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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • 280. Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • 281. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 282. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 285. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 286. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 287. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 288. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 289. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 290. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 291. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 292. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 293. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 295. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 297. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 298. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 299. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 306. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 308. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 309. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 310. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 311. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 312. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 313. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      1.5  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.3  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

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    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

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    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

    H
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    Reloj #

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    Prog.R.3

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    X
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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ▪1 ▪2 ▪3

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

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    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



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    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
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    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    LA CLAVE ESTA EN REBECA (Ken Follett)

    Publicado en abril 08, 2010
    ÍNDICE

    Primera parte TOBRUK 2
    Segunda parte MERSA MATRUH 93
    Tercera parte ALAM HALFA 156

    Nuestro espía de El Cairo es el más grande de todos los héroes.
    Erwin Rommel septiembre de 1942
    (Citado por Anthony Cave Brown en Bodyguard ofLies)


    PRIMERA PARTE

    TOBRUK


    El último camello se desplomó a mediodía. Era el macho blanco de cinco años que había comprado en Gialo, la más joven y fuerte de las tres bestias y que no tenía tan mal genio. Quería al animal tanto como un hombre puede querer a un camello, lo que equivale a decir que solo lo odiaba un poco.
    Treparon a sotavento una colina pequeña, marcando —hombre y camello— grandes y torpes pisadas en la arena inestable. En la cima se detuvieron. Miraron adelante y solo vieron otra colina, y después de esa, mil más. Fue como si el camello hubiera perdido la esperanza. En primer lugar se plegaron sus patas delanteras; luego bajó los cuartos traseros, y así quedó, en lo alto de la colina, como un monumento mirando fijamente hacia el desierto vacío con la indiferencia de los moribundos.
    El hombre tiró de la rienda. La cabeza del camello se adelantó y el pescuezo se estiró, pero el animal no se puso en pie. El hombre se le acercó por detrás y, con todas sus fuerzas, le dio tres o cuatro puntapiés en las ancas. Finalmente, tomó un cuchillo beduino, curvo y de punta aguda, afilado como una navaja, y con él le hirió en la grupa. La sangre fluyó, pero el camello ni siquiera miró atrás.
    El hombre comprendió lo que ocurría. Los tejidos del cuerpo del animal, privados de todo alimento, simplemente habían dejado de funcionar, como una máquina que se ha quedado sin combustible. Había visto desplomarse camellos como este, en los alrededores de un oasis, rodeados de un follaje vivificante del que hacían caso omiso, carentes de energía para comer.
    Podía haber ensayado dos trucos más. Uno era verter agua en los ollares del animal, hasta que empezara a ahogarse. El otro consistía en encender fuego bajo sus cuartos traseros. Pero no podía desperdiciar agua para el primero, ni leña para el segundo, y, por otra parte, ninguno de los dos métodos ofrecía grandes posibilidades de éxito.
    De todos modos, era hora de detenerse. El sol estaba alto y ardía. Empezaba el largo verano del Sahara y la temperatura llegaría, a mediodía, a cuarenta y tres grados a la sombra.
    Sin descargar el camello, el hombre abrió una de sus bolsas y sacó su tienda. Miró de nuevo alrededor, mecánicamente: no había sombra ni cobijo a la vista; ningún lugar era peor que cualquier otro. Montó la tienda junto al camello moribundo, allí, en la cima de la colina.
    El hombre se sentó con las piernas cruzadas en la entrada de la tienda, para preparar el té. Alisó la arena en un cuadrado pequeño, colocó unas pocas y preciosas ramitas secas en forma de pirámide y encendió el fuego. Cuando el agua de la pequeña caldera hirvió, preparó el té al estilo nómada, pasándolo de la tetera a la taza, agregándole azúcar, luego volviendo a echarlo en la tetera, y así varias veces. La infusión resultante, muy fuerte y bastante empalagosa, era la bebida más tonificante del mundo.
    Masticó algunos dátiles y contempló la muerte del camello mientras esperaba que el sol comenzara a declinar. Su calma era fruto de la experiencia. Había hecho un largo viaje por aquel desierto, más de mil seiscientos kilómetros. Dos meses antes había partido de El Ágela, sobre la costa mediterránea de Libia, y viajado con rumbo sur recorriendo ochocientos kilómetros, vía Gialo y Kufra hacia el vacío corazón del Sahara. Luego había virado al este, cruzando la frontera de Egipto sin ser visto por hombre o animal alguno. Había atravesado el páramo rocoso del desierto Occidental y seguido rumbo norte cerca de Kharga; ya no estaba lejos de su destino. Conocía el desierto pero lo temía. Todo hombre inteligente lo temía, incluso los nómadas, que pasaban allí toda su vida. Pero nunca permitió que el temor lo dominara y le hiciera caer presa del pánico, que agotaba las energías de su sistema nervioso. Siempre había catástrofes: errores de orientación que desviaban el rumbo dos o tres kilómetros e impedían encontrar un pozo de agua; cantimploras que goteaban o reventaban; camellos aparentemente saludables que enfermaban tras un par de días de camino. El único remedio era decir Inshallah: Es la voluntad de Dios.
    Finalmente, el sol comenzó a ponerse. El hombre contempló la carga que llevaba el camello, preguntándose cuánto podría acarrear. Había tres pequeñas maletas europeas, dos pesadas y una liviana, todas importantes; un saco pequeño con ropas, un sextante, los mapas, la comida y la cantimplora. Pero era demasiado: tendría que abandonar la tienda, el juego de té, la olla, el almanaque y la montura.
    Hizo un solo bulto con las tres maletas y encima ató la ropa, la comida y el sextante sujetándolo todo con un trozo de lienzo. Pudo pasar los brazos bajo las fajas del lienzo y cargarse el bulto a la espalda como una mochila. Se colgó al cuello la cantimplora de piel de cabra, que quedó suspendida delante de él.
    Era una carga pesada; tres meses antes hubiera podido acarrearla todo el día y jugar al tenis al atardecer, porque era un hombre fuerte; pero el desierto le había debilitado. Sus intestinos eran pura agua; su piel, un montón de llagas; y había perdido diez o quince kilos. Sin el camello no podría ir muy lejos.
    Con la brújula en la mano comenzó a andar. Siguió el rumbo que le marcaba, resistiendo la tentación de desviarse alrededor de las colinas, pues en los últimos kilómetros se estaba orientando por puro cálculo y el más mínimo error podía hacer que se extraviara. Estableció un paso lento y largo. Su mente se vació de esperanzas y temores y se concentró en la brújula y en la arena. Logró olvidar el dolor de su cuerpo exhausto y puso mecánicamente un pie delante del otro, sin pensar y, por tanto, sin esfuerzo.
    Al anochecer refrescó. La cantimplora colgaba más ligera a medida que consumía el contenido. No quería pensar en la cantidad de agua que quedaba. Había calculado que bebía tres litros por día, y sabía que no tenía suficiente para otra jornada. Una bandada de aves voló sobre su cabeza silbando ruidosamente. Miró hacia arriba, dando sombra a sus ojos con la mano, y vio que eran urogallos de Licchtenstein, aves del desierto parecidas a palomas marrones, que todas las mañanas y todas las tardes volaban hacia el agua. Iban en la misma dirección que él. Eso significaba que llevaba el rumbo correcto, pero sabía que esas aves podían volar ochenta kilómetros hasta llegar al oasis, de modo que era poco el aliento que le daban.
    Al enfriarse el desierto se juntaron nubes en el horizonte. Detrás del hombre, el sol bajó más y se convirtió en un gran globo amarillo. Poco después apareció una luna blanca en el cielo purpúreo.
    Pensó en hacer un alto. Era imposible caminar toda la noche. Pero no tenía ni tienda, ni manta, ni arroz, ni té. Y tenía la certeza de encontrarse cerca del pozo: según sus cálculos ya debería estar allí.
    Siguió andando. Empezaba a perder la calma. Había opuesto su fuerza y su pericia al desierto despiadado, y comenzaba a parecer que el desierto ganaría. Pensó de nuevo en el camello que había abandonado y en cómo se había sentado el animal en la pequeña colina, con la tranquilidad del agotamiento, aguardando la muerte. Pensó que él no la esperaría: cuando fuera inevitable, correría a su encuentro, las horas de angustia y de invasora locura no eran para él. Sería indigno. Llegado ese momento tenía su cuchillo.
    La idea le hizo perder la esperanza y ya no pudo reprimir el temor. La luna se ocultó, pero el panorama brillaba a la luz de las estrellas. Vio a su madre en la distancia. Le amonestaba: «¡No dirás que no te lo advertí!». Oyó un tren que resoplaba al ritmo de su corazón, lentamente. Piedras pequeñas se movían a su paso, como ratas que corretearan. Olió a cordero asado. Con enorme esfuerzo trepó a una elevación y vio, muy cerca, el brillo rojo del fuego en el que se había cocido la carne, y al lado a un muchachito que roía los huesos. Había tiendas alrededor del fuego, camellos maneados pastando en los espinos dispersos y, más allá, el manantial. Entró en aquella alucinación. Los que estaban en el espejismo levantaron la vista y lo miraron asombrados. Un nombre alto se puso en pie y habló. El viajero desenrolló parcialmente la tela de su howli, para mostrar la cara.
    El hombre alto se adelantó conmovido.
    —¡Mi primo! —exclamó.
    El viajero comprendió que, después de todo, no se trataba de una ilusión. Esbozó una sonrisa y se desplomó.
    Al despertar creyó por un momento que volvía a ser niño y que su vida de adulto había sido un sueño.
    Alguien le tocaba el hombro y le decía en el idioma del desierto: «Despierta, Achmed». Hacía años que nadie le llamaba Achmed. Se dio cuenta de que estaba envuelto en una manta burda y acostado sobre la arena fría, con la cabeza vendada. Abrió los ojos y vio el amanecer espléndido como un arco iris recto sobre el horizonte negro y plano. El viento helado de la mañana le golpeaba la cara. En ese instante experimentó de nuevo toda la confusión y ansiedad de sus quince años.
    Aquella vez, la primera que había despertado en el desierto, se sintió totalmente perdido. Pensó: «Mi padre ha muerto», y luego: «Tengo otro padre». Por su cabeza pasaron fragmentos de los suras del Corán, mezclados con otros del credo que su madre aún le enseñaba a escondidas, en alemán. Recordaba el reciente dolor agudo de su circuncisión, seguido por las salvas de rifle de quienes le felicitaban por haberse convertido finalmente en uno de ellos, en un verdadero hombre. Luego el largo viaje en tren, preguntándose cómo serían sus primos del desierto y si desdeñarían su cuerpo pálido y sus modales civilizados. Había salido caminando enérgicamente de la estación y vio a dos árabes sentados junto a sus camellos en el polvo del patio. Estaban envueltos en las tradicionales chilabas, que los cubrían de la cabeza a los pies, con excepción de una hendidura en el howli, que revelaba solamente sus ojos, oscuros e inescrutables. Le llevaron al manantial. Fue aterrador: nadie le habló, salvo por señas. Al atardecer se dio cuenta de que aquella gente no tenía retretes, y se sintió terriblemente avergonzado. Por fin se vio obligado a preguntar. Hubo un momento de silencio y luego estalló una carcajada general. Pensaban que no hablaba su idioma y por eso todos habían tratado de comunicarse con él por señas. Y había usado una palabra infantil al preguntar por el excusado, lo que incrementó la comicidad de la situación. Alguien le explicó que debía caminar un poco más allá del círculo de tiendas y ponerse en cuclillas sobre la arena. Después de eso ya no se sintió tan atemorizado, pues aquellos eran hombres toscos, pero no rudos.
    Todos esos pensamientos habían pasado por su mente mientras contemplaba su primer amanecer en el desierto; y ahora volvían veinte años después, tan frescos y dolorosos como los malos recuerdos del ayer, con las palabras: «Despierta, Achmed».
    Se sentó bruscamente y los viejos pensamientos se desvanecieron con rapidez, como las nubes matinales. En una misión vitalmente importante, había cruzado el desierto hallando al final el manantial. No era una alucinación: allí estaban sus primos, como siempre en aquella época del año. Se desvaneció a causa del agotamiento, le envolvieron en mantas y le dejaron dormir junto al fuego. Súbitamente, sintió pánico al pensar en su precioso equipaje. ¿Todavía lo llevaba cuando llegó? Entonces lo vio amontonado con cuidado a sus pies.
    Ishmael estaba en cuclillas junto a él. Siempre había sido así: durante el año que los dos muchachos pasaron juntos en el desierto, Ishmael siempre se despertaba el primero.
    —Serios problemas, primo —le dijo.
    Achmed asintió:
    —Hay guerra.
    Ishmael le ofreció un diminuto cuenco adornado con piedras preciosas. Achmed sumergió los dedos en el agua y se lavó los ojos. Después se levantó mientras Ishmael se alejaba.
    Una de las mujeres, callada y obsequiosa, le sirvió té. Lo tomó sin darle las gracias, rápidamente. Comió un poco de arroz hervido, frío, mientras a su alrededor continuaba el trabajo pausado del campamento. Al parecer, aquella rama de la familia todavía era rica: había varios sirvientes, muchos niños y más de veinte camellos. Las ovejas que se hallaban en las cercanías solo eran una parte del rebaño. El resto pastaba a pocos kilómetros de distancia. También había más camellos, que vagaban durante la noche en busca de follaje para comer y, aunque estaban maneados, a veces se perdían de vista. Los muchachos más jóvenes los estarían reuniendo ya, como lo habían hecho Ishmael y él. Los animales no tenían nombres, pero Ishmael conocía a cada uno de ellos, y también su historia. Decía, por ejemplo: «Este es el macho que mi padre regaló a su hermano Adbel el año en que murieron muchas hembras; y el macho quedó cojo, de modo que mi padre dio a Adbel otro y se trajo este de vuelta. Todavía renquea, ¿ves?». Achmed había llegado a conocer bien a los camellos, pero nunca llegó a adoptar totalmente la actitud del nómada hacia ellos: la víspera no había encendido fuego debajo del moribundo animal blanco. Ishmael lo habría hecho.
    Achmed terminó su desayuno y volvió a su equipaje. Las maletas no estaban cerradas con llave. Abrió la que estaba encima, una pequeña, de cuero; y cuando miró los interruptores y diales de la sólida radio cuidadosamente acomodada en la maleta rectangular, tuvo un recuerdo repentino y vivido, como una película: la bulliciosa y frenética ciudad de Berlín; una calle arbolada, la Tirpitzufer; un edificio de piedra, de cuatro pisos; un laberinto de corredores y escaleras; una oficina externa, con dos secretarias; una interior, escasamente amueblada con un escritorio, un sofá, un archivo, una cama pequeña y, en la pared, una pintura japonesa, de un demonio sonriente, y una fotografía autografiada, de Franco. Y detrás de la oficina, en un balcón que daba al canal Land—wehr, un par de perros raposeros y un almirante prematuramente encanecido que decía: «Rommel quiere que introduzca un agente en El Cairo».
    La maleta también contenía un libro, una novela en inglés. Distraídamente, Achmed leyó la primera línea: «Anoche soñé que volvía a Manderley». Una hoja de papel doblada cayó de entre las del libro. Achmed la recogió cuidadosamente y la colocó otra vez en su lugar. Cerró el libro y lo guardó en la maleta. Después la cerró.
    Ishmael estaba en pie, a su lado.
    —¿Fue un viaje largo? —preguntó.
    Achmed asintió:
    —Vine de El Ágela, en Libia. —Aquellos nombres no significaban nada para su primo—. Vine desde el mar.
    —¡Desde el mar!
    —Sí.
    —¿Solo?
    —Tenía unos cuantos camellos cuando partí. Ishmael estaba pasmado; ni los nómadas hacían viajes tan largos, y él nunca había visto el mar. —¿Por qué?
    —Tiene que ver con esta guerra.
    —Una banda de europeos que lucha con otra para decidir cuál de ellas se establecerá en El Cairo. ¿Qué interesa eso a los hijos del desierto?
    —El pueblo de mi madre participa en la guerra —dijo Achmed.
    —Un hombre debe seguir a su padre.
    —¿Y si tiene dos padres?
    Ishmael se encogió de hombros. Comprendía el dilema. Achmed levantó la maleta cerrada.
    —¿Me la guardarías?
    —Sí. —Ishmael la tomó—. ¿Quién está ganando la guerra?
    —El pueblo de mi madre. Es como los nómadas: orgulloso, cruel y fuerte. Va a gobernar el mundo.
    Ishmael sonrió.
    —Achmed, tú siempre creíste en el león del desierto...
    Achmed recordaba: en la escuela había aprendido que en un tiempo hubo leones en el desierto, y que era posible que quedaran algunos ocultos en las montañas, alimentándose de ciervos, zorros africanos y ovejas salvajes. Ishmael no quiso creerlo. La discusión había parecido terriblemente importante entonces, y casi riñeron por ello. Achmed sonrió burlón.
    —Aún creo en el león del desierto —dijo.
    Los dos primos se miraron. Habían pasado cinco años desde su último encuentro. El mundo había cambiado. Achmed pensó en las cosas que podía contar: la reunión crucial en Beirut, en 193 8, su viaje a Berlín, su gran golpe en Estambul... Nada de eso significaría lo más mínimo para su primo, que probablemente estaba pensando lo mismo sobre los acontecimientos de sus últimos cinco años. Desde su peregrinaje a La Meca, juntos, cuando eran muchachos, se habían cobrado un profundo afecto, pero nunca tuvieron nada de que hablar.
    Después de un instante, Ishmael se alejó llevando la maleta a su tienda. Achmed fue a buscar un poco de agua en un bol. Abrió otra bolsa, y extrajo un pedazo de jabón, un espejo y una navaja. Apoyó el espejo en la arena, lo acomodó y empezó a desenrollarse el turbante.
    La imagen de su rostro en el espejo le impresionó. La frente, firme y normalmente despejada, estaba cubierta de llagas. Tenía los ojos entornados por el dolor y con surcos en los extremos. La barba oscura crecía enmarañada sobre las delicadas mejillas, y la piel de la nariz, grande y aguileña, estaba enrojecida y agrietada. Separó los labios quemados y vio que sus dientes, finos y regulares, estaban sucios y manchados.
    Se enjabonó y empezó a afeitarse.
    De forma gradual fue emergiendo su vieja cara. Era firme, más que bella, y normalmente tenía un aire que él reconocía, en los momentos de mayor imparcialidad, algo disoluto; pero estaba destrozada. En previsión de esos estragos había llevado consigo un frasco de loción a través de cientos de kilómetros de desierto. Pero no lo usó, porque sabía que no soportaría su perfume. Se lo dio a una niña que había estado observándolo y que se alejó corriendo, encantada con su premio.
    Achmed llevó su bolsa a la tienda de Ishmael y despidió a las mujeres. Se quitó la ropa que había usado y se puso una camisa blanca inglesa, una corbata rayada, calcetines grises y un traje marrón, a cuadros. Cuando trató de calzarse los zapatos descubrió que se le habían hinchado los pies: era angustioso tratar de introducirlos en el cuero nuevo y duro. Sin embargo, no podía ponerse su traje europeo con las improvisadas sandalias de caucho que había llevado en el desierto. Finalmente, con su cuchillo curvo hizo unos cortes en los zapatos y pudo calzárselos con facilidad.
    Quería más: un baño caliente, un corte de cabello, crema hidratante, fresca, para sus quemaduras, una camisa de seda, una pulsera de oro, una botella de champán helado y una mujer tierna y tibia. Para todo eso tendría que esperar.
    Cuando emergió de la tienda los nómadas le miraron como si fuera un extraño. Tomó su sombrero y levantó las dos maletas restantes, una pesada y otra liviana. Ishmael se acercó con una cantimplora de piel de cabra. Los dos primos se abrazaron.
    Achmed sacó una cartera del bolsillo de su chaqueta, para examinar sus documentos. Al contemplar su tarjeta de identidad se dio cuenta de que era otra vez Alexander Wolff, de treinta y cuatro años, de Villa les Oliviers, Garden City, El Cairo, hombre de negocios, un europeo.
    Se puso el sombrero, cargó las maletas y partió con el fresco del amanecer para cubrir los últimos kilómetros de desierto que le separaban del pueblo.
    La formidable y antigua ruta de las caravanas, que Wolff había seguido de oasis en oasis cruzando el vasto y vacío arenal, conducía a un paso en la cordillera y finalmente se confundía con una carretera moderna común. Era como una línea trazada en el mapa por Dios, porque de un lado estaban las colinas desoladas, polvorientas y amarillas, y del otro, los exuberantes campos de algodón, encuadrados por los canales de riego. Los campesinos, inclinados sobre los cultivos, usaban galabiyas —simples camisones de algodón a rayas— en lugar de las protectoras y pesadas chilabas de los nómadas. Mientras caminaba por la carretera hacia el norte, oliendo la brisa húmeda y fresca del Nilo cercano, observando las crecientes señales de civilización urbana, Wolff comenzó a sentirse humano otra vez. Los campesinos dispersos en los campos ya no le parecieron una multitud. Finalmente oyó el motor de un auto y supo que estaba a salvo.
    El vehículo se acercaba del lado del pueblo, Assyut. Después de una curva quedó ante su vista: era un jeep militar. Cuando estuvo más cerca, Wolff vio los uniformes del ejército británico y se dio cuenta de que había dejado atrás un peligro solo para enfrentarse a otro.
    Decidió tranquilizarse. «Tengo todo el derecho a estar aquí —pensó—. Nací en Alejandría. Soy egipcio por nacionalidad. Tengo una casa en El Cairo. Todos mis documentos son auténticos. Soy un hombre rico, un europeo y un espía alemán tras las líneas enemigas...»
    El jeep se detuvo con un chirrido en medio de una nube de polvo. Uno de los hombres bajó de un salto. Tenía tres estrellas de tela sobre las hombreras del uniforme: un capitán. Parecía sumamente joven y cojeaba.
    El capitán dijo:
    —¿De dónde diablos viene usted?
    Wolff dejó sus maletas en el suelo y con un pulgar señaló hacia atrás, por encima del hombro:
    —Mi coche se averió en la carretera del desierto.
    El capitán asintió aceptando de inmediato la explicación: jamás se le hubiera ocurrido, como a ninguna otra persona, que un europeo pudiera haber llegado caminando desde Libia.
    —Muéstreme sus documentos, por favor.
    Wolff se los entregó. El capitán los examinó y luego levantó la vista. Wolff pensó: «Hubo una filtración en Berlín y todo Egipto me está buscando; o han cambiado los documentos desde que estuve aquí por última vez y los míos están vencidos; o...».
    —Parece muy cansado, señor Wolff —dijo el capitán—. ¿Cuánto tiempo ha estado caminando?
    Wolff se percató de que su desastrosa apariencia podría provocar cierta provechosa solidaridad por parte de otro europeo.
    —Desde ayer por la tarde —dijo con un gesto de cansancio no totalmente fingido—. Me perdí.
    —¿Pasó toda la noche a la intemperie? —El capitán observó con mayor detenimiento el rostro de Wolff—. ¡Dios mío! ¡Ya lo creo! Más vale que venga con nosotros. —Se volvió hacia el jeep—. Cabo, tome las maletas del caballero.
    Wolff abrió la boca para protestar, pero la cerró de nuevo bruscamente. Un hombre que ha estado caminando toda la noche estaría encantado de que alguien le llevara el equipaje. Objetarlo no solo restaría verosimilitud a su relato; centraría la atención en las maletas. Cuando el cabo las levantó para colocarlas en la parte posterior del jeep, Wolff se dio cuenta, con desazón, de que ni siquiera se había molestado en cerrarlas con llave. «¿Cómo puedo ser tan estúpido», pensó. Sabía cuál era la respuesta. Sus actos todavía armonizaban con el desierto, donde uno se podía considerar afortunado si veía a otra persona una vez por semana, y donde lo último que querían robarle sería un transmisor de radio que hay que conectar con un enchufe eléctrico. Sus sentidos seguían atentos a incongruencias: observaba el movimiento del sol, olía el aire en busca de agua, medía las distancias que recorría y escrutaba el horizonte como si buscara un árbol solitario a cuya sombra pudiera descansar durante el calor del día. Tenía que olvidar todo eso y pensar, en cambio, en policías y documentos, cerraduras y mentiras.
    Decidió tener más cuidado y subió al jeep.
    El capitán se acomodó a su lado y ordenó al conductor:
    —Vuelva al pueblo.
    Wolff decidió reforzar su historia mientras el jeep entraba en la polvorienta carretera.
    —¿Tiene un poco de agua? —preguntó.
    —Desde luego.
    El capitán buscó debajo de su asiento y sacó una cantimplora de hojalata cubierta de fieltro, del tamaño de una botella grande de. La destapó y se la ofreció a Wolff, que bebió largamente, por lo menos medio litro.
    —Gracias —dijo, y devolvió la cantimplora.
    —¡Qué sed tenía usted! No es sorprendente. A propósito... Soy el capitán Newman.
    Extendió la mano.
    Wolff la estrechó y miró más detenidamente al capitán. Era joven —poco más de veinte años, calculó— y de cara fresca, con un mechón de pelo sobre la frente y una sonrisa fácil. Pero su conducta revelaba la madurez y la fatiga que afectan pronto a los hombres que combaten. Wolff preguntó:
    —¿Ha visto acción?
    —Alguna. —El capitán Newman se tocó la rodilla—. Me lisié la pierna en Cirenaica. Por eso me mandaron a este pue—blucho. —Sonrió abiertamente—. No puedo decir, con sinceridad, que esté desesperado por volver al desierto, pero me gustaría hacer algo un poco más positivo que esto, a cientos de kilómetros del frente. La única lucha que vemos es entre los cristianos y los musulmanes del pueblo. ¿De dónde proviene su acento?
    La pregunta, repentina y sin relación a lo anterior, tomó a Wolff por sorpresa. Pensó que esa, seguramente, había sido la intención: el capitán Newman era un joven muy perspicaz: Por fortuna, Wolff tenía preparada una respuesta.
    —Mis padres eran bóers que vinieron de Sudáfrica a Egipto. Crecí hablando afrikaans y árabe. —Dudó inquieto, pues no quería llamar la atención mostrándose demasiado ansioso por dar explicaciones—. El apellido Wolff es de origen holandés; y me bautizaron con el nombre de Alex por la ciudad donde nací.
    Newman parecía cortésmente interesado.
    —¿ Qué le trae por aquí?
    Wolff también se había preparado eso.
    —Tengo negocios en varias ciudades del Alto Egipto. —Sonrió—. Me agrada visitarlos por sorpresa.
    Estaban entrando en Assyut. Para los cánones egipcios era una ciudad grande, con fábricas, hospitales, una universidad musulmana, un convento famoso y unos sesenta mil habitantes. Wolff estuvo a punto de pedir que le dejaran en la estación del tren, cuando Newman lo salvó del error.
    —Necesita un garaje —dijo el capitán—. Lo llevaremos al de Nasif. Tiene un camión de remolque.
    Wolff se obligó a contestar.
    —Gracias.
    Tragó en seco, todavía no pensaba con suficiente profundidad ni rapidez. «Ojalá pudiera sobreponerme —pensó—. Es el maldito desierto; me ha entorpecido.» Miró su reloj. Había tiempo para hacer una breve representación en el garaje y, con todo, alcanzar el tren diario a El Cairo. Consideró lo que haría. Tendría que entrar en el garaje, porque Newman estaría observando. Después los soldados se alejarían. Wolff habría de hacer algunas preguntas sobre repuestos de auto o algo así y luego iría a pie hasta la estación.
    Con suerte, Nasif y Newman nunca hablarían de Alex Wolff.
    El jeep recorrió las calles estrechas y bulliciosas. El espectáculo de una ciudad egipcia, que le era familiar, agradó a Wolff: las alegres ropas de algodón, las mujeres que llevaban bultos sobre sus cabezas, los policías serviciales, los personajes característicos con gafas de sol, las diminutas tiendas que desbordaban sobre las calles llenas de baches, los mostradores, los coches desvencijados y los borricos sobrecargados. Se detuvieron frente a una fila de casas de adobe. La calle estaba parcialmente obstruida por un antiquísimo camión y los restos de un Fiat desmontado para aprovechar sus piezas. Un muchachito trabajaba en un bloque de cilindros con una llave inglesa, sentado en el suelo frente a la entrada.
    —Tendré que dejarle aquí; el deber me llama —dijo el capitán Newman.
    Wolff le dio la mano.
    —Ha sido muy amable.
    —No quiero dejarle así—continuó el capitán—. Usted lo ha pasado mal. —Frunció el entrecejo y luego su rostro se aclaró—. Le diré lo que voy a hacer. Dejaré al cabo Cox para que le ayude.
    Wolff contestó:
    —Es muy amable, pero realmente...
    Newman no escuchaba.
    —Tome el equipaje del señor, Cox, y esté muy atento. Quiero que cuide del caballero. Y no les deje hacer nada a los árabes, ¿comprende?
    —¡Sí, señor! —dijo Cox.
    Wolff gruñó para sus adentros. Habría más demoras mientras se libraba del cabo. La gentileza del capitán Newman se estaba volviendo una molestia. ¿Sería intencionada?
    Wolff y Cox descendieron y el jeep se alejó. Wolff entró en el taller de Nasif y Cox lo siguió con las maletas.
    Nasif era un joven sonriente, que usaba una galabiya mugrienta. Estaba trabajando en la batería de un auto, a la luz de un quinqué. Les habló en inglés:
    —¿Quieren alquilar un lujoso automóvil? Mi hermano tiene un Bentley...
    Wolff le interrumpió en rápido árabe egipcio.
    —Mi coche se ha averiado. Me informaron que usted tiene un remolque.
    —Sí. Podemos salir inmediatamente. ¿Dónde está el coche?
    —En la carretera del desierto, a unos setenta u ochenta kilómetros. Es un Ford. Pero no iremos con usted. —Sacó su cartera y entregó a Nasif un billete de una libra inglesa—. Cuando regrese me encontrará en el Grand Hotel, junto a la estación del ferrocarril.
    Con presteza Nasif tomó el dinero.
    —¡Muy bien! ¡Salgo ahora mismo!
    Wolff asintió cortésmente y se volvió. Mientras salía del taller, con Cox a la zaga, reflexionó sobre las consecuencias de su breve conversación con Nasif. El mecánico saldría al desierto con su remolque y buscaría el auto por toda la carretera. Finalmente regresaría al Grand Hotel para confesar su fracaso. Se enteraría de que Wolff había partido. Consideraría que había sido pagado razonablemente por su día perdido, pero eso no le impediría contar a todo el mundo la historia del Ford desaparecido y de su conductor también desaparecido. Lo más probable era que, tarde o temprano, todo llegara a oídos del capitán Newman. Quizá Newman no supiera muy bien qué pensar de todo eso, pero ciertamente tendría la impresión de que había algo misterioso que debía investigar.
    Wolff se sintió fastidiado al darse cuenta de que su plan de entrar inadvertido en Egipto podía haber fracasado.
    Tendría que arreglar lo que pudiera. Miró su reloj. Todavía tenía tiempo de alcanzar el tren. Si actuaba con rapidez, podría librarse de Cox en el vestíbulo del hotel y luego comer algo mientras esperaba.
    Cox era un hombre bajo y moreno, con cierto acento regional británico que Wolff no podía identificar. Parecía tener la edad de Wolff y, puesto que todavía era cabo, probablemente no se trataba de un hombre demasiado brillante. Mientras seguía a Wolff, cruzando Midan el—Mahatta, preguntó:
    —¿Conoce la ciudad, señor?
    —Sí, la he visitado anteriormente —replicó Wolff.
    Entraron en el Grand Hotel. Con veintiséis habitaciones, era el más grande de los dos hoteles de la ciudad. Wolff se dirigió a Cox:
    —Muchas gracias, cabo; creo que ya puede volver a su trabajo.
    —No hay prisa, señor —dijo Cox de buena gana—. Le subiré el equipaje.
    —Estoy seguro de que hay mozos en el hotel.
    —Yo de usted no me fiaría de ellos, señor.
    La situación iba adquiriendo, cada vez más, carácter de una pesadilla o una farsa en la cual personas bien intencionadas le obligaban a actuar con mayor insensatez como consecuencia de una pequeña mentira. Se preguntó de nuevo si sería aquello totalmente accidental, y por su mente cruzó, como un terrible absurdo, la idea de que quizá lo supieran todo y simplemente estuvieran jugando con él.
    Apartó ese pensamiento y se dirigió a Cox con toda la amabilidad que pudo improvisar.
    —Bien, muchas gracias.
    Fue al mostrador de recepción y pidió una habitación. Observó su reloj: le quedaban quince minutos. Llenó rápidamente el formulario dando una dirección ficticia de El Cairo. Existía la posibilidad de que el capitán Newman olvidara la dirección verdadera que figuraba en los documentos de identidad, y Wolff no quería dejar un recordatorio.
    Un maletero rubio le acompañó a la habitación. Wolff le dio una propina al llegar a la puerta. Cox puso las maletas sobre la cama.
    Wolff sacó su billetera: quizá también Cox esperara una propina.
    —Bien, cabo —comenzó a decir—, me ha prestado usted un gran servicio...
    —Permítame deshacer su equipaje, señor —dijo Cox—. El capitán encargó que no dejara nada en las manos de los árabes.
    —No, muchas gracias —respondió Wolff con firmeza—. Quiero acostarme enseguida.
    —Adelante, acuéstese —persistió Cox generosamente—. No tardaré ni...
    —¡No abra eso!
    Cox estaba levantando la tapa de la maleta. Wolff se llevó la mano al interior de la chaqueta. «¡Maldito idiota!» y «Ahora quedaré al descubierto» y «Debí haberla cerrado con llave» y «¿Conseguiré hacer esto silenciosamente?». El cabo miraba asombrado los pulcros fajos de libras inglesas que llenaban la maleta pequeña. Dijo:
    —¡Bendito sea Dios, lleva usted una fortuna!
    Mientras avanzaba un paso, cruzó por la mente de Wolff que Cox jamás había visto tanto dinero. El cabo empezó a volverse, y dijo:
    —¿Qué piensa hacer con tanto...?
    Wolff extrajo su mortal cuchillo beduino curvo, que brilló en su mano cuando sus ojos se encontraron con los de Cox. El cabo retrocedió y abrió la boca, para gritar. Entonces la hoja, afilada como una navaja, cortó profundamente la blanda carne de su garganta y su grito de terror se convirtió en una burbuja de sangre. Murió en el acto, y Wolff no sintió más que decepción.
    Transcurría el mes de mayo y soplaba el jamsin, un viento del sur caliente y polvoriento. Bajo la ducha, William Vandam se sentía deprimido por la idea de que aquel fuera a ser en todo el día el único momento de frescura que tuviera. Cerró el grifo y se secó rápidamente. Le dolía todo el cuerpo. El día anterior, por primera vez después de años, había estado jugando al cricket. El Servicio de Información del Estado Mayor había formado un equipo para jugar con los médicos del hospital de campaña. Espías contra matasanos, así se referían al encuentro. Y Vandam, que jugaba al ataque junto a la raya, quedó deshecho de correr cuando los médicos respondieron a los del Departamento de Información lanzando la pelota a todos los extremos del campo. Debía reconocer que su forma física no era buena. La ginebra restaba fuerzas y el cigarrillo le quitaba fondo, y tenía demasiadas preocupaciones como para concentrarse en el juego con la intensidad que este merecía.
    Encendió un cigarrillo, tosió y empezó a afeitarse. Siempre fumaba mientras se afeitaba. Era la única manera que conocía de aliviar el aburrimiento de la inevitable tarea diaria. Quince años atrás había jurado que se dejaría la barba cuando saliera del ejército; pero todavía estaba en el ejército.
    Se puso el uniforme de diario: sandalias gruesas, calcetines cortos, camisa de faena y los pantalones cortos color caqui, con dobleces que podían soltarse y abotonarse debajo de la rodilla, como protección contra los mosquitos. Nadie se los soltaba y los oficiales más jóvenes generalmente los cortaban a causa de su aspecto ridículo.
    Había una botella de ginebra vacía junto a la cama. Vandam la miró sintiendo disgusto hacia sí mismo: era la primera vez que se llevaba la maldita botella a la cama. La levantó, la tapó y arrojó a la basura. Luego bajó a la cocina.
    Gaafar estaba allí preparando té. El sirviente de Vandam era un anciano copto, calvo y de paso torpe con pretensiones de mayordomo inglés. Nunca llegaría a serlo, pero tenía su dignidad y era honrado, y Vandam sabía que esas cualidades no eran comunes entre los criados egipcios.
    —¿Se ha levantado Billy? —preguntó Vandam.
    —Sí, señor; enseguida bajará.
    Vandam aprobó con un gesto. Sobre la cocina hervía el agua de una pequeña cacerola. Vandam introdujo un huevo y puso el termómetro. Cortó dos rebanadas de un pan estilo inglés e hizo tostadas. Luego las untó con mantequilla y las cortó en estrechas tiras. Finalmente extrajo el huevo del agua y lo cascó.
    Billy entró a la cocina.
    —Buenos días, papá.
    Billy tenía diez años. Vandam le sonrió:
    —Buenos días. El desayuno está listo.
    El niño empezó a comer. Vandam se sentó frente a él con una taza de té, observándolo. Últimamente, Billy parecía cansado muchas mañanas. Antes, de forma invariable, estaba fresco como una rosa a la hora del desayuno. ¿Acaso dormía mal? ¿O sería que su metabolismo iba pareciéndose más al de los adultos? Quizá solo se trataba de que se quedaba despierto hasta muy tarde, leyendo historias de detectives bajo las sábanas, a la luz de una linterna.
    La gente decía que Billy era como su padre, pero Vandam no acertaba a ver el parecido. En cambio observaba rasgos de la madre del niño: los ojos grises, la piel delicada y la expresión ligeramente altanera que aparecía en su rostro cuando alguien le fastidiaba.
    Vandam siempre preparaba el desayuno de su hijo. Por supuesto, el criado era perfectamente capaz de cuidar del muchacho, y lo hacía la mayor parte del tiempo; pero a Vandam le agradaba mantener ese pequeño ritual. A menudo era aquel el único momento del día que pasaba con Billy. No hablaban mucho —Billy comía y Vandam fumaba—, pero eso no importaba: lo esencial era que estaban juntos un rato al comenzar cada día.
    Después del desayuno Billy se cepilló los dientes mientras Gaafar sacaba la motocicleta de Vandam. El niño regresó con su gorra escolar puesta, y Vandam se encasquetó la de su uniforme. Como todos los días, se saludaron. Billy dijo:
    —Bien, mi comandante, en marcha... A ganar la guerra.
    Y salieron.
    La oficina del comandante Vandam estaba en Gray Pillars, un grupo de casas rodeadas por una cerca de espino, y que integraban el Cuartel General de Oriente Medio. Cuando llegó, encontró sobre su escritorio un informe acerca de un incidente. Se sentó, encendió un cigarrillo y empezó a leer.
    El informe venía de Assyut, a quinientos kilómetros al sur, y al principio Vandam no podía entender por qué había sido cursado al Servicio de Información. Una patrulla había recogido a un europeo en una carretera. Posteriormente, el hombre asesinaba a un cabo acuchillándolo. Se había descubierto el cuerpo la noche anterior al poco de advertirse la ausencia del cabo, pero varias horas después de su muerte. Un hombre cuya descripción respondía a la del caminante compró un billete con destino a El Cairo en la estación del ferrocarril; pero cuando se halló el cadáver, el tren ya había llegado y el asesino había desaparecido en la ciudad.
    No existía indicio alguno sobre el móvil del crimen.
    La policía egipcia y la policía militar británica ya estarían investigando en Assyut, y sus colegas de El Cairo, como Vandam, conocerían los detalles aquella mañana. ¿Qué razón había para que interviniera Información?
    Vandam frunció el ceño y volvió a reflexionar. Recogen a un europeo en el desierto. El hombre dice que su coche ha sufrido una avería. Se registra en un hotel. A los pocos minutos parte y toma un tren. No se encuentra el auto. Esa noche se descubre el cadáver de un militar en la habitación de un hotel.
    ¿Por qué?
    Vandam tomó el teléfono y llamó a Assyut. El telefonista del campamento tardó un rato en localizar al capitán Newman; pero finalmente lo encontraron en el arsenal y le llamaron al teléfono.
    Vandam dijo:
    —El asesinato parece obra de alguien que ha sido desenmascarado.
    —Eso pensé, señor —dijo Newman. Por su voz parecía un hombre joven—. Por eso envié el informe a su oficina.
    —Bien pensado. Dígame, ¿qué impresión le causó ese hombre?
    —Era un sujeto corpulento...
    —Tengo aquí su descripción: uno ochenta y cinco de estatura, alrededor de ochenta y cinco kilos, cabello y ojos oscuros..., pero eso no me dice cómo era.
    —Comprendo —dijo Newman—. Bien, para ser franco, al principio no me inspiró la menor sospecha. Parecía agotado, lo cual concordaba con su historia del coche averiado en el desierto, pero aparte de eso daba la impresión de un ciudadano correcto: hombre blanco, correctamente vestido, que se expresaba bastante bien, con un acento que dijo era holandés, o más bien afrikaans. Sus documentos estaban en regla, creo que eran auténticos.
    —¿Pero...?
    —Me dijo que estaba de gira de inspección a sus negocios en el Alto Egipto.
    —Bastante factible.
    —Sí, pero no me dio la impresión de ser el tipo de hombre que se pasa la vida invirtiendo en unas pocas tiendas, fabri—quitas o plantaciones de algodón. Tenía mucho más aspecto de cosmopolita seguro de sí mismo: si tuviera dinero para invertir, probablemente lo haría mediante un agente de Bolsa de Londres, o de un banco suizo. En una palabra, no era tipo que anda metido en pequeneces... Es una vaga impresión, señor, pero... ¿comprende lo que quiero decir?
    —Desde luego.
    «Newman parecía listo —pensó Vandam—. ¿Qué haría inmovilizado en Assyut?»
    Newman continuó:
    —Y entonces se me ocurrió que así, sin más, había aparecido en el desierto, y que yo no sabía realmente de dónde podía venir..., de modo que ordené al pobre Cox que se quedara con él, con la excusa de ayudarle para asegurarme de que no se largara antes de que tuviéramos oportunidad de investigar su historia. Desde luego debí detenerle; pero, la verdad, señor, en ese momento solo tenía una ligerísima sospecha...
    —No creo que nadie le culpe, capitán —dijo Vandam—. Procedió tomando nota del nombre y la dirección de los documentos. Alex Wolff, Villa les Oliviers, Garden City, ¿verdad?
    —Sí, señor.
    —Muy bien, por favor, manténgame al tanto de cualquier novedad.
    —Sí, señor.
    Vandam colgó. Las sospechas de Newman concordaban con lo que su instinto le decía con respecto al asesinato. Decidió hablar con su superior inmediato. Salió del despacho llevando consigo el informe sobre el incidente.
    Información de Estado Mayor se encontraba al mando de un general de brigada con el título de director de Información Militar. El DIM tenía dos subdirectores: el SIM (O), de Operaciones, y el SIM (I), de Información. Los subdirectores eran tenientes coroneles. El jefe de Vandam, el teniente coronel Bogge, era el SIM (I). Tenía a su cargo la seguridad del personal y empleaba la mayor parte del tiempo en dirigir el mecanismo de la censura. Vandam debía ocuparse de impedir la correspondencia. El y sus hombres contaban con varios cientos de agentes en El Cairo y Alejandría; en la mayoría de los clubes nocturnos y bares había un camarero que figuraba en su nómina. Tenían también informadores entre el personal de servicio doméstico de los políticos árabes más importantes; el ayuda de cámara del rey Faruk trabajaba para Vandam, al igual que el más rico de los ladrones de El Cairo. Le interesaba quién hablaba demasiado y quién escuchaba; y, entre estos, su principal objetivo eran los nacionalistas árabes. Sin embargo, parecía posible que el misterioso hombre de Assyut constituyera una amenaza de distinta índole.
    La carrera de Vandam durante la guerra se había caracterizado hasta ese momento por un éxito espectacular y un gran fracaso, este último ocurrido en Turquía. Rashid Alí había escapado de Iraq. Los alemanes intentaban sacarlo de allí y usarlo con fines de propaganda; los ingleses deseaban mantenerlo fuera del foco de atención y los turcos, celosos de su neutralidad, no querían ofender a nadie. La tarea de Vandam había sido asegurarse de que Alí permaneciera en Estambul. Pero Alí había cambiado sus ropas con un espía alemán y abandonado el país bajo las narices de su custodia. Unos días después pronunciaba por la radio nazi discursos de propaganda para Oriente Medio. En cierta medida, Vandam logró redimirse en El Cairo. Londres le informó que había razones para creer que existía una importante filtración en el sistema de seguridad; después de tres meses de ardua investigación, Vandam descubrió que un diplomático americano de alto grado enviaba mensajes a Washington en un código inseguro. Se cambió el código, la filtración se detuvo y Vandam fue ascendido a comandante.
    Si hubiese sido un civil, o incluso un militar en tiempos de paz, se habría sentido orgulloso de su triunfo y resignado con su derrota. Y habría dicho: «No siempre se puede ganar; alguna vez se pierde». Pero, en la guerra, los errores de un oficial costaban vidas humanas. Como consecuencia del asunto de Rashid Alí había muerto un agente —una mujer— y Vandam no podía perdonárselo.
    Golpeó la puerta del despacho del teniente coronel Bog—ge y entró. Reggie Bogge era un hombre bajo y robusto de unos cincuenta años, que vestía un uniforme inmaculado y usaba brillantina en el cabello. Tenía una tos nerviosa con la que se aclaraba la garganta cuando no sabía bien qué decir, cosa que sucedía a menudo. Se sentaba tras un enorme escritorio curvo —más grande que el del DIM— y despachaba los papeles apilados en la cubeta de «Pendiente». Siempre más deseoso de hablar que de trabajar, invitó a Vandam a sentarse. Tomó una pelota de cricket de color rojo brillante y comenzó a pasarla de una mano a otra.
    —Ayer jugó un buen partido —dijo.
    —Usted tampoco se quedó atrás —contestó Vandam. Era cierto: Bogge había sido el único lanzador decente del equipo de Información y sus tiros lentos con efecto lograron cuatro metas con veinticuatro carreras—. Pero ¿estamos ganando la guerra?
    —Me temo que sigan las malas noticias. —La reunión informativa de la mañana todavía no se había realizado, pero Bogge siempre se enteraba de antemano—. Esperábamos que Rommel atacara frontalmente la Línea Gazala. Debimos comprender que un tipo astuto nunca pelea limpia y abiertamente. Rodeó nuestro flanco sur, tomó el cuartel general del Séptimo Blindado y capturó al general Messervy.
    Era un relato deprimente, reiterado, y Vandam se sintió repentinamente fatigado.
    —¡Qué desastre! —dijo.
    —Afortunadamente no pudo seguir hasta la costa, de manera que las divisiones que se encuentran sobre la Línea Gazala no quedaron aisladas. Con todo...
    —Con todo, ¿cuándo vamos a detenerle?
    —No llegará mucho más lejos. —Era una observación idiota: Bogge no quería criticar a los generales—. ¿Qué tiene ahí?
    Vandam le entregó el informe del incidente:
    —Quisiera ocuparme personalmente de este caso.
    Bogge leyó el informe y levantó la vista, su rostro en blanco.
    —No veo el motivo —dijo.
    —Da la impresión de que el cabo descubrió algo.
    —¿Sí?
    —No hay móvil para el crimen, así pues, tenemos que especular.
    Vandam se explicó.
    —He aquí una posibilidad: el caminante recogido no era lo que decía y el cabo lo descubrió, de modo que el individuo mató al cabo.
    —No era lo que decía... ¿Quiere darme a entender que era un espía? —Bogge rió—. ¿Cómo supone usted que llegó a As—syut? ¿En paracaídas? ¿O de veras lo hizo caminando?
    El problema de razonar con Bogge estribaba en eso, pensó Vandam: ridiculizaba las ideas como excusa para no pensar en ellas.
    —No es imposible que un avión pequeño logre pasar furtivamente. Tampoco es imposible cruzar el desierto.
    Bogge arrojó planeando el informe al otro lado de su amplio escritorio.
    —No es muy probable, a mi juicio —dijo—. No pierda tiempo en eso.
    —Muy bien, señor. —Vandam recogió el informe del suelo, reprimiendo la habitual ira contenida. Las conversaciones con Bogge siempre se convertían en contiendas y lo prudente era no oponérsele—. Pediré a la policía que nos mantenga informados: copias de memorandos y demás, solo para el archivo.
    —Sí. —Bogge nunca objetaba a que le enviaran copias para el archivo: eso le permitía meterse en las cosas sin asumir responsabilidad alguna—. Escuche, ¿qué le parece si hacemos un entrenamiento de cricket} Quisiera poner a nuestro equipo en buena forma y organizar algunos partidos más.
    —Buena idea.
    —Vea si puede preparar algo, ¿quiere?
    —Sí, señor.
    Vandam se retiró.
    Mientras volvía a su oficina, Vandam se preguntaba qué era lo que funcionaba tan mal en la administración del ejército británico como para que se ascendiera a teniente coronel a un hombre con una cabeza tan hueca como la de Reg—gie Bogge. El padre de Vandam, que había sido cabo en la Primera Guerra Mundial, solía decir que los soldados británicos eran «leones mandados por borricos». A veces Vandam pensaba que eso seguía siendo cierto. Pero Bogge no era solo mediocre. A veces adoptaba malas decisiones porque carecía de inteligencia para tomar buenas. Pero en la mayoría de los casos —creía Vandam— lo hacía porque estaba dedicado a otra cosa, tratando de ofrecer una buena imagen o de ser superior o algo por el estilo, Vandam no hubiera sabido precisarlo.
    Una mujer, vestida con una bata blanca de hospital, le saludó y Vandam contestó distraídamente. La mujer dijo:
    —Comandante Vandam, ¿verdad?
    Él se detuvo y la miró. La mujer había presenciado el partido de cricket. De pronto recordó su nombre.
    —Doctora Abuthnot. Buenos días.
    Era alta, serena, más o menos de su edad. Recordó que era cirujana —muy raro para una mujer, incluso en época de guerra— y que tenía el grado de capitán.
    —Ayer tuvo mucho trabajo —dijo la doctora.
    Vandam sonrió.
    —Y hoy sufro las consecuencias. Sin embargo, me divertí.
    —Yo también. —Tenía una voz baja, precisa, y evidente seguridad en sí misma—. ¿Le veremos el viernes?
    —¿Dónde?
    —La recepción en la Unión.
    —¡Ah! —La Unión Angloegipcia, un club para europeos aburridos, realizaba ocasionales tentativas de justificar su nombre celebrando una recepción para invitados egipcios—. Me gustaría. ¿A qué hora?
    —A las cinco en punto, para el té.
    A Vandam le interesaba desde el punto de vista profesional: era una oportunidad para los egipcios de recoger chismes del Servicio, que a veces contenían información útil para el enemigo.
    —Iré —dijo.
    —Espléndido. Le veré allá —repuso ella y se volvió.
    —Así lo espero —dijo Vandam mientras la doctora se alejaba.
    La observó, preguntándose qué llevaría bajo la bata. Era pulcra, elegante y dueña de sí misma: le recordaba a su esposa.
    Vandam entró en su oficina. No tenía intención de organizar un entrenamiento de cricket, ni tampoco de olvidarse del asesino de Assyut. Bogge podía irse al diablo, que él se pondría a trabajar.
    Lo primero que hizo fue volver a hablar con el capitán Newman y pedirle que se asegurara de que la descripción de Alex Wolff tuviera la más amplia difusión posible.
    Llamó a la policía egipcia y obtuvo la seguridad de que los hoteles y pensiones de El Cairo serían vigilados a partir de ese instante.
    Se puso en contacto con Seguridad de Campaña, una unidad de la Fuerza de Defensa del Canal anterior a la guerra, y pidió que por unos días intensificaran el control selectivo de los documentos de identidad.
    Pidió a la Tesorería General británica que mantuviera una vigilancia especial con respecto a la circulación de dinero falsificado.
    Avisó al servicio de radioescucha que estuviera alerta por si aparecía un nuevo transmisor local; y pensó por un momento lo útil que sería que esas ratas de laboratorio resolvieran alguna vez el problema de localizar una radio sintonizando sus emisiones.
    A continuación destacó a un sargento de su personal para que visitara todos los comercios de radios del Bajo Egipto —no había muchos— y les pidiera que informaran sobre cualquier venta de repuestos o equipos que se pudieran emplear para construir o reparar un transmisor.
    Finalmente fue a la Villa les Oliviers.
    La casa se llamaba así por un pequeño parque público situado al otro lado de la calle, en el que un bosquecillo de olivos, ahora en flor, dejaba caer como polvo sus pétalos blancos sobre la hierba parda y seca.
    Delante había una tapia alta, interrumpida por un pesado portón de madera tallada. Vandam aprovechó la ornamentación para apoyar los pies y escaló el portón.
    Al caer del otro lado, se encontró en un amplio patio. A su alrededor, las paredes blanqueadas con cal estaban manchadas y mugrientas y las ventanas, cerradas por postigos descascarillados. Caminó hasta el centro del patio y miró hacia la fuente de piedra. Una lagartija verde brillante cruzó como un rayo el seco recipiente.
    Hacía por lo menos un año que nadie vivía en aquel lugar.
    Vandam abrió un postigo, rompió un vidrio, metió la mano, levantó la aldaba y subió al alféizar, para entrar en la casa.
    No parecía la vivienda de un europeo, pensó mientras recorría los cuartos, oscuros y frescos. No había grabados de cacerías sobre las paredes, ni ordenadas filas de novelas de Agatha Christie y Dennis Wheatley con sobrecubiertas brillantes; ningún juego de muebles importado, de Maples o Harrods 1 (1. Famosos almacenes londinenses. (N. del T.). En cambio, el salón estaba provisto de grandes almohadones y mesas bajas, alfombras tejidas a mano y tapices en las paredes.
    Arriba encontró una puerta cerrada con llave. Le llevó tres o cuatro minutos abrirla a puntapiés. Tras la puerta había un estudio.
    El cuarto estaba limpio y ordenado, con unos cuantos muebles bastante lujosos: un diván ancho y bajo tapizado de terciopelo, una mesita tallada a mano, tres lámparas antiguas haciendo juego, una alfombra de pies de oso, un escritorio con hermosas incrustaciones y un sillón de cuero.
    Sobre el escritorio había un teléfono, un secante blanco y limpio, un lapicero de marfil y un tintero seco. En el cajón del escritorio Vandam encontró informes de compañías de Suiza, Alemania y Estados Unidos. Sobre la mesita se empolvaba un delicado servicio de café, de cobre batido. Sobre un estante, detrás del escritorio, había libros en varios idiomas: novelas francesas del siglo xix, el Shorter Oxford Dictio—nctry, un volumen que a Vandam le pareció de poesía árabe, con ilustraciones eróticas, y una Biblia en alemán.
    No había documentos personales.
    No había cartas.
    No había en la casa una sola fotografía.
    Vandam se sentó en el mullido sillón de cuero, detrás del escritorio, y miró alrededor del cuarto. Era masculino, el hogar de un intelectual cosmopolita; un hombre que, por una parte, era cuidadoso, preciso y ordenado y, por otra, sensible y sensual.
    Vandam estaba intrigado.
    Un nombre europeo, una casa totalmente árabe. Un folleto sobre cómo invertir en máquinas comerciales y un libro de poesía árabe. Una antigua cafetera y un moderno teléfono. Un tesoro de información sobre su carácter, pero ni un solo indicio que lo ayudara a dar con su hombre.
    Había vaciado cuidadosamente el cuarto.
    Debía haber extractos bancarios, facturas de comerciantes, un certificado de nacimiento y un testamento; cartas de una amante y fotos de los padres o los hijos. El dueño de la casa lo había recogido todo y se lo había llevado, sin dejar señal de su identidad, como si supiera que algún día irían a registrar.
    Vandam dijo en voz alta:
    —Alex Wolff, ¿quién eres?
    Se puso en pie y salió del estudio. Atravesó la casa y el patio caluroso y polvoriento. Volvió a trepar sobre el portón y saltó a la calle. Al otro lado de la calzada, a la sombra de los olivos, un árabe vestido con una galabiya a rayas verdes estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, observándolo sin curiosidad. Vandam no sintió deseos de explicar que había forzado la casa por razones oficiales: el uniforme de un militar inglés confería autoridad suficiente para casi todo en aquella ciudad. Pensó en las otras fuentes a las que podía recurrir en busca de información sobre el dueño de la villa: registros municipales, si los hubiera; comerciantes del barrio que pudieran haber hecho entregas cuando la morada estaba habitada; incluso los vecinos. Pondría a dos hombres a trabajar en eso y le contaría alguna historia a Bogge, para disimular. Montó en su motocicleta y de una patada la hizo resucitar. El motor rugió con entusiasmo y Vandam se alejó.
    Lleno de ira y desesperación, Wolff permanecía sentado frente a su casa y observaba alejarse al oficial británico.
    Recordaba cómo había sido en su niñez: llena de voces, risas y vida. Allí, junto al gran portón tallado, siempre había un guardia, un gigante de piel negra oriundo del sur, sentado en el suelo, indiferente al calor. Todas las mañanas un predicador viejo y casi ciego recitaba en el patio un capítulo del Corán. En la frescura de la arcada, los hombres de la familia se sentaban en divanes bajos y fumaban sus narguiles mientras jóvenes criados servían café en jarras de largo cuello. Otro guardia negro permanecía a la puerta del harén, tras la cual las mujeres se aburrían y engordaban. Los días eran largos y tibios, la familia era rica y los niños, consentidos.
    El oficial británico, con sus pantalones cortos y su motocicleta, el rostro arrogante y los ojos escrutadores ocultos bajo la sombra de su gorra puntiaguda, había forzado la casa y violado su niñez. Wolff hubiera querido verle la cara, pues ansiaba matarlo algún día.
    Durante todo el viaje había pensado en aquel lugar. En Berlín, Trípoli y El Ágela con el dolor y el agotamiento de la travesía del desierto, con el miedo y la prisa de su huida de Assyut, la casa representó para él un refugio seguro, un lugar donde descansar, lavarse y recuperarse al final del camino. Había deseado tomar un largo baño, beber café en el patio y llevar mujeres a la gran cama. Ahora, en cambio, tendría que irse y mantenerse alejado.
    Había permanecido fuera toda la mañana, recorriendo la calle y sentado bajo los olivos, alternativamente, por si el capitán Newman recordaba la dirección y mandaba registrar la villa de antemano, compró una galabiya, sabiendo que si aparecía alguien, buscarían a un europeo y no a un árabe.
    Había sido un error mostrar documentos auténticos. Lo reconocía. Fue porque no confiaba en las falsificaciones de la Abwehr. Al conocer a otros espías y trabajar con ellos se había enterado de cosas horribles, ocurridas por errores obvios y torpes en los documentos fabricados por el servicio secreto alemán: impresiones llenas de chapucerías, papel de inferior calidad e incluso errores de ortografía en palabras inglesas comunes. En la escuela de espionaje adonde le enviaron para el curso de cifrado de mensajes de radio corría el rumor de que toda la policía de Inglaterra sabía que cierta serie de números de una tarjeta de racionamiento identificaba al tenedor como espía alemán.
    Wolff sopesó las alternativas y escogió la que le pareció menos peligrosa. Se había equivocado y no tenía ya adonde ir.
    Se puso en pie, tomó sus maletas y empezó a caminar. Pensó en su familia. Su madre y su padre habían muerto, pero tenía tres hermanastros y una hermanastra en El Cairo. Para ellos sería muy difícil esconderle. Los interrogarían tan pronto como los ingleses comprobaran la identidad del propietario de la Villa les Oliviers, lo que podía ocurrir ese mismo día; y aunque podrían mentir para protegerle, seguramente los sirvientes hablarían. Además, verdaderamente no podía confiar en ellos, pues cuando su padrastro murió, Alex, como hijo mayor, había recibido la casa y una parte de la herencia, aunque en la realidad era adoptado. Eso había provocado resentimientos y reuniones con abogados. Alex no había cedido, y sus hermanastros nunca lo perdonaron.
    Consideró la posibilidad de ir al Shepheard's Hotel. Pero, por desgracia, la policía también habría pensado en eso; a esa hora el Shepheard's ya tendría la descripción del asesino de Assyut. Los demás hoteles grandes también la recibirían pronto. Le quedaban las pensiones. Tal vez no estuvieran advertidas, pero no dependía de lo concienzuda que fuera la policía. Como era cosa de los ingleses, quizá se sintiera obligada a esmerarse. Con todo, los administradores de pequeñas casas de huéspedes a menudo estaban demasiado ocupados como para prestar mucha atención a los policías curiosos.
    Dejó Garden City y se dirigió al centro. El bullicio y el ruido en las calles era aún más intenso que cuando había abandonado El Cairo. Se veían incontables uniformes distintos, no solo británicos sino australianos, neozelandeses, polacos, yugoslavos, palestinos, indios y griegos. Las muchachas egipcias, delgadas y graciosas con sus túnicas de algodón y cargadas de joyas, competían con éxito con sus rivales europeas, de cara roja e insulsas. A Wolff le pareció que eran menos las mujeres de edad que usaban la túnica y el velo negros tradicionales. Los hombres aún se saludaban con la misma exuberancia, abriendo los brazos con mucho aparato antes de estrecharse la diestra calurosamente, durante uno o dos minutos, mientras se asían del hombro y hablaban vivaces. Todos los mendigos y vendedores ambulantes estaban en la calle, aprovechando la afluencia de ingenuos europeos. A causa de su galabiya, Wolff era inmune, pero los europeos eran acosados por tullidos, por mujeres que cargaban bebés con costras llenas de moscas, por limpiabotas y hombres que vendían desde navajas de afeitar usadas hasta estilográficas gigantes con depósito de tinta garantizado para seis meses.
    El tránsito estaba peor que antes. Los lentos y sucios tranvías iban más llenos que nunca, con pasajeros que viajaban en el estribo, aferrados precariamente a un asidero, mientras otros se amontonaban en la cabina con el conductor y algunos se sentaban, con las piernas cruzadas, en el techo. Los autobuses y taxis no eran mejores; parecía haber escasez de repuestos, pues la mayoría de los coches mostraban ventanillas rotas, ruedas desinfladas y motores defectuosos y carecían de faros y limpiaparabrisas. Wolff vio dos taxis —un viejo Morris y un Packard todavía más viejo— que finalmente habían dejado de funcionar y eran tirados por asnos. Los únicos autos decentes eran las monstruosas limusinas americanas de los ricos bajaes y el pequeño Austin inglés de antes de la guerra. Mezclados con los vehículos motorizados, en mortal competencia, estaban los coches de alquiler tirados por caballos, los carretones de los campesinos, arrastrados por muías, y el ganado —camellos, ovejas y cabras—, que estaba proscrito del centro de la ciudad por la ley menos acatada del derecho escrito egipcio.
    Y el ruido... Wolff se había olvidado del ruido.
    Los tranvías hacían sonar sus campanillas continuamente. En los embotellamientos todos los coches tocaban las bocinas sin cesar, y cuando no había motivo para usarlas, las usaban por principio. Para no quedarse atrás, los conductores de carretones y camellos gritaban a voz en cuello, a más no poder. Desde muchas tiendas y de todos los cafés salía un estrépito de música árabe emitida por radios baratas puestas a todo volumen. Los vendedores callejeros voceaban infatigables, y los peatones trataban de alejarlos. Los perros ladraban y los milanos, volando en círculo, graznaban en lo alto. De tanto en tanto, todo era acallado por el rugido de un aeroplano.
    «Esta es mi ciudad —pensó Wolff—. Aquí no pueden atraparme. »
    Había aproximadamente una docena de pensiones bien conocidas que servían a los turistas de diferentes nacionalidades: suizos, austríacos, alemanes, daneses y franceses. Pensó en ellas y las descartó por demasiado inseguras. Finalmente recordó un alojamiento barato administrado por monjas que había en el Bulaq, el distrito portuario. Lo usaban principalmente los marineros que bajaban por el Nilo en remolcadores a vapor y falúas cargadas de algodón, carbón, papel y piedras. Wolff podía estar seguro de que allí no le robarían, de que no contraería ninguna infección y de que no le asesinarían; y, además, nadie pensaría en buscarle en ese lugar.
    Lejos del barrio de los hoteles, las calles estaban algo menos transitadas, pero no mucho. No podía ver el río propiamente dicho, pero a trechos avistaba fugazmente, entre los edificios abigarrados, la alta vela triangular de una falúa.
    La posada era un edificio grande y deteriorado, antaño residencia de un bajá. Sobre el arco de la entrada colgaba un crucifijo. Una monja de túnica negra regaba un diminuto arriate que daba frente a la casa. A través del arco, Wolff vio un zaguán tranquilo y fresco. Había acarreado varios kilómetros sus pesadas maletas: ansiaba descansar.
    Dos policías egipcios salieron de la posada.
    Wolff observó los anchos cinturones de cuero, las inevitables gafas de sol y el corte de cabello militar, el corazón le dio un vuelco. Volvió la espalda a los hombres y se dirigió en francés a la monja del jardín.
    —Buenos días, hermana.
    Ella se enderezó suspendiendo su tarea, y le sonrió.
    —Buenos días. —Era sorprendentemente joven—. ¿Desea alojamiento?
    —No; solo su bendición.
    Los dos policías se acercaron y Wolff se puso tenso, preparando respuestas por si lo interrogaban y considerando la dirección que debía tomar si tenía que huir. Pero pasaron de largo, discutiendo sobre una carrera de caballos.
    —Dios le bendiga —dijo la monja.
    Wolff le dio las gracias y prosiguió su camino. Era peor de lo que había imaginado. La policía debía de estar inspeccionando por todas partes. Tenía hinchados los pies y los brazos le dolían de cargar las maletas. Estaba decepcionado y un poco indignado, pues mientras en la ciudad todo funcionaba por mero azar, se hubiera dicho que estaban montando una operación eficiente tan solo para darle caza a él. Se apresuró a regresar hacia el centro. Empezó a sentir, como en el desierto, que caminaba sin cesar para no llegar a ninguna parte.
    A lo lejos distinguió una figura alta, conocida: Hussein Fahmy, un viejo amigo de la escuela. Wolff quedó momentáneamente paralizado. Hussein le albergaría sin duda y quizá pudiera confiar en él. Pero tenía esposa y tres hijos, ¿y cómo explicarle que el tío Achmed venía a quedarse, pero que eso era un secreto, que no debían mencionar su nombre a los amigos...? En verdad, ¿cómo explicarle todo al propio Hussein? Hussein miró en dirección a Wolff que, desviándose rápidamente, cruzó la calle y se escondió detrás de un tranvía. Una vez en la acera opuesta, entró deprisa en un callejón, sin mirar atrás. No, no podía pedir refugio a los viejos amigos de la escuela.
    Del callejón pasó a otra calle, y se dio cuenta de que estaba cerca de la Escuela Alemana. Se preguntó si seguiría abierta: muchos ciudadanos alemanes de El Cairo habían sido internados. Caminó hacia el edificio y entonces vio, en la puerta, una patrulla de la Seguridad de Campaña que revisaba documentos de identidad. Giró rápidamente y volvió sobre sus pasos.
    Tenía que dejar las calles.
    Se sintió como una rata en un laberinto. Encontraba todos los caminos bloqueados. Vio un taxi, un Ford grande, viejo, que despedía vapor del capó. Le hizo señas y subió de un salto. Le indicó la dirección al conductor y el coche arrancó, sacudiéndose, en tercera, aparentemente la única marcha que funcionaba. Por el camino se detuvieron dos veces, para llenar el radiador hirviente. Wolff se acurrucaba en el asiento de atrás procurando esconder la cara.
    El taxi le llevó al sector copto de El Cairo, el antiguo gue—to cristiano.
    Pagó y bajó los escalones que conducían a la entrada. Dio unas pocas piastras a la anciana portera que le dejó entrar.
    Era una isla de oscuridad y calma en el mar tormentoso de El Cairo. Wolff recorrió pasadizos estrechos escuchando vagamente los cánticos lejanos de las viejas iglesias. Pasó junto a la escuela y la sinagoga, y por el sótano al que supuestamente María había llevado al niño Jesús. Finalmente entró a la más pequeña de las cinco iglesias.
    El servicio religioso estaba a punto de empezar. Wolff puso sus preciosas maletas junto a un banco. Se inclinó ante las imágenes de los santos que había en las paredes, se acercó al altar, se arrodilló y besó la mano del sacerdote. Luego retornó al banco y se sentó.
    El coro comenzó a cantar un pasaje de las Escrituras en árabe. Wolff se acomodó en su asiento. Allí estaría seguro hasta que cayeran las sombras. Luego dispararía su último cartucho.
    El Cha—Cha era un cabaré al aire libre que funcionaba en un jardín junto al río. Como siempre, estaba de bote en bote. Wolff esperó en la cola de los oficiales británicos y sus chicas, mientras los mozos montaban nuevas mesas, sobre caballetes, en todos los espacios disponibles. En el escenario, un cómico decía: «Esperen a que Rommel llegue al She—pheard's. Eso lo detendrá».
    Por fin, Wolff consiguió una mesa y una botella de champán. La noche era cálida y las luces del escenario aumentaban la temperatura. El público estaba alborotado. Todos estaban sedientos y solo se servía champán, de modo que no tardaban en emborracharse. Empezaron a llamar a gritos a la estrella del show, Sonja el—Aram.
    Antes tuvieron que escuchar a una griega gorda cantando Te veré en mis sueños y No tengo a nadie (lo que provocó risas). Luego anunciaron a Sonja. Sin embargo, no apareció enseguida. A medida que transcurrían los minutos el público se volvió más ruidoso e impaciente. Por fin, cuando todos parecían estar al borde del tumulto, se escuchó el redoble de los tamboriles, se apagaron las luces del escenario y se hizo el silencio.
    Cuando el reflector iluminó a Sonja, estaba inmóvil en el centro del escenario con los brazos hacia el cielo. Llevaba pantalones translúcidos y un corpino con lentejuelas y tenía el cuerpo cubierto de polvo blanco. La música empezó —tamboriles y una flauta— y Sonja comenzó a moverse.
    Wolff bebió un sorbo de champán y observó sonriente. Sonja seguía siendo la mejor.
    Sacudía las caderas lentamente, golpeando primero con un pie y después con el otro. Sus brazos empezaron a temblar; luego se movieron sus hombros y después, sus pechos. Y entonces su famoso vientre inició un balanceo hipnótico. Se aceleró el ritmo. Sonja cerró los ojos. Cada parte de su cuerpo parecía moverse independientemente del resto. Wolff sintió, como siempre y al igual que todos los hombres presentes, que estaba solo con ella, que Sonja se exhibía para él y que no se trataba de una actuación, de la magia del espectáculo teatral, sino que sus contorsiones eran deliberadas; sentía necesidad de hacerlo, arrastrada a un frenesí sexual por su propio cuerpo voluptuoso. El público estaba tenso, silencioso, transpirante, hipnotizado. Sonja aceleraba más y más el ritmo, parecía transportada. La música culminó con un golpe repentino. En el instante de silencio que siguió, Sonja lanzó un grito corto y agudo; luego cayó hacia atrás, con las piernas dobladas debajo del cuerpo, las rodillas separadas, hasta que la cabeza tocó las tablas del escenario. Mantuvo esa posición por un momento, y entonces se apagaron las luces. La concurrencia se puso en pie con un aplauso atronador.
    Se encendieron otra vez las luces. Ella había desaparecido.
    Sonja nunca aceptaba encores.
    Wolff se levantó de su asiento. Dio al camarero una libra —el salario de tres meses para la mayoría de los egipcios—para que lo llevara tras las bambalinas. El camarero le mostró el camerino de Sonja y se retiró.
    Wolff golpeó la puerta.
    —¿Quién es?
    Wolff entró.
    Sonja estaba sentada en una banqueta. Llevaba una bata de seda y estaba quitándose el maquillaje. Le vio por el espejo y giró el asiento para encararse a él.
    Wolff saludó:
    —Hola, Sonja.
    Ella le miró fijamente. Después de un largo momento, dijo:
    —Cabrón.
    Sonja no había cambiado.
    Era una mujer bonita. Tenía el cabello negro y brillante, largo y espeso, ojos grandes, castaños, ligeramente saltones, con pestañas voluptuosas y abundantes, mejillas altas que rompían con la redondez de la cara y le daban forma, una nariz arqueada, graciosamente arrogante. Su cuerpo era todo curvas suaves, pero su estatura rebasaba cinco centímetros la media, no parecía rechoncha.
    Sus ojos relampaguearon de ira.
    —¿Qué haces aquí? ¿Adonde has estado? ¿Qué te ha pasado en la cara?
    Wolff dejó sus maletas en el suelo y se sentó en el diván. Levantó la vista y la miró. Ella estaba en pie con las manos en las caderas, el mentón hacia delante y los senos delineados en la seda verde.
    —Eres hermosa —dijo Wolff.
    —Lárgate.
    Wolff la estudió cuidadosamente. La conocía demasiado para sentir por ella ni atracción ni disgusto: era parte de su pasado, como un viejo amigo que sigue siéndolo pese a sus defectos, simplemente porque siempre ha estado ahí. Se preguntó qué habría hecho Sonja en los años transcurridos desde que él había dejado El Cairo. ¿Se habría casado o enamorado? ¿Habría comprado una casa, cambiado su administrador o tenido un hijo? Aquella tarde, en la iglesia fresca y sombría, había reflexionado mucho sobre cómo enfrentarse a Sonja. Pero no había llegado a ninguna conclusión, porque no estaba seguro de su reacción. La inseguridad persistía. Ella parecía enojada, desdeñosa, pero ¿lo sentía de veras? Wolff se preguntaba si debía mostrarse gentil o lleno de alegría, o agresivo e intimidador, o desvalido y suplicante.
    —Necesito ayuda —dijo llanamente.
    El rostro de Sonja permaneció impasible.
    —Los ingleses me persiguen —continuó Wolff—. Vigilan mi casa, y todos los hoteles tienen mi descripción. No tengo dónde dormir. Quiero ir contigo.
    —Vete al diablo.
    —Déjame contarte por qué te planté.
    —Después de dos años, ninguna excusa es buena.
    —Dame al menos un minuto para explicarte. Hazlo... por lo que fue.
    —No te debo nada.
    Lo miró fijamente un momento más y luego abrió la puerta. Wolff pensó que le iba a despedir. Observó el rostro de Sonja cuando se volvió y le miró mientras sujetaba la puerta. Luego ella se asomó al corredor y gritó:
    —¡Que alguien me traiga una copa!
    Wolff se sosegó un poco.
    Sonja volvió adentro y cerró la puerta.
    —Un minuto—dijo.
    —¿Vas a estar vigilándome como un carcelero? No soy peligroso.
    Wolff sonrió.
    —¡Oh, sí! ¡Lo eres! —replicó Sonja, pero volvió a la banqueta y siguió trabajando en su cara.
    Wolff vaciló. El segundo problema que había meditado durante la larga tarde en la iglesia copta era cómo explicarle por qué la había abandonado sin despedirse ni comunicarse nunca con ella desde entonces. Lo único que sonaba convincente era la verdad. Por reticente que fuera en cuanto a compartir su secreto, tenía que decírselo porque estaba desesperado y Sonja era la única esperanza.
    Wolff comenzó:
    —¿Recuerdas que fui a Beirut en el treinta y ocho?
    —No.
    —Te traje de allí una pulsera de jade.
    Sus ojos se encontraron en el espejo.
    —Ya no la tengo.
    Wolff sabía que ella estaba mintiendo. Prosiguió:
    —Fui a Beirut a ver a un oficial del ejército alemán llamado Heins. Me pidió que trabajara para Alemania en la guerra que se aproximaba. Acepté.
    Sonja se volvió y le miró de frente. Entonces Wolff vio en sus ojos algo parecido a la esperanza.
    —Me indicaron que volviera a El Cairo y aguardara noticias. Las tuve hace dos años. Querían que fuera a Berlín. Fui. Hice un curso de entrenamiento y después trabajé en los Balcanes y en Oriente. Regresé a Berlín en febrero para recibir instrucciones sobre una nueva misión. Me enviaron aquí.
    —¿Qué tratas de decirme? —le interrumpió Sonja con incredulidad—. ¿Que eres un espía?
    —Sí.
    —No te creo.
    —Mira. —Levantó una maleta y la abrió—. Esto es una radio, para enviar mensajes a Rommel. —La cerró y abrió la otra—. Esta es mi financiación.
    Sonja miró asombrada los bien alineados fajos de billetes.
    —¡Dios mío! ¡Es una fortuna!
    Alguien golpeó la puerta. Wolff cerró la maleta. Un camarero entró con una botella de champán en un cubo con hielo. Al ver a Wolff dijo:
    —¿Traigo otra copa?
    —No —respondió Sonja impaciente—. Vete.
    El camarero se retiró. Wolff destapó el champán, llenó la copa y se la ofreció a Sonja. Después bebió un largo trago de la botella.
    —Escucha —dijo—. Nuestro ejército está ganando en el desierto. Nosotros podemos ayudarle. Necesitan datos sobre el poderío británico: número de soldados, qué divisiones tienen, nombres de los comandantes, calidad de armamentos y equipos y, si es posible, planes de batalla. Nosotros estamos aquí, en El Cairo; podemos averiguarlo. Después, cuando los alemanes se alcen con la victoria, seremos héroes.
    —¿Nosotros?
    —Tú puedes ayudarme. Y lo primero es brindarme un lugar donde vivir. Odias a los británicos, ¿no es cierto? ¿Quieres que los echen de aquí?
    —Lo haría por cualquiera, menos por ti.
    Terminó su champán y volvió a llenar la copa. Wolff se la quitó de la mano y bebió.
    —Sonja: si te hubiera mandado una postal desde Berlín, los ingleses te habrían metido en la cárcel. No debes estar enfadada conmigo, ahora que conoces las razones. —Bajó la voz—. Podemos hacer que vuelvan aquellos viejos tiempos. Tendremos buena comida y el mejor champán, ropa nueva, grandes fiestas y un coche americano. Iremos a Berlín. Tú siempre quisiste bailar en Berlín; allá serás una estrella. Alemania es una nueva nación. Vamos a gobernar el mundo y tú puedes ser una princesa. Nosotros... —Hizo una pausa. Nada de eso la conmovía. Era tiempo de jugar su última carta—. ¿Cómo está Fawzi?
    Sonja bajó la vista.
    —Se fue, la muy zorra.
    Wolff dejó la copa y apoyó sus manos en el cuello de Sonja. Ella levantó la vista y lo miró, inmóvil. Wolff la obligó a ponerse en pie presionando con sus pulgares bajo el mentón.
    —Encontraré otra Fawzi para nosotros —dijo suavemente.
    Advirtió que los ojos de la bailarina se habían humedecido repentinamente. Las manos de Wolff se movieron sobre la bata de seda, descendiendo por el cuerpo de Sonja, acariciando sus caderas.
    —Soy el único que comprende lo que necesitas.
    Bajó la boca hasta alcanzar la de ella y le mordió los labios hasta que sintió fluir la sangre.
    Sonja cerró los ojos.
    —Te odio—gimió.
    En el fresco del atardecer, Wolff marchaba por el camino de sirga junto al Nilo hacia la casa flotante. La inflamación de la cara había cedido y sus intestinos habían vuelto a la normalidad. Vestía un traje blanco, nuevo, y llevaba dos bolsas repletas de sus comestibles preferidos.
    El suburbio isleño de Zamalek era tranquilo y pacífico. El ruido estridente del centro de El Cairo solo se oía lejanamente a través de una ancha faja de agua. El río, quieto, fangoso, golpeaba suavemente en las casas flotantes alineadas en la ribera. Los barcos, de todas las formas y tamaños, pintados alegremente y adornados con lujo, ofrecían una hermosa vista con los últimos rayos del sol.
    El de Sonja era más pequeño y estaba más ricamente amueblado que la mayoría. Una pasarela llevaba del camino a la cubierta superior, que recibía la brisa pero estaba protegida del sol por un toldillo a rayas verdes y blancas. Wolff subió al barco y descendió al interior por la escalerilla. Estaba repleto de muebles: sillas, divanes, mesas y armarios llenos de chucherías. A proa había una cocina diminuta. El salón estaba dividido en dos por cortinas de terciopelo rojo oscuro, desde el suelo hasta el cielo raso, separando así el dormitorio. Más allá, a popa, había un cuarto de baño.
    Sonja estaba sentada en un almohadón, pintándose las uñas de los pies. Era extraordinario ver su aspecto tan desaliñado, pensó Wolff. Llevaba un vestido de algodón mugriento, estaba ojerosa, con expresión de cansancio, y no se había peinado. Media hora más tarde, cuando saliera en dirección al Cha—Cha Club, parecería una ensoñación.
    Wolff depositó las bolsas sobre una mesa y empezó a vaciarlas.
    —Champán francés, mermelada inglesa, salchichas alemanas, huevos de codorniz, salmón escocés...
    Sonja levantó la vista, asombrada.
    —Nadie puede conseguir esas cosas. Estamos en guerra.
    Wolff sonrió.
    —Hay un pequeño tendero griego en Qulali que recuerda a un buen cliente.
    —¿Puedes confiar en él?
    —No sabe dónde vivo. Además, es la única tienda del norte de África donde se puede conseguir caviar.
    Sonja cruzó el cuarto y revolvió en una bolsa.
    —¡Caviar! —Destapó el frasco y empezó a comer con los dedos—. No he probado el caviar desde...
    —Desde que me fui —terminó Wolff. Puso una botella de champán en la nevera—. Si esperas unos minutos, podrás beber champán con el caviar.
    —No puedo esperar.
    —Nunca puedes.
    Sacó de una de las bolsas un periódico en inglés y empezó a recorrerlo. Era malísimo, lleno de comunicados de prensa, con más censura en las noticias de la guerra que las emisiones de la BBC que todos escuchaban. Las noticias locales eran peor todavía. Era ilegal publicar discursos de los políticos egipcios de la oposición.
    —Aún no ha salido nada sobre mí—dijo Wolff.
    Había contado a Sonja lo sucedido en Assyut.
    —Siempre publican las noticias con retraso —dijo ella con la boca llena de caviar.
    —No es eso. Si dan la información del asesinato tienen que decir cuál fue el motivo. De lo contrario, la gente lo imaginará. Los británicos no quieren que se sospeche que los alemanes tienen espías en Egipto. Da mala impresión.
    Sonja fue al dormitorio a cambiarse. A través de la cortina dijo:
    —¿Eso quiere decir que han dejado de buscarte?
    —No. Vi a Abdullah en la ciudad vieja. Dice que la policía egipcia no está realmente interesada, pero hay un tal comandante Vandam que sigue insistiendo.
    Wolff dejó el periódico y frunció el entrecejo. Le hubiera gustado saber si Vandam era el oficial que había forzado la entrada en Villa les Oliviers. Hubiera deseado poder observarlo más de cerca, pero desde el otro lado de la calle el rostro del oficial, sombreado por la gorra, solo resultaba una mancha oscura.
    Sonja preguntó:
    —¿Cómo lo sabe Abdullah?
    —Lo ignoro. —Wolff se encogió de hombros—. Es un ladrón, oye cosas.
    Fue a la nevera y extrajo la botella. En verdad, no estaba suficientemente fría, pero tenía sed. Sirvió dos copas. Sonja salió del dormitorio, vestida; como Wolff había anticipado, estaba transformada, con su cabello perfecto, su cara ligera pero inteligentemente maquillada, un vestido transparente de color rojo cereza y zapatos a juego.
    Un par de minutos más tarde sonaron pasos en la pasarela y un golpe en la escotilla. Había llegado el taxi de Son—ja. Ella vació su copa y partió. No se saludaron ni se despidieron.
    Wolff fue hasta el armario donde guardaba la radio. Sacó la novela inglesa y la hoja de papel con la clave del código. Estudió la clave. Era z8 de mayo. Tenía que sumar 42. —el año— al 2.8 para calcular el número de la página de la novela que debía utilizar en el cifrado de su mensaje. Mayo era el quinto mes, así que debía descartar una de cada cinco letras de la página.
    Decidió comunicar: «He arribado. Control equipo. Confirmen recepción». Empezó a buscar, desde la primera línea de la página 70, la letra H. Era el décimo signo, descartando cada quinta letra. Por lo tanto, en su código estaría representada por la undécima letra del alfabeto, la J. Luego necesitaba una E. En la página, la tercera letra después de la H era una E. Por consiguiente, la E de «he» estaría representada por la tercera letra del alfabeto, la C. Las letras raras, como la X, se codificaban en forma especial.
    Este tipo de código era una variante de los cuadernillos de un solo uso, único tipo de código inviolable en teoría y en la práctica. Para descifrar el mensaje, el escucha debía tener el libro y conocer la clave.
    Cuando terminó de cifrar el mensaje, miró su reloj. Tenía que transmitir a medianoche. Disponía de un par de horas hasta el momento de activar la radio. Se sirvió otra copa de champán y decidió terminar el caviar. Buscó una cuchara y recogió el frasco. Estaba vacío. Sonja se lo había comido todo.
    La pista era una franja de desierto que habían limpiado apresuradamente de espinos y piedras grandes. Rommel miraba hacia abajo mientras la tierra subía a su encuentro. El Storch, avión liviano que usaban los comandantes germanos para viajes cortos en el campo de batalla, descendió como una mosca, las ruedas en los extremos de un largo y espigado tren de aterrizaje delantero. El avión se detuvo y Rommel saltó a tierra.
    Primero lo golpeó el calor y después el polvo. Arriba, en el cielo, estaba relativamente fresco; de pronto sentía como si hubiera entrado en un horno. Comenzó a sudar de inmediato. Con la primera inspiración, una ligera capa de arena le cubrió los labios y la punta de la lengua. Una mosca se asentó en su gran nariz y él la espantó con la mano.
    Von Mellenthin, el oficial del Servicio de Información creado por Rommel, corrió hacia él por la arena levantando nubes de polvo con sus botas altas.
    —Kesselring está aquí—dijo.
    —Aucb, das noch —dijo Rommel—. Lo que faltaba.
    Kesselring, el sonriente mariscal de campo, representaba todo lo que disgustaba a Rommel en las fuerzas armadas alemanas. Era oficial del Estado Mayor y Rommel odiaba al Estado Mayor; era fundador de la Luftwaffe, que tantas veces le había fallado en la guerra del desierto; y era —lo peor de todo— un esnob. Uno de sus agrios comentarios había llegado a oídos de Rommel. Kesselring, quejándose de que Rommel era rudo con sus oficiales subalternos, había dicho: «Quizá valiera la pena hablarle de eso si no proviniera de Württemberg». Esa era la provincia donde había nacido Rommel, y la observación era ejemplo del prejuicio que había estado combatiendo durante toda su carrera.
    Caminó pesadamente por la arena hacia el vehículo de mando, con Von Mellenthin a la zaga.
    —Han capturado al general Cruewell —dijo Von Mellenthin—. Tuve que pedirle a Kesselring que se hiciera cargo. Estuvo toda la tarde tratando de averiguar dónde estaba usted.
    —Peor que peor —dijo Rommel agriamente.
    Subieron a la trasera del vehículo, un enorme camión. La sombra resultó acogedora. Kesselring estaba inclinado sobre un mapa, espantando las moscas con la zurda mientras trazaba una línea con la derecha. Levantó la vista y sonrió.
    —Mi estimado Rommel, gracias a Dios ha regresado usted —dijo con voz sedosa.
    Rommel se quitó la gorra.
    —He estado librando una batalla —gruñó.
    —Me lo imagino. ¿Qué ocurrió?
    Rommel señaló hacia el mapa.
    —Esta es la Línea Gazala. —Era una cadena de «cajones» fortificados, unidos por campos de minas, que iba desde la costa, en Gazala, hacia el sur y entraba unos ochenta kilómetros—. Hicimos un rodeo en el extremo sur de la línea y los atacamos por la retaguardia.
    —Buena idea. ¿Qué fue lo que falló?
    —Nos quedamos sin gasolina y sin municiones. —Rommel se dejó caer pesadamente en una silla sintiéndose de repente muy fatigado—. Otra vez —agregó.
    Kesselring, como comandante en jefe, era responsable del abastecimiento de Rommel, pero el mariscal de campo no parecía advertir la crítica implícita.
    Un asistente entró con jarrillos de té en una bandeja. Rommel sorbió el suyo. Tenía arena.
    Kesselring habló en tono familiar.
    —He tenido la extraordinaria vivencia, esta tarde, de asumir el papel de uno de sus comandantes subalternos.
    Rommel gruñó. Había cierto sarcasmo en aquello, lo adivinaba. No quería discutir con Kesselring, sino pensar en la batalla.
    El mariscal de campo continuó:
    —Me resultó enormemente difícil, con las manos atadas por la subordinación a un cuartel general que no daba órdenes ni se podía localizar.
    —Yo estaba en el corazón de la batalla, dando órdenes en el lugar de los hechos.
    —Con todo, podría haber permanecido en contacto.
    —Esa es la forma como luchan los ingleses —espetó Rommel—. Los generales están a kilómetros detrás de las líneas, permaneciendo en contacto. Pero yo estoy ganando. Si hubiera tenido abastecimiento, ahora estaría en El Cairo.
    —Usted no va a El Cairo —dijo Kesselring bruscamente—. Va a Tobruk. Allí se quedará hasta que hayamos tomado Malta. Esas son las órdenes del Führer.
    —Por supuesto.
    Rommel no deseaba recomenzar aquella discusión. Tobruk era el objetivo inmediato. Una vez capturado ese puerto fortificado, los convoyes que venían de Europa —por inadecuados que fueran— podrían llegar directamente a la línea del frente, acortando el largo viaje a través del desierto... que consumía tanto combustible.
    —Y para llegar a Tobruk —concluyó— tenemos que romper la Línea Gazala.
    —¿Qué piensa hacer ahora?
    —Retroceder y reagruparme.
    Rommel vio que Kesselring alzaba las cejas: el mariscal de campo sabía que él detestaba retroceder.
    —¿Y qué hará el enemigo? —Kesselring dirigió la pregunta a Von Mellenthin, que era el responsable de la evaluación detallada de las posiciones contrarías.
    —Nos perseguirán, pero no inmediatamente —le dijo Von Mellenthin—. Por fortuna, siempre tardan en aprovechar las ventajas. Pero tarde o temprano intentarán una salida.
    Rommel agregó:
    —La pregunta es: ¿cuándo y dónde?
    —Ciertamente —convino Von Mellenthin. Pareció dudar. Luego dijo—: Hay un pequeño punto en los resúmenes de hoy que le interesará. El espía ha establecido comunicación.
    —¿El espía? —Rommel arrugó la frente—. ¡Oh, él!
    Ahora lo recordaba. Había volado hasta el oasis de Gia—lo, muy al interior del desierto de Libia, para darle las últimas instrucciones antes de que iniciara una caminata ma—ratoniana. Wolff, así se llamaba. Rommel había quedado impresionado por su valor, pero era pesimista en cuanto a sus posibilidades.
    —¿Desde dónde llamó?
    —Desde El Cairo.
    —De modo que consiguió llegar. Si es capaz de eso, es capaz de cualquier cosa. Quizá pueda determinar el lugar donde intentarán la incursión.
    Kesselring le interrumpió:
    —¡Dios mío! No irá a confiar en espías, ¿verdad?
    —¡No confío en nadie! —dijo Rommel—. Son los demás quienes confían en mí.
    —Muy bien. —Kesselring permaneció imperturbable, como siempre—. El Servicio de Información nunca sirve de mucho, como usted sabe; y el de los espías es el peor de todos.
    —Estoy de acuerdo —dijo Rommel, más tranquilo—. Pero tengo el presentimiento de que este puede ser diferente. —Lo dudo —terminó Kesselrine.
    —Lo dudo —terminó Kesselring.
    II
    Elene Fontana observaba su rostro en el espejo y pensaba: «Tengo veintitrés años y creo que estoy envejeciendo».
    Se inclinó para acercarse al cristal y se examinó cuidadosamente, buscando señales de deterioro. Su cutis perfecto. Sus ojos, castaños y redondos, tenían la limpidez de un estanque de montaña. No había arrugas. Era un rostro infantil, modelado delicadamente, con un aire de inocencia de niño abandonado. Elene era como un coleccionista de obras de arte revisando su pieza más fina: observaba el rostro reflejado en el espejo como si no fuera suyo. Sonrió y la imagen del espejo le devolvió la sonrisa. Era una sonrisa leve, íntima, con un dejo de malicia: sabía que era capaz de enloquecer a un hombre.
    Recogió la nota y la leyó de nuevo:
    Jueves.
    Mi querida Elene:
    Me temo que todo ha terminado. Mi esposa se ha enterado. Hemos arreglado las cosas, pero tuve que prometer que no te vería nunca más. Por supuesto, puedes quedarte en el apartamento, pero no puedo seguir pagando el alquiler. Siento mucho que haya ocurrido así, pero supongo que ambos sabíamos que lo nuestro no podía durar eternamente. Buena suerte.
    Tuyo,
    «Así, sencillamente», pensó.
    Rompió en pedazos la nota y su sentimentalismo facilón. Claud era un comerciante gordo, mezcla de francés y griego, que tenía tres restaurantes en El Cairo y uno en Alejandría. Era refinado, alegre y generoso. Pero llegado el momento decisivo se desentendía de Elene.
    Era el tercero en seis años.
    Había empezado con Charles, el agente de Bolsa. Entonces tenía diecisiete años, estaba sin un céntimo, sin trabajo y temerosa de volver a su casa. Charles le había puesto apartamento y la visitaba todos los martes, por la noche. Elene le dio el pasaporte cuando él la ofreció a su hermano como si fuera una bandeja de dulces. Luego fue Johnnie, el más agradable de los tres, que quería divorciarse de su esposa y casarse con ella: Elene se negó.
    También se marchaba Claud. Elene supo desde el principio que aquello no tenía porvenir.
    Sus aventuras amorosas habían fracasado también por culpa de ella. Las razones ostensibles —el hermano de Charles, la propuesta de Johnnie y la esposa de Claud— eran solo excusas, o quizá catalizadores. La causa verdadera era siempre la misma: Elene era infeliz.
    Pensaba en la perspectiva de otra aventura. Sabía cómo sería. Durante un tiempo viviría de los pequeños ahorros que tenía en el Barclays Bank de Shari—Kas—el—Nil. Siempre se las había arreglado para ahorrar cuando tenía un compañero. Después vería reducirse lentamente el saldo y se emplearía en una compañía de revistas para levantar las piernas y menear el trasero en algún club nocturno por unos días. Luego... Miró en el espejo, a través del cristal, sin enfocar los ojos tratando de imaginar a su cuarto amante. Tal vez fuera italiano de ojos fulgurantes, cabellos lustrosos y manos perfectamente cuidadas. Quizá lo conocería en el bar del Metropolitan Hotel, frecuentado por los periodistas. Él le hablaría y luego le ofrecería una copa. Ella le sonreiría y el hombre estaría perdido. Se citarían para cenar al día siguiente. Elene resplandecería al entrar en el restaurante cogida de su brazo. Todas las cabezas se volverían y él se sentiría orgulloso. Habría otras citas. Él le haría regalos. Luego una insinuación y después otra: la tercera tendría éxito. Ella disfrutaría haciendo el amor —la intimidad, el contacto, la ternura— y le haría sentirse como un rey. Su amante la dejaría al amanecer, pero volvería por la noche. Dejarían de ir juntos a los restaurantes —«demasiado peligroso», diría—, pero él pasaría más y más tiempo en el apartamento y empezaría a pagar el alquiler y las cuentas. Entonces Elene tendría todo lo que quería: un hogar, dinero y afecto. Empezaría a preguntarse por qué se sentía tan desgraciada. Cogería una rabieta si él llegaba media hora tarde. Se pondría de pésimo humor si mencionaba a su esposa. Protestaría si él no le hacía regalos, pero en todo caso los aceptaría indiferente. Él se sentiría irritado, pero incapaz de abandonarla, porque para ese entonces desearía con ansiedad sus besos dados de mala gana y codiciaría su cuerpo perfecto, y con todo ello seguiría haciendo que en la cama se sintiese como un rey. Luego encontraría aburrida su conversación; exigiría más pasión de la que él podía dar; habría trifulcas. Finalmente llegaría la crisis. La esposa sospecharía, o un niño enfermaría o él tendría que hacer un viaje de negocios de seis meses, o le surgirían dificultades económicas. Y Elene volvería a lo mismo: derivar, sin rumbo, sola, con mala fama y con un año más de edad.
    Fijó la mirada y vio otra vez su rostro en el espejo. Aquel rostro era la causa de todo. Por él llevaba aquella vida sin objeto. Si hubiera sido fea, habría soñado vivirla y nunca habría descubierto su vacuidad. «Me has hecho perder el rumbo —pensó—; me has engañado, me has presentado como si yo fuera otra. No eres mi rostro, era una máscara. Debes dejar de dominar mi vida.
    »No soy una hermosa dama de la sociedad cairota. Soy una muchacha de los arrabales de Alejandría.
    »No soy una mujer económicamente independiente. Soy poco menos que una puta.
    »No soy egipcia. Soy judía.
    »Y quiero volver a casa.»
    El joven que atendía el mostrador de la Agencia Judía de El Cairo llevaba en la cabeza el ortodoxo yarmulka. Aparte de un mechón de barba, tenía afeitadas las mejillas. Preguntó nombre y dirección. Ella, olvidándose de lo que había decidido, dijo llamarse Elene Fontana.
    El joven parecía confundido. Elene estaba acostumbrada: la mayoría de los hombres se turbaban cuando ella les sonreía.
    —¿Podría..., quiero decir, tendría inconveniente en explicarme por qué quiere ir a Palestina?
    —Soy judía —dijo Elene bruscamente. No podía contarle su vida a ese muchacho—. Toda mi familia ha muerto. Estoy desperdiciando mi vida.
    La primera parte no era cierta, pero la segunda sí.
    —¿Qué trabajo haría en Palestina?
    —No había pensado en eso. Cualquiera.
    —Mayormente se ofrece trabajo agrícola.
    —Está bien.
    El joven sonrió. Estaba recuperando la seguridad en sí mismo.
    —No quisiera ofenderla, pero no tiene aspecto de campesina.
    —Si no deseara cambiar mi vida, no estaría haciendo gestiones para ir a Palestina.
    —Claro. —Jugó nerviosamente con el lápiz—. ¿Qué trabajo hace ahora?
    —Canto; y cuando no consigo eso, bailo; y cuando no bailo, sirvo mesas. —Era más o menos la verdad. Había hecho las tres cosas en distintos momentos, aunque solo había tenido éxito con el baile, y aun así no sobresalía—. Ya se lo he dicho, estoy desperdiciando mi vida. ¿Por qué tanta pregunta? ¿Es que ahora Palestina solo acepta graduados universitarios?
    —Nada de eso —dijo el joven—. Pero es muy difícil entrar. Los británicos han fijado un cupo y todas las plazas las toman los refugiados que huyen de los nazis.
    —¿Por qué no me lo dijo antes? —replicó Elene irritada.
    —Por dos razones. Una es que podemos hacer entrar gente ilegalmente. La otra..., la otra lleva un poco más de tiempo explicarla. ¿Quiere esperar un minuto? Debo telefonear a alguien.
    Elene seguía enfadada con el joven por haberla interrogado antes de decirle que no había plazas disponibles.
    —No estoy segura de que tenga sentido esperar.
    —Lo tiene, se lo aseguro. Es muy importante. Serán solo un par de minutos.
    —Está bien.
    El joven se retiró para telefonear a un cuarto de la parte posterior del edificio. Elene esperaba impaciente. El calor aumentaba y la oficina estaba mal ventilada. Se sintió un poco ridicula. Había ido allí llevada por un impulso, sin considerar debidamente la idea de la emigración. Eran demasiadas las decisiones que tomaba así. Debió imaginar que le harían preguntas; podía haber preparado las respuestas. Y haberse puesto un vestido menos llamativo.
    El joven regresó.
    —Hace mucho calor —dijo—. ¿Quiere que vayamos enfrente, a tomar algo fresco?
    «De modo que ese era el juego», pensó Elene. Decidió rechazarlo. Le midió con la mirada y dijo:
    —No. Es demasiado joven para mí.
    El joven se sintió terriblemente turbado.
    —¡Oh, por favor, no me entienda mal! Quiero presentarle a alguien, nada más.
    Ella se preguntó si podía creerle. No tenía nada que perder y estaba sedienta.
    —Muy bien.
    El joven se adelantó a abrir la puerta. Cruzaron la calle, sorteando los carromatos desvencijados y los taxis destartalados, sintiendo repentinamente el ardiente calor del sol. Pasaron bajo un toldo a rayas y entraron en la parte sombreada de un café. El joven pidió limonada; Elene, un gin—tonic.
    —Ustedes pueden introducir gente ilegalmente —dijo ella.
    —A veces. —Bebió de un trago la mitad del vaso—. Lo hacemos por dos razones. En primer lugar, si la persona es perseguida. Por eso le hice algunas preguntas.
    —Nadie me persigue.
    —Segundo, si la persona en algún sentido ha hecho mucho por la causa.
    —¿Quiere decir que tengo que ganarme el derecho de ir a Palestina?
    —Verá, quizá algún día todos los judíos tengan el derecho de ir allí a vivir. Pero mientras existan cupos tiene que haber criterios.
    Elene sintió la tentación de preguntar: «¿Con quién tengo que acostarme?». Pero ya le había juzgado mal una vez. De todos modos, pensaba que el joven quería servirse de ella de alguna forma. Dijo:
    —¿Qué tengo que hacer?
    El joven sacudió la cabeza.
    —No debo jugar con usted. Los judíos egipcios no pueden entrar en Palestina, salvo en casos especiales, y usted no es uno de esos casos.
    —Entonces, ¿qué trata de decirme?
    —Que no puede ir a Palestina; pero, aun así, puede luchar por la causa.
    —¿De qué forma, exactamente?
    —Lo primero que tenemos que hacer es derrotar a los nazis.
    Elene rió.
    —¡Bien! ¡Haré todo lo posible!
    El joven pasó por alto la observación. Continuó:
    —No nos gustan mucho los británicos, pero cualquier enemigo de Alemania es amigo nuestro, de modo que por el momento, estrictamente en forma temporal, trabajamos con el Servicio Secreto inglés. Creo que usted puede ayudarnos.
    —¡Bendito sea Dios! ¿Cómo?
    Una sombra se proyectó sobre la mesa y el joven levantó la vista.
    —¡Ah! —dijo. Volvió a mirar a Elene—. Quiero presentarle a un amigo, el comandante William Vandam.
    El comandante era un hombre alto y robusto: con aquellos anchos hombros y aquellas piernas poderosas podía haber sido un atleta en sus tiempos, aunque ya —pensaba Elene— estaba cerca de los cuarenta y empezaba a ablandarse un poco. La cara fuerte era redonda y franca, y el cabello, castaño y fino, crecía un poco más del largo reglamentario. Vandam le dio la mano, se sentó, cruzó las piernas, encendió un cigarrillo y pidió una ginebra. Tenía una expresión grave, como si creyera que la vida era algo muy serio y no lo tolerase.
    Elene pensó que era el típico inglés desapasionado.
    El joven de la Agencia Judía le preguntó:
    —¿Qué noticias hay?
    —La Línea Gazala sigue resistiendo, pero la cosa se está poniendo muy fea.
    La voz de Vandam fue una sorpresa. Generalmente los oficiales británicos hablaban en el tono de la clase alta, que para los egipcios corrientes era símbolo de arrogancia. Vandam lo hacía con precisión, pero suavemente, con vocales claras y una ligera pronunciación gutural de la r: Elene tuvo la impresión de que era un vestigio de acento campesino, aunque no hubiera sabido explicar por qué.
    Decidió preguntarle:
    —¿De dónde es usted, comandante?
    —Dorset. ¿Por qué lo pregunta?
    —Pensaba en su acento.
    —Sudoeste de Inglaterra. Es usted observadora. Creí que no tenía acento.
    —Solo un vestigio.
    Vandam encendió otro cigarrillo. Elene observó sus manos. Eran largas y delgadas, más bien en desacuerdo con el resto de su cuerpo. Tenía las uñas bien cuidadas y la piel blanca, exceptuando las manchas ámbar oscuro dejadas por los cigarrillos.
    El joven se despidió:
    —Voy a dejar que el comandante Vandam se lo explique todo. Espero que trabaje con él; creo que es muy importante.
    Vandam le estrechó la mano y dio las gracias, y el joven se retiró. Luego se dirigió a Elene:
    —Hábleme de usted.
    —No —dijo ella—. Usted primero.
    Vandam levantó una ceja, sorprendido, un poco divertido y —súbitamente— sin ninguna frialdad.
    —Muy bien —asintió después de un instante—. El Cairo está lleno de oficiales y soldados que conocen secretos. Saben cuáles son nuestros puntos fuertes, nuestras debilidades y nuestros planes. El enemigo quiere conocer esos secretos. Tenemos la seguridad de que en todo momento los alemanes tienen gente aquí para obtener información. Mi trabajo es detenerlos.
    —Así de sencillo.
    Vandam reflexionó.
    —No siempre lo es.
    Elene advirtió que Vandam consideraba seriamente todo lo que ella decía. Pensó que era porque carecía de humor pero, de todos modos, no le desagradaba: en general, los hombres escuchaban su conversación como la música de fondo de un bar: un ruido grato, pero insignificante.
    Vandam esperaba.
    —Es su turno—dijo.
    Repentinamente decidió decirle la verdad:
    —Soy una pésima cantante y una bailarina mediocre, pero algunas veces encuentro un hombre rico que paga mis cuentas.
    Vandam no respondió, pero pareció desconcertado.
    Elene dijo:
    —¿Sorprendido?
    —¿No debería estarlo?
    Ella apartó la mirada. Sabía lo que Vandam estaba pensando. Hasta ese momento la había tratado cortésmente como si fuese una mujer respetable, una de su propia clase. Ahora se daba cuenta de que se había equivocado. Su reacción era totalmente previsible, pero no por eso dejó de sentir amargura. Dijo:
    —¿No es eso lo que hace la mayoría de las mujeres, cuando se casan? ¿Encontrar un hombre que pague las cuentas?
    —Sí —reconoció Vandam en tono grave.
    Ella le miró. El diablillo de la malicia intervino.
    —Yo los despido un poco más rápido que una persona corriente.
    Vandam lanzó una carcajada. De pronto pareció otro hombre. Echó la cabeza hacia atrás, extendió brazos y piernas y toda la tirantez abandonó su cuerpo. Cuando la risa cesó estaba relajado, aunque fue solo un momento. Se sonrieron abiertamente. Pasó el momento y él cruzó de nuevo las piernas. Hubo un silencio. Elene se sintió como una colegiala que ha estado riendo tontamente en clase.
    Vandam estaba serio otra vez.
    —Mi problema es la información —dijo—. Nadie dice nada a un inglés. Ahí es donde entra usted. Como es egipcia, escucha el tipo de chismes y de charla callejera que nunca está a mi alcance. Y como es judía, me los pasará a mí. Así lo espero.
    —¿Qué clase de chismes?
    —Me interesa cualquiera que demuestre curiosidad respecto del ejército británico. —Hizo una pausa. Parecía preguntarse cuánto debía decirle—. En particular... estoy buscando a un hombre llamado Alex Wolff. Vivió en El Cairo, y ahora acaba de regresar. Puede estar buscando un lugar para hospedarse y es probable que tenga muchísimo dinero. Seguramente está haciendo preguntas sobre las fuerzas británicas.
    Elene se encogió de hombros.
    —Después de todos esos preámbulos esperaba que me pediría algo más espectacular.
    —¿Como qué?
    —No sé. Valsear con Rommel y registrarle los bolsillos.
    Vandam volvió a reír, Elene pensó: «Esa risa puede llegar a gustarme».
    —Bien, por vulgar que le parezca, ¿lo hará? —preguntó él.
    —No lo sé.
    «Pero sí lo sé —pensó Elene—. Solo estoy tratando de prolongar la entrevista porque disfruto de ella.»
    Vandam se inclinó hacia delante.
    —Necesito gente como usted, señorita Fontana. —Su nombre sonó ridículo cuando él lo dijo tan gentilmente—. Es observadora, tiene una coartada perfecta y está claro que es inteligente. Por favor, discúlpeme por ser tan directo...
    —No pida excusas; me encanta —dijo ella—. Siga hablando.
    —La mayor parte de mi personal no es digno de confianza. Lo hacen por el dinero, mientras usted tiene un motivo mejor...
    —Espere un minuto —interrumpió Elene—. Yo también necesito dinero. ¿Cuánto pagan por el trabajo?
    —Eso depende de la información que traiga.
    —¿Cuál es el mínimo?
    —Nada.
    —Es algo menos de lo que esperaba.
    —¿Cuánto quiere usted?
    —Podría ser caballero y pagarme el alquiler de mi apartamento.
    Se mordió los labios: dicho así, pareció muy propio de una prostituta.
    —¿Cuánto?
    —Setenta y cinco al mes.
    Vandam alzó las cejas.
    —¿Qué tiene usted, un palacio?
    —Los precios han subido. ¿No lo sabía? Es por todos estos oficiales ingleses desesperados por conseguir comodidades.
    —lonché. —Vandam arrugó la frente—. Tendría que ser extraordinariamente útil para justificar setenta y cinco al mes.
    Elene se encogió de hombros.
    —¿Por qué no hace una prueba?
    —Es buena negociadora. —Vandam sonrió—. Muy bien: un mes de prueba.
    Elene trató de no dar la impresión de haber triunfado.
    —¿Cómo me pongo en contacto con usted?
    —Envíeme un mensaje. —Tomó un lápiz y un trozo de papel del bolsillo de su camisa y empezó a escribir—. Le daré la dirección y el número de teléfono del Cuartel General y de mi casa. En cuanto tenga noticias suyas, iré a verla.
    —De acuerdo. —Elene anotó su dirección, y se preguntó qué pensaría el mayor de su apartamento—. ¿Y si lo ven?
    —¿Tendrá importancia?
    —Podrían preguntarme quién es usted.
    —Bueno, será mejor que no diga la verdad.
    Elene sonrió burlonamente.
    —Diré que es mi amante.
    Vandam desvió la mirada.
    —Muy bien.
    —Pero debe hacer bien el papel. —El rostro de Elene se mantuvo inexpresivo—. Debe venir con montones de flores y cajas de bombones.
    —No sé...
    —¿Acaso los ingleses no regalan flores y bombones a sus queridas?
    Vandam la miró sin parpadear. Ella se dio cuenta de que tenía los ojos grises.
    —No lo sé —dijo llanamente—. Nunca he tenido una querida.
    «Confieso que me equivoqué», pensó Elene.
    —Entonces tiene mucho que aprender —dijo.
    —Estoy seguro. ¿Quiere otro trago?
    «Y ahora me despacha —se dijo la muchacha—. Se pasa de la raya, mayor Vandam: emana cierta falsa virtud y le gusta bastante mandar; es usted muy autoritario. Quizá lo coja por mi cuenta, pinche su vanidad y le lastime un poco.»
    —No, gracias —dijo—. Debo irme. > Vandam se puso en pie. , —Espero tener noticias suyas.
    Elene le dio la mano y se alejó. Se dio cuenta, sin saber por qué, de que él no la estaba observando.
    Vandam se puso un traje de paisano para la recepción en la Unión Angloegipcia. Nunca había ido a la Unión cuando vivía su esposa: ella decía que era vulgar, plebby. Vandam le indicaba que usara la palabra «plebeya», para no parecer una esnob de la sociedad provinciana. Ella replicaba que era una esnob de la sociedad provinciana y que tuviera la amabilidad de no exhibir su educación clásica.
    Vandam la había amado entonces y la amaba todavía.
    Su padre era un hombre bastante rico que se hizo diplomático porque no tenía nada mejor que hacer. No le gustó la perspectiva de que ella se casara con el hijo de un cartero. No se conformó cuando supo que Vandam había ido a una universidad de Londres y que lo consideraban uno de los más prometedores de su promoción de oficiales subalternos del ejército. Pero la hija fue inexorable en eso, como en todo, y finalmente el padre aceptó de buen grado a la pareja. Cosa rara, la única vez que ambos suegros se reunieron, se llevaron bastante bien. Desafortunadamente, las madres se odiaban, y no se hicieron más reuniones familiares.
    Nada de eso interesaba mucho a Vandam; tampoco el hecho de que su esposa tuviera mal genio, fuera dominante y careciera de generosidad. Angela era agraciada, señorial y hermosa. Para Vandam ella era la personificación de la feminidad, y se consideraba un hombre afortunado.
    El contraste con Elene Fontana no podría haber sido más notable.
    Fue a la Unión en su motocicleta. La máquina, una BSA 350, era muy práctica en El Cairo. Podía usarla todo el año, porque el tiempo casi siempre era suficientemente bueno, y cruzar serpenteando los embotellamientos de tránsito que dejaban esperando a coches y taxis. Pero, además, era bastante veloz y le proporcionaba una secreta excitación, un regreso a su adolescencia, cuando había deseado poseer una de aquellas motos y no estaba en condiciones de comprarla. Angela la detestaba —como la Unión, era plebby—, pero Van—dam se había opuesto por única vez.
    Estaba refrescando cuando se estacionó en la Unión. Al pasar junto a la sede del club miró por una ventana y vio una partida de billar ruso en pleno desarrollo. Resistió la tentación y siguió hacia el parque.
    Aceptó una copa de jerez de Chipre y se mezcló en la multitud, asintiendo y sonriendo, intercambiando algunas bromas con la gente que conocía. Había té para los invitados musulmanes, que solo bebían esa infusión. Pero no eran muchos los que se habían presentado. Vandam probó el jerez y se preguntó si el barman podría aprender a preparar un martini.
    Miró al otro lado del jardín, al vecino Club de Oficiales Egipcios, y deseó poder escuchar las conversaciones. Alguien le llamó por su nombre, y al darse la vuelta vio que era la doctora. Una vez más le costó un esfuerzo recordar su nombre:
    —Doctora Abuthnot.
    —Aquí podríamos olvidar las formalidades —dijo ella—. Me llamo Joan.
    —William. ¿Su esposo no está aquí?
    —No estoy casada.
    —Perdóneme.
    De pronto la contemplaba desde otro ángulo. Ella era soltera y él viudo, y los habían visto juntos tres veces en una semana: a esas alturas la colonia inglesa de El Cairo los consideraría prácticamente prometidos.
    —¿Es usted cirujana? —preguntó Vandam.
    La doctora Abuthnot sonrió.
    —Últimamente, lo único que hago es coser y remendar gente... Pero, sí, antes de la guerra era cirujana.
    —¿Cómo lo consiguió? No es fácil para una mujer.
    —Luché con uñas y dientes. —Todavía sonreía, pero Vandam detectó un dejo de resentimiento—. Tengo entendido que usted también es un poco original.
    Vandam pensaba que era extremadamente convencional.
    —¿Por qué?—dijo sorprendido.
    —Por ocuparse usted mismo de su hijo.
    —No hay alternativa. Si hubiese querido enviarlo de vuelta a Inglaterra, no habría podido: es imposible conseguir pasaje, a menos que uno sea inválido o general.
    —Pero usted no quería mandarlo.
    —No.
    —A eso me refería.
    —Es mi hijo —respondió Vandam—. No quiero que lo eduque ninguna otra persona..., y él tampoco.
    —Comprendo. Es solo que algunos padres no lo considerarían... varonil.
    Vandam la miró y alzó las cejas, y para sorpresa suya, ella se sonrojó.
    —Supongo que tiene razón. Nunca lo había enfocado así.
    —Me avergüenzo de mí misma, he estado entrometiéndome en sus cosas. ¿Quiere una bebida?
    Vandam miró la copa.
    —Creo que tendré que entrar a buscar una de verdad.
    —Le deseo suerte.
    La doctora sonrió y se alejó.
    Vandam caminó por el parque hasta el casino del club. Joan era una mujer atractiva, valerosa e inteligente, y le había dado a entender claramente que quería conocerle mejor. Pensó: «¿Por qué diablos soy tan indiferente con ella? Toda esta gente está pensando que hacemos muy buena pareja, y tiene razón».
    Entró y se dirigió al barman:
    —Ginebra. Hielo. Una aceituna. Y unas pocas gotas de vermut muy seco.
    Cuando llegó el cóctel, estaba bastante bien, y tomó dos más. Pensó de nuevo en aquella mujer, Elene. Había mil como ella en El Cairo —griegas, judías, sirias y palestinas, como también egipcias—. Eran bailarinas, solo hasta que lograban llamar la atención de algún libertino rico. La mayoría probablemente soñaba con casarse y vivir en una gran casa en Alejandría, o París, o Surrey; pero estaban llamadas a decepcionarse.
    Todas tenían rostros delicados, morenos, y cuerpos felinos, con piernas esbeltas y pechos graciosos, pero Vandam quiso pensar que Elene destacaba. Su sonrisa era devastadora. A primera vista, la idea de ir a Palestina a trabajar a una granja era ridicula; pero había hecho el intento y, pese a su fracaso, había consentido en trabajar para Vandam. Por otra parte, la venta al por menor de chismes callejeros significaba dinero fácil, como ser una mantenida. Probablemente era igual que las demás bailarinas: Vandam tampoco sentía interés por ese tipo de mujeres.
    Los cócteles empezaron a surtir efecto y Vandam temió no poder ser tan cortés como convenía con las damas, cuando estas llegaran, de modo que pagó y salió.
    Condujo su moto hasta el Cuartel General, para enterarse de las últimas noticias. Parecía que el día había terminado en un empate, después de que ambas partes sufrieran numerosas bajas, algo más del lado británico. Sencillamente, era desmoralizador, pensó Vandam. «Teníamos una base segura, buenos suministros, armas superiores con tiro pero no hemos conseguido ni una triste victoria.» Regresó a su casa.
    Gaafar había preparado cordero con arroz. Vandam tomó otra copa con la cena. Billy le habló mientras comía. La lección de geografía había sido sobre el cultivo del trigo en Canadá. Vandam hubiera preferido que en la escuela le enseñaran al muchacho algo del país en que estaba viviendo.
    Una vez acostado Billy, Vandam se sentó en el salón fumando y pensando en Joan Abuthnot, Alex Wolff y Erwin Rommel. De distintas formas, todos ellos le amenazaban. Al caer la noche afuera, el salón le hizo sentir claustrofobia. Llenó su pitillera y salió.
    La ciudad estaba tan animada como en cualquier otro momento del día. Había muchísimos soldados en las calles, algunos muy borrachos. Eran hombres recios que habían combatido en el desierto, sufriendo con la arena y el calor, las bombas y las granadas, y con frecuencia hallaban a los árabes menos agradecidos de lo que debían. Cuando un comerciante daba de menos en el cambio, o el dueño de un restaurante cobraba más de lo que correspondía, o cuando el barman se negaba a servir a los borrachos, los soldados, recordando cómo sus amigos volaban en pedazos en defensa de Egipto, comenzaban a pelear, a romper ventanas y destrozar el local. Vandam comprendía por qué los egipcios eran desagradecidos —no les importaba mucho si los oprimían los ingleses o los alemanes—, pero, con todo, no simpatizaba con los comerciantes de El Cairo, que estaban haciendo una fortuna gracias a la guerra.
    Anduvo lentamente, cigarrillo en mano, gozando del aire fresco de la noche, observando las tiendas diminutas abiertas al frente, negándose a comprar una «camisa de algodón hecha a medida mientras usted espera», un «bolso de piel para su esposa», o un ejemplar usado de una revista llamada Saucy Snips. Le divirtió un vendedor ambulante que llevaba fotografías obscenas en el lado izquierdo de su chaqueta, y crucifijos en el derecho. Vio a un grupo de soldados caerse de risa ante el espectáculo de dos policías egipcios que patrullaban la calle cogidos de la mano.
    Entró en un bar. Fuera de los clubes británicos, era prudente evitar la ginebra, de modo que pidió zibid, bebida anisada que se volvía turbia al mezclarse con agua. A las diez el bar cerró, por mutuo acuerdo del gobierno Wafd musulmán y del aguafiestas del jefe de policía. Cuando Vandam salió del bar, tenía la vista algo borrosa.
    Se encaminó a la Ciudad Vieja. Pasó un cartel que marcaba el límite que el personal de tropa no podía trasponer y entró en la Birka. En las calles y pasajes estrechos las mujeres estaban sentadas en los umbrales y asomadas a las ventanas, fumando y esperando clientes, charlando con la policía militar. Algunas hablaron a Vandam y le ofrecieron sus cuerpos en inglés, francés e italiano. El tomó un pequeño callejón, cruzó un patio desierto y entró en un zaguán abierto y sin ningún letrero.
    Subió la escalera y llamó a una puerta del primer piso. Le abrió una mujer egipcia de mediana edad. Vandam le pagó cinco libras y entró.
    Pasó a un salón interior, grande y apenas iluminado, de deslustrado lujo, se sentó en un almohadón y se desabrochó el cuello de la camisa. Una joven con pantalones bombachos le alcanzó el narguile. Vandam aspiró profundamente varias bocanadas de humo de hachís. Pronto le embargó una agradable sensación de letargo. Se inclinó hacia atrás apoyándose en los codos y miró a su alrededor. En las sombras del cuarto había otros cuatro hombres. Dos eran bajaes —terratenientes árabes ricos— que estaban sentados juntos en un diván y cuya conversación casi no se oía. Un tercero, que parecía casi dormido por el hachís, tenía aspecto de inglés y probablemente era un oficial, como Vandam. El cuarto estaba sentado en un rincón hablando con una de las muchachas. Vandam escuchaba algunas frases de la conversación y dedujo que el hombre quería llevar a la chica a su casa y que estaba discutiendo el precio. El sujeto le resultaba vagamente familiar, pero Vandam, borracho y ya narcotizado, no pudo hacer funcionar su memoria y recordar quién era.
    Una de las muchachas se acercó y tomó a Vandam de la mano. Le condujo a una alcoba y corrió la cortina. Se quitó el corpino. Tenía pechos pequeños y morenos. Vandam le acarició la mejilla. En la media luz del cuarto, la cara de la muchacha cambiaba constantemente: le pareció vieja, luego muy joven, después agresiva y, por último, amorosa. Por un momento se pareció a Joan Abuthnot. Pero al final, cuando la poseyó, era como Elene.
    5
    Alex Wolff, vestido con galabiya y fez, estaba parado a treinta metros de la entrada del Cuartel General británico, vendiendo abanicos de papel que se rompían después de dos minutos de uso.
    La alarma había pasado. Durante una semana no había visto que los ingleses realizaran ningún control de documentos de identidad. Aquel sujeto, Vandam, no podía mantener la presión indefinidamente.
    Wolff fue al Cuartel General tan pronto como se consideró seguro. Introducirse en El Cairo había sido un triunfo; pero era inútil, a menos que pudiera explorar esa posición y conseguir la información que Rommel quería, y pronto. Recordó su breve entrevista con el mariscal en Gialo. El aspecto del Zorro del Desierto no concordaba en absoluto con el calificativo. Era un hombre pequeño, incansable, con cara de campesino agresivo: la nariz grande, la boca con comisuras hacia abajo, el mentón hundido, una cicatriz dentada en la mejilla izquierda, y el cabello tan corto que no aparecía por debajo del borde de su gorra. Había dicho: «Número de tropas, nombres de divisiones en el campo de batalla y en reserva, y estado de entrenamiento. Número de tanques en el campo de batalla y en reserva y estado del material. Suministro de municiones, alimentos y gasolina. Historiales y actitudes de los comandantes en jefe. Planes estratégicos y tácticos. Dicen que usted es bueno, Wolff. Es de esperar que tengan razón».
    Pronto estaba dicho...
    Había cierta información que Wolff podía obtener, sin más, caminando por la ciudad. Podía observar los uniformes de los soldados de permiso y escuchar sus conversaciones. Así se enteraría de los lugares en que habían estado las tropas y de cuándo regresarían al frente. A veces, un sargento mencionaba estadísticas de muertos y heridos, o el efecto devastador de los cañones de 88 milímetros —diseñados como armas antiaéreas— que los alemanes habían adaptado a sus tanques. Había oído a un mecánico del ejército quejarse de que treinta y nueve de los cincuenta tanques nuevos que habían llegado el día anterior necesitaban reparaciones importantes antes de entrar en servicio. Todo eso era información útil que se podía mandar a Berlín, donde los analistas del Servicio Secreto la ensamblarían con otros retazos hasta montar un gran cuadro. Pero eso no era lo que quería Rommel.
    En alguna parte, dentro del Cuartel General, había folios que decían cosas como «Después de descansar y recuperarse, la división A, con cien tanques y totalmente aprovisionados, dejará El Cairo mañana y unirá sus fuerzas a la división B en el oasis C, preparándose para el contraataque, al oeste de D, el sábado próximo, al amanecer».
    Eran hojas de papel lo que quería Wolff.
    Por eso estaba vendiendo abanicos a la salida del Cuartel General.
    Para establecer la sede del cuartel, los británicos se habían apropiado de varias casas grandes —la mayoría de ellas de los bajaes— en el suburbio llamado Garden City (Wolff agradecía que la Villa les Oliviers hubiera escapado a la requisa). Las casas confiscadas estaban rodeadas por una cerca de alambre de espino. Las personas de uniforme pasaban rápidamente la entrada, pero los civiles debían soportar un largo interrogatorio mientras los centinelas llamaban por teléfono para verificar las credenciales.
    Había más cuarteles generales en otros edificios de la ciudad —por ejemplo, el Semiramis Hotel alojaba algo que se llamaba Tropas Británicas en Egipto—, pero este era el Cuartel General de Oriente Medio, la energía central, la clave de todo. Wolff había pasado mucho tiempo en la escuela de espías de Abwehr aprendiendo a reconocer uniformes, señales de identificación de los regimientos y rostros de literalmente cientos de altos oficiales británicos. Desde el lugar que ahora ocupaba había observado varias mañanas atrás la llegada de los grandes autos del alto mando y espiado a través de las ventanillas. Había visto llegar coroneles, generales, almirantes, jefes de escuadrón y al propio comandante en jefe, sir Claude Auchinleck. Todos le parecían extraños, se sintió intrigado, hasta que se dio cuenta de que las fotografías que había fijado en su cerebro eran en blanco y negro, mientras que ahora los veía, por primera vez, en color.
    La plana mayor viajaba en automóvil pero los ayudantes iban andando. Cada mañana, capitanes y comandantes llegaban a pie, llevando sus pequeños maletines. Hacia mediodía —tras la conferencia matutina de costumbre, presumía Wolff— algunos de ellos salían de nuevo con sus maletines.
    Cada día Wolff seguía a uno de los ayudantes. La mayoría de ellos trabajaba en el Cuartel General y sus documentos secretos quedarían guardados bajo llave en las oficinas al finalizar la jornada. Pero estos debían acudir al Cuartel General para la conferencia matutina, aunque sus oficiales se encontraban en otros lugares de la ciudad, y tenían que llevar consigo sus papeles de una oficina a la otra. Uno de los asistentes fue al Semiramis. Dos a los cuarteles de Kars—el—Nil. Un cuarto entró en un edificio sin identificación, en Sha—ri Suleiman Pasha.
    Wolff quería abrir esos maletines.
    Ese día haría una prueba de orientación.
    Mientras esperaba, bajo el sol abrasador, que salieran los asistentes, pensó en la noche anterior y una sonrisa se dibujó en las comisuras de sus labios, debajo del bigote, recién crecido. Había prometido a Sonja que hallarían otra Fawzi para ella. Había ido a la Birka y elegido a una muchacha en el establecimiento de madame Fahmy. No era una Fawzi —aquella chica había sido realmente entusiasta—, pero sí una buena sustituía. La habían gozado por turno, luego juntos; después, los extraños y excitantes juegos de Sonja... Había sido una larga noche.
    Cuando salieron los asistentes, Wolff siguió a los dos que iban a los cuarteles.
    Un minuto después, Abdullah emergió de un café y se puso a su lado, caminando al mismo paso.
    —¿Esos dos? —preguntó.
    —Esos dos —dijo Wolff.
    Abdullah era un hombre obeso, con un diente de acero. Era uno de los más ricos de El Cairo, pero, a diferencia de la mayoría de los árabes acaudalados, no imitaba a los europeos. Usaba sandalias, una chilaba mugrienta y un fez. Su cabello grasiento se rizaba alrededor de las orejas y tenía las uñas negras. Su riqueza no provenía de las tierras, como la de los bajaes, ni del comercio, como la de los griegos. Provenía del delito.
    Abdullah era un ladrón.
    A Wolff le gustaba: era taimado, mentiroso, cruel, generoso y siempre reía. Para Wolff, Abdullah era un compendio de los vicios y virtudes ancestrales de Oriente Medio. Su ejército de hijos, nietos, sobrinos, sobrinas y primos segundos, había estado robando casas y carteras en El Cairo durante treinta años. Tenía tentáculos en todas partes: era mayorista de hachís, tenía influencia con políticos y era dueño de la mitad de las casas de la Birka, incluso la de madame Fahmy. Vivía en una casona destartalada de la Ciudad Vieja, con sus cuatro esposas.
    Siguieron a los dos oficiales hasta el sector moderno de la ciudad. Abdullah dijo:
    —¿Quieres un maletín o los dos?
    Wolff reflexionó. Uno era un robo accidental; dos parecería organizado.
    —Uno —dijo.
    —¿Cuál?
    —No importa.
    Wolff había pensado en pedir ayuda a Abdullah después de haber descubierto que la Villa les Oliviers ya no era segura. Finalmente decidió no hacerlo. Con seguridad Abdullah podía haber ocultado a Wolff en algún lugar —a lo mejor en algún burdel— por tiempo más o menos indefinido. Pero en cuanto lo tuviera escondido habría iniciado negociaciones para venderlo a los británicos. Abdullah dividía el mundo en dos: su familia y el resto. Era muy fiel a su familia y confiaba en ella por completo; a los demás los engañaba y pensaba que ellos, a su vez, le engañarían. Todo negocio se hacía sobre la base de la sospecha mutua. Wolff descubrió que eso funcionaba sorprendentemente bien.
    Llegaron a una esquina muy concurrida. Los dos oficiales cruzaron la calle sorteando el tráfico. Wolff estuvo a punto de seguirlos pero Abdullah le puso una mano sobre el brazo para detenerlo.
    —Lo haremos aquí —dijo.
    Wolff miró a su alrededor observando los edificios, la acera, la encrucijada y los vendedores ambulantes. Esbozó una sonrisa y asintió con la cabeza.
    —Es perfecto—dijo.
    Lo hicieron al día siguiente.
    En verdad, Abdullah había elegido el punto perfecto para el golpe. Una concurrida calle confluía allí con una principal. En la esquina había un café con una terraza que reducía el ancho de la acera a la mitad. Delante del café del lado de la calle principal, había una parada de autobús. La idea de hacer cola para el autobús nunca había llegado a arraigar en El Cairo, a pesar de los sesenta años de dominación británica, de modo que quienes esperaban se limitaban a vagar por los alrededores, en la acera atestada de gente. La calle también tenía mesas, allí no había parada de autobús. Abdullah había observado ese pequeño inconveniente y lo había subsanado colocando dos acróbatas para que actuaran en aquel lugar.
    Wolff se sentó a la mesa de la esquina, desde donde podía ver la calle principal y la lateral, y pensaba, preocupado, en las cosas que podían fallar.
    Los oficiales podían no regresar a los cuarteles aquel día. Existía la posibilidad de que tomaran otro camino, o de que no llevaran sus maletines. Quizá la policía llegara demasiado pronto y arrestara a todos los presentes. Los oficiales podían atrapar e interrogar al muchacho...
    O a Wolff. Abdullah podía decidir que era más fácil ganar su dinero sin más, contactando con el mayor Vandam y diciéndole que podía arrestar a Alex Wolff en el café Nasif a las doce de ese día...
    Wolff tenía miedo de ir a la cárcel. Era más: le horrorizaba esa idea, le producía escalofríos pese al sol del mediodía. Podía vivir sin buena comida, sin vino y sin muchachas, si tenía el vacío, vasto y salvaje desierto para consolarse. Y podía renunciar a la libertad del desierto y vivir en una ciudad atestada de gente, si gozaba de los lujos urbanos para consolarse. Pero no podía perder ambas cosas. Nunca había contado aquello a nadie: era su secreta pesadilla. Pensar en vivir en una celda estrecha y sombría, entre la escoria de la tierra (y todo hombre), con mala comida, sin ver nunca el cielo azul ni el Nilo interminable y las llanuras abiertas... El pánico le rozó fugazmente. Alejó la idea de su mente. No iba a ocurrir.
    A las once y cuarenta y cinco, la masa corpulenta y desaliñada de Abdullah pasó caminando lentamente frente al café. Su expresión era vacía, pero sus pequeños ojos miraban a su alrededor con mucha atención inspeccionando los preparativos. Cruzó la calle y desapareció de la vista.
    A las doce y cinco Wolff avistó dos gorras militares entre la multitud de cabezas que se veían en la distancia.
    Se sentó en el borde de la silla.
    Los oficiales se aproximaron. Llevaban sus maletines.
    Al otro lado de la calle alguien aceleraba el motor de un coche.
    Un ómnibus llegó a la parada y Wolff pensó: «Es imposible que Abdullah haya organizado esto: es un golpe de suerte, un premio extra».
    Los oficiales llegaron a cinco metros de Wolff.
    Al otro lado de la calle el coche partió repentinamente. Era un Packard negro, grande, con un motor poderoso y una buena suspensión americana. Cruzó la calle como un elefante lanzado al ataque, el motor rugiendo, sin tener en cuenta el tráfico de la calle principal, dirigiéndose a la lateral haciendo sonar continuamente la bocina. En la esquina, a un par de metros de donde estaba Wolff, se estrelló contra la parte delantera de un viejo taxi Fiat.
    Los dos oficiales se detuvieron junto a la mesa de Wolff y concentraron su atención en el coche.
    El conductor del taxi, un árabe joven que llevaba una camisa occidental y un fez, saltó de su automóvil.
    Un joven griego con traje de muaré salió del Packard.
    El árabe dijo que el griego era un cerdo.
    El griego dijo que el árabe era el ano de un camello sifilítico.
    El árabe abofeteó al griego y este dio al árabe un puñetazo en la nariz.
    La gente que bajaba del autobús y los que querían subir se acercaron a ver.
    A la vuelta de la esquina, el acróbata que estaba de pie sobre la cabeza de su colega se volvió para mirar la pelea, pareció que perdía el equilibrio y cayó sobre los espectadores.
    Un muchachito pasó como una flecha junto a la mesa de Wolff, que se puso en pie, señaló al chico y gritó:
    —¡Al ladrón!
    El muchachito siguió su carrera. Wolff le persiguió, y cuatro personas que estaban sentadas cerca se levantaron de un salto y corrieron detrás del chiquillo. El chico pasó velozmente entre los dos oficiales, que miraban con atención la pelea callejera. Wolff y los que habían tratado de auxiliarlo atrepellaron y derribaron a los oficiales. Varias personas empezaron a gritar «Al ladrón», aunque la mayoría no tenía idea de quién era el presunto delincuente. Algunos de los recién llegados pensaron que debía de ser uno de los conductores que peleaban. El gentío que estaba en la parada del autobús, el público de los acróbatas y la mayoría de los que se encontraban en el café se aproximaron y comenzaron a atacar a uno u otro de los conductores, los árabes suponiendo que el griego había sido el culpable, y todos los demás, que el culpable había sido el árabe. Varios hombres con bastones —la mayoría de la gente los llevaba— empezaron a abrirse camino entre la multitud golpeando cabezas a diestro y siniestro en un intento de detener la trifulca, cosa que resultó totalmente contraproducente. Alguien levantó una silla del café y la lanzó sobre la muchedumbre. Por fortuna, el tiro fue demasiado largo y la silla atravesó el parabrisas del Pac—kard. No obstante, los camareros, el personal de cocina y el propietario del café salieron a la carrera y empezaron a atacar a cualquiera que se apoyara o sentara en las mesas o sillas, incluso a los que tropezaron con ellas. Todos gritaban a los demás en cinco idiomas. Los coches que pasaban se detenían para observar la refriega: el tráfico se embotelló en tres direcciones y todos los autos hacían sonar las bocinas. Un perro se soltó de su correa y empezó a morder piernas en un frenesí de excitación. Todo el mundo descendió del autobús. La camorra crecía por momentos. Los conductores que se habían detenido a divertirse lo lamentaron porque cuando la reyerta envolvió sus coches, no pudieron alejarse y tuvieron que trabar las puertas y subir los cristales de las ventanillas mientras hombres, mujeres y niños, árabes, griegos, sirios, judíos, australianos y escoceses saltaban sobre los techos de los vehículos y luchaban sobre los capós, caían en los estribos y derramaban sangre sobre la carrocería. Alguien fue arrojado a través de la vidriera de la sastrería vecina al café, y una cabra asustada irrumpió en la tienda de regalos que estaba al otro lado y empezó a volcar las mesas cargadas de porcelanas, jarrones y cristales. Un mandril surgió de la nada —probablemente antes estaba montado en la cabra, lo que constituía un entretenimiento callejero común— con ágiles patas, para desaparecer en dirección a Alejandría. Un caballo se liberó de su arnés, y pasó como un rayo entre las filas de coches. Desde una ventana, sobre el café, una mujer vació un cubo de agua sucia sobre la refriega. Nadie lo advirtió.
    Por fin llegó la policía.
    Cuando la gente oyó los silbatos, de repente los empujones e insultos que habían iniciado las peleas individuales parecieron perder importancia. Se produjo un revuelo para escapar antes de que comenzaran las detenciones. El gentío disminuyó con rapidez. Wolff, que se había tirado al suelo al desencadenarse el combate, se levantó y cruzó tranquilamente la calle para observar el desenlace. Cuando hubieron esposado a seis personas, todo había acabado y no quedaba nadie luchando, excepto una vieja de negro y un mendigo cojo, que se daban débiles empellones en la cuneta de la calle. El propietario del café, el sastre y el dueño de la tienda de regalos se retorcían las manos e increpaban a la policía por no haber llegado antes, mientras mentalmente duplicaban los daños, a efectos del seguro.
    El conductor del autobús se había roto un brazo, pero el resto de heridas eran cortes y magulladuras.
    Hubo una sola muerte: el perro había mordido a la cabra y, por consiguiente, hubo que sacrificarla.
    Cuando la policía trató de mover los dos autos colisio—nados, descubrió que, durante la lucha, ladronzuelos callejeros habían levantado la parte posterior de ambos vehículos y robado las ruedas de recambio.
    También habían desaparecido las bombillas del autobús. Así como un maletín del ejército británico.
    Alex Wolff se sentía contento consigo mismo mientras caminaba por las callejuelas de la antigua ciudad. Una semana antes, la tarea de apoderarse de los secretos del Cuartel General británico parecía casi imposible. Ahora, en cambio, daba la impresión de que había logrado su propósito. La idea de hacer que Abdullah organizara una pelea callejera fue brillante.
    Se preguntaba qué habría en el maletín.
    La casa de Abdullah tenía el mismo aspecto que cualquier otro tugurio hacinado. Su fachada descascarillada, llena de grietas, estaba salpicada de pequeñas ventanas deformes. La entrada era una arcada baja y sin puerta, a la que seguía un pasillo.
    Y subió por una escalera de piedra en espiral. Al llegar arriba apartó una cortina y entró en el cuarto de estar de Abdullah.
    El sitio era como su dueño: sucio, grande y opulento. Tres niños pequeños y un perrito se perseguían mutuamente alrededor de los costosos divanes y mesas con marquetería. En un rincón, junto a una ventana, una anciana trabajaba en un tapiz. Otra mujer salía de una estancia cuando Wolff entró: carecía de una separación estricta de sexos, según la costumbre musulmana; así había sido también en el hogar de su niñez. En el centro de la habitación, Abdullah estaba sentado con las piernas cruzadas sobre un almohadón bordado con un bebé en el regazo. Miró a Wolff y sonrió abiertamente:
    —¡Amigo mío, qué éxito hemos tenido!
    Wolff se sentó en el suelo frente a él.
    —Fue maravilloso —dijo—. Eres un mago.
    —¡Qué tumulto! ¡Y el autobús llegó justo en el momento apropiado...! ¡Y el mono corriendo...!
    Wolff miró atentamente y vio lo que estaba haciendo Abdullah. En el suelo, a su lado, había un montón de billetes, bolsos de mano, carteras y relojes. Mientras hablaban seleccionó una bonita cartera de cuero repujado. Sacó de ella un fajo de billetes de banco egipcios, algunos sellos y un pequeño lápiz de oro y los hizo desaparecer bajo su chilaba. Después dejó la cartera, recogió un bolso y empezó a registrarlo.
    Wolff adivinó de dónde procedían.
    —Viejo bribón —dijo—. Tenías tus carteristas entre la gente.
    Abdullah sonrió mostrando su diente de acero.
    —Meterse en todo ese lío y robar solo un maletín...
    —Pero tienes el maletín.
    —Desde luego.
    Wolff se tranquilizó. Abdullah no hizo movimiento alguno.
    —¿Por qué no me lo das?
    —Inmediatamente —dijo Abdullah. Sin embargo, siguió sin hacer nada. Transcurrido un instante agregó—: Ibas a pagarme otras cincuenta libras tras la entrega.
    Wolff contó los billetes, que pronto desaparecieron bajo la mugrienta chilaba de Abdullah. Este se inclinó hacia delante sosteniendo al bebé contra su pecho con un brazo y, con el otro, buscó debajo del almohadón donde estaba sentado y sacó el maletín.
    Wolff se lo quitó y lo examinó. La cerradura estaba rota. Se sintió fastidiado: la desfachatez debía tener un límite. Logró hablar con calma:
    —Lo has abierto.
    Abdullah se encogió de hombros. Dijo:
    —Maaleesh.
    Era una palabra convenientemente ambigua que significaba tanto «Lo siento» como «¿Y eso qué?». Wolff suspiró. Su larga permanencia en Europa le había hecho olvidar cómo se hacían las cosas en casa.
    Levantó la tapa del maletín. En su interior había un fajo de diez o doce hojas de papel densamente mecanografiadas en inglés. Cuando empezó a leer, alguien puso una tacita de café a su lado. Miró fugazmente y vio que era una hermosa joven. Preguntó a Abdullah:
    —¿Es tu hija?
    Abdullah lanzó una carcajada.
    —Mi esposa.
    Wolff miró otra vez a la chica. Tendría catorce años. Devolvió su atención a los papeles.
    Leyó el primero, y luego con creciente incredulidad recorrió el resto. Después los puso a un lado.
    —Dios mío —dijo en voz baja. Luego rompió a reír.
    Había robado un juego completo de menús de la cantina del cuartel, correspondiente al mes de junio.
    Vandam hablaba con el teniente coronel Bogge.
    —He notificado a los oficiales que, salvo circunstancias excepcionales, no deben transportar de un sitio a otro de la ciudad documentos del Estado Mayor.
    Bogge estaba sentado tras su gran escritorio curvo lustrando la roja pelota de cricket con su pañuelo.
    —Buena idea —dijo—. Mantenga bien alerta a los muchachos.
    Vandam continuó:
    —Uno de mis informadores, la chica nueva de que le hablé...
    —La prostituta.
    —Sí. —Vandam resistió el impulso de decir a Bogge que «prostituta» no era la palabra correcta para Elene—. Ella ha oído rumores de que Abdullah organizó el tumulto...
    —¿Quién es Abdullah?
    —Una especie de Fagin egipcio, y ocurre que también es confidente, aunque venderme información es la menos importante de sus muchas empresas.
    —¿Con qué propósito se organizó el tumulto, según esos rumores?
    —Robo.
    —Entiendo.
    Bogge parecía dudar.
    —Se robaron muchas cosas, pero tenemos que considerar la posibilidad de que el objetivo principal de la operación haya sido el maletín.
    —¡Un complot! —dijo Bogge con un gesto de divertido escepticismo—. Pero para qué quería Abdullah nuestros menús de la cantina, ¿eh?
    Bogge se echó a reír.
    —Él no sabía qué contenía el maletín. Simplemente, pudo haber supuesto que eran documentos secretos.
    —Repito la pregunta —dijo Bogge con aire de padre paciente que da lecciones a un niño—. ¿Para qué quería nuestros documentos secretos?
    —Pudo haber sido instigado.
    —¿Por quién?
    —AlexWolff.
    —¿Quién?
    —El hombre del cuchillo de Assyut.
    —Oh, vaya, comandante, creí que habíamos terminado con eso.
    Sonó el teléfono y Bogge levantó el auricular. Vandam aprovechó la oportunidad para serenarse un poco. «La verdad sobre Bogge —pensó Vandam— era probablemente que no tenía fe en sí mismo, no confiaba en su propio criterio. Y al carecer de esa confianza para tomar verdaderas decisiones, se hacía el superior con la gente, estilo sabelotodo, para convencerse a sí mismo de que, después de todo, era listo. Por supuesto, Bogge no sabía en absoluto si el robo del maletín tenía importancia o no. Podía haber escuchado a Vandam y luego decidir; pero eso le asustaba. No podía embarcarse en una discusión provechosa con un subordinado, porque consumía toda su energía intelectual buscando la forma de atraparlo en una contradicción o de pescarle en un error, o desdeñando sus ideas. Y cuando terminaba con ese sistema de sentirse superior, la decisión se había adoptado, para bien o para mal y más o menos por accidente, en el calor de la discusión.»
    Bogge decía:
    —Desde luego, señor. Me ocuparé de eso inmediatamente. —Vandam se preguntó cómo se las arreglaría Bogge con sus superiores. El teniente coronel colgó y dijo—: Bueno, ¿dónde estábamos?
    —El asesino de Assyut todavía no ha sido capturado —dijo Vandam—. Puede ser significativo que muy poco después de su llegada a El Cairo hayan robado un maletín a un oficial del Estado Mayor.
    —Con menús de la cantina.
    «Otra vez con eso», pensó Vandam. Con toda la amabilidad que pudo reunir, dijo:
    —En el Servicio Secreto no creemos en coincidencias, ¿verdad?
    —No me dé lecciones, muchacho. Aun cuando tuviera razón, y estoy seguro de que no es así, ¿qué podemos hacer, aparte de difundir el aviso que usted redactó?
    —Bueno, hablé con Abdullah. Niega que conozca a Alex Wolff y creo que miente.
    —Si Abdullah es un ladrón, ¿por qué no lo denuncia a la policía egipcia?
    «¿Con qué objeto?», pensó Vandam. Dijo:
    —Ellos le conocen perfectamente. No pueden arrestarlo, porque demasiados altos funcionarios están ganando mucho dinero con sus sobornos. Pero nosotros sí podemos arrestarlo e interrogarlo, hacerle sudar un poco. Es un hombre sin lealtad, cambiará de bando en un abrir y cerrar de ojos...
    —El Servicio de Información del Estado Mayor no detiene gente ni la hace sudar, Vandam...
    —Seguridad de Campaña puede, o incluso la policía militar.
    Bogge sonrió.
    —Si yo fuera a Seguridad de Campaña con este cuento de un Fagin árabe que robó menús de la cantina me echarían de la oficina a carcajadas.
    —Pero...
    —Ya hemos discutido esto suficientemente, comandante..., demasiado, en verdad.
    —Pero ¿se da usted cuenta...?
    Bogge levantó la voz.
    —No creo que el tumulto haya sido organizado; no creo que Abdullah haya intentado robar el maletín, y no creo que Wolff sea un espía nazi. ¿Está claro?
    —Espere, lo único que quiero...
    —¿Está claro?
    —Sí, señor.
    —Bien. Puede retirarse.
    Vandam salió.
    G
    Soy un niño pequeño. Mi padre me dijo cuántos años tengo, pero lo he olvidado, la próxima vez que venga a casa se lo volveré a preguntar. Mi padre es militar. El lugar donde va se llama Sudán. Sudán queda muy lejos.
    Voy a la escuela. Aprendo el Corán, que es un libro sagrado. También aprendo a leer y escribir. Leer es fácil, pero es difícil escribir sin confundirse. A veces recojo algodón o llevo los animales a beber.
    Me cuidan mi padre y mi abuela. Mi abuela es famosa. Casi todos, en el mundo entero, vienen a verla cuando enferman. Ella les da medicinas hechas con hierbas.
    Mi abuela me da melaza. Me gusta mezclada con leche cuajada. Yo me echo junto al horno de la cocina y ella me cuenta cuentos. Mi cuento favorito es La balada de Zabran, el héroe de Denshway. Cuando me lo cuenta, siempre dice que Denshway está cerca. Debe de estar volviéndose vieja y desmemoriada, porque Denshway está muy lejos. Una vez fui caminando con Abdel y nos llevó toda la mañana llegar.
    Denshway es donde los ingleses estaban disparando a las palomas cuando una de las balas incendió un granero. Todos los hombres de la aldea corrieron para averiguar quién había provocado el fuego. Uno de los soldados se asustó al ver que todos los hombres fuertes de la aldea corrían hacia él, así que les disparó. Hubo una pelea entre los soldados y los aldeanos. Nadie ganó, pero mataron al soldado que había incendiado el granero. Pronto llegaron más soldados y arrestaron a todos los hombres de la aldea.
    Los soldados hicieron una cosa de madera que se llama cadalso. No sé lo que es, pero se usa para colgar a la gente. No sé lo que le pasa a la gente cuando la cuelgan. A algunos aldeanos los colgaron y a otros los azotaron. Yo sé lo que es el azote. Es la peor cosa del mundo, todavía peor que ser colgado, creo.
    Al primero que colgaron fue a Zahran, porque había luchado más que nadie contra los soldados. Fue al cadalso con la cabeza alta, orgulloso de haber matado al hombre que había incendiado el granero.
    Ojalá yo fuera Zahran.
    Nunca he visto a un soldado inglés, pero sé que los odio.
    Me llamo Anuar el—Sadat, y voy a ser un héroe.
    Sadat se acarició el bigote. Le agradaba. Solo contaba veintidós años, y con su uniforme de capitán tenía cierto aspecto de niño soldado: el bigote lo hacía mayor. Necesitaba toda la autoridad posible, porque lo que se disponía a proponer era —como de costumbre— vagamente absurdo. En esas pequeñas reuniones se esforzaba por hablar y actuar como si el puñado de fanáticos que había en la habitación realmente fuera a arrojar a los ingleses de Egipto en cualquier momento. De forma deliberada dio un tono más profundo a su voz cuando empezó a hablar:
    —Todos confiábamos en que Rommel derrotara a los británicos en el desierto y entonces librara a nuestro pueblo. —Miró alrededor del cuarto: era un buen truco, en reuniones grandes o pequeñas, porque hacía pensar a cada uno que Sadat le estaba hablando personalmente—. Ahora tenemos muy malas noticias. Hitler ha accedido ceder Egipto a los italianos.
    Sadat exageraba: no se trataba de una noticia, sino de un rumor. Además, la mayor parte de los presentes lo sabían. No obstante, el melodrama estaba a la orden del día y los reunidos respondieron con airadas protestas.
    Sadat continuó:
    —Propongo que el Movimiento de Oficiales Libres negocié un trato con Alemania por el cual nosotros organizaríamos un levantamiento contra los británicos en El Cairo y ellos garantizarían la independencia y soberanía de Egipto después de derrotarles.
    Mientras hablaba pensó nuevamente en la ridiculez de la situación: allí estaba él, un muchacho campesino recién salido de la granja, hablando a media docena de disconformes subalternos de entrar en negociaciones con el Reich alemán. Y sin embargo, ¿quién más podía representar al pueblo egipcio? Los británicos eran conquistadores, el Parlamento era un títere y el rey un extranjero.
    Había otra razón para la propuesta, que no se debatiría allí: una razón que Sadat no reconocería salvo en medio de la noche: habían mandado a Abdel Nasser a Sudán, con su unidad, y su ausencia le daba la oportunidad de ganarse la posición de líder del movimiento rebelde.
    Alejó la idea de la muerte, pues era innoble. Tenía que lograr que los otros aceptaran la propuesta y luego los medios de llevarla a la práctica.
    Kemel habló primero:
    —Pero ¿los alemanes nos tomarán en serio? —preguntó.
    Sadat asintió, como si también él considerara que la observación era importante. En realidad, él y Kemel se habían puesto de acuerdo previamente, porque la pregunta era un ardid para desviar la atención del asunto principal. El verdadero interrogante era si se podía confiar en que los alemanes cumplieran un convenio hecho con un grupo no oficial de rebeldes: Sadat no quería que se discutiera eso en la reunión. Era improbable que los alemanes cumplieran su parte del trato. Pero si, en efecto, los egipcios se levantaban contra los británicos, y si entonces los alemanes los traicionaban, se darían cuenta de que solo la independencia era suficientemente buena, y quizá, también, buscarían la conducción del hombre que había organizado el movimiento. Estas crudas realidades políticas no eran para reuniones como esa: resultaban demasiado complicadas y sutiles. Kemel era el único con que Sadat podía discutir tácticas. Era policía, un detective de la demarcación de El Cairo, un hombre astuto y cuidadoso; quizá un tanto cínico a causa de su trabajo.
    Los otros comenzaron a discutir la factibilidad de la propuesta. Sadat no intervino en el debate. «Que hablen; es lo que en realidad quieren», pensó. Cuando llegaba el momento de actuar, generalmente le fallaban.
    Mientras los presentes exponían sus argumentos, Sadat recordaba la fallida revolución del verano anterior. Había comenzado con el jeque de al—Azhar, que declaró: «No tenemos nada que ver con la guerra». Luego, el Parlamento egipcio, en una rara demostración de independencia, había adoptado la política de: «Salvar Egipto del azote de la guerra». Hasta entonces, el ejército egipcio había estado luchando codo con codo con el británico en el desierto, pero luego los ingleses habían ordenado a los egipcios que depusieran las armas y se retiraran. Los egipcios estaban contentos de retirarse, pero no querían quedar desarmados. Sadat vio una oportunidad única de fomentar la lucha interna. Él y muchos otros oficiales jóvenes se negaron a entregar sus fusiles y planearon marchar sobre El Cairo. Para gran decepción de Sadat, los británicos cedieron inmediatamente y les permitieron conservar sus armas. Sadat continuó tratando de encender la chispa de la rebelión para convertirla en la llama de la revolución, pero los británicos se habían anticipado al ceder. La marcha sobre El Cairo fue un fracaso: la unidad de Sadat llegó al lugar de la reunión, pero no se presentó nadie más. Lavaron sus vehículos, se sentaron, esperaron un rato y luego siguieron hasta su campamento.
    Seis meses después Sadat sufría otro fracaso. Esa vez fue con motivo del obeso y licencioso rey turco de Egipto. Los británicos dieron un ultimátum al rey Faruk: o bien ordenaba a su premier que formara un nuevo gobierno, probritánico, o bien abdicaba. Presionado, el rey convocó a Mustafá el—Nabas Pasha y le ordenó formar un nuevo gabinete. Sadat no era monárquico pero sí oportunista: anunció que aquello era una violación de la soberanía egipcia y los oficiales jóvenes marcharon al palacio para rendir homenaje al rey en son de protesta. Una vez más Sadat trató de llevar adelante la rebelión. Su plan era rodear el palacio como defensa simbólica del rey. Una vez más, fue el único que apareció.
    Había quedado amargamente decepcionado en ambas ocasiones. Sintió deseos de abandonar la causa rebelde: que los egipcios se fueran al diablo a su propia manera, había pensado en los momentos de mayor frustración. Sin embargo, esos momentos pasaron, porque sabía que la causa era justa y que él estaba capacitado para servirla bien.
    —Pero no tenemos ningún medio de ponernos en contacto con los alemanes.
    Era Imam el que hablaba, uno de los pilotos.
    A Sadat le complacía que ya estuviera discutiendo cómo hacerlo y no si hacerlo.
    Kemel tenía la respuesta a esa pregunta:
    —Podríamos enviar el mensaje por avión.
    —¡Sí! —Imam era joven y ardiente—. Uno de nosotros podría salir en vuelo de prácticas, desviarse de rumbo y aterrizar tras las líneas alemanas.
    Uno de los pilotos más antiguos dijo:
    —A su regreso tendría que rendir cuentas por ese cambio de rumbo...
    —Podría no regresar más —dijo Imam, y su expresión se volvió triste tan rápidamente como antes se había animado.
    Sadat agregó, en voz alta:
    —Podría regresar con Rpmmel.
    Los ojos de Imam se encendieron y Sadat se dio cuenta de que el joven piloto se veía a sí mismo marchando con Rommel sobre El Cairo a la cabeza de un ejército de liberación. Sadat decidió que Imam debía ser el que llevase el mensaje.
    —Pongámonos de acuerdo sobre el texto del mensaje —dijo democráticamente. Nadie se percató de que no se había requerido una clara decisión sobre la cuestión de enviar o no un mensaje—. Creo que debemos plantear cuatro puntos. Uno: somos egipcios patriotas que tenemos una organización dentro del ejército. Dos: como ustedes, luchamos contra los británicos. Tres: estamos en condiciones de reclu—tar un ejército rebelde para combatir a su lado. Cuatro: organizaremos un levantamiento contra los británicos en El Cairo, si a su vez ustedes nos garantizan la independencia y la soberanía de Egipto tras la derrota de los británicos. —Hizo una pausa. Frunciendo el ceño, agregó—: Quizá deberíamos ofrecerles alguna muestra de nuestra buena fe.
    Hubo un silencio. Kemel tenía la respuesta, también, Pero parecería mejor que la diera alguno de los otros.
    Imam se puso a la altura de las circunstancias. 1 —Podríamos enviar alguna información militar útil junto con el mensaje.
    Kemel entonces simuló oponerse a la idea.
    —¿Qué clase de información podemos conseguir nosotros? No me lo imagino...
    —Fotografías aéreas de posiciones británicas.
    —¿Cómo es posible tomarlas?
    —Podemos hacerlo en un vuelo de prácticas, con una cámara. ■ ■>'>■■■■
    Kemel pareció dudar.
    —¿Cómo revelaremos la película?
    —No es necesario —dijo Imam excitado—. Simplemente podemos enviarla.
    —¿Solo una?
    —Tantas como deseemos.
    ;
    —Creo que Imam tiene razón.
    Una vez más, discutían los aspectos prácticos de la idea en lugar de sus riesgos. Quedaba una sola valla por salvar. Sadat sabía, por amarga experiencia, que aquellos rebeldes eran valientes hasta que llegaba el momento de correr riesgos. Dijo:
    —Solo nos resta resolver cuál de nosotros pilotará el avión.
    Mientras hablaba miró alrededor de la estancia, fijando su mirada finalmente en Imam.
    Después de un momento de vacilación, Imam se puso en pie.
    Los ojos de Sadat brillaron triunfantes.
    Dos días más tarde Kemel salvaba a pie los cinco kilómetros que había desde el centro de El Cairo hasta el suburbio donde vivía Sadat. Como inspector detective, Kemel tenía derecho a usar un coche oficial siempre que lo deseaba, pero apenas lo empleaba para acudir a las reuniones de los rebeldes por razones de seguridad. Seguramente sus colegas de la policía serían solidarios con el Movimiento de Oficiales Libres; pero con todo, no tenía prisa por ponerlos a prueba.
    Kemel era quince años mayor que Sadat. No obstante, lo veneraba casi como a un héroe. Kemel compartía el cinismo de Sadat, su comprensión realista de las palancas del poder político. Pero Sadat tenía algo más: un ardiente idealismo que le daba ilimitada energía y esperanzas infinitas.
    Kemel se preguntaba cómo darle la noticia.
    El mensaje a Rommel estaba escrito a máquina, firmado por Sadat y por todos los principales oficiales libres, excepto el ausente Nasser. Lo guardaron en un sobre marrón grande que fue lacrado. Se habían tomado las fotografías aéreas de las posiciones británicas: Imam despegó en su Gladiador, siguiéndolo Baghdadi en un segundo avión. En el desierto recogieron a Kemel, quien entregó el sobre marrón a Imam y subió al aparato de Baghdadi. El rostro de Imam brillaba de idealismo juvenil.
    Kemel pensaba: «¿Cómo se lo digo a Sadat?».
    Era la primera vez que Kemel volaba. El desierto, tan monótono desde la superficie, era un mosaico interminable de formas y diseños: los manchones de grava, las motas de vegetación y las colinas volcánicas talladas. Baghdadi dijo:
    —Va a tener frío.
    Kemel pensó que estaba bromeando, pues el desierto era como un horno; pero, a medida que el avión subía, la temperatura iba en continuo descenso. Pronto, con su fina camisa de algodón, se encontró tiritando.
    Después de un rato, ambos aviones tomaron rumbo este y Baghdadi llamó por radio para informar a la base que Imam se había desviado de su curso y no respondía a las llamadas. Como se esperaba, la base ordenó a Baghdadi que siguiera a Imam. Esa pequeña pantomima era necesaria para que Baghdadi, que debía regresar, no despertara sospechas.
    Volaron sobre un campamento del ejército. Kemel vio tanques, camiones, cañones de campaña y jeeps. Un grupo de soldados les saludó con los brazos en alto: «Deben de ser británicos», pensó Kemel. Ambos aviones ascendieron más. Al frente vieron señales de batalla: grandes nubes de polvo, explosiones y fuego de cañones. Viraron hacia el sur del campo de batalla.
    Kemel pensó: «Volamos sobre una base británica; luego un campo de batalla..., después tenemos que llegar a una base alemana».
    Delante, el avión de Imam perdía altura. En lugar de seguirlo, Baghdadi ascendió un poco más —Kemel tuvo la impresión de que el Gladiador estaba cerca de su altura máxima— y se apartó para dirigirse hacia el sur. Mirando a la derecha del avión, Kemel vio lo que habían avistado los pilotos: un pequeño campamento con la franja de una pista de aterrizaje.
    Al acercarse a la casa de Sadat, Kemel recordaba su regocijo, allá arriba, en el cielo, sobre el desierto, al darse cuenta de que estaba tras las líneas alemanas y de que el tratado casi estaba en manos de Rommel.
    Llamó a la puerta. Aún no sabía qué decir a Sadat.
    Era una casa de familia común, más pobre que la de Kemel. Al cabo de un momento Sadat salió vestido con una ga—labiya y fumando en pipa. Miró a Kemel a la cara y dijo inmediatamente:
    —Falló.
    —Sí.
    Kemel entró. Fueron al cuartito que Sadat usaba como estudio. Había un escritorio, un estante con libros y algunos almohadones sobre el suelo desnudo. Sobre el escritorio, una pistola del ejército encima de un montón de papeles.
    Se sentaron. Kemel dijo:
    —Encontramos un campamento alemán con una pista de aterrizaje. Imam descendió. Entonces los alemanes empezaron a disparar al avión. Era un avión inglés, te das cuenta. Nunca reparamos en eso.
    Sadat dijo:
    —Pero sin duda verían que no era hostil. No disparaba, no lanzaba bombas...
    —Imam siguió descendiendo —continuó Kemel—. Movió las alas y supongo que trató de comunicarse por radio. De todos modos, siguieron disparándole. Hicieron blanco en la cola del aparato.
    —¡Oh, Dios!
    —Pareció que bajaba muy rápidamente. Los alemanes dejaron de tirar. No sé cómo se las arregló para aterrizar. El avión pareció desplazarse hacia los lados. No creo que Imam pudiera seguir controlándolo. Lo cierto es que no pudo reducir la velocidad. Salió de la pista y fue a parar a un montón de arena. El ala de babor golpeó el suelo y se desprendió; el morro se hundió en la arena y el fuselaje cayó sobre el ala rota.
    Sadat miraba fijamente a Kemel, con el rostro demudado. En su mente, Kemel veía el avión destrozado sobre la arena, y un coche bomba y una ambulancia alemana corriendo por la pista hacia el aparato seguido por diez o quince soldados. Nunca olvidaría cómo, igual que una flor que abre sus pétalos, el avión había estallado hacia el cielo, en un revoltijo de llamaradas rojas y amarillas.
    —Estalló —dijo a Sadat.
    —¿Imam?
    —Era imposible que saliera vivo de ese incendio.
    —Debemos hacer otro intento —dijo Sadat—. Debemos hallar otra forma de enviar un mensaje.
    Kemel le observó fijamente y se dio cuenta de que su tono enérgico era falso. Sadat trató de encender la pipa, pero la mano que sostenía el fósforo temblaba demasiado. Kemel miró con atención y vio que Sadat tenía lágrimas en los ojos.
    —Pobre muchacho —susurró Sadat.
    7
    Wolff estaba de nuevo donde había empezado: sabía en qué lugar estaban los secretos, pero no podía llegar a ellos.
    Podría haber robado otro maletín de la misma forma que el primero, pero eso habría hecho pensar a los británicos en un complot. Podría haber ideado otra manera de robar un maletín, pero aun eso haría que se intensificaran las medidas de seguridad. Además, un solo maletín en una sola ocasión no era suficiente para sus necesidades: precisaba tener acceso regular y libre a los documentos secretos.
    Por eso estaba rasurando el vello del pubis de Sonja.
    Era negro y grueso, y crecía muy rápidamente. Como se lo afeitaba de forma regular, podía ponerse sus pantalones traslúcidos sin usar el acostumbrado taparrabos cubierto de lentejuelas. La mayor libertad de acción física y el comentario persistente y preciso de que no llevaba nada debajo de los pantalones habían ayudado a hacer de ella la danzarina del momento.
    Wolff hundió la brocha en el cuenco y empezó a enjabonar.
    Sonja estaba acostada en la cama, con un montón de almohadas bajo el trasero, vigilándole con desconfianza. No era muy aficionada a aquella última perversión de Wolff. Pensó que no le iba a gustar.
    Wolff no era tonto. Sabía cómo funcionaba la mente de Sonja, y conocía su cuerpo mejor que ella misma y quería pedirle algo.
    La acarició con la suave brocha de afeitar y dijo:
    —He pensado en otra forma de apoderarme del contenido de esos maletines.
    —¿Cuál?
    Wolff no contestó inmediatamente. Dejó la brocha y tomó la navaja. Probó el filo en el pulgar y después miró a Sonja. Ella lo observaba fascinada de horror. Wolff se inclinó más, apoyó la navaja en la piel y la deslizó hacia arriba con un movimiento suave y cuidadoso.
    —Voy a hacerme amigo de un oficial británico —dijo.
    Sonja no respondió: le estaba escuchando solo a medias. Wolff limpió la navaja en una toalla. Apoyó un dedo de la mano izquierda en la parte afeitada y presionando hacia abajo atirantó la piel. Acercó la navaja.
    —Y después lo traeré aquí.
    —¡Oh, no! —dijo Sonja.
    Wolff la tocó con el filo de la navaja y dirigió la hoja hacia arriba, con suavidad. Ella empezó a respirar aguadamente. Wolff afiló la navaja y rasuró una, dos, tres veces.
    —No sé cómo, pero conseguiré que el oficial traiga su maletín.
    Puso el dedo en el punto más sensible de Sonja y afeitó alrededor. Ella cerró los ojos.
    Wolff vertió agua caliente de una caldera en un bol que tenía a su lado, en el suelo. Sumergió un paño en el agua y lo escurrió.
    —Luego revisaré el maletín mientras el oficial está acostado contigo.
    Presionó el paño caliente contra la piel rasurada. Sonja lanzó un grito agudo, como un animal acorralado.
    Wolff se quitó la bata y se quedó en pie, desnudo. Tomó una botella de aceite para la piel y se vertió un poco en la palma de la mano derecha.
    —No lo haré —dijo ella.
    Wolff agregó más aceite y masajeó todos los pliegues y hendiduras. Con la mano izquierda la aferraba por la garganta y la mantenía acostada.
    —Lo harás.
    Sus dedos expertos exploraban y presionaban con menos delicadeza.
    Sonja dijo:
    —NO.
    —Sí —replicó Wolff.
    La sensación de poder era como una droga. Se mantuvo encima de ella y vaciló, confiado y sereno.
    Sonja gimió:
    —¡Rápido!
    —¿Lo harás?
    —¡Rápido!
    Wolff hizo que su cuerpo tocara el de ella y luego observó otra pausa.
    —¿Lo harás?
    —¡Sí! ¡Por favor!
    —¡Ahhh!
    Wolff tomó aliento y se dejó caer encima de ella.
    Por supuesto, Sonja trató de volverse atrás.
    —Esa clase de promesas no obligan —dijo.
    Wolff salió del cuarto de baño envuelto en una toalla grande. La miró. Estaba acostada en la cama, aún desnuda, comiendo bombones. Había momentos en que casi le tenía cariño.
    —Una promesa es una promesa —le recordó él.
    —Tú prometiste encontrar otra Fawzi para nosotros.
    Estaba de mal humor. Siempre le ocurría después de hacer el amor.
    —Traje esa chica de madame Fahmy —respondió Wolff.
    —No es otra Fawzi. Fawzi no pedía diez libras y no se iba a su casa por la mañana.
    —Está bien. Seguiré buscando.
    —No prometiste buscar, prometiste encontrar.
    Wolff fue al cuarto y sacó una botella de champán de la nevera. Tomó dos copas y las llevó al dormitorio.
    —¿Quieres un poco?
    —No—contestó Sonja—. Sí.
    Wolff sirvió y le alcanzó la copa. Sonja bebió un poco y comió otro bombón. Wolff dijo:
    —Por el desconocido oficial británico que está por recibir la sorpresa más agradable de su vida.
    —No me acostaré con un inglés —protestó Sonja—. Huelen mal y tienen la piel como las babosas y los odio.
    —Por eso lo harás, porque los odias. Imagina: mientras él te está montando y pensando en lo afortunado que es, yo estaré leyendo sus documentos secretos.
    Wolff comenzó a vestirse. Se puso una camisa que le habían hecho en una de las pequeñas sastrerías de la Ciudad Vieja: una camisa de uniforme británico con insignias de capitán en los hombros.
    —¿Qué te has puesto? —preguntó Sonja.
    —Un uniforme de oficial británico. No hablan con extranjeros, ya lo sabes.
    —¿Vas a simular que eres inglés?
    —Sudafricano, creo.
    —Pero ¿qué ocurrirá si cometes un error?
    —Probablemente me fusilarán por espía.
    Sonja apartó la mirada.
    Wolff dijo:
    —Si encuentro uno adecuado, lo llevaré al Cha—Cha. —Se metió la mano en la camisa y sacó el cuchillo de su vaina, debajo del brazo. Se acercó a Sonja y le tocó el hombro desnudo con la punta del arma—. Si me fallas, te cortaré los labios.
    Ella le miró a la cara. No habló, pero había miedo en sus ojos.
    Wolff salió.
    El Shepheard's estaba repleto de gente. Siempre estaba así.
    Wolff pagó el taxi y atravesó abriéndose paso entre la multitud de vendedores ambulantes y dragomanes apiñados afuera, subió los escalones y se adentró en el vestíbulo. Estaba atestado de gente: comerciantes levantinos que celebraban ruidosas reuniones; europeos que utilizaban la oficina de Correos y bancos; muchachas egipcias con sus vestidos baratos y oficiales británicos. El hotel estaba fuera de jurisdicción para otros rangos. Wolff pasó entre dos damas de bronce de tamaño mayor que el real, que sostenían lámparas, y entró en el salón. Una pequeña orquesta tocaba música indeterminada mientras una muchedumbre, en su mayoría europea, llamaba constantemente a los camareros. Esquivando los divanes y las mesas con superficie de mármol, Wolff se abrió paso hasta el largo bar, situado al fondo.
    Allá el ambiente era un poco más tranquilo. No se permitía la entrada a las mujeres y beber copiosamente estaba a la orden del día. A ese lugar iría cualquier oficial que se sintiera solo.
    Wolff se sentó ante la barra. Estuvo a punto de pedir champán; luego, recordando su disfraz, pidió un whisky con agua.
    Había prestado mucha atención a su atuendo. Los zapatos marrones eran del modelo que usaban los oficiales y estaban muy bien lustrados; los calcetines caqui estaban doblados exactamente en el lugar correcto; el pantalón corto marrón tenía una raya bien marcada; la camisa de faena con insignias de capitán se llevaba fuera del pantalón, no plegada hacia dentro; la gorra plana tenía la inclinación precisa.
    Le preocupaba un poco su acento. Tenía una historia para explicarlo: la misma que le había contado al capitán Newman en Assyut: que lo había adquirido en Sudáfrica, hablando holandés. Pero ¿qué pasaría si el oficial que escogía era sudafricano? Wolff no podía distinguir suficientemente bien los acentos ingleses como para reconocer a un sudafricano.
    Le preocupaba más su conocimiento del ejército. Buscaba un oficial del Cuartel General, así que diría que pertenecía a las TBE —Tropas Británicas en Egipto—, que era un cuerpo separado e independiente. Por desgracia, sabía muy poco al respecto. No estaba seguro de lo que hacían las TBE ni de cómo estaban organizadas, y no podía mencionar el nombre de uno solo de sus oficiales. Imaginaba una conversación:
    —¿Cómo está el viejo Buffy Jenkins?
    —¿El viejo Buff? No lo veo mucho en mi departamento.
    —¿No lo ve mucho? Él manda allí. ¿Estamos hablando de las mismas TBE?
    O bien.
    —¿Cómo está Simón Frobisher?
    —Oh, Simón, sigue como siempre, ya sabe.
    —Un minuto, alguien me dijo que había regresado a Inglaterra. Sí, estoy seguro. ¿Cómo es que usted no lo sabía?
    Luego las acusaciones, el aviso a la policía militar, la lucha y, finalmente, la cárcel.
    La cárcel era lo único que realmente asustaba a Wolff.
    Un coronel entró y se situó ante la barra junto al taburete de Wolff. Llamó al barman.
    —Ezma!
    Significa «escuche», pero todos los británicos pensaban que quería decir camarero.
    El coronel miró a Wolff. Wolff inclinó la cabeza cortes—mente y dijo:
    —Señor...
    —Quítese la gorra en el bar, capitán. ¿En qué está pensando?
    Wolff se quitó la gorra maldiciéndose silenciosamente por el error. El coronel pidió cerveza. Wolff miró hacia el otro lado.
    Había quince o veinte oficiales en el bar, pero no reconocía a ninguno. Buscaba uno de los ocho ayudantes que todos los mediodías salían del Cuartel General con sus maletines. Había memorizado sus rostros y los reconocería instantáneamente. Ya había estado en el Metropolitan Hotel y en el Turf Club, sin éxito; y después de media hora en el Shepheard's buscaría en el Club de Oficiales, en el Gezira Sporting Club e incluso en la Unión Angloegipcia. Si fracasaba esa noche volvería al día siguiente, tarde o temprano estaba seguro de que tropezaría por lo menos con uno de ellos.
    Después, todo dependería de su habilidad.
    Su plan tenía muchas ventajas. El uniforme le convertía en uno de ellos, digno de confianza, un camarada. Como la mayoría de los soldados, probablemente se sentían solos y hambrientos de contacto sexual en un país extraño. Sonja era, sin duda alguna, una mujer muy deseable —de cualquier modo que se la mirara— y el oficial inglés corriente no estaba bien equipado contra los ardides de una seductora oriental.
    Y de cualquier modo, si fuera tan desafortunado como para elegir un ayudante lo bastante listo, que resistiera la tentación, lo abandonaría y buscaría otro.
    Esperaba que no le llevara demasiado tiempo.
    En verdad, le llevó cinco minutos más.
    El comandante que entró en el bar era un hombre pequeño y muy delgado, unos diez años mayor que Wolff. Sus mejillas exhibían la red de venillas de los bebedores empedernidos. Tenía los ojos azules, bulbosos, y el cabello fino color arena achatado por el fijador.
    Todos los días salía del Cuartel General, a las doce, e iba a pie hasta un edificio no identificado de Shari Suleiman Pasha... llevando su maletín.
    A Wolff le dio un brinco el corazón.
    El mayor'se acercó a la barra, se quitó la gorra y dijo:
    —Ezma! Scotch. Sin hielo. ¡Rápido! —Se dirigió a Wolff—: ¡Maldito tiempo! —dijo en tono familiar.
    —¿No es siempre así, señor? —preguntó Wolff.
    —Muy cierto. Me llamo Smith, Cuartel General.
    —Mucho gusto, señor —dijo Wolff. Sabía que, en realidad, Smith no podía estar en el Cuartel General, ya que iba todos los días desde allí a otro edificio; se preguntó por un instante por qué razón mentiría al respecto. Dejó la idea de lado por el momento y dijo—: Slavenburg, TBE.
    —Bien. ¿Otra copa?
    Entrar en conversación con un oficial estaba resultando más fácil de lo que esperaba.
    —Muy amable, mi comandante —respondió Wolff.
    —¿Y si dejara lo de mi comandante? Menos chachara en el bar, ¿eh?
    —Por supuesto.
    Otro error.
    —¿Qué toma?
    —Whisky con agua, por favor.
    —Si fuera usted, no pondría agua. Dicen que viene directamente del Nilo.
    Wolff sonrió.
    —Debo de estar acostumbrado.
    —¿No le duele el estómago? Debe de ser el único blanco en Egipto.
    —Nací en África; viví en El Cairo diez años.
    Wolff entraba suavemente en el estilo abreviado que usaba Smith al hablar. «Debí haber sido actor», pensó.
    Smith dijo:
    —África, ¿eh? Pensé que tenía cierto acento.
    —Padre holandés, madre inglesa; tenemos una hacienda en Sudáfrica.
    Smith pareció solícito.
    —Esto tiene que ser duro para su padre, con los alemanes por toda Holanda.
    Wolff no había pensado en eso.
    —Murió cuando yo era niño—dijo.
    —Lamentable.
    Smith vació su vaso.
    —¿Otro?—preguntó Wolff.
    —Gracias.
    Wolff pidió otra ronda. Smith le ofreció un cigarrillo: Wolff no lo aceptó.
    Smith se quejó de la mala comida, de que los bares siempre se quedaban sin bebida, del alquiler de su apartamento y de la rudeza de los camareros árabes. Wolff estuvo tentado de explicarle que la comida era mala porque insistía en pedir platos ingleses y no egipcios; que las bebidas eran escasas a causa de la guerra europea; que los alquileres estaban por las nubes debido a los miles de extranjeros como Smith que habían invadido la ciudad, y que los camareros eran rudos porque él era demasiado perezoso o arrogante para aprender unas pocas frases de cortesía en su idioma. Pero se mordió la lengua y asintió como si le diera la razón.
    En mitad de ese recitado de quejas, Wolff miró por encima del hombro de Smith y vio que seis policías militares entraban en el bar.
    Smith notó su cambio de expresión y dijo:
    —¿Qué ocurre? ¿Ha visto un fantasma?
    Había un PM del ejército, un PM de la Marina con polainas blancas, otro australiano, un neozelandés, un sudafricano y un gurkha con turbante. Wolff sintió un loco impulso de huir. ¿Qué le preguntarían? ¿Qué les diría?
    Smith se dio la vuelta, vio a los PM y dijo:
    —La acostumbrada ronda nocturna, en busca de oficiales borrachos y espías alemanes. Este es un bar de oficiales, no nos molestarán. ¿Qué le pasa? ¿Sin permiso, o algo así?
    —No, no. —Wolff se apresuró a improvisar—: El de la Marina es igual que un muchacho que conocí y que mataron en Halfaya.
    Siguió observando fijamente al piquete. Parecían muy eficientes con sus cascos de acero y sus armas en las pistoleras. ¿Pedirían documentos?
    Smith había olvidado a los policías. Decía:
    —Y los sirvientes... ¡malditos! Estoy seguro de que el mío me ha estado aguando la ginebra. Pero lo averiguaré. Llené una botella con zibid... ya sabe, eso que se vuelve turbio cuando se le agrega agua. Ya verá cuando trate de bautizarla. Tendrá que comprar otra botella y simular que no pasó nada. ¡Ja! ¡Se lo merece!
    El oficial a cargo del piquete se acercó al coronel que había indicado a Wolff que se quitara la gorra.
    —¿Todo en orden, señor? —preguntó el PM.
    —Todo —replicó el coronel.
    —¿Qué le pasa a usted? —preguntó Smith a Wolff—. Supongo que tendrá derecho a esas insignias, ¿no?
    —Desde luego —dijo Wolff.
    Una gota de sudor se deslizó en un ojo y la limpió con un ademán demasiado rápido.
    —No quise ofenderlo —dijo Smith—. Pero ¿sabe? El She—pheard's está vedado a las clases de tropa y se sabe que algunos subalternos se cosen insignias en las camisas solo para entrar aquí.
    Wolff se dominó.
    —Mire, mi comandante, si quiere comprobar...
    —No, no, no —replicó Smith enseguida.
    —El parecido me ha impresionado.
    —Por supuesto, comprendo. Tomemos otra copa. Ezma!
    El PM que había hablado al coronel estaba echando un largo vistazo al salón. Su brazal le identificaba como ayudante del jefe de policía. Miró a Wolff. Este se preguntó si el guardia recordaría la descripción del asesino de Assyut. Seguramente no. En cualquier caso, no buscaría a un oficial británico que respondiera a la descripción. Y Wolff se había dejado el bigote, para confundirlos. Se obligó a mirar a los ojos al PM y dejar luego que los suyos derivaran hacia otro lado con naturalidad. Levantó el vaso, seguro de que el hombre seguía mirándole fijamente.
    Después hubo un taconeo de botas y la ronda salió.
    Wolff reprimió un estremecimiento de alivio. Levantó su vaso, con mano firme y decidida, y dijo:
    —¡Salud!
    Bebieron. Smith indagó:
    —Usted conoce esto. ¿Qué puede hacer uno al caer la noche, aparte de beber en el bar del Shepheard's?
    Wolff simuló reflexionar.
    —¿Ha visto bailar la danza del vientre?
    Smith resopló despreciativamente.
    —Una vez. Una nativa muy gorda que meneaba las caderas.
    —¡Ah! Entonces tiene que ver algo auténtico.
    —¿De veras?
    —Es la cosa más erótica que haya visto jamás.
    Hubo un extraño destello en la mirada de Smith.
    —¿No exagera?
    Wolff pensó: «Comandante Smith, eres exactamente lo que necesito». Dijo:
    Sonja es la mejor. No debe perderse su actuación.
    Smith asintió:
    —Tal vez vaya.
    —En realidad estaba pensando en pasarme por el Cha—Cha Club. ¿Quiere venir?
    —Tomemos otra copa primero —contestó Smith.
    Al observar cómo bebía el mayor, Wolff pensó que, por lo menos aparentemente, era un hombre muy corruptible. Parecía aburrido, sin voluntad y alcohólico. Suponiendo que fuera heterosexual, Sonja podría seducirlo con facilidad. («Maldita sea —pensó—, más vale que lo haga.») Entonces tendrían que averiguar si en su maletín llevaba algo más útil que menús. Finalmente, deberían hallar un modo de arrancarle los secretos. Habría muchos «quizá» y muy poco tiempo.
    Solo podía avanzar paso a paso, y el primero era tener a Smith en su poder.
    Terminaron las copas y salieron hacia el Cha—Cha. No pudieron conseguir un taxi, de modo que tomaron un gha—rry, un coche de alquiler abierto tirado por un caballo. El conductor castigaba sin piedad con el látigo al viejo animal.
    Smith dijo:
    —Este tipo es algo rudo con el animal.
    —Cierto —dijo Wolff mientras pensaba: «Debería ver lo que hacemos a los camellos».
    Nuevamente el club estaba lleno de gente y hacía calor.
    Wolff tuvo que sobornar a un camarero para conseguir una mesa.
    La actuación de Sonja empezó momentos después de que se sentaran. Smith observaba a Sonja mientras Wolff observaba a Smith. En cuestión de minutos al comandante se le caía la baba.
    Wolff comentó;
    —Es buena, ¿no?
    —Fantástica—replicó Smith sin volverse.
    —La conozco —dijo Wolff—. ¿Puedo pedirle que después nos acompañe?
    Esta vez Smith se dio la vuelta.
    —¡Dios mío!—exclamó—. ¿Estaría dispuesto a eso?
    El ritmo se aceleró. Sonja miró a través del atestado salón del club. Cientos de hombres deleitaban sus ojos codiciosos en su magnífico cuerpo. Ella cerró los suyos.
    Los movimientos venían de forma automática: mandaban las sensaciones. En su imaginación seguía viendo el mar de rostros ávidos que la miraban fijamente. Sintió cómo giraba su vientre y se mecían sus caderas, como si otro lo provocara, como si todos los hambrientos hombres del público estuvieran manejando su cuerpo. Fue más y más rápido. Ya no era una artista que bailaba, lo hacía por ella misma. Ni siquiera seguía la música: esta la seguía a ella. La barrieron olas de excitación. Ella las acompañó, bailando, hasta que supo que estaba al borde del éxtasis, que solo necesitaba dar un salto para salir volando. Estuvo a punto de hacerlo, pero titubeó. Levantó los brazos. La música llegó al climax con un estampido. Ella emitió un grito de frustración y cayó hacia atrás, con las piernas dobladas bajo el cuerpo, hasta que la cabeza tocó el escenario. Entonces se apagaron las luces.
    Siempre era así.
    En medio de la tormenta de aplausos, se levantó y cruzó el oscuro escenario hacia las bambalinas. Caminó rápidamente hacia su camerino con la cabeza gacha, sin mirar a nadie. No quería sus palabras ni sus sonrisas. Ellos no entendían. Nadie sabía lo que era para ella; nadie sabía lo que le ocurría todas las noches cuando bailaba.
    Se quitó los zapatos, los pantalones transparentes y el corpino con lentejuelas y se puso la bata de seda. Se sentó frente al espejo para limpiarse el maquillaje. Siempre lo hacía inmediatamente, porque el maquillaje era malo para la piel. Tenía que cuidar su cuerpo. Su rostro y su garganta estaban adquiriendo de nuevo aquel aspecto abultado, observó. Tendría que dejar de comer bombones. Ya había pasado de largo la edad en que las mujeres empiezan a engordar. Su edad era otro secreto que los espectadores jamás debían descubrir. Era casi la que tenía su padre al morir. Papá...
    Había sido un hombre corpulento y arrogante cuyos logros jamás estuvieron a la altura de sus aspiraciones. Sonja y sus padres dormían juntos en una cama dura y estrecha en una casa de vecindad de El Cairo. Desde entonces, jamás había vuelto a sentirse tan segura y tan abrigada. Por las noches ocurría algo que la excitaba inexplicablemente. Mamá y papá empezaban a moverse en la oscuridad, acostados a su lado. A veces su madre se daba cuenta de que los observaba. Entonces su padre le pegaba. Después de la tercera vez, la hicieron dormir en el suelo. Les oía pero no podía compartir el placer: parecía muy cruel. Culpaba a su madre. Acostada en el suelo, con frío, excluida, escuchando, había tratado de gozar a distancia, pero no dio resultado. Nada lo dio, desde entonces, hasta que llegó Alex Wolff...
    Nunca le había hablado a Wolff de aquella angosta cama de la casa de vecindad, pero él, por alguna razón, se daba cuenta de todo. Tenía instinto para las hondas necesidades que la gente nunca reconocía. Él y aquella muchacha, Fawzi, habían reproducido para Sonja el escenario de su niñez, y había dado resultado.
    Wolff no lo hacía por generosidad: Sonja lo sabía. Hacía esas cosas para servirse de la gente. Esta vez quería utilizarla a ella para espiar a los británicos. Haría casi cualquier cosa por fastidiar a los ingleses; cualquier cosa menos acostarse con ellos...
    Llamaron a la puerta del camerino. Sonja respondió:
    —Adelante.
    Uno de los camareros le llevó una nota. Con un gesto indicó al muchacho que podía retirarse y desplegó la hoja de papel. El mensaje decía simplemente: «Mesa 41. Alex».
    Estrujó el papel y lo arrojó al suelo. De modo que había encontrado una presa. Eso era rapidez. Su instinto para detectar la debilidad funcionaba nuevamente.
    Ella lo comprendía porque era como Wolff. También se servía de la gente, aunque con menos inteligencia. Incluso se servía de él. Wolff tenía clase, buen gusto, amigos de categoría y dinero; y algún día la llevaría a Berlín. Una cosa era ser estrella en Egipto y otra, muy distinta, serlo en Europa. Sonja deseaba bailar para los viejos generales aristócratas y los apuestos jóvenes de la S A; quería seducir a hombres poderosos y hermosas muchachas blancas; quería ser reina del cabaré en la ciudad más decadente del mundo. Wolff sería su pasaporte. Sí: ella lo estaba utilizando.
    Debía de ser raro, pensaba, que dos personas estuvieran tan unidas y, sin embargo, se amaran tan poco.
    Él le cortaría los labios.
    Se estremeció, dejó de pensar en eso y empezó a vestirse. Se puso un vestido blanco de mangas anchas. El escote, bajo, exhibía sus pechos, mientras que la falda afinaba las caderas. Se calzó sandalias blancas de tacón alto. Se puso una pesada pulsera de oro en cada muñeca y en el cuello, una cadena con un pendiente en forma de lágrimas que quedaba cómodamente abrigado entre sus senos. Al inglés le gustaría. ¡Aquella gente tenía tan mal gusto!
    Se miró una vez más en el espejo y, al salir del camerino, se dirigió al salón del club.
    Una zona de silencio la acompañó al cruzar el salón. La gente callaba cuando ella se aproximaba, y después empezaba a hablar, cuando ya había pasado. Sonja tenía la sensación de estar provocando una violación en masa. En el escenario era diferente: estaba separada por una red invisible. Abajo podían tocarla, y todos lo deseaban. Nunca lo habían intentado, pero el peligro la hacía estremecerse.
    Llegó a la mesa 41 y ambos hombres se pusieron en pie.
    Wolffdijo:
    —Sonja, querida mía, estuviste magnífica, como siempre.
    Ella aceptó el cumplido con un gesto.
    —Permíteme presentarte al comandante Smith.
    Sonja le dio la mano. Era un hombre delgado, sin mentón, con un buen bigote y manos feas y huesudas. Smith la miró como si fuera un postre extravagante que acabaran de colocar delante de él.
    El comandante dijo:
    —Encantado.
    Se sentaron. Wolff sirvió champán. Smith dijo:
    —Su danza fue espléndida, señorita, sencillamenteespién—dida. Muy... artística.
    —Gracias.
    Smith extendió el brazo sobre la mesa y le dio unas palmaditas en la mano.
    —Es usted encantadora.
    «Y tú eres un idiota», pensó Sonja. Captó una mirada de advertencia de Wolff: él sabía lo que estaba pensando.
    —Es usted muy amable, comandante —dijo.
    Wolff estaba nervioso, lo sabía. No estaba seguro de que ella fuera a hacer lo que él quería. En realidad, Sonja todavía no lo había decidido.
    Wolff se dirigió a Smith:
    —Conocí al difunto padre de Sonja.
    Era mentira y Sonja sabía por qué lo había dicho. Quería recordárselo.
    Su padre había sido ladrón en casos de necesidad. Cuando tenía trabajo, trabajaba; y cuando no lo tenía, robaba. Un día trató de arrebatarle el bolso a una mujer europea en Sha—ri el—Koubri. Su acompañante luchó para atrapar al padre de Sonja, y en el forcejeo derribaron a la mujer, que se dislocó una muñeca. Era una dama importante y el padre de Sonja fue azotado por el delito. Murió mientras lo azotaban.
    Por supuesto, no querían matarlo. Debía de tener el corazón débil, o algo así. El inglés que administraba justicia no se preocupó por eso. El hombre había delinquido, se le administró el castigo correspondiente y ese castigo le costó la vida: un árabe menos. Sonja, que tenía doce años, quedó transida de dolor. Desde entonces odió a los británicos con todo su ser.
    Hitler tenía razón, pero había errado el objetivo, creía Sonja. No eran los judíos los que padecían de una debilidad racial que infectaba al mundo; eran los británicos. Los judíos de Egipto eran más o menos como cualquier otro: algunos ricos, otros pobres, algunos arrogantes y viciosos. Sonja reía amargamente la magnanimidad con que los ingleses trataban de defender Polonia de la opresión alemana, mientras ellos seguían oprimiendo a Egipto.
    Pero cualesquiera fueran las razones, los alemanes combatían a los británicos, y eso era suficiente para que Sonja fuera progermana.
    Ella quería que Hitler derrotara, humillara y arruinara a Gran Bretaña. Haría cuanto pudiera por ayudar a lograrlo. Hasta seduciría a un inglés.
    Se inclinó hacia delante.
    —Comandante Smith —dijo—, es usted un hombre muy atractivo.
    Wolff se relajó visiblemente.
    Smith estaba asombrado. Parecía que los ojos le iban a saltar de las órbitas.
    —¡Dios mío!—exclamó—. ¿De veras lo cree?
    —Así es, comandante.
    —¡Caramba! Desearía que me llamara Sandy.
    Wolff se puso en pie.
    —Voy a tener que dejarles. Sonja, ¿puedo acompañarte a casa?
    Smith dijo:
    —Creo que puedo encargarme de eso, capitán.
    —Sí, señor...
    —Es decir, si Sonja...
    Sonja parpadeó.
    —Por supuesto, Sandy.
    Wolff dijo:
    —Detesto dejar la fiesta, pero mañana he de madrugar.
    —Perfectamente —dijo Smith—. No se ande con cumplidos, retírese.
    Cuando Wolff partía, un camarero trajo la cena. Era una comida europea —bistec con patatas— y Sonja picaba mientras Smith le hablaba. Le contó sus éxitos en el equipo de cricket de la escuela. Parecía que, desde entonces, no había hecho nada espectacular. Era muy aburrido.
    Sonja seguía recordando el castigo de su padre.
    Smith bebió sin cesar durante la cena. Cuando salieron, se tambaleaba ligeramente. Sonja le dio el brazo, más para provecho de Smith que suyo propio. Caminaron hasta la casa flotante en medio del aire fresco de la noche. El mayor miró hacia el cielo y dijo:
    —Esas estrellas... hermosas.
    Su conversación era bastante estúpida.
    Se detuvieron ante la casa flotante.
    —Es bonita —dijo Smith.
    —Es muy agradable —agregó Sonja—. ¿Le gustaría verla por dentro?
    —Desde luego.
    Lo condujo a la pasarela, cruzando la cubierta, y bajaron la escalera.
    Smith observaba a su alrededor, con ojos de asombro.
    —Es muy lujosa.
    —¿Le apetece una copa?
    —Mucho.
    Sonja aborrecía la forma de hablar de Smith. Le preguntó:
    —¿Champán o algo más fuerte?
    —Un poco de whisky estaría muy bien.
    —Por favor, siéntese.
    Sonja le sirvió y se acomodó a su lado. Él le tocó el hombro, le besó la mejilla y groseramente le agarró los pechos. Sonja se estremeció. Smith lo interpretó como una señal de pasión y apretó más.
    Sonja lo atrajo hacia sí. Smith era muy torpe: hundía los codos y las rodillas en el cuerpo de Sonja. Buscó desmañadamente bajo la falda del vestido.
    Sonja dijo:
    —Oh, Sandy, eres tan fuerte...
    Miró por encima del hombro de Smith y vio el rostro de Wolff. Estaba en la cubierta, arrodillado, observando por la escotilla, riendo silenciosamente.
    0
    William Vandam empezaba a perder la esperanza de encontrar alguna vez a Alex Wolff. Ya habían pasado tres semanas del asesinato de Assyut y no lograba acercarse a su presa. A medida que transcurría el tiempo, se iba perdiendo el rastro. Casi deseaba que robaran otro maletín, para saber, al menos, qué era lo que Wolff se proponía.
    Se daba cuenta de que estaba obsesionado con el espía. Se despertaba durante la noche alrededor de las tres de la madrugada, cuando habían pasado los efectos de la bebida, y meditaba preocupado hasta que llegaba el día. Lo que le molestaba era algo vinculado con la manera de hacer de Wolff: la forma indirecta en que había entrado en Egipto, la muerte repentina del cabo Cox, la facilidad con que desapareció en la ciudad. Vandam pensaba una y otra vez en esas cosas preguntándose siempre por qué encontraba tan fascinante el caso.
    No había hecho progresos reales, pero sí reunido alguna información con que alimentaba su obsesión. Alimentando no como la comida alimenta a un hombre, dejándole satisfecho, sino como el combustible aviva el fuego, haciéndolo arder más.
    El propietario de la Villa les Oliviers era un hombre llamado Achmed Rahmah. Los Rahmah eran una familia rica de El Cairo. Achmed había heredado la casa de su padre, Ga—mal Rahmah, un abogado. Uno de los tenientes de Vandam logró desenterrar una partida de matrimonio entre Gamal Rahmah y una tal Eva Wolff, viuda de Hans Wolff, estos últimos ciudadanos alemanes; y documentos de adopción que convertían a Alex, hijo de Hans y de Eva, en hijo legítimo de Gama] Rahmah...
    Lo que significaba que Achmed Rahmah era alemán, y explicaba por qué tenía documentos egipcios a nombre de Alex Wolff.
    En los registros también constaba un testamento, según el cual Achmed, o Alex, heredaba una parte de la fortuna de Gamal, además de la casa.
    Las entrevistas con todos los Rahmah supervivientes no dieron ningún resultado. Achmed había desaparecido hacía dos años y no se sabía nada de él desde entonces. La persona que realizó la entrevista regresó con la impresión de que el hijo adoptivo de la familia no era muy apreciado.
    Vandam estaba convencido de que la desaparición de Achmed se debía a que se había marchado a Alemania.
    Existía otra rama de la familia de Rahmah, pero eran nómadas y nadie sabía dónde se les podía encontrar. «Sin duda —pensaba Vandam— de algún modo debían de haber ayudado a Wolff en su vuelta a Egipto.»
    Alex Wolff no podía haber entrado en el país por Alejandría. Las medidas de seguridad eran muy rigurosas en ese puerto: habrían investigado y, tarde o temprano, descubierto sus antecedentes alemanes, e internado. Al llegar desde el sur, esperaba pasar inadvertido y recuperar su condición anterior de ciudadano nacido y criado en Egipto. Fue un golpe de suerte para los británicos que Wolff se hubiera metido en dificultades en Assyut.
    A Vandam le pareció que era el último golpe de suerte que habían tenido.
    Sentado en su oficina, fumaba un cigarrillo tras otro, atormentado por la idea de Wolff.
    Aquel tipo no era un captador mediocre de chismes y rumores. No se conformaba, como otros agentes, con enviar informes basados en el número de soldados que veía en la calle y en la escasez de repuestos de motores. El robo del maletín era prueba de que buscaba material del más alto nivel, y que era capaz de idear medios ingeniosos para lograrlo. Si seguía en libertad durante suficiente tiempo, tarde o temprano tendría éxito.
    Vandam recorría la habitación, desde el perchero hasta el escritorio, para echar una mirada por la ventana, luego al otro lado del escritorio y vuelta al perchero.
    El espía también tenía sus problemas. Habría que dar explicaciones a vecinos curiosos, ocultar su radio en alguna parte, recorrer la ciudad y hallar informadores. Podía acabársele el dinero, su radio podía descomponerse, corría el riesgo de ser traicionado por algún confidente o de que alguien descubriera accidentalmente su secreto. De un modo o de otro, algún indicio tenía que aparecer.
    Cuanto más listo fuera, más tiempo llevaría.
    Vandam estaba convencido de que Abdullah, el ladrón, tenía algo que ver con Wolff. Cuando Bogge se negó a hacer arrestar a Abdullah, Vandam ofreció una abundante suma de dinero por conseguir información sobre el paradero del espía. Abdullah siguió fingiendo no saber nada sobre ningún Wolff, pero la luz de la codicia había titilado en sus ojos.
    Quizá Abdullah ignoraba dónde estaba Wolff —el espía seguramente era lo bastante cuidadoso como para tomar esa precaución con un hombre desleal—, pero tal vez podría averiguarlo. Vandam.dejó bien aclarado que la oferta seguía en pie. Pero Abdullah, una vez obtenida la información, podía salir, sin más, al encuentro de Wolff, decirle cuál era la oferta de Vandam e invitarle a superarla.
    Vandam iba y venía por la estancia.
    Algo vinculado con su manera de hacer. Entra subrepticiamente: acuchilla y se esfuma, y... Algo más encajaba con eso. Algo que Vandam conocía, que había leído en un comunicado o escuchado en alguna reunión informativa. Wolff podría ser un hombre al que Vandam había conocido, hacía mucho, pero ya no podía recordar. La manera de hacer.
    Sonó el teléfono. Levantó el auricular.
    —Comandante Vandam.
    —Oh, hola, soy el comandante Calder, de la Oficina de la Tesorería.
    Vandam se puso tenso.
    —Usted dirá.
    —Usted nos mandó una nota, hace unas dos semanas, para que estuviéramos atentos a la aparición de libras esterlinas falsas. Bien, las hemos encontrado.
    Ahí estaba, ese era el indicio.
    —En realidad, son muchas —precisó la voz.
    —Necesito verlas cuanto antes —respondió Vandam.
    —Están en camino. He mandado a un mensajero; no tardará en llegar.
    —¿Sabe quién pagó con ellas?
    —En realidad fueron varias partidas, pero tenemos algunos nombres para usted.
    —Estupendo. Le telefonearé cuando vea los billetes. Su nombre es Calder, ¿verdad?
    —Sí. —Dio su número de teléfono—. Entonces, hasta luego.
    Vandam colgó. Libras esterlinas falsas. Encajaba, podía ser la salida. Las libras esterlinas ya no eran oficiales en Egipto, un país soberano. Sin embargo, las libras esterlinas siempre se podían cambiar por dinero egipcio en la Oficina de la Tesorería General británica. Por consiguiente, las personas que negociaban con extranjeros usualmente aceptaban los pagos en libras.
    Vandam abrió la puerta de su despacho y gritó hacia el pasillo.
    —¡Jakes!
    —¡A sus órdenes! —respondió Jakes con igual energía.
    —Tráigame el expediente de los billetes falsos.
    —¡Sí, mi comandante!
    Vandam entró en el despacho contiguo y habló con su secretario.
    —Estoy esperando un paquete de la Tesorería. Tráigamelo en cuanto llegue, ¿quiere?
    —Sí, señor.
    Vandam regresó a su oficina. Jakes apareció un momento después con el expediente. El capitán, el oficial de más alto rango del equipo al mando de Vandam, era un joven activo, fiable, que seguía las órdenes al pie de la letra en toda su extensión y luego tomaba la iniciativa. Era aún más alto que Vandam, delgado y de cabello negro, de expresión en cierto modo triste. Las relaciones entre él y Vandam se desarrollaban en términos de una cómoda formalidad: Jakes era muy escrupuloso en cuanto a los saludos y tratamientos, pero, ello no obstante, discutían su trabajo como iguales.
    Y Jakes usaba palabrotas con gran fluidez. Estaba bien relacionado y era casi seguro que llegaría más lejos que Vandam en el ejército.
    Vandam encendió la lámpara de su escritorio y dijo:
    —Bien; muéstreme una foto de las falsificaciones hechas por los nazis.
    Jakes apoyó el expediente en el escritorio y buscó rápidamente. Extrajo un manojo de lustrosas fotos y las extendió sobre la mesa. Cada copia mostraba anverso y reverso de un billete de banco, algo mayor que los reales.
    Jakes las clasificó.
    —Billetes de una libra, de cinco libras, de diez y de veinte.
    Había flechas negras en las fotografías para indicar los errores por los cuales se podían identificar las falsificaciones.
    La fuente de información era el dinero falso incautado a los espías alemanes detenidos en Inglaterra. Jakes dijo:
    —Cuesta creer que sean tan tontos como para darles dinero falso a sus espías.
    Vandam replicó sin levantar la vista de las fotografías.
    —El espionaje es un negocio caro y la mayor parte del dinero se desperdicia. ¿Para qué habrían de comprar dinero inglés en Suiza si ellos mismos lo pueden fabricar? Los espías usan documentos falsos; del mismo modo pueden utilizar dinero falsificado. Además ejerce un ligero efecto perjudicial sobre la economía británica, si logra entrar en circulación. Es inflacionario, como cuando el Gobierno imprime moneda para pagar sus deudas.
    —Con todo tendrían que haberse dado cuenta de que estamos cazando a esos cabrones.
    —¡Ah...! Pero cuando los cazamos, cuidamos que los alemanes no sepan que los hemos cazado.
    —De todas formas, confío en que nuestros espías no estén usando marcos alemanes falsificados.
    —No lo creo. Nosotros tomamos el servicio secreto con más seriedad que ellos, usted lo sabe. Ojalá pudiera decir lo mismo de la táctica en el combate con tanques.
    El secretario de Vandam llamó a la puerta y entró. Era un cabo de veinte años de edad, con gafas.
    —Un paquete de Tesorería, señor.
    —¡Espléndido! —exclamó Vandam.
    —Si quiere firmar el recibo, señor.
    Vandam firmó y abrió el sobre. Contenía varios cientos de billetes.
    —¡La puta! —exclamó Jakes.
    —Me advirtieron que había un montón —explicó Vandam—. Cabo, consígame una lupa, a la carrera.
    —Sí, mi comandante.
    Vandam puso un billete de los que habían llegado en el sobre junto a una de las fotografías y buscó el error identifi—cador.
    No necesitó la lupa.
    —Mire, Jakes.
    Jakes miró.
    El billete tenía el mismo error que el de la fotografía.
    —Es idéntico, señor —dijo Jakes.
    —Dinero nazi, hecho en Alemania —agregó Vandam—. Ya tenemos la pista.
    El teniente coronel Reggie Bogge sabía que el comandante Vandam era un tipo listo, con la clase de burda astucia que a veces se encuentra en la gente de la clase trabajadora, pero el comandante no estaba a la altura de personajes como Bogge.
    Esa noche Bogge jugaba al billar ruso con el general de brigada Povey, director de Información Militar, en el Gezira Sporting Club. El general era sagaz y Bogge no le agradaba demasiado, pero Bogge creía que podía manejarlo.
    Jugaban a un chelín el punto y el general hizo la salida.
    Mientras jugaban, Bogge dijo:
    —Espero que no tenga inconveniente en hablar de asuntos de trabajo en el club, señor.
    —De ningún modo —respondió el general.
    —Sencillamente, no tengo posibilidad de dejar mi despacho durante el día.
    —¿Qué desea decirme?
    El general le puso tiza al taco.
    Boggie metió en la tronera una bola roja y apuntó a la rosada.
    —Estoy casi seguro de que hay un espía bastante peligroso trabajando en El Cairo.
    Erró a la rosada.
    El general se dobló sobre la mesa.
    —Continúe.
    Bogge observó la ancha espalda de Povey. En este caso era necesario un poco de delicadeza. Por supuesto, el jefe de un departamento era responsable del éxito de su sector, porque solo los departamentos bien dirigidos tenían éxito, como todo el mundo sabía. No obstante, convenía emplear cierta sutileza para adjudicarse el mérito. Comenzó diciendo:
    —¿Recuerda que un cabo fue acuchillado en Assyut hace pocas semanas?
    —Vagamente.
    —Tuve una corazonada al respecto y desde entonces la he estado siguiendo. La semana pasada en una trifulca le birlaron el maletín a un ayudante del Estado Mayor. Por supuesto, no era nada extraordinario, pero até cabos.
    El general metió la blanca.
    —Maldición —dijo—. Le toca a usted.
    —Pedí a la Tesorería General que vigilaran la posible aparición de dinero inglés. Y resulta que han encontrado algo. Mandé a mis muchachos a que lo examinaran. Han descubierto que fue hecho en Alemania.
    —¡Aja!
    Bogge embocó una roja, la azul y después otra roja; luego erró de nuevo con la rosada.
    —Creo que me lo ha puesto bastante bien —dijo el general estudiando la mesa con los ojos entrecerrados—. ¿Alguna posibilidad de seguir el rastro del sujeto por medio del dinero?
    —La hay. Estamos trabajando en eso.
    —Páseme ese puente, ¿quiere?
    —Desde luego.
    El general apoyó el puente sobre el tapete y apuntó.
    Bogge dijo:
    —Se ha sugerido que demos instrucciones a la Tesorería para que siga aceptando las falsificaciones, por si puede aportar nuevas pistas.
    La sugerencia era de Vandam y Bogge la había rechazado. Vandam había discutido, algo que se estaba volviendo fatigosamente repetido, y Bogge había tenido que pararle los Pies. Pero era un imponderable y, si las cosas salían mal,
    Bogge quería estar en condiciones de decir que había consultado a sus superiores.
    El general se enderezó e hizo una reflexión.
    —Eso depende bastante de la cantidad de dinero de que se trate, ¿verdad?
    —Hasta ahora son varios cientos de libras.
    —Es muchísimo.
    —Pienso que realmente no es necesario seguir aceptando las falsificaciones, general.
    —Muy bien.
    El general embocó la última de las bolas rojas y comenzó con las de distintos colores.
    Bogge anotó el tanto. El general iba ganando, pero él había logrado lo que buscaba.
    —¿A quién tiene trabajando en este asunto del espía? —preguntó Povey.
    —Bueno, básicamente lo estoy llevando yo mismo...
    —Sí pero ¿a cuál de sus hombres está utilizando?
    —A Vandam.
    —¡Ah! Vandam. No es mal tipo.
    A Bogge no le agradaba el giro que estaba tomando la conversación. El general no entendía verdaderamente lo cuidadoso que había que ser con sujetos como Vandam: «Dales un dedo y se tomarán todo el brazo». El ejército ascendía a esa gente con demasiada ligereza. La pesadilla de Bogge era encontrarse recibiendo órdenes del hijo de un cartero con acento de Dorset. Dijo:
    —Por desgracia, Vandam siente cierta debilidad por los árabes; pero, como dice usted, es bastante bueno por su perseverancia.
    —Sí. —El general estaba disfrutando de una larga buena racha, embocando los colores uno tras otro—. Fue a la misma escuela que yo. Veinte años después, por supuesto.
    Bogge sonrió.
    —Pero él fue con una beca, ¿no es así, señor?
    —Sí —dijo el general—. Yo también.
    Metió la negra.
    —Parece que ha ganado, señor —dijo Bogge.
    El gerente del Cha—Cha Club dijo que más de la mitad de sus clientes pagaban sus cuentas en libras esterlinas. De ningún modo podía identificar a los que pagaban en esa moneda; y aun cuando pudiera, no conocía más que los nombres de unos pocos parroquianos asiduos.
    El cajero del Shepheard's Hotel dijo algo similar.
    Lo mismo hicieron dos conductores de taxis, el propietario de un bar para soldados y madame Fahmy, la encargada del burdel.
    Vandam esperaba que le contaran una historia semejante en el lugar que seguía en la lista, una tienda propiedad de un tal Mikis Aristopoulos.
    Aristopoulos había cambiado una gran cantidad de libras esterlinas, la mayor parte falsas, y Vandam imaginaba que la tienda sería de considerable importancia. Pero no era así. Aristopoulos tenía un pequeño almacén de comestibles. Olía a especias y a café, pero no había mucho en los estantes. Aristopoulos era un griego de baja estatura, de unos veinticinco años, que sonreía abiertamente mostrando sus blancos dientes. Llevaba un delantal a rayas sobre los pantalones de algodón y la camisa blanca.
    —Buenos días, señor. ¿En qué puedo servirle? —dijo.
    —No parece que tenga mucho que vender —contestó Vandam.
    Aristopoulos sonrió.
    —Si busca algo en especial, quizá lo tenga en el almacén. ¿Ha comprado antes aquí, señor?
    De modo que ese era el sistema: manjares escasos, en la trastienda, solo para clientes fijos. Eso significaba que conocía a la clientela. Además, la cantidad de dinero falsificado que había cambiado probablemente representaba un pedido grande, que recordaría.
    Vandam dijo:
    —No vine a comprar. Hace dos días usted llevó ciento cuarenta y siete libras inglesas a la Tesorería General británica y las cambió por moneda egipcia.
    Aristopoulos frunció el ceño y parecía preocupado.
    —Sí...
    —Ciento veintisiete libras de esa suma eran falsificadas, ilegales... no valen.
    Aristopoulos sonrió y extendió los brazos, encogiéndose de hombros en ampuloso ademán.
    —Lo siento por la Tesorería. Recibo el dinero de los ingleses y lo devuelvo a los ingleses... ¿Qué puedo hacer?
    —Puede ir a la cárcel por hacer circular billetes falsos.
    Aristopoulos dejó de sonreír.
    —Por favor, esto no es justo. ¿Cómo podía saberlo?
    —¿Recibió todo ese dinero de una sola persona?
    —No lo sé...
    —¡Piense! —dijo Vandam con brusquedad—. ¿Alguien le pagó ciento veintisiete libras?
    —¡Ah..., sí! ¡Sí! —Súbitamente Aristopoulos se puso serio—. Un cliente muy respetable. Ciento veintisiete libras y diez chelines.
    —¿Su nombre?
    Vandam contuvo el aliento.
    —Señor Wolff...
    —¡Ahhh!
    —Estoy tan disgustado... El señor Wolff ha sido un buen cliente durante muchos años y nunca hubo problemas en el pago.
    —Escuche —dijo Vandam—. ¿Fue usted a entregar los alimentos?
    —No.
    —¡Maldita sea!
    —Como es normal, ofrecimos entregar a domicilio, pero esta vez el señor Wolff...
    —¿Normalmente entregan en casa del señor Wolff?
    —Sí, pero esta vez...
    —¿Cuál es la dirección?
    —Déjeme ver... Villa les Oliviers, Garden City.
    Vandam dio un puñetazo en el mostrador, decepcionado. Aristopoulos pareció algo asustado. El mayor dijo:
    —Pero usted no ha hecho entregas recientemente allí.
    —No desde el regreso del señor Wolff. Mire, siento mucho que este dinero falso haya pasado por mis manos inocentes. Quizá se pueda arreglar algo...
    —Quizá —dijo Vandam pensativo.
    —Tomemos un café.
    Vandam asintió. Aristopoulos lo condujo a la trastienda.
    Allá los estantes estaban repletos de botellas y latas, la mayoría importadas. Vandam advirtió que había caviar ruso, jamón americano y jalea inglesa. Aristopoulos sirvió un café fuerte y espeso en tazas pequeñas. Sonreía otra vez. Dijo:
    —Estos problemillas siempre se pueden solucionar entre amigos.
    Bebieron el café.
    Aristopoulos apuntó:
    —Tal vez como muestra de nuestra amistad, me permita ofrecerle algo de mi tienda. Tengo un pequeño remanente de vino francés...
    —No, no...
    —Generalmente puedo encontrar un poco de whisky escocés cuando en El Cairo nadie tiene...
    —No me interesa esa clase de arreglo —aclaró Vandam impaciente.
    —¡Oh! —exclamó Aristopoulos.
    Estaba convencido de que Vandam buscaba que lo sobornara.
    —Quiero encontrar a Wolff —continuó Vandam—. Necesito saber dónde vive ahora. ¿Dijo que era un cliente regular?
    —Sí.
    —¿Qué clase de artículos compra?
    —Mucho champán. También algo de caviar. Café, bastante. Licor importado. Nueces saladas, salchichón con ajo, albaricoques al brandy...
    —Hummm.
    Vandam absorbía ávidamente esa información complementaria. ¿Qué clase de espía gastaba sus fondos en exquisiteces importantes? Respuesta: uno que no fuera muy serio. Pero Wolff era serio. Era cuestión de estilo. Vandam dijo:
    —Me estaba preguntando cuánto tiempo tardará en volver.
    —Volverá cuando se le acabe el champán.
    —Muy bien. Cuando venga, ¿quiere averiguar dónde vive?
    —Pero, señor, ¿y si se niega otra vez a que le entreguemos...?
    —En eso estaba pensando. Voy a darle un ayudante.
    A Aristopoulos no le gustó la idea.
    —Quiero cooperar, señor, pero mi negocio es algo privado...
    —No tiene alternativa —dijo Vandam—. O colabora o va a la cárcel.
    —Pero tener un oficial inglés trabajando aquí, en mi negocio...
    —Oh, no será un oficial inglés. —«Llamaría la atención como una nariz de hojalata», pensó Vandam, y probablemente también ahuyentaría a Wolff. El comandante sonrió—. Creo que conozco la persona ideal para el puesto.
    Esa noche, después de cenar, Vandam fue al apartamento de Elene con un enorme ramo de flores y la sensación de estar haciendo el ridículo.
    Ella vivía en un piso viejo, amplio y agradable, cerca de la plaza de L'Opéra. Un conserje rubio indicó a Vandam el tercer piso. Subió por la curva escalera de mármol que ocupaba el centro del edificio y llamó a la puerta del 3 A.
    Elene no lo esperaba y repentinamente se le ocurrió a Vandam que quizá estuviera atendiendo a un amigo.
    Esperó con impaciencia en el corredor, preguntándose cómo sería Elene en su propia casa. Era la primera vez que Vandam la visitaba. Quizá había salido. Seguramente tenía muchísimo que hacer por las noches...
    La puerta se abrió.
    Elene llevaba puesto un vestido amarillo de algodón, con falda amplia, que era sencillo pero lo bastante fino como para ser traslúcido. El color resultaba muy atractivo en contraste con la piel ligeramente morena. La muchacha le miró con atención un momento y luego, al reconocerle, le regaló su sonrisa traviesa.
    —¡Vaya! ¡Hola!
    —Buenas noches —saludó Vandam.
    Elene se adelantó y le dio un beso en la mejilla.
    —Entre.
    Vandam entró y ella cerró la puerta.
    —No esperaba el beso —dijo él.
    —Forma parte de la comedia. Permítame aligerarle de su disfraz.
    Vandam le dio las flores. Tuvo la impresión de que le estaba tomando el pelo.
    —Pase ahí dentro mientras las pongo en agua.
    Vandam siguió la dirección indicada y entró en el cuarto de estar. Miró alrededor. Era reconfortante hasta el extremo de la sensualidad. Estaba decorado en rosa y oro y amueblado con sillones mullidos y profundos y una mesa de roble claro. Era un cuarto en esquina, con ventanas que daban a dos fachadas; entraba la luz del atardecer y todo brillaba ligeramente. El suelo estaba cubierto por una gruesa alfombra marrón que parecía de piel de oso. Vandam se agachó y la tocó: era auténtica. Tuvo la repentina y vivida visión de Ele—ne acostada sobre la alfombra, desnuda y retorciéndose de placer. Parpadeó y miró al otro lado. Sobre el asiento que estaba a su lado descansaba el libro que supuestamente leía Elene cuando él llegó. Retiró la novela y se sentó en el sillón. Conservaba el calor de su cuerpo. La obra se titulaba Stam—boul Train. Parecía de espías y misterio. Sobre la pared opuesta había un cuadro de apariencia más bien moderna que representaba un baile de sociedad: las damas lucían bellos vestidos de fiesta y los hombres estaban desnudos. Vandam se sentó en el sofá situado debajo de la pintura para no tener que mirarla. Pensó que era singular.
    —¿Quiere beber algo?
    —¿Puede ser un martini?
    —Sí. Fume si lo desea.
    —Gracias.
    «Sabía cómo ser hospitalaria», pensó Vandam. Supuso que debía serlo, dada su forma de ganarse la vida. Sacó sus cigarrillos.
    —Temía que hubiera salido.
    —Esta noche no.
    Hubo un tono extraño en la voz de Elene cuando dijo eso, pero Vandam no supo interpretarlo. La observó manipular la coctelera. Había intentado conducir la reunión de forma práctica y rápida, pero no podía hacerlo, porque era ella quien la dirigía. Se sintió como un amante clandestino.
    —¿Le gustan estas cosas?
    Vandam señaló el libro.
    —Últimamente he estado leyendo novelas de misterio.
    —¿Por qué?
    —Quiero saber cómo se supone que actúa un espía.
    —No creo que usted... —La vio sonreír y se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo nuevamente—. Nunca sé cuándo habla en serio.
    —Muy rara vez. —Elene le sirvió una bebida y se sentó en el otro extremo del sofá. Miró a Vandam sobre el borde de la copa—. Por el espionaje —brindó.
    Vandam sorbió su martini. Era perfecto. Igual que ella. La suave luz solar hacía brillar la piel de Elene. Sus brazos y piernas eran finos y lisos. Vandam pensó que en la cama sería igual que en cualquier otro sitio: serena, graciosa y dispuesta a cualquier cosa. Maldición. La última vez le había impresionado sobremanera, había cogido una borrachera y terminado én un detestable burdel.
    —¿En qué está pensando? —preguntó Elene.
    —Espionaje.
    Ella rió; parecía darse cuenta de que estaba mintiendo. ■'■'•■ —Debe de adorarlo—dijo.
    «¿Cómo puede hacerme esto?», pensó Vandam. Siempre le desconcertaba con sus bromas, su agudeza, su cara de inocencia y sus piernas largas y morenas. Replicó:
    —Cazar espías puede ser un trabajo muy satisfactorio, pero no lo adoro.
    —¿Qué ocurre a los espías cuando son atrapados?
    —Normalmente, los cuelgan.
    —Oh.
    Por una vez, Vandam había logrado hacerle perder el aplomo. Elene se estremeció.
    —En general, en tiempos de guerra, los perdedores mueren —dijo Vandam.
    —¿Por eso no adora su trabajo, porque los cuelgan?
    —No. No lo adoro porque no siempre los atrapo.
    —¿Está orgulloso de ser tan despiadado?
    —No creo que sea despiadado. Tratamos de matar más para que maten menos.
    «¿Cómo habré llegado a tener que defenderme?», se preguntó Vandam.
    Elene se levantó para servirle otra copa. Él la observó mientras cruzaba la estancia. «Se movía con gracia —pensó—.
    Como un gato..., no, como un gatito.» Le miró la espalda cuando se agachó para recoger la coctelera y se preguntó qué llevaría debajo del vestido amarillo. Reparó en sus manos cuando servía la bebida: eran esbeltas y firmes. Ella no tomó otro martini.
    Vandam sentía curiosidad respecto al lugar del que provenía Elene.
    —¿Sus padres viven?
    —No —dijo ella bruscamente.
    —Lo siento.
    Vandam sabía que estaba mintiendo.
    —¿Por qué me pregunta eso?
    —Simple curiosidad. Le ruego que me perdone.
    Elene se inclinó hacia delante y rozó suavemente el brazo de Vandam, acariciándole la piel con la punta de los dedos; un roce tan ligero como el de la brisa.
    —Se disculpa demasiado.
    Elene desvió la mirada, como si dudara; y entonces, cediendo a un impulso, empezó a contarle su vida.
    Elene era la mayor de cinco hijas de una familia angustiosamente pobre. Sus padres eran cariñosos y cultos.
    —Mi padre me enseñó inglés y mi madre me enseñó a ponerme la ropa limpia —dijo.
    Pero el padre, un sastre, era ultraortodoxo y se había separado del resto de la comunidad judía de Alejandría después de una disputa doctrinaria con el matarife del ritual religioso. Cuando Elene tenía quince años, su padre empezó a perder la vista. Ya no podía trabajar de sastre... pero tampoco podía pedir ni aceptar ayuda de los «descarriados» judíos de Alejandría. Elene tuvo que trabajar de criada en una casa de ingleses. Siempre enviaba el salario a su familia. De allí en adelante, su historia era la que se había repetido —Vandam lo sabía— una y otra vez durante los últimos cien años en las viviendas de la clase dominante de Inglaterra: Elene se enamoró del hijo de la familia y este la sedujo. Tuvo suerte, porque lo averiguaron antes de que quedara embarazada. Enviaron al hijo a la universidad y despidieron a Elene. A ella la aterraba regresar a su casa y decir a su padre que la habían despedido por haber fornicado... y con un cristiano. Vivió del dinero que le pagaron al despedirla, y siguió mandando a su casa la misma cantidad cada semana, hasta que se le terminó. Después, un comerciante lascivo que había conocido en la casa le puso un apartamento y la inició en el trabajo de su vida. Pronto su padre se enteró y mandó a la familia que guardaran shiva por ella.
    —¿Qué es shiva} —preguntó Vandam.
    —Luto.
    A partir de entonces no tuvo noticias de ellos, excepto un mensaje de un amigo, para decirle que su madre había muerto.
    Vandam preguntó:
    —¿Odia a su padre?
    Elene se encogió de hombros.
    —Creo que la cosa salió bastante bien.
    Desplegó los brazos para señalar el apartamento.
    —Pero ¿es feliz?
    Elene le miró. En dos ocasiones pareció estar a punto de hablar, pero no dijo nada. Finalmente desvió la mirada. Vandam tuvo la impresión de que ella lamentaba haber tenido el impulso de contarle su historia. Elene cambió de tema.
    —¿Qué le trae por aquí, comandante?
    Vandam ordenó sus ideas. Se había interesado tanto en ella, observando sus manos y sus ojos mientras hablaba de su pasado, que por un momento había olvidado el objeto de su visita.
    —Todavía sigo buscando a Alex Wolff —comenzó—. No lo he hallado, pero sí encontré su tendero.
    —¿Cómo lo logró?
    Decidió no decírselo. Era mejor que nadie, fuera del Servicio Secreto, supiera que los espías alemanes eran delatados por el dinero falso que usaban.
    —Es una larga historia —dijo Vandam—. Lo importante es que deseo poner a alguien en esa tienda, por si regresa Wolff.
    —A mí.
    —Eso pensaba.
    —Entonces, cuando él entre yo le golpeo en la cabeza con una bolsa de azúcar y vigilo el cuerpo inconsciente hasta que usted llegue.
    Vandam lanzó una carcajada.
    —Ya lo creo que lo haría —dijo—. Puedo imaginarla saltando sobre el mostrador.
    Se percató de su actitud informal y resolvió dominarse antes de hacer el ridículo.
    —En serio, ¿qué tengo que hacer? —preguntó Elene.
    —En serio; tiene que descubrir dónde vive.
    —¿Cómo?
    —No estoy seguro. —Vandam dudó—. Pensé que quizá pudiera trabar amistad con él. Es una mujer muy atractiva... Imagino que sería fácil para usted.
    —¿Qué quiere decir con «trabar amistad»?
    —Eso depende de usted. Solo hasta que consiga la dirección.
    —Ya veo.
    Repentinamente, el estado de ánimo de Elene cambió; había un deje de amargura en su voz. El giro sorprendió a Vandam: era demasiado rápida para que él pudiera seguirla. No imaginaba que una mujer como Elene se ofendiera por aquella sugerencia. Ella preguntó:
    —¿Por qué, sencillamente, no hace que uno de sus soldados lo siga hasta su casa?
    —Tal vez tenga que hacerlo, si usted no puede ganarse la confianza de Wolff. El inconveniente es que él puede darse cuenta de que lo están siguiendo y escapar. No regresaría a la tienda y perderíamos nuestra ventaja. Pero si usted puede convencerle, digamos de que la invite a su casa a cenar, tendremos la información que necesitamos sin ponernos en evidencia. Por supuesto, puede no resultar. Ambas alternativas son arriesgadas. Pero prefiero el enfoque sutil.
    —Entiendo.
    «Por supuesto que lo entiende», pensó Vandam. El asunto estaba claro como el agua. ¿Qué demonios le pasaba? Era una mujer extraña: tan pronto le fascinaba como le ponía furioso. Por primera vez cruzó por su mente que ella podía negarse a hacer lo que le pedía. Nervioso, preguntó:
    —¿Me ayudará?
    Elene se levantó y llenó de nuevo la copa de Vandam. También ella se sirvió una bebida. Estaba muy tensa, pero estaba claro que no quería decir por qué. A Vandam siempre le habían fastidiado las mujeres con ese genio. Sería un serio inconveniente si se negaba a cooperar.
    Finalmente, Elene dijo:
    —Supongo que no es peor de lo que he estado haciendo toda mi vida.
    —Eso es lo que pensé —dijo Vandam aliviado.
    Ella le clavó una mirada de disgusto.
    —Comienza mañana —dijo Vandam.
    Le entregó un trozo de papel con la dirección de la tienda. Elene lo tomó sin mirar.
    —El negocio pertenece a Mikis Aristopoulos —agregó el comandante.
    —¿Cuánto tiempo cree que llevará esto? —preguntó Elene.
    —No lo sé. —Vandam se levantó—. Me pondré en contacto con usted para asegurarme de que todo marcha bien, y usted contactará conmigo tan pronto como él aparezca. ¿Está claro?
    —Sí.
    Vandam recordó algo.
    —A propósito, el dueño de la tienda cree que buscamos a Wolff por falsificación. No le hable de espionaje.
    —No lo haré.
    El cambio de humor era permanente. Ya no disfrutaban de la mutua compañía.
    —La dejo con su novela de misterio —dijo Vandam. . Elene se puso en pie.
    —Lo acompaño.
    Fueron hasta la puerta. Cuando Vandam salió, el inqui—lino del apartamento contiguo se acercaba por el pasillo. Inconscientemente, había estado pensando en ese momento toda la noche y, entonces, hizo lo que decidió no hacer. Tomó a Elene por el brazo, inclinó la cabeza y la besó en la boca.
    Los labios de la muchacha se movieron ligeramente respondiendo al beso. Cuando el vecino abrió la puerta, entró en su apartamento y volvió a cerrar, Vandam soltó el brazo de Elene.
    —Es un buen actor —dijo ella.
    —Sí —contestó Vandam—. Adiós.
    Se volvió y recorrió el pasillo caminando con paso rápido. Debía sentirse complacido por lo que había conseguido aquella noche, pero, en cambio, tenía la impresión de haber hecho algo vergonzoso. Oyó que la puerta del apartamento de Elene se cerraba violentamente a su espalda.
    Elene se reclinó en la puerta cerrada y maldijo a William Vandam.
    Había entrado en su vida lleno de cortesía inglesa, pidiéndole que hiciera un nuevo trabajo y ayudara a ganar la guerra, luego le decía que debía prostituirse otra vez.
    Realmente había creído que Vandam iba a hacerle cambiar de vida. Se habían acabado los comerciantes ricos, las aventuras amorosas furtivas, el baile y servir mesas. Tenía un trabajo útil, algo en lo que creía, algo que importaba..., pero resultaba que era el juego de siempre.
    Durante siete años había vivido de su cara y de su cuerpo y no quería hacerlo más.
    Se encaminó a la salita para servirse una bebida. Su copa estaba allí, sobre la mesa, medio vacía. Apoyó los labios. El líquido estaba caliente y era amargo.
    Al principio no le agradó Vandam: le pareció un hombre rígido, solemne, opaco. Después cambió de idea. ¿Cuándo había pensado por primera vez que podía haber un hombre diferente bajo ese exterior rígido? Recordó: cuando Vandam rió. Esa risa la intrigaba. La había visto otra vez aquella noche, cuando ella dijo que golpearía s Wolff en la cabeza con una bolsa de azúcar. Existía una rica veta de alegría muy, muy dentro de él, y cuando se la perforaba, la risa subía burbujeando y dominaba su personalidad por un instante. Elene sospechaba que era un hombre con unas enormes ganas de vivir, que dominaba con firmeza, demasiado firmemente. Sentía deseos de meterse bajo su piel y hacer que dejara aflorar su personalidad. Por eso le había tomado el pelo tratando de que riera de nuevo.
    También por eso lo había besado.
    Elene se había sentido curiosamente feliz de tenerlo en su casa, sentado en el sofá, fumando y charlando. Incluso pensó en lo agradable que sería llevar a ese hombre fuerte, inocente, a la cama y enseñarle cosas en las que jamás había soñado. ¿Por qué le gustaba? Quizá porque la había tratado como una persona, no como a un desnudo de revista. Nunca le daría palmaditas en el trasero diciéndole: «No atormentes tu linda cabecita...».
    Pero él lo había echado todo a perder. ¿Por qué le molestaba tanto ese asunto de Wolff? Un acto hipócrita más de seducción no le haría ningún daño. Vandam había dicho más o menos eso. Y al decirlo daba a entender que la consideraba una puta. Eso era lo que la enfurecía tanto. Quería su respeto, y cuando Vandam le pidió que «trabara amistad» con Wolff supo que nunca lo iba a tener; nunca. De todos modos, era una idiotez; la relación entre una mujer como ella y un oficial inglés estaba condenada a terminar como todas las relaciones de Elene: manipulación por un lado, dependencia por el otro y, finalmente, ningún respeto. Vandam siempre vería en ella a una furcia. Por un momento creyó que él era distinto de los demás, pero se había equivocado.
    Y entonces pensó: «Pero ¿por qué me preocupo tanto?».
    Vandam estaba sentado en la oscuridad de su dormitorio, junto a la ventana, en medio de la noche, fumando y mirando el Nilo iluminado por la luna, cuando, de pronto, tuvo un vivido recuerdo de su niñez.
    Tiene once años, sexualmente inocente, todavía un niño, desde el punto de vista físico. Está en la casa de ladrillos grises, construida en terreno elevado, donde siempre ha vivido. La casa tiene un cuarto de baño, con agua calentada por el fuego de carbón de la cocina de abajo. Se le ha dicho que por ello su familia es muy afortunada y que no debe alardear al respecto. En verdad, cuando vaya a la nueva escuela, la escuela elegante de Bournemouth, debe simular que cree que es perfectamente normal tener un cuarto de baño con agua corriente. El cuarto de baño también tiene un excusado. Ahora va allí a orinar. Su madre está bañando a su hermana, que tiene siete años; pero a ellas no les importa que vaya a hacer pis; lo ha hecho otras veces, y el otro retrete está al otro lado del jardín y hace frío. Lo que ha olvidado es que su prima también se está bañando. Tiene ocho años. El entra en el cuarto de baño. Su hermana está sentada en la bañera. Su prima está de pie, a punto de salir. Su madre tiene una toalla. Él mira a la prima.
    Está desnuda, por supuesto. Es la primera vez que ve una chica desnuda, aparte de su hermana. El cuerpo de su prima es ligeramente rechoncho y su piel está enrojecida por el calor del agua. Es la cosa más hermosa que jamás ha visto. Se queda parado en el vano de la puerta mirándola con interés y admiración no disimulados.
    No ve venir la bofetada. La mano grande de su madre parece salir de la nada. Abofetea sonoramente su mejilla. Golpea bien, su madre, y este es uno de sus mejores golpes. Duele como el demonio, pero el sobresalto es aún peor que el dolor. Lo peor de todo es que el cálido sentimiento que lo había envuelto se quiebra como el vidrio de una ventana.
    —¡Fuera! —aulla su madre, y él sale, herido y humillado.
    Vandam recordaba sentado a solas, contemplando la noche egipcia, y pensaba, como lo había hecho en su momento: «Bueno, ¿por qué haría aquello mi madre?».
    En la incipiente mañana el embaldosado de la mezquita estaba frío para los pies desnudos de Alex Wolff. El puñado de devotos quedaba perdido en la vastedad del salón sostenido por pilares. Había silencio, una sensación de paz y una luz gris y triste. Un rayo de sol atravesó una de las hendiduras altas y angostas que había en la pared y en ese momento el almuecín empezó a vocear:
    —Allahu akbarl Allahu akbar! Allahu akbar! Allahu akbar!
    Wolff volvió la cara hacia La Meca.
    Vestía una larga chilaba y un turbante, y el calzado que llevaba en la mano era un par de simples sandalias árabes. Nunca estuvo muy seguro del motivo por el cual hacía eso. Era un Verdadero Creyente solo en teoría. Le habían hecho la circuncisión conforme a la doctrina islámica y había realizado el peregrinaje a La Meca; pero bebía alcohol y comía cerdo, nunca pagaba al zakat, jamás observaba el ayuno del Ramadán y no rezaba todos los días, y menos aún cinco veces diariamente. Pero de vez en cuando sentía la necesidad de sumergirse, solo por unos minutos, en el mecánico y conocido ritual de la religión de su padrastro. Entonces, como lo había hecho esa madrugada, se levantaba cuando todavía estaba oscuro, se vestía con ropas tradicionales, recorría las calles frías y silenciosas de la ciudad hasta la mezquita a la que iba su padre, realizaba las abluciones ceremoniales a la entrada y llegaba para las primeras oraciones del nuevo día.
    Se tocó las orejas con las manos, luego, batió las palmas delante de él, la izquierda dentro de la derecha. Hizo una reverencia y se arrodilló. En momentos adecuados tocaba el suelo con la frente mientras recitaba el el—fatha:
    —En el nombre de Dios misericordioso y compasivo. Loado sea Dios, el Señor de los mundos, el misericordioso y compasivo, el Príncipe del día del Juicio Final; a Ti te servimos, y a Ti rogamos ayuda; llévanos por la buena senda, la senda de aquellos con quienes has sido misericordioso, sobre los que ya no cae tu ira y que no se desvían del camino.
    Miró por encima del hombro derecho, y luego del izquierdo, para saludar a los dos ángeles que registraban sus buenas y malas acciones.
    Cuando miró sobre el hombro izquierdo vio a Abdullah.
    Sin interrumpir su oración, el ladrón sonrió ampliamente, mostrando su diente de acero.
    Wolff se levantó y salió. Se detuvo fuera para calzarse las sandalias y Abdullah se acercó caminando despacio. Se dieron la mano.
    —Eres un hombre devoto, como yo —dijo Abdullah—. Sabía que vendrías, tarde o temprano, a la mezquita de tu padre.
    —¿Me has estado buscando?
    —Mucha gente te está buscando.
    Se alejaron de la mezquita caminando. Abdullah dijo:
    —Como sé que eres un Verdadero Creyente, no podría delatarte a los británicos aun por una suma tan grande de dinero; de modo que dije al comandante Vandam que no conocía a Alex Wolff, o Achmed Rahmah.
    Wolff se detuvo bruscamente. Así que todavía le estaban buscando. Había empezado a sentirse seguro... demasiado pronto. Tomó a Abdullah por un brazo y le condujo a un café árabe. Se sentaron a una mesa.
    Wolff dijo:
    —¿Vandam conoce mi nombre árabe?
    —Sabe todo acerca de ti..., excepto dónde encontrarte.
    "Wolff se sintió preocupado y, al mismo tiempo, experimentó una enorme curiosidad.
    —¿Cómo es ese comandante? —preguntó.
    Abdullah se encogió de hombros.
    —Un inglés. Sin ninguna delicadeza. Sin modales. Pantalón corto caqui y cara color tomate.
    —Tú puedes describirlo mejor.
    Abdullah asintió.
    —Ese hombre es paciente y decidido. Yo de ti le temería.
    Súbitamente, Wolff le temió.
    —¿Qué ha estado haciendo? —preguntó.
    —Ha averiguado todo acerca de tu familia. Ha hablado con tus hermanos. Ellos dijeron que no sabían nada de ti.
    El dueño del café les llevó un plato de puré de habas y un pan común a cada uno. Wolff cortó un pedazo y lo hundió en el puré. Las moscas empezaron a reunirse alrededor de los platos. Hicieron caso omiso de ellas.
    Abdullah habló con la boca llena.
    —Vandam ofrece cien libras por tu dirección. ¡Ja! Como si fuéramos a traicionar por dinero a uno de los nuestros.
    Wolff tragó.
    —Incluso si supieras mi dirección.
    Abdullah se encogió de hombros.
    —No me costaría nada averiguarla.
    —Lo sé —dijo Wolff—; así que voy a decírtelo, como señal de mi fe en tu amistad. Estoy viviendo en el Shepheard's Hotel.
    Abdullah pareció molesto.
    —Amigo mío, sé que eso no es cierto. Es el primer sitio en que buscarían los británicos.
    —No me has comprendido. —Wolff sonrió—. No soy un huésped del hotel. Trabajo en las cocinas, lavando cacerolas, y al final del día me acuesto sobre el suelo con otros doce, y duermo allí.
    —¡Muy astuto! —Abdullah sonrió; estaba complacido con la idea y encantado de tener la información—. ¡Te escondes bajo sus propias narices!
    —Sé que mantendrás este secreto —dijo Wolff—. Y como muestra de mi gratitud por tu amistad, espero que aceptes que te regale cien libras.
    —Pero no es necesario...
    Abdullah suspiró y cedió con renuencia.
    —Muy bien.
    —Te enviaré el dinero a tu casa.
    Abdullah limpió su plato vacío con el resto del pan.
    —Debo dejarte ahora —dijo—. Permíteme que te pague el desayuno.
    —Gracias.
    —¡Ah! Pero no he traído dinero. Mil perdones...
    —No importa —dijo Wolff—. Alallah, al cuidado de Dios.
    Abdullah replicó formalmente:
    —Allah yisallimak, que Dios te proteja.
    Luego salió.
    Wolff pidió café y pensó en Abdullah. El ladrón traicionaría por muchísimo menos de cien libras, por supuesto. Lo que le había detenido hasta el momento era que no conocía su dirección. Estaba tratando activamente de descubrirla. Por eso había ido a la mezquita. Ahora intentaría comprobar la historia de que Wolff vivía en la cocina del Shepheard's. Podría ser difícil porque, desde luego, no reconocerían que el personal dormía en el suelo de la cocina —en realidad, Wolff no estaba seguro de que eso ocurriera—; pero tarde o temprano Abdullah descubriría la mentira. La historia no era más que una táctica dilatoria; igual que el soborno. Sin embargo, cuando por fin Abdullah averiguara que Wolff estaba viviendo en la casa flotante de Sonja, probablemente fuera a pedirle más dinero en lugar de ver a Vandam.
    La situación estaba salvada... por el momento.
    Wolff dejó unas monedas sobre la mesa y salió.
    La ciudad había cobrado vida. En las calles ya se formaban embotellamientos, las aceras se veían atestadas de vendedores ambulantes y mendigos y el aire estaba lleno de buenos y malos olores. Wolff se abrió paso hacia la oficina central de Correos, para telefonear. Llamó al Cuartel General y preguntó por el comandante Smith.
    —Tenemos diecisiete Smith —contestó el telefonista—. ¿Sabe su nombre de pila?
    —Sandy.
    —Es el comandante Alexander Smith. No está aquí en este momento, ¿quiere dejar un recado?
    Wolff sabía que el comandante no estaría en el Cuartel General: era muy temprano.
    —Sí, este: Al mediodía de hoy en Zamalek. Fírmelo S. ¿Lo tiene?
    —Sí, pero si puede darme el nombre comp...
    Wolff colgó. Dejó la oficina de Correos y se dirigió a Zamalek.
    Desde que Sonja había seducido a Smith, el comandante le había enviado una docena de rosas, una caja de bombones, una carta de amor y dos mensajes pidiendo otra cita. Wolff había prohibido a Sonja que contestara. Seguramente Smith se estaba preguntando si vería alguna otra vez a Son—ja. Wolff estaba casi seguro de que aquella era la primera mujer hermosa con quien Smith se había acostado. Después de un par de días de incertidumbre estaría desesperado por verla de nuevo y se aferraría a cualquier posibilidad.
    Por el camino compró un periódico, pero venía lleno de las sandeces de costumbre. Cuando llegó a la casa flotante, Sonja todavía dormía. Le arrojó el periódico enrollado, para despertarla. Ella gruñó y se dio la vuelta.
    Wolff la dejó y pasó al otro lado de las cortinas, al salón. En el extremo más alejado, en la proa del barco, había una cocina diminuta. Tenía un armario bastante grande para guardar escobas y elementos de limpieza. Wolff abrió la puerta. Podía introducirse en él, si doblaba las rodillas y agachaba la cabeza. El pestillo solo se podía manipular desde afuera. Buscó en los cajones de la cocina y encontró un cuchillo de hoja flexible. Pensó que probablemente podía mover el pestillo desde el interior del armario metiendo el cuchillo entre la rendija de la puerta y aplicándolo contra el cerrojo de resorte. Se introdujo en el armario, cerró la puerta e hizo la prueba. Dio resultado.
    Sin embargo, no podía ver a través de la rendija.
    Tomó un clavo y con una plancha golpeó el clavo hasta atravesar la delgada madera a la altura de los ojos. Con un tenedor agrandó el agujero. Se metió otra vez en el armario y cerró la puerta. Miró por el agujero.
    Vio separarse las cortinas y a Sonja, que entraba en el salón. Ella miró alrededor, sorprendida de que Wolff no estuviera allí. Se encogió de hombros, luego se levantó el camison y se rascó la barriga. Wolff reprimió la risa. Sonja fue a la cocina, tomó una cafetera y abrió el grifo.
    Wolff deslizó el cuchillo en la rendija de la puerta y comprimió el pestillo. Abrió la puerta, salió y dijo:
    —Buenos días.
    Sonja dio un grito.
    Wolff lanzó una carcajada.
    Sonja le arrojó la cafetera y él la esquivó. Wolff comentó:
    —Es un buen escondite, ¿verdad?
    —¡Desgraciado, me has asustado!
    Wolff recogió la cafetera y se la alcanzó.
    —Haz el café —le dijo.
    Metió el cuchillo en el armario, cerró la puerta y fue a sentarse.
    —¿Para qué quieres un escondite? —preguntó Sonja.
    —Para observaros a ti y al comandante Smith. Es muy divertido, parece una tortuga apasionada.
    —¿Cuándo vendrá?
    —Hoy a mediodía.
    —¡Oh, no! ¿Por qué tan temprano?
    —Escucha: si hay algo valioso en el maletín, no tendrá permiso para pasearse por la ciudad con él en la mano. Debería llevarlo directamente a su oficina y guardarlo en la caja fuerte. No debemos darle tiempo a hacer eso. Todo será inútil a menos que traiga el maletín aquí. Lo que queremos es que venga deprisa desde el Cuartel General. En realidad, si llega tarde y sin el maletín, vamos a encerrarnos y simular que has salido..., así sabrá que ¡a próxima vez tiene que llegar rápidamente.
    —Lo tienes todo pensado, ¿eh?
    Wolff rió.
    —Más vale que te vayas preparando. Quiero que estés irresistible.
    —Yo siempre estoy irresistible.
    Sonja pasó al dormitorio.
    Wolff levantó la voz.
    —Lávate el pelo.
    No hubo respuesta.
    Wolff miró su reloj. Se aproximaba la hora. Recorrió la casa flotante escondiendo indicios de su persona, guardando zapatos, su navaja, su cepillo de dientes y su fez. Sonja subió a la cubierta, en bata, para secarse el cabello al sol. Wolff hizo el café y le llevó una taza. Bebió el suyo, después lavó la taza y la puso en su sitio. Sacó una botella de champán, la colocó en un cubo con hielo y la puso junto a la cama, con dos copas. Pensó en cambiar las sábanas pero decidió hacerlo después de la visita de Smith, no antes. Sonja bajó de la cubierta. Se aplicó perfume, dándose palmaditas, en los muslos y entre los pechos. Wolff dio una última ojeada. Todo estaba listo. Se sentó en un diván junto a una portilla, para vigilar el camino de sirga.
    Pocos minutos después del mediodía apareció el comandante Smith. Iba apurado, como si temiera llegar tarde. Llevaba la camisa de uniforme, sus pantalones cortos color caqui, calcetines y sandalias, pero se había quitado la gorra de oficial. El sol del mediodía le hacía sudar.
    Llevaba el maletín.
    Wolff sonrió satisfecho.
    —Aquí viene. ¿Estás lista?
    —No.
    Sonja trataba de inquietarlo. Estaba lista. Wolff se ocultó en el armario, cerró la puerta y apretó el ojo contra la mirilla.
    Oyó los pasos de Smith sobre la pasarela y después sobre la cubierta. El comandante llamó:
    —¡Hola!
    Sonja no respondió.
    Por la mirilla, Wolff vio a Smith bajando la escalera hacia el interior del barco.
    —¿Hay alguien aquí?
    Smith miró hacia las cortinas que separaban el dormitorio. Su voz tenía la ansiedad de la decepción.
    —¿Sonja?
    Las cortinas se abrieron. Sonja estaba allí, con los brazos levantados para mantenerlas separadas. Se había arreglado el cabello en forma de compleja pirámide, como lo hacía en sus actuaciones. Llevaba pantalones bombachos, de gasa finísima, pero a esa distancia se le podía ver el cuerpo. De la cintura para arriba estaba desnuda, salvo un collar con piedras preciosas. Sus pechos eran redondos, plenos.
    El comandante Smith la contempló fijamente. Estaba aturdido.
    —¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Señor! ¡Oh, mi alma!
    Wolff trataba de no reír.
    Smith dejó caer el maletín y fue hacia ella. Mientras la abrazaba, Sonja dio un paso atrás y cerró las cortinas tras la espalda del comandante.
    Wolff abrió la puerta del armario y salió.
    El maletín estaba en el suelo, frente a las cortinas. Wolff se arrodilló recogiéndose la galabiya, y le dio la vuelta al maletín. Trató de abrirlo. Estaba cerrado con llave. Susurró:
    —Lieber Gott.
    Miró alrededor. Necesitaba un alfiler, una aguja de coser, algo con que forzar las cerraduras. Fue a la cocina moviéndose silenciosamente, y con mucho cuidado abrió un cajón. Espetón para carne, demasiado grueso; cepillo de alambre, demasiado fino; cuchillo para verduras, muy ancho... En un platito junto al fregadero encontró un pasador de pelo de Sonja.
    Volvió adonde estaba el maletín y metió una punta de la horquilla en el agujero de una de las cerraduras. Lo retorció y lo hizo girar. Halló una resistencia parecida a la de un resorte, y entonces apretó más.
    El pasador se rompió.
    Wolff susurró otra maldición.
    Movido por un impulso, lanzó una mirada a su reloj de pulsera; la última vez, Smith había montado a Sonja en cinco minutos. «Debí haberle dicho que lo hiciera durar», pensó.
    Fue a buscar el cuchillo flexible que había usado para abrir la puerta del armario desde dentro. Lo introdujo con suavidad en uno de los cierres del maletín. Cuando apretó, el cuchillo se dobló.
    Podía haber roto las cerraduras en pocos segundos, pero no quería hacerlo, pues Smith se daría cuenta de que le habían abierto el maletín. Wolff no temía a Smith, pero deseaba que el militar siguiera ignorando la verdadera razón de la seducción si había algo valioso en aquella cartera. Wolff quería abrirla regularmente.
    Pero si no podía abrirla, Smith dejaría de servirle.
    ¿Qué ocurriría si rompía las cerraduras? Smith terminaría con Sonja, se pondría los pantalones, recogería su maletín y se daría cuenta de que lo habían abierto. Acusaría a Sonja. Volarían la casa flotante, a menos que Wolff matase a Smith. ¿Cuáles serían las consecuencias de liquidar a Smith? Otro militar británico asesinado, esta vez en El Cairo. Habría una terrible caza del hombre. ¿Podrían vincular el asesinato con Wolff? ¿Smith habría hablado a alguien de Sonja? ¿Quién los había visto juntos en el Cha—Cha Club? ¿Los interrogatorios conducirían a los británicos hasta la casa flotante?
    Sería peligroso..., pero lo peor era que Wolff se quedaría sin una fuente de información.
    Mientras tanto, su gente estaba librando una guerra allí, en el desierto, y necesitaba información.
    Wolff permanecía de pie en medio del cuarto en silencio devanándose los sesos. Había pensado en algo que le daba la respuesta y se le había escapado de la mente. Del otro lado de la cortina, Smith murmuraba y gemía. Wolff se preguntaba si se habría quitado los pantalones...
    Quitado los pantalones, eso era.
    Tendría la llave del maletín en el bolsillo.
    Wolff espió entre las cortinas. Smith y Sonja estaban sobre la cama. Ella yacía de espaldas, con los ojos cerrados. Él estaba a su lado, recostado en un codo, acariciándola. Sonja arqueaba la espalda, como si disfrutase. Mientras Wolff observaba, Smith se giró y cubrió a medias el cuerpo de Sonja con el suyo, apoyándole la cara en los pechos.
    Smith todavía tenía los pantalones.
    Wolff pasó la cabeza entre las cortinas e hizo señas con la mano, tratando de atraer la atención de Sonja. Pensaba: «¡Mírame, mujer!». Smith movía la cabeza de un pecho a otro. Sonja abrió los ojos, lanzó una mirada sobre la cabeza de Smith; le acarició el pelo engominado y captó la mirada de Wolff.
    Movió los labios, como diciendo: «Quítale los pantalones».
    Sonja arrugó la frente, sin entender.
    Wolff atravesó las cortinas e hizo un ademán de sacarse los pantalones.
    El rostro de Sonja se iluminó de entendimiento.
    Wolff retrocedió y cerró las cortinas silenciosamente, dejando solo una pequeña abertura para mirar.
    Vio que las manos de Sonja iban hacia los pantalones de Smith y empezaba a luchar con los botones de la bragueta. Smith gimió. Sonja puso los ojos en blanco, desdeñosa de la crédula pasión del comandante. Wolff pensó: «Espero que tenga el buen sentido de tirarlos hacia aquí».
    Después de un minuto, Smith se impacientó con las manipulaciones de Sonja, giró sobre sí mismo, se sentó y se quitó los pantalones. Los arrojó sobre los pies de la cama y volvió a Sonja.
    Los pies de la cama estaban más o menos a un metro y medio de la cortina.
    Wolff se tendió en el suelo boca abajo. Separó las cortinas con la mano y avanzó unos cuantos centímetros, al estilo indio.
    Oyó exclamar a Smith:
    —¡Oh, Dios! ¡Eres tan hermosa!
    Wolff alcanzó los pantalones. Con una mano les dio la vuelta cuidadosamente, hasta que vio un bolsillo. Metió la mano y tanteó en busca de una llave.
    El bolsillo estaba vacío.
    Se oyeron movimientos en la cama. Smith gruñó. Son—ja dijo:
    —No; quédate quieto.
    Wolff pensó: «Eso es, Sonja». Volvió otra vez los pantalones hasta dar con el otro bolsillo. Lo tanteó. También ese estaba vacío.
    Podía haber más bolsillos. Examinó la prenda buscando protuberancias que pudieran corresponder a algo metálico. No había ninguna. Levantó los pantalones...
    Debajo había un manojo de llaves.
    Wolff suspiró en silencio, aliviado.
    Las llaves debían de haberse deslizado del bolsillo cuando Smith arrojó los pantalones al suelo.
    Wolff recogió las llaves y los pantalones y emprendió el camino de vuelta a través de las cortinas.
    Entonces oyó pasos sobre la cubierta.
    Smith exclamó con voz aguda:
    —¡Dios mío, qué es eso!
    —¡Shhh! —dijo Sonja—. El cartero. Dime si te gusta esto...
    —¡Oh, sí!
    Wolff cruzó las cortinas y miró hacia arriba. El cartero estaba dejando una carta en el peldaño superior de la escalera, junto a la escotilla. Para horror de Wolff, el cartero, al verlo, saludó en voz alta:
    —Sabah el—Kheir! ¡Buenos días!
    Wolff se llevó un dedo a los labios en señal de silencio, apoyó la mejilla en una mano, como si durmiera, y luego indicó el dormitorio.
    —¡Perdóneme! —susurró el cartero.
    Wolff le hizo señas de que se fuera.
    Del dormitorio no llegaba sonido alguno.
    ¿Acaso el saludo del cartero había hecho que Smith sospechara? Probablemente no, decidió Wolff; un cartero bien podía decir buenos días aunque no viera a nadie, pues el hecho de que la escotilla estuviera abierta indicaba que había alguien en el barco.
    En el otro cuarto recomenzaron los sonidos y Wolff respiró más tranquilo.
    Revisó las llaves hasta encontrar la más pequeña, entonces la probó en las cerraduras del maletín.
    Funcionó.
    Abrió el otro cierre y levantó la tapa. Dentro había un fajo de papeles en una carpeta de cartón. Wolff pensó: «Más me—nús, no; por favor». Abrió la carpeta y miró la primera hoja.
    Leyó:
    OPERACIÓN ABERDEEN
    i. Fuerzas aliadas lanzarán un contraataque importante en la madrugada del 5 de junio.
    z. El ataque será en dos frentes...
    Wolff levantó la vista.
    —¡Dios mío! —susurró—. ¡Es lo que buscaba!
    Escuchó. Los ruidos del dormitorio eran más fuertes. Oía crujidos, los muelles de la cama, y hasta creyó que el barco empezaba a balancearse. No había mucho tiempo.
    El informe que llevaba Smith era detallado. Wolff no sabía con seguridad cómo funcionaba la cadena de mando británico, pero presumiblemente los planes de batalla detallados los elaboraba el general Ritchie, en las bases del desierto, y luego se enviaban al Cuartel General de El Cairo para la aprobación de Auchinleck. Los planes de batalla más importantes se discutirían en las conferencias matutinas, a las que Smith asistía en carácter de algo. Wolff se preguntó de nuevo qué serían las oficinas del edificio no identificado de Sha—ri Suleiman Pasha, al que Smith volvía todas las tardes; pero dejó de lado la idea. Necesitaba tomar notas.
    Se puso a la caza de papel y lápiz, pensando: «Debí haber hecho esto de antemano». Halló un bloc y un lápiz rojo en un cajón. Se sentó juntó al maletín y siguió leyendo.
    Las principales fuerzas aliadas estaban sitiadas en una zona que denominaban La Caldera. El contraataque del 5 de junio tenía el propósito de romper el sitio e intentar una salida. Empezaría a las 2..50 con el bombardeo, por cuatro regimientos de artillería, de Aslagh Ridge, en el flanco este de Rommel. La artillería tenía que debilitar las fuerzas enemigas y preparar el ataque en punta de lanza de la Infantería de la 10.a Brigada India. Cuando los indios hubieran establecido una brecha en la línea, en Aslagh Ridge, los tanques de la 22.a Brigada Blindada se introducirían rápidamente en ella y capturarían Sidi Muf—tah, mientras la 9.a Brigada India marcharía a continuación y consolidaría la posición.
    Mientras tanto, la 32.a Brigada de Tanques del Ejército, con apoyo de infantería, atacaría el flanco de Rommel en Sidra Ridge.
    Cuando llegó al final del informe, Wolff se percató de que había estado tan concentrado, que había oído, sin advertirlo, cómo el comandante Smith alcanzaba el climax. La cama crujió y un par de pies golpearon el suelo. Wolff se puso tenso.
    Sonja dijo:
    —Querido, sirve un poco de champán.
    —Espera un minuto...
    —Lo quiero ahora.
    —Me siento ridículo sin los pantalones, mi amor.
    «¡Cristo, quiere sus pantalones!», pensó Wolff.
    —Me gustas desnudo. Bebe una copa conmigo antes de ponerte la ropa —instó Sonja.
    —Tu deseo es una orden.
    Wolff se tranquilizó. «Sonja podrá protestar por esto, ¡pero hace lo que quiero!», pensó.
    Recorrió rápidamente el resto de los papeles; Smith, no debía sorprenderlo: era un hallazgo maravilloso y sería una tragedia matar a la gallina la primera vez que ponía un huevo de oro. Vio que en el ataque emplearían cuatrocientos tanques, trescientos treinta de ellos en la punta oriental y solo setenta en la septentrional; que los generales Messervy y Brigs debían establecer un cuartel general combinado y que Auchin—leck exigía —con cierta obstinación al parecer— que se realizara un profundo reconocimiento y se entablara una estrecha cooperación entre la Infantería y los tanques.
    Mientras escribía, un corcho saltó ruidosamente. Se pasó la lengua por los labios pensando: «Podría brindar con ese champán». Se preguntó cuánto tiempo llevaría a Smith tomar una copa de champán. Decidió no correr riesgos.
    Puso los papeles otra vez en la carpeta y esta en el maletín. Cerró la tapa y echó la llave a las cerraduras. Colocó el manojo de llaves en un bolsillo de los pantalones. Se puso de pie y espió a través de las cortinas.
    Smith estaba sentado en la cama, con su ropa interior del ejército, una copa en una mano y un cigarrillo en la otra, contento consigo mismo. Los cigarrillos debía de tenerlos en el bolsillo de la camisa; Wolff se habría visto en una situación difícil si hubieran estado en los pantalones.
    Wolff estaba dentro del campo visual de Smith. Alejó la cara del pequeño hueco entre las cortinas y esperó. Escuchó que Sonja decía: «Sírveme un poco más, por favor». Wolff miró otra vez, Smith tomó la copa de Sonja y se volvió para alcanzar la botella. Quedó de espaldas a Wolff, que empujó los pantalones entre las cortinas y los dejó en el suelo. Son—ja lo vio y alzó las cejas en señal de alarma. Al instante, Wolff retiró el brazo, mientras Smith alcanzaba a Sonja la copa.
    Wolff se ocultó en el armario, cerró la puerta y se dejó caer en el fondo. Se preguntó cuánto tendría que esperar hasta que Smith se marchara. No le importaba: estaba jubiloso. Había encontrado oro.
    Pasó media hora antes de que viera por la mirilla que Smith entraba en el salón, nuevamente vestido. Wolff ya se sentía anquilosado. Sonja seguía a Smith.
    —¿Tienes que irte tan pronto? —le preguntaba.
    —Me temo que sí —contestó el militar—. Es una hora muy difícil para mí, ¿sabes? —Vaciló—. Para serte franco, la verdad es que no debería llevar conmigo este maletín. Me costó muchísimo venir a mediodía. ¿Sabes?, debo ir del Cuartel General directamente a mi oficina. Bueno, hoy no lo he hecho. Me ahogaba de miedo de no encontrarte si llegaba tarde. Dije en la oficina que almorzaría en el Cuartel General; y a los muchachos del Cuartel General les dije que iba a almorzar en la oficina. Pero la próxima vez iré al despacho, dejaré el maletín y vendré... si no tienes inconveniente, mi tesoro.
    «Por el amor de Dios, Sonja, di algo», pensó Wolff.
    —¡Oh!, pero, Sandy, la interina viene por las tardes a limpiar..., no estaríamos solos —mintió ella.
    Smith frunció el ceño.
    —Maldición. Bien, tendremos que vernos por la noche.
    —Pero he de trabajar, y después de la actuación tengo que quedarme en el club y charlar con los clientes. No puedo sentarme a tu mesa todas las noches: la gente murmuraría.
    En el armario hacía mucha calor y no tenía ventilación. Wolff estaba empapado de sudor.
    —¿No puedes decir a la interina que no venga? —sugirió el comandante.
    —Pero, querido, no puedo hacerlo yo misma..., no sabría.
    Wolff la vio sonreír y luego tomar una mano de Smith y colocarla entre sus piernas.
    —Oh, Sandy, dime que vendrás a mediodía.
    Era mucho más de lo que Smith podía resistir.
    —Por supuesto que vendré, mi amor —dijo.
    Se besaron y, por fin, Smith partió. Wolff oyó los pasos que cruzaban la cubierta y descendían por la pasarela, y luego salió del armario.
    Sonja le observaba con maliciosa alegría mientras él estiraba las entumecidas piernas.
    —¿Duele? —preguntó con un gesto de burlona solidaridad.
    —Valió la pena —replicó Wolff—. Estuviste maravillosa.
    —¿Conseguiste lo que querías?
    —Más de lo que podía haber soñado.
    Wolff cortó unos trozos de pan y salchichón, para el almuerzo, mientras Sonja tomaba un baño. Después de la comida buscó la novela inglesa y la clave del código, y redactó su mensaje a Rommel.
    Sonja fue a las carreras con un montón de amigos egipcios. Wolff le regaló cincuenta libras para apostar.
    Al atardecer Sonja fue al Cha—Cha Club y Wolff se quedó en casa, bebiendo whisky y leyendo poesía árabe. Al acercarse la medianoche, preparó la radio.
    Exactamente a las Z4.00 horas envió la señal de llamada, Sphinx. Pocos segundos después contestó la Compañía Horch, que era el puesto de escucha de Rommel en el desierto. Wolff telegrafió una serie de letras V para que lo sintonizaran y luego les preguntó por la intensidad de la señal. En medio de la frase cometió un error, y envió una serie de letras e —de error— antes de empezar de nuevo. Le contestaron que la señal tenía la máxima potencia y le indicaron que procediera con el mensaje. Con las letras KA señaló el comienzo del texto; después, en código, empezó: «Operación Aberdeen...».
    Al final agregó AR por Mensaje Terminado y K por Final de la Transmisión. Le contestaron con una serie de R, que significaban: «Mensaje recibido y comprendido».
    Wolff guardó la radio, el libro y la clave. Después se sirvió otro trago.
    A fin de cuentas, considerándolo todo, pensaba, había actuado increíblemente bien.
    ID
    El mensaje del espía era solo uno de los veinte o treinta informes que había sobre el escritorio de Von Mellenthin, el oficial de los servicios secretos de Rommel. Eran las siete de la mañana del día 4 de junio. Había varios informes más procedentes de unidades de escucha: se había captado a la Infantería hablando en unidades de tanques au clair; cuarteles generales de campaña habían emitido instrucciones, en códigos sencillos que se descifraron durante la noche, y había otro tráfico de radio del enemigo que, aunque indescifrable, proporcionaba, con todo, algunos indicios sobre sus intenciones, simplemente por su ubicación y frecuencia. Además de los informes de radioescucha, había otros del Servicio de Información en el campo de batalla de los que obtenía datos de las armas capturadas, de los uniformes, de las bajas enemigas, del interrogatorio de prisioneros y, simplemente, de la observación directa del enemigo con el que luchaban. Había un reconocimiento aéreo, un informe de situación de un experto en el ordenamiento de batallas —casi inútil— y un resumen de la última evaluación de Berlín acerca de las intenciones y el poderío aliado.
    Como todos los oficiales del Servicio Secreto de campaña, Von Mellenthin despreciaba los informes de los espías. Basados en chismes diplomáticos, historias de periódicos y puras suposiciones, eran erróneos en la misma medida que correctos, lo cual los convertía en algo inútil a efectos prácticos.
    Pero Von Mellenthin hubo de reconocer que este parecía diferente.
    El agente secreto corriente solía informar: «Se le ha comunicado a la 9.a Brigada India que participará en una batalla importante en un futuro cercano», o: «Los aliados planean una evasión de La Caldera a principios de junio», o «Rumores de que reemplazarán a Auchinleck como comandante en jefe». Pero en este informe no había nada indefinido.
    El espía, cuya señal de llamada era Sphinx, comenzaba su mensaje: «Operación Aberdeen». Daba la fecha del ataque, las brigadas comprendidas y sus misiones específicas; los objetivos de la ofensiva y las ideas tácticas de los planifi—cadores.
    Von Mellenthin no estaba convencido, pero sí interesado.
    Mientras el termómetro superaba la cota de los 38 grados en su tienda, comenzó su acostumbrada rueda de conversaciones matutinas. Personalmente, por el teléfono de campaña y por radio, habló con los servicios de información de las divisiones, con el oficial de enlace de la Luftwaffe para el reconocimiento aéreo, con el hombre que servía de liaison con la Compañía Horch y con algunos de los mejores oficiales a su servicio. A todos ellos les mencionó la 9.a y la 10.a Brigadas Indias, la zz.a Brigada Blindada y la 3 2.a Brigada de Tanques del Ejército. Les indicó que estuvieran atentos. También les pidió que observaran posibles preparativos de batalla en la zona desde donde, según el espía, podía ser lanzado el contraataque. Debían vigilar asimismo a los observadores enemigos; si era cierto lo que comunicaba el espía, habría un aumento de los reconocimientos aéreos aliados sobre las posiciones que planeaban atacar, o sea, Aslagh Rid—ge, Sidra Ridge y Sidi Muftah. Podía haber un aumento de los bombardeos en esas posiciones, para debilitarlas, aunque esto descubría tanto las intenciones, que la mayoría de los comandantes se resistían a la tentación de hacerlo. Podía haber una disminución de los bombardeos, para desorientarlos, y esto también podía ser una señal.
    Estas conversaciones también permitían a los oficiales del Servicio Secreto poner al día sus informaciones de la noche anterior. Cuando terminaron, Von Mellenthin escribió su propio informe para Rommel y lo llevó al vehículo de mando. Lo discutió con el jefe del Estado Mayor, que luego lo presentó al mariscal.
    La discusión de la mañana fue breve, pues Rommel había tomado sus decisiones importantes y dado sus órdenes para el día durante la tarde anterior. Además, por la mañana no tenía humor para reflexionar: quería acción. Iba apresuradamente de una posición a otra en la línea del frente, en el coche de mando o en su avión Storch, dando nuevas órdenes, bromeando con los hombres y dirigiendo escaramuzas. No obstante, aunque se exponía al fuego enemigo, nunca había sido herido desde 1914. Von Mellenthin fue con él esta vez aprovechando la oportunidad para formarse su propia idea sobre la situación en el frente y evaluar en persona a los oficiales del Servicio Secreto que le proporcionaban la materia prima. Algunos eran demasiado cautelosos y omitían toda información no confirmada, y otros exageraban para conseguir más suministros y refuerzos para sus unidades.
    A la caída de la tarde, cuando finalmente el termómetro empezó a bajar, hubo más informes y conversaciones. Von Mellenthin depuró la masa de datos relativos al contraataque pronosticado por Sphinx.
    La Blindada Ariete —la división italiana que ocupaba As—lagh Ridge— informaba que se había producido un aumento en la actividad aérea enemiga. Von Mellenthin les preguntó si se trataba de bombarderos o de reconocimiento, y dijeron que había sido reconocimiento. En verdad, el bombardeo había cesado.
    La Luftwaffe informaba que había actividad en tierra de nadie, que podía —o no— ser una avanzada que estuviese señalando un punto de reunión.
    Se había interceptado un mensaje de radio mutilado, en código de grado inferior, según el cual la equis Brigada India solicitaba urgente aclaración de las equis de la mañana (¿órdenes?), con especial referencia al momento de bombardeo de Artillería de equis. Von Mellenthin sabía que, de acuerdo con la táctica británica, el bombardeo de Artillería generalmente precedía a un ataque.
    Las pruebas aumentaban.
    Von Mellenthin consultó su fichero y descubrió que la 32.a Brigada de Tanques del Ejército había sido avistada recientemente en Rigel Ridge, una posición lógica desde donde se podía atacar Sidra Ridge.
    La tarea de un oficial de Información era imposible: pronosticar los movimientos del enemigo a base de datos insuficientes. Observó las señales, empleó su intuición y apostó.
    Von Mellenthin decidió apostar a favor de Sphinx.
    A las 18.30 horas llevó su informe al vehículo de mando. Rommel estaba allí con el jefe de su Estado Mayor, coronel Bayerlein, y con Kesselring. Estaba en pie, alrededor de una gran mesa de campaña, observando el mapa de las operaciones. A su lado había un teniente dispuesto a tomar notas.
    Rommel se había quitado la^orra y su cabeza casi calva parecía demasiado grande para su pequeño cuerpo. Parecía cansado y estaba delgado. Sufría de reiteradas molestias gástricas —Von Mellenthin lo sabía— y con frecuencia tenía que pasarse días enteros sin comer. Su cara, normalmente regordeta, había perdido carne, y las orejas parecían sobresalir más de lo normal. Pero los ojos, oscuros y rasgados, brillaban de entusiasmo y esperanza de victoria.
    Von Mellenthin entrechocó con energía los talones y entregó formalmente el informe. Luego, sobre el mapa explicó sus conclusiones. Cuando terminó, Kesselring dijo:
    —¿Y todo se basa en el informe de un espía, dice usted?
    —No, señor mariscal de campo —contestó Von Mellenthin con firmeza—. Hay indicios que lo confirman.
    —Se pueden encontrar indicios que confirmen cualquier cosa —señaló Kesselring.
    Por el rabillo del ojo Von Mellenthin pudo ver que Rommel se estaba irritando.
    Kesselring dijo:
    —La verdad es que no podemos planear batallas a base de los informes de un oscuro e insignificante agente secreto de El Cairo.
    —Me inclino a creer en ese informe —contestó Rommel.
    Von Mellenthin observaba a los dos hombres. Estaban curiosamente equilibrados desde el punto de vista del poder. Era raro en el ejército, donde las jerarquías estaban muy bien definidas. Kesselring era C en C Sur y tenía mayor rango que Rommel, pero, por un capricho de Hitler, este no recibía órdenes de aquel. Ambos tenían protectores en Berlín. Kesselring, el hombre de la Luftwaffe, era favorito de Góring, y Rommel producía tanta buena publicidad que podía confiar en que Góbbels lo apoyase. Los italianos apreciaban a Kesselring. Rommel los insultaba. Últimamente, Kesselring era más poderoso pues, como mariscal de campo, tenía acceso directo a Hitler, mientras que Rommel había de lograr ese acceso por mediación de Jodl. Pero Kesselring no se podía permitir el lujo de jugar aquella carta con demasiada frecuencia. Así es que los dos discutían, y, aunque Rommel tenía la última palabra en el desierto, en Europa —Von Mellenthin lo sabía— Kesselring maniobraba para librarse de él.
    Rommel se volvió hacia el mapa.
    —Aprestémonos, entonces, para un ataque en dos frentes. Consideremos primero el extremo más débil, el septentrional. En Sidra Ridge está la 21.a División Panzer, con cañones antitanque. Aquí, en la ruta del avance británico, hay un campo minado. Los panzers atraerán a los británicos hacia el campo minado y los destruirán con fuego antitanque. Si el espía tiene razón y los británicos lanzan al asalto solo setenta tanques, los panzers de la 2.1.a deben desembarazarse de ellos rápidamente y quedar libres para otras acciones más tarde, durante el día.
    Señaló el mapa con su grueso dedo índice:
    —Ahora consideremos la segunda punta, el asalto principal, sobre nuestro flanco oriental. Allí está el ejército italiano. El asalto lo conducirá una brigada india. Conocemos a esos indios y también a nuestros italianos, así que, probablemente, el ataque tendrá éxito. Por lo tanto, ordeno una réplica vigorosa.
    »Uno: Los italianos contraatacarán desde el oeste. Dos: Los panzers, habiendo rechazado la otra punta de ataque en Sidra Ridge, darán la vuelta y atacarán a los indios desde el norte. Tres: Esta noche nuestros ingenieros limpiarán una franja en el campo minado de Bir el—Harmat para que la 15.a División Panzer pueda virar al sur siguiendo esa franja y atacar a las fuerzas británicas por la retaguardia.
    Von Mellenthin, escuchando y observando, asentía apreciativamente. Era un típico plan de Rommel que comprendía un rápido desplazamiento de fuerzas para lograr el máximo efecto, un movimiento envolvente y la imprevista aparición de una poderosa división donde menos se la esperaba, detrás del enemigo. Si todo marchaba bien, las brigadas aliadas quedarían rodeadas, aisladas y eliminadas.
    Si todo marchaba bien.
    Si el espía tenía razón.
    Kesselring dijo a Rommel:
    —Creo que puede estar cometiendo un grave error.
    —Tiene derecho a creerlo —dijo Rommel tranquilamente.
    Von Mellenthin no estaba tranquilo. Si la cosa no salía bien, Berlín pronto se enteraría de la injustificada confianza de Rommel en un mal servicio secreto y le reprocharía haber suministrado ese servicio. Rommel era implacable con los subordinados que le fallaban.
    El mariscal miró al teniente que tomaba notas.
    —Esas son mis órdenes para mañana.
    Lanzó una mirada desafiante a Kesselring.
    Von Mellenthin hundió las manos en los bolsillos y cruzó los dedos.
    Von Mellenthin recordaba ese momento cuando, dieciséis días después, él y Rommel contemplaban la salida del sol sobre Tobruk.
    Estaban juntos, de pie, en la escarpa noreste de El Adem, esperando el comienzo de la batalla. Rommel tenía puestas las gafas protectoras que, arrebatadas al apresado general O'Connor, se habían convertido en una especie de marca de identificación. Estaba en su mejor forma: le brillaban los ojos y se sentía animoso y confiado. Casi se podía oír funcionar su cerebro mientras escrutaba el terreno y calculaba cómo podía desarrollarse la batalla.
    —El espía tenía razón —dijo Von Mellenthin.
    Rommel sonrió.
    —Eso es exactamente lo que estaba pensando.
    El contraataque aliado del 5 de junio había llegado como estaba pronosticado y la defensa de Rommel había funcionado tan bien que se había convertido en un contracontraataque. Tres de las cuatro brigadas aliadas participantes habían sido barridas y se habían capturado cuatro regimientos de artillería. Rommel aprovechó despiadadamente su ventaja. El 14 de junio rompió la Línea Gazala y aquel día, zo de junio, iba a sitiar la vital guarnición costera de Tobruk.
    Von Mellenthin se estremeció. Era asombroso el frío del desierto a las cinco de la mañana.
    Observó el cielo. A las cinco y veinte comenzó el ataque.
    Se oyó un sonido distante, como un trueno, que creció hasta convertirse en un rugido ensordecedor cuando se acercaron los Stukas. La primera formación voló por encima de ellos, picó hacia las posiciones británicas y lanzó sus bombas. Se levantó una enorme nube de polvo y humo, y en ese momento toda la artillería de Rommel abrió fuego con un estallido simultáneo y tremendo. Pasó otra ola de Stukas y luego otra más: había cientos de bombarderos.
    Von Mellenthin dijo:
    —Fantástico. Kesselring lo ha logrado.
    Había elegido mal las palabras. Rommel saltó:
    —No hay mérito para Kesselring: i>y estamos dirigiendo nosotros los aviones.
    Aun así, pensó Von Mellenthin, I Luftwaffe lo estaba haciendo bien; pero no lo dijo.
    Tobruk era una fortaleza conc«trica. La guarnición propiamente dicha estaba dentro de na ciudad y esta se hallaba en el corazón de una zona may«, en poder de los británicos, rodeada por una alambradíde cincuenta y cinco kilómetros de perímetro, salpicada dountos de resistencia. Los alemanes tenían que cruzarla, lu;o penetrar en la ciudad y después tomar la guarnición.
    En el centro del campo de batalla; levantó una nube de humo anaranjado.
    —Es una señal de los ingenieros de salto, para que la Artillería alargue el alcance —dijo Von Mlenthin.
    Rommel asintió.
    —Bien. Estamos progresando.
    Súbitamente Von Mellenthin se ntió invadido por el optimismo. Había todo un botín enfobruk: combustible, dinamita, tiendas y camiones —más dea mitad del transporte motorizado de Rommel consistía t vehículos británicos capturados— y alimentos. Sonreía cuado preguntó:
    —¿Pescado fresco para la cena?
    Rommel comprendió la intenciónlel comentario.
    —Hígado —dijo—. Patatas fritas. Pan fresco.
    »Una verdadera cama, con almofada de pluma.
    »En una casa con paredes de pidra, para estar a resguardo del calor y de los insectos.
    Llegó un mensajero. Von Mellentín tomó el despacho y lo leyó. Trató de no mostrar su excitaón al hablar.
    —Han atravesado las alambradas n el punto fortificado número sesenta y nueve. El Grupo Meny está atacando con infantería del Afrika Korps.
    —Ya está —dijo Rommel—. Hemo abierto una brecha. Vamos.
    Eran las diez y media de la mañana cundo el teniente coronel Reggie Bogge asomó la cabeza poila puerta de la oficina de Vandam y dijo:
    —Tobruk está sitiada.
    Trabajar no parecía tener objeto. Vandam continuó mecánicamente leyendo comunicados de los informadores, considerando el caso de un teniente perezoso que tenía que ser ascendido, pero que no lo merecía, tratando de imaginar un nuevo enfoque del caso de Alex Wolff. Pero todo parecía trivial. Las noticias se hicieron más deprimentes según avanzaba el día. Los alemanes habían cortado la alambrada defensiva, tendido un puente en la zafia antitanque, cruzado el campo minado interno y alcanzado la estratégica encrucijada conocida como Cruz del Rey.
    Vandam fue a su casa a las siete para cenar con Billy. No podía contarle lo de Tobruk: por el momento no se podía dar la noticia. Mientras comían costillas de cordero, Billy dijo que su profesor de inglés, un joven enfermo de los pulmones que no podía entrar en el ejército, no dejaba de hablar de lo mucho que le gustaría salir al desierto y poner a prueba a los vándalos alemanes.
    —Sin embargo, no lo creo —dijo Billy—. ¿Y tú?
    —Supongo que lo dice de veras —contestó Vandam—. Simplemente, se siente culpable.
    Billy estaba en la edad de discutir.
    —¿Culpable? No puede sentirse culpable. No tiene la culpa.
    —Inconscientemente, quizá.
    —¿Qué diferencia hay?
    «Yo me he metido en esto», pensó Vandam. Reflexionó un momento y luego dijo:
    —Cuando has hecho algo incorrecto y lo sabes y te sientes mal por ello, y sabes por qué te sientes mal, eso es culpa consciente. El señor Simkisson no ha hecho nada incorrecto pero no obstante se siente mal y no sabe por qué. Eso es culpabilidad inconsciente. Hablar de lo mucho que le gustaría luchar le hace sentirse mejor.
    —¡Oh! —dijo Billy.
    Vandam no estaba seguro de que el muchacho hubiera entendido.
    Billy se fue a la cama con un nuevo libro. Dijo que era un «tec». Con lo que quería decir una historia de detectives. Se llamaba Muerte en el Nilo.
    Vandam regresó al Cuartel General. Las noticias seguían siendo malas. La zi.a División Panzer había entrado en la ciudad de Tobruk y disparaba desde los muelles a varios buques británicos que trataban tardíamente de escapar a alta mar. Había hundido varios barcos. Vandam pensó en los hombres que construyen un buque, en las toneladas de precioso acero que se emplean en él, en el entrenamiento de marineros y en la formación de la tripulación como equipo. Y ahora los hombres estaban muertos, el barco hundido y el esfuerzo desperdiciado.
    Pasó la noche en el comedor de oficiales, esperando noticias. Bebió sin cesar y fumó tanto que le dio dolor de cabeza. De la oficina de Operaciones llegaban boletines periódicos. Durante la noche, Ritchie, comandante del Octavo Ejército, decidió abandonar la frontera y retirarse a Mersa Matruh. Se dijo que cuando Auchinleck, el comandante en jefe, se enteró de la novedad salió de la sala echando chispas.
    Hacia el amanecer Vandam se encontró pensando en sus padres. Algunos de los puertos de la costa sur de Inglaterra habían sufrido los bombardeos tanto como Londres, pero sus padres estaban un poco más adentro, en una aldea de la campiña de Dorset. Su padre era jefe de Correos en una pequeña oficina de distribución. Vandam miró su reloj. En Inglaterra serían las cuatro de la mañana; el viejo estaría poniéndose las pinzas para montar en su bicicleta e ir al trabajo en medio de la oscuridad. A los sesenta años de edad, tenía la constitución de un muchachito campesino. La madre de Vandam, devota ferviente, le había prohibido fumar, beber y toda clase de conducta disoluta, término que ella usaba para abarcar cualquier cosa desde partida de dardos hasta escuchar la radio. El régimen aparentemente le hacía bien a su esposo, pero ella siempre estaba enferma.
    Al final, la bebida, la fatiga y el tedio hicieron dormitar a Vandam. Soñó que estaba en la guarnición de Tobruk con Billy, Elene y su madre. Él corría por todas partes cerrando las ventanas. Afuera los alemanes —que se habían convertido en bomberos— apoyaban escaleras en la pared y subían por ella. De repente, la madre de Vandam dejó de contar unos billetes falsos y abrió una ventana señalando a Elene y gritando: «¡La Mujer Escarlata!». Rommel entró por la ventana con un casco de bombero y apuntó una manguera hacia Billy. La fuerza del chorro proyectó al muchacho contra un parapeto y le hizo caer al mar. Vandam sabía que él era culpable, pero no lograba ver qué era lo que había hecho mal. Empezó a sollozar amargamente. Entonces se despertó.
    Le alivió descubrir que en realidad no había estado llorando. El sueño le dejó un abrumador sentimiento de desesperación. Encendió un cigarrillo. Tenía un sabor horrible.
    El sol se elevó en el horizonte. Vandam recorrió el comedor apagando las luces, solo para hacer algo. Entró un camarero con una jarra de café. Mientras Vandam bebía llegó un capitán con otro despacho. Permaneció en el centro del salón, esperando en silencio.
    —Al amanecer, el general Klopper rindió a Rommel la guarnición de Tobruk —dijo.
    Vandam dejó el comedor y atravesó las calles de la ciudad hacia su casa junto al Nilo. Se sentía impotente e inútil, e inmovilizado en El Cairo cazando espías mientras allí afuera, en el desierto, su país estaba perdiendo la guerra. Cruzó por su mente que Alex Wolff podía haber tenido algo que ver con la última serie de victorias de Rommel, pero descartó la idea por rebuscada. Se sintió tan deprimido que se preguntó si las cosas podían llegar a empeorar y llegó a la conclusión de que, por supuesto, eso era posible.
    Cuando llegó a su casa se acostó.



    SEGUNDA PARTE

    MERSA MATRUH


    Al griego le gustaba toquetear.
    A Elene le disgustaba. No le molestaba la lujuria directa; en realidad era bastante partidaria de ella. Lo que desaprobaba eran los toqueteos furtivos, sucios, no solicitados.
    Después de dos horas en la tienda, le había cobrado aversión a Mikis Aristopoulos. Después de dos semanas, estaba dispuesta a estrangularlo.
    El trabajo, en sí mismo, era agradable. Le gustaban los olores a especias y las hileras de cajas y latas de colores alegres que había en los estantes, en la trastienda. El trabajo era fácil y reiterado, pero el tiempo pasaba bastante deprisa. Maravillaba a los clientes sumando las cuentas mentalmente con gran velocidad. De vez en cuando compraba alguna exquisitez importada y rara y la llevaba a su casa, para probarla: un tarro de pasta de hígado, una tableta Hershey, un frasco de Brovil, una lata de judías estofadas. Y para ella era una novedad desempeñar un trabajo común, rutinario, de ocho horas diarias.
    Pero el patrón le ponía los nervios de punta. No perdía la oportunidad de tocarle el brazo, el hombro o la cadera. Cada vez que pasaba a su lado detrás del mostrador o en la trastienda, le rozaba los pechos o las nalgas. Al principio, Elene pensó que era accidental porque Mikis no parecía ser de esa clase de tipos: tenía algo más de veinte años, era bastante bien parecido y con una amplia sonrisa que hacía lucir la blancura de sus dientes. Debía de haber tomado su silencio por aquiescencia. Tendría que pararle los pies.
    No necesitaba aquello. Sus sentimientos ya estaban demasiado confusos. Le gustaba William Vandam y al mismo tiempo lo detestaba. Le habló como a un igual y después la trató como una puta. Se suponía que debía seducir a Alex Wolff, al que jamás había visto. Y la manoseaba Mikis Aris—topoulos, por el que Elene solo sentía desprecio.
    «Todos ellos me utilizan —pensó—. Es la historia de mi vida.»
    Se preguntó cómo sería Wolff. Para Vandam era fácil decirle que hiciera amistad con el espía, como si hubiera un botón que ella pudiera apretar para volverse instantáneamente irresistible. En realidad, dependía del hombre. A algunos les gustaba de inmediato, con otros era difícil. A veces resultaba imposible. Una mitad de Elene esperaba que fuera imposible con Wolff. La otra mitad recordaba que era un espía alemán, que Rommel se acercaba cada día más y que si un día los nazis llegaban a El Cairo...
    Aristopoulos trajo una caja de fideos del cuarto trasero. Elene consultó su reloj: casi era hora de cerrar. El muchacho dejó caer la caja y la abrió. Al volver y pasar rozándose con Elene, le puso las manos bajo los brazos y le tocó los pechos. Ella se retiró. Oyó que alguien entraba en la tienda. «Le voy a dar una lección al griego», pensó. Mientras Mikis se dirigía a la trastienda, Elene levantó la voz y le dijo en árabe:
    —¡Si me tocas de nuevo te cortaré el pito!
    El cliente estalló en una carcajada. Elene se volvió y le miró. «Era europeo, pero debía de entender el árabe», pensó.
    —Buenas tardes —dijo Elene.
    El cliente miró hacia la trastienda y gritó:
    —¡Aristopoulos! ¿Qué has estado haciendo, grandísimo picaro?
    Aristopoulos asomó la cabeza por la puerta.
    —Buenos días, señor. Esta es mi sobrina Elene.
    En su rostro había confusión y algo más que Elene no podía adivinar. Mikis agachó la cabeza y regresó a la tienda.
    —¡Sobrina! —dijo el cliente mirando a Elene—. Bonito cuento.
    Era un hombre corpulento, de algo más de treinta años, de pelo, piel y ojos oscuros. Tenía una gran nariz ganchuda que podía ser árabe o europea aristocrática. Sus labios eran finos y cuando sonreía mostraba dientes pequeños y regulares. «Como los de un gato», pensó Elene. Ella conocía los distintivos de la riqueza y lo reconocía en el recién llegado: camisa de seda, reloj de pulsera de oro, pantalones de algodón hechos a la medida, cinturón de piel de cocodrilo, zapatos de artesanía y un ligero perfume a colonia masculina.
    —¿En qué puedo servirle? —le preguntó.
    La miró como si considerara varias respuestas posibles, y luego dijo:
    —Comencemos con una mermelada inglesa.
    —Sí.
    La mermelada estaba en la trastienda. Elene fue a buscar un tarro.
    —¡Es él!—siseó Aristopoulos.
    —¿De qué me estás hablando?
    Elene seguía furiosa con Mikis.
    —El hombre del dinero falso... El señor Wolff... ¡Es él!
    —¡Oh, Dios!
    Por un momento había olvidado por qué estaba allí. El pánico de Aristopoulos se le contagió y su mente quedó en blanco.
    —¿Qué tengo que decirle? ¿Qué debo hacer?
    —No lo sé... Dale la mermelada... No lo sé...
    —Sí, la mermelada, eso es...
    Elene tomó de un estante un tarro de Cooper's Oxford y volvió a la tienda. Se esforzó por mostrar a Wolff una brillante sonrisa al dejar el tarro sobre el mostrador.
    —¿Qué más?
    —Un kilo de café negro, molido fino.
    El hombre estaba observando mientras Elene pesaba el café y lo molía. De pronto, le inspiró miedo. No era como Charles, Johnnie y Claud, los hombres que la habían mantenido, blandos, despreocupados, llenos de remordimientos y muy manipulables. Wolff parecía sereno y dueño de sí mismo: sería difícil engañarle e imposible anularlo, adivinaba Elene.
    —¿Algo más?
    —Media caja de champán.
    La caja de cartón, de seis botellas, pesaba. Elene la arrastró desde el cuarto de atrás.
    —Supongo que desea que le llevemos el pedido a casa —dijo Elene.
    Trató de que sonara natural. Estaba un poco fatigada por el esfuerzo de arrastrar agachada la caja y confiaba en que eso disimularía su nerviosismo.
    Wolff pareció atravesarla con la mirada de sus ojos oscuros.
    —¿Llevarlo?—dijo—. No, gracias.
    Ella miró la pesada caja.
    —Espero que viva cerca.
    —Bastante.
    —Usted debe de ser muy fuerte.
    —Bastante.
    —Tenemos un repartidor muy eficientei..
    —No, gracias—dijo con firmeza.
    Elene asintió.
    —Como usted quiera. —Realmente no había pensado que diera resultado, pero de todos modos se sintió decepcionada—. ¿Algo más?
    —Creo que eso es todo.
    Elene empezó a sumar la cuenta.
    —A Aristopoulos le debe de ir bien, para emplear una ayudante —comentó Wolff.
    —Cinco libras, doce chelines y seis peniques; no diría eso si supiera lo que me paga; cinco libras, trece chelines y seis peniques; seis libras...
    —¿No le gusta este trabajo?
    Elene le miró directamente.
    —Haría cualquier cosa por salir de aquí.
    —¿Qué le interesaría?
    Wolff era muy rápido.
    Elene se encogió de hombros y volvió a sumar. Finalmente dijo:
    —Trece libras, diez chelines y cuatro peniques.
    —¿Cómo sabía que pagaría en libras esterlinas?
    Era rápido. Elene temió haberse delatado. Sintió que empezaba a sonrojarse. Tuvo una inspiración y dijo:
    —Es un oficial británico, ¿no es así?
    Wolff lanzó una fuerte carcajada al escucharla. Sacó un rollo de billetes y le entregó catorce. Elene le dio el cambio en moneda egipcia. Pensaba: «¿Qué más puedo hacer? ¿Qué más puedo decir?». Empezó a colocar las compras en una bolsa de papel marrón.
    —¿Va a dar una fiesta? Me encantan las fiestas —dijo.
    —¿Por qué lo pregunta?
    —Por el champán.
    —¡Ah! Bueno, la vida es una larga fiesta.
    «He fracasado. Ahora se irá y quizá no regrese durante semanas, quizá nunca; lo tuve ante mi vista, le he hablado y ahora he de dejar que se vaya y desaparezca en la ciudad», se dijo Elene.
    Debía sentirse aliviada; pero, en cambio, tenía una sensación de abyecto fracaso.
    Wolff levantó la caja de champán, la colocó sobre su hombro izquierdo y tomó la bolsa con la diestra.
    —Adiós —dijo.
    —Adiós.
    Cuando llegó a la puerta se volvió.
    —La espero en el Oasis Restaurant el miércoles por la noche a las siete y media.
    —¡Muy bien! —dijo Elene alegremente.
    Pero él se había marchado.
    Les llevó casi toda la mañana llegar a la colina de Jesús. Ja—kes estaba sentado delante, al lado del conductor; Vandam y Bogge iban atrás. Vandam estaba exultante. Una compañía australiana había tomado la colina durante la noche y había capturado —casi intacto— un puesto de radioescucha alemán. Era la primera buena noticia que Vandam recibía en muchos meses.
    Jakes se dio la vuelta y giró para contrarrestar el ruido del motor.
    —Al parecer los australianos atacaron en calcetines para sorprenderlos —dijo—. La mayoría de los italianos prisioneros estaban en pijama.
    Vandam había oído la misma historia.
    —Sin embargo, los alemanes no estaban durmiendo. Fue bastante duro.
    Tomaron la carretera principal de Alejandría, luego siguieron el itinerario costero a El Alamein, donde enfilaron una ruta a través del desierto señalada con barriles. Casi todo el tráfico iba en dirección opuesta, retirándose. Nadie sabía lo que pasaba. Se detuvieron en un depósito de suministros, para cargar gasolina, y Bogge tuvo que apelar a su jerarquía sobre el oficial de mando para conseguir unos litros.
    El conductor preguntó la manera de llegar a la colina.
    —Pista de las botellas —dijo el oficial bruscamente.
    Las pistas, marcadas por y para el ejército, se denominaban Botella, Bota, Luna y Estrella, los símbolos que se recortaban en los barriles y latas de gasolina vacíos a lo largo de las rutas. Por la noche se colocaban luces pequeñas en los barriles, para iluminar los símbolos.
    Bogge preguntó al oficial:
    —¿Qué pasa aquí? Parece que todo el mundo se retira hacia el este.
    —Nadie me dice nada —repuso el oficial.
    Consiguieron una taza de té y un sandwich de carne de vaca en conserva en el camión del servicio de cantina. Al continuar el viaje tuvieron que atravesar un campo donde acababa de librarse una batalla, cubierto de tanques destrozados y quemados, y en el cual un pequeño destacamento estaba recogiendo desordenadamente los cadáveres. Los barriles desaparecieron, pero el conductor los avistó otra vez al otro extremo de la explanada de grava.
    Encontraron la colina al mediodía. No muy lejos se libraba una batalla.
    Podían oír los cañonazos y ver la nube de polvo que se elevaba hacia el oeste. Vandam se dio cuenta de que nunca había estado tan cerca del combate. La impresión general era de suciedad, pánico y confusión. Se presentaron al vehículo de mando y allí les indicaron cómo llegar hasta los camiones de radio alemanes que habían sido capturados.
    Ya había gente de Información trabajando. A los prisioneros los interrogaban en una tienda pequeña, uno por uno, mientras los demás esperaban bajo el ardiente sol. Los expertos en pertrechos militares enemigos estaban examinando las armas y los vehículos, anotando los números de serie de los fabricantes. El Servicio I se dedicaba a buscar longitudes de ondas y códigos. La tarea del pequeño escuadrón de Bogge era investigar cuánto habían averiguado los alemanes con anticipación con respecto a los movimientos de los aliados.
    Cada uno de ellos se encargó de un camión. Como casi todos en Información, Vandam tenía nociones superficiales de alemán. Conocía unas doscientas palabras, la mayoría términos militares, de modo que, si bien no habría sabido distinguir una carta de amor de una lista de la lavandería, podía leer órdenes e informes del ejército.
    Había muchísimo material para examinar: el puesto capturado constituía una presa importante para el Servicio Secreto. Había que embalar la mayor parte de las cosas y transportarlas a El Cairo. Luego, un equipo numeroso debía examinarlas detenidamente. La tarea del día era una revisión preliminar.
    El camión que correspondía a Vandam estaba en un desorden total. Los alemanes habían empezado a destruir sus documentos cuando se dieron cuenta de que la batalla estaba perdida. Vaciaron cajas y encendieron un pequeño fuego que pronto fue sofocado. Una carpeta de cartón estaba cubierta de sangre: alguien había muerto defendiendo sus secretos.
    —A fin de cuentas, ¿en qué emplea su tiempo todo el día? —gritó Bogge.
    Vandam no respondió. Bogge le dio la hoja de papel. Vandam la miró.
    Era un mensaje de radio cifrado, con la transcripción escrita entre líneas. Se mencionaba el momento en que lo habían recibido: la medianoche del 3 de junio. El remitente usaba la palabra Sphinx como identificación. El mensaje, después de las palabras preliminares sobre la intensidad con que se recibía la señal, tenía el título de OPERACIÓN ABERDEEN.
    Vandam quedó pasmado. La Operación Aberdeen se había realizado el 5 de junio, y los alemanes habían recibido un mensaje al respecto el 3 de ese mes.
    —¡Santo Dios, es un desastre! —exclamó Vandam.
    —¡Por supuesto que es un condenado desastre! —aulló Bogge—. ¡Significa que Rommel consigue los detalles completos de nuestros ataques antes de que empiecen!
    Vandam leyó el resto. «Detalles completos» era correcto. Figuraban las brigadas comprendidas, las horas de las distintas etapas del ataque y de la estrategia general.
    —No es extraño que Rommel esté ganando —murmuró Vandam.
    —¡No haga bromas imbéciles! —vociferó Bogge.
    Jakes apareció por el lado de Vandam acompañado por el coronel de la brigada australiana que había tomado la colina. Se dirigió a Vandam:
    —Discúlpeme, mi comandante...
    —Ahora no, Jakes —dijo Vandam bruscamente.
    —Quédese, Jakes —fue la contraorden de Bogge—. Esto también le afecta.
    Vandam tendió la hoja de papel a Jakes, con la sensación de haber recibido un golpe. La información era tan exacta que tenía que proceder del Cuartel General.
    —Por todos los infiernos —dijo Jakes en voz baja.
    —Deben de obtener el material de un oficial inglés. Se da cuenta de eso, ¿verdad? —continuó Bogge.
    —Sí —respondió Vandam.
    —¿Qué quiere decir con eso de sí? Su trabajo es evitar las filtraciones entre el personal. ¡Esa es su condenada responsabilidad!
    —Me doy cuenta de eso, señor.
    —¿También se da cuenta de que una filtración de esta magnitud debe ser comunicada al comandante en jefe?
    El coronel australiano no apreciaba las dimensiones de la catástrofe; se sentía turbado al ver que un oficial era amonestado públicamente. Dijo:
    —Guardemos las recriminaciones para después, Bogge. Dudo que la culpa sea de una sola persona. Su primer trabajo es descubrir la extensión del daño y hacer un informe preliminar a sus superiores.
    Resultaba claro que Bogge no había terminado de despotricar; pero la observación venía de un superior. Reprimió su ira con un esfuerzo visible y dijo:
    —Está bien. Continúe con su trabajo, Vandam.
    Se alejó con paso torpe y el coronel marchó en dirección opuesta.
    Vandam se sentó en el estribo del camión. Encendió un cigarrillo con mano temblorosa. La noticia parecía peor a medida que tomaba conciencia de ella. Alex Wolff no solo había penetrado en El Cairo y eludido la red de Vandam sino que había logrado acceder a secretos de alto nivel.
    «¿Quién es ese hombre?», se preguntó.
    En tan solo unos días había elegido su objetivo, establecido su base y sobornado, chantajeado o corrompido a ese objetivo para empujarle a una traición. ¿Quién era el objetivo? ¿Quién suministraba la información a Wolff? Realmente cientos de personas disponían de ella: los generales, sus ayudantes, los secretarios que mecanografiaban los mensajes, las personas que cifraban los que se enviaban por radio, los oficiales que lo transmitían verbalmente, todo el personal de Información, todo el equipo de enlace entre los servicios...
    Por uno u otro medio —suponía Vandam—, Wolff había encontrado a alguien, entre esos cientos de personas, dispuesto a traicionar a su patria por dinero, o por convicción política, o bajo la presión del chantaje. Por supuesto, era posible que Wolff no tuviera nada que ver con el asunto, pero Vandam no lo creía así, porque un traidor necesita un canal de comunicación con el enemigo, y el espía lo tenía. Además, costaba creer que hubiera en El Cairo dos sujetos como Wolff.
    Jakes estaba en pie junto a Vandam, aturdido. Vandam dijo:
    —No solo se trata de que está pasando la información, sino de que Rommel la está utilizando. Si recuerda la batalla del 5 de junio...
    —Sí, la recuerdo —dijo Jakes—. Fue una matanza.
    «Y por mi culpa», pensó Vandam. Bogge tenía razón: la labor de Vandam era impedir que se filtraran los secretos, y cuanto se filtraba incumbía a su responsabilidad.
    Un hombre no podía ganar la guerra, pero podía perderla. Vandam no quería ser ese hombre.
    Se puso en pie.
    —Muy bien, Jakes. Ya ha oído lo que dijo Bogge. Sigamos.
    Jakes hizo chasquear los dedos.
    —Había olvidado lo que vine a decirle: le llaman por el teléfono de campaña. Es el Cuartel General. Aparentemente hay una mujer egipcia en su oficina, preguntando por usted, y se niega a retirarse. Dice que tiene un mensaje urgente e insiste en hablarle.
    «¡Elene!», pensó Vandam...
    Quizá hubiera establecido contacto con Wolff. Debía de haberlo hecho. De otro modo, ¿por qué estaría tan desesperada por hablar con Vandam? Corrió al vehículo de mando. Jakes le pisaba los talones.
    El comandante a cargo de las comunicaciones le dio el teléfono.
    —Sea breve, Vandam; lo estamos usando.
    Vandam ya había soportado demasiado ese día. Le arrebató el aparato, se enfrentó a su colega y dijo en voz alta:
    —Lo utilizaré todo el tiempo que lo necesite. —Volvió la espalda al comandante y habló—: ¿Sí?
    —¿William?
    —¡Elene! —Hubiera querido decirle cuánto le agradaba oír su voz, pero, en lugar de eso, preguntó—: ¿Qué ocurre?
    —Ha estado en la tienda.
    —¡Lo ha visto! ¿Consiguió su dirección?
    —No... pero tengo una cita con él.
    —¡Excelente! —Vandam rebosaba alegría..., iba a cazar a aquel desgraciado—. ¿Dónde y cuándo?
    —Mañana por la noche, a las siete y media, en el Oasis Restaurant.
    Vandam tomó un trozo de papel.
    —Oasis Restaurant, siete y media, mañana por la noche —repitió—. Estaré allí.
    —Bien.
    —Elene...
    —¿Sí?
    —No tengo palabras para agradecerle su ayuda. Muchas gracias.
    —Hasta mañana.
    —Adiós.
    Vandam colgó.
    Bogge estaba detrás de Vandam, con el comandante responsable de las comunicaciones.
    —¿Qué diablos significa usar el teléfono de campaña para citarse con sus condenadas amiguitas? —preguntó.
    Vandam sonrió feliz.
    —No era una amiguita, sino una informadora —dijo—. Ha establecido contacto con el espía. Espero detenerle mañana por la noche.
    Wolff observaba cómo comía Sonja. El hígado estaba a medio asar, rosado y suave, justo como le gustaba a ella. Comía con deleite, como de costumbre. Wolff pensaba en cuánto se parecían ambos. En su trabajo eran competentes, profesionales y muy certeros. Los dos vivían a la sombra de traumas infantiles: la muerte del padre de Sonja y el nuevo casamiento de su madre, por el que entró a formar parte de una familia árabe. Ninguno de ellos había llegado siquiera a aproximarse al matrimonio, porque se querían demasiado a sí mismos para amar a otra persona. Lo que los unía no era amor, ni siquiera afecto; eran apetitos compartidos. Para ellos, lo más importante en la vida era complacer sus gustos. Sabían que Wolff estaba corriendo un riesgo menor, pero innecesario, al comer en un restaurante; ambos pensaban que valía la pena; porque la vida no tendría demasiado sentido sin buena comida.
    Sonja terminó el hígado y el camarero trajo un postre helado. Siempre tenía mucha hambre después de actuar en el Cha—Cha Club. No era sorprendente: en su espectáculo gastaba una gran cantidad de energía. Pero cuando finalmente abandonara la danza, se engordaría. Wolff la imaginaba dentro de veinte años: tendría tres papadas y un pecho enorme; el cabello, quebradizo y grisáceo; los pies, planos, y quedaría sin aliento después de subir las escaleras.
    —¿Por qué sonríes? —preguntó Sonja.
    —Estaba imaginándote vieja, con un vestido viejo sin formas y con velo.
    —No seré así. Seré muy rica y viviré en un palacio rodeado de jóvenes desnudos y de mujeres ansiosas por satisfacer mis menores caprichos. ¿Y tú?
    Wolff sonrió.
    —Creo que seré el embajador de Hitler en Egipto, e iré a la mezquita con el uniforme de las SS.
    —Tendrás que quitarte tus botas altas.
    —¿Podré visitarte en tu palacio?
    —Sí, por favor..., con tu uniforme.
    —¿Tendré que quitarme mis botas altas en tu presencia?
    —No. Todo, menos las botas.
    Wolff rió. Sonja estaba raramente alegre. Él llamó al camarero y pidió café, brandy y la cuenta. Dijo a Sonja:
    —Hay buenas noticias. Las he estado reservando. Creo que encontré a tu Fawzi.
    De repente, ella quedó inmóvil, mirándole fijamente.
    —¿Quién es? —preguntó en voz baja.
    —Ayer fui al almacén. Aristopoulos tiene una sobrina que trabaja con él.
    —¡Una vendedora!
    —Es una verdadera belleza. Tiene un rostro encantador, inocente, y una sonrisa ligeramente maliciosa.
    —¿Qué edad tiene?
    —Es difícil decirlo. Alrededor de los veinte, diría yo. Tiene un cuerpo tan infantil...
    Sonja se relamió.
    —¿Y crees que ella...?
    —Creo que sí. Se muere por escapar de Aristopoulos, y prácticamente se me echó en los brazos.
    —¿Cuándo?
    —La llevaré a cenar mañana por la noche.
    —¿La traerás a casa?
    —Quizá. Tengo que sondearla. Es tan perfecta..* No quiero estropearlo todo mostrándome impaciente.
    —Quieres decir que vas a poseerla primero.
    —Si es necesario.
    —¿Crees que es virgen?
    —Es posible.
    —Si lo es...
    —En ese caso, te la reservaré. Trabajaste muy bien con el comandante; mereces un premio.
    Wolff se reclinó en su asiento estudiando a Sonja. El rostro de la bailarina era una máscara de avidez al pensar en la corrupción de un ser hermoso e inocente. Wolff sorbió su brandy. Una agradable sensación de calor le invadió el estómago. Se sentía muy bien: pleno de comida y de vino, cumpliendo con su misión estupendamente y con una nueva aventura a la vista.
    Llegó la cuenta y pagó en libras esterlinas.
    El restaurante era pequeño pero marchaba muy bien. Ibrahim lo dirigía y su hermano cocinaba. Habían aprendido en un hotel francés de Túnez, su patria, y cuando su padre murió vendieron las ovejas y viajaron a El Cairo en busca de fortuna. La filosofía de Ibrahim era simple: solo conocía la cocina francoárabe, y eso era cuanto ofrecían. Quizá podrían haber atraído más clientes si el menú, en la vidriera, hubiera ofrecido spaghetti, bolognaise, o roast beefy Yorkshire pudding; pero esos clientes no volverían y, de todos modos, Ibrahim tenía su orgullo.
    La fórmula daba resultado. Ganaban bastante dinero, más del que su padre había visto jamás. El negocio prosperaba aún más con la guerra. Pero a Ibrahim no lo volvía descuidado.
    Dos días antes había estado tomando café con un amigo que era cajero del Metropolitan Hotel. El amigo le contó que la Tesorería General británica se había negado a cambiarle cuatro libras esterlinas recibidas como pago en el bar del hotel. Los billetes eran falsos, según los británicos. Lo que resultaba injusto era que habían confiscado el dinero.
    Ibrahim no consentiría que a él le ocurriera lo mismo. Aproximadamente la mitad de sus clientes eran británicos, y muchos de ellos pagaban en libras esterlinas. Desde que se había enterado de lo ocurrido examinaba con cuidado cada billete antes de meterlo en la caja. Su amigo del Metropolitan le explicó cómo detectar la falsificación.
    Era típico de los británicos. Lejos de hacer un anuncio público que evitara pérdidas a los comerciantes de El Cairo, se limitaban a esperar y confiscaban los billetes falsos. Los comerciantes de El Cairo estaban acostumbrados a ese comportamiento y se habían unido. El tamtan funcionaba bien.
    Cuando Ibrahim recibió los billetes falsos del europeo alto que estaba cenando con la famosa bailarina, no supo con seguridad qué hacer. Todos los billetes eran nuevos, crujientes y tenían el mismo defecto. Ibrahim volvió a cotejarlos con uno de los buenos que tenía en la caja: no había duda. ¿Debía, quizá, explicar el asunto en privado al cliente? Tal vez se ofendiera, o al menos lo disimulara, y probablemente se fuera sin pagar. La cuenta era crecida —incluía los platos más caros y vino de importación— y por eso Ibrahim no quería arriesgarse a sufrir la pérdida.
    Decidió llamar a la policía. Impedirían que el cliente se escapara y quizá le obligaran a extender un cheque, o por lo menos un pagaré.
    Pero ¿a qué policía recurrir? La egipcia diría que no era asunto de su responsabilidad, tardaría en llegar y después pediría unto. Presumiblemente, el cliente era inglés —¿por qué, de lo contrario, habría de tener libras esterlinas?—, puede que oficial, y el dinero falsificado era británico. Ibrahim decidió llamar a la policía militar.
    Fue a la mesa con la botella de brandy. Les sonrió.
    —Monsieur—datne, espero que les haya gustado la comida.
    —Excelente —dijo el hombre.
    Hablaba como un oficial británico.
    Ibrahim se dirigió a la mujer.
    —Es un honor servir a la mejor bailarina del mundo.
    Sonja asintió con gesto majestuoso.
    —Espero que acepten una copa de brandy, con los cumplidos de la casa.
    —Muy amable —cumplimentó el hombre.
    Ibrahim les sirvió más brandy y se alejó con una reverencia. «Eso los mantendría un rato más», pensó. Salió por la puerta trasera y fue a la casa de un vecino que tenía teléfono.
    «Si tuviera un restaurante, haría así las cosas», pensó Wolff. Las dos copas de brandy costaban muy poco al propietario, en relación con la cuenta total, pero resultaba un gasto muy eficaz para hacer que el cliente se sintiera apreciado. A menudo Wolff había pensado en abrir un restaurante, pero eran castillos en el aire: sabía que eso significaba mucho trabajo.
    Sonja también disfrutaba con esa atención especial. Verdaderamente, resplandecía bajo la influencia combinada de la lisonja y el licor. Esa noche, en la cama, roncaría como un cerdo.
    El propietario desapareció unos minutos y después regresó. Por el rabillo del ojo, Wolff le vio susurrar algo a un camarero. Pensó que estaban hablando de Sonja. Sintió punzadas de celos. En algunos lugares de El Cairo, por sus buenas maneras y generosas propinas, le conocían por su nombre y le recibían como a un rey. Pero había pensado que era prudente no ir a los lugares donde le reconocerían; no lo haría mientras los británicos le estuvieran persiguiendo. Se preguntó si podía permitirse reducir un poco más sus precauciones.
    Sonja bostezó. Era hora de mandarla a la cama. Wolff hizo señas a un camarero y dijo:
    —Por favor, traiga la capa de la señora.
    El hombre se retiró, se detuvo a murmurar algo al propietario y luego continuó hacia el guardarropa.
    En algún lugar, en el fondo de la mente de Wolff, débil y distante, sonó una alarma. Jugaba con una cuchara mientras esperaba la capa de Sonja. Ella comió otro pastelillo. El propietario cruzó el restaurante, salió por la puerta delantera, y luego volvió. Se acercó a la mesa y preguntó:
    —¿Desean que les pida un taxi?
    Wolff miró a Sonja.
    —Como quieras—dijo ella.
    —Me gustaría respirar un poco de aire. Caminemos un rato y después tomaremos un coche.
    —De acuerdo.
    Wolff miró al propietario.
    —No queremos taxi.
    —Muy bien, señor.
    El camarero trajo la capa de Sonja. El propietario miraba constantemente hacia la puerta. Wolff escuchó otra alarma, esta vez más fuerte.
    —¿Pasa algo? —preguntó al propietario.
    El hombre parecía preocupado.
    —Debo decirle que hay un problema sumamente delicado, señor.
    Wolff empezó a irritarse.
    —Bien, ¿de qué se trata, amigo? Queremos irnos a casa.
    Se oyó el sonido de un vehículo que se detenía con brusquedad a la puerta del restaurante.
    Wolff tomó al propietario por las solapas de la chaqueta.
    —¿Qué está pasando aquí?
    —El dinero con que pagó la cuenta, señor, no es bueno.
    —¿No aceptan libras esterlinas? Entonces, ¿por qué no...?
    —No es eso, señor. El dinero es falso.
    La puerta del restaurante se abrió con violencia y entraron tres policías militares.
    Wolff los miró fijamente, con la boca abierta. Todo ocurría con tanta rapidez que no le alcanzaba el aliento... Policía militar. Dinero falso. De pronto sintió miedo. Podía ir a la cárcel. Esos imbéciles de Berlín le habían dado billetes falsos. Era tan estúpido que hubiera querido agarrar a Canaris por la garganta y retorcérsela.
    Sacudió la cabeza. No había tiempo para ponerse furioso. Tenía que mantener la calma y tratar de salir airoso de aquel lío...
    Los PM avanzaron hacia la mesa. Dos eran británicos y el tercero, australiano. Llevaban pesadas botas y cascos de acero, y una pequeña pistola al cinto. Uno de los británicos preguntó:
    —¿Es ese el hombre?
    —Un momento —dijo Wolff, y quedó sorprendido de la calma y suavidad de su voz—. El propietario acaba de decirme que mi dinero no es bueno. No lo creo; pero estoy dispuesto a complacerle y estoy seguro de que podemos llegar a algún arreglo que le satisfaga. —Miró al propietario con gesto de reproche—. Realmente, no era necesario llamar a la policía.
    —Es un delito pasar dinero falso —dijo el PM de más graduación.
    —A sabiendas —dijo Wolff—. Es un delito pasar a sabiendas dinero falso. —Mientras escuchaba su propia voz, baja y persuasiva, crecía su confianza—. Ahora, pues, propongo lo siguiente. Tengo aquí mi talonario y algún dinero egipcio. Haré un cheque para pagar la cuenta y daré la propina con el dinero egipcio. Mañana llevaré los presuntos billetes falsos a la Tesorería General británica, para que los examine, y si realmente son falsificados, los entregaré. —Sonrió al grupo que lo rodeaba—. Supongo que esto satisfará a todos.
    El propietario dijo:
    —Preferiría que pagara en efectivo, señor.
    Wolff deseó darle un puñetazo en la cara.
    —Quizá yo tenga suficiente dinero egipcio —ofreció Sonja.
    «Gracias a Dios», pensó Wolff.
    Sonja abrió su bolso.
    —De todas formas, señor, he de pedirle que fríe acompañe —dijo el PM.
    El corazón de Wolff dio otro vuelco.
    —¿Por qué?
    —Necesito hacerle algunas preguntas.
    —De acuerdo. ¿Por qué no me visita mañana? Vivo...
    —Tendrá que venir conmigo. Es una orden.
    —¿De quién?
    —Del subjefe de policía.
    —Muy bien, entonces —dijo Wolff. Se puso en pie. Sentía cómo el temor insuflaba poder a sus brazos—. Pero mañana por la mañana ustedes, o sus jefes, se encontrarán en grandes dificultades.
    Entonces levantó la mesa y la arrojó contra el PM.
    Había planeado y calculado el movimiento en un par de segundos. Era una pequeña mesa circular, de madera sólida. El borde golpeó al PM en el puente de la nariz. El soldado cayó hacia atrás y la mesa aterrizó sobre él.
    La mesa y el PM estaban a la izquierda de Wolff. A la derecha estaba el propietario. Sonja se encontraba enfrente, todavía sentada. Los otros PM se hallaban detrás de ella, uno a cada lado.
    Wolff agarró al propietario y lo empujó hacia uno de los PM. Luego saltó hacia el otro, el australiano, y le dio un puñetazo en la cara. Esperaba pasar entre los dos y huir. No resultó. A los PM los elegían por su tamaño, su beligerancia y su brutalidad, y estaban acostumbrados a enfrentarse con soldados endurecidos por el desierto y con borrachos belicosos. El australiano recibió el golpe y retrocedió titubeando, pero no cayó. Wolff le dio un puntapié en la rodilla y volvió a golpearlo en la cara. Entonces el otro PM, el inglés, que no había sido derribado, apartó al propietario de un empujón y pateó los pies de Wolff.
    Wolff cayó al suelo. Su pecho y su mejilla golpearon el embaldosado. Sintió una punzada de dolor en la cara y quedó momentáneamente sin aliento. Le dieron otro puntapié, en el costado; el dolor lo hizo sacudirse en convulsiones y alejarse rodando. El PM saltó sobre él, dándole golpes en la cabeza. Wolff luchaba por quitárselo de encima. Alguien se sentó sobre los pies del espía. Entonces vio, arriba y detrás del PM inglés que tenía sobre el pecho, la cara de Sonja retorcida de furia. Como un relámpago cruzó por su mente la idea de que ella recordaba otra paliza que habían dado los soldados británicos. Después vio que levantaba en el aire la silla en que había estado sentada. El PM que estaba sobre el pecho de Wolff la vio fugazmente, se dio la vuelta, miró hacia arriba y levantó los brazos, para protegerse. Sonja le arrojó la silla con toda su fuerza. Una punta del asiento golpeó la boca del PM, que dio un grito de dolor y de rabia mientras la sangre brotaba de sus labios.
    El australiano soltó los pies de Wolff y, agarrando a Son—ja por detrás, le sujetó los brazos. Wolff flexionó el cuerpo y se liberó del inglés herido; luego, tambaleándose, se puso en pie.
    Buscó bajo la camisa y sacó el cuchillo.
    El australiano arrojó a Sonja a un lado, dio un paso adelante, vio el cuchillo y se detuvo. Por un instante, él y Wolff se miraron fijamente. Wolff vio que los ojos de su oponente oscilaban de un lado al otro mirando a sus dos compañeros que yacían en el suelo. La mano del australiano fue a la pistolera.
    Wolff se volvió y huyó hacia la puerta. Uno de sus ojos se estaba hinchando: no podía ver bien. La puerta estaba cerrada. Manoteó la manija y erró. Creyó enloquecer. Encontró la manija y abrió violentamente la puerta, que se estrelló contra la pared. Sonó un tiro.
    Vandam conducía la motocicleta cruzando las calles a una velocidad peligrosa. Había arrancado la cubierta de oscurecimiento del faro —de todos modos, nadie, en El Cairo, tomaba en serio el oscurecimiento— y guiaba con el pulgar en la bocina. Las calles todavía estaban llenas de taxis, gharrys, camiones del ejército, asnos y camellos. Las aceras aparecían atestadas de gente y las tiendas brillaban iluminadas con luces eléctricas, lámparas de aceite y velas. Vandam serpenteaba imprudentemente entre el tráfico, haciendo caso omiso de los bocinazos airados de los autos, los puños en alto de los conductores de gharrys y el fuerte silbato de un policía egipcio.
    El subjefe de policía le había llamado a su casa.
    —Ah, Vandam, ¿no fue usted quien lanzó el globo acerca de ese dinero falso? Porque acabamos de recibir una llamada de un restaurante donde un europeo está tratando de pasar...
    —¿Dónde?
    El subjefe le dio la dirección y Vandam salió corriendo de su casa.
    Patinó al doblar una esquina, y recuperó el equilibrio hundiendo un tacón en el polvo de la calzada. Se le había ocurrido que, habiendo tanto dinero falso en circulación, una parte de él debía de haber caído en manos de otros europeos, y que el hombre que estaba en el restaurante bien podía ser una víctima inocente. Esperaba que no fuera así. Deseaba desesperadamente poner las manos sobre Alex Wolff. Wolff lo había superado y humillado y, con su acceso a los datos secretos y su línea directa con Rommel, amenazaba con provocar la caída de Egipto. Pero no era solo eso. A Vandam lo consumía la curiosidad con respecto a Wolff. Quería verlo y tocarlo; averiguar cómo se movía y cómo hablaba. ¿Era inteligente o sencillamente afortunado? ¿Valeroso o temerario? ¿Decidido o terco? ¿Tenía un rostro agradable y una sonrisa cálida o sus ojos eran pequeños como cuentas y su sonrisa una mueca untuosa? ¿Lucharía o se rendiría tranquilamente? Vandam quería saber. Y, más que todo, quería agarrarlo por el cuello y arrastrarlo hasta la celda, encadenarlo a la pared, cerrar la puerta y tirar la llave.
    Viró con brusquedad para eludir un bache, luego aceleró, y entró rugiendo en una calle tranquila. La dirección estaba un poco alejada del centro, hacia la Ciudad Vieja. Vandam conocía la calle, pero no el restaurante. Dobló dos esquinas más y casi atropello a un viejo que montaba un asno, seguido por su esposa, que caminaba detrás. Encontró la calle que buscaba.
    Era estrecha y oscura, con edificios altos a ambos lados. A nivel de la calle había algunas tiendas y portales. Vandam se detuvo junto a dos niños que jugaban y mencionó el nombre del restaurante. Los niños apuntaron vagamente hacia un lado de la calle.
    Vandam continuó a poca velocidad, deteniéndose para mirar cuando veía una vidriera encendida. Estaba en la mitad de la manzana cuando escuchó el disparo de un arma de fuego pequeña, amortiguado, y un ruido de cristales rotos. Volvió la cabeza buscando la procedencia del ruido. La luz de una vidriera rota destellaba en los pedazos de vidrio que caían. Vio a un hombre alto que salía corriendo hacia la calle.
    Tenía que ser Wolff.
    Corría en dirección opuesta.
    Vandam sintió una oleada de furia ciega. Impulsó el acelerador de la motocicleta, que rugió tras el hombre que huía. Cuando pasaba junto al restaurante, un PM salió corriendo y disparó tres tiros. El paso del fugitivo no vaciló.
    Vandam lo enfocó con el faro. Corría con fuerza, con paso firme, moviendo rítmicamente brazos y piernas. Cuando le dio la luz, miró atrás, por encima del hombro, sin modificar sus zancadas, y Vandam vislumbró una nariz ganchuda, un mentón firme, y un bigote sobre la boca abierta y jadeante.
    Vandam podía haberle disparado, pero los oficiales del Cuartel General no llevaban pistola.
    La motocicleta se acercó con rapidez. Cuando estaban casi a la par, Wolff dobló una esquina de repente. Vandam frenó y la rueda trasera patinó. Para mantener el equilibrio, inclinó la moto en dirección opuesta al deslizamiento. Se detuvo, dio un salto hacia arriba y se lanzó otra vez hacia delante.
    Vio la espalda de Wolff que desaparecía en un estrecho callejón. Sin reducir la velocidad, Vandam dio la vuelta a la esquina y entró en el callejón. La moto salió disparada al vacío. A Vandam se le revolvió el estómago. El cono blanco de su faro no iluminaba nada. Pensó que caía a un foso. Lanzó un involuntario grito de temor. La rueda trasera chocó contra algo. La delantera cayó y cayó, y por fin encontró el suelo. El faro mostró un tramo de escaleras. La moto rebotó y aterrizó otra vez. Vandam luchaba desesperadamente por mantener derecha la rueda anterior. La moto descendió los escalones con una serie de choques estremecedores, y en cada uno de ellos Vandam estaba seguro de perder la dirección y estrellarse. Vio a Wolff al pie de la escalera, corriendo todavía.
    «Jesús, no!», pensó Vandam.
    No tenía alternativa. Aceleró y enfiló los escalones. Un momento antes de chocar contra el primero, tiró del manillar hacia arriba con todas sus fuerzas. La rueda delantera se elevó. La moto golpeó los peldaños, corcoveó como un animal salvaje y trató de arrojar a Vandam. Él se mantuvo inflexible. La moto subió alocadamente, dando tumbos. Vandam luchó y llegó al extremo superior.
    Se encontró en un largo pasaje con paredes altas y vacías a ambos lados. Wolff todavía estaba a la vista y seguía corriendo. Vandam pensó que podía alcanzarlo antes de que llegara al final del pasaje. Se lanzó hacia delante.
    Wolff miró atrás por encima del hombro, continuó corriendo y volvió a mirar. Su ritmo decaía, Vandam lo advirtió. Las zancadas ya no eran regulares y rítmicas: los brazos volaban a los lados y corría atropelladamente. Al ver de modo fugaz la cara de Wolff, Vandam reparó en que estaba tensa por el esfuerzo.
    Wolff corrió con mayor velocidad pero no fue suficiente. Vandam se puso a la par, luego se adelantó y frenó con brusquedad torciendo el manillar. La rueda trasera patinó y la delantera chocó contra la pared. Vandam saltó, cuando la moto cayó al suelo, y aterrizó de pie frente a Wolff. El faro destrozado de la moto arrojaba un haz de luz en la oscuridad del pasaje. No tenía objeto que Wolff se volviera y corriera en el otro sentido, porque Vandam estaba fresco y podía alcanzarlo fácilmente. Sin detenerse en sus zancadas, el espía saltó sobre la moto, atravesó la columna de luz que surgía del faro como un cuchillo que cortara una llama y se estrelló contra Vandam. Este, todavía no muy afirmado, trastabilló hacia atrás y cayó. Wolff se tambaleó y dio un paso más hacia delante. Vandam manoteó en la oscuridad, encontró el tobillo de Wolff, lo agarró y dio un tirón. Wolff se derrumbó sobre el suelo.
    El faro roto iluminaba parcialmente el resto del pasaje. El motor se había detenido y, en el silencio, Vandam oía la respiración de Wolff, ronca e irregular. También sentía su olor: a licor,.sudor y miedo. Pero no podía verle la cara.
    Durante una fracción de segundo los dos permanecieron en el suelo, uno exhausto y el otro momentáneamente aturdido.
    Luego ambos se pusieron en pie. Vandam saltó sobre Wolff y lucharon cuerpo a cuerpo.
    Wolff era fuerte. Vandam trataba de sujetarle los brazos, pero no podía inmovilizarlo. Súbitamente lo soltó y lanzó un puñetazo. Dio en alguna parte blanda y Wolff lanzó una exclamación de dolor. Vandam trató de golpear de nuevo, apuntando esta vez a la cara; pero Wolff lo esquivó y el golpe se perdió en el vacío. De pronto, a la tenue luz, algo destelló en la mano de Wolff. «¡Un cuchillo!», pensó alarmado Vandam.
    La hoja relampagueó al dirigirse a su garganta. Por reflejo, dio un brinco hacia atrás. Un dolor ardiente le cruzaba la mejilla. Al instante, se llevó la mano a la cara. Sintió un chorro de sangre caliente. De pronto, el dolor se hizo insoportable. Presionó sobre la herida y sus dedos tocaron algo duro. Se dio cuenta de que eran sus propios dientes y que el cuchillo había cortado toda la carne de la mejilla. Se sintió caer y oyó que Wolff huía corriendo. Luego todo se volvió negro.
    Wolff sacó un pañuelo del bolsillo de sus pantalones y limpió la sangre de la hoja del cuchillo. Examinó la hoja en la penumbra y volvió a limpiarla. Siguió caminando lustrando vigorosamente el delgado acero. Se detuvo y pensó: «¿Qué estoy haciendo? Ya está limpia». Arrojó el pañuelo y volvió a colocar el cuchillo en su funda, debajo del brazo. Salió del callejón y entró en una calle, se orientó y se encaminó hacia la Ciudad Vieja.
    Se imaginó una celda de cárcel. Tenía un metro ochenta de largo por uno veinte de ancho, y la mitad la ocupaba la cama. Debajo de la cama había un orinal. Las paredes eran de piedra gris lisa. Una bombilla pequeña colgaba del cielo raso, en la punta de un cable. En un extremo de la celda había una puerta. En el otro, una ventanita cuadrada, justo sobre el nivel de los ojos: por ella podía ver el brillante cielo azul. Imaginó que se despertaba por la mañana y veía todo eso, y recordaba que llevaba allí un año, y que durante otros nueve seguiría allí. Usó el orinal, y después se lavó las manos en la palangana de hojalata, en el rincón. No había jabón. A través de una abertura de la puerta empujaron un plato de avena cocida fría. Recogió la cuchara y tomó un bocado, pero no pudo tragar, porque estaba sollozando.
    Sacudió la cabeza para librarla de visiones de pesadilla.
    «Logré escapar. ¿No es así? Logré escapar.» Se dio cuenta de que algunos transeúntes le miraban fijamente al pasar. Vio un espejo en el escaparate de una tienda y se miró en él. Tenía el cabello desordenado, un lado de su rostro estaba lastimado e hinchado, una manga aparecía rasgada y había sangre en el cuello. Todavía jadeaba por el esfuerzo de correr y luchar. «Mi aspecto es peligroso», pensó. Continuó andando y en la esquina siguiente dobló para tomar un camino indirecto que evitara las calles principales.
    ¡Esos imbéciles de Berlín le habían dado dinero falsificado! No era sorprendente que fueran tan generosos. Lo imprimían ellos mismos. Era tan idiota, que Wolff se preguntó si podía tratarse de algo más que de idiotez. El Abwehr estaba al mando de los militares, no del partido nazi. Su jefe, Ca—naris, no era el más entusiasta partidario de Hitler.
    «Cuando vuelva a Berlín habrá una purga.»
    ¿Cómo lo habían pescado allí, en El Cairo? Había gastado mucho dinero. Las falsificaciones entraron en circulación. Los bancos detectaron los billetes falsos... No, no los bancos, la Tesorería General. De todos modos, alguien debía de haber rechazado el dinero y se corrió la voz en todo El Cairo. El propietario del restaurante advirtió que el dinero era falso y llamó a los soldados. Wolff sonrió tristemente al recordar lo halagado que se había sentido por el brandy que le ofreciera el dueño del restaurante. Solo un truco para retenerle hasta que llegara la policía militar.
    Pensó en el hombre de la motocicleta. Debía de ser un sujeto decidido para conducir la moto por aquellos callejones, subiendo y bajando escaleras. No tenía revólver, adivinaba Wolff; de lo contrario, lo habría usado. Tampoco llevaba casco, de modo que presumiblemente no era un PM. ¿Alguien de Información, quizá? ¿El comandante Vandam, incluso?
    Wolff esperaba que fuera así.
    «Lo corté —pensó—. Bastante hondo, sin duda. Me pregunto dónde. ¿En la cara? Espero que haya sido Vandam.»
    Concentró su pensamiento en el problema inmediato. Tenían a Sonja. Ella diría que apenas le conocía. Inventaría alguna historia sobre un casual conocimiento en el Cha—Cha Club. No podrían retenerla mucho, porque era famosa, una estrella, una especie de heroína para los egipcios, y encarcelarla podría provocar graves contratiempos. De modo que pronto la soltarían. Sin embargo, Sonja tendría que darles su dirección, lo que significaba que no podía volver a la casa flotante: al menos, por el momento. Pero estaba exhausto, magullado y desgreñado. Tenía que lavarse y descansar unas horas en algún sitio.
    «He estado aquí antes, errando por la ciudad, cansado y perseguido, sin tener donde ir», pensó.
    Esta vez tendría que volver a recurrir a Abdullah.
    Mientras caminaba hacia la Ciudad Vieja sabía en todo momento, en el fondo de su mente, que Abdullah era todo lo que quedaba y de pronto se encontró a pocos pasos de la casa del viejo ladrón. Se agachó para pasar debajo de la arcada, recorrió el largo pasillo oscuro y subió la escalera de piedra en espiral hasta la morada de Abdullah.
    Abdullah estaba sentado en el suelo, con otro hombre. Había un narguile entre ellos y el aire estaba saturado del perfume del hachís. Abdullah levantó la vista hacia Wolff y esbozó una sonrisa soñolienta. Habló en árabe:
    —He aquí a mi amigo Achmed, también llamado Alex. Bienvenido, Achmed—Alex.
    Wolff se sentó en el suelo con ellos y los saludó en árabe.
    —Aquí mi hermano Yasef desea plantearte una adivinanza, algo que nos ha estado intrigando a él y a mí durante horas, desde que empezamos a fumar, y a propósito...
    Abdullah pasó la pipa a Wolff, que fumó llenándose los pulmones.
    Yasef dijo:
    —Achmed—Alex, amigo de mi hermano, bienvenido. Dime: ¿Por qué los británicos nos llaman wogs?
    Yasef y Abdullah se deshicieron en risas entrecortadas. Wolff se percató de que estaban profundamente drogados.
    Debían de haber estado fumando toda la tarde. Dio otra chupada a la pipa y se la pasó a Yasef. La droga era fuerte. Abdullah siempre tenía lo mejor. Wolff explicó:
    —Pues conozco la respuesta. Los egipcios que trabajaban en el canal de Suez recibieron camisas especiales que acreditasen su derecho a estar en propiedad británica. Las iniciales WOGS que llevaban en la espalda correspondían a las palabras Working On Government Service (trabajador al servicio del Gobierno).
    Yasef y Abdullah rompieron otra vez en carcajadas nerviosas. Abdullah dijo:
    —Mi amigo Achmed—Alex es listo. Es tan listo como un árabe, casi, porque casi es árabe. Es el único europeo que se aprovechó de mí, Abdullah.
    —Creo que eso no es verdad —replicó Wolff, entrando en su estilo de expresión pétrea—. Jamás trataría de aprovecharme de mi amigo Abdullah, pues ¿quién podría engañar al diablo?
    Yasef sonrió y asintió en señal de que apreciaba la agudeza.
    —Escucha, mi hermano, y te contaré. —Abdullah arrugó la frente según reunía sus pensamientos confundidos con la droga—. Achmed—Alex me pidió que robara algo para él. De ese modo, yo correría el riesgo y él tendría la recompensa. Por supuesto, no se aprovechó de mí así, tan simplemente. Yo robé la cosa, era un maletín, y, por supuesto, tenía la intención de quedarme con el contenido pues el ladrón tiene derecho al producto del delito, según la ley de Dios. Por lo tanto, yo debía haberme aprovechado de él, ¿no es así?
    —Por cierto —convino Yasef—, aunque no recuerdo el pasaje de las Sagradas Escrituras que dice que un ladrón tiene derecho al producto del delito. Sin embargo...
    —Quizá no —dijo Abdullah—. ¿De qué estaba hablando?
    Wolff, que todavía era más o menos dueño de sí, le dijo:
    —Tú debiste aprovecharte de mí, porque abriste el maletín.
    —¡Claro! Pero espera. No había nada de valor en él, así es que Achmed—Alex se había aprovechado de mí. ¡Pero espera! Le hice pagar por mis servicios; por lo tanto, yo cobré cien libras y él no obtuvo nada.
    Yasef frunció el ceño.
    —Tú, entonces, te aprovechaste de él.
    —No. —Abdullah sacudió la cabeza con tristeza—. Él me pagó con billetes falsos.
    Yasef miró fijamente a Abdullah. Abdullah le devolvió la mirada. Ambos estallaron en carcajadas. Se dieron mutuas palmadas en los hombros, golpearon el suelo con los pies y rodaron sobre los almohadones, riendo hasta que se les llenaron los ojos de lágrimas.
    Wolff sonrió forzado. Era justo el tipo de historia graciosa que gustaba a los negociantes árabes, una historia con su cadena de engaños. Abdullah la contaría durante años. Pero a Wolff le provocó un escalofrío, de modo que también Abdullah sabía que los billetes eran falsos. ¿Cuántos más estaban enterados? Wolff sintió como si la jauría de cazadores hubiese formado un círculo a su alrededor, de manera que, cualquiera que fuese la dirección en que corría, siempre chocaba con alguno; y el círculo se cerraba cada día más.
    En ese momento, Abdullah pareció darse cuenta del estado de Wolff. Inmediatamente se manifestó muy preocupado.
    —¿Qué te ha ocurrido? ¿Te han robado? —Tomó una cam—panita y la hizo sonar. Casi de inmediato, del cuarto vecino, apareció una mujer medio dormida—. Trae un poco de agua caliente —le dijo Abdullah—. Lava las heridas de mi amigo. Dale mi camisa europea. Trae un peine. Trae café. ¡Rápido!
    En una casa europea Wolff hubiera protestado por el hecho de que despertaran a las mujeres, después de medianoche, para atenderle; pero allí esa protesta hubiera sido muy descortés. Las mujeres existían para servir a los hombres y no se sorprendían ni molestaban por las perentorias demandas de Abdullah.
    Wolff explicó:
    —Los británicos trataron de arrestarme y me vi obligado a luchar antes de que pudiera huir. Por desgracia, creo que ahora saben dónde he estado viviendo, y eso es un problema.
    —¡Ah!
    Abdullah chocó el narguile y lo pasó nuevamente.
    Wolff empezó a sentir los efectos del hachís: estaba sosegado, pensaba con lentitud y tenía sueño. El tiempo corría más despacio. Dos de las esposas de Abdullah empezaron a atenderle con grandes cuidados, lavándole la cara y peinando sus cabellos. Wolff hallaba muy placenteros esos servicios.
    Abdullah pareció dormitar por unos instantes. De pronto abrió los ojos.
    —Debes quedarte aquí. Mi casa es tuya. Te esconderé de los británicos —prometió.
    —Eres un verdadero amigo —dijo Wolff.
    «Era extraño», pensó. Había planeado ofrecer dinero a Abdullah para que lo ocultara. Entonces Abdullah había revelado saber que el dinero no era bueno y él se preguntó qué otra cosa podía hacer. Pero resultaba que Abdullah iba a ocultarlo gratis. Un verdadero amigo. No había amigos en el mundo de Abdullah: estaba la familia por la cual haría cualquier cosa, y el resto, por el que no haría nada. «¿Cómo me he ganado este tratamiento especial?», pensó Wolff adormilado.
    Su alarma estaba sonando otra vez. Se obligó a pensar: no era fácil, después del hachís. «Vayamos por partes —se dijo—. Abdullah me pide que permanezca aquí. ¿Por qué? Porque estoy en apuros. Porque soy su amigo. Porque me he aprovechado de él. Porque me he aprovechado de él. Esta historia no ha terminado. Abdullah quisiera agregar otro engaño a la cadena. ¿Cómo? Delatándome a los británicos.» Eso era. En cuanto Wolff se durmiera, Abdullah enviaría un mensaje al comandante Vandam. Prenderían a Wolff. Los británicos pagarían a Abdullah por la información y, finalmente, la historia se podría anotar en su crédito.
    «Maldito sea.»
    Una esposa trajo una camisa europea blanca. Wolff se puso de pie y se quitó la suya, desgarrada y manchada de sangre. La esposa evitó mirarle el pecho desnudo.
    —Todavía no la necesita. Dásela por la mañana —ordenó Abdullah.
    Wolff se abrochó la camisa.
    —¿Quizá sería indigno para ti dormir en la casa de un árabe, mi amigo Achmed? —preguntó Abdillah.
    —Los británicos tienen un proverbio: «El que come con el diablo debe usar una cuchara larga» —le contestó Wolff.
    Abdullah sonrió burlón, mostrando su diente de acero. Wolff había adivinado su plan.
    —Casi un árabe —dijo.
    —Adiós, amigos míos —se despidió Wolff.
    —Hasta la próxima —replicó Abdullah.
    Wolff salió a la noche fría preguntándose adonde podía ir.
    En el hospital, una enfermera paralizó la mitad de la cara de Vandam con un anestésico local. Luego la doctora Abuthnot le cosió la mejilla con sus largas manos sensibles y expertas. Le colocó un esparadrapo protector, que aseguró con una larga venda atada alrededor de la cabeza.
    —Debo de parecer una caricatura con dolor de muelas —dijo Vandam.
    La doctora estaba seria. No tenía mucho sentido del humor.
    —No estará tan contento cuando pase el efecto de la anestesia. Le va a doler mucho la cara. Voy a darle un calmante.
    —No, gracias —dijo Vandam.
    —No sea terco, comandante —replicó ella—. Luego se arrepentirá.
    Vandam la miró, vestida con su bata de hospital y sus cómodos zapatos de tacón bajo, y se preguntó cómo podía haberla encontrado siquiera ligeramente deseable. Era muy agradable, incluso bonita, pero también fría, superior y aséptica. No como...
    No como Elene.
    —Un calmante me hará dormir —dijo Vandam.
    —Y eso sería bueno —dijo la doctora—. Si usted duerme podemos estar seguros de que, por unas horas, los puntos no sufrirán tensiones.
    —Me encantaría, pero tengo un trabajo importante que no puede esperar.
    —Usted no puede trabajar. Ni siquiera debería caminar. Debe hablar lo menos posible. Está débil por la pérdida de sangre, y una herida como esta es mental y físicamente traumática. Dentro de pocas horas sentirá el efecto y estará mareado, con náuseas, exhausto y confuso.
    —Estaré peor si los alemanes toman El Cairo —dijo Van—dam mientras se ponía en pie.
    La doctora Abuthnot parecía contrariada. Vandam pensó lo bien que le sentaba hallarse en situación de indicarle a la gente lo que debía hacer. No estaba segura de cómo manejar la desobediencia abierta.
    —Está loco —dijo.
    —Sin duda. ¿Puedo comer?
    —No, tome glucosa disuelta en agua tibia.
    «Podría probar con ginebra tibia», pensó Vandam. Estrechó su mano. Estaba fría y seca.
    Jakes le esperaba a la puerta del hospital con un coche.
    —Sabía que no podrían retenerlo mucho, señor. ¿Debo llevarle a su casa?
    —No. —El reloj de Vandam se había detenido—. ¿Qué hora es?
    —Las dos y cinco.
    —Presumo que Wolff no estaba cenando solo.
    —No, señor. La persona que lo acompañaba está detenida en el Cuartel General.
    —Lléveme allí.
    —Si está seguro...
    —Sí.
    El coche arrancó. Vandam preguntó:
    —¿Ha dado parte a la superioridad?
    —¿Sobre lo sucedido esta noche? No, señor.
    —Bien. Puede esperar a mañana.
    Vandam no dijo lo que ambos sabían: que el departamento, que ya estaba en tela de juicio por haber permitido que Wolff reuniera datos secretos, se encontraba en una situación más penosa aún por haberlo dejado escapar de sus manos.
    —Supongo que la persona que estaba cenando con Wolff era una mujer —dijo Vandam.
    —Y muy mujer, si me permite decirlo, señor. Un verdadero manjar. Se llama Sonja.
    —¿La bailarina?
    —Nada menos.
    Continuaron en silencio. «Wolff tenía que ser un fresco —pensaba Vandam— para salir con la bailarina más famosa de Egipto mientras robaba secretos militares británicos.» Y bien, ahora ya no estaría tan fresco. En cierto modo era lamentable; el incidente le había advertido que los británicos estaban tras él, y en adelante tendría más cuidado. «Nunca los asustes; sencillamente, atrápalos.»
    Llegaron al Cuartel General y bajaron del coche.
    —¿Qué han hecho con ella desde que llegó? —preguntó Vandam.
    —El tratamiento del no tratamiento —dijo Jakes—. Una celda desnuda, ningún alimento, ninguna bebida, ninguna pregunta.
    —Bien.
    Era una lástima, de todas formas, que le hubieran dado tiempo de reflexionar. Vandam sabía, por los interrogatorios de los prisioneros de guerra, que los mejores resultados se lograban inmediatamente después de la captura, cuando el detenido aún temía que lo mataran. Más tarde, mientras lo conducían de un lugar a otro y recibía alimento y bebida, empezaba a pensar como prisionero más que como soldado, y recordaba que tenía nuevos derechos y obligaciones. Entonces estaba en mejores condiciones de mantener la boca cerrada. Vandam debía haber interrogado a Sonja después de la pelea en el restaurante. Como eso había sido imposible, lo mejor era que la mantuvieran aislada y no recibiera ninguna información hasta que él llegase.
    Jakes le precedió por el pasillo cuando se dirigían a la sala de interrogatorios. Vandam echó una ojeada por la mirilla. Era una pieza cuadrada, sin ventanas, pero muy iluminada con luz eléctrica. Había una mesa, dos sillas y un cenicero. A un lado había un cubículo sin puerta, un inodoro.
    Sonja estaba sentada en una de las dos sillas, frente a la puerta. «Jakes tenía razón —pensó Vandam—. Es un manjar.» Sin embargo, distaba de ser «bonita». Era una especie de amazona, con su cuerpo maduro, voluptuoso, y sus rasgos firmes y bien proporcionados. En Egipto, las mujeres jóvenes generalmente tenían piernas esbeltas y graciosas, como los ciervos jóvenes de suave pelaje. Sonja era más bien como... Vandam arrugó la frente y pensó: una tigresa. Llevaba un vestido largo, amarillo brillante, que para Vandam era chillón pero que estaría muy a tono en el Cha—Cha Club. La observó durante un par de minutos. Estaba sentada e inmóvil. No parecía inquieta; no lanzaba miradas nerviosas alrededor de la celda desnuda; no fumaba ni se mordía las uñas. Vandam pensó que iba a ser un hueso duro de roer. Luego Sonja cambió la expresión de su bello rostro. Se puso de pie y empezó a ir y venir por el cuarto. Vandam reflexionó: «No tan duro ».
    Abrió la puerta y entró.
    Se sentó a la mesa sin hablar. La dejó de pie, lo que representaba una desventaja psicológica para la mujer: «El primer tanto me lo anoto yo», pensó Vandam. Oyó que Ja—kes entraba tras él y cerraba la puerta. Levantó la vista y miró a Sonja.
    —Siéntese.
    Ella permaneció de pie, contemplándole, y poco a poco una sonrisa se dibujó en su boca. Señaló las vendas.
    El segundo tanto se lo anotaba Sonja.
    —Siéntese.
    —Gracias.
    Sonja se sentó.
    —¿Quién es «él»?
    —Alex Wolff, el hombre al que ustedes trataron de Vapulear esta noche.
    —¿Y quién es Alex Wolff?
    —Un cliente rico del Cha—Cha Club.
    —¿Cuánto hace que le conoce?
    Sonja miró su reloj.
    —Cinco horas.
    —¿Qué relación tiene con él?
    Ella se encogió de hombros.
    —Tuvimos una cita.
    —¿Cómo se conocieron?
    —De la forma acostumbrada. Después de mi actuación un camarero me trajo un mensaje. El señor Wolff me invitaba a reunirme con él en su mesa.
    —¿Cuál?
    —¿Qué mesa?
    —¿Qué camarero?
    —No recuerdo.
    —Continúe.
    —El señor Wolff me ofreció una copa de champán y me pidió que cenara con él. Acepté; fuimos al restaurante. Ya conoce el resto.
    —¿Suele sentarse con personas del público después de su actuación?
    —Sí; es una costumbre.
    —¿Suele cenar con esas personas?
    —Ocasionalmente.
    —¿Por qué aceptó esta vez?
    —El señor Wolff parecía una persona diferente. —Sonja miró de nuevo el vendaje de Vandam y sonrió burlonamen—te—. Y lo es.
    —¿Cuál es su nombre completo?
    —Sonja el—Aram.
    —¿Dirección?
    —Jihan, Zamalek. Es una casa flotante.
    —¿Edad?
    —¡Qué descortés!
    —¿Edad?
    —Me niego a contestar.
    —Está en terreno peligroso...
    —No, usted está en terreno peligroso.
    Repentinamente, Sonja sorprendió a Vandam mostrando sus sentimientos. Había estado reprimiendo su furia durante todo ese tiempo. Agitó un dedo delante del rostro de Vandam.
    —Por lo menos diez personas vieron a sus matones uniformados arrestarme en el restaurante. Para mañana al mediodía, la mitad de El Cairo sabrá que los británicos han metido en la cárcel a Sonja. Si mañana por la noche no aparezco en el Cha—Cha, habrá una revuelta. Mi pueblo quemará la ciudad. Tendrán que traer tropas del desierto para hacer frente a la situación. Y si salgo de aquí con una sola magulladura o rasguño, lo mostraré a todo el mundo desde el escenario y el resultado será el mismo. No, míster, no soy yo quien está en terreno peligroso.
    Vandam la miró inexpresivo durante toda la andanada y luego habló como si ella no hubiera dicho nada extraordinario. Tenía que ignorar su perorata, porque Sonja tenía razón y él no podía negarlo.
    —Empecemos de nuevo —dijo con suavidad—. Dice que conoció a Wolff en el Cha—Cha...
    —No —interrumpió Sonja—. No voy a empezar de nuevo. Cooperaré con usted y contestaré sus preguntas, pero no me interrogará.
    Se puso en pie, volvió la silla y se sentó de espaldas a Vandam.
    Por un momento, el comandante miró con fijeza la nuca de Sonja. Ella lo había vencido total y cabalmente. Vandam estaba irritado consigo mismo por haberlo permitido, pero su rabia estaba mezclada con una oculta admiración por la forma en que Sonja lo había hecho. De pronto se levantó y abandonó el cuarto. Jakes lo siguió.
    En el pasillo, Jakes preguntó:
    —¿Qué le parece?
    —Tendremos que dejarla ir.
    Jakes fue a dar las instrucciones pertinentes. Mientras esperaba, Vandam pensó en Sonja. Se preguntaba qué fuerza le daba arrestos para desafiarle. Su historia podía ser verdadera o falsa, pero debía haberse mostrado asustada, confusa, intimidada y finalmente dócil. Era cierto que su fama le brindaba protección; pero, al amenazarlo con ella, debió de estar fanfarroneando, insegura y desesperada, pues el aislamiento en una celda atemoriza a cualquiera, en especial a las celebridades, porque la excomunión repentina del mundo rutilante conocido les hace dudar más que nunca de la realidad de ese mundo.
    ¿Qué le daba fuerzas? Volvió a evocar la conversación. La pregunta que se había negado a contestar era la de la edad. Evidentemente, su talento le había permitido continuar más allá de la edad en que se retiran las bailarinas corrientes, de manera que quizá vivía temiendo el paso de los años. Por allí no había indicios. Por lo demás, se había mostrado tranquila, inexpresiva, excepto cuando sonrió a causa de su herida. Entonces, al final, había estallado, pero aun así había usado su furia; no había sido dominada por ella. Trató de recordar el rostro de Sonja cuando se enfureció. ¿Qué había visto Vandam en aquel rostro? No era solo ira. No era temor.
    Entonces se dio cuenta. Era odio.
    Ella le odiaba. Por lo tanto, Sonja odiaba a los británicos. Y su odio le daba fuerzas.
    Vandam se sintió cansado. Se sentó pesadamente en un banco del pasillo. ¿De dónde iba a sacar fuerzas él? Era fácil ser fuerte si uno era perturbado, y en el odio de Sonja había cierto extraño destello. Él no tenía ese amparo. Con calma, de forma racional, consideró lo que estaba en juego. Imaginó a los nazis entrando en El Cairo; la Gestapo en las calles; los judíos egipcios arreados a los campos de concentración; la propaganda fascista en la radio...
    La gente como Sonja contemplaba Egipto bajo el dominio británico y sentían que los nazis ya habían llegado. No era verdad, pero si uno trataba de ver por un momento a los británicos con los ojos de Sonja, ello era en cierto modo factible; los nazis decían que los judíos eran infrahumanos, y los británicos decían que los negros eran como niños. No había libertad de prensa en Alemania, pero tampoco la había en Egipto. Y los británicos, como los alemanes, tenían su policía política. Antes de la guerra Vandam había oído, en los comedores de oficiales, manifestaciones de caluroso apoyo a la política de Hitler. Odiaban a Hitler no porque fuera fascista, sino porque había sido cabo del ejército y pintor de brocha gorda en la vida civil. Había bestias en todas partes y a veces llegaban al poder. Entonces había que combatirlas.
    Era una filosofía más racional que la de Sonja, pero no resultaba precisamente inspiradora.
    El efecto del anestésico empezó a desaparecer. Sentía una aguda y clara línea de dolor que le recorría la mejilla, como una quemadura reciente. Se dio cuenta de que también le dolía la cabeza. Esperaba que Jakes tardara en disponer la libertad de Sonja, para poder quedarse sentado en el banco un poco más.
    Pensó en Billy. No quería que el chico le echara en falta a la hora del desayuno. «Quizá me quede despierto hasta la mañana, le lleve a la escuela y luego me quede en casa para dormir», pensó. ¿Cómo sería la vida de Billy bajo los nazis? Le enseñarían a despreciar a los árabes. Sus actuales maestros no eran grandes admiradores de la cultura africana, pero por lo menos Vandam podía hacer algo por inculcar a su hijo que la gente distinta no era necesariamente estúpida.
    ¿Qué ocurriría en un aula nazi si Billy levantaba la mano y decía: «Perdone, señora, mi padre dice que un inglés tonto no es más listo que un árabe tonto»?
    Pensó en Elene. Era una mantenida, pero por lo menos podía elegir a sus amantes y, si no le gustaba lo que ellos querían hacer en la cama, podía echarlos a puntapiés. En el bur—del de un campo de concentración no tendría esa posibilidad... Vandam se estremeció.
    «Sí. No somos muy admirables, especialmente en nuestras colonias, pero los nazis son peores, lo sepan o no los egipcios. Vale la pena luchar. En Inglaterra progresa la civilización con lentitud; en Alemania está dando un gran paso atrás. Piensa en las personas que amas y las cosas se te harán más claras.
    »Saca fuerzas de eso. Quédate despierto un poco más. Levántate.»
    Vandam se puso en pie. Jakes regresó.
    —Ella es anglófoba —dijo Vandam.
    —¿Cómo dice, señor?
    —Sonja. Odia a los británicos. No creo que Wolff haya sido una amistad casual. Vamos.
    Salieron juntos del edificio. Afuera todavía estaba oscuro.
    —Señor, está muy cansado —dijo Jakes.
    —Sí, estoy muy cansado, pero todavía razono correctamente, Jakes. Lléveme a la central de policía.
    —Sí, señor.
    Arrancaron. Vandam dio el paquete de cigarrillos y el encendedor a Jakes, que conducía con una mano mientras daba fuego a Vandam. A causa de la herida, a Vandam le costaba chupar: podía mantener el cigarrillo entre los labios y aspirar el humo, pero no absorber con la fuerza necesaria para encenderlo. Jakes le pasó el cigarro. «Me gustaría acompañarlo con un cóctel», pensó Vandam.
    Jakes detuvo el automóvil en la puerta de la comisaría.
    —Necesitamos ver al jefe de los detectives, o como lo llamen —dijo Vandam.
    —No creo que esté aquí a esta hora...
    —Consiga su dirección. Lo despertaremos.
    Jakes entró en el edificio. Vandam miró fijamente hacia delante, a través del parabrisas. Empezaba a amanecer. Las estrellas se habían apagado y el cielo se veía más gris que negro, había pocas personas en los alrededores. Vio a un hombre que conducía dos borricos cargados. Los almuecines aún no habían llamado a la primera oración del día.
    Jakes regresó.
    —Gezira —dijo, mientras ponía la marcha y soltaba el embrague.
    Vandam pensó en Jakes. Alguien le había dicho que tenía un gran sentido del humor. Vandam siempre le había considerado agradable y alegre, pero no había advertido nunca señal de verdadero humor. «¿Seré tan tirano que mi personal se horroriza de hacer chistes en mi presencia? —pensó—. Nadie me hace reír. Excepto Elene.»
    —Nunca me cuenta chistes, Jakes.
    —¿Cómo dice, señor?
    —Aseguran que tiene un formidable sentido del humor; sin embargo, nunca me cuenta chistes.
    —No, señor.
    —¿Le importaría ser franco por un momento y decirme por qué?
    Hubo una pausa, y luego Jakes dijo:
    —Usted no incita a la familiaridad, señor.
    Vandam asintió. ¿Cómo podían saber lo mucho que le gustaba echar atrás la cabeza y rugir de risa?
    —Es usted muy discreto, Jakes. Dejemos la cuestión.
    «El asunto de Wolff me está perturbando —pensó—. Me pregunto si en verdad alguna vez he sido bueno en el trabajo, e incluso si sirvo para algo. Y me duele la cara.»
    Cruzaron el puente hacia la isla. El cielo pasó del gris pizarra al gris perla. Jakes agregó:
    —Quisiera decir, señor, si me permite, que usted es, con mucho, el mejor jefe que he tenido.
    —¡Oh! —Vandam no lo esperaba—. ¡Dios mío! Bueno, gracias, Jakes, gracias.
    —No hay de qué, señor. Hemos llegado.
    Detuvo el coche a la entrada de una casa pequeña, bonita, de una sola planta, con un jardín bien cuidado. Vandam calculó que al jefe de detectives le iba bastante bien con los sobornos, pero no demasiado. Un hombre cauteloso, quizá: era una buena señal.
    Recorrieron el sendero de entrada y llamaron a la puerta. Al cabo de un par de minutos asomó una cabeza por la ventana y habló en árabe.
    Jakes sacó su voz de sargento primero.
    —¡Servicio de Información Militar! ¡Abra la maldita puerta!
    Un minuto después la abrió un árabe pequeño, ajustándose todavía el cinturón de los pantalones. Dijo en inglés:
    —¿Qué ocurre?
    Vandam intervino.
    —Es una emergencia. Permítanos entrar, ¿quiere?
    —Desde luego.
    El detective se hizo a un lado y ellos entraron. Los condujo a un pequeño salón.
    —¿Qué ha pasado?
    Parecía asustado y Vandam pensó: «¿Quién no lo estaría? Una llamada a la puerta en mitad de la noche...».
    —No hay nada que temer, pero queremos establecer una vigilancia y la necesitamos de inmediato.
    —Por supuesto. Por favor, siéntese. —El detective buscó una libreta y un lápiz—. ¿Quién es la persona?
    —Sonja el—Aram.
    —¿La bailarina?
    —Sí. Queremos que vigile su casa las veinticuatro horas. Es una casa flotante llamada jibán, en Zamalek.
    Mientras el detective anotaba los datos, Vandam deseaba no haber tenido que utilizar la policía egipcia para aquel trabajo. Sin embargo no tenía alternativa; era imposible, en un país africano, emplear para la vigilancia a personas de habla inglesa, de piel blanca, que llamarían la atención.
    —¿De qué se la acusa? —preguntó el detective.
    «No esperes que te lo diga», pensó Vandam.
    —Creemos que Sonja el—Aram puede estar mezclada con alguien que está haciendo circular libras esterlinas falsas en El Cairo —contestó.
    —De modo que quiere saber quién entra y sale, si llevan algo, si hacen reuniones a bordo...
    —Sí. Y nos interesa especialmente un hombre. Se trata de Alex Wolff, el sospechoso del asesinato de Assyut. Usted ya debe de tener su descripción.
    —Por supuesto. ¿Informes diarios?
    —Sí, salvo que, si ven a Wolff, deseo saberlo de inmediato. Puede comunicarse con el capitán Jakes o conmigo en el Cuartel General durante el día. Dele nuestros números de teléfono particulares, Jakes.
    —Conozco esas casas flotantes —dijo el detective—. El camino de sirga es un paseo muy popular al atardecer, pero especialmente para los enamorados.
    —Así es —convino Jakes.
    Vandam miró a Jakes y levantó una ceja.
    El detective continuó:
    —Un buen lugar, quizá para los mendigos. Nadie ve nunca un mendigo. Por la noche... Bueno, hay arbustos, también muy apreciados por los enamorados.
    Vandam dijo:
    —¿Es cierto, Jakes?
    —No sabría decirle, señor.
    Se daba cuenta de que le estaba tomando el pelo y sonrió. Entregó al detective una hoja de papel con los números de teléfono.
    Un niño pequeño entró en el cuarto restregándose los ojos. Tenía cinco o seis años. Miró a su alrededor, soñoliento, y se acercó al detective.
    —Mi hijo —dijo orgullosamente.
    —Creo que ya podemos irnos —dijo Vandam—. A menos que quiera que le dejemos en la ciudad.
    —No, gracias; tengo coche, y quisiera ponerme la chaqueta y la corbata y peinarme.
    —Muy bien, pero no se entretenga.
    Vandam se puso en pie. Repentinamente, no veía bien. Era como si los párpados se le cerraran de forma involuntaria. Sintió que perdía el equilibrio. Jakes se puso a su lado y le sujetó por el brazo.
    —¿Todo en orden, señor?
    La visión retornó lentamente.
    —Todo en orden, ahora —dijo Vandam.
    —Tiene una herida muy grave —dijo el detective con tono solidario.
    Salieron hacia la puerta.
    —Caballeros, pueden estar seguros de que llevaré este asunto personalmente. No podrán meter un ratón a bordo de esa casa flotante sin que ustedes lo sepan.
    El detective aún sostenía al niño en sus brazos. Lo apoyó sobre su cadera izquierda y extendió la mano derecha.
    —Hasta pronto —dijo Vandam. Le dio la mano—. A propósito, soy el comandante Vandam.
    El detective hizo una pequeña reverencia.
    —Inspector Kemel a su servicio, señor.
    II
    Sonja meditaba tristemente. Había alentado alguna esperanza de encontrar a Wolff cuando, hacia la madrugada, regresó a la casa flotante; pero el lugar estaba frío y desierto. No sabía qué pensar. Al principio, cuando la arrestaron, solo sintió rabia porque había huido dejándola a merced de los asesinos británicos. Al estar sola, siendo mujer y, en cierto modo, cómplice en el espionaje de Wolff, sintió terror por lo que pudieran hacerle. Pensó que él debía haberse quedado y haberla protegido. Luego se dio cuenta de que ese proceder no habría sido inteligente. Al abandonarla, Wolff había alejado de ella las sospechas. Era difícil aceptarlo, pero era por su bien. Sentada sola en el cuarto desnudo del Cuartel General, había cambiado el objeto de su ira, de Wolff a los británicos. Y cuando los desafió, se echaron atrás.
    En aquel momento, no estaba segura de que el hombre que la interrogaba fuese el comandante Vandam. Pero luego, cuando la dejaron en libertad, el funcionario dejó escapar el nombre. La confirmación la había deleitado. Sonrió de nuevo al pensar en el grotesco vendaje de la cara de Vandam. Wolff debía de haberle herido con el cuchillo. Debió matarlo. De todos modos, ¡qué gran noche, qué soberbia noche!
    Se preguntó dónde estaría Wolff. Se habría ocultado en algún sitio, en la ciudad. Saldría cuando, a su juicio, no hubiera peligro. Ella no podía hacer nada. Pero le habría gustado que estuviera allí para compartir el triunfo.
    Se puso el camisón. Sabía que debía acostarse, pero no tenía sueño. Quizá una copa la ayudara. Fue a buscar una botella de whisky, sirvió un poco en un vaso y le agregó agua. Lo estaba saboreando cuando oyó pasos en la pasarela. Sin pensar, llamó:
    —¿Achmed...?
    Luego se dio cuenta de que no eran sus pasos. Estos eran demasiado ligeros y rápidos. Permaneció al pie de la escalera, en camisón, con el vaso en la mano. Se levantó la escotilla y asomó un rostro árabe dentro.
    —¿Sonja?
    —Sí...
    —Creo que esperaba a otra persona.
    El hombre bajó la escalera. Sonja lo observaba, pensando: «¿Y ahora qué?». Cuando llegó al suelo, el desconocido se quedó frente a ella. Era un hombre pequeño. De rostro agradable y movimientos rápidos y precisos. Llevaba ropas europeas: pantalones oscuros, zapatos negros lustrados y camisa blanca, de manga corta.
    —Soy el inspector Kemel, y me honra conocerla.
    Extendió la mano.
    Sonja se dio la vuelta y se alejó, cruzó el cuarto hasta el diván y se sentó. Creía haber terminado con la policía. Ahora trataban de intervenir los egipcios. Se tranquilizó pensando que, al final, probablemente todo se arreglaría con un soborno. Tomó un sorbo de whisky mientras observaba a Kemel. Por fin dijo:
    —¿Qué es lo que quiere?
    Kemel se sentó sin que lo invitaran.
    —Me interesa su amigo, Alex Wolff.
    —No es mi amigo.
    Kemel pasó por alto la frase.
    —Los británicos me han dicho dos cosas del señor Wolff: una, que acuchilló a un cabo en Assyut; segunda, que ha tratado de pasar billetes ingleses falsificados en un restaurante de El Cairo. La historia no deja de ser curiosa. ¿Qué hacía en Assyut? ¿Por qué mató al militar? ¿Y dónde consiguió el dinero falso?
    —No sé nada de ese hombre —dijo Sonja esperando que Wolff no llegara en ese momento.
    —Pero yo sí —replicó Kemel—. Tengo otras informaciones, que los británicos pueden o no poseer. Sé quién es Alex Wolff. Su padrastro era abogado, aquí, en El Cairo. Su madre era alemana. También sé que Wolff es un nacionalista. Sé que fue su amante y sé que usted es nacionalista.
    Sonja se había quedado helada. Permaneció inmóvil, sin probar la copa que se había servido, observando cómo el astuto detective exhibía las pruebas contra ella. No dijo nada.
    Kemel continuó.
    —¿Dónde consiguió el dinero falso? No fue en Egipto. No creo que haya aquí un impresor capaz de hacer ese trabajo. Y si lo hubiera, creo que fabricaría dinero egipcio. Por lo tanto, ese dinero proviene de Europa. Ahora bien, Wolff, también conocido como Achmed Rahmah, desapareció silenciosamente hace un par de años. ¿Adonde fue? ¿A Europa? El regreso... Por la ruta de Assyut. ¿Por qué? ¿Quiso introducirse a hurtadillas en el país, pasar inadvertido? Quizá formaba parte de una organización de falsificadores ingleses y ahora ha vuelto con su parte de las ganancias. Pero no lo creo, porque no es un hombre pobre, ni tampoco un criminal. Así pues, hay un misterio.
    «Lo sabe —pensó Sonja—. Dios mío, lo sabe.»
    —Ahora los británicos me han pedido que vigile esta casa flotante y les informe sobre todas las personas que entran y salen. Ellos esperan que Wolff venga aquí. Entonces lo arrestarán, y luego obtendrán la respuesta. A menos que yo resuelva el rompecabezas primero.
    ¡Vigilancia sobre la casa flotante! Wolff nunca volvería. «Pero... ¿por qué me lo dice Kemel?», pensó Sonja.
    —La clave, creo, está en el origen de Wolff: es a la vez alemán y egipcio. —Kemel se puso de pie y cruzó el cuarto para sentarse junto a Sonja y mirarla a la cara—. Creo que él está luchando en esta guerra. Creo que está luchando por Alemania y por Egipto. Creo que el dinero falso proviene de los alemanes. Creo que Wolff es un espía.
    Sonja pensó: «Pero no sabe dónde encontrarlo. Por eso está aquí».
    Kemel le clavó los ojos. Ella se volvió, temerosa de que pudiera adivinar sus pensamientos mirándole a la cara.
    —Si Wolff es un espía, yo puedo capturarlo. O puedo salvarlo —dijo el detective.
    Sonja se volvió bruscamente.
    —Eso ¿qué significa?
    —Quiero verle. En secreto.
    —¿Por qué?
    Kemel mostró una sonrisa astuta y cómplice.
    —Sonja, usted no es la única que quiere que Egipto sea libre. Somos muchos. Queremos ver a los británicos derrotados y no somos quisquillosos en cuanto a quién lo haga. Deseamos trabajar con los alemanes. Queremos ponernos en contacto con ellos. Queremos hablar con Rommel.
    —¿Y usted cree que Achmed puede ayudarlos?
    —Si es espía, debe de tener un medio de enviar mensajes a los alemanes.
    Sonja estaba confusa. De acusador, Kemel se había convertido en otro conspirador, a menos que fuera una trampa. No sabía si confiar en él o no. No tenía tiempo suficiente para pensarlo. No sabía qué decir, así que no dijo nada.
    Kemel asintió con amabilidad.
    —¿Puede concertarme una cita?
    De ninguna manera Sonja podía tomar semejante decisión de improviso.
    —No —dijo.
    —Recuerde la vigilancia de la casa flotante —advirtió Kemel—. Los informes llegarán a mi poder antes de pasar al comandante Vandam. Si existe una posibilidad, solo una posibilidad, de que usted pueda concertar una entrevista, a mi vez puedo asegurar que los informes que pasen a Vandam estén cuidadosamente corregidos a fin de que no contengan nada... embarazoso.
    Sonja ya había olvidado la vigilancia. Cuando Wolff regresara —y lo haría tarde o temprano—, los que estuvieran observando informarían y Vandam se enteraría, a menos que Kemel lo arreglara. Eso lo cambiaría todo. No tenía alternativa.
    —Le conseguiré una entrevista.
    —Muy bien. —El detective se puso de pie—. Llame al cuartel principal de policía y deje un mensaje diciendo que Sirhan desea verme. Cuando reciba ese mensaje, me pondré en contacto con usted para convenir el día y la hora.
    —De acuerdo.
    Kemel se dirigió hacia la escalera y luego se volvió.
    —A propósito... —Sacó una billetera del bolsillo de sus pantalones y extrajo una pequeña fotografía. Se la entregó a Sonja. Era una foto de ella—. ¿Querría autografiarla para mi esposa? Es una gran admiradora suya. —Le extendió una pluma—. Se llama Hesther.
    Sonja escribió: «A Hesther, con mis mejores deseos, Son—ja». Le devolvió a Kemel la fotografía. Pensaba: «Esto es increíble».
    —Se lo agradezco tanto... Ella se alegrará muchísimo.
    «Increíble.»
    —Me pondré en contacto lo antes posible —aseguró Sonja.
    —Gracias.
    El detective extendió la mano. Esta vez Sonja la estrechó. Kemel subió la escalera y salió, cerrando la escotilla tras de sí.
    Sonja se sentó. Según se mirara había manejado bien el asunto. No estaba convencida totalmente de la sinceridad de Kemel; pero si le había tendido una trampa, ella no lo advertía.
    Se sintió cansada. Terminó el whisky y cruzó las cortinas hacia el dormitorio. Aún tenía puesto el camisón y sentía bastante frío. Fue a la cama y tiró del cobertor para destaparla. Oyó un ruido de golpes suaves y repetidos. Por un instante se le detuvo el corazón. Dio una vuelta en redondo para mirar la portilla del lado más distante, el que daba al río. Detrás del vidrio había una cabeza.
    Sonja lanzó un grito.
    La cara desapareció.
    Se trataba de Wolff. Subió corriendo la escalera y salió a la cubierta. Miró por la borda y lo vio en el agua. Parecía estar desnudo. Trepó por el costado del barco, usando las portillas para agarrarse. Sonja consiguió asirle del brazo, tiró y le hizo subir a la cubierta. Wolff permaneció acuclillado un instante, lanzando rápidas miradas a uno y otro lado de la ribera, como una astuta rata de agua. Luego bajó precipitadamente por la escotilla. Sonja le siguió.
    Wolff quedó de pie sobre la alfombra, chorreando agua y tiritando. Estaba desnudo.
    —¿Qué ha sucedido?—le preguntó Sonja.
    —Prepárame un baño —dijo él.
    Sonj a cruzó el dormitorio hacia el cuarto de aseo. Tenía una bañera pequeña con un calentador eléctrico. Abrió los grifos y arrojó al agua un puñado de cristales perfumados. Wolff se metió en la bañera y dejó que el agua subiera a su alrededor.
    —¿Qué ha ocurrido? —repitió Sonja.
    Wolff dominó sus temblores.
    —No quise arriesgarme viniendo por el camino de sirga, de modo que me desnudé en la orilla opuesta y crucé a nado. Miré adentro y vi a ese hombre contigo... Supongo que era otro policía.
    —Sí.
    —De forma que tuve que esperar en el agua hasta que se marchó.
    Sonja rió.
    —¡Pobrecito!
    —¡No es nada divertido! ¡Dios, estoy helado! Los cabrones de la Abwehr me dieron dinero falso. Estrangularé a alguien por esto, en cuanto vaya a Alemania.
    —¿Por qué?
    —No sé si es incompetencia o deslealtad. Canaris ha sido siempre poco entusiasta respecto a Hitler. Cierra los grifos, ¿quieres?
    Empezó a quitarse el barro del río que tenía en las piernas.
    —Tendrás que usar tu propio dinero —dijo Sonja.
    —No puedo. Seguramente el banco tiene instrucciones de avisar a la policía en cuanto me deje ver. Podría pagar alguna que otra cuenta con cheques, pero eso podría ayudarles a pescarme. Me queda la posibilidad de vender una parte de mis valores, o incluso la villa, pero también en ese caso el dinero tiene que pasar por un banco...
    «Así es que tendrá que usar el mío —pensó Sonja—. Pero tú no pides: simplemente lo tomas.» Archivó la idea para considerarla en el futuro.
    —Ese detective va a vigilar el barco... Por orden de Vandam.
    Wolff sonrió abiertamente.
    —De modo que era Vandam.
    —¿Le heriste tú?
    —Sí, pero no sé dónde. No había luz.
    —En la cara. Tenía un enorme vendaje.
    Wolff lanzó una carcajada.
    —¡Ojalá pudiera verlo! —Se puso serio y preguntó—: ¿Te interrogó?
    —Sí.
    —¿Qué le dijiste?
    —Que apenas te conozco.
    —¡Bien hecho! —La miró apreciativamente. Sonja se dio cuenta de que él estaba contento y algo sorprendido de que hubiera conservado la sangre fría—. ¿Te creyó?
    —Por lo visto no, puesto que ordenó vigilarme.
    Wolff frunció el ceño.
    —Esto va a resultar un inconveniente. No puedo cruzar el río cada vez que quiera venir a casa...
    —No te preocupes —dijo Sonja—. Lo he arreglado.
    —¿De veras?
    No era exactamente así y Sonja lo sabía, pero sonaba bien.
    —El inspector es de los nuestros —explicó.
    —¿Un nacionalista?
    —Sí. Quiere usar tu radio.
    —¿Cómo sabe que tengo una radio?
    Había un tono amenazador en la voz de Wolff.
    —No lo sabe —respondió tranquilamente Sonja—. De lo que le han dicho los británicos deduce que eres un espía; y presume que un espía tiene un medio de comunicarse con los alemanes. Los nacionalistas desean enviar un mensaje a Rommel.
    Wolff sacudió la cabeza.
    —Prefiero no involucrarme en eso.
    Sonja no iba a dejar que deshiciera un pacto establecido por ella.
    —Tienes que hacerlo —dijo bruscamente.
    —Supongo que sí —admitió Wolff, abatido.
    Sonja experimentó una extraña sensación de poder. Era como si ahora mandase. Resultaba estimulante.
    —Están cerrando el cerco. No quiero más sorpresas como la de anoche. Quisiera dejar este barco, pero no sé adonde ir. Abdullah está enterado de que mi dinero no sirve. Le gustaría entregarme a los británicos. ¡Maldición!
    —Estarás seguro aquí, mientras cooperes con el detective.
    —No tengo alternativa.
    Sonja se sentó en el borde de la bañera, mirando el cuerpo desnudo de Wolff. Parecía... no derrotado, pero sí acorralado. Tenía la cara tensa y había en su voz un ligero tono de temor. Adivinó que Wolff, por vez primera, se estaba preguntando si podría sostenerse hasta que llegara Rommel. Y, también por primera vez, dependía de ella. Necesitaba su dinero; necesitaba su casa. La noche anterior había dependido de su silencio en el interrogatorio y en ese momento se creía salvado por su trato con el detective nacionalista. Estaba cayendo en su poder. La idea la fascinó. Se sintió sensualmente excitada.
    —No sé si mantener mi cita con esa chica, Elene, esta noche —dijo Wolff.
    —¿Por qué no? No tiene nada que ver con los británicos. ¡La conociste en una tienda!
    —Quizá. Es solo que creo más seguro quedarme aquí. No sé.
    —No —dijo Sonja con firmeza—. Yo la quiero.
    Wolff la miró con los ojos entornados. Ella no sabía si estaba considerando el asunto o pensando en su recién descubierta fuerza de voluntad.
    —Muy bien —dijo al final el espía—. Se trata de tomar precauciones.
    Wolff se había dado por vencido. Sonja había probado su fuerza contra la de él, y había ganado. Eso le causaba una especie de excitación. Se estremeció.
    —Todavía tengo frío —dijo Wolff—. Añade un poco de agua caliente.
    —No.
    Sin quitarse el camisón, Sonja entró en la bañera.
    Vandam se sentía optimista sentado en el Oasis Restaurant, sorbiendo un martini helado, con Jakes a su lado. Durmió todo el día y se despertó maltrecho, pero listo para contraatacar. Había ido al hospital, donde la doctora Abuthnot le dijo que era una locura estar levantado y dando vueltas, pero que le acompañaba la suerte, pues su herida estaba mejorando. Le había cambiado el vendaje por uno más pequeño y cuidado, que no tenía que atarse alrededor de la cabeza. Eran ya las siete y cuarto y en pocos minutos atraparía a Alex Wolff.
    Vandam y Jakes estaban en el fondo del salón, en un punto desde el cual dominaban todo el establecimiento. La mesa más cercana la ocupaban dos fornidos sargentos que comían pollo frito pagado por Información. Afuera, en un coche sin identificación que estaba estacionado al otro lado de la calle, había dos PM de paisano, con revólveres en los bolsillos de sus chaquetas. La trampa estaba montada; lo único que faltaba era la carnada. Elene llegaría en cualquier momento.
    Aquella mañana Billy había quedado impresionado por el vendaje. Vandam le hizo jurar que guardaría el secreto y luego le contó la verdad.
    —Tuve una pelea con un espía alemán. Él tenía un cuchillo. Se escapó, pero creo que podré atraparlo esta noche.
    Era un quebrantamiento del secreto, pero qué demonios, el muchacho necesitaba saber por qué su padre estaba herido. Después de escuchar lo sucedido, Billy ya no se sintió preocupado sino emocionado. Gaafar, pasmado, iba y venía silenciosamente y hablaba en susurros, como si hubiera un muerto en la casa.
    Con Jakes, la impulsiva intimidad de la noche anterior no había dejado ninguna huella evidente. Sus relaciones oficiales habían retornado: Jakes recibía órdenes, le llamaba señor y no daba opiniones ni aunque se las pidieran. «Estaba bien así —pensaba Vandam—; formaban un buen equipo. ¿Para qué hacer cambios?»
    Vandam consultó su reloj de pulsera. Eran las siete y treinta. Encendió otro cigarrillo. En cualquier momento Alex Wolff entraría por la puerta. Vandam se sintió seguro de reconocer a Wolff —un europeo alto, de nariz aguileña, con cabellos y ojos castaños; un hombre fuerte, en buena forma física—, pero no haría nada hasta que entrase Elene y se sentase con él. Entonces Vandam y Jakes actuarían. Si Wolff intentaba huir, los dos sargentos obstruirían la puerta y, en el caso improbable de que lograra pasar, los PM que estaban afuera le dispararían.
    Siete y treinta y cinco. Vandam anhelaba interrogar a Wolff. ¡Qué batalla de voluntades! Pero Vandam ganaría, porque tendría todas las ventajas. Tantearía a Wolff, buscaría los puntos débiles y luego presionaría hasta que el prisionero se quebrara.
    Siete y treinta y nueve. Wolff se retrasaba. Por supuesto, era posible que no viniera. «Dios no lo permita.» Vandam se estremeció al recordar el aire de suficiencia con que había dicho a Bogge: «Espero arrestarlo mañana por la noche». La sección de Vandam tenía mala fama en ese momento y solo el rápido arresto de Wolff le permitiría recuperarse. «Pero supongamos que, después del susto de anoche, Wolff haya decidido no hacerse notar durante una temporada. ¿Dónde se escondería?» De algún modo, Vandam tenía la impresión de que no hacerse notar no era el estilo de Wolff. En eso confiaba.
    A las siete cuarenta se abrió la puerta del restaurante y entró Elene. Vandam oyó que Jalees silbaba hacia dentro. La muchacha estaba estupenda. Llevaba un vestido de seda de color crema. La sencillez del corte hacía resaltar su esbelta figura, y el color y la textura de la tela favorecían su delicada piel bronceada: Vandam sintió el impulso repentino de acariciarla.
    Elene miró a su alrededor buscando, evidentemente, a Wolff. Sus ojos se encontraron con los de Vandam y siguieron su movimiento sin vacilar. El maitre se aproximó y ella le habló. La instaló en una mesa para dos, cerca de la puerta.
    Vandam captó la mirada de uno de los sargentos e inclinó la cabeza en dirección a Elene. El sargento hizo un ligero gesto de asentimiento y miró su reloj.
    ¿Dónde estaba Wolff?
    Vandam encendió un cigarrillo y empezó a preocuparse. Había supuesto que Wolff, siendo un caballero, llegaría con cierta anticipación y que Elene lo haría un poco después. De acuerdo con este guión, el arresto habría tenido lugar en el momento que ella se sentara. «Esto anda mal —pensó—. Anda condenadamente mal.»
    Un camarero le llevó a Elene algo de beber. Eran las siete y cuarenta y cinco. Ella miró en dirección a Vandam y encogió ligera y delicadamente sus finos hombros.
    Se abrió la puerta del restaurante. Vandam quedó inmóvil, con el cigarrillo a medio camino de los labios, y luego se retrepó de nuevo, decepcionado: solo era un muchachito. El chico entregó un papel a un camarero y volvió a salir.
    Vandam decidió pedir otra copa.
    Vio que el camarero iba a la mesa de Elene y le entregaba la nota. Vandam arrugó la frente. ¿Qué era eso? ¿Una disculpa de Wolff, que no podía acudir a la cita? El rostro de Elene mostró una expresión de perplejidad apenas perceptible. Miró a Vandam y volvió a encogerse ligeramente de hombros.
    Vandam consideró la posibilidad de ir y preguntarle qué ocurría..., pero eso daría al traste con la emboscada, pues, ¿qué ocurriría si Wolff entraba mientras Elene hablaba con él? Wolff podía dar media vuelta y huir, y solo tendría que eludir a los PM; dos personas en lugar de seis.
    Vandam murmuró a Jakes:
    —Espere.
    Elene tomó su cartera de la silla que estaba a su lado y se puso en pie. Miró otra vez a Vandam y luego se volvió. Vandam pensó que iba al tocador. En cambio, fue hasta la puerta y la abrió.
    Vandam y Jakes se levantaron al mismo tiempo. Uno de los sargentos se incorporó a medias, observando a Vandam y este le hizo señas de que se volvieran a sentar: no tenía objeto detener a Elene. Vandam y Jakes cruzaron deprisa el restaurante dirigiéndose hacia la puerta.
    Al pasar junto a los sargentos Vandam dijo:
    —Síganme.
    Salieron a la calle. Vandam miró a su alrededor. Había un mendigo ciego sentado contra la pared, con un platillo rajado que contenía algunas piastras. Tres soldados, uniformados, trastabillaban por la acera, ya borrachos, cogidos por los hombros, cantando una canción picaresca. Un grupo de egipcios se habían parado junto a la puerta del restaurante y se estrechaban vigorosamente las manos. Un vendedor ambulante ofreció a Vandam hojas de afeitar baratas. A pocos metros de distancia, Elene subía a un taxi.
    Vandam echó a correr.
    La puerta del taxi se cerró con violencia y el coche partió.
    Al otro lado de la calle, el auto de los PM rugió, salió disparado hacia delante y chocó con un autobús.
    Vandam alcanzó al taxi y saltó al estribo. El coche viró de repente. Vandam no pudo sostenerse, saltó, corrió y, finalmente, cayó.
    Se puso de pie. La cara le ardía de dolor: la herida sangraba de nuevo y sentía el pegajoso calor bajo el esparadrapo. Jakes y los dos sargentos se reunieron alrededor de Vandam. Al otro lado de la calle, los PM discutían con el conductor del autobús.
    El taxi había desaparecido.
    5
    Elene estaba aterrada. Todo había salido mal. Se suponía que iban a arrestar a Wolff en el restaurante y ahora estaba allí, en un taxi con ella, con una sonrisa salvaje. Elene no se movía. Tenía la mente en blanco.
    —¿Quién era ese hombre? —dijo Wolff sin dejar de sonreír.
    Elene no podía razonar. Miró a Wolff, luego hacia el otro lado, y dijo:
    —¿Cómo?
    —El hombre que nos persiguió. Saltó sobre el estribo. No pude verle bien, pero tuve la impresión de que era europeo. ¿Quién era?
    Elene dominó su temor. «Es William Vandam y tenía el propósito de arrestarlo.» Tenía que inventar una historia. ¿Por qué razón alguien podría salir de un restaurante para perseguirla e intentar meterse en su taxi?
    —Él... no lo conozco. Estaba en el restaurante. —De repente se inspiró—. Me estaba molestando. Yo estaba sola. Fue por su culpa, porque llegó tarde.
    —Lo siento muchísimo —dijo Wolff enseguida.
    Elene se sintió de pronto más confiada, después de ver que Wolff se tragaba su cuento tan fácilmente.
    —¿Y por qué estamos en un taxi? —preguntó—. ¿Qué es 'todo esto? ¿Por qué no estamos cenando?
    Elene percibió cierto tono quejumbroso en su propia voz, y lo aborreció.
    —Tuve una idea maravillosa. —Wolff volvía a sonreír y Elene contuvo un estremecimiento—. Vamos a hacer un picnic. Tengo una canasta en el maletero del coche.
    Elene no sabía si creerlo o no. ¿Por qué había empleado ese truco en el restaurante, mandar a un chico con el mensaje «La espero fuera A.W.» si no sospechaba una trampa? ¿Qué haría ahora? ¿La llevaría al desierto y la acuchillaría? Elene sintió un súbito impulso de saltar del coche. Cerró los ojos y se obligó a pensar con calma. «Si sospechaba que le había tendido una trampa, ¿por qué ha venido?» No; tenía que ser algo más complicado. Parecía que había creído lo del hombre del restaurante... Pero no estaba segura de lo que se ocultaba detrás de esa sonrisa.
    Preguntó:
    —¿Adonde vamos?
    —A unos cuantos kilómetros fuera de la ciudad, a un lugar de la ribera desde donde podemos contemplar la puesta del sol. Va a ser un atardecer encantador.
    —No quiero ir.
    —¿Qué le pasa?
    —Apenas le conozco.
    —No sea tonta. El conductor estará con nosotros todo el tiempo... y yo soy un caballero.
    —Debería bajar del coche.
    —Por favor, no. —Wolff le tocó suavemente el brazo—. Tengo un poco de salmón ahumado, un pollo frío, vino y una botella de champán. Estoy aburrido de los restaurantes.
    Elene reflexionó. Podía dejarlo y estaría segura... Nunca volvería a verle, eso era lo que quería, alejarse de él para siempre. «Pero yo soy la única esperanza de Vandam. ¿Qué me importa a mí Vandam? Sería feliz si no lo viera nunca más y volviera a la vida pacífica de antes...»
    La vida de antes.
    Sí, le importaba Vandam, se dio cuenta. Por lo menos, lo suficiente como para detestar la idea de fallarle. Tenía que quedarse con Wolff, cultivar su amistad, tratar de conseguir otra cita, de averiguar dónde vivía.
    Impulsivamente, dijo:
    —Vayamos a su casa.
    Wolff levantó las cejas.
    —¡Qué cambio de idea tan repentino!
    Elene se dio cuenta de que había cometido un error.
    —Estoy confundida —dijo—. Usted aparece de pronto con esta sorpresa. ¿Por qué no me avisó?
    —Hace solo una hora que se me ocurrió la idea. No pensé que podía asustarla.
    Elene se dio cuenta de que, sin proponérselo, estaba representando el papel de muchacha confundida. Decidió no exagerar.
    —Está bien —dijo. Trató de serenarse. Wolff la estaba estudiando.
    —No es tan vulnerable como parece, ¿verdad?
    —No lo sé.
    —Recuerdo lo que le dijo a Aristopoulos, el día que la vi por primera vez en la tienda.
    Elene también recordaba: había amenazado a Mikis con cortarle el pito si la tocaba otra vez. Debía haberse sonrojado, pero no podía hacerlo de forma voluntaria.
    —Estaba muy enojada —dijo.
    Wolff rió entre dientes.
    —Eso me pareció —dijo—. Trate de tener en cuenta que yo no soy Aristopoulos.
    Elene esbozó una sonrisa.
    —De acuerdo.
    Dirigió su atención al conductor. Había salido de la ciudad y Wolff empezó a darle instrucciones. Elene se preguntó dónde habría encontrado Wolff el taxi. Para los estándares egipcios, era lujosísimo. Se trataba de un coche americano, con asientos grandes y mullidos y muy espacioso, y parecía tener pocos años.
    Atravesaron una serie de aldeas y luego entraron en un camino en muy mal estado. Siguieron una senda sinuosa, subieron una pequeña cuesta y llegaron a una planicie al borde de un risco. El río quedaba directamente abajo y, en la otra orilla, Elene vio el mosaico de campos cultivados que se extendían a lo lejos hasta llegar a la bien definida línea bronceada que marcaba el margen del desierto.
    —¿No es un lugar encantador? —preguntó Wolff.
    Elene tuvo que darle la razón. Una bandada de vencejos que se elevaba en la otra ribera le hizo levantar la mirada y vio las nubes del atardecer ya bordeadas de rosa. Una joven—cita se alejaba del río con un enorme jarro de agua sobre la cabeza. Una falúa navegaba solitaria corriente arriba, impulsada por la suave brisa.
    El conductor bajó del auto y se alejó unos cincuenta metros. Se sentó, dándoles la espalda a propósito, encendió un cigarrillo y desplegó un periódico.
    Wolff sacó un cesto del maletero del coche y lo puso en el suelo del vehículo, entre ellos. Mientras él desempaquetaba la comida, Elene le preguntó:
    —¿Cómo descubrió este sitio?
    —Mi madre me traía aquí de niño. —Le sirvió un vaso de vino—. Después de morir mi padre, mi madre se casó con un egipcio. De vez en cuando ella se sentía oprimida en el hogar musulmán, así que me traía aquí en un gharry y me hablaba de... Europa y cosas por el estilo.
    —¿A usted le gustaba?
    Wolff vaciló.
    —Mi madre tenía su modo de echar a perder cosas como estas. Siempre interrumpía la diversión. Acostumbraba a decir: «Eres muy egoísta, como tu padre». A esa edad yo prefería a mi familia árabe. Mis hermanastros eran malísimos, y nadie trataba de dominarlos. Solíamos robar naranjas en jardines ajenos, arrojar piedras a los caballos para que se desbocaran, pinchar neumáticos de bicicletas... Solo a mi madre le molestaba, y lo único que hacía era advertirnos que, en última instancia, seríamos castigados. Siempre me decía: «¡Algún día te atraparán, Alex!».
    «La madre tenía razón», pensaba Elene. Algún día atraparían a Alex.
    Elene empezaba a serenarse. No sabía si Wolff llevaba el cuchillo que había usado en Assyut. Eso la puso tensa otra vez. La situación era tan normal —un hombre encantador que llevaba a una chica de picnic junto al río— que por un momento había olvidado que pretendía algo de él.
    Elene preguntó:
    —¿Dónde vive ahora?
    —Los británicos han... requisado mi casa. Estoy viviendo con unos amigos.
    Le alcanzó un plato de porcelana con una loncha de salmón ahumado; luego cortó un limón por la mitad, con un cuchillo de cocina. Elene observó las diestras manos de Wolff. Se preguntó qué quería él de ella que lo obligaba a empeñarse tanto en complacerla.
    Vandam se sentía muy desalentado. La cara le dolía tanto como su amor propio. El gran arresto había sido un fracaso. Había fracasado profesionalmente; Alex Wolff se había burlado de él, y él había puesto en peligro a Elene.
    Estaba en su casa, con un nuevo vendaje en la mejilla, sentado y bebiendo ginebra para calmar el dolor. Wolff le había eludido con condenada facilidad. Vandam estaba seguro de que el espía ignoraba lo de la emboscada. De lo contrario, no hubiera aparecido. No; solo estaba tomando precauciones; y las precauciones habían funcionado magníficamente bien.
    Tenía una buena descripción del taxi. Era un coche que se distinguía, bastante nuevo, y Jakes había conseguido ver el número de la matrícula. Todos los policías y PM de la ciudad lo estaban buscando y tenían orden de detenerlo de inmediato y arrestar a sus ocupantes. Tarde o temprano lo hallarían, pero Vandam estaba seguro de que sería demasiado tarde. Sin embargo, esperaba noticias junto al teléfono.
    ¿Qué estaría haciendo Elene? Tal vez se encontraba en otro restaurante, a la luz de las velas, bebiendo vino y celebrando los chistes de Wolff. Vandam la imaginó, con su vestido color crema, sosteniendo una copa y sonriendo maliciosamente... aquella sonrisa que prometía todo lo que uno quería. Vandam miró su reloj. Quizá habían terminado de cenar. ¿Qué harían entonces? Era tradicional ir a ver las pirámides a la luz de la luna: el cielo negro, las estrellas, el interminable y chato desierto, y también los afilados planos triangulares de las tumbas faraónicas. El lugar estaría vacío, excepto, tal vez, por alguna pareja de amantes. Quizá treparan hasta una cierta altura, él adelantándose y luego ofreciendo sus brazos para que ella subiera. Pero pronto Elene quedaría exhausta, con el cabello y el vestido desarreglados, y diría que aquellos zapatos no estaban diseñados para escalar. Así que se sentarían sobre las piedras grandiosas, todavía calientes por el sol, y respirarían el aire tibio mientras observaban las estrellas. Al regresar hacia el taxi, ella tiritaría dentro de su vestido sin mangas y Wolff le pasaría el brazo por los hombros para darle calor. ¿La besaría en el taxi? No, era muy maduro para hacer eso. Cuando le hiciera una sugerencia, sería de alguna manera indirecta. ¿Propondría regresar a su casa o a la de ella? Vandam no sabía qué desear. Si fueran a la casa de Wolff, Elene informaría por la mañana y podrían arrestar al espía en su domicilio, con su radio, su código y tal vez los mensajes enviados y recibidos. Profesionalmente eso sería mejor... pero también significaría que Elene pasaría una noche con Wolff, y esa idea molestó a Vandam más de lo debido. De otro modo, si fueran a la casa de ella, donde Jakes estaba esperando con diez hombres y tres coches, atraparían a Wolff antes de que tuviera oportunidad de...
    Vandam se puso de pie y paseó de un lado a otro de la habitación. Distraídamente tomó el libro Rebeca, el que pensaba que Wolff estaba usando como base de su código. Leyó la primera línea: «Anoche soñé que volvía a Manderley». Dejó el libro, luego lo volvió a abrir y siguió leyendo. La historia de la muchacha vulnerable, intimidada, era una buena distracción. Cuando se dio cuenta de que la chica se casaría con el viudo maduro y atractivo, y que el matrimonio sería desafortunado a causa de la presencia espectral de la primera esposa, cerró el libro y lo dejó otra vez. ¿Cuál era la diferencia de edad entre él y Elene? ¿Durante cuánto tiempo lo obsesionaría el recuerdo de Angela? También ella había sido fríamente perfecta. Elene, como ella, era joven e impulsiva, y necesitaba que la rescataran de la vida que llevaba. Estos pensamientos lo irritaban, pues él no iba a casarse con Elene. Encendió un cigarrillo. ¿Por qué pasaba el tiempo tan lentamente? ¿Por qué no sonaba el teléfono? ¿Cómo pudo dejar que Wolff se le escapara de entre las manos dos veces en dos días? ¿Dónde estaba Elene?
    ¿Dónde estaba Elene?
    Antes ya había puesto en peligro a una mujer. Ocurrió después de su otro fracaso, cuando Rashid Alí salió furtivamente de Turquía bajo las propias narices de Vandam. Este había enviado a un agente para detener al espía alemán, el hombre que había intercambiado ropas con Alí le ayudó a escapar. Vandam esperaba salvar algo del desastre descubriendo todo lo relativo a aquel individuo. Pero al día siguiente encontraron muerta a la mujer sobre una cama de hotel. Era un paralelismo escalofriante.
    No tenía sentido quedarse en casa. No podía dormir y no había ninguna otra cosa que pudiera hacer allí. Iría a reunirse con Jakes y los otros, pese a las órdenes de la doctora Abuthnot. Se puso una chaqueta y la gorra del uniforme, salió y sacó su motocicleta del garaje.
    Elene y Wolff permanecían de pie juntos, cerca del borde del risco, mirando las luces brillantes de El Cairo y las más cercanas, trémulas y mortecinas, de las hogueras de los campesinos en las oscuras aldeas. Elene pensaba en un campesino imaginario —trabajador, paupérrimo, supersticioso—, colocaba un colchón de paja sobre el suelo de tierra, se cubría con una manta burda y buscaba consuelo en los brazos de su mujer. Elene había dejado atrás la miseria —para siempre, esperaba—, pero a veces le parecía que con ella había dejado atrás algo más, algo de lo que no podía prescindir. En Alejandría, cuando era niña, la gente dejaba impresiones de las palmas de las manos, en color azul, sobre las rojas paredes de barro. Formas de manos para protegerse del mal. Elene no creía en la eficacia de las impresiones de palmas, pero, a pesar de las ratas, a pesar de los aullidos cuando el prestamista golpeaba a sus dos esposas, a pesar de las garrapatas que infestaban a todos, a pesar de la muerte de muchos recién nacidos, ella creía que había algo allí que los protegía del mal. Intentaba encontrar ese algo cuando llevaba hombres a su casa, cuando los admitía en su cama, aceptaba sus regalos, sus caricias y su dinero, pero nunca lo encontraba.
    No quería hacer eso nunca más. Había empleado demasiado tiempo de su vida buscando el amor donde no correspondía. En especial, no quería ir con Alex Wolff, aunque a ratos se preguntaba: «¿Por qué no hacerlo una vez más?». Ese era el punto fríamente razonable de Vandam. Pero cada vez que contemplaba la posibilidad de hacer el amor con Wolff, veía la imagen que la había acosado durante las últimas semanas: la de seducir a William Vandam. Sabía cómo sería Vandam: la miraría con inocente admiración y la acariciaría asombrado de placer. Pensando en eso, Elene se sintió momentáneamente incapaz de resistir el deseo. También sabía cómo sería Wolff: malicioso, egoísta, hábil e inconmovible.
    Se volvió de espaldas al panorama y caminó en silencio hasta el coche. Era el momento de que Wolff se le insinuara. Habían terminado la comida, vaciado la botella de champán y el termo de café y liquidado el pollo y el racimo de uvas. Él esperaría su justa recompensa. Desde el asiento trasero del coche, lo observó. Wolff permaneció un momento en el borde del risco y luego caminó hacia ella, llamando al conductor. Tenía el porte seguro que la estatura a menudo da a los hombres. Era atractivo, mucho más encantador que cualquiera de los amantes que había tenido Elene; pero ella le tenía miedo, y ese miedo no provenía solo de lo que sabía de Wolff, de su historia, sus secretos y su cuchillo, sino de la comprensión intuitiva de la naturaleza: de algún modo, Elene sabía que su encanto no era espontáneo, sino fingido, y que se mostraba amable porque quería utilizarla.
    Ya la habían utilizado demasiado.
    Wolff se sentó a su lado.
    —¿Le agradó el picnic?
    Elene hizo un esfuerzo por parecer animada.
    —Sí, fue delicioso. Gracias.
    El coche arrancó. O bien Wolff la invitaría a su casa, o la llevaría a su apartamento y le pediría tomar una copa con ella para terminar la noche. Tendría que buscar una forma alentadora de negarse. Se le ocurrió que eso era ridículo: se estaba comportando como una virgen asustada. «¿Qué estoy haciendo... reservándome para el Príncipe Azul?», pensó.
    Había permanecido silenciosa durante demasiado tiempo. Se suponía que debía ser graciosa y simpática. Debía hablarle.
    —¿Ha oído las noticias sobre la guerra? —preguntó, y se dio cuenta de inmediato de que no era el más divertido de los temas.
    —Los alemanes siguen ganando —respondió Wolff—. Por supuesto.
    —¿Por qué «por supuesto»?
    Wolff la miró sonriendo condescendiente.
    —El mundo está dividido en amos y esclavos, Elene. —Hablaba como si estuviera explicando hechos evidentes a un colegial—. Los británicos han sido los amos durante demasiado tiempo. Se han ablandado y ahora le toca el turno a otros.
    —Y los egipcios... ¿son amos o esclavos?
    Elene sabía que debía callarse la boca, que caminaba sobre una fina capa de hielo, pero la suficiencia de Wolff la enfurecía.
    —Los beduinos son amos —dijo él—. Pero el egipcio es un esclavo nato.
    «Dice en serio todas y cada una de estas palabras», pensó Elene y se estremeció.
    Llegaron a los suburbios de la ciudad. Ya era más de medianoche y reinaba la tranquilidad, pero el centro todavía estaría muy activo. Wolff preguntó:
    —¿Dónde vive usted?
    Elene se lo dijo. De modo que iba a ser allí. • Wolff continuó:
    —Tenemos que repetir esto.
    —Me encantaría.
    Alcanzaron Sharia Abbas y Wolff le indicó al conductor que se detuviera. Elene se preguntó qué pasaría entonces. Wolff se dirigió a ella y dijo:
    —Gracias por la encantadora velada. La veré pronto.
    Se apeó del coche.
    Elene lo miró estupefacta. Wolff se agachó junto a ¡a ventanilla del conductor, le entregó una suma de dinero y le dio la dirección de Elene. El chófer asintió con la cabeza. Wolff dio un golpe en el techo del auto y el taxista arrancó. Elene miró hacia atrás y vio a Wolff que la saludaba con la mano. Cuando el coche doblaba una esquina, Wolff echó a andar hacia el río.
    «¿Qué conclusión se puede sacar de esto?», se preguntó Elene.
    Ninguna sugerencia, ninguna invitación a su casa, ni copa ni siquiera un beso de buenas noches. ¿A qué jugaba, a hacerse el difícil?
    Pensó, perpleja, en todo el asunto mientras el taxi la conducía a su casa. Quizá la técnica de Wolff era tratar de intrigar a las mujeres. Quizá solo era un excéntrico. Cualquiera que fuese la razón, ella estaba muy agradecida. Se reclinó en el asiento y aflojó los músculos. No estaba obligada a elegir entre rechazarlo o ir a la cama con él. Gracias a Dios.
    El taxi se detuvo en la puerta de la casa de Elene. Repentinamente, de la nada, aparecieron tres coches rugiendo. Uno se detuvo justo frente al taxi; el otro detrás, muy cerca, y el tercero, a un lado. Unos hombres surgieron de las sombras. Abrieron de par en par las cuatro puertas del coche, y cuatro revólveres apuntaron al interior. Elene lanzó un grito.
    Entonces apareció una cabeza dentro del auto, y Elene reconoció a Vandam.
    —¿Se ha ido? —preguntó.
    Elene se dio cuenta de lo que ocurría.
    —Pensé que iban a dispararme —replicó.
    —¿Dónde lo ha dejado?
    —En Sharia Abbas.
    —¿Cuánto hace?
    —Cinco minutos. ¿Puedo salir del coche?
    Vandam le dio la mano y ella bajó a la acera.
    —Siento haberla asustado —le dijo Vandam.
    —Esto es lo que se dice cerrar la puerta del establo cuando el caballo ya se ha escapado.
    —Así es.
    Vandam parecía totalmente derrotado.
    Elene sintió cariño por él. Le tocó el brazo.
    —No tiene ni idea de lo feliz que me siento al verle —dijo.
    Vandam la miró extrañado, como si no supiera con seguridad si creerla o no.
    —¿Por qué no manda a casa a sus hombres y me acompaña a mi apartamento? —preguntó Elene.
    Vandam dudó un instante.
    —Muy bien. —Se volvió hacia uno de sus hombres, un capitán—. Jakes, quiero que interrogue al conductor del taxi; vea lo que puede sacarle. Despida a los hombres. Lo veré en el Cuartel General dentro de una hora, aproximadamente.
    —Muy bien, señor.
    Elene lo condujo hacia dentro. ¡Era tan agradable entrar en casa, dejarse caer en el sofá y quitarse los zapatos de una patada! La prueba había pasado, Wolff se había ido y Vandam estaba allí.
    —Sírvase una copa—dijo.
    —No, gracias.
    —¿Qué es lo que ha salido mal?
    Vandam se sentó al otro lado y sacó sus cigarrillos.
    —Esperábamos que cayera en la trampa sin percatarse de nada... pero sospechó, o fue cauteloso, y se nos escapó. ¿Qué ocurrió después?
    Elene apoyó la cabeza en el respaldo del sofá, cerró los ojos y en pocas palabras le relató lo ocurrido. No dijo lo que había pensado respecto a acostarse con Wolff, ni que este apenas la había tocado en toda la noche. Habló imperiosamente: quería olvidar, no recordar. Cuando terminó dijo:
    —Prepáreme una copa, aunque usted no beba.
    Vandam se dirigió al armario. Elene se dio cuenta de que estaba enfadado. Miró el vendaje que tenía en la cara. Lo había advertido en el restaurante y, de nuevo, hacía pocos minutos, pero ahora tenía tiempo de formularle ciertas preguntas.
    —¿Qué le ha ocurrido en la cara?
    —Anoche casi capturamos a Wolff.
    —¡Oh, no!
    Así que Vandam había fracasado dos veces en veinticuatro horas. No le extrañaba que se sintiera derrotado. Elene quería consolarlo, rodearlo con sus brazos, hacerle apoyar la cabeza en su regazo y acariciarle el cabello. Su deseo se asemejaba a un dolor. Decidió —impulsivamente, como siempre decidía las cosas— que esa noche lo llevaría a su cama.
    Vandam le sirvió una copa. También preparó otra para él. Cuando Vandam se inclinó hacia delante para alcanzarle el vaso ella levantó una mano, le tocó la barbilla con la punta de los dedos y le hizo girar la cabeza, para poder observar la mejilla. Él la dejó mirar durante un segundo y después apartó la cabeza.
    Elene no le había visto nunca tan tenso. Vandam cruzó el cuarto y se sentó frente a ella, erguido, en el borde de la silla. Estaba conteniendo una fuerte emoción, algo parecido a la ira, pero cuando Elene lo miró a los ojos no vio cólera, sino dolor.
    —¿Qué impresión le ha causado Wolff? —preguntó entonces Vandam.
    Elene no estaba segura del objeto de la pregunta.
    —Encantador. Inteligente. Peligroso.
    —¿Su aspecto?
    —Manos cuidadas, camisa de seda, un bigote que no le sienta bien. ¿Qué trata de averiguar?
    Vandam sacudió la cabeza irritado.
    —Nada. Todo.
    Encendió otro cigarrillo.
    Con ese humo no podría llegar a él. Elene quería que Vandam se sentara a su lado, que le dijera que era hermosa y valiente y que había actuado bien; pero sabía que era inútil preguntar. Aun así, indagó:
    —¿Cómo lo he hecho?
    —No lo sé —contestó Vandam—. ¿Qué hizo?
    —Usted sabe lo que hice.
    —Sí. Estoy sumamente agradecido.
    Vandam sonrió, pero ella se dio cuenta de que la sonrisa no era sincera. ¿Qué le ocurría? Había algo familiar en su cólera, algo que ella entendería tan pronto como pudiera palparlo. No era solo la idea de haber fracasado. Era su actitud, la forma en que le hablaba, cómo se sentaba frente a ella y, en especial, cómo la miraba. Su expresión era... era casi de repugnancia.
    —¿Wolff dijo que la vería otra vez? —preguntó Vandam.
    —Sí.
    —Espero que lo haga. —Apoyó el mentón en las manos. Tenía la cara crispada por la tensión. Columnas de humo ascendían de su cigarrillo—. ¡Cristo, espero que lo haga!
    —Ya veo. «Tenemos que repetir esto», ¿eh?
    —Algo así. ¿En qué cree que pensaba, exactamente?
    Elene se encogió de hombros.
    —Otro picnic, otra cita. ¡Maldita sea, William! ¿Qué le ha picado?
    —Es simple curiosidad —contestó él. En su rostro apareció una sonrisa torcida, que ella nunca le había visto—. Quisiera saber lo que hicieron, además de comer y beber, en el asiento trasero de ese enorme taxi, y en la orilla del río; ya sabe, todo ese tiempo juntos, en la oscuridad, un hombre y una mujer...
    —¡Cállese! —Elene cerró los ojos. De pronto comprendía, sabía. Sin abrirlos, dijo—: Voy a acostarme. Ya conoce la salida.
    Pocos minutos después se oyó un portazo.
    Elene fue a la ventana y miró hacia la calle. Le vio salir del edificio y montar en su motocicleta. Vandam puso el motor en marcha y se alejó a gran velocidad, doblando la esquina como si estuviera en una carrera. Elene estaba muy cansada y algo triste por tener que pasar la noche sola. Pero no se sentía desdichada, porque había comprendido la ira de Vandam. Sabía cuál era el motivo y eso le daba esperanzas. Cuando él desapareció de su vista, Elene sonrió ligeramente y dijo en voz queda:
    —William Vandam, creo que realmente estás celoso.
    S
    Cuando el comandante Smith hizo su tercera visita a la casa flotante, a la hora del almuerzo, Wolff y Sonja habían logrado desarrollar una hábil rutina. Wolff se escondía en el armario cuando el mayor se acercaba. Sonja lo recibía en el salón con una copa. Hacía que se sentara allí, asegurando así que dejara el maletín antes de pasar al dormitorio. Después de un minuto o dos, ella empezaba a besarlo. Entonces ya podía hacer lo que quisiera, porque Smith quedaba paralizado por la lujuria. Sonja se las ingeniaba para quitarle los pantalones cortos, y enseguida lo llevaba al dormitorio.
    Para Wolff resultaba evidente que al comandante nunca le había ocurrido nada parecido: era esclavo de Sonja mientras ella le dejara hacerle el amor. Wolff estaba agradecido; las cosas no serían tan sencillas con un hombre más fuerte de espíritu.
    En cuanto Wolff oía crujir la cama, salía del armario. Sacaba la llave del bolsillo de los pantalones cortos y abría el maletín. El cuaderno y el lápiz estaban a su lado, preparados.
    La segunda visita de Smith había sido una decepción que indujo a creer a Wolff que quizá Smith solo tenía acceso ocasional a los planes de batalla. Sin embargo, esa tercera vez volvió a encontrar oro.
    El general sir Claude Auchinleck, el comandante en jefe para Oriente Medio, había asumido el mando directo del Octavo Ejército del general Neil Ritchie. Como señal de pánico de los aliados, eso solo sería una buena noticia para Rommel. También podía ayudar a Wolff, pues significaba que las batallas se estaban planificando en El Cairo y no en el desierto, con lo cual era más probable que Smith obtuviera copias de los planes.
    Los aliados habían retrocedido hasta una nueva línea defensiva en Mersa Matruh, y el documento más importante que se encontraba en el maletín de Smith era un resumen de la nueva disposición.
    La nueva línea comenzaba en la aldea costera de Matruh y se extendía hacia el sur, desierto adentro, hasta una escarpa llamada Sidi Hamza. El Décimo Cuerpo estaba en Matruh; luego había un nutrido campo de minas de veinticuatro kilómetros de largo; después, un campo minado menos denso de dieciséis kilómetros; a continuación, la escarpa; por fin, al sur de la escarpa, el Decimotercer Cuerpo.
    Con el oído atento a los ruidos del dormitorio, Wolff examinó la posición. El cuadro era bastante claro: la línea aliada era fuerte en los extremos y débil en el medio.
    El movimiento más probable de Rommel, conforme al razonamiento de los aliados, era un rápido desplazamiento alrededor del sur de la línea, una maniobra de flanqueo clásica del mariscal, más factible que su captura de unas quinientas toneladas de combustible en Tobruk. Ese avance sería rechazado por el Decimotercer Cuerpo, que estaba formado por la poderosa i.a División Blindada y la 2.a División de Nueva Zelanda, esta última —acotaba con amabilidad el sumario— recientemente llegada de Siria.
    Pero Rommel, armado por la información de Wolff, podía, en cambio, golpear el débil centro de la línea y volcar sus fuerzas a través de la brecha como la corriente que hace estallar una presa en su punto más vulnerable.
    Wolff sonrió para sí. Sintió que estaba desempeñando un Papel muy importante en la lucha por la dominación alemana en África del Norte: esto era enormemente satisfactorio.
    En el dormitorio saltó un corcho.
    Smith siempre sorprendía a Wolff por la rapidez con que hacía el amor.
    El taponazo era la señal de que todo había terminado, y Wolff contaba con unos pocos minutos para poner orden antes de que el comandante fuera en busca de sus pantalones.
    El espía devolvió los documentos al maletín, lo cerró y colocó la llave en el bolsillo de los pantalones. Ya no regresaba al armario... con una vez había bastado. Se metió los zapatos en los bolsillos de los pantalones y, silenciosamente, en calcetines y de puntillas, subió la escalera, cruzó la cubierta y bajó por la pasarela hasta el camino de sirga. Luego se calzó y se fue a almorzar.
    —Espero que su herida esté cicatrizando rápidamente —dijo Kemel mientras estrechaba la mano de Vandam.
    —Siéntese —respondió el comandante—. El maldito vendaje molesta mucho más que la herida. ¿De qué se trata?
    Kemel tomó asiento, cruzó las piernas y se arregló la raya de sus pantalones negros, de algodón.
    —Se me ocurrió traerle en persona el informe de vigilancia, aunque me temo que no hay nada de interés en él.
    Vandam tomó el sobre que le ofrecían y lo abrió. Contenía una hoja escrita a máquina. Empezó a leer.
    La noche anterior Sonja había vuelto a su casa a las once, presumiblemente del Cha—Cha Club. Había estado sola. La vieron de nuevo a la mañana siguiente, a las diez, vestida con una bata. A la una llegó el cartero. Sonja salió a las cuatro y regresó a las seis, llevando una bolsa con el nombre de una de las tiendas más caras de El Cairo. A esa hora, se había producido el cambio de turnos de vigilancia, con la llegada del guardia nocturno; el día anterior, Vandam había recibido de Kemel un informe similar que abarcaba las doce horas de vigilancia. Por lo tanto, durante dos días la conducta de Son—ja parecía ser rutinaria y por completo inocente, y ni Wolff ni ninguna otra persona la había visitado en la casa flotante.
    Vandam estaba decepcionado.
    —Los hombres que estoy empleando son muy responsables y me informan directamente —dijo Kemel.
    Vandam gruñó; luego se esforzó en ser amable.
    —Sí, estoy seguro —dijo—, Gracias por venir.
    Kemel se puso de pie.
    —No hay por qué darlas —respondió—. Adiós.
    El detective se retiró. Vandam permaneció sentado, cavilando. Volvió a leer el informe de Kemel, como si entre líneas pudiera ver algún indicio. Si Sonja estaba vinculada a Wolff —y por alguna razón Vandam todavía creía que así era—, resultaba claro que la relación no era estrecha. Si ella se reunía con alguien, debía de ser fuera de la casa flotante.
    Vandam fue hasta la puerta y llamó:
    —¡Jakes!
    —¡A sus órdenes!
    Vandam volvió a tomar asiento y Jakes entró. El comandante dijo:
    —De ahora en adelante quiero que pase sus veladas en el Cha—Cha Club. Vigile a Sonja y observe con quién se sienta después del espectáculo. Además, soborne a un camarero para que le diga si alguien va a su camerino.
    —Muy bien, señor.
    Vandam le despachó con un ademán, y agregó sonriendo:
    —Permiso concedido para que se divierta.
    Fue un error sonreír: le dolió. Por lo menos, ya no estaba tratando de vivir de glucosa disuelta en agua caliente. Gaa—far le daba puré de patatas y salsa, que podía comer con una cuchara y tragar sin masticar. Vivía de eso y de ginebra. La doctora Abuthnot también le había dicho que bebía y fumaba demasiado, y él había prometido reducir el consumo... después de la guerra. íntimamente pensaba: «En cuanto agarre a Wolff».
    Si Sonja no iba a conducirlo adonde estaba Wolff, solo Elene podía hacerlo. Vandam estaba avergonzado de su comportamiento en el apartamento. Estaba furioso por su propio fracaso, y pensar que ella se iría con Wolff le había enloquecido. Su conducta solo se podía describir como un ataque de mal genio. Elene era una chica adorable que estaba arriesgando su cabeza por ayudarle, y lo menos que le debía era cortesía.
    Wolff había dicho que vería otra vez a Elene. Esperaba que el espía se pusiera pronto en contacto con ella. Aún se sentía irracionalmente furioso ante la idea de que estuvieran juntos; pero dado que la investigación en la casa flotante había resultado ser un callejón sin salida, Elene era su única esperanza. Permaneció sentado en su escritorio, deseando que sonara el teléfono, sintiendo pavor por lo mismo que tanto deseaba.
    Elene fue de compras a última hora de la tarde. Su apartamento parecía causarle claustrofobia después de haber pasado la mayor parte del día yendo de habitación en habitación sin poder concentrarse en nada, sintiéndose alternativamente desdichada y feliz; de modo que se puso un alegre vestido a rayas y salió a la luz del sol.
    Le gustaba ir al mercado de frutas y verduras. Era un lugar animado, en especial al finalizar el día, cuando los comerciantes trataban de liquidar el resto de su mercancía. Elene se detuvo a comprar tomates. El hombre que la servía eligió uno con una ligera magulladura y lo arrojó ostentosamente antes de llenar una bolsa de papel con ejemplares perfectos. Elene rió porque sabía que, en cuanto ella se fuera, recogerían el tomate estropeado y lo pondrían otra vez a la venta, para repetir toda la pantomima con el siguiente comprador. Eíene regateó brevemente el precio, pero el vendedor adivinó que lo estaba haciendo sin verdadero ánimo y ella terminó pagando casi lo mismo que le había pedido al principio.
    También compró huevos, pues había decidido hacer una tortilla para la cena. Era bueno llevar una cesta de alimentos, con más de lo que podía consumir en una comida; la hacía sentirse segura. Recordaba los días en que no podía cenar.
    Dejó el mercado y fue a mirar escaparates en busca de vestidos. Elene compraba la mayoría de su ropa guiada por impulsos. Tenía ideas firmes respecto a lo que le agradaba, y si planeaba una salida para comprar una cosa concreta, nunca podía encontrarla. Un día quería tener su propia modista.
    «Me pregunto si William Vandam podría pagarle eso a su esposa», pensó.
    Cuando recordó a Vandam se sintió feliz, hasta que Wolff se cruzó en su mente.
    Sabía que podía escapar, si en realidad lo deseaba, simplemente negándose a ver a Wolff, negándose a tener una cita con él, negándose a contestar su mensaje. No tenía obligación de actuar de cebo en una trampa para un asesino acuchillador. Volvía de forma reiterada a esa idea, sin darse tregua, como si fuera un diente flojo: «no estoy obligada».
    De pronto perdió interés por los vestidos y se dirigió a su casa. Le hubiera gustado hacer tortilla para dos, pero podía estar agradecida de poderla hacer para uno. Sentía cierto inolvidable dolor en el estómago cuando, habiéndose acostado sin cenar, se levantaba por la mañana para no desayunar. A los diez años Elene se había preguntado en secreto cuánto tardaba una persona en morirse de hambre. Estaba segura de que Vandam no había sufrido esas torturas en su niñez.
    Cuando dobló hacia la entrada del edificio de su apartamento, oyó una voz llamar:
    —¡Abigail!
    Quedó paralizada por la conmoción. Era la voz de un fantasma. No se atrevía a mirar. La voz llamó de nuevo:
    —¡Abigail!
    Hizo un esfuerzo y se volvió. Una figura salió de las sombras: un judío viejo, pobremente vestido, con la barba enmarañada, y los pies, de venas hinchadas, calzados con sandalias de caucho...
    —¡Padre! —exclamó.
    El anciano permanecía frente a ella, temeroso de tocarla, limitándose a mirarla.
    —Siempre tan hermosa y no eres pobre...
    Impulsivamente, Elene se adelantó y le besó en la mejilla; luego retrocedió. No sabía qué decir.
    —Tu abuelo, mi padre, ha muerto —anunció el anciano.
    Elene lo tomó del brazo y lo condujo escaleras arriba. Todo era irreal, como un sueño.
    Una vez en el apartamento, Elene dijo a su padre que le haría bien comer y lo llevó a la cocina. Puso una sartén a calentar y empezó a batir los huevos.
    —¿Cómo me encontraste? —preguntó dándole la espalda.
    —Siempre supe dónde estabas —contestó el anciano—. Tu amiga Esme escribe a su padre, a quien veo algunas veces.
    Esme era una conocida, más que una amiga, pero Elene se encontraba con ella accidentalmente cada dos o tres meses. Nunca le reveló que escribía a su casa. Elene dijo:
    —No quería que me obligaras a volver.
    —¿Y qué te habría dicho? ¿Ven a casa, es tu deber morir de hambre con tu familia? No. Pero sabía dónde estabas.
    Puso unas rodajas de tomate en la tortilla.
    —Habrías dicho que es mejor morir de hambre que vivir inmoralmente.
    —Sí, lo habría dicho. ¿Y me habría equivocado?
    Elene se volvió para mirarle. El glaucoma que había cegado su ojo izquierdo, hacía años se estaba extendiendo al derecho. Calculaba que su padre tenía cincuenta y cinco años: parecía tener setenta.
    —Sí, te habrías equivocado —dijo Elene—. Siempre es mejor vivir.
    —Quizá lo sea.
    La sorpresa de Elene debía de haberse reflejado en su cara pues él le explicó:
    —No estoy tan seguro de estas cosas como solía estarlo. Me estoy volviendo viejo.
    Elene cortó la tortilla por la mitad y sirvió dos platos. Puso un trozo de pan en la mesa. Su padre se lavó las manos y luego bendijo el pan. «Bendito seas Tú, oh Señor nuestro Dios, Rey del Universo...» Elene se sorprendió de que la oración no la enfureciera. En los momentos más amargos de su vida solitaria, maldijo muchas veces a su padre, a él y su religión, porque la habían llevado a aquella existencia. Había tratado de adoptar una actitud indiferente, quizá de ligero desprecio, pero nunca llegó a lograrlo. Mientras observaba a su padre pensó: «¿Y qué hago yo cuando este hombre a quien odio aparece en el umbral? Le beso en la mejilla, lo traigo a casa y le doy de cenar».
    Comenzaron a comer. El anciano tenía mucha hambre y devoró la comida. Elene no sabía por qué había venido. ¿Era solo para decirle que había muerto su abuelo? No. Quizá eso fuera una parte, pero había más.
    Preguntó por sus hermanas. Después de la muerte de su madre, las cuatro, de distinto modo, se habían separado de él. Dos se habían ido a América, una se había casado con el hijo del peor enemigo de su padre, y la más joven, Naomí, había elegido la vía de escape más seguro y había muerto. Elene se dio cuenta de que el anciano estaba destrozado.
    Él le preguntó qué hacía. Ella decidió contarle la verdad.
    —Los británicos estaban tratando de atrapar a un hombre, un alemán, creen que es espía. Mi trabajo es trabar amistad con él... Soy la carnada de una trampa. Pero... creo que quizá no pueda volver a ayudarlos.
    El padre de Elene dejó de comer.
    —¿Tienes miedo?
    Ella asintió.
    —Es un hombre muy peligroso. Mató a un militar con un cuchillo. Anoche... tenía que encontrarlo en un restaurante y los británicos iban a arrestarlo, pero algo salió mal y pasé toda la noche con él. Estaba tan asustada... Y cuando todo terminó, el inglés... —Se detuvo y respiró profundamente—. De todos modos, es posible que no les vuelva a ayudar.
    El anciano siguió comiendo.
    —¿Amas a ese inglés?
    —No es judío —dijo Elene desafiante.
    —He dejado de juzgar.
    La muchacha no podía concebirlo. ¿No quedaba nada de su padre?
    Terminaron la comida y Elene se levantó para prepararle una taza de té. El hombre dijo:
    —Los alemanes se están acercando. Será muy difícil para los judíos. Me voy.
    —¿Adonde irás?
    —A Jerusalén.
    —¿Cómo llegarás? Los trenes están repletos, hay un cupo para los judíos...
    —Voy a ir caminando.
    Elene lo miró fijamente; no podía creer que hablara en serio, ni que hiciera bromas sobre esas cosas.
    —¿Caminando?
    El hombre sonrió.
    —Lo han hecho otros.
    Elene se dio cuenta de que lo decía en serio y se enojó con su padre.
    —Según recuerdo, Moisés no lo consiguió.
    —Quizá pueda lograr que alguien me lleve.
    —¡Es una locura!
    —¿Acaso no he sido siempre un poco loco?
    —¡Sí! —gritó Elene. Súbitamente su ira se desmoronó—. Sí, siempre has sido un poco loco, y no debiera ser tan tonta como para pretender que cambies de idea.
    —Rezaré a Dios por ti. Aquí tendrás una oportunidad. Eres joven y hermosa, y quizá no lleguen a descubrir que eres judía. Pero yo, un viejo inútil que murmura oraciones hebreas... a mí me enviarían a un campo donde seguramente moriría. Siempre es mejor vivir. Tú lo has dicho.
    Elene trató de convencerle de que permaneciera con ella, al menos por una noche, pero no accedió. Le dio un suéter y una bufanda, y todo el dinero que tenía en casa, y le dijo que si esperaba un día más podría sacar dinero del banco y comprarle una buena chaqueta. Pero él tenía prisa. Elene lloró, se secó los ojos y volvió a llorar. Cuando su padre partió, se asomó a la ventana y lo vio caminar por la calle, un hombre viejo que se iba de Egipto, hacia el desierto, siguiendo los pasos de los Hijos de Israel. Quedaba algo del padre de Elene: su ortodoxia se había moderado, pero aún tenía voluntad de hierro. Desapareció entre la multitud y ella se alejó de la ventana. Cuando pensó en la valentía de su padre se dio cuenta de que no podía abandonar a Vandam.
    —Es una chica misteriosa —dijo Wolff—. No puedo entenderla bien. —Estaba sentado sobre la cama, observando cómo se vestía Sonja—. Es un poco asustadiza. Cuando le propuse ir de picnic se puso muy nerviosa; dijo que apenas me conocía, como si necesitara un ama.
    —Contigo, la necesitaba —dijo Sonja.
    —Y sin embargo, sabe ser muy ruda y directa.
    —Solo tienes que traerla a casa. Yo la entenderé.
    —Me inquieta. —Wolff frunció el ceño. Estaba pensando en voz alta—. Alguien trató de meterse en el taxi cuando nos alejábamos del restaurante.
    —Un mendigo.
    —No, era un europeo.
    —Un mendigo europeo. —Sonja dejó de cepillarse el cabellio para mirar a Wolff por el espejo—. Esta ciudad está llena de gente chiflada, lo sabes. Escucha, si tienes dudas, solo imagínala sobre esa cama, y tú y yo a cada lado.
    Wolff sonrió, era una imagen atrayente pero no irresistible: una fantasía de Sonja, no suya. El instinto le decía a Wolff que no debía llamar la atención, ni citarse con nadie. Pero Sonja iba a insistir... y él la necesitaba todavía.
    —¿Y cuándo voy a ponerme en contacto con Kemel? Ya debe de saber que estás viviendo aquí —preguntó ella.
    Wolff suspiró. Otra cita; otra exigencia que cumplir; otro peligro; y también otra persona cuya protección necesitaba.
    —Llámale esta noche desde el club. No tengo prisa por esta reunión, pero hemos de tenerlo contento.
    —De acuerdo. —Sonja estaba lista y su taxi la esperaba—. Concierta una cita con Elene —dijo antes de marcharse.
    Wolff se dio cuenta de que ya no dominaba a Sonja, como había ocurrido antes. Las paredes que uno levanta para protegerse también lo encierran. ¿Podría desafiarla? Si hubiera un peligro claro e inmediato, sí. Pero todo lo que tenía era una vaga inquietud, una necesidad intuitiva de pasar desapercibido. Y Sonja podía estar lo bastante chiflada como para traicionarle si realmente se encolerizaba. Estaba obligado a elegir el peligro menor.
    Se levantó de la cama, buscó papel y pluma y se sentó a escribir una nota a Elene.
    7
    El mensaje llegó un día después de la partida del padre de Elene hacia Jerusalén. Un muchachito se presentó en su puerta con un sobre. Elene le dio una propina y leyó la nota. Era breve. «Mi querida Elene: La espero en el Oasis Restau—rant el próximo jueves, a las ocho. Estoy ansioso de verla. Afectuosamente, Alex Wolff.» A diferencia de su forma de hablar, la redacción de Wolff tenía una rigidez que parecía alemana, pensó la muchacha. Pero quizá solo fuera su imaginación. Jueves; dentro de dos días. No sabía si alegrarse o asustarse. Su primera idea fue telefonear a Vandam, pero luego dudó.
    Sentía una intensa curiosidad por aquel comandante inglés. Sabía muy poco de él. ¿Qué hacía cuando no estaba cazando espías? ¿Escuchaba música, coleccionaba sellos, mataba patos? ¿Le interesaba la poesía, la arquitectura, las alfombras antiguas? ¿Cómo era su casa? ¿Con quién vivía? ¿De qué color era su pijama?
    Elene quería hacer las paces; y ver dónde vivía Vandam. Tenía una buena excusa para ponerse en contacto con él, pero en lugar de telefonearle iría a su casa.
    Decidió cambiarse de vestido; luego decidió bañarse primero, después decidió lavarse también la cabeza. Sentada en el baño pensaba en el vestido que se pondría. Recorrió mentalmente las ocasiones en que había visto a Vandam y trató de recordar qué ropa llevaba. Él nunca le había visto el vestido rosa pálido con hombreras y botones en la parte delantera; ese era muy bonito.
    Se puso un poco de perfume, y después la ropa interior de seda que Johnnie le había regalado, y que siempre la hacía sentirse tan femenina. Su cabello corto ya estaba seco y se sentó frente al espejo, para peinarse. Las hebras finas y oscuras brillaban después del lavado. «Estoy encantadora», pensó, y corrió, seductora, hacia el espejo.
    Salió del apartamento con la nota de Wolff. A Vandam le interesaría ver su caligrafía. Le interesaría cualquier pequeño detalle relativo a Wolff, quizá porque nunca se habían visto cara a cara, excepto en la oscuridad, o de lejos. La letra era muy cuidada, fácilmente legible, casi como los rótulos de un artista. Vandam sacaría alguna conclusión.
    Se dirigió a Garden City. Eran las siete y Vandam trabajaba hasta tarde, de manera que tenía tiempo de sobra. El sol todavía relucía y Elene disfrutaba del calor que sentía en los brazos y piernas mientras caminaba. Un grupo de soldados silbó a su paso, y ella, de excelente humor, les sonrió, de modo que la siguieron unas manzanas, hasta que se desviaron hacia un bar.
    Se sentía alegre y temeraria. ¡Qué buena idea había tenido al ir a casa de Vandam! Mucho mejor que permanecer sola en el apartamento. Había estado demasiado tiempo sola. Para sus amantes, ella solo existía cuando tenían tiempo de visitarla; y, a su vez, también había adoptado esa actitud, de modo que cuando ellos no estaban sentía que no tenía nada que hacer, ningún papel que desempeñar, que no era nadie. Pero había terminado con todo eso. Al hacer lo que estaba haciendo, al ir al encuentro de Vandam sin ser invitada, tenía la sensación de ser ella misma y no una persona que otro soñaba. Casi le daba vértigo.
    Encontró la casa enseguida. Era una pequeña villa de estilo francés colonial, llena de columnas y ventanas altas. La piedra blanca reflejaba el sol del atardecer con un brillo cegador. Recorrió el corto camino de la entrada, tocó el timbre y esperó a la sombra del pórtico.
    Un egipcio de edad avanzada, calvo, salió a la puerta.
    —Buenas tardes, señora —dijo con el tono típico de un mayordomo inglés.
    —Quisiera ver al comandante Vandam. Soy Elene Fontana.
    —El comandante no ha regresado a casa todavía, señora —dijo el sirviente titubeando.
    —Tal vez podría esperar —sugirió ella.
    —Desde luego, señora.
    Se hizo a un lado para dejarla entrar.
    Elene cruzó el umbral. Miró alrededor con impaciencia nerviosa. Se encontraba en un vestíbulo con suelo de mosaico y techo alto. Antes de que pudiera captarlo todo, el sirviente dijo:
    —Por aquí, señora. —La condujo a un salón—. Me llamo Gaafar. Por favor, avíseme si necesita algo.
    —Gracias, Gaafar.
    El sirviente salió. Elene se sentía emocionada por estar en la casa de Vandam y poder tener libertad para mirarlo todo. El salón tenía un hogar de mármol enorme y una gran cantidad de muebles ingleses. Elene tenía la impresión de que no lo había amueblado él. Todo estaba limpio y ordenado, y no tenía mucho uso. ¿Qué decía eso del carácter de Vandam? Quizá nada.
    Se abrió la puerta y entró un muchachito. Era muy bien parecido, de cabello castaño rizado y la tersa piel de la prea—dolescencia. Parecía tener unos diez años. Le resultó vagamente familiar.
    El niño dijo:
    —Hola, soy Billy Vandam.
    Elene lo contempló horrorizada. ¡Un hijo! ¡Vandam tenía un hijo! Comprendió por qué le resultaba familiar: se parecía a su padre. ¿Por qué no se le habría ocurrido nunca que Vandam podía estar casado? Un hombre como aquel —encantador, amable, apuesto, inteligente— no era probable que llegara a los cuarenta sin ser atrapado. ¡Qué tonta había sido en pensar que ella podía ser la primera en desearlo! Se sintió tan estúpida que se sonrojó.
    Estrechó la mano de Billy.
    —Encantada. Soy Elene Fontana.
    —Nunca sabemos a qué hora vuelve papá a casa —dijo Billy—. Deseo que no tenga que esperar demasiado.
    Elene todavía no había recuperado la serenidad.
    —No te preocupes, no me molesta, no importa...
    —¿Quiere alguna bebida, o algo?
    Era muy cortés, como su padre, con una formalidad que, por alguna razón, desarmaba. Elene contestó:
    —No, gracias.
    —Bien; tengo que cenar. Siento dejarla sola.
    —No importa...
    —Si necesita algo, llame a Gaafar.
    —Gracias.
    El niño salió y Elene se sentó pesadamente. Estaba desorientada, como si en su propia casa hubiera encontrado la puerta de un cuarto cuya existencia desconocía. Advirtió una fotografía sobre la repisa de la chimenea y se levantó para mirarla. Era la fotografía de una mujer hermosa, de poco más de treinta años; una mujer serena, de aspecto aristocrático, con una sonrisa ligeramente altanera. Elene admiró el vestido que lucía, sedoso y suelto, que caía en pliegues elegantes sobre su esbelta figura. El cabello y el maquillaje de la mujer eran perfectos. Los ojos resultaban asombrosamente familiares, diáfanos y perceptivos, y de un color claro.
    Elene se dio cuenta de que Billy tenía esos ojos. Aquella, pues, era la madre de Billy... La esposa de Vandam. Por supuesto, era el tipo de mujer que podía ser su esposa, una clásica belleza inglesa con aire de superioridad.
    Sintió que se había comportado como una loca. Mujeres como aquella hacían cola para casarse con hombres como Vandam. ¡Como si él las fuera a descartar a todas solo para caer ante una mantenida egipcia! Recitó las cosas que la separaban de él: Vandam era respetable y ella tenía mala fama; él era británico y ella era egipcia; él era cristiano —presumiblemente— y ella judía; él había sido bien criado y ella había salido de los arrabales de Alejandría; él tenía casi cuarenta y '• ella veintitrés... La lista era larga.
    Plegada detrás del marco de la fotografía había una página arrancada de una revista. El papel era viejo y amarilleaba. La página tenía aquella misma fotografía. Elene vio que era de la revista llamada The Tatler. Había oído referencias de ella: la leían mucho las esposas de los coroneles de El Cairo, porque informaba sobre los acontecimientos triviales de la sociedad londinense: fiestas, bailes, almuerzos de beneficencia, apertura de galerías y actividades de la realeza británica. La fotografía de la señora Vandam ocupaba casi toda la página. Un párrafo impreso debajo de la fotografía informaba que Angela, hija de sir Peter y lady Beresford, se había comprometido en matrimonio con el teniente William Vandam, hijo de los señores Vandam, de Gately, Dorset. Elene volvió a doblar la página y la colocó en su lugar.
    El cuadro familiar estaba completo. Atractivo oficial británico; esposa inglesa serena, segura de sí misma; hijo encantador e inteligente; casa hermosa; dinero, clase y felicidad. Todo lo demás era un sueño.
    Vagó por el cuarto preguntándose si albergaría otras sorpresas. Por supuesto, lo había amueblado la señora Vandam, con un gusto perfecto aunque poco vivaz. El dibujo decoroso de las cortinas combinaba con el moderado tono del tapizado y del elegante empapelado a rayas de las paredes. Elene pensaba cómo sería el dormitorio. Un gusto demasiado frío, adivinaba. Quizá el color más destacado fuera verde azulado, el matiz que ellos llamaban verde Nilo, aunque no se parecía lo más mínimo al agua fangosa del río. ¿Tendría camas gemelas? Imaginaba que sí. Nunca lo sabría.
    Contra una de las paredes había un pequeño piano vertical. Se preguntó quién lo tocaría. Quizá la señora Vandam se sentaba allí a veces, durante las veladas, llenando el aire con Chopin mientras Vandam reposaba en el sillón, allá, observandola cariñosamente. Quizá Vandam le acompañaba mientras cantaba románticas baladas a su esposa, con firme voz de tenor. Tal vez Billy tenía un preceptor y todas las tardes practicaba escalas vacilantes, cuando volvía de la escuela. Recorrió el montón de partituras que había en el asiento del piano. Tenía razón en lo de Chopin; allí estaban todos los valses.
    Tomó una novela que había sobre el piano y la abrió. Leyó la primera línea: «Anoche soñé que volvía a Mander—ley». Las frases iniciales la intrigaron y se preguntó si Vandam la estaría leyendo. Quizá podría pedírsela prestada: sería agradable tener algo suyo. Por otra parte, tenía la impresión de que Vandam no era un gran lector de literatura novelesca. Elene no quería pedirle prestado el libro a su esposa.
    Billy entró. Ella puso el libro en su lugar, sintiéndose súbita e irracionalmente culpable, como si hubiese estado curioseando. Billy observó el ademán.
    —Ese no es bueno —dijo—. Es sobre una muchacha tonta que teme al ama de llaves de su esposo. No hay acción.
    Elene se sentó y Billy también, frente a ella. Evidentemente, iba a entretenerla. Era una miniatura de su padre, excepto por aquellos ojos gris claro.
    —¿Así que lo has leído? —le preguntó.
    —¿Rebeca? Sí. No me gustó mucho. Pero siempre leo los libros hasta el final.
    —¿Qué te gusta leer?
    —Los que más me agradan son los tees.
    —¿Tees?
    —Detectives. He leído todo lo de Agatha Christie y Dorothy Sayers. Pero me gustan, más que nada, los americanos, S. S. van Diñe y Raymond Chandler.
    —¿De veras? —Elene sonrió—. A mí también me gustan las historias de detectives. No leo otra cosa.
    —¡Oh! ¿Cuál es su tec favorito?
    Elene reflexionó.
    —Maigret.
    —Nunca lo había oído mencionar. ¿Cómo se llama el autor?
    —Georges Simenon. Escribe en francés, pero algunos de sus libros han sido traducidos al inglés. Generalmente la acción transcurre en París. Son muy... complicados.
    —¿Me gustaría? Es muy difícil conseguir libros nuevos. He leído todos los que hay en la casa y los de la biblioteca de la escuela. Y hago intercambio con mis amigos; pero ¿sabe usted?, les gusta leer cuentos sobre aventuras de vacaciones infantiles.
    —Muy bien —dijo Elene—. Vamos a hacer un trueque. ¿Qué tienes para prestarme? Creo que no he leído ninguno americano.
    —Le prestaré uno de Chandler. Los americanos se parecen más a la realidad, ¿sabe? He dejado esas historias de casas de campo inglesas y gente que probablemente no podría matar una mosca.
    Era raro, pensaba Elene, que un niño para el que la casa de campo inglesa podía ser parte de la vida diaria, encontrase que las historias americanas de detectives privados se parecían «más a la realidad». Dudó y luego preguntó:
    —¿Tu madre lee novelas de detectives?
    Billy respondió enseguida.
    —Mi madre murió el año pasado en Creta.
    —¡Oh!
    Elene se llevó la mano a la boca; sintió que la sangre abandonaba su rostro. ¡De modo que Vandam no estaba casado! Un instante después sintió vergüenza porque ese había sido su primer pensamiento y, de inmediato, sintió compasión por el niño.
    —Billy, eso es horrible. Lo siento mucho —dijo.
    Repentinamente, la muerte real había irrumpido en su charla despreocupada sobre historias de asesinatos, y Elene se sintió turbada.
    —No se preocupe —dijo Billy—. Es la guerra, ¿sabe?
    Y de nuevo Billy era como su padre. Mientras había estado hablando de libros, se mostró lleno de juvenil entusiasmo, pero enseguida se había puesto otra vez la máscara, que era una versión más pequeña de la que usaba su padre: cortesía, formalidad, la actitud de un huésped considerado. «Es la guerra, ¿sabe? había escuchado a alguien decirlo y lo había adoptado como su propia defensa. Elene se preguntó si la preferencia de Billy por los asesinatos parecidos «a la realidad», porque eran por completo distintos a las muertes en las casas de campo, databa de la desaparición de su madre. Billy estaba mirando a su alrededor, buscando algo, quizás inspiración. En un instante le ofrecía cigarrillos, whisky, té. Era bastante difícil saber qué decir a un adulto acongojado; con el chico, Elene se sintió desvalida. Decidió hablar de otra cosa.
    —Supongo que, con tu padre trabajando en el Cuartel General, tienes más noticias de la guerra que todos los demás —dijo torpemente.
    —Supongo que sí, pero en general no las entiendo. Cuando viene a casa de mal humor sé que hemos perdido otra batalla. —Empezó a morderse una uña; luego hundió las manos en los bolsillos de los pantalones cortos—. Ojalá fuese mayor.
    —¿Quieres luchar?
    Billy la miró con furia, como si pensara que ella se estaba burlando.
    —No soy de esos chicos que creen que todo esto es una gran diversión, como las películas de vaqueros.
    —Estoy segura de que no lo eres —murmuró Elene.
    —Solo que temo que los alemanes ganen.
    «Oh, Billy, si fueras diez años mayor me enamoraría también de ti», pensó Elene.
    Billy le dirigió una mirada de escepticismo: no debería ser tan boba como para pretender conformarlo.
    —Nos harían a nosotros lo que nosotros hemos estado haciendo a los egipcios durante cincuenta años —contestó el niño.
    Era otra de las actitudes de su padre. Estaba segura.
    —Pero entonces todo habría sido inútil —continuó Billy.
    Volvió a morderse la uña, y esta vez no se detuvo. Elene se preguntó qué habría sido inútil: ¿la muerte de su madre? ¿Su propia lucha por ser valiente? ¿Los altibajos de dos años de guerra en el desierto? ¿"La civilización europea?
    —Bien, todavía no ha sucedido —dijo Elene débilmente.
    Billy miró el reloj sobre la repisa de la chimenea.
    —Tengo que acostarme a las nueve. —De pronto era nuevamente un niño.
    —Creo que entonces será mejor que te retires.
    —Sí —dijo mientras se ponía de pie.
    —¿Puedo ir a tu habitación dentro de unos minutos?
    —Si lo desea...
    Billy se retiró.
    ¿Qué clase de vida llevaban en aquella casa? Elene reflexionó. El hombre, el niño y el viejo sirviente vivían allí juntos, cada uno con sus propias preocupaciones. ¿Había risas, amabilidad y afecto? ¿Tenían tiempo para juegos y para cantar canciones e ir de picnic? Comparada con su propia niñez, la de Billy era privilegiada. No obstante, Elene temía que aquella pudiera ser una casa terriblemente adulta para que un niño creciera en ella. Su prudencia maduro—infantil era encantadora, pero parecía un niño que no se divertía mucho. Elene sintió un acceso de compasión por Billy, un niño sin madre en un país extraño sitiado por ejércitos extranjeros.
    Salió del salón y subió la escalera. Parecía que había tres o cuatro dormitorios en el segundo piso, con una escalera estrecha que llevaba a una tercera planta, donde, seguramente, dormía Gaafar. Una de las puertas de los dormitorios estaba abierta y Elene entró.
    Apenas se parecía a un dormitorio de niño. Elene no sabía mucho sobre ellos —ella había tenido cuatro hermanas—, pero esperaba ver modelos de aeroplanos, rompecabezas, un tren, artículos deportivos y, quizá, un viejo y olvidado osito de felpa. No se habría sorprendido de ver ropa en el suelo, un juego de construcciones sobre la cama y un par de sucias botas de fútbol sobre la superficie lustrada de un escritorio. Pero la habitación casi podría haber sido el dormitorio de un adulto. La ropa estaba cuidadosamente doblada en una silla; sobre la cómoda no había nada; los libros de texto estaban apilados ordenadamente sobre el escritorio y el único juguete visible era un modelo de tanque, hecho de cartón. Billy estaba acostado, con su pijama a rayas abotonado hasta el cuello y un libro sobre la manta, a su lado.
    —Me gusta tu habitación —mintió Elene.
    —Está bastante bien.
    —¿Qué estás leyendo?
    —El misterio del ataúd griego.
    Elene se sentó en el borde de la cama.
    —Bien, no te quedes despierto hasta demasiado tarde.
    —Tengo que apagar la luz a las nueve y media.
    Súbitamente Elene se inclinó hacia delante y le besó en la mejilla.
    En ese momento se abrió la puerta y entró Vandam.
    Lo impresionante fue la familiaridad de la escena: el niño en la cama con su libro, la luz de la lámpara que iluminaba solo lo necesario, la mujer que se inclinaba para besarle dándole las buenas noches... Vandam permaneció de pie y miró fijamente, como alguien que sabe que se encuentra en un sueño y, sin embargo, no puede despertarse.
    Elene se puso en pie.
    —Hola, William—dijo.
    —Hola, Elene.
    —Buenas noches, Billy.
    —Buenas noches, señorita Fontana.
    Ella pasó junto a Vandam y salió del cuarto. El comandante se sentó en el borde de la cama, en el hueco que ella había dejado en el cobertor.
    —¿Has estado entreteniendo a nuestra visita?
    —Sí.
    —Buen muchacho.
    —Me gusta, lee historias de detectives. Vamos a intercambiar libros.
    —Fabuloso. ¿Hiciste los deberes?
    —Sí; vocabulario francés.
    —¿Quieres que te tome la lección?
    —No hace falta. Gaafar me la tomó. De veras, ella es muy guapa, ¿no crees?
    —Sí. Está trabajando para mí. Es algo muy secreto, así que...
    —Mi boca está sellada.
    Vandam sonrió.
    —De eso se trata.
    Billy bajó la voz.
    —¿Ella es... ya sabes... un agente secreto?
    Vandam se llevó un dedo a los labios.
    —Las paredes oyen.
    El niño pareció recelar.
    —Me estás tomando el pelo.
    Vandam sacudió la cabeza silenciosamente.
    —¡Caray!—exclamó el niño.
    Vandam se puso de pie.
    —A las nueve y media, luces apagadas.
    —Entendido. Buenas noches.
    —Buenas noches, Billy.
    Vandam salió del dormitorio. Al cerrar la puerta se le ocurrió que el beso de despedida de Elene probablemente le había hecho muchísimo más bien a Billy que su charla de hombre a hombre.
    Encontró a Elene en el salón, preparando martinis. Vandam pensó que debía haberse enojado por la forma en que ella se había conducido, como si estuviera en su casa, pero estaba demasiado cansado para asumir actitudes estudiadas. Se hundió, aliviado, en un sillón y aceptó una copa.
    —¿Un día movido? —preguntó Elene.
    Toda la sección de Vandam había estado trabajando en los nuevos procedimientos de seguridad, en materia de radio, que se habían introducido después de la captura de la unidad de escucha alemana en la colina de Jesús; pero no iba a contar eso a Elene. Además, pensó que ella estaba haciendo de señora de la casa, y no merecía tal cosa,
    —¿Qué la trae hasta aquí? —preguntó.
    —Tengo una cita con Wolff.
    —¡Maravilloso! —Vandam olvidó de inmediato todas las preocupaciones menores—. ¿Cuándo?
    —El jueves.
    Le entregó la nota.
    Vandam estudio el mensaje. Era una cita perentoria, es* frita con una caligrafía clara y elegante.
    —¿Cómo llegó?
    —Un chico me la trajo a casa.
    —¿Le interrogó? ¿Dónde le había dado el mensaje, quién se lo había dado y demás?
    Elene parecía abatida.
    —No se me ocurrió.
    —No importa.
    De todos modos, Wolff habría tomado sus precauciones; el chico no sabría nada de valor.
    —¿Qué vamos a hacer? —preguntó Elene.
    —Lo mismo que la última vez, pero mejor.
    Vandam trató de parecer más seguro de lo que estaba. Debió haber sido sencillo. El hombre se cita con una chica, así que uno va al lugar de reunión y lo arresta cuando aparece. Pero Wolff era imprevisible. No escaparía otra vez con el truco del taxi. Vandam tendría rodeado el restaurante; veinte o treinta hombres y varios coches; barricadas lisas y lo demás. Pero Wolff podría ensayar una treta diferente. Vandam no acertaba a imaginar cuál... y ese era el problema.
    Como si estuviera leyéndole el pensamiento, Elene dijo:
    —No quiero pasar otra noche con él.
    —¿Por qué?
    —Me da miedo.
    Vandam se sintió culpable, «Recuerda Estambul», y contuvo su compasión.
    —Pero la última vez no le hizo daño.
    —No trató de seducirme, así que no tuve que decirle que no. Pero lo hará y me temo que no se conformará con mi negativa.
    —Hemos aprendido la lección —dijo Vandam con falsa tranquilidad—. Esta vez no habrá errores. —Secretamente, estaba sorprendido por la determinación de Elene de no acostarse con Wolff. Había supuesto que esas cosas, en cierto modo, no le importaban mucho. La había juzgado mal. En cierta manera, le alegró mucho contemplarla desde ese nuevo punto de vista. Decidió que debía ser sincero con ella—. Lo diré de otra forma —aclaró—. Haré todo lo que esté a mi alcance para asegurar que esta vez no se cometan errores.
    Entró Gaafar y anunció que la cena estaba servida. Vandam sonrió. Gaafar interpretaba el papel de mayordomo inglés en honor de la compañía femenina.
    —¿Ha comido?—preguntó.
    —No.
    —¿Qué tenemos, Gaafar?
    —Para usted, señor, sopa, huevos revueltos y yogur. Pero me tomé la libertad de asar una chuleta para la señorita Fontana.
    Elene se dirigió a Vandam:
    —¿Siempre come así?
    —No; es por la mejilla. No puedo masticar.
    Vandam se puso en pie.
    Mientras entraba al comedor, Elene preguntó:
    —¿Todavía le duele?
    —Solo cuando me río. Es verdad... No puedo estirar los músculos de este lado. Me he acostumbrado a sonreír con un solo carrillo.
    Tomaron asiento y Gaafar sirvió la sopa.
    —Me gusta mucho su hijo —dijo Elene.
    —A mí también —replicó Vandam.
    —Se comporta como un niño mayor de lo que es.
    —¿Cree que eso es malo?
    Elene se encogió de hombros.
    —Quién sabe.
    —Ha pasado por un par de situaciones que deberían estar reservadas a los adultos.
    —Sí. —Elene vaciló—. ¿Cuándo murió su esposa?
    —El veintiocho de mayo de 1941, al atardecer.
    —Billy me dijo que sucedió en Creta.
    —Sí. Trabajaba en análisis criptográficos para la Fuerza Aérea. Estaba en un destino temporal, en Creta, en el momento en que los alemanes invadieron la isla. El veintiocho de mayo fue el día en que los británicos se dieron cuenta de que habían perdido la batalla y decidieron retirarse. Aparentemente, la alcanzó una granada desviada y murió en el acto. Por supuesto, estábamos tratando de sacar a la gente con vida, no cadáveres, de modo que... No hay tumba, ya sabe. No hay mausoleo. No quedó nada.
    —¿Todavía la quiere?
    —Creo que siempre estaré enamorado de ella. Estoy convencido de que así sucede con las personas que uno realmente quiere. Si se van o mueren, es lo mismo. Si alguna vez volviera a casarme, seguiría amando a Angela.
    —¿Fueron muy felices?
    —Nosotros... —Vandam dudó, sin querer contestar, luego se dio cuenta de que la duda era, en sí, una respuesta—. El nuestro no fue un matrimonio idílico. Era yo el que estaba entregado... Angela me tenía cariño.
    —¿Cree que volverá a casarse?
    —Bueno, los ingleses de El Cairo no dejan de arrojarme dobles de Angela.
    Alzó los hombros. No sabía la respuesta a la pregunta. Elene pareció comprender, porque guardó silencio y empezó a comer el postre.
    Más tarde Gaafar les sirvió café en el salón. A esa hora, Vandam ya empezaba a darle a la botella seriamente, pero aquella noche no quería beber. Mandó a Gaafar a la cama y tomaron café. Vandam fumó un cigarrillo.
    Deseó oír música. En una época la había adorado, pero últimamente había desaparecido de su vida. Con el aire tibio entrando por las ventanas abiertas, y el humo del cigarrillo que subía en espirales, quería escuchar notas claras, deliciosas, armonías dulces, ritmos sutiles. Fue al piano y miró las partituras. Elene lo observó en silencio. Empezó a tocar Para Elisa. Las primeras notas sonaron con la característica de Beethoven, devastadoramente simples. Después, la pausa. Luego, la melodía vibrante. De forma instantánea volvió a él la capacidad de interpretación, casi como si nunca hubiera dejado de tocar. Sus manos sabían qué hacer en una forma que Vandam siempre había creído milagrosa.
    Cuando terminó, regresó hacia Elene, se sentó a su lado y la besó en la mejilla. El rostro de ella estaba mojado de lágrimas.
    —William, te quiero con toda mi alma —dijo.
    Susurran.
    Ella dice:
    —Me gustan tus orejas.
    Él contesta:
    —Nadie las había besado nunca así. Ella suelta una risita. —¿Te gusta?
    —Sí, SÍ.
    Él suspira.
    —¿Puedo...?
    —Desabróchame... Así..., ¡aaah!
    —Voy a apagar la luz.
    —No, quiero verte.
    —Está la luna. —Clic—. ¿Ves? La luz de la luna es suficiente.
    —Ven pronto...
    —Aquí estoy.
    —Bésame de nuevo, William.
    Callan durante unos instantes.
    —¿Puedo quitarte esto?—dice él.
    —Déjame ayudarte..., así.
    Y un instante después, dice ella:
    —¡Malditos botones! He rasgado tu camisa...
    —Al diablo con eso.
    —¡Ah! Ya sabía que sería así... Mira.
    —¿Qué?
    —Nuestra piel a la luz de la luna. Tú eres tan pálido y yo casi negra.
    —Mira...
    —Sí.
    —Esto es un sueño.
    —No, es real.
    —No quiero despertarme nunca.
    —Tan suave...
    —Y tú eres tan fuerte..., William...
    —¿Sí?
    —¿Ahora, William?
    —¡Oh, sí!
    —He ansiado esto durante tanto tiempo...
    Ella gime y él emite un sonido como un sollozo, y luego solo se oye la respiración, durante largos minutos.
    Y finalmente ella se afloja y yace con los ojos cerrados por un rato, transpirando, hasta que su respiración se normaliza. Luego levanta la vista hacia él y dice:
    —¡De modo que así es como debe ser!
    Y él ríe, y ella lo mira con curiosidad, de modo que él explica:
    —Eso es exactamente lo que estaba pensando. Entonces ríen ambos, y él dice:
    —He hecho un montón de cosas después de..., tú sabes, después..., pero creo que nunca me he reído.
    —Soy tan feliz —dice ella—. ¡Oh, William, soy tan feliz!
    D
    Rommel percibía el olor del mar. En Tobruk, el calor, el polvo y las moscas eran tan molestos como en el desierto, pero resultaban más soportables por esa ligera humedad salada que había en el soplo de la brisa.
    Von Mellenthin entró en el vehículo de mando con su informe del servicio secreto.
    —Buenas noches, mariscal.
    Rommel sonrió. Después de la victoria de Tobruk le habían ascendido y aún no se había acostumbrado &! nuevo tratamiento.
    —¿Hay algo nuevo?
    —Un mensaje del espía de El Cairo. Dice que la línea Mer—sa Matruh es vulnerable en su centro.
    Rommel tomó el informe y empezó a recorrerlo con la vista. Sonrió al leer que los aliados suponían que intentaría hacer una incursión alrededor del extremo sur de la línea: aparentemente empezaban a comprender su forma de pensar.
    —De modo que los campos minados son menos densos en este punto... Pero allí la línea está defendida por dos columnas. ¿Qué es una columna? —preguntó.
    —Es un nuevo término que usan. Según uno de nuestros prisioneros de guerra, una columna es un grupo de una brigada aplastada dos veces por los panzers.
    —Una fuerza débil, entonces.
    —Sí.
    Rommel golpeó levemente el informe con el índice.
    —Si esto es correcto, podemos irrumpir a través de la Línea Mersa Matruh en cuanto lleguemos a ella.
    —Por supuesto, durante unos dos días haré todo lo posible por confirmar el informe del espía —dijo Von Mellen—thin—. Pero la última vez era correcto.
    Se abrió la puerta del vehículo y entró Kesselring.
    Rommel quedó sorprendido.
    —¡Mariscal de campo! —dijo—. Pensaba que se encontraba en Sicilia.
    —Allí estaba —dijo Kesselring. Sacudió el polvo de sus botas de artesanía—. He volado para verle a usted. Maldita sea, Rommel, esto tiene que terminar. Sus órdenes son muy claras: debía avanzar hasta Tobruk y no más allá.
    Rommel se recostó en su silla de lona. Había esperado no tener que discutir eso con Kesselring.
    —Las circunstancias han cambiado —dijo.
    —Pero el Comando Supremo Italiano confirmó las órdenes iniciales —dijo Kesselring.
    —¿Y cuál fue su reacción? ¡Rechazó el «consejo» e invitó a Bastico a almorzar con ustedes en El Cairo!
    Nada enfurecía más a Rommel que las órdenes de los italianos.
    —Los italianos no han hecho nada en esta guerra —dijo con rabia.
    —Eso no es pertinente. Ahora se necesita su apoyo por aire y mar para el ataque a Malta. En cuanto hayamos tomado Malta estarán aseguradas sus comunicaciones para el avance hacia Egipto.
    —¡Usted no ha aprendido nada! —dijo Rommel. Hizo un esfuerzo por bajar la voz—. Mientras nosotros cavamos trincheras, el enemigo también lo está haciendo. No llegué hasta aquí con el viejo juego de avanzar, consolidarme y después volver a avanzar. Cuando ellos atacan, yo esquivo; cuando ellos defienden una posición, yo la rodeo; y cuando se baten en retirada, yo les persigo. Ahora están huyendo, y es el momento de tomar Egipto.
    Kesselring mantuvo la calma.
    —Es una copia de su cable a Mussolini. —Sacó un papel de su bolsillo y leyó—: «El estado y la moral de las tropas, la condición de los suministros debido a la captura de depósitos y la debilidad del enemigo nos permiten perseguirlo hasta el interior de la zona egipcia». —Dobló el papel y se dirigió a Von Me—Uenthin—. ¿Cuántos tanques y soldados alemanes tenemos?
    Rommel reprimió el impulso de decir a Von Mellenthin que no contestara: sabía que ese era un punto débil.
    —Sesenta tanques, mariscal de campo, y dos mil quinientos hombres.
    —¿Y los italianos?
    —Seis mil hombres y catorce tanques.
    Kesselring volvió a dirigirse a Rommel.
    —¿Y usted va a tomar Egipto con un total de setenta y cuatro tanques? Von Mellenthin: ¿cuál es su estimación del poderío enemigo?
    —Las fuerzas aliadas son aproximadamente tres veces más numerosas que las nuestras, pero...
    —Eso es todo.
    Von Mellenthin continuó:
    —... pero estamos muy bien aprovisionados de alimentos, ropas, camiones y carros blindados, y combustible, y la moral de los hombres es excelente.
    —Von Mellenthin, vaya al camión de comunicaciones y vea si ha llegado algo —ordenó Rommel.
    Von Mellenthin frunció el ceño, pero Rommel no le dio ninguna explicación, de modo que se retiró.
    —Los aliados se están reagrupando en Mersa Matruh —dijo Rommel—. Esperan que rodeemos el extremo meridional de sus líneas. En cambio atacaremos el centro, donde son más débiles...
    —¿Cómo sabe todo eso? —le interrumpió Kesselring.
    —Nuestra estimación del servicio de información.
    —¿En qué se basa esa estimación?
    —Primordialmente en el informe de un espía...
    —¡Dios mío! —Por primera vez Kesselring levantó la voz—. jNo tiene tanques, pero tiene a su espía!
    —Fue certero la última vez.
    Von Mellenthin regresó.
    —Nada de esto cambia las cosas. Estoy aquí para confirmar las órdenes del Führer: no debe avanzar más —dijo Kesselring.
    Rommel sonrió.
    —He mandado un enviado personal al Führer.
    —¿Usted...?
    —Ahora soy mariscal de campo y tengo acceso directo a Hitler.
    —Por supuesto.
    —Quizá Von Mellenthin tenga la respuesta del Führer.
    —Sí —dijo Von Mellenthin. Leyó una hoja de papel—: «La Diosa de la Victoria sonríe solo una vez en la vida. Adelante hacia El Cairo. Adolf Hitler».
    Se produjo un silencio.
    Kesselring salió y se alejó.
    Cuando Vandam llegó a su oficina se enteró de que, desde la noche anterior, Rommel se encontraba a menos de cien kilómetros de Alejandría.
    Parecía imposible detenerlo. La Línea Mersa Matruh se había quebrado en dos como un fósforo. Al sur, el Décimo—tercer Cuerpo se replegaba desordenadamente, y en el norte la fortaleza de Mersa Matruh había capitulado. Los aliados retrocedían otra vez... Pero esta sería la última. La nueva línea se extendía a lo largo de una franja de cuarenta y ocho kilómetros entre el mar y la infranqueable depresión Qatta—ra, y si esa línea caía, ya no habría más defensas y Egipto sería de Rommel. La noticia no bastó para ensombrecer la alegría de Vandam.
    Habían transcurrido más de veinticuatro horas desde que despertó, en la madrugada, sobre el sofá del salón, con Elene en sus brazos. Desde entonces estaba saturado de una especie de júbilo adolescente. Recordaba permanentemente los detalles: lo morenos que eran sus pechos, el sabor de su piel... En la oficina se comportaba de forma inusitada, lo sabía. Había devuelto una carta a su mecanógrafa diciendo «Hay siete errores aquí, más vale que la haga de nuevo», y sonriendo alegremente. Ella casi se había caído de la silla. Pensaba en Elene y se decía a sí mismo: «Por qué no?», y no encontraba respuesta.
    Le visitó temprano un oficial de la Unidad Especial de Enlace. Cualquiera que estuviese al tanto de lo que sucedía en el Cuartel General sabía que la UEE tenía una fuente de información muy especial, ultrasecreta. Las opiniones sobre la bondad de la información diferían, y era difícil la evaluación pues nunca revelaban la fuente. Brown, que tenía el rango de capitán, pero que no era un militar, se inclinó sobre el borde de la mesa y habló con la pipa en la boca.
    —¿Los van a evacuar, Vandam?
    Aquellos muchachos vivían en un mundo propio y no tenía objeto decirle que un capitán debía llamar «señor» a un I i comandante.
    —¿Evacuar? ¿Por qué? —preguntó Vandam.
    —Nuestro grupo sale para Jerusalén como todos los que saben demasiado. Hay que poner a la gente fuera del alcance enemigo, ya sabe.
    —¿Quiere decir que la superioridad se está inquietando?
    Era lógico: Rommel podía cubrir cien kilómetros en un solo día.
    —Habrá disturbios en la estación, ya verá..., medio El Cairo tratando de salir y el otro medio arreglándose para estar listo en el momento de la liberación. ¡Ja!
    —No le dirán a muchos que van a...
    —No, no, no. Ahora bien, tengo algo para usted. Todos sabemos que Rommel tiene un espía en El Cairo.
    —¿Cómo lo saben? —preguntó Vandam.
    —La cosa viene de Londres, amigo. Al parecer, lo identificaron como «el héroe del asunto de Rashid Alí». ¿Significa algo para usted?
    Vandam quedó estupefacto.
    —¡Sí! —exclamó.
    —Bien, eso es todo.
    Brown se alejó de la mesa.
    —Un momento —dijo Vandam—. ¿Eso es todo?
    —Me temo que sí.
    —¿De qué se trata? ¿De un mensaje descifrado o del informe de un agente?
    —Basta con decir que la fuente es responsable.
    —Ustedes siempre dicen eso.
    —Sí. Bueno, quizá tardemos en vernos. Buena suerte,
    —Gracias —murmuró Vandam distraídamente.
    —¡Hasta la vista!
    Brown salió echando bocanadas de humo.
    El héroe del asunto de Rashid Alí. Era increíble que Wolff fuese el hombre que había burlado a Vandam en Estambul. Pero tenía sentido: recordaba el extraño sentimiento que tenía con respecto a la manera de hacer de Wolff, como si fuera conocida. A la muchacha que Vandam había enviado a buscar al hombre misterioso la habían degollado.
    Y él iba a mandar a Elene contra el mismo hombre.
    Entró un cabo con una orden. Vandam la leyó con creciente incredulidad. Todos los departamentos debían sacar de sus archivos los documentos que pudieran ser peligrosos en manos enemigas y quemarlos. Casi todo; los archivos en una sección de información podían ser peligrosos en manos enemigas. «También podíamos quemar absolutamente todo, maldita sea», pensó Vandam. ¿Y cómo trabajarían después los departamentos? Resultaba evidente que la superioridad creía que esos departamentos no iban a seguir trabajando mucho más tiempo. Por supuesto, era una medida de precaución; pero muy drástica. No destruirían el producto acumulado en años de labor a menos que creyeran que existía, en verdad, una probabilidad palpable de que los alemanes capturaran Egipto.
    «Está haciéndose pedazos —pensó Vandam—. Está derrumbándose todo.»
    Era inconcebible. Vandam había entregado tres años de su vida a la defensa de Egipto. Miles de hombres habían muerto en el desierto. Después de todo eso, ¿era posible que fueran a perder? ¿Abandonar todo, volverse y escapar? Era insoportable pensarlo.
    Llamó a Jakes y le hizo leer la orden. Jakes se limitó a asentir con la cabeza, como si la hubiera estado esperando.
    —Un tanto drástica, ¿no? —dijo Vandam.
    —Es como lo que ha estado ocurriendo en el desierto, señor —replicó Jakes—. Levantamos gigantescos depósitos de suministros, a enorme costo, y cuando retrocedemos lo hacemos volar para evitar que caigan en manos del enemigo.
    Vandam estaba de acuerdo.
    —Muy bien, más vale que ponga manos a la obra. Trate de restarle importancia... Ya sabe, por el estado de ánimo; diga que la superioridad se atemoriza innecesariamente, algo de ese tenor.
    —Sí, señor. ¿Podemos hacer la fogata en el patio de atrás?
    —Sí. Busque un cubo para la basura y hágale unos agujeros en el fondo. Asegúrese de que el material prenda bien.
    —¿Qué hará con sus archivos?
    —Los revisaré ahora.
    —Muy bien, señor.
    Jakes salió.
    Vandam abrió el cajón de su archivo y empezó a clasificar sus documentos. Incontables veces en los últimos tres años, había pensado: «No necesito recordar eso, siempre puedo mirar aquí». Había nombres y direcciones, informes de seguridad sobre personas, detalles de códigos, sistemas de comunicación de órdenes, observaciones sobre casos y una pequeña carpeta con anotaciones sobre Alex Wolff. Jakes llevó una caja grande de cartón, con la impresión «LIP—TON'S TEA» en un costado y Vandam empezó a meter papeles pensando: «Este es el sabor de la derrota».
    La caja estaba a medio llenar cuando un cabo abrió la puerta y dijo:
    —El comandante Smith quiere verle, señor.
    —Que entre.
    Vandam no conocía a ningún comandante Smith.
    Smith era un hombre pequeño, delgado, cuarentón, con ojos azules bulbosos y aire de estar bastante satisfecho de sí mismo. Le dio la mano y dijo:
    —Sandy Smith, SSI.
    Vandam preguntó:
    —¿Qué puedo hacer por el Servicio Secreto de Información?
    —Soy una especie de enlace entre el SSI y el Cuartel General —explicó Smith—. Usted hizo una pregunta acerca de un libro llamado Rebeca...
    —Sí.
    —La respuesta llegó por nuestros conductos.
    Smith le entregó un papel.
    Vandam leyó el mensaje. El jefe del puesto del SSI en Portugal había realizado la investigación sobre Rebeca enviando a uno de sus hombres a visitar todas las librerías extranjeras del país. En la zona turística de Estoril, un librero recordaba haber vendido todo su remanente —seis ejemplares de Rebeca— a una mujer. Después de una investigación, resultó que la mujer era la esposa del agregado militar alemán en Lisboa.
    —Esto confirma algo que sospechaba. Gracias por molestarse en traerlo —dijo Vandam.
    —No es ninguna molestia. De cualquier manera, vengo todas las mañanas. Celebro serle útil.
    Smith se retiró.
    Vandam meditó sobre la novedad mientras continuaba su trabajo. Solo existía una explicación factible al hecho de que el libro hubiera ido de Estoril al Sahara. Indudablemente era la base de un código. Y a menos que hubiera en El Cairo dos espías alemanes, el que estaba usando ese código era Alex Wolff.
    Tarde o temprano la información sería útil. Era una lástima que no hubiera capturado la clave del código junto con el libro y el texto descifrado. La idea le recordó la importancia de quemar sus documentos secretos, y decidió ser más despiadado con respecto a lo que iba a destruir.
    Al final pensó en la carpeta sobre sueldos y promociones de los subordinados y decidió quemarla también, pues podrían ayudar a los equipos de investigación enemigos a establecer prioridades. La caja estaba llena. Se la puso sobre un hombro y salió al exterior.
    Jakes había hecho una hoguera en un tanque de agua oxidado levantado sobre ladrillos. Un cabo arrojaba papeles a las llamas. Vandam volcó su caja y observó el fuego durante unos instantes. Le recordaba la noche de Guy Fawkes, en Inglaterra, los fuegos artificiales y las patatas al horno y la efigie en llamas de un traidor del siglo xvn. Los trozos de papel carbonizados ascendían flotando en una columna de aire caliente. Vandam se alejó.
    Quería meditar, de modo que decidió caminar. Dejó el Cuartel General y se dirigió al centro. Le dolía la mejilla. Pensó que debía aceptar el dolor de buen grado, porque supuestamente era señal de que la herida estaba cicatrizándose. Estaba dejándose la barba para cubrir la herida, a fin de no tener un aspecto tan desagradable cuando le quitaran el esparadrapo. Cada día disfrutaba por no tener que afeitarse.
    Pensó en Elene, y la recordó con la espalda arqueada y el sudor reluciendo en sus pechos desnudos. Lo ocurrido después de besarla le había causado un sobresalto, pero también le había conmovido profundamente. Fue una noche de primeras veces para él: la primera vez que hizo el amor en otro sitio que no fuera una cama, la primera vez que vio a una mujer tener un climax como el de un hombre y la primera vez que la relación sexual fue un abandono mutuo en lugar de la imposición de su voluntad. Por supuesto, era un desastre que él y Elene se hubieran enamorado tan felizmente. Sus padres, sus amigos y el ejército se horrorizarían ante la idea de que se casara con una wogs. Su madre intentaría explicarle el crimen de los judíos en rechazar a Jesús. Vandam decidió no preocuparse por eso. Él y Elene podían estar muertos dentro de unos días. «Nos calentaremos al sol mientras dure —pensó—, y al diablo con el porvenir.»
    Sus pensamientos regresaban constantemente a la chica que, en apariencia, Wolff había degollado en Estambul. Le aterraba que el jueves algo saliera mal y Elene se encontrara otra vez sola con Wolff.
    Al mirar a su alrededor, se dio cuenta de que había un sentimiento de fiesta en el aire. Pasó frente a una peluquería de señoras y observó que estaba repleta, con mujeres que esperaban de pie. Las tiendas de moda parecían hacer buen negocio. Una mujer salió de un almacén con una cesta llena de alimentos enlatados, y Vandam vio que en la puerta de la tienda había una cola que se extendía a lo largo de la acera. En un cartel enganchado en la vidriera del establecimiento vecino se podía leer con una letra apresuradamente garabateada: «No se hacen maquillajes». Vandam se dio cuenta de que los egipcios se estaban preparando para ser liberados, y que estaban esperando el momento.
    No pudo impedir un sentimiento de fatalidad inminente. Hasta el cielo parecía oscuro. Miró hacia arriba: el cielo estaba oscuro. Daba la impresión de que caía sobre la ciudad una llovizna gris, turbulenta, salpicada de partículas. Se percató de que era humo mezclado con papel carbonizado. En todo El Cairo, los británicos estaban quemando sus archivos, y el humo sucio había oscurecido el sol.
    Vandam se sintió de repente furioso consigo mismo y con el resto de los ejércitos aliados por disponerse tan tranquilamente a la derrota. ¿Dónde estaba el espíritu de la batalla de Bretaña? ¿Qué había ocurrido con la famosa combinación de obstinación, ingenio y coraje que supuestamente caracterizaban a la nación? «¿Qué piensas hacer tú al respecto?», se preguntaba Vandam.
    Dio media vuelta y caminó de regreso a Garden City, donde estaba alojado el Cuartel General, en casas confiscadas. Se representó mentalmente el mapa de la Línea de El Alamein, donde los aliados tendrían su última posición. Rommel no podía rodear esa línea, porque en su extremo meridional se encontraba la vasta e infranqueable depresión Qattara. Así pues, tendría que romperla.
    ¿Dónde trataría de irrumpir? Si lo hiciera en el extremo norte, entonces tendría que elegir entre lanzarse con rapidez sobre Alejandría y dar la vuelta y atacar a las fuerzas aliadas por la retaguardia. Si fuera por el extremo sur, o bien tendría que dirigirse de forma acelerada a El Cairo, o de nuevo dar la vuelta y destruir los restos de las fuerzas aliadas.
    Detrás de la línea estaba la cresta de Alam Halfa, fuertemente armada. Resultaba evidente que sería mejor para los aliados que Rommel diera la vuelta después de irrumpir a través de la línea, porque en ese caso podía agotar su poderío atacando Alam Halfa.
    Había un factor más. El acceso sur de Alam Halfa corría a través de traicioneras arenas movedizas. Era imposible que Rommel conociera esas arenas, porque nunca había penetrado tan profundamente en dirección este, y solo los aliados tenían buenos mapas del desierto.
    «De modo que mi deber es impedir que Alex Wolff diga
    ja Rommel que Alam Halfa está bien defendida y no se la
    I puede atacar desde el sur», pensó Vandam. Era un plan muy negativo.
    Vandam, sin habérselo propuesto conscientemente, había llegado a la Villa les Oliviers, la casa de Wolff. Se sentó en el parque que se encontraba frente a ella, bajo los olivos, y observó el edificio, como si pudiera decirle dónde estaba Wolff. Pensaba al azar: «Si Wolff cometiera un error y alentara a Rommel para atacar Alam Halfa desde el sur...». Entonces tuvo una idea.
    «Supongamos que sí capturo a Wolff. Supongamos que también consigo su radio. Supongamos que incluso encuentro la clave de su código. En tal caso podría suplantar a Wolff, ponerme en contacto con Rommel por radio y decirle que ataque Alam Halfa desde el sur.»
    La idea floreció rápidamente en su mente y empezó a sentirse exaltado. Rommel ya estaba convencido, con razón, de que la información de Wolff era buena. «Supongamos que recibe un mensaje del espía que diga que la Línea de El Alamein es débil en el extremo sur, que el acceso meridional a Alam Halfa y que la propia Alam Halfa está escasamente defendida. La tentación sería muy fuerte para que Rommel se resistiera. Rompería la línea en el extremo sur y luego viraría hacia el norte, confiado en tomar Alam Halfa sin mayores obstáculos. Entonces caería en las arenas movedizas. Mientras luchase por atravesarlas, nuestra artillería diezmaría sus fuerzas. Cuando llegara a Alam Halfa la hallaría fuertemente defendida. En ese punto desplazaríamos más fuerzas desde la línea del frente y aplastaríamos al enemigo como con un cascanueces....»
    Si la emboscada resultaba, no solo podía salvar Egipto sino aniquilar el Afrika Korps.
    «Tengo que presentar esta idea a la superioridad», decidió Vandam.
    No sería fácil. Su situación no era muy buena en los últimos tiempos. En realidad, su reputación profesional estaba arruinada por culpa de Alex Wolff. Pero seguramente reconocerían la bondad de la idea.
    Se levantó del banco y se dirigió a su oficina. De pronto, el porvenir parecía diferente. Quizá la bota alta no resonaría sobre los suelos embaldosados de las mezquitas. Quizá los tesoros de los museos egipcios no fueran embarcados hacia Berlín. Quizá Billy no tendría que unirse a las Juventudes Hitlerianas. Quizá a Elene no la enviarían a Dachau.
    «Todos podemos salvarnos», pensó.
    «Si atrapo a Wolff.»



    TERCERA PARTE

    ALAM HALFA


    «Uno de estos días voy a dar a Bogge un puñetazo en la nariz», pensó Vandam.
    Aquel día el teniente coronel Bogge estaba peor que nunca: indeciso, sarcástico y susceptible. Tenía una tos nerviosa que empleaba cuando tenía miedo de hablar; y tosía mucho. Estaba muy impaciente; acomodaba montones de papeles en su escritorio; cruzaba y descruzaba las piernas y lustraba su cochina pelota de cricket.
    Vandam estaba sentado inmóvil y silencioso, deseando que acabara por enloquecer.
    —Mire, Vandam, la estrategia le corresponde a Auchin—leck. Su trabajo es evitar filtraciones por vía del personal y no lo está haciendo muy bien.
    —Tampoco Auchinleck —dijo Vandam.
    Bogge pretendió no oír. Recogió el memorándum de Vandam. Vandam había escrito su plan para engañar al enemigo y lo había presentado formalmente a Bogge, enviando una copia al general.
    —En primer término, está lleno de defectos —dijo Bogge.
    Vandam no contestó.
    —Lleno de defectos —tosió Bogge—. Por un lado, significa permitir que el amigo Rommel atraviese la línea, ¿no es así?
    —Quizá el plan dependa de que lo haga.
    —Sí. ¿Ve usted? Eso es lo que quiero decir. Si usted presenta un plan lleno de defectos como este, considerando que su reputación se encuentra bastante diezmada por aquí en este momento, bueno, lo echarán de El Cairo a carcajadas. Ahora —tosió— quiere alentar a Rommel a atacar la línea en su punto más débil, dándole una mejor oportunidad de atravesarla. ¿Lo ve usted?
    —Sí. Ciertos puntos de la línea son más débiles que otros, y como Rommel cuenta con reconocimiento aéreo, hay una posibilidad de que sepa cuáles son esos puntos.
    —Y usted quiere convertir una posibilidad en una certeza.
    —Para beneficio de la emboscada posterior.
    —Ahora bien, me parece que lo más conveniente es que Rommel ataque la parte más fuerte de la línea, a fin de evitar que pase.
    —Pero, si lo rechazamos, se reagrupará y volverá a atacarnos. En cambio, si lo atrapamos, podemos liquidarlo definitivamente.
    —¡No, no, no! ¡Peligroso, peligroso! Esta es nuestra última línea de defensa, amigo mío. —Bogge rió—. Después no queda más que un pequeño canal entre él y El Cairo. Usted no parece darse cuenta...
    —Me doy cuenta perfectamente, señor. Déjeme explicarle. Uno: si Rommel atraviesa la línea debe desviarse hacia Alam Halfa con la falsa perspectiva de una victoria fácil. Dos: es preferible que ataque Alam Halfa desde el sur debido a las arenas movedizas. Tres: o bien esperamos y vemos qué extremos de la línea ataca y nos arriesgamos a que se dirija hacia el norte, o bien debemos alentarlos a ir hacia el sur, corriendo el riesgo, de ese modo, de aumentar sus posibilidades de atravesar la línea en primer lugar.
    —Bien —dijo Bogge—; ahora que lo hemos expresado de otra manera el plan empieza a tener un poco más de sentido. Bueno, mire: va a tener que dejármelo. Cuando disponga de un momento, le pasaré el peine y veré si puedo darle forma. Entonces tal vez lo llevemos a la superioridad.
    «Ya veo —pensó Vandam—. El objeto de la maniobra es convertirlo en el plan de Bogge. Bien, ¿qué demonios importa? Si Bogge se molesta en hacer política a estas alturas, allá él. Lo que importa es ganar, no los laureles.»
    —Muy bien, señor. Permítame solamente destacar el factor tiempo. Si el plan ha de ponerse en práctica, hay que hacerlo con rapidez —dijo Vandam.
    —Creo que soy mejor juez en cuanto a esa urgencia, comandante, ¿no le parece?
    —Sí, señor.
    —Y, a fin de cuentas, todo depende de que se atrape al condenado espía, en lo cual hasta ahora no ha tenido usted mucho éxito. ¿Correcto?
    —Sí, señor.
    —Yo mismo me haré cargo de la operación esta noche para asegurarme de que no haya más fracasos. Envíeme sus propuestas esta tarde y las revisaremos juntos...
    Llamaron a la puerta y el general Povey entró en el despacho. Vandam y Bogge se pusieron en pie.
    —Buenos días, señor —dijo Bogge.
    —Descansen, caballeros —respondió el general—. Vandam, le he estado buscando.
    Bogge dijo:
    —Precisamente estábamos trabajando en una idea que se nos ha ocurrido sobre un plan de engaño...
    —Sí, he visto el memorándum.
    —Ah, Vandam le envió una copia...
    Vandam no miró al teniente coronel, pero sabía que estaba furioso con él.
    —Sí —contestó el general. Se volvió hacia Vandam—. Comandante, su cometido es perseguir espías, no asesorar a los generales en materia de estrategia. Si pasara menos tiempo explicando cómo ganar la guerra, tal vez podría ser mejor oficial de seguridad.
    Vandam se sintió deprimido.
    —Precisamente le estaba diciendo... —empezó Bogge.
    El general le interrumpió.
    —Sin embargo, ya que usted ha hecho esto y teniendo en cuenta que es un plan tan espléndido, quiero que venga conmigo y convenza a Auchinleck. Puede prescindir de él, ¿verdad, Bogge?
    —Desde luego, señor —respondió el teniente coronel entre dientes.
    —Muy bien, Vandam. La conferencia empezará en cualquier momento. Vamos.
    Vandam salió con el general y cerró la puerta de Bogge con mucha suavidad.
    El día en que Wolff debía ver de nuevo a Elene, el comandante Smith fue a la casa flotante a la hora del almuerzo.
    La información que llevaba era la más valiosa hasta el momento.
    Wolff y Sonja siguieron la rutina ya conocida. Wolff se sentía como un actor de una farsa francesa, que debía esconderse, noche tras noche, en el mismo guardarropa del escenario. Sonja y Smith siguieron el libreto, empezaron en el sofá y se trasladaron al dormitorio. Cuando Wolff salió del armario, las cortinas estaban corridas y allí, en el suelo, aparecían el maletín de Smith, sus zapatos y sus pantalones cortos, con el llavero asomando por el bolsillo.
    Wolff abrió el maletín y empezó a leer.
    Una vez más, Smith había ido a la casa flotante inmediatamente después de la conferencia matutina en el Cuartel General, en la cual Auchinleck y su plana mayor discutían la estrategia aliada y decidían lo que había que hacer.
    Después de unos minutos de lectura, Wolff se percató de que tenía en sus manos un informe completo y detallado de las últimas trincheras de defensa de los aliados en la Línea El Alamein.
    La línea consistía en artillería situada en las lomas, tanques en el terreno llano y campos minados en todas partes. La cresta de Alam Halfa, a ocho kilómetros detrás del centro de la línea, también estaba fortificada. Wolff observó que el extremo meridional era más débil tanto en tropas como en minas.
    El maletín de Smith también contenía un documento con la posición del enemigo. El Servicio de Información aliado pensaba que Rommel trataría de romper la línea en el extremo meridional, pero indicaba la posibilidad de que lo hiciera en el septentrional.
    Debajo de esto, escrito en lápiz presumiblemente por Smith, había una nota que Wolff halló más interesante que el resto del material. Decía: «El comandante Vandam propone una emboscada. Alentar a Rommel a pasar por el extremo sur, atraerlo hacia Alam Halfa, atraparlo en las arenas movedizas y luego aplastarlo. Plan aceptado por Auk».
    «Auk» era Auchinleck, indudablemente. ¡Qué descubrimiento! Wolff no solo tenía en sus manos los detalles de la línea de defensa aliada. También sabía lo que esperaban que hiciera Rommel y conocía el plan para engañarlo.
    ¡Y ese plan era de Vandam!
    Este se recordaría como el golpe de espionaje más grandioso del siglo. El propio Wolff sería quien asegurara la victoria de Rommel en África del Norte.
    «Deberían hacerme rey de Egipto por esto», pensó, y sonrió.
    Levantó la vista y vio a Smith en pie entre las cortinas, mirándolo fijamente.
    —¿Quién diablos es usted? —rugió el comandante.
    Wolff se dio cuenta, con rabia, de que no había prestado atención a los ruidos del dormitorio. Algo no había funcionado, no habían seguido el libreto, no descorcharon el champán. Había estado totalmente concentrado en la evaluación estratégica. Los interminables nombres de divisiones y brigadas, el número de hombres y tanques, las cantidades de combustible y provisiones, las lomas, depresiones y arenas movedizas monopolizaron su atención y le impidieron oír los sonidos cercanos. De repente tuvo miedo de que pudiera verse frustrado en el momento del triunfo.
    —¡Maldición, ese es mi maletín! —gritó Smith.
    Dio un paso adelante.
    Wolff estiró los brazos, agarró el pie de Smith y tiró a un lado y a otro. El comandante cayó y se golpeó contra el suelo con un ruido sordo.
    Sonja lanzó un grito.
    Woíff y Smith se pusieron rápidamente en pie.
    Smith era un hombre pequeño, delgado, diez años mayor que Wolff y en mala forma física. Retrocedió mostrando temor en su rostro. Se golpeó contra un estante, miró a los lados, vio un frutero de cristal tallado, lo tomó y lo arrojó contra Wolff.
    Erró; el frutero cayó en el fregadero de la cocina y estalló ruidosamente.
    «El ruido —pensó Wolff—. Si hace más ruido alguien vendrá a investigar.» Avanzó hacia Smith.
    El comandante, con la espalda contra la pared, aulló:
    —¡Socorro!
    Wolff le golpeó una vez en la barbilla, y Smith se derrumbó, deslizándose por la pared hasta quedar sentado, inconsciente, en el suelo.
    Sonja salió y le miró fijamente.
    Wolff se frotaba los nudillos.
    —Es la primera vez que hago esto—dijo.
    —¿Qué?
    —Golpear a alguien en la mandíbula y dejarle sin sentido. Pensé que solo los boxeadores lo conseguían. ■■¡: —¡Eso no importa! ¿Qué hacemos con él?
    —No lo sé.
    Wolff consideró las posibilidades.
    Matar a Smith sería peligroso, pues la muerte de un oficial —y la desaparición de su maletín— provocaría una terrible batahola en toda la ciudad. Debería deshacerse del cadáver. Y Smith no proveería nuevos secretos.
    Smith gruñó y se agitó.
    Wolff pensó si sería posible dejarle ir. Después de todo si Smith revelaba lo que había estado sucediendo en la casa flotante, él sería el primer perjudicado. No solo arruinaría su carrera, sino que probablemente le meterían en la cárcel. No parecía el tipo de hombre capaz de sacrificarse por una causa superior.
    Dejarlo libre... No, era demasiado peligroso. Saber que había un oficial británico en la ciudad que poseía todos los secretos de Wolff... Imposible.
    Smith había abierto los ojos.
    —Usted... —dijo—. Usted es Slavenburg. —Miró a Sonja y después nuevamente a Wolff—. Fue usted quien me presentó en el Cha—Cha... Todo esto estaba planeado.
    —Cállese —ordenó Wolff con suavidad.
    Había que matarlo o dejarlo ir: ¿qué otras opciones existían? Solo una: mantenerlo allí, atado y amordazado, hasta que Rommel llegase a El Cairo.
    —Ustedes son unos malditos espías —dijo Smith. Su rostro estaba lívido.
    Sonja silbó despreciativa:
    —Y creíste que estaba loca por tu cuerpo miserable...
    —Sí. —Smith se recuperaba—. No debí ser tan estúpido como para confiar en una puta árabe.
    Sonja se adelantó y le golpeó la cara con el pie desnudo.
    —¡Basta! —dijo Wolff—. Tenemos que pensar qué vamos a hacer con él. ¿Hay alguna soga para atarlo?
    Sonja pensó un momento.
    —Arriba, en cubierta, en la gaveta del extremo delantero.
    Wolff sacó del cajón de la cocina el pesado hierro que usaba para afilar el cuchillo de trinchar. Se lo dio a Sonja.
    —Si se mueve pégale con esto —dijo.
    No creía que Smith se moviera.
    Estaba a punto de subir la escalera hacia la cubierta cuando oyó pasos en la pasarela.
    —¡El cartero! —exclamó Sonja alarmada.
    Wolff se arrodilló frente a Smith y sacó su cuchillo.
    —Abra la boca.
    Smith empezó a decir algo y Wolff deslizó el cuchillo entre los dientes del comandante.
    —Si se mueve o habla le cortaré la lengua.
    Smith se quedó inmóvil, mirando fijamente a Wolff con gesto de horror.
    Wolff se dio cuenta de que Sonja estaba desnuda.
    —¡Ponte algo, rápido!
    Sonja tomó una sábana de la cama y se envolvió con ella mientras iba al pie de la escalera. La escotilla se estaba abriendo. Wolff sabía que desde allí podían verlo a él y a Smith. Sonja dejó que la sábana se deslizara hacia abajo un poco al levantar el brazo para recibir la carta.
    —¡Buenos días! —dijo el cartero.
    Sus ojos se clavaron en los pechos semidesnudos de Sonja.
    Ella siguió subiendo la escalera, de modo que el cartero tuviera que retroceder y dejó que la sábana se deslizara aún más...
    —Gracias —dijo sonriendo tontamente.
    Estiró el brazo y cerró la escotilla.
    Wolff respiró de nuevo.
    Los pasos del cartero cruzaron la cubierta y descendieron por la pasarela.
    —Dame esa sábana —dijo Wolff a Sonja.
    Ella se la quitó y quedó nuevamente desnuda.
    Wolff sacó el cuchillo de la boca de Smith y cortó con él un pedazo de sábana. Arrugó la tela hasta formar una bola y la metió en la boca del comandante, que no se resistió. Wolff puso el cuchillo en la vaina, y se lo alojó bajo el brazo. Se levantó. Smith cerró los ojos. Parecía abatido, derrotado.
    Sonja tomó la barra de acero y permaneció dispuesta a golpear a Smith, mientras Wolff subía la escalera hacia la cubierta. La gaveta que Sonja había mencionado estaba a una grada de la proa. Wolff la abrió. Dentro había un rollo de soga fina. Quizá la habían usado para amarrar el barco antes de que se convirtiera en casa flotante. Wolff sacó la cuerda. Era fuerte, pero no demasiado gruesa: ideal para atar las manos y los pies de un cautivo.
    Oyó que Sonja gritaba abajo. Le llegó ruido de pisadas sobre la escalera.
    Wolff dejó caer la cuerda y giró sobre sí mismo.
    Smith, en calzoncillos, salía corriendo por la escotilla.
    No estaba tan derrotado como parecía, y Sonja debía de haber fallado con el hierro.
    Wolff cruzó a toda velocidad la cubierta, para adelantarse a Smith.
    El comandante se volvió, corrió en la otra dirección y saltó al agua.
    —¡Maldita sea! —exclamó Wolff.
    Miró rápidamente a su alrededor. No había nadie sobre las cubiertas de las otras casas flotantes. Era la hora de la siesta. El camino de sirga estaba desierto, a excepción del «mendigo» —Kemel tendría que hacerse cargo de él— y de un hombre que se alejaba en la distancia. En el río había un par de falúas, por lo menos a cuatrocientos metros y, detrás de ellas, una lenta barcaza de vapor.
    Wolff corrió hacia la borda. Smith salió a la superficie, jadeante, en busca de aire. Se limpió los ojos y miró alrededor para orientarse. Era torpe en el agua y chapoteaba mucho. Empezó a nadar desmañadamente, tratando de alejarse de la casa flotante.
    Wolff retrocedió varios pasos y saltó al agua.
    Cayó con los pies sobre la cabeza de Smith.
    Durante varios segundos todo fue confusión. Wolff se hundió bajo el agua en una maraña de brazos y piernas —los suyos y los de Smith— y pugnó por volver a la superficie y, al mismo tiempo, hundir a Smith. Cuando no pudo contener más el aliento se zafó de Smith y ascendió.
    Aspiró el aire y se aclaró los ojos. La cabeza de Smith flotaba frente a él, tosiendo y farfullando. Wolff estiró ambos brazos, la agarró e hizo fuerza contra su cuerpo y hacia abajo. Smith se revolvía como un pez. Wolff lo tomó del cuello y lo hundió. Él mismo quedó bajo el agua y un momento después volvió a subir. Smith todavía estaba debajo luchando.
    «¿Cuánto tiempo se tarda en ahogar a un hombre?», pensó Wolff.
    Smith se sacudió agitadamente y se liberó. Salió a la superficie y aspiró hondo. Wolff trató de golpearlo. Lo logró, pero el puñetazo no tuvo fuerza. Smith tosía y vomitaba, jadeante y estremeciéndose. Trató de alcanzar de nuevo a Smith. Esta vez se puso detrás del comandante y con un brazo le rodeó la garganta, mientras, con el otro, empujaba la cabeza hacia abajo.
    «Cristo, espero que nadie esté observando», rogó Wolff.
    Smith estaba en el agua con la cara hacia abajo. Wolff le apoyaba la rodilla en la espalda y le mantenía firmemente asida la cabeza. Smith continuó revolviéndose bajo el agua, girando y sacudiéndose, agitando los brazos, dando puntapiés y tratando de retorcer el cuerpo. Wolff lo retuvo con más fuerza bajo el agua.
    «¡Ahógate, desgraciado, ahógate!»
    Wolff vio abiertas las mandíbulas de Smith y supo que por fin estaba tragando agua. Las convulsiones fueron frenéticas. Wolff se dio cuenta de que iba a tener que soltarlo. Los esfuerzos de Smith le impulsaban hacia abajo. Wolff apretó los párpados y contuvo el aliento. Parecía que Smith se debilitaba. «Sus pulmones debían de estar medio llenos de agua», pensó el espía. Después de unos segundos, él mismo empezó a necesitar aire.
    Los movimientos de Smith se hicieron más débiles. Wolff sujetó al comandante con menos fuerza, pataleó impulsándose hacia arriba y buscó el aire. Durante un minuto solo respiró. Smith se convirtió en un peso muerto. Wolff usó casi exclusivamente las piernas para nadar hacia la casa flotante arrastrando a Smith con él. La cabeza del militar sobresalía del agua, pero no había indicios de vida.
    Wolff llegó al costado del barco. Sonja estaba en cubierta, en bata, mirando atentamente por la borda.
    —¿Alguien lo ha visto? —preguntó Wolff.
    —No lo creo. ¿Está muerto?
    —Sí.
    «¿Qué demonios hago ahora?», se preguntó Wolff.
    Sostuvo a Smith contra el flanco del barco. «Si lo suelto ahora, flotará —pensó—. Encontrarán el cuerpo cerca de aquí e investigarán casa por casa. Pero no puedo acarrear un cadáver a través de media ciudad para librarme de él.»
    De repente, el comandante se sacudió y vomitó agua.
    —¡Cristo, está vivo! —exclamó Wolff.
    Empujó de nuevo a Smith, sacó su cuchillo y arremetió. Smith estaba bajo el agua, moviéndose débilmente. Wolff no podía dirigir el arma. Lanzó una cuchillada salvaje. El agua le estorbaba. Smith se sacudió con violencia y el agua espumosa se tiñó de rojo. Finalmente, Wolff consiguió agarrar a Smith por el cuello y sujetarle la cabeza mientras lo degollaba.
    Por fin estaba muerto.
    Wolff soltó a Smith mientras guardaba otra vez el cuchillo. Alrededor de él el agua del río adquirió un color rojo barroso. «Estoy nadando en sangre», pensó y, de repente, sintió asco.
    El cuerpo se alejaba a la deriva. Wolff tiró de él. Se dio cuenta demasiado tarde de que un comandante ahogado podía haber caído al río sin más, pero un comandante con la garganta rebanada, indudablemente había sido asesinado. Tenía que esconder el cadáver.
    Miró hacia arriba.
    —¡Sonja!
    —Me encuentro mal.
    —Eso no importa. Tenemos que hundir el cuerpo en el fondo.
    —¡Oh, Dios mío, el agua está llena de sangre!
    —¡Escucha! —Quería gritarle para hacerla reaccionar, pero debía mantener un tono de voz bajo—. Busca..., busca esa cuerda. ¡Ve!
    Sonja desapareció de la vista un momento y regresó con la cuerda. Era inútil, decidió Wolff: tendría que decirle exactamente lo que debía hacer.
    —Ahora, toma el maletín de Smith y mete algo pesado en él.
    —Algo pesado..., pero ¿qué?
    —Bendito sea Dios... ¿Qué tenemos que sea pesado? ¿Qué es pesado? Hum..., ¿libros? Los libros son pesados; no, puede no ser suficiente..., ya sé: botellas. Botellas llenas, botellas de champán. Llena el maletín con botellas de champán.
    —¿Por qué?
    —¡Dios, deja de temblar; haz lo que te digo!
    Sonja se alejó otra vez. Por la portilla la vio bajar la escalera y entrar en el cuarto. Se movía muy lentamente, como una sonámbula.
    «¡Deprisa, puta gorda, deprisa!»
    Sonja miró alrededor, atolondrada. Moviéndose todavía como a cámara lenta, levantó el maletín del suelo. Lo llevó a la cocina y abrió la nevera. Miró dentro como si fuera a decidir lo que iba a cenar.
    «¡Adelante!»
    Sonja tomó una botella de champán. Permaneció con la botella en una mano y el maletín en la otra y arrugó la frente, como si no recordara lo que debía hacer con ellos. Por fin se aclaró su expresión y puso la botella en el maletín, acostada. Sacó otra botella.
    Wolff pensó: «Pie con boca, idiota, así caben más». Son—ja puso la segunda botella, la miró, luego la retiró y la invirtió.
    «Genial», pensó Wolff.
    Se las arregló para meter cuatro botellas. Cerró la nevera y miró alrededor buscando algo más que agregar. Recogió el afilador y el pisapapeles de vidrio. Los metió en el maletín y luego lo cerró. Después subió a cubierta.
    —¿Y ahora qué? —dijo.
    —Ata la punta de esta cuerda al asa del maletín.
    Sonja estaba saliendo de su confusión. Sus dedos se movían más rápidamente.
    —Bien fuerte —dijo Wolff.
    —De acuerdo.
    —¿Hay alguien alrededor?
    Sonja lanzó una mirada a izquierda y derecha.
    —No.
    —¡Date prisa!
    Terminó de hacer el nudo.
    —Arrójame la cuerda —dijo Wolff.
    Sonja dejó caer el otro extremo de la cuerda y Wolff la atrapó. Estaba cansado por el esfuerzo de mantenerse a flote y sostener al mismo tiempo el cadáver. Durante un instante tuvo que soltar a Smith, porque necesitaba ambas manos para servirse de la cuerda, lo que significaba que debía pernear furiosamente en el agua para mantenerse a flote. Pasó la cuerda bajo las axilas del muerto y dio dos vueltas alrededor del torso. Luego hizo un nudo. Durante la operación se hundió varias veces y en una ocasión tragó una repugnante bocanada de agua sanguinolenta.
    Por fin, el trabajo quedó terminado.
    —Prueba ese nudo—pidió a Sonja.
    —Está apretado.
    —Arroja el maletín al agua, lo más lejos que puedas.
    Sonja lanzó el maletín sobre la borda. Cayó a unos dos metros de la casa flotante —era demasiado pesado para que ella pudiera tirarlo lejos— y se hundió. Lentamente, la cuerda siguió al maletín. El tramo entre Smith y la valija se atirantó y luego el cuerpo se sumergió. Wolff observó la superficie. Los nudos resistían. Pateó debajo del agua, donde había desaparecido el cuerpo: no tocó nada. El cadáver había descendido a la profundidad.
    —Lieber Gott, ¡qué desastre! —murmuró Wolff.
    Trepó a cubierta. Miró hacia abajo y vio que la mancha rosada estaba desapareciendo rápidamente del agua.
    Escuchó una voz que decía:
    —¡Buenos días!
    Wolff y Sonja se giraron en redondo para mirar al camino de sirga.
    —¡Buenos días! —respondió Sonja. Murmuró a Wolff—: Una vecina.
    La vecina era una mestiza de mediana edad, que llevaba un cesto con compras.
    —He oído mucho ruido. ¿Pasa algo malo? —preguntó.
    —Hum... no —contestó Sonja—. Mi perrito se cayó al agua y el señor Robinson ha tenido que rescatarlo.
    —¡Qué valiente! No sabía que tuviera un perro.
    —Es un cachorro, un regalo.
    —¿De qué raza?
    Wolff quería gritarle: «¡Lárgate, vieja estúpida!».
    —Es un perro de lanas —respondió Sonja.
    —Me encantaría verlo.
    —Mañana quizá. Ahora está encerrado, como castigo.
    —Pobrecito.
    Wolff dijo:
    —Más vale que me quite la ropa mojada.
    Sonja se dirigió a la vecina:
    —Hasta mañana.
    —Encantada de conocerle, señor Robinson —dijo la vecina.
    Wolff y Sonja bajaron.
    Sonja se arrojó sobre el sofá y cerró los ojos. Wolff se quitó la ropa.
    —Esto es lo peor que me ha ocurrido jamás —murmuró Sonja.
    —Sobrevivirás —la consoló Wolff.
    —Por lo menos, era inglés.
    —Sí. Deberías estar saltando de alegría.
    —Lo haré cuando se tranquilice mi estómago.
    Wolff fue al cuarto de baño y abrió los grifos de la bañera. Cuando regresó, Sonja dijo:
    —¿Valía la pena?
    —Sí. —Wolff señaló los documentos militares que todavía se encontraban en el suelo, donde los había dejado caer cuando Smith lo sorprendió—. Ese material es sensacional, lo mejor que nos ha traído. Con él, Rommel puede ganar la guerra.
    —¿Cuándo lo mandarás?
    —Hoy a medianoche.
    —Esta noche vas a traer aquí a Elene.
    Wolff la miró fijamente.
    —¿Cómo puedes pensar en eso cuando acabamos de matar a un hombre y de hundir su cuerpo?
    Sonja se enfrentó a él, desafiante.
    —No lo sé; solo sé que me siento muy excitada.
    —¡Dios mío!
    —Traerás aquí a Elene esta noche. Me lo debes.
    Wolff dudó.
    —Tendría que transmitir con ella presente.
    —La mantendré ocupada mientras usas la radio.
    —No sé...
    —¡Maldición, Alex, me lo debes!
    —Está bien.
    —Gracias.
    Wolff fue al cuarto de baño. «Sonja era increíble —pensó—. Llevaba la depravación a nuevas cotas de pensamiento.» Se metió en el agua caliente.
    —Pero ahora Smith no te traerá más secretos —gritó Son—ja desde el dormitorio.
    —No creo que lo necesitemos, después de la próxima batalla —replicó Wolff—. Ha cumplido su misión.
    Tomó el jabón y empezó a quitarse la sangre.
    ü
    Vandam llamó a la puerta del apartamento de Elene una hora antes de la cita con Alex Wolff.
    Ella salió luciendo un vestido negro, de cóctel, zapatos de tacón alto y medias de seda. En el cuello llevaba una delgada cadena de oro. Tenía el rostro maquillado y su cabello relucía. Había estado esperando a Vandam.
    Él le sonrió y, pese a conocerla ya, le pareció asombrosamente bella.
    —Hola.
    —Entra. —Lo condujo al cuarto de estar—. Siéntate.
    Vandam había querido abrazarla, pero ella no le dio oportunidad de hacerlo. El comandante se sentó en el sofá.
    —Quería informarte de los detalles de esta noche.
    —De acuerdo. —Elene se sentó en una silla frente a él—. ¿Quieres una copa?
    —Sí.
    —Sírvela tú mismo.
    La miró fijamente.
    —¿Pasa algo?
    —Nada. Sírvete una copa y luego dame las instrucciones.
    Vandam frunció el ceño.
    —¿Qué te pasa?
    —Nada. Tenemos trabajo que hacer, hagámoslo.
    Vandam se puso de pie, fue hacia ella y se arrodilló frente a su silla.
    —Elene, ¿qué es todo esto?
    Ella lo miró enojada. Parecía estar a punto de llorar. Dijo en voz alta:
    —¿Dónde has estado los últimos dos días?
    Vandam desvió la mirada, pensativo.
    —Trabajando.
    —¿Y dónde crees que he estado yo?
    —Aquí, supongo.
    —¡Exactamente!
    Vandam no comprendía lo que quería decir. Cruzó por su mente que se había enamorado de una mujer a quien apenas conocía.
    —He estado trabajando y tú has estado aquí, ¿y por eso estás enojada conmigo? —dijo.
    —¡Sí! —gritó Elene.
    —Cálmate. No comprendo por qué estás tan furiosa, y quiero que me lo expliques.
    —¡No!
    —Entonces, no sé qué decir.
    Vandam se sentó en el suelo, de espaldas a Elene, y encendió un cigarrillo. Realmente no sabía qué era lo que la perturbaba, pero había algo de obstinación en su actitud, estaba dispuesto a ser humilde, a pedir disculpas y a enmendarse, pero no quería jugar a las adivinanzas.
    Permanecieron sentados en silencio durante un minuto, sin mirarse.
    Elene respiró entrecortadamente. Vandam no podía verla, pero sabía que estaba llorando.
    —Pudiste haberme mandado una nota o incluso un ramo de flores —estalló Elene.
    —¿Una nota? ¿Para qué? Sabías que íbamos a encontrarnos esta noche.
    —¡Oh, Dios mío!
    —¿Qué quieres que te diga?
    —Escucha. Anteanoche hicimos el amor; te lo digo por si lo has olvidado.
    —No seas tonta.
    —Me trajiste a casa y me diste un beso para despedirte. Después, nada.
    Vandam dio una chupada al pitillo.
    —Por si lo has olvidado, un cierto Erwin Rommel está golpeando las puertas de esta ciudad con una horda de nazis que lo siguen, y yo soy una de las personas que están tratando de mantenerlo fuera.
    —Cinco minutos, eso es todo lo que te hubiera llevado enviarme una nota.
    —¿Para qué?
    —Eso, exactamente. ¿Para qué? Soy una mujer fácil, ¿no es verdad? Me entrego a un hombre con la misma facilidad que tomo un vaso de agua. Una hora después lo he olvidado. ¿Es eso lo que piensas? ¡Porque al menos lo parece! ¡Maldito seas, William Vandam, me haces sentir tan despreciable...!
    No tenía más sentido que al principio, pero ahora Vandam percibía el dolor de su voz. Se volvió hacia ella.
    —Tú eres la cosa más maravillosa que me ha sucedido durante largo tiempo, quizá en toda mi vida. Por favor, perdóname por haber sido tan loco.
    Le tomó la mano.
    Elene miró hacia la ventana mordiéndose los labios, conteniendo las lágrimas.
    —Sí, lo eres —dijo. Bajó la vista hacia él y le tocó el cabello—. Eres un loco, un loco —susurró acariciándole la cabeza. De sus ojos brotaban lágrimas.
    —Tengo tantas cosas que saber de ti —dijo Vandam.
    —Y yo de ti.
    Vandam desvió la mirada conforme hablaba, pensando en voz alta.
    —A la gente le fastidia mi equilibrio, no les agrada. Saben que cuando están a punto de caer presa del pánico, cuando sienten que no pueden salir adelante, pueden venir a mí y contarme el dilema. Y si no consigo vislumbrar una salida, yo les diré qué es lo mejor que se puede hacer, el mal menor. Y como lo digo en voz tranquila, porque veo que se trata de un dilema y no me domina el pánico, se van tranquilos y hacen lo que tienen que hacer. Yo solo les aclaro el problema y me resisto a amilanarme. Eso es exactamente lo que ellos necesitan. Pero esa misma actitud molesta a menudo a otras ¡personas: mis superiores, mis amigos, Angela, tú... Nunca | entendí la razón.
    —Porque a veces deberías tener miedo, tonto —dijo Elene i dulcemente—. A veces deberías demostrar que estás asustado, I obsesionado o enloquecido por algo. Eso es humano, un in—s dicio de que te preocupas. Cuando te quedas tranquilo pen—\ samos que todo te importa un comino.
    —Bien, la gente debería saber que no es así: los que me aman, los amigos y los jefes, si es que vale la pena.
    Vandam lo dijo sinceramente, pero en el fondo se dio cuenta de que, en verdad, había cierta insensibilidad, cierta frialdad en su famoso equilibrio.
    —¿Y si no lo supieran...?
    Elene había dejado de llorar.
    —¿Yo debería cambiar? No. —Vandam quería ser sincero con ella. Podía haberle mentido para hacerla feliz—. Sí, tienes razón, trataré de cambiar.
    Pero ¿cuál era el objeto? Si no podía ser él mismo con Elene, todo era inútil; la estaría manejando como todos los hombres que la habían utilizado; como él utilizaba a la gente a quien no amaba. De modo que le dijo la verdad.
    —Mira, así es como triunfo. Quiero decir, gano en todo..., en el juego de la vida.., por decirlo así. —Sonrió irónicamente—. Yo estoy al margen. Miro todo desde la distancia. Sí, me importará, pero me niego a hacer cosas sin sentido, gestos simbólicos, vacíos ataques de rabia. O nos amamos uno al otro, o no nos amamos, y todas las flores del mundo nada cambiarán. Pero el trabajo que hice hoy puede decidir si hemos de vivir o morir. Sí, pensé en ti todo el día. Pero cada vez que lo hice mi pensamiento se desvió hacia cosas más urgentes. Yo trabajo con eficacia, establezco prioridades, y no me inquieto por ti si sé que estás bien. ¿Crees que podrás acostumbrarte?
    Elene sonrió con lágrimas en los ojos.
    —Lo intentaré.
    En un rincón de la mente de Vandam se planteaban preguntas: «¿Por cuánto tiempo? ¿Quiero a esta mujer para siempre? ¿Y si no fuera así?».
    Dejó la idea de lado. No era la cuestión más urgente en ese momento.
    —Quisiera decirte que te olvides de esta noche, que no vayas, que nos arreglamos sin ti. Pero no puedo; te necesitamos y es terriblemente importante.
    —De acuerdo, comprendo.
    —Pero, antes de empezar, ¿puedo darte un beso?
    —Sí, por favor.
    Vandam se arrodilló junto al brazo del sillón y tomó en su mano el rostro de Elene. La besó en los labios. Eran dulces, flexibles y ligeramente húmedos. Sintió el contacto y el sabor de ella. Nunca había tenido esa sensación. Era como si pudiera seguir besándola toda la noche sin cansarse.
    Elene se separó, aspiró profundamente y dijo:
    —¡Oh, oh! Creo que hablas en serio.
    —Puedes estar segura.
    Elene rió.
    —Por un instante, al decirlo, fuiste el viejo comandante Vandam, el que solía ver antes de conocerte de veras.
    —Y tu «Oh, oh», provocativo, fue de la vieja Elene.
    —Déme instrucciones, mi comandante.
    —Tendré que alejarme, para no besarte.
    —Siéntate allí y cruza las piernas. A fin de cuentas, ¿qué estuviste haciendo hoy?
    Vandam atravesó la sala hacia el armario de las bebidas y tomó la botella de ginebra.
    —Un comandante de Información ha desaparecido, junto con un maletín lleno de secretos.
    —¿Wolff?
    —Puede ser. Resulta que ese hombre ha estado desapareciendo a la hora del almuerzo, un par de veces por semana, y nadie sabe qué hacía. Tengo la corazonada de que pudo haber estado reuniéndose con Wolff.
    —¿Y por qué habría de desaparecer?
    Vandam alzó los hombros.
    —Algo salió mal.
    —¿Qué había hoy en su maletín?
    Vandam no sabía qué decirle.
    —Un detalle de nuestras defensas, tan completo que creemos que podría modificar el resultado de la próxima batalla. —Smith también poseía el plan de emboscada propuesto por Vandam, pero no se lo dijo a Elene: confiaba totalmente en ella, pero también tenía sus recelos en materia de seguridad. Concluyó—: De modo que más vale que capturemos a Wolff esta noche.
    —¡Pero podría ser ya demasiado tarde!
    —No. Encontramos un mensaje cifrado de Wolff, hace poco. La hora indicada era medianoche. Los espías tienen una hora establecida para informar, generalmente la misma todos los días. De otro modo, los amos no estarían escuchando, por lo menos en la longitud de onda indicada; así que, si transmiten, nadie recoge el mensaje. Por lo tanto, creo que Wolff mandará la información a medianoche, a menos que lo atrape antes.
    Vaciló, luego cambió de idea con respecto a la seguridad y decidió que Elene debía calibrar la importancia de lo que estaba haciendo.
    —Hay algo más. Wolff está usando un código basado en una novela llamada Rebeca. Tengo un ejemplar del libro. Si pudiera conseguir la clave del código...
    —¿Qué es eso?
    —Solo una hoja de papel que le indica cómo usar el libro para cifrar mensajes.
    —Sigue.
    —Si pudiera conseguir la clave de Rebeca, lograría hacerme pasar por Wolff, por radio, y enviar información falsa a Rommel. Eso puede invertir la situación; puede salvar a Egipto. Pero necesito la clave.
    —Muy bien. ¿Cuál es el plan para esta noche?
    —El mismo de antes, solo que más perfeccionado. Estaré en el restaurante con Jakes, y los dos iremos armados.
    Elene preguntó sorprendida:
    —¿Tienes pistola?
    —No la tengo ahora. Jakes me la llevará al restaurante. De todos modos, habrá otros dos hombres allí y seis más afuera, en la acera, tratando de no hacerse notar. También habrá automóviles dispuestos a bloquear todas las salidas de la calle en cuanto oigan un silbato. Independientemente de lo que haga Wolff esta noche, si quiere verte le echaremos el guante.
    Alguien llamó a la puerta del apartamento.
    —¿Qué es eso?—preguntó Vandam.
    —La puerta...
    —Sí, lo sé. ¿Estás esperando a alguien? ¿O algo?
    —No, por supuesto que no; casi es hora de salir.
    Vandam arrugó la frente. Sonaban campanas de alarma.
    —Esto no me gusta. No contestes.
    —De acuerdo —dijo Elene. Luego cambió de idea—. Tengo que contestar. Podría ser mi padre o noticias de él.
    —Está bien, contesta.
    Elene salió del cuarto. Vandam permaneció sentado, escuchando. Volvieron a llamar y Elene abrió la puerta. Vandam la escuchó decir:
    —¡Alex!
    —¡Cristo!—susurró Vandam.
    Escuchó la voz de Wolff.
    —Veo que está lista. Encantadora.
    Era una voz profunda, confiada. Arrastraba las palabras en un inglés que hablaba solo con un levísimo acento no identificable.
    —Pero íbamos a encontrarnos en el restaurante... —murmuró Elene.
    —Lo sé. ¿Puedo entrar?
    Vandam saltó sobre el respaldo del sofá y se tendió en el suelo, detrás del mueble.
    —Por supuesto...
    La voz de Wolff se acercó.
    —Querida mía, está exquisita esta noche.
    Vandam pensó: «Desgraciado adulador». <;■. La puerta de entrada se cerró.
    —¿Por aquí?—preguntó Wolff.
    ■■ —Eh..., sí...
    Vandam oyó que ambos entraban en la habitación.
    —¡Qué apartamento tan encantador! Mikis Aristopoulos debe de pagarle bien.
    —Oh, no trabajo allí regularmente. Es un pariente lejano, le ayudo.
    —Un tío. Debe de ser su tío.
    —Oh..., tío abuelo, primo segundo, algo de eso. Me llama sobrina para simplificar.
    —Bien. Esto es para usted.
    —¡Oh, flores! Gracias.
    «Vete a la mierda», pensó Vandam.
    —¿Puedo sentarme?—dijo Wolff.
    —Por supuesto.
    Vandam sintió el movimiento del sofá cuando Wolff descargó en él todo su peso. Era un hombre corpulento. Vandam recordó la lucha en el callejón. También recordó el cuchillo y se llevó la mano a la herida de la mejilla. «¿Qué debo hacer?», pensó.
    Podía saltar sobre Wolff; el espía estaba allí, casi en sus manos. Tenía el mismo peso y estaban igualados, salvo por el cuchillo. Wolff lo usó la noche de su cena con Sonja, de modo que, presumiblemente, lo llevaba a todos lados y lo tendría ahora consigo.
    Si luchaban, con la ventaja del cuchillo Wolff ganaría. Había ocurrido antes, en el callejón. Vandam volvió a palparse la mejilla.
    «¿Por qué no traería la pistola?», pensó Vandam.
    Si lucharan y ganase Wolff, ¿qué ocurriría? Al ver a Vandam en el apartamento de Elene, Wolff sabría que ella estaba tratando de atraparlo. ¿Qué haría con ella? En Estambul, en una situación similar, había degollado a una muchacha.
    Vandam parpadeó para borrar la horrible imagen.
    —Veo que estaba tomando una copa. ¿Puedo acompañarla?
    —Por supuesto —repitió Elene—. ¿Qué le gustaría beber?
    —¿Qué es eso? —Wolff olió—. Oh, un poco de ginebra estaría muy bien.
    «Esa era mi copa. Gracias a Dios, Elene no ha bebido nada; dos vasos habrían descubierto el juego.» Vandam oyó el ruido del hielo.
    —¡Salud!—dijo Wolff.
    —Salud.
    —Parece que no le gusta.
    —El hielo se ha derretido.
    Vandam sabía por qué Elene había hecho una mueca al beber: era ginebra pura. Pensó que ella estaba desenvolviéndose muy bien. ¿Qué pensaría Elene que él, Vandam, estaba planeando hacer? Ya había adivinado dónde estaba escondido. Estaría tratando desesperadamente de no mirar en esa dirección. ¡Pobre Elene! De nuevo debía soportar más de lo convenido.
    Vandam esperaba que permaneciera pasiva, que adoptara la actitud de menor resistencia y confiara en él.
    ¿Wolff seguía planeando ir al Oasis Restaurant? Quizá sí. «Si estuviera seguro de eso —pensaba Vandam—, podría dejarlo todo en manos de Jakes.»
    —Parece nerviosa, Elene. ¿He perturbado sus planes viniendo? —preguntó Wolff—. Si desea terminar de prepararse (no es que ahora no esté perfecta), simplemente déjeme aquí con la botella de ginebra.
    —No, no... En fin, como dijimos que nos encontraríamos en el restaurante...
    —Y aquí estoy yo, alterándolo todo otra vez en el último momento. Para serle franco, estoy aburrido de los restaurantes, y no obstante son, por así decirlo, un lugar de reunión convencional. De modo que me cito para cenar con la gente y luego, cuando llega el momento, no puedo soportarlo y pienso en hacer cualquier otra cosa.
    «Así que no van a ir al Oasis», pensó Vandam. Maldición.
    —¿Qué desea hacer? —preguntó Elene.
    —¿Puedo reservarle la sorpresa, nuevamente?
    «¡Haz que te lo diga!», rogó Vandam para sus adentros.
    —Muy bien —repuso Elene.
    Si Wolff revelase el lugar a donde iban, él podría ponerse en contacto con Jakes y trasladar toda la emboscada al nuevo emplazamiento, pensaba Vandam. Elene no estaba razonando bien. Era comprensible; por su voz, parecía atemorizada.
    —¿Vamos? —preguntó Wolff.
    —De acuerdo.
    El sofá crujió al levantarse Wolff. Vandam pensó: «¡Podría atacarle ahora!».
    Demasiado arriesgado.
    Vandam los oyó salir de la sala. Permaneció donde estaba durante un instante. Le llegó la voz de Wolff en el vestíbulo, que decía: «Usted primero». Luego cerraron la puerta.
    Vandam se puso de pie. Tendría que seguirlos y aprovechar la primera oportunidad para llamar al Cuartel General y ponerse en contacto con Jakes. Elene no tenía teléfono; no mucha gente lo conseguía en El Cairo. Aunque hubiera dispuesto de uno, ya no había tiempo. Fue a la puerta y escuchó. No oyó nada. Abrió una rendija: se habían ido. Salió, cerró y se apresuró a recorrer el pasillo y bajar la escalera.
    Al dejar el edificio, los vio al otro lado de la calle. Wolff mantenía abierta la puerta de un auto para que Elene entrara. No era un taxi. Wolff debía de haber alquilado, pedido prestado o robado un coche para esa noche. El espía cerró la puerta y dio la vuelta hacia el lado del conductor. Elene miró hacia fuera por la ventanilla y advirtió que Vandam la miraba. Ella le clavó la vista. Vandam miró hacia otro lado, temeroso de hacer cualquier movimiento que Wolff pudiera ver.
    Vandam caminó hacia su motocicleta, montó en ella y puso en marcha el motor.
    El coche de Wolff arrancó y Vandam lo siguió.
    El tráfico de la ciudad todavía era intenso. Vandam pudo seguirles dejando cinco o seis coches entre él y Wolff, sin arriesgarse a perderles de vista. Estaba oscureciendo, pero pocos coches tenían las luces encendidas.
    Vandam se preguntaba adonde iría Wolff. Seguramente se detendría en algún lugar, a menos que pretendiera conducir toda la noche. Si pudiera parar en algún sitio donde hubiera un teléfono...
    Salían de la ciudad, hacia Giza. Cayó la noche y Wolff encendió las luces del coche. Vandam dejó apagadas las de la motocicleta, para que Wolff no pudiera ver que le seguían.
    Fue un viaje de pesadilla. Aun con la poca luz del día, conducir una motocicleta por la ciudad no dejaba de poner los pelos de punta: las calles estaban llenas de baches, irregularidades y traicioneras manchas de aceite, y Vandam se había dado cuenta de que tenía que observar tanto el pavimento como el tráfico. La carretera del desierto era peor y, con todo, debía conducir sin luces y mantener la vista en el coche que le precedía. Tres o cuatro veces estuvo a punto de salir despedido de la moto.
    Tenía frío. No había previsto ese viaje, y llevaba una camisa de uniforme, de manga corta, y a cierta velocidad el viento la atravesaba. ¿Cuánto planearía alejarse Wolff?
    Al frente aparecieron las pirámides.
    «Allí no hay teléfono», pensó Vandam.
    El coche redujo la velocidad. Iban a hacer un picnic junto a las pirámides. Vandam apagó el motor y dejó que la moto continuara hasta detenerse. Antes de que Wolff tuviera ocasión de salir del coche, Vandam sacó la moto de la carretera y entró en la arena. El desierto no era llano excepto cuando se lo miraba desde lejos, y encontró un montículo rocoso detrás del cual tumbó la motocicleta. Permaneció en la arena, al lado del montículo y observó el auto.
    No ocurrió nada.
    El coche permanecía inmóvil, el motor apagado, su interior oscuro. ¿Qué estaban haciendo allí dentro? A Vandam le acometieron los celos. Se dijo que no debía ser estúpido; estaban comiendo, eso era todo. Elene le había relatado el último picnic: el salmón ahumado, el pollo frío, el champán. No se puede besar a una chica con la boca llena de pescado. Sin embargo, sus dedos se tocarían cuando le alcanzara el vino...
    Basta.
    Vandam se decidió a arriesgarse a fumar un cigarrillo. Se colocó detrás de la duna, para encenderlo, y lo protegió con la mano, al estilo del ejército para esconder el resplandor mientras regresaba al punto de observación.
    Cinco cigarrillos después, se abrieron las puertas del auto.
    Las nubes se habían dispersado y lucía la luna. Todo el panorama era de color azul oscuro y plateado, y la compleja silueta de las pirámides destacaba sobre la arena brillante. Dos formas oscuras salieron del auto y caminaron hacia la más próxima de las antiguas tumbas. Vandam pudo ver que Elene marchaba con los brazos cruzados sobre el pecho, como si tuviera frío, o quizá porque no quería que Wolff la tomara de la mano. Wolff pasó un brazo sobre los hombros de Elene, que no hizo ningún movimiento de resistencia.
    Se detuvieron en la base del monumento y hablaron. Wolff señaló hacia arriba y Elene pareció sacudir la cabeza. Vandam adivinó que ella no quería ascender. Caminaron alrededor de la base y desaparecieron detrás de la pirámide.
    Vandam esperaba que emergieran del otro lado. Le pareció que tardaban mucho. ¿Qué estaban haciendo allí detrás? El impulso de acercarse y mirar era casi irresistible.
    Vandam podía aprovechar el momento y llegar hasta el coche. Pensó en sabotearlo, regresar deprisa a la ciudad y volver con su equipo. Pero Wolff no estaría allí cuando Van—dam volviera; sería imposible registrar el desierto por la noche. A la mañana siguiente Wolff se encontraría a kilómetros de distancia.
    Resultaba casi insoportable observar y esperar sin hacer nada, pero era lo mejor.
    Por fin Wolff y Elene reaparecieron. Todavía la rodeaba con el brazo. Regresaron al coche y permanecieron de pie ante la puerta. Wolff apoyó las manos en los hombros de Elene, dijo algo y se inclinó para besarla.
    Vandam se levantó.
    Elene ofreció a Wolff la mejilla, luego se volvió, liberándose de sus manos y subió al coche.
    Vandam volvió a tenderse en la arena.
    El silencio del desierto quedó roto por el rugido del coche de Wolff. Vandam lo observó dar una amplia vuelta en círculo y tomar la carretera. Se encendieron las luces y Vandam agachó la cabeza involuntariamente, aunque estaba bien escondido. El coche pasó junto a él, hacia El Cairo.
    Vandam se puso de pie de un salto, empujó la moto hasta la calzada y dio una patada al arranque. El motor no respondió. Vandam maldijo: le aterrorizó la idea de que pudiese haber entrado arena en el carburador. Repitió el intento y arrancó. Montó en la motocicleta y siguió al coche.
    La luz de la luna le permitía distinguir los baches y protuberancias del pavimento, pero también lo hacía más visible. Se mantuvo a buena distancia de Wolff, sabiendo que no había adonde ir, salvo El Cairo. Pensaba en lo que haría Wolff a continuación. ¿Llevaría a Elene a casa? Si fuese así ¿adonde iría después? Podría conducir a Vandam a su escondite.
    «Ojalá tuviera una pistola», pensó Vandam.
    ¿Acaso Wolff llevaría a Elene a su casa? Tenía que vivir en algún sitio, tener una cama en una habitación, en un edificio de la ciudad. Vandam estaba seguro de que Wolff planeaba seducir a Elene. El espía había sido bastante paciente y caballeroso con ella, pero Vandam sabía que, en realidad, le agradaba salirse rápidamente con la suya. La seducción podía ser el menor de los peligros a los que se enfrentaba Elene. Pensó: «¡Qué no daría yo por un teléfono!».
    Llegaron a las afueras de la ciudad y Vandam se vio obligado a acercarse al coche, pero felizmente había muchísimo tráfico en los alrededores. Pensó en detenerse y dar un mensaje a algún policía, o algún oficial, pero Wolff conducía con gran rapidez y, de todos modos, ¿qué diría el mensaje? Vandam aún no sabía adonde iba Wolff.
    Empezó a sospechar cuál era la respuesta cuando cruzaron el puente de Zamalek. Allí era donde la bailarina, Sonja, tenía su casa flotante. Seguramente Wolff no vivía allí, pensó Vandam, porque el lugar llevaba varios días bajo vigilancia. Pero quizá se resistía a llevar a Elene a su verdadera casa y por eso pedía hospitalidad a Sonja.
    Wolff estacionó en una calle y salió del auto. Vandam apoyó su motocicleta contra una pared y apresuradamente encadenó la rueda para impedir que se la robaran; podía volver a necesitar la moto esa noche.
    Siguió a Wolff y a Elene desde la calle hasta el camino de sirga. Oculto tras unos arbustos los observó caminar un corto trecho. Se preguntó qué pensaría Elene. ¿Habría esperado que la rescataran antes de ese momento? ¿Confiaría en que Vandam aún la vigilaba? ¿Perdería ahora las esperanzas?
    Se detuvieron junto a uno de los barcos. Vandam observó cuidadosamente cuál era. Wolff ayudó a Elene a subir a la pasarela. Vandam pensó: «¿No se le ha ocurrido a Wolff que la casa flotante podía estar vigilada? Evidentemente, no». Wolff siguió a Elene hasta la cubierta y luego abrió una escotilla. Ambos desaparecieron por ella.
    «¿Y ahora qué?» Esa era, seguramente, la mejor oportunidad para buscar ayuda. Wolff debía de tener la intención de pasar algún tiempo en el barco. Pero ¿y si no fuera así?, ¿y si, mientras él corría a un teléfono, algo saliera mal: que Elene insistiera en que la llevara a casa, que Wolff cambiara sus planes o que decidieran ir a un cabaré?
    «Podría perder la pista de ese desgraciado —pensó Vandam—. Debe de haber un policía aquí, en algún sitio.
    —¡Eh! —cuchicheó—. ¿Hay alguien aquí? ¿Policía? Soy el comandante Vandam. Eh, dónde...
    Una oscura silueta apareció detrás de un árbol. Una voz árabe dijo:
    "¿Sí?
    —Soy el comandante Vandam. ¿Usted es el inspector que vigila la casa flotante?
    —Sí, señor.
    —Bien, escuche. El hombre que perseguimos está ahora en el barco. ¿Tiene un revólver?
    —No, señor.
    —Maldición. —Vandam contempló la posibilidad de entrar en el barco con el árabe, y decidió que no era factible: no podía confiar en que el policía luchara con entusiasmo, y en ese espacio cerrado el cuchillo de Wolff podía causar un desastre—. Bien, quiero que vaya al teléfono más cercano, llame al Cuartel General y haga llegar un mensaje al capitán Jakes o al teniente coronel Bogge, de absoluta prioridad: deben venir aquí y tomar inmediatamente la casa flotante. ¿Está claro?
    —Capitán Jakes o teniente coronel Bogge, Cuartel General; tienen que tomar inmediatamente la casa flotante. Sí, señor.
    —Muy bien. ¡Apresúrese!
    El árabe se alejó trotando.
    Vandam encontró una posición desde donde, permaneciendo oculto, podía, sin embargo, vigilar la casa flotante y el camino de sirga. Pocos minutos después la silueta de una mujer apareció en la senda. Vandam creyó reconocerla. La mujer subió a bordo de la casa flotante y Vandam se dio cuenta de que era Sonja.
    Se sintió aliviado; por lo menos Wolff no podía abusar de Elene mientras hubiera otra mujer en el barco.
    Se dispuso a esperar.
    El árabe estaba preocupado. «Vaya al teléfono más cercano», había dicho el inglés. Bien; había teléfono en algunas de las casas de las cercanías. Pero esas casas estaban ocupadas por europeos, que no recibirían con amabilidad a un egipcio —ni siquiera a un inspector de policía— que llamara a la puerta a las once de la noche y pidiera usar el teléfono. Casi seguramente se lo negarían, con juramentos y maldiciones: sería una situación humillante. No iba de uniforme, ni con su ropa de calle —camisa blanca y pantalones negros—, sino que estaba vestido como un campesino. Ni siquiera creerían que era policía. Siguió adelante, todavía trotando.
    También le preocupaba llamar al Cuartel General. Era una regla no escrita para todos los funcionarios egipcios de El Cairo que ninguno, jamás, se pusiera en contacto de forma voluntaria con los británicos. Eso siempre traía dificultades. La centralita del Cuartel General se negaría a atenderlo o no transmitirían el mensaje hasta la mañana siguiente —y luego negarían haberlo recibido— o le dirían que llamase más tarde. Y si algo salía mal, tendría que pagarlo muy caro. De todos modos, ¿cómo saber que el hombre del camino de sirga no era un suplantador? No conocía al comandante Vandam y cualquiera podía ponerse una camisa de uniforme. ¿Y si fuera una trampa? Había cierto tipo de oficiales ingleses jóvenes a quienes gustaba gastar bromas pesadas a egipcios bien intencionados.
    Tenía una sencilla solución para situaciones como aquella: pasarle el muerto a otro. De cualquier manera, le habían dado instrucciones de que, en ese caso, informara a su oficial superior y a ningún otro. Iría al cuartel de policía y desde allí —decidió— llamaría al inspector Kemel a su casa.
    Kemel sabría qué hacer.
    Elene bajó el último peldaño de la escalera y miró nerviosamente el interior de la casa flotante. Esperaba encontrar escasos muebles y una decoración de estilo náutico. En realidad era lujosa, aunque algo recargada. Había espesas alfombras, divanes bajos, un par de mesas elegantes y unas cortinas de rico terciopelo, desde el suelo hasta el techo, que separaban aquella pieza de la otra mitad del barco, que presumiblemente era el dormitorio. Frente a las cortinas, donde el barco se estrechaba, en lo que había sido la popa, había una cocina diminuta, con instalaciones pequeñas, pero modernas.
    —¿Es suyo? —preguntó Elene.
    —Pertenece a una persona amiga —dijo Wolff—. Por favor, siéntese.
    Elene se sintió atrapada. ¿Dónde diablos estaba Wiíliam Vandam?
    Varias veces, durante la noche, creyó ver una motocicleta detrás del coche, pero no pudo mirar atentamente para no alertar a Wolff. A cada segundo esperaba que los soldados rodearan el vehículo, arrestaran a Wolff y la liberaran; y cuando los segundos se volvieron horas, empezó a preguntarse si todo aquello no sería un sueño, si de verdad William Vandam existía.
    Wolff se encaminaba hacia la nevera, sacaba una botella de champán, buscaba dos copas, quitaba el papel plateado del cuello de la botella, aflojaba la cápsula de alambre, hacía saltar el corcho con un fuerte chasquido y servía en las copas, y ¿dónde demonios estaba William?
    Wolff la aterraba. Elene había tenido muchas relaciones amorosas, algunas de ellas accidentales, pero siempre había confiado en el hombre; siempre sabía que sería amable, o por lo menos considerado. Estaba asustada por su cuerpo. Si dejaba a Wolff que jugara con él, ¿qué clase de juego inventaría? Su piel era sensible, tan fácil de lastimar, tan vulnerable... Con alguien que la amara, alguien que fuera tan gentil con su cuerpo como ella misma, sería un placer. Pero con Wolff, que solo quería usarlo... Elene se estremeció.
    —¿■Tiene frío? —preguntó Wolff al ofrecerle el champán.
    —No, no estaba tiritando...
    Wolff levantó su copa.
    —A su salud.
    Elene tenía la boca seca. Tomó un sorbo y luego un trago. Eso la hizo sentirse un poco mejor.
    Wolff se sentó a su lado, en el sofá, y se volvió para mirarla.
    —¡Qué noche tan extraordinaria! —dijo—. Disfruto muchísimo de tu compañía. Eres una hechicera.
    «Ya empieza», pensó Elene.
    Wolff le puso una mano en la rodilla.
    Ella quedó paralizada.
    —Eres enigmática —dijo Wolff—. Deseable, algo fría, muy hermosa, a veces ingenua y otras tan astuta... ¿Puedes contestar a una pregunta?
    —Supongo que sí.
    Elene no le miró.
    Con la punta de un dedo Wolff le resiguió el perfil del rostro: frente, nariz, labios, mentón.
    —¿Por qué sales conmigo? —preguntó.
    ¿Qué quería decir? ¿Era posible que sospechara su verdadero propósito? ¿O, sencillamente, sería solo el siguiente movimiento del juego?
    Le miró y dijo:
    —Eres un hombre muy atractivo.
    —Eso me agrada.
    Wolff le volvió a apoyar la mano en la rodilla y se inclinó hacia delante, para besarla. Ella le ofreció la mejilla, como ya había hecho esa noche. Los labios de Wolff rozaron la piel de Elene.
    —¿Por qué me tienes miedo? —preguntó él en un susurro.
    Se sintió un ruido arriba, en la cubierta —pasos rápidos, livianos—, y luego se abrió la escotilla.
    «¡William!», pensó Elene.
    Apareció un zapato de tacón alto en un pie de mujer. La mujer bajó, cerrando la escotilla sobre ella, y se quedó en el borde de la escalera. Elene le vio el rostro y reconoció a Son—ja, la danzarina.
    «¿Qué diablos está pasando?», se preguntó sorprendida.
    —Correcto, sargento —dijo Kemel por teléfono—. Ha hecho exactamente lo que correspondía: comunicarse conmigo. Me ocuparé en persona de todo. Por el momento, queda libre de servicio.
    —Gracias, señor —dijo el sargento—. Buenas noches.
    —Buenas noches.
    Kemel colgó.
    Era una catástrofe. Los británicos habían seguido a Alex Wolff hasta la casa flotante, y Vandam estaba tratando de organizar un allanamiento. Las consecuencias serían dobles. Primero, se desvanecería la perspectiva de que los Oficiales Libres utilizaran la radio germana, y entonces no habría posibilidad de entablar negociaciones con el Reich antes de que Rommel conquistara Egipto. Segundo, en cuanto los británicos descubrieran que la casa flotante era un nido de espías, averiguarían rápidamente que Kemel había estado ocultando los hechos y protegiendo a los agentes. Kemel lamentó no haber presionado más a Sonja, no haberla forzado a concertar una entrevista en horas en lugar de días; pero era demasiado tarde para lamentarse. ¿Qué hacer ahora?
    Regresó a su dormitorio y se vistió con premura. Desde la cama, su esposa preguntó en voz baja:
    —¿Qué ocurre?
    —Hay trabajo—susurró Kemel.
    —¡Oh, no!
    Ella se dio la vuelta.
    Kemel sacó la pistola del cajón del escritorio y la puso en el bolsillo de su chaqueta; luego besó a su esposa y abandonó la casa en silencio. Subió a su coche y puso en marcha el motor. Permaneció así un minuto, pensando. Debía consultar a Sadat sobre lo ocurrido, pero le llevaría tiempo. Mientras tanto, Vandam podía impacientarse, esperando en la casa flotante, y hacer algo precipitado. Había que encargarse primero de Vandam, rápidamente; luego podría ir a casa de Sadat.
    Kemel arrancó y se dirigió hacia Zamalek. Necesitaba tiempo para pensar, lenta y claramente, pero eso era lo que no tenía. ¿Debía matar a Vandam? Nunca había asesinado a un hombre y no sabía si era capaz de hacerlo. Hacía años que ni siquiera golpeaba a nadie. ¿Y cómo ocultaría su participación? Podían pasar días antes de que los alemanes llegaran a El Cairo. En verdad, era posible, aun a esas alturas, que fueran rechazados. Entonces habría una investigación de lo ocurrido esa noche en el camino de sirga, y tarde o temprano le inculparían. Probablemente sería fusilado.
    —¡Valor! —dijo en voz alta recordando cómo había estallado en llamas el avión robado de Imam al estrellarse en el desierto.
    Estacionó cerca del camino de sirga. Sacó un trozo de cuerda del maletero del coche. Se guardó la cuerda en el bolsillo de la chaqueta y empuñó la pistola en la mano derecha.
    Llevaba el arma al revés, para golpear con la culata. ¿Cuánto hacía que no la usaba? Seis años, creía, sin contar alguna que otra práctica de tiro.
    Llegó a la orilla del río. Miró el Nilo plateado, las negras siluetas de las casas flotantes, la línea difusa del camino de sirga y la oscuridad del matorral. Vandam estaría allí, en algún lado. Kemel se adelantó caminando sin hacer ruido.
    Vandam miró su reloj de pulsera a la luz del cigarrillo. Eran las once y media. Resultaba evidente que algo había fallado. O el policía árabe no había dado bien el mensaje, o el Cuartel General no podía localizar a Jakes, o Bogge, de alguna manera, lo había echado todo a perder. Vandam debía impedir que Wolff usara la radio, con la información que poseía. No tenía otra salida que subir a bordo y jugarse el todo por el todo.
    Apagó el cigarrillo. Oyó pasos en algún sitio, entre las matas.
    —¿Quién es?—susurró—. ¿Jakes?
    Emergió una silueta oscura.
    —Soy yo —musitó.
    Vandam no pudo reconocer la voz, ni verle la cara.
    —¿Quién...?
    La silueta se acercó y levantó un brazo. Vandam dijo:
    —¿Quién..,?
    Entonces se dio cuenta de que el brazo bajaba para golpearlo. Se hizo bruscamente a un lado y algo le asestó un golpe en la cabeza de costado y rebotó en el hombro. Vandam dio un grito de dolor. Su brazo derecho quedó entumecido. La silueta iba a golpearlo de nuevo. Vandam se adelantó, tratando con torpeza de inmovilizar al atacante con la zurda. La silueta retrocedió y golpeó otra vez. Dio de lleno en la cabeza de Vandam. Tras un intenso dolor, perdió el conocimiento.
    Kemel guardó la pistola en el bolsillo y se arrodilló junto al comandante, que había caído boca arriba. Primero puso la mano sobre el pecho de Vandam, y se sintió aliviado al sentir un fuerte latido. Rápidamente, le quitó las sandalias y luego los calcetines. Hizo una bola con estos y los embutió en la boca de la víctima. Eso le impediría gritar. Después hizo girar a Vandam sobre sí mismo, le cruzó las muñecas tras la espalda y las ató con la cuerda. Con el otro extremo amarró los tobillos y ató la cuerda a un árbol.
    Vandam volvería en sí en pocos minutos, pero no podría moverse. Tampoco podría gritar. Permanecería así hasta que alguien diera con él. ¿Cuándo, probablemente, ocurriría eso? Podía haber gente en aquellos matorrales: jóvenes con sus enamoradas y soldados con sus chicas; pero esa noche había habido bastantes idas y venidas como para asustarlos y alejarlos. Existía la posibilidad de que una pareja tardía viera a Vandam, o quizá le oyera gemir... Kemel tendría que arriesgarse; no tenía sentido permanecer allí y preocuparse.
    Decidió echar una rápida mirada a la casa flotante. Caminó silenciosamente por el camino de sirga hasta el ]ihan. Había luz dentro, pero las pequeñas cortinas de las portillas estaban corridas. Se sintió tentado de subir a bordo, pero quería consultar primero a Sadat, pues no estaba seguro de lo que debía hacerse.
    Dio media vuelta y regresó a su coche.
    —Alex me ha contado todo acerca de ti, Elene —dijo Sonja y le sonrió.
    Elene le devolvió la sonrisa. ¿Era aquella la persona amiga de Wolff, dueña de la casa flotante? ¿Wolff estaba viviendo con ella? ¿Acaso él no esperaba que ella regresara tan temprano? ¿Por qué ninguno de los dos se mostraba enfadado, intrigado, turbado? Por decir algo, Elene preguntó a Sonja:
    —¿Viene del Cha—Cha Club?
    —Sí.
    —¿Cómo fue el espectáculo?
    —Como siempre: agotador, emocionante, triunfal.
    Evidentemente, Sonja no era una mujer modesta.
    Wolff sirvió a la bailarina una copa de champán. Ella la tomó sin mirarlo y se dirigió a Elene:
    —¿Así que trabajas en la tienda de Mikis?
    —No, no trabajo —contestó Elene, mientras pensaba: «¿De veras le interesa eso?»—. Le ayudé durante algunos días, eso es todo. Somos parientes.
    —¿De modo que eres griega?
    —Así es.
    La charla le infundía confianza a Elene. Su miedo remitía. Podía ocurrir cualquier cosa, pero Wolff no iba a violarla a punta de cuchillo frente a una de las mujeres más famosas de Egipto. Por lo menos, Sonja le proporcionaba una tregua. William estaba decidido a atrapar a Wolff antes de medianoche...
    ¡Medianoche!
    Elene casi lo había olvidado. A medianoche Wolff iba a comunicarse por radio con el enemigo, para darle los detalles de la línea de defensa. Pero ¿dónde estaba la radio? ¿Estaba allí, en el barco? Si estaba en otro sitio, Wolff tendría que partir pronto. Si estaba allí, ¿enviaría su mensaje en presencia de Elene y Sonja? ¿Qué pensaba Wolff?
    El espía se sentó junto a Elene, que se sintió vagamente amenazada, con uno de ellos a cada lado.
    —¡Qué afortunado soy: aquí, sentado con las dos mujeres más bellas de El Cairo! —exclamó Wolff.
    Elene mantenía la vista al frente, sin saber qué decir.
    Wolff insistió:
    —¿No es hermosa, Sonja?
    —¡Oh, sí! —Sonja tocó el rostro de Elene; luego le asió el mentón y le hizo girar la cabeza—. ¿Crees que soy bella, Elene?
    —Claro que sí.
    Elene frunció el ceño. Todo estaba tomando un giro muy extraño. Era casi como si...
    —Estoy tan contenta... —dijo Sonja, y puso una mano en la rodilla de Elene.
    Entonces Elene comprendió.
    Todo encajaba en su lugar: la paciencia de Wolff, sus falsas atenciones, la casa flotante, la inesperada aparición de Sonja... Elene se dio cuenta de que allí no estaba segura. Volvió a sentir miedo de Wolff, con mayor intensidad. Los dos querían usarla y ella no tenía alternativa; tendría que yacer allí, sin decir nada y sin resistirse, mientras ellos hacían lo que se les antojara, Wolff con el cuchillo en una mano...
    «Basta.»
    «No voy a tener miedo. Puedo soportar el manoseo de un par de idiotas depravados. Aquí se juega mucho más que eso. Olvídate de tu precioso cuerpo; piensa en la radio y en cómo impedir que Wolff la use. Este triángulo puede resultar ventajoso...»
    Miró furtivamente su reloj de pulsera. Faltaba un cuarto de hora para la medianoche. Era demasiado tarde para confiar en la intervención de William. Ella, Elene, era la única que podía detener a Wolff.
    Y pensó que sabía cómo hacerlo.
    Sonja y Wolff cruzaron una mirada, como una señal. Se inclinaron frente a ella y se besaron delante de sus ojos.
    Elene los miró. Era un beso largo, lascivo. «¿Qué esperan que haga?», pensó.
    Se separaron.
    Wolff besó a Elene de la misma forma. Elene no se resistió. Entonces sintió la mano de Sonja en la barbilla. La bailarina hizo girar hacia ella el rostro de Elene, y la besó en la boca.
    Elene cerró los ojos, pensando: «¡No me hará daño, no me hará daño! De algún modo, tengo que lograr dominar esta escena», decidió Elene. Temía que en cualquier momento Wolff se separara y fuera a buscar su radio. Mientras realizaba, de forma mecánica, los movimientos que pedía Sonja, buscaba mentalmente la forma de enloquecer de deseo a Wolff.
    Pero todo era tan tonto, tan falso, que cualquier cosa le parecía cómica.
    «Tengo que mantener alejado a Wolff de la radio. ¿Cuál es la clave de todo esto? ¿Qué quieren realmente?»
    Wolff observaba su reloj.
    De repente, Elene se puso en pie. Ambos le clavaron la mirada. Levantó los brazos y luego, poco a poco, se quitó el vestido por encima de la cabeza y lo arrojó a un lado. Permaneció allí, en ropa interior y medias negras. Vio el cambio que se operaba en la cara de Wolff: su serenidad se había desvanecido y la contemplaba fijamente con ojos llenos de deseo. Estaba tenso, hipnotizado. Elene levantó el pie izquierdo, plantó el zapato de tacón alto entre los senos de Sonja y la empujó hacia atrás. Después agarró la cabeza de Wolff y la atrajo hacia sí.
    Elene consultó su reloj.
    Era medianoche.
    Elene estaba acostada en la cama, desnuda. Permanecía inmóvil, rígida, con los músculos tensos, mirando hacia el techo vacío. A su derecha estaba Sonja, boca abajo, completamente dormida, roncando. Wolff estaba a su izquierda, de costado, de frente a ella, acariciándole el cuerpo mientras dormitaba.
    «Bien, no me ha costado la vida, después de todo», pensó Elene.
    Todo el juego consistía en rechazar y aceptar a Sonja. Cuanto más la rechazaban y maltrataban Elene y Wolff, tanto más ardiente se volvía, hasta que, en el desenlace, Wolff rechazó a Elene y poseyó a Sonja. Era un libreto que, evidentemente, Wolff y Sonja conocían bien; lo habían seguido antes.
    Le proporcionó muy poco placer a Elene, pero no se sentía asqueada, humillada o disgustada. Sentía que había sido traicionada y que se había traicionado a sí misma. Era como empeñar una joya que le hubiera regalado un amante, o hacerse cortar el cabello para venderlo, o mandar a un chiquillo a trabajar a una fábrica. Había abusado de sí misma. Lo peor de todo era la lógica culminación de la vida que había llevado. Durante los ocho años transcurridos desde su partida de Alejandría, había estado en la pendiente resbaladiza que termina en la prostitución, y en ese momento sintió que ya no podía caer más bajo.
    Las caricias cesaron y Elene miró de soslayo el rostro de Wolff. Tenía los ojos cerrados. Estaba durmiéndose.
    Elene se preguntó qué le habría ocurrido a Vandam.
    Algo debía de haber salido mal. Quizá Vandam perdió de vista el coche de Wolff en El Cairo. Tal vez había tenido un accidente de tráfico. Cualquiera que fuese la razón, Vandam ya no la estaba vigilando. Estaba abandonada a sus propios recursos.
    Había logrado que Wolff se olvidara de su transmisión de medianoche a Rommel, pero ¿qué le impediría enviar el mensaje otra noche? Elene tendría que llegar al Cuartel General y preguntar a Jakes dónde podía hallar a Wolff. Tendría que escaparse, de inmediato, encontrar a Jakes, conseguir que sacara de la cama a su equipo...
    Llevaría demasiado tiempo. Wolff podría despertarse y comprobar que ella se había ido, y desaparecer otra vez.
    ¿La radio estaba allí, en la casa flotante, o en algún otro sitio? Eso podría ser decisivo.
    Recordaba algo que Vandam le había dicho la noche anterior... ¿Era realmente unas pocas horas antes? «Si consiguiera la clave del código Rebeca, podría hacerme pasar por Wolff, por radio... Eso puede invertir totalmente la situación...»
    «Quizá logre encontrar la clave», pensó Elene.
    Vandam había dicho que era una hoja de papel que explicaba cómo utilizar el libro para cifrar mensajes.
    Elene se dio cuenta de que tenía la oportunidad de localizar la radio y la clave del código.
    Tenía que registrar la casa flotante.
    No se movió. De nuevo estaba atemorizada. Si Wolff descubría que estaba registrando... Elene recordaba su teoría de la naturaleza humana: el mundo se divide en amos y esclavos. La vida de un esclavo no vale nada.
    «No —pensó—, me iré por la mañana, como si tal cosa, y luego diré a los británicos dónde pueden hallar a Wolff, y ellos tomarán la casa flotante, y...»
    ¿Y qué ocurriría si Wolff se fuera? ¿Y si la radio no estuviera allí?
    Entonces todo habría sido inútil.
    La respiración de Wolff se volvió lenta y regular: estaba profundamente dormido. Elene bajó un brazo, con cuidado tomó la mano flaccida de Sonja y la llevó de su muslo a la sábana. Sonja no se movió.
    Ninguno de los dos tocaba ya a Elene. Era un gran alivio.
    Se incorporó lentamente.
    El desplazamiento del peso sobre el colchón perturbó a los otros dos. Sonja gruñó, levantó la cabeza, la volvió al otro lado y siguió roncando. Wolff rodó y quedó de espaldas, sin abrir los ojos.
    Lentamente, haciendo muecas con cada movimiento del colchón, Elene se dio la vuelta y se apoyó en las manos y las rodillas, de cara a la cabecera de la cama. Con dificultad, empezó a gatear hacia atrás: rodilla derecha, mano izquierda, rodilla izquierda, mano derecha. Observaba los dos rostros dormidos. El pie de la cama parecía estar a kilómetros de distancia. El silencio sonaba en sus oídos como un trueno. La casa flotante se balanceó de un lado a otro con el movimiento del agua provocado por el paso de un lanchón, y Ele—ne bajó rápidamente por la parte posterior de la cama, aprovechando la perturbación. Permaneció allí, clavada en el lugar, observando a los otros dos, hasta que el barco dejó de moverse. Ellos siguieron durmiendo.
    ¿Por dónde empezaría la búsqueda? Decidió ser metódica y comenzar de delante hacia atrás. En la proa del barco estaba el cuarto de baño. De pronto se dio cuenta de que debía ir allí de todos modos. Cruzó de puntillas el dormitorio y fue al diminuto servicio.
    Sentada en el inodoro, miró a su alrededor. ¿Dónde podría estar escondida la radio? No sabía, realmente, cuál podía ser su tamaño. ¿Como una maleta? ¿Un maletín? ¿Una cartera? Allí había un lavabo, una pequeña bañera y un armario contra la pared. Se levantó y abrió el armario. Contenía elementos para afeitarse, pildoras y un pequeño rollo de vendas.
    La radio no estaba en el cuarto de baño.
    No tuvo el valor de registrar el dormitorio mientras los otros dormían; no lo haría todavía. Cruzó el cuarto y atravesó las cortinas hacia el salón. Miró rápidamente a todos lados. Sintió la necesidad de darse prisa y se esforzó por tranquilizarse y actuar con cuidado. Empezó por el lado de estribor. Allí había un sofá cama. Dio unos golpecitos suaves a la base: parecía hueco. La radio podía estar allí debajo. Trató de levantarlo, pero no pudo. Miró alrededor del borde inferior y vio que estaba atornillado al suelo. Los tornillos estaban muy ajustados. La radio no estaría allí. Al lado había un armario alto. Lo abrió lentamente. Crujió un poco, y Elene quedó paralizada. Oyó un gruñido en el dormitorio. Pensó que Wolff cruzaría de un salto la cortina y la atraparía con las manos en la masa. No sucedió nada.
    Miró dentro del armario. Había una escoba, algunos paños y materiales de limpieza, y también una linterna. Ninguna radio. Cerró la puerta. Volvió a crujir.
    Pasó a la cocina. Tuvo que abrir seis alacenas pequeñas.
    Contenían una vajilla, comida enlatada, cacerolas, vasos, paquetes de café, arroz y té, y servilletas. Debajo del fregadero había un cubo para la basura. Elene miró dentro de la nevera: una botella de champán. También había varios cajones. ¿La radio sería lo suficientemente pequeña como para caber en uno de ellos? Abrió el primero. El tintineo de los cubiertos le hizo jirones los nervios. No había ninguna radio. Otro: una selección de especias y condimentos embotellados, desde esencia de vainilla hasta curry en polvo. A alguien le gustaba guisar. Otro cajón: cuchillos de cocina.
    Próximo a la cocina había un pequeño escritorio de persiana. Debajo del mueble vio una maleta pequeña. La levantó. Era pesada. La abrió. Allí estaba la radio.
    El corazón le dio un salto.
    Era una maleta común, lisa, con dos cerraduras, asa de cuero y cantoneras reforzadas. La radio encajaba a la perfección, como si la hubieran diseñado a propósito. La tapa dejaba cierto espacio sobre la radio, y encima de la misma había un libro. Tenía las cubiertas arrancadas para que cupiera en el espacio de la tapa. Elene tomó el ejemplar. Leyó: «Anoche soñé que volvía a Manderley». Era Rebeca. Hizo correr las páginas. En el medio había algo. Le dio la vuelta, dejando que se abriera, y una hoja de papel cayó al suelo. Se agachó y la recogió. Era una lista de números y fechas, con algunas palabras en alemán. Seguramente era la clave del código.
    Tenía en la mano lo que Vandam necesitaba para invertir la marcha de la guerra.
    De pronto, se sintió abrumada por la responsabilidad.
    «Sin esto —pensó—, Wolff no puede enviar mensajes a Rommel, y si los envía en un lenguaje no cifrado los alemanes sospecharán de su autenticidad y se inquietarán por la posibilidad de que los escuchen los aliados... Sin esto, Wolff queda totalmente inutilizado. Con esto, Vandam puede ganar la guerra.»
    Tenía que huir rápidamente, llevando consigo la clave.
    Salió del trance. Su vestido estaba sobre el sofá, estrujado y lleno de arrugas. Cruzó la estancia, dejó el libro y la clave del código, tomó el vestido y se lo deslizó sobre la cabeza.
    La cama crujió.
    De detrás de las cortinas llegó el inconfundible sonido de alguien que se levanta, alguien pesado; tenía que ser él. Ele—ne quedó inmóvil, paralizada. Oyó que Wolff iba hacia las cortinas, y luego se volvía a alejar. A continuación rechinó la puerta del cuarto de baño.
    No había tiempo de ponerse la ropa interior. Tomó el bolso, los zapatos y el libro con la clave. Oyó que Wolff salía del baño. Fue hasta la escalera y subió corriendo, haciendo muecas de dolor al apoyar los pies desnudos en los bordes de los angostos escalones de madera. Al mirar rápidamente hacia abajo, vio que Wolff aparecía entre las cortinas y levantaba la vista hacia ella, estupefacto. Los ojos del espía se dirigieron a la maleta que había quedado abierta en el suelo. Elene se dio la vuelta y miró la escotilla. Estaba asegurada por dentro con dos cerrojos. Los abrió. Por el rabillo del ojo vio correr a Wolff hacia la escalera. Elene empujó la escotilla hacia arriba y salió al exterior precipitadamente. Parada sobre la cubierta, vio que Wolff subía la escalera a toda velocidad. Se agachó con rapidez y levantó la pesada escotilla de madera. Cuando Wolff agarró con la mano derecha el borde de la abertura, Elene cerró con violencia la escotilla, con todas sus fuerzas, sobre los dedos del espía. Hubo un rugido de dolor. Elene cruzó la cubierta y bajó corriendo la pasarela.
    Se trataba de una simple plancha de madera que llevaba desde la cubierta hasta la orilla del río. Elene se inclinó, la levantó por su extremo y la arrojó al río.
    Wolff salió por la escotilla. Su cara era una máscara de dolor y furia.
    Elene sintió pánico al ver que cruzaba corriendo la cubierta. Pensó: «¡Está desnudo! ¡No puede perseguirme!». Wolff tomó impulso y voló de un salto sobre la borda del barco.
    «¡No puede lograrlo!»
    Wolff aterrizó en el borde de la ribera, haciendo girar los brazos como aspas de molino para recuperar el equilibrio. Con un súbito acceso de coraje, Elene corrió hacia el espía y, cuando aún no se había estabilizado, lo empujó al agua. Dio media vuelta y corrió por el camino de sirga.
    Cuando llegó al extremo más bajo de la senda que conducía a la calle, se detuvo y miró hacia atrás. El corazón le latía violentamente, y respiraba con largos jadeos entrecortados. Se alegró al ver a Wolff, chorreando agua y desnudo, escalando la fangosa ribera para salir del río. Empezaba a clarear: no podía perseguirla en ese estado. Giró hacia la calle, echó a correr y se estrelló contra alguien.
    Unos brazos fuertes la agarraron con firmeza. Elene luchó con desesperación, se liberó y la atraparon otra vez. Cayó derrotada. «Después de todo esto —pensó—, después de todo esto...»
    La obligaron a dar la vuelta, le sujetaron los brazos y la forzaron a marchar hacia la casa flotante. Vio a Wolff caminando hacia ella. Luchó otra vez, y el hombre que la sostenía le pasó un brazo alrededor de la garganta. Elene abrió la boca para gritar pidiendo ayuda, pero, antes de que pudiera hacerlo, el hombre le metió los dedos en la garganta, lo que le provocó náuseas.
    —¿Quién es usted? —preguntó Wolff al llegar hasta ellos.
    —Soy Kemel. Usted debe de ser Wolff.
    —Gracias a Dios que estaba aquí.
    —Está en dificultades, Wolff —dijo Kemel.
    —Más vale que venga a bordo. ¡Oh, mierda! ¡Ha tirado la pasarela! —Wolff miró hacia abajo, al río, y la vio flotando junto al barco—. Más mojado no puedo estar —dijo.
    Se deslizó por la orilla, se metió en el agua, agarró la pasarela, la empujó sobre el borde del río y luego volvió a trepar. La recogió y la colocó sobre la brecha que había entre la casa flotante y la orilla.
    —Por aquí —dijo.
    Kemel hizo marchar a Elene por la pasarela, sobre la cubierta y por la escalera, hacia abajo. Empujó a Elene hacia el sofá, sin violencia, y la hizo sentar.
    Wolff fue detrás de las cortinas y regresó un momento después con una toalla grande. Empezó a secarse. Su desnudez no parecía turbarle.
    Eíene se sorprendió al ver que Kemel era un hombre bastante pequeño. Por su forma de inmovilizarla, lo había imaginado de la estatura de Wolff. Era un árabe de piel oscura, bien parecido. Desviaba su mirada de Wolff, molesto.
    Wolff se ató la toalla alrededor de la cintura y se sentó. Se examinó la mano.
    —Casi me rompe los dedos—dijo.
    Miró a Elene entre airado y divertido.
    —¿Dónde está Sonja? —preguntó Kemel.
    —En la cama —dijo Wolff sacudiendo la cabeza hacia las cortinas—. Duerme aunque haya un terremoto, especialmente después de una noche de lujuria.
    Kemel se sentía incómodo con esa conversación, observó Elene, y quizá también impaciente por la frivolidad de Wolff.
    —Está en dificultades —volvió a decir.
    —Lo sé —continuó Wolff—. Supongo que ella trabaja para Vandam.
    —Lo ignoro. Recibí una llamada en plena noche, del agente que tengo en el camino de sirga. Vandam vino y le envió a buscar ayuda.
    Wolff se sobresaltó.
    —¡Estuvimos cerca! —dijo. Parecía preocupado—. ¿Dónde está Vandam ahora?
    —Ahí fuera, inmovilizado. Le golpeé en la cabeza y lo amordacé.
    Elene perdió las esperanzas. Vandam estaba allí fuera, en los matorrales, herido e inmóvil, y nadie más sabía dónde se encontraba ella. Al fin y al cabo, todo había sido inútil.
    Wolff asentía con la cabeza.
    —Vandam la siguió hasta aquí. Ahora hay dos personas que conocen este lugar. Si me quedo aquí, tendré que matarlos a ambos.
    Elene se estremeció: Wolff hablaba con tanta ligereza de matar. «Amos y esclavos», recordó.
    —No sirve —dijo Kemel—. Si mata a Vandam, el asesinato me lo cargarán a mí. Usted puede irse lejos, pero yo tengo que vivir en esta ciudad. —Hizo una pausa y observó a Wolff con los ojos entornados—. Y si usted quisiera matarme a mí, aún quedaría el hombre que me llamó anoche.
    —De modo que... —Wolff arrugó la frente y emitió un sonido de rabia—. No hay otra alternativa. Tengo que irme. ¡Maldición!
    Kemel asintió.
    —Si usted desaparece, creo que conseguiré ocultarlo todo. Pero quiero algo de usted. Recuerde la razón por la cual hemos estado ayudándole.
    —Quieren hablar con Rommel.
    —Sí.
    —Mañana por la noche enviaré un mensaje..., esta noche quiero decir. Maldita sea, apenas he dormido. Dígame lo que quieren que transmita, y yo...
    —Eso no basta —interrumpió Kemel—. Queremos hacerlo nosotros mismos. Queremos su radio.
    Wolff frunció el ceño. Elene se percató de que Kemel era un rebelde nacionalista, que cooperaba, o trataba de cooperar, con los alemanes.
    Kemel agregó:
    —Nosotros podríamos enviar su mensaje...
    —No es preciso —dijo Wolff. Pareció haber tomado una decisión—. Tengo otra radio.
    —Queda convenido, pues.
    —Ahí está la radio. —Wolff señaló la maleta abierta, que todavía se hallaba en el suelo, donde la había dejado Elene—. Ya está sintonizada en la longitud de onda correcta. Solo tienen que transmitir a medianoche, cualquier noche.
    Kemel se acercó a la radio y la examinó. Elene se preguntaba por qué Wolff no había dicho nada sobre el código Rebeca. Llegó a la conclusión de que al espía no le importaba si Kemel lograba comunicarse con Rommel o no, mientras que, si le daba el código, se arriesgaba a que Kemel pudiera, a su vez, entregarlo a otra persona. Wolff iba de nuevo sobre seguro.
    —¿Dónde vive Vandam? —preguntó.
    Kemel le dio la dirección.
    «¿Qué se propone ahora?», se preguntó Elene.
    —Está casado, por supuesto —dijo Wolff.
    —No.
    —Soltero. ¡Maldición!
    —No está soltero —dijo Kemel, aún ocupado en el transmisor—. Es viudo. A su esposa la mataron en Creta el año pasado.
    —¿Tiene algún hijo?
    —Sí —dijo Kemel—. Un niño pequeño que se llama Billy; eso me ha dicho. ¿Por qué?
    Wolff alzó los hombros.
    —Curiosidad; estoy obsesionado por el hombre que estuvo tan cerca de atraparme.
    Elene estaba segura de que Wolff mentía.
    Kemel cerró la maleta, aparentemente satisfecho. Wolff le dijo:
    —Vigüela un minuto, ¿quiere?
    —Desde luego.
    Wolff se volvió para alejarse y luego regresó. Había observado que Elene todavía tenía Rebeca en la mano. Se acercó a ella y le quitó el libro. Luego desapareció detrás de las cortinas.
    «Si le cuento a Kemel lo del código, quizá haga que Wolff se lo dé, y tal vez Vandam pueda obtenerlo de Kemel... Pero ¿qué me ocurriría a mí?», pensó Elene.
    Kemel se dirigió a Elene:
    —¿Qué...? —Se detuvo en seco al volver Wolff, con sus ropas en la mano, y empezar a vestirse.
    Kemel le preguntó:
    —¿Tiene una señal de llamada?
    —Sphinx—respondió escuetamente Wolff.
    —¿Un código?
    —No hay código.
    —¿Qué había en ese libro?
    Wolff pareció enojarse.
    —Un código —dijo—. Pero no puedo dárselo.
    —Lo necesitamos.
    —No se lo puedo entregar a ustedes —dijo Wolffr—. Tendrán que arriesgarse a transmitir en abierto.
    Kemel movía la cabeza, asintiendo.
    De pronto apareció el cuchillo en la mano de Wolff.
    —No discuta —dijo—. Sé que tiene una pistola en el bolsillo. Recuerde: si dispara, tendrá que rendir cuenta del proyectil a los británicos. Más vale que se vaya ahora.
    Kemel se volvió, sin hablar, y después de subir la escalera salió por la escotilla. Elene oyó sus pasos en la cubierta. Wolff fue a la portilla y lo observó alejarse por el camino de sirga. Guardó el cuchillo y abotonó la camisa sobre la vaina. Se calzó los zapatos, que ató ajustadamente. Sacó el libro del cuarto contiguo, extrajo de él la hoja de papel con la clave del código, la arrugó, la dejó caer en un cenicero grande, tomó una caja de fósforos de la cocina y prendió fuego al papel.
    «Debe de tener una clave con la otra radio», pensó Elene.
    Wolff vigiló las llamas hasta asegurarse de que el papel se quemaba por completo. Miró el libro, como si pensara en la posibilidad de quemarlo también, y luego abrió una portilla y lo echó al río.
    Tomó una pequeña maleta que había en un armario y empezó a empaquetar algunas cosas.
    —¿Adonde va? —preguntó Elene.
    —Ya lo sabrás; vienes conmigo.
    —¡Oh, no!
    ¿Qué iba a hacer con ella? La había sorprendido engañándole. ¿Acaso ya había discurrido el castigo apropiado? Elene se sintió fatigada y asustada. Antes había tenido miedo de tener que hacer el amor con él. ¡Cuánto más había de temer ahora! Pensó en huir de nuevo —casi lo había conseguido la otra vez—, pero ya no tenía ánimos.
    Wolff continuó preparando la maleta. Elene vio algunas de sus ropas en el suelo y recordó que no se había vestido correctamente. Allí estaban sus pantalones, las medias y el sostén. Decidió ponérselos. Se levantó y se quitó el vestido por encima de la cabeza. Se agachó para recoger su ropa interior. Al enderezarse, Wolff la abrazó. La besó con violencia en la boca, y no pareció importarle que ella no respondiera.
    Wolff la miró a los ojos.
    —¿Sabes? Creo que te llevaría conmigo aunque no tuviera que utilizarte.
    Elene cerró los ojos, humillada. Wolff se separó de ella con brusquedad y volvió a la maleta.
    Elene se vistió.
    Cuando Wolff estuvo listo, echó una última mirada alrededor y dijo:
    —Vamos.
    Elene lo siguió hasta la cubierta preguntándose qué haría Wolff con Sonja.
    Como si supiera lo que estaba pensando, Wolff comentó:
    —No me gusta perturbar el primer sueño de Sonja. —Sonrió burlón—. Andando.
    Recorrieron el camino de sirga. ¿Por qué abandonaba a Sonja?, se preguntaba Elene. No podía imaginárselo, pero sabía que se trataba de una crueldad. Llegó a la conclusión de que Wolff era un hombre sin escrúpulos. La idea la hizo estremecer, porque ella estaba en su poder.
    Elene se preguntaba si podría matar a Wolff.
    Wolff llevaba la maleta en la mano izquierda y agarraba a Elene de un brazo con la derecha. Tomaron el sendero, caminaron hasta la calle y fueron al coche del espía. Wolff abrió la puerta del lado del conductor y la hizo subir, pasando sobre la palanca de cambios, al otro lado del asiento. Luego entró él y puso en marcha el motor.
    Era un milagro que el auto siguiese entero después de haber quedado en la calle toda la noche: normalmente habrían robado todo cuanto pudiera quitarse, incluidas las ruedas. «Tiene toda la suerte del mundo», pensó Elene.
    Arrancaron. Elene, se preguntaba adonde irían. Dondequiera que fuese el lugar, allí estaba la segunda radio de Wolff, junto con otro ejemplar de Rebeca y otra clave del código. «Cuando lleguemos, tendré que hacer otro intento», pensó Elene, fatigada. Todo dependía de ella. Wolff había abandonado la casa flotante, de modo que Vandam no podía hacer nada, aunque alguien lo desatara. Elene, por sus propios medios, debía tratar de impedir que Wolff se pusiera en contacto con Rommel y, a ser posible, debía robar la clave del código. La idea era ridicula, una utopía. En realidad, lo único que deseaba era escapar de aquel hombre maligno y peligroso, volver a su casa, olvidarse de los espías, los códigos y la guerra, sentirse segura otra vez.
    Pensó en su padre, que caminaba hacia Jerusalén, y entonces se convenció de que debía hacer un nuevo intento.
    Wolff detuvo el coche. Elene reconoció el lugar.
    —¡Esta es la casa de Vandam! —exclamó.
    —Sí.
    Miró fijamente a Wolff, tratando de leer la expresión de su rostro.
    —Pero Vandam no está aquí —dijo.
    —No. —Wolff sonrió amenazador—. Pero Billy, sí.
    Anuar el—Sadat estaba encantado con la radio.
    —Es una Hallicrafter/Skychallenger —dijo a Kemel—. Americana.
    La conectó para probarla y decidió que era muy potente.
    Kemel explicó que tenía que transmitir a medianoche en la longitud de onda prefijada, y que la señal de llamada era Sphinx. Dijo que Wolff se había negado a darle el código, y que tendrían que correr el riesgo de transmitir en abierto.
    Escondieron la radio en el horno de la cocina de la casita.
    Kemel abandonó la casa de Sadat y se dirigió en coche desde Kubri al—Qubbah hasta Zamalek. En el camino pensó en cómo iba a ocultar su participación en los acontecimientos de esa noche.
    Su historia tendría que coincidir con la del sargento al que Vandam había enviado en busca de ayuda, de modo que debía reconocer la recepción de la llamada telefónica. Quizá diría que antes de alertar a los británicos, había ido personalmente a la casa flotante para investigar, por si el «comandante Vandam» era un impostor. Y luego, ¿qué? Había registrado el camino de sirga y los matorrales en busca de Vandam, ya que también a él le habían golpeado en la cabeza. El inconveniente era que no podía haber estado sin sentido tantas horas. Así pues, tendría que decir que lo habían amordazado. Sí; diría que lo habían atado y que acababa de liberarse. Luego él y Vandam abordarían la casa flotante... y la encontrarían vacía.
    Resultaría.
    Estacionó el coche y se dirigió cautelosamente hacia el camino de sirga. Mirando entre las malezas, calculó dónde había dejado a Vandam. Se internó entre las matas a unos treinta o cuarenta metros desde aquel punto. Se tendió en el suelo y rodó sobre sí mismo, para ensuciarse la ropa. Después se restregó un poco de tierra arcillosa en la cara y los bolsillos. Finalmente, después de frotarse las muñecas para que parecieran inflamadas, fue en busca de Vandam.
    Lo encontró donde lo había dejado. Las ataduras todavía estaban apretadas y la mordaza, en su sitio. Vandam miró a Kemel fijamente, con los ojos muy abiertos.
    Kemel dijo:
    —¡Dios mío, también a usted!
    Se agachó, le quitó la mordaza y empezó a desatar a Vandam.
    —El sargento habló conmigo —explicó—. Vine a buscarle y no supe nada más hasta que me desperté, atado y amordazado, con dolor de cabeza. Eso fue hace varias horas. Acabo de desatarme.
    Vandam no dijo nada.
    Kemel arrojó la cuerda a un lado. Vandam, entumecido, se puso en pie. Kemel preguntó:
    —¿Cómo se siente?
    —Estoy bien.
    —Abordemos la casa flotante y veamos qué podemos hallar —dijo Kemel dando media vuelta.
    En cuanto Kemel le dio la espalda, Vandam avanzó un paso y le golpeó, tan fuerte como pudo, con el filo de la mano, en la nuca. Podía haberlo matado, pero no le importaba. Vandam había estado atado y amordazado y no pudo ver el camino de sirga, pero sí oyó: «Soy Kemel. Usted debe de ser Wolff». De ese modo supo que Kemel le había traicionado. El detective no pensó, evidentemente, en esa posibilidad. Desde que escuchara esas palabras, Vandam había estado hirviendo de rabia, y toda la furia acumulada la descargó en el golpe.
    Kemel yacía en el suelo, aturdido. Vandam le dio la vuelta, lo registró y encontró el revólver. Usó la cuerda con que habían atado sus propias manos para amarrar las de Kemel detrás de la espalda. Luego le dio unas palmadas en el rostro hasta que volvió en sí.
    —Levántese —dijo Vandam.
    Kemel miró en blanco; después apareció el temor en sus ojos.
    —¿Qué está haciendo?
    Vandam le dio un puntapié.
    —Le estoy pateando —dijo—. Levántese.
    Kemel se puso trabajosamente en pie.
    —Vuélvase.
    Kemel obedeció. Vandam lo agarró por el cuello con la mano izquierda, manteniendo el revólver en la derecha.
    —Muévase.
    Caminaron hacia la casa flotante. Vandam empujó a Kemel hacia delante. Subieron la pasarela y cruzaron la cubierta.
    —Abra la escotilla.
    Kemel puso la punta del zapato en el asa de la escotilla y tiró hacia arriba.
    —Baje.
    Dificultosamente, con las manos atadas, Kemel descendió por la escalera. Vandam se agachó para mirar adentro. No había nadie. Bajó la escalera con premura. Empujó a Kemel a un lado y, recogiendo la cortina, cubrió con el revólver el espacio que quedaba detrás.
    Vio a Sonja en la cama, durmiendo.
    —Entre ahí —ordenó a Kemel.
    Kemel entró y permaneció junto a la cabecera de la cama.
    —Despiértela.
    Kemel tocó a Sonja con el pie. Ella se dio la vuelta, y se apartó, pero sin abrir los ojos. Vandam vio vagamente que estaba desnuda. Estiró una mano y le dio un pellizco en la nariz. Sonja abrió los ojos y se incorporó de inmediato, airada. Reconoció a Kemel y luego vio a Vandam con el revólver.
    —¿Qué pasa aquí? —preguntó sorprendida.
    Entonces ella y Vandam preguntaron a la vez:
    —¿Dónde está Wolff?
    Vandam estaba casi seguro de que Sonja no fingía. Resultaba claro que Kemel había advertido a Wolff y que el espía había huido sin despertar a Sonja. Presumiblemente, se había llevado a Elene... aunque Vandam no podía imaginarse por qué.
    Vandam puso el revólver en el pecho de Sonja, debajo del seno izquierdo. Se dirigió a Kemel.
    —Voy a hacerle una pregunta. Si me da una respuesta falsa, ella muere. ¿Comprendido?
    Kemel asintió con la cabeza, tenso.
    Vandam dijo:
    —¿Ayer, a medianoche, Wolff envió un mensaje por radio?
    —¡No! —chilló Sonja—. ¡No, no lo hizo, no lo hizo!
    —¿Qué pasó realmente aquí? —preguntó Vandam, temiendo atrozmente la respuesta.
    —Nos acostamos.
    —¿Quién se acostó?
    —Wolff, Elene y yo.
    —¿Juntos?
    —Sí.
    Así que era eso. ¡Y Vandam había pensado que Elene estaba a salvo porque había otra mujer! Eso explicaba el continuo interés de Wolff por Elene: la querían para su trío. Vandam sentía una profunda repugnancia, no por lo que ellos habían hecho, sino porque por culpa suya Elene había sido obligada a tomar parte.
    Alejó la idea de su mente. ¿Sonja decía la verdad? ¿Wolff no se había comunicado por radio con Rommel la noche anterior? A Vandam no se le ocurría cómo comprobarlo. Solo podía confiar en que fuera la verdad.
    —Vístete —ordenó a Sonja.
    La bailarina saltó de la cama y apresuradamente se puso un vestido. Vandam, cubriendo a los dos con el revólver, fue a la proa del barco y miró a través de la pequeña puerta. Vio un cuarto de baño diminuto, con dos portillas pequeñas.
    —Entren ahí, los dos.
    Kemel y Sonja entraron al cuarto de baño. Vandam cerró la puerta y empezó a registrar la casa flotante. Abrió todos los armarios y cajones vaciando su contenido sobre el suelo. Desmanteló la cama. Con un cuchillo afilado que encontró en la cocina, cortó el colchón y el tapizado del sofá. Revisó todos los papeles del escritorio. Encontró un cenicero grande, de vidrio, lleno de papel carbonizado y lo revolvió, pero todo estaba completamente quemado. Vació la nevera. Subió a la cubierta y sacó todo lo que había en las gavetas. Miró en la parte exterior del casco, alrededor del barco, buscando una cuerda que colgara hacia el agua.
    Después de media hora, tuvo la certeza de que en la casa flotante no había ninguna radio, ningún ejemplar de Rebeca y ninguna clave del código.
    Sacó a los dos prisioneros del cuarto de baño. En una de las gavetas de la cubierta había encontrado un pedazo de cuerda. Maniató a Sonja y después la amarró junto a Kemel.
    Los hizo salir del barco, llevándolos por el camino de sirga hacia la calle. Caminaron hasta el puente, donde Vandam llamó a un taxi. Puso a Sonja y a Kemel en la parte de atrás y luego, apuntándoles con el revólver, se acomodó delante junto al asustado conductor árabe.
    —Cuartel General —dijo Vandam.
    Habría que interrogar a los dos prisioneros, pero realmente solo había dos preguntas que formular:
    ¿Dónde estaba Wolff? y ¿dónde estaba Elene?
    Sentado en el coche, Wolff asió la muñeca de Elene. Ella trató de liberarse, pero Wolff la sujetaba con demasiada fuerza. El espía sacó su cuchillo y rozó ligeramente con la hoja el dorso de la mano de Elene. El cuchillo estaba muy afilado. Elene miró horrorizada. Al principio solo había una línea, como la marca de un lápiz. Luego surgió la sangre en la herida y un dolor agudo. Elene gimió.
    Wolff dijo:
    —Debes quedarte muy cerca de mí y no decir nada.
    Repentinamente, Elene lo odió. Le miró a los ojos.
    —De lo contrario, ¿me heriría? —dijo con todo el desdén que pudo reunir.
    —No —respondió Wolff—. De lo contrario heriré a Billy.
    Soltó la muñeca de Elene y bajó del coche. Ella permanecía inmóvil, desvalida. ¿Qué podía hacer contra aquel hombre fuerte y despiadado? Sacó un pequeño pañuelo de su bolso y se vendó la mano sangrante.
    Impaciente, Wolff rodeó el coche y abrió la puerta. La tomó del antebrazo y la hizo salir. Luego, sin dejar de sujetarla, cruzó la calle hacia la casa de Vandam.
    Recorrieron el corto camino de entrada y llamaron al timbre. Elene recordaba la última vez que había estado en aquel pórtico esperando que se abriera la puerta. Parecía que habían pasado años, pero solo habían transcurrido unos cuantos días. Desde entonces sabía que Vandam era viudo, y había hecho el amor con él, y él no le había enviado flores —¿cómo pudo haber hecho de eso un drama?— y había encontrado a Wolff, y...
    Se abrió la puerta. Elene reconoció a Gaafar. El sirviente también la recordaba, y dijo:
    —Buenos días, señorita Fontana.
    —Hola, Gaafar.
    —Buenos días, Gaafar —saludó Wolff—. Soy el capitán Ale—xander. El mayor me pidió que viniera. ¿Nos permite entrar?
    —Por supuesto, señor.
    Gaafar se hizo a un lado. Wolff, asiendo todavía el brazo de Elene, entró en la casa. El mayordomo cerró la puerta. Elene recordaba el vestíbulo embaldosado.
    —Espero que el comandante esté bien... —dijo Gaafar.
    —Sí, está bien —repuso Wolff—. Pero no puede venir esta mañana, así que me pidió que pasara por aquí, le dijera que todo está en regla y llevara a Billy a la escuela.
    Elene estaba espantada. Era horrible, Wolff iba a secuestrar a Billy. Debía haberlo adivinado en cuanto mencionó el nombre del niño. ¡Pero era inconcebible, no debía permitir que ocurriera! ¿Qué podía hacer? Quería gritar: «¡No, Gaafar, está mintiendo, llévese a Billy, huya, corra, corra!». Pero Wolff tenía el cuchillo y Gaafar era viejo, y Wolff atraparía a Billy de todos modos.
    Gaafar pareció dudar.
    —Muy bien, dése prisa. No disponemos de todo el día —le apremió Wolff.
    —Sí, señor —contestó Gaafar reaccionando con el reflejo de un sirviente egipcio al que un europeo se dirigía de manera autoritaria.
    —Billy está terminando de desayunar. ¿Pueden esperar aquí un momento? —dijo Gaafar mientras abría la puerta del salón.
    Wolff empujó a Elene en el interior de la sala y finalmente le soltó el brazo. Ella observó el tapizado, el papel de las paredes, el hogar de mármol y la fotografía del Tatler de Angela Vandam: todo tenía ese aspecto espectral de los objetos conocidos que se ven en una pesadilla. «Angela habría sabido qué hacer», pensó Elene, desolada. «¡No sea ridículo!», habría dicho ella; entonces, levantando un brazo imperativo, le habría ordenado salir de su casa. Elene sacudió la cabeza para disipar la fantasía. Angela se habría sentido tan desvalida como ella.
    Wolff tomó asiento ante el escritorio. Abrió un cajón, sacó un bloc y un lápiz y empezó a escribir.
    Elene se preguntaba qué podía hacer Gaafar. ¿Sería posible que llamase al Cuartel General para hablar con el padre de Billy? Los egipcios se resistían a hacer llamadas telefónicas al Cuartel General, Elene lo sabía. Gaafar tendría dificultades con las telefonistas y las secretarias. Miró alrededor y vio que, de todos modos, el teléfono estaba allí, en aquel cuarto, de modo que, si Gaafar hacía el intento Wolff se daría cuenta y lo impediría.
    —¿Por qué me ha traído aquí? —dijo Elene llorando.
    La frustración y el temor daban un tono agudo a su voz.
    Wolff levantó la vista de su escritura.
    —Para mantener quieto al chico. Tenemos un largo camino que recorrer.
    —Deje en paz a Billy —rogó Elene—; es un niño.
    —El niño de Vandam —dijo Wolff con una sonrisa.
    —Usted no lo necesita.
    —Vandam quizá adivine adonde voy —dijo Wolff—. Deseo asegurarme de que no me siga.
    —¿De veras piensa que se quedará sentado mientras usted retiene a su hijo?
    Wolff pareció considerar la cuestión.
    —Eso espero —dijo finalmente—. De todos modos, ¿qué tengo que perder? Si no llevo al chico, seguro que él me seguirá.
    Elene contuvo las lágrimas.
    —¿No tiene piedad?
    —La piedad es una emoción decadente —dijo Wolff con un destello en los ojos—. Lo decisivo, con respecto a la moralidad, es el escepticismo. El fin de la interpretación moral del mundo, que ya no tiene ningún valor.
    Parecía citar palabras de otra persona.
    —No creo que haga esto para que Vandam no salga en su busca. Creo que lo hace por rencor. Piensa en la angustia que le causará, y le encanta. Es usted un hombre cruel, retorcido y detestable.
    —Quizá tengas razón.
    —Está enfermo.
    —¡Basta ya! —Wolff enrojeció ligeramente. Pareció hacer un esfuerzo por calmarse—. Cierra la boca mientras escribo.
    Elene se esforzó por concentrarse. Iban a hacer un largo viaje. Wolff temía que Vandam los siguiera. Había dicho a Kemel que tenía otro equipo de radio. Quizá Vandam adivinara adonde iban. Al final del viaje, seguramente, estaba la radio de repuesto, con un ejemplar de Rebeca y de la clave del código. Elene tenía que averiguar la forma de ayudar a Vandam a que los siguiera, para que pudiera rescatarlos y obtener la clave. «Si Vandam puede adivinar el destino —pensaba—, también puedo hacerlo yo.» ¿Dónde guardaría Wolff una radio de repuesto? Sería muy lejos. Podía haberla escondido en algún lugar, antes de llegar a El Cairo. Podía estar en algún sitio en el desierto, o entre aquí y Assyut... Quizá...
    Billy entró.
    —Hola. ¿Me ha traído ese libro? —preguntó a Elene.
    Elene no sabía de qué estaba hablando. «¿Libro?» Le miró fijamente, pensando que todavía era un niño a pesar de sus modales de adulto. Vestía pantalones cortos de franela gris y una camisa blanca, y no tenía vello en la suave piel del antebrazo. Llevaba un cartapacio y una corbata de colegial.
    —Lo olvidó —dijo, y pareció decepcionado—. Iba a prestarme una historia de detectives de Simenon.
    —Sí, lo olvidé. Lo siento.
    —¿Me la traerá la próxima vez que venga?
    —Por supuesto.
    Wolff había estado mirando detenidamente a Billy todo el tiempo, como un avaro su arca del tesoro. Se puso en pie.
    —Hola, Billy —dijo con una sonrisa—. Soy el capitán Ale—xander.
    Billy le dio la mano.
    —Mucho gusto, señor.
    —Tu padre me pidió que te dijera que está muy ocupado.
    —Siempre viene a casa a la hora del desayuno —replicó el niño.
    —Hoy no puede. Tiene mucho trabajo con el bueno de Rommel, ya lo sabes.
    —¿Ha estado en otra pelea?
    Wolff dudó.
    —En realidad sí, pero está bien. Tiene un golpe en la cabeza.
    Billy parecía más orgulloso que preocupado, observó Elene.
    Entró Gaafar y se dirigió a Wolff.
    —¿Está seguro, señor, de que el mayor dijo que usted tenía que llevar al niño al colegio?
    «Sospecha», pensó Elene.
    —Por supuesto —dijo Wolff—. ¿Hay algún inconveniente?
    —No, pero soy responsable de Billy, y la verdad es que no le conocemos...
    —Pero conoce a la señorita Fontana —dijo Wolff—. Ella estaba conmigo cuando me pidió el favor el mayor Vandam. ¿No es así, Elene?
    Wolff la miró fijamente y se llevó la mano bajo el brazo izquierdo, donde estaba envainado el cuchillo.
    —Sí —dijo Elene con amargura.
    —Sin embargo, tiene mucha razón en ser cauteloso, Gaafar. Quizá debiera llamar al Cuartel General y hablar con el comandante.
    Wolff señaló el teléfono.
    «No, no lo hagas, Gaafar, te matará antes de que termines de marcar el número», pensó Elene.
    Gaafar dudó.
    —Estoy seguro de que no será necesario, señor. Como dice, conocemos a la señorita Fontana —declaró.
    «Toda la culpa es mía», se dijo Elene.
    Gaafar se retiró.
    Wolff habló a Elene rápidamente, en árabe.
    —Manten callado al muchacho un minuto —dijo, y continuó escribiendo.
    Elene miró el cartapacio de Billy y vislumbró una idea.
    —Muéstrame tus libros de la escuela —dijo.
    Billy la miró como si estuviese loca.
    —Vamos —agregó.
    El cartapacio estaba abierto, y sobresalía un atlas. Elene lo tomó.
    —¿Qué estás estudiando en geografía?
    —Los fiordos noruegos.
    Elene vio que Wolff terminaba de escribir y colocaba la hoja de papel en un sobre. Mojó la solapa con la lengua, cerró el sobre y se lo puso en el bolsillo.
    —Busquemos Noruega —dijo Elene.
    Recorrió rápidamente las páginas del atlas.
    Wolff levantó el auricular del teléfono y marcó. Miró a Elene y después hacia el otro lado, por la ventana.
    Elene encontró el mapa de Egipto.
    Billy dijo:
    —Pero eso es...
    Rápidamente, Elene se tocó los labios con el dedo. Billy se calló y arrugó la frente.
    «Por favor, pequeño, quédate quieto y deja este asunto en mis manos.»
    Siguió diciendo:
    —Escandinavia, sí, pero Noruega está en Escandinavia, mira, Billy.
    Se desató el pañuelo de la mano. Billy miró fijamente el corte. Con la uña Elene abrió la herida y la hizo sangrar nuevamente. Billy se puso blanco. Parecía a punto de hablar, pero Elene se tocó los labios y sacudió la cabeza con una mirada de ruego.
    Elene estaba segura de que Wolff se dirigiría a Assyut. Era una suposición probable, y Wolff había dicho temer que Vandam adivinara su destino. Mientras pensaba en eso, oyó que Wolff decía:
    —¿Oiga? Quisiera saber a qué hora parte el tren con destino a Assyut.
    «¡Yo tenía razón!», pensó Elene. Mojó el dedo en la sangre que le corría por la mano. Con tres trazos dibujó una flecha sobre el mapa de Egipto, con la punta hacia la ciudad de Assyut, cuatrocientos ochenta kilómetros al sur de El Cairo. Cerró el atlas. Empleó el pañuelo para manchar de sangre la cubierta del libro, y luego lo empujó tras de sí.
    Wolff dijo:
    —Sí... ¿ya qué hora llega?
    Elene continuó.
    —Pero ¿por qué hay fiordos en Noruega y no en Egipto?
    Billy parecía pasmado. Miraba fijamente la mano de Elene. «Tenía que hacerle reaccionar antes de que la delatara», pensó.
    —Escucha, ¿has leído un cuento de Agatha Christie titulado La pista del atlas ensangrentado} —preguntó.
    —No, no existe...
    —Es muy inteligente la forma en que el detective lo averigua todo a base de esa pista.
    Billy frunció el ceño, pero no con gesto de sorpresa, sino del que está meditando algo.
    Wolff colgó y se puso en pie.
    —Vamos —dijo—. No querrás llegar tarde a la escuela, Billy.
    Se dirigió a la puerta y la abrió.
    Billy recogió su cartapacio y lo siguió. Elene se levantó, horrorizada ante la posibilidad de que Wolff viera el atlas.
    —Vamos —dijo impaciente.
    Elene cruzó el vano de la puerta y Wolff la siguió. Billy ya estaba en el porche. Había un pequeño montón de cartas sobre una mesa en forma de riñon, en el vestíbulo. Elene vio que Wolff dejaba caer el sobre encima de la correspondencia.
    Salieron por la puerta principal.
    —¿Sabes conducir? —preguntó Wolff a Elene.
    —Sí —respondió ella, y luego se maldijo por pensar lentamente; debía haber dicho que no.
    —Vosotros dos id delante —ordenó Wolff.
    Él se instaló en la parte trasera.
    Al arrancar, Elene vio que Wolff se inclinaba hacia delante.
    —¿Ves esto? —preguntó.
    Elene miró hacia abajo. Wolff le estaba mostrando el cuchillo a Billy.
    —Sí —dijo Billy con voz insegura.
    Wolff agregó:
    —Si causas problemas, te cortaré la cabeza.
    Billy comenzó a llorar.
    G
    —¡Cuádrese! —ladró Jalees con su voz de sargento. Kemel se cuadró.
    La sala de interrogatorios no tenía más muebles que una mesa. Vandam entró precedido de Jakes, llevando una silla en una mano y una taza de té en la otra. Tomó asiento.
    Vandam preguntó:
    —¿Dónde está Alex Wolff?
    —No lo sé —dijo Kemel, aflojando ligeramente la tensión de los músculos.
    —¡Firmes! —aulló Jakes—. ¡Hable en posición de firmes, amigo!
    Kemel volvió a cuadrarse.
    Vandam sorbió su té. Era parte de la comedia, una forma de decir que tenía todo el tiempo del mundo y que nada le preocupaba demasiado, mientras que el prisionero tenía verdaderos problemas. La verdad era lo inverso.
    —Anoche usted recibió una llamada del inspector que vigilaba el Jibán —dijo Vandam.
    —¡Conteste al comandante! —gritó Jakes.
    —Sí.
    —¿Qué le dijo?
    —Que el comandante Vandam había ido al camino de sirga y le había enviado a pedir ayuda.
    —¡Señor! —dijo Jakes—. ¡A pedir ayuda, señor!
    —¿Y qué hizo usted?
    —Fui personalmente al camino de sirga, a investigar, señor.
    —¿Qué ocurrió después?
    —Me golpearon en la cabeza y quedé inconsciente. Cuando volví en mí, estaba atado de pies y manos. Me llevó varias horas soltarme. Después desaté al comandante Vandam, y a continuación él me atacó.
    Jakes se acercó a Kemel.
    —¡Eres un pequeño condenado, maldito wogs embustero! —Kemel dio un paso atrás—. ¡Responde! —aulló Jakes—. ¿Eres un pequeño wogs mentiroso o no lo eres?
    Kemel no dijo nada.
    Vandam intervino:
    —Escuche, Kemel. Tal como están las cosas, lo van a fusilar por espía. Si nos dice todo lo que sabe, puede conseguir una sentencia de prisión. Sea sensato. Así pues, usted fue al camino de sirga y me golpeó. ¿No es así?
    —No, señor.
    Vandam suspiró. Kemel tenía su versión y se aferraba a ella. Aunque supiera o pudiera adivinar dónde había ido Wolff, no lo revelaría mientras pretendiera ser inocente.
    —¿Cuál es la participación de su esposa en todo esto?
    Kemel no respondió, pero pareció asustado.
    Vandam continuó:
    —Si no contesta a mis preguntas, tendré que hacérselas a ella.
    Los labios de Kemel se apretaron marcando una dura línea.
    Vandam se levantó.
    —Muy bien, Jalees —dijo—. Arreste a la esposa por sospecha de espionaje.
    —Típica justicia británica —dijo Kemel.
    Vandam le miró.
    —¿Dónde está Wolff?
    —No lo sé.
    Vandam salió del cuarto. Esperó fuera a Jakes. Cuando el capitán apareció, Vandam dijo:
    —Es un policía y conoce las técnicas. Aflojará, pero no hoy.
    Y Vandam tenía que encontrar a Wolff ese mismo día.
    —¿Quiere que arreste a la esposa? —preguntó Jakes.
    —Todavía no. Quizá después.
    ¿Y dónde estaba Elene?
    Caminaron unos metros hasta otra celda. Vandam preguntó:
    —¿Está todo listo?
    —Sí.
    —Bien.
    Abrió la puerta y entró. El cuarto no parecía tan vacío como el otro. Sonja estaba sentada en una silla dura, y tenía un burdo vestido de prisión, de color gris. Junto a ella había una mujer, oficial del ejército, que habría asustado a Vandam de ser él el prisionero. Era baja y fornida, con una cara masculina ruda y el cabello corto y gris. En una esquina de la celda había un catre, y una palangana con agua fría en la otra.
    Al entrar Vandam la mujer dijo:
    —¡En pie!
    Vandam y Jakes se sentaron. Vandam ordenó:
    —Siéntese, Sonja.
    La oficial la empujó a la silla.
    Vandam estudió a Sonja durante un minuto. La había interrogado anteriormente y ella había sido la más fuerte. Esta vez sería distinto: la seguridad de Elene estaba en juego y a Vandam le quedaban pocos escrúpulos.
    —¿Dónde está Alex Wolff? —preguntó el mayor.
    —No lo sé.
    —¿Dónde está Elene Fontana?
    —No lo sé.
    —Wolff es un espía alemán y usted le ha estado ayudando.
    —Ridículo.
    —Está usted en un mal paso.
    Sonja no dijo nada. Vandam observó su rostro. Se mostraba orgullosa, confiada, libre de temor. Vandam se preguntó qué había sucedido con exactitud aquella mañana en la casa flotante. Seguramente, Wolff había partido sin advertir a Sonja. ¿Acaso no se sentía traicionada?
    —Wolff la ha traicionado —dijo Vandam—. Kemel, el policía, advirtió a Wolff del peligro; pero él la dejó durmiendo y se fue con otra mujer. Después de eso, ¿va a seguir protegiéndolo?
    Sonja calló.
    —Wolff guardaba la radio en su barco. Enviaba mensajes a Rommel a medianoche. Usted lo sabía, de modo que participaba en el espionaje. La van a fusilar por espía.
    —¡Todo El Cairo se rebelará! ¡No se atreverán!
    —¿Lo cree así? ¿Qué nos importa ahora si El Cairo se rebela? Los alemanes están en la puerta... que ellos se hagan cargo de la revuelta.
    —No se atreverán a tocarme.
    —¿Adonde ha ido Wolff?
    —No lo sé.
    —¿Puede adivinarlo?
    —No.
    —No nos está ayudando, Sonja. Empeorará las cosas.
    —No pueden tocarme.
    —Creo que no estará de más demostrarle que sí puedo.
    Vandam hizo un gesto a la oficiala.
    La mujer mantuvo inmóvil a Sonja mientras Jakes la amarraba a la silla. Luchó durante un momento, pero fue inútil. Miró a Vandam, y por primera vez apareció en sus ojos un indicio de temor.
    —¿Qué están haciendo, desgraciados? —preguntó, sobresaltada.
    La oficiala sacó unas grandes tijeras de su bolso. Levantó un mechón del largo y espeso cabello de Sonja y lo cortó.
    —¡No pueden hacer eso! —chilló Sonja.
    Rápidamente, la mujer cortó el cabello de Sonja. A medida que caían los pesados mechones, la celadora los arrojaba en el regazo de la detenida. Ella aullaba, maldiciendo a Vandam, a Jakes y a los británicos en un lenguaje que el comandante nunca había oído a una mujer.
    La oficiala tomó unas tijeras más pequeñas y volvió a cortar el cabello de Sonja hasta la raíz.
    Los alaridos de Sonja se convirtieron en lágrimas. Cuando pudo hacerse oír, Vandam dijo:
    —Ya ve, ya no nos importan mucho la legalidad y la justicia, ni nos cuidamos de la opinión pública egipcia. Tenemos la espalda contra la pared. Es posible que pronto nos maten a todos. Estamos desesperados.
    La mujer cogió jabón y una brocha de afeitar y cubrió de espuma la cabeza de la detenida. Luego empezó a rasurarla.
    —Wolff conseguía información de alguien del Cuartel General, ¿de quién? —preguntó Vandam.
    —Usted es perverso —dijo ella.
    Finalmente, la oficiala sacó un espejo de su bolso y lo sostuvo frente al rostro de Sonja. Al principio no quería mirar, pero al cabo de un momento se rindió. Lanzó un gemido cuando vio la imagen de su cabeza afeitada por completo.
    —No —dijo—. No soy yo.
    Rompió a llorar.
    Todo el odio había desaparecido ya; estaba completamente desmoralizada. Vandam preguntó con suavidad:
    —¿De dónde conseguía Wolff la información?
    —Del comandante Smith —replicó Sonja.
    Vandam suspiró aliviado. Había cedido, gracias a Dios.
    —¿Qué Smith? —preguntó.
    —Sandy Smith.
    Vandam lanzó una rápida mirada a Jakes. Era el desaparecido comandante del M16; tal como se temían.
    —¿Cómo conseguían la información?
    —Sandy venía a la casa flotante a la hora del almuerzo, para visitarme. Mientras estábamos en la cama, Alex revisaba su maletín.
    «Así de sencillo —pensó Vandam—. Dios, me siento cansado.» Smith era el enlace entre el Servicio Secreto de Información —también conocido como M16 —y el Cuartel General, y a causa de ello tenía acceso a todos los planes estratégicos, pues el Mi6 necesitaba saber lo que estaba haciendo el ejército para poder decir a sus espías cuál era la información que debían buscar. Smith había ido directamente de las conferencias matutinas en el Cuartel General a la casa flotante, con un maletín lleno de secretos. Vandam ya sabía que, durante los días anteriores a su desaparición, Smith decía en el Cuartel General que almorzaba en las oficinas del M16, y a sus superiores del M16 que almorzaba en el Cuartel General; de ese modo ocultaba que se estaba acostando con una bailarina. En un momento dado, Vandam había supuesto que Wolff estaba sobornando o chantajeando a alguien. Nunca se le hubiera ocurrido entonces que podía estar obteniendo información de alguien sin que ese alguien lo supiera.
    —¿Dónde está Smith? —preguntó Vandam.
    —Sorprendió a Alex revisando su maletín. Alex lo mató.
    —¿Dónde está el cadáver?
    —En el río, junto a la casa flotante.
    Vandam hizo una seña a Jakes, que salió de inmediato.
    —Hábleme de Kemel —dijo el mayor a Sonja.
    Empezó a abrirse por completo, ansiosa de decir todo lo que sabía, quebrada su resistencia. Haría cualquier cosa para que la trataran con amabilidad.
    —Vino a decirme que usted le había encargado vigilar la casa flotante. Agregó que censuraría sus informes si yo conseguía organizar una reunión entre Alex y Sadat.
    —¿Alex y quién?
    —Anuar el—Sadat. Es un capitán del ejército.
    —¿Para qué quería reunirse con Wolff?
    —Para que los Oficiales Libres pudieran enviar un mensaje a Rommel.
    «Hay aquí elementos en los que jamás habría pensado», reflexionó Vandam.
    —¿Dónde vive Sadat?—preguntó.
    —En Kubri al—Qubbah.
    —¿La dirección?
    —No la conozco.
    Vandam se dirigió a la oficiala.
    —Vaya y averigüe la dirección exacta del capitán Anuar el—Sadat.
    —Sí, señor.
    El rostro de la mujer se abrió en una sonrisa que era asombrosamente bonita. Se retiró.
    —Wolff guardaba la radio en su casa flotante, ¿no es cierto?—dijo Vandam.
    —Sí.
    —Usaba un código para sus mensajes.
    —Sí, tenía una novela inglesa que utilizaba para codificar el texto.
    —Rebeca.
    —Sí.
    —Y tenía una clave del código.
    —¿Una clave?
    —Una hoja de papel que le indicaba qué página del libro debía usar.
    Sonja asintió con la cabeza, lentamente.
    —Sí, creo que sí.
    —La radio, el libro y la clave han desaparecido. ¿Sabe dónde están?
    —No —dijo Sonja. Se atemorizó—. Sinceramente, no lo sé; estoy diciendo la verdad...
    —Está bien, la creo. ¿Sabe dónde puede haber ido Wolff?
    —Tiene una casa... Villa les Oliviers.
    —Buena idea. ¿Alguna otra sugerencia?
    —Abdullah. Pudo haber ido a casa de Abdullah.
    —Sí. ¿Algo más?
    —Sus primos, en el desierto.
    —¿Y dónde se los puede encontrar?
    —Nadie lo sabe. Son nómadas.
    —¿Wolff podría conocer sus movimientos?
    —Supongo que sí.
    Vandam permaneció sentado, mirándola, durante unos minutos más. No era actriz: no podía haber fingido. Estaba totalmente quebrantada, no solo dispuesta a traicionar a sus amigos y contar todos sus secretos, sino ansiosa de hacerlo. Estaba diciendo la verdad.
    —Volveremos a vernos —dijo Vandam, y salió.
    La oficiala le entregó un papel con la dirección de Sadat, y luego entró en la celda. Vandam se dirigió rápidamente a la sala de reuniones. Jakes estaba esperando.
    —La Armada nos va a prestar un par de buceadores —dijo el capitán—. Estarán aquí dentro de unos minutos.
    —Muy bien. —Vandam encendió un cigarrillo—. Quiero que registre la casa de Abdullah. Yo voy a arrestar a ese sujeto, Sadat. Mande un pequeño grupo a Villa les Oliviers, por si acaso. Supongo que no encontrarán nada. ¿Todos han recibido instrucciones?
    Jakes asintió.
    —Saben que buscamos un transmisor de radio, un ejemplar de Rebeca y un código para el cifrado.
    Vandam miró a su alrededor, y advirtió que había policías egipcios en la sala.
    —¿Por qué tenemos estos condenados árabes en el equipo? —preguntó, airado.
    —Protocolo, señor —replicó Jakes, formalmente—. Idea del teniente coronel Bogge.
    Vandam contuvo la réplica.
    —Después de registrar la vivienda de Abdullah, reúnase conmigo en la casa flotante.
    —Sí, señor.
    Vandam apagó el pitillo.
    —Vamos.
    Salieron al sol de la mañana. Una docena de jeeps, o algo más, estaban alineados, con los motores en marcha. Jakes dio instrucciones a los sargentos encargados de los grupos de incursión y luego hizo una seña a Vandam. Los hombres subieron a los jeeps y estos arrancaron.
    Sadat vivía en un suburbio a cinco kilómetros de El Cairo en dirección a Heliópolis. Su hogar era una casa de familia común, con un pequeño jardín. Cuatro jeeps llegaron rugiendo y los soldados rodearon inmediatamente la vivienda y empezaron a registrar el jardín. Vandam dio unos golpes secos en la puerta delantera. Un perro empezó a ladrar. Vandam volvió a golpear. La puerta se abrió.
    —¿Capitán Anuar el—Sadat?
    —Sí.
    Sadat era un hombre joven, delgado y serio, de mediana estatura. Su cabello castaño, rizado, ya estaba raleando. Tenía puesto su uniforme y su fez de capitán, como si se dispusiera a salir.
    —Está usted arrestado —dijo Vandam y lo empujó para entrar en la casa.
    Otro hombre joven apareció en la salida.
    —¿Quién es?—indagó Vandam.
    —Mi hermano. Tal'at —dijo Sadat.
    Vandam miró a Sadat. El árabe tenía aspecto tranquilo y digno, pero escondía cierta tirantez. «Tiene miedo —pensó Vandam—. Pero no de mí, ni de ir a la cárcel; tiene miedo de otra cosa.»
    ¿Qué tipo de trato habría hecho Kemel con Wolff esa mañana? Los rebeldes necesitaban que Wolff les ayudara a ponerse en contacto con Rommel. ¿Estaban escondiendo a Wolff en algún sitio?
    —¿Cuál es su habitación, capitán? —preguntó Vandam.
    Sadat señaló. El mayor entró. Era un dormitorio simple, con un colchón en el suelo, y había una galabiya colgada de una percha. Vandam hizo señas a dos soldados británicos y a un policía egipcio y les dio orden de registrar la habitación.
    —¿Qué significa esto? —preguntó Sadat, en voz baja.
    —¿Usted conoce a Alex Wolff? —preguntó Vandam.
    —No.
    —También se llama Achmed Rahmah, pero es europeo.
    —No sé de qué me habla.
    Estaba claro que Sadat tenía una personalidad bastante fuerte, no el tipo que se intimida y confiesa todo simplemente porque un grupo de soldados corpulentos empiezan a revolverle la casa. Vandam señaló hacia el otro lado del vestíbulo.
    —¿Qué es esa habitación?
    —Mi estudio...
    Vandam fue hacia la puerta.
    Sadat dijo:
    —Pero allí están las mujeres de la familia; debe permitirme que las avise...
    —Ellas saben que estamos aquí. Abra la puerta.
    Vandam dejó que Sadat entrara primero. No había mujeres, pero una puerta, en el fondo, permanecía abierta, como si alguien acabara de salir. No importaba; el jardín estaba lleno de soldados, nadie escaparía. Vandam vio sobre el escritorio una pistola del ejército, encima unas hojas de papel cubiertas de escritura árabe. Fue a la biblioteca y examinó los libros. Rebeca no estaba allí.
    De otra parte de la casa llegó un grito:
    —¡Comandante Vandam!
    Vandam siguió el sonido de la voz y llegó a la cocina. Un sargento PM permanecía quieto junto al horno, y el perro de la casa ladraba a sus botas. La puerta del horno estaba abierta, y el sargento sacó una maleta—radio.
    Vandam miró a Sadat, que le había seguido hasta la cocina. La cara del árabe estaba crispada de amargura y frustración. De modo que ese era el trato que habían hecho: advirtieron a Wolff y a cambio obtuvieron su radio. ¿Significaba eso que el espía tenía otra? ¿O Wolff había convenido ir allí, a la casa de Sadat, para transmitir?
    Vandam se dirigió al sargento.
    —Buen trabajo. Conduzca al capitán Sadat al Cuartel General.
    —¡Protesto! —dijo Sadat—. La ley estipula que los oficiales del ejército egipcio solo pueden ser detenidos en la sala de oficiales, vigilados por un compañero.
    El policía egipcio de mayor grado estaba cerca.
    —Eso es correcto —afirmó.
    Una vez más, Vandam maldijo a Bogge por meter de por medio a los egipcios.
    —La ley también dice que los espías serán fusilados —recordó a Sadat. Se volvió al sargento—. Mande a mi conductor. Terminen de registrar la casa. Después, arresten a Sadat, acusado de espionaje.
    Miró otra vez a Sadat. La amargura y la decepción habían desaparecido de su rostro, reemplazadas por una mirada calculadora. «Está pensando cómo aprovechar al máximo la situación —pensó Vandam—. Está preparándose para hacerse el mártir. Es muy dúctil... debería ser político.»
    Vandam salió de la vivienda y se encaminó hacia el jeep. Momentos después, el conductor llegó corriendo y saltó al vehículo.
    —A Zamalek —dijo Vandam.
    —Sí, señor.
    El chófer arrancó y el jeep se alejó. Cuando Vandam llegó a la casa flotante, los buceadores habían realizado su trabajo y estaban en el camino de sirga, quitándose el equipo. Dos soldados tiraban de unas cuerdas, sacando del Nilo algo espantoso. Los buceadores habían atado el cuerpo que hallaron en el fondo y luego se habían desentendido del asunto.
    Jakes se acercó a Vandam.
    —Mire esto, señor.
    Le entregó un libro empapado al que le faltaban las cubiertas. Vandam lo examinó: era Rebeca.
    La radio fue a parar a manos de Sadat: el código, al fondo del río. Vandam recordaba el cenicero lleno de papel carbonizado, en la casa flotante; ¿acaso Wolff había quemado la clave del código?
    ¿Por qué se había librado de la radio, del libro y de la clave, cuando tenía un mensaje vital que enviar a Rommel? La conclusión era inevitable: tenía otra radio, otro libro y otra clave escondidos en alguna parte.
    Los soldados tendieron el cadáver en la orilla y luego retrocedieron, como si no quisieran tener nada más que ver con él. Vandam permaneció de pie junto al cuerpo. Le habían cortado la garganta y la cabeza estaba casi separada del tronco. Tenía un maletín atado a la cintura. Vandam se agachó y abrió cuidadosamente la caja. Estaba lleno de botellas de champán.
    —¡Dios mío! —exclamó—. Es horrendo. La garganta cortada y arrojado al río con botellas de champán como lastre.
    —Un desalmado.
    —Y rapidísimo con el cuchillo. —Vandam se tocó la mejilla; le habían quitado el esparadrapo y la barba de varios días escondía la herida. «Pero no a Elene, no con el cuchillo, por favor.»—. Supongo que no hay rastro de él.
    —No encontré nada. He hecho arrestar a Abdullah, bajo cargos imprecisos, pero no había nada en su casa. Y pasé por Villa les Oliviers al regresar. Idéntico resultado.
    —Igual que en casa de Sadat.
    Repentinamente, Vandam se sentía agotado. Parecía que Wolff le vencía siempre. Se le ocurrió que quizá no fuera lo bastante listo como para dar caza a aquel espía astuto y evasivo.
    —Tal vez hemos perdido —dijo.
    Se pasó la mano por la cara. No había dormido en las últimas veinticuatro horas. Se preguntó qué estaba haciendo allí, junto al horrible cadáver del comandante Sandy Smith. Nada más se podía saber por él.
    —Creo que iré a casa y dormiré una hora —dijo.
    Jakes lo miró sorprendido.
    —Me ayudará a pensar con más claridad. Esta tarde interrogaremos otra vez a los prisioneros —agregó Vandam.
    —Muy bien, señor.
    Vandam regresó a su vehículo. Al cruzar el puente desde Zamalek, recordó que Sonja había mencionado otra posibilidad: los primos nómadas de Wolff. Miró los barcos del ancho y lento río. La corriente los llevaba aguas abajo y el viento soplaba río arriba, una coincidencia de enorme importancia para Egipto. Los barqueros todavía usaban la simple vela triangular, un modelo que se había perfeccionado... ¿hacía cuánto tiempo? Miles de años, quizá. Muchísimas cosas, en aquel país, se hacían como miles de años atrás. Vandam cerró los ojos y vio a Wolff, en la falúa, navegando río arriba, manipulando la vela triangular con una mano mientras con la otra enviaba mensajes a Rommel con el transmisor. El coche se detuvo repentinamente y Vandam abrió los ojos; se percató de que había estado soñando despierto o dormitando. ¿Por qué Wolff iría río arriba? ¿Para encontrarse con sus primos nómadas? Pero ¿quién podría saber dónde estaban? Wolff podría encontrarlos, si seguían una ruta anual preestablecida.
    El jeep se había detenido frente a la casa de Vandam. El comandante se apeó.
    —Quiero que me espere —dijo al conductor—. Será mejor que entre. —Le llevó a la casa y le indicó la cocina—. Mi sirviente, Gaafar, le dará algo de comer, siempre que no lo trate como a un wogs.
    —Muchas gracias, señor —dijo el chófer.
    Había un pequeño montón de correspondencia sobre la mesa del vestíbulo. El sobre que lo remataba no tenía sello y estaba dirigido a Vandam con una letra vagamente conocida. En el ángulo superior izquierdo habían escrito «Urgente». Vandam lo recogió.
    Pensó que aún le quedaban cosas por intentar. Bien podía ser que Wolff se dirigiese en esos momentos hacia el sur. Deberían colocarse barricadas en todas las ciudades principales de la ruta. Deberían buscar a Wolff en todas las estaciones de la línea ferroviaria. Y en el río... Debía de haber alguna forma de revisar el río, en caso de que Wolff realmente hubiera huido en barco, como había soñado despierto. Vandam encontraba difícil concentrarse. «Podemos colocar barricadas en el río, como en el camino», pensaba. ¿Por qué no? Nada de eso resultaría si Wolff, simplemente, se hubiese escondido en El Cairo. «Supongamos que se esconde en los cementerios.» Muchos musulmanes enterraban a sus muertos en casas muy pequeñas, y había hectáreas de esos edificios vacíos en la ciudad; Vandam habría necesitado mil hombres para registrarlos todos. «Quizá deba hacerlo, de todos modos», pensó. Pero Wolff podía haber ido igualmente hacia el norte, hacia Alejandría; o hacia el este, o el oeste, al desierto...
    Entró en el salón, en busca de un cortapapeles. De todas formas, había que limitar la búsqueda. Vandam no tenía miles de hombres a su disposición. Estaban en el desierto, luchando. Debía decidir qué era lo mejor. Recordó dónde había comenzado todo: en Assyut. Quizá debiera comunicarse con el capitán Newraan en Assyut. Aparentemente, Wolff había llegado allí desde el desierto, y quizá saldría por ese camino. Tal vez sus primos estuvieran en las cercanías. Vandam miró el teléfono sin decidirse. ¿Dónde estaba el condenado cortapapeles? Fue hasta la puerta y llamó:
    —¡Gaafar!
    Regresó a la sala y vio el atlas escolar de Billy sobre una silla. Parecía sucio. El niño lo había dejado caer en un charco, o algo parecido. Lo recogió. Estaba pegajoso. Tuvo la sensación de sufrir una pesadilla. ¿Qué ocurría? No encontraba el cortapapeles, había sangre en el atlas, nómadas en Assyut...
    Gaafar entró en la estancia. Vandam le preguntó:
    —¿Qué es esta porquería?
    Gaafar miró.
    —Lo siento, señor, no lo sé. Lo estaban mirando cuando el capitán Alexander estaba aquí...
    —¿Quiénes? ¿Quién es el capitán Alexander?
    —El oficial que usted mandó para que llevase a Billy a la escuela, señor. Se llamaba...
    —Basta. —Un terrible temor aclaró instantáneamente el cerebro de Vandam—. ¿Un capitán del ejército británico vino esta mañana y se llevó a Billy?
    —Sí, señor, lo llevó a la escuela. Me dijo que lo enviaba usted...
    —Gaafar, no mandé a nadie.
    El rostro atezado del sirviente se volvió gris.
    Vandam preguntó:
    —¿No comprobaste quién era?
    —Pero, señor, la señorita Fontana estaba con él, demodo que todo parecía correcto.
    —¡Oh, Dios mío!
    Vandam miró el sobre que tenía en la mano. Ahora sabía por qué la letra era conocida: era la misma que vio en la nota que Wolff envió a Elene. Rasgó el sobre. Contenía un mensaje con la misma caligrafía.
    Estimado comandante Vandam:
    Billy está conmigo. Elene se encarga de él. No le pasará nada mientras yo esté seguro. Le aconsejo quedarse donde está y no intentar perseguirme. No libramos la guerra a costa de los niños, y no tengo intención de hacer daño a su hijo. Sin embargo, la vida de un niño no es nada comparada con el porvenir de mis dos naciones, Egipto y Alemania; así pues, tenga la seguridad de que, si sirve a mi propósito, mataré a Billy.
    Suyo sinceramente,
    Alex Wolff
    Era la carta de un demente: los saludos corteses, el punto y coma, el intento de justificar el secuestro de un niño inocente... Vandam se dio cuenta de que, recónditamente, muy en lo hondo, Wolff estaba loco.
    Y tenía a Billy.
    Entregó la nota a Gaafar, que se puso sus anteojos con manos temblorosas. Wolff se había llevado a Elene cuando abandonó la casa flotante. No habría sido difícil obligarla a que lo ayudase: bastaba con amenazar a Billy para que ella quedara anulada. Pero ¿cuál era, realmente, el objeto del secuestro? ¿Y dónde habían ido? ¿Y por qué la sangre?
    Gaafar lloraba sin contenerse. Vandam preguntó:
    —¿Se hirió alguien? ¿Quién sangraba?
    —No hubo violencia —dijo Gaafar—. Creo que la señorita Fontana tenía un corte en la mano.
    Y había manchado con sangre el atlas de Billy, dejándolo sobre la silla. Era una señal, algún tipo de mensaje. Vandam cogió el libro y dejó que se abriera solo. Inmediatamente vio el mapa de Egipto con una flecha roja emborronada, burdamente dibujada. Señalaba Assyut.
    Vandam tomó el teléfono y marcó el número del Cuartel General. Cuando contestó la centralita, colgó. Pensó: «Si informo de esto, ¿qué ocurrirá? Bogge mandará un pelotón de Infantería ligera a Assyut, para arrestar a Wolff. Habrá lucha. Wolff sabrá que ha perdido, que será fusilado por espía, eso pasando por alto el secuestro y el asesinato... ¿Y qué hará entonces? Está loco; matará a mi hijo», pensó.
    Se sintió paralizado por el temor. Por supuesto, era lo que Wolff quería; ese era su objetivo al llevarse a Billy; paralizar a Vandam. Tal era el objeto del secuestro.
    Si Vandam hacía intervenir al ejército, habría un tiroteo. Wolff era capaz de matar a Billy, enloquecido de rencor. Eso dejaba una sola opción.
    Vandam tenía que seguirlos solo.
    —Tráeme dos botellas de agua —dijo a Gaafar.
    í El sirviente se retiró. Vandam pasó al vestíbulo, se puso las gafas de motorista y luego buscó un pañuelo grande, que usó para cubrirse la boca y el cuello. Gaafar llegó de la cocina con las botellas de agua. Vandam salió de la casa y sacó la motocicleta. Puso las botellas en el portaequipajes y montó en la máquina. De una patada la hizo arrancar y aceleró el motor. El depósito estaba lleno. Gaafar estaba de pie junto a él, todavía llorando. Vandam tocó el hombro del anciano.
    —Los traeré a casa —dijo.
    Balanceando la moto, la sacó de su apoyo, la llevó a la calle y torció hacia el sur.
    7
    «¡Santo Dios! ¡La estación es un desastre! Supongo que todo el mundo quiere salir de El Cairo, por si lo bombardean. No hay pasajes de primera en los trenes a Palestina, ni siquiera sin reserva. Las esposas y los hijos de los británicos huyen como ratas. Por suerte, no hay tanta demanda para los trenes que van hacia el sur. La oficina de reservas, de todos modos, aseguraba que quedaban pasajes; pero siempre dicen eso. Unas pocas piastras aquí y otras allá, nunca fallan para conseguir un asiento, o tres. Temí perder a Elene y al chico en el andén, entre todos esos cientos de campesinos descalzos, con sus mugrientas galabiyas, acarreando cajas atadas con cuerdas, pollos en jaulas, sentados en el suelo mientras desayunaban; una madre gorda, vestida de negro, dándole huevos y pan de pita y budín de arroz a su esposo y a sus hijos, primos, hijas, yernos y nueras. Idea ingeniosa la mía, la de agarrar de la mano al chico. Si lo mantengo junto a mí, Elene nos seguirá. Idea ingeniosa; yo tengo ideas ingeniosas. Yo soy listo, más listo que Vandam. Rabie, comandante Vandam, tengo a su hijo. Alguien llevaba una cabra con una correa. Qué gusto da llevar una cabra en un viaje en tren. Nunca tuve que viajar en tercera clase, con los campesinos y sus cabras. Qué trabajo, limpiar el vagón de tercera al final del viaje. Me pregunto quién lo hace, algún pobre campesino, una casta diferente, una raza diferente, nacidos esclavos; gracias a Dios, conseguimos asientos de primera; yo he viajado en primera clase toda mi vida, odio la mugre. Dios, esa estación sí que estaba sucia. Vendedores ambulantes en el andén: cigarrillos, periódicos, un hombre con una enorme canasta de pan sobre la cabeza. Me gustan las mujeres con canastas sobre la cabeza, con tanta gracia y orgullo. ¡Ja! Mira los suburbios de adobe, las casas que se apoyan unas a otras; vacas y ovejas en las calles estrechas y polvorientas; siempre me pregunté qué comían esas ovejas de ciudad con sus colas gordas, ¿dónde pastan? No hay cañerías en esas casitas oscuras junto a la vía del tren. Las mujeres están a las puertas, pelando verduras, con las piernas cruzadas sobre el suelo lleno de polvo. Gatos. Tan graciosos, los gatos. Los gatos europeos son distintos, más lentos y mucho más gordos; no es extraño que aquí los gatos sean sagrados, son tan hermosos; los gatos traen suerte. A los ingleses les gustan los perros. Animales repugnantes, los perros: sucios, sin dignidad, babean, adulan, olfatean. El gato es superior, y lo sabe. Es tan importante ser superior... Uno es amo o esclavo. Yo llevo la cabeza erguida, como el gato; camino olvidado del populacho, dedicado a mis tareas misteriosas, usando a la gente como el gato usa a su dueño, sin dar gracias ni aceptar el cariño, tomando lo que le ofrecen como un derecho, no como un regalo. Soy un amo, un nazi alemán, un beduino egipcio, un soberano nato. ¿Cuántas horas hasta Assyut? ¿Ocho, tal vez? Debo actuar rápidamente. Hallar a Ishmael. Debe de estar en el pozo, o no muy lejos de allí. Hay que recoger la radio. Transmitir hoy, a medianoche. Defensa británica completa; qué golpe, me darán medallas. Los alemanes en el poder en El Cairo. Muchacho, vamos a poner las cosas en su lugar. Qué combinación, alemanes y egipcios; eficiencia durante el día y sensualidad por la noche; tecnología teutona y salvajismo beduino; Beethoven y hachís. Si puedo sobrevivir, llegar a Assyut, comunicarme con Rommel, él conseguirá cruzar el último puente, destruir la última línea de defensa, lanzarse sobre El Cairo, aniquilar a los británicos; qué victoria. Si puedo lograrlo. ¡Qué triunfo! ¡Qué triunfo! ¡Qué triunfo!»
    «No me marearé, no me marearé, no me marearé. El tren lo dice por mí traqueteando sobre las vías. Ya soy demasiado mayor para vomitar en los trenes; solía hacerlo cuando tenía ocho años. Papá me llevó a Alejandría, me compró caramelos y naranjas y limones, y comí demasiado. No pienses en eso; me marea pensar en eso. Papá dijo que no era culpa mía, que era suya; pero siempre me descomponía, aunque no hubiera comido; hoy Elene compró chocolate, pero yo dije que no, gracias; soy lo bastante mayor para decir no al chocolate; los niños nunca dicen que no al chocolate; mira, las pirámides, una, dos, y la pequeña hacen tres; esto debe de ser Giza. ¿Adonde vamos? Él tenía que haberme llevado a la escuela. Después sacó el cuchillo. Es curvo. Me cortará la cabeza, ¿dónde está papá? Yo debería estar en la escuela, hoy tenemos geografía en la primera hora, un examen sobre los fiordos noruegos; lo aprendí todo anoche, no tenía que haberme molestado, he faltado al examen. Ahora ya lo habrán terminado, el señor Johnstone estará recogiendo las hojas. »"¿A eso le llama mapa, Higgins? ¡Se parece más a un dibujo de su oreja, muchacho!" Todo el mundo se ríe. "Smy—the no puede deletrear Moskenstraumen. Escríbalo cincuenta veces, jovencito." Todos se alegran de no ser Smythe. El viejo Johnstone abre el libro de geografía. "A continuación, la tundra ártica." Ojalá estuviera en la escuela. Ojalá Elene me rodeara los hombros con el brazo. Ojalá el hombre dejara de mirarme, de clavarme los ojos así, tan satisfecho de sí mismo; creo que está loco. ¿Dónde está papá? Si no pienso en el cuchillo, será como si no estuviera. No debo pensar en el cuchillo. Si me concentro en no pensar en el cuchillo, es lo mismo que pensar en el cuchillo. Es imposible empeñarse, no pensar en alguna cosa. ¿Cómo se hace para dejar de pensar en algo? Accidentalmente. Pensamientos accidentales. Todos los pensamientos son accidentales. Ahí está; he dejado de pensar en el cuchillo por un segundo. Si veo un policía, correré hacia él y gritaré a voz en cuello: ¡Sálveme, sálveme! Seré tan rápido, que él no podrá detenerme. Puedo correr como el viento, soy rápido. Podría ver a un oficial. Podría ver a un general. Gritaré: ¡Buenos días, general! Él me mirará, sorprendido, y me dirá: ¡Bueno, mi joven amigo, eres un buen muchacho! Perdóneme, señor, diré, soy el hijo del comandante Vandam y este hombre me está llevando lejos y mi padre no lo sabe. Siento molestarle, pero necesito ayuda. ¿Qué?, dirá el general. Mire, señor, ¡usted no le puede hacer esto al hijo de un oficial británico! ¡No es correcto, usted lo sabe! ¡Asunto terminado! ¿Se entera? ¿Quién diablos cree usted que es? Y no me amenace con ese pequeño cortaplumas, ¡yo tengo una pistola! Eres un muchacho valiente, Billy. Soy un muchacho valiente. Todos los días mueren hombres en el desierto. Allá lejos, en mi patria, caen bombas. En el Atlántico los submarinos alemanes hunden barcos, los hombres caen al agua helada y se ahogan. Los pilotos de la RAF caen derribados en Francia. Todo el mundo es valiente. ¡Arriba esa barbilla! Maldita sea esta guerra. Es lo que dicen: Maldita sea esta guerra. Después suben a la cabina, corren a los refugios, atacan la siguiente duna, disparan torpedos a los submarinos, escriben cartas a casa. Solía pensar que eso era emocionante. Ahora sé que no es así. No es emocionante en absoluto. Hace que uno se sienta mal.»
    «Billy está tan pálido... Se nota. Está tratando de ser valiente. No debería; tendría que actuar como un niño, debería gritar y llorar y coger una rabieta, Wolff no podría con eso; pero, por supuesto, no lo hará, porque se le ha enseñado a ser duro, contener las lágrimas, no gritar, dominarse. Piensa en lo que haría su padre; ¿qué otra cosa hace un muchacho, más que copiar a su padre? Mira Egipto. Un canal a lo largo de la vía del tren. Un bosquecillo de palmeras de dátiles. Un hombre agachado sobre el campo, con la galabiya levantada sobre sus largos calzoncillos, trabajando en los cultivos; un asno pastando: mucho más saludable que los miserables especímenes que se ven en la ciudad tirando de los carretones; tres mujeres al lado del canal, lavando ropa, golpeándola sobre piedras para quitarle la suciedad; un hombre a caballo, galopando; debe de ser el efendi local, solo los campesinos más ricos tienen caballos; en la distancia, la exuberante campiña verde termina abruptamente en una cadena de colinas polvorientas color tostado. En realidad, Egipto solo tiene cincuenta kilómetros de ancho; el resto es desierto. ¿Qué voy a hacer? Ese escalofrío, en el fondo del pecho, cada vez que miro a Wolff. La forma en que clava los ojos a Billy. El brillo de sus ojos. Su inquietud: la manera como mira por la ventanilla, después por todo el vagón, luego a Billy, después a mí, a Billy otra vez, siempre con ese resplandor en los ojos, la mirada de triunfo. Debo consolar a Billy. Ojalá supiera más de muchachos, yo tuve cuatro hermanas. Qué torpe madrastra sería para Billy. Quisiera acariciarlo, pasarle el brazo sobre los hombros, estrecharlo un instante; pero no estoy segura de que sea eso lo que quiere, podría hacer que se sienta peor. Quizá consiguiera distraerlo con un juego. Qué idea ridicula. Tal vez no sea tan ridicula. Aquí está su cartapacio de la escuela. Aquí hay un libro de ejercicios. Él me mira con curiosidad. ¿Qué juego? El tres en raya. Cuatro líneas y mi cruz en el centro. Por la forma como me mira mientras toma el lápiz creo que va a seguirme la corriente con esta idea absurda ¡para consolarme a mí! Su cero en el rincón. Wolff nos arrebata el libro, lo mira, alza los hombros y lo devuelve. Mi cruz, el cero de Billy; será un empate. Debería dejarle ganar el próximo. Puedo jugar sin pensar, tanto peor. Wolff tiene una radio de repuesto en Assyut. Quizá debería quedarme con él y tratar de impedir que use el transmisor. ¡Qué esperanza! Tengo que sacar a Billy de esto, luego comunicarme con Vandam y decirle dónde estoy. Espero que Vandam haya visto el atlas. Quizá lo viera el sirviente y llamara al Cuartel General. Quizá quede sobre la silla todo el día, sin ser visto. Quizá Vandam no vaya a su casa hoy. Tengo que alejar a Billy de Wolff, alejarlo del cuchillo. Billy traza una cruz en el centro del nuevo rayado. Yo hago un círculo y después garabateo apresuradamente: "Debemos escapar, prepárate". Billy hace otra cruz, y: "O.K.". Mi círculo. La cruz de Billy y: "¿Cuándo?". Mi círculo y: "Próxima estación". La tercera cruz de Billy forma una línea. Tacha la línea de cruces y me mira jubiloso. Ha ganado. El tren reduce la marcha.»
    Vandam sabía que el tren todavía estaba delante de él. Había parado en la estación, en Giza, cerca de las pirámides, para preguntar cuánto hacía que había pasado el tren. Luego se detuvo e hizo la misma pregunta en las tres estaciones siguientes. Después de una hora de viaje, ya no era preciso detenerse a preguntar, pues la carretera y la vía corrían paralelas, una a cada lado de un canal, y vería el tren cuando lo alcanzara.
    En cada alto bebió un trago de agua. Con su gorra de uniforme, las gafas y el pañuelo atado alrededor de la boca y el cuello, se protegía de la peor parte del polvo; pero el sol quemaba horriblemente, y tenía una sed insaciable. Al final se dio cuenta de que tenía un poco de fiebre. Pensó que se habría resfriado la noche anterior, tirado durante horas en el suelo, junto al río. La garganta le ardía al respirar y le dolía la espalda.
    Tenía que concentrarse en la carretera. Era la única que atravesaba Egipto, desde El Cairo a Asuán y, por consiguiente, gran parte de ella estaba pavimentada y en los últimos meses el ejército había realizado algunos trabajos de reparación; pero, con todo, debía estar atento a las protuberancias y los baches. Por fortuna, el trazado era recto como una flecha, de modo que podía ver, muy adelante, los peligros que presentaban las vacas, los carros, las caravanas de camellos y los rebaños de ovejas. Condujo a gran velocidad, excepto al pasar por aldeas y pueblos, donde en cualquier momento la gente podía cruzarse en el camino; no mataría a un niño por salvar a otro niño, ni siquiera para salvar a su propio hijo.
    Hasta el momento solo había adelantado a dos automóviles, un pesado Rolls—Royce y un Ford desvencijado. El Rolls iba conducido por un chófer uniformado, y llevaba una pareja de ingleses de edad avanzada en el asiento trasero; y el viejo Ford contenía por lo menos una docena de árabes. Para entonces, Vandam estaba bastante seguro de que Wolff viajaba en el tren.
    De pronto, oyó un silbido distante. Miró hacia delante, a la izquierda, y vio, por lo menos a un kilómetro y medio, una columna de humo blanco que, inequívocamente, salía de una locomotora. «¡Billy! —pensó—. ¡Elene!» Aceleró.
    Paradójicamente, el humo de la máquina le hizo pensar en Inglaterra, las suaves pendientes, los interminables campos verdes, una torre cuadrada de iglesia que sobresale entre un grupo de robles, y una vía férrea a través del valle, con una locomotora que resopla y desaparece en la lejanía. Por un instante estuvo en el valle inglés, saboreando el aire húmedo de la mañana. Luego la visión pasó y vio nuevamente el cielo africano, de un azul acerado, los arrozales, las palmeras y los lejanos farallones oscuros.
    El tren estaba llegando a una población. Vandam ya no conocía los nombres: no sabía tanta geografía, y casi había perdido la noción de la distancia recorrida. Era un pueblo pequeño. Tenía tres o cuatro edificios de ladrillos y un mercado.
    El tren iba a llegar antes que él. Tenía sus planes, sabía lo que iba a hacer, pero necesitaba tiempo; era imposible correr hasta la estación y saltar al tren sin trazar un plan. Llegó al pueblo y aminoró. La calle estaba bloqueada por un pequeño rebaño de ovejas. Desde el vano de una puerta un viejo, fumando un narguile, observaba a Vandam: un europeo en motocicleta era un espectáculo raro, pero no desconocido. Un asno, atado a un árbol, lanzó un rebuzno a la moto. Un búfalo, que estaba bebiendo de un cubo, ni siquiera miró. Dos niños mugrientos vestidos con harapos corrieron a su lado, asidos a imaginarios manillares y diciendo: «Brrrrmm, brmmm» imitando la moto. Vandam vio la estación. Desde la plaza no divisaba el andén oculto por el edificio de la estación, largo y bajo; pero podía observar la salida y ver a todo el que pasara por allí. Esperaría fuera hasta que partiera el tren, por si Wolff descendía; después seguiría adelante y llegaría a la siguiente parada con tiempo de sobra. Detuvo la motocicleta y apagó el motor.
    El tren rodó lentamente sobre un paso a nivel. Elene vio las caras pacientes de quienes se hallaban tras la barrera, esperando que pasara el tren, para cruzar las vías: un hombre gordo sobre un asno, un niño muy pequeño que conducía un camello, un coche de caballos, un grupo de viejas silenciosas. El camello se agachó y el chico comenzó a golpearle en la cara con un palo. Entonces la escena se desplazó a un costado, fuera de la vista. En un momento, el tren estaría en la estación. El coraje de Elene la abandonaba. «Todavía no —pensó—. No he tenido tiempo de pensar en un plan. La próxima estación; dejémoslo para la próxima estación.» Pero había dicho a Billy que tratarían de escapar en aquella. Si no hacía algo, dejaría de confiar en ella. Tenía que ser en esa estación. Trató de concebir un plan. ¿Qué era lo principal? Alejar a Billy de Wolff. Era lo único que importaba. Dar a Billy la oportunidad de correr y luego tratar de impedir que Wolff lo alcanzara. Tuvo un recuerdo repentino y vivido de una pelea de la niñez, en una sucia calle de los barrios bajos de Alejandría: un chicarrón pendenciero golpeándola, y otro niño interviniendo y luchando con el agresor, y gritándole: «¡Corre, corre!», mientras ella seguía mirando, horrorizada, pero fascinada. No podía recordar cómo había terminado.
    Elene miró a su alrededor. «¡Piensa rápido!» Estaban en un vagón abierto, con quince o veinte filas de asientos. Billy y ella estaban sentados uno junto al otro, mirando hacia delante. Wolff se encontraba frente a ellos. A su lado había un asiento vacío. Detrás de Wolff estaba la puerta de salida a la plataforma. Los otros pasajeros eran una mezcla de europeos y egipcios ricos, vestidos al uso occidental. Todo el mundo tenía calor; estaban fatigados y enervados. Varias personas dormían. El jefe del tren servía té a un grupo de oficiales del ejército egipcio en el otro extremo del vagón.
    A través de la ventanilla vio una pequeña mezquita, después un edificio de tribunales de estilo francés, y, finalmente, la estación. Junto al andén de cemento crecían unos cuantos árboles en la tierra polvorienta. Un viejo estaba sentado debajo de un árbol, con las piernas cruzadas, fumando un cigarrillo. Seis soldados árabes con aspecto de muchachos se amontonaban en un banco pequeño. Una mujer embarazada llevaba un bebé en los brazos. El tren se detuvo.
    «Todavía no —pensó Elene—. Todavía no.» El momento de actuar sería cuando el tren estuviera a punto de reanudar la marcha. Eso le daría a Wolff menos tiempo para apresarlos. Permaneció sentada, febrilmente inmóvil. Había un reloj en la estación, con números romanos. Se había detenido a las cinco menos cinco. Un hombre se asomó a la ventanilla ofreciendo zumos de fruta, y Wolff lo alejó con un ademán.
    Un sacerdote con túnica copta subió al tren, ocupó el asiento junto a Wolff y dijo cortésmente:
    — Vouspermettez,m'sieurf
    Wolff sonrió encantador y replicó:
    —Je vous en prie.
    Elene murmuró a Billy:
    —Cuando suene el silbato, corre hacia la puerta y baja del tren.
    El corazón se le aceleró: ya no podía volverse atrás, y Billy no dijo nada.
    —¿Qué pasa?—preguntó Wolff.
    Elene miró hacia otro lado. El silbato sonó.
    Billy miró a Elene, dudando.
    Wolff frunció el entrecejo.
    Elene se arrojó contra Wolff, buscándole la cara con las manos. Repentinamente estaba poseída de rabia y odio contra él por la humillación, la angustia y el dolor que le había causado. Wolff levantó los brazos para protegerse, pero no pudo detenerla. La fuerza de Elene lo dejó atónito. Ella le arañó la cara y vio que la sangre empezaba a brotar.
    El sacerdote lanzó un grito de sorpresa.
    Sobre el respaldo del asiento de Wolff, Elene vio que Billy corría hacia la puerta y trataba de abrirla.
    Elene se tiró encima de Wolff, pero se golpeó el rostro contra la frente del espía. Se levantó otra vez y trató de arañarle los ojos.
    Finalmente, Wolff pudo reaccionar y rugió de ira.
    Levantándose de su asiento, empujó a Elene hacia atrás. Ella lo agarró de la pechera de la camisa con ambas manos. Entonces, Wolff la golpeó. La mano subió de por debajo de la cintura, se apretó en un puño y se estrelló en la mandíbula de Elene. Ella no sabía que un puñetazo pudiera doler tanto. Por espacio de un instante no pudo ver nada. Soltó la camisa de Wolff y cayó hacia atrás, en el asiento. Recobró la visión y vio que Wolff se dirigía hacia la puerta. Se puso en pie.
    Billy había conseguido abrir la puerta. Elene lo vio abrirla violentamente, de par en par, y saltar al andén. Wolff fue tras él. Elene corrió hacia la puerta.
    Billy escapaba por el andén veloz como el viento. Wolff lo perseguía. Los pocos egipcios que se encontraban allí observaban un tanto sorprendidos, pero sin hacer nada. Elene descendió del tren y corrió detrás de Wolff. El tren se estremeció, a punto de partir. Wolff aceleró. Elene aulló:
    —¡Corre, Billy, corre!
    Billy miró por encima del hombro. Casi había llegado a la salida. Un empleado que recogía allí los billetes, con un impermeable puesto, miraba con la boca abierta. «No le dejarán salir, no tiene billete», pensó Elene. No importaba, se dio cuenta, pues el tren estaba arrancando y Wolff tenía que volver a él. Wolff miró el tren, pero no redujo la velocidad. Elene vio que Wolff no conseguiría atrapar a Billy y pensó: «¡Lo hemos logrado». En ese momento, Billy cayó al suelo.
    Había resbalado con algo, arena o una hoja. Perdió el equilibrio y salió volando, llevado por el impulso de la carrera, hasta chocar con violencia contra el suelo. Wolff llegó como un relámpago, y se agachó para levantarlo. Elene los alcanzó y saltó sobre la espalda de Wolff, que trastabilló y soltó a Billy. Elene se colgó de Wolff. El tren se movía lenta pero tenazmente. Wolff tomó a Elene por los brazos, se liberó y, sacudiendo sus anchos hombros, la arrojó al suelo.
    Por un momento, Elene quedó aturdida. Al levantar la vista se dio cuenta de que Wolff llevaba a Billy sobre el hombro. El niño chillaba y golpeaba con los puños en la espalda de Wolff, sin resultado. Wolff corrió junto al tren en movimiento unos pocos pasos y luego saltó por una puerta abierta. Elene deseaba quedarse donde estaba y no ver a Wolff nunca más; pero no podía abandonar a Billy. Apresuradamente se puso en pie.
    Corrió, tropezando, junto al tren. Alguien le tendió una mano. Ella la tomó y saltó. Estaba a bordo.
    Había fracasado miserablemente. Estaba otra vez en el punto de partida. Se sintió abatida.
    Siguió a Wolff por los vagones, de regreso a sus asientos. No miró los rostros de la gente. Vio que Wolff daba a Billy una fuerte palmada en el trasero y lo dejaba caer en su asiento. El niño lloraba en silencio.
    Wolff se dirigió a Elene.
    —Eres una idiota, una chiflada —dijo en voz alta, para que los otros pasajeros lo oyeran.
    La agarró del brazo y la atrajo hacia sí. La abofeteó con la palma de la mano, luego con el revés, después con la palma, una y otra vez. Dolía, pero Elene no tenía fuerzas para resistirse. Por fin, el sacerdote se puso de pie, tocó el hombro de Wolff y dijo algo.
    Wolff la dejó y se sentó. Elene miró a su alrededor. Todos la observaban fijamente. Ninguno le prestó ayuda, porque no solo era una egipcia, era una mujer, y las mujeres, como los camellos, debían ser castigadas de vez en cuando. Al cruzarse sus miradas, los otros pasajeros desviaban la vista, turbados, y volvían a sus periódicos, sus libros y el paisaje. Nadie le habló.
    Elene se derrumbó en su asiento. Una rabia inútil, impotente, hervía dentro de ella. Habían estado a punto de escapar.
    Pasó un brazo sobre los hombros del niño y lo acercó a ella. Empezó a acariciarle el cabello. Después de un rato, Billy se quedó dormido.
    B
    Vandam oyó que el tren resoplaba, arrancaba y volvía a resoplar. Tomó velocidad y salió de la estación. Vandam bebió otro trago de agua. La botella estaba vacía. La volvió a colocar en la redecilla. Dio una chupada al cigarrillo y arrojó la colilla. Solo unos cuantos campesinos se habían bajado del tren. Vandam puso en marcha la motocicleta y se alejó.
    En unos minutos estuvo fuera del pequeño pueblo, nuevamente en la carretera recta y estrecha que corría junto al canal. Instantes más tarde había dejado atrás el tren. Era mediodía; la luz del sol era tan caliente, que parecía palpable. Vandam imaginó que, si extendía el brazo, el calor lo cubriría como un líquido viscoso. La carretera se prolongaba en un resplandor infinito. «¡Qué refrescante sería meterse en el canal!», pensó.
    En algún lugar, a lo largo de la ruta, había tomado una decisión. Cuando salió de El Cairo solo pensaba en rescatar a Billy, pero en algún momento se había dado cuenta de que ese no era su único deber. La guerra continuaba.
    Casi tenía la seguridad de que Wolff, la medianoche anterior, había estado demasiado ocupado para utilizar la radio. Esa mañana la había regalado, había arrojado el libro al río y quemado la clave del código. Era probable que tuviera otra radio, otro ejemplar de Rebeca y otra clave del código y que el lugar donde estaban ocultos fuera Assyut. Para aplicar su plan, Vandam debía tener la radio y la clave, y eso significaba permitir a Wolff llegar a Assyut y recoger su equipo de repuesto.
    Debía de haber sido una decisión angustiosa, pero, por una razón u otra, Vandam la había tomado con serenidad. Tenía que rescatar a Billy y a Elene, sí; pero después de que Wolff hubiera recogido su radio de repuesto. Sería duro para el muchacho, atrozmente duro, pero lo peor —el secuestro—ya había ocurrido y era irreversible; y la vida bajo el dominio nazi, con su padre en un campo de concentración, también sería atrozmente dura.
    Tomada la decisión, y endurecido el corazón, Vandam necesitaba cerciorarse de que Wolff se encontraba en aquel tren. Y mientras buscaba la forma de comprobarlo, discurrió, al mismo tiempo, la manera de hacer las cosas un poco más fáciles para Billy y Elene.
    Cuando llegó al siguiente pueblo calculó que, por lo menos, llevaba unos quince minutos de ventaja al tren. Aquel lugar era como el anterior: los mismos animales, las mismas calles polvorientas, la misma gente moviéndose con lentitud y el mismo puñado de edificios de ladrillos. El cuartel de policía estaba en una plaza central, frente a la estación del tren, flanqueado por una mezquita grande y una iglesia pequeña. Vandam se detuvo en la puerta e hizo sonar perentoriamente la bocina de la moto.
    Dos policías árabes salieron del edificio: un hombre de cabellos grises, con uniforme blanco y una pistola al cinto, y un muchacho de dieciocho o veinte años, que no llevaba armas. El de más edad estaba abrochándose la camisa. Vandam bajó de la moto y gritó a voz en cuello: «¡Firmes!». Ambos hombres se cuadraron y saludaron. Vandam devolvió el saludo y luego estrechó la mano del hombre de más edad.
    —Estoy persiguiendo a un peligroso criminal y necesito su ayuda —dijo teatralmente. Los ojos del hombre centellearon—. Pasemos adentro.
    Vandam les precedió. Sentía la necesidad de mantener la iniciativa en sus manos. No tenía ninguna seguridad de sus propias atribuciones en aquel lugar, y si los policías decidían no cooperar, poco podría hacer. Entró en el edificio. Por el vano de una puerta vio una mesa con un teléfono. Se dirigió a esa habitación y los policías le siguieron.
    Vandam dijo al hombre de más edad:
    —Llame al Cuartel General británico de El Cairo. —Le dio el número y el hombre levantó el auricular. Vandam se volvió hacia el policía más joven—. ¿Ha visto mi motocicleta?
    —Sí, sí —asintió enérgicamente con la cabeza.
    —¿Sabría conducirla?
    Al muchacho le entusiasmó la idea.
    —¡Conduzco muy bien!
    —Salga y pruebe.
    El joven miró con gesto de duda a su superior, que estaba gritando en el teléfono.
    —Vaya —dijo Vandam.
    El joven salió.
    El policía mayor llamó a Vandam al teléfono.
    —Es el Cuartel General.
    Vandam tomó el aparato y habló:
    —Póngame con el capitán Jakes, rápido.
    Esperó.
    Después de un par de minutos, la voz de Jakes sonó al otro extremo de la línea.
    —¿Diga?
    —Habla Vandam. Estoy en el sur, siguiendo una corazonada.
    —Aquí hay un caos total desde que los jefes se han enterado de lo que ocurrió anoche. El general está temblando de miedo y Bogge anda histérico de un lado para otro. ¿Dónde diablos se ha metido usted, señor?
    —No interesa dónde exactamente; no estaré aquí mucho tiempo y tengo que trabajar solo, por el momento. A fin de asegurar el máximo apoyo de los alguaciles indígenas... —habló en esos términos para que el policía no pudiera entenderlo—... quiero que interprete su papel de capitoste cascarrabias. ¿Listo?
    —Sí, señor.
    Vandam dio el teléfono al policía de cabellos grises y esperó. Podía adivinar lo que estaba diciendo Jakes. Inconscientemente, el policía se enderezó y cuadró los hombros mientras Jakes le ordenaba, en términos inequívocos, hacer cuanto le pidiera Vandam y rápido.
    —¡Sí, señor! —dijo el policía varias veces. Finalmente, agregó—: Por favor, tenga la seguridad, señor, caballero, que haremos todo lo que esté en nuestra mano...
    Se detuvo con brusquedad.
    Vandam adivinó que Jakes había colgado. El policía echó una fugaz mirada a Vandam y luego dijo «adiós» al aparato mudo.
    Vandam se dirigió a la ventana y miró hacia afuera. El policía joven estaba dando vueltas a la plaza en la motocicleta, haciendo sonar la bocina y acelerando exageradamente el motor. Una pequeña multitud se había reunido para observarlo y un puñado de niños corría detrás de la moto. El muchacho sonreía de oreja a oreja. «Me servirá», pensó Vandam.
    —Escuche —dijo—. Voy a tomar el tren de Assyut cuando se detenga aquí, dentro de unos minutos. Bajaré en la próxima estación. Quiero que el muchacho conduzca mi moto hasta allí y se encuentre conmigo. ¿Comprende?
    —Sí, señor —dijo el hombre—. Entonces, ¿el tren se detendrá aquí?
    —¿No lo hace normalmente?
    —Por lo general, no.
    —¡Entonces vaya a la estación y dígales que lo detengan!
    —Sí, señor.
    El hombre salió a la carrera.
    ■:,•■ Vandam lo observó cruzar la plaza. Todavía no oía el ruido del tren. Tenía tiempo de hacer otra llamada telefónica. Levantó el auricular, esperó a que contestara el telefonista y luego pidió una comunicación con la base del ejército en Assyut. Sería un milagro que el sistema telefónico funcionara de forma adecuada dos veces seguidas. Lo hizo. Assyut respondió y Vandam preguntó por el capitán Newman. Hubo una larga espera hasta que lo encontraron. Finalmente se puso al teléfono.
    —Habla Vandam. Creo que estoy sobre el rastro del hombre del cuchillo.
    —¡Buen trabajo, señor! —dijo Newman—. ¿Hay algo que pueda hacer?
    —Sí, escuche. Tenemos que proceder con mucha cautela. Por una serie de razones que le explicaré después, estoy trabajando solo, y perseguir a Wolff con un escuadrón de hombres armados sería inútil.
    —Comprendido. ¿Qué necesita de mí?
    —Llegaré a Assyut dentro de un par de horas. Necesito un taxi, una galabiya grande y un cuchillo. ¿Puede esperarme allí?
    —Desde luego, no hay inconveniente. ¿Viene por la carretera?
    —Lo encontraré en el límite de la ciudad. ¿De acuerdo?
    —De acuerdo.
    El mayor oyó acercarse el tren.
    —Tengo que irme.
    —Le esperaré.
    Vandam colgó. Puso un billete de cinco libras sobre la mesa, junto al teléfono: una pequeña propina nunca hace daño.
    Salió a la plaza. A lo lejos, hacia el norte, vio el humo del tren que se aproximaba. El policía más joven se acercó con la moto.
    —Voy a tomar el tren —le dijo Vandam—. Usted conduzca la motocicleta hasta la próxima estación y espéreme allí. ¿De acuerdo?
    —¡De acuerdo! ¡De acuerdo!
    Estaba encantado.
    Vandam sacó un billete de una libra y lo cortó por la mitad. El joven policía se asombró. Vandam le dio la mitad del billete.
    —Tendrá la otra mitad cuando se encuentre conmigo.
    —¡De acuerdo!
    El tren casi había llegado a la estación. Vandam atravesó la plaza corriendo. El policía mayor se encontró con él.
    —El jefe de la estación va a detener el tren.
    Se encontró en un coche de tercera clase. Wolff seguramente viajaría en primera. Comenzó a recorrer el tren, abriéndose paso entre la gente que estaba sentada en el suelo con sus cajas, cajones y animales. Observó que las mujeres y los niños estaban en el suelo: los asientos de listones de madera los ocupaban los hombres, con sus botellas de cerveza y sus cigarrillos. El calor y el olor de los coches eran insoportables. Algunas mujeres guisaban en hornillos improvisados, lo que, por cierto, era peligroso. Vandam estuvo a punto de pisar a un bebé que gateaba por el mugriento suelo. Tuvo la impresión de que, si no hubiera esquivado al niño justo a tiempo, lo hubiera aplastado.
    Atravesó tres vagones de tercera clase y luego se encontró en la puerta de uno de primera. Había un inspector fuera, sentado en una pequeña banqueta de madera, bebiendo un vaso de té. El inspector se puso en pie.
    —¿Un poco de té, general?
    —No, gracias. —Vandam tuvo que gritar para hacerse oír sobre el ruido de las ruedas, que quedaban debajo de ellos—. Tengo que controlar los documentos de todos los pasajeros de primera clase.
    —Todo en orden, todo muy bien —dijo el inspector, tratando de ayudar.
    —¿Cuántos coches hay de primera?
    —Todo en orden...
    Vandam se agachó para gritar al oído del hombre:
    —¿Cuántos coches de primera?
    El inspector mostró dos dedos.
    Vandam asintió y se enderezó. Miró hacia la puerta. De pronto, dudó de tener el valor necesario para continuar. Pensó que Wolff nunca lo había visto bien —habían luchado en la oscuridad, en el callejón—, pero no podía estar absolutamente seguro. El tajo en la mejilla podía descubrirlo, pero estaba casi cubierto por completo por la barba. Con todo, debía tratar de no mostrar ese lado del rostro a Wolff. Y Billy era el verdadero problema. De algún modo, Vandam tenía que advertir a su hijo que se quedara quieto y simulara no reconocerle. Lo malo era que no había forma de planearlo. Sencillamente, tenía que entrar y hacerlo en el momento.
    Aspiró hondo y abrió la puerta.
    Al entrar, echó una rápida y nerviosa mirada a los primeros asientos y no reconoció a nadie. Dio la espalda al coche, para cerrar la puerta. Luego se volvió otra vez. Su mirada barrió rápidamente las filas de asientos; allí no estaba Billy.
    Se dirigió a los pasajeros más cercanos.
    —Sus documentos, por favor, caballeros.
    —¿Qué es esto, comandante? —dijo un oficial del ejército egipcio, un coronel.
    —Inspección de servicio, mi coronel —replicó Vandam.
    Recorrió con lentitud el corredor examinando los documentos de la gente. Al llegar a la mitad del coche había estudiado a los pasajeros lo suficiente como para estar seguro de que Wolff, Elene y Billy no estaban allí. Pensó que debía terminar la pantomima de la inspección antes de pasar al siguiente coche. Empezó a preguntarse si no se habría equivocado. Quizá no estuvieran en el tren, quizá ni siquiera fuesen a Assyut; quizá la pista del atlas había sido una treta...
    Llegó al final del coche y pasó a la plataforma que quedaba entre los vehículos. «Si Wolff está en el tren, le veré ahora —pensó—. Si Billy está aquí... Si Billy está aquí...»
    Abrió la puerta.
    Vio a Billy de inmediato. Sintió una punzada de congoja, como una herida. El niño estaba dormido en su asiento y sus pies apenas llegaban al suelo. Se apoyaba sobre un costado, y tenía el pelo sobre la frente. Su boca estaba abierta y sus mandíbulas se movían ligeramente. Vandam sabía, pues lo había visto antes, que Billy estaba rechinando los dientes en su sueño.
    La mujer que le rodeaba con el brazo, y en cuyo regazo apoyaba la cabeza, era Elene. Vandam tuvo una turbadora sensación de déjá vu: recordó la noche en que había llegado cuando Elene despedía a Billy con un beso...
    Captó la mirada de Vandam y observó cómo empezaba a cambiar la expresión de la muchacha: sus ojos asombrados, su boca a punto de lanzar un grito de sorpresa. Como Vandam tenía previsto algo semejante, se llevó un dedo a los labios, en señal de silencio. Ella entendió inmediatamente y bajó la vista; pero Wolff había sorprendido la mirada y estaba ladeando la cabeza, para ver qué era lo que ella había visto.
    Estaban a la izquierda de Vandam, y era su mejilla izquierda la que tenía el tajo del cuchillo de Wolff.
    Vandam se volvió para dar la espalda al coche. Luego se dirigió a los pasajeros situados al otro lado del pasillo.
    —Sus documentos, por favor.
    No había calculado que Billy estuviera dormido.
    Tenía previsto hacer una rápida señal al niño, como lo había hecho con Elene, y esperaba que Billy estuviera lo suficientemente alerta como para disimular la sorpresa, al igual que Elene. Pero ahora la situación era distinta. Si Billy se despertaba y veía a su padre parado allí, se delataría antes de tener tiempo de reflexionar.
    Vandam se volvió hacia Wolff y dijo:
    —Documentación, por favor.
    Era la primera vez que veía a su enemigo cara a cara. Wolff era un canalla bien parecido. Su rostro amplio tenía rasgos firmes: una frente ancha, nariz aguileña, dientes blancos y uniformes, mandíbula fuerte. Solo alrededor de los ojos y en los extremos de la boca había un indicio de debilidad, de abandono, de depravación. Entregó sus documentos y luego miró por la ventanilla, aburrido. Los papeles lo identificaban como Alex Wolff, de Villa les Oliviers, Garden City. Su descaro era impresionante.
    Vandam preguntó:
    \ —¿Adonde se dirige usted, señor?
    —A Assyut.
    —¿Por negocios?
    —A visitar parientes.
    La voz era firme y profunda y Vandam no hubiera reparado en el acento si no hubiese estado sobre aviso.
    —¿Viajan juntos? —preguntó el comandante.
    —Son mi hijo y su niñera —explicó Wolff.
    Vandam tomó los documentos de Elene y los observó. Sentía ganas de agarrar a Wolff por la garganta y sacudirlo hasta que sus pelotas sonaran como una matraca. «Son mi hijo y su niñera.» Maldito puerco.
    Devolvió a Elene sus documentos.
    —No hace falta despertar al niño —dijo.
    Miró al sacerdote que estaba sentado junto a Wolff y tomó la cartera que le ofrecía.
    —¿Qué es todo esto, comandante? —preguntó Wolff.
    Vandam volvió a mirarle y observó que tenía un rasguño reciente en el mentón, bastante largo; quizá Elene había ofrecido resistencia.
    —Seguridad, señor —replicó.
    El sacerdote dijo:
    —Yo también voy a Assyut.
    —Ya veo. ¿Al convento? —pregunto el comandante.
    —Así es. Veo que ha oído hablar de él.
    —Es el lugar donde permaneció la Sagrada Familia después de vivir temporalmente en el desierto.
    —En efecto. ¿Ha estado allí?
    : ! —No. Quizá lo visite esta vez.
    —Así lo espero—dijo el sacerdote.
    Vandam le devolvió sus papeles.
    —Gracias.
    Continuó por el pasillo hacia la siguiente fila de asientos, examinando documentaciones. Cuando levantó la vista encontró los ojos de Wolff, que le observaba sin expresión en el rostro. Vandam se preguntó si habría hecho algo sospechoso. Cuando volvió a levantar la mirada, Wolff estaba vuelto de nuevo hacia la ventanilla.
    ¿Qué pensaba Elene? «Debe de estar preguntándose qué me propongo —se decía Vandam—. Quizá pueda adivinar mis intenciones. De todos modos, ha de ser difícil para ella permanecer inmóvil y verme pasar sin decir una palabra. Por lo menos, ahora sabe que no está sola.»
    ¿En qué pensaba Wolff? Quizá estuviera impaciente, o malignamente satisfecho, o asustado, o ansioso... No, nada de eso, advirtió Vandam; estaba aburrido.
    Llegó al final del vagón y examinó los últimos documentos. Los estaba devolviendo, disponiéndose a regresar sobre sus pasos, por el corredor, cuando oyó un grito que perforó su corazón:
    —¡ES MI PADRE!
    Vandam levantó la vista. Billy corría hacia él por el pasillo, tropezando, desviándose hacia ambos lados, golpeándose contra los asientos, con los brazos extendidos.
    «¡Oh, Dios!»
    Detrás de Billy, Vandam vio a Wolff y a Elene poniéndose de pie y observando, Wolff con inquietud y Elene con miedo. Vandam abrió la puerta tras de sí, simulando no advertir a Billy, y la atravesó retrocediendo. Billy pasó detrás, como si volara. Vandam cerró la puerta rápidamente. Tomó a Billy en sus brazos.
    —No pasa nada —dijo Vandam—. Tranquilízate.
    Wolff vendría a investigar.
    —¡Me llevaron por la fuerza! —dijo Billy—. ¡Falté a geografía y he pasado mucho miedo!
    —Ya no hay nada que temer. —Vandam se dio cuenta de que no podía dejar a Billy; tendría que retener al niño y matar a Wolff; tendría que abandonar su plan y la radio y la clave del código... No, tenía que conseguirlo... Luchó contra lo que le dictaban sus instintos—. Escucha —dijo—. Yo estoy aquí, cuidándote, pero tengo que atrapar a ese hombre y no quiero que sepa todavía quién soy. Es un espía alemán que estoy persiguiendo, ¿comprendes?
    —Sí, sí...
    —Escucha. ¿Puedes simular que te equivocaste? ¿Puedes simular que no soy tu padre? ¿Puedes volver con él?
    Billy miraba fijamente, con la boca abierta. No dijo nada, pero en su expresión se leía: «¡No, no, no!».
    —Esta es una historia de tees de la vida real, Billy —dijo Vandam—, y en ella intervenimos tú y yo. Tienes que volver con ese hombre y simular que te equivocaste; pero recuerda que estaré cerca y juntos podremos atrapar al espía. ¿Comprendes? ¿De acuerdo?
    Billy no dijo nada.
    Se abrió la puerta y apareció Wolff.
    —¿Qué es todo esto?—dijo.
    Vandam puso una cara insulsa y sonrió forzadamente.
    —Parece que despertó de un sueño y me confundió con su padre. Tenemos la misma estatura, usted y yo... Dijo que era su padre, ¿no es verdad?
    Wolff miró a Billy.
    —¡Qué tontería! Vuelve inmediatamente a tu asiento —le ordenó.
    Billy permaneció inmóvil.
    Vandam puso una mano sobre el hombro de Billy.
    —Vamos, jovencito —dijo—. Andando, a ganar la guerra.
    La vieja consigna lo había logrado. Billy sonrió con valentía.
    —Lo siento, señor —dijo—. Debe de haber sido un sueño.
    Vandam sintió que se le iba a romper el corazón.
    Billy se volvió y regresó al vagón. Wolff le siguió, y tambien Vandam. Mientras caminaba por el pasillo, el tren redujo la marcha. Vandam se dio cuenta de que se acercaban a la siguiente estación, donde estaría esperando su motocicleta. Billy llegó a su asiento. Elene miraba a Vandam sin comprender. Billy le tocó el brazo y dijo:
    —Me equivoqué, debo de haber tenido un sueño.
    Elene miró a Billy, después a Vandam, y una luz extraña se advirtió en sus ojos: parecía a punto de llorar.
    Vandam no quería alejarse. Deseaba sentarse, conversar, hacer cualquier cosa para prolongar el momento que pasaba con ellos. Por la ventanilla apareció otro pequeño pueblo polvoriento. Vandam cedió a la tentación e hizo una pausa en la puerta del vagón.
    —Buen viaje—dijo a Billy.
    —Gracias, señor.
    Vandam salió.
    El tren entró en la estación y se detuvo. Vandam descendió y avanzó unos pasos por el andén. Permaneció a la sombra de un toldo y esperó. Nadie más bajó del tren, pero dos o tres personas subieron a los vagones de tercera clase. Se oyó un silencio y el tren comenzó a moverse. Los ojos de Vandam estaban fijos en la ventanilla próxima al asiento de Billy. Al pasar frente a él, vio el rostro de su hijo. Billy levantó la mano en un pequeño saludo. Vandam le contestó, y luego el rostro desapareció.
    Vandam se dio cuenta de que estaba temblando.
    Observó cómo el tren se perdía en la distancia nebulosa. Cuando ya apenas se divisaba, abandonó la estación. Allí estaba su motocicleta, con el joven policía del pueblo anterior montado sobre ella y explicando sus misterios a una pequeña multitud de admiradores. Vandam le dio la otra mitad del billete. El joven saludó.
    Vandam subió a la motocicleta y puso en marcha el motor. No sabía cómo iba a volver el policía, pero tampoco le importaba. Salió del pueblo y enfiló la carretera hacia el sur. El sol había pasado su cénit, pero el calor todavía era terrible.
    Vandam adelantó al tren. Llegaría a Assyut treinta o cuarenta minutos antes, calculaba. El capitán Newman estaría allí para recibirle. Vandam tenía una idea general de lo que iba a hacer más tarde, pero los detalles habría que improvisarlos sobre la marcha.
    Siguió adelantándose al tren que llevaba a Billy y a Ele—ne, las únicas personas que amaba. Otra vez se explicó a sí mismo que había hecho lo correcto, lo mejor para todos, lo mejor para Billy; pero en el fondo de su mente una voz decía: «Cruel, cruel, cruel».
    El tren entró en la estación y se detuvo. Elene vio un cartel que decía, en árabe e inglés: «Assyut». Se dio cuenta, alarmada, de que habían llegado.
    Había sido un gran alivio ver en el tren el rostro preocupado y amable de Vandam. Por un momento se sintió eufórica: seguramente, pensó, todo había terminado. Observó la pantomima con los documentos, esperando que en cualquier momento sacara un revólver, revelara su identidad, o atacara a Wolff. De forma gradual se dio cuenta de que no sería tan sencillo. Le admiró, y hasta horrorizó, la fría entereza con que Vandam ponía a su hijo de nuevo en manos de Wolff; y el coraje de Billy le pareció increíble. Su ánimo decayó cuando vio a Vandam en el andén de la estación, saludando cuando el tren se alejaba. ¿Qué se llevaba entre manos?
    Por supuesto, todavía pensaba en el código Rebeca. Debía de tener algún plan para rescatarla a ella y a Billy y conseguir también la clave del código. Ojalá supiera cómo hacerlo. Por fortuna, Billy no parecía preocuparse con tales ideas: su padre tenía la situación dominada y aparentemente el muchacho ni siquiera concebiría que esos planes pudieran fracasar. Se había animado, mostrando interés por la campiña que recorría el tren, e incluso preguntó a Wolff dónde había conseguido su cuchillo. Ella hubiera querido tener una fe semejante en William Vandam.
    Wolff también se mostraba muy animado. El incidente con Billy le había alarmado y miró a Vandam con hostilidad e inquietud; pero se tranquilizó al ver que el comandante se apeaba del tren. Luego su humor había oscilado entre el aburrimiento y la excitación nerviosa; y ya cerca de Assyut, la excitación le dominaba. Elene pensaba que en las últimas veinticuatro horas se había experimentado un cambio en Wolff. La primera vez que le vio, le pareció un hombre con aplomo y atento. En raras ocasiones su rostro mostraba algún gesto espontáneo, salvo una ligera arrogancia. En general, sus rasgos eran expresivos y sus movimientos casi lánguidos. Todo eso había desaparecido ahora. Estaba inquieto, miraba a su alrededor con nerviosismo y cada pocos segundos torcía imperceptiblemente las comisuras de los labios, como si estuviera a punto de sonreír, o quizá de hacer algún gesto reflejo de sus pensamientos. La serenidad que antes parecía formar parte de su más profunda naturaleza solo era ya una fachada llena de grietas. Elene lo atribuyó a que la lucha con Vandam se había vuelto enconada. Lo que empezó como un juego mortífero se había convertido en una batalla mortífera. Era curioso que Wolff, el despiadado, se estuviera volviendo frenético mientras Vandam se calmaba.
    «Siempre que no se calme demasiado...», pensó Elene.
    Wolff se puso de pie y tomó su maleta de la redecilla. Elene y Billy lo siguieron por el vagón y el andén. Aquella población era más grande y más activa que las muchas que habían atravesado, y la estación estaba atestada de gente. Al apearse les empujaron los que pugnaban por subir al tren. Wolff, una cabeza más alto que la mayoría, miró a su alrededor buscando la salida, la localizó y empezó a abrirse paso entre la multitud. De repente, un chico mugriento, descalzo y vestido con una pijama a rayas, se agarró de la maleta de Wolff gritando:
    —¡Tengo taxi! ¡Tengo taxi!
    Wolff no soltaba la maleta y el chico tampoco. Wolff alzó los hombros como divertido, sin saber qué hacer, y dejó que el chico lo arrastrara hacia la salida.
    Mostraron sus billetes y salieron a la plaza. Caía la tarde, pero allí, en el sur, el sol todavía calentaba mucho. La plaza estaba rodeada de edificios bastante altos, uno de los cuales se llamaba Grand Hotel. Ante la estación había una fila de coches de caballos. Elene miró a su alrededor esperando ver un destacamento de soldados dispuestos a arrestar a Wolff. No había señales de Vandam. Wolff dijo al muchacho árabe:
    —Taxi a motor, quiero un taxi a motor.
    Había uno, un viejo Morris estacionado a pocos metros, detrás de los coches de caballos. El muchacho les llevó hacia él.
    —Sube delante —ordenó Wolff a Elene.
    Entregó al muchacho una moneda y subió a la parte posterior del coche, con Billy. El conductor llevaba gafas oscuras y un tocado árabe en la cabeza para resguardarse del sol.
    —Vaya hacia el sur, hacia el convento —le dijo Wolff al conductor en árabe.
    —Okay —respondió el conductor.
    A Elene se le paralizó el corazón. Conocía aquella voz. Miró fijamente al conductor. Era Vandam.
    Vandam conducía, alejándose de la estación, y pensaba: «Hasta ahora todo va bien, excepto por el árabe». No se le había ocurrido que Wolff hablaría en árabe al conductor de un taxi. El conocimiento que Vandam tenía del idioma era rudimentario, pero podía dar instrucciones y, por lo tanto, comprenderlas. Podía responder con monosílabos, o gruñidos, o incluso en inglés, porque los árabes que hablaban un poco esa lengua siempre estaban ansiosos de utilizarla, incluso cuando un europeo les hablaba en la suya. Todo iría bien mientras Wolff no quisiera hablar del tiempo y de las cosechas.
    El capitán Newman había conseguido todo lo que Vandam le había pedido, incluso discreción. Hasta le dio su revólver, un Enfield 380 de seis tiros, que Vandam tenía en el bolsillo del pantalón, debajo de la galabiya prestada. Mientras esperaba el tren, Vandam había estudiado el mapa de la periferia de Assyut —proporcionado por Newman— de modo que tenía cierta idea de cómo hallar la ruta que se dirigía al sur, fuera de la ciudad. Pasó por el barrio antiguo, haciendo sonar la bocina más o menos continuamente, al estilo egipcio, acercándose de forma peligrosa a las grandes ruedas de madera de los carretones y apartando a las ovejas del camino con los guardabarros. Las tiendas, cafés y talleres situados en los edificios, a ambos lados de la calle, desbordaban sobre la calzada. La carretera, que no estaba pavimentada, aparecía cubierta de polvo, basura y estiércol. Vandam miró fugazmente por el espejo y vio a cuatro o cinco niños sobre el parachoques trasero.
    Wolff dijo algo y esta vez Vandam no entendió. Simuló no haber oído. Wolff lo repitió. Vandam captó la palabra que quería decir gasolina. Wolff señalaba un garaje. Vandam dio unos golpecitos sobre el indicador del salpicadero, que mostraba el tanque lleno.
    —Kifaya —dijo—. Suficiente.
    Wolff pareció satisfecho.
    Simulando ajustar el espejo, Vandam echó una mirada a Billy, preguntándose si habría reconocido a su padre. El niño miraba fijamente la nuca de Vandam con expresión de deleite. El mayor pensó: «¡No descubras el juego, por el amor de Dios!».
    Dejaron atrás el pueblo y se dirigieron al sur por la recta carretera del desierto. A la izquierda se encontraban los campos irrigados y bosquecillos de árboles; a la derecha, la pared de peñascos graníticos, de color amarillento por la capa de polvo arenoso que los cubría. En el coche se respiraba un ambiente peculiar. Vandam percibía la tensión de Elene, la euforia de Billy y la impaciencia de Wolff. Él mismo estaba inquieto. Todo eso, ¿lo estaría percibiendo Wolff? El espía solo precisaba mirar bien al conductor del taxi para darse cuenta de que era el hombre que revisaba los documentos en el tren. Vandam esperaba que Wolff estuviera preocupado pensando en su radio.
    —Ruh alyaminak —dijo Wolff.
    Vandam sabía que eso significaba: «Gira a la derecha». Delante vio una curva que parecía conducir directamente al farallón. Disminuyó la marcha y giró. Entonces vio que se dirigía a un paso a través de las colinas.
    Vandam se sorprendió. Más adelante, a lo largo de la ruta hacia el sur, había algunas aldeas y se encontraba el famoso convento, de acuerdo con el mapa de Newman; pero detrás de esas colinas no había más que el desierto occidental. Si Wolff había enterrado la radio en la arena, nunca la encontraría. Estaba claro que no sería tan tonto. Vandam así lo esperaba, porque si los planes de Wolff se derrumbaban, también se derrumbarían los suyos.
    La ruta empezó a subir y el viejo coche luchó por ascender la pendiente. Vandam cambió de marcha una vez, y luego otra vez. El coche llegó a la cima en segunda. Vandam contempló un desierto aparentemente interminable. Ojalá tuviera un jeep. Se preguntaba cuánto más lejos debía ir Wolff. Más valía que volvieran a Assyut antes de que cayera la noche. No podía hacer preguntas al espía, por temor a revelar su ignorancia del árabe.
    La carretera se convirtió en camino. Vandam condujo a través del desierto, tan rápidamente como se atrevía, esperando instrucciones de Wolff. Al frente, el sol caía por el confín del cielo. Transcurrida una hora pasaron junto a un pequeño rebaño de ovejas que pastaba en los escasos espinos empenachados, cuidadas por un hombre y un muchacho. Wolff se irguió en su asiento y empezó a mirar a su alrededor. Pronto el camino cruzó el lecho seco de un río. Con cautela, Vandam hizo rodar el coche sobre la orilla.
    Wolff dijo:
    —Ruh ashshimalak.
    Vandam giró a la izquierda. El camino era firme. Se sorprendió de ver allí grupos de personas, tiendas y animales. Era como una comunidad secreta. Un kilómetro y medio más adelante vio la explicación: un pozo de agua.
    La boca del pozo estaba señalada por una baja pared circular, de adobe. Cuatro troncos de árbol burdamente dispuestos se alzaban sobre el agujero sosteniendo un mecanismo rudimentario. Cuatro o cinco hombres sacaban agua vaciando los cubos en cuatro canales alrededor del pozo. Los camellos y las mujeres se amontonaban junto a los abrevaderos.
    Vandam se acercó al pozo. Wolff dijo:
    —Andak.
    Vandam detuvo el coche. La gente del desierto no se mostraba curiosa, aunque debería haber sido una cosa rara ver allí un vehículo de motor: «quizá —pensaba Vandam— su dura existencia no les dejaba tiempo para investigar cosas extrañas». Wolff hacía preguntas a uno de los hombres en rápido árabe. Fue una breve conversación. El hombre señaló hacia delante.
    —Dughri —dijo Wolff a Vandam.
    Vandam continuó.
    Por fin llegaron a un gran campamento, donde Wolff indicó a Vandam que se detuviera. Había un conjunto de varias tiendas, algunas ovejas en un corral, varios camellos maneados y un par de fogatas para cocinar. Con un movimiento repentino y rápido, Wolff alargó el brazo hacia la parte delantera del coche, detuvo el motor y sacó la llave. Sin una palabra, descendió.
    Ishmael estaba sentado junto al fuego, preparando el té. Levantó los ojos.
    —La paz sea contigo —dijo tan tranquilo, como si Wolff hubiera llegado de la tienda próxima.
    —Y contigo el bienestar, y la misericordia y la bendición de Dios —replicó formalmente Wolff.
    —¿Cómo está tu salud?
    —Dios te bendiga; yo estoy bien, gracias a Él.
    Wolff se puso en cuclillas sobre la arena. Ishmael le alcanzó una taza.
    —Tómalo.
    —Dios te conceda buenaventura —dijo Wolff.
    —Y a ti también.
    Wolff bebió el té. Estaba caliente, dulce y muy fuerte. Recordaba cómo le había dado fuerzas durante su aventura a través del desierto... ¿Había sido solo dos meses atrás?
    Cuando Wolff terminó de beber, Ishmael levantó la mano hacia su cabeza.
    —Que te haga buen provecho—le deseó.
    —Dios permita que te haga buen provecho.
    Las formalidades estaban cumplidas.
    —¿Y tus amigos? —preguntó Ishmael, señalando hacia el taxi estacionado en medio del lecho seco del río, incongruente entre las tiendas y los camellos.
    —No son amigos —dijo Wolff.
    Ishmael sacudió la cabeza. No era curioso. Teniendo en cuenta todas las preguntas corteses sobre la salud de uno, pensaba Wolff, los nómadas no se interesaban realmente en lo que hacía la gente de la ciudad: sus vidas eran muy distintas, hasta volverse incomprensibles.
    —¿Todavía tienes mi caja? —preguntó Wolff.
    —Sí.
    «Ishmael diría que sí, la tuviera o no —pensaba Wolff—; era el estilo árabe.» Ishmael no hizo ningún movimiento para buscar la maleta. Era incapaz de darse prisa. «Rápido» significaba «Dentro de los próximos días»; «Inmediatamente» significaba «Mañana».
    —Debo regresar a la ciudad hoy —le dijo Wolff.
    —Pero dormirás en mi tienda.
    —¡Ay, no!
    —Entonces comerás con nosotros.
    —Dos veces ¡ay! El sol ya está bajo y debo estar de vuelta en la ciudad antes de que caiga la noche.
    Ishmael sacudió la cabeza tristemente, con la mirada de quien contempla un caso perdido.
    —Has venido por tu caja.
    —Sí. Por favor, ve a buscarla, primo mío.
    Ishmael habló a un hombre que estaba de pie detrás de él, el cual habló a un hombre más joven, el cual habló a un niño para que fuera a buscar la caja. Ishmael ofreció a Wolff un cigarrillo. El espía lo aceptó por cortesía. Ishmael encendió los cigarrillos con una ramita que tomó del fuego. Wolff se preguntaba de dónde provenían los cigarrillos. El chico trajo la caja y la ofreció a Ishmael. Ishmael señaló a Wolff.
    Wolff tomó la caja y la abrió. Lo invadió una gran sensación de alivio al mirar la radio y la clave del código. En el largo y tedioso viaje de tren, su euforia se había desvanecido; pero de nuevo le envolvía y se sentía embriagado por la sensación de poder y de victoria inminente. Cerró la tapa de la caja. Sus manos se mostraban inseguras.
    Ishmael le miraba con ojos entornados.
    —Esto es muy importante para ti, esta caja.
    —Es importante para el mundo.
    Ishmael dijo:
    —El sol sale y el sol se pone. A veces llueve. Vivimos y morimos.
    Se encogió de hombros.
    «Nunca lo entenderías —pensó Wolff—. Pero otros sí.» puso de pie.
    —Gracias, primo mío.
    —Cuídate.
    —Que Dios te proteja.
    Wolff se volvió y caminó hacia el taxi.
    Se
    Elene vio que Wolff se alejaba del fuego con una maleta en la mano.
    —Regresa —dijo—. Y ahora, ¿qué?
    —Querrá volver a Assyut —dijo Vandam, sin mirarla—. Esas radios no tienen pilas, hay que enchufarlas. Tiene que ir a algún sitio donde haya electricidad, y eso quiere decir Assyut.
    —¿Puedo ir delante? —preguntó Billy.
    —No —dijo Vandam—. Tranquilo. No falta mucho.
    —Le tengo miedo.
    —Yo también.
    Elene se estremeció. Wolff subió al coche.
    —Assyut—dijo.
    Vandam estiró la mano, con la palma hacia arriba, y Wolff dejó caer la llave en ella. Vandam puso el motor en marcha y dio la vuelta.
    Fueron por el lecho seco del río, pasaron junto al pozo y salieron a la carretera. Elene pensaba en la caja que Wolff sostenía sobre las rodillas. Contenía la radio, el libro y la clave del código Rebeca. ¡Qué absurdo era que tantas cosas dependieran del hecho de quién tuviera aquella caja en sus manos, que por eso ella estuviera arriesgando su vida y que Vandam pusiera en peligro la de su hijo! Elene se sintió muy cansada. El sol se había puesto detrás de ellos y los menores objetos —piedras, matas, penachos de hierba— proyectaban largas sombras. Nubes nocturnas se juntaban al frente sobre las colinas.
    —Más rápido —dijo en árabe—. Está oscureciendo.
    Vandam parecía entender, pues aumentó la velocidad. El coche daba saltos y se ladeaba sobre la carretera deshecha. Después de un par de minutos, Billy dijo:
    —Me encuentro mal.
    Elene se volvió para mirarlo. Billy estaba pálido y tenso, sumamente erguido.
    —Vaya más despacio —dijo Elene a Vandam, y luego lo repitió en árabe, como si acabara de recordar que él no hablaba inglés.
    Vandam disminuyó la marcha por un momento, pero Wolffdijo:
    —Más rápido. —Se dirigió a Elene—: No le haga caso al chico.
    Vandam aceleró.
    Elene volvió a mirar a Billy. Estaba blanco como el papel y parecía a punto de llorar.
    —Es usted un desgraciado —dijo a Wolff.
    —Detenga el auto —dijo Billy.
    Wolff hizo caso omiso y Vandam tuvo que simular que no entendía inglés.
    Había una pequeña ondulación en la carretera. Al tomarla a gran velocidad, el auto se elevó unos pocos centímetros en el aire y volvió a caer chocando contra el suelo.
    —¡Papá, frena! ¡Frena, papá! —aulló Billy.
    Vandam clavó los frenos.
    Elene se apoyó en el salpicadero y volvió la cabeza para mirar a Wolff.
    Durante una fracción de segundo, Wolff quedó aturdido por la sorpresa. Miró a Vandam, después a Billy y luego otra vez a Vandam; y en su expresión, Elene vio primero incomprensión, después asombro y, finalmente, temor. Elene se dio cuenta de que Wolff pensaba en el incidente del tren, y en el muchacho árabe de la estación, y en el kaffiyeh que cubría el rostro del conductor del taxi; y entonces vio que se le aclaraba todo como iluminado por un relámpago.
    El coche se detuvo con un chirrido y arrojó a los pasajeros hacia delante. Wolff recuperó el equilibrio. Con un rápido movimiento, pasó el brazo izquierdo alrededor de Billy y atrajo al muchacho contra sí. Elene vio que hundía la mano en la camisa y sacaba el cuchillo.
    Vandam se dio la vuelta. En el mismo momento, observó Elene, su mano se deslizó por la abertura del costado de su galabiya, y allí quedó paralizada al mirar hacia el asiento trasero. Elene también se volvió.
    Wolff mantenía el cuchillo a tres centímetros de la suave piel del cuello de Billy. El niño estaba aterrorizado. Vandam parecía deshecho. En las comisuras de la boca de Wolff se esbozaba una sonrisa demente.
    —¡Maldito sea! —dijo Wolff—. Ha estado a punto de atraparme.
    Todos le clavaron la mirada en silencio.
    —Quítese ese sombrero ridículo —ordenó a Vandam.
    Vandam se libró del kaffiyeh.
    —Déjeme adivinar —dijo Wolff—. El comandante Vandam. —Parecía disfrutar del momento—. Qué buena idea fue traer a su hijo como rehén.
    —Está liquidado, Wolff —dijo Vandam—. La mitad del ejército británico le está siguiendo. O me deja que yo le lleve vivo, o ellos le matarán.
    —No creo que me esté diciendo la verdad —repuso Wolff—. No habrá traído al ejército por su hijo. Tendría miedo de que esos coivboys erraran sus disparos. Creo que sus superiores ni siquiera saben dónde está usted.
    Elene estaba segura de que Wolff tenía razón, y la abrumó la desesperación. No tenía idea de qué haría Wolff, pero pensaba que Vandam había perdido la batalla. Miró al comandante y vio la derrota en sus ojos.
    Wolff dijo:
    —Debajo de su galabiya el comandante Vandam lleva unos pantalones caqui. En uno de los bolsillos de los pantalones, o posiblemente en la cintura, encontrarás un revólver. Cógelo.
    Elene hundió la mano en la galabiya de Vandam y encontró el revólver en el bolsillo. Pensó: «¿Cómo lo sabía Wolff?». Y luego: «Lo adivinó». Elene sacó el revólver del bolsillo.
    Miró a Wolff. No podía tomar el revólver sin soltar a Billy, y si lo hacía, aunque fuese por un momento, Vandam intentaría algo.
    Pero Wolff había pensado en eso.
    —Empuja hacia abajo el cañón del revólver, de modo que el tambor caiga hacia delante. Cuidado, no vayas a tirar del gatillo por error.
    Elene maniobró nerviosamente con el revólver.
    —Probablemente hay una traba en el costado del cilindro —siguió Wolff.
    Elene halló la traba y abrió el revólver.
    —Saca las balas y déjalas caer fuera del coche.
    Ella lo hizo.
    —Coloca el revólver en el suelo.
    Ella lo colocó.
    Wolff pareció aliviado. Una vez más, la única arma era su cuchillo. Habló a Vandam.
    —Salga del coche.
    Vandam no se movió.
    —Salga —repitió Wolff.
    Con un súbito y preciso movimiento tocó el lóbulo de la oreja de Billy con el cuchillo. Brotó una gota de sangre.
    Vandam descendió del coche.
    Wolff dijo a Elene:
    —Siéntate al volante.
    Elene pasó sobre la palanca de cambios.
    Vandam había dejado la portezuela abierta.
    —Cierra la puerta—ordenó el espía.
    Elene cerró la puerta. Vandam permaneció de pie junto al coche, mirando fijamente hacia el interior.
    —Arranca—dijo Wolff.
    El motor se había ahogado. Elene puso la palanca de cambio en punto muerto y dio vuelta a la llave. El motor tosió y se paró. Elene esperaba que no arrancara. De nuevo hizo girar la llave; otra vez el arranque falló.
    —Aprieta el pedal del acelerador al dar el contacto —dijo Wolff.
    Elene hizo lo que Wolff decía. El motor se puso en marcha y rugió.
    —Arranca —dijo Wolff.
    Elene arrancó.
    —Más rápido.
    Elene cambió de marcha.
    Por el espejo vio que Wolff guardaba el cuchillo y soltaba a Billy. Detrás del coche, a unos cincuenta metros de distancia, Vandam estaba de pie en la carretera del desierto; su silueta se veía negra contra la puesta del sol.
    Permanecía inmóvil.
    —¡No tiene agua!—exclamó Elene.
    —No—replicó Wolff.
    Entonces, Billy enloqueció de furia.
    Elene le oyó gritar:
    —¡No puede abandonarle!
    Elene se dio la vuelta, olvidándose del camino. Billy había saltado sobre Wolff como un gato montes rabioso, golpeando y arañando y, al parecer, pateando. Gritaba de forma incoherente. Su rostro era una máscara de cólera infantil y su cuerpo se sacudía convulsivo como si sufriera un ataque. Wolff, que se había descuidado pensando en la crisis que acababa de pasar, fue momentáneamente incapaz de resistir. En el espacio cerrado, con Billy tan cerca de él, no pudo lanzar un golpe adecuado, de forma que levantó los brazos, para protegerse, y empujó al niño, para alejarlo.
    Elene volvió a mirar la carretera. El coche se había desviado y la rueda delantera izquierda surcaba las malezas arenosas que crecían junto al camino. Luchó con el volante, pero este parecía tener voluntad propia. Clavó los frenos y la parte posterior del coche comenzó a deslizarse lateralmente. Demasiado tarde, Elene vio un profundo surco que cruzaba el camino. El coche, resbalando, chocó de costado contra el badén, con un impacto que le sacudió los huesos. Pareció dar un salto hacia arriba. Elene se elevó en el asiento por un instante y, cuando volvió a caer, pisó el pedal del acelerador de forma involuntaria. El coche salió disparado hacia delante y empezó a deslizarse en dirección opuesta. Por el rabillo del ojo vio que Wolff y Billy caían a un lado y otro sin poder evitarlo, luchando todavía. El coche salió de la carretera y entró en la arena blanda. Perdió velocidad con brusquedad y Elene se golpeó la frente sobre el borde del volante. El auto se ladeó y pareció volar. Elene vio el desierto a un lado y se dio cuenta de que el coche, en efecto, estaba dando vueltas. Pensó que no iba a detenerse nunca. Ella cayó sobre un costado, agarrada al volante y a la palanca de cambios. El automóvil no quedó invertido, sino apoyado lateralmente, como una moneda que cayera de canto sobre la arena. La palanca de cambios se desprendió en la mano de Elene. Ella chocó contra la puerta, y volvió a golpearse en la cabeza. El coche quedó inmóvil.
    Elene se apoyó en las manos y las rodillas, sosteniendo todavía la palanca de cambios rota, y miró a la parte posterior del coche. Wolff y Billy estaban tumbados, el espía sobre el niño. Mientras Elene miraba, Wolff se movió; ella había esperado que estuviese muerto.
    La muchacha tenía una rodilla sobre la puerta del coche y la otra en la ventanilla. A la derecha se elevaba vertical—mente el techo del auto. A la izquierda estaba el asiento. Miraba por el espacio que había entre la parte superior del asiento trasero y el techo.
    Wolff se puso en pie.
    Billy parecía inconsciente.
    Elene estaba desorientada; se sentía inútil, arrodillada sobre la ventanilla del coche.
    Wolff, sobre la parte interna de la puerta trasera izquierda, lanzó todo su peso sobre el suelo del coche. Este se balanceó. Volvió a hacerlo. El vehículo se balanceó más. Al tercer intento giró y cayó sobre las cuatro ruedas con un fuerte estrépito. Elene estaba mareada. Vio que Wolff abría la puerta y salía del coche. Permaneció de pie fuera, y luego, agazapándose, sacó su cuchillo. La muchacha vio que Vandam se acercaba.
    Elene se arrodilló sobre el asiento, observando. No podría moverse hasta que la cabeza dejara de darle vueltas. Vio que Vandam se agazapaba como Wolff, listo para saltar, las manos en alto, para protegerse. Tenía la cara roja y jadeaba; había corrido tras el coche. Se movían en círculos. Wolff renqueaba ligeramente. El sol era un enorme globo anaranjado detrás de ellos.
    Vandam se adelantó y luego pareció dudar. Wolff lanzó una cuchillada, pero le había sorprendido el titubeo de Vandam y erró el golpe. El puño de Vandam salió disparado. Wolff dio un respingo. Elene vio que la nariz del espía estaba sangrando.
    Se enfrentaron otra vez, como boxeadores en un cuadrilátero.
    Vandam volvió a saltar hacia delante. Esta vez Wolff lo eludió. Vandam lanzó un puntapié, pero Wolff estaba fuera de su alcance. Wolff asestó una corta estocada con el cuchillo. Elene vio que atravesaba los pantalones de Vandam y que la sangre brotaba. Wolff lanzó otro golpe, pero Vandam había retrocedido. Una mancha oscura apareció en una pernera de sus pantalones.
    Elene miró a Billy. El niño yacía nacidamente en el suelo del coche, con los ojos cerrados. Elene pasó gateando a la parte trasera y, levantándolo, lo acomodó en el asiento. No sabía si estaba vivo o muerto. Le tocó el rostro. No se movió.
    —¡Billy! —exclamó— ¡Oh, Billy!
    Elene volvió a mirar hacia fuera. Vandam estaba tendido sobre una rodilla. Su brazo izquierdo colgaba del hombro, cubierto de sangre. Mantenía el derecho levantado, en actitud defensiva. Wolff se acercó.
    Elene saltó del coche. Todavía tenía la palanca de cambios rota en la mano. Vio que Wolff levantaba su arma, lista para arrojarse contra Vandam una vez más. Corrió detrás de Wolff, tropezando en la arena. Wolff lanzó un golpe a Vandam. El mayor se hizo a un lado. Elene levantó bien alta la palanca y la abatió con toda su fuerza sobre la nuca de Wolff. El espía pareció quedar inmóvil por un momento.
    —¡Oh, Dios!—exclamó Elene.
    Luego volvió a golpear.
    Golpeó por tercera vez.
    Wolff cayó al suelo.
    Ella golpeó de nuevo.
    Entonces dejó caer la palanca de cambios y se arrodilló junto a Vandam.
    —Bien hecho —dijo Vandam débilmente.
    —¿Puedes ponerte en pie?
    Vandam apoyó una mano en el hombro de Elene y logró incorporarse.
    —No es tan grave como parece—dijo.
    —Espera un minuto. Ayúdame.
    Con el brazo sano asió a Wolff por una pierna y lo arrastró hacia el coche. Elene ayudó tirando de un brazo del hombre inconsciente. Cuando llegaron junto al coche, Vandam levantó el brazo de Wolff e hizo que la mano quedara apoyada sobre el estribo, con la palma hacia abajo. Entonces levantó un pie y lo bajó violentamente sobre el codo de Wolff. El brazo se partió en dos. Elene palideció.
    —Quiero asegurarme de que no causará problemas cuando vuelva en sí —explicó.
    Vandam se introdujo en el vehículo y puso una mano sobre el pecho de Billy.
    —Está vivo —dijo—. Gracias a Dios.
    Billy abrió los ojos.
    —Ya pasó todo —le tranquilizó Vandam.
    El niño cerró los ojos.
    Vandam se sentó al volante.
    —¿Dónde está la palanca de cambios? —preguntó.
    —Se rompió. Le golpeé con ella.
    Vandam giró la llave y el coche se sacudió.
    —Bien; todavía tiene puesta la marcha —dijo. Apretó el embrague e hizo girar de nuevo la llave. El motor arrancó. Soltó lentamente el embrague y el coche avanzó. Apagó el motor—. Podremos desplazarnos. ¡Qué golpe de suerte!
    —¿Qué haremos con Wolff?
    —Meterlo en el maletero.
    Vandam miró otra vez a Billy. Había recuperado el conocimiento y tenía los ojos muy abiertos.
    —¿Cómo estás, hijo? —le preguntó.
    —Lo siento mucho —se disculpó Billy—, pero no pude evitar el mareo.
    Vandam miró a Elene.
    —Tendrás que conducir—le dijo.
    Había lágrimas en sus ojos.
    ID
    I!
    De pronto, se oyó el rugido aterrador de aviones que se acercaban. Rommel lanzó una mirada hacia arriba y vio los bombarderos británicos que se aproximaban a baja altura por detrás de las líneas más cercanas de colinas: la tropa los llamaba bombarderos «Desfile de Fiesta», porque volaban en perfecta formación, como los aviones de las exhibiciones de Nuremberg de antes de la guerra.
    —¡Pónganse a cubierto! —aulló Rommel, quien corrió a una trinchera de refugio y se arrojó a ella.
    El ruido era tan intenso, que se parecía al silencio. Rom—mel yacía con los ojos cerrados. Le dolía el estómago. Le habían enviado un médico desde Alemania, pero él sabía que la única medicina que necesitaba era la victoria. Había perdido muchísimo peso: el uniforme le quedaba muy holgado y los cuellos de las camisas parecían demasiado grandes. También estaba perdiendo rápidamente el cabello, que en algunas partes ya blanqueaba.
    Era el i de septiembre y todo había salido terriblemente mal. Lo que parecía ser el punto débil de la línea de defensa aliada, daba la impresión de ser una emboscada. Los campos minados eran densos donde debían ser practicables; el terreno resultó arena movediza donde se esperaba suelo firme; la cresta de Alam Halfa, que debía ser capturada con facilidad, apareció poderosamente defendida. La estrategia de Rom—mel estaba equivocada; su servicio de información se había equivocado; su espía se había equivocado.
    Los bombarderos pasaron sobre su cabeza. Rommel salió de la trinchera. Sus asistentes y oficiales emergieron de los refugios y se reunieron alrededor de él. Rommel levantó sus prismáticos de campaña y miró hacia el desierto. Numerosos vehículos permanecían inmovilizados en la arena, muchos de ellos ardiendo furiosamente. «Si por lo menos el enemigo atacara —pensó—, podríamos combatirlo.» Pero los aliados no se movían y, bien atrincherados, liquidaban los tanques Panzer como quien pesca en un barril.
    Las cosas no marchaban bien. Sus unidades de vanguardia se encontraban a veinticinco kilómetros de Alejandría, pero estaban atascadas. «Veinticinco kilómetros —pensó—. Otros veinticinco kilómetros y Egipto hubiera sido mío.» Miró a los oficiales que le rodeaban. Como siempre, la expresión de sus rostros eran reflejo de la suya: vio en sus caras lo que ellos veían en la de él.
    La derrota.
    Sabía que era una pesadilla, pero no podía despertarse. La celda tenía uno ochenta de largo por uno veinte de ancho, y la mitad la ocupaba la cama. Debajo de la cama había un orinal. Las paredes eran de piedra gris lisa. Una bombilla pequeña colgaba del techo, en la punta de un cable. En un extremo de la celda había una puerta. En el otro, una venta—nita cuadrada, justo sobre el nivel de los ojos: por ella podía ver el brillante cielo azul.
    En su sueño pensaba: «Pronto despertaré y entonces todo estará bien. Despertaré, y habrá una hermosa mujer junto a mí, sobre sábanas de seda. Le acariciaré los pechos. —Cuando pensó en eso, le invadió un fuerte deseo—. Y ella se despertará y me besará, y entonces beberemos champán».
    Pero no conseguía soñar con eso, y regresaba el sueño de la celda. En algún sitio cercano sonaba un tambor continuamente. A su ritmo, fuera, marchaban soldados. El ruido era aterrador, aterrador, bum—bum, bum—bum, tram—tram; el tambor y los soldados y las estrechas paredes grises de la celda y aquel distante, aquel exasperante cuadrado de cielo azul; y él estaba tan asustado, tan horrorizado, que abrió los ojos a la fuerza y despertó.
    Miró a su alrededor sin comprender. Estaba despierto, bien despierto. No había duda alguna. El sueño había terminado. Pero seguía estando en una celda. Tenía uno ochenta de largo por uno veinte de ancho, y la mitad la ocupaba la cama. Se agachó y miró. Debajo había un orinal.
    Permaneció erguido. Después, silenciosa y tranquilamente, empezó a golpearse la cabeza contra la pared.
    Jerusalén, 4 de septiembre de 1942
    Mi querida Elene:
    Hoy fui al Muro Occidental, que es llamado también Muro de las Lamentaciones. Estuve allí con otros muchos judíos y oré. Escribí un kvitlach y lo puse en una grieta de la pared. Dios quiera concederme lo que pido.
    Este es el lugar más hermoso del mundo: Jerusalén. Por supuesto no vivo bien. Duermo en un colchón en el suelo de un pequeño cuarto, con otros cinco hombres. A veces consigo trabajar algo, limpiando un taller donde uno de mis compañeros de habitación, un joven, acarrea madera para los carpinteros. Soy muy pobre, como siempre, pero ahora soy pobre en Jerusalén, que es mejor que ser rico en Egipto.
    Crucé el desierto en un camión del ejército británico. Me preguntaron qué habría hecho si no me hubiesen recogido, y cuando dije que habría caminado, creo que pensaron que estaba loco. Pero esta es la cosa más cuerda que jamás he hecho.
    Debo decirte que voy a morir. Mi enfermedad es incurable, aun cuando pudiera pagar a los doctores, y solo me quedan algunas semanas, quizás un par de meses. No estés triste. Jamás fui más feliz en mi vida.
    Debo decirte lo que escribí en mi kvitlach. Pedí a Dios que conceda felicidad a mi hija Elene. Tengo fe en que lo hará.
    Adiós.
    El jamón ahumado estaba cortado fino como el papel y enrollado en apetitosos cilindros. Los panecillos eran caseros, frescos, de esa mañana. Había un recipiente con ensalada de patatas hecha con verdadera mayonesa y buena cebolla picada, una botella de vino, otra de gaseosa y una bolsa de naranjas. Y un paquete de cigarrillos, de la marca que él fumaba.
    Elene empezó a guardar la comida en la cesta.
    Acababa de cerrar la tapa cuando oyó el golpe en la puerta. Se quitó el delantal antes de ir a abrir.
    William Vandam entró, cerró tras de sí y la besó. La rodeó con los brazos y la apretó hasta lastimarla. Siempre hacía eso, y siempre dolía, pero ella nunca se quejaba, porque había estado a punto de perder a Vandam, y él a ella, de modo que cuando estaban juntos, se sentían muy dichosos.
    Fueron a la cocina. Vandam levantó la cesta y dijo:
    —¡Dios! ¿Qué tienes aquí, las joyas de la Corona?
    —¿Qué noticias hay? —preguntó Elene.
    Vandam sabía que se refería a la guerra en el desierto.
    —Cito: «Fuerzas del Eje en plena retirada».
    Elene pensó en lo mucho que se había tranquilizado Vandam esos días. Hasta hablaba de otra forma. Sus cabellos estaban adquiriendo una tonalidad grisácea, y él se reía mucho por eso.
    —Creo que eres de esos hombres que se vuelven más atractivos con el paso de los años—le dijo ella.
    —Espera a que se me caigan los dientes.
    Salieron. El cielo estaba curiosamente negro, y Elene lanzó un «¡Oh!» de sorpresa al llegar a la calle.
    —Hoy es el fin del mundo —dijo Vandam.
    —Nunca lo había visto así —repuso Elene.
    Subieron a la motocicleta y se dirigieron a la escuela de Billy. El cielo se oscureció más aún. Empezó a llover cuando pasaban ante el Shepheard's Hotel. Elene vio a un egipcio que ponía un pañuelo sobre su fez. Las gotas eran enormes; cada una de ellas le atravesaba el vestido y le llegaba a la piel. Vandam dio la vuelta con la moto y estacionó frente al hotel. Cuando bajaban de la motocicleta, las nubes reventaron.
    Permanecieron bajo la marquesina del hotel observando cómo descargaba la tormenta. La cantidad de agua era increíble. En pocos minutos, los arroyos rebasaron y las aceras se vieron inundadas. Enfrente del hotel, los comerciantes se agitaban bajo la tormenta, levantando las mercaderías para cerrar sus tiendas. Los coches tuvieron que detenerse, sin más, donde estaban.
    —No hay alcantarillado en esta ciudad —dijo Vandam—. El agua no tiene adonde ir, salvo el Nilo. Mira.
    La calle se había convertido en un río.
    —¿Y la moto? —preguntó Elene.
    —Se va a ir flotando, la maldita —dijo Vandam—. Tendré que traerla aquí.
    Dudó, pero luego corrió a la acera, tomó la motocicleta por el manillar y la empujó por el agua hasta los escalones del hotel. Cuando volvió al abrigo de la marquesina, tenía la ropa empapada y el cabello pegado a la cabeza, como un estropajo recién sacado de un balde. Elene se rió de él.
    La lluvia continuó.
    —¿Y Billy? —preguntó Elene.
    —Tendrán que retener a los niños en la escuela hasta que escampe.
    Finalmente entraron en el hotel a tomar una copa. Vandam pidió jerez: había jurado no tomar más ginebra y decía que no la echaba en falta.
    Por fin la tormenta cesó y volvieron a salir, pero tuvieron que esperar un poco más, hasta que cedió la inundación. Por último quedaron unos dos o tres centímetros de agua y salió el sol. Los conductores se aplicaron a poner en marcha sus coches. La moto no estaba demasiado húmeda y arrancó al primer intento.
    Con el sol, las calles comenzaron a despedir vapor mientras ellos se dirigían a la escuela. Billy estaba esperando fuera.
    —¡Qué tormenta! —exclamó lleno de excitación.
    Subió a la moto y se sentó entre Elene y Vandam.
    Salieron al desierto. Elene iba fuertemente asida, con los ojos entornados, y por eso no vio el milagro hasta que Vandam detuvo la moto. Los tres bajaron y miraron alrededor, mudos.
    El desierto estaba tapizado de flores.
    —Es la lluvia, evidentemente —dijo Vandam—. Pero...
    Millones de insectos voladores también habían aparecido de la nada, y las mariposas y las abejas iban frenéticamente de flor en flor, recogiendo la repentina cosecha.
    —Las semillas deben de haber estado en la arena esperando —dijo Billy.
    —Eso es. Las semillas han estado allí durante años, esperando únicamente esto.
    Todas las flores eran diminutas, como miniaturas, pero de colores muy brillantes. Billy dio unos pasos, desde la carretera, y se agachó para examinar una. Vandam abrazó a Elene y la besó. Empezó con un ligero beso en la mejilla, pero se convirtió en un largo abrazo de amor.
    Finalmente, Elene se separó, riendo.
    —Harás que Billy se avergüence.
    —Va a tener que acostumbrarse —dijo Vandam.
    Elene dejó de reír.
    —¿De veras?—le preguntó—. ¿Es cierto?
    Vandam sonrió y la besó de nuevo.

    FIN

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