Publicado en
abril 08, 2010
Agradecimientos
Mi más sincero agradecimiento a Jason Kaufman por sus buenos consejos y su pericia como editor. A Blythe Brown por su incansable labor de investigación y por la creatividad que ha aportado; a Bill Scott-Kerr por el entusiasmo mostrado hacia mi obra y por trasladarla al otro lado del Atlántico de forma tan eficaz; a mi buen amigo Jake Elwell, de Wieser & Wieser; al Archivo de Seguridad Nacional; a la Oficina de Asuntos Públicos de la NASA; a Stan Plantón, que sigue siendo una fuente de información sobre cualquier tema; a la Agencia de Seguridad Nacional, al glaciólogo Martin O. Jeffries y a las mentes privilegiadas de Brett Trotter, Thomas D. Nadeau y Jim Barrington. Gracias también a Connie y a Dick Brown, al Proyecto de Documentación sobre Inteligencia Política de Estados Unidos, a Suzanne O'Neill, a Margie Wachtel, a Morey Stettner, a Owen King, a Alison McKinnell, a Mary y Stephen Gorman, al Dr. Karl Singer, al Dr. Michael I. Latz del Instituto de Oceanografía Scripps, a April de Micron Electronics, a Esther Sung, al Museo Nacional del Aire y del Espacio, al Dr. Gene Allmendinger, a la incomparable Heide Lange de Sanford J. Greenburger Associates; y a John Piké, de la Federación de Científicos Americanos.
Nota del autor
La Delta Force, la Oficina Nacional de Reconocimiento y la Fundación para las Fronteras Espaciales son organizaciones reales. Toda la tecnología a la que se hace referencia en esta novela existe.
«En caso de confirmarse, este descubrimiento será sin duda una de las revelaciones más increíbles sobre nuestro universo que la ciencia haya descubierto jamás. Sus consecuencias son tan ilimitadas y asombrosas como cabría imaginar. Y, a pesar de que dará respuestas a algunas de nuestras preguntas más antiguas, planteará otras que resultarán aún más fundamentales.»
Palabras del Presidente Bill Clinton durante una rueda de prensa, tras el descubrimiento conocido como ALH84001, el 7 de agosto de 1996.
Prólogo
La muerte podría llegar de innumerables formas a aquel lugar dejado de la mano de Dios. El geólogo Charles Brophy llevaba años soportando el salvaje esplendor de aquellas tierras y, sin embargo, nada podía prepararle para un destino tan cruel e implacable como el que estaba a punto de acontecerle.
Mientras las cuatro huskies de Brophy tiraban del trineo que transportaba su equipo de sensores geológicos por la tundra, los perros aminoraron bruscamente la marcha y levantaron los ojos al cielo.
—¿Qué pasa, chicas? —preguntó Brophy, bajando del trineo.
Más allá de las amenazadoras nubes de tormenta que se cernían sobre él, un helicóptero de transporte de doble rotor dibujó un arco y enfiló los picos glaciales con militar destreza.
«Qué extraño», pensó Brophy. Nunca había visto helicópteros tan al norte. El aparato aterrizó a unos veinticinco metros de él, levantando una lacerante lluvia de nieve granulada. Recelosos, los perros gimotearon.
Las puertas del helicóptero se abrieron y dos hombres descendieron del aparato. Llevaban puestos unos trajes térmicos blancos, iban armados con fusiles y se dirigieron hacia Brophy con algún urgente propósito.
—¿El doctor Brophy? —gritó uno de ellos.
El geólogo estaba desconcertado.
—¿Cómo saben mi nombre? ¿Quiénes son ustedes?
—Coja su radio, por favor.
—¿Cómo dice?
—Haga lo que le digo.
Perplejo, Brophy sacó la radio de su parka.
—Necesitamos que transmita un mensaje urgente. Disminuya la frecuencia de su radio a cien kilohercios.
«¿A cien kilohercios?» Brophy estaba totalmente confundido. Era imposible recibir nada a una frecuencia tan baja.
—¿Ha ocurrido algún accidente?
El segundo hombre levantó su fusil y apuntó con él a la cabeza de Brophy.
—No hay tiempo para explicaciones. Limítese a hacer lo que le decimos.
Tembloroso, Brophy ajustó la frecuencia de transmisión.
Entonces el primer hombre le dio una tarjeta en la que había escritas unas líneas.
—Transmita este mensaje. Ahora.
Brophy miró la tarjeta.
—No lo entiendo. Esta información no es correcta. Yo no he...
El hombre pegó la boca del fusil a la sien del geólogo.
A Brophy le temblaba la voz cuando transmitió aquel extraño mensaje.
—Bien —dijo el primer hombre—. Ahora suba con sus perros al helicóptero.
A punta de fusil, Brophy obedeció e hizo maniobrar a sus reticentes perros y subió con el trineo por la rampa trasera del compartimento de carga. En cuanto estuvieron instalados dentro, el helicóptero se elevó y viró hacia el oeste.
—¿Quiénes son ustedes? —exigió saber Brophy, sudando debajo de la parka. «¿Qué diablos significa ese mensaje?»
Los hombres guardaron silencio.
A medida que el helicóptero ganaba altura, el viento entraba a ráfagas por la puerta abierta de estribor. Ahora los cuatro huskies de Brophy lloriqueaban, todavía atados al trineo.
—Por lo menos cierren la puerta —pidió Brophy—. ¿Es que no ven que mis perros están asustados?
Los hombres no respondieron.
Cuando el helicóptero se elevó a poco más de mil metros, viró vertiginosamente sobre una serie de abismos y de grietas de hielo. De pronto, los hombres se levantaron de sus asientos y sin mediar palabra, agarraron el pesado trineo y lo lanzaron por la puerta abierta. Brophy vio horrorizado cómo sus perros luchaban en vano contra el enorme peso del trineo. Un instante después, los animales se precipitaron aullando al vacío.
Brophy ya estaba de pie y gritaba cuando los hombres lo sujetaron. Lo arrastraron hasta la puerta. Espantado, forcejeó, intentando librarse de las fuertes manos que lo empujaban al exterior.
Fue inútil. Instantes después se precipitaba al abismo que sobrevolaba el helicóptero.
1
El restaurante Toulos, junto a Capitol Hill, presume de un menú políticamente incorrecto que consta de ternera lechal y de carpaccio de caballo. Se había convertido en un irónico lugar de moda donde desayunaban los más puros representantes del poder de Washington. Esa mañana, Toulos estaba lleno: una cacofonía en la que se entrelazaba el repicar de cubiertos, el ruido de las máquinas de café y las conversaciones de los teléfonos móviles.
El maitre estaba dándole un trago a hurtadillas a su Bloody Mary matutino cuando la mujer entró. Se giró hacia ella con una sonrisa mil veces practicada.
—Buenos días —dijo.
Era una mujer atractiva. Rondaría los treinta y tantos y llevaba unos pantalones de pinzas de franela gris, zapatos planos y discretos y una blusa Laura Ashley color marfil. Caminaba con la espalda recta y la barbilla ligeramente levantada, en un gesto que, más que arrogancia, denotaba carácter. Tenía el cabello de color castaño claro y lo llevaba cortado al estilo más de moda en Washington, el conocido como «presentadora de televisión»: peinado con esmero, con las puntas onduladas hacia dentro a la altura de los hombros... lo bastante largo para resultar atractivo y a la vez lo suficientemente corto para recordar a cualquiera que la mirara que, de los dos, era ella la más lista.
—Llego un poco tarde —dijo la mujer con un modesto tono de voz—. Tengo una cita con el senador Sexton.
El maitre sintió un inesperado nerviosismo. El senador Sedgewick Sexton. El senador era un cliente habitual del restaurante y uno de los hombres más famosos del país. La semana anterior, después de haber barrido en las doce primarias republicanas en el transcurso del Supermartes, casi se había asegurado la nominación de su partido como candidato a presidente de Estados Unidos. Para muchos el senador tenía una oportunidad de oro para arrebatarle la Casa Blanca a su actual ocupante, objeto de todos sus ataques, en otoño.
Últimamente, daba la sensación de que la cara de Sexton estaba en todas las revistas de ámbito nacional y el eslogan de su campaña pegado por todo el país: «Es hora de gastar menos y de invertir mejor».
—El senador Sexton está en su mesa —dijo el maitre —. ¿Y usted es...?
—Rachel Sexton. Su hija.
«Menudo idiota estoy hecho», pensó el maitre. El parecido entre padre e hija saltaba a la vista. La mujer tenía los ojos penetrantes y el porte refinado del senador... ese aire de seguridad y nobleza. Sin duda, la belleza clásica del senador era algo que llevaba en la sangre, aunque Rachel Sexton parecía llevar esa gracia con una elegancia y una humildad de las que su padre podría haber aprendido algo.
—Es un placer tenerla con nosotros, señorita Sexton.
Mientras el maitre acompañaba a la hija del senador a la mesa que éste ocupaba, se turbó al percibir todos los ojos masculinos que la seguían con la mirada... algunos con discreción, otros con más descaro. Muy pocas mujeres comían en Toulos, y menos aún con el aspecto de Rachel Sexton.
—Buen cuerpo —susurró un comensal—. ¿Ya se ha buscado Sexton nueva esposa?
—Es su hija, idiota —respondió otro.
El hombre ahogó una carcajada.
—Conociendo a Sexton, probablemente se la esté llevando a la cama de todos modos.
Cuando Rachel llegó a la mesa de su padre, el senador estaba hablando a voz en grito por el móvil sobre uno de sus recientes éxitos. Levantó los ojos hacia ella el tiempo suficiente para darse unos golpecitos en el Cartier y recordarle que llegaba tarde.
«Yo también te he echado de menos», pensó Rachel.
El nombre de pila de su padre era Thomas, aunque había adoptado su segundo nombre hacía ya tiempo. Rachel sospechaba que lo había hecho porque le gustaba la aliteración. Senador Sedgewick Sexton. El hombre era un animal político de pelo plateado y gran elocuencia que había sido ungido con el elegante aspecto de un médico de culebrón, cosa que parecía de lo más apropiado teniendo en cuenta su talento para imitar a los demás.
—¡Rachel!
Su padre apagó el teléfono y se levantó para darle un beso en la mejilla.
—Hola, papá.
Rachel no le devolvió el beso.
—Pareces agotada.
«Ya empezamos», pensó Rachel.
—He recibido tu mensaje. ¿Qué pasa?
—¿Es que no puedo invitar a desayunar a mi hija?
Rachel había aprendido hacía tiempo que su padre raras veces solicitaba su compañía a menos que tuviera algún motivo oculto.
Sexton le dio un sorbo a su café.
—¿Y bien? ¿Qué tal te van las cosas?
—Muy ocupada. Ya veo que tu campaña va muy bien.
—Bah, no hablemos de trabajo. —Sexton se inclinó sobre la mesa, bajando la voz—. ¿Qué tal con el tipo del Departamento de Estado con el que te preparé aquella cita?
Rachel soltó un suspiro, presa de unas ganas irreprimibles de echar un vistazo a su reloj.
—Papá, no he tenido tiempo de llamarle, la verdad. Y me gustaría que dejaras de intentar...
—Hay que encontrar tiempo para las cosas importantes, Rachel. Sin amor, todo lo demás carece de sentido.
Aunque se le ocurrieron un montón de réplicas, Rachel prefirió guardar silencio. Asumir el papel de persona mayor no era difícil cuando se trataba de su padre.
—¿Querías verme, papá? Decías que era importante.
—Lo es.
Los ojos de su padre la estudiaron detenidamente.
Rachel sintió que parte de sus defensas se fundían bajo la mirada del senador y maldijo el poder de aquel hombre. Los ojos de Sexton eran su don, un don que, según sospechaba Rachel, le llevaría a la Casa Blanca. Según conviniera, esos ojos se llenaban de lágrimas, y entonces, apenas un instante más tarde, se despejaban, abriendo así una ventana a un alma apasionada, extendiendo un vínculo de confianza a su alrededor. «Todo es cuestión de confianza», decía siempre su padre. El senador había perdido la de Rachel hacía años, pero estaba ganando rápidamente la de su país.
—Tengo algo que proponerte —dijo el senador Sexton.
—Deja que lo adivine —respondió Rachel, intentando volver a fortificar su posición—. ¿Algún eminente divorciado en busca de joven esposa?
—No te engañes, cariño. Ya no eres tan joven.
A Rachel le embargó la sensación de empequeñecimiento que tan a menudo acompañaba los encuentros con su padre.
—Quiero echarte un salvavidas —dijo.
—No sabía que me estuviera ahogando.
—Porque no te estás ahogando. Pero el Presidente sí. Deberías saltar del barco antes de que sea demasiado tarde.
—¿No hemos tenido ya esta conversación antes?
—Piensa en tu futuro, Rachel. ¿Por qué no vienes a trabajar conmigo?
—Espero que no me hayas invitado a desayunar para hablar de eso.
El barniz de calma del senador se quebró de forma casi imperceptible.
—Rachel, ¿es que no ves que el hecho de que trabajes para él repercute negativamente en mí? Y en mi campaña.
Rachel suspiró. Su padre y ella ya habían pasado por aquello.
—Papá, yo no trabajo para el Presidente. Ni siquiera lo conozco. ¡Yo trabajo en Fairfax, por el amor de Dios!
—La política es una cuestión de apariencias, Rachel. Parece que trabajes para el Presidente.
Rachel volvió a suspirar, intentando mantener la calma.
—Papá, he trabajado muy duro para conseguir este empleo. No pienso dejarlo.
Al senador se le entrecerraron los ojos.
—¿Sabes una cosa? A veces esa actitud tan egoísta llega a...
—¿Senador Sexton?
Un periodista se materializó junto a ellos.
El semblante de Sexton se suavizó de forma automática. Rachel soltó un gemido y cogió un cruasán de la cesta que había sobre la mesa.
—Ralph Sneeden —dijo el reportero—. Del Washington Post. ¿Puedo hacerle unas preguntas?
El senador sonrió y se limpió la boca con una servilleta.
—Mucho gusto, Ralph. Pero dése prisa. No quiero que se me enfríe el café.
El reportero le rió la broma.
—Naturalmente, señor. —Sacó una minigrabadora y la puso en marcha—. Senador, su propaganda televisiva pide que la legislación asegure la igualdad salarial para las mujeres en sus puestos de trabajo... así como la reducción de impuestos para las familias recién constituidas. ¿Podría razonar ambas peticiones?
—Con mucho gusto. Simplemente soy un gran admirador de las mujeres y de las familias fuertes.
A Rachel casi se le atragantó el cruasán.
—Y sobre el tema de las familias —continuó el reportero—, habla usted mucho sobre educación. Está proponiendo algunos recortes muy controvertidos en el presupuesto en un esfuerzo por invertir más fondos en las escuelas de nuestra nación.
—Creo que los niños son nuestro futuro.
Rachel no podía creer que su padre hubiera caído tan bajo como para repetir la letra de una canción pop.
—Y por último, señor —dijo el periodista—, durante las últimas semanas ha obtenido usted una gran ventaja en los sondeos de intención de voto. El Presidente debe de estar preocupado. ¿Algún comentario sobre su reciente éxito?
—Creo que tiene que ver con la confianza. Ya es hora de que los norteamericanos sepan que no pueden confiar en el Presidente para que tome las grandes decisiones que esta nación necesita. El gasto descontrolado del gobierno está llevando al país a una deuda que no deja de aumentar a diario. Los norteamericanos están empezando a darse cuenta de que ha llegado el momento de gastar menos y de invertir mejor.
Como un aplazamiento de la ejecución de la retórica de su padre, el busca que Rachel llevaba en el bolso empezó a sonar. Normalmente el agudo timbrazo electrónico suponía una interrupción molesta y poco bienvenida, pero en ese momento, a Rachel le sonó casi melodiosa.
Al verse interrumpido, el senador le dedicó una mirada desafiante.
Rachel buscó el aparato en el bolso y pulsó una secuencia prefijada de cinco botones, confirmando así que era ella quien manipulaba el aparato. El timbrazo se detuvo y la pantalla de cristal líquido empezó a parpadear. En quince segundos recibiría un mensaje de texto seguro.
Sneeden sonrió al senador.
—Sin duda su hija es una mujer ocupada. Resulta refrescante ver que todavía encuentran tiempo en sus agendas para desayunar juntos.
—Como ya le he dicho, la familia es lo primero.
Sneeden asintió y entonces se le endureció la mirada.
—¿Puedo preguntar, señor, cómo resuelven usted y su hija sus conflictos de intereses?
—¿Conflictos? —El senador Sexton inclinó la cabeza con una mirada inocente y confundida en el rostro—. ¿A qué conflictos se refiere?
Rachel levantó los ojos y no pudo reprimir una mueca al ver actuar a su padre. Sabía perfectamente a dónde llevaba aquello. «Malditos periodistas», pensó. La mitad estaban en la nómina de algún partido. La pregunta del reportero era de las que suelen denominarse un «pomelo»: una pregunta supuestamente agresiva y dura, pero que en realidad no era más que un favor pactado al senador: una volea lenta que su padre podía dar de pleno, lanzando la bola fuera del recinto y aclarando de paso algunas cosas.
—Bueno, señor... —dijo el periodista, carraspeando y fingiendo cierta incomodidad ante la pregunta—. El conflicto es que su hija trabaja para su adversario.
El senador Sexton estalló en carcajadas, quitándole importancia a la cuestión.
—En primer lugar, Ralph, el Presidente y yo no somos adversarios. Simplemente somos dos compatriotas que tienen diferentes ideas de cómo gobernar el país al que tanto amamos.
Al reportero se le iluminó la cara. Tenía el titular que estaba buscando.
—¿Y en segundo lugar?
—En segundo lugar, mi hija no es empleada del Presidente. Está contratada por el servicio de inteligencia. Compila informes de inteligencia y los envía a la Casa Blanca. De hecho, es un cargo bastante bajo. —Hizo una pausa para mirar a Rachel—. En realidad, querida, creo que nunca has visto en persona al Presidente, ¿verdad?
Rachel clavó en él unos ojos como brasas.
El busca gorjeó de nuevo, obligando a Rachel a fijar la mirada en el mensaje entrante que aparecía ahora en la pantalla de cristal líquido.
«PRST DIRONRINMEDTTE»
Descifró la escritura abreviada al instante y frunció el ceño. El mensaje era de lo más inesperado, y sin duda se trataba de malas noticias. Al menos tenía la excusa perfecta para irse.
—Señores —dijo—. Se me parte el corazón, pero tengo que irme. Llego tarde al trabajo.
—Señorita Sexton —dijo rápidamente el reportero—. Antes de que se marche, me preguntaba si podría comentar algo sobre los rumores que apuntan a que ha sido usted quien ha organizado este desayuno con su padre para discutir la posibilidad de dejar su actual empleo y trabajar para él.
Rachel se sintió como si acabaran de echarle café hirviendo a la cara. La pregunta la pilló totalmente por sorpresa. Miró a su padre y percibió en su sonrisa forzada que la pregunta estaba preparada. Estuvo a punto de saltar por encima de la mesa y clavarle un tenedor.
El periodista le pegó la grabadora a la cara.
—¿Señorita Sexton?
Rachel clavó sus ojos en los del reportero.
—Ralph, o como demonios te llames, a ver si esto te queda claro: no tengo la menor intención de abandonar mi empleo para trabajar con el senador Sexton, y si publicas lo contrario necesitarás un calzador para quitarte esa grabadora del culo.
Al reportero se le agrandaron los ojos. Apagó la grabadora y disimuló una sonrisa.
—Gracias a los dos —dijo antes de desaparecer.
Rachel lamentó de inmediato su arranque de rabia. Había heredado el mal genio de su padre y lo odiaba por ello. «Tranquila, Rachel. Tú tranquila».
Su padre la miraba con ojos glaciales e inquisitivos.
—No estaría de más que aprendieras algunos modales.
Rachel empezó a coger sus cosas.
En cualquier caso, el senador parecía haber terminado con ella. Cogió el móvil para hacer una llamada.
—Adiós, cariño. Pasa a verme por el despacho un día de éstos. Y cásate, por el amor de Dios. Ya tienes treinta y tres años.
—¡Treinta y cuatro! —le replicó Rachel—. Tu secretaria me envió una tarjeta de felicitación.
El senador ahogó una risa triste.
—Treinta y cuatro. Ya eres casi una vieja solterona. ¿Sabes?, cuando yo tenía tu edad, ya me había...
—¿Casado con mamá, además de haberte follado también a la vecina?
Las palabras sonaron más alto de lo que Rachel pretendía y su voz quedó suspendida en toda su crudeza en un vacío de silencio mudo. Los comensales cercanos se giraron a mirar.
En los ojos del senador Sexton se adivinó un destello helado: dos cristales de hielo clavándose en ella.
—Vete con cuidado, jovencita.
Rachel fue hacia la puerta. «No, eres tú quien debe andarse con cuidado, senador».
2
Los tres hombres seguían sentados en silencio dentro de la tienda antitormentas ThermaTech. Fuera, un viento helado zarandeaba el refugio, amenazando con arrancarlo de los anclajes. Ninguno de ellos parecía darle la menor importancia. Todos habían vivido situaciones mucho más amenazadoras.
La tienda era de un blanco inmaculado y estaba enclavada en una suave depresión, oculta a la vista. Todos los instrumentos de comunicación y de transporte así como las armas eran de última generación. El líder del grupo respondía al nombre en clave de Delta-Uno. Era un tipo musculoso y ágil. Su mirada era tan desoladora como el paisaje que le rodeaba.
El cronógrafo militar que Delta-Uno llevaba en la muñeca emitió un pitido agudo. El sonido coincidió en perfecto unísono con los pitidos que salían de los cronógrafos de los otros dos hombres.
Habían pasado otros treinta minutos.
Era la hora. Otra vez.
Delta-Uno dejó en la tienda a sus dos compañeros, salió a la oscuridad y al feroz azote del viento y escrutó el horizonte iluminado por la luna con unos prismáticos infrarrojos. Como siempre, se concentró en la estructura. Estaba a unos mil metros de distancia. Era un edificio enorme e insólito que se elevaba del suelo yermo. Su equipo y él ya llevaban diez días vigilándolo desde su construcción. A Delta-Uno no le cabía duda de que la información que contenía aquel edificio iba a cambiar el mundo. Ya se habían perdido algunas vidas para protegerlo.
Hasta el momento, todo parecía muy tranquilo fuera de la estructura.
Sin embargo, la verdadera prueba era lo que estaba ocurriendo dentro.
Delta-Uno volvió a entrar en la tienda y se dirigió a sus dos compañeros.
—Hora de una pequeña batida.
Ambos asintieron. El más alto, Delta-Dos, abrió un ordenador portátil y lo encendió. Se situó delante de la pantalla y puso la mano en una palanca de mando mecánica y le dio un breve tirón. A mil metros de distancia, oculto en las profundidades del edificio, un robot de vigilancia del tamaño de un mosquito recibió su transmisión y cobró vida.
3
Rachel Sexton aún estaba furiosa mientras conducía su Integra blanco por Leesburg Highway. Los arces sin hojas de las colinas de Falls Church se elevaban desnudos contra un claro cielo de marzo, aunque la pacífica escena poco hizo por calmar su ira. La reciente ventaja de su padre en los sondeos de intención de voto le había dotado de una pizca de confiada elegancia y, sin embargo, parecía alimentar sólo su presunción.
El fraude de aquel hombre resultaba doblemente doloroso porque Sexton era el único familiar cercano que le quedaba a Rachel. Su madre había muerto hacía tres años. Su pérdida había sido devastadora y las cicatrices emocionales que había dejado en ella todavía le laceraban el corazón. El único consuelo que le quedaba era saber que la muerte de su madre, con irónica compasión, la había liberado de una profunda desesperación causada por su desgraciado matrimonio con el senador.
El busca de Rachel sonó otra vez y volvió a concentrarse en la carretera que se extendía ante ella. El mensaje entrante era el mismo.
«PRST DIRONRINMEDTTE»
«Preséntese ante el director de la ONR inmediatamente». Rachel suspiró. «Ya voy, por el amor de Dios».
Presa de una creciente ansiedad, se dirigió a su salida habitual, giró hasta desembocar en la carretera de acceso privado y se detuvo ante la garita del centinela, que estaba armado hasta los dientes. Se encontraba a las puertas de Leesburg Highway 14.225, una de las direcciones más inaccesibles del país.
Mientras el guardia comprobaba que no hubiera micrófonos en el coche, Rachel miró el mastodóntico edificio que se elevaba en la distancia. El complejo ocupaba casi cien mil metros cuadrados y se elevaba majestuoso sobre unas veintiocho hectáreas de bosque en pleno Fairfax, Virginia, justo a las afueras de Washington D. C. La fachada del edificio era un bastión de cristal en el que se reflejaba toda una amalgama de antenas de satélites, parabólicas y transmisores de radio enclavados en los terrenos adyacentes, doblando así su asombroso número.
Dos minutos más tarde, había aparcado y cruzaba el pulcro jardín que llevaba a la entrada principal, donde una placa de granito labrada rezaba:
OFICINA NACIONAL DE RECONOCIMIENTO (ONR)
Los dos Marines armados que flanqueaban la puerta giratoria blindada mantuvieron la vista al frente mientras Rachel pasaba entre ellos. Tuvo la misma sensación de congoja que siempre sentía cuando franqueaba esas puertas... la de estar metiéndose en la panza de un gigante dormido.
Dentro del vestíbulo abovedado, percibió los leves ecos de conversaciones amortiguadas a su alrededor, como si las palabras fueran filtrándose desde las oficinas situadas sobre su cabeza. Un enorme mosaico de baldosines proclamaba la directriz de la ONR:
CONTRIBUIR A LA SUPERIORIDAD DE INFORMACIÓN GLOBAL DE
ESTADOS UNIDOS EN LA PAZ Y EN LA GUERRA
Las paredes estaban forradas de enormes fotografías: lanzamientos de cohetes, submarinos recién botados, instalaciones de intercepción... destacados logros que sólo podían celebrarse dentro de esos muros.
Como siempre, Rachel sentía que los problemas del mundo exterior iban desdibujándose tras ella. Estaba entrando en el mundo de las sombras, un mundo en el que los problemas irrumpían entre estallidos como trenes de carga y en el que las soluciones se encontraban con apenas un susurro.
A medida que se aproximaba al último punto de control, Rachel se preguntaba qué tipo de problema habría provocado que el busca le hubiera sonado dos veces en los últimos treinta minutos.
—Buenos días, señorita Sexton.
El guarda sonrió al verla acercarse al marco de acero.
Rachel le sonrió a su vez mientras él le tendía una diminuta muestra de algodón.
—Ya conoce las instrucciones.
Rachel cogió la muestra herméticamente cerrada y le quitó el envoltorio de plástico. Luego se la metió en la boca como si se tratara de un termómetro. La mantuvo debajo de la lengua durante dos segundos. A continuación, inclinándose hacia delante, permitió que el guarda se la quitara y la insertara en la ranura de una máquina que tenía a su espalda. La máquina tardó cuatro segundos en confirmar las secuencias del ADN de la saliva de Rachel. Luego un monitor parpadeó, mostrando la foto y la acreditación de seguridad de Rachel.
El guarda le guiñó el ojo.
—Al parecer sigue siendo usted. —Extrajo la muestra usada de la máquina y la dejó caer por una abertura, donde se incineró al instante—. Que tenga un buen día. —Pulsó un botón y las enormes puertas de acero se abrieron.
Mientras Rachel accedía al entramado de bulliciosos pasillos al otro lado de la puerta, le impresionó darse cuenta de que a pesar de los seis años que llevaba ya trabajando allí, todavía se sentía intimidada por el colosal alcance de aquella maquinaría. La agencia incluía otras seis instalaciones en Estados Unidos, daba trabajo a diez mil agentes y sus costes operativos superaban los diez mil millones de dólares anuales.
Bajo el más absoluto secreto, la ONR construía y mantenía un increíble arsenal de tecnologías de espionaje de última generación. Interceptores electrónicos mundiales, satélites espías, silenciosos chips repetidores incorporados a productos de telecomunicaciones, incluso una red global de reconocimiento naval conocida como Classic wizard, una red secreta de mil cuatrocientos cincuenta y seis hidrófonos instalados sobre fondos marinos por todo el mundo, capaces de controlar los movimientos de los barcos en cualquier punto del globo.
Las tecnologías de la ONR no sólo ayudaban a Estados Unidos a ganar cualquier conflicto militar, sino que proporcionaban una infinita fuente de datos en tiempos de paz a agencias como la CIA, la NASA y el Departamento de Defensa, ayudándoles así a combatir el terrorismo, a localizar delitos contra el medio ambiente y a dar a los políticos los datos necesarios para tomar las decisiones más oportunas sobre un enorme abanico de temas.
Rachel trabajaba allí en calidad de «resumidora». El «Gisting», o sistema de resumen de datos, consistía en analizar complejos informes y destilar su esencia o «gist» hasta reducirla a un conciso y breve informe de una sola página. Rachel había dado claras muestras de estar especialmente dotada para este trabajo. «Gracias a todos los años que he tenido que pasar interpretando las estupideces de mi padre», pensaba.
Ahora Rachel ocupaba un puesto de honor entre los «resumidores» de la ONR. Era el enlace entre la comunidad de inteligencia y la Casa Blanca: la responsable de repasar los informes diarios de inteligencia de la ONR y decidir qué historias eran relevantes para el Presidente, destilando dichos informes hasta reducirlos a breves notas de una sola página y enviando después el material resumido al Consejero de Seguridad Nacional del Presidente. En la jerga propia de la ONR, Rachel Sexton «manufacturaba un producto terminado y se encargaba de atender al cliente».
A pesar de que era un trabajo difícil y de que requería muchas horas, el puesto era para Rachel todo un honor, una forma de reafirmarse en su independencia con respecto a su padre. El senador Sexton se había ofrecido innumerables veces a mantener a Rachel si se decidía a dejar su empleo, pero ella no tenía la menor intención de quedar económicamente a expensas de un hombre como Sedgewick Sexton. Su madre había sido un ejemplo perfecto de lo que podía ocurrir cuando un individuo como aquel tenía demasiadas cartas en la mano.
El sonido del busca de Rachel resonó en el vestíbulo de mármol.
«¿Otra vez?» Ni siquiera se tomó la molestia de leer el mensaje.
Preguntándose qué demonios ocurría, entró en el ascensor, pasó de largo por su propia planta y subió directamente hasta la última.
4
Calificar al director de la ONR de personaje anodino era sin duda una exageración. William Pickering, director de la ONR, era un hombre diminuto, de piel pálida, de rostro fácilmente olvidable, calvo y con unos ojos marrones que, a pesar de haberse posado en los secretos más profundos del país, parecían dos charcos pequeños y poco profundos. Sin embargo, para aquéllos que trabajaban bajo sus órdenes, Pickering descollaba. Su personalidad discreta y su llaneza eran legendarias en la ONR. La callada diligencia del hombre, combinada con los sencillos trajes negros que conformaban su guardarropa, le habían valido el apodo de «El Cuáquero». Brillante estratega y modelo de eficacia, «El Cuáquero» gobernaba su mundo con una claridad inigualable. Su mantra: «Descubrir la verdad y actuar en consecuencia».
Cuando Rachel llegó al despacho del director, éste estaba al teléfono. A ella siempre le sorprendía verle: William Pickering no parecía en absoluto un hombre que tuviera tanto poder como para despertar al Presidente a cualquier hora.
Pickering colgó y le indicó con un gesto que pasara.
—Agente Sexton, tome asiento.
Había en su voz un tono deliberadamente seco.
—Gracias, señor.
Rachel se sentó.
A pesar de que a casi todo el mundo le incomodaban los ademanes abruptos de Pickering, a Rachel siempre le había gustado aquel hombre. Era la antítesis exacta de su padre... físicamente poco impresionante, nada carismático, y cumplía con su deber con un patriotismo exento de egoísmo, evitando la atención pública que su padre tanto adoraba.
Pickering se quitó las gafas y la miró.
—Agente Sexton, el Presidente me ha llamado hace cosa de una media hora para hablarme concretamente de usted.
Rachel se removió en la silla. Pickering era famoso por ir siempre directo al grano. «Vaya manera de abrir fuego», pensó.
—Espero que no haya habido ningún problema con alguno de mis resúmenes.
—Al contrario. La Casa Blanca está impresionada con su trabajo.
Rachel espiró en silencio.
—Entonces, ¿qué es lo que quiere el Presidente?
—Tener una reunión con usted. De inmediato.
La inquietud de Rachel se agudizó.
—¿Conmigo? ¿Sobre qué?
—Buena pregunta. No me lo ha dicho.
Ahora Rachel se sentía perdida. Ocultarle información al director de la ONR era comparable a ocultarle secretos del Vaticano al Papa. La broma típica de la comunidad de los servicios de inteligencia era que sí William Pickering no estaba al corriente de algo, eso significaba que no había ocurrido.
Pickering se levantó y empezó a pasearse por delante de la ventana.
—Me ha pedido que me ponga inmediatamente en contacto con usted y que le ordene reunirse con él.
—¿Ahora?
—Ha enviado un medio de transporte. Está esperando ahí afuera.
Rachel frunció el ceño. La petición del Presidente ya resultaba inquietante en sí misma, pero era la expresión de preocupación en el rostro de Pickering lo que realmente la alarmaba.
—No hay duda de que tiene usted sus reservas al respecto.
—¡Ya lo creo! —Pickering hizo gala de un insólito destello de emoción—. El oportunismo del Presidente se me antoja casi pueril en su transparencia. Tratándose de la hija del hombre que en estos momentos le está retando en las urnas, ¿para qué solicita un encuentro en privado con usted? Me parece del todo inadecuado. Sin duda su padre estaría de acuerdo conmigo.
Rachel sabía que Pickering estaba en lo cierto, aunque le importaba un comino lo que pudiera pensar su padre.
—¿Acaso no confía en los motivos que pueda tener el Presidente para convocarme a esa reunión privada?
—Mi juramento me obliga a facilitar apoyo de inteligencia a la administración actual de la Casa Blanca, no a poner en tela de juicio su política.
«Qué respuesta tan típica de Pickering», pensó Rachel. William Pickering no vacilaba a la hora de ver a los políticos como efímeros testaferros que pasaban fugazmente por un tablero de ajedrez cuyos auténticos jugadores eran hombres como el propio Pickering: los valientes de la vieja guardia que llevaban en la brecha el tiempo suficiente para comprender las reglas del juego con cierta perspectiva. Pickering a menudo decía que dos legislaturas completas en la Casa Blanca no bastaban para comprender las verdaderas complejidades del panorama político mundial.
—Quizá no es más que una invitación inocente —se aventuró a decir Rachel con la esperanza de que el Presidente estuviera por encima de intentar cualquier truco barato de campaña—. Quizá necesite el resumen de algún dato importante.
—No quisiera parecerle despreciativo, agente Sexton, pero la Casa Blanca tiene acceso a un buen número de personal de «gisting» perfectamente cualificado si lo necesita. Si se trata de una tarea interna de la Casa Blanca, el Presidente debería ser lo suficientemente cauto como para no ponerse en contacto con usted. En caso contrario, desde luego no hay duda de que sería un error considerable solicitar un activo de la ONR y luego negarse a decirme para qué lo quiere.
Pickering siempre utilizaba la palabra «activos» para referirse a sus subordinados, una forma de hablar que a muchos les parecía desconcertante y fría.
—Su padre está adquiriendo fuerza política —dijo Pickering—. Mucha. Seguro que la Casa Blanca debe de estar poniéndose nerviosa —añadió con un suspiro—. La política es un negocio desesperado. Cuando el Presidente solicita una reunión secreta con la hija de su oponente, apostaría a que en su cabeza hay algo más que los resúmenes de inteligencia.
Rachel sintió un pequeño escalofrío. Las corazonadas de Pickering tenían la maldita costumbre de dar en el clavo.
—¿Y teme usted que la Casa Blanca esté tan desesperada como para meterme a mí en ese lío político?
Pickering guardó silencio durante un instante. —No puede decirse que sea usted muy discreta sobre los sentimientos que alberga hacia su padre y estoy totalmente seguro de que el equipo de campaña del Presidente está al corriente de sus desavenencias. Se me ocurre que quizá quieran utilizarla de algún modo contra él.
—¿Dónde hay que firmar? —dijo Rachel, bromeando sólo en parte.
Pickering no pareció impresionado y le dedicó a Rachel una mirada severa.
—Una pequeña advertencia, agente Sexton. Si cree usted que los problemas personales entre su padre y usted suponen un obstáculo en su capacidad de razonamiento al tratar con el Presidente, le recomiendo encarecidamente que rechace la invitación.
—¿Que la rechace? —Rachel soltó una carcajada nerviosa—. Es obvio que no puedo rechazar una petición del Presidente.
—Así es —dijo el director—. Pero yo sí puedo.
Las palabras de Pickering resonaron ligeramente y Rachel recordó entonces que Pickering, a pesar de ser un hombre de baja estatura podía llegar a provocar terremotos políticos cuando se enfadaba.
—Lo que me preocupa en este caso es muy simple —dijo Pickering—. Mía es la responsabilidad de proteger al personal que trabaja para mí y no me hace ninguna gracia la menor insinuación de que alguien de mi equipo pueda ser utilizado como peón en un juego político.
—¿Qué me recomienda usted?
Pickering suspiró.
—Yo le sugeriría que acudiese al encuentro. Pero no se comprometa a nada. En cuanto el Presidente le suelte lo que tenga en mente, llámeme. Si veo que está tramando algo para utilizarla, la sacaré de allí tan rápido que el tipo no tendrá ni tiempo de saber qué ha sido lo que le ha golpeado, créame.
—Gracias, señor. —Rachel percibía un aura protectora en el director que a menudo echaba de menos en su propio padre—. ¿Y dice que el Presidente ya ha enviado un coche?
—No exactamente —respondió Pickering, frunciendo el ceño y señalando por la ventana.
Titubeante, Rachel se acercó y miró en la dirección que señalaba el dedo extendido de Pickering.
Un helicóptero MH-60G PaveHawk de morro chato esperaba sobre el césped. Aquel PaveHawk, uno de los helicópteros más veloces construidos hasta el momento, llevaba grabado el escudo presidencial. El piloto estaba de pie junto a la nave, mirando su reloj.
Rachel se volvió y miró a Pickering sin dar crédito.
—¿La Casa Blanca ha enviado un PaveHawk para que recorra los veinticinco kilómetros que nos separan de D.C.?
—Al parecer, el Presidente espera impresionarla o intimidarla—dijo Pickering mirándola con atención—. Le sugiero que no caiga en lo uno ni en lo otro.
Rachel asintió. Estaba tan impresionada como intimidada. Al cabo de cuatro minutos, Rachel Sexton abandonó la ONR y no bien subió al helicóptero, éste despegó en el acto sin que tuviera tiempo de abrocharse el cinturón de seguridad. Miró por la ventanilla y a varios cientos de metros por debajo vio desfilar una mancha borrosa de árboles. El pulso se le aceleró. De haber sabido que el destino verdadero del PaveHawk no era la Casa Blanca el corazón le hubiera latido desbocado.
5
El viento helado golpeaba la tela de la tienda ThermaTech, pero Delta-Uno apenas lo notaba. Delta-Tres y él estaban concentrados en su compañero, que en ese momento manejaba la palanca de mando con destreza quirúrgica. La pantalla que tenían delante mostraba una transmisión de vídeo desde una cámara de precisión montada sobre el microrobot.
«La herramienta de vigilancia más avanzada», pensó Delta-Uno, todavía perplejo cada vez que la ponía en funcionamiento. Últimamente, en el mundo de la micromecánica, la realidad parecía siempre superar con creces la ficción.
Los Sistemas Mecánicos Microelectrónicos (SMME), o micro robots, eran la herramienta más moderna en el ámbito de la vigilancia de alta tecnología: «volar a lomos de la tecnología de punta», lo llamaban.
Y así era. Literalmente.
A pesar de ser microscópicos, los robots dirigidos por control remoto parecían cosa de ciencia ficción. De hecho, llevaban en funcionamiento desde los años noventa. En el número de mayo de 1997, la revista Discovery había presentado en portada un reportaje sobre los micro robots, hablando tanto de los modelos «voladores» como de los «nadadores». Los nadadores —nanosubmarinos del tamaño de un grano de sal— podían inyectarse en la corriente sanguínea del cuerpo humano igual que en la película Un viaje fantástico. Ahora eran utilizados por avanzadas instalaciones hospitalarias para ayudar a los médicos a navegar por las arterias por control remoto, observar en vivo transmisiones de vídeo intravenosas y localizar obstrucciones arteriales sin tan siquiera levantar un bisturí.
En contra de lo que podía parecer, construir un microrobot volador era un asunto incluso más simple. La tecnología aerodinámica empleada en lograr una máquina voladora venía desarrollándose desde Kitty Hawk y lo único que quedaba pendiente era el asunto de la miniaturización. Los primeros micro robots voladores, diseñados por la NASA como herramientas de exploración automática para futuras misiones a Marte, medían varios centímetros. Sin embargo, los avances logrados en los campos de la nanotecnología, en el tratamiento de materiales ligeros de absorción energética y en micromecánica habían convertido los micro robots voladores en una realidad.
El verdadero adelanto había llegado desde el nuevo campo de la biomímica (basado en la imitación de la Madre Naturaleza). Se había descubierto que las libélulas miniaturizadas eran el prototipo ideal para esos ágiles y eficaces micro robots. El modelo PH2 que Delta-Dos estaba haciendo volar en ese momento medía sólo un centímetro de longitud (el tamaño de un mosquito) y empleaba un doble par de alas transparentes de bisagra y de hojas de silicona que le daban una movilidad y una eficacia en el aire inigualables.
El mecanismo de recarga energética del microrobot había resultado otro gran adelanto. Los primeros prototipos de microrobot sólo podían recargar sus células energéticas situándose directamente debajo de una fuente de luz potente, lo cual no resultaba ideal en casos de necesaria cautela y cuando se utilizaban en locales oscuros. Sin embargo, los nuevos prototipos podían recargarse simplemente deteniéndose a escasos centímetros de un campo magnético.
Para facilitar aún más las cosas, en la sociedad moderna los campos magnéticos estaban por todas partes y se ubicaban discretamente: enchufes, monitores de ordenadores, motores eléctricos, altavoces, teléfonos móviles... nunca faltaban estaciones de repuesto ocultas. En cuanto un microrobot era introducido con éxito en un local, podía transmitir audio y vídeo casi indefinidamente.
El PH2 de la Delta Force llevaba ya transmitiendo desde hacía una semana sin el menor problema.
Ahora, como un insecto revoloteando en el interior de un cavernoso pajar, el microrobot volador colgaba silenciosamente en el aire quieto de la enorme sala central de la estructura.
Con una vista de pájaro del espacio que tenía debajo, el microrobot voló silenciosamente en círculo por encima de los confiados ocupantes: técnicos, científicos y especialistas en innumerables campos de estudio. Mientras el PH2 circulaba, Delta-Uno vio dos rostros conocidos que hablaban totalmente concentrados. Resultarían un blanco contundente. Le dijo a Delta-Dos que hiciera descender el microrobot y que escuchara.
Delta-Dos manipuló los controles, activó los sensores sónicos del robot, orientó el amplificador parabólico y disminuyó su elevación hasta dejarlo situado a cinco metros de las cabezas de los científicos. La transmisión era débil, pero discernible.
—Todavía me cuesta creerlo —decía uno de los científicos. El entusiasmo que delataba su voz no había disminuido desde el momento de su llegada, hacía cuarenta y ocho horas.
Obviamente, el hombre con quien hablaba compartía su entusiasmo.
—Desde que tienes uso de razón... ¿alguna vez has llegado a imaginar que serías testigo de algo así?
—Nunca —respondió el científico, emocionado—. Todo esto es un sueño maravilloso.
Delta-Uno ya había oído bastante. Estaba claro que en el interior todo iba como se esperaba. Delta-Dos maniobró el microrobot, alejándolo de la conversación y lo devolvió a su escondite. Aparcó el diminuto dispositivo cerca del cilindro de un generador eléctrico. Las células energéticas del PH2 en seguida empezaron a recargarse para la siguiente misión.
6
La mente de Rachel Sexton estaba perdida en la maraña de acontecimientos del día mientras el PaveHawk que la transportaba cruzaba el cielo matinal. Hasta que el helicóptero no se dirigió velozmente hacia Chesapeake Bay, Rachel no fue consciente de que iban en dirección contraria a la Casa Blanca. El sobresalto inicial de confusión dio instantáneamente paso a la angustia.
—¡Oiga! —le gritó al piloto—. ¿Qué está haciendo? —Su voz apenas se oía sobre el estruendo de los rotores—. ¿No iba a llevarme a la Casa Blanca?
El piloto negó con la cabeza.
—Lo siento, señora. El Presidente no está en la Casa Blanca esta mañana.
Rachel intentó recordar si Pickering había mencionado específicamente la Casa Blanca o si había sido ella quien había dado por sentado que era allí adonde se dirigían.
—Entonces, ¿dónde está el Presidente?
—Su reunión con él tendrá lugar en otra parte.
«No fastidies».
—¿Dónde exactamente?
—Ya llegamos.
—No es eso lo que le he preguntado.
—Faltan veinticinco kilómetros.
Rachel lo miró, ceñuda. «Este tipo debería dedicarse a la política», pensó.
—¿Esquiva usted las balas tan bien como las preguntas?
El piloto no respondió. El helicóptero tardó menos de siete minutos en cruzar la Chesapeake Bay. Cuando volvieron a ver tierra, el piloto viró hacia el norte y rodeó una estrecha península en la que Rachel vio una serie de pistas de aterrizaje y de edificios de aspecto militar. El piloto hizo una maniobra de descenso hacia allí y Rachel entonces se dio cuenta de adonde la llevaban. Las seis plataformas de lanzamiento y las chamuscadas torres de naves espaciales hablaban por sí mismas, pero, por si eso no bastaba, en el techo de uno de los edificios había pintadas dos enormes palabras:
WALLOPS ISLAND.
Wallops Island era uno de los puntos de lanzamiento más antiguos de la NASA. En la actualidad se utilizaba como base de lanzamiento de satélites y como plataforma de pruebas para naves experimentales. Wallops era la base más secreta de la NASA. ¿El Presidente en Wallops Island? No tenía sentido.
El piloto alineó la trayectoria del aparato con una serie de tres pistas que recorrían longitudinalmente la estrecha península. Parecían llevar al extremo más alejado de la pista central.
El piloto empezó a reducir la velocidad,
—Se reunirá con el Presidente en su despacho.
Rachel se volvió, preguntándose si el tipo estaba bromeando.
—¿El presidente de Estados Unidos tiene un despacho en Wallops Island?
El piloto tenía un semblante totalmente serio.
—El presidente de Estados Unidos tiene su despacho donde quiere, señora —dijo, señalando hacia el extremo de la pista. Rachel vio la mastodóntica forma brillando en la distancia y casi se le paró el corazón. Incluso a trescientos metros era imposible no reconocer el fuselaje azulado de aquel 747 tan peculiar.
—Voy a reunirme con él a bordo del...
—Sí, señora. En la que es su casa cuando no está en casa.
Rachel miró la enorme aeronave. La codificación militar para aquel prestigioso avión era VC-25-A, aunque el resto del mundo lo conocía por otro nombre: Air Force One.
—Parece que esta mañana le ha tocado el nuevo —dijo el piloto, indicando los números que aparecían en el timón de cola.
Rachel asintió, aturdida. Pocos americanos sabían que de hecho había dos Air Force One en servicio: un par de 747-200-Bs idénticos y configurados para ese fin, uno con el número de cola 28000 y el otro con el 29000. Ambos aviones alcanzaban velocidades de crucero de novecientos kilómetros por hora y habían sido modificados para poder repostar en pleno vuelo, dándoles así una autonomía prácticamente ilimitada.
Cuando el PaveHawk se posó sobre la pista junto al avión del Presidente, Rachel entendió el sentido de las referencias que apuntaban al Air Force One como el «imponente palacio y hogar portátil» del comandante en jefe. La visión del aparato producía un efecto intimidatorio.
Cuando el Presidente volaba por el mundo para reunirse con otros jefes de Estado, a menudo solicitaba —por razones de seguridad— que los encuentros se produjeran en la pista de aterrizaje. A pesar de que algunos de los motivos respondían únicamente a razones de seguridad, sin duda otro incentivo era ganar cierta ventaja a la hora de negociar provocando un claro efecto de intimidación. Una visita al Air Force One resultaba una experiencia mucho más efectiva que cualquier viaje a la Casa Blanca. Las letras de dos metros de altura estampadas en el fuselaje proclamaban triunfales: «ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA». Un miembro femenino del gabinete británico había acusado en una ocasión al presidente Nixon de «haberle sacudido sus partes en la cara» cuando le pidió que se reuniera con él a bordo del Air Force One. Más tarde, la tripulación bautizó jocosamente el avión con el apodo de «El Pollón».
—¿Señorita Sexton?
Un agente del Servicio Secreto con chaqueta y corbata se materializó junto al helicóptero y le abrió la puerta.
—El Presidente la espera.
—Rachel salió del aparato y elevó la mirada hacia lo alto de la escalerilla que llevaba al voluminoso fuselaje de la nave. «El gigantesco falo». En una ocasión había oído decir que el «Despacho Oval» volante comprendía más de trescientos cincuenta metros cuadrados de superficie, incluyendo cuatro dormitorios privados y separados, camarotes para los veintiséis miembros de la tripulación de vuelo y dos cocinas capaces de alimentar a cincuenta personas.
Rachel ascendió por la escalerilla con el agente pisándole los talones y apremiándola en su ascenso. En lo alto, la puerta de la cabina estaba abierta como una pequeña herida en el costado de una colosal aliena plateada. Avanzó hacia la entrada, que estaba en semioscuridad y notó que su confianza empezaba a vacilar «Tranquila, Rachel. No es más que un avión».
En el descansillo, el agente secreto la tomó con amabilidad del brazo y la condujo por un pasillo sorprendentemente estrecho. Giraron a la derecha, avanzaron una corta distancia y desembocaron en una amplia y lujosa cabina. Rachel la reconoció de inmediato por haberla visto en fotografías.
—Espere aquí —dijo el agente, y desapareció.
Rachel se quedó de pie sola en la famosa cabina de proa de paredes forradas de madera. Era la sala que se utiliza para las reuniones, para recibir a altos dignatarios y, al parecer, para aterrorizar a los pasajeros que entraban en la nave por primera vez. La sala ocupaba todo el ancho del avión, igual que la gruesa moqueta de color tostado. El mobiliario era impecable: sillones de cuero cordobán alrededor de una gran mesa de arce, lámparas de pie de cobre bruñido junto a un sofá de estilo continental y una cristalería tallada a mano y dispuesta sobre una pequeña barra americana de caoba.
Los diseñadores de Boeing habían dispuesto esa cabina de proa para proporcionar a los pasajeros «una sensación de orden mezclada con tranquilidad». Sin embargo, tranquilidad era lo último que Rachel Sexton sentía en ese momento. Lo único en lo que podía pensar era en la cantidad de dirigentes mundiales que se habían sentado en esa misma sala, tomando decisiones sobre el destino del mundo.
Todo lo que había en la sala rezumaba poder, desde el ligero aroma a tabaco de pipa hasta el omnipresente sello presidencial. El águila que sujetaba las flechas y las ramas de olivo estaba bordada en los pequeños cojines decorativos, cincelada en la cubitera, e incluso grabada en los sacacorchos del bar. Rachel cogió uno y lo examinó.
—¿Robando recuerdos? —preguntó una voz profunda a sus espaldas.
Sobresaltada, Rachel giró sobre sus talones y soltó el sacacorchos, que cayó al suelo. Se arrodilló, incómoda, a recogerlo. Cuando ya lo tuvo en la mano, volvió a girarse y vio al Presidente de Estados Unidos mirándola desde arriba con una sonrisa divertida en el rostro.
—No pertenezco a la realeza, señorita Sexton. No hace falta que se arrodille, de verdad.
7
El senador Sedgewick Sexton disfrutaba de la intimidad que le proporcionaba su limusina Lincoln mientras serpenteaba entre el tráfico matutino de Washington hacia su despacho. Delante de él, Gabrielle Ashe su asesora personal de veinticuatro años de edad, le leía la agenda del día. Sexton apenas la escuchaba.
«Me encanta Washington», pensaba Sexton, admirando las formas perfectas de su asesora bajo su suéter de cachemir. «El poder es el mejor afrodisíaco... y atrae a mujeres como ésta a Washington en manadas».
Gabrielle se había licenciado en una de las universidades de la Ivy League de Nueva York soñando con llegar algún día a convertirse en senadora. «También ella lo conseguirá», pensó Sexton. Era de una belleza increíble y lista como el hambre. Sobre todo, comprendía las reglas del juego.
Gabrielle Ashe era negra, aunque el color de su piel era más bien de un tono canela o caoba, esa gama de oscuro a medias que, como bien sabía Sexton, contaba con la aprobación de los «blancos» más acérrimos sin tener la sensación de estar traicionándose. Sexton la describía a sus amigos como una mezcla del físico de Halle Berry con la ambición y el cerebro de Hillary Clinton, aunque a veces creía que incluso esa definición se le quedaba corta.
Gabrielle había supuesto la incorporación de un decisivo activo a su campaña desde que la había ascendido al puesto de asistente personal hacía tres meses. Y por si fuera poco trabajaba gratis. Su compensación por una jornada laboral de dieciséis horas era aprender a luchar en las mismísimas trincheras en compañía de un avezado político.
«Obviamente», se relamió Sexton, «la he convencido para que no se limite exclusivamente a trabajar». Después de ascenderla, Sexton la había invitado a una «sesión orientativa» a altas horas de la noche en su despacho privado. Como era de esperar, su joven asesora llegó totalmente fascinada y ansiosa por complacerle. Haciendo gala de una paciencia de movimientos lentos perfectamente dominada con el paso de algunas décadas, Sexton había puesto en escena toda su magia... ganándose la confianza de Gabrielle, liberándola cuidadosamente de toda inhibición, exhibiendo un control tentador y finalmente seduciéndola allí mismo, en su despacho.
Sexton estaba prácticamente convencido de que el encuentro había sido una de las experiencias más gratificantes de la vida de la joven, y, sin embargo, a la luz del día, Gabrielle había lamentado claramente la indiscreción. Avergonzada, presentó su renuncia. Sexton la rechazó. Gabrielle siguió con él, pero dejó muy claras sus intenciones. La relación entre ambos había sido estrictamente profesional desde entonces.
Los prominentes labios de Gabrielle seguían moviéndose.
—...no quiero que se baje la guardia sobre el debate de esta tarde en la CNN. Todavía no sabemos a quién va a enviar la Casa Blanca para enfrentarse a usted. Será mejor que eche un vistazo a las notas que le he escrito —añadió, pasándole una carpeta.
Sexton cogió la carpeta, saboreando la esencia del perfume de su asesora mezclado con el olor de los lujosos asientos de cuero.
—No me está escuchando —dijo Gabrielle.
—Por supuesto que sí —respondió el senador con una sonrisa burlona—. Olvídese de ese debate en la CNN. Lo peor que puede pasar es que la Casa Blanca me la dé enviando a algún pardillo interno de campaña. Y lo mejor, que envíen a un pez gordo y que me lo coma para almorzar.
Gabrielle frunció el ceño.
—Muy bien. He incluido en sus notas una lista con los temas más delicados que seguramente le plantearán.
—Sin duda se trata de los sospechosos habituales.
—Con una nueva adquisición. Creo que quizá se vea en la tesitura de tener que defenderse de un contragolpe hostil por parte de la comunidad gay a raíz de los comentarios que hizo usted anoche en el programa de Larry King.
Sexton se encogió de hombros. Apenas la escuchaba.
—Ya lo sé. El asunto del matrimonio entre miembros del mismo sexo.
Gabrielle le dedicó una mirada desaprobatoria.
—Arengó usted en contra con bastante contundencia.
«Matrimonios entre miembros del mismo sexo», pensó Sexton, asqueado. «Si de mí dependiera, los maricones ni siquiera tendrían derecho a voto».
—De acuerdo, me mostraré un poco más moderado.
—Bien. Últimamente se le ha estado yendo un poco la mano con algunos de esos temas de rabiosa actualidad. No se muestre fanfarrón. El público puede darle la espalda en un segundo. Ahora está ganando y cuenta con el impulso que eso proporciona. Relájese. Hoy no necesita lanzar la bola fuera del estadio. Simplemente limítese a hacerla rodar.
—¿Alguna noticia de la Casa Blanca?
Gabrielle pareció gratamente desconcertada.
—Continúa el silencio. Es oficial: su rival se ha convertido en el «Hombre Invisible».
Últimamente Sexton apenas podía creer en su buena suerte. Durante meses, el Presidente había estado trabajando duro en el seguimiento de la campaña. Entonces, de repente, hacía una semana que se había encerrado en el Despacho Oval y nadie había vuelto a verle ni a saber de él. Era como si simplemente no pudiera hacer frente a la oleada de apoyo de los votantes registrada por Sexton.
Gabrielle se pasó la mano por su pelo negro y lacio.
—Según tengo entendido, el equipo de campaña de la Casa Blanca está tan confundido como nosotros. El Presidente no ofrece la menor explicación para justificar su desaparición, y todos en la Casa Blanca están furiosos.
—¿Alguna teoría al respecto? —preguntó Sexton.
Gabrielle lo miró por encima de sus gafas de jovencita estudiosa.
—Por fin he obtenido algunos datos de interés gracias a un contacto que tengo en la Casa Blanca.
Sexton reconoció la mirada en los ojos de Gabrielle. Gabrielle Ashe había vuelto a obtener información interna. Sexton se preguntó si no estaría ofreciendo algunas mamadas en el asiento trasero del coche a algún ayudante del Presidente a cambio de secretos de campana. A él le daba igual... siempre que la información siguiera llegando. Corre el rumor —dijo su asesora, bajando la voz— de que el extraño comportamiento del Presidente empezó la semana pasada después de una reunión privada de urgencia con el director de la NASA. Al parecer, el Presidente salió de la reunión aturdido. Inmediatamente después anuló su agenda y desde entonces no ha dejado de estar en contacto directo con la NASA.
A Sexton obviamente le gustó cómo sonaba aquello.
—¿Crees que quizá la NASA le comunicó más malas noticias?
—Parece una explicación lógica —dijo Gabrielle esperanzada—. Aunque tendría que ser una noticia muy grave para provocar que el Presidente tirara la toalla.
Sexton lo pensó con calma. Obviamente, lo que ocurriera con la NASA tenía que ser una mala noticia. «De lo contrario el Presidente me lo habría echado a la cara». Últimamente, Sexton había estado machacando duro al Presidente sobre la financiación de la NASA. La reciente sucesión de misiones fallidas y de colosales desfases presupuestarios le habían ganado a la agencia el dudoso honor de convertirse en el leivmotiv no oficial de Sexton contra la indudable ineficacia y el gasto desmesurado del gobierno. Sin duda, atacar a la NASA, uno de los símbolos más prominentes del orgullo norteamericano, no era el modo que la mayoría de los políticos elegirían para ganar votos, pero Sexton contaba con un arma de la que disponían pocos políticos: Gabrielle Ashe. Y su impecable instinto.
La inteligente joven había llamado la atención de Sexton unos meses antes, cuando trabajaba como coordinadora en la oficina de campaña del senador en Washington. Mientras él sufría una fea derrota en las primarias y su mensaje, que había centrado en la denuncia del gasto excesivo del gobierno, caía en oídos sordos, Gabrielle Ashe le escribió una nota sugiriéndole un ángulo radicalmente distinto de campaña. Le dijo que atacara los enormes desfases presupuestarios de la NASA y el continuo papel de fiador ejercido por la Casa Blanca como el ejemplo más claro y evidente del gasto excesivo e imprudente del presidente Herney.
«La NASA está costando una fortuna al pueblo norteamericano», escribió Gabrielle, incluyendo una lista de cifras, quiebras y partidas presupuestarias. «Los votantes no tienen la menor idea. Se quedarían horrorizados. Creo que debería usted convertir la NASA en una cuestión política».
Sexton soltó un gemido ante su inocencia. «Ya, claro. Y, ya que estamos, también puedo proponer que se deje de cantar el himno nacional en los partidos de béisbol».
En el curso de las siguientes semanas, Gabrielle siguió dejando información sobre la NASA en el escritorio del senador. Cuanto más leía Sexton, más se daba cuenta de que esa joven no iba tan desencaminada. Incluso bajo los estándares que regían la agencia gubernamental, la NASA era un increíble pozo financiero sin fondo: cara, ineficaz y, en los últimos años, del todo incompetente.
Una tarde a Sexton le estaban entrevistando en directo sobre el tema de la educación. El entrevistador le presionaba, preguntándole dónde pensaba encontrar financiación para su plan de reestructuración de la escuela pública. Como respuesta, el senador decidió poner a prueba la teoría de Gabrielle sobre la NASA con una réplica medio en broma.
—¿El dinero para la educación? —dijo—. Bueno, quizá recorte el programa espacial a la mitad. Calculo que si la NASA puede gastar quince mil millones de dólares al año en el espacio, yo debería poder invertir siete mil quinientos en los niños que están aquí, en la Tierra.
En la cabina de transmisión, los jefes de campaña de Sexton soltaron un jadeo de horror al oír aquel comentario tan poco afortunado. Al fin y al cabo, campañas enteras se habían ido a pique por mucho menos que tirar al azar contra la NASA. Al instante, las líneas telefónicas de la emisora de radio se activaron. Los jefes de campaña de Sexton se encogieron. Los patriotas espaciales se preparaban para matar.
Y entonces ocurrió algo totalmente inesperado.
—¿Quince mil millones al año? —dijo el primer oyente, al parecer conmocionado por la noticia—. ¿De dólares? ¿Me está usted diciendo que la clase de matemáticas de mi hijo tiene exceso de alumnos porque las escuelas no pueden permitirse suficientes profesores y que la NASA está gastando quince mil millones de dólares al año sacando fotografías del polvo espacial?
Hum... eso es correcto—dijo Sexton con suma cautela.
—¡Eso es absurdo! ¿Y el Presidente no tiene ningún poder para poner remedio a eso?
Por supuesto —respondió Sexton, ganando confianza—. Un residente puede vetar la solicitud presupuestaria de cualquier agencia que considere excesivamente financiada.
—En ese caso, cuente usted con mi voto, senador Sexton. Quince mil millones para la investigación espacial y nuestros hijos no tienen profesores. ¡Es un ultraje! Buena suerte, señor. Espero que llegue usted hasta el final.
El siguiente oyente estaba ya en antena.
—Senador, acabo de leer que la Estación Espacial Internacional de la NASA está claramente sobrefinanciada y que el Presidente está pensando en la posibilidad de dar más fondos de urgencia a la NASA para mantener el proyecto en activo. ¿Es eso cierto?
Sexton dio un respingo ante semejante pregunta.
—¡Cierto!
Explicó que la estación espacial se había constituido en su origen como una joint venture en la que doce países iban a asumir los costes del proyecto. Sin embargo, después de iniciarse las labores de construcción, el presupuesto de la estación se desbocó y la mayor parte de los países se retiraron, enojados. En vez de eliminar el proyecto, el Presidente decidió cubrir los gastos del resto de los países.
—El coste que representa para nosotros el proyecto EEI —anunció Sexton— ha pasado de los ocho mil millones inicialmente presupuestados ¡a unos nada despreciables cien mil millones de dólares!
El oyente estaba furioso.
—¿Por qué demonios no corta eso el Presidente?
Sexton podría haberle dado un beso al tipo.
—Buena pregunta, sí señor. Desgraciadamente, un tercio de los materiales de construcción ya están en órbita y el Presidente gastó los dólares de sus impuestos poniéndolos allí, de modo que cortarlo ahora equivaldría a reconocer que ha cometido una pifia de miles de millones de dólares con su dinero.
Las llamadas no dejaban de entrar. Por primera vez, parecía que los norteamericanos despertaban ante la idea de que la NASA, lejos de ser intocable, era una opción más entre las demás prioridades del país.
Cuando terminó el programa, a excepción de unos pocos incondicionales de la NASA que llamaban con patéticas propuestas sobre la eterna búsqueda del conocimiento por parte del ser humano, el consenso era firme: la campaña de Sexton había dado con el cáliz sagrado de las campañas políticas (un nuevo «botón al rojo»), un tema controvertido y todavía por abordar que había logrado tocar la sensibilidad de los votantes.
En las siguientes semanas, Sexton castigó duramente a sus rivales en cinco primarias de crucial importancia. Presentó a Gabrielle Ashe como su nueva asesora personal de campaña, alabándola por su trabajo a la hora de llevar el tema de la NASA a los votantes. Con un simple gesto, Sexton había convertido a una joven afroamericana en una prometedora estrella política y todo lo referente a su historial de voto racista y sexista desapareció de la noche a la mañana.
Ahora, sentados juntos en la limusina, Sexton sabía que Gabrielle había vuelto a probar su valía. Su nueva información sobre la reunión secreta de la semana anterior entre el director de la NASA y el Presidente sin duda apuntaba a que se anunciaban más problemas en los que la NASA estaba implicada... quizá otro país estuviera retirando fondos de la estación espacial.
Cuando la limusina pasó por delante del monumento a Washington, el senador Sexton no pudo evitar la sensación de haber sido elegido por el destino.
8
A pesar de haber ascendido al cargo político más poderoso del mundo, el presidente Zachary Herney era de estatura normal, de constitución delgada y hombros estrechos. Tenía la cara llena de pecas, usaba lentes bifocales y tenía el pelo negro, aunque ya le empezaba a escasear. Sin embargo, su insignificante físico contrastaba claramente con la devoción casi principesca que el hombre despertaba en aquellos que le conocían. Se decía que quien hablaba con Zach Herney una sola vez, iba al fin del mundo si él se lo pedía.
—Me alegro de que haya podido venir —dijo el presidente Herney, tendiendo la mano a Rachel y estrechándosela. Su apretón fue cálido y sincero.
Rachel carraspeó de nervios.
—Por... supuesto, señor Presidente. Es un honor conocerle.
El Presidente le dedicó una sonrisa tranquilizadora y Rachel sintió en sus carnes la legendaria afabilidad de Herney. Aquel hombre hacía gala de un rostro relajado que los dibujantes de cómic adoraban porque, por muy poco afortunada que resultara la caricatura que hicieran de él, nadie confundía jamás aquella calidez y aquella sonrisa tan natural. Sus ojos reflejaban sinceridad y dignidad en todo momento.
—Si hace el favor de seguirme —dijo en tono acogedor—, tengo una taza de café con su nombre.
—Gracias, señor.
El Presidente pulsó el intercomunicador y pidió que le trajeran café a su despacho.
Mientras Rachel le seguía por el avión, no pudo evitar la idea de que el Presidente parecía extremadamente feliz y relajado para tratarse de alguien que iba por debajo en los sondeos de intención de voto. Además, vestía de manera muy informal: pantalones vaqueros, un polo y botas de montaña L.L. Bean.
Rachel intentó darle conversación. ¿Piensa salir a pasear por la montaña, señor Presidente?
—En absoluto. Mis asesores de campaña han decidido que éste debería ser mi nuevo aspecto. ¿Qué le parece?
Rachel esperaba por su bien que no hablara en serio.
—Es muy... hum... masculino, señor.
Herney se quedó totalmente inexpresivo.
—Bien, tal vez así podamos arrebatarle algunos de los votos de las mujeres a su padre. —Tras unos instantes, esbozó una amplia sonrisa—. Era una broma, señorita Sexton. Creo que ambos sabemos que necesito algo más que un simple polo y unos vaqueros para ganar estas elecciones.
La franqueza del Presidente y su buen humor estaban evaporando rápidamente cualquier tensión que Rachel pudiera sentir por estar allí. Él compensaba con creces toda la masa muscular que le faltaba con su elegancia diplomática. La diplomacia es un don y Zach Herney lo tenía.
Rachel siguió al Presidente hacia la parte trasera del avión. Cuanto más se adentraban en la nave, menor era la sensación de estar dentro de un avión: pasillos curvos, papel pintado en las paredes y hasta un pequeño gimnasio con un StairMaster y una máquina de remo. El avión parecía casi totalmente desierto.
—¿Viaja usted solo, señor Presidente?
El negó con la cabeza.
—De hecho, acabamos de tomar tierra.
Rachel se vio sorprendida. «¿Tomar tierra desde dónde?» Los informes de inteligencia de la semana no habían incluido nada acerca de los planes de viaje presidenciales. Por lo visto, utilizaba Wallops Island para viajar de incógnito.
Mi gente ha desembarcado justo antes de que usted llegara —dijo el Presidente—. Yo vuelvo a la Casa Blanca dentro de muy poco para reunirme con ellos, pero antes quería verla a usted aquí en vez de hacerlo en mi despacho.
—¿Quiere intimidarme?
—Al contrario. Lo hago por respeto a usted, señorita Sexton. La Casa Blanca es todo menos privada, y la noticia de una reunión entre nosotros dos la dejaría en una incómoda situación ante su padre.
Le agradezco su consideración, señor.
—Comprendo que se vea usted en una situación muy delicada, pero déjeme decirle que lo lleva con mucha elegancia y no veo ninguna razón para entrometerme en ello.
En la memoria de Rachel destelló la imagen del desayuno con su padre y, al recordar su actuación, pensó que podía calificarse de cualquier forma, menos de «elegante». Sin embargo, Zach Herney estaba haciendo un gran esfuerzo por ser sincero, y desde luego no tenía por qué.
—¿Puedo llamarla Rachel? —preguntó Herney.
—Por supuesto. «¿Puedo llamarle Zach?»
—Mi despacho —dijo el Presidente, haciéndola pasar por una puerta de arce labrada.
El despacho del Presidente a bordo del Air Force One resultaba sin duda mucho más acogedor que su equivalente de la Casa Blanca, aunque el mobiliario seguía impregnado de cierto aire de austeridad. El escritorio estaba abarrotado de papeles, y detrás de él colgaba un imponente óleo de un clásico velero de tres mástiles navegando a toda vela e intentando salvar una furiosa tormenta. A Rachel le pareció una metáfora perfecta para representar la situación de la presidencia de Zach Herney en ese momento.
El Presidente le ofreció una de las tres sillas de ejecutivo que estaban delante de su escritorio. Rachel se sentó. Esperaba que él se sentara al otro lado de la mesa, pero en vez de eso, apartó una de las sillas y se sentó junto a ella.
«Igualdad de condiciones», pensó Rachel. «El gran maestro en el arte de la compenetración».
—Bien, Rachel —empezó Herney, soltando un suspiro cansado al acomodarse en el asiento—. Imagino que debe de estar usted muy confundida al verse aquí sentada en este momento, ¿me equivoco?
Los restos de desconfianza que Rachel había conservado hasta ese momento se deshicieron al percibir el candor de la voz de aquel hombre.
—De hecho, señor, estoy desconcertada.
Herney soltó una fuerte risotada.
—Fantástico. No crea que todos los días tengo la oportunidad de desconcertar a una agente de la ONR.
—Tampoco es habitual que un agente de la ONR sea invitado a bordo del Air Force One por un Presidente que lleva botas de montaña.
El Presidente volvió a reír.
Un discreto repiqueteo en la puerta anunció la llegada del café. Una mujer de la tripulación de vuelo entró con una jarra de estaño y dos tazones, también de estaño, sobre una bandeja. A petición del Presidente, la azafata dejó la bandeja sobre el escritorio y desapareció.
—¿Leche y azúcar? —preguntó el Presidente, levantándose para servir el café.
—Leche, por favor —respondió Rachel, saboreando el fuerte aroma del café. «¿El presidente de Estados Unidos en persona me está sirviendo café ?»
Zach Herney le pasó un macizo tazón de estaño.
—Auténtico Paul Reveré —dijo—. Uno de mis pequeños lujos.
Rachel le dio un sorbo al café. Era el mejor que había probado en su vida.
—En cualquier caso —dijo el Presidente, sirviéndose un tazón y volviendo a tomar asiento—, tengo poco tiempo, así que será mejor que vayamos al grano. —Dejó caer un terrón de azúcar en el tazón y levantó los ojos hacia Rachel—. Imagino que Bill Pickering la habrá advertido de que probablemente yo quería verla con el fin de utilizarla para mi propio beneficio político.
—De hecho, señor, eso es exactamente lo que me ha dicho.
El Presidente se rió por lo bajo.
—Siempre tan cínico.
—Entonces, ¿se equivoca?
—¿Está usted de broma? —dijo el Presidente entre risas—. Bill Pickering nunca se equivoca. Ha dado en el clavo, como de costumbre.
9
Gabrielle Ashe miraba con gesto ausente por la ventana de la limusina del senador Sexton mientras ésta avanzaba entre el tráfico matinal hacia el edificio donde estaba ubicado el despacho de Sexton. Se preguntaba cómo demonios había llegado a ese momento de su vida. Asesora Personal del Senador Sedgewick Sexton. Eso era exactamente lo que siempre había deseado, ¿o no era así?
«Estoy sentada en una limusina con el próximo presidente de Estados Unidos».
Gabrielle recorrió el lujoso interior de la limusina con la mirada hasta clavarla en el senador, que parecía estar muy lejos de allí, concentrado en sus cosas. Admiró sus hermosos rasgos y su atuendo perfecto. Parecía un hombre presidencial.
Gabrielle había oído hablar por primera vez a Sexton cuando ella era una estudiante de ciencias políticas en la Universidad de Cornell, hacía tres años. Jamás olvidaría cómo los ojos de Sexton sondeaban al público, como si le estuviera enviando un mensaje directamente a ella: «Confía en mí». Después del discurso, Gabrielle hizo cola para conocerle.
—Gabrielle Ashe —dijo el senador, leyendo el nombre que figuraba en su pegatina—. Un nombre precioso para una joven preciosa. —Sus ojos resultaban de lo más tranquilizador.
—Gracias, señor —respondió Gabrielle, sintiendo la fuerza de aquel hombre cuando le estrechó la mano—. Estoy realmente impresionada con su mensaje.
—¡Me alegra oír eso! —exclamó Sexton, poniéndole su tarjeta en la mano—. Siempre ando en busca de jóvenes mentes que compartan mi visión. Cuando salga de la universidad, búsqueme. Puede que tengamos algo para usted.
Gabrielle abrió la boca para darle las gracias, pero el senador ya estaba atendiendo a la siguiente persona de la cola. Sin embargo, durante los meses siguientes, siguió la carrera de Sexton por televisión.
Vio admirada, cómo hablaba contra el enorme dispendio gubernamental: encabezar los cortes presupuestarios, racionalizar el IRS a fin de que funcione de forma más eficaz, sanear la DEA e incluso abolir los redundantes programas de servicio público. Luego, cuando la esposa del senador murió de repente en un accidente de coche, vio, perpleja, cómo éste lograba convertir lo negativo en positivo. Sexton se elevó por encima de su dolor personal y declaró al mundo que había decidido presentarse a las elecciones presidenciales y dedicar el resto de su labor pública a la memoria de su esposa. Fue entonces, cuando decidió que en ese preciso lugar e instante quería trabajar en la campaña presidencial del senador Sexton.
Ahora era imposible estar más cerca de él.
Gabrielle se acordó de la noche que había pasado con Sexton en su lujoso despacho y se encogió, intentando bloquear las vergonzosas imágenes en su mente. «¿En qué estaría yo pensando?» Sabía que tendría que haberse resistido, pero en cierto modo se había visto incapaz de hacerlo. Sedgewick Sexton había sido para ella un ídolo desde hacía mucho tiempo... y pensar que la deseaba...
La limusina pasó por un bache, devolviéndola bruscamente al presente.
—¿Está bien?
Ahora Sexton la miraba.
Gabrielle esbozó una sonrisa apresurada.
—Sí, perfectamente.
—No estará pensando todavía en ese chivatazo, ¿no?
Gabrielle se encogió de hombros.
—La verdad es que me tiene un poco preocupada, sí.
—Olvídelo. El chivatazo en cuestión ha sido lo mejor que podía ocurrirle a mi campaña.
Gabrielle había tenido que aprender a las duras que un chivatazo era el equivalente político a filtrar información diciendo que tu rival utilizaba un alargador de pene, que estaba suscrito a la revista Stud Muffin, o cosas por el estilo. No era desde luego una táctica muy decorosa, pero cuando salía bien, los resultados eran espectaculares.
Aunque, claro, cuando se te volvía en contra...
Y eso es lo que había ocurrido. Desde la Casa Blanca. Hacía cosa de un mes, el equipo de campaña del Presidente, inquieto ante los resultados tan poco prometedores de los sondeos, había decidido ponerse agresivo y filtrar una historia supuestamente cierta: que el senador Sexton tenía una relación íntima con Gabrielle Ashe, su asesora personal.
Desgraciadamente para la Casa Blanca, no existía ninguna prueba definitiva. El senador Sexton, que creía firmemente en que la mejor defensa es un buen ataque, aprovechó el momento para atacar. Convocó una rueda de prensa a nivel nacional para proclamar su inocencia y su ultraje.
—No puedo creer —dijo, mirando a las cámaras con dolor en los ojos— que el Presidente deshonre la memoria de mi esposa con estas sucias mentiras.
La actuación del senador Sexton en televisión resultó tan convincente que incluso la propia Gabrielle prácticamente llegó a convencerse de que no se habían acostado. Al ver la facilidad con la que Sexton mentía, se dio cuenta de que el senador era un hombre peligroso.
Últimamente, aunque estaba segura de que había apostado al caballo más fuerte en esa carrera presidencial, había empezado a cuestionarse si en realidad estaría dando su apoyo al mejor caballo. La experiencia de trabajar junto a Sexton le había abierto los ojos, como uno de esos paseos por las bambalinas de los Universal Studios, donde la infantil admiración por las películas desaparece en cuanto se hace evidente que Hollywood no tiene nada de mágico.
A pesar de que la fe de Gabrielle en el mensaje de Sexton seguía intacta, ya había empezado a cuestionar la valía del mensajero.
10
Lo que voy a contarle, Rachel —dijo el Presidente— es conocido como «UMBRA», es un secreto oficial. Su confidencialidad va mucho más allá de su actual acreditación de seguridad.
Rachel sintió que las paredes del Air Force One la oprimían. El Presidente le había puesto un helicóptero para llevarla hasta Wallops Island, la había invitado a subir a bordo de su avión, le había servido café, le había soltado sin el menor preámbulo que pensaba utilizarla en beneficio propio contra su padre, y ahora anunciaba que iba a darle información secreta saltándose todas las normas. Por muy afable que Zach Herney pareciera a primera vista, Rachel Sexton acababa de aprender algo importante sobre él. Ese hombre se hacía rápidamente con el control.
—Hace dos semanas —dijo el Presidente, mirándola a los ojos— la NASA hizo un descubrimiento.
Sus palabras quedaron suspendidas en el aire antes de que Rachel pudiera procesarlas. ¿Un descubrimiento de la NASA? Las últimas actualizaciones llevadas a cabo por el servicio de inteligencia no sugerían nada sobre la agencia espacial. Claro que, últimamente, siempre que se hacía referencia a un «descubrimiento de la NASA» era para dar cuenta de que una vez más había vuelto a subestimarse de manera más que notoria el presupuesto para la financiación de algún nuevo proyecto.
—Antes de que sigamos hablando —dijo el Presidente—, me gustaría saber si comparte usted el desprecio de su padre por la exploración espacial.
A Rachel el comentario no le hizo ninguna gracia.
Ciertamente espero que no me haya traído aquí para pedirme que controle las arengas de mi padre contra la NASA.
El Presidente se echó a reír.
—No, demonios. Conozco muy bien el Senado para saber que no hay nadie capaz de controlar al senador Sexton.
—Mi padre es un oportunista, señor. La mayoría de los políticos de éxito lo son. Y, desgraciadamente, la NASA le ha brindado una oportunidad inmejorable.
La reciente cadena de fracasos cometidos por la NASA había resultado tan insoportable que ante ella cabían sólo dos opciones: reír o llorar; satélites que se desintegraban en órbita, sondas espaciales que nunca regresaban a la Tierra... al tiempo que el presupuesto de la Estación Espacial Internacional se multiplicaba por diez y los países miembros huían corno ratas de un barco a punto de hundirse. Se perdían miles de millones de dólares y el senador Sexton cabalgaba a lomos de esa ola de despropósitos con gran destreza, una ola que parecía destinada a llevarlo a la residencia del 1600 de Pennsylvania Avenue.
—Debo reconocer —continuó el Presidente— que últimamente la NASA ha sido fuente de continuos desastres. En cuanto me despisto, la Estación Espacial me da un nuevo motivo para que le corte la financiación.
Rachel vio su oportunidad para intervenir en la conversación, y no la dejó escapar.
—Aún así, señor, ¿no he leído que la semana pasada acaba de sacar a la NASA de un apuro proporcionándole otros tres millones de financiación como medida de urgencia para mantenerla a flote? El Presidente se rió por lo bajo.
—Su padre debe de haber estado encantado al enterarse ¿no? —No hay peor error que dar agua a tu verdugo. —¿Le oyó usted en Nightline? «Zach Herney es un adicto al espacio y es el contribuyente quien costea su adicción».
—Pero usted no hace más que darle la razón, señor.
Herney asintió.
—No le ocultaré que soy un gran devoto de la NASA. Siempre lo he sido. Soy hijo de la carrera espacial: el Sputnik, John Glenn, el Apollo 11, y jamás he dudado a la hora de expresar mis sentimientos de admiración y de orgullo nacional por nuestro programa espacial. Para mí los hombres y mujeres de la NASA son los modernos pioneros de la historia. Intentan lograr lo imposible, aceptan el fracaso y vuelven después al trabajo mientras el resto de nosotros nos limitamos a quedarnos ahí criticando.
Rachel no dijo nada. Percibía que bajo la apacible fachada del Presidente bullía una indignación contra la incansable retórica anti-NASA de su padre. Se sorprendió preguntándose qué demonios habría encontrado la NASA. Desde luego, el Presidente se estaba tomando su tiempo para tocar el tema.
—Hoy —dijo Herney, intensificando el tono de voz— quisiera cambiar por entero su opinión sobre la NASA.
Rachel lo miró con incertidumbre.
—Ya tiene usted mí voto, señor. Quizá debería concentrarse en el resto del país.
—Eso es lo que pretendo. —El Presidente le dio un sorbo al café y sonrió—. Y voy a pedirle que me ayude. —Hizo una pausa y se inclinó hacia ella—. De una forma de lo más inhabitual.
Rachel podía sentir ahora cómo Zach Herney escudriñaba cada uno de sus movimientos lo mismo que un cazador intentando discernir si su presa tiene intención de huir o de pelear. Desgraciadamente, Rachel no veía ningún lugar hacia donde correr.
—Supongo —dijo el Presidente, sirviendo más café— que conoce usted el proyecto de la NASA llamado SOT.
Rachel asintió.
—El Sistema de Observación de la Tierra. Creo haber oído mencionar a mi padre el SOT en una o dos ocasiones.
Ese sutil amago de sarcasmo provocó que el Presidente frunciera el ceño. La verdad era que el padre de Rachel aprovechaba la menor oportunidad para mencionar el Sistema de Observación de la Tierra. Era una de las apuestas más controvertidas y caras de la NASA: una constelación de cinco satélites diseñados para observar desde el espacio y analizar el ecosistema del planeta: la reducción de la capa de ozono, el deshielo polar, el calentamiento global o la deforestación de la selva. El objetivo era facilitar a los especialistas en el estudio del medio ambiente datos macroscópicos jamás vistos hasta el momento para que pudieran planear mejor el futuro de la Tierra.
Desgraciadamente, el proyecto SOT había estado salpicado de fracasos. Como muchos de los recientes proyectos de la NASA, había estado plagado de costosas sobrecargas presupuestarias desde el principio. Y Zach Herney era quien más entusiasmo había manifestado al respecto. Había hecho uso del apoyo del lobby medioambiental para lograr que el Congreso diera luz verde a mil cuatrocientos millones de dólares para el SOT. Sin embargo, en vez de facilitar las contribuciones prometidas a la ciencia terrestre global, el SOT se había visto envuelto de inmediato en una costosa espiral de pesadillas que incluían lanzamientos fallidos, errores informáticos y sombrías conferencias de prensa por parte de la NASA. Últimamente, el único rostro sonriente era el del senador Sexton, que, con suficiencia, recordaba a los votantes cuánto de su dinero había gastado el Presidente en el SOT y lo tibios que habían sido los resultados. El Presidente dejó caer un terrón de azúcar en el tazón. —Por muy sorprendente que pueda parecerle, el descubrimiento de la NASA al que me estoy refiriendo es obra del SOT.
Rachel se vio perdida. Si el SOT hubiera contado con un éxito reciente, sin duda la NASA lo habría hecho público, ¿o no era así? Su padre había estado crucificando al SOT en los medios y a la agencia espacial le iría de maravilla cualquier buena noticia que fuera capaz de encontrar.
—No tengo noticia de ningún descubrimiento hecho por el SOT —dijo Rachel.
—Lo sé. La NASA prefiere mantener el asunto en secreto durante un tiempo.
Rachel lo puso en duda.
—Según mi experiencia, señor, en lo que se refiere a la NASA, siempre que no hay noticias es que hay malas noticias.
La contención no era uno de los puntos fuertes del departamento de relaciones públicas de la NASA. El chiste típico en la ONR era que la NASA convocaba una rueda de prensa cada vez que uno de sus científicos se tiraba un pedo. El Presidente frunció el ceño.
—Ah, sí. Se me olvida que estoy hablando con una de las discípulas de seguridad de Pickering en la ONR. ¿Sigue Pickering quejándose y refunfuñando sobre la verborrea de la NASA?
—La seguridad es su trabajo, señor. Y se lo toma muy en serio.
—Más le vale. Me cuesta creer que dos agencias que tienen tanto en común encuentren constantemente razones para discutir.
Rachel había aprendido durante su primera época bajo las órdenes de William Pickering que, aunque tanto la NASA como la ONR eran agencias relacionadas con el espacio, partían de filosofías radicalmente opuestas. La ONR era una agencia de defensa y todas sus actividades espaciales eran secretas, mientras que la NASA era una entidad académica y publicitaba con entusiasmo todos sus avances alrededor del globo; a menudo, según argumentaba William Pickering, poniendo en riesgo la seguridad nacional. Algunas de las tecnologías más avanzadas de la NASA (lentes de alta resolución para telescopios de satélites, sistemas de comunicación de largo alcance e instrumental de configuración visual por radio) tenían la pésima costumbre de aparecer en el arsenal de inteligencia de países hostiles y de ser utilizadas como armas de contraespionaje. Bill Pickering se quejaba constantemente de que los científicos de la NASA tenían grandes cerebros... y una boca aún más grande.
Sin embargo, existía un tema aún más candente entre ambas agencias, y era el hecho de que como la NASA manejaba el lanzamiento de los satélites de la ONR, muchos de los recientes fracasos de la NASA afectaban directamente a la ONR. Sin embargo, ningún fracaso había sido tan sonado como el ocurrido el doce de agosto de 1998, cuando un Titán 4, lanzado conjuntamente por la NASA y las Fuerzas Aéreas estalló cuarenta segundos después de su lanzamiento y destruyó toda su carga: un satélite de la ONR con un coste de mil doscientos millones de dólares cuyo nombre codificado era Vortex 2. Pickering parecía especialmente reticente a olvidarlo.
—Entonces, ¿por qué la NASA no ha hecho público su reciente éxito? —preguntó Rachel—. Estoy segura de que no le iría nada mal anunciar alguna buena noticia.
—La NASA guarda silencio —declaró el Presidente— porque así lo he ordenado yo.
Rachel se preguntó si había oído bien. De ser así, el Presidente se estaba comprometiendo a cierta clase de haraquiri político que no acababa de comprender.
—Este descubrimiento —dijo el Presidente— es... podríamos decir que... poco menos que asombroso en sus ramificaciones.
Rachel sintió un escalofrío incómodo. En el mundo de la inteligencia, la expresión «asombrosas ramificaciones» casi nunca era sinónimo de buenas noticias. Rachel se preguntó si todo el secretismo del SOT estaría relacionado con el hecho de que el sistema de satélites hubiera captado algún inminente desastre medioambiental. —¿Hay algún problema?
—Ninguno. Lo que el SOT ha descubierto es realmente maravilloso.
Rachel guardó silencio.
—Suponga, Rachel, que le dijera que la NASA acaba de hacer un descubrimiento de tal importancia científica... de tal increíble relevancia... que justificará todos y cada uno de los dólares que los norteamericanos se han gastado en el espacio.
Rachel no fue capaz de imaginarlo.
El Presidente se levantó.
—Demos un paseo, ¿le parece?
11
Rachel siguió al presidente Herney hasta la impecable escalerilla del Air Force One. Mientras descendían, ella sintió que el crudo aire de marzo le despejaba la mente. Sin embargo, aquella lucidez hizo que la declaración de Herney pareciera aún más extravagante.
«¿Que la NASA ha hecho un descubrimiento de tal importancia científica que justifica cada dólar que los norteamericanos se han gastado en el espacio?»
Rachel imaginó que un descubrimiento de tal magnitud sólo podía hacer referencia a una cosa (el santo grial de la NASA): el contacto con vida extraterrestre. Pese a todo, sabía lo suficiente de aquel santo grial en particular como para estar segura de que algo así era totalmente imposible.
En calidad de analista de inteligencia, Rachel se veía obligada a esquivar constantemente las preguntas de sus amigos sobre las supuestas maniobras de ocultamiento de contactos con alienígenas. A menudo se quedaba aterrada ante las teorías que hasta los más «cultos» de sus amigos se tragaban sin el menor reparo: platillos volantes alienígenas destrozados y ocultos en búnkers secretos del gobierno, cadáveres de extraterrestres enterrados en hielo e incluso civiles inocentes abducidos por alienígenas.
Por supuesto, todo eso era absurdo. Los alienígenas no existían. Tampoco las estrategias de ocultamiento.
Todos los miembros de la comunidad de inteligencia comprendían que la gran mayoría de testimonios visuales y de abducciones a manos de alienígenas eran simplemente producto de imaginaciones desbocadas o de trucos para ganar dinero. Cuando realmente existían auténticas pruebas fotográficas de la existencia de ovnis, siempre tenían la extraña costumbre de proceder de lugares próximos a las bases aéreas militares donde se estaba poniendo a prueba algún avión ultrasecreto. Cuando Lockheed empezó a hacer pruebas con un aparato radicalmente nuevo conocido como «Bombardero Sigiloso», los avistamientos de ovnis alrededor de la base Edwards de la Fuerza Aérea se multiplicaron por quince.
—Aprecio una expresión de escepticismo en su rostro —dijo el Presidente, mirándola de reojo.
El sonido de su voz sobresaltó a Rachel, que lo miró sin saber muy bien qué decir.
—Bueno... —Vaciló—. Señor, doy por sentado que no estamos hablando de naves alienígenas ni de hombrecillos verdes, ¿verdad?
Al Presidente pareció divertirle la pregunta.
—Rachel, creo que este descubrimiento le parecerá mucho más intrigante que la ciencia ficción.
A Rachel le alivió saber que la NASA no estaba tan desesperada como para intentar venderle al Presidente una historia de alienígenas. Sin embargo, el comentario del Presidente no hacía más que incrementar el misterio.
—Bueno —dijo Rachel—, al margen de lo que haya encontrado la NASA, debo reconocer que la ocasión resulta de lo más oportuna.
Herney se detuvo en la escalerilla.
—¿Oportuna? ¿A qué se refiere?
«¿Cómo que a qué me refiero?» Rachel se detuvo y lo miró fijamente.
—Señor Presidente, en estos momentos la NASA está librando una batalla a vida o muerte por justificar su propia existencia y usted está siendo objeto de muchos ataques por financiarla. Un descubrimiento de gran magnitud por parte de la NASA sería la panacea tanto para la agencia como para su campaña. Ni que decir tiene que sus detractores encontrarán esta casualidad más que sospechosa.
—Entonces..., ¿me está usted llamando mentiroso o idiota?
Rachel notó que se le hacía un nudo en la garganta.
—No pretendía faltarle al respeto, señor. Simplemente...
—Relájese. —Una leve sonrisa se dibujó en los labios de Herney, reemprendió el descenso—. Cuando el director de la NASA me habló por primera vez de ese descubrimiento, lo rechacé de raíz por absurdo. Le acusé de haber planeado el fraude político más descarado de la historia.
Rachel notó que, hasta cierto punto, el nudo que tenía en la garganta se le deshacía Al pie de la rampa, Herney se detuvo y la miró.
—Una de las razones por las que le he pedido a la NASA que mantenga este descubrimiento en secreto es para protegerla. La magnitud del hallazgo va mucho más allá de cualquier cosa que la agencia haya anunciado hasta ahora. Hará que la llegada del hombre a la Luna parezca insignificante. Y puesto que todos, y ahí me incluyo, tenemos tanto que ganar, y tanto que perder, me ha parecido prudente que alguien compruebe los datos obtenidos por la NASA antes de mostrarlos a la luz del mundo con un anuncio formal.
Rachel estaba perpleja.
—Sin duda no se estará refiriendo a mí, señor.
El Presidente se rió.
—No, ésta no es su área de especialización. Además, ya he obtenido la verificación mediante canales extragubernamentales.
El alivio de Rachel dejó paso a una renovada perplejidad.
—¿Extragubernamental, señor? ¿Quiere decir que ha recurrido al sector privado? ¿Para algo tan secreto?
El Presidente asintió con convicción.
—He reunido a un grupo de confirmación externo; cuatro científicos civiles. Se trata de personal ajeno a la NASA con un gran nombre y una gran reputación que proteger. Han utilizado su propio equipo para llevar a cabo sus observaciones y llegar a sus propias conclusiones. Durante las últimas cuarenta y ocho horas, estos científicos civiles han confirmado el descubrimiento de la NASA sin la menor sombra de duda.
Rachel estaba impresionada. El Presidente se había protegido haciendo gala del típico aplomo Herney: al contratar al más impensable equipo de escépticos, personal ajeno que nada tenía que ganar confirmando el descubrimiento de la NASA, se había protegido contra cualquier sospecha que apuntara a que aquello podía tratarse de una desesperada estratagema de la agencia para justificar su presupuesto, reelegir a un Presidente que tan favorable a la Estación Espacial se había mostrado y poner fin de una vez a los ataques del senador Sexton.
—Hoy, a las ocho de la noche —dijo Herney—, voy a dar una rueda de prensa en la Casa Blanca para anunciar este descubrimiento al mundo. Rachel se sintió frustrada. Herney prácticamente no le había dicho nada.
—¿Y de qué se trata ese descubrimiento exactamente?
El Presidente sonrió.
—Hoy se dará usted cuenta de que la paciencia es una virtud. Este descubrimiento es algo que tiene que ver con sus propios ojos. Necesito que entienda totalmente la situación antes de que procedamos. El director de la NASA está a la espera de ponerla al corriente. Le dirá todo lo que necesita saber. Después de eso, usted y yo discutiremos su papel con mayor profundidad.
Rachel percibió una sombra en los ojos del Presidente y recordó la advertencia de Pickering en el sentido de que la Casa Blanca podía estar guardándose algo bajo la manga. Al parecer, Pickering estaba en lo cierto, como de costumbre.
Herney señaló con un gesto un hangar cercano.
—Sígame —dijo, dirigiéndose hacia allí.
Rachel así lo hizo, confundida. El edificio que se levantaba ante sus ojos carecía de ventanas y tenía unas enormes puertas dobles selladas. El único acceso era una pequeña entrada en una de las paredes laterales del hangar. La puerta estaba abierta de par en par. El Presidente condujo a Rachel hasta quedar a unos cuantos metros de la puerta y se detuvo.
—Yo me quedo aquí —dijo, indicando hacia la puerta—. Usted entre.
Rachel vaciló.
—¿No viene? .
—Tengo que volver a la Casa Blanca. Hablaré con usted en breve. ¿Lleva teléfono móvil?
—Por supuesto, señor.
—Démelo.
Rachel sacó el móvil y se lo dio, dando por sentado que el Presidente intentaría introducir en él un número privado de contacto. En vez de eso, Herney se lo metió en el bolsillo.
—Está usted liberada en este momento —dijo el Presidente—. Acaba de ser eximida de todas sus responsabilidades laborales. No hablará hoy con nadie más sin mi autorización expresa o la del director de la NASA. ¿Me ha comprendido bien?
Rachel lo miró. «¿Acaba de robarme el móvil el Presidente?»
—Después de que el director le explique los detalles del descubrimiento, la pondrá en contacto conmigo mediante canales de comunicación seguros. Hablaré con usted pronto. Buena suerte.
Rachel miró hacia la puerta del hangar y sintió una creciente inquietud.
El presidente Herney le puso una tranquilizadora mano en el hombro e hizo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta.
—Le aseguro, Rachel, que no se arrepentirá de haberme ayudado en este asunto. Y sin una palabra más, se dirigió a grandes zancadas al PaveHawk que la había llevado a ella hasta allí. Subió a bordo y el helicóptero despegó. No miró atrás ni una sola vez.
12
Rachel Sexton se quedó sola en el umbral del hangar aislado de Wallops y escudriñó la oscuridad que tenía delante. Se sentía como si estuviera a las puertas de otro mundo. Del cavernoso interior del hangar emergía una brisa fresca y húmeda, como si el edificio estuviera respirando.
—¿Hola? —gritó Rachel con voz ligeramente temblorosa.
Silencio.
Rachel cruzó el umbral cada vez más inquieta. Su visión quedó cegada durante unos segundos mientras sus ojos se acostumbraban a la penumbra.
—La señorita Sexton, ¿verdad? —dijo la voz de un hombre a pocos metros de donde ella se encontraba.
Rachel dio un respingo y se volvió hacia el lugar de donde procedía la voz.
—Sí, señor.
Vio aproximarse la difusa figura de un hombre.
A medida que la visión de Rachel ganaba en nitidez, se encontró cara a cara con un hombretón de pétreas mandíbulas que vestía uniforme de piloto de la NASA. Era un hombre corpulento y musculoso y lucía un montón de insignias en el pecho.
—Comandante Wayne Loosigian —dijo él—. Siento haberla asustado, señora. Aquí dentro está muy oscuro. Todavía no he tenido oportunidad de abrir los portalones. —Y antes de que Rachel pudiera decir nada, añadió —: Será un honor para mí ser su piloto esta mañana.
—¿Piloto? —preguntó Rachel mirándolo fijamente, «ya tenía un piloto»—. He venido a hablar con el director.
—Sí, señora. Tengo órdenes de llevarla hasta él de inmediato.
Rachel tardó un instante en comprender la declaración del piloto. Cuando por fin asimiló lo que éste intentaba decirle, sintió una punzada de decepción. Al parecer, sus viajes no habían terminado. —¿Dónde está el director? —preguntó recelosa.
—No dispongo de esa información —respondió el piloto—. Recibiré sus coordenadas en cuanto estemos en el aire.
Rachel percibió que el hombre decía la verdad. Todo indicaba que Pickering y ella no eran las únicas personas desinformadas esa mañana. El Presidente se estaba tomando el asunto de la seguridad muy en serio y Rachel se sentía avergonzada al recordar con qué rapidez y facilidad la había «eximido de toda responsabilidad laboral». «Llevo sólo media hora fuera y ya me he quedado sin medio de comunicación y mi superior no tiene la menor idea de mi paradero».
Rachel estaba casi segura de que sus planes estaban perfectamente trazados aquella mañana. El paseo de rigor iba a dar comienzo con ella a bordo, le gustara o no. La única pregunta era cuál iba a ser su destino.
El piloto se dirigió con paso firme hacia la pared y pulsó un botón. El extremo más alejado del hangar empezó a deslizarse ruidosamente hacia un lado. La luz entró desde el exterior, perfilando un gran objeto situado en el centro del hangar.
Rachel se quedó boquiabierta. «Que Dios me asista».
En el centro del hangar había un reactor de combate de color negro y de aspecto feroz. Era el avión más aerodinámico que había visto en su vida.
—Dígame que es una broma —dijo.
—Una primera reacción de lo más común, señora, pero el F-14 Tomcat de derivas gemelas es un avión muy seguro.
«Un misil con alas».
El piloto condujo a Rachel hacia la nave. Indicó con un gesto la doble cabina. ,
—Usted irá en el asiento trasero.
—¡No me diga! —Rachel le dedicó una pequeña sonrisa—. Y yo que creía que iba a pedirme que lo pilotara.
Después de haberse puesto un traje térmico de vuelo sobre la ropa, Rachel se encontró trepando hasta la cabina y acomodó como pudo las caderas en el estrecho asiento. —Está claro que en la NASA no hay pilotos con el culo gordo —dijo.
El piloto le dedicó una sonrisa mientras la ayudaba a atarse el arnés de vuelo. A continuación le puso un casco en la cabeza.
—Volaremos a gran altura —dijo—. Necesitará oxígeno. —Tiró de una mascarilla del salpicadero lateral y empezó a adaptarla al casco.
—Puedo hacerlo sola —dijo Rachel, tendiendo la mano hacia arriba para ajustársela.
—Por supuesto, señora.
Rachel manipuló a tientas la boquilla moldeada y por fin, con un golpe seco, la colocó sobre el casco. La máscara resultaba sorprendentemente incómoda y extraña.
El comandante la miró durante un buen rato con una sonrisa de condescendencia en la cara.
—¿Pasa algo? —preguntó Rachel.
—Nada, señora —respondió el piloto disimulando—. Las bolsas para vomitar están debajo del asiento. Casi todo el mundo se marea durante su primer vuelo en un aparato de derivas gemelas.
—No se preocupe por mí —le tranquilizó Rachel al tiempo que su voz quedaba amortiguada por la sofocante presión de la máscara—. No suelo marearme cuando viajo.
El piloto se encogió de hombros.
—Lo mismo dicen muchos de los miembros de las fuerzas de élite de la Marina, y tengo que decir que he limpiado más de uno de sus vómitos en mi cabina.
Rachel asintió débilmente. «Qué encanto».
—¿Alguna pregunta antes de despegar?
Rachel vaciló un instante y luego se dio un golpecito en la boquilla que le cruzaba el mentón.
—Me está cortando la circulación. ¿Cómo pueden llevar estos trastos en viajes largos?
El piloto sonrió pacientemente.
—Bueno, señora, normalmente no los llevamos puestos al revés.
En el extremo de la pista, con los motores vibrando tras ella, Rachel se sentía como una bala dentro de una pistola a la espera de que alguien apretara el gatillo. Cuando el piloto empujó el acelerador, los dos motores gemelos Lockheed 345 del Tomcat rugieron, activándose, y el mundo entero sufrió una sacudida. Los frenos se soltaron y Rachel fue lanzada hacia atrás contra el respaldo del asiento. El reactor salió despedido por la pista y despegó en cuestión de segundos. El avión se alejaba de la superficie terrestre a una velocidad vertiginosa.
Rachel cerró los ojos mientras el aparato seguía ascendiendo imparable hacia el cielo. Se preguntó en qué se había equivocado aquella mañana. Debería estar sentada delante de su mesa, escribiendo resúmenes. Ahora se encontraba a lomos de un torpedo alimentado por testosterona y respirando por una máscara de oxígeno.
Cuando el Tomcat por fin dejó de ascender y niveló el vuelo a cuarenta y cinco mil pies de altitud, Rachel se encontraba mal. Se obligó a concentrar la mente en alguna otra cosa. De pronto, al mirar el océano, ahora a quince mil metros por debajo, se sintió lejos de casa.
Delante de ella, el piloto hablaba con alguien por la radio. Cuando la conversación terminó, cortó la comunicación e inmediatamente hizo virar bruscamente el Tomcat hacia la izquierda. El avión se inclinó hasta quedar casi en posición vertical y Rachel sintió que el estómago le daba un vuelco. Por fin, el piloto volvió a equilibrar el aparato.
—Gracias por avisar, genio.
—Lo siento, señora, pero acabo de recibir las coordenadas secretas de su reunión con el director.
—Déjeme adivinar —dijo Rachel—. ¿Dirección norte?
El piloto pareció confundido.
—¿Cómo lo ha sabido?
Rachel suspiró. «Hay que ver cómo son estos chicos entrenados con simuladores de vuelo».
—Porque son las nueve de la mañana, amigo mío, y tenemos el sol a la derecha. Estamos volando en dirección norte.
Durante un instante reinó el silencio.
—Sí, señora. Viajaremos en dirección norte esta mañana.
—¿Y a qué distancia en dirección al norte viajaremos?
El piloto comprobó las coordenadas.
—Aproximadamente a cuatro mil quinientos kilómetros.
Rachel se enderezó en su asiento. —¿Qué? —Intentó visualizar un mapa, incapaz siquiera de imaginar qué podía haber tan al norte—, ¡Pero eso son cuatro horas de vuelo!
—A nuestra velocidad actual, sí —dijo el piloto—. Sujétese bien, por favor.
Antes de que Rachel pudiera decir nada más, el hombre retrajo las alas del F-14 hasta colocarlas en posición de bajo rozamiento. Un instante más tarde, Rachel se vio de nuevo estampada contra el asiento mientras el avión se lanzaba hacia delante como si hasta entonces no se hubiera movido. Un minuto después volaban a una velocidad aproximada de dos mil cuatrocientos kilómetros por hora.
Rachel estaba mareada. A medida que el cielo pasaba junto a ella a una velocidad cegadora, sintió que le sacudía una incontrolable oleada de arcadas. La voz del Presidente resonó levemente en su cabeza: «Le aseguro, Rachel, que no lamentará haberme ayudado en este asunto».
Con un gemido, Rachel buscó bajo el asiento la bolsa para vomitar. «Nunca hay que fiarse de un político».
13
A pesar de lo penoso que le resultaba recurrir a la chusma de los taxis para desplazarse por la ciudad, el senador Sedgewick había aprendido a soportar esos momentos de degradación ocasional en su camino hacia la gloria. El sucio taxi Mayflower que acababa de depositarle en el aparcamiento subterráneo del Purdue Hotel le proporcionaba algo que su amplia limusina no podía: anonimato.
Le encantó encontrar desierto el aparcamiento. Sólo unos cuantos coches polvorientos salpicaban un bosque de pilares de cemento. Mientras avanzaba en diagonal y a pie por el garaje, echó un vistazo a su reloj.
«Las 11:15. Perfecto».
El hombre con el que iba a reunirse siempre se mostraba muy quisquilloso con el tema de la puntualidad. Sexton recordó que, bien pensado, y teniendo en cuenta la identidad de su representado, podía mostrarse quisquilloso sobre cualquier maldito asunto que se le antojara.
Vio el Ford Windstar blanco aparcado exactamente en el mismo lugar donde lo había estado en cada uno de sus encuentros: en la esquina situada más al este del garaje, detrás de una fila de cubos de basura. Sexton habría preferido encontrarse con aquel hombre en una de las suites del hotel, pero indudablemente era consciente de las precauciones que se imponían. Los amigos de ese hombre no habían llegado al puesto que ocupaban dejando nada al azar.
Mientras se dirigía a la camioneta, sintió el conocido nerviosismo que siempre experimentaba antes de uno de esos encuentros. Obligándose a relajar los hombros, subió al asiento del pasajero acompañándose de un alegre saludo con la mano. El caballero de cabello oscuro que ocupaba el asiento del conductor no sonrió. Tenía casi setenta años, pero su rostro curtido rezumaba la dureza propia de su cargo como representante de un ejército de cínicos visionarios y de despiadados capitalistas. —Cierre la puerta —le dijo en tono seco.
Sexton obedeció, tolerando elegantemente la hosquedad del hombre. Al fin y al cabo, aquel tipo representaba a personas que controlaban enormes sumas de dinero reunidas recientemente para colocarle a él en el umbral del despacho más poderoso del mundo. Sexton había terminado por comprender que esos encuentros no eran tanto sesiones de estrategia como recordatorios mensuales de hasta qué punto se debía a sus benefactores. Aquellas personas esperaban obtener jugosos beneficios de su inversión. Sexton no podía negar que el «beneficio» era una exigencia asombrosamente escueta; sin embargo, y por increíble que resultara, se trataba de algo que estaría en su esfera de influencia en cuanto se sentara en el Despacho Oval.
—Supongo —dijo Sexton, que sabía que a aquel hombre le gustaba ir directamente al grano— que se ha hecho efectivo un nuevo pago.
—Así es. Y, como es habitual, debe usted utilizar estos fondos exclusivamente para su campaña. Nos ha complacido ver que los sondeos se inclinan cada vez más a su favor, y parece que sus jefes de campaña han estado gastando nuestro dinero de forma efectiva.
—Estamos avanzando muy rápido.
—Como le mencioné por teléfono —dijo el anciano—, he convencido a seis más para que se reúnan con usted esta noche.
—Excelente. —Sexton ya se había reservado tiempo para dedicarlo a esa reunión.
El anciano le entregó una carpeta.
—Aquí tiene su información. Estúdiela. Quieren asegurarse de que comprende usted sus preocupaciones de forma específica y de que es usted afín a ellas. Le sugiero que se reúna con ellos en su residencia.
—¿En mi casa? Pero normalmente me reúno...
—Senador. Estos seis hombres dirigen compañías poseedoras de recursos que exceden con mucho los de otras con las que usted ya ha entrado en contacto. Estos hombres son peces gordos y muy cautos. Tienen más que ganar, y, por tanto, también tienen más que perder. No me ha sido tarea fácil convencerles de que se reúnan con usted. Requerirán un trato especial. Un toque personal.
Sexton respondió con una rápida inclinación de cabeza.
—Perfecto. Puedo organizar una reunión en mi casa.
—No hace falta que le diga que desean total privacidad.
—Yo también.
—Buena suerte —dijo el anciano—. Si esta noche todo sale bien, podría ser su última reunión. Esos hombres solos pueden proporcionar todo lo necesario para darle a su campaña el empujón definitivo.
A Sexton le gustó cómo sonaba aquello. Dedicó al anciano una sonrisa confiada.
—Con suerte, amigo, cuando lleguen las elecciones, cantaremos victoria.
—¿Victoria? —El anciano lo miró ceñudo, inclinándose hacia Sexton con ojos amenazadores—. Colocarle a usted en la Casa Blanca no es más que el primer paso hacia la victoria, senador. Espero que no lo haya olvidado.
14
La Casa Blanca es una de las mansiones presidenciales más pequeñas del mundo. Mide sólo cincuenta y dos metros de largo por veintiséis de ancho y está construida sobre tan sólo ocho hectáreas de terreno ajardinado. El proyecto del arquitecto James Hoban, basado en una estructura semejante a una caja con un techo a cuatro aguas, balaustrada y una entrada con columnas, a pesar de no destacar precisamente por su originalidad, fue seleccionado en un concurso público en el que los jueces lo calificaron de «vistoso, digno y versátil».
Incluso después de vivir tres años y medio en la Casa Blanca, el presidente Zach Herney raras veces se sentía en casa entre esa maraña de candelabros, antigüedades y Marines armados que llenaban el edificio. Sin embargo, en ese momento, mientras se dirigía a grandes zancadas hacia el Ala Oeste, se sentía lleno de vigor y extrañamente relajado. Apenas notaba el peso de sus pies sobre los lujosos suelos alfombrados.
Varios miembros del personal de la Casa Blanca levantaron la mirada cuando el Presidente se acercó. Herney los saludó con la mano y de viva a voz, llamándolos por su nombre. Sus respuestas, aunque corteses, resultaron apagadas y acompañadas de sonrisas forzadas.
—Buenos días, Presidente.
—Qué alegría verle, Presidente.
—Buenos días, señor.
Mientras el Presidente se dirigía a su despacho, percibió susurros a su paso. Dentro de la Casa Blanca se tramaba una insurrección. Durante las dos últimas semanas, el clima de desilusión en el 1600 de Pennsylvania Avenue había aumentado hasta tal punto que Herney estaba empezando a sentirse como el Capitán Bligh: comandando un barco que zozobraba y cuya tripulación se estaba preparando para un motín.
El Presidente no los culpaba. Su personal había dedicado horas durísimas a apoyarle en las elecciones que se avecinaban y ahora, de pronto, todo indicaba que él estaba tirando la toalla. «Pronto lo entenderán», se dijo Herney. «Pronto volveré a ser su héroe».
Lamentaba tener que mantener a su personal totalmente al margen durante tanto tiempo, pero era de vital importancia que la información se mantuviera en secreto. Y, cuando se trataba de guardar secretos, la Casa Blanca era famosa por ser el barco con menos filtraciones de todo Washington.
Herney llegó a la sala de espera, situada delante del Despacho Oval, y le dedicó a su secretaria un animado saludo.
—Está muy guapa esta mañana, Dolores.
—Usted también, señor —respondió la secretaria, mirando el atuendo informal del Presidente con clara desaprobación.
Herney bajó la voz.
—Quiero que me organice una reunión.
—¿Con quién, señor?
—Con todo el personal de la Casa Blanca.
La secretaria levantó la mirada.
—¿Con todo su personal, señor? ¿Con los ciento cuarenta y cinco?
—Exacto.
La secretaria parecía inquieta.
—Muy bien. ¿Quiere que la organice en... la Sala de Comunicados?
Herney negó con la cabeza. ,
—No. Organícela en mi despacho.
La secretaría lo miró fijamente.
—¿Quiere ver a todo el personal dentro del Despacho Oval?
—Exactamente. ...
—¿A todos a la vez, señor?
—¿Por qué no? Convóquela a las cuatro de la tarde.
La secretaria asintió como quien le sigue la corriente a un chiflado.
—Muy bien, señor. ¿Y el motivo de la reunión es...?
—Tengo algo muy importante que anunciar al pueblo norteamericano esta noche. Quiero que mi personal lo oiga antes.
Una repentina mirada de decepción asomó al rostro de su secretaria, casi como si se hubiera estado temiendo en secreto ese momento. Bajó la voz.
—Señor, ¿va a usted a retirarse de la carrera por la presidencia?
Herney se echó a reír.
—¡Demonios, no, Dolores! ¡Me estoy preparando para luchar!
Dolores pareció dudar de sus palabras. Los informes de los medios de comunicación no dejaban de repetir que el presidente Herney estaba echando las elecciones por la borda.
El Presidente le dedicó un guiño tranquilizador.
—Dolores, durante estos últimos años ha hecho un magnífico trabajo para mí y seguirá haciéndolo durante otros cuatro. Vamos a quedarnos en la Casa Blanca. Se lo juro.
Su secretaria parecía desear más que nada en el mundo creerle.
—Muy bien, señor. Avisaré al personal. A las cuatro en punto.
Cuando Zach Herney entró en el Despacho Oval, no pudo evitar sonreír al imaginar a todo su personal arracimado en esa sala decepcionantemente pequeña.
A pesar de que ese gran despacho había recibido varios nombres a lo largo de los años —el Baño, la Madriguera de la Polla, el Dormitorio Clinton—, el favorito de Herney era «la Trampa para Langostas». La verdad es que el nombre era de lo más acertado. Cada vez que un nuevo visitante entraba en el Despacho Oval, quedaba inmediatamente desorientado. La simetría de la sala, las paredes suavemente curvas, las puertas de entrada y salida discretamente disimuladas, todo ello daba al visitante la vertiginosa sensación de que le habían tapado los ojos y le habían hecho girar sobre sí mismo. A menudo, tras una reunión en el Despacho Oval, un dignatario de visita se levantaba, estrechaba la mano del Presidente y se dirigía directamente hacia uno de los armarios. Dependiendo de cómo hubiera ido la reunión, Herney detenía al invitado a tiempo o veía divertido cómo el visitante se ponía en evidencia. Herney siempre había creído que el aspecto dominante del Despacho Oval era el águila americana blasonada en la alfombra oval de la sala. La garra izquierda del águila tenía sujeta una rama de olivo y la derecha un manojo de flechas. Pocos foráneos sabían que en tiempos de paz, el águila miraba a la izquierda, hacia la rama de olivo. Sin embargo, en tiempos de guerra, el águila miraba misteriosamente a la derecha, hacia las flechas. El mecanismo que escondía ese pequeño truco de salón era fuente de silenciosa especulación entre el personal de la Casa Blanca, porque tradicionalmente sólo el Presidente y la jefa del departamento de mantenimiento lo conocían. A Herney, la verdad que se ocultaba tras la enigmática águila le había resultado decepcionante y mundana. Un pequeño almacén del sótano contenía la segunda alfombra oval y los servicios de limpieza simplemente cambiaban las alfombras por la noche.
Cuando Herney bajó los ojos hacia la pacífica águila, que clavaba los ojos a su izquierda, sonrió al pensar que quizá debería cambiar las alfombras en honor de la pequeña guerra que estaba a punto de iniciar contra el senador Sedgewick Sexton.
15
La Delta Force de Estados Unidos es el único escuadrón de combate cuyas acciones disfrutan de total inmunidad presidencial ante la ley. La Directiva de Dirección Presidencial n° 25 (DDP 25) asegura a los soldados de la Delta Force «libertad de toda justificación legal», incluyendo la aplicación del Acta Posse Comitatus de 1876, un estatuto que impone penas de cárcel a todo aquel que emplee la fuerza militar para beneficio personal, el incumplimiento de la ley vigente o las operaciones secretas no sancionadas. Los miembros de la Delta Force se escogen con sumo cuidado entre los que forman el Grupo de Solicitudes de Combate (GSC), una organización secreta adscrita al Comando de Operaciones Especiales de Fort Bragg, en North Carolina. Los soldados de la Delta Force son asesinos entrenados: expertos en operaciones SWAT, rescate de rehenes, bombardeos sorpresa y eliminación de fuerzas enemigas clandestinas.
Debido a que normalmente las misiones de la Delta Force implican un alto nivel de confidencialidad, la cadena tradicional por niveles de mando a menudo se ve sustituida por una gestión «monocaput», un único controlador que dispone de autoridad para tomar decisiones del modo en que él o ella lo considere apropiado. El controlador suele ser un militar que goza de gran poder político y con el suficiente rango o influencia para hacerse cargo de la misión. Independientemente de la identidad de su controlador, las misiones de la Delta Force reciben la clasificación del más alto nivel, y en cuanto se completa una misión, los soldados del escuadrón no vuelven a mencionarla, ni entre sí ni con sus oficiales de mando del ámbito de Operaciones Especiales.
«Vuela. Combate. Olvida».
El escuadrón de la Delta actualmente estacionado sobre el paralelo 82 no tenía como misión volar ni combatir. Simplemente vigilaba.
A pesar de que hacía tiempo que había aprendido a no dejarse sorprender por las órdenes que recibía, Delta-Uno no podía negar que, por el momento, aquella estaba siendo una misión de lo más inusual. Durante los últimos cinco años, se había visto implicado en el rescate de rehenes en Oriente Medio, en la ubicación y en el exterminio de células terroristas que actuaban dentro de Estados Unidos e incluso en la discreta eliminación de varios hombres y mujeres peligrosos por todo el globo.
Sin ir más lejos, el mes anterior su equipo de la Delta había utilizado un microrobot volador para provocarle un infarto mortal a un capo de la droga sudamericano especialmente peligroso. Empleando un microrobot equipado con una aguja de titanio del diámetro de un cabello y armada con un potente vasoconstrictor, Delta-Dos había introducido el aparato en la casa de aquel hombre por una ventana abierta de la segunda planta, había encontrado su dormitorio y luego le había pinchado en el hombro mientras dormía. El microrobot había salido por la ventana y huido antes de que él se despertara con un dolor en el pecho. El equipo de la Delta volaba ya de regreso a casa mientras la esposa de la víctima llamaba a la ambulancia.
Sin violencia.
Muerte natural.
Había sido una preciosidad.
Más recientemente, otro microrobot que habían estacionado en la oficina de un prominente senador a fin de grabar sus encuentros personales había capturado imágenes de un lujurioso encuentro sexual. El escuadrón de la Delta se refería en son de broma a esa misión como «penetración tras las líneas enemigas».
Ahora, después de diez días sin otro cometido que el de mantenerse vigilantes, Delta-Uno estaba preparado para terminar con esa misión.
«Manteneos ocultos. Vigilad la estructura, por dentro y por fuera. Informad a vuestro controlador sobre cualquier acontecimiento inesperado».
Delta-Uno había sido entrenado para no sentir la menor emoción respecto a las misiones que se le asignaban. Sin embargo, ésta en concreto le había acelerado el pulso cuando él y su equipo recibieron la información de su cometido por primera vez. El comunicado carecía de «identidad»: cada una de sus fases se les había explicado utilizando canales electrónicamente seguros Delta-Uno no había llegado a conocer al controlador responsable de esa misión.
Delta—Uno estaba preparando una comida a base de proteínas deshidratadas cuando su reloj emitió un pitido al unísono con los de los demás. En cuestión de segundos, el dispositivo de comunicación CrypTalk que estaba junto a él parpadeó y se activó, alertado. Delta—Uno dejó de hacer lo que estaba haciendo y cogió el comunicador manual. Los otros dos hombres lo observaron en silencio.
—Delta—Uno —dijo, hablando al transmisor. Las dos palabras quedaron instantáneamente identificadas por el software de voz instalado en el dispositivo. A cada una de ellas le era asignado un número de referencia, que quedaba encriptado y era enviado vía satélite al origen de la llamada. En el extremo de la línea de quien efectuaba la llamada, y empleando un dispositivo similar, los números eran desencriptados y traducidos de nuevo a palabras empleando un diccionario predeterminado y de autoselección aleatoria. Luego las palabras eran pronunciadas en voz alta por una voz sintética. La duración total del proceso: ochenta milisegundos.
—Aquí el controlador —dijo la persona que supervisaba la operación. El tono robótico del CrypTalk era realmente inquietante: inorgánico y andrógino—. ¿Cuál es su estatus operativo?
—Todo sigue como estaba planeado —respondió Delta—Uno.
—Excelente. Tengo una actualización sobre la franja horaria. La información se hará pública esta noche a las ocho, hora de la costa Este.
Delta—Uno comprobó su cronógrafo. «Sólo faltan ocho horas». Su trabajo allí pronto habría terminado. Eso le animó.
—Hay otra novedad —dijo el controlador—. Un nuevo jugador ha entrado en la arena.
—¿Qué nuevo jugador?
Delta—Uno escuchó atentamente. «Una interesante jugada». Ahí fuera había alguien que no dejaba de jugar ni un solo momento.
—¿Cree usted que se puede confiar en ella?
—Hay que vigilarla muy de cerca.
—¿Y si hay problemas?
No hubo la menor duda desde el otro lado de la línea.
—Prevalecen las órdenes.
16
Rachel Sexton llevaba más de una hora volando en dirección norte. Aparte de un fugaz vistazo a Terranova, lo único que había visto era agua durante todo el trayecto.
«¿Por qué tenía que ser precisamente agua?», pensó con una mueca de fastidio. A los siete años, se había hundido en un estanque helado al quebrarse el hielo bajo sus pies. Atrapada bajo la superficie, estaba segura de que iba a morir. Había sido el fuerte brazo de su madre lo que finalmente había logrado sacar de un tirón su cuerpo empapado y ponerlo a salvo. Después de esa horrorosa experiencia, Rachel había luchado contra un caso persistente de hidrofobia: un claro recelo ante las grandes superficies de agua, sobre todo de agua fría. Hoy, sin nada más que el Atlántico Norte extendiéndose hasta donde le alcanzaba la vista, los viejos miedos habían vuelto a embargarla.
Hasta que el piloto no comprobó su posición con la base aérea de Thule en Groenlandia, Rachel no fue consciente de la distancia que habían recorrido. «¿Estoy encima del Círculo Polar Ártico?» La revelación intensificó su inquietud. «¿Adonde me llevan? ¿Qué es lo que ha encontrado la NASA?» Muy pronto, la extensión gris—azulada que tenía debajo apareció salpicada de miles de puntos inmaculadamente blancos.
«Icebergs».
Rachel sólo había visto icebergs una vez en su vida, hacía seis años, cuando su madre la había convencido para que la acompañara en un crucero por Alaska, madre e hija solas. Rachel había sugerido innumerables alternativas terrestres, pero su madre se había mostrado muy insistente.
—Rachel, cariño —le había dicho—: dos terceras partes del planeta están cubiertas de agua y antes o después tendrás que lidiar con eso —La señora Sexton estaba totalmente empeñada, cosa que la identificaba como un ejemplar típico de Nueva Inglaterra, en criar a una hija fuerte. El crucero había sido el último viaje que Rachel y su madre habían hecho.
«Katherine Wentworth Sexton». Rachel sintió una distante punzada de soledad. Como el viento que aullaba fuera del avión, los recuerdos no dejaban de acosarla, embargándola como siempre. La última conversación entre ambas había sido por teléfono. La mañana del día de Acción de Gracias.
—Lo siento muchísimo, mamá —dijo Rachel, telefoneándole desde el aeropuerto de O'Hare cubierto por la nieve—. Ya sé que nuestra familia nunca ha pasado el día de Acción de Gracias separada. Está claro que hoy será la primera vez. La madre de Rachel parecía deshecha.
—Tenía muchísimas ganas de verte.
—Y yo, mamá. Piensa que tendré que comer aquí, en el aeropuerto, mientras papá y tú devoráis el pavo. Hubo una pausa en la línea.
—No pensaba decírtelo hasta que llegaras, Rachel, pero tu padre me ha dicho que tiene demasiado trabajo y no puede venir a casa. Se queda en su suite del D.C. a pasar el fin de semana largo.
—¿Qué? —La sorpresa de Rachel dio paso a la rabia—. Pero si es el día de Acción de Gracias. ¡El Senado suspende su sesión! Está a menos de dos horas de casa. ¡Tendría que estar contigo!
—Lo sé. Dice que está agotado, demasiado cansado para conducir. Ha decidido que necesita pasar el fin de semana encerrado, dedicado a ponerse al día con todo el trabajo que tiene atrasado.
«¿Trabajo?», pensó Rachel escéptica. Probablemente fuera más acertado pensar que el senador Sexton estaría encerrado con otra mujer. Sus infidelidades, aunque discretas, eran un hecho desde hacía años. La señora Sexton no era ninguna estúpida, pero los líos de su marido siempre iban acompañados de convincentes coartadas y de una dolorida indignación ante la mera sugerencia de que él pudiera serle infiel. Por eso la única alternativa que le quedaba a ella era enterrar su dolor, fingiendo no ver nada. A pesar de que Rachel la había apremiado para que considerara la posibilidad del divorcio, Katherine Wentworth Sexton era una mujer de palabra.
—Hasta que la muerte nos separe —le dijo a Rachel—. Tu padre me bendijo contigo, con una hija hermosa, y por ello debo darle las gracias. Tendrá que responder de sus actos algún día ante un poder superior.
En el aeropuerto, Rachel bullía de rabia.
—¡Pero eso significa que vas a pasar el día de Acción de Gracias sola!
Rachel sintió nauseas. Que el senador abandonara a su familia el día de Acción de Gracias era caer realmente bajo, incluso tratándose de él.
—Bueno... —dijo la señora Sexton con voz decepcionada aunque decidida—. Obviamente no puedo dejar que toda esta comida se desperdicie. Me iré a casa de la tía Ann. Siempre nos invita el día de Acción de Gracias. La llamaré ahora mismo.
Rachel se sintió menos culpable, aunque sólo en parte.
—De acuerdo. Yo llegaré a casa en cuanto pueda. Te quiero, mamá.
—Buen vuelo, cariño.
Eran las diez y media de la noche cuando el taxi que la llevaba por fin emprendió la serpenteante cuesta que conducía a la lujosa propiedad del senador Sexton. Rachel enseguida se dio cuenta de que algo iba mal. Había tres coches patrulla aparcados en el camino de acceso a la casa. También había varias furgonetas de equipos de noticieros. Todas las luces de la casa estaban encendidas. Rachel se precipitó al interior con el corazón en un puño.
Un policía del estado de Virginia salió a su encuentro en el umbral de la puerta principal. Tenía una expresión severa en el rostro. No tuvo que decir una sola palabra. Rachel lo supo. Había ocurrido un accidente.
—La carretera veinticinco estaba resbaladiza debido a la lluvia y el hielo —dijo el oficial—. Su madre se ha salido de la calzada y ha ido a caer por un barranco cubierto de bosque. Lo siento. Ha fallecido a causa del impacto.
A Rachel se le paralizó el cuerpo. Su padre, que había vuelto a casa de inmediato al enterarse de la noticia, estaba ahora en el salón dando una pequeña rueda de prensa, anunciando estoicamente al mundo que su esposa había muerto en un accidente cuando regresaba a casa después de haber estado celebrando el día de Acción de Gracias en familia. Rachel se quedó a un lado, sollozando durante todo el evento.
—Mi único deseo —les dijo su padre a los medios de comunicación con los ojos velados por las lágrimas—, era haber estado en casa con ella este fin de semana. Esto jamás habría ocurrido.
«Eso tendrías que haberlo pensado hace años», sollozó Rachel mientras el odio que sentía hacia su padre se hacía cada vez más intenso, con cada instante.
Desde ese momento, Rachel se distanció de su padre como la señora Sexton jamás lo había hecho. El senador apenas pareció darse cuenta. De repente estaba muy ocupado utilizando la reciente desgracia que había sacudido a su esposa a fin de empezar a cortejar la nominación de su partido para presentarse como candidato a presidente. El voto compasivo tampoco debía despreciarse.
Tres años después, con toda su crueldad, incluso en la distancia, el senador seguía obligando a Rachel a llevar una vida solitaria. La candidatura de su padre a ocupar la Casa Blanca había aplazado de forma indefinida sus sueños de encontrar un hombre y formar una familia. Para ella había sido más fácil apartarse del todo del juego social que lidiar con el eterno desfile de pretendientes de Washington ávidos de poder, que esperaban atrapar a una dolorida «primera hija» en potencia mientras ella todavía estaba a tiro.
Fuera del F—14, la luz del día había empezado a palidecer. Era ya finales de invierno en el Ártico, una época de oscuridad perpetua. Rachel se dio cuenta entonces de que estaba volando hacia una tierra de noche eterna.
A medida que pasaban los minutos, el sol fue desapareciendo por entero, ocultándose tras el horizonte. Siguieron volando hacia el norte y apareció una brillante luna en cuarto menguante, blanca y suspendida en el cristalino aire glacial. Muy por debajo brillaban las olas del océano y los icebergs parecían diamantes bordados en una oscura malla de lentejuelas.
Por fin, Rachel vislumbró el difuso contorno de tierra firme. Sin embargo, no era lo que había esperado ver. Elevándose amenazadoramente sobre el océano delante del avión había una enorme cordillera de montañas con las cumbres cubiertas de nieve. —¿Montañas? —preguntó confundida—. ¿Hay montañas al norte de Groenlandia?
—Eso parece —dijo el piloto, que parecía tan sorprendido como ella.
Cuando el morro del F—14 se inclinó hacia abajo, Rachel sintió una aterradora ligereza. Por encima del pitido que le sacudía los oídos pudo oír un silbido electrónico y repetido en la cabina. Al parecer el piloto seguía la señal de alguna baliza direccional sin aminorar la velocidad.
En el momento en que descendieron por debajo de los tres mil pies, Rachel miró el terreno espectacularmente iluminado por la luna que tenía debajo. En la base de las montañas se abría una amplia llanura cubierta de nieve. La meseta se extendía hacia el mar unos quince kilómetros hasta terminar abruptamente en un pronunciado acantilado de hielo que caía en vertical al océano.
Fue entonces cuando lo vio. Un panorama en nada comparable a todo lo que había visto sobre la Tierra. En un primer momento creyó que la luna debía de estar haciéndole alguna jugarreta. Entrecerró los ojos sin apartarlos del terreno nevado, incapaz de comprender lo que estaba mirando. Cuanto más descendía el avión, más clara se volvía la imagen.
«¿Qué diantre...?»
El altiplano situado debajo de ellos estaba dividido en franjas... como si alguien hubiera pintado en la nieve tres enormes estrías con pintura plateada. Las relucientes franjas corrían paralelas al acantilado costero. La ilusión óptica no llegó a revelarse hasta que el avión descendió por debajo de los quinientos pies. Las tres franjas plateadas eran profundos canales, cada uno de los cuales con una anchura de más de treinta metros. Los canales se habían llenado de agua, que se había helado hasta formar surcos amplios y plateados que se extendían en paralelo por el altiplano. Las blancas cornisas que los dividían eran prominentes diques de nieve.
A medida que descendían hacia el altiplano, el avión empezó a corcovear zarandeado por fuertes turbulencias. Rachel oyó abrirse el compartimento del tren de aterrizaje con un fuerte chasquido, pero no vio ninguna pista. Mientras el piloto hacía lo imposible por mantener el avión bajo control, ella miró fuera y vislumbró dos líneas de parpadeantes luces indicadoras a ambos lados del canal de hielo más alejado del centro. Horrorizada, se dio cuenta de lo que el piloto estaba a punto de hacer.
—¿Vamos a aterrizar sobre el hielo? —preguntó. El piloto no respondió. Estaba concentrado en las rachas de viento que azotaban el aparato. Rachel sintió que se le abría un agujero en las entrañas cuando el avión redujo la velocidad y se dejó caer sobre el canal de hielo. Las altas cornisas de nieve se elevaron a cada lado del aparato y Rachel contuvo el aliento, consciente de que el menor error de cálculo en el estrecho canal significaría una muerte segura. El oscilante avión descendió aún más entre las cornisas y de pronto la turbulencia desapareció. Ahora protegido del viento, el avión aterrizó perfectamente sobre el hielo.
Los propulsores posteriores rugieron, reduciendo la velocidad del reactor. Rachel soltó un suspiro. El avión avanzó despacio a unos cien metros de donde había tomado tierra y por fin se detuvo delante de una línea roja pintada toscamente con aerosol sobre la superficie helada.
A la derecha sólo se veía un muro de nieve a la luz de la luna: la parte lateral de una cornisa de hielo. A la izquierda, el panorama era idéntico. Rachel sólo gozaba de cierta visibilidad por el parabrisas que tenía delante. Lo que vio fue una infinita extensión de hielo. Tenía la sensación de haber aterrizado en un planeta muerto. Aparte de la línea pintada en el suelo helado, no había el menor signo de vida. Entonces lo oyó. En la distancia, otro motor se aproximaba con un rugido más agudo. El sonido fue magnificándose hasta que por fin en su campo de visión apareció una máquina. Se trataba de un gran tractor de nieve multibanda que avanzaba entre sacudidas hacia ellos por el canal de hielo. Alto y alargado, parecía un insecto futurista y amenazador rechinando hacia ellos sobre sus voraces cadenas giratorias. En lo alto del chasis tenía una cabina de plexiglás desde donde una hilera de focos iluminaba el camino.
La máquina se detuvo con una sacudida directamente al lado del F—14. La puerta de la cabina de plexiglás se abrió y una figura descendió al suelo helado por una escalerilla. Estaba cubierta de la cabeza a los pies por un traje blanco y almohadillado que daba toda la impresión de haber sido inflado.
«Estoy siendo testigo del encuentro entre Mad Max y un Pillsbury Dough Boy», pensó Rachel, aliviada al menos al ver que aquel extraño planeta estaba habitado.
El hombre le indicó con una señal al piloto del F—14 que abriera la carlinga.
El piloto así lo hizo.
Cuando la cabina se abrió, la ráfaga de aire que envolvió el cuerpo de Rachel le heló las entrañas.
«¡Cierre esa maldita carlinga!»
—¿Señorita Sexton? —le gritó la figura. Su acento era inconfundiblemente norteamericano—. En nombre de la NASA, le doy la bienvenida.
Rachel estaba tiritando.
«Un millón de gracias».
—Por favor, desabróchese el arnés de vuelo, deje el casco en el avión y descienda del aparato utilizando los apoya pies del fuselaje. ¿Tiene alguna pregunta?
—Sí —le gritó Rachel a su vez—. ¿Dónde demonios estoy?
17
Marjorie Tench, la asesora principal del Presidente, era una criatura de esqueleto desmochado. Su metro ochenta y dos de cuerpo macilento parecía una de las construcciones del Erector Set de miembros y articulaciones. En lo alto de su precario cuerpo, se cernía un rostro avinagrado de piel semejante a una hoja de papel pergamino en la que alguien hubiera clavado unos ojos carentes de toda emoción. A sus cincuenta y un años, parecía haber cumplido los setenta.
Tench era reverenciada en Washington por ser una diosa en la arena política. Se decía que poseía dotes analíticas que rozaban la clarividencia. La década que llevaba al frente de la Oficina del Departamento de Estado de Inteligencia e Investigación le había ayudado a desarrollar una mente crítica y mortal. Desgraciadamente, la comprensión política de Tench iba de la mano de un temperamento glacial que pocos lograban soportar durante más de unos minutos.
Marjorie Tench había sido bendecida con el cerebro de un superordenador... y también con su calidez. Sin embargo, el presidente Zach Herney no tenía ningún problema a la hora de tolerar las idiosincrasias de aquella mujer. Su intelecto y su increíble capacidad de trabajo eran casi las únicas responsables de haber llevado a Herney al despacho que ahora ocupaba.
—Marjorie —dijo el Presidente, poniéndose en pie para darle la bienvenida al Despacho Oval—. ¿Qué puedo hacer por usted?
El Presidente no le ofreció asiento. Los típicos rituales sociales no iban con las mujeres como Marjorie Tench. Si Tench quería sentarse, sin duda no dudaría en hacerlo.
—Ya veo que ha convocado una reunión con el personal a las cuatro de la tarde de hoy. —Tenía la voz rasposa por culpa de los cigarrillos—. Excelente.
Tench se paseó de un lado a otro durante un instante y Herney percibió que las intricadas piezas de su mente giraban una y otra vez. Se sintió agradecido. Marjorie Tench era uno de los miembros selectos del personal del Presidente que estaba totalmente al corriente del descubrimiento de la NASA y su comprensión política le estaba ayudando a planear su estrategia.
—En cuanto al debate que tendrá lugar hoy en la CNN a la una—dijo Tench, tosiendo—. ¿A quién vamos a enviar para que se enfrente a Sexton?
Herney sonrió.
—A algún portavoz subalterno de campaña.
La táctica política de frustrar al «cazador» no enviándole nunca una gran presa era tan antigua como los propios debates.
—Tengo una idea mejor —dijo Tench clavando sus estériles ojos en los del Presidente—. Deje que sea yo quien vaya.
Zach Herney levantó la cabeza.
—¿Usted? —«¿En qué demonios estaría pensando?»—. Marjorie, usted no aparece nunca ante los medios de comunicación. Además, se trata de un programa de mediodía en la televisión por cable. Si envío a mi asesora principal, ¿qué mensaje estaríamos comunicando con ello? Daría la sensación de que nos estamos dejando llevar por el pánico.
—Exacto.
Herney la estudió. Fuera cual fuera el retorcido plan que Tench tenía en mente, no tenía la menor posibilidad de que Herney le permitiera aparecer en la CNN. Quien hubiera posado la mirada en Marjorie Tench sabía que existía una razón más que fundamentada para que su trabajo se desarrollara exclusivamente entre bastidores. Tench era una mujer con un aspecto aterrador y no tenía la clase de rostro que un Presidente deseaba ver comunicando el mensaje de la Casa Blanca.
—Voy a asistir a ese debate de la CNN —repitió Tench. Esta vez no lo preguntaba.
—Marjorie —maniobró el Presidente, sintiéndose incómodo—. Sin duda la campaña de Sexton dará por sentado que su presencia en la CNN prueba que la Casa Blanca está asustada. Enviar a nuestros pesos pesados tan pronto nos hará parecer claramente desesperados.
La mujer respondió con una silenciosa inclinación de cabeza y encendió un cigarrillo.
—Cuanto más desesperados parezcamos, mejor. Durante los siguientes sesenta segundos, Marjorie Tench perfiló por qué el Presidente iba a enviarla al debate de la CNN en vez de enviar a cualquier portavoz subalterno de campaña. Cuando Tench terminó de hablar, lo único que pudo hacer el Presidente fue mirarla, asombrado.
Una vez más, Marjorie Tench mostraba su genialidad política.
18
La Plataforma Milne es el témpano de hielo más extenso del hemisferio norte. Ubicada sobre el paralelo 82, en el extremo septentrional de Ellesmere Island, en el alto Ártico, la Plataforma Milne tiene una anchura de seis kilómetros y medio y alcanza grosores de casi cien metros. Mientras Rachel trepaba hasta la cápsula de plexiglás situada en lo alto del tractor de hielo, daba gracias por el anorak y los guantes adicionales que la esperaban en el asiento, así como por el calor que exhalaban los ventiladores del vehículo. Fuera, en la rampa de hielo, los motores del F—14 rugieron y el avión empezó a maniobrar, preparándose para el despegue.
Rachel levantó los ojos, alarmada.
—¿Se va?
Su nuevo anfitrión trepó al tractor, asintiendo.
—Sólo el personal científico y los miembros inmediatos del equipo de soporte de la NASA tienen acceso al centro.
Cuando el F—14 se perdió con un rugido en la oscuridad del cielo, Rachel se sintió bruscamente abandonada.
—A partir de aquí seguiremos en el IceRover —dijo el hombre—. El director la espera.
Rachel miró el plateado sendero de hielo que tenían delante e intentó imaginar qué demonios hacía el director de la NASA ahí.
—Agárrese bien —le gritó el hombre de la NASA, accionando algunas palancas. Con un gruñido, la máquina rotó noventa grados sin desplazarse, como uno de los tanques del ejército provistos de bandas de rodamiento. Ahora había quedado de cara al alto muro de una de las cornisas de nieve.
Rachel miró la pronunciada inclinación y sintió un escalofrío de miedo. «No pretenderá...»
—¡Rock and roll!
El conductor soltó el embrague y el aparato aceleró directamente hacia la pendiente. Rachel soltó un chillido ahogado y se agarró con fuerza. Cuando llegaron a la pendiente, las bandas claveteadas se hincaron en la nieve y el artilugio empezó a trepar. Rachel estaba segura de que volcarían hacia atrás, pero la cabina siguió en posición sorprendentemente horizontal mientras las bandas de rodamiento trepaban por la pendiente. Cuando la enorme máquina llegó a la cumbre de la cornisa, el conductor la detuvo y resplandeció ante su pasajera de nudillos blancos.
—¡Inténtelo con un cuatro por cuatro! ¡Sacamos el diseño del sistema de impacto del Pathfinder que enviamos a Marte y lo aplicamos a esta preciosidad! Funcionó de maravilla.
Rachel respondió con una taciturna inclinación de cabeza. —Genial.
Sentada sobre la cornisa de nieve, miró el inconcebible panorama que tenía delante. Ante ellos se alzaba una cornisa aún mayor, y luego las ondulaciones se interrumpían bruscamente. Más allá, el hielo se aplanaba formando una reluciente extensión ligeramente inclinada. La lámina de hielo iluminada por la luna se extendía en la distancia hasta estrecharse y ascender serpenteando por las montañas.
—Ése es el Glaciar Milne —dijo el conductor, señalando las montañas—. Empieza allí y desemboca en este amplío delta sobre el que estamos ahora.
El conductor volvió a encender el motor y Rachel se agarró con fuerza cuando el tractor dio un acelerón y bajó por la cara empinada de la cornisa. Al llegar al fondo, las bandas claveteadas cruzaron otro río de hielo e inició su ascenso por la siguiente cornisa. Una vez en la cumbre, y después de haberse deslizado rápidamente por el lado más alejado, cayó sobre una suave placa de hielo y empezó a atravesar el glaciar entre crujidos. —¿Falta mucho?
Lo único que Rachel veía delante de ella era hielo.
—Unos tres kilómetros.
A ella le pareció lejísimos. El viento que soplaba fuera de la cabina golpeaba el IceRover con inexorables ráfagas, haciendo repiquetear el plexiglás como si intentara enviarlo de vuelta al mar.
—Ése es el viento katabático —gritó el conductor—. ¡Acostúmbrese a él! —Le explicó que la zona sufría un permanente vendaval terral llamado «katabático», la palabra que utilizaban los griegos para designar a aquello que fluía colina abajo. El inexorable viento era al parecer producto de un aire frío y pesado que «fluía» cuesta abajo por la cara del glaciar como un río de fuerte corriente —. ¡Éste es el único lugar de la Tierra —añadió el conductor entre risas— donde el infierno llega a congelarse!
Minutos más tarde, Rachel empezó a vislumbrar a lo lejos una forma difusa delante de ellos: la silueta de una enorme cúpula blanca que emergía del hielo. Se frotó los ojos. «¿Qué diantre...?»
—Hay esquimales enormes por aquí, ¿eh? —bromeó el hombre.
Rachel intentó encontrarle sentido a aquella estructura. Se parecía al Astrodomo de Houston, pero a escala reducida.
—La NASA lo construyó hace una semana y media —dijo—. Plexipolisorbato inflable multinivel. Se inflan las piezas, se unen entre sí, se conecta la estructura entera al hielo con pitones y cables. Es como una gran tienda de campaña cubierta, aunque en realidad es el prototipo de la NASA para el habitáculo portátil que esperamos utilizar en Marte algún día. Lo llamamos «habisferio».
—¿Habisferio?
—Sí, ¿lo capta? Como no es una esfera completa, es sólo un habisferio.
Rachel sonrió y clavó la mirada en el extraño edificio que iba aumentando de tamaño a medida que se acercaban sobre la llanura glacial.
—Y como la NASA todavía no ha llegado a Marte, han decidido hacer aquí una pequeña acampada, ¿no?
El hombre se rió.
—De hecho, yo habría preferido Tahití, pero el destino fue quien decidió la ubicación.
Rachel echó una mirada incierta al edificio. La gran concha perlada ofrecía un fantasmagórico perfil contra el cielo oscuro. El Ice—Rover se aproximó a la estructura y se detuvo junto a una pequeña puerta enclavada en la pared lateral de la cúpula, que ahora se abría. La luz procedente del interior se derramó sobre la nieve. Salió una figura. Se trataba de un enorme gigante con un pulóver de lana negra que amplificaba su envergadura y que le daba el aspecto de un oso. Di unos pasos hacia el IceRover Rachel no dudó un solo instante de la identidad de aquel hombre inmenso: Lawrence Ekstrom, el director de la NASA.
El conductor esbozó una forzada sonrisa de consuelo.
—No se deje engañar por el tamaño. Ese tipo es un gatito.
«A mí me parece más un tigre», pensó Rachel, que conocía bien la reputación de Ekstrom según la cual era capaz de arrancarle la cabeza a todo aquél que se interponía entre él y sus sueños.
Cuando Rachel descendió del IceRover, el viento a punto estuvo de llevársela. Se arrebujó en su abrigo y avanzó hacia la cúpula.
El director de la NASA se encontró con ella a medio camino y le tendió una garra enorme y enguantada.
—Gracias por venir, señorita Sexton.
Rachel asintió, vacilante, y gritó por encima del ululante viento:
—Francamente, señor, no estoy muy segura de haber tenido muchas posibilidades de elegir.
Mil metros por encima del glaciar, Delta-Uno observaba a través de sus prismáticos infrarrojos cómo el director de la NASA hacía pasar a Rachel Sexton al interior de la cúpula.
19
Lawrence Ekstrom, el director de la NASA, era un hombre gigantesco, rubicundo y brusco, muy parecido a un enojado dios nórdico. Llevaba el pelo, rubio y espinoso, muy corto, tipo militar, sobre una frente arrugada, y tenía la nariz bulbosa y salpicada de una red de venas. En ese momento, sus ojos pétreos parecían a punto de cerrarse debido al peso de innumerables noches sin dormir. Ekstrom, influyente estratega aerospacial y consejero de operaciones del Pentágono antes de ser contratado por la NASA, era famoso por su mal humor, sólo comparable a su incontestable dedicación a la misión que tuviera entre manos.
Mientras Rachel Sexton seguía a Lawrence Ekstron al habisferio, se encontró avanzando por una terrorífica y traslúcida maraña de pasillos. La laberíntica red parecía haberse creado suspendiendo láminas de plástico opaco por entre tensos cables entrelazados. El suelo de aquel entramado era inexistente: una placa de hielo cubierta de franjas de alfombrillas de goma para facilitar la adherencia. Pasaron por una rudimentaria zona habitacional flanqueada por camas de campaña y retretes químicos.
Afortunadamente, la temperatura era agradable en el interior del habisferio, aunque el ambiente era pesado debido al popurrí de olores irreconocibles que acompañan a los humanos en los espacios cerrados. En alguna parte rugía un generador: al parecer la fuente de electricidad que alimentaba las múltiples bombillas que colgaban de los cables del pasillo.
—Señorita Sexton —gruñó Ekstrom, guiándola animadamente hacia un destino desconocido—. Permita que sea sincero con usted desde el principio. —Su tono de voz denotaba cualquier cosa menos alegría por tenerla como invitada—. Está usted aquí porque el Presidente así lo quiere. Zach Herney y yo somos amigos desde hace tiempo y además es un fiel partidario de la NASA. Le respeto. Le debo mucho. Y confío en él. Nunca cuestiono sus órdenes directas, ni siquiera cuando no me gustan. Para que no exista ninguna confusión, quiero que sea usted consciente de que yo no comparto el entusiasmo del Presidente por implicarla a usted en este asunto.
Rachel no daba crédito a lo que oía. «¿He recorrido cuatro mil quinientos kilómetros para ser objeto de esta clase de hospitalidad?» Aquel tipo nada tenía que ver con Martha Stewart.
—Con todos mis respetos —contraatacó Rachel—. También yo estoy aquí por órdenes presidenciales. Nadie me ha comunicado cuál es el propósito de mi presencia aquí. He hecho este viaje únicamente movida por mi buena fe.
—Bien —dijo Ekstrom—. En ese caso le hablaré sin rodeos.
—Desde luego, no podía usted haber empezado mejor.
La dura respuesta de Rachel pareció sobresaltar al director. Su zancada se ralentizó durante un instante y la mirada se le despejó mientras la estudiaba. Luego, como una serpiente desenroscándose, soltó un largo suspiro y recuperó el paso.
—Comprenda —empezó Ekstrom— que está usted aquí debido a un proyecto secreto de la NASA contra mi voluntad. No sólo es usted una representante de la ONR, cuyo director disfruta difamando al personal de la NASA como si se tratara de una pandilla de niños chismosos, sino que además es la hija del hombre que ha convertido en su misión personal destruir mi agencia. Éste debería ser el momento de gloria de la NASA; mi gente ha tenido que soportar muchas críticas últimamente y merece disfrutar de este momento. Sin embargo, debido a un torrente de escepticismo encabezado por su padre, la NASA se encuentra en una situación política en la que mi diligente personal se ve forzado a compartir la atención pública con un hatajo de científicos civiles elegidos al azar y con la hija del hombre que quiere destruirnos.
«Yo no soy mi padre», estuvo a punto de gritar Rachel, aunque aquel no era el momento de discutir sobre política con el director de la NASA.
—Yo no he venido hasta aquí para salir en la foto, señor.
Ekstrom le dedicó una mirada desafiante.
—Quizá descubra que no tiene otra alternativa.
El comentario la pilló por sorpresa. Aunque el presidente Herney no había dicho nada en concreto sobre que ella fuera a ayudarle públicamente, William Pickering sin duda había manifestado sus sospechas, que apuntaban a que Rachel podía convertirse en un peón político.
—Me gustaría saber qué estoy haciendo aquí —preguntó Rachel.
—A usted y a mí. No dispongo de esa información.
—¿Perdón?
—El Presidente me pidió que la informara detalladamente sobre nuestro descubrimiento en cuanto llegara. Sea cual sea el papel que quiere que represente en este circo, eso es algo que queda entre usted y él.
—Me dijo que su Sistema de Observación de la Tierra había hecho un descubrimiento.
Ekstrom la miró de reojo.
—¿Hasta qué punto está usted al corriente del proyecto SOT?
—El SOT es una constelación de cinco satélites de la NASA que escrutan la Tierra de formas distintas: proyectos de mapas oceánicos, análisis de fallas geológicas, observación del deshielo polar, localización de reservas de combustible fósil...
—Perfecto —dijo Ekstrom, que no parecía en absoluto impresionado—. En ese caso, ya sabrá que hemos incorporado un nuevo satélite a la constelación SOT. Se llama EDOP.
Rachel asintió. El Escáner de Densidad Orbital Polar (EDOP) se había diseñado para ayudar a medir los efectos del calentamiento global.
—Según tengo entendido, el EDOP calcula el grosor y la dureza de la capa de hielo polar.
—Así es, en efecto. Utiliza una tecnología espectral de banda para escanear la densidad del compuesto de grandes regiones y descubre anomalías de blandura en el hielo: puntos de aguanieve, focos de deshielo interno, grandes fisuras... todos ellos indicadores del calentamiento global.
Rachel conocía bien el sistema de escaneo de la densidad de compuestos. Era parecido a un ultrasonido subterráneo. Los satélites de la ONR habían empleado una tecnología similar para buscar variantes en la densidad del subsuelo de Europa del Este y localizar fosas comunes cuya presencia confirmó al Presidente que, sin duda, la étnica seguía siendo una realidad. —Hace dos semanas —dijo Ekstrom—, el SOT pasó por encima de esta cornisa de hielo y descubrió una anomalía en la densidad del terreno que, por su aspecto, parecía tratarse de algo que jamás hubiéramos esperado detectar. A sesenta metros por debajo de la superficie, perfectamente empotrado en una matriz de hielo, el SOT vio lo que parecía ser un glóbulo amorfo de unos tres metros de diámetro.
—¿Una bolsa de agua? —preguntó Rachel. —No. No era líquido. Extrañamente, esa anomalía era más dura que el hielo que la envolvía.
Rachel no dijo nada durante unos segundos. —Entonces..., ¿Es un canto rodado o algo así?
Ekstrom asintió. —Más o menos.
Rachel esperó a que Ekstrom rematara la información. No lo hizo. «¿Estoy aquí porque la NASA ha descubierto un pedrusco en el hielo?»
—No nos dejamos llevar por el entusiasmo hasta que el SOT calculó la densidad de la roca. Inmediatamente trajimos a un equipo para que la analizara. Resulta que la roca que está en el hielo debajo de nosotros es significativamente más densa que cualquier otro tipo de roca hallado aquí, en Ellesmere Island. Más densa, de hecho, que cualquier tipo de roca hallada en un radio de seiscientos kilómetros. Rachel miró el hielo que tenía bajo los pies, visualizando la enorme roca ahí abajo.
—¿Está diciendo que alguien la ha traído hasta aquí? Ekstron parecía vagamente divertido.
—La piedra pesa más de ocho toneladas. Está empotrada bajo sesenta metros de hielo, lo que significa que ha permanecido intacta durante más de trescientos años.
Rachel se notó cansada mientras seguía al director hasta la boca de un largo y estrecho pasillo, tras lo cual pasó junto a dos trabajadores armados de la NASA que hacían guardia. Miró a Ekstrom.
—Supongo que hay una explicación lógica para la presencia de la piedra aquí... y para todo este secretismo.
—Sin duda —dijo Ekstrom inexpresivo—. La roca encontrada por el SOT es un meteorito.
Rachel se detuvo de golpe en el pasillo y clavó la mirada en el director.
—¿Un meteorito? —Una oleada de decepción la envolvió. Un meteorito le pareció un absoluto anticlímax a tenor del gran enredo montado por el Presidente. «¿Y este descubrimiento es el que justifica por sí mismo todos los fracasos y gastos de la NASA?» ¿En qué estaba pensando Herney? Los meteoritos eran sin duda una de las rocas más raras de la Tierra, pero la NASA los descubría constantemente.
—Este meteorito es uno de los más grandes encontrados hasta ahora —dijo Ekstrom, quedándose rígido delante de ella—. Creemos que es un fragmento de otro mayor que, según hemos podido comprobar, cayó en el Océano Ártico hacia el año mil setecientos. Lo más probable es que esta roca haya sido lanzada como parte de un cúmulo de deyecciones a partir de ese impacto oceánico, que aterrizara en el Glaciar Milne y que fuera enterrada lentamente por la nieve durante los últimos trescientos años.
Rachel frunció el ceño. Aquel descubrimiento no cambiaba nada. Sentía un creciente recelo ante la posibilidad de estar siendo testigo de un rimbombante truco publicitario pergeñado por la NASA y la Casa Blanca en plena desesperación, dos entidades en lucha por intentar elevar un hallazgo propicio a la categoría de histórica victoria de la NASA.
—No parece usted muy impresionada —dijo Ekstrom.
—Supongo que esperaba algo... distinto.
Ekstrom entrecerró los ojos.
—Un meteorito de este tamaño es difícil de encontrar, señorita Sexton. Hay sólo unos pocos mayores en el mundo...
—Lo sé.
—Pero no es el tamaño del meteorito lo que nos tiene tan entusiasmados.
Rachel levantó los ojos.
Si me permite terminar —dijo Ekstrom—, se dará cuenta de que este meteorito muestra algunas características asombrosas jamás vistas en ningún otro, independientemente de su tamaño. —Ekstrom indicó con un gesto el pasillo—. Ahora, si me sigue, le presentaré a alguien más cualificado que yo para hablar de este descubrimiento.
Rachel estaba confundida. «¿Alguien más cualificado que el director de la NASA?»
Los ojos nórdicos de Ekstrom se clavaron en los suyos.
—Más cualificado, señorita Sexton, teniendo en cuenta su categoría de civil. Había dado por hecho que, siendo usted analista profesional, preferiría recibir sus datos de una fuente más imparcial.
«Touché». Rachel se hizo a un lado.
Siguió al director por el estrecho pasillo, que terminaba en unos pesados cortinajes negros. Al otro lado de las cortinas, pudo oír el reverberante murmullo de innumerables voces retumbando y resonando como si se encontraran en un gigantesco espacio abierto.
Sin añadir una sola palabra, el director alargó la mano y apartó la cortina. Rachel quedó cegada por una claridad excesiva. Vacilante, dio un paso adelante y entró, entrecerrando los ojos, al reluciente espacio. A medida que sus ojos se adaptaban a la luz, fue mirando la inmensa sala que tenía ante ella y soltó un jadeo de asombro.
—Dios mío —susurró. «¿Dónde demonios estoy?»
20
El edificio de la CNN que puede verse a las afueras de Washington D. C. es uno de los doscientos doce estudios que la cadena tiene instalados por todo el mundo, comunicados vía satélite al cuartel general de Turner Broadcasting System de Atlanta.
Eran las 13:45 cuando la limusina del senador Sedgewick Sexton entró en el aparcamiento. Se sentía muy orgulloso de sí mismo cuando bajó del vehículo y se dirigió a grandes zancadas hacia la puerta de entrada. Gabrielle y él fueron recibidos al entrar por un productor barrigón de la CNN con una sonrisa efusiva en el rostro.
—Senador Sexton —dijo el productor—. Bienvenido. Tengo excelentes noticias. Acabamos de enterarnos de la identidad de la persona enviada por la Casa Blanca para enfrentarse a usted. —El productor le mostró una amplia sonrisa que no presagiaba nada bueno—. Espero que haya venido bien preparado —dijo, señalando el estudio que se encontraba al otro lado del cristal de producción.
Sexton miró por el cristal y casi cayó de bruces. Con los ojos clavados en él, envuelta en la nube del humo de su cigarrillo, estaba el rostro más feo de la política norteamericana del momento.
—¿Marjorie Tench? —soltó Gabrielle—. ¿Qué demonios está haciendo ella aquí?
Sexton no tenía la menor idea. Sin embargo, independientemente de cuál fuera la razón de su presencia, la aparición de Marjorie Tench era una estupenda noticia, una clara señal de que el Presidente estaba realmente desesperado. ¿Por qué, si no, habría enviado a su principal asesora a primera línea de fuego? El presidente Zach Herney estaba sacando los pesos pesados y Sexton agradecía la oportunidad que ello le confería. «Cuanto más alto suba, más dura será la caída».
Al senador no le cabía la menor duda de que Tench iba a ser un duro contrincante, pero ahora que la miraba, no podía evitar pensar que el Presidente había cometido un grave error de cálculo. Marjorie Tench era una mujer de aspecto espantoso: repantigada en su asiento, fumando un cigarrillo, acercaba y alejaba con lánguido ritmo el brazo derecho hacia sus finos labios como una gigantesca mantis religiosa en pleno festín.
«Dios mío», pensó Sexton, «con ese rostro no debería salir jamás en la tele».
Las pocas veces que Sedgewick Sexton había visto el cetrino rostro de la asesora principal de la Casa Blanca en alguna revista, le había costado creer que estuviera ante una de las caras con más poder de Washington D.C..
—Esto no me gusta —susurró Gabrielle.
Sexton apenas la oyó. Cuanto más sopesaba la oportunidad que acababan de brindarle más le gustaba. Incluso más fortuita que el rostro tan poco querido por los medios de comunicación de Tench era su reputación sobre un punto fundamental: que defendiera con extremo fervor la idea de que el liderazgo de Norteamérica en el futuro podía asegurarse únicamente mediante la supremacía tecnológica. Era una ávida defensora de los programas gubernamentales I&D de tecnología de punta y, lo que era aún más importante, de la NASA. Muchos creían que era la presión ejercida entre bastidores por Tench lo que mantenía el inquebrantable apoyo del Presidente a la debilitada agencia espacial.
Sexton se preguntó si quizás el Presidente no estaría castigando a Tench por los malos consejos que ésta le había dado para que siguiera dando su apoyo a la NASA. «¿Estará echando a su primera asesora a los tiburones?»
Gabrielle Ashe miró por el cristal a Marjorie Tench y sintió una creciente inquietud. Aquella mujer era más lista que el hambre y sin duda su presencia suponía un cambio de lo más inesperado. Esos dos hechos habían alertado todos sus instintos. Teniendo en cuenta la posición de apoyo claramente manifiesta que Tench mostraba por la NASA, el hecho de que el Presidente la enviara a pecho descubierto contra el senador Sexton parecía un claro error dé cálculo. Pero sin duda el Presidente no era un estúpido. Algo le decía a Gabrielle que esa entrevista no iba a traer nada bueno. Gabrielle ya percibía al senador salivando ante su presa, cosa que poco ayudaba a mitigar su preocupación. Sexton tenía la costumbre de pasarse de rosca cuando se ponía fanfarrón. El asunto de la NASA había supuesto un ascenso más que bienvenido en los sondeos de intención de voto, pero ella opinaba que últimamente Sexton había insistido demasiado al respecto. Muchas campañas se habían perdido en manos de candidatos que quisieron derribar de un solo golpe a su oponente cuando lo único que necesitaban era limitarse a terminar el asalto.
El productor parecía ansioso por dar inicio al inminente combate a muerte.
—Ahora le prepararemos para la entrevista, senador.
Cuando Sexton se dirigía al estudio, Gabrielle le tiró de la manga.
—Sé lo que está pensando —susurró—. Pero sea listo. No se pase de rosca.
—¿Pasarme de rosca? ¿Yo? —dijo Sexton con una amplía sonrisa.
—Recuerde que esa mujer es un lince en lo suyo.
Sexton le dedicó una sugerente sonrisa.
—Yo también.
21
La cavernosa cámara principal del habisferio de la NASA habría resultado una extraña visión en cualquier otro lugar de la Tierra, pero a Rachel Sexton le costó aún más asimilarla por el simple hecho de estar en una plataforma de hielo ártico.
Levantó los ojos y, en cuanto vio una cúpula futurista formada a partir de blancas almohadillas triangulares y entrelazadas, tuvo la sensación de haber entrado en un sanatorio de dimensiones colosales. Los muros descendían hacia el suelo de hielo, donde un ejército de lámparas halógenas se erguían como centinelas alrededor del perímetro, proyectando una luz muy blanca hacia el cielo y dando a toda la cámara una luminosidad efímera.
Serpenteando por el suelo helado, se retorcían como pasarelas de madera unas alfombrillas de espuma negra entre una maraña de unidades de trabajo portátiles de los científicos. Entre todo aquel amasijo electrónico, treinta o cuarenta miembros del personal de la NASA vestidos por entero de blanco trabajaban de firme, consultándose alegremente y hablando con animación. Rachel reconoció de inmediato la energía que recorría el lugar.
Era el entusiasmo ocasionado por un nuevo descubrimiento.
Mientras el director y ella rodeaban el extremo de la cúpula, Rachel percibió las miradas de sorpresa y desagrado en los ojos de los que la reconocían. Sus susurros se oían claramente en aquel espacio reverberante.
—¿No es ésa la hija del senador Sexton?
—¿Qué demonios hace aquí?
—¡No puedo creer que el director se rebaje ni siquiera a hablar con ella!
Rachel casi esperó ver figuritas con alfileres clavados colgando por doquier representando a su padre. Sin embargo, la animosidad que la rodeaba no era la única emoción que había en el aire. También distinguió una clara presunción, como si la NASA supiera perfectamente quién iba a reír el último. El director condujo a Rachel hasta una serie de mesas donde un hombre solo estaba sentado frente al ordenador de una de las unidades de trabajo. Llevaba un suéter negro de cuello alto, pantalones de pana reforzada y pesadas botas de agua, en vez del correspondiente uniforme impermeable de la NASA que todo el mundo parecía lucir. Estaba de espaldas a ellos.
El director le pidió que esperara mientras él se acercaba a hablar con el desconocido. Tras un instante, el hombre del suéter de cuello alto le dedicó una inclinación de cabeza y se dispuso a apagar su ordenador. El director regresó.
—El señor Tolland seguirá con usted —dijo—. Es otro de los reclutas del Presidente, de modo que los dos se entenderán bien. Yo me reuniré con ustedes más tarde.
—Gracias.
—Supongo que ha oído usted hablar del señor Tolland.
Rachel se encogió de hombros mientras su cerebro todavía intentaba asimilar el increíble entorno que la rodeaba.
—No me suena.
El hombre del suéter de cuello alto llegó hasta ellos, sonriente.
—¿Que no le suena? —Su voz era resonante y amigable—. Es la mejor noticia que me han dado en todo el día. Tengo la sensación de ya no poder dar nunca una primera impresión.
Cuando Rachel levantó la mirada hacia el recién llegado, los pies se le quedaron pegados al suelo. Reconoció de inmediato su hermoso rostro. Todos los norteamericanos lo conocían.
—Oh —dijo Rachel, sonrojándose al tiempo que él le estrechaba la mano—. Es usted ese Michael Tolland.
Cuando el Presidente le había dicho a Rachel que había reclutado a científicos civiles de primer orden para que verificaran el descubrimiento de la NASA, ella se había imaginado a un grupo de marchitos empollones con sus iniciales estampadas en sus calculadoras. Michael Tolland era la antítesis de ese arquetipo. Tolland era una de las «celebridades científicas» más famosas de Estados Unidos del momento y protagonizaba un documental semanal titulado Mares asombrosos, en el cual enfrentaba al público cara a cara con hechizantes fenómenos oceánicos como volcanes submarinos, gusanos marinos de cinco metros y gigantescas olas asesinas. Los medios de comunicación le aclamaban como un cruce entre Jacques Cousteau y Carl Sagan, atribuyendo a sus conocimientos, su humilde entusiasmo y sus deseos de aventura la fórmula que había lanzado a Mares Asombrosos a los primeros puestos de los programas de mayor audiencia. Sin duda, y tal como admitían la mayoría de los críticos, el hecho de que Tolland fuera un hombre guapo y curtido y de que además hiciera gala de un modesto carisma, probablemente no dañaba su popularidad entre la audiencia femenina.
—Señor Tolland... —dijo Rachel, manejando un poco torpemente las palabras—. Soy Rachel Sexton.
Tolland esbozó una sonrisa torcida y satisfecha.
—Hola, Rachel. Llámeme Mike.
Rachel se encontró extrañamente sin saber qué decir. Estaba empezando a padecer una sobrecarga sensorial: el habisferio, el meteorito, los secretos, el hecho de encontrarse cara a cara con una estrella de la televisión...
—Me sorprende encontrarle aquí —dijo Rachel, intentando recuperarse—. Cuando el Presidente me ha dicho que había reclutado a científicos civiles para llevar a cabo la verificación de un descubrimiento de la NASA, supongo que esperaba... —vaciló.
—¿Auténticos científicos? —dijo Tolland con una amplia sonrisa.
Rachel se sonrojó, mortificada.
—No es eso lo que he querido decir.
—No se preocupe —dijo Tolland—. No he oído otra cosa desde que he llegado.
El director se disculpó y prometió que se uniría a ellos más tarde. Tolland se giró hacia Rachel con una mirada curiosa.
—El director me ha dicho que su padre es el senador Sexton.
Rachel asintió. «Desgraciadamente».
—¿Una espía de Sexton en las líneas enemigas?
—Las líneas de combate no siempre están donde uno se imagina.
Un silencio incómodo.
—Cuénteme —dijo rápidamente Rachel—. ¿Qué hace un oceanógrafo de fama mundial en un glaciar con un hatajo de científicos espaciales de la NASA?
Tolland se rió por lo bajo. Es que un individuo que se parecía mucho al Presidente me pidió que le hiciera un favor. Abrí la boca para decirle: «Váyase al infierno», pero no sé por qué le solté: «Sí, señor».
Rachel se rió por primera vez en lo que llevaba de la mañana.
—Bienvenido al club.
A pesar de que muchas celebridades parecían más bajas en persona, a Rachel le pareció que en el caso de Michael Tolland ocurría lo contrario. Sus ojos marrones resultaban tan despiertos y apasionados como en televisión, y su voz contenía la misma cálida modestia y entusiasmo. Con aspecto de tipo curtido y atlético de cuarenta y cinco años, Michael Tolland tenía el pelo negro y grueso y un mechón rebelde que le caía constantemente sobre la frente; la barbilla prominente y unos modales despreocupados que rezumaban seguridad. Cuando le estrechó la mano, Rachel recordó al sentir la aspereza callosa de sus palmas que Tolland no era una de las típicas personalidades «blandas» de televisión, sino más bien un consumado lobo de mar y un investigador en toda regla.
—Para serle franco —admitió Tolland, que ahora sonaba tímido—, creo que me han reclutado más por mi valor como relaciones públicas que por mis conocimientos científicos. El Presidente me pidió que viniera e hiciera un documental para él.
—¿Un documental? ¿Sobre el meteorito? ¡Pero si usted es oceanógrafo!
—¡Eso es exactamente lo que yo le dije! Pero él me respondió que no conocía a ningún realizador de documentales sobre meteoritos. Me dijo también que mi participación ayudaría a dar credibilidad al descubrimiento desde una óptica menos minoritaria. Al parecer, pretende emitir mi documental como parte de la gran rueda de prensa que ha convocado esta noche para anunciar su descubrimiento.
«Una celebridad como portavoz». Rachel pudo percibir el funcionamiento de las avanzadas maniobras políticas de Zach Herney. A menudo se acusaba a la NASA de utilizar un discurso demasiado elevado para la gran mayoría de los televidentes. Esta vez no. Habían reclutado al comunicador científico por excelencia, un rostro que los norteamericanos ya conocían y en quien confiaban cuando se trataba de ciencia.
Tolland señaló en diagonal hacia el otro extremo de la cúpula, a una pared donde se estaba levantando un área para la prensa. Había una alfombra azul sobre el hielo, cámaras de televisión, focos de los medios, una larga mesa con varios micrófonos. Alguien estaba colgando un telón de fondo con la bandera norteamericana.
—Es para esta noche —explicó—. El director de la NASA y algunos de sus más señalados científicos estarán conectados vía satélite a la Casa Blanca para que puedan participar en el anuncio que el Presidente va a hacer a las ocho.
«Qué apropiado», pensó Rachel, satisfecha al saber que Zach Herney no pensaba dejar a la NASA totalmente al margen del comunicado.
—Entonces —dijo Rachel con un suspiro—, ¿alguien va a decirme qué tiene de especial ese meteorito?
Tolland arqueó las cejas y le dedicó una misteriosa sonrisa.
—De hecho, lo que el meteorito tiene de especial es mejor verlo que oírlo. —Le indicó que le siguiera hacia el área de trabajo próxima—. Anda por aquí un tipo con un montón de muestras para enseñarle.
—¿Muestras? ¿Tienen muestras auténticas del meteorito?
—Por supuesto. Hemos extraído unas cuantas. De hecho, fueron las muestras iniciales las que alertaron a la NASA sobre la importancia del descubrimiento.
Sin saber realmente qué esperar, Rachel siguió a Tolland hasta el área de trabajo. Parecía desierta. Había una taza de café sobre un escritorio salpicado de muestras de rocas, calibradores y otro material de diagnóstico. El café humeaba.
—¡Marlinson! —gritó Tolland, mirando a su alrededor. No hubo respuesta. Soltó un suspiro frustrado y se volvió hacia Rachel—. Probablemente se haya perdido intentando encontrar leche para el café. Le aviso, hice mi postgrado en Princeton con este individuo y era capaz de perderse en su propio dormitorio. Ahora es uno de los científicos galardonados con la Medalla Nacional de la Ciencia en astrofísica. Imagínese.
Rachel dio un respingo.
—¿Marlinson? No se estará refiriendo por casualidad al famoso Corky Marlinson, ¿verdad?
Tolland se rió.
—Al mismo.
Rachel se quedó de piedra.
—¿Corky Marlinson está aquí?
Las ideas de Marlinson sobre los campos gravitatorios eran legendarias entre los ingenieros de satélites de la ONR.
—¿Marlinson es uno de los reclutas civiles del Presidente?
—Sí, uno de los verdaderos científicos.
«Más verdadero imposible», pensó Rachel. Corky Marlinson no podía ser ni más brillante ni más respetado.
—La increíble paradoja sobre Corky —dijo Tolland— es que puede citarle la distancia que existe hasta Alfa Centauro en milímetros, pero es incapaz de atarse la pajarita.
—¡Por eso llevo pajaritas con cierre! —ladró una voz nasal y afable no muy lejos de ellos—. La eficacia por encima del estilo, Mike. ¡Eso es algo que vosotros, los de Hollywood, no entendéis!
Rachel y Tolland se giraron hacia el hombre que ahora emergía de detrás de un enorme montón de maquinaria electrónica. Era rollizo y rotundo, parecido a un doguillo con los ojos saltones y un pelo que empezaba a escasear peinado hacia atrás. Cuando el hombre vio a Tolland de pie junto a Rachel, se detuvo.
—¡Por el amor del cielo, Mike! ¡Estamos en el maldito Polo Norte y tú todavía te las arreglas para conocer a mujeres estupendas! ¡Ya sabía yo que tendría que haberme dedicado a la televisión!
Michael Tolland estaba visiblemente avergonzado.
—Disculpe al señor Marlinson, señorita Sexton. Lo que le falta de tacto lo compensa con creces con desordenadas muestras de conocimiento totalmente inútil sobre nuestro universo.
Corky se acercó.
—Un verdadero placer, señora. No me he quedado con su nombre.
—Rachel —dijo ella—. Rachel Sexton.
—¿Sexton? —dijo Corky soltando un jadeo juguetón—. ¡Espero que no sea usted familia de ese senador depravado y miope!
Tolland se estremeció.
—De hecho, Corky, el senador Sexton es el padre de Rachel.
Corky dejó de reír y se desplomó.
—¿Lo ves, Mike? No es de extrañar que nunca haya tenido suerte con las mujeres.
22
El célebre astrofísico Corky Marlinson llevó a Rachel y a Tolland a su área de trabajo y empezó a rebuscar entre sus herramientas y sus muestras de roca. El hombre se movía como un muelle fuertemente contraído a punto de estallar.
—Muy bien —dijo, temblando de excitación—. Señorita Sexton, está usted a punto de recibir el curso sobre meteoritos de treinta segundos de Corky Marlinson.
Tolland le dedicó a Rachel un guiño con el que le recomendaba paciencia.
—Tenga paciencia con él. En realidad este hombre quería ser actor.
—Sí. Y Mike quería ser un científico respetable. —Corky rebuscó en una caja de zapatos, sacó tres pequeñas muestras de roca y las alineó sobre su escritorio—. Éstos son los tres principales tipos de meteoritos que existen en el mundo.
Rachel miró las tres muestras. Todas parecían extraños esferoides del tamaño de una bola de golf. Cada una de ellas se había dividido en dos para dejar a la vista su corte transversal.
—Todos los meteoritos —dijo Corky— constan de varias cantidades de aleaciones de níquel-hierro, silicatos y sulfuros. Los clasificamos según la proporción de metal y silicato que contienen.
Rachel tenía la sensación de que el «curso» sobre meteoritos de Corky Marlinson iba a prolongarse más de treinta segundos.
—Esta primera muestra de aquí —dijo Corky, señalando a una piedra brillante y negra como el carbón— es un meteorito de núcleo de hierro. Muy pesado. Este tipejo aterrizó en la Antártida hace unos cuantos años.
Rachel estudió el meteorito. Indudablemente procedía de otro mundo: un bulto de pesado hierro grisáceo con la corteza exterior quemada y ennegrecida.
—Esa capa exterior chamuscada recibe el nombre de corteza de fusión —dijo Corky—. Es el resultado de un calentamiento extremo que se produce cuando el meteoro cruza nuestra atmósfera. Todos los meteoritos muestran este aspecto chamuscado. —Corky pasó rápidamente a ocuparse de la siguiente muestra—. Este es lo que llamamos un meteorito de hierro pétreo.
Rachel estudió la muestra, percibiendo que también ésta estaba chamuscada por fuera. Tenía, sin embargo, una patina de color verdoso claro y el corte transversal parecía un colage de fragmentos coloridos y angulares comparables a un rompecabezas caleidoscópico.
—Muy bonito —dijo Rachel.
—¿Bromea? ¡Es precioso!
Corky siguió hablando durante un minuto sobre el alto contenido de olivina en la muestra (origen y causante de la pátina de color verde) y a continuación alargó la mano con gesto teatral para coger la tercera y última muestra y se la dio a Rachel.
Rachel sostuvo el último meteorito en la palma de la mano. Era de un color marrón grisáceo, parecido al granito. Parecía más pesado que una piedra terrestre, aunque no sustancialmente. La única indicación que sugería que era distinto a una roca normal era su corteza de fusión: la superficie exterior abrasada.
—Esto —dijo Corky con determinación— se conoce como meteorito pétreo. Es el tipo de meteorito más común. Más del noventa por ciento de los meteoritos encontrados en la Tierra pertenecen a esta categoría.
Rachel estaba sorprendida. Siempre se había imaginado los meteoritos como los de la primera muestra: bultos metálicos y de aspecto alienígena. El meteorito que sostenía en la mano parecía cualquier cosa menos extraterrestre. Aparte de la superficie exterior abrasada, no se diferenciaba en nada de algo que hubiera podido pisar caminando por la arena de la playa.
Corky estaba tan entusiasmado que los ojos se le habían abultado aún más.
—El meteorito que está enterrado aquí, en el hielo de Milne, es un meteorito pétreo, muy parecido al que tiene usted en la mano. Los meteoritos pétreos son casi idénticos a nuestras rocas ígneas terrestres, lo cual hace que resulte difícil reconocerlos. Normalmente son una mezcla de silicatos ligeros: feldespato, olivina y piroxeno. Nada demasiado emocionante.
«Ya veo», pensó Rachel, devolviéndole la muestra.
—Ésta parece una roca que alguien se haya dejado olvidada en una hoguera hasta quemarse.
Corky se echó a reír.
—¡Una tremenda hoguera! Ni el alto horno más monstruoso que se haya construido es capaz, ni de lejos, de reproducir el calor que experimenta un meteorito cuando entra en contacto con nuestra atmósfera. ¡Quedan destrozados!
Tolland dedicó a Rachel una sonrisa compasiva.
—Ésta es la mejor parte.
—Imagínese lo siguiente —dijo Corky, quitándole la muestra de meteorito a Rachel de las manos—. Imaginemos que este pequeño meteorito es del tamaño de una casa. —Sostuvo la muestra en alto sobre su cabeza—. Bien... está en el espacio... flotando hacia nuestro sistema solar... enfriado debido a la temperatura de menos cien grados Celsius del espacio.
Tolland se reía por lo bajo. Al parecer ya había sido testigo de la representación a cargo de Corky de la llegada del meteorito a Ellesmere Island.
Corky empezó a hacer descender la muestra.
—Nuestro meteorito se mueve hacia la Tierra... y se está acercando mucho, nuestra gravedad lo envuelve... acelerándolo... acelerándolo...
Rachel vio cómo Corky aceleraba la trayectoria de la muestra, imitando la aceleración de la gravedad.
—Ahora se mueve deprisa —exclamó Corky—. A más de quince kilómetros por segundo... ¡a cuarenta y ocho mil kilómetros por hora! A ciento treinta y cinco kilómetros sobre la superficie de la Tierra el meteorito empieza a experimentar fricción con la atmósfera. —Corky sacudió violentamente la muestra al tiempo que la hacía descender hacia el hielo—. ¡Al caer por debajo de los cien kilómetros empieza a encenderse! ¡Ahora la densidad atmosférica aumenta y la fricción es increíble! El aire que rodea al meteoroide se está volviendo incandescente a medida que el material de la superficie se funde a causa del calor. —Corky empezó a hacer ruidos que imitaban el arder y el crepitar del meteorito—. Ahora cae más allá del límite de los ochenta kilómetros ¡y el exterior se calienta a más de mil ochocientos grados Celsius!
Rachel veía sin dar crédito cómo aquel astrofísico tan apreciado por el Presidente sacudía el meteorito con más fuerza, emitiendo efectos sonoros dignos de un adolescente.
—¡Sesenta kilómetros! —gritaba ahora Corky—. Nuestro meteorito entra en contacto con la pared atmosférica. ¡El aire es demasiado denso! ¡Desacelera violentamente a más de trescientas veces la fuerza de la gravedad! —Corky imitó el chirrido de un frenazo y disminuyó bruscamente la velocidad de su descenso—. Ahora el meteorito se enfría y deja de resplandecer. ¡Entramos en zona de vuelo a oscuras! La superficie del meteoroide se endurece, pasando de su estado líquido a una corteza de fusión chamuscada.
Rachel oyó gemir a Tolland cuando Corky se arrodilló sobre el hielo para representar el golpe de gracia... el impacto con la Tierra.
—Ahora —dijo Corky— nuestro inmenso meteorito se desliza cruzando nuestra atmósfera inferior... —De rodillas, trazó un arco con el meteorito hacia el suelo, dibujando una inclinación poco acusada—. Se dirige hacia el Océano Ártico... desde un ángulo oblicuo... cayendo... casi dando la sensación de que evitará impactar con el océano... cayendo... y... —Hizo entrar en contacto la muestra con el hielo—. ¡BAM!
Rachel dio un respingo.
—¡El impacto es cataclísmico! El meteorito estalla. Algunos fragmentos salen despedidos en todas direcciones, deslizándose y girando por el océano. —Ahora Corky se movía a cámara lenta, haciendo rodar y dar tumbos a la muestra por el océano invisible hacia los pies de Rachel—. Uno de los fragmentos sigue deslizándose, dando tumbos hacia Ellesmere Island... —Llevó la muestra justo hasta el dedo gordo del pie de Rachel—. Sale deslizándose del océano, rebotando hasta tocar tierra... —Corky movió la muestra hasta hacerla subir y deslizarse sobre el zapato de Rachel y la hizo rodar hasta que se detuvo sobre su pie, cerca del tobillo—. Y por fin termina posándose en lo alto del Glaciar Milne, donde la nieve y el hielo no tardan en cubrirla, protegiéndola de la erosión atmosférica. —Corky se levantó con una sonrisa en los labios.
Rachel se había quedado con la boca abierta. Soltó una risa impresionada.
—Bien, doctor Marlinson, la explicación ha sido excepcionalmente...
—¿Lúcida?—intervino Corky.
Rachel sonrió.
—En una palabra.
Corky le devolvió la muestra.
—Mire el corte transversal.
Rachel estudió la roca durante un instante, sin ver nada.
—Inclínela hacia la luz —la apremió Tolland con voz cálida y amable—. Y fíjese bien.
Rachel se acercó la roca a los ojos y la inclinó contra los deslumbrantes halógenos que se reflejaban sobre su cabeza. Entonces lo vio: diminutos glóbulos metálicos que brillaban en la piedra. Había docenas de ellos salpicando el corte vertical como minúsculas gotas de mercurio, cada uno de ellos de aproximadamente un milímetro de diámetro.
—Esas pequeñas burbujas se llaman «cóndrulos» —dijo Corky— . Y sólo aparecen en los meteoritos.
Rachel entrecerró los ojos y clavó la mirada en las gotas.
—Sin duda nunca he visto nada semejante en una roca terrestre.
—¡Ni lo verá! —declaró Corky—. Los cóndrulos son una estructura geológica que no tenemos en la Tierra. Algunos son excepcionalmente antiguos... quizá formados por los materiales más antiguos del universo. Otros son mucho más jóvenes, como los que tiene en la mano. Los cóndrulos de ese meteorito apenas tienen ciento noventa millones de años.
—¿Ciento noventa millones de años es poco?
—¡Diantre, sí! En términos cosmológicos, eso es ayer. Sin embargo, lo que aquí nos interesa es que la muestra contiene cóndrulos, lo cual constituye una prueba meteórica concluyente.
—Bien —dijo Rachel—. Los cóndrulos son concluyentes. Lo he entendido.
—Y, por último —dijo Corky, soltando un suspiro—, si la corteza de fusión y los cóndrulos no la convencen, nosotros los astrónomos tenemos un método a prueba de errores para confirmar el origen meteórico.
—¿Que es?
Corky contestó su pregunta con un informal encogimiento de hombros.
—Simplemente utilizamos un microscopio polarizador petrogáfico, un espectrómetro de fluorescencia de rayos X, un analizador de activación de neutrones o un espectrómetro de plasma de inducción para medir las proporciones ferromagnéticas.
Tolland soltó un gemido.
—Ahora está fanfarroneando. Lo que Corky quiere decir es que podemos probar que una roca es un meteorito simplemente midiendo su contenido químico.
—¡Oye, niñito del océano! —le reprendió Corky—. Dejemos la ciencia a los científicos, ¿te parece? —De inmediato se giró hacia Rachel—. En las rocas terrestres, el níquel mineral se encuentra o bien en porcentajes muy elevados o bien extremadamente bajos; no hay término medio. Sin embargo, en los meteoritos, el contenido de níquel refleja un valor medio de valores. Así pues, si analizamos una muestra y descubrimos que el contenido de níquel refleja un valor medio, podemos garantizar sin la menor duda que la muestra es un meteorito.
Rachel estaba exasperada.
—Muy bien, caballeros: cortezas de fusión, cóndrulos, contenidos medios de níquel... todo ello prueba que la muestra procede del espacio. Ya me hago una idea. —Dejó la muestra sobre la mesa de Corky—. Pero ¿por qué estoy aquí?
Corky soltó un suspiro portentoso.
—¿Quiere ver una muestra del meteorito que la NASA ha encontrado en el hielo que tenemos bajo los pies?
«Antes de morir, por favor».
Esta vez, Corky se llevó la mano al bolsillo del pecho y sacó un pequeño trozo de piedra con forma de disco. El fragmento de roca tenía la misma forma que un CD de audio, un grosor de un centímetro y medio, y parecía similar por su composición al meteorito pétreo que Rachel acababa de ver.
—Esto es un fragmento de una muestra del núcleo que perforamos ayer —dijo Corky, dándole el disco a Rachel.
La apariencia sin duda no era arrebatadora. Como la muestra que había visto antes, se trataba de una roca pesada de color anaranjado y blanco. Parte del borde estaba chamuscado y era de color negro; al parecer se trataba de un segmento de la piel externa del meteorito.
—Veo la corteza de fusión —dijo Rachel.
Corky asintió.
—Sí. Esta muestra fue tomada de un punto cercano al exterior del meteorito, de modo que todavía conserva algo de corteza.
Rachel inclinó el disco hacia la luz y vio los diminutos glóbulos metálicos.
—Y veo los cóndrulos.
—Bien —dijo Corky con la voz tensa de entusiasmo—. Y puedo decirle, después de haber examinado esta cosa con un microscopio polarizador petrográfico, que su contenido medio de níquel nada tiene que ver con el de una roca terrestre. Felicidades, acaba usted de confirmar con éxito que la roca que tiene en la mano procede del espacio.
Rachel levantó la mirada, confundida.
—Doctor Marlinson, es un meteorito. Se supone que tiene que proceder del espacio. ¿Se me está escapando algo?
Corky y Tolland intercambiaron una mirada de complicidad. Tolland le puso a Rachel una mano en el hombro y susurró:
—Déle la vuelta.
Rachel dio la vuelta al disco para poder ver la otra cara. A su cerebro le llevó sólo un instante procesar lo que estaba mirando.
Entonces la verdad la golpeó como un camión.
«¡Imposible!», pensó soltando un jadeo. Sin embargo, mientras seguía observando la roca, se dio cuenta de que su definición de «imposible» acaba de cambiar para siempre. Clavado en la piedra había una forma que en un espécimen terrestre podría considerarse común, pero que en un meteorito era totalmente inconcebible.
—Es un... —Rachel tartamudeó, casi incapaz de pronunciar la palabra—. ¡Es... un bicho! ¡El meteorito contiene el fósil de un bicho!
Tanto Tolland como Corky estaban resplandecientes.
—Bienvenida a bordo —dijo Corky.
El torrente de emociones que embargó a Rachel la dejó momentáneamente muda y, sin embargo, y a pesar de lo perpleja que estaba, podía ver con claridad que aquel fósil había sido en su momento un organismo biológicamente vivo. La huella petrificada mediría unos seis centímetros y parecía ser el revés de algún tipo de escarabajo enorme o de algún insecto trepador. Tenía siete pares de patas articuladas agrupadas bajo un caparazón de protección externo, que a su vez parecía estar segmentado en placas como las de un armadillo.
Rachel estaba mareada.
—Un insecto procedente del espacio...
—Es un isópodo —dijo Corky—. Los insectos tienen tres pares de patas, no siete.
Rachel ni siquiera le oyó. Le daba vueltas la cabeza mientras estudiaba el fósil que tenía ante sus ojos.
—Podrá ver claramente —dijo Corky—, que el caparazón dorsal está segmentado en placas como las del escarabajo pelotero terrestre y, sin embargo, los dos apéndices prominentes a modo de cola lo diferencian, convirtiéndolo en algo más próximo a un piojo.
La mente de Rachel se había ya desconectado de Corky. La clasificación de la especie era totalmente irrelevante. Las piezas del rompecabezas ocuparon violentamente su lugar: el secretismo del Presidente, el entusiasmo de la NASA...
«¡Hay un fósil en el meteorito! ¡No es sólo una mota de bacterias o de microbios, sino una forma de vida avanzada! ¡Es una prueba de que hay vida en algún otro lugar del universo!»
23
Diez minutos después de haber dado comienzo el debate, el senador Sexton se preguntaba cómo había podido llegar a preocuparse. Marjorie Tench había sido insultantemente sobreestimada como posible adversaria. A pesar de ser una mujer reputada por su cruel sagacidad, estaba resultando más una oveja sacrificada que un contrincante digno de tenerse en cuenta.
Era cierto que al principio de la conversación Tench se había apuntado un buen tanto martilleando la plataforma pro-vida del senador por su predisposición contra las mujeres, pero entonces, justo cuando parecía que Tench estaba apretándole las tuercas, había cometido un error imperdonable. Mientras cuestionaba cómo esperaba el senador financiar las mejoras educacionales sin aumentar los impuestos, hizo una sarcástica alusión a las críticas constantes que Sexton dedicaba a la NASA.
Aunque la NASA era un tema que sin duda el senador esperaba tocar hacia el final de la discusión, Marjorie Tench había abierto la puerta antes de hora. «¡Menuda idiota!»
—Hablando de la NASA —empezó Sexton, cambiando de tema como sin darle importancia—. ¿Podría comentarnos algo sobre los constantes rumores según los cuales la NASA ha sufrido un nuevo fracaso? Marjorie Tench ni siquiera se inmutó.
—Me temo que no ha llegado a mis oídos ese rumor —respondió. Su voz de fumadora sonaba como el papel de lija.
—Entonces, ¿ningún comentario?
—Me temo que no.
Sexton no cabía en sí de gozo. En el mundo de golpes de efecto de los medios de comunicación, la expresión «sin comentario» se traducía fácilmente por «culpable de los cargos».
—Entiendo —dijo Sexton—. ¿Y qué hay de los rumores sobre una reunión secreta y de emergencia entre el Presidente y el director de la NASA?
Esta vez Tench pareció sorprendida.
—No estoy segura de a qué reunión se refiere. El Presidente tiene muchas reuniones.
—Por supuesto. —Sexton decidió ir por ella—. Señora Tench, usted es una gran defensora de la agencia espacial, ¿no es así?
Tench suspiró, al parecer cansada de las recurrentes alusiones de Sexton a su tema preferido.
—Creo en la importancia de preservar la supremacía tecnológica de Estados Unidos, ya sea militar, industrial o en el ámbito de la inteligencia o de las telecomunicaciones. Sin duda la NASA es parte de esa visión, sí.
En la cabina de producción, Sexton pudo ver los ojos de Gabrielle diciéndole que se mantuviera al margen, pero el senador saboreaba ya la sangre.
—Hay algo que despierta mi curiosidad, señora. Huelga decir que su influencia tiene mucho peso en el apoyo continuado que el Presidente ha demostrado por esta achacosa agencia.
Tench negó con la cabeza.
—No. El Presidente cree firmemente en la NASA. Toma sus propias decisiones.
Sexton no podía creer lo que estaba oyendo. Acababa de dar a Marjorie Tench una oportunidad de oro para exonerar parcialmente al Presidente aceptando personalmente parte de la culpa por la financiación de la NASA. En vez de eso, Tench se la había devuelto sin dudarlo al Presidente. «El Presidente toma sus propias decisiones». Al parecer, Tench ya se estaba intentando distanciar de una campaña que hacía aguas. A decir verdad, tampoco era nada sorprendente. Al fin y al cabo, cuando las cosas volvieran a su sitio, Marjorie Tench estaría buscando trabajo.
Durante los minutos siguientes, Sexton y Tench siguieron en la brecha. Tench formuló algunos débiles intentos por cambiar de tema mientras Sexton seguía presionándola sobre el presupuesto de la NASA.
Senador —arguyó Tench—. Usted pretende reducir el presupuesto de la NASA, pero ¿tiene idea de cuántos empleos en el sector de la alta tecnología se perderán?
Sexton a punto estuvo de reírse en la cara de aquella mujer. «¿Y a esta chiquilla la consideran una de las mentes más privilegiadas de Washington?» Obviamente, Tench tenía mucho que aprender sobre la demografía del país. Los empleos del ámbito de la alta tecnología no tenían la menor importancia en comparación con la inmensa cantidad de abnegados obreros norteamericanos.
Sexton atacó.
—Estamos hablando de un ahorro de millones, Marjorie, y si el resultado es que un hatajo de científicos de la NASA tienen que montarse en sus BMW y llevar sus currículos a otro sitio, que así sea. Por mi parte, yo me he comprometido a mantenerme inflexible con el gasto.
Marjorie Tench se quedó en silencio, como si aquel último golpe la hubiera dejado fuera de juego.
El moderador de la CNN la apremió.
—¿Alguna reacción por su parte, señora Tench?
Por fin, la mujer se aclaró la garganta y habló.
—Supongo que me sorprende oír que el señor Sexton está tan dispuesto a declararse tan abiertamente anti-NASA.
A Sexton se le entrecerraron los ojos. «Buen intento, señora».
—Yo no estoy en contra de la NASA y lamento profundamente su acusación. Simplemente estoy diciendo que el presupuesto de la agencia espacial indica la clase de gasto desproporcionado que su Presidente aplaude. La NASA dijo que podía construir el trasbordador espacial por cinco mil millones de dólares. Costó doce. Dijo también que podía construir la Estación Espacial por ocho. Ahora el precio asciende ya a cien.
—Si los norteamericanos somos un país líder —contraatacó Tench— es debido a que nos fijamos metas elevadas y nos mantenemos fieles a ellas en los momentos difíciles.
—Ese discurso de ensalzamiento del orgullo nacional no funciona conmigo, Marge. La NASA ha superado el presupuesto que le ha sido asignado tres veces en los últimos dos años y ha vuelto arrastrándose al Presidente con el rabo entre las piernas para pedir más dinero y así poder enmendar sus errores. ¿A eso le llama usted orgullo nacional? Si quiere hablar de orgullo nacional, hablemos de escuelas de peso. Hablemos de un sistema sanitario universal. Hablemos de niños inteligentes que crecen en un país de oportunidades. ¡A eso le llamo yo orgullo nacional!
Tench le clavó una mirada glacial. ¿Puedo hacerle una pregunta directa, senador?
Sexton no respondió. Simplemente esperó.
Las palabras de la mujer fueron pronunciadas deliberadamente, con una repentina infusión de firmeza.
—Senador, si yo le dijera que no podemos explorar el espacio por menos de lo que la NASA está gastando actualmente, ¿aboliría usted la agencia espacial?
La pregunta fue como si una piedra de río hubiera caído en las rodillas de Sexton. Quizá, después de todo, Tench no fuera tan estúpida. Simplemente había atacado a Sexton desde el ángulo menos esperado con un «rompevallas» (una pregunta cuidadosamente articulada que sólo permite un sí o un no como respuesta y que está diseñada para forzar a un oponente que juega a mantener un pie a cada lado de la valla a pronunciarse con claridad y a definir sin medias tintas su postura).
Instintivamente, Sexton intentó salirse por la tangente.
—No me cabe duda de que, con una gestión adecuada, la NASA puede explorar el espacio por mucho menos de lo que en estos momentos...
—Conteste a la pregunta, senador Sexton. Explorar el espacio es un asunto peligroso y costoso, comparable a construir un reactor de pasajeros. O se hace bien, o no se hace. Los riesgos son demasiado elevados. Mi pregunta sigue en pie: si llega usted a ser elegido presidente y debe escoger entre continuar financiando la NASA con su actual nivel de presupuesto o eliminar por completo el programa espacial de Estados Unidos, ¿por qué alternativa optaría?
«Mierda». Sexton levantó los ojos para mirar a Gabrielle por el cristal. En su expresión, Sexton vio reflejado lo que ya sabía. «Está usted comprometido. Sea directo. Nada de peroratas». Sexton mantuvo alta la barbilla.
—Sí. Transferiría el actual presupuesto de la NASA a nuestros sistemas escolares si tuviera que hacer frente a esa decisión. Votaría por nuestros hijos en detrimento del espacio.
La expresión del rostro de Marjorie Tench revelaba una total conmoción.
—Estoy perpleja. ¿Le he oído bien? En caso de que fuera Presidente, ¿aboliría usted el programa espacial de la nación?
Sexton sintió que estaba a punto de estallar. Ahora Tench estaba poniendo palabras en su boca que él no había dicho. Intentó contraatacar, pero Tench volvía a hablar.
—¿Está usted diciendo, senador, para que quede claro, que eliminaría a la agencia que llevó al hombre a la Luna?
—¡Lo que estoy diciendo es que la carrera espacial ha terminado! Los tiempos han cambiado. La NASA ya no desempeña un papel decisivo en las vidas de los norteamericanos de a pie y sin embargo seguimos financiándola como si lo hiciera.
—Entonces, ¿no cree que el futuro esté en el espacio?
—Sin duda, el futuro está en el espacio, ¡pero la NASA es un dinosaurio! Hay que dejar que el sector privado explore el espacio. El contribuyente no debería abrir su cartera cada vez que algún ingeniero de Washington quiere sacar una fotografía de Júpiter que nos cuesta mil millones de dólares. ¡Los norteamericanos están cansados de hipotecar el futuro de sus hijos a cambio de financiar una agencia anticuada que tan poco ofrece a cambio de sus desorbitados costes!
Tench suspiró teatralmente.
—¿Que tan poco ofrece? A excepción, quizá, del programa SETI, la NASA ha proporcionado enormes compensaciones.
Sexton apenas podía creer que la mención del SETI hubiera escapado de labios de Tench. Craso error. «Gracias por recordármelo». La Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre era el pozo más abisal de la NASA desde su creación. A pesar de que la NASA había intentado dar al proyecto un lavado de cara rebautizándolo con el nombre de «Orígenes» y modificando algunos de sus objetivos, seguía siendo la misma apuesta perdedora.
—Marjorie —dijo Sexton, aprovechando su oportunidad—. Me referiré al SETI sólo porque usted lo ha mencionado.
Extrañamente, Tench parecía casi ansiosa por oír sus palabras.
Sexton se aclaró la garganta.
—Mucha gente no está al corriente de que la NASA lleva treinta y cinco años buscando vida extraterrestre. Se trata de una cara búsqueda del tesoro: series de parabólicas para satélites, inmensos transreceptores, millones en los salarios de los científicos que siguen sentados sin haber descubierto nada. Es un vergonzoso despilfarro de recursos.
—¿Está diciendo que no hay nada ahí arriba?
—Estoy diciendo que si cualquier otra agencia gubernamental hubiera gastado cuarenta y cinco millones durante treinta y cinco años y no hubiera proporcionado el menor resultado, habría sido eliminada hace tiempo. —Sexton hizo una pausa para dejar que la gravedad de su declaración hiciera mella en la audiencia—. Después de treinta y cinco años, creo que resulta más que obvio que no vamos a encontrar vida extraterrestre.
—¿Y si se equivoca?
Sexton puso los ojos en blanco.
—Oh, por el amor de Dios, señora Tench. Si me equivoco me como el sombrero.
Marjorie Tench clavó sus macilentos ojos en el senador Sexton.
—Recordaré sus palabras, senador —dijo, sonriendo por primera vez —. Creo que todos las recordaremos.
A nueve kilómetros de allí, en el Despacho Oval, el presidente Zach Herney apagó la televisión y se sirvió una copa. Como Marjorie Tench había prometido, el senador Sexton había picado el anzuelo: el anzuelo, el hilo de pescar y el plomo.
24
Michael Tolland sintió que la empata le iluminaba el rostro al tiempo que Rachel Sexton miraba, boquiabierta y en silencio, el meteorito fosilizado que tenía en la mano. La refinada belleza del rostro de la mujer parecía disolverse en su expresión de inocente perplejidad: una chiquilla que acababa de ver a Papá Noel por primera vez.
«Sé exactamente cómo se siente», pensó.
Tolland se había sentido igualmente perplejo hacía sólo cuarenta y ocho horas. También él se había quedado sin habla. Incluso ahora, las implicaciones científicas y filosóficas del meteorito le dejaban de piedra, obligándole a reconsiderar todo aquello que siempre había creído sobre la naturaleza.
Aunque los descubrimientos oceanográficos de Tolland incluían varias especies submarinas desconocidas hasta el momento, aquel «bicho del espacio» suponía un nivel totalmente distinto de descubrimiento. A pesar de la propensión por parte de Hollywood a representar a los extraterrestres como hombrecillos verdes, tanto los astro biólogos como los entusiastas científicos coincidían en que, dada la inmensa cantidad y capacidad de adaptación de los insectos de la Tierra, la vida extraterrestre probablemente sería muy semejante a alguna forma de insecto si algún día llegaba a descubrirse.
Los insectos pertenecían al género de los phylum Arthropoda, criaturas con esqueletos externos duros y patas articuladas. Con más de 1,25 millones de especies conocidas y unas quinientas mil todavía por clasificar, los «insectos» terrestres superaban en número al resto de animales juntos. Constituían el noventa y cinco por ciento de las especies del planeta y un increíble cuarenta por ciento de su biomasa.
Lo que impresionaba no era tanto la abundancia de insectos, sino su resistencia. Desde el escarabajo del hielo del Antártico al escorpión del Valle de la Muerte, los insectos habitan felizmente a niveles mortales de temperatura, de sequía e incluso de presión. También han logrado dominar la exposición a la fuerza más mortal que se conoce en el universo: la radiación. Cuando, tras una prueba nuclear llevada a cabo en 1945, los oficiales de las fuerzas aéreas se enfundaron sus trajes antirradiación y examinaron el nivel de suelo cero, encontraron escarabajos y hormigas que seguían felizmente con sus vidas como si nada hubiera ocurrido. Los astrónomos se dieron cuenta de que el exoesqueleto protector de un artrópodo lo convertía en el candidato perfecto para habitar los innumerables planetas saturados de radiación en los que nada más podía vivir.
«Al parecer, los astro biólogos estaban en lo cierto», pensó Tolland. «ET es un insecto».
Rachel sintió que le fallaban las piernas,
—No puedo... creerlo —dijo, haciendo girar el fósil en las manos—. Jamás creí...
—Tómese su tiempo para poder asimilarlo —dijo Tolland con una amplia sonrisa—. Yo he tardado veinticuatro horas en recuperarme.
—Veo que tenemos entre nosotros a una recién llegada —dijo un hombre de raza asiática sorprendentemente alto que se acercaba para reunirse con ellos.
Corky y Tolland parecieron desinflarse al instante con su llegada. Al parecer, el instante de magia se había hecho añicos.
—Soy el doctor Wailee Ming —se presentó el hombre—. Decano de paleontología de UCLA.
El hombre mostraba al andar la pomposa rigidez de la aristocracia del Renacimiento y no dejaba de toquetearse continuamente la estrafalaria pajarita que llevaba bajo el abrigo de pelo de camello que le caía hasta las rodillas. Estaba claro que Wailee Ming no era de los que permitía que nada interfiriera con su atildada apariencia, ni siquiera en aquel lugar tan remoto.
—Soy Rachel Sexton.
La mano de Rachel todavía temblaba cuando estrechó la suave palma de Ming, que era sin duda otro de los reclutas civiles del Presidente.
—Sería para mí un placer, señorita Sexton —dijo el paleontólogo—explicarle todo lo que usted quiera saber sobre estos fósiles.
—Y muchas de las cosas que seguramente no querrá saber —gruñó Corky.
Ming se llevó la mano a la pajarita.
—Mi especialidad paleontológica son los Arthropoda y los Mygalomorphae extinguidos. Sin duda, la característica más impresionante de este organismo es...
—¡...que procede de otro maldito planeta! —le interrumpió Corky.
Ming le miró ceñudo y se aclaró la garganta.
—La característica más impresionante de este organismo es que encaja a la perfección con nuestro sistema darwiniano de taxonomía y de clasificación terrestres.
Rachel levantó la mirada. «¿Es posible clasificar esta cosa?»
—¿Se refiere usted a la clase de reino, de phylum, a la especie... ese tipo de cosas?
—Exacto —dijo Ming—. Esta especie, si hubiera sido hallada en la Tierra, sería clasificada dentro de la categoría de los isópodos y entraría dentro de la clase a la que pertenecen unas dos mil especies de piojo.
—¿Piojo? —dijo Rachel—. Pero si es enorme.
—La taxonomía no es específica con respecto al tamaño. Los gatos domésticos y los tigres están emparentados. La clasificación parte de la fisiología. Esta especie es claramente un piojo: tiene un cuerpo aplastado, siete pares de patas y una bolsa reproductora cuya estructura es idéntica a la de la cochinilla, el escarabajo pelotero, los saltamontes de playa, la cochinilla de la cerda y las limnoria. Los demás fósiles revelan...
—¿Los demás fósiles?
Ming miró a Corky y a Tolland.
—¿No lo sabe?
Tolland negó con la cabeza.
El rostro de Ming se iluminó al instante.
—Señorita Sexton, todavía no ha oído lo mejor.
—Hay más fósiles —intervino Corky, intentando arrebatarle el momento de éxito a Ming—. Muchos más. —Corky se escabulló hasta un sobre de pruebas y extrajo una hoja doblada de papel de gran tamaño. La extendió sobre el escritorio, delante de Rachel— Después de haber extraído varios núcleos, hicimos bajar una cámara de rayos X. Ésta es una traducción gráfica de la sección transversal.
Rachel miró la copia impresa de rayos X que estaba encima de la mesa e inmediatamente tuvo que sentarse. La sección transversal tridimensional del meteorito estaba abarrotada de docenas de esos insectos.
—Los registros paleolíticos —dijo Ming— suelen encontrarse en densas concentraciones. A menudo, los corrimientos de barro atrapan a los organismos en masse, cubriendo nidos o incluso comunidades enteras.
Corky sonrió.
—Creemos que la colección hallada en el meteorito representa un nido —anunció, señalando a uno de los insectos de la copia impresa—. Y ahí está mamá.
Rachel miró al espécimen en cuestión y se quedó literalmente boquiabierta. El insecto parecía medir casi un metro.
—Menudo piojo de culo gordo ¿eh? —dijo Corky.
Rachel asintió, perpleja, mientras se imaginaba piojos del tamaño de una barra de pan deambulando por ahí, en algún planeta lejano.
—En la Tierra —dijo Ming—, nuestros insectos son relativamente pequeños porque la gravedad los tiene controlados. No crecen más de lo que sus exoesqueletos pueden soportar. Sin embargo, en un planeta con gravedad reducida, los insectos podrían evolucionar hasta alcanzar dimensiones muy superiores.
—Imagínese aplastando mosquitos del tamaño de un cóndor —bromeó Corky, tomando la muestra del núcleo de manos de Rachel y metiéndosela en el bolsillo.
Ming frunció el ceño.
—¡Ni se le ocurra robar eso!
—Relájese —dijo Corky—. Tenemos ocho toneladas más en el lugar del que salió esto.
La mente analítica de Rachel barajaba los datos que tenía ante sí. Pero ¿cómo puede la vida en el espacio ser tan similar a la vida en la Tierra? Me refiero a que, ¿dicen ustedes que este insecto encaja en nuestra clasificación darwiniana?
—A la perfección —dijo Corky—. Y, lo crea o no, muchos astrónomos han predicho que la vida extraterrestre sería muy similar a la de la Tierra.
—Pero ¿por qué? —preguntó Rachel—. Esta especie procede de un entorno totalmente distinto.
—Panspermia —dijo Corky, esbozando una amplia sonrisa.
—¿Cómo dice?
—La panspermia es la teoría según la cual la vida fue plantada aquí desde otro planeta.
Rachel se levantó.
—Me pierdo.
Corky se giró hacia Tolland.
—Mike, tú eres aquí el experto en mares primordiales.
Tolland pareció feliz ante la perspectiva de tomar el relevo.
—La Tierra fue antaño un planeta sin vida, Rachel. De pronto, como de la noche a la mañana, la vida estalló. Muchos biólogos creen que la explosión de vida fue el resultado mágico de una mezcla ideal de elementos en los mares primordiales. Pero como nunca lo hemos podido reproducir en un laboratorio, los investigadores próximos a la Iglesia han hecho de ese fracaso una prueba de Dios, es decir, que la vida no podía existir a menos que Dios tocara los mares primordiales y les insuflara la vida.
—Pero nosotros, los astrónomos —declaró Corky—, encontramos otra explicación para la repentina explosión de la vida en la Tierra.
—La panspermia —dijo Rachel, que ahora comprendía de lo que estaban hablando. Había oído antes esta teoría, pero no sabía que recibía ese nombre—. La teoría según la cual un meteorito se estrelló en el caldo primordial, trayendo a la Tierra las primeras semillas de vida microbiótica.
—Bingo —dijo Corky—. Y allí se filtraron y brotaron a la vida.
—Y si eso es cierto —dijo Rachel—, los ancestros básicos de las formas de vida de la Tierra y de las formas de vida extraterrestres serían idénticas.
—Doble bingo.
«Panspermia», pensó Rachel, todavía incapaz de asimilar lo que eso implicaba.
—Entonces, el fósil no sólo confirma que existe vida en algún otro punto del universo, sino que prácticamente prueba la validez de la panspermia... que la vida en la Tierra fue plantada desde otro punto del universo.
—Triple bingo —dijo Corky, dedicándole una entusiasta inclinación de cabeza—. Técnicamente, puede que todos seamos extraterrestres —añadió, poniéndose los dedos encima de la cabeza a modo de antenas, bizqueando y sacando la lengua como un insecto.
Tolland miró a Rachel con una sonrisa patética.
—Y se supone que este individuo es el pináculo de nuestra evolución.
25
Rachel Sexton sintió como si una neblina de ensueño girara a su alrededor cuando salía del habisferio flanqueada por Michael Tolland. Corky y Ming iban detrás.
—¿Está usted bien? —preguntó Tolland, observándola.
Rachel se giró para mirarle y esbozó una débil sonrisa.
—Gracias. Es sólo que... es demasiado.
Su mente volvió tambaleándose al ALH84001, el infame descubrimiento de la NASA que había tenido lugar en 1997: un meteorito procedente de Marte que según la NASA contenía rastros de fósiles que demostraban la existencia de vida bacteriana. Desgraciadamente, pocas semanas después de la triunfal rueda de prensa de la NASA, varios científicos civiles demostraron que los «signos de vida» de la roca no eran más que querogeno producido por la contaminación terrestre. La credibilidad de la NASA había experimentado un inmenso traspié después de tamaña metedura de pata. The New York Times aprovechó la oportunidad para redefinir sarcásticamente el acrónimo de la agencia:
NASA: NOT ALWAYS SCIENTIFICALLY ACURATE.
En esa misma edición, el paleobiólogo Stephen Jay Gould resumió los problemas con el ALH84001 apuntando que la evidencia hallada en el meteorito era química e interferencial, y no «sólida» como en el caso de un inequívoco hueso o caparazón.
Ahora, no obstante, Rachel era consciente de que la NASA había hallado una prueba irrefutable. Ningún científico escéptico podía atreverse a cuestionar esos fósiles. La NASA ya no se limitaba a mostrar unas fotos borrosas y ampliadas de supuestas bacterias microscópicas, sino que ofrecía auténticas muestras de meteorito en las que bio-organismos visibles al ojo humano habían quedado empotrados en la piedra. «¡Piojos de medio metro de longitud!»
Rachel tuvo que reírse cuando se dio cuenta de que durante su infancia había sido una fanática de una canción de David Bowie que hablaba de las «arañas de Marte». Muy pocos habrían podido imaginar lo cerca que la andrógina estrella del pop británico iba a estar de prever el momento de mayor gloria de la astrobiología.
Mientras las lejanas notas de la canción resonaban en la mente de Rachel, Corky aceleró el paso tras ella.
—¿Ya ha fanfarroneado Mike sobre su documental?
—No, pero me encantaría saber de qué se trata —respondió Rachel.
Corky le dio a Tolland una palmada en la espalda.
—Adelante, grandullón. Dile por qué el Presidente decidió que el momento más importante de la historia de la ciencia debía dejarse en manos de una estrella de televisión especialista en esnórquel.
Tolland soltó un gemido.
—Corky, si no te importa...
—De acuerdo, yo me encargo —dijo Corky, abriéndose paso entre ambos—. Como probablemente ya sabe usted, señorita Sexton, el Presidente dará una rueda de prensa esta noche para hablarle al mundo del meteorito.
Como la gran mayoría del planeta está compuesta de idiotas, el Presidente le ha pedido a Mike que suba a bordo y lo simplifique todo para que el mundo pueda entenderlo.
—Gracias, Corky —dijo Tolland—. Muy bonito —añadió, mirando a Rachel—. Lo que Corky intenta decir es que, como hay tantos datos científicos por comunicar, el Presidente ha pensado que un breve documental visual sobre el meteorito puede ayudar a que la información resulte más accesible a los norteamericanos de a pie, muchos de los cuales, por muy extraño que parezca, no cuentan con titulaciones superiores en astrofísica.
—¿Sabía que acabo de enterarme de que el Presidente de nuestra nación es un gran fan de Mares Asombrosos? —le dijo Corky a Rachel, negando con la cabeza en una fingida mueca de pesar—. Zach Herney, el gobernador del mundo libre, ordena a su secretaria que le grabe el programa de Mike para poder relajarse después de una larga jornada.
Tolland se encogió de hombros.
¿Qué quieres que haga si el hombre tiene buen gusto?
Rachel estaba empezando a entender lo magistral que era el plan del Presidente. La política era un juego de medios de comunicación y Rachel ya podía imaginar el entusiasmo y la credibilidad científica que el rostro de Michael Tolland iba a aportar a la rueda de prensa. Zach Herney había reclutado al hombre ideal para apoyar su pequeño golpe de apoyo a la NASA. Los escépticos iban a tenerlo muy difícil a la hora de poner en duda los datos del Presidente sí éstos procedían de la personalidad científica televisiva número uno de la nación, así como de varios respetados científicos civiles.
—Mike ya ha grabado en vídeo declaraciones de todos los civiles para su documental, así como de la mayor parte de los grandes especialistas de la NASA. Y apuesto mi Medalla Nacional a que usted es la siguiente de su lista —dijo Corky.
Rachel se giró a mirarle.
—¿Yo? ¿Qué está diciendo? No tengo credenciales. No soy más que un enlace con la comunidad de inteligencia.
—Entonces, ¿para qué la ha hecho venir el Presidente?
—Todavía no me lo ha dicho.
Una sonrisa divertida se dibujó en los labios de Corky.
—Es usted un enlace con la inteligencia de la Casa Blanca que se dedica a la clarificación y autentificación de datos, ¿me equivoco?
—Así es, pero nunca nada relativo a la ciencia.
—Y además es la hija del hombre que ha construido su campaña en base a criticar el dinero que la NASA se ha gastado en el espacio.
Rachel intuyó lo que venía a continuación.
—Reconozca, señorita Sexton —intervino Ming— que su intervención daría a este documental una nueva dimensión de credibilidad. Si el Presidente la ha enviado aquí, sin duda querrá que participe de algún modo.
Rachel volvió a recordar la preocupación expresada por William Pickering ante la posibilidad de que fuera a ser utilizada.
Tolland miró su reloj.
—Probablemente deberíamos irnos ya —dijo, indicando al centro del habisferio—. Deben de estar a punto.
—¿A punto de qué? —preguntó Rachel.
—De llevar a cabo la extracción. La NASA va a sacar el meteorito a la superficie. Puede emerger en cualquier momento.
Rachel se quedó de piedra.
—Me está usted diciendo que están extrayendo a la superficie una roca de ocho toneladas que está enterrada bajo sesenta metros de hielo?
Corky estaba más que radiante.
—No pensaría usted que la NASA iba a dejar un descubrimiento como este enterrado en el hielo, ¿verdad?
—No, pero... —Rachel no había visto signos que indicaran la existencia de un equipo de excavación a gran escala en ningún punto del habisferio—. ¿Cómo diantre planea la NASA extraer el meteorito?
Corky estaba de pronto henchido de orgullo.
—Eso no es ningún problema. ¡Está usted en una habitación llena de científicos espaciales!
—Bobadas —se burló Ming, mirando a Rachel—. El doctor Marlinson disfruta fanfarroneando de su fuerza. Lo cierto es que todos los que estamos aquí hemos estado devanándonos los sesos para conseguir extraer el meteorito. Ha sido Mangor quien ha propuesto una solución viable.
—No conozco a Mangor.
—Especialista en glaciología de la Universidad de New Hampshire —dijo Tolland—. El cuarto y último científico reclutado por el Presidente. Y Ming tiene razón, ha sido Mangor quien ha dado con la solución.
—De acuerdo —dijo Rachel—. ¿Y cuál es la propuesta de ese tipo en cuestión?
—Tipa —la corrigió Ming, que pareció derrumbarse—. Mangor es una mujer.
—Eso es discutible —gruñó Corky, volviéndose para mirar a Rachel—. Y, por cierto, la doctora Mangor la odiará.
Tolland lanzó a Corky una mirada enojada.
—¡Es verdad! —se defendió Corky—. Odiará que alguien le "haga la competencia”.
Rachel estaba perdida.
—¿Cómo dice? ¿Competencia?
—No le haga caso —dijo Tolland—. Desgraciadamente, el hecho de que Corky sea un imbécil es algo que le pasó inadvertido al Comité Científico Nacional. La doctora Mangor y usted se llevarán bien. La doctora es una profesional. Es una de las mejores glaciólogas del mundo. De hecho, se ha mudado a la Antártida para dedicarse unos años al estudio del desplazamiento de los glaciares.
—¿Seguro? —dijo Corky—. Según tengo entendido, la Universidad de New Hampshire recibió una donación y la envió aquí para poder gozar de un poco de paz y de tranquilidad en el campus.
—¿Es usted consciente —le soltó Ming, que al parecer se había tomado el comentario como algo personal— de que la doctora Mangor casi se dejó la vida ahí abajo? Se perdió durante una tormenta y vivió durante cinco semanas a base de grasa de foca hasta que la encontraron.
—Se dice que nadie la fue a buscar —le susurró Corky a Rachel.
26
A Gabrielle Ashe el camino de regreso en limusina desde los estudios de la CNN hasta el despacho de Sexton se le hizo eterno. El senador iba sentado delante de ella, mirando por la ventana, obviamente recreándose en el debate.
—Han enviado a Tench a un programa de tarde de televisión por cable —dijo, volviéndose con una hermosa sonrisa en el rostro—. La Casa Blanca se está desesperando.
Gabrielle asintió, reservada. Había percibido una expresión de autocomplacencia en el rostro de Marjorie Tench cuando ésta se marchaba y eso le había puesto nerviosa.
El móvil personal de Sexton sonó y el senador se llevó la mano al bolsillo para cogerlo. Como muchos políticos, disponía de una serie de números de teléfono donde sus contactos podían comunicarse con él dependiendo de lo relevantes que dichos contactos fueran. Quienquiera que le estuviera llamando en ese momento, estaba en lo alto de su lista. Llamaba a la línea privada del político, un número al que incluso Gabrielle tenía aconsejado no llamar.
—Senador Sedgewick Sexton —canturreó el hombre, acentuando la musicalidad de su nombre.
Gabrielle no pudo oír la voz de quien llamaba debido al ruido que hacía la limusina, pero Sexton escuchaba con toda atención, respondiendo con entusiasmo.
Fantástico. Encantado de que haya llamado. ¿Le parece a las seis? Cena. Tengo un apartamento aquí, en Washington D. C. Privado. Cómodo. Tiene la dirección, ¿verdad? De acuerdo. Estoy ansioso Por conocerle. Le veré está noche.
Sexton colgó, claramente satisfecho consigo mismo. ¿Un nuevo fan? —preguntó Gabrielle.
Se están multiplicando —dijo el senador—. Este tipo es un Peso pesado.
Debe de serlo. ¿Va a reunirse con él en su apartamento?
Sexton normalmente defendía su santificada privacidad como un león que protegiera su último escondite.
El senador se encogió de hombros.
—Sí. Me ha parecido que debía darle un toque personal. Puede que este tipo sea definitivo para la recta final. Tengo que seguir manteniendo estos contactos personales, ya me entiende. Todo sea por mantener la confianza.
Gabrielle asintió y cogió la agenda de Sexton.
—¿Quiere que apunte la cita?
—No hace falta. De todos modos había pensado pasar la noche en casa.
Gabrielle encontró la página de la agenda correspondiente a esa noche y se dio cuenta de que ya la había marcado con dos únicas letras: «C.P.», la abreviatura que Sexton utilizaba para señalar una cita personal, una celebración privada o un «cierro la puerta a todo el mundo». Nadie sabía con total seguridad cuál de las tres alternativas correspondía a cada uno de los diferentes «C.P.». De vez en cuando, el senador se autoprogramaba una noche «C.P.» para poder refugiarse en su apartamento, desconectar todos los teléfonos y dedicarse a lo que más le gustaba: beber brandy con sus viejos amigos y fingir que se olvidaba de la política durante el resto de la noche.
Gabrielle le dedicó una mirada de sorpresa.
—¿De modo que va usted a permitir que el trabajo interfiera con una velada «C.P.» ya programada? Estoy impresionada.
—Este tipo me ha pillado en una noche en que dispongo de un poco de tiempo. Hablaré con él un rato, a ver qué es lo que tiene que decir.
Gabrielle estuvo tentada de preguntar quién era aquel hombre misterioso que acababa de llamarle, pero no había duda de que el senador no estaba dispuesto a dar más detalles. Gabrielle había aprendido a distinguir aquellas ocasiones en que era mejor no entrometerse en los asuntos de su jefe.
Cuando dieron la vuelta al anillo de circunvalación y pusieron rumbo al edificio de oficinas de Sexton, Gabrielle volvió a mirar la agenda del senador y tuvo la extraña sensación de que él sabía de antemano que iba a recibir esa llamada.
27
El hielo del centro del habisferio de la NASA estaba dominado por un armazón trípode de unos nueve metros de andamiaje compuesto, a medio camino entre un pozo de petróleo y un extraño modelo de la Torre Eiffel. Rachel estudió el artilugio, incapaz de imaginar cómo podía utilizarse para extraer ese enorme meteorito.
Bajo la torre había varios tornos sujetos a unas planchas de acero, unidas a su vez al hielo con gruesos pernos. Entrelazados a los tornos, unos cables de hierro se inclinaban hacia arriba hasta una serie de poleas situadas en lo alto de la torre. Desde ahí, los cables caían verticalmente hacia abajo, introduciéndose en el interior de estrechos agujeros taladrados en el hielo. Varios de los corpulentos hombres de la NASA hacían turnos tensando los tornos. Con cada nuevo tensado, los cables se deslizaban unos centímetros hacia arriba por los agujeros, como si estuvieran levando un ancla.
«Está claro que hay algo que se me escapa», pensó Rachel mientras ella y los demás se acercaban al lugar de la extracción. Los hombres parecían estar elevando el meteorito directamente a través del hielo.
—¡TENSIÓN NIVELADA! ¡MALDITA SEA! —gritó la voz de una mujer cerca de donde se encontraban con la elegancia de una sierra mecánica.
Rachel vio a una mujer menuda que llevaba puesto un anorak manchado de grasa. Aunque estaba de espaldas a ella, no le costó el menor esfuerzo adivinar que estaba al mando de la operación. La mujer tomaba notas en una carpeta y andaba de un lado a otro como un capataz de taladradores.
—¡No me digan que están cansadas, señoritas! Oye, Norah, deja de mangonear a esos pobres chicos de la NASA y ven un ratito conmigo —gritó Corky.
La mujer ni siquiera se volvió.
—¿Eres tú, Marlinson? Reconocería esa vocecilla en cualquier Parte. Vuelve cuando hayas alcanzado la pubertad.
Corky se giró hacia Rachel. —Norah nos da calor con su encanto.
—Te he oído, niñato del espacio —contraatacó la doctora Mangor sin dejar de tomar notas—. Y si me estás mirando el culo, estos pantalones aislantes del frío le suman quince kilos.
—No hay por qué preocuparse —gritó Corky—. No es tu enorme culo de mamut lo que me vuelve loco, sino tu irresistible personalidad.
—Olvídame.
Corky volvió a reírse.
—Tengo fantásticas noticias, Norah. Al parecer no eres la única mujer que el Presidente ha reclutado.
—Menuda novedad. Te ha reclutado a ti.
Tolland intervino.
—¿Norah? ¿Tienes un minuto para conocer a alguien?
Al oír el sonido de la voz de Tolland, Norah dejó inmediatamente lo que estaba haciendo y se volvió. Su expresión endurecida se disolvió al instante.
—¡Mike! —Norah corrió hacia él, resplandeciente—. Hace horas que no te veía.
—He estado montando el documental.
—¿Cómo ha quedado mi segmento?
—Estás brillante y encantadora.
—Ha utilizado efectos especiales —dijo Corky.
Norah hizo caso omiso del comentario y miró a Rachel con una sonrisa cortés aunque distante. Volvió a mirar a Tolland. —Espero que no me estés engañando con ella, Mike.
El rostro curtido de Tolland se sonrojó ligeramente mientras hacía las presentaciones.
—Norah, quiero presentarte a Rachel Sexton. La señorita Sexton trabaja en la comunidad de inteligencia y está aquí por deseo expreso del Presidente. Su padre es el senador Sedgewick Sexton. La presentación provocó una mueca de confusión en el rostro de Norah.
—No pienso siquiera fingir que lo entiendo. —Norah no se quitó los guantes cuando estrechó la mano de Rachel con un apretón poco entusiasta—. Bienvenida a la cima del mundo.
Rachel sonrió.
—Gracias.
A Rachel le sorprendió que Norah Mangor, a pesar de la rudeza de su voz, tuviera un rostro agradable y pícaro. Llevaba un corte de pelo estilo duendecillo, castaño con mechones grises, y tenía unos ojos vivos y penetrantes como dos cristales de hielo. Había en ella una seguridad que a Rachel le gustó.
—Norah —dijo Tolland—. ¿Tienes un minuto para compartir con Rachel lo que estás haciendo?
Norah arqueó las cejas.
—¿Así que ya os tuteáis? Vaya, vaya.
Corky soltó un gemido.
—Te lo he dicho, Mike.
Norah Mangor le mostró a Rachel la base de la torre mientras Tolland y los demás las seguían, hablando entre sí.
—¿Ve esos agujeros taladrados en el hielo debajo del trípode? —preguntó Nora señalando, al tiempo que su tono de fastidio inicial se suavizaba hasta transformarse en un profundo fervor por su trabajo.
Rachel asintió, mirando los agujeros abiertos en el hielo. Cada uno de ellos tenía un diámetro aproximado de medio metro y un cable de acero insertado en el centro.
—Esos agujeros son los que quedaron cuando perforamos las muestras de núcleo y sometimos al meteorito a un análisis de rayos X. Ahora los utilizamos como puntos de entrada para hacer bajar armellas de gran carga por los huecos vacíos y atornillarlas al meteorito. Después de eso, soltamos unos sesenta metros de cable trenzado por cada agujero, sujetamos las armellas con ganchos industriales, y ahora simplemente lo estamos levantando. A estas chicas les está llevando varias horas sacarlo a la superficie, pero ya sale.
—No estoy segura de haberlo comprendido —dijo Rachel—. El meteorito está bajo miles de toneladas de hielo. ¿Cómo lo está elevando?
Norah señaló a lo alto del andamio, donde un fino rayo de Prístina luz roja caía en vertical hacia el hielo que había debajo del trípode. Rachel lo había visto antes y había dado por hecho que simplemente se trataba de algún indicador visual... un marcador que especificaba el lugar donde el objeto estaba enterrado.
—Eso es un láser semiconductor de arseniuro y galio —dijo Norah.
Rachel miró más atentamente el rayo de luz y entonces vio que, en efecto, había fundido un diminuto agujero en el hielo y que se había abierto paso hacia las profundidades.
—Un rayo de temperatura muy elevada —dijo Norah—. Estamos calentando el meteorito a medida que lo elevamos.
Cuando Rachel entendió la sencilla brillantez del plan de la mujer, quedó impresionada. Norah se había limitado a apuntar el rayo del láser hacia abajo, atravesando con él el hielo hasta que el rayo alcanzó el meteorito. La piedra, demasiado densa para fundirla con un láser, estaba absorbiendo el calor de éste y calentándose lo suficiente para fundir el hielo que la envolvía. Mientras los hombres de la NASA tiraban del meteorito, la roca caliente, en combinación con la presión ascendente, fundía el hielo que la envolvía, abriendo un hueco por el que elevarla a la superficie. El agua que se acumulaba sobre el meteorito simplemente volvía al fondo por los bordes de la roca para rellenar de nuevo el hueco.
«Como un cuchillo caliente cortando una barra congelada de mantequilla».
Norah señaló a los hombres de la NASA encargados de los tornos.
—Los generadores no soportan tanta tensión, así que estoy utilizando mano de obra para izar la piedra.
—¡Mentira! —la interrumpió uno de los trabajadores—. ¡Utiliza mano de obra porque disfruta viéndonos sudar!
—Relájate —contraatacó Norah—. Lleváis dos días quejándoos de que tenéis frío, nenas. Yo os he ayudado a entrar en calor. Y ahora seguid tirando.
Los obreros se echaron a reír.
—¿Para qué son los postes? —preguntó Rachel, señalando varios conos naranjas de autopista posicionados alrededor de la torre en lo que parecían ser puntos elegidos al azar. Rachel había visto conos similares dispersos alrededor de la cúpula.
— Son una herramienta glaciológica crítica —dijo Norah—. Los llamamos PAYTT, es decir, «pisa aquí y tuércete el tobillo». —Cogió uno de los postes y dejó a la vista un agujero de perforación circular que se hundía como un pozo sin fondo en las profundidades del glaciar—. Mal sitio en el que pisar —añadió, volviendo a colocar el poste en su lugar—. Hemos perforado agujeros alrededor del glaciar para efectuar pruebas de continuidad estructural. Como ocurre en la arqueología, el número de años que un objeto lleva enterrado viene indicado por la distancia registrada entre el objeto enterrado y la superficie. Cuanto más abajo sea descubierto, más tiempo lleva ahí, de modo que cuando un objeto es descubierto bajo el hielo, podemos fechar la llegada del mismo calculando la cantidad de hielo que se ha acumulado encima. Para asegurarnos de que nuestros cálculos de medición de la fecha del núcleo son precisos, examinamos múltiples áreas de la placa de hielo para confirmar que el área es un bloque sólido y que no ha sido alterada por ningún terremoto, fisura, avalancha o cualquier otro fenómeno natural.
—¿Y en qué estado está este glaciar?
—Perfecto —dijo Norah—. Es un bloque sólido y perfecto. No aparecen en él líneas de falla ni signos de rotación glacial. Este meteorito es lo que llamamos una «caída estática». Lleva intacto e inalterado en el hielo desde que aterrizó, en 1716.
Rachel no logró ocultar su sorpresa.
—¿Saben el año exacto en que cayó?
Norah pareció a su vez sorprendida por la pregunta.
—Demonios, claro. Para eso me llamaron. Yo leo el hielo. —Señaló un montón de tubos cilíndricos de hielo próximos. Cada uno de ellos parecía un poste de teléfono traslúcido y estaba marcado con una brillante etiqueta naranja—. Esos núcleos de hielo son un registro geológico congelado —explicó, llevando a Rachel hasta los tubos—. Si los mira con atención, verá las distintas capas individuales que conforman el hielo.
Rachel se agachó y pudo ver claramente que el tubo estaba formado por lo que parecían ser innumerables estratos de hielo con sutiles diferencias de luminosidad y claridad. Las capas variaban entre las que eran finas como el papel y las que tenían un grosor de medio centímetro.
—Cada invierno trae consigo una fuerte nevada sobre la cornisa de hielo —dijo Norah—, y cada primavera viene acompañada de un deshielo parcial, de modo que vemos una nueva capa de compresión cada estación. Simplemente empezamos por arriba, es decir, por el invierno más reciente, y procedemos a la cuenta atrás.
—Como si contaran los anillos de un árbol.
—No es tan sencillo, señorita Sexton. Recuerde que estamos contando cientos de metros de capas. Necesitamos leer señalizadores meteorológicos a fin de establecer una cota de referencia para nuestro trabajo: registros de precipitaciones, contaminadores aéreos... ese tipo de cosas.
Tolland y los demás se unieron a ellas en ese momento. Tolland le sonrió a Rachel.
—Sabe mucho de hielo, ¿no le parece?
Rachel se sintió extrañamente contenta al verle.
—Sí, es increíble.
—Y ha de saber —añadió Tolland con un inclinación de cabeza—, que 1716, la fecha facilitada por la doctora Mangor, es exacta. La NASA dio con el mismo año de impacto mucho antes de que llegáramos aquí. La doctora Mangor extrajo sus propias muestras del núcleo, hizo sus propias pruebas y confirmó el resultado de la NASA.
Rachel estaba impresionada.
—Y, casualmente —dijo Norah—, 1716 es el año exacto en que unos exploradores afirmaron haber visto una brillante bola de fuego en el cielo sobre el norte de Canadá. El meteoro terminó siendo conocido como el Jungersol Fall, puesto que ése era el nombre de quien dirigía la expedición.
—Es decir —añadió Corky—, que el hecho de que las fechas del núcleo y el registro histórico concuerden es prácticamente una prueba irrefutable de que estamos ante un fragmento del mismo meteorito que Jungersol dijo haber visto en 1716.
—¡Doctora Mangor! —gritó uno de los trabajadores de la NASA—. ¡Están empezando a asomar los cierres de las guías!
—Se acabó el paseo, chicos —dijo Norah—. Ha llegado el momento de la verdad. —Cogió una silla plegable, se subió encima, y gritó con todas sus fuerzas—: ¡ Salida a la superficie en cinco minutos. Todos a sus puestos! Por toda la cúpula, como perros obedientes respondiendo al timbre de la cena, los científicos dejaron lo que estaban haciendo y se apresuraron hacia la zona de extracción.
Norah Mangor se llevó las manos a la cintura y supervisó sus dominios.
—Muy bien. ¡Saquemos el Titánic a la superficie!
28
—¡Haceos a un lado! —gritó Norah, moviéndose entre la creciente multitud. Los trabajadores se diseminaron. Norah asumió el control, en una demostración de cómo comprobar la tensión y la alineación de los cables.
—¡Tirad! —gritó uno de los hombres de la NASA. Los hombres tensaron los tornos y los cables se elevaron, asomando otros tres centímetros del agujero.
Mientras los cables seguían moviéndose en sentido ascendente, Rachel percibió que la multitud se adelantaba unos centímetros, movida por la anticipación. Corky y Tolland estaban cerca de ella. Parecían dos niños en Navidad. En el extremo más alejado del agujero, el corpulento Lawrence Ekstrom, el director de la NASA, se acomodó para observar la extracción.
—¡Los cierres! —gritó uno de los hombres de la NASA—. ¡Asoman las guías!
Los cables de acero que se elevaban desde los agujeros perforados en el hielo pasaron de ser trenzas plateadas a cadenas guías amarillas.
—¡Tres metros más! ¡Mantenedlo nivelado!
El grupo congregado alrededor del andamio quedó sumido en un silencio reverencial, como los asistentes a una sesión de espiritismo a la espera de que aparezca algún espectro divino, cada uno de ellos esforzándose por ser el primero en ver algo.
Entonces Rachel lo vio.
Emergiendo de la menguante capa de hielo empezó a asomar la difusa forma del meteorito. Era una sombra oblonga y oscura, borrosa al principio, aunque cada vez más clara a medida que iba fundiendo el hielo en su ascenso.
—¡Más tensión! —gritó un técnico. Los hombres tensaron los tornos y el andamio crujió.
—¡Tres metros más! ¡Mantened la tensión nivelada! Rachel pudo ver entonces que el hielo que cubría la piedra empezaba a abombarse como una bestia preñada a punto de parir. En lo alto del promontorio, rodeando el punto de entrada del láser, un pequeño círculo de hielo de la superficie empezó a ceder, fundiéndose y disolviéndose, abriendo un agujero cada vez más grande.
—¡El cuello del útero se ha dilatado! —gritó alguien—. ¡Novecientos centímetros!
Una risa tensa rompió el silencio.
—¡Muy bien, apagad el láser!
Alguien manipuló un interruptor y el rayo desapareció.
Entonces ocurrió.
Como la feroz llegada de un dios paleolítico, la enorme roca quebró la superficie con un chorro de vapor. Entre la niebla arremolinada, la forma abultada salía del hielo. Los hombres que manejaban los tornos los tensaron aún más hasta que por fin toda la piedra quedó libre de los restos de hielo y se balanceó, caliente y chorreante, sobre un pozo abierto de agua agitada.
Rachel estaba hipnotizada.
Suspendida de sus cables, empapada y chorreante, la superficie rugosa del meteorito brillaba bajo los fluorescentes, chamuscada y llena de estrías, con todo el aspecto de una enorme ciruela pasa petrificada. La roca era suave y redondeada en un extremo. Aparentemente era ésa la sección afectada por la fricción al entrar en la atmósfera.
Al mirar la chamuscada corteza de fusión, Rachel casi pudo ver al meteoro cayendo en dirección a la Tierra, envuelto en una furiosa bola de llamas. Por increíble que pareciera, aquello había tenido lugar hacía siglos. Ahora, la bestia capturada colgaba de sus cables ahí delante con el agua rezumando de su cuerpo.
La cacería había terminado.
Fue entonces cuando el drama de aquel acontecimiento sacudió a Rachel. El objeto suspendido ante sus ojos procedía de otro mundo, un mundo que existía a millones de kilómetros de allí. Y atrapada en él estaba la evidencia, o mejor, la prueba, de que el hombre no estaba solo en el universo. La euforia del momento pareció embargar a todo el mundo en el mismo instante y la multitud rompió en espontáneos gritos y aplausos. Hasta el director parecía presa de la emoción. Daba palmadas a sus hombres y mujeres en la espalda, felicitándolos. Sin apartar la mirada, Rachel sintió una repentina alegría por la NASA. Habían tenido muy mala suerte en el pasado, pero por fin las cosas estaban cambiando. Se merecían aquel momento.
El agujero abierto en el hielo parecía una pequeña piscina en mitad del habisferio. La superficie de la piscina de sesenta metros de profundidad de agua fundida chapoteó durante un rato contra las paredes de hielo del pozo y luego por fin se calmó. El nivel del agua en el pozo era de unos dos metros bajo la superficie del glaciar, resultado de la discrepancia causada tanto por la extracción de la masa del meteorito como por el hecho de que el hielo se encoge a medida que se funde.
Norah Mangor inmediatamente colocó postes PAYTT alrededor del agujero. A pesar de que éste quedaba claramente a la vista, cualquier alma curiosa que se acercara demasiado y que resbalara accidentalmente dentro se vería en un grave peligro. Las paredes del pozo eran hielo sólido y no disponían del menor asidero, de modo que intentar salir de él sin ayuda era tarea imposible.
Lawrence Ekstrom se acercó a ellos a paso silencioso por el hielo. Fue directamente hacia Norah Mangor y le estrecho la mano con firmeza.
—Buen trabajo, doctora Mangor.
—Espero un buen número de elogios impresos —replicó Norah.
—Los tendrá —afirmó el director. Se giró entonces hacia Rachel. Parecía más feliz, aliviado—. Y bien, señorita Sexton, ¿ha quedado convencida la escéptica profesional?
Rachel no pudo evitar una sonrisa.
—Yo diría que más bien asombrada.
—Bien. Entonces sígame.
Rachel siguió al director por el habisferio hasta una gran caja de metal con aspecto de contenedor de transporte industrial. La caja estaba pintada con un diseño de camuflaje militar y con letras de plantilla:
C-S-P.
—Llamará usted al Presidente desde aquí —dijo Ekstrom.
«Comunicador de Seguridad Portátil», pensó Rachel. Esas cabinas de comunicación móviles eran instalaciones de batalla de lo más común, aunque Rachel jamás habría esperado encontrar una de ellas empleada como parte de una misión de paz de la NASA. De todas formas, el director Ekstrom procedía del Pentágono, de modo que sin duda tenía acceso a juguetes como aquel. A tenor de los rostros severos de los dos guardas que vigilaban el CSP, Rachel tuvo la clara impresión de que el contacto con el mundo exterior tenía lugar sólo con el expreso consentimiento del director Ekstrom.
«Al parecer no soy la única que ha sido apartada de sus obligaciones».
Ekstrom habló brevemente con uno de los guardas situado fuera del tráiler y luego se volvió hacia Rachel.
—Buena suerte —dijo. Y se marchó.
Un guarda repiqueteó en la puerta del tráiler y ésta se abrió desde dentro. Apareció un técnico y le indicó a Rachel que entrara. Ella le siguió dentro.
El interior del CSP estaba a oscuras y resultaba agobiante. Gracias al resplandor azulado del monitor del único ordenador, Rachel logró distinguir estantes llenos de instrumental telefónico, radios y dispositivos de telecomunicación por satélite. Al instante sintió claustrofobia. El aire dentro del tráiler era sofocante, como el de un sótano en invierno.
—Siéntese aquí, por favor, señorita Sexton.
El técnico apareció con un taburete y colocó a Rachel frente a un monitor de pantalla plana. Dispuso un micrófono delante de ella y le colocó un par de abultados auriculares AKG en la cabeza. Después de consultar un libro de registro de contraseñas encriptadas, el técnico introdujo una larga serie de claves en un dispositivo cercano. En la pantalla que estaba delante de Rachel se materializó un cronómetro.
00:60 SEGUNDOS
El técnico inclinó la cabeza en un gesto satisfecho cuando el cronómetro inició la cuenta atrás.
Un minuto para la conexión.
Giró sobre sus talones y se marchó, dando un portazo. Rachel le oyó pasar el pestillo por fuera.
«Genial».
Mientras esperaba en la oscuridad, mirando el cronómetro de sesenta segundos proceder lentamente a la cuenta atrás, le vino a mientes que aquél era el primer momento de intimidad que había tenido desde primera hora de la mañana. Ese día se había despertado sin la menor idea de lo que le esperaba. «Vida extraterrestre». A partir de ese día, el mito moderno más popular de todos los tiempos había dejado de ser un mito.
Ahora empezaba a ver lo terriblemente dañino que el hallazgo del meteorito iba a resultar para la campaña de su padre. Aunque la financiación de la NASA no tenía por qué verse equiparada políticamente con el derecho al aborto, la seguridad social y la asistencia social, su padre sí lo había convertido en un asunto equiparable. Y ahora le iba a estallar en plena cara.
En cuestión de horas, los norteamericanos sentirían de nuevo en sus propias carnes el estremecimiento provocado por el triunfo de la NASA. Habría soñadores con los ojos llenos de lágrimas, científicos boquiabiertos, la imaginación de los niños campando a sus anchas. Los asuntos de dólares y de centavos se desvanecerían por insignificantes, eclipsados por este momento tan espectacular. El Presidente renacería como un fénix, transformándose en héroe, mientras que, en mitad de toda esa euforia, el metódico senador aparecería como un ser mezquino: un avaro rematado sin el menor sentido de la aventura del pueblo norteamericano.
El ordenador emitió un pitido y Rachel levantó la mirada.
00:05 SEGUNDOS
La pantalla que tenía delante parpadeó de pronto y una imagen borrosa del sello de la Casa Blanca se materializó en la pantalla. Tras un instante, la imagen se disolvió hasta dar paso al rostro del presidente Herney.
—Hola, Rachel —dijo con un malicioso brillo en sus ojos—. ¿Ha tenido usted una tarde interesante?
29
El despacho del senador Sedgewick Sexton estaba ubicado en el Philip A. Hart Senate Office Building, en la calle C, hacia el nordeste del Capitolio. El edifico era una parrilla neomoderna de rectángulos blancos que, según los críticos, parecía más una prisión que un edificio de oficinas. Muchos de los que trabajaban allí pensaban lo mismo.
En la tercera planta, las largas piernas de Gabrielle Ashe se paseaban alegremente de un lado a otro delante del monitor de su ordenador. En pantalla tenía un nuevo e-mail. No estaba segura de qué hacer con él.
Las primeras dos líneas decían así:
SEDGEWICK HA ESTADO IMPRESIONANTE EN LA CNN.
TENGO MÁS INFORMACIÓN PARA USTED.
Gabrielle había estado recibiendo mensajes como aquél durante las últimas semanas. La dirección del remitente era falsa, aunque había logrado seguirle la pista hasta el dominio «whitehouse.org». Al parecer, su misterioso informador era un elemento interno de la Casa Blanca y, fuera quien fuera, se había convertido recientemente en la fuente de valiosa información política de Rachel, incluyendo la noticia de un encuentro secreto entre el director de la NASA y el Presidente.
Al principio Gabrielle se había mostrado recelosa con los e-mail pero cuando quiso comprobar la veracidad de la información le asombró descubrir que era muy precisa y de gran ayuda: información secreta sobre los gastos extraordinarios de la NASA, costosas misiones de próxima fecha, datos que mostraban que la búsqueda por parte de la NASA de vida extraterrestre estaba claramente sobremanciada y resultaba patéticamente improductiva, hasta sondeos de opinión internos en los que se advertía que la NASA era el tema que estaba apartando a los votantes del Presidente. Para incrementar su valía ante el senador, Gabrielle no le había informado de que estaba recibiendo ayuda no solicitada vía e-mail procedente del interior de la Casa Blanca. En vez de eso, se limitó a pasarle la información después de recibirla de «una de sus fuentes». Sexton siempre se mostró muy agradecido, además de no preguntar quién era su fuente. A Gabrielle no se le escapaba que el senador sospechaba que estaba haciendo favores sexuales. Lo peor es que al senador eso no parecía importarle en absoluto.
Gabrielle dejó de caminar de un lado a otro y volvió a mirar el mensaje que acababa de recibir. Las connotaciones de todos los e-mails estaban claras: alguien de la Casa Blanca quería que el senador Sexton ganara esas elecciones y estaba ayudándole a conseguirlo apoyando su ataque contra la NASA.
Pero ¿quién? Y ¿por qué?
«Una rata que abandona el barco que se hunde», decidió Gabrielle. En Washington no era extraño que un empleado de la Casa Blanca, temeroso de que su Presidente estuviera a punto de ser expulsado de su despacho, ofreciera silenciosos favores al aparente sucesor con la esperanza de asegurarse poder u otro puesto una vez tuviera lugar el cambio. Al parecer, alguien se olía la victoria de Sexton y estaba ya comprando acciones por adelantado.
El mensaje que aparecía ahora en la pantalla de Gabrielle la puso nerviosa. No se parecía a ninguno de los que había recibido hasta entonces. Las primeras dos líneas no la preocupaban demasiado. Eran las dos últimas:
PUERTA DE RECEPCIÓN ESTE, 16:30.
VENGA SOLA.
Su informador nunca le había pedido encontrarse en persona. Aún así, Gabrielle habría esperado un lugar más sutil para un encuentro cara a cara. «¿La Puerta de Recepción Este?» Por lo que sabía, en Washington sólo había una Puerta de Recepción Este. «¿Junto a la Casa Blanca? ¿Se trata de una broma?»
Gabrielle sabía que no podía responder con un e-mail. Sus mensajes le eran siempre devueltos con un mensaje de destino inexistente. La cuenta de correo de su corresponsal era anónima. No le sorprendió «¿Debería consultarlo con Sexton?» Decidió sin demora que no. Sexton estaba en una reunión. Además, si le hablaba de aquel e-mail, tendría que hablarle de los demás. Decidió que lo que su informador buscaba ofreciéndole una cita en público a plena luz del día era tranquilizarla. Al fin y al cabo, esa persona no había hecho sino ayudarla durante las dos últimas semanas. El o ella era sin ninguna duda un amigo.
Después de leer el e-mail por última vez, miró su reloj. Todavía tenía una hora.
30
Ahora que el meteorito estaba por fin fuera del agua, el director de la NASA estaba menos irritable. «Todo está volviendo a su sitio», se dijo mientras cruzaba la cúpula hacia la zona de trabajo de Michael Tolland. «Ahora ya nada nos detendrá».
—¿Qué tal va? —preguntó Ekstrom, acercándose por detrás al científico televisivo.
Tolland levantó la mirada del ordenador. Parecía cansado, aunque entusiasmado.
—Ya casi he terminado de montarlo. Simplemente estoy incluyendo parte del metraje de la extracción que ha grabado su gente. Habré acabado en un momento.
—Bien.
El Presidente le había pedido a Ekstrom que enviara a la Casa Blanca el documental de Tolland a la mayor brevedad.
A pesar de que Ekstrom se había mostrado cínico ante el deseo del Presidente de utilizar a Michael Tolland en el proyecto, había cambiado de parecer al ver las primeras escenas del documental de éste. La animada narrativa de la estrella de la televisión, combinada con las entrevistas a los científicos civiles, se fusionaban a la perfección para ofrecer quince apasionantes y comprensibles minutos de programa científico. Tolland había logrado sin esfuerzo lo que la NASA muy pocas veces había conseguido: describir un descubrimiento científico al nivel del intelecto medio del pueblo norteamericano sin llegar a sonar pedante.
—Cuando haya terminado de montarlo —dijo Ekstrom—, traiga el producto final al área de prensa. Haré que alguien envíe una copia digital a la Casa Blanca.
—Sí, señor —dijo Tollan, volviendo al trabajo.
Ekstrom se marchó. Cuando llegó a la pared norte, se animó al ver que el «área de prensa» del habisferio había quedado perfecta. Habían colocado una gran alfombra azul sobre el hielo. En el centro de la alfombra habían dispuesto una larga mesa de conferencias con varios micrófonos, un distintivo de la NASA y una enorme bandera americana como telón de fondo. Para completar el impacto visual, habían transportado el meteorito sobre un trineo con una base en forma de espátula y lo habían colocado en el lugar de honor, justo delante de la mesa de conferencias.
A Ekstrom le encantó ver que en el área de prensa los ánimos eran de celebración. Gran parte de su equipo se había arremolinado alrededor del meteorito, con las manos tendidas hacia la roca como excursionistas alrededor de un fuego de campo.
Ekstrom decidió que había llegado el momento. Fue hasta varias cajas de cartón amontonadas sobre el hielo detrás del área de prensa. Los había hecho traer desde Groenlandia aquella misma mañana.
—¡La bebida corre de mí cuenta! —gritó, repartiendo latas de cerveza entre su alborozado equipo.
—¡Oiga, jefe! —gritó alguien—. ¡Gracias! ¡Pero si hasta están frías!
Ekstrom esbozó una sonrisa muy poco frecuente en él.
—Las he conservado en hielo.
La carcajada fue general.
—¡Un momento! —gritó otro, mirando ceñudo su lata con buen talante—. ¡Esta cerveza es canadiense! ¿Qué ha sido de su patriotismo?
—Hay que apretarse el cinturón, señores. Es lo más barato que he encontrado.
Más risas.
—Atención —gritó uno de los miembros del equipo de televisión de la NASA por megáfono—. Vamos a activar la iluminación para los medios de comunicación. Puede que experimenten una ceguera temporal.
Y nada de besos en la oscuridad —gritó alguien—. ¡Esto es un programa familiar!
Ekstrom se rió por lo bajo, disfrutando de las bromas mientras su equipo terminaba de ajustar los focos y la iluminación con neones.
—Activando la iluminación para los medios de comunicación en cinco, cuatro, tres, dos...
El interior de la cúpula fue oscureciéndose rápidamente cuando las lámparas alógenas se apagaron. En cuestión de segundos todas las luces estuvieron apagadas. Una oscuridad impenetrable engulló la cúpula.
Alguien soltó un grito fingido.
—¿Quién me ha pellizcado el culo? —gritó otro, riendo.
La oscuridad duró sólo un instante y luego se vio desgarrada por el intenso resplandor de los focos. Todos entrecerraron los ojos. La transformación era total. El cuadrante norte del habisferio de la NASA se había convertido en un estudio de televisión. El resto de la cúpula parecía un granero abierto en mitad de la noche. La única luz que se veía en las secciones restantes era el mudo reflejo de las luces de los medios reflejadas en el techo arqueado, que dibujaban largas sombras sobre las estaciones de trabajo, ahora desiertas.
Ekstrom retrocedió entre las sombras, agradecido al ver a su equipo rodeando el meteorito iluminado. Se sentía como un padre en Navidad, observando a sus hijos disfrutar alrededor del árbol.
«Dios sabe que se lo tienen más que merecido», pensó, sin sospechar la calamidad que le aguardaba.
31
El tiempo estaba cambiando.
Como el lúgubre presagio de un inminente conflicto, el viento katabático soltó un quejumbroso aullido y azotó con fuerza el refugio de la Delta Forcé. Delta-Uno terminó de recolocar los protectores antitormenta y volvió dentro, a resguardarse en compañía de sus dos compañeros. Ya había pasado antes por algo parecido. Pronto cesaría.
Delta-Dos observaba las imágenes en directo que transmitía el microrobot.
—Será mejor que veáis esto —dijo.
Delta-Uno se acercó. El interior del habisferio estaba totalmente a oscuras, salvo por la brillante iluminación procedente de la cara norte de la cúpula, no muy lejos del escenario. El resto aparecía simplemente como un perfil apenas visible.
—No es nada —dijo—. Están probando las luces de las televisiones para esta noche.
—El problema no es la iluminación —dijo Delta-Dos señalando a la masa informe y oscura que se veía en mitad del hielo: el agujero lleno de agua del que había sido extraído el meteorito—. Ése es el problema.
Delta-Uno miró el agujero. Seguía rodeado de postes y la superficie del agua parecía en calma.
—No veo nada.
—Fíjate bien.
Delta-Dos maniobró la palanca de mando y el microrobot descendió dibujando una espiral hacia la superficie del agujero.
Mientras Delta-Uno estudiaba el pozo oscuro de agua fundida con mayor detenimiento, vio algo que le hizo retroceder, conmocionado.
—¿Qué demonios...?
Delta-Tres se acercó a mirar. También él parecía perplejo.
—Dios mío. ¿Ésa es la fosa de extracción? ¿Y se supone que el agua debe hacer eso?
—No —dijo Delta-Uno—. Puedes estar seguro de que no.
32
Aunque en ese momento Rachel Sexton estaba sentada dentro de una gran caja de metal situada a cuatro mil quinientos kilómetros de Washington D.C., sentía la misma presión que si la hubieran llamado a comparecer a la Casa Blanca. El monitor del videófono que tenía delante mostraba una imagen diáfana del presidente Zach Herney sentado en la Sala de Comunicaciones de la Casa Blanca. La conexión digital de audio era impecable y, salvo un retraso casi imperceptible, el hombre podría haber estado en la habitación de al lado.
La conversación entre ambos fue animada y directa. El Presidente pareció satisfecho, y en absoluto sorprendido, al oír la declaración favorable de Rachel sobre el hallazgo de la NASA y su decisión de emplear a la cautivadora persona de Michael Tolland como portavoz. El Presidente se mostraba jocoso y de buen humor.
—Estoy seguro de que estará usted de acuerdo conmigo —dijo Herney, cuya voz se había vuelto ahora más seria— en que, en un mundo perfecto, las ramificaciones de este descubrimiento serían de naturaleza puramente científica. —Hizo una pausa, inclinándose hacia delante y llenando la pantalla con su rostro—. Desgraciadamente, no vivimos en un mundo perfecto, y este triunfo de la NASA se convertirá en una arma política en cuanto lo haga público.
—Teniendo en cuenta lo concluyentes que son las pruebas y los científicos que ha reclutado para que ratifiquen el descubrimiento, no me cabe en la cabeza que ni el público ni ninguno de sus oponentes puedan hacer algo más que aceptar el descubrimiento como un hecho consumado.
Herney soltó una carcajada casi triste.
—Mis adversarios políticos creerán lo que vean, Rachel. Lo que me preocupa es que no les gustará lo que van a ver.
A Rachel no se le escapó lo cuidadoso que estaba siendo el Presidente a fin de no mencionar a su padre. Hablaba sólo en términos de «la oposición» o de «adversarios políticos».
—¿Y cree usted que la oposición le acusará de conspiración simplemente por razones políticas? —preguntó Rachel.
—Así es el juego. Basta con sembrar una sombra de duda diciendo que este descubrimiento es algún tipo de fraude político orquestado por la NASA y por la Casa Blanca, y de repente me veré haciendo frente a una investigación. Los periódicos se olvidan de que la NASA ha encontrado evidencias de la existencia de vida extraterrestre, y los medios de comunicación empiezan a concentrarse en intentar hacerse con pruebas que demuestren la existencia de una conspiración. Desgraciadamente, cualquier sospecha de conspiración relativa a este descubrimiento será perjudicial para la ciencia, perjudicial para la Casa Blanca, también para la NASA y, francamente, también para el país.
—Por eso decidió posponer su anuncio hasta disponer de total confirmación y de la ratificación de algunos reputados civiles.
—Mi objetivo es presentar estos datos de forma tan incontrovertible que cualquier muestra de escepticismo caiga en saco roto. Quiero que este descubrimiento se celebre con la dignidad inmaculada que merece. La NASA se lo ha ganado.
En ese momento, Rachel percibió que su intuición se estremecía. «¿Qué es lo que quiere de mí?»
—Obviamente —continuó el Presidente—, goza usted de una posición única para ayudarme. Su experiencia como analista, además de sus obvios vínculos con mi adversario, le otorgan una enorme credibilidad con respecto a este descubrimiento.
Rachel se sintió presa de una creciente desilusión. «Quiere utilizarme... ¡ Pickering tenía razón!»
—Dicho esto —continuó Herney—. Quiero pedirle que ratifique este descubrimiento personalmente, para que quede constancia de ello, en calidad de mi enlace con la comunidad de inteligencia... y de hija de mi adversario.
Ahí estaba. Sobre la mesa.
«Herney quiere mi ratificación».
Rachel de verdad había creído que Zach Herney estaba por encima de esa clase de política perniciosa. Una ratificación pública por su parte convertiría inmediatamente el meteorito en un asunto personal para su padre, dejando al senador incapacitado para atacar la credibilidad del descubrimiento sin atacar la credibilidad de su propia hija, lo cual sería una sentencia de muerte para un candidato que defendía el eslogan de «la familia es lo primero».
—Francamente, señor —dijo Rachel, mirando al monitor—. Me deja usted de piedra al pedirme una cosa así.
El Presidente pareció profundamente sorprendido.
—Creía que le entusiasmaría poder ayudar.
—¿Entusiasmarme? Señor, dejando de lado las diferencias que me separan de mi padre, su petición me pone en una situación imposible. Bastantes problemas tengo ya con mi padre como para tener que enfrentarme a él en público con el fin de hundirle. A pesar de que no oculto el desagrado que me inspira, es mi padre, y ponerme contra él en un forum público me parece, sinceramente, poco digno de usted.
—¡Espere un momento! —exclamó Herney, moviendo las manos en actitud de rendición—. ¿Quién ha hablado de un forum público?
Rachel guardó silencio.
—Supongo que pretende que me una al director de la NASA en el podio durante la rueda de prensa de las ocho.
La risa de Herney restalló en los altavoces.
—Pero, Rachel, ¿por qué clase de hombre me toma? ¿De verdad imagina usted que voy a pedirle a alguien que apuñale a su padre por la espalda en un programa de cobertura nacional?
—Pero, usted ha dicho que...
—¿Y cree que voy a permitir que el director de la NASA comparta las mieles del triunfo con la hija de su peor enemigo? No quiero defraudarla, Rachel, pero esta rueda de prensa es una presentación científica. No estoy muy seguro de que sus conocimientos sobre meteoritos, fósiles o estructuras de hielo fueran a dar mucha credibilidad al evento.
Rachel notó que se sonrojaba.
—Pero entonces... ¿qué tipo de ratificación tenía usted en mente?
—Una más apropiada a su posición.
—¿Señor?
—Es usted mi enlace con la inteligencia de la Casa Blanca. Informa usted a mi equipo sobre asuntos de importancia nacional.
—¿Quiere que ratifique esto para su equipo?
Herney todavía parecía divertido por el malentendido.
—Eso es. El escepticismo que me veré obligado a enfrentar de parte de mis adversarios políticos no es nada comparado con el que me muestra en este momento mi equipo. Estamos en mitad de un motín a gran escala. Mi credibilidad interna es nula. Los miembros de mi equipo me han suplicado que recorte la financiación de la NASA. Yo no les he hecho caso, y eso ha sido un suicidio político.
—Hasta ahora.
—Exacto. Como ya hemos dicho esta mañana, el momento del descubrimiento parecerá sospechoso a ojos de los cínicos políticos, y en este momento no hay nadie más cínico que los miembros de mi equipo. Por eso, cuando oigan esta información por primera vez, quiero que sea usted quien...
—¿No le ha hablado a su equipo del meteorito?
—Sólo se lo he comunicado a unos cuantos asesores superiores. Mantener en secreto este descubrimiento ha sido una prioridad de primer orden.
Rachel estaba perpleja. «No me extraña que se esté enfrentando a un motín».
—Pero ésta no es mi área habitual. A duras penas puede un meteorito considerarse un asunto que guarde relación con la inteligencia.
—No en el sentido tradicional, es cierto, aunque sin duda sí contiene todos los elementos que conforman su trabajo habitual: datos complejos que resumir, importantes ramificaciones políticas...
—No soy especialista en meteoritos, señor. ¿No debería ser el director de la NASA quien informara a su equipo?
—¿Bromea? Aquí todos le odian. Por lo que respecta a mi equipo, Ekstrom es el maldito vendedor que me ha colado estafa tras estafa.
Rachel entendía la situación.
—¿Y qué pasa con Corky Marlinson? ¿Acaso no es Premio Nacional de Astrofísica? Tiene mucha más credibilidad que yo.
—Mi equipo está formado por políticos, Rachel, no por científicos. Ya conoce usted al doctor Marlinson. Me parece un hombre genial, pero si suelto a un astrofísico entre mi equipo de intelectuales de mente cuadriculada y lógica, terminaré con un puñado de ciervos deslumbrados por los faros de un coche. Necesito a alguien accesible Usted, Rachel. Mi equipo conoce su trabajo, y, teniendo en cuenta su apellido, es usted la portavoz más imparcial que mi equipo haya podido imaginar.
Rachel se sintió atrapada por el estilo afable del Presidente.
—Al menos reconoce que el hecho de que sea la hija de su adversario tiene que ver con su petición.
El Presidente soltó una risa tímida.
—Por supuesto. Pero, como podrá imaginar, mi equipo será informado de una forma u otra, decida lo que decida. No es usted la tarta, Rachel; simplemente el azúcar que la cubre. Es usted la persona más cualificada para dar este comunicado y además da la casualidad de que es un familiar cercano del hombre que quiere echar a mi equipo de la Casa Blanca en la próxima legislatura. Cuenta usted con credibilidad por dos motivos.
—Debería dedicarse a las ventas.
—De hecho, eso es lo que hago. Como su padre. Y, si quiere que le sea franco, para variar me gustaría cerrar un trato. —El Presidente se quitó las gafas y miró a Rachel a los ojos, que a su vez percibió en él un toque de la fuerza de su padre—. Se lo pido como un favor, Rachel, y también porque creo que forma parte de su trabajo. ¿Qué dice? ¿Sí o no? ¿Pondrá al corriente a mi equipo sobre este asunto?
Rachel se sintió atrapada dentro del diminuto tráiler CSP. «Nada como el caparazón duro». Incluso a cuatro mil quinientos kilómetros de distancia, Rachel podía sentir la fuerza de la voluntad del Presidente filtrándose por la pantalla de vídeo. También sabía que se trataba de una petición razonable, le gustara o no.
—Pondré algunas condiciones—dijo Rachel.
Herney arqueó las cejas.
—¿Como cuáles?
—Me reuniré con su equipo en privado. Nada de periodistas. Es un comunicado privado y no una ratificación pública.
Tiene mi palabra. Ya hemos designado una ubicación muy privada para su reunión.
Rachel suspiró.
—En ese caso, de acuerdo.
Al Presidente se le iluminó la cara.
—Excelente.
Rachel miró su reloj y se sorprendió al ver que eran poco más de las cuatro.
—Un segundo —dijo, confundida—. Si va a aparecer en directo a las ocho, no tenemos tiempo. Incluso aun contando con ese vil artefacto en el que me envió aquí, no podría estar de regreso en la Casa Blanca antes de dos horas como muy pronto. Tendría que preparar mis apuntes y...
El Presidente negó con la cabeza.
—Me temo que no me he explicado con claridad. Hará usted su comunicado desde donde está a través de una videoconferencia.
—Oh —vaciló Rachel—. ¿Qué hora tenía en mente?
—De hecho —dijo Herney con una amplia sonrisa—, ¿qué le parece ahora? Están todos reunidos y con la mirada fija en un gran televisor en blanco. La están esperando.
A Rachel se le tensó el cuerpo.
—Señor, no estoy en absoluto preparada. No puedo...
—Simplemente dígales la verdad. ¿Tan duro es eso?
—Pero...
—Rachel —dijo el Presidente, inclinándose hacia la pantalla—. Recuerde: vive usted de compilar y difundir datos. Es a lo que se dedica. Simplemente hable de lo que está ocurriendo ahí arriba. Alargó la mano para manipular un interruptor de su equipo de transmisión de vídeo, pero se detuvo—. Y creo que le gustará saber que la he colocado en una posición de poder.
Rachel no comprendió lo que el Presidente le estaba diciendo, pero ya era demasiado tarde para preguntar. El Presidente pulsó el interruptor.
La pantalla que Rachel tenía delante se quedó en blanco durante un instante. Cuando volvió a encenderse, Rachel se encontró mirando una de las imágenes más inquietantes que había visto en su vida. Directamente delante de ella estaba el Despacho Oval de la Casa Blanca. Estaba abarrotado. Sólo quedaba sitio de pie. Al parecer, todo el equipo de la Casa Blanca al completo estaba presente. Y todos ellos la miraban. En ese momento, fue consciente de que los veía desde encima del escritorio del Presidente.
«Hablando de una posición de poder». Rachel ya había empezado a sudar. A tenor de la expresión de los rostros del personal de la Casa Blanca, estaban tan sorprendidos de verla como ella de verlos a ellos.
—¿Señorita Sexton? —se oyó gritar a una voz rasposa.
Rachel buscó entre el mar de rostros hasta dar con la persona que había hablado. Se trataba de una mujer huesuda que acababa de tomar asiento en primera fila. Marjorie Tench. El característico aspecto de la mujer era inconfundible, incluso en mitad de una multitud.
—Gracias por unirse a nosotros, señorita Sexton —dijo Marjorie Tench, que sonaba pagada de sí misma—. El Presidente nos ha dicho que tiene usted una noticia que darnos.
33
Disfrutando de la oscuridad, el paleontólogo Wailee Ming estaba sentado solo, sumido en silenciosa reflexión en su área privada de trabajo. Tenía todos los sentidos alerta ante la perspectiva del evento de esa noche. «Pronto seré el paleontólogo más famoso del mundo». Esperaba que Michael Tolland, en una muestra de generosidad, hubiera incluido sus comentarios en el documental.
Mientras Ming saboreaba su inminente fama, percibió una leve vibración en el hielo que tenía bajo los pies y que le hizo levantarse de un salto. El instinto de percepción de terremotos que había desarrollado al vivir en Los Ángeles le hacía hipersensible a las palpitaciones más leves del suelo. Sin embargo, en ese momento se sintió estúpido al darse cuenta de que la vibración era perfectamente normal. «No es más que hielo desprendiéndose», se recordó, soltando un suspiro. Todavía no se había acostumbrado a ello. Cada ciertas horas, una explosión lejana retumbaba en la noche cuando en algún lugar de la frontera glacial un enorme bloque de hielo se resquebrajaba y caía al mar. Norah Mangor tenía una hermosa forma de definirlo. «Nuevos icebergs naciendo...»
Ya de pie, Ming estiró los brazos. Miró al otro lado del habisferio y a lo lejos, bajo el resplandor de los focos de las cámaras, vio que tenía lugar una celebración. No era demasiado amigo de las fiestas y se encaminó en dirección opuesta.
El laberinto de áreas de trabajo desiertas parecía ahora una ciudad fantasma. La cúpula al completo desprendía un aire casi sepulcral. Un escalofrío parecía habérsele instalado dentro y se abrochó el abrigo largo de pelo de camello hasta el cuello.
Más arriba vio el foso de extracción, el punto del que se habían sacado los fósiles más magníficos de la historia de la humanidad. El gigantesco trípode de metal había sido retirado y la piscina estaba sola, rodeada de postes como un bache en un inmenso aparcamiento de hielo. Ming se acercó despacio al hoyo y, manteniéndose a una distancia prudente, echó una mirada a la piscina de sesenta metros de profundidad de agua helada. No tardaría en volver a helarse, borrando todo rastro que indicara que alguien había estado allí.
A él le pareció que la piscina de agua era un hermoso espectáculo. Incluso a oscuras.
«Sobre todo a oscuras».
Ming vaciló al pensarlo. Y entonces lo asimiló.
«Algo va mal».
Cuando se concentró más atentamente en el agua, sintió que la satisfacción daba paso a un repentino remolino de confusión. Parpadeó, volvió a mirar, y a continuación se giró hacia el otro extremo de la cúpula... a cincuenta metros en dirección a la masa de gente que en ese momento celebraba el descubrimiento en el área de prensa. Sabía que no podían verle desde allí debido a la oscuridad que lo envolvía.
«Debería hablarle a alguien de esto, ¿no?»
Volvió a mirar el agua, preguntándose qué les diría. ¿Estaba viendo una ilusión óptica? ¿Algún tipo de reflejo extraño?
Titubeante, se adelantó, pasó al otro lado de los postes y se agachó en el borde del agujero. El nivel del agua estaba dos metros por debajo del nivel del hielo y se inclinó aún más para poder verlo mejor. Sí, no había duda de que había algo definitivamente extraño. Y, aunque resultaba imposible no percibirlo, no se había hecho visible hasta que se habían apagado las luces de la cúpula.
Se incorporó. Estaba claro que alguien tenía que saberlo. Se dirigió apresuradamente hacia el área de prensa. Después de haber dado sólo unos pocos pasos, Ming echó el freno. «¡Dios mío!» Dio media vuelta y regresó al agujero con los ojos como platos, unos ojos de quien acaba de darse cuenta de algo fundamental. Sí, acababa de darse cuenta de algo.
—¡Imposible! —soltó en voz alta.
Aún así, sabía que era la única explicación. «Piensa con mucho cuidado», se advirtió. «Tiene que haber alguna explicación más razonable». Pero, cuanto más lo pensaba, más se convencía de lo que estaba viendo. «¡No hay ninguna otra explicación posible!» No podía creer que la NASA y Corky Marlinson hubieran pasado por alto algo tan increíble, pero Ming no pensaba quejarse de ello.
«¡Ahora éste descubrimiento es obra de Wailee Ming!»
Temblando de excitación, el paleontólogo corrió hacia un área de trabajo cercana y encontró una cubeta. Lo único que necesitaba era conseguir una muestra de agua. ¡Nadie iba a creer aquello!
34
Como enlace entre la comunidad de inteligencia y la Casa Blanca —dijo Rachel Sexton, intentando controlar la voz para que no le temblara mientras se dirigía a la multitud que aparecía en la pantalla que tenía delante—, mis obligaciones incluyen viajar a puntos políticamente candentes alrededor del globo, analizar situaciones de riesgo, e informar al Presidente y al personal de la Casa Blanca.
Una perla de sudor se le formó justo en el nacimiento del pelo y Rachel se la enjugó con la mano, maldiciendo silenciosamente al Presidente por haberla obligado a efectuar aquel comunicado sin previo aviso.
—Es la primera vez que mis viajes me traen a un lugar tan exótico —continuó Rachel, indicando con rígido ademán al exiguo tráiler que la rodeaba—. Lo crean o no, me dirijo a ustedes en este preciso instante desde un punto situado por encima del Círculo Ártico, sobre una placa de hielo de un grosor aproximado de ciento cincuenta metros.
El sudor volvía a perlarle la frente. «Dale sentido, Rachel. Ése es tu trabajo».
—Esta noche me halló aquí, sentada delante de ustedes, presa de un gran honor, orgullo y... sobre todo, de excitación.
Miradas vacías.
«A la mierda», pensó, enjugándose el sudor con ademán enojado. «No me contrataron para esto». Rachel sabía lo que diría su madre si estuviera a su lado en ese momento: «Cuando dudes, ¡simplemente suéltalo!» El viejo proverbio yanqui daba cuerpo a una de las creencias básicas de su madre: que todos los retos pueden superarse diciendo la verdad, salga como salga.
Rachel inspiró profundamente, irguió la espalda y miró directamente a la cámara.
—Lo siento, chicos, si os estáis preguntando cómo puedo estar sudando así por encima del Círculo Ártico... Estoy un poco nerviosa.
Los rostros que tenía delante parecieron sobresaltarse durante un instante. Se oyeron algunas risas incómodas.
—Además —dijo Rachel—, vuestro jefe sólo me ha dado unos diez segundos para enfrentarme a su equipo al completo. El bautismo de fuego no es exactamente lo que tenía en mente para mi primera visita al Despacho Oval.
Esta vez se oyeron más risas.
—Y —dijo, mirando al extremo inferior de la pantalla—, desde luego no había imaginado que me sentaría al escritorio del Presidente... ¡y mucho menos encima!
El comentario provocó una risa sincera y algunas amplias sonrisas. Rachel sintió que sus músculos empezaban a relajarse. «Suéltaselo sin anestesia».
—La situación es la siguiente —dijo Rachel, cuya voz volvía a ser la suya. Clara y segura—. El presidente Herney ha estado ausente del punto de mira de los medios de comunicación durante esta última semana no porque haya perdido su interés en la campaña, sino porque ha estado totalmente inmerso en otro asunto. Un asunto que, a su entender, era mucho más importante.
Rachel hizo una pausa y dejó que sus ojos entraran en contacto con su público.
—Se ha producido un descubrimiento científico en un lugar conocido como la Plataforma Milne, en el Ártico. El Presidente informará al mundo sobre el descubrimiento en una rueda de prensa que dará esta noche a las ocho. El descubrimiento es obra de un grupo de tenaces norteamericanos que últimamente han soportado una racha de mala suerte y que merecen un respiro. Me refiero a la NASA. Debéis enorgulleceros de saber que últimamente vuestro Presidente, en un dechado de clarividente confianza, se ha empeñado en mantenerse fiel en su apoyo a la NASA a las duras y a las maduras. Ahora, parece que esa lealtad va a ser recompensada.
Fue en ese preciso instante cuando Rachel se dio cuenta de que estaba viviendo un momento histórico. Sintió que se le tensaba la garganta y luchó contra la sensación siguiendo adelante.
—En calidad de oficial de inteligencia especializada en el análisis y verificación de datos, soy una de las varias personas que el Presidente ha llamado para examinar los datos de la NASA. Yo los he examinado personalmente, además de intercambiar opiniones con varios especialistas, tanto gubernamentales como civiles, hombres y mujeres cuyas credenciales están más allá de cualquier reproche y cuya talla también está más allá de cualquier influencia política. Mi opinión profesional es que los datos que voy a presentaros son reales en sus orígenes e imparciales en su presentación. Además, soy de la opinión de que el Presidente, en un acto de buena fe con su equipo y con el pueblo norteamericano, ha mostrado una admirable cautela y moderación al retrasar el anuncio que sé que le hubiera gustado hacer la semana pasada.
Rachel vio que la multitud apiñada delante de ella intercambiaba miradas confusas. Todos volvieron la mirada hacia ella y Rachel supo entonces que contaba con su total atención.
—Damas y caballeros, van a oír lo que a buen seguro es una de las informaciones más excitantes jamás reveladas en este despacho.
35
La vista aérea transmitida a la Delta Forcé por el microrobot que circulaba dentro del habisferio era comparable a la posible película vencedora de un festival de cine de vanguardia: la escasa iluminación, el reluciente foso de extracción y el elegante asiático tumbado en el suelo con el abrigo de pelo de camello desparramado a su alrededor como un par de alas enormes. Obviamente estaba intentando extraer una muestra de agua.
—Tenemos que detenerle —dijo Delta-Tres. Delta-Uno se mostró de acuerdo. La Plataforma de Hielo Milne ocultaba secretos que su equipo estaba autorizado a proteger con el uso de la fuerza.
—¿Cómo lo detenemos? —planteó Delta-Dos, todavía sin soltar la palanca de mando—. Estos micro robots no están equipados.
Delta-Uno lo miró, ceñudo. El microrobot que en ese momento revoloteaba en el interior del habisferio era un modelo de reconocimiento, simplificado al máximo para disponer de un vuelo más prolongado. Era tan mortal como una mosca.
—Deberíamos llamar al controlador —declaró Delta-Tres. Delta-Uno miró fijamente la imagen del solitario Wailee Ming, asomado precariamente al borde del foso de extracción. No tenía a nadie cerca, y el agua helada tenía la habilidad de amortiguar la capacidad de gritar del ser humano. —Dame los controles.
—¿Qué haces? —preguntó el soldado que manejaba la palanca de mando.
—Aquello para lo que nos han adiestrado —replicó Delta-Uno, asumiendo el mando—. Improvisar.
36
Wailee Ming estaba tumbado boca abajo junto al foso de extracción y con el brazo derecho extendido sobre el borde, intentando extraer una muestra de agua. Decididamente, sus ojos no le estaban jugando una mala pasada. Su rostro, ahora a poco menos de un metro del agua, podía verlo todo a la perfección.
«¡Esto es increíble!»
Estirándose un poco más, Ming manipuló la cubeta entre los dedos, intentando llegar a la superficie del agua. Ya sólo le faltaban unos centímetros.
Incapaz de estirar más el brazo, volvió a colocarse sobre el suelo, acercándose más al agua. Pegó la punta de las botas contra el hielo y volvió a colocar con firmeza la mano izquierda en el borde. Una vez más, extendió el brazo derecho todo lo que pudo. «Casi». Se acercó un poco más. «¡Sí!» El borde de la cubeta tocó la superficie. Mientras el líquido fluía al interior del contenedor, Ming lo miraba incrédulo.
Entonces, sin previo aviso, ocurrió algo totalmente inexplicable. De la oscuridad, como la bala de una pistola, se materializó un diminuto fragmento metálico. Ming sólo lo vio durante una fracción de segundo antes de que le impactara en el ojo derecho.
El instinto humano que nos lleva a protegernos los ojos estaba tan innatamente inculcado en él, que a pesar de que su cerebro le dijera que cualquier movimiento repentino ponía en riesgo su equilibrio, retrocedió. Fue una reacción de sobresalto provocada más por la sorpresa que por el dolor. La mano izquierda de Ming, que era la que tenía más cerca de la cara, salió disparada hacia arriba en un acto reflejo para proteger la pupila que acababa de recibir la agresión. Cuando ya tenía la mano en movimiento, se dio cuenta de que había cometido un error. Con todo su peso inclinado hacia delante, y con su único medio de apoyo repentinamente desaparecido, Wailee Ming se balanceó. Se recuperó demasiado tarde. Soltó la cubeta e intentó agarrarse al hielo resbaladizo para detener la caída, pero resbaló y cayó a plomo en la oscuridad del agujero.
A pesar de que la caída era sólo de dos metros, cuando Ming se precipitó de cabeza al agua helada tuvo la sensación de que había ido a dar de cara contra el pavimento a setenta kilómetros por hora. El líquido que le engulló el rostro estaba tan frío que parecía ácido hirviendo. Provocó en él una instantánea oleada de pánico.
Cabeza abajo y en absoluta oscuridad, se quedó momentáneamente desorientado y sin saber en qué dirección estaba la superficie. Su pesado abrigo de pelo de camello mantuvo su cuerpo protegido contra la helada oleada, aunque sólo durante uno o dos segundos. Por fin, después de lograr enderezarse, Ming subió a la superficie, intentando tomar aire, justo en el momento en que el agua se abría paso hasta su pecho y espalda, envolviendo su cuerpo como un torniquete frío que le aplastó los pulmones.
—Aux...ilio —jadeó. Sin embargo, apenas pudo tomar aire suficiente para soltar un gimoteo. Sintió como si le hubieran quitado de golpe el aliento. —¡Aux...ilio!
Ni siquiera él pudo oír sus propios gritos. Avanzó torpemente hacia una de las paredes del foso de extracción e intentó empujarse fuera del agua. La pared que tenía delante era hielo vertical. No había nada a lo que agarrarse. Debajo del agua, sus botas pataleaban contra la cara de la pared en busca de algún hueco en el que hacer pie. Nada. Se estiró hacia arriba, buscando el borde del agujero. Estaba a tan sólo medio metro de su alcance.
Empezaron a fallarle los músculos. Pataleó con más fuerza, intentando ganar la altura suficiente contra el muro para agarrarse al borde. El cuerpo le pesaba como el plomo y los pulmones parecían habérsele encogido hasta quedar reducidos a nada, como si los hubiera aplastado una pitón. Cada segundo que pasaba, el abrigo pesaba más, tirando de él hacia abajo. Intentó quitárselo, pero la gruesa tela se le pegaba al cuerpo.
—¡Aux... ilio!
Ahora el miedo lo embargaba como un torrente.
Ming había leído en una ocasión que morir ahogado era la muerte más horrible que se podía imaginar. Jamás había soñado que se encontraría al borde de experimentarlo. Los músculos se negaban a cooperar con su mente, y él se limitaba ahora a intentar mantener la cabeza fuera del agua. La ropa empapada tiraba de él hacia abajo al tiempo que sus dedos adormecidos arañaban las paredes del agujero.
Ahora sus gritos estaban sólo en su cabeza.
Y entonces ocurrió.
Ming se hundió. El tremendo terror de ser consciente de su propia muerte inminente era algo que jamás había imaginado experimentar. Y, sin embargo, ahí estaba... hundiéndose despacio frente a la pared de hielo de un agujero de sesenta metros de profundidad abierto en el hielo. Ante sus ojos desfilaron multitud de imágenes. Momentos de infancia, su carrera. Se preguntó si alguien lo encontraría ahí abajo. ¿O quizá simplemente seguiría hundiéndose hasta el fondo y se congelaría ahí abajo... sepultado en el glaciar para siempre?
Los pulmones de Ming pedían oxígeno a gritos. Contuvo el aliento, todavía intentando patalear para volver a la superficie. «¡Respira!» Luchó contra el acto reflejo, cerrando con fuerza sus insensatos labios. «¡Respira!» Intentó en vano nadar hacia arriba. «¡Respira!» En ese preciso instante, envuelto en una batalla mortal entre el instinto humano y la razón, el instinto que le impulsaba a respirar se impuso sobre su capacidad de mantener la boca cerrada.
Wailee Ming inspiró.
El agua que le aplastó los pulmones era como aceite hirviendo envolviendo su sensible tejido pulmonar. Tenía la sensación de estar ardiendo de dentro hacia fuera. Lo cruel de la situación era que el agua no mata inmediatamente. Ming pasó varios segundos espantosos inspirando en el agua helada. Cada aliento era más doloroso que el anterior y ninguna inspiración le ofrecía lo que su cuerpo tan desesperadamente necesitaba.
Por fin, a medida que se deslizaba hacia el fondo de la helada oscuridad, notó que perdía la conciencia. Le alegró poder escapar de aquel sufrimiento. A su alrededor, en el agua, vio diminutas motas lucientes de luz. Era el espectáculo más bello que había visto en vida.
37
La Puerta de Recepción Este de la Casa Blanca está ubicada en East Executive Avenue, entre el Departamento del Tesoro y el East Lawn. La valla reforzada que recorre el perímetro y los bolardos de hormigón instalados tras el ataque contra el cuartel de los Marines en Beirut daban a esa entrada un aire poco acogedor.
En la cara externa de la puerta, Gabrielle Ashe miró su reloj al tiempo que la invadía un creciente nerviosismo. Eran las 16:45 y todavía nadie había contactado con ella.
PUERTA DE RECEPCIÓN ESTE, 16:30.
VENGA SOLA.
«Aquí estoy», pensó Gabrielle. «¿Dónde está usted?»
Escrutó los rostros de los turistas que se apiñaban a su alrededor, a la espera de que alguien entablara contacto visual con ella. Unos cuantos hombres la miraron y siguieron su camino. Gabrielle estaba empezando a preguntarse si aquello era una buena idea. Ahora notaba que el agente del Servicio Secreto que estaba en la garita del centinela no le quitaba ojo. Decidió que su informador se había arrepentido y había decidido no asistir al encuentro. Miró por última vez entre la pesada valla hacia la Casa Blanca, suspiró y dio media vuelta, dispuesta a marcharse.
—¿Gabrielle Ashe? —la llamó el agente del Servicio Secreto a sus espaldas.
Gabrielle dio media vuelta con el corazón en un puño.
—¿Sí?
El hombre de la garita le indicó que se acercara con un ademán. Era un hombre delgado con un rostro muy poco agraciado.
—La persona que espera está dispuesta a verla —dijo, abriendo la puerta principal e indicándole que entrara.
Los pies de Rachel se negaron a moverse.
—¿Tengo que entrar?
El guardia asintió.
—Me han pedido que me disculpe por haberla hecho esperar.
Gabrielle miró a la puerta abierta y siguió sin poder moverse. «¿Qué está ocurriendo aquí?» Aquello no tenía nada que ver con lo que había esperado.
—Es usted Gabrielle Ashe, ¿no es así? —preguntó el agente, que ahora parecía impaciente.
—Sí, señor, pero...
—En ese caso le sugiero encarecidamente que me acompañe.
Los pies de Gabrielle se pusieron en marcha de golpe. En cuanto cruzó, vacilante, el umbral, la puerta se cerró de golpe a sus espaldas.
38
Después de dos días sin sol, el reloj biológico de Michael Tolland seguía sin acostumbrarse al cambio. A pesar de que su reloj indicaba que eran las dos del mediodía, su cuerpo insistía en que era plena noche. Después de haberle dado los últimos toques al documental, Tolland había grabado el archivo del vídeo en un DVD y avanzaba por la cúpula oscurecida. Al llegar al área de prensa, todavía iluminada, entregó el DVD al técnico de la NASA encargado de supervisar la presentación.
—Gracias, Mike —le dijo el técnico, guiñándole el ojo al tiempo que sostenía en alto el DVD—. Diríase que redefine el término «la TV que hay que ver», ¿eh?
Tolland soltó una risa cansada. —Espero que al Presidente le guste.
—No me cabe duda. En cualquier caso, su trabajo ha terminado. Siéntese a disfrutar del espectáculo.
—Gracias.
Tolland se quedó en el área de prensa profusamente iluminada y observó cómo el alegre personal de la NASA brindaba por el meteorito con latas de cerveza canadiense. A pesar de que él también deseaba celebrar el evento, estaba agotado y emocionalmente exhausto. Miró a su alrededor en busca de Rachel Sexton, pero al parecer ella seguía hablando con el Presidente.
«El Presidente quiere mostrarla en directo», pensó Tolland. Y no le culpaba. Rachel sería una adición perfecta al elenco de portavoces del meteorito. Además de ser una mujer hermosa, desprendía una actitud accesible y una seguridad en sí misma que Tolland raras veces veía en las mujeres que conocía. Aunque la verdad era que la mayoría de las mujeres que él conocía o bien trabajaban en la televisión y eran implacables o estaban ávidas de poder, o bien eran deslumbrantes «personalidades» que en directo carecían exactamente de eso. Se alejó en silencio de la multitud de bulliciosos empleados de la NASA y navegó por la red de senderos que cruzaban la cúpula, preguntándose dónde se había metido el resto de los científicos civiles. Por poco que estuvieran la mitad de agotados que él, debían de estar en la zona de dormitorios descansando un poco antes del gran momento. A lo lejos, delante de él, Tolland pudo ver el círculo de postes PAYTT alrededor del foso de extracción desierto. Sobre su cabeza, la cúpula vacía parecía reverberar con las voces huecas de recuerdos lejanos. Tolland intentó bloquearlas.
«Olvida los fantasmas», se apremió. A menudo le acechaban en momentos como aquel, cuando estaba cansado o solo, momentos de celebración o de triunfo personal. «Debería estar aquí contigo», susurró la voz. Solo en la oscuridad, Michael se sintió retroceder hasta caer en el olvido.
Celia Birch había sido su chica en la universidad. Un Día de San Valentín, Tolland la llevó a su restaurante favorito, y cuando el camarero le sirvió el postre a ella, llegó con una rosa y un anillo de diamantes. Celia comprendió al instante. Con lágrimas en los ojos, pronunció una sola palabra con la que hizo a Michael Tolland más feliz de lo que jamás lo había sido.
—Sí.
Llenos de expectativas, compraron una pequeña casa cerca de Pasadena, donde Celia consiguió un trabajo como profesora de ciencias. Aunque el sueldo era modesto, era un principio y también estaba cerca del Instituto Scripps de Oceanografía de San Diego, donde Tolland había hecho realidad su sueño y había conseguido un puesto en un barco de investigación geológica. El trabajo de Tolland le obligaba a estar fuera tres o cuatro días seguidos, pero sus reencuentros con Celia eran siempre apasionados y excitantes.
Mientras estaba en el mar, Tolland empezó a grabar en vídeo para Celia algunas de sus aventuras, grabando minidocumentales de su trabajo en el barco. Volvió de uno de sus viajes con un vídeo casero y borroso que había filmado desde la ventana de un sumergible en aguas profundas: se trataba de la primera filmación de una extraña jibia quimiotrópica cuya existencia era totalmente desconocida hasta el momento. Detrás de la cámara, mientras narraba las imágenes del vídeo, Tolland prácticamente se salía del submarino de puro entusiasmo —¡Literalmente miles de especies desconocidas viven en estas profundidades! —explicaba efusivamente—. ¡Apenas hemos arañado la superficie! ¡Aquí abajo hay misterios que nadie puede llegar a imaginar!
Celia quedó totalmente encantada al ver el entusiasmo y la capacidad de concisión científica claramente apreciable en las explicaciones de su marido. En un arrebato, mostró la cinta en su clase de ciencias. El éxito fue inmediato. Otros profesores quisieron utilizarla. Los padres quisieron hacer copias. Al parecer, todo el mundo esperaba ansioso la siguiente entrega de Michael. De pronto, Celia tuvo una idea. Llamó a una amiga de la facultad que trabajaba en la NBC y le envió una de las cintas.
Dos meses después, Michael Tolland le pidió a Celia que le acompañara a dar un paseo con él a Kingman Beach. Era su sitio especial, el lugar al que siempre iban a compartir sus sueños y sus esperanzas.
—Tengo que decirte algo —dijo Tolland. Celia se detuvo y tomó la mano de su esposo mientras el agua chapoteaba entre sus pies.
—¿De qué se trata?
Tolland estaba exultante.
—La semana pasada recibí una llamada de la NBC. Creen que podría protagonizar una serie de documentales oceánicos. Es perfecto. ¡Quieren grabar el episodio piloto el año que viene! ¿No te parece increíble?
Celia le besó, resplandeciente.
—De increíble nada. Vas a estar fantástico.
Seis meses después, ambos navegaban cerca de Catalina cuando Celia empezó a quejarse de un dolor en el costado. Pasaron por alto la molestia durante algunas semanas, pero finalmente el dolor resultaba tan insoportable que fue al médico.
En cuestión de segundos, la vida de ensueño de Tolland se hizo añicos, convirtiéndose en una pesadilla infernal. Celia estaba enferma. Muy enferma.
—Un linfoma muy avanzado —explicó el médico—. Poco frecuentes en personas de su edad, aunque sin duda existen casos conocidos.
Celia y Tolland visitaron innumerables clínicas y hospitales y consultaron con un sinnúmero de especialistas. La respuesta fue siempre la misma. Incurable.
«¡No pienso aceptarlo!» Tolland dejó de inmediato su trabajo en el Instituto Scripps, olvidó todo lo referente al documental de la NBC y concentró toda su energía y todo su amor en ayudar a Celia a recuperarse. También ella luchó con ahínco contra su enfermedad, soportando el dolor con buen talante, por lo que Michael la amó todavía más. La llevaba a dar largos paseos a Kingman Beach, le preparaba comidas saludables y le contaba historias sobre lo que harían cuando ella se curara.
Pero todo fue en vano.
Después de siete meses, finalmente Michael Tolland se encontró sentado junto a su esposa moribunda en la fría habitación de un hospital. Ya no reconocía el rostro de su mujer. La ferocidad del cáncer era sólo comparable a la brutalidad de la quimioterapia. Quedó convertida en un esqueleto, destrozada. Las últimas horas fueron las más duras.
—Michael —dijo Celia con voz rasposa—. Es hora de despedirnos.
—No puedo —dijo Tolland con los ojos arrasados en lágrimas.
—Eres un superviviente —le dijo Celia—. Tienes que serlo. Prométeme que encontrarás otro amor.
—Jamás querré otro —le respondió él, totalmente convencido.
—Pues tendrás que aprender.
Celia murió una cristalina mañana de domingo del mes de junio. Michael Tolland se quedó como un barco sin amarras y dejado después a la deriva en un mar furibundo, con la brújula rota. Durante semanas no hizo más que dar bandazos descontroladamente. Los amigos intentaron ayudarle, pero su orgullo no pudo soportar su compasión.
«Tienes que tomar una decisión», entendió por fin. «O trabajas o te dejas morir».
Y templando su determinación, se lanzó de lleno a Mares Asombrosos. El programa literalmente le salvó la vida. Durante los cuatro años siguientes, el programa de Tolland despegó. A pesar de los esfuerzos de sus amigos por encontrarle pareja, él sólo soportó un reducido número de citas. Todas fueron fiascos o decepciones mutuas, de modo que terminó por tirar la toalla y culpó a su ocupada agenda de viajes de su falta de vida social. Sin embargo, a sus mejores amigos no podía engañarles: Michael Tolland simplemente no estaba preparado.
El foso de extracción se abría ahora ante él, sacándolo de su doloroso ensueño. Se sacudió de encima el escalofrío que le provocaba el recuerdo y se acercó a contemplarlo. En la oscuridad de la cúpula, el agua derretida del agujero mostraba una belleza casi surreal y mágica. La superficie brillaba como un estanque bajo la luz de la luna. Los ojos de Tolland se vieron atraídos por las motas de luz que flotaban en el nivel superior del agua, como si alguien hubiera rociado la superficie con chispas verdeazuladas. Observó aquel resplandor durante un buen rato.
Había algo en él que le resultaba peculiar.
A primera vista, pensó que el resplandor del agua no era más que un reflejo de los focos situados en el otro extremo de la cúpula. Vio de repente que no era eso. El resplandor poseía un tinte verdoso y parecía palpitar rítmicamente, como si la superficie del agua estuviera viva y se iluminara a sí misma desde dentro.
Desconcertado, traspasó la barrera de postes para mirar con más detenimiento.
Al otro lado del habisferio, Rachel Sexton salió a la oscuridad desde el tráiler CSP. Se detuvo durante un instante, desorientada por la bóveda envuelta en sombras que la rodeaba. Ahora el habisferio era una caverna abierta, iluminada sólo por el brillo amortiguado que radiaba de los desolados focos de los medios de comunicación contra la pared del norte. Inquieta por la oscuridad que la envolvía, se dirigió instintivamente hacia el área de prensa iluminada.
Rachel estaba satisfecha con el resultado de su comunicado al personal de la Casa Blanca. En cuanto se recuperó de la pequeña maniobra del Presidente, había explicado con fluidez todo lo que sabía sobre el meteorito. Mientras hablaba, veía cómo la expresión de los rostros del personal del Presidente pasaba de la incrédula conmoción a la confianza esperanzada y, por último, a la temerosa aceptación.
—¿Vida extraterreste? —había oído exclamar a uno de ellos—. ¿Sabéis lo que eso significa?
—Sí —respondió otro—. Significa que vamos a ganar estas elecciones.
Mientras Rachel se acercaba a la alterada área de prensa, se imaginaba el inminente anuncio y no podía evitar preguntarse si su padre realmente merecía la apisonadora presidencial que estaba a punto de arrollarle por sorpresa, aplastando su campaña de un solo golpe.
La respuesta, por supuesto, era que sí.
Siempre que Rachel Sexton sentía alguna debilidad por su padre, lo único que tenía que hacer era acordarse de su madre. Katherine Sexton. El dolor y la vergüenza que le había causado eran reprensibles... volvía tarde a casa de noche, con aire satisfecho y oliendo a perfume... un fingido celo religioso tras el que su padre se ocultaba, al tiempo que no dejaba de mentir y de engañar a su mujer a sabiendas de que Katherine nunca le dejaría.
«Sí», decidió Rachel, «el senador Sexton está a punto de recibir lo que se merece».
La multitud congregada en el área de prensa se mostraba jovial. Todos tenían una cerveza en la mano. Rachel avanzó entre ella sintiéndose como una chica universitaria en mitad de la fiesta de una fraternidad estudiantil. Se preguntó dónde podía haber ido Michael Tolland.
Corky Marlinson se materializó a su lado.
—¿Busca a Mike?
Rachel se sobresaltó.
—Bueno... no... más o menos.
Corky sacudió la cabeza, disgustado.
—Lo sabía. Mike se acaba de marchar. Creo que ha ido a echar una cabezadita —dijo Corky, entrecerrando los ojos y mirando al otro extremo de la cúpula envuelta en penumbra—. Aunque creo que todavía puede darle alcance —añadió, señalando, dedicándole una sonrisa perruna—. Mike alucina cada vez que ve agua.
Rachel siguió la dirección que indicaba el dedo extendido de Corky hacia el centro de la cúpula, donde se veía la silueta de Michael Tolland, que miraba al agua del foso de extracción.
—¿Qué hace? —preguntó Rachel—. Es peligroso estar ahí.
Corky esbozó una amplia sonrisa.
—Probablemente esté meando. Vamos a empujarle.
Rachel y Corky atravesaron la cúpula sumida en la oscuridad hacia el foso de extracción. Cuando se acercaron a Michael Tolland, Corky lo llamó.
—¡Oye, aqua man! ¿Has olvidado el bañador?
Tolland se volvió. Incluso a pesar de la penumbra, Rachel percibió cierta gravedad en su expresión. Su rostro parecía extrañamente encendido, como iluminado desde el suelo.
—¿Todo bien, Mike? —preguntó Rachel.
—No exactamente —respondió Tolland, señalando hacia el agua.
Corky traspasó la barrera de postes y se reunió con Tolland en el borde de la fosa. El humor de Corky pareció enfriarse al instante cuando miró el agua. Rachel se unió a ellos. Cuando fijó la vista en el agujero, le sorprendió ver motas de luz verdeazulada brillando en la superficie. Eran como partículas de polvo de neón flotando en el agua. Parecían de un verde palpitante. El efecto era hermoso.
Tolland cogió un fragmento de hielo del suelo y lo lanzó al agua, que fosforeció en el instante preciso del impacto, brillando con un repentino chapoteo verde.
—Mike —dijo Corky, aparentemente inquieto—. Por favor, dime que sabes lo que es.
Tolland frunció el ceño.
—Sé perfectamente lo que es. Mi pregunta es: ¿qué demonios hace aquí?
39
—Tenemos flagelados —dijo Tolland, sin apartar la mirada del agua luminiscente.
—¿Flatulencias? —intervino Corky, ceñudo—. Habla por ti.
Rachel se dio cuenta de que Michael Tolland no estaba para bromas.
—No entiendo cómo ha podido ocurrir —dijo Tolland—, pero de algún modo este agua contiene dinoflagelados luminiscentes.
—¿Dinoqué? —preguntó Rachel. «Habla claro, por favor».
—Plancton molecular capaz de oxidar un catalizador luminiscente llamado luceferina.
«¿Y eso es hablar claro?»
Tolland soltó un suspiro y se giró hacia su amigo.
—Corky, ¿hay alguna posibilidad de que el meteorito que sacamos del agujero contuviera organismos vivos?
Corky se echó a reír.
—¡No fastidies, Mike!
—Estoy hablando en serio.
—¡Ni hablar, Mike! Créeme, si la NASA hubiera tenido la menor sospecha de que había organismos extraterrestres viviendo en esa roca, puedes estar seguro de que jamás la habría sacado a flote.
Tolland pareció consolado sólo en parte. El alivio que acababa de embargarle parecía ensombrecido por un misterio más profundo.
—No puedo estar seguro sin un microscopio —dijo Tolland—, pero me parece que se trata de plancton luminiscente de la familia de los phylum Pyrrophyta. Su nombre científico significa planta de fuego. El Océano Ártico está lleno de ellas.
Corky se encogió de hombros.
—Entonces, ¿por qué me has preguntado si procedían del espacio?
—Porque —dijo Tolland— el meteorito estaba enterrado en hielo glacial, es decir, en agua dulce procedente de las nevadas. El agua de este agujero es resultado del deshielo glacial y lleva congelada tres siglos. ¿Cómo han podido entrar ahí criaturas oceánicas?
El apunte de Tolland provocó un prolongado silencio. Rachel se quedó al borde de la piscina e intentó concentrarse en lo que estaba mirando. «Plancton bioluminiscente en la fosa de extracción. ¿Qué significa eso?»
—Ahí abajo tiene que haber alguna grieta —dijo Tolland—. Es la única explicación que se me ocurre. El plancton debe de haber penetrado en la fosa por alguna fisura en el hielo que dejaba filtrarse el agua del océano.
Rachel no comprendió.
—¿Filtrarse? ¿Desde dónde? —Recordó el largo paseo a bordo del IceRover desde el océano—. La costa está a más de tres kilómetros de aquí.
Corky y Tolland le dedicaron una extraña mirada. —De hecho —dijo Corky—, el océano está directamente debajo de nosotros. Esta placa de hielo está flotando.
Rachel miró fijamente a los dos hombres, sintiéndose absolutamente perpleja.
—¿Flotando? Pero... si estamos en un glaciar. —Sí, estamos en un glaciar —dijo Tolland—, pero no en tierra firme. A veces los glaciares se escinden de una masa de tierra y se alejan por el agua. Como el hielo es más ligero que el agua, el glaciar simplemente continúa moviéndose, flotando sobre el océano como una enorme balsa de hielo. Ésa es la definición de una plataforma de hielo... la sección flotante de un glaciar —añadió. Hizo entonces una pausa—. De hecho, estamos casi a un kilómetro y medio en alta mar en este preciso instante.
Conmocionada, Rachel se puso en guardia enseguida. Mientras intentaba hacerse una imagen mental de lo que la rodeaba, la idea de estar sobre el Océano Ártico vino acompañada de una sensación de miedo.
Tolland pareció percibir su inquietud. Pisó con fuerza el hielo del suelo en un intento por tranquilizarla.
—No se preocupe, este hielo tiene un espesor de ciento cincuenta metros, y cien de esos metros flotan bajo el agua como un cubito en un vaso. Eso da a la plataforma una gran estabilidad. Podría construir un rascacielos en esta cosa.
Rachel asintió débilmente, nada convencida. Dejando a un lado sus recelos, ahora entendía la teoría de Tolland sobre los orígenes del plancton. «Cree que hay una grieta que va hasta el océano y que permite que el plancton suba por ella hasta el agujero». Rachel decidió que sonaba verosímil, aunque percibía una paradoja que la molestaba. Norah Mangor había sido muy clara sobre la integridad del glaciar después de haber excavado innumerables muestras de prueba para confirmar su solidez.
Rachel miró a Tolland.
—Creía que la perfección del glaciar era la piedra angular de todos los registros utilizados para poner fecha a los diferentes estratos. ¿No dijo la doctora Mangor que el glaciar no tenía grietas ni fisuras?
Corky frunció el ceño.
—Al parecer la reina del hielo la cagó.
«No lo digas muy alto», pensó Rachel, «o te encontrarás con un picador de hielo clavado en la espalda».
Tolland se acarició la barbilla mientras observaba las criaturas fosforescentes.
—No hay otra explicación posible. Tiene que haber alguna grieta. El peso de la plataforma de hielo sobre el océano debe de estar provocando la entrada al agujero de agua de mar rica en plancton.
«Una grieta enorme», pensó Rachel. Si ahí el hielo tenía un espesor de ciento cincuenta metros y la profundidad del agujero era de sesenta, la hipotética grieta tenía que atravesar noventa metros de hielo. «Las muestras extraídas por Norah Mangor no revelaban ninguna grieta».
—Hazme un favor —le dijo Tolland a Corky—. Ve a buscar a Norah. Espero que sepa algo sobre este glaciar que no nos haya dicho. Y encuentra también a Ming. Quizá él pueda decirnos qué son estos diminutos bichos que brillan.
Corky se marchó.
—Será mejor que te des prisa —le gritó Tolland, volviendo a mirar al agujero—. Juraría que esta bioluminiscencia se desvanece.
Rachel miró al agujero. Sin duda, el verde ya no parecía brillar con tanta intensidad.
Tolland se quitó el anorak y se tumbó en el hielo junto al agujero Rachel lo observó, confundida.
—¿Mike?
—Quiero saber si está entrando agua salada.
—¿Tumbándote en el hielo y sin abrigo?
—Sí —fue la respuesta de Tolland. Se arrastró sobre el estómago hasta el borde del agujero. Sostuvo una manga del abrigo por encima de la fosa y dejó que la otra colgara hasta que el puño rozó el agua—. He aquí la mejor prueba de salinidad utilizada por los mejores oceanógrafos del mundo. Se llama: «chupar una chaqueta mojada».
En el exterior del habisferio, sobre la cornisa de hielo, Delta-Uno luchaba con los controles para mantener el microrobot volador en el aire sobre el grupo que ahora se había congregado alrededor del foso de extracción. A tenor del sonido de las conversaciones que tenían lugar más abajo, supo que las cosas estaban saliendo rápidamente a la luz.
—Llamad al controlador —dijo—. Tenemos un grave problema.
40
En su adolescencia, Gabrielle Ashe había recorrido innumerables veces las estancias de la Casa Blanca abiertas al público mientras soñaba en secreto que algún día trabajaría en la mansión presidencial y que formaría parte de la élite que gestionaba el futuro del país. Sin embargo, en aquel momento habría preferido estar en cualquier otro lugar del mundo.
Mientras el agente del Servicio Secreto de la Puerta Este la conducía hasta un ornamentado vestíbulo, Gabrielle se preguntaba qué demonios estaba intentando probar su anónimo informador. Invitarla a la Casa Blanca era una locura. «¿Y si alguien me ve?» Últimamente se había dejado ver con bastante frecuencia en los medios de comunicación como la mano derecha del senador Sexton. Sin duda alguien la reconocería.
—¿Señorita Ashe?
Gabrielle levantó los ojos. Un guardia de seguridad de rostro amable la saludó con una sonrisa de bienvenida.
—Mire hacia allí, por favor —dijo, señalando.
Gabrielle miró hacia donde él señalaba y quedó cegada por un destello.
—Gracias.
El guardia la llevó hasta un escritorio y le dio un bolígrafo.
—Por favor, firme en el libro de visitas —dijo, empujando hacia ella una pesada libreta forrada en piel.
Gabrielle miró la libreta. La página que tenía ante sus ojos estaba en blanco. Se acordó de haber oído en una ocasión que todos los visitantes de la Casa Blanca firmaban su propia página en blanco para mantener la privacidad de su visita. Firmó con su nombre.
«Aquí se esfuma cualquier posibilidad de un encuentro privado».
Gabrielle pasó por un detector de metales y a continuación recibió una leve palmadita.
—Disfrute de la visita, señorita Ashe.
Gabrielle siguió al agente del Servicio Secreto veinticinco metros a lo largo de un pasillo de suelo embaldosado hasta un segundo escritorio de seguridad. Allí, otro guardia extrajo una acreditación que estaba saliendo en ese instante de una máquina laminadora. Le hizo un agujero por el que introdujo un cordón y se lo pasó a Gabrielle por la cabeza, colgándoselo del cuello. El plástico seguía caliente. La foto de la identificación era la que le habían tomado quince segundos antes, al fondo del pasillo.
Gabrielle estaba impresionada. «¿Quién dice que el gobierno no es eficiente?»
Siguieron adelante. El agente del Servicio Secreto se adentró aún más en el complejo de la Casa Blanca. Ella se sentía más incómoda con cada paso que daba. No había duda de que, quienquiera que le hubiera hecho esa misteriosa invitación, no le preocupaba en absoluto la privacidad del encuentro. A Gabrielle le habían facilitado un pase oficial, había firmado en el libro de visitas y ahora la conducían a la vista de todo el mundo por la primera planta de la Casa Blanca, donde se arracimaban los visitantes.
—Y éste es el Salón de Porcelana —le decía una guía a un grupo de turistas—. Alberga la colección de piezas decoradas en rojo, con un valor de novecientos cincuenta y dos dólares la unidad, que perteneció a Nancy Reagan y que desató el debate sobre el consumo ostentoso en 1981.
El agente del Servicio Secreto la llevó hacia una enorme escalera de mármol, dejando atrás al grupo de visitantes. Otro grupo ascendía por la escalera.
—Están ustedes a punto de entrar en el Salón Este —decía la guía—, la sala de trescientos metros cuadrados donde Abigail Adams colgó en una ocasión la colada de John Adams. A continuación pasaremos al Salón Rojo, donde Dolley Madison emborrachaba a los jefes de Estado de visita antes de que James Madison negociara con ellos.
Los turistas se rieron.
Gabrielle dejó atrás la escalera siguiendo al agente, pasó luego entre una serie de cordones de separación y entró en una sección más privada del edificio. Accedieron entonces a una sala que Gabrielle sólo había visto en los libros y en la televisión. Contuvo la respiración.
«¡Dios mío! ¡El Salón de los Mapas!»
Ningún tour guiado visitaba jamás aquel salón. En cada pared había unos enormes paneles de madera que podían abrirse, mostrando, uno tras otro, todos los mapas del mundo. Aquél era el lugar donde Roosevelt había trazado el destino de la Segunda Guerra Mundial. Por otro lado, también era el salón desde el que Clinton había reconocido públicamente su aventura con Mónica Lewinsky. Gabrielle apartó esa idea de la cabeza. Pero lo más importante era que el Salón de los Mapas era una estancia de paso hacia el Ala Oeste, el área de la Casa Blanca desde donde se manejaban los hilos del poder. En ningún momento se había imaginado que acabaría precisamente allí. Estaba convencida de que su e-mail procedía de algún joven y audaz subalterno, o quizá de alguna simple secretaria de una de las oficinas del complejo. Estaba claro que no.
«Me dirijo al Ala Oeste...»
El agente del Servicio Secreto la condujo hasta el final de un pasillo alfombrado y se detuvo frente a una puerta en la que no figuraba letrero alguno. Llamó. El corazón le latió con fuerza.
—Está abierto —gritó alguien desde dentro.
El hombre abrió la puerta y, con un gesto, le indicó a Gabrielle que entrara.
Así lo hizo. Las cortinas estaban echadas y la habitación envuelta en penumbra. Apenas distinguió el débil perfil de una persona sentada frente a un escritorio en la oscuridad.
—¿Señorita Ashe? —dijo la voz desde detrás de una nube de humo de cigarrillo—. Bienvenida.
Cuando los ojos de Gabrielle se adaptaron a la oscuridad, poco a poco fue vislumbrando un rostro inquietantemente familiar y la sorpresa le tensó los músculos. «¿Es ésta la persona que me ha estado enviando los e-mails?»
—Gracias por venir —dijo Marjorie Tench con voz fría.
—¿Señora... Tench? —tartamudeó Gabrielle, de repente incapaz de respirar.
—Llámeme Marjorie. —Aquella horrenda mujer se levantó, echando humo por la nariz como un dragón—. Usted y yo vamos a hacernos buenas amigas.
41
Norah Mangor estaba junto a la fosa de extracción junto a Tolland, Rachel y Corky, y miraba fijamente el agujero negro dejado por el meteorito.
—Mike —dijo—. Eres un hombre guapo, pero has perdido la cabeza. Aquí no hay ni rastro de bioluminiscencia.
Tolland se arrepintió entonces de no haberlo grabado en vídeo. Mientras Corky había ido a buscar a Norah y a Ming, la bioluminiscencia había empezado a desvanecerse a toda prisa. En un par de minutos, todo aquel parpadeo había desaparecido sin más.
Tolland lanzó un nuevo fragmento de hielo al agua, pero no ocurrió nada. Ninguna mancha verde.
—¿Dónde están las partículas de plancton? —preguntó Corky.
Tolland tuvo una buena idea. La bioluminescencia, uno de los mecanismos de defensa más ingeniosos de la naturaleza, era una respuesta natural para el plancton en peligro. Un plancton que percibía la amenaza de ser consumido por organismos mayores empezaba a destellar con la esperanza de atraer a depredadores más grandes que pudieran asustar a los atacantes originales. En este caso, el plancton, después de entrar a la fosa por una grieta, se encontraba de pronto en un entorno básicamente de agua dulce y, presa del pánico, activaba su bioluminiscencia a medida que el agua dulce terminaba lentamente con él.
—Creo que han muerto.
—Las han asesinado —se burló Norah—. El Conejito de Pascua se ha tirado al agua y se las ha comido todas.
Corky le clavó una mirada glacial.
—Yo también he visto la luminiscencia, Norah.
—¿Eso ha sido antes o después de tomar LSD?
—¿Por qué íbamos a mentir sobre esto? —preguntó Corky.
—Los hombres siempre mienten.
—Sí, sobre sí se acuestan o no con otras mujeres, pero nunca sobre el plancton bioluminiscente.
Tolland suspiró.
—Norah, sabes perfectamente que el plancton vive en los océanos bajo el hielo.
—Mike —replicó la glacióloga con una mirada helada—, te ruego que no me hables de mi trabajo. Por si te interesa, existen más de doscientas especies de diátomos que crecen bajo las cornisas de hielo del Ártico. Catorce especies de nanoflageladas autotrópicas, veinte de flageladas heterotrópicas, cuarenta de dinoflageladas heterotrópicas y varios metazoos, incluyendo, poliquetos, anfípodos, copépodos, aufásidos y peces. ¿Alguna pregunta?
Tolland frunció el ceño.
—No hay duda de que sabes más sobre la fauna del Ártico que yo, y de que estás de acuerdo en que hay gran cantidad de vida debajo de nosotros. Entonces, ¿por qué te muestras tan escéptica ante la posibilidad de que hayamos visto plancton bioluminiscente?
—Porque esta fosa está sellada, Mike. Es un entorno cerrado de agua dulce. ¡Es imposible que haya podido entrar en él plancton oceánico!
—He probado el agua y estaba salada —insistió Tolland—, Aunque no mucho. No sé cómo, pero el agua salada se está metiendo en la fosa.
—Seguro —dijo Norah, escéptica—. El agua te ha sabido a sal. Has chupado la manga de un anorak viejo y sudado y has llegado a la conclusión de que las pruebas de densidad del EDOP y los quince análisis diferentes del núcleo no son exactos.
Tolland le tendió la manga mojada de su anorak a modo de prueba.
—Mike, no pienso chupar tu asquerosa chaqueta —dijo Norah mirando al agujero—. ¿Puedo preguntar por qué una masa de supuesto plancton iba a decidir introducirse nadando por esta supuesta grieta?
—¿Por el calor? —se aventuró a decir Tolland—. Hay muchas criaturas marinas que se sienten atraídas por el calor. Cuando extrajimos el meteorito, lo calentamos. Quizás el plancton se haya visto atraído instintivamente hacia el entorno temporalmente más cálido existente dentro de la fosa.
Corky asintió.
—Suena lógico.
—¿Lógico? —dijo Norah, poniendo los ojos en blanco—. ¿Sabéis?, para tratarse de un físico tan laureado y de un oceanógrafo de fama mundial sois un par de especímenes considerablemente densos. ¿Se os ha pasado por la cabeza que incluso aunque existiera una grieta, posibilidad más que improbable, creedme, es físicamente imposible que el agua de mar se introduzca en esta fosa? —declaró, mirándolos con patético desprecio.
—Pero, Norah... —empezó Corky.
—¡Señores! Estamos situados sobre el nivel del mar —dijo, pateando el hielo con el pie—. ¡Vamos a ver! Esta placa de hielo se eleva a cincuenta metros sobre el mar. ¿Es que nadie se acuerda ya del acantilado que se levanta sobre el océano al final de esta plataforma? Estamos a mayor altura que el océano. Si en esta fosa hubiese una fisura, el agua saldría fuera de la fosa, y no entraría desde el exterior. Es un fenómeno llamado gravedad.
Tolland y Corky se miraron.
—Mierda —dijo Corky—. No se me había ocurrido.
Norah señaló la fosa llena de agua.
—Quizá también os hayáis dado cuenta de que el nivel del agua no cambia.
Tolland se sentía como un idiota. Norah estaba en lo cierto. De haber existido una grieta, el agua se filtraría hacia el exterior y no de fuera a dentro. Se quedó un buen rato en silencio, preguntándose qué hacer.
—Muy bien —dijo con un suspiro—. Está claro que la teoría de la fisura no tiene sentido. Pero hemos visto bioluminiscencia en el agua. La única conclusión es que no se trata de un entorno herméticamente cerrado. Entiendo que la mayoría de tus datos sobre el cálculo de fechas está basado en la premisa de que el glaciar es un bloque sólido, pero...
—¿Premisa? —Sin duda Norah estaba empezando a encenderse—. Recuerda, Mike, que no han sido sólo mis datos. La NASA ha llevado a cabo los mismos descubrimientos. Todos nosotros confirmamos que este glaciar es sólido. No hay ninguna grieta.
Tolland miró al otro extremo de la cúpula, hacia la multitud congregada alrededor del área de prensa.
—Pase lo que pase, creo que nuestra obligación es informar al director y...
—¡Tonterías! —siseó Norah—. Te estoy diciendo que esta matriz glacial es prístina. No tengo la menor intención de permitir que se cuestione la validez de mis datos de extracción por una manga mojada con sabor a sal y unas absurdas alucinaciones. —Norah se dirigió hecha una furia hasta una zona de material cercana y empezó a coger algunas herramientas—. Cogeré una muestra de agua apropiada y os demostraré que este agua no contiene plancton de agua salada, ¡ni vivo ni muerto!
Rachel y los demás miraron a Norah mientras ésta utilizaba una pipeta estéril que colgaba de un cordón para tomar una muestra de agua del pozo de agua derretida. Norah introdujo varias gotas en un diminuto dispositivo parecido a un telescopio en miniatura. A continuación miró por la lente, apuntando el dispositivo hacia la luz que manaba del otro extremo de la cúpula. En cuestión de segundos, se la oyó maldecir.
—¡Jesús! —exclamó, agitando el dispositivo y volviendo a mirar—. ¡Maldita sea! ¡Tiene que haber algún fallo en este refractómetro!
—¿Agua salada? —dijo Corky, refocilándose.
Norah frunció el ceño.
—En parte. Está registrando un tres por ciento de agua de mar, lo cual es totalmente imposible. Este glaciar es un bloque de nieve. Pura agua dulce. No tendría que haber en él el menor rastro de sal.
Norah llevó la muestra hasta un microscopio cercano y la examinó. Soltó un gemido.
—¿Plancton? —preguntó Tolland.
—G. Polyhedra —respondió Norah con voz sedada—. Es uno de los plancton que los geólogos solemos ver en los océanos bajo las plataformas de hielo —dijo, mirando hacia donde estaba Tolland—. Están muertos. Obviamente no han sobrevivido mucho tiempo en un entorno compuesto por un tres por ciento de agua salada.
Los cuatro se quedaron un instante en silencio junto a la profunda fosa, Rachel se preguntó cuáles eran las ramificaciones que implicaba tal paradoja para el descubrimiento. Parecía tratarse de un dilema menor comparado con la dimensión global del meteorito y, sin embargo, en calidad de analista de inteligencia, había sido testigo del colapso de teorías completas basadas en impedimentos más insignificantes que aquél.
—¿Qué está ocurriendo aquí?
La voz sonó como un sordo rugido.
Todos levantaron la mirada. La figura de oso del director de la NASA emergió de la oscuridad.
—Un problema de índole menor con el agua de la fosa —dijo Tolland—. Estamos intentando resolverlo.
Corky sonó casi jubiloso al hablar.
—Los datos de Norah sobre el hielo son incorrectos.
—Cierra el pico —susurró Norah.
El director se acercó mientras fruncía sus pobladas cejas.
—¿Qué pasa con los datos sobre el hielo?
Tolland soltó un vacilante suspiro.
—Hemos descubierto un contenido del tres por ciento de agua salada en la fosa del meteorito, lo cual contradice el informe glaciológico según el cual el meteorito estaba encerrado en un glaciar prístino de agua dulce —explicó. Hizo entonces una pausa—. También hemos detectado la presencia de plancton.
Ekstrom parecía casi enojado.
—Obviamente, eso es imposible. No hay fisuras en el glaciar. Las mediciones llevadas a cabo por el EDOP así lo confirman. Este meteorito estaba sellado en una matriz sólida de hielo.
Rachel sabía que Ekstrom estaba en lo cierto. De acuerdo con las mediciones de densidad de la NASA, la placa de hielo era sólida como una roca: cientos de metros de glaciar helado envolviendo el meteorito por todos sus ángulos. Y ninguna grieta. Sin embargo, Rachel imaginó cómo se llevaban a cabo las mediciones de densidad y una extraña idea se le pasó por la cabeza...
—Además —decía Ekstrom—, las muestras extraídas por la doctora Mangor confirmaron la solidez del glaciar.
—¡Exacto! —dijo Norah, dejando el refractómetro sobre un escritorio—. Doble corroboración. No hay líneas de falla en el hielo, lo cual nos deja sin explicación para la presencia de sal y de plancton.
—De hecho —dijo Rachel, sorprendida por la crudeza de su propia voz—, existe otra posibilidad —declaró. La inspiración le había llegado desde el recuerdo más inverosímil.
Todos la miraron. El escepticismo de los presentes era obvio.
Rachel sonrió.
—Hay una explicación perfectamente racional para la presencia de sal y de plancton en el agua —empezó, dedicando a Tolland una mirada torcida—. Y francamente, Mike, me sorprende que no se le haya ocurrido.
42
—¿Plancton congelado en el glaciar? —Corky Marlinson no parecía en absoluto convencido por la explicación de Rachel—. No piense que intento aguarle la fiesta, pero normalmente cuando las cosas se congelan, mueren. Y esos pequeños cabrones destellaban, ¿se acuerda?
—De hecho —dijo Tolland, dedicando a Rachel una mirada impresionada—, quizá no ande muy desencaminada. Existe un conjunto de especies que entran en un estado de animación en suspensión cuando así lo requiere su entorno. Grabé un programa sobre ese fenómeno en una ocasión.
Rachel asintió.
—Mostraba lucios del norte que quedaban congelados en lagos y que tenían que esperar al deshielo para poder alejarse nadando. También hablaba de microorganismos llamados «aguadores», que se deshidrataban por completo en el desierto y que se quedaban así durante décadas, reinflándose después, cuando volvían las lluvias.
Tolland se rió por lo bajo.
—¿Así que es cierto que ve mi programa?
Rachel le respondió con un encogimiento de hombros ligeramente avergonzado.
—¿Cuál es su teoría, señorita Sexton?
—Su teoría —dijo Tolland—, que tendría que habérseme ocurrido a mí, es que una de las especies que mencioné en ese programa era una clase de plancton que se congela en la plataforma polar Ártica cada invierno, hiberna dentro del hielo y luego se aleja nadando todos los veranos cuando la plataforma de hielo pierde densidad —explicó. Hizo entonces una pausa—. Es cierto que la especie que mostré en el programa no era la especie bioluminiscente que hemos visto aquí, pero quizá haya ocurrido lo mismo.
—El plancton congelado —continuó Rachel, animándose al ver a Michael Tolland tan entusiasmado con su idea— podría explicar todo lo que estamos viendo aquí. En algún momento del pasado, en el glaciar podrían haberse abierto fisuras que se habrían llenado de agua salada rica en plancton y que se habrían vuelto a congelar. ¿Y si había bolsas congeladas de agua salada en este glaciar? ¿Agua salada congelada que contenía plancton congelado? Imaginen que mientras ustedes levantaban el meteorito calentado entre el hielo, la roca pasó por una bolsa congelada de agua salada. El hielo formado por agua salada se habría derretido, sacando al plancton de su hibernación y dándonos un pequeño porcentaje de sal mezclado con el agua dulce.
—¡Oh, por el amor de Dios! —exclamó Norah con un gemido hostil—. ¡Ahora resulta que todos somos glaciólogos!
Corky también parecía escéptico.
—Pero ¿no habría descubierto el EDOP cualquier bolsa de hielo salado cuando llevó a cabo sus mediciones de densidad? Al fin y al cabo, el hielo salado y el hielo de agua dulce tienen densidades distintas.
—Apenas distintas —dijo Rachel.
—Un cuatro por ciento es una diferencia sustancial —la retó Norah.
—Sí, en un laboratorio —respondió ella—. Pero el EDOP toma sus mediciones desde el espacio, a una distancia de ciento noventa kilómetros. Sus ordenadores fueron diseñados para diferenciar entre lo obvio: el hielo y la aguanieve, el granito y la piedra caliza —explicó, volviéndose hacia el director—. ¿Me equivoco al suponer que cuando el EDOP mide densidades desde el espacio, probablemente carezca de la resolución necesaria para distinguir entre el hielo de agua salada y el de agua dulce?
El director asintió.
—Un diferencial del cuatro por ciento está por debajo del umbral de tolerancia del EDOP. El satélite captaría como idénticos el hielo de agua salada y el de agua dulce.
Ahora Tolland parecía intrigado.
Eso también explicaría el nivel estático de agua de la fosa dijo, mirando a Norah—. Has dicho que la especie de plancton que has visto en la fosa de extracción se llamaba...
—G. Polyhedra —declaró Norah—. ¿Y ahora te estás preguntando si la G. Polyhedra es capaz de hibernar dentro del hielo? La respuesta es sí. Sin duda. La G. Polyhedra se encuentra en grupos alrededor de las plataformas de hielo, es bioluminiscente y puede hibernar dentro del hielo. ¿Alguna otra pregunta?
Todos intercambiaron miradas. Por el tono de voz de Norah, había obviamente algún «pero», y sin embargo parecía haber confirmado la teoría de Rachel.
—Entonces —dijo Tolland—, estás diciendo que es posible, ¿no? Que esta teoría tiene sentido.
—Por supuesto —dijo Norah—, para un retrasado mental.
Rachel le lanzó una mirada desafiante.
—¿Cómo dice?
Norah Mangor y Rachel intercambiaron miradas heladas.
—Supongo que en su profesión un poco de conocimiento resulta peligroso. Bien, créame si le digo que lo mismo es aplicable a la glaciología. —Norah movió los ojos, mirando a cada una de las cuatro personas que la rodeaban—. Dejad que os lo aclare de una vez por todas. Las bolsas congeladas de agua salada que la señorita Sexton ha mencionado sí se producen. Son lo que los glaciólogos llaman intersticios. Sin embargo, los intersticios se forman, no como bolsas de agua salada, sino más bien como redes muy ramificadas de hielo de agua salada cuyos extremos son tan gruesos como un cabello humano. Ese meteorito tendría que haber atravesado una densa serie de intersticios para liberar suficiente agua salada y crear así una mezcla del tres por ciento en una fosa tan profunda.
Ekstrom frunció el ceño.
—Entonces ¿es o no es posible?
—Ni en sueños —dijo Norah sin más—. Totalmente imposible. Me habría topado con bolsas de hielo salado en la extracción de mis muestras.
Las muestras se extraen esencialmente en puntos escogidos al azar, ¿verdad? —preguntó Rachel—. ¿Hay alguna posibilidad de que, por una simple cuestión de mala suerte, la ubicación de las muestras pudiera haber evitado una bolsa de hielo marino?
—He perforado directamente sobre el meteorito. Luego he perforado y he extraído varias muestras a unos cuantos metros de la roca, a cada lado. Es imposible acercarse más.
—Sólo preguntaba.
—El punto es discutible —dijo Norah—. Los intersticios de agua salada sólo se producen en el hielo estacional, es decir, en el hielo que se forma y se derrite cada estación. La Plataforma de Hielo Milne es hielo rápido, hielo que se forma en las montañas y que se compacta rápidamente hasta que migra a la zona de desprendimientos y cae al mar. Por muy oportuno que resultara el plancton congelado para explicar este pequeño y misterioso fenómeno, puedo garantizar que no existen redes ocultas de plancton congelado en este glaciar.
El grupo volvió a guardar silencio.
A pesar de la resuelta impugnación de la teoría del plancton congelado, en base a su análisis sistemático de los datos Rachel se negaba a aceptar tal impugnación. Instintivamente sabía que la presencia de plancton congelado en el glaciar que tenían debajo era la solución más sencilla a la adivinanza. «La Ley de la Sencillez», pensó. Sus instructores del ONR se la habían inculcado en el subconsciente: «Cuando existen múltiples explicaciones, normalmente la más sencilla es la correcta».
Obviamente, Norah Mangor tenía mucho que perder si los datos obtenidos a partir de sus muestras de hielo eran erróneos, y Rachel se preguntó si quizá la glacióloga no habría visto el plancton, se había dado cuenta de que había cometido un error al declarar que el glaciar era sólido, y ahora intentaba simplemente cubrirse las espaldas.
—Lo único que sé —dijo Rachel— es que acabo de transmitir un comunicado a todo el personal de la Casa Blanca diciéndoles que este meteorito ha sido descubierto en una matriz prístina de hielo y que había quedado sellado en ella, a salvo de cualquier influencia externa desde 1716, cuando se escindió de un famoso meteorito llamado Jungersol. Y ahora esto no parece tan claro.
El director de la NASA guardó silencio con una expresión de gravedad en el rostro.
Tolland se aclaró la garganta.
—Tengo que darle la razón a Rachel. Había plancton y agua salada en la fosa. Sea cual sea la explicación que justifique este fenómeno, es obvio que la fosa no es un entorno cerrado. No podemos afirmar que lo sea.
Corky parecía incómodo —Hum, chicos, no es que quiera dármelas de astrofísico, pero, en mi campo, cuando cometemos errores, nos equivocamos a menudo por miles de millones de años. ¿De verdad esta pequeña confusión sobre el plancton y el agua salada es tan importante? Me refiero a que la perfección del hielo que rodea el meteorito no afecta de ningún modo al propio meteorito, ¿no? Todavía tenemos los fósiles. Nadie cuestiona su autenticidad. Si resulta que hemos cometido un error con los datos de las muestras, a nadie le importará. Lo único que les interesará es que hemos encontrado la prueba de que existe vida en otro planeta.
—Lo siento, doctor Marlinson —dijo Rachel—. Desde el punto de vista de alguien que se gana la vida analizando datos, me veo obligada a estar en desacuerdo con usted. Cualquier error, por pequeño que sea, en los datos que la NASA presente esta noche puede sembrar la duda en la credibilidad de todo el descubrimiento. Incluyendo la autenticidad de los fósiles.
Corky se quedó boquiabierto.
—¿Qué está diciendo? ¡Esos fósiles son incuestionables!
—Yo lo sé. Y usted lo sabe. Pero si el público se entera de que la NASA ha presentado datos de muestras sabiendo que son cuestionables, créame, inmediatamente empezarán a preguntarse en qué más ha mentido.
Norah dio un paso adelante. Tenía los ojos como centellas.
—Nadie puede cuestionar los datos de mis muestras —dijo, volviéndose hacia el director—. ¡Puedo probarle, categóricamente, que no hay hielo salado atrapado en ningún punto de esta plataforma de hielo!
El director la miró durante un largo instante. .
—¿Cómo?
Norah explicó su plan. Cuando terminó, Rachel tuvo que admitir que la idea sonaba razonable.
El director no estaba tan seguro.
—¿Y los resultados serán definitivos?
—Tendremos una confirmación del cien por cien —le aseguró Norah—. Si hay una maldita gota de agua salada congelada cerca de la fosa de extracción del meteorito, usted la verá. Por pocas que sean las gotas, se iluminarán en mi equipo lo mismo que Times Square El director frunció el ceño bajo su corte de pelo estilo militar.
—No tenemos mucho tiempo. La rueda de prensa tendrá lugar dentro de un par de horas.
—Puedo estar de vuelta en veinte minutos.
—¿Cuánto ha dicho que debe alejarse sobre el glaciar?
—No mucho. Con doscientos metros bastará.
Ekstrom asintió.
—¿Está segura de que no correrá peligro?
—Me llevaré unas bengalas —respondió Norah—. Y Mike vendrá conmigo.
Tolland levantó la cabeza.
—¿Ah, sí?
—¡Ya lo creo, Mike! Saldremos atados. Me irá bien contar con un par de brazos fuertes ahí fuera si se levanta viento.
—Pero...
—Tiene razón —dijo el director, volviéndose hacia Tolland—. Si ella va, no puede ir sola. Enviaría a alguno de mis hombres con ella pero, francamente, prefiero mantener el asunto del plancton entre nosotros hasta que averigüemos si constituye o no un problema.
Tolland respondió con una reacia inclinación de cabeza.
—A mí también me gustaría ir —dijo Rachel.
Norah se giró como una cobra.
—Ni lo sueñe.
—De hecho —dijo el director, como si acabara de ocurrírsele una idea—, creo que me quedaría más tranquilo si utilizáramos la típica configuración de atadura cuadrángulas Si utilizan la dual y Mike resbala, nunca podrá sostenerle. Cuatro personas me parece un plan mucho más seguro que sólo dos —concluyó. Hizo entonces una pausa, mirando a Corky—. Eso significa que le toca a usted o al doctor Ming —dijo Ekstrom, recorriendo el habisferio con la mirada—. Por cierto, ¿dónde está el doctor Ming?
—Hace rato que no lo veo —dijo Tolland—. Quizá se esté echando una siesta.
Ekstrom se giró hacia Corky.
—Doctor Marlinson, no puedo pedirle que salga con ellos, pero...
—¡Qué demonios! —dijo Corky—. Ya que todo el mundo se lleva tan bien...
—¡No! —exclamó Norah—. Con cuatro personas avanzaremos más despacio. Mike y yo iremos solos.
—No, no irán solos. —El tono del director no dejaba lugar a discusión—. Por algo se fabrica la configuración de atadura cuadrangular, de modo que vamos a hacer esto corriendo el menor riesgo posible. Lo último que necesito es un accidente un par de horas antes de la rueda de prensa más importante de la historia de la NASA.
43
Cuando se sentó, envuelta en el ambiente cargado del despacho de Marjorie Tench, Gabrielle Ashe fue presa de una sensación de precaria incertidumbre. «¿Qué diantre puede querer de mí esta mujer?» Detrás del único escritorio de la sala, Tench se recostó en su silla al tiempo que sus rasgos duros parecían irradiar complacencia ante la incomodidad de Gabrielle.
—¿Le molesta el humo? —preguntó Tench, sacando otro cigarrillo del paquete.
—No —mintió Gabrielle.
En cualquier caso, Tench ya lo estaba encendiendo.
—Usted y su candidato han mostrado un gran interés por la NASA durante esta campaña.
—Cierto —replicó Gabrielle, sin hacer ningún esfuerzo por ocultar su enojo—, gracias a cierta incitación llena de creatividad. Me gustaría que me diera una explicación.
Tench frunció los labios con fingida inocencia.
—¿Quiere saber por qué le he estado enviando información por e-mail para ayudarle en su ataque contra la NASA?
—La información que usted me ha enviado perjudica a su Presidente.
—A corto plazo, así es.
El tono amenazador de Tench incomodó a Gabrielle.
—¿Qué debo entender con eso?
—Relájese, Gabrielle. Mis e-mails no han cambiado mucho las cosas. El senador Sexton estaba empeñado en machacar a la NASA antes de mi aparición. Yo simplemente le he ayudado a clarificar su mensaje. A consolidar su postura.
—¿A consolidar su postura?
—Exacto —dijo Tench con una sonrisa que dejó a la vista sus dientes manchados—. Cosa que ha hecho de forma harto efectiva esta tarde en la CNN.
Gabrielle se acordó de la reacción del senador ante la pregunta «rompevallas». «Sí, aboliría la NASA». Sexton había terminado acorralado, pero había salido del cuadrilátero con un buen derechazo. Había recurrido a la maniobra correcta. ¿O no era así? A tenor de la mirada satisfecha de Tench, Gabrielle tuvo la impresión de que le faltaba cierta información.
Tench se levantó de pronto y su cuerpo desgarbado dominó el exiguo espacio. Con el cigarrillo colgándole de los labios, fue hasta una caja fuerte abierta en la pared y sacó de ella un abultado sobre, regresó a su escritorio y volvió a tomar asiento.
Gabrielle echó un vistazo al sobre recién aparecido.
Tench sonrió, acunando el sobre en su regazo como un jugador de póquer amagando una escalera real. Las yemas amarillentas de sus dedos tiraban de la esquina del sobre, produciendo un repetitivo y fastidioso arañazo, como si saboreara la expectación.
Gabrielle sabía que se trataba sólo de su propia conciencia culpable, pero sus primeros miedos apuntaron a que el sobre contenía alguna prueba de su indiscreción sexual con el senador. «Qué ridiculez», pensó. El encuentro con el senador había ocurrido a última hora en el despacho de Sexton, que además estaba cerrado con llave. Por otro lado, si la Casa Blanca hubiera encontrado alguna prueba, sin duda ya la habría hecho pública.
«Puede que sospechen algo», pensó Gabrielle, «pero no tienen pruebas».
Tench aplastó el cigarrillo.
—Señorita Ashe, sea o no consciente de ello, está usted atrapada en mitad de una batalla que lleva librándose en Washington entre bastidores desde 1996.
Aquella estratagema directa nada tenía que ver con lo que ella se esperaba.
—¿Cómo dice?
Tench encendió otro cigarrillo. Sus labios larguiruchos se cerraron a su alrededor y la punta enrojeció.
—¿Qué sabe usted del proyecto de ley conocido como Acta de Promociones para la Comercialización del Espacio?
Gabrielle jamás había oído hablar de ella. Se encogió de hombros, confundida.
—¿Ah, sí? —dijo Tench—. Me sorprende. Sobre todo teniendo en cuenta la plataforma de su candidato. El Acta de Promociones para la Comercialización del Espacio fue propuesta en 1996 por el senador Walker. El proyecto de ley, en esencia, cita el fracaso de la NASA a la hora de llevar a cabo cualquier proyecto realmente valioso desde que puso al hombre en la Luna. Pide la privatización de la NASA mediante la venta inmediata de sus activos a compañías aeroespaciales privadas, permitiendo que el sistema de libre mercado explore el espacio de manera más efectiva y aliviando así la carga que la NASA supone en la actualidad para el contribuyente.
A Gabrielle no le sonaba ajena la propuesta de privatización en boca de los críticos de la NASA como solución a los infortunios de la agencia espacial, pero no era consciente de que la idea hubiera llegado a tomar la forma de un proyecto de ley oficial.
—El proyecto de ley de comercialización —dijo Tench— se ha presentado al Congreso en cuatro ocasiones. Es similar a otros proyectos de ley que han privatizado con éxito industrias gubernamentales, como la de la producción de uranio. El Congreso ha aprobado el proyecto de ley de comercialización del espacio las cuatro veces que le ha sido presentado. Afortunadamente, la Casa Blanca lo ha vetado en las cuatro. Zachary Herney ha tenido que vetarlo en dos.
—¿Qué me quiere decir?
—Lo que le quiero decir es que este es un proyecto de ley que el senador Sexton sin duda apoyará si sale elegido Presidente. Tengo mis motivos para creer que no tendrá el menor escrúpulo a la hora de vender los activos de la NASA a postores comerciales en cuanto tenga ocasión. En resumen, que su candidato apoyaría la privatización para impedir que los dólares del contribuyente financien la exploración espacial.
—Por lo que sé, el senador nunca se ha pronunciado públicamente sobre su postura respecto a ningún Acta de Promociones para la Comercialización del Espacio.
—Cierto. Y, aún así, conociendo su política, supongo que no le sorprendería si él le diera su apoyo.
—Los sistemas de mercado libre tienden a fomentar la eficacia.
—Entiendo eso como un «sí» —dijo Tench, mirándola fijamente—Desgraciadamente, privatizar la NASA es una idea abominable, y existen innumerables motivos por los que todas las administraciones de la Casa Blanca lo han rechazado desde la aparición del proyecto de ley.
—Conozco los argumentos contra la privatización del espacio —dijo Gabrielle—, y comprendo sus preocupaciones.
—¿Ah, sí? —dijo Tench, inclinándose hacia ella—. ¿Y qué argumentos ha oído usted?
Gabrielle se removió en su asiento, incómoda.
—Bueno, básicamente los miedos típicamente académicos, el más común de los cuales es que si privatizamos la NASA nuestra búsqueda actual de conocimiento científico del espacio se vería rápidamente abandonada en manos de empresas con ánimo de lucro.
—Cierto. La ciencia espacial moriría en un santiamén. En vez de invertir dinero para estudiar el universo, las compañías espaciales privadas minarían los asteroides, construirían hoteles turísticos en el espacio y ofrecerían servicios de lanzamiento de satélites comerciales. ¿Para qué iban a molestarse las compañías privadas en estudiar los orígenes de nuestro universo cuando eso es algo que les costaría miles de millones y sin obtener ninguna recompensa financiera?
—No lo harían —contraatacó Gabrielle—. Aunque, sin duda, podría crearse una Fundación Nacional para la Ciencia Espacial con el fin de financiar las misiones científicas.
—Ya disponemos de ese sistema. Se llama NASA.
Gabrielle guardó silencio.
—El abandono de la ciencia en favor de los beneficios económicos es un asunto secundario —dijo Tench—, apenas relevante comparado con el caos absoluto que se produciría al permitir al sector privado moverse libremente por el espacio. Volveríamos a vivir el fenómeno del Salvaje Oeste. Veríamos a pioneros intentando hacer valer sus derechos de propiedad sobre la Luna y sobre asteroides y defendiendo esas exigencias con decisión. He oído hablar de peticiones de compañías que quieren poner carteles de neón que parpadeen anuncios luminosos en el cielo por la noche. He visto peticiones de hoteles espaciales y de atracciones turísticas cuyas operaciones incluyen lanzar sus desperdicios al vacío del espacio y crear montones de basura orbital. De hecho, ayer mismo leí una propuesta de una compañía que quiere convertir el espacio en un mausoleo poniendo a los muertos en órbita. ¿Puede imaginarse a nuestros satélites de telecomunicaciones impactando con cuerpos sin vida? La semana pasada tuve en mi despacho a un multimillonario director general cuya petición consistía en enviar una misión a un asteroide cercano, arrastrarlo más cerca de la Tierra y minarlo para extraer de él minerales preciosos. A decir verdad, ¡tuve que recordarle a ese tipo que arrastrar asteroides hasta alcanzar una órbita próxima a la Tierra suponía un riesgo potencial de una catástrofe global! Le aseguro, señorita Ashe, que si ese proyecto de ley se aprueba, las masas de empresarios que invadirán el espacio no serán científicos espaciales. Serán empresarios de grandes bolsillos y mentes superficiales.
—Argumentaciones realmente convincentes —dijo Gabrielle—. Estoy segura de que el senador sopesará esos puntos cuidadosamente si en algún momento se encuentra en la tesitura de tener que votar el proyecto de ley. ¿Puedo preguntar que tiene eso que ver conmigo?
La mirada de Tech se afiló por encima de su cigarrillo.
—Hay mucha gente deseosa de ganar dinero en el espacio y el lobby político está batallando para que se levanten todas las restricciones y se abran las compuertas. El poder de veto del Presidente es la única barrera que nos queda contra la privatización... contra la absoluta anarquía en el espacio.
—En ese caso debo alabar a Zach Herney por vetar el proyecto de ley.
—Mi temor es que su candidato no sea tan prudente si sale elegido.
—Le repito que el senador sopesaría cuidadosamente todos los puntos si se viera en situación de pronunciarse sobre el proyecto de ley.
Tench no parecía convencida del todo.
—¿Sabe usted cuánto gasta el senador Sexton en publicidad en los medios de comunicación?
La pregunta resultó totalmente inesperada.
—Esas cifras son de dominio público.
—Más de tres millones al mes.
Gabrielle se encogió de hombros.
—Si usted lo dice...
La cifra se aproximaba mucho a la realidad.
—Eso es mucho dinero.
—El senador tiene mucho dinero.
—Sí, lo ha sabido invertir bien. O mejor, supo casarse bien —dijo Tench, haciendo una pausa para espirar el humo—. Qué triste lo de su esposa, Katherine. Su muerte le afectó muchísimo. —Siguió un suspiro trágico, claramente fingido—. No hace tanto de su muerte, ¿verdad?
—Vaya al grano o me marcho.
Tench soltó una tos profunda y alargó la mano para coger el grueso sobre de manila. Sacó de él un pequeño montón de papeles grapados y se los dio a Gabrielle.
—Los informes financieros de Sexton.
Gabrielle estudió los documentos, absolutamente perpleja. Los informes comprendían varios años. Aunque ella no tenía acceso al engranaje interno de las finanzas del senador, algo le decía que aquellos datos eran auténticos: cuentas bancarias, cuentas de tarjetas de crédito, préstamos, activos en bolsa, deudas, ganancias y pérdidas de capital.
—Estos datos son privados. ¿De dónde los ha sacado?
—Mi fuente no es asunto suyo. Pero si dedica algún tiempo a estudiar esas cifras, verá claramente que el senador Sexton no dispone de la cantidad de dinero que actualmente está gastando. Después de la muerte de Katherine, dilapidó la gran mayoría del legado de su esposa en inversiones erróneas, caprichos personales y en comprar lo que parece ser cierta victoria en las primarias. Hace seis meses, su candidato estaba arruinado.
Gabrielle intuía que debía de tratarse de un farol. Si Sexton estaba arruinado, desde luego no lo parecía. Compraba tiempo de publicidad en bloques cada vez más grandes todas las semanas.
—Su candidato —continuó Tench— supera por cuatro los gastos del Presidente. Y no dispone de dinero.
—Recibimos muchos donativos.
—Sí, algunos legales.
Gabrielle levantó la cabeza.
—¿Perdón?
Tench se inclinó sobre el escritorio y Gabrielle pudo oler su aliento impregnado de nicotina.
—Gabrielle Ashe, voy a hacerle una pregunta y le sugiero que lo piense bien antes de contestar. Su respuesta puede hacer que pase usted los próximos años en prisión. ¿Es usted consciente de que el senador Sexton está aceptando cuantiosos e ilegales sobornos de compañías aeroespaciales que tienen millones que ganar con la privatización de la NASA?
Gabrielle la miró a los ojos.
—¡Eso es una alegación absurda!
—¿Está usted diciendo que no está usted al corriente de esa actividad?
—Creo que si el senador estuviera aceptando sobornos de la magnitud que usted está sugiriendo yo lo sabría.
Tench sonrió fríamente.
—Gabrielle, entiendo que el senador Sexton haya compartido ciertas cosas con usted, pero le aseguro que hay muchas cosas que usted no sabe de ese hombre.
Gabrielle se levantó.
—La reunión ha terminado.
—Al contrario —dijo Tench, sacando el resto del contenido de la carpeta y esparciéndolo sobre el escritorio.
—Esta reunión acaba de empezar.
44
En el «camerino» del habisferio, Rachel Sexton se sentía como un astronauta después de haberse metido en uno de los trajes Mark IX de supervivencia en microclima de la Nasa. El mono negro, de una sola pieza y con capucha, parecía un equipo de buceo hinchable. La tela de doble pliegue y adaptable al cuerpo estaba dividida por canales poco profundos por los que circulaba un denso gel que ayudaba a regular la temperatura corporal de quien lo vestía tanto en entornos fríos como calurosos.
Mientras Rachel se colocaba la apretada capucha sobre la cabeza, sus ojos se toparon con el director de la NASA. Parecía un silencioso centinela en la puerta, obviamente disgustado con la necesidad de llevar a cabo esa pequeña misión.
Norah Mangor no dejaba de murmurar obscenidades mientras se aseguraba de que los demás se vistieran.
—Aquí tienes una talla extra-rechoncho —dijo, tirándole a Corky su traje.
Tolland ya casi había terminado de ponerse el suyo.
En cuanto Rachel hubo cerrado la cremallera del traje, Norah conectó la llave de paso del traje de Rachel a un tubo que serpenteaba desde un cilindro con aspecto de una gran bombona de buceo.
—Inspire —le dijo Norah, abriendo la válvula.
Rachel oyó un siseo y notó que le inyectaban gel en el traje. La espuma adaptable se expandió y el traje se comprimió sobre su cuerpo, apretando la capa de la ropa interior. La sensación le recordó a la de meter la mano bajo el agua con un guante de goma. A medida que la capucha se inflaba alrededor de su cabeza, empezó a presionarle los oídos, con lo que todo lo oía amortiguado. «Estoy en un capullo».
—Lo mejor del Mark IX —dijo Norah— es el relleno. Podéis caeros de culo y no sentir nada.
Rachel lo creyó. Se sentía como si estuviera atrapada dentro de un colchón.
Norah le dio luego una serie de herramientas: un hacha de hielo y mosquetones, que colgó del cinturón que le rodeaba la cintura.
—¿Y todo esto —preguntó Rachel, mirando el equipo— sólo para recorrer cien metros?
Norah entrecerró los ojos.
—¿Quiere o no quiere venir?
Tolland dedicó a Rachel una tranquilizadora inclinación de cabeza.
—Norah sólo pretende ser cauta.
Visiblemente divertido, Corky se conectó a la bombona e infló su traje.
—Tengo la sensación de haberme puesto un condón gigante.
Norah soltó un gimoteo de fastidio.
—Como si fueras a darte cuenta de que lo llevas, virgencillo.
Tolland se sentó al lado de Rachel. Sonrió débilmente mientras ella se calzaba las pesadas botas con sus crampones.
—¿Está segura de que quiere venir?
Había en sus ojos una preocupación protectora a la que Rachel no pudo resistirse.
Ella esperaba que la decidida inclinación de cabeza con la que respondió ocultara su creciente inquietud. «Doscientos metros... muy cerca».
—Y usted que creía que sólo podía encontrar grandes emociones en alta mar.
Tolland se rió por lo bajo, hablando mientras se ponía sus propios crampones.
—He decidido que me gusta mucho más el agua líquida que esta sustancia helada.
—Yo nunca he sido una gran fan de ninguna de las dos —dijo Rachel—. De niña me caí en el hielo. Desde entonces el agua me pone nerviosa.
Tolland la miró con ojos compasivos.
—Lo siento. Cuando esto termine tiene que venir a verme al Goya. Haré que cambie de parecer sobre el agua. Se lo prometo.
La invitación la sorprendió. El Goya era el barco de investigación de Tolland, famoso tanto por su papel en Mares Asombrosos como por su reputación como una de las embarcaciones más extrañas del océano. Aunque a Rachel una visita al Goya le resultaba inquietante, sabía que le sería difícil desaprovechar una oportunidad así.
—En este momento está anclado a treinta kilómetros de la costa de Nueva Jersey —dijo Tolland, peleándose con los cierres de sus crampones.
—Parece un lugar inverosímil.
—En absoluto. El litoral Atlántico es un lugar increíble. Estábamos preparándonos para grabar un nuevo documental cuando recibí una llamada de lo más inoportuna del Presidente.
Rachel se echó a reír.
—Grabando un documental sobre qué.
—Sphyrna mokarran y megaplumas.
Rachel frunció el ceño.
—Me alegro de haber preguntado.
Tolland terminó de fijar sus crampones y levantó la mirada.
—En serio, estaré grabando ahí fuera un par de semanas. Washington no está tan lejos de la costa de Jersey. Venga cuando regrese a casa. No tiene sentido pasar el resto de su vida teniéndole miedo al agua. Mi tripulación la recibirá con una alfombra roja.
La voz de Norah Mangor tronó.
—¿Salimos o queréis que os traiga unas velas y champán?
45
Gabrielle Ashe no sabía qué pensar de los documentos que ahora estaban esparcidos ante sus ojos sobre el escritorio de Marjorie Tench. Ese montón de papeles incluía cartas fotocopiadas, faxes, transcripciones de conversaciones telefónicas... y todos parecían corroborar que el senador Sexton mantenía conversaciones ocultas con empresas espaciales privadas.
Tench empujó hacia ella un par de fotografías mate en blanco y negro.
—¿He de suponer que para usted esto es una novedad?
Gabrielle miró las fotos. La primera de las candidas instantáneas mostraba al senador Sexton bajando de un taxi en una especie de garaje subterráneo. «Sexton nunca coge taxis». Gabrielle miró la segunda instantánea: una telefoto de Sexton subiendo a un monovolumen blanco aparcado. Un anciano parecía esperarle dentro.
—¿Quién es? —dijo Gabrielle, sospechando que las fotos podían ser falsas.
—Un pez gordo de la FFE.
Ella tenía sus reservas.
—¿La Fundación para las Fronteras Espaciales?
La FFE era una especie de «sindicato» de las compañías espaciales privadas. Representaba a los contratistas aeroespaciales, empresarios, capitalistas intrépidos... cualquier entidad privada que deseara subir al espacio. Tendían a mostrarse críticos con la NASA, argumentando que el programa espacial de Estados Unidos empleaba prácticas empresariales injustas para impedir que las compañías privadas enviaran misiones al espacio.
—La FFE —dijo Tench— representa en este momento a más de cien grandes corporaciones, algunas de ellas empresas muy ricas que esperan ansiosas ver ratificada el Acta de Promociones para la Comercialización del Espacio.
Gabrielle se paró a pensarlo. Por razones obvias, la FFE era un defensor ruidoso de la campaña de Sexton, aunque el senador se había preocupado de no acercarse demasiado a sus miembros debido a sus controvertidas tácticas de grupo. Recientemente, la FFE había publicado un discurso explosivo afirmando que la NASA era de hecho un «monopolio ilegal» cuya habilidad para operar generando pérdidas y seguir funcionando representaba una competencia desleal para las empresas privadas. Según la FFE, siempre que la AT&T necesitaba que se lanzara un satélite de telecomunicaciones, varias compañías espaciales privadas se ofrecían a llevar a cabo el trabajo por un precio razonable de cincuenta millones de dólares. Desgraciadamente, la NASA siempre intervenía y se ofrecía a lanzar los satélites de la AT&T por sólo quince millones, ¡incluso a pesar de que la NASA invertía en ello cinco veces más! Los abogados de la FFE denunciaban que «operar en régimen de pérdidas es uno de los métodos que emplea la NASA para seguir manteniendo el control del espacio. Y que los norteamericanos se ven obligados a pagar esa política con sus impuestos».
—Esta foto revela que su candidato mantiene reuniones secretas con una organización que representa a empresas espaciales privadas —dijo Tench, señalando otros documentos que había sobre la mesa—. También tenemos en nuestras manos memorandos internos de la FFE en los que se solicita que se reúnan grandes sumas de dinero que deberán ser aportadas por las empresas miembros de la FFE —en cantidades proporcionales a su valor neto— y transferidas a cuentas controladas por el senador Sexton. En efecto, estas agencias espaciales privadas están contribuyendo a llevar a Sexton a la Casa Blanca. No puedo sino suponer que el senador ha accedido a aprobar el proyecto de ley de comercialización y privatizar la NASA si es elegido.
Gabrielle miró el montón de papeles, recelosa.
—¿Espera que me crea que la Casa Blanca tiene pruebas que demuestran que su adversario está implicado en una financiación de campaña totalmente ilegal y que, por alguna razón, lo están manteniendo en secreto?
—¿Qué pensaría usted?
Gabrielle clavó en ella una mirada glacial.
—Francamente, y teniendo en cuenta sus dotes para la manipulación, me parece más lógico pensar que me acosa con documentos y fotos falsos creados por algún audaz funcionario de la Casa Blanca con su ordenador personal.
—Admito que es una posibilidad. Aunque no sea el caso.
—¿No? Entonces, ¿cómo han conseguido todos estos documentos internos de las corporaciones? Los recursos necesarios para robar todas estas pruebas de tantas compañías sin duda exceden las posibilidades de la Casa Blanca.
—Tiene usted razón. Esta información llegó hasta aquí como un regalo no solicitado.
Gabrielle estaba totalmente confundida.
—Oh, sí —dijo Tench—. Recibimos muchos regalos de este tipo. El Presidente tiene muchos y poderosos aliados políticos a los que les gustaría que siguiera ocupando su despacho. Recuerde que su candidato está sugiriendo recortes por doquier, y muchos de ellos aquí mismo, en Washington. Sin duda el senador Sexton no tiene muchos escrúpulos a la hora de citar el inflado presupuesto del FBI como ejemplo del gasto excesivo del gobierno. También ha lanzado unos cuantos ataques contra el IRS. Puede que alguien del FBI o del IRS se haya molestado un poco.
Gabrielle comprendió el mensaje implícito en las palabras de Tench. La gente del FBI y del IRS tenían formas de conseguir ese tipo de información. Podían luego enviarla a la Casa Blanca en calidad de favor no solicitado para ayudar a la elección del Presidente. Pero lo que ella no era capaz de creer era que el senador Sexton fuera capaz de implicarse en algún modo de financiación ilegal de la campaña.
—Si estos datos son exactos —la retó Gabrielle—, cosa que pongo en duda, ¿por qué no los han hecho públicos?
—¿Por qué cree usted?
—Porque han sido conseguidos de forma ilegal.
—En realidad no importa cómo los hayamos obtenido.
—Ya lo creo que importa. Resultaría inadmisible ante los tribunales.
—¿Qué tribunales? Simplemente nos limitaríamos a filtrar la noticia a un periódico, que la publicaría como una historia basada en fuentes creíbles con fotos y documentación. Sexton sería culpable hasta que probara su inocencia. Su proclamada postura anti-NASA constituiría una prueba más que definitiva de que está aceptando sobornos.
Gabrielle sabía que era cierto.
—Bien —dijo, retadora—. Entonces, ¿por qué no han filtrado la información?
—Porque es una maniobra negativa. El Presidente prometió no caer en maniobras negativas durante la campaña y quiere mantener esa promesa hasta que pueda.
«¡Ya, seguro!»
—¿Me está diciendo que el Presidente es tan honrado que se niega a hacer pública esta información porque podría ser considerada por la gente una maniobra negativa?
—Lo es para el país. Implica a docenas de empresas privadas, muchas de las cuales están formadas por gente honesta. Deshonra al Senado de Estados Unidos y es pernicioso para la moral del país. Los políticos fraudulentos perjudican a todos los políticos. Los norteamericanos necesitan confiar en sus líderes. Esto traería consigo una fea investigación y probablemente terminaría con un senador de Estados Unidos y numerosos ejecutivos prominentes del sector aeroespacial en la cárcel.
A pesar de que la lógica de Tench tenía sentido, Gabrielle seguía poniendo en duda sus alegaciones.
—¿Qué tiene esto que ver conmigo?
—Simplificando, señorita Ashe: si hacemos públicos estos documentos, su candidato será acusado de financiación de campaña ilegal, perderá su asiento en el Senado y pasará un tiempo entre rejas —declaró Tench, antes de hacer una breve pausa—. A menos que...
Gabrielle percibió un destello serpentino en los ojos de la asesora principal.
—¿A menos que...?
Tench le dio una larga calada al cigarrillo.
—A menos que decida ayudarnos a evitarlo.
Un ominoso silencio cayó sobre la sala.
Tench soltó una tos áspera.
—Escuche, Gabrielle. He decidido compartir con usted esta desafortunada información por tres razones. Primero, para demostrarle que Zach Herney es un hombre decente que antepone el buen estado del gobierno a su beneficio personal. Segundo, para informarle de que su candidato no es tan fiable como puede usted creer. Y tercero, para convencerla de que acepte la oferta que estoy a punto de hacerle.
—¿Y esa oferta es?
—Me gustaría ofrecerle la oportunidad de hacer lo correcto. De actuar como una buena patriota. Sea o no consciente de ello, goza usted de una posición única para ahorrar a Washington un desagradable escándalo. Si hace lo que estoy a punto de pedirle, quizá se haga acreedora a un puesto en el equipo del Presidente.
«¿Un puesto en el equipo del Presidente?» Gabrielle no daba crédito.
—Señora Tench, al margen de lo que tenga en mente, no llevo bien que me chantajeen, que me coaccionen ni que se dirijan a mí con condescendencia. Trabajo para la campaña del senador porque creo en su proyecto político. ¡Y si esto es una muestra de la manera en que Zach Herney ejerce su influencia, no tengo el menor interés en que me asocien con él! Si tiene usted algo contra el senador Sexton, le sugiero que lo filtre a la prensa. Francamente, todo esto me parece vergonzoso.
Tench soltó un suspiro aburrido.
—Gabrielle, la financiación ilegal de su candidato es un hecho. Lo siento. Sé que confía en él —añadió, bajando la voz—. Mire, se trata de lo siguiente: el Presidente y yo haremos público el asunto de la financiación si tenemos que hacerlo, pero se pondrá feo a gran escala. Este escándalo implica el incumplimiento de la ley por parte de algunas de las corporaciones más importantes de Estados Unidos. Muchos inocentes pagarán por ello. —Tench dio una larga calada al cigarrillo y soltó el humo—. Lo que el Presidente y yo esperábamos era... otra forma de desacreditar la ética del senador. Una forma más contenida... que no perjudique a las partes inocentes —añadió, apagando el cigarrillo y entrecruzando las manos—. En resumen, nos gustaría que admitiera públicamente haber tenido un affair con el senador.
El cuerpo de Gabrielle se puso rígido. Tench parecía totalmente segura de sí misma. «Imposible», se dijo. No había pruebas. El sexo había tenido lugar en una sola ocasión, tras las puertas bien cerradas en la oficina de Sexton. «Tench no tiene nada. Es un farol». Gabrielle se esforzó lo indecible por no variar su tono de voz.
—Supone usted mucho, señora Tench.
—_¿A qué se refiere? ¿A qué ha tenido un affair o a que abandonaría a su candidato?
—A ambas cosas. . Tench esbozó una breve sonrisa y se levantó.
—Bueno, dejemos descansar uno de esos hechos por ahora, ¿le parece? —dijo, yendo de nuevo hasta la caja de fuerte empotrada en la pared y volviendo con un gran sobre rojo. Llevaba el sello de la Casa Blanca. Lo abrió, le dio la vuelta y esparció el contenido sobre el escritorio ante los ojos de Gabrielle.
En el momento en que docenas de fotografías se desparramaban sobre el escritorio, Gabrielle vio cómo toda su carrera se hacía añicos ante sus ojos.
46
En el exterior del habisferio, el viento katabático que rugía sobre el glaciar no se parecía en nada a los vientos oceánicos a los que Tolland estaba acostumbrado. En el océano, el viento era una fusión de mareas y de frentes de presiones que soplaba en impetuosos flujos y reflujos. Sin embargo, el katabático era esclavo de la más simple física: un aire frío y pesado descendiendo a toda velocidad por la pendiente de un glaciar como un maremoto: el peor vendaval que Tolland había experimentado en su vida. Si hubiera soplado a veinte nudos, el katabático habría sido el sueño de cualquier marino, pero sus actuales ochenta nudos no tardaban en convertirse en una pesadilla incluso para los que se encontraban en suelo firme. Tolland descubrió que si se paraba y se inclinaba hacia atrás, la fuerte racha podía fácilmente sostenerlo en el aire.
Pero lo que le fastidiaba más que la furiosa corriente de aire era la ligera caída a favor del viento de la plataforma de hielo. El hielo caía casi imperceptiblemente hacia el océano, situado a tres kilómetros de distancia. A pesar de las afiladas púas de los crampones «Pit-bull Rápido» que tenía atornillados a las botas, Tolland tenía la inquietante sensación de que cualquier paso en falso podía terminar con él atrapado en una tormenta y deslizándose por la interminable pendiente de hielo. Las dos horas de cursillo impartido por Norah Mangor sobre seguridad en el glaciar parecían ahora peligrosamente insuficientes.
—Piolet Piraña —había dicho Norah, colgando una herramienta ligera con forma de T de cada uno de sus cinturones mientras se vestían en el interior del habisferio—. Cuchilla común, sierra de doble filo, cuchilla semitubular, martillo y azuela. Si alguien resbala o se ve atrapado en una ráfaga de viento, lo único que tiene que recordar es coger el piolet con una mano alrededor del martillo y con la otra en el palo, hincar la sierra de doble filo en el hielo y dejarse caer sobre , plantando los crampones.
Con esas tranquilizadoras palabras, Norah Mangor había sujetado los arneses de seguridad YAK a cada uno. Después, los cuatro se habían puesto las gafas y salido a la oscuridad de la tarde.
Las cuatro figuras bajaban por el glaciar en línea recta, separados entre sí por diez metros de cuerda de seguridad. Norah estaba al frente, seguida por Corky, luego Rachel, y Tolland cerraba la marcha.
A medida que se alejaban del habisferio, Tolland empezó a sentir una creciente inquietud. Enfundado en su traje hinchable, y a pesar de la calidez que éste le proporcionaba, se sentía como una especie de viajero espacial caminando torpemente por un planeta lejano. La luna había desaparecido tras gruesas y encrespadas nubes de tormenta, sumergiendo la plataforma de hielo en una impenetrable oscuridad. El viento katabático parecía ganar fuerza por minutos, ejerciendo una presión constante sobre su espalda. Cuando entrecerró los ojos dentro de las gafas para poder distinguir el vacío que les rodeaba, empezó a percibir en aquel lugar un verdadero peligro. Fueran o no excesivas las medidas de seguridad mostradas por la NASA, le sorprendió que el director hubiera accedido a arriesgar cuatro vidas en vez de dos, sobre todo cuando las dos adicionales eran la de la hija de un senador y la de un famoso astrofísico. A Tolland no le sorprendió sentir cierta preocupación protectora por Rachel y por Corky. Era un hombre que había capitaneado un barco y estaba acostumbrado a sentirse responsable de los que le rodeaban.
—Manteneos detrás de mí —gritó Norah, cuya voz quedó inmediatamente tragada por el viento—. Que el trineo nos guíe.
El trineo de aluminio sobre el que Norah Mangor transportaba su equipo de pruebas parecía un Flexible Flyer gigante. La pequeña nave estaba ya preequipada con material de diagnóstico y accesorios de seguridad que Norah había estado utilizando en el glaciar durante los últimos días. Todo su equipo, incluido un paquete de baterías, bengalas de seguridad y una potente linterna, estaba sujeto bajo una lona de plástico perfectamente asegurada. A pesar de la pesada carga, se deslizaba sin aparente esfuerzo sobre unas largas y rectas cuchillas. Incluso sobre la pendiente más imperceptible, resbalaba colina abajo a su propio ritmo, y Norah le aplicaba una suave contención, casi como si permitiera que fuera el trineo quien dirigiera la marcha.
Percibiendo la distancia cada vez mayor que se abría entre el grupo y el habisferio, Tolland miró por encima del hombro. A sólo cincuenta metros de su actual posición, la pálida curvatura de la cúpula había desaparecido en la furiosa oscuridad.
—¿No te ha preocupado en ningún momento no poder encontrar el camino de regreso? —gritó Tolland—. El habisferio ya es casi invisi...
Sus palabras quedaron interrumpidas por el fuerte siseo de una bengala al encenderse en la mano de Norah. El repentino resplandor rojo y blanco iluminó la plataforma de hielo en un radio de diez metros a su alrededor. Norah utilizó el talón para cavar un pequeño agujero en la nieve de la superficie, y formó un pequeño parapeto protector del lado de donde soplaba el viento. A continuación hincó la bengala en el agujero.
—Migas de pan de alta tecnología —gritó Norah.
—¿Migas de pan? —preguntó Rachel, protegiéndose los ojos de la repentina luz con la mano.
—Hansel y Gretel —gritó Norah—. Estas bengalas duran una hora. Tiempo más que suficiente para encontrar el camino de regreso.
Y dicho eso, Norah reemprendió la marcha, llevándoles con ella glaciar abajo y sumergiéndoles de nuevo en la oscuridad.
47
Gabrielle Ashe salió hecha una furia del despacho de Marjorie Tench y prácticamente tumbó a una secretaria al salir. Mortificada como estaba, lo único que veía eran las fotografías —imágenes— de brazos y piernas entrelazados. Rostros embargados por el éxtasis.
Gabrielle no tenía la menor idea de cómo habían hecho esas fotos, pero tampoco le cabía duda de su autenticidad. Las habían tomado en el despacho del senador Sexton y parecían sacadas desde arriba con una cámara oculta. «Que Dios me ayude». Una de las fotos la mostraba a ella y a Sexton practicando sexo directamente sobre el escritorio del senador, con sus cuerpos extendidos sobre un amasijo de documentos de aspecto oficial.
Marjorie Tench la alcanzó fuera del Salón de los Mapas. Llevaba en la mano el sobre rojo con las fotos.
—Por su reacción, supongo que cree que estas fotos son auténticas.
La asesora principal del Presidente parecía estar pasándolo en grande.
—Espero que la convenzan de que el resto de datos son igual de precisos. Proceden de la misma fuente.
Gabrielle sintió que el cuerpo entero se le sonrojaba mientras avanzaba por el pasillo. «¿Dónde demonios está la salida?»
Las larguiruchas piernas de Tench no tuvieron el menor problema para caminar a su ritmo.
—El senador Sexton juró ante el mundo que entre ustedes dos sólo existe una relación platónica. Su declaración televisada resultó de hecho muy convincente —añadió, señalando con aire satisfecho por encima del hombro—. De hecho, creo que tengo una cinta en mi despacho, en caso de que quiera que le refresque la memoria.
Gabrielle no necesitaba que se la refrescaran. Recordaba la rueda de prensa demasiado bien. La negación de Sexton fue tan inflexible como sincera.
—Es una pena —dijo Tench, que no parecía en absoluto apenada —pero el senador Sexton miró a los ojos al pueblo norteamericano y le mintió descaradamente. El público tiene derecho a saber. Y lo sabrá. Me encargaré de ello personalmente. Ahora la única cuestión es cómo hacérselo saber. Creemos que lo mejor es que sea usted misma quien se encargue de eso.
Gabrielle estaba perpleja.
—¿De verdad cree que voy a colaborar en el linchamiento de mi propio candidato?
El rostro de Tench se endureció.
—Estoy intentando adelantarme a los demás, Gabrielle. Le estoy dando la oportunidad de ahorrarnos una gran vergüenza a todos manteniendo la cabeza firme y diciendo la verdad. Lo único que necesito es una declaración firmada en la que admita su affair.
Gabrielle se detuvo de golpe.
—¿Qué?
—Por supuesto. Una declaración firmada nos da la fuerza necesaria para lidiar con el senador discretamente, manteniendo al país alejado de este feo asunto. Mi oferta es muy sencilla: firme una declaración y estas fotos nunca verán la luz del día.
—¿Quiere una declaración?
—Técnicamente necesitaría una declaración jurada, aunque tenemos un notario en el edificio que podría...
—Está usted loca —dijo Gabrielle, que ya volvía a caminar.
Tench siguió andando junto a ella. Ahora parecía más enfadada.
—El senador Sexton caerá de un modo u otro, Gabrielle, ¡y le estoy ofreciendo la oportunidad de salir de esto sin tener que ver su trasero desnudo en el periódico! El Presidente es un hombre decente y no quiere que se publiquen estas fotos. Si accede a darme esa declaración firmada y confiesa haber tenido ese affair con sus propias palabras, todos podremos conservar un poco de dignidad.
—No estoy en venta.
—Bueno, pues no hay duda de que su candidato sí lo está. Es un hombre peligroso y está quebrantando la ley.
—¿Que él está quebrantando la ley? ¡ Son ustedes quienes entran sin permiso en los despachos y sacan fotos ilegales! ¿Ha oído hablar del Watergate?
—Nosotros no tenemos nada que ver en la obtención de esta basura. Estas fotos nos llegaron de la misma fuente que nos envió la información sobre la financiación de la campaña por parte de la FFE. Alguien ha estado observándoles muy de cerca.
Gabrielle pasó como una flecha por el mostrador donde le habían facilitado la identificación de seguridad. Se arrancó el distintivo y se lo tiró al guarda, que la miró con los ojos como platos. Tench seguía caminando a su lado.
—Tendrá que decidirse rápido, señorita Ashe — le dijo Tench cuando se acercaban ya a la salida—. O me trae una declaración firmada en la que admite haberse acostado con el senador, o a las ocho de la noche el Presidente se verá obligado a hacerlo todo público: los tratos financieros de Sexton, las fotos en las que aparece usted... todo. Y, créame, cuando el público vea que se mantuvo usted al margen y permitió que Sexton mintiera sobre su relación, arderá en llamas con él.
Gabrielle vio la puerta y se dirigió hacia ella.
—En mi escritorio a las ocho de la noche, Gabrielle. No sea tonta —dijo Tench, tirándole la carpeta de fotografías de camino a la salida—. Quédatelas, cariño. Tenemos muchas más.
48
Rachel Sexton sintió un creciente escalofrío mientras descendía por la plataforma de hielo e iba sumergiéndose en la noche cerrada. En su mente se arremolinaban inquietantes imágenes: el meteorito, el plancton fosforescente, las implicaciones que podían resultar si Norah Mangor había cometido un error con las pruebas de hielo.
«Una matriz sólida de agua dulce», había argumentado Norah, recordándoles que había extraído muestras en toda la zona, además de las que había tomado directamente sobre el meteorito. Si el glaciar contenía intersticios de agua salada llenos de plancton, ella los habría visto. ¿O no? No obstante, la intuición de Rachel no dejaba de volver a la solución más simple.
«Hay plancton congelado en el glaciar».
Diez minutos y cuatro bengalas más tarde, Rachel y los demás estaban aproximadamente a doscientos cincuenta metros del habisferio. Sin previo aviso, Norah se detuvo de golpe.
—Aquí —dijo con voz de adivina buscadora de agua que hubiera intuido místicamente el lugar idóneo para perforar un pozo.
Rachel se giró a mirar la leve cuesta que se alzaba tras ellos. Hacía rato que el habisferio había desaparecido en la noche oscura iluminada por la luz de la luna, pero la línea de bengalas era claramente visible. La más alejada parpadeaba tranquilizadoramente como una estrella lejana. Las bengalas dibujaban una línea recta perfecta, como una rampa cuidadosamente calculada. Rachel estaba impresionada con las habilidades de Norah.
—Otra razón por la que dejamos que el trineo vaya por delante gritó Norah cuando vio a Rachel mirando la línea de bengalas—. Las cuchillas son rectas. Si dejamos que la gravedad conduzca el trineo y no interferimos, tenemos garantizado avanzar en línea recta.
—Buen truco —gritó Tolland—. Ojalá hubiera algo así para poderlo utilizar en alta mar.
«Esto es mar abierto», pensó Rachel, imaginando el océano que tenían debajo. Durante una décima de segundo, la llama más distante captó su atención. Había desaparecido, como si la luz hubiera quedado bloqueada por una figura que acabara de pasar por delante. Sin embargo, un instante después, volvió a aparecer. Rachel fue presa de una repentina inquietud.
—Norah —gritó por encima del viento—, ¿has dicho que por aquí hay osos polares?
La glacióloga estaba preparando una última bengala y, o bien no la oyó, o bien simplemente la ignoró.
—Los osos polares comen focas —gritó Tolland. Sólo atacan a los humanos cuando éstos invaden su espacio.
—Pero estamos en zona de osos polares, ¿no? —preguntó Rachel, que nunca se acordaba de cuál era el polo en el que vivían los osos y cuál el de los pingüinos.
—Sí —gritó Tolland—. De hecho, los osos polares son los que dan su nombre al Ártico. Artkos es oso en griego.
«Genial». Rachel miró nerviosa a la oscuridad.
—No hay osos polares en la Antártida —dijo Tolland—. Por eso recibió el nombre de Anti-arktos.
—Gracias, Mike —gritó Rachel—. Basta de hablar de osos polares.
Tolland se rió.
—De acuerdo. Lo siento.
Norah hincó una última bengala en la nieve. Como había sucedido anteriormente, los cuatro quedaron envueltos en un resplandor rojizo, hinchados dentro de sus trajes negros impermeables. Más allá del círculo de luz que manaba de la bengala, el resto del mundo se volvió totalmente invisible, transformado ahora en un velo circular de oscuridad a su alrededor.
Mientras Rachel y los demás la miraban, Norah plantó los pies y empezó a tirar del trineo varios metros cuesta arriba hasta donde estaba situado el grupo. Luego, manteniendo la cuerda tensa, se agachó y activó manualmente los frenos del trineo: cuatro púas angulares que se clavaban en el hielo para inmovilizarlo. Una vez realizada la operación, se incorporó y se aflojó la cuerda que le rodeaba la cintura.
—Muy bien —gritó—. Hora de ponerse manos a la obra.
La glacióloga rodeó el trineo hasta llegar al extremo situado a favor del viento y empezó a soltar los ojetes de mariposa que sostenían la lona protectora sobre el equipo. Rachel, que tenía la sensación de haber sido un poco dura con Norah, se acercó para ayudar a desatar la parte trasera de la lona.
—¡No, por Dios! —gritó Norah, levantando bruscamente la cabeza—. Ni se le ocurra hacer eso.
Rachel retrocedió, confusa.
—¡Nunca desate la parte colocada contra el viento! —dijo Norah—. ¡Creará una bolsa de viento! El trineo habría despegado como un paraguas en un túnel de viento!
Rachel se retiró.
—Lo siento. Yo...
Norah le clavó una mirada glacial.
—Ni el niñato espacial ni usted tendrían que estar aquí.
«Ninguno de los cuatro tendría que estar aquí», pensó Rachel.
«Aficionados», bufó por lo bajo Norah, maldiciendo la insistencia del director por enviar a Corky y a Sexton con ellos. «Estos payasos van a conseguir que alguien muera aquí fuera». Lo último que Norah deseaba en ese momento era tener que hacer de niñera.
—Mike —dijo—. Necesito ayuda para descargar el RPT.
Tolland la ayudó a desembalar el Radar de Penetración en Tierra y a colocarlo sobre el hielo. El instrumento era semejante a tres cuchillas quitanieves en miniatura que hubieran sido colocadas en paralelo a un marco de aluminio. El dispositivo no tenía más de un metro de longitud y estaba conectado por cables a un atenuador de corriente y a una batería situados en el trineo.
—¿Eso es un radar? —preguntó Corky, gritando por encima del viento.
Norah asintió en silencio. El Radar de Penetración en Tierra estaba mucho mejor equipado para captar el hielo salado que el EDOP. El transmisor del RPT enviaba pulsaciones de energía electromagnética a través del hielo, y las pulsaciones rebotaban de forma diferente desde las sustancias de distinta estructura de cristal. El agua dulce pura se congela formando un entramado plano y pedregoso. El agua salada, sin embargo, se congela formando un entramado más horquillado o engranado debido a su contenido en sodio, lo que a su vez provoca que las pulsaciones del RPT reboten erráticamente, disminuyendo considerablemente el número de pulsaciones.
Norah puso en marcha la máquina.
—Voy a tomar una especie de imagen del corte transversal por ecos de la lámina de hielo que rodea la fosa de extracción —gritó—. El software interno de la máquina nos dará un corte transversal del glaciar y luego lo imprimirá. Cualquier fragmento de hielo marino quedará registrado como una sombra.
—¿Lo imprimirá? —preguntó Tolland, sorprendido—. ¿Se puede imprimir aquí fuera?
Norah señaló un cable que salía del RPT hacia un aparato todavía protegido bajo la lona.
—Es la única alternativa. Las pantallas de ordenador gastan demasiada batería, que en estos casos es un bien demasiado valioso, de modo que los glaciólogos de campo imprimen los datos en impresoras por transferencia de calor. Los colores no aparecen brillantes, pero el toner de una impresora láser se apelmaza por debajo de veinte grados bajo cero. Lo aprendí en Alaska.
Norah les pidió a todos que se colocaran en la cara descendente del RPT mientras ella lo preparaba todo para alinear el transmisor de modo que explorara el área del agujero del meteorito, a casi tres campos de fútbol de distancia. Sin embargo, cuando miró hacia atrás a través de la oscuridad de la noche en dirección al lugar de donde habían llegado, no pudo ver nada.
—Mike, necesito alinear el transmisor del RPT con el punto de extracción del meteorito, pero esta bengala me ciega. Voy a subir por la pendiente hasta salir del radio de luz. Mantendré los brazos en línea con las bengalas y tú ajustarás la alineación con el RPT.
Tolland asintió, arrodillándose junto al dispositivo del radar.
Norah clavó los crampones en el hielo y se inclinó hacia delante contra el viento mientras subía por la pendiente hacia el habisferio. El katabático soplaba con mucha más fuerza de lo que había imaginado, y adivinó que se aproximaba una tormenta. No importaba. Habría terminado en cuestión de minutos. «Comprobarán que estoy en lo cierto». Avanzó veinte metros en dirección hacia el habisferio. Alcanzó el borde de la oscuridad justo cuando la cuerda de seguridad se tensó.
Volvió la mirada hacia lo alto del glaciar. A medida que sus ojos se adaptaban a la oscuridad, la línea de bengalas apareció lentamente a la vista a unos cuantos grados hacia su izquierda. Modificó su posición hasta quedar perfectamente alineada con ellas. Luego levantó los brazos como un compás, girando el cuerpo e indicando así el vector exacto.
—¡Ahora estoy en línea con ellas! —gritó.
Tolland ajustó el dispositivo del RPT y agitó los brazos.
—¡Preparado!
Norah miró por última vez la pendiente, agradecida al ver el sendero iluminado que llevaba al habisferio. Sin embargo, al mirar ocurrió algo extraño. Durante un instante, una de las bengalas más próximas desapareció por completo de su vista. Antes de que pudiera pensar que se estaba extinguiendo, la bengala reapareció. En otras circunstancias Norah habría creído que algo había pasado entre la bengala y ella. Obviamente, ahí fuera no había nadie más... a menos, por supuesto, que el director hubiera empezado a sentirse culpable y hubiera enviado a un equipo de la NASA tras ellos. Pero Norah lo dudaba. Decidió que probablemente no había sido nada. Una ráfaga de viento que había apagado la llama momentáneamente.
Regresó al RPT.
—¿Lo alineaste?
Tolland se encogió de hombros.
—Eso creo.
Norah fue hasta el dispositivo de control que seguía sobre el trineo y pulsó un botón. El RPT emitió un afilado zumbido que no tardó en extinguirse.
—Muy bien— dijo—. Ya está.
—¿Ya está? —dijo Corky.
Todo el trabajo está a punto. La toma en sí sólo tarda un segundo.
A bordo del trineo, la impresora por transferencia de calor ya habla empezado a zumbar y a chasquear. Estaba metida en una carcasa de plástico transparente y expulsaba lentamente un papel grueso y enrollado. Norah esperó a que el aparato terminara de imprimir, metió la mano en el plástico y cogió la copia impresa. «Ahora verán», pensaba mientras la acercaba a la bengala para que todos pudieran verla. «No habrá ni rastro de agua salada».
Todos se congregaron a su alrededor mientras Norah se quedó de pie junto a la bengala, agarrando firmemente la copia impresa con los guantes. Dio un profundo suspiro y desenrolló el papel para examinar los datos. Dio un paso atrás, horrorizada, en cuanto vio la imagen impresa en él.
—¡Oh, Dios! —exclamó sin apartar la mirada del papel, incapaz de creer lo que estaba viendo. Como era de esperar, la copia impresa revelaba un claro corte transversal de la fosa llena de agua que había contenido el meteorito. Pero lo que Norah jamás había esperado ver era el perfil difuso y grisáceo de una forma humanoide flotando en mitad de la fosa. La sangre se le heló—. Oh, Dios... hay un cuerpo en la fosa de extracción.
Todos se la quedaron mirando en silencio y perplejos.
El fantasmagórico cuerpo flotaba cabeza abajo en la estrecha fosa. Alrededor del cadáver se apreciaba una especie de capa ondulante como una espantosa aura parecida a un velo. Norah no tardó en descubrir lo que era aquel aura. El RPT había capturado un ligero trazo del pesado abrigo de la víctima, que sólo podía ser de un largo y tupido pelo de camello.
—Es... Ming —dijo en un susurro—. Debe de haber resbalado...
Norah Mangor nunca habría imaginado que ver el cuerpo de Ming en la fosa de extracción podía constituir la menor de las dos conmociones que la copia impresa iba a revelar, pero cuando sus ojos fueron descendiendo por la fosa, vio otra cosa.
«El hielo bajo la fosa de extracción...»
Clavó la mirada en la copia impresa. Lo primero que pensó fue que algo había fallado en la exploración. Luego, al estudiar la imagen más detenidamente, poco a poco, como la tormenta que se cernía sobre ellos, una inquietante verdad empezó a tomar forma en su cabeza. Los bordes del papel aleteaban enloquecidamente al viento cuando la glacióloga se giró y miró la copia impresa con mayor atención.
«Pero... ¡no es posible!»
De pronto, la verdad le cayó encima como un obús. Lo que acababa de ver parecía estar a punto de enterrarla. Se olvidó de Ming por completo.
Ahora lo entendía. «¡El agua salada de la fosa!» Cayó de rodillas en la nieve junto a la bengala. Apenas podía respirar. Con el papel agarrado entre las manos, empezó a temblar.
«Dios mío... ni siquiera se me había ocurrido».
Entonces, presa de una repentina erupción de rabia, giró la cabeza en dirección al habisferio de la NASA.
—¡Cabrones! —gritó al tiempo que su voz se perdía en el viento—, ¡Malditos cabrones!
En la oscuridad, a sólo cincuenta metros del grupo, Delta-Uno se llevó el dispositivo CrypTalk a la boca y sólo pronunció dos palabras a su controlador.
—Lo saben. .
49
Norah Mangor seguía arrodillada en el hielo cuando un desconcertado Michael Tolland le quitó de sus temblorosas manos la copia impresa emitida por el Radar de Penetración en Tierra. Conmocionado después de haber visto el cuerpo flotando de Ming, intentó ordenar sus ideas y descifrar la imagen que tenía delante.
Vio el corte transversal de la fosa del meteorito descendiendo desde la superficie hasta una profundidad de sesenta metros en el hielo. Vio el cuerpo de Ming flotando. Entonces, los ojos de Tolland se desplazaron aún más abajo y notó que faltaba algo. Directamente debajo de la fosa de extracción, una oscura columna de hielo marino se extendía hacia abajo, hasta el océano abierto. El pilar vertical de agua salada era inmenso; tenía el mismo diámetro que la fosa.
—¡Dios mío! —gritó Rachel, mirando por encima del hombro de él—. ¡Es como si la fosa del meteorito atravesara toda la plataforma de hielo hasta salir al océano!
Tolland estaba paralizado. Su cerebro se negaba a admitir lo que, como ya sabía, era la única explicación lógica. Corky parecía igualmente alarmado.
—¡Alguien ha perforado la plataforma desde abajo! —gritó Norah con los ojos enloquecidos de rabia—. ¡Alguien ha colocado intencionadamente esa roca debajo del hielo!
Aunque el idealista que había en Tolland deseaba rechazar las palabras de Norah, el científico que llevaba dentro sabía que la glacióloga podía estar perfectamente en lo cierto. La Plataforma de Hielo Milne flotaba en el océano, dejando espacio suficiente para un sumergible. Y es que, como todo pesaba mucho menos bajo el agua, incluso un pequeño sumergible no mucho mayor que el Tritón monoplaza que Tolland utilizaba para sus investigaciones podría haber transportado fácilmente el meteorito en sus brazos de carga. El submarino podría haberse aproximado desde el océano, haberse sumergido bajo la plataforma de hielo y haber perforado después el hielo hacia la superficie. Luego podría haber utilizado un brazo de carga extensible o globos inflables para empujar el meteorito hasta la fosa. Una vez que el meteorito estuviera en su sitio, el agua oceánica que había subido a la fosa tras el meteorito empezaría a congelarse. Tan pronto como la fosa se hubiera cerrado lo bastante como para sostener el meteorito en su lugar, el submarino podría recoger el brazo y desaparecer, dejando que la Madre Naturaleza sellara el resto del túnel y borrara así todo rastro del engaño.
—Pero ¿por qué? —preguntó Rachel, quitándole la copia impresa a Tolland y estudiándola con atención—. ¿Por qué iba alguien a hacer algo así? ¿Está segura de que su RPT funciona correctamente?
—¡Por supuesto que estoy segura! ¡Y la copia impresa explica perfectamente la presencia de las bacterias fosforescentes en el agua!
Tolland no tenía más opción que admitir que la lógica de Norah era escalofriantemente razonable. Las dinoflageladas fosforescentes habrían seguido su instinto y habrían ascendido nadando hasta la fosa del meteorito, quedando atrapadas justo debajo del meteorito y congelándose con el hielo. Posteriormente, cuando Norah calentó el meteorito, el hielo que estaba directamente debajo se habría derretido, liberando el plancton. De nuevo el plancton habría vuelto a subir, esta vez alcanzando la superficie dentro del habisferio, donde terminaría muriendo por falta de agua salada.
—¡Esto es una locura! —gritó Corky—. La NASA tiene un meteorito que contiene fósiles extraterrestres. ¿Por qué iba a importarles dónde se ha encontrado? ¿Por qué iban a tomarse la molestia de enterrarlo bajo una plataforma de hielo?
—Quién sabe —contraatacó Norah—, pero las copias impresas del RPT no mienten. Nos han engañado. Ese meteorito no forma parte del Jungersol. Ha sido insertado en el hielo recientemente. ¡Durante este último año, o de lo contrario el plancton estaría ya muerto! añadió, empezando a cargar el equipo del RPT en el trineo y asegurándolo bien a la plataforma—. ¡Tenemos que volver y contárselo a alguien! El Presidente está a punto de hacer públicos un montón de datos erróneos! ¡La NASA le ha engañado!
—¡Espere un minuto! —gritó Rachel—. Deberíamos al menos llevar a cabo una segunda prospección para asegurarnos. Nada de esto tiene sentido. ¿Quién se lo va a creer?
—Todo el mundo —dijo Norah, preparando el trineo—. ¡En el momento en que entre en el habisferio y extraiga otra muestra del fondo de la fosa del meteorito y se compruebe que el hielo contiene agua salada, le garantizo que todo el mundo lo creerá!
Norah quitó los frenos del trineo que transportaba el equipo, lo redirigió hacia el habisferio y emprendió la marcha cuesta arriba, clavando los crampones en el hielo y tirando del trineo tras ella con sorprendente facilidad. Era una mujer con una misión.
—¡Vamos! —gritó Norah, tirando del grupo unido por cuerdas mientras se dirigía hacia el perímetro del círculo iluminado—. No sé qué es lo que la NASA está tramando aquí, pero desde luego no me hace ninguna gracia que me utilicen como peón para su...
El cuello de Norah Mangor se dobló hacia atrás como si una fuerza invisible acabara de golpearle en la frente. Soltó un jadeo gutural de dolor, vaciló y cayó de espaldas al hielo. Casi inmediatamente, Corky soltó un grito y giró sobre sí mismo como si algo hubiera impactado contra su hombro, empujándolo hacia atrás. Cayó sobre el hielo, retorciéndose de dolor.
En ese momento, Rachel se olvidó por completo de la copia impresa que tenía en la mano, de Ming, del meteorito y del extraño túnel excavado bajo el hielo. Acababa de notar cómo un pequeño proyectil le rozaba la oreja, casi clavándosele en la sien. Instintivamente, cayó de rodillas, tirando a Tolland al suelo junto a ella. —¿Qué ocurre? —gritó éste.
A Rachel sólo se le ocurría pensar en una granizada —bolas de hielo impulsadas por el viento desde el glaciar—, aunque, a juzgar por la fuerza con la que Norah y Corky acababan de ser golpeados sabía que el granizo tendría que haberse desplazado a cientos de kilómetros por hora. Misteriosamente, la repentina ráfaga de objetos del tamaño de una canica parecía ahora concentrarse en ella y en Tolland, cayendo a su alrededor y arrancando esquirlas de hielo al impactar contra el suelo. Rachel se tumbó boca abajo, clavó las púas delanteras de sus crampones en el hielo y se lanzó hacia el único refugio que tenía a mano. El trineo. Un instante después, Tolland gateaba y buscaba cobijo junto a ella.
Tolland miró a Norah y a Corky, que seguían totalmente desprotegidos sobre el hielo.
—¡Tire de ellos! —gritó, mientras cogía la cuerda e intentaba tirar de ella.
Pero la cuerda estaba enrollada alrededor del trineo.
Rachel se metió la copia impresa en el bolsillo de velero de su traje Mark IX y gateó hacia el trineo, intentando desenrollar la cuerda de las cuchillas del trineo. Tolland estaba junto a ella.
De repente las piedras de granizo cayeron en ráfaga sobre el trineo, como si la Madre Naturaleza hubiera abandonado a Corky y a Norah y apuntara directamente a ellos dos. Uno de los proyectiles se estampó contra la parte superior de la lona del trineo, encastándose parcialmente para luego salir rebotado y aterrizar en la manga del traje de Rachel.
Cuando Rachel lo vio, se quedó helada. En un solo instante, la perplejidad que había estado sintiendo se transformó en terror. Aquel «granizo» era de fabricación humana. La bola de hielo que ahora tenía en la manga era un esferoide de forma perfecta y del tamaño de una gran cereza. Su superficie estaba pulida y era de una suavidad sólo interrumpida por una costura lineal que rodeaba la circunferencia, como la bala de acero de un anticuado mosquete, fabricada a presión. Los proyectiles globulares eran, sin duda, de fabricación humana.
«Balas de hielo...»
Gracias a su acreditación militar, Rachel estaba al corriente del nuevo armamento experimental «MI»: fusiles de nieve que compactaban nieve, formando con ella balas de hielo; fusiles del desierto que derretían la arena hasta formar con ella proyectiles de cristal; armas de fuego que lanzaban pulsos de agua líquida con tanta fuerza que podían romper huesos. El armamento conocido como Municiones Improvisadas tenía una enorme ventaja sobre las armas convencionales porque utilizaba los recursos disponibles y permitía manufacturar literalmente municiones en el acto, proporcionando así a los soldados munición ilimitada sin la necesidad de tener que transportar las pesadas balas convencionales. Rachel sabía que las balas de hielo que ahora les lanzaban eran comprimidas a partir de nieve introducida en la culata del fusil.
Como era habitual en el ámbito de la inteligencia, cuanto más sabía uno, más espantosa se volvía una situación. Y aquel momento no era una excepción. Rachel habría preferido mantenerse en la felicidad de la ignorancia, pero sus conocimientos de armamento MI la llevaron de inmediato a una única y escalofriante conclusión: estaban siendo atacados por algún tipo de fuerzas de Operaciones Especiales de Estados Unidos, las únicas del país con permiso para utilizar esas armas MI en campaña.
La presencia de una unidad de operaciones militares oculta le reveló una segunda verdad aún más aterradora: la probabilidad de sobrevivir a ese ataque era casi nula.
La horrible idea fue interrumpida de golpe cuando una de las balas de hielo encontró un claro y atravesó chillando la pared del equipo técnico que reposaba sobre el trineo, impactando contra su estómago. Incluso a pesar del relleno de su traje Mark IX, Rachel sintió como si un boxeador profesional acabara de propinarle un buen gancho en el estómago. Se le nubló la vista y se inclinó hacia atrás, agarrándose al equipo del trineo para no perder el equilibrio. Michael Tolland soltó la cuerda que le unía a Norah y se lanzó a sujetar a Rachel, pero llegó demasiado tarde. Rachel se desplomó, llevándose con ella buena parte del equipo. Tolland y ella cayeron al hielo entre un montón de aparatos electrónicos.
—Son... balas... —jadeó Rachel, que momentáneamente se había quedado sin aire en los pulmones—.¡Corra!
50
El tren del Washington MetroRail que salía en aquel momento de la estación Federal Triangle no podía alejarse de la Casa Blanca lo bastante rápido a los ojos de Gabrielle Ashe. Estaba sentada rígida en un rincón desierto del vagón mientras oscuras figuras pasaban al otro lado de la ventanilla como borrones. El gran sobre rojo de Marjorie Tench descansaba sobre sus rodillas, aplastándoselas como lo habría hecho un peso de diez toneladas.
«¡Tengo que hablar con Sexton!», pensaba mientras el tren aceleraba en dirección al edifico de oficinas del senador. «Inmediatamente».
Envuelta en la luz cambiante y débil del tren, Gabrielle se sentía como si estuviera bajo los efectos de alguna droga alucinógena. En el exterior ondeaban luces difusas como los focos de una discoteca girando a cámara lenta. El túnel se le antojaba un cañón profundo.
«Que alguien me diga que esto no está ocurriendo».
Miró el sobre que tenía sobre las rodillas. Abrió la lengüeta, introdujo la mano y sacó una de las fotos. Las luces interiores del tren parpadearon un instante y la cruda luz iluminó una imagen más que sorprendente: Sedgewick Sexton tumbado desnudo en su despacho con una expresión satisfecha en el rostro, que tenía vuelto perfectamente hacia la cámara mientras se apreciaba la forma oscura de Gabrielle tumbada desnuda a su lado.
Gabrielle tiritó, volvió a meter la foto en el sobre e intentó cerrarlo a tientas.
«Se acabó».
En cuanto el tren salió del túnel y ascendió hasta las vías al aire libre cerca de L'Enfant Plaza, cogió el móvil y llamó al número privado del senador. Saltó el buzón de voz. Extrañada, llamó al despacho de Sexton. Contestó la secretaria.
—Soy Gabrielle. ¿Está ahí?
La secretaria parecía molesta.
—¿Dónde estaba? El senador la estaba buscando.
—He tenido una reunión que se ha alargado mucho. Necesito hablar con él ahora mismo.
—Tendrá que esperar a mañana por la mañana. Está en Westbrooke.
Los apartamentos de lujo Westbrooke Place eran el edificio donde Sexton tenía su residencia en Washington D.C.
—No contesta a su línea privada —dijo Gabrielle.
—Ha reservado esta noche como «C.P.» —le recordó la secretaria—. Se ha marchado temprano.
Gabrielle frunció el ceño. Estaba tan alterada que había olvidado que Sexton se había programado esa noche para pasarla a solas en casa. El senador se mostraba muy puntilloso con que no le molestaran durante sus noches «C.P.». «Sólo aporreen mi puerta si el edificio está en llamas», decía. «Si no es así, sea lo que sea puede esperar hasta el día siguiente». Gabrielle decidió que sin duda el edificio de Sexton estaba en llamas.
—Necesito que lo localice.
—Imposible.
—Esto es serio, de verdad.
—No, me refiero a que es literalmente imposible. Se ha dejado el busca encima de mi mesa al salir y me ha dicho que no se le molestara durante la noche. Se mostró inflexible —añadió, haciendo una pausa—. Más de lo habitual.
«Mierda».
—Bien, gracias —dijo Gabrielle antes de colgar. —L'Enfant Plaza —anunció una voz en el vagón—. Conexión con todas las estaciones.
Gabrielle cerró los ojos e intentó aclararse las ideas, pero un cúmulo de imágenes devastadoras la invadió: las lúbricas fotos del senador y ella... el montón de documentos que acusaban al senador de estar aceptando sobornos... Todavía podía oír las ásperas exigencias de Tench: «Haga lo correcto. Firme la declaración jurada. Admita el affair».
Cuando el tren entró chirriando a la estación, Gabrielle se obligó a imaginar lo que el senador haría si las fotos llegaban a la prensa. Lo primero que le vino a la cabeza la conmocionó y la llenó de vergüenza.
«Sexton mentiría».
¿De verdad era eso lo que el instinto le decía sobre su candidato?
«Sí. Mentiría... brillantemente».
Si las fotos llegaban a los medios de comunicación sin que Gabrielle admitiera el affair, el senador simplemente afirmaría que no eran más que un cruel montaje. Estaban en plena época de la edición digital de fotografías; cualquiera que navegara por Internet había visto las fotografías trucadas perfectamente retocadas de cabezas de celebridades colocadas sobre los cuerpos de otras personas, a menudo de estrellas del porno implicadas en actos obscenos. Gabrielle ya había sido testigo de la capacidad del senador para mirar a una cámara de televisión y mentir de forma convincente sobre su affair. No le cabía la menor duda de que el senador podía convencer al mundo entero de que las fotos eran un burdo intento de atentar contra su carrera. Sexton daría coces a diestro y siniestro, indignantemente ultrajado, quizá llegara incluso a insinuar que el Presidente era quien había ordenado el montaje.
«No me extraña que la Casa Blanca haya decidido no hacerlo público». Gabrielle se dio cuenta de que las fotos podían volvérseles en contra como había ocurrido en el intento inicial. Por muy evidentes que parecieran, eran muy poco convincentes.
Gabrielle sintió una repentina oleada de esperanza.
«¡La Casa Blanca no podrá probar que son auténticas!»
El juego de poder que Tench había empleado con ella había sido despiadado en su simplicidad: «Admita su affair o verá a Sexton ir a la cárcel». De pronto, todo tenía sentido. La Casa Blanca necesitaba que Gabrielle admitiera el affair o las fotos no tendrían ningún valor. Un repentino destello de seguridad le alegró el ánimo.
Cuando el tren se detuvo y las puertas se abrieron, otra puerta lejana pareció abrirse en su mente, revelando una abrupta y alentadora posibilidad.
«Quizá todo lo que me ha dicho Tench sobre los sobornos sea mentira».
Al fin y al cabo, ¿qué había visto ella en realidad? De hecho, nada convincente: documentos bancarios fotocopiados, una borrosa foto de Sexton en un garaje. Todo potencialmente falsificable. Tench podría, en una muestra de astucia, haberle mostrado registros financieros falsos en la misma sesión en que le había enseñado las genuinas fotografías en las que hacían el amor, con la esperanza de que ella aceptara como auténtico todo el paquete. Era un método conocido como «autentificación por asociación», y los políticos lo utilizaban constantemente para vender conceptos dudosos.
«Sexton es inocente», se dijo Gabrielle. La Casa Blanca estaba desesperada y había decidido jugársela, amedrentándola para que hiciera público el affair. Necesitaban que abandonara a Sexton en público, escandalosamente. «Sálvese mientras pueda», le había dicho Tench. «Tiene hasta las ocho de la noche». El ejemplo más claro de táctica de presión en ventas. «Todo encaja», pensó Gabrielle. «Excepto una cosa...»
La única pieza confusa del rompecabezas era que Tench le había estado enviando a ella e-mails anti-NASA. Eso sin duda demostraba que la NASA realmente deseaba que Sexton cristalizara su postura anti-NASA para poder utilizarla contra él. ¿O no era así? Gabrielle se dio cuenta de que hasta los e-mails tenían una explicación perfectamente lógica.
«¿Y si realmente no era Tench quien le había enviado los e-mails?» Cabía la posibilidad de que la asesora del Presidente hubiera pillado a algún traidor en su equipo enviando datos a Gabrielle, que lo hubiera despedido y que luego hubiera intervenido personalmente, enviando el último mensaje, concertando un encuentro con ella. «Tench podía haber fingido haber filtrado todos los datos de la NASA a propósito... para engañarla».
Los frenos hidráulicos del metro sisearon en L'Enfant Plaza al tiempo que las puertas se preparaban para cerrarse.
Gabrielle miró al andén con la mente bulléndole. Ignoraba si sus sospechas tenían algún sentido o si no eran más que ilusiones. Sin embargo, e independientemente de lo que estuviera ocurriendo, sabía que debía hablar con el senador enseguida, fuera o no una de sus noches «C.P.».
Gabrielle cogió el sobre con las fotografías y salió corriendo del tren justo en el momento en que las puertas se cerraban con un siseo. Tenía un nuevo destino.
Los apartamentos Westbrooke Place.
51
Huir o luchar.
En calidad de biólogo, Tolland sabía que cuando el organismo se encontraba en peligro experimentaba increíbles cambios fisiológicos. La adrenalina fluía al córtex cerebral, acelerando el ritmo del corazón y dando órdenes al cerebro para que tomara la más antigua e intuitiva de todas las decisiones biológicas: huir o luchar.
El instinto le decía que huyera, y, sin embargo, la razón le recordó que seguía atado a Norah Mangor. En cualquier caso, no había dónde huir. El único lugar en el que encontrar refugio a kilómetros a la redonda era el habisferio, y los atacantes, dondequiera que estuvieran, se habían situado en lo alto del glaciar y habían hecho imposible esa opción. Detrás suyo, la placa de hielo se extendía formando una llanura de tres kilómetros de longitud que terminaba en un abrupto acantilado sobre un mar helado. Huir en esa dirección equivalía a morir por congelamiento. Sin embargo, e independientemente de cuáles fueran las barreras prácticas que impedían la huida, Tolland era consciente de que no podía abandonar a los demás. Norah y Corky seguían ahí fuera, a descubierto, atados a Rachel y a él.
Siguió tumbado junto a Rachel mientras las balas de hielo se estrellaban contra el lateral del trineo volcado que transportaba el equipo. Rebuscó entre el contenido desparramado intentando encontrar un arma, una radio, un lanzabengalas... cualquier cosa.
—¡Corra! —gritó Rachel, todavía falta de aliento.
Entonces, misteriosamente, la lluvia de balas de hielo cesó de repente. Incluso a pesar del fuerte viento, la noche parecía haberse vuelto repentinamente silenciosa... como una tormenta que hubiera cesado de forma inesperada.
Fue entonces, al asomarse con cuidado por uno de los bordes del trineo, cuando Tolland fue testigo de una de las visones más escalofriantes que había visto en su vida.
Deslizándose sin el menor esfuerzo hasta la luz desde el perímetro sumido en la oscuridad, emergieron tres fantasmagóricas figuras que se desplazaban silenciosamente sobre esquís. Las figuras vestían trajes térmicos blancos. No llevaban palos de esquiar, sino grandes fusiles totalmente distintos a cualquier arma que Tolland hubiera visto hasta entonces. Los esquís también eran raros, futuristas y cortos, más parecidos a patines alargados.
Con gran calma, como convencidos de haber ganado esa batalla, las figuras se deslizaron hasta detenerse junto a la víctima más cercana: la inconsciente Norah Mangor. Tolland se levantó, tembloroso, hasta quedar de rodillas, y miró por encima del trineo a los atacantes. Los visitantes clavaron en él la mirada desde unas extrañas gafas de visión nocturna. Al parecer no despertó en ellos el menor interés. Al menos por el momento.
Delta-Uno no sintió el menor remordimiento al mirar a la mujer tumbada e inconsciente sobre el hielo que tenía ante sus ojos. Había sido adiestrado para cumplir órdenes, no para cuestionarlas.
La mujer llevaba puesto un traje térmico negro y grueso y mostraba un verdugón a un lado de la cara. Su respiración era dificultosa y entrecortada. Una de las balas MI la había alcanzado y la había dejado inconsciente.
Ahora era el momento de terminar el trabajo. Mientras Delta-Uno se arrodillaba junto a la mujer inconsciente, sus compañeros de equipo ejercitaban sus fusiles con los demás objetivos: uno con el hombre menudo e inconsciente tumbado sobre el hielo cercano, y otro con el trineo volcado tras el cual estaban escondidas las otras dos víctimas. A pesar de que sus hombres podían fácilmente haberse acercado para terminar el trabajo, las tres víctimas restantes estaban desarmadas y no tenían adonde huir. Apresurarse a rematarlos a todos a la vez era imprudente. «Nunca dispersen su concentración a menos que sea absolutamente necesario. Ocúpense de un adversario a la vez». Tal como habían sido adiestrados, los miembros del escuadrón de la Delta Force matarían a esa gente uno a uno. Sin embargo, la magia estaba en que no dejarían el menor rastro que desvelara cómo habían tenido lugar las muertes.
Agachado junto a la mujer inconsciente, Delta-Uno se quitó los guantes térmicos y cogió un puñado de nieve. La apelmazó, le abrió la boca y empezó a llenársela con ella. Se la llenó toda, metiéndole la nieve hasta la tráquea. Estaría muerta en tres minutos.
Esa técnica, inventada por la mafia rusa, recibía el nombre de byelaya smert o «muerte blanca». La víctima terminaba ahogándose mucho antes de que la nieve que ahora le llenaba la garganta se derritiera. Sin embargo, en cuanto moría, el cuerpo seguía caliente el tiempo suficiente para disolver el bloqueo. Incluso aunque existiera la sospecha de que había habido juego sucio, era imposible hallar ningún arma asesina ni la menor prueba de violencia. Llegaría el momento en que alguien terminaría por descubrirlo, pero eso les daba más tiempo. Las balas de hielo desaparecerían en el entorno, enterradas en la nieve, y el verdugón de la cabeza de la mujer haría creer que se había dado un feo golpe contra el hielo, algo nada sorprendente teniendo en cuenta la fuerza con la que soplaban aquellos vendavales.
Las otras tres personas serían asesinadas del mismo modo. Luego, Delta-Uno los cargaría a todos en el trineo, los arrastraría a varios cientos de metros de allí, volvería a atarles las cuerdas de seguridad, y colocaría adecuadamente los cuerpos. En unas horas, los cuatro serían hallados congelados en la nieve, víctimas aparentes de hipotermia. Quien los descubriera se preguntaría, confuso, qué estaban haciendo en un lugar tan apartado, pero a nadie le sorprendería encontrarlos muertos. Al fin y al cabo, las bengalas se habían extinguido, el clima era peligroso, y perderse en la Plataforma de Hielo Milne podía provocar la muerte en un santiamén.
Delta-Uno había acabado de llenar de nieve la garganta de Norah. Antes de volver su atención a los demás, desenganchó el arreo de segundad de la mujer. Ya lo volvería a enganchar más tarde, pero por el momento no quería arriesgarse a que a las dos personas escondidas tras el trineo se les ocurriera tirar de su víctima para intentar ponerla a salvo.
Michael Tolland acababa de ser testigo de un asesinato que resultaba mas extraño de lo que su mente era capaz de imaginar. Tras acabar con Norah Mangor, los tres atacantes decidieron ocuparse de Corky.
«¡Tengo que hacer algo!»
Corky había vuelto en sí y gimoteaba, intentando sentarse, pero uno de los soldados volvió a empujarle hasta dejarlo tumbado boca arriba, se colocó a horcajadas sobre él y le inmovilizó los brazos contra el hielo, arrodillándose sobre ellos. Corky soltó un grito de dolor que fue instantáneamente engullido por el furioso viento.
Presa de una especie de terror demente, Tolland rebuscó entre el contenido esparcido del trineo volcado. «¡Aquí tiene que haber algo! ¡Un arma! ¡Algo!» Lo único que vio fue parte del equipo de diagnóstico glacial, en su mayoría aplastado e irreconocible por los impactos de las balas de hielo. A su lado, Rachel intentaba sentarse, aturdida, utilizando el piolet para incorporarse. —Corra... Mike...
Tolland miró el piolet que estaba atado a la muñeca de Rachel. Podía ser un arma. Más o menos. Se preguntó qué posibilidades tenía si atacaba a tres hombres armados con un diminuto piolet. Sería un suicidio.
Cuando Rachel rodó sobre su cuerpo y se incorporó, Tolland vio algo detrás de ella. Una abultada bolsa de vinilo. Rezando para que la bolsa contuviera una bengala o una radio, pasó junto a ella a gatas y la cogió. Dentro encontró una gran sábana pulcramente doblada de tela Mylar. Inútil. Tolland tenía algo parecido en su barco de investigaciones. Era un pequeño globo térmico, diseñado para transportar cargas de equipo de observación climático no mucho más pesadas que un ordenador personal. El globo de Norah no sería de ninguna ayuda, sobre todo sin una bombona de helio.
Acompañado de los sonidos cada vez más audibles de la batalla que Corky libraba contra sus atacantes, a Tolland le embargó una sensación que no había vuelto a sentir en años. La de total desesperación. Pérdida total. Como el cliché de que la vida pasa ante nuestros ojos antes de la muerte, la mente de Tolland parpadeó inesperadamente entre imágenes de infancia largamente olvidadas. Durante un instante se vio navegando en San Pedro, aprendiendo el viejo pasatiempo de volar con el spinnaker: colgado de un cabo nudoso, suspendido sobre el océano, sumergiéndose entre risas en el agua, elevándose y volviendo a caer como un niño suspendido de la cuerda de un campanario, al tiempo que su destino estaba en manos de una ondulante vela spinnaker y del capricho de la brisa del océano.
Los ojos de Tolland se volvieron al instante hacia el globo Mylar que tenía en la mano, consciente de que su mente no se había rendido, sino que ¡había estado intentando recordarle una solución! «¡El vuelo del spinnakerl»
Corky seguía debatiéndose contra su captor cuando Tolland abrió de un tirón la bolsa protectora que envolvía el globo. No albergaba la menor ilusión sobre el funcionamiento del plan y era consciente de que con él sólo podía esperar ganar algo de tiempo, pero sabía que quedarse allí era una muerte segura para todos. Cogió la almohadilla doblada de Mylar. El cierre de carga advertía: PRECAUCIÓN: NO UTILIZAR CON VIENTOS SUPERIORES A LOS DIEZ NUDOS.
«¡Al demonio con eso!» Agarrándolo con fuerza para impedir que se desplegara, gateó hasta Rachel, que estaba apoyada sobre el costado. Pudo ver la confusión en sus ojos cuando se arrimó a ella y le gritó:
—¡Sostenga esto!
Le dio a Rachel la almohadilla doblada de tela y utilizó sus manos libres para pasar el cierre de carga del globo por uno de los mosquetones de sus arreos. Luego, rodando hasta quedar tumbado de costado, pasó también el cierre por uno de los mosquetones de Rachel.
Ahora Tolland y Rachel eran uno sólo.
«Unidos por la cintura».
Entre ambos, la cuerda suelta se arrastraba por la nieve hasta Corky, que no había dejado de luchar... y a diez metros de distancia hasta el mosquetón desenganchado de Norah Mangor.
«Norah ya está perdida», se dijo Tolland. «No puedo hacer nada por ella».
Ahora los atacantes estaban agachados sobre el cuerpo de Corky, que no dejaba de revolverse. Estaban cogiendo un puñado de nieve y se disponían a metérselo en la garganta. Tolland sabía que quizá no llegaría a tiempo.
Cogió el globo doblado de manos de Rachel. La tela era ligera como el papel tisú, y prácticamente indestructible. «Ahí va la nada misma».
—¡Agárrese bien!
—¿Mike?—dijo Rachel—.¿Qué...?
Tolland lanzó la almohadilla de Mylar al aire por encima de sus cabezas. El viento furioso la elevó de golpe y la desplegó como si se tratara de un paracaídas en un huracán. La funda se llenó al instante, abriéndose, ondulante, con un sonoro chasquido.
Tolland notó un fuerte tirón en el arnés y en un instante supo que había subestimado con mucho la fuerza del viento katabático. Una décima de segundo más tarde, Rachel y él eran arrastrados pendiente abajo por el glaciar. Un momento después, notó un tirón cuando la cuerda se tensó bajo el peso de Corky Marlinson. Veinte metros más atrás, su aterrado amigo salió despedido de debajo de sus perplejos atacantes, enviando a uno de ellos dando tumbos de espalda. Corky soltó un grito espantoso cuando también él aceleró sobre el hielo, apenas esquivando el trineo volcado y zigzagueando. Una segunda cuerda se arrastraba, fláccida, junto a Corky... la que había estado enganchada a Norah Mangor.
«No puedes hacer nada», se dijo Tolland.
Como una masa entrelazada de marionetas humanas, los tres cuerpos bajaron deslizándose por el glaciar. Las balas de hielo pasaban como granizo, pero Tolland sabía que los atacantes habían perdido su oportunidad. A su espalda, los soldados embutidos en blanco desaparecieron en la distancia, encogiéndose hasta quedar reducidos a motas iluminadas bajo el resplandor de las bengalas.
Tolland se dio cuenta entonces que el hielo le estaba desgarrando su traje acolchado con la imparable aceleración, y el alivio que había sentido por haber escapado no tardó en desvanecerse. A menos de tres kilómetros directamente delante de ellos, la Plataforma de Hielo Milne acababa abruptamente en un escarpado acantilado, y más allá... al fondo de un precipicio de cincuenta metros de altura les esperaba al mortal oleaje del Océano Ártico.
52
Marjorie Tench sonreía mientras bajaba hacia la Oficina de Comunicaciones de la Casa Blanca, la instalación de transmisiones computerizadas que difundía las notas de prensa redactadas en el piso superior, en el Cuarto de Comunicaciones. La reunión con Gabrielle Ashe había ido bien. No tenía la certeza de que ésta estuviera lo suficientemente asustada para entregar una declaración firmada en la que admitiera el affair, pero sin duda había valido la pena.
«Gabrielle haría bien abandonándole», pensó Tench. «Esa pobre chica no tiene ni idea de lo dura que iba a ser la caída para Sexton».
En cuestión de horas, la meteórica rueda de prensa del Presidente iba a dejar a Sexton con el culo al aire. Eso estaba claro. Si cooperaba, Gabrielle Ashe se convertiría en el golpe de gracia que dejaría fuera de juego a Sexton. Por la mañana, Tench podría entregar la declaración jurada de Gabrielle a la prensa junto con las imágenes de Sexton negándolo todo.
Un golpe perfecto.
Al fin y al cabo, la política no consistía sólo en ganar unas elecciones, sino en hacerlo de forma contundente: mostrar el ímpetu para llevar adelante la propia visión. Históricamente, cualquier presidente que hubiera llegado a la presidencia por un escaso margen lograba mucho menos; tomaba posesión de su cargo debilitado y el Congreso nunca le permitía que lo olvidara.
Lo ideal era que la destrucción de la campaña del senador fuera completa: un ataque a dos bandas que terminara a la vez con su política y con su ética. Esa estrategia, conocida en Washington como el «alto-bajo», procedía del arte de la guerra. «Forzar al enemigo a que luche en dos frentes». Cuando un candidato poseía información comprometedora sobre su oponente, a menudo esperaba a tener una segunda información y hacía públicas ambas a la vez. Un ataque a dos bandas era siempre mucho más efectivo que un solo disparo, sobre todo cuando el ataque dual incorporaba aspectos separados de su campaña: el primero contra su política, el segundo contra su carácter. El rechazo de un ataque político requería lógica, mientras que el rechazo de un ataque contra el carácter requería pasión. Disputar ambos a la vez era un acto de equilibrio casi imposible.
Esa noche, el senador Sexton se encontraría intentando denodadamente abstraerse de la pesadilla política que suponía para él un increíble triunfo de la NASA; sin embargo, su situación empeoraría considerablemente en caso de verse obligado a defender su postura respecto a la NASA mientras era acusado de mentiroso por un destacado miembro femenino de su propio equipo.
Llegando ya a la puerta de la Oficina de Comunicaciones, Tench se sintió viva con el entusiasmo que provocaba en ella la lucha. La política era la guerra. Dio un profundo suspiro y consultó su reloj. Eran las 18:15. El primer disparo estaba a punto.
Marjorie Tench entró.
La Oficina de Comunicaciones era una sala de reducidas dimensiones, aunque no por falta de espacio, sino de necesidad. Era una de las instalaciones de comunicaciones más eficaces del mundo y daba empleo a un equipo de sólo cinco personas. En ese momento, los cinco empleados estaban de pie sobre sus paneles de dispositivos electrónicos, como nadadores a la espera del disparo de salida.
«Están preparados», fue lo que vio Tench en sus miradas ansiosas.
Siempre le maravillaba que esa diminuta oficina, a la que se había avisado con sólo dos horas de antelación, pudiera ponerse en contacto con más de un tercio de la población civilizada del mundo. Con conexiones electrónicas a literalmente miles de fuentes de noticias globales —desde los mayores gigantes televisivos a los periódicos de las poblaciones más insignificantes— la Oficina de Comunicaciones de la Casa Blanca podía, con sólo pulsar unos cuantos botones, alargar la mano y tocar el mundo.
Los ordenadores programados para el envío de faxes hacían llegar comunicados de prensa hasta las bandejas de recepción de las redacciones de radios, televisiones, prensa escrita e Internet de Maine a Moscú. Los programas de envío masivo de e-mails invadían las redacciones de noticias en línea. Los automarcadores telefónicos llamaban a miles de directores de los medios de comunicación con anuncios de voz grabados. Una página web con las últimas noticias proporcionaba constantes actualizaciones y contenido preformateado. Las fuentes de noticias «con capacidad para la recepción en directo» como la CNN, la NBC, ABC, la CBS y las cadenas extranjeras, serían asaltadas desde todos los ángulos y se les prometería emisiones televisivas en directo. Independientemente de lo que esas cadenas estuvieran emitiendo, todo quedaría bruscamente interrumpido para dar paso a una intervención presidencial de emergencia.
«Penetración total».
Como un general pasando revista a sus tropas, Tench se paseó en silencio hasta el centro de impresión y cogió la copia impresa del «comunicado de última hora» que vio cargado en todos los dispositivos de transmisión como los cartuchos de una ametralladora.
Cuando lo leyó, no pudo evitar reírse entre dientes. Lo habitual era que la nota que iba a darse a los medios de comunicación estuviera escrita sin muchos miramientos: era más una advertencia que un anuncio. Sin embargo, el Presidente había ordenado a la Oficina de Comunicaciones que se deshiciera de todo elemento superfluo. Y así se había hecho. El texto era perfecto: gramaticalmente profuso y ligero en contenido. Una combinación mortal. Incluso los receptores de noticias que utilizaban programas «keyword-sniffer» para seleccionar el correo entrante verían múltiples señales en éste:
De: La Oficina de Comunicaciones de la Casa Blanca
Asunto: Comunicado Presidencial Urgente.
El presidente de Estados Unidos ofrecerá una rueda de prensa urgente a las 20:00 horas (EST) desde la Sala de Comunicados de la Casa Blanca. El tema del comunicado es en este momento secreto. Se facilitará material audiovisual disponible a través de los canales habituales.
53
Marjorie volvió a dejar el papel sobre el escritorio, recorrió con los ojos la Oficina de Comunicaciones y dedicó al equipo una inclinación de cabeza impresionada. Parecían ansiosos.
Encendió entonces un cigarrillo, echó humo durante un instante; dejando crecer la expectación. Por fin sonrió.
—Damas y caballeros, pongan en marcha los motores.
Cualquier razonamiento lógico se había evaporado de la mente de Rachel Sexton. No se acordaba del meteorito, de la copia impresa del RPT que llevaba en el bolsillo, de Ming ni del espantoso ataque del que había sido víctima en la placa de hielo. En su mente sólo había espacio para una cosa:
«Supervivencia».
El hielo, como un borrón debajo de ella, era como una infinita y lustrosa autopista. Rachel no era capaz de saber si tenía el cuerpo adormecido por el miedo o si simplemente estaba entumecido por el traje protector, pero no sentía el menor dolor. No sentía nada.
«Todavía».
Tumbada de lado, enganchada a Tolland por la cintura, estaba acostada de cara a él en un extraño abrazo. Delante de ellos, el globo ondeó, inflado por el viento, como un paracaídas tirado por un coche de carreras. Corky avanzaba arrastrado tras ellos, zigzagueando enloquecidamente como el tráiler de un tractor totalmente descontrolado. La bengala que señalaba el punto donde habían sido atacados había desaparecido en la distancia.
El siseo producido por sus trajes de nylon Mark IX contra el hielo fue ganando en intensidad mientras continuaban acelerando. Rachel no tenía la menor idea de la velocidad a la que avanzaban, pero el viento soplaba como mínimo a noventa kilómetros por hora y la rampa que tenían debajo y que no presentaba la menor fricción parecía pasar cada vez más rápido con cada segundo.
El globo Mylar impermeable no parecía tener intención de romperse ni de soltarles.
«Tenemos que soltarnos», pensó Rachel. Se alejaban a toda velocidad de una fuerza mortífera para dirigirse directamente hacia otra. «¡Probablemente el océano esté a tan sólo un kilómetro y medio de aquí!» La idea del agua helada le trajo recuerdos aterradores.
El viento sopló más fuerte y su velocidad aumentó. En algún lugar por detrás de ellos, Corky soltó un grito de terror. A esa velocidad, Rachel sabía que sólo les quedaban unos minutos antes de despeñarse por el acantilado y caer al océano helado.
Al parecer, Tolland estaba pensando lo mismo porque ahora luchaba contra el cierre de carga que tenían enganchado a sus cuerpos.
—¡No puedo desengancharnos! —gritó—. ¡Hay demasiada tensión!
Rachel albergó la esperanza de que un repentino cambio de viento diera a Tolland un respiro, pero el katabático soplaba con despiadada constancia. En un intento por ser de alguna ayuda, retorció el cuerpo e hincó la púa delantera del crampón en el hielo, enviando al aire una estela de fragmentos de hielo. Apenas logró disminuir la velocidad.
—¡Ahora! —gritó Rachel, levantando el pie.
Durante un instante, la cuerda que sujetaba la carga al globo se aflojó ligeramente. Tolland tiró hacia abajo, intentando aprovechar que la cuerda se había destensado para manipular e intentar sacar el cierre de carga de los mosquetones. No lo consiguió.
—¡Otra vez! —gritó.
Esta vez los dos se retorcieron uno contra el otro y clavaron las púas delanteras de los crampones en el hielo, enviando al aire una doble estela de hielo y frenando el armatoste de forma más perceptible.
—¡Ahora!
Siguiendo la indicación de Tolland, ambos levantaron el pie. En cuanto el globo volvió a salir despedido hacia delante, Tolland hincó el pulgar en la lengüeta del mosquetón e hizo girar el gancho, intentando soltar el cierre. Aunque esta vez casi lo consiguió, necesitaba destensar aún más la cuerda. Como Norah les había dicho, fanfarroneando, los mosquetones eran de primera calidad: cierres de seguridad Joker especialmente diseñados con una presilla adicional en el metal para que no se soltaran si se ejercía sobre ellos la menor tensión.
«Muerta por culpa de un cierre de seguridad», pensó Rachel, a quien la ironía no le pareció en absoluto divertida.
—¡Una vez más! —gritó Tolland.
Reuniendo toda su energía y esperanza, Rachel se retorció todo lo pudo y clavó las puntas de los pies en el hielo. Arqueó la espalda e intentó cargar todo el peso del cuerpo sobre los dedos de los pies. Tolland siguió su ejemplo hasta que ambos quedaron peligrosamente inclinados sobre sus estómagos y la conexión de sus cinturones tiró de sus arneses. Tolland hincó con fuerza los dedos de los pies y Rachel se arqueó aún más. Las vibraciones les provocaron ondas expansivas en las piernas. Tuvo la sensación de que se le iban a partir los tobillos.
—Aguanta... aguanta...
Tolland se retorció para soltar el cierre Joker en cuanto la velocidad de ambos disminuyó.
—Ya casi...
Los crampones de Rachel chasquearon. Las púas metálicas se despegaron de sus botas y salieron despedidas hacia atrás, perdiéndose en la oscuridad de la noche, rebotando por encima de Corky. Inmediatamente el globo saltó hacia delante, enviando a Rachel y a Tolland zigzagueando a un lado. Tolland no pudo seguir sujetando el cierre.
—¡Mierda!
Como enojado por haberse visto momentáneamente sujeto, el globo Mylar se lanzó hacia delante, tirando aún con más fuerza, arrastrándolos por el glaciar hacia el mar. Rachel sabía que se acercaban rápidamente al acantilado, aunque se enfrentaron al peligro incluso antes de llegar al precipicio de cincuenta metros sobre el Océano Ártico. Tres enormes cornisas de nieve se levantaban a su paso. A pesar de la protección que le ofrecía los trajes Mark IX, la experiencia de verse lanzada a gran velocidad contra los montículos de nieve la aterrorizó por completo.
Luchando desesperadamente con sus arneses, Rachel intentó encontrar algún modo de soltar el globo. Fue entonces cuando oyó el rítmico tintineo sobre el hielo... el repetido repiqueteo del metal ligero sobre la placa desnuda de hielo. El piolet.
Aterrada como estaba, había olvidado el objeto que llevaba suspendido del cordón de apertura que colgaba de su cinturón. La ligera herramienta de aluminio rebotaba contra su pierna. Levantó los ojos hacia el cable de carga que conectaba con el globo. Nylon grueso, y trenzado, de uso industrial. Bajó la mano intentando encontrar a tientas el piolet que no dejaba de rebotar contra su pierna. Agarró el mango y tiró de él, estirando el cordón de apertura elástico. Todavía de costado, intentó levantar los brazos por encima de su cabeza, colocando el borde serrado del piolet contra el grueso cordón. Con gran dificultad, empezó a serrar el tenso cable.
—¡Sí! —gritó Tolland, buscando ahora a tientas el suyo.
Deslizándose sobre su costado, Rachel quedó totalmente estirada con los brazos sobre la cabeza y serrando. El cable era muy resistente y las hebras de nylon iban deshilachándose lentamente. Tolland cogió su piolet, se retorció, levantó los brazos por encima de la cabeza e intentó serrar desde abajo en el mismo punto. Las sierras de doble filo entrechocaron mientras trabajaban al unísono como un par de madereros. La cuerda empezó a deshilacharse por ambas caras.
«Lo conseguiremos», pensó Rachel. «¡Esta cuerda terminará por romperse!»
De pronto, la burbuja plateada de Mylar que tenían delante se lanzó hacia arriba como si hubiera dado con una ráfaga ascendente. Horrorizada, Rachel vio que simplemente estaba siguiendo el contorno del terreno.
Habían llegado.
Los bancos de nieve.
El muro blanco se cernió un solo instante sobre ellos antes de que llegaran a él. El golpe que Rachel recibió en el costado al entrar en contacto con la pendiente le dejó sin aire y le arrancó el piolet de la mano. Sintió que su cuerpo era arrastrado hacia arriba por la cara del banco de nieve y vio cómo salía despedida por encima como un esquiador acuático enredado en la cuerda de tiro por encima de una ola. Tolland y ella se vieron repentinamente catapultados, dibujando una vertiginosa pirueta en el aire. El canal que separaba los dos bancos de nieve se extendía a lo lejos por debajo, pero el deshilachado cable de carga aguantaba, levantándoles y haciéndoles sortear el primer canal. Durante un instante, Rachel pudo ver lo que tenía delante. Dos bancos de hielo más... un corto altiplano... y luego la caída al mar.
Como poniendo voz al terror mudo de Rachel, el chillido agudo de Corky Marlinson rasgó el aire. En algún lugar tras ellos, Corky sorteo el primer banco de nieve. Los tres se elevaron en el aire al tiempo que el globo ascendía como un animal salvaje, intentando romper las cadenas que lo ataban a su captor.
De pronto, un brusco chasquido reverberó sobre sus cabezas como un disparo en el silencio de la noche. La cuerda deshilachada cedió y el extremo hecho jirones reculó ante los ojos de Rachel. Instantes después cayeron al vacío. En algún lugar por encima de ellos, el globo Mylar salió despedido totalmente fuera de control... dando vueltas hacia el mar.
Enmarañados entre mosquetones y arneses, Rachel y Tolland se precipitaron hacia el suelo. En cuanto vio ascender hacia ella la blanca elevación del segundo banco de nieve, Rachel se preparó para el impacto. Se estrellaron contra la cara más alejada, apenas rozando la cumbre del segundo banco. El golpe quedó parcialmente amortiguado por los trajes y por el perfil descendente del banco. En cuanto el mundo que la rodeaba se transformó en un amasijo de brazos, piernas y hielo, Rachel se vio lanzada a toda velocidad por la pendiente hacia el canal de hielo central. Instintivamente, extendió los brazos y piernas, intentando aminorar la velocidad de la caída antes de que Tolland y ella impactaran con el segundo banco. Notó que perdían velocidad, aunque no mucha, y tuvo la sensación de que habían pasado unos segundos antes de que subieran deslizándose pendiente arriba. Al llegar a lo alto, experimentaron otro instante de ingravidez en el momento de pasar por la cumbre. Luego, totalmente presa del terror, notó que iniciaban la caída a peso muerto por la otra cara del banco hacia el último altiplano... los últimos cuarenta metros del Glaciar Milne.
Mientras bajaban deslizándose hacia el acantilado, Rachel pudo notar el peso de Corky al ser arrastrado por la cuerda de seguridad, y sintió que todos aminoraban la velocidad. Sabía también que, aunque por muy poco, era demasiado tarde. El borde del acantilado se acercaba a ellos a toda prisa y Rachel soltó un grito de impotencia.
Entonces ocurrió.
Ya no había borde. Lo último que Rachel recordó fue que estaba cayendo.
54
Los apartamentos Westbrooke Place están situados en el 2201 de N Street NW y se autopromocionan como una de las pocas direcciones de incuestionable corrección de Washington. Gabrielle se apresuró a franquear la puerta giratoria dorada que llevaba al vestíbulo de mármol donde reverberaba una ensordecedora cascada.
El portero situado tras el mostrador de recepción pareció sorprendido al verla.
—¿Señorita Ashe? No sabía que iba a pasar por aquí esta noche.
—Llego tarde —dijo Gabrielle, firmando a toda prisa. Sobre la cabeza del portero, el reloj marcaba las 18:22.
El portero se rascó la cabeza.
—El senador me ha dado una lista, pero usted no estaba...
—Siempre se olvidan de la gente que más ayuda les presta —dijo Gabrielle, esbozando una sonrisa apresurada y pasando junto al portero hacia el ascensor.
El portero pareció incómodo.
—Será mejor que llame.
—Gracias —dijo Gabrielle, entrando en el ascensor e iniciando el ascenso. «El senador tiene el teléfono descolgado».
Subió en el ascensor hasta la novena planta, salió y avanzó por el elegante pasillo. Al llegar al final, vio frente a la puerta del apartamento de Sexton a uno de sus fornidos escoltas de seguridad (alabados guardaespaldas) sentado en el vestíbulo. Parecía aburrido. A Gabrielle le sorprendió ver a personal de seguridad de servicio, aunque al parecer no estaba tan sorprendida como lo estuvo el guarda de verla allí. Se puso en pie de un salto en cuanto la vio acercarse.
—Ya lo sé —le gritó Gabrielle, todavía en mitad del pasillo—. Es una noche C.P. No quiere que se le moleste.
El guarda asintió con énfasis.
—Me ha dado órdenes muy estrictas de que ninguna visita...
—Es una emergencia.
—El guarda le bloqueó físicamente el paso.
—Está en una reunión privada.
—¿Ah, sí?
Gabrielle se sacó el sobre rojo de debajo del brazo y pasó el seño de la Casa Blanca ante el rostro del hombre.
—Acabo de estar en el Despacho Oval. Necesito dar al senador esta información. Sean quienes sean los amigotes con los que está intrigando esta noche, van a tener que prescindir de él unos minutos. Ahora, déjeme pasar.
El guarda vaciló levemente al ver el sello de la Casa Blanca del sobre.
«No me obligues a abrirlo», pensó Rachel.
—Deje aquí el sobre —dijo el guarda—. Yo se lo daré.
—Ni lo sueñe. Tengo órdenes directas de la Casa Blanca para que entregue esto en mano. Si no hablo con él inmediatamente, ya podemos todos empezar a buscar trabajo a partir de mañana por la mañana. ¿Me está entendiendo?
El guarda pareció debatirse en un profundo conflicto, y en su actitud Gabrielle percibió que esa noche el senador se había mostrado particularmente insistente en que no debía recibir ninguna visita. Se tiró a matar. Gabrielle sostuvo el sobre de la Casa Blanca directamente ante sus ojos, bajó la voz hasta convertirla en un susurro y pronunció las palabras más temidas por todo personal de seguridad de Washington.
—No es usted consciente de la situación.
El personal de seguridad de los políticos nunca era consciente de la situación y eso era un hecho que odiaban. Nunca estaban seguros de si mantenerse firmes en las órdenes recibidas o arriesgarse a perder su empleo ignorando tercamente alguna crisis de lo más obvio.
El guarda tragó saliva, volviendo a mirar el sobre de la Casa Blanca.
—De acuerdo, pero tendré que decirle al senador que exigió usted entrar.
Abrió la puerta y Gabrielle entró antes de que el hombre cambiara de parecer. Cerró en silencio la puerta tras ella, volviendo a poner el seguro.
Dentro del vestíbulo, pudo oír voces amortiguadas que procedían del estudio de Sexton, situado al fondo del pasillo: voces de hombres. Obviamente, el C.P. de esa noche nada tenía que ver con la cita privada implícita en la llamada que Sexton había recibido horas antes.
Cuando Gabrielle avanzó por el pasillo hacia el estudio, pasó junto a un armario abierto en el que colgaban media docena de costosos abrigos de hombre: prendas de tweed y de lana de primera calidad. Había varios maletines en el suelo. Al parecer, el trabajo había quedado relegado al pasillo esa noche. Habría dejado atrás los maletines sin más de no ser porque uno de ellos le llamó la atención. En la placa donde figuraba el nombre del dueño lucía el inconfundible logo de una empresa. Un brillante cohete rojo.
Gabrielle se detuvo y se arrodilló para leerlo.
SPACE AMERICA, INC.
Confundida, examinó los demás maletines.
BEAL AEROSPACE. MICROCOSM, INC., ROTARY ROCKET COMPANY., KISTLER AEROSPACE.
La voz rasposa de Marjorie Tench resonó en su cabeza. «¿Está usted al corriente de que Sexton está aceptando sobornos de empresas aeroespaciales privadas?»
A Gabrielle se le empezó a acelerar el pulso cuando recorrió con la mirada el pasillo en penumbra que terminaba en la arcada que llevaba al estudio del senador. Sabía que debía mantener la boca cerrada y no anunciar su presencia, y aún así se vio avanzando centímetro a centímetro hacia la puerta. Llegó a unos metros de la arcada y se quedó sin hacer ruido en las sombras... escuchando la conversación que tenía lugar al otro lado.
55
Mientras Delta-Tres se quedaba atrás para hacerse con el cuerpo de Norah Mangor y con el trineo, los otros dos soldados aceleraron deslizándose por el glaciar tras sus presas.
Llevaban en los pies esquís propulsados por Elektro-Tread. Diseñados a imitación de los esquís motorizados Fast Trax, los Elektro Treads eran esencialmente esquís para la nieve a los que se había añadido unas cadenas de tanque en miniatura, como vehículos de nieve bajo los pies. La velocidad se controlaba accionando a la vez la punta del dedo índice y del pulgar, presionando dos placas dentro del guante de la mano derecha. Una potente batería de gel moldeada alrededor del pie, redoblaba el aislamiento y permitía que los esquís se deslizaran en silencio. La energía cinética generada por la gravedad y por las cadenas giratorias cuando se bajaba por una pendiente se aprovechaba para recargar las baterías.
Con el viento a su espalda, Delta-Uno se agachó cuanto pudo, deslizándose hacia el mar mientras exploraba el glaciar que se extendía ante él. Su sistema de visión nocturna consistía en una versión actualizada del modelo Patriot utilizado por los Marines. Delta-Uno observaba a través de una montura manos libres provista de lentes de seis elementos de 40 por 90 mm, un Magnification Doubler de tres elementos y unos superinfrarrojos de largo alcance. El mundo exterior aparecía cubierto de un tinte traslúcido de un frío azul y no del habitual tinte verde, el tono de color especialmente diseñado para terrenos muy reflectantes como el Ártico.
A medida que se aproximaba al primer banco de nieve, las gafas de Delta-Uno revelaron varías franjas brillantes de nieve recién removida que se elevaban por encima del banco como una flecha de neón en la noche. Al parecer, o a los tres fugitivos no se les había ocurrido desengancharse de la improvisada vela o no habían podido hacerlo. En cualquier caso, si no habían logrado soltarse antes de llegar al último banco de nieve, a esas horas ya debían de estar en el océano.
Delta-Uno sabía que los trajes protectores de sus presas prolongarían la habitual esperanza de vida en el agua, pero las implacables corrientes que azotaban la costa los arrastrarían a mar abierto. Nada podría evitar que terminaran ahogándose.
A pesar de esta certeza, Delta-Uno había sido adiestrado para no dar nunca nada por hecho. Necesitaba ver los cuerpos. Se agachó aún más, apretó los dedos y aceleró para ascender por la primera pendiente.
Michael Tolland estaba inmóvil en el suelo, haciendo inventario de sus heridas. Estaba molido, pero no le pareció que tuviera ningún hueso roto. No le cabía duda de que el traje Mark IX relleno de gel le había salvado de sufrir una lesión importante. Cuando abrió los ojos, le costó entender lo que veía. Todo parecía más blando a su alrededor... más silencioso. El viento seguía aullando, pero ahora lo hacía con menor ferocidad.
«Hemos saltado por el borde... ¿no?»
En cuanto consiguió enfocar de nuevo, se vio tumbado en el hielo sobre Rachel Sexton, dibujando un ángulo casi recto con su cuerpo y con los mosquetones enganchados y retorcidos. La sintió respirar debajo de su cuerpo, pero no logró verle la cara. Rodó hasta apartarse de ella, aun a pesar de que los músculos apenas le respondían.
—¿Rachel...? —preguntó sin estar seguro de si de sus labios salía algún sonido.
Recordó los últimos segundos del angustioso recorrido que habían hecho juntos: el ascenso del globo en el aire, el cable de carga partiéndose, sus cuerpos cayendo a plomo sobre la cara más alejada del banco de nieve, deslizándose pendiente arriba y sorteando la cumbre del último promontorio, resbalando hacia el borde... el hielo desapareciendo bajo sus pies. Tolland y Rachel habían caído, pero la caída había resultado extrañamente breve. En vez de la esperada caída al mar, habían caído solamente unos cinco metros antes de impactar contra otro bloque de hielo y deslizarse hasta detenerse gracias al peso muerto de Corky que todavía arrastraban.
Levantando la cabeza, Tolland miró hacia el mar. No lejos de allí, el hielo terminaba en un acusado acantilado más allá del cual pudo oír el rugido del océano. Al levantar la mirada hacia el glaciar, se esforzó por ver en la oscuridad de la noche. A diez metros a su espalda, sus ojos percibieron un alto muro de hielo que parecía cernirse sobre ellos. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo que había ocurrido. De algún modo se habían deslizado desde el glaciar principal para caer en una terraza de hielo inferior. La sección en la que estaban era llana, del tamaño de una pista de hockey, y estaba parcialmente derrumbada, al parecer a punto de caer al océano en cualquier momento.
«Un desprendimiento de hielo», pensó mirando la precaria plataforma sobre la que ahora estaba tumbado. Se trataba de un amplio bloque cuadrado que colgaba del glaciar como un balcón de dimensiones colosales, rodeado por tres de sus caras de precipicios sobre el océano. La placa de hielo estaba sujeta al glaciar sólo por la cara posterior y Tolland vio que la conexión entre ambas masas de hielo no tardaría en romperse. El punto de unión donde la terraza inferior se aferraba a la Plataforma de Hielo Milne presentaba una fisura de casi dos metros de anchura. La gravedad estaba a punto de ganar esa batalla.
A Tolland no le aterró tanto ver la fisura como ver el cuerpo inmóvil de Corky Marlinson hecho un ovillo sobre el hielo. Estaba tumbado a unos diez metros de allí, en el extremo de la cuerda tensada que lo unía a ellos.
Tolland intentó levantarse, pero seguía unido a Rachel. Volvió a recuperar su posición y empezó a desenganchar los mosquetones entrelazados entre los dos.
Rachel parecía débil cuando intentó sentarse.
—¿No hemos... caído al agua? —preguntó con voz perpleja.
—Hemos caído sobre un bloque de hielo inferior —dijo Tolland, desenganchándose por fin de ella—. Tengo que ayudar a Corky.
Quiso ponerse en pie a pesar del dolor que le recorría el cuerpo, pero sintió las piernas demasiado débiles. Se agarró de la cuerda y tiró de ella. El cuerpo de Corky empezó a deslizarse sobre el hielo. Después de unos doce tirones, siguió acostado en el hielo a tan sólo unos metros de distancia.
Corky Marlinson estaba molido. Había perdido las gafas, tenía un profundo corte en la mejilla y le sangraba la nariz. Tolland se sintió aliviado cuando le vio rodar hasta quedar boca arriba y le lanzó una mirada indignada y desafiante.
—Jesús —tartamudeó—. ¿Qué demonios ha sido ese pequeño truco?
Tolland sintió una oleada de alivio.
Rachel por fin logró sentarse, estremeciéndose. Miró a su alrededor.
—Tenemos que... salir de aquí. Este bloque de hielo tiene todo el aspecto de estar a punto de desprenderse.
Tolland no podía estar más de acuerdo con ella. Sólo había que averiguar cómo hacerlo.
No tuvieron tiempo para pensar en una solución. Un agudo zumbido se hizo audible en el glaciar sobre sus cabezas. Tolland alzó bruscamente la mirada y pudo ver dos figuras de blanco esquiando sin el menor esfuerzo hasta el borde del glaciar y detenerse al unísono. Los dos hombres se quedaron allí un instante, mirando desde arriba a sus maltrechas presas como maestros de ajedrez saboreando el jaque mate antes de la estocada final.
Delta-Uno se sorprendió al ver a los tres fugitivos con vida. Sin embargo, sabía que aquello no era más que cuestión de tiempo. Habían aterrizado en una sección del glaciar que ya había iniciado su inevitable caída al mar. Las víctimas podían quedar mutiladas y morir del mismo modo que había muerto la otra mujer; sin duda ésta era una solución mucho más limpia. Una alternativa gracias a la cual los cuerpos jamás serían encontrados.
Se asomó al borde del acantilado y concentró la mirada en la fisura cada vez más pronunciada que ya había empezado a extenderse como una cuña entre la plataforma de hielo y el bloque colgante pegado a ella. La sección de hielo sobre la que estaban los tres fugitivos colgaba peligrosamente... a punto de desprenderse y de caer en el océano cualquier día de estos.
«¿Por qué no hoy...?»
En la plataforma de hielo, la noche se veía sacudida cada cierto numero de horas por estallidos ensordecedores: el sonido del hielo al resquebrajarse y separarse del glaciar, cayendo a plomo en el océano. ¿Quién iba a darse cuenta?
Presa del conocido y cálido subidón de adrenalina que acompañaba a la preparación de un asesinato, Delta-Uno metió la mano en su paquete de provisiones y sacó un pesado objeto con forma de limón. El objeto en cuestión, un elemento de lo más común para los equipos militares de asalto, recibía el nombre de «estallido-cegador»: una granada «no-mortal» que provocaba una conmoción cerebral en la víctima y que desorientaba temporalmente al enemigo, produciendo un destello cegador y una ensordecedora oleada con la que se provocaba la conmoción cerebral. Sin embargo, esa noche Delta-Uno sabía que el «estallido-cegador» iba a resultar mortal.
Se colocó cerca del borde y se preguntó cuan profunda era la fisura. ¿Diez metros? ¿Veinticinco? Sabía que no importaba. Su plan sería efectivo de todas formas.
Con la calma que le procuraban las innumerables ejecuciones a las que había asistido, Delta-Uno marcó un retraso de diez segundos en el temporizador de la granada, tiró de la anilla y la lanzó al interior de la grieta. El explosivo cayó en picado en la oscuridad y desapareció.
A continuación, su compañero y él regresaron a la cumbre del banco de nieve y esperaron. Iba a ser un espectáculo digno de verse.
Incluso a pesar del delirante estado de su mente, Rachel Sexton era perfectamente consciente de lo que los atacantes habían lanzado en la grieta. No tuvo claro si Michael Tolland también lo sabía o si estaba leyendo el miedo en sus ojos, pero Rachel le vio palidecer y echar una horrorizada mirada al descomunal bloque de hielo sobre el que estaban, claramente consciente de lo inevitable.
Como una nube de tormenta iluminada por un relámpago interno, el hielo bajo los pies de Rachel se iluminó desde dentro. La horripilante traslucidez blanca salió disparada en todas direcciones. En un radio de doscientos metros, el glaciar se vio envuelto en un blanco destello. La colisión se produjo a continuación. No fue un rugido como el de un terremoto, sino una oleada ensordecedora de fuerza descomunal. Rachel notó cómo el impacto se abría paso entre el hielo hasta su cuerpo.
Inmediatamente, como si se hubiera abierto una cuña entre la plataforma de hielo y el bloque sobre el que estaban, el acantilado empezó a desprenderse con un espantoso crujido. Rachel clavó en los ojos de Tolland una mirada aterrada. Cerca de ellos, Corky soltó un grito.
El suelo se desplomó bajo sus pies.
Rachel experimentó una total sensación de ingravidez durante un instante, suspendida como estaba sobre los millones de kilos que conformaban el bloque de hielo. Instantes después, los tres se encontraron cayendo con el iceberg al mar helado.
56
El ensordecedor roce de hielo contra hielo asaltó los oídos de Rachel mientras el enorme bloque se deslizaba por la cara de la Plataforma de Hielo Milne, lanzando altísimos chorros de nieve pulverizada al aire. A medida que el bloque iba sumergiéndose en el agua, fue aminorando la velocidad de la caída y el cuerpo de Rachel, previamente ingrávido, se estrelló contra el suelo helado. Tolland y Corky aterrizaron bruscamente cerca de ella.
Cuando el ímpetu descendente del bloque fue sumergiéndolo más en el mar, Rachel pudo ver la espumosa superficie del océano elevarse a toda velocidad con una especie de desaceleración retadora, como el suelo bajo un saltador de puenting cuya cuerda es unos metros demasiado larga. Elevándose... elevándose... y ahí estaba. Su pesadilla de infancia había vuelto a hacerse realidad. «El hielo... el agua... la oscuridad». Su pavor fue casi primal.
La parte superior del bloque se sumergió bajo la superficie del agua y el helado Océano Ártico cubrió los bordes del bloque como un torrente. Mientras el océano lo invadía todo a su alrededor, Rachel se sintió succionada hacia el fondo. La piel desnuda de su rostro se tensó y la sintió arder al entrar en contacto con el agua salada. El suelo de hielo desapareció bajo sus pies y Rachel se abrió paso hacia la superficie, flotaba gracias al gel del relleno de su traje. Tragó un buen sorbo de agua salada, balbuceando hacia la superficie. Pudo ver a Tolland y Corky debatiéndose en las proximidades, enmarañados entre las cuerdas de seguridad. Justo cuando logró enderezarse, Tolland gritó:
—¡Está emergiendo de nuevo!
Al tiempo que las palabras de Tolland reverberaban sobre el tumulto, Rachel notó un horripilante movimiento del agua. Como una enorme locomotora intentando invertir su dirección, el bloque de hielo se había detenido con un gruñido bajo el agua y empezaba ahora su ascenso directamente debajo de ellos.
Varias brazadas por debajo, un espantoso rugido de frecuencia baja resonó en el agua y emergió a la superficie al tiempo que la inmensa placa sumergida empezó a arañar la cara del glaciar, iniciando el ascenso.
El bloque ascendía deprisa, acelerando a medida que emergía de la oscuridad. Rachel notó que ganaba altura. El océano se agitó a su alrededor cuando el hielo entró en contacto con su cuerpo. Se debatió en vano, intentando recuperar el equilibrio mientras el hielo la propulsaba hacia arriba junto con millones de litros de agua salada. Flotando hacia arriba, la placa gigantesca fluctuó sobre la superficie, agitándose y balanceándose, buscando su centro de gravedad. Rachel se vio moviéndose con el agua hasta la cintura por la enorme extensión plana. En cuanto el agua empezó a dejar libre la superficie del bloque, la corriente se tragó a Rachel y la arrastró hacia el borde. Resbalando, tendida boca abajo, pudo ver el borde aproximarse rápidamente hacia ella.
«¡Aguanta!» La voz de su madre gritaba exactamente igual a como lo había hecho cuando era sólo una niña debatiéndose bajo el estanque helado. «¡Aguanta! ¡No te hundas!»
El tremendo tirón que Rachel sintió en el arnés la dejó sin el poco aire que todavía le quedaba en los pulmones. Se detuvo bruscamente a pocos metros del borde. El movimiento la hizo girar sobre sí misma. A ocho metros de ella pudo ver el cuerpo inerte de Corky, todavía sujeto a ella, también deteniéndose bruscamente. Habían estado deslizándose sobre la placa de hielo en direcciones opuestas y el impulso de Corky la había detenido. A medida que el agua desalojaba la placa y perdía profundidad, otra forma oscura apareció cerca de Corky. A cuatro patas, se agarraba a la cuerda de seguridad de éste y vomitaba agua salada.
Michael Tolland.
Cuando los últimos restos de agua se retiraron y terminaron por deslizarse del iceberg al mar, Rachel, muda por el terror que sentía, escuchó atentamente los sonidos del océano. Luego, sintiendo la arremetida de un frío mortal, logró ponerse también a gatas. El iceberg seguía bamboleándose de un lado a otro como un enorme cubo de hielo. Delirante y dolorida, gateó hasta donde estaban sus compañeros.
En el glaciar, muy por encima de ellos, Delta-Uno miró con las gafas de visión nocturna el agua arremolinada que rodeaba el iceberg más reciente del Océano Ártico. Aunque no vio ningún cuerpo en el agua, no se sorprendió. El océano estaba oscuro y los trajes térmicos y las capuchas de las víctimas eran de color negro.
Cuando recorrió con la mirada la superficie de la enorme placa de hielo flotante, tuvo grandes dificultades para enfocarla. Se retiraba deprisa, alejándose ya hacia mar abierto, impulsada por las fuertes corrientes costeras. A punto estaba de volver la vista al mar cuando vio algo que le resultó totalmente inesperado. Tres motas negras sobre el hielo. «¿Serán cuerpos?» Delta-Uno intentó enfocarlos.
—¿Has visto algo? —preguntó Delta-Dos.
Delta-Uno no dijo nada. Siguió enfocando con su magnificador. Se quedó perplejo al ver sobre el pálido tinte del iceberg tres figuras humanas abrazadas e inmóviles en la isla de hielo. Le fue imposible saber si estaban vivas o muertas. Poco importaba. De estar vivas, incluso a pesar de los trajes térmicos, morirían en menos de una hora. Estaban mojadas, se acercaba una tormenta y se alejaban a la deriva hacia mar abierto en uno de los océanos más peligrosos del planeta. No hallarían sus cuerpos jamás.
—Sólo sombras —dijo Delta-Uno, retirándose del borde del acantilado—. Volvamos a la base.
57
El senador Sedgewick Sexton dejó su copa de Courvoisier sobre la repisa de la chimenea de su apartamento de Westbrooke y avivó el fuego durante unos instantes, ordenando sus ideas. Los seis hombres reunidos en su estudio con él ahora estaban sentados en silencio... esperando. Las trivialidades habían tocado a su fin. Había llegado el momento de que el senador Sexton lanzara su ofensiva. Ellos lo sabían. Él lo sabía.
La política era una cuestión de ventas.
«Establece la confianza. Hazles saber que entiendes sus problemas».
—Como quizá ya sepan —dijo, volviéndose hacia ellos—, durante los últimos meses, me he reunido con muchos hombres que gozan de su misma posición —empezó, sonriendo y tomando asiento, uniéndose a ellos y situándose a su mismo nivel—. Ustedes son los únicos a los que he decidido recibir en mi casa. Son ustedes extraordinarios, y para mí es un honor tenerles aquí.
Entrelazó las manos y dejó que sus ojos circularan por la habitación, estableciendo contacto personal con cada uno de sus invitados. A continuación se concentró en su primer objetivo: el hombre fornido del sombrero vaquero.
—Space Industries de Houston —dijo Sexton—. Me alegro de que haya venido.
—Odio esta ciudad —gruñó el tejano.
—No le culpo. Washington ha sido muy injusta con usted.
El tejano miró por debajo del ala de su sombrero, pero no dijo nada.
—Hace doce años —empezó Sexton—, hizo usted una oferta al gobierno de Estados Unidos. Propuso construirles una estación espacial norteamericana por la ridícula suma de cinco mil millones de dólares.
—Sí, es cierto. Todavía conservo el anteproyecto.
—Y, sin embargo, la NASA convenció al gobierno de que una estación espacial norteamericana debía ser un proyecto público. —Eso es. La NASA empezó a construirla hace casi una década. —Una década. Y hoy, no sólo la estación de la NASA no está totalmente operativa, sino que hasta la fecha el proyecto ha costado veinte veces más de lo que usted proponía. Como contribuyente norteamericano, estoy asqueado.
Un gruñido de asentimiento circuló por la habitación. Sexton dejó que sus ojos se movieran, buscando la complicidad del grupo.
—Soy perfectamente consciente —dijo el senador, dirigiéndose ahora a cada uno de los presentes— de que varias de sus empresas han ofrecido lanzar naves espaciales por la irrisoria cantidad de cincuenta millones de dólares por vuelo. Más inclinaciones de cabeza.
—Y sin embargo la NASA mejora su oferta cobrando sólo treinta y ocho millones de dólares por vuelo... ¡a pesar de que su coste real supera los ciento cincuenta millones de dólares!
—Así es como nos mantienen fuera del espacio —dijo uno de los hombres—. Es imposible que el sector privado pueda competir con una empresa que se permite el lujo de realizar vuelos de lanzaderas con un cuatrocientos por ciento de pérdidas y aún así seguir en el negocio.
—Ni tendrían por qué hacerlo —dijo el senador.
De nuevo asentimientos.
Sexton se volvió hacia el austero empresario que estaba sentado a su lado, un hombre cuyo historial había leído con gran interés. Como muchos de los empresarios que financiaban su campaña, el hombre era un antiguo ingeniero militar que había terminado desilusionándose con los bajos salarios y la burocracia gubernamental y que había abandonado la carrera militar para buscar fortuna en el ámbito aeroespacial.
—Kistler Aerospace —dijo Sexton, sacudiendo la cabeza desesperado—. Su empresa ha diseñado y manufacturado una nave que puede lanzar cargas por sólo cuatro mil dólares por kilo en comparación con el coste de los veinte mil de la NASA. —Hizo una pausa para dar un mayor efecto a sus palabras—. Y, sin embargo, no tienen ustedes ningún cliente.
—¿Cómo voy a tener clientes? —replicó el hombre—. La semana pasada la NASA rebajó nuestra oferta cobrando a Motorola mil seiscientos veinticuatro dólares por kilo para lanzar un satélite de telecomunicaciones. ¡El gobierno lanzó ese satélite con unas pérdidas del novecientos por ciento!
Sexton asintió. El contribuyente estaba subvencionando sin saberlo una agencia que era diez veces menos eficaz que su competencia.
—Ha quedado dolorosamente claro —dijo con voz cada vez más sombría— que la NASA está empleándose muy a fondo para aplastar a la competencia en el espacio. Excluyen a las empresas aeroespaciales privadas ofreciendo sus servicios a tarifas que están muy por debajo de los valores de mercado.
—Es la aplicación exacta de la política de Wal-Mart al espacio.
«No se me habría ocurrido comparación más precisa», pensó Sexton. «Tendré que recordarla». Wal-Mart era famoso por entrar en un nuevo territorio, vender productos muy por debajo del precio de mercado y dejar a la competencia local sin volumen de negocio.
—¡Estoy más que harto —dijo el tejano— de tener que pagar millones en impuestos y que el Tío Sam utilice ese dinero para robarme los clientes!
—Me hago cargo —dijo Sexton—. Y lo entiendo.
—Es la falta de patrocinios de empresas lo que está acabando con Rotary Rocket —dijo un hombre pulcramente vestido—. ¡Las leyes contra el patrocinio son un robo!
—No podría estar más de acuerdo.
Sexton se había quedado de piedra al enterarse de que otra forma empleada por la NASA para atrincherarse en su monopolio del espacio era aprobar regulaciones que prohibían la publicidad en los vehículos espaciales. En vez de permitir que las empresas privadas se aseguraran financiación a través del patrocinio y de logos publicitarios (tal como lo hacían los pilotos de coches de carreras), los vehículos espaciales sólo podían mostrar la palabra USA y el nombre de la empresa. En un país que gastaba ciento ochenta y cinco mil millones al año de publicidad, ni un solo dólar invertido en ella fue a parar a las cuentas de las empresas espaciales privadas.
—Es un atraco —soltó uno de los hombres—. Mi compañía espera mantenerse en el negocio el tiempo suficiente para lanzar el primer prototipo de lanzadera turística del país el próximo mes de mayo. Esperamos una enorme repercusión en la prensa. La Nike Corporation acaba de ofrecernos siente millones de dólares de patrocinio por pintar el logo de Nike y el ¡Just do it! en uno de los laterales de la nave. Pepsi nos ofreció el doble por «Pepsi: La elección de una nueva generación». Pero, según la ley federal, si ponemos publicidad en nuestra nave, ¡nos prohibirán lanzarla!
—Cierto —dijo el senador Sexton—. Y si salgo elegido, me ocuparé de abolir esa legislación antipatrocinio. Es una promesa. El espacio debería estar abierto a la publicidad como lo está cada centímetro cuadrado de la Tierra.
Sexton empezó a mirarles uno a uno directamente a los ojos al tiempo que hablaba con voz solemne:
—No obstante, todos sabemos que el mayor obstáculo para la privatización de la NASA no son las leyes, sino más bien su percepción por parte del público. La mayoría de los norteamericanos todavía conservan una visión romántica del programa espacial de Estados Unidos. Aún creen que la NASA es una agencia gubernamental necesaria.
—¡La culpa es de esas malditas películas de Hollywood! —dijo un hombre—. ¿Cuántas películas en las que la NASA salva al mundo de un asteroide asesino puede llegar a hacer Hollywood, por el amor de Dios? ¡No es más que propaganda!
Sexton sabía perfectamente que la plétora de películas sobre la NASA hechas en Hollywood era simplemente una cuestión de economía. Tras el desmesurado éxito de la película Top Gun, un bombazo en el que Tom Cruise hacía las veces de piloto de un reactor y que no era más que dos horas de publicidad para el ejército de los Estados Unidos, la NASA se dio cuenta del verdadero potencial de Hollywood como gran generador de opinión pública. La NASA empezó en secreto a ofrecer a las compañías cinematográficas libre acceso de filmación a sus increíbles instalaciones: plataformas de lanzamiento, controles de misión, instalaciones de entrenamiento. Los productores, acostumbrados a pagar altísimas autorizaciones por las localizaciones cuando filmaban en cualquier otra parte, saltaron ante la oportunidad de ahorrarse millones en costes de producción al rodar thrillers sobre la NASA en localizaciones «gratuitas». Naturalmente, Hollywood sólo conseguía tener acceso a las instalaciones de la NASA si ésta aprobaba el guión en cuestión.
—Es un lavado de cerebro público —gruñó un hispano—. Las películas no son ni la mitad de perjudiciales que las fraudulentas estrategias publicitarias. ¿Enviar a un jubilado al espacio? ¿Y ahora la NASA planea una tripulación de lanzadera cien por cien femenina? ¡No es más que publicidad!
Sexton suspiró. Su tono de voz era ahora trágico.
—Cierto, y no creo que deba recordarles lo que ocurrió en la década de los ochenta cuando el Departamento de Educación estaba en bancarrota y acusó a la NASA de estar gastando millones que podían dedicarse a la educación. La NASA urdió una campaña de opinión pública para demostrar que se preocupaba por la educación del país, enviaron a una profesora de enseñanza pública al espacio —anunció, ates de hacer una breve pausa—. Todos ustedes recordarán a Chris-L McAuliffe.
La sala quedó en silencio.
—Caballeros —dijo Sexton, deteniéndose con gesto teatral frente a la chimenea—. Creo llegado el momento de que los norteamericanos comprendan la verdad, por el bien del futuro de todos. Es hora de que los norteamericanos sepan que la NASA está entorpeciendo la exploración espacial. El espacio no es distinto de cualquier otra industria y mantener maniatado al sector privado roza la acción delictiva. ¡No hay más que ver la industria informática, en la que se observa tal explosión de progreso que a duras penas es posible mantenerlos al día! ¿Y por qué? Porque la industria informática es un sistema de libre mercado: recompensa la eficiencia y la capacidad de visión con beneficios. ¡Imaginen que la industria informática fuera gestionada por el gobierno! Todavía seguiríamos inmersos en la Edad Media. Nos hemos estancado en el espacio. Deberíamos poner la exploración del espacio en manos del sector privado al que pertenece. Los norteamericanos se quedarían perplejos al ver el crecimiento, los empleos y los sueños hechos realidad. Estoy convencido de que deberíamos dejar que el sistema de libre mercado nos lance a nuevas alturas en el espacio. Si salgo elegido, me encargaré personalmente de correr los cerrojos de las puertas que nos separan de la última frontera y abrirlas de par en par.
Sexton levantó la copa de cognac.
—Amigos míos, están aquí esta noche para decidir si soy merecedor de su confianza. Espero estar haciendo méritos para ganármela. Del mismo modo que hacen falta inversores para crear una empresa, hacen falta inversores para crear una presidencia. Del mismo modo que los accionistas de las empresas esperan beneficios, ustedes, en calidad de inversores políticos, esperan beneficios. El mensaje que quiero darles esta noche es muy sencillo: inviertan en mí y nunca les olvidaré. Nuestras misiones son una sola. La misma.
Sexton extendió la copa hacia ellos y propuso un brindis.
—Con su ayuda, amigos míos, pronto estaré en la Casa Blanca... y todos ustedes estarán haciendo realidad sus sueños.
A sólo ocho metros de allí, Gabrielle Ashe seguía agazapada entre las sombras, rígida. Del estudio llegó el armónico tintineo de las copas de cristal y el crepitar del fuego en la chimenea.
58
En un ataque de pánico, el joven técnico de la NASA se lanzó a la carrera por el habisferio. «¡Ha ocurrido algo terrible!» Encontró al director Ekstrom solo, cerca del área de prensa.
—Señor —jadeó el técnico—, ¡ha ocurrido un accidente!
Ekstrom se volvió con aire distante, como si sus pensamientos estuvieran ya concentrados en otros asuntos.
—¿Qué ha dicho? ¿Un accidente? ¿Dónde?
—En la fosa de extracción. Acaba de salir un cuerpo a la superficie. Se trata del doctor Wailee Ming.
El rostro de Ekstrom perdió toda expresión.
—¿El doctor Ming? Pero...
—Lo hemos sacado del agua, pero ya es demasiado tarde. Está muerto.
—Por el amor de Dios. ¿Cuánto tiempo ha estado allí?
—Creemos que aproximadamente una hora. Al parecer ha caído a la fosa y se ha hundido hasta el fondo, pero al hincharse, el cuerpo ha salido flotando de nuevo a la superficie.
A Ekstrom se le encendió el rostro rojizo.
—¡Maldita sea! ¿Quién más está al corriente?
—Nadie, señor. Sólo dos de nosotros. Lo hemos sacado del agua, pero pensamos que debíamos decírselo antes de...
—Han actuado correctamente —dijo Ekstrom, soltando un pesado suspiro—. Escóndanlo inmediatamente y no digan nada.
El técnico estaba perplejo.
—Pero, señor, yo...
Ekstrom posó una mano enorme sobre el hombro del joven técnico.
—Escúcheme bien. Estamos ante un extraño accidente, un accidente que lamento de veras. Por supuesto, me encargaré de él como conviene cuando llegue el momento. Pero ahora no.
—¿Me está pidiendo que esconda el cuerpo?
Los glaciales ojos nórdicos de Ekstrom se clavaron en él.
—Piénselo. Podríamos decírselo a todos, pero ¿qué conseguiríamos con eso? Apenas falta una hora para la rueda de prensa. Anunciar que hemos sufrido un fatal accidente ensombrecería el descubrimiento y tendría un efecto devastador sobre la moral de nuestro equipo. El doctor Ming ha cometido un error imprudente. No tengo la menor intención de hacer que sea la NASA quien pague por ello. Estos científicos civiles ya han gozado de bastantes atenciones para que encima ahora tenga que permitir que uno de sus errores enturbie nuestro momento de gloria. El accidente del doctor Ming se mantendrá en secreto hasta después de la rueda de prensa. ¿Me ha entendido?
El hombre asintió, pálido.
—Ocultaré el cuerpo.
59
Michael Tolland había estado en el mar el tiempo suficiente como para saber que el océano se llevaba a sus víctimas sin el menor remordimiento ni vacilación. Exhausto, tumbado sobre la extensa placa de hielo, apenas lograba distinguir el fantasmagórico perfil de la altísima Plataforma de Hielo Milne alejándose en la distancia. Sabía que la fuerte corriente del Ártico procedente de las Islas Elizabeth dibujaba un círculo enorme alrededor de la plataforma de hielo polar y que en algún momento ésta rozaría tierra firme en algún punto al norte de Rusia. Tampoco es que eso importara demasiado. Pasarían meses antes de que eso ocurriera.
«Nos quedan quizá unos treinta minutos... cuarenta y cinco como máximo».
Tolland era consciente de que sin el aislamiento protector del gel que rellenaba los trajes ya estarían los tres muertos. Afortunadamente, el Mark IX los había mantenido secos, precisamente el aspecto más crítico a la hora de sobrevivir al frío. El gel térmico que envolvía sus cuerpos no sólo había amortiguado la caída, sino que ahora ayudaba a que sus cuerpos retuvieran el poco calor que conservaban.
Pronto sentirían los primeros signos de hipotermia. Empezaría con un vago adormecimiento de las extremidades, cuando la sangre ya sólo irrigara los órganos internos vitales. Luego, a medida que el pulso y la respiración fueran cada vez más lentos, llegarían las alucinaciones, dejando al cerebro cada vez con menos oxígeno. A continuación el cuerpo haría un último esfuerzo por conservar su remanente de calor, interrumpiendo todas sus operaciones excepto la actividad cardiaca y la respiración. Llegaría entonces la pérdida de conciencia. Por último, los centros de respiración y del corazón del cerebro dejarían de funcionar.
Tolland volvió la mirada hacia Rachel, deseando poder hacer algo para salvarla.
El adormecimiento que iba esparciéndose por el cuerpo de Rachel Sexton era menos doloroso de lo que había podido imaginar. Era un anestésico casi providencial. «La morfina de la naturaleza». Había perdido las gafas en la caída y apenas podía abrir los ojos contra el frío.
Podía ver a Tolland y a Corky estirados cerca de ella. Tolland la miraba con los ojos llenos de pesar. Corky se movía, aunque sin duda dolorido. Tenía la mejilla derecha aplastada y llena de sangre.
El cuerpo de Rachel temblaba sin control mientras su mente intentaba encontrar respuestas. «¿Quién? ¿Por qué?» Se sentía presa de una confusión mental causada por la creciente pesadez interna. Nada parecía tener sentido ya. Notaba como si el cuerpo se le estuviera apagando lentamente, acunado por una fuerza invisible que tiraba de ella hacia el sueño. Se debatió contra ella. Ahora un sentimiento de rabia empezó a crecer en su interior e intentó avivar sus llamas.
«¡Han intentando matarnos!»
Echó una mirada al mar amenazador y tuvo la sensación de que sus atacantes se habían salido con la suya. «Ya estamos muertos». Incluso entonces, a sabiendas de que probablemente no vivirían para descubrir la verdad sobre el juego mortal que había tenido lugar en la Plataforma de Hielo Milne, Rachel sabía a quién culpar.
El director Ekstrom era quien más tenía que ganar. Era él quien les había enviado ahí fuera a investigar el hielo. Estaba vinculado al Pentágono y a las fuerzas de Operaciones Especiales. «Pero ¿qué ganaba Ekstrom colocando el meteorito bajo el hielo? ¿Qué podía ganar nadie con ello?»
Rachel recordó por un instante el rostro de Zach Herney, y se preguntó si el Presidente también era un conspirador o simplemente un peón ajeno a lo ocurrido. «Herney no sabe nada. Es inocente». Obviamente el Presidente había sido engañado por la NASA. Herney estaba a menos de una hora de dar a conocer el comunicado. Y lo haría armado de un documental en vídeo que contenía la ratificación de cuatro científicos civiles.
Cuatro científicos civiles muertos.
Rachel no podía hacer nada por detener la rueda de prensa, pero se juró que fuera quien fuera el responsable de aquel ataque no iba a salirse con la suya.
Haciendo acopio de todas sus fuerzas, intentó sentarse. Sintió las extremidades pesadas como el granito y todas sus articulaciones chillaron de dolor cuando dobló brazos y piernas. Poco a poco, logró ponerse de rodillas, consiguiendo mantener el equilibrio sobre el hielo plano. La cabeza le daba vueltas. A su alrededor se agitaba el océano. Tolland estaba tumbado cerca, mirándola con ojos inquisidores. Rachel percibió que probablemente él pensara que se había arrodillado para rezar. No era así, por supuesto, aunque seguramente la oración habría tenido tantas posibilidades de salvarles como lo que estaba a punto de intentar.
La mano derecha de Rachel rebuscó en su cintura, donde encontró el piolet todavía colgando de su cinturón. Sus dedos tiesos agarraron el mango. Invirtió el piolet, posicionándolo como una T boca abajo. Luego, con toda su energía, golpeó con el martillo contra el hielo. «Pam». Otra vez. «Pam». La sangre parecía melaza en sus venas. «Pam». Tolland seguía mirándola, evidentemente confundido. Rachel volvió a golpear el hielo con el piolet. «Pam».
Tolland intentó incorporarse sobre un codo.
—¿Ra...chel?
Rachel no respondió. Necesitaba toda su energía. «Pam. Pam».
—No creo que... —dijo Tolland—, tan al norte... la RAS... pueda oír...
Rachel se volvió hacia él, sorprendida. Había olvidado que Tolland era oceanógrafo y que podía tener alguna idea de lo que estaba intentando. «Buena idea... pero no estoy llamando a la RAS».
Rachel siguió golpeando el hielo.
Las siglas RAS designan a la Red Acústica Suboceánica, una reliquia dejada por la Guerra Fría que ahora utilizaban los oceanógrafos del mundo entero para escuchar a las ballenas. Debido a que los sonidos submarinos recorrían miles de kilómetros, la red de la RAS formada por cincuenta y nueve micrófonos en todo el mundo podía escuchar un porcentaje sorprendentemente grande de los océanos del planeta, pero Rachel sabía que ahí fuera había otros atentos a los sonidos del suelo oceánico... otros cuya existencia era conocida por muy poca gente. Siguió golpeando el hielo. Su mensaje era simple y claro.
PAM. PAM. PAM.
PAM... PAM... PAM...
PAM. PAM. PAM.
Rachel no se hacía ninguna ilusión ante la posibilidad de que sus actos fueran a salvarles la vida. Sentía ya un agarrotamiento glacial adueñándose de su cuerpo. Dudaba de que le quedara media hora de vida. Ahora el rescate quedaba totalmente fuera de cualquier posibilidad. Aunque no era salvarse lo que pretendía. PAM. PAM. PAM. PAM... PAM... PAM... PAM. PAM. PAM. —No hay... tiempo —dijo Tolland.
«No se trata... de nosotros», pensó Rachel. «Se trata de la información que tengo en el bolsillo». Volvió a ver en su cabeza la incriminadora copia impresa que habían obtenido del RPT y que llevaba guardada en su traje Mark Di. «Tengo que dejar la copia impresa del RPT en manos de la ONR... y rápido».
Incluso a pesar de su estado delirante, estaba segura de que su mensaje sería recibido. En plena década de los ochenta, la ONR había reemplazado la RAS por una red treinta veces más potente. Cobertura global total: Classic Wizard, el oído de la ONR destinado a cubrir el suelo oceánico, cuyo valor ascendía a doce millones de dólares. En las siguientes horas los superordenadores Cray del puesto de escucha que la ORN/ANS tenía en Menwith Hill, Inglaterra, registraría una secuencia anómala en uno de los hidrófonos del Ártico, descifraría los golpes de Rachel como un SOS, triangularía a continuación las coordenadas y enviaría un avión de rescate desde la Base que la Fuerza Aérea tenía en Thule, Groenlandia. El avión hallaría tres cuerpos sobre un iceberg. Congelados. Muertos. Uno de ellos sería una empleada de la ONR... con una extraña hoja de papel térmico en el bolsillo.
Una copia impresa de un RPT. El legado póstumo de Norah Mangor.
Cuando los rescatadores estudiaran la copia impresa, el misterioso túnel cavado para colocar el meteorito saldría a la luz. A partir de ahí, Rachel no tenía la menor idea de lo que ocurriría, pero al menos el secreto no moriría con ellos.
60
Todas las transiciones presidenciales que tienen lugar en la Casa Blanca implican un tour privado por tres almacenes estrechamente vigilados que contienen valiosísimas colecciones de antiguos muebles del edificio: escritorios, cuberterías, camas y otras piezas utilizadas por anteriores presidentes que se remontan hasta el mismísimo George Washington. Durante el tour, se invita al presidente recién incorporado a seleccionar cualquier reliquia que desee y a utilizarla como mueble en la Casa Blanca durante su mandato. Sólo la cama del Dormitorio Lincoln es una pieza fija del mobiliario de la Casa Blanca. Por irónico que parezca, Lincoln nunca durmió en ella.
El escritorio al que estaba sentado Zach Herney en el Despacho Oval había pertenecido antaño a su ídolo, Harry Truman. Aunque pequeño para el concepto moderno de escritorio, era para Zach Herney un recordatorio diario de que la «responsabilidad» sin duda se detenía allí y de que él era el único responsable de cualquier deficiencia en su administración. Aceptaba esa responsabilidad como un honor y hacía lo imposible por inculcar a su equipo las motivaciones necesarias para desempeñar sus funciones.
—¿Señor Presidente? —le llamó su secretaria, asomando la cabeza por la puerta del despacho—. Tenemos la llamada que ha pedido.
Herney hizo un gesto con la mano.
—Gracias.
Cogió el teléfono. Habría preferido un poco de privacidad para esa llamada, pero estaba más que claro que no la iba a tener en ese momento. Dos maquilladores revoloteaban a su alrededor como mosquitos, pinchándole y hurgándole en la cara y en el pelo. Directamente delante de su escritorio, un equipo de televisión lo estaba preparando todo, y una interminable marea de asesores y de relaciones públicas correteaban por el despacho, discutiendo, excitados, la estrategia que debían seguir.
«T menos una hora...»
Herney pulsó el botón iluminado de su teléfono privado.
—¿Lawrence? ¿Está usted ahí?
—Aquí me tiene —la voz del Director de la NASA parecía consumida, distante.
—¿Todo bien ahí arriba?
—La tormenta sigue acercándose, pero mi gente me dice que la conexión del satélite no se verá afectada. Estamos preparados. Una hora e iniciamos la cuenta atrás.
—Excelente, Los ánimos por todo lo alto, espero.
—Totalmente. Mi equipo está entusiasmado. De hecho, acabamos de tomarnos unas cervezas.
Herney se rió.
—Me alegra oírlo. Escuche, quería llamarle y darle las gracias antes de que hagamos esto. Esta noche va a ser inolvidable.
El director hizo una pausa. La voz le sonaba extrañamente insegura al hablar.
—De eso doy fe, señor. Llevamos mucho tiempo esperando esto.
Herney vaciló.
—Parece usted agotado.
—Necesito un poco de sol y una cama de verdad.
—Sólo será una hora más. Sonría a las cámaras, disfrute del momento y luego le enviaremos un avión que le traerá de vuelta a D.C.
—Estoy impaciente —dijo el hombre, antes de volver a guardar silencio.
Como hábil negociador, Herney había aprendido a escuchar, a oír lo que se decía entre líneas. Había algo en la voz del director que, de algún modo, sonaba mal.
—¿Está seguro de que todo anda bien ahí arriba?
—Totalmente. Como una seda —afirmó el director, que parecía ahora ansioso por cambiar de tema—. ¿Ha visto la versión final del documental de Michael Tolland?
—Acabo de verla —dijo Herney—. Ha hecho una trabajo fantástico.
—Sí. Fue todo un acierto por su parte enviarlo.
—¿Todavía está enfadado conmigo por haber implicado a civiles?
—Demonios, sí —gruñó el director con buen talante y con la habitual fuerza en su voz.
Al oírlo Herney se sintió mejor. «Ekstrom está bien», pensó. «Sólo un poco cansado».
—Muy bien, le veré dentro de una hora vía satélite. Les daremos algo de que hablar.
—Eso es.
—Oiga, Lawrence —ahora la voz de Herney sonó grave y solemne—. Ha hecho usted algo increíble ahí arriba. No lo olvidaré mientras viva.
En el exterior del habisferio, empujado por el viento, Delta-Tres luchaba por enderezar y volver a empaquetar en el trineo el material volcado de Norah Mangor. En cuanto consiguió volver a colocar el equipo en el trineo, aseguró la cubierta de vinilo y envolvió el cadáver de Mangor, colocándolo encima y atándolo después. Mientras se preparaba para arrastrar el trineo lejos de allí, sus dos compañeros subieron deslizándose por el glaciar hacia él.
—Cambio de planes —gritó Delta-Uno por encima del viento—. Los otros tres han caído por el acantilado al mar.
Delta-Tres no se sorprendió. También sabía lo que eso significaba. El plan de la Delta Force de fingir un accidente dejando cuatro cadáveres sobre la plataforma de hielo había dejado de ser una opción viable. Abandonar un solo cuerpo provocaría más preguntas que respuestas.
—¿Un buen barrido? —preguntó.
Delta-Uno asintió.
—Recuperaré las bengalas y vosotros dos deshaceos del trineo.
Mientras Delta-Uno retomaba el camino recorrido por los científicos, recogiendo cualquier pista que delatara que alguien había estado allí, Delta-Tres y su compañero bajaron por el glaciar con el trineo de equipamiento cargado. Después de sortear, no sin dificultades, los bancos de hielo, por fin llegaron al precipicio donde acababa la Plataforma de Hielo Milne. Dieron un empujón y Norah Mangor y el trineo se deslizaron silenciosamente por el borde, cayendo en picado al Océano Ártico.
«Un buen barrido», pensó Delta-Tres.
Mientras regresaban a la base, observó satisfecho cómo el viento iba borrando el rastro de sus esquís.
61
El submarino nuclear Charlotte llevaba cinco días estacionado en el Océano Ártico. Su presencia en la zona era máximo secreto.
El Charlotte, un submarino de clase Los Ángeles, había sido diseñado para «escuchar sin ser oído». Sus cuarenta y dos toneladas de turbinas estaban suspendidas sobre amortiguadores que eliminaban cualquier posible vibración. A pesar del sigilo con el que se movía, el submarino de clase LA dejaba un rastro en el agua mucho mayor que cualquiera de los submarinos de reconocimiento en activo. Con una longitud de más de ciento nueve metros de eslora, si se colocaba el casco en uno de los campos de fútbol americano de la NFL, a buen seguro aplastaría ambas porterías. Con una longitud de siete veces la del primer submarino de clase Holland de la Marina de Estados Unidos, el Charlotte desplazaba seis mil novecientas veintisiete toneladas de agua cuando se sumergía por completo y podía avanzar a la increíble velocidad de treinta y cinco nudos.
La profundidad normal de crucero de la nave estaba justo por debajo del termocline, una pendiente natural de temperatura que distorsionaba los reflejos del sonar situado por encima y que lo hacía invisible a los radares de superficie. Con una tripulación de ciento cincuenta y ocho hombres y una profundidad de inmersión máxima de cuatrocientos cincuenta metros, la nave representaba el último grito en sumergibles y era el puntal oceánico de la Marina de Estados Unidos. Su sistema de oxigenación por electrólisis evaporativa, sus dos reactores nucleares y su aprovisionamiento calculado al dedillo, le permitían circunnavegar el globo veintiuna veces sin necesidad de emerger. Los desperdicios generados por la tripulación, como ocurre con la mayoría de cruceros, eran comprimidos en bloques de treinta kilos y lanzados al océano. Esos enormes ladrillos de heces recibían jocosamente el nombre de «mierdas de ballena».
El técnico que estaba sentado delante de la pantalla del oscilador en la sala del sonar era uno de los mejores del mundo. Su mente era un diccionario de sonidos y formas de ondas. Podía distinguir entre los sonidos de las hélices de más de doce tipos de submarinos rusos, cientos de animales marinos, e incluso localizar con toda precisión volcanes submarinos situados en Japón.
Aún así, en ese momento estaba escuchando un eco sordo y repetitivo. Aunque el sonido resultaba claramente distinguible, era de lo más inesperado.
—No te vas a creer lo que me está llegando a estos chismes de escucha —le dijo a su asistente de registros, pasándole los auriculares.
El asistente se puso los auriculares y una mirada incrédula le cruzó la cara.
—Dios mío. Es claro como el agua. ¿Qué hacemos? El técnico de sonar estaba ya al teléfono, hablando con el capitán.
Cuando el capitán del submarino llegó a la sala del sonar, el técnico emitió en directo una muestra de los sonidos registrados en el sonar por una pequeña serie de altavoces. El capitán escuchó, sin la menor expresión en el rostro. PAM.PAM.PAM. PAM... PAM... PAM...
Más despacio. Más despacio. La pauta se volvía cada vez más difusa. Más y más débil.
—¿Cuáles son las coordenadas? —preguntó el capitán.
El técnico se aclaró la garganta.
—De hecho, señor, procede de la superficie, a unas tres millas a estribor.
62
En la oscuridad del pasillo, fuera del estudio del senador Sexton, a Gabrielle Ashe le temblaban las piernas. No tanto de agotamiento por llevar mucho rato sin moverse, sino por la desilusión que le había provocado lo que estaba oyendo. La reunión que tenía lugar en la habitación contigua seguía celebrándose, pero ella no necesitaba oír ni una sola palabra más. La verdad parecía dolorosamente obvia.
«El senador Sexton acepta sobornos de agencias espaciales privadas». Marjorie Tench le había dicho la verdad.
La repugnancia que ahora sentía Gabrielle era la que provoca la traición. Había creído en Sexton. Había luchado por él. «¿Cómo puede hacer esto?» Había visto al senador mentir en público de vez en cuando para proteger su vida privada, pero eso era política y esto, en cambio, incumplir la ley.
«¡Ni siquiera ha salido elegido y ya está empeñando la Casa Blanca!»
Supo entonces que no podía seguir apoyando al senador. La promesa de aprobar el proyecto de ley de privatización de la NASA sólo podía llevarse a cabo haciendo gala de una desdeñosa indiferencia tanto por la ley como por el sistema democrático. Incluso aunque el senador creyera que actuaba en beneficio de todos, vender así esa decisión, por adelantado, cerraba la puerta a los balances y comprobaciones del gobierno, ignorando argumentaciones potencialmente convincentes por parte del Congreso, de los consejeros, votantes y miembros de los lobbys. Y, lo que era peor, al garantizar la privatización de la NASA, Sexton había abierto la veda a incontables abusos infringidos a ese conocimiento avanzado (el más común de los cuales es el trapicheo de información privilegiada), favoreciendo descaradamente a poderosos inversores privados en perjuicio de los honrados inversores públicos.
Presa de las nauseas, Gabrielle no sabía qué hacer.
A su espalda sonó de pronto un teléfono, desgarrando el silencio del pasillo. Se giró, sobresaltada. El sonido procedía del armario del vestíbulo: un móvil en el bolsillo del abrigo de uno de los visitantes.
—Disculpen, amigos —dijo un claro acento tejano en el estudio—. Es el mío.
Gabrielle pudo oír cómo el hombre se levantaba. «¡Viene hacia aquí!» Dio media vuelta y corrió por la alfombra por donde había venido. A medio camino, en mitad del pasillo, giró bruscamente a la izquierda, metiéndose en la cocina, ahora a oscuras, justo cuando el tejano salía del estudio y giraba por el pasillo. Gabrielle se quedó helada, inmóvil en las sombras.
El tejano pasó por delante de la puerta sin percatarse de su presencia.
Por encima del sonido de los latidos de su corazón, Gabrielle pudo oírle rebuscando dentro el armario. Por fin, el tejano contestó al teléfono.
—¿Sí?... ¿cuándo?... ¿en serio? Ahora la encendemos. Gracias. —El hombre colgó y volvió hacia el estudio, gritando a medida que avanzaba por el pasillo—: Que alguien encienda la televisión. Al parecer Zach Herney va a dar una rueda de prensa urgente esta noche. A las ocho. En todas las cadenas. O bien vamos a declararle la guerra a China o la Estación Espacial Internacional acaba de caer al océano.
—¡Eso si que merecería un buen brindis! —gritó alguien.
Todos se rieron.
Gabrielle sintió entonces que la cocina giraba a su alrededor. «¿Una rueda de prensa a las ocho?» Aparentemente, Tench había dicho la verdad, después de todo. Le había dado hasta las ocho para que le entregara una declaración jurada admitiendo el affair. «Distánciese del senador antes de que sea demasiado tarde», le había dicho. Gabrielle había supuesto que la hora límite respondía a la intención de la Casa Blanca de filtrar la información a los periódicos del día siguiente, pero ahora parecía que tenía intención de hacer pública la noticia sirviéndose de las pruebas.
«¿Una rueda de prensa urgente?» Sin embargo, cuanto más lo pensaba, más extraño le parecía. «¿Herney va a aparecer en directo con todo este asunto? ¿Personalmente?»
La televisión se encendió en el estudio. A todo volumen. La voz del presentador del telediario rebosaba entusiasmo.
—La Casa Blanca no ha facilitado la menor pista sobre el tema de la aparición presidencial sorpresa de esta noche, y abundan las especulaciones. Varios analistas políticos creen que, teniendo en cuenta la reciente ausencia del Presidente en la carrera presidencial, Zach Herney podría estar preparándose para anunciar que no va a presentarse a una segunda legislatura.
Un griterío esperanzado se elevó en el estudio.
«Eso es absurdo», pensó Rachel. Con toda la basura que la Casa Blanca conocía sobre Sexton en ese momento, no había la menor posibilidad de que el Presidente fuera a tirar la toalla esa noche. «Esta rueda de prensa es sobre otra cosa». Gabrielle tenía la angustiosa sensación de que ya había sido advertida de lo que era.
Con creciente urgencia, consultó su reloj. Menos de una hora. Tenía que tomar una decisión y sabía exactamente con quién tenía que hablar. Se metió el sobre con las fotos bajo el brazo y salió sin hacer ruido del apartamento.
En el pasillo, el guardaespaldas pareció aliviado.
—He oído jolgorio dentro. Al parecer ha triunfado usted.
Gabrielle esbozó una breve sonrisa y se dirigió al ascensor.
Una vez en la calle, la noche temprana le pareció extrañamente amarga. Paró un taxi, subió e intentó tranquilizarse diciéndose que sabía exactamente lo que hacía.
—A los estudios de la ABC —le dijo al taxista—. Y de prisa.
63
Michael Tolland se tumbó de costado sobre el hielo y apoyó la cabeza sobre un brazo tendido que ya ni siquiera sentía. Aunque notaba pesados los párpados, luchaba por mantenerlos abiertos. En aquel extraño lugar, iba interiorizando las últimas imágenes de su mundo —ahora ya sólo mar y hielo— desde aquella oblicua y extraña inclinación. A Tolland le pareció un final que encajaba perfectamente con un día en el que nada había sido lo que parecía.
Una calma estremecedora había empezado a adueñarse de la balsa de hielo flotante. Rachel y Corky guardaban silencio y los golpes habían cesado. Cuanto más se alejaban flotando del glaciar, menos viento hacía. Tolland oyó cómo también su propio cuerpo se volvía más silencioso. Con la apretada capucha que le cubría las orejas, podía oír su propia respiración ampliada en la cabeza, cada vez más lenta... menos profunda. Su cuerpo ya no era capaz de luchar contra la sensación que acompañaba a su sangre, que ahora abandonaba sus extremidades como una tripulación abandona un barco, fluyendo instintivamente a sus órganos vitales en un último esfuerzo desesperado por mantenerlo consciente.
Una batalla perdida, lo sabía.
Por extraño que resultara, ya no había dolor. Había superado esa fase. Ahora la sensación era la de hinchazón. Adormecimiento. Estar flotando. A medida que el primero de sus actos reflejos —parpadear— empezó a extinguirse, se le nubló la vista. El humor acuoso que circulaba entre la córnea y el cristalino empezaba a congelarse. Tolland se volvió para mirar el borrón en que se había convertido la Plataforma de Hielo Milne, que ya no era más que una difusa forma blanca a la brumosa luz de la luna.
Sintió que su alma admitía la derrota. Balanceándose en la frontera entre la presencia y la ausencia, clavó la mirada a lo lejos, en las olas del océano. El viento aullaba a su alrededor.
Fue entonces cuando empezó a alucinar. Por muy raro que resultara, en los últimos segundos antes de caer inconsciente, no alucinó con el rescate. No alucinó con imágenes cálidas y reconfortantes. Su última ilusión fue absolutamente aterradora.
Un leviatán emergía del agua junto al iceberg, quebrando la superficie con un siseo amenazador. Como sí de un mítico monstruo marino se tratara, ahí estaba: negro, reluciente y mortal, rodeado de agua espumosa. Se obligó a parpadear. La visión se le aclaró ligeramente. La bestia estaba cerca, rebotando contra el hielo como un enorme tiburón acechando un barco pequeño. Inmenso, se alzaba ante él con la piel húmeda y resplandeciente.
Cuando la brumosa imagen se volvió negra, lo único que quedaron fueron los sonidos. El metal contra el metal. Los dientes clavándose en el hielo. Cada vez más cerca. Llevándose los cuerpos con él.
«Rachel...»
Tolland sintió que lo agarraban bruscamente.
Y entonces todo se volvió de color negro.
64
Gabrielle Ashe había echado a correr lo más rápido que podía cuando entró en la sala de producción de la tercera planta del edificio de la ABC News. Aún así, se movía más despacio que todo el personal de la sala. La intensidad que remaba en el departamento de producción era febril las veinticuatro horas del día, pero en ese preciso instante en las cabinas que tenía delante se vivía una agitación parecida a una sesión de bolsa bajo los efectos del speed. Los enloquecidos directores de montaje se gritaban por encima de los tabiques de sus compartimentos, reporteros que no dejaban de agitar faxes iban de cabina en cabina comparando notas y los frenéticos subalternos engullían Snickers y Mountain Dew entre recado y recado.
Gabrielle había ido a la ABC a ver a Yolanda Colé.
Normalmente podía encontrarse a Yolanda en las altas cumbres: los despachos privados con paredes de cristal reservados a los altos cargos que, de hecho, necesitaban un poco de tranquilidad para poder pensar. Esa noche, sin embargo, Yolanda estaba en la zona común, metida hasta las cejas en lo que allí se cocía. Cuando vio a Gabrielle, soltó su grito de alegría habitual.
—¡Gabs!
Llevaba puesto un vestido de una pieza de batik y gafas de concha. Como de costumbre, del cuello le colgaban unos cuantos kilos de llamativa bisutería como oropel. Se acercó hacia ella con paso torpe, saludándola con la mano.
—¡Un abrazo!
Yolanda Colé llevaba dieciséis años como editora de contenidos de la ABC en Washington. Era una polaca de rostro pecoso, fornida y un poco calva a la que todos llamaban cariñosamente «mamá». Su aspecto de matrona y su buen humor ocultaban una implacabilidad innata a la hora de conseguir una historia. Gabrielle había conocido a Yolanda en un seminario de asesoramiento sobre mujeres en la política al que había asistido poco después de su llegada a Washington.
Habían empezado a hablar sobre su currículo, los retos que representaba ser mujer en el D.C. y terminado con Elvis Presley, una pasión que, sorprendentemente, ambas compartían. Yolanda acogió a Gabrielle bajo el ala y la ayudó a hacer contactos. Ella todavía pasaba a saludarla todos los meses.
Gabrielle le dio un gran abrazo, un poco más animada ante el entusiasmo que su amiga había mostrado al verla.
Yolanda dio un paso atrás y la miró detenidamente.
—¡Pareces haber envejecido cien años, niña! ¿Qué te ha pasado?
Gabrielle bajó la voz.
—Estoy metida en un lío, Yolanda.
—Pues no se me ocurre por qué. Por lo visto, a tu hombre le va muy bien.
—¿Hay algún lugar donde podamos hablar en privado?
—Qué inoportuna, cariño. El Presidente va a dar una rueda de prensa dentro de media hora y todavía no tenemos ni idea de lo que va a anunciar. Tengo que reunir a algunos comentaristas expertos en el tema y estoy dando palos de ciego.
—Yo sé cuál es el motivo de esta rueda de prensa.
Yolanda se bajó las gafas, en un gesto escéptico.
—Gabrielle, nuestro corresponsal en la Casa Blanca no tiene ni idea de qué va esto. ¿Vas a decirme que Sexton juega con información privilegiada?
—No. Lo que digo es que soy yo la que tiene información privilegiada. Dame cinco minutos. Te lo contaré todo.
Yolanda echó una mirada al sobre rojo de la Casa Blanca que Gabrielle tenía en la mano.
—Eso es un sobre de correo interno de la Casa Blanca. ¿De dónde lo has sacado?
—De una reunión privada que he tenido esta tarde con Marjorie Tench.
Yolanda la miró durante un largo instante.
—Sígueme.
En la privacidad de la cabina de paredes de cristal de Yolanda, Gabrielle se sinceró con su amiga, confesándole el affair de una noche que había tenido con Sexton y el hecho de que Tench disponía de fotografías.
Yolanda esbozó una amplia sonrisa y sacudió la cabeza, riéndose. Al parecer llevaba tanto tiempo en el periodismo de Washington que ya nada la sorprendía.
—Oh, Gabs, tenía la corazonada de que quizá Sexton y tú os hubierais enrollado. No me sorprende. Sexton tiene su reputación y tú eres una chica muy guapa. Es una pena lo de las fotos, aunque yo no me preocuparía por eso.
«¿Que no me preocupe por eso?»
Gabrielle le explicó que Tench había acusado a Sexton de aceptar sobornos ilegales de compañías espaciales y que acababa de ser testigo de una reunión secreta de la Fundación para las Fronteras Espaciales que confirmaba tales sospechas. De nuevo la expresión de Yolanda mostró escasa sorpresa o preocupación... hasta que Gabrielle le dijo lo que pensaba hacer al respecto. Yolanda pareció preocuparse.
—Gabrielle, si quieres entregar un documento legal diciendo que te has acostado con un senador de Estados Unidos y que te mantuviste al margen cuando él mintió al respecto, es asunto tuyo. Pero no lo olvides: es un error. Deberías pensar detenidamente en lo que puede significar para ti.
—No me estás escuchando. ¡No dispongo de ese tiempo! —Claro que te estoy escuchando. Mira, cariño, tanto si el tiempo se acaba como si no, hay ciertas cosas que simplemente no se hacen. No se abandona a un senador de Estados Unidos por un escándalo sexual. Es un suicidio. Escúchame bien, niña, si traicionas a un candidato presidencial, ya puedes subirte al coche y alejarte del D.C. lo más deprisa que puedas. Serás una mujer marcada. Hay mucha gente que gasta grandes sumas de dinero en llevar a sus candidatos a lo más alto. Aquí hay en juego altas finanzas y poder... la clase de poder por la que la gente mata.
Gabrielle se había quedado callada.
—Personalmente —dijo Yolanda—, creo que Tench ha intentado presionarte con la esperanza de que hagas alguna estupidez, de que te asustes y así confieses el affair —añadió Yolanda señalando al sobre rojo que Gabrielle tenía entre las manos—. Esas fotos de Sexton y tú no significan nada a menos que uno de los dos admita que son auténticas. La Casa Blanca sabe que si filtra esas fotos, Sexton alegará que son fraudulentas y se las tirará al Presidente a la cara.
—Ya lo había pensado, aunque el asunto de los sobornos para la financiación de la campaña me parece...
—Piénsalo bien, cariño. Si la Casa Blanca no ha hecho públicas las alegaciones por soborno, probablemente es que no tiene intención de hacerlo. El Presidente se toma muy en serio lo de no caer en una campaña negativa. Yo creo que simplemente decidió ahorrarse un escándalo de la industria aeroespacial y envió a Tench a por ti con un farol con la esperanza de poder asustarte para que confesaras el rollo sexual. Es decir, para que apuñalaras a tu candidato por la espalda.
Gabrielle lo meditó. Lo que decía Yolanda tenía sentido y, sin embargo, había algo que todavía no acababa de encajar. Gabrielle señaló a través del cristal a la bulliciosa sala de noticias.
—Yolanda, os estáis preparando para una importante rueda de prensa presidencial. Si el Presidente no piensa hacer pública ninguna cuestión relacionada con sobornos ni con sexo, ¿para qué ha convocado la conferencia?
Yolanda parecía perpleja.
—Espera un minuto. ¿Acaso crees que esta rueda de prensa se ha convocado para hablar de Sexton y de ti?
—O de los sobornos. O de ambas cosas. Tench me ha dicho que tenía hasta las ocho de esta noche para firmar una confesión. De lo contrario, el Presidente anunciaría que...
La risa de Yolanda sacudió por completo la cabina de cristal.
—¡Por favor! ¡Un minuto! ¡No puedo creer lo que estoy oyendo!
Gabrielle no estaba de humor para bromas.
—¿Qué?
Escucha, Gabs —logró por fin decir Yolanda entre risas—. créeme. Llevo dieciséis años tratando con la Casa Blanca y te aseguro que no hay ninguna posibilidad de que Zach Herney haya convocado a los medios de comunicación del mundo entero para anunciar que sospecha que el senador Sexton está aceptando financiación de dudosa procedencia para su campaña o que está acostándose contigo. Ese es el tipo de información que tú filtrarías. Los presidentes no ganan popularidad interrumpiendo la programación regular de los medios de comunicación para arengar sobre sexo o sobre supuestas infracciones de difusas leyes sobre la financiación de campañas.
—¿Difusas? —replicó Gabrielle—. ¡Vender descaradamente tu decisión sobre el proyecto de ley espacial por millones de dólares para publicidad difícilmente puede considerarse un asunto difuso!
—¿Estás segura de que es eso lo que está haciendo? —El tono de voz de Yolanda era ahora más duro—. ¿Estás lo bastante segura como para anunciarlo en la televisión nacional? Piénsalo. Hacen falta muchas alianzas para conseguir llevar algo a cabo en los tiempos que corren, y la financiación de una campaña es un asunto muy complejo. Quizá la reunión de Sexton fuera perfectamente legal.
—Está incumpliendo la ley —dijo Gabrielle. «¿O no era así?»
—O eso es lo que quería Marjorie Tench que creyeras. Los candidatos aceptan donativos bajo mano constantemente de las grandes empresas. Quizá no parezca demasiado elegante, pero no es necesariamente ilegal. De hecho, la mayoría de asuntos legales no se centran en saber de dónde procede el dinero, sino en cómo decide gastarlo el candidato.
Gabrielle vaciló. Ahora se sentía insegura.
—Gabs, la Casa Blanca te ha engañado esta tarde. Ha intentado volverte en contra de tu candidato y por el momento te has tragado el farol. Si tuviera que decidir en quién confiar, creo que me quedaría con Sexton antes de saltar del barco y caer en manos de alguien como Marjorie Tench.
A Yolanda le sonó el teléfono. Respondió, asintiendo, soltando breves afirmaciones, tomando notas.
—Interesante —dijo por fin—. Estaré ahí enseguida. Gracias.
Yolanda colgó y se volvió con una ceja arqueada.
—Gabs, al parecer estabas equivocada. Tal como he predicho.
—¿Qué ocurre?
—Todavía no dispongo de los detalles, pero esto es lo que puedo decirte: la rueda de prensa del Presidente no tiene nada que ver con escándalos sexuales ni con financiación de campañas.
Gabrielle fue presa de un destello de esperanza y deseó creerla con todas sus fuerzas.
—¿Cómo lo sabes?
—Alguien acaba de filtrar la información desde dentro según la cual la rueda de prensa tiene que ver con la NASA.
Gabrielle se incorporó de golpe.
—¿Con la NASA?
Yolanda le respondió con un guiño.
—Ésta podría ser tu noche de suerte. Apuesto a que el presidente Herney está sintiendo tanta presión por parte del senador Sexton que ha decidido que la Casa Blanca no tiene más remedio que retirar su apoyo a la Estación Espacial Internacional. Eso explica la convocatoria ante los medios de comunicación.
«¿Una rueda de prensa para terminar con la Estación Espacial?» Gabrielle era incapaz de imaginarlo.
Yolanda se levantó.
—El ataque de Tench de esta tarde era probablemente un esfuerzo desesperado por comprometer a Sexton antes de que el Presidente tuviera que hacer pública la mala noticia. No hay nada como un escándalo sexual para desviar la atención de otro fracaso presidencial. En cualquier caso, Gabs, tengo trabajo. Mi consejo es que te tomes un café, te quedes aquí sentada, enciendas mi televisor y disfrutes de esto como el resto de nosotros. Faltan veinte minutos para la rueda de prensa y te repito que no hay la menor posibilidad de que el Presidente se dedique a echar mierda a nadie esta noche. Tiene al mundo entero mirándole. Lo que tenga que decir es algo de mucho peso —añadió con un guiño tranquilizador—. Y ahora dame el sobre.
—¿Qué?
Yolanda le tendió una mano exigente.
—Estas fotos se quedarán bajo llave en mi escritorio hasta que todo esto haya pasado. Quiero estar segura de que no harás ninguna estupidez.
A regañadientes, Gabrielle le dio el sobre.
Yolanda guardó cuidadosamente las fotos bajo llave en un cajón del escritorio y se metió las llaves en el bolsillo.
—Me lo agradecerás, Gabs, te lo juro —dijo, despeinando con la mano a Gabrielle en actitud cariñosa al salir—. Tranquila. Tengo la sensación de que vamos a tener buenas noticias.
Gabrielle se quedó sentada sola en el despacho e intentó dejar que la actitud segura de Yolanda le levantara el ánimo. Sin embargo, lo único en lo que podía pensar era en la sonrisa satisfecha que se había dibujado en el rostro de Marjorie Tench esa tarde. No podía ni imaginar lo que el Presidente estaba a punto de decirle al mundo, pero sin duda no iba a ser una buena noticia para el senador Sexton.
65
Rachel Sexton tenía la sensación de que la estuvieran quemando viva.
«¡Está lloviendo fuego!»
Intentó abrir los ojos, pero lo único que logró distinguir fueron formas nebulosas y luces cegadoras. Llovía a su alrededor. Era una lluvia caliente y abrasadora que rebotaba contra su piel desnuda. Estaba tumbada de costado y podía sentir unas baldosas calientes debajo del cuerpo. Se acurrucó aún más en posición fetal, intentando protegerse del líquido abrasador que caía sobre ella desde arriba. Olía a productos químicos. Quizá se tratara de clorina. Intentó alejarse a gatas de allí, pero no pudo. Unas manos fuertes la sujetaron por los hombros, impidiéndole moverse.
«¡Suélteme! ¡Me estoy quemando!»
Instintivamente, volvió a luchar por escapar, y de nuevo se le impidió moverse en cuanto las fuertes manos la inmovilizaron contra el suelo.
—Quédese donde está —dijo una voz de hombre. Su acento era norteamericano. Profesional—. Pronto habrá terminado.
«¿Qué es lo que habrá terminado?», se preguntó. «¿El dolor? ¿Mi vida?» Intentó ver con claridad. Las luces de aquel lugar eran muy potentes. Tuvo la sensación de que la habitación era pequeña. Agobiante. Techos bajos.
—¡Me estoy abrasando! —el grito de Rachel sonó como un susurro.
—Está usted bien —dijo la voz—. Es agua templada. Créame.
Entonces Rachel se dio cuenta de que estaba casi desnuda. Sólo llevaba puesta su ropa interior empapada. No sintió la menor vergüenza. Tenía la cabeza llena de otras muchas cosas.
Ahora los recuerdos estaban empezando a llegar como un torrente. La plataforma de hielo. El RPT. El ataque. «¿Quién? ¿Dónde estoy?» Intentó unir las piezas de aquel rompecabezas, pero tenía la mente aletargada, como las piezas atascadas de una máquina. Sumida en aquella borrosa confusión sólo se le ocurrió pensar en una cosa: «Michael y Corky... ¿dónde están?»
Parte 2