre todo porque estoy en la raíz de sus tribulaciones. No he olvidado que yo le sugerí este matrimonio. No creo que madame de Cintré tenga ninguna intención de casarse con lord Deepmere. Lo cierto es que no es más joven que ella, como parece. Tiene treinta y tres años; lo miré en el Peerage*. Pero no... no soy capaz de creer que sea tan horriblemente, tan cruelmente falsa.
-Por favor, no diga nada contra ella -dijo Newman.
-Pobre mujer, es cruel. Pero, por supuesto, usted irá tras ella y suplicará con todas sus fuerzas. ¿Sabe que, tal y como está usted ahora -prosiguió la señora Tristram con su característico descaro para los comentarios-, resulta sumamente elocuente, aunque no hable? Para resistirse a usted, a una mujer se le tiene que haber metido una idea muy fija en la cabeza. ¡Ya quisiera yo haberle hecho daño, para que acudiese a mí de esa manera tan excelente! Pero, en cualquier caso, vaya a ver a madame de Cintré y dígale que incluso para mí es todo un rompecabezas. Siento mucha curiosidad por ver hasta qué punto llega la disciplina familiar.
Newman siguió sentado un rato más, apoyando los codos en las rodillas y la cabeza en las manos, y la señora Tristram continuó mezclando caridad con filosofia y compasión con crítica. Al fin, preguntó:
-¿Y qué dice al respecto el conde Valentin?
Newman se sobresaltó; no había pensado en Valentin ni en su misión en la frontera suiza desde aquella mañana. La reflexión volvió a ponerle nervioso, y se despidió. Fue directamente a su apartamento, donde, sobre la mesa del vestíbulo, encontró un telegrama. Rezaba (junto con la fecha y el lugar) así: «Estoy gravemente enfermo; por favor, venga a verme lo antes posible. V. B.». Newman soltó un gemido ante estas desdichadas noticias, y también ante la necesidad de aplazar su viaje al Château de Fleurières. Pero le escribió estas breves líneas a madame de Cintré; no tenía tiempo para más:
No renuncio a usted, y no creo de veras que usted renuncie a mí. No lo entiendo, pero lo aclararemos juntos. Hoy no puedo seguirla, porque me voy lejos; me reclama un amigo que está muy enfermo, quizá muriéndose. Pero estaré con usted tan pronto como pueda separarme de mi amigo. ¿Por qué no decir que se trata de su hermano?
C. N.
Tras esto, le quedó el tiempo justo para coger el expreso nocturno a Ginebra.
CAPÍTULO XIX
Newman poseía un notable talento para quedarse quieto cuando era necesario, y tuvo ocasión de ejercerlo durante su viaje a Suiza. Las horas sucesivas de la noche no le concedieron el sueño; pero sentado en la esquina del vagón, inmóvil y con los ojos cerrados, su aparente letargo podría haber arrancado la envidia del más observador de sus compañeros de viaje. Hacia la mañana, el sueño llegó de verdad, como efecto de una fatiga mental más que fisica. Durmió varias horas, y al fin, cuando despertó, descubrió que sus ojos se posaban sobre una de las cumbres nevadas del jura, detrás de la cual el cielo empezaba a enrojecer con el alba. Pero no vio ni la fría montaña ni el cálido cielo; su conciencia empezó a vibrar de nuevo, en ese mismo instante, con la sensación del agravio sufrido. Se bajó del tren media hora antes de que llegase a Ginebra, con el frío crepúsculo de la mañana, en la estación indicada en el telegrama de Valentin. Un soñoliento jefe de estación que llevaba una linterna y se había puesto la capucha del gabán estaba en el andén, y a su lado había un caballero que avanzó para recibirle. Este personaje era un hombre de unos cuarenta años, de figura alta y delgada, rostro cetrino, ojos oscuros, un bigote esmerado y un par de guantes nuevos. Con aspecto muy solemne, se quitó el sombrero y pronunció el nombre de Newman. Nuestro amigo asintió, y dijo:
-¿Es usted el amigo de monsieur de Bellegarde?
-Me sumo a usted en la posesión de este triste honor -dijo el caballero-. Me puse al servicio de monsieur de Bellegarde en este pesaroso lance, junto con monsieur de Grosjoyaux, que está ahora junto a su cabecera. Tengo entendido que monsieur de Grosjoyaux tuvo el honor de conocerle a usted en París, pero como es mejor enfermero que yo se ha quedado con nuestro pobre amigo. Bellegarde ha estado aguardándole con impaciencia.
-Y ¿cómo está Bellegarde? -dijo Newman-. ¿Fue herido de gravedad?
-El doctor le ha desahuciado; trajimos a un médico con nosotros. Pero morirá con la mejor de las disposiciones. Anoche mandé llamar al curé de la aldea francesa más cercana, y estuvo una hora con él. El curé se quedó bastante satisfecho.
-¡Que Dios nos perdone! -gimió Newman-. ¡Preferiría que estuviese satisfecho el doctor! ¿Y puede verme... me reconocerá?
-Cuando le dejé, hace media hora, se había quedado dormido, después de una noche febril e insomne. Pero ya veremos -y el acompañante de Newman pasó a dirigir el camino para salir de la estación en dirección a la aldea, explicando sobre la marcha que el pequeño grupo estaba alojado en la más humilde de las posadas suizas, donde, no obstante, habían conseguido acomodar a monsieur de Bellegarde mucho mejor de lo que cabría haber esperado en un principio-. Somos viejos compañeros de armas -dijo el padrino de Valentin-; no es la primera vez que el uno ayuda al otro a facilitarle el reposo. Es una herida muy mala, y lo peor de todo es que el adversario de Bellegarde no era buen tirador. Disparó la bala hacia donde pudo, y la bala se empeñó en entrar directamente en el lado izquierdo de Bellegarde, justo debajo del corazón.
Mientras se abrían paso entre el engañoso amanecer gris, entre los montones de estiércol de la calle de la aldea, el recién conocido de Newman narró los detalles del duelo. Las condiciones del encuentro habían sido que, si el primer intercambio de disparos no satisfacía a uno de los caballeros, tendría lugar un segundo. La primera bala de Valentin había hecho justo lo que el acompañante de Newman estaba convencido de que pretendía éste; había rozado el brazo de monsieur Stanislas Kapp, ocasionándole un mero rasguño en la piel. El proyectil de monsieur Kapp, a su vez, se había desviado más de diez pul-gadas de Valentin. Los representantes de monsieur Stanislas habían exigido otro disparo, que fue concedido. Entonces Va lentin había disparado a un lado y el joven alsaciano había hecho un disparo efectivo. «Ya me había dado cuenta, cuando nos reunimos con él sobre el terreno -dijo el informante de Newman- de que no iba a ser commode. Tiene una especie de temperamento bovino.» Inmediatamente habían instalado a Valentin en la posada, y monsieur Stanislas y sus amigos se habían retirado a regiones ignotas. Las autoridades policiales del cantón habían ido a ver al grupo a la posada, habían sido suma-mente majestuosas y habían redactado un largo informe; pero era probable que hicieran la vista gorda ante un derramamiento de sangre tan caballeroso. Newman preguntó si se había mandado aviso a la familia, y supo que hasta una hora muy avanzada de la noche anterior Valentin se había opuesto a ello.
Se había negado a creer que su herida fuese peligrosa. Pero tras su encuentro con el cura había accedido, y se había despachado un telegrama a su madre.
-Pero más le valdría a la marquesa darse prisa -dijo el guía de Valentin.
-¡En fin, es un asunto abominable! -dijo Newman-. ¡Eso es todo lo que puedo decir! -decir al menos esto con un tono de infinito desagrado fue una necesidad irresistible.
-Ah, ¿no lo aprueba usted? -preguntó su guía con cortés curiosidad.
-¿Aprobarlo? -exclamó Newman-. ¡Ojalá anteayer por la noche, cuando le tenía ahí enfrente, le hubiese encerrado en mi cabinet de toilette!
El que había sido padrino de Valentin abrió los ojos de par en par y sacudió con solemnidad la cabeza de arriba abajo dos o tres veces, emitiendo a la vez un silbidito aflautado. Pero habían llegado a la posada, y una corpulenta criada con gorro de dormir estaba en la puerta con una linterna para recoger la bolsa de viaje de Newman de manos del portador que a duras penas venía caminando detrás. Valentin estaba alojado en la planta baja, al fondo de la casa, y el acompañante de Newman avanzó por un pasillo de muros de piedra y abrió suavemente una puerta. Entonces le hizo señas y Newman avanzó y observó la habitación, iluminada con una sola vela en un fanal. Junto al fuego, vestido con un camisón, dormía sentado monsieur de Grosjoyaux; era un pequeño hombre regordete y rubio a quien Newman había visto en varias ocasiones en compañía de Valen-tin. Sobre la cama yacía éste, pálido y quieto, con los ojos cerrados; una figura muy chocante para Newman, que hasta entonces le había visto despierto de la cabeza a los pies. El colega de monsieur de Grosjoyaux le señaló una puerta abierta al otro lado, y susurró que el doctor estaba dentro, haciendo guardia. Por supuesto, mientras Valentin durmiese, o pareciese dormir, Newman no podía acercarse a él; así que nuestro héroe se retiró por el momento, y se puso en manos de la bonne semidespierta. Ésta le llevó a una habitación del piso de arriba, y le ofreció una cama en la que un almohadón inmenso, de cálico amarillo, hacía de colcha. Newman se acostó, y, a pesar de la colcha, durmió durante tres o cuatro horas. Ya estaba bien entrada la mañana cuando despertó; el sol invadía toda su ventana, y oyó, fuera, el cloqueo de unas gallinas.
Mientras se vestía, se acercó hasta su puerta un emisario de monsieur de Grosjoyaux y su acompañante para proponerle que desayunase con ellos. Bajó entonces al pequeño comedor empedrado, donde la criada, que se había quitado el gorro de dormir, estaba sirviendo la comida. Allí estaba monsieur de Grosjoyaux, sorprendentemente lozano para un caballero que había estado ejerciendo de enfermero durante media noche, frotándose las manos y contemplando con atención la mesa del desayuno. Newman reanudó el trato con él y se enteró de que Valentin seguía dormido; el médico, que había pasado una noche medianamente tranquila, le estaba velando en esos momentos. Antes de que reapareciese el adjunto de monsieur de Grosjoyaux, Newman supo que su nombre era monsieur Ledoux, y que la relación de Bellegarde con él databa de los días en que habían servido juntos en los Zuavos Pontificios. Monsieur Ledoux era el sobrino de un distinguido obispo ultramontano. Al fin llegó el sobrino del obispo, con un atuendo que evidenciaba un hábil intento de armonizar con la peculiar situación y una solemnidad atemperada por su decorosa deferencia hacia el mejor desayuno que la Croix Helvétique jamás había servido. El criado de Valentin, a quien sólo se le permitía el honor de velar a su señor con cuentagotas, había estado echando una liviana mano parisina en la cocina. Los dos franceses hicieron todo lo posible por demostrar que, si bien las circunstancias podían ensombrecer el talento nacional de la conversación, no lo podían oscurecer, y monsieur Ledoux recitó un primoroso panegírico del pobre Bellegarde, de quien declaró que era el inglés más encantador que jamás había conocido.
-¿Le llama usted inglés? -preguntó Newman.
Monsieur Ledoux sonrió un momento y después hizo un epigrama: « C'est plus qu'un Anglais... c est un Anglomane!». Newman dijo con tono sobrio que nunca se había dado cuenta; y monsieur de Grosjoyaux señaló que, a decir verdad, era demasiado pronto para pronunciar una oración fúnebre por el pobre Bellegarde.
-Evidentemente -dijo monsieur Ledoux-. Pero esta mañana no pude evitar comentarle al señor Newman que, cuando un hombre ha tomado tan excelentes medidas para su salvación como lo hizo anoche nuestro querido amigo, casi me parece una pena que vuelva a ponerla en peligro por regresar al mundo.
Monsieur Ledoux era muy católico, y a Newman se le antojó una extraña mezcla. Su semblante, a la luz del día, tenía una especie de afable aire saturnino; su nariz era muy larga y afilada, y parecía un cuadro español. Al parecer, consideraba que el duelo era un arreglo perfecto siempre y cuando uno pudiese, si resultaba herido, ver rápidamente al cura. Parecía muy satisfecho con la entrevista entre Valentin y el cura, y sin embargo su conversación no era en absoluto indicativa de una estructura mental mojigata. Era evidente que monsieur Ledoux tenía un elevado sentido del decoro, y estaba preparado para ser cortés y elegante en cualquier tema. Siempre iba surtido de una sonrisa (que le subía el bigote hasta el borde de la nariz) y una explicación. Savoir-vivre era su especialidad, en la que incluía saber morir; pero, como reflexionó Newman con una buena dosis de muda irritación, parecía dispuesto a delegar en otros la aplicación de su sabiduría sobre este último punto. Monsieur Grosjoyaux era de muy distinta índole, y parecía valorar la unción teológica de su amigo como síntoma de una mente inaccesiblemente superior. Era obvio que estaba haciendo todo lo que estaba en sus manos, con una especie de ternura jovial, por hacerle la vida agradable a Valentin hasta el último momento, y por ayudarle a que echase en falta lo menos posible el Boulevard des Italiens; pero, sobre todo, lo que más ocupaba sus pensamientos era el misterio de que el desmañado hijo de un cervecero hubiese hecho tan buen disparo. Él mismo era capaz de apagar una vela de un tiro, etc., y con todo confesó que no habría podido hacerlo mejor. Se apresuró a añadir que en esta ocasión se habría propuesto no hacerlo tan bien. ¡No era ocasión para un acto asesino como ése, que diable! Él habría escogido algún discreto lugar carnoso y se habría limitado a pincharlo con una bala inofensiva. Monsieur Stanislas Kapp había estado lamentablemente torpe; y es que, claro, ¡si el mundo había llegado a ese trance en el que uno concedía un desafío al hijo de un cervecero...! Esto era lo más cercano a una generali-zación por parte de monsieur de Grosjoyaux. Siguió mirando por la ventana, por encima del hombro de monsieur Ledoux, a un árbol delgado que estaba al final de una senda, frente a la posada, y daba la impresión de que estaba midiendo a cuánta distancia estaba de su brazo extendido y deseando en secreto que, ya que el tema había salido, las reglas del decoro no prohibiesen hacer un poco de práctica de tiro especulativa.
Newman no estaba de humor para disfrutar de buena compañía. No podía comer ni hablar; le dolía el alma de aflicción y de furia, y el peso de su doble desgracia se le hacía insoportable. Permaneció sentado con los ojos clavados en el plato, contando cada minuto, ora deseando que Valentin le viese y le dejase en libertad para ir en busca de madame de Cintré y de su felicidad perdida, ora diciéndose acto seguido a sí mismo que era un vil salvaje por el impaciente egoísmo de su deseo. Era muy mala compañía, y ni siquiera su profunda preocupación y su generalizada carencia del hábito de ponderar la impresión que producía en otros le impedían reflexionar que sus compañeros debían de estar perplejos al ver cómo el pobre Bellegarde le había tomado tanto afecto a este yanqui taciturno que le resultaba imprescindible tenerle a su lado en su lecho de muerte. Después del desayuno, se fue paseando solo hasta la aldea y estuvo mirando la fuente, los gansos, las puertas abiertas de los graneros, a las ancianas asoleadas y encorvadas en cuyo lento taconeo se asomaban por el borde de los zuecos los remendadísimos talones de los cal-cetines, y la bella vista del Alpe nevado y del Jura púrpura a cada extremo de la callejuela. El día era radiante; el despuntar de la primavera estaba en el aire y en la luz del sol, y la humedad del invierno goteaba por los aleros de las cabañas. En toda la naturaleza no había sino nacimiento y esplendor, incluso para las gallinas cacareantes y los torpes gansarinos, y al pobre, alocado, generoso y encantador Bellegarde le esperaban la muerte y la sepultura. Newman caminó hasta la iglesia de la aldea y entró en el pequeño cementerio anexo, donde se sentó y miró las desmañadas lápidas que estaban hincadas por doquier. Todas eran sórdidas y horrendas, y él sólo fue capaz de sentir la dureza y la gelidez de la muerte. Se levantó y regresó a la posada, donde se encontró con monsieur Ledoux, que estaba tomándose un café y fumando un cigarrillo en una mesita verde que había hecho sacar al pequeño jardín. Al enterarse de que el doctor seguía velando a Valentin, le preguntó a monsieur Ledoux tenía permiso para hacer el relevo; tenía grandes deseos de serle útil a su pobre amigo. Esto se zanjó con facilidad; el doctor tuvo mucho gusto en irse a la cama. Era un médico joven y bastante garboso, pero tenía un rostro inteligente y llevaba la insignia de la Legión de Honor en el ojal; Newman escuchó con atención las instrucciones que le dio antes de retirarse, y cogió mecánicamente de su mano un pequeño volumen que el médico le recomendó a modo de ayuda contra el insomnio, y que resultó ser una copia vieja de Las amistades peligrosas.
Valentin seguía tendido con los ojos cerrados, y no se apreciaba ningún cambio en su condición. Newman se sentó a su lado, y durante un largo rato le estuvo observando de cerca. Después sus ojos se extraviaron, en compañía de sus pensamientos sobre su propia situación, y se posaron sobre la cordillera de los Alpes, que había quedado a la vista después de retirar la parva cortina de algodón blanco de la ventana, por la que la luz del sol se colaba depositándose en cuadrados sobre las baldosas rojas del suelo. Intentó entreverar sus reflexiones con la esperanza, pero sólo lo consiguió a medias. Lo que le había ocurrido parecía tener, por su violencia y su descaro, la fuerza de una auténtica calamidad: la fuerza y la insolencia del propio Destino. Era antinatural y monstruoso, y Newman carecía de armas para enfrentarse a ello. Al fin, un sonido chocó contra el silencio, y oyó la voz de Valentin.
-¡Esa cara tan larga no será por mí!
Vio, al girarse, que Valentin yacía en la misma postura; pero tenía los ojos abiertos, e incluso intentaba sonreír. Con una fuerza muy débil devolvió la presión de la mano de Newman.
-Le llevo mirando desde hace un cuarto de hora -siguió Valentin-; tiene cara de pocos amigos. Está usted enormemente disgustado conmigo, ya lo sé. ¡Bueno, claro! ¡También yo lo estoy!
-Ah, no voy a reñirle -dijo Newman-. Me siento demasiado mal. Y qué, ¿cómo va ese avance?
-¡Ah, va hacia atrás! Eso es lo que han decidido; ¿no es así?
-Eso le corresponde a usted decidirlo; se puede poner bien si lo intenta -dijo Newman con enérgica alegría.
-Mi querido amigo, ¿cómo voy a intentarlo? Intentarlo es un ejercicio violento, y esas cosas están contraindicadas para un hombre que en su costado tiene un agujero tan grande como su sombrero, y que empieza a sangrar al menor movimiento. Sabía que vendría -continuó-; sabía que me despertaría y le encontraría aquí; así que no estoy sorprendido. Pero anoche estaba muy impaciente. No sabía cómo me iba a poder quedar quieto hasta su llegada. Era cuestión de quedarse quieto, exactamente así; tan quieto como una momia en su funda. Habla usted de intentarlo; ¡eso sí que lo intenté! Bueno, aquí sigo todavía... Veinte horas. Parecen veinte días -hablaba despacio y sin energía, pero con suficiente claridad. Era evidente, sin embargo, que tenía dolores inmensos, y al fin cerró los ojos. Newman le rogó que guardase silencio y se ahorrase esfuerzos; el doctor había dado órdenes apremiantes-. Ah -dijo Valentin-, comamos y bebamos, porque mañana... mañana... -y se detuvo de nuevo-. No, mañana no, sino hoy quizá. No puedo comer ni beber, pero puedo hablar. ¿Qué se va a ganar, en este trance, con la renun... con la renuncia? No debo usar palabras tan grandes. Siempre fui un charlatán; ¡Dios mío, cómo he hablado en mis tiempos!
-Buen motivo para guardar silencio ahora -dijo Newman-. Todos sabemos lo bien que habla, ¿sabe?
Pero Valentin, sin hacerle caso, continuó con la misma pronunciación arrastrada y moribunda.
-Quería verle porque usted ha visto a mi hermana. ¿Lo sabe ella... vendrá?
Newman se sintió violento.
-Sí, a estas alturas debe de saberlo.
-¿No se lo ha contado? -preguntó Valentin. Y después, a continuación-: ¿No me trae ningún mensaje de su parte?
Sus ojos se posaron sobre su amigo con una especie de tierno anhelo.
-No la vi después de recibir su telegrama -dijo Newman-. Le escribí.
-¿Y no le envió ninguna respuesta?
Newman se vio obligado a responder que madame de Cintré había dejado París.
-Ayer se marchó a Fleurières.
-¿Ayer... a Fleurières? ¿Por qué se ha ido a Fleurières? ¿Qué día? ¿Ayer qué día fue? ¡Ah, entonces no la veré! -dijo con tristeza Valentin-. ¡Fleurières está demasiado lejos! -y volvió a cerrar los ojos. Newman se quedó callado, apelando a la ayuda de la piadosa inventiva, pero se alivió al advertir que al parecer Valentin estaba demasiado débil para razonar o sentir curiosidad. No obstante, siguió hablando-. Y mi madre... y mi hermano... ¿vendrán? ¿Están en Fleurières?
-Estaban en París, pero tampoco a ellos los vi -respondió Newman-. Si recibieron su telegrama a tiempo, se habrán puesto en marcha esta mañana. Si no, se verán obligados a coger el tren nocturno, y llegarán a la misma hora que yo.
-No me lo agradecerán... No me lo agradecerán -murmuró Valentin-. Pasarán una noche atroz, y a Urbain no le gusta el aire temprano de la mañana. No recuerdo haberle visto jamás en la vida antes del mediodía... antes del almuerzo. Nadie le ha visto jamás. No sabemos cómo es a esas horas. Quizá sea diferente. ¿Quién sabe? Quizá la posteridad lo sepa. Ése es el rato que dedica, en su cabinet, a trabajar en su historia de las princesas. Pero tenía que llamarlos, ¿no cree? Y además, quiero ver a mi madre sentada ahí donde está usted, y decirle adiós. Al fin y al cabo, puede que yo no la conozca y me tenga reservada una sorpresa. No piense usted que ya la conoce; quizá ella le sorprenda a usted. Pero si no puedo ver a Claire, no me importa nada más. He estado pensando en ello... y en mis sueños, también. ¿Por qué se ha ido hoy a Fleurières? No me dijo nada. ¿Qué ha ocurrido? Ah, debería haber adivinado que yo estaba aquí... así. Es la primera vez en su vida que me decepciona. ¡Pobre Claire!
-Ya sabe usted que su hermana y yo... áun no somos marido y mujer -dijo Nemwan-. Todavía no me da cuenta de todas sus acciones.
Y, en cierto modo, sonrió.
Valentin le miró un momento.
-¿Han discutido ustedes?
-¡Nunca, nunca, nunca! -exclamó Newman.
-¡Con qué felicidad lo dice! -señaló Valentin-. Van a ser felices... Ca va! -en respuesta a este golpe de ironía, no menos fuerte por ser tan inconsciente, lo único que pudo hacer el pobre Newman fue poner una mirada indefensa y transparente. Valentin siguió mirándole con unos ojos demasiado brillantes, y al cabo dijo-: Pero a usted le ocurre algo. Acabo de observarle ahora mismo; no tiene cara de novio.
-Mi querido amigo -dijo Newman-, ¿cómo voy a mostrarle a usted cara de novio? Si cree que disfruto viéndole ahí tumbado sin ser capaz de ayudarle...
-Vaya, si hay un hombre que deba estar feliz, es usted; ¡no pierda sus derechos! Yo soy una prueba de su sabiduría. ¿Cuándo ha estado triste un hombre si podía decir: «Se lo dije»? Usted me lo dijo, ¿sabe? Hizo lo que pudo. Dijo unas cuantas cosas muy valiosas; he pensado en ellas. Pero, querido amigo, aun así yo tenía razón. Éste es el procedimiento debido.
-No hice lo que debía -dijo Newman-. Tenía que haber hecho algo distinto.
-¿Por ejemplo?
-Ah, cualquier cosa. Debería haberle tratado como a un chiquillo.
-Bueno, ahora soy un chiquillo muy pequeño -dijo Valentin-. Soy poco menos que un bebé. Un bebé esta indefenso, pero por acuerdo unánime se le considera prometedor. Yo no soy prometedor, ¿eh? La sociedad no podría perder un miembro menos valioso. -Newman se sintió intensamente conmovido. Se levantó, le dio la espalda a su amigo y se retiró a la ventana. Allí estuvo mirando el exterior, pero viéndolo sólo vagamente-. No, no me gusta el aspecto de su espalda -continuó Valentin-. Siempre he sido un buen observador de espaldas; la suya está bastante desencajada.
Newman regresó al lado de su cama y le rogó que guardase silencio.
-Cállese y póngase bien -dijo-. Eso es lo que debe hacer. Póngase bien y ayúdeme.
-¡Le dije que estaba usted en apuros! ¿Cómo puedo ayudarle? -preguntó Valentin.
-Se lo haré saber cuando se ponga mejor. Siempre ha sido usted curioso; ¡he ahí un motivo para ponerse bien! -respondió Newman con tono animado.
Valentin cerró los ojos y estuvo un largo rato sin hablar. Incluso parecía que se había dormido. Pero a la media hora empezó a hablar de nuevo.
-Lo siento mucho por ese puesto en el banco. ¿Quién sabe si me podría haber convertido en otro Rothschild? Pero mi sino no era ser banquero; a los banqueros no se los mata tan fácilmente. ¿No cree que ha sido demasiado fácil matarme? No es propio de un hombre serio. Es realmente humillante. Es como decirle a tu anfitriona que te tienes que marchar cuando cuentas con que te va suplicar que te quedes, y encontrarte luego con que no lo hace. «¿En serio... tan pronto? ¡Si acaba de llegar! » La vida no me suelta ningún discursito tan cortés.
Newman no dijo nada durante un rato, pero al fin empezó a hablar.
-Es un mal caso... un mal caso... el peor caso con el que me he topado nunca. No quiero decir nada desagradable, pero no lo puedo evitar. He visto a hombres que se estaban muriendo... y he visto a hombres que caían de un tiro. Pero parecía una cosa más natural, no eran tan inteligentes como usted. ¡Maldita sea! Podría usted haber hecho algo mejor que esto. ¡No se me ocurre una conclusión más ruin para los amoríos de un hombre!
Valentin agitó débilmente su mano de un lado a otro.
-¡No insista... no insista! Es ruin... absolutamente ruin. Y es que, sabe usted, en el fondo, muy en el fondo, en un lugar diminuto, tan pequeño como el final de un embudo, ¡estoy de acuerdo con usted!
Breves instantes después, el doctor asomó la cabeza por la puerta entreabierta y, al percibir que Valentin estaba despierto, entró y le tomó el pulso. Sacudió la cabeza y manifestó que había hablado demasiado; diez veces más de lo debido.
-¡Tonterías! -dijo Valentin-; un hombre condenado a muerte nunca puede hablar demasiado. ¿No ha leído nunca en un periódico el informe de una ejecución? ¿Acaso no le sueltan un montón de gente al prisionero (los abogados, los reporteros, el cura) para hacerle hablar? Pero no es culpa del señor Newman; se sienta ahí y se queda más callado que una momia.
El doctor observó que era hora de volver a curar la herida de su paciente; monsieur de Grosjoyaux y monsieur Ledoux, que ya habían presenciado esta delicada operación, ocuparon el puesto de Newman en calidad de ayudantes. Newman se retiró y supo por sus compañeros veladores que habían recibido un telegrama de Urbain de Bellegarde, informando de que su mensaje había sido entregado en la Rue de l'Université demasiado tarde para permitirle coger el tren de la mañana y que se pondría en camino con su madre por la tarde. Newman volvió a perderse por la aldea, y estuvo dos o tres horas caminando con desasosiego. El día se le antojaba terriblemente largo. Al anochecer volvió y cenó con el doctor y monsieur Ledoux. La cura de la herida de Valentin había sido una operación muy crítica; a decir verdad, el doctor no veía cómo iba a soportar otra más. Proclamó entonces que tenía que rogarle al señor Newman que renunciase por el momento a la satisfacción de velar a monsieur de Bellegarde; más que nadie, Newman parecía tener el privilegio, halagador pero inoportuno, de excitarle. Al oír esto, monsieur Ledoux se tragó un vaso de vino en silencio; debía de haber estado preguntándose qué demonios le resultaba tan excitante a Bellegarde del americano.
Newman, después de la cena, subió a su habitación, donde se quedó un largo rato sentado con la mirada clavada en una vela encendida y pensando que abajo Valentin se estaba muriendo. Tarde, cuando la vela casi se había consumido, oyó un golpecito en la puerta. El doctor estaba ahí con una vela, y encogiéndose de hombros.
-¡Todavía quiere divertirse! -dijo el consejero médico de Valentin-. Insiste en verle, y me temo que usted debe venir. Creo que, a este paso, difícilmente sobrevivirá más allá de esta noche.
Newman volvió a la habitación, que estaba alumbrada por un cirio colocado encima de la chimenea. Valentin le rogó que encendiese una vela.
-Quiero verle la cara -dijo-. Dicen que usted me exalta -siguió, mientras Newman satisfacía su ruego-, y confieso que sí que me siento exaltado; pero no es por usted... son mis propios pensamientos. He estado pensando... pensando. Siéntese ahí y permítame que le mire de nuevo.
Newman se sentó, cruzó los brazos y le dirigió una mirada grave a su amigo. Parecía como si estuviese representando un papel, mecánicamente, en una comedia lúgubre. Valentin le miró durante un rato.
-Sí, esta mañana estaba yo en lo cierto; tiene usted en la cabeza algo que pesa más que Valentin de Bellegarde. Venga, soy un moribundo y engañarme es indecente. Algo ocurrió después de marcharme de París. Mi hermana no se ha ido a Fleurières en esta época del año por nada. ¿Por qué fue? Lo tengo atragantado en el buche. He estado dándole vueltas, y si usted no me lo dice lo adivinaré.
-Será mejor que no se lo diga -dijo Newman-. No le hará ningún bien.
-Si cree que me hará algún bien no decírmelo, está usted muy equivocado. Hay problemas con su matrimonio.
-Sí -dijo Newman-. Hay problemas con mi matrimonio.
-¡Eso pensaba! -y Valentin volvió a quedarse callado-. Lo han cancelado.
-Lo han cancelado -dijo Newman. Ahora que había hablado, sintió una satisfacción que se fue haciendo más intensa a medida que seguía-. Su madre y su hermano han faltado a su palabra. Han decidido que no puede tener lugar. Han decidido que, después de todo, no soy lo bastante bueno. Han retirado su palabra. Ya que insiste, ¡ahí lo tiene!
Valentin soltó una especie de gruñido, alzó las manos un instante y luego las dejó caer.
-Siento no tener nada mejor que contarle de ellos -prosiguió Newman-. Pero no es culpa mía. Estaba, en efecto, muy triste cuando me llegó su telegrama; me sentía apaleado. Imagínese si me siento mejor ahora.
Valentin soltó un gemido entrecortado, como si su herida estuviese palpitando.
-¡Han faltado a su palabra, han faltado a su palabra! -murmuró-. Y mi hermana... ¿mi hermana?
-Su hermana está muy triste; ha accedido a renunciar a mí. No sé por qué. No sé qué es lo que le han hecho; tiene que ser algo bastante horrible. Por hacerle justicia a su hermana, debe usted saberlo. La han hecho sufrir. ¡No la he visto a solas, sino solamente con ellos delante! Ayer por la mañana tuvimos una reunión. Lo soltaron todo, sin morderse la lengua. Me dijeron que me metiese en mis cosas. Me da la impresión de que es muy mal asunto. Estoy enfadado, estoy dolido, siento náuseas.
Valentin se quedó mirándole fijamente, más brillantes los ojos, los labios entreabiertos en silencio y un rubor en su pálido semblante. Newman jamás había pronunciado tantas palabras en tono quejumbroso, pero ahora, al hablarle a Valentin en una circunstancia tan extrema para el pobre hombre, tenía la sensación de que se estaba quejando en presencia del poder al que rezan los hombres cuando se encuentran en apuros; sintió como si su efusión de resentimiento fuese una especie de privilegio espiritual.
-¿Y Claire? -dijo Bellegarde-, Claire, ¿ha renunciado a usted?
-Realmente, no lo creo -dijo Newman.
-No, no se lo crea, no se lo crea. Está ganando tiempo; discúlpela.
-¡La compadezco! -dijo Newman.
-¡Pobre Claire! -murmuró Valentin-. Pero ellos... ellos... - y volvió a hacer una pausa-. Usted los vio; ¿le dijeron a la cara que le descartaban?
-A la cara. Fueron muy explícitos.
-¿Qué dijeron?
-Dijeron que no podían soportar a una persona mercantil.
Valentin sacó la mano y la dejó caer sobre el brazo de Newman.
-¿Y respecto a su promesa... a su compromiso con usted?
-Hicieron una distinción. Dijeron que tenía validez sólo hasta que madame de Cintré me aceptase.
Valentin estuvo un rato con la mirada perdida, y el rubor se le extinguió.
-No me cuente nada más -dijo al fin-. Estoy avergonzado.
-¿Usted? Usted es el honor en persona -se limitó a decir Newman.
Valentin gimió y apartó la cabeza. Durante un tiempo, nada más se dijo. Entonces se volvió de nuevo y reunió unas pocas fuerzas para presionar el brazo de Newman.
-Está muy mal... muy mal. Cuando mi gente, cuando mi raza, llega a esto, es hora de que yo me retire. Creo en mi hermana; ella se lo explicará. Discúlpela. Si mi hermana no puede... si no puede, perdónela. Ha sufrido. Pero en cuanto a los demás, está muy mal... muy mal. ¿Le resulta muy duro? Pero no, es una vergüenza que le obligue a decir eso...
Cerró los ojos y de nuevo se produjo un silencio. Newman se sentía casi sobrecogido; había evocado un espíritu más solemne que el que había esperado. Entonces Valentin volvió a mirarle, retirando la mano de su brazo.
-Le pido disculpas -dijo-. ¿Entiende? Aquí, en mi lecho de muerte. Le pido disculpas por mi familia. Por mi madre. Por mi hermano. Por la antigua casa de Bellegarde. Voilà!-añadió suavemente.
A modo de respuesta, Newman le cogió la mano y se la estrechó con inmenso afecto. Valentin se quedó callado, y media hora después el doctor entró sin hacer ruido. Tras él, a través de la puerta semiabierta, Newman vio los rostros interrogadores de los señores de Grosjoyaux y Ledoux. El doctor puso su mano sobre la muñeca de Valentin y se quedó sentado mirándole. No hizo ninguna seña y los dos caballeros entraron, después de que monsieur Ledoux le hiciese un ademán a alguien que estaba fuera. Era monsieur le Curé, que llevaba en la mano un objeto que Newman desconocía, cubierto con una servilleta blanca. Monsieur le Curé era bajo, redondo y colorado. Avanzó mientras se quitaba su pequeña capa negra y se la daba a Newman, y depositó su carga sobre la mesa; y entonces se sentó en la mejor butaca, con las manos cruzadas sobre su persona. Los otros caballeros habían intercambiado miradas que expresaban unanimidad respecto a la oportunidad de su presencia. Pero durante un buen rato Valentin ni habló ni se movió. Newman, más adelante, estuvo seguro de que monsieur le Curé se había dormido. Al fin, de modo abrupto, Valentin pronunció el nombre de Newman. Su amigo se acercó a él, y éste le dijo:
-No está usted solo. Quiero hablarle a solas -Newman miró al doctor, y el doctor miró al cura, que le devolvió la mirada; y luego el doctor y el cura se encogieron de hombros al unísono-. A solas... cinco minutos -repitió Valentin-. Por favor, déjennos.
El cura volvió a coger su carga y encabezó la salida, seguido de sus acompañantes. Newman cerró la puerta a su paso y regresó junto al lecho. Bellegarde había estado observándolo todo con intensidad.
-Está muy mal, está muy mal -dijo cuando Newman se hubo sentado cerca de él-. Cuanto más lo pienso, peor me parece.
-Ah, no piense en ello -dijo Newman.
Pero Valentin siguió, sin hacerle caso.
-Incluso aunque volviesen a cambiar de parecer, la vergüenza... la bajeza... está ahí.
-¡Ah, no cambiarán de parecer! -dijo Newman.
-Bueno, usted puede conseguirlo.
-¿Conseguirlo?
-Le puedo contar una cosa, un gran secreto, un secreto inmenso. Lo puede utilizar en su contra... asustarlos, forzarlos.
-¡Un secreto! -repitió Newman.
De momento, la idea de permitir que Valentin, en su lecho de muerte, le confiase un «secreto inmenso» le escandalizó, y le hizo echarse atrás. Le parecía un modo ilícito de obtener información, que incluso guardaba cierta vaga analogía con escuchar a través de una cerradura. Entonces, de pronto, la idea de «forzar» a madame de Bellegarde y a su hijo se le hizo atractiva, y Newman agachó la cabeza para acercarla más a los labios del moribundo. Sin embargo, durante un rato éste no dijo nada más. Se limitó a yacer mirando a su amigo con ojos ardientes, dilatados, preocupados, y Newman empezó a creer que había estado delirando. Pero al fin dijo:
-Se hizo algo... se hizo algo en Fleurières. Fue juego sucio. Mi padre... algo le ocurrió. No sé; he estado avergonzado... con miedo a enterarme. Pero sé que hay algo. Mi madre lo sabe... Urbain lo sabe.
-¿Algo le ocurrió a su padre? -dijo Newman con tono apremiante.
Valentin le miró con ojos aún más abiertos.
-No se recuperó.
-Recuperarse, ¿de qué?
Pero el inmenso esfuerzo que había hecho Valentin, primero para decidirse a pronunciar estas palabras, y después para sacarlas afuera, parecía haberse adueñado de sus últimas fuerzas. Volvió a guardar silencio, y Newman se quedó mirándole.
-¿Lo entiende? -empezó de nuevo-. En Fleurières. Puede usted descubrirlo. La señora Bread lo sabe. Dígale que le rogué que usted se lo preguntase. Entonces dígaselo a ellos, y verá. Puede que le ayude. Si no, dígaselo a todo el mundo. Habrá de... habrá de... -aquí la voz de Valentin se hundió en el más débil de los murmullos- ¡habrá de vengarle!
Las palabras se fueron extinguiendo hasta que se convirtieron en un largo y débil quejido. Newman se puso en pie, profundamente impresionado, sin saber qué decir; el corazón le latía con violencia.
-Gracias dijo al fin-. Le estoy muy agradecido.
Pero Valentin no parecía oírle; seguía en silencio, y su silencio continuó. Al fin, Newman fue a abrir la puerta. Monsieur le Curé volvió a entrar, portando su sagrado recipiente y seguido de los tres caballeros y del criado de Newman. Casi parecía una procesión.
CAPÍTULO XX
Valentin de Bellegarde murió serenamente, justo cuando la aurora fría y tenue de marzo empezaba a iluminar los rostros del pequeño grupo de amigos que se había reunido en torno a su cama. Una hora después, Newman se fue de la posada en dirección a Ginebra; como es natural, no quería estar presente cuando llegasen madame de Bellegarde y su primogénito. De momento, se quedó en Ginebra. Era como un hombre que ha sufrido una caída y se quiere sentar para contarse las magulladuras. Escribió al instante a madame de Cintré, relatándole las circunstancias de la muerte de su hermano -con ciertas excepciones- y preguntándole en qué momento, cuanto antes, podía albergar esperanzas de que consintiera en verle. Monsieur Ledoux le había dicho que tenía motivos para saber que el testamento de Valentin -Bellegarde poseía muchos y elegantes bienes personales que ceder- contenía la petición de que se le enterrase cerca de su padre en el cementerio de Fleurières, y Newman decidió que el estado de sus propias relaciones con la familia no le privaría de la satisfacción de ayudar a rendir los últimos honores mundanos al mejor tipo del mundo. Reflexionó que su amistad con Valentin venía de antes de su enemistad con Urbain, y que en un funeral era fácil pasar inadvertido. La respuesta de madame de Cintré a su carta le permitió programar su llegada a Fleurières. Era muy breve; rezaba como sigue:
Le agradezco su carta y que haya estado con Valentin. Para mí supone un dolor inexpresable no haber estado allí. Verle a usted no me traerá sino dolor; no hay necesidad, por tanto, de aguardar a lo que usted llama tiempos mejores. Ahora todo me da igual, y no veré tiempos mejores. Venga cuando lo desee; tan sólo comuníquemelo antes. Mi hermano será enterrado aquí el viernes, y mi familia se va a quedar.
C. DE C.
Tan pronto como recibió esta carta, Newman fue directamente a París y de ahí a Poitiers. El viaje le llevó lejos, hacia el sur; cruzando la verde Touraine y el resplandeciente Loira, llegó a una comarca donde la temprana primavera iba haciéndose cada vez más intensa, pero nunca había emprendido un viaje en el que prestase menos atención a lo que habría llamado el trazado del terreno. Se alojó en una posada de Poitiers, y a la mañana siguiente estuvo conduciendo un par de horas hasta que llegó a la aldea de Fleurières. Pero aquí, aunque estaba absorto, no pudo evitar reparar en lo pintoresco del lugar. Era lo que los franceses llaman un petit bourg; se hallaba en la base de una especie de inmenso montículo en cuya cima se alzaban las ruinas desmoronadas de un castillo feudal. Una buena parte de sus sólidos materiales, así como de los del muro que descendía por la colina para cercar defensivamente las casas apiñadas, había sido absorbida por la propia sustancia de la aldea. La iglesia era, simplemente, la antigua capilla del castillo, y daba sobre un atrio que, a pesar de estar cubierto de hierba, tenía una anchura lo bastante generosa para cederle su rincón más curioso al pequeño cementerio. Aquí, inclinadas sobre la hierba, hasta las mismas lápidas parecían dormir; el paciente recodo de la muralla las sujetaba por un lado, y enfrente, muy lejos de sus tapas musgosas, se extendían las verdes llanuras y las distancias azules. El camino hacia la iglesia, colina arriba, era intransitable para los vehículos. Estaba flanqueado por dos o tres filas de campesinos, que miraban cómo la vieja madame de Bellegarde, agarrada del brazo de su hijo mayor, iba ascendiendo lentamente detrás de los portadores del féretro del otro hijo. Newman prefirió perderse entre las plañideras de la plebe, que murmuraban «Madame la Comtesse» cuando la alta figura del velo negro pasaba frente a ellas. Newman se quedó de pie en la pequeña iglesia sombría mientras tuvo lugar la ceremonia, pero cuando llegó a la funesta tumba se dio la vuelta y se fue caminando colina abajo. Regresó a Poitiers, y ahí pasó dos días en los que la paciencia y la impaciencia se entremezclaron de manera extraña. Al tercer día le envió una nota a madame de Cintré para decirle que iría a verla por la tarde, y de acuerdo con esto volvió a tomar el camino de Fleurières. Dejó su vehículo en la calle de la aldea, junto a la taberna, y obedeció las sencillas instrucciones que le dieron para encontrar el château.
-Está justo ahí detrás -dijo el posadero, y señaló hacia las copas de los árboles de un parque que había tras las casas de enfrente. Newman siguió por la primera encrucijada a la derecha, que estaba bordeada por chozas enmohecidas, y en seguida vio ante sí los tejados picudos de las torres. Avanzó un poco más y se encontró frente a una gran verja de hierro, herrumbrosa y cerrada; aquí hizo una breve pausa y miró a través de los barrotes. El château estaba cerca del camino, cosa que era a la vez su mérito y su defecto, pero ofrecía un aspecto impresionante. Newman se enteraría más adelante, al leer una guía de la provincia de que databa de los tiempos de Enrique IV. A la amplia zona pavimentada que lo precedía, a cuyos lados había unas granjas astrosas, le daba una inmensa fachada de ladrillo oscurecido por el tiempo, flanqueada por dos alas bajas que terminaban en un pequeño pabellón de estilo holandés, rematado por un fantástico tejado. Detrás se alzaban dos torres, y tras las torres había un conjunto de olmos y hayas que en esta época apenas tenían un ligero verdor.
Pero lo más notable era un ancho río verde que bañaba los cimientos del château. El edificio se erguía desde una isla rodeada por el torrente del agua, formándose así un foso perfecto cruzado por un puente de dos arcos sin barandilla. Las deslustradas paredes de ladrillo, donde despuntaban aquí y allá soberbios salientes rectos, las cúpulas feas y pequeñas de las alas, los profundos ventanales y los largos y empinados pináculos de piza-rra musgosa se reflejaban, todos ellos, en las tranquilas aguas. Newman llamó al llegar a la verja, casi asustándose con el tono en que le respondió una gran campana herrumbrosa que estaba sobre su cabeza. Una anciana salió de una caseta y entreabrió el chirriante portalón lo justo para darle paso a Newman, que cruzó el seco patio descubierto y las cuarteadas losetas blancas del paso elevado del foso. A la puerta del château esperó unos instantes, y esto le dio la oportunidad de reparar en que Fleurières no estaba «cuidado» y de reflexionar que se trataba de un lugar de residencia muy melancólico. «Parece -dijo Newman para sus adentros, y reproduzco la comparación por el interés que pueda tener- una penitenciaría china.» Al fin abrió la puerta un criado al que recordaba haber visto en la Rue de l'Université. Su rostro mortecino se iluminó al ver a nuestro héroe; y es que Newman, por razones indefinibles, gozaba de la confianza de las personas que llevan librea. El lacayo, a través de un gran vestíbulo principal con una pirámide de vasijas de plantas en el centro y rodeado de puertas acristaladas, le condujo hasta lo que parecía ser el salón principal. Newman cruzó el umbral de una habitación de proporciones soberbias, que de entrada le hizo sentirse como un turista acompañado de un libro guía y de un cicerone que espera propina. Pero cuando el criado le dejó solo, explicando que se iba a avisar a madame la Comtesse, Newman percibió que el salón contenía poca cosa destacable a excepción de un techo oscuro con unas vigas de curiosas tallas, unas cortinas con una minuciosa tapicería anticuada y un oscuro suelo de roble, pulido como un espejo. Esperó unos minutos, paseándose de arriba abajo; pero al cabo de un rato, cuando se estaba dando la vuelta al final de la habitación, vio que madame de Cintré había entrado por una puerta distante. Llevaba un vestido negro, y se quedó de pie mirándole. Como la extensión de la inmensa sala se abría entre ellos, Newman tuvo tiempo de mirarla antes de que se encontrasen en el centro.
Se quedó consternado ante su cambio de aspecto. Pálida, cariacontecida, casi demacrada y con una especie de rigidez monástica en el atuendo, apenas guardaba en común más que sus puras facciones con la mujer cuyo radiante garbo había admirado hasta entonces. Madame de Cintré posó sus ojos sobre los de Newman y le dejó que le cogiese la mano; pero sus ojos parecían dos lluviosas lunas de otoño, y en su roce había una ominosa inanidad.
-Estuve en el funeral de su hermano -dijo Newman-. Después esperé tres días. Pero no podía esperar más.
-Nada se puede ganar ni perder con la espera -dijo madame de Cintré-. Pero ha sido muy atento por esperar, teniendo en cuenta que ha sido agraviado.
-Me alegra que piense que he sido agraviado -dijo Newman, con ese acento extrañamente jocoso con el que a menudo pronunciaba palabras de significado solemne.
-¿He de decirlo? -preguntó ella-. No creo que yo haya agraviado, seriamente, a demasiadas personas; sin duda, no de manera consciente. A usted, a quien he tratado con dureza y crueldad, el único desagravio que le puedo hacer es decir: «¡Lo sé, soy capaz de sentirlo!». ¡El desagravio es penosamente pequeño!
-¡Bueno, es un gran paso adelante! -dijo Newman, con una afable sonrisa de ánimo. Empujó una silla hacia ella y la sostuvo, mirándola con apremio. Madame de Cintré se sentó mecánicamente, y él se sentó cerca; pero a renglón seguido se puso en pie, agitado, y se colocó delante de ella. Madame de Cintré siguió sentada, como una criatura desazonada que ya hubiese pasado la fase de agitación.
-Digo que no se ha de ganar nada con que yo le vea -prosiguió-, y aun así me alegra mucho que haya venido. Ahora puedo decirle lo que siento. Es un placer egoísta, pero es uno de los últimos que he de tener -y se detuvo observando a Newman con sus grandes ojos empañados-. Sé hasta qué punto le he defraudado y le he hecho daño, sé lo cruel y cobarde que he sido. Lo veo con tanta claridad como usted... lo siento hasta la médula -se soltó las manos, que estaban entrelazadas sobre su regazo, y después de alzarlas las dejó caer-. Todo lo que pueda haber dicho de mí en el punto más colérico de su ira no es nada comparado con lo que yo me he dicho a mí misma.
-En lo más colérico de mi ira -dijo Newman- no he dicho nada duro de usted. Lo peor que he dicho hasta ahora es que es usted la más encantadora de las mujeres -y volvió a sentarse con un movimiento abrupto frente a ella.
Madame de Cintré se ruborizó un poco, pero hasta su rubor era pálido.
-Eso es porque cree que volveré. Pero no volveré. Ha venido aquí con esa esperanza, lo sé; lo siento mucho por usted. Haría casi cualquier cosa por usted. Decir esto, después de lo que he hecho, es lisa y llanamente una insolencia; pero ¿qué puedo decir que no resulte insolente? Agraviarle y pedirle disculpas... eso es demasiado fácil. No debería haberle agraviado -se detuvo un instante, mirándole, y le hizo un ademán para que le permitiese continuar-. No debería haberle escuchado al principio; ése fue el error. No podía salir nada bueno de ahí. Lo notaba, y aun así escuché; eso fue culpa suya. Le apreciaba demasiado; creía en usted.
-¿Y ya no cree en mí?
-Más que nunca. Pero ahora no importa. He renunciado a usted.
Newman se dio un golpecito en la rodilla con el puño apretado.
-¿Por qué, por qué, por qué? -exclamó-. Deme una razón... una razón convincente. No es usted ninguna chiquilla... no es menor de edad, ni idiota. No está obligada a dejarme porque se lo haya dicho su madre. Una razón así no es digna de usted.
-Lo sé; no es digna de mí. Pero es la única que tengo. Al fin y al cabo -dijo madame de Cintré tendiendo sus manos-, ¡considéreme una idiota y olvídese de mí! Será la manera más fácil.
Newman se puso en pie y se alejó con la abrumadora sensación de que su causa estaba perdida, y aun así con idéntica incapacidad para renunciar a la lucha. Se acercó a uno de los grandes ventanales y miró la recia represa del río y los formales jardines que se expandían más allá. Cuando se dio la vuelta, madame de Cintre se había levantado; no se movió, silenciosa y pasiva.
-No es usted franca -dijo Newman-; no es honrada. En vez de decirme que es imbécil, debería decir que otras personas son malas. Su madre y su hermano han sido falsos y crueles; lo han sido conmigo, y estoy seguro de que también lo han sido con usted. ¿Por qué intenta escudarlos? ¿Por qué me sacrifica a ellos? No soy falso; no soy cruel. No sabe usted a qué está renunciando; bien puedo decirle que... que no lo sabe. La intimidan y urden intrigas en torno a usted; y yo... yo...
Newman se detuvo y extendió las manos. Madame de Cintré se dio la vuelta y se dispuso a dejarle.
-El otro día me dijo que temía a su madre -dijo mientras la seguía-. ¿A qué se refería?
Madame de Cintré sacudió la cabeza.
-Lo recuerdo; después me arrepentí.
-Se arrepintió cuando ella bajó y le puso las empulgueras. En nombre de Dios, ¿qué es lo que hace con usted?
-Nada. Nada que pueda usted entender. Y ahora que he renunciado a usted, no debo expresarle mis quejas de ella.
-¡Ése no es modo de razonar! -exclamó Newman-. Por el contrario, quéjese de ella. Cuéntemelo todo con confianza y franqueza, como debería hacer, y hablaremos de ello de manera tan satisfactoria que no renunciará a mí.
Madame de Cintré estuvo mirando al suelo durante unos instantes, y a continuación, alzando los ojos, dijo:
-Al menos ha salido una cosa buena de todo esto: he conseguido que me juzgue usted con más imparcialidad. Me veía usted a una luz que me honraba mucho; no sé por qué se le metió en la cabeza. Pero no me daba ninguna escapatoria... ninguna oportunidad de ser la criatura débil y vulgar que soy. No fue culpa mía; se lo advertí desde el primer momento. Pero debería habérselo advertido más. Tendría que haberle convencido de que estaba condenada a decepcionarle. Sin embargo, en cierto sentido fui demasiado orgullosa. ¡Ya ve usted a qué se reduce mi superioridad, espero! -continuó, elevando la voz con un temblor que aun en esas circunstancias a Newman le pareció hermoso-. Soy demasiado orgullosa para ser sincera, pero no soy demasiado orgullosa para ser desleal. Soy tímida y fría y egoísta. Tengo miedo a estar incómoda.
-¡Y dice que casarse conmigo es incómodo! -exclamó Newman, con los ojos abiertos de par en par.
Madame de Cintré se sonrojó un poco, como si quisiera decir que, si bien era una insolencia por su parte suplicarle perdón con palabras, al menos así, en silencio, podía expresar que comprendía perfectamente que a él le pareciese odiosa su conducta.
-Casarme con usted, no, sino hacer todo lo que eso conllevaría: la ruptura, el desafío, el insistir en ser feliz a mi modo. ¿Qué derecho tengo a ser feliz cuando... cuando...? -y se detuvo.
-¿Cuando qué? -quiso saber Newman.
-Cuando otros han sido enormemente desgraciados.
-¿Qué otros? -preguntó Newman-. ¿Qué tiene usted que ver con otros más que conmigo? Además, acaba de decir que quería la felicidad, y que la encontraría si obedecía a su madre. Se contradice.
-Sí, me contradigo; eso le demuestra que ni siquiera soy inteligente.
-¡Se está riendo de mí! -exclamó Newman-. ¡Se burla de mí!
Madame de Cintré le miró intensamente, y un buen observador podría haber pensado que se estaba preguntando si acaso no terminaría antes con su dolor compartido confesando que se estaba burlando de él.
-No, no me burlo -dijo al fin.
-Concediendo que no es usted inteligente -siguió Newman-, que es débil, que es vulgar, que no es nada de lo que yo pensaba... lo que le pido no es ningún esfuerzo heroico, es un esfuerzo muy común. Hay muchas cosas, por mi parte, para facilitarlo. La triste realidad es que no le importo lo suficiente para hacerlo.
-Tengo frío -dijo madame de Cintré-. Estoy tan fría como las aguas de ese río.
Newman dio un sonoro golpe en el suelo con su bastón, y soltó una risa larga y sombría.
-¡Bien, bien! -exclamó-. Va usted demasiado lejos... se pasa de la raya. No hay ni una sola mujer en el mundo que sea tan mala como se empeña en pintarse usted. Ya veo cuál es su juego; es lo que dije antes. Se está usted ennegreciendo para blanquear a otros. Usted no quiere renunciar a mí en asboluto; me aprecia... me aprecia. Sé que es así; lo ha demostrado, y lo he sentido. ¡Después, ya puede usted estar todo lo fría que quiera! La han intimidado, repito; la han torturado. Es un ultraje, e insisto en salvarla de la extravagancia de su propia generosidad. ¿Se cortaría usted la mano si su madre se lo pidiese?
Madame de Cintré parecía un poco atemorizada.
-El otro día hablé de mi madre con excesiva ceguera. Soy dueña de mí misma, por ley y por el consentimiento de ella. No me puede hacer nada; no me ha hecho nada. Jamás ha aludido a aquellas palabras tan duras que le dediqué.
-¡Ha hecho que usted las sienta, se lo digo yo! -dijo Newman.
-Es mi conciencia la que me lleva a sentirlas.
-¡Me da la impresión de que su conciencia está bastante confusa! -exclamó apasionadamente Newman.
-Ha estado muy atribulada, pero ahora está muy clara -dijo madame de Cintré-. No renuncio a usted por ningún beneficio mundano ni por ninguna felicidad mundana.
-Ah, no renuncia a mí por lord Deepmere, lo sé -dijo Newman-. No voy a fingir, ni siquiera para provocarla, que lo pienso. Pero eso es lo que querían su madre y su hermano, y su madre, en aquel baile canallesco (entonces me gustó, pero ahora sólo de recordarlo me pongo furioso) intentó azuzarle para que la cortejase a usted.
-¿Quién le ha dicho esto? dijo suavemente madame de Cintré.
-No fue Valentin. Lo observé. Lo adiviné. En su momento no supe que lo estaba viendo, pero se me quedó clavado en la memoria. Y después, acuérdese, vi a lord Deepmere con usted en el invernadero. Usted dijo entonces que en otro momento me contaría lo que le había dicho.
-Eso fue antes de... antes de esto -dijo madame de Cintré.
-Eso no importa -dijo Newman-; y, además, creo que lo sé. Es un honrado inglesito. Vino a contarle lo que se traía su madre entre manos: que deseaba que él, que no es una persona mercantil, me suplantase. Si se le proponía a usted, su madre se encargaría de persuadirla y darme esquinazo. Lord Deepmere no es demasiado intelectual, así que ella tuvo que deletreárselo. Él le dijo a usted que la admiraba «infinito», y que quería que lo supiese; pero que no le gustaba verse mezclado en ese tipo de maniobras clandestinas, y le contó todo tipo de historias. Eso vino a ser todo, ¿no? Y después usted dijo que era completamente feliz.
-No veo por qué tenemos que hablar de lord Deepmere -dijo madame de Cintré-. No ha venido aquí para eso; y, en cuanto a mi madre, no importa lo que usted sospeche ni lo que sepa. Si he tomado una decisión, como ahora, no debería discutir estas cosas. Discutir, en estos momentos, es ocioso. Hemos de procurar vivir, cada uno, como podamos. Sé que volverá a ser feliz; incluso a veces, cuando piense en mí. Cuando lo haga, recuerde esto: que no fue fácil, y que lo hice lo mejor que pude. Hay cosas que tengo que tener en cuenta y que usted desconoce. Me refiero a que tengo sentimientos y debo actuar según su dictado... debo hacerlo, debo hacerlo. Si no, me perseguirían -exclamó con vehemencia-; ¡me matarían!
-Sé cuáles son sus sentimientos; ¡son supersticiones! Son el sentimiento de que, al fin y al cabo, aunque soy un buen tipo, he estado metido en negocios; el sentimiento de que las miradas de su madre son ley y las palabras de su hermano el Evangelio; que son ustedes una piña, y que forma parte de las imperecederas reglas del decoro el que metan mano en todo lo que usted hace. Me hierve la sangre. Eso es frío; tiene usted razón. Y lo que siento aquí -y Newman se golpeó el corazón y se puso más poético que nunca- ¡es un fuego abra-sador!
Un espectador menos absorto que el turbado pretendiente de madame de Cintré habría tenido desde el comienzo la certeza de que la atractiva calma de su porte era fruto de un violento esfuerzo, a pesar de lo cual la marea de la agitación iba subiendo a ritmo acelerado. Ante estas últimas palabras de Newman se desbordó, aunque al principio habló en voz baja, por miedo a que su voz la traicionase.
-No, no tenía razón en lo que dije: ¡no soy fría! Creo que si estoy haciendo algo que parece tan malvado, no es por mera debilidad y falsedad. Señor Newman, es como una religión. No se lo puedo decir; ¡no puedo! Es cruel por su parte insistir. No veo por qué no habría de pedirle que me crea... y que me compadezca. Es como una religión. Ha caído una maldición sobre la casa; no sé qué... no sé por qué... no me pregunte. Todos hemos de soportarla. He sido demasiado egoísta; quería escapar a la maldición. Usted me ofreció una oportunidad magnífica... aparte de que le apreciaba. Parecía bueno cambiar del todo, romper, marcharme. Y además le admiraba. Pero no puedo... me ha tomado la delantera y ha vuelto a mí -el dominio de sí misma la había abandonado por completo y largos sollozos entrecortaban sus palabras-. ¿Por qué nos ocurren cosas tan espantosas... por qué matan a mi hermano Valentin, como a un animal salvaje, en plena juventud y alegría y brillantez y todo aquello por lo que le amábamos? ¿Por qué hay cosas que no puedo preguntar... que temo saber? ¿Por qué hay sitios que no puedo ver, sonidos que no puedo oír? ¿Por qué me ha sido dado escoger, decidir, en un caso tan arduo y tan terrible como éste? No estoy hecha para esto: no estoy hecha para la valentía y el desafío. Fui hecha para ser feliz de un modo tranquilo y natural -al oír esto Newman soltó un gemido expresivo, pero madame de Cintré continuó-: Fui hecha para hacer de buena gana y con gratitud lo que se espera de mí. Mi madre siempre se ha portado muy bien conmigo; no puedo decir más. No debo juzgarla; no debo criticarla. Si lo hiciera, pagaría por ello. ¡No puedo cambiar!
-No -dijo con amargura Newman-; soy yo quien ha de cambiar, ¡aunque el esfuerzo me parta en dos!
-Usted es diferente. Usted es un hombre; lo superará. Tiene todo tipo de consuelos. Usted nació... usted fue adiestrado... para los cambios. Además... además, siempre pensaré en usted.
-¡Eso me tiene sin cuidado! -exclamó Newman-. Es usted cruel... terriblemente cruel. ¡Dios la perdone! Puede que tenga las mejores razones y los sentimientos más nobles del mundo; no cambia las cosas. Es usted un misterio para mí; no entiendo cómo tanta dureza puede acompañar a tan gran encanto.
Madame de Cintré le observó un momento con los ojos arrasados de lágrimas.
-¿Piensa usted, pues, que soy dura?
Newman respondió a su mirada, y después estalló:
-¡Es usted una criatura absolutamente irreprochable! ¡Quédese conmigo!
-Por supuesto que soy dura -siguió ella-. Siempre que causamos dolor, somos duros. Y debemos causar dolor; así es el mundo... ¡el odioso y miserable mundo! ¡Ah! -exhaló un suspiro largo y profundo-, ni siquiera puedo decir que me alegro de haberle conocido... aunque así es. También eso sería agraviarle. Nada puedo decir que no sea cruel. Así que separémonos, sin más. ¡Adiós! -y le tendió la mano.
Newman se quedó mirándole la mano sin cogérsela, y después elevó los ojos a su rostro. Tenía ganas de verter lágrimas de rabia.
-¿Qué va a hacer? -preguntó-. ¿Adónde va a ir?
-A donde no pueda causar más dolor ni sospeche que existe el mal. Me voy fuera del mundo.
-¿Fuera del mundo?
Voy a ingresar en un convento.
-¡En un convento! -repitió Newman con profunda consternación; era como si le hubiese dicho que iba a ingresar en un hospital-. ¡A un convento...! ¡Usted!
-Le dije que no le abandonaba por ventajas y placeres de este mundo.
Pero Newman seguía sin apenas comprender.
-¿Va a ser monja -siguió-, toda la vida... en una celda... con hábitos y un velo blanco?
-Monja... monja carmelita -dijo madame de Cintré-. Toda la vida, con la gracia de Dios.
A Newman la idea se le antojó demasiado turbia y horrenda para ser creíble, y le hizo sentirse igual que se habría sentido de haberle dicho ella que se iba a mutilar su bello rostro, o a beber alguna pócima que fuese a enloquecerla. Se agarró las manos y empezó a temblar de manera palmaria.
-Madame de Cintré, ¡no lo haga, no lo haga! -dijo-. ¡Se lo suplico! Si quiere, me pondré de rodillas para suplicárselo.
Ella posó su mano sobre el brazo de Newman, con un gesto tierno, compasivo, casi tranquilizador.
-No lo entiende. Tiene ideas equivocadas. No es nada horrible. Tan sólo es paz y seguridad. Es para estar fuera de un mundo donde problemas como éste les sobrevienen a los inocentes, a los mejores. Ypara toda la vida... ¡ahí está la bendición! No pueden volver a ocurrir.
Newman se desplomó en una silla y se quedó sentado, mirándola con un largo murmullo inarticulado. Que aquella espléndida mujer, en quien había visto toda la gracia humana y todo el brío de un hogar, se fuese a alejar de él y de todas las cosas brillantes que le ofrecía -él, su futuro, su fortuna, su fidelidad- para embozarse en andrajos ascéticos y enterrarse en una celda era una desconcertante combinación de lo inexorable y lo grotesco. A medida que la imagen se le iba representando con más intensidad, lo grotesco se iba expandiendo hasta cubrirla; era una reducción al absurdo de la prueba a la que estaba sometido.
-¡Usted... monja! -exclamó-. ¡Usted, su belleza mutilada... usted, tras cerrojos y barrotes! jamás, jamás si puedo impedirlo! y, soltando una risa violenta, se puso en pie de un salto.
-No puede impedirlo -dijo madame de Cintré-, y debería, al menos un poco, satisfacerle. ¿Se imagina que siguiese viviendo en el mundo, todavía a su lado y sin embargo sin usted? Está todo organizado. Adiós... adiós.
Esta vez Newman le cogió la mano; la cogió entre las suyas.
-¿Para siempre? -dijo. Los labios de madame de Cintré hicieron un movimiento inaudible y los de él pronunciaron una profunda imprecación. Ella cerró los ojos, como si oírla le doliese; entonces Newman la arrastró hacia él y la estrechó contra su pecho. Besó su blanco rostro; por un momento ella se resistió y al otro se rindió; entonces, con vigor, se soltó y cruzó a toda prisa el largo trecho de suelo reluciente. Un instante después, la puerta se cerró tras ella.
Newman se abrió paso hacia afuera como pudo.
CAPÍTULO XXI
Hay un bonito paseo público en Poitiers, sobre la cresta de la alta colina en torno a la que se apiña la pequeña ciudad, que está sembrado de árboles tupidos y mira sobre los fértiles campos en donde los antiguos príncipes ingleses combatieron en defensa de su derecho. Newman estuvo recorriendo este tranquilo paseo de arriba abajo durante la mayor parte del día siguiente, y dejó que sus ojos se extraviasen por el histórico paisaje; pero habría sido tristemente incapaz de decir después si este último estaba integrado por minas de carbón o por viñedos. Estaba completamente abandonado a su pesadumbre, cuya carga no se aligeraba en absoluto con la reflexión. Se temía que madame de Cintré estaba irrevocablemente perdida, y sin embargo, como él mismo habría dicho, no veía de qué manera podía renunciar a ella. Se le antojaba imposible dar la espalda a Fleurières y a sus habitantes; le parecía que por algún lugar de allí debía de ocultarse alguna semilla de esperanza o de desagravio, con que sólo pudiese extender el brazo lo bastante lejos para arrancarla. Era como si tuviese la mano sobre un picaporte y estuviese agarrándolo con el puño cerrado; había aporreado, había llamado, había empujado la puerta con su poderosa rodilla y la había sacudido con todas sus fuerzas, y la respuesta había sido un maldito silencio mortal. Y aun así algo le retenía allí; algo endurecía el agarre de sus dedos. La satisfacción de Newman había sido demasiado intensa, todo su plan demasiado calculado y maduro, la perspectiva de su felicidad demasiado rica y abarcante para que este hermoso edificio moral se desmoronase de golpe. Los propios cimientos parecían haber sufrido daños fatales, y pese a todo sentía un terco deseo de seguir intentando salvar el edificio. Le embargaba la sensación de agravio más dolorosa que jamás había conocido o había creído posible llegar a conocer. Aceptar esta herida y marcharse sin mirar atrás era forzar el buen talante hasta un punto del que se sentía incapaz. Volvía continuamente con empeño la vista atrás, y lo que allí veía no aplacaba su resentimiento. Se veía a sí mismo como alguien confiado, generoso, despreocupado, paciente, natural, alguien que sabía tragarse una irritación frecuente y que estaba dotado de una modestia sin límites. Haber mordido el polvo, haber sido objeto del desdén, de los aires de superioridad y de la sátira y haber accedido a tomárselo como una de las condiciones del trato... haber hecho todo esto, y todo a cambio de nada, sin duda le daba a uno derecho a protestar. ¡Y que le despachasen por ser una persona mercantil! ¡Ni que hubiese mencionado o soñado con los negocios una sola vez desde que empezó su relación con los Bellegarde... ni que hubiese entrado en los pormenores de los negocios... ni que no hubiese accedido a maldecirlos cincuenta veces al día, de haber aumentado así un ápice la probabilidad de que los Bellegarde no le hiciesen una mala pasada! Aun concediendo que ser un hombre de negocios fuese un fundamento lícito para que le jugasen a uno una jugarreta, ¡qué poco sabían sobre la clase así denominada y su emprendedora manera de no detenerse en nimiedades! Era a la luz de su herida donde más peso tenía el aguante pasado de Newman; su exasperación propiamente dicha no había sido tanta, mezclada como estaba con su imagen del cielo despejado que había abovedado su reciente galanteo. Pero ahora su sensación de ultraje era profunda, rencorosa y omnipresente; sentía que era un buen tipo agraviado. En cuanto a la conducta de madame de Cintré, le dejaba algo así como sobrecogido, y el hecho de que fuese incapaz de comprenderla o de sentir la realidad de sus motivos tan sólo aumentaba la fuerza con que se había encariñado con ella. Nunca había dejado que su catolicismo le preocupase; el catolicismo no era para Newman nada más que un nombre, y expresar desconfianza hacia la forma en que se habían modelado los sentimientos religiosos de madame de Cintré le habría parecido, por su parte, una afectación bastante pretenciosa de celo protestante. Si en tierra católica podían abrirse flores blancas tan espléndidas como ésa, no era una tierra insalubre. Pero una cosa era ser católica, y otra hacerse monja... ¡ante sus propios ojos! Había una suerte de lúgubre comicidad en cómo el optimismo absolutamente contemporáneo de Newman se veía con-frontado con este sombrío expediente del viejo mundo. Ver cómo una mujer que estaba hecha para él y para la maternidad de sus hijos se le escamoteaba en esta trágica parodia... era algo para frotarse los ojos, una pesadilla, una ilusión, una patraña. Pero las horas pasaban sin refutar la cuestión, y dejándole el mero resabio de la vehemencia con que había abrazado a madame de Cintré. Recordaba sus palabras y sus miradas; les dio vueltas e intentó sonsacar su misterio y dotarlas de un significado soportable. ¿Qué había querido decir con que su sentimiento era una especie de religión? Era simplemente la religión de las leyes familiares, la religión cuya sacerdotisa mayor era su implacable madrecita. Por mucho que la generosidad de madame de Cintré retorciese las cosas, lo único cierto era que habían usado la fuerza contra ella. Su generosidad había intentado encubrirlos, pero a Newman se le ponía el corazón en la garganta cuando pensaba que quedarían impunes.
Pasaron las veinticuatro horas, y a la mañana siguiente Newman se levantó de un salto con la determinación de regresar a Fleurières y exigir otra entrevista con madame de Bellegarde y su hijo. No perdió el tiempo en llevarla a la práctica. Mientras avanzaba velozmente por el excelente camino en la pequeña calesa que le habían proporcionado en la posada de Poitiers, extrajo, por así decirlo, del segurísimo lugar de su cabeza adonde la había confiado la última información que le dio el pobre Valentin. Valentin le había dicho que podía hacer algo con ella, y a Newman le pareció que estaría bien tenerla a mano. Por supuesto, no era ésta la primera vez, en los últimos tiempos, que le había prestado atención. Era información en bruto, era oscura y desconcertante; pero Newman no se sentía ni indefenso ni asustado. Era evidente que Valentin había querido que estuviese en posesión de un instrumento poderoso, aunque no podía decirse que le hubiese dejado el asidero bien al alcance. Pero si en realidad no le había contado el secreto, al menos le había dado la pista para acceder a él... una pista cuyo otro cabo sostenía esa extraña señora Bread. A Newman la señora Bread siempre le había dado la impresión de conocer secretos; y como todo indicaba que gozaba de su estima, sospechaba que quizá ella se viera inducida a compartir con él sus conocimientos. Siempre y cuando sólo hubiese que tratar con la señora Bread, se sentía cómodo. En cuanto a qué había que descubrir, sólo albergaba un temor: que no fuese lo bastante terrible. Luego, cuando se le volvió a aparecer la imagen de la marquesa y su hijo unidos, la mano de la anciana en el brazo de Urbain y la misma fijeza fría y hosca en los ojos de ambos, Newman exclamó para sus adentros que el temor era infundado. ¡Como poco, en ese secreto había sangre! Llegó a Fleurières casi en un estado de euforia; se había convencido de que, lógicamente, ante la amenaza del desenmascaramiento se desmoronarían como, según la formulación mental de Newman, un par de cubos atados a una cuerda que se desenrollase pozo abajo. Recordó que, en efecto, antes tenía que atrapar su liebre; primero, descubrir qué había que desenmascarar; pero después, ¿por qué no iba a ser su felicidad prácticamente tan buena como antes? Madre e hijo soltarían con terror a su adorable víctima y se esconderían, y madame de Cintré, al quedarse sola, sin duda regresaría a él. Con sólo darle una oportunidad, subiría a la superficie, volvería a la luz. ¿Cómo iba a dejar de darse cuenta de que la casa de Newman sería, con mucho, el más cómodo de los conventos?
Newman, como había hecho antes, dejó su vehículo en la posada y caminó el pequeño trecho que le separaba del château. Sin embargo, cuando llegó a la verja le embargó una extraña sensación: una sensación que, por raro que parezca, manaba de su insondable buen carácter. Se detuvo allí un rato, mirando a través de los barrotes de la gran fachada teñida por el tiempo y preguntándose cuál sería el crimen que había favorecido aquella casa oscura y vieja, con su florido nombre. Había dado pie, por encima de todo, a tiranías y sufrimientos de sobra, se dijo Newman; era una vivienda de aspecto maligno. Entonces, súbitamente, le sobrevino la siguiente reflexión: ¡iba a hurgar en un horrible basurero de iniquidad! La actitud del inquisidor le mostró su cara innoble, y en ese mismo movimiento Newman declaró que los Bellegarde habrían de tener otra oportunidad. Una vez más, apelaría directamente a su sentido de la justicia y no a su temor; y, en caso de que fuesen accesibles al razonamiento, no tenía por qué saber nada peor sobre ellos de lo que ya sabía. Eso ya era bastante malo.
El guardián de la verja le dejó pasar por la misma grieta inflexible de la otra vez, y cruzó el patio y el pequeño puente rústico del foso. La puerta se abrió antes de que llegase, y, como si quisiera poner en fuga su clemencia con la insinuación de una oportunidad más enjundiosa, la señora Bread estaba allí esperándole. Su rostro, como de costumbre, tenía un aspecto tan irremediablemente monótono como el de la arena de una playa alisada por la marea, y el negro de sus negras prendas parecía más intenso. Newman ya había advertido que su extraña inexpresividad podía ser un vehículo para las emociones, y no le sorprendió la sorda viveza con que le susurró:
-Pensé que volvería a intentarlo, señor. Estaba vigilando por si aparecía.
-Me alegro de verla -dijo Newman-; creo que usted es mi amiga.
La señora Bread le lanzó una mirada opaca.
-Le deseo lo mejor, señor; pero ya es inútil desear.
-¿Sabe, entonces, cómo me han tratado?
-Ah, señor -dijo secamente la señora Bread-, lo sé todo.
Newman vaciló un instante.
-¿Todo?
La señora Bread le dirigió una mirada un poco más transparente.
-Sé, como poco, demasiado, señor.
-Uno nunca puede saber demasiado. La felicito. He venido a ver a madame de Bellegarde y a su hijo -añadió Newman-. ¿Están en casa? Si no, esperaré.
-Mi señora siempre está en casa -replicó la señora Bread-, y el marqués casi siempre está con ella.
-Entonces, dígales, por favor, a cualquiera de ellos, o a ambos, que estoy aquí y que deseo verlos.
La señora Bread titubeó.
-¿Permite que me tome una gran libertad, señor?
-Usted nunca se ha tomado libertades, sino que las ha justificado -dijo Newman con cortesía diplomática.
La señora Bread entornó sus párpados arrugados como si estuviese haciendo una reverencia; pero la reverencia acabó ahí: la ocasión era demasiado solemne.
-¿Ha venido usted a implorarles de nuevo, señor? Quizá no sepa usted esto: que madame de Cintré regresó esta mañana a París.
-¡Ah, se ha ido! -y Newman, soltando un quejido, dio un golpe en el suelo con su bastón.
-Se ha marchado directamente al convento... las carmelitas, así lo llaman. Veo que está usted al tanto, señor. Mi señora y el marqués se lo han tomado muy mal. Hasta anoche no se lo dijo.
-Ah, ¿así que se lo había reservado? -exclamó Newman-. ¡Bien, bien! Y ¿están muy furiosos?
-No están contentos -dijo la señora Bread-. Pero tienen motivos para que les desagrade. Me han dicho que es la cosa más espantosa, señor; de todas las monjas de la cristiandad, las carmelitas son las peores. Se podría decir que en realidad no son humanas, señor; te obligan a renunciar a todo... para siempre. ¡Y pensar que ella está allí! Si fuera yo de las que lloran, señor, lloraría.
Newman la miró un instante.
-No debemos llorar, señora Bread; debemos actuar. ¡Vaya a avisarlos! -e hizo un ademán para entrar un poco más.
Pero la señora Bread le refrenó con tacto.
-¿Me permite que me tome otra libertad? He sabido que estuvo usted con mi querido señor Valentin en sus últimas horas. ¡Si pudiese usted contarme algo de él! El pobre conde fue mi niño, señor; durante el primer año de su vida apenas estuvo apartado de mis brazos; yo le enseñé a hablar. ¡Y lo bien que hablaba el conde, señor! Siempre le hablaba bien a su pobre y vieja Bread. Cuando creció, siempre se complacía en dedicarme alguna palabra amable. ¡Mira que morir de esa manera tan salvaje! Se rumorea que se enfrentó a un comerciante de vinos. ¡No me lo puedo creer, señor! ¿Y sufrió mucho?
-Es usted una anciana sabia y buena, señora Bread -dijo Newman-. Esperaba poder verla con mis propios hijos en sus brazos. Quizá todavía lo haga -y le tendió la mano. La señora Bread miró por un momento su palma abierta, y después, como fascinada por la novedad del gesto, extendió a su vez sus elegantes dedos. Newman le sostuvo la mano con firmeza y parsimonia, sin dejar de mirarla-. ¿Desea saberlo todo sobre el señor Valentin? -añadió.
-Sería un triste placer, señor.
-Se lo puedo contar todo. ¿Puede usted alejarse de este sitio en algún momento?
-¿Del château, señor? A decir verdad, no lo sé. Nunca lo he intentado.
-Inténtelo, entonces; inténtelo con todas sus fuerzas. Inténtelo esta tarde, al anochecer. Venga a verme a las viejas ruinas que están ahí, sobre la colina, en el patio que hay enfrente de la iglesia. La esperaré allí; tengo algo muy importante que decirle. Una anciana como usted puede hacer lo que le plazca.
La señora Bread se le quedó mirando asombrada, con los labios entreabiertos.
-¿Es de parte del conde, señor? -preguntó.
-De parte del conde... desde su lecho de muerte -dijo Newman.
-Iré, entonces. Por una vez, seré valiente; por él.
Acompañó a Newman al gran salón que éste ya conocía, y se retiró para ejecutar sus órdenes. Newman esperó mucho tiempo; al final estuvo a punto de llamar para repetir su petición. Estaba buscando una campanilla a su alrededor cuando entró el marqués, con su madre agarrada del brazo. Se podrá observar que Newman tenía una mente lógica si digo que declaró para sus adentros, de absoluta buena fe y como resultado de las oscuras insinuaciones de Valentin, que sus adversarios parecían tremendamente malvados. «No hay ya ningún error al respecto -se dijo mientras avanzaban-. Son mala gente; se han quitado las máscaras.» Ciertamente, madame de Bellegarde y su hijo llevaban en el rostro los síntomas de una perturbación extrema; parecían personas que habían pasado la noche en vela. Enfrentados, además, a una molestia de la que esperaban haberse desembarazado, lo natural no era precisamente que le hiciesen ojitos tiernos a Newman. Se plantó ante ellos, y todas las chispas que pudieron encontrar las incorporaron a las miradas que le asestaron; Newman se sintió como si la puerta de un sepulcro se hubiese abierto de golpe, exhalando la húmeda oscuridad.
-Ya lo ven, he vuelto -dijo-. He venido a intentarlo de nuevo.
-Seria ridículo -dijo monsieur de Bellegarde- fingir que nos alegramos de verle o que no ponemos en duda el buen gusto de su visita.
-Ah, ¡no hable de buen gusto -dijo Newman con una risa-, porque podría llevarnos a hablar del suyo! Si consultase con mi gusto, sin duda no vendría a verlos. Además, mi faena va a ser todo lo breve que ustedes quieran. Prométanme que levantarán el bloqueo, que dejarán en libertad a madame de Cintré, y me retiraré en el acto.
-Estuvimos dudando si verle o no -dijo madame de Bellegarde-, y a punto hemos estado de renunciar al honor. Pero me pareció que debíamos actuar con urbanidad, como siempre hemos hecho, y yo deseaba darme el gusto de informarle de que hay ciertas debilidades de las que la gente de nuestra sensibilidad tan sólo puede ser culpable una vez.
-Puede que sólo sea débil una vez, pero será descarada muchas veces, madame -respondió Newman-. Sin embargo, no he venido con el propósito de conversar. Vine a decir sencillamente esto: que si le escribe de inmediato a su hija comunicándole que retira su oposición al matrimonio, yo me ocuparé del resto. Usted no quiere que se haga monja: conoce los horrores de eso mejor que yo. Casarse con una persona mercantil es mejor que algo así. Deme una carta para ella con firma y sello, diciendo que se retracta y que se puede casar conmigo con su bendición, y se la llevaré al convento y la sacaré de allí. He aquí su oportunidad... yo diría que son unas condiciones muy sencillas.
-Nosotros contemplamos la cuestión de otra manera, ¿sabe? A eso lo llamamos condiciones muy duras -dijo Urbain de Bellegarde. Se habían quedado de pie, rígidos, en medio de la habitación-. Creo que mi madre le dirá que prefiere que su hija se convierta en la hermana Catherine antes que en la señora Newman.
Pero la vieja dama, con la serenidad que otorga el poder supremo, dejó que su hijo hiciese los epigramas por ella. Se limitó a sonreír, casi con dulzura, mientras sacudía la cabeza repitiendo:
-¡Una sola vez, señor Newman, una sola!
Nada de lo que Newman había visto u oído hasta entonces le había producido tanta sensación de dureza marmórea como este ademán y el tono que lo acompañó.
-¿No hay nada que pudiese obligarlos? -preguntó-. ¿Saben de algo que los pudiese forzar?
-Ese lenguaje, señor -dijo el marqués-, dirigido a personas en un momento de duelo y pesadumbre, está más allá de toda calificación.
-En la mayoría de los casos -respondió Newman-, su objeción habría tenido algún peso, aun admitiendo que las actuales intenciones de madame de Cintré convierten el tiempo en oro. Pero he pensado en eso que dice usted, y me he allegado hoy hasta aquí sin ningún escrúpulo simplemente porque a usted y a su hermano los considero dos personas muy distintas. No veo ninguna relación entre ustedes. Su hermano se avergonzaba de usted. Herido y moribundo, el pobre muchacho me pidió disculpas por la conducta de usted. Me pidió disculpas por la conducta de su madre.
Por un momento, el efecto de estas palabras fue como si Newman les hubiese asestado un golpe físico. Un rubor veloz se adueñó de los rostros de madame de Bellegarde y de su hijo, y cruzaron una mirada como un destello de acero. Urbain articuló dos palabras que Newman tan sólo oyó a medias, pero cuyo sentido le llegó, por así decirlo, a través del eco del sonido «Le misérable!».
-Poco respeto demuestra usted a los vivos -dijo madame de Bellegarde-, pero al menos respete a los muertos. No profane, no insulte, la memoria de mi hijo inocente.
-Digo la pura verdad -declaró Newman-, y la digo con una intención. Voy a repetirlo claramente. Su hijo estaba absolutamente disgustado: su hijo pidió disculpas.
Urbain de Bellegarde estaba frunciendo el ceño con gesto de mal agüero, y Newman supuso que se lo estaba dedicando a la odiosa imagen del pobre Valentin. Cogido por sorpresa, su escaso afecto a su hermano le había llevado a hacer una concesión pasajera al desdoro. Pero ni por un instante arrió su madre las velas.
-Está usted tremendamente equivocado, señor dijo-. A veces mi hijo era frívolo, pero jamás indecente. Murió fiel a su apellido.
-Usted, simplemente, le entendió mal -dijo el marqués, empezando a recuperar fuerzas-. Afirma usted lo imposible.
-Ah, no me importan las disculpas de Valentin -dijo Newman-. Me causaron mucho más dolor que satisfacción. Este asunto atroz no fue culpa suya; nunca me hirió, ni a mí ni a nadie; era el honor en persona. Pero reflejan cómo se lo tomó.
-Si desea demostrar que en sus últimos momentos mi pobre hermano había perdido el juicio, sólo podemos decir que en tan tristes circunstancias nada era más posible. Pero limítese usted a eso.
-Estaba en su sano juicio -dijo Newman con una terquedad apacible pero peligrosa-; jamás le he visto tan lúcido e inteligente. Fue terrible ver cómo un tipo tan brillante y capaz moría de una muerte así. Ya saben lo mucho que apreciaba a su hermano. Y aún tengo más pruebas de su cordura -concluyó Newman.
La marquesa se serenó con aire majestuoso.
-¡Esto es demasiado grosero! -exclamó-. Nos negamos a aceptar su historia, señor... la repudiamos. Urbain, abre la puerta.
Se dio la vuelta dirigiéndose a su hijo con un ademán imperioso y cruzó apresuradamente la habitación. El marqués la acompañó y le sostuvo la puerta abierta. Newman se quedó allí de pie.
Alzó un dedo a modo de seña a monsieur de Bellegarde, que cerró la puerta tras su madre y se quedó esperando. Newman avanzó despacio, más callado, por el momento, que un muerto. Los dos hombres se enfrentaron cara a cara. Entonces Newman experimentó algo curioso: notó que su sensación de agravio se desbordaba hasta casi convertirse en una sensación cómica.
-Venga -dijo-, ustedes no me tratan bien; por lo menos, admítalo.
Monsieur de Bellegarde le miró de la cabeza a los pies, y acto seguido, con la más delicada voz de buena educación, dijo:
-Le detesto personalmente.
-Eso mismo siento yo por usted, pero por mor de la cortesía no lo digo -replicó Newman-. Es curioso que sienta tantos deseos de ser su cuñado, pero no puedo renunciar a ello. Déjeme intentarlo una vez más -e hizo una breve pausa-. Tienen ustedes un secreto... ocultan un acto vergonzoso -monsieur de Bellegarde siguió mirándole con dureza, pero Newman no pudo distinguir si sus ojos delataban algo, tan extraña era siempre su mirada. Newman volvió a detenerse, y luego siguió-. Usted y su madre han cometido un crimen -y en esta ocasión los ojos de monsieur de Bellegarde sí que cambiaron; parecía que titilaban como las velas cuando se las sopla. Newman se daba cuenta de que estaba profundamente alarmado, pero había algo admirable en su dominio.
-Continúe -dijo monsieur de Bellegarde.
Newman alzó un dedo y lo sacudió un poco en el aire.
-¿He de continuar? Está usted temblando.
-Por favor, dígame, ¿dónde ha obtenido esta interesante información? -preguntó con mucha suavidad monsieur de Bellegarde.
-Seré rigurosamente exacto -dijo Newman-. No voy a fingir que sé más de lo que sé. Hoy por hoy, no sé más. Han hecho ustedes algo que deben ocultar, algo que los condenaría si se supiese, algo que deshonraría el apellido del que tan orgullosos están. No sé de qué se trata, pero puedo descubrirlo. Continúe con su proceder actual y lo descubriré. Cámbielo, deje que su hermana se marche en paz, y no los molestaré. ¿Trato hecho?
El marqués casi consiguió parecer tranquilo; en su gallardo semblante, el hielo sólo podía derretirse mediante un proceso gradual. Pero, al parecer, el moderado silabeo del razonamiento de Newman iba ejerciendo una presión cada vez mayor, hasta que al fin apartó la vista. Se quedó reflexionando un rato.
-Mi hermano se lo contó -dijo, alzando los ojos.
Newman vaciló un instante.
-Sí, su hermano me lo contó.
El marqués esbozó una apuesta sonrisa.
-¿No le he dicho que no estaba en su sano juicio?
-No estaba en su sano juicio si no llego a descubrirlo. Lo estaba, y mucho, si lo descubro.
Monsieur de Bellegarde se encogió de hombros.
-Bueno, señor, descúbralo o no, como le plazca.
-¿No le asusto? -insistió Newman.
-Juzgue usted mismo.
-No, eso debe juzgarlo usted, sin prisas. Piénselo bien, examínese de arriba abajo. Le daré una hora o dos. No le puedo dar más, porque ¿cómo sabemos a qué ritmo estarán convirtiendo a madame de Cintré en una monja? Discútalo con su madre; deje que ella misma juzgue si está asustada. No creo que se asuste con tanta facilidad, en general, como usted; pero ya lo verá. Me iré a la aldea y esperaré en la posada, y le ruego que me lo haga saber lo antes posible. Pongamos a las tres de la tarde. Bastará con un simple sí o no sobre papel. Sólo que, sabe usted, en caso de que sea un sí espero que esta vez se ciña al trato -y con estas palabras Newman abrió la puerta y emprendió la salida. El marqués no se movió, y Newman, mientras se retiraba, le echó otro vistazo. Entonces se dio la vuelta del todo y salió de la casa.
Estaba enormemente agitado por lo que había estado haciendo; era imposible evitar cierta emoción cuando se convocaba al espectro de la deshonra ante una familia con mil años de antigüedad. Pero regresó a la posada y se propuso esperar allí, pacientemente, durante las dos horas siguientes. Le parecía más que probable que Urbain de Bellegarde no diese ninguna señal, ya que responder a su reto, en cualquiera de los dos sentidos, equivaldría a una confesión de culpabilidad. Lo que más esperaba era el silencio... en otras palabras, una actitud desafiante. Pero suplicó que -pues así se lo representaba- su disparo lograse abatirlos. Lo que sí logró fue que, a las tres, le llegase una nota en mano de un lacayo; una nota escrita con la elegante caligrafía inglesa de Urbain de Bellegarde. Rezaba lo siguiente:
No puedo privarme de la satisfacción de notificarle que regreso a París, mañana, con mi madre, con el fin de ver a mi hermana y ratificarla en la decisión que constituye la respuesta más eficaz a su pertinaz osadía.
HENRI-URBAIN DE BELLEGARDE
Newman se metió la carta en el bolsillo y siguió paseándose de un extremo a otro de la sala de la posada. Durante la última semana, casi todo su tiempo lo había dedicado a pasearse de un lado a otro. Siguió recorriendo el espacio de la pequeña salle de la posada Armes de France hasta que el día empezó a declinar, momento en el que salió a cumplir su cita con la señora Bread. Fue fácil hallar la senda que subía colina arriba hasta las ruinas, y en poco tiempo la había recorrido hasta llegar a la cima. Pasó por debajo del recio arco del muro del castillo, y buscó entre el temprano crepúsculo a una anciana de negro. El patio del castillo estaba vacío, pero la puerta de la iglesia estaba abierta. Newman entró en la pequeña nave y, obviamente, se encontró con una penumbra más intensa que la del exterior. Aun así, un par de cirios parpadeaban sobre el altar y a duras penas le permitieron divisar una figura que estaba sentada junto a uno de los pilares. Una inspección más cercana le ayudó a reconocer a la señora Bread, a pesar de que iba vestida con inusitado esplendor. Llevaba un gran sombrero de seda negra con impresionantes lazos de crespón y un viejo vestido negro de satén que la arrebujaba con pliegues vagamente lustrosos. A su juicio, lo indicado para una ocasión así era presentarse con su atuendo más ceremonioso. Había estado sentada mirando al suelo, pero cuando Newman pasó por delante alzó la vista y se puso en pie.
-¿Es usted católica, señora Bread? -preguntó él.
-No, señor; soy una buena anglicana, de la Low Church* -respondió-. Pero pensé que estaría más segura aquí dentro que fuera. Hasta ahora jamás había salido de noche, señor.
-Estaremos más seguros donde nadie pueda oírnos -dijo Newman, y mostrando el camino de regreso al patio del castillo, siguió después por una senda contigua a la iglesia, que estaba seguro de que desembocaba en otra zona de las ruinas. No se engañaba. Se perdía por la cima de la colina y terminaba ante un trozo de pared agujereada por una tosca abertura que en tiempos había sido una puerta. Newman cruzó la abertura y se encontró en un rincón especialmente favorable para una conversación tranquila, como con toda probabilidad más de una pareja ferviente, unida de un modo distinto al de nuestros amigos, ya habría comprobado. La colina presentaba un declive abrupto, y sobre el resto de su cima había dos o tres fragmentos dispersos de piedra. Abajo, por la llanura, se iba extendiendo el crepúsculo, a través del cual, en las inmediaciones, resplandecían dos o tres luces del château. La señora Bread siguió lentamente entre frufrús a su guía, y Newman, después de asegurarse de que una de las piedras caídas estaba firme, le sugirió que se sentase encima. Obedeció con cautela, y Newman se sentó en otra, cerca de ella.
CAPÍTULO XXII
-Le agradezco mucho que haya venido -dijo Newman-. Espero que esto no le ocasione inconvenientes.
-No creo que me echen de menos. Estos días, a mi señora no le gusta tenerme cerca.
Dijo esto con cierta vehemencia agitada que aumentó la sensación que tenía Newman de haberle inspirado confianza a la anciana.
-¿Sabe?, desde el principio -dijo Newman- se ha interesado usted por mis expectativas. Ha estado de mi parte. Me agradó mucho, se lo aseguro. Y ahora que sabe lo que me han hecho, no me cabe la menor duda de que está aún más de mi parte.
-No han hecho bien... debo decirlo -dijo la señora Bread-. Pero no le debe echar la culpa a la pobre condesa; la presionaron mucho.
-¡Daría un millón de dólares por saber lo que le han hecho! -exclamó Newman.
La señora Bread se sentó, posando una mirada mortecina y evasiva sobre las luces del château.
-Influyeron sobre sus sentimientos; sabían que ése era el modo. Es una criatura delicada. La hicieron sentirse malvada. Es demasiado buena.
-Ah, la hicieron sentirse malvada -dijo lentamente Newman, repitiéndolo después-. La hicieron sentirse malvada... la hicieron sentirse malvada -en esos momentos, las palabras se le antojaron una fiel descripción de lo que es una inventiva infernal.
-Si renunció es por lo buena que es... ¡pobre dama, tan dulce! -añadió la señora Bread.
-Pero fue más buena con ellos que conmigo -dijo Newman.
-Tenía miedo -dijo la señora Bread, en confianza-; siempre ha tenido miedo, o al menos durante mucho tiempo. El verdadero problema era ése, señor. Era como un melocotón terso, por decirlo así, con una sola mota. Tenía una manchita de tristeza. Usted la empujó a la luz del sol, señor, y casi se borró. Entonces ellos volvieron a arrastrarla a la sombra y en un tris se empezó a extender. Antes de que pudiésemos darnos cuenta, madame de Cintré se había ido. Era una criatura delicada.
Este singular testimonio de la delicadeza de madame de Cintré, a pesar de todo lo que tenía de singular, reavivó el dolor de la herida de Newman.
-Ya veo -dijo al cabo-; sabía algo malo sobre su madre.
-No, señor, no sabía nada -dijo la señora Bread, manteniendo la cabeza muy erguida y posando los ojos en el débil titileo de las ventanas del château.
-Adivinó algo, entonces, o lo sospechó.
-Tenía miedo de saber -dijo la señora Bread.
-Pero usted, en cualquier caso, lo sabe -dijo Newman.
La señora Bread le dirigió lentamente una mirada borrosa, estrujándose las manos sobre el regazo.
-No es usted del todo fiel, señor. Pensé que me pidió que viniese aquí para hablarme del señor Valentin.
-Ah, cuanto más hablemos del señor Valentin, mejor –dijo Newman-. Eso es exactamente lo que quiero. Estuve con él, como ya le he dicho, en sus últimos momentos. Tenía terribles dolores, pero nunca dejó de ser él. Ya sabe lo que eso significa: brillante, vivaz, inteligente.
-Ah, siempre era inteligente, señor -dijo la señora Bread-. ¿Y estaba enterado de su cuita?
-Sí, la adivinó por su cuenta.
-Y ¿qué dijo al respecto?
-Dijo que era una desgracia para su apellido... pero que no era la primera.
-¡Dios mío, Dios mío! -murmuró la señora Bread.
-Dijo que antaño su madre y su hermano habían confabulado para inventarse algo aún peor.
-No debería haber escuchado eso, señor.
-Quizá no. Pero escuché, y no lo olvido. Ahora quiero saber qué fue lo que hicieron.
La señora Bread exhaló un suave gemido.
-¿Y me ha tentado a venir a este extraño lugar para que se lo cuente?
-No se asuste -dijo Newman-. No diré ni una sola palabra que le resulte desagradable. Cuénteme lo que le plazca, y cuando le plazca. Recuerde tan sólo que el último deseo del señor Valentin fue que así lo hiciera.
-¿Eso dijo?
-Lo dijo con su último aliento: «Dígale a la señora Bread que le dije que se lo preguntase».
-¿Por qué no se lo contó él mismo?
-Era una historia demasiado larga para un moribundo; no le quedaba fuelle en el cuerpo. Sólo pudo decir que quería que yo lo supiese... que, agraviado como estaba, tenía derecho a saberlo.
-Pero ¿cómo ha de ayudarle, señor? -dijo la señora Bread.
-Eso me corresponde a mí decidirlo. El señor Valentin pensó que me ayudaría, y por eso me lo dijo. Su nombre casi fue la última palabra que pronunció.
La señora Bread se quedó a todas luces sobrecogida al oír esta frase; sacudió lentamente, de arriba abajo, sus manos entrelazadas.
-Disculpe, señor -dijo-, si me permito una gran libertad. ¿Está usted diciendo la pura verdad? Debo preguntárselo; ¿no cree, señor?
-No me ofendo. Es la pura verdad; lo juro solemnemente. No me cabe duda de que el propio señor Valentin me habría contado más de haber sido capaz.
-¡Ah, señor, en caso de que hubiese sabido más!
-¿No cree que fuese así?
-No es posible calcular cuánto sabía sobre las cosas -dijo la señora Bread, sacudiendo levemente la cabeza-. Era tan poderosamente inteligente... Era capaz de hacerle creer a uno que sabía cosas que no sabía, y que desconocía otras que más le valdría no haber sabido.
-Sospecho que sabía algo sobre su hermano que obligaba al marqués a ser educado con él -sugirió Newman-; le hacía notar su presencia. Ahora su deseo era ponerme a mí en su lugar; quería darme la oportunidad de obligar al marqués a sentirme a mí.
-¡Dios se apiade de nosotros! -exclamó la vieja doncella-. ¡Qué malos somos!
-No sé -dijo Newman-; algunos somos malos, sin duda. Estoy muy enfadado, estoy muy dolido y muy amargado, pero no veo que yo sea malo. Me han agraviado con crueldad. Me han herido, y quiero herirlos a ellos. No lo niego; por el contrario, le digo lisa y llanamente que ése es el uso que quiero hacer del secreto que usted sabe.
La señora Bread pareció contener el aliento.
-¿Quiere usted dejarlos expuestos... quiere humillarlos?
-Quiero rebajarlos... ¡hasta el fondo! Quiero que las tornas se vuelvan contra ellos... quiero mortificarlos, igual que han hecho ellos conmigo. ¡Me subieron a un lugar encumbrado y me hicieron quedarme ahí de pie para que todo el mundo me viese, y después se escabulleron por detrás y me empujaron a este foso sin fondo, donde yazgo aullando y rechinando los dientes! Hice el ridículo ante todos sus amigos, pero yo les haré algo peor.
Este apasionado arrebato, que Newman pronunció con inmenso fervor por tratarse de la primera ocasión que se le presentaba de decir todo esto en voz alta, avivó dos pequeñas chispas en los ojos inmóviles de la señora Bread.
-Supongo que está en su derecho de enfadarse, señor, pero piense en la deshonra que deparará a madame de Cintré.
-Madame de Cintré se ha enterrado en vida -exclamó Newman-. ¿Qué son para ella la honra o la deshonra? En este mismo momento, la puerta de la tumba se está cerrando tras ella.
-Sí, es de lo más espantoso -gimió la señora Bread.
-Se ha ido, como su hermano Valentin, para darme vía libre. Es como si se hubiese hecho a propósito.
-Sin duda -dijo la señora Bread, evidentemente impresionada por el ingenio de esta reflexión. Guardó silencio unos instantes; entonces añadió-: ¿Y llevaría usted a milady ante los tribunales?
-A los tribunales no les importa nada milady -replicó Newman-. Si ha cometido un crimen, no será para los tribunales más que una vieja malvada.
-¿Y la colgarán, señor?
-Eso depende de lo que haya hecho -dijo Newman, y miró a la señora Bread de hito en hito.
-¡Desbarataría terriblemente a la familia, señor!
-¡Ya era hora de que una familia así se desbaratase!- dijo Newman, riéndose.
-¡Y yo, a mi edad, desplazada! -suspiró la señora Bread.
-¡Ah, yo me ocuparé de usted! Vendrá a vivir conmigo. Será usted mi ama de llaves, o lo que usted quiera. Le daré una pensión de por vida.
-Dios mío, señor, está usted en todo -y pareció sumirse en cavilaciones.
Newman la miró un rato, y de pronto dijo:
-¡Ah, señora Bread, aprecia usted demasiado a milady! Ella le miró con idéntica presteza.
-Preferiría que no dijese eso, señor. No considero que apreciar a milady forme parte de mis obligaciones. La he servido fielmente durante todos estos años, pero creo que si se fuera a morir mañana, a Dios pongo por testigo que no derramaría ni una sola lágrima por ella -luego, tras una pausa, añadió-: ¡No tengo ningún motivo para quererla! Lo máximo que ha hecho por mí ha sido no echarme de la casa.
Newman advirtió que, decididamente, la actitud de su acompañante iba siendo cada vez más confidencial; que, si el lujo corrompe, los hábitos conservadores de la señora Bread estaban ya relajados debido al confort espiritual de esta cita preconcertada, en un lugar extraordinario, con un millonario boquifresco. La astucia vernácula de Newman le advertía de que su función consistía, sencillamente, en dejar que la señora Bread se tomase su tiempo... en dejar que funcionase la magia de la situación. Así pues, nada dijo; tan sólo la miró con afecto. La señora Bread se acariciaba sus flacos codos.
-Una vez, mi señora cometió conmigo una gran injusticia -prosiguió al fin-. Cuando se irrita, tiene una lengua terrible. Ocurrió hace muchos años, pero no se me ha olvidado. No se lo he contado nunca a ningún ser humano; he guardado mi resentimiento en secreto. Yo diría que he sido malvada, pero la verdad es que mi resentimiento ha envejecido conmigo. Además, me figuro que se ha vuelto inútil; pero aun así ha seguido vivo, como yo. Morirá cuando yo muera, ¡y no antes!
-Y ¿cuál es su resentimiento? -preguntó Newman.
La señora Bread bajó los ojos y titubeó.
-Si fuese extranjera, señor, me importaría menos contárselo; resulta más difícil para una inglesa decente. Aunque a veces pienso que he adquirido demasiados hábitos extranjeros. Lo que le estaba contando pertenece a una época en que yo era mucho más joven y tenía un aspecto muy distinto del que tengo ahora. Era muy rubicunda, señor, si puede usted creerme; era, sin duda, una moza muy despierta. Mi señora también era más joven, y el difunto marqués era el más joven de todos; estoy hablando de su manera de comportarse, señor. Tenía el alma grande, era un hombre magnífico. Era amigo de sus placeres, como casi todos los extranjeros, y hay que reconocer que a veces caía muy bajo para obtenerlos. Mi señora se ponía celosa a menudo, y, aunque le cueste creérselo, señor, me hizo el honor de tener celos de mí. Un día llevaba yo un lazo rojo en la cofia, y mi señora se abalanzó sobre mí y me ordenó que me lo quitase. Me acusó de ponérmelo para que el marqués me mirase. No creo que me pusiera impertinente, pero hablé con franqueza, como una muchacha honesta, y no medí mis palabras. ¡Un lazo rojo, nada menos! ¡Ni que fueran mis lazos lo que miraba el marqués! Mi señora supo después que yo era absolutamente respetable, pero jamás dijo ni una sola palabra para mostrar que opinaba así. ¡Pero el marqués sí lo hizo! -y añadió a renglón seguido la señora Bread-: Me quité el lazo rojo y lo metí en un cajón, donde lo he guardado hasta el día de hoy. Ya está descolorido, es de un rosa muy pálido; pero ahí está. Mi resentimiento también se ha descolorido; se le ha ido el rojo, pero todavía sigue ahí.
Y la señora Bread se alisó el jubón de satén negro.
Newman escuchó con interés esta decente narración que al parecer había abierto las simas de la memoria de su acompañante. Entonces, viendo que guardaba silencio y que parecía perderse en reflexiones retrospectivas sobre su completa respetabilidad, se atrevió a tomar un atajo hacia su meta.
-Así que madame de Bellegarde estaba celosa; ya veo. Y monsieur de Bellegarde admiraba a las mujeres bonitas, sin distinción de clase. Supongo que no hay que ser duro con él, porque es probable que no todas se comportasen con tanto decoro como usted. Pero no pudieron ser los celos los que años después convirtieron a madame de Bellegarde en una criminal.
La señora Bread exhaló un fatigoso suspiro.
-Estamos haciendo uso de palabras espantosas, señor, pero ya no me importa. Veo que tiene usted su idea fija, y yo carezco de voluntad propia. Mi voluntad era la voluntad de mis niños, como los llamaba; pero ahora he perdido a mis niños. Están muertos... bien puedo decirlo de ambos; y ¿qué habrían de importarme los vivos? ¿Qué me importa a mí ahora nadie de esta casa... qué soy yo para ellos? A milady no le gusto... no le he gustado en estos treinta años. Habría estado contenta de ser algo para la joven madame de Bellegarde, aunque no fui nodriza del actual marqués. Cuando él era un bebé yo era demasiado joven; no me lo confiaban. Pero la esposa del marqués le dijo a su propia criada, mademoiselle Clarisse, lo que opinaba de mí. Quizá quiera escucharlo, señor.
-Claro, me encantaría -dijo Newman.
-¡Dijo que si me quedaba en la sala de clases de los niños sería muy útil para limpiar la tinta de las plumas! Cuando las cosas han llegado a esos extremos, no creo que tenga que andarme con ceremonias.
-Por supuesto que no -dijo Newman-. Siga, señora Bread.
La señora Bread, sin embargo, recayó en su preocupada mudez, y Newman no pudo sino cruzarse de brazos y esperar. Pero finalmente pareció que había puesto sus recuerdos en orden.
-Ocurrió cuando el difunto marqués era un anciano y su hijo mayor llevaba dos años casado. Había llegado el momento de casar a mademoiselle Claire; así es como lo dicen aquí, ¿sabe, señor? El marqués tenía mala salud, estaba muy debilitado. Mi señora había escogido a monsieur de Cintré; a mi entender, por ningún motivo válido. Pero hay motivos, lo sé muy bien, que se me escapan, y hay que estar en lo más alto de la sociedad para comprenderlos. El viejo monsieur de Cintré estaba muy arriba, y milady le consideraba casi tan bueno como ella; eso ya es decir mucho. El señor Urbain se puso de parte de su madre, como siempre hacía. El problema, creo, era que mi señora ofrecía muy poco dinero, y todos los demás caballeros pedían más. Tan sólo monsieur de Cintré se quedó satisfecho. El Señor quiso que tuviese ese único punto débil; era el único que tenía. Puede que fuese de muy alta cuna, y qué duda cabe de que sus reverencias y sus discursos eran muy pomposos; pero a eso se reducía toda su pompa. Creo que era como lo que he oído acerca de los comediantes, y no es que haya visto nunca a ninguno. Pero sé que se pintaba la cara. ¡Ya podía pintársela todo lo que quisiera; a mí no me habría gustado jamás! El marqués no podía soportarle, y declaró que, antes de tomar por esposo a alguien así, mademoiselle Claire no se casaría con nadie. Él y mi señora montaron un gran número; incluso llegó a oídos nuestros, a la sala de los criados. No era su primera discusión, a decir verdad. No era una pareja amorosa, pero no solían llegar a las palabras porque, creo, ninguno de los dos consideraba que las actividades del otro mereciesen el esfuerzo. Hacía mucho tiempo que milady había superado sus celos y se había abandonado a la indiferencia. En este aspecto, debo decir que estaban bien emparejados. El marqués se tomaba muy bien las cosas; tenía un carácter de lo más caballeroso. Se enfadaba una sola vez al año, pero cuando lo hacía era terrible. Después siempre se iba directamente a la cama. En esta ocasión de la que hablo se fue a la cama como de costumbre, pero jamás volvió a levantarse. Me temo que el pobre caballero estaba pagando por sus devaneos; ¿no es verdad que casi siempre lo hacen, señor, cuando envejecen? Mi señora y el señor Urbain guardaban silencio, pero yo sé que milady escribió cartas a monsieur de Cintré. El marqués empeoró y los doctores le desahuciaron. También mi señora le dio por perdido, y, todo hay que confesarlo, lo hizo de buena gana. Una vez desapareciese él de la escena, podría hacer lo que quisiera con su hija, y lo preparó todo para que mi pobre niña inocente fuera entregada a monsieur de Cintré. No sabe usted cómo era mademoiselle en aquellos tiempos, señor; era la criatura más dulce de Francia, y sabía tan poco de lo que estaba ocurriendo a su alrededor como el cordero sabe del carnicero. Yo solía cuidar al marqués, y siempre estaba en su habitación. Fue aquí, en Fleurières, en otoño. Teníamos a un médico de París, que vino a quedarse dos o tres semanas en la casa. Después vinieron dos más y se reunieron, y estos dos, como le he dicho, declararon que no se podía salvar al marqués. Después se marcharon, embolsándose sus honorarios, pero el otro se quedó e hizo lo que pudo. El propio marqués no dejaba de gritar que no se iba a morir, que no quería morirse, que viviría y cuidaría a su hija. Mademoiselle Claire y el vizconde -en aquel entonces, sabe, eso era el señor Valentin- estaban los dos en casa. El doctor era un hombre inteligente -de eso yo misma me daba cuenta-, y creo que pensaba que el marqués podía ponerse bien. Le cuidamos mucho, él y yo, entre los dos, y un día, cuando mi señora casi había encargado su luto, de pronto mi paciente empezó a mejorar. Se puso cada vez mejor, hasta que el médico dijo que estaba fuera de peligro. Lo que le estaba matando eran las espantosas convulsiones de dolor en el estómago. Pero poco a poco cesaron, y el pobre marqués empezó a bromear de nuevo. El médico encontró algo que le procuraba un gran alivio... cierta sustancia blanca que guardábamos en una gran botella sobre la chimenea. Yo solía dársela al marqués a través de un tubo de vidrio; se lo hacía más llevadero. Entonces el médico se marchó, después de decirme que siguiese dándole la mezcla siempre que se pusiera mal. Luego vino un pequeño médico de Poitiers, que acudía a diario. Así que estábamos solos en la casa... milady y su pobre esposo y sus tres hijos. La joven madame de Bellegarde se había marchado, con su pequeña, a casa de su madre. Ya sabe usted que es muy vivaracha, y su criada me dijo que no le gustaba estar en sitios donde había gente muriéndose -la señora Bread hizo una breve pausa y después continuó con la misma uniformidad serena-. Supongo que ya habrá adivinado usted, señor, que cuando el marqués empezó a recuperarse, milady sufrió una decepción -y volvió a detenerse, encorvándose hacia Newman con un rostro que iba pareciendo cada vez más blanco a medida que la oscuridad se cernía sobre ellos.
Newman había escuchado con avidez... con una avidez aún mayor que aquella con la que había prestado oídos a las últimas palabras de Valentin de Bellegarde. A veces, cuando su acompañante alzaba los ojos para mirarle, a Newman le recordaba un viejo gato atigrado prolongando el disfrute de un plato de leche. Hasta su triunfo era moderado y decoroso; la facultad de la exultación se le había enfriado con la falta de uso. La señora Bread continuó.
-Una noche, a altas horas, estaba velando al marqués en su habitación, la gran habitación roja de la torre oeste. Se había estado quejando un poco, y le di una cucharada de la medicina del doctor. Milady había estado allí al comienzo de la tarde; estuvo más de una hora junto a su cama. Luego se marchó y me dejó sola. Después de medianoche regresó, y su hijo mayor estaba con ella. Se acercaron a la cama y miraron al marqués, y mi señora le cogió la mano. Entonces se dirigió a mí y dijo que el marqués no estaba tan bien; recuerdo cómo el marqués, sin decir nada, yacía mirándola fijamente. Estoy viendo, en este mismo instante, su cara pálida, en medio del gran cuadrado negro que había entre las cortinas de la cama. Dije que no me parecía que estuviese muy mal, y ella me dijo que me fuese a la cama... que se quedaría un rato con él. Cuando el marqués vio que me iba, soltó una especie de gemido y gritó que no le abandonase; pero el señor Urbain me abrió la puerta y me señaló el camino de salida. El actual marqués (quizá se haya fijado, señor) tiene una manera muy altanera de dar órdenes, y yo estaba allí para recibir órdenes. Me fui a mi habitación, pero no estaba tranquila; no sabría decirle por qué. No me desvestí; me quedé esperando y escuchando. Dirá usted: ¿a qué? Tampoco sabría decirle, porque qué duda cabe de que un pobre caballero bien podía estar cómodo con su esposa y su hijo. Era como si esperase volver a oír al marqués llamándome entre gemidos. Escuché, pero no oí nada. Era una noche muy silenciosa; jamás había visto una noche tan silenciosa. Al final, pareció que el propio silencio me asustó, y salí de mi habitación y bajé muy callandito al piso de abajo. En la antesala, fuera de la habitación del marqués, me encontré con monsieur Urbain, que se paseaba de un lado a otro. Me preguntó que qué quería, y le dije que había regresado para relevar a milady. Dijo que él relevaría a milady, y me ordenó que volviese a la cama; pero mientras estaba allí, reacia a marcharme, se abrió la puerta de la habitación y salió milady. Me percaté de que estaba muy pálida; estaba muy rara. Nos miró un momento al conde y a mí, y después le tendió los brazos al conde. Él avanzó y ella se desplomó sobre él y ocultó el rostro. Rápidamente pasé por su lado y entré en la habitación, hasta la cama del marqués. Yacía ahí, muy blanco, con los ojos cerrados, como un cadáver. Cogí su mano y le hablé, y tuve la sensación de estar con un muerto. Entonces me di la vuelta; milady y Urbain estaban allí. «Mi pobre Bread -dijo milady-; Monsieur le Marquis ha fallecido.» El señor Urbain se arrodilló junto a la cama y dijo suavemente: «Mon père, mon père». Me pareció increíblemente extraño, y le pregunté a mi señora que qué diantres había pasado, y que por qué no me había avisado. Dijo que no había pasado nada; que sólo había estado ahí sentada, velando al marqués en absoluto silencio. Había cerrado los ojos, pensando en dormirse, y se había dormido no sabía cuánto tiempo. Cuando se despertó, estaba muerto. «Es la muerte, hijo mío, es la muerte», le decía al conde. El señor Urbain dijo que había que traer al doctor inmediatamente, desde Poitiers, y que se iría cabalgando a buscarle. Besó el rostro de su padre, y después besó a su madre y se marchó. Milady y yo permanecimos junto al lecho. Mirando al marqués, se me metió en la cabeza que no estaba muerto, que estaba en una especie de desmayo. Y entonces milady repitió: «Mi pobre Bread, es la muerte, es la muerte», y yo dije: «Sí, señora, sin duda es la muerte». Dije exactamente lo contrario de lo que pensaba; ésa era mi intención. Entonces milady dijo que debíamos esperar al médico, y nos sentamos a esperar. Pasó mucho tiempo; el pobre marqués apenas se movió ni cambió. «He visto la muerte otras veces -dijo mi señora-, y es terriblemente parecida a esto.» «Sí, con su permiso, señora», dije yo; y seguí pensando. La noche transcurrió sin que el conde regresase, y mi señora empezó a asustarse. Temía que hubiese sufrido un accidente en plena oscuridad, o que se hubiese encontrado con unos salvajes. Al fin se puso tan nerviosa que bajó para aguardar en el patio el regreso de su hijo. Me quedé sola y el marqués no se movió lo más mínimo en ningún momento.
Aquí, la señora Bread volvió a hacer una pausa, y ni el más artístico de los novelistas habría podido ser más eficaz. Newman hizo un ademán como si estuviese pasando la hoja de una novela.
-¡Así que estaba muerto! -exclamó.
-Tres días después estaba en la tumba -dijo la señora Bread sentenciosamente-. Al cabo de un rato me fui a la parte delantera de la casa y miré al patio, y ahí, al poco tiempo, vi a monsieur Urbain que entraba cabalgando solo. Esperé una pizca, para oírle subir con su madre, pero se quedaron abajo y volví a la habitación del marqués. Fui hasta la cama y le acerqué la luz, pero no sé por qué no dejaría caer la vela. Los ojos del marqués estaban abiertos... ¡de par en par!... me estaban mirando fijamente. Me arrodillé a su lado y le cogí las manos, y le rogué que me dijese, por lo más sagrado, si estaba vivo o muerto. Siguió mirándome durante un rato largo, y de pronto me hizo una seña para que acercase el oído: «Estoy muerto -dijo-, estoy muerto. La marquesa me ha matado». Yo estaba temblando toda entera. No le entendía. No sabía qué le había ocurrido. Imagínese, si puede, que parecía a la vez un hombre y un cadáver. «Pero ahora se pondrá bien, señor», dije. Y entonces volvió a susurrar, muy débilmente: «No me pondría bien ni por todo el oro del mundo. No volvería a ser el marido de esa mujer». Y luego dijo más; dijo que ella le había asesinado. Le pregunté que qué le había hecho, pero se limitó a responder: «Asesinato, asesinato. Y matará a mi hija -dijo-; a mi pobre niña desgraciada». Y me suplicó que lo impidiese, y entonces dijo que se estaba muriendo, que estaba muerto. Yo tenía miedo de moverme o de dejarle solo; también yo estaba casi muerta. Súbitamente, me pidió que cogiera un lápiz y escribiese por él; y entonces tuve que decirle que no sabía usar un lápiz. Me pidió que le mantuviese erguido en la cama mientras él escribía, y le dije que él nunca sería capaz de hacer tal cosa. Pero parecía sumido en una especie de terror que le daba fuerzas. Encontré un lápiz en la habitación, y una hoja de papel y un libro; puse el papel sobre el libro, el lápiz en su mano y le acerqué la vela. Todo esto le parecerá muy raro, señor; y, en efecto, era muy raro. Lo más raro de todo fue que yo creía que se estaba muriendo, y que estaba ansiosa de ayudarle a escribir. Me senté sobre la cama y le rodeé con el brazo para sostenerle. Me sentía muy fuerte; creo que habría sido capaz de levantarle y de cargar con él. Era asombroso que pudiese escribir, pero escribió: con una caligrafia grande y rasposa. Casi cubrió una cara del papel. Se me antojó una eternidad; supongo que serían tres o cuatro minutos. Estuvo soltando terribles quejidos todo el rato. Entonces dijo que había terminado; le recosté sobre los almohadones y me dio el papel, diciéndome que lo doblase y que lo ocultase, y que se lo diese a quienes pudiesen actuar en consecuencia. «¿A quiénes se refiere? -pregunté-. ¿Quiénes son los que actuarán en consecuencia?» Pero dio un gemido por única respuesta; la debilidad le impedía hablar. A los pocos minutos me dijo que fuese a mirar la botella que había sobre la chimenea. Sabía de qué botella hablaba: el mejunje blanco que le hacía bien al estómago. Fui y miré, pero estaba vacía. Cuando volví, sus ojos estaban abiertos y tenía la mirada clavada sobre mí, pero en seguida los cerró y no dijo más. Escondí el papel en mi vestido; no miré lo que estaba escrito, a pesar de que sé leer muy bien, señor, por mucho que no sepa escribir. Me senté junto a la cama, pero pasó cerca de media hora antes de que entrasen milady y el conde. El marqués tenía el mismo aspecto que cuando le dejaron, y jamás mencioné que hubiese estado de otro modo. El señor Urbain dijo que habían llamado al doctor para asistir a una parturienta, pero que había prometido ponerse en camino a Fleurières inmediatamente. A la media hora llegó, y tan pronto como hubo examinado al marqués dijo que habíamos tenido una falsa alarma. El pobre caballero estaba muy mal, pero seguía vivo. Me fijé en milady y su hijo mientras decía esto, para ver si cruzaban miradas, y me veo obligada a admitir que no lo hicieron. El médico dijo que no había ningún motivo para que se muriese; había estado evolucionando muy bien. Y entonces quiso saber cómo había sufrido un bajón tan repentino, con lo vigoroso que le había visto al irse. Milady volvió a contar su pequeña historia (lo que nos había contado a Urbain y a mí), y el médico la miró y no dijo nada. Se quedó todo el día siguiente en el château, sin apenas separarse del marqués. Yo estuve allí todo el rato. Mademoiselle y el señor Valentin vinieron a ver a su padre, pero él ni se inmutó. Era un estupor extraño, mortífero. Mi señora siempre estaba cerca; su rostro estaba tan blanco como el de su marido, y tenía unos aires muy altaneros, como los que le había visto cuando alguien desobedecía sus órdenes o sus deseos. Era como si el pobre marqués le hubiese desafiado, y la manera que tuvo ella de tomárselo me hizo temerla. El boticario de Poitiers sacó adelante al marqués durante el día, y estuvimos esperando al otro médico de París, ese que, como ya le he dicho, había estado quedándose en Fleurières. Le habían mandado un telegrama por la mañana temprano, y al atardecer llegó. Estuvo fuera hablando un poco con el médico de Poitiers, y luego entraron juntos a ver al marqués. Yo estaba con él, así como el señor Urbain. Mi señora había ido a recibir al médico de París, y no volvió a entrar en la habitación con él. El médico estaba sentado junto al marqués... aún puedo verle, con su mano sobre la muñeca del marqués, y el señor Urbain mirándole con una pequeña lupa en la mano. «Estoy seguro de que está mejor -dijo el pequeño médico de Poitiers-; estoy seguro de que volverá en sí.» A los pocos momentos de decirlo, el marqués abrió los ojos como si se estuviera despertando y empezó a mirarnos de uno en uno. Noté que me miraba con mucha suavidad, como diría usted. En ese instante entró milady de puntillas; se acercó hasta la cama y metió la cabeza entre el conde y yo. El marqués la vio y soltó un quejido largo, portentoso. Dijo algo que no pudimos comprender, y pareció que sufría una especie de espasmo. Todo él tembló; después cerró los ojos y el médico se puso en pie de un salto y agarró a milady. La retuvo un momento, con cierta rudeza. ¡El marqués estaba más muerto que muerto! Esta vez, los que estaban allí lo sabían.
Newman se sentía como si hubiese estado leyendo a la luz de las estrellas un informe con pruebas de suma importancia para un gran caso de asesinato.
-¡Y el papel... el papel! -dijo con excitación-. ¿Qué es lo que estaba escrito?
-No puedo decirle -respondió la señora Bread-. No pude leerlo; estaba en francés.
-Pero ¿no hubo nadie que lo pudiese leer?
-No se lo pedí jamás a ningún bicho viviente.
-¿Nadie lo ha visto nunca?
-Si lo ve usted, será el primero.
Newman tomó la mano de la anciana entre las suyas y se la estrechó vigorosamente.
-Se lo agradezco muchísimo -exclamó-. Quiero ser el primero. ¡Quiero que sea de mi propiedad, mío, de nadie más! Es usted la anciana más sabia de toda Europa. Y ¿qué hizo usted con el papel? -esta información le había hecho sentirse extraordinariamente fuerte-. ¡Deprisa, démelo!
La señora Bread se puso en pie con aire majestuoso.
-No es así de sencillo, señor. Si quiere el papel, habrá de esperar.
-Pero esperar es horrible, ¿sabe usted? -la apremió Newman.
-Lo que sé es que yo he esperado; llevo esperando todos estos años -dijo la señora Bread.
-Eso es muy cierto. Me ha esperado a mí. Nunca lo olvidaré. Y, con todo, ¿cómo es que no hizo lo que dijo monsieur de Bellegarde, enseñarle el papel a alguien?
-¿A quién se lo iba a enseñar? -respondió tristemente la señora Bread-. No era fácil saberlo, y he pasado más de una noche en vela, dándole vueltas. Seis meses después, cuando casaron a mademoiselle con ese viejo depravado, estuve a punto de sacarlo a la luz. Pensé que era mi deber hacer algo con él, y sin embargo estaba tremendamente asustada. No sabía lo que decía, ni hasta qué punto podía ser algo malo, y no había nadie en quien pudiese confiar lo bastante para preguntar. Y me parecía que era una cruel demostración de afecto hacia esa dulce y joven criatura hacerle saber que su padre había expuesto a su madre por escrito a una luz tan vergonzosa; porque eso es lo que hizo, supongo. Pensé que preferiría ser desgraciada con su esposo antes que ser desgraciada de esa manera. Por ella y por mi querido señor Valentin me quedé quieta. Digo quieta, pero para mí fue una quietud fatigosa. Me preocupaba terriblemente y me cambió por completo. Pero ante la gente me mordí la lengua, y nadie, hasta el día de hoy, sabe lo que ocurrió entre el pobre marqués y yo.
-Pero, evidentemente, sospechaban -dijo Newman-. ¿De dónde sacó sus ideas el señor Valentin?
-Fue el pequeño médico de Poitiers. Estaba muy descontento, y habló mucho. Era un francés perspicaz, y, como venía a casa día tras día, supongo que vio más de lo que parecía ver. Y, de hecho, la manera que tuvo de morirse el pobre marqués, en el preciso instante en que sus ojos se posaron sobre milady, fue una imagen de lo más chocante para todos. El caballero médico de París era mucho más acomodadizo, y echó tierra sobre las palabras del otro. Pero a pesar de sus esfuerzos, el señor Valentin y mademoiselle oyeron algo; sabían que la muerte de su padre, de alguna manera, no fue natural. Por supuesto, no podían acusar a su madre, y ya le he dicho que yo estaba tan muda como esa piedra. A veces, el señor Valentin me miraba y parecía que los ojos le brillaban, como si estuviese dándole vueltas a preguntarme algo. Yo tenía un miedo terrible a que me hablase, y siempre desviaba la vista y seguía ocupándome de mis asuntos. Si se lo decía, estaba segura de que después habría de odiarme, y eso no lo habría podido soportar. En cierta ocasión me acerqué a él y me tomé una gran libertad; le besé, igual que le había besado cuando era un niño. «No esté tan triste, señor -le dije-; crea a su pobre y vieja Bread. Un joven tan galante y apuesto no puede tener motivos para apenarse.» Ycreo que me entendió; entendió que me estaba excusando, y tomó una decisión a su manera. Siguió adelante con su pregunta en la cabeza, sin formularla, igual que hice yo con mi historia silenciada; ambos teníamos miedo de sumir en la deshonra a una gran casa. Ylo mismo pasaba con mademoiselle. No sabía qué había ocurrido; no quería saberlo. Mi señora y el señor Urbain no me hacían preguntas porque no tenían motivos. Yo estaba tan callada como un ratón. De joven, mi señora me había considerado una tunanta, y ahora me consideraba una necia. ¿Cómo iba yo a tener ideas?
-Pero ha dicho que el pequeño médico de Poitiers estuvo hablando -dijo Newman-. ¿Nadie recogió sus palabras?
-Nunca lo supe, señor. En estos países extranjeros siempre están hablando de escándalos (quizá se haya dado cuenta), y supongo que sacudieron las cabezas censurando a madame de Bellegarde. Pero, al fin y al cabo, ¿qué podían decir? El marqués había estado enfermo, el marqués se había muerto; tenía tanto derecho a morirse como el que más. El doctor no podía decir que sus calambres no tuviesen explicación. Al año siguiente, el pequeño médico abandonó el lugar y se compró un dispensario en Burdeos; y, si hubo chismorreo, se fue extinguiendo. Y no creo que hubiese muchos rumores en torno a milady a los que la gente estuviese dispuesta a prestar oídos. Milady es muy respetable.
Newman, ante esta última afirmación, estalló en una estruendosa carcajada. La señora Bread había empezado a alejarse del sitio donde estaban sentados, y Newman la ayudó a cruzar el hueco del muro y a entrar por la senda de regreso a casa.
-Sí -dijo él-, la respetabilidad de milady es una delicia; ¡va a ser una gran caída! -llegaron al espacio vacío que había enfrente de la iglesia y se detuvieron un momento, mirándose el uno al otro con cierto aire de estrecha camaradería... como dos conspiradores amistosos-. Pero ¿qué fue -dijo Newman-, qué fue lo que le hizo a su marido? Ni le apuñaló ni le envenenó.
-No lo sé, señor; nadie lo vio.
-A no ser que lo viera el señor Urbain. Dice usted que se estaba paseando de arriba abajo, fuera de la habitación. Quizá mirase a través del ojo de la cerradura. Pero no; creo que, siendo su madre, confiaría.
-No le quepa duda de que he pensado en ello a menudo -dijo la señora Bread-. Estoy segura de que ella no le tocó con sus propias manos. En él no vi nada por ningún lado. Creo que fue de la siguiente manera. Sufrió un ataque de aquellos inmensos dolores que le aquejaban y le pidió su medicina. En vez de dársela, ella fue y la derramó ante sus ojos. Entonces él vio sus intenciones y, débil e indefenso como estaba, se asustó, le entró terror. «Quieres matarme», dice él. «Sí, monsieur le Marquis, quiero matarte», dice milady, y se sienta y le mira. Creo que ya conoce usted los ojos de milady, señor; con ellos le mató, con la intensa malquerencia que puso en ellos. Fue como cuando cae una helada sobre las flores.
-Bueno, es usted una mujer muy inteligente; ha mostrado una enorme discreción -dijo Newman-. Habré de apreciar muchísimo sus servicios como ama de llaves.
Habían empezado a descender por la colina, y la señora Bread no dijo nada hasta que llegaron abajo. Newman caminaba tras ella con pies ligeros; con la cabeza hacia atrás, contemplaba la totalidad de las estrellas; tenía la sensación de que estaba cabalgando por la Vía Láctea a lomos de su venganza.
-¿Así que es usted sincero, señor, respecto a eso? -dijo la señora Bread en voz baja.
-¿Respecto a que viva conmigo? Vaya, por supuesto que me voy a ocupar de usted hasta el final de sus días. No puede seguir viviendo con esa gente. Y además no debería hacerlo después de esto, ¿sabe? Me da usted el papel y luego se muda.
-Parece muy alocado por mi parte ocupar un nuevo empleo a estas alturas de la vida -observó lúgubremente la señora Bread-. Pero si va usted a poner la casa patas arriba, preferiría no encontrarme en ella.
-Ah -dijo Newman, con el tono animoso de un hombre que se siente rico en alternativas-, no creo que vaya a traer a los alguaciles, si a eso se refiere. Hiciera lo que hiciera madame de Bellegarde, me temo que la ley no puede ocuparse de ello. Pero me alegro; ¡esto lo deja completamente en mis manos!
-Es usted un caballero muy valiente, señor -murmuró la señora Bread, mirándole desde el borde de su gran sombrero.
La acompañó de vuelta al château; el toque de queda había sonado para los laboriosos aldeanos de Fleurières, y la calle estaba oscura y vacía. Ella le prometió que en media hora tendría en sus manos el manuscrito del marqués. Como la señora Bread prefirió no entrar por la verja grande, dieron la vuelta por una vereda sinuosa hasta que llegaron a una puerta del muro del parque, de la que tenía la llave y que le permitiría entrar al château por detrás. Newman acordó con ella que esperaría extramuros a que volviese con el codiciado documento.
La señora Bread entró, y la media hora en la sombría vereda se le hizo muy larga. Pero tenía muchas cosas en qué pensar. Al fin, la puerta del muro se abrió. Allí estaba la señora Bread, con una mano en la aldaba y con la otra agarrando un trocito muy doblado de papel blanco. En un instante Newman ya se había adueñado de él, y pasó al bolsillo de su chaleco.
-Venga a verme a París -dijo-; hemos de arreglar su futuro, ¿sabe?; y le traduciré el francés del pobre monsieur de Bellegarde -nunca como ahora se había sentido tan agradecido a las clases de monsieur Nioche.
La señora Bread había seguido con sus ojos mortecinos la desaparición del papel, y exhaló un profundo suspiro.
-Bueno, ha hecho usted lo que ha querido conmigo, señor, y supongo que volverá a hacerlo. Debe ocuparse de mí ahora. Es usted un caballero tremendamente positivo.
-¡En estos momentos -dijo Newman-, soy un caballero tremendamente impaciente! -y dándole las buenas noches se encaminó aceleradamente a la posada.
Dio órdenes de que le preparasen su vehículo para regresar a Poitiers, y después cerró la puerta de la sala común y se acercó de una zancada a la lámpara solitaria que había sobre la chimenea. Sacó el papel y lo desdobló a toda prisa. Estaba cubierto de trazos de lápiz que a primera vista, bajo la tenue luz, eran confusos. Pero la impetuosa curiosidad de Newman arrancó un sentido a los trémulos signos. Rezaba así:
Mi esposa ha intentado matarme, y lo ha hecho; estoy muriéndome, muriéndome de la manera más horrible. Es para casar a mi querida hija con monsieur de Cintré. Con toda mi alma protesto, lo prohíbo. No estoy loco, pregunten a los médicos, pregunten a la señora B. Ha sido aquí, a solas conmigo, esta noche; me atacó y me dio muerte. Es un asesinato, si hay algo que merezca tal nombre. Pregunten a los médicos.
HENRI- URBAIN DE BELLEGARDE
CAPÍTULO XXIII
Newman regresó a París a los dos días de su encuentro con la señora Bread. Se había quedado en Poitiers por la mañana, leyendo una y otra vez el pequeño documento que había alojado en su billetero y pensando en lo que haría en estas circunstancias y en cómo lo haría. Aunque no habría dicho que Poitiers era un lugar entretenido, el día se le hizo muy corto. Domiciliado de nuevo en el Boulevard Haussmann, se encaminó a la Rue de l'Université y le preguntó a la portera de madame de Bellegarde si había vuelto la marquesa. La portera le dijo que había llegado, con monsieur le Marquis, el día anterior, y además le informó de que, si deseaba entrar, madame de Bellegarde y su hijo estaban ambos en casa. Mientras decía estas palabras, la pequeña anciana de cara blanca que se asomaba por la caseta de la cancilla del Hôtel de Bellegarde le dedicó una sonrisita perversa: una sonrisa que a Newman se le figuró que significaba: «¡Entre si se atreve!». Era obvio que estaba versada en la historia familiar del momento; estaba apostada en un sitio que le permitía tomarle el pulso a la casa. Newman se quedó parado un momento, retorciéndose el bigote y mirándola; después se dio bruscamente la vuelta. Pero no porque tuviese miedo de entrar... aunque dudaba de si, en caso de hacerlo, sería capaz de abrirse paso sin obstáculos y personarse ante los parientes de madame de Cintré. El aplomo -un aplomo excesivo, quizá- tanto como la timidez le impulsaron a retirarse. Estaba acariciando su bomba de mano; le encantaba; no estaba dispuesto a desprenderse de ella. Era como si la estuviese sosteniendo desde lo alto, desde una atmósfera atronadora y racheada de relámpagos, justo sobre las cabezas de sus víctimas, y se imaginaba que podía ver sus pálidos semblantes vueltos hacia arriba. Pocos ejemplos de expresiones humanas le habían procurado tanto placer como éstos, alumbrados de la truculenta manera a la que he aludido, y estaba dispuesto a probar las mieles de la venganza contemplativa sin ninguna prisa. Hay que añadir, además, que no conseguía saber con exactitud cómo se las podría arreglar para presenciar el efecto de su bombardeo. Enviarle su tarjeta a madame de Bellegarde sería un derroche de ceremonial; con toda certeza, se negaría a recibirle. Por otro lado, no podía abrirse paso a la fuerza para llegar ante su presencia. Le molestaba sobremanera pensar que quizá tendría que limitarse a la satisfacción ciega de escribirle una carta; pero se consoló un poco al reflexionar que una carta podría conducir a una cita. Se fue a casa y, como estaba bastante cansado -acariciar una venganza era, hay que confesarlo, un proceso bastante fatigoso; exigía mucho de uno-, se desplomó sobre uno de sus sillones, estiró las piernas, se metió las manos en los bolsillos y, mientras observaba cómo el reflejo de la puesta de sol se iba desvaneciendo sobre las recargadas azoteas de la acera opuesta del bulevar, empezó a componer mentalmente una fría epístola a madame de Bellegarde. En éstas se hallaba cuando el criado abrió la puerta de par en par y anunció ceremoniosamente: «Madame Brett!».
Newman se levantó, expectante, y a los pocos momentos columbró en el umbral a la benemérita mujer con la que había conversado a tan buen efecto en la cumbre estrellada de Fleurières. La señora Bread se había atildado para esta visita igual que para su expedición anterior. A Newman le llamó la atención su aspecto distinguido. La lámpara no estaba encendida, y, como el rostro alargado y serio de la señora Bread le contemplaba a través de la leve penumbra que proyectaba la sombra de su amplio sombrero, Newman sintió la incongruencia de que tal persona se presentase a sí misma como una criada. La saludó con enorme cordialidad, y le rogó que entrase a sentarse y que se pusiera cómoda. Había algo que tanto podía tocar los resortes de la hilaridad como los de la melancolía en el añejo pudor con que la señora Bread intentó cumplir estas instrucciones. No estaba jugando a parecer turbada, cosa que, sencillamente, habría sido ridícula; se estaba esforzando al máximo para comportarse como una persona tan humilde que hasta el bochorno habría resultado pretencioso en ella; pero, evidentemente, jamás había ni siquiera soñado que estuviese en su horóscopo hacerle una visita, al caer la noche, a un amigable caballero soltero que vivía en unas habitaciones de aspecto teatral en uno de los bulevares nuevos.
-Espero sinceramente no estar olvidándome de cuál es mi sitio, señor -murmuró.
-¿Olvidándose de su sitio? -exclamó Newman-. Vaya, lo está usted recordando. Éste es su sitio, ¿sabe? Ya está usted a mi servicio; sus honorarios, como ama de llaves, empezaron hace dos semanas. ¡Puedo asegurarle que mi casa necesita cuidados! ¿Por qué no se quita el sombrero y se queda?
-¿Quitarme el sombrero? -dijo la señora Bread, que por timidez se lo tomó literalmente-. ¡Ay, señor, no tengo aquí la cofia! Y, con su venia, señor, no podría llevar la casa con mi mejor vestido.
-No se preocupe por su vestido -dijo Newman jovialmente-. Pasará a tener un vestido mejor que ese que lleva.
La señora Bread se le quedó mirando en actitud solemne y después estiró las manos sobre su deslustrada falda de satén, como si el aspecto peligroso de su situación se estuviese empezando a definir.
-Ay, señor, tengo aprecio a mi propia ropa -murmuró.
-Espero que haya dejado a esa gente malvada, en cualquier caso -dijo Newman.
-¡En fin, señor, aquí estoy! -dijo la señora Bread-. Eso es lo único que le puedo decir. Aquí estoy, sentada, yo, la pobre Catherine Bread. Es un lugar extraño para mí. No me reconozco; jamás supuse que fuera tan valiente. Pero, de hecho, señor, he ido todo lo lejos que me pueden llevar mis propias fuerzas.
-Ah, venga -dijo Newman con tono casi acariciador-, no se ponga incómoda. Ahora es el momento de sentirse animada, ¿sabe?
Ella empezó a hablar de nuevo con voz temblorosa.
-Creo que sería más respetable si pudiera... si pudiera... -y su voz tembló hasta detenerse.
-¿Si pudiera prescindir de este tipo de cosas por completo? -dijo afablemente Newman en un intento de anticipar sus palabras, que se imaginaba que podrían indicar su deseo de retirarse del servicio.
-¡Si pudiera prescindir de todo, señor! Lo único que pediría sería un entierro protestante decente.
-¡Entierro! -exclamó Newman, estallando en una risotada-. Vaya, enterrarla a usted ahora sería un triste caso de extravagancia. Los únicos que tienen que enterrarse para volverse respetables son los granujas. La gente honrada como usted y como yo puede durar hasta el fin de sus días... y vivir juntos. ¡Venga! ¿Ha traído su equipaje?
-Mi baúl está cerrado y encordelado, pero aún no he hablado con milady.
-Hable con ella, pues, y termine con este asunto. ¡Ya quisiera yo tener su oportunidad! -exclamó Newman.
-De buen grado se la daría, señor. He pasado muchas horas fatigosas en el vestidor de milady, pero ésta será una de las más largas. Me tachará de ingratitud.
-Bueno -dijo Newman-, siempre que usted la pueda acusar a ella de asesinato...
-Ah, señor, no puedo; yo no -suspiró la señora Bread.
-¿No tiene intención de decir nada sobre la cuestión? Mucho mejor. Déjemelo a mí.
-Si me dice que soy una vieja desagradecida -dijo la señora Bread-, yo no habré de decirle nada. Pero es mejor así -añadió con suavidad-. Será mi señora hasta el último momento. Eso será más respetable.
-Y después se vendrá conmigo y yo seré su señor -dijo Newman-; ¡eso será aún más respetable!
La señora Bread se levantó con la mirada gacha y se quedó un momento de pie; luego, alzando los ojos, los posó sobre el rostro de Newman. De alguna manera, las destartaladas ceremonias se estaban poniendo en orden. Miró a Newman durante tanto tiempo y tan fijamente, con una devoción tan embotada e intensa, que él mismo podría haber tenido un pretexto para sentirse abochornado. Al fin, dijo con tacto:
-No tiene usted buen aspecto, señor.
-Es lo más natural -dijo Newman-. No tengo nada por lo que sentirme bien. Sentirse muy indiferente y muy furioso, muy deprimido y muy alegre, muy harto y muy animado, todo a la vez... vaya, como que le confunde a uno bastante.
La señora Bread soltó un suspiro silencioso.
-Puedo contarle algo que le hará sentirse aún más deprimido, si es que se quiere sentir de una sola manera. Sobre madame de Cintré.
-¿Qué puede contarme? -la apremió Newman-. No será que la ha visto, ¿verdad?
Sacudió la cabeza.
-No, en efecto, señor, ni la veré nunca. Eso es lo deprimente de la cuestión. Ni milady. Ni monsieur de Bellegarde.
-Es decir, que la tienen incomunicada.
-Incomunicada, incomunicada... -dijo en voz muy baja la señora Bread.
Por un instante, pareció que estas palabras frenaron el latido del corazón de Newman. Se recostó en la silla, alzando la mirada hacia la anciana.
-¿Han intentado verla y no quería... no podía?
-Se negó... ¡para siempre! Me enteré por la doncella de mi señora -dijo la señora Bread-, que se enteró por milady. Para hablarle de ello a una persona así, mi señora ha tenido que sufrir una conmoción. Madame de Cintré no los quiere ver ahora, y ahora es su única oportunidad. En poco tiempo no tendrá oportunidades.
-¿Quiere decir que las otras mujeres (las madres, las hijas, las hermanas, ¿cómo les llaman?) no se lo van a permitir?
-Es lo que llaman la regla de la casa... o de la orden, creo -dijo la señora Bread-. No hay ninguna regla tan estricta como la de las carmelitas. Las mujeres malas de los reformatorios son damas excelentes si se las compara con ellas. Visten viejas túnicas marrones (eso me dijo la femme de chambre) que nadie usaría ni para manta de caballo. ¡Con lo que le gustaban a la pobre condesa los vestidos de buen tacto; se negaba a llevar nada almidonado! Duermen sobre el suelo -continuó la señora Bread-; no valen más, no valen más... -y titubeó en busca de una comparaciónno valen más que la esposa de un calderero remendón. Renuncian a todo, hasta al nombre mismo con que sus pobres y viejas nodrizas las llamaban. Renuncian a padre y madre, hermano y hermana... por no hablar de otras personas -añadió con delicadeza la señora Bread-. Llevan un sudario bajo las túnicas marrones y una cuerda atada a la cintura, y en las noches de invierno se levantan y van a lugares gélidos para rezarle a la Virgen María. ¡La Virgen María es una señora exigente!
La señora Bread estaba sentada, insistiendo en estos terribles datos y sin soltar una sola lágrima, pálida, con las manos cruzadas sobre su regazo de satén. Newman soltó un gemido melancólico y se dejó caer hacia adelante, apoyando la cabeza en las manos. Hubo un largo silencio, tan sólo roto por el tic-tac del gran reloj dorado que estaba sobre la chimenea.
-¿Dónde está ese lugar... dónde está el convento? -preguntó al fin Newman, elevando la vista.
-Hay dos casas -dijo la señora Bread-. Lo averigüé; pensé que le gustaría saberlo... aunque es un pobre consuelo, creo. Una está en la Avenue de Messine; se han enterado de que madame de Cintré está allí. La otra está en la Rue de l'Enfer*. Es un nombre terrible; supongo que sabe usted lo que significa.
Newman se puso en pie y caminó hasta el otro extremo de la larga habitación. Cuando volvió, la señora Bread se había levantado, y estaba junto al fuego con las manos entrelazadas.
-Dígame una cosa -dijo él-. ¿Puedo acercarme a ella... aunque no la vea? ¿Puedo ver a través de un enrejado, o de algo similar, el sitio donde se encuentra?
Se dice que todas las mujeres aman a un hombre que ama, y la sensación que tenía la señora Bread de que había una armonía preestablecida que mantenía a los criados en su «sitio», constantes como los planetas en sus órbitas (y no es que la señora Bread se hubiese comparado nunca de manera consciente con un planeta), apenas sirvió para mitigar la melancolía maternal con que ladeó la cabeza y contempló a su nuevo patrón. Es probable que en ese momento se sintiese como si, cuarenta años antes, también a él le hubiese tenido entre sus brazos.
-Eso no le ayudaría nada, señor. Tan sólo haría que pareciese que está aún más lejos.
-Sea como sea, quiero ir ahí -dijo Newman-. ¿Avenue de Messine, dice usted? Y ¿cómo dice que se llaman?
-Carmelitas -dijo la señora Bread.
-Lo recordaré.
La señora Bread titubeó un instante, y después siguió diciendo:
-Es mi deber decirle esto, señor. El convento tiene una capilla, y los domingos admiten a algunas personas a la misa. No se ve a las pobres criaturas que están encerradas ahí arriba, pero me han dicho que se las puede oír cantar. ¡Me asombra que tengan ánimos para cantar! Algún domingo haré acopio de valor e iré. Me da la impresión de que reconocería su voz entre cincuenta.
Newman miró a su visitante con enorme gratitud; después le tendió la mano y le estrechó la suya.
-Gracias -dijo-. Si cualquiera puede entrar, lo haré.
Un momento después, la señora Bread propuso, con deferencia, retirarse, pero Newman la detuvo y le puso una vela encendida en la mano.
-Ahí hay media docena de habitaciones que no utilizo -dijo, señalando por una puerta abierta-. Vaya a verlas y escoja. Puede usted vivir en la que más le guste.
La señora Bread reculó en principio ante esta desconcertante oportunidad; pero al fin, cediendo al empujón suave y tranquilizador de Newman, se perdió por la penumbra con su trémulo cirio. Se ausentó un cuarto de hora, durante el cual Newman estuvo paseándose de arriba abajo, parándose de cuando en cuando ante la ventana para mirar las luces del bulevar y reemprendiendo después su paseo. Todo indicaba que el disfrute de la señora Bread por sus investigaciones iba aumentando a medida que avanzaba, pero al fin reapareció y depositó la palmatoria sobre la chimenea.
-Bueno, ¿ya ha escogido alguna? -preguntó Newman.
-¿Una habitación, señor? Son todas demasiado elegantes para un viejo cuerpo deslucido como el mío. No hay ni una sola que no tenga algo de doradura.
-Sólo es oropel, señora Bread -dijo Newman-. Si se queda ahí un rato, acabará descascarillándose solo -y esbozó una sonrisa triste.
-¡Ah, señor, ya hay demasiadas cosas que se están descascarillando! -replicó la señora Bread, sacudiendo la cabeza-. Ya que estaba ahí, se me ocurrió echar un vistazo. No creo que usted lo sepa, señor. Los rincones están espantosos. Realmente, necesita una ama de llaves, de eso no hay duda; necesita una inglesa pulcra a la que no se le caigan los anillos por coger una escoba.
Newman le aseguró que sospechaba, aunque no los hubiese calculado, sus desmanes domésticos, y que enmendarlos era una misión digna de sus capacidades. La señora Bread volvió a sostener en alto la palmatoria y se fijó en el salón con miradas compasivas; entonces notificó que aceptaba la misión, y que su carácter sagrado la sostendría en su ruptura con madame de Bellegarde. Con estas palabras, hizo una reverencia y se marchó.
Regresó al día siguiente con sus bienes terrenales, y cuando Newman estaba entrando en su sala de estar se la encontró doblada sobre sus viejas rodillas frente a un diván, cosiendo un fleco suelto. Le preguntó que cómo había ido su despedida de su antigua señora, y ella dijo que había resultado ser más fácil de lo que había temido.
-Estuve perfectamente correcta, y es que el Señor me ayudó a recordar que una mujer buena no tiene por qué temblar ante una mala.
-¡Eso digo yo! -exclamó Newman-. Y ¿sabe ella que se ha venido usted conmigo?
-Me preguntó que adónde iba, y le mencioné su nombre -dijo la señora Bread.
-¿Qué dijo a eso?
-Me miró con dureza y se puso muy colorada. Luego me rogó que la dejase sola. Yo estaba lista para marcharme, y al cochero, que es inglés, le había hecho bajar mi pobre baúl y buscarme un coche de punto. Pero cuando bajé a la verja, me la encontré cerrada. Milady le había dado órdenes al portero de que no me dejase pasar, y con las mismas órdenes la mujer del portero (una vieja arpía) había salido en un coche de punto a traer a monsieur de Bellegarde del club a casa.
Newman se dio un cachete en la rodilla.
-¡Está asustada! ¡Está asustada! -exclamó, exultante.
-También yo tenía miedo, señor -dijo la señora Bread-, pero a la vez estaba tremendamente disgustada. Tuve una intensa discusión con el portero, y le pregunté que con qué derecho ejercía la violencia con una honorable mujer inglesa que llevaba viviendo en la casa treinta años antes de que se supiese nada de él. Ah, señor, estuve soberbia, y achanté al hombre. Descorrió los cerrojos y me dejó salir, y le prometí al cochero que sería generosa si conducía con rapidez. Pero era terriblemente lento; parecía que no íbamos a llegar jamás a su bendita puerta. Sigo temblando de pies a cabeza; he tardado cinco minutos, justo ahora, en enhebrar la aguja.
Newman le dijo, con una risa gozosa, que si lo deseaba podía tener a su servicio una criadita para enhebrarle las agujas, y se retiró murmurando para sus adentros que la vieja dama estaba asustada... ¡estaba asustada!
No le había enseñado a la señora Tristram el papelito que llevaba en su billetera, pero desde su regreso a París la había visto en varias ocasiones y ella le había dicho que le notaba raro... aún más raro de lo que era natural en su triste situación. ¿Le había afectado la decepción a la cabeza? Tenía el aspecto de un hombre que iba a caer enfermo, y aun así nunca le había visto más nervioso y activo. Tan pronto un día se quedaba sentado con la cabeza gacha y como si estuviese firmemente resuelto a no volver a sonreír jamás, como se abandonaba otro día a risotadas casi indecorosas y hacía chistes que eran malos incluso para él. Si estaba intentando arrostrar su dolor, la verdad es que en estas ocasiones iba demasiado lejos. La señora Tristram le rogó por encima de todo que no estuviese «raro». Sintiéndose, como hasta cierto punto se sentía, responsable de la aventura que tan desfavorable giro había tenido para Newman, la señora Tristram era capaz de soportarlo todo excepto su rareza. Podía estar melancólico si se le antojaba, o podía estar estoico; podía estar de mal humor y quisquilloso con ella y preguntarle cómo se había atrevido a entrometerse en su destino: a esto se resignaría, con esto mostraría indulgencia. Pero, por amor de Dios, que no fuese incoherente. Sería harto desagradable. Era como esas personas que hablan en sueños; siempre la asustaban. Y la señora Tristram le anunció que, asumiendo una posición de superioridad frente a la obligación moral que los aconteci-mientos le habían impuesto, se proponía no descansar tranquila hasta poner a Newman frente a la sustituta menos inadecuada de madame de Cintré que hubiese en ambos hemisferios.
-En fin -dijo Newman-, ¡ahora estamos en paz, y más nos valdría no abrir una nueva cuenta! Quizá algún día me entierre usted, pero nunca me casará. Es demasiado escabroso. Espero, en todo caso -añadió-, que esto no tenga nada de incoherente: el domingo que viene quiero ir a la capilla carmelita de la Avenue de Messine. Usted conoce a uno de los pastores católicos... un abad, ¿no es eso? Le vi allí, ¿sabe?; aquel anciano caballero de aspecto maternal que lleva una gran pretina. Pregúntele, por favor, si necesito un permiso especial para entrar, y, si es así, ruéguele que me consiga uno.
La señora Tristram manifestó un regocijo adorable.
-¡Cuánto me alegra que me pida que haga algo! -exclamó-. Entrará usted en la capilla aunque el abad tenga que colgar los hábitos por la parte que le toca.
Y dos días después le dijo que estaba todo preparado; el abad estaba encantado de ayudarle, y si Newman se presentaba educadamente en la verja del convento no habría ninguna dificultad.
CAPÍTULO XXIV
Aún faltaban dos días para el domingo; pero, para distraerse mientras tanto de su impaciencia, Newman se encaminó hacia la Avenue de Messine y se consoló como pudo clavando la vista en el desnudo muro exterior de la actual residencia de madame de Cintré. La calle en cuestión, como recordarán algunos viajeros, linda con el Parc Monceau, que es uno de los rincones más bonitos de París. El barrio tiene un aire de moderna opu-lencia y comodidad que' no parece avenirse con la ascética institución, y la impresión que sobre la mirada de sombrío encrespamiento de Newman ejerció aquella extensión sin ventanas y de aspecto inmaculado, tras la cual quizá incluso en ese mismo momento la mujer que amaba se estuviese comprometiendo a pasar el resto de sus días, fue menos exasperante de lo que había temido. El lugar hacía pensar en un convento con todas las mejoras modernas: un asilo donde la privacidad, a pesar de ser ininterrumpida, quizá no fuera del todo idéntica a la privación, y donde la meditación, aun siendo monótona, quizá fuera de corte alegre. Y sin embargo, sabía que éste no era el caso; sólo que para Newman, ahora, no tenía visos de realidad. Todo era demasiado extraño y demasiado socarrón para ser real; era como una página arrancada de una novela, sin contexto alguno en su experiencia personal.
El domingo por la mañana, a la hora que había indicado la señora Tristram, llamó a la verja del muro desnudo. Se abrió al instante y pudo pasar a un patio limpio y de apariencia fría, más allá del cual se alzaba un edificio deslustrado y vulgar. Una lega robusta de semblante alegre emergió de una garita de portero, y, al exponerle Newman su misión, le señaló la puerta abierta de la capilla, un edificio que ocupaba el lado derecho del patio y que venía precedido de un empinado tramo de escalones. Newman ascendió por ellos y entró inmediatamente por la puerta abierta. Aún no había empezado el oficio; el lugar estaba iluminado tenuemente, y pasaron unos momentos hasta que pudo discernir sus peculiaridades. Entonces vio que se dividía en dos partes desiguales mediante un gran bastidor de hierro tupido. A este lado del bastidor estaba el altar, y entre el altar y la entrada se distribuían varios bancos y sillas. Tres o cuatro estaban ocupados por borrosas figuras inmóviles, figuras que al poco tiempo percibió que eran mujeres, profundamente absortas en su devoción. A Newman el lugar se le antojó muy frío; el olor mismo del incienso era frío. Además de todo esto había un titilar de cirios y, aquí y allá, destellos de vidriera. Newman tomó asiento; las orantes siguieron quietas y de espaldas. Vio que, al igual que él, eran visitas, y le habría gustado ver sus rostros; y es que creía que eran las afligidas madres y hermanas de otras mujeres que habían tenido el mismo valor despiadado que madame de Cintré. Pero estaban en mejor posición que él, porque al menos compartían la fe por la que esas otras se habían sacrificado. Entraron tres o cuatro personas; dos de ellas eran caballeros ancianos. Todo el mundo estaba muy callado. Newman se fijó en el bastidor que había detrás del altar. Aquél era el convento, el convento de verdad, el lugar donde estaba ella. Pero no pudo ver nada; no entraba nada de luz por las grietas. Se levantó y se acercó muy quedamente a la partición, intentando mirar a su través. Pero detrás sólo había oscuridad, sin nada que se moviese. Volvió a su sitio, y después entraró un cura con dos monaguillos y empezó a decir misa.
Newman observó sus genuflexiones y sus rotaciones con una hostilidad ceñuda y queda; parecían instigadores y cómplices de la deserción de madame de Cintré; estaban declamando y salmodiando su triunfo. Las largas y tétricas entonaciones del cura le crispaban los nervios y aumentaban su ira; había algo desafiante en esa manera ininteligible de arrastrar las palabras; parecía dirigida al propio Newman. Súbitamente, de las profundidades de la capilla, de la parte de atrás del inexorable bastidor, surgió un sonido que desvió su atención del altar: el sonido de una extraña salmodia lúgubre pronunciada por voces de mujeres. Empezó suavemente, pero poco a poco se fue haciendo más fuerte y a medida que crecía iba estando cada vez más cerca de un lamento y de un canto fúnebre. Era la salmodia de las monjas carmelitas, su única pronunciación humana. Era su canto fúnebre por los afectos enterrados y por la vanidad de los deseos mundanos. Al principio Newman se quedó perplejo -casi aturdido- por la extrañeza del sonido; después, al comprender su significado, escuchó atentamente y su corazón empezó a palpitar. Estuvo atento para ver si oía la voz de madame de Cintré, y en el corazón mismo de la disonante armonía creyó discernirla. (Nos vemos obligados a pensar que se equivocaba, en tanto que, como es obvio, madame de Cintré aún no había tenido tiempo de convertirse en miembro de la hermandad invisible.) El cántico continuó, mecánico y monótono, con tétricas repeticiones y cadencias desesperadas. Era odioso, era horrible; a medida que continuaba, Newman sintió que necesitaba todo su autocontrol. Se iba agitando cada vez más; notó lágrimas en los ojos. Al fin, cuando le sobrevino con toda su pujanza el pensamiento de que este lamento confuso e impersonal era lo único que él o el mundo del que ella había desertado habrían de oír jamás de esa voz que tan dulce se le había antojado, sintió que no podía soportarlo más. Se levantó con brusquedad y se abrió paso para salir. En el umbral se detuvo, volvió a escuchar la triste tonada y después bajó al patio apresuradamente. Mientras bajaba, vio que la buena hermana de las mejillas sonrosadas y la cofia con el ribete en forma de abanico que le había dado paso estaba reunida en la verja con dos personas que acababan de entrar. Un segundo vistazo le informó de que estas personas eran madame de Bellegarde y su hijo, y de que estaban a punto de servirse de ese método de aproximación a madame de Cintré que a Newman no le había parecido sino una burla del consuelo. Mientras cruzaba el patio, monsieur de Bellegarde le reconoció; el marqués avanzaba hacia los escalones, guiando a su madre. La vieja dama también dirigió una mirada a Newman, y fue parecida a la de su hijo. Ambos rostros expresaban una turbación más sincera, algo más análogo a la humildad del desaliento lo que hasta entonces había visto Newman en ellos. Era evidente que había sobresaltado a los Bellegarde, y que no encontraron inmediatamente a mano sus majestuosos modales. Newman los adelantó a toda prisa, guiado tan sólo por el deseo de salir de los muros del convento y llegar a la calle. La verja se abrió a su llegada; dio una zancada sobre el umbral y se cerró tras él. Un carruaje, que tenía aspecto de haber estado ahí parado, estaba apartándose en ese preciso instante de la acera. Newman lo miró un momento, sin comprender; después se percató, a través de la opaca niebla que fluía ante sus ojos, de que una dama que iba allí sentada le estaba haciendo un gesto de saludo. El vehículo se había dado la vuelta antes de que la reconociera; era un antiguo landó que lle-vaba media capota bajada. El gesto de la dama fue muy explícito y vino acompañado de una sonrisa; una niña pequeña iba sentada a su lado. Newman alzó su sombrero, y entonces la dama le rogó al cochero que se detuviese.
El carruaje volvió a hacer un alto junto al adoquinado, y ella permaneció sentada y le hizo un ademán: un ademán que tenía la gracia demostrativa de madame Urbain de Bellegarde. Newman titubeó un momento antes de obedecer a su llamada; durante ese momento tuvo tiempo de maldecir su estupidez por haber dejado que los otros se le escapasen. Había estado preguntándose cómo podía llegar hasta ellos; ¡qué necio era por no haberlos parado allí mismo y en ese preciso instante! ¿Qué mejor lugar que bajo los mismos muros carcelarios a los que habían entregado a la promesa de su felicidad? Había estado demasiado desconcertado para detenerlos, pero ahora se sentía dispuesto a esperarlos en la verja. Madame Urbain, con cierta petulancia atractiva, volvió a hacerle un ademán, y esta vez Newman se acercó hasta el carruaje. Ella se inclinó hacia afuera y le dio la mano, mirándole con afecto y sonriendo.
-Ah, monsieur -dijo-, a mí no me incluirá en su ira, ¿no? No tuve nada que ver con ello.
-¡Ah, no supongo que usted pudiese haberlo impedido! -respondió Newman en un tono que no era el de una estudiada galantería.
-Lo que dice es demasiado cierto como para que me ofenda por la parca estimación que hace de mi influencia. En todo caso, le perdono, porque parece como si acabara de ver usted a un fantasma.
-¡Así es! -dijo Newman.
-Me alegro, entonces, de no haber entrado con madame de Bellegarde y mi marido. Ha debido de verlos, ¿no? ¿Ha sido un encuentro caluroso? ¿Ha oído los cánticos? Dicen que son como las lamentaciones de los condenados. Yo no he querido entrar: ya sabe uno con certeza que eso lo va a oír bastante pronto. Pobre Claire... ¡arrebujada en un sudario blanco y una enorme túnica marrón! Ése es el hábito de las carmelitas, sabe usted. Bueno, siempre le han gustado las cosas largas y holgadas. Pero no debo hablarle de ella; sólo he de decirle que lo siento mucho por usted, que de haber podido ayudarle lo habría hecho, y que a mi juicio todos han sido muy miserables. Yo me lo temía, sabe usted; lo llevaba notando en el ambiente dos semanas antes de que ocurriese. Cuando le vi en el baile de mi suegra, tomándoselo todo con tanta calma, sentí como si estuviese usted bailando sobre su propia tumba. Pero ¿qué podía hacer yo? Le deseo todo el bien que soy capaz de concebir. ¡Dirá usted que eso no es gran cosa! Sí; han sido muy miserables; no tengo el menor temor a decirlo; le aseguro que todo el mundo lo piensa. No todos somos así. Lamento que no vaya a volver a verle; ya sabe que le estimo muy buena compañía. Se lo demostraría pidiéndole que suba al carruaje y pasee conmigo durante un cuarto de hora, mientras espero a mi suegra. Sólo que, si nos vieran (teniendo en cuenta lo que ha ocurrido, y que todo el mundo sabe que le han rechazado), podrían pensar que estoy yendo demasiado lejos, incluso para mí. Pero le veré alguna vez... en algún lugar, ¿no? Ya sabe -esto lo dijo en inglés- que tenemos un plan para una pequeña diversión.
Newman se quedó ahí de pie con la mano sobre la puerta del carruaje, escuchando este murmullo consolador con ojos apagados. Apenas sabía lo que le estaba diciendo madame de Bellegarde; sólo era consciente de que estaba parloteando en vano. Pero de pronto se le ocurrió que, con sus lindas declaraciones, había un modo de hacer que fuese eficaz; podría ayudarle a llegar hasta la anciana y el marqués.
-¿Regresan pronto... sus acompañantes? -dijo-. ¿Los está esperando?
-Escucharán toda la misa; después, no hay nada que los retenga. Claire se ha negado a verlos.
-Quiero hablar con ellos -dijo Newman-; y usted puede ayudarme, me puede hacer un favor. Retrase su regreso cinco minutos y deme una oportunidad con ellos. Los esperaré aquí.
Madame de Bellegarde se agarró las manos con un mohín de ternura.
-Mi pobre amigo, ¿qué les quiere hacer? ¿Suplicarles que vuelvan a usted? Será un derroche de palabras. jamás volverán!
-Aun así, quiero hablarles. Haga, por favor, lo que le pido. Váyase y déjemelos durante cinco minutos; no debe tener miedo; no seré violento; estoy muy tranquilo.
-¡Sí, parece usted muy tranquilo! Si tuviesen le coeur tendre, los conmovería. ¡Pero no lo tienen! Sin embargo, le ayudaré aún más de lo que usted propone. El acuerdo no es que vuelva a recogerlos. Me voy al Parc Monceau con mi pequeña para pasearla, y mi suegra, que apenas viene a este barrio, va a aprovechar esta misma oportunidad de tomar el aire. Hemos de esperarla en el parque, adonde nos la traerá mi marido. Sígame ahora; justo al otro lado de la verja me bajaré del carruaje. Siéntese en una silla en algún rincón tranquilo y se los acercaré. ¡Eso sí que es devoción! Le reste vous regarde.
Esta propuesta se le antojó a Newman enormemente feliz; avivó su ánimo decaído, y reflexionó que madame Urbain no era tan gansa como parecía. Prometió alcanzarla inmediatamente, y el carruaje se marchó.
El Parc Monceau es un bonito ejemplo de arquitectura de jardines, pero Newman, al entrar, hizo poco caso a su elegante vegetación, que rebosaba la frescura de la primavera. Se encontró puntualmente con madame de Bellegarde, sentada en uno de los tranquilos rincones de los que había hablado; mientras, frente a ella, en la arboleda, su pequeña, acompañada por el lacayo y el perro faldero, caminaba de arriba abajo como si estuviese recibiendo una lección de buenos modales. Newman se sentó junto a la madre, que habló mucho, al parecer con el propósito de convencerle de que -ojalá se diese cuenta- la pobre, querida Claire no pertenecía al tipo más fascinante de mujeres. Era demasiado alta y delgada, demasiado rígida y fría; su boca era demasiado ancha y su nariz demasiado estrecha. No tenía hoyuelos por ningún lado. Y además era excéntrica, excéntrica por linaje; al fin y al cabo, era una anglaise. Newman estaba muy impaciente; contaba los minutos que faltaban para que reapareciesen sus víctimas. Estaba sentado en silencio, apo-yado en su bastón y posando una mirada ausente e insensible sobre la pequeña marquesa. Al cabo, madame de Bellegarde dijo que caminaría hacia la verja del parque para encontrarse con sus acompañantes; pero antes entornó los ojos y, tras juguetear un momento con el encaje de su manga, volvió a mirar hacia Newman.
-¿Se acuerda usted -preguntó- de la promesa que me hizo hace tres semanas?
Y entonces, como Newman, en vano consultando su memoria, se vio obligado a confesar que la promesa se le había olvidado, ella afirmó que en aquel momento él le había dado una respuesta muy extraña: una respuesta que, vista a la luz de los hechos posteriores, le daba un justo motivo para sentirse ofendida.
-Me prometió que me llevaría a Bullier después de su boda. Después de su boda: insistió mucho en eso. Tres días después, su boda se anuló. ¿Sabe usted cuál fue, cuando me enteré de la noticia, la primera cosa que me dije? « ¡Cielos, ahora no irá conmigo a Bullier! » Y de verdad que empecé a preguntarme si no habría estado usted esperando la ruptura.
-Ay, querida señora... -murmuró Newman, mirando vereda abajo para ver si venían los otros.
-Seré buena -dijo madame de Bellegarde-. No hay que pedirle demasiado a un caballero que está enamorado de una mujer enclaustrada. Además, no puedo ir a Bullier mientras estemos de luto. Pero no por eso he renunciado a ello. La partie está organizada; tengo a mi caballero. ¡Con su permiso, se trata de lord Deepmere! Ha vuelto a su querido Dublín; pero dentro de unos meses bastará con que le mencione una tarde cualquiera y vendrá desde Irlanda a este efecto. ¡A eso le llamo yo galantería!
Poco después, madame de Bellegarde se fue caminando con su pequeña. Newman se quedó sentado en su sitio; el tiempo se le hizo terriblemente largo. Sintió cuán vivamente su cuarto de hora en la capilla del convento había atizado las ascuas ardientes de su resentimiento. Madame de Bellegarde le hizo esperar, pero demostró que estaba a la altura de su palabra. Al fin reapareció al fondo de la vereda, con su pequeña y su lacayo; junto a ella caminaba lentamente su marido, con su madre agarrada del brazo. Estuvieron avanzando un buen rato, durante el cual Newman siguió sentado, inmóvil. A pesar de que la pasión le hacía vibrar, era una característica muy suya ser capaz de moderar sus manifestaciones, de la misma manera que habría bajado la llama de un quemador de gas. Su serenidad, astucia y premeditación genuinas, y su sumisión de toda la vida a la opinión de que todas las palabras eran actos y los actos pasos en la vida, y de que, en esta cuestión de dar pasos, lo de brincar y hacer cabriolas estaba exclusivamente reservado a cuadrúpedos y extranjeros... todo esto le advertía de que la ira legítima no guardaba la menor relación con ser un necio ni con abandonarse a la violencia espectacular. Así que cuando se puso en pie, una vez que madame de Bellegarde y su hijo se hallaron cerca de él, únicamente se sintió muy alto y ligero. Había estado sentado junto a unos arbustos, de tal manera que no se le pudiese ver a distancia; pero era evidente que monsieur de Bellegarde ya le había vislumbrado. Su madre y él seguían por su camino, pero Newman se puso enfrente y se vieron obligados a detenerse. Alzó levemente su sombrero y los miró un momento; estaban pálidos de asombro y de disgusto.
-Discúlpenme por interrumpirlos -dijo en voz baja-, pero debo aprovechar la ocasión. Tengo diez palabras que decirles. ¿Las escucharán?
El marqués le miró con unos ojos que echaban chispas y después se volvió hacia su madre.
-¿Es posible que el señor Newman tenga algo que decir que merezca que le escuchemos?
-Les aseguro que tengo algo -dijo Newman-; además, es mi deber decirlo. Es un aviso... una advertencia.
-¿Su deber? -dijo la vieja madame de Bellegarde, curvando sus finos labios como si fuesen papel chamuscado-. Ése es asunto suyo, no nuestro.
En el ínterin madame de Bellegarde había agarrado a su pequeña de la mano, con un gesto de sorpresa e impaciencia que sorprendió a Newman, a pesar de que estaba absorto en sus propias palabras, por su eficacia dramática.
-Si el señor Newman va a montar una escena en público -exclamó-, voy a sacar a mi pobre hija de la mêlée. ¡Es demasiado pequeña para ver tanta maldad! -y acto seguido reemprendió su paseo.
-Harían muy bien en escucharme -siguió Newman-. Lo hagan o no, las cosas van a ser desagradables para ustedes; pero en cualquier caso estarán preparados.
-Ya hemos oído algo sobre sus amenazas -dijo el marqués-, y ya sabe la opinión que nos merecen.
-Opinan mucho más de lo que admiten. Un momento -añadió Newman en respuesta a una exclamación de la vieja dama-. No me olvido de que estamos en un lugar público, y ya ven que estoy muy sereno. No les voy a contar su secreto a los transeúntes; se lo reservaré, para empezar, a ciertos oyentes selectos. Quien quiera que nos observe pensará que estamos teniendo una amigable charla, y que yo le estoy alabando, madame, por sus venerables virtudes.
El marqués dio tres golpecitos breves y secos sobre la tierra con su bastón.
-¡Le exijo que se aparte de nuestro camino! -siseó.
Newman obedeció al instante, y monsieur de Bellegarde dio un paso adelante con su madre. Entonces dijo Newman:
-De aquí a media hora, madame de Bellegarde lamentará no haberse enterado exactamente de lo que quiero decir.
La marquesa había dado unos cuantos pasos, pero ante estas palabras hizo una pausa, mirando a Newman con unos ojos que parecían dos chispeantes glóbulos de hielo.
-Es usted como un buhonero que tiene algo que vender -dijo, con una risita fría que sólo en parte ocultó el temblor de su voz.
-Ah, no; a la venta, no -replicó Newman-; se lo doy gratis -y se acercó más a ella, mirándola directamente a los ojos-. Usted mató a su marido -dijo, casi en un susurro-. Es decir, lo intentó una vez y fracasó, y después, sin intentarlo, lo consiguió.
Madame de Bellegarde cerró los ojos y soltó una pequeña tos, que, como ejemplo de disimulo, a Newman se le antojó realmente heroico.
-Querida madre -dijo el marqués-, ¿tanto te divierten estas monsergas?
-El resto es más divertido -dijo Newman-. Más les valdría no perdérselo.
Madame de Bellegarde abrió los ojos; las chispas se habían ido; estaban fijos y muertos. Pero esbozó una soberbia sonrisa con sus labios pequeños y finos, y repitió la palabra de Newman.
-¿Divertido? ¿He matado a alguien más?
-No incluyo a su hija -dijo Newman-, ¡aunque podría! Su marido sabía lo que estaba usted haciendo. Tengo una prueba, de cuya existencia jamás ha sospechado usted -y se dirigió al marqués, que estaba terriblemente blanco: más blanco de lo que jamás había visto Newman a nadie fuera de un cuadro-. Un papel escrito con la mano, y firmado con el nombre, de Henri-Urbain de Bellegarde. Escrito después de que usted, madame, le hubiese dado por muerto, y mientras usted, señor, se había ido (no muy aprisa) en busca del médico.
El marqués miró a su madre; ella se dio la vuelta, mirando vagamente a su alrededor.
-He de sentarme -dijo con tono bajo, yendo hacia el banco en el que había estado sentado Newman.
-¿No podría haber hablado conmigo a solas? -le dijo el marqués a Newman con una mirada extraña.
-Bueno, sí, de haber estado seguro de que también hablaría a solas con su madre -respondió Newman-. Pero he tenido que cogerlos como he podido.
Madame de Bellegarde, con un movimiento muy elocuente respecto a lo que Newman habría llamado su «entereza», su frío denuedo de acero y la apelación instintiva a sus propios recursos personales, retiró la mano del brazo de su hijo y fue a sentarse en el banco. Allí se quedó, con las manos dobladas sobre el regazo, sin dejar de mirar a Newman. La expresión de su rostro era tal que éste creyó en un primer momento que estaba sonriendo; pero se puso frente a ella y vio que sus elegantes facciones estaban distorsionadas por la agitación. No obstante, también vio que estaba conteniendo su agitación con todo el rigor de su inflexible voluntad, y no había nada semejante al temor ni a la sumisión en su mirada pétrea. Se había sobresaltado, pero no estaba aterrorizada. Newman tenía la exasperante sensación de que aún haría lo que quisiera con él; jamás habría creído posible que pudiese no sentirse en absoluto conmovido ante la imagen de una mujer ¡criminal o no! en tamaños apuros. Madame de Bellegarde le dirigió una mirada a su hijo que parecía equivaler al mandato de que guardase silencio y le dejase arreglárselas sola. El marqués permaneció a su lado, con las manos a la espalda, mirando a Newman.
-¿Qué papel es ese del que habla usted? -preguntó la vieja dama, con una imitación de la tranquilidad que habría sido aplaudida en una actriz veterana.
-Exactamente lo que les he dicho -dijo Newman-. Un papel escrito por su marido después de que le diese usted por muerto, y durante el par de horas anteriores a su regreso. Ya ve que tuvo tiempo; no deberían haberse ausentado tanto rato. En el expone claramente el instinto asesino de su esposa.
-Quisiera verlo -observó madame de Bellegarde.
-Pensé que así sería -dijo Newman-, y he hecho una copia -y sacó del bolsillo de su chaleco una pequeña hoja plegada.
-Déselo a mi hijo -dijo madame de Bellegarde.
Newman se lo dio al marqués, cuya madre, mirándole de soslayo, se limitó a decir: «Míralo». Los ojos de monsieur de Bellegarde contenían una pálida avidez que le era inútil intentar disimular; cogió el papel entre sus dedos enguantados y lo abrió. Se hizo un silencio, durante el cual lo leyó. Tuvo tiempo de sobra para leerlo, pero siguió sin decir nada; se quedó mirándolo fijamente.
-¿Dónde está el original? -preguntó madame de Bellegarde, con una voz que en realidad era una consumada negación de su impaciencia.
-En un lugar muy seguro. Por supuesto, no se lo puedo enseñar -dijo Newman-. Podrían querer apoderarse de él -añadió con una afectación consciente-. Pero ésta es una copia muy correcta... a excepción, claro está, de la caligrafía. Me quedo con el original para enseñárselo a otra persona.
Al fin monsieur de Bellegarde alzó la vista, y sus ojos seguían muy ansiosos.
-¿A quién pretende enseñárselo?
-Bueno, estoy pensando en empezar por la duquesa -dijo Newman-; aquella mujer corpulenta que vi en su baile. Me pidió que fuese a verla, ¿saben? En aquel momento pensé que no tendría muchas cosas que contarle; pero mi pequeño documento nos dará algo de lo que hablar.
-Harías bien en quedártelo, hijo mío -dijo madame de Bellegarde.
-Sin duda -dijo Newman-; quédeselo y enséñeselo a su madre cuando lleguen a casa.
-¿Y después de enseñárselo a la duquesa? -preguntó el marqués, plegando el papel y guardándolo.
-Bueno, seguiré con los duques -dijo Newman-. Después, los condes y los barones... todas las personas a las que ustedes tuvieron la crueldad de presentarme en una calidad de la que tenían intención de privarme inmediatamente. He hecho una lista.
Por un momento, ni madame de Bellegarde ni su hijo pronunciaron palabra; la vieja dama seguía sentada con los ojos clavados en el suelo; las pupilas empalidecidas de monsieur de Bellegarde estaban fijas sobre el rostro de su madre. Ésta, mirando a Newman, preguntó entonces:
-¿Es eso todo lo que tiene que decir?
-No, quiero decir unas cuantas palabras más. Quiero decir que espero que entiendan bien lo que me traigo entre manos. Ésta es mi venganza, ¿saben? Me han tratado ante el mundo, convocado con ese expreso propósito, como si no fuese lo bastante bueno para ustedes. Pretendo demostrarle al mundo que, por muy malo que pueda ser yo, no son ustedes las personas más indicadas para decirlo.
Madame de Bellegarde volvió a quedarse callada, y a continuación rompió su silencio. Su dominio de sí misma seguía siendo extraordinario.
-No hace falta que le pregunte quién ha sido su cómplice. La señora Bread me dijo que ha contratado usted sus servicios.
-No acuse a la señora Bread de venalidad -dijo Newman-. Ha guardado el secreto de ustedes durante todos estos años. Les ha dado un largo respiro. Su esposo escribió ese papel delante de sus ojos; lo puso en sus manos con la orden solemne de que lo hiciera público. Tuvo demasiado buen corazón para hacer uso de él.
La vieja dama pareció titubear un instante, y después dijo suavemente:
-Era la amante de mi esposo.
Ésta fue la única concesión a defenderse que se dignó hacer.
-Lo dudo -dijo Newman.
Madame de Bellegarde se levantó de su banco.
-No fueron sus opiniones lo que me comprometí a escuchar, y, si no le queda nada más que contarme, creo que esta extraordinaria entrevista puede darse por concluida -y dirigiéndose al marqués, volvió a cogerle del brazo-. Hijo mío -dijo-, ¡di algo!
Monsieur de Bellegarde bajó la vista hacia su madre, pasándose la mano por la frente; luego, con tono tierno, acariciador, preguntó:
-¿Qué debo decir?
-Sólo hay una cosa que decir -repuso la marquesa-. Que realmente no merecía la pena interrumpir nuestro paseo.
Pero el marqués pensó que podía mejorar esto.
-Su papel es una falsificación -le dijo a Newman.
Newman sacudió un poco la cabeza, con una sonrisa tranquila.
-Monsieur de Bellegarde -dijo-, su madre lo hace mejor. Lo ha hecho mejor todo el rato, desde el momento en que los conocí. Es usted una mujer muy valiente, madame -continuó-. Es una inmensa lástima que me haya convertido en su enemigo. Habría sido uno de sus mayores admiradores.
-Mon pauvre ami -le dijo madame de Bellegarde a su hijo en francés, y como si no hubiese escuchado estas palabras-, debes llevarme inmediatamente a mi carruaje.
Newman dio un paso atrás y dejó que le abandonasen; los miró un momento y vio que madame Urbain salía con su pequeña de una senda lateral para encontrarse con ellos. La vieja dama se inclinó y besó a su nieta. «¡Maldita sea, sí que es valiente!», se dijo Newman, y se fue caminando a casa con un ligero sentimiento de frustración. ¡Era tan inexpresivamente desafiante! Pero después de reflexionar decidió que lo que había presenciado no era una auténtica sensación de seguridad y aún menos una inocencia auténtica. Era tan sólo un estilo muy superior de aplomo impúdico. «¡Espera a que lea el papel! », se dijo a sí mismo; y llegó a la conclusión de que pronto habría de saber de ella.
Supo antes de lo esperado. A la mañana siguiente, antes del mediodía, cuando estaba a punto de dar orden de que le sirviesen el almuerzo, le trajeron la tarjeta de monsieur de Bellegarde. «La señora ha leído el papel y ha pasado una mala noche», se dijo Newman. Accedió al instante a recibir a su visita, que entró con los aires de un embajador de una gran potencia que se entrevista con el delegado de una tribu bárbara, al que un absurdo accidente ha permitido, por el momento, ser abominablemente molesto. El embajador, en todo caso, había pasado mala noche, y su aseo intachable no hacía sino poner de relieve el gélido rencor de sus ojos y los tonos moteados de su refinada tez. Permaneció un instante frente a Newman, respirando con rapidez y suavidad y sacudiendo secamente el dedo índice mientras su anfitrión le señalaba una silla.
-Lo que he venido a decir se dice pronto -declaró-, y sólo se puede decir sin ceremonias.
-Estoy listo para tanto o para tan poco como usted desee -dijo Newman.
El marqués echó un breve vistazo en torno a la habitación, y después dijo:
-¿En qué condiciones se desprendería usted de su trozo de papel?
-¡En ninguna! -exclamó Newman, y mientras, con la cabeza ladeada y las manos a la espalda, sondeaba la turbia mirada del marqués con la suya propia, añadió-: Ciertamente, para eso no merece la pena sentarse.
Monsieur de Bellegarde meditó un momento, como si no hubiese oído la negativa de Newman.
-Mi madre y yo, anoche -dijo-, estuvimos hablando de su historia. Se sorprenderá usted de saber que consideramos que su pequeño documento es... esto... -y retuvo un instante sus palabras- es genuino.
-¡Se olvida de que con ustedes me he acostumbrado a las sorpresas! -exclamó Newman entre risas.
-El mínimo respeto que debemos a la memoria de mi padre -continuó el marqués- nos lleva a desear que no se le exponga ante el mundo como el autor de tan... de tan infernal ataque a la reputación de una esposa cuya única culpa fue mostrarse sumisa ante los agravios acumulados.
-Ah, ya veo -dijo Newman-. Es por su padre -y se rió con la risa a la que se entregaba cuando más se divertía... una risa insonora, con los labios cerrados.
Pero la solemnidad de monsieur de Bellegarde siguió vigente.
-Hay varios entre los amigos personales de mi padre a quienes el conocimiento de tan... de tan desgraciada... inspiración les produciría un verdadero pesar. Aun cuando estableciésemos firmemente mediante pruebas médicas la suposición de que la suya era una mente trastornada por la fiebre, il en resterait quelque chose. En el mejor de los casos, haría mal a su reputación. ¡Mucho mal!
-No lo intente con pruebas médicas -dijo Newman-. No toque a los médicos y ellos no le tocarán a usted. No me importa que sepa que no les he escrito a ellos.
Newman creyó ver síntomas en la máscara descolorida de monsieur de Bellegarde de que esta información era harto pertinente. Pero puede que fuese una mera imaginación; porque el marqués siguió estando majestuosamente discutidor.
-Por ejemplo, madame d'Outreville -dijo-, de quien habló usted ayer. No se me ocurre nada que pudiese escandalizarle más que esto.
-Ah, estoy bien preparado para escandalizar a madame d'Outreville, sabe usted. Eso está en el programa. Espero escandalizar a un buen número de personas.
Monsieur de Bellegarde examinó por un momento el pespunte del dorso de uno de sus guantes. Entonces, sin alzar la vista, dijo:
-No le ofrecemos dinero. Suponemos que eso es inútil.
Newman, apartándose, dio varias vueltas por el cuarto, y después volvió.
-¿Qué es lo que me ofrecen? Por lo que soy capaz de columbrar, la generosidad ha de estar toda de mi parte.
El marqués dejó caer los brazos a los costados e irguió un poco más la cabeza.
-Lo que le ofrecemos es una oportunidad... una oportunidad que un caballero debería apreciar. La oportunidad de abstenerse de infligir una mancha terrible sobre la memoria de un hombre que, sin duda, tuvo sus defectos, pero que a usted, personalmente, no le hizo ningún daño.
-A eso cabe responder dos cosas -dijo Newman-. La primera, en lo que respecta a su «oportunidad», que no me considera usted un caballero. Ése es su objetivo principal, ¿sabe usted? Es una regla pobre que no funciona en ambas direcciones. La segunda es que... bueno, en una palabra, ¡que dice usted grandes monsergas!
Newman, que, como ya he dicho, en lo más recio de su amargura había tenido muy presente cierto ideal de no decir nada grosero, fue inmediatamente consciente, no sin remordimiento, de la brusquedad de estas palabras. Pero en seguida observó que el marqués se las tomaba con más tranquilidad de lo que cabría haber esperado. Monsieur de Bellegarde, como el pomposo embajador que era, prosiguió con la política de ignorar lo que de desagradable hubiese en las respuestas de su adversario. Contempló los arabescos dorados de la pared opuesta, y a continuación desplazó su mirada a Newman, como si también él fuese un gran grutesco dentro de un sistema más bien vulgar de decoración de interiores.
-Supongo que sabrá que, en lo que a usted respecta, no servirá de nada -dijo el marqués.
-¿Qué quiere decir con que no servirá?
-Vaya, por supuesto, que se condena a sí mismo. Pero supongo que eso estará incluido en su programa. Se propone usted enfangarnos; cree, espera, que algo del fango se nos pegue. Sabemos, claro está, que eso no es posible -explicó el marqués en un tono de consciente lucidez-; pero se arriesga, y está dispuesto en todo caso a mostrar que también usted tiene las manos sucias.
-Es una buena comparación; al menos, la mitad lo es -dijo Newman-. Me arriesgo a que algo se me pegue. Pero, en lo que respecta a mis manos, están limpias. He cogido el asunto con las yemas de los dedos.
Monsieur de Bellegarde echó un vistazo al interior de su sombrero.
-Todos nuestros amigos están absolutamente de nuestro lado -dijo-. Habrían hecho exactamente lo mismo que hemos hecho nosotros.
-Me lo creeré cuando se lo oiga decir a ellos. Mientras, tendré en mejor opinión a la naturaleza humana.
El marqués volvió a mirar al interior de su sombrero.
-Madame de Cintré sentía un enorme afecto por su padre. Si supiese de la existencia de las pocas palabras escritas de las que se propone hacer usted este uso escandaloso, le exigiría con orgullo que por él le entregase a ella el papel, y lo destruiría sin leerlo.
-Es muy posible -replicó Newman-. Pero no lo sabrá. Estuve en ese convento ayer, y sé lo que ella está haciendo. ¡El Señor nos ampare! ¡Adivine si eso consiguió que me sintiese clemente!
Al parecer, monsieur de Bellegarde no tenía nada más que sugerir; pero siguió allí de pie, rígido y elegante, como un hombre que creía que su mera presencia tenía un valor argumentativo. Newman le observó, y, sin ceder ni un ápice en el tema principal, sintió un impulso incongruentemente afable de ayudarle a retirarse en buenas condiciones.
-Su visita es un fracaso, ya lo ve -dijo-. Ofrece usted demasiado poco.
-Proponga algo usted mismo -dijo el marqués.
-Devuélvanme a madame de Cintré en el mismo estado en el que me la arrebataron.
Monsieur de Bellegarde echó hacia atrás la cabeza y su pálido semblante se ruborizó.
-Jamás! -dijo.
-¡No pueden!
-¡No lo haríamos aunque pudiésemos! En el sentimiento que nos llevó a deprecar su matrimonio, nada ha cambiado.
-¡«Deprecar» está bien dicho! -exclamó Newman-. No merecía la pena venir hasta aquí sólo para decirme que no se avergüenzan ustedes de sí mismos. ¡Eso lo podría haber adivinado!
El marqués se encaminó lentamente hacia la puerta, y Newman, siguiéndole, se la abrió.
-Lo que se propone hacer va a ser muy desagradable -dijo monsieur de Bellegarde-. Eso es muy evidente. Pero no será más que eso.
-¡Tal y como yo lo entiendo -respondió Newman-, con eso bastará!
Monsieur de Bellegarde se quedó un momento mirando al suelo, como si estuviese escudriñando su ingenio para ver qué más podía hacer para salvar la reputación de su padre. Entonces, con un suspiro pequeño y frío, pareció dar a entender que, a su pesar, rendía al difunto marqués al castigo de su propia depravación. Encogió los hombros de modo apenas perceptible, cogió su elegante paraguas de manos del criado del vestíbulo y, con sus andares de caballero, salió. Newman se quedó escuchando hasta que oyó que se cerraba la puerta; entonces, exclamó lentamente:
-¡Bueno, ahora debería empezar a sentirme satisfecho!
CAPÍTULO XXV
Newman fue a visitar a la cómica duquesa y la encontró en casa. Un anciano caballero con nariz aguileña y un bastón con empuñadura de oro se estaba despidiendo en ese mismo instante; le hizo a Newman una prolongada reverencia mientras se retiraba, y nuestro héroe supuso que era uno de aquellos misteriosos próceres a los que había estrechado la mano en el baile de madame de Bellegarde. La duquesa, en su butaca, de la que no se movió, con un gran tiesto de flores a un lado, una pila de novelas de portada rosa* al otro y una gran pieza de tapiz colgando de su regazo, presentaba una fachada amplia e imponente; pero su aspecto era sumamente agradable, y nada había en su aspecto que pusiese coto a la efusión de las confidencias de Newman. Le habló de flores y de libros, lanzándose a ello con maravillosa presteza; de teatros, de las instituciones tan peculiares del país natal de Newman, de la humedad de París, de la bonita tez de las damas americanas, de las impresiones que de Francia tenía Newman y de lo que opinaba sobre sus habitantes femeninos. Todo esto constituyó un brillante monólogo por parte de la duquesa, que, como muchas compatriotas suyas, era una persona de talante afirmativo más que interrogador, que creaba mots y las ponía ella misma en circulación, y que era propensa a ofrecerle a uno el regalo de una pequeña opinión oportuna, primorosamente envuelta con el papel dorado de un feliz galicismo. Newman había ido a verla con un agravio, pero se encontró sumido en una atmósfera en la que al parecer no se tenía conocimiento de los agravios; una atmósfera en la que nunca había penetrado el escalofrío del malestar, y que parecía componerse exclusivamente de suaves, dulces y trasnochados perfumes intelectuales. Le sobrevino de nuevo la sensación con que había contemplado a madame d'Outreville en el pérfido festival de los Bellegarde; se le antojaba una anciana prodigiosa en una comedia, especialmente buena en su papel. Observó al poco rato que no le hacía ninguna pregunta sobre sus amistades comunes; no hizo alusión alguna a las circunstancias en que le había sido presentado Newman. Ni fingía ignorar que había habido un cambio en estas circunstancias ni pretendía darle el pésame por ello, sino que sonreía y discurseaba y comparaba las lanas de suaves tintes de su tapiz, como si los Bellegarde y su maldad no fuesen de este mundo. « ¡Está rehuyendo el tema! », se dijo Newman; y, una vez hecha la observación, se vio inducido a seguir observando de qué manera saldría airosa la duquesa de su propia indiferencia. Lo hizo con maestría. No había ni un destello de conciencia disimulada en aquellos ojillos claros y efusivos que constituían su más cercana aspiración al encanto personal; no había ni un solo síntoma de aprensión a que Newman frisase el terreno que ella se proponía evitar. «A fe mía, qué bien lo hace -comentó para sus adentros-. Se mantienen unidos con valentía, y, puedan o no otras personas confiar en ellos, no cabe duda de que pueden confiar los unos en los otros.»
Newman, a la sazón, empezó a admirar a la duquesa por sus elegantes modales. Tenía la sensación, y no se equivocaba, de que no era ni una pizca menos cortés de lo que habría sido si su matrimonio siguiera en perspectiva; pero también sentía que no era ni una pizca más cortés. Newman había venido, razonaba la duquesa... sabe Dios por qué había venido, después de lo ocurrido; y durante esa media hora, por tanto, sería charmante. Pero no volvería a verle. Como no se le ponía en bandeja ninguna oportunidad para contar su historia, Newman caviló acerca de estas cosas con más desapasionamiento del que cabría haber esperado; estiró las piernas, como siempre, e incluso se rió entre dientes, a modo de aprobación y en silencio. Y entonces, mientras ella le seguía relatando una mot con la que su madre había desairado al gran Napoleón, se le ocurrió que el hecho de que la duquesa evadiese un capítulo de la historia francesa que a él personalmente le resultaba más interesante posiblemente obedeciera a una extrema consideración a sus sentimientos. Quizá se tratase de delicadeza por parte de la duquesa, y no de sagacidad. Estaba a punto de decir algo, para que la oportunidad que se había propuesto darle fuese aún mejor, cuando el criado anunció otra visita. La duquesa, al oír el nombre -era el de un príncipe italiano- hizo un mohín imperceptible y le dijo rápidamente a Newman: «Le ruego que se quede; deseo que esta visita sea breve». Al oír esto, Newman se dijo que madame d'Outreville tenía la intención, después de todo, de que hablasen sobre los Bellegarde.
El príncipe era un hombre bajo y fornido, con una cabeza desproporcionadamente grande. Tenía la tez morena y cejas pobladas, bajo las cuales sus ojos exhibían una expresión un tanto desafiante; parecía que le retaba a uno a que insinuase que estaba mal proporcionado por la parte superior. La duquesa, a juzgar por su encomienda a Newman, le consideraba un pelmazo; pero esto no se ponía en evidencia en el torrente desenfrenado de su conversación. La duquesa hizo una serie nueva de mots, describió con gran acierto el intelecto italiano y el sabor de los higos de Sorrento, predijo el futuro eventual del reino italiano (hastío del régimen brutal de Cerdeña y regresión completa, en toda la península, al sacro poder del Padre Santo), y, finalmente, refirió la historia de los amoríos de la Princesa X. Esta última narración fue objeto de ciertas rectificaciones por parte del principe, que, como él mismo dijo, reclamaba cierto conocimiento de la cuestión; y, seguro ya de que Newman no estaba de humor para reírse, ni en relación con el tamaño de su cabeza ni con ninguna otra cosa, entró en la controversia con una animación para la que la duquesa, cuando le tachó de pelmazo, no podía haber estado preparada. Las vicisitudes sentimentales de la Princesa X llevaron a una discusión sobre la historia del corazón de la nobleza florentina en general; la duquesa había pasado cinco semanas en Florencia y había recabado mucha información sobre el tema. Esto, a su vez, se fundió con un examen del corazón italiano per se. La duquesa adoptó un punto de vista brillantemente heterodoxo: lo consideraba, entre todos los de su especie, el órgano menos impresionable con que jamás se había topado; relató ejemplos de su falta de impresionabilidad, y terminó declarando que para ella los italianos eran una gente de hielo. El principe se enardeció para refutarla, y su visita resultó realmente deliciosa. Newman, como es natural, estaba al margen de la conversación; estuvo sentado con la cabeza un poco ladeada, mirando a los interlocutores. La duquesa, mientras hablaba, le miraba con frecuencia y sonreía, como para darle a entender, con el encantador estilo de su nación, que sólo de él dependía decir algo que viniese muy al caso. Pero Newman nada dijo, y al final sus pensamientos empezaron a extraviarse. Una sensación curiosa le invadió... la súbita conciencia de lo absurdo de su misión. Al fin y al cabo, ¿qué demonios tenía que decirle él a la duquesa? ¿En qué le iba a beneficiar a él contarle que los Bellegarde eran unos traidores y que la vieja dama, por añadidura, era una asesina? Moralmente, parecía haber dado una especie de voltereta, y, en consecuencia, haberse encontrado con que las cosas tenían otro aspecto. De pronto, sintió que se fortalecía su voluntad y que su reserva se agudizaba. ¿En qué diablos había estado pensando cuando se imaginó que la duquesa podría ayudarle, y que contribuiría a su consuelo llevarla a pensar mal de los Bellegarde? ¿Qué le importaba a él su opinión de los Bellegarde? Sólo era una pizca más importante que la opinión que los Bellegarde albergaban de ella. Ayudarle a él la duquesa... esa mujer fría, corpulenta, blanda, artifical... ¿ayudarle?... ella, que en los últimos veinte minutos había erigido entre ambos un muro de conversación cortés, en el que a todas luces se hacía la ilusión de que Newman nunca encontraría una puerta de acceso. ¿Hasta ese punto había llegado: a estar pidiendo favores a personas engreídas, y suplicando condolencia cuando él no tenía condolencia alguna que ofrecer? Apoyó los brazos sobre las rodillas, y durante unos minutos se quedó mirando su sombrero. Los oídos le zumbaban: había estado a punto de ser un estúpido. Quisiera o no la duquesa escuchar su historia, no se la contaría. ¿Iba a quedarse ahí sentado otra media hora por mor de desenmascarar a los Bellegarde? ¡Al infierno los Bellegarde! Se levantó bruscamente y se acerco a estrecharle la mano a su anfitriona.
-¿No puede quedarse más? -preguntó ésta, muy cortésmente.
-Me temo que no -dijo él.
La duquesa titubeó un momento, y después declaró:
-Pensaba que tenía algo concreto que contarme.
Newman la miró; se sintió un poco mareado; en ese momento le pareció que estaba volviendo a hacer la voltereta. El pequeño príncipe italiano acudió en su auxilio:
-Ah, madame, ¿quién no lo tiene? -suspiró suavemente.
-No enseñe al señor Newman a decir fadaise* -dijo la duquesa-. Tiene el mérito de no saber hacerlo.
-Sí, no sé decir fadaises -dijo Newman-, y no quiero decir nada grosero.
-Estoy segura de que es usted muy atento -dijo la duquesa con una sonrisa; y le hizo un pequeño gesto a modo de despedida, con el que Newman se marchó.
Una vez en la calle, se quedó un rato en la acera preguntándose si, después de todo, no sería un estúpido por no haber descargado su pistola. Y luego decidió que hablarle a cualquiera de los Bellegarde le sería extremadamente desagradable. Lo menos desagradable, en esas circunstancias, era expulsarlos de su cabeza y no volver a pensar en ellos jamás. La indecisión no había sido hasta entonces una de las debilidades de Newman, y en este caso no duró mucho. Durante los tres días siguientes no pensó, o al menos procuró no hacerlo, en los Bellegarde. Cenó con la señora Tristram, y cuando ésta mencionó el nombre le rogó casi con severidad que desistiera. Esto le dio a Tom Tristram la tan anhelada oportunidad de darle el pésame.
Se inclinó hacia adelante, apoyando su mano sobre el brazo de Newman, comprimiendo los labios y sacudiendo la cabeza.
-Sabe, amigo mío, el caso es que jamás debería haberse metido en esto. No fue cosa suya, ya lo sé... fue mi esposa. Si quiere darle mano dura, yo me apartaré; le doy permiso para pegarle todo lo fuerte que quiera. Ya sabe usted que en toda su vida jamás ha oído una sola palabra de reproche por mi parte, y creo que necesita algo de ese tipo. ¿Por qué no me escuchará a mi? Ya sabe que yo no creía en ese asunto. Me parecía, como mucho, un delirio amable. No presumo de ser un don Juan o un licencioso Lotario... ese tipo de hombres, ya sabe; pero sí puedo dármelas de saber algo del sexo duro. Jamás, en toda mi vida, me ha desagradado una mujer que luego no haya salido mal. Con Lizzie, por ejemplo, no me engañé lo más mínimo; siempre tuve mis dudas respecto a ella. Piense usted lo que piense de mi actual circunstancia, al menos he de admitir que me metí en ella con los ojos bien abiertos. Imagínese ahora que se hubiese metido usted en un aprieto parecido al mío con madame de Cintré. Puede usted estar seguro de que habría sido de las duras. Y palabra de honor que no sé dónde habría encontrado usted consuelo. En el marqués, no, querido Newman; no era un hombre a quien se pudiese uno acercar para discutir las cosas de una manera amistosa y con sentido común. ¿En algún momento pareció querer tenerle a usted en casa... intentó alguna vez verle a solas? ¿Alguna vez le invitó a que fuese una tarde a fumarse un cigarro con él, o a que entrase, cuando había ido a ver a las damas, a tomarse algo? No creo que él le hubiese dado muchos ánimos. Y en cuanto a la anciana, daba la impresión de ser un trago especialmente duro. Aquí tienen una expresión buenísima, sabe usted; dicen «simpático». Todo es «simpático»... o debería serlo. Ahora bien, madame de Bellegarde es tan simpática como esa mostacera. Son una maldita panda de insensibles, en todo caso; lo noté muchísimo en aquel baile suyo. ¡Me sentía como si estuviese paseándome de arriba abajo por el Armoury, en la torre de Londres! Querido muchacho, no me considere un vulgar bruto por insinuarlo, pero no lo dude, lo único que querían era su dinero. De eso sé algo; ¡me doy cuenta de cuándo la gente quiere el dinero de uno! Por qué dejaron de querer el suyo, eso ya no lo sé; supongo que porque podían sacárselo a otro sin tanto esfuerzo. No merece la pena averiguarlo. Puede que no fuese madame de Cintré la primera en echarse atrás; es muy probable que la vieja la empujase a ello. Sospecho que ella y su madre son uña y carne, ¿eh? Se ha librado de una buena, amigo; convénzase de ello. Si me expreso con tanta vehemencia es por lo mucho que le quiero; y desde este punto de vista puedo decir que habría estado tan dispuesto a ganarme los favores de ese cacho de grandeza pálida como los del Obelisco de la plaza de la Concordia.
Durante esta arenga, Newman no dejó de mirar a Tristram con ojos apagados; hasta ahora jamás había pensado de sí mismo que hubiese rebasado tan completamente la fase de idéntica camaradería con él. La mirada de la señora Tristram a su marido tenía más brillo; se volvió hacia Newman con una sonrisa ligeramente truculenta.
-Al menos, debe hacerle justicia al acierto con que el señor
Tristram repara las indiscreciones de una esposa demasiado entusiasta.
Pero incluso sin la ayuda de los aciertos conversacionales de Tom Tristram, Newman habría empezado a pensar de nuevo en los Bellegarde. Solamente podía dejar de pensar en ellos cuando dejaba de pensar en su pérdida y su privación, y hasta ahora los días no habían aligerado sino escasamente el peso de su incomodidad. En vano le rogó la señora Tristram que se animase; le aseguró que verle el semblante la hacía muy desgraciada.
-¿Cómo puedo evitarlo? -preguntó Newman con voz temblorosa-. Me siento como un viudo... y un viudo que ni siquiera tiene el consuelo de poder quedarse junto a la tumba de su esposa... que no tiene derecho ni a ponerse una gasa de luto en el sombrero. Me siento -añadió al instante- como si mi mujer hubiese sido asesinada y sus asesinos todavía anduviesen sueltos.
La señora Tristram no hizo ninguna réplica inmediata, pero al cabo dijo, con una sonrisa que, en la medida en que era forzada, fingió con menos éxito que el que solía tener en sus labios ese tipo de sonrisas:
-¿Está usted muy seguro de que habría sido feliz?
Newman la miró un momento, y después sacudió la cabeza.
-Eso que dice es endeble -dijo-; no sirve.
-Bueno -dijo la señora Tristram con un denuedo más triunfal-, pues yo no creo que hubiese sido usted feliz.
Newman soltó una risita.
-Diga entonces que habría sido desdichado; es un tipo de desdicha que habría preferido a cualquier felicidad.
La señora Tristram empezó a cavilar.
-Habría tenido curiosidad por verlo; habría sido muy extraño.
-¿Fue por curiosidad por lo que me apremió a que intentase casarme con ella?
-Un poco -dijo la señora Tristram, volviéndose cada vez más atrevida. Newman le dirigió la única mirada de enojo que le había sido destinado dirigirle jamás, se dio la vuelta y cogió su sombrero. Ella le miró un momento, y entonces dijo-: Suena muy cruel, pero lo es menos de lo que suena. La curiosidad forma parte de casi todo lo que hago. Tenía muchas ganas de ver, primero, si un matrimonio así podía, de hecho, celebrarse; segundo, qué ocurriría si se celebraba.
-Así que usted no creía -dijo Newman con resentimiento.
-Sí, creía... creía que se celebraría, y que usted sería feliz. Si no, habría sido, con todas mis especulaciones, una criatura muy despiadada. Pero -continuó, posando la mano sobre el brazo de Newman y aventurando una sonrisa grave- ¡fue el vuelo más alto que jamás emprendió una imaginación medianamente audaz!
Poco después le recomendó que abandonase París y que viajase durante tres meses. Un cambio de escenario le haría bien, y olvidaría antes su desgracia en ausencia de los objetos que habían sido sus testigos.
-A decir verdad -dijo Newman-, me siento como si abandonarla a usted, al menos, fuese a hacerme bien... y a costarme muy poco esfuerzo. Se está usted volviendo cínica; me escandaliza y me hiere.
-Muy bien -dijo la señora Tristram, con benevolencia o con cinismo, lo que se considere más probable-. Sin duda, volveré a verle.
Newman tenía enormes deseos de alejarse de París; se le antojaba que las luminosas calles por las que había paseado en sus horas más felices, y que en aquellos tiempos parecían exhibir una luminosidad más intensa en honor a su felicidad, participaban ahora del secreto de su derrota y la despreciaban con actitud de brillante escarnio. Iría a algún sitio; poco le importaba adónde; hizo los preparativos. Entonces, una mañana, al azar, se dirigió hasta el tren que le transportaría a Bolonia y desde allí le despacharía rumbo a las costas de Gran Bretaña. Mientras rodaba el tren, se preguntó qué había sido de su ven-ganza, y fue capaz de decir que la había archivado provisionalmente en un lugar muy seguro; ahí se quedaría hasta que fuese requerida.
Llegó a Londres justo a mediados de lo que se llama «la temporada», y al principio le pareció que aquí podría encontrar ocasiones para distraerse de su congoja. No conocía a nadie en Inglaterra, pero el espectáculo de la vigorosa metrópolis le hizo elevarse un poco por encima de su apatía. Todo lo que fuera enorme solía gozar del favor de Newman, y las numerosas energías y actividades de Inglaterra despertaron en su interior una insulsa viveza para la contemplación. Consta en acta que el clima, en aquel momento, era de la mejor calidad inglesa; dio largos paseos y exploró Londres en todas direcciones; se sentó horas enteras en Kensington Gardens y junto a la avenida contigua, observando a las personas, los caballos y los carruajes; las sonrosadas bellezas inglesas, los admirables dandis ingleses y los espléndidos lacayos. Fue a la ópera y le pareció mejor que en París; fue al teatro y descubrió un sorprendente atractivo en escuchar los diálogos, cuyas agudezas más sutiles estaban al alcance de su comprensión. Hizo varias excursiones al campo, recomendadas por el camarero de su hotel, con quien, en esta y en otras cuestiones similares, había entablado una relación de confianza. Observó los ciervos de Windsor Forest y admiró el Támesis desde Richmond Hill; comió arenques y pan negro y man-tequilla en Greenwich, y se paseó por la herbosa sombra de la catedral de Canterbury. También visitó la torre de Londres y la exposición de madame Tussaud. Un día se le ocurrió ir a Sheffield, y acto seguido, pensándolo mejor, renunció a ello. ¿Por qué habría de ir a Sheffield? Tenía la sensación de que el vínculo que le unía a un posible interés por la industria manufacturera de cuchillos se había roto. No sentía deseo alguno de tener una «visión desde dentro» de ninguna empresa de éxito, y no habría pagado ni una suma ínfima por el privilegio de discutir los detalles de los más «espléndidos» negocios con el más sagaz de los superintendentes.
Una tarde, entró en Hyde Park y se abrió paso lentamente por el laberinto humano que bordea la avenida. El desfile de carruajes no era menos denso, y Newman, como siempre, se maravilló ante las extrañas figuras deslucidas que veía tomar el aire en algunos de los vehículos más imponentes. Le recordaban lo que había leído acerca de las culturas orientales y sureñas, donde a veces se sacaba a grotescos ídolos y fetiches de sus templos y se los llevaba lejos en carrozas de oro para mostrárselos a la multitud. Vio una gran cantidad de caras bonitas bajo sombreros con altas plumas mientras iba abriéndose paso por espesas oleadas de muselina arrugada; y, sentadas en sillitas a la sombra de árboles ingleses grandes y serios, reparó en unas cuantas doncellas de ojos serenos, que sólo parecían recordarle de nuevo que la magia de la belleza se había ido del mundo con madame de Cintré; por no decir nada de otras damiselas cuyos ojos no estaban en reposo, y que se le antojaron aún más una sátira de todo consuelo posible. Llevaba un rato caminando cuando, justo delante de él, transportadas por la brisa veraniega, oyó varias palabras pronunciadas en ese vivo idioma parisino que sus oídos habían empezado a sentir como extraño. La voz en que fueron pronunciadas le recordó aún más una cosa que en tiempos le había sido familiar, y, al dirigir la mirada, la voz dio identidad a la elegancia común del cabello y los hombros de una joven que caminaba en su misma dirección. Mademoiselle Nioche, al parecer, había venido a Londres en busca de una promoción más rápida, y un segundo vistazo hizo suponer a Newman que la había encontrado. A su lado paseaba un caballero, prestando atentos oídos a su conversación y extasiado en demasía para despegar los labios. Newman no oyó su voz, pero se percató de que exhibía la expresión dorsal de un inglés bien vestido. Mademoiselle Nioche llamaba la atención: las mujeres que se cruzaban con ella se volvían para estudiar la perfección parisina de su atuendo. Una gran catarata de volantes bajó rodando desde la cintura de la joven hasta los pies de Newman; tuvo que echarse a un lado para evitar hollarlos. De hecho, se hizo a un lado con una decisión en el movimiento que la ocasión apenas exigía; y es que incluso tan fugaz visión de la señorita Noémie había estimulado su resquemor. Era como un odioso borrón sobre la faz de la naturaleza; quería apartarla de su vista. Pensó en Valentin de Bellegarde, tierno aún bajo la tierra de su sepelio: su joven vida cercenada por esta flo-reciente insolencia. El perfume de las galas de la joven le dio náuseas; volvió la cabeza e intentó desviarse de su camino, pero la presión de la muchedumbre le retuvo junto a ella unos cuantos minutos más, de modo que oyó lo que estaba diciendo.
-Ay, estoy segura de que me echará de menos -murmuró-. Fue muy cruel por mi parte dejarle; me temo que me considerará usted una criatura sin corazón. Podría haber venido con nosotros perfectamente. Creo que no se encuentra muy bien -añadió-; hoy me parecía que no estaba muy alegre.
Newman se preguntó de quién estaría hablando, pero justo entonces un hueco abierto entre sus vecinos le permitió alejarse, y se dijo que probablemente estuviese rindiendo homenaje al decoro británico y representando una tierna inquietud por su padre. ¿Seguiría el infeliz anciano recorriendo el sendero del libertinaje tras los pasos de su hija? ¿Seguiría dándole el beneficio de su experiencia en los negocios, y habría cruzado el mar para servirle de intérprete? Newman caminó un poco más, y luego empezó a retomar sus pasos, cuidándose de no volver a cruzar la órbita de mademoiselle Nioche. Al fin buscó una silla bajo los árboles, pero le fue di ícil encontrar una vacía. Estaba a punto de renunciar a la búsqueda cuando vio que un caballero se levantaba del asiento que había estado ocupando, permitiendo así que él lo cogiese sin mirar a sus vecinos. Se sentó ahí un rato sin hacerles caso; su atención estaba enfrascada en la irritación y la amargura que le había producido su reciente atisbo de la inicua vitalidad de la señorita Noémie. Pero al cabo de un cuarto de hora, al bajar los ojos, vio que había un perro pequeño y chato acurrucado cerca de sus pies, sobre el sendero: un ejemplar diminuto, pero muy perfecto, de su interesante especie. El perro olisqueaba con su hociquillo negro al mundo elegante mientras pasaba; le impedía extender su investigación una larga cinta atada a su collar con un enorme lazo, y sostenida por la mano de una persona que estaba sentada junto a Newman. A esta persona trasladó Newman su atención, y percibió al punto que él era objeto de toda la de su vecino, que le miraba fijamente con un par de pequeños ojos blancos. Reconoció aquellos ojos al instante; llevaba sentado durante el último cuarto de hora junto a monsieur Nioche. Había tenido la vaga sensación de que alguien le observaba. Monsieur Nioche siguió mirando; parecía que le daba miedo moverse, incluso hasta el punto de rehuir la mirada de Newman.
-¡Santo cielo! -dijo Newman-; ¿también está usted aquí? -y miró el desamparo de su vecino con más espanto que del que fue consciente. Monsieur Nioche llevaba un sombrero nuevo y un par de guantes de piel de cabrito; también su ropa parecía pertenecer a una antigüedad más reciente que la de antaño. De su hombro colgaba una mantilla de señora -un tejido ligero y brillante, con una puntilla de encaje blanco- que al parecer había sido confiada a su custodia; y la cinta azul del perrillo estaba firmemente enrollada en torno a su mano. No había en su rostro ninguna expresión de reconocimiento... ni, de hecho, de nada, salvo de una especie de pavor endeble y fascinado. Newman miró al perro y la mantilla de encaje, y volvió a encontrarse de nuevo con los ojos del anciano-. Usted me conoce -prosiguió-. Me podría haber hablado antes -monsieur Nioche seguía sin decir nada, pero a Newman le dio la impresión de que sus ojos empezaban a humedecerse levemente-. No esperaba -continuó nuestro héroe- encontrarle tan lejos de... del Café de la Patrie -el anciano guardaba silencio, pero no cabía duda de que Newman había tocado la fuente de las lágrimas. Su vecino, sentado, le miraba fijamente, y Newman añadió-: ¿Qué ocurre, monsieur Nioche? Antes hablaba... decía cosas muy bonitas. ¿No recuerda que incluso daba clases de conversación?
Ante esto, monsieur Nioche decidió cambiar de actitud. Se encorvó y cogió al perro, se lo acercó a la cara y se enjugó los ojos en su lomo pequeño y suave.
-Tengo miedo de hablarle -dijo al cabo, mirando por encima del hombro del cachorro-. Esperaba que no advirtiera mi presencia. Me debería haber cambiado de sitio, pero temía que me viese si lo hacía. Así que me quedé muy quieto.
-Sospecho que tiene mala conciencia, señor -dijo Newman.
El anciano bajó al perrillo y lo sostuvo con cuidado sobre su regazo. Entonces sacudió la cabeza, con los ojos todavía clavados en su interlocutor.
-No, señor Newman, tengo buena conciencia -murmuró.
-Entonces, ¿por qué habría de querer escabullirse de mí?
-Porque... porque no comprende usted mi postura.
-Ah, creo que ya me la explicó en cierta ocasión -dijo Newman-. Pero parece que ha mejorado.
-¡Mejorado! -exclamó monsieur Nioche, entre dientes-. ¿Llama usted mejorar a esto? -y miró al soslayo los tesoros que tenía en brazos.
-Vaya, está usted viajando -replicó Newman-. Una visita a Londres en plena temporada es, qué duda cabe, signo de prosperidad.
Monsieur Nioche, a modo de respuesta a esta cruel muestra de ironía, volvió a llevarse al perrillo a la cara, escrutando a Newman desde sus pequeñas cuencas inexpresivas. Hubo algo casi imbécil en el movimiento, y Newman apenas supo si se estaba refugiando en una cómoda afectación de irracionalidad o si, de hecho, había pagado por su deshonra con la pérdida de sus cabales. En el segundo caso, justo ahora apenas sentía más ternura por el ridículo anciano que en el primero. Responsable o no, en ambos casos era cómplice de esa hija suya detestablemente enredadora. Newman se disponía a abandonarle con brusquedad cuando le pareció que de la mirada empañada del anciano salía un rayo de súplica.
-¿Se marcha? -preguntó.
-¿Quiere que me quede? -dijo Newman.
-Debería haberle dejado yo... por consideración. Pero mi dignidad se resiente al dejarme usted... de ese modo.
Monsieur Nioche miró a su alrededor para comprobar que no había nadie escuchando, y después dijo, con voz baja pero clara:
-¡No la he perdonado!
Newman soltó una breve risa, pero el anciano no pareció percibirla; contemplaba, ausente, alguna imagen metafisica de su propia implacabilidad.
-No importa demasiado que la perdone o no -dijo Newman-. Hay otras personas que no lo harán, se lo aseguro.
-¿Qué es lo que ha hecho? -interrogó blandamente monsieur Nioche, volviendo a darse la vuelta-. No sé lo que hace, sabe usted.
-Ha hecho un daño diabólico; no importa qué -dijo Newman-. Es un estorbo; habría que pararla.
Monsieur Nioche sacó la mano disimuladamente y la posó con mucho tiento sobre el brazo de Newman.
-Pararla, sí -susurró-. Eso es. Pararla en seco. Se está escapando... hay que pararla -hizo una breve pausa y miró a su alrededor-. Tengo la intención de pararla -siguió-. Sólo estoy aguardando mi oportunidad.
-Ya veo -dijo Newman, volviendo a reírse brevemente-. Se está escapando y usted corre tras ella. ¡Ha recorrido una larga distancia!
Pero monsieur Nioche miró con insistencia.
-¡La pararé! -repitió suavemente.
Apenas acababa de hablar cuando la muchedumbre que tenían delante se abrió, como con el impulso de dejar paso a algún personaje importante. Entonces, por la brecha, avanzó mademoiselle Nioche acompañada del caballero a quien Newman había observado hacía poco. Al mostrarle ahora el rostro a nuestro héroe, éste reconoció las facciones irregulares, el semblante apenas más regular y la expresión amistosa de lord Deepmere. Noémie, al encontrarse de súbito frente a Newman, que, al igual que monsieur Nioche, se había levantado de su asiento, balbuceó por un instante casi imperceptible. Le hizo un pequeño gesto de saludo, como si acabara de verle el día anterior, y a continuación, con una sonrisa cordial, dijo: «¡Tiens, no dejamos de encontrarnos!». Estaba consumadamente bonita, y el frente de su vestido era una espléndida obra de arte. Se acercó a su padre extendiendo las manos para coger al perrillo, que fue sumisamente depositado en ellas, y empezó a besarlo y a murmurar por encima de él:
-¡Y pensar que le he dejado solo... vaya criatura tan malvada y abominable que debe de creerme! Ha estado muy malo -añadió, dándose la vuelta y fingiendo explicárselo a Newman, con un destello de impudicia infernal, fino como una aguja, en los ojos-. Me parece que el clima inglés no le sienta bien.
-Parece que a su dueña le sienta estupendamente bien -dijo Newman.
-¿Se refiere a mí? Nunca he estado mejor, gracias -declaró la señorita Noémie-. Pero con milord -y dirigió una mirada luminosa a su reciente acompañante-, ¿cómo puede una evitar estar bien? -se sentó en la silla de la que se había levantado su padre, y empezó a arreglar el lazo del perrillo.
Lord Deepmere arrostró todo el bochorno que podía desprenderse de este inesperado encuentro con el inferior donaire correspondiente a un varón y a un británico. Se ruborizó sobremanera, y saludó al objeto de su antigua aspiración pasajera a rivalizar por los favores de una persona distinta de la dueña del perro inválido con un ademán torpe y una rápida jaculatoria; una jaculatoria a la que Newman, a quien a menudo le era difícil entender el habla de los ingleses, fue incapaz de atribuirle ningún significado. Después el joven se quedó allí, con la mano en la cadera y con una sonrisita consciente, mirando de refilón a la señorita Noémie. Súbitamente, pareció que se le había ocurrido una idea, y dijo, dirigiéndose a Newman:
-Ah, ¿la conoce?
-Sí -dijo Newman-, la conozco. Creo que usted no.
-¡Cielos, claro que la conozco! -dijo lord Deepmere, con otra sonrisita-. La conocí en París... a través de mi pobre primo Bellegarde, sabe usted. Él la conocía, pobre tipo, ¿no es cierto? Fue ella, sabe usted, quien estuvo en el fondo de su lance. Terriblemente triste, ¿no cree? -continuó el joven, que con el parloteo intentaba alejar el bochorno tanto como se lo permitía su simple naturaleza-. Sacaron no sé qué historia sobre si había sido por el Papa; que si el otro hombre había dicho algo contra la moralidad del Papa... Siempre lo hacen, sabe. Se lo achacaron al Papa porque Bellegarde estuvo en tiempos con los Zuavos. Pero fue sobre la moralidad de ella... ¡ella era el Papa! -prosiguió lord Deepmere dirigiendo una mirada iluminada por esta galantería a mademoiselle Nioche, que se estaba inclinando graciosamente sobre su perro faldero, al parecer embebida en una conversación con él-. Me atrevería a decir que considera bastante extraño que yo... esto... mantenga la relación -reanudó el joven-; pero al fin y al cabo ella no pudo evitarlo, sabe, y Bellegarde sólo era mi vigésimo primo. Yo diría que usted considera bastante descarado que me muestre con ella en Hyde Park, pero, como ve, aún no es conocida, y está en muy buena forma... -y la conclusión de lord Deepmere se perdió en la mirada testificativa que volvió a dirigir a la joven.
Newman se dio la vuelta; estaba recibiendo más de lo que era de su agrado. Monsieur Nioche se había apartado a un lado al llegar su hija, y allí permaneció, en un arco muy reducido, con la mirada fija en el suelo. Nunca, hasta ahora, había venido tan a propósito entre él y Newman dejar constancia del hecho de que no había perdonado a su hija. Mientras Newman empezaba a marcharse, alzó la vista y se acercó a él, y éste, al ver que el anciano tenía algo concreto que decirle, inclinó la cabeza un instante.
-Algún día lo verá en los periódicos -murmuró monsieur Nioche.
Nuestro héroe partió para ocultar su sonrisa, y hasta el día de hoy, a pesar de que los periódicos son su principal lectura, sus ojos no han sido atraídos por ningún párrafo que constituya una secuela a este aviso.
CAPÍTULO XXVI
En esa observación inexperta del gran espectáculo de la vida inglesa que he mencionado de pasada, cabe suponer que Newman pasó muchos días monótonos. Pero la monotonía de sus días le agradaba; en su melancolía, que se estaba instalando en una segunda fase, como una herida que cicatriza, había cierta dulzura acre y sabrosa. Encontraba compañía en sus pensamientos, y de momento no deseaba ninguna otra. No sentía deseo alguno de entablar relaciones, y dejó intactas un par de cartas de presentación que le había enviado Tom Tristram. Pensaba mucho en madame de Cintré; a veces, con una tranquilidad tenaz que, durante todo un cuarto de hora, podría haber parecido rayana en el olvido. Volvía a vivir las horas más felices que le había sido dado conocer: aquella cadena plateada de días contados en los que sus visitas vespertinas, que tendían de manera evidente al resultado ideal, habían sutilizado su buen humor hasta convertirlo en una especie de intoxicación espiritual. Regresaba a la realidad, después de estos ensueños, con una sacudida un tanto sorda; había empezado a sentir la necesidad de aceptar lo inalterable. En otros momentos, la realidad era de nuevo una infamia y lo inalterable una impostura, y se abandonaba a su furioso desasosiego hasta quedarse rendido. Pero en general caía en un estado de ánimo más bien reflexivo. Sin proponérselo ni saberlo en lo más mínimo, intentaba interpretar la moraleja de su extraño revés. Se preguntaba, en sus ratos más serenos, si no sería acaso, al fin y al cabo, más mercantil de lo que resultaba grato. Sabemos que fue en respuesta a una fuerte reacción contra cuestiones exclusivamente mercantiles como había llegado a decidirse por el recreo estético en Europa; puede, por tanto, comprenderse que fuese capaz de concebir que un hombre podía ser demasiado mercantil. Estaba perfectamente dispuesto a admitirlo, pero la concesión, en lo referente a su propio caso, no iba acompañada de ningún sentimiento opresivo de vergüenza. Si había sido demasiado mercantil, con mucho gusto lo olvidaría, pues con serlo no le había hecho a nadie ningún mal que no pudiese olvidarse con la misma facilidad. Meditó con sobria placidez que, al menos, no había monumentos de su «vileza» esparcidos por el mundo. Si había en la naturaleza de las cosas algún motivo para que su vínculo con los negocios hubiese de haber arrojado una sombra sobre un vínculo -incluso un vínculo roto- con una mujer a justo título orgullosa, estaba dispuesto a borrarlo de su vida para siempre. Esto parecía una posibilidad; qué duda cabe de que no podía sentirlo tan intensamente como otras personas, y apenas le parecía que le mereciese la pena batir las alas con fuerza para estar a la altura de la idea; pero era capaz de sentirlo lo suficiente para hacer cualquier sacrificio que todavía quedase por hacer. En cuanto a en aras de qué habría de hacer ahora este sacrificio, aquí Newman se paraba en seco ante un muro desnudo sobre el que a veces se movían unas imágenes umbrosas. Fantaseaba con vivir su vida tal y como la habría encauzado si madame de Cintré hubiese sido para él: convertir en religión el no hacer nada que a ella le hubiese desagradado. Cierto es que en esto no había ningún sacrificio, y sí un rayo pálido y evasivo de inspiración. Sería un entretenimiento solitario, muy similar al de un hombre que habla solo ante el espejo a falta de mejor compañía. Aun así, la idea le procuró a Newman bastantes minutos de muda exaltación mientras se hallaba sentado, con las manos en los bolsillos y las piernas estiradas, frente a los restos de una cena caramente pobre, en el imperecedero crepúsculo inglés. Sin embargo, aunque su ima-ginación comercial estaba muerta, no sentía ningún desprecio por los resultados por ella engendrados que habían sobrevivido. Se alegraba de haber sido próspero y de haber sido un gran hombre de negocios en vez de uno pequeño; estaba enormemente satisfecho de ser rico. No sentía ningún impulso de vender todo lo que tenía y dárselo a los pobres, ni de retirarse a la economía meditativa y al ascetismo. Se alegraba de ser rico y medianamente joven; cabía pensar en exceso en compras y ventas, y era toda una ganancia tener una buena porción de vida por delante en la que no volver a pensar en ello. A ver, ¿en qué tenía que pensar ahora? Una y otra vez, Newman sólo podía pensar en una cosa; sus pensamientos siempre regresaban al mismo punto, y, cuando lo hacían, con un torrente emocional que parecía expresarse fisicamente en un súbito ahogo en dirección ascendente, se inclinaba hacia adelante -el camarero había salido de la sala- y, apoyando los brazos sobre la mesa, enterraba su desazonado rostro.
Se quedó en Inglaterra hasta mediados del verano, y pasó un mes en el campo vagando por catedrales, castillos y ruinas. En varias ocasiones, en paseos que le llevaban desde su posada hasta parques y praderas, hizo un alto junto a un desvencijado portillo, contempló a través del temprano atardecer la torre gris de una iglesia, rodeada de golondrinas que giraban en una densa aureola negruzca, y recordó que esto podría haber formado parte de la diversión de su luna de miel. Jamás había estado tanto tiempo solo ni se había entregado tan poco a diálogos casuales. El periodo de recreo fijado por la señora Tristram al fin había llegado a su término, y se preguntó qué debía hacer ahora. La señora Tristram le había escrito proponiéndole que se reuniese con ella en los Pirineos, pero Newman no estaba de humor para volver a Francia. Lo más sencillo sería dirigirse a Liverpool y embarcarse en el primer vapor americano. Newman se encaminó hacia el gran puerto de mar y reservó su litera; y la noche antes de zarpar se quedó en la habitación de su hotel, con la mirada, ausente y cansina, clavada en una maleta abierta. Sobre ella yacía un montón de papeles que había tenido intención de revisar; algunos podían ser destruidos con toda comodidad. Pero al fin los revolvió bruscamente y los metió en un rincón de la maleta; eran papeles de negocios, y no estaba de humor para examinarlos. Después sacó su billetera y extrajo un papel de menor tamaño que aquellos que había desestimado. No lo desdobló; se limitó a quedarse mirando el dorso. Si por un momento había abrigado la idea de destruirlo, la idea pronto expiró. Lo que el papel sugería era la sensación que reposaba en lo más profundo de su corazón y que ninguna alegría renacida era capaz de sofocar por mucho tiempo: la idea de que, al fin y al cabo y por encima de todo, era un buen tipo agraviado. La idea venía acompañada de una vigorosa esperanza en que los Bellegarde estuviesen disfrutando de su incertidumbre respecto a lo que aún le quedaba por hacer. ¡Cuanto más se prolongase, más la disfrutarían!, sí, en una ocasión había tardado en disparar; quizá, en su extraño estado de ánimo actual, volviese a tardar en disparar. Pero restituyó el papelito a su billetero con suma ternura, y se sintió mejor al pensar en la incertidumbre de los Bellegarde. En ocasiones sucesivas habría de sentirse mejor cada vez que pensaba en ello, mientras iba surcando los mares veraniegos. Desembarcó en Nueva York y viajó a través del continente hasta llegar a San Francicso, y nada de lo que observó por el camino contribuyó a mitigar su sensación de que era un buen tipo agraviado.
Vio a muchos buenos tipos más -sus viejos amigos-, pero a ninguno le contó la jugarreta que le habían hecho. Se limitó a decir que la dama con la que se iba a haber casado había cambiado de opinión, y cuando le preguntaban si también él la había cambiado, contestaba: «Qué tal si cambiamos de tema». Les dijo a sus amigos que no había traído a casa «ideas nuevas» de Europa, y su conducta probablemente se les antojó una prueba elocuente de una inventiva en decadencia. No tenía interés en charlar sobre sus asuntos y no manifestaba ningún deseo de revisar sus cuentas. Hizo media docena de preguntas que, como las de un médico eminente que pregunta por síntomas concretos, demostraban que aún sabía de qué estaba hablando; pero no hizo comentarios ni dio instrucciones. No sólo desconcertó a los caballeros de la Bolsa de valores, sino que él mismo se sorprendió del grado de su indiferencia. Como ésta sólo parecía ir en aumento, hizo un esfuerzo por combatirla; intentó interesarse y retomar sus antiguas ocupaciones. Pero le parecían irreales; hiciera lo que hiciera, por alguna razón no conseguía creer en ellas. A veces empezaba a temer que le estuviese pasando algo a su cabeza; que quizá su cerebro se hubiese reblandecido y hubiese llegado el fin de su enérgica actividad. La idea retornaba con una fuerza exasperante. Un holgazán incurable y desvalido, útil para nadie y detestable a sus propios ojos: en esto le había convertido la traición de los Bellegarde. En su inquieta ociosidad volvió de San Francisco a Nueva York, y durante tres días estuvo sentado en el vestíbulo de su hotel contemplando a través de una enorme pared de vidrio cilindrado el incesante desfile de muchachas bonitas vestidas al estilo de París, que pasaban cimbreándose con pequeños paquetes abrazados a sus elegantes figuras. Al cabo de tres días volvió a San Francisco, y nada más llegar deseó haberse quedado lejos. No tenía nada que hacer, sus ocupaciones habían desaparecido y se le antojaba que no volve-ría a encontrarlas jamás. No tenía nada que hacer aquí, se decía a veces para sus adentros; pero al otro lado del oceáno todavía tenía algo que hacer; una cosa que había dejado inconclusa de manera experimental y especulativa, para ver si podía quedarse satisfecha con su estado de inacabamiento. Pero la cosa en cuestión no estaba satisfecha: tiraba sin cesar de las fibras de su corazón y le martilleaba la cabeza; le murmuraba en los oídos y revoloteaba continuamente ante sus ojos. Se interponía entre todo nuevo propósito y su realización; parecía un terco fantasma suplicando mudamente que le enterrasen. Hasta que no lo hiciera, jamás sería capaz de hacer nada más.
Un día, hacia finales del invierno y tras un largo intervalo, recibió una carta de la señora Tristram, al parecer movida por un caritativo deseo de divertir y distraer a su corresponsal. Le contó muchos cotilleos de París, habló del general Packard y de la señorita Kitty Upjohn, enumeró las nuevas obras de teatro e incluyó una nota de su marido, que había bajado a Niza a pasar un mes. Después venía su firma, y tras ésta la posdata. Ésta con-sistía en las siguientes líneas: «Hace tres días supe por mi amigo el abbé Aubert que madame de Cintré tomó el velo la semana pasada en las Carmelitas. Fue en su vigesimoséptimo cumpleaños, y recibió el nombre de su patrona, santa Verónica. ¡La her-mana Verónica tiene toda una vida por delante! ».
Esta carta le llegó a Newman por la mañana; al anochecer emprendió el rumbo a París. La herida empezó a dolerle con su furia primera, y durante el largo y desolado viaje el pensamiento de la «vida por delante» de madame de Cintré, transcurrida entre muros carcelarios en cuyo exterior podría estar él, fue una compañía constante. Ahora se establecería en París para siempre; extraería una especie de felicidad del conocimiento de que, si bien ella no estaba ahí, al menos sí lo estaba el sepulcro pétreo que la retenía. Se dejó caer, de improviso, sobre la señora Bread, a quien encontró cumpliendo su solitaria guardia en los grandes salones vacíos del Boulevard Haussmann. Estaban tan pulcros como los de una aldea holandesa; la tarea exclusiva de la señora Bread había sido quitar partículas aisladas de polvo. No se quejó, sin embargo, de su soledad, pues según su filosofía un criado no era más que una máquina misteriosamente ideada, y tan extravagante sería que una ama de llaves comentase las ausencias de un caballero como que un reloj observase que no le habían dado cuerda. No había ningún reloj, suponía la señora Bread, que contuviese todo el tiempo, y no había ningún criado que pudiese disfrutar de toda la luz del sol que irradia la carrera de un patrón exigente. Se atrevió, no obstante, a expresar su modesta esperanza de que Newman tuviese la intención de permanecer un tiempo en París. Newman apoyó la mano sobre la de la señora Bread y se la sacudió con dulzura. «Mi intención es quedarme para siempre», dijo.
Tras esto fue a ver a la señora Tristram, a quien había telegrafiado y que le estaba esperando. Ésta le miró un momento y sacudió la cabeza.
-Esto no servirá de nada -dijo-; ha vuelto usted demasiado pronto.
Newman se sentó y preguntó por su marido y sus hijos, incluso intentó preguntar por la señorita Dora Finch. En medio de todo esto, preguntó abruptamente:
-¿Sabe dónde está?
La señora Tristram vaciló un instante; por supuesto, no se podía estar refiriendo a la señorita Dora Finch. Entonces respondió, con todo decoro:
-Se ha marchado al otro edificio... a la Rue de l'Enfer. Cuando Newman llevaba ya un buen rato sentado con un aspecto muy sombrío, continuó:
-No es usted tan buen hombre como pensaba. Es usted más... más...
-¿Más qué? -preguntó Newman.
-Más rencoroso.
-¡Santo cielo! -exclamó Newman-; ¿espera usted de mí que perdone?
-No, eso no. Yo no he perdonado, así que usted, por supuesto, no puede. ¡Pero podría olvidarse! Su humor ante este asunto es peor de lo que me habría esperado. Parece usted malo... parece peligroso.
-Puede que sea peligroso -dijo-; pero no soy malo. No, no soy malo -y se puso en pie para irse. La señora Tristram le invitó a que regresase a cenar, pero él respondió que no tenía ganas de comprometerse a estar presente en un convite, ni siquiera en calidad de invitado solitario. Más tarde, por la noche, si le era posible vendría.
Se alejó caminando a través de la ciudad, junto al Sena, y cruzándolo, tomó la dirección de la Rue de l'Enfer. El día tenía la suavidad de la primavera temprana, pero el clima era gris y húmedo. Newman se encontró en una parte de París que conocía poco; una zona de conventos y prisiones, de calles bordeadas por largos muros uniformes y recorridas por escasos transeúntes. En la intersección de dos de estas calles se alzaba la casa de las Carmelitas: un edificio monótono y sin atractivo, rodeado por un escarpado muro desnudo. Desde fuera, Newman podía ver las ventanas superiores, el empinado tejado y las chimeneas. Pero estas cosas no revelaban síntoma alguno de vida humana; el lugar parecía mudo, sordo, inane. El muro pálido, muerto y descolorido se extendía a sus pies hasta muy lejos por la calle lateral desierta; un panorama sin una sola figura humana. Newman estuvo allí mucho tiempo; no había viandantes; era libre para mirar hasta hartarse. Éste parecía ser el objetivo de su viaje; para esto había venido. Era una satisfacción extraña, y aun así era una satisfacción; la calma yerma del lugar parecía ser su propia liberación de su vano anhelo. Le decía que la mujer de intramuros estaba irrevocablemente perdida, y que los días y los años del futuro se apilarían sobre ella como la gran losa inamovible de una tumba. Estos días y años, en este lugar, serían siempre así de grises y silenciosos. De pronto, el pensamiento de que le volvieran a ver allí plantado hizo que el encanto se disipase por completo. No volvería a quedarse ahí de pie; era una melancolía gratuita. Se dio la vuelta con el corazón oprimido, pero más ligero que aquel corazón con el que había venido.
Todo había terminado, y también él podía descansar por fin. Volvió a encaminarse por calles estrechas y tortuosas hacia el Sena, y allí vio, cerniéndose sobre su cabeza, las plácidas y anchurosas torres de Notre-Dame. Cruzó uno de los puentes y se quedó un momento en el espacio vacío que hay frente a la gran catedral; después, entró por debajo de las portadas de profusa imaginería. Deambuló nave arriba y se sentó en la espléndida penumbra. Estuvo mucho tiempo sentado; oyó cómo unas campanas lejanas, con largos intervalos, repicaban al resto del mundo. Estaba muy cansado; en ningún sitio podía estar mejor que aquí. No dijo ninguna plegaria; no tenía ninguna plegaria que decir. No tenía nada a lo que estar agradecido, ni nada que pedir; no había nada que pedir porque ahora tenía que cuidar de sí mismo. Pero una gran catedral ofrece una hospitalidad muy variopinta, y Newman se quedó sentado en su sitio, porque mientras estuviese allí estaría fuera del mundo. Lo más desagradable que le había ocurrido en toda su vida había llegado a su término formal, por así decirlo; podía cerrar el libro y guardarlo. Apoyó la cabeza durante un buen rato sobre el banco que tenía enfrente; cuando la levantó, sintió que volvía a ser él. En algún lugar de su cerebro, un nudo estrecho parecía haberse desatado. Pensó en los Bellegarde; casi los había olvidado. Los recordaba como personas a quienes había tenido intención de hacerles algo. Soltó un gemido al recordar lo que había querido hacer; le molestó haber querido hacerlo; de pronto, a su venganza se le había caído el fundamento. Si era caridad cristiana o bondad no regenerada, qué era en el fondo de su alma, no pretendo decirlo yo; pero el último pensamiento de Newman fue que, por supuesto, dejaría en paz a los Bellegarde.
De haberlo pronunciado en voz alta, habría dicho que no quería hacerles daño. Le avergonzaba haber querido hacerles daño. Ellos le habían herido, pero en realidad este tipo de cosas no era para nada el juego de Newman. Al fin se puso en pie y salió de la iglesia, más oscura por momentos; no con el paso elástico de un hombre que ha ganado una victoria o que ha tomado una resolución, sino paseándose serenamente, como un hombre de natural bondadoso que aún sigue un poco avergonzado.
Al llegar a casa, le dijo a la señora Bread que tenía que molestarle pidiéndole que volviese a meter sus cosas en la maleta que había deshecho la noche anterior. Su gentil ama de llaves le miró con ojos una pizca empañados.
-Dios mío, señor -exclamó-, pensé que había dicho que se iba a quedar para siempre.
-Quise decir que me iba a quedar fuera para siempre -dijo benévolamente Newman. Y, en efecto, desde su partida de París al día siguiente no ha regresado. Los apartamentos dorados de los que tanto he hablado están listos para recibirle; pero tan sólo sirven de espaciosa residencia para la señora Bread, que, en su eterno errar de habitación en habitación, va ajustando las borlas de las cortinas, y guarda sus honorarios, que puntual-mente le trae el empleado de un banquero, en un gran jarrón de Sèvres rosa que está sobre la repisa de la sala de estar.
Entrada ya la noche, Newman fue a casa de la señora Tristram y se encontró con que Tom Tristram estaba junto al fuego del hogar.
-Me alegro de volver a verle en París -declaró este caballero-. Ya sabe que, en realidad, es el único sitio donde puede vivir un hombre blanco.
El señor Tristram le dio una calurosa bienvenida, a su manera optimista, y le ofreció un oportuno resumen del cotilleo francoamericano de los seis últimos meses. Al fin se levantó y dijo que se iba a ir media hora al club.
-Supongo que un hombre que ha estado seis meses en California necesita un poco de conversación intelectual. Dejaré que mi esposa haga una intentona con usted.
Newman estrechó efusivamente la mano de su anfitrión, pero no le pidió que se quedase; y después volvió a su sitio del sofá, frente a la señora Tristram. Ésta le preguntó al poco rato que qué había hecho después de dejarla.
-Nada en especial -dijo Newman.
-Me pareció usted -repuso ella- un hombre que está tramando algo. Tenía todo el aspecto de estar decidido a llevar a cabo alguna misión siniestra, y al irse me pregunté si acaso no debería haberle impedido que se marchara.
-Sólo me fui al otro lado del río... a las Carmelitas dijo Newman.
La señora Tristram le miró un momento y sonrió.
-¿Qué hizo allí? ¿Intentó escalar el muro?
-No hice nada. Estuve unos minutos mirando el lugar y después me fui.
La señora Tristram le dedicó una mirada comprensiva.
-¿No se encontraría también, por un casual, con monsieur de Bellegarde -preguntó-, contemplando desesperadamente el muro del convento? Me han dicho que se ha tomado muy mal la conducta de su hermana.
-No, me alegra poder decir que no me he encontrado con él -dijo Newman tras una pausa.
-Están en el campo -siguió la señora Tristram-; en... ¿cómo se llama ese sitio?... Fleurières. Volvieron allí cuando se marchó usted de Paris y han pasado allí el año en total aislamiento. La pequeña marquesa seguro que lo disfruta; ¡estoy esperando a oír que se ha fugado con el profesor de música de su hija!
Newman estaba mirando el claro fuego de leña, pero atendió a esto con sumo interés. Al fin, habló:
-Me he propuesto no volver a mencionar jamás el nombre de aquellas personas, y no quiero saber nada más de ellas -y entonces sacó su billetero y extrajo un trozo de papel. Lo miró un instante; después se levantó y se quedó junto al fuego-. Voy a quemarlas -dijo-. Me alegro de tenerla por testigo. ¡Ahí van! -y echó el papel a las llamas.
La señora Tristram estaba sentada con su aguja de bordar suspendida en el aire.
-¿Qué es ese papel? -preguntó.
Newman, apoyándose contra la chimenea, estiró los brazos y exhaló un suspiro más largo que de costumbre. Entonces, al cabo de un momento, dijo:
-Ahora se lo puedo decir. Era un papel que contenía un secreto de los Bellegarde... algo que los condenaría si se supiese.
La señora Tristram dejó caer su bordado con un gemido de reproche.
-Ay, ¿por qué no me lo ha enseñado?
-Pensé en enseñárselo... pensé en enseñárselo a todo el mundo. Pensé en saldar mi deuda con los Bellegarde de ese modo. Así que se lo dije, y los asusté. Se han quedado en el campo, según me cuenta usted, para mantenerse al margen de la explosión. Pero he renunciado a ello.
La señora Tristram se puso de nuevo a dar lentas puntadas.
-¿Ha renunciado del todo?
-Ah, sí.
-¿Es muy malo ese secreto?
-Sí, muy malo.
-En lo que a mí respecta -dijo la señora Tristram-, lamento que haya renunciado. Me hubiese gustado enormemente ver su papel. También a mí me han agraviado, sabe, en tanto que patrocinadora y garante suya, y también a mí me habría servido de venganza. ¿Cómo llegó a adueñarse de su secreto?
-Es una historia muy larga. Pero, en cualquier caso, por medios honrados.
-¿Y sabían ellos que usted lo conocía?
-Ah, se lo conté.
-¡Santo cielo, qué interesante! -exclamó la señora Tristram -. ¿Consiguió que se postraran a sus pies?
Newman guardó silencio un instante.
-No, en absoluto. Fingieron que no les importaba... que no tenían miedo. Pero sé que sí les importaba... tenían miedo.
-¿Está usted completamente seguro?
Newman se quedó un momento mirándola.
-Sí, estoy seguro.
La señora Tristram reanudó sus lentas puntadas.
-Le desafiaron, ¿no es así?
-Sí -dijo Newman-, más o menos así fue.
-¿Intentó usted que se retractasen con la amenaza de descubrirlos? -prosiguió la señora Tristram.
-Sí, pero no estaban dispuestos. Les di a escoger, y escogieron arriesgarse a echarse un farol ante la acusación y acusarme de fraude. Pero estaban asustados -añadió Newman-, y ya me he tomado toda la venganza que quería.
-Resulta de lo más provocador oírle hablar de la «acusación» cuando la acusación se ha quemado. ¿Se ha consumido del todo? -preguntó ella, echando un vistazo al fuego.
Newman le aseguró que no quedaba nada.
-Bueno -dijo ella-, entonces supongo que no hay ningún mal en decir que probablemente no les pusiese tan incómodos. Tengo la impresión de que si, como usted dice, le desafiaron, se debe a que pensaban que, al fin y al cabo, en realidad usted no iría nunca al grano. Su confianza, después de consultarlo entre ellos, no estaba en su propia inocencia, ni en su talento para echarse faroles; ¡estaba en ese extraordinario buen corazón que tiene usted! Ya ve, tenían razón.
Newman se volvió instintivamente para ver si, en efecto, el papelito se había consumido; pero no quedaba nada.
FIN