Publicado en
abril 08, 2010
Ir a la Parte 1
Intentó enfocar su borrosa visión, pero sólo alcanzó a ver a unos hombres que, de pie, se cernían sobre ella. Estaban vestidos con idénticos monos azules. Quiso hablar, pero su boca se negó a articular una sola palabra. La sensación de escozor que le abrasaba la piel daba paso a unas repentinas y profundas oleadas de dolor que le recorrían los músculos como temblores sísmicos.
—No oponga resistencia —dijo el hombre que estaba de pie sobre ella—. La sangre le tiene que volver a fluir por la musculatura —añadió. Hablaba como un médico—. Intente mover los brazos y las piernas todo lo que pueda.
El dolor que atormentaba el cuerpo de Rachel era comparable a la sensación de que le estuvieran golpeando cada músculo con un martillo. Siguió tumbada sobre las baldosas mientras se le contraía el pecho y apenas podía respirar.
—Mueva los brazos y las piernas —insistió el hombre—. Da igual lo que sienta al hacerlo.
Rachel lo intentó. Con cada movimiento sentía como si le estuvieran clavando un cuchillo en las articulaciones. La temperatura de los chorros de agua había vuelto a aumentar. De nuevo aquella sensación de quemazón. El terrible dolor no remitió. Justo en el momento en que creyó que no podría soportarlo ni un instante más, notó que alguien le ponía una inyección. El dolor pareció remitir rápidamente, cada vez menos violento, menguando. Intentó quedarse quieta, pero los chorros de agua siguieron golpeándola. El hombre que se cernía sobre ella le sujetaba los brazos y los movía.
«¡Dios! ¡Cómo duele!» Estaba demasiado débil para luchar. Por su rostro se deslizaban lágrimas de agotamiento y de dolor. Cerró con fuerza los ojos, aislándose del mundo exterior.
Por fin, las agujas y los pinchazos empezaron a remitir. La lluvia que le caía encima desapareció. Cuando abrió los ojos, tenía la visión más clara.
Entonces los vio.
Corky y Tolland estaban tumbados junto a ella, temblando, medio desnudos y empapados. A juzgar por la expresión de angustia reflejada en sus rostros, Rachel supuso que acababan de soportar la misma experiencia que ella. Los ojos marrones de Michael Tolland estaban inyectados en sangre y parecían vidriosos. Cuando vio a Rachel, logró esbozar una sonrisa débil a pesar de que sus labios azulados no dejaban de temblar.
Ella intentó incorporarse para echar una mirada al extraño entorno en el que se hallaban. Los tres estaban acostados, temblando, formando un batiburrillo de extremidades semidesnudas, en el suelo de una diminuta sala de duchas.
Unos brazos fuertes la levantaron.
Sintió cómo esos poderosos desconocidos le secaban el cuerpo y la envolvían en mantas. La estaban depositando sobre una especie de camilla y le daban un vigoroso masaje en los brazos, piernas y pies. Una nueva inyección en el brazo.
—Adrenalina —dijo alguien.
Rachel notó que la droga le recorría las venas como una fuente de vida, dándole vigor a los músculos. Aunque todavía la embargaba un vacío helado y tenso, como si tuviera la piel de un tambor en las entrañas, sintió que la sangre volvía lentamente a recorrerle las extremidades.
«He vuelto del reino de los muertos».
Intentó enfocar la vista. Tolland y Corky estaban acostados junto a ella, tiritando, envueltos en mantas mientras los hombres les masajeaban el cuerpo y les ponían también inyecciones. Rachel no tenía la menor duda de que aquel misterioso grupo de hombres les había salvado la vida. Muchos estaban empapados. Al parecer se habían metido en las duchas totalmente vestidos para ayudar. Quiénes eran o cómo habían llegado hasta ella y sus compañeros a tiempo era algo que ni siquiera intentaba imaginar. En ese momento, no le importaba. «Estamos vivos».
66
—¿Dónde... estamos? —logró preguntar. El simple esfuerzo que supuso intentar hablar le provocó un espantoso dolor de cabeza.
El hombre que le estaba dando un masaje en la cabeza respondió:
—Están en el centro médico de un submarino de clase Los Angeles...
—¡Oficial en cubierta! —gritó una voz.
Rachel notó una repentina conmoción a su alrededor e intento incorporarse. Uno de los hombres de azul la ayudó, levantándola y envolviéndola en las mantas. Rachel se frotó los ojos y vio que alguien entraba a grandes zancadas en la habitación.
El recién llegado era un fornido afroamericano. Guapo e investido de autoridad. Llevaba un uniforme de color caqui.
—Descansen —declaró, moviéndose hacia Rachel, deteniéndose junto a ella y mirándola desde arriba con unos ojos negros de mirada intensa—. Harold Brown —dijo con voz profunda y dominante—. Capitán del Charlotte, submarino de Estados Unidos. ¿Y usted es…?
«El submarino de Estados Unidos Charlotte», pensó Rachel. El nombre le resultaba vagamente familiar.
—Sexton... —respondió—. Soy Rachel Sexton.
El hombre pareció confundido. Se acercó más a ella, estudiándola detenidamente.
—Qué me aspen. Es usted de verdad.
Rachel estaba totalmente perdida. «¿Me conoce?» Estaba segura de que no reconocía a aquel hombre, aunque, en cuanto sus ojos descendieron desde su rostro hasta la insignia que llevaba en el pecho, vio el conocido emblema del águila agarrando un ancla y rodeada por las palabras «U.S. NAVY».
Entonces se acordó de por qué le sonaba el nombre de Charlotte.
—Bienvenida a bordo, señorita Sexton —dijo el capitán—. Ha resumido usted un buen número de los informes de reconocimiento de este barco. Sé quién es usted.
—Pero ¿qué hace el Charlotte en estas aguas? —tartamudeó Rachel.
El rostro del capitán se endureció ligeramente.
—Francamente, señorita Sexton, iba a hacerle la misma pregunta.
Tolland se incorporó despacio, abriendo la boca para hablar. Rachel le hizo callar sacudiendo con firmeza la cabeza. «Aquí no. No es el momento». No le cabía la menor duda de que lo primero de lo que Tolland y Corky deseaban hablar era del meteorito y del ataque, pero sin duda ésa no era una cuestión para discutir delante de la tripulación de un submarino de la Marina. En el mundo de la inteligencia, por muy grave que fuera la crisis, imperaba la discreción. La situación del meteorito seguía siendo un secreto.
—Necesito hablar con William Pickering, director de la ONR le dijo al capitán—. En privado y de inmediato.
El capitán arqueó las cejas, al parecer poco acostumbrado a acatar órdenes en su propio barco.
—Tengo información secreta que necesito compartir con él.
El capitán observó a Rachel durante un largo instante.
—Primero será mejor que recupere la temperatura corporal y luego le pondré en contacto con el director de la ONR.
—Es urgente, señor. Yo... —Rachel se calló de golpe. Sus ojos acababan de ver un reloj situado en la pared encima del botiquín.
Las 19:51.
Rachel parpadeó sin apartar la mirada del reloj.
—¿Ese reloj... va bien?
—Está usted en un barco de la Marina, señora. Nuestros relojes son exactos.
—¿E indica la hora de la costa Este?
—Las 19:51. Nuestra base está en Norfolk.
«¡Dios mío!», pensó Rachel, perpleja. «¿Sólo son las 19:51?» Tenía la impresión de que habían pasado horas desde que había perdido la conciencia. ¿Si ni siquiera eran las ocho? «¡El Presidente no ha aparecido en público para hablar del meteorito! ¡Todavía tengo tiempo de detenerle!» Inmediatamente bajó de la cama, envolviéndose en la manta. Notaba las piernas temblorosas.
—Necesito hablar con el Presidente ahora mismo.
El capitán parecía confuso.
—¿El Presidente de qué?
—¡De Estados Unidos!
—Creía que quería hablar con William Pickering.
—No tengo tiempo. Necesito al Presidente.
El capitán no se movió. Su enorme cuerpo le impedía el paso.
—Tengo entendido que el Presidente está a punto de dar una importante rueda de prensa en directo. Dudo que acepte llamadas personales.
Rachel se incorporó todo lo que pudo sobre sus débiles piernas y clavó los ojos en el capitán.
—Señor, no estoy autorizada para explicarle la situación, pero el Presidente está a punto de cometer un error terrible. Dispongo de información que él necesita conocer desesperadamente. Ahora. Tiene que creerme.
El capitán la miró fijamente durante un largo instante. Ceñudo, volvió a mirar el reloj.
—¿Nueve minutos? No puedo conseguirle una conexión protegida con la Casa Blanca en ese tiempo. Lo único que podría ofrecerle es un radiófono. Desprotegido. Y tendríamos que ponernos en profundidad de antena, lo que nos llevaría unos...
—¡Hágalo! ¡Ahora!
67
La centralita telefónica de la Casa Blanca está ubicada en la planta inferior del Ala Este. Aunque siempre había tres operadoras trabajando allí, en ese momento, sólo quedaban dos sentadas ante los controles, ya que la tercera corría a toda velocidad hacia la Sala de Comunicados. Llevaba un inalámbrico en la mano. Había intentado pasar la llamada al Despacho Oval, pero el Presidente ya iba de camino a la rueda de prensa. Había intentado contactar con los ayudantes del Presidente llamándoles al móvil, pero antes de una intervención televisada los móviles de todos los que estaban dentro y alrededor de la Sala de Comunicados se apagaban para no interrumpir el acto.
Correr con un inalámbrico a la búsqueda del Presidente en un momento como aquél parecía un tanto cuestionable y sin embargo, cuando el enlace de la ONR con la Casa Blanca había llamado diciendo que disponía de información urgente que el Presidente debía recibir antes de aparecer en directo, a la operadora no le cupo la menor duda de que tenía que correr. Ahora la cuestión era saber si llegaría a tiempo.
En una pequeña enfermería del Charlotte, Rachel Sexton se pegó el auricular del teléfono a la oreja y esperó que la comunicaran con el Presidente. Tolland y Corky estaban sentados junto a ella, todavía abatidos. Corky tenía cinco puntos y una profunda herida en la mejilla. A los tres les habían ayudado a ponerse ropa interior térmica Thinsulate, pesados uniformes de vuelo de la armada, calcetines de lana de talla muy superior a las suyas y botas. Con una taza de café caliente y pasado en la mano, Rachel estaba casi empezando a sentirse humana de nuevo.
—¿Qué pasa? —la apremió Tolland—. ¡Ya son las siete y cincuenta y seis!
Rachel no podía imaginar lo que ocurría. Había conseguido hablar con una de las operadoras de la Casa Blanca, le había explicado quién era y que estaban ante una emergencia. La operadora pareció hacerse cargo de la situación, puso en espera a Rachel, y supuestamente en ese momento estaba intentando por todos los medios pasarle con el Presidente.
«Cuatro minutos», pensó Rachel. «¡Dése prisa!»
Cerró los ojos e intentó ordenar sus ideas. El día había sido un infierno. «Estoy en un submarino nuclear», se dijo, sabiendo que era terriblemente afortunada por estar en algún sitio. Según el capitán del submarino, el Charlotte estaba en una patrulla rutinaria en el Mar de Bering hacía dos días y había registrado sonidos submarinos anómalos procedentes de la Plataforma de Hielo Milne: perforaciones, ruidos de reactores, un gran volumen de tráfico radiofónico encriptado. Las órdenes eran dirigirse hacia allí, guardar silencio y escuchar. Hacía más o menos una hora que habían oído una explosión en la plataforma de hielo y se habían acercado para ver qué había ocurrido. Fue entonces cuando oyeron el SOS de Rachel.
—¡Faltan tres minutos! —exclamó Tolland, que ahora sonaba ansioso sin perder de vista el reloj.
Definitivamente, Rachel se estaba poniendo nerviosa. ¿Por qué tardaba tanto? ¿Por qué el Presidente no había respondido a su llamada? Si Zach Herney hacía públicos los datos tal y como habían llegado a él...
Rachel apartó esa posibilidad de su mente y sacudió el auricular. «¡Responde!»
Cuando la operadora de la Casa Blanca se precipitó hacia la entrada trasera del Salón de Comunicados, se encontró con una multitud arracimada de miembros del equipo presidencial. Todos los presentes hablaban entusiasmados, concentrados en los preparativos de última hora. Vio al Presidente a diez metros de ella, esperando en la entrada. El equipo de estilistas seguía maquillándole.
—¡Dejen paso! —dijo la operadora, intentando avanzar entre la multitud—. ¡Llamada para el Presidente! Disculpen. ¡Dejen paso!
—¡Salimos en dos minutos! —gritó un coordinador de los medios de comunicación. Con el teléfono en la mano, la operadora se abrió paso hacia el Presidente.
—¡Llamada para el Presidente! —jadeó—. ¡Dejen paso! Una imponente barricada le cortó el paso. Marjorie Tench. Al rostro alargado de la asesora principal del Presidente asomó una mueca de desaprobación. —¿Qué ocurre?
—¡Una emergencia! —exclamó la operadora, que se había quedado sin aliento—... llamada para el Presidente.
Tench parecía incrédula.
—¡Ahora no. Ni hablar!
—Es Rachel Sexton. Dice que es urgente. El gesto burlón que oscureció el rostro de Tench parecía más una mueca de confusión que de ira. Tench miró el inalámbrico. —Es una línea externa. No está protegida. —No, señora, aunque de todos modos la llamada entrante tampoco lo está. Llama desde un radiófono. Necesita hablar con el Presidente ahora mismo.
—¡Salimos en noventa segundos! Los fríos ojos de Tench se clavaron en la operadora y tendió una mano parecida a una araña.
—Déme el teléfono.
La operadora sintió que el corazón le latía con fuerza en el pecho.
—La señorita Sexton quiere hablar directamente con el Presidente. Me ha dicho que había que posponer la rueda de prensa hasta que hablara con él. Yo le he asegurado que...
Tench dio un paso hacia la operadora y su voz sonó como un susurro furioso.
—Deje que le diga cómo funciona esto. Usted no recibe órdenes de la hija del adversario del Presidente. Las recibe de mí. Le aseguro que esto es lo más cerca que va usted a estar del Presidente hasta que yo descubra qué demonios está ocurriendo.
La operadora miró hacia donde estaba el Presidente, que en ese momento se hallaba rodeado de técnicos de micrófonos, estilistas y varios miembros de su equipo que daban con él los últimos toques a su discurso.
—¡Sesenta segundos! —gritó el realizador.
A bordo del Charlotte, Rachel Sexton caminaba de un lado a otro enloquecida en el reducido espacio de la enfermería cuando por fin oyó un clic en la línea telefónica.
—¿Hola? —dijo una voz rasposa.
—¿Presidente Herney? —preguntó Rachel.
—Marjorie Tench —corrigió la voz—. Soy la asesora principal del Presidente. Sea quien sea, debo advertirle que las llamadas en broma a la Casa Blanca suponen una violación de...
—¡Por el amor de Dios! ¡Esto no es ninguna broma! Soy Rachel Sexton. Soy su enlace con la ONR y...
—Soy perfectamente consciente de quién es Rachel Sexton, señora. Y dudo de que sea usted. Ha llamado a la Casa Blanca desde una línea telefónica desprotegida para decirme que debo interrumpir una importante aparición del Presidente en los medios de comunicación. Un modus operandi muy poco propio de alguien con...
—Escuche —rabió Rachel—. Hace un par de horas he enviado un resumen sobre un meteorito dirigido a todo su equipo. Usted estaba sentada en primera fila. ¡Han visto mi resumen en un televisor colocado sobre el escritorio del Presidente! ¿Alguna pregunta?
Tench guardó silencio durante un instante.
—Señorita Sexton. ¿Qué significa todo esto?
—¡Significa que tiene usted que detener al Presidente! ¡Los datos que tiene en sus manos acerca del meteorito son completamente erróneos! Acabamos de descubrir que el meteorito fue insertado desde debajo de la plataforma de hielo. ¡No sé por quién, y tampoco sé por qué! ¡Pero aquí arriba las cosas no son lo que parecen! El Presidente está a punto de dar a conocer unos datos equivocados, y yo le aconsejo encarecidamente...
—¡Espere un maldito minuto! —dijo Tench, bajando la voz—. ¿Se da usted cuenta de lo que está diciendo?
—¡Sí! Sospecho que el director de la NASA ha orquestado cierto fraude a gran escala y que el presidente Herney está a punto de ser pillado en medio. Deben posponer la rueda de prensa al menos diez minutos para que pueda explicarle lo que ha ocurrido aquí arriba. ¡Han intentando matarme, por el amor de Dios!
La voz de Tench sonó fría como el hielo.
—Señorita Sexton, deje que le dé un consejo. Si se está usted arrepintiendo de haber ayudado a la Casa Blanca en esta campaña, tendría que haberlo pensado mucho antes de ratificar personalmente los datos del meteorito para el Presidente.
—¿Qué? «¿Es que no había forma de que la escuchara?» —Su comportamiento me parece repugnante. Utilizar una línea abierta es una burda maniobra. ¿Decir que los datos del meteorito han sido falsificados? ¿Qué clase de oficial de inteligencia utiliza un radiófono para llamar a la Casa Blanca y hablar sobre información secreta? No hay duda de que espera usted que alguien intercepte el mensaje.
—¡Norah Mangor ha sido asesinada a causa de este asunto! El doctor Ming también está muerto. Tiene usted que avisar...
—¡Basta! No sé a qué está jugando, pero deje que le recuerde, a usted y a todos aquellos que hayan interceptado esta llamada, que la Casa Blanca está en posesión de declaraciones grabadas en vídeo de los mejores científicos de la NASA, varios científicos civiles de renombre, y de usted, señorita Sexton, y que todos ellos han ratificado la autenticidad de los datos del meteorito. No puedo ni imaginar por qué de repente cambia usted su historia. Sea cual sea la razón que le ha llevado a hacerlo, considérese a partir de este momento liberada de su puesto en la Casa Blanca, y si intenta desprestigiar este descubrimiento con más alegaciones absurdas de fraude, le aseguro que la Casa Blanca y la NASA la denunciarán por difamación con tal rapidez que ni siquiera tendrá tiempo de hacer la maleta antes de ir a la cárcel.
Rachel abrió la boca para hablar, pero no fue capaz de pronunciar una sola palabra.
—Zach Herney ha sido generoso con usted —replicó Tench—, y, francamente, esto huele a una maniobra publicitaria barata propia del senador Sexton. Olvídese de ella ahora mismo o presentaremos cargos contra usted. Se lo juro.
La línea se cortó. Rachel seguía con la boca abierta cuando el capitán llamó a la puerta.
—¿Señorita Sexton? —dijo el capitán, asomando la cabeza— Estamos recibiendo una débil señal de la Radio Nacional del Canadá. El presidente Herney acaba de empezar su rueda de prensa.
68
De pie en el podio del Salón de Comunicados de la Casa Blanca, Zach Herney sintió el calor de los focos de las cámaras y supo entonces que el mundo entero estaba pendiente de él. El bombardeo selectivo llevado a cabo por la Oficina de Prensa de la Casa Blanca había creado un contagio de rumores entre los medios de comunicación. Los que no se habían enterado de la aparición del Presidente por televisión, la radio o las noticias, sin duda lo habían hecho por boca de sus vecinos, colegas del trabajo o la familia. A las 20:00 horas, todo aquél que no viviera encerrado en una cueva especulaba sobre el asunto de la intervención del Presidente. En los bares y en todos los salones del globo, millones de personas se inclinaban hacia el televisor, presas de la mayor expectación.
Era en momentos como ése, es decir, momentos en los que se enfrentaba al mundo, cuando Zach Herney sentía todo el peso de su misión. Todos los que decían que el poder no era adictivo en realidad no lo habían experimentado nunca. Sin embargo, en el momento en que dio comienzo a su intervención, Herney tuvo la sensación de que le faltaba algo. Como no era un hombre propenso al miedo escénico, el tintineo de aprensión que ahora le tensaba las entrañas le sobresaltó.
«Es la magnitud de la audiencia», se dijo. Sin embargo, sabía que había algo más. Por instinto. Algo que había visto.
Había sido algo tan insignificante, y aún así...
Se dijo que debía olvidarlo. No era nada. Pero ahí seguía.
«Tench».
Momentos antes, mientras se preparaba para subir al estrado, había visto a Marjorie Tench en el vestíbulo amarillo hablando por un inalámbrico. Aquello ya resultaba raro de por sí, pero aún le pareció más extraño lo de la operadora de la Casa Blanca que estaba de pie a su lado. No había podido oír la conversación telefónica de Tench, pero sí percibir el tono contencioso de la misma.
Tench discutía con una vehemencia y una rabia que el Presidente sólo había visto en contadas ocasiones, incluso en ella. Se detuvo un instante y captó la mirada de su asesora con expresión inquisitiva.
Tench le hizo una señal tranquilizadora, levantando el pulgar. Herney nunca la había visto levantarle el pulgar a nadie. Esa fue la última imagen que el Presidente llevó en su mente mientras le guiaban hasta el escenario.
En Ellesmere Island, sobre la alfombra azul del área de prensa del habisferio, el director Lawrence Ekstrom estaba sentado en el centro de la larga mesa de reuniones, flanqueado por eminentes científicos y funcionarios de la NASA. En el gran monitor que tenían delante, la declaración de apertura del Presidente estaba siendo emitida en directo. El resto del equipo se había congregado alrededor de otros monitores, hirviendo de excitación en cuanto vieron a su comandante en jefe dando comienzo a su rueda de prensa.
—Buenas noches —decía Herney, que sonaba extrañamente rígido—. A mis compatriotas y a nuestros amigos de todo el mundo... Ekstrom echó una mirada a la enorme masa chamuscada de roca expuesta prominentemente ante él. Sus ojos se desplazaron hacia un monitor próximo, donde pudo verse, flanqueado por su personal más austero y sobre un fondo formado por una inmensa bandera norteamericana y el logo de la NASA. La espectacular iluminación daba al decorado el aspecto de un cuadro, como los doce apóstoles durante la última cena. Zach Herney había convertido todo el asunto en un espectáculo político. «Herney no ha tenido elección». Aun así, Ekstrom seguía sintiéndose como un evangelista, vendiendo a Dios a las masas.
En cuestión de cinco minutos, el Presidente presentaría a Ekstrom y a su equipo de la NASA. Entonces, estableciendo una espectacular conexión vía satélite desde el extremo superior del mundo, la NASA se uniría al Presidente para compartir esta noticia con el resto del planeta. Tras un breve recuento de cómo se había efectuado el descubrimiento, de lo que significaba para la ciencia espacial y cierto enjabonamiento mutuo, la NASA y el Presidente darían paso al célebre Michael Tolland, cuyo documental duraría poco menos de quince minutos. Después, y con el entusiasmo y la credibilidad de la audiencia en su punto culminante, Ekstrom y el Presidente se darían las buenas noches, prometiendo más información en los días siguientes mediante infinitas ruedas de prensa de la NASA.
Mientras Ekstrom estaba ahí sentado, a la espera de que le dieran paso, sintió una cavernosa vergüenza adueñándose de él. Sabía de antemano que iba a sentirla. La había estado esperando.
Había dicho mentiras... y había ratificado falsas verdades.
Sin embargo, en cierto modo, las mentiras parecían ahora inconsecuentes. Ekstrom soportaba un peso mayor en su mente.
Entre el caos en el que se había visto sumida la sala de producción de la ABC, Gabrielle Ashe estaba de pie, codo a codo con docenas de desconocidos cuyos cuellos se inclinaban hacia la fila de monitores suspendidos del techo. Cuando llegó el momento, un susurro cayó sobre la sala. Gabrielle cerró los ojos, rezando para que al abrirlos no se encontrara mirando imágenes de su propio cuerpo desnudo.
En el estudio del senador, el aire estaba preñado de excitación. Todos los visitantes se habían puesto de pie y tenían los ojos pegados a la pantalla gigante del televisor.
Zach Herney se había presentado ante el mundo y, por increíble que pareciera, su saludo había resultado extraño. Parecía momentáneamente inseguro.
«Parece vacilar», pensó Sexton. «Nunca lo parece».
—Mírenlo —susurró alguien—. Seguro que son malas noticias.
«¿La Estación Espacial?», se preguntó Sexton.
Herney miró directamente a la cámara y soltó un profundo suspiro.
—Amigos, llevo muchos días dándole vueltas a la mejor manera de hacer este comunicado...
«Con dos sencillas palabras», le animó Sexton por lo bajo. «La jodimos».
Herney habló durante un instante sobre lo desafortunado que era que la NASA hubiera adquirido tanta importancia en estas elecciones y cómo, debido a ello, sentía que tenía que ofrecer disculpas antes de su inminente comunicado.
—Habría preferido cualquier otro momento de la historia para anunciar esto —dijo—. La carga política que se respira en el aire tiende a sembrar de dudas a los soñadores. Sin embargo, y como Presidente vuestro, no me queda otra opción que la de compartir con vosotros lo que he sabido recientemente —añadió con una sonrisa—. Al parecer, la magia del cosmos es algo que nada tiene que ver con el horario humano... ni siquiera con el de un presidente.
Todos los reunidos en el estudio de Sexton parecieron sorprendidos al unísono. «¿Cómo?»
—Hace dos semanas —dijo Herney—, el Escáner de Densidad Orbital Polar pasó sobre la Plataforma de Hielo Milne, situada en Ellesmere Island, una remota masa de tierra ubicada sobre el paralelo ochenta y dos en el Océano Ártico.
Sexton y los demás intercambiaron miradas confusas.
—El satélite de la NASA —continuó Herney— detectó una gran roca de alta densidad enterrada a sesenta metros de profundidad bajo el hielo. —Una vez encontrado el ritmo de su discurso, Herney sonrió por primera vez—. Al recibir los datos, la NASA sospechó inmediatamente que el EDOP había hallado un meteorito.
—¿Un meteorito? —balbuceó Sexton, poniéndose en pie—. ¿Y ésa es la noticia?
—La NASA envió a un equipo a la plataforma de hielo para tomar muestras del meteorito. Fue entonces cuando la NASA hizo... —se detuvo—. Francamente, la NASA ha hecho el descubrimiento científico del siglo.
Sexton dio un incrédulo paso hacia el televisor. «No...» Sus invitados se removieron, incómodos.
—Damas y caballeros —anunció Herney—, hace unas horas la NASA ha extraído del hielo Ártico un meteorito de ocho toneladas de peso que contiene... —el Presidente volvió a guardar silencio, dando así tiempo al mundo entero para que se inclinara hacia delante frente a sus televisiones—. Fósiles de una forma de vida. Docenas de ellos. Una prueba indiscutible de vida extraterrestre.
En ese preciso instante, una brillante imagen se iluminó en la pantalla colocada detrás del Presidente: un fósil perfectamente delineado de una criatura semejante a un insecto incrustado en una roca abrasada.
En el estudio de Sexton, seis empresarios se levantaron de un salto, con los ojos abiertos como platos de puro horror. Sexton se quedó helado donde estaba.
—Amigos —dijo el Presidente—, el fósil que tengo a mi espalda tiene ciento noventa millones de años. Ha sido descubierto en el fragmento de un meteorito llamado Jungersol Fall, que impactó en el Océano Ártico hace casi tres siglos. El EDOP, el fantástico satélite nuevo de la NASA, ha descubierto este fragmento del meteorito enterrado en una plataforma de hielo. La NASA y su administración han sido extremadamente cautos durante las dos últimas semanas a fin de confirmar todos y cada uno de los aspectos de este trascendental descubrimiento antes de hacerlo público. Durante la próxima media hora, oirán el testimonio de numerosos científicos civiles y de la NASA, y verán así mismo un breve documental preparado por un rostro sin duda familiar que me consta que reconocerán. No obstante, antes de continuar debo dar la bienvenida, en directo y vía satélite desde lo alto del Círculo Polar Ártico, al hombre cuyo liderazgo, visión y duro trabajo han hecho posible este momento histórico. Es para mí un gran honor presentarles al director de la NASA, Lawrence Ekstrom.
Herney se giró hacia la pantalla.
La imagen del meteorito se disolvió teatralmente hasta transformarse en un regio panel formado por los científicos de la NASA sentados a una larga mesa y flanqueados por la figura dominante de Lawrence Ekstrom.
—Gracias, señor Presidente. —Ekstrom se mostraba orgulloso y severo cuando se puso en pie y miró directamente a la cámara—. Para mí es un gran orgullo compartir esto con todos ustedes... el gran momento de la NASA.
Ekstrom habló apasionadamente sobre la NASA y sobre el hallazgo. Con una gran fanfarria de patriotismo y triunfo, pasó a introducir impecablemente un documental presentado por el célebre científico civil, Michael Tolland.
Sin dejar de mirar la pantalla, el senador Sexton cayó de rodillas delante del televisor, llevándose las manos a su mata de pelo plateado. «¡No, Dios mío. No!»
69
Marjorie Tench estaba lívida cuando se alejó del caos jovial que reinaba fuera del Salón de Comunicados y volvió a paso decidido a su rincón privado del Ala Oeste. No estaba de humor para celebraciones. La llamada de Rachel Sexton había sido de lo más inesperada.
Y verdaderamente decepcionante.
Cerró dando un portazo la puerta de su despacho, llegó hasta su escritorio y marcó el número de la operadora de la Casa Blanca.
—William Pickering. ONR.
Encendió un cigarrillo y caminó de un lado a otro de la habitación mientras esperaba que la operadora localizara a Pickering. En circunstancias normales, éste ya estaría en casa, pero con la gran relevancia que se había dado a la rueda de prensa de esa noche llevada a cabo por la Casa Blanca, Tench supuso que Pickering había estado en su despacho toda la tarde, pegado a la pantalla de su televisor, preguntándose qué diantre podía estar ocurriendo en el mundo sobre lo que el director de la ONR no tuviera conocimiento alguno.
Tench se maldijo por no confiar en su instinto cuando el Presidente había dicho que quería enviar a Rachel Sexton a Milne. Se había mostrado recelosa. Tenía la sensación de que estaban corriendo un riesgo innecesario. Pero el Presidente había estado persuasivo y la había convencido de que el personal de la Casa Blanca se había mostrado cada vez más escéptico en las últimas semanas y que no se fiarían del descubrimiento de la NASA si la noticia les llegaba por boca de uno de sus miembros. Como Herney había prometido, la ratificación de Rachel Sexton había terminado con toda sombra de sospecha, evitando así cualquier discusión provocada por el recelo ante la utilización de una fuente interna y obligando al personal de la Casa Blanca a dar un paso adelante en un frente común. Tench había tenido que reconocer que la decisión del Presidente había sido inestimable. Sin embargo, Rachel Sexton había terminado por cambiar de registro.
«La muy zorra me ha llamado desde una línea desprotegida».
Obviamente, Rachel Sexton pretendía destruir la credibilidad del hallazgo y el único consuelo que le quedaba era saber que el Presidente tenía grabado el informe anterior de Rachel en vídeo. «Gracias a Dios». Al menos a Herney se le había ocurrido obtener esa pequeña garantía. Tench estaba empezando a temer que iban a necesitarla.
No obstante, por el momento intentaba controlar la situación utilizando otros métodos. Rachel Sexton era una mujer inteligente, y si de verdad tenía intención de enfrentarse a la Casa Blanca y a la NASA, necesitaría reclutar a algunos aliados poderosos. Su primera elección lógica sería William Pickering. Tench estaba al corriente de los sentimientos que Pickering albergaba hacia la NASA. Tenía que ponerse en contacto con él antes de que lo hiciera Rachel.
—¿Señora Tench? —dijo la voz transparente al otro lado de la línea—. Soy William Pickering. ¿A qué debo el honor?
Tench oyó el murmullo del televisor a lo lejos: comentarios de la NASA. Podía percibir en el tono de voz de Pickering que seguía conmocionado por la rueda de prensa.
—¿Dispone de un minuto, director?
—Creía que estaría usted celebrándolo. Una gran noche para ustedes. Al parecer la NASA y el Presidente han vuelto a la lucha.
Tench percibió en su voz una mezcla de indisimulado asombro y un leve deje de amargura provocada, sin duda, por la legendaria aversión que le producía a aquel hombre enterarse de cualquier noticia al mismo tiempo que el resto del mundo.
—Lamento —dijo Tench, intentando construir un puente inmediato entre ambos— que la Casa Blanca y la NASA se hayan visto obligadas a mantenerle desinformado.
—¿Es usted consciente —dijo Pickering— de que la ONR detectó la actividad de la NASA ahí arriba hace un par de semanas y abrió una investigación?
Tench frunció el ceño. «Está cabreado».
—Sí, lo soy. Y aun así...
—La NASA nos dijo que no era nada. Nos dijeron que estaban ejecutando una serie de ejercicios de adiestramiento sobre entornos extremos. Que estaban poniendo a prueba equipos, ese tipo de cosas —añadió Pickering antes de hacer una pausa—. Y nos tragamos la mentira.
—Yo no lo llamaría mentira —dijo Tench—. Ha sido más bien una información errónea y necesaria. Teniendo en cuenta la magnitud de este hallazgo, confío en que comprenda la necesidad de la NASA de mantenerlo en secreto.
—Quizá del público.
Enfurruñarse no formaba parte del repertorio de hombres como William Pickering y Tench presintió que el director no iba a llevar las cosas más allá.
—Tengo sólo un minuto —dijo Tench, intentando conservar su posición dominante—, aunque he creído que debía llamarle para advertirle.
—¿Advertirme? —Durante un instante Pickering se mostró irónico—. ¿Acaso Zach Herney ha decidido nombrar a un nuevo director de la ONR afín a la NASA?
—Por supuesto que no. El Presidente entiende sus críticas a la NASA como simples asuntos de seguridad y está haciendo lo posible por tapar esos agujeros. De hecho, le llamo para hablarle de una de sus empleadas —anunció, haciendo una pausa—. Rachel Sexton. ¿Ha hablado con ella esta tarde?
—No. La he enviado a la Casa Blanca esta mañana por petición del Presidente. Obviamente la han mantenido ocupada. Todavía no se ha puesto en contacto conmigo.
Tench sintió un gran alivio al saber que había sido la primera en hablar con Pickering. Le dio una calada al cigarrillo y habló lo más calmadamente que le fue posible.
—Sospecho que muy pronto recibirá usted una llamada de la señorita Sexton.
—Bien. La estaba esperando. Tengo que decirle que, cuando ha dado comienzo la rueda de prensa del Presidente, me preocupaba que Zach Herney hubiera convencido a la señorita Sexton para que participara en ella públicamente. Me alegra ver que no ha caído en la tentación.
—Zach Herney es una persona decente —dijo Tench—, lo cual es más de lo que puedo decir sobre Rachel Sexton. Se hizo una larga pausa en la línea.
—Espero haberla entendido mal. Tench soltó un profundo suspiro.
—No, señor. Me temo que no. Preferiría no tener que dar detalles por teléfono, pero al parecer Rachel ha decidido socavar la credibilidad de este comunicado de la NASA. No tengo la menor idea de qué puede haberla llevado a ello, pero después de haber ratificado los datos de la NASA a primera hora de la tarde, de pronto se ha echado atrás y está arrojando sobre la NASA las acusaciones más improbables que quepa imaginar, acusándola de fraude y traición.
Ahora Pickering parecía ponerse nervioso. —¿Cómo dice?
—Preocupante, sí. Odio ser yo quien tenga que decirle esto, pero la señorita Sexton se ha puesto en contacto conmigo dos minutos antes de la rueda de prensa para pedirme que cancelara el acto.
—¿Por qué motivo?
—Por cuestiones absurdas, francamente. Me ha dicho que había descubierto graves fallos en los datos.
El largo silencio de Pickering era más receloso de lo que a Tench le habría gustado.
—¿Fallos? —dijo por fin.
—Una verdadera ridiculez tras dos semanas enteras de experimentación por parte de la NASA y...
—Me cuesta mucho creer que alguien como Rachel Sexton le haya dicho que debía posponer la rueda de prensa del Presidente a menos que tuviera una razón de peso. —Pickering parecía preocupado—. Quizá tendría que haberla escuchado.
—¡Oh, por favor! —estalló Tench, tosiendo—. Usted ha visto la rueda de prensa. Los datos del meteorito estaban confirmados y reconfirmados por innumerables especialistas, incluidos civiles. ¿No le parece sospechoso que Rachel Sexton, hija del único hombre a quien perjudica este comunicado, de repente cambie de tercio?
—Parece sospechoso, señorita Tench, sólo porque resulta que estoy al corriente de que la señorita Sexton y su padre apenas se hablan. No puedo imaginar por qué razón Rachel Sexton, tras años de servicio al Presidente, iba a decidir de pronto cambiar de bando y contar mentiras para apoyar a su padre.
—¿Ambición, quizá? Realmente no lo sé. Quizá la oportunidad de convertirse en primera hija... —dijo Tench, dejando la posibilidad en el aire.
El tono de Pickering se endureció al instante.
—Cuidado, señora Tench. Mucho cuidado.
Tench frunció el ceño. ¿Qué demonios había esperado? Estaba acusando de traición al Presidente a un destacado miembro del equipo de Pickering. El hombre se iba a poner a la defensiva.
—Pásemela —exigió Pickering—. Me gustaría hablar personalmente con la señorita Sexton.
—Me temo que eso es imposible —respondió Tench—. No está en la Casa Blanca.
—¿Dónde está?
El Presidente la ha enviado a Milne esta mañana para que examinara los datos de primera mano. Todavía no ha regresado.
Ahora Pickering parecía lívido.
—En ningún momento se me ha informado...
—No tengo tiempo para orgullos heridos, Director. Simplemente he llamado por cortesía. Quería avisarle de que Rachel Sexton ha decidido seguir con sus propios planes respecto al comunicado de esta noche. Si se pone en contacto con usted, le conviene saber que la Casa Blanca está en posesión de un vídeo grabado hoy mismo en el que la señorita Sexton ratifica los datos del meteorito en su totalidad ante el Presidente, su gabinete y todo su equipo. Si ahora, al margen de cuáles sean los motivos que la lleven a ello, Rachel Sexton intenta manchar el buen nombre de Zach Herney o de la NASA, le juro que la Casa Blanca se encargará de que caiga para no volver a levantarse —añadió Tench. Acto seguido guardó silencio durante un instante para asegurarse de que el mensaje había quedado claro—. Espero que me devuelva la cortesía de esta llamada informándome de inmediato si Rachel Sexton se pone en contacto con usted. Está atacando directamente al Presidente y la Casa Blanca tiene intención de detenerla para interrogarla antes de que provoque males mayores. Estaré esperando su llamada, director. Eso es todo. Buenas noches.
Marjorie Tench colgó, segura de que nadie le había hablado así a William Pickering hasta ese momento. Al menos le había quedado claro que hablaba en serio.
En la planta superior de la ONR, William Pickering estaba de pie frente a la ventana con la mirada perdida en la noche de Virginia. La llamada de Marjorie Tench le había dejado profundamente preocupado. Se mordió el labio al tiempo que intentaba reordenar sus ideas.
—¿Director? —dijo su secretaria, llamando suavemente a la puerta—. Tiene otra llamada.
—Ahora no —dijo Pickering con aire ausente.
—Es Rachel Sexton.
Pickering giró sobre sus talones. Al parecer Tench era vidente.
—Muy bien. Pásemela. Ahora.
—De hecho, señor, es una emisión AV encriptada. ¿Desea recibirla en la sala de conferencias? .
«¿Una emisión AV?»
—¿Desde dónde llama?
La secretaria se lo dijo.
Pickering la miró fijamente. Sin salir de su asombro, corrió por el pasillo hacia la sala de conferencias. Eso era algo que tenía que ver con sus propios ojos.
70
Diseñada según una estructura similar ubicada en los Bell Laboratories, la «cámara muerta» del Charlotte era lo que formalmente se conocía como cámara anecóica: un espacio acústicamente limpio que no contenía superficies paralelas ni reflectantes y que absorbía el sonido con una eficacia del 99,4 por ciento. Gracias a la naturaleza acústicamente conductiva del metal y del agua, las conversaciones que tenían lugar a bordo de un submarino eran siempre vulnerables a la intercepción por escuchas cercanas o por micrófonos de succión parásita pegados al casco externo. La cámara muerta o insonorizada era un espacio diminuto situado dentro del submarino desde el que no podía escapar el menor sonido. Todas las conversaciones celebradas en el interior de esa caja aislada estaban totalmente protegidas.
La cámara tenía todo el aspecto de un vestidor cuyo techo, paredes y suelo hubieran sido completamente cubiertos por espiras de espuma que sobresalían hacia dentro desde todas direcciones. A Rachel le recordó a una sofocante cueva submarina en la que las estalagmitas hubieran enloquecido, formándose en cada una de sus superficies. Sin embargo, lo más inquietante era la aparente falta de suelo.
El suelo era una parrilla de hilo de alambre tenso y entrelazado colocado horizontalmente de una pared a otra de la cámara como una red de pescar, provocando en sus ocupantes la sensación de estar suspendidos a media altura de la pared. Cuando Rachel bajó los ojos y miró entre aquel enredado tapiz, se sintió como si estuviera cruzando un puente de cuerdas suspendido sobre un paisaje fragmentado. A un metro y medio por debajo de ella, un bosque de agujas de espuma apuntaban amenazadoras hacia arriba.
En cuanto entró en la cámara, sintió la desorientadora falta de vida en el aire, como si cada pequeña muestra de energía hubiera sido succionada de la habitación. Tenía la sensación de que le habían llenado los oídos de algodón. Sólo su propio aliento resultaba audible en su cabeza. Gritó y el efecto fue exacto al de hablarle a una almohada. Las paredes absorbían toda reverberación, de modo que las únicas vibraciones perceptibles eran las que notaba en la cabeza.
El capitán se marchó, cerrando al salir la puerta forrada. Rachel, Corky y Tolland estaban sentados en el centro de la habitación a una pequeña mesa en forma de U apoyada sobre unos largos soportes metálicos que descendían entre el entramado del suelo. Sobre la mesa había sujetos varios micrófonos curvos, auriculares y una videoconsola con una pequeña cámara encima. Parecía un mini simposio de las Naciones Unidas.
Debido a su trabajo en la comunidad de inteligencia de Estados Unidos, el primer fabricante mundial de micrófonos láser, escuchas parabólicas submarinas y otros dispositivos de escucha hipersensibles, Rachel era perfectamente consciente de que había muy pocos lugares en la Tierra donde fuera posible mantener una conversación realmente protegida. La cámara insonorizada era uno de ellos. Los micrófonos y los auriculares que había encima de la mesa permitían una «conferencia» cara a cara en la que cualquiera pudiera hablar libremente, sabiendo que las vibraciones de sus palabras no podían salir de la habitación. En cuanto sus voces penetraban en los micrófonos quedaban profusamente encriptadas antes de emprender su largo viaje a través del éter.
—Comprobando nivel.
La voz se materializó repentinamente dentro de los auriculares, haciendo dar un respingo a Rachel, Tolland y Corky.
—¿Me escucha, señorita Sexton?
Rachel se inclinó sobre el micrófono.
—Sí. Gracias.
«Quienquiera que sea».
—Tengo al director Pickering en la línea esperando a hablar con usted. Acepta la AV. Voy a desconectarme. Dispondrá usted de su emisión de datos enseguida.
Rachel oyó que la línea quedaba en silencio. Se oyó un lejano ronroneo de electricidad estática y luego una rápida serie de pitidos y de chasquidos en los auriculares. Con sorprendente claridad, la pantalla de vídeo que tenían delante se encendió y Rachel vio al director Pickering en la sala de conferencias de la ONR. Estaba solo. Levantó la cabeza de golpe y miró a Rachel a los ojos.
Rachel se sintió extrañamente aliviada al verle.
—Señorita Sexton —dijo el director con una expresión perpleja y preocupada—. ¿Qué diantre está ocurriendo?
—El meteorito, señor —dijo Rachel—. Me parece que tenemos un grave problema.
71
Dentro de la cámara insonorizada del Charlotte, Rachel Sexton le presentó a Pickering a Michael Tolland y a Corky Marlinson. Luego tomó las riendas de la situación y se lanzó a contar brevemente la cadena de acontecimientos que se habían sucedido durante el día.
El director de la ONR siguió sentado e inmóvil mientras la escuchaba.
Rachel le habló del plancton luminiscente de la fosa de extracción, del viaje que habían emprendido por la plataforma de hielo y del descubrimiento de un túnel de inserción debajo del meteorito, para terminar hablándole del repentino ataque que habían sufrido por un equipo militar que, según sus sospechas, era un grupo de operaciones especiales.
William Pickering era famoso por su capacidad de escuchar información preocupante sin apenas inmutarse. Sin embargo, su mirada fue volviéndose cada vez más sombría a medida que Rachel iba contando la historia. Ella percibió en él una sombra de incredulidad y también de rabia cuando le habló del asesinato de Norah Mangor y de cómo habían logrado escapar a una muerte casi segura. Aunque deseaba articular sus sospechas sobre la implicación del director de la NASA, conocía a Pickering lo suficiente como para no atreverse a formular una acusación sin pruebas contundentes. Relató la historia limitándose a los hechos puros y duros. Cuando terminó, Pickering no dijo nada durante varios segundos.
—Señorita Sexton —dijo por fin—. Ustedes tres... —añadió, posando la mirada en cada uno de ellos—. Si lo que están diciendo es cierto, y no sé me ocurre qué podría llevarles a los tres a mentir sobre esto, son muy afortunados de seguir aún con vida.
Ellos asintieron en silencio. El Presidente había reclamado el apoyo de cuatro científicos civiles... y dos de ellos estaban muertos.
Pickering soltó un suspiro desconsolado, como si no supiera qué decir. Sin duda los acontecimientos tenían poco sentido.
—¿Existe alguna posibilidad —preguntó Pickering— de que ese túnel de inserción que están viendo en la copia impresa generada por el RPT sea un fenómeno natural?
Rachel negó con la cabeza.
—Es demasiado perfecto —dijo, desdoblando la maltrecha copia impresa del RPT y sosteniéndola delante de la cámara—. Impecable.
Pickering estudió la imagen, frunciendo el ceño en señal de asentimiento.
—No se separe de esa copia impresa en ningún momento.
—He llamado a Marjorie Tench para advertirle de que debía detener al Presidente —dijo Rachel—. Pero me ha colgado.
—Lo sé. Me lo ha dicho.
Rachel levantó la vista, perpleja.
—¿Que Marjorie Tench le ha llamado? «Menuda rapidez».
—Acaba de hacerlo. Está muy preocupada. Cree que está usted intentando alguna clase de maniobra publicitaria para desacreditar al Presidente y a la NASA. Quizá para ayudar a su padre.
Rachel se levantó. Agitó la copia impresa del RPT e indicó con un gesto a sus dos compañeros.
—¡Han estado a punto de matarnos! ¿Acaso eso le parece una maniobra publicitaria? ¿Y por qué iba yo a...?
Pickering levantó las manos.
—Tranquila. Lo que la señorita Tench no me ha dicho es que se trataba de tres personas.
Rachel no recordaba si Tench le había llegado a dar tiempo para mencionar a Corky y a Tolland.
—Tampoco me ha dicho que tenía en su poder pruebas —dijo Pickering—. Lo cierto es que me he mostrado escéptico con sus afirmaciones hasta que he hablado con usted, y ahora estoy convencido de que está en un error. No pongo en duda sus palabras, Rachel. La cuestión, llegados a este punto, es averiguar qué significa todo esto.
Se produjo un largo silencio.
Aunque William Pickering muy pocas veces parecía confundido, en aquel momento sacudió la cabeza, visiblemente perdido.
—Imaginemos por un instante que alguien ha insertado el meteorito bajo el hielo. Eso nos lleva a plantearnos la pregunta obvia de por qué. Si la NASA tiene un meteorito que contiene fósiles, ¿por qué iba a importarle a ellos, o a cualquier otra persona, dónde ha sido encontrado?
—Al parecer —dijo Rachel—, la inserción se llevó a cabo para que el EDOP hiciera el descubrimiento de modo que el meteorito pareciera un fragmento de un impacto ya conocido.
—El Jungersol Fall —intervino Corky.
—Pero ¿qué valor tiene la asociación del meteorito con un impacto conocido? —preguntó Pickering, que ahora sonaba casi enfurecido—. ¿Acaso esos fósiles no son un increíble descubrimiento en cualquier lugar y en cualquier momento, independientemente del fenómeno meteorítico con el que se les asocie? Los tres asintieron.
Pickering vaciló, al parecer disgustado. —Amenos... claro...
Rachel vio la resolución del enigma tras la mirada del director. Pickering había dado con la explicación más sencilla para que la colocación del meteorito coincidiera con los estratos del Jungersol, aunque la más sencilla era también la más preocupante.
—A menos que —continuó Pickering— la cuidadosa colocación del meteorito pretendiera dar credibilidad a datos totalmente falsos —concluyó con un suspiro y girándose hacia Corky—. Doctor Marlinson, ¿cuáles son las posibilidades de que el meteorito sea un fraude?
—¿Un fraude, señor?
—Sí. Un engaño. Un montaje.
—¿Un falso meteorito? —Corky soltó una carcajada incómoda—. ¡Totalmente imposible! Ese meteorito ha sido examinado por innumerables profesionales entre los que me incluyo. Estudios químicos, espectografías, cálculo de niveles de rubidio y de estroncio. No tiene nada en común con ninguna roca encontrada en la Tierra. El meteorito es auténtico. Cualquier astrogeólogo estaría de acuerdo conmigo.
Pickering pareció sopesar las palabras de Corky durante un buen rato, acariciándose suavemente la corbata.
—Aún así, teniendo en cuenta lo mucho que la NASA tiene que ganar con el descubrimiento en este momento, los signos aparentes de manipulación de pruebas y el ataque sufrido por ustedes... la primera y más lógica conclusión a la que puedo llegar es que este meteorito es un fraude perfectamente ejecutado.
—¡Imposible! —exclamó Corky, que ahora parecía realmente enfadado—. Con todos mis respetos, señor, los meteoritos no son uno de esos efectos especiales creados en Hollywood que se puedan hacer aparecer en un laboratorio para engañar a un hatajo de inocentes astrofísicos. ¡Son objetos de gran complejidad química con estructuras cristalinas y proporciones de elementos únicas!
—No estoy poniendo en duda su credibilidad, doctor Marlinson. Simplemente sigo una cadena de análisis lógico. Teniendo en cuenta que alguien ha querido matarles para impedir que revelen que el meteorito ha sido insertado bajo el hielo, me inclino a considerar cualquier posibilidad, por impensable que parezca. ¿Qué es exactamente lo que le hace estar tan seguro de que la roca es un meteorito?
—¿Exactamente? —La voz de Corky crepitó en los auriculares—. Una perfecta corteza de fusión, la presencia de cóndrulos, un contenido en níquel no comparable a ninguno de los encontrados en la Tierra. Si lo que sugiere es que alguien nos ha engañado fabricando esa roca en un laboratorio, lo único que puedo decir es que el laboratorio tiene ciento noventa millones de años —afirmó, buscando en su bolsillo y sacando una piedra con forma de CD. La sostuvo delante de la cámara—. Hemos datado muestras como ésta químicamente con numerosos métodos. ¡El cálculo del nivel de rubidio y de estroncio no es algo que pueda falsificarse!
Pickering pareció sorprendido.
—¿Tiene usted una muestra?
Corky se encogió de hombros.
—La NASA tiene docenas de ellas flotando por ahí.
—¿Pretende usted decirme —dijo Pickering, ahora mirando a Rachel— que la NASA ha descubierto un meteorito que, según creen, contiene vida y que permiten que la gente se lleve muestras de la roca?
—La cuestión —dijo Corky— es que la muestra que tengo en la mano es auténtica —afirmó, acercándola más a la cámara—. Podría dársela a cualquier petrólogo, geólogo o astrónomo para que la sometieran a las pruebas que creyeran pertinentes y todos le dirían dos cosas: una, que tiene ciento noventa millones de años; y dos, que es químicamente distinta de la clase de rocas que tenemos aquí en la Tierra.
Pickering se inclinó hacia delante, estudiando el fósil empotrado en la roca. Pareció momentáneamente paralizado. Por fin, suspiró.
—No soy científico. Lo único que puedo decir es que si ese meteorito es auténtico, y así lo parece, me gustaría saber por qué la NASA no lo presentó ante el mundo tal como apareció. ¿Por qué alguien lo ha colocado cuidadosamente bajo el hielo como si quisiera convencernos de su autenticidad?
En ese mismo instante, en la Casa Blanca un oficial de seguridad estaba marcando el número de Marjorie Tench.
La asesora principal contestó al oír el primer timbre.
—¿Sí?
—Señora Tench —dijo el oficial—. Tengo la información que me ha pedido. La llamada vía radiófono que le ha hecho Rachel Sexton esta noche. Hemos logrado rastrearla.
—Dígame.
—El Servicio Secreto dice que la señal se ha producido a bordo del submarino U.S.S. Charlotte.
—¿Qué?
—No disponen de coordenadas, señora, pero sí están seguros del código de la nave.
—¡Oh, por el amor de Dios! —exclamó Tench, estampando el auricular contra el aparato sin decir una sola palabra más.
72
La enmudecida acústica de la cámara insonorizada del Charlotte estaba empezando a provocar en Rachel una ligera sensación de náuseas. En la pantalla del monitor, la mirada preocupada de Pickering se movió en ese momento hacia Michael Tolland.
—Está usted muy callado, señor Tolland.
Tolland levantó la mirada como un estudiante al que acabaran de llamar la atención.
—¿Señor?
—Acaba de presentar un documental muy convincente en televisión —dijo Pickering—. ¿Cuál es su postura ahora respecto al meteorito?
—Bueno, señor —dijo Tolland haciendo obvia su incomodidad—. Estoy de acuerdo con el doctor Marlinson. Creo que los fósiles y el meteorito son auténticos. Estoy bien versado en técnicas de cálculo de fechas y la edad de esa piedra ha sido confirmada por múltiples pruebas. También lo ha sido el contenido en níquel. Estos datos no pueden ser falsificados. No hay duda alguna de que la roca, formada hace ciento noventa millones de años, exhibe niveles de níquel en nada comparables a los terrestres y que contiene docenas de fósiles confirmados cuya formación ha sido también fechada en ciento noventa millones de años. No se me ocurre ninguna otra explicación posible aparte de que la NASA haya encontrado un meteorito auténtico.
Pickering guardó silencio. Había en su rostro una expresión de apuro, una mirada que Rachel jamás había visto en los ojos de William Pickering.
—¿Qué debemos hacer, señor? —preguntó Rachel—. Obviamente, hay que alertar al Presidente de que hay problemas con los datos.
Pickering frunció el ceño.
—Esperemos que el Presidente no esté ya al corriente.
Rachel sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Lo que había querido decir Pickering estaba claro. «El presidente Herney podía estar implicado». Rachel lo dudaba, aunque lo cierto era que tanto él como la NASA tenían mucho que ganar con ello.
—Desgraciadamente —dijo Pickering—, a excepción de esta copia impresa del RPT que revela la existencia de un túnel de inserción, todos los datos científicos apuntan a un descubrimiento creíble por parte de la NASA. —Hizo una pausa, horrorizado—. En cuanto al ataque sufrido por ustedes... —Levantó la vista hacia Rachel—. Ha mencionado a las unidades de Operaciones Especiales.
—Sí, señor.
Rachel volvió a hablarle de las Municiones Improvisadas y de las tácticas.
Pickering parecía cada vez más disgustado. Rachel se daba cuenta de que su jefe estaba calculando la cantidad de gente que podía haber ordenado la intervención de una pequeña fuerza de exterminio militar. Sin duda, el Presidente era uno de ellos. Probablemente, también Marjorie Tench, en calidad de asesora principal. Era bastante posible que Lawrence Ekstrom, director de la NASA, gracias a sus vínculos con el Pentágono. Desgraciadamente, cuando Rachel pensó en la miríada de posibilidades, comprendió que la instancia controladora que se escondía tras el ataque podía ser cualquiera con altas influencias políticas y los contactos adecuados.
—Podría telefonear al Presidente ahora mismo —dijo Pickering—, pero no me parece una decisión inteligente, al menos hasta que sepamos quién está detrás de todo esto. Mi capacidad de ofrecerles protección queda limitada en cuanto implicamos a la Casa Blanca. Además, no estoy seguro de lo que voy a decirle. Si el meteorito es auténtico, cosa que todos ustedes creen, su aseveración de que existe un túnel de inserción y han sido víctimas de un ataque no tiene sentido. El Presidente estará en todo su derecho de cuestionar la validez de mi afirmación. —Hizo una pausa, como si estuviera calculando sus opciones—. Independientemente... de cuál sea la verdad o de quiénes estén implicados, hay gente muy poderosa a la que no le sentaría nada bien que esta información se hiciera pública. Sugiero que nos ocupemos de su seguridad ahora mismo antes de que empecemos a zarandear algunos barcos.
«¿Ocuparse de nuestra seguridad?» El comentario sorprendió a Rachel.
—Me parece que estamos bastante a salvo en un submarino nuclear, señor.
Pickering se mostró escéptico.
—Su presencia en ese submarino no permanecerá durante mucho más tiempo en secreto. Voy a sacarles de ahí inmediatamente. La verdad, me sentiré mejor cuando los tenga sentados en mi despacho.
73
El senador Sexton estaba acurrucado solo en su sofá; se sentía un refugiado. Su apartamento de Westbrooke Place, que apenas una hora antes había estado lleno de nuevos amigos y de partidarios suyos, ahora parecía un lugar abandonado, sembrado con los restos de vasos y de tarjetas de visita dejadas por los hombres que literalmente habían salido corriendo por la puerta.
Y ahora él estaba encogido y solo delante del televisor, deseando más que nada en el mundo apagarlo, aunque incapaz de retirar su atención de los interminables análisis mediáticos. Aquello era Washington y los analistas no tardaron en poner en marcha su pseudocientífica y filosófica hipérbole para concentrarse en la parte fea del asunto: la política. Como buenos maestros torturadores frotando ácido en sus heridas, los presentadores de los noticieros se dedicaban a afirmar y a reafirmar lo que resultaba ya más que obvio.
«Hace unas horas, la campaña de Sexton estaba por las nubes —decía uno de los comentaristas—. Ahora, tras el descubrimiento de la NASA, la campaña del senador se ha estrellado de regreso a la Tierra».
Sexton no pudo evitar una mueca al tiempo que alargaba la mano para hacerse con su Courvoisier y le daba un trago directamente de la botella. Sabía que esa noche sería la más larga y solitaria de toda su vida. Despreciaba a Marjorie Tench por haberle engañado. Despreciaba a Gabrielle Ashe por haber cometido el error de mencionarle la NASA. Despreciaba al Presidente por haber sido tan jodidamente afortunado. Y despreciaba al mundo por reírse de él.
«Obviamente, esto es terrible para el senador —continuaba el comentarista—. Con este descubrimiento el Presidente y la NASA han logrado un triunfo inestimable. Aunque una noticia de este calibre revitalizaría la campaña del Presidente fuera cual fuera la postura de Sexton respecto a la NASA, después de haber oído admitir al senador hoy mismo que llegaría a abolir la financiación de la agencia espacial si fuera necesario... en fin, este anuncio presidencial es un derechazo del que el senador no va a recuperarse».
«Me han engañado —pensó Sexton—. La Casa Blanca me la ha jugado».
Ahora el comentarista sonreía.
«La NASA acaba de recuperar con creces toda la credibilidad que había perdido ante el pueblo norteamericano. En este preciso instante, ahí fuera, en nuestras calles, hay un auténtico sentimiento de orgullo nacional.
»No es para menos. El pueblo quiere a Zach Herney cuando estaba empezando a perder la fe en él. Hay que admitir que últimamente el Presidente se encontraba en una situación poco favorable de la que ha logrado salir intacto y reforzado».
Sexton se acordó del debate que había tenido lugar esa tarde en la CNN y agachó la cabeza. Tuvo la sensación de estar empezando a tener náuseas. Toda la inercia de la NASA sobre la que con tanto esmero había construido su campaña en los últimos meses no sólo había llegado a un estridente punto y final, sino que además se había transformado en un ancla alrededor de su cuello. Parecía un idiota. Había dejado que la Casa Blanca se la jugara a su antojo. Ya se temía las caricaturas del periódico del día siguiente. Su nombre iba a ser el leitmotiv de todos los chistes del país. Obviamente, podía olvidarse de seguir contando con la silenciosa financiación de la FFE. Todo había cambiado. Los hombres que habían estado en su apartamento acababan de ver cómo sus sueños se desintegraban. La privatización del espacio se había estrellado contra un muro de ladrillo.
Después de darle un nuevo trago a la botella de cognac, el senador se levantó y se dirigió tambaleante hacia su escritorio. Miró al auricular descolgado del teléfono. Consciente de que se trataba de un acto de autoflagelación masoquista, volvió a colocar lentamente el auricular en el teléfono y empezó a contar los segundos.
«Uno... dos». El teléfono sonó. Dejó que saltara el contestador. «Senador Sexton, soy Judy Oliver de la CNN. Me gustaría darle oportunidad de reaccionar ante el descubrimiento de la NASA esta misma noche. Por favor, llámeme» —dijo antes de colgar.
Sexton empezó a contar de nuevo. «Uno...» El teléfono volvió a sonar. Sexton decidió pasar por alto la llamada. Otro periodista.
Sin soltar la botella de Courvoisier, se dirigió dando tumbos hacia la puerta deslizante del balcón. La abrió y salió al aire fresco de la noche. Se apoyó contra la barandilla y miró la fachada iluminada de la Casa Blanca en la distancia. Las luces parecían parpadear alegremente al viento.
«Cabrones», pensó. Llevamos siglos intentando encontrar pruebas que demuestren la existencia de vida en el espacio. ¿Y ahora resulta que aparecen el mismo jodido año de mi participación en las elecciones presidenciales? Desde luego no era un hallazgo muy favorable, eso estaba jodidamente claro. Hasta donde alcanzaba su vista, había un televisor encendido en las ventanas de todos los apartamentos. Sexton se preguntó dónde estaría esa noche Gabrielle Ashe. Era ella la culpable de todo. Había sido ella quien le había ido informando de todos los fracasos de la NASA, uno tras otro.
Levantó la botella para darle un nuevo sorbo.
«Maldita Gabrielle... me ha metido en esto hasta el fondo».
Al otro lado de la ciudad, sumida en el caos de la sala de producción de la ABC, Gabrielle Ashe estaba totalmente aturdida. El anuncio del Presidente había llegado de forma inesperada, dejándola suspendida en una especie de limbo semicatatónico. Se puso en pie en el centro de la sala de producción, intentando que no le fallaran las rodillas, y levantó la mirada hacia los monitores de televisión mientras un estruendo infernal estallaba a su alrededor.
Los segundos iniciales posteriores al comunicado habían provocado el más absoluto silencio en la sala de noticias. El silencio se prolongó sólo unos instantes antes de que el lugar se convirtiera en un carnaval ensordecedor de periodistas al ataque. Aquella gente eran profesionales. No tenían tiempo para reflexiones personales. Ya habría tiempo para eso en cuanto el trabajo estuviera hecho. Por el momento, el mundo quería más información y la ABC tenía que proporcionársela. El tema lo tenía todo: ciencia, historia, drama político... sin duda era un filón emocional de primer orden. Nadie que trabajara en los medios de comunicación iba a dormir esa noche.
—¿Gabs? —La voz de Yolanda sonaba compasiva—. Volvamos a mi despacho antes de que alguien se dé cuenta de quién eres y empiece a acosarte a preguntas sobre lo que ha significado esto para la campaña de Sexton.
Gabrielle sintió que la guiaban entre la algarabía hasta el despacho de paredes acristaladas de Yolanda. Ésta la hizo sentar y le dio un vaso de agua. Intentó forzar una sonrisa.
—Míralo por el lado bueno, Gabs. La campaña de tu candidato está jodida, pero al menos tú no lo estás.
—Gracias. Genial.
El tono de Yolanda se volvió serio.
—Gabrielle, sé que te sientes como el culo. Tu candidato acaba de ser atropellado por un tráiler y, si me lo preguntas, no va a levantarse. Al menos no a tiempo para darle la vuelta a lo ocurrido. Pero al menos nadie está estampando tu foto en todas las televisiones. Hablo en serio. Eso es una buena noticia. Ahora Herney ya no necesita un escándalo sexual. En este momento parece demasiado presidencial como para hablar de sexo.
A Gabrielle le pareció un pequeño consuelo.
—En cuanto a las alegaciones de Tench sobre la financiación ilegal de la campaña de Sexton... —Yolanda sacudió la cabeza—. Tengo mis dudas al respecto. Es cierto que Herney se toma muy en serio no caer en ninguna demostración de campaña negativa. También lo es que una investigación de soborno sería perjudicial para el país. Pero ¿de verdad es tan patriota como para dejar escapar la oportunidad de aplastar a su opositor, simplemente por proteger la moral nacional? Yo diría que Tench ha exagerado un poco sobre las finanzas de Sexton en un esfuerzo por atemorizarte. Ha jugado sus cartas con la esperanza de que saltaras del barco y le dieras al Presidente un escándalo sexual gratuito. ¡Y no me negarás, Gabs, que esta noche habría sido la noche perfecta para que la moral de Sexton fuera cuestionada!
Gabrielle asintió vagamente. Un escándalo sexual habría sido un golpe definitivo del que la carrera de Sexton jamás se habría recuperado... jamás.
—Sobreviviste a ella, Gabs. Marjorie Tench salió a pescar, pero no mordiste el anzuelo. Estás sana y salva. Habrá otras elecciones.
Gabrielle asintió vagamente. Ya no sabía qué creer.
—No me negarás —dijo Yolanda— que la Casa Blanca ha jugado con Sexton de forma brillante... enfilándolo por el sendero de la NASA, obligándole a pronunciarse y engatusándolo para que lo apostara todo por ese caballo.
«Toda la culpa es mía», pensó Gabrielle.
—Y el comunicado que acabamos de ver. Dios mío. ¡Ha sido digno de un genio! Aparte de la importancia del descubrimiento, la emisión ha sido sencillamente genial. ¿Intervenciones en vivo desde el Ártico? ¿Un documental de Michael Tolland? Buen Dios, ¿cómo pretendes competir contra eso? Zach Herney lo ha clavado esta noche. Por algo el tipo es Presidente.
«Y seguirá siéndolo durante otros cuatro años...»
—Tengo que volver al trabajo, Gabs —dijo Yolanda—. Tú quédate aquí sentada todo el tiempo que quieras. Recupera la compostura —añadió, dirigiéndose a la puerta—. Cariño, volveré a ver cómo sigues en unos minutos.
Cuando se quedó sola, Gabrielle bebió un poco de agua, que le supo a rayos. Todo le sabía a rayos. «Yo tengo la culpa de todo», pensó, intentando aliviar su conciencia recordándose todas y cada una de las tristes ruedas de prensa que había dado la NASA a lo largo del último año: los contratiempos de la estación espacial de la NASA, el aplazamiento del X-33, el fracaso de todas las naves enviadas a Marte, los continuos incumplimientos de presupuesto. Se preguntó qué podría haber hecho de forma distinta.
«Nada», se dijo. «Lo has hecho todo bien». Simplemente se le había vuelto en contra.
74
El atronador SeaHawk de la Marina había abandonado la base que la Fuerza Aérea tenía en Thule, en el norte de Groenlandia, bajo un estatus de operación secreta. Volaba bajo, fuera de la frecuencia de radar, cruzando los vientos de tormenta que azotaban las setenta millas de mar abierto. Luego, ejecutando las extrañas órdenes que habían recibido, los pilotos hicieron frente al viento y dejaron la nave suspendida sobre una serie de coordenadas preestablecidas sobre el océano desierto.
—¿Dónde debe tener lugar el encuentro? —gritó el copiloto, confundido. Habían recibido instrucciones de llevar un helicóptero con un cabestrante de rescate, por lo que pensaba enfrentarse a una operación de búsqueda y rescate.
—¿Estás seguro de que éstas son las coordenadas correctas?
Escrutó el mar picado con un foco de búsqueda, pero debajo de ellos no había nada excepto...
—¡Joder! —exclamó el piloto, tirando de la palanca de mando y ascendiendo bruscamente.
La negra montaña de acero emergió ante ellos de las olas sin previo aviso. Un inmenso submarino sin identificar soltó lastre y se elevó en medio de una nube de burbujas.
Los pilotos intercambiaron risas incómodas.
—Supongo que son ellos.
Como rezaban sus órdenes, la «Transacción» se llevó a cabo en un absoluto silencio radiofónico. Se abrió el portal de doble hoja situado en uno de los extremos de la nave y un marinero les hizo señales luminosas con un estroboscopio. El helicóptero se movió hasta quedar situado encima del submarino y soltó un arnés de rescate de tres plazas: se trataba básicamente de tres gazas cubiertas de goma sujetas a un cable retráctil. Sesenta segundos después, los tres «colgantes» desconocidos se balanceaban bajo el helicóptero, ascendiendo lentamente contra la fuerza del aire que despedían los rotores.
Cuando el copiloto por fin los izó a bordo —dos hombres y una mujer—, el piloto envió al submarino una señal luminosa de «todo en orden». Segundos más tarde, el enorme buque desapareció bajo el mar barrido por el viento sin dejar el menor rastro.
En cuanto los pasajeros estuvieron sanos y salvos a bordo, el piloto del helicóptero miró hacia delante, inclinó el morro del aparato y aceleró en dirección sur para completar la misión. La tormenta se cerraba rápidamente y aquellos tres desconocidos debían ser trasladados a la base de Thule para ser transferidos allí a un reactor. El piloto no tenía la menor idea de adonde se dirigían. Lo único que sabía era que sus órdenes venían de muy arriba y que estaba transportando una carga muy preciada.
75
Cuando la tormenta por fin estalló sobre la Milne, desatando toda su fuerza sobre el habisferio de la NASA, la cúpula se estremeció como sí fuera a elevarse del hielo y salir lanzada mar adentro. Los cables estabilizadores de acero tiraban, tensándose, de sus soportes, vibrando como enormes cuerdas de guitarra y emitiendo un triste lamento. Los generadores se estremecieron en el exterior y las luces parpadearon, amenazando con dejar la enorme sala a oscuras.
Lawrence Ekstrom, el director de la NASA, caminaba a grandes zancadas por el interior de la cúpula. Deseaba poder largarse de allí esa misma noche, pero eso iba a ser imposible. Se quedaría un día más, dando ruedas de prensa adicionales durante la mañana y supervisando los preparativos para transportar el meteorito a Washington. En ese momento lo que más deseaba era poder dormir un poco. Los inesperados problemas del día lo habían dejado agotado.
Una vez más, Ekstrom volvió a pensar en Wailee Ming, Rachel Sexton, Norah Mangor, Michael Tolland y Corky Marlinson. Algunos de los miembros del equipo de la NASA habían empezado a darse cuenta de que los civiles habían desaparecido.
«Relájate», se dijo Ekstrom. «Todo está controlado».
Respiró hondo, recordándose que en ese preciso instante el planeta entero estaba entusiasmado con la NASA y con el espacio. La vida extraterrestre no había resultado ser un tema tan excitante desde el famoso «Incidente Roswell», ocurrido en 1947, el supuesto aterrizaje de una nave extraterrestre en Roswell, Nuevo México, que seguía siendo, aún entonces, el santuario de millones de partidarios de la conspiración de los ovnis.
Durante los años que Ekstrom había estado trabajando en el Pentágono, había aprendido que el incidente Roswell no había sido más que un accidente militar durante una operación secreta llamada Proyecto Mogul: el vuelo de prueba de un globo espía diseñado para captar detonaciones atómicas rusas. Mientras se sometía a pruebas un prototipo se había salido de su ruta y se había estrellado en el desierto de Nuevo México. Desgraciadamente, un civil descubrió los restos del accidente antes que los militares.
El inocente ranchero William Brazel se había dado de bruces con un campo de despojos de neopreno radical sintetizado y metales ligeros que no se parecían a nada de lo que había visto hasta entonces. Inmediatamente llamó al jefe de policía. Los periódicos se hicieron eco de la historia de los extraños escombros y el interés público no tardó en aumentar. Azuzados ante la negativa de los militares, que se empeñaban en afirmar que aquellos escombros nada tenían que ver con ellos, los periodistas iniciaron sus investigaciones y el estatus secreto del Proyecto Mogul se vio gravemente amenazado. Y justo cuando todo apuntaba a que la delicada cuestión de un globo espía iba a ser revelada, ocurrió algo maravilloso.
Los medios de comunicación sacaron una conclusión inesperada. Decidieron que aquellos restos de materiales futuristas podían proceder únicamente de una fuente extraterrestre: criaturas mucho más avanzadas científicamente que los humanos. Desde luego, la negación del incidente por parte del estamento militar sólo podía tener una explicación: ¡el encubrimiento de un contacto con alienígenas! Aunque la Fuerza Aérea quedó desconcertada por esta nueva hipótesis, no tenía el menor interés por mirarle el diente a aquel caballo regalado. Hizo suya la historia de los alienígenas y la llevaron adelante. La sospecha por parte del mundo de que los alienígenas estaban visitando Nuevo México suponía una amenaza menor para la seguridad nacional que la de que los rusos se enteraran de la existencia del Proyecto Mogul.
Para avivar la historia de los alienígenas, la comunidad de inteligencia veló en secreto el incidente Roswell y empezó a orquestar «filtraciones de seguridad», es decir, discretas murmuraciones sobre contactos alienígenas, naves espaciales recuperadas e incluso un misterioso «Hangar 18» en la base aérea Wright-Patterson de Dayton, donde el gobierno conservaba cuerpos de alienígenas en hielo. El mundo se tragó la historia y la fiebre de Roswell arrasó el globo. Desde ese instante, siempre que un civil veía sin querer un nuevo prototipo de avión militar de Estados Unidos, la comunidad de inteligencia simplemente se limitaba a rescatar la vieja conspiración.
«¡No es un avión. Es una nave espacial alienígena!» A Ekstrom le parecía realmente increíble que aquel simple engaño todavía siguiera vigente. Cada vez que los medios de comunicación informaban de una repentina racha de avistamientos de ovnis, Ekstrom no podía contener la risa. Lo más probable era que algún civil afortunado hubiera vislumbrado uno de los rapidísimos cincuenta y siete aviones de reconocimiento sin tripulantes conocidos como Global Hawks: aviones rectangulares y dirigidos por control remoto que no se parecían a nada de lo que volaba en el cielo.
A Ekstrom le parecía patético que innumerables turistas todavía fueran en procesión al desierto de Nuevo México para escrutar el cielo nocturno con sus cámaras de vídeo. De vez en cuando, uno de ellos tenía la fortuna de capturar «imágenes indiscutibles» de un ovni: luces brillantes revoloteando en el cielo con mayor maniobrabilidad y velocidad que cualquiera de los aviones construidos por el hombre. De lo que esa gente no se daba cuenta era de que, naturalmente, existía un retraso de doce años entre lo que el gobierno podía construir y lo que el público sabía de ello. Esos observadores de ovnis simplemente estaban vislumbrando una de las unidades de la siguiente generación de aviones de Estados Unidos que se estaban desarrollando en el Área 51, gran parte de las cuales eran el caballo de batalla de los ingenieros de la NASA. Naturalmente, los responsables de inteligencia nunca hacían nada por corregir el error. Obviamente era preferible que el mundo leyera acerca de la visión de otro ovni que dejar que la gente estuviera al corriente de las verdaderas capacidades aéreas del Ejército de Estados Unidos.
«Pero ahora todo ha cambiado», pensó Ekstrom. Dentro de unas horas, el mito extraterrestre se convertirá en una realidad confirmada, para siempre.
—¿Director? —gritó un técnico de la NASA, apresurándose por el hielo tras él—. Tiene usted una llamada protegida urgente en el CSP.
Ekstrom suspiró y se giró. «¿Qué demonios pasa ahora?» Se dirigió al tráiler de comunicaciones. El técnico corría a su lado.
—Los tipos que controlan el radar en el CSP estaban intrigados, señor...
—¿Ah, sí? —respondió Ekstrom, cuya mente estaba todavía muy lejos de allí.
—¿Un submarino de esas dimensiones estacionado junto a la costa? Nos preguntábamos por qué no nos lo había mencionado.
Ekstrom levantó la mirada.
—¿Cómo dice?
—El submarino, señor. Al menos podría haber informado a los chicos del radar. Es comprensible que se doble la seguridad del litoral, pero ha cogido a nuestro equipo de radar totalmente desprevenido.
Ekstrom frenó en seco.
—¿Qué submarino?
El técnico también se detuvo. Obviamente, no esperaba la sorpresa del director.
—¿No forma parte de nuestra operación?
—¡No! ¿Dónde está?
El técnico tragó saliva.
—A unas tres millas de la costa. Lo detectamos con el radar por casualidad. Sólo ha salido a la superficie un par de minutos. Un bicho enorme. Tiene que ser uno de los grandes. Suponíamos que usted había pedido a la Marina que vigilara esta operación sin decírnoslo.
Ekstrom clavo en él la mirada.
—¡Por supuesto que no!
La voz del técnico vaciló.
—Bien, señor, entonces supongo que debería informarle de que un submarino se ha encontrado con una aeronave a poca distancia de la costa. Al parecer se ha realizado un intercambio de personal. De hecho, nos ha impresionado mucho que alguien intentara una maniobra vertical como ésa con este viento.
Ekstrom notó que se le tensaban los músculos. «¿Qué demonios hace un submarino junto a la costa de Ellesmere Island sin mi conocimiento?»
—¿Sabe usted qué dirección ha tomado el aparato después del encuentro?
—Ha vuelto a la base aérea de Thule. Supongo que para conectar con otro medio de transporte hacia el continente.
Ekstrom no volvió a hablar durante el resto del trayecto hasta el CSP. Cuando entró en la sofocante oscuridad del tráiler, percibió un conocido rasguño en la voz rasposa que oyó al otro lado de la línea.
—Tenemos un problema —dijo Tench, tosiendo al hablar—. Se trata de Rachel Sexton.
76
El senador Sexton no estaba seguro del tiempo que llevaba con la mirada perdida en el vacío cuando oyó los golpes. Cuando se dio cuenta de que el retumbar que le llenaba los oídos no era obra del alcohol sino de alguien que golpeaba la puerta de su apartamento, se levantó del sofá, escondió la botella de Courvoisier, y se dirigió al vestíbulo. —¿Quién es? —gritó, ya que no estaba de humor para visitas. La voz de su guardaespaldas anunció desde fuera la identidad de un invitado inesperado. Sexton recuperó la sobriedad inmediatamente. «Qué rápido». Había esperado no tener que mantener esa conversación hasta la mañana siguiente.
Después de dar un profundo suspiro y de retocarse el pelo, abrió la puerta. El rostro que tenía ante él le era más que familiar: duro y curtido a pesar de los setenta y tantos años del hombre. Sexton se acababa de encontrar con él esa misma mañana en el monovolumen blanco Ford Windstar, en el garaje de un hotel. «¿Ha sido esta mañana?», se preguntó. Dios, cuánto habían cambiado las cosas desde entonces.
—¿Puedo entrar? —preguntó el hombre de pelo oscuro.
Sexton se hizo a un lado, permitiéndole el paso al presidente de la Fundación para las Fronteras Espaciales.
—¿Ha ido bien la reunión? —le preguntó, cuando él cerraba la puerta.
«¿Que si ha ido bien?» Sexton se preguntó si aquel hombre vivía envuelto en un capullo de seda.
—Las cosas no podían ir mejor hasta que el Presidente ha aparecido en televisión.
El anciano asintió, al parecer disgustado.
—Sí. Una increíble victoria. Perjudicará enormemente nuestra causa.
«¿Perjudicar nuestra causa?» Eso sí que era optimismo. Con el triunfo que la NASA acababa de apuntarse esa noche, aquel tipo estaría muerto y enterrado antes de que la Fundación para las Fronteras Espaciales lograra sus objetivos de privatización.
—Durante años he sospechado que muy pronto tendríamos pruebas —dijo el anciano—. No sabía cómo ni cuándo, pero antes o después teníamos que saberlo con seguridad.
Sexton estaba perplejo.
—¿No le sorprende?
—Las matemáticas del cosmos prácticamente requieren otras formas de vida —dijo el hombre, dirigiéndose al estudio de Sexton—. No me sorprende que se haya producido este descubrimiento. Intelectualmente, estoy encantado. Espiritualmente, estoy maravillado. Políticamente, estoy muy disgustado. El momento no podía ser peor.
Sexton se preguntaba por qué hombre había ido a verle. Sin duda no era para animarle.
—Como ya sabe —le dijo el hombre—, las empresas que pertenecen a la FFE han invertido millones en intentar abrir la frontera del espacio a la iniciativa privada. Gran parte de ese dinero ha ido a parar a su campaña.
Sexton se vio repentinamente adoptando una actitud defensiva.
—¡Cómo iba yo a saber lo de esta noche! ¡Ha sido la Casa Blanca la que me ha espoleado a que atacara a la NASA!
—Sí. El Presidente ha jugado bien sus cartas. Sin embargo, puede que no todo esté perdido —añadió. Había un extraño destello de esperanza en los ojos del anciano.
«Debilidad senil», decidió Sexton. Todo estaba definitivamente perdido. Todas las cadenas de televisión hablaban en ese momento del hundimiento de la campaña de Sexton.
El anciano entró en el estudio, se sentó en el sofá y clavó sus cansados ojos en el senador.
—¿Recuerda usted los problemas que tuvo inicialmente la NASA con las anomalías del software a bordo del satélite EDOP? —le preguntó.
Sexton no podía ni imaginar adonde quería ir a parar el anciano. «¿Y qué más da eso ahora? ¡El EDOP ha encontrado un maldito meteorito con fósiles!»
—Si lo recuerda —le dijo—, el software de a bordo no funcionaba correctamente al principio. Ya se encargó usted de hacer que los medios de comunicación se hicieran eco de ello.
—¡Qué menos! —dijo Sexton, sentándose frente a él—. ¡Fue otro fracaso de la NASA!
El hombre asintió.
—Estoy de acuerdo con usted. Pero muy poco tiempo después, la NASA dio una rueda de prensa en la que anunció que había encontrado una solución al problema... una especie de apaño para el software.
En realidad Sexton no había visto la rueda de prensa, pero sí había oído que había sido breve y poco noticiable: el director del proyecto EDOP se limitó a dar una aburrida descripción técnica sobre cómo la NASA había solucionado un fallo menor en el software de detección de anomalías del EDOP y cómo lo había solucionado sin más problemas.
—Llevo observando el EDOP con gran interés desde que falló —dijo el hombre. Sacó una cinta de vídeo y fue hacia la televisión de Sexton. Metió la cinta en el reproductor—. Esto le interesará.
La cinta se puso en marcha. Mostraba la sala de prensa que la NASA tenía en su cuartel general de Washington. Un hombre elegantemente vestido había subido al podio y estaba saludando a la audiencia. El subtítulo que aparecía bajo el podio rezaba así:
CHRIS HARPER,
Director de Sección Satélite de Escaneo de Densidad Orbital Polar (EDOP)
Chris Harper era un hombre alto y refinado que hablaba con la tranquila dignidad propia de un norteamericano de descendencia europea que todavía se aferraba orgullosamente a sus raíces. Su acento era impecable. Se dirigía a la prensa seguro de sí, dando a los medios de comunicación malas noticias sobre el EDOP.
—Aunque el satélite EDOP está en órbita y funcionando perfectamente, tenemos un problema menor con los ordenadores de a bordo. Se trata de un pequeño error de programación por el que asumo toda la responsabilidad. Específicamente, el filtro del FIR muestra un índice de vóxel erróneo, lo que significa que el software de detección de anomalías del EDOP no está funcionando adecuadamente. Estamos trabajando para dar con una solución.
La multitud suspiró, al parecer acostumbrada a los fiascos de la NASA.
—¿Qué significa eso para la actual efectividad del satélite? —preguntó alguien.
Harper reaccionó como un auténtico profesional. Seguro de sí y directo al grano.
—Imagine un par de ojos en perfecto estado que carezcan de un cerebro en funcionamiento. Básicamente, el satélite del EDOP ve perfectamente, pero no tiene la menor idea de lo que está viendo. El propósito de la misión EDOP es buscar bolsas de deshielo en la masa polar, pero sin un ordenador que analice los datos de densidad que recibe de sus escáneres, el EDOP no sabe discernir dónde están los puntos de interés. Deberíamos tener resuelta la situación después de que la próxima misión de la lanzadera pueda llevar a cabo ciertos ajustes en el ordenador de a bordo.
Un gemido de decepción se elevó en la sala.
El anciano miró a Sexton.
—Presenta bastante bien las malas noticias, ¿no le parece, senador?
—Es de la NASA —gruñó Sexton—. Se dedican a eso.
La cinta de vídeo se quedó en blanco durante un instante y a continuación mostró otra rueda de prensa de la NASA.
—Esta segunda rueda de prensa —le dijo el anciano a Sexton— tuvo lugar hace sólo unas semanas. A última hora de la noche. Muy poca gente la vio. En esta ocasión, el doctor Harper está anunciando buenas noticias.
Apareció en pantalla la grabación. Esta vez, Chris Harper aparecía despeinado e inquieto.
—Es para mí un placer anunciar —dijo Harper, al parecer sintiéndose cualquier cosa menos encantado—, que la NASA ha encontrado una solución para el problema de software del satélite EDOP.
A continuación farfulló una explicación de la solución: algo relacionado con la redirección de los datos originales del EDOP y su envío a través de ordenadores situados aquí, en la Tierra, en vez de confiar en el ordenador colocado a bordo del EDOP. Todo el mundo pareció impresionado. Sonaba bastante factible y excitante. Cuando Harper terminó, la sala le dedicó una entusiasta ronda de aplausos.
—Entonces, ¿podemos esperar datos pronto? —preguntó alguien del público.
Harper asintió, sudoroso.
—En un par de semanas.
Más aplausos. Manos alzadas por toda la sala.
—Es todo lo que puedo decirles por ahora —dijo Harper con cara de enfermo mientras recogía sus papeles—. El EDOP funciona correctamente. Muy pronto tendremos datos —afirmó, abandonando el escenario casi a la carrera.
Sexton frunció el ceño. Tenía que reconocer que todo aquello resultaba muy raro. ¿Por qué parecía tan cómodo Chris Harper dando malas noticias y tan incómodo dando buenas noticias? Tendría que haber sido al contrario. De hecho, Sexton no había visto esa rueda de prensa, aunque sí había leído algo sobre la reparación del software. En aquel momento, la solución al problema se había tomado como una inconsecuente salvación de la NASA. La opinión pública siguió sin dejarse impresionar: el EDOP era otro proyecto de la NASA que había funcionado mal y que estaba siendo extrañamente reparado mediante una solución que distaba mucho de ser la ideal.
El anciano apagó la televisión.
—La NASA afirmó que el doctor Harper no se encontraba bien esa noche —dijo, antes de hacer una breve pausa—. Por mi parte, yo creo que Harper estaba mintiendo.
«¿Que Harper mentía?» Sexton miró fijamente a su interlocutor al tiempo que sus confusos pensamientos eran totalmente incapaces de dar con alguna explicación lógica que justificara el hecho de que Harper hubiera mentido sobre el software. Sin embargo, él mismo había contado en su vida bastantes mentiras como para reconocer a un mal mentiroso cuando lo veía. No podía dejar de admitir que el doctor Harper realmente parecía sospechoso.
—¿Es que no se da usted cuenta? —dijo el anciano—. Este pequeño anuncio que acaba de oír de Chris Harper es la rueda de prensa más importante de la historia de la NASA —afirmó, volviendo a hacer una pausa—. Esa oportuna solución al problema del software que acaba de describir es lo que ha permitido al EDOP encontrar el meteorito.
Sexton se devanaba los sesos. «¿Y usted cree que miente al respecto?»
—Pero si Harper mintió y el software del EDOP no funciona realmente, entonces, ¿cómo demonios ha podido la NASA encontrar el meteorito?
El anciano sonrió.
—Exacto.
77
La flota de aviones «repo» requisados en el transcurso de varias operaciones contra el tráfico de drogas por parte del Ejército de Estados Unidos constaba de más de una docena de jets privados, incluidos tres G4 reacondicionados para el transporte de VIPs militares. Media hora antes, uno de esos G4 había despegado de la rampa de Thule, elevándose con dificultad sobre la tormenta y dirigiéndose ahora hacia el sur en la noche canadiense con destino a Washington. A bordo, Rachel Sexton, Michael Tolland y Corky Marlinson tenían la cabina de ocho plazas para ellos solos. Parecían un maltrecho equipo deportivo con sus monos azules idénticos y sus gorras del U.S.S. Charlotte.
A pesar del rugido de los motores Grumman, Corky Marlinson dormía en la parte posterior de la cabina. Tolland estaba sentado cerca de la parte delantera, con aspecto de estar agotado y mirando al mar por la ventanilla. Rachel se hallaba a su lado, sabiendo que no podría dormir a pesar de haber tomado un sedante. En su cabeza no dejaba de darle vueltas al misterio del meteorito y a la conversación que había mantenido recientemente en la cámara insonorizada con Pickering. Antes de despedirse, éste le había dado dos preocupantes informaciones adicionales.
En primer lugar, Marjorie Tench afirmaba poseer una grabación de vídeo de la declaración privada de Rachel al personal de la Casa Blanca. Tench amenazaba ahora con utilizar la cinta como prueba si Rachel intentaba echarse atrás y renegar de su confirmación sobre los datos del meteorito. La noticia era particularmente preocupante porque Rachel había sido muy clara a la hora de decirle a Zach Herney que sus apuntes al personal de la Casa Blanca eran para uso exclusivo interno. Al parecer, Zach Herney había hecho caso omiso de esa petición.
La segunda noticia preocupante tenía que ver con el debate de la CNN al que su padre había asistido horas antes, esa misma tarde. Al parecer, Marjorie Tench había protagonizado una extraña aparición, obligando diestramente al senador Sexton a que se ratificara en su postura contra la NASA. Para ser más específicos, Tench le había obligado a proclamar con toda crudeza su escepticismo ante la posibilidad de que pudiera hallarse vida extraterrestre.
«¿Comerse el sombrero?» Eso es lo que Pickering había dicho que su padre había prometido hacer si la NASA llegaba a encontrar alguna vez vida extraterrestre. Rachel se preguntaba ahora cómo se las habría arreglado Tench para provocar aquella declaración tan propicia. Sin duda, la Casa Blanca había estado preparando el escenario con sumo cuidado, colocando implacablemente todas las fichas del dominó, preparándose para la gran caída de Sexton. El Presidente y Marjorie Tench, como un dúo de luchadores en el mismo equipo político, se habían lanzado a matar. Mientras el Presidente se mantenía dignamente fuera del cuadrilátero, Tench había entrado en él, colocando astutamente al senador para el golpe de gracia presidencial.
El Presidente le había dicho a ella que había pedido a la NASA que retrasara el anuncio del descubrimiento para ganar tiempo a fin de confirmar la exactitud de los datos. Ahora Rachel se daba cuenta de que la espera encerraba otras ventajas. El margen adicional había dado a la Casa Blanca tiempo para disponer la cuerda de la que el senador iba a colgarse.
Rachel no sentía ninguna simpatía por su padre. Sin embargo, se daba cuenta de que bajo la cálida y difusa apariencia del presidente Zach Herney se escondía un sagaz tiburón. Nadie se convertía en el hombre más poderoso del mundo sin ser poseedor de un instinto asesino. La cuestión era ahora saber si el tiburón era un inocente espectador... o un actor.
Rachel se levantó y estiró las piernas. Mientras se paseaba por el pasillo del avión, se sintió frustrada al ver que las piezas de aquel rompecabezas parecían tan contradictorias. Pickering, con la lógica que tanto le caracterizaba, había llegado a la conclusión de que el meteorito tenía que ser falso. Corky y Tolland, con seguridad científica, insistían en que el meteorito era auténtico. Lo único que Rachel sabía era lo que había visto: una roca chamuscada y fosilizada extraída del hielo.
Ahora, al pasar junto a Corky, miró al astrofísico, magullado después de la terrible experiencia que había sufrido en el hielo. La mejilla se le había desinflamado y los puntos tenían mejor aspecto. Estaba dormido y roncaba con sus rechonchas manos agarradas a la muestra del meteorito con forma de disco como si se tratara de algún tipo de manta de seguridad.
Rachel alargó la mano y le cogió suavemente la muestra de las manos. La sostuvo en alto, volviendo a estudiar los fósiles. «Deshazte de cualquier idea preconcebida», se dijo, obligándose a reorganizar sus ideas. «Reestablece la cadena de aclaración». Se trataba de un viejo truco de la ONR. Reconstruir una prueba desde la nada era un proceso conocido como «comienzo nulo»: algo que todos los analistas de datos practicaban cuando las piezas no encajaban del todo.
«Vuelve a reunir las pruebas».
Volvió a pasearse por el pasillo del avión.
«¿Representa esta piedra la prueba de vida extraterrestre?»
Rachel sabía perfectamente que una prueba era una conclusión construida a partir de una pirámide de hechos, una amplia base de información aceptada sobre la que se formulaban afirmaciones más específicas.
«Deshazte de toda suposición de base. Empieza de nuevo».
«¿Qué tenemos?»
Una roca.
Pensó en ello durante un instante. «Una roca. Una roca con criaturas fosilizadas». Volvió a la parte delantera del avión y tomó asiento junto a Michael Tolland.
—Mike, le propongo un juego.
Tolland apartó la mirada de la ventanilla. Parecía estar lejos de allí, concentrado en sus propios pensamientos.
—¿Un juego?
Rachel le dio la muestra del meteorito.
—Imaginemos que está viendo esta roca fosilizada por primera vez. Yo no le he dicho nada sobre el lugar del que procede ni sobre cómo fue encontrada. ¿Qué me diría usted que es?
Tolland soltó un suspiro desconsolado.
—Curioso que me lo pregunte. Acabo de tener una idea extrañísima...
A cientos de kilómetros de Rachel y de Tolland, un avión de extraño aspecto volaba a baja altitud hacia el sur sobre un océano desierto. A bordo, los miembros de la Delta Force guardaban silencio. Habían tenido que abandonar lugares a toda prisa con anterioridad, pero nunca así.
Su controlador estaba furioso.
Horas antes, Delta-Uno había informado al controlador de que acontecimientos inesperados en la plataforma de hielo no habían dejado a su equipo más opción que la de emplear la fuerza, una fuerza que había incluido matar a cuatro civiles, incluso a Rachel Sexton y a Michael Tolland.
El controlador reaccionó mostrándose totalmente conmocionado. A pesar de que era un recurso crítico autorizado, obviamente matar nunca había formado parte de su plan inicial.
Horas más tarde, el enfado del controlador a causa de las muertes se transformó en rabia declarada al enterarse de que los asesinatos no habían salido como estaba planeado.
—¿Que su equipo falló? —preguntó furioso, al tiempo que su andrógino tono de voz a duras penas disimulaba la rabia que le embargaba—. ¡Tres de sus objetivos siguen con vida!
«¡Imposible!», pensó Delta-Uno.
—Pero si fuimos testigos de...
—Lograron ponerse en contacto con un submarino y en este momento se dirigen a Washington.
—¿Qué?
El tono del controlador se volvió entonces letal.
—Escúcheme bien. Voy a darle nuevas órdenes. Y esta vez no fallará.
78
En aquel momento, el senador Sexton sentía un destello de esperanza mientras acompañaba a su inesperada visita al ascensor. Al final había resultado que el director de la FFE no había ido a verle para castigarle, sino para darle ánimos y decirle que la batalla todavía no estaba perdida.
«Una posible grieta en la armadura de la NASA». La cinta de vídeo con la extraña rueda de prensa de la NASA le había convencido de que el anciano tenía razón: Chris Harper, el director de la misión EDOP, mentía. «Pero ¿por qué? Y si la NASA nunca había reparado el software del EDOP, ¿cómo había podido encontrar el meteorito?»
Mientras se dirigían al ascensor, el anciano dijo: —A veces, lo único que hace falta para desvelar algo es un simple hilo. Quizá podamos encontrar la forma de minar la victoria de la NASA desde dentro. Sembrar una sombra de desconfianza. ¿Quién sabe a dónde nos puede llevar? —añadió el anciano, clavando sus ojos en Sexton—. No estoy dispuesto a tirar la toalla, senador. Y creo que usted tampoco.
—Por supuesto que no —dijo Sexton, reuniendo decisión en su voz—. Hemos llegado demasiado lejos.
—Chris Harper mintió sobre la reparación del EDOP —dijo el hombre al entrar en el ascensor—. Y tenemos que saber por qué.
—Conseguiré esa información lo antes que pueda —respondió Sexton. «Tengo a la persona adecuada para ello».
—Bien. Su futuro depende de eso.
Cuando Sexton regresaba a su apartamento, notaba su paso más ligero y la cabeza un poco más clara. «La NASA mintió acerca del EDOP». La única cuestión era ahora cómo probarlo.
Su mente se había concentrado ya en Gabrielle Ashe. Donde quiera que estuviera en ese instante, a buen seguro se sentía despreciable. Sin duda, Gabrielle había visto la rueda de prensa y estaba en la cornisa de algún edificio de la ciudad, a punto de lanzarse al vacío. Su propuesta de convertir la NASA en el asunto central de la campaña de Sexton había resultado el peor error de su carrera. «Está en deuda conmigo», pensó Sexton. «Y lo sabe». Gabrielle ya había demostrado que tenía un don para obtener los secretos de la NASA. «Tiene algún contacto», pensó Sexton. «Lleva semanas sacando información gracias a la ayuda de algún elemento interno de la Casa Blanca». Gabrielle tenía contactos que no compartía con él, contactos que podía utilizar para obtener información sobre el EDOP. Además, esa noche estaría motivada. Tenía una deuda que pagar, y Sexton sospechaba que haría cualquier cosa por recuperar su favor.
Cuando regresó a la puerta de su apartamento, su guardaespaldas le saludó con una inclinación de cabeza.
—Buenas noches, senador. Espero haber actuado correctamente dejando entrar a Gabrielle. Insistía en que era de vital importancia que hablara con usted.
Sexton se detuvo. —¿Cómo dice?
—La señorita Ashe. Hace un rato ha venido con información importantísima para usted. Por eso la he dejado entrar.
Sexton sintió que el cuerpo se le tensaba. Miró la puerta del apartamento. «¿De qué demonios está hablando este tipo?»
La cara del guardaespaldas era de perplejidad y preocupación. —Senador, ¿está usted bien? Se acuerda, ¿verdad? Gabrielle ha venido durante la reunión. Ha hablado con usted, ¿verdad? Tiene que haber hablado con ella. Ha estado bastante rato dentro.
Sexton siguió con la mirada clavada en el guardaespaldas durante un largo instante, notando que el pulso se le aceleraba a la velocidad del rayo. «¿Que este imbécil ha dejado entrar a Gabrielle en mi apartamento durante una reunión con la FFE?» ¿Y Gabrielle se había quedado dentro un buen rato para luego marcharse sin decir una palabra? Sexton apenas se atrevía a imaginar lo que podía haber oído. Se tragó la rabia y dedicó al guarda una sonrisa forzada.
—¡Ah, sí! Lo siento. Estoy agotado. Y además llevo un par de copas encima. La señorita Ashe y yo hemos hablado, sin duda. Ha hecho usted muy bien.
El guarda pareció aliviado.
—¿Ha dicho a dónde iba al marcharse?
El guarda negó con la cabeza.
—Tenía mucha prisa.
—De acuerdo, gracias.
Sexton entró al apartamento echando chispas. «¿Tan complicadas eran mis malditas órdenes? ¡Nada de visitas!» Tenía que dar por hecho que si Gabrielle había estado dentro durante un tiempo determinado para salir después a escondidas sin decir una sola palabra, a buen seguro había oído cosas que no tendría que haber oído. «Y tenía que ser justo esta noche».
El senador Sexton sabía ante todo que no podía permitirse perder la confianza de Gabrielle Ashe. Las mujeres podían volverse vengativas y estúpidas cuando se sentían decepcionadas. Necesitaba recuperarla. Esa noche, más que nunca, la necesitaba en su campo.
79
En la cuarta planta de los estudios de televisión de la ABC, Gabrielle Ashe seguía sentada sola en el despacho de paredes de cristal de Yolanda con la mirada perdida en la alfombra deshilachada. Siempre se había vanagloriado de su buen instinto y de saber en quién podía confiar. Ahora, por primera vez en años, se sentía sola y sin saber qué camino tomar.
El pitido del móvil le obligó a levantar la mirada de la alfombra. Respondió a regañadientes.
—Gabrielle Ashe.
—Gabrielle, soy yo.
Reconoció el timbre de la voz del senador Sexton enseguida, aunque sonaba sorprendentemente calmado teniendo en cuenta por lo que acababa de pasar.
—He tenido una noche espantosa —dijo el senador—, de modo que déjeme hablar. Estoy seguro de que ha visto la rueda de prensa del Presidente. Demonios, hemos apostado al caballo perdedor. Y me asquea pensarlo. Probablemente se culpe usted. No lo haga. ¿Quién demonios podría haberlo imaginado? No es culpa suya. En cualquier caso, escúcheme bien. Creo que existe una forma de volver a recuperarnos.
Gabrielle se levantó, incapaz de imaginar a qué podía estar refiriéndose Sexton. Aquello nada tenía que ver con la reacción que había imaginado.
—Esta noche he tenido una reunión —dijo Sexton— con representantes de las industrias espaciales privadas y...
—¿Ah, sí? —soltó Gabrielle, perpleja al oírle admitirlo—. Quiero decir... no tenía la menor idea.
—Sí... nada importante. Le habría pedido que estuviera presente, pero esos tipos son muy celosos de su privacidad. Algunos están donando dinero para mi campaña. No es algo que les guste anunciar.
Gabrielle se vio totalmente desarmada.
—Pero... ¿eso no es ilegal?
—¿Ilegal? ¡No, por Dios! Ninguno de los donativos supera los dos mil dólares. Son nimiedades. Aunque esos tipos apenas dan nada, escucho sus quejas. Llámelo inversión de futuro. Prefiero no decir nada al respecto porque, francamente, tampoco tiene demasiada importancia. Si la Casa Blanca se enterara, le sacaría todo el jugo posible. En cualquier caso, no es de eso de lo que quería hablarle. Le llamo para decirle que tras la reunión de esta noche, he hablado con el director de la FFE...
Durante varios segundos, y a pesar de que Sexton seguía hablando, lo único que Gabrielle podía percibir era que la sangre se le agolpaba en las sienes. Sin haber tenido que hacer la menor referencia al asunto, el senador había admitido sin inmutarse la reunión de esa noche con las compañías espaciales privadas. «Absolutamente legal». ¡Y pensar en lo que ella había estado a punto de hacer! Gracias a Dios que su amiga Yolanda la había detenido. «¡Casi he saltado al barco de Marjorie Tench!»
—... entonces le he dicho al director de la FFE —continuó zalamero el senador— que, sin duda, usted podría conseguirnos esa información.
Gabrielle volvió a la conversación.
—De acuerdo.
—El contacto del que ha estado obteniendo la información interna de la NASA durante estos últimos meses... supongo que todavía tiene acceso a él.
«Marjorie Tench». Gabrielle se encogió, sabiendo que nunca podría decirle al senador que el informador la había estado manipulando desde el principio.
—Hum... eso creo —mintió Gabrielle.
—Bien. Necesito que me dé cierta información. Ahora mismo.
Mientras le escuchaba, Gabrielle se dio cuenta de lo equivocada que había estado al subestimar al senador Sedgewick Sexton últimamente. Parte del lustre de aquel hombre se había evaporado desde que había empezado a seguir su carrera, pero esa noche, el senador lo había recuperado con creces. Ante lo que parecía ser el golpe mortal a su campaña, Sexton urdía un contraataque. Y, aunque había sido Gabrielle quien le había llevado por ese camino desfavorable, no la estaba castigando. En vez de eso, le estaba dando la oportunidad de redimirse.
Y eso es lo que iba a hacer.
A cualquier precio.
80
William Pickering miró por la ventana de su despacho a la lejana fila de farolas de la autopista Leesburg. A menudo, ahí de pie y solo en lo alto del mundo, pensaba en ella.
«Tanto poder... y no pude hacer nada por salvarla».
Diana, la hija de Pickering, había muerto en el Mar Rojo mientras estaba destinada a bordo de un pequeño barco escolta de la Marina, entrenándose para convertirse en oficial naval. Su barco estaba anclado en puerto seguro una soleada tarde cuando una lancha destartalada cargada de explosivos y maniobrada por dos terroristas suicidas atravesó lentamente el puerto y explotó al entrar en contacto con el casco del barco. Diana Pickering y otros trece jóvenes soldados norteamericanos habían resultado muertos ese día.
Él se quedó destrozado. La angustia lo embargó durante semanas. Cuando el ataque terrorista llevó hasta una conocida célula a la que la CIA nevaba intentando localizar sin éxito desde hacía años, la tristeza de Pickering se convirtió en rabia. Entró hecho una furia en el cuartel general de la CIA y exigió una explicación.
Le costó aceptar las respuestas que recibió.
Al parecer, la CIA estaba preparada para intervenir esa célula desde hacía meses y simplemente esperaba las fotografías de alta resolución para poder planear un ataque preciso al escondite que los terroristas tenían en las montañas de Afganistán. Las fotos debían haber sido tomadas por el satélite de la ONR al que se le había dado el nombre codificado de Vortex 2 y por el que se habían pagado mil doscientos millones de dólares, el mismo que había quedado destruido en la rampa de lanzamiento al explotar el cohete de la NASA. A causa del accidente sufrido por la agencia, el ataque de la CIA había sido pospuesto y ahora Diana Pickering estaba muerta.
La cabeza le decía a Pickering que la NASA no había sido directamente responsable de la muerte de su hija, pero al corazón le costaba perdonar. La investigación de la explosión de la nave reveló que los ingenieros de la NASA responsables del sistema de inyección de fuel se habían visto obligados a utilizar materiales de segunda mano en un esfuerzo por respetar el presupuesto del proyecto.
«Para los vuelos no pilotados —explicó Lawrence Ekstrom en una rueda de prensa—, la NASA tiene como objetivo primordial una relación prioritaria de coste-efectividad. En este caso, hay que reconocer que los resultados no fueron óptimos. Lo investigaremos».
«No fueron óptimos». Diana Pickering estaba muerta.
Además, y debido a que se trataba de un satélite espía, la opinión pública nunca se enteró de que la NASA había arruinado un proyecto de la ONR por un valor de 1,2 millones de dólares y, junto con él, indirectamente, numerosas vidas de norteamericanos.
—¿Señor? —dijo la voz de la secretaria de Pickering por el intercomunicador, sobresaltándole—. Línea uno. Es Marjorie Tench.
Pickering se sacudió de encima la modorra en la que había caído, y miró el teléfono. «¿Otra vez?» La luz parpadeante de la línea uno parecía palpitar con rabiosa urgencia. Frunció el ceño y cogió la llamada.
—Pickering.
La voz de Tench hervía de enojo.
—¿Qué le ha dicho?
—¿Cómo dice?
—Rachel Sexton se ha puesto en contacto con usted. ¿Qué le ha dicho? ¡Estaba en un submarino, por el amor de Dios! ¡Explíqueme eso!
Pickering se dio cuenta de inmediato de que negar el hecho no era una opción; Tench había hecho la tarea. Le sorprendió que hubiera descubierto lo del Charlotte, aunque al parecer había esperado a reaccionar hasta conseguir algunas respuestas.
—La señorita Sexton se ha puesto en contacto conmigo, sí.
Ha ordenado usted su traslado. ¿Y no se ha puesto en contacto conmigo?
—He ordenado su traslado. Eso es correcto. Todavía faltaban dos horas para que Rachel Sexton, Michael Tolland y Corky Marlinson llegaran a la base aérea de Bollings, una instalación cercana.
—¿Y aún así ha preferido no informarme? —Rachel Sexton ha hecho algunas acusaciones realmente inquietantes.
—¿En relación a la autenticidad del meteorito... y a cierto atentado contra su vida? —Entre otras cosas.
—Obviamente, está mintiendo.
—¿Es usted consciente de que está con dos personas más que corroboran su historia?
Tench guardó silencio.
—Sí. Resulta de lo más inquietante. La Casa Blanca está muy preocupada por sus afirmaciones.
—¿La Casa Blanca o sólo usted?
El tono de Tench se volvió afilado como una navaja. —En lo que a usted concierne, director, esta noche no hay ninguna diferencia.
Pickering no se dejó impresionar. Estaba acostumbrado a ver cómo fanfarrones políticos y el personal de apoyo intentaban establecer asideros desde los que imponerse a la comunidad de inteligencia. Pocos plantaban tanta batalla como Marjorie Tench.
—¿Sabe el Presidente que me está llamando?
—Francamente, director, me cuesta creer que haya dado el menor crédito a esos disparates dignos de lunáticos. «No ha contestado a mi pregunta».
—No veo ninguna razón lógica para que esta gente mienta. O bien debo asumir que dicen la verdad o que han cometido un error, movidos por una honradez incuestionable.
—¿Un error? ¿Afirmando haber sido atacados? ¿Hablando de falsificaciones en los datos del meteorito que la NASA nunca ha visto? ¡Por favor! Esto es una clara maniobra política.
—De ser así, los motivos se me escapan.
Tench soltó un profundo suspiro y bajó la voz. —Director, quizá no sea usted consciente de lo que hay en juego. Podemos hablar de ello en profundidad más tarde, pero en este momento necesito saber dónde están la señorita Sexton y los demás. Necesito llegar al fondo de este asunto antes de que causen daños irreparables. ¿Dónde se encuentran?
—Ésa es una información que de momento prefiero no revelar. Me pondré en contacto con usted en cuanto lleguen.
—Error. Estaré allí para recibirles cuando lleguen. «¿Usted y cuántos agentes secretos más?», se preguntó Pickering.
—Si le digo la hora y el lugar de llegada, ¿tendremos la oportunidad de charlar como amigos o tiene usted intención de hacer que un ejército privado los detenga?
—Esa gente supone una amenaza directa contra el Presidente. La Casa Blanca está en todo su derecho de detenerlos e interrogarlos.
Pickering sabía que Tench tenía razón. Amparados por el Artículo 18, Sección 3.056, de la Constitución de Estados Unidos, los agentes del Servicio Secreto pueden llevar armas de fuego, utilizarlas para matar en caso necesario y llevar a cabo detenciones «injustificadas» simplemente si sospechan que una persona ha cometido o tiene intención de cometer un delito o cualquier acto de agresión contra el Presidente. El Servicio Secreto tenía carta blanca. Los detenidos habituales solían ser indeseables que merodeaban alrededor de la Casa Blanca o bien escolares que se divertían enviando e-mails con amenazas.
Pickering no tenía la menor duda de que podrían justificar llevarse a Rachel Sexton y a los demás al sótano de la Casa Blanca y mantenerlos allí encerrados indefinidamente. Sería una jugada peligrosa, pero estaba claro que Tench se daba cuenta de que también arriesgaba mucho. La cuestión era saber lo que ocurriría a continuación si Pickering permitía que Tench se hiciera con el control de la situación. No tenía la menor intención de averiguarlo.
—Haré lo que sea necesario —declaró Tench— para proteger al Presidente de falsas acusaciones. La mera implicación de juego sucio sembrará una pesada sombra sobre la Casa Blanca y la NASA. Rachel Sexton ha abusado de la confianza que el Presidente puso en ella y yo no tengo la menor intención de ver cómo el Presidente paga por ello.
—¿Y si solicito que se permita a la señorita Sexton presentar su caso ante una comisión de investigación oficial?
—¡En ese caso estaría usted desobedeciendo una orden presidencial directa y dando a la señorita Sexton una plataforma desde la que provocar un maldito desastre político! Se lo preguntaré una vez más, director: ¿Adonde los ha enviado?
Pickering soltó un largo suspiro. Le dijera o no que el avión se dirigía a la base aérea de Bollings, sabía que ella tenía los medios necesarios para averiguarlo. La cuestión era saber si lo iba a hacer o no. A juzgar por la determinación que reflejaba la voz de la mujer, Pickering intuyó que nada la iba a detener. Marjorie Tench estaba asustada.
—Marjorie —dijo Pickering con una inconfundible claridad de tono—. Hay alguien que no me está diciendo la verdad. De eso estoy seguro. O bien Rachel Sexton y esos dos científicos civiles... o es usted. Y creo que es usted.
Tench estalló. —¿Cómo se atreve...?
—Su indignación no me conmueve, de modo que ahórresela. Debería usted saber que tengo pruebas fehacientes de que el comunicado emitido por la NASA y la Casa Blanca es falso.
De pronto, Tench guardó silencio.
Pickering dejó que se devanara los sesos durante un instante. —Tengo tan poco interés como usted en provocar una debacle política. Pero se han dicho mentiras, y las mentiras terminan por descubrirse. Si quiere mi ayuda, debería empezar por ser sincera conmigo. Tench parecía tentada de acceder, aunque recelosa.
—Si está tan seguro de que se han dicho mentiras, ¿por qué no ha tomado ninguna medida al respecto?
—No me inmiscuyo en cuestiones políticas.
Tench farfulló algo que sonó muy similar a «Y una mierda».
—¿Está usted intentando decirme, Marjorie, que el comunicado que el Presidente ha dado a conocer esta noche ha sido absolutamente veraz?
Se produjo un largo silencio en la línea. Pickering sabía que la tenía pillada.
—Escuche, ambos sabemos que esto es una bomba de relojería a punto de estallar. Pero todavía no es demasiado tarde. Podemos llegar a algunos compromisos.
Tench siguió sin decir nada durante varios segundos. Finalmente, suspiró.
—Deberíamos vernos.
«La tengo», pensó Pickering.
—Hay algo que quiero mostrarle —dijo Tench—. Y creo que ayudará a aclarar este asunto.
—Iré a verla a su despacho.
—No —dijo Tench apresuradamente—. Ya es tarde. Su presencia aquí levantaría sospechas. Prefiero que todo este asunto quede entre nosotros.
Pickering leyó entre líneas. «El Presidente no sabe nada de esto».
—Puede venir aquí, si lo desea —dijo.
Tench pareció desconfiar. —Encontrémonos en algún lugar discreto.
Pickering había esperado algo así.
—El monumento a Franklin Delano Roosevelt queda cerca de la Casa Blanca —dijo Tench—. Sin duda estará desierto a esta hora de la noche.
Pickering lo pensó unos segundos. El monumento a FDR estaba a mitad de camino entre los monumentos a Jefferson y a Lincoln, en una parte de la ciudad extremadamente segura. Tras una larga pausa, Pickering accedió.
—Nos encontraremos allí dentro de una hora —dijo Tench, despidiéndose—. Y venga sólo.
En cuanto colgó, Marjorie Tench llamó a Ekstrom, el director de la NASA. La voz de Tench sonaba tensa mientras iba relatando la mala noticia.
—Pickering podría ser un problema.
81
De pie frente al escritorio de Yolanda Colé en la sala de producción de la ABC, marcando el número de información telefónica, Gabrielle Ashe estaba rebosante de esperanza renovada.
De confirmarse, las acusaciones que Sexton acababa de compartir con ella contaban con un potencial impactante. ¿Que la NASA había mentido sobre el EDOP? Gabrielle había visto la rueda de prensa y recordó que le había parecido extraña, aunque se había olvidado de ella por completo. El EDOP no era una cuestión vital unas semanas antes. Esa noche, sin embargo, se había convertido en la cuestión por excelencia.
Sexton necesitaba ahora información interna y la necesitaba rápido. Esperaba que su «informador» se la consiguiera. Y ella le había asegurado al senador que haría todo lo que estuviera en su mano. Naturalmente, el problema era que su informador era Marjorie Tench, la cual no iba a ser de ninguna ayuda. Así que tendría que conseguir la información de algún otro modo.
—Información telefónica —dijo la voz al otro lado de la línea. Gabrielle le dijo lo que necesitaba. La operadora le proporcionó el número de tres hombres llamados Chris Harper en Washington. Gabrielle lo intentó con los tres.
El primer número correspondía a un despacho de abogados. En el segundo no contestó nadie. El tercero sonaba ya. Respondió una mujer al primer timbre. —Residencia Harper.
—¿Señora Harper? —dijo Gabrielle lo más cortésmente que pudo—. Espero no haberla despertado.
—¡Por Dios, no! No creo que nadie pueda dormir esta noche. La señora Harper parecía excitada. Gabrielle pudo oír la televisión a lo lejos. Cobertura del meteorito.
—Supongo que querrá usted hablar con Chris. A Gabrielle se le aceleró el pulso.
—Sí, señora.
—Pues me temo que no está en casa. Ha salido corriendo al trabajo en cuanto el Presidente acabó de leer el comunicado —dijo la mujer, riéndose por lo bajo—. Aunque, naturalmente, dudo que nadie esté trabajando ahora. Será, más que nada, una fiesta. El comunicado le ha pillado por sorpresa, ya sabe. De hecho, ha sido una sorpresa para todos. El teléfono lleva toda la noche sonando. Apuesto a que a estas alturas todo el equipo de la NASA ya está allí.
—¿En el complejo de E Street? —preguntó Gabrielle, dando por hecho que la mujer se refería al edificio principal de la NASA.
—Eso es. Llévese un gorro de fiesta.
—Gracias. Le localizaré allí.
Gabrielle colgó. Corrió a la sala de producción, donde encontró a Yolanda, que acababa de terminar de preparar a un grupo de expertos en el espacio que estaban a punto de ofrecer un entusiasta análisis sobre el meteorito.
Yolanda sonrió al verla acercarse.
—Tienes mejor aspecto —dijo—. ¿Estás empezando a ver la luz?
—Acabo de hablar con el senador. Su reunión de esta noche no era lo que yo pensaba.
—Ya te he dicho que Tench estaba jugando contigo. ¿Cómo se ha tomado el senador la noticia del meteorito?
—Mejor de lo que imaginaba.
Yolanda pareció sorprendida.
—Y yo que creía que a estas alturas ya se habría tirado delante de algún autobús.
—Dice que puede que haya alguna pega en los datos facilitados por la NASA.
Yolanda soltó un resoplido de duda.
—¿Ha visto la misma rueda de prensa que he visto yo? ¿Cuánta más confirmación y reconfirmación puede llegar alguien a necesitar para convencerse?
—Me voy a la NASA a comprobar algo.
Las cejas perfiladas de Yolanda se arquearon, dibujando un par de arcos admonitorios.
¿La mano derecha del senador Sexton va a entrar en el edificio central de la NASA? ¿Esta noche? ¿Has oído hablar de la lapidación pública?
Gabrielle le habló de las sospechas de Sexton que apuntaban a que Chris Harper, el director de sección del EDOP había mentido sobre la reparación del software de detección de anomalías.
Sin duda Yolanda no se lo creyó.
—Cubrimos esa rueda de prensa, Gabs, y debo admitir que esa noche Harper no era el mismo, pero la NASA dijo que se encontraba bastante mal.
—El senador Sexton está convencido de que mintió. Hay otros que también lo están. Gente poderosa.
—Si el software de detección de anomalías del EDOP no fue reparado, ¿cómo pudo el EDOP localizar el meteorito?
«Exactamente lo mismo que dijo Sexton», pensó Gabrielle.
—No lo sé. Pero el senador quiere que le proporcione algunas respuestas.
Yolanda sacudió la cabeza.
—Sexton te está enviando a la boca del lobo mientras él hace castillos en el aire. No vayas. No le debes nada.
—Le he jodido la campaña.
—No, es la mala suerte lo que le ha jodido la campaña.
—Pero si el senador está en lo cierto sobre que el director de sección del EDOP mintió...
—Cariño, si el director de sección del EDOP mintió al mundo, ¿qué te hace pensar que a ti te dirá la verdad?
Gabrielle había pensado en eso y estaba ya formulando su plan.
—Si encuentro alguna historia, te llamaré.
Yolanda soltó una carcajada escéptica.
—Si encuentras alguna historia, me como el sombrero.
82
«Olvide todo lo que sabe sobre esta muestra de roca».
Aunque Michael Tolland llevaba un rato debatiéndose contra sus propias e inquietantes reflexiones acerca del meteorito, ahora, al tener que hacer frente a las meticulosas preguntas de Rachel Sexton, sentía que el asunto le provocaba una desazón añadida. Bajó la mirada hacia el fragmento de roca que tenía en la mano.
«Imagina que alguien te la ha dado sin darte la menor explicación sobre dónde la ha encontrado ni de lo que es. ¿Qué dirías?»
Aunque Tolland sabía perfectamente que la pregunta de Rachel iba con segundas, como ejercicio analítico resultaba muy significativa. Si descartaba todos los datos que le habían proporcionado a su llegada al habisferio, Tolland tenía que reconocer que su análisis de los fósiles estaba profundamente influido por una única premisa: que la roca en la que habían sido hallados los fósiles era un meteorito.
«¿Y si NO le hubieran hablado del meteorito?», se preguntó. Aunque todavía era incapaz de dar con otra explicación, se permitió la libertad de deshacerse hipotéticamente del «meteorito» como presuposición. Al hacerlo, los resultados fueron hasta cierto punto preocupantes. Ahora Tolland y Rachel, a los que se unió un aturdido Corky Marlinson, discutían sus ideas.
—Entonces —repetía Rachel con voz intensa—, Mike, según usted si alguien le hubiera dado esta roca fosilizada sin ninguna explicación adicional, no le cabría más alternativa que concluir que es una roca terrestre.
—Por supuesto —respondió Tolland—. ¿Qué otra cosa podría concluir? Es mucho más arriesgado afirmar que has encontrado vida extraterrestre que afirmar que has encontrado un fósil perteneciente a alguna especie terrestre todavía por descubrir. Los científicos descubren docenas de especies nuevas todos los días.
—¿Piojos de un metro? —preguntó Corky, que ahora sonaba incrédulo—. ¿De verdad creerías que un insecto así procede de la Tierra?
—Quizá no ahora —respondió Tolland—, pero la especie no tiene por qué estar necesariamente viva en la actualidad. Es un fósil. Data de ciento noventa millones de años. Aproximadamente la edad de nuestro Jurásico. Muchos fósiles prehistóricos son criaturas enormes que nos asombran cuando descubrimos sus restos fosilizados: enormes reptiles alados, dinosaurios, pájaros.
—No creas que me las quiero dar de físico, Mike —dijo Corky—, pero advierto un grave fallo en tu argumentación. Las criaturas prehistóricas que acabas de mencionar (los dinosaurios, los reptiles y los pájaros) tienen esqueletos internos, lo cual les otorga la capacidad de alcanzar grandes dimensiones a pesar de la gravedad de la Tierra. Pero este fósil... —cogió la muestra y la sostuvo en alto—, estos bichos tienen exoesqueletos. Son artrópodos. Insectos. Tú mismo dijiste que un insecto de estas dimensiones sólo podía haber evolucionado en un entorno de baja gravedad. De otro modo, su esqueleto externo se habría derrumbado bajo su propio peso.
—Correcto —dijo Tolland—. Esta especie se habría derrumbado bajo su propio peso de haber caminado sobre nuestro suelo.
En una mueca de fastidio, la frente de Corky se llenó de arrugas. —Bueno, Mike, entonces, a menos que algún hombre de las cavernas tuviera una granja de piojos antigravitatoria, no sé cómo puedes llegar a la conclusión de que un insecto de un metro de longitud sea de origen terrestre.
Tolland sonrió para sus adentros cuando pensó que Corky estaba pasando por alto un dato muy simple.
—De hecho, hay otra posibilidad —dijo, mirando a su amigo a los ojos—. Estás acostumbrado a mirar hacia arriba, Corky. Mira hacia abajo. Existe un abundante entorno antigravitatorio aquí en la Tierra. Y lleva aquí desde tiempos prehistóricos.
Corky lo miró fijamente. —¿De qué demonios estás hablando? Rachel también parecía sorprendida.
Tolland señaló por la ventana al mar que, a la luz de la luna, brillaba bajo el avión. —El océano.
Rachel soltó un silbido sordo. —Claro.
—El agua es un entorno de baja gravedad —explicó Tolland—.
Todo pesa menos bajo el agua. El océano alberga enormes criaturas frágiles que jamás podrían existir en la Tierra firme: medusas, calamares gigantes, anguilas.
Corky asintió, aunque imperceptiblemente.
—Muy bien, pero el océano prehistórico nunca contuvo insectos gigantes.
—Ya lo creo que sí. Y, de hecho, todavía los contiene. La gente los come a diario. Son un manjar en muchos países.
—Mike, ¿quién demonios come insectos de mar gigantes?
—Todos los que comen langostas, cangrejos y gambas.
Corky clavó la mirada en él.
—Los crustáceos, de hecho, son básicamente insectos marinos gigantes —explicó Tolland—. Un suborden de los phylum Arthropoda: los piojos, los cangrejos, las arañas, los insectos, los saltamontes, los escorpiones, las langostas... están todos relacionados entre sí. Todos son especies con apéndices articulados y esqueletos externos.
De pronto, Corky pareció enfermar.
—Desde una perspectiva basada en la clasificación, se parecen mucho a los insectos —explicó Tolland—. Los cangrejos de herradura se parecen a trilobites gigantes. Y las pinzas de una langosta se parecen a las de un gran escorpión.
Corky se puso verde.
—De acuerdo. No pienso volver a probar los rollitos de langosta.
Rachel parecía fascinada.
—Entonces, los artrópodos terrestres no crecen mucho porque la gravedad selecciona la pequeñez de forma natural. Pero en el agua sus cuerpos tienden a flotar, de modo que pueden alcanzar un gran tamaño.
Exacto —dijo Tolland—. Un cangrejo rey de Alaska podría ser clasificado erróneamente como una araña gigante si dispusierais de evidencias de fósiles limitadas.
El entusiasmo de Rachel pareció en ese momento dar paso a la preocupación.
—Mike, dejando a un lado la aparente autenticidad del meteorito, ¿cree usted que los fósiles que vimos en la playa podían proceder del océano? ¿Del océano de la Tierra?
Tolland sintió la franqueza de su mirada y fue consciente del verdadero peso de su pregunta.
—Hipotéticamente, tendría que decir que sí. El suelo del océano contiene secciones que datan de ciento noventa millones de años. La misma edad que la de los fósiles. Y, teóricamente, los océanos podrían haber contenido formas de vida con este aspecto.
—¡Oh, vamos! —se burló Corky—. No puedo creer lo que estoy oyendo. ¿Dejando a un lado la autenticidad del meteorito? El meteorito es irrefutable. Incluso aunque la Tierra contenga suelo oceánico de la misma edad que el meteorito, no existe la menor duda de que no tenemos suelo oceánico que disponga de corteza de fusión, un contenido de níquel anómalo y cóndrulos. No sigáis por ahí.
Tolland sabía que Corky estaba en lo cierto. Sin embargo, imaginarse los fósiles como criaturas marinas había provocado que disminuyera la admiración que sentía por ellos. Ahora le parecían en cierto modo más familiares.
—Mike —dijo Rachel—. ¿Por qué ninguno de los científicos de la NASA se planteó la posibilidad de que estos fósiles pudieran ser criaturas oceánicas? ¿Incluso de un océano de otro planeta?
—En realidad, por dos razones. Las muestras de fósiles pelágicos, los que proceden del suelo oceánico, tienden a exhibir una plétora de especies entremezcladas. Cualquier cosa que viva en los millones de metros cúbicos de vida sobre el suelo oceánico morirá en su día y se sumergirá hasta el fondo. Esto significa que el suelo oceánico se convierte en un cementerio para las especies que habitan todos los entornos de profundidad, presión y temperatura. Sin embargo, la muestra hallada en la plataforma Milne estaba limpia... conformada por una única especie. Era más parecido a algo que podríamos encontrar en el desierto. Por ejemplo, una prole de animales similares enterrados por una tormenta de arena. Rachel asintió.
—¿Y la segunda razón que le llevó a decidirse por la tierra y no por el mar?
Tolland se encogió de hombros.
—Puro instinto. Los científicos siempre han creído que de haber vida en el espacio, estaríamos hablando de insectos. Y, por lo que he observado del espacio, ahí fuera hay más rocas y basura que agua.
Rachel guardó silencio.
—Aunque... —añadió Tolland. Rachel le había dado qué pensar—. Reconozco que hay zonas muy profundas del suelo oceánico a las que los oceanógrafos llaman zonas muertas. No llegamos a comprenderlas del todo, pero son áreas en las que, por el tipo de corriente y de fuentes de alimento, nada sobrevive. Únicamente unas pocas especies de basureros que habitan el fondo. Así pues, desde esa perspectiva, supongo que un fósil de una sola especie no es un imposible.
—¿Perdón? —gruñó Corky—. ¿Recuerdas la corteza de fusión? ¿El nivel medio de contenido de níquel? ¿Los cóndrulos? ¿Qué diantre estamos haciendo hablando de esto?
Tolland no respondió.
—La cuestión del valor medio de níquel —le dijo Rachel a Corky—. Explíquemelo de nuevo. ¿El contenido de níquel en las rocas de la Tierra es o muy alto o muy bajo, pero en los meteoritos el contenido de níquel está en un registro específico medio?
Corky asintió. —Exacto.
—Entonces, ¿el contenido de níquel de esta muestra está exactamente dentro de los límites de los valores esperados?
—Muy cerca, sí.
Rachel pareció sorprendida.
—Un momento. ¿Cómo que muy cerca? ¿Qué se supone que significa eso?
Corky pareció exasperarse.
—Como ya le he explicado antes, todas las mineralogías de los meteoritos son distintas. A medida que los científicos encontramos nuevos meteoritos, nos vemos obligados a actualizar nuestros cálculos sobre cuál es el contenido de níquel aceptable para ellos.
Rachel parecía perpleja, todavía sosteniendo la muestra en alto. Entonces, ¿este meteorito le obligó a reevaluar el nivel de níquel presente en un meteorito que hasta el momento consideraba aceptable? ¿Caía fuera del registro de contenido medio de níquel establecido?
—Sólo ligeramente —contraatacó Corky.
—¿Por qué nadie lo mencionó?
—Porque no es importante. La astrofísica es una ciencia dinámica en constante actualización.
—¿Durante un análisis de increíble importancia?
—Escuche —dijo Corky soltando un bufido de enojo—. Puedo asegurarle que el contenido de níquel de esa muestra está muchísimo más próximo a otros meteoritos que a cualquier roca terrestre. Rachel se giró hacia Tolland.
—¿Estaba usted al corriente de esto?
Tolland asintió a regañadientes. En aquel momento no le había parecido una cuestión que hubiera que tener en cuenta.
—Me dijeron que este meteorito mostraba un contenido en níquel ligeramente más alto que el observado en otros meteoritos, pero los especialistas de la NASA no parecieron preocupados por ello.
—¡Y con razón! —intervino Corky—. La prueba mineralógica no demuestra que el contenido en níquel sea similar al de un meteorito, sino que es distinto al de las rocas terrestres.
Rachel negó con la cabeza.
—Lo siento, pero en mi trabajo ésa es la clase de lógica errónea por la que muere gente. Decir que una roca no es similar a nada de lo que hay en la Tierra no prueba que se trate de un meteorito. Simplemente prueba que no se parece a nada de lo que hemos visto aquí.
—¿Y cuál es la diferencia?
—Ninguna —dijo Rachel—. Siempre que haya visto usted todas y cada una de las rocas de la Tierra.
Corky guardó silencio durante un instante. —De acuerdo —dijo por fin—. Ignore el contenido de níquel si eso la inquieta. Todavía nos queda una perfecta corteza de fusión y los cóndrulos.
—Claro —dijo Rachel, al parecer en absoluto impresionada—.
Dos de tres no está mal.
83
La estructura que alberga el cuartel general de la NASA es un mastodóntico rectángulo de cristal situado en el número 300 de E Street, en Washington D.C. El edificio está conformado por un entramado de más de trescientos cincuenta kilómetros de cables y miles de toneladas de procesadores informáticos. Da cabida a mil ciento treinta y cuatro funcionarios que controlan el presupuesto anual de quince mil millones de dólares de la NASA y las operaciones diarias de las doce bases que la agencia tiene en todo el país.
A pesar de la hora, a Gabrielle no le sorprendió ver el vestíbulo del edificio rebosante de gente, ya que allí habían coincidido excitados equipos periodistas, junto con personal de la NASA aún más excitado. Gabrielle entró apresuradamente. La entrada al edificio parecía un museo espectacularmente dominado por réplicas a tamaño natural de las cápsulas y satélites de misiones famosas suspendidas del techo. Los equipos de televisión se habían instalado en el impecable suelo de mármol, captando a los empleados que entraban por la puerta con ojos como platos.
Gabrielle escrutó la multitud, pero no vio a nadie parecido a Chris Harper, el director de misión del EDOP. La mitad de la gente que había en el vestíbulo tenía pases de prensa y la otra mitad llevaba identificaciones con foto de la NASA colgadas del cuello. Ella no tenía ni lo uno ni lo otro. Vio a una joven con una identificación de la agencia al cuello y corrió hacia ella.
—Hola. Busco a Chris Harper.
La mujer le dedicó una extraña mirada, como si la reconociera de algún sitio y no lograra saber de dónde.
—He visto pasar al doctor Harper hace un rato. Creo que ha subido. ¿Nos conocemos?
—Me parece que no —dijo Gabrielle, dando media vuelta—. ¿Cómo puedo subir?
—¿Trabaja usted en la NASA?
—No.
—Entonces no puede subir.
—Oh. ¿Hay algún teléfono que pueda usar para...?
—Oiga —dijo la mujer, que de pronto parecía enojada—. Ya sé quién es usted. La he visto en televisión en compañía del senador Sexton. No puedo creer que haya tenido el valor de...
Gabrielle ya se había marchado, desapareciendo entre la multitud. A su espalda, pudo oír cómo la mujer iba diciendo, enfadada, que la había visto allí.
«Genial. Hace sólo dos segundos que he entrado por la puerta y ya estoy en la lista de los más buscados».
Mantuvo la cabeza gacha mientras se dirigía a toda prisa hacia la parte más alejada del vestíbulo. Había un directorio del edificio en la pared. Escrutó los listados, buscando a Chris Harper. Nada. El directorio no mostraba ningún nombre. Estaba ordenado por departamentos.
«¿EDOP?», se preguntó, escudriñando la lista en busca de algo que tuviera alguna relación con el Escáner de Densidad Polar Orbital. No vio nada. Tenía miedo de mirar por encima del hombro, no fuera que un grupo de indignados empleados de la NASA estuviera a punto de lapidarla. Lo único que vio en la lista que parecía remotamente prometedor estaba en la cuarta planta:
EMPRESA DE CIENCIAS DE LA TIERRA, FASE II
Sistema de Observación de la Tierra (SOT)
Sin mirar a la multitud, Gabrielle se dirigió hacia una zona que albergaba una batería de ascensores y una fuente. Buscó los botones para llamarlos, pero sólo vio ranuras. «Maldición». Los ascensores estaban perfectamente controlados: sólo los empleados tenían tarjetas de identificación de acceso.
Un grupo de jóvenes que hablaban eufóricos se acercó corriendo. Llevaban al cuello identificaciones con foto de la NASA. Gabrielle se inclinó rápidamente sobre la fuente, mirando hacia atrás. Un hombre de rostro pecoso insertó su identificación en la ranura y abrió la puerta del ascensor. Se reía, sacudiendo la cabeza, maravillado.
—¡Los del BIE deben de estar volviéndose locos! —dijo mientras todos entraban en el ascensor—.¡Hace veinte años que sus equipos de rastreo buscan campos flotantes por debajo de doscientos millijaskis y resulta que la prueba física ha estado enterrada bajo el hielo, aquí en la Tierra, todo este tiempo!
Las puertas del ascensor se cerraron y los hombres desaparecieron.
Gabrielle se incorporó, secándose la boca y preguntándose qué ¡podía hacer. Miró a su alrededor, intentando dar con algún teléfono que comunicara con las distintas oficinas del edificio. Nada. Se preguntó si habría algún modo de hacerse con alguna tarjeta de acceso, pero algo le decía que aquella no era una buena táctica. Hiciera lo ¡que hiciera, sabía que tenía que actuar con rapidez. Vio a la mujer con la que había hablado en el vestíbulo moverse entre la multitud con un oficial de seguridad de la NASA.
Un hombre calvo y elegante pasó a su lado, apresurándose hacia los ascensores. Gabrielle volvió a inclinarse sobre la fuente. El hombre no pareció percatarse de su presencia. Ella lo observó en silencio mientras él insertaba su tarjeta de identificación en la ranura. Las puertas de otro ascensor se abrieron y el hombre entró en él.
«A la mierda», pensó Gabrielle, decidiéndose. «Ahora o nunca».
Cuando las puertas del ascensor ya se cerraban, se apartó de la fuente y corrió hacia allí, alargando la mano e impidiendo que lo hicieran. Entonces volvieron a abrirse y ella entró con el rostro radiante de entusiasmo.
—¿Alguna vez había visto algo así? —le soltó al sorprendido hombre calvo—. ¡Dios mío. Qué locura!
El hombre le dedicó una mirada incómoda.
—¡Los del BIE deben de haberse vuelto locos! —dijo Gabrielle—. ¡Hace veinte años que sus equipos de rastreo buscan campos flotantes por debajo de doscientos millijaskis y resulta que la prueba física ha estado enterrada bajo el hielo, aquí en la Tierra, todo este tiempo!
El hombre pareció sorprendido.
—Bueno, sí... la verdad es que resulta bastante... —empezó, mirándole el cuello, al parecer preocupado al no ver en él ninguna identificación—. Disculpe, ¿trabaja usted...?
—Al cuarto, por favor. ¡He venido tan deprisa que apenas me he acordado de ponerme la ropa interior! —exclamó entre risas, echando una rápida mirada a la identificación del tipo: «James Theisen. Administración Financiera».
—¿Trabaja aquí? —le preguntó él, un tanto incómodo—. ¿Señorita...?
Gabrielle se quedó literalmente boquiabierta.
—¡Jim! ¡Me ofende usted! ¡No hay nada peor que hacer que una mujer se sienta insignificante!
El hombre palideció durante un instante, al parecer inquieto y pasándose una mano avergonzada por la cabeza.
—Lo siento. Es toda esta excitación, ya me entiende. Reconozco que me resulta usted muy familiar. ¿En qué programa está trabajando?
«Mierda». Gabrielle esbozó una sonrisa segura de sí misma.
—En el SOT.
El hombre señaló al botón iluminado de la cuarta planta.
—Obviamente. Me refería al proyecto en concreto.
Gabrielle sintió que se le aceleraba el pulso. Sólo se le ocurrió uno.
—EDOP.
El hombre pareció sorprendido.
—¿En serio? Creía conocer a todos los miembros del equipo del doctor Harper.
Ella respondió con una avergonzada inclinación de cabeza.
—Chris me tiene escondida. Soy la estúpida programadora que se cargó el índice de vóxel del software de detección de anomalías.
Ahora fue el hombre calvo quien se quedó boquiabierto.
—¿Usted?
Gabrielle frunció el ceño.
—Hace semanas que no duermo.
—¡Pero el doctor Harper fue quien asumió toda la responsabilidad de lo ocurrido!
—Lo sé. Chris es así. Al menos logró repararlo. Menudo comunicado el de esta noche, ¿no le parece? Este meteorito. ¡No salgo de mi asombro!
El ascensor se detuvo en la cuarta planta. Gabrielle salió de un salto al vestíbulo.
—Encantada de verte, Jim. ¡Dale recuerdos a los chicos de presupuesto!
—Claro —tartamudeó el hombre al tiempo que las puertas se cerraban—. Encantado de volver a verte.
84
Como muchos de sus predecesores en el cargo, Zach Herney sobrevivía durmiendo cuatro o cinco horas cada noche. Durante las últimas semanas, sin embargo, había sobrevivido durmiendo aún mucho menos. A medida que la excitación causada por los acontecimientos de la noche empezó lentamente a menguar, Herney notó que sus extremidades acusaban lo avanzado de la hora.
Junto con los miembros de más alto rango de su equipo, en esos momentos disfrutaba en el Salón Roosevelt de una celebración a base de champán, viendo el interminable circuito de repeticiones de la rueda de prensa, los extractos del documental de Tolland y las sesudas recapitulaciones de la televisión por cable. En ese preciso instante, aparecía en pantalla de píe delante de la Casa Blanca y con un micrófono en la mano, una eufórica presentadora de la cadena.
«Más allá de las increíbles repercusiones para la humanidad como especie —anunció—, este descubrimiento de la NASA conlleva algunas claras repercusiones políticas aquí en Washington. El hallazgo de estos fósiles meteóricos no podría haber llegado en mejor momento para el acosado Presidente —y añadió con voz esta vez más sombría—: ni en peor para el senador Sexton».
La transmisión dejó paso de nuevo al infame debate celebrado en la CNN horas antes, ese mismo día.
«Después de treinta y cinco años —declaró Sexton—, creo que resulta más que obvio que no vamos a encontrar vida extraterrestre».
«¿Y si se equivoca?» —respondió Marjorie Tench.
Sexton puso los ojos en blanco.
«Oh, por el amor de Dios, señora Tench. Si me equivoco, me como el sombrero».
Todos los presentes en el Salón Roosevelt se rieron. Retrospectivamente, el acorralamiento al que Tench había sometido al senador podría haber resultado cruel y excesivo, y sin embargo el público no pareció darse cuenta. El tono altanero de la respuesta del senador era tan pagado de sí que Sexton parecía estar recibiendo exactamente lo que se merecía.
El Presidente recorrió el salón con la mirada en busca de Tench No la había visto desde la rueda de prensa y no estaba allí ahora. «Qué raro», pensó. «Esta celebración es tan suya como mía».
El informe televisivo tocaba ya a su fin, aunque volvió una vez más a subrayar el salto político hacia delante que había experimentado la Casa Blanca y el desastroso resbalón del senador Sexton.
«Hay qué ver lo que pueden cambiar las cosas en un día», pensó el Presidente. «En política, el mundo puede cambiar en un instante».
No tardaría ni siquiera unas horas en darse cuenta de lo ciertas que podían ser esas palabras.
85
«Pickering podía ser un problema», había dicho Tench.
El director Ekstrom estaba demasiado preocupado por esa nueva información para darse cuenta de que la tormenta que azotaba el exterior del habisferio caía ahora con mayor fuerza. El aullido de los cables era más agudo y el equipo de la NASA charlaba y se apiñaba en vez de acostarse. La mente de Ekstrom estaba perdida en una tormenta distinta: en la tempestad explosiva que se preparaba en Washington. En las últimas horas había tenido que lidiar con innumerables problemas. Sin embargo, ahora sólo uno cobraba muchísima más importancia que todos los demás juntos.
«Pickering podía ser un problema».
No había nadie en este mundo con quien Ekstrom deseara enfrentarse menos que con William Pickering. Pickering llevaba años acosando a la NASA y acosándole a él, intentando controlar la política de privacidad, ejerciendo presiones sobre la prioridad de distintas misiones y arengando contra el nivel cada vez más alto de fracasos de la agencia espacial.
Ekstrom sabía perfectamente que la animadversión que Pickering sentía hacia la NASA iba más allá de la reciente pérdida del SI-GINT, el satélite de la ONR, con un coste de mil millones de dólares, cuando explotó una plataforma de lanzamiento de la NASA, de los fallos de seguridad de la agencia espacial o de la batalla por el reclutamiento de personal aerospacial clave. Las quejas de Pickering contra la NASA eran un interminable drama de desilusión y de resentimiento.
El avión espacial X-33 de la NASA, que supuestamente debía ser el sustituto de la lanzadera, llevaba un retraso de cinco años, lo que significaba que docenas de programas de mantenimiento y de lanzamiento de los satélites de la ONR se habían relegado a una situación de espera o simplemente se habían descartado. Recientemente, la rabia de Pickering contra el X-33 había alcanzado cotas significativas cuando descubrió que la NASA había cancelado totalmente el proyecto, tragándose una pérdida estimada de novecientos millones de dólares.
Ekstrom llegó a su despacho, apartó la cortina y entró. Se sentó a la mesa y se llevó la cabeza a las manos. Tenía que tomar algunas decisiones. Lo que había empezado como un día maravilloso se estaba convirtiendo en una pesadilla que ahora se desenmarañaba a su alrededor. Intentó pensar como lo haría William Pickering. ¿Cuál sería su siguiente paso? Alguien con la inteligencia de Pickering tenía que darse cuenta de la importancia del descubrimiento de la NASA. Tenía que perdonar ciertas decisiones hechas en un estado de desesperación y ser capaz de ver el daño irreparable que resultaría de contaminar ese instante de triunfo.
¿Qué haría Pickering con la información que tenía? ¿Decidiría pasarla por alto o haría pagar a la NASA por sus faltas?
Ekstrom frunció el ceño. Tenía pocas dudas sobre lo que decidiría.
Después de todo, William Pickering tenía contenciosos más profundos con la NASA... una antigua animadversión personal que iba más allá de la política.
86
Rachel se había quedado en silencio y con la mirada perdida en la cabina del G4 mientras el avión se dirigía al sur a lo largo de la costa canadiense del golfo de San Lorenzo. Tolland estaba sentado cerca de ella, hablando con Corky. A pesar de que casi todas las evidencias apuntaban a que el meteorito era auténtico, el hecho de que Corky hubiera admitido que el contenido de níquel estaba «fuera de los valores medios preestablecidos» no había hecho sino reanimar sus sospechas iniciales. Plantar un meteorito bajo el hielo en secreto sólo tenía sentido como parte de un fraude brillantemente concebido.
Sin embargo, las demás pruebas científicas apuntaban a la validez del meteorito.
Rachel apartó los ojos de la ventanilla para mirar la muestra del meteorito en forma de disco que tenía en la mano. Los diminutos cóndrulos resplandecían. Tolland y Corky llevaban un buen rato discutiendo sobre esos cóndrulos metálicos, empleando un lenguaje que estaba muy por encima de su comprensión: niveles equilibrados de olivina, matrices de cristal metaestables y rehomogeneización metamórfica. Aún así, el resultado estaba claro: ambos estaban de acuerdo en que los cóndrulos eran decididamente meteóricos. No había fallos en los datos que así lo apuntaban.
Rachel hizo rotar el espécimen en forma de disco que tenía en la mano, pasando un dedo por el borde en el que quedaba visible parte de la corteza de fusión. La abrasión de la superficie parecía relativamente reciente —obviamente, no databa de hacía trescientos años—, aunque Corky había explicado que el meteorito había estado herméticamente cerrado en hielo y que no había sufrido la menor erosión atmosférica. Eso parecía lógico. Ella misma había visto unos documentales en la televisión en los que se extraían restos humanos del hielo tras cuatro mil años y la piel de la persona estaba casi perfecta.
Mientras estudiaba la corteza de fusión, le asaltó un extraño pensamiento: era evidente que habían pasado algo por alto. Se preguntó si quizás habría sido un descuido en todos los datos que le habían dado o sólo era que alguien había olvidado mencionarlo.
De repente se giró hacia Corky.
—¿Alguien ha fechado la corteza de fusión?
Corky la miró, aparentemente confundido.
—¿Cómo?
—¿Alguien ha calculado la edad de la abrasión? Es decir, ¿sabemos con seguridad que la abrasión de la roca ocurrió exactamente en la misma época que se produjo el Jungersol Fall?
—Lo siento —dijo Corky—, pero es imposible calcularlo. La oxidación borra todos los marcadores isotópicos necesarios. Además, los índices de disminución radioisotópica son demasiado lentos para calcular todo lo que tenga más de quinientos años.
Rachel pensó en ello durante unos instantes, comprendiendo por qué la abrasión no formaba parte de los datos.
—Entonces, por lo que sabemos, esta roca podría haber sido quemada en la Edad Media o la semana pasada, ¿no?
Tolland se rió por lo bajo.
—Nadie ha dicho que la ciencia tenga todas las respuestas.
Rachel dejó vagar su mente en voz alta.
—Una corteza de fusión es, en esencia, una fuerte abrasión. Técnicamente hablando, la abrasión de esta roca podría haber ocurrido en cualquier momento del medio siglo pasado y de un sinnúmero de maneras.
—Se equivoca —dijo Corky—. ¿Dice usted que podría haber ocurrido de innumerables maneras? No. La abrasión se produjo sólo en la caída al atravesar la atmósfera.
—¿No hay ninguna otra posibilidad? ¿Y qué hay de un horno?
—¿Un horno? —dijo Corky—. Estas muestras fueron examinadas utilizando un microscopio de electrones. Hasta el horno más limpio de la Tierra habría dejado residuos de fuel en toda la piedra: fuel fósil, químico y nuclear. Olvídelo. ¿Y qué me dice de las estrías producidas por el paso por la atmósfera? Jamás las conseguiría en un horno.
Rachel se había olvidado de las estrías de orientación del meteorito. Sin duda tenía todo el aspecto de haber caído del cielo.
—¿Y un volcán? —propuso—. Deyecciones expulsadas violentamente en el transcurso de una erupción?
Corky negó con la cabeza. —La abrasión es demasiado limpia. Rachel miró a Tolland. El oceanógrafo asintió.
—Lo siento. Tengo alguna experiencia con volcanes, tanto encima como debajo del agua. Corky tiene razón. Las deyecciones de los volcanes están penetradas por docenas de toxinas —dióxido de carbono, dióxido de sulfuro, sulfuro de hidrógeno, ácido hidroclorídrico— que habrían sido detectadas por nuestros escaneos electrónicos. Esa corteza de fusión, nos guste o no, es el resultado de una abrasión limpia provocada por la fricción atmosférica.
Rachel suspiró y volvió la vista hacia la ventanilla. Una abrasión limpia. La frase no se le iba de la cabeza. Se giró hacia Tolland. —¿Qué quiere decir exactamente con una «abrasión limpia»?
Tolland se encogió de hombros. —Simplemente que al estudiarla con un microscopio de electrones no vemos restos de elementos de fuel, de modo que sabemos que el calentamiento fue provocado por energía y fricción kinéticas y no por ingredientes nucleares ni químicos.
—Si no encontraron ningún elemento extraño de fuel, ¿qué encontraron? Específicamente, ¿cuál era la composición de la corteza de fusión?
—Encontramos —dijo Corky— exactamente lo que esperábamos encontrar. Elementos puramente atmosféricos. Nitrógeno, oxígeno, hidrógeno. Nada de petróleos. Nada de sulfuros. Nada de ácidos volcánicos. Nada que nos resultara extraño. Todo lo que vemos cuando los meteoritos caen atravesando la atmósfera.
Rachel se recostó en su asiento para reordenar sus ideas.
Corky se inclinó hacia delante para mirarla. —Por favor, no me diga que su nueva teoría es que la NASA cogió una roca fosilizada con la lanzadera espacial y la lanzó hacia la Tierra con la esperanza de que nadie se percatara de esa bola de fuego, ni del inmenso cráter ni de la explosión que provocaría.
Rachel no había pensado en ello, aunque era una interesante premisa. «Todo eran elementos atmosféricos naturales. Abrasión limpia. Estrías formadas al cruzar el aire». Una débil luz se había encendido en un lejano rincón de su mente.
—Los niveles de los elementos atmosféricos que usted vio —dijo, ¿eran exactamente los mismos que se ven en cualquier otro meteorito con una corteza de fusión?
Corky pareció titubear levemente ante la pregunta.
—¿Por qué lo pregunta?
Rachel le vio vacilar y sintió que se le aceleraba el pulso.
—Los niveles no coincidían, ¿verdad?
—Existe una explicación científica.
De pronto, a Rachel el corazón empezó a latirle con fuerza.
—¿Por casualidad observó un nivel extrañamente alto de algún elemento en particular?
Tolland y Corky intercambiaron miradas sobresaltadas.
—Sí —dijo Corky—. Aunque...
—¿De hidrógeno ionizado?
El astrofísico abrió los ojos como platos.
—¿Cómo puede saber eso?
Tolland también parecía absolutamente perplejo.
Rachel los miró fijamente.
—¿Por qué nadie me lo dijo?
—¡Porque hay una explicación científica perfectamente plausible! —declaró Corky.
—Soy toda oídos —dijo Rachel.
—Había un excedente de hidrógeno ionizado —dijo Corky— porque el meteorito cruzó la atmósfera cerca del Polo Norte, donde el campo magnético de la Tierra provoca una concentración anormalmente alta de iones de hidrógeno.
Rachel frunció el ceño.
—Desgraciadamente, yo tengo otra explicación.
87
La cuarta planta del cuartel general de la NASA era menos impresionante que el vestíbulo del edificio: largos pasillos estériles con puertas de oficinas separadas por el mismo espacio en las paredes. El pasillo estaba desierto. Unos letreros apuntaban en todas direcciones.
<— LANDSAT 7 TERRA —>
<— ACRIMSAT <— JASÓN 1 AQUA —>
EDOP —>
Gabrielle siguió los que llevaban al EDOP. Serpenteando por una serie de largos pasillos e intersecciones, llegó a un par de pesadas puertas de acero. La placa rezaba:
ESCÁNER DE DENSIDAD ORBITAL POLAR (EDOP)
Chris Harper, Director de Sección
Estaban cerradas, y su acceso controlado por una tarjeta de admisión y un sistema de acceso por marcación de número PIN. Gabrielle pegó la oreja al frío metal de la puerta. Durante un instante le pareció oír hablar a alguien. Una discusión. Quizá no. Se preguntó si simplemente debía llamar a la puerta hasta que alguien le abriera desde dentro. Desgraciadamente, su plan para vérselas con Chris Harper requería un poco más de sutileza que golpear las puertas. Miró a su alrededor en busca de otra entrada, pero no vio ninguna. Había un pequeño cuarto junto a la puerta. Entró en él, examinando el lugar mal iluminado en busca del llavero o de la tarjeta de algún cuidador. Nada. Sólo escobas y fregonas.
Regresó a la puerta y volvió a pegar la oreja al metal. Esta vez oyó claramente unas voces. Cada vez más fuertes. Y pasos. El picaporte se abrió desde dentro.
No tuvo tiempo de esconderse y las puertas metálicas se abrieron de golpe. Saltó a un lado, pegándose a la pared situada detrás de la puerta, al tiempo que un grupo de gente pasaba a toda prisa, hablando a viva voz. Parecían enfadados.
—¿Qué demonios le ocurre a Harper? ¡Y yo que creía que estaría dando saltos de alegría!
—¿Quiere estar solo en una noche como ésta? —dijo otro mientras el grupo pasaba junto a Gabrielle—. ¡Debería estar celebrándolo!
A medida que el grupo se alejaba, la pesada puerta empezó a cerrarse, pivotando sobre sus bisagras neumáticas y dejando a la vista su ubicación. Gabrielle se mantuvo rígida mientras los hombres seguían alejándose por el pasillo. Después de esperar todo lo que pudo, hasta que la puerta estuvo a sólo unos centímetros de cerrarse, se lanzó hacia delante y agarró el picaporte por pocos centímetros. Se quedó quieta mientras los hombres doblaban la esquina del pasillo, demasiado concentrados en su conversación para mirar atrás.
Con el corazón latiéndole con fuerza, abrió la puerta de un tirón y entró en la zona iluminada del otro lado. La cerro con absoluta discreción.
El espacio era un área de trabajo abierta que le recordó a un laboratorio de física universitario: ordenadores, isletas de trabajo, material electrónico. A medida que sus ojos se iban adaptando a la oscuridad, Gabrielle pudo ver cianotipos y hojas de cálculo repartidas por doquier. Toda la zona estaba a oscuras, excepto un despacho situado en el extremo más alejado del laboratorio en el que brillaba una luz por debajo de la puerta. Se dirigió hacia allí en silencio. La puerta estaba cerrada, pero por la ventana vio a un hombre sentado delante de un ordenador. Lo reconoció de la rueda de prensa de la NASA. La placa de la puerta rezaba:
Chris Harper
Director de Sección, EDOP
De pronto, después de haber llegado tan lejos, sintió una punzada de aprensión, preguntándose si de verdad podría llevar a cabo lo que pretendía. Se recordó entonces lo seguro que Sexton estaba de que Chris Harper había mentido. «Apostaría mi campaña a que tengo razón», había dicho el senador. Al parecer había otros que opinaban lo mismo, otros que esperaban que Gabrielle descubriera la verdad para poder cercar a la NASA en un intento por lograr aunque fuera una diminuta victoria tras los espantosos acontecimientos de esa noche. Después de cómo Tench y la administración Herney la habían engañado esa tarde, Gabrielle estaba ansiosa por ayudar.
Alzó la mano para llamar a la puerta, pero se detuvo al oír la voz de Yolanda resonando en su cabeza: «Si Chris Harper mintió al mundo sobre el EDOP, ¿qué te hace pensar que a ti te dirá la verdad?»
«El miedo», se dijo Gabrielle, después de haber estado a punto de ser víctima de él. Tenía un plan. Incluía una táctica que había visto utilizar al senador para atemorizar y sacar información de sus rivales políticos. Había aprendido mucho bajo la tutela de Sexton, y no todo lo que había asimilado era ético o agradable. Sin embargo, esa noche necesitaba toda la ventaja que le fuera posible aunar. Si podía convencer a Chris Harper para que admitiera que había mentido, por la razón que fuera, abriría una pequeña puerta de oportunidad para la campaña del senador. Más allá de eso, Sexton era un hombre que, en cuanto disponía de un centímetro de maniobra, era capaz de escapar con gran maña de cualquier apuro.
El plan de Gabrielle para tratar con Harper era lo que Sexton llamaba «disparar a bocajarro», una técnica de interrogatorio inventada en la antigua Roma para sacar confesiones de aquellos criminales que, según sospechaban, mentían. El método era decepcionantemente simple: Afirmar la información que deseaban oír confesada.
Luego alegar algo mucho peor.
El objetivo era dar al oponente una oportunidad para que escogiera el menor de dos males: en este caso, la verdad.
El truco consistía en rezumar seguridad, cosa que Gabrielle no sentía en ese momento. Soltó un profundo suspiro y volvió a repasar el guión que tenía escrito en la cabeza. Finalmente llamó a la puerta del despacho.
—¡Ya os he dicho que estoy ocupado! —gritó Harper, cuyo acento inglés le sonó familiar.
Gabrielle volvió a llamar. Esta vez más fuerte.
—¡Os repito que no tengo la menor intención de bajar! Esta vez, Gabrielle golpeó la puerta con el puño. Chris Harper fue hacia la puerta y la abrió de golpe. —Maldita sea, ¿es que...? —Se calló de golpe, claramente sorprendido de verla.
—Doctor Harper —dijo ella en tono decidido.
—¿Cómo ha subido hasta aquí?
Gabrielle se impuso con una mirada ceñuda. —¿Sabe quién soy?
—Por supuesto. Su jefe lleva meses machacando mi proyecto. ¿Cómo ha entrado?
—Me envía el senador Sexton.
Los ojos de Harper escrutaron el laboratorio que Gabrielle tenía a sus espaldas.
—¿Dónde está el vigilante que debía acompañarla?
—Eso no es de su incumbencia. El senador tiene contactos influyentes.
—¿En este edificio? —Harper parecía poco convencido.
—Ha sido usted poco sincero, doctor Harper. Y me temo que el senador ha convocado una comisión especial de justicia en el Senado para estudiar sus mentiras.
Un velo de palidez cruzó la cara de Harper. —¿De qué me está hablando?
—Una persona tan inteligente como usted no puede permitirse el lujo de fingirse estúpida, doctor Harper. Está metido en un lío y el senador me ha enviado para que le ofrezca un trato. Esta noche la campaña del senador ha sufrido una gran golpe. Ya no tiene nada que perder y está dispuesto a hundirle con él si es necesario.
—¿De qué demonios está hablando? Gabrielle soltó un profundo suspiro y jugó sus cartas.
Mintió usted en su rueda de prensa sobre el software de detección de anomalías del EDOP. Lo sabemos. Mucha gente lo sabe. Pero no es eso lo que nos concierne —anunció. Antes de que Harper pudiera abrir la boca para responder, Gabrielle siguió lanzada hacia delante—. El senador podría dejar al descubierto sus mentiras en este preciso instante, pero eso no le interesa. Lo que quiere es la historia en mayúsculas. Creo que sabe de lo que hablo...
—No. Yo...
—La oferta del senador es la siguiente. Mantendrá la boca cerrada sobre las mentiras de su software si le da el nombre del más alto ejecutivo de la NASA con el que está usted malversando fondos.
Los ojos de Chris Harper parecieron bizquear durante un breve instante.
—¿Cómo? Yo no estoy malversando fondos.
—Le sugiero que mida sus palabras, señor. La comisión del Senado lleva dos meses reuniendo información sobre el caso. ¿De verdad creían ustedes que iban a pasar inadvertidos? ¿Falsificando la documentación del EDOP y desviando fondos asignados de la NASA a cuentas privadas? La mentira y la malversación puede llevarle a la cárcel, doctor Harper.
—¡No he hecho tal cosa!
—¿Está diciendo que no mintió sobre el EDOP?
—No. ¡Lo que estoy diciendo es que en ningún momento he malversado dinero!
—Entonces está diciendo que sí mintió sobre el EDOP.
Harper clavó la mirada en ella, claramente falto de palabras.
—Olvidemos que mintió —dijo Gabrielle, desestimándolo con un simple ademán—. Al senador Sexton no le interesa si ha mentido o no en una rueda de prensa. Ya estamos acostumbrados. Han encontrado un meteorito y a nadie le importa cómo lo han hecho. Lo que al senador de verdad le importa es el asunto de la malversación. Necesita cazar a algún alto cargo de la NASA. Simplemente dígale con quién trabaja y él desviará el interés de la investigación de usted. Puede facilitarnos las cosas y decirnos quién es la otra persona, o el senador se lo pondrá feo y empezará a hablar del software de detección de anomalías y de falsas chapuzas.
—Se está marcando un farol. No existe tal malversación de fondos.
—Miente usted muy mal, doctor Harper. He visto toda la documentación. Su nombre figura en toda la documentación incriminatoria. Y varias veces.
—¡Juro que no sé nada de ninguna malversación!
Gabrielle soltó un suspiro de decepción.
—Póngase en mi lugar, doctor Harper. Sólo me cabe sacar dos conclusiones. O bien me miente usted del mismo modo que mintió en esa rueda de prensa, o me está diciendo la verdad y hay alguien poderoso en la agencia que le está utilizando como tapadera para sus propios chanchullos.
La propuesta pareció calmar a Harper.
Gabrielle miró su reloj.
—El trato que le ofrece el senador estará vigente durante una hora. Puede usted salvarse dándole el nombre del ejecutivo de la NASA con el que está malversando el dinero procedente de los impuestos de los ciudadanos de este país. El senador no está interesado en usted. Quiere al pez gordo. Obviamente, el individuo en cuestión cuenta con cierto poder aquí, en la NASA. Él o ella se las ha ingeniado para mantener su identidad totalmente fuera de la documentación, dejando que sea su nombre el que aparezca.
Harper negó con la cabeza.
—Miente.
—¿Le gustaría decirle eso a un tribunal?
—Por supuesto. Lo negaré todo.
—¿Bajo juramento? —Gabrielle soltó un gruñido asqueado—. Supongamos que también niega haber mentido sobre la reparación del software del EDOP —El corazón le latía con fuerza mientras miraba a aquel hombre directamente a los ojos—. Piense bien en cuáles son sus opciones, doctor Harper. Las prisiones norteamericanas pueden ser realmente desagradables.
Harper le dedicó una mirada glacial y Gabrielle deseó verlo ceder. Durante un instante creyó ver un destello de entrega, pero cuando le habló, su voz sonó como el acero.
—Señorita Ashe —declaró, al tiempo que la rabia bullía en sus ojos—. usted no tiene nada. Los dos sabemos que no se ha producido tal malversación de fondos en la NASA. La única mentirosa que hay en esta sala es usted.
Gabrielle sintió que los músculos se le ponían rígidos. La mirada que el científico le dedicó era afilada e indignada. Quiso echara correr. «Has intentado colarle un farol a un científico espacial.
¿Qué demonios esperabas?» Se obligó a mantener la cabeza alta.
—Lo único de lo que puedo dar fe —dijo, fingiendo una absoluta seguridad e indiferencia ante la posición de Harper— son los documentos incriminatorios que he visto: pruebas fehacientes de que usted y otra persona están malversando fondos de la NASA. El senador simplemente me pidió que viniera esta noche y le ofreciera la opción de entregarle a su compañero en vez de tener que enfrentarse sólo a la investigación. Le diré al senador que prefiere vérselas con un juez. Puede contarle a un tribunal lo que acaba de contarme a mí, que no está malversando fondos y que tampoco mintió sobre el software del EDOP —dijo, con una taciturna sonrisa—. Pero, tras la poco convincente rueda de prensa que dio hace dos semanas, lo dudo mucho —concluyó, y girando sobre sus talones echó a andar a paso decidido por el oscuro laboratorio del EDOP. Se preguntó en ese momento si no sería ella, y no Harper, quien iba a ver el interior de una prisión.
Mantuvo la cabeza alta mientras se alejaba, a la espera de que Harper la llamara. Silencio. Abrió de un empujón las puertas metálicas y las atravesó, saliendo al vestíbulo con la esperanza de que no hiciera falta tarjeta de acceso para entrar en los ascensores, como ocurría en el vestíbulo principal del edificio. Había perdido. A pesar de sus mejores esfuerzos, Harper no había picado. «Quizás estuviera diciendo la verdad sobre la rueda de prensa del EDOP», pensó Gabrielle.
Entonces, al fondo del vestíbulo resonó un estallido en cuanto las puertas metálicas que Gabrielle tenía a su espalda se abrieron de golpe.
—¡Señorita Ashe! —gritó la voz de Harper—. Le juro que no sé nada de ninguna malversación. ¡Soy un hombre honrado!
Gabrielle sintió que el corazón le daba un vuelco. Se obligó a seguir caminando. Respondió a la reacción de Harper con un informal encogimiento de hombros y gritándole:
—Y, aún así, mintió en su rueda de prensa.
—¡Espere un momento! —gritó Harper mientras se acercaba trotando hasta ella con el rostro pálido—. En cuanto a lo de la malversación de fondos... —dijo, bajando la voz—. Creo que sé quien me ha metido en esto.
Gabrielle se detuvo en seco, preguntándose si le había oído correctamente. Dio media vuelta, lo más despacio y despreocupadamente que pudo.
—¿Espera que crea que alguien le ha metido en esto?
Harper suspiró.
—Le juro que no sé nada de ninguna malversación de fondos. Aunque si hay pruebas contra mí...
—Montones.
Harper suspiró de nuevo.
—Entonces, todo ha sido perfectamente planeado. Para desacreditarme en caso de que fuera necesario. Y sólo hay una persona que puede haber hecho una cosa así.
—¿Quién?
Harper la miró a los ojos.
—Lawrence Ekstrom me odia.
Gabrielle se quedó de piedra.
—¿El director de la NASA?
Harper respondió con una solemne inclinación de cabeza.
—Fue él quien me obligó a mentir en esa rueda de prensa.
88
Incluso con el sistema de propulsión a base de vapor de metano de la aeronave Aurora a media potencia, los miembros del escuadrón de la Delta Force viajaban en la oscuridad de la noche a tres veces la velocidad del sonido: es decir, a más de tres mil kilómetros por hora. El repetitivo latido de los Motores de Onda por Detonación de Pulso daba al viaje un ritmo hipnótico. Cincuenta metros por debajo del aparato, el océano se revolvía enloquecidamente, removido por la fuerza de aspiración del Aurora, que formaba estelas de veinticinco metros de altura en largas cortinas paralelas desde la parte posterior del avión.
«Ahora entiendo por qué retiraron el Blackbird SR-71», pensaba Delta-Uno.
El Aurora era uno de esos aviones cuya existencia, a pesar de ser supuestamente un absoluto secreto, era conocida por todos. Hasta el Discovery Channel había firmado sus pruebas de funcionamiento en Groom Lake, Nevada. Nadie llegaría nunca a saber si los fallos de seguridad en los que se había visto implicado el aparato habían sido provocados por los repetidos «movimientos sísmicos del cielo» que se habían oído hasta en Los Ángeles, por la afortunada plataforma petrolífera que lo había visto volar mientras faenaba en el Mar del Norte o por el error administrativo de no eliminar una descripción del Aurora en una copia pública del presupuesto del Pentágono. En realidad, no tenía la menor importancia. La noticia se había propagado: el Ejército de Estados Unidos tenía un avión que podía volar a Mach 6, y ya no estaba en las mesas de diseño de proyectos. Estaba en el cielo.
Construido por Lockheed, el Aurora parecía una pelota de fútbol americano aplastada. Tenía una longitud de treinta y cuatro metros, una amplitud de diecinueve y el fuselaje lo formaba una pátina cristalina de baldosas térmicas muy parecidas a las de la lanzadera espacial. La velocidad era básicamente el resultado de un exótico sistema de propulsión nuevo conocido como Motor de Onda por Detonación de Pulso, que consumía hidrógeno líquido, limpio y vaporizado, y que dejaba una reveladora estela de pulsos en el cielo. Por esa razón, sólo volaba de noche.
Esa noche, con el lujo que proporcionaba volar a gran velocidad, la Delta Force había tomado el camino más largo de vuelta a casa, es decir, sobrevolando el océano abierto. Aún así, estaban dando alcance a su presa. A ese ritmo, llegarían a la costa oeste en menos de una hora, un par de horas antes que su objetivo. Se había hablado de seguir al avión en cuestión y de derribarlo en el aire, pero en un alarde de sabiduría, el controlador había temido que el incidente fuera captado por algún radar o que los restos carbonizados del aparato derribado pudieran ser objeto de una investigación a gran escala. El controlador había decidido que lo mejor era dejar que el avión aterrizara como estaba previsto. En cuanto quedara claro el lugar donde su presa tenía intención de aterrizar, la Delta Force entraría en acción.
Ahora, mientras el Aurora pasaba como un rayo sobre el desolado Mar del Labrador, el CrypTalk de Delta-Uno se activó, indicando una llamada entrante. Delta-Uno respondió.
—La situación ha cambiado —les informó la voz electrónica del controlador—. Tenéis otra misión antes de que Rachel Sexton y los científicos tomen tierra.
«Otra misión». Delta-Uno pudo sentirlo. Las cosas se estaban precipitando. El barco del controlador acababa de sufrir otra entrada de agua y el controlador necesitaba que la taponaran lo antes posible. «El barco sería estanco», se recordó Delta-Uno, «si hubiéramos cumplido con éxito nuestro objetivo en la Plataforma de Hielo Milne». Delta-Uno sabía muy bien que estaba limpiando su propia basura.
—Hay un cuarto elemento involucrado —dijo el controlador...
—¿Quién?
El controlador guardó unos instantes de silencio... y luego les dio el nombre.
Los tres hombres intercambiaron miradas de sorpresa. Era un nombre que conocían muy bien.
«¡No me extraña que el controlador se muestre tan reacio!»,
pensó Delta-Uno. Teniendo en cuenta que originalmente se trataba de una operación concebida como una misión «sin víctimas», el número de víctimas y el perfil de los objetivos aumentaba con rapidez. Notó que los tendones se le tensaban mientras el controlador se preparaba para informarles con exactitud de cómo y dónde iban a eliminar a aquel nuevo individuo.
—Los riesgos han aumentado considerablemente —dijo el controlador—. Escuchad con atención. Sólo os daré estas instrucciones una vez.
89
Sobre el norte de Maine, a gran altura, un G4 seguía avanzando a toda velocidad hacia Washington. A bordo, Michel Tolland y Corky Marlinson seguían mirando a Rachel mientras ésta empezaba a explicar su teoría sobre por qué podía haber una superabundancia de iones de hidrógeno en la corteza de fusión del meteorito.
—La NASA dispone de una instalación de pruebas llamada Plum Brook Station —explicó Rachel, casi incapaz de creer que iba a explicar eso. Compartir información secreta fuera de protocolo no era algo que hubiera hecho, pero, a tenor de las circunstancias, Tolland y Corky tenían derecho a saber lo que iba a decirles—. Plum Brook es básicamente una cámara de pruebas para los nuevos sistemas de motores más radicales de la NASA. Hace dos años, redacté un informe sobre un nuevo diseño que la NASA estaba probando... algo llamado motor expansor de ciclo.
Corky la miró receloso.
—Los motores expansores de ciclo todavía se encuentran en fase teórica. Sobre el papel. En realidad nadie los está probando. Y de eso hace décadas.
Rachel negó con la cabeza.
—Lo siento, Corky. La NASA tiene prototipos. Los están poniendo a prueba.
—¿Qué? —exclamó Corky, en un arranque de escepticismo. El MEC funciona con oxígeno-hidrógeno líquido, una sustancia que se congela en el espacio y que hace que el motor no le salga a cuenta a la NASA. Dijeron que ni siquiera iban a intentar construir un MEC hasta que solucionaran el problema de la congelación.
—Lo solucionaron. Prescindieron del oxígeno y transformaron el fuel en una mezcla de «grasa hidrogenada», que no es más que cierto tipo de fuel criogénico formado por hidrógeno puro en un estado de semicongelación. Es muy potente y quema muy limpiamente. Es además un competidor del sistema de propulsión si la NASA envía misiones a Marte.
Corky estaba perplejo.
—No puede ser.
—Más vale que sí —dijo Rachel—. Escribí una breve nota sobre el tema para el Presidente. Mi jefe estaba fuera de sí porque la NASA quería anunciar públicamente el fluido criogénico como un gran éxito, y Pickering quería que la Casa Blanca forzara a la NASA a mantener el fluido criogénico en secreto.
—¿Por qué?
—No es importante —dijo Rachel, que no tenía la menor intención de compartir más secretos de los estrictamente necesarios. La verdad era que la intención manifiesta por parte de Pickering de clasificar el éxito del fluido criogénico era fruto de un intento por combatir una creciente preocupación por la seguridad nacional desconocida por la gran mayoría: la alarmante expansión de la tecnología espacial China. Los chinos estaban desarrollando en ese momento una formidable plataforma de lanzamiento «de alquiler» que pensaban ofrecer a altos postores, la mayoría de los cuales eran enemigos de la nación. Las implicaciones que eso suponía para la seguridad de Estados Unidos eran devastadoras. Afortunadamente, la ONR sabía que China estaba a la caza de un modelo de fuel de propulsión condenado al fracaso para su plataforma de lanzamiento, y Pickering no veía el motivo para darles ninguna pista sobre el propulsor de fluido criogénico de la NASA, que sin duda resultaba mucho más prometedor.
—Entonces —dijo Tolland, que parecía inquieto—, ¿está diciendo que la NASA dispone de un sistema de propulsión de quemado limpio que funciona con hidrógeno puro?
Rachel asintió.
—No dispongo de cifras, pero parece que las temperaturas de expulsión de gases de estos motores son varias veces más altas que cualquier cosa desarrollada hasta ahora. Están solicitando a la NASA que desarrolle todo tipo de materiales nuevos para inyectores —anunció, antes de hacer una pausa—. Si se colocara una gran roca detrás de uno de esos motores de fluido criogénico, se calentaría por la acción de un chorro de fuego rico en hidrógeno que saldría a una temperatura sin precedentes. Con ello se conseguiría una corteza de fusión nada desdeñable.
—¡Venga ya! —dijo Corky—. ¿Ya estamos otra vez con la teoría del falso meteorito?
Tolland parecía repentinamente intrigado.
—De hecho, me parece una idea genial. Sería más o menos como dejar un canto rodado sobre la plataforma de lanzamiento debajo de la lanzadera espacial durante el despegue.
—Dios nos asista —murmuró Corky—. Estoy volando con dos idiotas.
—Corky —dijo Tolland—. Desde una perspectiva hipotética, una roca colocada en un campo de expulsión de gases mostraría rasgos de abrasión similares a una que hubiera caído desde la atmósfera, ¿no? Tendría las mismas estrías direccionales y el mismo reflujo del material fundido.
Corky soltó un gruñido.
—Supongo.
—Y el fuel de hidrógeno de abrasión limpia al que se refiere Rachel no dejaría ningún residuo químico. Sólo hidrógeno. Niveles crecientes de iones de hidrógeno en las marcas de fusión.
Corky puso los ojos en blanco.
—Mira, si uno de esos motores MEC de verdad existe y funciona a base de fluido criogénico, supongo que lo que dices es posible. Pero es una posibilidad muy rebuscada.
—¿Por qué? —preguntó Tolland—. El proceso parece muy sencillo.
Rachel asintió.
—Lo único que se necesita es una roca fosilizada de ciento noventa millones de años. Quemarla con un chorro de fuego propulsado por un motor a base de grasa oxigenada y enterrarla en el hielo. Meteorito instantáneo.
—Quizás a los ojos de un turista —dijo Corky—, ¡pero nunca a los de un científico de la NASA! ¡Todavía no ha explicado la presencia de los cóndrulos!
Rachel intentó recordar la explicación de Corky sobre cómo se formaban los cóndrulos.
—Dijo usted que lo que forma los cóndrulos es el rápido calentamiento y enfriamiento en el espacio, ¿verdad?
Corky suspiró.
—Los cóndrulos se forman cuando una roca, enfriada en el espacio, se supercalienta de repente hasta llegar a fundirse parcialmente: una temperatura que ronda los mil quinientos cincuenta grados Celsius. A continuación la roca debe volver a enfriarse con extrema rapidez, endureciendo las bolsas líquidas hasta transformarlas en cóndrulos.
Tolland estudió a su amigo.
—¿Y ese proceso no puede ocurrir en la Tierra?
—Imposible —dijo Corky—. Este planeta no tiene la variación de temperatura adecuada para causar un cambio tan veloz. Estamos hablando de calor nuclear y del espacio cero. Esos extremos simplemente no existen aquí.
Rachel lo pensó con calma.
—Al menos, no de forma natural.
Corky se giró.
—¿Qué se supone que significa eso?
—¿Por qué no podría el calentamiento y el enfriamiento haber ocurrido aquí, en la Tierra, de forma artificial? —preguntó Rachel—. La roca podría haber sido bombardeada por un motor de fluido criogénico y luego rápidamente enfriada en un congelador de hidrógeno.
Corky clavó los ojos en ella.
—¿Cóndrulos manufacturados?
—Es sólo una idea.
—Y una idea ridícula —respondió Corky, mostrando su fragmento de meteorito—. Quizá se ha olvidado de que estos cóndrulos han sido irrefutablemente fechados en ciento noventa millones de años —dijo con tono paternalista—. Hasta donde yo sé, señorita Sexton, hace ciento noventa millones de años nadie utilizaba motores por fluido criogénico ni congeladores de hidrógeno.
«Con o sin cóndrulos», pensó Tolland, «la evidencia es cada vez más clara». Había guardado silencio durante unos minutos, profundamente preocupado por la nueva revelación de Rachel sobre la corteza de fusión. Su hipótesis, aunque vacilantemente simple, había abierto toda clase de puertas y le había hecho pensar en direcciones distintas. «Si la corteza de fusión es explicable... ¿Qué otras posibilidades presenta eso?»
—Está muy callado —dijo Rachel a su lado.
Tolland la miró. Durante un instante, bajo la amortiguada iluminación del avión, vio en los ojos de ella una dulzura que le recordó a Celia. Se sacudió de encima los recuerdos y le contestó con un suspiro cansado.
—Oh, sólo estaba pensando...
Rachel sonrió.
—¿En meteoritos?
—¿En qué otra cosa?
—¿Repasando todas las pruebas e intentando descubrir qué queda?
—Algo así.
—¿Alguna idea?
—No. Me preocupa que el descubrimiento de ese túnel de inserción bajo el hielo haya invalidado tantos datos.
—La evidencia jerárquica es como una construcción de cartas —dijo Rachel—. Si retiras el supuesto primero, todo lo demás se tambalea. La ubicación del hallazgo del meteorito fue un supuesto primero.
«Ya lo creo».
—Cuando llegué a la Milne, el director me dijo que el meteorito había sido hallado en el interior de una matriz prístina de hielo de trescientos años de antigüedad y que su densidad era mayor que la de cualquier otra roca encontrada en la zona, dato que yo asumí como prueba lógica de que la roca tenía que proceder del espacio.
—Usted y el resto de nosotros.
—Al parecer, el contenido medio de níquel, aunque convincente, no es determinante.
—Es muy aproximado —dijo Corky, que seguía estando cerca de ellos y que al parecer no había dejado de escuchar la conversación.
—Pero no exacto.
Corky dio su conformidad con una desganada inclinación de cabeza.
—Y, —dijo Tolland— esta especie de insecto espacial nunca vista hasta ahora, a pesar de resultar sorprendentemente extraña, en realidad podría tratarse simplemente de un crustáceo muy viejo de aguas profundas.
Rachel asintió.
—Y ahora la corteza de fusión...
—Odio tener que reconocerlo —dijo Tolland, mirando a Corky—, pero estoy empezando a tener la impresión de que hay más pruebas negativas que positivas.
—La ciencia no se basa en impresiones —dijo Corky—, sino en pruebas. Los cóndrulos hallados en esta roca son decididamente meteóricos. Estoy de acuerdo con vosotros en que todo lo que hemos visto resulta muy preocupante, pero no podemos pasar por alto estos cóndrulos. Las pruebas a favor son irreprochables, mientras que las que puede haber en contra son circunstanciales.
Rachel frunció el ceño.
—¿Y a qué nos lleva eso?
—A nada —dijo Corky—. Los cóndrulos prueban que estamos ante un meteorito. Lo único que hay que averiguar es por qué alguien lo introdujo bajo el hielo.
Tolland deseaba creer en la perfecta lógica de su amigo, pero sentía que había algo que no acaba de cuadrar.
—No pareces convencido, Mike —dijo Corky.
Tolland le miró y soltó un suspiro desconcertado.
—No sé. Dos de tres no era un mal porcentaje, Corky. Pero hemos bajado a uno de tres. Tengo la impresión de que se nos escapa algo.
90
«Me han pillado», pensó Chris Harper, sintiendo un escalofrío al imaginarse la celda de una cárcel norteamericana. «El senador Sexton sabe que mentí sobre el software del EDOP».
Mientras el director de sección del EDOP acompañaba a Gabrielle Ashe de regreso a su despacho y cerraba la puerta, sentía que su odio hacia el director de la NASA se intensificaba a cada instante que pasaba. Esa noche, Harper había aprendido lo profundas que podían llegar a ser las mentiras del director. Además de obligarle a mentir sobre la reparación del software del EDOP, aparentemente se había asegurado de que no se arrepintiera y decidiera dejar de jugar en su mismo equipo.
«Pruebas incriminatorias de malversación de fondos», pensó Harper. «Chantaje. Muy astuto». Al fin y al cabo, ¿quién iba a creer a un malversador de fondos que intentara boicotear el momento de mayor grandeza de la historia espacial norteamericana? Harper ya había sido testigo de hasta dónde podía llegar el director de la NASA para salvar a la agencia espacial norteamericana, y ahora, con el anuncio del hallazgo de un meteorito con fósiles, los riesgos se habían multiplicado por mil.
Se paseó durante varios segundos alrededor de la amplia mesa sobre la que había un modelo del satélite EDOP a escala: un prisma cilíndrico con múltiples antenas y lentes tras los escudos reflectantes. Gabrielle tomó asiento. Sus ojos oscuros no dejaban de observarle, esperando. Las náuseas que acosaban ahora a Harper le recordaron lo mal que se había encontrado durante la infame rueda de prensa. Aquella noche había dado un espantoso espectáculo y todo el mundo le había cuestionado al respecto. Había tenido que volver a mentir y decir que se encontraba enfermo y que no era del todo él mismo. Sus colegas y la prensa restaron importancia a su deslucida representación y no tardaron en olvidarla.
Y ahora la mentira había vuelto a acecharle.
La expresión del rostro de Gabrielle Ashe se suavizó.
—Señor Harper, teniendo al director como enemigo, necesitará usted un poderoso aliado. A estas alturas puede que el senador Sexton sea su único amigo. Empecemos por la mentira sobre el software del EDOP. Cuénteme lo que ocurrió.
Harper suspiró. Sabía que había llegado el momento de contar la verdad. «¡Tendría que haberla contado desde el principio!»
—El lanzamiento del EDOP fue como la seda —empezó—. El satélite entró en una órbita polar perfecta, tal como estaba planeado.
Gabrielle Ashe parecía aburrida. Estaba dándole a entender que ya conocía los detalles de todo aquello.
—Siga.
—Entonces surgió el imprevisto. Cuando nos preparamos para empezar a examinar el hielo en busca de anomalías de densidad, el software de detección de anomalías de a bordo falló.
—Ya.
Harper empezó a hablar más deprisa.
—En principio, el software debía ser capaz de examinar a una gran velocidad datos de miles de hectáreas y encontrar partes del hielo encuadradas fuera de los márgenes de densidad normales del hielo. Básicamente, el software buscaba puntos débiles en el hielo —indicadores del calentamiento global—, pero si tropezaba con otras incongruencias de densidad, también estaba programado para registrarlas. El plan era que el EDOP escaneara el Círculo Ártico durante varias semanas e identificara todas las anomalías que pudiéramos utilizar para medir el calentamiento global.
—Pero sin un software que funcionara —dijo Gabrielle—, el EDOP no servía. La NASA tendría que haber examinado imágenes de cada metro cuadrado del Ártico a mano, buscando puntos problemáticos.
Harper asintió, reviviendo la pesadilla de su error de programación.
—Eso llevaría décadas. La situación era terrible. Debido a un fallo en mis sistemas de programación, el EDOP era prácticamente inútil. Con las elecciones a la vuelta de la esquina y el senador Sexton mostrándose tan crítico con la NASA... —suspiró.
—Su error hubiera resultado devastador para la NASA y para el Presidente.
—No podía haber ocurrido en peor momento. El director estaba lívido. Le prometí que solucionaría el problema durante la siguiente misión de lanzamiento... simplemente había que cambiar el chip que contenía el sistema de software del EDOP. Pero ya era demasiado tarde. Me envió a casa para que me tomara un descanso... aunque básicamente me echó. De eso hace un mes.
—Y, aún así, volvió usted a aparecer en televisión hace dos semanas anunciando que había encontrado una solución al problema.
Harper se encogió.
—Terrible error. Ese fue el día en que recibí una llamada desesperada del director. Me dijo que algo había ocurrido, una posible vía para poder redimirme. Volví de inmediato al despacho y me reuní con él. Me pidió que convocara una rueda de prensa y dijera al mundo entero que había encontrado una solución para reparar el software del EDOP y que dispondríamos de datos en cuestión de semanas. Me dijo que me lo explicaría más adelante.
—Y usted accedió.
—¡No, me negué! Pero una hora después el director volvía a estar en mi despacho... ¡con la consejera principal de la Casa Blanca!
—¿Qué? —exclamó Gabrielle, aparentemente perpleja ante la noticia—. ¿Marjorie Tench?
«Una criatura espantosa», pensó Harper, asintiendo.
—El director y ella me sentaron y me dijeron que mi error había puesto a la NASA y al Presidente al borde del desastre absoluto. La señora Tench me habló de los planes del senador de privatizar la NASA. Me dijo que mi deber con el Presidente y con la agencia espacial era arreglar las cosas. Y luego me dijo cómo.
Gabrielle se inclinó hacia delante.
—Continúe.
Marjorie Tench me informó de que la Casa Blanca, por pura buena fortuna, se había enterado de la existencia de una potente prueba geológica de que había un enorme meteorito enterrado en la plataforma de Hielo Milne. Se trataba de uno de los meteoritos más grandes jamás hallados. Un meteorito de esas dimensiones resultaría un gran hallazgo para la NASA.
Gabrielle estaba perpleja.
—Espere un segundo. ¿Está diciendo que ya había alguien que sabía que el meteorito estaba allí antes de que el EDOP lo descubriera?
—Sí. El EDOP no tuvo nada que ver con el hallazgo. El director sabía que el meteorito existía. Simplemente se limitó a darme las coordenadas y me dijo que reposicionara el EDOP sobre la plataforma de hielo y que fingiera que había hecho el descubrimiento.
—Me toma el pelo.
—Esa fue mi reacción cuando me pidieron que participara en la farsa. Se negaron a decirme cómo habían sabido que el meteorito estaba allí, pero la señora Tench insistió en que eso no importaba y en que era la oportunidad ideal para reparar mi error con el EDOP. Si podía fingir que el satélite había descubierto el meteorito, la NASA podría ensalzar al EDOP como un éxito extremadamente necesario y relanzaría al Presidente antes de las elecciones.
Gabrielle estaba totalmente boquiabierta.
—Y, naturalmente, usted no podía afirmar que el EDOP había detectado un meteorito hasta haber anunciado que el software de detección de anomalías del EDOP estaba en perfecto funcionamiento.
Harper asintió.
—De ahí la mentira en la rueda de prensa. Me obligaron. Tench y el director se mostraron implacables. Me recordaron que les había defraudado a todos: el Presidente había financiado mi proyecto EDOP, la NASA había invertido años en él, y ahora yo lo había echado todo a perder por un error de programación.
—Y entonces accedió a colaborar.
—No tenía otra elección. Si no lo hacía mi carrera estaba básicamente arruinada. Y la verdad era que si no hubiera fallado con el software, el EDOP habría encontrado ese meteorito sin ninguna ayuda, de modo que en aquel momento me pareció una mentirijilla sin importancia. Lo justifiqué diciéndome que el software quedaría reparado en unos meses, cuando la lanzadera espacial saliera al espacio, así que simplemente me estaba limitando a anunciar la reparación con un poco de antelación.
Gabrielle soltó un silbido.
—Una pequeña mentira para aprovechar la oportunidad que brindaba un meteorito.
Harper se sentía enfermo tan sólo de hablar de ello.
—Y eso fue lo que hice. Cumpliendo las órdenes del director, convoqué una rueda de prensa para anunciar que había encontrado una solución al fallo sufrido por el software de detección de anomalías. Esperé unos días y luego resitué el EDOP siguiendo las coordenadas del meteorito que me facilitó el director. A continuación, y siguiendo la cadena de órdenes adecuada, llamé al director del SOT e informé de que el EDOP había localizado una anomalía de densidad dura en la Plataforma de Hielo Milne. Le di las coordenadas y le dije que la anomalía parecía ser lo bastante densa como para tratarse de un meteorito. Entusiasmada, la NASA envió un pequeño equipo a la Milne para tomar muestras de perforación. Fue entonces cuando la operación se volvió secreta.
—Entonces, ¿usted no sabía que el meteorito contenía fósiles hasta esta noche?
—Aquí nadie lo sabía. Estamos todos conmocionados. Ahora todo el mundo me considera un héroe por haber encontrado evidencia de bioformas extraterrestres, y yo no sé qué decir.
Gabrielle guardó silencio durante un largo instante, estudiando a Harper con ojos firmes y negros.
—Pero si el EDOP no localizó el meteorito en el hielo, ¿cómo supo el director que el meteorito estaba allí?
—Alguien lo encontró antes.
—¿Alguien? ¿Quién?
Harper suspiró.
—Un geólogo canadiense llamado Charles Brophy, un investigador que estaba trabajando en Ellesmere Island. Al parecer, estaba realizando prospecciones geológicas sobre el hielo en la Plataforma de Hielo Milne cuando, por casualidad, descubrió la presencia de lo que parecía ser un enorme meteorito en el hielo. Dio parte de su descubrimiento por radio, y la NASA interceptó su transmisión.
Gabrielle clavó sus ojos en Harper.
¿Y ese canadiense no está furioso al ver que la NASA se está llevando todos los honores del hallazgo?
—No —dijo Harper, sintiendo un escalofrío—. Da la casualidad de que está muerto.
91
Michael Tolland cerró los ojos y escuchó el zumbido del motor a reacción del G4. Había desistido en su intento de seguir pensando en el meteorito hasta que llegaran a Washington. Los cóndrulos, según Corky, eran concluyentes. La roca hallada en la Plataforma de Hielo Milne solamente podía ser un meteorito. Rachel había tenido la esperanza de disponer de una respuesta definitiva que poder dar a William Pickering cuando aterrizaran, pero sus experimentos con diversas teorías habían llegado a un callejón sin salida con los cóndrulos. Por muy sospechosa que resultara la evidencia del meteorito, éste parecía ser auténtico.
«Que así sea entonces».
Obviamente, Rachel estaba realmente afectada por el trauma que había sufrido en el océano. Tolland, sin embargo, se hallaba asombrado ante su capacidad de resistencia. Rachel se encontraba ahora concentrada en el tema que los ocupaba: intentar descubrir la forma de desestimar o autentificar el meteorito y descubrir quién había intentado matarlos.
Durante la mayor parte del viaje, había ocupado el asiento contiguo al de Tolland. Michael había disfrutado de su conversación, a pesar de lo difíciles que resultaban las circunstancias. Hacía unos minutos que ella había ido al servicio, situado en la parte posterior del avión, y ahora Tolland se sorprendió echándola de menos a su lado. Se preguntó cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había echado de menos la presencia de una mujer... una mujer que no fuera Celia.
—¿Señor Tolland?
Tolland levantó los ojos.
El piloto asomó la cabeza.
—Me ha pedido que le avise cuando entráramos en el campo telefónico de su barco. Puedo conseguirle esa conexión, si lo desea.
—Gracias —respondió Tolland, avanzando hacia la cabina por el pasillo.
Una vez dentro, Tolland hizo una llamada a su tripulación. Quería hacerles saber que no estaría de regreso hasta dentro de uno o dos días. Naturalmente, no tenía la menor intención de contarles el lío en el que estaba metido.
El teléfono sonó varias veces y Tolland se sorprendió cuando fue el sistema de comunicaciones SHINCOM 2100 el que cogió la llamada. El mensaje saliente no era el saludo profesional habitual, sino la voz alborotada de uno de los miembros de su tripulación, el bromista de a bordo.
—Hurra, hurra, esto es el Goya —anunció la voz—. ¡Lamentamos no poder atender su llamada, pero hemos sido abducidos por un enorme piojo! De hecho, nos hemos tomado unas horas libres en tierra para celebrar la gran noche de Mike. ¡Dios, estamos orgullosísimos! Puede dejar su nombre y su número y quizá le devolvamos la llamada mañana cuando estemos sobrios. ¡Ciao! ¡Viva ET!
Tolland se puso a reír, echando ya de menos a su tripulación. Obviamente habían visto la rueda de prensa. Le alegró que hubieran desembarcado; los había abandonado de forma bastante brusca al recibir la llamada del Presidente, y era una tontería que se quedaran allí, en alta mar, sin hacer nada. Aunque el mensaje decía que todos se habían ido a tierra, dio por hecho que no habían dejado el barco desatendido, sobre todo teniendo en cuenta la zona de fuertes corrientes donde estaba anclado.
Pulsó el código numérico que permitía oír los mensajes de voz internos que le habían dejado. La línea soltó un solo pitido. Un mensaje. La voz pertenecía al mismo bromista y miembro de la tripulación.
—Hola, Mike, ¡menudo programa! Si estás oyendo esto, probablemente estarás comprobando tus mensajes desde alguna elegante fiesta en la Casa Blanca y te preguntarás dónde demonios estamos. Sentimos abandonar el barco, amigo, pero no pensábamos quedarnos sin celebrarlo. No te preocupes, lo hemos dejado muy bien anclado y la luz del porche se queda encendida. ¡En realidad tenemos la secreta esperanza de que sea abordado por piratas para que dejes de una vez que la NBC te compre ese barco nuevo! Es broma, hombre.
No te preocupes, Xavia accedió a quedarse a bordo para vigilar el fuerte. Dijo que prefería disfrutar de un rato sola que salir de fiesta con un hatajo de pescadores borrachos. ¿Qué te parece?
Tolland soltó una carcajada, aliviado al oír que había alguien a bordo cuidando del barco. Xavia era muy responsable; decididamente no era la clase de mujer a la que le gustaban las fiestas. Respetada geóloga marina, era famosa por decir lo que pensaba con cáustica sinceridad.
—En cualquier caso, Mike —seguía el mensaje—, esta noche ha sido increíble. La verdad es que noches así te hacen sentir orgulloso de ser científico, ¿no te parece? Todo el mundo habla de lo bien que pinta esto para la NASA. ¡A tomar por saco la NASA! ¡Esto tiene aún mejor pinta para nosotros! Los índices de audiencia de Mares Asombrosos deben de haberse disparado unos cuantos millones de puntos esta noche. Eres una estrella. Una estrella de verdad. Felicidades. Un trabajo excelente.
Se oyó entonces una conversación sofocada en la línea y volvió la voz.
—Ah, sí. Hablando de Xavia, y sólo para que no se te suban mucho los humos. Quiere pegarte la bronca por algo. Aquí la tengo.
La voz afilada de Xavia se oyó en la máquina.
—Mike, soy Xavia. Eres un dios y todo eso. Y porque te quiero como te quiero, he accedido a hacer de canguro de este trasto antediluviano tuyo. Francamente, será un placer librarme de estos gorilas a los que llamas científicos. En cualquier caso, y además de hacer de canguro del barco, la tripulación me ha pedido, en mi papel de bruja de a bordo, que haga todo lo que esté en mi poder por evitar que te conviertas en un jodido cabrón, lo cual, después de esta noche, soy consciente de que va a ser difícil. Sin embargo, tenía que ser la primera en decirte que has cometido un error en tu documental. Sí, ya me has oído. Uno de esos extrañísimos pedos mentales de Michael Tolland. No te preocupes, sólo hay unas tres personas en el planeta que se habrán dado cuenta, y son todos unos quisquillosos geólogos marinos sin el menor sentido del humor. Muy parecidos a mí. Pero ya sabes lo que dicen de nosotros los geólogos: ¡siempre buscando fallos! —exclamó, echándose a reír—. En fin, no es nada, un punto minúsculo sobre petrología de meteoritos. Sólo lo menciono para estropearte la noche. Puede que recibas una o dos llamadas al respecto, de modo que se me ha ocurrido ponerte al corriente para que no termines pareciendo el imbécil que realmente eres —dijo, volviendo a reírse—. De todos modos no me van mucho las fiestas, así que me quedo a bordo. No te molestes en llamarme. He tenido que conectar el contestador porque la maldita prensa lleva toda la noche llamando. Esta noche eres una verdadera estrella, a pesar de tu metedura de pata. De todos modos, te pondré al corriente de ello cuando vuelvas. Ciao.
La línea quedó en silencio.
Michael Tolland frunció el ceño.
«¿Un error en mi documental?»
Rachel Sexton estaba de pie en el servicio del G4 y se miraba al espejo. Se vio pálida y más frágil de lo que había imaginado. El susto de la noche la había afectado mucho. Se preguntó cuánto tiempo tardaría en dejar de temblar o en volver a acercarse a un océano. Se quitó la gorra del U.S.S. Charlotte y se dejó el pelo suelto. «Mejor», pensó, sintiéndose más ella misma.
Al mirarse a los ojos, percibió en ellos una profunda fatiga. Sin embargo, por debajo de ese cansancio apreció su determinación. Sabía que aquél era el regalo de su madre. «Nadie te dice lo que puedes o no puedes hacer». Rachel se preguntó si su madre había visto lo ocurrido esa noche. «Alguien ha intentado matarme, mamá. Alguien ha intentado matarnos a todos...»
La mente de Rachel, como llevaba ya haciendo desde hacía varias horas, repasó la lista de nombres.
«Lawrence Ekstrom... Marjorie Tench... presidente Zach Herney». Todos tenían sus motivos. Y, lo que resultaba aún más inquietante: todos tenían los medios. «El Presidente no está implicado», se dijo, aferrándose a su esperanza de que él, a quien respetaba mucho más que a su propio padre, fuera un mero espectador inocente en ese misterioso accidente.
«Todavía no sabemos nada».
«Ni quién... ni si... ni por qué».
Lamentaba no tener respuestas que ofrecer a William Pickering pero, hasta el momento, lo único que había conseguido era pensar en más preguntas.
Cuando salió del servicio, le sorprendió no encontrar a Michael Tolland en su sitio. Corky dormitaba en un asiento cercano, y al mirar a su alrededor, vio salir a Mike de la cabina del piloto mientras éste colgaba un radiófono. Tolland tenía los ojos abiertos como platos de pura preocupación.
—¿Qué ocurre? —preguntó Rachel.
Michael habló arrastrando la voz mientras la ponía al corriente del mensaje de voz.
«¿Un error en su presentación?» Rachel pensó que la reacción de Tolland era exagerada.
—Probablemente no sea nada. ¿No le ha dicho exactamente cuál era el error?
—Algo referente a la petrología del meteorito.
—¿A la estructura de la roca?
—Sí. Ha dicho que sólo se darán cuenta del error unos pocos geólogos. Suena como si, independientemente del error que haya cometido, estuviera relacionado con la composición del propio meteorito.
Rachel soltó un breve suspiro, comprendiendo.
—¿Los cóndrulos?
—No lo sé, aunque me parece demasiada coincidencia.
Rachel se mostró de acuerdo. Los cóndrulos eran el único vestigio de evidencia que apoyaba categóricamente la afirmación de la NASA según la cual aquello era efectivamente un meteorito.
Corky se acercó a ellos, frotándose los ojos.
—¿Qué pasa?
Tolland lo puso al corriente.
Corky frunció el ceño y negó con la cabeza.
—No se trata de ningún problema con los cóndrulos, Mike. Ni hablar. Todos tus datos procedían de la NASA. Y de mí. Eran perfectos.
—¿Qué otro error petrológico podría haber cometido?
—¿Quién sabe? Además, ¿qué saben sobre cóndrulos los geólogos marinos?
—No tengo ni idea, pero Xavia es muy lista.
—Teniendo en cuenta las circunstancias —dijo Rachel—, creo que deberíamos hablar con esa mujer antes de hablar con el director Pickering.
Tolland se encogió de hombros.
—La he llamado cuatro veces y me ha saltado el contestador. Probablemente esté en el hidrolaboratorio y no pueda oír nada. No oirá mis mensajes hasta mañana por la mañana como muy pronto —dijo Tolland antes de hacer una pausa y mirar su reloj—. Aunque...
—¿Aunque qué?
Tolland la miró intensamente.
—¿Cree usted que es muy importante que hablemos con Xavia antes de hacerlo con su jefe?
—Si tiene algo que decir acerca de los cóndrulos, creo que es de vital importancia —dijo Rachel—. En este momento, lo único que tenemos son un montón de datos contradictorios. William Pickering es un hombre acostumbrado a recibir respuestas claras. Cuando nos encontremos con él, me encantaría tener algo sustancial sobre lo que él pudiera actuar.
—Entonces tenemos que hacer una parada.
Rachel no ocultó su sorpresa.
—¿En su barco?
—Está anclado frente a la costa de Nueva Jersey, casi directamente de camino a Washington. Podemos hablar con Xavia y averiguar qué es lo que sabe. Corky todavía tiene la muestra del meteorito, y si Xavia quiere someterla a algunas pruebas geológicas el barco cuenta con un laboratorio bien equipado. No creo que nos lleve más de una hora obtener respuestas definitivas.
Rachel sintió un palpito de ansiedad. La idea de tener que volver a enfrentarse al océano tan pronto la inquietaba. «Respuestas definitivas», se dijo, tentada por la posibilidad. «Sin duda Pickering querrá respuestas».
92
A Delta-Uno le alegró volver a pisar Tierra firme.
A pesar de ir a media potencia y de haber tomado una ruta oceánica mucho más larga, el Aurora había completado el viaje en menos de dos horas, proporcionando a la Delta Force una buena ventaja para que el escuadrón pudiera tomar posiciones y prepararse para las muertes adicionales que el controlador había ordenado.
Sobre una pista militar reservada situada a las afueras del D.C., los Delta Force dejaron atrás el avión y subieron a bordo de su nuevo transporte: un helicóptero OH-58D Kiowa Warrior que ya les esperaba.
«Una vez más, el controlador ha dispuesto lo mejor», pensó Delta-Uno.
El Kiowa Warrior, originalmente diseñado como helicóptero de observación ligero, había sido «ampliado y mejorado» para crear la última gama militar de helicópteros de ataque. El Kiowa hacía alarde de capacidad de configuración de imágenes térmicas por infrarrojos, permitiendo a su apuntador/descubridor de campos por láser facilitar la señalización autónoma para armas de precisión guiadas por láser, como los misiles aire-aire Stinger y el sistema de misiles AGM-1148 Hellfire. Un procesador de señal digital de alta velocidad proporcionaba un rastreo simultáneo multiobjetivo hasta un máximo de seis blancos. Muy pocos enemigos habían visto de cerca un Kiowa y habían sobrevivido para contarlo.
Delta-Uno sintió un conocido escalofrío de poder cuando subió al asiento del piloto del Kiowa y se abrochó el cinturón de seguridad. Se había entrenado en aquella aeronave y había volado en ella en operaciones secretas en tres ocasiones. Naturalmente, hasta el momento nunca había tenido como objetivo un destacado funcionario del gobierno. No podía negar que el Kiowa era el aparato perfecto para la misión. Su motor Rolls-Royce Allison y sus aspas semirígidas gemelas garantizaban una «marcha silenciosa», lo cual básicamente significaba que los objetivos en Tierra no podían oír el helicóptero hasta que éste estaba directamente encima de ellos. Y, debido a que el aparato era capaz de volar a ciegas sin luces y estaba pintado totalmente de negro, sin los números reflectantes de cola, quedaba prácticamente invisible a menos que el objetivo dispusiera de radar.
«Helicópteros negros silenciosos».
Los teóricos de la conspiración se estaban volviendo locos por su culpa. Algunos afirmaban que la invasión de helicópteros negros silenciosos era una prueba de la existencia de un ejército de soldados de reserva de un nuevo orden mundial bajo la autoridad de las Naciones Unidas. Otros afirmaban que los helicópteros silenciosos eran vehículos espaciales alienígenas. Incluso había quien, después de haber visto los Kiowas volando en formación durante la noche, había llegado a pensar que estaban viendo las luces móviles de una nave mucho mayor... un único platillo volante aparentemente capaz de volar en vertical.
Un nuevo error. Sin embargo, el Ejército estaba encantado con la diversión.
Durante una reciente misión secreta, Delta-Uno había pilotado un Kiowa armado con la tecnología militar más secreta y nueva de Estados Unidos: una ingeniosa arma holográfica apodada S&M. A pesar de las claras referencias al sadomasoquismo que el apodo evocaba, S&M era la abreviatura de smoke and mirrors («humo y espejos»): imágenes holográficas proyectadas en el cielo sobre territorio enemigo. El Kiowa había utilizado tecnología S&M sobre unas instalaciones antiaéreas enemigas. Los aterrados artilleros antiaéreos disparaban enloquecidos a aquellos fantasmas que no dejaban de volar en círculo. Entonces, cuando hubieron agotado todas sus municiones, Estados Unidos envió las auténticas fuerzas de combate.
Mientras Delta-Uno y sus hombres se elevaban de la rampa, el jefe del equipo todavía podía oír las palabras del controlador en su cabeza. «Tenéis otro objetivo». Parecía una definición atroz e insuficiente, sobre todo teniendo en cuenta la identidad de su nueva víctima. Sin embargo, se recordó que no le correspondía a él cuestionar las órdenes. Su equipo había recibido una orden y la llevaría a término según el método exacto instruido... por muy chocante que le resultara.
«Espero que el controlador esté seguro de que ésta es la acción correcta».
Cuando el Kiowa se elevaba de la rampa, Delta-Uno enfilo el morro en dirección sudoeste. Había visto el monumento a Franklin Delano Roosevelt en dos ocasiones, pero esa noche sería la primera que lo haría desde el aire.
93
—¿Que este meteorito fue descubierto originalmente por un geólogo canadiense? —exclamó Gabrielle, mirando, perpleja, al joven programador Chris Harper—. ¿Y que ese canadiense está muerto?
Harper respondió con una taciturna inclinación de cabeza.
—¿Cuánto tiempo hace que está al corriente de esto? —preguntó Gabrielle.
—Un par de semanas. Después de que el director y Marjorie Tench me obligaran a mentir en la rueda de prensa, sabían que no podría dar marcha atrás y negar lo dicho. Me dijeron la verdad sobre cómo se encontró realmente el meteorito.
«¡El EDOP no es el auténtico responsable del hallazgo del meteorito!» Gabrielle no tenía la menor idea de adonde conducía esa información, pero estaba claro que se trataba de algo escandaloso. Malas noticias para Tench. Magníficas noticias para el senador.
—Como ya le he dicho —dijo Harper, que ahora parecía más sombrío—, el meteorito fue realmente descubierto gracias a una transmisión radiofónica interceptada. ¿Le dice algo un programa llamado INSPIRE? Se trata del Experimento Interactivo Radiofónico de Física Espacial en la Ionosfera de la NASA.
Gabrielle había oído vagamente hablar de él.
—Básicamente —dijo Harper— se trata de una serie de receptores de radio de muy baja frecuencia situados exactamente en el Polo Norte que escuchan los sonidos de la Tierra... emisiones de ondas de plasma desde los faros nórdicos, pulsos de banda ancha procedentes de tormentas eléctricas... ese tipo de cosas,
—Bien.
—Hace unas semanas, uno de los receptores de radio del INSPIRE captó una transmisión aislada procedente de Ellesmere Island. Un geólogo canadiense pedía ayuda desde una frecuencia excepcionalmente baja. —Harper hizo una pausa—. De hecho, la frecuencia era tan baja que sólo los receptores VLF de la NASA podían haberla oído. Imaginamos que el canadiense estaba transmitiendo en onda larga.
—¿Cómo dice?
—Transmitiendo a la frecuencia más baja posible para lograr el máximo de distancia en su transmisión. Estaba en mitad de la nada, no lo olvide; una frecuencia de transmisión estándar no hubiera bastado para lograr que le oyeran.
—¿Qué decía su mensaje?
—La transmisión era breve. El canadiense decía que había salido a hacer sondeos de hielo en la Plataforma de Hielo Milne, que había detectado una anomalía ultradensa en el hielo, que sospechaba que se trataba de un meteorito gigante y que, mientras tomaba sus mediciones, había quedado atrapado en una tormenta. Dio sus coordenadas, solicitó que lo rescataran de la tormenta y cortó la comunicación. El puesto de escucha de la NASA envió un avión desde Thule a rescatarlo. Lo buscaron durante horas y por fin dieron con él, a kilómetros del lugar indicado, muerto en el fondo de una grieta con su trineo y sus perros. Al parecer, al intentar escapar de la tormenta, se desorientó, saliéndose de la ruta y yendo a caer en una grieta.
Gabrielle ponderó la información que acababa de recibir, intrigada.
—¿Así que de repente la NASA supo de la existencia de un meteorito que nadie más conocía?
—Exacto. Irónicamente, si mi software hubiera funcionado bien, el satélite EDOP habría localizado ese mismo meteorito... una semana antes de que lo hiciera el canadiense.
La coincidencia dio que pensar a Gabrielle.
—¿Un meteorito que llevaba trescientos años enterrado fue casi descubierto dos veces en la misma semana?
—Ya lo sé. Parece un poco extraño, pero la ciencia puede ser así. Todo o nada. La cuestión es que el director opinaba que el meteorito lo tendríamos que haber descubierto nosotros de todos modos... si yo hubiera hecho mi trabajo correctamente. Me dijo que, ya que el canadiense había muerto, nadie se daría cuenta si yo simplemente redirigía el EDOP a las coordenadas que él había transmitido en su SOS. Entonces podría fingir haber descubierto el meteorito desde un principio y recuperar parte del respeto que habíamos perdido por culpa de mi vergonzoso fracaso.
—Y eso es lo que usted hizo.
—Como ya le he dicho, no tenía elección. Había hecho fracasar la misión —añadió, antes de hacer una breve pausa—. Sin embargo, esta noche, cuando he oído la rueda de prensa del Presidente y me he enterado de que el meteorito que yo he fingido haber encontrado contenía fósiles...
—Se ha quedado de piedra.
—¡Nunca mejor dicho!
—¿Cree usted que el director sabía que el meteorito contenía fósiles antes de pedirle que fingiera que el EDOP lo había encontrado?
—No podría imaginar cómo. Ese meteorito ha estado enterrado y ha permanecido intacto hasta que el primer equipo de la NASA llegó ahí arriba. Lo que creo es que la NASA no tenía ni idea de lo que había encontrado hasta que mandó a un equipo a que perforara el meteorito y sacara algunas muestras de la roca para someterlas a rayos X. Me pidieron que mintiera sobre el EDOP pensando que tenían entre manos una victoria moderada con un gran meteorito. Luego, cuando llegaron allí, se dieron cuenta de lo importante que era el hallazgo.
Gabrielle apenas podía respirar entrecortadamente de pura excitación.
—Doctor Harper, ¿testificaría que la NASA y la Casa Blanca le obligaron a mentir sobre el software del EDOP?
—No lo sé —Harper parecía asustado—. No puedo ni imaginar hasta qué punto perjudicaría con ello a la agencia... y a este descubrimiento.
—Doctor Harper, usted y yo sabemos que este meteorito sigue siendo un maravilloso descubrimiento, independientemente de cómo se llevó a cabo. Lo verdaderamente importante es que mintió al pueblo norteamericano. El pueblo tiene derecho a saber que el EDOP no es todo lo que la NASA dice que es.
—No sé. Desprecio al director, pero mis colegas... son buena gente.
—Y merecen saber que se les está engañando.
—¿Y qué hay de esa evidencia contra mí por malversación de fondos?
—Ya puede borrarla de su mente —dijo Gabrielle, que a punto había estado de olvidarse de su estratagema—. Le diré al senador que no sabe nada de ninguna malversación. No es más que un truco... un anclaje creado por el director para obligarle a mantener la boca cerrada sobre el EDOP.
—¿El senador puede protegerme?
—Totalmente. Usted no ha hecho nada malo. Simplemente cumplía órdenes. Además, con la información que acaba de darme sobre ese geólogo canadiense, no puedo ni imaginar que el senador vaya a tener nunca la necesidad de sacar a la luz el asunto de la malversación. Podemos concentrarnos totalmente en la información equivocada dada por la NASA sobre el EDOP y el meteorito. En cuanto el senador dé a conocer la información sobre el canadiense, el director no podrá arriesgarse a intentar desacreditarle con mentiras.
Harper seguía preocupado. Se quedó callado y taciturno mientras sopesaba sus opciones. Gabrielle le concedió unos instantes. Anteriormente se había dado cuenta de que en la historia había otra sospechosa coincidencia. No iba a mencionarla, pero vio que el doctor Harper necesitaba un último empujón.
—¿Tiene usted perros, doctor Harper?
Chris Harper levantó la mirada.
—¿Perdón?
—Es sólo que me resulta extraño. Me ha dicho que poco después de que el geólogo canadiense diera por radio las coordenadas del meteorito, los perros que guiaban su trineo se desorientaron y cayeron en una grieta del glaciar.
—Había una tormenta. Estaban fuera de ruta.
Gabrielle se encogió de hombros, mostrando así su escepticismo.
—Ya... de acuerdo.
Harper percibió claramente sus dudas.
—¿Qué está usted pensando?
—No sé. Hay demasiadas coincidencias alrededor de este descubrimiento. ¿Un geólogo canadiense transmite las coordenadas del meteorito utilizando una frecuencia que sólo la NASA puede captar y luego sus perros se caen por una grieta? —Gabrielle hizo una pausa antes de continuar—. Obviamente comprenderá usted que la muerte de ese geólogo allanó el camino al triunfo de la NASA.
El color desapareció del rostro de Harper. —Usted cree que el director mataría por ese meteorito. «Política de alto nivel. Mucho dinero», pensó Gabrielle.
—Deje que hable con el senador y estaremos en contacto. ¿Hay alguna forma de salir de aquí sin ser vista?
Gabrielle Ashe dejó a un pálido Chris Harper y bajó por la escalera de incendios hasta un callejón desierto situado tras el edificio de la NASA. Paró un taxi del que acababan de bajar más asistentes a la celebración.
—A los apartamentos de lujo Westbrooke Place —le dijo al taxista. Estaba a punto de hacer del senador Sexton un hombre mucho más feliz.
94
Sin dejar de preguntarse a qué había dado su consentimiento, Rachel se quedó junto a la entrada de la cabina del G4, extendiendo el cable de un transceptor de radio al interior de la cabina del pasaje para así poder establecer su llamada fuera del campo de audición del piloto. Corky y Tolland la miraban. A pesar de que ella y el director de la ONR, William Pickering, habían planeado mantener silencio radiofónico hasta su llegada a la base aérea de Bollings, situada a las afueras de Washington D.C., ahora ella poseía información que sin duda Pickering desearía oír de inmediato. Le había llamado a su móvil protegido, que llevaba constantemente encima.
Cuando William Pickering habló al otro extremo de la línea, su tono era de una tranquilidad absoluta.
—Hable con cuidado, por favor. No puedo garantizar la confidencialidad de esta conexión.
Rachel comprendió. El móvil de Pickering, como los teléfonos de la mayoría de miembros de la ONR, constaba de un indicador que detectaba llamadas entrantes desprotegidas. Debido a que Rachel llamaba desde un radiófono, uno de los sistemas de comunicación menos seguros, el teléfono de Pickering le había advertido. La conversación debía ser todo menos concreta. Nada de nombres. Nada de concreciones geográficas.
—Mi voz es mi identidad —dijo Rachel, utilizando el saludo de campo estándar en esa situación. Había esperado que la respuesta del director revelara fastidio al ver que se había arriesgado a ponerse en contacto con él, pero la reacción de Pickering parecía positiva.
—Sí, estaba a punto de ponerme yo mismo en contacto con usted. Tenemos que redirigir su destino. Me preocupa que vaya a encontrarse con una fiesta de bienvenida.
Rachel sintió una agitación repentina. «Alguien nos está vigilando». Pudo percibir el peligro en el tono de Pickering. «Redirigir». A Pickering le gustaría saber que ella le había llamado para solicitarle precisamente eso, aunque por razones totalmente distintas.
—La cuestión de la autenticidad —dijo Rachel—. Hemos estado discutiendo sobre ello. Puede que dispongamos de una forma de confirmarla o de negarla categóricamente.
—Excelente. Ha habido progresos, y al menos así dispondré de una base sólida sobre la que actuar.
—La prueba implica que efecturemos una pequeña parada. Uno de nosotros tiene acceso a las instalaciones de un laboratorio...
—Nada de concreciones geográficas, por favor. Por su propia seguridad.
Rachel no tenía la menor intención de dar a conocer sus planes utilizando esa línea.
—¿Podría garantizarnos posibilidad de aterrizaje en GAS-AC?
Pickering guardó silencio durante un instante. Rachel percibió que estaba intentando procesar la palabra. GAS-AC era una oscura abreviatura utilizada por la ONR para hacer referencia a la Estación Aérea del Grupo de la Guardia de Costas de Atlantic City. Rachel esperaba que el director lo supiera.
—Sí —dijo Pickering por fin—. Puedo arreglarlo. ¿Es ése su destino final?
—No. Precisaremos otro helicóptero.
—Les estará esperando un aparato.
—Gracias.
—Les recomiendo que mantengan precaución extrema hasta que tengamos más información. No hablen con nadie. Sus sospechas han provocado profunda preocupación entre grupos muy poderosos.
«Tench», pensó Rachel, lamentando no haber podido ponerse en contacto directamente con el Presidente.
—En este momento estoy en mi coche, voy camino de encontrarme con la mujer en cuestión. Ha solicitado una reunión privada en una ubicación neutral. Debería revelar mucho.
«¿Pickering iba en su coche a encontrarse con Tench?» Lo que Tench tuviera que decirle debía de ser importante si se negaba a decírselo por teléfono.
—No comunique a nadie sus coordenadas finales —dijo Pickering—. y nada de ponerse en contacto conmigo por radio. ¿Está claro?
—Sí, señor. Estaremos en GAS-AC dentro de una hora.
—Haré que les faciliten un medio de transporte. Cuando lleguen a su destino final, puede llamarme utilizando canales más seguros —dijo antes de hacer una breve pausa—. No voy a insistir en lo importante que es mantener esto en secreto por su seguridad. Esta noche se han granjeado poderosos enemigos. Tomen las precauciones adecuadas.
Pickering desapareció.
Rachel se sintió tensa al finalizar la conexión y girarse hacia Tolland y Corky.
—¿Cambio de destino? —dijo Tolland, ansioso a la espera de respuestas.
Rachel asintió de mala gana.
—Al Goya.
Corky suspiró, bajando la mirada hacia la muestra del meteorito que tenía en la mano.
—Sigo sin creer que la NASA haya sido capaz de... —Se calló, más preocupado con cada minuto que pasaba.
«Muy pronto lo averiguaremos», pensó Rachel.
Rachel fue a la cabina del piloto y devolvió el transceptor de radio. Al mirar por el parabrisas a la meseta rodante de nubes iluminadas por la luna que pasaban a toda velocidad por debajo de ellos, tuvo la inquietante sensación de que lo que iban a encontrar a bordo del barco de Tolland no les iba a gustar.
95
Una infrecuente sensación de soledad embargaba a William Pickering mientras conducía su sedán por Leesburg Highway. Ya eran casi las dos de la madrugada y la carretera estaba vacía. Hacía años que no conducía a esas horas.
La voz rasposa de Marjorie Tench todavía le arañaba la mente. «Nos encontraremos en el monumento a FDR».
Pickering intentó recordar cuándo había sido la última vez que había visto cara a cara a Marjorie Tench. Nunca había sido una experiencia agradable. Hacía dos meses. En la Casa Blanca. Tench estaba sentada frente a él a una larga mesa de roble rodeada por miembros del Consejo de Seguridad Nacional, Jefes de ambas Cámaras, la CIA, el presidente Herney y el director de la NASA.
—Caballeros —había dicho el director de la CIA, mirando directamente a Marjorie Tench—. Una vez más, estoy ante ustedes para apremiar a esta administración a que haga frente a la permanente crisis de seguridad de la NASA.
La declaración no cogió a nadie por sorpresa. Los infortunios referentes a la seguridad de la NASA se habían convertido en una cuestión cansina para la comunidad de inteligencia. Dos días antes, más de trescientas fotografías de alta resolución tomadas por uno de los satélites de observación de la Tierra de la NASA habían sido robadas por unos hackers de una base de datos de la NASA. Las fotos, que sorprendentemente revelaban una base secreta de entrenamiento militar de Estados Unidos en el norte de África, habían aparecido en el mercado negro, donde las habían adquirido agencias de inteligencia hostiles del Cercano Oriente.
—A pesar de las mejores intenciones —dijo el director de la CIA con voz agotada—, la NASA sigue siendo una amenaza para la seguridad nacional. Simplificando, nuestra agencia espacial no está equipada para proteger los datos y las tecnologías que desarrolla.
—Sé muy bien que ha habido indiscreciones —respondió el Presidente—. Filtraciones realmente perjudiciales. Y eso es algo que me inquieta de verdad —añadió, dirigiendo un gesto hacia el otro extremo de la mesa, donde estaba sentado Lawrence Ekstrom, el director de la NASA—. Sin embargo, estamos buscando nuevas formas de mejorar la seguridad.
—Con todos mis respetos —dijo el director de la CIA—, todo cambio en la seguridad desarrollado por la NASA será de nula eficacia mientras las operaciones de la agencia espacial sigan fuera del paraguas de la comunidad de inteligencia de Estados Unidos.
La declaración provocó una incómoda agitación entre los reunidos. Todos sabían a dónde llevaba esa afirmación.
—Como ustedes saben —siguió el director de la CIA con un tono cada vez más afilado—, todas las entidades de Estados Unidos que tratan con información sensible dentro del ámbito de la inteligencia están gobernadas por estrictas reglas secretas (el Ejército, la CIA, la ONR, la Agencia de Seguridad Nacional). Todas deben atenerse a leyes muy estrictas en lo que concierne a la protección de los datos que recogen y a las tecnologías que desarrollan. Una vez más, vuelvo a preguntarles por qué la NASA, la agencia que actualmente desarrolla la mayor parte de tecnologías aerospaciales —imagen, vuelo, software, reconocimiento y telecomunicaciones de última generación utilizadas por la comunidad militar y de inteligencia— sigue manteniéndose al margen de este paraguas de discreción.
El Presidente soltó un suspiro de cansancio. La propuesta estaba clara. «Reestructurar la NASA para que pasara a formar parte de la comunidad de inteligencia del Ejército de Estados Unidos.» Aunque otras agencias habían experimentado reestructuraciones similares en el pasado, Herney se negaba a considerar la posibilidad de colocar a la NASA bajo los auspicios del Pentágono, la CIA, la ONR o cualquier otra directiva militar. El Consejo de Seguridad Nacional estaba empezando a dividirse sobre la cuestión. Muchos de sus miembros estaban haciendo frente común con la comunidad de inteligencia.
Lawrence Ekstrom nunca parecía satisfecho en esas reuniones y aquella no era ninguna excepción. Lanzó una mirada mordaz al director de la CIA.
—Aún a riesgo de repetirme, señor, las tecnologías que desarrolla la NASA son para aplicaciones científicas no militares. Si la comunidad de inteligencia desea hacer girar uno de nuestros telescopios espaciales para ver qué pasa en China, es su decisión.
El director de la CIA parecía a punto de estallar.
Pickering y Ekstrom cruzaron miradas y el primero intervino.
—Larry —dijo, teniendo mucho cuidado en mantener un tono comedido—. Todos los años la NASA se arrodilla ante el Congreso para pedirle dinero. Están ustedes llevando a cabo operaciones con muy poca financiación y están pagando el precio que eso supone en fracasos. Si incorporamos a la NASA a la comunidad de inteligencia, ya no necesitará pedir ayuda al Congreso. Serán ustedes financiados por el presupuesto secreto a niveles significativamente más altos. Todos saldremos ganando. La NASA dispondrá de todo el dinero que necesita para operar adecuadamente y la comunidad de inteligencia se quedará tranquila al asegurarse que las tecnologías de la NASA están protegidas.
Ekstrom negó con la cabeza.
—Por principio, no puedo permitir que la NASA adquiera un cariz como el que me propone. La NASA se ocupa únicamente de la ciencia espacial. No tenemos nada que ver con la seguridad nacional.
El director de la CIA se puso en pie, cosa que jamás se hacía cuando el Presidente estaba sentado. Nadie le detuvo. Dedicó una mirada glacial al director de la NASA.
—¿Me está diciendo que la ciencia no tiene nada que ver con la seguridad nacional? ¡Por el amor de Dios, Larry! ¡Son sinónimas! Lo único que nos mantiene seguros es el avance tecnológico y científico del país, y, nos guste o no, la NASA desempeña un papel cada vez mayor en el desarrollo de esas tecnologías. Desgraciadamente, su agencia hace aguas por todas partes y ha demostrado una y otra vez que su seguridad es un riesgo.
La sala quedó en silencio.
Entonces fue el director de la NASA quien se levantó y clavó sus ojos en los de su atacante.
—Entonces, ¿sugiere que encerremos a veinte mil científicos de la NASA en herméticos laboratorios militares y que trabajen para ustedes? ¿De verdad cree que los nuevos telescopios espaciales de la NASA se habrían concebido de no haber sido por el deseo personal de nuestros científicos de profundizar en su visión del espacio? La NASA lleva a término increíbles descubrimientos únicamente por una razón: nuestros empleados quieren comprender el cosmos más a fondo. Son unos soñadores que han crecido observando los cielos estrellados y preguntándose qué hay ahí arriba. La pasión y la curiosidad, y no la promesa de una superioridad militar, es lo que lleva a la innovación de la NASA.
Pickering se aclaró la garganta y habló con suavidad, intentando calmar los ánimos alrededor de la mesa.
—Larry, estoy seguro de que el director no está hablando de reclutar a científicos de la NASA para construir satélites militares. Los principios de la misión de la NASA no cambiarían. La agencia seguiría funcionando como en la actualidad, excepto por el hecho de que disfrutaría de mayores fondos y de mayor seguridad —declaró. Se volvió entonces hacia el Presidente—. La seguridad es cara. Sin duda, todos los que estamos en esta sala somos conscientes de que los fallos de seguridad de la NASA son el resultado de una financiación insuficiente. La agencia espacial se ve obligada a asumir sus propias riendas, a aumentar las medidas de seguridad, a llevar adelante proyectos en colaboración con otros países para compartir costes con ellos. Lo que propongo es que la NASA siga siendo la misma entidad soberbia, científica y civil que es en la actualidad, pero con un presupuesto mayor y con cierta discreción.
Varios miembros del Consejo de Seguridad asintieron en silencioso acuerdo.
El presidente Herney se levantó despacio, mirando directamente a William Pickering. Obviamente, no le hacía ninguna gracia la forma en que éste se había hecho con el control de la situación.
—Bill, deje que le haga una pregunta: la NASA espera llegar a Marte durante la próxima década. ¿Cómo se sentirá la comunidad de inteligencia ante la idea de gastar buena parte del presupuesto secreto en una misión a dicho planeta... una misión que no supone inmediatos beneficios para la seguridad nacional?
—La NASA podrá hacer lo que le plazca.
—Y una mierda —respondió el Presidente sin más. Todos los presentes levantaron de golpe la mirada. Eran raras las ocasiones en que el presidente Herney hablaba así.
—Si hay algo que he aprendido siendo presidente —declaró Herney—, es que quien controla los dólares controla la dirección. Me niego a dejar las cuerdas que manejan el presupuesto de la NASA en manos de gente que no comparte los objetivos para los que la agencia fue fundada. Me cuesta imaginar qué volumen de ciencia pura se podrá llevar a cabo cuando sea el Ejército quien decida cuáles de las misiones de la NASA son viables y cuáles no.
Sus ojos escrutaron la sala. Despacio, con firme decisión, volvió a clavar su rígida mirada en William Pickering.
—Bill —suspiró Herney—, su malestar ante el hecho de que la NASA esté implicada en proyectos compartidos con otras agencias espaciales extranjeras resulta dolorosamente corto de miras. Al menos hay alguien que está colaborando con los chinos y con los rusos. La paz del planeta no se forjará a base de fuerza militar, sino gracias a los que aúnen sus esfuerzos a pesar de las diferencias de sus gobiernos. En mi opinión, las misiones compartidas de la NASA hacen más por promover la seguridad nacional que cualquier satélite espía de mil millones de dólares, y con muchísima más esperanza de futuro.
Pickering sentía que la rabia le bullía en lo más profundo de su ser. «¿Cómo osa un político usar ese tono conmigo?» El idealismo del que Herney hacía gala era óptimo para una sala de juntas, pero en el mundo real, provocaba muertes.
—Bill —interrumpió Marjorie Tench, como si percibiera que Pickering estaba a punto de estallar—. Sabemos que perdió a una hija y que para usted esto es una cuestión personal.
Pickering sólo percibió superioridad en el tono de voz de Tench.
—Pero le ruego que recuerde —dijo Tench— que actualmente la Casa Blanca está conteniendo un aluvión de inversores que pretenden que abramos el espacio al sector privado. Por si le interesa, le diré que, a pesar de todos sus errores, la NASA ha sido una muy buena amiga para la comunidad de inteligencia. Quizás harían bien en valorar los innumerables beneficios que les reporta.
El zumbido de una franja sonora que corría paralela al arcén de la autopista devolvió de súbito a Pickering al presente. El desvío estaba próximo. Al acercarse a la salida del D.C., pasó junto a un ciervo ensangrentado y muerto que estaba tumbado a un lado de la carretera. Sintió una extraña vacilación... pero siguió adelante. Tenía una cita a la que no podía faltar.
96
El monumento a Franklin Delano Roosevelt es uno de los mayores de la nación. Emplazado en un parque, con cascadas, estatuas, arcadas y un estanque, está dividido en cuatro galerías al aire libre, una por cada legislatura de FDR.
A un kilómetro y medio de allí, un solitario Kiowa Warrior avanzaba a gran altitud sobre la ciudad sólo con las luces de crucero. En una ciudad que hacía gala de tantos equipos de televisión y de tan elevado número de VIPs como el D.C., los helicópteros que cruzaban el cielo eran una visión tan común como las bandadas de pájaros que lo atravesaban en dirección sur. Delta-Uno sabía que mientras se mantuviera apartado de lo que se conocía como «la cúpula» —una burbuja de espacio aéreo protegido alrededor de la Casa Blanca—, no llamaría demasiado la atención. De cualquier modo, no iban a quedarse allí mucho tiempo.
Cuando la altitud del Kiowa fue de unos mil metros, el helicóptero redujo la velocidad y ocupó una posición cercana al monumento a FDR, evitando colocarse directamente sobre él, que ahora estaba prácticamente a oscuras. Delta-Uno mantuvo el aparato suspendido en el aire, comprobando su posición. Miró a su izquierda, y vio a Delta-Dos manejando el sistema de mirilla telescópica de visión nocturna. El vídeo mostraba una imagen de color verdoso en la que se veía el camino de entrada al monumento. La zona estaba desierta.
Ahora sólo les quedaba esperar.
No iba a ser una muerte discreta. Había gente a la que era imposible matar sin llamar la atención. Independientemente del método utilizado, habría repercusiones. Investigaciones. Pesquisas. En esos casos, la mejor protección era hacer mucho ruido. Las explosiones, el ruego y el humo daban la impresión de que existía la voluntad de dejar claro un mensaje, y la primera idea apuntaría a un acto de terrorismo extranjero. Sobre todo cuando el objetivo era un funcionario de altos vuelos.
Delta-Uno escrutó las imágenes recibidas por el sistema de visión nocturna del monumento que tenía debajo. El aparcamiento y el camino de entrada estaban vacíos. «Falta poco», pensó. El lugar elegido para aquella reunión privada, a pesar de celebrarse en una zona urbana, estaba por fortuna desierto a esa hora de la noche. Delta-Uno apartó los ojos de la pantalla y clavó la mirada en los controles de sus propias armas.
El sistema Hellfire sería esa noche el arma elegida. El Hellfire era un misil antiblindaje guiado por láser que proporcionaba prestaciones «fire-and-forget». El proyectil podía buscar un blanco marcado por láser, proyectado por observadores en tierra, desde otro aparato o desde el mismo aparato del que tenía lugar el lanzamiento. Esa noche, el misil estaría guiado de forma autónoma mediante el localizador infrarrojo MMS, Masi Mounted Sight. En cuanto el apuntador del Kiowa hubiera «pintado» el objetivo con un rayo láser, el Hellfire se transformaría en un misil autodirigido. Puesto que el Hellfire podía dispararse tanto desde el aire como desde tierra, su utilización esa noche no implicaría necesariamente la participación de una aeronave. Además, el Hellfire era una munición popular entre los traficantes de armas del mercado negro, de modo que sin duda podría culparse del suceso al activismo terrorista.
—Sedán —dijo Delta-Dos.
Delta-Uno miró la pantalla de transmisión. Un sedán negro de lujo y sin ningún distintivo se acercaba por la carretera de acceso a la hora prevista. Era el típico coche utilizado por las grandes agencias gubernamentales. El conductor redujo la intensidad de los faros del coche al entrar en el recinto del monumento. El vehículo dio varias vueltas y por fin aparcó cerca de un bosquecillo. Delta-Uno miró la pantalla mientras su compañero enfocaba la visión telescópica nocturna a la ventanilla del conductor. Un instante después, el rostro de la persona que conducía quedó a la vista.
Delta-Uno soltó un breve suspiro.
—Objetivo confirmado —dijo su compañero.
Delta-Uno miró la pantalla de visión nocturna... con su retícula dibujando una cruz letal para precisar el disparo... y se sintió como un francotirador apuntando a un objetivo de la realeza. «Objetivo confirmado».
Delta-Dos se volvió hacia el compartimento de aviodectrónic situado a su izquierda y activó el buscador láser. Apuntó y, a mil metros por debajo, apareció un pequeño punto de luz en el techo del sedan, invisible para su ocupante.
—Objetivo pintado —dijo. Delta-Uno soltó un profundo suspiro. Disparó. Un sonido agudo y sibilante chisporroteó desde debajo del fuselaje, seguido de un rastro de luz notoriamente imperceptible que avanzaba hacia el suelo. Un segundo después, el coche que estaba en el aparcamiento estalló, envuelto en una cegadora erupción de llamas. El metal retorcido del vehículo salió volando en todas direcciones y las ruedas, también en llamas, salieron despedidas, rodando hacia el bosque.
—Objetivo eliminado —dijo Delta-Uno, acelerando el motor del helicóptero a fin de alejarlo de la zona—. Llamad al controlador.
A menos de tres kilómetros de allí, el presidente Zach Herney se preparaba para meterse en la cama. Las ventanas a prueba de bala Lexan de «la residencia» tenían un grosor de dos centímetros. No llegó a oír la explosión.
97
El Grupo de la Guardia Costera de la Estación Aérea de Atlantic City está ubicado en una sección protegida del Centro Técnico de la Administración de Aviación Federal William J. Hughes del Aeropuerto Internacional de Atlantic City. El área de responsabilidad del grupo incluye la costa atlántica, desde Asbury Park a Cabo May.
Rachel Sexton se despertó de golpe cuando las ruedas del avión chirriaron sobre el asfalto de la solitaria pista de aterrizaje situada al abrigo de dos enormes terminales de carga. Sorprendida al darse cuenta de que se había quedado dormida, miró la hora sin salir de su aturdimiento.
«Las 02:13 horas». Tenía la sensación de llevar varios días durmiendo.
Estaba cuidadosamente envuelta en una cálida manta y Michael Tolland se estaba despertando a su lado. Le dedicó una sonrisa cansada.
Corky apareció tambaleándose por el pasillo y frunció el ceño cuando los vio.
—Mierda. Pero ¿seguís aquí? Me he despertado con la esperanza de que esta noche no fuera más que una pesadilla.
Rachel sabía perfectamente cómo se sentía Corky. «Vuelvo a dirigirme al mar».
El avión por fin se detuvo y todos bajaron a una árida rampa. El cielo nocturno estaba cubierto de nubes, pero el aire de la costa era pesado y cálido. En comparación con Ellesmere, Nueva Jersey parecía el trópico.
—¡Por aquí! —gritó una voz.
Rachel, Corky y Tolland se giraron y vieron uno de los clásicos helicópteros de la guardia costera, un Dolphin HH-65 de color carmesí, esperándoles muy cerca. Enmarcado por la brillante banda blanca de la cola del aparato, un piloto totalmente uniformado les indicaba con la mano que se acercaran.
Tolland le dedicó a Rachel una inclinación de cabeza en señal de reconocimiento.
—No hay duda de que su jefe sabe hacer bien las cosas.
«Ni se lo imagina», pensó Rachel.
Corky se derrumbó.
—¿Ya? ¿No paramos a cenar?
El piloto les dio la bienvenida y les ayudó a subir a bordo. Sin preguntarles sus nombres en ningún momento, se limitó exclusivamente a bromear y a darles las indicaciones de seguridad. Al parecer, Pickering había dejado muy claro a la Guardia de Costas que el vuelo en cuestión no formaba parte de ninguna misión anunciada. Sin embargo, y a pesar de la discreción de su jefe, Rachel pudo darse cuenta de que sus identidades sólo se pudieron mantener en secreto un par de segundos. El piloto no pudo ocultar su evidente sorpresa en cuanto reconoció a Michael Tolland, la celebridad televisiva.
Ella estaba tensa cuando se abrochó el cinturón de seguridad en el asiento junto al de Tolland. El motor Aerospatiale chirrió sobre sus cabezas al ponerse en marcha y los combados rotores de doce metros de longitud empezaron a enderezarse hasta dibujar un borrón plateado. El zumbido se transformó en rugido y el helicóptero despegó de la rampa, elevándose en la noche.
El piloto se giró hacia ellos y gritó:
—He sido informado de que me facilitarán su destino en cuanto estemos en el aire.
Tolland le dio las coordenadas de una ubicación en alta mar, a unas treinta millas al sudeste de su actual posición.
«Su barco está a doce millas de la costa», pensó Rachel con un escalofrío.
El piloto introdujo las coordenadas en su sistema de navegación. Luego estableció la ruta y aceleró los motores. El helicóptero se inclinó hacia delante y viró hacia el sudeste.
Cuando las oscuras dunas de la costa de Nueva Jersey se deslizaban alejándose bajo el aparato, Rachel apartó la mirada de la oscuridad del océano que se extendía debajo. A pesar del recelo que le provocaba estar de nuevo sobrevolando el agua, intentó tranquilizarse pensando en que estaba acompañada por un hombre que había convertido el océano en el amigo de toda una vida. Tolland estaba pegado a ella en el estrecho fuselaje y sus caderas y hombros tocaban los suyos. Ninguno de los dos hacía nada por cambiar de postura para evitar el contacto.
—Sé que no debería decir esto —soltó de pronto el piloto, a punto de estallar de excitación—, pero usted es obviamente Michael Tolland, y tengo que decirle que, bueno, ¡le hemos estado viendo en la televisión toda la noche! ¡El meteorito! ¡Es absolutamente increíble! ¡Debe de estar usted asombrado!
Tolland asintió pacientemente.
—Boquiabierto.
—¡El documental era fantástico! ¿Sabe?, las cadenas no dejan de repetirlo. Ninguno de los pilotos de guardia esta noche deseaba esta misión porque querían seguir viendo la televisión, pero a mí me ha tocado el palillo más corto. ¿No les parece increíble? ¡El palillo más corto! ¡Y aquí estoy! Si los chicos tuvieran la menor idea de que llevo al auténtico...
—Le estamos muy agradecidos por llevarnos —le interrumpió Rachel—, y necesitamos que mantenga nuestra presencia en el más absoluto secreto. Nadie debe saber dónde estamos.
—Por supuesto, señora. Mis órdenes son muy claras —afirmó el piloto. Entonces vaciló y luego su expresión se iluminó—. Oigan, por casualidad no estaremos yendo al Goya, ¿verdad?
Tolland le respondió con una desganada inclinación de cabeza.
—Así es.
—¡Joder! —exclamó el piloto—. Disculpen. Lo siento, pero he visto el barco en su programa. El doble casco, ¿verdad? ¡Menuda bestia más rara! La verdad es que nunca he estado en un diseño SWATH. ¡Nunca supuse que el suyo sería el primero!
Rachel decidió desconectar de lo que el piloto decía, al tiempo que la embargaba una creciente inquietud al ver que volaba en dirección a alta mar.
Tolland se volvió hacia ella.
—¿Se encuentra bien? Podría haberse quedado en tierra. Ya se lo dije.
«Debería haberme quedado en tierra», pensó Rachel, a sabiendas que su orgullo jamás se lo habría permitido.
—No, gracias. Estoy bien.
Tolland sonrió.
—No le quitaré ojo.
—Gracias.
A Rachel le sorprendió notar hasta qué punto la calidez de la voz de Tolland hacía que se sintiera más segura.
—Ha visto el Goya en televisión, ¿verdad?
Rachel asintió.
—Es un... hum... un barco de aspecto interesante.
Tolland se rió.
—Sí. En su día fue un prototipo extremadamente avanzado, pero el diseño nunca llegó a cuajar.
—No sabría decir por qué —bromeó Rachel, visualizando el extraño perfil del barco.
—Ahora la NBC me está presionando para que utilice un barco nuevo. Se trata de una nave más... no sé, más sexi, más despampanante. Una o dos temporadas más y me obligarán a separarme de él.
Parecía melancólico ante la idea.
—¿No le encantaría un barco totalmente nuevo?
—No sé... el Goya me trae muchos recuerdos.
Rachel sonrió dulcemente.
—Bueno. Como solía decir mi madre, antes o después todos tenemos que desprendernos del pasado.
Los ojos de Tolland se posaron en los de ella durante un instante.
—Sí, lo sé.
98
—Mierda —dijo el taxista, mirando a Gabrielle por encima del hombro—. Al parecer ha habido un accidente un poco más adelante. No vamos a poder movernos. Al menos durante un rato.
Gabrielle miró por la ventanilla y vio las luces giratorias de las ambulancias rasgando la noche. Más allá, había varios policías de pie en la carretera deteniendo el tráfico alrededor del Malí.
—Debe de haber sido un accidente importante —dijo el taxista, señalando unas llamas que se veían cerca del monumento a FDR.
Gabrielle frunció el ceño al ver el parpadeante brillo de las llamas. «Justo ahora». Necesitaba reunirse con el senador Sexton con la nueva información sobre el EDOP y el geólogo canadiense. Se preguntaba si las mentiras de la NASA sobre cómo habían hallado el meteorito serían un escándalo lo suficientemente grande como para volver a insuflar vida a la campaña de Sexton. «Quizá no para la mayoría de políticos», pensó Gabrielle, pero se trataba de Sedgewick Sexton, un hombre que había construido su campaña a base de magnificar los fracasos de los demás.
Gabrielle no siempre estaba orgullosa de la capacidad del senador para dar un giro ético negativo a las desgracias políticas de sus oponentes, aunque resultara efectivo. El dominio que Sexton mostraba sobre la indignidad y la insinuación podía a buen seguro transformar esa mentirijilla parcial de la NASA en una cuestión fundamental que infectara a toda la agencia espacial... y por ende, al Presidente.
Al otro lado de la ventanilla, las llamas procedentes del monumento a FDR parecían cada vez más altas. Algunos árboles cercanos habían prendido y los coches de bomberos estaban ya regándolos con sus mangueras. El taxista encendió la radio del coche y empezó a cambiar de emisora.
Con un suspiro, Gabrielle cerró los ojos y sintió el agotamiento recorriéndola en oleadas.
Al llegar a Washington por primera vez, había soñado con trabajar en el mundo de la política para siempre, quizás algún día en la Casa Blanca. Sin embargo, en aquel momento sentía que había tenido política para toda una vida: el duelo con Marjorie Tench, las comprometedoras fotografías del senador y ella, todas las mentiras de la NASA...
Un locutor de radio estaba diciendo algo sobre un coche bomba y sobre una posible acción terrorista.
«Tengo que irme de esta ciudad», pensó Gabrielle por primera vez desde su llegada a la capital.
99
Y muy pronto se añadirían a la lista Rachel Sexton, Michael Tolland y el doctor Marlinson.
«Es la única forma», pensó el controlador, intentando combatir su creciente remordimiento. «Hay demasiado en juego».
El controlador raras veces se mostraba receloso, pero ese día se había llevado la palma. Nada había salido como estaba planeado: el trágico descubrimiento del túnel de inserción en el hielo, las dificultades que había supuesto mantener la información en secreto, y ahora el número de víctimas cada vez mayor.
«En principio no debía morir nadie... excepto el canadiense».
Parecía irónico que la parte técnicamente más difícil del plan hubiera resultado ser la menos problemática. La inserción, completada hacía meses, se había llevado sin el menor fallo. En cuanto la anomalía ocupó su lugar, lo único que restaba era esperar el lanzamiento del Escáner de Densidad Orbital Polar EDOP. El EDOP estaba programado para escanear enormes secciones del Círculo Polar, y antes o después el software de detección de anomalías de a bordo detectaría el meteorito y proporcionaría a la NASA un descubrimiento sin precedentes.
Pero el maldito software no funcionaba.
Cuando el controlador supo que había fallado y que no había ninguna posibilidad de repararlo hasta después de la elecciones, todo el plan quedó amenazado. Sin el EDOP, el meteorito pasaría inadvertido. El controlador tenía que inventarse algo para alertar subrepticiamente a alguien de la NASA sobre la existencia del meteorito. La solución implicaba orquestar una transmisión de radio de emergencia de un geólogo canadiense desde las inmediaciones del punto de inserción. Al geólogo, por razones obvias, había que borrarlo del mapa de forma inmediata y su muerte debía parecer un accidente. Lanzar a un geólogo inocente desde un helicóptero había sido el principio. Ahora las cosas se estaban precipitando.
Wailee Ming. Norah Mangor. Ambos muertos.
El temerario asesinato que acababa de producirse en el monumento a FDR.
100
El Dolphin de la Guardia de Costas estaba todavía a dos millas de las coordenadas del Goya y volaba a mil metros de altitud cuando Tolland le gritó al piloto.
¿Dispone este trasto de NightSight?
El piloto asintió.
—Soy una unidad de rescate.
Tolland no esperaba menos. El Nightstght era un sistema térmico de captación de imágenes marinas de Raytheon, capaz de localizar a supervivientes de un naufragio en la oscuridad. El calor que desprende la cabeza de un nadador aparecería como una mota roja en un océano de color negro.
—Actívelo —dijo Tolland.
El piloto pareció confundido.
—¿Por qué? ¿Han perdido a alguien?
—No. Quiero que ellos vean una cosa.
—Desde esta altitud no veremos nada con el dispositivo termal a menos que se trate de una mancha de petróleo en llamas.
—Usted actívelo —dijo Tolland.
El piloto dedicó a Tolland una extraña mirada y a continuación ajustó algunos diales, ordenando a la lente térmica situada debajo del helicóptero que supervisara la extensión de cuatro kilómetros y medio de océano que tenían delante. En el salpicadero se iluminó una pantalla de cristal líquido. La imagen fue adquiriendo nitidez.
—¡Joder!
Durante unos instantes el helicóptero avanzó dando bandazos cuando el piloto se echó hacia atrás, sorprendido. En seguida se recuperó, y se quedó mirando fijamente la pantalla.
Rachel y Corky se inclinaron hacia delante, mirando la imagen con idéntica sorpresa. El fondo negro del océano estaba iluminado por una enorme espiral giratoria de palpitante color rojo.
Rachel se giró, agitada, hacia Tolland.
—Parece un ciclón.
—Lo es —corroboró Tolland—. Un ciclón de corrientes cálidas. Tiene casi un kilómetro de ancho.
El piloto del la Guardia Costera se rió por lo bajo, maravillado.
—Es uno de los grandes. Los vemos muy pocas veces, pero todavía no me habían informado de la existencia de éste.
—Emergió la semana pasada —dijo Tolland—. Probablemente sólo durará unos días más.
—¿Qué es lo que lo provoca? —preguntó Rachel, comprensiblemente perpleja ante el inmenso vórtice de agua que giraba en medio del océano.
—Una cúpula de magma—dijo el piloto.
Rachel se giró hacia Tolland con expresión recelosa.
—¿Un volcán?
—No —dijo Tolland—. En la costa Este no hay volcanes activos, pero a veces se producen bolsas de magma un poco traviesas que se inflaman bajo el suelo marino y provocan puntos de calor, que a su vez producen un gradiente de temperatura inverso, es decir, agua caliente en el fondo y agua fría encima. El resultado son estas gigantescas corrientes en espiral. Se las conoce como megaplumas. Giran durante un par de semanas y luego se disuelven.
El piloto miró la palpitante espiral que seguía girando en la pantalla líquida.
—Pues al parecer ésta está en pleno apogeo —anunció. Hizo entonces una pausa, comprobó las coordenadas del barco de Tolland y luego miró sorprendido por encima del hombro—. Señor Tolland, todo indica que está usted estacionado a escasa distancia de su centro.
Tolland asintió.
—Las corrientes son un poco más lentas cerca del ojo del torbellino. Dieciocho nudos. Es como echar el ancla en un río de aguas rápidas. Nuestra cadena ha estado trabajando duro esta semana.
Jesús —dijo el piloto—. ¿Una corriente de dieciocho nudos?
—No se caiga por la borda —le dijo echándose a reír. Rachel no se rió.
—Mike, no había mencionado la existencia de esta megapluma o cúpula de magma.
Tolland le puso una mano tranquilizadora en la rodilla.
—No supone ningún peligro, confíe en mí.
Rachel frunció el ceño.
—¿El documental que estaba filmando aquí trataba de este fenómeno de cúpula de magma?
—De las megaplumas y de los Sphyrna mokarran.
—Eso es. Lo mencionó antes.
Tolland esbozó una tímida sonrisa.
—Los Sphyrna mokarran adoran el agua caliente y, en este momento, todos y cada unos de los ejemplares de Sphyrna en un radio de ciento cincuenta kilómetros se han congregado en el kilómetro y medio de extensión que conforma el círculo de océano calentado.
—Genial —dijo Rachel con una inquieta inclinación de cabeza—. ¿Y qué son los Sphyrna mokarran, si no le importa decírnoslo?
—Los peces más feos del mar.
—¿Platijas?
Tolland se rió.
—El gran tiburón martillo.
Rachel se puso tiesa a su lado.
—¿Merodean tiburones martillo alrededor de su barco?
Tolland le respondió con un guiño.
—Relájese, no son peligrosos.
—No diría eso si no lo fueran.
Tolland se rió por lo bajo.
—Supongo que tiene tazón. —Se dirigió entonces bromeando al piloto—. Oiga, ¿cuánto tiempo hace que han salvado ustedes a alguien que haya sido atacado por un tiburón martillo?
El piloto se encogió de hombros.
—Dios. Hace décadas que no hemos salvado a nadie que haya sido atacado por un tiburón martillo.
Tolland se giró hacia Rachel.
—Ya lo ha oído. Décadas. No tiene de qué preocuparse.
—Justo el mes pasado —añadió el piloto— tuvimos un ataque en el que un estúpido buceador quiso hacer migas con uno...
—¡Espere un segundo! —dijo Rachel—, ¡Acaba de decir que hace décadas que no salvan a nadie!
—Sí —respondió el piloto—. Que no salvamos a nadie. Normalmente, llegamos tarde. Esos cabrones matan a su presa en un abrir y cerrar de ojos.
Desde el aire, la parpadeante silueta del Goya se cernía en el horizonte. A media milla, Tolland pudo distinguir las brillante luces de cubierta que Xavia, el miembro de su tripulación, había dejado sabiamente encendidas. Al verlas, Tolland se sintió como un agotado viajero entrando en el camino de acceso a su casa.
—Creía que había dicho que sólo había una persona a bordo —dijo Rachel, sorprendida al ver todas esas luces.
—¿No deja una luz encendida cuando está sola en casa?
—Una, no la casa entera.
Tolland sonrió. A pesar de los intentos de Rachel por no parecer preocupada, él se daba cuenta de que sentía una profunda aprensión a estar allí fuera. Tuvo ganas de rodearla con un brazo y tranquilizarla, pero sabía que no había nada que pudiera decir para calmarla.
—Las luces están encendidas por razones de seguridad. Hacen que el barco parezca activo.
Corky soltó una risilla.
—¿Acaso temes una reunión pirata, Mike?
—No. Ahí fuera el mayor peligro son los idiotas que no saben leer el radar. La mejor defensa para evitar ser atropellado es asegurarte de que todo el mundo puede verte.
Corky entrecerró los ojos para mirar el barco iluminado.
—¿Para que puedan verte, dices? Pero si parece uno de los cruceros de Carnaval Cruise en Noche Vieja. Obviamente, la NBC paga tus facturas de luz.
El helicóptero de la Guardia de Costas redujo la marcha y rodeó inclinándose el inmenso barco iluminado. El piloto empezó a maniobrar hacia el helipuerto situado sobre la cubierta de popa. Incluso desde el aire, Tolland pudo distinguir la furiosa corriente que tiraba de las riostras del casco del barco. Anclado por la proa, el Goya se balanceaba sobre la corriente, tirando de la enorme cadena del ancla como una bestia encadenada.
—Es realmente precioso —dijo el piloto, riéndose.
Tolland sabía que el comentario era sarcástico. El Goya era feo, «feo a rabiar», en palabras de un crítico de televisión. Era uno de los diecisiete barcos SWATH construidos hasta entonces, cuyo casco y pequeña área de flotación resultaban cualquier cosa menos atractivos.
De hecho, se trataba de una enorme plataforma horizontal que flotaba a quince metros sobre el océano apoyada en cuatro inmensos puntales sujetos a pontones. De lejos, parecía una plataforma de perforación petrolífera de baja eslinga. De cerca, una barcaza sobre pilares. Las dependencias de la tripulación, los laboratorios de investigación y el puente de navegación estaban situados en una serie de estructuras organizadas a modo de gradas en lo alto, lo que la hacía parecer una gigantesca mesa de café flotante que soportaba un batiburrillo de edificios de varios pisos.
A pesar de su apariencia en nada aerodinámica, el diseño del Goya le permitía disfrutar de un área de flotación significantemente menor, con lo cual gozaba de mayor estabilidad. La plataforma suspendida permitía una mejor filmación, facilitaba el trabajo en el laboratorio y aseguraba un número menor de científicos mareados. A pesar de que la NBC presionaba a Tolland para que les permitiera comprarle algo más nuevo, él se había negado. Sin duda ya se fabricaban mejores embarcaciones, incluso más estables, pero el Goya había sido su hogar durante casi una década, el barco en el que había luchado por volver a la vida tras la muerte de Celia. Había noches en las que todavía oía su voz en el viento que barría la cubierta. En el momento en que los fantasmas desaparecieran, si llegaban a hacerlo, se plantearía la posibilidad de utilizar otro barco.
No antes.
101
Cuando el helicóptero por fin aterrizó sobre la cubierta de popa del Goya, Rachel Sexton sólo se sintió aliviada a medias. La buena noticia era que ya no sobrevolaba el océano. La mala, que estaba de pie sobre él. Intentó controlar el temblor de piernas cuando saltó a cubierta y miró a su alrededor. La cubierta parecía sorprendentemente estrecha, sobre todo con el helicóptero sobre la plataforma de aterrizaje. Dirigió la mirada hacia proa y vio el desgarbado y apilado edificio que conformaba el grueso del barco.
Tolland se quedó junto a ella.
—Ya lo sé —dijo, levantando la voz sobre el sonido de la furiosa corriente—. Parece más grande en la televisión.
Rachel asintió.
—Y más estable.
—Este es uno de los barcos más seguros del mar. Se lo prometo —dijo Tolland, poniéndole una mano en el hombro y guiándola por la cubierta.
El calor de la mano de Tolland hizo más por calmar sus nervios que nada de lo que pudiera haberle dicho. Sin embargo, cuando miró hacia la parte posterior del barco, vio la revuelta corriente fluir tras ellos como si el Goya estuviera avanzando a toda máquina. «Estamos encima de una megapluma», pensó.
En el centro de la sección principal de la cubierta trasera, vislumbró un conocido submarino Tritón monoplaza suspendido de una gigantesca polea. El Tritón, así llamado en honor al dios griego del mar, no se parecía en nada a su predecesor, el Alvin, un submarino con carcasa de acero. El Tritón disponía de una cúpula acrílica hemisférica en la parte delantera que le daba un aspecto más de pecera gigante que de sumergible. Rachel podía imaginar muy pocas cosas más aterradoras que sumergirse a cientos de metros en el océano sólo con una lámina de acrílico transparente entre su rostro y el agua. Naturalmente, Tolland afirmaba que lo único que tenía de desagradable tripular el Tritón era el despliegue inicial: descender lentamente suspendido del torno y atravesar la trampilla de la cubierta del Goya, colgando como un péndulo a quince metros de la superficie del agua.
—Probablemente Xavia esté en el hidrolaboratorio —dijo Tolland, moviéndose por cubierta—. Por aquí.
Rachel y Corky le siguieron por la cubierta de popa. El piloto de la Guardia de Costas no se movió del helicóptero. Se le habían dado instrucciones estrictas de que no debía utilizar la radio.
—Echad un vistazo a esto —dijo Tolland, deteniéndose en la barandilla de la cubierta del barco.
Titubeante, Rachel se acercó a él. Estaban a una altura considerable. Había más de quince metros hasta el agua y aún así Rachel podía sentir el calor que emanaba de ella.
—Es casi la temperatura de una bañera de agua caliente —gritó Tolland, intentando hacerse oír por encima del sonido de la corriente. Alargó la mano hacia una caja de interruptores instalada en la barandilla.
—Mirad esto —dijo, encendiendo un interruptor.
Un amplio arco de luz se desparramó por el agua bajo el barco, iluminándolo desde dentro como una piscina con luz. Rachel y Corky soltaron al unísono un jadeo de admiración.
El agua que rodeaba el barco estaba llena de sombras fantasmagóricas. Cerniéndose a sólo unos metros bajo la superficie iluminada, ejércitos de formas negras y lustrosas nadaban en paralelo contra la corriente, al tiempo que sus inconfundibles cráneos con forma de martillo giraban a uno y otro lado como al son de algún ritmo prehistórico.
—Joder, Mike —tartamudeó Corky—. No sabes cómo me alegro de que hayas compartido esto con nosotros.
El cuerpo de Rachel se puso rígido. Quiso apartarse de la barandilla, pero no pudo moverse. Estaba paralizada ante ese petrificante panorama.
—Increíbles, ¿verdad? —dijo Tolland. Su mano volvía a estar sobre el hombro de Rachel, tranquilizadora—. Chapotearán en las zonas de agua más cálida durante semanas. Estos chavales tienen la mejor nariz del mar: lóbulos olfativos teleencefálicos incrementados. Pueden oler la sangre a un kilómetro y medio de distancia.
Corky parecía escéptico.
—¿Lóbulos olfativos teleencefálicos incrementados?
—¿No me crees? —dijo Tolland, que había empezado a hurgar en un armario de aluminio adyacente al lugar donde estaban. Un instante después, sacó un pequeño pez muerto—. Perfecto —dijo. Cogió un cuchillo del refrigerador y le hizo varios cortes al pez, que empezó a gotear sangre.
—Mike, por el amor de Dios —dijo Corky—. Es asqueroso.
Tolland lanzó el pez ensangrentado por la borda, que cayó a plomo los quince metros que había hasta el agua. En cuanto tocó la superficie, seis o siete tiburones se lanzaron a una furiosa y acrobática pelea, al tiempo que sus filas de dientes plateados se cerraban, enloquecidas, sobre el pez ensangrentado. En cuestión de un instante, había desaparecido.
Horrorizada, Rachel se giró y miró a Tolland, que ya tenía otro pez en la mano. La misma especie. El mismo tamaño.
—Esta vez, sin sangre —dijo el oceanógrafo. Sin cortar el pez, lo lanzó al agua. El pez cayó al mar, pero no ocurrió nada. Los tiburones martillo no parecían haberse dado cuenta de su presencia. El cebo se alejó con la corriente sin haber despertado el menor interés.
—Sólo atacan guiados por el olfato —dijo Tolland, llevándoselos lejos de la barandilla—. De hecho, cualquiera podría nadar ahí abajo sin el menor peligro, siempre que no se tengan heridas abiertas.
Corky señaló los puntos que tenía en la mejilla.
Tolland frunció el ceño.
—Bien. En tu caso, ni se te ocurra.
102
El taxi de Gabrielle Ashe no se movía.
Detenida ante una barrera cerca del monumento a FDR, Gabrielle miraba las ambulancias y vehículos de bomberos a lo lejos, sintiendo como si un banco de niebla surrealista se hubiera instalado sobre la ciudad. Los informes radiofónicos ahora decían que el coche que había estallado podía haber llevado a un funcionario del gobierno de alto rango.
Cogió el móvil y marcó el número del senador. Sin duda Sexton estaría empezando a preguntarse por qué tardaba tanto.
Estaba ocupado.
Miró al chasqueante taxímetro y frunció el ceño. Algunos de los coches que habían quedado atrapados junto al suyo estaban empezando a subir a la acera y a dar media vuelta en busca de rutas alternativas.
El conductor miró a Gabrielle por encima del hombro.
—¿Quiere esperar? Es su dinero.
Gabrielle vio que en ese momento llegaban más vehículos oficiales.
—No. Demos la vuelta.
El taxista soltó un gruñido en señal afirmativa y empezó a maniobrar para completar el giro. Cuando el coche se subió a la acera, Gabrielle volvió a intentar localizar a Sexton.
Seguía comunicando.
Varios minutos más tarde, y después de haber descrito una gran vuelta, el taxi avanzaba finalmente por la calle C. Gabrielle vio cernerse el Philip A. Hart Senate Office Building. Tenía intención de dirigirse directamente al apartamento del senador, pero teniendo su despacho tan cerca...
Pare —le pidió al taxista—. Aquí mismo. Gracias.
El taxi se detuvo.
Gabrielle pagó la cantidad que figuraba en el taxímetro y añadió diez dólares.
—¿Puede esperarme diez minutos?
El taxista miró el dinero y luego el reloj. —Ni un minuto más.
Gabrielle se apresuró a salir. «No tardaré más de cinco».
Los pasillos de mármol desiertos del edificio de oficinas del Senado parecían casi sepulcrales a esa hora. Gabrielle notaba los músculos tensos mientras pasaba a toda prisa por la hilera de austeras estatuas alineadas en el vestíbulo de entrada de la tercera planta. Sus ojos pétreos parecían seguirla como silenciosos centinelas.
Al llegar a la puerta principal de la suite de oficinas de cinco habitaciones del senador Sexton, utilizó su tarjeta de acceso para entrar. El vestíbulo de las secretarias apenas estaba iluminado. Cruzó el vestíbulo y fue por un pasillo a su despacho. Entró, encendió los fluorescentes y fue directa a los archivadores.
Tenía un archivo completo sobre los presupuestos del Sistema de Observación de la Tierra que incluía mucha información sobre el EDOP. Sin duda Sexton querría todos los datos de los que pudiera echar mano en cuanto ella le hablara de Harper.
La NASA había mentido sobre el EDOP.
Mientras buscaba entre sus archivos, le sonó el móvil.
—¿Senador? —respondió.
—No, Gabs. Soy Yolanda. —La voz de su amiga revelaba un deje poco habitual en ella—. ¿Sigues en la NASA?
—No. Estoy en mi despacho.
—¿Has encontrado algo en la NASA?
«Ni te lo imaginas». Gabrielle sabía que no podía decirle nada a Yolanda hasta que hubiera hablado con Sexton. El senador tendría ideas muy específicas sobre la mejor manera de manejar esa información.
—Te lo contaré todo en cuanto haya hablado con Sexton. Voy de camino a su casa.
Yolanda hizo una pausa.
—Gabs, en cuanto a lo que me dijiste acerca de la financiación de la campaña de Sexton y la FFE...
—Ya te he dicho que estaba equivocada y que...
—Acabo de averiguar que dos de nuestros reporteros que cubren la industria aeroespacial han estado trabajando sobre una historia similar.
Gabrielle se mostró sorprendida.
—¿Qué quieres decir?
—No lo sé. Pero esos tipos son buenos, y parecen muy convencidos de que Sexton está aceptando sobornos de la Fundación para las Fronteras Espaciales. He pensado que debía llamarte. Ya sé que antes te he dicho que la idea era absurda. Como fuente de información, Marjorie Tench resultaba muy poco creíble, pero estos chicos nuestros... no sé, quizá te gustaría hablar con ellos antes de ver al senador.
—Si están tan convencidos, ¿por qué no lo han hecho público? —dijo Gabrielle que ahora parecía estar más a la defensiva de lo que habría deseado.
—No tienen pruebas sólidas. Al parecer el senador es muy bueno a la hora de ocultar sus huellas.
«Eso es algo común a la mayoría de políticos».
—No tenéis nada, Yolanda. Ya te he dicho que el senador ha admitido haber aceptado donaciones de la FFE, pero que ninguna supera la cantidad legal.
—Sé que eso es lo que él te ha dicho, Gabs, y no estoy afirmando saber lo que hay de verdadero o de falso en todo esto. Simplemente me he sentido en el deber de llamarte porque te he dicho que no te fíes de Marjorie Tench y ahora descubro que hay gente además Je Tench que cree que el senador puede estar metido en algo turbio. Eso es todo.
—¿Quiénes son esos reporteros? —preguntó Gabrielle, presa ahora de una bullente rabia.
—No puedo darte sus nombres. Pero sí concertarte una reunión con ellos. Son muy listos. Conocen perfectamente la ley de financiación de campañas... —Yolanda vaciló—. ¿Sabes?, estos tipos creen que Sexton está muy necesitado de dinero... que está en quiebra.
En el silencio de su despacho, Gabrielle oyó resonar las dañinas acusaciones de Tench. «Tras la muerte de Katherine, el senador malgastó la gran mayoría de su herencia en inversiones ruinosas, caprichos personales y en comprarse lo que parece ser cierta victoria en las primarias. Hace apenas seis meses, su candidato estaba en la ruina.»
A nuestros hombres les encantaría hablar contigo —dijo Yolanda.
«No me cabe duda», pensó Gabrielle. —Volveré a llamarte.
—Contigo nunca, Yolanda. Contigo nunca. Gracias.
Gabrielle colgó.
Dormitando en una silla en el pasillo frente a la puerta del apartamento que el senador tenía en el Westbrooke, un guardia de seguridad se despertó sobresaltado al oír su móvil. Se incorporó en la silla, se frotó los ojos y cogió el aparato del bolsillo de la americana.
—¿Sí?
—Owen, soy Gabrielle. ¡
El guardia de Sexton reconoció la voz.
—Ah, hola.
—Necesito hablar con el senador. ¿Podría llamar a la puerta de su apartamento por mí? Su móvil está ocupado.
—Es un poco tarde.
—Está despierto. Estoy segura —dijo Gabrielle, que parecía ansiosa—. Es una emergencia.
—¿Otra?
—La misma. Póngamelo al teléfono, Owen. Hay algo que de verdad necesito preguntarle.
El guardia suspiró, levantándose.
—De acuerdo, de acuerdo. Llamaré —dijo, desperezándose y dirigiéndose a la puerta de Sexton—. Pero lo hago sólo porque antes se ha alegrado de que la dejara entrar —añadió, levantando el puño a regañadientes para llamar.
—¿Qué es lo que acaba de decir? —preguntó Gabrielle.
El puño del guardia se detuvo en el aire.
—He dicho que el senador se ha alegrado de que la dejara entrar antes. Tenía usted razón. No ha supuesto ningún problema.
—¿El senador y usted han hablado de eso? —preguntó Gabrielle, al parecer sorprendida.
—Sí, ¿por?
—No, es sólo que no creí que...
—De hecho, ha sido un poco extraño. El senador ha necesitado un par de segundos para recordar que había estado usted dentro. Creo que los chicos han estado bebiendo un poco.
—¿Cuándo han hablado, Owen?
—Justo después de que usted se marchara. ¿Pasa algo?
Se produjo un silencio momentáneo.
—No... no, nada. Mire, ahora que lo pienso, será mejor que no molestemos al senador en este momento. Seguiré intentando localizarle en el fijo de su casa, y si no tengo suerte le volveré a llamar y entonces podrá llamar a su puerta.
El guardia puso los ojos en blanco.
—Lo que usted diga, señorita Ashe.
—Gracias, Owen. Siento haberle molestado.
—No se preocupe.
El guardia colgó, volvió a repantigarse en su silla y se quedó dormido.
Sola en su despacho, Gabrielle se quedó inmóvil durante varios minutos antes de colgar. «Sexton sabe que he estado en su apartamento... ¿y no me lo ha mencionado?»
La etérea extrañeza de la noche resultaba cada vez más turbia. Gabrielle volvió a recordar la llamada que le había hecho el senador mientras estaba en la ABC. Sexton la había dejado de piedra al admitir gratuitamente que estaba celebrando reuniones con empresas espaciales y aceptando dinero de ellas. Su honradez la había reconciliado con él. Había incluso llegado a avergonzarla. Ahora la confesión del senador parecía sin duda mucho menos noble.
«Menudencias», había dicho Sexton. «Totalmente legal».
De pronto, el cúmulo de vagas sospechas que Gabrielle había albergado hacia el senador pareció emerger de nuevo al unísono.
Fuera, el taxi tocaba la bocina.
103
El puente del Goya era un cubo de plexiglás situado dos niveles por encima de la cubierta principal. Desde ahí, Rachel gozaba de una panorámica de trescientos sesenta grados del oscuro mar que los rodeaba, un inquietante espectáculo que contempló sólo en una ocasión antes de apartar la mirada y volver a concentrarse en el asunto que les ocupaba.
Después de haber enviado a Corky y a Tolland a buscar a Xavia, Rachel se preparó para ponerse en contacto con Pickering. Le había prometido al director que le llamaría en cuanto llegaran y estaba ansiosa por saber qué había logrado averiguar él en su encuentro con Marjorie Tench.
El sistema digital de comunicaciones SHINCOM 2100 del Goya era un dispositivo con el que Rachel estaba muy familiarizada. Sabía que si era breve en su llamada, la comunicación sería segura.
Marcó el número privado de Pickering y esperó, pegando el auricular del SHINCOM 2100 a la oreja. Esperaba que el director respondiera al primer tono, pero la línea simplemente siguió sonando.
Seis tonos. Siete. Ocho...
Rachel miró al oscuro océano. La imposibilidad de ponerse en contacto con Pickering no hacía más que aumentar su inquietud por el hecho de estar en alta mar.
Nueve tonos. Diez. «¡Conteste!»
Rachel Iba de un lado a otro, a la espera. ¿Qué estaba pasando? Pickering llevaba siempre su teléfono encima, y le había dado indicaciones expresas de que le llamara.
Colgó después de quince tonos.
Con creciente aprensión, cogió el auricular del SHINCOM y volvió a marcar.
Cuatro tonos. Cinco.
«¿Dónde está?»
Por fin, la conexión se activó con un chasquido. Rachel sintió una oleada de alivio, aunque por poco tiempo. No había nadie al otro lado de la línea. Sólo silencio.
—Hola —apremió—. ¿Director?
Tres rápidos chasquidos.
—¿Hola? —repitió.
Una ráfaga de interferencias electrónicas sacudió la línea, estallándole en pleno oído. Dolorida, se apartó el auricular de la cabeza. Las interferencias cesaron de golpe. Entonces oyó una serie de tonos que oscilaban rápidamente y cuyos pulsos mantenían intervalos de medio segundo. Tras décimas de segundos de confusión cayó en la cuenta. Y sintió miedo.
—¡Mierda!
Se giró hacia los controles del puente y estampó el auricular contra el aparato, cortando la conexión. Durante unos instantes se quedó ahí aterrada, preguntándose si habría cortado la comunicación a tiempo.
En el corazón del barco, dos cubiertas más abajo, estaba el hidrolaboratorio del Goya una extensa área de trabajo segmentada por largos mostradores y módulos llenos hasta los topes de material electrónico: perfiladores de fondos, analizadores de corrientes, aparatos de extracción de gases, un congelador de especímenes de tamaño industrial, ordenadores y un montón de archivadores para los datos de investigación y cajas con los recambios electrónicos con los que el laboratorio se mantenía en funcionamiento.
Cuando Tolland y Corky entraron, Xavia, la geóloga de a bordo del Goya, estaba reclinada delante de un televisor a todo volumen. Ni siquiera se volvió.
¿Qué pasa? ¿Ya os habéis quedado sin pasta para cervezas? les gritó por encima del hombro, al parecer creyendo que algunos de los miembros de la tripulación habían regresado.
—Xavia —dijo Tolland—. Soy Mike.
La geóloga giró sobre sus talones, tragándose parte del sandwich que se estaba comiendo.
—¿Mike? —tartamudeó, claramente perpleja al verle. Se levanto, bajó el volumen del televisor y se acercó a ellos, todavía masticando—. Creí que algunos de los chicos habían vuelto de su excursión por los bares. ¿Qué estás haciendo aquí? —Xavia era una mujer corpulenta y de piel morena, con una voz afilada y un aire hosco. Señaló con un gesto el televisor, que emitía repeticiones del documental en vivo sobre el meteorito de Tolland—. Desde luego, no has permanecido mucho tiempo en la plataforma de hielo, ¿eh?
«Han pasado algunas cosas», pensó Tolland.
—Xavia, estoy seguro de que reconoces a Corky Marlinson.
Xavia asintió.
—Es un honor, señor.
Corky no le quitaba ojo al sandwich que la geóloga tenía en la mano.
—Tiene buen aspecto.
Xavia le miró con incomodidad.
—He oído tu mensaje —le dijo Tolland—. Dices que he cometido un error en mi presentación. Quiero comentar eso contigo.
La geóloga lo miró fijamente y soltó una carcajada aguda.
—¿Y por eso has vuelto? Oh, Mike, por el amor de Dios, ya te he dicho que no es nada. Sólo te estaba picando un poco. Obviamente, la NASA te ha dado algunos datos antiguos. Nada importante. En serio, ¡puede que sólo tres de cada cuatro geólogos marinos del mundo se hayan dado cuenta del descuido!
Tolland contuvo el aliento.
—Y ese descuido, ¿por casualidad tiene algo que ver con los cóndrulos?
El rostro de Xavia palideció, conmocionado.
—Dios mío. ¿Ya te ha llamado alguno de esos geólogos?
Tolland se derrumbó. «Los cóndrulos». Miró a Corky y luego volvió a mirar a la geóloga Marina.
—Necesito saber todo lo que puedas decirme sobre esos cóndrulos, Xavia. ¿Cuál ha sido el error que he cometido?
Xavia clavó en él su mirada, percibiendo ahora que Tolland hablaba totalmente en serio.
—No es nada, Mike. Leí un pequeño artículo en un diario especializado hace un tiempo. Pero no entiendo por qué le das tanta importancia.
Tolland suspiró.
—Xavia, por muy extraño que pueda parecerte, cuanto menos sepas esta noche, mejor. Lo único que te pido es que nos cuentes todo lo que sepas sobre los cóndrulos y luego necesitaremos que examines la muestra de una roca.
Xavia pareció desconcertada y vagamente perturbada al verse fuera de juego.
—De acuerdo. Deja que te enseñe el artículo. Está en mi oficina. Voy por él —dijo, dejando el sandwich sobre una mesa y dirigiéndose a la puerta.
—¿Puedo terminármelo? —le gritó Corky a su espalda.
Xavia se detuvo con cara de incredulidad.
—¿Quiere terminarse mi sandwich?
—Bueno, sólo si usted...
—Búsquese uno —dijo Xavia, antes de salir del laboratorio.
Tolland se rió por lo bajo, señalando a un refrigerador de especímenes situado en el otro extremo del laboratorio.
—En el estante inferior, Corky. Entre la sambuca y las bolsas de calamar.
Fuera, en cubierta, Rachel bajó la empinada escalera desde el puente y se acercó a paso firme hacia el helipuerto. El piloto de la Guardia de Costas estaba echando una cabezadita, pero se incorporó en cuanto ella repiqueteó con los dedos en la cabina.
—¿Ya han terminado? —preguntó—. Qué rapidez.
Rachel negó con la cabeza, a punto de perder los nervios.
—¿Puede activar los radares de Tierra y de aire?
—Claro. Con un radio de diez millas.
—Actívelos, por favor.
Confuso, el piloto manipuló un par de interruptores y la pantalla del radar se iluminó. La aguja empezó a trazar perezosos círculos.
—¿Ve algo? —preguntó Rachel.
El piloto dejó que la aguja completara varias rotaciones. Ajustó algunos controles y siguió observando. Todo despejado.
Un par de barcos pequeños en la periferia, pero se alejan de nosotros. Estamos solos. Millas y millas de mar abierto a nuestro alrededor.
Rachel Sexton suspiró, aunque no se sentía particularmente aliviada.
—Hágame un favor. Si ve que algo se acerca... barcos, un avión, cualquier cosa... ¿me lo hará saber de inmediato?
—Por supuesto. ¿Todo bien?
—Sí. Simplemente me gustaría saber si tenemos compañía.
El piloto se encogió de hombros.
—Vigilaré el radar, señora. Si algo parpadea será usted la primera en saberlo.
Rachel puso todos sus sentidos en alerta mientras se dirigía hacia el hidrolaboratorio. Cuando entró, Corky y Tolland estaban solos delante de una pantalla de ordenador, masticando sus sandwiches.
Corky la llamó con la boca llena.
—¿De qué lo quiere? ¿Pollo con sabor a pescado, salchicha de Bolonia con sabor a pescado o ensalada de huevo con sabor a pescado?
Rachel apenas oyó la pregunta.
—Mike, ¿cuánto podemos tardar en conseguir esta información y largarnos de este barco?
104
Tolland caminaba de un lado a otro del hidrolaboratorio, esperando con Rachel y Corky el regreso de Xavia. La noticia sobre los cóndrulos era casi tan inquietante como la noticia de Rachel sobre su fallido contacto con Pickering.
«El director no había contestado».
«Y alguien había intentado interceptar mediante pulsos la ubicación del Goya».
—Relájense —les dijo Tolland—. Estamos a salvo. El piloto de la Guardia de Costas vigila el radar. Puede advertirnos con mucha antelación si ve que alguien viene hacia aquí.
Rachel asintió, mostrando su acuerdo, aunque todavía parecía vigilante.
—¿Mike, qué demonios es esto? —preguntó Corky, señalando una pantalla Sparc de ordenador que mostraba una amenazadora imagen psicodélica que palpitaba y se revolvía como sí estuviera viva.
—Un Perfilador de Corriente Acústico Doppler —dijo Tolland—. Es una sección vertical de las corrientes y de los índices de temperatura del océano que está debajo del barco.
Rachel clavó la mirada en la pantalla.
—¿Eso es sobre lo que estamos anclados?
Tolland no podía negar que la imagen era aterradora. En la superficie, el agua aparecía como un remolino verde azulado, pero conforme se ganaba en profundidad, los colores iban cambiando lentamente a un amenazador rojo anaranjado debido al aumento de las temperaturas. Cerca del fondo, a un kilómetro y medio de profundidad, y suspendido sobre el suelo del océano, rugía el vórtice de color rojo sangre del ciclón.
—Ésa es la megapluma —dijo Tolland.
Corky soltó un gruñido.
—Parece un tornado submarino.
—Los rige el mismo principio. Normalmente los océanos están más fríos y son más densos cerca del fondo, pero aquí la dinámica se ha invertido. Las aguas profundas están calientes y pesan menos, de modo que suben a la superficie. A su vez, el agua de la superficie es más pesada, por lo que se sumerge a toda velocidad en una enorme espiral para llenar el vacío. Así se forman esas corrientes a modo de desagüe en el océano. Enormes remolinos.
—¿Qué es ese gran bulto que hay sobre el suelo marino? —dijo Corky señalando la extensa llanura de lecho oceánico donde un montículo con forma de cúpula se elevaba como una burbuja. Directamente encima de él giraba el vórtice.
—Ese montículo es una cúpula de magma —dijo Tolland—. Es ahí donde la lava empuja hacia arriba bajo el suelo oceánico. Corky asintió.
—Como un grano inmenso. —Por decirlo de alguna manera. —¿Y si revienta?
Tolland frunció el ceño, recordando el famoso estallido de la megapluma ocurrido en 1986 en el estrecho Juan de Fuca, en el que miles de toneladas de magma salieron despedidas al océano a una temperatura de mil doscientos grados Celsius, magnificando la intensidad de la pluma casi al instante. Las corrientes de superficie se ampliaron y el vórtice se expandió velozmente hacia arriba. Lo que ocurrió a continuación era algo que no tenía intención de compartir con Corky ni con Rachel esa noche.
—Las cúpulas de magma atlánticas no estallan —dijo Tolland—. El agua fría que circula sobre el montículo enfría y endurece continuamente la corteza de la Tierra, manteniendo el magma a salvo bajo una gruesa capa de roca. Llega un momento en que la lava que está debajo se enfría y la espiral desaparece. Generalmente, las megaplumas no son peligrosas.
Corky señaló a una revista vieja que estaba cerca del ordenador. —¿Estás diciendo entonces que el Scientific American publica ficción?
Tolland vio la cubierta de la revista y se estremeció. Al parecer alguien la había sacado del archivo de viejas revistas de ciencia del Goya: Scientific American, febrero de 1999. La cubierta mostraba una ilustración de un super petrolero girando totalmente descontrolado en un embudo de océano. El titular rezaba: «MEGAPLUMAS: ¿ASESINOS GIGANTES DE LAS PROFUNDIDADES?»
Tolland se rió, restándole importancia.
—Totalmente irrelevante. Ese artículo habla de megaplumas en las zonas de terremotos. Era una hipótesis muy popular con la que se intentaba explicar el fenómeno del Triángulo de las Bermudas hace unos años, justificando así la desaparición de barcos. Técnicamente, si se produce algún cataclismo geológico en el lecho oceánico, cosa de la que jamás se ha tenido noticia aquí, la cúpula podría romperse y el vórtice podría aumentar lo suficiente de tamaño como para... bueno, ya sabéis...
—No, no lo sabemos —dijo Corky.
Tolland se encogió de hombros.
—Genial. Estamos encantados de que nos hayas traído a bordo.
Xavia entró con algunos papeles en la mano.
—¿Admirando la megapluma?
—Oh, sí —dijo Corky sarcástico—. Mike estaba diciéndonos que si ese pequeño montículo se rompe todos nosotros empezaremos a dar vueltas en un enorme sumidero.
—¿Sumidero? —dijo Xavia con una risa fría—. Yo más bien diría que sería como si alguien hubiera tirado de la cadena del retrete más grande del mundo.
Fuera, en la cubierta del Goya, el piloto del helicóptero de la Guardia de Costas vigilaba obedientemente la pantalla del radar EMS. Como piloto de rescate había visto su buena dosis de miedo en los ojos de las personas; sin duda Rachel Sexton estaba atemorizada cuando le había pedido que se mantuviera vigilante en caso de que el Goya recibiera visitantes inesperados.
«¿Qué clase de visitantes espera?», se preguntó.
Según veía el piloto, no había nada fuera de lo común en el mar ni el aire en un radio de quince kilómetros alrededor del barco. Un barco de pesca a once millas. Un avión ocasional deslizándose por uno de los extremos del campo del radar y desapareciendo después de nuevo hacia algún destino desconocido.
El piloto suspiró y se quedó mirando cómo se agitaba el océano alrededor del Goya. La sensación resultaba realmente fantasmagórica: era como navegar a toda velocidad a pesar de estar anclado.
Volvió los ojos a la pantalla del radar y observó. Vigilante.
105
A bordo del Goya, Tolland había presentado a Rachel y a Xavia. La geóloga del barco parecía cada vez más desconcertada ante la distinguida compañía que tenía ante sus ojos en el hidrolaboratorio. Además, la ansiedad que Rachel mostraba por llevar a cabo las pruebas y abandonar el barco lo antes posible estaba empezando a inquietarla.
«Tómate tu tiempo, Xavia», la animaba Tolland. «Necesitamos saberlo todo».
Ahora era Xavia quien hablaba. Su voz sonaba tensa.
—En tu documental, Mike, decías que esas pequeñas incrustaciones metálicas de la roca sólo podían formarse en el espacio.
Tolland sintió ya un temblor de aprensión. «Los cóndrulos sólo se forman en el espacio. Eso es lo que me dijo la NASA».
—Sin embargo, según estas notas —dijo la geóloga, sosteniendo las páginas en alto—, eso no es del todo cierto.
Corky le dedicó una mirada glacial.
—¡Por supuesto que es totalmente cierto!
Xavia le miró con el ceño fruncido y agitó las notas.
—El año pasado, Lee Pollock, un joven geólogo de la Universidad de Drew, estaba utilizando una nueva clase de robot marino para obtener muestras de corteza Marina en las aguas profundas del Pacífico, exactamente en la Fosa de las Marianas, y extrajo una roca que contenía un rasgo geológico que no había visto hasta entonces. El rasgo era muy similar en aspecto a los cóndrulos. Lo llamó «incrustación de presión de plagioclase»: diminutas burbujas de metal que al parecer habían sido rehomogeneizadas en el transcurso de varios episodios de presurización sufridos en lo más profundo del océano El doctor Pollock se quedó perplejo al encontrar burbujas metálicas en una capa oceánica y formuló una teoría única para explicar su presencia.
Corky refunfuñó. —Supongo que no le quedaría más remedio.
Xavia no le hizo caso.
—El doctor Pollock afirmó que la roca se había formado en un entorno oceánico ultraprofundo, en el que la presión extrema transformaba una roca preexistente, permitiendo que algunos de los metales dispares se fusionaran.
Tolland lo pensó detenidamente. La Fosa de las Marianas tenía una profundidad de once kilómetros, una de las últimas regiones inexploradas del planeta. Sólo un puñado de exploraciones robóticas se habían aventurado a bajar a esa profundidad, y la mayoría de ellas se habían ido al traste mucho antes de alcanzar el fondo. La presión del agua en la Fosa era enorme: una increíble presión de cuatro mil quinientos kilos por centímetro y medio, en contraste con los escasos doce kilos registrados en la superficie del océano. Los oceanógrafos todavía sabían muy poco sobre las fuerzas geológicas en juego en el suelo oceánico más profundo.
—Entonces, ¿el tal Pollock cree que la Fosa de las Marianas puede llegar a crear rocas con elementos parecidos a cóndrulos?
—Es una teoría extremadamente abstrusa —dijo Xavia—. De hecho, nunca ha llegado a publicarse formalmente. Yo me topé por casualidad con los apuntes personales de Pollock en Internet el mes pasado, mientras investigaba las interacciones roca-fluido para nuestro próximo programa sobre la megapluma. De no haber sido por eso, jamás habría oído hablar de ella.
—La teoría no se ha publicado —dijo Corky— porque es ridícula. Se necesita calor para formar cóndrulos. No hay ninguna posibilidad de que la presión del agua pueda reconfigurar la estructura cristalina de una roca.
—Da la casualidad —contraatacó Xavia— que la presión es lo que más contribuye al cambio geológico de nuestro planeta. ¿No te suena el término «roca metamórfica»? Está en cualquier manual de geología. Corky se enfurruñó.
Tolland era consciente de que Xavia podía no andar del todo desencaminada. Aunque el calor desempeñaba un papel predominante en la geología metamórfica de la Tierra, la mayoría de rocas metamórficas se habían formado por una presión extrema. Por increíble que sonara, las rocas ubicadas en las profundidades de la corteza terrestre soportaban tanta presión que actuaban más como una densa melaza que como roca sólida, volviéndose elásticas y sufriendo cambios químicos en el proceso. Sin embargo, la teoría del doctor Pollock seguía sonando demasiado forzada.
—Xavia —dijo Tolland—. Nunca había oído que la presión del agua pudiera en sí misma alterar químicamente una roca. Tú eres la geóloga. ¿Qué opinas?
—Bueno —dijo Xavia, hojeando sus apuntes—, al parecer la presión del agua no es el único factor presente. —Encontró un pasaje y leyó los apuntes de Pollock—. «La corteza oceánica de la Fosa de las Marianas, ya sometida a una enorme presurización hidrostática, puede llegar a verse aún más comprimida por fuerzas tectónicas de las zonas de subducción de la región».
«Claro», pensó Tolland. La Fosa de las Marianas, además de estar aplastada por once kilómetros de agua, era una zona de subducción, es decir, la línea de compresión donde el Pacífico y las placas del índico confluían en direcciones enfrentadas y terminaban chocando entre sí. Las presiones combinadas en la Fosa podían llegar a ser enormes, y como resultaba tan peligroso estudiar un área tan remota como ésa, en caso de que ahí abajo hubiera cóndrulos, había muy pocas posibilidades de que nadie supiera de su existencia.
Xavia siguió leyendo.
—«La combinación de presiones tectónicas e hidrostáticas podría transformar potencialmente la corteza en un estado semilíquido o elástico, permitiendo así la fusión de elementos más ligeros en estructuras semejantes a cóndrulos que, según se creía hasta el momento, sólo eran posibles en el espacio».
Corky puso los ojos en blanco.
—Imposible.
Tolland le miró.
—¿Acaso existe alguna explicación alternativa para los cóndrulos presentes en la roca que encontró el doctor Pollock?
—Muy fácil —dijo Corky—. Pollock encontró un auténtico meteorito. Los meteoritos caen al océano constantemente. Pollock no sospechó que se trataba de un meteorito porque la corteza de fusión se habría erosionado tras años bajo el agua, con lo cual tendría todo el aspecto de una roca normal —explicó. Se giró entonces hacia Xavia —. Supongo que a Pollock no se le ocurriría medir el contenido de niquel de la roca, ¿verdad?
—De hecho, sí —replicó la geóloga, volviendo a hojear las notas—. Pollock escribe: «Me sorprendió descubrir que el contenido de níquel del espécimen se encontraba en un valor medio en raras ocasiones asociado con las rocas terrestres».
Tolland y Rachel intercambiaron miradas de sorpresa.
Xavia siguió leyendo.
—«Aunque la cantidad de níquel no se encuadre entre los registros que conforman el rango de valor medio normalmente aceptable para un origen meteórico, su proximidad es sorprendente». Rachel pareció preocupada.
—¿Cuánto? ¿Existe alguna posibilidad de que esta roca oceánica pueda confundirse con un meteorito?
Xavia sacudió la cabeza. —No soy especialista en petrología química, pero según creo existen numerosas diferencias químicas entre la roca que Pollock encontró y los verdaderos meteoritos.
—¿Cuáles son esas diferencias? —apremió Tolland.
Xavia volvió a centrar su atención en un gráfico de los apuntes.
—Según esto, una de las diferencias estriba en la estructura química de los propios cóndrulos. Al parecer, las proporciones de titanio/zirconio son distintas. La proporción de titanio/zirconio de los cóndrulos de la muestra oceánica mostraba una presencia de zirconio ultrareducida —afirmó, levantando la vista—. Sólo dos partes por millón.
—¿Dos ppm? —soltó Corky—. ¡Los meteoritos tienen miles de veces esa cifra!
—Exacto —respondió Xavia—. Por eso Pollock cree que los cóndrulos de su muestra no proceden del espacio.
Tolland se inclinó hacia Corky y le susurró:
—¿Por casualidad la NASA midió la proporción de titanio/zirconio de la roca encontrada en la Milne?
—Por supuesto que no —balbuceó Corky—. Nadie la mediría jamás. ¡Sería como mirar un coche y medir el contenido de caucho de las llantas para confirmar que estamos mirando un coche!
Tolland soltó un suspiro y volvió a mirar a Xavia. —Si te damos una muestra de roca con cóndrulos, ¿puedes someterla a una prueba para determinar si esas incrustaciones son meteóricas o... si estamos ante el fenómeno de compresión de gran profundidad oceánica descrito por Pollock?
Xavia se encogió de hombros.
—Supongo que sí. La precisión de la microsonda de electrones debería bastar. En cualquier caso, ¿a qué viene todo esto?
Tolland se volvió hacia Corky.
—Dásela.
Corky sacó a regañadientes la muestra del meteorito de su bolsillo y se la ofreció a Xavia.
Xavia frunció el ceño al coger el disco de piedra. Echó una mirada a la corteza de fusión y luego al fósil incrustado en la roca.
—¡Dios mío! —dijo, levantando de golpe la cabeza—. ¿No será parte de...?
—Sí —dijo Tolland—. Desgraciadamente, sí.
106
Sola en su despacho, Gabrielle Ashe estaba de pie frente a la ventana, preguntándose qué debía hacer a continuación. Hacía menos de una hora que se había marchado de la NASA tremendamente excitada ante la idea de compartir el fraude del EDOP de Chris Harper con el senador.
Ahora ya no estaba tan segura.
Según Yolanda, dos periodistas independientes de la ABC sospechaban que Sexton había aceptado sobornos de la FFE. Y peor aún, acababa de enterarse de que Sexton sabía que se había colado en su apartamento durante la reunión de la FFE y aún así no le había comentado nada al respecto.
Gabrielle suspiró. Hacía rato que el taxi se había ido y, aunque llamaría a otro en unos minutos, antes tenía que hacer algo.
«¿De verdad voy a intentar algo así?»
Frunció el ceño, consciente de que no tenía elección. Ya no sabía en quién confiar.
Salió de su despacho y volvió al vestíbulo de las secretarias. De allí pasó a un amplio pasillo situado justo en el extremo opuesto del vestíbulo. Al fondo vio las enormes puertas de roble del despacho de Sexton flanqueadas por dos banderas (la Old Glory a la derecha y la bandera de Delaware a la izquierda). Sus puertas, como las de la mayoría de los despachos de los senadores, estaban reforzadas con placas de acero y cerradas con llaves convencionales, un sistema de acceso por marcación electrónica y un sistema de alarma.
Gabrielle sabía que si lograba entrar, aunque sólo fuera unos minutos, conocería todas las respuestas. Avanzando ahora hacia las puertas firmemente cerradas, su intención no era intentar flanquearlas. Tenía otros planes.
A unos cinco metros del despacho de Sexton, giró bruscamente a la derecha y entró en el servicio de señoras. Los fluorescentes se encendieron automáticamente, reflejando crudamente las baldosas blancas. Mientras sus ojos se adaptaban a la luz, se detuvo a mirarse en el espejo. Como de costumbre, sus rasgos parecían más suaves de lo que hubiera esperado. Casi delicados. Siempre se había sentido más fuerte de lo que parecía.
«¿Estás segura de que estás preparada para hacerlo?»
Gabrielle sabía que Sexton esperaba ansioso su llegada para obtener una información completa sobre la situación del EDOP. Desgraciadamente, también se daba cuenta de que la había manipulado diestramente esa noche, La cuestión era averiguar hasta qué punto. Sabía que las respuestas estaban dentro de esa oficina, justo al otro lado de la pared del baño.
—Cinco minutos —dijo Gabrielle en voz alta, armándose de valor.
Fue hacia el armario de material del baño, alargó el brazo hacia arriba y pasó la mano por el marco de la puerta. Una llave tintineó al caer al suelo. Los equipos de limpieza del Philip A. Hart se componían de funcionarías federales que desaparecían cada vez que había algún tipo de huelga, dejando ese cuarto de baño sin papel higiénico y sin tampones durante semanas. Las mujeres de la oficina de Sexton, hartas de sorpresas desagradables, se habían ocupado personalmente del asunto y se habían hecho con una llave del cuarto de material para «emergencias».
«Y esto lo es», pensó.
Abrió el armario.
El interior estaba abarrotado, lleno hasta los topes de limpiadores, fregonas y estanterías con recambios de rollos de papel. Un mes antes, mientras buscaba toallitas de papel, había hecho un descubrimiento poco habitual. Incapaz de llegar al papel del estante superior, había utilizado el extremo de una escoba para hacer caer uno de los rollos. En el intento había provocado la caída de uno de los paneles del techo. Cuando trepó para volver a ponerlo en su sitio el panel, le sorprendió oír la voz del senador.
Clara como el agua.
A juzgar por el eco, Gabrielle se percató de que el senador estaba hablando consigo mismo mientras utilizaba el baño privado de su despacho. Al parecer, su cuarto de baño sólo estaba separado del armario de material por los paneles extraíbles de fibra de madera colocados en el techo.
De nuevo en el armario y con algo más que papel higiénico en mente Gabrielle se quitó los zapatos, trepó por los estantes, levantó el panel de fibra de madera del techo y tomó impulso hacia arriba. «Como para fiarse de la seguridad nacional», pensó mientras se preguntaba cuántas leyes federales y estatales estaba a punto de infringir.
Dejándose caer por el techo del cuarto de baño privado de Sexton puso sus pies enfundados en medias en el frío lavabo de porcelana del senador y luego cayó al suelo. Contuvo el aliento y salió al despacho.
Sintió la suavidad y la calidez de las alfombras orientales de su jefe bajo los pies.
107
A treinta millas de allí, un helicóptero negro de combate Kiowa emergió de las achaparradas copas de los pinos del norte de Delaware. Delta-Uno comprobó las coordenadas introducidas en el sistema automático de navegación.
A pesar de que tanto el dispositivo de transmisión de a bordo utilizado por Rachel y el móvil de Pickering estuvieran encriptados para proteger el contenido de la comunicación entre ambos, cuando los miembros de la Delta Force interceptaron la llamada de Rachel desde el mar no fue su contenido lo que les interesó. El objetivo había sido interceptar la posición del punto desde el que se había hecho la llamada. Gracias a los Sistemas de Posicionamiento Global y a la triangulación informatizada, localizar coordenadas de transmisión era una tarea que resultaba significativamente más sencilla que la de desencriptar el contenido de las llamadas.
A Delta-Uno no dejaba de divertirle pensar que la mayoría de usuarios de móviles no tenían ni idea de que cada vez que hacían una llamada, una unidad de escucha del gobierno, siempre y cuando éste lo decidiera, podía detectar su posición con un margen de error de cinco metros en cualquier rincón de la Tierra, una pequeña trampa que las compañías de teléfonos móviles preferían silenciar. Esa noche, en cuanto la Delta Force logró acceder a las frecuencias de recepción del teléfono móvil de William Pickering le resultó sumamente sencillo localizar las coordenadas de sus llamadas entrantes.
Dirigiéndose directamente hacia el objetivo, Delta-Uno penetró en un radio de distancia inferior a las veinte millas.
—¿Preparado el paraguas? —preguntó, girándose hacia Delta-Dos, que era quien controlaba el radar y el sistema de armas.
—Afirmativo. Esperando una distancia de cinco millas.
«Cinco millas», pensó Delta-Uno. Tendría que pilotar con gran destreza ese pájaro para evitar el ámbito de radar de su objetivo y poder acercarse lo suficiente para utilizar los sistemas de armas del Kiowa. Dudaba de que en ese momento hubiera a bordo del Goya alguien que, inquieto, estuviera pendiente de vigilar el cielo, y puesto que la misión de la Delta Force era eliminar el objetivo sin darle la oportunidad de pedir ayuda por radio, Delta-Uno tenía que caer sobre él sin alertarlo.
A unas quince mullas del Goya, y todavía a salvo del ámbito de detección del radar, Delta-Uno hizo virar inesperadamente el Kiowa treinta y cinco grados al oeste. Ascendió a tres mil pies, la altitud a la que solía volar un avión pequeño, y ajustó la velocidad a ciento diez nudos.
En la cubierta del Goya, el señalizador del radar del helicóptero de la Guardia de Costas emitió un solo pitido en cuanto un nuevo contacto penetró en el perímetro de las diez millas. El piloto se incorporó en el asiento, estudiando la pantalla. Al parecer se trataba de un pequeño avión de carga que se dirigía hacia el oeste costa arriba. Probablemente con destino a Newark.
A pesar de que la actual trayectoria del avión lo aproximaría a unas cuatro millas del Goya, su ruta de vuelo era sin duda totalmente casual. No obstante, y sin dejar de vigilarlo ni un solo instante, el piloto de la Guardia de Costas vio cómo el punto parpadeante trazaba una línea de lento avance (ciento diez nudos) que cruzaba la parte derecha de su campo de alcance. En el punto más cercano de su recorrido, el avión se aproximó a unas cuatro millas por el oeste. Como era de prever, siguió moviéndose, hasta que se alejó de ellos.
«4,1 millas. 4,2 millas».
El piloto suspiró, relajándose.
Y entonces ocurrió algo muy extraño.
—Paraguas activado —gritó Delta-Dos, levantando el pulgar desde su asiento frente al control de armamento situado en la parte de babor del Kiowa de combate—. Barrera de fuego, modulador de ruido y pulso de protección activados y ajustados.
Ante la indicación convenida, Delta-Uno hizo virar ostensiblemente el Kiowa hacia la derecha, poniendo el aparato en ruta directa hacia el Goya. La maniobra no podía ser registrada por el radar del barco.
—¡No me cabe duda de que superamos las balas de papel de plata! —gritó Delta-Dos.
Delta-Uno se mostró de acuerdo. La interferencia de radares se había inventado en la Segunda Guerra Mundial cuando un listillo piloto británico empezó a lanzar balas de heno envueltas en papel de plata desde su avión durante los bombardeos. El radar de los alemanes captó tantos contactos reflectores que las baterías antiaéreas no tuvieron la menor idea de a qué disparar. Las técnicas habían sido mejoradas sustancialmente desde entonces.
El sistema de interferencia de radares con «paraguas» del Kiowa era una de las armas de combate electrónicas más letales. Al emitir un paraguas de ruido de fondo a la atmósfera sobre una serie determinada de coordenadas de superficie, el Kiowa podía neutralizar los ojos, los oídos y la voz del objetivo atacado. Sin duda, momentos antes todas las pantallas de radar activadas a bordo del Goya se habían quedado en blanco. Cuando la tripulación se diera cuenta de que necesitaba pedir ayuda, ya no podría transmitir. En un barco, todas las comunicaciones funcionaban por frecuencias radiofónicas o micro-ondas, y no mediante líneas telefónicas. Si el Kiowa se acercaba lo suficiente, todos los sistemas de comunicación del Goya dejarían de funcionar y sus señales portadoras quedarían bloqueadas por la nube invisible de ruido térmico emitido desde el Kiowa como un foco cegador.
«Aislamiento perfecto», pensó Delta-Uno. «Están indefensos».
Sus presas habían logrado protagonizar una afortunada y astuta huida de la Plataforma de Hielo Milne, pero eso no se repetiría. Al haber optado por abandonar la costa, Rachel Sexton y Michael Tolland habían hecho una mala elección. Sería la última decisión errónea que tomarían.
En la Casa Blanca, un Zach Herney aturdido se sentaba en la cama con el auricular del teléfono pegado a la oreja.
—¿Ahora? ¿Que Ekstrom quiere hablar conmigo ahora? —exclamó, entrecerrando los ojos para mirar el reloj de la mesita de noche. Las 03:17 horas.
—Sí, presidente —dijo el funcionario de comunicaciones—.
Dice que es una emergencia.
108
Mientras Corky y Xavia se apiñaban sobre la microsonda de electrones midiendo el contenido de zirconio de los cóndrulos, Rachel siguió a Tolland por el laboratorio a una habitación anexa. Una vez allí, Michael encendió otro ordenador. Al parecer, había otra cosa que el oceanógrafo quería comprobar.
Mientras el ordenador se encendía, Tolland se volvió hacia Rachel. Hizo un gesto con la boca que parecía indicar que estaba a punto de decir algo. Se detuvo.
—¿Qué pasa? —preguntó ella, sorprendida al darse cuenta de la fuerte atracción física que sentía hacia él, incluso en medio de aquel caos. Deseó poder dejarlo todo a un lado y estar con Michael... aunque sólo fuera un minuto.
—Le debo una disculpa —dijo él, que parecía muy arrepentido.
—¿Por qué?
—Por lo ocurrido en cubierta. Por los tiburones martillo. Estaba entusiasmado. A veces me olvido de lo aterrador que puede resultar el océano para mucha gente.
Cara a cara con él, Rachel se sentía como una adolescente delante de la puerta de su casa en compañía de un nuevo novio.
—Gracias. No se preocupe. En serio —dijo. Algo dentro de ella le decía que Tolland deseaba besarla.
Un instante después, él apartó tímidamente la mirada.
—Lo sé. No ve la hora de volver a tierra. Deberíamos ponernos manos a la obra.
—Por ahora —dijo Rachel con una suave sonrisa.
—Por ahora —repitió él, tomando asiento delante del ordenador.
Rachel soltó un profundo suspiro de pie junto a él, disfrutando de la intimidad del pequeño laboratorio. Le observó navegar por una serie de archivos.
—¿Qué se supone que estamos haciendo?
—Comprobando las bases de datos en busca de piojos oceánicos de gran tamaño. Quiero ver si podemos encontrar algún fósil marino prehistórico que se parezca a lo que hemos visto en el meteorito de la NASA —explicó. Dio con una página de investigación en cuya parte superior se leía el siguiente título escrito en mayúsculas: PROYECTO DIVERSITAS.
Mientras iba dando un repaso a los distintos menús, explicaba:
—El Diversitas es básicamente un índice que se actualiza continuamente de biodatos oceánicos. Cuando un biólogo marino descubre una nueva especie o fósil oceánicos, puede darlo a conocer y compartir su hallazgo cargando datos y fotos en una base central de datos. Debido a la cantidad de nuevos datos que se descubren cada semana, ésta es la única forma de mantener actualizada la labor de investigación.
Rachel le vio navegar entre los menús.
—Entonces, ¿ahora está accediendo a la Red?
—No. El acceso a Internet es complicado en el mar. Almacenamos toda esta información a bordo en una enorme colección de unidades de discos ópticos en la otra habitación. Cada vez que llegamos a puerto, nos conectamos al Proyecto Diversitas y actualizamos nuestra base de datos con los hallazgos más recientes. Así podemos acceder a la actualización desde el mar sin una conexión a la Red, y sólo con un retraso de un mes, dos como mucho —explicó, riéndose por lo bajo mientras empezaba a teclear términos de búsqueda en el ordenador—. Probablemente habrá oído hablar del controvertido programa de música compartida llamado Napster.
Rachel asintió.
—Diversitas está considerado la versión del Napster de los biólogos marinos. Lo llamamos BIOSCITE: Biólogos Oceánicos Solitarios que Comparten una Investigación Totalmente Excéntrica.
Rachel se rió. Incluso a pesar de lo tenso de la situación, Michael Tolland transmitía un humor irónico que calmaba sus miedos. Estaba empezando a darse cuenta de que últimamente había habido muy poca risa en su vida.
—Nuestra base de datos es enorme —dijo Tolland, completando la entrada de sus palabras clave descriptivas—. Más de diez terabytes de descripciones y fotos. Aquí hay información que nadie ha visto... y que nadie verá. Las especies del océano son simplemente demasiado numerosas —añadió, pulsando el botón «buscar»—. De acuerdo, veamos si alguien ha visto alguna vez un fósil oceánico similar a nuestro pequeño insecto espacial.
Unos segundos más tarde, la pantalla mostró cuatro listados de animales fosilizados. Tolland pulsó con el ratón en cada uno de los listados, uno a uno, y examinó las fotos. Ninguna se parecía ni por asomo a los fósiles del meteorito del Milne.
Frunció el ceño.
—Intentaremos otra cosa —dijo, borrando la palabra «fósil» de la ventana de búsqueda y pulsando «buscar»—. Buscaremos entre todas las especies vivas. Quizá podamos encontrar un descendiente vivo que tenga algunas de las características fisiológicas del fósil del Milne.
La pantalla se actualizó.
De nuevo frunció el ceño. El ordenador le había devuelto cientos de entradas. Se quedó sentado durante un instante, acariciándose la barbilla, que ya mostraba la primera sombra de barba.
—Esto es demasiado. Redefiniremos la búsqueda.
Rachel vio cómo Tolland accedía a un menú desplegable titulado «habitat». La lista de opciones parecía infinita: pozo de marea, pantano, lago, arrecife, cordillera central oceánica, troneras de sulfuro... Fue descendiendo con el cursor por la lista y escogió una opción que rezaba: MÁRGENES DESTRUCTIVOS/FOSAS OCEÁNICAS.
«Muy listo», pensó Rachel. Tolland estaba limitando la búsqueda únicamente a especies que vivían cerca del entorno donde hipotéticamente esas figuras de apariencia semejante a los cóndrulos se formaban.
La página volvió a actualizarse. Esta vez Tolland sonrió. —Genial. Sólo tres entradas.
Rachel entrecerró los ojos para ver el primer nombre de la lista. Limuluspoly... algo.
El oceanógrafo pulsó la entrada con el ratón. Apareció una foto; la criatura parecía un cangrejo herradura de grandes dimensiones sin cola.
No —dijo Tolland, volviendo a la página anterior. Rachel miró el segundo elemento de la lista. Shrimpus Uglius From Hellus. Se quedó confundida. «¿De verdad aquel nombre era auténtico?»
Tolland se rió por lo bajo.
—No. Es una nueva especie que todavía no se ha clasificado. El tipo que la descubrió tiene un gran sentido del humor. Sugiere convertir Shrimpus Uglius en la clasificación taxonómica oficial —explicó, abriendo la foto y revelando una criatura increíblemente fea parecida a una gamba con bigotes y antenas rosas fluorescentes.
—No podía haber escogido un nombre mejor —dijo—. Pero no es nuestro insecto espacial —añadió, volviendo al índice—. La última oferta es... —pulsó con el ratón la tercera entrada y la página apareció.
—Bathynomous giganteus... —Leyó en voz alta cuando apareció el texto. La fotografía se cargó. Era un primer plano a todo color.
Rachel dio un respingo.
—¡Dios mío!
La criatura que la miraba desde la pantalla le dio escalofríos.
Tolland soltó un grave suspiro.
—Vaya, vaya. Este tipo me resulta familiar.
Rachel asintió. Se había quedado sin habla. Bathynomous giganteus. La criatura parecía un piojo marino gigante. Era muy similar a la especie de fósil encontrada en la roca de la NASA.
—Hay algunas sutiles diferencias entre ambas —dijo Tolland, examinando la página hasta dar con unos anagramas y bosquejos anatómicos—. Pero es muy parecida. Sobre todo teniendo en cuenta que ha tenido ciento noventa millones de años para evolucionar.
«Parecida es el término correcto», pensó Rachel. «Demasiado parecida».
Tolland leyó la descripción que aparecía en pantalla.
—«Considerada una de las especies más antiguas del océano, el Bathynomous gigantescus es una rara especie de reciente clasificación. Se trata de un isópodo basurero de aguas profundas semejante a una gran cochinilla. La especie, que puede llegar a tener una longitud de un metro, exhibe un exoesqueleto quitinoso segmentado en cabeza, tórax y abdomen. Posee apéndices y antenas pareados y ojos compuestos como los de los insectos terrestres. Este forrajeador de las profundidades no tiene depredadores conocidos y vive en entornos pelágicos yermos que hasta ahora se consideraban inhabitables, —concluyó. Luego levantó la mirada—. ¡Eso explicaría la inexistencia de otros fósiles en la muestra!
Rachel observaba fijamente a la criatura de la pantalla, entusiasmada y a la vez no demasiado segura de comprender del todo lo que aquello significaba.
—Imagine —proclamó Tolland, entusiasmado— que hace ciento noventa millones de años, una nidada de esos Bathynomous hubiera quedado enterrada en un desprendimiento de barro de las profundidades oceánicas. A medida que el barro se transforma en roca, los insectos se fosilizan en la piedra. Simultáneamente, el suelo oceánico, que está en continuo movimiento como una lenta cinta transportadora hacia las zanjas oceánicas, lleva los fósiles a una zona de altas presiones donde la roca forma cóndrulos —Ahora hablaba más deprisa—. Y si una parte de la corteza fosilizada y condrulizada se fragmentara y terminara sobre la cuña de unión de la zanja, cosa harto frecuente, ¡quedaría en una situación perfecta para ser descubierta!
—Pero si la NASA... —tartamudeó Rachel—. Quiero decir que si esto es mentira, la NASA tenía que saber que antes o después alguien se daría cuenta de que el fósil se parece a una criatura Marina, ¿no? ¡Sin ir más lejos, nosotros nos hemos dado cuenta!
Tolland empezó a imprimir las fotos del Bathynomous en una impresora láser.
—No lo sé. Incluso si alguien se atreviera a señalar las similitudes que existen entre los fósiles y un piojo marino vivo, sus fisiologías no son idénticas. En realidad, el hallazgo casi certifica aún con mayor autoridad la postura de la NASA.
Fue entonces cuando Rachel lo comprendió.
—Panspermia.
«La vida en la Tierra procedía del espacio».
—Exacto. Las similitudes entre los organismos espaciales y los terrestres tienen un excelente sentido científico. A decir verdad, este Piojo marino no hace más que reforzar la postura de la NASA.
—Salvo en el caso de que la autenticidad del meteorito se ponga en duda.
Tolland asintió.
—En cuanto se ponga en duda el meteorito, todo se derrumba. Nuestro piojo marino pasa de ser un amigo de la NASA a la pieza clave de la NASA.
Rachel se quedó en silencio mientras las páginas del Bathynomous salían de la impresora. Intentaba convencerse de que todo era un error sin trampa cometido por la NASA, pero sabía que no lo era. La gente que cometía errores de buena fe no intentaba matar al prójimo.
La voz nasal de Corky reverberó repentinamente en el laboratorio. —¡Imposible!
Tolland y Rachel se volvieron.
—¡Mida otra vez la maldita proporción! ¡No tiene ningún sentido!
Xavia apareció apresuradamente con una copia impresa en la mano. Tenía las facciones demudadas.
—Mike, no sé cómo decir esto... —empezó, antes de que se le quebrara la voz—. Las proporciones de titanio/zirconio que observamos en esta muestra... —carraspeó—. Es muy obvio que la NASA cometió un inmenso error. Su meteorito es una roca oceánica.
Tolland y Rachel se miraron pero ninguno pronunció una sola palabra. Lo sabían. En ese preciso instante, todas las sospechas y las dudas se inflamaron como la cresta de una ola, alcanzando el punto de ruptura.
Tolland asintió con tristeza en los ojos. —De acuerdo. Gracias, Xavia.
—Pero, no entiendo —dijo la geóloga—. La corteza de fusión... la situación de la roca en el hielo...
—Te lo explicaremos de camino a tierra —dijo Tolland—. Nos vamos.
Rápidamente, Rachel recogió todos los documentos y las pruebas de las que ahora disponían. Las pruebas eran más que elocuentes: la copia impresa del GPR que mostraba el túnel de inserción de la Plataforma de Hielo Milne; las fotos de un piojo marino vivo parecido al fósil de la NASA; el artículo del doctor Pollock sobre los cónrulos oceánicos y los datos obtenidos por la microsonda en los que se mostraba el titanio ultrareducido del meteorito.
La conclusión era innegable.
Fraude.
Tolland miró el montón de papeles que Rachel llevaba en la mano y dejó escapar un melancólico suspiro.
—Bien, yo diría que aquí tiene William Pickering su prueba.
Rachel asintió, de nuevo preguntándose por qué Pickering no había contestado a su llamada.
Tolland levantó el auricular de un teléfono cercano y se lo tendió a Rachel.
—¿Quiere intentar llamarle desde aquí?
—No. Pongámonos en marcha. Intentaré localizarle desde el helicóptero.
Rachel ya había decidido que si no podía ponerse en contacto con Pickering, haría que el Guardia de Costas les llevara directamente a la ONR, situada sólo a unas 180 millas de allí.
Tolland iba a colgar el teléfono, pero se detuvo. Con expresión confusa, pegó la oreja al auricular y frunció el ceño.
—Qué raro. No hay tono.
—¿Qué quiere decir?—dijo Rachel, recelosa.
—Extraño —dijo Tolland—. Las líneas directas del COMSAT nunca pierden la conexión...
—¿Señor Tolland?
El piloto de la Guardia de Costas entró corriendo al laboratorio, totalmente pálido.
—¿Qué ocurre? —preguntó Rachel—. ¿Viene alguien?
—Ahí está el problema —dijo el piloto—. No lo sé. El radar y todas las comunicaciones se han desactivado.
Rachel se metió los documentos dentro de la camisa.
—Subamos al helicóptero. Nos vamos. ¡AHORA!
109
A Gabrielle se le aceleró el pulso mientras cruzaba a oscuras el despacho del senador Sexton. La habitación era amplia y elegante: paredes de madera labrada, óleos, alfombras persas, sillas ribeteadas de piel y un inmenso escritorio de caoba. El despacho sólo estaba iluminado por el fantasmagórico resplandor de la pantalla del ordenador de Sexton,
Gabrielle se dirigió hacia el escritorio.
La inclinación por un tipo de «oficina digital» de que hacía gala el senador Sexton alcanzaba proporciones maníacas. Había sustituido la superabundancia de archivadores por la simplicidad compacta y manejable de su ordenador personal, en el que almacenaba enormes cantidades de información: apuntes digitalizados de reuniones, artículos escaneados, discursos, sesiones de Brainstorming. El ordenador de Sexton era su territorio sagrado, y mantenía su despacho cerrado bajo llave a todas horas para protegerlo. Incluso se había negado a conectarse a Internet por miedo a que los piratas informáticos se infiltraran en su bóveda digital sagrada.
Una año antes, Gabrielle jamás habría creído que un político fuera lo bastante estúpido para almacenar copias de documentos autoincriminatorios, pero Washington le había enseñado mucho. «La información es poder». Gabrielle había aprendido, incrédula, que una práctica común entre los políticos que aceptaban contribuciones más que dudosas para su campaña era conservar las pruebas de esas donaciones: cartas, registros bancarios, recibos o notas: escondidas en algún lugar seguro. Esa táctica de contrachantaje, eufemísticamente conocida en Washington como «Seguro Siamés», protegía a los candidatos de aquellos donantes que, por la razón que fuera, tuvieran la sensación de que, en cierto modo, su generosidad los autorizaba a ejercer una indebida presión política sobre ellos. Si un contribuyente se volvía demasiado exigente, el candidato podía simplemente mostrar pruebas de su donación ilegal y recordarle que ambas partes habían incumplido la ley. La prueba aseguraba que candidatos y donantes estaban estrechamente unidos para siempre, como dos siameses.
Gabrielle se deslizó tras el escritorio del senador y tomó asiento. Soltó un profundo suspiro al mirar el ordenador de Sexton. «Si el senador está aceptando sobornos de la FFE, cualquier prueba existente estará aquí dentro».
El salvapantallas del ordenador de Sexton era un constante pase de diapositivas de la Casa Blanca y de sus jardines, creado para él por uno de los miembros más entusiastas de su equipo que estaba muy metido en la visualización y en el pensamiento positivo. Alrededor de las imágenes circulaba un titular sobre una estrecha franja de papel que rezaba así: «Sedgewick Sexton, Presidente de Estados Unidos... Sedgewick Sexton, Presidente de Estados Unidos... Sedgewick Sexton...»
Gabrielle tocó el ratón y un cuadro de diálogo de seguridad apareció en pantalla.
INTRODUZCA CONTRASEÑA.
Había esperado algo así. No supondría ningún problema. La semana anterior, había entrado en el despacho de Sexton justo en el preciso instante en que el senador estaba sentado y acababa de encender el ordenador. Le vio teclear tres veces en rápida sucesión.
—¿Y a eso le llama usted contraseña? —le retó desde el umbral al entrar.
Sexton levantó la mirada.
—¿Qué?
—Y yo que creía que le preocupaba la seguridad —le reprendió de buen talante—. ¿Su contraseña tiene sólo tres letras? Creía que los de tecnología nos habían dicho que utilizáramos al menos seis.
—Los de tecnología son unos pardillos. Deberían intentar recordar seis letras al azar después de haber cumplido los cuarenta. Además, la puerta dispone de alarma. Nadie puede entrar.
Gabrielle fue hacia él, sonriente.
—¿Y si alguien se colara en su despacho mientras está en el baño? ¿E intentara todas las combinaciones de contraseñas posibles?
El senador soltó una carcajada escéptica. —Soy lento en el cuarto de baño, pero no tanto.
—Le apuesto una cena en Davide a que puedo descubrir su contraseña en diez segundos.
Sexton pareció intrigado y divertido.
—Usted no puede permitirse una cena en Davide, Gabrielle.
—¿Está diciendo que rechaza la apuesta?
Sexton parecía casi apenado por ella cuando aceptó la apuesta.
—¿Diez segundos? —preguntó, desconectándose e indicándole a Gabrielle que se sentara a intentarlo—. Ya sabe que en Davide sólo pido saltimbocca. Y que no es nada barato.
Gabrielle tomó asiento y se encogió de hombros.
—Es su dinero.
Se quedó con la mirada clavada en la pantalla, conmocionada. Al parecer había sobreestimado el nivel de confianza del senador.
INTRODUZCA CONTRASEÑA.
—Diez segundos —le recordó Sexton.
Gabrielle no pudo contener la risa. Sólo necesitaría dos. Incluso desde la puerta podía ver que Sexton había introducido su clave de tres letras en muy rápida sucesión utilizando sólo su dedo índice. «Obviamente las tres letras son la misma tecla. Qué poco inteligente». También había observado que la mano del senador estaba posicionada sobre el extremo izquierdo del teclado, reduciendo el posible alfabeto a unas nueve letras. Elegir la letra era una tarea fácil. A Sexton siempre le había encantado la triple aliteración de su título. Senador Sedgewick Sexton.
«Nunca subestimes el ego de un político».
Gabrielle tecleó «SSS» y el salvapantallas se evaporó.
Sexton no se lo creía.
De eso hacía una semana. Ahora, al volvérselas a ver cara a cara con el ordenador de Sexton, estaba segura de que el senador no se habría molestado en introducir una nueva contraseña. «¿Por qué iba a hacerlo? Confía totalmente en mí».
Tecleó «SSS».
CONTRASEÑA NO VÁLIDA — ACCESO DENEGADO.
110
El ataque se produjo sin previo aviso. A baja altura, descendiendo en dirección sudoeste sobre el Goya, la silueta letal de un helicóptero de combate se abatió como una avispa gigante. Rachel no tuvo ninguna duda de lo que era ni de por qué estaba allí.
En la oscuridad, un estallido entrecortado procedente del morro del helicóptero envió una ráfaga de balas sobre la cubierta de fibra de vidrio del Goya, trazando una línea que cruzó toda la popa. Rachel intentó ponerse a cubierto demasiado tarde y sintió que el lacerante zarpazo de una bala le raspaba el brazo. Cayó con fuerza al suelo y a continuación rodó, intentando como pudo protegerse detrás de la bulbosa cúpula transparente del submarino Tritón.
Un tronar de rotores estalló sobre sus cabezas cuando el helicóptero viró en picado, alejándose del barco. El ruido se evaporó con un escalofriante siseo a medida que el aparato salía disparado sobre el océano e iniciaba una amplia maniobra de viraje, preparándose para una segunda batida.
Temblorosa, tumbada sobre cubierta, Rachel estiró el brazo y volvió la vista hacia Tolland y Corky. Aparentemente, los dos hombres se habían lanzado tras una estructura de almacenaje en busca de protección y ahora intentaban ponerse en pie mientras sus aterrados ojos escrutaban el cielo. Rachel se arrodilló. De pronto, el mundo entero parecía moverse en cámara lenta.
Presa del pánico y agazapada tras la curvatura transparente del submarino Tritón, miró hacia su única vía de escape: el helicóptero de la Guardia de Costas. Xavia ya estaba subiendo a la cabina del aparato, gesticulando frenética en un intento por indicarles que subieran a bordo. Rachel vio cómo el piloto se lanzaba a la cabina y empezaba a manipular palancas y a activar interruptores enloquecidamente. Las aspas del helicóptero empezaron a girar... muy despacio. Demasiado despacio. «¡Deprisa!»
Rachel sintió que se ponía en pie y que estaba a punto de echar a correr, mientras se preguntaba si podría cruzar la cubierta antes de que los atacantes hicieran otra batida. Oyó a Corky y a Tolland corriendo hacia ella a sus espaldas de camino al helicóptero, que seguía esperándoles. «¡Sí! ¡Deprisa!»
Entonces lo vio.
Desde el cielo, a unos cien metros del barco, materializándose en el oscuro vacío, un rayo fino como un lápiz de luz roja cayó sobre la noche, buscando la cubierta del Goya. En cuanto encontró su objetivo, el rayo se detuvo junto a uno de los lados del helicóptero de la Guardia de Costas.
La imagen tardó sólo un instante en quedar registrada. En ese espantoso instante, Rachel sintió que toda la acción que tenía lugar en la cubierta del Goya se difuminaba formando un colage de formas y sonidos: Tolland y Corky corriendo hacia ella, Xavia gesticulando enloquecidamente en el interior del helicóptero, el rígido láser rojo rasgando el cielo de la noche.
Era demasiado tarde.
Rachel se giró hacia Corky y Tolland, que ahora corrían a toda velocidad hacia el helicóptero. Se lanzó entonces hacia delante para cortarles el paso, con los brazos extendidos en un intento por detenerlos. La colisión produjo el mismo efecto que el descarrilamiento de un tren y los tres cayeron contra la cubierta en una maraña de brazos y piernas.
A lo lejos apareció un destello de luz blanca. Rachel vio, sin apenas dar crédito y presa del horror, cómo una línea absolutamente recta de fuego de combate seguía la trayectoria del rayo láser directamente hacia el helicóptero.
Cuando el misil Hellfire se estrelló contra el fuselaje, el helicóptero estalló en pedazos como un juguete. La ola de calor y ruido producto del impacto retumbó sobre cubierta, acompañada de una lluvia de metralla en llamas. El esqueleto incendiado del helicóptero se inclinó hacia atrás sobre la cola deshecha, vaciló un instante y luego cayó por la parte trasera del barco, estrellándose contra el océano envuelto en una siseante nube de vapor.
Rachel cerró los ojos, incapaz de respirar. Podía oír cómo los restos en llamas del aparato gorjeaban y balbuceaban al hundirse, arrastrados lejos del Goya por las fuertes corrientes. En medio de aquel caos, oyó gritar a Tolland. Sintió cómo las fuertes manos del oceanógrafo intentaban tirar de ella hacia el suelo. Pero no pudo moverse.
«El piloto de la Guardia de Costas y Xavia están muertos».
«Nosotros somos los siguientes».
111
La tempestad había amainado por fin en la Plataforma de Hielo Milne, y el habisferio estaba en calma. Aun así, el director de la NASA, Lawrence Ekstrom, ni siquiera había intentado conciliar el sueño. Había pasado las horas solo, recorriendo la cúpula, mirando el interior del pozo de extracción y pasando las manos por las estrías de la gigantesca roca chamuscada.
Por fin, se decidió.
Ahora estaba sentado frente al videófono en el tanque CSP y miraba a los cansados ojos del presidente de Estados Unidos. Zach Herney nevaba puesto un albornoz y no parecía en absoluto contento. Ekstrom sabía que lo estaría muchísimo menos en cuanto oyera lo que tenía que contarle.
Cuando Ekstrom terminó de hablar, el rostro de Herney mostraba una expresión incómoda, como sí pensara que todavía estaba demasiado dormido para haberle comprendido correctamente.
—Un momento —dijo Herney—. Debe de haber habido un fallo en la conexión. ¿Acaba usted de decirme que la NASA interceptó las coordenadas de ese meteorito de una transmisión radiofónica de emergencia... y que luego fingió que el EDOP había descubierto el meteorito?
Solo en la oscuridad, deseando que su cuerpo despertara de aquella pesadilla, Ekstrom guardó silencio.
Evidentemente, el silencio no era la respuesta que esperaba el Presidente.
—Por el amor de Dios, Larry. Dígame que esto no es verdad.
A Ekstrom se le secó la boca.
—El meteorito fue descubierto, Presidente. Eso es lo único que importa.
—¡Le he dicho que me diga que esto no es verdad!
El susurro fue convirtiéndose en un rugido apagado en los oídos de Ekstrom. «Tenía que decírselo», se dijo el director. «Las cosas van a empeorar mucho antes de poder solucionarse».
—Señor, el error sufrido por el EDOP le estaba hundiendo en los sondeos de intención de voto. Cuando interceptamos una transmisión radiofónica que mencionaba un gran meteorito alojado en el hielo, vimos la oportunidad de recuperar el terreno perdido.
Herney parecía atónito.
—¿Fingiendo un descubrimiento del EDOP?
—El EDOP iba a volver a estar a pleno rendimiento muy pronto, pero no lo suficiente para llegar a tiempo para las elecciones. Los sondeos se nos estaban yendo de las manos, y Sexton no hacía más que machacar a la NASA, así que...
—¿Es que ha perdido usted el juicio? ¡Me mintió, Larry!
—Teníamos la oportunidad al alcance de la mano, señor. Decidí aprovecharla. Interceptamos la transmisión radiofónica del canadiense que hizo el descubrimiento del meteorito y que murió en el curso de una tormenta. Nadie más estaba al corriente de la presencia del meteorito. El EDOP estaba orbitando en la zona. La NASA necesitaba una victoria. Teníamos las coordenadas.
—Y ¿por qué me cuenta esto ahora?
—Porque he creído que debía saberlo.
—¿Sabe usted lo que Sexton haría con esta información si llegara a enterarse?
Ekstrom prefirió no pensarlo.
—¡Le diría al mundo que la NASA y la Casa Blanca han mentido al pueblo norteamericano! ¿Y sabe una cosa? Tendría razón.
—Usted no ha mentido, señor. He sido yo. Y no dudaré en renunciar a mi cargo si...
—Larry, no se da cuenta de la gravedad del asunto. ¡He intentado gobernar esta presidencia manteniéndome fiel a la verdad y a la decencia! ¡Maldita sea! Lo de esta noche estaba limpio. Era algo digno. ¿Y ahora descubro que le he mentido al mundo?
—Es sólo una pequeña mentira, señor.
—No existe tal cosa, Larry —dijo Herney, echando humo.
Ekstrom sentía que la diminuta habitación lo aplastaba. Tenía mucho más que contarle al Presidente, pero comprendió que tendría que esperar hasta la mañana siguiente.
—Siento haberle despertado, seño, Simplemente he pensado que debía saberlo.
En el otro extremo de la ciudad, Sedgewick Sexton tomó otro sorbo de coñac y deambuló por su apartamento con creciente irritación «¿Donde demonios estará Gabrielle?»
112
Gabrielle Ashe siguió sentada en la oscuridad frente al escritorio del senador Sexton y le dedicó una descorazonada mirada burlona al ordenador.
CONTRASEÑA NO VÁLIDA — ACCESO DENEGADO.
Había intentado unas cuantas contraseñas que le parecieron posibles, pero ninguna de ellas había funcionado. Tras registrar el despacho en busca de cajones abiertos o de alguna otra pista, se había dado por vencida. Estaba a punto de marcharse cuando vio algo extraño que brillaba en el calendario que estaba sobre el escritorio de Sexton. Alguien había subrayado la fecha de las elecciones con tinta fluorescente de color rojo, azul y blanco. Sin duda no había sido el senador. Gabrielle se inclinó sobre el calendario. Encima de la fecha se leía una recargada y relumbrante exclamación: ¡POTUS!
Aparentemente, la entusiasta secretaria de Sexton había pintado con colores brillantes una leve muestra de pensamiento positivo para el senador de cara al día de las elecciones. Las siglas POTUS eran el código empleado por el Servicio Secreto para referirse al Presidente de la nación. Si todo salía bien, el día de las elecciones, Sexton se convertiría en el nuevo POTUS.
Cuando se preparaba para marcharse, Gabrielle volvió a poner el calendario en su sitio sobre el escritorio y se levantó. De pronto se detuvo, y volvió a mirar la pantalla del ordenador.
INTRODUZCA CONTRASEÑA:
Volvió a mirar el calendario. POTUS
Sintió una repentina oleada de esperanza. Había algo en aquel POTUS que se le antojó como la contraseña perfecta para Sexton. Simple, positiva y autorreferente. Tecleó las letras rápidamente. POTUS
Contuvo el aliento y pulsó «intro». El ordenador emitió un pitido.
CONTRASEÑA NO VÁLIDA — ACCESO DENEGADO.
Desanimada, ahora sí se dio por vencida. Regresó a la puerta del cuarto de baño para salir por donde había entrado. Estaba justo en el centro de la habitación cuando le sonó el móvil. Ya estaba muy nerviosa y el sonido del teléfono la sobresaltó. Se detuvo de golpe, cogió el móvil y levantó los ojos para mirar la hora en el preciado reloj Jourdain del abuelo de Sexton. «Son casi las 04:00». A esa hora, Gabrielle sabía que quien llamaba no podía ser otro que Sexton. Obviamente estaría preguntándose dónde demonios estaba. «¿Lo cojo o dejo que suene?» Si contestaba, tendría que mentir, pero si no lo hacía, Sexton empezaría a sospechar.
Contestó.
—¿Hola?
—¿Gabrielle? —Sexton sonaba impaciente—. ¿Qué es lo que la retiene?
—El monumento a FDR —dijo Gabrielle—. He estado atascada aquí con el taxi y ahora estamos en...
—Pues por cómo suena, no parece estar en un taxi.
—No —dijo Gabrielle, que ahora notaba cómo se le aceleraba el pulso—. No estoy en el taxi. Decidí pasar por mi despacho y coger algunos documentos de la NASA que pueden resultar relevantes para el EDOP. Pero no doy con ellos.
—Bueno, dése prisa. Quiero convocar una rueda de prensa para esta mañana y tenemos que concretar los detalles.
—No tardaré —dijo Gabrielle.
Se produjo una pausa en la línea.
—¿Está usted en su despacho? —preguntó el senador, que de pronto parecía confundido.
—Sí. Diez minutos más y estaré de camino.
Otra pausa.
—Muy bien. La veo luego.
Gabrielle colgó, demasiado preocupada para percibir el fuerte y claro triple tictac del valioso reloj del abuelo del senador, situado a tan sólo unos metros de ella.
113
Michael Tolland no se dio cuenta de que Rachel estaba herida hasta que vio sangre en su brazo cuando tiró de ella para ponerla a salvo detrás del Tritón. A juzgar por la expresión catatónica de su rostro, Tolland percibió que Rachel no sentía ningún dolor. La sujetó bien y giró sobre sus talones en busca de Corky. El astrofísico cruzó como pudo la cubierta para reunirse con ellos con la mirada perdida de terror.
«Tenemos que encontrar algún sitio donde ponernos a salvo», pensó Tolland, que todavía no había sido capaz de asimilar en su totalidad el horror de lo que acababa de ocurrir. Instintivamente, sus ojos se elevaron rápidamente por los diferentes niveles de cubiertas que tenían encima. Las escaleras que llevaban al puente estaban al descubierto y el propio puente era una caja de cristal: un ojo de buey transparente desde el cielo. Refugiarse en él sería un suicidio, lo cual dejaba sólo una alternativa.
Durante un fugaz instante, Tolland lanzó una esperanzada mirada al Tritón, preguntándose si podrían sumergirse los tres en el agua y alejarse de las balas.
«Qué absurdo». En el Tritón sólo cabía una persona, y la operación para hacer pasar el sumergible por la trampilla de cubierta para depositarlo en la superficie del océano, situada a unos quince metros por debajo tardaba más de diez minutos. Además, sin los compresores y las baterías adecuadamente recargadas era inoperativo.
—¡Vuelven a atacar! —gritó Corky con un chillido de miedo, señalando al cielo.
Tolland ni siquiera levantó la mirada. Señaló un mamparo cercano, donde una rampa de aluminio descendía entre las diferentes cubiertas. Corky no necesitó que se lo indicaran dos veces. Bajó la cabeza, salió disparado hacia la abertura y desapareció por la rampa. Tolland rodeó con brazo firme la cintura de Rachel y le siguió. Los dos desaparecieron hacia la cubierta inferior justo en el preciso instante en que el helicóptero regresaba, rociando de balas la cubierta superior.
Tolland ayudó a Rachel a bajar la rampa de rejilla hasta alcanzar la plataforma suspendida del fondo del barco. En cuanto llegaron, notó que el cuerpo de Rachel se tensaba de repente. Giró sobre sus talones, temiendo que quizá hubiera sido alcanzada por alguna bala rebotada.
Cuando le vio la cara, se dio cuenta de que se trataba de algo muy distinto. Siguió su petrificada mirada hacia abajo e inmediatamente comprendió.
Rachel se había quedado inmóvil. Sus piernas se negaban a moverse. Tenía la mirada clavada en el extraño mundo que se abría a sus pies. Debido a su diseño SWATH, el Goya carecía de casco. En vez de eso, flotaba sobre unas quillas como un catamarán gigantesco. Acababan de bajar desde cubierta a una pasarela de rejilla suspendida sobre un abismo, separada del mar embravecido por unos nueve metros de vacío. El ruido producido por los embates del mar era ensordecedor. El terror de Rachel se veía además incrementado por el hecho de que los focos submarinos del barco estaban encendidos y proyectaban un resplandor verdoso hacia las profundidades del océano, justo debajo de ella. Rachel se vio mirando a seis o siete fantasmagóricas siluetas que se movían en el agua: enormes tiburones martillo cuyas largas sombras nadaban sin apenas desplazarse contra la corriente... unos cuerpos elásticos que no dejaban de flexionarse a derecha e izquierda.
Oyó la voz de Tolland al oído.
—Rachel, no pasa nada. Mire al frente. Estoy aquí, detrás de usted.
Las manos de Tolland la guiaban desde atrás, intentando arrancar con suavidad sus puños de la barandilla. Fue entonces cuando vio cómo la gota de color carmesí le rodaba por el brazo para caer luego al agua por entre el enrejado de la pasarela. Sus ojos siguieron la gota y su trayectoria al caer al mar. A pesar de que no llegó a verla tocar el agua, supo el instante qué ocurrió porque todos los tiburones martillo giraron al unísono, agitando sus poderosas colas y chocando entre si en un enloquecido frenesí de colmillos y aletas.
«Lóbulos olfativos teleencefálicos desarrollados».
«Huelen la sangre a un kilómetro y medio de distancia».
—¡Mire al frente! —repitió Tolland con voz contundente y tranquilizadora—. Estoy aquí, detrás de usted.
Rachel sintió las manos del oceanógrafo sobre sus caderas, empujándola hacia delante. Ignorando el vacío que se abría bajo sus pies avanzó por la pasarela. En algún lugar por encima de ella volvió a oír los rotores del helicóptero. Corky ya estaba a buena distancia por delante de ellos, tambaleándose sobre la pasarela presa del pánico.
—¡Sigue hasta el puntal del fondo, Corky! ¡Baja la escalera! —le gritó Tolland.
Rachel pudo ver entonces a dónde se dirigían. Por delante de ellos descendían unas rampas muy pronunciadas. A nivel del agua había una cubierta con forma de concha. Junto a esa cubierta había varios muelles pequeños flotantes que creaban una especie de puerto en miniatura bajo el barco. Un gran cartel rezaba:
ZONA DE BUCEO
Pueden Emerger Nadadores Sin Previo Aviso Las Embarcaciones Deben Proceder Con Cautela.
A Rachel sólo le quedaba asumir que Michael no tenía en mente escaparse a nado. Se inquietó aún más cuando él se detuvo ante una hilera de taquillas de almacenamiento de tela metálica que flanqueaban la pasarela, abrió de un tirón las puertas y dejó a la vista unos trajes de buzo, esnórkels, aletas, chalecos salvavidas y arpones. Antes de que Rachel pudiera protestar, Tolland metió la mano dentro de una de las taquillas y sacó un lanzabengalas.
—Vamos.
Por delante de ellos, Corky había llegado a las rampas y había bajado a mitad de camino.
¡Ya lo veo! —gritó. Su voz sonó casi jubilosa sobre el agua enfurecida.
«¿Qué es lo que ha visto?», se preguntó Rachel mientras Corky bajaba corriendo. Lo único que ella alcanzó a ver fue un océano infectado de tiburones chapoteando peligrosamente cerca. Tolland la empujó hacia delante y de repente pudo ver lo que tanto había entusiasmado a Corky. En el extremo más alejado de la cubierta que tenían debajo, había amarrada una pequeña lancha motora. Corky corría ya hacia ella.
Rachel clavó los ojos en la pequeña embarcación. «¿Escapar de un helicóptero en una lancha?»
—Dispone de radio —dijo Tolland—. Y si conseguimos alejarnos lo suficiente del bloqueo del helicóptero...
Rachel no oyó una sola palabra más de lo que Tolland le decía. Acababa de vislumbrar algo que le había helado la sangre.
—Demasiado tarde —dijo con voz ronca, extendiendo un dedo tembloroso—. Estamos perdidos...
Cuando Tolland se giró, sólo necesitó de un instante para saber que todo había terminado.
En el extremo más alejado del barco, como un dragón vigilando la boca de una cueva, el helicóptero negro había descendido a muy baja altura y ahora los observaba. Durante un instante, creyó que iba a volar directamente hacia ellos por el centro del barco. Pero el helicóptero les apuntaba.
Tolland siguió con la mirada los movimientos de las ametralladoras. «¡No!»
Agazapado junto a la lancha, desatando ya las amarras, Corky levantó la mirada justo cuando las ametralladoras soltaron una andanada atronadora. Corky se tiró al suelo. En un arranque de desenfreno, subió como pudo a bordo y se ocultó en la motora, estirándose en el suelo en un intento por ponerse a salvo. Las ametralladoras dejaron de disparar. Tolland pudo verle arrastrándose dentro de la lancha. Tenía el pie derecho cubierto de sangre. Agachado junto al tablero de mandos, levantó la mano y, a tientas, fue manipulando los controles hasta que sus dedos encontraron la llave. El motor Mercury de 250 caballos se encendió con un rugido.
Un instante después apareció un rayo láser rojo desde el morro del amenazador helicóptero, que apuntó a la lancha con uno de sus misiles.
Tolland reaccionó por puro instinto y utilizó la única arma que tenía.
El lanzabengalas siseó en su mano cuando apretó el gatillo y un haz cegador salió disparado trazando una trayectoria horizontal bajo el barco, directamente hacia el helicóptero. Aún así, Tolland tuvo la sensación de haber actuado demasiado tarde.
Cuando la bengala fue a estrellarse contra el parabrisas del helicóptero, el lanzamisiles situado bajo el fuselaje del aparato emitió su propio destello de luz. Exactamente en el mismo instante en que el misil salía despedido del aparato, éste viró bruscamente y se elevó hasta perderse de vista en un intento por sortear la bengala.
—¡Cuidado! —gritó Tolland, empujando a Rachel y tirándola sobre la pasarela.
El misil no alcanzó su objetivo. Pasó rozando a Corky, y fue a estrellarse contra la base del puntal situado nueve metros por debajo de Rachel y de Tolland.
El ruido fue apocalíptico. El agua y las llamas erupcionaron más abajo. Pequeños fragmentos de metal retorcido salieron volando por los aires, repartiéndose por la pasarela desde abajo. Se oyó golpear el metal contra el metal mientras el barco se desplazaba hasta encontrar un nuevo equilibrio y quedar ligeramente escorado.
A medida que el humo iba desapareciendo, Tolland pudo ver que uno de los puntales principales del Goya había quedado gravemente dañado. Las fuertes corrientes se abrían paso por el pontón, amenazando con partirlo. La escalera de caracol que descendía hasta la cubierta inferior parecía colgar de un hilo.
—¡Vamos! —gritó, empujando a Rachel hacia la escalera—. ¡Tenemos que bajar!
Pero ya era demasiado tarde. Con un crujido derrotado, la escalera se desgajó del puntal dañado y se hundió en el mar.
Delta-Uno forcejeó con los mandos del Kiowa y volvió a recuperar al control. Momentáneamente cegado por la bengala, había elevado el aparato en un acto reflejo, provocando que el misil Hellfire errara su objetivo. Suspendió el aparato sobre la proa del barco entre maldiciones y se preparó para volver a descender y rematar la faena.
«Eliminen a todos los pasajeros». Las exigencias del controlador habían sido claras.
—¡Mierda! ¡Mira! —gritó Delta-Dos desde el asiento trasero, señalando por la ventana—. ¡Una lancha!
Delta-Uno hizo virar el Kiowa y vio una Crestliner tatuada de agujeros de bala alejándose del Goya y sumergiéndose en la oscuridad.
Tenía que tomar una decisión.
114
Las manos ensangrentadas de Corky se aferraban a la rueda de la Crestliner Phantom 2100 mientras ésta avanzaba botando sobre el mar. Aceleró a fondo, intentando alcanzar la velocidad máxima. Fue entonces cuando sintió el dolor abrasador. Bajó la mirada y vio la sangre que manaba de su pierna derecha. Inmediatamente se mareó.
Apoyándose contra la rueda, se volvió para mirar al Goya, apremiando al helicóptero a que fuera tras él. Con Tolland y Rachel atrapados en la pasarela, Corky no había podido esperarlos. Se había visto obligado a tomar una decisión precipitada.
«Divide y vencerás».
Corky sabía que si lograba alejar al helicóptero lo suficiente del Goya, quizá Tolland y Rachel podrían pedir ayuda por radio. Desgraciadamente, al mirar por encima del hombro al barco iluminado, vio que el helicóptero seguía suspendido sobre él, aparentemente indeciso.
«¡Vamos, cabrones! ¡Seguidme!»
Pero el helicóptero no le siguió. En vez de eso, viró sobre la proa del Goya, se alineó y descendió, aterrizando en cubierta. «¡No!» Corky lo observó horrorizado, dándose cuenta de que había abandonado a Tolland y a Rachel a una muerte segura.
Consciente de que le correspondía a él pedir ayuda por radio, toqueteó el salpicadero y encontró la radio. Activó el interruptor. No ocurrió nada. No se encendió ni una luz. No se oyó una sola interferencia. Giró el botón del volumen al máximo. Nada. «¡Vamos!» Soltó la rueda y se agachó. Concentró la mirada en la radio. No pudo creer lo que vio. El salpicadero había sido alcanzado por las balas y el dial de la radio había quedado hecho añicos. De la parte delantera colgaban algunos cables sueltos. Siguió mirando fijamente, incrédulo...
«Maldita sea mi suerte...»
Con las rodillas temblándole, volvió a levantarse, preguntándose cuántas más desgracias podían ocurrir. Cuando volvió a mirar al Goya, tuvo la respuesta. Dos soldados armados saltaron del helicóptero a cubierta. Luego el helicóptero volvió a elevarse, girando sobre el barco y yendo tras él a toda velocidad.
Entonces Corky se derrumbó. «Divide y vencerás». Al parecer, no era el único que había tenido esa brillante idea esa noche.
Mientras Delta-Tres cruzaba la cubierta y se aproximaba a la rampa de rejilla que llevaba a los niveles inferiores, oyó a una mujer chillar algo por debajo de él. Se giró y le hizo un gesto a Delta-Dos, indicándole que bajaba al nivel inferior para ver de qué se trataba. Su compañero asintió, quedándose detrás para cubrir el nivel superior. Los dos hombres podían seguir en contacto mediante el CrypTalk; el sistema de bloqueo del Kiowa dejaba una frecuencia abierta para sus propias comunicaciones.
Delta-Tres avanzó silenciosamente con su ametralladora hacia la rampa que llevaba al nivel inferior. Con la destreza de un experto asesino, empezó a descender sin dejar de apuntar con el arma.
La inclinación de la rampa ofrecía una visibilidad limitada, y Delta-Tres se agachó bien para obtener una visión mejor. Ahora podía oír los gritos con mayor claridad. Siguió bajando. En mitad de las escaleras pudo distinguir el retorcido amasijo de pasarelas anexas a la parte inferior del Goya. Los gritos se oían ahora con mayor claridad.
Entonces la vio. A medio camino de la pasarela transversal, Rachel Sexton miraba por encima de una barandilla sin dejar de gritar hacia el agua, llamando desesperadamente a Michael Tolland.
¿Habría caído Michael al agua? ¿Quizá durante el bombardeo?
De ser así, el trabajo de Delta-Tres sería aún más fácil de lo esperado. Sólo necesitaba bajar un par de metros más para disponer de un buen ángulo de tiro. Era pan comido. Su única preocupación, aunque vaga, era que Rachel estuviera de pie junto a una taquilla abierta de almacenamiento de equipos, lo cual se traducía en que podía tener un arma, (un arpón o un fusil anti tiburones), aunque ninguna que pudiera medirse con su ametralladora. Seguro de la situación, siguió con el arma en ristre y bajó un poco más. Rachel Sexton ya estaba casi a tiro. Delta-Tres levantó el arma.
«Un paso más».
Algo se agitó bruscamente a sus pies, bajo las escaleras. Delta-Tres se vio más confundido que asustado cuando bajó la mirada y pudo ver a Michael Tolland lanzando una pértiga de aluminio hacia sus pies. Aunque fue entonces consciente de que había caído en una trampa, a punto estuvo de echarse a reír ante aquel pobre intento de ponerle la zancadilla.
Entonces sintió que la punta del palo penetraba en su talón.
Una ráfaga de dolor intenso le recorrió el cuerpo al sentir un impacto fatal en el pie derecho. En cuanto perdió el equilibrio, Delta-Tres sufrió una sacudida y cayó escaleras abajo. La ametralladora fue rebotando por la rampa y resbaló por la borda mientras él se derrumbaba sobre la pasarela. Angustiado, se hizo un ovillo e intentó cogerse el pie derecho, que había desaparecido.
Tolland se abalanzó sobre su atacante, todavía con el humeante bastón en la mano: un Dispositivo de Control de Tiburones por Descarga Eléctrica. La pértiga de aluminio tenía en la punta un proyectil armado del calibre doce, sensible a la presión e ideado para la defensa propia en el caso de un ataque de tiburón. Había vuelto a cargar la pértiga con otro proyectil y sostenía la humeante punta contra la nuez de la garganta de su atacante. El hombre estaba tumbado de espaldas, como paralizado, mirando a Tolland con una expresión de perpleja rabia y agonía.
Rachel se acercó corriendo por la pasarela. El plan era que ella le cogiera la ametralladora al tipo, pero desgraciadamente el arma había caído al océano por el borde de la pasarela.
El dispositivo de comunicaciones que el hombre llevaba sujeto a la cintura crepitó. De él surgió una voz robótica. ¿Delta-Tres? Adelante. He oído un disparo.
El hombre no hizo el menor ademán de contestar.
El dispositivo volvió a crepitar.
—¿Delta-Tres? Confirma. ¿Necesitas ayuda?
Casi de inmediato, una nueva voz crepitó en la línea. Ésta también era una voz robótica, aunque distinta por el sonido de un helicóptero que rugía al fondo.
—Aquí Delta-Uno —dijo el piloto—. Voy tras la lancha que acaba de huir. Delta-Tres, confirmación requerida. ¿Estás abajo? ¿Necesitas ayuda?
Tolland pegó el extremo de la pértiga a la garganta del hombre.
—Diga al helicóptero que se aparte de la lancha. Si matan a mi amigo, usted morirá.
El soldado no pudo evitar una mueca de dolor al llevarse el dispositivo de comunicación a los labios. Miró directamente a Tolland mientras pulsaba el botón y hablaba.
—Aquí Delta-Tres. Estoy bien. Destruye la embarcación que acaba de huir.
115
Gabrielle Ashe volvió al cuarto de baño privado de Sexton y se preparaba ya para salir trepando de su despacho. La llamada telefónica del senador la había dejado ansiosa. Sin duda él había dudado al oírle decir que estaba en su despacho... como si por alguna razón supiera que le estaba mintiendo. En cualquier caso, no había logrado entrar en el ordenador de Sexton y ahora no estaba segura de cuál iba a ser su siguiente movimiento.
«Sexton espera».
Trepó al lavamanos y, ya estaba a punto de elevarse hasta el techo, cuando oyó el tintineo de algo que caía a las baldosas del suelo. Miró abajo, irritada al ver que había tirado un par de gemelos de Sexton que al parecer estaban en el borde del lavamanos.
«Deja las cosas tal como las has encontrado».
Volvió a bajar, cogió los gemelos del suelo y los dejó de nuevo en el lavamanos. Mientras volvía a trepar, se detuvo y se giró a mirar una vez más a los gemelos. En cualquier otra ocasión, los habría ignorado, pero esa noche el monograma de los gemelos le llamó la atención. Como la mayoría de los objetos en los que figuraba el monograma de Sexton, constaban de dos letras entrelazadas. SS. Gabrielle recordó entonces la contraseña inicial del ordenador de Sexton: SSS. Volvió a visualizar el calendario del senador... POTUS... y el salvapantallas con la Casa Blanca y la optimista banda corriendo por la pantalla ad infinitum.
«Sedgewick Sexton, Presidente de Estados Unidos... Sedgewick n, Presidente de Estados Unidos... Sedgewick Sexton...»
Se quedó donde estaba unos segundos y se preguntó si el senador podía llegar a ser tan confiado.
Consciente de que iba a llevarle sólo un instante comprobarlo, regresó al despacho, fue hasta el ordenador y tecleó una contraseña de siete letras. POTUSSS
El salvapantallas se desvaneció al instante. Gabrielle clavó los ojos en la pantalla, incrédula. «Nunca subestimes el ego de un político».
116
Corky Marlinson ya no estaba al timón de la Crestliner Phantom mientras ésta avanzaba velozmente en la noche. Sabía que la lancha avanzaría en línea recta con o sin él a la rueda. «El camino de menor resistencia...»
Se encontraba en la popa de la motora, que rebotaba contra la superficie del agua, intentando calibrar el daño que había sufrido en la pierna. Le había entrado una bala por la parte delantera del gemelo. Había salvado la tibia por muy poco. No había herida saliente en la parte posterior del gemelo, de modo que supo enseguida que la bala debía seguir alojada en la pierna. Buscó a su alrededor algo con lo que detener la sangre, pero no encontró nada: unas cuantas aletas, un esnórkel y un par de chalecos salvavidas. Ni un solo equipo de primeros auxilios. Frenético, abrió un pequeño cajón de material y encontró en él algunas herramientas, trapos, cinta aislante, aceite y otros elementos de mantenimiento. Se miró la pierna ensangrentada y se preguntó cuánto más tendría que alejarse para encontrarse en territorio libre de tiburones.
«Todavía mucho más».
Delta-Uno mantuvo el Kiowa a baja altura sobre el océano mientras escrutaba la oscuridad en busca de la Crestliner que se había dado a la fuga. Dando por hecho que la motora se dirigiría a tierra para intentar poner la mayor distancia posible con el Goya, había seguido su trayectoria original, trayectoria que la alejaba cada vez más del barco.
«Ya tendría que haberle dado alcance».
En condiciones normales, la lancha a la fuga no supondría mayor dificultad que utilizar el radar, pero con los sistemas de bloqueo del Kiowa transmitiendo un paraguas de ruido térmico en una extensión de varios kilómetros, el radar del helicóptero no servía de nada. Por otro lado, apagar el sistema de bloqueo no era una opción viable hasta que tuviera noticias de que todos los que estaban a bordo del Goya habían muerto. Ni una sola llamada de emergencia saldría del Goya esa noche.
«El secreto de este meteorito muere aquí mismo. Ahora mismo». Afortunadamente, Delta-Uno contaba con otros medios de comunicación para localizar objetivos. Incluso a pesar de tener que vérselas contra aquel extraño telón de fondo de océano calentado, localizar la huella térmica de una lancha motora era tarea sencilla. Activó el escáner. El océano que lo rodeaba registraba una temperatura de treinta y seis grados centígrados. Afortunadamente, las emisiones de un motor fuera de borda de 250 caballos tenían una temperatura superior.
Corky Marlinson había perdido la sensibilidad en la pierna y en el pie.
Lo único que se le había ocurrido había sido limpiarse el gemelo herido con el trapo y recubrir la herida con varias capas de cinta aislante. Cuando se le acabó la cinta, todo el gemelo, desde el tobillo a la rodilla, estaba envuelto en una apretada vaina plateada. La herida había dejado de sangrar, aunque todavía tenía la ropa y las manos cubiertas de sangre.
Sentado en el suelo de la Crestliner en plena huida, Corky se sentía confuso al ver que el helicóptero todavía no había dado con él. Levantó la mirada y escrutó el horizonte a su espalda, esperando ver el distante Goya y también el helicóptero aproximándose. Sorprendentemente, no vio ni lo uno ni lo otro. Las luces del Goya habían desaparecido. No podía haberse alejado tanto. ¿O sí?
De pronto tuvo la esperanza de que quizá sí lograría escapar. Quizá le hubieran perdido en la oscuridad. ¡Quizá lograra llegar a Tierra!
Fue entonces cuando se dio cuenta de que la estela que dejaba el barco no trazaba una línea recta. Parecía curvarse gradualmente desde la parte trasera de la lancha, como si estuviera dibujando un arco en vez de una recta. En cuanto fue consciente de lo que ocurría, Corky volvió confundido la cabeza para seguir el arco que dibujaba la estela, extrapolando una curva gigantesca sobre el océano. Un instante después, lo vio.
El Goya estaba situado directamente a babor de la lancha, a menos de un kilómetro de distancia. Aterrorizado, se dio cuenta demasiado tarde del error que había cometido. Sin nadie al timón, la popa del Crestliner no había hecho sino realinearse continuamente, siguiendo la dirección de la fuerte corriente: el flujo circular de agua de la megapluma. «¡Me estoy moviendo en un maldito y enorme círculo!»
Había vuelto sobre sus pasos.
En el mismo instante en que fue consciente de que todavía se encontraba en el interior de la megapluma abarrotada de tiburones, Corky recordó las desalentadoras palabras de Tolland. «Lóbulos olfativos teleencefálicos muy desarrollados... los tiburones martillo pueden oler una gota de sangre a un kilómetro y medio de distancia». Se miró la pierna envuelta en cinta aislante y también las manos, ambas ensangrentadas.
El helicóptero no tardaría en alcanzarle.
Corky se arrancó la ropa ensangrentada y avanzó como pudo desnudo hacia popa. Consciente de que ningún tiburón era capaz de nadar a la velocidad del barco, se enjuagó lo mejor que pudo en la fuerte corriente de la estela.
«Una sola gota de sangre...»
Cuando se incorporó, totalmente expuesto a la noche, supo que sólo le quedaba una alternativa. En una ocasión había aprendido que los animales marcaban su territorio con orina porque el ácido úrico era el fluido de olor más potente de los que producía el cuerpo humano.
«Más potente que la sangre», o eso esperaba. Al tiempo que lamentaba no haber bebido más cervezas esa noche, tiró de la pierna herida hasta colocarla sobre la borda e intentó orinar sobre la cinta aislante. «¡Vamos!» Esperó. «No hay nada como la presión de tener que mearse encima con un helicóptero persiguiéndote».
Por fin lo consiguió. Orinó sobre la cinta aislante, empapándola. Utilizó lo poco que le quedaba en la vejiga para empapar un trapo, que a continuación utilizó para frotarse todo el cuerpo. «Qué delicia».
Sobre su cabeza, en la oscuridad del cielo, apareció un rayo láser rojo que se inclinó hacia él como la cuchilla resplandeciente de una enorme guillotina. El helicóptero, cuyo piloto parecía confundido por el hecho de que Corky hubiera vuelto hacia el Goya, apareció desde un ángulo oblicuo.
Corky se puso a toda prisa un chaleco salvavidas de alta flotación y se dirigió hacia la parte posterior de la veloz embarcación. En el suelo manchado de sangre del barco, a tan sólo unos metros de donde ahora estaba de pie, apareció un brillante punto rojo.
Había llegado el momento.
A bordo del Goya, Michael Tolland no vio cómo su Crestliner Phantom 2100 estallaba en llamas y se elevaba dando volteretas en el aire, envuelta en fuego y humo. Pero sí oyó la explosión.
117
Normalmente, a esas horas el Ala Oeste estaba tranquila, pero la inesperada aparición del Presidente, en albornoz y zapatillas, había sacado a los ayudantes y al personal residente de sus «camas de guardia» y de las áreas de descanso.
—No logro dar con ella, Presidente —dijo un joven ayudante, que entró corriendo tras él al Despacho Oval. Había buscado por todas partes—. La señora Tench no contesta al busca ni al móvil.
El Presidente parecía exasperado.
—¿Habéis buscado en...?
—Ha salido del edificio, señor —anunció otro ayudante, entrando a toda prisa—. Fichó hace cosa de una hora. Creemos que quizá haya ido a la ONR. Una de las operadoras dice que Pickering y ella han estado hablando esta noche.
—¿William Pickering? —El Presidente pareció desconcertado. De Tench y de Pickering podían decirse muchas cosas, excepto que tuvieran algún trato—. ¿Le habéis llamado?
—Tampoco contesta, señor. La centralita de la ONR no da con él. Dicen que el móvil de Pickering ni siquiera suena. Es como si hubiera desaparecido de la faz de la Tierra.
Herney clavó la mirada en sus ayudantes durante un instante y a continuación fue hasta el bar y se sirvió un vaso de bourbon. Cuando se llevó el vaso a los labios, entró corriendo un agente del Servicio Secreto.
—¿Presidente? No pensaba despertarlo, pero debería saber que esta noche han hecho estallar una bomba en un coche junto al monumento a FDR.
—¿Qué? —Herney a punto estuvo de dejar caer el vaso—. ¿Cuándo?
—Hace una hora —anunció el agente con rostro compungido—. Y el FBI acaba de identificar a la víctima.
118
Delta-Tres soltó un chillido de dolor. Se sintió como flotando entre un cenagoso estado de conciencia. «¿Será esto la muerte?» Intentó moverse pero se sintió paralizado, casi incapaz de respirar. Sólo veía figuras borrosas. Su mente retrocedió, volviendo a revivir la explosión de la Crestliner en el mar, viendo la rabia en los ojos de Michael Tolland, allí de pie sobre él, pegándole el extremo de la pértiga al cuello.
«Sin duda Tolland me ha matado...»
Y, aún así, el espantoso dolor que sentía en el pie le decía que estaba muy vivo. Poco a poco, fue recordándolo todo. Al oír la explosión de la Crestliner, Tolland había soltado un grito de rabia y de angustia por su amigo perdido. Luego, volviendo su desolada mirada hacia él, se había arqueado como preparándose para clavarle la pértiga en la garganta, pero cuando iba a hacerlo pareció vacilar, como si su propia moral se lo impidiera. Presa de una brutal frustración y de la furia, Tolland lanzó el palo a lo lejos y le clavó la bota sobre el pie deshecho.
Lo último que Delta-Tres recordaba era haber vomitado de dolor al tiempo que todo su cuerpo caía en un negro delirio. Ahora estaba volviendo en sí, sin la menor idea de cuánto tiempo llevaba inconsciente. Sintió los brazos atados tras la espalda con un nudo tan fuerte que sólo podía haber sido hecho por un marinero. También tenía las piernas amarradas, dobladas tras él y atadas a las muñecas, dejándolo en un arco inmovilizado hacia atrás. Intentó gritar, pero de su boca no salió un solo sonido. Se la habían llenado con algo.
Delta-Tres no lograba imaginar qué era lo que estaba ocurriendo. Fue entonces cuando sintió una brisa fresca y vio las luces brillantes. Se dio cuenta de que estaba sobre la cubierta principal del Goya. Se retorció, intentando buscar ayuda, y se encontró con una visión espantosa: su propio reflejo. Bulboso y deforme en la reflectante burbuja de plexiglás del sumergible de aguas profundas del Goya. El sumergible estaba suspendido justo delante de él y fue entonces consciente de que estaba tumbado sobre una trampilla gigantesca enclavada en cubierta, lo cual resultaba mucho menos inquietante que la pregunta más obvia:
«Si yo estoy en cubierta... ¿dónde está entonces Delta-Dos?»
Delta-Dos había empezado a inquietarse.
A pesar de que, en la transmisión del CrypTalk su compañero afirmaba estar bien, el disparo no había sido el de una ametralladora. Obviamente, o Tolland o Rachel Sexton habían disparado un arma. Delta-Dos se desplazó hasta poder echar un vistazo a la rampa por la que había descendido su compañero y vio sangre.
Con el arma al hombro, había descendido a la cubierta inferior, donde había seguido el rastro de sangre por una pasarela que llevaba a la popa del barco. Allí, el rastro le había llevado de nuevo arriba, por otra rampa, hasta la cubierta principal. Estaba desierta. Presa de un creciente recelo, había seguido el largo borrón carmesí por la cubierta lateral hasta la popa del barco, donde pasaba junto a la boca de la rampa original por la que había descendido.
«¿Qué demonios ocurre aquí?» El rastro parecía dibujar un círculo gigante.
Moviéndose con cautela y apuntando con el arma al frente, pasó por delante de la entrada a la sección del barco que albergaba los laboratorios. El rastro seguía hacia la cubierta de proa. Con sumo cuidado, dio un amplio rodeo, doblando la esquina. Su mirada siguió el rastro de la sangre.
Entonces lo vio.
«¡Dios del cielo!»
Delta-Tres estaba allí tumbado, atado y amordazado, tirado de cualquier manera justo delante del pequeño submarino del Goya. Incluso desde la distancia, Delta-Dos pudo ver que a su compañero le faltaba una buena porción del pie derecho.
Receloso de estar a punto de caer en alguna trampa, Delta-Dos levantó el arma y se movió hacia delante. Ahora Delta-Tres se retorcía en el suelo, intentando hablar. Por muy irónico que resultara, probablemente la forma en que lo habían atado, con las rodillas fuertemente dobladas a la espalda, le estaba salvando la vida. Daba la sensación de que el pie le sangraba mucho menos.
A medida que Delta-Dos se aproximaba al submarino, disfrutaba del infrecuente lujo de poder ver su propia espalda; toda la cubierta del barco estaba reflejada en la cúpula de la cabina redonda del submarino. Delta-Dos llegó hasta su forcejeante compañero. Vio entonces la advertencia en sus ojos, pero ya era demasiado tarde.
El destello plateado surgió de la nada.
De pronto, una de las pinzas de manipulación del Tritón salió despedida hacia delante y se cerró sobre el muslo izquierdo de Delta-Dos con una fuerza aplastante. Delta-Dos intentó liberarse, pero la pinza se le hundió aún más en la carne. Gritó de dolor, sintiendo que se le rompía un hueso. Volvió los ojos hacia la cabina del submarino. Entonces lo vio, atisbando entre el reflejo de cubierta, instalado en las sombras del interior del Tritón.
Michael Tolland estaba dentro del submarino, al mando de los controles.
«Qué mala idea», pensó Delta-Dos, hirviendo de rabia y bloqueando el dolor para llevarse la metralleta al hombro. Apuntó hacia arriba y a la izquierda, al pecho de Tolland, ahora a sólo metro y medio de él, sentado al otro lado de la cúpula de plexiglás del submarino. Apretó el gatillo y la ametralladora rugió. Enloquecido de rabia por haberse visto engañado, Delta-Dos siguió apretando el gatillo hasta que el último cartucho cayó sobre cubierta y el arma chasqueó, vacía. Sin aliento, soltó el arma y miró la cúpula con los impactos de bala que tenía delante.
—¡Muerto! —siseó el soldado, luchando por liberar la pierna del abrazo de la pinza. Cuando se retorció, la pinza metálica le cercenó la piel, abriéndole un amplio tajo—. ¡Joder! —Intentó coger el CrypTalk que llevaba en el cinturón, pero cuando se lo llevó a los labios, un segundo brazo robótico se abrió de golpe y se lanzó hacia él, cerrándose alrededor de su brazo derecho. El CrypTalk cayó a cubierta.
Fue entonces cuando Delta-Dos vio al fantasma en la ventana que tenía delante. Un rostro pálido que se inclinó de lado y que asomó por un borde del cristal ileso. Perplejo, Delta-Dos miró al centro de la cúpula y vio entonces que las balas ni siquiera habían podido atravesar la gruesa capa de vidrio. La cúpula estaba tatuada con pequeñas muescas.
Un instante más tarde, se abrió la escotilla superior del sumergible y Michael Tolland salió por él. Parecía tembloroso aunque ileso. Bajó por la rampa de aluminio, saltó a cubierta y echó una mirada a la ventana de la cúpula de su submarino.
—Dos mil quinientos kilos por centímetro cuadrado —dijo—. Yo diría que se necesita un arma más potente.
En el hidrolaboratorio, Rachel sabía que el tiempo apremiaba. Había oído los disparos procedentes de cubierta y rezaba para que todo hubiera salido exactamente como Tolland lo había planeado. Ya no le importaba quién estaba tras el engaño del meteorito: el director de la NASA, Marjorie Tench o el propio Presidente; nada de eso importaba ya.
«No se saldrán con la suya. Sea quien sea, la verdad saldrá a la luz».
La herida del brazo de Rachel había dejado de sangrar y la adrenalina que le recorría el cuerpo había acallado el dolor y le había afilado la concentración. Buscó lápiz y papel y garabateó un mensaje de dos líneas. Sus términos fueron directos y poco frecuentes, pero no era momento para permitirse muchos lujos. Añadió la nota al montón de documentos incriminatorios que llevaba en la mano: la copia impresa del RPT, imágenes del Bathynomous giganteus, fotos y artículos referentes a los cóndrulos oceánicos, una copia impresa del microescaner por electrones. El meteorito era una farsa y ahí estaba la prueba.
Colocó el montón de papeles en el fax del hidrolaboratorio. Sólo tenía memorizados unos pocos teléfonos, de modo que no tenía mucha elección, pero ya había decidido quién iba a recibir esas páginas y su nota. Contuvo el aliento y tecleó cuidadosamente el número de fax de la persona en cuestión.
Pulsó «Enviar», rezando para haber elegido al destinatario adecuado.
La máquina de fax emitió un pitido.
ERROR: NO HAY SEÑAL DE MARCADO.
Rachel había esperado algo así. Las comunicaciones del Goya seguían bloqueadas. Siguió donde estaba, mirando el fax, a la espera de funcionara como el que tenía en casa.
«¡Vamos!»
Cinco segundos más tarde, la máquina volvió a emitir un pitido.
RELLAMANDO...
«¡Sí!» Rachel vio cómo la máquina se bloqueaba en un bucle infinito.
ERROR: NO HAY SEÑAL DE MARCADO.
RELLAMANDO... ERROR: NO HAY SEÑAL DE MARCADO.
RELLAMANDO...
Dejó al fax intentando establecer tono de llamada y salió a toda prisa del hidrolaboratorio justo cuando las aspas del helicóptero retumbaban sobre su cabeza.
119
A doscientos cuarenta kilómetros del Goya, Gabrielle Ashe tenía la mirada fija en la pantalla del ordenador del senador Sexton, muda de asombro. Sus sospechas no habían hecho sino confirmarse.
Aunque jamás hubiera imaginado hasta qué punto.
Tenía ante sus ojos copias escaneadas de docenas de cheques bancarios que Sexton había recibido de compañías espaciales privadas y que había depositado en cuentas secretas en las Islas Caimán. El cheque de menor cantidad que Gabrielle veía era por una cantidad de quince mil dólares. Había varios que superaban los quinientos mil.
«Nimiedades», le había dicho Sexton. «Ninguno de los donativos supera los dos mil dólares».
Sin duda Sexton había estado mintiendo desde el principio. Gabrielle tenía ante sus ojos pruebas concluyentes de una actividad a gran escala de financiación de campaña ilegal. Se vio presa de un fuerte sentimiento de traición y de desilusión. «Me ha mentido».
Se sentía estúpida. También sucia. Pero sobre todo estaba furiosa.
Se quedó sentada sola en la oscuridad, consciente en ese momento de que no tenía la menor idea de lo que iba a hacer a continuación.
120
Cuando el Kiowa viró sobre la cubierta de proa del Goya, Delta-Uno miró abajo desde la cabina, fijando los ojos en un panorama totalmente inesperado.
Michael Tolland estaba de pie en cubierta junto a un pequeño submarino. Suspendido de los brazos robóticos del sumergible, como en el abrazo de un insecto gigante, estaba Delta-Dos, luchando en vano por liberarse de las dos enormes pinzas.
«¿Qué demonios...?»
Fue entonces testigo de una imagen igualmente sorprendente: Rachel Sexton acaba de llegar a cubierta y ocupaba una posición sobre un hombre sangrante y atado a los pies del submarino. El hombre sólo podía ser Delta-Tres. Rachel sostenía una de las ametralladoras de la Delta Force contra él y miraba al helicóptero, como desafiándole a que atacara.
Por un momento, Delta-Uno se sintió desorientado, incapaz de imaginar cómo podía haber llegado a ocurrir lo que veían sus ojos. Los errores cometidos con anterioridad por la Delta Force en la plataforma de hielo habían sido algo extraño aunque explicable. Pero lo que ahora veían sus ojos era simplemente inimaginable.
La humillación que sufría en ese momento Delta-Uno habría sido ya insoportable en circunstancias normales, pero esa noche su vergüenza se vio incrementada porque había otro individuo volando en ese instante con él en el helicóptero, una persona cuya presencia se alejaba por completo del procedimiento habitual.
El controlador.
Tras el asesinato llevado a cabo por los Delta junto al monumento a FDR, el controlador había ordenado a Delta-Uno que volara hasta un parque público desierto no demasiado alejado de la Casa Blanca. Cumpliendo sus órdenes, Delta-Uno había aterrizado en una arboleda situada sobre una loma cubierta de hierba en el preciso instante en que el controlador, que había aparcado cerca de allí, salió de la oscuridad y subió a bordo del Kiowa. En cuestión de segundos volvían a estar en ruta.
A pesar de que la implicación directa del controlador en operaciones de misión era poco frecuente, Delta-Uno no tenía autoridad para oponerse. Consternado ante la forma en que la Delta Force había actuado en la Plataforma de Hielo Milne, y temiendo las crecientes sospechas y recelos por parte de ciertos elementos, el controlador había informado a Delta-Uno de que iba a supervisar personalmente la fase final de la operación.
Ahora el controlador viajaba como guardia armado, siendo testigo de un fracaso cuya posibilidad Delta-Uno jamás habría contemplado.
«Esto debe terminar. Ahora».
El controlador miró desde el Kiowa a la cubierta del Goya y se preguntó cómo demonios podía haber ocurrido lo que estaba presenciando. Nada había ido bien: las sospechas sobre el meteorito, los frustrados asesinatos de los Delta en la plataforma de hielo, la necesidad de terminar con la vida de un funcionario de alto rango junto al monumento a FDR.
—Controlador —tartamudeó Delta-Uno, cuyo tono de voz revelaba un perplejo desconsuelo mientras observaba la situación que tenía lugar en la cubierta del Goya—. No puedo ni imaginar...
«Ni yo», pensó el controlador. Sin duda habían subestimado a su presa.
El controlador miró a Rachel Sexton, que miraba a su vez con ojos desprovistos de toda expresión al reflectante parabrisas del helicóptero y se llevaba un dispositivo CrypTalk a la boca. Cuando su voz sintetizada crepitó en el interior del Kiowa, el controlador creyó que les iba a exigir que retiraran el helicóptero o que apagaran el sistema de bloqueo para que Tolland pudiera llamar pidiendo ayuda. Pero las palabras que pronunció Rachel Sexton fueron mucho más escalofriantes.
—Han llegado demasiado tarde —dijo—. No somos los únicos que están al corriente de la situación.
Durante un instante, sus palabras reverberaron en el interior del aparato. A pesar de que la afirmación sonaba muy poco creíble, la menor posibilidad de que fuera cierta hizo que el controlador guardara silencio durante unos segundos. El éxito de todo el proyecto requería la eliminación de todos los que conocieran la verdad, y a pesar de lo sangriento que el proceso de control de la situación resultara, él tenía que asegurarse de que aquello fuera el final. «Alguien más está al corriente...»
Teniendo en cuenta que Rachel Sexton era famosa por seguir un estricto protocolo en cuanto a datos secretos, al controlador le costaba creer que hubiera decidido compartir la información de que disponía con fuentes externas.
Rachel volvió a hablar por el CrypTalk.
—Retírense y salvaremos la vida de sus hombres. Acérquense y morirán. En cualquier caso, la verdad se sabrá. Ahórrense bajas. Retírense.
—Se está marcando un farol —dijo el controlador, a sabiendas de que la voz que Rachel Sexton estaba oyendo era un tono robótico y andrógino—. No ha hablado con nadie.
—¿Está dispuesto a correr el riesgo? —contraatacó Rachel—. Antes no he podido ponerme en contacto con William Pickering, así que me asusté y decidí asegurarme de que la información llegara a alguien más.
El controlador frunció el ceño. Era plausible.
—No se lo han tragado —dijo Rachel, mirando a Tolland.
El soldado que estaba entre las pinzas esbozó una sonrisa dolorida.
—Su arma no tiene balas y el helicóptero les va a hacer estallar por los aires. Ambos van a morir. Su única esperanza es soltarnos.
«Antes muerta», pensó Rachel, intentando calcular su siguiente movimiento. Miró al hombre atado y amordazado que estaba tumbado en el suelo a sus pies, directamente delante del submarino. Parecía delirar debido a la pérdida de sangre. Se agachó a su lado y miró sus duros ojos.
—Voy a quitarle la mordaza y a ponerle el CrypTalk en la boca. ¿Está claro?
El hombre asintió enfervorecidamente.
Rachel le quitó la mordaza. El soldado le escupió un salivazo sangriento a la cara.
—Zorra —siseó, tosiendo—. Voy a verte morir. Te van a matar como a un cerdo y voy a disfrutar de cada minuto de ello.
Rachel se secó la saliva caliente de la cara mientras sentía cómo las manos de Tolland la apartaban, tirando de ella hacia atrás y sujetándola mientras le quitaba la ametralladora de las manos. Rachel sintió en el tembloroso contacto de Tolland que algo dentro de él se había activado. Michael se dirigió a un panel de control ubicado a escasos metros, puso la mano en una palanca, y miró a los ojos al hombre que estaba tumbado en cubierta.
—Segunda oportunidad —dijo Tolland—. Y, en mi barco, nunca hay una tercera.
Presa de ira, tiró de la palanca. Una enorme trampilla se abrió en cubierta debajo del Tritón como el suelo de una horca. El soldado atado soltó un breve aullido de miedo y desapareció, cayendo en picado por el agujero. Se precipitó nueve metros hasta el océano. El impacto se tiñó de rojo carmesí. Los tiburones se abalanzaron sobre él al instante.
El controlador tembló de rabia, mirando desde el Kiowa los restos de Delta-Tres alejándose a la deriva bajo el barco en la fuerte corriente. El agua iluminada se había teñido de rosa. Varios peces luchaban por algo que parecía un brazo.
«Jesús».
El controlador volvió a mirar a cubierta. Delta-Dos seguía suspendido de las pinzas del Tritón, pero ahora el sumergible estaba colgado sobre un gran agujero en cubierta. Tenía los pies suspendidos sobre el vacío. Lo único que Tolland tenía que hacer era abrir las pinzas y Delta-Dos sería el siguiente.
—De acuerdo —ladró el controlador al CrypTalk—. Esperen. ¡Esperen!
Rachel se puso de pie en cubierta y clavó la mirada en el Kiowa. Incluso desde esa altura, el controlador percibía la determinación en sus ojos. Ella se llevó el CrypTalk a la boca.
—¿Todavía siguen pensando que nos estamos marcando un farol? —Llamen a la centralita de la ONR. Pregunten por Jim Samiljan. Está en el P&A, en el turno de noche. Le he contado todo acerca del meteorito. Él se lo confirmará.
«¿Y me da un nombre específico?» Aquello no pintaba bien. Rachel Sexton no era ninguna idiota y ése era un farol que el controlador podía comprobar en cuestión de segundos. A pesar de que no conocía a nadie en la ONR llamado Jim Samiljan, la organización era enorme. Rachel podía perfectamente estar diciendo la verdad. Antes de ordenar el golpe final, el controlador tenía que confirmar sí aquello era un farol... o no.
Delta-Uno miró por encima del hombro.
—¿Quiere que desactive el bloqueo para que pueda comprobarlo?
El controlador miró a Rachel y a Tolland, ambos a plena vista. Si alguno de los dos hacía el menor movimiento para utilizar un móvil o una radio, el controlador sabía que Delta-Uno siempre podía reactivar el sistema y cortarles la comunicación. El riesgo era mínimo.
—Desactive el bloqueo —dijo el controlador, sacando un móvil—. Confirmaré si Rachel está mintiendo. Luego encontraremos la forma de rescatar a Delta-Dos y terminar con esto.
En Fairfax, la operadora de la centralita principal de la ONR se estaba impacientando.
—Como ya le he dicho, no hay ningún Jim Samiljan en la División de Planes y Análisis.
Su interlocutor se mostraba insistente.
—¿Ha intentado utilizar el sistema de deletreo múltiple? ¿Ha intentado en otros departamentos?
La operadora ya lo había comprobado, pero volvió a hacerlo. Varios segundos más tarde, dijo:
—No tenemos a ningún Jim Samiljan entre nuestros empleados. No importa cómo lo deletree.
Su interlocutor pareció extrañamente encantado con la noticia.
—Entonces, ¿está segura de que no hay en la ONR ningún empleado llamado Jim... ?
Un repentino revoloteo de actividad estalló en la línea. Alguien chilló. El interlocutor maldijo en voz alta y rápidamente colgó.
A bordo del Kiowa, Delta-Uno gritaba de rabia mientras intentaba por todos los medios reactivar el sistema de bloqueo. Se había dado cuenta demasiado tarde. En el inmenso despliegue de controles iluminados de la cabina, un diminuto piloto LED indicaba que una señal de datos SATCOM estaba siendo transmitida desde el Goya. «Pero ¿cómo? ¡Nadie se había movido de cubierta!» Antes de que Delta-Uno pudiera reactivar el bloqueo, la conexión procedente del Goya se terminó.
En el interior del hidrolaboratorio, la máquina del fax emitía satisfechos pitidos.
FAX ENVIADO.
121
«Matar o morir» Rachel había descubierto una parte de sí misma de cuya existencia jamás había sido consciente. Modo de supervivencia: una fortaleza salvaje alimentada por el miedo.
—¿Qué había en ese fax saliente? —exigió saber la voz desde el CrypTalk.
A Rachel le alivió oír la confirmación de que el fax había salido como estaba planeado.
—Abandonen la zona —ordenó Rachel, hablando al CrypTalk y dedicando una mirada glacial al helicóptero amenazador—. Todo ha terminado. Su secreto acaba de desvelarse. —Informó a sus atacantes sobre toda la información que acababa de enviar. Media docena de páginas con textos e imágenes. Prueba irrefutable de que el meteorito era una farsa—. Causarnos algún daño no hará más que empeorar las cosas.
Se produjo una densa pausa.
—¿A quién ha enviado el fax?
Rachel no pensaba responder a esa pregunta. Tolland y ella necesitaban ganar la mayor cantidad de tiempo posible. Se habían colocado junto a la abertura de cubierta, alineados con el Tritón, de modo que era imposible que el helicóptero les disparara sin dar al soldado que colgaba de las pinzas del submarino.
—William Pickering —dijo la voz, que sonó extrañamente esperanzada—. Le ha enviado el fax a Pickering.
«Se equivoca», pensó Rachel. Pickering habría sido su primera elección, pero se había visto obligada a elegir a otro por miedo a que sus atacantes ya lo hubieran eliminado, una elección cuya claridad constituiría un escalofriante testimonio a la determinación de su enemigo. En un instante de desesperada decisión, Rachel había enviado el fax con los datos al único otro número que tenía memorizado.
El del despacho de su padre.
El número de fax del despacho del senador Sexton había quedado dolorosamente grabado en su memoria tras la muerte de su madre, cuando su padre decidió hacerse cargo de muchos de los detalles del testamento sin tener que lidiar con Rachel en persona. Ella nunca imaginó que llegaría el momento en que recurriría a su padre en un momento de necesidad, pero esa noche él era poseedor de dos cualidades críticas: todas las motivaciones correctas para dar a conocer los datos del meteorito sin la menor vacilación y la influencia necesaria para llamar a la Casa Blanca y chantajearles para que llamaran al orden a esa banda de asesinos.
A pesar de que indudablemente su padre no estaría en su despacho a esas horas, Rachel sabía que lo mantenía cerrado como una cripta. Por lo tanto, había enviado efectivamente los datos por fax a una caja fuerte inexpugnable. Incluso en caso de que los atacantes averiguaran dónde los había enviado, tenían muy pocas probabilidades de poder burlar las estrictas medidas de seguridad federal del Philip A. Hart Senate Office Building y lograr entrar en el despacho del senador sin ser vistos.
—Dondequiera que haya enviado el fax —dijo la voz desde las alturas—, ha puesto a esa persona en peligro.
Rachel sabía que debía hablar desde una posición de poder, a pesar del miedo que la atenazaba. Indicó con un gesto al soldado atrapado entre las pinzas del Tritón. Las piernas le colgaban sobre el abismo, goteando sangre a nueve metros sobre el océano.
—Aquí la única persona que corre peligro es su agente —dijo, hablando al CrypTalk—. Se acabó. Retírense. Los datos han salido. Han perdido. Abandonen la zona o este hombre morirá.
La voz contraatacó por el CrypTalk:
—Señorita Sexton, no comprende usted la importancia...
—¿Comprender? —estalló Rachel—. ¡Lo que comprendo es que han matado a gente inocente! ¡Comprendo que han mentido sobre el meteorito! ¡Y comprendo que no se saldrán con la suya! ¡Incluso aunque nos maten a todos, se ha terminado!
Se produjo una larga pausa. Por fin la voz dijo:
—Voy a bajar.
Rachel sintió que se le tensaban los músculos. «¿Bajar?»
—No voy armado —dijo la voz—. No se precipite. Usted y yo tenemos que hablar cara a cara.
Antes de que Rachel pudiera reaccionar, el helicóptero aterrizó sobre la cubierta del Goya. La puerta del pasajero situada sobre el fuselaje se abrió y una figura salió de la cabina. Se trataba de un hombre de aspecto sencillo que vestía abrigo negro y corbata. Durante un instante, la mente de Rachel se quedó totalmente en blanco.
Tenía ante sus ojos a William Pickering.
William Pickering se quedó de pie en la cubierta del Goya, mirando apesadumbrado a Rachel Sexton. Nunca había imaginado que el día iba a terminar así. Cuando se movió hacia ella, pudo ver una peligrosa combinación de emociones en los ojos de su subordinada.
Conmoción, traición, confusión, rabia.
«Todo ello comprensible», pensó. «Hay demasiadas cosas que no comprende».
Durante un instante, la imagen de su hija Diana le vino a la memoria, preguntándose qué emociones habría sentido antes de morir. Tanto Diana como Rachel eran víctimas de la misma guerra, una guerra que Pickering había jurado luchar eternamente. A veces las víctimas podían llegar a ser muy crueles.
—Rachel —dijo Pickering—. Todavía podemos llegar a una solución. Tengo muchas cosas que explicarle.
Rachel Sexton parecía horrorizada, casi al borde de la náusea. Ahora era Tolland quien tenía en su haber la ametralladora y apuntaba al pecho de Pickering. También él parecía perplejo.
—¡Atrás! —gritó Tolland.
Pickering se detuvo a unos cinco metros con la mirada concentrada en Rachel.
—Su padre está aceptando sobornos, Rachel. Donativos de compañías espaciales privadas. Planea desmantelar la NASA y abrir el espacio al sector privado. Había que detenerlo, simplemente por una mera cuestión de seguridad nacional.
Rachel lo escuchaba impertérrita.
Pickering suspiró.
—La NASA, a pesar de todos sus fracasos, debe seguir siendo una entidad gubernamental. «Sin duda no puede comprender los riesgos que hay en juego». La privatización provocaría la huida de las mejores mentes e ideas de la NASA al sector privado. El grupo de expertos se disolvería. Los militares perderían acceso al espacio. ¡Las compañías espaciales privadas, en su afán por incrementar sus capitales, empezarían a vender patentes e ideas de la NASA a los mejores postores del mundo entero!
La voz de Rachel sonó trémula.
—¿Ha falseado el meteorito y ha matado a gente inocente... en nombre de la seguridad nacional?
—No debía ocurrir así —dijo Pickering—. El plan era salvar una importante agencia gubernamental. Matar no formaba parte de él.
Pickering sabía que la farsa del meteorito, como ocurría con gran parte de las propuestas de la comunidad de inteligencia, había sido producto del miedo. Tres años antes, en un esfuerzo por extender los hidrófonos de la ONR a aguas más profundas donde no pudieran ser alcanzados por saboteadores enemigos, Pickering encabezó un programa que utilizaba un material de construcción de la NASA de reciente desarrollo para diseñar en secreto un submarino increíblemente resistente, capaz de transportar a seres humanos a las regiones más profundas del océano, incluyendo el fondo de la Fosa de las Marianas.
Forjado con una cerámica revolucionaria, el submarino biplaza en cuestión estaba diseñado a partir de prototipos pirateados del ordenador de un ingeniero de California llamado Graham Hawkes, un genio diseñador de sumergibles cuyo sueño era construir un submarino de aguas profundas al que llamó Deep Flight II. Hawkes estaba teniendo dificultades a la hora de encontrar financiación para construir un prototipo. Él, por otra parte, disponía de un presupuesto ilimitado.
Empleando el submarino secreto de cerámica, Pickering envió a un equipo secreto a las profundidades para anexar nuevos hidrófonos a las crestas de la Fosa de las Marianas, a una profundidad a la que jamás pudiera llegar ningún enemigo. En el proceso de perforación, el equipo descubrió estructuras geológicas que nada tenían que ver con ninguna de las que los científicos habían visto hasta entonces. Los descubrimientos incluían cóndrulos y fósiles de varias especies desconocidas. Naturalmente, y puesto que la capacidad de inmersión de la ONR a esas profundidades era un dato secreto, ningún detalle de esa información pudo jamás hacerse público.
Hacía muy poco que, de nuevo impulsados por el miedo, Pickering y su discreto equipo de consejeros científicos de la ONR habían decidido emplear sus conocimientos de la geología única de la Fosa de las Marianas para salvar a la NASA. Transformar una roca de las Marianas en un meteorito había resultado una tarea tremendamente sencilla. Empleando un motor ECE a base de hidrógeno líquido, el equipo de la ONR chamuscó la roca hasta cubrirla de una convincente corteza de fusión. Luego, habían descendido en un pequeño submarino de carga bajo la Plataforma de Hielo Milne e insertado la roca chamuscada en el hielo desde abajo. En cuanto el túnel de inserción se congeló, la roca parecía haber estado allí desde hacía más de trescientos años.
Desgraciadamente, como solía ocurrir en el mundo de las operaciones secretas, el más ambicioso de los planes podía irse al traste por culpa de la más pequeña dificultad. El día anterior, toda la ilusión se había derrumbado por culpa de unas simples muestras de plancton bioluminiscente...
Desde la cabina del piloto del Kiowa, que ahora reposaba sobre cubierta, Delta-Uno veía desarrollarse el drama ante sus ojos. Rachel y Tolland parecían tener total control de la situación, aunque Delta-Uno a punto estuvo de echarse a reír ante lo ilusorio de lo que veía. La ametralladora que Tolland llevaba en las manos no le serviría de nada; incluso desde su posición, Delta-Uno podía ver que el ensamblaje de la barra del percutor estaba echada hacia atrás, lo cual indicaba que el cargador estaba vacío.
Cuando miró a su compañero, que seguía debatiéndose entre las pinzas del Tritón, supo que tenía que darse prisa. En cubierta, la atención estaba totalmente centrada en Pickering, y ahora él podía entrar en acción. Dejó los rotores en marcha y se deslizó fuera del helicóptero por la parte posterior del fuselaje. Utilizando el helicóptero para cubrirse, se dirigió sin ser visto a la pasarela de estribor. Con su propia ametralladora en la mano, fue hasta la popa. Pickering le había dado órdenes específicas antes del aterrizaje y Delta-Uno no tenía la menor intención de fracasar en una tarea tan simple.
«Es cuestión de segundos todo habrá terminado», pensó, totalmente convencido.
122
Todavía con el albornoz puesto, Zach Herney estaba sentado frente a su escritorio del Despacho Oval. Notaba que le palpitaba la cabeza. La pieza más reciente del rompecabezas acababa de serle revelada.
«Marjorie Tench ha muerto».
Sus asistentes le habían comunicado que disponían de información que sugería que Marjorie Tench había ido en coche al monumento a FDR para reunirse allí en privado con William Pickering. Ahora que también Pickering había desaparecido, el personal temía que también él hubiera corrido la misma suerte.
Últimamente, el Presidente y Pickering habían tenido sus diferencias. Meses atrás, Herney se había enterado de que el director de la ONR estaba implicado en actividades ilegales en su nombre en un intento por salvar su precaria campaña electoral.
Utilizando los activos de la ONR, Pickering había obtenido discretamente suficiente basura sobre el senador Sexton como para hundir su campaña: escandalosas fotos sexuales del senador con su ayudante, Gabrielle Ashe; incriminadores registros financieros que probaban que Sexton estaba aceptando sobornos de empresas espaciales privadas. Pickering había enviado todas las pruebas a Marjorie Tench de forma anónima, dando por hecho que la Casa Blanca les daría sabio uso. Pero en cuanto Herney vio los datos había prohibido a Tench utilizarlos. Los escándalos sexuales y los sobornos eran los cánceres de Washington, y agitar otro ante el pueblo no haría más que aumentar la desconfianza que los norteamericanos ya mostraban por su gobierno.
«El cinismo está acabando con este país».
A pesar de que Herney era plenamente consciente de que podía machacar a Sexton con aquel escándalo, con ello estaría mancillando la dignidad del Senado de Estados Unidos, cosa que se negaba a hacer.
«Basta de maniobras negativas». Herney vencería al senador Sexton con las cuestiones de auténtica relevancia política.
Enfurecido al ver que la Casa Blanca se negaba a utilizar las pruebas que él mismo les había facilitado, Pickering intentó hacer saltar el escándalo filtrando un rumor según el cual Sexton se había acostado con Gabrielle Ashe. Desgraciadamente, el senador declaró su inocencia mostrando una indignación que resultó tan convincente que el Presidente terminó teniendo que disculparse por la filtración personalmente. Al final, William Pickering había resultado más perjudicial que beneficioso. Herney le dijo que si volvía a interferir en la campaña, se vería en la obligación de censurarle. Naturalmente, la gran ironía era que Pickering ni siquiera sentía la menor simpatía por el presidente Herney. Los intentos del director de la ONR por ayudar a relanzar su campaña presidencial respondían simplemente a sus miedos ante el destino de la NASA. Zach Herney era el menor de dos males.
«¿Habrá cometido Pickering algún asesinato?»
Herney no se atrevió a imaginar esa posibilidad.
—¿Presidente? —dijo uno de sus asistentes—. He llamado a Lawrence Ekstrom como ha ordenado, y le he hablado de lo ocurrido con Marjorie Tench.
—Gracias. l ^
—Le gustaría hablar con usted, señor.
Herney seguía furioso con Ekstrom por haberle mentido sobre el EDOP.
—Dígale que hablaré con él por la mañana.
—El señor Ekstrom quiere hablar con usted ahora mismo, señor —dijo el asistente, visiblemente incómodo—. Se le nota muy alterado.
«¿Que está alterado?» Herney notó que estaba a punto de estallar y perder los estribos. Cuando por fin decidió aceptar la llamada del director de la NASA, se preguntó qué otra cosa podía haber salido mal esa noche.
123
A bordo del Goya, Rachel estaba aturdida. La perplejidad que la embargaba como una espesa niebla empezaba a disiparse. La cruda realidad que le acababa de ser desvelada la había dejado desprotegida y asqueada. Miró al desconocido que tenía delante y apenas fue capaz de oír su propia voz.
—Necesitábamos reconstruir la imagen de la NASA —decía Pickering—. Su popularidad y financiación, cada vez más exiguas, se habían vuelto peligrosas a demasiados niveles. —Hizo una pausa y clavó sus ojos grises en los de ella—. Rachel, la NASA necesitaba un triunfo desesperadamente. Y alguien tenía que hacer que éste ocurriera.
«Había que hacer algo», pensó Pickering.
El meteorito no era sino un acto final desesperado. Pickering y otros habían intentado salvar a la NASA, presionando para incorporar a la agencia espacial a la comunidad de inteligencia, donde disfrutaría de una mayor financiación y de mayor seguridad, pero la Casa Blanca se oponía una y otra vez a la idea, viendo en ella un asalto a la ciencia pura. «Idealismo miope». Con la creciente popularidad del discurso anti-NASA de Sexton, Pickering y su equipo de traficantes de influencias sabían que se les acababa el tiempo. Decidieron entonces que capturar la imaginación del contribuyente y del Congreso era la única forma que quedaba de rescatar la imagen de la NASA y de salvarla de la subasta. Si la agencia espacial iba a sobrevivir, necesitaría una inyección de grandeza, algo que recordara al contribuyente los días gloriosos del Apolo y la NASA. Y si Zach Herney iba a vencer al senador Sexton en las urnas, iba a necesitar ayuda.
«He intentado ayudarle», se dijo Pickering, acordándose de todas las pruebas incriminatorias que había enviado a Marjorie Tench.
Desgraciadamente, Herney había prohibido su uso, obligándole con ello a tomar medidas drásticas.
—Rachel —dijo—, la información que acaba de enviar por fax desde el barco es peligrosa. Tiene que entenderlo. Si esa información sale de aquí, parecerá que la Casa Blanca y la NASA son cómplices de lo ocurrido. La violenta reacción que recibirán tanto el Presidente como la NASA será desmesurada. Ellos no saben nada, Rachel. Son inocentes. Creen que el meteorito es auténtico.
Pickering ni siquiera había intentado incluir a Herney ni a Ekstrom en la maniobra porque ambos eran demasiado idealistas para haber accedido a tomar parte en cualquier tipo de engaño, fuera cual fuera su potencial para salvar a la presidencia o a la agencia espacial. El único crimen cometido por el director Ekstrom había sido convencer al supervisor de la misión del EDOP para que mintiera sobre el software de detección de anomalías, iniciativa que sin duda lamentó en el momento en que se dio cuenta del nivel de análisis al que iba a someterse el meteorito en cuestión.
Frustrada ante la insistencia de Herney por llevar adelante una campaña limpia, Marjorie Tench conspiró con Ekstrom sobre la mentira del EDOP con la esperanza de que un pequeño éxito del EDOP pudiera ayudar al Presidente a contener la creciente ventaja de Sexton.
«¡Si Tench hubiera utilizado las fotos y los datos de soborno que le di, nada de esto habría ocurrido!»
El asesinato de Tench, por muy lamentable que resultara, se había escrito en cuanto Rachel la había llamado para compartir con ella las acusaciones de fraude. Pickering sabía que Tench investigaría implacablemente hasta llegar al fondo de los motivos que habían llevado a Rachel a defender tan ultrajantes afirmaciones, y ésa era una investigación que obviamente él no podía permitir. Por irónico que resultara, Tench iba a servir mejor a su Presidente muerta. Su violento final ayudaría a cimentar un voto de simpatía por la Casa Blanca, así como a arrojar vagas sospechas de juego sucio sobre la desesperada campaña de Sexton, que acababa de ser humillado en público por la propia Marjorie Tench en la CNN.
Rachel se mantuvo en sus trece, dedicando una mirada glacial a su jefe.
—Tiene que comprender —dijo Pickering— que si llega a conocerse la noticia del fraude del meteorito, destruirá usted a un presidente que no tiene la culpa de nada, y lo mismo pasará con la agencia espacial. Además, colocará a un hombre muy peligroso en el Despacho Oval. Necesito saber dónde ha enviado ese fax con los datos.
A medida que pronunciaba esas palabras, una extraña expresión se dibujó en el rostro de Rachel. Era la congoja y el espanto de alguien que acababa de darse cuenta del grave error que ha estado a punto de cometer.
Después de haber rodeado la popa y de haber vuelto por el lado de proa, Delta-Uno estaba ahora en el hidrolaboratorio, desde donde había visto salir a Rachel cuando el helicóptero había aterrizado en cubierta. En el laboratorio, un ordenador mostraba una inquietante imagen: una representación policromática del vórtice palpitante de aguas profundas suspendido sobre el suelo oceánico en algún punto por debajo del Goya.
«Razón de más para salir de aquí», pensó, moviéndose ahora hacia su objetivo.
El fax se hallaba sobre un mostrador situado en la parte más alejada de la pared. La bandeja del aparato estaba llena de un montón de papeles, exactamente como Pickering había supuesto. Delta-Uno los cogió. Encima de todo había una nota de Rachel. Constaba de sólo dos líneas. La leyó.
«Directa al grano», pensó.
Mientras hojeaba las páginas, se quedó a la vez perplejo y consternado de ver hasta qué punto Rachel y Tolland habían descubierto la farsa del meteorito. Quienquiera que viera esas copias impresas no tendría la menor duda de lo que significaban. Afortunadamente, Delta-Uno ni siquiera necesitó pulsar la tecla de rellamada para descubrir dónde habían ido a parar. El último número de fax aparecía aún en la ventanilla del aparato.
«Un prefijo de Washington D.C.»
Copió con sumo cuidado el número de fax, cogió los papeles y salió del laboratorio.
Tolland notaba que le sudaban las manos mientras apuntaba con la ametralladora al pecho de William Pickering. El director de la ONR seguía presionando a Rachel para que le dijera dónde había enviado los datos, y Tolland estaba empezando a tener la inquietante sensación de que Pickering quería ganar tiempo. «¿Para qué?»
—La Casa Blanca y la NASA son inocentes —repitió Pickering—. Colabore con nosotros. No permita que mis errores destruyan la poca credibilidad que le queda a la NASA. La NASA parecerá culpable si todo esto llega a saberse. Usted y yo podemos llegar a un acuerdo. El país necesita el meteorito. Dígame a dónde ha enviado el fax antes de que sea demasiado tarde.
—¿Para que pueda matar a alguien más? —dijo Rachel—. Me da usted asco.
Tolland estaba atónito ante la fuerza de Rachel. Despreciaba a su padre, pero sin duda no tenía ninguna intención de hacer correr al senador el menor peligro. Desgraciadamente, el plan de Rachel de enviar un fax a su padre pidiendo ayuda se le había vuelto en contra. Incluso aunque se diera el caso de que el senador fuera a su despacho, viera el fax y llamara al Presidente con la noticia del fraude del meteorito y le obligara a detener el ataque, nadie en la Casa Blanca tendría la menor idea de lo que Sexton estaba diciendo, ni siquiera de dónde estaban.
—Se lo pediré una vez más —dijo Pickering, clavando en Rachel una mirada amenazadora—. La situación es demasiado compleja para que pueda usted entenderla en toda su dimensión. Ha cometido un enorme error enviando esos datos desde este barco. Ha puesto a su país bajo un grave peligro.
Ahora Tolland se daba perfecta cuenta de que William Pickering definitivamente intentaba ganar tiempo. La razón que lo explicaba caminaba con sigilo hacia ellos por el lado de estribor del barco. Tolland sintió una punzada de miedo cuando vio al soldado acercándose despreocupadamente con un montón de papeles y una ametralladora entre las manos.
Tolland reaccionó con una determinación que le sorprendió incluso a él mismo, Agarró con fuerza su ametralladora, giró sobre sus talones, apuntó al soldado y apretó el gatillo.
El arma emitió un inofensivo chasquido.
—He encontrado el número de fax —dijo el soldado, entregando a Pickering una hoja de papel—. Y el señor Tolland se ha quedado sin munición.
124
Sedgewick Sexton avanzaba a toda prisa por el pasillo del Philip A. Hart Senate Office Building. No tenía la menor idea de cómo lo había hecho Gabrielle, pero sin duda su ayudante había logrado entrar en su despacho. Durante su conversación telefónica, había oído claramente el triple inconfundible tictac de su reloj Jourdain al fondo. Lo único que le cabía imaginar era que, después de haber presenciado la reunión con la FFE, hubiera dejado de confiar en él y estado intentando encontrar alguna prueba que diera peso a sus sospechas.
«¿Cómo demonios habrá entrado en mi despacho?»
Sexton se alegró en ese momento de haber cambiado la contraseña de su ordenador.
Cuando por fin llegó a su despacho, introdujo el código para desactivar la alarma. Luego, buscó a tientas las llaves, las introdujo en las cerraduras de las pesadas puertas, que abrió de un empujón, e irrumpió en su despacho con la intención de sorprender a Gabrielle con las manos en la masa.
Pero el despacho estaba vacío y a oscuras, únicamente iluminado por el resplandor de su salvapantallas. Encendió las luces sin dejar de barrer toda la estancia con la mirada. Todo parecía estar en su sitio. Silencio absoluto excepto por el triple tictac de su reloj.
«¿Dónde demonios está?»
Oyó un crujido en el cuarto de baño y corrió hacia allí, encendiendo la luz. Lo encontró vacío. Miró detrás de la puerta. Nada.
Confundido, se miró en el espejo, preguntándose si habría bebido demasiado esa noche. «He oído algo». Desorientado y confuso, volvió al despacho.
—¿Gabrielle? —gritó. Fue por el pasillo hasta el despacho de su ayudante. No estaba allí. Todo se hallaba a oscuras.
Se oyó el ruido de un retrete en el lavabo de las mujeres. Sexton giró sobre sus pasos y se dirigió a los servicios. Llegó justo cuando Gabrielle salía, secándose las manos. Dio un respingo al verle.
—¡Dios mío! ¡Me ha asustado! —dijo, visiblemente sobresaltada—. ¿Qué está haciendo aquí?
—¿No había venido a buscar unos documentos de la NASA a su despacho? —declaró Sexton, mirando las manos vacías de su ayudante—. ¿Dónde están?
—No he podido encontrarlos. He mirado por todas partes. Por eso he tardado tanto.
El senador la miró directamente a los ojos. Su mirada revelaba desconfianza.
—¿Estaba usted en mi despacho?
«Le debo la vida a ese aparato de fax», pensó Gabrielle.
Apenas unos minutos antes, se hallaba sentada delante del ordenador de Sexton, intentando hacerse con copias impresas de las imágenes de cheques ilegales que el senador guardaba en el ordenador. Los archivos estaban protegidos e iba a necesitar más tiempo para descubrir cómo imprimirlos. Probablemente todavía estaría intentándolo si el aparato de fax de Sexton no hubiera sonado, sorprendiéndola y devolviéndola de golpe a la realidad. Pensó entonces que había llegado el momento de irse. Sin esperar a ver lo que decía el fax entrante, apagó el ordenador, volvió a dejarlo todo como lo había encontrado y se fue por donde había entrado. En el preciso instante en que salía por el techo del cuarto de baño, oyó entrar al senador.
Ahora, con Sexton de pie delante de ella mirándola fijamente, notó que éste intentaba encontrar una mentira en sus ojos. Sedgewick Sexton podía oler una mentira como nadie. Si ella le mentía, él lo sabría.
—Ha estado usted bebiendo —dijo Gabrielle, apartando la mirada. «¿Cómo sabe que he estado en su despacho?»
Sexton le puso las manos en los hombros y la obligó a girarse.
—¿Estaba en mi despacho?
Gabrielle sintió un miedo que fue en aumento. Sin duda Sexton había estado bebiendo. La agarraba con brusquedad.
—¿En su despacho? —preguntó, forzando una risa confundida—. ¿Cómo? ¿Por qué?
—He oído mi Jourdain al fondo mientras hablábamos.
Gabrielle se encogió por dentro. «¿El reloj?» Ni siquiera se le había ocurrido.
—¿Se da usted cuenta de lo ridículo que suena eso?
—Me paso todo el día en ese despacho. Sé perfectamente cómo suena mi reloj.
Gabrielle supo entonces que tenía que terminar con aquello de inmediato. «La mejor defensa es un buen ataque». Al menos eso era lo que siempre decía Yolanda Cole. Se llevó las manos a la cintura y arremetió contra el senador con todas sus armas. Dio un paso adelante y acercó su rostro al de él con una mirada desafiante.
—A ver si lo entiendo, senador. Son las cuatro de la mañana, usted ha estado bebiendo, ha oído un tictac al teléfono, ¿y por eso está aquí? —Gabrielle señaló indignada hacia la puerta de su despacho, situado al fondo del pasillo—. Por simple curiosidad, ¿acaso me está acusando de haber desactivado un sistema de alarma federal, de haber abierto dos cerraduras, entrar en su despacho, de ser lo suficientemente estúpida para contestar al móvil mientras estaba cometiendo un delito grave, reconfigurar el sistema de alarma al salir y luego utilizar con toda la calma del mundo el servicio de señoras antes de salir corriendo del edificio sin nada que justifique mi presencia aquí? ¿Es eso lo que pretende decirme?
Sexton parpadeó con los ojos como platos.
—Está claro por qué la gente no debería beber sola —dijo Gabrielle—. Y ahora, ¿quiere hablar de la NASA o no?
Sexton estaba ofuscado mientras volvía a su despacho. Fue directamente al mueble bar y se sirvió una Pepsi. Estaba totalmente seguro de que no se notaba bebido. ¿De verdad podía haberse equivocado sobre eso? En el otro extremo de la habitación, se oía el burlón tictac de su Jourdain. Se tomó la Pepsi de un trago y se sirvió otra, y otra más para su asesora.
—¿Le apetece beber algo, Gabrielle? —preguntó, girando sobre sus talones y volviendo la mirada hacia la habitación. Ella no le había seguido hasta dentro. Seguía de pie en el marco de la puerta, enfurruñada—. Oh, vamos, ¡por el amor de Dios! Entre. Cuénteme lo que ha descubierto en la NASA.
—Creo que ya he tenido bastante por esta noche —dijo Gabrielle con voz distante—. Hablaremos mañana.
Sexton no estaba de humor para juegos. Necesitaba esa información de inmediato y no tenía la menor intención de suplicar por ella. Soltó un suspiro cansado. «Extiende el vínculo de confianza. Todo es cuestión de confianza».
—La he cagado —dijo—. Lo siento. Ha sido un día horrible. No sé en qué estaba pensando.
Gabrielle no se movió del umbral.
Sexton fue hasta su escritorio y dejó la Pepsi de Gabrielle sobre su carpeta. Indicó con un gesto a su silla de piel... la posición de poder.
—Tome asiento. Disfrute de un refresco. Voy a meter la cabeza debajo del grifo —dijo, dirigiéndose al cuarto de baño. Gabrielle seguía sin moverse.
—Creo que he visto un fax en el aparato —gritó Sexton por encima del hombro al entrar en el cuarto de baño. «Muéstrale que confías en ella»—. Échele un vistazo por mí, ¿de acuerdo?
Cerró la puerta y llenó el lavabo con agua fría. Se la echó a la cara y no se notó más despejado. Aquello no le había ocurrido nunca antes... la sensación de estar tan seguro y de haberse equivocado tanto. Era un hombre que se fiaba de sus instintos y éstos le decían que Gabrielle Ashe había estado en su despacho. Pero ¿cómo? Era imposible.
Se dijo que lo mejor era olvidar lo ocurrido y concentrarse en lo que tenía entre manos. La NASA. En ese instante necesitaba a Gabrielle. No era el momento de distanciarse de ella. «Olvídate de los instintos. Te has equivocado».
Mientras se secaba la cara, echó la cabeza hacia atrás y soltó un profundo suspiro. «Relájate», se dijo. «No te pases de la raya». Cerró los ojos, volvió a inspirar profundamente y se sintió mucho mejor.
Cuando salió del cuarto de baño, le alivió ver que Gabrielle había dado su brazo a torcer y había vuelto a entrar a su despacho. «Bien», pensó. «Ahora podemos ponernos manos a la obra». Gabrielle estaba de pie junto al aparato de fax, hojeando las páginas que habían entrado. Sin embargo, Sexton se quedó confundido al ver el rostro de su ayudante. Era una máscara de desorientación y de miedo.
—¿Qué ocurre? —preguntó, acercándose a ella.
Gabrielle se tambaleó, como a punto de desmayarse.
—¿Qué?
—El meteorito... —dijo con voz débil, intentando encontrar aire al tiempo que su mano temblorosa le pasaba el montón de papeles de fax—. Y su hija... está en peligro.
Perplejo, Sexton fue hacia ella y le arrebató las páginas del fax. La primera era una nota escrita a mano. Sexton reconoció de inmediato la letra. El comunicado era extraño y resultaba chocante en toda su simplicidad.
El meteorito es falso. Aquí están las pruebas que lo demuestran. NASA/Casa Blanca intentan matarme. ¡Ayuda! — RS.
No era frecuente que el senador se sintiera totalmente incapaz de comprender algo, pero, por más que volviese a leer las palabras de Rachel, seguía sin tener la menor idea de cómo interpretarlas.
«¿Que el meteorito es falso? ¿Que la NASA y la Casa Blanca intentan matarla?»
Presa de un creciente aturdimiento, empezó a hojear la media docena de páginas. La primera era una imagen de ordenador cuyo título rezaba «Radar de Penetración en Tierra» (RPT). La imagen parecía cierta clase de sondeo del hielo. Vio la fosa de extracción del que se había hablado en televisión. Lo que atrajo su mirada fue algo parecido al débil perfil de un cuerpo que flotaba en ella. Luego vio algo que le resultó incluso mucho más sorprendente: la clara silueta de un segundo foso directamente debajo de donde estaba el meteorito, como si la piedra hubiera sido insertada desde debajo del hielo.
«¿Qué diantre...?»
Cuando pasó a la página siguiente, se encontró cara a cara con la fotografía de cierta especie viva oceánica llamada Bathynomous giganteus. La miró fijamente, presa de un absoluto asombro. «¡Ése es el animal de los fósiles del meteorito!»
Entonces empezó a hojear las páginas más deprisa y vio una muestra gráfica en la que quedaba representado el contenido de hidrógeno ionizado de la corteza del meteorito. La página en cuestión había sido garabateada a mano: «¿Abrasión por fluido criogénico? ¿Un Motor Expansor de Ciclo?»
Sexton no podía creer lo que veían sus ojos. Cuando la habitación ya empezaba a girar a su alrededor, llegó a la última página: la foto de una roca que contenía burbujas metálicas exactamente iguales a las que se habían descubierto en el meteorito. Sorprendentemente, la descripción que acompañaba a la imagen decía que la roca era producto del volcanismo oceánico. «¿Una roca oceánica?», se preguntó. «¡Pero si la NASA decía que los cóndrulos sólo se formaban en el espacio!»
Dejó las hojas sobre su escritorio y se derrumbó en su silla. Sólo había tardado quince segundos en colocar todas las piezas del rompecabezas que estaba mirando. Las implicaciones que contenían las imágenes de las páginas estaban más que claras. Cualquier idiota podía ver lo que esas fotos probaban.
«¡El meteorito de la NASA es falso!»
Ningún día de su carrera política había estado tan lleno de altibajos. El día había sido una montaña rusa de esperanza y de desesperación. El desconcierto que sentía al plantearse cómo podía haberse destapado aquel enorme chanchullo se evaporó por irrelevante en cuanto se dio cuenta de lo que el chanchullo significaba para él en términos políticos.
«En cuanto haga pública esta información, ¡la presidencia será mía!»
En su arranque de celebración, el senador Sedgewick Sexton se había olvidado por un instante de la afirmación de su hija, según la cual estaba en apuros.
—Rachel tiene problemas —dijo Gabrielle—. La nota dice que la NASA y la Casa Blanca intentan...
De pronto el aparato de fax de Sexton empezó a sonar de nuevo. Gabrielle giró sobre sus talones y lo miró fijamente. Sexton se vio también mirándolo. No podía ni imaginar qué otra cosa podía estar enviándole Rachel. ¿Más pruebas? ¿Cuántas más podía haber? «¡Con éstas hay más que suficiente!»
Sin embargo, cuando el fax contestó la llamada no entró ninguna página. El aparato, al no detectar señal de envío de datos, activó automáticamente el contestador.
—Hola —crepitó el mensaje saliente de Sexton—. Ha llamado al despacho del senador Sedgewick Sexton. Si está intentando enviar un fax, puede hacerlo en cualquier momento. Si no es así, puede dejar un mensaje después de la señal.
Antes de que Sexton pudiera contestar, la máquina soltó un pitido.
—¿Senador Sexton? —La voz del hombre sonaba firme y apremiante—. Soy William Pickering, director de la Oficina de Reconocimiento Nacional. Probablemente no esté en su despacho a estas horas, pero necesito hablar con usted de inmediato. —Hizo una pausa, como si esperara que alguien contestara.
Gabrielle alargó el brazo para levantar el auricular.
Sexton la agarró del brazo y lo retiró violentamente.
Gabrielle pareció perpleja.
—Pero es el director de...
—Senador —continuó Pickering, que parecía casi aliviado de que nadie contestara—. Me temo que le llamo con noticias muy preocupantes. Acabo de enterarme de que su hija Rachel corre extremo peligro. Tengo a un equipo intentando ayudarla mientras hablamos. No puedo darle detalles sobre la situación por teléfono, pero acaban de informarme de que puede haberle enviado por fax ciertos datos relativos al meteorito de la NASA. No he visto esos datos, de modo que no sé de qué se trata, pero la gente que amenaza a su hija acaba de advertirme que si usted o cualquier otra persona hace pública esa información, su hija morirá. Lamento ser tan directo, señor. Estoy intentando ser lo más claro posible. La vida de su hija está amenazada. Si es cierto que le ha enviado algo por fax, no lo comparta con nadie. Todavía no. La vida de su hija depende de ello. Quédese donde está. Me reuniré con usted en breve. —Pickering hizo una pausa—. Con suerte, senador, todo esto se habrá resuelto antes de que usted se despierte. Si, por casualidad, recibe este mensaje antes de que yo llegue a su despacho, quédese donde está y no llame a nadie. Estoy haciendo todo lo posible por devolverle a su hija sana y salva.
Pickering colgó.
Gabrielle estaba temblando.
—¿Rachel está secuestrada?
Sexton percibió que, incluso a pesar de lo mucho que la había decepcionado, Gabrielle sentía una dolorosa empata al pensar que una joven tan brillante estuviera en peligro. Extrañamente, a Sexton no le resultaba tan fácil sentir las mismas emociones. Se sentía como un niño grande al que acabaran de darle su más preciado regalo de Navidad, y se negaba a que nadie se lo arrebatara de las manos.
«¿Pickering quiere que no comparta esto con nadie?»
Lo meditó durante unos segundos, intentando decidir qué significado tenía todo aquello. En la parte fría y calculadora de su mente, sentía que el engranaje de su cerebro empezaba a funcionar: un ordenador en el que se presentaban todos los escenarios políticos posibles para evaluar después cada resultado. Miró el montón de faxes que tenía en las manos y empezó a sentir el salvaje poder de las imágenes. Ese meteorito de la NASA había hecho añicos su sueño de acceder a la presidencia. Pero era todo mentira. Una farsa. Ahora, los responsables de su desgracia lo iban a pagar. El meteorito que sus enemigos habían creado para destruirle le harían poderoso más allá de lo imaginable. Su hija se había encargado de ello.
Hipnotizado ante las deslumbrantes imágenes de su propia resurrección, Sexton navegaba a la deriva entre la niebla de su mente cuando cruzó la habitación. Fue hasta la fotocopiadora y la encendió, preparándose para copiar los documentos que Rachel le había enviado por fax.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Gabrielle, aparentemente desconcertada.
—No matarán a Rachel —declaró Sexton. Incluso en el caso de que algo fuera mal, sabía que perder a su hija en manos del enemigo no haría sino incrementar su poder. Pasara lo que pasara, no tenía nada que perder. A eso se le llamaba un riesgo aceptable.
—¿Para quién son esas copias? —preguntó de nuevo Gabrielle—, ¡William Pickering ha dicho que nadie más debe saberlo!
Sexton se dio la vuelta desde la fotocopiadora y la miró, perplejo al darse cuenta de lo poco atractiva que de pronto le parecía aquella mujer. En ese preciso instante, el senador Sexton era una isla. Intocable. Todo lo que necesitaba para ver cumplidos sus sueños estaba ahora en sus propias manos. Ya nada podía detenerle. Ni las acusaciones de haber aceptado sobornos. Ni los rumores que apuntaban a sus escándalos sexuales. Nada.
—Váyase a casa, Gabrielle. Esta noche no voy a necesitarla más.
125
«Se acabó», pensó Rachel.
Tolland y ella estaban sentados uno junto al otro en cubierta, mirando al cañón de la ametralladora del soldado de la Delta. Desgraciadamente, Pickering sabía ahora dónde había enviado el fax. Al despacho del senador Sedgewick Sexton.
Rachel dudaba de que su padre fuera a recibir el mensaje que Pickering acababa de dejarle en el contestador. Probablemente él llegaría antes que nadie esa mañana al despacho del senador. Si lograba entrar, hacerse discretamente con el fax y borrar el mensaje telefónico antes de que Sexton llegara, no habría necesidad de hacerle ningún daño. Seguro que William Pickering era una de las pocas personas en Washington que podía acceder al despacho de un senador de Estados Unidos sin la menor fanfarria. Rachel siempre se había quedado perpleja de lo que podía conseguirse «en nombre de la seguridad nacional».
«Por supuesto, si eso falla», pensó, «el director de la ONR podía simplemente volar hasta allí y lanzar un misil Hellfire por la ventana del despacho del senador, haciendo saltar por los aires el aparato de fax». Algo le decía que eso no iba a ser necesario.
Sentada junto a Tolland, Rachel sintió sorprendida que la mano de él se deslizaba en la de ella. Su contacto tenía una fuerza tierna y los dedos de ambos se entrelazaron con tanta naturalidad que tuvo la sensación de que llevaban haciéndolo toda la vida. Lo único que deseaba en ese momento era descansar entre sus brazos, a salvo del rugido opresor del mar nocturno que giraba a su alrededor. «Jamás», —concluyó—. «Eso no ocurrirá jamás».
Michael Tolland se sentía como un hombre que hubiera hallado una esperanza de camino a la horca.
«La vida se está burlando de mí».
Durante años, desde la muerte de Celia, había soportado noches en las que había deseado morir, horas de dolor y de soledad cuyo único escape parecía ser terminar con todo de una vez. Sin embargo, había elegido vivir, diciéndose que podía lograr salir adelante solo. Ese día, por primera vez, había empezado a entender lo que sus amigos llevaban años repitiéndole.
«Mike, no tienes por qué estar solo. Encontrarás otro amor».
La mano de Rachel en la suya hacía que aquella ironía resultara aún más dura de aceptar. El destino mostraba con él un cruel oportunismo. Se sentía como si las capas de armadura que le cubrían el corazón fueran desmenuzándose por momentos. Durante un instante, sobre las viejas cubiertas del Goya, percibió el fantasma de Celia, cuidando de él como solía hacerlo. Su voz hablaba con los torrentes de agua... pronunciando de nuevo las últimas palabras que le había dicho en vida.
—Eres un superviviente —susurró su voz—. Prométeme que encontrarás otro amor.
—Nunca querré otro —le había dicho él.
La sonrisa de Celia estaba llena de sabiduría.
—Tendrás que aprender.
En ese momento, sobre la cubierta del Goya, Tolland se dio cuenta de que en efecto estaba aprendiendo. De pronto, una profunda emoción le inflamó el alma. Entonces fue consciente de que no era otra cosa que felicidad.
Y con ella llegó un embriagador deseo de vivir.
Pickering se sentía extrañamente lejano cuando se movió hacia los dos prisioneros. Se detuvo delante de Rachel, vagamente sorprendido de que aquello no le resultara más difícil.
—A veces —dijo—, las circunstancias nos enfrentan a decisiones imposibles.
Los ojos de Rachel eran implacables.
—Ha sido usted quien ha creado estas circunstancias.
—La guerra siempre implica víctimas —dijo Pickering con voz más firme. «Pregunte si no a Diana Pickering, o a cualquiera de los que mueren a diario defendiendo esta nación»—. Tiene que comprenderlo, Rachel. —Clavó sus ojos en ella—. «lactura paucorum serva multos».
Supo al instante que Rachel había reconocido las palabras que se pronunciaban continuamente en los círculos de seguridad nacional. «Sacrificar a unos pocos para salvar a la mayoría».
Rachel lo miró con asco evidente.
—¿Y ahora Michael y yo nos hemos convertido en parte de sus pocos?
Pickering lo pensó detenidamente. No había otra alternativa. Se giró hacia Delta-Uno.
—Libere a su compañero y termine con esto.
Delta-Uno asintió.
Pickering miró largamente a Rachel y a continuación se dirigió con paso firme a la barandilla de la cubierta cercana. Desde allí contempló los embates del mar contra el barco. Aquella ejecución era algo que prefería no mirar.
Delta-Uno se sintió poderoso al coger el arma y mirar a su compañero, que seguía suspendido entre las pinzas del Tritón. Lo único que le restaba hacer era cerrar la trampilla que estaba debajo de los pies de Delta-Dos, liberarle de las pinzas y eliminar a Rachel Sexton y a Michael Tolland.
Desgraciadamente, no tardó en darse cuenta de la complejidad que entrañaba el panel de control situado junto a la trampilla: una serie de palancas y de diales sin ningún señalizador que al parecer controlaban la trampilla, el motor del torno y muchas otras funciones. No tenía la menor intención de accionar la palanca errónea y arriesgar la vida de su compañero, dejando caer por error el sumergible al mar.
«Eliminen todo riesgo. Jamás se precipiten».
Obligarla a Tolland a que fuera él quien se encargara de liberar a Delta-Dos. Y para asegurarse de que no se valiera de ninguna treta, utilizaría lo que en su profesión se conocía como «garantía biológica».
«Utilicen a sus adversarios enfrentándolos entre sí».
Giró el cañón de la ametralladora para apuntarlo directamente a la cara de Rachel, deteniéndose sólo a unos centímetros de su frente.
Ella cerró los ojos y Delta-Uno pudo ver cómo los puños de Tolland se cerraban en un arranque de ira protectora.
—Levántese, señorita Sexton —dijo Delta-Uno.
Rachel así lo hizo.
Con el arma firmemente pegada a la espalda de Rachel, Delta-Uno la hizo caminar hacia la estructura de aluminio de escaleras portátiles que llevaban a lo alto del Tritón desde atrás.
—Suba y quédese en lo alto del submarino.
Rachel pareció asustada y confusa.
—Haga lo que le digo —dijo Delta-Uno.
Rachel tenía la sensación de estar sufriendo una pesadilla mientras subía por la pasarela de aluminio situada tras el Tritón. Se detuvo al llegar arriba, sin el menor deseo de pasar por encima del abismo para acceder a la parte superior del sumergible suspendido.
—Suba al techo del sumergible —dijo el soldado, volviéndose hacia Tolland y pegándole el arma a la cabeza.
Delante de Rachel, el soldado que estaba sujeto por las pinzas la miraba, retorciéndose de dolor, sin duda ansioso por que le liberaran. Rachel miró a Tolland, que ahora tenía el cañón de un arma apuntándole a la cabeza.. «Suba al techo del sumergible». No tenía elección.
Con la sensación de estar asomándose al borde de un precipicio sobre un cañón, pasó a la cubierta del motor del Tritón, una pequeña sección plana situada detrás de la ventana de la cúpula redondeada. Todo el submarino colgaba como una gigantesca plomada sobre la trampilla abierta. Aún a pesar de estar suspendido del cable del torno, el sumergible de nueve toneladas apenas se movió bajo su peso, balanceándose sólo unos pocos milímetros antes de recuperar el equilibrio.
—Venga, muévase —le dijo el soldado a Tolland—. Acérquese a los controles y cierre la trampilla.
Con el arma apuntándole, Tolland empezó a moverse hacia el panel de control con el soldado a su espalda. Cuando se acercó, se movía despacio, y Rachel vio cómo sus ojos se clavaban con fuerza en los de ella, como si intentaran enviarle un mensaje. La miró directamente y luego bajó los ojos hacia la trampilla abierta de la parte superior del Tritón.
Rachel miró hacia abajo. La trampilla que tenía a sus pies estaba abierta y la pesada escotilla circular también. Vio desde lo alto el interior de la cabina monoplaza. «¿Me está diciendo que entre?» Temiendo haberse equivocado, miró de nuevo a Tolland, que casi había llegado ya al panel de control. Él clavó en ella la mirada. Esta vez fue mucho menos sutil.
«¡Salta dentro! ¡Ahora!» fue el mensaje que Rachel leyó en sus labios.
Delta-Uno vio el movimiento de Rachel con el rabillo del ojo y giró instintivamente sobre sus talones, abriendo fuego en el momento en que ella se colaba por la trampilla del submarino justo por debajo de la ráfaga de balas. La escotilla abierta repiqueteó mientras las balas rebotaban en el portal circular, provocando una lluvia de chispas y cerrando la escotilla violentamente encima de ella.
Tolland se movió en cuanto notó que el arma se apartaba de su espalda. Se lanzó a la izquierda, lejos de la trampilla y cayendo sobre cubierta justo en el instante en que el soldado se giraba hacia él y abría fuego. Las balas estallaron detrás de él justo cuando se ponía como podía a cubierto detrás del chigre del ancla de popa del barco, un enorme cilindro motorizado alrededor del cual había enrollados varios cientos de metros de cable de acero que sujetaban el ancla.
Tenía un plan y no le quedaba más opción que actuar deprisa. Cuando el soldado se lanzó por él, alargó el brazo y agarró el dispositivo de bloqueo del ancla con las dos manos, tirando de él hacia abajo. Al instante, el chigre del ancla empezó a soltar cable y el Goya dio un bandazo en la fuerte corriente. El repentino movimiento envió a todos y todo lo que estaba en cubierta dando tumbos a un lado. En cuanto el barco derivó en sentido inverso a la corriente, el chigre del ancla fue soltando cable cada vez más rápido.
«Vamos, cariño», lo apremió Tolland.
El soldado recuperó el equilibrio y fue de nuevo por él. Tolland esperó hasta el último momento, se agarró bien y tiró de la palanca hacia arriba, bloqueando de nuevo el carrete del ancla. La cadena se tensó de golpe, deteniendo el barco bruscamente y haciendo que el Goya se cimbrara horriblemente. Todo lo que había en cubierta salió volando. El soldado cayó de rodillas cerca de Tolland. Pickering cayó hacia atrás desde la barandilla a cubierta. El Tritón se balanceó salvajemente en su cable.
Un terrible aullido de metal que se parte se elevó desde debajo del barco como un terremoto en el momento en que el puntal dañado por fin cedió. El pontón de estribor de la proa del Goya empezó a caer bajo su propio peso. El barco se tambaleó, inclinándose en diagonal como una enorme mesa que hubiera perdido una de sus cuatro patas. El ruido que llegaba desde abajo era ensordecedor... el lamento del metal al retorcerse y chirriar y los embates del violento oleaje.
En el interior de la cabina del Tritón, Rachel se sujetaba con tanta fuerza que tenía los nudillos de las manos blancos. Las nueve toneladas de la máquina se balanceaban sobre la trampilla en la escorada cubierta. Vio, por la base de la cúpula de cristal, el océano enfurecido bajo sus pies. Entonces levantó la mirada y escrutó la cubierta, intentando localizar a Tolland. En ese momento fue testigo del extraño drama que, en cuestión de segundos, tuvo lugar.
A sólo un metro de ella, atrapado entre las pinzas del Tritón, el soldado aprisionado de la Delta aullaba de dolor mientras se agitaba como una marioneta tirada por una cruceta. William Pickering apareció en el campo de visión de Rachel y se agarró como pudo a una cornamusa de cubierta. Junto a la palanca del chingre, Tolland también seguía agarrado, intentando no deslizarse por la borda al agua. Cuando Rachel vio que el soldado con la ametralladora recuperaba el equilibrio, gritó desde el sumergible:
—¡Mike, cuidado!
Pero Delta-Uno ignoró por completo a Tolland. Horrorizado y boquiabierto, sólo miraba el helicóptero. Rachel se volvió, siguiendo su mirada. El Kiowa, con sus enormes rotores todavía en marcha, había empezado a deslizarse lentamente por la cubierta inclinada. Sus prolongados largueros actuaban como lo habrían hecho dos esquís en una pendiente. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el inmenso aparato se deslizaba directamente hacia ella.
Trepando con gran esfuerzo por la cubierta inclinada hacia el aparato que se deslizaba, Delta-Uno logró subir a la cabina del piloto. No tenía la menor intención de permitir que su único medio de escape cayera por la borda. Manipuló los controles del Kiowa y tiró de la palanca de despegue. «¡Arriba, maldita sea!» El helicóptero se deslizaba directamente hacia el Tritón y hacia Delta-Dos, que seguía suspendido de sus pinzas.
El Kiowa tenía el morro y las aspas inclinadas hacia delante, y cuando el helicóptero logró elevarse sobre cubierta, se desplazó más hacia delante que hacia arriba, acelerando hacia el Tritón como una gigantesca motosierra. «¡Arriba!» Delta-Uno tiró de la palanca, lamentando no poder dejar caer la media tonelada de misiles Hellfire que lo arrastraban hacia abajo. Las aspas no llegaron por muy poco a entrar en contacto con la parte superior de la cabeza de Delta-Dos ni con la parte superior del sumergible Tritón, pero el helicóptero se movía demasiado rápido. En ningún caso conseguiría evitar el cable del torno del Tritón.
Cuando las aspas impactaron a una velocidad de trescientas revoluciones por minuto con el cable de acero trenzado del torno de quince toneladas de resistencia del sumergible, un chirrido provocado por el roce del metal rasgó la noche. Los sonidos conjuraban imágenes de una batalla épica. Desde la cabina del piloto del helicóptero, Delta-Uno vio cómo los rotores sacaban chispas del cable del sumergible como un cortacésped gigante cortaría una cadena de acero. En lo alto vio una cegadora lluvia de destellos, y las aspas del Kiowa se partieron. Desesperado, Delta-Uno comprobó que el aparato se precipitaba con fuerza sobre cubierta. Intentó controlarlo, pero no consiguió elevarlo. Vano esfuerzo. El helicóptero rebotó dos veces en la cubierta inclinada y luego resbaló, estrellándose contra la barandilla del barco.
Durante un instante, Delta-Uno creyó que la barandilla aguantaría.
Entonces oyó el crujido. El helicóptero, con su pesada carga, cayó por la borda al mar.
Rachel Sexton seguía sentada, paralizada, en el interior del Tritón, con el cuerpo pegado al asiento del sumergible. El minisubmarino se había visto violentamente sacudido cuando los rotores del helicóptero tocaron el cable, pero había conseguido aguantar. Por algún motivo, las aspas no habían afectado al cuerpo principal del aparato, pero sabía que el cable tenía que haber quedado fuertemente dañado. Llegados a ese punto, ya sólo podía pensar en salir de ahí dentro lo más deprisa que pudiera. El soldado atrapado en las pinzas la miraba fijamente desde fuera, delirante, sangrando y quemado por la metralla. Más allá, Rachel vio a William Pickering, que todavía seguía agarrado de una cornamusa de la cubierta inclinada.
«¿Dónde está Michael?» No le veía. El pánico sólo le duró un instante. Hasta que la embargó un nuevo miedo. Por encima de su cabeza, el cable deshilachado del torno del Tritón soltó un amenazador latigazo cuando las hebras que lo trenzaban se soltaron. Entonces, se oyó un fuerte chasquido y Rachel sintió que cedía.
Momentáneamente ingrávida, quedó suspendida sobre su asiento dentro de la cabina al tiempo que el sumergible se precipitaba al mar. La cubierta desapareció sobre su cabeza y las pasarelas inferiores del Goya pasaron a toda velocidad por su lado. El soldado atrapado en las pinzas palideció de miedo, mirando fijamente a Rachel mientras el submarino caía a plomo.
La caída se hizo eterna.
Cuando el sumergible se estrelló en el mar, se sumergió violentamente bajo la corriente, estampando con fuerza a Rachel contra el asiento. La columna se le comprimió mientras el océano iluminado iba tragándose la cúpula. Sintió un tirón sofocante mientras el submarino iba perdiendo velocidad hasta detenerse por completo bajo el agua y luego volvía a subir rápidamente a la superficie, emergiendo como un tapón de corcho.
Los tiburones se lanzaron al ataque de inmediato. Petrificada en su asiento de primera fila, Rachel siguió donde estaba mientras el espectáculo tenía lugar a sólo unos pocos metros delante de ella.
Delta-Dos sintió la cabeza oblonga del tiburón estrellarse contra él con una fuerza inimaginable. Una pinza afilada como una cuchilla se cerró sobre la parte superior de su brazo, cortándole hasta el hueso y sujetándole. Sintió una explosión de dolor insoportable cuando el tiburón torsionó su poderoso cuerpo y sacudió la cabeza violentamente, arrancándole el brazo. Al instante se acercaron otros tiburones. Se le clavaron cuchillos en las piernas. En el torso. En el cuello. Delta-Dos no tenía ya aliento para chillar de agonía mientras los tiburones le arrancaban enormes pedazos del cuerpo. Lo último que vio fue una boca con forma de luna creciente inclinándose a un lado y una fila de dientes cerrándose sobre su rostro. Sólo oscuridad.
En el interior del Tritón, los golpes sordos de las pesadas y cartilaginosas cabezas contra la cúpula por fin remitieron. Rachel abrió los ojos. El hombre había desaparecido. El agua que bañaba la ventana era de color carmesí.
Terriblemente maltrecha, se encogió en su asiento, llevándose las rodillas al pecho. Podía notar cómo se movía el sumergible. Flotaba a la deriva en la corriente, raspando la cubierta inferior de buceo del Goya. También notó que se movía en otra dirección. Hacia abajo.
En el exterior del submarino, el inconfundible gorjeo del agua al penetrar en los tanques de lastre se hizo más evidente. El océano ascendió unos cuantos centímetros al otro lado del cristal que Rachel tenía delante.
«¡Me hundo!»
La recorrió un escalofrío de terror. De pronto intentó ponerse en pie. Alargó los brazos por encima de su cabeza y agarró el mecanismo de la escotilla. Si podía trepar hasta la cubierta del sumergible, todavía tendría tiempo de saltar a la cubierta de buceo del Goya. Estaba a tan sólo unos metros.
«¡Tengo que salir de aquí!»
El mecanismo de la escotilla indicaba claramente en qué dirección había que girar para abrirla. Rachel tiró de ella. No se movió. Volvió a intentarlo. Nada. Estaba bloqueado. Doblado. Mientras el miedo iba aumentando como el mar que la rodeaba, Rachel tiró una última vez.
La escotilla no se movió.
El Tritón se hundió unos centímetros más, rebotando de nuevo contra el Goya antes de alejarse a la deriva del casco destrozado del barco... y de ahí hacia mar abierto.
126
—No lo haga —le suplicó Gabrielle al senador cuando éste terminó de utilizar la fotocopiadora—. ¡Está arriesgando la vida de su hija!
Sexton hizo oídos sordos a la voz de su ayudante y volvió a su escritorio con diez montones idénticos de fotocopias. Cada uno de los montones contenía copias de las páginas que Rachel le había enviado por fax, incluida su nota escrita a mano en la que afirmaba que el meteorito era falso y en la que acusaba a la NASA y a la Casa Blanca de intentar matarla.
«El kit más sorprendente jamás reunido para los medios de comunicación», pensó Sexton mientras empezó a insertar cuidadosamente cada montón en un sobre grande de lino blanco. Cada sobre llevaba grabado su nombre, la dirección de su despacho y el sello del Senado. No habría lugar a dudas sobre dónde se había originado esa increíble información. «El escándalo político del siglo», pensó. «¡Y yo seré quien lo desvele!»
Gabrielle seguía suplicando por el bien de la seguridad de Rachel, pero Sexton no la oía. Mientras iba reuniendo los sobres, estaba en su propio mundo. «Toda carrera política tiene su momento decisivo. Este es el mío».
El mensaje telefónico de William Pickering le había advertido de que si hacía pública la información la vida de Rachel estaría en peligro. Desgraciadamente para Rachel, él también sabía que si daba a conocer esa información y aportaba pruebas que demostraran el fraude de la NASA, ese simple acto de arrojo lo catapultaría hasta la Casa Blanca con mayor determinación y dramatismo político de lo que jamás se había visto en la política norteamericana.
«La vida está llena de decisiones difíciles», pensó. «Y los ganadores son aquellos que las toman».
Gabrielle Ashe había visto antes esa mirada en los ojos de Sexton. Era una mirada de ambición ciega. La temía. Y, como acababa de darse cuenta, con razón. Obviamente, Sexton estaba decidido a arriesgar la vida de su hija a fin de ser el primero en anunciar el fraude de la NASA.
—¿Es que no ve que ya ha ganado? —preguntó Gabrielle—. No hay la menor posibilidad de que Zach Herney ni la NASA puedan sobrevivir a este escándalo. ¡No importa quién lo haga público! ¡No importa lo que tarde en salir a la luz! Espere a saber con seguridad que Rachel está a salvo. ¡Espere hasta que hable con Pickering!
Estaba claro que Sexton ya no la escuchaba. Abrió el cajón de su escritorio y sacó una hoja de papel adhesivo a la que había pegadas docenas de sellos de cera autoadherentes del tamaño de una moneda de cinco centavos con sus iniciales. Gabrielle sabía que el senador solía utilizarlos para invitaciones formales, pero al parecer creía que un sello de cera carmesí daría a cada sobre un toque teatral extraordinario. Sexton despegó los sellos circulares del papel adhesivo y pegó uno en el pliegue de cada sobre, sellándolo como si se tratara de una carta lacrada.
Ahora el corazón de Gabrielle palpitaba presa de una rabia nueva. Se acordó de las imágenes digitalizadas de los cheques ilegales que había visto en el ordenador del senador. Si decía algo, sabía que él sólo tendría que borrar cualquier prueba.
—No lo haga —dijo—, o haré público nuestro affair.
Sexton rompió a reír mientras pegaba los sellos de cera.
—¿En serio? ¿Y cree que alguien la creería? ¿A una asesora sedienta de poder a la que se le había negado un puesto en mi administración y que buscaba vengarse a cualquier precio? Ya negué nuestra relación en una ocasión y el mundo me creyó. Simplemente volveré a negarla.
—La Casa Blanca tiene fotos —afirmó Gabrielle.
Sexton ni siquiera levantó los ojos.
—No tiene ninguna foto. Y aunque así fuera, esas fotos carecen de valor. —Pegó el último sello de cera—. Gozo de inmunidad. Estos sobres superan cualquier cosa de lo que nadie pueda atreverse a acusarme.
Gabrielle sabía que el senador tenía razón. Se sentía totalmente impotente mientras Sexton seguía admirando su obra. Sobre el escritorio había diez elegantes sobres de lino blanco, en los que figuraba su nombre y dirección y que estaban lacrados con un sello de cera carmesí con sus iniciales. Parecían cartas reales. Sin duda a lo largo de la historia había habido reyes coronados gracias a informaciones menos valiosas que aquella.
Sexton cogió los sobres y se dispuso a marcharse. Gabrielle dio un paso adelante y le bloqueó el paso.
—Está cometiendo un error. Esto puede esperar.
Los ojos de Sexton se clavaron en ella.
—Fui yo quien te inventó, Gabrielle, y ahora soy yo quien te elimina.
—El fax de Rachel le dará la presidencia. Se lo debe.
—Ya le he dado demasiado.
—¿Y si le ocurre algo?
—Eso no hará más que incrementar los votos por compasión.
Gabrielle no podía creer que la idea se le hubiera pasado por la cabeza, y mucho menos que la hubiera oído de sus labios. Asqueada, hizo ademán de coger el teléfono.
—Voy a llamar a la Casa...
Sexton giró sobre sus talones y le dio una sonora bofetada.
Gabrielle retrocedió, tambaleándose, y sintió que se le había abierto el labio. Recuperó el equilibrio agarrándose al escritorio y levantando la mirada, perpleja, hacia el hombre al que en su momento había venerado.
Sexton le dedicó una larga y dura mirada.
—Si se le ocurre aguarme los planes, haré que se arrepienta el resto de su vida.
Sexton siguió mirándola sin parpadear, con los sobres sellados bajo el brazo. Un afilado peligro ardía en sus ojos.
Cuando salió del edificio de oficinas al aire frío de la noche, a Gabrielle todavía le sangraba el labio. Paró un taxi y subió. Luego, por primera vez desde su llegada a Washington, Gabrielle Ashe se derrumbó y se echó a llorar.
127
El Tritón cayó al agua...
Michael Tolland se levantó como pudo sobre la cubierta inclinada del barco y miró por encima del chigre del ancla el cable destrenzado del torno de donde hasta entonces había estado suspendido el submarino. Giró sobre sus talones hacia popa y desde allí escudriñó el agua. El Tritón acababa de emerger de debajo del Goya en la corriente. Aliviado al menos al ver que el submarino estaba intacto, echó una mirada a la escotilla, esperando ver cómo se abría y a Rachel salir del submarino ilesa. Pero la escotilla siguió cerrada. Se preguntó si quizá había quedado inconsciente a causa de la caída.
Incluso desde cubierta, podía ver que el Tritón flotaba excepcionalmente bajo en el agua, mucho más bajo de su nivel de flotación habitual. «Se está hundiendo» No alcanzaba a imaginar por qué, aunque en ese momento la causa era lo de menos.
«Tengo que sacar a Rachel. Ahora.»
Cuando echó a correr hacia el borde de la cubierta, una lluvia de balas de ametralladora explotó por encima de él, restallando contra el voluminoso chigre del ancla sobre su cabeza. Volvió a caer de rodillas. «¡Mierda!» Desde donde estaba vio a Pickering en la cubierta superior, que ahora le apuntaba como un francotirador. El soldado de la Delta Force había soltado su ametralladora al subir al condenado helicóptero y al parecer Pickering la había recuperado. Ahora el director se había afianzado en una posición más alta. Tenía toda la ventaja.
Atrapado detrás del chigre, Tolland volvió a mirar al Tritón, que seguía hundiéndose. «¡Vamos, Rachel! ¡ Salga!» Esperó a que se abriera la escotilla. Nada.
Miró de nuevo la cubierta del Goya y sus ojos calcularon la distancia que quedaba al descubierto entre su posición y la barandilla de popa. Seis metros. Un largo trecho sin nada detrás de lo que protegerse.
Tomó aliento y se decidió. Se arrancó la camisa y la lanzó a su derecha, sobre la cubierta. Mientras Pickering dejaba la camisa llena de agujeros, Tolland salió corriendo hacia la izquierda, bajando por la cubierta inclinada y virando hacia popa. Con una increíble agilidad, saltó por encima de la barandilla de la parte posterior del barco. Dibujó un alto arco en el aire al tiempo que oía cómo las balas silbaban a su alrededor, consciente de que un simple roce lo convertiría en festín para los tiburones en cuanto cayera al agua.
Rachel Sexton se sentía como un animal salvaje atrapado en una jaula. Había vuelto a intentar abrir la escotilla, sin suerte. En algún lugar por debajo de ella oyó llenarse un tanque de agua, y notó que el submarino ganaba peso. La oscuridad del océano ascendía centímetro a centímetro contra la cúpula transparente: una cortina negra ascendiendo en sentido contrario.
Por la mitad inferior del cristal, pudo ver el vacío del océano cerrándose como una tumba. La inmensidad que se abría debajo del sumergible amenazaba con tragársela por completo. Agarró el mecanismo de la escotilla e intentó hacerlo girar para abrirlo una vez más, pero sin éxito. Ahora sus pulmones respiraban con dificultad. Notaba en la nariz el frío y húmedo hedor del acre exceso de dióxido de carbono. En medio de todo eso, no dejaba de repetirse lo mismo.
«Voy a morir sola bajo el agua».
Examinó los paneles de control y las palancas del Tritón, intentando encontrar algo que pudiera serle de ayuda, pero todos los indicadores estaban apagados. No había corriente. Estaba encerrada en una cripta de acero, hundiéndose hacia el fondo del mar.
El gorjeo en los tanques parecía haber acelerado y el océano se elevó de nuevo, quedando a escasos metros de la parte superior del cristal. A lo lejos, al otro lado de la infinita llanura de agua, una franja de rojo carmesí asomaba en el horizonte. La mañana estaba al llegar. Temió que aquella fuera la última vez que la veía. Cerró los ojos en un intento por ahuyentar su inevitable destino y sintió las aterradoras imágenes de su infancia invadiendo su cabeza.
Se vio de nuevo cayendo entre el hielo. Deslizándose bajo el agua.
Sin aire. Incapaz de salir a la superficie. Hundiéndose.
Oyó a su madre llamándola. «¡Rachel! ¡Rachel!»
Los golpes en el exterior del submarino la sobresaltaron, sacándola de su delirio. Abrió de golpe los ojos.
—¡Rachel!
La voz le llegaba amortiguada. Un rostro fantasmagórico apareció contra el cristal, cabeza abajo, con el pelo oscuro arremolinado sobre la frente. Rachel a penas pudo distinguirlo en la oscuridad.
—¡Michael!
Tolland salió de nuevo a la superficie, aliviado al ver que Rachel se movía en el interior del submarino. «Está viva». Nadó con poderosas brazas hasta la parte posterior del Tritón y trepó a la plataforma sumergida del motor. Notaba las corrientes oceánicas cálidas y poderosas a su alrededor mientras se posicionaba para coger la rosca de la escotilla circular, agachándose y esperando haber quedado fuera del alcance de la ametralladora de Pickering.
El casco del Tritón estaba ya casi totalmente sumergido en el agua y Tolland sabía que si quería abrir la escotilla y sacar a Rachel del submarino, tenía que darse prisa. Contaba con un margen de veinte centímetros que disminuía rápidamente. En el momento en que la escotilla se sumergiera, abrirla supondría enviar un torrente de agua de mar al interior del Tritón, atrapando a Rachel dentro y enviando el submarino en caída libre al fondo.
—Ahora o nunca —jadeó, agarrando con fuerza la rueda de la escotilla y tirando de ella en sentido contrario a las agujas del reloj. No ocurrió nada. Volvió a intentarlo, empleando en ello todas sus fuerzas. De nuevo, la escotilla se negó a girar.
Oyó a Rachel dentro del submarino, al otro lado del portal. Su voz sonaba sofocada, pero podía percibir su terror.
—¡Ya lo he intentado! —gritó Rachel—. ¡No he podido hacerla girar!
El agua lamía la tapa de la escotilla.
—¡Hagámosla girar juntos! —le gritó Tolland—. ¡Usted hágala girar en el sentido de las agujas del reloj! —Tolland sabía que en la manivela estaba marcado con claridad—. Vamos. ¡Ahora!
Se apuntaló contra los tanques de aire de lastre y tiró con todas sus fuerzas. Oyó cómo Rachel hacía lo mismo debajo de él. La manivela giró un centímetro y se negó a seguir moviéndose.
Entonces lo vio. La tapa de la escotilla no estaba colocada del todo plana en la abertura. Como la tapa de un bote que alguien hubiera colocado torcida, enroscándola a presión, se había atascado. Aunque el sello de goma estaba bien colocado, las grapas de la escotilla se habían doblado, lo cual significaba que la única forma de abrirla sería con un soplete.
Cuando la cubierta del submarino se sumergió bajo la superficie, Tolland fue presa de un miedo repentino y sobrecogedor. Rachel Sexton no iba a escapar del Tritón.
Mil metros más abajo, el abollado fuselaje del Kiowa, que seguía armado hasta los dientes, iba hundiéndose rápidamente, prisionero de la gravedad y de la poderosa fuerza de atracción del vértice de las profundidades. En la cabina del piloto, el cuerpo sin vida de Delta-Uno había dejado de ser reconocible, desfigurado como estaba por la aplastante presión de las profundidades.
A medida que el aparato bajaba girando en espiral con los misiles Hellfire todavía enganchados al fuselaje, la luminosa cúpula de magma esperaba en el suelo oceánico como una plataforma de aterrizaje al rojo vivo. Bajo los tres metros de grosor de su corteza, una cabeza de lava hirviente bullía a mil grados centígrados: un volcán esperando a entrar en erupción.
128
Tolland se quedó de pie con el agua hasta las rodillas sobre la caja del motor del Tritón, que seguía hundiéndose, e intentó pensar en alguna forma de salvar a Rachel.
«¡No dejes que el submarino se hunda!»
Volvió a mirar al Goya, preguntándose si había alguna forma de conectar algún cable al Tritón para mantenerlo cerca de la superficie. Imposible. El Goya se había alejado ya cincuenta metros y Pickering estaba en lo alto del puente como un emperador romano que presenciara desde el asiento de honor algún sangriento espectáculo en el Coliseo.
«¡Piensa!», se dijo. «¿Por qué se está hundiendo?»
La mecánica de flotación del submarino resultaba de una sencillez insultante: los tanques de lastre se llenaban de aire o de agua, ajustando así la flotación y permitiéndole subir o bajar en el agua.
Obviamente, los tanques de lastre se estaban llenando.
«¡Pero no tenían por qué!»
Los tanques de lastre de cualquier submarino estaban provistos de orificios en su parte superior e inferior. Las aberturas inferiores, llamadas «agujeros de inundación», siempre estaban abiertas, mientras que los orificios superiores, o «válvulas de ventilación», podían abrirse y cerrarse para dejar salir el aire y permitir la entrada de agua.
Quizá, y por alguna razón, las válvulas de ventilación del Tritón estaban abiertas. No alcanzaba a imaginar por qué. Se movió torpemente sobre la plataforma sumergida del motor, palpando a tientas con las manos uno de los tanques de lastre del Tritón. Las válvulas de ventilación estaban cerradas. Sin embargo, al tocarlas, los dedos de Tolland dieron con algo más.
Agujeros de bala.
«¡Mierda!» El Tritón había recibido una lluvia de balas cuando Rachel había saltado dentro. Tolland se zambulló de inmediato en el agua y buceó debajo del submarino, pasando la mano con sumo cuidado por el tanque de lastre más importante del sumergible: el tanque negativo. Los británicos llamaban a ese tanque «el descenso express». Los alemanes se referían a él como «ponerse zapatos de plomo». En cualquier caso, el significado estaba claro. El tanque negativo, al llenarse, era el encargado de hacer descender al submarino.
Mientras pasaba la mano por los costados del tanque, encontró docenas de agujeros de bala. Notó también que el agua se colaba dentro a raudales. El Tritón se estaba preparando para la inmersión, le gustara o no.
Ahora estaba a un metro y medio bajo la superficie. Tolland se movió hacia popa, pegó la cara al cristal y miró por la cúpula. Rachel golpeaba el cristal y gritaba. El miedo en su voz le hizo sentirse totalmente impotente. Durante unos segundos volvió a verse en un frío hospital junto a la mujer que amaba, sabiendo que no podía hacer nada por ella. Suspendido bajo el agua delante del submarino, se dijo que no podía volver a pasar por eso. «Eres un superviviente», le había dicho Celia. Pero no quería sobrevivir solo... otra vez no.
A pesar de que los pulmones le pedían aire a gritos, Tolland se quedó con Rachel. Cada vez que ella golpeaba el cristal, él oía el gorjeo de las burbujas de aire y veía al submarino hundirse un poco más. Rachel gritaba algo sobre que el agua entraba por la ventana.
La ventana de observación tenía una filtración.
«¿Un agujero de bala en la ventana?» Tolland lo dudó. Con los pulmones a punto de estallar, se preparó para salir a la superficie. Cuando se empujó con las palmas de las manos sobre la enorme ventana acrílica, sus dedos se toparon con un pedazo de revestimiento de goma suelto. Al parecer, uno de los sellos periféricos se había despegado durante la caída. Ésa era la razón de que hubiera una filtración en la cabina del piloto. «Más malas noticias».
Salió a la superficie y tomó aire tres veces, intentando aclararse las ideas. El agua, al entrar en la cabina, sólo aceleraría el descenso del Tritón. El submarino ya estaba a dos metros y medio bajo el agua y él apenas podía tocarlo con los pies. Sentía a Rachel golpeando el casco desesperadamente.
Sólo se le ocurrió una cosa. Si bajaba buceando hasta la caja de motores del Tritón y localizaba el cilindro de aire de alta presión, podría utilizarlo para hacer estallar el tanque de lastre negativo. Aunque eso sería básicamente una acción inútil, quizá mantuviera al Tritón cerca de la superficie durante otro minuto o quizá más antes de que los tanques perforados volvieran a inundarse. «¿Y luego qué?»
Sin ninguna otra opción inmediata, se preparó para la zambullida. Inhaló una cantidad excepcional de aire y expandió los pulmones más allá de su estado natural, casi hasta el punto de llegar a sentir dolor. «Mayor capacidad pulmonar. Más oxígeno. Una zambullida más prolongada». Sin embargo, mientras notaba cómo se le expandían los pulmones, presionando contra sus costillas, le asaltó una extraña idea.
¿Y si aumentaba la presión del interior del submarino? La cúpula de observación tenía un sello dañado. Quizá, si conseguía incrementar la presión dentro de la cabina, podría hacer estallar toda la cúpula de observación del submarino y sacar de allí a Rachel.
Soltó todo el aire que tenía en los pulmones y durante un instante flotó sobre el agua de la superficie, intentando imaginar la viabilidad del plan. Era totalmente lógico. ¿O no? Al fin y al cabo, los submarinos se construían para que resistieran sólo en una dirección. Tenían que soportar una presión enorme del exterior, pero casi ninguna del interior.
Además, el Tritón utilizaba válvulas reguladoras uniformes para reducir la cantidad de recambios con los que el Goya tenía que cargar. ¡Podía simplemente soltar la manga de carga del cilindro de alta presión y redirigirla hacia el regulador suplente de ventilación para casos de emergencia situado en la proa del submarino! La presurización de la cabina le provocaría a Rachel un dolor nada despreciable pero quizá le permitiera salir.
Tolland tomó aire y se zambulló.
Ahora el submarino estaba ya a unos cuatro metros de profundidad y las corrientes y la oscuridad hacían que le resultara difícil orientarse. En cuanto encontró el tanque presurizado, rápidamente redirigió la manga y se preparó para bombear aire al interior de la cabina. Cuando agarró la llave de paso, la pintura amarilla reflectante del lado del tanque le recordó lo peligrosa que era la maniobra:
«PRECAUCIÓN: AIRE COMPRIMIDO —3.000 PSI».
«Setecientos cincuenta kilos por centímetro cuadrado», pensó. Tenía la esperanza de que la cúpula de observación del Tritón saliera despedida del submarino antes de que la presión de la cabina aplastara los pulmones de Rachel. Básicamente estaba introduciendo una manga contra incendios de alta potencia en un balón de agua y rezando para que el balón estallara rápidamente.
Puso la mano sobre la llave de paso y se decidió. Suspendido sobre la espalda del Tritón, que seguía hundiéndose, hizo girar la llave y abrió la válvula. Inmediatamente la manga se puso rígida y Tolland oyó cómo el aire inundaba la cabina del submarino con una potencia enorme.
Cuando se quedó sin oxígeno, se le nubló la vista y golpeó el cristal una vez más. Ya ni siquiera podía ver a Rachel. Estaba demasiado oscuro. Con el último resquicio de aire que le quedaba en los pulmones, Tolland gritó bajo el agua.
—¡Rachel... empuje... contra... el... cristal!
Sus palabras surgieron como un balbuceo mudo y burbujeante.
En el interior del Tritón, Rachel sintió que un dolor insoportable le rebanaba la cabeza. Abrió la boca, dispuesta a gritar, pero el aire se abrió paso hasta sus pulmones con una presión tan dolorosa que creyó que le iba a estallar el pecho. Tuvo la sensación de que se le hinchaban los ojos en las cuencas. Un rugido ensordecedor le llenó los tímpanos, poniéndola al borde de la inconsciencia. Instintivamente, cerró con fuerza los ojos y se tapó las orejas con las manos. Ahora el dolor era cada vez más fuerte.
Oyó un golpeteo directamente delante de ella. Se obligó a abrir los ojos el tiempo suficiente para distinguir la acuosa silueta de Michael Tolland en la oscuridad. Tenía el rostro pegado al cristal. Le estaba indicando que hiciera algo.
«Pero ¿qué?»
Apenas podía verlo en la oscuridad. Se le había nublado la visión y notaba las pupilas distorsionadas debido a la presión. Aún así, se dio cuenta de que el submarino se había hundido más allá de los últimos reflejos parpadeantes de las luces submarinas del Goya. A su alrededor ya sólo se abría un abismo infinito e impenetrable.
Tolland extendió el cuerpo contra la ventana del Tritón y siguió golpeándola. El pecho le ardía por falta de aire y sabía que tendría que volver a la superficie en cuestión de segundos.
«¡Empuje el cristal!», la apremiaba. Pudo oír cómo escapaba el aire presurizado alrededor del cristal, soltando burbujas. En algún punto el sello se había despegado. Sus manos buscaron a tientas algún borde, algo por lo que poder meter los dedos. Nada.
129
En el Tritón, Rachel sentía la cabeza como si se la estuvieran comprimiendo con algún instrumento de tortura medieval. Medio de pie, agazapada junto a la silla de la cabina, sentía cómo la muerte iba cerrándose sobre ella. Delante, la cúpula hemisférica de observación estaba vacía. A oscuras. Los golpes habían cesado.
Tolland se había marchado. La había abandonado.
El siseo de aire presurizado que entraba a raudales por encima de su cabeza le recordó al ensorcedor viento katabático de la Plataforma Milne. El suelo del submarino estaba ahora cubierto por medio metro de agua. «¡Sáquenme de aquí!» Miles de ideas y de recuerdos empezaron a pasar por su mente como destellos de una luz violeta.
En la oscuridad, el submarino empezó a inclinarse y Rachel se tambaleó, perdiendo el equilibrio. Tropezando contra la silla, cayó hacia delante y chocó con fuerza contra el interior de la cúpula hemisférica. Sintió un dolor agudo en el hombro. Aterrizó hecha un ovillo contra la ventana y, al hacerlo, tuvo una sensación inesperada: un repentino descenso de la presión en el interior del submarino. El tenso tamborileo en sus oídos se relajó perceptiblemente y llegó incluso a oír escapar un gorjeo de aire del Tritón.
Le llevó un instante darse cuenta de lo que acababa de ocurrir. Al caer contra la cúpula, su peso había de algún modo forzado la bulbosa pantalla hacia fuera lo bastante para que la presión interna se abriera paso por uno de los sellos. Obviamente, ¡la cúpula de cristal estaba suelta! Rachel se dio cuenta entonces de lo que Tolland había estado intentando hacer al aumentar la presión en el interior del submarino.
«¡Está intentando hacer saltar la ventana!»
Sobre su cabeza, el cilindro de presión del Tritón seguía bombeando. Incluso mientras estaba allí tumbada, Rachel sentía la presión aumentando de nuevo. Esta vez a punto estuvo de darle la bienvenida, aunque sentía la sofocante fuerza empujándola peligrosamente a la inconsciencia. Se puso como pudo de pie y empujó hacia fuera con todas sus fuerzas contra la parte interna del cristal.
Esta vez, no se oyó ningún gorjeo. El cristal apenas se movió.
Lanzó todo su peso contra la ventana una vez más. Nada. Le dolió la herida del hombro y bajó los ojos para mirarla. La sangre estaba seca. Se preparó para volver a intentarlo, pero no tuvo tiempo. Sin previo aviso, el cojeante submarino empezó a volcarse... hacia atrás. Cuando la pesada caja de motores se abalanzó sobre los delgados tanques, el Tritón rodó sobre su espalda, ahora hundiéndose boca abajo.
Rachel cayó de espaldas contra la pared posterior de la cabina. Semisumergida en el agua revuelta, miró directamente hacia arriba a la cúpula goteante, suspendida sobre ella como una claraboya gigante.
Fuera no había más que noche... y miles de toneladas de océano empujando hacia abajo.
Logró reunir ánimos suficientes para levantarse, pero sentía el cuerpo muerto y pesado. De nuevo su mente volvió atrás en el tiempo, al abrazo helado de un río helado.
—¡Lucha, Rachel! —gritaba su madre, alargando el brazo para sacarla del agua—. ¡Aguanta!
Cerró los ojos. «Me estoy hundiendo». Sentía los patines como pesos muertos, arrastrándola hacia abajo. Vio a su madre tumbada y estirada sobre el hielo en un intento por repartir su propio peso, alargando la mano hacia ella.
—¡Patalea, Rachel! ¡Impúlsate con los pies!
Rachel pataleaba lo mejor que podía. Su cuerpo se elevó ligeramente en el agujero de hielo. Una chispa de esperanza. Su madre la cogió.
—¡Sí! —gritó su madre—. ¡Ayúdame a sacarte! ¡Impúlsate con los pies!
Con su madre tirando desde arriba, Rachel utilizó sus últimos resquicios de energía para patalear con los patines. Fue suficiente, y su madre la sacó del agua, sana y salva. Arrastró a la empapada Rachel hasta la nevada orilla antes de derrumbarse y de echarse a llorar.
Ahora, en la creciente humedad y calor del submarino, abrió los ojos a la oscuridad que la rodeaba. Oyó a su madre susurrando desde la tumba con la voz clara incluso allí, en el zozobrante Tritón.
«Impúlsate con los pies».
Rachel levantó los ojos hacia la cúpula que tenía sobre su cabeza. Reuniendo los remanentes de valor que aún le quedaban, se subió a la silla de la cabina, ahora orientada casi horizontalmente, como el sillón de un dentista. Se tumbó de espaldas, dobló las rodillas, echó hacia atrás las piernas todo lo que pudo, apuntó los pies hacia arriba, y pateó hacia delante. Con un salvaje grito de desesperación y de fuerza, estampó los pies contra el centro de la cúpula acrílica. Punzadas de dolor se le clavaron en las espinillas, y la cabeza le dio vueltas. De pronto le rugieron los oídos y sintió que la presión se equilibraba con una violenta ráfaga. El sello del lado izquierdo de la cúpula cedió y la enorme lente se despegó parcialmente, abriéndose como la puerta de un granero.
Un torrente de agua irrumpió en el submarino, aplastándola contra la silla. El océano tronó a su alrededor, arremolinándose bajo su espalda, elevándola ahora de la silla, lanzándola boca arriba como un calcetín en una lavadora. Intentó a ciegas encontrar algo a lo que agarrarse, pero no hacía más que girar enloquecidamente. Cuando la cabina se llenó de agua, notó que el submarino iniciaba una rápida caída libre hacia el fondo. Su cuerpo salió despedido hacia arriba en la cabina y se sintió inmovilizada. Una ráfaga de burbujas irrumpió a su alrededor, haciéndola girar, arrastrándola hacia la izquierda y hacia arriba. Sintió que una dura lámina acrílica se estrellaba contra su cadera.
Y de repente estaba libre.
Girando y cabeceando en la infinita calidez y acuosa oscuridad, sintió que sus pulmones intentaban desesperadamente coger aire. «¡Sal a la superficie!» Busco la luz, pero no vio nada. Su mundo parecía idéntico en todas direcciones. Estaba todo negro. No había gravedad. No existía la sensación de arriba o abajo.
En aquel instante aterrador, se dio cuenta de que no tenía ni idea de hacia dónde nadar.
A miles de metros por debajo de ella, el zozobrante Kiowa se había convertido en un amasijo a merced de la implacable y creciente presión. Los quince misiles Hellfire AGM—114 antitanque que seguían a bordo se resistían a la compresión al tiempo que sus conos cobertores de cobre y las cabezas de detonación por resorte iban apuntando peligrosamente hacia dentro.
A cincuenta metros por encima del suelo oceánico, el poderoso foso de la megapluma se hizo con los restos del helicóptero y lo succionó hacia abajo, lanzándolo contra la corteza al rojo vivo de la cúpula de magma. Como una caja de cerillas que fueran encendiéndose en serie, los misiles Hellfire estallaron, abriendo un gran agujero en lo alto de la cúpula de magma.
Después de haber salido a la superficie a tomar aire y de haber vuelto a zambullirse desesperadamente, Michael Tolland se hallaba suspendido a siete metros bajo el agua escrutando la oscuridad cuando los misiles Hellfire estallaron. El blanco destello se hinchó hacia arriba, iluminando una imagen increíble: una imagen congelada que no olvidaría mientras viviera.
Rachel Sexton estaba suspendida a cinco metros por debajo de él como una marioneta enmarañada en el agua. A los pies de ella, el Tritón se alejaba a toda velocidad con la cúpula colgando. Los tiburones que había por la zona salieron rápidamente en búsqueda de mar abierto, presintiendo el peligro que estaba a punto de desatarse.
La alegría de Tolland al ver a Rachel fuera del submarino se vio de inmediato reemplazada por la toma de conciencia de lo que estaba a punto de ocurrir. Después de memorizar la situación de Rachel antes de que la luz desapareciera, Tolland buceó con fuerza, abriéndose paso hacia ella.
Miles de metros más abajo, la corteza de la cúpula de magma estalló en pedazos y el volcán subterráneo entró en erupción, escupiendo magma a una temperatura de mil doscientos grados Celsius al mar. La lava abrasadora evaporaba toda el agua que tocaba, enviando un inmenso pilar de vapor hacia la superficie desde el eje central de la megapluma. Movida por las mismas propiedades cinemáticas de la dinámica de fluidos que provocaban los tornados, la transferencia vertical de energía del vapor quedó contrapesada por una vertical de vorticidad anticiclónica que giraba alrededor del foso, llevando energía en dirección opuesta.
Girando alrededor de esta columna de gas ascendente, las corrientes oceánicas empezaron a intensificarse, iniciando una dinámica descendente. El vapor emitido creaba un enorme vacío que succionaba millones de litros de agua de mar hacia abajo al entrar en contacto con el magma. Cuando la nueva agua tocaba el fondo, se transformaba también en vapor y precisaba alguna vía de escape, uniéndose a la creciente columna de vapor de gases y saliendo despedida hacia arriba, atrayendo más agua por debajo. A medida que mayor cantidad de agua iba ocupando su lugar, el vórtice se intensificaba. La pluma hidrotérmica se elongaba y el imponente remolino ganaba fuerza con cada segundo que pasaba, al tiempo que su borde superior avanzaba paulatinamente hacia la superficie.
Un agujero negro oceánico acababa de nacer.
Rachel se sentía como un bebé en el útero materno. Una oscuridad caliente y húmeda la envolvía. Notaba las ideas enredadas en la impenetrable calidez. «Respira». Se debatió contra el reflejo. El destello de luz que había visto sólo podía proceder de la superficie y, aún así, parecía estar muy lejos. «Una ilusión. Tienes que subir a la superficie». En su debilidad, empezó a nadar en dirección al lugar del que había visto surgir la luz. Ahora veía más luz... un inquietante resplandor rojo a lo lejos. «¿La luz del día?» Nadó con más fuerza.
Una mano la agarró del tobillo.
Rachel soltó una especie de chillido bajo el agua, casi exhalando los últimos restos de aire.
La mano tiró de ella hacia atrás, obligándola a girar y colocándola en la dirección contraria. Sintió que una mano conocida le cogía la suya. Michael Tolland estaba allí, tirando de ella en dirección contraria.
La mente de Rachel le decía que la estaba llevando hacia abajo. El corazón le decía que Michael sabía lo que hacía.
«Impúlsate con los pies», susurró la voz de su madre. Rachel pataleó con todas sus fuerzas.
130
Incluso cuando Tolland y Rachel salieron a la superficie, Michael supo que todo estaba perdido. «La cúpula de magma ha entrado en erupción». En cuanto la parte superior del vórtice alcanzara la superficie, el gigantesco tornado submarino empezaría a succionarlo todo hacia abajo. Por extraño que resultara, el mundo con el que se encontró al salir a la superficie nada tenía que ver con el tranquilo amanecer que había dejado hacía sólo unos instantes. El ruido era ensordecedor. El viento le azotó el rostro como si algún tipo de tormenta se hubiera desencadenado mientras estaba bajo el agua.
Tolland se sentía mareado debido a la falta de oxígeno. Intentó sujetar a Rachel en el agua, pero algo se la arrancaba de los brazos. «¡La corriente!» Quiso sujetarla otra vez, pero la energía invisible tiraba de ella con más fuerza, amenazando con arrebatársela. De pronto, Tolland dejó de oponer resistencia y el cuerpo de Rachel se deslizó entre sus brazos... pero hacia arriba.
Entonces Tolland vio, atónito, cómo el cuerpo de Rachel salía del agua.
Por encima de sus cabezas, la aeronave de despegue vertical Osprey de la Guardia de Costas —combinación de avión/helicóptero— quedó suspendida en el aire e introdujo a Rachel en el aparato. Veinte minutos antes, la Guardia de Costas había recibido un informe de una explosión en mar abierto. Al haberle perdido la pista al helicóptero Dolphin que supuestamente estaba en la zona, temieron que hubiera ocurrido un accidente. Introdujeron las últimas coordenadas conocidas del helicóptero en su sistema de navegación y esperaron lo mejor. A un kilómetro del Goya, vieron los restos de algún aparato en llamas avanzando a la deriva sobre la corriente. Parecía una motora. En el agua, junto a la lancha, un hombre agitaba los brazos enloquecidamente. Lo izaron al aparato. Salvo por una pierna, que tenía envuelta en cinta aislante, estaba totalmente desnudo.
Exhausto, Tolland levantó la mirada hacia la panza del atronador helicóptero de rotores inclinados. Sus propulsores horizontales expulsaban chorros ensordecedores. Cuando Rachel ascendió sujeta por un cable, numerosos pares de manos tiraron de ella hasta introducirla en el interior del aparato. Mientras Tolland la veía subir hasta quedar a salvo, sus ojos vislumbraron a un hombre agazapado y medio desnudo en el umbral de la puerta cuyo rostro le resultó familiar.
«¿Corky?». Se le encogió el corazón. «¡Pero si está vivo!»
Inmediatamente, el arnés cayó de nuevo del cielo y aterrizó a unos cinco metros de donde estaba. Intentó nadar hasta él, pero sintió que la fuerza de la pluma lo estaba succionando. El implacable poder de atracción del mar lo envolvió, negándose a soltarlo.
La corriente tiró de él hacia abajo. Luchó para mantenerse en la superficie, pero el agotamiento era abrumador. «Eres un superviviente», le decía alguien. Se impulsó con las piernas, subiendo a la superficie. Cuando sacó la cabeza y sintió el azote del fuerte viento, el arnés todavía estaba fuera de su alcance. La corriente luchaba por tirar de él hacia abajo. Entonces levantó los ojos y, entre el torrente de viento arremolinado y de ruido, vio a Rachel que le miraba desde arriba, apremiándole a que subiera hasta ella con los ojos.
Le bastaron cuatro poderosas brazadas para llegar al arnés. Con el último resto de fuerzas, deslizó el brazo y la cabeza por el lazo y se derrumbó.
En seguida notó que el océano se alejaba bajo sus pies.
Miró abajo justo en el momento en que el enorme vórtice se abrió. La megapluma por fin había alcanzado la superficie.
William Pickering seguía en el puente del Goya, viendo, boquiabierto y perplejo, el espectáculo que se desarrollaba a su alrededor. A pocos metros de estribor de la popa se estaba formando una depresión en la superficie del mar. El remolino estaba a unos noventa metros del barco y se expandía con rapidez. El océano giraba en espiral, engullido por él y cayendo con escalofriante suavidad por el borde. A su alrededor reverberaba un gutural gemido que emergía de las profundidades. No era capaz de pensar en nada mientras observaba cómo el agujero se expandía hacia él como la boca abierta de algún dios épico, hambriento de sacrificios.
«Debo de estar soñando», pensó.
De pronto, con un explosivo siseo que sacudió las ventanas del puente del Goya, una inmensa columna de vapor salió despedida hacia el cielo desde el vórtice. Un geiser colosal se elevó por encima de su cabeza, tronando, al tiempo que su vértice desaparecía en la oscuridad del cielo.
Al instante, las paredes de la chimenea se saturaron al tiempo que el perímetro se expandía más deprisa, cruzando el océano hacia él. La popa del Goya se inclinó violentamente hacia la cavidad cada vez mayor. Pickering perdió el equilibrio y cayó de rodillas. Como un niño delante de Dios, bajó los ojos hacia el creciente abismo.
Sus últimos pensamientos fueron para su hija Diana. Rezó para que ella no hubiera conocido un miedo como el que él estaba sintiendo al morir.
La oleada provocada por la fuerte sacudida del vapor que escapaba del agua hizo dar un bandazo al Osprey. Tolland y Rachel se abrazaron mientras los pilotos recuperaban el rumbo, virando a escasa altura sobre el condenado Goya. Al mirar por la ventanilla, pudieron ver a William Pickering, el Cuáquero, arrodillado con su corbata y abrigo negros junto a la barandilla superior del barco.
Cuando la popa zigzagueó sobre el borde del enorme remolino, el cable del ancla terminó por romperse. Con la popa elevándose orgullosa en el aire, el Goya se deslizó hacia atrás sobre la cornisa acuosa, succionado por la empinada pared giratoria de agua. Las luces del barco seguían brillando cuando desapareció bajo el mar.
131
En Washington el día había amanecido despejado y frío.
La brisa formaba remolinos de hojas alrededor de la base del monumento a Washington. El obelisco más grande del mundo normalmente despertaba ante su propia y pacífica imagen reflejada en el estanque, pero ese día la mañana había traído con ella un caos de periodistas que no dejaban de empujarse mientras se apiñaban, ansiosos, alrededor de la base del monumento.
El senador Sedgewick Sexton se sentía más grande que el propio Washington cuando bajó de su limusina y, como un león, se dirigió con paso firme a la zona de prensa que le esperaba ya al pie del monumento. Había invitado a representantes de las diez cadenas de mayor audiencia del país con la promesa de proporcionarles el escándalo de la década.
«No hay nada tan efectivo para atraer a los buitres como el olor a muerte», pensó.
Llevaba en la mano los sobres de lino blanco, cada uno de ellos elegantemente cerrado con su sello. Si la información era poder, Sexton llevaba encima una cabeza nuclear.
Se sentía intoxicado de euforia mientras se acercaba al podio, satisfecho al ver que su improvisado escenario incluía dos grandes cortinas que flanqueaban el podio con un fondo de color azul marino, un viejo truco utilizado por Ronald Reagan para asegurarse de que nunca sufriría un atentado por la espalda. Sexton subió directamente al escenario, saliendo con paso firme de una cortina como un actor entre bastidores. Los periodistas ocuparon rápidamente sus asientos en las varias filas de sillas plegables colocadas de cara al podio. Al este, el sol asomaba ya por encima de la cúpula del Capitolio, lanzando rayos rosas y dorados sobre el senador como si fuera un elegido del cielo.
«Un día perfecto para convertirme en el hombre más poderoso del mundo».
—Buenos días, damas y caballeros —dijo el senador, dejando los sobres encima del atril que tenía delante—. Quiero que esto resulte lo más breve y lo menos doloroso posible. La información que estoy a punto de compartir con ustedes es, para serles sincero, realmente preocupante. Estos sobres contienen pruebas de un engaño en el que están implicados los más altos cargos del gobierno. Me avergüenza decir que el Presidente me ha llamado hace media hora y me ha suplicado... sí, suplicado es la palabra... que no haga públicas estas pruebas. —Sexton negó con la cabeza, visiblemente consternado—. Sin embargo, yo soy un hombre que cree en la verdad. Por muy dolorosa que sea.
Hizo una pausa, cogió los sobres y tentó a la multitud que estaba sentada delante de él. Los ojos de los periodistas seguían los sobres a uno y otro lado como una jauría ante algún manjar desconocido.
El Presidente había llamado a Sexton media hora antes y se lo había explicado todo. Herney había hablado con Rachel, que se encontraba sana y salva a bordo de un avión en algún lugar. Por increíble que resultara, aparentemente la Casa Blanca y la NASA eran testigos inocentes de aquel fiasco, una conjura pergeñada por William Pickering.
«Tampoco es que eso importe demasiado», pensó Sexton. «Zach Herney sigue cayendo en picado».
Lamentó no poder transformarse en una mosca para posarse en la pared de la Casa Blanca en aquel preciso instante y ver la cara del Presidente cuando se diera cuenta de que estaba haciendo pública la información. Él había accedido a reunirse con Herney en la Casa Blanca en ese mismo momento para hablar de cuál era la mejor forma de decirle la verdad a la nación sobre el meteorito. Probablemente, Herney estaba de pie delante de un televisor en ese preciso instante, boquiabierto por la conmoción, sabiendo que nada podía hacer ya la Casa Blanca para detener la mano del destino.
—Amigos —dijo Sexton, dejando que sus ojos conectaran con la multitud—. He sopesado esto profundamente. He estado tentado de honrar el deseo del Presidente y mantener estos datos en secreto, pero tengo que hacer lo que me dicta el corazón. —Suspiró, inclinando la cabeza como un hombre atrapado por la historia—. La verdad es la verdad. No es mi intención influir de ningún modo en la interpretación que ustedes puedan hacer de estos hechos. Simplemente quiero darles los datos como son.
A lo lejos, se oyeron restallar los rotores de una aeronave. Durante un instante, Sexton pensó que quizá fuera el Presidente, que había decidido volar hasta allí desde la Casa Blanca presa de un ataque de pánico para interrumpir la rueda de prensa. «Eso ya sería la guinda del pastel —pensó, alborozado—. ¿No parecería Herney más culpable si eso ocurriera?»
—Por muy doloroso que sea —continuó Sexton, consciente de la perfección del ritmo de su puesta en escena—, siento que es mi deber dar a conocer al pueblo norteamericano el engaño del que ha sido objeto.
La aeronave se aproximó, atronadora, hasta tocar tierra en la explanada situada a la derecha de donde se celebraba la rueda de prensa. Cuando Sexton desvió hacia allí la mirada, le sorprendió ver que no se trataba del helicóptero presidencial, sino de un gran aeroplano/helicóptero Osprey.
En el fuselaje se leía la siguiente leyenda:
GUARDIA DE COSTAS DE ESTADOS UNIDOS.
Desconcertado, Sexton vio abrirse la puerta de la cabina y bajar de ella una mujer. Llevaba puesto un anorak de la Guardia de Costas y parecía despeinada, como si viniera de un campo de batalla. La mujer se dirigió con paso firme hacia el área de prensa. Sexton tardó unos segundos en reconocerla.
«¿Rachel?», pensó, boquiabierto de pura sorpresa. «¿Qué demonios está haciendo aquí?»
Un murmullo de confusión recorrió la multitud.
Sexton esbozó una falsa y amplía sonrisa, se giró hacia los periodistas y levantó un dedo en señal de disculpa.
—Les ruego que me den un minuto. Lo siento mucho. —Soltó entonces un cansado y afable suspiro—. La familia es lo primero.
Algunos de los periodistas se echaron a reír.
Con su hija acercándose a toda prisa por su derecha, no tenía la menor duda de que lo mejor era que esa reunión padre-hija se celebrara en privado. Desgraciadamente, la privacidad era un bien escaso en ese momento. Sus ojos se clavaron en la gran cortina que tenía a su derecha.
Sin dejar de sonreír con tranquilidad, saludó a su hija con la mano y se apartó del micrófono. Se movió hacia ella dibujando un ángulo, de modo que Rachel tuviera que pasar por detrás de la cortina para llegar a él. Sexton se encontró con ella a medio camino, oculto de los ojos y oídos de la prensa.
—¿Cariño? —dijo el senador, sonriendo y abriendo los brazos cuando ella se acercó a él—. ¡Qué sorpresa!
Rachel se acercó hasta él y le dio una bofetada.
Ahora que estaba a solas con su padre, ocultos ambos tras las cortinas, Rachel le dedicó una mirada glacial y llena de odio. Le había abofeteado con fuerza, pero él apenas se había inmutado. Haciendo gala de un escalofriante control, su estúpida sonrisa se desvaneció, mutando en una mirada de advertencia.
Su voz se transformó en un susurro demoníaco.
—No deberías estar aquí.
Rachel vio la ira en sus ojos y, por primera vez en su vida, no tuvo miedo.
—¡He acudido a ti en busca de ayuda y me has traicionado! ¡Han estado a punto de matarme!
—Pero ahora ya estás bien —respondió Sexton con un tono casi desilusionado.
—¡La NASA es inocente! —dijo Rachel—. ¡Ya te lo ha dicho el Presidente! ¿Qué estás haciendo aquí? —El breve vuelo de Rachel desde Washington a bordo del Osprey de la Guardia de Costas había estado salpicado por un torrente de llamadas telefónicas entre la Casa Blanca, su padre, ella e incluso una compungida Gabrielle Ashe—. ¡Le prometiste a Zach Herney que irías a la Casa Blanca!
—Y eso haré —dijo Sexton con una sonrisa torcida—. El día de las elecciones.
Rachel se sintió asqueada al pensar que aquel hombre era su padre.
—Lo que vas a hacer es una locura.
—¿Ah, sí? —dijo Sexton riéndose por lo bajo. Se giró y señaló con un gesto el podio, que quedaba a la vista por el extremo de la cortina. En el atril descansaban un montón de sobres blancos—. Estos sobres contienen la información que tú misma me has enviado, Rachel. Tú. La sangre del Presidente está en tus manos.
—¡Te he enviado esa información por fax cuando necesitaba tu ayuda!
¡Cuando creía que el Presidente y la NASA eran culpables!
—Según las pruebas, la NASA sin duda parece culpable.
—¡Pero no lo es! Merece una oportunidad para poder reconocer sus propios errores. Ya has ganado estas elecciones. ¡Zach Herney está acabado! Lo sabes. Deja que al menos conserve un poco de dignidad.
Sexton soltó un gemido.
—Qué inocente. Esto no tiene nada que ver con ganar las elecciones, Rachel, sino con el poder. Se trata de conseguir una victoria decisiva, de llevar a cabo actos de grandeza, de aplastar a la oposición y de controlar las fuerzas de Washington para poder hacer algo.
—¿A qué precio?
—No seas tan moralista. Simplemente estoy presentando las pruebas. La gente puede sacar sus propias conclusiones sobre quién es culpable.
—Sabes perfectamente quién parecerá el culpable.
Sexton se encogió de hombros.
—Quizá a la NASA le haya llegado ya su hora.
El senador notó que la prensa estaba empezando a impacientarse al otro lado de las cortinas y no tenía la menor intención de seguir ahí de pie toda la mañana, viendo cómo su hija le daba lecciones. Su momento de gloria esperaba.
—La conversación ha terminado —dijo—. Tengo que dar una rueda de prensa.
—Te lo pido como hija —le suplicó Rachel—. No lo hagas. Piensa en lo que estás a punto de hacer. Hay una alternativa.
—Para mí no.
Un ruido reverberó por la megafonía detrás de Sexton, que giró sobre sus talones para ver a una periodista que había llegado con retraso y que se inclinaba sobre el podio en un intento por fijar un micrófono a una de las perchas.
«¿Por qué estos idiotas no podrán ser nunca puntuales?», pensó Sexton, echando humo.
Con las prisas, la periodista tiró el montón de sobres de Sexton al suelo.
«¡Maldita sea!»
Sexton fue hacia allí con paso firme, maldiciendo a su hija por haberle distraído. Cuando llegó, la mujer estaba a gatas, recogiendo los sobres. Sexton no pudo verle la cara, pero sin duda se trataba de una periodista de alguna cadena: llevaba un abrigo de cachemira hasta los pies, bufanda a juego y una boina de mohair calada hasta los ojos de la que colgaba un pase de prensa de la ABC.
«Maldita perra idiota», pensó Sexton.
—Ya los cojo yo —le soltó, tendiendo la mano para que ella se los entregara.
La mujer cogió el último sobre del suelo y se lo dio sin levantar la mirada.
—Lo siento... —murmuró, obviamente avergonzada. Con la cabeza gacha de vergüenza, se alejó correteando hasta perderse entre la multitud.
Sexton contó rápidamente los sobres. «Diez. Bien.» Nadie iba a robarle la bomba que tenía entre manos. Reagrupó los sobres, ajustó los micrófonos y dedicó una enigmática sonrisa a la multitud.
—¡Supongo que lo mejor será que reparta esto antes de que alguien resulte herido!
La multitud se rió, claramente ansiosa.
Sexton sentía la cercana presencia de su hija, de pie junto al podio, detrás de la cortina.
—No lo hagas —le dijo Rachel—. Lo lamentarás.
Sexton la ignoró.
—Te estoy pidiendo que confíes en mí —dijo Rachel, cuya voz sonó ahora más alta—. Es un error.
Sexton cogió los sobres y alisó los bordes.
—Papá —dijo Rachel, ahora intensa y suplicante—. Esta es la última oportunidad que tienes para hacer lo correcto.
«¿Hacer lo correcto?» Sexton cubrió el micrófono y se giró, fingiendo carraspear. Miró discretamente a su hija.
—Eres igual que tu madre. Idealista e insignificante. Lo que pasa es que las mujeres no entendéis la verdadera naturaleza del poder.
Sedgewick Sexton ya se había olvidado de su hija cuando se volvió hacia los medios de comunicación, cuya atención se disputaba. Con la cabeza bien alta, rodeó el podio y entregó los sobres a la prensa, que los esperaba ansiosa. Vio cómo éstos pasaban de mano en mano rápidamente entre la concurrencia. Oyó romperse los sellos y rasgar el papel como si fueran regalos de Navidad.
Un repentino silencio embargó a la multitud.
En mitad de ese silencio, Sexton pudo oír el momento crucial de su carrera.
«El meteorito es un fraude. Y yo soy el hombre que lo ha desvelado».
Sexton sabía que a la prensa le llevaría un instante comprender las auténticas implicaciones de lo que estaban viendo: imágenes tomadas por el RPT de un túnel de inserción en el hielo; una especie oceánica viva casi idéntica a los fósiles de la NASA; pruebas de cóndrulos que se formaban en la Tierra. Todo ello llevaba a una única e increíble conclusión.
—¿Señor? —tartamudeó un periodista con expresión de absoluta perplejidad mientras seguía examinando el interior del sobre—. ¿Esto es auténtico?
Sexton le respondió con un taciturno suspiro.
—Sí. Me temo que sí.
Entonces, entre la multitud empezaron a extenderse murmullos de confusión.
—Les dejaré un instante para que examinen estas páginas —dijo Sexton—, y a continuación llegará el momento de las preguntas y un intento por aclarar de algún modo lo que tienen ante sus ojos.
—¿Senador? —preguntó otro periodista, que parecía totalmente anonadado—. ¿Estas imágenes son realmente auténticas? ¿No han sido manipuladas?
—Son cien por cien auténticas —respondió, hablando ahora con mayor firmeza—. De lo contrario jamás les habría presentado estas pruebas.
La confusión reinante entre la multitud pareció aumentar y a Sexton incluso le pareció oír una risa. Desde luego no era ésa la reacción que había esperado. Estaba empezando a temer que hubiera sobreestimado la capacidad de los medios de comunicación para comprender lo más obvio.
—Hmmm, ¿senador? —dijo alguien, al parecer extrañamente divertido—. ¿Responde usted de la autenticidad de estas imágenes?
Sexton estaba empezando a sentirse frustrado.
—Amigos míos, lo diré sólo una vez más. Las pruebas que tienen en las manos son cien por cien auténticas. Y si alguien puede probar lo contrario, ¡me como el sombrero!
Sexton esperó oír una carcajada general, pero ésta no llegó.
Silencio de muerte. Ojos en blanco.
El periodista que acababa de hablar caminó hacia él, hojeando las fotocopias mientras avanzaba.
—Tiene usted razón, senador. Estos datos son escandalosos. —El periodista guardó silencio, rascándose la cabeza—. Supongo entonces que lo que nos tiene tan confundidos es por qué ha decidido compartir estos datos con nosotros así, sobre todo después de negarlos antes de forma tan vehemente.
Sexton no tenía la menor idea de lo que el hombre estaba diciendo. El periodista le dio las fotocopias. Sexton miró las páginas... y, durante un instante, la mente se le quedó en blanco.
No fue capaz de articular una sola palabra.
Estaba mirando unas fotografías que no le resultaban en absoluto familiares. Imágenes en blanco y negro. Dos personas. Desnudas. Brazos y piernas entrelazados. Durante un instante, no supo qué era lo que estaba viendo. Luego lo reconoció. Sintió un estallido en la boca del estómago.
Presa del horror, volvió bruscamente la cabeza hacia la multitud. En ese momento los periodistas asistentes a la rueda de prensa se estaban riendo. La mitad de ellos llamaba ya a sus redacciones, relatando la noticia.
Sintió que alguien le tocaba el hombro.
Giró sobre sus talones, confundido.
Rachel estaba de pie a su lado.
—Hemos intentado detenerte —dijo—. Te hemos dado hasta la última oportunidad.
Había una mujer junto a ella.
Sexton estaba temblando cuando sus ojos se desplazaron hacia la mujer que estaba al lado de su hija. Se trataba de la periodista del abrigo de cachemira y boina de mohair, la que le había tirado los sobres al suelo. Le vio la cara y la sangre se le heló en las venas.
Los ojos oscuros de Gabrielle parecían atravesarlo al tiempo que bajaba las manos y se abría el abrigo, revelando un montón de sobres blancos que llevaba pulcramente metidos debajo del brazo.
132
El Despacho Oval estaba a oscuras, tan sólo iluminado por el suave resplandor de la lámpara de bronce del escritorio del presidente Herney. Gabrielle Ashe mantuvo la barbilla en alto mientras estaba de pie delante del Presidente. Tras él, al otro lado de la ventana, el crepúsculo caía sobre el césped del Ala Oeste.
—Me han dicho que nos deja —dijo Herney, al parecer decepcionado.
Gabrielle asintió. A pesar de que Herney había tenido la gentileza de ofrecerse a protegerla indefinidamente de la prensa en la Casa Blanca, Gabrielle prefería no enfrentarse a esa tormenta ocultándose en el ojo del huracán. Deseaba estar lo más lejos posible. Al menos durante un tiempo.
Herney la miró desde el otro lado de su escritorio, claramente impresionado.
—Gabrielle, la elección que ha tomado esta mañana... —Hizo una pausa, como si le faltaran las palabras. Sus ojos revelaban sencillez y claridad, en nada eran comparables a los pozos profundos y enigmáticos que en su momento la habían llevado hasta Sedgewick Sexton. Aún así, e incluso teniendo como telón de fondo aquel poderoso lugar, Gabrielle vio una auténtica amabilidad en su mirada, un honor y una dignidad que tardaría tiempo en olvidar.
—También lo he hecho por mí misma —dijo ella finalmente.
Herney asintió.
—En cualquier caso, debo darle las gracias. —El Presidente se levantó y le indicó que le siguiera al pasillo—. De hecho, esperaba que se quedara al menos hasta poder ofrecerle un puesto en mi equipo económico.
Gabrielle le dedicó una mirada dubitativa.
—¿Dejar de gastar y empezar a invertir mejor?
El Presidente se rió por lo bajo.
—Algo así.
Creo, señor, que ambos sabemos que en este momento para usted soy más un lastre que una baza.
Herney se encogió de hombros.
—Sólo habría que dejar pasar unos meses. Todo se olvidará. Hay muchos hombres y mujeres que han pasado por la misma situación y que han alcanzado la grandeza —afirmó con un guiño—. Y algunos de ellos llegaron incluso a ser presidentes de Estados Unidos.
Gabrielle sabía que tenía razón. A pesar de llevar ya unas horas en paro, ya había rechazado dos ofertas de empleo: una de Yolanda Colé en la ABC, y la otra de la editorial St. Martin's Press, que le había ofrecido un obsceno adelanto si publicaba una biografía en la que lo contara todo. «No, gracias».
Mientras avanzaban por el pasillo, Gabrielle pensó en las fotos que en ese momento mostraban de ella todas las televisiones.
«El perjuicio para el país podría haber sido peor», se dijo. «Mucho peor».
Después de haber vuelto a la ABC para recuperar las fotos y pedirle prestado el pase de prensa a Yolanda Cole, Gabrielle se había colado en el despacho de Sexton para hacerse con los sobres duplicados. Mientras estaba dentro, también había hecho copias de los cheques con los donativos del ordenador de Sexton. Tras el enfrentamiento en el monumento a Washington, Gabrielle había repartido copias de los cheques al boquiabierto senador Sexton y le había planteado sus exigencias.
—Dé una oportunidad al Presidente para que anuncie el error cometido con el meteorito o también el resto de estos datos verá la luz pública.
El senador echó una mirada al montón de pruebas financieras, se encerró en su limusina y se marchó. Desde entonces no se había vuelto a saber de él.
Cuando Gabrielle y el Presidente llegaron a la puerta que daba acceso a los bastidores de la Sala de Comunicados, Gabrielle pudo oír a la muchedumbre que esperaba al otro lado. Por segunda vez en veinticuatro horas, el mundo se había reunido para escuchar un comunicado presidencial.
—¿Qué va a decirles? —preguntó.
Herney suspiró. Su expresión denotaba una calma remarcable.
—Con los años, he aprendido una cosa... —empezó, poniéndole una mano en el hombro y sonriendo—. No hay nada que pueda sustituir a la verdad.
Gabrielle se sintió embargada por un inesperado orgullo mientras le veía avanzar con paso decidido hacia el escenario. Zach Herney estaba a punto de reconocer el mayor error de su vida, y por extraño que pareciera, jamás había tenido un porte más presidencial.
133
Cuando Rachel despertó, la habitación estaba a oscuras.
Un reloj marcaba las 10:14. No estaba en su cama. Durante unos instantes se quedó inmóvil, preguntándose dónde se encontraba. Poco a poco fue acordándose de todo... la megapluma... esa mañana en el monumento a Washington... la invitación del Presidente a pasar la noche en la Casa Blanca.
«Estoy en la Casa Blanca», pensó de pronto. «He dormido aquí todo el día».
La aeronave de la Guardia de Costas, siguiendo las órdenes del Presidente, había transportado a los exhaustos Michael Tolland, Corky Marlinson y Rachel Sexton desde el monumento a Washington a la Casa Blanca, donde se les había servido un suntuoso desayuno, habían pasado un reconocimiento médico y se les había ofrecido cualquiera de los catorce dormitorios del edificio para que se recuperaran.
Los tres habían aceptado.
Rachel no podía creer que hubiera dormido tanto. Encendió la televisión y se quedó atónita al ver que el presidente Herney había concluido su rueda de prensa. Rachel y los demás se habían ofrecido a aparecer a su lado cuando anunciara el fiasco del meteorito al mundo. «Todos juntos cometimos el error». Pero Herney había insistido en cargar con la responsabilidad él solo.
—Desgraciadamente —decía un comentarista político en la televisión—, parece que después de todo la NASA no ha descubierto ningún signo de vida procedente del espacio. Con ello son dos las veces en lo que va de esta década en que la NASA ha clasificado incorrectamente un meteorito, atribuyéndole signos de vida extraterrestre. Sin embargo, esta vez se encontraban entre los engañados un buen número de civiles que gozan de gran respeto.
—Normalmente —intervino un segundo comentarista—, debería decir que un engaño de la magnitud del que el Presidente ha descrito esta noche resultaría devastador para su carrera... y, sin embargo, teniendo en cuenta lo ocurrido esta mañana junto al monumento a Washington, tengo que decir que las posibilidades de que Zach Herney consiga la presidencia parecen más óptimas que nunca.
El primer comentarista asintió.
—Así que no hay vida en el espacio. Aunque tampoco queda vida en la campaña del senador Sexton. Y ahora, a medida que aparece nueva información que sugiere profundos problemas de financiación persiguiendo al senador...
Un golpe en la puerta atrajo la atención de Rachel.
«Michael», esperó, apagando rápidamente la televisión. No le había visto desde el desayuno. Al llegar a la Casa Blanca, Rachel no deseaba otra cosa que quedarse dormida en sus brazos. Aunque percibía que él sentía lo mismo, Corky había intervenido, aparcándose en la cama de Tolland y relatando exuberantemente una y otra vez su historia sobre cómo se había orinado encima y había salvado el día. Por fin, totalmente exhaustos, Rachel y Tolland se habían dado por vencidos, yendo a dormir a diferentes dormitorios.
De camino a la puerta, Rachel se miró en el espejo, divertida al ver lo ridículamente que iba vestida. Lo único que había encontrado para acostarse era una vieja sudadera de fútbol de Penn State que había en la cómoda. Le llegaba a las rodillas como un camisón.
Siguieron los golpes a la puerta.
Rachel abrió, desilusionada al ver que se trataba de una agente del Servicio Secreto de Estados Unidos. Era una joven guapa y de buen porte con una americana azul.
—Señorita Sexton, el caballero de la Habitación Lincoln ha oído su televisor. Me ha pedido que, ya que está usted despierta... —La joven se calló, arqueando las cejas, sin duda familiarizada con los juegos nocturnos que tenían lugar en los pisos superiores de la Casa Blanca.
Rachel se sonrojó al tiempo que sentía un cosquilleo en la piel.
—Gracias.
La agente condujo a Rachel por el pasillo impecablemente decorado hasta el marco de una puerta de aspecto sencillo que se encontraba muy cerca de la suya.
—La Habitación Lincoln —dijo la agente—. Y, como debo decir siempre que llego a esta puerta, «Duerma bien y tenga cuidado con los fantasmas».
Rachel asintió. Las leyendas sobre fantasmas en la Habitación Lincoln eran tan viejas como la propia Casa Blanca. Se decía que Winston Churchill había visto en ella al fantasma de Lincoln, como ya les había ocurrido a muchos otros, entre los que se incluían Eleanor Roosevelt, Amy Cárter, el actor Richard Dreyfus y muchas criadas y mayordomos. Se decía que el perro del presidente Reagan se pasaba horas ladrando ante la puerta.
De pronto la idea de tener que vérselas con espíritus históricos hizo que Rachel fuera consciente de hasta qué punto la habitación era un lugar sagrado. Se sintió repentinamente avergonzada, ahí de pie con su larga camiseta de fútbol y las piernas desnudas, como una universitaria colándose en la habitación de algún chico.
—¿Es kosher? —le susurró a la agente—. Me refiero si realmente es la Habitación Lincoln.
La agente le respondió con un guiño.
—En esta planta, nuestra política es «No preguntes, no cuentes».
Rachel sonrió. —Gracias.
Alargó la mano hacia el pomo de la puerta, anticipando ya lo que iba a encontrar al otro lado.
—¡Rachel!
La voz nasal recorrió el pasillo como una sierra circular.
Rachel y la agente se giraron. Corky Marlinson renqueaba hacia ellas, apoyándose en un par de muletas con la pierna ya debidamente vendada.
—¡Yo tampoco podía dormir!
Rachel se derrumbó en cuanto vio que su cita romántica estaba a punto de desintegrarse.
Los ojos de Corky inspeccionaron a la guapa agente del Servicio Secreto. Le dedicó una amplia sonrisa.
—Me encantan las mujeres con uniforme.
La agente se apartó la americana, dejando a la vista una arma colgada del cinturón de aspecto letal.
Corky retrocedió.
—Mensaje recibido. ,.
Se volvió entonces hacia Rachel.
—¿Mike también está despierto? ¿Va a entrar? —preguntó, al parecer ansioso por unirse a la fiesta. . Rachel soltó un gemido.
—De hecho, Corky...
—Doctor Marlinson —intervino la agente secreto, sacando una nota de su americana—. Según esta nota, que me entregó el señor Tolland, tengo órdenes explícitas de acompañarle a la cocina, ordenarle a nuestro chef que le prepare lo que usted desee, y pedirle que me cuente en detalle cómo logró salvarse de una muerte segura... —La agente vaciló, poniendo una mueca de asco cuando volvió a leer la nota— ...¿orinándose encima?
Al parecer, la agente había pronunciado las palabras mágicas. Corky soltó las muletas al instante, puso un brazo alrededor de los hombros de la mujer en busca de apoyo y dijo:
—¡A la cocina, mi amor!
Mientras la indispuesta agente ayudaba a Corky a avanzar renqueando por el pasillo, Rachel no dudó ni un segundo que Corky Marlinson estaba en el cielo.
—La orina es la clave —le oyó decir—. ¡Porque esos malditos lóbulos olfativos teleencefálicos pueden olerlo todo!
La Habitación Lincoln estaba a oscuras cuando Rachel entró. Le sorprendió ver la cama vacía y sin deshacer. Michael Tolland no estaba a la vista.
Una antigua lámpara de aceite ardía junto a la cama, y en el suave resplandor apenas pudo distinguir la alfombra de Bruselas... la famosa cama labrada de palisandro... el retrato de Mary Todd, la esposa de Lincoln... hasta la cama en la que Lincoln había firmado la Proclamación de Emancipación.
Cuando Rachel cerró la puerta tras de si, sintió una húmeda ráfaga de aire en sus piernas desnudas. «¿Dónde está?» En el otro extremo de la habitación había una ventana abierta, cuyas cortinas de organza blanca ondeaban al viento. Fue hasta ella para cerrarla y un espantoso susurro manó del armario.
—Maaaaaryyyy...
Rachel giró sobre sus talones.
—Maaaaryyyy —volvió a susurrar la voz—. ¿Eres tú?... ¿Mary Todd Liiiincoln?
Rachel cerró rápidamente la ventana y se giró hacia el armario. El corazón se le había acelerado, aunque era consciente de que era una estupidez.
—Mike, sé que eres tú.
—Noooooo... —continuó la voz—. No soy Mike.... Soy... Aaaabe.
Rachel se llevó las manos a la cintura.
—¿Ah, sí? ¿El honrado Abe? :
Se oyó una carcajada sofocada.
—El moderadamente honrado Abe, sí.
Ahora también Rachel se reía.
—Asústateeeeee —gimió la voz desde el armario—. Asústate muchooooo.
—No estoy asustada.
—Por favor, asústate... —gimió la voz—. En la especie humana, las emociones de miedo y de excitación sexual van íntimamente relacionadas.
Rachel rompió a reír.
—¿Así es como piensas excitarme?
—Perdónameeee —gimió la voz—. Hace muchos aaaañoooos que no estoy con una mujer.
—No lo dudo —dijo Rachel, abriendo la puerta de golpe.
Michael Tolland estaba delante de ella con su sonrisa picara y torcida. Estaba irresistible con su pijama de satén de color azul marino. Rachel no ocultó su sorpresa al ver el sello presidencial blasonado en su pecho.
—¿Un pijama presidencial?
Michael se encogió de hombros.
—Estaba en el cajón.
—¿Y yo sólo he encontrado una camiseta de fútbol?
—Deberías haber elegido la Habitación Lincoln.
—¡Deberías habérmela ofrecido!
—Me habían dicho que el colchón era incómodo. Una antigualla de crin de caballo —dijo Tolland con un guiño, señalando un paquete envuelto en papel de regalo que había sobre una mesa con tablero de mármol.
—Te lo compensaré con eso.
Rachel se emocionó.
—¿Para mí?
—Le he pedido a una de las asesoras presidenciales que saliera a buscarlo. Acaba de llegar. No lo agites.
Rachel abrió el paquete con cuidado, sacando el pesado contenido. Contenía una bola de cristal en la que nadaban dos feas carpas. Miró a Michael presa de una confusa decepción.
—Estás de broma, ¿verdad?
—Helostoma temmincki —dijo Tolland orgulloso.
—¿Me has comprado unos peces?
—Son unos peces besadores muy difíciles de encontrar. Muy románticos.
—Los peces no tienen nada de romántico, Mike.
—Díselo a ellos. Se pasan horas besándose.
—¿Y supuestamente esto es otra forma de excitarme?
—Tengo muy olvidado el cortejo. ¿Puedes puntuarme teniendo en cuenta el esfuerzo?
—Para futuras ocasiones, Mike, los peces no tienen nada de excitante. Inténtalo con flores.
Tolland sacó un ramo de lirios blancos de detrás de la espalda.
—He intentado coger rosas rojas —dijo—, pero casi me disparan al colarme en el Jardín de las Rosas.
Cuando Tolland atrajo el cuerpo de Rachel hacia el suyo y aspiró la suave fragancia de su pelo, sintió que en su interior se disolvían años de silencioso aislamiento. La besó apasionadamente, sintiendo cómo su cuerpo se pegaba al suyo. Los lirios blancos cayeron a sus pies y las barreras que Tolland ni siquiera era consciente de haber levantado se derritieron repentinamente.
«Los fantasmas han desaparecido».
Ahora sentía cómo Rachel lo llevaba a la cama y oyó su suave suspiro al oído.
—No hablas en serio cuando dices que los peces te parecen románticos, ¿verdad?
—Sí —dijo Mike, volviendo a besarla—. Deberías ver el ritual de apareamiento de las medusas. Increíblemente erótico.
Rachel le hizo tumbarse boca arriba sobre el colchón de crin de caballo, acomodando su esbelto cuerpo sobre el de él.
—Y los caballitos de mar... —dijo Tolland, ya sin aliento mientras saboreaba el contacto de la piel de ella contra el fino satén de su pijama—. Los caballitos de mar ejecutan... una danza amorosa increíblemente sensual.
—Basta de hablar de peces —susurró Rachel, desabrochándole el pijama—. ¿Qué podrías decirme sobre los rituales de apareamiento de los primates avanzados?
Tolland suspiró.
—Me temo que no me dedico a los primates.
Rachel se quitó la camiseta de fútbol.
—Bueno, chico estudioso de la naturaleza, en ese caso te sugiero que aprendas rápido.
Epílogo
El reactor de transporte de la NASA viró a gran altura sobre el Atlántico.
A bordo del reactor, el director Lawrence Ekstrom dedicó una última mirada a la enorme roca chamuscada que llevaban en la bodega de carga. «De regreso al mar», pensó. «Donde te encontraron».
Siguiendo las órdenes de Ekstrom, el piloto abrió las puertas de la bodega y dejó caer la roca. Vieron cómo la inmensa piedra caía a plomo al vacío desde la parte posterior del avión, arqueándose al cruzar el soleado cielo oceánico y desapareciendo bajo las olas en un pilar de rocío plateado.
La gigantesca piedra se hundió rápidamente.
Bajo el agua, a ciento cincuenta metros de profundidad, apenas quedaba luz suficiente para ver cómo giraba. Al rebasar los doscientos cincuenta metros, la roca se sumergió en una absoluta oscuridad.
Cayendo a toda velocidad.
Ganando profundidad.
Siguió cayendo durante casi veinte minutos.
Luego, como un meteorito al estrellarse contra la cara oculta de la luna, la roca impactó contra una vasta llanura de barro sobre el suelo oceánico, levantando una nube de cieno. Cuando el polvo por fin volvió a posarse, una de las mil especies desconocidas que pueblan el océano se acercó nadando hasta la roca para inspeccionar a la extraña recién llegada.
Sin mostrar el menor interés, la criatura siguió su camino.
FIN